Monda y desnuda: La humilde historia de Don Quijote: Reflexiones sobre el origen de la novela moderna 9783865279477

El autor aborda la obra cervantina en el contexto del cambio del concepto de ficción literaria que se produce con el pas

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Spanish; Castilian Pages 406 [405] Year 2005

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ÍNDICE
INTRODUCCIÓN
CAPÍTULO I. UNA HISTORIA «MONDA Y DESNUDA»
CAPÍTULO II. EL REFERENTE PICARESCO I: GUZMÁN DE ALFARACHE
CAPÍTULO III. EL REFERENTE PICARESCO II: EL BUSCÓN
CAPÍTULO IV. LA LOCURA DE DON QUIJOTE Y LA MODERNIDAD
CAPÍTULO V. DE TE FABULA NARRATUR
CAPÍTULO VI. EL QUIJOTISMO DE UNAMUNO Y LA ENVIDIA DE CAÍN
CAPÍTULO VII. LA PENITENCIA DE DON QUIJOTE Y EL EPISODIO DE LOS LEONES
CAPÍTULO VIII. EL CAÍN UNAMUNIANO Y LA HISTORIA DE EL CURIOSO IMPERTINENTE
CAPÍTULO IX. EL PRECEDENTE PASTORIL
CAPÍTULO X. EL DESEO DEL OBSTÁCULO
CAPÍTULO XI. LA VENTA DE JUAN PALOMEQUE
CAPÍTULO XII. BURLADORES BURLADOS
BIBLIOGRAFÍA
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Monda y desnuda: La humilde historia de Don Quijote: Reflexiones sobre el origen de la novela moderna
 9783865279477

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BIBLIOTECA ÁUREA HISPÁNICA Universidad de Navarra Editorial Iberoamericana

Dirección de Ignacio Arellano, con la colaboración de Christoph Strosetzki y Marc Vitse. Secretario ejecutivo: Juan M. Escudero.

Biblioteca Áurea Hispánica, 37

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«MONDA Y DESNUDA»: LA HUMILDE HISTORIA DE DON QUIJOTE Reflexiones sobre el origen de la novela moderna

CESÁREO BANDERA

Universidad de Navarra • Iberoamericana • Vervuert • 2005

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Bibliographic information published by Die Deutsche Bibliothek Die Deutsche Bibliothek lists this publication in the Deutsche Nationalbibliografie; detailed bibliographic data are available on the Internet at http://dnb.ddb.de.

Agradecemos a la Fundación Universitaria de Navarra su ayuda en los proyectos de investigación del GRISO a los cuales pertenece esta publicación. Agradecemos al Banco Santander Central Hispano la colaboración para la edición de este libro.

Derechos reservados © Iberoamericana, 2005 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2005 Wielandstr. 40 – D-60318 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 84-8489-189-5 (Iberoamericana) ISBN 3-86527-189-8 (Vervuert) Depósito Legal: Cubierta: Cruz Larrañeta Impreso en España por Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.

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Unum pro multis dabitur caput (Eneida,V, v. 815)

La piedra que desecharon los constructores, esa misma vino a ser la piedra angular (Mateo, 21, 42)

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ÍNDICE

INTRODUCCIÓN ...................................................................... Aproximación histórica .................................................... Héroes y antihéroes ........................................................ El genio del relato .......................................................... La actitud de Cervantes .............................................. La actitud de don Quijote .......................................... El nivel literal .................................................................. Comparación con el Edipo de Sófocles, símbolo de todo un género ................................................ Entre la verdad y el encubrimiento ............................ Por contraste: el Quijote de Avellaneda ............................

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CAPÍTULO I: UNA HISTORIA «MONDA Y DESNUDA» .................... El prólogo a la Primera Parte .......................................... La «intranscendencia» de la novela .................................. Literatura desacralizada .................................................... Entre el Guzmán de Alfarache y El Buscón ........................ El caso del Persiles ............................................................

41 41 47 49 53 54

CAPÍTULO II: EL REFERENTE PICARESCO I: GUZMÁN DE ALFARACHE .................................................................. Del folklore a la literatura ................................................ La conversión de Guzmán .............................................. Incompatibilidad entre conversión y forma picaresca ...... El ejemplo de Las confesiones de San Agustín .................. Carácter victimario de la catarsis aristotélica o poética ....

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CAPÍTULO III: EL REFERENTE PICARESCO II: EL BUSCÓN .......... ¿Esteticismo o crueldad? .................................................. Deshumanización y espíritu carnavalesco ........................ Crítica de Mikhail Bakhtin .............................................. La paradoja de El Buscón .................................................. El terror de la indiferenciación y la envidia ....................

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El deliberado anticristianismo de Pablos y de la novela que lo expulsa .................................... CAPÍTULO IV: LA

QUIJOTE Y ................................................................ La antigua locura y lo sagrado ........................................ Desacralización de la locura ............................................ Modernidad de la nueva visión desacralizada .................. Don Quijote, «un entreverado loco» ................................ Lectura crítica de Foucault .............................................. La curación y la muerte de don Quijote ........................ Los pretendidos liberadores .............................................. LOCURA DE DON

LA MODERNIDAD

CAPÍTULO V: DE TE FABULA NARRATUR .................................... Entre la compasión y la burla: la singularidad de don Quijote .......................................................... La singularidad de don Quijote a los ojos de Américo Castro ...................................................... CAPÍTULO VI: EL

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UNAMUNO CAÍN ...................................................... El don Quijote héroe de Unamuno ................................ Un héroe no es un santo, ni Unamuno es Kierkegaard .. El Caín de Unamuno ...................................................... Don Quijote, héroe del Caín unamuniano ......................

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QUIJOTISMO DE

Y LA ENVIDIA DE

CAPÍTULO VII: LA

QUIJOTE ............................................ El mediador caballeresco y el mundo de los encantadores ................................................................ «¿Leoncitos a mí?» .......................................................... El antiheroico león y el antiheroico don Diego .............. La inocencia de la naturaleza y la paranoia de don Quijote .......................................................... Trasfondo histórico .......................................................... Conclusión sobre el tipo de ejemplaridad de don Diego de Miranda .......................................... La relación interpersonal y la locura ................................

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PENITENCIA DE DON

Y EL EPISODIO DE LOS LEONES

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ÍNDICE

CAPÍTULO VIII: EL CAÍN UNAMUNIANO Y LA HISTORIA DE EL CURIOSO IMPERTINENTE ................................................ El deseo de Caín ............................................................ La trama del Abel Sánchez ................................................ El curioso impertinente ........................................................ «El bien y el mal… líneas concurrentes» ........................ Antecedentes de El curioso impertinente ............................ La historia del rey Candaules ...................................... El Orlando furioso y la copa mágica ............................ El celoso extremeño y El curioso impertinente ........................ La Galatea «propone algo y no concluye nada» ................

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CAPÍTULO IX: EL PRECEDENTE PASTORIL ................................ Consideraciones preliminares .......................................... La historia de Selvagia .................................................... «Es muy de celosos [querer] agradar más al competidor» ...................................................... «Amor loco… yo por vos y vos por otro» .................. La ausente Diana ........................................................ La Diana de Gil Polo ...................................................... Las «psicología imaginaria» de Ortega y Gasset ................ De vuelta al Quijote ........................................................

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CAPÍTULO X: EL DESEO DEL OBSTÁCULO ................................ El desafío de la aventura .................................................. El inherente fracaso ........................................................ El esnobismo de don Quijote .......................................... Locura caballeresca y locura pastoril ................................ La historia de Marcela y Grisóstomo .............................. La historia de Cardenio, et al. .......................................... La secuencia lógica de las tres historias ............................ Don Fernando ................................................................ Reflexión adicional sobre el deseo del obstáculo ............

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CAPÍTULO XI: LA VENTA DE JUAN PALOMEQUE ........................ Coincidencias providenciales ............................................ El realismo providencial de Cervantes frente a la providencia poética de Heliodoro ........................

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La historia del cautivo y el sentido de su realismo histórico .............................................. Relación entre fondo y forma ........................................ «Donde se prosiguen los inauditos sucesos de la venta» ................................................................ El «baciyelmo» ................................................................

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CAPÍTULO XII: BURLADORES BURLADOS .................................. De la Primera a la Segunda Parte .................................... El obstáculo de nuevo .................................................... El burlador Sansón Carrasco ............................................ La burladora Altisidora .................................................... La instructiva reacción de Unamuno .............................. Burladores burlados y el paso del antihéroe a héroe ........ Cervantes ante su personaje ............................................ Ejemplo a contrario: la Niebla de Unamuno ...................... Ecos ancestrales ................................................................ Profundidad transparente ..................................................

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BIBLIOGRAFÍA ........................................................................

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INTRODUCCIÓN No hay en todo el mundo una obra literaria más profunda ni más poderosa. Hasta el momento, es esta la más alta expresión del pensamiento humano […].Y si el mundo fuera a terminar y se le preguntara a alguien en algún lugar: «¿Entendieron ustedes su vida sobre la tierra, y qué conclusiones han sacado?», el hombre podría [contestar] silenciosamente entregando en mano a Don Quijote (Dostoyevski1). En cualquier género puede ocurrir que el primer gran ejemplo contenga toda la potencialidad del género. Se ha dicho que toda la filosofía es una nota a pie de página de Platón. Se puede decir asimismo que toda la prosa de ficción es una variación sobre el tema de Don Quijote (Trilling, 1976, p. 209).

Hago míos el sentimiento y la opinión expresados en esas citas. El Quijote es la primera y posiblemente la más grande novela que se haya escrito jamás. Pero aun eso no es suficiente, porque el Quijote es también, en cierto sentido, la novela más humilde. Este libro es un intento de exploración de esa insondable y poderosísima humildad. No pretendo descubrir «el secreto» del Quijote, porque no creo que el Quijote guarde ningún secreto. Todo lo contrario, la inagotable hondura de su grandeza, por ser tan humilde, es de una transparencia cristalina. Las bases teóricas de esta exploración así como la perspectiva histórica adoptada se desarrollan y explican con más amplitud en El juego sagrado. Lo sagrado y el origen de la literatura moderna de ficción2. Lo

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Citado en Gilman, 1989, p. 76. Bandera,1997 (traducción del original inglés, The Sacred Game. The Role of the Sacred in the Genesis of Modern Literary Fiction, 1994). 2

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que sigue es una continuación de lo ya dicho entonces, con especial aplicación al Quijote. Aproximación histórica La premisa fundamental es la siguiente: no se puede comprender adecuadamente el profundo cambio que experimenta el concepto mismo de ficción literaria en el paso de la Edad Media a la Moderna, sin tener en cuenta el igualmente profundo proceso de desacralización de la sociedad occidental —llamado a veces también desencantamiento de su visión del mundo— efectuado bajo el poderoso influjo de una inspiración en cierta manera anti-sacrificial, anti-victimaria, procedente del texto cristiano (no necesariamente del cristianismo histórico o cristiandad). Se ha dicho incesantemente que la transición histórica de la que hablamos se caracteriza por un cambio de énfasis, pasando de la visión de un mundo centrado en torno a Dios a un mundo en el que el hombre adquiere una relevancia sin precedentes. Creo que esta percepción tiene mucho de verdad, no en el sentido de que Dios pierda importancia o que la gente se haga menos religiosa (la Reforma por una parte y, por otra, las prolongadas guerras de religión en muchos países de Europa son testimonio fehaciente de que no fue así), sino más bien en el sentido de que el hombre adquiere una mayor responsabilidad frente a lo que sucede en su entorno histórico y social. Simultáneamente ese hombre moderno se sitúa frente a un mundo externo cada vez más desacralizado, más desencantado y, por consiguiente, mucho menos amenazador e impredecible, un mundo que refleja no tanto el desinterés de Dios como su inocencia, el hecho, como diría un Descartes, de que Dios no es caprichoso, no juega o se burla de los seres humanos. Solo estos juegan o se burlan de ellos mismos. Ese mundo externo había sido siempre, en la tradición judeo-cristiana, una manifestación del poder y la gloria de Dios. El mundo era su señal, su libro. Ahora, además de ser eso, el mundo revela o manifiesta la inocencia de Dios y, como resultado, se abre con mucha más seguridad y confianza a la exploración, a la experimentación (Galileo aún podía usar el antiguo término periculum en lugar de experimentum). No hay por qué temer ninguna intención oculta, ningún tabú, ningún conocimiento prohibido, ninguna verdad aterradora de la que

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haya que apartar la vista. Como decía Unamuno, «lo que hace más grande a la naturaleza es el ser desintencionada»3. La verdad es en sí misma inocente. Lo cual no quiere decir que su descubrimiento no pueda causar daños, pero no será la culpa de la verdad sino del que no está preparado para recibirla. Como se puede leer en ese precursor inmediato de la Era Moderna que es la Imitatio Christi, de Kempis: Si fueras bueno y puro interiormente en tu alma, podrías ver y entender todas las cosas sin impedimento, y entenderlas correctamente (II, 4, 2)4.

Todo esto se ha dicho y repetido de una u otra forma muchas veces. Lo que quizás no se haya comprendido siempre con suficiente claridad es que, en este nuevo mundo, la responsabilidad por la violencia de la sociedad, no solo la violencia que amenaza su estabilidad, sino aquella con la que la sociedad se defiende, aquella que está en el origen mismo de su posibilidad de existir como tal sociedad o comunidad humana, también se hace responsabilidad humana y solo humana. Es decir, así como todo se desacraliza, lo mismo le ocurre a la violencia, tanto la mala como la buena. Se le hace más difícil a la sociedad cristiana histórica justificar de manera directa su propia violencia en términos sagrados, por referencia directa a una realidad sagrada transcendente (lo cual puede en la práctica exacerbar la violencia. Una violencia que busque desesperadamente justificarse puede aumentar de intensidad, algo así como la violencia más peligrosa de un animal herido de muerte). De hecho, la vieja, la primitiva y sólida unanimidad sacrificial en torno a la víctima sagrada comienza a resquebrajarse, a desintegrarse. Un nuevo entender se abre camino: las víctimas tradicionales de la violencia social puede que no sean tan sagradas, o sea, tan únicas, tan intocables, tan demoníacas, tan íntimamente asociadas con la expulsión o eliminación colectiva. La nueva y poderosa asociación de lo sagrado cristiano con una víctima, Cristo, que es total y transcendentalmente inocente, se cierne peligrosamente sobre la vieja unanimidad victimaria, sobre todas las víctimas, introduciendo la duda, haciendo que su expulsión sea mucho menos obligatoria.Hasta se abre la posibilidad histórica,sin precedente

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Unamuno, Obras completas , III, p. 241. Traduzco de la edición inglesa de Bechtel.

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alguno, de un nuevo sentido, una nueva manera de entender el inmemorial acto sagrado, obligatorio, de la eliminación de la víctima, precisamente el sentido que llega a tener hoy en inglés el verbo «victimize» algo así como «victimizar» ‘hacer de alguien una víctima’, que inevitablemente quiere decir hoy, en nuestra sociedad occidental moderna, que ese alguien es inocente de lo que se le acusa, que se trata de una acción injusta.Esta asociación poco menos que automática que establecemos hoy entre el acto de «victimizar» (valga el neologismo) y la inocencia de la víctima es heredera directa del proceso de desacralización al que nos estamos refiriendo; una asociación de sentido totalmente a contrapelo, por así decir, del sentido sagr a d o, d e obligación sagrada ineludible, que tuvo siempre el viejo acto sacrificial, la matanza de la víctima. Héroes y antihéroes Esta desacralización de la violencia tuvo un impacto profundo en la historia de la literatura. Su efecto más visible e inmediato fue el agotamiento histórico del modelo épico tradicional5. Fue algo verdaderamente sorprendente, pues nunca había sido tan grande el prestigio de la épica clásica, la de Homero y Virgilio, como entonces, precisamente en el momento histórico en el que resultaba ya imposible reproducir esos venerados modelos. El mismo Cervantes creía aún en la posibilidad de una épica nueva, moderna, cristiana. Hubo numerosos intentos, pero, ¡gran ironía!, fueron precisamente los mejores, un Camoens, un Tasso, los que comprendieron más a fondo que estaban intentando algo en última instancia imposible. La musa cristiana, a la que el propio Tasso pide ayuda y al mismo tiempo perdón, no tenía nada que ver con la musa clásica del Elicón: O Musa, tu che di caduchi allori Non circondi la fronte in Elicona, Ma su nel cielo infra i beati cori Hai di stelle immortali aurea corona, Tu spira al petto mio celesti ardori, Tu rischiara el mio canto, e tu perdona S’intesso fregi al ver, s’adorno in parte

5 Ver

Bandera, 1997, capítulo IV («Más allá del modelo épico»).

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D’altri diletti, che de’ tuoi, le carte (Gerusalemme liberata, I, 2).

Una vez perdido su enraizamiento en lo sagrado, su carácter sacr ificial, el guerrero épico tradicional perdió su propio espíritu. En el sentido más profundo, después de sufrir un proceso de desintegración histórica, del que son testimonio los libros de caballería, el antiguo héroe se encontraba fuera de lugar en la Europa cristiana moderna. No es que la publicación del Quijote le asestara un golpe de muerte al género caballeresco. Lo que hace el Quijote es revelar, poner de manifiesto lo que ya había ocurrido. En este sentido se puede decir de Cervantes lo que se dijo de su contemporáneo Francis Bacon, «buccinator novi temporis». Fue el heraldo de un tiempo nuevo, el que anunciaba que la nueva era había llegado. Pero ¿y el antihéroe? Pues desde siempre a la sombra de un Aquiles vivía, de manera más o menos explícita y visible, el anti-Aquiles, la odiosa figura deform e, ri d í c u l a , d e s p re c i a ble de algún Te rs i t e s . ¿Reemplazaría ahora el antihéroe tradicional al viejo héroe caído? ¿Se transformaría simplemente ese viejo héroe en un loco ridículo? Debe quedar claro que, desde la óptica anti-sacrificial, anti-victimaria, de la desacralización cristiana, semejante sustitución o transformación no hubiese cambiado nada en absoluto, hubiese sido una mera prolongación del modelo sacrificial. Héroe y antihéroe son simplemente los dos aspectos, el bueno y el malo, la cura y la enfermedad, que caracterizan a la antigua víctima sacrificial, encarnación de la irreducible y primitiva ambivalencia de lo sagrado mismo. No obstante, resulta altamente significativo que el agotamiento histórico del modelo épico coincida con un gran interés por la figura del antihéroe como personaje literario. Este es el momento en que nace también en España la novela picaresca. No parece que pueda ser un mero accidente histórico que el Quijote surja precisamente dentro del contexto del nacimiento de la picaresca. Es justamente dentro de ese contexto donde puede apreciarse debidamente la originalidad y el más profundo sentido de la novela de Cervantes. Una de las clásicas tareas de la historia de la literatura ha sido el establecer las semejanzas y las diferencias entre Cervantes y la picaresca, muy en especial en re f e rencia a sus dos autores más import a n t e s , Mateo Alemán y Quevedo. Nuestro trabajo se hará eco de esta tarea e intentará pro-

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fundizar en ella. De ahí la conveniencia de incluir en este estudio del Quijote el análisis tanto del Guzmán de Alfarache como de El Buscón. La novela picaresca, como género, dedica una atención sin precedente a un tipo de personaje, un antihéroe, el pícaro, figura socialmente marginal de semi-delincuente, a la que nunca se le había prestado una consideración seria. Refiriéndose en particular al Lazarillo de Tormes, observa Rico que: La convención literaria todavía no se llevaba demasiado bien con los humildes […] la prosa narrativa, en particular, no contaba con precedentes cercanos de una atención tan sostenida y exclusiva a un personaje de la ruin calidad de Lázaro González Pérez6.

Importante observación que debe extenderse a otros tipos de antihéroe no necesariamente pícaros o de baja extracción. La historia del loco don Quijote estaba, en este sentido, tan falta de precedentes como el Lazarillo. ¿Quién le había dedicado nunca tanta atención a un loco, típica figura de entremés? ¿Quién hubiese pensado jamás que la historia de un loco ridículo pudiese adquirir tan extraordinaria significación? Como observaba Robert: Dante, Goethe, and Shakespeare treat serious subjects touching upon universal […] human problems. The pitifully improbable story of Don Quixote, by contrast, consists of a trivial plot that is anecdotal, scant, and rather foolish […].[There is an] unusual disproportion between the stature of the work and the triviality of its subject7.

Ni que decir tiene que el meollo de dicha trivialidad es la risible historia de un loco. El genio del relato Ahora bien, don Quijote no está simplemente loco. El tipo de locura es también importante. Este loco lo está porque se cree que es un héroe, un héroe como los héroes de antaño, sobre los que uno lee

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Rico, 1970, p. 16. Robert, 1977, p. 47. Traduzco así:‘Dante, Goethe y Shakespeare tratan asuntos serios que tocan problemas humanos de carácter universal. Por contraste, la lastimosamente inadecuada historia de Don Quijote consiste en un argumento trivial, anecdótico, escaso y bastante tonto. Existe una desproporción fuera de lo común entre la talla [impresionante] de la obra y la trivialidad de su asunto’. 7

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en las obras de los poetas. Es esta clase específica de locura la que confiere a la novela de Cervantes la posibilidad de ser vista como un símbolo histórico de lo que estaba en realidad ocurriendo más allá del nivel de lo puramente anecdótico, como un símbolo del agotamiento histórico del modelo épico. Pero aun eso no es suficiente. Dicha posibilidad simbólica permanecería en un nivel puramente abstracto y sin conexión con el texto concreto y circunstanciado de la novela, si el texto mismo, la paródica historia de ese loco, no fuera capaz de elevarse por encima de lo paródico. Está claro que la parodia del héroe, por sí sola, no haría de Don Quijote la primera gran novela moderna, la inauguradora del género literario más característico de la Nueva Era. Algo nuevo y positivo, algo sin precedentes, tenía que ocurrir a partir de la intención paródica misma, que pudiera ir más allá, que pudiera reconocer y traspasar los límites de la parodia, elevándola desde lo trivial y bajo, logrando convertirla en anuncio verdaderamente profético. Tal vez podamos plantear la pregunta de la siguiente manera: ¿en qué momento la parodia del loco que se cree héroe deja de ser pura parodia y se convierte en algo mucho más serio? Habrá quien diga que ese momento se produce cuando la locura del loco se revela como algo superior, cuando descubrimos un nuevo héroe por debajo, o por encima, de su aparente ridiculez. Con lo cual creo que seguiríamos donde estábamos. Porque la transformación del antihéroe en héroe no es más que la otra cara de la transformación del héroe en antihéroe. Personalicemos la pregunta: ¿qué hace Cer vantes con ese loco ridículo que se cree que es un héroe? Mejor aún, ¿qué hace Cervantes que nadie había hecho antes con un loco en la tradición literaria o sus inmediatos antecedentes folklóricos? La respuesta es que Cervantes hace lo contrario de lo que esa tradición había hecho siempre, que había sido expulsar al loco, «victimizarlo», convertirlo en figura pública de burla y escarnio. Cervantes comienza por ahí, por esa visión victimaria de una figura de entremés, pero se va distanciando progresivamente de la hiriente muchedumbre, de las carcajadas del escarnio. No es que se ponga del lado de la víctima en contra de los victimarios, devolviendo la acusación a los acusadores. No, no es eso. Cervantes salva a esa víctima ridícula y loca del tradicional destino al que la condena la muchedumbre tradicional, salvándola de su propia locura. Como veremos, algo ligeramente similar intentó hacer Mateo Alemán

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con su pícaro sin conseguirlo. La auténtica novedad es que la historia del loco cervantino no está estructurada como la tradicional historia de una expulsión, sino como la historia de un prolongado y compasivo rescate. Lo verdaderamente extraordinario del relato cervantino es que reúne en sí mismo los dos aspectos del proceso de desacralización: el colapso histórico de la vieja figura del héroe y el rescate del marginado, de la víctima pública, que son los dos aspectos de un mismo proceso histórico: la creciente erosión del mecanismo sacrificial o victim a ri o, el mecanismo que estructura y canaliza la violencia de la sociedad. La novela moderna no comienza con el antiheroico y ridículo colapso del viejo héroe, comienza cuando ese héroe caído, lamentable y risible, es rescatado de la locura autodestructora de su imposible sueño, revelándosenos como algo humano y nada más que humano. Fue una extraordinaria conjunción de dos cosas igualmente importantes: el genio artístico de Cervantes guiado en todo momento por un profundo sentido de la compasión y, por otra parte, el genio del relato mismo. Hay relatos que dan para mucho y este era de una fecundidad insospechada. Podemos decir de esta feliz coincidencia histórica de Cervantes con la materia prima de su relato, la historia del loco que se creía héroe, lo que decía Kierkegaard sobre Homero y la guerra de Troya y sobre la categoría de lo clásico en general. No fue un puro golpe de azar, fue «una buena fortuna»: Good fortune has two factors: It is fortunate that this most remarkable epic subject matter came into the hands of Homer. Here the emphasis is just as much on Homer as on the subject matter. Here is the deep harmony that pervades every production we call classic8.

Subrayemos una vez más, el loco rescatado de entre las manos de la muchedumbre tradicional y de su propia locura no es ni héroe ni antihéroe. Hay que insistir en el hecho de que el destino histórico de la tradicional figura del héroe corre paralelo, es esencialmente el mismo, que el destino histórico del marginado antihéroe. Como veremos al hablar de El Buscón de Quevedo, no se trata en absoluto de que el viejo héroe épico fuera alcanzado y desplazado por su tradicional o-

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Kierkegaard, Either/Or, I, p. 48.

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puesto, el antihéroe. No es ese desplazamiento el que hizo posible el nacimiento de la novela moderna, como pudo pensar Bakhtin. Por lo que se refiere al desarrollo histórico de la novela moderna, tan obsoleto y fuera de lugar quedó el antihéroe como el héroe, y por la misma razón anti-sacrificial, anti-victimaria. El genio intuitivo de Cervantes, su compasión y tolerancia, así como el profundo entendimiento histórico de su quehacer de artista, lo hicieron posible. Naturalmente Cervantes no podía saber que estaba escribiendo la primera gran novela de la Era Moderna, que estaba inaugurando un género (o anti-género) con un futuro fecundísimo. Eso lo sabemos nosotros ahora, después de más de cuatrocientos años. Pasados tantos años, nos maravillamos hoy del extraordinario potencial que se ocultaba en esa historia a primera vista insignificante y trivial. Fue el genio de Cervantes, por supuesto, pero fue también, no lo olvidemos, el genio histórico del relato mismo. La historia de un loco que no solo se creía un héroe, sino que se lanzó al mundo dispuesto a resucitar la edad heroica y fue paulatinamente rescatado de su locura en un acto de profunda simpatía y compasión, en lugar de condenarlo a la más completa irrelevancia a puras carcajadas, no es una historia trivial, es la historia del nacimiento de la novela moderna. La historia cervantina de don Quijote no solo inaugura la novela moderna por ser la primera y tal vez la más grande, sino también porque «narra el nacimiento de la novela moderna», porque dice cómo vino al mundo la modernidad de la novela. Nos habla del final de una era y el comienzo de otra nueva. Una nueva era que es auténticamente nueva porque en ella deviene irrelevante una antiquísima distinción, tan antigua como la sociedad humana misma, a saber, como ya hemos dicho, la inmemorial y poética distinción entre el héroe y el antihéroe, distinción de profundas raíces sacrificiales. La actitud de Cervantes Ninguno de esos dos polos perfectamente simétricos tiene nada que ver con la más profunda actitud de Cervantes frente a su personaje, actitud que guía el desarrollo de todo el Quijote y que es algo simplicísimo, en absoluto misterioso o complicado: un simple acto de compasión y tolerancia, el acto de un buen samaritano que rescata al viejo loco de la inmemorial muchedumbre, descubriendo en él, más

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allá de su locura, la dignidad humana de un ser básicamente bueno que en realidad no sabe muy bien dónde se ha metido. Lo que hace aún más sorprendente este acto de compasión y entendimiento es que el Quijote, símbolo del agotamiento del modelo épico, está escrito por un hombre que aún tenía fe en tal modelo, que estaba convencido, o por lo menos quería creer, que la épica tenía un gran futuro, siempre que fuera adecuadamente modernizada, tal vez sobre las líneas marcadas por Tasso en sus Discorsi del poema eroico, aunque en prosa; un hombre que de hecho intentó llevar a cabo tal proyecto en el Persiles, admirable novela y de gran interés para los especialistas de hoy, pero que, como tal novela, dejó de tener relevancia histórica hace mucho tiempo. Es más, parece perfectamente lógico pensar que lo que atrajo la atención de Cervantes hacia este particular tipo de locura no era precisamente algo que pudiera despertar su simpatía. Porque en su locura este loco ponía en completo ridículo cosas hacia las cuales se sentía Cervantes íntimamente atraído, como eran la fundamental nobleza y verdad de la épica; en tanto que este loco, imitador de esos últimos y degradados descendientes de la gran épica, que eran los libros de caballería, se sentía atraído por una caricatura de la épica, por la épica en su peor momento, en lo que más se apartaba de la verdad. No es difícil imaginar lo que hubiera hecho un Quevedo, por ejemplo, en semejante situación. El escenario que se le ofrecía a Cervantes estaba perfectamente preparado para una auténtica sesión de chivo expiatorio sin contemplaciones, al estilo de Quevedo. Afortunadamente para la historia de la novela moderna, no sucedieron así las cosas. En el comienzo de esa historia lo que vemos es un extraordinario acto de generosidad donde hubiera sido más lógico esperar todo lo contrario 9.

9 No nos sorprende que un afinado historiador de la novela, Reed, observe lo siguiente: «The ethos of the picaresque novel [in particular the pioneering Spanish examples] […] is one of exclusion: the exclusion of literature as a cultural institution, the exclusion of social codes as definitions of the individual vida, the exclusion of other points of view […].The ethos of Don Quixote, on the other hand,is ironically inclusive» (1981, p. 73).

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La actitud de don Quijote Es el momento de recordar el famoso pasaje del principio del capítulo III de la Segunda Parte, en el que don Quijote medita sobre las sorprendentes noticias que le acaba de traer Sancho: se han publicado ya sus hazañas. Pensativo además quedó don Quijote […], y no se podía persuadir a que tal historia hubiese, pues aún no estaba enjuta en la cuchilla de su espada la sangre de los enemigos que había muerto […]. Con todo eso, imaginó que algún sabio, o ya amigo o enemigo, por arte de encantamiento las había dado a la estampa, si amigo, para engrandecerlas y levantarlas sobre las más señaladas de caballero andante; si enemigo, para aniquilarlas y ponerlas debajo de las más viles que de algún vil escudero se hubiesen escrito, puesto (decía entre sí) que nunca hazañas de escuderos se escribieron, y cuando fuese verdad que tal historia hubiese, siendo de caballero andante, por fuerza había de ser grandílocua, alta, insigne, magnífica y verdadera.

Es parte integrante de su locura caballeresca el no poder concebir la narración literaria sino en términos de lo heroico o su contrario, lo antiheroico. Como ya apuntaba Toffanin en su clásico estudio sobre La fine dell’umanesimo, es sorprendente que ni le pase por mientes a don Quijote que el autor pueda haber narrado sus hazañas tal como ocurrieron de verdad. Está claro que don Quijote aún se mantiene dentro de esa antiquísima concepción de la literatura, de la poesía, como vehículo de expresión de alabanza o vituperio, idea que aparece ya en la Poética de Aristóteles, donde se nos dice que en su origen la poesía era de dos clases, o bien de celebración de hechos nobles, en forma de himnos o encomios por ejemplo, o bien de acusación, como invectivas y sátiras (1448b24). En el comentario de Averroes a la Poética, esa observación de Aristóteles sobre el origen de la poesía es entendida como algo fundamental: «Todo poema y toda poesía —nos dice «el gran comentador» de Aristóteles, como lo llamaba Dante— es acusación o alabanza»10.

10

Citado por Preminger, 1974, p. 349. Leemos asimismo lo siguiente: «Averroes could understand this theory much better than the complex theory of imitation developed in the first three chapters of the Poetics. Better still, it seemed consistent with what he knew of arab poetry, whose early forms tend heavily to invective and encomiastic verse» (Preminger, 1974, p. 343).

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Tenía razón Toffanin, el Quijote de Cervantes es la respuesta más profunda que haya dado ningún poeta a los problemas suscitados por el tratado aristotélico, en particular este problema o pregunta sobre la naturaleza básica de la poesía: Ora che cos’é il Don Chisciotte? Credo che sia la risposta più profunda data da un poeta, ed in poesia, al questionario aristotelico […]. Il significato letterario mi pare […] evidente e punto oscuro.Vi è sfatato il pregiudizio che le regole aristoteliche debbano condur la poesia a diventare astrazione di bene o di male, parenetica descrizione di santi e di eroi o di dannati e, quindi, inevitabile esagerazione della realtá11.

Desde la perspectiva que ofrece el proceso de desacralización, está claro que esta antiquísima concepción de la poesía hace referencia a una realidad histórica mucho más amplia y profunda que la brevísima observación de Aristóteles parece sugerir. El procedimiento tradicional, colectivo, que, ignorando la realidad en toda su concreción circunstanciada, «exagera» lo bueno o lo malo, alabando lo uno hasta los cielos y condenando lo otro sin apelación posible, es un procedimiento que resuena con ecos sacrificiales que entroncan las convenciones literarias más fundamentales con prácticas colectivas de carácter universal, es decir, con el mecanismo victimario que estructura la primitiva colectividad. El nivel literal Todo lo dicho hasta ahora puede contenerse dentro de los límites de una reflexión sobre lo que hemos llamado el genio del relato cervantino, es decir, la historia de don Quijote en su nivel literal, el nivel de la acción, el argumento, la intriga. En su fecundo trabajo sobre Christ and Apollo. The Dimensions of the Literary Imagination, el conocido crítico Padre Lynch llama a la acción narrativa «el alma de la imaginación literaria» («the soul of the literary imagination»)12; y ofrece el siguiente comentario sobre la insistencia de algunos críticos, como Fergusson, de que «la distinción entre la intriga y la acción profunda de un drama [por ejemplo] es algo fundamental»:

11 12

Toffanin, 1920, p. 218. Lynch, 1960, p. 155.

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It is true enough that «plot» is only the literal level of a drama, and that it may be looked upon as a mere external level of movement, to be deepened by the insight proceeding from other and deeper levels of action.Yet it is also necessary to remember that, when all these other levels have been gained or added, it is the literal itself, that is to say, the plot, that has been deepened and illuminated for the content it always had, at least in potency13.

Yo creo que el Quijote de Cervantes proporciona un ejemplo perfecto de la verdad de estas palabras del crítico. En el Quijote todo el sentido más profundo está ya contenido in nuce al nivel de la acción, del esquema argumental. Es decir, ese humildísimo argumento —la historia de un loco que se cree héroe, etc., etc.— situado en el amanecer de la Era Moderna en la España cristiana, adquiere, como ya hemos dicho, un significado que transciende con mucho su inmediata función literal «sin descartarla, sin cambiar la letra», que sigue siendo un esquema argumental humildísimo. Es como si esa humildad fuera recompensada con una sobreabundancia de sentido. La letra significa exactamente lo que dice, pero al mismo tiempo nos habla de una historia, de un argumento, mucho más profundo, una historia sin palabras que es como el espíritu de la letra, la letra del texto, a la que inspira y dirige a distancia. Comparación con el Edipo de Sófocles, símbolo de todo un género Tal vez valga la pena ilustrar este fenómeno a través de una comparación del caso de Don Quijote con otro caso en un contexto histórico completamente distinto, el mundo clásico precristiano, en una obra en la que se produce también esta superabundancia de sentido al nivel literal de la trama. Se trata de la tragedia de Sófocles, Edipo, rey. La trama de la obra es muy simple: la ciudad, la colectividad, atraviesa una ter rible crisis, la plaga causa estragos entre la población, la ira de los dioses se abate sobre ella y no se encuentra remedio. El pueblo acude suplicante a su rey, su antiguo salvador, para que vuelva a salvarlos de nuevo. El rey ya ha mandado emisarios a consultar al oráculo sagrado. La respuesta divina es clara: hay «una fuente de corrupción» entre ellos que está contaminando toda la ciudad. La crisis continuará hasta que esa fuente única de todos sus males sea encon13

Lynch, 1960, p. 155.

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trada y expulsada. «¿A través de qué rito nos purificaremos?», pregunta Edipo. «Expulsando a un hombre, o derramando sangre en respuesta a la sangre derramada» es la respuesta. Pero la búsqueda del culpable resulta ser bastante peligrosa; amenaza con empeorar la situación, con añadir leña al fuego en lugar de apagarlo. Al final, el mismo rey, el pesquisidor, el héroe y antiguo salvador de la ciudad, resulta ser el culpable, la fuente de contaminación; sin saberlo ha cometido los crímenes más terribles,parricidio e incesto. Horrorizado ante su propia imagen abominable, él mismo pide que lo expulsen, que lo escondan de la vista de todos: «¡Aprisa, por los dioses, escondedme en algún sitio fuera de esta tierra, o matadme, o echadme al mar, donde nunca más tengáis que contemplarme!». Recordemos que esta es la tragedia que Aristóteles consideraba la mejor, el modelo de todas las tragedias. En ella el asunto, la materia prima narrativa, y la forma están perfectamente aunadas. No es de extrañar. No hay que hacer grandes esfuerzos para comprender que la trama del Edipo no es simplemente la trama de una tragedia en particular. Es la trama que da forma y expresa el espíritu mismo de la tragedia ateniense, como género y como institución social, el cual es a su vez la expresión dramática, escénica, del espíritu sacrificial en general. Siempre es la víctima la que salva la ciudad, la cabeza que hay que entregar para la salvación de muchos, como leemos en Virgilio, unum pro multis dabitur caput. La ciudad se estructura en torno a la víctima sagrada que recoge en sí misma la polución que se extiende por toda la colectividad,destruyéndolo todo. Por eso la víctima sagrada no es solo la única culpable, es también la víctima salvadora. Ahora bien, en este escenario sacrificial de alcance universal el problema es encontrar esa víctima salvadora y singularmente culpable, la tocada de los dioses, la que porta en sí la imagen de la divinidad y cuya eliminación sacrificial pondrá fin a la plaga, a la crisis. Porque todo intento de encontrar a la víctima, de colocar la señal divina sobre la cabeza única, corre el riesgo de esparcir aún más la violencia de la crisis. Los conflictos internos, que se generan tan pronto como Edipo comienza la inevitable investigación, son en realidad una muestra de la misteriosa y por supuesto mítica plaga que asola la ciudad. Edipo, el investigador, está llevando la ciudad al borde del desastre, de la guerra civil. Su comportamiento en escena es ya, es en sí mismo, una muestra y un anticipo del destino que pesa sobre él. Edipo lleva

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ya la crisis sobre sus espaldas. Sus palabras, sus gestos, su actitud beligerante están ya en consonancia con el descubrimiento final de su mítica, sagrada, predeterminada culpabilidad. Edipo, el rey, el salvador de la ciudad, es el culpable de la crisis. Él mismo se sacará los ojos para no ver sobre sí la horripilante marca de la maldición divina. No hay deber más urgente ni más sagrado que el de quitarlo de en medio. Sófocles ha conseguido concentrar en una trama simplicísima y de una contundencia increíble todos los ingredientes básicos de la humanidad sacrificial. El Quijote de Cer vantes es también de una simplicidad que desarma.Y así como pienso que hay que calificar a Sófocles como el más claro y el más dramático representante de la mentalidad sacrificial, pienso igualmente que el poeta, el novelista, Cervantes es el más claro representante de la mentalidad cristiana, no-sacrificial. De hecho, nuestro moderno Edipo, don Quijote, también se lanza a librar a la humana ciudad de la plaga de todos sus males.Y también ocurre que a medida que progresa la trama va resultando cada vez más claro que la naturaleza de esos males que azotan a la humanidad tiene mucho que ver con el proceso que llevó a don Quijote a la locura, que lo convirtió en el ridículo hazmerreír de toda la ciudad, es decir, en la figura del marcado tradicionalmente para la expulsión. Poco a poco vamos viendo que el loco no solo lleva sobre sus hombros su propia y singular locura sino la de todos. En el antiguo esquema, al llegar a este punto, el poderoso Zeus de seguro hubiese inclinado la cabeza en la dirección del loco, de la víctima, que hubiese sido rápidamente eliminada, limpiando así la ciudad, al menos de momento, de todos sus males. Pero esta vez no era Zeus, era un dios muy distinto.Y fue este nuevo Dios quien le insinuó a Cer vantes que ese era el momento precisamente, no de expulsar al loco, sino de salvarlo, haciendo que se arrepintiera y pidiera clemencia, porque el nuevo Dios no había venido a salvar a la ciudad como tal sino a todos y cada uno de sus habitantes individualmente. A la vista de estos momentos extraordinarios en la historia de lo que el Padre Lynch llamaría «la imaginación literaria», cabe preguntarse sobre la relación personal de estos autores excepcionales con su propia obra. ¿Cómo vive el autor su relación con una obra cuyo significado, en cierto sentido, lo domina, es más potente que él; cuyo significado, el autor excepcional, por serlo, sabe que lo sobrepasa, que es

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mucho más que una expresión personal de sus sentimientos o de sus ideas? Pues esa superabundancia de sentido es una exigencia que no tolera fácilmente evasivas. A ese nivel profundo de significado no puede haber distanciamiento estético, como no sea en forma de ironía, una ironía cuyo objeto es precisamente el distanciamiento puramente aparencial del autor, que es el caso de Cervantes. Por otra parte, ese sometimiento profundo al más profundo nivel tiene como compensación una mayor libertad en todo lo demás, de lo cual el autor se siente en completo control. Un Sófocles o un Cervantes son por una parte menos libres y, por otra, mucho más libres frente a su obra que un autor menos genial. La tragedia de Edipo, rey, que se representaba junto al altar de los sacrificios, imita al rito sacrificial, que es a su vez una forma de imitación. La tragedia es una nueva forma de sacrificio, que conecta con la lógica interna de la operación sacrificial de manera mucho más reflexiva y deliberada que la práctica ritual stricto sensu, práctica mucho menos libre, más atada a fórmulas y prescripciones específicas para cada forma particular de sacrificio. Por comparación con la práctica ritual, está claro que Sófocles tenía una libertad de movimiento y de pensamiento que no tenía el sacrificador que se acercaba a la víctima consagrada junto al altar o sobre el altar mismo. Pero esa libertad podía ser obviamente fuente de inquietud, que podía llegar a ser algo aterrador, tanto más cuanto más profunda fuera por parte del autor trágico su comprensión del sentido de lo que estaba haciendo. La razón es la siguiente: al representar Sófocles de manera magistral la violencia que introduce Edipo en la ciudad a través de su investigación y sus sospechas, motivándola de manera convincente y sicológicamente realista, antagonizando a todo el mundo y haciendo que uno tras otro reaccionen violentamente ante su violencia, existe un peligro evidente de que la violencia de Edipo se asemeje cada vez más a la violencia de todos, de que desaparezca rápidamente la diferencia entre la violencia de Edipo y la de sus antagonistas a través del típico diálogo trágico. De hecho, Sófocles juega peligrosamente con el material mítico sagrado que le sirve de materia prima. Como ha puesto agudamente de manifiesto Goodhart14, el texto de la tragedia sugiere insistentemente que el culpable, el que mató a Laius, puede que no fuera

14

Goodhart, 1996, capítulo 1.

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uno sino muchos.Y si ese fuera el caso, entonces Edipo no sería el culpable, como afirma invariablemente el mito sacrificial. En cuyo caso, la operación sacrificial que está llevando a cabo Sófocles, como autor de la tragedia, quedaría abortada. Si la víctima marcada para el sacrificio no es culpable, no es la única responsable de los males que devastan la ciudad, entonces el mismo carácter sagrado de la víctima es una falsedad y la representación trágica una especie de sacrilegio o blasfemia, que es precisamente la acusación que lanza Platón contra los poetas trágicos. No se puede jugar con la singularidad, la unicidad, sagrada, la separación y el aislamiento de la víctima. Al final de Edipo, rey, como ya se sabe, se resolverá la crisis sacrificial, que no es solo la crisis a la que pone fin el sacrificio de la víctima, sino la crisis de la institución sacrificial misma, crisis esta última inseparable de la primera. Poner fin a la crisis, a la plaga, y restaurar la validez, la sacralidad, de la institución sacrificial, son dos maneras de decir la misma cosa. Al final la violencia de Edipo, la polución que lo infecta, quedará clara y lo diferenciará de todos los demás. Entre la verdad y el encubrimiento Sófocles tenía que ser perfectamente consciente de lo que suponía ir demasiado lejos con la idea de que la víctima tal vez no fuera culpable, o no más culpable que cualquier otro miembro de la comunidad, y que su expulsión, por consiguiente, podía ser algo arbitrario o injusto. Como acabo de indicar, esta era la idea que horrorizaba a Platón15, como hubo de horrorizar a los grandes trágicos mismos. Refiriéndose tanto a Sófocles como a Eurípides, Girard ha observado cómo ambos evitan llegar hasta el final en su realista presentación del carácter intersubjetivo de la violencia de sus héroes víctimas. En el caso de Eurípides, esta retirada hacia posiciones de seguridad garantizada por el mecanismo sacrificial aparece a veces de forma explícita: sus tragedias —dice Girard— contienen numerosos pasajes cuyo tono enfático y la repetición del tema muestran claramente que son expresiones de la decisión del poeta de dar marcha atrás y tratar de justificarse:

15 Ver

Bandera, 1994, pp. 50 y ss.

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Hay una sabiduría que es pura locura, los pensamientos que superan lo humano acortan la vera, pues quien apunta demasiado alto pierde el fruto del instante. Es, creo yo, delirio o error actuar de tal suerte […] Mantén al margen de los pensamientos ambiciosos tu corazón prudente y tu espíritu. Lo que cree y practica la multitud de los modestos acepto yo para mí16.

Tras esas palabras anida el temor y el reconocimiento de una violencia humana capaz de extenderse miméticamente, es decir, abierta, sin límites, que se alimenta de sí misma, una violencia en la que el mecanismo sacrificial, la violencia de todos contra uno, dejaría de funcionar, impidiendo la formación de la requerida y pacificadora unanimidad en torno a la víctima. Por otra parte, el autor de tragedias debe su grandeza artística, su derecho al premio, precisamente a su peligroso atrevimiento, a su proximidad a la verdad, una verdad que él sabe que no puede ser revelada por completo, pues ello significaría el colapso mismo de lo sagrado y la aparición de una violencia sin límites, incontenible. Cervantes también se enfrentaba al problema que le planteaba la verdad de la violencia, pero este iba precisamente en la dirección contraria. Al final el antiguo loco se salvará cuando su locura aparezca como algo que no le pertenece a él en exclusiva, cuando se vea claramente que la diferencia entre él y todos los demás es mucho menos de lo que estos imaginan. La enfermedad que porta el loco es en extremo contagiosa. Pero mientras la enfermedad lo es, la culpa, la responsabilidad, no lo es, es decir, no puede haber transferencia de culpa de un culpable a otro y, por consiguiente, no existe transferencia colectiva sobre la víctima. De hecho, todas estas transferencias colectivas de culpa se revelan ahora como algo injusto, porque el lugar de la víctima es ocupado ahora por un dios inocente, sobre cuyos hombros recae ahora toda transferencia de culpabilidad, revelándola así como arbitraria e injusta. Ahora cada uno se ve obligado a mirar dentro de sí para encontrar al responsable.

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Citado por Girard, 1983, p. 137.

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El problema es que, si el loco se revela igual a todo el mundo, no hay novela. El interés de la novela, su éxito como tal novela, se asienta sobre lo que diferencia al loco, qua loco, lo que lo separa de todo el mundo. Cervantes no puede desvelar por completo la verdad que subyace a la salvación del loco, no la puede traer de manera demasiado explícita a la superficie sin arruinar el interés novelístico. Como novelista, Cervantes se enfrenta a una situación similar a la de Sófocles. Para ambos presenta un problema la verdad. La radical diferencia entre ellos está en las consecuencias que acarrea la revelación completa de la verdad: mucho más serias y socialmente destructivas en el caso de Sófocles que en el de Cervantes, porque, entre otras razones, la tragedia era mucho más importante para el orden sagrado y la sociedad estructurada por él que ha sido nunca la novela moderna dentro de su propio entorno sagrado y social. El conocimiento de la verdad sobre la violencia humana era ya para Cervantes mucho menos amenazador y peligroso. Situación esta que le proporcionaba un nivel de libertad artística que Sófocles no pudo tener nunca. No obstante, para tener éxito la novela tiene que aislar al loco de todos los demás. Es decir, tiene que crear y mantener una singularidad humana típicamente sacrificial, que no se corresponde con la verdad, sino que es reflejo de su propia exigencia como novela; una singularidad que necesita hacerse visible, atraer la atención hacia sí misma; es decir, una especie de singularidad ad hoc, contrahecha, que se parece inevitablemente —por ser su heredera directa— a esa singularidad que confiere a la víctima la vieja operación sacrificial. Frente a tal singularidad novelística heredada de la víctima, inseparable, por tanto, de lo heroico y lo antiheroico, está la singularidad de la víctima que ha sido salvada, la singularidad de cada ser humano a los ojos del dios que lo salva. Una cosa es lo que salva al ser humano y otra muy distinta lo que salva a la novela del fracaso. Cervantes tiene que moverse entre estos dos extremos incompatibles, tiene que navegar entre ambos, si es que quiere que su novela diga la verdad sin dejar de ser novela. Así pues tanto Sófocles como Cervantes se enfrentan a un problema similar cara a la verdad. Ninguno de los dos puede revelarla completamente. Pero mientras Sófocles necesita ocultarla lo suficiente como para permitir el desarrollo de la tragedia y la expulsión sacralizada de Edipo, Cervantes necesita revelarla lo suficiente como para llevar a cabo la salvación de don Quijote de manera convincente y

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cristiana. En Sófocles la representación mimética ha de triunfar en última instancia sobre la verdad; en Cervantes la verdad tiene que sobrevivir en último término más allá de la representación mimética o no existirá diferencia alguna con el modo antiguo, nada auténticamente nuevo se habrá creado. Es más, intentar una repetición del modo antiguo hubiera sido un fracaso. Nadie hubiera podido repetir en la Europa cristiana de los siglos XVI y XVII lo que Sófocles hacía en la Atenas pre-cristiana (como nadie pudo repetir la hazaña épica de un Homero o un Virgilio). La grandeza de la tragedia de Shakespeare, por ejemplo, consiste en gran medida en mostrar lo difícil que era esa repetición de lo antiguo en un entorno históri c o, como decía Macbeth, «gospelled», evangelizado. Ahora bien, si la verdad le crea un problema tanto al trágico Sófocles como al novelista Cervantes, eso quiere decir que ambos manejan instrumentos miméticos muy similares, enraizados en lo sacrificial, aunque lo hacen con propósitos diferentes. Sófocles lo hace para justificar la expulsión de la víctima, que es lo que le pide su dios. Cervantes lo hace para salvar a la víctima, que es también lo que le pide su dios. Claro está que, al hacerlo, Cervantes subvierte la forma interna, básicamente sacrificial, de la ficción novelística, engañándola, por así decir, haciendo que sirva un propósito contrario a aquel para el que las convenciones de género y sociales habían destinado siempre a la ficción. Es más, esa subversión de la vieja forma de la ficción poética es reconocida de manera explícita al nivel del tema: don Quijote está loco porque ha sucumbido al atractivo de la vieja ficción. La enfermedad que porta ese loco, contagiosa y proteica, capaz de adoptar toda clase de apariencias, exhibe la marca inconfundible de la vieja ficción. Lo que es nuevo en Cervantes es su capacidad de transformar la vieja forma sacrificial, victimizante, en forma de salvación o curación: usando la forma novelesca misma en la que está atrapado don Quijote para rescatarlo de su novelesca locura. Ahora bien, ¿no es ahí precisamente donde reside el nivel más profundo de su inspiración cristiana? ¿No es eso lo que se dijo desde un principio que hizo Cristo con el mecanismo sacrificial, sometiéndose a él para librar de él a la humanidad? Es una vieja idea cristiana la de que Cristo engañó al diablo con las armas del diablo. De ahí que la primera y más grande novela moderna, de espíritu profundamente cristiano, sea la historia de un hombre que se volvió loco leyendo novelas.

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Por contraste: el QUIJOTE de Avellaneda Un breve análisis de lo que hizo Avellaneda en su apócrifa continuación de la Primera Parte nos ayudará a comprender mejor el sentido de lo que hizo Cervantes. En la Segunda Parte de Avellaneda vemos a don Quijote en las justas o torneo de Zaragoza al lado de don Álvaro Tarfe, el personaje que hizo germinar en la mente del caballero la idea de tomar armas de nuevo (vistosas armas proporcionadas por el mismo Tarfe) y lanzarse a su tercera salida con la intención de participar en dichas justas, hacia las cuales se dirigía Tarfe también: Maravillábase mucho el vulgo de ver aquel hombre armado para jugar la sortija […]; si bien de solo ver su figura, flaqueza de Rocinante [etc.] se reían todos y le silbaban. No causaba esta admiración su vista a la gente principal, pues ya todos los que entraban en este número sabían, de don Álvaro Tarfe […] quién era don Quijote, su extraña locura y el fin para que salía a la plaza, pues era para regocijarla con alguna disparatada aventura.Y no es cosa nueva en semejantes regocijos sacar los caballeros a la plaza locos vestidos y aderezados y con humos en la cabeza […], como se ha visto algunas veces en ciudades principales y en la misma Zaragoza (I, pp. 208-09).

Esta exhibición pública de locos, «vestidos y aderezados y con humos en la cabeza», ofrece obvias semejanzas con otros espectáculos públicos en los que vemos también figuras llamativamente engalanadas expuestas a la vergüenza y risión pública, como ocurría en innumerables manifestaciones carnavalescas o de la llamada fiesta de los locos, así como en la exposición y paseo público de delincuentes condenados por la justicia. Hablaremos de la dimensión carnavalesca de la novela como género más adelante. Lo que me importa subrayar ahora es que no es solo «la gente principal» de Zaragoza la que saca al loco don Quijote a la plaza pública para que todo el mundo pueda divertirse a su costa. Lo que hace esa gente de Zaragoza es exactamente lo que está haciendo también el autor de la novela, Avellaneda. La novela se estructura según esa intención: exhibir públicamente al loco en su locura para divertimiento de todos y, por añadidura, para que todos aprendan a no hacer lo que hace don Quijote. La lógica interna de esa estructura descarnada es a todas luces deshumanizante.Y Avellaneda, hombre que se cree sinceramente cris-

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tiano, hubo de sentir algún escrúpulo de conciencia, justo como nos dice que lo sintió don Álvaro Tarfe hacia el final de la novela, cuando decidió correr con los gastos del cuidado de don Quijote en la Casa del Nuncio, famoso manicomio de Toledo: Añadió que se obligaba a ello por lo que tenía escrúpulo de haber sido causa de que saliese del Argamesilla para Zaragoza, por haberle dado parte de las justas que allí se hacían, y haberle dejado sus armas y alabado su valentía (III, p. 176).

Buenas razones tenía sin duda don Álvaro Tarfe para sentirse responsable de que don Quijote hubiese abandonado de nuevo su casa y su pueblo. Pues no se había limitado simplemente a «informarle sobre las justas», sino que lo había hecho en un lenguaje cuidadosamente calculado para producir en la mente de don Quijote una reacción inmediata e irresistible, llena como la tenía de la retórica de los libros de caballerías. Estas fueron sus palabras: Nosotros somos caballeros granadinos y vamos a la insigne ciudad de Zaragoza a unas justas que allí se hacen; que, teniendo noticia que es su mantenedor un valiente caballero, nos habemos dispuesto a tomar este trabajo para ganar en ellas alguna honra, la cual, sin él, es imposible alcanzarse (I, p. 31).

¿Cómo podía el pobre loco resistir a tan tentadora «información»? Pero Tarfe no fue ni mucho menos el único. Pocos o ninguno hubo que no contribuyeran a empujar al loco al precipicio de su locura. Empezando por Sancho, el primero en desviar la atención de don Quijote de la saludable y devota lectura del Flos sanctorum (libro que tiene el caballero en la mano cuando aparece Sancho por primera vez) hacia las peligrosas aventuras de Don Florisbrán de Candaria. Es Sancho quien promete a don Quijote, a petición de este, traerle el susodicho libro a escondidas, bajo la capa, para que no se enteren ni el cura ni los demás. ¡Pero es el mismo cura el que va a contribuir de manera clarísima a la incipiente recaída de don Quijote! He aquí la situación: casi a continuación de que Sancho dejara al buen hidalgo: levantada la mollera con el nuevo refresco que Sancho le trajo a la memoria de las desvanecidas caballerías […] vieron entrar por la calle principal en la plaza cuatro hombres principales a caballo, con sus criados y pajes

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y doce lacayos que traían doce caballos de diestro ricamente enjaezados (I, pp. 28-29).

El espectáculo está claramente calculado como incitativo de la imaginación quijotesca.Y si nos quedaba alguna duda al respecto, he aquí las palabras del propio cura: —Por mi santiguada, señor Quijada, que si esta gente viniera por aquí hoy hace seis meses, que a v. m. le pareciera una de las más extrañas y peligrosas aventuras que en sus libros de caballerías había jamás oído ni visto; y que imaginara v. m. que estos caballeros llevarían alguna princesa de alta guisa forzada.

Es realmente increíble.Y esto lo dice el mismo cura que —según se nos acaba de informar— ha mandado que no le ose «decir ninguno [a don Quijote] cosa de las que por él habían pasado» (I, p. 21), es decir, sobre sus pasadas aventuras, para no ponerlo en el peligro de una recaída. El empujón definitivo, sin embargo, le está reservado a don Álvaro Tarfe.Y no es que Tarfe no supiera lo que hacía. La cosa ocurre inmediatamente después de enterarse este de quién era don Quijote y de su clase de locura: El cura le contó todo lo que don Quijote era y lo que con él le había acontecido el año pasado, de lo cual quedó muy maravillado; y, mudando plática, fingieron hablar de otro, porque vieron entrar a don Quijote […]. Idos [los demás] y vestido don Álvaro, dijo aparte a don Quijote: —Señor mío, v. m. me la ha de hacer de que unas armas grabadas de Milán, que traigo aquí en un baúl grande, se me guarden con cuidado en su casa hasta la vuelta; que me parece que en Zaragoza no serán menester, pues no faltarán en ella amigos que me provean de otras que sean menos sutiles, pues estas lo son tanto, que solo pueden servir para la vista (I, pp. 66-67).

Esto es algo o bien diabólico o simplemente estúpido, es decir, un claro signo de la incompetencia del autor. Por supuesto, me inclino por esto último, pues, como había dicho Cervantes del autor de Tirante el blanco en el famoso escrutinio de la biblioteca de don Quijote, «no lo hizo de industria», o sea, sabiendo lo que hacía. Esta incompetencia del autor se pone de nuevo de manifiesto cuando nos dice a continuación de las palabras citadas —sin la menor señal de ironía— que a todas las preguntas de don Quijote, «le respondió don Álvaro,

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no entendiendo que le pasaba por la imaginación el ir a Zaragoza ni hacer lo que hizo, que adelante se dirá». No obstante, pese a esta increíble declaración de inocencia, don Álvaro, como ya hemos visto, reconocerá al final la parte que tuvo en sacar al loco de sus casillas y de su pueblo para que sirviera de espectáculo en Zaragoza. El loco de Avellaneda no tiene voluntad propia, está concebido poco menos que como una marioneta que se mueve según le tiran de las cuerdas. No es que salga a sus aventuras atraído ir resistiblemente por la ficción caballeresca, es que parece que todos conspiran para empujarlo hacia ella. Por debajo de la capa de respetabilidad social, tanto el cura como Tarfe (o sea, Avellaneda) le muestran al pobre loco el señuelo de la ficción, le hacen guiños para que se lance. El autor está literalmente jugando con su personaje como el ratón con el gato. Por eso resultan vacíos y poco convincentes los ocasionales consejos a don Quijote de que abandone su peligrosa tontería y se vuelva a casa. Tales son, por ejemplo, los consejos de Mosén Valentín, caritativo clérigo que aloja por unos días en su casa a don Quijote y Sancho y que le hace un discurso completamente inútil al «Señor Quijada» con el propósito, dice: [de] aconsejarle lo que le hace al caso, y advertirle a solas, de las puertas adentro de mi casa, cómo anda en pecado mortal, dejando la suya y su hacienda […] andando por esos caminos como loco, dando nota de su persona y haciendo tantos desatinos […]. Tras que anda escandalizando no solamente los de su lugar, sino todos los que le ven ir desa suerte armado por los caminos […]. Bien sé que v. m. ha hecho lo que hace por imitar, como dice, a aquellos caballeros antiguos, Amadís y Esplandián, con otros que los no menos fabulosos que perjudiciales libros de caballerías fingen, a los cuales v. m. tiene por auténticos y verdaderos, sabiendo, como es verdad, que nunca hubo en el mundo semejantes caballeros, ni hay historia española, francesa, ni italiana, a lo menos, auténtica, que haga dellos mención (I, pp. 148-49).

Por supuesto que el loco de Avellaneda no sabe que «es verdad» nada de eso. El discurso está tan completamente fuera de lugar como lo vemos por la respuesta: Don Quijote había estado cabizbajo a todo lo que Mosén Valentín y Sancho Panza habían dicho; y como quien despierta, comenzó a decir desta manera:

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—¡Afuera pereza! Mucho, señor Arzobispo Turpín, me espanto de que, siendo v. s. de aquella ilustre casa del emperador Carlos, llamado el Magno por excelencia, y pariente de los doce pares de la noble Francia, sea tanta su pusilanimidad y cobardía que huya de las cosas arduas y dificultosas.

Es decir, como si no hubiese escuchado las palabras del clérigo. Eso no es una conversación, ni siquiera con un loco. No hay comunicación entre los interlocutores. Son dos mundos cerrados sobre sí mismos. ¡Qué diferencia entre esta situación y la conversación que tiene el auténtico don Quijote con el canónigo de Toledo hacia el final de la Primera Parte!: Atentísimo estuvo don Quijote escuchando las palabras del canónigo; y cuando vio que había puesto fin a ellas, después de haberle estado un buen espacio mirando, le dijo: —Paréceme, señor hidalgo, que la plática de vuestra merced se ha encaminado a querer darme a entender que no ha habido caballeros andantes en el mundo […]. —Añadió también vuestra merced, diciendo que me habían hecho mucho daño tales libros […]. —Así es —dijo el canónigo. —Pues yo —replicó don Quijote— hallo por mi cuenta que el sin juicio y el encantado es vuestra merced (I, 46).

Esto sí es una conversación, hay comunicación entre las dos partes, pese a que no se pueda esperar de manera realista que el canónigo vaya a convencer a don Quijote. La falta de comunicación en el caso de Avellaneda, la ceguera y aislamiento del personaje frente a la realidad del otro, es tal, que nos da la impresión de que ninguno le está hablando en realidad al otro, sino haciendo declaraciones de cara al público. Es decir, todos los consejos de Mosén Valentín no son sino algo que tiene que decir para probar sus buenas intenciones, una manera de lavarse las manos de cualquier culpa asociada con la exposición del loco a la risión pública. Guardadas así las formas, el buen clérigo (y Avellaneda) puede volver de nuevo a divertirse con la retahíla de estupideces que va saliendo de la boca del loco: [El] buen clérigo, que vio tan resuelto y empedernido a don Quijote, no le quiso replicar más, antes estaba escuchando todo cuanto decía cada pieza que Sancho le ponía del arnés, que eran cosas graciosísimas, ensartando mil principios de romances viejos sin ningún orden ni concierto.

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Por su aislamiento del mundo circundante, la locura del don Quijote de Avellaneda parece estar, hasta cierto punto, más cercana sintomáticamente de la del furioso Cardenio en Sierra Morena. Con frecuencia vemos en él esa especie de estupor de ojos fijos y completa desconexión con la realidad que caracteriza al furioso cervantino. He aquí, por ejemplo, cómo ve el observador Tarfe al señor Quijada en cierta ocasión: He venido a sospechar que algún grave cuidado le aflige y aprieta el ánimo. Porque he visto quedarse a ratos con el bocado en la boca, mirando sin pestañear a los manteles, con tal suspensión que, preguntándole si era casado, me respondió: «¿Rocinante? Señor, el mejor caballo es que se ha criado en Córdoba» (I, pp. 39-40).

La diferencia fundamental es que, para Cervantes, semejante colapso mental, lamentable espectáculo humano, no tiene en sí mismo ningún interés novelístico. La incoherencia, como tal, no es más que incoherencia. El significado hay que buscarlo más allá de la incoherencia misma. En Avellaneda, por el contrario, el colapso mental, la incoherencia, se convierte en el foco de atención. El aislamiento del loco, mentalmente colapsado, sumido en la incoherencia, es precisamente el motor del espectáculo. Porque de lo que se trata es de exhibir la locura, la irracionalidad, como tal, como locura, como irracionalidad, cosas que además llevan consigo una enorme carga de condena moral. Como dice Mosén Valentín, es un pecado mortal convertirse en escándalo público, haciendo el ridículo delante de todo el mundo. Claro que este pecado lleva consigo su propio castigo: si uno sale por ahí escandalizando a la gente, haciendo el ridículo, no puede uno quejarse de que un público escandalizado se ría de uno y lo insulte; uno tiene lo que se merece. Si uno es la víctima de toda esa gente, la culpa la tiene uno.Toda la novela se convierte en un círculo vicioso victimario, que se alimenta de sí mismo, y que tiene como centro la locura del loco. La visión que tiene Avellaneda de la locura de don Quijote es un ejemplo mucho más claro de esa ecuación entre «folie» y «déraison» de que habla Foucault en su Histoire de la folie à l’âge classique, que la visión que tiene Cervantes, como veremos más adelante. No es de extrañar, por tanto, que el destino del loco de Avellaneda, tan obstinado y falto de razón, tan poco «razonable», sea el manicomio, o

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como dice Foucault, «el gran confinamiento», heredero histórico de la más antigua expulsión del loco fuera de los límites de la ciudad. Está claro que Avellaneda siente ciertos escrúpulos frente a una situación a todas luces poco caritativa, pero no sabe cómo resolver el problema. En última instancia termina culpando al loco de la hostilidad escandalizada de la multitud. Se contradice: por un lado, apela a la conciencia y al sentido de responsabilidad del loco y, por otro, nos lo presenta con tal «caos en su entendimiento y confusión de especies de la imaginación» (capítulo XXIV), que hace que semejante apelación resulte absurda, tan desconectada de la realidad como la respuesta del loco. Avellaneda quiere darle a su novela un carácter didáctico, quiere que su don Quijote sea un ejemplo público; y, puesto que se trata de un loco, casi instintivamente recurre a la estructura tradicional, al aislamiento del loco frente a todo el mundo, el loco visto ahora como déraisonnable, impermeable a los razonamientos por «razonables» que sean; el loco en su locura, en su «confusión de especies» mental. Esta es la estructura a la que quiere dar un propósito moral cristiano. Pero en la España cristiana del XVII ese propósito ya no encaja en esa estructura con la misma facilidad que lo pudo haber hecho dos siglos antes. Cada vez resulta más claro que no se puede ser caritativo con el loco y al mismo tiempo tratarlo como si fuera un apestado. Otro de los resultados del aislamiento del loco de la realidad humana que lo rodea es la desconexión completa de su historia con las historias intercaladas que Avellaneda incluye también en su libro. Nada tiene que ver la una con las otras, aparte de tener todas un carácter moralizante. Por el contrario, la historia del don Quijote cervantino, como veremos, rebosa de sentido y resuena en todas y cada una de las historias intercaladas. ¿Cómo no iba a resonar en ellas, ocurriendo literalmente a su lado, una historia que se ha dejado sentir, que ha resonado, en tantas obras maestras de la novelística moderna a través de los siglos? Como nos dice Cervantes en el prólogo de la Segunda Parte, el pobre Avellaneda debió de pensar que añadir algo a la novela era como inflar un perro soplándole. De todas formas algo se aprende del fracaso de Avellaneda. En primer lugar, se trata de una buena ilustración de lo que podía ser todavía en la España del XVII la historia de un loco que creía ser un héroe, si la despojamos de todo lo nuevo que puso en ella Cervantes.

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Porque cuando quitamos toda la novedad cervantina, lo que queda es lo que vemos en la versión «corregida» y amenguada de Avellaneda, es decir, poco más que la exposición pública de un loco apenas disimulada con colores de moralidad cristiana. En segundo lugar, del fracaso de Avellaneda debemos aprender eso precisamente, que fue un fracaso. Lo que hizo Avellaneda no solo estaba mal desde el punto de vista de la caridad cristiana, estaba mal igualmente desde un punto de vista literario. Era cristianismo mediocre y mediocre literatura. El instinto literario de Cervantes debió de indicarle desde el primer momento que no podía reírse del loco a distancia, sin contacto humano, que tenía que darle cierto atractivo como ser humano, acercarlo a la gente, hacerlo un poco como todo el mundo, romper un tanto su aislamiento. Es decir, tenía que relajar la estructura victimaria, darle flexibilidad, hacer con ella lo que el mismo Sófocles tenía que hacer para ganar el premio a la mejor tragedia, especialmente si tenemos en cuenta que Cervantes podía hacerlo con mucha más libertad que el trágico griego.Y eso suponía darle voz propia al loco, una voz coherente, algo más que la mera expresión de un caos mental. La voz del loco tenía que tener sentido y ser capaz de comunicarse con los demás, aun desde dentro de su locura. Ahora bien, si ese nuevo loco era capaz de razonar y de comunicarse con los cuerdos, si su mente no era una caótica «confusión de especies», ¿en qué consistía su locura? No había más que una respuesta. Si el defecto no estaba en la razón, tenía que estar en la voluntad. Su locura no sería expresión de un caos mental sino de un deseo de extraordinaria intensidad,en último término enloquecedor, que dominaría enteramente a la razón, convirtiéndola en su esclava, sin que por eso dejara de poder expresarse de manera lógica. He aquí una bella muestra: La del alba sería cuando don Quijote salió de la venta, tan contento, tan gallardo, tan alborozado por verse armado caballero, que el gozo le reventaba por las cinchas del caballo (I, 4).

Y puesto que no hay nada como el deseo para atraer al deseo, nuestro propio deseo como lectores de la ficción literaria se vería atraído por la intensidad del deseo de ese loco capaz de razonar y de comunicarse con nosotros. Con lo cual está claro que Cervantes no solo conseguía que su loco se comunicara con nosotros, lectores ávidos de ficción literaria, sino que la propia locura del loco, enloquecido

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por el atractivo de la ficción literaria, tomara contacto con nuestro propio deseo. El loco que leyó hasta enloquecer no era, al fin y al cabo, tan diferente de nosotros, supuestamente cuerdos, pero ávidos lectores de lo mismo que leía él. La diferencia entre su deseo enloquecedor y el nuestro ya no era una cuestión de esencia sino de grado. Nadie podía tirar ya la primera piedra.

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El prólogo a la Primera Parte No es fácil imaginar el proceso creador que acabamos de describir como una experiencia subjetiva de satisfacción y confianza. Para Cervantes debió de ser algo un tanto ambivalente, una mezcla de satisfacción por su logro artístico, pero también de inquietud. Y no me refiero precisamente a la inquietud lógica que pudiera sentir por la suerte de su novela una vez publicada, sino a una inquietud relacionada con el sentido mismo y la significación de lo que su propia fábula le había hecho ver a él sobre sí mismo y sobre su quehacer novelístico. En una novela tan profética y definidora del nuevo espíritu de la novela, el hecho de que su protagonista se vuelva loco leyendo novelas tenía que ser algo más que un artilugio narrativo. La locura de don Quijote no es una simple advertencia para lectores incautos, es también una profunda llamada de atención para todo escritor de novelas. En el prólogo a la Primera Parte nos dice Cervantes que la creación del Quijote tuvo lugar alejada del «sosiego, el lugar apacible, la amenidad de los campos, la serenidad de los cielos, el murmurar de las fuentes [y] la quietud del espíritu». Fue algo que «se engendró en una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación». Aparte de cualquier posible referencia autobiográfica (que no hay por qué descartar), la declaración me parece bastante sugerente, en especial si tenemos en cuenta el perfil único del Quijote dentro de la producción narrativa de Cervantes en general. La historia del loco

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don Quijote, como ya hemos observado, no parece que pudiera ser motivo de «sosiego», de «serenidad», o de «quietud de espíritu» para un autor que, por ejemplo, pensaba ya posiblemente, cuando escribía el prólogo, en el gran proyecto de su vida, su magnum opus, Los trabajos de Persiles y Segismunda, su gran historia cristiana, «Christian romance», como se le ha llamado. Pues es difícil imaginar un contraste formal más acusado entre estas dos historias y sus respectivos protagonistas. Como punto de referencia, no me parece arriesgado afirmar que la génesis artística del Persiles tuvo que ser una experiencia muy distinta de la del Quijote. Si el Persiles describe el itinerario cristiano hacia la redención final y, por tanto, el paraíso, la génesis y desarrollo del Quijote bien pudo ser una especie de purgatorio, una experiencia de tipo ascético, purgativa1. Pues, como ya hemos sugerido, mucho tenía Cervantes que superar y aceptar dentro de sí para llegar a ese entendimiento profundo y compasivo del loco, que pudo transformarlo de figura ridícula de entremés en el Caballero de La Mancha. Salvar al viejo loco de su locura tuvo que suponer un gran esfuerzo por parte de Cer vantes de librarse o superar sus propios demonios internos. Es notable la diferencia entre la actitud de Cervantes en la presentación de la Primera Parte del Quijote y la que ofrece cuando presenta o anuncia sus otras obras narrativas, en especial las más cercanas en el tiempo a la composición de su famosa novela, como son las Novelas ejemplares y el ya mencionado Persiles. En el prólogo a las Novelas ejemplares se siente a todas luces orgulloso, cuando afirma que ha sido él el primero en escribir ese tipo de narración corta o novela en lengua castellana: que las muchas novelas que en ella andan impresas todas son traducidas de lenguas extranjeras, y estas son mías propias, no imitadas ni hurtadas: mi ingenio las engendró y las parió mi pluma.

Y tiene confianza en el carácter «ejemplar» de las mismas, invitando al lector a encontrar en ellas provecho moral. Es más, nos dice, «que pues yo he tenido osadía de dirigir estas novelas al gran conde de Lemos, algún misterio tienen escondido que las levanta».Y ya en

1 Desde una perspectiva muy distinta la Segunda Parte del Quijote ha sido vista por Sullivan (1996) como un «grotesque purgatory».

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la «Dedicatoria» misma al dicho conde le dice a su Excelencia que los doce cuentos que le manda pueden «ponerse al lado de los más pintados». En ese mismo prólogo anuncia también la próxima aparición de «los Trabajos de Persiles, libro que se atreve a competir con Heliodoro», el prestigioso autor de la Historia etiópica, considerado en toda Europa como uno de los clásicos. Por cierto que, a continuación de este anuncio, viene el de la Segunda Parte de «las hazañas de don Quijote y los donaires de Sancho Panza», sin el menor comentario. Dos años más tarde, en la «Dedicatoria» al mismo conde de Lemos vuelve a anunciar la inminente terminación de: Los trabajos de Persiles y Sigismunda, libro a quien daré fin dentro de cuatro meses, Deo volente; el cual ha de ser o el más malo o el mejor que en nuestra lengua se haya compuesto, quiero decir de los de entretenimiento; y digo que me arrepiento de haber dicho el más malo, porque según la opinión de mis amigos, ha de llegar al extremo de bondad posible.

No eran pocas las esperanzas que ponía Cervantes en su gran Persiles. Continúa anunciándolo hasta el último momento, como vemos al final del prólogo a la Segunda Parte: «Olvidábaseme de decirte que esperes el Persiles, que ya estoy acabando», como si quisiera decir ‘espéralo que no te decepcionará’. La diferencia de actitud con respecto a la expresada en el «Prólogo» a la Primera Parte del Quijote es sorprendente y clarísima, cualquiera que pueda ser la razón que la motive. A este «hijo del entendimiento» nos lo presenta como «la historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno», o sea, como algo extraño, algo que le ha hecho pensar en cosas en las que tal vez no se le había ocurrido jamás pensar. Y por lo visto no cosas placenteras o tranquilizadoras. Así es que la relación con este «hijo» no es precisamente fluida o paternalmente amorosa: Acontece tener un padre un hijo feo y sin gracia alguna, y el amor que le tiene le pone una venda en los ojos para que no vea sus faltas […]. Pero yo, que, aunque parezco padre, soy padrastro de don Quijote, no quiero irme con la corriente del uso, ni suplicarte casi con las lágrimas en los ojos, como otros hacen, lector carísimo, que perdones o disimules las faltas que en este mi hijo vieres, pues ni eres su pariente ni su amigo […], y así puedes decir de la historia todo aquello que te pareciere, sin

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temor que te calumnien por el mal ni te premien por el bien que dijeres della.

¿Qué quiere decir esto? Pa rece claro que, de alguna form a , Cervantes percibe el carácter insólito de su libro. Ninguno de los tradicionales prólogos, maneras de presentar una obra literaria al público, le cuadran: Solo quisiera dártela monda y desnuda, sin el ornato de prólogo […]. Porque te sé decir que, aunque me costó algún trabajo componerla, ninguno tuve por mayor que hacer esta prefación que vas leyendo.

Ese carácter insólito, la novedad de su libro, no es algo fácil de explicar y, por tanto, de presentar. Lo único que está claro es que ninguna presentación tradicional le va. El mismo Cervantes no parece que las tenga todas consigo frente a lo que su agudísima intuición le dice que anida en su obra2. Sentimiento este muy alejado del legítimo orgullo que no tiene el menor problema en expresar frente a las Novelas ejemplares o el Persiles. Claro está que hay mucho de ironía y parodia deliberada en este peculiar antiprólogo. Cervantes se burla de esos otros libros, aunque sean fabulosos y profanos, tan llenos de sentencias de Aristóteles, de Platón y de toda la caterva de filósofos que admiran a los leyentes y tienen a sus autores por hombres leídos, eruditos y elocuentes.

De hecho, es posible que estuviera pensando en Lope de Vega, cuyo Peregrino en su patria, que se había publicado hacía poco, era un ejemplo típico de esa clase de libros. Pero, como suele ocurrir con Cervantes, eso no es todo ni mucho menos. Si de lo que se trataba era de parodiar esos libros que parecían olvidarse de que eran «fabulosos

2 Castro (1967) también ve las dudas y titubeos de Cervantes en este prólogo, pero las interpreta como dudas sobre sí mismo frente a los demás, sus contemporá neos, la sociedad que, según Castro, lo marginalizó. Por supuesto que en la visión de Castro, Cervantes triunfa por completo de todas esas dudas. Las palabras citadas, «puedes decir […] todo lo que te pareciere», las interpreta Castro como una indicación de dicho triunfo, algo así como un ‘no me importa ya lo que penséis, yo sé que es buena’. O, como dice Castro, «la fe en su libro era ya absoluta». No me parece que ni las palabras ni el tono del prólogo indiquen ni mucho menos una «fe absoluta» en lo que presentaba. Otras dos obras más recientes tratan de este tema: Álvarez Amell, 1999, y Pressberg, 2001, en especial el capítulo tercero.

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y profanos», el Quijote proporcionaba verdaderamente la ocasión perfecta para hacerlo. Porque, en efecto, nunca mejor dicho lo que le dice a Cervantes el retórico amigo que aparece en el prólogo, «este vues tro libro no tiene necesidad de ninguna cosa de aquellas que vos decís que le faltan». Pero ¿por qué? Hay que hacerse la pregunta porque la razón que da el amigo es muy poco convincente: porque todo él es una invectiva contra los libros de caballerías, de quien nunca se acordó Aristóteles, ni dijo nada San Basilio, ni alcanzó Cicerón; ni caen debajo de la cuenta de sus fabulosos disparates las puntualidades de la verdad, ni las observaciones de la astrología; ni le son de importancia las medidas geométricas, ni la confutación de los argumentos de quien se sirve la retórica; ni tiene por qué predicar a ninguno mezclando lo humano con lo divino, que es género de mezcla de quien no se ha de vestir ningún cristiano entendimiento […].Y pues esta vuestra escritura no mira a más que a deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tienen los libros de caballerías, no hay para qué andéis mendigando sentencias de filósofos, consejos de la Divina Escritura, fábulas de poetas, oraciones de retóricos, milagros de santos […]. En efecto, llevad la mira puesta a derribar la máquina mal fundada destos caballerescos libros, aborrecidos de tantos y alabados de muchos más: que si esto alcanzásedes, no habríais alcanzado poco.

No se comprende bien el argumento del amigo. Si la intención principal y explícita del libro es «deshacer la autoridad» de los libros de caballería, «derribando la máquina mal fundada» de sus fabulosos disparates, el Quijote debería ser campo abonado para desplegar en él «las puntualidades de la verdad» y por lo menos algunos argumentos de filósofos y moralistas. ¿Cómo puede pensarse que una intención didáctica tan clara no ofrezca, en sí misma, la oportunidad de «mendigar sentencias de filósofos, consejos de la Divina Escritura», etc.? Algo más tiene que haber. La explicación no convence. Da la impresión de ser un débil intento por parte de Cervantes de salvar (in extremis, podríamos decir) la respetabilidad de su novela, a despecho de lo que me parece ser la idea central del prólogo: la relativa perplejidad del autor ante su propia obra, el hecho de que no encuentra una manera adecuada de presentarla, de que ninguna de las presentaciones y acompañamientos tradicionales le cuadran, y que, por consiguiente, le gustaría ofrecerla «monda y desnuda». Es lo único que le va, sin ayuda de la filosofía, la teología, la retórica o cualquier otra

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ciencia que tenga que ver con la verdad del mundo real. El carácter ficticio de su novela se le aparece con especial fuerza, y a Cervantes no le gusta que libros «fabulosos y profanos», como el Quijote, «mezclen lo divino con lo humano» y se llenen de sentencias que están por completo fuera de lugar. Como he dicho en otra ocasión, semejante «mezcla» le produce a Cervantes una invencible «alergia». Cosa que no parece afectarle de manera tan clara o explícita en presencia de las Novelas ejemplares o el Persiles. En principio, una obra de ficción, o sea, «fabulosa y profana», no tiene por qué no ser bella, elegante, elocuente y hasta instructiva, y, por tanto, no enteramente reñida con un uso prudente de la teología, la filosofía o la ciencia en general. Sin embargo, a los ojos de Cervantes, no son estas precisamente las cualidades que pueden apreciarse en este «hijo de [su] entendimiento seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno». Lo cual quiere decir que la historia, el relato, que acaba de terminar, lleva sobre sí la impronta inconfundible de su protagonista, el loco don Quijote. Es, por así decir, «su» historia, la que le pertenece. Desde fuera de la ficción, desde esa perspectiva prologal, se observa una estrechísima relación entre los dos, el loco y la historia del loco. Tanto es así, que esta última, pese a ser hija del entendimiento, es abandonada a su propia suerte, indefensa, en medio de un mundo sin garantías ni valedores, pues hasta su propio padre se niega a cubrirle la desnudez, a taparle las faltas. La historia del loco asume, pues, el histórico destino del loco mismo. El abandono del personaje y la desnudez retórica de su historia, sin adornos que la hagan atractiva ni argumentos tranquilizadores, son inseparables de ese destino histórico del loco, del marginado. ¿Qué otra forma literaria —parece decirnos Cervantes— le puede cuadrar mejor a semejante personaje que una forma despro t e gi d a , separada de la protección tradicional de la teología, la filosofía, la retórica; una forma literaria —añadiríamos nosotros— desacralizada, la forma literaria de una ficción que se ve a sí misma por primera vez, a raíz del agotamiento de la épica, como nada más que ficción? Y a la inversa ¿qué personaje puede encajar mejor en esta nueva forma literaria desprotegida que un loco, un marginado? Lo cual fue una gran suerte para el loco. Porque ya sabemos qué clase de papel le hubiese cabido al pobre loco sobre un trasfondo lite-

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rario entretejido de teología, filosofía, elocuencia retórica, etc., es decir, sobre el trasfondo de una racionalidad segura de sí misma, tranquilizadoramente razonable. Ya vimos algo así en nuestro análisis del loco de Avellaneda. Poca posibilidad hubiese tenido el pobre diablo de hablar por sí mismo y defenderse de las acusaciones de irracionalidad o de imbecilidad. Por el contrario, una forma literaria que ve en el abandono y desnudez del marginado una imagen de su propia marginalidad, de su separación de la filosofía, la teología, la ciencia, etc., ha de ser una forma literaria mucho menos propensa a llevar a cabo la tradicional expulsión o marginación, una forma literaria encaminada ya a ver la tradicional expulsión como lo que realmente es, un hecho público de reafirmación de la colectividad, del sentido común o sentir comunitario, a expensas de una víctima; una víctima que es bastante menos única y diferenciada del resto de lo que imaginan los tranquilizados miembros de la sociedad que la expulsa. La crítica le ha prestado poca atención a esta pro f u n d í s i m a «desnudez» literaria del Quijote; desde luego, mucho menos de la que se merece. Aunque es posible que dicha desnudez, sin ser reconocida o entendida, diera motivo a la vieja idea de que Cervantes era un «ingenio lego», o sea, sin cultivar, falto de erudición e instrucción. Pero esa desnudez de la forma literaria, su carácter vulnerable, su abandono y separación de la teología, filosofía y demás ciencias, no es sino la otra cara de una clarísima y profunda conciencia de su carácter ficticio, de no ser otra cosa que fabricada ficción. En el Quijote esta clara conciencia es la base de una devastadora parodia del fingido carácter histórico de los libros de caballería. La «intranscendencia» de la novela En la conciencia de esta desnudez, de este aislamiento, de la forma literaria, podemos ver, quizás por primera vez en el campo de la ficción narrativa, lo que Ortega y Gasset llamaría «la intranscendencia del arte» en general y en particular de la novela moderna, cuya «intranscendencia» es un aspecto de su «hermetismo». Dice Ortega: Una necesidad puramente estética impone a la novela el hermetismo, la fuerza a ser un orbe obturado a toda realidad eficiente.Y esta condición engendra, entre otras muchas, la consecuencia de que no puede as-

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pirar directamente a ser filosofía, panfleto político, estudio sociológico o prédica moral. No puede ser más que novela, no puede su interior transcender por sí mismo a nada exterior3.

La única puntualización que me permitiría hacer a las palabras de Ortega es que esa «necesidad puramente estética» no puede entenderse como referencia a algo intemporal, algo así como la esencia de la novela, porque la novela es un fenómeno histórico con un claro principio en el entorno cultural de la Europa cristiana de los siglos XVI y XVII. Las formas literarias que preceden a la novela moderna, narrativas o dramáticas, son mucho menos «herméticas» y, por consiguiente, mucho menos «intranscendentes», mucho más ligadas a cualquier otra actividad importante de la realidad social, porque hay algo que las liga, las «religa», a todas, la religión. Por ejemplo, como ya hemos observado, el carácter religioso, ritual, de la representación trágica la situaba tanto simbólica como físicamente al lado mismo del altar de los sacrificios. El «hermetismo» de la ficción moderna, su «intranscendencia», como tal ficción, es una consecuencia directa del proceso de desacralización, es decir, del proceso que socava y debilita la religiosidad sacrificial, victimaria, que anida en la raíz misma de la ficción, como anida en el fundamento sagrado de todo mecanismo defensivo de la sociedad, todo mecanismo encargado de mantener la buena imagen, la confianza, de la sociedad ante ella misma. De ahí que Cervantes viviera la «intranscendencia» de su novela como una forma de abandono, de vulnerable desnudez, en suma, la forma de la víctima, del abandonado a su suerte más allá de los límites de la respetabilidad social. Y de ahí también que la patética figura quijotesca, «seca, avellanada», de héroe ridículo, se convierta en el personaje arquetipo, paradigmático, de la novela moderna. La nueva forma de la novela, la que pudiera decir, como dijo la pluma de Cidi Hamete a la muerte de don Quijote, «Para mí sola nació don Quijote, y yo para él», la forma novelística que se encontró a sí misma encontrando a don Quijote, que se reconoció en la

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Ortega y Gasset, 1974, p. 203 (cursivas en el original). Comp. Castro, 1967, p. 274: «El núcleo radical del Quijote yace en el hecho de que sus mayores personajes —meras figuras sin correlación con nada existente— parezcan seres vivos, de “carne y hueso”, según es uso decir».

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forma del antiguo loco y se salvó salvándole a él, no podía verse a sí misma como un heroico conquistador. La nueva forma de la novela no fue una conquista del —digamos— espíritu estético sobre formas previas supuestamente encadenadas sin razón a un opresivo e intolerante poder sagrado. Fue algo mucho más cercano a una lección de humildad, al descubrir lo que suponía, en términos novelísticos, ser parte integrante del antiguo poder sacrificial. No fue en absoluto un acto de rebelión contra nada, como sueñan todavía nuestros enardecidos defensores de la gloriosa marcha, eternamente progresista, del espíritu humano sobre la tierra. En Cer vantes, lo que la nueva forma de la novela descubrió fue la inocencia de la víctima, víctima heroica o antiheroica que la forma literaria exigía tradicionalmente para constituirse a sí misma como tal. Ha dicho Calasso que lo que habla en el arte es la voz de la víctima, «la voix de la victime échappée in extremis —et à jamais— au meurtre, quand déjà le rite avait fait refluer en elle tout le sacré»4. Es verdad, pero ese «escaparse» de la víctima no se produjo espontáneamente o de motu proprio. Fue obra de un profundo y difícil acto de compasión cristiana, una compasión que salvó, no solo a la víctima sino a la forma artística misma, abriéndola a una visión de la realidad humana, más allá de la ficción, no estructurada de manera sacrificial. Por lo que a la novela moderna se refiere, ese acto de compasión fue obra de Cervantes. Literatura desacralizada Pudiera tal vez decirse que el Quijote de Cervantes es la primera novela moderna porque es la primera obra narrativa desacralizada de suficientes dimensiones. Pero semejante definición puede prestarse fácilmente a malentendidos. La desacralización no es una categoría formal, ni es en sí misma un proceso de tipo literario. En la medida en que afecta a la creación literaria, es una manera de ver y entender ese quehacer dentro del contexto de la relación interindividual entre el yo y el otro, de individuo a individuo, más bien que a través de determinadas convenciones sociales. Cosa —dicho sea de paso— que se deja oír aún a través de la ironía con la que Cervantes se dirige al lector: 4

Calasso, 1987, p. 199.

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y tienes tu alma en tu cuerpo y tu libre albedrío como el más pintado, y estás en tu casa, donde eres señor della, como el rey de sus alcabalas, y sabes lo que comúnmente se dice, que «debajo de mi manto al rey mato». Todo lo cual te exenta y hace libre de todo respeto y obligación.

Es decir, la desacralización sitúa al autor, a través de su obra, frente a un ser humano individualizado y no frente a un ente social; un ser humano tan individualizado como él, como cualquier otro, incluido el rey mismo. Por esta razón, no se escribe una obra «desacralizada» sin «desacralizarse» uno a sí mismo. O sea, no existe desacralización sin la cooperación activa y consciente del autor. La forma literaria resultante de esta cooperación es un producto de la desacralización, no la desacralización misma. Contrariamente a lo que piensa la crítica marxista, no es la nueva forma —resultado, según nos dicen, de los nuevos modos de producción capitalistas— la que desacraliza, sino el autor que crea (si es capaz, artísticamente hablando) esa nueva forma, al moldear su materia novelística, su asunto, con intención o espíritu desacralizado. No hay ningún rasgo formal que, por sí solo, sea garantía de desacralización, abstraído de la obra, siempre concreta y específica, en la que se produce. No tendría ningún sentido decir, por ejemplo, que Cervantes, o cualquier otro, se propuso escribir una novela de tipo desacralizado 5, porque no existe semejante tipo o categoría li-

5 Ni podemos decir tampoco que la desacralización coincida con «el realismo» literario, aunque no le sea ni mucho menos ajena.Ver, por contraste, Jameson, 1981, p. 152: «[As] any number of “definitions” of realism assert, and as the totemic ancestor of the novel, Don Quixote, emblematically demonstrates,that processing operation [i. e. “the novel as process rather than as form”] variously called narrative mimesis or realistic representation has as its historic function the systematic undermining and demystification, the secular “decoding”, of those preexisting inherited traditional or sacred paradigms which are its initial givens. In this sense, the novel plays a significant role in what can be called a properly bourgeois cultural revolution —that immense process of transformation whereby populations whose life habits were formed by other, now archaic, modes of production are effectively reprogrammed for life and work in the new world of market capitalism». Supongamos por un momento que es verdad lo que dice Jameson, que el Quijote es la manifestación «emblemática» del proceso por el que los nuevos modos de producción del capitalismo de mercado socavan y desmitifican «los preexistentes heredados paradigmas tradicionales o sagrados» que fueron formados por otros, ahora arcaicos, modos de producción; de lo que no puede caber la menor duda es de que Cervantes no podía tener la más leve sospecha de que al hacer su obra estaba simplemente sirviendo de instrumento a los nuevos

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teraria. El proceso de desacralización comienza y termina con cada novela. La forma artística resultante de la desacralización, como tal forma artística, se regirá por criterios artísticos. La intención desacralizadora no predetermina la forma, aunque indudablemente la inspira y la guía. No puede hablarse, por consiguiente, de la novela moderna en su conjunto y en sus distintas manifestaciones a través de los siglos, como un «género» (si es que se puede hablar de género aquí) o una forma literaria desacralizada. Lo único que puede decirse es que la novela moderna nació de un profundo acto de desacralización, el que Cervantes supo llevar a cabo en el Quijote. Lo cual no quiere decir que su prolífica descendencia le haya sido siempre fiel. La desacralización es un hecho, con sus propias consecuencias, cuando llega a producirse. Pero antes de producirse en unas circunstancias concretas y adoptar una forma determinada, la desacralización es una exigencia y, sobre todo, una llamada, algo que se transmite a través de la palabra. Esa exigencia y esa llamada están ahí por lo menos desde los comienzos del cristianismo, es algo inherente al texto cristiano.También podemos decir que esa exigencia se hace sentir con más fuerza y esa llamada se oye con más claridad en los comienzos de la Era Moderna. Tal vez sea esta la característica más significativa de la nueva era. Lo que sí podemos decir con confianza es que Cervantes fue el primero que respondió a esa llamada y cumplió con esa exigencia en el terreno de la ficción literaria. Nadie lo había hecho antes.Y a partir de ese momento se abrieron en la historia de la literatura de ficción unas posibilidades que nadie, incluido Cervantes, había previsto. En adelante escribir una novela será escribir «en imi-

modos de producción, y esto simplemente por el hecho de que semejante protagonismo histórico de los modos de producción, el secreto de la historia humana, como diría Marx, no había sido revelado aún a la sufriente y proletaria humanidad. Por el contrario, el proceso de desacralización de que hablamos aquí no es ni posible ni siquiera comprensible sin comunicación, sin revelación, sin la palabra. No existe desacralización ni automática ni inconsciente, solo existe como respuesta a la palabra revelada. Lo cual quiere decir, en el caso del Quijote, que la desacralización de la estructura sacrificial preexistente se produce a través de la cooperación activa y consciente de Cervantes con la palabra revelada, es decir, con la revelación de la inocencia de la víctima.

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tación de la manera de Cervantes, autor de don Quijote», como diría Henry Fielding de su Joseph Andrews. Pero también es verdad que la posición del pionero Cervantes, precisamente por ser el primero, es única, y que el carácter emblemático, literalmente simbólico, del Quijote, o sea, de la historia del rescate humano del loco que se creía héroe, es irrepetible. Porque fue él, Cervantes, quien rescató al loco e infundió nueva vida en la ficción literaria. Todos los que han venido después han sido los herederos de ese rescate único. Más que descubrir o inventar directamente una nueva forma literaria, lo que Cervantes hizo, al rescatar al viejo loco del destino que había tenido en la vieja ficción, fue poner de manifiesto, por contraste, el escondido secreto de la forma antigua, la verdad oculta que anidaba y animaba, desde tiempo inmemorial, a la antigua ficción. No será solo el futuro de los libros de caballería lo que se verá afectado después del triunfo del Quijote. Así, con esa revelación, respondía Cer vantes a la llamada de la desacralización; no descubriendo o enalteciendo la gloria de la creación literaria, gloria inevitablemente asociada a un pasado literario que tocaba a su fin, sino revelando su vergüenza; revelación inherente al proceso de salvación del marginado social, de la víctima. Esa revelación solo se producirá en el Quijote, pero sus efectos, su espíritu, se prolongarán en las grandes obras de la novela moderna. La historia de don Quijote de la Mancha, el que se volvió loco leyendo novelas, no se volverá a repetir, pero todo gran novelista moderno podrá ver en ella un profundo anticipo de su propio quehacer. La desacralización de las viejas formas de ficción salvó a la ficción literaria de un agotamiento histórico posiblemente letal. Y no cabe duda de que esa desacralización, esa cuidadosa separación «de lo humano y lo divino», fue un hecho profundamente cristiano, que de alguna manera reconciliaba a la ficción literaria con el espíritu del texto cristiano. Pero no debemos olvidar que esa reconciliación suponía al mismo tiempo una especie de acto de contrición de la ficción literaria, una renuncia por parte de la ficción a erigirse formalmente como tal, en cuanto ficción, en portavoz o portaestandarte de la nueva sacralidad, del dios de los evangelios. Esto es crucial, desacralizar las viejas formas no era en absoluto hacer que sirvieran a un propósito cristiano. Era, por el contrario, decir que allí no estaba el Dios de los evangelios, que era un error buscarlo allí. Descubrimiento importan-

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tísimo, que suponía asimismo declarar que la ficción literaria ni podía ni debía convertirse formalmente en instrumento de predicación cristiana. Cristianísimo descubrimiento, cuyo sentido, vuelto exactamente del revés, llegaría a convertir a la ficción literaria en refugio y bandera de actitudes claramente anticristianas. Pero esto último todavía no había ocurrido en el siglo XVII. En esa época el peligro, el malentendido, era el opuesto: el intento de cristianizar las viejas formas. Recuérdese, como algo sintomático, que desde la segunda mitad del XVI asistimos a un gran auge de lo que se llamaba obras «a lo divino». Fue el sentido, el espíritu mismo del texto cristiano el que dificultaba o condenaba al fracaso todo intento de cristianizar las viejas formas miméticas de la ficción literaria. Pero no todo el mundo sentía tan certeramente, como sintió Cervantes en el Quijote, que la única manera cristiana de tratar con dichas formas era desconectarlas por completo de lo sagrado, porque de por sí, como formas de ficción, la única sacralidad que les cuadraba, que les era, por así decir, natural, de la que habían nacido históricamente, era la sacralidad victimaria, la del todos menos uno, ese uno que era el precio que había que pagar para la seguridad de todos; sacralidad anticristiana, opuesta a la del buen pastor, que deja solos a todos y va en busca precisamente de ese uno que se ha perdido en el desierto, el lugar donde se abandonaba al chivo expiatorio. Era fundamental desacralizar esas viejas formas. Intentar cristianizarlas, convertirlas formalmente en dignos instrumentos de la revelación cristiana, era realmente un imposible, «un género de mezcla de quien no se ha de vestir ningún cristiano entendimiento». Entre el GUZMÁN

DE

ALFARACHE y EL BUSCÓN

Y ese fue el gran error de Mateo Alemán en su Guzmán de Alfarache. Quiso escribir una novela picaresca, diríamos, «a lo cristiano», cristianizada. Creyó encontrar la fórmula perfecta, haciendo que el pícaro escribiera su vida después de arrepentirse, después de pasar por una profunda y conmovedora experiencia de conversión, momento ese que es probablemente el más humano, el mejor, de toda la novela. Pero la autobiografía que escribe el pícaro es una novela picaresca lo mismo en lo esencial que cualquier otra del género. De hecho, el Guzmán puede considerarse el prototipo del género. La única diferencia es la enorme cantidad de comentarios moralizantes. O sea, la novela no refleja en absoluto el espíritu de la conversión del pícaro.

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Es más,Alemán utiliza la conversión del pícaro, otro marginado, otra víctima tradicional, como arma despiadada contra la sociedad que lo margina y todos sus vicios y corruptelas. Tal vez fuera esta mezcla inasimilable que hace Alemán de «lo humano y lo divino», en la que pensaba Cer vantes cuando escribió su famosa frase. La respuesta a este intento fallido de Alemán no se hizo esperar y llegó de la mano de Quevedo, cuyo Buscón puede considerarse como una especie de anti-Guzmán. Quevedo empujó violentamente el péndulo en la dirección opuesta. Es como si Quevedo hubiese querido enseñarle a Alemán lo que una novela picaresca «de verdad», o sea, sin aditamentos cristianos, era capaz de hacer con un pícaro «de verdad». Y una novela picaresca «de verdad», fiel expresión de la representación colectiva del expulsado o marginado, será una novela despiadadamente cruel, victimaria, y su protagonista, su víctima, tendrá que aparecer como merecedora de la marginación a la que se la somete. Quevedo vio lo que al parecer no vio Alemán, la íntima conexión entre la víctima y el artefacto novelístico victimario que la representa, pero no movió un dedo para salvar ni a la una ni al otro. Alemán y Quevedo representan los dos opuestos y simétricos peligros entre los que tenía que navegar Cervantes, su Scylla y Charybdis. Nos sir ven como puntos de referencia para medir el sentido y la importancia de lo que Cervantes consiguió en el Quijote, y para entender mejor en qué consistió el nacimiento de la novela moderna, por qué ocurrió con el Quijote y no con el Guzmán o El Buscón. El caso del PERSILES ¿Pero qué decir a este respecto del Persiles, cuyas aventuras o «trabajos» aparecen enmarcados en un simbolismo cristiano perfectamente explícito? La relación entre el Cervantes del Quijote y el Cervantes del Persiles no es asunto fácil de dilucidar. Ya decíamos en la introducción que el tipo de locura que sufre don Quijote debía de serle especialmente desagradable o ridícula a un autor que aún creía en la posibilidad histórica de modernizar, es decir, cristianizar, la épica, aunque fuera en prosa, que parece que es lo que él intentó hacer en el Persiles. Decíamos entonces que ese presumible desagrado hacía más meritorio aún el gesto de generosa compasión que consiguió adoptar Cervantes con su loco protagonista.Pero es asimismo lógico y presumible que ese especial desagrado con-

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tribuyera a hacer de la historia del loco don Quijote, ese «hijo del entendimiento seco, avellanado y lleno de pensamientos varios», una historia especialmente inepta, inapropiada, para mezclar en ella «lo humano con lo divino». Es decir, no me parece en absoluto imposible ni contradictorio que el mismo autor que sentía una especial aversión a mezclar «lo humano con lo divino» en el contexto de la humildísima historia del loco don Quijote, sintiera las cosas de otra manera tratándose de la noble y cristianísima historia del príncipe Persiles y la princesa Segismunda. Estaríamos ante otra manifestación de lo que hemos llamado el genio del relato mismo, en esa conjunción histórica providencial en la que la humilde historia de un loco que se creía héroe cae en las manos de un autor como Cervantes, que no desdeña esa humildad y es capaz de penetrar en ella hasta lo más profundo. Olvidémonos por un momento de lo que supuso para el futuro de la literatura de ficción el que Cervantes —por las razones que fueran— supiera mantener la humilde historia de su loco estrictamente alejada de toda actitud sacralizante. De lo que no cabe la menor duda es de que el Cervantes que supo reconocer la humildad de su relato quijotesco y salvó al loco de su tradicional destino es el mismo Cervantes que quiso dignificar a su Persiles, haciendo de él un ejemplo de narración cristiana.Tan cristiano es el espíritu de una cosa como de la otra, aunque los resultados para la historia de la literatura sean muy distintos. Ahora bien, dicho esto, tampoco me parece plausible que el profundo significado que tenía para la ficción literaria en general la desacralización de la historia del loco le pasara enteramente por alto a un autor de la agudeza de un Cervantes. No es plausible a este respecto considerar al Quijote y al Persiles como dos compartimentos estancos. Cervantes tenía que saber de alguna forma que los vientos que él mismo había levantado en el Quijote no le eran favorables al Persiles. No sería ni mucho menos el único caso de un autor épico que escribe su obra aun teniendo serias dudas sobre la compatibilidad de la misma con el espíritu cristiano en que la escribe. Ya apuntamos a esto anteriormente en el caso de Tasso. Lo mismo se puede decir de Camoens: piénsese en el discurso del venerable anciano en la playa de Belem justo en el momento de zarpar la flota portuguesa. De Tasso y la Jerusalén liberada ha dicho Tusiani lo siguiente:

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The Jerusalem Delivered is a Christian epic written by a poet who believed that no perfect Christian epos was ever possible on this earth6.

Creo que podríamos decir algo similar de Cervantes y el Persiles. Esta es una novela épica escrita por un autor que no creía que la ficción novelística pudiera ser nunca cristianizada enteramente, pero que lo deseaba tanto que le dedicó su mejor esfuerzo. Era un problema de época que, como ya dijimos, se daba precisamente entre los mejores. Largos años le costó a Milton («after long choosing, and beginning late») comprender con claridad que el gran poema cristiano no podía basarse en los hechos de tradicionales héroes épicos («fabled knights in battles feigned»7) por cristianos que fueran tales héroes. No había más que un poema cristiano posible, cuyos personajes y acontecimientos no podían ser otros que los de las Sagradas Escrituras y cuyo alcance sería el de la humanidad entera, o sea, la llamada historia bíblico-cristiana de la redención universal. Pero la empresa miltoniana tampoco le hubiese resuelto el problema a Cervantes. Porque ¿qué otra cosa podía ser esa gran épica cristiana —en verso o en prosa— que una ficcionalización poética de la historia sagrada? A Cervantes, mucho más cercano a Tasso que a Milton en todos los sentidos, tal empresa le hubiese puesto aún más de manifiesto la incompatibilidad entre verdad cristiana y ficción poética, pues lo que hizo Milton iba precisamente en contra de lo que Tasso había recomendado en sus Discursos sobre el poema heroico. El hecho es que el único «poema» cristiano admisible, el de la historia de la redención del género humano, no se podía vaciar ya en el molde de la ficción literaria sin suscitar insolubles problemas de compatibilidad, como los ha suscitado y sigue suscitando el Paraíso perdido. Y así ocurre en el Persiles, donde se puede apreciar un desajuste entre el marco simbólico cristiano dentro del cual se sitúa la acción novelística y esa misma acción, los trabajos y peripecias de Persiles y Segismunda. A falta de un análisis detallado de la obra, en el que aquí no podemos entrar, apuntaremos lo siguiente como muestra, a mi juicio, altamente significativa: es el comienzo de la novela, cuyo carácter simbólico no parece dejar lugar a dudas. El noble Persiles, encarcelado «en una profunda mazmorra, antes sepultura que prisión», por 6 Ver 7

Bandera, 1997, p. 157. Milton, Paradise Lost, IX, vv. 26 y 29.

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un pueblo salvaje que lo tiene designado como víctima humana de un bárbaro sacrificio, va a ser rescatado del poder de esos salvajes, que se destruirán entre sí enredados en violentas rivalidades. Creo que esto es mucho más que un típico comienzo in medias res de novela bizantina. Ese rescate de la víctima sacrificial, ese paso de la profunda oscuridad a la luz, de la muerte («antes sepultura que prisión») a la vida, define el carácter cristiano del protagonista y la intención cristiana del autor. En ese momento Persiles encarna el espíritu de la redención cristiana y su acción sobre la historia, pues vemos lo que es una humanidad abandonada a sí misma, precristiana, en el espectáculo que ofrecen esos salvajes y sus sacrificios humanos. Digamos también que en ese momento, simbólicamente hablando, ya se ve Roma en la mente de Cervantes, es decir, la Iglesia de Roma, la meta final del itinerario de Persiles y Segismunda. El problema es que, dicho esto, en términos de simbolismo cristiano, ya está dicho todo. Como símbolos de la redención cristiana, liberados del poder de la oscuridad y la violencia, Persiles y Segismunda se sitúan ya fuera de los límites de la ficción novelística. Estamos ya al final y la novela acaba de empezar. La única manera de proseguir es poner, por así decir, todo ese simbolismo entre paréntesis, suspenderlo por encima de la novela, en una temporalidad distinta. En otras palabras, Persiles y Segismunda apuntan por sí mismos, simbólicamente, hacia una realidad más allá de la novela, algo que todavía no son pero hacia lo que caminan.Y tal vez por eso, mientras se quedan cortos de lo que representan, mientras hacen novela, aparecerán con una identidad que no es la suya, tendrán que fingir ser lo que de verdad no son, Periandro y su hermana Auristela. Lo exigen las peripecias novelísticas. Literal y simbólicamente, Persiles y Segismunda viajan a través de la ficción camino de la verdad. El detalle auténticamente cervantino y genial ocurrirá hacia el final del itinerario, cuando ya están en Roma. Después de haber superado incontables obstáculos que se interponían, no solo entre ellos y la verdad, sino entre ellos mismos, impidiendo o dificultando su unión, llegará el último y tal vez el más peligroso de los obstáculos, porque no viene de fuera sino desde dentro de la relación entre ambos, el peligro de la ficción misma. De pronto a Segismunda le seduce el papel que ha estado representando de hermana de Persiles: puesto que han estado viviendo como hermanos tanto tiempo —dice

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ella— ¿por qué no seguir así hasta el final de sus días? (IV, 10). Persiles está a punto de volverse loco y cae en una terrible depresión. Afortunadamente Segismunda vuelve en sí y al final se casarán, como estaba planeado desde el principio. Pero la cosa ha quedado clara, no solo por lo que respecta al peligro que supone la ficción para los personajes, sino también en lo que se refiere a la naturaleza misma de la novela, cuya existencia depende enteramente de la posibilidad de crear semejante ficción. En resumen, aun en esta novela tan explícitamente cristiana, Cervantes no puede impedir (siendo, como lo es, sincero consigo mismo) que aparezca el contraste, la incompatibilidad, entre ficción y verdad. La ficción puede que sea inevitable, pero no por ello deja asimismo de ser inevitable el tener que superarla para llegar a la verdad. Esa verdad cristiana cervantina gobierna el desarrollo de la novela desde fuera de la ficción novelística. La simbólica y cristiana liberación de Persiles que vemos al principio es solo una promesa, una proyección hacia el futuro. De hecho, la ficción novelística, como tal ficción, no ha salido aún por completo de la simbólica «mazmorra, antes sepultura que prisión», ni de esa violencia precristiana y salvaje. En la medida en que Persiles y Segismunda viajan todavía por un mundo de ficción camino de la verdad, todavía llevan consigo algo de esa violencia. Ni que decir tiene que, desde el punto de vista de la ficción literaria, o sea, novelísticamente hablando, el Quijote, «hermético», deliberadamente separado de todo lo que tenga que ver con la transcendencia de la verdad cristiana, es mucho más coherente consigo mismo que el Persiles. Lo cual no quiere decir que no esté gobernado desde fuera de su ficción por la misma verdad cristiana. Pero esta no irrumpe formalmente dentro del ámbito novelístico. Se mantiene literalmente oculta, casi invisible.Y esto agrada extraordinariamente a lo que se ha dado en llamar, por falta de explicación, «sensibilidad moderna». Por eso el Quijote nos fascina y el Persiles nos deja fríos, no nos va, como suele decirse. En efecto, no nos gusta que «lo divino» —lo divino cristiano, se entiende, por supuesto— se mezcle con «lo humano», o sea, con la ficción literaria. Lo que por lo general ni siquiera sospechamos es que nuestra «sensibilidad moderna», tan amante del Quijote, está tan gobernada por la verdad cristiana como lo está el Quijote mismo. Cervantes escribió el Persiles porque, pese a ser ya un hombre moderno, no estaba tan sensibilizado a la moderna como lo estamos

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nosotros. Es decir, aún sabía qué es lo que estaba pasando. Y ciertamente no estaba tan seducido por su Quijote como lo estamos nosotros.

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Del folklore a la literatura En referencia a la primera novela picaresca (o la precursora del género, según algunos), el Lazarillo de Tormes, se ha dicho que: El personaje del pícaro […] en su primera encarnación emerge, por supuesto, de un fondo de historietas populares […]. Pero, a partir del momento en que Lázaro de Tormes dice «yo», es decir, en el momento mismo en que nace a la literatura, cesa de pertenecer al folklore: rompiendo con su anterior existencia de personaje de chascarrillo, se convierte en el portador de una forma de pensar seria que se encarna en él […] en sus palabras y gestos burlones, aun siendo los mismos de la marioneta folklórica de antaño1.

Creo que la observación de Molho es interesante y acertada, y puede, por supuesto, extenderse a toda figura antiheroica del folklore tradicional, como el loco. Pero lo que el crítico describe como una transformación repentina y automática sería más exacto describirlo como un encuentro, de hecho bastante problemático y difícil, de la vieja y risible marioneta folklórica con una forma emergente y aún titubeante de literatura que aspira a ser algo serio2. El problema era 1

Molho, 1972, p. 11. Debemos tener en cuenta la observación de Rico sobre el titubeante nacimiento de la novela moderna: «Es cosa bien conocida: fruto tardío de las letras europeas, la novela no se atreve a dar la cara, aparece entre mohínes de sí es o no es, disfraza2

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cómo tratar con ese personaje marginal, objeto de pública risión, de una manera sostenida y seria. A juzgar por lo que vimos en el Quijote de Avellaneda, ese encuentro de lo viejo con lo nuevo no fue cosa fácil. Fue más bien un proceso tenso, incierto, y no todos los autores salieron con igual éxito de la empresa. Lo que encontramos al comparar las tres obras más importantes del género, el Lazarillo, el Guzmán de Alfarache y El Buscón, es una progresiva toma de conciencia del problema mismo. En el Lazarillo de Tormes la inestable coexistencia de la vieja estructura victimaria con la nueva seriedad ocasiona una profunda ambivalencia que no se resuelve nunca por completo. La obra oscila entre momentos de comprensiva simpatía hacia el niño pícaro y la sarcástica exposición a la vergüenza pública de un Lázaro adulto que ha perdido por completo la vergüenza. Casi nunca sabemos exactamente a qué carta quedar. Dunn, agudo obser vador del texto, ha dicho lo siguiente: The book is titled La vida de Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades, and it has been shown that the only literary genre that regularly appeared with such a title (The life of…) since the thirteenth century was the saint’s life […].The surname de Tormes, as has often been noted, is a trivializing parody of the chivalric nomenclature (Amadís de Gaula, Palmerín de Inglaterra, etc.). Lázaro’s life is therefore set up in a parodic relation to two exemplary traditional models: the real-life saint and the traditional hero. Given these generic coordinates […] the reader would have the delicate task of deciding whether the career of Lázaro was being ridiculed by contrast with the exemplary models or whether the models were being satirized by contamination with Lázaro’s squalid life […]. If this novel makes us conscious of some of the cant that adheres to noble heroes and to models of virtue, it continually ironizes itself in the process3.

Dicho de otra forma ¿qué satiriza, cuál es el objeto de la sátira de este primer intento de novela moderna, el antihéroe o el héroe? ¿Qué encarna Lázaro de Tormes, un risible antihéroe o la cara oculta del héroe? La respuesta, claro está, es que Lázaro es las dos cosas. En úlda de historia o cubierta con el embozo de un género literario admitido por todos» (Rico, 1970, p. 15). El Quijote es la primera novela que encuentra por completo su forma y la encuentra precisamente adaptándose, «monda y desnuda», a la humildad de su personaje. 3 Dunn, 1993, pp. 41-42.

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tima instancia, como ya dijimos, héroe y antihéroe son las dos caras de lo mismo, las dos caras de la víctima. La novedad y el atractivo de esta novelita es que hace aflorar en parte esta inmemorial ambivalencia. No obstante, la ambivalencia queda sin resolver. La novela oscila entre uno y otro extremo, pero no sale nunca del ámbito de la mentalidad sacrificial, no supera la ambivalencia, como la superará el Don Quijote cervantino, ni héroe ni antihéroe. Ahora bien, no parece que esta ambivalente inestabilidad sea motivo de preocupación para el anónimo autor. Pero sí lo será,y mucho, en la obra maestra del género, el Guzmán y, de manera indirecta, como respuesta al Guzmán, en El Buscón. Como ya indicamos, salir al encuentro del tradicional y risible antihéroe armado de seriedad y respetabilidad puede ser contraproducente. Puede suponer simplemente hacer con seriedad lo que tradicionalmente se había hecho de manera festiva, de fiesta folklórica. Con lo cual nada se gana. La nueva forma literaria tenía que encontrarse con su nuevo personaje, el folklórico antihéroe, el marginado, de manera humilde, «monda y desnuda», a su mismo nivel. Es decir, tenía que descubrirse a sí misma en la imagen de ese personaje marginado. La transformación literaria, que se supone que ha de producirse cuando el viejo personaje folklórico se encuentre con la literatura, no se producirá por completo a no ser que el encuentro, el reconocimiento, sea en ambos sentidos. ¿Cómo ocur rió esto en la primera gran novela picaresca completamente desarrollada, el Guzmán de Alfarache? ¿Cómo abordó Mateo Alemán el problema? Lo que está claro desde el primer momento es que el Guzmán no se presenta como algo «mondo y desnudo». Si Cervantes encontró difícil escribir un prólogo para su novela, Alemán escribió dos, uno «Al vulgo» y otro «Al discreto lector», además de una «Declaración para el entendimiento deste libro».Y por supuesto que no se retrajo en absoluto de hacer uso de «doctos varones» y de santos: «No todo es de mi aljaba; mucho escogí de doctos varones y santos: eso te alabo y vendo» (p. 94).Y si encontramos en el libro algo que no cuadre bien con esta gravedad y respeto, excusémoslo pensando en la bajeza de su protagonista, un pícaro: «Lo que hallares no grave ni compuesto, eso es el ser de un pícaro el sujeto deste libro» (p. 94). Es decir, una cosa es la intención seria y elevada de la novela, y otra muy distinta la bajeza del protagonista. Recordemos que

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Cervantes, por el contrario, equiparaba la vulnerable desnudez de su novela con la de su protagonista. Alemán concibe su novela como algo serio y con miras mucho más altas que las de su predecesor, el anónimo Lazarillo. El subtítulo de la segunda parte del Guzmán es el de Atalaya de la vida humana. Por su tamaño y la complejidad de su trama recuerda algo a la épica o a la llamada novela bizantina4. Guzmán se mueve sobre gran parte de España e Italia. En contraste con su predecesor, el niño Lazarillo, Guzmán no se ve forzado a salir de su casa, fue decisión propia, como lo suele ser también la de mudar de sitio o de amo, cosa que ocurre con frecuencia. Alemán insiste en que su pícaro toma sus propias decisiones libremente y, por consiguiente, es en última instancia responsable de su destino: «el enemigo mayor que tuve fue a mí mismo. Con mis propias manos llamé a mis daños […]. Mis obras mismas me persiguieron» (p. 778). Esto es fundamental, porque la novela, la autobiografía de Guzmán, o como él la llama, su «confesión general», viene motivada —nos dice— por un profundo acto de conversión religiosa. La conversión de Guzmán La conversión ocurre hacia el final de la obra, estando Guzmán cumpliendo condena en galeras. Es el punto más bajo de su carrera picaresca o, como dice él, «la cumbre del monte de las miserias», desde ahí puede «dar un salto en lo profundo de los infiernos o […] con facilidad, alzando el brazo, alcanzar el cielo» (p. 889). Su conversión está concebida de manera perfectamente ortodoxa. Sabe que tiene que tomar una decisión fundamental,sabiendo también que no puede contar con sus propios méritos o fuerza de voluntad para alcanzar el cielo y salvarse. Ha de contar con Cristo, que «se hizo hermano nuestro [pues] ¿cuál hermano desamparó a su buen hermano?». Tiene que depender del mérito infinito de Cristo, sin el cual nada sirve, ni siquiera «los méritos de los santos todos» (p. 890). Pero con la ayuda del Señor lo consiguió, aunque no fue fácil mantenerse en el buen camino, porque «era de carne. A cada paso trompicaba y muchas veces caía; mas […] mucho quedé renovado de allí adelante» (p. 890). Tuvo que ser esta poderosa experiencia de la conversión lo que le dio la fuerza para perdurar. Como ha observado Dunn: 4 Ver

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After his moment of «conversion», of lucidity and decision, Guzmán is tested to the utmost: his fellow convicts intend to murder him if their plan to mutiny succeeds.The officers believe him to be guilty of a theft he did not commit, so he is totally isolated, abandoned, and subjected to the most extreme torture. Nothing in his earlier life leads us to suppose that he will remain firm in the face of excruciating adversity; his story until now has been one of endless failure, in much easier circumstances, to stay whatever course he has chosen. But he does remain firm, and this is an emphatic sign that Alemán underwrites his protagonist’s reform5.

Estoy completamente de acuerdo. Algunos críticos, sin embargo, han expresado dudas sobre la sinceridad de esta conversión. Dentro de los parámetros de la ficción novelesca, no veo ninguna razón para poner en duda la sinceridad de Alemán al presentarnos el acto de la conversión como auténtico. Está claro que es esa su intención. Tanto en términos sicológicos como doctrinales, la conversión es perfectamente coherente, es decir, una representación perfectamente verosímil de un acto de conversión real. No veo nada dudoso en ello. La única alternativa a aceptar de buena fe la autenticidad intencional de la conversión sería aceptar la letra de la misma, pero negar que esta se corresponda con la sinceridad del autor de la novela, Mateo Alemán. Es decir, aceptar la autenticidad de la representación literal, pero negar que Alemán creyera realmente en ella, o le diera la importancia que el propio pícaro le atribuye. O sea, convertir a Alemán en un hipócrita, cosa que tendría que basarse en toda clase de razones extratextuales imposibles de probar texto en mano. Y así como se creó el mito de un Cervantes hipócrita, tendríamos ahora el mito del hipócrita Alemán. Me parece que eso sería perder el tiempo. No solo creo que Alemán es sincero al presentarnos como sincera la conversión de Guzmán, creo además que los historiadores de la literatura no le han prestado toda la atención que merece. Fue una manera valiente y verdaderamente única de intentar cimentar sólidamente la seriedad de la obra, de modernizar la narrativa picaresca cristianizándola de manera radical. El que no lo consiguiera no le puede quitar a Alemán la gloria de haber sido el único que lo intentó con seriedad.

5

Dunn, 1993, p. 60.

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Hoy naturalmente podemos dejar a un lado la dimensión cristiana de la obra de Alemán y verla simplemente como representación de una experiencia humana. Pero si preguntamos si la novela que leemos hoy sería lo que es, y hasta si existiría, sin la intención específicamente cristiana que guiaba al autor al escribirla, la respuesta solo puede ser negativa. Así es que el problema que vamos a examinar no es exactamente si Mateo Alemán se equivocó al concebir su novela dentro de una perspectiva cristiana, con objeto de elevarla al nivel de una literatura seria. ¿Qué otra cosa podía haber hecho? Históricamente hablando no existía otra alternativa. Es más, desde esa perspectiva cristiana, lo que él vio en el pícaro era de una lógica aplastante. Ver la figura del despreciado y marginado pícaro, el perseguido por la justicia, objeto de público escarnio y violencia, en términos de la imagen del perseguido Cristo, objeto igualmente de burla y violencia, y perseguido por la justicia, no solo era lo más lógico del mundo, sino que implicaba la transformación personal, subjetiva, más profunda de que era capaz, en términos cristianos, un ser humano. No sabemos exactamente en qué momento de su novela se le ocurrió a Alemán anclar la narración autobiográfica del pícaro en una experiencia de conversión cristiana6. Pero no cabe duda de que la dimensión o el sentido cristiano de su protagonista está directamente relacionado con su papel de víctima expiatoria. Así explica Guzmán lo que le movió a escribir la historia de su vida, «este alarde público de mis cosas» (p. 484): [Mi intención] ya te dije que solo era de tu aprovechamiento, de tal manera que puedas con gusto y seguridad pasar por el peligroso golfo del mar que navegas.Yo aquí recibo los palos y tú los consejos de ellos […]. Yo sufro las afrentas de que nacen tus honras (p. 483). A mi costa y con trabajos propios descubro los peligros y sirtes para que no embistas y te despedaces ni encalles a donde te falte remedio a la salida (p. 485).

Guzmán está dispuesto a aceptar todas las palizas, sufrir todas las afrentas y arrostrar por sí solo todos los peligros, para que nosotros, 6

Recientemente Friedman (1987) ha sugerido que Alemán «fabricó» la conversión de Guzmán como parte de su estrategia de defensa contra el autor de una apócrifa Segunda Parte (1602). Es perfectamente posible que existiera esta motivación adicional, cosa que no desvirtúa en absoluto lo que aquí estamos diciendo.

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los lectores, no tengamos que pasar por ello y crezca nuestra honra, es decir, nuestros méritos. En otras palabras, Guzmán acepta el papel de víctima expiatoria por nuestra salvación. Claro está que nosotros tenemos que poner algo de nuestra parte. Tenemos que mirar ese espectáculo público del pícaro apaleado y afrentado con la actitud adecuada, con intención de aprender, no para aplaudir y reírnos con las palizas y las afrentas. Es decir, el lector no ganará nada si soy para él como el toro en el coso, que sus garrochadas, heridas y palos alegran a los que lo miran, y en mí lo tengo por acto inhumano (p. 490).

Lo cual es otra forma de decir que es posible transformar la tradicional representación victimaria del antihéroe en una que no lo sea, en una que vea a la víctima con ojos cristianos, que vea en ese tradicional objeto de escarnio y vergüenza la imagen de Cristo. La cosa no podía ser más simple, aun siendo también algo sin precedentes. A este respecto es necesario subrayar que la visión que tiene Guzmán de su propio papel de víctima expiatoria es mucho más que una mera repetición del viejo tópico medieval de enseñar por ejemplos a contrario, aun cuando esta vieja noción aparece también en el razonamiento de Guzmán: Digo —si quieres oírlo— que aquesta confesión general que hago, este alarde público que de mis cosas te presento, no es para que me imites a mí; antes para que, sabidas, corrijas las tuyas en ti (p. 484).

Le dice al lector: No pienses que es este un libro frívolo, pese a las frívolas aventuras que en él te presento. Estoy tratando de decirte algo importante bajo esta humilde apariencia:el sujeto es humilde y bajo. El principio fue pequeño; lo que pienso tratar, si como buey lo rumias, volviéndolo a pasar del estómago a la boca, podría ser importante, grave y grande (p. 483).

Hemos oído ideas como esta muchas veces antes. N u e s t ro Arcipreste de Hita es el gran expositor de este tipo de pensamiento típicamente medieval en su Libro de buen amor. Pero esto no nos debe engañar. Lo que hace Alemán es mucho más radical que lo que hacía el típico autor medieval. Este justificaba la mezcla de lo bueno y lo malo, lo ejemplar y su contrario, por lo general con citas de Aristóteles o de la Biblia. Alemán va mucho más lejos al articular la transforma-

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ción de lo malo en bueno nada menos que sobre la piedra angular de todo el edificio cristiano, el sacrificio de Cristo. Sería un serio error ver en Alemán simplemente una supervivencia del espíritu medieval, aunque esta exista aún en él7. Incompatibilidad entre conversión y forma picaresca Pero había una falla fundamental en la cristianización de la picaresca que Alemán pretendía llevar a cabo. Se trata de lo siguiente: desde una perspectiva cristiana, la significación tanto existencial como religiosa del sacrificio de Cristo, el sacrificio destinado a acabar con el sacrificio cruento, el antídoto de la vieja mentalidad sacrificial, es radicalmente incompatible con la forma literaria que estructura la autobiografía picaresca, una forma concebida como el espectáculo público de un delincuente, una víctima, que exhibe sus delincuencias y es zarandeada de un sitio a otro y maltratada para entretenimiento y lección de todos. Esta incompatibilidad va mucho más allá de lo puramente moral. Es, como digo, una incompatibilidad de raíz, que afec ta al sentido más profundo de la forma literaria misma.La significación del sacrificio de Cristo queda inmediatamente en entredicho tan pronto como lo vemos como una forma de espectáculo público, social. La apreciación y el disfrute del espectáculo, como tal espectáculo, destruye o devalúa esa significación. El Cristo en la cruz no es una tragedia catártica, un espectáculo mimético para la muchedumbre, puesto que el Cristo no está ahí para salvar a la muchedumbre como tal, sino a cada uno de sus miembros individualmente, interiormente. Por consiguiente, en la medida en que la forma de la ficción literaria es, ineludiblemente, una máscara pública, una manera retórica de estar o aparecer frente al otro, su fidelidad fundamental no es con el Cristo, sino con la muchedumbre, o sea, los perseguidores. Ningún autor puede pretender enrolar la forma de la ficción literaria tradicional bajo

7 La religiosidad de Alemán está mucho más cercana de la que describe Darbord en referencia a la poesía religiosa renacentista: «Si l’on ne peut parler vraiment d’une révolution dans la poésie religieuse traditionnelle, l’époque des Rois Catholiques apporte cependant une innovation frappante […].Tout est centré désormais sur le texte évangelique […] évangile de la Passion surtout […]. Il s’agit de mettre au premier plan, avant tout, l’économie du salut et de provoquer la conversion du pécheur par la contemplation de la sainte Agonie et des mystères de la Rédemption» (p. 15).

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la bandera del crucificado sin reconocer y aceptar esta incompatibilidad fundamental, que es precisamente lo que hizo Cervantes en el Quijote. No es esto lo que hizo Alemán. No existe el menor problema con que el sentido del sacrificio de Cristo sirva de modelo para la conversión individual, personal, de Guzmán, pero existe una profunda e inevitable incompatibilidad entre dicho sacrificio y la forma de la picaresca. El individuo se puede salvar, esa forma literaria, no. La autenticidad de la conversión personal de Guzmán choca de frente con la forma de la novela que él nos dice que decidió escribir como resultado de su conversión. Es muy simple: si la conversión de Guzmán ha de entenderse como auténtica (como yo creo) entonces Guzmán se ha equivocado por completo de novela. No está donde debe estar. Esa es, según creo, la razón fundamental que hay detrás de las varias razones que se han aducido por aquellos críticos que consideran la conversión como insincera, un fraude8, consideración que les ha llevado a lo que, a mi juicio, es una búsqueda inútil de las razones que Alemán pudo haber tenido para actuar de esa manera. Mateo Alemán simplemente cometió un error histórico, que además se dio con frecuencia en su época, un error mucho más fácil de detectar hoy, después de cuatrocientos años de historia literaria y religiosa. Hoy ya conocemos el veredicto de la historia: el heraldo de la nueva literatura de ficción era el Quijote, no el Guzmán. En los comienzos del XVII eso estaba todavía en duda. Tanto el Quijote como el Guzmán tuvieron extraordinario éxito. A raíz de una experiencia de conversión cristiana auténtica, la única autobiografía que parece apropiada tiene que ser algo como Las confesiones de San Agustín, un descubrirse o destaparse del alma ante Dios, aún con la intención de que otros se beneficien, como era el caso del santo; un descubrirse del alma que es en sí mismo una forma de narrar, porque el individuo humano no es una esencia metafísica, sino una historia en acción, viva, personal e irrepetible. La historia de uno ante Dios no puede ser un género literario o poético en ningún sentido tradicional del término, o sea, sometido a convencionalismos sociales o modas miméticas. En este sentido especial, en su soledad, en su vulnerable desnudez, la narración de la historia de

8 Ver Arias (1977), Brancaforte (1980), Rodrígues Matos (1985), Whitenack (1985).

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uno ante Dios parece más bien anticipar, hacerse oír de alguna manera, en la moderna historia «monda y desnuda» de don Quijote. En otras palabras, el relato autobiográfico de la personalísima conversión de uno ante Dios, y de sus inmediatas consecuencias, no puede ser una máscara retórica. Uno no se dirige al Dios cristiano como a un ídolo primitivo. No es posible comunicar con él a través de una máscara,en tanto que la máscara, el disfraz, la sustitución sacrificial de una identidad por otra, es la única manera segura (o aparentemente segura) de comunicar con el ídolo primitivo. El Dios cristiano, o es aquel ante quien todas las máscaras son inútiles, o no se diferencia de ningún otro ídolo. De manera implícita Alemán, conocedor de Las confesiones, sabía esto perfectamente. Por eso su protagonista nunca dirige su «confesión» a Dios, como uno esperaría de un pecador cristiano arrepentido, que se ha salvado, según nos dice, por la gracia y misericordia de Cristo. Como máscara literaria que es, Guzmán solo puede ofrecer su «confesión» al lector, al otro humano, a aquel que no es ni mejor ni peor que él mismo, lo cual convierte a la confesión en un asunto bastante ambiguo. No es, pues, de extrañar que algún crítico, como Brancaforte, pueda detectar un: movimiento de atracción y repulsión [que] corresponde al modo de reaccionar de los lectores y estriba en el papel del narrador, quien toma una doble postura, la del juez y la del penitente. A veces el narrador-protagonista […] se sitúa en un plano de superioridad y fustiga al lector y los vicios del mundo. Otras veces se sitúa en un plano de inferioridad, y adoptando la actitud del penitente, busca conmiseración para sí mismo9.

El agudo análisis de Whitenack se acerca aún más a lo que estamos diciendo. Sus obser vaciones sobre la diferencia entre una confesión laica y una de tipo religioso son especialmente relevantes: In most cases a confessant cannot forget his motives of excuse and self-justification and concentrate upon confession, penance, and absolution, unless his interlocutor is God or his representative. This is because the secular confessant is almost inevitably trying to mold his interlocutor’s opinion of him, whereas for a believer, God cannot be deceived, and there can be no absolution for anyone who lies to his confessor10. 9 10

Brancaforte, 1980, p. 21. Whitenack, 1985, pp. 29-30.

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Lo cual es otra manera de decir que es en extremo difícil confesar ante el otro humano, el prójimo, sin hacer algo de teatro, sin competir, sin ponerse la máscara, sin adoptar una actitud defensiva, hostil, o todo lo contrario, sumisa en exceso, servil, etc., etc. O sea, confesarse ante el otro humano inmediatamente corre el riesgo de caer en los mismos pecados, debilidades, problemas que hicieron necesaria la confesión, pues tales problemas y tal necesidad sicológica se generan en la misma matriz intersubjetiva, interindividual. La incompatibilidad entre la conversión de Guzmán y la forma fictiva en la que se presenta viene indirectamente reconocida también por la crítica de nuestros días, cuando esta crítica se siente obligada a diluir, a minimizar el carácter explícitamente cristiano del Guzmán, en su defensa de las cualidades novelísticas del libro. Dunn, por ejemplo, a pesar de su clara defensa de la sinceridad de Alemán al subrayar la importancia de la «reforma» de su protagonista (obsérvese el término que usa Dunn, «reforma», no conversión), como ya vimos anteriormente, no ve nada específicamente cristiano en ello: nothing specifically Christian in a narrative that assumes,on the one hand, that we can seldom control our nature as we wish, and on the other, that we may experience a moment when we suddenly «find ourselves» and are able, we know not how, to break free, to turn our lives around. Magazines and television shows supply a steady stream of such upbeat stories of addicts, jailed criminals, and the like who have touched bottom and then emerge to become new people in their community11.

Pero hay algunas diferencias entre el Guzmán y esas historias de revistas y programas televisivos sobre drogadictos y criminales arrepentidos que, sin saber cómo, «se han encontrado a sí mismos». En primer lugar, Guzmán sabe perfectamente cómo y por qué ha podido superar su degeneración. Esto en sí mismo ya le da un carácter especial a su experiencia humana de la conversión. Guzmán no tiene que psicoanalizarse, solo tiene que arrepentirse, porque sabe perfectamente ante quién tiene que hacerlo. Por otra parte, las circunstancias que acreditan la conversión de Guzmán no son unas circunstancias cualquiera. Son circunstancias que tienen como modelo las de la pasión de Cristo o las del siervo sufriente del Antiguo Testamento, abando-

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Dunn, 1993, 59.

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nado de todos, despreciado y torturado, y, además, precisamente cuando es inocente de lo que se le acusa. A lo cual pudiéramos añadir que lo que Alemán subraya en la conversión de su pícaro no es el reencuentro del pícaro con la sociedad, sino el encuentro con Cristo, pues no se trataba de integrar al pícaro en la sociedad, de convertirlo en un miembro productivo de la misma, sino de salvarlo. Pero es verdad que si queremos leer la novela de Alemán como una novela moderna (que no lo es), como parece ser la intención de Dunn, entonces mientras más diluyamos el carácter específicamente cristiano de la conversión de Guzmán tanto mejor. Porque, en efecto, ese carácter cristiano de la conversión no va con el resto de la novela. Es más, no solo no va, es que va decididamente en contra. En última instancia, no creo que tenga objeto el intentar paliar la flagrante contradicción que existe en el centro mismo de la concepción que Alemán tiene de su novela. No me parece que nuestra meta deba ser salvar la novela, sino tratar de entender lo que ocurre en ella. Todo el mundo sabe que aunque la conversión de Guzmán y la descripción de sus circunstancias es tal vez el punto más alto y más intenso de toda la novela, la voz que habla en el resto de ella no es la voz de un hombre que ha encontrado a Cristo en lo más hondo del sufrimiento, la violencia y la injusticia, sino la voz típica de un pícaro o bien la de un severo moralista fustigador de los vicios de la sociedad. Dos atentos lectores de la novela, Michel y Cécile Cavillac, lo han resumido escueta y admirablemente: Tout au long de son existence misérable, le pícaro s’est efforcé de transgresser les interdits pesant sur l’infamie de ses origines […]; cette transgression impossible s’accomplit alors que tout semble perdu […] par la voie transcendante de la grâce qui le place, face à la collectivité, non en position de repli, mais en position de force […]. Non content des confesser ses erreurs, il se retourne contre les fausses valeurs d’une societé «bloquée» et, en premier lieu, contre l’imposture de l’honneur aristocratique qui est à l’origine de sa perte. Son discours où l’humilité se distingue mal de la superbe […] met en cause, compromet et accuse. Celui qui semblait devoir s’offrir en victime expiatoire se révèle le plus intransigeant des censeurs12.

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M. y C. Cavillac, 1973, pp. 118-19.

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La voz intransigente del censor puede adquirir matices verdaderamente implacables y de una gran violencia. He aquí un ejemplo que ocurre poco después de que Guzmán le haya dicho al lector que espera que sus trabajos le puedan servir de provecho. A continuación expresa asimismo el deseo de que la historia de sus adversidades sea también de provecho a la república, contribuyendo a eliminar ciertas clases de gentes especialmente dañinas: ¡Hermosamente parecieran, si todos perecieran! Que no tiene Bruselas tapicería tan fina, que tanto adorne ni tan bien parezca en la casa del príncipe, como la que cuelgan los verdugos por los caminos (p. 485).

Se refiere, claro está, a los cuerpos desmembrados o descuartizados de criminales que los verdugos cuelgan o simplemente arrojan fuera de los muros de la ciudad, junto a los caminos que conducen a ella. ¡Finos tapices! No parece que esta horripilante metáfora tenga mucho que ver con el espíritu de un convertido a Cristo. De hecho, es el tipo de lenguaje característico de Quevedo, el opuesto de Alemán, como veremos en el próximo capítulo. Pero es que aunque elimináramos toda esa crítica social, o moralizadora o violenta, o ambas cosas a la vez, permanecería aún la incongruencia básica de presentar una forma literaria claramente reconocible como ficción mimética y claramente enraizada en la representación victimaria del marginado, como algo directamente relacionado y motivado por la experiencia de la conversión cristiana. Esta, la conversión, solo tendría sentido como fin de la ficción,no como base o principio de la misma. Imaginemos por un momento lo siguiente: si colocáramos la conversión cristiana al final, es decir, como el final de una ficción novelesca narrada en tercera persona, se abriría inmediatamente la posibilidad de una forma narrativa a la manera de Cervantes, una narración esperanzada apuntando más allá de su propia ficción, con tal, naturalmente, de que la conversión final no fuera un deus ex machina, puesto que dicha conversión final, dicho final de la ficción, tendría que estructurar el desarrollo de la ficción misma, tendría que verse como la meta última del desarrollo argumental. En otras palabras, el marginado, el delincuente o pícaro, sin dejar de ser verosímil como tal delincuente, tendría también que aparecer como un ser humano redimible, merecedor de una segunda oportunidad providencial. De hecho, ¿no es esta precisamente la estructura novelesca que sugiere Cervantes

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en Rinconete y Cortadillo, aunque no exista una conversión formal al final de esta novelita ejemplar? Trato simplemente de mostrar que hubiese sido posible hacer con un pícaro lo que Cervantes hizo con un loco (aunque la obra tal vez no hubiese tenido nunca el carácter literalmente simbólico, emblemático, del Quijote). Esto no ocurrió en España, cuna de la picaresca. Las novelas ejemplares de Cervantes parecen demasiado cortas para una misión de este tipo. Pero creo que algo así es precisamente lo que va a ocurrir un siglo más tarde en obras como, por ejemplo, Moll Flanders de Defoe, que no es exactamente una autobiografía,y quizás también en el Tom Jones de Fielding. Starr, editor moderno de la novela de Defoe, dice lo siguiente de su picaresca protagonista: Moll is curiously immune to the influences of her sex and milieu:although she engages in frequent self-reproach, she distinguishes her admittedly sinful and criminal outward behaviour from her essential self, which remains untainted by her background, her associates, and even her own actions […]. So if Moll is in some ways the product of sociological and psychological conditioning, in other ways she is quite untouched by experience, a free spirit whom no pitch can defile13.

Creo que es esta una observación atinada. Al igual que Rinconete y Cortadillo (o Preciosa, la gitanilla) esta «pícara», que se describe a sí misma como «ladrona» y «mujer de mala vida», no es un mero producto del mundo depravado y violento en el que vive. Hay algo de profundo valor en ella, que la separa de esa depravación y violencia, y que naturalmente la hace aún más consciente de su pecado. Y ese valor y esa autoconciencia están relacionadas con la experiencia de su conversión religiosa estando en prisión, en el punto más bajo de su vida, esperando ser ajusticiada por sus crímenes. La conversión religiosa adquiere sentido dentro del contexto más amplio de su falta de resentimiento y de su bondad básica, tema este recurrente a través de toda la novela. En este sentido Defoe es el heredero directo de Don Quijote, no del Guzmán de Alfarache. Claro está, por otra parte, que la conversión de Moll Flanders no es el final de la novela. Pero a este respecto es digno de destacar que, aun en una novela como esta, donde arrepentimiento y conversión

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Starr, en su introducción a Moll Flanders, pp.VIII-IX.

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están mucho mejor integrados con el resto de la conducta de la protagonista que en el Guzmán, el autor es perfectamente consciente de la tensión que sigue existiendo entre conversión cristiana y las aventuras «picarescas» que sirven de base a la narración literaria. He aquí lo que dice la protagonista de su propia autobiografía al narrar el momento de su conversión: This may be thought inconsistent in it self, and wide from the business of this book; particularly, I reflect that many of those who may be pleas’d and diverted with the relation of the wild and wicked part of my story, may not relish this, which is really the best part of my life, the most advantageous to myself, and the most instructive to others;such however will allow me the liberty to make my story compleat: it would be a severe satyr on such, to say they do not relish the repentance as much as they do the crime; and that they had rather the history were a compleat tragedy, as it was very likely to have been (p. 291).

Esta es ciertamente la inevitable «inconsistencia» que surge de «mezclar [formalmente] lo humano con lo divino» en la ficción literaria, y a la que Cervantes fue particularmente sensible en el Quijote. No parece que exista este tipo de sensibilidad en el Guzmán. Y esto tiene importantes consecuencias estilísticas. El áspero tono moralizante de la obra, su falta de humildad, creo que son subproductos de esa falta de sensibilidad. Porque la necesidad de mantener separados «lo humano y lo divino» no es solo una doble exigencia, artística por un lado y religiosa por otro, es en sí misma un gesto de humildad, ya que la separación no se produce entre dos cosas de igual rango o dignidad. Para Cervantes «lo humano», es decir, la ficción literaria, se separa de «lo divino» sabiéndose inferior, en un acto de acatamiento. Por orgulloso que estuviera Cervantes de su labor de artista (y nada hace pensar que no lo estuviera), no dejaba de ver como algo irreverente y condenable que semejante ficción pudiera tener el atrevimiento de mezclarse explícita y formalmente, de codearse, como suele decirse, a la vista de todos, con «lo divino». El autor Cervantes, el literato, el artista, salvó humildemente al antiguo loco de su inmemorial destino de expulsado o marginado, sin hacer la menor ostentación de ello.Y esa humildad del artista frente a «lo divino» lo acerca precisamente al expulsado, a la víctima, contribuyendo a crear una especie de entendimiento entre los dos. Leyendo el Quijote uno tiene la profunda impresión que, por debajo, más allá, de toda la críti-

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ca y la parodia, hay mucho de Cervantes en don Quijote y viceversa. No parece que exista esta compenetración basada en la compasión y la humildad entre Alemán y su pícaro. La experiencia de la conversión del pícaro, experiencia de humildad, no se comunica, no penetra en la experiencia del artista al escribir su obra. La conversión va por un lado y la novela va por otro. Esa convergencia gradual que se produce en el Quijote, que «es» el Quijote, entre la trayectoria artística de la novela y el destino de su protagonista, no ocurre en la novela de Alemán.Y a mi juicio, repito, esta falta de convergencia, de compenetración, está íntimamente ligada a esa otra más profunda falta de sensibilidad histórica ante «la mezcla de lo humano y lo divino», al profundo error histórico de pensar que un poeta podía hacer todavía el papel de un apóstol o de un profeta. Claro está que la incompatibilidad entre el espíritu del texto cristiano y las formas tradicionales de la ficción mimética no es algo que surgiera de pronto y por primera vez, inesperadamente, en la civilización europea del siglo XVI. Siempre había estado ahí latente y como adormecida a lo largo de casi toda la Edad Media. Como sabían bien los moralistas del XVI, los padres de la Iglesia ya habían apuntado a ella con insistencia. Lo nuevo no era la incompatibilidad en sí, sino el que se hiciera mucho más difícil ignorarla y, como consecuencia, el que surgiera la necesidad de aproximarse y concebir la ficción literaria de una manera distinta, a la luz de dicha incompatibilidad, sin darle de lado, sin buscar excusas. La antigua humildad de la poesía adquirió entonces un nuevo y más profundo significado. El ejemplo de LAS

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de San Agustín

Y puesto que estamos ante el caso de una autobiografía supuestamente anclada en una conversión cristiana, parece poco menos que inevitable la referencia a Las confesiones de San Agustín. Referencia importante para el tema de este libro, porque es una de las obras en las que aparece de manera más clara y contundente la radical incompatibilidad entre las formas tradicionales de la ficción y el espíritu o la intención más profunda del texto cristiano.

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Como es sabido, había dos cosas que la conversión le exigía al Santo: tenía que renunciar a la fornicación de la carne, por una parte, y a la del espíritu, por otra, es decir, al placer de la ficción poética o retórica 14: Porque ¿qué cosa más miserable que un mísero no tenga misericordia de sí mismo y, llorando la muerte de Dido, que fue por amor de Eneas, no llore su propia muerte [espiritual] […]. No te amaba y fornicaba lejos de ti, y, fornicando, oía de todas partes: «¡Bien! ¡Bien!»; porque la amistad de este mundo es adulterio contra ti; y si le gritan a uno: «¡Bien! ¡Bien!», es para que tenga vergüenza de no ser así. Y no llorando esto, lloraba a Dido muerta (I, 13, 21).

Lo mueve un profundísimo deseo de no decir nada que no sea la verdad. Quiere asegurarse de que todos entiendan que no se inventa las cosas, que no dice más que la verdad. ¿Lo creerán? Y ¿por qué han de creerlo?: ¿Por qué quieren oír de mí quién soy, ellos que no quieren oír de ti quiénes son? ¿Y de dónde saben, cuando me oyen hablar de mí mismo, si les digo verdad, siendo así que ninguno de los hombres sabe lo que pasa en el hombre, si no es el espíritu del hombre, que existe en él? (X, 3, 3).

Porque es importante que «ellos», los hombres, lo escuchen porque es verdad lo que dice, no por curiosidad, no porque lo que les dice parece interesante. Actitud difícil de conseguir en este linaje humano «curioso para averiguar vidas ajenas, desidioso para corregir la suya». Es decir, no quiere despertar en ellos el tipo de interés que despertaba en él la ficción poética. San Agustín no quiere hacer literatura. No quiere que sus confesiones sean vistas como una forma poética más entre las formas poéticas. Quiere que lo crean, pero solo lo creerán si se unen a él por la caridad: Porque la caridad todo lo cree […] también yo, Señor, aun así me confieso a ti, para que lo oigan los hombres, a quienes no puedo probarles que las cosas que confieso son verdaderas. Mas creánme aquellos cuyos oídos abre para mí la caridad (X, 3, 3).

Toda esta exploración autobiográfica está impulsada por un apasionado deseo de encontrar y confesar la verdad. En primer lugar, la

14 Ver

Leupin, 1993, pp. 83 y ss.

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verdad sobre sí mismo y, por extensión, la verdad sobre todo lo demás, sobre el universo entero, porque —nos dice— todo lo que existe, en cuanto realidad, existe en Dios. La verdad es única, no hay diferentes clases de verdad. Y otra cosa de capital importancia cuando se compara la autobiografía agustiniana con la de Guzmán: el asunto de la primera no es lo que el Santo había sido antes de ver la luz, sino lo que es ahora después de la experiencia de su conversión, lo que es en el momento de su confesión, incluido lo que todavía puede quedar de lo que había sido, porque —nos dice— no soy yo quien se juzga a sí mismo: Este es el fruto de mis confesiones, no de lo que he sido, sino de lo que soy. Que yo confiese esto, no solamente delante de ti con secreta alegría mezclada de temor y con secreta tristeza mezclada de esperanza, sino también en los oídos de los creyentes hijos de los hombres, compañeros de mi gozo y consortes de mi mortalidad […]. Manifestaré, pues, a estos tales —a quienes tú mandas que les sirva— no quién he sido, sino quién soy ahora al presente y qué es lo que todavía hay en mí. Pero no quiero juzgarme a mí mismo (X, 4, 6).

En tanto que lo que Guzmán decide hacer después de su conversión es darnos cuenta detallada de todo lo que él era e hizo antes de su conversión, desplegar ante nosotros, para entretenimiento y provecho, su vida picaresca, profusamente intercalada con comentarios moralizantes sobre sí mismo y sobre lo que lo rodea. El protagonista que se nos ofrece a la vista no es el convertido Guzmán, sino el pícaro de antaño. Alemán quiso hacer de la figura del Cristo víctima, del Cristo perseguido y abandonado, el garante de la seriedad de su novela. Pero existe profunda enemistad entre el sacrificio de Cristo y la ficción literaria como tal ficción. En tanto que no existe enemistad alguna entre la ficción literaria y la representación sacrificial de cualquier otra víctima, o trágica o antiheroica. O dicho en un sentido más general, en tanto que la ficción literaria ha crecido y prosperado siempre con los sufrimientos de sus personajes, nunca ha podido digerir con facilidad los sufrimientos de Cristo; dificultad esta que se agrava significativamente al comienzo de la Era Moderna, época profundamente cristológica. Aristóteles encontraba perfectamente natural que nos deleitemos con cosas desagradables, cuando las vemos imitadas:

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Pues miramos con agrado pinturas que representan fielmente cosas que son en sí mismas penosas de contemplar, tales como las formas de los más desagradables animales o de cadáveres. La causa de esto es que aprender es muy agradable [el hombre aprende primero por medio de la imitación] no solo para los filósofos, sino también […] para los hombres en general, aunque estos participan de este placer de manera limitada (Poética, 1448b4).

Curiosamente, sin embargo, los filósofos, esos amantes del saber por antonomasia, no han sido por lo general grandes admiradores de la imitación poética, comenzando por Platón; cosa que sugiere que tal vez Aristóteles no nos decía toda la verdad sobre la imitación poética. Si nuestro deleite poético se enraíza en nuestro deseo de saber, aprendiendo, ¿qué es lo que aprendemos cuando nos deleitamos con la imitación poética de los sufrimientos de los héroes,y si nos deleitamos, por qué lloramos y sentimos «piedad y temor»? Platón pensaba que semejantes «piedad y temor» no estaban en absoluto justificados. Hasta llegó a llamarlos blasfemos (Leyes, VII, 800b-801c)15. ¿Por qué tenemos que llorar o sentir temor —decía— cuando vemos a parricidas o asesinos recibir el castigo que justamente merecen? Platón disentía profundamente de la opinión de su más conocido discípulo sobre el valor social de la imitación poética; no porque pensara que no eran legítimos esos imitados sufrimientos, o porque quisiera evitarlos. No era esa la razón. Lo que a Platón no le gustaba era la forma taimada, ambigua, tortuosa en que lo hacían los poetas. Representaban el justo castigo y al mismo tiempo se excusaban por hacerlo. Lo hacían y trataban al mismo tiempo de ocultar lo que hacían, proclamándose inocentes, como si fuera necesaria semejante proclamación, lavándose las manos de lo que ellos mismos ejecutaban, con gritos y lamentos. La imitación poética, en la mirada penetrante de Platón, era el vehículo ideal para dar forma a una actitud claramente despreciable a sus ojos. Platón aborrecía de la ambigüedad poética y dejó claro en innumerables ocasiones que los poetas no son de fiar porque no saben distinguir claramente entre lo bueno y lo malo. San Agustín meditó también sobre este extraño deleite que sentimos en nuestro propio dolor, cuando imitamos dentro de nosotros

15 Ver

Bandera, 1997, pp. 52 y ss.

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mismos el ficticio dolor del personaje poético. Ahora bien, la motivación agustiniana y sus conclusiones son exactamente lo opuesto de Platón: Arrebatábanme los espectáculos teatrales, llenos de imágenes de mis miserias y de incentivos del fuego de mi pasión. Pero ¿qué será que el hombre quiera en ellos sentir dolor cuando contempla cosas tristes y trágicas que en modo alguno quisiera padecer? Con todo, quiere el espectador sentir dolor con ellas, y aun este dolor es su deleite. ¿Qué es esto, sino una incomprensible locura? […] Cuando uno las padece se llaman miserias, y cuando se compadecen en otros, misericordia. Pero ¿qué misericordia puede darse en cosas fingidas y escénicas? Porque allí no se provoca al espectador a que socorra a alguien, sino que se le invita a condolerse solamente (III, 2, 2).

Antes de San Agustín, otros padres de la Iglesia habían expresado ideas similares en sus argumentos contra la religión pagana. Este es el caso, por ejemplo, de Clemente de Alejandría: For my own part, mere legend though they are, I cannot bear the thought of all the calamities that are worked up into tragedy; yet in your hands the records of these evils have become dramas, and the actors and the dramas are a sight that gladdens your heart. […] In my opinion, therefore, our Thracian, Orpheus, and the Theban [Amphion] and the Methymnian [Arion] too […] by commemorating deeds of violence in their religious rites, and by bringing stories of sorrow into worship, they were the first to lead men by the hand to idolatry16.

Carácter victimario de la catarsis aristotélica o poética La compasión motivada por la ficción no es ciertamente la compasión cristiana. Cuando hay verdadera compasión, dice San Agustín:

16

Clemente de Alejandría, Exhortation to the Greeks, I, pp. 5-9. Traduzco:‘Por mi parte, aunque no sean más que fábula,no puedo soportar el pensamiento de todas las calamidades con las que se hace la tragedia; pero en vuestras manos las crónicas de estos males se han convertido en dramas, y los actores y los dramas son un espectáculo que os alegra el corazón. […] En mi opinión, por tanto, nuestro traciano Orfeo, y el tebano y el de Methymna […] conmemorando hechos violentos en sus ritos religiosos y trayendo historias de dolor al culto religioso, fueron los primeros en llevar a los hombres de la mano hacia la idolatría’.

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el dolor no causa deleite. Porque si bien es cierto que merece aprobación quien por razón de caridad se compadece del miserable, sin embargo, quien es verdaderamente compasivo quisiera más que no hubiera de qué dolerse (III, 2, 2).

Así pues, en tanto que Platón condena a los poetas por introducir una ambigüedad peligrosa en el castigo o la expulsión de sus víctimas, San Agustín los acusa de no hacer nada para salvar a esas víctimas, de fomentar un tipo de condolencia falso, fraudulento, que, en vez de salvar a la víctima, se convierte en cómplice del proceso victimario y lo usa con fines de egoísta satisfacción. Sería difícil encontrar una condena más clara del carácter engañoso de la famosa catarsis aristotélica. Por el contrario, no hay catarsis ninguna en la pasión y muerte de Cristo. «No lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos», les dice Cristo a las mujeres de Jerusalén, extraordinaria admonición, que separa netamente a la víctima cristiana de la víctima literaria por excelencia, el héroe trágico. Como vio Niebuhr, el héroe trágico, is always crying «weep for me». […] What would the hero of tragedy do without these weeping, appreciating and revering spectators?17

Cristo rechaza todo tipo de sentimiento catártico aristotélico, de «piedad y temor». «No os apiadéis de mí —dice— apiadaos y temed por vosotros mismos». Decididamente la salvación que ofrece Cristo no es de tipo literario. Se preguntaba Reinhold Schneider: Where in the Gospel in the whole of Sacred Scripture, is there one, single, even roughly adequate sentence that would provide a basis for art?18

Pero si el sufrimiento y la inmolación de Cristo, o el espíritu del texto en el que se narra, se resiste a la ficción poética, no es porque se trate de un ser humano especial o porque su sufrimiento de alguna manera no sea un sufrimiento humano. Cristo es simplemente el testigo de una revelación que dice que el sufrimiento humano fabricado, manipulado, en beneficio de la colectividad, por laudable que pueda ser en sí mismo el último propósito de tal manipulación, no solo es una afrenta a todo sufrimiento humano genuino, sino algo mu-

17 18

Niebuhr, 1937, pp. 164-65. En Balthasar, 1997, p. 12.

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cho peor, una forma de complicidad en el encubrimiento del verdadero dolor. Aun en una sociedad como la nuestra, impulsada de manera avasalladora por todos los productos de lo que se ha llamado «the unreality industry» (la industria de la irrealidad), hay todavía pequeños gestos que se hacen eco de esa revelación, como cuando, en alguna ocasión, se aparta el objetivo de la cámara de la persona que sufre, «por respeto» a su sufrimiento. Pues bien, este respeto, este reconocimiento de una dignidad íntima en presencia del sufrimiento humano, que se mancharía, velaría o sería desfigurado de convertirse en representación mimética para consumo público, es algo sin precedentes. No hay nada «natural» en ello. Lo «natural» (lo extendido universalmente) siempre se ha manifestado en la dirección opuesta, en la dirección del ritual público, la pública expresión del sufrimiento, convirtiéndolo en asunto de interés colectivo que ha de manejarse con cuidado y solo a través de comportamientos reconocidos por tradición. Lo que hoy puede ser visto aún en nuestra sociedad como digno objeto de respeto ha sido contemplado tradicionalmente con aprensión y temor, como algo peligroso que requiere inmediata atención pública. Mientras más nos adentramos en el pasado de la humanidad, más tiende a desaparecer la diferencia de significación o cultural entre el dolor inducido miméticamente, «catárticamente», y el dolor verdadero. Pero esa diferencia es literalmente «crucial», en el contexto de la revelación cristiana. Aún podemos ir más lejos en la exploración de esta forma poética de complicidad. Si es verdad que la ficción literaria, como tal ficción, es realmente (no en sentido puramente metafórico) cómplice de procesos victimarios reales con víctimas de verdad, por el hecho mismo de ficcionalizar el sufrimiento humano, entonces también ha de ser verdad que esos procesos victimarios reales con verdaderas víctimas llevan consigo, son igualmente, procesos de ficcionalización. Es decir, la realidad de esas víctimas de verdad y de su muerte violenta no podrá aparecer como tal a los ojos de los sacrificadores, sino solo encubierta con el velo de la ficción. Lo que el sacrificador mata de verdad es ya una víctima ficcionalizada.La complicidad poética no está en el acto físico del matar, sino en la percepción que tiene el sacrificador de lo que está haciendo, percepción en algún sentido ilusoria, que le impide al sacrificador contemplar la auténtica realidad de lo que hace. Esta percepción ilusoria, pantalla de ficción, a través de la

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cual el sacrificador sacrifica y al mismo tiempo se engaña, es parte integrante de la revelación cristiana de la lógica sacrificial, del sacarla a la luz, y es, por tanto, fundamental para comprender la profunda incompatibilidad entre el texto cristiano y las formas tradicionales de la ficción mimética. Desde una perspectiva cristiana todos los humanos somos victimarios necesitados de redención. Lo cual quiere decir que todos estamos, en términos evangélicos, bajo el poder de Satán y hacemos el trabajo de Satán. Pero también somos víctimas de nuestra propia actividad victimaria. Estamos atrapados en ella y no podemos liberarnos sin la ayuda de Cristo. Somos, pues, tanto víctimas como victimarios. A los ojos de Cristo, el defensor, somos víctimas, a los ojos de Satán, el acusador, somos victimarios y le pertenecemos. Es más, a los ojos de Cristo, la razón de que seamos víctimas de nuestra propia actividad victimaria es que no sabemos en realidad lo que hacemos cuando sacrificamos, pues esa es la razón que le da al Padre, cuando le pide que nos perdone («Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen», Lucas 23, 34). A los ojos de Satán, por el contrario, solo sacrificando a la víctima podemos adquirir confianza en lo que hacemos.Nosotros, los victimarios, no solo pensamos que sabemos lo que hacemos, sino que estamos convencidos de que tenemos que hacerlo19. Si uno cree que Cristo dice la verdad, entonces nosotros, como victimarios, vivimos bajo el poder de lo ilusorio, engañados, puesto que nuestra confianza procede de creer en algo que no es lo que nosotros creemos. Por otra parte, esta percepción ilusoria, esta igno-

19 Comp. Schwager, 1999, pp. 168-69: «There are people who have condemned Jesus in the name of the law and branded him as a curse (Gal. 3, 13), as sin (2 Cor. 5, 21), and even as a satanic being (John 19, 7). People have ganged up against him (Acts 4,27), projected the evil in their own hearts onto him,and thus made him the bearer of sins (1 Pet. 2, 22-24) and scapegoat. However, this did not free them from their sins, for the process of transference was in a double sense false. It laid on Jesus a blame which was not his, and it generated in the judges a feeling of self-certainty which was illusory and involved them still deeper in their guilt. For that reason they had to conceal their activity from themselves by a double self-deception […].They acted in a strange blindness, so that in the end they did not know what they were doing (Luke 23,34). According to the synoptic Gospels they fell victims to a process of hardening of the heart. John sees the satanic spirit at work in this, and Paul speaks of the power of sin or of the rulers of this world (1 Cor. 2,8). People are thus caught in a evil power; on the one hand they are guilty and on the other victims of evil».

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rancia o ceguera nuestra, no puede pertenecernos de manera inherente, como un defecto de lo que somos real y verdaderamente, porque lo que somos real y verdaderamente es lo que somos a los ojos de Dios. La ceguera, el espejismo, tiene que ser inherente al propio mecanismo victimario. Es decir, tan pronto como nos integramos en dicho mecanismo, el mecanismo de defensa del grupo humano, caemos presa del espejismo, y en tanto en cuanto miramos el mundo en torno con ojos de sacrificador vivimos en un mundo de ficción que nosotros mismos nos fabricamos.Y por supuesto que mientras más violentamente ciegos nos hacemos a nuestra propia realidad y a la del mundo en torno, tanto más convencidos nos sentimos de saber lo que hacemos. Para los sacrificadores no hay nada como encontrar una víctima culpable para conseguir una fuerte sensación de seguridad, un sentimiento de que nuestros pies pisan terreno firme y no alguna clase de «basura ideológica», como diría Karl Marx. La diferencia entre la visión del Cristo-víctima y la de Satán o el poder del mal, entre la víctima reveladora y el mecanismo cegador del sacrificio victimario, no es solo la diferencia entre el bien y el mal, es asimismo la diferencia entre la realidad y la ficción. Por eso a Satán se le ha llamado mentiroso y padre de la mentira. En resumen, en la medida en que una forma literaria de ficción se enraíza históricamente en el mecanismo victimario y se estructura según el mismo, es algo que ofrece una resistencia invencible y profundísima al espíritu o significado de la palabra evangélica. Mateo Alemán pensó que esa resistencia, más que ser vencida, desaparecería al contacto con esa palabra. Es decir, que la palabra evangélica simplemente sustituiría, ocuparía el lugar de la vieja palabra, sin que por ello sufriera menoscabo alguno. La historia posterior ha demostrado que calculó mal el poder de esa resistencia: ni la palabra evangélica podía habitar la vieja forma sin desvirtuarse ni la vieja forma podía admitir semejante huésped sin volverse contra sí misma, sin acusarse a sí misma. La reacción no se hizo esperar. Aparte de Cervantes, cuya humilde historia es resultado de la autoacusación de la vieja ficción ante el impacto de la palabra evangélica, el que reaccionó violentamente fue Quevedo, quien, como vamos a ver a continuación, parece que quiso demostrar en su Buscón la radical incompatibilidad entre la vieja forma de la ficción y el espíritu del texto cristiano. Tal vez no exista en

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toda la historia de la literatura española un caso más claro que este de El Buscón en el que pueda verse en toda su crudeza el funcionamiento implacable del mecanismo victimario.

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¿Esteticismo o crueldad? Las opiniones sobre El Buscón de Quevedo tienden a ser extremas. H o l q u i s t , editor de la obra de Bakhtin en inglés, The Dialogic Imagination, lo llama «uno de los libros más despiadadamente crueles que se hayan escrito nunca» 1. Por otra parte, Lázaro Carreter nos habla de la actitud puramente estética de Quevedo, de su virtuosismo estilístico: Quevedo experimenta un sentimiento puro de creador; digámoslo sin rodeos: un sentimiento estético. El Buscón es una novela estetizante. Un ajusticiamiento, una profanación, un adulterio, son hechos que nos conmueven si nuestro corazón se va tras la mirada. Pero si podemos refrenarlo, si acertamos a mirar aquello como un acontecimiento de otro planeta, nuestra versión de los hechos será solo material virgen para el intelecto. En este punto lo recoge Quevedo, aquí comienza su portentosa elaboración artística2.

Claro está que estas dos opiniones no están necesariamente en conflicto. Contemplar un «ajusticiamiento, una profanación» o cualquier espectáculo violento o chocante sin conmoverse en absoluto, con un interés puramente estético, como una oportunidad de desplegar jue-

1

«One of the most heartlessly cruel books ever written», Bakhtin, 1981, p. 163

nota. 2

Lázaro Carreter, 1993, p. XXIV.

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gos de palabras virtuosistas e ingeniosos, puede ser algo en sí mismo «despiadadamente cruel». De hecho, creo que los dos críticos aciertan. Una de las razones por las que aparece especialmente cruel el trato de Quevedo a su pícaro protagonista es, precisamente, su deliberado distanciamiento «estético» de las continuas desgracias por las que pasa este último. No solo no se conmueve en absoluto con tales desgracias, sino que convierte su descripción en un jocosísimo y brillante despliegue de virtuosismo lingüístico. Todo es un cómico juego en el que se espera que el lector salte a carcajadas en presencia de ese pobre diablo al que tratan a empujones, muelen a palos, escupen, cubren de basura, untan de excremento y exponen a la vergüenza pública. Si Guzmán de Alfarache, como vimos, advertía a sus lectores que no miraran la historia de su vida con los ojos del que va a una corrida de toros, exaltando y aplaudiendo cada vez que lancean al animal, no existe semejante advertencia en El Buscón. Todo lo contrario, a través de su brillante jocosidad se nos invita constantemente a movernos en la dirección contraria a la del consejo de Guzmán. Si el mediocre Avellaneda no podía ocultar sus escrúpulos de conciencia por exponer a su lunático don Quijote a la pública risión, en El Buscón semejantes escrúpulos no asoman por ninguna parte. La tendencia de los críticos «estetizantes» es negar que exista ninguna intención seria por detrás del virtuosismo estilístico; a Quevedo (nos dicen) solo le interesa exhibir su ingenio, su capacidad conceptista para realizar increíbles acrobacias verbales. Creo, sin embargo, que esta opinión crítica sería más convincente si la ocasión para tales acrobacias conceptistas no fuera tan deshumanizante y, con frecuencia, descaradamente repulsiva3. Lo que está claro es que, cualquiera que sea la intención de Quevedo, toda esa jocosidad esperpéntica y todas sus acrobacias con-

3

Piénsese, por ejemplo, en los pasteles de carne que traen a la mesa con la que obsequia a Pablos su tío, el verdugo de Segovia, el que días antes había ajusticiado a su padre: «Parecieron en la mesa cinco pasteles de a cuatro, y tomando un hisopo, después de haber quitado los hojaldres, dijeron un responso todos , con su requiem aeternam, por el alma del difunto cuyas eran aquellas carnes. Dijo mi tío: “Ya os acordáis, sobrino, lo que os escribí de vuestro padre”. Vínoseme a la memoria; ellos comieron, pero yo pasé con los suelos solos, y quedeme con la costumbre, y así, siempre que como pasteles, rezo un avemaría por el que Dios haya» (El Buscón, ed. Arellano, pp. 145-46).

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ceptistas no consiguen ocultar la tremenda violencia que impregna la novela, más bien todo lo contrario. Dunn ha visto esto probablemente mejor que ningún otro crítico: El Buscón has a plot that is minimally sufficient: Pablos tries to rise socially and efface his family origin, and is defeated by his own self destructive strategies and by the defensive violence of the society. What strikes the reader most forcibly and immediately, however, is the surface; it is from the very first a display of parodic virtuosity, a violent joke that seems designed to absorb and dissipate the political and social violence of the story by dissolving it in «mere» words. This feint on Quevedo’s part to mask the […] violence, either by displacing [it] from the center of the narrative or by dissolving [it] in the aggressively facetious discourse, demystifies itself, however.The lexical and rhetorical violence with which Quevedo constitutes his fictive world does not succeed in displacing the political and social violence of the story; it confronts [it], but yields under [its] pressure and turns against itself to become, in the discourse of the narrator, a linguistic self-laceration (to be read as comedy), and on the authorial plane a vindication of the action (to be read as poetic justice)4.

Yo ni siquiera creo que al autor le preocupara aquí la justicia poética, porque eso supone una cierta preocupación moral, una necesidad de justificar la violencia con la que se trata al pícaro protagonista. Pero no hay más comentario moralista en toda la novela que las últimas palabras, cuando Pablos decide marcharse a América antes de que lo atrape la justicia: [Determiné] de pasarme a Indias con [la Grajal] y ver si mudando mundo y tierra mejoraría mi suerte.Y fueme peor […] pues nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar y no de vida y costumbres.

Eso es todo.Y aun eso, siendo tan poco, choca, por su tono, con el resto del libro. Da la impresión que el autor se sintió obligado a decir algo así pro forma , para cubrir las apariencias. Comentario moral que no cambia nada y que no es suficiente como evidencia de vida interior en el pícaro; un pícaro que se caracteriza, precisamente, por su vacío interno. Tanto es así que Dunn no tiene el menor reparo en afirmar que Pablos «[is] far from being an autonomous character with

4

Dunn, 1993, p. 77.

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a soul to be saved», siendo más bien una especie de pura trayectoria, «a trajectory […] a Proppian function»5.Ya lo había dicho antes Cros: Par rapport à ces deux antécédents [Lazarillo, Guzmán], l’indigence [de vie intérieure] du Buscón est d’une évidence inconstestable […] on constate que sa vie intérieure este nulle, sa vie imaginative réduite au minimum, sa vie spirituelle très superficielle, pratiquement inexistente6.

En efecto, Pablos es una especie de vacío humano viviente que se mueve a lo largo de una trayectoria predecible, predeterminada; una trayectoria, además, terriblemente violenta, es decir, lanzada por una intención claramente victimaria. Entre la violencia de esa trayectoria predeterminada y el vacío de vida interior de su víctima (la ausencia de libertad) hay una estrechísima relación. Pablos no parece tener una personalidad o voluntad propias, con independencia de la trayectoria que lo define y lo expulsa. La novela en que habita define a Pablos simplemente como aquel al que hay que expulsar, la víctima en el viejo sentido de la palabra: aquel al que «todos» sin excepción «deben» expulsar, el objeto de una violencia pública a la que todos tienen la obligación social de contribuir. No es de extrañar que Cros haya visto una semejanza básica entre la estructura de El Buscón, que él define como «una ficción centrada en torno a un calendario festivo», y la de una ejecución pública7. Deshumanización y espíritu carnavalesco De alguna forma esa «marioneta folklórica» de la que hablábamos al comienzo del capítulo anterior aparece renacida y remozada en la figura del pícaro de Quevedo. Hoy se admite generalmente que la novela picaresca hunde sus raíces históricas en lo folklórico, sobre todo de tipo carnavalesco.Y ninguna otra obra narrativa de la época ilustra esta creencia tan claramente como El Buscón. Pero este remozamiento de lo folklórico, estrechamente asociado a la violencia deshumanizante de que hace gala Quevedo, no es precisamente un buen 5

Dunn, 1993, pp. 81 y 85. Cros, 1975, p. 97. 7 Cros, en su edición de El Buscón, p. 11.Ver del mismo autor, 1975, p. 43: «Nous voudrions insister sur l’homologie structurale […] entre la description d’une fête carnavalesque (la fiesta del rey de gallos) et celle de l’exécution d’un jugement de justice». 6

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augurio para el desarrollo histórico de la ficción picaresca. Algunos críticos han observado que la violencia de Quevedo en El Buscón, cuyo objetivo inmediato es, por supuesto, Pablos, parece extenderse y contaminar la novela misma: Il s’agit d’un véritable déni d’autorité et de dignité qui atteint, à travers le personnage de Pablos, la fiction picaresque elle-même8;

o, en palabras de Ife9: Quevedo made use of the picaresque in a way which suggests that […] he intended to destroy the genre along with the society it depicts; It is as if the moral and social misrule that the book documents has spread to the medium itself.

Observaciones sin duda atinadas, pero que hay que relacionar con la reacción de Quevedo ante el intento cristianizante de Mateo Alemán. Quevedo quiso cortar de raíz todo intento de cristianizar la vieja forma de la ficción literaria asociada con una antiquísima tradición folklórica. Este entronque deliberado con la violencia carnavalesca, por una parte, y el intento de destruir la seriedad o la dignidad de la literatura picaresca, por otra, son las dos caras del mismo fenómeno. Es decir que la violencia victimaria que estructura la novela y la priva de futuro es la misma violencia que la enlaza con ese pasado festivo, esa efervescencia colectiva (carnaval, fiesta de los locos, festum asinorum, etc.) estructurada normalmente en torno a una víctima, o individual o también colectiva, por ejemplo, ciertos grupos sociales o étnicos. Claro que esto será difícil de entender en tanto mantengamos la extendida idea de un carnaval color de rosa, de espíritu juvenil y reconfortante alegría, una jocosa suspensión de inhibiciones y barreras sociales, o bien un necesario escape sicológico de reprimidas frustraciones y tendencias agresivas. Por mi parte, no tengo ningún interés en negar que tales efectos sicológicos puedan ocurrir, aunque la cosa parece más compleja de lo que se suele creer10. Pero la significación histórica y social del carnaval 8

M. y C. Cavillac, 1973, p. 122. Ife, 1985, pp. 150 y 148, respectivamente. 10 Comp. Kris,1964, p. 45: «The progress of psychoanalytic knowledge has opened the way for a better understanding of the cathartic effect; we are no longer satisfied 9

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no es primariamente sicológica. Repitamos aquí la aguda observación de Cros sobre «l’homologie structurale qu’il est […] possible d’établir entre la description d’une fête carnavalesque […] et celle de l’exécution d’un jugement de justice», y recordemos que en El Buscón «la promenade des “criminels” dans les rues des villes se présente avec toutes les caractéristiques d’un défilé de fête populaire dont les héros seraient déguisés» 11. La semejanza estructural entre la fiesta carnavalesca y la ejecución pública no es accidental. Como acabamos de decir, la fiesta carnavalesca se estructura normalmente en torno a una víctima, que puede ser un animal (gallo, cabra, toro, etc.), efigies de personas, como los populares Judas de tantos pueblos de España y del mundo hispanohablante, o gente de carne y hueso disfrazada de una u otra forma, a los que se presenta por calles y plazas al escarnio de un público que les ar roja huevos, basura, etc., escena esta que recuerda viejos rituales, como el del pharmakos ateniense, personaje de ínfima categoría social que la ciudad de Atenas mantenía a expensas del erario público y al que, después de pasearlo por la ciudad, se le expulsaba o se le mataba; forma esta que los atenienses tenían de purificar la ciudad12. Dice Caro Baroja:

with the notion that repressed emotions lose their hold on our mental life when an outlet for them has been found. We believe rather that what Aristotle describes as the purging enables the ego to reestablish the control which is threatened by dammed up instinctual demands.The search for oulets acts as an aid to assuring or reestablishing this control, and the pleasure is a double one, in both discharge and control». 11 Cros, 1975, p. 44. 12 He aquí algunos ejemplos que encontramos en el ya clásico estudio del carnaval de Caro Baroja, 1965, p. 87: «Hasta la primera mitad del siglo XIX existió en Reus la bárbara costumbre de que el Domingo de Carnaval por la tarde salieran unos hombres cubiertos a la plaza [los “geps” o jorobados], a los que los chicos podían echar tronchos y nabos recogidos antes, constituyéndose una verdadera batalla»; «En Oviedo […] un pobre hombre era paseado por las calles […] la cara pintarrajeada y enorme sombrero, sobre unas angarillas, y la canalla le arrojaba hue vos, tronchos de verdura, etc., y cuando estaba hecho una especie de tortilla lo precipitaban en una alberca de la plaza»; «En la provincia de Burgos, el juicio y muerte de Judas constituyen una verdadera representación teatral. A veces, la representación se ha hecho tan a lo vivo que ha resultado trágica y se ha suprimido». En 1944 decía don José de la Fuente, refiriéndose a Guadilla de Villamar: «También había antes la costumbre de dis-

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En última instancia el Carnaval parece una reelaboración de viejos rituales que tienen un carácter sistemático y que sobrepasa en significado a lo que se llamaba «ritos de fertilidad»13.

Es importante observar también que, por lo general, la violencia de la multitud gravita de manera casi instintiva hacia el pobre, el débil, el minusválido, el extranjero, es decir, las víctimas tradicionales de la comedia de escarnio. Dice Caro Baroja: Las bromas, los agravios con frecuencia se dirigían a personas determinadas,desvalidas. Un costumbrista del siglo XVII, Francisco Santos, describe una broma terrible de Carnaval, y comienza así su descripción: «Aquí conocí que era fiesta de Carnestolendas porque luego vimos mojigangas y soldadescas, notando algunas burlas harto pesadas, hechas de ordinario con gente pobre y desvalida» 14.

O este otro comentario de otro testigo presencial del carnaval de Madrid en el siglo XVII: Pasaba un pobre hombre por la calle y desde alguna casa le insultaban o le echaban en cara su flaca condición, guardando, en cambio, respeto a los que parecían mejor situados en la vida15.

Y, por supuesto, no solo en España: Au carnaval de Nuremberg, des fous, les laüfer, couraient et dansaient dans la foule autour du cortège du Schembart. Partout, les masques avaient des seringues d’apothicaires et ils projettaient de l’eau bouese à la figure des ceux qui ne se gardaient pas assez vite, les filles et les étrangers étant leur cibles preferés16.

Entre las estruendosas risotadas de la festiva muchedumbre solía haber auténtica violencia: «Con máscara o sin ella, las gentes realizaban una serie de actos violentos y de aire brutal»17. En sus Letters from Spain, Blanco White describe el miedo y el sentimiento de inseguri-

frazarse un mozo de Judas y perseguirle todos los demás, habiendo llegado la farsa en el vecino pueblo de Villanueva de Odra, no hace muchos años, a costarle la vida al mozo que hacía de Judas, a quien soltaron una perdigonada» (p. 132). 13 Caro Baroja, 1965, p. 146. 14 Caro Baroja, 1965, p. 87. 15 Caro Baroja, 1965, p. 83. 16 Bercé, 1976, p. 33. 17 Caro Baroja, 1965, p. 83.

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dad que embargaba al visitante en los distritos más populares de Sevilla o Madrid en tiempo de Carnaval: El acercarse a un barrio popular durante los tres días clásicos de Carnaval […] producía una sensación de inseguridad desagradable, pues hombres y mujeres estaban dispuestos, bajo el menor pretexto, a armar broncas e incluso agredir…18

Comparadas con el ajusticiamiento público del reo, las ejecuciones fingidas, las persecuciones o las expulsiones del Carnaval tienen toda la apariencia de un linchamiento a manos de una muchedumbre exaltada. Aparte de su carácter fingido, formalmente hablando, se puede decir que la única diferencia entre la ejecución carnavalesca y la de verdad es la presencia en esta última de la autoridad legal constituida encargada de llevarla a cabo. En la ejecución de verdad quien ejecuta es la autoridad legal, en el Carnaval es la muchedumbre misma, the lynching mob. Pero el hecho es que esa turbamulta linchante representa una versión mucho más antigua de la administración de «justicia», la versión típica de una sociedad primitiva en la que la administración de «justicia» no tiene otro objeto que la de mantener o reconstruir la cohesión interna del grupo, expulsar la disensión y la violencia, purgar o purificar la ciudad, como dirían los atenienses. Más allá de toda forma social diferenciada de autoridad legal con poder suficiente está el poder de la muchedumbre. Aun en ausencia total de autoridad legal constituida, la muchedumbre tiene su propia capacidad de cohesionarse, de constituirse como grupo, al menos de manera temporal. Todo lo que necesita es una víctima19. La visión más corriente que se tiene del Carnaval fija su atención en el tradicional derrumbe o suspensión de las convenciones sociales («tradicional» quiere decir que aun el derrumbe mismo está sometido a normas; existía, por ejemplo, un Lord of Misrule en Inglaterra), el trastoque de las jerarquías, por ejemplo, el mendigo que se convierte en rey por un día, etc. Lo que esta visión pasa por alto es que ese de-

18

Citado por Caro Baroja, 1965, p. 146. Comp. Adamson Hoebel, 1964, p. 277: «Lynch law among primitives […] is not a backsliding from, or detouring around, established formal law as it is with us. It is a first fitful step toward the emergence of criminal law in a situation in which the exercise of legal power has not yet been refined and allocated to specific persons». 19

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rrumbe o trastoque es solo un primer paso, el paso en el que el grupo social estructurado se convierte temporalmente en mera muchedumbre, pero una muchedumbre en efervescencia, excitada, que se lanza inmediatamente a buscarle una salida a su propia excitación, a su propia violencia, y la encuentra al victimizar, por ejemplo, a ese mendigo que acaba de vestir de rey y del que se va a mofar y al que terminará martirizando. Pero la víctima no tiene por qué estar seleccionada de antemano. Ese mendigo puede ser cualquiera que la muchedumbre se encuentre en su camino, o un lisiado, un deforme, un extranjero, una jovencita vergonzosa…,o sea, cualquier objetivo fácil, de bajo riesgo, y cuya apariencia sea lo suficientemente diferente como para atraer la atención. Absorta en el derrumbe de las diferencias y barreras sociales, la visión en boga interpreta tal derrumbe como un movimiento hacia una mayor libertad e inclusividad, un rechazo de lo exclusivo, de lo que excluye, una rebelión de las masas contra el poder opresivo que las excluye. Pero esto, en el mejor de los casos, no es más que un cuento de hadas al estilo marxista. Porque, como hemos dicho, todo lo que hace el derrumbe jerárquico es convertir el grupo social en una muchedumbre agitada, una lynching mob en germen, y el comportamiento de esa muchedumbre es todo menos «inclusivo». El movimiento irresistible, quasi instintivo, animalístico, de la muchedumbre agitada es el de expulsar su propia violencia a hombros de cualquier cosa o persona que difiera, que sea percibida como diferente20. La «liberación» que ofrece la muchedumbre carnavalesca exige la peor de

20 La intolerancia de la muchedumbre carnavalesca hacia cualquier tipo de comportamiento desviado ha sido, en ocasiones, de gran utilidad social a los ojos de las autoridades encargadas de mantener la moralidad pública. He aquí un caso que concierne al famoso «charivaris» (el equivalente de la española «cencerrada», practicada todavía en la España rural): «Sous la Restauration, un sous-préfet de Marmande n’hésitait pas à écrire au ministre de l’Interieur que, “au fond de ces justices populaires, on rencontre peut-être une certaine moralité. Les jeunes gens de la ville […] se réunissent chaque soir, rendent témoignage de la censure publique et accomplissent l’usage inva ri a blement établi”. Le romancier nivernais Claude Tillier […] abondait dans le même sens. “C’est une des grandes joies du Carnaval, c’est la comédie du peuple et, tout en le faisant rire, il lui donne des bonnes leçons. C’est d’ailleurs, un moyen de répression très efficace de ces petits scandales que la loi ne peut atteindre et le char ivari est un auxiliaire utile, en bien des occasions,du procureur du roi”» (Bercé, 1976, p. 43).

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las servidumbres, la sumisión incondicional a la voluntad del otro, sea este un otro sin rostro, colectivo, o un líder divinizado, un dios falso. Pablos de Segovia encaja perfectamente dentro de esta muchedumbre. No es de extrañar que algún crítico haya observado que Pablos «revela un gregarismo notable»21, ¡y tanto! Lanzar a la muchedumbre, al espíritu de la muchedumbre, contra su incurable pícaro, que es lo que hace Quevedo, no conduce a nada nu evo, no crea nada. Es lo mismo que lanzar el espíritu de la muchedumbre contra la muchedumbre misma, el espíritu de Satanás contra Satanás.Y eso era ya un histórico callejón sin salida, la inacabable circularidad de lo mismo. Pero hay que dejar completamente claro que Quevedo no se mete en ese callejón sin salida, que es su novela, «pervirtiendo» el espíritu del Carnaval, sino todo lo contrario, utilizando con cruel clarividencia y acierto el espíritu victimario y hasta algunas de las formas de la antigua fiesta. Así es que tienen razón los críticos que acusan a Quevedo de conservadurismo reaccionario, pero se equivocan por completo cuando imaginan que ese conservadurismo es de corte específicamente aristocrático. Nunca fueron los aristócratas los que persiguieron a esos pobres diablos carnavalescos por las calles de la ciudad, eso estuvo siempre en manos de una muchedumbre enardecida, aunque podemos estar bien seguros de que los respetables miembros de la aristocracia asistían al espectáculo con regocijada complacencia. El «remozamiento del Carnaval» que lleva a cabo Quevedo en El Buscón (como lo hizo también en sus entremeses22) tenía la intención de cortarle a la novela picaresca la posibilidad de acceder a una situación social respetable y digna, que es lo que intentó Alemán. Pero tal vez ahora podamos entender mejor la lógica interna de la violenta reacción quevediana. Debe quedar claro, pues, que no fue precisamente su amor por el folklore lo que impulsó a Quevedo a servirse de él, sino más bien su convencimiento de que el espíritu victimario que anidaba en la raíz misma del folklore era incompatible con todo intento de modernización —de cristianización— de sus formas. Dar forma literaria, sin más,a las viejas tradiciones folklóricas era, para el agudísimo Quevedo, una manera eficaz de bloquear la modernización. Difícilmente podrá

21 Vaíllo, 22 Ver

1995, p. 264. Asensio, 1965, p. 228.

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encontrarse en la historia de la literatura un testimonio más fehaciente del profundo error que supone pensar que la novela moderna fluye, por así decir, de manera natural, sin contradicciones internas, de las viejas formas del folklore. Idea esta desarrollada ampliamente por el conocido teórico de la literatura Mikhail Bakhtin. Crítica de Mikhail Bakhtin No es que Bakhtin crea que la novela moderna y el viejo folklore sean la misma cosa formalmente. Las diferencias formales son importantes por cuanto son expresión de las cambiantes condiciones socioeconómicas, pero la primitiva intención y último propósito social que animaba las viejas formas del folklore continúa animando, según Bakhtin, las nuevas formas de la novela. Para Bakhtin no hay ninguna incompatibilidad fundamental entre las viejas formas y las nuevas. Es más, existe una especie de afinidad suprahistórica entre el novelista moderno y los viejos personajes del folklore, «el pícaro, el payaso, el loco», precisamente porque el novelista moderno se sitúa fuera del discurso épico, el discurso o «monoglosia» del poder dominante: The novelist stands in need of some essential formal and generic mask that could serve to define the position from which he views life, as well as the position from which he makes that life public. And it is precisely here, of course, that the masks of the clown and fool (transformed in various ways) come to the aid of the novelist.These masks are not invented: they are rooted deep in the folk […]. All of this is of the highest importance to the novel. At last a form was found to portray the form of existence of a man who is in life, but not of it, life’s perpetual spy and reflector23.

Pero vayamos por partes. Me parece completamente acertado, una profundísima intuición, lo de situar al novelista moderno del lado del marginado, del lado del «pícaro, el payaso y el loco». Pero aclaremos ¿quién le da voz a quién? Según Bakhtin, son las viejas formas, «the masks of the clown and the fool», las que vienen en ayuda del novelista, las que le permiten romper su silencio, tener voz propia. Es de cir, volviendo a Quevedo, este supuestamente encontró su voz novelística al encontrarse con el pícaro. Fue Pablos de Segovia, por así decir,

23

Bakhtin, 1981, p. 161.

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quien vino en ayuda de Quevedo. Lo cual es formalmente verdad. Ahora bien, ¿quiere esto decir que El Buscón es una novela moderna de la misma manera que lo es el Quijote? ¿No se diferencian en nada la modernidad de la una y de la otra? A mí me parece que ignorar esta diferencia es ignorar algo fundamental en la génesis de la novela m o d e rn a . Pero para comprender la diferencia hay que volver la proposición bakhtiniana del revés: no son los viejos personajes del folklore los que vienen en ayuda del novelista, es el novelista el que tiene que ir en ayuda de ellos; no son las viejas máscaras las que permitirán al novelista adquirir voz propia, es el novelista el que tiene que transformar esas viejas máscaras en personajes con voz propia, individualizada.Y de la capacidad y voluntad del novelista para llevar a cabo esa operación dependerá su modernidad. Por lo que a Quevedo se refiere, está claro que no tuvo la menor voluntad al respecto. En la teoría bakhtiniana la intención individual del novelista no cuenta para nada. Por lo que al nacimiento de la novela moderna se refiere, las diferencias que hemos visto entre Alemán, Cervantes y Quevedo son irrelevantes. Los tres confirman igualmente su teoría sobre la deuda de la novela moderna con las formas más antiguas de la marginación social. De hecho, en Bakhtin, el anuncio histórico de la novela moderna está ahí desde siempre, desde los comienzos de la historia de la humanidad, o más concretamente, desde el momento en que se oyó una voz humana distinta de la del discurso dominante, el discurso, según Bakhtin, del mito heroico y de la épica; una voz humana que puso en entredicho, que cuestionó, el derecho del discurso dominante a proclamarse la voz de la totalidad, la voz de la realidad humana en su conjunto. Una voz humana, por consiguiente, que dio expresión al lado oculto del discurso dominante, declarando su debilidad, su carácter incompleto; voz humana que rompió la mítica monoglosia e hizo posible la poliglosia, coexistencia de más de un lenguaje, que en su día vendría a ser la característica fundamental de la novela moderna24.

24

Comp. Bakhtin, 1981, pp. 59-60: «Thus we see that alongside the great and significant models of straightfoward genres and direct discourses […] there was created in ancient times a rich world of the most varied forms and variations of parodic-travestying, indirect, conditional discourse […]. I imagine this whole [world] to

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Estaba, pues, anunciado desde el principio que el desarrollo histórico de la novela supondría el final de la épica. En este sentido puede decirse que el Quijote, la historia de un loco cuya locura consistía en querer resucitar la épica, historia emblemática por excelencia, estaba anunciado desde siempre. Ahora bien, resulta muy problemático situar al comienzo de la historia humana, o en su prehistoria, el mecanismo socio-cultural que llegaría a producir la novela moderna. Al retroceder en el tiempo Bakhtin se encuentra con las más antiguas formas de la parodia popular, es decir, las primeras voces —nos dice— que se oyen fuera de las formas mítico-sagradas del discurso dominante. Pero resulta que, como él mismo reconoce, estas voces que se resisten o se rebelan contra el discurso dominante son tan sagradas como este. Se trata de fenómenos tales como «ritualistic violations» y, más tarde, «ritualistic laughter, ritualistic parody and clownishness»25. En realidad, las dos formas de discurso, el dominante y el otro, son completamente contemporáneas la una de la otra, y, además, no se perciben como cosas que se excluyan entre sí: It is our conviction that there never was a single strictly straightfoward genre […] that did not have its own parodying and travestying double, its own comic-ironic contre-partie. What is more, these parodic doubles and laughing reflections of the direct word were, in some cases, just as sanctioned by tradition and just as canonized as their elevated models 26.

De ahí que, por ejemplo, «la conciencia literaria de los griegos no veía las reelaboraciones paródicas de los mitos nacionales como una profanación o una blasfemia»27.

be something like an immense novel, multi-generic, multi-styled, mercilessly critical […] reflecting in all its fullness the heteroglossia and multiple voices of a given culture, people and epoch […].These parodic-travestying forms prepared the ground for the novel in one very important, in fact decisive, respect.They liberated the object from the power of language in which it had become entangled as if in a net; they destroyed the homogenizing power of myth over language […] destroyed the thick walls that had imprisoned consciousness within its own discourse, within its own language». 25 Bakhtin, 1981, p. 212. 26 Bakhtin, 1981, p. 53. 27 Traduzco a Bakhtin (1981, p. 55).

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Ahora bien, si estos dos lenguajes son perfectamente coetáneos, igualmente «originales» y sagrados, ¿de dónde sacamos la idea de que uno de ellos es una especie de rebelión impía contra el otro, una liberación del confinamiento injustificado al que el otro somete la realidad? ¿De dónde le viene al discurso paródico el privilegio de ser más realista, más «auténtico», que el otro? ¿Cómo y de qué manera tuvo lugar esa usurpación de poder por parte del discurso dominante? ¿Cómo conspiró el usurpador contra la realidad y la autenticidad? Porque más allá del carácter originariamente sagrado del lenguaje humano mismo, no sabemos de nada absolutamente que podamos llamar claramente humano. La «matriz» original de que habla Bakhtin parece ser algo anterior a la auto-conciencia del ser humano, algo similar a lo que Marx llamaba «conciencia de masa», de tropel o de manada: We stress again:the matrix under discussion was experienced by primitive man not as a function of his abstract thought-processes or consciousness, but as an aspect of life itself —in a collective laboring with nature, in the collective consuming of the fruits of his labor and in the collective task of fostering the growth and renewal of the social whole—28.

Dentro de esta matriz, the life of nature and the life of man are fused together […]: the sun is part of the earth, as a kind of consumer good, it is eaten and drunk.The events of human life are just as grand as the events of nature’s life (the same words, the same tones are used for both, and in no sense metaphorically)29.

Pero entonces hay que pensar que algo arbitrario, totalmente impredecible, tuvo que ocurrir, algo que se desvió (incerto tempore incertisque locis, como decía Lucrecio del declinar de sus átomos) de la perfecta comunión de la manada humana con la naturaleza: «los primeros ideólogos, los sacerdotes», decía Marx; o como dice Bakhtin, «la actividad cultual se separa de la producción indiferenciada»30. Es decir, en ese momento se puede hablar por primera vez de una conciencia propiamente humana, porque ahora, por primera vez, se puede hablar

28 29 30

Bakhtin, 1981, p. 211. Las cursivas son mías. Bakhtin, 1981, p. 211. Bakhtin, 1981, p. 211.

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ya de una verdadera división del trabajo, trabajo mental por contraposición al trabajo estrictamente material. Marx —guía ideológico de Bakhtin— continúa: From this moment onwards consciousness can really flatter itself that it is something other than consciousness of existing practice, that it really represents something without representing something real; from now on consciousness is in a position to emancipate itself from the world and to proceed to the formation of «pure» theory, theology, philosophy, ethics, etc31.

Dicho de otra forma, desde el momento en que surge la posibilidad humana de concebir o conceptualizar, aun de la forma más rudimentaria, algo como una emancipación, un despegarse de la totalidad, una superación del trabajo colectivo y la conciencia de masa, desde ese mismo momento vemos también en acción la conciencia de lo sagrado.Y según la lógica del propio Marx —fundamento ideológico de Bakhtin— en ese momento original lo sagrado está claramente del lado del movimiento de liberación, porque aparece ahí precisamente como testigo de la transición de la manada humana (o pre-humana) a la sociedad estructurada sobre la división del trabajo y a una conciencia que ya no es la conciencia de masa. Así es que, si aún insistimos en hablar de dos tipos de lenguaje o discurso desde el origen, uno de ellos dominante, rígido, distanciado de la sólida realidad de la vida y el trabajo cotidiano, y el otro, antidominante, «auténtico», en contacto directo con la realidad, etc., entonces tendremos que enraizar esa «autenticidad» o «realidad», tanto sicológica como materialmente, en la conciencia indiferenciada de la masa, de la manada. O sea, que la «liberación» ofrecida por el segundo lenguaje sería de hecho una profunda regresión hacia la pura animalidad. Pero no tenemos que tomar ese camino. La idea de una sociedad humana anterior a lo sagrado, en contacto directo, inmediato, con la naturaleza, ocupada exclusivamente en producir lo necesario para sobrevivir y, por consiguiente, prístinamente limpia de toda contaminación «ideológica»,no es más que una construcción puramente mítica de la que ha sido convenientemente eliminada toda violencia

31

Marx, 1970, pp. 51-52.

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fratricida, una especie de paraíso terrenal marxista habitado por seres que no se sabe muy bien si han traspasado ya el umbral de lo humano. Olvidémonos, por tanto, de semejante matriz. Lo que de hecho nos encontramos siguiendo la pauta que nos ofrece el mismo Bakhin no son dos clases de discurso, uno «mítico», «ideológico», totalizante, y otro subversivo, «realista», «liberador», etc., sino las dos caras, bien conocidas ya, de lo sagrado primitivo, su irreducible y primigenia ambivalencia: un sistema de tabús y prohibiciones diferenciadoras, separadoras, intocables, por un lado, y, por otro, la transgresión ritualizada, obligatoria, de esos mismos tabús y prohibiciones. Lo que nos encontramos es la crisis sacrificial ritualizada, prescrita, la violenta crisis de lo sagrado, y su resolución victimaria: el nacimiento del orden social con todo su sistema de diferenciaciones, a partir del desorden y la violencia; no el orden basado en inmutables principios transcendentales (discurso dominante), sino el orden que surge del desorden a través de la eliminación unánime, y en su origen espontánea, automática, de la víctima. Históricamente hablando, más allá de todas las versiones «ideológicas» de los orígenes (incluida la marxista), yace la estructura social y la lógica interna de lo sagrado. Una estructura, la estructura sacrificial, que, como ya he dicho en otro lugar, ha permanecido básicamente sin cambio alguno desde tiempo inmemorial a través de toda clase de formas de «producción» e intercambio materiales […] en sociedades cazadoras, nómadas o agricultoras […] y tanto en comunidades urbanas como rurales32.

Como ha observado Gauchet, un changement aussi capital dans les moyens de production et de subsistence que la «revolution néolithique», l’un de deux grandes transformations de la base matérielle des sociétés, a pu survenir sans du tout systématiquement entrainer de mutation culturelle et religieuse 33.

Esta estructura sacrificial básica no tiene que ver directamente con modos de producción material, sino con la violencia que amenaza toda sociedad humana. A un nivel aún más básico que la necesidad de procurarse el sustento y organizar el trabajo colectivo está la necesi32 33

Bandera, 1997, p. 226. Citado en Bandera, 1997, p. 226.

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dad inmediata de permanecer vivo. Hay que estar vivo para comer y trabajar. La mayoría de los mitos sagrados sobre el origen nos hablan de una violencia original, una violencia que de alguna manera sagrada se convirtió en el fundamento de todo, instituciones, costumbres, tradiciones.Y es esta la violencia sagrada que los ritos se encargan de reproducir, no porque revele una realidad «más rica» o polifacética que la realidad sometida al orden normativo, sino porque está en la base misma de ese orden, un orden, pues, que surge de aquello mismo que lo puede destruir. El ser humano primitivo sabía algo que nosotros hemos olvidado, la íntima relación entre la violencia y lo sagrado, y el hecho terrible de que nadie puede estar seguro nunca de cuál sea la cara con la que el dios de la violencia se va a revelar, la buena o la mala. Esta es la básica realidad antropológica de la que Bakhtin no parece tener conciencia. El resultado es que interpreta todo el fenómeno social de las fiestas saturnales y sus derivaciones carnavalescas en clave equivocada. Además le atribuye a lo heroico y sus instituciones (el discurso dominante) una autosuficiencia, una falta de conciencia de sus limitaciones, que ese discurso heroico no tuvo jamás, al mismo tiempo que desplaza esa conciencia de la limitación del discurso hacia «el pueblo», un «pueblo» mítico que habita una región míticamente separada de lo heroico y que se llama realidad cotidiana. Es a este «pueblo», el único que tiene conciencia de esa «realidad cotidiana», al que le corresponde la misión de recordarle al discurso dominante y heroico que no es ni tan dominante ni tan heroico como se imagina, la misión de reírse, de ridiculizar, las pretensiones del engreído (y al parecer, corto de vista) héroe, como parece que hacían ritualmente los legionarios romanos con su general después de la victoria. Lo que Bakhtin no parece tener en consideración es el miedo ancestral que motivaba todos esos rituales del ridículo. Para una mentalidad dominada por lo sagrado primitivo, el sentimiento de autosuficiencia es mucho más que un error epistemológico, es algo en extremo peligroso. Una autosuficiencia demasiado visible atrae inmediatamente los celos de los dioses, y no digamos nada de la envidia del vecino, aunque en el fondo estos dos peligros son prácticamente indiferenciables. Dicho de otra forma, lo que el marxista Bakhtin se deleita en describir como sentimiento de realidad inagotable, polifacética, imposible de contener por completo dentro de las normas

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y del orden imperante, lo siente el hombre primitivo y sus descendientes directos como sentimiento de inseguridad radical, una profunda conciencia del hecho de que nada puede en última instancia eliminar la irreducible inestabilidad, la profunda ambivalencia, de lo sagrado. Tiene razón Bakhtin al observar que detrás de todo héroe hay un antihéroe, junto al Ulises o al Hércules heroico hay un Ulises o un Hércules cómico, risible, ridículo. Son las dos caras de la víctima sacrificial, salvadora y culpable, héroe y bribón, rey y esclavo. El crítico vio perfectamente la transformación del dios en víctima, del héroe en antihéroe. Lo que no vio es que si un dios se convierte fácilmente en víctima, una víctima se convierte con la misma facilidad en dios, porque todas las víctimas, trágicas o cómicas, son igualmente sagradas. La víctima que se sacrifica al dios, participa de la naturaleza del dios, se hace como dios, es en realidad un sustituto del dios34. El binomio héroe-antihéroe, enraizado en lo sagrado, es profundamente inestable 34

Un ejemplo especialmente llamativo de esta asimilación de la víctima al dios es el caso de Aquiles, destinado a morir a manos de Apolo (el dios que va a guiar la flecha de Paris). Su parecido físico con el dios que ocasionará su muerte ha sido estudiado por críticos como Nagy. En Nagy leemos que «Walter Burkert is so struck by the physical ressemblance in the traditional representations of the god and the hero […] that he is moved to describe Achilles as a Doppelganger of Apollo» (1979, p. 143). La muerte de Aquiles no se narra en la Iliada, aunque se anticipa y el héroe es plenamente consciente de que no volverá a su hogar. La muerte que sí ocur re en el poema, la que desvía la terrible ira de Aquiles, su menis (otro doble de la de Apolo), de los griegos hacia los troyanos, es la de Patroclo, el therapon, amigo íntimo, sustituto, de Aquiles, que, como era de esperar, es obra de Apolo, que atonta al héroe con un terrible golpe en la espalda que le hace perder la armadura de Aquiles que llevaba puesta, dejándolo fatalmente vulnerable ante Héctor. Nagy observa que esta palabra, therapon, «had actually meant something like ‘ritual substitute’ at the time it was borrowed into Greek from Anatolia […].The Hittite word [equivalent] designates an entity’s alter ego […] a projection upon whom the impurities of this entity may be transferred» (1979, p. 292). La muerte de Patroclo es hoy vista en general por la crítica como un anticipo sustitutorio de la muerte de Aquiles. El amable Patroclo, de carácter tan opuesto al de Aquiles, se convierte en un terrible Aquiles tan pronto como se viste la armadura del amigo y camina hacia su muerte en sustitución de este. Dice Whitman: «The gentlest man in the army becomes a demon-warrior, who drives the Trojans headlong from the ships […]. He even is given new epithets at the climactic moments:elsewhere his name is modified only by his patronymic or by hippeus, “knight”; but when he tussles with Apollo, he is “equal to a god”, and the epithet is repeated just before Apollo destroys him» (1958, p. 200).

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y perfectamente reversible. En suma, no existen dos tipos de discurso, uno heroico, dominante, y otro paródico. No hay más que un discurso en ambos casos, el discurso sagrado, o sea, de lo sagrado. Y en tanto no se quiebre el poder de este discurso ambivalente, ya heroico ya antiheroico, no podrá desarrollarse esa «poliglosia», convivencia de distintas voces o lenguajes, que Bakhtin considera acertadamente como la característica fundamental de la novela moderna. Lo cual quiere decir que para que la novela moderna consiga nacer y desarrollarse tiene que ocur rir un profundo proceso de desacralización de la forma literaria, que el conocido crítico marxista ignora por completo. El agotamiento histórico de la épica, coincidente con el nacimiento de la novela moderna, es, como ya hemos dicho, resultado directo del proceso de desacralización, no un triunfo del saturnal espíritu del Carnaval sobre el mito heroico. No existe tal triunfo, sino todo lo contrario. El antihéroe carnavalesco está tan irremediablemente abo cado a desaparecer como el héroe épico, ninguno de los dos se abre al futuro, como ya vimos en el primer capítulo, cuando decíamos que el Quijote es la primera gran novela moderna porque don Quijote no llega a ser ni un héroe, como él quería, ni un antihéroe, como él mismo temía que lo hubiese hecho Cidi Hamete Benengeli. Esa carencia de futuro del antihéroe es lo que creo que sabía perfectamente el autor de El Buscón, que tal vez por eso no parece que escribiera su novela con intención de inmortalizarse a través de ella. Puesto que lo que habla a través de la máscara tanto del héroe como del antihéroe es el lenguaje antiguo de lo sagrado, es en último término la multitud la que habla. Por detrás tanto del héroe como del antihéroe está la voz de la multitud. Vox populi, vox Dei, según el antiguo dicho, un dicho profundamente anticristiano. Solo el proceso de desacralización es capaz de conferir al individuo voz propia, individualizada, rescatándolo del poder absorbente de la multitud. Pero, como también dice un antiguo refrán, hay un gran trecho del dicho al hecho. El nuevo novelista es precisamente el que va a descubrir, o redescubrir con un interés sin precedentes, lo difícil que es conseguir y mantener la voz propia, no sucumbir al extraordinario poder de la multitud. Será el nuevo novelista el que se interese de manera especial por los incontables y tortuosos vericuetos por los que el individuo se rinde ante el otro y le entrega su libertad de forma conflictiva, contradictoria, angustiada. El gran campo de la novela moderna

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será el complejísimo entramado de las relaciones intersubjetivas, interindividuales, y, dentro de estas, las increíbles estrategias que puede seguir un ser humano para atraer sobre sí mismo su propia desgracia. Claro que esto no será solo de interés novelístico, pues ya lo decía también Calderón: El ser uno desdichado todos han dicho que es fácil, mas yo digo que es difícil; que es tan industrioso arte que, aunque le platiquen todos, no le ha penetrado nadie (El mayor monstruo del mundo, I, 1).

La paradoja de EL BUSCÓN No parece que Quevedo tuviera el más mínimo interés en explorar ese industrioso arte de las desdichas humanas en la sicología de su pícaro personaje. Digamos una vez más que su interés no parece ser otro que el de sacar a su pícaro a la vergüenza pública para cruel regocijo de todos. No obstante, aun para hacer eso era necesario dotar a su pícaro de alguna característica que lo hiciera risible y vergonzoso a los ojos de todos. ¿Cuál podía ser esa característica en un personaje marioneta, vacío de personalidad propia, como no fuera precisamente ese vacío interior? Lo extraño es que un personaje concebido de esa forma pueda tener el menor interés novelístico, como no lo tiene, según ya vimos, el don Quijote de Avellaneda, concebido también como personaje marioneta. Pues es el caso que aunque Quevedo creó una novela sin futuro, negada a la modernidad, regresiva y, en este sentido, «folklórica», su pícaro tiene un gran interés sicológico. Se ha dicho que El Buscón destruyó los presupuestos básicos del género por esa falta de voz propia en el personaje, o mejor dicho, por esa incongruencia de un personaje, que no es un «yo» auténtico y que habla en primera persona sobre sí mismo. Pero también ha sido considerado por otros como la cumbre de la picaresca. Reed, por ejemplo, lo llama «the most brilliant of all the successors of the original Lazarillo de Tormes and Guzmán de Alfarache»35.

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Reed, 1981, p. 65.Ver la edición de Arellano de El Buscón, p. 43.

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Yo creo que el aparentemente incomprensible éxito de El Buscón radica,precisamente, en esa incongruencia de que la víctima se apropie, haga suya, la voz del verdugo o, más exactamente, la voz de la turba que lo señala con el dedo y lo expulsa. Ahí está el secreto: no es que Pablos no tenga voluntad o íntimo deseo, lo que ocur re es que la voluntad o deseo íntimo que de hecho tiene y siente no le pertenece, no es suyo, es el deseo y la voluntad de todos los demás, de todos los que lo rechazan y persiguen. Pablos absorbe con ansia, se aferra, al deseo del que lo rechaza y persigue, precisamente porque lo rechaza y lo persigue. Pablos solo se ve a sí mismo a través del desprecio y la persecución de los demás. Es decir, la única experiencia que tiene de sí mismo es de una profunda vergüenza, una vergüenza sin fondo. El enorme vacío interior que los críticos han visto en él es el resultado de esa desesperada huida de sí mismo. Pablos es el que huye de sí mismo, porque lo único que ve dentro de sí es lo que ve en los ojos que lo miran con el más profundo desprecio. Tal vez no exista en toda la literatura española un ejemplo más claro de esa inconfesable, vergonzosa, complicidad que puede existir entre la violencia humana y su víctima. El carácter radicalmente anticristiano de esta vergonzosa complicidad, de este sometimiento al otro, ídolo falso, no podía ocultarse a los ojos de Quevedo. Es necesario dejar esto claro porque la historia del Buscón es algo más que la de un joven pícaro que trata de «subir socialmente» («to rise socially») y es derrotado por sus propios errores y «por la violencia defensiva de la sociedad» («by the defensive violence of society»)36. Quevedo podrá ser, política y socialmente, todo lo conservador o reaccionario que quiera nuestro progresismo liberal, pero hay que decir que en su buscón Pablos veía Quevedo algo más profundo y de más transcendencia que un «social climber». Es, desde luego, verdad que Quevedo sentía una gran aversión por todo intento de aparentar ser lo que no se era por nacimiento o situación social: [Es] necedad conocida sobre soberbia quien fue, y es en todo […] pequeño quererse subir a grande contra lo que Dios le hizo;

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Dunn, 1993, p. 77.

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los que son pequeños, como se ven destituidos de partes, dotes y prendas, quieren con su ambicioso artificio suplir lo que les falta; y cuanto más los empobreció la Naturaleza, quieren con su astucia afectar resplandores, disfrazando lo abatido. Elevados ya, se hacen insufribles: Asperius nihil est humili cum surgit in altum37.

Pero eso no es todo. En primer lugar, las palabras citadas no quieren decir que Quevedo considerara a los de bajo origen necesariamente incapaces de hacer algo grande. Lo que detesta es el aparentar lo que no se es. Fue un gesto de madurez, nos dice, que Moisés renunciara a aparecer como nieto del Faraón: Cuando pequeño, se tenía y permitía por nieto del rey; pero ya grande y crecido, no quiso parecer lo que no era. Obró con juicio, no quiso afectar lo que no era. «¡Yo (decía), arrojado a un río como un infeliz aborto, y afectar púrpuras y grandezas! ¡Yo, desde una cama de mimbres, hacer de trono de oro en salones vistosos!… ¿He de querer suplir con estas apariencias mi nacimiento y mis desventuras? Esto pudiera tolerarse cuando niño, cuando pequeño, cuando sin juicio; pero ya, grandis factus ¡parezca la verdad! ¡Afuera la mentira! Quizá Dios me tiene para ser mucho. No quiero deshacerme, haciendo del que no soy38.

El sentido está claro: ‘no pretendas ser lo que no eres, Dios no quiere hipócritas, y quizás te tenga reservado, tal como eres, para algo grande’. Tanto se le ha acusado a Quevedo de rigidez y de intolerancia ideológica («atrabilious blueblooded conservative», lo llama Dunn), que uno no puede por menos de darle al acusado una mínima posibilidad de defenderse. En El sueño del infierno, por ejemplo, nos encontramos con el siguiente pasaje, en el que un hidalgo no acaba de entender por qué él, siendo de sangre noble, ha sido condenado al infierno. Uno de los demonios se lo explica: —Acabaos de desengañar que el que deciende del Cid, de Bernardo y de Gofredo y no es como ellos, sino vicioso como vos, ese tal más destruye el linaje que lo hereda. Toda la sangre, hidalguillo, es colorada, y parecedlo en las costumbres, y entonces creeré que decendéis del docto cuando lo fuéredes o procuráredes serlo, y si no, vuestra nobleza será men-

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Quevedo, Obras completas, pp. 1309 y 1310. Quevedo, Obras completas , p. 1310.

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tira breve en cuanto durare la vida […]; la virtud es la ejecutoria que acá respetamos, pues aunque decienda de hombres viles y bajos, como él con divinas costumbres se haga digno de imitación se hace noble a sí y hace linaje para otros. Reímonos acá de ver lo que ultrajáis a los villanos, moros y judíos, como si en estos no cupieran las virtudes que vosotros despreciáis […]. Desvaneceos, pues, bien, mortales. Dije yo entre mí: —¡Y cómo se echa de ver que esto es el infierno, donde por atormentar a los hombres con amarguras les dicen las verdades!39

O sea que el «blueblooded conservative» sabía perfectamente que «toda la sangre es colorada». El ser de sangre azul no sirve para nada en la otra vida, es decir, a los ojos de Dios.Y el supuestamente rabioso antisemita sabía también que todas esas virtudes despreciadas por los de sangre azul que van al infierno pueden caber en «moros y judíos», y creer lo contrario es simplemente ridículo, motivo de regocijo diabólico, como nos dice ese demonio que se ríe de los sangre azul que desprecian a «villanos, moros y judíos», pero son ellos los que están en el infierno. A esto podemos añadir lo que pudiéramos llamar su manera cristiana de entender la justicia social y económica, la idea de que el rico tiene contraída una deuda con el pobre: Si te pide el pobre, no digas que le diste, sino que le pagaste; que el pobre, que pide al rico lo que le falta y a él le sobra, mandamiento trae, a cobrar viene.Y advierte que la limosna no solo tiene caridad y piedad, sino que merece el limosnero nombre de fiel, pues vuelve lo que le prestan cuando se lo piden40.

Nada de esto convierte a Quevedo necesariamente en un reformador progresista, pero no cabe duda de que su manera típicamente cristiana de entender el mundo y la sociedad transciende los límites de la acción social y política.Y cualquier interpretación de El Buscón que ignore esa dimensión transcendente corre el riesgo de restringir arbitrariamente el significado de la novela. A Quevedo hay que enjuiciarlo en sus propios términos. Por referencia a ese horizonte cristiano, el despiadado tratamiento del pícaro Pablos a manos de Quevedo no puede explicarse como una 39 40

Quevedo, Los sueños, pp. 198-200. Quevedo, La cuna y la sepultura, en Obras completas, p. 1347.

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defensa obsesiva y poco menos que paranoica de los privilegios de clase o, de manera más amplia, de tradicionales diferencias sociales por sí mismas, como si fueran algo sagrado, intocable. No hay nada en esa típica cultura cristiana del desengaño en el siglo XVII, impregnada asimismo por la idea de que el mundo es un gran teatro, donde las diferencias no son más que papeles a desempeñar, nada, repito, que apoye esa obsesiva defensa. Es decir, Quevedo solo podía entregarse a semejante defensa de las barreras sociales, como se supone que hizo, a sabiendas de que sus profundas convicciones cristianas,que tan vigorosamente defiende en otros momentos, socavaban de forma radical esa postura.Y se hace difícil creer que un hombre inteligente, como sin duda lo era él, pudiese mantener su despiadada violencia contra Pablos tan sin titubeos sobre una base tan poco firme. El mismo carácter sostenido, sin respiro, de esa violencia nos debe hacer pensar en motivaciones más profundas que lo puramente político. Lo que Quevedo hace con Pablos desde luego no tiene nada de cristiano, pero hay buenas razones para pensar que esa violencia anticristiana está motivada por el significado profundamente anticristiano que vio él, o quiso retratar, en la persona de su pícaro. Pero ¿qué podía haber de tan terriblemente anticristiano en la conducta de Pablos, si creyéramos que, en resumidas cuentas, de lo único que se trataba era de que el pobre diablo quería mejorar su suerte, como ya lo había hecho Lázaro de Tormes? Es decir, si creemos que de eso es de lo que se trata en último término, de que Pablos quería salirse de su clase social, entonces la violencia quevediana no encuentra otra justificación que el fanatismo clasista y la pura paranoia del autor, que este no consigue ocultar por mucho que lo intente con sus acrobacias verbales. A alguien hay que echarle la culpa de tanta violencia.Si no la tiene Pablos, la tendrá que tener el autor.Yo creo, sin embargo, que hay que evitar meterse en este tipo de argumentación. El terror de la indiferenciación y la envidia No niego que pueda haber fanatismo y paranoia en la violencia quevediana que persigue al personaje. Pero hemos de entender esta paranoia dentro de su propio contexto cultural. Quevedo sin duda compartía los temores que asediaron a tantos en su tiempo, esos temores que, como dice Barish, «haunted thousands in the Renaissance as they had haunted Plato and Tertullian», o sea, «fears of impurity, of

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contamination […] of the blurring of strict boundaries […] the fear of total breakdown»41.Temores fundamentalmente religiosos, sagrados; los temores más viejos y profundos de la sociedad humana, pues mientras más nos adentramos en el pasado, con más claridad afloran. Digo que son temores sagrados, es decir, el temor de lo sagrado; temor que poco a poco y con profundas resistencias va perdiendo terreno bajo la influencia desacralizadora del texto cristiano. Temores que encuentran una magnífica expresión poética en el famoso discurso de Ulises sobre «degree», grado, diferencia, la posibilidad de «graduar» las cosas, diferenciarlas, jerarquizarlas, que vemos en la obra de Shakespeare Troilus and Cressida: The heavens themselves, the planets, and this centre Observe deg ree, priority, and place, Infixture, course, proportion, season, form, Office and custom, in all line of order. And therefore is the glorious planet Sol In nobel eminence enthroned and sphered Amidst the other […] […] But when the planets In evil mixture to disorder wander, What plagues and what portents, what mutiny? What raging of the sea, shaking of earth? Commotions in the winds, frights, changes, horrors Divert and crack, rend and deracinate The unity and married calm of states Quite from their fixture. O when degree is shaked, Which is the ladder of all high designs, The enterprise is sick. How could communities, Degrees in schools, and brotherhoods in cities, Peaceful commerce from dividable shores, The primogenity and due of birth, Prerogative of age, crowns, scepters, laurels, But by degree stand in authentic place? Take but degree away, untune that string, And hark what discord follows… This chaos, when deg ree is suffocate, Follows the choking.

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Barish, 1981, p. 87.

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And this neglection of degree it is That by a pace goes backward in a purpose It hath to climb. The general’s disdained By him one step below; he, by the next, That next, by him beneath. So every step, Exampled by the first pace that is sick Of his superior, grows to an envious fever Of pale and bloodless emulation (I, 3).

Dos cosas nos interesa destacar en este extraordinario discurso. En primer lugar, el carácter de catástrofe universal, apocalíptica, que tiene la violencia que se origina cuando desaparecen las diferencias, cuando se pierde la noción de grado y, por tanto, de jerarquía. En segundo lugar, es necesario fijarse en el vehículo humano del contagio, el portador de la violencia, que la lleva dentro de sí y la expande por doquier hasta alcanzar esas dimensiones de catástrofe universal en la que la humanidad entera sucumbe. Pues bien, ese terrible vehículo que lleva en sí y expande una violencia capaz de arrollar todas las diferencias es algo tan aparentemente simple y banal como la envidia: «an envious fever of pale and bloodless emulation», una envidia febril, un ansia pálida, cadavérica, de emulación. Es imposible exagerar la importancia que tiene la envidia, o su hermana gemela, los celos, en las obras y el pensamiento de los grandes clásicos del XVI y XVII. En Shakespeare no es solo Troilus and Cressida, toda su producción dramática ha sido descrita como A Theater of Envy, título del extenso y penetrante análisis que de la misma ha hecho Girard. La envidia y los celos no son un pecado cualquiera, son El mayor monstruo del mundo, en palabras de Calderón; la raíz misma del pecado, puesto que, como dice Milton en Paradise Lost, fueron la envidia y la venganza las que «impulsaron a la infernal serpiente» a engañar a Eva, «la Madre de la Humanidad» (I, vv. 33-36). La «pálida emulación» de que habla Shakespeare, es «la pálida ira, la envidia y desesperación» que anublan la cara de Satán en el poema de Milton (IV, vv. 114-15).Y resulta interesante observar que también en Milton encontramos el poder destructivo de la envidia asociado a «la escalera» jerárquica. Pues así como en Shakespeare cuando la envidia trata de alcanzar el grado, el peldaño, inmediatamente superior, «le da el ejemplo» al que tiene inmediatamente por debajo, haciendo que toda la escala baje con cada paso que la envidia intenta dar hacia arriba, de la misma manera el Satán de Milton comienza envidiando a Dios, con

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lo cual queda degradado, descendido, en dignidad y, por tanto, el objeto de su envidia baja también, porque el objeto de la envidia es el que está inmediatamente por encima del envidioso (IX, vv. 163-76). La envidia es el alma de Satán, su esencia. En El Pastor Fido de Calderón42 se llega a sugerir que la causa de la caída de Luzbel, el ángel luminoso, que se negó a adorar a la Naturaleza Humana (divinizada en Cristo), puede que no fuera la soberbia, sino la envidia. El despiadado tratamiento que le da Quevedo a su envidiosísimo pícaro, que no cesa de intentar de la manera más vergonzosa subir por la escala social, vestirse la apariencia del caballero y emularlo, ha de verse y enjuiciarse dentro de este contexto cultural al que sin duda pertenece. Pues, como ya dijo Unamuno, «El más hondo sondaje que se haya hecho en España de la envidia hispánica —o ibérica— […] lo hizo nuestro gran Quevedo en su Virtud militante contra las cuatro pestes del mundo: invidia, ingratitud, soberbia, avaricia»43, donde podemos leer lo siguiente: La invidia fue vientre de los pecados, el pecado fue parto primogénito de la invidia […]. Ella derribó al ángel, sedujo a Adán, hizo a Caín fratricida, y dio la muerte a Abel, cuya sangre fue la primera mancha de la tierra44.

Es decir, lo que hemos de comprender es que a los ojos de Quevedo, como a los de Shakespeare, Cervantes, Milton o Calderón, había algo primigenio y satánico en la emulación envidiosa.Y el énfasis ha de ponerse en el hecho de que la envidia acarrea el derrumbe del principio de diferenciación, de la noción misma de jerarquía, más bien que en esta o aquella diferencia específica, porque no son las diferencias por sí mismas las que causan el problema. Las diferencias solo se convierten en obstáculo, en piedra de escándalo, a la vista del envidioso. Y el envidioso siempre verá alguna diferencia intolerable, escandalosa, por insignificante que sea en realidad, entre él y su vecino; una diferencia obstáculo, una diferencia que lo rebaja a él y ensalza escandalosamente al vecino; que lo excluye a él; que lo deja fuera de algo; de algo que, precisamente por dejarlo a él fuera, tiene que ser algo de gran valor. 42 43 44

Calderón, El Pastor Fido, en Obras completas, III, p. 1586. Unamuno, Obras completas, V, p. 172. Quevedo, Obras completas, p. 1366.

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En la historia de la humanidad la envidia es más antigua y primitiva que las diferencias jerárquicas. Desear lo que tiene el vecino, el proximus, no porque sea necesariamente mejor que lo que yo tengo, sino porque lo tiene él y no yo, es tan antiguo como la humanidad; es una posibilidad inherente al deseo mimético que conduce al homínido, a ese ser entre humano y prehumano, a la primitiva crisis, de la cual, a través del espontáneo linchamiento colectivo de la víctima, comienza a fraguarse la posibilidad de una sociedad completamente distinta de toda otra sociedad animal, una sociedad regida, no por instintos más o menos predeterminados biológicamente, sino por comportamientos colectivos que se han de recordar, aprender e imitar45. La envidia es algo típicamente humano. Antropológicamente hablando, no se conoce nada humano que sea más antiguo. Dice Schoeck «[man], as an envious being and by reason of his capacity to envy, became truly human» 46. Recordemos que el fundador de la ciudad humana es Caín, a raíz de la muerte de la primera víctima, Abel. No son las diferencias la causa de la envidia. Para que salte la envidia entre dos seres humanos todo lo que se necesita es que vivan uno al lado del otro. Esto lo sabía perfectamente Quevedo: Conócese la vileza de la invidia en que no hay invidioso tan vil, en quien no halle otro invidioso qué invidiar. De nada tiene asco, pues de sí no le tiene. No solo se invidian los bienes sino los males; no solo las honras sino las afrentas; no solo la prosperidad sino la miseria […]. El hombre, o ha de ser invidioso o invidiado y los más son invidiados y invidiosos; y al que no fuere invidioso, cuando no tenga otra cosa que le invidien, le invidiarán el no serlo. Quien no quiere ser invidiado, no quiere ser hombre; y quien es invidioso no merece serlo47.

En este sentido, Quevedo sabía perfectamente lo que hacía. Por un lado, acentúa la típica indignidad y bajeza social del pícaro, ahondando en ella con una insistencia sin precedentes. Ni la bajeza social de Lázaro ni la de Guzmán resaltan de esa manera.Y esa increíble indignidad familiar (la del padre, la de la madre y la del tío), pública, inocultable, marcará al pícaro quevediano constantemente, toda su vida.

45 Ver 46 47

Girard, Des choses cachées, passim. Schoeck, 1969, p. 356. Quevedo, Obras completas, p. 1366.

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No parece que haya ninguna decisión importante en su vida que no esté motivada directa o indirectamente por el ansia obsesiva de ocultar su origen, de aparecer otro a la vista de los demás. Como ha observado Bjornson, «Pablos is an “other-directed”man»48, usando la frase acuñada por Riesman en su famoso ensayo The Lonely Crowd; frase que se queda corta, pues «[Pablos’] decisions always reflect […] a nearly absolute dependence upon the approval of others»49. Por otro lado, y como para agravar deliberadamente el obsesivo deseo de Pablos de ser otro socialmente, Quevedo sitúa a su pícaro, de niño, en un contexto aún más claramente sin precedentes: lo coloca, de hecho, en una situación de igualdad con los niños de familias nobles en la escuela primaria: Fui, señora, a la escuela; recibiome muy alegre [el maestro] diciendo que tenía cara de hombre agudo y de buen entendimiento. Sentábame el maestro junto a sí, ganaba la palmatoria los más días por venir antes y íbame el postre ro por hacer algunos recados a la señora, que así llamábamos la mujer del maestro.Teníalos a todos con semejantes caricias obligados; favorecíanme demasiado, y con esto creció la envidia en los demás niños. Llegábame de todos, a los hijos de caballeros y personas principales, y particularmente a un hijo de don Alonso Coronel de Zúñiga, con el cual juntaba meriendas. Íbame a su casa a jugar los días de fiesta y acompañábale cada día. Los otros, o porque no les hablaba o porque les parecía demasiado punto el mío, siempre andaban poniéndome nombres tocantes al oficio de mi padre […]. En todo esto, siempre me visitaba aquel hijo de don Alonso Zúñiga, que se llamaba don Diego, porque me quería bien naturalmente, que yo trocaba con él los peones si eran mejores los míos, dábale de lo que almorzaba […], comprábale estampas […], jugaba con él […]. Así que los más días, sus padres del caballerito, viendo cuánto le regocijaba mi compañía, rogaban a los míos que me dejasen con él a comer y cenar y aun a dormir los más días (pp. 64-67).

A un nivel puramente empírico, está claro que todos los niños de la escuela, sin distinción de clase social, tienen más o menos las mismas experiencias y deseos. Todos aprenden con el mismo libro, juegan con los mismos juguetes o a los mismos juegos, y comen la mis-

48 49

Bjornson, 1976, p. 54. Bjornson, 1976, p. 60.

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ma comida. Es más, entre ellos Pablos es tan capaz de suscitar envidia como cualquier otro. A todos les gustaría ser el favorito del maestro, como Pablos. La relación personal entre Pablos y don Diego es especialmente estrecha; como niños, sus preferencias y deseos son prácticamente los mismos.Y esta estrecha relación continuará bastante tiempo después de la escuela primaria, hasta que terminen separándose en la Universidad de Alcalá, cuando la pública deshonra de los padres de Pablos, con la ejecución del padre y la condena de la madre por la Inquisición, llegue a tal punto que haga imposible continuar la relación sin que esta manche la imagen pública del noble don Diego. ¡Tan cerca y tan fuera del alcance, tan imposible! ¡Verdadero suplicio tantálico! Pues aun entre los niños de la escuela, tan iguales a él en todo, no puede ocultar Pablos la indignidad de su origen social, la mancha de su familia: Unos me llamaban don Navaja, otros don Ventosa; cuál decía, por disculpar la invidia, que me quería mal porque mi madre le había chupado dos hermanitas pequeñas de noche.

¿Es esto simplemente una prueba más del cruel refinamiento de Quevedo? ¿No era suficiente con mostrar la inutilidad del esfuerzo del pícaro por subir en la escala social? ¿Era necesario además colocarle el objeto de su deseo tan cerca que casi lo tocaba, solo para reírse de su imposible intento? Sin duda que semejante situación hace aún más cruel la actitud de Quevedo. Pero no se trata de puro sadismo. En primer lugar, conseguimos ver la experiencia de la indignidad social, de la deshonra pública, al nivel más íntimo de la conciencia, como una profunda vergüenza de sí mismo. Y, en segundo lugar, lo que me parece más importante: se establece una estrecha relación entre esa íntima experiencia de la propia indignidad y el rechazo de los otros. La norma social que separa a Pablos de los otros, que crea una barrera entre ellos, no le llega a él como norma, no es la objetividad de la ley social lo que él oye. Lo que oye y experimenta es el rechazo personal, individualizado, de unos individuos que, aparte de la norma, no se diferencian gran cosa de él. Que exista una barrera social entre el sujeto y un otro, distante, con el que no existe relación personal alguna (el rey, por ejemplo), es algo muy distinto de la experiencia de un rechazo inapelable de parte de aquel que está lo suficientemente cerca como para servir de modelo y de rival.Y este es precisamente el caso

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del niño Pablos. Los otros niños le echan en cara la indignidad de los padres… ¡por envidia! Porque Pablos se da aires de superioridad como favorito del maestro. Lo cual quiere decir, a su vez, que la indignidad social de su familia le hiere a Pablos y le avergüenza en lo más hondo porque es un arma contundente en manos de los otros, de los que lo rechazan. Es el rechazo lo que le importa y lo aterroriza. Si los otros no se lo echaran en cara, la indignidad familiar le traería sin cuidado al pícaro. De hecho, Pablos está dispuesto a no darse por enterado, si los otros no lo sacan a relucir de manera demasiado visible: Y aunque yo me corría, disimulaba; todo lo sufría, hasta que un día un muchacho se atrevió a decirme a voces hijo de una puta y hechicera; lo cual, como me lo dijo tan claro (que aun si lo dijera turbio no me diera por entendido) agarré un piedra y descalabrele.

Entonces se va corriendo a la madre: «volvime a ella y roguela me declarase si le podía desmentir con verdad». Lo importante es eso, poder o no desmentir al que lo acusa; mucho más importante que la acusación en sí. La verdad de la acusación no es más que la confirmación objetiva de que no tiene defensa frente al rechazo de los otros. Pero la aterradora incertidumbre sobre su propio valor la siente él ya en la desdeñosa mirada del otro antes de que llegue la confirmación50. Su radical dependencia del otro es la única constante que puede detectarse en la sicología de Pablos. Es lo que pudiéramos llamar su pasión dominante; no hay nada en su vida interior que contrarreste o desvirtúe ese dominio. Todo lo que hace está pensado en último término como una manera de situarse estratégicamente por referencia al otro. Lo cual quiere decir que su conducta puede cambiar de un momento a otro, o aparecer como contradictoria. La idea de ser consis50 M. y C. Cavillac observan que la descripción que hace Quevedo de su pícaro «témoigne d’une intuition aiguë de la mentalité du reprouvé, de l’exclu» (1973, en p. 126).También notan estos críticos «cette étrange “profondeur”que l’on a pu décéler dans la “psychologie” de Pablos, et qui provient des deux plans de conscience bien distints: le premier (le plus manifeste) est celui du “deseo de la honra y preeminencia social” et du dégout de son entourage familial […] le second est celui du dégout de soi, partout sousjacent, notamment dans la complaisance avec laquelle il se décrit couvert des crachats ou se vautrant dans les excrements» (1973, p. 126). Evidentemente hay que relacionar entre sí las dos observaciones: la repugnancia que siente Pablos de sí mismo está mediada, modelada, por el rechazo de los demás, todos aquellos que lo excluyen y lo desprecian por su indignidad de familia.

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tente consigo mismo no tiene el menor sentido para él. Todo su interés radica en presentar una apariencia aceptable a los ojos de aquellos que él ve como superiores precisamente porque lo consideran a él inferior y lo desprecian. Pablos hará o será lo que pidan las circunstancias de su relación con el otro. Podía hacer suyas las famosas palabras de Clarín, el gracioso, a Segismundo en La vida es sueño: «Señor, / soy un grande agradador / de todos los Segismundos». Aunque Pablos se hunde hasta extremos de bajeza que solo aparecen como algo implícito en el caso de Clarín. Por ejemplo, tan pronto como es humillado y maltratado como n ovato de la manera más degradante por los estudiantes de la Universidad de Alcalá, toma la resolución de ser como ellos y hacer lo que sea para conseguir su aprobación. A partir de ese momento, la relación con su amo, don Diego, comienza a pasar a un segundo plano. Está demasiado ocupado emulando y buscando el favor de sus más recientes torturadores y modelos: adecuado preludio a la separación final de los dos jóvenes, amo y criado, compañeros desde la niñez. Separación esta que merece algo de atención por la forma en que se produce. Un día don Diego recibe una carta de su padre desde Segovia,ordenándole que vuelva a casa sin Pablos. El padre —se nos dice— ha sabido de los escándalos que Pablos ha causado en Alcalá y no quiere que su hijo retenga a su lado por más tiempo a semejante sirviente y compañero. Pero hay algo más que eso, como veremos en un momento. Don Diego le ofrece a Pablos colocarlo al servicio de otro joven caballero, pero este rehúsa la oferta, diciéndole que ahora tiene ya aspiraciones más altas: —Señor, ya soy otro, y otros mis pensamientos; más alto pico y más autoridad me importa tener. Porque si hasta agora tenía como cada cual mi piedra en el rollo, agora tengo mi padre (pp. 110-11).

Palabras que hacen referencia a la muerte de su padre, ahorcado públicamente por ladrón en Segovia, de cuya ejecución le da cuenta su tío, Alonso Ramplón, que ha sido precisamente el verdugo, en una carta que acaba de recibir, en la que el tío le cuenta también la prisión de su madre por hechicera (desenterraba muertos y «hacía sobrevirgos»), que espera ser pronto ajusticiada en un auto de fe. O sea, Pablos está tratando de hacer un chiste con la ejecución pública del padre. Como explica Arellano en nota,

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tener su piedra en el rollo era frase hecha que significa ‘ser honrado y hombre de valor reconocido en su pueblo’, porque, como anota Covarrubias, «es costumbre en la villa irse a sentar a la grada del rollo a conversación, y los honrados tienen ya particular asiento». El rollo era la columna de piedra de la picota u horca, y de ahí el chiste, porque el padre de Pablos ha sido ahorcado (p. 111).

Ahora que su padre ha ocupado un lugar tan eminente en el rollo, ha crecido la «autoridad» del hijo, que por eso «pica más alto». Dice Pablos que le declaró a don Diego todo lo que le contaba el tío en la carta, incluida «la prisioncilla de mamá», porque «como a quien sabía quién yo soy, me pude descubrir sin vergüenza». Pero estas últimas palabras no quieren decir lo que parece que dicen. Pablos no podía creer sinceramente que don Diego no supiera por la carta que acababa de recibir lo que había pasado con sus padres en Segovia. Existe una reveladora coincidencia, que tuerce el sentido de las palabras de Pablos. Resulta que la carta que acaba de recibir de su tío ha llegado en el mismo sobre que la carta del padre de don Diego, en la que le ordena volver a Segovia sin Pablos: «En este tiempo vino a don Diego una carta de su padre, en cuyo pliego venía otra de un tío mío». Tan pronto como Pablos lee su carta, «fuime corriendo —nos dice— a don Diego, que estaba leyendo la carta de su padre». Es poco menos que inevitable pensar que Pablos asume, o tiene la sospecha vehemente, de que las noticias de la ejecución del padre y la prisión de la madre van también en la carta del padre de don Diego. Porque este sin duda sabía de la ejecución y posiblemente la había presenciado, como el resto de los habitantes de la ciudad. ¿Y cómo iba a pasarla en silencio en una carta escrita en Segovia al mismo tiempo que escribe la suya el verdugo; en una carta en la que, precisamente, le dice a su hijo que corte la relación con el hijo de semejantes padres? Hay que asumir inevitablemente que en esa carta el padre de don Diego hacía mención a algo más que «a las travesuras mías que había oído decir», que es lo que don Diego le dice que dice la carta. No creo que quepa la menor duda de cuál fue la verdadera razón por la que el padre de don Diego cortó la relación de su hijo con Pablos: la vergüenza pública que pesaba sobre este; o, como dice el mismo Pablos con sarcasmo, «el aumento de autoridad» que ha recibido con la exposición pública de su padre en el rollo. Chiste este, por otra parte, que don Diego solo podía entender si ya sabía lo de la ejecución.

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Después de semejante «aumento» de honra, la realidad es que Pablos ni puede ni se atreve, de pura vergüenza, a aceptar la oferta de don Diego de pasarlo a servir con otro caballero, con otro al que ineludiblemente tendría que contarle la verdad don Diego. En la medida en que el pícaro de Quevedo encarna este tipo de degradante y envidiosa dependencia del otro, anticipa claramente la patología existencial de personajes que vendrán mucho más tarde en la historia de la literatura. Personajes como algunos de los que aparecen en Los demonios de Dostoyevski, en los que la enfermedad de Pablos se ha intensificado de manera explícita, temática, hasta alcanzar un nivel verdaderamente infernal. Oigamos a uno de estos personajes, Shatov, hablándole al diabólico Stavrogin: —Stavrogin, ¿por qué estoy condenado a creer en usted por los siglos de los siglos? ¿Acaso podría hablar yo así a otra persona? Soy hombre pudoroso, pero no me he avergonzado de mi desnudez porque hablaba con Stavrogin. No he sentido empacho en caricaturizar una idea grande con solo tocarla porque Stavrogin me escuchaba… ¿Es que no besaré las huellas de sus pies cuando se marche? ¡No puedo arrancarle de mi corazón, Stavrogin! —Lamento no poder estimarle, S h a t ov —respondió fríamente [Stavrogin] (II, p. 7).

Un poco antes de esta escena, el mismo Stavrogin, «con verdadero asombro», le había dicho a Shatov: «Usted, por lo visto, me mira como si yo fuera un sol y se mira a sí mismo como si fuera un insecto en comparación conmigo». Dignos sucesores, estos personajes demoníacos, del Pablos quevediano. Ahora bien, esto no quiere decir en absoluto que la intención que mueve la novela de Quevedo sea un anticipo de la de Dostoyevski. En cierto sentido la comparación con Dostoyevski nos sirve para comprender mejor la enorme diferencia que separa a los dos novelistas; para comprender mejor qué es lo que hace Quevedo en El Buscón, que lo separa de manera radical tanto del novelista ruso como de Cervantes. Porque lo que hace Quevedo con ese personaje anticipo de los demoníacos de Dostoyevski es algo muy distinto de lo que hará este con sus «demonios».Ya es de por sí altamente significativo que en Dostoyevski «los demonios» sean muchos, exactamente «Legión», como los llama el evangelio de San Lucas en el pasaje que usó Dostoyevski para encabezar su novela.

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El deliberado anticristianismo de Pablos y de la novela que lo expulsa Quevedo entiende perfectamente en qué consiste, existencialmente hablando, al nivel de la conciencia, o mejor dicho, de la autoconciencia, el carácter profundamente anticristiano, demoníaco, del pícaro Pablos. Como ya hemos visto, no se trata fundamentalmente, directamente, de sus actividades criminales, sean estas de mayor o menor cuantía, de sus embustes, etc., sino de su constitutiva envidia, su abyecta dependencia íntima del otro, es decir, de la absoluta falta de transcendencia en su relación con los demás, la inmanencia radical de su visión del mundo. Pero, siendo esto así, resulta de una arbitrariedad evidente que Quevedo hiciera recaer el peso de semejante carga sola y exclusivamente sobre los flacos hombros de un individuo; que pretendiera aislar, vapulear y expulsar a uno solo por lo que es a todas luces culpa de todos en mayor o menor medida. Si, con sus propias palabras, «La invidia fue vientre de los pecados, [si] el pecado fue parto primogénito de la invidia», ¿qué pretendía Quevedo convirtiendo a Pablos en chivo expiatorio? Y además creo que lo hacía con clara conciencia de ello, a sabiendas. De manera que se da una perfecta reciprocidad, mejor dicho, circularidad, entre el expulsado y el expulsante, entre la víctima y el mecanismo victimario. Pablos es lo que la novela que lo expulsa sin piedad exige que sea, y nada más. No parece que haya en él nada redimible. La novela quevediana, mecanismo victimario, lo crea a partir de sí, de acuerdo con su propia necesidad lógica, a su imagen y semejanza, y lo expulsa, pues para eso lo ha creado. La novela está ahí para justificar la expulsión, y la expulsión para justificar, para dar sentido, a la novela. Aun sin saberlo, tienen más razón de la que piensan los críticos «esteticistas», porque, en efecto, Pablos es, de la forma más radical posible, «novelesco». Lo que Mateo Alemán no pudo conseguir, a saber, el ensamblado o acople del pícaro convertido con la novela de sus picardías, lo consiguió Quevedo de manera perfecta, moviéndose exactamente en la dirección contraria a la de su antecesor. Este girar sobre sí mismo del mecanismo victimario es lo que el Evangelio describe, con palabras de Cristo, como Satanás expulsando a Satanás: Se maravillaron todas las muchedumbres y decían: «¿No será este el hijo de David?». Pero los fariseos que esto oyeron, dijeron: «Este no echa

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a los demonios sino por el poder de Beelzebul, príncipe de los demonios». Penetrando Él sus pensamientos, les dijo: […] «Si Satanás arroja a Satanás, está dividido contra sí: ¿cómo, pues, subsistirá su reino? […] Mas si yo arrojo a los demonios con el espíritu de Dios, entonces es que ha llegado a vosotros el reino de Dios» (Mat. 12, 23-28).

Como ha puesto de manifiesto Girard51, la idea de que Satanás de alguna manera puede o necesita expulsar a Satanás, dividirse contra sí mismo, describe con extraordinaria precisión el funcionamiento colectivo del mecanismo victimario. Pues bien, en la medida en que la novela de Quevedo es un reflejo de ese mecanismo colectivo, podemos en verdad decir que es una magnífica ilustración literaria de cómo Satanás expulsa a Satanás. Porque ciertamente no es «el espíritu de Dios» el que expulsa a Pablos de Segovia, ni el que lo ha creado. Pues si de alguna forma, por pequeña que fuese, viviera en Pablos «el espíritu de Dios», no cooperaría tan completamente como lo hace en su propia expulsión. Me parece, pues, perfectamente posible y justificado el ver al Pablos-víctima como una especie de contra-imagen de Cristo como víctima.Lo que dice el novato Pablos, a quien le han estado escupiendo los estudiantes de Alcalá, cuando se ve cubierto de pies a cabeza de escupitajos, para defenderse del posadero, que también le quiere escupir, «Tené, güésped, que no soy Ecce-Homo», es verdad a todos los niveles. Ese Pablos hecho víctima de todos, cubierto de oprobio, objeto de toda clase de vejaciones, decididamente no es Ecce-Homo, o sea, Cristo. Frase esta que prueba dos cosas: la primera, que Quevedo era completamente consciente de la semejanza formal entre el Pablos víctima, escupido y ridiculizado, y la imagen de Cristo, víctima también, escupido y ridiculizado; y, la segunda, que nos quiere igualmente decir que, pese a esa semejanza puramente formal, Pablos no es Cristo; que es un error ver en Pablos una imagen de Cristo. Como es bien sabido, este es el episodio sobre el que, primero, May y, luego, Parker basaron su famosa y controvertida interpretación didáctico-religiosa de El Buscón. Aquí no vamos a volver sobre esa antigua polémica. Pero a la luz de lo que venimos diciendo, debe estar claro que no iban descaminados estos críticos (a mi juicio, entre los mejores del hispanismo) al ver en las palabras de Pablos algo más que 51 Ver

Girard, 1982, capítulo XIV.

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uno entre tantos de sus chistes auto-lacerantes. Lo que no entendieron bien (porque parece un contrasentido) es que esa referencia negativa a la pasión de Cristo había que tomarla en sentido absolutamente literal. Las palabras de Pablos, «yo no soy Cristo», «no me confundáis con Cristo aunque me veáis así» (en tal situación otro, en otra novela, pudiera haber dicho lo contrario: tened piedad, como yo me veo, se vio Cristo), quieren decir exactamente eso, «Pablos no es Cristo». A diferencia de Mateo Alemán, que quería que viéramos a Cristo en su pícaro martirizado y abandonado de todos, Quevedo no quiere que veamos en ese Pablos escupido y vejado la imagen de Cristo. Cosa que parece absurdo que la diga un autor cristiano, un autor que se precia de ser cristiano. Porque si en ese Pablos no podemos ver a Cristo, ¿qué hemos de ver, entonces? ¿Nada, un chiste ingenioso, como quieren los «esteticistas»? Pero entonces ¿qué clase de novela es esa que crea una figura a la que trata como trataron los romanos a Cristo (haciendo de él un chiste), y que nos dice al mismo tiempo que es un error ver en ella la imagen de Cristo? Yo creo que es esta la pregunta clave: ¿qué clase de novela?, ¿desde qué perspectiva está escrita tal novela?, ¿con qué ojos? Después de la referencia negativa a la pasión de Cristo, la única respuesta posible es que la novela está escrita desde la perspectiva de esos burladores que hicieron un chiste de la pasión de Cristo, es decir, desde la perspectiva del victimizador, del sacrificador, del que no ve a Cristo como Cristo. Pues está claro que si los sacrificadores hubiesen visto al Cristo en ese hombre al que escupían y del que se mofaban, no lo hubiesen hecho, como decía San Pablo. La voz que dice que la víctima no es Cristo es la voz de los «príncipes de este mundo», la voz inmemorial del mecanismo victimario. Dicho de otra forma, cuando Quevedo le hace decir a Pablos, «yo no soy Cristo», no solo nos está diciendo que semejante personaje no merece el nombre de cristiano, nos está definiendo igualmente el espíritu y la intención de la novela que crea y expulsa a ese personaje. Si Pablos no es digno del nombre de cristiano, tampoco lo es la novela que lo crea con la única intención de mostrar que no lo es y de expulsarlo. Quevedo no quiere que se lea su novela como quería Mateo Alemán que se leyera la suya. Ahora bien, esto, viniendo de un autor de indudables y profundas convicciones cristianas, equivale a poner en evidencia la novela misma, a condenarla. A juzgar por la viru-

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lencia de la reacción, el intento de Alemán debió de parecerle algo verdaderamente escandaloso. A los ojos de Quevedo, no es solo Pablos de Segovia quien no tiene futuro, tampoco lo tiene la novela picaresca. La clave de esa intención destructora, o más bien, paralizadora, de la ficción picaresca, que le niega la posibilidad de abrirse al futuro, está en el deliberado vacío de espíritu o de transcendencia sobre el que Q u evedo levanta su construcción nove l í s t i c a . Po rque ese va c í o adquiere unas características señas de identidad, al ser estructurado o articulado como mecanismo victimario, proceso de aislamiento y expulsión inapelable de una víctima que merece la expulsión por encarnar precisamente el vacío de espíritu, es decir, por encarnar precisamente el espíritu de la ficción, en cuanto ficción. La modernidad del Quijote, su apertura hacia el futuro, se comprende mucho mejor sobre el trasfondo que proporciona el cerramiento quevediano de El Buscón, novela que, al igual que su protagonista,no va a ninguna parte; novela que no mira hacia el futuro, sino hacia el pasado. Se comprende también mucho mejor la estrechísima relación que existe entre esa apertura histórica del Quijote y el haber sido capaz de superar el carácter victimario de la manera tradicional de concebir al marginado, al antihéroe. Es esta capacidad novelesca, conseguida, como ya vimos, no con arrogancia sino a través de un humildísimo mea culpa (profunda reflexión de la ficción novelesca sobre sí misma), la que ignora por completo El Buscón. La única respuesta novelística que ofrece Quevedo al arrogante sermoneo del «convertido» Guzmán, «atalaya» de la vida humana, es el abyecto servilismo de Pablos y su expulsión inapelable. Lo cual le hace a uno pensar si Quevedo llegó alguna vez a comprender la diferencia fundamental que existe entre el Guzmán y el Quijote. Porque el Quijote era también, de hecho, una respuesta al Guzmán.

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La antigua locura y lo sagrado El destino tradicional del loco no era mejor que el del pícaro. De hecho, pudiera argüirse que era bastante peor. Por lo general la locura se ha visto siempre como una forma de existencia marginal más radical que la del delincuente o pícaro.Y a esta marginalidad más profunda correspondía, en una sociedad pre-moderna, una asociación igualmente profunda con lo sagrado. En una escala de posibles víctimas de la marginación social el lugar del loco estaría seguramente entre los más altos. La misma razón que lo salvaba de ser ejecutado en la plaza pública, como lo podía ser el delincuente, lo hacía aún más diferente de todos los demás, más intocable. El proceso de desacralización que conduce a la modernidad tenía que operar a un nivel aún más fundamental. Es decir, si fue difícil, como acabamos de ver, rescatar al pícaro de su tradicional y victimaria representación, más difícil parece que debiera de haber sido el rescate del loco. No obstante, Cervantes lo consiguió, en tanto que Alemán fracasó en el intento. Es más, creo que el hecho de que Cervantes lo consiguiera con un loco en lugar de un pícaro (que se tratara de locura en vez de delincuencia) puede tener en sí implicaciones cuya importancia y significación valdrá la pena explorar. Digamos en primer lugar que, aún hoy, resulta más fácil admitir que un delincuente no es siempre, inevitablemente, un delincuente que lo es admitir que un loco no lo sea siempre, inevitablemente. Aún

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hoy la idea más común, la que puede tener el hombre de la calle, como suele decirse, parece ser la de que la locura abarca al individuo en su totalidad de manera más tenaz o radical que la delincuencia o criminalidad. Cuando un comportamiento criminal alcanza un cierto grado de violenta inevitabilidad, lo asociamos casi automáticamente con alguna forma de locura, llamamos al criminal sicópata. En la sociedad pre-moderna, mucho más ligada a tradiciones y modos de pensar inmemoriales, ese carácter global, totalizador, de la locura es inseparable de lo sagrado. Asociación esta entre la locura y lo sagrado de la que se viene hablando desde hace más de un siglo. Cualquiera que fueran las circunstancias inmediatas, la locura se sentía como algo que fulminaba desde fuera, desde un más allá, y transformaba al individuo en un ser humano especial, diferente de otros seres humanos, un ser ambivalente: por una parte, intocable, peligroso, portador de una enfermedad o perturbación que, de extenderse, pondría a la comunidad en un peligro extremo, el de un derrumbe total de todas las diferencias sobre las que se asienta la posibilidad de una cultura humana, de una convivencia social, y, por otra parte, portador asimismo del antídoto y defensa contra esa misma perturbación. En otras palabras, el loco era a todas luces una figura sacrificial. Su comportamiento errático llevaba el signo de «la crisis sacrificial», en términos girardianos. Zijderveld es uno de los sociólogos que más se han acercado al entendimiento de la locura como un fenómeno sacrificial dentro de la mentalidad del hombre primitivo. He aquí sus palabras: [In] his myths and rituals «primitive» man transfers himself to the primeval time prior to history in which he becomes the contemporary of the gods and shares their work of creation. This again throws light on the eerie behaviour of the ceremonial fool: he is the representative of the primeval chaos, the «tohowabohu» which existed prior to the creation of the cosmos.The anarchic behaviour of these ritual clowns demonstrates in a lively manner what the raw material has been, out of which the gods once created the cosmos, the present order —nature, society, culture. It is indeed a regression— a mythic mimesis of illud tempus […]. Ceremonial folly […] is a dangerous activity, which can only be executed anonymously [i. e., with masks] and ritually. But it is also a necessary activity […].The behaviour of these revolting fools […] demonstrates, in a vivid and very concrete manner, what would happen to the participants in society should they decide to abandon their culture […]: they would chan-

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ge into cultural protoplasm [i. e., complete undifferentiation], into witless and revolting monster s1.

Por otra parte, a los locos se les ha atribuido tradicionalmente una sabiduría especial y hasta poderes proféticos. Es esta ambivalencia sagrada la que mantiene también a esa variedad de loco que es el bufón de corte, el court jester, objeto de pública risión, junto al centro del poder político y social, junto al príncipe, de quien es una especie de doble antitético, un doble que, en épocas más primitivas, era un sustituto sacrificial. En la historia de la Cristiandad esa ambivalencia sagrada primitiva sufre a veces una peculiar transformación o adaptación. Puede injertarse, por así decir, en la idea de que la sabiduría de Dios es locura para el mundo y de manera aún más concreta en la idea típicamente paulina de que los apóstoles son locos o «necios por amor de Cristo»: Dios a nosotros, los apóstoles, nos ha asignado el último lugar, como a condenados a muerte, pues hemos venido a ser espectáculo para el mundo, para los ángeles y para los hombres. Hemos venido a ser necios por amor de Cristo […]. Hasta el presente pasamos hambre, sed y desnudez; somos abofeteados y andamos vagabundos […], hemos venido a ser hasta ahora como desecho del mundo, como estropajo de todos (I Corintios 4, 9-13).

Claro está, no es que San Pablo quiera padecer esta situación por sí misma. No es que él busque deliberadamente ser el «desecho del mundo», aunque esté alegremente dispuesto a sufrir todo eso por amor de Cristo. Pero esta locura o necedad por amor de Cristo puede llegar a convertirse en algo así como una vocación, una decisión consciente y deliberada de convertirse en loco por Cristo, y de tal manera que no es siempre fácil distinguir esta locura fingida de la verdadera, cuando se leen las historias de estos locos santos. Lo cual no es de extrañar, porque el halo de santidad, de sacralidad, se percibe como inseparable de los signos de la locura, son los mismos signos, intervenga o no una decisión consciente. Este fenómeno histórico ocurre con especial frecuencia en la Cristiandad Oriental. En Rusia estos locos santos se dan todavía en el siglo XVI. Según Saward:

1

Zijderveld, 1982, pp. 148-49.

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The greatest era of the yurodivye —fools for Christ— in Russia is the sixteenth century. Nearly all travellers to Muscovy at this time mention them, including the Englishman, Giles Fletcher, who wrote as follows: «They have certain hermits,whom they call holy men, that are like gymnosophists for their life and behaviour […].They use to go stark naked save a clout about the middle, with their hair hanging long and wildly about their shoulders, and many of them with an iron collar or chain around their necks or midst, even in the very extreme of winter. These they take as prophets and men of great holiness, giving them a liberty to speak what they list without any controlment, though it be of the very highest himself. So that if he reprove any openly, in what sort soever, they answer nothing, but that it is pro graecum, that is, for their sins»2.

«Dándoles libertad de decir lo que les plazca sin ningún control» («giving them liberty to speak what they list without any controlment»). ¿Qué lector de las Novelas ejemplares no piensa en El licenciado Vidriera al leer esto sobre los locos sagrados de Rusia? Sin embargo, existe una diferencia fundamental. Tomás Rodaja, el loco, no es un santo. La gente acude a él para escuchar o su sabiduría o sus agudezas, pero no hay nada sagrado en torno a su figura. El irónico narrador se maravilla de que nadie le preste atención a este sabio licenciado una vez curado de su locura.Y el lector, en efecto, se queda cavilando sobre cuál pueda ser la razón de que la gente escuche con admiración a un loco y no le preste atención a un cuerdo. Está claro que a los ojos de Cervantes la aureola sagrada ha desaparecido, pues la pregunta queda en el aire sin respuesta. Ahora bien, es altamente significativo que surja la pregunta. Pues eso quiere decir que, históricamente hablando, Cervantes está aún cerca de una antiquísima concepción de la locura, una concepción que, evidentemente, está cambiando con gran rapidez a medida que desaparece su asociación con lo sagrado y solo encuentra plausible una explicación humana de su objeto3. Pero no es único el caso del licenciado Vidriera. Piénsese, por ejemplo, en la imagen que ofrece el loco Cardenio cuando aparece por

2

Saward, 1980, p. 23. 3 ¿No se sitúa también en esta transición histórica El elogio de la locura de Erasmo? Comp. Willeford, 1969, p. 25:«Erasmus’s notion of madness as folly, and as a blessing, is crucial to his whole enterprise of ironic praise.The notion entails a rhetorical trick that complements that by which he has banished the dangers of madness:having con-

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primera vez entre los riscos de Sierra Morena. He aquí los detalles: a don Quijote «figurósele que iba desnudo, la barba negra y espesa, los cabellos muchos y rabultados […] los muslos cubrían unos calzones […] tan hechos pedazos, que por muchas partes se le descubrían las carnes». Se mueve rapidísimamente, «saltando de […] de risco en risco y de mata en mata, con extraña ligereza». El cabrero insistirá más tarde en esa extraordinaria rapidez. Buscándolo por toda la sierra, los cabreros tardarán dos días en encontrarlo, «metido en el hueco de un grueso y valiente alcornoque». Todos estos elementos que forman la imagen de Cardenio y lo señalan como loco coinciden con los típicos componentes estructurales de la locura, que el profesor Ó Riain ha descubierto en las sagas de los gelta, locos o salvajes santos de la tradición irlandesa,según nos informa el profesor Saward, quien a su vez descubre la semejanza entre los gelta y los locos santos de la Cristiandad oriental: In order to facilitate our comparison with the Eastern evidence it will be useful to reproduce Professor Ó Riain’s list of the structural components of madness in the sagas of the gelta: THE OCCASIONS OF MADNESS: (i) the curse of a sacerdos; (ii) a battlefield experience; (iii) consumption of contaminated food or drink [aplicable al licenciado Vidriera]; (iv) the loss of a lover. THE STATE OF MADNESS: the madman (i) takes to the wilderness; (ii) perches on trees; (iii) collects firewood;(iv) is naked, hairy, covered with feathers or clothed with rags; (v) leaps and/or levitates; (vi) is very swift; (vii) is restless and travels great distances; (viii) experiences hallucinations ; (ix) has a special diet. THE OCCASIONS OF RESTORATION TO SANITY: (i) intervention of a sacerdos [No creo que la intervención del cura, en el caso de Cardenio, se ajuste al tipo, pero sí se ajusta la del religioso que interviene

vinced us of the blessing of madness, he plays with the various senses in which this blessing may be understood. Sometimes, for example, he regards such madness, satirically, as equivalent to vanity and self-delusion; and at other times he regards it as analogous to a transformation of consciousness that would allow us to see things more truly. And, quite generally, he is at pains to keep us from knowing for certain in what sense he is, at a given moment, praising folly. As a result of these pains, and despite the subtle logic of his ironies, we feel that in the Praise of Folly madness is a unitary and contagious force, as it was in folk belief».

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en el caso del licenciado]; (ii) consumption of blessed food or drink; (iii) the act of coition4.

Saward añade el siguiente comentario a la cita de Ó Riain: «In section (A),while madness in the East does not follow a curse, it usually follows self-accusation or conviction of sin; folly for Christ’s sake has a strong penitential aspect»5. A este respecto debemos recordar la explicación que les da Cardenio a los cabreros en uno de sus momentos de lucidez: nos dijo que no nos maravillásemos de verle andar de aquella suerte, porque así le convenía para cumplir cierta penitencia que por sus muchos pecados le había sido impuesta.

Y no olvidemos tampoco que esta es la ocasión de que se le ocurra de pronto a don Quijote hacer penitencia por su señora Dulcinea, a imitación de Amadís, y de volverse loco, a imitación de Roldán. Desacralización de la locura Pero, subrayemos una vez más, pese a las semejanzas formales, el loco Cardenio no tiene nada de santo ni de sagrado. Su locura no inspira sobrecogimiento, miedo reverencial, ni siquiera un silencioso respeto; solo inspira compasión. Los cabreros solo quieren ayudarle y, si es posible, llevarlo al pueblo más cercano para ver si lo pueden curar. Sería absurdo pensar, por ejemplo, que el loco Cardenio pudiera hacer milagros. Su locura es una gran desgracia exclusivamente humana. La desacralización de la locura se extiende por todo el Occidente cristiano en la segunda mitad del siglo XVI. En Oriente tardará algo más. Según Saward: the last Russian fool for Christ’s sake was canonized in the seventeenth century. After this period the fool became suspect not only during his lifetime but also after his death; not even the cultus of the yurodivye was sufficient for the Church to admit another subversive to the ranks of the blessed6.

4

Saward, 1980, pp. 40-41. Traduzco: ‘En la sección (A), aunque en Oriente la locura no es resultado de una maldición,suele estar precedida de una auto-acusación o convicción de pecado; la locura por Cristo tiene un acusado carácter penitencial’. 6 Saward, 1980, p. 23. 5

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Es importante asimismo tener en cuenta que la antigua concepción de la locura se hace profundamente sospechosa, como dice Saward (tanto para los católicos como para los protestantes y los ortodoxos), precisamente y de manera explícita por su profunda asociación con lo sagrado primitivo o pagano. La Iglesia sabía perfectamente que, como dice Zijderveld, «throughout the Middle Ages, folly functioned as a desguise for ancient forms of magical paganism»7. Pero, claro está, no se podía hacer con la locura lo que se hizo repetidamente con el teatro, al que también se le echaba en cara su origen pagano sacrificial. La locura no era algo que se pudiera prohibir o suspender. Por tanto, ¿qué ocur re con la vieja concepción de esta locura al desacralizarse? Lo que ocurre es lo siguiente: el peligro, la amenaza catastrófica de un derrumbe total, sigue ahí, aún se siente. Lo que desaparece es el carácter sagrado de la catástrofe, su función fundadora, la necesidad de acudir a ella de manera reverencial, como remedio contra ella misma. Esa violencia catastrófica, la gran crisis, ya no salva a nadie, solo hunde, solo destruye. El lado benéfico ha desaparecido. No tiene la aprobación de Dios. El Dios cristiano no surge de esa crisis y, por consiguiente, no la santifica. Ahora bien, si Dios no está en la crisis catastrófica, la crisis misma deja de ser en última instancia inevitable. No será ya la última palabra. Si la crisis no cuenta con la aprobación divina, no tiene por qué existir o, al menos, debe de haber alguna forma de evitarla o de reducirla. Por paradójico que, a primera vista, pueda parecer, el hecho de que la violenta crisis no ofrezca en sí misma remedio alguno, hubo de sentirse como un extraordinario alivio. Es decir, la desacralización no oculta en modo alguno la violencia de la crisis de la que da testimonio la locura, el peligro que supone la locura. Todo lo contrario, hace aún más visible la capacidad destructora de esa crisis; destructora no solo de la mente o el espíritu del individuo, sino del fundamento mismo de la sociedad. El carácter, en última instancia, colectivo de la crisis aparece ahora, descorrido el velo sagrado, con una nitidez sin precedentes. Foucault ha podido observar esta visión apocalíptica de la locura en la transición de la Edad Media a lo que él llama la Edad Clásica. Es la visión que él califica de «cósmica» o «trágica»:

7

Zijderveld, 1982, p. 40.

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Le thème de la fin du monde, de la grande violence finale n’est pas étranger à l’expérience critique de la folie telle qu’elle est formulée dans la littérature. Ronsard évoque ces temps ultimes qui se débattent dans le grand vide de la raison: Au ciel est revolée et Justice et Raison, et en leur place, hélas, règne le brigandage, la haine, la rancoeur, le sang et le carnage. Vers la fin du poème de Brant [Das Narrenschiff o La nave de los locos, 1494], un chapitre tout entier est consacré au thème apocaliptique de l’Antechrist: une immense tempête emporte le navire des fous dans une course insensée qui s’identifie à la catastrophe des mondes8.

De hecho, Foucault piensa que tanto Cervantes como Shakespeare son todavía testigos de esa concepción cósmica de la locura: Et sans doute, sont ils, l’un et l’autre [Cervantes et Shakespeare], plus encore les témoins d’une expérience tragique de la Folie née au XVe siècle, que ceux d’une expérience critique et morale de la Déraison qui se développe pourtant à leur propre époque. Par-déla le temps, il renouent avec un sens qui est en train de disparaître, et dont la continuité ne se poursuivra plus que dans la nuit9.

Creo que en este caso tiene razón el crítico, aunque no haya nada de «fascinante» en esa experiencia «cósmica» de la locura en Cervantes o Shakespeare, en el sentido en que también dice Foucault que en el siglo XV «la folie fascine l’homme». Si esa fascinación (obviamente ligada a lo sagrado) pudo existir todavía en el siglo XV, ese ya no es el caso de Cervantes ni de Shakespeare. Pero leyendo los versos citados de Ronsard, uno no puede por menos de pensar en el soneto del loco Cardenio: Santa amistad, que con ligeras alas, tu apariencia quedándose en el suelo, entre benditas almas en el cielo subiste aleg re a las impíreas salas: desde allá, cuando quieres, nos señalas la justa paz cubierta con un velo, por quien a veces se trasluce el celo de buenas obras que a la fin son malas. 8 9

Foucault, 1961, pp. 32-33. Foucault, 1961, p. 47.

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Deja el cielo, ¡oh amistad!, o no permitas que el engaño se vista tu librea, con que destruye la intención sincera; que si tus apariencias no le quitas, presto ha de verse el mundo en la pelea de la discorde confusión primera.

Al subirse al cielo la «santa amistad» solo queda en la tierra su simulacro, una pura apariencia fraudulenta, que se parece a la «santa amistad» pero no lo es. Es esta situación interpersonal sin puntos de referencia fiables, incapaz de distinguir con seguridad entre lo verdadero y lo falso, lo que conduce al mundo a «la pelea de la discorde confusión primera». Ahora bien, es evidente que el signo visible, el anuncio, de esa violenta confusión, de ese caos primigenio, es la furiosa locura de Cardenio, en cuya raíz encontramos precisamente una historia de amistad fraudulenta que, en principio, parecía auténtica. Y tengamos siempre en cuenta la explícita, deliberada, conexión que establece Cervantes entre la furiosa locura de Cardenio y la ridícula, imitativa, locura de don Quijote. Nos reímos de don Quijote, pero más allá de la risa se vislumbra la figura del furioso loco Cardenio como un horizonte devastador, una posibilidad apocalíptica. Lo que Cervantes ve o intuye en el loco es, por consiguiente, un anticipo, una muestra individual, de algo que puede extenderse a toda la sociedad, poniendo en peligro su misma supervivencia. En última instancia no hay aquí ninguna diferencia fundamental entre la amenaza que supone la locura para la mente de un individuo o para la comunidad entera, entre locura individual y locura colectiva. Desde esta perspectiva «cósmica» o «trágica», bien puede decirse que la demencia individual es la experiencia individualizada de una crisis colectiva10.

10

Comp. Willeford, 1969, pp. 75-76: «The chief motive behind the adoption by depth psychologists of words and concepts from anthropology lies in the suggestiveness of the analogies to be seen in the behavior of primitives, children, the mentally ill, and normal people under exceptional circumstances. It is clear to us now that such analogies yield readily to oversimplification. Yet they cannot, I believe, be ignored if we wish to arrive at a deeper understanding of either psychological or cultural facts and especially of areas in which collective and individual psychology are inseparable and even one. I believe that earlier anthropologists were right in assuming that there are such areas and were justified in being interested in them.These an-

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Modernidad de la nueva visión desacralizada Lo que tal vez pueda sorprender es el hecho de que esta visión «cósmica» y desacralizada de la locura se anticipe a ciertas reflexiones de la más avanzada siquiatría de nuestros días. «Emergent madness is a collective event lived in solitude», nos dice Grivois, jefe de siquiatría del Hospital Municipal de París (Hôtel-Dieu): to be mad is not only the feeling of being uniquely in contact with all humanity, whether as alienated from it or as uniting all of it in oneself […]. It is [also] to infer that one occupies a unique place in the human world. It is the feeling of being encircled by everyone11.

Después de esto no es de extrañar que Grivois se refiera, en otro lugar, a la locura naciente o emergente como «un mito sacrificial» («un mythe sacrificiel»): La psychose naissante n’est pas une simple affaire de perplexité réciproque qui tourne mal. Ruse de la psychose: elle est inopinée et imprévisible. Le psychotique semble venir d’un lieu et d’un temps inassignables, d’un point asymptotique de l’expérience humaine. La folie, tribut payé à l’hominisation [«La psychose est la folie universelle, celle qui n’épargne aucune culture, aucune societé», p. 8], est un mythe sacrificiel12.

Hoy no cabe ya la menor duda sobre el carácter interindividual de la alienación mental: «The place where madness is born […] is also the place where we all live together» 13: Patients admit the interpersonal origin of their travail. It is even the single point they never question. They feel a tacit participation of others in the most secret part of themselves […] they hesitate to attribute to themselves alone what they do and think, while what happens around them seems to be entirely dependent on themselves.While at the same time being dictated by others, guided, carried, curbed by the movement

thropologists raised questions […] about processes that extend over generations and that are embodied by individuals acting as members of groups […] the phenomena of mass psychosis, for example, show that these processes of more collective psychology are very much alive even now». 11 Grivois, 1999, pp. 120 y 105, respectivamente. 12 Grivois, 2001, p. 177. 13 Grivois, 1999, p. 117.

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of the world,patients have also the feeling of directing it, in a spiral without end or beginning14.

Por supuesto, hay que estar loco para verse uno a sí mismo como el centro de un mundo en el que todos conspiran contra uno y en el que, al mismo tiempo, todo depende de uno. Pero, como bien sugiere Grivois, eso no quiere decir que semejante experiencia individual, experiencia verdaderamente enloquecedora —que, por lo visto, se repite en multitud de casos, llegando a formar un esquema perfectamente reconocible— esté por completo desprovista de todo valor referencial,esté por completo desconectada de toda realidad o, por lo menos, de toda realidad que tenga sentido. Pues la estructura de esa experiencia individual que enloquece es como un eco de la estructura básica de esa insania colectiva de la muchedumbre victimaria que transfiere a una víctima completamente arbitraria la responsabilidad de todo. Si estas observaciones de la moderna siquiatría son acertadas, a través de la voz de la psicosis individual oímos la voz de la turba uniforme, indiferenciada. El loco puede verse a sí mismo como lo ve esa turba victimaria, sentirse al mismo tiempo víctima y verdugo, y la angustia de verse desposeído de su propia voz, de no poder decir «yo» con la confianza suficiente de que es él quien lo dice. Quién sabe si Quevedo hubiese podido descubrir un atisbo de esta locura en su pícaro, tan carente de personalidad, de intimidad, tan sin voz propia, si primero hubiese descubierto la locura victimaria de esa turbamulta folklórica a la que se unió sin el menor escrúpulo. Ni que decir tiene que mucho queda por investigar y analizar sobre esta relación entre mecanismos colectivos de carácter victimario y los mecanismos mentales de la locura individual. De lo único que se trata aquí es de poner de manifiesto que esa vieja visión «cósmica» de la locura, que vemos en Cervantes, ha de tratarse con mucho más respeto y seriedad de los que merecería una simple hipérbole poética. Tal vez ahora podamos comprender mejor lo que supuso para Cervantes romper con la multitud, salvar al loco de su destino inmemorial. No fue solo un acto de compasión —que sin duda lo fue— sino también un revolucionario cambio de perspectiva, de enfoque: de la visión pública, colectiva, a la visión individualizada. La locura, 14

Grivois, 1999, p. 107.

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ese viejo peligro de origen oscuro y perturbador, capaz de impulsar a la sociedad humana hacia «la pelea de la discorde confusión primera», se convierte ahora en un peligro más inmediato y urgente para el individuo, no cualquier individuo, sino ese individuo precisamente, el loco, hacia el que todos apuntan como portador del germen de la catástrofe; el mismo hacia el que también todos vuelven los ojos con sobrecogimiento, con temblor reverencial. Porque desacralizar a ese individuo, al loco, no hubiera tenido sentido a no ser que se le salvara también de la turba victimaria, pues era la misma turba que lo contemplaba al mismo tiempo como algo sagrado. «La pelea de la discorde confusión primera» se convierte así en algo más que la imagen colectiva del miedo inmemorial a un origen violento perdido en el tiempo. Esa pelea se hace presente como un estado de ánimo, el estado de ánimo del loco, víctima individual aquí y ahora de esa antigua imagen y de ese antiguo miedo, miedo sagrado. Algo en la vida de ese individuo hace que se dispare de alguna forma ese miedo, algo lo pone en contacto con la posibilidad de esa «discorde confusión primera». Es decir, la locura amenaza a todos de la misma forma que amenaza a cada uno en particular, porque cada uno es una víctima en potencia de la locura. Así es que el loco, como víctima de la locura, no se diferencia de cualquier otra posible víctima. Expulsar al loco, por consiguiente, no elimina el peligro. Lo único que hace es quitarlo de la vista. Por otra parte, salvar al loco, al individuo humano, es, cuando menos, un paso en la dirección adecuada. Dirigir la atención hacia la cura del individuo es asimismo empezar a curar a la comunidad de su antiguo terror, causa de su propia insania sacrificial,la violenta confusión colectiva que exigía la expulsión de la víctima. Por ese camino, inevitablemente, el loco deja de ser una encarnación monolítica de la locura. El loco no será ya todo y siempre loco. La auténtica compasión (no prescrita, ritual, catártica) por la víctima de la multitud no puede ver al loco como loco por completo, puesto que lo ve digno de ser salvado de la multitud y de la locura al mismo tiempo. Es más, lo que es digno de salvación y cura en el loco es precisamente aquello que la violenta «confusión», colectiva y mental, pone en peligro o termina destruyendo. Es decir, la compasión le otorga al loco individualidad diferenciada, mismidad, un yo; en tanto que la locura amenaza con volverlo, desde dentro de sí mismo, en lo que la multitud, impulsada por el miedo sagrado a la insa-

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nia colectiva, ve en él, a saber, una proyección sacrificial, una encarnación, de su propia insania colectiva. Por tanto, desde el punto de vista de la compasión genuina, la vieja relación entre el loco y la multitud que lo expulsa, es vuelta del revés: el portador de la amenaza, del germen de la locura, no es el individuo como tal, en su más íntima singularidad personal, sino la multitud, la muchedumbre mimética, en la medida en que está constituida e impulsada por el viejo terror de la crisis colectiva, el colapso apocalíptico. El loco, en la medida exacta en que está loco, y no más allá, sucumbe a ese viejo terror, al espíritu de la multitud victimaria, el espíritu de Satán; se adhiere a la multitud en contra de sí mismo. Don Quijote, «un entreverado loco» Nos dice Cervantes que Alonso Quijano perdió por completo el juicio: «En efecto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo». Pero según nos adentramos en la novela, pronto descubrimos que esto no es así ni mucho menos.Alonso Quijano no perdió completamente el juicio. Si lo hubiese perdido por completo, no existiría el Quijote. Un don Quijote totalmente loco, para lo único que hubiese servido es para algo como lo que hizo Avellaneda, como ya hemos visto. O no hubiese servido para nada, artísticamente hablando, si la locura hubiese sido como la del furioso Cardenio. La furia de este último solo le sirve a Cervantes de manera puntual y dentro de un contexto mucho más amplio, que es el que le confiere a esa furia su significación propia. Cumplida su misión dentro de ese contexto, Cervantes tiene que olvidarse de ella para seguir manteniendo a Cardenio como un personaje con personalidad propia dentro de la novela. De la misma forma Cervantes hará caso omiso de su afirmación inicial sobre la pérdida de juicio en Alonso Quijano, para descubrirnos, no un loco de remate, sino «un entreverado loco», con muchos intervalos de lucidez, como le dijo a don Diego de Miranda su hijo. Don Quijote está loco, pues, pero no totalmente y, por tanto, no de manera inevitable y sin esperanza. Fue sin duda un toque artístico genial. Pero es igualmente indudable que esa idea de una locura parcial o incompleta encaja perfectamente dentro de una visión desacralizada y compasiva del loco que esté fundamentalmente interesada en la posibilidad de salvarlo o curarlo de su locura, precisamente

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la visión promovida por el proceso de desacralización que rescata a la víctima de su destino inmemorial. Ahora bien, si estas dos cosas van juntas, el genio artístico del novelista y su interés en salvar al loco de la locura, no nos debe parecer extraño descubrir que una visión similar, un cambio en la concepción de la locura, de total a parcial, sea la que aliente los primeros esfuerzos científicos por estudiar la locura con el propósito de curarla. La novela moderna y la siquiatría no son ni mucho menos la misma cosa. Pero resulta revelador comprobar que el mismo proceso histórico de desacralización que conduce a la una, conduzca también al desarrollo de la otra. Hablando de uno de los fundadores de la siquiatría moderna, Philippe Pinel (1745-1826),y de su Traité médico-philosophique sur l’aliénation mentale ou la manie (1801), ha escrito Swain lo siguiente: Cést une dimension réflechie, pourrait-on dire, que Pinel introduit dans la folie: pas de pleine coïncidence de l’aliéné avec lui-même au sein de l’aliénation, mais un rapport de soi à soi maintenu en dépit de la menace de son annulation présente comme horizon de l’aliénation. Et les implications d’un tel déplacement de la pro blématique doivent être soulignées. Ainsi sont rendus dès lors virtuellement pensables le conflit interne en jeu dans l’aliénation et l’aliénation elle-même comme manifestation d’un conflit. Qu’est-ce qui transparait en effet au travers de cette tension mettant l’être subjectif en question, sinon cette singulière capacité d’essence du sujet à se porter contre lui-même, seulement poussée à son paroxisme dans l’aliénation? […]. Autant que l’aliéné est conçu comme enfermé totalement dans son état, rien de plus est discernable dans ses actes et ses propos que la pure extériorisation d’un dérèglement, échappant par définition à la sphère du sens15.

Está claro que para esta moderna historiadora de la siquiatría, el cambio fundamental en la concepción de la locura, el cambio que hizo posible una aproximación científica, sin precedente, de la alienación mental, ocurre cuando la locura deja de verse como algo monolítico: C’est sur une idée quant à l’être de la folie […] que s’est fondée la connaissance [moderne] de la folie; c’est autour de cette idée et à sa pour-

15

Swain, 1977, pp. 85-86. Énfasis en el original.

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suite que s’est jouée son histoire. Elle surgit dans l’ouvrage de Pinel avec la critique de l’idée d’une folie complète. L’aliénation mentale n’est jamais totale: l’aliéné conser ve toujours une distance à son aliénation16.

Y trae en su apoyo nada menos que el testimonio de Hegel sobre el carácter pionero de la obra de Pinel. Según Hegel, nos dice Swain: [Avoir] découvert ce reste de raison dans les aliénés et dans les maniaques, l’y avoir découvert comme contenant le principe de leur guérison […] c’est là un titre qui appartient surtout à Pinel, dont l’écrit sur cette matière doit être consideré comme le meilleur qu’on possède17.

La relevancia histórica de esta nueva visión profundamente crítica de la vieja idea de la «locura completa» no es fácil de exagerar. Swain quiere además insistir y subrayar la profunda originalidad de la idea, el hecho de que es algo sin precedente: [Ce] qu’il importe […] de souligner, c’est le lien intime du fait psychiatrique tel qu’il se met en place à la charnière des XVIIIe et XIXe siècles, et de ce qui constitue l’originalité profonde de la société qui advient alors: sa capacité à se penser sans garant dans l’au-delà et à se justifier dans son organisation sans recours au sacré. Ce qui émerge à ce tournant comme conditions nouvelles d’abord de la folie émerge sous le coup d’une rupture sans précédent dans l’histoire humaine et au sein d’une société radicalement distincte de toutes celles qui l’ont précédée18.

En otras palabras, la crisis de la vieja idea de la «locura completa» está íntimamente ligada al profundo proceso de desacralización al que se vio sometida la sociedad occidental; ligada, por tanto, al nacimiento de un tipo de sociedad «sin precedente en la historia humana». No está claro en el texto de Swain en qué momento se produce este nuevo tipo de sociedad. Pese a la proximidad histórica del tratado de Pinel a la revolución francesa, la investigadora prefiere no insistir en ello. La revolución francesa puede servir simplemente, nos dice, como «un punto de referencia cómodo» («un repère commode»). Lo que, según Swain, se desacraliza es la relación con el Otro, fundamental en la locura («cette expérience-limite de l’Autre en soimême qu’est la folie»). La experiencia del Otro como el Otro abso-

16 17 18

Swain, 1977, p. 22. Énfasis añadido. Swain, 1977, pp. 39-40. Swain, 1977, p. 52.

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luto («Dieu créateur et législateur suprême», «l’invisible», «l’ailleurs») se desacraliza, es decir, se humaniza. El otro será un ser humano, no Dios. Con lo cual se hace posible el establecimiento de la relación terapéutica entre médico y paciente, que es la base del tratamiento médico moderno de la alienación mental. Aunque para que esta relación sea verdaderamente curativa, terapéutica, tendrá que ir más allá de lo puramente médico, porque se trata de una relación que, aun necesitada de la tradicional autoridad del doctor médico, exige que este último no actúe como tal: [La demande] naît dans la relation médicale; elle ne peut viser sa satisfaction que dans une relation qui soit le contraire de la relation médicale19.

En otras palabras, lo que el paciente exige es precisamente el tipo de relación humana que él solo, sin ayuda, se ve imposibilitado de conseguir o de mantener. Está claro, por tanto, que lo que el proceso de desacralización de la locura revela es, no solo un conflicto interno, un sujeto dividido contra sí mismo, sino, además, una crisis fundamental en la estructura misma de la intersubjetividad, en la estructura de las relaciones interindividuales, un sujeto en conflicto con el otro humano. Y, como ya vimos en Grivois, la crisis individual no puede separarse de la interindividual. El conflicto con el otro y con uno mismo son las dos caras de la misma moneda. La insistencia de Swain en el carácter radicalmente novedoso de este cambio en la concepción de la locura es extraordinaria. Esta revolución conceptual supone una ruptura, no solo con lo que la precedía inmediatamente, sino con la forma en que la humanidad se ha concebido siempre a sí misma desde el principio: brisant bien plus qu’avec ce qui précédait immédiatement: avec la façon dont l’humanité s’est pensée depuis ses origines20.

Es también importante subrayar que esta visión de Swain es radicalmente contraria a la mantenida con anterioridad por Foucault en su Histoire de la folie à l’âge classique, de lo cual es perfectamente consciente la investigadora, pese a su declarada admiración por la obra de este: 19 20

Swain, 1977, p. 56. Swain, 1977, p. 51.

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la plus forte à la fois la plus nourrie et la plus subtile, la plus étayée et la plus réfléchie qui ait été donnée du destin social de la folie dans l’Occident moderne et du sort qui lui a réservée la pensée médicale21.

Es contraria a la idea de Foucault, porque, para este, nada fundamental ocurrió con la obra de Pinel y su discípulo Esquirol. La objetividad científica del dominio siquiátrico fue, según Foucault, un resultado directo de la expulsión tanto social como epistemológica de la locura que había ocurrido ya en la época clásica, o sea, más de un siglo antes («pour Foucault […] le foyer du sens est en l’occurrence du côté de ce geste originel d’exclusion où s’est décidé pour toute une époque le destin de la folie»22). Swain piensa que Foucault es un ejemplo excelente de lo difícil que es a veces percibir la novedad de un determinado desarrollo histórico. Pero creo que se trata de algo más. No es simplemente que Foucault parezca incapaz de percibir la novedad radical de la crítica de la noción de locura total. De lo que se trata es de que el hecho que descubre Foucault, a saber, la expulsión histórica de la locura hacia los márgenes de la sociedad, es en sí mismo inseparable de la vieja noción de locura total. La crisis de esa vieja noción y la crisis de la lógica interna que da impulso a la expulsión son la misma cosa. La revolucionaria novedad de que habla Swain,ocurre precisamente a expensas y en detrimento de la lógica de la expulsión. Es más, si de una u otra forma la vieja noción de locura total ha sido siempre parte de la forma en que la humanidad se ha visto a sí misma desde el principio, como nos dice Swain, entonces la expulsión también ha estado ahí desde siempre de una u otra forma. Locura total y mecanismo de expulsión son inseparables.Y mi tesis es, naturalmente, que lo que de verdad está en juego, o en entredicho, en la desacralización que percibe Swain, es justamente el mecanismo social (y mental) de la expulsión victimaria. Ese mecanismo es lo que deja de anclarse en lo sagrado y, como consecuencia, pierde su justificación última, obligando a los miembros de la nueva sociedad a ser cada vez más conscientes de su última arbitrariedad. La visión de esos enajenados mentales expulsados de una u otra forma, en muchos casos encadenados de por vida, se hace cada vez menos justificable. 21 22

Swain, 1977, p. 29. Swain, 1977, p. 30.

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Swain lamenta el hecho de que la famosa historia de la liberación de los locos de Bicêtre por mandato de Philippe Pinel (que ella demuestra que no ocurrió en realidad) se haya antepuesto a su gran logro teórico, el desarrollo de la idea de que la alienación no es nunca total: Pinel devient […] l’homme du geste unique, inspiré tout à la fois par la vertu personelle et par l’esprit généreux de la Révolution […]. Ruse suprême de l’histoire, d’ailleurs, la légende suscite inévitablement par ce qu’elle comporte d’inexacte des oppositions que la remettent certes en cause, mais simultanément renforcent son rôle d’écran. Car Pinel, à n’en pas douter, n’a été ni le premier ni le seul à faire retirer leur chaînes aux «furieux». Mais ces débats […] n’ont pu contribuer qu’à enraciner la conviction que tout était dans le trop fameux geste libérateur, et par conséquent à occulter le fait que s’est joué à ces origines un événement dans le domaine des idées23.

Es verdad. Pero hay una lógica aún más profunda en ese proceso histórico que da preferencia al gesto liberador sobre el logro teórico. Porque es esa liberación, manifestación directa de la desacralización del mecanismo de expulsión, implícita, pues, en esa desacralización desde el primer momento, la que sirve de base al desarrollo teórico de la nueva idea sobre la enajenación mental y no al revés. Lectura crítica de Foucault Por su parte, Foucault es perfectamente consciente de que el mecanismo de expulsión que ha descubierto opera al nivel más profundo de la constitución de la sociedad humana. El gesto que expulsa a la locura y al loco es uno de esos gestos «oscuros», nos dice, por medio de los cuales una cultura humana se constituye a sí misma expulsando algo, algo que se convierte, a los ojos de esa cultura, en «El Exterior», lo Otro, el Más Allá: On pourrait faire une histoire des limites —de ces gestes obscurs, nécessairement oubliés dès qu’accomplis, par lesquels une culture rejette quelque chose qui sera pour elle l’Exterieur; et tout au long de son histoire, ce vide creusé, cet espace blanc par lequel elle s’isole, la désigne tout autant que ses valeurs. Car ses valeurs, elle les reçoit, et les main-

23

Swain, 1977, p. 47.

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tient dans la continuité de l’histoire; mais en cette région dont nous voulons parler, elle exerce ses choix essentiels, elle fait le partage qui lui donne le visage de sa positivité; là se trouve l’épaisseur originaire où elle se forme. Interroger une culture sur ses expériences-limites, c’est la questionner aux confins de l’histoire, sur un déchirement qui est comme la naissance même de son histoire24.

El problema es que, para Foucault, a ese nivel profundo en el que se hace una cultura humana, en el que operan esos «gestos oscuros» de expulsión, nada ha ocurrido jamás, por lo menos no en la historia de Occidente. La expulsión del loco que, a su juicio, caracteriza el final de la Edad Media, simplemente sustituye a la expulsión del leproso de la época anterior (y sepa Dios a qué otra expulsión sustituía la del leproso). Es decir, se puede hablar de cambios en la forma en que la sociedad occidental se ha justificado a sí misma la expulsión de la locura, pero no ha habido nunca cambios en la lógica fundamental del mecanismo expulsor. Uno de estos cambios de forma ocurre en la época clásica, es decir, segunda mitad del XVI y todo el XVII. En esa época, nos dice Foucault, parece «como que la locura está desacralizada»25. Lo que él llama el carácter «trágico» de la locura desaparece y esta se convierte en «sinrazón» («déraison»). Es así, como «sinrazón»,como la época clásica, la edad de la razón, expulsa la locura. Pero no la expulsa como la expulsaba la Edad Media, arrojando al loco fuera de la ciudad, donde la locura vagaba semi-oculta y sin control, y desde donde continuaba rondando como un fantasma la conciencia colectiva. Ahora, en lugar de esa antigua expulsión, la edad de la razón construye un muro alrededor de la locura. Esta es la época del «grand renfermement» o confinamiento26: L’internement détache la déraison, l’isole des ces paysages dans lesquels elle était toujours présente et en même temps esquivée […]. Par ce seul mouvement de l’internement, la déraison se trouve dégagée […]. Et la voilà par conséquent, localisée; mais dégagée aussi de ses ambiguïtés dialectiques et dans cette mesure-là cernée dans sa présence concrète. Le recul nécessaire est pris maintenant pour qu’elle devienne objet de perception.

24 25 26

Foucault, 1961, p. III. Comp. Foucault, 1961, p. 76: «la folie, au Foucault, 1961, p. 127.

XVIIe

siècle, est comme desacralisée».

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De esta forma, desacralizada, reducida a silencio, puro «objeto de percepción», la locura, convertida ahora en «sinrazón», está lista, por así decir, para convertirse, a los ojos de la razón, en objeto de estudio científico. Lo cual quiere decir que la ciencia de la siquiatría no tiene ningún derecho a proclamarse la liberadora del antiguo loco, a declararse inocente de toda participación en el viejo mecanismo de expulsión; pues debe su propia existencia, como ciencia, a la más reciente manifestación del antiguo mecanismo expulsor, al «gr a n confinamiento»: S’il est vrai que l’internement circonscrit l’aire d’une objectivité possible, c’est dans un domaine déjà affecté des valeurs négatives du bannissement. L’objectivité est devenue la patrie de la déraison, mais comme un châtiment. Quant à ceux qui proffesent que la folie n’est tombée sur le regard enfin sereinement scientifique du psychiatre, qu’une fois libérée des vieilles participations religieuses et éthiques dans lesquelles le Moyen Âge l’avait prise, il n’est faut pas cesser de les ramener à ce moment décisif où la déraison a pris ses mésures d’objet, en partant pour cet exil où pendant des siècles elle est demeurée muette; il ne faut pas cesser de leur remettre sous les yeux cette faute originelle, et faire revivre pour eux l’obscure condamnation qui seule leur a permis de tenir sur la déraison, enfin reduite aux silence, des discours dont la neutralité est à la mesure de leur puissance d’oubli27.

En resumen, por lo que concierne a la larga historia de la expulsión de la locura, nada fundamental ha cambiado. El nuevo distanciamiento científico, la nueva ciencia, es todavía heredera directa de toda esa larga historia: Elle s’instaure dans un mouvement de proscription qui rappelle, qui réitère même celui par lequel les lépreux furent chassés de la communauté médiévale 28.

Por supuesto que si la nueva ciencia no fuera más que eso, puro distanciamiento, fría objetividad, Foucault tendría razón. Pero ¿es eso y solo eso? Históricamente hablando, es imposible separar el desarrollo de la nueva manera científica de ver la locura de los continuos esfuerzos por aliviar la situación del loco, amenguar su aislamiento, for-

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Foucault, 1961, p. 129. Foucault, 1961, p. 129.

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talecer su humanidad básica. Es decir, históricamente, es imposible separar el desarrollo de la nueva ciencia de la erosión, del socavamiento gradual, del mecanismo expulsor. Swain es mucho más sensible que Foucault a esta conexión entre la nueva ciencia y el movimiento de liberación del loco como ser humano. Pero no avanza lo suficiente por ese camino, porque el proceso de desacralización que ella ve operativo en el desarrollo de la nueva ciencia, sigue siendo, en última instancia, puramente ideológico: la sociedad, de alguna forma no especificada, cambia su idea del Otro, de aquello que le es Otro; de alguna forma no especificada deja de creer en el carácter sagrado de esa alteridad y, en consecuencia, puede percibir la alteridad, la enajenación existencial, al fondo de la locura como un fenómeno puramente humano. A todo lo cual podría Foucault responder con razón que semejante cambio ideológico en la percepción del Otro no afecta en absoluto a la existencia o la efectividad de la expulsión social de la locura. ¿No es precisamente esa expulsión un mecanismo creador de alteridad,creador del Otro? ¿Qué importa que el Otro sea sagrado o no, si el mecanismo cultural creador de otredad, de alteridad, sigue funcionando como siempre? El texto de Swain no puede proporcionar una respuesta adecuada, porque no ve la conexión fundamental entre la expulsión y lo sagrado. En otras palabras, nada de naturaleza puramente teórica o ideológica puede afectar a la lógica interna de la expulsión socio-cultural de que habla Foucault. Este puede mantener siempre la prioridad de la expulsión frente a la teoría o la ideología. De hecho, también podría mantener la prioridad de la expulsión frente a lo sagrado. Pero, en este caso, tendría que explicar la conexión entre los dos, de la misma forma que lo hace en el caso de la teoría o la ideología científica. Es decir, Foucault tendría que explicar la conexión entre la violencia y lo sagrado, porque, en definitiva, la expulsión, ese «oscuro gesto» que limita y define a una cultura, es un gesto profundamente violento. Por otra parte, hasta cierto punto todo esto huelga. No es desde luego mi intención exponer aquí toda una lectura crítica de la visión de la historia que tiene Foucault. El hecho es que, aunque es verdad que «podría hacerse una historia de límites, de esos gestos oscuros por los que una cultura expulsa algo que deviene para ella el Exterior», también es posible hacer una historia de la erosión o derrumbe de to-

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dos esos «límites» creados mediante la expulsión oscura. Como Foucault sabía bien, la historia de esos gestos expulsores sería la historia del miedo. Pero también es posible escribir una historia de la esperanza. Volvamos por un momento a esa expulsión de la locura que se produce en la forma de un «gran confinamiento» en el XVII y que Foucault considera como la base social y epistemológica sobre la que se levanta la moderna siquiatría. Admitamos que esto es así, que no hubiese existido sin esta expulsión la posibilidad de configurar la locura, la «alienación», como objeto científico. Aun así, ¿quién puede negar que esta nueva actitud científica haya contribuido de manera muy significativa a paliar la inhumanidad de la expulsión para el alienado? Porque la nueva mirada del científico no solo veía con mucha más nitidez el objeto de su ciencia, la alienación mental; también veía con el mismo aumento de nitidez el sufrimiento del alienado. Así es que, aun admitiendo que sea verdad lo que dice Foucault sobre el gesto expulsor que conduce a la nueva ciencia, ¿qué ha prevalecido en definitiva, la lógica de la expulsión, enraizada en el miedo, o su opuesto? Desde el punto de vista del individuo humano alienado, el que tal vez hubiese permanecido encadenado o enjaulado en el manicomio de por vida sin la llegada de la nueva visión del científico, no hay duda sobre la respuesta. Por consiguiente, si la expulsión creó la nueva ciencia,eso quiere decir que aun la expulsión puede convertirse en la sierva de su contrario, y que aun sus éxitos pueden ponerse en última instancia al servicio de su enemigo. Porque el auténtico enemigo de la expulsión de la locura, el que testifica en contra de ella, no es ni Nietzsche ni Artaud, sino el espíritu de la esperanza. Por eso, aunque Foucault tiene razón cuando detecta en Cervantes un sentido «cósmico» de la locura, permanece ciego ante la intención esperanzada que impulsa irresistiblemente la novela de Cervantes. Pues, aunque es verdad que este está de acuerdo con su época en que la raíz de la locura yace en un defecto de la voluntad y no de la facultad racional («[À l’âge classique] c’est dans la qualité de la volonté, et non dans l’intégrité de la raison, que réside finalement le secret de la folie» 29), no prevalece en él la intención expulsora. Cervantes no participa ni contribuye al «gran confinamiento». Ni siquiera está aso-

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Foucault, 1961, p. 168.

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ciado en Cervantes ese defecto de la voluntad con la malicia deliberada, la mala intención, aunque creo que Foucault aprecia bien en conjunto aquí la diferencia entre la concepción medieval y la moderna: Pendant tout le Moyen Âge, et longtemps au cours de la Renaissance, la folie avait été liée au Mal, mais sous la forme des transcendances imaginaires; désormais, elle communique avec lui par les voies plus secrètes du choix individuel et de l’intention mauvaise. Il ne faut pas s’étonner de cette indifférence que l’âge classique semble opposer au partage entre la folie et la faute, l’aliénation et la méchanceté30.

Está dentro de los resultados que cabe esperar de la desacralización el que la conexión de la locura con el Mal pase de ser concebida «sous la forme des transcendances imaginaires» a verse a través de las «vías más secretas de la opción individual y la mala intención». No obstante, una de las cosas sobre las que insiste Cervantes en su libro es que don Quijote, pese a estar loco, nunca actúa con malicia. Era «el bueno» cuando solo era Alonso Quijano y sigue siéndolo como don Quijote de la Mancha. Como dijimos en la «Introducción», la observación de Foucault se aplica mucho mejor a la concepción de la locura que muestra tener Avellaneda. Foucault permanece por completo insensible a la gran genialidad de Cervantes: la inteligente y clara compasión que siente hacia su loco. Y de manera aún más general, Foucault da por completo de lado a algo de crucial importancia en Cervantes, el estudio de las relaciones interpersonales, que en Cervantes es inseparable de las raíces humanas de la locura. Pues, como nos dice Cardenio, en la raíz de su locura está el hecho de que la «Santa Amistad» se ha ido al cielo, dejando aquí abajo solo una apariencia de amistad. Siempre es la «Santa Amistad», la relación interpersonal sana, la que desaparece o se vicia cuando aparece la locura. «Santa Amistad» y locura son, en principio, incompatibles. Tal vez por eso la clarividente intuición cervantina,que quiere salvar a su loco de la locura, que no quiere que esta lo absorba por completo, no se olvida nunca de que don Quijote no es nunca don Quijote a solas, sino don Quijote y Sancho. El barómetro que mide esa esperanza cervantina y su progresiva madurez es la relación entre los dos personajes.

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Foucault, 1961, p. 168-69.

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Al ignorar todo esto, creo que Foucault se equivoca radicalmente en su visión de la locura que cree descubrir tanto en Cervantes como en Shakespeare: Chez Cervantes ou Shakespeare, la folie occupe toujours une place extrème en ce sens qu’elle est sans recours. Rien ne la ramène jamais à la verité ni à la raison. Ell n’ouvre que sur le déchirement, et, de là, sur la mort. La folie, en ses vains propos, n’est pas vanité; le vide qui l’emplit, c’est «un mal bien au delà de ma pratique», comme dit le médecin à propos de Lady Macbeth; c’est déjà la plénitude de la mort: une folie qui n’a pas besoin de médecin, mais de la seule miséricorde divine31.

¿Qué le hace pensar a Foucault que la locura de Lady Macbeth «no tiene remedio» («qu’elle est sans recours»), que ya es «plenitud de muerte» («c’est déja la plénitude de la mort»)? Cuando el Doctor dice que «esta enfermedad está más allá de mi alcance» («This disease is beyond my practice») o que «ella necesita más al sacerdote que al médico» («More needs she the divine than the physician»), no está necesariamente diciendo que esa enfermedad no tiene cura posible. De hecho, el Doctor alude directamente a esa posibilidad en las palabras que siguen a las de la primera cita: Esta enfermedad está más allá de mi alcance. Sin embargo, he conocido casos de quienes caminaban dormidos, y que han muerto en sus camas santamente («This disease is beyond my practice. Yet I have known those which have walked in their sleep who have died holily in their beds», V, 1).

Como recordará el lector de Shakespeare, Lady Macbeth aparece en esa escena caminando y hablando al parecer dormida, pues aunque «sus ojos están abiertos […] sus sentidos están cerrados». Pero el Doctor sabe perfectamente que lo que está observando no es un simple caso de sonambulismo. De lo contrario, ¿porqué habría de decir también que «necesita más al sacerdote que al médico»? Es decir, el Doctor entiende que la enfermedad de Lady Macbeth es del espíritu y no del cuerpo. Él, «Doctor of Physic», no puede hacer nada al respecto. Pero eso no quiere decir que nadie pueda, puesto que hay personas con ese tipo de enfermedad que «han muerto santamente en sus camas». Pero para que esto ocurra tienen que arrepentirse, puesto que es la

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Foucault, 1961, p. 47.

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conciencia de su culpa lo que las lleva a la locura.Y ese tipo de cura es el paciente mismo el que tiene que llevarla a cabo, como el mismo Doctor le dirá a Macbeth poco después: Macbeth.- ¿Cómo está vuestra paciente, doctor? Doctor.- No tan enferma, señor, cuanto turbada por fantasías que acuden en tropel a impedirle que descanse. Macbeth.- Curadla de eso: ¿no podéis dar medicina a un ánimo enfermo, arrancar de la memoria una tristeza arraigada, borrar las turbaciones escritas en el cerebro, y, con algún dulce antídoto de olvido, despejar el pecho atascado con esa materia peligrosa que abruma el corazón? Doctor.- En eso, la paciente debe administrarse su propia medicina (V, 3)32.

Si hay un texto de Shakespeare en el que resulte especialmente inadecuado hablar de locura como algo «sin remedio» o «plenitud de muerte», este pudiera ser Macbeth. Porque en este drama la causa de la locura aparece de manera perfectamente explícita: un agobiante sentimiento de culpa que el «paciente» no puede quitarse de encima, resultado de un crimen que se describe como algo contra la ley natural, «unnatural»: el asesinato de un rey justo y generoso a manos del vasallo más favorecido y en el que más confiaba, y todos los asesinatos subsiguientes cometidos para encubrir el primero. Por difícil que fuera, la curación de semejante locura estaba siempre clara: un arrepentimiento y admisión públicos de la culpa, aceptando la pena merecida. El ejemplo a seguir lo tiene Macbeth desde el primer momento en el arrepentimiento público y la muerte ejemplar del Barón de Cawdor, «un caballero —dice el rey— en quien yo había puesto absoluta confianza», y que termina traicionando y volviendo sus armas contra el rey, que es precisamente lo que va a hacer Macbeth, quien llega frente al rey justo en el momento en que este pronuncia las palabras que acabo de citar. Y para que no quepa la menor duda al respecto, recordemos que lo primero que hace el rey al enterarse de la traición de Cawdor es transferir el título de Cawdor a Macbeth. Macbeth es ahora el nuevo Cawdor; semejantes en la traición, pero radicalmente opuestos en la forma en que cada uno se enfrenta a su propia culpa: el antiguo Cawdor pide públicamente perdón al rey en el momento de su ejecución y acepta la muerte: 32

Uso la traducción de J. M. Valverde (Barcelona, Planeta, 1994).

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Con toda franqueza confesó sus traiciones, imploró el perdón de Vuestra Majestad, y mostró un profundo arrepentimiento: nada en su vida le honró tanto como el modo de dejarla. Murió como quien se hubiera preparado de antemano para, en su muerte, arrojar la cosa más preciosa que tuviera como si fuera una insignificancia vana 33.

El contraste con la actitud de Macbeth es evidente y, a todas luces, deliberado. El nuevo Cawdor, Macbeth, incapaz de arrepentirse, es perseguido hasta el final desde el fondo de su conciencia por un enloquecedor sentimiento de culpabilidad que no le deja el menor respiro (y lo mismo, naturalmente, le ocurre a Lady Macbeth). Está claro que en Shakespeare, como en Cervantes, la locura y la culpa mantienen una estrecha y profundísima comunicación entre sí. Asistimos, por tanto, a una interiorización de la locura, de esa locura que, por otra parte, tiene una dimensión «cósmica», universal. La locura se adentra al fondo de la conciencia y allí se encuentra, se une y se funde con la culpa. Casi podríamos decir que allí, en el fondo, es imposible distinguir la una de la otra. La locura de Macbeth es una culpa que pugna desesperadamente por salir y no puede; que pugna por encontrar una justificación externa, algo ahí fuera a lo que agarrarse, y no puede; se revuelve entonces contra sí misma, intentando destruirse a sí misma y sin poderlo conseguir tampoco. El loco Macbeth es un individuo que se persigue a sí mismo desde el fondo de sí mismo. Lo curioso del caso es que este clarividente loco de Shakespeare nos dice también que esto no pasaba antes, que esta persecución interna no existía «en el tiempo antiguo», en la sociedad de «los gentiles». Se trata, por tanto, de algo nuevo34: Mucha sangre se ha vertido antes de ahora, en tiempos antiguos, antes de que leyes humanas purificaran la sociedad [de su estado salvaje]; sí, y después también, se han cometido asesinatos demasiado horribles para el oído. Hubo un tiempo en que cuando se sacaban los sesos, el hombre se

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Macbeth, I,4: «Very frankly he confessed his treasons,/ Implored your Highness’s pardon, and set forth / A deep repentance. Nothing in his life / Became him like the leaving it. He died / As one that had been studied in his death / To throw away the dearest thing he owed / As ‘twere a careless trifle». 34 Macbeth, III, 4: «Blood hath been shed ere now, i’ th’ olden time, / Ere humane statute purged the gentle weal; / Ay, and since too, murders have been performed / Too terrible for the ear. The time has been / That, when the brains were out, the man would die, / And there an end. But now they rise again, / With twen-

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moría, y se acabó. Pero ahora se vuelven a levantar, con veinte heridas mortales en la coronilla, para echarnos de nuestros asientos.Y esto es más extraño que el crimen mismo

Macbeth alucina.Ve que el fantasma de su última víctima, Banquo, se levanta ante él y ocupa su asiento en el banquete. Nadie lo ve, naturalmente. Es una experiencia puramente interna impulsada por la conciencia de su culpa. Esto es lo que lo persigue. En el tiempo antiguo, si uno mataba a un hombre, alguien podía venir contra ti, un pariente, por ejemplo, o los dioses que favorecían al muerto, o tal vez las arpías del infierno. Pero esto de ahora es diferente. Es la imagen misma de tu crimen la que te persigue, el muerto se levanta con todas las señales del crimen todavía en la cabeza y viene a ocupar tu sitio. Esto es lo extraño: no el crimen mismo, sino el hecho de que no pueda uno deshacerse de él. Y eso quiere decir que el viejo sistema, en el cual el homicidio y sus consecuencias no se adherían a la conciencia íntima, sino que eran asimiladas y encontraban su explicación dentro del sistema mismo, ya no funciona. En el viejo sistema uno tenía que permanecer alerta, en guardia frente a las consecuencias del crimen, y hasta cabe que uno se arrepintiera de haberlo cometido. Pero uno no se volvía loco de pura culpa. Lo nuevo no es lo que Macbeth ha hecho, sino la locura de Macbeth como consecuencia de haberlo hecho.Y esta locura, a los ojos de Shakespeare, tiene una extraordinaria significación histórica, porque es inseparable del hecho de que el viejo sistema se ha derrumbado. O sea,Macbeth es ya un loco moderno, por así decir. Loco como consecuencia de haber sido ya «evangelado», gospelled, para usar sus propias palabras. Pertenece a un tiempo nuevo, en el que la violencia humana ha perdido su justificación última, transcendente, sagrada, y es devuelta a su agente, desnuda, desacralizada y, por lo mismo, interiorizada. La razón de la locura de Macbeth después de haber matado al rey es la misma que le hace vacilar interminablemente a Hamlet frente a su deber, supuestamente «sagrado», de matar al rey para vengar la muerte de su padre. La locura real de Macbeth es lo que se oculta verdaderamente por detrás de la ficticia locura de Hamlet. El histrio-

ty mortal murders on their crown, / And push us from our stools.This is more strange / Than such a murder is».

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nismo de este, su parálisis de la voluntad, su obsesivo deseo de hacer de su caso un espectáculo de teatro, con la esperanza inútil de que a fuerza de fingir, la ficción se convierta en realidad, etc., etc., no hacen sino dar testimonio del hecho de que el deber sagrado de la venganza, aun la más sagrada de las venganzas, la que pide un padre asesinado, ha perdido ya toda su fuerza, se ha convertido en un simulacro sin verdadera sustancia35. En resumen, en Shakespeare la locura no es algo de origen misterioso que por misteriosas razones se abate sobre un ser humano «sin remedio» posible, como una irrevocable sentencia de muerte, «la plénitude de la mort», como cree Foucault.Y es precisamente por eso, o sea, porque no es plenitud de muerte, porque no es algo sin esperanza posible, por lo que es posible el recurso «a la misericordia divina». Este recurso a la misericordia divina no es en absoluto lo que imagina Foucault. No es un gesto de desaliento o desesperanza, un rendirse ante lo inevitable, una manera de decir «la cosa no tiene remedio, que Dios se apiade del loco, aquí no hay nada que hacer». Es, por el contrario, un gesto de esperanza, una petición de ayuda para hacer algo que todavía se puede hacer. Ponerse en manos de la misericordia divina no es pedirle a Dios que haga lo que yo no puedo hacer; es pedirle que me ayude a hacer lo que yo, y nadie más que yo, tengo que hacer: «el paciente tiene que administrarse su propia medicina» («therein the patient must minister to himself»). En Shakespeare una locura sin remedio es simplemente el infierno, o un anticipo existencial y viviente del infierno. Lo cual quiere decir también que «el paciente», tal vez como Macbeth, que insiste en resolver el problema sin ayuda divina (sin arrepentimiento), puede, en efecto, empujar y acelerar el enloquecedor círculo vicioso en el que se ha metido, más allá de toda esperanza. En cuyo caso, la única pregunta que cabría hacerse es si, al llegar el paciente a ese punto, se ha llegado también al punto en el que la misericordia divina solo le sirve al «paciente» como último trampolín para lanzarse de cabeza al infierno, a la eterna desesperanza. Pero esta es ya una pregunta de tipo teológico que yo no sé si Shakespeare se la planteó alguna vez. De lo que no cabe la menor duda es de que Shakespeare creía en la posibilidad de una resolución típicamente cristiana de la locura. Un claro ejemplo de esto lo tene-

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Girard, 1991, p. 271.

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mos en la solución cristiana a la locura rabiosa de los celos de Leontes en The Winter’s Tale. La curación y la muerte de don Quijote De don Quijote también podemos decir que «necesita más del sacerdote que del médico», puesto que es la misericordia de Dios la que lo salva en el último momento: Despertó […] y dando una gran voz, dijo: —¡Bendito sea el poderoso Dios, que tanto bien me ha hecho! En fin, sus misericordias no tienen límite, ni las abrevian ni impiden los pecados de los hombres. Estuvo atenta la sobrina a las razones del tío […]. —¿Qué es lo que vuestra merced dice, señor? ¿Tenemos algo de nuevo? ¿Qué misericordias son estas, o qué pecados de los hombres? —Las misericordias —respondió don Quijote—, sobrina, son las que en este instante ha usado Dios conmigo […].Yo tengo juicio ya, libre y claro, sin las sombras caliginosas de la ignorancia, que sobre él me pusieron mi amarga y continua leyenda de los detestables libros de caballerías.[…] Ya soy enemigo de Amadís de Gaula y de toda la infinita caterva de su linaje; ya me son odiosas todas las historias profanas del andante caballería; ya conozco mi necedad y el peligro en que me pusieron haberlas leído; ya, por misericordia de Dios, escarmentando en cabeza propia, las abomino (II, 74).

Dios salva a don Quijote de la locura, haciéndole ver las cosas «libre y claramente», rescatándolo de «las sombras caliginosas de la ignorancia»; no porque Dios piense tal vez que es una lástima que una buena persona como don Quijote no tenga una mente sana. Si es Dios el que lo salva, eso quiere decir, claro está, que el loco don Quijote, aun sin darse posiblemente cuenta cabal de ello, no iba en dirección a Dios, o sea, iba camino del infierno (teológico o existencial, no importa). Por consiguiente, el reconocimiento por parte de don Quijote de la misericordia divina no es solo un acto de agradecimiento, sino también de arrepentimiento. El «abomina» ahora de «todas las historias profanas del andante caballería», y es «enemigo de Amadís de Gaula y de toda la infinita caterva de su linaje», como abomina y es enemigo de sus pecados. La locura lo apartaba de Dios. Era locura caminar hacia Amadís en lugar de caminar hacia Dios. Era locura colocar a Amadís en el lugar de Dios, hacer de Amadís un dios.

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No era solo el juicio de don Quijote lo que su locura ponía en juego y en peligro, era todo él, su último destino como ser humano lo que estaba en juego. La locura no era algo moralmente neutro en Cervantes, como tampoco lo era, según acabamos de ver, en Shakespeare. Aun sin ser necesariamente motivada por deliberada malicia (a don Quijote no se le ocurrió pensar nunca que Amadís fuera el rival de Dios), es, no obstante, un mal moral. Pero precisamente por su carácter moral, es decir, porque no constituye una perdida total de libertad, un proceso inevitable («Sans recours. Rien ne la ramène jamais à la verité ni à la raison» dice Foucault36), la locura de don Quijote está concebida como algo que puede tener remedio, y en la búsqueda de ese remedio juega un papel insoslayable el comportamiento y la voluntad del individuo. Esto es así, aunque Cervantes esté por otra parte convencido de que el individuo por sí solo no puede salir del terrible laberinto en el que él mismo se ha metido, convencido, por tanto, de que la ayuda divina es indispensable. Lo que nosotros debemos comprender es que esa esperanza, basada en profundas convicciones religiosas, es, históricamente hablando, el preludio necesario para el desarrollo de una actitud científica frente a la alienación mental. La ciencia se hace posible, cuando se cree posible la cura o el remedio basados en una decisión humana (incluida la decisión de pedir ayuda divina, con el consiguiente arrepentimiento), porque humana es la enfermedad que se trata de curar. A Cervantes y a Shakespeare la posibilidad de encontrar una cura o alivio científico a la locura les hubiese parecido la cosa más natural y maravillosa del mundo. A ninguno de los dos se le hubiese ocurrido jamás pensar que la esperanza en la ciencia y la esperanza en Dios eran cosas incompatibles, o que la esperanza en Dios suponía admitir que, humanamente hablando, no había nada que hacer, como parece que piensa Foucault. Sin negar en absoluto la realidad histórica del «gran confinamiento», manifestación moderna, atenuada, del antiguo mecanismo expulsor, no creo que esté ahí la clave última de la posibilidad histórica de una ciencia siquiátrica. Foucault permanece completamente ciego e insensible a otra actitud frente a la locura,contemporánea de ese «confinamiento», de la que dan testimonio claro y contundente tanto

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Foucault, 1961, p. 47.

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Cervantes como Shakespeare. Foucault ni ve ni entiende lo que entienden y ven estos, pero, en cambio, sí ve y entiende perfectamente lo que veía un Avellaneda. Ahora bien, puestos a elegir «heraldos de la nueva edad», buccinatores novi temporis, me parece más seguro y acertado quedarnos con Cervantes y Shakespeare que con Avellaneda. Por supuesto que es perfectamente posible, a la vista del texto cervantino, leer la repentina y completa recuperación de don Quijote al final de la novela como algo milagroso, una intervención directa de Dios en favor de un buen hombre que nunca le deseó mal a nadie. Pero esa intervención divina consiste simplemente en hacer que don Quijote vea, que don Quijote entienda, que don Quijote vuelva sobre sí mismo. Es decir, el milagro sería el de la conversión de don Quijote. La curación de la locura consiste en una reordenación o reestructuración del entendimiento y la voluntad individual en dirección a la claridad, a la esperanza, una superación de la angustia, un reencuentro pacífico consigo mismo. ¿Qué más puede desear o conseguir la más avanzada intervención siquiátrica, el milagro de la ciencia? Ahora bien, llamar o no a esta conversión o curación final algo milagroso no creo que tenga gran importancia. Lo que sí es importante es comprender que la posibilidad de esa conversión y curación es parte integrante e imprescindible de la concepción que se formaba Cervantes de la locura de su personaje. Dentro de esta concepción cervantina es prácticamente imposible imaginar un final como el de Avellaneda: el loco encerrado en un manicomio. Sobre esto creo que todo el mundo estaría de acuerdo. Y si esto es así, cabe preguntarse sobre cuál de las dos posturas, la de Cervantes o la de Avellaneda, encaja mejor en el espíritu de la moderna siquiatría. No creo que la respuesta ofrezca dudas. Los pretendidos libe radores El hecho es que todo el mundo se rebelaría contra la idea de que el auténtico don Quijote, el único, el de Cervantes, terminara su vida encerrado en un manicomio. Pero, entonces, ¿cómo se explica que tantas generaciones de lectores en los últimos doscientos años no quieran curarlo tampoco? La idea de que el loco don Quijote padezca algo parecido a los locos de atar, como suele decirse, les horroriza. Todos están dispuestos a marchar juntos a las puertas del manicomio

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a exigir la liberación de don Quijote. Pero uno se pregunta qué pensaría don Quijote de todos estos quijotistas que lo aplauden y lo animan, si se enterara que ni uno solo de ellos cree en absoluto que don Florismarte de Hircania, don Cirongilio de Tracia, ni siquiera el mismo Amadís existieron en ningún momento. Seguro que don Quijote vería en esto una sorprendente contradicción, y no me cabe duda de que los amonestaría al respecto. Porque ese don Quijote, el que se toma completamente en serio la existencia real de los caballeros andantes, si de alguna manera misteriosa o milagrosa pudiera darse cuenta de que no hay verdad ninguna en todas esas aventuras caballerescas, seguro que buscaría inmediatamente una forma de curarse de su ilusorio deseo de ficción, de curarse de su locura, y se sentiría agradecidísimo a cualquiera que le proporcionara la forma de hacerlo. Porque ese don Quijote es un hombre honrado y sin dobleces, a quien en modo alguno se le ocurriría jugar egoístamente con la verdad, si de verdad se diera cuenta de lo que hacía. Yo creo que no tardaría en sentirse profundamente sospechoso de todo ese aplauso romántico. Y tendría toda la razón. Los literarios liberadores románticos del loco don Quijote no tienen ninguna intención de ayudarle con su locura. No solo no tienen el menor interés en un don Quijote cuerdo, es que no tienen el menor interés tampoco en un don Quijote genuinamente loco; o sea, loco de buena fe, verdadera y honradamente creído de que no lo está. Lo que estos liberadores románticos quieren es un rebelde, un don Quijote airado y resentido que no está realmente loco, pero todo el mundo piensa que lo está, en tanto que él, con gesto altanero, se viste la locura que le arrojan sus acusadores, en un acto de supremo desafío. Estos pretendidos liberadores no quieren una locura quijotesca simple, sino dúplice, es decir, adquirida con doblez, de rebote. Dicho de otra forma, ninguno de ellos cree en la realidad de la locura de don Quijote. No les importa esa realidad, solo les interesa el papel de don Quijote en el juego frente a los otros. Ven su locura, no en sí misma, sino en función de ese juego (o sea, como veremos, se han contaminado, sin sospecharlo, de la locura quijotesca). Por eso, pese a todas las apariencias en contra, por lo que concierne al destino del loco don Quijote, no hay ninguna diferencia fundamental entre los que se ríen de él, escarneciéndolo, y los que lo aplauden y proclaman héroe. A ninguna de estas dos clases de lectores le interesa hacer con don Quijote lo único auténticamente hu-

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mano y solidario que cabe hacer, curarlo de su locura. Con lo cual queda fuera de toda duda que estas dos típicas y paradigmáticas interpretaciones del Quijote están atrapadas en su ficción y, por tanto, regidas por el antiguo mecanismo victimario, el mecanismo del que Cervantes consiguió liberar tanto a su loco como a su novela. Ninguno de estos dos tipos de lectores, el heroico y el antiheroico, se da cuenta de que lo que hacen no es interpretar la novela sino repetirla, decir lo que la ficción de la novela, como tal ficción, les dice que digan. Es decir, leen la novela en la misma medida en que la novela los lee a ellos. En cuanto lectores críticos, creen que operan «científicamente», objetivamente. Pero no es así, porque «suspenden su incredulidad» ante la ficción (hablo de lo que en inglés se ha llamado «suspension of disbelief») hasta tal punto, tan completamente, que consideran, con toda seriedad, que la ficción de la novela es coextensiva, coincidente, con la verdad de la novela. Con lo cual su actitud, supuestamente científica, frente a la ficción novelesca resulta ser una variante crítica de la locura quijotesca, la que creía en la realidad de Amadís. Nunca se les ocurre pensar que la ficción de la novela pue da ser una trampa, una especie de señuelo. Cervantes, por el contrario, consiguió escapar del contagio de su propia novela, porque vio la realidad de don Quijote más allá de su locura, más allá de los límites de la ficción, como parte de una realidad que no puede ser ficcionalizada sin ser automáticamente desvirtuada; lo cual fue, en última instancia, la razón de que jamás perdiera de vista la posibilidad de la recuperación final de su loco personaje. La extraordinaria profundidad y realismo del Quijote no es la profundidad y el realismo de lo fingido. Es la profundidad y el realismo de ese acto de generosidad auténtica que prefiere la recuperación del loco, como si se tratara de un ser humano de verdad, al atractivo incitante de su propia ficción novelesca. Porque no es ciertamente el atractivo de la ficción, el deseo novelesco, lo que mueve a Cervantes a curar de la locura a don Quijote, sino todo lo contrario. Se ha dicho que una vez curado de la locura, don Quijote tiene que morir37, porque un don Quijote cuerdo ya no es don Quijote;

37 «[Il] aurait eté illogique que don Quichotte survive à la guérison de sa démence puisque, dans la perspective du roman, sa folie seule justifie son existence» (Bigeard, 1972, p. 154).

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ahí se acaba necesariamente la novela. Pero esto no es exactamente así. Es verdad que una vez curado don Quijote, la ficción novelística tiene que terminar, pero eso no implica necesariamente que don Quijote tenga también que morir. Y, por supuesto que don Quijote podía haber muerto sin haberse curado. Los locos se mueren igual que los cuerdos, y con la muerte también se acaba la novela. Es más, si Cervantes hubiera seguido el insistente consejo que los falsos liberadores de don Quijote le han venido dando a posteriori, don Quijote hubiese muerto no solo loco, sino defendiendo su locura, o sea, la superior cordura de su locura, que es lo que estos liberadores creen que les hubiera gustado (de hecho, eso hubiera supuesto una novela concebida de manera completamente distinta, que no les hubiera gustado). Decimos que, aunque no hubiera muerto don Quijote, una vez curado, la novela toca a su fin, porque, en efecto, un don Quijote cuerdo ya no tendría el menor interés novelístico. ¿Quién escucharía a un don Quijote cuerdo, aunque dijera las mismas cosas que decía el loco? ¿Escuchó nadie al sabio licenciado Vidriera cuando se curó de su locura? ¡Ah, la magia de la ficción literaria! Un don Quijote cuerdo, que quiere decir un don Quijote no literaturizado, rescatado del encantamiento absorbente de la ficción literaria, ya no tiene el menor interés literario. Repitamos, no es, pues, el atractivo de la ficción lo que mueve a Cervantes a curar a su personaje. Pero Cervantes no solo quiere curar a don Quijote, liberarlo de la ficción, sino, además, relacionar, conectar, esa liberación con la muerte, que es también el final de la novela. Ahí se acaba el Quijote, y que no venga ningún Avellaneda a intentar continuarlo: A quien advertirás, si acaso llegas a conocerle, que deje reposar en la sepultura los cansados y ya podridos huesos de don Quijote.

Don Quijote nació para Cervantes y Cervantes para don Quijote, como nos dice su pluma. La muerte tiene, por tanto, una doble y simultánea función: frente a ella, despierta don Quijote de su locura, se libera de la ficción, ve y reconoce su realidad, y, al mismo tiempo, a través de la muerte de don Quijote, Cervantes se dirige al lector para decirle precisamente que ahí termina la ficción, que no hay más que decir. Detengámonos aquí un momento: más allá de la referencia, puramente circunstancial, a Avellaneda, ¿no es esto también una invitación al lector a seguir el ejemplo del liberado don Quijote, del

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don Quijote cuerdo, una invitación a liberarnos de la magia que esa novela cervantina que acaba de terminar, ejerce todavía sobre nosotros, a curarnos nosotros también? Ni que decir tiene que sobre esto podría meditarse largo y tendido. Digamos aquí solamente que esa meditación no podría nunca olvidar el hecho de que la novela termina, no solo porque don Quijote se muere, sino también porque don Quijote se cura, es decir, como acabamos de ver, porque un don Quijote desencantado, des-literaturizado, no le sirve de nada al novelista, al fabricante de ficción; semejante don Quijote no es materia de ficción liter a ri a . Y como esa curación, ese des-encantamiento, se pro d u c e precisamente en contacto con la muerte, quiere decir que, en última instancia, lo que no se puede ficcionalizar, lo que no se puede desenraizar de lo real, es la muerte. Una muerte literaria, una muerte de novela, es un fraude, una mentira, o, como se dice vulgarmente, un dar gato por liebre; es, de hecho, un intento de negarse a la muerte de verdad (esto lo sabía bien Unamuno, aunque, como veremos, se olvidó de ello). Por supuesto que uno puede cerrar los ojos ante esa realidad y seguir haciendo literatura, que es la forma pagana o laica de la inmortalidad, no la vida eterna de los cristianos.Y como el cristianísimo Cervantes sabía eso perfectamente, tuvo buen cuidado de juntar las dos cosas, que se complementan e iluminan mutuamente, para construir un final de novela que de verdad anunciara el final de toda novela, la curación de don Quijote y la muerte.

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Entre la compasión y la burla: la singularidad de don Quijote —Sabed, señor, que a mí llaman el bachiller Sansón Carrasco; soy del mesmo lugar de don Quijote de la Mancha, cuya locura y sandez mueve a que le tengamos lástima todos cuantos le conocemos, y entre los que más se la han tenido he sido yo; y creyendo que está su salud en su reposo, y en que se esté en su tierra y en su casa, di traza para hacerle estar en ella […]. Esto es, señor, lo que pasa […] suplícoos no me descubráis ni le digáis a don Quijote quién soy, porque tengan efecto los buenos pensamientos míos y vuelva a cobrar su juicio un hombre que le tiene bonísimo, como le dejen las sandeces de la caballería. —¡Oh señor —dijo don Antonio— Dios os perdone el agravio que habéis hecho a todo el mundo en querer volver cuerdo al más gracioso loco que hay en él! ¿No veis, señor, que no podrá llegar el provecho que cause la cordura de don Quijote a lo que llega el gusto que da con sus desvaríos? Pero yo imagino que toda la industria del señor bachiller no ha de ser parte para volver cuerdo a un hombre tan rematadamente loco, y si no fuera contra caridad, diría que nunca sane don Quijote, porque con su salud,no solamente perdemos sus gracias, sino las de Sancho Panza su escudero (II, 65).

Esta conversación tiene lugar en Barcelona a continuación de la derrota de don Quijote a manos del Caballero de la Blanca Luna, o sea, el bachiller Sansón Carrasco. A su vuelta de Barcelona, camino de su pueblo, se detiene Sansón en el castillo del duque y le explica a este lo que acaba de pasar:

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Volviose por el castillo del duque, y contóselo todo […] y que ya don Quijote volvía a cumplir, como buen caballero andante, la palabra de retirarse un año en su aldea, en el cual tiempo podía ser, dijo el bachiller, que sanase de su locura; que esta era la intención que le había movido a hacer aquellas transformaciones, por ser cosa de lástima que un hidalgo tan bien entendido como don Quijote fuese loco (II, 70).

Hay quienes quieren curar a don Quijote por compasión, porque les da lástima, porque es lo que pide la caridad, y otros que no, otros que creen que, como dice don Antonio Moreno, «no podrá llegar el provecho que cause la cordura de don Quijote a lo que llega el gusto que da con sus desvaríos». No solo creen que curar a don Quijote es una pérdida, sino que piensan, además, que la cura es imposible. ¿Cómo puede uno esperar que se cure —dicen— un hombre tan completamente loco? Uno se pregunta qué hubiera dicho don Antonio al enterarse de la completa curación de don Quijote antes de morir. Cervantes no lo dice, pero creo que nos lo podemos imaginar: «Bien está, me alegro por él y espero que se haya ido al cielo. Pero ¿qué importa eso? Lo importante es que ya tenemos una crónica de todas sus interesantísimas locuras, gracias a los esfuerzos de un maravilloso autor, que lo puso todo por escrito. ¿Qué le importa a nadie cómo murió don Quijote? Lo importante es cómo sigue viviendo en la memoria de las gentes». Puede haber variaciones de un don Antonio a otro, pero creo que esta sería la sustancia de la respuesta. Esta es la clase de respuesta que queda implícita en las palabras de don Antonio Moreno a Sansón Carrasco. Si prestamos atención tanto a las palabras de don Antonio como a esta implícita respuesta podremos notar un cierto tono admirativo. El personaje habla de gracias y locuras quijotescas, pero está claro que se siente muy atraído por ellas, y no digamos de los sucesivos don Antonios que ahora ven tales gracias y locuras vaciadas en molde literario por un gran maestro del género. Es muy posible que nuestro prototípico don Antonio se esté tomando a don Quijote mucho más en serio de lo que a él le gustaría admitir. No olvidemos las palabras de ese castellano que, en las calles de Barcelona, le grita a don Quijote y a los que van con él, dirigidos por don Antonio:

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Tú eres loco, y si lo fueras a solas […] fuera menos mal; pero tienes propiedad de volver locos y mentecatos a cuantos te tratan y comunican; si no, mírenlo por estos señores que te acompañan (II, 62).

La locura quijotesca puede contagiarse por insospechados caminos, como tendremos ocasión de comentar más adelante. Y por esos caminos del contagio los burladores iniciales, los que no quieren que se cure don Quijote, pueden con el tiempo convertirse, con la ayuda de la forma novelística, en los serios defensores de la «originalidad», la singularidad del loco don Quijote. Don Antonio no es solo el representante de los que se burlan de don Quijote, es también el precursor de los que luego defenderán el carácter heroico del caballero manchego. Creo que la mayoría de los lectores de la novela a través de los siglos estaría de acuerdo con las palabras de don Antonio. Y naturalmente piensan que el extraordinario éxito mundial de la novela de Cervantes es la prueba fehaciente de que tienen razón. Pues, en efecto, comparado con ese éxito increíble, ¿qué interés puede tener un don Quijote curado de su locura o un don Quijote anterior a su locura, un Alonso Quijano, personaje gris, hidalgo rutinario, uno de esos «de los de lanza en astillero», etc.? Y tienen razón, semejante personaje, por sí mismo, no es materia de novela. Y sin embargo, pese a esa carencia de interés novelístico, está claro que semejante personaje no carece ni mucho menos de interés para todos esos que quieren curarlo. Para la gente de su pueblo, «todos cuantos le conocen», Alonso Quijano no era en absoluto un personaje gris y sin el menor interés. Todo lo contrario, era un hombre querido y respetado, «el bueno» por su carácter y de «bonísimo» juicio, inteligente, «bien entendido». Por eso es por lo que todos los que lo conocen sienten lástima de él y creen que el único sitio en el que se puede curar es entre ellos, entre los que lo aprecian, en su tierra. Desde luego el pobre loco no tiene la menor oportunidad de curación entre los don Antonios de este mundo. Cosa esta que debía saber perfectamente Cervantes, porque la idea de hacer volver a don Quijote a casa a que se cure aparece con insistencia tanto en la Primera como en la Segunda Parte. ¿Quiere esto decir que Cervantes hubiese complacido más a los lectores tipo don Antonio, a la mayoría, de haberse preocupado menos de la vuelta de don Quijote y de su curación? ¿Debiera Cervantes haber escrito una novela más parecida al Quijote

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de Avellaneda? Es probable que esa misma mayoría de lectores se escandalizara de semejante sugerencia. Lo cual nos hace sospechar que no entienden muy bien qué es lo que les gusta en el Quijote de Cervantes y por qué les gusta. A diferencia de «todos cuantos le conocen», que creen que existe una posibilidad de curar a don Quijote, don Antonio Moreno y todos sus descendientes lectores de la novela de Cervantes no creen que exista esa posibilidad. Lo cual indica que los que no creen o no les importa la cura, en realidad no conocen a don Quijote. Solo perciben en él sus «gracias», sus extravíos o, más tarde, el brillo literario de sus aventuras, el interés novelístico del personaje. Es ese brillo novelístico el que transforma todo lo demás, todo lo bueno de ese honrado hidalgo de «bonísimo juicio» y claro entendimiento que ven en él los que lo conocen, en algo gris, apagado y sobre todo aburridísimo. Solo cuando se mira al honrado hidalgo a través del prisma de la ficción literaria se nos aparece como un ser carente del más mínimo interés. Así es que quizás podamos comprender ahora por qué se volvió loco Alonso Quijano leyendo novelas. A través de ellas debió de empezar a verse a sí mismo como algo gris, rutinario y carente por completo de interés (¡digno precursor de la provinciana Emma Bovary!). Debió de verse a sí mismo como lo verían después todos los don Antonios que no quieren que se cure.Y naturalmente huyó de sí mismo, de su profundo aburrimiento, en busca del brillo literario. Pero he aquí que a los ojos de todos esos frente a los cuales quería él brillar, los don Antonios de este mundo, que solo ven por el prisma de la ficción, en lugar de convertirse en héroe se convirtió en antihéroe. En cierto sentido, lo traicionaron. Porque, al fin y al cabo, ¿qué hizo él sino seguir la insinuación silenciosa de los don Antonios? ¿No era eso lo que todos querían? ¿Es que cualquiera de esos don Antonios lo hubiera hecho mejor que él? ¿Por qué se ríen ahora? Por otra parte, aunque ahora se rían, el brillo novelístico con el que se ha vestido don Quijote convencerá a otros don Antonios de que lo que parecía un antihéroe era de verdad un héroe. Pero, tanto en un caso como en otro, antihéroe o héroe, el daño estaba ya hecho: todo lo que no brillara con el brillo de la ficción literaria se aparecería a los ojos de esos l e c t o res como algo apagado, pura rutina sin el menor interés. Afortunadamente, en medio de ese brillo literario que apagaba la bondad original, no se olvidó de ella Cervantes.Y nos la recuerda clarísi-

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mamente por boca de Sancho, el que mejor llegó a conocer a don Quijote y el que más cariño le tuvo: —Eso no es el mío —respondió Sancho [al escudero del Bosque]— digo, que no tiene nada de bellaco [mi amo]; antes tiene un alma como un cántaro; no sabe hacer mal a nadie, sino bien a todos, ni tiene malicia alguna; un niño le hará entender que es de noche en la mitad del día, y por esta sencillez le quiero como a las telas de mi corazón, y no me amaño a dejarle, por más disparates que haga (I, 13).

Pues bien ese «alma de cántaro», limpia, sin malicia, como la de un niño, no la adquirió don Quijote a través de sus lecturas literarias. Eso era todavía lo que quedaba de Alonso Quijano; eso era lo que ahora, una vez enloquecido por sus lecturas, resultaba en gran parte inoperante, inútil. Lo cual hace de la locura algo todavía más lamentable. Porque uno no puede por menos de pensar que esa sencillez de niño, esa falta de malicia, hicieron de Alonso Quijano una víctima especialmente fácil de convencer y de seducir por medio de la ficción literaria. La seducción siempre es mala, pero la seducción de un alma infantil es algo especialmente vergonzante. Es decir, si el Quijote, la mejor novela que se haya escrito nunca (creo que fue Macauley quien la llamó «the best novel in the world, beyond comparison»), es asimismo una denuncia clara de la ficción novelística, esta denuncia no consiste simplemente en avisar al lector de que no le ocurra lo que le ocurrió a don Quijote y se vuelva loco o haga el ridículo. El daño no está en lo que los demás puedan pensar de uno, es el daño que uno se hace a sí mismo en su propio interior, la destrucción o inutilización de esa limpieza de alma de que habla Sancho. El hecho, o lamentable o feliz, según la perspectiva que queramos adoptar, es que un Alonso Quijano bueno como un niño, confiado, o sea, en paz consigo mismo y sus vecinos, así, sin más, no es ciertamente materia de ficción novelesca. Eso lo sabe todo gran novelista. Piénsese, por ejemplo, en Alessandro Manzoni cuando hacia el final de su obra maestra, I promessi sposi (Los novios), nos dice lo siguiente sobre los dos protagonistas que por fin se han casado1:

1 Manzoni, I promessi sposi, capítulo XXXVIII. Traduzco: ‘Fue a partir de ahí su vida de las más tranquilas, de las más felices, de las más envidiables, hasta el punto de que si os la hubiese de contar os aburriría mortalmente’.

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Fu da quel punto in poi, una vita delle più tranquille, delle più felici, delle più invidiabili; di maniera che, se ve l’avessi a raccontare, vi seccherebbe a morte.

La sencillez limpia y sin dobleces del alma de don Quijote se sale de los límites del interés de la ficción literaria tanto como la terrible oscuridad y la angustia que se ocultan en el meollo de la locura, las que se le revelan a don Quijote al final, de cara a la muerte, como vimos en el capítulo anterior.Y si estuviéramos tratando con un típico ejemplar de ficción literaria, con una novela como la inmensa mayoría, no veríamos ni una cosa ni la otra (como no las vemos en el Quijote de Avellaneda). Pero el Quijote de Cervantes no es una novela cualquiera. En manos de Cervantes la ficción literaria reflexiona sobre sí misma, es obligada a no perder de vista ni la inocencia que destruyó ni el terrible final hacia el que camina, si no interviene la providencia, como veremos al estudiar lo que ocurre en la venta de Juan Palomeque. Existe, no obstante, cierto peligro en hablar de esta manera. En último término, sería realmente incongruente que Cervantes, el gran novelista, pretenda «demonizar» —valga el neologismo— la literatura de ficción, echándole la culpa de la locura de don Quijote a lo que este leía, como si la ficción literaria fuera el origen o raíz del problema. No es ese el tema fundamental del Quijote. No se ganaría nada volviendo del revés la exaltación romántica de la ficción, convirtiendo la divinización en maldición. En la raíz última de la locura quijotesca no está la literatura de ficción, sino el deseo humano. Don Quijote está fuera de sí, se ha salido de sí mismo, se ha enajenado, en alas del deseo; persiguiendo un deseo ajeno, que le hace señas desde fuera, que le muestra el fuera-de-sí, el enajenamiento mismo, como algo deseable. Y esto podía haber ocurrido sin ayuda de la literatura de ficción. Para esto solo se necesita la existencia de un deseo ajeno que esté ahí, a la vista, o sea, la existencia de otros seres humanos. La raíz del problema está en la misma naturaleza del deseo y en el hecho insoslayable de que los seres humanos viven en grupo. En otras palabras, la raíz está en que el deseo humano no se auto-genera, no surge en aislamiento, como han demostrado de manera concluyente los numerosos trabajos de Girard. El deseo específicamente humano es, en su misma raíz, en su origen, mimético, un deseo que surge por imitación de otro deseo.

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Pero aunque no sea la raíz última del problema, la ficción novelesca tiende a agravarlo, al prolongar, al intensificar el mimetismo inherente al deseo. La literatura de ficción intensifica el deseo, porque es ella misma deseo intensificado y, por consiguiente, mimetismo intensificado. La ficción literaria es la gran presentadora, pregonera, del deseo, haciéndolo deseable por el hecho mismo de presentarlo, de pregonarlo, con independencia de la realidad de su objeto, porque atrae mucho más el deseo del objeto que el objeto mismo. La ficción literaria vive y se alimenta de ese carácter contagioso del deseo. Un deseo que no contagie, que no esparza deseo en torno, que no sea deseo de deseo, cae fuera de su ámbito, no le interesa, no es lo suyo. Puede vivir sin objeto del deseo. De hecho, la ficción se inventa sus propios objetos. Pero no puede vivir sin el deseo contagioso, mimético. La locura literaria de don Quijote, lo que le confiere su singularidad novelesca, hecha de deseo literario, es algo así como la cristalización de ese contagio. No tiene otra realidad que la que le da el deseo, un deseo ya en sí mismo literaturizado, es decir, sin verdadero objeto, adquirido por contagio. Lo que confiere singularidad, magnetismo, poder de atracción, al loco don Quijote dentro de su locura, no es nada en particular, nada real, es simplemente la intensidad de su deseo. La única razón de que lo deseen todos es que todos lo desean. La intensidad de ese magnetismo, de ese poder de atracción, está en razón directa a la extensión del contagio. El deseo atraído por ese magnetismo, el deseo que ve en la locura quijotesca algo único, insustituible, etc., es un deseo multitudinario, es el deseo de la muchedumbre. Nos ayudará a entender lo que estamos estudiando el ver cómo algunos de los descendientes más distinguidos del don Antonio cervantino se han dejado engañar por la singularidad poética de don Quijote. Entre los muchos y distinguidos descendientes, dos me han parecido especialmente apropiados, dos que a la mayoría de los cervantistas probablemente les sorprenderá ver juntos. Don Miguel de Unamuno y don Américo Castro son sin duda dos de los más asiduos e ilustres lectores del Quijote en el siglo XX, aunque no creo que estuvieran nunca de acuerdo entre sí. Castro, por ejemplo, no parece que entendiera nunca el olímpico desprecio con que Unamuno miraba a Cervantes, inventor, a su parecer, «mediocre» del sublime e inmortal don Quijote.

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Puesto que el caso de Unamuno es, con mucho, el más complejo de los dos, tal vez debamos empezar con don Américo Castro. La singularidad de don Quijote a los ojos de Américo Castro He aquí, en mi opinión, uno de los más característicos pasajes de Castro sobre el Quijote: El núcleo radical del Quijote yace en el hecho de que sus mayores personajes —meras figuras sin correlación con nada existente— parezcan seres vivos, «de carne y hueso», según es uso decir […]. Desde la firme base de lo singularmente voluntarioso, se proyectan las existencias quijotescas en todas direcciones: fantasía, ilusión, ironía, discreción, violencia. Mas en cualquier momento pueden retrotraerse esas actividades a su punto de arranque, a lo singular humano, a lo que no es divisible con nada que exista fuera de él (simbólico, religioso, social o lo que fuere). Tras don Quijote y Sancho actúa la voluntad de ser lo que son, y no consienten que nadie les arranque esa su última e irreductible naturaleza, que agota su significación dentro de ellos mismos. Don Quijote es un hidalgo que tiene la extraña ocurrencia de marcharse a realizar unos actos inusuales; Sancho va con él porque quiere ir, y, cuando le enoja el oficio, amenaza con tornar a su casa a seguir siendo Sancho, vértice postrero, un último absoluto […]. Bajo don Quijote yace una entidad última independiente; no necesita de nadie ni de nada para dejar de ser caballero andante. Todo ello se nos hace sentir dentro de la obra, y no es una deducción nuestra2.

Creo que la intuición de Castro toca algo de gran importancia. Es verdad que uno siente ese último meollo de individualidad en los personajes principales, sobre todo, claro está, en don Quijote y Sancho. Pese a su locura, a su falta de juicio, uno tiene la impresión de que les sería posible ser de otra manera. En eso estoy completamente de acuerdo. Esa es la gran diferencia entre el Quijote de Cervantes y el de Avellaneda, como ya hemos visto. En realidad esto es algo más que un sentimiento o una impresión, y se extiende mucho más allá del Quijote. Es una idea fundamental en casi todas las Novelas ejemplares, por ejemplo, en La gitanilla, Rinconete y Cortadillo o La ilustre fregona, por mencionar solo los casos más evidentes. Es un tema constante en Cervantes el que nada externo puede destruir la libertad interior esen-

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Castro, 1967, pp. 274-75.

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cial al individuo, sin el íntimo consentimiento del individuo mismo. Idea que, desde luego, no le pertenece en exclusiva a Cervantes. Es una creencia perfectamente ortodoxa y la encontramos por todas partes en la temida Contrarreforma. No obstante, Castro tiene razón cuando siente que esto es algo especial en el Quijote. Porque en el Quijote ese último reducto vital de la libertad individual es mucho más que un tema o una idea. En el Quijote eso aparece como algo especialmente valioso, porque eso es precisamente lo que está en juego, lo que vemos enfrentado a su propia catástrofe, brillando como un último rayo de esperanza. De ahí depende, en última instancia, la posibilidad de curación del loco. Eso es lo que lo salva in extremis, salvando también con el mismo gesto a la novela misma. Es decir, podemos estar perfectamente de acuerdo en esto con Américo Castro, sentir esa calidad vital irreductible, como «de carne y hueso», en don Quijote, y entonces, aun con más razón que antes, seguir haciendo la pregunta que «cuantos le conocen» y le admiran se hacen: ¿No es una lástima que un hombre así, tan vivo, tan auténtico, se haya vuelto loco? Porque, en efecto, se ha vuelto loco; observación elementalísima que se le ha pasado totalmente por alto a don Américo. ¿Qué quiere decir el crítico al afirmar que don Quijote «no necesita de nadie ni de nada para dejar de ser caballero andante»? ¿Quiere decir que puede dejar de ser loco cuando le parezca? ¿Qué clase de locura es esa? Está claro que la locura de don Quijote no cuenta para nada en la visión de Castro: «Don Quijote es un hidalgo que tiene la extraña ocurrencia de marcharse a realizar unos actos inusuales». Castro confunde un último y profundísimo rayo de esperanza con una garantía, el meollo íntimo y fragilísimo de la libertad individual con una proclamación de ilimitada confianza. Convierte la individualidad de don Quijote en algo completamente irreal, una especie de mito ontológico, «un último absoluto». A la vista de este absoluto, la realidad, la credibilidad, de la locura de don Quijote se desvanece. El problema fundamental de la interpretación de Castro es que solo concibe la irreductible individualidad en oposición a interferencias o peligros externos, sean estos de carácter «simbólico, religioso, social o lo que fuere», en especial si vienen con etiqueta de la Contrarreforma. Y tendría desde luego razón si los peligros que concibe Cervantes fueran de esta naturaleza. Pero no es fácil echarle la culpa de la locu-

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ra a imposiciones ideológicas. La locura amenaza desde dentro. Toca al individuo precisamente en ese núcleo íntimo en el que está en juego la posibilidad misma de la individualidad.Y este tipo de amenaza no existe en el horizonte crítico de Castro. Dado que el núcleo último de la individualidad, «lo singularmente voluntarioso», es de una solidez inquebrantable, una «firme base», nada puede ponerla en duda, hacerla vacilar. La voluntad individual se marca sus propias metas, los objetos de su propio deseo, en cualquier dirección que ella misma elija, y camina hacia esas metas sin titubeos, sin contradicciones, sabiendo siempre cuál es la meta, porque la meta es suya, la ha creado ella de su propia sustancia.Y en cualquier momento, si así lo decide ella misma, puede cambiar la meta o simplemente abandonarla, volver hacia sí misma, retrotraerse a su esencial e indivisible subjetividad, fuente única de su deseo. Para Castro la locura de don Quijote es simplemente una expresión de su indestructible individualidad, una manifestación espontánea de su singularidad voluntariosa. ¿Cómo puede semejante individuo volverse loco jamás, estar fuera de sí, dividido contra sí mismo? Yo creo que lo que describe Castro es algo así como el sueño de la locura misma, la cara fascinante del abismo, porque hay que estar ya algo loco, es decir, quijotizado, para ver a don Quijote de esa manera. Afortunadamente el quijotismo de Castro no le merma su capacidad de observación, y en su lectura del Quijote ha observado él mismo un interesantísimo fenómeno. La importancia de la observación (Castro la llama la «estructura del Quijote») merece que la citemos por extenso: La vida de los personajes mayores creados por Cervantes sería como el foco en donde coinciden una incitación venida de fuera y las acciones emergentes provocadas por aquella incitación. El personaje comienza ofreciéndose a primera vista como un caso típico, encuadrado en un marco genérico y sin una peculiaridad que lo saque de su molde: un hidalgo lugareño, un tosco labriego, una linda aldeana de familia acomodada […] etc. Tales figuras son en sí mismas inertes, y carecen de la posibilidad de avivar nuestro interés, pues ninguna de ellas, por sí sola, se crea un nuevo y propio rumbo partiendo de la forma interior de su figura […]. El paso de la manera de vida borrosa y estática al existir dinámico y encendido (personalizado) se origina con motivo de una incitación venida del exterior, y que súbitamente transmuta la figura típica en una persona animada por los más inesperados propósitos y

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dificultades.Sobre la «materia» genérica se proyecta una «forma» animante, que la crea y la recrea, infundiéndole un nuevo sentido […]. La figura ahí a la vista fue concebida por Cervantes como un diálogo entre un logos vivificante, formativo, y una figura humana dispuesta a recibirlo para así salir de la quietud y encerramiento en donde existe […]. Tema capital del Quijote es la interdependencia, la «inter-realidad», del mundo extrapersonal y del proceso de incorporárselo a la vida de una persona. Los fantásticos libros de caballería se vuelven contenido integrante de la existencia de don Quijote; las etéreas narraciones pastoriles incitan a la linda Marcela a correr vagarosa por la real-irrealidad de unos bosques3.

Estoy completamente de acuerdo. Pero, entonces, el «último absoluto» de la individualidad, «la firme base de lo singularmente voluntarioso», no es tan absoluta ni tan firme, puesto que necesita «una incitación venida del exterior» para manifestarse. Sin esa incitación externa, «tales figuras son en sí mismas inertes, y carecen de la posibilidad de avivar nuestro interés», porque son en sí mismas incapaces de crear sus propias metas «partiendo de la forma interior de su figura». Es decir, sin la incitación externa esas figuras no tienen una individualidad que verdaderamente merezca ese nombre. A lo más, son una especie de materia inerte en espera de la acción «vivificante y formativa» de algún logos que descienda sobre ellas. Pero una vez excitadas por la incitación vivificante, las vemos cobrar vida ante nuestros propios ojos. Esas figuras de ficción, «sin cor relación con nada existente», de pronto las vemos como algo real, «de carne y hueso».Tienen toda la apariencia de seres «autónomos». O sea, que esas figuras de ficción, una vez incitadas, nos incitan a nosotros, se convierten en nuestra «incitación venida del exterior», y nosotros, hasta ahora inertes, apoltronados en nuestra rutina gris, buenas personas tal vez pero aburridísimas, leyendo las idas y venidas de esas figuras de ficción que han sido incitadas a la vida, nos sentimos igualmente incitados, «pasando de la manera de vida borrosa y estática al existir dinámico y encendido (personalizado)». De pronto, cada uno de nosotros, bajo el hechizo de esa fascinante autonomía e individualidad, nos sentimos asimismo seres individuales, diferentes, capaces de hacer algo, de ser alguien, etc.

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Castro, 1967, pp. 304-07. Énfasis en el original.

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¿Qué nos recuerda esto? ¿Dónde hemos leído esta historia antes? Quiero decir la historia de alguien que surgió a la vida, «al existir dinámico y encendido», leyendo día y noche vorazmente las aventuras de personajes que le parecían tan reales que era como si los viera delante de él, sintiendo su presencia, como si pudiera tocarlos…: —Pues con ese beneplácito —respondió el cura— digo que mi escrúpulo es que no me puedo persuadir en ninguna manera a que toda la caterva de caballeros andantes […] hayan sido real y verdaderamente personas de carne y hueso en el mundo […]. —Ese es otro error —respondió don Quijote— en que han caído muchos […] y yo muchas veces […] he procurado sacar a la luz de la verdad este casi común engaño […], la cual verdad es tan cierta, que estoy por decir que con mis propios ojos vi a Amadís de Gaula, que era un hombre alto de cuerpo, blanco de rostro, bien puesto de barba, aunque negra […]; y del modo que he delineado a Amadís pudiera, a mi parecer, pintar y describir todos cuantos caballeros andantes andan en las historias del orbe.

Y algo parecido le ocurre también a Sancho, como él mismo nos dice al contarnos la historia de la pastora Torralba la fatídica noche de los batanes: —Así que, señor mío de mi ánima —prosiguió Sancho—, Torralba la pastora, que era una moza rolliza, zahareña y tiraba algo a hombruna, porque tenía unos pocos de bigotes, que parece que ahora la veo… —Luego ¿conocístela tú? —dijo don Quijote. —No la conocí yo —respondió Sancho—, pero quien me contó este cuento me dijo que era tan cierto y verdadero, que podía bien, cuando lo contase a otro, afirmar y jurar que lo había visto todo (I, 20).

Está claro que la incitación externa de don Quijote y Sancho es en extremo contagiosa. En pocos casos se podrá aplicar con tanta claridad como en este el antiguo de te fabula narratur. Pero, en cualquier caso, la experiencia de Américo Castro nos revela algo importante sobre la naturaleza de la necesaria «incitación exterior». En principio esa incitación puede ser cualquier cosa, pero ya sabemos que ha de ser con una condición obvia: la incitación ha de ser… incitante. La inercia solo genera inercia, la rutina gris, rutina gris. Solo lo incitante genera incitación. Es decir, solo el deseo genera deseo. Por definición, don Quijote ha de ver en aquello que lo incita lo mismo que ve Castro en don Quijote, la misma impresión de realidad palpable, vivi-

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ficante. La diferencia no es de esencia, sino de grado. Afortunadamente Castro no se sintió tan «vivificado» por lo que leía en el Quijote, como se sintió don Quijote leyendo los libros de caballerías. Repitamos, solo el deseo genera deseo. Al menos la clase de deseo que da vida a la ficción literaria y la hace aparecer y sentir como realidad.Y este deseo solo se transmite por contagio. Nos contagiamos del deseo de don Quijote, como él se contagió del deseo que previamente había contagiado y se había expresado en los libros de caballería. Pues el deseo que anima los libros de caballería tampoco se origina ahí, porque es el mismo deseo de todos los lectores de libros de caballería, que igual que los leen pudieran haberlos escrito. Recordemos que don Quijote estuvo a punto de escribir uno, y lo hubiera hecho, «si otros mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran». El deseo literario no tiene lugar de origen, no es nunca original. Siempre es deseo de deseo, solo existe como forma de contagio entre individuos; es más, como forma de contagio entre individuos que andan todos a la caza de lo que Castro llama «la ilusión de autonomía». Individuos que solo ven esa autonomía en el deseo ajeno, nunca en sí mismos, o en sí mismos pero solo de rebote, atrapada, copiada del deseo del otro, lo cual es, naturalmente, una contradicción insalvable. Individualidad, autonomía, por contagio. ¿Qué otra cosa puede ser eso, sino pura ilusión, una forma de engañarse uno a sí mismo? Semejante individualidad, por mucha que sea su intensidad existencial, no es más que la medida de la ceguera del sujeto frente a sí mismo. Y la fuerza que impulsa y mantiene esa ceguera, la venda sobre los ojos, es la fuerza del deseo. De hecho, lo único que siente el sujeto bajo apariencia de individualidad es su propio deseo, que no es sino el deseo imitado de otro idéntico deseo, que tampoco es original, y así sucesivamente. El sujeto queda atrapado en una situación en la que nadie tiene fe en su voluntariosa individualidad (permanecen «inertes»), a no ser que la vean en otro, y cuanto más rebota la misma cosa de unos en otros, tanto más «vivos» y «encendidos» se sienten todos. Castro habla de «interdependencia» o «inter-realidad», pero no habla nunca de contagio. Él ve, por ejemplo, que «las etéreas narraciones pastoriles incitan a la linda Marcela a correr vagarosa por la real-irrealidad de unos bosques», pero no parece notar uno de los detalles más llamativos de la historia de Marcela: tan pronto como la linda Marcela,

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ante la sorpresa de todos, decide vestirse de pastora y vivir en los campos, su gesto pastoril es imitado inmediatamente por las otras muchachas del lugar: Pero hételo aquí, cuando no me cato, que remanece un día la melindrosa Marcela hecha pastora; y, sin ser parte su tío y todos los del pueblo, que se lo desaconsejaban, dio en irse al campo con las demás zagalas del lugar, y dio en guardar su mesmo ganado (I, 12).

Y no digamos de los jóvenes del pueblo, a la cabeza de los cuales va Grisóstomo, «del cual decían que la dejaba de querer, y la adoraba»: No os sabré buenamente decir cuántos ricos mancebos, hidalgos y labradores han tomado el traje [pastoril] de Grisóstomo y la andan requebrando [a Marcela] por esos campos […]. Y si aquí estuviésedes, señor, algún día, veríades resonar estas sierras y estos valles con los lamentos de los desengañados que la siguen.[…] Aquí suspira un pastor, allí se queja otro; acullá se oyen amorosas canciones, acá desesperadas endechas.

La cosa adquiere por momentos rasgos de hilaridad grotesca: Cuál hay que pasa todas las horas de la noche sentado al pie de alguna encina o peñasco, y allí, sin plegar los llorosos ojos, embebecido y transportado en sus pensamientos, le halló el sol a la mañana, y cuál hay que, sin dar vado ni tregua a sus suspiros, en mitad del ardor de la más enfadosa siesta del verano, tendido sobre la ardiente arena, envía sus quejas al piadoso cielo. Y de este y de aquel, y de aquellos y de estos, libre y desenfadadamente triunfa la hermosa Marcela (I, 12).

Cervantes estira deliberadamente los efectos del contagio hasta extremos de ridícula caricatura, poniendo de relieve lo absurdo de la situación. Pero no olvidemos que estos efectos exagerados del contagio son simplemente una expansión colectiva de esa «adoración», más allá de los límites racionales del cariño, que siente Grisóstomo y que lo ha conducido al suicidio, un suicidio que ya no es cosa de risa. No nos sorprende que el narrador compare la turbulencia y el daño que este contagio absurdo ha creado, a la peste: Marcela «hace más daño en esta tierra que si por ella entrara la pestilencia» (I, 12). Todos le echan la culpa a Marcela, pero su papel es simplemente el de un mecanismo de disparo. Ella, que está ya contagiada de la ficción pastoril, introduce el contagio en su tierra.Y una vez que em-

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pieza el contagio, es perfectamente capaz de mantenerse a través de la imitación recíproca de los deseos de unos y de otros. En realidad, establecido el contagio, no se necesita para nada la presencia de Marcela. Puesto que el deseo solo imita al deseo, el contagio se alimenta de sí mismo. Que es precisamente lo que va a ocurrir en otra de estas historias «pastoriles», contada también por un cabrero, hacia el final de la Primera Parte: la historia de Anselmo, Eugenio (el narrador) y la bella Leandra, cuya fama parece que sobrepasaba a la de Marcela: La fama de su belleza se comenzó a extender por todas las circunvecinas aldeas, ¿qué digo yo por las circunvecinas no más, si se extendió a las apartadas ciudades, y aun se entró por las salas de los reyes, y por los oídos de todo género de gente, que como a cosa rara, o como a imagen de milagros, de todas partes a verla venían (I, 51).

Como se recordará, esta mujer de rara y milagrosa belleza, rica y famosísima, terminó enamorándose del oropel barato y de relumbrón, las vistosas y falsas condecoraciones militares, la figura y la bonita voz de un soldado bravucón y sin escrúpulos que, después de engañarla y escaparse con ella, le robó todo lo que llevaba y la dejó en camisa abandonada en una cueva. Esta fue la «incitación venida del exterior» de la maravillosa Leandra. Pero lo que aquí nos interesa es que esa típica escena arcádica y grotesca, que acabamos de ver en la historia de Marcela, se repite aquí y se expande después de que el objeto del deseo y la adoración de todos haya desaparecido por completo de la escena. Pues a Leandra la quitaron inmediatamente de en medio y la encerraron en un convento: [Con] la ausencia de Leandra crecía nuestra tristeza, apocábase nuestra paciencia, maldecíamos las galas del soldado […]. Finalmente, Anselmo y yo nos concertamos de dejar el aldea y venirnos a este valle, donde […] pasamos la vida entre los árboles, dando vado a nuestras pasiones, o cantando juntos alabanzas o vituperios de la hermosa Leandra […]. A imitación nuestra, otros muchos de los pretendientes de Leandra se han venido a estos ásperos montes usando el mismo ejercicio nuestro, y son tantos, que parece que este sitio se ha convertido en la pastoral Arcadia, según está colmo de pastores y de apriscos, y no hay parte en él donde no se oiga el nombre de la hermosa Leandra. Este la maldice y la llama antojadiza […]; aquel la condena por fácil y ligera; tal la absuelve y perdona […], y, en fin, todos la deshonran, y todos la adoran, y de todos se

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extiende a tanto la locura, que hay quien se queje de desdén sin haberla jamás hablado y aun quien se lamente y sienta la rabiosa enfermedad de los celos, que ella jamás dio a nadie, porque, como ya tengo dicho, antes se supo su pecado que su deseo. No hay hueco de peña, ni margen de ar royo, ni sombra de árbol que no esté ocupada de algún pastor que sus desventuras a los aires cuente; el eco repite el nombre de Leandra dondequiera que pueda form a rs e : «Leandra» resuenan los montes, «Leandra» murmuran los arroyos, y Leandra nos tiene a todos suspensos y encantados, esperando sin esperanza y temiendo sin saber de qué tememos.

De una cosa podemos estar seguros, si nuestro don Quijote, en lugar de hacerse caballero andante, se hubiera hecho pastor, el pastor Quijotiz, nombre que él mismo tenía ya elegido, hubiera sido de los acompañantes de Anselmo y Eugenio, como antes de Grisóstomo, Ambrosio y los demás, porque ni la Marcela ni la Leandra que estos arcádicos pastores adoran tienen más realidad que la Dulcinea de don Quijote. Todos ellos pueden decir de su pastora lo que dice don Quijote de Dulcinea, «para lo que yo quiero a Dulcinea, tanto vale como la más alta princesa de la tierra». Como acabamos de ver, el objeto de su adoración no tiene ni siquiera que ser de carne y hueso, basta con que ellos así se lo imaginen. Es decir, la locura que se extiende como la pestilencia entre todas estas gentes es de la misma naturaleza que la de don Quijote. Es la locura de un deseo que des-realiza, ficcionaliza, su objeto, porque, de hecho, este objeto es algo secundario, su interés radica en ser objeto del deseo de otro. Es ese deseo, el del otro, el que hace brillar al objeto y le confiere su atractivo. Tan ilusoria es la belleza de Leandra como motor de los amores de los ficticios pastores, como los oropeles y las hazañas militares del charlatán Vicente de la Rosa, que mantienen con la boca abierta a los pueblerinos y que encandilaron a la pobre chica;meras apariencias sin otra realidad que la que les confiere el deseo del deseo, exactamente lo mismo que las hazañas de los caballeros andantes a los ojos de don Quijote. La individualidad que ve Castro en don Quijote, como conjunción de un logos externo incitante y un materia humana inerte hasta ese momento, no puede ser una individualidad creíble, cuando la vemos propagarse y multiplicarse por doquier, dando lugar a un sinnúmero de idénticas individualidades todas generadas de la misma manera. Son demasiadas «individualidades» para seguir manteniendo la

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«ilusión de autonomía» en nadie que no se haya contagiado aún de esa misma ilusión. Es importante subrayar lo ilusorio de esa «ilusión de autonomía». Porque es precisamente esa autonomía, individualidad, singularidad, auto-suficiencia lo que todos y cada uno de lo contagiados ven en la «incitación externa».Y en la misma medida en que la ven ahí, dejan de verla en sí mismos. Es decir, no se trata de que la «incitación» venga a revelarle al individuo inerte que no lo es, que, aunque le cueste trabajo creerlo, vale más de lo que él o ella se imagina, que hay en ellos un valor y una dignidad de la que tal vez no se habían dado cuenta. No, no es Dios quien habla con la voz de la «incitación externa», porque la voz de Dios no llega desde fuera sino desde dentro. La incitación externa lo único que le revela al individuo es su propia degradación, su inercia, su vergüenza. El individuo «incitado» externamente, «vivificado» de esa manera, sigue al modelo externo para escapar de la acusación, para ocultar su vergüenza. Ese seguimiento del modelo ficticio, sin otra realidad que la que le da el deseo, tiene muy poco que ver con el entusiasmo auténtico, y mucho que ver con la desesperación. Si escarbamos un poco por debajo de la superficie de la locura quijotesca, eso es lo que encontramos. De hecho, eso es lo que el mismo don Quijote encontrará al final. Pero, como ya hemos dicho, se dan suficientes indicaciones de esa desesperación en el entorno inmediato de don Quijote.

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CAPÍTULO VI EL QUIJOTISMO DE UNAMUNO Y LA ENVIDIA DE CAÍN The crowd is untruth.Therefore was Christ crucified, because he, even though he addressed himself to all, would not have to do with the crowd […]. And therefore everyone who in truth will serve the truth, is eo ipso in some way or other a martyr (Kierkegaard, The Point of View, p. 109)1. As soon as the category «the single individual» goes out, Christianity is abolished […]. If this happens, then the God-man is a phantom instead of an actual prototype (Kierkegaard, Journals and Papers, II, p. 282)2.

El don Quijote héroe de Unamuno Como decíamos, el caso de Unamuno es bastante más complejo. Nuestra propia lectura del Quijote en los próximos capítulos estará guiada en parte por el análisis del quijotismo unamuniano. En tanto que Américo Castro no parece mostrar el más mínimo interés por la inocencia de don Quijote, Unamuno es claramente sensible a ella. Nos habla con frecuencia de la bondad, de la profunda falta de malicia, de don Quijote. Pero, a los ojos de Unamuno, lo que hace esta bondad es magnificar el carácter heroico de la locura quijotesca, porque —pensaba Unamuno— es la bondad y la inocencia de don Quijote lo que hace de él un héroe a los ojos de Dios. Es decir, no solo no ve Unamuno en la locura quijotesca el menor peligro

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Citado en Bellinger, 2001, p. 81. Utilizo fiables traducciones inglesas de las obras de Kierkegaard por no tener acceso a traducciones españolas de garantía. 2

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para su inocencia, de hecho, ve la locura misma como una extensión, un agrandamiento heroico, de esa inocencia; o tal vez a la inversa, la bondad como manifestación del carácter genuino de la heroicidad de la locura. En el fondo, da igual dónde se ponga el énfasis. Ahora bien, Unamuno no se engaña en esto con respecto a Cervantes. Él entiende perfectamente que no era así ni mucho menos como Cervantes veía la locura de su personaje y sus efectos sobre la inocencia. Por eso acusa a Cervantes de mediocridad, de estrechez mental, de ser incapaz de comprender el verdadero sentido y la grandeza heroica de la locura de don Quijote: [Caso] típico de un escritor enormemente inferior a su obra, a su Quijote. Si Cervantes no hubiera escrito el Quijote […] apenas figuraría en nuestra historia literaria sino como ingenio de quinta, sexta o décimotercia fila […]. Cada vez que el bueno de Cervantes se introduce en el relato […] es para decir alguna impertinencia o juzgar malévola o maliciosamente a su héroe3.

Esto no quiere decir que Unamuno no aceptara como propias de Cervantes las palabras de Sancho sobre el carácter infantil y sin malicia de su amo, que ya hemos citado. Lo que Unamuno no le perdona a Cervantes es que no viera el carácter heroico de esa inocencia. Pensaba Unamuno que todo lo que se le podía ocurrir al mediocre Cervantes era un Alonso Quijano bueno, pero no un Alonso Quijano heroicamente loco, es decir, un Alonso Quijano que, sin dejar de ser «el bueno», fuera más allá, pasara a ser bueno en grado heroico, cosa que no puede lograrse —creía Unamuno— sin aparecer a los ojos de la mediocridad reinante, de todos los Cervantes y cervantitos, como loco de remate. Pues bien, yo creo que este anticervantismo, poco menos que visceral, de Unamuno es bastante más revelador de lo que realmente ocurre en la novela que lo que dice la inmensa mayoría de los defensores de Cervantes. Yo pienso que Unamuno, más que vio, sintió, como nadie, lo que Cervantes quiso hacer en su novela, y comprendió que era algo, en su misma raíz, anti-unamuniano; y, claro está, eso le molestó hondamente. Es como si Cervantes le hubiera pretendido quitar a él, a Unamuno, su Quijote. Hay momentos en el anticervan-

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Unamuno, «Ensayos», en Obras completas, III,pp. 577-78.

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tismo unamuniano, en que uno no puede por menos de pensar que Unamuno siente el irónico antiquijotismo de Cervantes como una especie de ataque personal, como si fuera dirigido a él.Y, en cierta manera, tiene razón. Es decir, creo que, implícitamente, indirectamente, Unamuno puede ser, pese a él mismo, un guía excelente para adentrarse en algunas de las verdades más fundamentales del Quijote. Para comprender el quijotismo de Unamuno hay que tener en cuenta el profundo significado religioso que veía él en la heroica figura de don Quijote. Nos dice que don Quijote, como todo héroe auténtico, es héroe en la medida en que oye por dentro la voz de Dios, y, en consecuencia, sus aventuras caballerescas adquieren su más profundo sentido cuando se las considera como respuesta a esa llamada divina. El don Quijote de Unamuno es «un loco sublime», y —usando la frase de Kierkegaard— un «caballero de la fe». En un breve ensayo de 1923, titulado «San Quijote de la Mancha», se le ocurre proponer medio en broma que la Iglesia canonice a don Quijote; y en otro, el año anterior, «La bienaventuranza de don Quijote», nos habla con gran emoción del encuentro fraternal de don Quijote con Cristo, después de la muerte del caballero al final de la novela: Hundió el caballero su mirada en aquella dulcísima lumbre derretida, que no hacía sombras, y descubrió una figura que le llenó de luminosa gravedad el corazón […]. Era que veía a Jesús, el Cristo, el Redentor.Y le veía con manto de púrpura, corona de espinas y cetro de caña, como cuando Pilato, el gran burlón, lo expuso a la turba diciendo: «¡He aquí el hombre!». Se le apareció Jesucristo, el supremo juez, como cuando fue ludibrio de las gentes […]. Y vio toda su vida bañada en luz.Y al Cristo sobre una colina al pie de un olivo, bañado en luz del alba de un día de primavera, y oyó —era como si cantase el cielo— estas palabras: «¡Bienaventurados los locos porque ellos se hartarán de razón!»4.

Según la ve Unamuno, la locura de don Quijote no está nunca muy lejos de «la locura de la Cruz»5, aunque por un sentimiento elemental de prudencia cristiana, nunca llega a equiparar las dos cosas. No mucho antes de su muerte, reflexionando sobre su quijotismo de toda la vida, nos dice lo siguiente:

4 5

Unamuno, «Ensayos», en Obras completas,V, pp. 631-32. Unamuno, Vida de don Quijote y Sancho, p. 111.

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En cuanto a don Quijote, ¡he dicho ya tanto! […], ¡me ha hecho decir tanto! […]. Un loco, sí, aunque no el más divino de todos. El más divino de los locos fue y sigue siendo Jesús, el Cristo6.

Pero esta prudencia elemental, que mantiene cierta distancia entre don Quijote y Cristo, prácticamente desaparece cuando se trata de comparar al caballero manchego con sus santos contemporáneos, como Ignacio de Loyola o Teresa de Ávila. Las referencias y comparaciones con estos santos en particular son constantes. En su introducción a la traducción inglesa de la Vida de don Quijote y Sancho, dice Starkie, citando a Bell: The Life of Don Quixote and Sancho is […] a kind of lay sermon engrafted on the text of Don Quixote with parallels from the life of Ignatius of Loyola (p. XXX).

Ni que decir tiene que el hecho de que estos santos fueran ávidos lectores de novelas de caballería antes de su conversión, o sea, antes de convertirse en seguidores, «soldados», de Cristo, tenía una importancia capital para Unamuno. En su Vida de don Quijote y Sancho nos anima Unamuno a marchar hasta el sepulcro de «nuestro señor don Quijote» para rescatarlo «del poder de los bachilleres, curas, barberos, duques y canónigos que lo tienen ocupado», es decir, para rescatar «el sepulcro del Caballero de la Locura del poder de los hidalgos de la Razón» (p. 13).Y esta marcha será, naturalmente, una «santa cruzada», completamente quijotesca. Los cruzados no escucharán a nadie que les pida una explicación racional o razonable, o a la voz insidiosa de los que puedan preguntar que «hacia dónde cae el sepulcro», en qué dirección. La consigna será simplemente: «sigue a la estrella»; ten fe y, sobre todo, ¡no analices! Si te paras a hacer análisis la empresa se vendrá abajo. Es una sed insaciable de inmortalidad, nos dice Unamuno, la que mueve la fe del verdadero caminante quijotesco, una sed imperecedera que no hay lógica racional capaz de eliminar: Y así vamos a la toma de una nueva afirmación sobre los escombros de la que nos desmoronó la lógica, y se van amontonando los escombros de todas ellas, y un día, vencedores, sobre la pingorota de este inmenso

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Unamuno, Cómo se hace una novela, p. 117.

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montón de afirmaciones desmoronadas, proclamarán los nietos de nuestros nietos la afirmación última y crearán así la inmortalidad del hombre7.

El hombre crea, pues, su propia inmortalidad con la fuerza de su propia fe, una fe que, aun siendo abatida constantemente por los golpes de la lógica racional, renace constantemente de entre su propios escombros, sin otra fuerza o argumento que el de su propia afirmación, su insistencia en sí misma. Está claro que, desde esta perspectiva, la fe loca de don Quijote en la caballería andante, su inquebrantable voluntad de ser él mismo caballero andante, es tanto más genuina y significativa cuanto más loca aparece, cuanto más en contra de la realidad empírica y de cualquier otra cosa que no sea un puro gesto de auto afirmación. En ningún momento es don Quijote más él mismo, más único, que cuando más loco parece estar a los ojos de todos; y lo que es aún más importante para Unamuno, en ningún momento está ese loco único, precisamente por su unicidad, más cerca de Dios. Porque es, en efecto, ante Dios y solo ante Dios donde se revela la unicidad del individuo; o, como decía Kierkegaard: From «the others» a person […] finds out what the others are […]. «The others» in turn do not know what they themselves are either but continually know only what «the others» are.There is only one who completely knows himself […] —that is God—. And he also knows what each human being is in himself, because he is that only by being before God.The person who is not before God is not himself either […]. If one is oneself by being in the one who is in himself, one can be in others and before others, but one cannot be oneself merely by being before others8.

Un héroe no es un santo, ni Unamuno es Kierkegaard A Unamuno le atraía el existencialismo cristiano de Kierkegaard. Aprendió danés para poder leerlo en su lengua de origen. Leyendo c i e rtos pasajes de Kierke g a a rd , no es difícil comprender cómo Unamuno pudo pensar que eran relevantes para su visión de don

7 8

Unamuno, Vida de don Quijote y Sancho, p. 120. Kierkegaard, Christian Discourses, p. 40 (citado en Bellinger, 2001, p. 76).

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Quijote. Se dan especialmente en Fear and Trembling. He aquí uno, por ejemplo, en el que Kierkegaard explica la diferencia entre el camino del héroe y la vocación más alta del caballero de la fe: [The knight of faith] knows also that higher than this [i. e. the ethical, the universal] there winds a solitary path, narrow and steep; he knows that it is terrible to be born outside the universal, to walk without meeting a single traveller […]. Humanly speaking, he is crazy and cannot make himself intelligible to anyone. And yet it is the mildest expression to say that he is crazy. If he is not supposed to be that, then he is a hypocrite, and the higher he climbs on this path, the more dreadful a hypocrite he is9.

Las siguientes palabras de Unamuno están probablemente inspiradas por la idea que tiene Kierkegaard de la situación existencial del caballero de la fe: Puede el héroe decir: «yo sé quién soy», y en esto estriba su fuerza y su desgracia a la vez. Su fuerza, porque como sabe quién es, no tiene por qué temer a nadie, sino a Dios, que le hizo ser quien es; y su desgracia, porque solo él sabe, aquí en la tierra, quién es él, y como los demás no lo saben, cuanto él haga o diga se les aparecerá como hecho o dicho por quien no se conoce, por un loco. Cosa tan grande como terrible la de tener una misión de que solo es sabedor el que la tiene y no puede a los demás hacerles creer en ella; la de haber oído en las reconditeces del alma la voz silenciosa de Dios, que dice: «tienes que hacer esto», mientras no les dice a los demás: «este mi hijo que aquí veis,tiene esto que hacer» […].Y como el héroe es el único que lo oye y lo sabe, y como la obediencia a ese mandato y la fe en él es lo que le hace, siendo por ello héroe, ser quien es, puede muy bien decir: «yo sé quién soy, y mi Dios y yo solo sabemos y no lo saben los demás». Entre mi Dios y yo —puede añadir— no hay ley alguna media-

9

Kierkegaard, Fear and Trembling, p. 86.Debemos aclarar que en ningún momento compara Kierkegaard al caballero de la fe con don Quijote: «Miguel de Unamuno and W. H. Auden were two of the best-known authors to characterize the Manchegan knight by this term [“knight of faith”] […]. However, it should not be forgotten or overlooked, as it sometimes seems to be, that nowhere in Fear and Trembling is don Quixote mentioned by name and that nowhere in Kierkegaard’s other writings […] is don Quixote called a “knight of faith”or viceversa» (Ziolkowski,1992, p. 131).Ver también, del mismo autor, 1991, passim.

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nera; nos entendemos directa y personalmente, y por eso sé quién soy. ¿No recordáis al héroe de la fe, a Abraham, en el monte Moria […]?10

Ahora bien, el existencialismo cristiano de Unamuno, si así lo queremos llamar, es un tanto peculiar y resultaría difícil someterlo a un análisis sistemático. El mismo Unamuno declaró repetidas veces que no quería ser sistemático. Pero encontramos aquí y allá elementos que parecen mantenerse con cierta consistencia. Uno de ellos es de especial relevancia aquí, pues concierne su quijotesco entendimiento del caballero de la fe kierkegaardiano. La diferencia entre ambos autores sobre este punto aparece ya con claridad en los pasajes citados, y sobre ellos vamos a volver. Pero debemos decir en primer lugar que hay pasajes en Kierkegaard de un carácter quasi profético, en referencia a la posibilidad histórica de una asimilación de Cristo a don Quijote. Él pudo ver ya claramente que en un mundo cristiano solo de nombre, del que haya desaparecido el espíritu del texto cristiano, Cristo mismo sería inevitablemente percibido como una figura quijotesca. Es decir, en un mundo así Cristo se convierte en una especie de fantasma poético con toda la apariencia de un don Quijote. La siguiente cita de los Diarios (Journals) es un anuncio revelador de esa situación a todas luces grotesca que Unamuno intentó desesperadamente toda su vida de tomar completamente en serio: When secular sensibleness has permeated the whole world as it has now begun to do, then the only remaining conception of what it is to be Christian will be the portrayal of Christ, the disciples, and others as comic figures.They will be counterparts of don Quixote, a man who had a firm notion that the world is evil, that what the world honors is mediocrity or even worse. But things have not yet sunk so deep. Men crucified Christ and called him an enthusiast, etc. —but to make a comic figure of him! Yet this is unquestionably the only logical possibility, the only one, which will satisfy the demands of the age once the secular mentality has conquered. Efforts are being made in this direction— for the world progresses!11

Es, por lo menos,curiosa esa percepción que tiene Kierkegaard del loco don Quijote, como de un hombre convencido de que el mundo es malo y de que lo único que le interesa al mundo, lo único que 10 11

Unamuno, Vida de don Quijote y Sancho, p. 38. Kierkegaard, Journals and Papers, I, pp. 132-33. Énfasis añadido.

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el mundo tiene en alta estima, es la mediocridad. ¿No es esa precisamente la razón de que Unamuno se sienta tan identificado con don Quijote y tan en contra del mediocre Cervantes? Hay ahí, sin duda, materia para una larga reflexión. Pero veamos con más detenimiento la profunda diferencia que existe entre el caballero de la fe kierkegaardiano y el heroico don Quijote de Unamuno. Para empezar, el caballero de la fe no se parece en nada a ninguna figura heroica tradicional. No resalta visiblemente de entre la muchedumbre, como lo hace don Quijote. De hecho, el caballero de la fe puede ser cualquiera, «un contable», por ejemplo, o «un recaudador de impuestos», nos dice Kierkegaard: [If] one did not know him,it would be impossible to distinguish him from the rest of the congregation […] when one meets him on the Beach Road one might suppose he was a shopkeeper taking his fling […] for he is not a poet, and I have sought in vain to detect in him the poetic incommensurability12.

El héroe, por el contrario, tanto trágico como épico, es reconocido inmediatamente por todos. Su gesto es, por definición, un gesto público, porque se mueve en el dominio de lo ético, que es el dominio de lo universal. El héroe se sacrifica para dar expresión a lo universal, a lo que todo el mundo entiende. ¿Quién no se conmueve aún ante el gesto de un Agamenón, que sacrifica sus propios sentimientos paternales, dispuesto a someterse a la voluntad de los dioses y ofrecer en sacrificio a la bella Ifigenia? Todo el mundo entiende eso, hasta la misma Ifigenia al final lo entiende también, porque se trata del bien de todos. El héroe sacrifica lo individual en beneficio de lo universal, lo ético, el bien público. Pero ¿quién entiende la fe de Abraham? Esa es la cuestión fundamental en Kierkegaard. Dios le dio a Isaac cuando ya no era humanamente posible que Sara concibiera, y además le prometió una descendencia larga y numerosa.Y ahora Dios lo llama, a él solo, y le pide que sacrifique a Isaac, «tu único hijo, a quien amas», y no le da explicación de ninguna clase. ¿Cómo se compagina esa demanda terrible con la promesa? La cosa no tiene sentido ni lógica ni éticamente. ¿Y si se ha equivocado Abraham? ¿No puede tratarse de una

12

Kierkegaard, Fear and Trembling, p. 50.

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tentación del diablo? ¿Y quién creería a Abraham si lo contara, en vista del carácter irracional y éticamente absurdo de la demanda? ¿No tratarían todos de sacarlo de su fe, de convencerlo de que es absurdo creer que esa demanda provenga del mismo Dios de la promesa? ¿Cómo puede estar seguro? Pese a todo, Abraham tiene fe. Sin saber cómo lo sabe, sabe que fue Dios quien le habló. Pese a lo horrible de la demanda, Abraham no duda ni un momento. Porque si dudara y, dudando, sacrificara a Isaac, su propia sospecha de asesinato lo hundiría. Contra toda lógica, nunca deja de creer que Dios, de alguna manera, le devolverá a Isaac y le cumplirá la promesa. Porque, como hace notar Kierkegaard, no se trata simplemente de que Abraham esté dispuesto a sacrificar a Dios lo más querido. Él espera que Dios le dé todo lo que le prometió, que le cumpla la palabra. Pero Abraham no cuestiona, no llora, no se queja y no le dice nada a nadie, porque nadie entendería. Él no entiende tampoco, pero tiene fe, una fe que pone Dios a prueba, como solo Dios puede poner a prueba, porque solo Dios puede llamar a un hombre, individualizarlo, singularizarlo, de la manera en que Abraham, el padre de la fe, fue llamado y singularizado. El héroe de Unamuno es algo completamente diferente. No solo diferente, sino en aspectos fundamentales, lo opuesto. Dice Unamuno: Cosa ter rible la de tener una misión de que solo es sabedor el que la tiene y no puede a los demás hacerles creer en ella; la de haber oído en las reconditeces del alma la voz silenciosa de Dios, que dice: «tienes que hacer esto»,mientras no les dice a los demás: «este, mi hijo que aquí veis, tiene esto que hacer»13.

¿Por qué es eso terrible? Está claro que lo terrible no tiene nada que ver con la misión que Dios le ha confiado al héroe, como en el caso de Abraham. En Unamuno lo importante no es la misión. El mandato de Dios no es la causa de la ansiedad del héroe, puesto que no le manda nada que no sea razonable. Para Unamuno lo terrible es simplemente que Dios dice «haz esto», lo que quiera que esto sea, pero no se lo dice a los otros. Es decir, la relación del héroe con Dios no ofrece el menor problema. Los dos están perfectamente de acuerdo:

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Unamuno, Vida de don Quijote y Sancho, p. 38.

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«Mi Dios y yo […] nos entendemos directa y personalmente, y por eso sé quién soy». Dios no es el problema para el héroe unamuniano. El problema son los otros, los que no han oído la voz de Dios, los que no saben de qué va la cosa. Así es que, si se trata de una prueba, lo que se pone a prueba no parece ser a primera vista la relación del héroe con Dios, sino la relación del héroe con los otros. Dios llama al héroe y le dice: «Tú eres tú y esto es lo que tienes que hacer», y entonces guarda silencio y lo deja solo en medio de los otros, como diciéndole: «y ahora a ver cómo te las arreglas delante de esos otros, que no reconocen la identidad que te acabo de dar». Esta debe de ser la gran prueba del héroe unamuniano. De lo contrario ¿qué significado puede tener el silencio de Dios? ¿Por qué no iba Dios a decírselo a los otros o por qué no iban los otros a entenderlo? De manera que el objeto de la prueba tiene que ser el siguiente: ¿será el héroe capaz de mantener la fe en sí mismo, que equivale a mantener la fe en Dios, ante todas esas miradas escépticas que no creen en él y que creen que está loco? Pero si esto es así, la pregunta es inevitable: ¿qué pasa si el héroe no pasa la prueba? Es decir, ¿qué pasa si el héroe sucumbe ante la mirada escéptica o la hostilidad de los otros? Mejor dicho, ¿qué quiere decir sucumbir ante los otros? ¿Puede el héroe fracasar en la prueba, sucumbir ante los otros, y seguir siendo héroe? Eso no tendría sentido, porque lo que está en juego es precisamente su heroicidad, su singularidad. Por lo tanto tenemos que asumir que si el héroe fracasa ante los otros, eso significa que pierde su heroica singularidad y se conv i e rte simplemente en uno más, uno de los otro s , de la gr a n muchedumbre, o sea, pierde su identidad como don de Dios y recibe la que le otorgan los otros, que lo único que le pueden otorgar es su pertenencia al grupo, ser uno más. En buena lógica, el héroe unamuniano se enfrenta, en última instancia, a una radical alternativa: o Dios o los otros, o una singularidad irrepetible y única o la pertenencia formal al grupo, el carné que lo identifica como uno más. El grupo es constitutivamente incapaz de conferir la singularidad irrepetible (la única singularidad que puede conferir el grupo a un individuo, haciéndolo diferente de todos los demás, es la singularidad de la víctima, la singularidad que confiere el mecanismo de la expulsión sacralizante). No importa absolutamente nada que el miembro del grupo sea o no sea un rebelde frente al

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grupo. La heroicidad individual a la que hace referencia Unamuno suponemos que es un don de Dios absolutamente gratuito, puesto que Dios no le dice al héroe «tú eres tú porque te lo has ganado» de alguna forma, sino simplemente «tú eres tú, porque yo soy yo, y sin mí no eres». Ese don divino de la singularidad irrepetible no puede ser un resultado de haber resistido la presión del grupo, un premio a la resistencia, al anticonformismo, como si Dios entrara en competición con el grupo, como si Dios susurrara al oído del candidato a héroe, «si te vienes conmigo en lugar de con el grupo, te doy algo que el grupo no te puede dar». Naturalmente no puede tratarse de nada de eso. La resistencia al grupo, por sí sola, no cambia ni confiere absolutamente nada. Si el punto último de referencia, en rebeldía o en asentimiento explícito, es el grupo y no Dios, la heroicidad unamuniana, la singularidad irrepetible, desaparece. Decimos que, en buena lógica, esta es la última alternativa a la que se enfrenta el héroe unamuniano: o Dios o los otros, que es algo así como ser o no ser, ser de verdad o solo de apariencia. Sin embargo, esta alternativa implícita no aparece nunca como tal en el texto de Unamuno. En realidad, para Unamuno, pese a su referencia a Abraham en el monte Moria, no parece que el héroe, en cuanto héroe, se vea sometido a ningún tipo de prueba, especialmente por parte de Dios. Un héroe es un héroe, o, como se diría en inglés, «once a hero always a hero». La diferencia entre el héroe y los otros, la multitud escéptica que no se cree que el héroe es un héroe (o que no cree que existan héroes) no desaparece nunca. En ningún momento se ve que amenacen, que pongan en entredicho, los otros el heroísmo del héroe (en esto, la singularidad heroica de Unamuno es del mismo tipo que la individualidad de que habla Castro, como acabamos de ver, «la firme base de lo singularmente voluntarioso»). No solo no ponen en peligro los otros el heroísmo del héroe, en realidad los otros están ahí para proporcionar el contraste, el trasfondo, necesario al héroe, para que el héroe se destaque. Están ahí para confirmar al héroe en su heroicidad, haciéndole sufrir con su incomprensión. La idea de que el héroe pueda dejar de ser héroe, pueda sentir la tentación de ser uno más, de unirse a ellos, sonaría a blasfemia en los oídos de Unamuno. El héroe es, por definición unamuniana, la víctima de la multitud, y la multitud es el verdugo victimario. Esta es la estructura existencial que da sentido y organiza la heroicidad del héroe de Unamuno. Este héroe

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no es héroe, a los ojos de Unamuno, en tanto no sea confirmado como tal por el desprecio y la hostilidad de la multitud, que está ahí precisamente para eso. La singularidad irrepetible, el don gratuito de Dios, no es suficiente, lo decisivo es el ataque de la incomprensión reinante contra esa singularidad. El héroe unamuniano no existe si no está rodeado de mediocridad. Es una figura pública, perfectamente reconocible como tal héroe por la forma como se yergue frente a la multitud, víctima evidente de la misma, pero impertérrito, rostro erguido, dispuesto a morir la más bella y noble de las muertes si fuera necesario. Este escenario unamuniano es el viejo escenario sacrificial, pero con un giro típicamente cristiano: el Dios de Unamuno no está en absoluto de parte de la multitud. Como buen cristiano, el Dios de Unamuno está decididamente de parte de la víctima. Es decir, la multitud lleva a cabo el trabajo sacrificial de siempre, pero no se lo agradece nadie, no hay ningún reconocimiento público de la necesidad de dicho trabajo. En los viejos tiempos la multitud hubiera sacrificado al héroe («héroe» como objeto directo del sacrificio y, al mismo tiempo, como figura sagrada que lo recibe o acepta) de manera reverencial y profundamente encomiable. La multitud de Unamuno, por el contrario, no tiene nada de encomiable. Los otros, la multitud, son simplemente aquellos a los que Dios no se dignó comunicar que el héroe era un héroe. Esa multitud, a diferencia de la vieja multitud, no se comunica con Dios. Sin embargo, en el escenario unamuniano, sin que la multitud lo sepa, Dios la usa, se sirve de su incomprensión, de su hostilidad, para confirmar al héroe como héroe, aunque luego la condene por esa misma incomprensión y hostilidad. El Dios cristiano de Unamuno termina sacrificando a los sacrificadores. Dicho de otra forma, la versión «cristiana» que hace Unamuno del viejo escenario sacrificial en realidad no tiene nada de cristiana, porque nada ha cambiado en lo esencial. La sagrada diferencia y oposición entre la víctima y los que la sacrifican se mantiene con la misma rigidez de siempre. Como acabo de decir, la idea de que la víctima, el héroe, el ungido de Dios, pueda sentir la tentación de la muchedumbre, el deseo de ser como ellos, no solo por cobardía, para escapar a su suerte, sino seducido por el deseo de los demás, o sea, la idea de una muchedumbre contagiosa, cuyo contagio pueda absorber al héroe, es una idea totalmente ajena al planteamiento de Unamuno.

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No obstante, en términos de verdad cristianos, todos y cada una de esos miembros de la muchedumbre, todos y cada uno de los otros, por el simple hecho de ser humanos, han de considerarse, en principio, únicos, es decir, cada uno de ellos, un héroe de irrepetible singularidad. En principio, decimos, porque como miembro de la muchedumbre, ese individuo, o no ha oído todavía la voz de Dios «en las reconditeces del alma» o no le ha sido fiel, ha caído de su condición de héroe. Es decir, en esa muchedumbre tiene que haber muchos héroes caídos, muchos héroes que prefirieron irse con la corriente, ser como todos; héroes que se dejaron seducir por el otro, o bien por debilidad o bien por error, creyendo que era la voz de Dios algo que no lo era. En cualquier caso, está claro que el haber oído «la voz de Dios en las reconditeces del alma» no garantiza en absoluto que el héroe le vaya a ser fiel, es decir, que el héroe no tenga que preocuparse de su heroicidad o de su fidelidad, que son la misma cosa. En términos cristianos, la tentación del otro está ahí siempre. La última alternativa no desaparece jamás: o Dios o los otros. Todo está en juego entre esos dos polos.Y si esto es así, el análisis de lo que significa ir hacia el otro en lugar de hacia Dios, reemplazar a Dios con el otro, que es el gran peligro al que se enfrenta el héroe cristiano, es un análisis de importancia capital, insoslayable. Pero, como ya hemos dicho, Unamuno no parece haber visto nunca ese peligro, y, por consiguiente, resulta inútil buscar en el texto unamuniano el análisis a que me refiero. Porque lo que encontramos es todo lo contrario, un Unamuno que nos dice que él no ha comprendido nunca cómo alguien pueda desear ser otro, ser el otro: Eso es lo que yo no acabo nunca de comprender, que uno quiera ser otro cualquiera. Querer ser otro es querer dejar de ser uno el que es. Me explico que uno desee tener lo que el otro tiene, sus riquezas o sus conocimientos; pero ser otro, es cosa que no me la explico […]. Cierto es que se da en ciertos individuos eso que se llama un cambio de personalidad; pero eso es un caso patológico, y como tal lo estudian los alienistas14.

¿Y la locura de don Quijote no es un caso patológico? Es realmente asombroso. ¿Cómo puede nadie que haya leído el Quijote, con la constancia e interés que lo leyó Unamuno, decir eso? ¿Es que no 14

Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida, pp. 64-65.

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daría Alonso Quijano un ojo de la cara, como suele decirse, por transformarse en una nueva versión de Amadís, por ser Amadís? O bien lo mismo, pero exactamente del revés, ¿no había aprendido Unamuno de Kierkegaard cuánta desesperación, cuánto odio y cuánto deseo de auto-destrucción puede existir en querer ser uno uno mismo movido del rencor y el resentimiento? Nada es más fácil que querer ser otro, o no ser uno uno mismo, o desesperarse y odiarse a sí mismo por no poder conseguir ni lo uno ni lo otro y entonces querer ser uno uno mismo movido de esa misma desesperación y ese mismo odio. Y más asombroso resulta todavía que dijera esas palabras el autor de obras tales como la obra de teatro El otro o la novela Abel Sánchez, versión unamuniana de la historia de Caín. El otro, una especie de alegoría teatral, trata explícitamente de la lucha imposible por diferenciar al yo del otro, gemelos idénticos, uno de los cuales ha matado al otro, creando el problema de saber cuál es el muerto y cuál el homicida. Aunque, obviamente, no puede el protagonista ser otro que el superviviente, cualquiera que sea su identidad.Y a este superviviente de identidad indefinida se le presenta como una especie de figura trágica, heroica. Lo mismo que ocurre en Abel Sánchez, donde el verdadero protagonista, el heroico, es Joaquín Monegro, el Caín, el íntimo amigo de Abel de toda la vida. Es decir, resulta a primera vista sorprendente que un autor con semejante interés en el tema de la envidia y la rivalidad fratricida confiese que no consigue comprender cómo nadie pueda desear ser otro. Y si además esa misma confesión se la oímos nada menos que al protagonista de Abel Sánchez, personificación de la envidia de Caín, tenemos que empezar a sospechar que la cosa no es ni mucho menos accidental, algo así como una contradicción por descuido. El problema merece cierta atención. El Caín de Unamuno El capítulo XXVIII de Abel Sánchez consiste enteramente en la siguiente conversación entre el protagonista, el médico Joaquín Monegro, y un personaje gris y completamente secundario por quien Joaquín Moneg ro siente una cierta lástima: —¡Quién fuera usted, don Joaquín! —decíale un día a este aquel pobre desheredado aragonés, el padre de los cinco hijos, luego que le hubo sacado algún dinero.

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—¡Querer ser yo! ¡No lo comprendo! —Pues sí, lo daría todo por poder ser usted, don Joaquín. —¿Qué es ese todo que daría usted? […] —¡La vida! —¡La vida por ser yo! —y a sí mismo se añadió Joaquín «¡Pues yo la daría para poder ser otro!». —Sí, la vida por ser usted. —He aquí una cosa que no comprendo bien, amigo mío; no comprendo que nadie se disponga a dar la vida por poder ser otro, ni siquiera comprendo que nadie quiera ser otro. Ser otro es dejar de ser uno, de ser el que se es. […]. Y al quedarse, luego, [Joaquín] solo se decía: «¡Quién fuera yo! ¡Ese hombre me envidia!, ¡me envidia! Y yo ¿quién quiero ser?».

La pregunta queda en el aire, pero la respuesta es evidente. Si ese pobre hombre lo envidia, y la prueba fehaciente de su envidia es que lo daría todo por ser él, por ser Joaquín Monegro, y este último envidia profundamente a su amigo Abel (tanto como Caín envidiaba a su hermano), ¿quién otro querría ser Joaquín Monegro sino Abel? Daría su vida por ser Abel, y no simplemente —como se dice a sí mismo mientras escucha al pobre hombre— por ser otro, es decir, distinto de cómo él es. Porque es fácil confesar un deseo de ser diferente; y cosa muy distinta que Caín confiese que quiere ser como Abel, que quiere ser Abel. Porque esto último es precisamente lo que Joaquín Monegro, rebosante de odio envidioso hacia Abel, no confesará nunca abiertamente. Antes morir que confesar tal cosa. Lo cual es de esperar dentro de la lógica del personaje. Lo que resulta mucho más problemático es que Unamuno mismo, el autor, el que nos dice que ha tomado sus personajes de la vida en torno suyo y de dentro de sí mismo, jamás reconoce abiertamente ese deseo inconfesable. De hecho, uno tiene la clara impresión de que el diálogo que acabamos de citar, que forma un capítulo por sí mismo (capítulo que se pudiera haber omitido y nadie lo hubiera echado en falta), es un intento deliberado de sugerir lo evidente precisamente para negarlo; un intento de separar la envidia infernal, pero trágica y heroica, de su protagonista de otra clase de envidia de baja clase, corriente, mediocre. Como se nos dice en el prólogo a la segunda edición de la novela:

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[La] envidia que yo traté de mostrar en el alma de mi Joaquín Monegro es una envidia trágica, una envidia que se defiende, una envidia que podría llamarse angélica […].Y ahora, al releer […] mi Abel Sánchez […] he sentido la grandeza de la pasión de mi Joaquín Monegro y cuán superior es, moralmente, a todos los Abeles. No es Caín lo malo; lo malo son los cainitas.Y los abelitas.

Uno no puede, por tanto, sorprenderse de oír que: Joaquín se creía un espíritu de excepción,y como tal torturado y más capaz de dolor que los otros, un alma señalada al nacer por Dios con la señal de los grandes predestinados (p. 182).

Está claro que la opinión que Unamuno tiene de su personaje coincide plenamente con la que tiene este de sí mismo. Así es que cuando se nos dice que Joaquín Monegro estaba pensando escribir un libro que sería, Un espejo de la vida, pero de las entrañas, y de las más negras […] una bajada a las simas de la vileza humana; un libro de alta literatura y de filosofía acibarada a la vez. Allí pondría toda su alma sin hablar de sí mismo […] allí se vengaría del mundo vil en que había tenido que vivir (p. 183),

uno se pregunta si es a Unamuno al que estamos oyendo hablar de su propia novela; sospecha que supongo le agradaría a él profundamente, pues siempre se enorgulleció de decir que sus personajes eran parte de él mismo (o al revés). «Una bajada a las simas de la vileza humana; un libro de alta literatura». Esta especie de contradicción, este rescate literario de algo verdaderamente repulsivo, describe perfectamente cuál es la intención que guía el desarrollo de Abel Sánchez. Unamuno es consciente de que esta descarada exhibición de la podredumbre interior es, a su vez, una forma de podredumbre, de enfermedad del alma, de vanidad. Dice Joaquín Monegro: La vanidad nos consume. Hacemos espectáculo de nuestras más íntimas y asquerosas dolencias. Me figuro que habrá quien desee tener un tumor pestífero como no le ha tenido antes ninguno para hombrearse con él. ¿Esta misma Confesión no es algo más que un desahogo? He pensado alguna vez romperla para librarme de ella. Pero ¿me libraría? ¡No! Vale más darse un espectáculo que consumirse.Y al fin y al cabo no es más que espectáculo la vida (p. 106).

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Así es, totus mundus agit histrionem, el mundo es un «gran teatro», como decía Calderón. Pero en ese gran teatro del mundo calderoniano el espectáculo tiene lugar delante de Dios. Dios es quien lo crea y quien juzga cómo ha representado cada uno su papel. Cada uno es lo que es en el mundo, frente a Dios, por encargo de Dios, pudiéramos decir. Lo peor que le puede pasar al actor humano, al rey, por ejemplo, es creerse que es rey por derecho propio, por sí mismo; es decir, creerse que él es lo que es con independencia de Dios. Por el contrario, el espectáculo que el vanidoso Joaquín Monegro ofrece de su «más íntima y asquerosa dolencia» no es ante Dios, sino ante el otro. Y no es una auténtica confesión, como él la llama, sino efectivamente una exhibición, un espectáculo. Él sabe, como nos dice, que no se va a librar de su dolencia, de su odio, de su envidia, exhibiéndola. Pero se equivoca si de verdad cree que esa exhibición le va a ser de algún provecho, le va a paliar la dolencia. Porque la exhibición misma es parte integrante de la dolencia. Son el odio y la envidia los que la crean, animan e impulsan por su propio interés. Son el odio y la envidia los que anhelan exhibirse. Pero el odio y la envidia están reñidos de raíz con la verdad. Lo que el odio odia es la verdad, lo que la envidia envidia es la verdad. Quiere decir que se exhiben con ánimo torcido, con duplicidad; no para revelar la verdad sobre sí mismos, sino para ocultarla. Anhelan la exhibición en lugar de la verdad. No quieren la verdad, sino un simulacro, una apariencia de verdad para ocultarse detrás de ella. Lo cual quiere decir que el odio y la envidia ofrecen ante el altar del otro, el ídolo ante el cual «se confiesan», lo mismo que el más primitivo sacrificante ha ofrecido siempre ante el viejo altar: no la verdad de la violencia, sino un sustituto de la misma, un simulacro ritual, con la esperanza de que el ídolo lo acepte como si fuera la verdad, de que el ídolo le siga el juego. Cuando uno no quiere ver la verdad y no puede tampoco evitarla, no le queda otro recurso que mentir con la verdad, confesarla y usar la confesión para seguir mintiendo. O, como dice Joaquín Monegro, hacer de la exhibición de su podredumbre interna «un libro de alta literatura». Es interesante observar la reacción que tuvo Antonio Machado, quien declaró repetidas veces su admiración por Unamuno, a la publicación del Abel Sánchez. He aquí un extracto de la carta que le mandó agradeciéndole el envío de la novela:

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Bien hace V. en sacar al sol las hondas raíces del erial humano, ellas son un índice de la vitalidad de la tierra y, además, es justo que se pudra al aire, si es que ha de darse la segunda labor, la del surco para la semilla. Caín, hijo del pecado de Adán, desterronó el páramo virgen […]. La segunda vuelta de arado la dio Jesús, el sembrador […]. Su Abel Sánchez es libro precristiano que V. —el hombre del Cristo en el pecho— tenía que escribir para invitarnos a expulsar de nuestras almas al hombre precristiano, al gorila genesíaco que todos llevamos dentro […]. Ahora tiene V. que escribir su novela cristiana, que es la suya, para curarnos de esa acritud de que V. se ha curado al escribir su libro15.

Continúa Machado explicando su visión del Antiguo Testamento como un progresivo desarrollo del «sentimiento de fraternidad, que culmina en Jesús». El sentido de sus comentarios no deja lugar a duda: sacar a la luz, airear, la enfermedad de Caín, permitir que se pudra al aire, tiene sentido si se trata de una preparación para «la segunda labor, la del surco» para plantar en él la buena semilla. Sin esa semilla, «el páramo virgen» que desterronó Caín permanecerá estéril. Abel Sánchez es «un libro precristiano». Su finalidad solo puede ser la de una invitación «a expulsar de nuestras almas al hombre precristiano, al gorila genesíaco que todos llevamos dentro». La conclusión inevitable es que «ahora tiene V. que escribir su novela cristiana, que es la suya, para curarnos de esa acritud de que V. se ha curado al escribir su libro». No se puede decir de manera más delicada que toda esa exhibición de degradación humana, de odio y de resentimiento, por pura vanidad, por exhibicionismo, no proporciona ningún provecho, es algo inútil. Semejante exhibición, supuesta «confesión», sin arrepentimiento, sin dejar atrás el odio envidioso hacia el otro por el amor hacia el hermano («la fraternidad es el amor del prójimo por amor al padre común» 16), es completamente anticristiana, indigna de un autor como Unamuno, «el hombre del Cristo en el pecho». Yo creo que Machado fue bastante caritativo con Unamuno en esta ocasión. En primer lugar, Unamuno no escribió nunca esa novela cristiana que Machado veía como necesaria continuación del Abel

15 16

Machado, Prosas completas, pp. 198-99. Machado, Prosas completas, p. 200.

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Sánchez. Es más, no creo que tuviera nunca en mente semejante continuación. Por lo menos no existe el menor rastro de ella en la novela. Lo cual quiere decir, para seguir la lógica impecable de Machado, que no se curó de su «acritud» al escribirla. En realidad, yo creo que la cosa fue al revés: Unamuno depositó su «acritud» en la novela, porque, al igual que Joaquín Monegro, no supo curarse de ella.Y por no poder arrancarla de sí mismo, hizo, a falta de arrepentimiento, lo único que podía hacer, que fue transformarla en ficción literaria y gritar a todo pulmón que la vida misma es ficción, espectáculo, y que la diferencia entre ficción y realidad es ilusoria. No tengo razón alguna para dudar del deseo de fe religiosa de Unamuno, de su deseo de inmortalidad, del que habló tantas veces a lo largo de su vida. Pero la piedra de escándalo interpuesta en su camino hacia la fe no era la lógica de la razón, el análisis racional, como él gritó tantas veces a propósito de su defensa del quijotismo, sino «el otro». Ese fue su verdadero skandalon, su gran tropiezo. Lo que le impide oír la voz de Dios «en las reconditeces del alma», es decir, lo que le impide ser él mismo es «el otro». Unamuno permanece escandalizado frente al otro, atrapado en una lucha interminable y estéril contra «el otro». No creo que fuera su razón, sino su envidia, la envidia que todos llevamos dentro, como decía Machado, lo que le impedía caminar hacia Dios. Por eso precisamente su quijotismo es un intento desesperado de equiparar el ser uno uno mismo ante Dios con esa lucha interminable contra el otro, lucha que él quiso elevar al plano de lo trágico, de la «alta literatura».Y tal vez llegara a imaginar, desde el fondo de una rebeldía impotente, que mientras más interminable y desesperada fuera esa lucha contra el otro, mientras más trágica, más «altamente literaria», tanto más cerca estaba de Dios. De ahí su insistente empeño en borrar la diferencia entre el santo y el héroe17. Y de ahí también su ambivalencia al evaluar el fenómeno de la envidia en general. 17 Auden habla también de don Quijote como un héroe religioso: «[A] representation, the greatest in literature, of the Religious Hero, whose faith is never shaken» (1950, p. 103). Auden define así al héroe religioso: «one who is committed to anything with absolute passion, i. e., to him it is the absolute truth, his god.The stress is so strongly on the absolute that though he may be passionately related to what, ethically, i. e., universally, is false, he is a religious hero […].Thus, the distinc tion between being absolutely committed to the real truth, and being absolutely

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Según el propio Unamuno, don Gregorio Marañón había dicho que se le deben a él, a Unamuno, «las páginas más profundas sobre la pasión del resentimiento, morbo insinuante y letal de la vida española»18. Así es probablemente, pero Unamuno podía pasar con sorprendente facilidad de la denuncia del resentimiento y la envidia como asquerosa lacra del alma, según hemos visto en Joaquín Monegro, al elogio enfervorecido. «Morbo insinuante y letal», dice Marañón, y agrega Unamuno: ¡Letal y […] vital! […] el resentimiento [es] manantial inagotable de rebeldía, y la rebeldía manantial inagotable de la más alta conciencia espiritual […] Nietzsche, también luzbeliano, también cainita. ¡Qué envidia más trágica y más grandiosa le tuvo al Cristo! Y se tuvo a sí mismo19.

committed to falsehood, is not between being a religious man and not being one, but between the sane and the mad» (p. 97), distinción esta aplicable, por supuesto, al caso de don Quijote. Es decir, aunque Auden enmarque a don Quijote dentro de lo que él considera un héroe religioso, no se le ocurriría nunca equipararlo con el santo. Es más, en un interesantísimo y agudo giro de su razonamiento el crítico parece sugerir que, como héroe religioso, don Quijote está en realidad fuera de lugar en la novela: «The only point to consider here is why Cer vantes makes him [don Quixote] recover his sanity at the end. Does this mean that he ceases to be a religious hero, that he loses his faith? No. It is because Cervantes realizes instinctively that the Religious Hero cannot be accurately portrayed in art. Art is bound by its nature to make the hero interesting, i. e., to be recognisable as hero by others. Both the aesthetic hero and the ethical hero are necessarily interesting and recognisable by their deeds and their knowledge, but it is accidental and irrelevant if the religious hero is so recognised or not. Unless don Quixote recovers his senses, it would imply that the Religious Hero is always also an aesthetic hero (which is what his friends want him to be). On the other hand, once he does, he has to die, for he becomes uninteresting and therefore cannot live in a book» (p. 97).Ni que decir tiene que el «instinto» de Cervantes, como el del mismo Auden, que les dice que el atractivo literario supone una amenaza para el carácter religioso del héroe, es un «instinto» específicamente cristiano. Asimismo el razonamiento de Auden supone que, en tanto que el heroísmo religioso de un don Quijote cuerdo no ofrece el menor interés novelístico, su locura sí. Por consiguiente, el carácter religioso de su locura (base del quijotismo de Unamuno) es tan ficticio, tan falso, como su total dedicación a la caballería andante. Su loco heroísmo literario no es más que una apariencia engañosa del verdadero heroísmo religioso. Hay un mundo de diferencia entre la visión quijotesca de Unamuno y la de Auden. 18 Unamuno, Obras completas,V, p. 175. 19 Unamuno, Obras completas,V, p. 175.

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Pero años antes su actitud había sido muy distinta, hablando con cierto desprecio del «pobre Nietzsche»: que fue siempre lo que acabó siendo a las claras, un loco de remate, [que] sufrió entre otras locuras una de las más terribles, la del orgullo envidioso o de la envidia orgullosa. Sí, ese pobre loco de orgullo lo fue también de envidia. La historia de sus relaciones con Wagner lo prueba. […]. Y Nietzsche sentía envidia de Cristo. […].Nietzsche, el que escribió de sí mismo aquel libro, extremo portento de la locura, titulado Ecce Homo […] sentía envidia de Cristo, ya que no podía ser Cristo. No estaba seguro de que los demás hombres llegaran a adorarle y le deificaran.Y él no soñaba con menos que con la apoteosis. ¡Pobre hombre!20

No es de extrañar que don Gregorio Marañón se extrañara de que un hombre que había escrito cosas como estas sobre Nietzsche y otros pudiera creer en la fuerza creadora de la envidia y el resentimiento. Nosotros ya hemos visto en qué consiste la creatividad del cainita Joaquín Moneg ro, su «alta literatura». La envidia del «luzbeliano» Joaquín Monegro también quiere ser «trágica y grandiosa». Ahora bien, lo que a nosotros nos interesa es la relación entre este heroísmo luzbeliano o de Caín y el heroísmo que ve Unamuno en don Quijote. Pues no parece que pueda ser accidental el hecho de que el escritor al que se deben «las páginas más profundas sobre la pasión del resentimiento, morbo insinuante y letal de la vida española» sea también el gran quijotista de la historia moderna de España, el gran defensor del heroísmo de don Quijote. Yo creo que Unamuno nos diría que para comprender a fondo el heroísmo de don Quijote hay que entender también a fondo la terrible enfermedad que atormenta y consume por dentro al envidioso Caín, que para comprender lo sublime de don Quijote hay que entender primero la degradación del alma de Caín.Y que esta conexión entre lo infernal y lo sublime es lo que el mediocre Cervantes no pudo comprender.

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Unamuno, Obras completas, VIII, p. 1102.

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Don Quijote, héroe del Caín unamuniano Pues bien, si esto es así, intentemos ver a don Quijote a partir de esa degradación cainita. La pregunta es la siguiente: ¿qué podría ver de heroico en don Quijote el espíritu atormentado de Joaquín Monegro? ¿En qué consistiría el carácter heroico de don Quijote a los ojos de ese moderno Caín? La respuesta, en breves palabras, puede ser la siguiente: consistiría en su inocencia, su innata bondad, combinada con el hecho de ser mofa y ludibrio de todos, víctima de la incomprensión de gentes incapaces de concebir un gran proyecto, gentes mediocres que no saben lo que es volverse loco por algo grande. Porque hay que empezar diciendo que Joaquín Monegro se siente superior, «un espíritu de excepción» rodeado de mediocridad: Esta fue mi desgracia, no haber nacido entre los míos. La baja mezquindad, la vil ramplonería de los que me rodeaban, me perdió (p. 183).

Este ser superior se ha sentido toda su vida un marginado. Todos le han dado de lado. Abel ha sido siempre el favorito, el que siempre ha tenido éxito.Y este nuevo Caín clama contra semejante injusticia. No, no es él el malo, el malo de verdad es Abel, el verdadero envidioso. ¿Acaso no ha sido Abel el que le ha quitado siempre lo que de verdad le pertenecía a él? Él sabe lo que se oculta bajo esa capa de inocencia, tras esa cara de bueno. Abel podrá engañar a todos, pero no a él, no a Caín, que sabe que Abel es el culpable de todo su odio, el culpable de que él, Caín, se consuma de odio por dentro. Pero el problema de este Caín es todavía más complicado. Porque resulta que, sintiéndose profundamente marginado y despreciado frente a los otros, ninguno de esos otros se lo cree, y menos que ninguno Abel. ¡Es ya el colmo del desprecio!, piensa Caín. No solo lo desprecian y marginan, sino que además no se enteran de lo que están haciendo. Lo hacen víctima y además le quieren quitar lo único que le queda: sentirse víctima, aparecer ante los ojos de los victimarios como víctima. Es en esos momentos de negrura interior, consumido por el resentimiento, cuando el Caín unamuniano levanta la vista y contempla a don Quijote. A los ojos de este Caín tiene don Quijote toda la sublimidad de la víctima, y no de cualquier víctima, sino de la víctima cristiana, del ungido de Dios, de quien se ríe y se mofa todo el

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mundo. ¡Maravillosa víctima aquella que es claramente víctima a lo ojos de todos, objeto de burla para todos! Don Quijote no tiene que convencer a nadie de que es víctima; y más maravilloso aún, don Quijote ni siquiera lo intenta. Don Quijote no tiene que odiar a nadie por no creer que sea él la víctima. Lo cual hace posible que brille en él su inocencia innata, su bondad, esa inocencia y esa bondad que Abel le ha robado a él, a Caín, y que le niegan los demás por no creer en su carácter de víctima. «Y lo más grande de [don Quijote] —decía Unamuno— fue haber sido burlado y vencido, porque siendo vencido es como vencía: dominaba el mundo dándole que reír de él»21. Palabras estas que creo haría suyas sin titubeos Joaquín Monegro. ¡Qué no darían todos los Joaquín Monegros del mundo por apropiarse la sublimidad de don Quijote! A los ojos de estos envidiosos la diferencia entre realidad y ficción es por completo irrelevante; ni siquiera importa que el modelo sea Cristo o Amadís. Lo único que importa es ese gesto tranquilo, imperturbable, de víctima inocente, frente a todos esos que lo desprecian, que se ríen de él. Lo que importa es la talla heroica, que naturalmente no tiene nada que ver con la humilde sumisión de Cristo a la voluntad del Padre. El heroico don Quijote unamuniano es exactamente lo que su envidioso Caín quisiera ser o aparecer ante los ojos del otro. Porque la diferencia entre el ser y el aparecer no es en sí misma importante, lo único importante es cómo aparezcan las cosas a los ojos del otro. Cuando el envidioso Caín ve a don Quijote, no solo ve a alguien que él quisiera ser, es como si viera en el caballero una revelación de su propio ser, de lo que él es de verdad, precisamente esa verdad que el otro se obstina en no ver, la verdad de sí mismo que el otro le roba de la forma más injusta. Si no fuera por el otro, su verdadero ser quijotesco, su inocencia y su alteza de miras saldrían a relucir en todo su esplendor. El envidioso Caín se engaña a sí mismo, por supuesto, porque lo ve todo a través del prisma distorsionante de su envidioso deseo. Pero su autoengaño, su locura, tiene su propia lógica, no es mero capricho arbitrario. En cierto sentido, el envidioso Caín se engaña a sí mismo con la verdad, entendiéndola al revés. No se equivoca en ver en don Quijote una imagen de sí mismo. En esto la mirada de ese Caín es

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Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida, pp. 351-52.

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mucho más penetrante que la de la inmensa mayoría de los cervantistas. Pero lo que él interpreta como una imagen o representación de su propia liberación del poder avasallante del otro y, por tanto, de la angustia que lo consume por dentro, es de hecho la imagen disfrazada de su propia envidia, o sea, la trampa, el engaño que su propia envidia le tiende. A este envidioso hay que prestarle atención cuando nos dice que don Quijote es la imagen perfecta de su «verdadero» ser. No porque nos inspire confianza la palabra del envidioso, sino porque hay una cosa sobre la cual la envidia será siempre consecuente, fiel a sí misma: su negativa a admitir que es realmente envidia, su obsesiva necesidad de ocultarse a sí misma frente al otro, de ocultar su fascinación, su dependencia, su abyecta sumisión ante el otro. Así es que cuando este Caín nos dice que don Quijote es la revelación de su inocencia, de su ser limpio de envidia, de hecho nos está diciendo que la librea o imagen quijotesca es la cobertura perfecta de la envidia. Pues él debe de saber sin duda mejor que nadie lo que la envidia considera bueno para ella, para su preservación, para continuar siendo ella sin parecerlo. Debemos, por tanto, considerar a Unamuno como el primero (y que yo sepa, el único) que ha sido capaz de intuir, sin haberlo dicho abiertamente jamás, a su manera indirecta y un tanto tortuosa, la relación entre la figura de don Quijote y la de Caín, entre la locura quijotesca y la envidia, la dependencia del otro. La cuestión es si eso lo sabía Cervantes también. A mi juicio, no cabe la menor duda de que Cervantes era perfectamente consciente de esa conexión entre la locura de don Quijote y la envidia o los celos.Y si podemos encontrar la evidencia en el Quijote, habremos encontrado no solo el secreto del atractivo que siempre tuvo don Quijote para Unamuno, sino asimismo el de su persistente animosidad hacia Cervantes, pues las dos cosas no son sino las dos caras de lo mismo.Y la razón es simple: en tanto que Unamuno se aferraba a la ficción literaria, al espectáculo, a la exhibición heroica para ennoblecer la innoble cara de la envidia, Cervantes dejaba ver que por debajo del atractivo del heroísmo literario se descubría la innoble cara de la degeneración envidiosa. Cervantes dejaba al descubierto lo que Unamuno trataba de ocultar. Por eso, el mismo anticervantismo de Unamuno puede ser en realidad la mejor guía que

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podamos tener para alcanzar algunas de las intuiciones más profundas que anidan dentro de la novela de Cervantes. ¿Pero dónde encontraremos la necesaria evidencia textual? Lógicamente habremos de buscar dentro del Quijote aquello que de manera consistente deja de lado Unamuno, declarándolo irrelevante o impertinente.Y no creo que haya nada tan consistentemente eludido por Unamuno como las historias intercaladas. En su Vida de don Quijote y Sancho pasa de largo por todas y cada una de ellas, a veces con algún tipo de comentario despectivo, como en el caso de El curioso impertinente, «novela por entero impertinente a la acción de la historia». En uno de sus ensayos declara explícitamente que: Si Cervantes no hubiera escrito el Quijote […] nadie leería sus insípidas Novelas ejemplares […]. Las novelas y digresiones mismas que figuran en el Quijote, como aquella impertinentísima novela de El curioso impertinente, no merecerían la atención de las gentes22.

Recordemos una vez más que también a don Quijote le parecían impertinentes todas esas historias. Esta repulsa casi visceral de las narraciones intercaladas resulta tanto más reveladora, por cuanto el núcleo mismo de la historia de su Abel Sánchez y, por consiguiente, el centro mismo de la envidiosa y destructora relación entre Joaquín Monegro y su amigo Abel, lo constituye una situación estructuralmente semejante a la que encontramos en casi todas las historias intercaladas: una historia de amor frustrado. De hecho, la semejanza va mucho más lejos cuando la comparamos en particular con las dos narraciones intercaladas más importantes y extensas de la Primera Parte: la de Cardenio-Luscinda-don Fernando y la de El curioso impertinente con Anselmo, Lotario y Camila. O sea, la historia de dos íntimos amigos, uno de los cuales se va a casar, o se ha casado ya, con una mujer que le va a ser arrebatada por el otro, con la consecuente desesperación del amigo agraviado, el cual, en los tres casos (dos de Cervantes y uno de Unamuno) resulta haber sido quien puso en contacto a la pareja infiel. No hay que ser ningún águila crítica para ver en Joaquín Monegro una versión unamuniana del Cardenio o del Anselmo cervantinos. En principio, no se comprende que Unamuno, tan interesado en el tema de la envidia y los celos, no

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Unamuno, Obras completas, III, p. 577.

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mostrara el menor interés por este tipo de historia. Por ejemplo, un personaje tan a las claras envidioso como don Fernando debiera haberle interesado. Aunque tal vez la pregunta que hay que hacerse sea la siguiente: ¿qué dice Cervantes en estas historias, o cómo lo dice, que hace saltar el rechazo y hasta la hostilidad de Unamuno?, ¿qué dice Cervantes que Unamuno no quiere oír? Tendremos ocasión de explorar estas preguntas más adelante, al comparar esa historia de amor frustrado que anida en el centro del Abel Sánchez, con la «impertinentísima» historia de El curioso impertinente. Pero antes debemos reflexionar con más detalle en lo que creo que constituye la base del anti-cervantismo de Unamuno: su deliberado intento de borrar la diferencia entre el héroe y el santo, entre el seguidor de Cristo y el de Amadís, o bien su incapacidad por mantenerla, aun intentándolo.

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CAPÍTULO VII LA PENITENCIA DE DON QUIJOTE Y EL EPISODIO DE LOS LEONES —Digo asimismo que cuando algún pintor quiere salir famoso en su arte procura imitar los originales de los más únicos pintores que sabe… Desta mesma suerte, Amadís fue el norte, el lucero, el sol de los valientes y enamorados caballeros, a quien debemos de imitar todos aquellos que debajo de la bandera de amor y de la caballería militamos. *** —¿Ya no te he dicho —respondió don Quijote— que quiero imitar a Amadís, haciendo aquí del desesperado, del sandio y del furioso, por imitar juntamente al valiente don Roldán […]? —Paréceme a mí —dijo Sancho— que los caballeros que lo tal ficieron fueron provocados y tuvieron causa para hacer esas necedades y penitencias; pero vuestra merced, ¿qué causa tiene para volverse loco? […]. —Ahí está el punto —respondió don Quijote— y esa es la fineza de mi negocio; que volverse loco un caballero andante con causa, ni grado ni gracia; el toque está en desatinar sin ocasión […]. Así que, Sancho amigo, no gastes tiempo en aconsejarme que deje tan rara, tan felice y tan no vista imitación. Loco soy, loco he de ser hasta que tú vuelvas con la respuesta de una carta que contigo pienso enviar a mi señora Dulcinea. *** [Y] quiérote hacer sabidor, [amigo Sancho], que todas estas cosas que hago no son de burlas, sino muy de veras; porque de otra manera sería contravenir a las órdenes de caballería, que nos mandan que no digamos mentira alguna […]. Ansí que mis calabazadas han de ser firmes y verdaderas, sin que lleven nada del sofístico ni del fantástico.

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*** Así que, Sancho, por lo que yo quiero a Dulcinea del Toboso, tanto vale como la más alta princesa de la tierra. Sí, que no todos los poetas que alaban damas debajo de un nombre, que ellos a su albedrío les ponen, es verdad que las tienen (I, 25).

El mediador caballeresco y el mundo de los e ncantadores El «norte» de don Quijote, el «lucero» que lo guía, es el radiante Amadís, «sol de los valientes y enamorados caballeros». Pero la explicación de don Quijote no parece muy convincente. Su imitación de Amadís va mucho más lejos que la típica imitación del maestro que hace el discípulo. En la típica relación de maestro a discípulo existe un tercer elemento, el objeto de la imitación (la pintura en el ejemplo que pone don Quijote), con una realidad propia, independiente tanto del maestro como del discípulo. Este último imita al maestro solo en referencia a ese objeto, cuya realidad señala los límites de la imitación misma, la circunscribe. Pero este no es ni mucho menos el caso de la fascinada imitación de don Quijote. No hay aquí ninguna realidad independiente más allá de la relación entre modelo e imitador. Ser un buen caballero andante no es solo hacer algo tan bien como lo haría Amadís. Ser un buen caballero andante es «ser como» Amadís. Este modelo no le dice a su imitador, «observa cómo hago esto o aquello», sino simplemente «obsérvame», «sé como yo». El objeto de la imitación es todo lo que el modelo haga, sienta y hasta piense. Ser el mejor caballero andante posible es hacer, sentir, pensar exactamente como Amadís. «Amadís vive en mí como yo vivo en Amadís», pudiera decir este quijotesco discípulo. Así es que ¿qué importa si Dulcinea del Toboso es una figura literaria sin correspondencia exacta con la realidad empírica? Don Quijote está perfectamente dispuesto a aceptar que Dulcinea sea simplemente una creación poética. Eso no cambia para nada la absoluta necesidad en que él se encuentra de mantenerla como objeto de su amor caballeresco, porque esa necesidad le viene impuesta por el modelo, y no tiene nada que ver con la realidad externa. Dulcinea es todo lo real que tiene que ser para que la imitación quijotesca de Amadís sea auténtica. Porque eso es lo único que tiene que ser auténtico y verdadero a los ojos de este discípulo, lo único con lo que don Quijote no puede transigir. En último término, lo único que tiene

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que ser real para que don Quijote sea don Quijote, es decir, para que pueda estar seguro de sí mismo como caballero andante, es Amadís. Todo es real, no en sí mismo, sino en referencia a Amadís, cuya realidad, a su vez, no está sujeta a confirmación empírica, porque es él, Amadís, quien da sentido a la realidad y no al revés. O sea, a todos los efectos, Amadís es Dios; funciona como Dios en la mente de don Quijote. En ningún momento está don Quijote más loco que cuando decide, consciente y deliberadamente, volverse loco en imitación del modelo caballeresco. Asimismo en ningún momento está tan cerca de la verdad de su locura, porque, en efecto, don Quijote se ha vuelto realmente loco como consecuencia de su fascinación mimética ante el modelo caballeresco. No es que don Quijote haya convertido a Amadís en un dios porque está loco, sino al revés, está loco de verdad porque ha convertido a Amadís en dios. Es como si en este momento de suprema ironía la locura de don Quijote, desdoblándose, se contemplara a sí misma sin reconocerse. El carácter deliberado y consciente de la imitación en estos momentos es la medida exacta de la ceguera de don Quijote ante su propia locura. El problema, naturalmente, es que este Amadís radiante y divino no es Dios, por mucho que lo parezca a los ojos enloquecidos de don Quijote. Dios transciende la realidad empírica, pero ni la ignora ni la hace ir relevante; por el contrario, la transciende en el acto mismo de confirmarla y declararla verdadera. La realidad externa es verdad porque es obra de Dios, y por ser obra de Dios hasta el más mínimo detalle concreto, la concreción misma, la palpable densidad de lo real, adquiere significación. El que una cosa sea empíricamente real o una ficción poética es algo de importancia crucial en referencia a la realidad transcendente de Dios. Esa transcendencia exige un acto de fe más allá de toda realidad empírica, pero no destruye la inherente racionalidad del mundo externo. Ese acto de fe simplemente impide que la realidad empírica se convierta a su vez en Dios, pues aunque es verdad esa realidad, no es la última verdad. Esta situación de dependencia de la realidad externa con respecto a Dios se mantiene formalmente cuando Amadís sustituye a Dios. La diferencia es que cuando la realidad externa depende de Amadís, que no la creó, pierde sus amarras, por así decir, se ficcionaliza, se convierte en pura apariencia cambiable a voluntad.

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No fue Unamuno el primero que vio un profundo significado religioso en la locura de don Quijote, también lo vio Cervantes, aunque de muy distinta manera. La quijotesca imitación de Amadís no es compatible con la imitación de Cristo. Pues no se trata exactamente de si se puede ser un buen caballero andante y un buen cristiano al mismo tiempo, pues eso depende de lo que haya que hacer para ser un buen caballero andante. La incompatibilidad surge cuando resulta evidente que para ser un buen caballero andante uno tiene que hacer, sentir y pensar lo más posible como hace, siente y piensa Amadís; cuando resulta evidente que el modelo último de la conducta, cualquiera que sea esta conducta, no es Cristo. Don Quijote está loco porque ha perdido ese punto de referencia y control último. Es decir, no existe límite a su imitación de Amadís y, por consiguiente, no existe límite al poder que tiene sobre él Amadís, o sea, la ficción literaria. Sería absurdo, en cualquier caso, pensar que don Quijote puede compatibilizar la imitación de Amadís con la de Cristo. La imitación de Cristo no produciría jamás un don Quijote. De la imitación de Cristo no saldría jamás la novela que escribió Cervantes.Y Cervantes sabe eso perfectamente. Cualquier intento de escribir un Quijote «a lo divino» resultaría el más estrepitoso de los fracasos. La relación entre imitador y modelo varía profundamente según sea el modelo imitado. Uno no sigue a Cristo de la misma manera que uno sigue a Amadís. Se supone que uno sigue a Cristo de la misma manera que Cristo sigue u obedece la voluntad del Padre, por amor y a su mayor gloria, dispuesto a dar la vida por él, como él la dio por los seres humanos. Imitar a Cristo no es competir con Cristo. Todo lo contrario, la imitatio Christi se presentó siempre como el antídoto más seguro contra la rivalidad y la competencia. Pero esa no es ciertamente la manera en que don Quijote sigue e imita a Amadís. Lo que le fascina a don Quijote de su héroe caballeresco es que sobresale de todos, es el número uno. Ser Amadís es ser único, elevarse por encima de todos. Eso es lo que quiere don Quijote: —Sancho amigo […] yo soy aquel para quien están guardados los peligros, las grandes hazañas, los valerosos hechos. Yo soy, digo otra vez, quien […] ha de poner en olvido los Platires, los Tablantes, Olivantes y Tirantes […] con toda la caterva de los famosos caballeros andantes del pasado tiempo, haciendo en este en que me hallo tales grandezas, ex-

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trañezas y fechos de armas, que escurezcan las más claras que ellos ficieron (I, 20).

Imitar a Amadís es competir con Amadís, sentir la presencia de Amadís como un reto, una incitación, una apuesta desafiante. Amadís es la meta fascinante, pero es también el último obstáculo que debe superarse, el último rival. Uno no puede ser verdaderamente Amadís sin der rotar primero a Amadís, porque, a diferencia de Cristo, Amadís no le puede dar a su seguidor lo que este quiere sin perderlo él. El problema es que tan pronto como el seguidor derrota, supera, a Amadís, el ídolo, la meta fascinante, deja de serlo. Un Amadís derrotado es una terrible desilusión para el fascinado adorador, desilusión por la que este puede acabar odiando lo que antes adoraba. Se hace urgente encontrar otro Amadís, otro fascinante rival, otro reto.Y esta búsqueda, claro está, será interminable y fuente de constante frustración, pues todo triunfo se revela como algo vacío de contenido. Es decir, la fascinación de don Quijote ante el modelo caballeresco es algo profundamente ambivalente, mezcla de adoración y odio, o dicho de otra forma, algo que se parece muchísimo a la envidia. Tuvo suerte el hidalgo manchego de no encontrar nunca a su radiante Amadís por los caminos de La Mancha. Si ese encuentro hubiese ocurrido, sin duda que tarde o temprano Cervantes nos hubiese mostrado la otra cara de esa desbordante admiración1. No tuvieron tanta suerte otros personajes cervantinos de la novela con sus respectivos objetos de intenso deseo.

1 Hablando de lo que él llama «Religious Hero», Auden explica los dos peligros que amenazan a ese tipo de héroe —del cual «the greatest [representation] in literature is don Quixote»— de la siguiente manera: «firstly, that he may lose his faith, and so cease to be absolutely committed, and secondly and much more seriously, that while continuing to recognise the absolute commitment he should transmute its nature from positive to negative, so that he is committed to the truth [as he sees it] in an absolute passion of aversion and hatred. In the first case, he simply ceases to be a religious hero; in the second, he becomes the negative religious hero, i. e., the devil, the absolute villain, Iago or Claggart» (1950, p. 98). O bien, podríamos añadir, Caín. Es de lamentar que Auden no explique cómo «the greatest religious hero», don Quijote, habría transformado su total devoción a Amadís de positiva en negati va. No obstante, después de haber visto a través de Unamuno cuán cercano a don Quijote se sentía el espíritu del cainita Joaquín Monegro, no nos puede caber duda de que esa transformación hubiese aparejado una gran cantidad de odio envidioso.

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La consecuencia inmediata de perseguir esa meta caballeresca radicalmente inalcanzable es que don Quijote se adentra en un mundo psíquico de interminables retos e infinitos enemigos siempre al acecho, buscándole obstáculos, intentando destruirlo. Los omnipresentes encantadores, a los que tantas veces se refiere de manera explícita don Quijote («andan entre nosotros siempre una caterva de encantadores que todas nuestras cosas mudan y truecan», I, 25) son algo más que una parodia en las manos irónicas de Cervantes. Son también una representación precisa y acertada de la patología sicológica de don Quijote. En el mundo mental en el que este vive no tiene más remedio que sentir una profunda inseguridad, en el que puede ocurrir cualquier cosa en cualquier momento, porque todo se retrotrae en último término a un último punto de referencia, el radiante Amadís, cuyo aspecto es angustiosamente contradictorio, fascinador en un momento y odioso a continuación. El imitador de Cristo, por el contrario, no percibe el peligro y la muerte como un desafío, un obstáculo al que hay que superar para probarse uno a sí mismo, para poder tener fe en uno mismo, para igualarse a Cristo. No es fe en sí mismo lo que tiene que probar este imitador, sino fe en el modelo, Cristo. No es el imitador el que tiene que vencer al peligro y a la muerte, es Cristo el que lo tiene que hacer por él, siempre que el imitador sea capaz de mantener su fe cristológica frente a un peligro y a una muerte mucho más poderosos que él; un peligro y una muerte, frente a los cuales este imitador sabe que no tiene la menor posibilidad de triunfo por sí mismo, a solas. Tal vez en ningún otro momento de la novela se revele tan a las claras el contraste entre la «heroica» imitación de un ídolo falso y lo que pudiéramos llamar realismo cristiano, como en el episodio de los leones, «el más original del Quijote», como lo llamó Antonio Machado2. «¿Leoncitos a mí?» Llegó en esto el carro de las banderas, en el cual no venía otra gente que el carretero, en las mulas, y un hombre sentado en la delantera. Púsose don Quijote delante y dijo:

2

Machado, Mairena, en Prosas completas, II, p. 103.

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—¿Adónde vais, hermanos? ¿Qué carro es este, qué lleváis en él y qué banderas son aquestas? A lo cual respondió el carretero: —El carro es mío; lo que va en él son dos bravos leones enjaulados, que el general de Orán envía a la corte, presentados a su Majestad; las banderas son del rey nuestro señor, en señal que aquí va cosa suya. —Y ¿son grandes los leones? —preguntó don Quijote. —Tan grandes —respondió el hombre que iba a la puerta del ca rro— que no han pasado mayores, ni tan grandes, de África a España jamás […]. A lo que respondió don Quijote sonriéndose un poco: —¿Leoncitos a mí? ¿A mí leoncitos, y a tales horas? Pues ¡por Dios que han de ver esos señores que acá los envían si soy yo hombre que se espanta de leones! Apeaos, buen hombre, y pues sois el leonero, abrid esas jaulas y echadme esas bestias fuera; que en mitad desta campaña les daré a conocer quién es don Quijote de la Mancha, a despecho y pesar de los encantadores que aquí los envían. […] Llegose en esto [al hidalgo del verde gabán] Sancho, y díjole: —Señor, por quien Dios es, que vuesa merced haga de manera que mi señor don Quijote no se tome con estos leones; que si se toma, aquí nos han de hacer pedazos a todos. […] —Yo haré que no lo [haga] —replicó el hidalgo. Y llegándose a don Quijote, que estaba dando priesa al leonero que abriese las jaulas, le dijo: —Señor caballero, los caballeros andantes han de acometer las aventuras que prometen esperanza de salir bien dellas, y no aquellas que de todo en todo la quitan […]. Cuanto más que estos leones no vienen contra vuesa merced, ni lo sueñan; van presentados a su Majestad […]. —Váyase vuesa merced, señor hidalgo —respondió don Quijote—, a entender con su perdigón manso y su hurón atrevido, y deje a cada uno hacer su oficio. Este es el mío, y yo sé si vienen a mí, o no, estos señores leones (II, 17).

A los que creen en el significado y el carácter fundamentalmente heroicos de don Quijote, este episodio, el encuentro de don Quijote con los leones, se les aparece como la cima de su heroísmo. Aun para aquellos lectores que prestan atención a la clara ironía con que Cervantes nos presenta el supuesto heroísmo de su protagonista y a la intención paródica de la novela, la gallarda actitud de don Quijote frente a un peligro tan evidente no puede por menos de parecer heroi-

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ca, sobre todo porque contrasta con el comportamiento precavido del ejemplar, aunque circunspecto, caballero del verde gabán, que trata de disuadir a nuestro héroe y hasta piensa en retenerlo por la fuerza,«pero viose desigual en las armas, y no le pareció cordura tomarse con un loco», por lo cual decide abandonar el campo a toda prisa en compañía de Sancho y el carretero con sus mulas. El antiheroico león y el antiheroico don Diego Concedamos desde el primer momento que el atractivo literario de este circunspecto caballero no puede competir en absoluto con el de don Quijote. A nadie se le ocurriría escribir una novela con semejante personaje de protagonista. Sería probablemente la cosa más aburrida del mundo. Claro está que lo mismo podríamos decir de los leones de este episodio, pues, como vamos a ver en un momento, su comportamiento es decididamente antiliterario. Tanto es así que uno adquiere la vehemente sospecha de que estos aburridísimos leones tienen algo que ver con la aburrida prudencia del caballero. Nadie duda hoy de que Cervantes quiere presentarnos a este prudente caballero del verde gabán como una especie de antítesis del enloquecido heroísmo de don Quijote. Pero ¿por qué? Y ¿por qué ahora,precisamente en contraste con la «heroicidad» de don Quijote frente al león? Porque no es suficiente decir, como se ha dicho tantas veces, que la personalidad de don Diego contrasta en todo con la de don Quijote. Hay que preguntarse qué es lo que este contraste nos dice sobre la locura de don Quijote precisamente en estos momentos. Porque a nosotros nos interesa saber sobre don Quijote, no sobre don Diego de Miranda. Este está ahí para arrojar luz sobre don Quijote, y no a la inversa. En última instancia la pregunta que a nosotros nos interesa es si entendemos mejor a don Quijote después de este encuentro con don Diego; que no es ni mucho menos la pregunta que se hacen los admiradores del heroísmo quijotesco. Para estos, el cuestionado no es don Quijote, sobre el cual imaginan saberlo todo, sino don Diego. Pero es el caso que, como individuo, don Diego se nos presenta de manera una tanto unidimensional, por así decir. De él solo sabemos lo que es necesario saber para crear el contraste con don Quijote en esas circunstancias. Su ejemplaridad es una ejemplaridad ad hoc, la que demanda el episodio. Don Quijote debiera haber seguido en esas circunstancias el modelo de conducta y de razón que le

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ofrece en esos momentos don Diego. Lo cual no quiere decir naturalmente que Cervantes le quiera sugerir a don Quijote, y a nosotros lectores, que el modelo último a seguir deba ser don Diego en lugar de Amadís, sugerencia poco menos que ridícula. Tan ridícula y simplista precisamente como la reacción de Sancho, a la relación de la vida y entretenimientos del hidalgo [la cual] pareciéndole buena y santa y que quien la hacía debía de hacer milagros, se arrojó del rucio, y con gran priesa le fue a asir del estribo derecho, y con devoto corazón y casi lágrimas le besó los pies una y muchas veces.

Don Diego no está ahí para convertirse en sustituto cristiano de Amadís,sino para poner de manifiesto algo absolutamente fundamental sobre el loco «heroísmo» de don Quijote. El caso es que la heroica postura de don Quijote frente a los leones resultaría mucho más convincente si él viera claramente la realidad con la que se enfrentaba. Pero ¿la ve realmente? Es decir, de cara a esos leones, ¿ve don Quijote la realidad mejor que la veía, por ejemplo, en el caso de los molinos de viento? Pues, valentía por valentía, no veo por qué enfrentarse a unos leones hambrientos deba ser más peligroso que enfrentarse a «más de treinta monstruosos gigantes». El caso es, repito, que pese a las apariencias,los leones que ve don Quijote no tienen más realidad que los gigantes del anterior episodio. Los leones que ve él no tienen nada que ver con los que el general de Orán envía de regalo a su Majestad, porque estos, los de verdad, como le dice don Diego de Miranda, «no vienen contra vuesa merced, ni lo sueñan». Dicho de otra forma, la visión que tiene don Quijote de estos leones está tan pasada por el prisma de la ficción literaria como estaban los gigantes. Don Quijote no ve la realidad del león que tiene delante, una realidad que no tiene nada en absoluto que ver con el hecho puramente fortuito de que él, don Quijote, esté ahí precisamente en ese momento.Y esta es justamente la lección que el fiero y hambriento león le va a enseñar a nuestro aprendiz de héroe, con su comportamiento deliberadamente inverosímil; lección perdida para don Quijote como lo ha sido para incontables lectores románticos de la novela: visto el leonero ya puesto en postura a don Quijote, y que no podía dejar de soltar al león macho, so pena de caer en la desgracia del indignado y atrevido caballero, abrió de par en par la primera jaula, donde estaba, como se ha dicho, el león, el cual pareció de grandeza extraordinaria

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y de espantable y fea catadura. Lo primero que hizo fue revolverse en la jaula, donde venía echado, y tender la garra, y desperezarse todo: abrió luego la boca y bostezó muy despacio, y con casi dos palmos de lengua que sacó fuera se despolvoreó los ojos y se lavó el rostro; hecho esto, sacó la cabeza fuera de la jaula y miró a todas partes con los ojos hechos brasas, vista y ademán para poner espanto a la misma temeridad. Solo don Quijote lo miraba, atentamente, deseando que saltase ya del carro y viniese con él a las manos, entre las cuales pensaba hacerle pedazos. Hasta aquí llegó el extremo de su jamás vista locura. Pero el generoso león, más comedido que arrogante, no haciendo caso de niñerías ni de bravatas, después de haber mirado a una y otra parte, como se ha dicho, volvió las espaldas y enseñó sus traseras partes a don Quijote, y con gran flema y remanso se volvió a echar en la jaula (II, 17).

Naturalmente Cervantes no podía ser demasiado realista en la descripción de este encuentro con el león, porque había que mantener vivo a don Quijote. Pero podía haber resuelto el problema de otra forma: usando, por ejemplo, a las ovejas que pastaban por allí cerca, como cebo in extremis del hambriento león; ovejas que al parecer le pasaron por completo desapercibidas a la fiera, o de las cuales Cer vantes se había olvidado ya. Por paradoja, esta falta de realismo está claramente motivada por la intención de destacar el hecho de que el león es un león de verdad y no el león literario que imagina don Quijote, la fiera inevitablemente dominada por el valor del héroe. Este león, el de verdad, no tiene absolutamente nada que ver con las fantasías literarias del loco manchego, «no viene contra su merced, ni lo sueña», como le ha dicho don Diego. Y la única prueba irrefutable de que esto era así era ofrecernos un león absolutamente insensible, impermeable, a la incitación heroica de don Quijote, un león que mostrara la más completa indiferencia al hecho de que don Quijote estaba ahí, delante de él, retándolo. El león permanece así de ciego ante el heroico don Quijote como el heroico don Quijote ante la realidad del león. La inocencia de la naturaleza y la paranoia de don Quijote No se le escapó a Unamuno el sentido de la intención cervantina, que, por supuesto, no le gustó nada: ¡Ah, condenado Cide Hamete Benengeli, o quienquiera que fuese el que escribió tal hazaña, y cuán menguadamente la entendiste. No parece

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sino que al narrarla te soplaba en el oído el envidioso bachiller Sansón Carrasco. No, no fue así, sino lo que de verdad pasó es que el león se espantó o se avergonzó más bien al ver la fiereza de nuestro caballero, pues Dios permite que las fieras sientan más al vivo que los hombres la presencia del poder incontrastable de la fe. […] No, el león no podía ni debía burlarse de don Quijote, pues no era hombre, sino león, y las fieras naturales, como no tienen estragada la voluntad por pecado original alguno, jamás se burlan. Los animales son enteramente serios y enteramente sinceros, sin que en ellos quepa socarronería ni malicia. Los animales no son bachilleres, ni por Salamanca ni por ninguna otra parte, porque les basta lo que la naturaleza les da3.

La idea de que los animales y, en general, la naturaleza carece de malicia aparece en otros textos de Unamuno, por ejemplo: «Lo que hace más grande a la Naturaleza es el ser desintencionada»4. Unamuno entiende perfectamente el problema, porque acusa a Cervantes precisamente de lo mismo que Cervantes acusa a don Quijote. En el texto de Cervantes es a todas luces don Quijote el que no ve la inocencia de la naturaleza, el carácter «desintencionado» del león,o sea, el hecho de que ese león no viene contra él, «ni lo sueña». En esta manifestación de su locura don Quijote es incapaz de aceptar el hecho rotundo y simple de que hay un mundo ahí fuera, cuyo estar, cuyo existir, es por completo independiente de su propio estar ahí, de sus deseos, de cualquiera que sean las razones que le han llevado a él a estar ahí. Un mundo enteramente inocente de toda intención antiquijotesca. La locura de don Quijote hace desaparecer, como por arte de magia, la distancia entre él y ese mundo. Nada existe ahí fuera que sea en sí mismo indiferente a su presencia.Todo está animado en última instancia por una intención, o bien amiga o enemiga. Y, como él no sabe de antemano cuál pueda ser esa intención, tiene que estar prevenido en todo momento: —Hombre apercibido, medio combatido: no se pierde nada en que yo me aperciba; que sé por experiencia que tengo enemigos visibles e invisibles, y no sé cuándo, ni adónde, ni en qué tiempo, ni en qué figuras me han de acometer (II, 17).

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Unamuno, Vida de don Quijote y Sancho, pp. 132-33. Unamuno, Obras completas, III, p. 241.

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Unamuno sí sabe quiénes son esos «enemigos visibles e invisibles». Son todos los que le tienen envidia a don Quijote, como Sansón Carrasco, o el cura, o el barbero, que, por supuesto, no son sino los representantes del mezquino Cervantes, corto de espíritu, que no supo nunca comprender la sublimidad de su héroe. De hecho, Unamuno podía haber citado en su apoyo al mismo don Quijote, cuando, tras el desastroso encuentro con los molinos de viento, le dijo a Sancho: aquel sabio Frestón que me robó el aposento y los libros ha vuelto estos gigantes en molinos, por quitarme la gloria de su vencimiento; tal es la enemistad que me tiene (I, 8).

Porque, en efecto, a su manera, don Quijote tiene toda la razón. Esos molinos de viento no están ahí simplemente por azar. Cualquier semejanza con molinos de viento de verdad es puramente ficticia, no están ahí para moler nada (como no sean las costillas de don Quijote). Los han puesto ahí deliberadamente, en el camino de don Quijote, para confundir a este y poner de manifiesto su ridícula locura, o sea, «por quitarle la gloria de su vencimiento».Y claro está que lo mismo podemos decir ahora de la presencia de este peculiarísimo león que le vuelve los cuartos traseros a don Quijote. Pero ¿porqué han de quejarse ni Unamuno ni don Quijote? Así es como se supone que ocurran las cosas en el mundo de la ficción. Don Quijote sabe perfectamente que todo lo que ocurre en los libros de caballerías es «de industria» (para usar la frase del cura en el escrutinio de la biblioteca de don Quijote). Todo lo que está en esos libros está ahí de la forma y por la razón que exige el género caballeresco. Lo que uno no encuentra en libros de ficción son leones que se comporten sola y exclusivamente según su naturaleza «desintencionada». No hay, ni debe haber, nada «desintencionado», inocente, en el mundo de la ficción. Aun la inocencia tiene que estar ahí «de industria». Olvidarse de este hecho elemental es engañarse a sí mismo o mentir. Por eso se equivoca radicalmente Unamuno cuando nos dice que lo que vio don Quijote en el león era la voluntad de Dios5: Conviene también pararse a considerar cómo esta aventura del león fue una aventura, por parte de don Quijote, de acabada obediencia y de perfecta fe. Cuando el caballero topó al azar de los caminos con el león

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Unamuno, Vida de don Quijote y Sancho, pp. 134-35.

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aquel fue, sin duda, porque Dios se lo enviaba a él; y su fortísima fe le hizo decir que él sabía si iban o no a él aquellos señores leones […]. Y Dios quiso, sin duda, probar la fe y obediencia de don Quijote como había probado la de Abraham mandándole subir al monte Moria a sacrificar a su hijo.

Lo único que prueban estas palabras es que Unamuno sabía que no es lo mismo ver en el mundo una intención sospechosa, contra la que hay que precaverse, o ver el mundo como signo de la voluntad de Dios. Tenía que saberlo, porque para salvar la heroicidad de don Quijote se ve obligado a silenciar por completo la referencia explícita de este a los «enemigos visibles e invisibles» que lo acechan constantemente. Unamuno sabe, pues, que la fe de su don Quijote es exactamente lo opuesto de la paranoia del Quijote cervantino. Ahora bien, lo que hay que comprender es que esta paranoia quijotesca es consecuencia directa de la influencia absorbente que ejerce Amadís, sol de la caballería, sobre don Quijote; consecuencia directa de haber transformado este su vida en una novela. Don Quijote imagina que hacer de su vida una novela es vivir según su propio deseo. Lo que ocurre es que ese deseo suyo es mucho menos suyo de lo que él imagina. Él cree que vivir según su deseo es eliminar la incertidumbre, pero esto no es más verdad dentro del mundo de la ficción que fuera, es decir, en la realidad. La diferencia es que la incertidumbre del mundo real, para el creyente cristiano, está en manos de Dios, que ni se burla de los hombres ni les desea mal, en tanto que la incertidumbre del deseo novelesco está en manos del otro humano, cuyas intenciones no son necesariamente de fiar. De manera que vivir en un mundo de ficción es vivir constantemente en vilo. Trasfondo histórico En la penetrante visión cervantina el mundo de la ficción es un mundo dominado por la presencia ubicua y ambivalente del otro, donde todo queda circunscrito por la relación entre el yo y el otro, de la que todo es reflejo. Por otra parte, a poco que se piense, se comprenderá que esta visión cervantina de la ficción es solo la punta de un enorme iceberg. La realidad es que la gran mayoría de los seres humanos a lo largo de casi toda su historia encontrarían más fácil de creer a don Quijote que a don Diego de Miranda sobre la presencia de los leones. Casi todos ellos hubiesen aprobado, sospechosos y con

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gesto de complicidad, el sentido de las palabras de don Quijote, «yo sé si vienen a mí o no estos señores leones».Y mientras más retrocedemos hacia el pasado, tanto más claro y generalizado se hace ese sentimiento de sospecha. Como observa Schoeck6, hay sociedades primitivas en las que simplemente no existe la noción del azar, donde jamás ocurre nada por mero accidente, donde todo es resultado del mal de ojo o de cualquier otra forma de intención maligna («piensa mal y acertarás», dice todavía el viejo refrán). Adentrarse en el pasado es adentrarse en un mundo de fuerzas mágicas y violentas divinidades tan susceptibles a la envidia y los celos como el mismísimo vecino de al lado; un mundo dominado por lo sagrado, lo sagrado que persigue sin descanso. Como ya dijo María Zambrano: En lo más hondo de la relación del hombre con los dioses anida la persecución: se está perseguido sin tregua por ellos y quien no sienta esta persecución implacable sobre y alrededor de sí, enredada en sus pasos, mezclada en los más sencillos acontecimientos, decidiendo y aun dictando los sucesos que cambian su vida, torciendo sus caminos, latiendo enigmáticamente en el fondo secreto de su vida y de la realidad toda, ha dejado en verdad de creer en ellos 7.

A lo que yo simplemente añadiría que cuando uno «ha dejado en verdad de creer en ellos», en esos dioses perseguidores, tales dioses, o sus más o menos domesticados descendientes, todavía encuentran un último refugio en el arte de la ficción.Y precisamente por eso todo intento de borrar la diferencia entre realidad y ficción conlleva inevitablemente una regresión histórica. Poder hablar de cosas, cosas concretas, que están ahí fuera, reposando en sí mismas, con independencia de cualquier relación interindividual, supuso un paso extraordinario en el desarrollo de la sociedad humana. Como dijo Bateson: what was extraordinary —the great new thing— in the evolution of human language was not the discovery of abstraction or generalization, but the discovery of how to be specific about something other than relationship8. 6 7 8

Schoeck, 1969, p. 6. Zambrano, 1993, p. 27. Bateson, 1972, p. 367.

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Serres, brillante filósofo e historiador de la ciencia, lo dice también de manera enfática: L’événement le plus révolutionnaire dans l’histoire des hommes, et, peut-être, l’évolution des hominiens, fut moins, je crois, l’accession à l’abstrait ou à la généralité, dans et par le langage, qu’un arrachement par rapport à l’ensemble de relations que nous entretenons dans la famille, le groupe, etc., et ne concernant qu’eux et nous, aboutissant à un accord, peut-être confus, mais soudain, spécifique, au sujet d’une chose extérieure à cet ensemble. Avant cet évenément, il n’existait que le réseau des relations, nous y étions plongés sans recours. Et tout-à-coup, une chose, quelque chose apparait hors le réseau. Les messages échangés ne disent plus: je, tu, il, nous, vous, etc., mais ceci, voici. Ecce. Voici la chose même […]. L’hominisation consiste en ce message: voici du pain, qui que je sois, qui que tu sois. Hoc est, cela est, au neutre. Neutre, pour le genre, neutre, pour la guerre9.

Pero este logro extraordinario, cuando «la cosa», esa cosa concreta que está ahí, aparece con independencia de quién sea yo o de quién seas tú, o de cualquiera que sea la relación entre ambos, es un logro tan extraordinario como frágil. Cualquier perturbación en el terreno de las relaciones interpersonales puede afectar a la percepción de la cosa, pues, como dice también Bateson, «our mammalian ancestry is very near the surface». Para mantener en sí la realidad de la cosa, es necesario mantener una cierta paz, un cierto consenso. Dice Peirce: «The very origin of the conception of reality shows that this conception essentially involves the notion of a community»10. Idea esta que sugiere que la claridad de nuestra percepción de la realidad externa es un excelente indicador de la paz que mantenemos con nuestros vecinos. Cualquier forma de alienación ante el otro, de envidia, de servilismo fascinado, de resentimiento, etc., es susceptible de interferir con nuestra percepción del mundo exterior. Lo que pone en peligro nuestra visión de la realidad se origina en el seno de nuestra relación con el otro. Quiere decir esto que, en la medida en que uno pueda permanecer en sí mismo en paz, sin ningún tipo de violencia defensiva frente al otro, sino a través de una mediación transcendente que evite

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Serres, 1977, pp. 163-64. Peirce, 1966, p. 69.

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la desnudez del encuentro directo, en esa misma medida puede uno decir que ve realmente, que ve en verdad. Creo que es este el sentido de las siguientes palabras de María Zambrano: La visión humana no es externa a la vida; no hay visión «objetiva» y menos que de nada, del prójimo, del semejante. Le vemos dentro de nosotros mismos.Y visión es unidad del que ve también; se ve más cuanto más cerca de ser idéntico se esté, cuanto más lograda sea la unidad del que mira. Ven claramente los «simples».Ver, de verdad, deben poder solo los ángeles 11.

El mismo Unamuno había expresado también ideas similares. Uno no puede por menos de lamentar que no las recordara, o no las considerara relevantes, a la hora de comentar la reacción de don Quijote frente a los leones. Yo creo, no obstante, que son de gran relevancia en ese contexto. Decía Unamuno: A lo contrario de la verdad lógica se llama error, y a lo contrario de la verdad moral se llama mentira. Y es claro que uno puede ser veraz, decir lo que piensa, estando en error, y puede decir algo que sea verdad lógica mintiendo. Y ahora digo que el error nace de la mentira […]. El hombre miente y aprende de otros hombres la mentira. En el trato social hemos aprendido la mentira, y como el hombre lo ve todo con ojos humanos, todo lo humaniza. Humaniza el hombre a la Naturaleza, atribuyéndole cualidades e intenciones humanas; y como el hombre dice una cosa y piensa o siente otra, suponemos que también la Naturaleza suele pensar o sentir de un modo y presentársenos de otro; suponemos que la Naturaleza nos miente. Y de aquí nuestros errores, errores que proceden de suponer a la Naturaleza, a la realidad, una intención oculta de que carece […]. Estoy persuadido de que si la absoluta veracidad se hiciese dueña de los hombres y rigiese sus relaciones todas, si acabase la mentira, los er rores desaparecerían y la verdad se nos iría revelando poco a poco. El único culto perfecto que puede rendirse a Dios es el culto de la verdad. Ese reino de Dios, cuyo advenimiento piden a diario maquinalmente millones de lenguas manchadas en mentira, no es otro que el reino de la verdad12.

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Zambrano, 1993, p. 295. Unamuno, Obras completas, III, pp. 692-93.

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Y poco después en ese mismo texto: Eso que llamamos realidad, verdad objetiva o lógica, no es sino el premio concedido a la sinceridad, a la veracidad. Para quien fuese absolutamente y siempre veraz y sincero, la Naturaleza no tendría secreto alguno. ¡Bienaventurados los limpios de corazón,porque ellos verán a Dios! Y la limpieza de corazón es la veracidad, y la verdad es Dios13.

Audaces palabras,y de un alcance extraordinario. Pero ¿cómo puede ser una afirmación así compatible con la desaparición de la diferencia entre la realidad y la ficción, o la inversión de la relación entre ambas, cuando Unamuno proclamaba que don Quijote es más real que Cervantes o que él mismo?14 ¿Es entonces Amadís tan real como don Quijote? Este desde luego lo cree así. Entonces ¿qué indica esa creencia sobre la sinceridad de don Quijote y sobre su «limpieza de corazón»? Don Quijote no es un embustero, pero ha sido seducido por una mentira y, lo que es peor, está tratando de vivir esa mentira. Si el verdadero mundo de la naturaleza, donde viven seres humanos reales, de carne y hueso, solo se revela en su verdadera realidad a «los limpios de corazón», a aquellos que son «siempre veraces y sinceros», ¿qué conclusión hemos de sacar ante la proclamación unamuniana sobre la realidad histórica de don Quijote?, ¿qué nos dice esa proclamación sobre la relación entre Unamuno y el otro, el vecino, el compatriota? El caso es que existe una profunda conexión entre el estado de nuestras relaciones interpersonales y nuestra capacidad de percibir claramente la realidad del mundo externo, de ver y aceptar el hecho de que esa realidad externa es en sí misma independiente de la forma en que nos afecta, o positiva o negativamente.Y esto no es ni mucho menos una forma de pensar específicamente cristiana. Se encuentra también en el pensamiento filosófico del mundo griego y romano, en especial entre los epicúreos, filósofos del jardín, apartados de la agitación pública del ágora y de la multitud, viviendo en la pe-

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Unamuno, Obras completas, III, p. 700. «Los que conocen nuestra filosofía de la historia […] expuesta en nuestra Vida de don Quijote y Sancho […] saben que creemos que don Quijote y Sancho tienen más realidad histórica que Miguel de Cervantes Saavedra —y más que la del que esto escribe— y que lejos de ser este, Cervantes, el que creó a aquellos, son ellos los que crearon a Cer vantes» (Obras completas,V, p. 638). 14

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queña comunidad de unos cuantos amigos. Aunque es también importante destacar la diferencia en este respecto entre el pensamiento pagano en general y los epicúreos en particular, por una parte, y el pensamiento cristiano, por otra. Epicuro se lanza al estudio de ese mundo externo y las causas racionales de los fenómenos físicos para escapar de un mundo interior, anímico, lleno de zozobra y angustiosa incertidumbre. Así se lo explica él a su discípulo Pythocles: In the first place, remember that, like everything else, knowledge of celestial phenomena, whether taken along with other things or in isolation, has no other end in view than peace of mind and firm conviction15.

En tanto que al cristiano se le pide paz interior y pureza de espíritu como requisito para poder ver las cosas como son en verdad. Debe ser de interés en este contexto observar el énfasis que ponían los epicúreos en evitar todo pensamiento sobre intenciones o manipulaciones ocultas cuando se trata de explicar los movimientos o cambios que se producen en el mundo físico. Esta advertencia era especialmente relevante en el caso de los movimientos celestes, asociados tradicionalmente con los terrores de lo sagrado primitivo, donde la tentación de ver la escondida mano de los dioses se sentía con especial fuerza. Insistían en que los dioses no tenían que ver nada con tales cambios, pues los dioses viven en perfecta tranquilidad, cosa que no sería posible de inmiscuirse en revoluciones, solsticios, eclipses, etc. Es decir, la vida de los dioses era de un perfecto epicureísmo: We are bound to believe that in the sky revolutions, solstices, risings and settings, and the like, take place without the ministration or command […] of any being who at the same time enjoys perfect bliss and immortality. For troubles and anxieties and feelings of anger and partiality do not accord with bliss, but always imply weakness and fear and dependence upon one’s neighbors16.

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Diogenes Laertius, Lives of Eminent Philosophers, X, p. 85. Utilizo la traducción inglesa de Hicks en The Loeb Classical Library por no disponer de una traducción española de garantía. 16 Diogenes Laertius, Lives of Eminent Philosophers, X, pp. 76-77.

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Dicho de otra forma, hay que evitar todo tipo de conflicto con el vecino, con el próximo, y fijar la atención en las causas físicas, desintencionadas, de los fenómenos naturales, de lo contrario, se perderá la tranquilidad de espíritu y se empezarán a ver toda clase de manipulaciones intencionadas en el mundo que nos rodea. Todo lo que hay que hacer es cristianizar estas ideas para comprender su relevancia en la comprensión del episodio cervantino de los leones. Cristianizarlas significa fundamentalmente eliminar el énfasis que los epicúreos ponían en seguir el camino de la filosofía o la ciencia, como única forma de salvación racional, entendida esta como la felicidad de un perfecto equilibrio físico y mental. Conclusión sobre el tipo de ejemplaridad de don Diego de Miranda Es aquí donde hemos de tener en cuenta que la aventura de los leones ocurre como parte del encuentro de don Quijote con don Diego de Miranda, «un discreto caballero de la Mancha», cuyo porte y atuendo son descritos con detallada minuciosidad. No hay otro personaje en la novela como él. Todo en torno a él inspira tranquilidad, sensatez, con un aire de amable dignidad; es contenido en el hablar y mesuradamente cortés; contesta con claridad cuando le preguntan y no ofrece opiniones que nadie le pide; no se precipita en sus conclusiones y, en caso de duda, siempre la mantiene en beneficio del otro. De hecho, no hay ningún otro personaje en la novela que trate a don Quijote con tanto respeto, aun después de llegar a la inevitable conclusión de que el hombre está loco. En suma, don Diego es una figura indudablemente ejemplar, pero sin estridencias. Es imposible imaginar un contraste más claro con la figura de don Quijote. Este contraste se hace evidente desde el primer momento, en la forma misma en que se encuentran y saludan. El pasaje es lo suficientemente importante como para citarlo por extenso: En estas razones estaban [don Quijote y Sancho] cuando los alcanzó un hombre que detrás dellos por el mismo camino venía sobre una muy hermosa yegua tordilla, vestido un gabán de paño fino verde, jironado de terciopelo leonado, con una montera del mismo terciopelo […]. Cuando llegó a ellos el caminante los saludó cortésmente, y picando a la yegua se pasaba de largo; pero don Quijote le dijo:

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—Señor galán, si es que vuestra merced lleva el camino que nosotros y no importa el darse priesa, merced recibiría en que nos fuésemos juntos. —Es verdad —respondió el de la yegua— que no me pasara tan de largo si no fuera por temor que con la compañía de mi yegua no se alborotara ese caballo. —Bien puede, señor —respondió a esta sazón Sancho—, bien puede tener las riendas a su yegua, porque nuestro caballo es el más honesto y bien mirado del mundo […]. Detuvo la rienda el caminante, admirándose de la apostura y rostro de don Quijote […]; y si mucho miraba el de lo verde a don Quijote, mucho más miraba don Quijote al de lo verde, pareciéndole hombre de chapa. La edad mostraba ser de cincuenta años, las canas, pocas, y el rostro, aguileño, la vista, entre alegre y grave; finalmente, en el traje y apostura daba a entender ser hombre de buenas prendas. Lo que juzgó de don Quijote de la Mancha el de lo verde fue que semejante manera ni parecer de hombre no le había visto jamás […]. Notó bien don Quijote la atención con que el caminante le miraba, y leyole en la suspensión su deseo, y como era tan cortés y tan amigo de dar gusto a todos, antes que le preguntase nada le salió al camino, diciéndole: —Esta figura que vuesa merced en mí ha visto, por ser tan nueva y tan fuera de las que comúnmente se usan, no me maravillaría yo de que le hubiese maravillado; pero dejará vuesa merced de estarlo cuando le diga, como le digo, que soy caballero destos que dicen las gentes que a sus aventuras van. Salí de mi patria [etc., etc.]. Calló en diciendo esto don Quijote, y el de lo verde, según se tardaba en responderle, parecía que no acertaba a hacerlo; pero de allí a buen espacio le dijo: —Acertastes, señor caballero, a conocer por mi suspensión mi deseo; pero no habéis acertado a quitarme la maravilla que en mí causa el haberos visto […]; antes, agora que lo sé, quedo más suspenso y maravillado. ¿Cómo y es posible que hay hoy caballeros andantes en el mundo, y que hay historias impresas de verdaderas caballerías? […]. ¡Bendito sea el cielo!, que con esa historia, que vuesa merced dice que está impresa, de sus altas y verdaderas caballerías, se habrán puesto en olvido las innumerables de los fingidos caballeros andantes, de que está lleno el mundo, tan en daño de las buenas costumbres […].

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—Hay mucho que decir —respondió don Quijote— en razón de si son fingidas, o no, las historias de los caballeros andantes. —Pues ¿hay quien dude —respondió el Verde— que no son falsas tales historias? —Yo lo dudo —respondió don Quijote— y […] espero en Dios de dar a entender a vuesa merced que ha hecho mal en irse con la corriente de los que tienen por cierto que no son verdaderas. Desta última razón de don Quijote tomó barruntos el caminante de que don Quijote debía de ser algún mentecato, y aguardaba que con otras lo confirmase; pero antes que se divertiesen en otros razonamientos, don Quijote le rogó le dijese quién era, pues él le había dado parte de su condición y de su vida (II, 16).

Todavía no sabemos quién es este caballero, ni cuál pueda ser su modo de vida. Pero ya hemos visto lo suficiente para darnos cuenta de lo diferente que es de don Quijote, aun sin contar su opinión sobre los libros de caballería. ¿Puede nadie imaginar a don Quijote pasando de largo junto a semejante galán caballero (o junto a cualquiera, en realidad) por los caminos de la Mancha con un simple «hola» o un «buenos días», como hace don Diego? Poco menos que imposible. No sería ese el don Quijote que conocemos. No obstante, don Diego debió de maravillarse desde un primer momento, aun antes de detener su cabalgadura, ante la extraña pareja a la que se aproximaba, en particular la flaca y alargada figura de don Quijote con su armadura, «figura y retrato no visto por luengos tiempos atrás en aquella tierra». Pero se contiene, y controla perfectamente su extrañeza; saluda con cortesía y prosigue; no tiene nada de curioso entrometido, impertinente; no se inmiscuye donde no hace falta o donde no lo llaman. Todo lo cual nos anticipa con perfecta claridad lo que este hombre le va a decir a don Quijote poco después a propósito de los leones, a saber:‘Sr. Caballero, estos leones no tienen que ver nada con usted, déjelos ir y no busque conflictos donde no los hay’(«Cuanto más que estos leones no vienen contra vuesa merced, ni lo sueñan»). Es decir, todo lo que sabemos de este hombre desde el primer momento es como un preámbulo a las palabras que acabamos de citar. Son palabras que fluyen de manera natural, lógica, de un hombre que se comporta como hemos visto comportarse a este. No es simplemente algo que dice este hombre, es algo que se espera que diga este hombre en esas circunstancias.

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Pero hay más, esas palabras no solo confirman lo que ya esperábamos, sino que anticipan también con exactitud el sorprendente, el inesperado, comportamiento del león. Porque este va a reaccionar al desafío de don Quijote de una manera enteramente consistente con el hecho de que, en efecto, los leones ni vienen contra el caballero ni lo sueñan. Hay una conexión innegable y directa entre el sentido del comportamiento del león y el del caballero del verde gabán. Es decir, no es ni mucho menos accidental que la aventura de los leones ocurra precisamente en presencia de don Diego de Miranda. La locura de don Quijote en esos momentos adquiere un significado especial, una particular dimensión, por referencia al tipo de comportamiento ejemplar que don Diego encarna en esas circunstancias: el de su respeto hacia el prójimo y su total carencia de curiosidad impertinente; o sea, el comportamiento de una persona poco susceptible de ver o de imaginar secretas intenciones malignas o mágicas manipulaciones en el mundo que lo rodea y, por consiguiente, con una visión clara de la realidad. En eso consiste el verdadero contraste entre el loco don Quijote y el cuerdo don Diego. En realidad sería más exacto decir que el contraste se da entre la locura del uno y la cordura del otro. Porque, si no fuera por su locura, Alonso Quijano el bueno, como persona, pudiera parecerse bastante a don Diego. Hay algo en este que recuerda esa inocencia como de niño, esa ausencia de malicia, de la que hemos hablado en un capítulo anterior; esa apertura y confianza básicas ante el otro que Sancho ha notado y que le hace decir que su amo «no tiene nada de bellaco […]; no sabe hacer mal a nadie, sino bien a todos, ni tiene malicia alguna; un niño le hará entender que es de noche en la mitad del día». ¿No es esta precisamente la actitud inicial de don Diego, su auténtica sorpresa, su aceptación sin dobleces, cuando don Quijote le informa de que es un caballero andante y que se han publicado ya sus hazañas caballerescas? Don Diego es sin duda un hombre inteligente. Él sabe que los libros de caballerías son pura ficción. No obstante, don Diego acepta de buena fe, en ese momento inicial, la posibilidad de estar delante de un caballero andante de carne y hueso; y la acepta simplemente porque ese hombre, a quien acaba de conocer y de quien no tiene motivo para desconfiar, se lo dice. Don Diego es lo que sería don Quijote, si no se hubiese convertido en un fascinado discípulo de Amadís.

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Todo esto que podemos decir de don Diego lo sabemos aun antes de que él nos hable de sí mismo a instancia de don Quijote. Lo sabemos simplemente obser vando su manera de comportarse con este. Lo que él nos dice de sí mismo no hace sino confirmar la clara impresión que nos ha producido: Yo, señor Caballero de la Triste Figura, soy un hidalgo natural de un lugar donde iremos a comer hoy, si Dios es servido. Soy más que medianamente rico, y es mi nombre don Diego de Miranda; paso la vida con mi mujer, y con mis hijos, y con mis amigos […]. Tengo hasta seis docenas de libros, cuáles de romance y cuáles de latín, de historia algunos y de devoción otros; los de caballerías aún no han entrado por los umbrales de mis puertas […]. Alguna vez como con mis vecinos y amigos, y muchas veces los convido […]; ni gusto de murmurar, ni consiento que delante de mí se murmure; no escudriño las vidas ajenas, ni soy lince de los hechos de los otros; oigo misa cada día; reparto mis bienes con los pobres, sin hacer alarde de las buenas obras […]; procuro poner en paz los que sé que están desavenidos; soy devoto de Nuestra Señora, y confío siempre en la misericordia infinita de Dios Nuestro Señor.

No es suficiente decir que Cervantes nos presenta aquí un ejemplo de vida cristiana; cosa que es verdad, por supuesto. Pero un ejemplo de vida cristiana, en otro contexto, ofrecería otras características. Imaginemos, por ejemplo, que se tratara de presentar un modelo de misionero, de evangelizador de indios; está claro que la imagen que nos ofrece de sí mismo don Diego de Miranda, no serviría para el caso. Lo que sí sirve para este caso, dada la paranoica distorsión de la realidad de los leones por parte de don Quijote, es una versión cristiana del viejo ideal de vida epicúreo, conducente a un estado de paz interior y, como consecuencia, a una clara visión de la realidad. Aparte de su profunda expresión de fe cristiana, el elemento clave de toda la descripción que hace don Diego de su modo de vida, es el énfasis en la calidad de las relaciones humanas, que son pocas, su mujer, sus hijos, sus amigos, sus vecinos, y por completo libres de todo sentido de rivalidad o curiosidad envidiosa: «ni murmuro, ni consiento que delante de mí se murmure; no escudriño las vidas ajenas; ni soy lince de los hechos de los otros […]; procuro poner paz». Lo que gran parte de la crítica, al parecer, no ha entendido es que este tipo de vida no es solo el de un hombre en paz consigo mismo y respetuoso y caritativo con los demás, sino también el de un hom-

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bre que no busca malignas intenciones ni ocultas conspiraciones en el mundo que lo rodea; el de un hombre en cuyo mundo no hay encantadores envidiosos revolviendo las cosas, y donde los leones no son más que leones y los molinos de viento, molinos de viento. Ni que decir tiene que para aquellos lectores para quienes la locura de don Quijote no es más que una forma personalísima, y heroica, de ser él mismo, don Diego de Miranda no solo no tiene nada de ejemplar, sino que ha sido colocado ahí, junto al desafiante y heroico don Quijote, con la oculta y perversa intención cervantina («con genial perversidad») de ridiculizar semejante modo de vida rutinario y sin el menor interés poético. Este es, de nuevo, el caso de Américo Castro y, en mayor o menor medida, el de sus seguidores. Dice Castro: En el retrato de don Diego de Miranda se inyectan cuantos rasgos hacen falta para intuir una vida retraída de todo heroísmo17.

No es mi intención entrar aquí en un análisis detallado de la postura de Américo Castro a este respecto. Pero hay un aspecto de dicha postura que tiene especial relevancia para lo que estoy tratando de demostrar: la importancia crucial de las relaciones humanas en la novela de Cervantes, es decir, la manera en la que el yo individual se relaciona con el otro; relación esta que sirve de base y explica la locura de don Quijote. Para Castro carece por completo de importancia el modo admirable en que don Diego se relaciona con don Quijote, tan respetuoso, y tan único en toda la novela; pues, como decíamos antes, no existe otro personaje como este en toda la obra. Para Castro, don Diego es simplemente el representante de un modo de vida que Cervantes quiere criticar como algo irreal, frágil, de cortas alas, insuficiente, «símbolo de la nobleza sedentaria de los reinados de Felipe II y Felipe III», y el detalle que sentencia definitivamente este simbolismo es que don Diego «gusta de la caza paralítica», puesto que no caza ni con halcón ni con galgo, «sino con algún perdigón manso, o algún hurón atrevido».Y sentencia Castro: «El pacífico señor delega en su hurón el atrevimiento», detalle al que el heroico don Quijote se refiere despectivamente cuando don Diego intenta hacerle desistir de su descabellada empresa con los leones; «no sorprende entonces —continúa Castro— que le interese “poner en paz los que sé que están de-

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savenidos;soy devoto de Nuestra Señora”», etc. La cosa, al parecer, está clara ¿qué heroísmo se puede esperar de un hombre interesado en poner en paz a los que están en guerra, o que es devoto de Nuestra Señora? Desde luego no un heroísmo como el de don Quijote frente a los leones; en esto tiene Castro toda la razón. Pero, frente al detalle de la «caza paralítica» con la que se divierte don Diego, están los casi tres capítulos de la novela, en los que se despliega ante el lector por extenso el ejemplarísimo comportamiento de este con don Quijote, comportamiento interpersonal, relación entre individuos, a la que Castro no le concede la menor relevancia significativa.Tanto es así que el ilustre crítico no tiene el menor reparo en equiparar a don Diego con otro personaje de la Segunda Parte que es exactamente su antítesis. Me refiero al irascible eclesiástico que se sienta a la mesa de los duques en compañía de estos y de don Quijote poco después de los capítulos referentes a don Diego. De hecho, Castro nos dice que estos dos personajes, «el Caballero del Verde Gabán y el eclesiástico son los ejemplos máximos […] atacados ad hominem por don Quijote, y muestran así lo frágil, lo excepcional de su posición» 18. En efecto, don Quijote pierde la paciencia con don Diego ante la insistencia de este de que no existe la menor razón para que el leonero le suelte a los leones, porque estos «no vienen contra él ni lo sueñan»: Váyase vuestra merced, señor hidalgo —respondió don Quijote— a entender con su perdigón manso y con su hurón atrevido, y deje a cada uno hacer su oficio. Este es el mío, y yo sé si vienen a mí, o no, estos señores leones (II, 17).

Reacción propia del exaltado don Quijote en tales circunstancias: plantado frente al carro, tenso, anticipando la extraordinaria lucha, y desesperado de que el leonero no le abra la jaula: «¡Voto a tal, don bellaco, que si no abrís luego luego las jaulas, que con esta lanza os he coser con el carro!». Pero esas no son las palabras de Cervantes ni muchísimo menos. Este no critica a don Diego en ningún momento, como tampoco critica a los leoneros, aunque don Quijote llame a este «don bellaco». Al que sí critica abiertamente y sin rodeos es al irascible eclesiástico de la casa de los duques. En contraste con la presentación que se nos ha-

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ce de don Diego, quien «en el traje y la apostura daba a entender ser hombre de buenas prendas», he aquí como se nos describe al eclesiástico: un grave eclesiástico destos que gobiernan las casas de los príncipes; destos que, como no nacen príncipes, no aciertan a enseñar cómo lo han de ser los que lo son; destos que quieren que la grandeza de los grandes se mida con la estrecheza de sus ánimos; destos que queriendo mostrar a los que ellos gobiernan a ser limitados, les hacen ser miserables (II, 31).

La razón por la que Castro equipara a este eclesiástico con don Diego es lo que dice cuando todos se han sentado a la mesa, reprochándoles su conducta tanto a los duques como a don Quijote: El eclesiástico […] con mucha cólera, hablando con el duque, le dijo: —Vuestra Excelencia, señor mío, tiene que dar cuenta a Nuestro Señor de lo que hace este buen hombre. Este don Quijote, o don Tonto, o como se llama, imagino yo que no debe de ser tan mentecato como Vuestra Excelencia quiere que sea, dándole ocasiones a la mano para que lleve adelante sus sandeces y vaciedades. Y volviendo la plática a don Quijote le dijo: —Y a vos, alma de cántaro, ¿quién os ha encajado en el celebro que sois caballero andante y que vencéis gigantes y prendéis malandrines? […] Volveos a vuestra casa, y criad vuestros hijos, si los tenéis, y curad de vuestra hacienda, y dejad de andar vagando por el mundo, papando viento y dando que reír a cuantos os conocen y no conocen (II, 31).

Aceptemos el hecho de que el modo de vida que le recomienda a don Quijote el iracundo eclesiástico se parece, en líneas generales, al que lleva don Diego. Lo cual no tiene nada de extraño. Volverse a casa a vivir con los suyos y cuidar de su hacienda es también lo que le grita a don Quijote el desconocido castellano en las calles de Barcelona, y eso mismo es lo que quieren que haga todos sus amigos, todos los que sienten lástima de él, según vimos ya en un capítulo anterior. Como dijo un personaje de Molière, todos los hombres se parecen por lo que dicen, son sus acciones las que los hacen diferentes (L’Avare, I, 1); o como dice el experimentado Maese Pedro, «operibus credite, non verbis».Y las obras del eclesiástico no pueden ser más diferentes de las de don Diego. Si hay un personaje en toda la novela que no le hablaría jamás a don Quijote como lo hace el desabrido eclesiástico es sin duda don Diego. Como acabamos de decir, puede considerarse a este eclesiástico la antítesis perfecta de don Diego.

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Por otra parte, dada la pronunciada tendencia de Castro de ver toda clase de escondidas intenciones en el texto cervantino, siempre dirigidas contra algo o alguien, no nos puede sorprender demasiado que no le tenga particular aprecio a don Diego, o que permanezca ciego ante la característica tal vez más acusada de su personalidad, la de su clara y confiada percepción de la realidad, su aversión a inmiscuirse en asuntos que no le conciernen o a ver secretas amenazas o desafíos en el mundo que lo rodea. En efecto, sería una perversidad (no una «genial perversidad») que Cervantes creara un personaje que trata a don Quijote con más respeto que lo trata ningún otro; que lo invita a su casa; que, aun después de comprender que el hombre está loco, se maravilla de su capacidad de conversar de forma perfectamente racional sobre toda clase de asuntos; que en ningún momento se le ocurre hacerle la menor burla, como hace todo el mundo, y todo esto simplemente con la intención de mostrar que semejante comportamiento y estilo de vida no tiene el mérito que se piensa, pues se trata de algo «frágil», pedestre, sin verdadero atractivo, «una llanada sin relieve» comparada con «la cima» representada en don Quijote. No obstante, pese a lo improbable y anticervantina que es semejante interpretación, todavía pudiera convencer a los que ya están convencidos del heroísmo de don Quijote, si no fuera por un centralísimo detalle: el comportamiento del león. Porque, como ya hemos observado, el león está decididamente y sin la menor ambigüedad de parte de don Diego de Miranda. Si este es un «símbolo de la nobleza sedentaria», aún más sedentario es ese león que se niega a salir de la jaula, y no hace otra cosa que bostezar y volverse a echar, mostrándole los cuartos traseros a don Quijote y mostrándole asimismo, con el mismo gesto, lo que piensa sobre la «cima» de su heroísmo. Esta ceguera interpretativa de Castro es simplemente un caso especialmente obvio de lo que, a mi juicio, es una falla crítica bastante generalizada; a saber, una falta de apreciación de la importancia fundamental que tienen en Cervantes las relaciones interpersonales. Los personajes se definen en última instancia, no por las ideas que puedan tener, sino por la forma en que se relacionan con los demás. Lo cual no quiere decir, naturalmente, que las ideas no tengan importancia. Lo que quiere decir es que la novela no se articula en torno a una serie de ideas, ni siquiera en torno a la forma en que los personajes viven sus ideas. Lo central es siempre la relación del yo con el otro:

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cual sea esta relación tal será el personaje. Ni siquiera la verdad o falsedad objetiva de lo que se diga es tan importante como los efectos que el decirlo pueda tener en los demás, los otros. Un personaje puede decir la verdad y ser, a los ojos de Cervantes, un contra-ejemplo si el decirla no aprovecha a nadie, o daña a terceros. El caso más conocido tal vez sea el de Clodio, el maldiciente, en Los trabajos de Persiles y Segismunda, que sospecha y dice la verdad sobre la identidad de los protagonistas, que estos, por razones válidas, ocultan, haciéndose pasar por lo que no son. Al final Clodio muere con una flecha que le traspasa la boca. Se ha hablado mucho del «perspectivismo» de Cervantes, es decir, de su interés y tolerancia de distintos puntos de vista, de distintas perspectivas sobre un tema determinado. Es verdad, pero este perspectivismo, tal como se manifiesta en la novela, es inseparable de su interés novelístico por la relación interpersonal. Poco hay en la novela que no sea «relativo» en el mejor sentido de la palabra; quizás debamos decir «relacional», o sea, que adquiere su significación dentro del entramado de relaciones humanas en el que se produce. Como no podía ser menos en una novela que confiere de manera explícita un valor paradigmático a la relación Quijote-Sancho. Tiene sin duda razón Bloom al decirnos que: The loving, frequently irascible relationship between Quixote and Sancho is the greatness of the book, more even than the gusto of its representations of natural and social realities […]. I cannot think of a fully comparable friendship anywhere else in Western literature19.

Nada hay en la novela que la sitúe tan claramente fuera de los viejos parámetros de lo heroico y lo antiheroico como esa humanísima y compleja relación entre don Quijote y Sancho. Cuando hablamos de la honradez y bondad básica de los dos, hablamos de la calidad de la relación entre ambos. Esta perdurable amistad sirve de sostén a la novela más allá de la locura de don Quijote, como es también esta amistad la que la locura pone constantemente a prueba y amenaza con destruir. Lo verdaderamente significativo de la ejemplaridad de don Diego de Miranda no son, directamente, sus ideas u opiniones, o el tipo de

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Bloom, 1994, p. 131.

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caza al que se dedica, o los libros que lee, o la forma en que administra su hacienda, ni siquiera el «maravilloso silencio que en toda la casa había, que semejaba un monasterio de cartujos», en el cual han visto algunos críticos resonancias místicas. Todo esto tiene su importancia, por supuesto, como signos visibles de lo que es el meollo de la ejemplaridad de don Diego: su manera de comportarse con los demás, puesta de manifiesto en la forma en que trata y convive con don Quijote; modelo de sana relación interpersonal y, por consiguiente, base de una clara percepción de la realidad externa. La relación interpersonal y la locura Ahora bien, si esto es así, cuando Cervantes sitúa este modelo de conducta junto al absurdo heroísmo de don Quijote, inspirado por su visión de un mundo gobernado por las ocultas manipulaciones de maliciosos encantadores, la profunda intuición cervantina nos está diciendo que en la base de ese heroísmo absurdo, en la base de la locura quijotesca, hay algo que distorsiona y malea la estructura interpersonal de la personalidad. La visión paranoica que tiene del mundo el loco don Quijote se nos revela ahora con más claridad como resultado de la enloquecedora relación quijotesca con el otro, el idolatrado y radiante Amadís, modelo y rival. Dicho de otra forma, lo enfermo, lo patológico de la locura de don Quijote se gesta precisamente en la dinámica interna de la relación estructurante de la personalidad, la relación del yo con el otro, un otro convertido en ídolo, que convierte, a su vez, a la relación estructurante en una relación inevitablemente contradictoria. Dentro de la locura, Amadís es el único capaz de hacer que don Quijote se sienta, o bien dueño del mundo o, por el contrario, insoportablemente, enloquecedoramente, insuficiente; pues solo ante Amadís, modelo último y último rival, resulta absolutamente insoportable el sentimiento de la propia inadecuación. La locura es el precio que se paga por este tipo de idolatría, de transcendencia desviada, como la ha llamado Girard; es decir, la inevitable consecuencia existencial de convertir al otro en Dios. Esta íntima asociación de la locura con el deterioro de la relación entre el yo y el otro tiene un claro fundamento teológico y tradicional en la mente de Cervantes, pero, como ya vimos en el capítulo IV, también se anticipa a las más recientes intuiciones de la siquia-

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tría moderna. «The place where madness is born […] is also the place where we all live together», como ha dicho Grivois, a quien ya citamos anteriormente, y quien nos dice también, refiriéndose a sus pacientes del hospital municipal de París, que todos ellos reconocen «the interpersonal origin of their travail. It is even the single point they never question» 20. Amadís es simplemente una representación ficticia del otro humano. Pero en Cervantes aun el hecho de ser una representación ficticia es en sí mismo significativo. Porque idolatrar al otro humano y convertirlo en ente de ficción son las dos caras de lo mismo. Y tan pronto como don Quijote hace eso, su relación con el otro, ahora convertido en ficción, se ficcionaliza, es decir, se des-realiza, pierde su enraizamiento en lo real, gira sobre sí misma, ambivalente, contradictoria. En ese momento la fascinación de don Quijote ante Amadís no es más que una de las dos caras de la envidia; la otra cara, cubierta por la fascinación, es el odio. ¿Cómo se le pudo escapar a Unamuno, el gran experto en la envidia, que por detrás de la evidente fascinación mimética de don Quijote con su ídolo caballeresco, falso dios, se ocultaba algo inconfesable, algo que debiera haberle interesado a él de manera especial: la prototípica historia del resentimiento, de la torcida contemplación de aquel que parece acaparar el favor de los dioses, o sea, la universal historia de la relación de Caín con su hermano Abel? Por otra parte, tal vez no sea exactamente que no la vio, sino más bien que la desplazó hacia Cervantes, traspasándole a este la envidia que se ocultaba en la enloquecedora admiración de don Quijote ante Amadís, cargando sobre el creador el pecado de su criatura.

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Grivois, 1999, pp. 117 y 107, respectivamente.

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CAPÍTULO VIII EL CAÍN UNAMUNIANO Y LA HISTORIA DE EL CURIOSO IMPERTINENTE Como decíamos anteriormente, por lo que respecta a Unamuno, creador de Abel Sánchez, el heroísmo sublime del loco don Quijote brilla con particular intensidad ante los ojos de su trágico y moderno Caín, Joaquín Monegro. Don Quijote es un héroe sublime, no a los ojos de Abel (quien, más parecido al «mediocre» Cervantes, puede hasta lamentar que don Quijote se haya vuelto loco, sin entender en absoluto la sublimidad de esa locura), sino a los ojos de Caín. No cabe duda de que Unamuno no tendría el menor inconveniente en aceptar una semejanza subyacente, una conexión implícita y profunda, entre su heroico don Quijote y su atormentado, trágico y resentido Caín. Lo que nos hace pensar que el Caín unamuniano debe de haber visto en don Quijote la encarnación misma de su deseo. El deseo de Caín Pero ¿qué otro puede ser el deseo de Caín sino librarse de Abel, quitárselo de encima, eliminarlo? No ya físicamente, sino lo que es mucho más importante y mucho más difícil, conseguir escapar mentalmente, espiritualmente, a la obsesiva, a la enloquecedora, presencia e influencia de Abel, el otro odiado y fascinante, ese otro sobre el que Dios parece sonreír todo el tiempo, que consigue engañar a todo el mundo (incluso a Dios, por lo visto), pero no a él, no a Caín. La locura de don Quijote (que de verdad no es locura) no es más que eso, piensa Caín. Don Quijote aparece como loco, porque está solo, solo consigo mismo.Y don Quijote es lo que es, porque ha conseguido li-

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brarse al fin de la ubicua, obsesionante, presencia del otro, que es la razón por la que puede oír la voz de Dios «en las reconditeces del alma», y sabe que Dios está a su lado, de su parte. ¡Ah, si él, Caín, pudiera conseguir eso! Don Quijote es un signo de esperanza para el atormentado espíritu del envidioso Caín. Pero a los ojos de todos esos Abeles envidiosos, ocultamente envidiosos, de todos esos «abelitos», ese don Quijote que no se parece a nadie más que a sí mismo, que está a solas consigo, no puede parecer otra cosa que un loco de remate. ¿Es que don Quijote lucha también con la envidia? ¿Es don Quijote un envidioso? Posiblemente, ¿por qué no? Pero desde luego no de ningún abelito. Si don Quijote es envidioso, su envidia es de otra clase, envidia de Cristo tal vez, envidia de Dios; una envidia quizás luciferina, pero en todo caso ennoblecedora. Don Quijote es el redentor del envidioso Caín, porque comprende la tragedia de Caín; porque sabe que él, Caín, es la verdadera víctima, no el verdugo; porque está de su lado. El problema es que es difícil darle una vuelta tan radical, volver del revés, la historia del fratricidio bíblico, si uno se atiene al texto de la Biblia. Porque ese texto no deja la menor duda, Caín es un asesino, mata a su hermano con premeditación y alevosía, y la sangre de Abel clama al cielo desde la tierra. No es fácil transformar al Caín bíblico en un héroe trágico.Y así es que, de hecho, en la versión moderna de Unamuno, Caín, es decir, Joaquín Monegro, no se mancha en realidad las manos con la sangre de Abel. Piensa a veces en matarlo, pero hay algo en Joaquín, una cierta nobleza de ánimo, que le impide descender a tan bajo nivel. Al final el fratricidio resulta puramente simbólico: Joaquín, lívido de odio, agarra a Abel por el cuello, pero inmediatamente lo suelta. No obstante, la conmoción del momento es más de lo que puede soportar el débil corazón de Abel Sánchez. Este se lleva las manos al pecho en un gesto de dolor y muere, en tanto que Joaquín, que es médico, diagnostica certeramente la situación diciendo para sí mismo: «El ataque de angina; ya no hay remedio, se acabó». De manera que toda la retórica posterior sobre haber sido él, nuevo Caín, el que mató a Abel, no es exactamente verdad. Otro caso parecido ocurre cuando Helena, la amada de Joaquín, que termina casándose con Abel, da a luz a su primer hijo: Cuando Abel tuvo su hijo —escribía en su confesión Joaquín— sentí que el odio se me enconaba […] mi diablo me insinuó la feroz tentación

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de ir a asistirla y de ahogar a hurtadillas al niño.Vencí a la asquerosa idea (p. 99).

Está claro que Joaquín Monegro es un Caín bastante digno, como requiere la figura noble de un héroe trágico. O sea, que el Caín unamuniano dista mucho del sangriento asesino de la historia bíblica. Es capaz de sentir una enorme turbulencia interior, la garra helada de un odio profundo, etc. Pero todo eso no hace sino aumentar la grandeza de su estatura trágica. No se verá nunca al Caín unamuniano emboscado, por ejemplo, aguardando el momento de saltar sobre su víctima a traición, sin que esta lo sospeche, por la espalda; no se le verá nunca estrangular a un recién nacido cuando no lo ve nadie. ¿Qué clase de héroe sería ese? No obstante, un Caín de verdad, un Caín bíblico, pudiera haber hecho todo eso. Un Caín que de verdad sintiera esa clase de odio envidioso desenfrenado que el Caín de Unamuno nos dice que sentía, podría perfectamente hacer todo eso. Así es que tal vez este moderno Caín estuviera más bien exhibiéndose retóricamente ante un expectante auditorio literario; auditorio c u ya sensibilidad poética no toleraría fácilmente la antiestética degradación de un Caín demasiado realista. Dicho de otra forma, es muy de sospechar que Unamuno estuviera simplemente haciendo literatura; razón por la cual esa soledad que él admira en la figura del héroe, tanto quijotesco como cainita, esa soledad que lo separa de la masa y lo acerca a Dios, o en humildad o en rebeldía, tampoco parece muy convincente. Pero, como hemos venido diciendo, aun de manera negativa o indirecta,Unamuno puede ser un guía excelente. Si queremos saber qué realidad se oculta detrás de esa salvadora fachada literaria del Caín unamuniano y, por consiguiente, lo que se oculta también detrás de su visión heroica de don Quijote, todo lo que tenemos que hacer es observar, por una parte, aquello a lo que apunta este Caín precisamente para decirnos que él no haría eso nunca, porque la misma enormidad y grandeza de su odio al otro le impide rebajarse a hacer esas vilezas que otro Caín sin dignidad, mediocre, sería capaz de hacer; y, por otra parte, observar también aquello que este admirador del heroico don Quijote atribuye a la mediocridad de un Cervantes que no entiende la grandeza de su héroe. Como vimos, una de las cosas que Unamuno no hubiera hecho nunca es incluir en su Quijote todas esas historias intercaladas que puso

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ahí Cervantes, pese a la sorprendente semejanza que existe entre la trama de esas historias y la del Abel Sánchez. Tal vez podamos comprender mejor ahora por qué, pese a dicha semejanza, considera Unamuno esas historias tan completamente sin interés y tan irrelevantes, prueba clara, decía Unamuno, de la mediocridad de Cervantes. De entre esas historias la más «impertinente» de todas era sin duda la de El curioso impertinente.Y, por supuesto, recordemos también que don Quijote está decididamente del lado de Unamuno: —Ahora digo —dijo don Quijote— que no ha sido sabio el autor de mi historia, sino algún ignorante hablador, que a tiento y sin algún discurso se puso a escribirla, salga lo que saliere […]; y no sé yo qué le movió al autor a valerse de historias y cuentos ajenos, habiendo tanto que escribir en los míos (II, 3).

Uno puede entender fácilmente el desagrado de don Quijote. Pero ¿cómo puede parecerle tan impertinente esa historia al autor de Abel Sánchez? Empecemos por repasar aquellos eventos de la trama que constituyen la motivación fundamental de que Joaquín Monegro odie de manera tan encarnizada a su más íntimo amigo, Abel. Es, como ya sabemos, una historia de amor, o mejor dicho, la historia de un triángulo amoroso. La trama del ABEL SÁNCHEZ Joaquín está enamorado de su prima Helena. Tal vez «enamorado» no sea exactamente la palabra: Joaquín estaba queriendo forzar el corazón de su prima Helena y había puesto en su empeño amoroso todo el ahínco de su ánimo reconcentrado y suspicaz (p. 59).

Naturalmente habla de ello con su amigo Abel: «sus desahogos, los inevitables y saludables desahogos de enamorado en lucha, eran con su amigo Abel» (p. 59). Helena le está haciendo sufrir terriblemente con una actitud ambigua que no es ni un no ni un sí. Él está convencido de que ella quiere a otro, aunque este otro —cosa curiosa— no lo sepa todavía: «Debe de querer a otro, aunque este no lo sepa. Estoy seguro de que quiere a otro». He aquí parte de la conversación entre Joaquín y Abel, que es pintor:

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—¡Es que esa mujer está jugando conmigo! Es que no es noble jugar así con un hombre, como yo, franco, leal, abierto… ¡Pero si vieras qué hermosa está! ¡Y cuanto más fría y más desdeñosa se pone más hermosa! ¡Hay veces que no sé si la quiero o la aborrezco más…! ¿Quieres que te presente a ella? —Hombre, si tú… —Bueno os presentaré. —Y si ella quiere… —¿Qué? —Le haré un retrato. —¡Hombre, sí! Mas aquella noche durmió Joaquín mal rumiando lo del retrato, pensando en que Abel Sánchez, el simpático sin proponérselo, el mimado del favor ajeno, iba a retratarle a Helena […]. Pensó negarse a la presentación, mas como ya se lo había prometido… (pp. 60-61).

Comienzan las sesiones de pintura. «A los dos días tuteábanse ya Abel y Helena; lo había querido así Joaquín, que al tercer día faltó a una sesión» (p. 65). Al final de esa tercera sesión de la que se ausentó Joaquín,Abel y Helena se hicieron novios. Joaquín va a tener unas pesadillas ter ribles sobre eso: [Empecé] a odiar a Abel con toda mi alma y a proponerme a la vez ocultar ese odio, abonarlo, criarlo, cuidarlo en lo recóndito de las entrañas de mi alma. ¿Odio? Aún no quería darle su nombre, ni quería reconocer que nací, predestinado, con su masa y con su semilla. Aquella noche nací al infierno de mi vida (p. 73).

Él reconoce que no tiene derecho a quejarse; no existía compromiso ninguno con Helena; uno no puede ni debe forzar el afecto de una mujer, etc.: Pero sentía también confusamente que fui yo quien les llevó no solo a conocerse, sino a quererse, que fue por desprecio a mí por lo que se entendieron, que en la resolución de Helena entraba por mucho el hacerme rabiar y sufrir […] el rebajarme a Abel, y en la de este el soberano egoísmo que nunca le dejó sentir el sufrimiento ajeno. Ingenuamente, sencillamente no se daba cuenta de que existieran otros […]. No sabía ni odiar ; tan lleno de sí vivía (pp. 77-78).

«Sentía confusamente…».No hay la menor confusión sobre los hechos. Fue idea suya que Abel y Helena se conocieran personalmente. Fue él quien aplaudió la idea de que ella posara como modelo para

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Abel (magnífica oportunidad de que Abel se fijara con detenimiento en ella). Fue él quien insistió en que los dos se tutearan; y fue él quien los dejó solos.Y todo eso pese a que, desde el primer momento, las sospechas y la inquietud no le dejaban pegar ojo, como se suele decir. En realidad es como si todo lo hubiese previsto de antemano, pues, como le decía a Abel, «debe de querer a otro, aunque este no lo sepa». ¿Es que es un masoquista este Caín? No creo que la noción de masoquismo sea la más adecuada en este caso. El masoquismo, en su acepción popular, no explica satisfactoriamente el odio reconcentrado hacia Abel que Joaquín Monegro alimenta secretamente, en su interior, «abonándolo», «cuidándolo». Este moderno Caín es claramente el Galeotto, el intermediario, entre el objeto de su deseo y su propio rival. Lo cual quiere decir que él mismo interpone al rival entre sí mismo y el objeto de su deseo; desea a través del rival.Y él siente esto, como nos dice, «confusamente». Sin embargo, no parece sentir la menor responsabilidad o culpa por el dolor y la perturbación anímica que sus propias acciones le han acarreado. Todo lo contrario, él, el intermediario, se siente víctima de los otros dos: fueron ellos los que aprovecharon la oportunidad de que él estaba en medio de los dos para herirlo por los dos lados, «fue por desprecio a mí por lo que se entendieron». Es como si hubieran estado buscando los dos una oportunidad para demostrarle lo poco que les importaba, la insignificancia en que lo tenían; y él, inocentemente, les proporcionó esa oportunidad. Naturalmente, conociéndolos como los conocía, tuvo ciertos presentimientos, pero ¡quién podía imaginar que llegaran a hacer lo que hicieron, que lo menospreciaran de tal forma! Todo lo cual encaja perfectamente en la sicología cainita del personaje. El problema es que ninguna de estas distorsiones de la verdad parece afectar en lo más mínimo a la imagen de grandeza trágica que proyecta Joaquín Monegro a los ojos de Unamuno. Este acepta simplemente la visión de los hechos que nos comunica su personaje. No aparece en el texto ninguna observación que nos haga dudar, que cuestione la imagen de víctima que el personaje quiere ofrecer de sí mismo, como si hubiera algo inevitable, ineludible, en esa imagen y ese deseo. Porque la presentación de los hechos que hace Unamuno es lo suficientemente clara, sicológicamente hablando, como para sugerir una visión radicalmente distinta, una visión que socava en su funda-

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mento la pose trágica, la pretendida inocencia. Es como si Unamuno quisiera sugerir deliberadamente esa visión desfavorable precisamente para no caer en ella, para rechazarla, para decir que su personaje no es un ser abyecto, sin el más mínimo sentido del honor, sino alguien que se enfrenta a un destino que le ha sido impuesto, y que él no tiene más remedio que afrontar. En cualquier caso, el hecho es que Unamuno no interrumpe jamás a su personaje, de la forma en que Cervantes es capaz de hacerlo con todos los suyos. Por nuestra parte vamos a intentar leer la actitud de Joaquín Monegro more cervantino. Según Joaquín Monegro, él se interesó por su prima Helena con completa independencia de su cainita, envidiosa, relación con Abel.Y una vez que esto había ocurrido, ¿qué cosa más natural que hablar de ello con su amigo más íntimo y querer que este la conozca y la trate amistosamente? Por consiguiente, la única explicación de la traicionera conducta de Helena y Abel es lo poco que él contaba para ellos, el no preocuparse en absoluto por sus sentimientos; en realidad, seguro que disfrutaron hiriéndolo de esa manera; seguro que lo hicieron precisamente por eso, para hacerle sufrir, ¿qué otros motivos podían tener? Oh, Joaquín Monegro estaría dispuesto a admitir que actuó de manera un tanto imprudente, pero, una vez más, ¡quién lo hubiera pensado! Pero esta versión de los hechos no es muy creíble. Si el envidioso Caín pudiera enamorarse de una mujer, sin pensar en Abel, o sea, con completa independencia de lo que Abel pueda o no pensar o sentir sobre ello, entonces Caín no tiene ningún problema, ciertamente no con Abel. Pero Caín tiene un enorme problema con Abel. Eso es justamente lo que lo define como Caín, el envidioso por excelencia. El problema es que Caín no se puede quitar a Abel de la mente. Nada de lo que haga o sienta es inmune a lo que él espera y teme que Abel pueda pensar o sentir. En realidad, el problema de Caín es aún más hondo, más absorbente. ¿Es que puede, acaso, Caín, consumido de envidia de Abel por dentro, desear nada en lo que Abel no muestre el menor interés? No parece posible, porque si lo fuera, eso querría decir, una vez más, que Caín ha encontrado la forma de independizarse del deseo de Abel, de superar su envidia. El caso es que, en tanto Caín permanezca atrapado en su envidia fratricida, no podrá tener un solo deseo que pueda decir de verdad que es suyo, independiente de Abel.

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Supongamos por un momento que la envidia de Caín no es tan angustiosamente absorbente como para reducir a la irrelevancia necesidades o impulsos biológicos. Supongamos que un Caín joven y púber se sintiera naturalmente atraído por una mujer joven. ¿No pensaría inmediatamente en utilizar el objeto de su deseo para excitar la envidia de Abel? ¿No daría un ojo de la cara, como se suele decir, por conseguir que Abel deseara a esa mujer, su mujer? Por supuesto que sí. No se necesita ser ningún genio sicológico para responder, sin duda, afirmativamente a ambas preguntas.Y podemos también afirmar que Caín se sentiría inquieto, abatido, frustrado, si Abel no mostrara ningún interés. Nos lo podemos imaginar fácilmente quejándose a Abel de que no piensa más que en sí mismo («tan lleno de sí vivía»), que no le presta atención a nada de lo que a él le gusta, que no le hace caso, etc., etc. Es más, metido ya por ese derrotero, he aquí una posibilidad especialmente interesante: Caín puede perfectamente terminar echándole la culpa a la mujer, es decir, achacándole a ella el ser tan… tan… poco interesante. Porque si Abel persiste en su falta de interés, el de Caín disminuirá rápidamente. Y un buen día Caín empezará a preguntarse que qué pudo ver él en esa mujer para interesarse tanto por ella, porque ahora que se le ha calmado la pasión, puede ver con claridad que, francamente, la cosa no era para tanto… Tal vez Joaquín Monegro tuvo suerte de que, después de todo, Helena terminara casándose con Abel Sánchez. Porque si se hubiese casado con él y Abel, pese a todos los esfuerzos de Joaquín, hubiese permanecido indiferente, Dios sabe lo que el envidioso Joaquín hubiese sido capaz de pensar y de hacer. De seguro, nada que Unamuno hubiese considerado compatible con la dignidad trágica de su héroe. Y aquí precisamente es donde comienza la historia de Cervantes. EL

CURIOSO IMPERTINENTE

La historia del curioso impertinente es también la historia de dos amigos íntimos, Anselmo y Lotario, y una mujer, Camila. En agudo contraste con la historia unamuniana de Abel Sánchez, aquí nada aparente hace presagiar la tragedia que se avecina. La relación inicial de los dos amigos no puede ser mejor. En Florencia, su ciudad natal, se los conoce por su ejemplarísima amistad. Los llaman «los dos amigos». Esta clase de situación inicial ideal aparece con frecuencia en Cervantes, por ejemplo, en las otras dos historias intercaladas más im-

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portantes, la de Marcela y Grisóstomo, y la de Cardenio y Luscinda. No es mero accidente. A Cervantes no le gusta comenzar con personajes marcados ya trágicamente, predestinados al mal. No oiremos nunca a un personaje cervantino decir de sí mismo lo que dice Joaquín Monegro: «nací, predestinado, con su masa [la del odio] y con su semilla». En el mundo que crea Cervantes las cosas malas no les ocurren solo a los malos. Les pueden ocurrir a los mejores. Por eso, en ese mundo nadie puede decir, «yo no soy así, eso no me ocurriría a mí». Lo cual quiere decir también que en ese mundo el mal no se convierte nunca en una señal de distinción, de heroicidad trágica. Anselmo y Lotario eran excelentes amigos.«Andaban tan a una sus voluntades, que no había concertado reloj que así lo anduviese» (I, 33). Ocurrió, pues, que: Andaba Anselmo perdido de amores de una doncella principal y hermosa de la misma ciudad, hija de tan buenos padres y tan buena ella por sí, que se determinó (con el parecer de su amigo Lotario, sin el cual ninguna cosa hacía) de pedilla por esposa a sus padres, y así lo puso en ejecución; y el que llevó la embajada fue Lotario, y el que concluyó el negocio tan a gusto de su amigo, que en breve tiempo se vio puesto en la posesión que deseaba, y Camila tan contenta de haber alcanzado a Anselmo por esposo, que no cesaba de dar gracias al cielo, y a Lotario, por cuyo medio tanto bien le había venido (I, 33; énfasis añadido).

Durante unos días después de la boda Lotario continuó visitando como solía la casa de Anselmo. Pero acabados los parabienes y festejos: comenzó Lotario a descuidarse con cuidado de las idas en casa de Anselmo, por parecerle a él […] que no se han de visitar ni continuar las casas de los amigos casados de la misma manera que cuando eran solteros; porque […] es tan delicada la honra del casado, que parece que se puede ofender aun de los mesmos hermanos, cuanto más de los amigos.

Anselmo se queja de esta ausencia acaloradamente, recriminando a su amigo. Hasta llega a decirle que si él hubiera sabido que el casamiento iba a ser motivo de separación entre los dos, «jamás lo hubiera hecho»: [Y] que así, le suplicaba […] que volviese a ser señor de su casa, y a entrar y salir de ella como de antes, asegurándole que su esposa Camila no tenía otro gusto ni otra voluntad que la que él quería que tuviese, y

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que por haber sabido ella con cuantas veras los dos se amaban, estaba confusa de ver en él tanta esquiveza.

Lotario le responde tan juiciosamente que Anselmo no tiene más remedio que aceptar una cierta limitación en las visitas: «dos días en la semana y las fiestas». No obstante, Lotario, pensando aún en la honra de su amigo: procuraba diezmar, frisar y acortar los días del concierto de ir a su casa […] los más de los días del concierto los ocupaba y entretenía en otras cosas que él daba a entender ser inexcusables. Así que en quejas del uno y disculpas del otro se pasaban muchos ratos y partes del día.

Y así continuaron las cosas algún tiempo. Fue entonces cuando Anselmo comienza a tener un extrañísimo deseo que le hace sentirse: el más despechado y el más desabrido hombre de todo el universo mundo […] un deseo tan extraño y tan fuera del uso común de otros, que yo me maravillo de mí mismo, y me culpo y me riño a solas, y procuro callarlo y encubrirlo de mis propios pensamientos.

Pero, por más que lo intenta, no puede encubrirlo más y se lo confiesa a su amigo: «Te hago saber, amigo Lotario, que el deseo que me fatiga es pensar si Camila, mi esposa, es tan buena y tan perfecta como yo pienso». A consecuencia de esta duda inesperada y angustiosa, Anselmo siente la imperiosa necesidad, el obsesivo deseo, de poner a prueba la bondad y el valor de Camila, que, de pronto, siente él como si le faltara realidad, como si fuera cosa de pura apariencia. ¿Cómo puede asegurarse él de que esa bondad es de verdad, auténtica? No se le ofrece más que un camino: ponerle la tentación por delante, que alguien intente seducirla, que alguien la desee, a ver si resiste. ¿Y quién mejor para llevar a cabo esa prueba, ese intento de seducción, que el mismo Lotario? Es decir, Anselmo quiere que Camila se sienta deseada por Lotario; quiere que Lotario le muestre su deseo a Camila. Pues en tanto ella resista el deseo de Lotario, en tanto que ella, habiendo atraído a Lotario, se niegue al deseo de este, Anselmo estará convencido de que en efecto ella es tan buena como parece ser. Naturalmente Anselmo no se lo explica así a su amigo, sino de manera, al parecer, perfectamente racional: Porque yo tengo para mí, ¡oh amigo!, que no es una mujer más buena de cuanto es o no es solicitada […]. Porque ¿qué hay que agradecer —decía él— que una mujer sea buena, si nadie le dice que sea mala?

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[…]. De modo que por estas razones, y otras muchas que te pudiera decir […] deseo que Camila, mi esposa […] se acrisole y quilate en el fuego de verse requerida y solicitada, y de quien tenga valor para poner en ella sus deseos.

Claro está que si la cosa es tan perfectamente racional o razonable, uno no se explica por qué Anselmo se siente «el más despechado y desabrido hombre de todo el universo mundo», y por qué se angustia, se avergüenza y se recrimina, tratando de ocultarse a sí mismo su «extrañísimo deseo». Es sorprendente constatar cuántos críticos aceptan sin rechistar lo que dice Anselmo; es decir, aceptan la idea de que lo que él quiere verdaderamente es una prueba racional y objetiva de la bondad de su mujer. Naturalmente todos comprenden que no es aconsejable ni prudente semejante prueba, como le dice Lotario a Anselmo con detallados razonamientos. Pero casi todos aceptan la lógica del argumento de Anselmo para explicar su extrañísimo deseo. No todos, por supuesto. Francisco Ayala, por ejemplo, cree descubrir una homosexualidad latente, subconsciente tal vez, en el deseo de Anselmo (aunque Ayala no usa nunca abiertamente esa terminología); homosexualidad que permanece «impenetrable para su propia mente». De manera que «la prueba» no es más que la tapadera de un: proceso enfermizo […] durante el cual pretenderá conseguir el nuevo esposo satisfacción vicaria a través de su mujer […] para los turbios deseos que hasta entonces había mantenido larvados o, mejor dicho, sublimados en las formas nobles de la camaradería1.

No hay nada en el texto cervantino que nos impida asumir algún tipo de homosexualidad latente en Anselmo, como tampoco existe ninguna indicación clara de que sea ese el significado que le atribuye Cervantes, como el mismo Ayala reconoce. El crítico no parece completamente convencido de su propia sugerencia, pero no encuentra otra explicación para lo que de verdad ha descubierto y que es, en mi opinión, indudable: lo importante, lo central, en esta historia no es la relación entre Anselmo y su mujer, sino la relación entre los dos amigos; aquella está supeditada a esta, se desarrolla en función de esta.

1

Ayala, 1974, p. 175.

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El problema de asumir una homosexualidad latente como explicación del deseo de Anselmo es que le quita toda importancia a la idea de la prueba. Desde esta perspectiva, la prueba, como tal prueba, no tiene ninguna significación específica. Cualquier otra estratagema hubiese servido lo mismo con tal de que hubiese juntado a Lotario y a Camila para la «vicaria satisfacción» erótica de Anselmo. Yo creo, sin embargo, que la idea de la prueba es en sí misma altamente significativa. No es accidental que semejante idea surja en la mente de Anselmo. Porque, sicológicamente hablando, lo que él siente es que el objeto de su deseo, la bella, sensible, inteligente, noble Camila no le atrae como le atraía, no ve en ella el valor y la fuerza de atracción que antes veía; lo cual se traduce en dudas: ¿vale tanto Camila como él pensaba que valía?, ¿cómo puede asegurarse él de que el objeto de su deseo es en realidad lo que aparenta ser? No es, pues, un accidente que a Anselmo se le ocurra con obsesiva insistencia la idea de poner a prueba el valor, la bondad, de Camila.Y junto a estas dudas se da asimismo la aguda experiencia sicológica de la ausencia del amigo, la angustiosa sensación de que el amigo, silencioso y oculto mediador de su deseo, ha perdido interés en su relación con Camila, se distancia de ella. Las dos cosas van juntas y se alimentan mutuamente, las dudas sobre el valor de Camila y la aparente falta de interés por parte de Lotario en la relación entre Anselmo y Camila. De ahí la idea de la prueba y la manera de llevarla a cabo. Pues ¿quién es la única persona que puede «probar» el valor de Camila de manera que «convenza» a Anselmo? Evidentemente la misma persona que confiere sentido y realidad al objeto del deseo de Anselmo, deseándolo también, o sea, Lotario, el mediador. Sin ese deseo mediador, todo el valor de Camila se vacía de contenido, de realidad, queda reducido a una pura apariencia a los ojos de Anselmo. Sicológicamente hablando, Lotario se ha convertido en una divinidad,fuente de sentido, para Anselmo; pero no una divinidad generosa, liberal, sino asociada profundamente con la envidia y los celos, porque confiere sentido y realidad a lo que su adorador desea, deseándolo ella también. Lotario es el ídolo y el rival, el obstáculo. Bien pudiera Anselmo, en estas circunstancias, sentir lo que sentía Cardenio: «inconvenientes […] que me acobardaban, sin saber cuáles eran, sino que me parecía que lo que yo desease jamás había de tener efecto» (I,

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27). Comparando El curioso impertinente con El eterno marido de Dostoyevski, ha dicho Girard lo siguiente: Es claro que bajo esta ferviente amistad [entre Anselmo y Lotario] está latente un agudo sentimiento de rivalidad. Pero tal rivalidad permanece en la sombra. En El eterno marido, es la otra faz del sentimiento «triangular» la que permanece oculta. Vemos claramente el odio del marido engañado, pero tenemos que adivinar poco a poco la veneración que este odio disimula2.

Si sustituimos El eterno marido de Dostoyevski por el Abel Sánchez de Unamuno, todavía podemos decir lo mismo. Cuando comparamos la novela de Unamuno con la historia intercalada de Cervantes lo que vemos son las dos caras opuestas de la envidia. El comportamiento de Anselmo revela lo que Joaquín Monegro (o Unamuno, por contraste con Dostoyevski) no admitiría nunca abiertamente en su relación con Abel, a saber, su abyecta sumisión, su adoración mal que le pese, el hecho de que no es capaz de sentir nada profundamente que no le llegue de rebote, que no sea, literalmente, un re-sentimiento a través de Abel; el hecho de que no tiene nada que no adquiera sentido por referencia al «otro», al odiado amigo. Y al revés, ese odio envidioso que vemos en Joaquín Monegro debe servirnos de indicación y aviso sobre la naturaleza de ese deseo inconfesable que Anselmo confiesa abiertamente que ha luchado desesperadamente por ocultárselo a sí mismo; confesión, dicho sea de paso, que lo honra, porque descubre en él una sinceridad básica. Pues nada nos dice Cervantes que nos impida creer que Anselmo no creyera sinceramente que amaba a su amigo como su amigo lo amaba a él. Por eso ahora está aterrorizado de sus propios sentimientos hacia su amigo y su mujer; está profundamente afectado, porque es capaz de sentir todavía la vergüenza de su propio deshonor. A juzgar por la forma en que Cervantes nos presenta la historia de los dos amigos, lo que le está ocurriendo a Anselmo debió cogerlo a este por sorpresa. Nadie pensaba que una relación tan vergonzosa, tan contraria al más mínimo sentido de la dignidad personal, pudiera generarse a partir de lo que todo el mundo, incluidos los dos amigos, veía como algo claro y ejemplar.Y naturalmente Anselmo intenta como puede revestirlo de razón, engañarse

2

Girard, 1963, p. 39.

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a sí mismo, porque, según nos dice, para lo que no se siente con fuerzas es para quitárselo de la mente. Pero, gracias a Cervantes, podemos ver qué es lo que le está pasando. Es Cervantes quien nos hace ver que Anselmo está tratando de engañarse a sí mismo. Esa es la enorme diferencia entre Cervantes y Unamuno. Cervantes nos dice la verdad sobre su personaje, ve las dos caras de la relación de este con su amigo. No así Unamuno, quien está tan interesado en esquivar la verdad como lo está su personaje, cosa que consigue (o intenta conseguir), como ya hemos visto, transformando algo inconfesable y vergonzoso en algo así como una esencia heroica, predestinada, un destino trágico según las exigencias de una pieza de alta literatura. Fue mientras leía el Cain de Lord Byron cuando descubrió Joaquín Monegro que su odio tenía que ser algo inmortal, que su alma era su odio: Un organismo corruptible no podía odiar como yo odiaba. Luzbel aspiraba a ser Dios, y yo, desde muy niño, ¿no aspiré a anular a los demás? ¿Y cómo podía ser yo tan desgraciado si no me había hecho tal el creador de la desgracia? (p. 107).

Joaquín Monegro y su odio envidioso de Abel están hechos, por así decir, de una pieza, coinciden el uno con el otro, se definen mutuamente. El Anselmo cervantino, por el contrario, no coincide enteramente con su deshonor, con su abyecta dependencia del rival. Por eso precisamente se angustia tanto y se recrimina a sí mismo.Vive en contradicción consigo mismo. Y eso mismo le permite al final reconocer que ha sido él su peor enemigo, que él mismo se ha procurado su propio deshonor, su propia destrucción. Podemos decir del deshonor de Anselmo lo que decíamos de la locura de don Quijote, que está loco pero no completa e irremediablemente loco, su yo no coincide enteramente con su locura. Por eso hay algo en don Quijote, como lo hay en casi todos los personajes cervantinos, que transciende los límites de la ficción literaria; no se agotan en lo que dicen o hacen en un momento determinado según las circunstancias de la acción. Esto no quiere decir que Cervantes sea incapaz de contemplar un derrumbamiento completo de la individualidad, una mente tan abrumada por su conflicto interno, que simplemente se desintegra. Todo lo contrario, precisamente porque Cervantes contempla un conflicto interno que es verdaderamente un conflicto, una contradicción

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viviente entre tendencias opuestas,existe siempre la posibilidad de que el conflicto se intensifique y termine en un colapso total. Esa es la posibilidad que Cervantes contempla en la locura furiosa de Cardenio, el suicidio de Grisóstomo, o el fin de Anselmo en El curioso impertinente, cuando, de cara a las desastrosas noticias de la traición de su amigo y la infidelidad de su mujer, «casi casi llegó a términos Anselmo, no solo de perder el juicio, sino de acabar la vida». Al final, «comenzó a cargar tanto la imaginación de su desventura, que claramente conoció que se le iba acabando la vida»; o sea, pierde la voluntad de vivir y se abandona a la muerte, dejando escrito que perdona la infidelidad, «pues yo fui el fabricador de mi deshonra». El personaje unamuniano, por el contrario, jamás vive semejante derrumbamiento, porque, aunque nos dice que su vida interior está sometida a terribles experiencias, que vive en un tumulto y perturbación constantes, resulta que eso es precisamente parte de su sustancia, que eso es lo que la mantiene viva, lo que le confiere una cierta inmortalidad, tal vez la inmortalidad de los condenados al infierno; solo que el infierno unamuniano no es el infierno de verdad, sino el de la «alta literatura». En el infierno de Cervantes hay enormes sufrimientos, pero no hay héroes de ninguna clase. Pero, insistamos, en tanto que en Cervantes el conflicto interno amenaza al individuo con la posibilidad de una desintegración total de la personalidad, esa desintegración no aparece nunca como ineludible; no hay nada esencial dentro de esa personalidad que esté abocado necesariamente a la desintegración. El individuo es una cosa y el terrible problema al que se enfrenta es otra. En el mundo novelesco de Cervantes hay toda clase de individuos con diferentes predisposiciones de la personalidad, o inclinaciones naturales (Anselmo, por ejemplo, «era algo más inclinado a los pasatiempos amorosos que el Lotario, al cual llevaban tras sí los de la caza»), pero ninguna de estas predisposiciones o inclinaciones son nunca suficientes para explicar la naturaleza del problema. Esta separación entre, por una parte, el individuo y sus circunstancias, y por otra, el problema mismo, no solo confiere al individuo cervantino su característica libertad, sino que hace posible al mismo tiempo una visión más clara del problema en sí; más clara que si la intención de Cervantes fuera la de presentar casos sicológicos específicos, interesantes por su singularidad. La extraordinaria inventiva de

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Cervantes no se dirige a la creación de múltiples casos sicológicos, cada uno diferente en algo fundamental de los otros. Cervantes es más bien un extraordinario y prolífico inventor de circunstancias individuales específicas que, sin embargo, son todas igualmente susceptibles de convertirse en caldo de cultivo para el desarrollo del problema fundamental con el que se enfrenta todo individuo humano. Como decíamos, en ese mundo cervantino nadie puede decir eso no me ocurriría a mí, porque no soy ese tipo de persona, o porque mis circunstancias son diferentes. El problema que amenaza al individuo cervantino y que tiene que ver con el meollo mismo de la individualidad es de carácter unive rs a l : la env i d i a , el deseo env i d i o s o, l a «mediación interna», o «transcendencia desviada», de que ha hablado Girard;la pérdida de todo punto de referencia externo, transcendente, en la relación entre el yo y el otro. «El bien y el mal… líneas concurrentes» Ahora bien, en la vivencia existencial del sujeto, esta pérdida de la transcendencia, el punto en el que una relación interpersonal sana da entrada a la envidia y se convierte en algo peligroso, puede ser muy difícil de detectar. Pues en su principio ambas cosas pueden ofrecer exactamente el mismo aspecto. Aquello que merece la sana admiración y el respeto puede ser exactamente lo mismo que hace nacer la envidia. Lo que hace saltar lo uno puede con la misma facilidad hacer saltar lo otro. Esta idea la encontramos repetidamente en Cervantes. Por ejemplo, en la historia de Cardenio, cuando nos dice que, aunque encontraba justificada la alabanza que hacía don Fernando de las virtudes de Luscinda: me pesaba —decía— de oír aquellas alabanzas de su boca […], no porque yo temiese revés alguno de la bondad y de la fe de Luscinda; pero, con todo eso, me hacía temer mi suerte lo mesmo que ella me aseguraba (I, 24).

Y, por supuesto, la encontramos también en El curioso impertinente: La honesta presencia de Camila, la gravedad de su rostro, la compos tura de su persona era tanta que ponía freno a la lengua de Lotario. Pero el provecho que las muchas virtudes de Camila hicieron poniendo silencio en la lengua de Lotario, redundó más en daño de los dos, porque si la lengua callaba, el pensamiento discurría y tenía lugar de contemplar, parte por

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parte, todos los extremos de bondad y de hermosura que Camila tenía (I, 33).

Es decir, lo mismo que imponía respeto y sana admiración aumentaba el peligro de excitar el deseo envidioso, egoísta. Lo mismo que le daba confianza a Cardenio, o sea, la bondad de Luscinda, le hacía temer el perderla. En principio, por tanto, no se trata de que el mirar sano y el envidioso vean cosas, cualidades, diferentes en el objeto. Ambos ven algo en sí mismo bueno. Es decir, el envidioso desea lo mismo que desea el no envidioso.Y es precisamente esa convergencia o coincidencia en el objeto la que establece una inquietante proximidad entre modos de ver radicalmente contrarios, un peligro constante de que lo bueno se malee, se contagie de lo malo; o, como leemos en el Persiles: Parece que el bien y el mal distan tan poco el uno del otro, que son como dos líneas concurrentes, que, aunque parten de apartados y diferentes principios, acaban en un punto (IV, 12).

Pudiéramos decir que la diferencia entre el deseo envidioso o egoísta y el no envidioso es que este se rige por la razón, sin salirse de los límites que esta le marca, en tanto que el otro, el envidioso, no reconoce regla o límite, y es, por tanto, un deseo que se acelera, que tiende a convertirse en obsesivo. Pero esta explicación, sin más, no aclara suficientemente una de las consecuencias inmediatas del desvío del deseo hacia la envidia y el egoísmo, que encontramos una y otra vez en Cervantes. Se trata de lo siguiente: tan pronto como el deseo egoísta hace presa en el personaje, este pierde inmediatamente la confianza en sí mismo, se siente radicalmente inseguro, amenazado, dispuesto en todo momento a creer en lo peor, presa fácil de los celos. Por ejemplo, tan pronto como el mutuo respeto y admiración que existe entre Lotario y Camila se convierte en deseo egoísta, «sin mirar a otra cosa que aquella a que su gusto [les] inclinaba», comienzan las sospechas y los celos. De hecho, todo el curso de su relación adúltera es una serie de episodios de celos y las consecuencias inmediatas que les acarrea a ambos. Cosa que no le puede coger de sorpresa a ningún lector atento de Cervantes o, en general, de la literatura del Siglo de Oro. Los celos es el gran tema de las innumerables intrigas amorosas de toda esa literatura. Los celos son la amenaza constante de toda relación humana. Cervantes simplemente sabía esto como pocos.

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Los celos pueden hacer presa y poner en peligro la integridad individual aun de los mejores, como es el caso de la ejemplarísima Auristela en el Persiles (ver I, 23). Este sentimiento de inseguridad, que se apodera del personaje tan pronto como el objeto de respeto y admiración se convierte en objeto de deseo envidioso, sugiere que la misma distancia que el respeto establece entre sujeto y objeto, admirador y admirado, es vivida inmediatamente por el sujeto como un obstáculo, una negativa, una forma de exclusión que sitúa al objeto admirado fuera del alcance del sujeto. Tan pronto como esto ocurre, la distancia entre sujeto y objeto no solo sirve para resaltar, poner de manifiesto, el valor del objeto, sino también, simultáneamente, para excluir al sujeto, para revelarle a este su carencia, su falta de mérito a la luz del admirado objeto. En ese momento desaparece toda objetividad racional, nada de valor existe en sí mismo; todo lo que vale existe, por así decir, ad hominem, como un dedo acusador que, apuntando hacia el sujeto, pone de manifiesto que este está excluido de ese valor; todo lo que vale, vale «en contra» del envidioso que lo contempla, y se le revela a este o como una acusación o como un desafío. Dentro de la dinámica interna de esta situación, la experiencia de la exclusión, simultánea e inseparable de la percepción del valor del objeto deseado, termina convirtiéndose en «prueba» fehaciente del valor de este. Cualquier objeto que, por cualquier razón, se le niegue al sujeto tenderá inmediatamente a convertirse en objeto de su deseo. Cuanto más inseguro, cuanto más excluido, se sienta el envidioso, tanto más convencido estará del valor de aquello que se le niega, tanto más intenso será su deseo; asimismo, tanto más hondamente, intolerablemente, sentirá su propia inadecuación, su carencia, convencido de que mientras más lo desee menos lo conseguirá, y así sucesivamente, en interminable círculo vicioso. Hay una relación inmediata y directa entre la negación, el obst á c u l o, y la intensidad del deseo. Lo vemos constantemente en Cervantes. Grisóstomo, por ejemplo, al parecer, amaba a Marcela dentro de límites razonables. Pero, tan pronto como ella decidió convertirse en una nueva versión de la virginal Diana para el resto de su vida, negándose a toda proposición amorosa, el desgraciado pseudopastor, se nos dice, «la dejaba de querer, y la adoraba». Lo mismo le ocurre a Cardenio con su amor por Luscinda. Tan pronto como el

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padre de esta le niega el acostumbrado acceso a la hija, se le dispara el deseo: «fue esta negación añadir llama a llama y deseo a deseo». Es más, en el caso de Cardenio vemos claramente cómo esta intensificación del deseo no está en absoluto reñida con una, al parecer, extraña y persistente parálisis de la voluntad. Cardenio, como veremos, es el epítome de la indecisión y la inseguridad. En esto, la lección cervantina va decididamente a contrapelo de la de Unamuno: la intensidad del deseo no es en absoluto garantía de autenticidad o de confianza en sí mismo; puede ser exactamente todo lo contrario. De ahí, probablemente, ese profundo sentido que tiene Cervantes del equilibrio y la moderación (que Unamuno interpreta equivocadamente como debilidad o mediocridad). Al fin y al cabo, el loco don Quijote es el ejemplo prototípico del deseo intenso, de un deseo que, como ya hemos dicho, idolatra a su objeto, lo convierte en un dios falso. En este sentido, puede decirse que la historia de El curioso impertinente revela que hasta los mejores sentimientos de sana amistad pueden perder los frenos e ir demasiado lejos, convirtiéndose exactamente en su opuesto. Esto es lo que le debió de ocurrir a Anselmo. Su amistad por Lotario llegó a convertirse en malsana dependencia, en esclavitud, en completo sometimiento de su deseo al deseo del amigo, siéndole imposible desear lo que este no deseara; límite este, a partir del cual, el amigo inevitablemente terminará convirtiéndose en rival. La historia de El curioso impertinente pudiera haberse llamado también la historia de los dos amigos que se convirtieron en rivales. La literatura de la época, tanto narrativa como dramática, está llena de semejantes historias. Cervantes es simplemente uno de los mejores analistas del tema, tal vez el mejor. Antecedentes de EL

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Existen precedentes de la estructura básica de relación interpersonal que nos presenta Cervantes en El curioso impertinente; precedentes que vienen desde la antigüedad clásica. Uno de los primeros conocidos es el que cuenta Herodoto sobre el rey Candaules y su favorito Gyges. También pudiéramos citar la historia de Cephalus y su esposa Procris, que cuenta Ovidio en el libro VII de sus Metamorphosis. No obstante, el precedente inmediato es la historia que cuenta Ariosto en el canto XLIII de su Orlando furioso; historia a la que se refiere de manera explícita Lotario, la de «aquel simple doctor que nuestro poe-

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ta [es decir, Ariosto] nos cuenta que hizo la prueba del vaso, que con mejor discurso, se excusó de hacerla el prudente Reinaldos». La historia del rey Candaules Creo que puede ser de interés observar cómo se aparta Cervantes de este material preexistente o lo moldea a su manera transformándolo en una historia digna de aparecer en compañía de don Quijote. He aquí, por ejemplo, resumida, la historia del rey Candaules, que cuenta Herodoto: Now it happened that this Candaules was in love with his own wife; and not only so, but thought her to be the fairest woman in the whole world […]. There was in his bodyguard a man he specially favoured, Gyges, the son of Dascylus. All affairs of greatest moment were entrusted by Candaules to this person, and to him he was wont to extol the surpassing beauty of his wife […]. At length, one day, Candaules, for he was fated to end ill, thus addressed his follower, «I see you do not credit what I tell you of my lady’s loveliness; but come now, since men’s ears are less credulous than their eyes, contrive some means whereby you may behold her naked». At this the other loudly exclaimed, saying, «What most unwise speech is this, master, which you have uttered? […] There is an old saying, “let each look on his own”. I hold your wife for the fairest of all womankind. Only, I beseech you,ask me not to do wickedly» (The Persian Wars, I, 8).

Candaules insiste, y el favorito, que no encuentra manera de salir del atolladero, acepta. El rey le dice que se esconda detrás de la puerta del dormitorio real, desde donde podrá ver a la reina desnuda cuando se desvista para acostarse, sin ser visto de esta. La reina, sin embargo, lo ve de reojo e inmediatamente se da cuenta de lo que ha pasado. Poco después, la reina, furiosa con su marido, pondrá a Gyges en la alternativa de, o bien matar al rey y casarse con ella, o ser condenado a muerte inmediatamente. Gyges volverá a esconderse en el mismo sitio desde donde vio a la reina y matará al rey mientras este duerme. La historia se desenvuelve en torno a dos centros de interés: la estrecha relación de Candaules con su amigo y favorito, por una parte, y, por otra, la relación de Candaules con su mujer «de la cual estaba enamorado»; situación similar a la de El curioso impertinente. Ni que decir tiene que el voyeurismo de Gyges, así como el de Candaules, mi-

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rando a Gyges mirar a su mujer, nos puede recordar la escena de Anselmo mirando a escondidas a Lotario cortejando a Camila. Pero es mucho más significativa la diferencia sobre el trasfondo de estas semejanzas. En la vieja historia, la relación con el favorito y la relación con la mujer son por completo independientes entre sí. El amor de Candaules por su mujer es una cosa y su amor por el favorito es otra. Nada tienen que ver entre sí. Lo cual deja sin explicación el deseo de Candaules de excitar lo que pudiéramos llamar «la curiosidad impertinente» del favorito; mejor dicho, la explicación que se nos da es puramente mítica: Candaules fuerza el voyeurismo de Gyges, «porque estaba destinado a terminar mal». Es decir, es el destino, los dioses, lo que hace que el predestinado Candaules conciba semejante idea, sienta semejante deseo. En la historia de Cervantes, por el contrario, las dos relaciones interpersonales se entrecruzan desde un principio: el amor de Anselmo por su mujer no es ni mucho menos independiente del que siente por su amigo. En vez de dos líneas paralelas, lo que tenemos es un triángulo, un mecanismo de feed-back. Según vaya la relación con el amigo, así irá la relación con la mujer, que, a su vez, impacta sobre la relación con el amigo, y así sucesivamente. La transcendencia mítica de la vieja historia —el destino, los dioses— desaparece y lo que nos queda es una atracción ligada a otra atracción, un deseo dependiente de otro deseo, o, en términos generales, un deseo generador de deseo. Superada la falsa transcendencia, el destino no es otra cosa que la enmarañada red en la que se atrapan unos a otros los deseos humanos. El Orlando furioso y la copa mágica La comparación con la historia de Ariosto, a la que Lotario se refiere, es aún más interesante y más compleja. He aquí un resumen de la misma: poco después de que Rinaldo se haya curado de su obsesivo amor por Angélica, bebiendo en una fuente mágica, se encuentra con un cortés caballero que le pregunta si está casado.Ante la respuesta afirmativa, el caballero le ofrece la hospitalidad de su palacio, un extraordinario lugar lleno de maravillas artísticas, donde ambos se van a sentar enseguida a una mesa bien proveída. Colocan entonces una copa mágica llena de vino frente a Rinaldo. El caballeroso anfitrión le explica a este que si quiere una prueba concluyente, segura, de la fidelidad de su mujer, todo lo que tiene que hacer es beber de esa copa.

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Si la mujer es fiel, no se derramará ni una gota. Si no lo es, ni una gota pasará de sus labios y todo el contenido se le derramará por el pecho. Rinaldo alarga la mano, pero se detiene, lo piensa mejor y decide no hacer la prueba. Or questo vin dinanzi mi sia tolto: sete non n’ho, né vo’ che me ne vegna; che tal certezza ha Dio più proibita, ch’al primo padre l’arbor de la vita (XLIII, 7).

El hospitalario caballero comienza a llorar. «¡Ojalá lo hubiese conocido hace diez años!» le dice a Rinaldo, y entonces le cuenta la historia de cómo perdió a su encantadora esposa. Era la hija de un sabio erudito, un mago que, en su vejez, «se compró una esposa» de la que tuvo a esa hija «en secreto». Él no quería que saliese a la madre, «que puso precio a su virginidad». Así es que la mantuvo apartada de todo el mundo y, «llamando en su ayuda a demonios constructores», hizo para ella el suntuoso palacio en el que ahora se encuentran. Educaron a la hija «castas dueñas de avanzada edad». Temía tanto el padre que la hija perdiera la inocencia, né che potesse altr’uom veder, né udire pur ragionarne in quella età, sostenne (XLIII, 15).

Cuando tuvo la edad, la dio en matrimonio al que consideró de más mérito, es decir, el caballero anfitrión. Durante cinco años vivieron en perfecta felicidad. La esposa era todo lo que se podía desear («Ella era bella e costumata tanto, / che più desiderar non si potea»). «Su mayor alegría y felicidad era estar cerca de mí dondequiera que yo fuera». Pero entonces surgió un problema. Melissa, una bella hechicera, experta en toda clase de encantos y conjuros, ardía en amores del joven marido, aunque sin hacer mella en este, «Todos sus encantos […] sus dádivas, sus promesas estaban condenadas al fracaso». Y la razón era «el saber que podía confiar en su mujer» («il conoscermi fida la mia moglie»). Tanta fe, tanta certeza tenía él en la fidelidad de su mujer, que podía haber despreciado cuanta belleza pudiera haber en la famosa Helena de Troya: La speme, la credenza, la certezza che de la fede di mia moglie avea, m’avria fatto sprezzar quanta belleza avesse mai la giovane ledea (XLIII, 23).

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La malévola Melissa comprendió que tenía que socavar esa confianza. Su propósito era servirse del aguijón de los celos para expulsar del corazón la confianza: «e con lo spron di gelosia malvagio / cacciar del cor la fé che v’era fissa». Comienza sembrando la duda: «No puedes decir que tu mujer te sea fiel, mientras no veas la prueba de su fidelidad […] apártate un poco, vete de casa y que todos oigan que te has ido y ella queda sola». Por fin se rinde el marido a las insinuaciones de la maga y decide poner a prueba la virtud de su mujer. La idea es, por tanto, que se marche de viaje y que todos lo sepan. Pero surge la duda: ¿cómo sabrá él cuando vuelva si le ha sido fiel o no? Es entonces cuando Melissa le habla de la copa mágica, fabricada por Morgana para el rey Arturo, con la cual descubrió este la infidelidad de la reina Ginebra. Antes de partir, hace una prueba con el resultado apetecido: su mujer, hasta ese momento, está limpia de mancha. De todas formas, a él le resulta muy difícil separarse de su mujer, no lo ha hecho nunca.Y es aquí donde la historia da un giro inesperado, dejando a un lado toda la cuestión de la copa mágica. Frente a esta última resistencia del marido, Melissa tiene una idea diabólicamente genial: en realidad no es necesario que él se marche de la ciudad; con su magia ella lo convence de algo mucho mejor y mucho más expeditivo. Resulta que en una ciudad cercana vive un joven rival del marido, del que no sabíamos nada hasta ahora, que intentó seducir a su mujer hacía algún tiempo sin conseguirlo, pero que todavía anda enamorado de ella. Con su ciencia malévola la maga Melissa va a darle al marido la apariencia exacta del rival, nadie será capaz de distinguirlos: Tanto Melissa allosingommi e mulse, Ch’a tor la forma di colui mi volse; e mi mutò (né so ben dirti come) di faccia, di parlar, d’occhi e di chiome (XLIII, 34).

Así pues, transformado en su rival, el marido comienza a cortejar a su mujer (que cree que el marido está de viaje), suplicándole, recordándole la constancia de su amor de antiguo, y desplegando delante de ella toda clase de tentadoras joyas. Al principio ella se turba, pero al final consiente si nadie se entera. En ese momento Melissa levanta el hechizo y el marido recobra su apariencia. Ambos se quedan mudos, atónitos, por un momento. Ella no puede hablar de vergüenza. Pero la vergüenza da paso a la ira por el engaño del marido. Ese

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mismo día la mujer se marcha de casa a vivir con el rival, el mismo en cuya forma la había engañado el marido, a quien deja dicho que jamás volverá a verlo. La historia tiene dos partes bien delimitadas, la primera trata del viejo mago, su tardío casamiento y la crianza que le da a su hija; la segunda es la historia de la relación entre esta y el imprudente caballero, su marido. El lector familiarizado con la narrativa de Cervantes podrá reconocer fácilmente en la primera parte un claro precedente, un antecesor, de El celoso extremeño: el viejo obsesionado con mantener a la joven inocente aislada de toda posible tentación erótica. No obstante hay algunas diferencias. Una en particular merece nuestra atención. Ariosto no nos habla de los celos del viejo mago; nos habla de su temor obsesivo de que la hija salga como la madre, con la cual se casó en secreto, dando a entender que sus temores anteceden al nacimiento de la hija. El viejo se sentía ya inseguro con la madre. En Cervantes este mismo tipo de comportamiento tiene un nombre: celos. Los celos son el tema explícito de El celoso extremeño. Quién sabe si pudo ser esa la razón de que el viejo padre de la joven terminara convirtiéndose en el viejo marido, suponiendo que Cervantes encontrara su inspiración en la historia de Ariosto. Si la inseguridad frente al otro, al rival, se llama celos, puede ser más apropiado, en términos de convencionalismo poético, literario, hablar de marido en vez de padre, cuando el objeto de la inseguridad y el temor es una mujer joven. EL

CELOSO EXTREMEÑO

y EL

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No es que Ariosto no viera con la misma claridad que Cervantes la íntima conexión entre la inseguridad y los celos. Como acabamos de ver, en la segunda parte de la historia, la diabólica Melissa socava la confianza del joven marido e introduce en él la inseguridad y el temor usando «el aguijón malvado de los celos». Lo cual quiere decir que las dos cosas van juntas. La inseguridad no es inseguridad en abstracto, en términos generales, sino inseguridad y miedo frente al otro, es decir, frente al deseo del otro, que es el rival, un rival cuyo prestigio brilla ante la mirada insegura, secretamente envidiosa, del amenazado marido. Y si esto es así en la historia poética de Ariosto, a la que se refiere Lotario, hemos de suponerlo igualmente en la historia misma de El curioso impertinente, aunque en ningún momento se nos

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hable de los celos del inseguro marido, Anselmo. Lo cual confirma lo que ya habíamos dicho al hablar del deseo de Anselmo como un deseo envidioso. La historia de Anselmo, Lotario y Camila pudiera haberse llamado también la historia del amigo celoso. Porque como el mismo Cervantes lo anticipaba ya en La Galatea (1585), «no son los celos señales de mucho amor, sino de mucha curiosidad impertinente». El problema de fondo que plantea Cervantes en El curioso es el mismo que el de El celoso extremeño. Los celos patológicos del viejo Carrizales y el inconfesable deseo y las dudas angustiosas de Anselmo son síntomas de un mismo problema, manifestaciones de un mismo mecanismo sicológico. Que el sujeto ofrezca el objeto de su deseo al admirado r ival, para retirarlo tan pronto como este extienda la mano, o que, por el contrario, construya un muro en torno al objeto, disparando así el deseo del rival (que es exactamente lo que ocurre en El celoso extremeño), importa poco por lo que respecta a la degradación patológica del sujeto frente al otro. El problema de fondo, repito, es el mismo. En último término se trata del problema de la libertad humana, o sea, del individuo humano, que es tanto como decir el problema de la individualidad. La certeza que buscan tanto Carrizales como Anselmo, al igual que el desgraciado caballero de Ariosto, no solo es imposible, sino además pecaminosa, diabólica, estrictamente prohibida por Dios: «che tal certezza ha Dio più proibita, / ch’al primo padre l’arbor de la vita»3. O como el arrepentido Car rizales explica al final: No se puede prevenir con diligencia humana el castigo que la voluntad divina quiere dar a los que en ella no ponen del todo en todo sus deseos y esperanzas.

Porque los que no ponen en «la voluntad divina […] sus deseos y esperanzas» inevitablemente quieren ponerlos en el rival, en el otro, en la relación de poder con el otro, buscando la seguridad y la certeza en la dominación de ese otro.Y esta dominación es totalmente ilusoria, porque no es sino el sujeto mismo quien sitúa al otro, al rival, en su endiosado pedestal. Es él, el angustiado e inseguro sujeto, el que desea y el que se excluye a sí mismo, todo a un tiempo, y el que se engaña a sí mismo culpando al otro.

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Ariosto, Orlando furioso, XLIII, 7.

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Y claro está que este tipo de certeza tampoco la pueden conseguir de Dios, por definición, porque Dios no es ni un obstáculo ni un rival. A Dios no se le encuentra en relaciones de poder y de rivalidad. Cuando «nuestro primer padre», convencido por el demonio, convirtió a Dios en un obstáculo, en una piedra de escándalo, lo único que de verdad hizo fue descubrir su propia vergüenza y ser expulsado de la presencia de Dios. Creo que este es el sentido de la prohibición divina a la que se refieren tanto Ariosto como Cervantes. Decir que Dios prohíbe el tipo de certeza que buscan sus personajes es decir que semejante certeza no puede provenir de Dios.Y si no viene de Dios, entonces es pura ilusión, un engaño del diablo. El contraste entre la voluntad de Dios y las maquinaciones del diablo está literalmente visible en al historia de Ariosto. Hay demonios y hechiceros por todas partes, y sobre todo, claro está, la bella Melissa, «experta en toda clase de encantos y hechizos», capaz de hacer «la noche clara y oscuro el día» (XLIII, 21), y la copa mágica. Pero a Cervantes, como es bien sabido, no le gustaba la magia, ni la necesitaba en absoluto para explorar las enmarañadas relaciones de sus personajes, por extrañas que estas pudieran parecer. No obstante, como dice Lotario, aunque toda esa trama de Ariosto no sea más que «ficción poética, tiene en sí encerrados secretos morales dignos de ser advertidos y entendidos e imitados». Lo importante, pues, es encontrar esos «secretos morales», normas que rigen el comportamiento de los personajes, por debajo de las falsas apariencias de la ficción poética. En la historia de Ariosto, el malhadado marido mantiene una actitud pasiva. Las dudas sobre su mujer le son insinuadas desde fuera, por obra de Melissa.Y aunque esas dudas se asocian explícitamente con los celos, y por tanto con la presencia de rivales, esos rivales no intervienen para nada en la historia. La posibilidad de la prueba es una posibilidad que depende por completo de poderes mágicos. Todo es obra de una magia guiada por los celos de una tercera persona, que actúa desde fuera de la relación amorosa entre los interesados. Todos los elementos esenciales de la historia cervantina están ya ahí, a saber, el marido, la mujer y el rival, pero son algo inerte, sin iniciativa propia en el desarrollo de la historia; se limitan a hacer el papel que la magia les ha asignado. Ahora bien, esta pasividad de los interesados en el desarrollo de su propia desgracia no quiere decir necesariamente que la lógica que guía

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los acontecimientos de la historia sea en sí misma arbitraria. Por detrás de la magia literal de la historia está la mano y el pensamiento de Ariosto, que no es probable que creyera en poderes mágicos más que creía Cer vantes.Ya hemos visto que la hechicera Melissa no solo usa la magia, sino que es una gran sicóloga. Ella sabe cómo hacerle dudar al marido y la estrecha relación que existe entre esa duda y los celos. Lo engañoso, la «ficción poética», no está en el proceso sicológico en sí, sino en la fuerza externa que lo origina y, por supuesto, en la solución que se ofrece, que es una mentira diabólica. Pero entre una cosa y la otra (ambas producto mítico de la magia, «ficciones poéticas») la «sabiduría» de Melissa —guiada por la intuición de Ariosto— no va ni mucho menos descaminada, sicológicamente hablando. Prueba de esta intuición sicológica certera es el cambio en el instrumental de la magia, el paso de la copa mágica probatoria, pero completamente impersonal, a la transformación mágica del marido en el rival. Lo cual significa que el inseguro y celoso marido no solo quiere «probar» a la mujer por medio de algún rival, cualquiera que sea, sino que quiere convertirse en espectador de «la prueba», ver al rival en acción, no a cualquier rival, sino a uno en particular, bien conocido tanto del marido como de la mujer. La copa mágica impersonal no satisface en absoluto la necesidad sicológica del celoso marido (su «curiosidad impertinente») de identificarse, de apoderarse de la identidad de su rival. No es el cariño a su mujer lo que lo retiene en la ciudad, sino los celos que siente del rival. Si queremos comprender qué «secreto moral» se oculta tras la «ficción poética» de la transformación mágica del marido en el rival, lo que tenemos que hacer es acudir al texto de Cervantes y observar la anhelante mirada de Anselmo mientras espía el cortejo seductor de Lotario con Camila. En esa mirada absorbente, «hidrópica», como diría el Segismundo de La vida es sueño, está todo el secreto de la magia transformadora de Melissa. Es decir, Cervantes no necesita en absoluto ni de Melissa ni de su magia. Todo lo que en la historia de Ariosto es atribuido a fuerzas mágicas, desde la urgente necesidad de probar la virtud de la esposa hasta la transformación del marido en el rival, puede sacarlo Cervantes de las sorprendentes, aunque perfectamente verosímiles, transformaciones del deseo humano, es decir, del entramado de deseos en reactivo con-

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tacto los unos con los otros. No hace falta ninguna maga malévola y celosa para poner en marcha el trágico proceso. En cierto sentido, pudiéramos decir que Cervantes comienza donde termina Ariosto, con la perfecta sincronía de «los dos amigos», cuyas voluntades «andaban tan a una […] que no había concertado reloj que así lo anduviese» (I, 33).Y sin embargo, ahí mismo, en esa perfecta sincronía está ya presente la semilla de la tragedia, es decir, de los celos y la envidia, indistinguible en el principio de su opuesto, el amor y la admiración y respeto mutuos. La comparación de El curioso impertinente con la historia de Ariosto nos enseña que puede haber tanta sincronía, tanto espejismo o especularidad mutua, y aún más tal vez,en relaciones de rivalidad y celos, como la puede haber en las de amor y respeto. Cervantes no es, en principio, pesimista. Como ya hemos dicho, no cree en la inevitabilidad de la tragedia, pero es profundamente consciente de su naturaleza insidiosa. Parece mostrar una marcada preferencia por situaciones en las que parece difícil predecirla, anticiparla, y en las que, sin embargo, termina produciéndose siguiendo un desarrollo perfectamente lógico, impulsada por decisiones que, tomadas cada una por separado, parecen completamente inocentes. LA GALATEA «propone algo y no concluye nada» La idea cervantina de los celos como algo que no es lo que aparenta ser, que vive emboscado y ataca a traición, o como una especie de parásito que se alimenta de aquello mismo que destruye, aparece ya en La Galatea, la misma obra en la que se los define también como «curiosidad impertinente». He aquí un pasaje que merece citarse con cierta extensión: ¡Oh celos, hipócritas y fementidos ladrones, pues, para que se haga cuenta de vosotros en el mundo, en viendo nacer alguna centella de amor en algún pecho, luego procuráis mezclaros con ella, volviéndoos de su color, y aun procuráis usurparle el mando y señorío que tiene! Y de aquí nace que, como os ven tan unidos con el amor, puesto que por vuestros efectos dais a conocer que no sois el verdadero amor, todavía procuráis que entienda el ignorante que sois sus hijos, siendo, como lo sois, nacidos de una baja sospecha,engendrados de un vil y desastrado temor, criados a los pechos de falsas imaginaciones, crecidos entre vilísimas envidias […] y a tanto se extiende la celosa furia que le señorea [al celoso] que a la persona que más quiere es a quien más mal desea.

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[…] Y también el ser celoso es señal de poca confianza del valor de sí mesmo; y que sea esto verdad nos lo muestra el discreto y firme enamorado, el cual, sin llegar a la escuridad de los celos, toca en las sombras del temor, pero no se entra tanto en ellas que le escurezcan el sol de su contento, ni dellas se aparta tanto que le descuiden de andar solícito y temeroso; que si este discreto temor faltase en el amante, yo le tendría por soberbio y demasiadamente confiado, porque como dice un común proverbio nuestro, quien bien ama, teme; teme, y aun es razón que tema el amante que, como la cosa que ama es en extremo buena, o a él le pareció serlo, no parezca lo mesmo a los ojos de quien la mirare, y por la mesma causa se engendre el amor en otro, que pueda y venga a turbar el suyo […] y hace tan contrarios efectos este temor del que los celos hacen en los pechos enamorados, que cría en ellos nuevos deseos de acrecentar más el amor, si pudiesen; de procurar con toda solicitud que los ojos de su amada no vean en ellos cosa que no sea digna de alabanza, mostrándose liberales, comedidos, galanes, limpios y bien criados; y tanto cuanto este virtuoso temor es digno que se alabe, tanto y más es digno que los celos se vituperen (I, pp. 228-31).

El análisis es interesante, no solo por sus observaciones sicológicas, sino por las preguntas que plantea; preguntas que no encuentran respuesta adecuada en La Galatea, libro que, en opinión del cura, en el escrutinio de la biblioteca de don Quijote, «propone algo, y no concluye nada». Una de las preguntas puede ser la siguiente: pese a la gran diferencia que ve el autor entre el temor razonable de cualquier amante digno de ser así llamado y, por otra parte, el temor patológico y destructivo del celoso, el texto mismo sugiere que se trata de una diferencia de grado; es la diferencia entre «sombras» y «oscuridad». El buen amante «toca en las sombras del temor, pero no se entra tanto en ellas que le escurezcan el sol de su contento». Es decir, no llega al corazón de la oscuridad, pero está claro que se pone en camino. Si esto es así, cabe preguntarse ¿qué ocurre a lo largo de ese camino?, ¿qué ocurre a medida que el «discreto temor», que prueba que el amante no peca de arrogancia, se intensifica acercándose a la oscuridad de los celos? La respuesta viene dada de manera indirecta, implícita, en el mismo texto. A medida que el sentimiento de inseguridad y el temor se intensifican, avanzando hacia la oscuridad de los celos, el deseo del amante tiende a convertirse en un «fementido ladrón», en un «hipócrita», un «usurpador». Es decir, el deseo del

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amante pierde su autenticidad, su sinceridad, deja de ser lo que dice que es y se dedica a robar el deseo de otros, haciéndolo pasar como si fuera suyo: «en viendo nacer alguna centella de amor en algún pecho, luego procuráis mezclaros con ella,volviéndoos de su color, y aun procuráis usurparle el mando y señorío que tiene» (I, p. 228). Demos un paso más en la pregunta: ¿dónde podrá el temeroso, aunque aún discreto, amante ver nacer esa «centella de amor» que, de adherirse a ella, lo empujará fatalmente hacia «la oscuridad de los celos»? ¿Dónde, repito, sino en aquello mismo que le causa «discreto temor», es decir, en el posible rival, en el deseo del posible rival? Lo que quiere decir que, a medida que el temor y el sentimiento de inseguridad se intensifican, el deseo del amante cambia de objeto, deja de ver y dirigirse derechamente, de manera directa, hacia el valor y la virtud del objeto amado, y es absorbido, a causa del temor, por el deseo del rival, por la causa de su inquietud, alimentándose, por tanto, «de un vil y desastrado temor», de «falsas imaginaciones» llenas de «vilísimas envidias». En otras palabras, a medida que el temor del deseo rival «que pueda venir a turbar el suyo», se intensifica, el deseo del amante deja de ser suyo y se adhiere, como un «ladrón» o un parásito, al del rival, al cual teme y por el que siente una «vilísima envidia». Al llegar a ese punto, en medio de la oscuridad de los celos, el deseo del amante ya no es suyo, es el deseo del rival, y el amante se ha convertido en un abyecto voyeur, un peeping Tom, como se dice en inglés, un «curioso impertinente». Pero si esto es así, si el amor, es decir, el deseo noble y sano, puede terminar transformado en su opuesto por sí solo, sin influencias externas, eso quiere decir que el peligro estaba ahí desde el principio. Se trata de un peligro inherente a la naturaleza misma del deseo humano, aun el más sano y noble. Esta es la conclusión de la que, al parecer, todavía no era por completo consciente el Cervantes de La Galatea, por lo menos no de la forma en que llegó a serlo el Cervantes de El curioso impertinente. Comprenderemos aún mejor esta diferencia entre el Cervantes de La Galatea y el de El curioso impertinente, o sea, el del Quijote, si examinamos otra versión de la tradicional historia de «los dos amigos», que aparece en La Galatea4. Es la historia de Timbrio y Silerio, dos

4 Ver Avalle Arce, 1961,pp. 197-207,para una comparación interesante entre esta versión y la de El curioso impertinente.

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jóvenes caballeros de «la antigua y famosa ciudad de Jerez» (I, p. 128). Su amistad era tal y tan bien conocida que, también a estos, se los conocía simplemente como «los dos amigos». Fue Silerio, que es quien narra la historia, el que hizo todo lo posible por hacerse amigo de Timbrio: Basta saber que, no sé si por la mucha bondad suya, o por la fuerza de las estrellas, que a ello me inclinaban, yo procuré, por todas las vías que pude, serle particular amigo, y fueme el cielo en esto tan favorable, que casi olvidándose a los que nos conocían el nombre de Timbrio y el de Silerio —que es el mío— solamente los dos amigos nos llamaban (I, p. 128).

Y así vivieron en perfecta armonía unos años. Entonces Timbrio tuvo una pendencia con un poderoso vecino y tuvo que abandonar la ciudad. Decide ir a Italia, donde se enfrentaría a su enemigo, si este lo buscaba. Silerio estaba enfermo en esos momentos y no pudo acompañarlo, pero lo siguió poco después. En Barcelona, camino de Italia, se encuentra con el amigo, a quien llevan a ejecutar por una acusación falsa. Arriesgando su vida, Silerio arremete contra los guardas y libra al amigo, aunque él cae prisionero. Consigue escapar y termina encontrando al amigo en Nápoles suspirando de amores por Nísida. Silerio decide inmediatamente ayudarle en estos amores: «acordé vestirme de truhán, y con una guitarra entrarme en casa de Nísida» (I, p. 141). Pero tan pronto como la ve, se enamora perdidamente de ella, de lo cual él mismo se maravilla: ¡Oh fuerza poderosa de amor, contra quien valen poco las poderosas nuestras! ¿Y es posible que en un punto, en un momento, los reparos y pertrechos de mi lealtad pusieses en términos de dar con todos ellos por tierra? (I, p. 143).

Timbrio se entera por casualidad de los sentimientos de su amigo y decide quitarse de en medio en beneficio del enamorado amigo. Es doloroso, pero perfectamente comprensible. ¿Quién puede ver a Nísida y no enamorarse inmediatamente de ella? «Silerio la vio —dice Timbrio— y si no quedara cual imagino que ha quedado, perdiera en gran parte conmigo la opinión que tiene de discreto» (I, pp. 157-58). No obstante, Silerio, que se ha enterado de la decisión de Timbrio, lo persuade de que se quede, fingiendo estar enamorado, no de Nísida, sino de Blanca, su hermana. En resumen, Silerio sacrifica su amor por

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Nísida, la cual, mientras tanto, ya se ha enamorado de Timbrio, gracias a los buenos oficios de su amigo. Y Silerio terminará casándose con Blanca, quien oportunamente se ha enamorado ya de él. El propósito de la historia es, por supuesto, mostrar un ejemplo de amistad perfecta, es decir, una amistad capaz de superar la más difícil de las pruebas. Pero ¿ha sido esta realmente la más difícil de las pruebas? En la narración que hace Silerio de esta prueba de la amistad, ¿se nos dice toda la verdad? El corpus literario de Cervantes está lleno de pruebas de amantes, pero en la narrativa posterior a La Galatea aparece con regularidad un componente crucial de todas estas pruebas, el de los celos. Esa es la prueba última. Solo cuando el amante ha sido tocado en lo más íntimo por el «aguijón malvado» de los celos (para usar la frase de Ariosto) podrá mostrar el verdadero temple de su deseo amoroso. Lo vemos en muchas de las Novelas ejemplares, en La gitanilla, por ejemplo, en El amante liberal, en La ilustre fregona, o en Las dos doncellas, y de manera aún más evidente y destacada en su última obra, el Persiles. Resulta, por tanto, sorprendente observar que los celos no aparecen para nada en esta historia de los dos amigos que nos cuenta Silerio. Como acabamos de ver, estos dos amigos se enamoran de la misma mujer simplemente porque la mujer es increíblemente bella y virtuosa. El amigo no estaría en sus cabales, como suele decirse, si, viéndola, no se enamorara de ella. O tal vez pueda uno pensar que los dos amigos están ya tan «sincronizados» en sus sentimientos y sus gustos que a los dos les gustan las mismas cosas, el mismo tipo de belleza femenina, por ejemplo. En cualquier caso, en ningún momento se nos sugiere que el deseo de uno por esta mujer en particular haya surg ido o esté influenciado por el deseo del otro. Pero ¿es creíble que un hombre como Silerio, que «procuró, por todas las vías que pudo» ser amigo de Timbrio; que no pudo soportar quedarse en la ciudad cuando se marchó su amigo; que arriesgó su vida por él; que, tan pronto como se entera de que el amigo está enamorado (sin atreverse a revelar su amor, «por el temor y reverencia» que le inspira la dama) se ofrece a mediar entre los dos?; ¿es creíble, repito, que el deseo que surge en él por la dama de su amigo no tenga nada que ver con el deseo de su amigo por la misma dama? De una cosa podemos estar seguros, el Cervantes del Quijote, el de El curioso impertinente, no lo cree así. Hubiera sido mucho más creíble que Silerio, por lo menos,

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hubiese expresado dudas similares a las que expresa Proteus, uno de los dos amigos de la comedia de Shakespeare The Two Gentlemen of Verona, cuando, recién llegado a Milán para unirse a su mejor amigo, Valentine, se encuentra en situación similar de enamorarse de la mujer de la que se acaba de enamorar su amigo, y a la que este ha estado poniendo por las nubes de alabanzas: Is it mine eye, or Valentine’s praise, Her true perfection, or my false transgression That make me, reasonless, to reason thus? (II, 6).

Sin hacerse nunca esta pregunta ineludible, obvia, sobre la génesis de su enamoramiento, la ejemplaridad del comportamiento de Silerio resulta bastante artificial. Porque se nos presenta como una lucha entre dos fuerzas completamente independientes: la amistad y lealtad al amigo, por un lado, y el deseo amoroso, por otro. Y en tal situación, el ejemplo requiere que ceda el menos egoísta de los dos sentimientos, es decir, hay que renunciar a la posesión amorosa en favor de la lealtad desinteresada. La cosa se complica mucho más, y la prueba resulta mucho más difícil, si se comprende que esos dos sentimientos o fuerzas no son ni mucho menos independientes entre sí, que el amor de Silerio por Nísida está íntimamente ligado a sus sentimientos de amistad por Timbrio. En realidad, Silerio no hace ahora otra cosa que lo que ha hecho siempre, seguir el deseo de su amigo. Es decir, lo que amenaza la relación entre los dos amigos no es una fuerza externa a la relación misma, sino que se origina dentro de ella, es un deterioro interno de esa relación, una transformación de la misma en envidia o celos, algo tendente a mantener la relación entre los dos amigos, pero de manera mórbida, enfermiza, como es el caso de Anselmo con Lotario. Esa es la gran diferencia entre lo que nos dice Cervantes en La Galatea y lo que nos dice en el Quijote. La crítica por lo general ha observado que, en comparación con los otros dos pilares de la novela pastoril española, La Diana de Jorge de Montemayor (1558 ó 1559) y su continuación en la Diana enamorada de Gaspar Gil Polo (1564), La Galatea de Cervantes parece más realista, menos convencional o estilizada. Esta percepción crítica me parece cor recta. Sin embargo, pese a este convencionalismo genérico de las dos Dianas, si buscamos un claro precedente del análisis que hace Cervantes del deseo humano en el Quijote, a donde hay que acudir es a las Dianas más bien que a La Galatea, en particular a la

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primera, la de Montemayor, la que en realidad crea el género novelístico pastoril (la Arcadia de Sannazaro no parece ser todavía una novela). Desde una perspectiva histórica, ningún estudio del penetrante análisis del deseo en Cervantes estará completo, sin ver primero lo que había hecho Montemayor una generación antes. Huelga decir que Cervantes había leído y admiraba las dos Dianas, como se nos dice en el escrutinio de la biblioteca de don Quijote. Digamos también que, en opinión de muchos5, la Diana de Montemayor es un claro precedente también, y fuente, del Sueño de una noche de verano de Shakespeare. Es importante, pues, que veamos algunas de las cosas que ocurrían entre esos pastores y pastoras.

5 Ver

«Diana in England», en Kennedy, 1968.

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CAPÍTULO IX EL PRECEDENTE PASTORIL [In] ogni libro, in ogni foglio, misero amante, infelice amante e si legge e si scrive. Senza fallo esso Amore niuno è che piacevole il chiami, niun dolce, niuno umano il nomò giamai: di crudele, d’acerbo, di fiero tutte le carte son piene. Leggete d’Amore quanto da mille se ne scrive: poco o niente altro in ciascun troverete che dolore (Bembo, Gli Asolani, p. 334). Lysander

Ay me! For aught that ever I could read, Could ever hear by tale or history, The course of true love never did run smooth (Shakespeare, Midsummer-Night’s Dream , I, 1).

Piénsese bien: el amor feliz no tiene historia literaria propia. Siempre que el amor ha sido eje argumental ha tenido un signo trágico, o bien se ha tratado de un amor contrariado1.

Consideraciones preliminares En el citado pasaje de Pietro Bembo, el personaje que habla, Perottino, está violentamente en contra del amor, porque sufre mucho por su causa. Otro de los personajes del diálogo le replica, diciendo que lo que él siente no es amor, porque el amor es racional y comedido. Si él amara de verdad, no sufriría por cosas que no han ocurrido, ni desearía y buscaría lo que no puede tener, «porque es la

1 Avalle Arce, en «Estudio preliminar» a la edición de Montero de La Diana de Montemayor, p. XIV.

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cosa más estúpida y fuera de toda moderación andar buscando y deseando aquello que no se puede tener, como si se pudiese»2. En el mundo estilizado de la novela pastoril todo el mundo parece sufrir del problema de Perottino; todo el mundo anda buscando lo que no puede tener.Y lo que es peor, si acaso consiguen lo que buscan, pronto le pierden el interés y se sienten atraídos de nuevo por lo que no pueden tener. En el interminable entrecruzamiento de relaciones amorosas que estructuran estas novelas, es cosa rara y fugaz ver a dos amantes que se quieran al mismo tiempo y con la misma intensidad. Lo que mantiene la acción de estas novelas es simplemente el hecho de que cuando A quiere a B, B no quiere a A normalmente porque quiere a C, que no le corresponde porque quiere a D, que no le corresponde porque quiere a…, y así sucesivamente y, en principio, interminablemente. Dado el hecho de que en el mundo de la ficción poética, «the course of true love never did run smooth»3, es decir, dado que «el amor feliz no tiene historia literaria propia», está claro que estos personajes se adaptan perfectamente al tipo.Todos sienten y actúan como si estuvieran inspirados por la lectura de toda esa historia interminable de historias de amor poéticamente desgraciadas. Es como si encarnaran el espíritu de esa desgracia poética que, repitiéndose de siglo en siglo, mantiene vivo el interés de la historia de amor, es decir, nuestro interés de ávidos lectores. Sus deseos son como un reflejo de nuestros propios deseos, en cuanto lectores de ficción literaria, o al revés. Es verdad lo que la crítica ha dicho siempre de estas novelas pastoriles y de sus estilizados personajes, a saber, que son artificiales, que siguen con cierta rigidez las convenciones literarias del género y que, por consiguiente, crean y viven en un mundo irreal. De hecho, esto es mucho más verdad de lo que la crítica ha podido imaginar, porque no se trata solo de una cuestión de forma. El carácter estilizado, poéticamente artificial, de estas novelas afecta a la esencia misma de su contenido narrativo: así son los deseos amorosos de todos esos personajes, que no solo viven en un mundo poéticamente artificial; es que lo lle-

2

La traducción es mía:comp. Bembo, Gli Asolani, p. 410: «Perciò che […] stoltissima cosa è e fuori d’ogni misura stemperata, quello che avere non si possa,pur come se egli aver si potesse, andare tuttavia desiderando e cerchando». 3 Shakespeare, Midsummer-Night’s Dream, I, 1.

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van también por dentro. El deseo amoroso de estos personajes es el deseo poético por excelencia, ese deseo del que dice Perottino que «senza fallo niuno è che piacevole il chiami, niun dolce, niuno umano il nomò giamai: di crudele, d’acerbo, di fiero tutte le carte son piene», o sea, el deseo de la típica, de la clásica historia de amor desgraciado, la que siempre ha tenido éxito, la que excita nuestro deseo, porque la otra no existe, «no tiene historia literaria propia», o sea, no le interesa a nadie. La diferencia entre esta nueva y pastoril versión de la típica historia de amor y casi todas las anteriores es que aquí el deseo amoroso en sí adquiere un protagonismo inusitado. El mundo exterior, la mítica Arcadia, no es más que el telón de fondo que pide ese deseo; el mundo exterior se plega, sumiso, al deseo. Lo cual quiere decir que las típicas causas externas de la típica frustración amorosa (oposición paterna, ausencias inesperadas, tempestades, guerras, etc.) quedan reducidas a lo mínimo, o simplemente desaparecen. Con lo cual la frustración amorosa ha de generarse dentro de la dinámica interna del deseo mismo. Los personajes le echan la culpa al «tiempo» o a las mudanzas de la «fortuna». Pero Montemayor sabe de sus personajes mucho más de lo que saben estos de sí mismos, y es capaz de jugar con ellos con fina ironía, porque, en realidad, la frustración en sí es perfectamente predecible, su desarrollo interno es siempre el mismo. En tanto que el autor se recrea, poniendo de relieve el carácter sistemático y predecible de lo que está ocurriendo, sus personajes (y una gran parte de la crítica) continúan hablando de la azarosa fortuna o las impredecibles circunstancias. Naturalmente, el auto-engaño del personaje, que siempre imagina que su caso es único y causado por circunstancias especiales, es fundamental para que el juego amoroso continúe. Veamos, pues, lo que este gran maestro de la novela pastoril es capaz de hacer. La historia amorosa que vamos a examinar es la primera que se nos ofrece en La Diana, y tal vez la más importante, dentro de la que sirve de marco a toda la novela, que es la relación frustrada entre Diana y Sireno, cosa que ya ha ocurrido al comenzar la narración. Se trata de la historia de Selvagia y sus frustrados amores con Alanio.

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La historia de Selvagia Selvagia aparece por primera vez en el lugar donde comienza la novela, donde Sireno y Silvano, ambos enamorados de la «mudable» Diana, están dando rienda suelta a sus penas. La pastora saluda a los dos pastores: —¿Qué hacéis, oh desamados pastores, en este verde y deleitoso prado? —No dices mal, hermosa Selvagia, en preguntar qué hacemos —dijo Silvano—. Hacemos tan poco para lo que debíamos hacer que jamás podemos concluir cosa que el amor nos haga desear. —No te espantes deso —dijo Selvagia— que cosas hay que antes que se acaben, acaban ellas a quien las desea (p. 39).

Apropiado preámbulo para lo que viene a continuación, y en realidad para toda la novela. Son palabras que resumen de manera emblemática el problema básico con el que se van a enfrentar todos esos «desamados» amantes, que son todos los que habitan esa deleitosa Arcadia. He aquí la historia que cuenta Selvagia: estando un día, con otras pastoras amigas, asistiendo a una celebración en el templo de Minerva, vieron entrar a otro grupo de desconocidas pastoras. Todas ellas traían el rostro cubierto con un velo blanco, cosa que les llamó la atención. Continúa Selvagia: Pues estando yo mirando la que junto a mí se había sentado vi que no quitaba los ojos de los míos y que, cuando yo la miraba, abajaba ella los suyos, fingiendo quererme ver sin que yo mirase en ello. Yo deseaba en extremo saber quién era […].Y todavía todas las veces que yo me descuidaba, la pastora no quitaba los ojos de mí, y tanto que mil veces estuve por hablalla, enamorada de unos hermosos ojos que solamente tenía descubiertos. Pues estando yo con toda la atención posible sacó la más hermosa y delicada mano que yo después acá he visto y, tomándome la mía, me la estuvo mirando un poco.Yo, que estaba más enamorada della de lo que podría decir, le dije: «Hermosa y graciosa pastora, no es sola esa mano la que está aparejada para serviros, mas también lo está el corazón y el pensamiento de cuya ella es». Ismenia, que así se llamaba […] me respondió muy bajo, que nadie lo oyese: «Graciosa pastora, soy yo tan vuestra que como tal me atreví a hacer lo que hice. Suplícoos que no os escandalicéis, porque en viendo vuestro hermoso rostro no tuve más poder en mí». […].Y después de esto los abrazos fueron tantos, los amores que la una a la otra nos decíamos, y de mi parte tan verdaderos, que ni

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teníamos cuenta con los cantares de las pastoras ni mirábamos las danzas de las ninfas ni otros regocijos que en el templo se hacían (pp. 45-46).

¿Qué es esto? ¿Acaso el principio de una relación lesbiana? Así lo parece. ¿Sentiría Selvagia lo mismo si, en esa situación, se tratara de un hombre? Pronto lo sabremos, porque Montemayor nos tiene reservada una sorpresa. Selvagia continúa presionando a la pastora de los hermosos ojos para que le revele el rostro y el nombre, «[pues] cómo podía yo vivir, queriéndola como la quería, si no supiese a quién quería o adónde había de saber nuevas de mis amores». La «cautelosa Ismenia» se resistía, pero, ante las quejas insistentes y las lágrimas de Selvagia, que ya no podía más, consiente en revelar su identidad y, apartándose las dos a un lado donde no había nadie, se quita el velo, mostrando «un rostro que, aunque el aspecto fuese un poco varonil, su hermosura era tan grande que me espantó», y además, para colmo de sorpresa, confiesa que, en realidad, es un hombre, no una mujer, y que se ha disfrazado de pastora para poderse quedar en el templo con todas las pastoras y las ninfas, porque la tradición prohíbe que los hombres se queden allí durante la noche. Selvagia, como es natural, queda sorprendida, y hasta nota, como acabamos de oír, un cierto aspecto varonil en las facciones. Pero está ya tan enamorada de esta bellísima persona, que no le importa gran cosa que la pastora se le haya convertido en pastor. Ella hubiese preferido que «él» se hubiera disfrazado por su causa, no simplemente por quedarse en el templo con todas. Pero, aparte de este pequeño reparo, Selvagia cuenta felizmente con seguir viendo a su «pastor» en adelante. Ahora bien, pronto nos vamos a enterar de que Ismenia, que no es en absoluto un hombre sino una bella mujer, se parece muchísimo, es casi un doble, de un primo suyo, Alanio, de quien está perdidamente enamorada, aunque al parecer no correspondida con la misma intensidad («el pastor la quería bien, mas no tanto como ella a él»). Ni que decir tiene que ella, como en broma, se lo cuenta todo a Alanio, a quien le pica inmediatamente la curiosidad por conocer a la bella Selvagia, que, naturalmente, cree que Alanio es su enamorado, y a quien promete amor eterno. Alanio es pronto seducido por el papel que está jugando y termina enamorándose de Selvagia. Con lo cual, Ismenia, que ve, como suele decirse, que le ha salido el tiro por la culata, pues ha perdido a su enamorado Alanio, le suplica a Selvagia

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que se apiade de ella y le devuelva a su amado; a lo que Selvagia se niega, pues iría en contra del «verdadero» amor que siente por el pastor con el que se ha encontrado sin esperarlo. «Es muy de celosos [querer] agradar más al competidor» Hagamos pausa un momento y reflexionemos sobre estos acontecimientos. ¿Cómo hemos de leer toda esa escena del templo entre las dos pastoras? ¿Era todo una broma de Ismenia sin más? ¿A qué viene esa clase de broma? ¿Cómo se le ha ocurrido? A juzgar por la forma en que se nos presenta, la broma no fue premeditada, pese a lo que, naturalmente, piensa la dolorida Selvagia, que ha perdido ya a su Alanio al tiempo de la narración. Todo indica que Ismenia no pensaba en ello cuando entró en el templo, cosa que Selvagia admite indirectamente al decirnos que ella hubiese preferido que el disfrazado «pastor» se hubiese puesto el disfraz, motivado desde el primer momento por ella. Ni hay la menor indicación de que ninguna de las amigas de Ismenia supiera nada al respecto. Esta falta de premeditación no es crucial, pero es de todas formas significativa, porque sugiere que la broma de Ismenia, el fingirse ser su novio frente a los ojos fascinados de la enamorada Selvagia, le es sugerida por el juego mismo del deseo en que las dos están metidas, a medida que se intensifica; pues hay un evidente crescendo en ese rebote mutuo del deseo de la una a la otra. Primero es el juego de miradas, como al escondite, cada una señuelo de la otra. Con cada intercambio furtivo de miradas, aumenta el deseo. Entonces la mano, que provoca ya una apasionada declaración de amor, seguida de abrazos, besos y promesas de fidelidad hasta la muerte. Es el momento en que Selvagia ya no se puede contener y rompe a llorar, implorándole a esa fascinante criatura que tiene al lado y de la que no ha visto más que los ojos y la mano, que se descubra, que le diga quién es.Y es justo en ese momento de suma intensidad de un deseo recíprocamente alimentado, cuando Ismenia se presenta ante la fascinada Selvagia en la forma, por así decir, de su novio, haciéndose pasar por este. Es decir, Ismenia presenta, ofrece, la imagen de su amado, el objeto de su deseo, como señuelo, como incitante, al deseo creciente de Selvagia, transformando a esta automáticamente en su rival. Fascinada por el deseo de Selvagia, Ismenia lo ha estado alimentando hasta convertirlo en algo incontenible, y en ese momento se echa a un lado y coloca en su lugar a su novio ante la

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atónita mirada de la nueva rival. En el momento álgido de su propia fascinación con el deseo de Selvagia, Ismenia lo ve, lo vive, como un deseo rival. Selvagia le resulta mucho más atractiva como rival que como amiga. Por supuesto que en el discurso narrativo del personaje, el triángulo Ismenia-Alanio-Selvagia, creado por la «broma» de Ismenia, es algo por completo inocente, resultado de una serie de acciones sin ninguna intención especial. Por ejemplo, puesto que Alanio estaba siempre en el corazón de Ismenia ¿qué cosa más natural que se le viniera ese nombre a la mente cuando su inocente broma de hacerse pasar por hombre la obligó a dar un nombre masculino? Es simplemente lo primero que se le ocurrió, sin pensar : [Cuando] yo a ella le pregunté su mismo nombre […] el primero que me supo nombrar fue Alanio, porque no hay cosa más cierta que en las cosas súpitas encontrarse la lengua con lo que está en el corazón.

Igualmente cuando le contó a Alanio lo que había pasado en el templo (con lo que completaba el triángulo), lo hizo inocentemente: Y por darle a él [contentamiento] en alguna cosa, sin mirar lo que hacía, le contó lo que conmigo había pasado, diciéndoselo muy particularmente […]; y también le dijo cómo yo quedaba, pensando que ella fuese hombre, muy presa de sus amores. Alanio, cuando aquello oyó, disimuló lo mejor que él pudo, diciendo que había sido grandísimo donaire, y sacándole todo lo que conmigo había pasado, que no faltó cosa, llegaron a su aldea (p. 49).

Está claro que Montemayor está jugando con esa pretendida inocencia de sus personajes,cuyo discurso no consigue ocultar en ningún momento el inconfesable juego en el que andan metidos. Al fin y al cabo, lo que Montemayor observa tras esa capa de inocencia no era cosa extraña en el contexto de la literatura del siglo XVI, aunque tal vez nadie lo usara con tanta destreza como él. A modo de referencia, podemos recordar una situación parecida con una de las poéticas pastoras de la Arcadia (1598) de Lope de Vega, a propósito de la cual se nos dice lo siguiente: «Es muy de celosos agradar más al competidor que los mismos ojos que se aman»4. Es decir, es de celosos el querer

4

En Obras escogidas, II, p. 1304.

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agradar más al rival que a la persona amada. Lo cual significa que, para el celoso, es más atractivo el deseo del rival que el deseo del amado. Aun antes de que Selvagia conozca al amado de Ismenia, esta la ve ya con ojos celosos. Su creciente atracción hacia el creciente deseo de Selvagia, en la escena del templo, está ya impregnada de celos. No es por azar que se le venga a la mente hacerse pasar por su amado. Son los celos que Selvagia despierta en ella los que la seducen y la mantienen adherida al deseo de la nueva rival. Ismenia va a cultivar esos celos, empujando al amado Alanio hacia la rival y viceversa. Sería difícil encontrar un precedente más claro del «curioso» Anselmo cervantino. Y por supuesto Ismenia consigue su objetivo, y tan pronto como lo consigue, lo detesta. Ahora hará todo lo posible por destruir la relación entre el «inconstante» Alanio y la «cruel» Selvagia, que ella misma ha instigado. Comienza con súplicas a Selvagia, que no hacen mella en esta, porque ya ha transferido al hermoso Alanio todo el amor que le había jurado a la igualmente hermosa Ismenia en el templo. Entonces piensa Ismenia que los celos serán un arma más potente que las súplicas (nadie sabe eso mejor que ella); de manera que ahora se va a dedicar a darle celos a Alanio con Montano, antiguo y rencoroso r ival de Alanio por los favores de Ismenia.Y, de nuevo, la co sa funciona. La pobre Selvagia ve cómo se le enfrían los ánimos a su Alanio, a medida que este vuelve otra vez sus ardores hacia Ismenia. Pero la situación se complica. Porque resulta que mientras que a Alanio se le renueva el interés por Ismenia, a esta el juego de los celos que se traía con Montano se le convierte en realidad y termina enamorándose perdidamente de este último. Con lo cual Montano, rival de Alanio, debería considerarse el hombre más feliz del mundo, puesto que su triunfo es ahora completo: por un lado ha conseguido el amor de Ismenia y, por otro, ve a su rival vencido y en actitud suplicante ante su amada, que lo rechaza. ¿Qué más puede desear? Pues bien, al parecer su mismo triunfo consigue apagarle el interés. Poco después de que la deseada Ismenia dejara de amar a Alanio para amarlo a él, el amor de Montano por ella se enfría, le parece demasiada adoración («los sobrados favores que Ismenia le hacía […] en algunos hombres de bajo espíritu causan fastidio», p. 53). Es más, a partir de ese momento comienza a enamorarse de Selvagia, que no solo no siente el menor interés por él, sino que, además, está perdidamente enamorada

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de su antiguo rival, Alanio, sin conseguir que este le haga caso. O sea, que a Montano no parece que le interese ninguna mujer que no esté enamorada de su rival. Se enamoró de Ismenia cuando estaba enamorada de Alanio, y se desenamoró cuando dejó de estarlo, y ahora se enamora de Selvagia, que sí lo está. Lo cual quiere decir que le interesa más el triunfo o el prestigio del rival que el suyo propio. Un rival suplicante, como es el caso ahora de Alanio con Ismenia, no tiene el menor interés. En resumen, Montano se olvida de la suplicante Ismenia, y suspi ra por Selvagia, que no le hace caso porque ella suspira por Alanio, que no le hace caso porque él suspira por Ismenia, que no le hace caso porque ella suspira por Montano. Perfecto círculo de amor frustrado: Ved qué extraño embuste de amor: si por ventura Ismenia iba al campo, Alanio tras ella; si Montano iba al ganado, Ismenia tras él; si yo andaba en el monte con mis ovejas, Montano tras mí; si yo sabía que Alanio estaba en el bosque […] allá me iba tras él. Era la más nueva cosa del mundo oír cómo decía Alanio sospirando: «¡Ay, Ismenia!»; y cómo Ismenia decía: «¡Ay, Montano!»; y cómo Montano decía: «¡Ay, Selvagia!»; y cómo la triste de Selvagia decía: «¡Ay, mi Alanio!» (pp. 53-54).

Un día coinciden todos en el bosque: Y cuando allí los cuatro discordantes amadores nos hallamos, no se puede decir lo que sentíamos, porque cada uno miraba a quien no quería que le mirase. Yo preguntaba al mi Alanio la causa de su olvido; él pedía misericordia a la cautelosa Ismenia; Ismenia quejábase de la tibieza de Montano; Montano de la crueldad de Selvagia (pp. 54-55).

Esta escena en el bosque es un claro precedente de la que compuso Shakespeare en A Midsummer Night’s Dream con sus «cuatro discordantes amadores» y todos sus equivocados apareamientos, agravados por la torpeza del travieso y pícaro Puck, bufón de Oberón, rey de las hadas, y su poción mágica, que es como juega Shakespeare con el deseo mimético de sus personajes, como ha demostrado ampliamente Girard. En Montemayor también se arreglarán las parejas al final por medio de la poción mágica de la sabia Felicia, versión caste llana de la reina de las hadas.

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«Amor loco… yo por vos y vos por otro» Es precisamente durante esta escena en el bosque, cuando uno de los pastores, Montano, el que ahora suspira por Selvagia, canta el siguiente villancico popular, que le viene, como suele decirse, como anillo al dedo a la ocasión: Amor loco, ¡ay, amor loco! Yo por vos y vos por otro […]. Ya que viéndoos no me veis Y morís porque no muero, Comed ora a mí que os quiero Con salsa del que queréis (pp. 58-59).

Pese a la «extraña agonía» en que todos estaban, no pudieron dejar de reírse de lo que decía Montano en el villancico, que quería que engañase yo el gusto de miralle con salsa de su competidor Alanio, como si en mi pensamiento cupiera dejarse engañar con apariencias de otra cosa.

La clarividencia de Montemayor es el reverso exacto de la ceguera de sus personajes: «que engañase yo el gusto de miralle con salsa de su competidor», o sea, que lo quiera yo a él, imaginándome que no es él, sino su rival (que es su rival porque es al que yo quiero). No saben los personajes con qué increíble exactitud describen la lógica de una situación ante la que permanecen ciegos. Porque, en efecto, Montano bien puede decir que su querer, su deseo, no está en él, sino en su rival. A Montano no hay forma de «comerlo», de seguirle el deseo, como no sea con salsa de su rival. Pero eso es precisamente lo que todos están haciendo. Montano «come» a Selvagia con «salsa» de su competidor Alanio, pues sin ella le resultaría insípida; Selvagia «come» a Alanio con «salsa» de su rival Ismenia; esta «come» a Montano con salsa de su rival Selvagia y Alanio «come» a Ismenia con «salsa» de su rival Montano. «Como si en mi pensamiento cupiera dejarse engañar con apariencias de otra cosa». De hecho, el objeto de ese deseo que los mueve a todos no es nunca lo que parece ser. La receta secreta del deseo de todos estos personajes es, pues, «salsa de rival». Sin ese rival que les quita aquello que desean, no lo desearían. Lo curioso del caso es que el rival no se lo quita, deseándolo él mismo, sino «no deseándolo», porque en este mundo pastoril el

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que triunfa no es el que desea más, sino el que desea menos; el más deseado es el que menos desea. Deseo, por tanto, que huye de sí mismo, que anhela su propia desaparición, ineludiblemente contradictorio, tanto más intenso cuanto menos esperanza tiene de ser satisfecho. Deseo que busca indirectamente su propia frustración, deseando solo aquello que le es negado. Es decir, solo desea su objeto si encuentra un obstáculo en su camino, un r ival explícito o implícito. Lo que de verdad le atrae al amante pastoril no es el amor del amado, sino el amor del amado según es atraído por un tercero, que queda así confirmado como triunfante rival, y así confirmado, confirma, a su vez, el valor, el carácter deseable, de ese amor que se le ha negado al amante. Solo atrae el amor revalidado por el triunfante rival, que triunfa precisamente porque lo rechaza, porque no muestra interés por él. Quiere todo esto decir que Montemayor contempla un deseo abstraído completamente de toda circunstancia y de todo tipo de características individuales, incluido el sexo, pues no importa en absoluto que el sujeto o el objeto de este deseo sea hombre o mujer. Girard lo ha llamado oportunamente «deseo metafísico». Un deseo que no ama nada verdaderamente real, perseguido angustiosamente por su propio vacío, por lo ausente. Esta Arcadia pastoril es el reino de la diosa Diana, la que se mantiene fuera del alcance de todos los amantes. La ausente Diana Creo que fue una intuición genial de Montemayor el mantener a la pastora Diana, personaje nominalmente central, la que da título al libro, ausente de la acción hasta casi el final de la obra. Ella es el ausente objeto del deseo. La razón literal que se nos da de su ausencia es la que pide la tradición del amor cortés, que excluye de su ámbito la relación matrimonial: Diana, obediente a los deseos paternos, se ha tenido que casar con un pastor, que también permanece ausente de la novela de Montemayor. A Sireno, antiguo y frustrado amante de Diana, la explicación no parece convencerle mucho. Él cree que Diana usa el matrimonio como excusa de su «inconstancia», es decir, del hecho de que, en realidad, se ha olvidado de él, de que su amor ya no le interesa, que es de lo que siempre se quejan estos pastores y pastoras. Como vamos a ver en un momento, el hecho de estar casada no cambia absolutamente nada con respecto a la dinámica interna del deseo que mueve a todos estos personajes, incluida la misma Diana.

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La ausente Diana, libre de deseo, es dueña absoluta de los deseos de sus adoradores. Pero ¿qué ocurrirá cuando por fin aparezca en escena y entre en relación con los demás pastores y pastoras? Esta aparición está perfectamente programada; ocurre a continuación de que su absoluto dominio se haya derrumbado por obra de la poción mágica de la sabia Felicia. En ese momento, cuando sus dos antiguos amadores vuelven a casa del palacio de Felicia, curados ya de su antiguo amor, he aquí que aparece por fin en persona la pastora Diana. Este es, por tanto, el momento de saber si la divina Diana es tan divina como parecía. Ni que decir tiene que la reacción de la pequeña diosa seguirá el mismo patrón que han seguido todos los demás. Al enterarse por boca de sus antiguos y ya curados amantes de lo que ha pasado en el palacio de Felicia, y lo contentos que están ambos de verse libres de la antigua esclavitud amorosa, siente Diana como si le traspasaran el corazón: Cada palabra destas para Diana era arrojalle una lanza, que Dios sabe si quisiera ella más ir oyendo quejas que creyendo libertades (p. 237).

Pero Montemayor es aún más preciso. No le duele a Diana por igual la libertad de los dos ex-amantes, Sireno y Silvano. Recordemos que ella —se nos dijo— había estado enamoradísima de Sireno, en tanto que no podía ver a Silvano. Uno pensaría que, dado su antiguo amor, le pesaría más a Diana ver a Sireno ahora desenamorado que no a Silvano. Pero ocurre justamente lo contrario, porque Sireno ha sido curado de todo deseo amoroso, es decir, ahora no ama a nadie, mientras que Silvano, gracias a Felicia, se ha enamorado de Selvagia (y ella de él, curada también de su antiguo amor por Alanio); y eso le afecta mucho más a Diana que el hecho de que Sireno no la ame más: Puesto caso que ella hubiese querido a Sireno más que a su vida, y a Silvano le hubiese aborrecido, más le pesaba del olvido de Silvano, por ser a causa de otra, de cuya vista estaba cada día gozando con gran contentamiento de sus amores, que del olvido de Sireno, a quien no movía ningún pensamiento nuevo (pp. 255-56).

La diferencia, una vez más, es la presencia del rival. Las palabras que acabamos de citar indican claramente que, de presentarse la oportunidad, a Diana le atraería mucho más la idea de seducir a Silvano,

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el antiguo aborrecido, que la de atraer de nuevo a su querido Sireno. Es la «salsa del rival» lo que hace a Silvano más atractivo ahora y, por tanto, más doloroso su olvido. ¿Y el marido? ¿Tiene algún papel, o es simplemente un accesorio del oportuno matrimonio que excusa la ausencia de Diana? Sabemos que su nombre es Delio, aunque nunca aparece en escena. Cabría suponer que se considere el hombre más feliz del mundo, puesto que tiene lo que todos desean. ¿Qué más puede desear el marido de la divina Diana? Pero no es así ni mucho menos. A juzgar por lo que le oímos a Diana cantando, el marido vive infeliz y angustiado. Resulta que el pobre diablo vive condenado a ver rivales por todas partes. Es algo así como la personificación de los celos. He aquí, en parte, la canción de Diana, las primeras palabras que le oímos al hacer su aparición en la novela: Celos me hacen la guerra sin ser en ellos culpada: con celos voy al ganado, con celos a la majada, y con celos me levanto contino a la madrugada; con celos como a su mesa y en su cama só acostada. Si le pido de qué ha celos no sabe responder nada. Jamás tiene el rostro alegre, siempre la cara inclinada, los ojos por los rincones, la habla triste y turbada. ¿Cómo vivirá la triste que se ve tan mal casada? (pp. 234-35).

La DIANA de Gil Polo En la excelente continuación a La Diana de Montemayor, la Diana enamorada de Gil Polo, el autor amplía esta breve caracterización del marido celoso. Ahí aparece ya claramente presentado como una feísima encarnación de todo lo que pueda considerarse como anti-pastoral, anti-idílico, anti-romántico. Al final morirá de una letal combinación de amor frustrado por una pastora que huye de él, y de celos de su rival Sireno, haciendo así oportunamente posible el casamiento

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de Diana y Sireno, previa mediación, por supuesto, de los buenos oficios y consejos de la sabia Felicia, ayudada una vez más de sus hierbas mágicas, con lo que termina la arcádica saga. El marido de Diana parece estar concebido como el chivo expiatorio de este mundo arcádico, sobre el que se acumula todo lo que este mundo quiere arrojar de sí. Cuando muere, es como si desapareciera de su horizonte una sombra inquietante y repulsiva. Pero tanto Montemayor como Gil Polo saben —y en esto consiste en gran parte su grandeza— que la enfermedad que consume a este ser de mirada torva, «cara inclinada» y «habla triste y turbada» es la enfermedad cuyo germen llevan todos por dentro y de la que ninguno quiere hablar. El rostro de Delio es el rostro de esa enfermedad oculta, inconfesable. Esa criatura miserable, perpetuamente frustrada, consumida de celos, «los ojos por los rincones» en busca de un eterno rival, está unido a la divinamente bella Diana, encarnación del deseo de todos, en un sentido, más que físico, simbólico. Es la otra cara, la cara oculta, de la radiante diosa. Gil Polo es mucho más explícito a este respecto. El texto de su Diana expresa una constante preocupación por lo que Delio representa; de ahí que este tenga una mayor participación en la novela. No podemos olvidar que es Gil Polo el que construye su novela sobre la base de una Diana que ha sido desbancada de su endiosado e inaccesible pedestal, siguiendo en esto la pauta que el mismo Montemayor marca al final de su obra. En Gil Polo vemos a la distante Diana suplicando por lo que antes desdeñaba; se han cambiado por completo los papeles entre adorador y adorado. Lo que todos adoraban era un ídolo falso. He aquí cómo comienza Gil Polo el último libro de la Diana enamorada, a continuación de que la sabia Felicia haya acordado a todos los «discordantes amadores» y arreglado sus respectivos matrimonios, incluido el principal, el de Diana con su antiguo amador, Sireno. El autor habla directamente al lector: Tan contentos estaban estos amantes en el dichoso estado, viéndose cada cual con la deseada compañía, que los trabajos del tiempo pasado tenían olvidados. Mas los que desde aparte miramos las penas que les cos tó su contentamiento, los peligros en que se vieron y los desatinos que hicieron y dijeron antes de llegar a él, es razón que vamos advertidos de no meternos en semejantes penas, aunque más cierto fuese tras ellas el descanso; cuanto más siendo tan incierto y dudoso, que por uno que tuvo

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tal ventura, se hallan mil cuyos largos y fatigosos trabajos con desesperada muerte fueron galardonados (p. 265).

No es exageración retórica el aviso del autor. La dinámica interna del deseo que mueve estas novelas y a sus personajes es un mecanismo de feed-back que, por sí mismo, solo puede acelerarse hasta terminar destruyéndose. Existencialmente hablando, un deseo que se alimenta y crece a través de su propia negación, a través del obstáculo que encuentra o crea en su camino, con la presencia real o imaginada del rival, solo puede conducir al derrumbe psíquico, a la insania o la muerte. La crítica ha hablado por extenso de la diferencia entre el «concepto» del amor de Montemayor y el de Gil Polo 5. Pero la única diferencia significativa entre los dos es la mayor preocupación de Gil Polo, tanto en el terreno moral como en el sicológico, por lo que en realidad se oculta tras la bucólica fachada. Montemayor parece más interesado (casi cabría decir, fascinado) por el carácter quasi matemáticamente predecible de la sicología de sus personajes activada por el deseo amoroso. Todos siguen rigurosamente la lógica interna de ese deseo, un deseo que, aunque está por completo a merced de otros deseos, tiene su propia lógica, no surge por azar, no es nunca algo anárquico, un impredecible vuelco de la fortuna. El personaje puede sentirse a veces en manos de un destino ciego, que no controla, y, en cierto sentido, así es, porque su deseo (deseo de algo), por intensa que sea la vivencia del mismo, no es nunca suyo. Lo cual no quiere decir, como advierte la Felicia de Gil Polo (p. 313), que exista ningún Cupido con los ojos vendados manipulando las cuerdas de personajes marionetas. Lo que existe es la pura inmanencia de un entramado intersubjetivo de deseos, en el que todos participan de buena gana y que nadie controla. Un entramado de deseos que, repito, no es algo anárquico, sino que tiene su propia lógica, que pudiéramos llamar la lógica del deseo obstaculizado, es decir, poseído, absorbido, por el obstáculo, o sea, escandalizado, petrificado, regido por la piedra, el skandalon, contra el que tropieza.Y esta lógica puede abstraerse de cualesquiera circunstancias por las que puedan atravesar los distintos personajes.

5 Ver

Solé-Leris, 1959, 1962 y 1980.

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La «psicología imaginaria» de Ortega y Gasset En sus Ideas sobre la novela habla Ortega y Gasset de lo que llama él «psicología imaginaria», es decir, regida por una evidencia a priori similar a la que rige en la evidencia matemática, por ejemplo, en geometría. He aquí sus palabras: [La] materia de la novela es, ante todo, psicología imaginaria […]. Se suele creer que lo psicológico obedece exclusivamente a leyes de hecho, como las de la física experimental, y que, por tanto, solo cabe observar y copiar las almas existentes en sus procesos reales. No cabría, pues, imaginar un mundo psíquico, inventar espíritus como se imaginan e inventan cuerpos geométricos. Y, sin embargo, el placer de leer novelas se funda en todo lo contrario. Cuando el novelista desarrolla un proceso psicológico no pretende que lo aceptemos como una serie de hechos […], sino que recurre a un poder de evidencia que hay en nosotros, muy parecido al que hace posible la matemática. […] [A] poco sensible que sea [el lector], el mecanismo psíquico de estas almas [de novela] le parece tan forzoso, tan evidente, como el funcionamiento de una demostración geométrica en que se habla de miriágonos jamás entrevistos. Existe, en efecto, una evidencia a priori en psicología como en matemática, y ella permite en ambos órdenes la construcción imaginaria6.

La capacidad de sugerencia de esta observación es extraordinaria. Pero surge la pregunta: ¿es «el placer de leer novelas» semejante al placer que produce una bien llevada demostración matemática? No creo que Ortega quisiera decir eso exactamente. Existe un peligro en el placer de leer novelas que no existe, o es mucho menor, en la demostración matemática. La novela nos puede seducir hasta el punto de engañarnos, en tanto que no parece que sea normal este tipo de seducción ante la «belleza» formal, estrictamente lógica, de una figura geométrica. Es decir, en «el placer de leer novelas» interviene el deseo de forma muy distinta a como pueda tal vez intervenir en el desarrollo lógico de la demostración matemática. La diferencia fundamental es la siguiente: en tanto que la demostración matemática es por completo independiente del placer que pueda causar al que la sigue, en el caso de la novela es todo lo contrario. 6

Ortega y Gasset, 1974, pp. 211-12.

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La novela no es ni mucho menos independiente del «placer de leer novelas». La novela responde de una forma u otra a ese placer y, por consiguiente, responde al deseo del que la lee. De una u otra forma la novela es, inevitablemente, una respuesta a ese deseo; que la respuesta sea halagadora o chocante no cambia en nada lo esencial, que es la vinculación de la novela al deseo. Lo cual quiere decir que, si bien la materia de la novela es, sobre todo, «psicología imaginaria», esa «psicología imaginaria» tiene, a su vez, como telón de fondo, como referencia constante, el deseo, y no un deseo cualquiera, sino precisamente el deseo que alimenta «el placer de leer novelas». La «psicología imaginaria» es la psicología del deseo mimético que mantiene vivo «el placer de leer novelas». El novelista mediocre no hace otra cosa que responder y, en cierto modo, dejarse seducir por ese deseo, que es el mismo que puede seducir también al lector. El gran novelista, el que sabe que su novela es ineludiblemente una respuesta a ese deseo, es grande porque no se deja seducir por él, sino que lo estudia a través de sus vicisitudes y consigue revelar su dinámica interna.Y aquí es donde entra en juego la lógica quasi matemática de esa «psicología imaginaria». Esta psicología bien puede ser la materia de la novela, como dice Ortega, pero su coherencia interna,su belleza geométrica, intuida a través de innumerables vicisitudes y concreciones de hecho que no parece que tengan que ver nada las unas con las otras, es la obra del gran novelista, del que no se ha dejado seducir por el deseo que, como novelista, se trae entre manos; obra del que es capaz de mirar a ese deseo con mirada quasi matemática, geométricamente. No todo el que escribe novelas sabe hacer «psicología imaginaria» con capacidad de ofrecer a quien la contemple una evidencia a priori similar a la que percibimos en las matemáticas. Es mi opinión que esto es precisamente lo que hace Montemayor y, en menor medida, Gil Polo. Es decir, uno de los bancos de prueba donde comenzó a forjarse la posibilidad de esa gran novela, la que no se deja seducir por el deseo que maneja, fue la novela pastoril española. Montemayor y Gil Polo fueron los primeros que, abstrayéndose de la circunstanciada realidad del entorno histórico (oportunidad que les brindaba el género de lo pastoril en general), fijaron su atención en el deseo que alimenta «el placer de leer novelas», creando unos personajes hechos de ese deseo, a su medida, y los estudiaron con un ri-

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gor hasta entonces sin precedentes. Fueron ellos los auténticos precursores del Quijote, los que descubrieron que la dinámica interna del deseo «de leer novelas» es la misma que conduce al personaje de la novela a la frustración perenne o a la locura. «El placer de leer novelas» mantiene viva una larga tradición poética de deseos perennemente frustrados. O sea, que se trata de un mismo deseo de larga tradición. Ahora bien, lo que hace a ese deseo predecible, matemáticamente desarrollable, es precisamente su íntima conexión con la frustración. Lo que el novelista descubre es que la relación entre ese deseo y la frustración no es una relación aleatoria, circunstancial, sino íntima, inherente al deseo mismo: dado dicho tipo de deseo, la frustración es matemáticamente predecible cualesquiera que sean las circunstancias. No es que el sujeto del deseo, el ávido consumidor de «novelas», de ficción poética, desee la frustración en cuanto tal, o sea, directamente. La frustración no es el objeto del deseo, es el resultado de desear «aquello que no se puede tener, como si se pudiese» («quello che avere non si possa, pur come se egli aver si potesse»7). «Como si se pudiese»: ¿de dónde le viene al sujeto esa esperanza ilusoria, esperanza que no se va a cumplir nunca?; que es lo mismo que preguntarse por el origen de ese deseo, por aquello que hace que algo se convierta en objeto de deseo, en cosa deseable. La respuesta de Montemayor no deja lugar a dudas. Como ya hemos visto, el origen del deseo, lo que convierte a algo o alguien en cosa deseable, es el rival que lo posee. No es el hecho de no poseer algo, de desear simplemente aquello que no se tiene, sino de desear «aquello que no se puede tener» porque lo tiene otro. Es el rival triunfante (o percibido como tal por el sujeto) el que dispara el deseo y lo frustra interminablemente, predeciblemente, matemáticamente. Claro está que es este carácter predecible de la frustración lo que el sujeto de dicho deseo no puede ver, en tanto mantenga su rivalidad con el otro triunfante. La rivalidad es la base y fundamento de la frustración perenne, la que convierte la «psicología imaginaria» en un espacio cerrado, de donde desaparece la libertad individual. Bella construcción imaginaria, quasi matemáticamente calculada; espacio infernal, desesperanza, para el que lo vive. El mundo arcádico, un mundo configurado por

7

Bembo, Gli Asolani, p. 410.

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el deseo mismo, hecho a su medida, no es el mundo de la libertad individual, como el deseo imagina y anhela, sino el mundo escandalizado, petrificado, de la predecible frustración, el mundo del obstáculo que se repite in aeternum, en una infernal monotonía. La presencia y la actuación de la sabia Felicia, especie de deus ex machina capaz de acordar entre sí, por arte de magia, a los «discordantes amadores», hay que situarla y entenderla dentro de ese contexto de la frustración inevitable del deseo mediatizado por el rival. La solución mágica no hace sino resaltar, poner de manifiesto, la dificultad de la solución, el predecible fracaso de una relación interpersonal que se alimenta de su propio desacuerdo. Abandonado a la lógica circular, cerrada, del deseo contradictorio que lo crea y mantiene, el desacuerdo no se acordará jamás. Algo externo a la relación misma y a la circularidad frustrante que la mantiene, ha de intervenir, si es que se busca una solución. Claro está, por otra parte, que, en el contexto cristiano en que se mueve Montemayor, la solución mágica puede ser una forma de decir que no hay solución, porque no es solución la que no transcienda, la que no vaya más allá del deseo creador de ficción, el deseo que crea la novela misma. Es decir, si la solución al deseo de estos personajes no tiene más realidad que la realidad novelística que le da el deseo, entonces no hay solución, seguimos en las mismas, como suele decirse. Dicho de otra forma, en un contexto cristiano, la solución mágica puede ocultar en realidad un tremendo pesimismo frente al tipo de «psicología imaginaria», pero posible, que desar rolla la novela. A Cervantes no le gustó nada esa solución, como sabemos por el escrutinio de la biblioteca de don Quijote. Él creía en la posibilidad cristiana de un último reducto de libertad individual capaz de sobrevivir a la lógica quasi matemática de la frustración, del deseo auto-destructor, como veremos más adelante. Ya Gil Polo había atenuado bastante el carácter mágico de los poderes de la sabia Felicia, poniendo especial énfasis en su gran capacidad de persuasión racional y su conocimiento del corazón humano. Es significativo que esta disminución del papel de la magia coincida con una preocupación explícita e insistente por la gravedad moral y sicológica de la situación en la que se encuentran, por voluntad propia, todos los personajes. El mensaje de la Felicia de Gil Polo puede resumirse en lo siguiente: «Cuidado con lo que hacéis, porque es

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muy fácil caer en la situación angustiosa en la que habéis caído y muy difícil salir de ella», como ya vimos en una cita anterior o podemos ver en la siguiente: No tengáis de hoy más atrevimiento de abalanzaros a semejantes trances, con esperanzas de ser remediados como ahora lo fuisteis, que no tenéis tanta razón de estar confiados por la salud que a vosotros se os dio, como temerosos por los desastres que a muchos enamorados acontecieron (p. 312).

Continúa Felicia mencionando algunos de esos «desastres», de los cuales espera que tomen ejemplo los nuevos amadores: Píramo y Tisbe, Medea, Myrra. Podía haber mencionado muchos otros «desastres», naturalmente, empezando por Helena de Troya, por ejemplo, o Hero y Leandro, Tristán e Isolda, etc. Lo cual quiere decir que para Felicia las historias amorosas de los pastores y pastoras que han acudido a ella forman parte de esa larga tradición de amor frustrado. Es importante subrayar esta inclusión de los amores pastoriles en la larga tradición de las historias de amor trágicas. Situadas en ese contexto, está claro que las nuevas historias de amor pastoril introducen una novedad sorprendente, a la que ya nos hemos referido: en tanto que en todas esas historias míticas el desastre es atribuido a causas externas, es decir, a las particulares circunstancias hostiles de un entorno físico, social o sagrado, tales circunstancias externas, aunque no desaparecen por completo, han perdido gran parte de su relevancia en el bucólico entorno pastoril de Montemayor y Gil Polo (con diferencias de grado entre los dos). El énfasis se desplaza del mundo externo a la interioridad del personaje dentro de la relación interpersonal. La frustración amorosa se va a gestar dentro de esa relación. En comparación con todas esas otras historias míticas de amor, uno no puede por menos de maravillarse de la facilidad con la que los nuevos amadores se fabrican su propia frustración, aun en ausencia de todos los obstáculos tradicionales. Con lo cual, las nuevas historias ponen de manifiesto que no hacía falta ninguno de esos obstáculos externos para crear una atractiva historia de amor: ni diosas celosas, ni mares tormentosos, ni padres tiránicos, ni filtros amorosos, etc., etc. Los «discordantes amadores» pueden arreglárselas ellos solos para angustiarse mutuamente; claro anticipo, por tanto, de lo que ocurrirá con los personajes cervantinos de El curioso impertinente que, como vimos, no necesitaron

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ninguno de los poderes mágicos que aparecen en el precedente del Orlando furioso, para conseguir un desastre similar. Pero la novela pastoril no es todavía el Quijote. Pues si bien Montemayor y Gil Polo son capaces de ver claramente el carácter puramente mítico y engañoso de todas esas causas externas de la tragedia amorosa, levantan por otra parte una construcción poética tan mítica y engañosa como la que acaban de derribar. Si la frustración de los nuevos amadores desciende en línea directa, es continuación, de lo mismo que conducía a los antiguos «desastres», y además no depende de circunstancias externas, sino que es obra de los mismos amadores, ¿cómo es que no se produce el desastre? La solución mágica que salva del desastre es tan mítica y tan engañosa como lo eran las viejas causas del mismo. La severa advertencia de la Felicia de Gil Polo a sus «discordantes amadores» es algo así como el anuncio de una nueva historia amorosa que no se ha escrito todavía, una nueva novela, en la cual la salvación completamente artificial de los personajes de las consecuencias de sus propios actos desaparecerá,y estos tendrán que sufrir esas consecuencias o evitar la tragedia, modificando su propia conducta. La severa advertencia de Felicia anuncia el final de la novela pastoril, una novela construida formalmente sobre la premisa de que los amantes desgraciados, constantemente quejosos, pueden, en principio, mantener el juego de sus amores indefinidamente, interminablemente, sin llegar nunca a una situación catastrófica que los destruya por completo. El carácter mágico de la solución no hacía sino poner en evidencia la necesidad de una solución verdadera y, por consiguiente, poner asimismo en evidencia lo irreal, lo inverosímil, de la premisa básica sobre la que estaba construida la novela. De vuelta al QUIJOTE Montemayor y Gil Polo crearon la novela pastoril y la llevaron a lo más que podía llegar, anunciando al mismo tiempo su final histórico, su agotamiento. ¿Cuánto podía durar la requerida paz de esa Arcadia bucólica cuando se podía ver germinar en su mismo cimiento, en la tradicional relación amorosa, la semilla de su propia destrucción? Lo que hicieron Montemayor y Gil Polo fue prepararle el terreno a Cervantes. No tanto al Cervantes de La Galatea cuanto al del Quijote. Porque en lo que se refiere al análisis del deseo frustrado dentro de la relación amorosa, la que mantenía vivo «el placer de leer

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novelas», creo que Montemayor y Gil Polo llegaron más lejos, o más hondo, que llegó Cervantes en La Galatea. Ninguno, sin embargo, llegó a donde llegó el Quijote. En el próximo capítulo estudiaremos las historias de amor intercaladas en el Quijote de 1605. Pero pensemos aquí por un momento en esas pequeñas Arcadias manchegas que surgen de pronto en la ruta de don Quijote y a las que ya nos hemos referido en un capítulo anterior: la que se forma en torno a Marcela y la que tiene por objeto a Leandra. En los dos casos la referencia a la Arcadia pastoril es perfectamente explícita. No hay duda de que Cervantes está imitando ese mundo pastoril que vemos en Montemayor y en Gil Polo. Pero esa imitación es ya en sí misma una interpretación. Cervantes está leyendo ya ese mundo a su manera. La diferencia más clara es la siguiente: en lugar de un sinnúmero de parejas amorosas, cada una con su desacordada relación y sus propias quejas, todo queda reducido a una sola relación con un punto fijo, la inaccesible pastora, el inaccesible objeto del deseo. Y es esta relación única entre el adorador y el objeto inaccesible la que se extiende por doquier, como «la pestilencia», por contagio, es decir, por imitación de unos en otros. Todos desean exactamente lo mismo, aunque cada uno se queje a su manera de no conseguirlo. No hay una multitud de deseos, no hay más que un deseo que se extiende contagiosamente, impulsado de una extraordinaria capacidad mimética. Los amores frustrados de Grisóstomo y los del Anselmo de la segunda Arcadia tienen un inmediato y extenso éxito de audiencia, como se diría en el lenguaje mediático de hoy. Ahora bien, este deseo que se extiende, repitiéndose una y otra vez, declarando a los cuatro vientos su esencia mimética, su naturaleza contagiosa, viene ya anticipado en el desarrollo repetitivo de la relación amorosa, que hemos observado en las distintas parejas pastoriles de Montemayor, y el entrelazamiento circular entre ellas: A quiere a B, que quiere a C, que quiere a D, que quiere a A. Sería poco menos que absurdo hablar aquí de los distintos deseos de los distintos personajes. De hecho, no hay más que un deseo, en el que todos están atrapados y que se mantiene transeúnte, circularmente vivo, porque cada uno de ellos le sirve de obstáculo.

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El análisis quasi matemático que hace Montemayor de la relación amorosa en su cuatro «discordantes amadores» es el precursor inmediato, el heraldo, de la «pestilencia» amorosa, del contagio, que se apodera de las arcadias quijotescas.

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El desafío de la aventura Volvamos de nuevo a don Quijote en su camino. Ha salido en busca de aventuras. Una aventura es un desafío, un obstáculo que se le pone delante, retándolo. Don Quijote camina en busca de obstáculos retadores, desafiantes. En alguna ocasión hasta se impacienta porque no le salen al paso con la prontitud que él desearía: Casi todo aquel día caminó sin acontecerle cosa que de contar fuese, de lo cual se desesperaba, porque quisiera topar luego luego con quien hacer experiencia del valor de su fuerte brazo (I, 2).

Como bien sabemos, la mayor parte de estos encuentros con la aventura terminan en aparatoso fracaso. Pero eso no nos sorprende tanto como el hecho de que, pese a todos los fracasos, don Quijote permanece impertérrito en su búsqueda. En la Primera Parte en particular, los fracasos se encadenan a veces unos con otros con una regularidad y frecuencia tan hilarante como cruel. Ni siquiera Avellaneda trató así a su espurio don Quijote. Pero si lo que intenta Cervantes en esos momentos es darle una dura lección a su loco para que aprenda y para diversión nuestra, lo que resulta obvio a medida que se suceden los fracasos y las zurras es que el loco no aprende la lección. Al contrario, con cada nuevo1 vapuleo parece aferrarse aún más a su

1 Luis Rosales quiso hacer de don Quijote una especie de modelo cristiano, olvidándose un tanto de su locura. He aquí lo que nos dice sobre los fracasos de don

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locura, tratando obstinadamente de encontrar una forma de encajar el fracaso dentro del mundo de la caballería andante; pues eso es lo verdaderamente importante, no quedar excluido de ese mundo. Está claro que no es como el loco de Córdoba, del que habla Cervantes en el prólogo a la Segunda Parte, que sí que aprendió la lección, después de la paliza que le dio el airado bonetero. Ese loco no se olvidó de las consecuencias de lo que había estado haciendo. Don Quijote, por el contrario, parece tener una extraordinaria capacidad para olvidar o pasar por alto aun sus más aparatosas derrotas. Claro que, por lo que sabemos, el loco de Córdoba no andaba buscando desafiantes aventuras, no trataba de ser un héroe. A su manera, a lo loco, el de Córdoba aprendió algo en cabeza propia. Pero cuando uno está tratando porfiadamente de ser un héroe, cuando uno tiene que ser un héroe, porque la idea de no serlo, es decir, de quedar excluido del mundo de los héroes, es algo tan intolerable, tan humillante que uno se vuelve loco de solo pensarlo, entonces el fracaso, habitado, como lo está el de don Quijote, por el fantasma terrorífico de la expulsión, resulta inadmisible. Dicho de otra forma, no es la derrota sin más lo que angustia a don Quijote, sino la derrota por el peligro ineludible que conlleva de ser excluido de la presencia luminosa de Amadís. Porque el caballero don Quijote no se ve a sí mismo a través de Dios, como quería Unamuno, sino a través del invencible, del heroico, Amadís, y ese ídolo no perdona el fracaso. La derrota solo hace más urgente, enloquecedoramente urgente, la necesidad de don Quijote de probarse a sí mismo ante su modelo. En ningún momento es la necesidad de ser como Amadís más angustiosamente urgente que cuando al pobre hombre le han molido los huesos en humillante paliza. Por eso también, cuando triunfa, don Quijote se siente en la cumbre de la gloria. La importancia que tiene para él el

Quijote: «Don Quijote fracasa en todas sus empresas, y el fracaso […] es inherente al quijotismo. Vivir es fracasar. Todo lo humano se verifica en el fracaso. La historia de don Quijote nos enseña —golpes, violencias, burlas, humillaciones— que el fracaso es inherente al destino del hombre, pero que el heroísmo se demuestra en la manera de aceptar su lección […]. Desde el punto de vista de la moral cristiana, sus continuas der rotas implican el perfeccionamiento de su virtud» (1996, II, p. 365). El crítico se olvida de que todos esos fracasos aventureros se los busca el mismo don Quijote. No se comprende en qué pueda consistir el perfeccionamiento cristiano de este al negarse a aprender de su propia experiencia.

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triunfo, da la medida exacta de lo intolerable que le resulta el fracaso. Oigamos, por ejemplo, su reacción después de haber triunfado contra el mal defendido y peor aconsejado vizcaíno: Pero dime por tu vida [Sancho]: ¿has visto más valeroso caballero que yo en todo lo descubierto de la tierra? ¿Has leído en historias otro que tenga ni haya tenido más brío en acometer, más aliento en el perseverar, más destreza en el herir, ni más maña en el derribar? (I, 10).

Lo cual quiere decir que en la derrota, lógicamente, don Quijote debe sentirse como el ínfimo, el último caballero «en todo lo descubierto de la tierra», lo peor que se haya «leído jamás en historias», o sea, algo indigno de convivir con los héroes. La victoria, por pequeña que sea, conjura de momento un peligro mucho más terrible que el poder del adversario de turno, el peligro de sentirse excluido, el peligro de no ser un auténtico caballero andante. En consecuencia, una de las señales más claras de mejoría mental se dará en la Segunda Parte, cuando veamos que, en alguna ocasión, don Quijote es capaz de dejar a un lado el obstáculo, de renunciar al desafío de una aventura, como es el caso del encuentro con los comediantes del auto Las cortes de la muerte: Pues esa es tu determinación [la de no tomar venganza] —replicó don Quijote—, Sancho bueno, Sancho discreto, Sancho cristiano y Sancho sincero, dejemos estas fantasmas y volvamos a buscar mejores y más calificadas aventuras (II, 11).

O en la del barco encantado, al final de la cual admite juiciosamente que «Para otro caballero debe de estar guardada y reservada esta aventura» (II, 39). Estas excepciones juiciosas nos ayudan a comprender mejor la regla. La regla, lo típico de la locura de don Quijote es que este sea incapaz de resistir al desafío de la aventura.Y sabemos también que él no piensa que estos encuentros sean puro accidente, sino que llevan, por así decir, su nombre, están reservados para él, como los leones. Sería vergonzoso y cobarde desoír la llamada, el reto, como le aconsejaba don Diego de Miranda. Hay siempre una intención ad hominem, retadora, rival, detrás de la aventura, un arrojar el guante, que el loco don Quijote inevitablemente recoge, porque esa es la única manera de probarse a sí mismo y de competir con el divino Amadís. Usando la expresión que estudiamos en el capítulo anterior, podemos decir que

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don Quijote «come» sus aventuras con «salsa de rival»; sin esa «salsa» la aventura perdería por completo su sabor, no sería en realidad una aventura. El inherente fracaso Ahora bien, eso supone que, por debajo del circunstanciado fracaso o triunfo de don Quijote en cualquiera de sus aventuras, el hidalgo se encuentra encadenado a un fracaso más profundo y permanente, frente al cual el éxito ocasional será siempre momentáneo y sin consecuencias duraderas. Ningún éxito será capaz de probarle de una vez por todas que es digno de estar en la compañía de Amadís. Con cada nuevo desafío que se presente en su camino esa dignidad quedará en suspenso, y tan radical y angustiosamente necesitada de prueba como la primera vez. Aun el triunfo último sobre el último y definitivo r ival, el mismo Amadís, se convertiría en una profunda decepción; porque, como ya hemos indicado, un Amadís vencido privaría, ipso facto, a don Quijote de la razón última de su deseo caballeresco. Un Amadís vencido es una terrible desilusión; y el desilusionado caballero tendría inmediatamente que buscar una nueva encarnación del invencible y luminoso héroe. Es decir,Amadís, el modelo, tiene que permanecer invencido para sostener y dar sentido al deseo desafiante, émulo de aventura, de don Quijote. El precio que hay que pagar para mantener en su pedestal al ídolo dador de sentido es la insuficiencia última de todas y cada una de las aventuras. La duda volverá una y otra vez. Por debajo de todos los posibles triunfos sigue siempre amenazando el último fracaso, el intolerable y enloquecedor sentimiento de insuficiencia, de inferioridad. En tanto que don Quijote permanezca atrapado en su locura, su deseo caballeresco, literario, se verá siempre perseguido por el fantasma de la frustración. En realidad, la locura del don Quijote cervantino no es sino la expresión literaria de ese estar atrapado en un deseo autodestructor, fabricador de su propio fracaso. El Quijote de Cervantes no fracasa en último término por razones de circunstancia (porque es demasiado viejo, o demasiado débil, tiene mala suerte, no calcula bien los riesgos, tiene alucinaciones, etc.), sino porque se ha metido existencialmente en un fracaso perenne, ha emprendido una carrera en la que ningún éxito será nunca equiparable al éxito de Amadís, que es en definitiva el único éxito

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convincente, «auténtico», «verdadero».Todos los demás no son más que intentos que siempre se quedarán cortos2. El esnobismo de don Quijote Si don Quijote no estuviera tan loco, si su insuficiencia frente al otro triunfante no le resultara tan angustiosa, si la luz que circunda al otro radiante no le ocultara tan completamente la realidad, don Quijote parecería simplemente un esnob. De hecho, así es precisamente como se nos aparece por unos momentos, cuando de pronto, sin pensarlo él, ve surgir en torno suyo todo el esplendor del mundo de la caballería andante en el castillo o palacio de los duques, cosa que lo coge desprevenido, porque él ha imaginado ese mundo muchas veces vivamente, pero no puede recordar haberlo visto nunca. Tal es el 2A

este fracaso existencial, interno, que aísla al individuo de su entorno y le impide aprender de su propia experiencia, se corresponde otro tipo de fracaso, que más bien pudiera llamarse esterilidad, la esterilidad de la acción inspirada por el ficticio modelo caballeresco. Aun cuando don Quijote triunfe circunstancialmente, su triunfo permanece estéril, no resuelve nada y deja las cosas peor que estaban. En la Primera Parte el caso más claro es el de Andrés, el mozo a quien don Quijote salva de los azotes de su amo, Juan Haldudo, y que termina maldiciendo a don Quijote y pidiéndole que no se le ocurra ayudarle otra vez, «aunque vea que me hacen pedazos». Pero el caso más terrible es el del lacayo Tosilos, doña Rodríguez y su hija, en la Segunda Parte; porque ahí Cervantes nos deja, no sabemos si deliberadamente, con la impresión de que la intervención de don Quijote había servido para algo. Suponíamos que Tosilos se casaría con la joven de la que se había enamorado, y doña Rodríguez y su hija tendrían su problema resuelto. Es uno de los momentos más amargos y contundentes de toda la novela cuando, de manera totalmente inesperada e innecesaria para el desarrollo de la acción, nos enteramos mucho después de que lo único que se había conseguido era enojar al duque y que todo terminara mucho peor que estaba. Había quedado una pequeña esperanza en el aire, pero Cervantes se muestra deliberadamente implacable. Don Quijote vuelve vencido a casa sin que su locura haya resultado en beneficio de nada ni de nadie, ni un solo «entuerto» enderezado, ni una sola injusticia eliminada, ni una sola viuda, ni un solo huérfano amparados. La esterilidad de la locura de don Quijote es total.Y esta convicción cervantina se nos va revelando en la misma medida en que se nos revela también la profunda compasión de Cervantes por su personaje. No es por crueldad ni mucho menos por lo que Cervantes nos va a echar por tierra la única esperanza que quedaba de que el loco don Quijote hubiese hecho algo bueno a través de su locura. Esa revelación es como una purga, un revulsivo, destinado a limpiar a don Quijote (y a sus lectores) de cualquier añoranza caballeresca, ahora que se acerca el momento de la curación y de la muerte.

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impacto y la sorpresa, que por un breve espacio de tiempo la realidad que tiene delante de los ojos oscurece o sustituye a la radiante figura del imaginado Amadís. Es como si esta, la fuerza deseante de la imaginación, retrocediera un poco ante una realidad física más inmediata y que exige inmediata respuesta. Por unos momentos la locura se debilita y lo que siente don Quijote se acerca a lo que pudiéramos sentir cualquiera de nosotros. He aquí, pues, lo que siente y piensa don Quijote a través de esa locura debilitada, disminuida: Y aquel fue el primer día que de todo en todo conoció y creyó ser caballero andante verdadero, y no fantástico, viéndose tratar del mesmo modo que él había leído se trataban los tales caballeros en los pasados siglos (II, 31).

Es otra señal esperanzadora de la posibilidad de curación. Al fin y al cabo es preferible ser un esnob a estar loco. Pero ¿qué quieren decir las palabras que acabamos de citar? ¿Es que hasta ahora lo ha estado fingiendo todo? ¿Es que no creía «ser caballero andante verdadero»? Sí, lo creía, pero en lucha desesperada con la duda. Esas palabras revelan lo que le ha infundido siempre un secreto terror, lo que ha tratado por todos los medios de ocultárselo a sí mismo: ¿es él de verdad un caballero andante tan real y verdadero como el real y verdadero Amadís? El duque, la duquesa y toda esa corte feudal actúan en esos momentos a los ojos de don Quijote como los representantes del modelo caballeresco en la tierra.Y estos representantes lo acaban de confirmar en su estado de caballero andante. Su satisfacción es inmensa, pero justamente ahora que todos lo confirman, es él quien va a dudar, preocupándose de lo que vayan a pensar de él, de no hacer mal papel, de que no crean que es un caballero andante falso, o de pacotilla. Él espera estar a la altura de las circunstancias, pero se echa a temblar cuando piensa en Sancho: Por quien Dios es, Sancho, que te reportes, y que no descubras la hilaza de manera que caigan en la cuenta de que eres de villana y grosera tela tejido. […] ¿No adviertes, angustiado de ti, y malaventurado de mí, que si ven que tú eres un grosero villano, o un mentecato gracioso, pensarán que yo soy algún echacuervos, o algún caballero de mohatra? […]. Enfrena la lengua, considera y rumia las palabras antes que te salgan de la boca (II, 31).

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A don Quijote no le llega la camisa al cuerpo, como se suele decir, pensando que Sancho lo va a dejar en mal lugar en presencia de tan noble y caballeresca compañía: «Bien será —dijo don Quijote— que vuestras grandezas manden echar de aquí a este tonto, que dirá mil patochadas». Pues bien, si tanto le preocupa lo que piensen de él el duque y la duquesa, ¿qué sentirá en presencia del mismo Amadís? Al fin y al cabo, lo que piensen estos aristócratas, aun siendo de gran importancia para él, no es definitivo, no es el último veredicto, como lo es el de la imagen que se ha formado don Quijote de Amadís, «sol de la caballería andante», quintaesencia de lo caballeresco, árbitro inapelable. El esnobismo de don Quijote, locura disminuida, nos permite entrever lo que se oculta detrás de la locura quijotesca, la duda terrible que don Quijote no quiere oír, la que don Quijote se vuelve loco por no oír. La locura le oculta a don Quijote, y nos revela a nosotros, guiados por ese momento de esnobismo, la cara terrible de ese mismo ídolo que fascina, la cara hostil, la que le susurra al hidalgo que es verdad lo que él mismo sospecha, o sea, que no merece ser caballero andante, que es un impostor ridículo, un falsario.Tenía en parte razón Unamuno: la locura es el precio que paga don Quijote por mantener la fe en sí mismo como caballero andante. Pero esa fe loca es falsa, porque es la peor de las servidumbres. No es en realidad fe en sí mismo, sino sumisión total al modelo idolatrado. La lucha de don Quijote con la duda no es lo que creía Unamuno, sino un caso de exageradísimo esnobismo. Por mucha que sea la distancia entre el esnobismo y la locura, no existe entre ambos solución de continuidad. Entre el deseo de don Quijote el esnob y el deseo del loco don Quijote intentando locamente ser un reflejo de Amadís, es decir, entrar en el mundo de la caballería andante, no hay más que una diferencia de grado. Todo depende del poder de atracción del modelo.Y está claro que la atracción que ejerce sobre don Quijote esa aristocrática compañía con la que se ha topado, es un pálido reflejo de la poderosísima atracción que siente don Quijote hacia el modelo caballeresco. Pero ese pálido reflejo, debido a la intuición genial de Cervantes, es un precioso indicio que nos pone sobre la pista de la idea que el novelista se formaba de la locura de su personaje.

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Locura caballeresca y locura pastoril La duda de don Quijote sobre sí mismo está en relación directa con la atracción que ejerce sobre él el modelo de su deseo. En con tra de lo que imagina y desea ardientemente el caballero, la fe en Amadís resulta en última instancia incompatible con la fe en sí mismo. Por eso, como decimos, ningún éxito será nunca definitivo. Porque el éxito definitivo, el único éxito «auténtico», «verdadero», es el del modelo, el modelo obstáculo, puesto que es ese modelo el que le impide al sujeto del deseo obtener el éxito que le haría salir de dudas. Don Quijote, adorador del éxito de Amadís, siempre preferirá este éxito, el del modelo, el del máximo rival, al suyo propio. Digamos que el éxito que don Quijote quiere para sí mismo, es el que tiene, el que le pertenece a Amadís, el que, por definición, solo puede tener Amadís. Ahora bien, ¿no es esto una manifestación más de la lógica existencial que condena a perpetua frustración el deseo de todos esos amantes pastoriles que acabamos de estudiar? El caballeresco deseo de don Quijote es el mismo deseo que el de esos amantes, porque en ambos casos se trata de un deseo que no está regido por la realidad de su objeto, sino que depende enteramente de la mediación de un deseo r ival. Lo que hemos observado en las relaciones amorosas de todos esos pastores y pastoras es que todo depende del deseo (o la fascinante ausencia, real o imaginada, de deseo) del rival. El deseo del rival resulta mucho más atractivo que el de la persona amada (recordemos la supuesta «broma» de Ismenia en el templo). Prefieren el éxito del rival al suyo propio. Tan pronto como triunfan sobre el rival, el hasta entonces deseado triunfo deja de interesarles. El objeto amado que le han arrebatado al rival, pierde todo el interés. Recordemos el caso del pastor Montano, por ejemplo, a quien solo le interesaba la pastora que estuviera enamorada de su rival Alanio, siempre que este se mantuviera triunfante, es decir, inaccesible a ese enamoramiento. Si Alanio caía de su pedestal y corría hacia la pastora que había estado corriendo tras él,dicha pastora dejaba automáticamente de interesarle a Montano. No es que al pastor solo le interesara lo que huía de él, es que solo le interesaba lo que huía de él para ponerse a los pies del rival. Hay razones más que suficientes para pensar que el Quijote no es solo una crítica paródica y divertida de los libros de caballería, sino

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asimismo una crítica seria del modelo humano, la «sicología imaginaria», que veía Cervantes en la novela pastoril. El objeto del deseo de don Quijote es un objeto caballeresco, el que definen como tal los libros de caballería, pero el conocimiento sicológico y el análisis del deseo que hace Cervantes en su novela le deben mucho más a la novela pastoril que a la de caballerías. La lógica interna del deseo que lleva a don Quijote a la locura, resuena aún con los ecos de la perenne frustración del deseo de los amantes pastoriles. En el Quijote no son solo los caballeros andantes los que, saliendo de los límites literarios de la fantasía, aterrizan en las llanuras de La Mancha, también lo hacen los pastores y pastoras de la literaria Arcadia. Todas las historias intercaladas de amantes y amigos que encontramos en el Quijote, aparezcan o no de manera explícita relacionadas con lo pastoril, son una continuación y desarrollo de temas que se encuentran ya en Montemayor y en Gil Polo. Ya vimos en las estrategias del deseo que mantenían mutuamente fascinadas a Ismenia y Selvagia, un claro anticipo de lo que ocurrirá en la historia de El curioso impertinente. Debemos ahora volver la atención a las otras dos historias de amor importantes de la Primera Parte, la de Marcela y Grisóstomo por un lado y, por otro, la de Cardenio, Luscinda, don Fernando y Dorotea. La historia de Marcela y Grisóstomo Hoy no creo que nadie pueda ya poner seriamente en duda el hecho de que la muerte del «pastor» Grisóstomo fue un suicidio. Por la referencia explícita que dejó escrita a su muerte inminente y a «un duro lazo», parece que se ahorcó, como consecuencia directa de su frustrada relación amorosa con Marcela. Digo que parece, porque Cervantes no se detiene a darnos detalles circunstanciados de cómo se quitó la vida Grisóstomo. No es eso lo que le interesa. De lo que no puede caber la menor duda es de que: a) la muerte de Grisóstomo se nos presenta como real y verdadera, b) ha sido él el responsable de su propia muerte, y c) todo es consecuencia de su frustrada relación con Marcela. El respetado crítico y poeta Luis Rosales no creía que hubiera tal suicidio, entre otras razones, porque Cervantes estaba totalmente en contra del suicidio, pero sobre todo porque la «Canción desesperada» de Grisóstomo, leída al pie de su tumba, en la que este se despide de

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Marcela y de la vida, está claramente relacionada con el tradicional morir de amores de la lírica cortesana y, por consiguiente, no había que tomarla literalmente, sino en un sentido puramente poético: El estudiante se nos muere […], porque la obligación de un fino y derretido amante es morirse de amor. Ni más, ni menos. En realidad no tiene causa alguna para morir 3.

No es mi intención entrar a debatir lo bien o mal fundado de la argumentación de Rosales. Lo que sí quisiera destacar es que, en efecto, es importante observar esa conexión entre la muerte real y verdadera de Grisóstomo y la metáfora del morir de amores de la tradición poética. Porque ahí está precisamente el gran descubrimiento cervantino. Cuando Cervantes traslada a la llanura manchega de cal y canto esa muerte poética, la vieja metáfora se convierte en dura y despiadada realidad, en muerte de verdad. Es de lamentar que, en su afán de defender el cristianismo del Cervantes poeta y novelista frente a Castro, pensara el respetado crítico que tenía que separar con nitidez el infierno de los poetas del infierno de verdad, sea este el existencial o el de ultratumba, que para el caso es lo mismo. Pero lo que descubre Cervantes (anticipado ya en las advertencias de la Felicia de Gil Polo) es la perfecta correspondencia entre esos dos infiernos. Las delicias metafóricas de la tradicional y perenne frustración amorosa de los poetas ocultaban un sentido mucho más literal y escalofriante de lo que ellos y sus deleitados lectores imaginaban. Las cosas no eran como se podía haber creído, cuando se trasladaba a La Mancha la Arcadia poética y cortés, aun sin cambiar un ápice de sus tradicionales metáforas. Lo que despistó a un crítico de la inteligencia y la sensibilidad poética de Luis Rosales es que no vio razón ninguna para que el estudiante Grisóstomo se quitara la vida, pues, en efecto, Cervantes deja claro «que los celos y las sospechas de Grisóstomo eran imaginarios, inventados y, en fin, cosa de fábula». Con lo cual el crítico se preguntaba4: ¿A qué carta quedamos? Si era difícil armonizar la conducta de Marcela con la conducta de la amada de la canción, es más difícil aún

3 4

Rosales, 1996, II, pp. 498-99. Rosales, 1996, II, p. 499.

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armonizar el suicidio de Grisóstomo con estos celos caprichosos y gratuitos.

Y, en efecto, no existe razón ninguna, a excepción de la lógica interna de un deseo que gira sobre sí mismo en perpetua contradicción y que convierte a su objeto precisamente en eso, en «cosa de fábula», «inventada», «imaginaria». ¿Es que ha habido nunca razón alguna real y verdadera para que alguien se vaya voluntaria y conscientemente al infierno? Y, sin embargo, el que ahí se va lo hace por su propio pie, sin que nadie le obligue.Yo diría que lo hace convenciéndose a sí mismo retórica, poéticamente. Si Grisóstomo no ve otro camino a su deseo que el que lo lleva a una situación de eterna desesperanza, ¿no será él quien se tenga que inventar sus propias razones? ¿Es que no sabía el cristiano Luis Rosales que las puertas del infierno están ya quebrantadas y que no hay guardas que le impidan a nadie salir, y que, sin embargo, nadie sale jamás? Esta trágica historia de amor «pastoril» ocurre a continuación del grandilocuente discurso de don Quijote sobre la mítica Edad Dorada, cuando «andaban las simples y hermosas zagalejas de valle en valle y de otero en otero en trenza y en cabello», sin más vestido que el estrictamente necesario para cubrir lo imprescindible, y sin miedo ninguno de que les hicieran violencia.Visión esta sin duda apropiada como preámbulo al espectáculo que vendrá a continuación, de Marcela y las otras zagalas del lugar rondando por esos prados manchegos «en comunicación» con la naturaleza. Mítica Edad Dorada, anhelo y sueño poético del deseo espontáneo, «natural». Lírica edad en la que, curiosamente, no existía el arte lírico, porque los sentimientos surgían del alma «simple y sencillamente del mesmo modo y manera que ella los concebía, sin buscar artificioso rodeo de palabras para encarecerlos».Todo era auténtico, espontáneo y en perfecta armonía con la madre naturaleza.Visión paradisíaca. Pero tan pronto como cruzamos el umbral del mito para verlo en su manifestación manchega y castellana, lo que creíamos que era el paraíso se nos convierte en infierno. Es precisamente la voz del infierno la que adopta como suya la «Canción desesperada» de Grisóstomo: «haré que el mesmo infierno comunique / al triste pecho mío un son doliente» (I, 14).Y puesto que la canción es lo último que escribió, y se está leyendo ahora en el momento de su entierro, es como si la voz nos llegara literalmente

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de ultratumba, o sea, del infierno. Grisóstomo habla ya desde el lugar donde, por definición, no entra la esperanza; no porque nadie le impida la entrada, sino porque los que están dentro, consumidos por el resentimiento, se niegan a aceptar la más mínima esperanza: [Y] entre tantos tormentos, nunca alcanza mi vista a ver en sombra a la esperanza, ni yo, desesperado, la procuro; antes, por extremarme en mi querella, estar sin ella eternamente juro.

¿Cómo ha llegado ahí? Una cosa al menos está perfectamente clara, el infierno de Grisóstomo ha surgido desde dentro de su relación con Marcela. Aun antes de irse al infierno teológico, a donde la doctrina manda a los suicidas, su frustrada relación con Marcela se había convertido ya para él en un infierno existencial, estilo Sartre, un encadenamiento al otro, a la «divina» Marcela. Su infierno es el sacrificio que le ofrece él de buena gana a su tiranía, a su «rigor»: Pues ya ves que te da notorias muestras Esta del corazón profunda llaga, De cómo alegre a tu rigor me ofrezco.

Su sacrificio es una fiesta en su honor. Su tormento y su muerte, la prueba fehaciente, la señal visible, de su «gloria» triunfante: Antes, con risa en la ocasión funesta Descubre que el fin mío fue tu fiesta; Mas gran simpleza es avisarte desto, Pues sé que está tu gloria conocida En que mi vida llegue al fin tan presto.

Naturalmente que las palabras de Grisóstomo no describen nada que Marcela le haya hecho intencionadamente, pero describen certera y profundamente su estado de desesperación. La manera como él ve a la triunfante Marcela desde el fondo de la desesperanza es exactamente como se le debe aparecer al desesperado la imagen del idolatrado otro, ese otro a quien el desesperado mismo ha colocado en un pedestal. Grisóstomo «sabe» (con ese saber que no sirve de nada, que el resentimiento hace estéril) que lo único que lo mantiene en el infierno es su obsesiva, su «obstinada», fascinación con el obstáculo, es decir, con aquello que lo frustra, que lo desespera, con aquello, por tanto, que lo mantiene en el infierno. Grisóstomo sabe que se en-

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cuentra metido en un eterno círculo vicioso.Y mientras más lo sabe más se hunde en él. Insiste en la belleza del obstáculo, en el irresistible atractivo de la «antigua tiranía de Amor», o sea, de tantas y tantas historias trágicas de amor. Insiste en llamar a ese encadenamiento, a esa infernal servidumbre, una forma superior de libertad. Pero la fuerza que mueve esa insistencia, esa obstinación por negarse a la evidencia, es la fuerza del resentimiento. Llamar bella a Marcela, representante de la «tiranía de Amor», desde lo hondo del infierno, es una forma de vengarse de ella, de hacerla responsable de que él se vaya voluntariamente al infierno: Yo muero, en fin; y porque nunca espere Buen suceso en la muerte ni en la vida, Pertinaz estaré en mi fantasía. Diré que va acertado el que bien quiere, Y que es más libre el alma más rendida A la de Amor antigua tiranía. Diré que la enemiga siempre mía Hermosa el alma como el cuerpo tiene, Y que su olvido de mi culpa nace, Y que en fe de los males que nos hace, Amor su imperio en justa paz mantiene.

Jamás hubo persona que se negara tan rotundamente a aprender de la propia experiencia. Hasta don Quijote se queda corto por comparación. Claro está que Grisóstomo está ya en el infierno, en tanto que don Quijote no ha llegado ahí todavía. Ni llegará, porque Cervantes lo va a salvar en el último momento, al borde del abismo. Sería difícil encontrar una descripción más clara del funcionamiento interno del deseo del obstáculo, de ese deseo potencialmente infernal que se aferra obsesivamente a aquello que lo frustra; que permanece fascinado ante el obstáculo que se levanta en su camino, ante el deseo rival; que prefiere el triunfo del rival al suyo propio. Sin embargo, no es este un concepto fácilmente asequible a la mayoría de los lectores del Quijote. Nuestra tendencia casi instintiva es a separar el objeto del deseo del obstáculo que impide llegar a él. Nos imaginamos el deseo de Grisóstomo como algo que no pierde de vista su objeto, que se mantiene fiel a aquello que desea, la bella, la deseable, Marcela, en tanto que algo externo a este deseo de Grisóstomo (el deseo contrario de Marcela de no querer relaciones

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amorosas con nadie) le bloquea el camino; un bloqueo que, a nuestro corto entender, no altera en nada la fidelidad del deseo de Grisóstomo, cuyo objeto sigue siendo el mismo, el evidente valor y belleza de Marcela. Es decir, pensamos que lo que mueve el deseo de Grisóstomo es una cosa y lo que lo bloquea y frustra es otra completamente distinta.Y como Marcela se nos muestra tan evidentemente atractiva, no se nos ocurre cuestionar la lógica, la racionalidad, del deseo de Grisóstomo de poseerla. Pero esta manera de entender la situación no nos explica la naturaleza contradictoria del deseo de Grisóstomo, es decir, la lógica del proceso por el cual este, como él mismo nos dice, se mete voluntariamente en el infierno y rehúsa salir de él. No es el carácter irresistible del atractivo que tiene Marcela lo que lo manda al infierno, al ser obstaculizado por ella misma. Si así fuera, una de dos, o bien Grisóstomo continuaría esperando eternamente conseguir a Marcela, o simplemente renunciaría a su deseo, pues, como le vamos a oír a ella, «los deseos se sustentan con esperanzas», y donde no las hay, no debe haber deseo. Pero este no es el caso del desesperado Grisóstomo, cuyo infernal deseo de Marcela se alimenta, no de esperanza, que él no quiere, sino de desesperanza. El desesperado Grisóstomo no desea a Marcela directamente, sino a través de su repulsa, a través del obstáculo que ella pone en su camino. En realidad, lo que ocurre es que, en tanto esté sometido a su deseo, él no puede ya separar una cosa de la otra.Es atraído por lo que odia en la misma medida en que es atraído por lo que ama. El amor y el odio se han unido inextricablemente, se reflejan el uno al otro, y el deseo oscila entre los dos, incapaz de estabilizarse, sintiendo alternativamente atracción y repulsión.Y esta oscilación tiende existencialmente, en el tiempo, a acelerarse. Mientras más persista la negativa de Marcela a entregarse a Grisóstomo, tanto más atractiva la encontrará este, hasta el punto de que solo le atraerá negándose; es decir, hasta el punto de que solo el obstáculo, el deseo opuesto, rival,dará valor al objeto del deseo. Al llegar a ese punto, solo la «cruel», la «tiránica» Marcela será también la irresistible Marcela. De aquí en adelante, si Marcela se rindiera en algún momento al deseo de Grisóstomo, este perdería inmediatamente el interés en ella. Así es como se mete él solo en el infierno, promoviendo su propia frustración, rechazando toda esperanza. Entretanto, a medida que aumenta geométricamente el atractivo de la cruel y tiráni-

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ca Marcela, también aumenta el sufrimiento que causa su rechazo, por el cual busca él venganza. Existencialmente hablando, las consecuencias de esta contradicción viviente, abandonada a su propia lógica, solo pueden ser catastróficas, o la locura o el suicidio. Cosa que nos debe ayudar a comprender la seriedad de lo que se oculta tras la risa que producen las quejas de amor de don Quijote a la «bella ingrata», a la «cruel», a la «enemiga» Dulcinea. Pues con Cervantes se pasa sin pestañear, como suele decirse, de las más rancias metáforas del amor cortés a una descripción poética seria del infierno, a la que el más exigente teólogo no tendría nada que objetar. Como observó Montero Díaz, «toda la capacidad negadora que un teólogo del Siglo de Oro español podía suponer en un desesperado está centrada en esas dinámicas y poderosas estrofas» 5. ¿Y qué decir de Marcela? La poética pastora hace su aparición en el entier ro de Grisóstomo como si de una diosa pagana se tratase: Y queriendo leer [Vivaldo] otro papel […] lo estorbó una maravillosa visión (que tal parecía ella) que improvisamente se les ofreció a los ojos; y fue que por cima de la peña donde se cavaba la sepultura pareció la pastora Marcela, tan hermosa que pasaba a su fama su hermosura. Los que hasta entonces no la habían visto la miraban con admiración y silencio; y los que ya estaban acostumbrados a verla no quedaron menos suspensos […]. —[He venido] […] a volver por mí misma, y a dar a entender cuán fuera de razón van todos aquellos que de sus penas y de la muerte de Grisóstomo me culpan […].Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos. Los árboles destas montañas son mi compañía, las claras aguas destos arroyos mis espejos; con los árboles y las aguas comunico mis pensamientos y hermosura. Fuego soy apartado y espada puesta lejos […].Y si los deseos se sustentan con esperanzas, no habiendo yo dado alguna a Grisóstomo ni a otro alguno […] bien se puede decir que antes le mató su porfía que mi crueldad. […] Digo que cuando en ese mismo lugar donde ahora se cava su sepultura me descubrió la bondad de su intención, le dije yo que la mía era vivir en perpetua soledad, y de que solo la tierra gozase el fruto de mi recogimiento y los despojos de mi hermosura. […] No me llame cruel ni homicida aquel a quien yo no prometo, engaño, llamo ni admito.

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Citado en Rosales, 1996, II, p. 747.

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El cielo aún hasta ahora no ha querido que yo ame por destino, y el pensar que tengo de amar por elección es excusado. […] Yo, como sabéis, tengo riquezas propias y no codicio las ajenas; tengo libre condición y no gusto de sujetarme; ni quiero ni aborrezco a nadie. […] Tienen mis deseos por término estas montañas, y si de aquí salen, es a contemplar la hermosura del cielo, pasos con que camina el alma a su morada primera. Y en diciendo esto, sin querer oír respuesta alguna, volvió las espaldas y se entró en un bosque que allí cerca estaba.

Este es, abreviado, el famoso discurso de Marcela sobre el tema de la libertad individual, tema insignia de Cervantes, pudiéramos decir. Pero ¿de dónde le ha venido a Marcela la idea de exhibir tan al aire libre esa libertad innata de que nos habla, vestida de pastora, cuidando de sus ovejas, ella, que puede pagar a cuantos pastores y pastoras le venga en gana? ¿Quién le ha dado la idea de disfrutar de su libertad en «la soledad de los campos», rodeada de las otras zagalas ricas del pueblo y de toda una corte de mozos vestidos también de pastor y suspirando a todas horas del día y de la noche por ella? Está claro que Marcela ha estado leyendo novelas pastoriles con avidez parecida a la de don Quijote con los libros de caballería. Lo cual puede explicar también su intenso deseo de permanecer virgen, como la diosa Diana, la que preside el reino arcádico: «vivir en perpetua soledad, y que solo la tierra gozase el fruto de mi recogimiento», porque el pensar que ella pueda «amar por elección» es poco menos que pensar lo impensable. Lo cual parece un poco exagerado y vehemente. Una cosa es que no esté pensando en casarse y otra que reaccione con tal vehemencia y rotundidad simplemente ante la posibilidad de enamorarse. Semejante intensidad de deseo inmediatamente sugiere la mediación del modelo poético, el atractivo irresistible del mito de la autosuficiencia, la divina autonomía de un deseo que se basta a sí mismo. A Marcela le fascina la imagen y el papel de la divina Diana en el centro de ese mundo pastoril; que es precisamente lo que ve Grisóstomo en ella y lo que lo fascina a él con igual intensidad. Estos dos personajes, cuyos deseos parecen irreconciliables, en realidad desean lo mismo, los dos se sienten intensamente atraídos por el mismo modelo mítico, ficticio; un modelo que no tiene más realidad que la que le otorga esa convergencia contagiosa de deseos. Lo que ocurre es que ese objeto fascinante del deseo es de tal naturaleza que no se puede compartir. La mítica y divina Diana es divina porque es única, la número uno entre todas, a los ojos del fascinado adorador;

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no hay otra como ella, por eso es perfectamente autosuficiente y espontánea, no tiene rival. Es imposible, por tanto, compartir semejante objeto del deseo. O lo tiene un adorador o lo tiene otro, no lo pueden tener ambos a la vez; mejor dicho, no lo pueden «ser» ambos a la vez. Es lo mismo que le ocurre a don Quijote con su modelo caballeresco: don Quijote no busca la aventura para ser un caballero andante más, sino para ser el número uno. La locura quijotesca no puede resignarse a ser simplemente el número dos o el número cinco. Lo único que tiene sentido es lo que su fascinada mirada ve en Amadís, el único, el sin rival. La «pastoral» historia de Marcela y Grisóstomo termina abruptamente con el suicidio de este. Después de su elocuente discurso sobre la libertad individual, Marcela desaparece. Los esfuerzos de don Quijote por encontrarla son infructuosos. Ahí se acaba la historia. Pero cabe preguntarse: ¿qué hubiese ocurrido si Grisóstomo no se hubiese suicidado y hubiese continuado la historia? No tenemos más que mirar al precedente de la novela pastoril para saber lo que hubiese pasado:en algún momento todo el amor y la adoración de Grisóstomo se hubiese convertido en disgusto y rechazo, y hasta en odio, momento en el que la divina y distante Marcela se hubiese dado la vuelta para perseguir suplicante al antiguo adorador que ya no quiere ni verla. De haber continuado la historia, hubiésemos visto lo que ya vimos en la novela pastoril, a saber, que los papeles del dios y del esclavo son per fectamente intercambiables. Hay, de hecho, una continuación paródica de la historia de Marcela y Grisóstomo un poco más adelante. Se trata de la historia que cuenta Sancho la terrorífica noche de los batanes, o sea, la historia del pastor Lope Ruiz y la pastora Torralba, de interesantes antecedentes folklóricos, de la que ya hablé en otro lugar6. Lope Ruiz había estado enamorado de la Torralba sin que esta le hiciera caso y además dándole celos con otros zagales. Un buen día Lope Ruiz se cansó de la situación y empezó a aborrecer a la Torralba tanto como la había querido antes, hasta el punto de que decidió recoger sus trescientas cabras y marcharse del pueblo por no ver más a la pastora, momento en el cual la Torralba se enamora perdidamente de él y decide seguirlo «a pie y descalza, desde lejos, con un bordón en la mano», o sea,

6 Ver

Bandera, 1975, pp. 112 y ss.

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reverentemente, como un peregrino en ruta a algún lugar sagrado, en espera de que el inaccesible pastor se compadezca de ella y la perdone. Remito al lector a lo que ya dije de esta maravillosa historia sanchopancesca7. Lo único que me interesa recordar aquí es que la historia se interrumpe de manera completamente arbitraria: la pastora se acerca cada vez más al angustiado pastor que huye de ella como de la peste y que tiene que pasar un río que viene de crecida, con las trescientas cabras, y solo puede pasar una a la vez en una pequeña barca. Para que la historia no se interrumpa don Quijote tiene que llevar cuenta de las cabras que han pasado. Como era de esperar, al poco tiempo don Quijote pierde la cuenta y a Sancho se le olvida ipso facto el resto de la historia. Esta interrupción arbitraria es altamente significativa. Pues, en realidad, ¿qué importa cuándo se termine la historia? Ya sabemos lo que va a pasar si la historia continúa: en algún momento los papeles se van a intercambiar otra vez, el perseguidor será el perseguido, y viceversa, el dios de ayer se convertirá en el suplicante esclavo de hoy, y así sucesivamente en interminable alternancia (como el barquito que va y viene de una a otra orilla pasando una cabra, y otra, y otra…). Por lo menos ese es el típico desarrollo de la historia de amor pastoril que mantiene fascinados a lectores como Marcela y Grisóstomo, tan pegados a su ficción como don Quijote a sus caballerías. Pues las interminables alternancias de lo pastoril tienen la misma función que las interminables aventuras del caballero andante. Lo único importante es que el ávido lector mantenga la atención fija en cada uno de los momentos de la alternancia por separado, en cada una de las cabras, por así decir. Lo que ese ávido lector no ve, y lo que Cervantes ve claramente, es que la alternancia misma, los papeles intercambiables del dios y el esclavo, están inscritos desde el primer momento en el modelo ficticio del deseo, son las dos caras del ídolo, la fascinante y la odiosa. Ahora bien, lo que hay que preguntarse, como ya anticipábamos en el capítulo anterior, es si es verosímil que esa alternancia, predecible de manera quasi matemática, pueda mantenerse indefinidamente, interminablemente, en tiempo real, es decir, en la

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Bandera, 1975.

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experiencia real del sujeto del deseo. A esto es a lo que yo creo que da respuesta el suicidio de Grisóstomo. Trasladado a La Mancha, el desarrollo de la típica historia de amor pastoril se trunca rápidamente de manera devastadora. Solo en la mítica Arcadia se puede jugar con fuego indefinidamente sin quemarse nunca. Pero la violencia psíquica que empuja a Grisóstomo al suicidio no viene importada de fuera; se gesta dentro de la lógica del deseo que mantiene el interés de la típica historia de amor pastoril. La dinámica psíquica del suicidio de Grisóstomo es la misma que lleva a don Quijote a la locura, es decir, la fascinación ante el obstáculo y todo lo que eso acarrea. Un par de siglos después esa misma dinámica hubiese podido producir algunos de los torturados y complejos personajes de un Dostoyevski, por ejemplo, en los que hubiésemos podido palpar la angustia, o contemplar, sobrecogidos, la mirada fija y enloquecida. No era ese, sin embargo, el estilo de Cervantes. Pero no nos engañemos, la mirada limpia y compasiva, el deseo de no ofender, la claridad de una ironía sin resentimiento, empapada de esperanza, no quiere decir ni mucho menos que Cervantes no viera lo mismo que pudo ver el torturado ruso. Se nos dirá, tal vez, que don Quijote no es un suicida, que la idea del suicidio no parece compatible con la imagen que tenemos de don Quijote.Y, en cierto modo, así es. La diferencia consiste, como ya su gerimos anteriormente, en que don Quijote tiene la suerte de que no se le haya presentado en algún ser de carne y hueso de La Mancha castellana la radiante imagen de Amadís, como se le presentó a Grisóstomo la divina imagen de Diana en su bella vecina Marcela, la hija de Guillermo. Porque así es como veríamos si hay alguna diferencia entre don Quijote y el suicida Grisóstomo. ¿Qué haría don Quijote ante el rechazo o la indiferencia de ese posible Amadís manchego, un Amadís cuyo mítico atractivo se vería incrementado por ese mismo rechazo o indiferencia? Porque, al contrario de lo que él pueda pensar, eso sería lo verdaderamente trágico para él, descubrir a un Amadís en la realidad. El carácter fatídico de ese encuentro está ya implícito desde el primer momento en su relación de fascinada admiración con el Amadís desencarnado, puramente literario, al que él ve tan vivamente como si lo tuviera delante. Y lo que hay que preguntarse también es hasta qué punto es creíble que don Quijote pueda mantener esa «suerte» indefinidamente, es decir, pueda mantener

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en su mente la imagen literaria, poética, fascinante, de Amadís en estado puro, abstraída de toda realidad de carne y hueso, sin que se le encarne en algún momento en un ser humano cualquiera.Yo creo que no es más verosímil mantener al loco don Quijote indefinidamente inmune al colapso mental que era mantener igualmente inmunes a los pastores y pastoras de la Arcadia. Pero esto, por otra parte, nos confirma que Cervantes no se ha inventado a don Quijote para destruirlo sino para salvarlo de su locura, aunque para ello tenga que rozar lo inverosímil. Pues, en efecto, si don Quijote no evolucionara hacia su curación, tendría que evolucionar hacia la catástrofe. La estrategia de Cervantes es conducir a don Quijote hacia la curación, pero dejando por el camino señales claras de la tragedia que se ha ido soslayando. Una de esas tragedias es la de Grisóstomo. Volviendo al tema de la libertad individual, debemos observar que no es solo el tema explícito del discurso de Marcela, sino que se refleja también en otro detalle importante, en el que Cer vantes hace especial hincapié. Tanto Marcela como Grisóstomo están libres de toda clase de trabas sociales o familiares, tan libres como era concebible o aceptable en la sociedad de su tiempo. Se nos explica con detalle que ambos son ricos y huérfanos. No están bajo la autoridad paterna. Es verdad que Marcela está bajo la tutela de su tío, el cura del lugar. Pero este hombre, se nos dice, es un cristiano modelo que en ningún momento quiere imponerle su voluntad a la sobrina: «aunque quisiera casarla luego, así como la vía de edad, no quiso hacerlo sin su consentimiento».Y lo mismo vemos en Grisóstomo, huérfano también de padre y madre, que además era buen poeta y graduado de universidad. En principio, Marcela y Grisóstomo parecen haber nacido el uno para el otro. El que se casen o no solo tendrá que ver con lo que ellos libremente decidan. Es decir, no existe ninguna causa externa de la tragedia, nada que no sea la libre voluntad de los interesados. Ambos se esclavizan voluntariamente a una pura ficción. Es más, pudiéramos decir que, a los ojos de Cervantes, es esta la típica tragedia de los seres libres. Pues nadie puede perder lo que no tiene, y lo característico de esta tragedia es precisamente la pérdida de la libertad, que es lo mismo que la pérdida infernal de la esperanza, que es lo que le ocurre a Grisóstomo. Así es que cuando Cervantes transplanta la típica frustración de la historia de amor pastoril a la realidad histórica de La Mancha, no solo

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rompe las barreras que contenían el problema dentro de los límites formales de lo literario, sino que lo universaliza. Transforma una frustración, que tradicionalmente solo ocurría en las historias de amor de los poetas, en algo que puede ocurrir en cualquier parte y a cualquiera,porque si puede ocurrir en La Mancha, puede ocurrir en cualquier otro sitio donde existan seres libres, o sea, seres humanos. Cuando el problema aterrizó en La Mancha, aterrizó simplemente en la realidad, se convirtió en un problema universal. El novelista Cervantes no estaba ya imitando la novela pastoril, imitaba la realidad humana. Es decir, rotas las barreras formales que contenían y definían el problema, el problema en sí traspasa las fronteras de la historia de amor y se convierte en algo que amenaza todo tipo de relaciones humanas; o más concretamente, toda relación humana susceptible de imitación poética, capaz de ser ficcionalizada. A este respecto, debe recordarse que en la sociedad de la época cierto tipo de relaciones debieron de sentirse como mucho más resistentes que otras a la poetización o ficcionalización. Piénsese, por ejemplo, en la reacción del cura al acabar la historia de El curioso impertinente, que no creía que aquello pudiera pasar entre marido y mujer: Si el caso se pusiera entre un galán y una dama, pudiérase llevar; pero entre marido y mujer, algo tiene del imposible (I, 35).

Opinión esta que dice bien de su fe y confianza en la salud de la institución matrimonial, como probablemente se esperaría de un honrado sacerdote. Pero es obvio que, para Cervantes, «el caso» se podía dar entre marido y mujer, es decir, aun en el tipo de relación que siempre se había excluido de la historia de amor pastoril. Pues, como bien se sabe, el matrimonio es siempre el final de la historia, nunca el principio. La opinión que Cervantes pone en boca del cura es asimismo una clara indicación de que Cervantes era perfectamente consciente de que estaba llevando la tradicional tragedia amorosa más allá de sus límites tradicionales. En realidad, no había ya límites que pudieran contener la profunda intuición cervantina de la tragedia autoinducida, de la frustración innecesaria. La historia de Cardenio,

ET AL.

Cambiemos, pues, las circunstancias y los personajes, y veamos lo que ocur re. Si la historia de Marcela y Grisóstomo es una típica his-

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toria de amor no correspondido, cambiemos a una historia de amor mutuo, perfectamente correspondido, como es la de Cardenio y Luscinda. Nada tan prometedor y propicio como el comienzo de esa historia. Cardenio y Luscinda crecieron juntos de niños. Sus familias eran del mismo rango social y bien acomodadas, y ellos mismos se habían querido siempre. Todo el mundo esperaba que algún día se casarían y vivirían felices: «Sabían nuestros padres nuestros intentos, y no les pesaba dello» (I, 24). Todo iba viento en popa. Pero un día surgió un pequeño obstáculo, nada del otro mundo, más bien una incomodidad: el padre de Luscinda le dijo a Cardenio que ni él ni Luscinda eran ya niños, y que él tenía la obligación de velar por la reputación de su hija. Así es que no podían seguir viéndose como hasta entonces. La reacción de Cardenio es extraordinariamente reveladora: inmediatamente percibe las posibilidades literarias de esta prohibición paterna: [Al] padre de Luscinda le pareció que por buenos respetos estaba obligado a negarme la entrada de su casa, casi imitando en esto a los padres de aquella Tisbe tan decantada de los poetas.Y fue esta negación añadir llama a llama y deseo a deseo: porque, aunque pusieron silencio a las lenguas, no le pudieron poner a las plumas […]. ¡Ay cielos, y cuántos billetes le escribí! ¡Cuán regaladas y honestas respuestas tuve! ¡Cuántas canciones compuse y cuántos enamorados versos, donde el alma declaraba y trasladaba sus sentimientos, pintaba sus encendidos deseos, entretenía sus memorias y recreaba su voluntad! (I, 24).

Tan pronto como surge la negativa , el obstáculo, c o m i e n z a Cardenio a vivir en su mente una maravillosa historia de amor, en imitación de tantas otras poéticas historias de amor. ¡Gran imaginación la del joven Cardenio! Capaz de transformar mentalmente un pequeño obstáculo, un tropiezo, no ya en una poética historia de amor, sino en una gran tragedia de amor. Lo cual, a estas alturas de nuestro análisis, solo puede leerse como un mal augurio, un claro aviso de males futuros. Afortunadamente, en esa época Cardenio es todavía lo suficientemente inocente, y su amor por Luscinda lo suficientemente sano, como para decidirse a hacer lo que debiera haber hecho tan pronto como surgió el obstáculo, en lugar de lanzarse a un imaginario recorrido por el mundo de la fantasía poética, que fue pedirle al padre la mano de su hija en matrimonio:

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En efecto, viéndome apurado, y que mi alma se consumía con el deseo de verla, determiné […] pedírsela a su padre por legítima esposa, como lo hice.

Naturalmente el padre no tiene la menor objeción. De hecho, se siente agradecido y honrado por la petición: «me respondió que me agradecía la voluntad que mostraba de honralle». Pero al mismo tiempo le dice que esa petición se debe hacer como manda la costumbre y las buenas maneras. Viviendo su padre, el que debe hacer esa petición formalmente es el padre y no el hijo. Cardenio está de acuerdo, porque, además, él sabe que su padre estará encantado de hacerlo: «pareciéndome que llevaba razón en lo que decía,y que mi padre vendría en ello como yo se lo dijese». De manera que el camino parece estar completamente despejado. Por otra parte ¿quién sabe? Estamos con alguien que ya ha demostrado una gran capacidad de hacer una montaña de un grano de arena. Todo lo que tiene que hacer Cardenio es ir a hablar con su padre del asunto: Luego en aquel mismo instante fui a decirle a mi padre lo que deseaba.Y al tiempo que entré en un aposento donde estaba, le hallé con una carta abierta en la mano, la cual, antes que yo le dijese palabra, me la dio y me dijo: «Por esta carta verás, Cardenio, la voluntad que el duque Ricardo tiene de hacerte merced».

El duque Ricardo quería que Cardenio fuese compañero de su hijo mayor (cuyo nombre no se nos dice, y que pronto desaparecerá de la historia), una oferta envidiable viniendo de un Grande de España. El padre de Cardenio quiere que este emprenda el viaje a su nuevo puesto en un par de días. Uno pensaría que en esa situación Cardenio, que se había quedado mudo leyendo la carta,sentiría la urgencia de hablarle al padre de sus planes de casamiento con Luscinda. El caso es que se calla y no dice nada. Vuelve entonces a hablar con Luscinda y su padre, y a pedirles que esperen unos días hasta que se aclare la situación con el duque Ricardo; a lo cual, por supuesto, consienten ambos, aunque a ella le dieron «mil desmayos». En resumen, pasó el tiempo y Cardenio no encontró nunca el momento de decírselo a su padre. Entretanto, él y el hijo menor, el segundón del duque, don Fe rn a n d o, se hicieron amigos íntimos. Cardenio le contó toda su relación con Luscinda detalladamente. Y don Fernando escuchaba con avidez las poéticas descripciones de la belleza de Luscinda. No se cansaba de oírlas, buscándole la conver-

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sación sobre el tema a Cardenio, hasta el punto de que este se empezó a sentir inquieto, pero, como de costumbre, no hizo nada. En realidad, lo que hizo fue peor que no hacer nada: Díjele yo a don Fernando en lo que reparaba el padre de Luscinda, que era que mi padre se la pidiese, lo cual yo no le osaba decir, temeroso que no vendría en ello […] porque yo entendía dél que deseaba que no me casase tan presto, hasta ver lo que el duque Ricardo hacía conmigo. En resolución, le dije que no me aventuraba a decírselo a mi padre, así por aquel inconveniente como por otros muchos que me acobardaban, sin saber cuáles eran, sino que me parecía que lo que yo desease jamás había de tener efecto (I, 27).

Esto era poco menos que invitar a don Fernando a intervenir en el asunto, que es precisamente lo que este hizo, diciéndole a Cardenio que él se encargaría de todo: «que él se encargaba de hablar a mi padre y hacer con él que hablase al de Luscinda». Lo que hizo fue pedirle al padre de esta la mano de su hija para él mismo, no para Cardenio. El padre no se pudo resistir a una oportunidad tan tentadora como la que le brindaba nada menos que el hijo del duque Ricardo, y Luscinda no tuvo la fuerza de resistir a esa presión. Al fin y al cabo ya habían esperado bastante los dos a que Cardenio se decidiera, y bastantes lágrimas le había costado a Luscinda una espera que no tenía verdadera justificación. La ceremonia de la boda se hizo en privado, y Cardenio, que había sido advertido poco antes, llegó justo a tiempo de presenciarla escondido detrás de unas cortinas. Al dar el «sí» ella se desmayó, y, durante el desmayo, le encontraron escondida una nota en el pecho, en la que declaraba que se había prometido ya en matrimonio a Cardenio. El contenido de la nota no lo supo Cardenio hasta mucho después. Este, en medio de toda la conmoción, «ardiendo de rabia y de celos», pensó salir y tomar venganza del amigo traidor y la amante infiel: Pero mi suerte, que para mayores males (si es posible que los haya) me debe tener guardado, ordenó que en aquel punto me sobrase el entendimiento que después me ha faltado; y así, sin querer tomar venganza de mis mayores enemigos (que, por estar tan sin pensamiento mío, fuera fácil tomarla), quise tomarla de mi mano y ejecutar en mí la pena que ellos merecían, y aun quizás con más rigor del que con ellos se usara si entonces les diera muerte, pues la que se recibe repentina presto aca-

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ba la pena; mas la que se dilata con tormentos siempre mata, sin acabar la vida.

Palabras estas que suenan parecidas a las del suicida Grisóstomo en el infierno. Desesperado, Cardenio huye de la casa y del pueblo y se adentra en lo más agreste de la sierra a hacer penitencia, como dirá él mismo más tarde. Allí es donde se vuelve loco, y donde lo encuentran don Quijote y Sancho medio desnudo y corriendo como un salvaje.Y allí es donde cuenta su historia en momentos de lucidez. Al parecer en ese momento de clarividencia que tuvo, en el que decidió tomar venganza de sí mismo en lugar de sus infieles enemigos, debió de ver algo terrible, su propia culpa, su complicidad en esa traición que lo destruía. Debió de ver algo lo suficientemente angustioso como para volverse loco, para huir desesperadamente de sí mismo, para no ver lo que vio, aun siguiendo su lógica implacable. La crítica ha observado la evidente morosidad de Cardenio, y algunos han concluido juiciosamente que el problema de Cardenio es que es demasiado indeciso, hasta cobarde, se ha dicho, razón por la cual perdió a Luscinda y se dejó engañar por su traidor amigo. Un claro aviso, hemos de suponer, para todos los amigos y amantes de que no se deje para mañana lo que se puede hacer hoy. Todo lo cual es, desde luego, correctísimo, pero un poco miope. Lo que yo pienso es lo siguiente: que no entenderemos absolutamente nada de lo que está pasando en esa historia, si no entendemos al mismo tiempo la íntima conexión que existe entre los siguientes hechos consecutivos: a) el uso altamente imaginativo, «creador», que hace Cardenio de la prohibición del padre de Luscinda, b) su parálisis frente a cualquier obstáculo, por pequeño que sea, y c) su conducta a todas luces irresponsable y peligrosa en presencia del creciente interés que él mismo observa en don Fernando por Luscinda. Son estos hechos algo así como tres etapas en la gradual revelación del carácter de Cardenio y la gestación o evolución de su tragedia. O bien tres aspectos del mismo fenómeno que continuamos encontrando en las más variadas circunstancias: el deseo del obstáculo o deseo escandalizado. Es decir, el deseo que tropieza contra el obstáculo, contra el skandalon, y permanece escandalizado, adherido a él, incapaz de desviarse, de dejarlo atrás; deseo que se alimenta y se intensifica del obstáculo mismo, deseando a través de su propia frustración.

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Ya hemos dicho que a Cervantes no le interesan los obstáculos externos, puramente circunstanciales, sino los que se fabrican los individuos libres, o a los que se adhieren si acaso los encuentran en su camino, que es la misma cosa. Obstáculos, por consiguiente, frente a los cuales el individuo sacrifica su libertad (pues no otra cosa hace el que se empeña en atravesar un muro, teniendo al lado una puerta libre), movido por un deseo cuyo objeto permanece fuera de su alcance, detrás del obstáculo, hasta el punto de que objeto y obstáculo pueden quedar indiferenciados, cuando cada obstáculo se convierte en signo de lo deseable, en promesa de algo que, por definición, no va a llegar nunca. Cuando el deseo de Cardenio por Luscinda se intensifica apasionadamente, añadiendo «llama a llama y deseo a deseo», por la negativa del padre, convirtiendo así la relación entre ambos en una fascinante historia poética de amor, Cardenio estaba haciendo y sintiendo fundamentalmente lo mismo que hizo y sintió Grisóstomo tan pronto como Marcela adoptó su papel de Diana pastoril. Pues de Grisóstomo «decían que la dejaba de querer, y la adoraba». Es decir, el deseo de Cardenio se hace tan dependiente del obstáculo que se le acaba de presentar, como el de Grisóstomo. Entre el mecanismo sicológico que, como vimos, empujó a Grisóstomo al suicidio y el que paraliza la voluntad de Cardenio ante cualquier obstáculo, hay una perfecta continuidad sicológica. El obstáculo fascina, ofrece poéticas posibilidades, al mismo sujeto que, en otro momento, puede permanecer anonadado frente a él, sintiéndose excluido, arrojado a las tinieblas, o, como dice Cardenio, sintiendo «que lo que yo desease jamás había de tener efecto». El obstáculo atrae, como la cara de Medusa, y, atrayendo, paraliza la voluntad; lo cual, a su vez, puede ser fuente de profunda angustia. En cualquier caso, fascinado o angustiado, la parálisis del sujeto frente al obstáculo es la misma, el encadenamiento al obstáculo no se altera. Pero si la paralizante transformación del obstáculo en posible fuente de inspiración poética recuerda el trágico destino de Grisóstomo, la actitud irresponsable de Cardenio ante el creciente interés de don Fernando por Luscinda anticipa claramente el vergonzoso deseo que aparecerá poco después en la historia de El curioso impertinente, otra historia de dos amigos con «traición» de uno de ellos.

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No puede caber duda de que Cardenio atizó el fuego del deseo de don Fernando de manera por completo irresponsable. Al principio la cosa parece bastante inocente: «di cuenta [de mis deseos] a don Fernando, por parecerme que, en la ley de la mucha amistad que mostraba, no le debía encubrir nada» (I, 24). Pero pronto esas conversaciones íntimas sobre Luscinda le empiezan a resultar sospechosas a él mismo: Bien es verdad que quiero confesar ahora que, puesto que yo veía con cuán justas causas don Fernando a Luscinda alababa, me pesaba de oír aquellas alabanzas de su boca,y comencé a temer y a recelarme dél, porque no se pasaba momento donde no quisiese que tratásemos de Luscinda, y él movía la plática, aunque la trujese por los cabellos; cosa que despertaba en mí un no sé qué de celos, no porque yo temiese revés alguno de la bondad y de la fe de Luscinda; pero con todo eso, me hacía temer mi suerte lo mismo que ella me aseguraba (I, 24).

No obstante, no solo no hace nada por evitar lo que cada vez está más claro, sino que, como ya hemos visto, le ofrece a don Fernando la posibilidad de convertirse abiertamente en su representante, en su mediador, porque, como le dice, él está paralizado por la idea de que jamás conseguirá lo que desea. Por otra parte, no nos debería sorprender esta actitud en un Cardenio al que vimos, primero fascinado y luego paralizado por un pequeño obstáculo. Porque ahora se encuentra ante un obstáculo formidable y viviente, un verdadero rival, que es precisamente lo que él ve ya en don Fernando.Y su reacción ante el nuevo obstáculo es perfectamente predecible: paralizado y fascinado a un tiempo. Si don Fernando se ha contagiado del deseo de Cardenio por Luscinda, es ahora Cardenio el que, a su vez, se está contagiando del deseo del rival, que él mismo ha suscitado; comienza a desear a Luscinda a través del deseo de don Fernando. No nos puede sorprender que le busque las vueltas a la situación hasta conseguir que don Fernando se ofrezca a hablar por él, a ocupar su puesto. De hecho, don Fernando ya se había convertido en el mediador del deseo de Cardenio, aun antes de que este lo designe explícitamente como tal. Lo que vemos ahora en Cardenio apenas encubierto saldrá por completo a la luz en el Anselmo de El curioso impertinente. En Cardenio todavía no se ha dado el último paso, todavía no vemos al sujeto del deseo pedirle abiertamente al amigo que intente seducir a su mujer,

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que es lo que hará Anselmo. Pero nos quedamos prácticamente a las puertas. Cardenio naturalmente no tiene que convencer al amigo que muestre interés por su mujer. El amigo ya lo hace bastante a las claras. Lo único que necesita es una oportunidad, que es precisamente lo que le va a ofrecer Cardenio. Pero este aún puede aferrarse desesperadamente a una última excusa por débil y transparente que sea: «¿Pude yo prevenir esta traición? ¿Pude, por ventura, caer en imaginarla?» (I, 27). Pero Cervantes sabe mucho más sobre Cardenio que el propio Cardenio, y es mucho menos dado a engañarse a sí mismo. Así es que, de la misma manera que dejó sin base la excusa de Grisóstomo, cambiando las circunstancias e inventando una historia donde ya no había ninguna Marcela cruel y tiránica, sino una Luscinda tierna y amorosa, y haciendo que, sin embargo, el nuevo Grisóstomo, de nombre Cardenio, aún consiguiera atraer sobre sí la tragedia; de la misma manera, repito, el astuto autor dejará ahora sin base la excusa de Cardenio. Va a desaparecer de la escena el mal amigo, el traidor cuya traición Cardenio «no pudo prevenir» ni «caer en imaginarla»; y va a ser sustituido por un amigo honrado y leal a quien no se le hubiese ocurrido una traición como la de don Fernando.Y aun así el nuevo Cardenio, de nombre Anselmo, al igual que el anterior, se las va a arreglar para que el buen amigo lo traicione, o sea, para destruirse a sí mismo. Parece, por tanto, que no hay límite a la capacidad de un ser humano libre de fabricarse ingeniosamente su propia destrucción, o a la de un ingenioso autor, actuando en paralelo, para dar a esas ingeniosas autodestrucciones la expresión y forma literarias que merecen y que están pidiendo a gritos. La secuencia lógica de las tres historias En otras palabras, puede apreciarse un progresivo desarrollo entre las tres historias tendente a dejar cada vez más al desnudo la falta de verdadero objeto del deseo que conduce a la tragedia, su radical dependencia del deseo del otro, al que inevitablemente convierte en deseo r ival, deseo obstaculizante. El resultado en los tres casos, incluido el de Cardenio hasta el momento, es igualmente trágico: el suicidio de Grisóstomo, la locura furiosa de Cardenio y la muerte de Anselmo de pura angustia, al borde también de la insania. La diferencia entre ellas es que, a medida que pasamos de la una a la otra, cada vez aparece

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con más claridad la participación cómplice del infortunado en su propio infortunio. Con este fin se han ido eliminando progresivamente todas las aparentes causas externas de la tragedia. Si Grisóstomo podía negarse a la verdad echándole la culpa a la dureza de corazón o la crueldad de su amada, no podrá decir eso en su propio caso Cardenio, quien le echará la culpa al amigo traidor. Cuando llegamos a El curioso impertinente, esa última apariencia de razón desaparece por completo. En claro contraste con el traidor amigo de Cardenio, el de Anselmo, Lotario, no solo no obstaculiza la boda de su amigo, sino que la facilita alegremente. Al llegar a este punto, todos los obstáculos externos han desaparecido. No queda más que el deseo al desnudo, un deseo que «fatiga y aprieta, un deseo tan extraño», como dice Anselmo, tan falto de justificación externa, que él mismo no sabe de donde le ha venido. Lo único que sabe es que desea ardientemente que su amigo desee a su mujer para asegurarse de que su mujer vale lo que parece valer. Al llegar a este punto, vista al desnudo, la causa de la tragedia no era más que ese deseo que necesita angustiosamente del deseo del otro para existir, y que, por consiguiente, se esclaviza al deseo del rival, y si no lo tiene, se lo crea. Ser víctima de la tragedia equivale a dejarse dominar por ese deseo, el deseo del obstáculo, matriz de todas las aventuras caballerescas y de todas las poéticas tragedias de amor. A diferencia de Grisóstomo, que se va al infierno culpando a Marcela de su desesperada decisión de irse al infierno, Anselmo, última encarnación del sujeto del deseo en la secuencia que analizamos, reconoce, al borde ya de la locura y al límite del dolor, que todo ha sido culpa suya: Con tan desdichadas nuevas, casi casi llegó a términos Anselmo, no solo de perder el juicio, sino de acabar la vida. […] Viéndose, pues, solo, comenzó a cargar tanto la imaginación de su desventura, que claramente conoció que se le iba acabando la vida; y así, ordenó de dejar noticia de la causa de su extraña muerte; y comenzando a escribir, antes que acabase de poner todo lo que quería, le faltó el aliento y dejó la vida en las manos del dolor […] «Un necio e impertinente deseo me quitó la vida. Si las nuevas de mi muerte llegaren a los oídos de Camila, sepa que yo la perdono, porque no estaba ella obligada a hacer milagros, ni yo tenía necesidad de querer que ella los hiciera; y pues yo fui el fabricador de mi deshonra, no hay para qué…» (I, 35).

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Debido a este reconocimiento de su culpa y el perdonar a Camila, la muerte de Anselmo es muy distinta de la desesperación suicida de Grisóstomo y aun de la insania ocultadora de la verdad de Cardenio. Diferencia esta que merece la pena destacar. En cierto sentido, cuando llegamos a la historia de El curioso impertinente, final de una trayectoria que comienza con la historia de Marcela y Grisóstomo, podemos decir que hemos tocado fondo. En términos de comportamiento vergonzoso e inexcusable, lo que hace Anselmo hubiese posiblemente horrorizado o avergonzado a un Grisóstomo o a un Cardenio. En este sentido, Anselmo es el peor. Y sin embargo, es precisamente en este punto de máxima degradación, donde no existe ya la menor excusa para la tragedia, al borde mismo de la locura o la desesperación, donde suena una nota de esperanza en esa confesión de Anselmo y ese perdón.Yo creo que lo que oímos aquí, una vez más, es la voz esperanzada de Cervantes, que no cree que esa locura o esa desesperación sean inevitables. Con todo esto no trato de decir que las tres historias formen un todo indivisible, del que no pueda eliminarse ninguna de las partes sin merma de sentido. No es ese el caso. Cada una de las tres historias es por completo independiente de las otras, se basta a sí misma, tiene completo sentido por sí misma. Pero cuando se ponen en relación las tres, el sentido de cada una se hace más claro y se profundiza. Porque, en último término, todas tratan de lo mismo, cada una a su manera y según circunstancias específicas; con lo cual se refuerzan entre sí, y en conjunto hacen más claro el sentido universal de lo que las une. No nos importa aquí que la historia de El curioso impertinente esté «como separada» de la principal historia de don Quijote, a diferencia de las otras dos, que «son casos sucedidos al mismo don Quijote, que no podían dejar de escribirse», según nos advierte un travieso e irónico narrador, en ese famoso comienzo del capítulo XLIV de la Segunda Parte. Porque ese mismo narrador nos dice también que tiene «habilidad, suficiencia y entendimiento para tratar del universo todo», y, por tanto, hemos de asumir que tiene la capacidad de cubrir largas distancias sin perder el aliento y de moverse entre cosas alejadas unas de otras, con arte y sabiduría, poniendo en contacto lo que otros, menos dotados, encuentran difícil de relacionar. De otra forma, le ocurriría a él lo que le ocurrió a Avellaneda o al loco de Sevilla, que pensaron que añadir historias o engordar el libro era como soplar perros. O

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como dice Sancho del «hijo de perra» que escribió la historia de don Quijote, que no debía de tener la menor idea de lo que hacía y terminó mezclando «berzas con capachos». Así es que, de momento al menos, no creo que nos debamos preocupar de eso. Habrá también quien piense que estamos queriendo fabricar algo así como el lecho de Procrustes, intentando reducirlo todo a una misma medida, en olvido de lo que es específico de cada situación. Sin embargo lo que intento poner de manifiesto es, en cierto sentido, lo contrario. Es decir, hacer ver la fecundidad de una idea y de una estructura básicas. Todo lo contrario del lecho de Procrustes: un lecho, si así lo queremos llamar, tan flexible que se acomoda a todo tipo de situaciones, sin que se altere la forma en que se estructuran sus diferentes partes. El que el suicidio de Grisóstomo, la penitencia y locura de Cardenio en Sierra Morena y la muerte de Anselmo puedan explicarse satisfactoriamente siguiendo la lógica interna de lo que hemos llamado deseo del obstáculo, no quiere decir en absoluto que desconozcamos, por ejemplo, las diferencias de personalidad de los distintos personajes. Quién sabe, tal vez un Grisóstomo hubiese reaccionado de manera distinta en la situación de Cardenio, ante la negativa del padre de su amada. Tal vez hubiesen decidido escaparse los dos (si Luscinda hubiese sido más como Marcela) para seguir aún más de cerca la historia de Píramo y Tisbe. Y a partir de ahí, sepa Dios lo que un Cervantes hubiese podido imaginar para construir una historia interesante. Nada de eso indica que hubiésemos tenido que cambiar la lógica interna del deseo de los dos poéticos amantes, que es la misma lógica del deseo del ávido lector de historias de poéticos amantes. Y toda historia poética de amantes será, en última instancia, la historia de un deseo, y ese deseo tendrá que multiplicar los obstáculos para mantener vivo el interés, para mantenerse a sí mismo. Como prueba de lo que decimos, examinemos con más detenimiento la conducta y la personalidad de ese otro personaje crucial para el desar rollo de la relación entre Cardenio y Luscinda, o sea, don Fernando; personaje que sin duda aparecerá a los ojos de muchos lectores como candidato número uno al papel de malo. Porque, al fin y al cabo, Grisóstomo, Cardenio y Anselmo fueron víctimas de su propio comportamiento. Don Fernando, por el contrario, no parece que se destruya a sí mismo, pero sí está claro que daña a todos los demás y, para colmo, no parece sentir el menor remordimiento.

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Don Fe rnando ¿Actúa, pues, don Fernando por pura malicia? ¿Es este personaje, por consiguiente, distinto de todos los demás, distinto de sus víctimas? En cierto modo, es esta la pregunta que se hace Cardenio: ¿por qué me hizo esto don Fernando?, ¿qué razones podía tener contra mí? «¿Qué ofensa te hice?»: ¿Quién pudiera imaginar que don Fernando, caballero ilustre, discreto, obligado de mis servicios, poderoso para alcanzar lo que el deseo amoroso le pidiese dondequiera que lo ocupase, se había de enconar (como suele decirse) en tomarme a mí una sola oveja, que aún no poseía? (I, 27).

Desde luego no fue obra del destino, como pretende retóricamente Cardenio: Mas ¿de qué me quejo, ¡desventurado de mí!, pues es cosa cierta que cuando traen las desgracias la corriente de las estrellas, como vienen de alto a bajo, despeñándose con furor y violencia, no hay fuerza en la tierra que las detenga, ni industria humana que prevenirlas pueda?

A don Fernando no le vino de las estrellas su irresistible deseo de apoderarse de Luscinda. Le vino de Cardenio. Se contagió del deseo de Cardenio. Adaptando a nuestro caso las palabras de Proteus en The Two Gentlemen of Verona, que ya citamos anteriormente, «It was not his eye, but Cardenio’s praise, not her true perfection, but his false transgression» lo que alimentó su deseo de Luscinda. En respuesta a la pregunta concreta de Cardenio, «¿por qué, pudiendo escoger entre tantas,se enconó en tomarme a mí la mía?», diremos que fue precisamente por eso, porque era la que deseaba Cardenio. Deseo «enconado» de apoderarse de lo que Cardenio deseaba, porque desearlo Cardenio era como quitárselo a él, ponerle una bar rera a su deseo. A don Fernando no le interesa nada que se le ofrezca gratuitamente, solo le interesa lo que se le niega, lo que otro desea para sí. En algo se parece, por tanto, a don Quijote: don Fernando no parece que sea capaz de rechazar jamás un desafío. Nunca lo vemos desear nada que no se le aparezca a él como un desafío. Don Fernando es un perfecto parásito del deseo. No tiene deseos propios. Siempre se adhiere al deseo de otro. La primera indicación que se nos da sobre la sicología de don Fernando ocurre tan pronto como Cardenio llega a casa del duque Ricardo. Como recordará el lector, el duque «quería que fuese com-

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pañero, no criado, de su hijo el mayor». Pero el que se apodera inmediatamente de Cardenio es don Fernando, el segundón, no el hijo mayor, el heredero, de quien no sabemos absolutamente nada: El que más se holgó con mi ida fue un hijo segundo del duque, llamado Fernando […], el cual, en poco tiempo, quiso que fuese tan su amigo, que daba que decir a todos; y aunque el mayor me quería bien y me hacía merced, no llegó al extremo con que don Fernando me quería y trataba.

Está claro que este nuevo Caín se apasiona inmediatamente por lo que viene destinado al mayor, al favorito, y termina arrebatándoselo. Entonces nos enteramos de otras andanzas del envidioso segundón, que confirman la impresión que ya tenemos de él. Andaba enamorado de «una labradora, vasalla de su padre […] tan hermosa, recatada, discreta y honesta» que todos sus esfuerzos por satisfacer su deseo habían sido en vano. Como era de esperar, el deseo se le convierte en obsesión, hasta el punto de que: para poder alcanzarlo y conquistar la entereza de la labradora, [le dio] palabra de ser su esposo; porque de otra manera era procurar lo imposible.

Cardenio, alarmado por un comportamiento tan innoble, intentó disuadirlo, pero fue en vano. Ni que decir tiene que, tan pronto como don Fernando consigue su propósito con la virtuosa labradora, el deseo se le enfría rápidamente: así como don Fernando gozó a la labradora, se le aplacaron sus deseos y se resfriaron sus ahíncos; y si primero fingía quererse ausentar por remediarlos, ahora de veras procuraba irse por no ponerlos en ejecución.

Lo que le ocurrió a la hermosa y virtuosa labradora es, como se sabe, la historia de Dorotea, mujer decidida, que no está dispuesta a dejarse engañar de esa manera, y hará todo lo posible por remediarlo. Ella nos confirma en la narración de su propia historia lo rápido que don Fernando podía pasar del deseo irresistible ante el obstáculo a la ausencia de deseo, tan pronto como el obstáculo ha desaparecido: Tornó don Fernando a reiterar y confirmar sus juramentos; añadió a los primeros nuevos santos por testigos; echose mil futuras maldiciones, si no cumpliese lo que prometía […].Y con esto, y con volverse a salir

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del aposento mi doncella, yo dejé de serlo y él acabó de ser traidor y fementido. El día que sucedió a la noche de mi desgracia, se venía aun no tan apriesa como yo pienso que don Fernando deseaba […]. Digo esto, porque don Fernando dio priesa por partirse de mí […].Y al despedirse de mí (aunque no con tanto ahínco y vehemencia como cuando vino), me dijo que estuviese segura de su fe (I, 28).

A poco de esto don Fernando ya estaba encaminándose hacia donde lo llevaba el deseo de Cardenio, es decir, hacia la bella Luscinda, de quien tanto le hablaba este. Es sorprendente la diferencia de personalidad entre el decidido, el alocado, don Fernando y el inveteradamente indeciso Cardenio, paralítico de la voluntad. Vemos a don Fernando lanzarse una y otra vez tras el objeto de turno de su deseo, sin la menor hesitación, sin dudar sobre lo que quiere en el momento de quererlo; dispuesto a hacer, y haciendo, lo que haga falta para conseguirlo.Y sin embargo, lo que causa en don Fernando esta frenética actividad es exactamente lo mismo que causa en Cardenio la indecisión paralizante: el obstáculo que dispara o intensifica el deseo y que simultáneamente le bloquea el camino, lo detiene, lo rechaza. En términos puramente lógicos, es imposible separar una cara de la otra, pero, en la práctica, es también imposible predecir con exactitud, determinar de antemano, cuál va a ser la reacción del sujeto del deseo, hacia cuál de las dos caras (o combinación de las mismas) se va a inclinar. La lógica del deseo es exactamente la misma en ambos casos, pero eso no anula en absoluto las características individuales del sujeto o las circunstancias de cada situación. Es más, teniendo en cuenta las diferencias de reacción entre don Fernando y Cardenio, se puede hacer un diagnóstico individualizado de cada uno de ellos. Yo creo que, con independencia de las consecuencias que el sometimiento al deseo del obstáculo produce en cada uno de ellos (mucho más devastadoras en Cardenio, la víctima, que en don Fernando, el verdugo, relativamente hablando), la mayoría de los lectores podrá reconocer que el deseo de don Fernando por Luscinda (o por Dorotea) es mucho más enfermizo, más patológico, más carente de realidad, que el de Cardenio. La dependencia del deseo de don Fernando del deseo obstaculizante del otro (Cardenio o Dorotea) es de una radicalidad abrumadora. Si hay obstáculo, hay de-

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seo, y si no, no, en absoluto. Así de simple y de drástica es la cosa con don Fernando. Como acabamos de ver en el caso de su deseo por Dorotea, tan pronto como desapareció el obstáculo, así de pronto desapareció el deseo; antes de que se hiciera de día, ya quería marcharse de la habitación. Lo cual quiere decir que el objeto de su deseo no tiene realidad propia ninguna. No hay nada detrás del obstáculo que atraiga su deseo con independencia del obstáculo mismo. Lo que él desea, por tanto, es pura apariencia, un espejismo creado por la presencia misma del obstáculo. Nunca vio ni deseó la realidad de Dorotea, o la de Cardenio, o la de Luscinda. Ahora bien, es precisamente esta absorción completa de su deseo en el obstáculo lo que, por aparente paradoja, le da a don Fernando esa apariencia de alguien que no se detiene ante nada, ante ningún obstáculo, para conseguir lo que quiere. La apasionada intensidad de su deseo está en razón inversa a la realidad de su objeto. Esa intensidad es la medida exacta de su dependencia del obstáculo. Aunque parezca que don Fernando no se detiene ante ningún obstáculo para conseguir lo que desea, la verdad es que don Fernando no da un paso más allá del obstáculo que se le pone en el camino. No hay obstáculo que frene su deseo de conseguir aquello mismo que el obstáculo, y solo el obstáculo, le designa como deseable. El deseo de don Fernando ha perdido, pues, todo sentido de la realidad, o sea, todo sentido de aquello que, desde más allá del obstáculo, podría poner un freno a su deseo, introducir la duda. Don Fernando vive al borde de la criminalidad. Si no fuera hijo del duque Ricardo, es muy posible que estuviera ya en la cárcel, o peor. El deseo ficcionalizante de Cardenio no llega a ese extremo.Y por eso precisamente sufre mucho más. La realidad de su Luscinda no ha desaparecido por completo detrás del obstáculo. Su amor por ella, desde que eran niños, es mucho más resistente a la ficción, a la des-realización, que los objetos del deseo de don Fernando, que no tienen realidad ninguna. Su fascinación ante el obstáculo le hace un daño terrible a esa realidad, pero no la destruye por completo. En consecuencia, el obstáculo fascinante tiene todavía la capacidad de revelarse en parte, existencialmente, como lo que es, un obstáculo, un impedimento, en el camino a una realidad que no se queda ahí, en el obstáculo, sino que se sitúa más allá, y es independiente del obstáculo. Cardenio siente a un tiempo la fascinación y la angustia. Intuye to-

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davía la insidiosa tentación del obstáculo, que es la de quedarse en él, la de que el objeto del deseo sea reemplazado, absorbido por el obstáculo (para lo cual cuenta Cardenio con la tentadora ayuda de toda la tradición poética de trágicas historias de amor). Cardenio es capaz de sentir que su deseo, en alguna manera que él no entiende (que él no es capaz, por ejemplo, de relacionar con su poetización del obstáculo), puede convertirse en un serio impedimento para conseguir a una Luscinda que aún conserva en él gran parte de su realidad. De alguna forma, Cardenio siente vagamente la insuficiencia, la debilidad innata, de su deseo: «me parecía que lo que yo desease jamás había de tener efecto». Por comparación con don Fernando, la parálisis angustiosa de Cardenio ante el obstáculo, aun siendo un claro síntoma de deseo enfermizo, es también un síntoma de salud residual, por así decir. Su ansiedad está perfectamente justificada. Es el aviso de una pérdida de realidad, de un vacío, más bien que la expresión de un deseo contrariado. Estamos ante una situación similar a la que ya vimos comparando a don Quijote el esnob con don Quijote el loco: el esnobismo de don Quijote sale a la superficie, se hace visible, en tanto cede la locura, es decir, la absorción en el modelo-rival, el fascinante obstáculo, Amadís. Como decíamos entonces, comparativamente, el esnobismo de don Quijote es una buena señal, una señal esperanzadora de recuperación.Y además nos ayuda a entender mejor lo que yace en el fondo de la locura de don Quijote, que la locura misma nos oculta. De la misma forma nos ayuda la comparación entre don Fernando y Cardenio. Ambos sufren de la misma enfermedad existencial, pero la gravedad de la misma es mayor en aquel que en este, variando según el caso los síntomas. Es la enfermedad origen de todos los problemas y desgracias de las tres historias intercaladas que hemos examinado. Y es también la enfermedad que relaciona estas historias con la locura de don Quijote; enfermedad enraizada, en última instancia, en la fundamental inestabilidad del deseo humano, en su inherente capacidad de entrar en conflicto consigo mismo, porque no es nunca autosuficiente, siempre implica de una u otra forma, para bien y para mal, un deseo ajeno.

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Reflexión adicional sobre el deseo del obstáculo El deseo del obstáculo, la transformación del obstáculo en objeto de deseo, es una posibilidad inherente de la dinámica, la lógica interna, que gobierna el desarrollo del deseo mimético, cuya teoría ha sido desarrollada y expuesta de múltiples maneras por Girard; teoría que sirve de base a mis propias reflexiones. El deseo del obstáculo es un deseo ciego ante su propio mimetismo; un deseo que no ve su propio seguimiento del deseo del otro y, en consecuencia, confunde el efecto con la causa. Ve el deseo que sigue, que imita, el deseo modelo, como una interferencia externa, un obstáculo en su camino, y al mismo tiempo como la prueba que necesita de que el objeto que persigue es verdaderamente deseable. Porque si no lo fuera —se razona a sí mismo— no lo desearía el otro.Y una vez que el deseo se constituye existencialmente de esa manera, con esa lógica, tiende a perpetuarse de esa misma manera. El sujeto de un deseo así constituido tenderá a desear solo si existe un obstáculo.Y si un obstáculo, real o imaginado, le bloquea el camino, el sujeto del de seo asumirá la existencia de un deseo contrario, rival, un deseo que prueba el valor del objeto. Esta es en líneas generales, esquemáticamente, la estructura de lo que llamamos deseo del obstáculo. Es también el deseo literario por excelencia; el deseo tanto del desafío caballeresco como de la historia de amor perennemente frustrada. Es el deseo que mantiene viva la ficción literaria, lo que la hace aparecer como algo vivo, real. Son los obstáculos los que mantienen nuestro interés de lectores. Decía Aristóteles que encontramos placer en la representación mimética de cosas en sí mismas desagradables, porque aprendemos a través de esa representación, y es natural a los seres humanos el que les guste aprender. Pero aun aceptando el razonamiento aristotélico sobre la relación entre representación mimética y aprendizaje, eso no explica nuestra «preferencia» por tales imitaciones,la abrumadora «preponderancia» de tales cosas desagradables en los anales de la representación mimética. Cervantes sabe que no es un intenso deseo de aprender lo que lanza a un fascinado don Quijote en busca de aventuras, o a una fascinada Marcela a hacerse pastora. No es exactamente el poder de la imaginación artística, imitativa de cosas imaginarias, lo que ficcionaliza la realidad, sino «el poder del deseo». La literatura de ficción ficcionaliza la realidad, porque la reduce, la restringe, la moldea según el deseo. Una realidad ficcionaliza-

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da, convertida en imagen ficticia, es, inevitablemente, una realidad reducida, constreñida, no una expansión de la realidad, no una realidad «liberada», como nuestros románticos de antes y de ahora han estado diciendo siempre. La realidad pierde su apertura y, por consiguiente, su relativa, aunque insoslayable, indeterminación, su carácter relativamente impredecible, cuando la vemos a través de la lente del deseo. Porque el deseo humano, abandonado a su propia lógica, es bastante predecible, mucho más predecible que cualquier situación real; y no predecible en cuanto a su objeto, que puede ser cualquier cosa, sino en relación con el inevitable modelo, sobre el que descansa en último término la elección de objeto. Haciéndonos eco de algo que dice Marcela en su famoso discurso, el número de cosas deseables es prácticamente infinito, y sin embargo, no todo lo que es deseable se desea. La pregunta, por tanto, deberá ser ¿por qué solo se desean ciertas cosas deseables y no otras? La elección, las condiciones interindividuales de la elección del objeto del deseo, es lo que les interesa de verdad a los grandes maestros de la literatura de ficción.Y son ellos precisamente los que están en una posición privilegiada para preguntarse y meditar sobre el hecho de que, a través de los siglos, la clara preferencia de los seres humanos ha sido por artefactos poéticos que imitan principalmente, más que cualquier otra cosa, desastres y desgracias, obstáculos. Pero si al lector o espectador le ha atraído siempre el espectáculo de los deseos impedidos, obstaculizados, ¿no sentirá él mismo la tentación de fabricarse sus propios obstáculos, sus propios desafíos? Pudiéramos decir que todos los personajes impedidos o frustrados que han inventado siempre los maestros de la ficción poética no son sino manifestaciones de ese fascinado lector o espectador que sigue acudiendo una y otra vez al espectáculo de los deseos frustrados. Pues, como dice el Clarín de La vida es sueño: [No] hay ventana más cierta que aquella que, sin rogar a un ministro de boletas, un hombre se trae consigo, pues para todas las fiestas, despojado y despejado, se asoma a su desvergüenza (II, 2).

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Acudir al espectáculo es abrir una ventana, a través de la cual se puede ver tanto el espectáculo de fuera como el interior del curioso espectador, pues este ve en el espectáculo lo mismo que se trae consigo. Acudir al espectáculo es despojarse de toda cobertura, quedar al desnudo, revelar la vergonzante indefensión, la indigencia, la vulnerabilidad. Pero esto no es lo peor, lo peor es que es eso, su vergüenza, su indigencia, lo que el espectador viene a ver, desvergonzado mirón de sí mismo. Por eso, «se asoma a su desvergüenza». El espectáculo le devuelve su mirada de curioso impertinente. Pero aún cabe preguntarse por qué. ¿Por qué esa curiosidad desvergonzada, ese deseo, por ver el espectáculo de su propia curiosidad desvergonzada, de su deseo? Que es lo mismo que preguntarse por el papel de cómplice que juega el espectáculo poético (dramático o narrativo) en el mantenimiento e incitación de ese deseo. Pues no es exactamente el deseo del espectador lo que el espectáculo le ofrece a este, sino una copia, una imitación del mismo. Pero no es suficiente decir que es una copia, porque es, además, una copia vergonzante, traicionera, pues se oculta detrás de una máscara, de una persona ficticia. Se ha dicho innumerables veces que la literatura, la ficción poética, es un espejo de la vida. En cierto sentido, así es. Pero no es precisamente en su calidad de espejo en lo que consiste su atractivo. El espejo que la ficción poética presenta al deseo, a la curiosidad, del espectador es como el espejo de Narciso: el espectador no sabe que es un espejo, no sabe que se está viendo a sí mismo. Esto es fundamental: al ávido espectador, al curioso, no le interesa en absoluto su propio deseo, a no ser que lo vea en otro. Es decir, el poeta se aprovecha del carácter mimético del deseo del curioso espectador. Es el deseo mimético, copiador, del espectador lo que el poeta, maestro en mimetismo, copiador por excelencia, copia, imita. El secreto está en ocultar esta mutua imitación, de ahí la máscara, el montaje ficticio, con el que, en principio al menos, se engañan mutuamente. Esto lo sabían perfectamente tanto Cervantes como Calderón. Si, como dice este último, «un hombre se trae consigo» lo que viene a ver en escena, por el hecho mismo de acudir a verlo, eso quiere decir igualmente que el poeta como tal, como imitador, no tiene deseo propio. Pues como ya hemos visto que decía Kierkegaard, un poeta no es un apóstol, su misión no es proclamar la verdad a un engañado espectador. El poeta corre el mismo peligro que el espectador de

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ser engañado, seducido, por la ficción que él mismo crea; engañado hasta creer que el deseo representado es un deseo autosuficiente, que en su calidad de poeta, él no imita sino que crea, que sus deseos se originan en él mismo. El gran poeta sabe que esto no es así, y este saber se le convierte en fuente inagotable de profunda ironía. El deseo del poeta, en cuanto poeta, y el deseo del espectador, en cuanto espectador, se encuentran el uno al otro sobre el mismo terreno y se alimentan el uno del otro por igual8. La máscara, el icono poético, desvía hacia sí el peligro inherente en esa simetría de deseos idénticos encontrados; se convierte en algo así como un sustituto sacrificial que evita un conflicto real, un conflicto que va a quedar en suspenso. El icono poético, la ficción, representa en sí misma el conflicto que se ha evitado, que se ha conseguido ficcionalizar; adquiere sentido a la luz de este conflicto. Todos los poetas saben que los conflictos se venden bien, han sido siempre best sellers, pero solo los grandes poetas saben también que la razón de que se vendan con tanto éxito los conflictos ficticios, y la razón de que haya conflictos de verdad, es frecuentemente la misma: el carácter mutuamente mimético de los deseos encontrados. La dinámica interna, la lógica, del conflicto mimético, ya sea el de verdad o un sustituto ficticio, es la misma.Y eso quiere decir que lo mismo que desvía hacia la ficción y evita el conflicto de verdad, puede asimismo provocarlo. No puede separarse una posibilidad de la otra. Todo conflicto de verdad es un candidato privilegiado a convertirse en poética ficción, y todo conflicto poético lleva en sí la posibilidad de convertirse en un conflicto de verdad, la posibilidad de ser imitado en la realidad. Ahora bien, ¿no significa esto que el conflicto mimético de verdad, con violencia de verdad, y víctimas y sangre, alimenta dentro de sí un proceso de des-realización, de ficcionalización, de la misma realidad que destruye? Yo creo que esta conclusión es inevitable. Mientras más grande sea la violencia, más intensa será la violenta atracción mimética entre los contendientes, la predecible recip rocidad y dependencia mutua y, como re s u l t a d o, tanto más irrelevante, tanto más irreal, llegará a ser el objeto de la violencia, si es que existió uno con realidad propia en algún momento del con-

8 «It is the spectator, and not life, that art really mirrors», dice Oscar Wilde en el «Prefacio» a su novela The picture of Dorian Gray.

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flicto. Poco importa cuál fuese la causa original de la violencia, o su justicia o injusticia. El mimetismo inherente al deseo violento, violentamente modelado, mediatizado, por el deseo simétrico del contrario, terminará apoderándose del conflicto y será, en último término, lo único que lo sostenga. Un conflicto humano apocalíptico que destruyera la vida entera sobre el planeta sería también, más que ningún otro, un conflicto sin objeto, violencia pura girando sobre sí misma sobre un teatro universal de pura ficción. Naturalmente, decir que la violencia humana ficcionaliza la realidad, decir que el objeto de la violencia en cuanto tal, en cuanto definido por la violencia misma, es siempre, en mayor o menor medida, un ente de ficción supone concebir la realidad, o sea, el sentido y significación de lo real, en cuanto real, como algo incompatible con la violenta dinámica del conflicto mimético, como algo que inevitablemente escapa a la rivalidad, cualquiera que sea el objeto de dicha r ivalidad. Ahora bien, la posibilidad histórica de concebir el sentido último de lo real de esta manera no ha existido siempre ni mucho menos. Hoy sabemos que hubo y hay otras maneras de concebir la realidad, en las que no se percibe ninguna incompatibilidad fundamental entre la realidad en cuanto tal y la violencia humana, o entre la violencia humana y cualquier otro tipo de violencia.Dentro de una concepción de este tipo, la única diferencia fundamental es la que se establece entre una violencia que destruye cosas reales, con víctimas de carne y hueso, y sangre, y una violencia que solo lo es en apariencia, sin víctimas, mejor dicho, sin víctimas que cuenten, o sea, una violencia que puede ser físicamente real, pero que no afecta a nada importante. Y ni que decir tiene que, en semejante contexto, puede llegar a ser un deber sagrado usar o crear formas de ficcionalizar la violencia, de imitarla sin consecuencias. Hablar en ese contexto, como hacemos nosotros aquí, de violencia realmente destructora y de violencia imitada, desviada, ficticia, como de dos cosas que se comunican entre sí y entre las cuales es fácil deslizarse podría ser considerado como una forma escandalosa de hablar, tal vez como una especie de sacrilegio. Porque todo puede estar en juego, hasta la supervivencia misma de la comunidad, en esa posibilidad de diferenciar y mantener separadas la violencia que destruye de verdad de la otra, la imitada. No creo que nadie, ahora, en nuestra civilización occidental, atribuya a la ficcionalización poética de la violencia semejante res-

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ponsabilidad ritual. Por eso podemos tratar también al sustituto poético con una libertad sin precedentes. Aparte de algún que otro arrebato romántico, nadie puede pensar hoy seriamente que la ficcionalización de la violencia pueda funcionar como antídoto de la violencia realmente destructora. La ficción poética, heredera de los viejos rituales, no nos puede salvar de nuestra propia violencia mimética. El proceso histórico de desacralización de la violencia nos ha quitado esa posibilidad, nos ha «desengañado» de ella. Pero el hecho de que no nos pueda salvar ya de la violencia no quiere decir que haya perdido su antigua conexión con la violencia de verdad. Todo lo contrario, si no nos puede salvar ya, es precisamente porque no nos podemos seguir engañando sobre su conexión con la violencia real; porque ahora sabemos que ficcionalizar la violencia no es renunciar a la violencia, sino una manera de jugar con ella, de esconderla y esconderse uno de ella, como hace, una vez más, el gracioso Clarín de La vida es sueño, a quien no le sirvió de nada el esconderse. Un gran poeta como Cervantes es profundamente consciente de las dos caras de esta nueva situación. Sabe de la radical irrelevancia de la ficción poética como instrumento de salvación, pero sabe también que por detrás del juego, de la pretendida inocencia, hay violencia de verdad. De hecho, el nuevo gran poeta tal vez tenga esto mucho más claro que el antiguo ritualista, precisamente porque su salvación de la violencia no depende en absoluto de su capacidad de ritualizarla, convirtiéndola en ficción. La ficcionalización del conflicto mimético ha perdido su capacidad de salvación, pero no su capacidad de convertirse en verdadera destrucción, en violencia de verdad. De eso es de lo que habla Cervantes cuando traslada a los caballeros andantes de la luna, por así decir, a la tierra, y a los amantes pastoriles de la poética Arcadia a La Mancha.

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CAPÍTULO XI LA VENTA DE JUAN PALOMEQUE Callaban todos y mirábanse todos: Dorotea a don Fernando, don Fernando a Cardenio, Cardenio a Luscinda y Luscinda a Cardenio. Mas quien primero rompió el silencio fue Luscinda, hablando a don Fernando desta manera: «Dejadme, señor don Fernando, por lo que debéis a ser quien sois, ya que por otro respeto no lo hagáis […]. Notad cómo el cielo, por desusados y a nosotros encubiertos caminos,me ha puesto a mi verdadero esposo delante […]». [Entonces] Dorotea […] esforzándose lo más que pudo, se levantó y se fue a hincar de rodillas a sus pies […]. «Mira, señor mío […] tú no puedes ser de la hermosa Luscinda, porque eres mío, ni ella puede ser tuya, porque es de Cardenio […]. En fin, señor, lo que últimamente te digo es que, quieras o no quieras, yo soy tu esposa; testigos son tus palabras, que no han ni deben ser mentirosas […]; testigo será la firma que hiciste, y testigo el cielo, a quien tú llamaste por testigo de lo que me prometías». […] y todos rodeaban a don Fernando, suplicándole tuviese por bien mirar las lágrimas de Dorotea […]. Que considerase que, no acaso, como parecía, sino con particular providencia del cielo, se habían todos juntado en lugar donde menos ninguno pensaba (I, 36).

Coincidencias providenciales Ya hemos aludido a la semejanza funcional —notada hace tiempo por Avalle Arce— entre la solución mágica de la sabia Felicia en las dos Dianas, especialmente en la de Montemayor, y la acumulación de coincidencias providenciales que ocurren en la venta de Juan Palomeque del Quijote; coincidencias que dan la oportunidad de que se

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resuelvan felizmente los problemas en los que los amantes cervantinos, Cardenio, Luscinda, don Fernando y Dorotea, se han visto envueltos. Pudiera decirse tal vez que se trata de una respuesta deliberada de Cervantes a esa parte de la Diana de Montemayor que no le gustaba. Pues, como dice el cura en el escrutinio de la biblioteca de don Quijote, «soy de parecer que no se queme, sino que se le quite todo aquello que trata de la sabia Felicia y de la agua encantada» (I, 6). El problema que plantea la opinión del cura es que si se le quita a la Diana «todo aquello que trata de la sabia Felicia y de la agua encantada», dejamos a los perennemente frustrados amantes de Montemayor sin ninguna solución a sus problemas; cosa que, debemos suponer, tampoco sería del agrado de Cervantes, como novelista. Cervantes no dejaría a sus personajes sin solución, repitiendo interminablemente los mismos errores, o sea, acercándose y alejándose entre sí en interminable vaivén; en especial, porque él mismo nos ha mostrado que no puede mantenerse ese vaivén indefinidamente sin llegar al desastre completo, vidas rotas, angustia insoportable, locura, suicidio. Lo que debió de pensar es que unas consecuencias tan terribles exigían una salida más creíble que el poder de una poción mágica. Cervantes confía a este respecto en la ayuda de la providencia divina, en sus «desusados y encubiertos caminos». Cosa que no es ni magia ni tampoco un milagro. La diferencia con la magia es evidente: los encubiertos caminos de la providencia no interfieren en ningún momento con el poder último de decisión del individuo, con la responsabilidad y la libertad individual. Es más, no solo no existe interferencia, sino todo lo contrario, la providencia actúa aquí como una llamada a la responsabilidad que se ha olvidado y, por consiguiente, a la libertad. Es un aviso y, al mismo tiempo, una señal de esperanza: no se ha perdido todo aún. Cabe la esperanza, porque todavía queda libertad de decisión. Estos amantes no han llegado aún al estado suicida, a la desesperación infernal, de un Grisóstomo, por ejemplo. Por otra parte, la mera aparición de la acción providencial sugiere que, de no haberse producido la intervención divina, abandonados los amantes a sus propios recursos, el final hubiese sido precisamente esa desesperación infernal. Pues no parece plausible que Cervantes acuda a la

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intervención divina por menos motivo que el de salvarlos del infierno. A grandes males, grandes remedios. Pero si es importante separar la providencia de la magia, no lo es menos, en cierto sentido, el separarla del milagro. Los «encubiertos», misteriosos, caminos de la providencia son parte integral y constitutiva de una realidad externa e histórica desencantada, desacralizada, que se acaba de descubrir, o redescubrir, históricamente como algo mucho más rico y complejo de lo que nadie había imaginado hasta entonces, una realidad moderna abierta a la exploración científica sin límites, sin tabús sagrados.Y ni que decir tiene, una realidad infinitamente más rica y compleja que cualquier representación literaria de la misma. Realidad abierta a la ciencia, pero que se extiende siempre más allá del alcance racional de la investigación científica. De ahí, su carácter, en último término, misterioso. La realidad y la razón científica (o filosófica) no coinciden totalmente. La providencia divina es algo más que el cimiento sobre el que se levanta la razón, como pensaba Hegel, para quien la confianza en la razón no era más que la confianza en la providencia1. La idea que demuestra aquí Cervantes de la realidad providencial está mucho más cerca de la visión de su contemporáneo Francis Bacon, el gran defensor de la «filosofía de la naturaleza» —precursora inmediata de la ciencia moderna— y de la separación entre divinity y filosofía: [Let] no man upon a weak conceit of sobriety or an ill-applied moderation think or maintain, that a man can search too far or be too well studied in the book of God’s word, or in the book of God’s works [i. e. nature]; divinity or philosophy: but rather let men endeavour an endless progress or proficiency in both2.

El progreso en el conocimiento de las obras de Dios es interminable, pero no llega nunca a penetrar «los misterios de Dios»3:

1 «The great assumption that what has taken place in the world has also done so in conformity with reason —which is what first gives the history of philosophy its true interest— is nothing else than trust in Providence, only in another form». Citado en Neiman, 2002, página introductoria sin numerar. 2 Bacon, The Advancement of Learning and the New Atlantis, I,3, p. 10. 3 Bacon, The Advancement of Learning and the New Atlantis, I, 3, p. 9.

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For the contemplation of God’s creatures and works produceth knowledge […], but having regard to God, no perfect knowledge, but won der, which is broken knowledge.

Si Cervantes hubiera sido un filósofo, seguro que hubiese estado de acuerdo con lo que decía Bacon de los presocráticos, criticando a Aristóteles: [In] my opinion both Empedocles and Democritus, who complain, the first madly enough, but the second very soberly, that all things are hidden away from us […] that truth is drowned in deep wells, that the true and the false are strangely joined and twisted together […] are more to be approved than the school of Aristotle so confident and dogmatical4.

Afirmación significativa, no por lo que nos dice de la filosofía presocrática, sino por lo que revela sobre el nuevo espíritu de investigación y su sentido del misterio que se intuye en el fondo de la realidad, misterio que pide ser explorado sin miedo a la verdad, pero que no se agota nunca. El misterio último de una realidad que es creación de Dios es inseparable de la acción providencial de Dios en el mundo. Es testimonio de la libertad de Dios, por así decir.Y, en este sentido, es también inseparable de un cierto grado de incertidumbre, una incertidumbre que la razón científica no eliminará nunca, pero que es de hecho fundamental para la posibilidad misma de la ciencia. Es más, no solo es esencial para la ciencia, sino asimismo esencial para la libertad humana individual. En otras palabras, la libertad de Dios, el misterio último de la realidad misma, es la base sobre la que descansa la libertad del individuo. Si, por una parte, todo intento de eliminar científicamente esa incertidumbre última es, no solo anticientífico, sino un ilusorio intento de proclamarse Dios, por otra, todo intento de eliminar esa incertidumbre en el terreno de las relaciones humanas es un acto de intolerable tiranía, rigurosamente prohibido por Dios, «che tal certezza ha Dio più proibita, / ch’al primo padre l’arbor de la vita», como ya leímos en Ariosto5, y encontramos en la historia de El curioso impertinente y en El celoso extremeño. Esa incertidumbre última, tanto en

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Bacon, Essays, p. 272. Orlando furioso, XLIII, 7.

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el mundo de la naturaleza y de la historia como en la interioridad del individuo, lleva el sello de Dios y no puede eliminarse sin exponerse a devastadoras consecuencias. Ahora bien, lo importante es comprender que la lógica de la intervención providencial en la venta de Juan Palomeque se corresponde exactamente con la lógica interna del problema humano al que quiere poner remedio. La voz silenciosa de la providencia que llama a esos personajes, «desde más allá de ellos mismos», desde circunstancias externas que ellos no han podido prever, a volver al ejercicio responsable de su libertad individual, no es un deus ex machina. Es lo que la naturaleza del problema exige. Porque el problema en que se encuentran ha supuesto una pérdida importante de libertad interior, a medida que sus deseos quedaban atrapados los unos en los otros miméticamente, a medida que desaparecía todo lo que no fuera el deseo mediatizante del otro. Una pérdida de libertad que suponía, como ya vimos, una pérdida de contacto con la realidad, una ficcionalización de la realidad, sobre todo una transformación ficcionalizante (valga el neologismo) de la imagen del otro, es decir, un ficcionalización de las relaciones interpersonales.Vista a través del prisma del deseo miméticamente sostenido de estos personajes, la realidad se ha empequeñecido, por así decir, se ha reducido. No cabe duda de que la realidad en que viven, la que ellos se han creado, ha perdido toda la insondable riqueza de la realidad auténtica; la relación interpersonal se ha hecho cada vez más predecible.Y predecible precisamente en el sentido en que es predecible la típica relación interpersonal de todas esas historias poéticas y ficticias que casi todos ellos han estado leyendo. La pérdida de la libertad interior en alas de un deseo intensificado miméticamente y la pérdida de contacto con la realidad son las dos caras cervantinas del mismo problema o pelig ro; el peligro que acecha siempre a la relación humana interpersonal por su carácter inevitablemente mimético: la pérdida de la transcendencia, la intensificación del deseo mimético que convierte al otro humano en punto de referencia absoluto, ídolo fascinante y último rival. La locura de don Quijote es el prototipo de esa doble pérdida de libertad interior y de contacto con la realidad. La providencia divina no interviene exactamente para satisfacer los deseos de estos personajes, sino más bien para corregirlos, para curarlos, es decir, para reinsertarlos en la realidad, devolviéndole al otro la

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que había perdido a los ojos del deseo, rompiendo el enajenamiento de la ficción. La providencia opera aquí, en la venta, de la misma manera que va a operar al final de la novela en la cura de don Quijote. Esa cura final no es más milagro que lo es esta, a no ser, naturalmente, que queramos llamar milagro a la acción benevolente y providencial que sostiene la realidad misma. Es decir, a no ser que queramos llamar milagro al Amor divino, «L’Amor che move il sole e l’altre stelle», cosa a la que no creo que pusiera Cervantes la menor objeción. En suma, el carácter explícitamente providencial de la concurrencia de los amigos y amantes en la venta de Juan Palomeque, impredecible, tal vez hasta improbable, pero no fuera de razón, quiere rep re s e n t a r, d e n t ro de los parámetros de la ficción nove l í s t i c a , l a irrupción de lo real, del espacio de la libertad, espacio divino, dentro del espacio de lo predecible, de la ficción que gobierna las frustrantes relaciones de los amigos y amantes. Esto quiere decir, una vez más, que Cervantes no es ningún romántico; que no cree que la ficción literaria sea un himno a la libertad, una expansión de la realidad, un rompimiento de las limitaciones de un mundo real visto como algo que constriñe, estrecho, rutinario, repetitivo, como los románticos lectores del Quijote han venido repitiendo interminablemente, ciegos ante la contundente evidencia de que la locura de don Quijote es exactamente lo opuesto de una expansión de la realidad, pues se trata de un estrechamiento, un empobrecimiento agónico de la misma. Claro está, por otra parte, que don Quijote es el primer lector romántico de sí mismo. Pues lo que él busca es precisamente esa expansión de la realidad, ese salir de la estrechez de lo rutinario hacia el campo abierto de la libertad. Proyecto admirable, sin duda. Pero todo se le viene abajo por culpa de su fascinación ante el modelo caballeresco, ante el radiante Amadís. Toda su proyectada expansión, todo su vuelo hacia la libertad, van a resultar totalmente ficticios, puro espejismo, un encubrimiento de la verdad. Y la verdad es que una expansión falsa, engañadora, y una libertad ficticia son de hecho una contracción agobiante, una monotonía repetitiva, infernal. Cervantes presenta el espacio de la ficción novelística —espacio regido inevitablemente por la lógica del deseo humano— precisamente como el espacio donde se pone en juego la libertad del individuo, el espacio de la tentación, de la seducción. Para Cervantes no

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hay garantías de libertad sin garantías de realidad. La auténtica libertad pertenece al mundo de lo real, no de la ficción. Esta, la ficción literaria, es verdadera consigo misma, da testimonio de la verdad, en la medida en que reconoce su extrañamiento de la libertad auténtica, representándola, por ejemplo, como algo que viene de fuera, como lo improbable, lo impredecible. El realismo de Cervantes va mucho más allá de consideraciones estilísticas y cuestiones de verosimilitud artística (aunque estas sean sin duda importantes). Se trata, además, de un realismo desconocido de Aristóteles y la preceptiva clásica, es decir, un realismo que no puede explicarse por referencia a la distinción aristotélica entre poesía e historia6. El realismo de Cervantes es parte integral de su fe cristiana, y esa fe en la realidad, en la insondable realidad,que va mucho más allá de la experiencia individual, sin soslayarla, y que guía el desarrollo de toda la novela, es lo que aflora explícitamente a la superficie en algunos momentos privilegiados de la misma. El realismo providencial de Cervantes frente a la providencia poética de Heliodoro Tal vez no se haya meditado lo suficiente sobre ese realismo del Quijote, que todo el mundo reconoce. ¿Hemos entendido seriamente el hecho de que el encuentro de esas dos parejas de personajes de las que hablamos, con los «caminos encubiertos» de la realidad providencial (o sea, con la realidad sin más), sigue la misma lógica que inspira la concepción misma del Quijote como la primera gran novela moderna? ¿No es el Quijote la novela en la que «todos» los personajes anteriores de la ficción literaria, caballeros andantes y pastores arcádicos (y por extensión todos los demás), se encuentran por primera vez con la realidad de cal y canto de la historia? A través de la risible locura de don Quijote, en contacto con la realidad histórica, queda al descubierto toda la artificialidad, toda la ficción, todo el carácter de cosa predecible de todas las figuras de la tradicional ficción poética, como queda también al descubierto el terrible destino que esa artificialidad y esa ficción ocultaban, mejor dicho, enmascaraban, disimulaban. Pero 6 Ver arriba, en el capítulo «Introducción», la visión de Toffanin (1920) sobre el Quijote como «la risposta più profonda […] al questionario aristotelico». Ver asimis mo Forcione, 1970, p. 4.

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al mismo tiempo, ese contacto que las desnuda y las deja indefensas (como ese «hijo del entendimiento» cervantino, que es el Quijote mismo) las hace tanto más humanas y tanto más verdaderas; personajes de un nuevo tipo de novela inspirada en el espíritu de la verdad. No es un aumento de los poderes de observación sicológica del novelista lo que crea estos nuevos, inusitados, personajes, sino un aumento de fe y de confianza en el poder de la realidad tanto natural como histórica. El realismo providencialista y cristiano de Cervantes no solo lo separa de la concepción romántica de la ficción literaria, lo separa también del antiguo providencialismo pagano que rige en las novelas del periodo helenístico, por ejemplo. Pero dada la admiración que al parecer sentía Cervantes por la Historia etiópica de Heliodoro, pudiera pens a rse que las coincidencias providenciales de la venta de Ju a n Palomeque son como un eco de las muchas intervenciones providenciales que se observan en la novela de Heliodoro. Tal idea sería un claro er ror.Y valdrá la pena examinar brevemente las diferencias. La historia de los amores y trabajos de Teágenes, joven descendiente de Aquiles, y de Cariclea, hermosa virgen dedicada al culto de Artemis, es probablemente la mejor de las llamadas novelas bizantinas del periodo helenístico. Es también la que tiene unas connotaciones más claramente religiosas. Huyendo de Delfos, los amantes terminarán, tras un largo periplo, en Etiopía, donde van a ser sacrificados a los dioses, hasta que se revela públicamente que Cariclea, abandonada por la madre al nacer, es en realidad hija de los monarcas reinantes. Será un final feliz, y desde aquel día quedarán prohibidos los sacrificios humanos en el reino. Los constantes e increíbles cambios de fortuna por los que pasan los virtuosos y castos amantes llegan a convertirse en uno de los temas explícitos de la novela. Una y otra vez, o bien el narrador o los mismos personajes reflexionan sobre el hecho de que están por completo a merced de un destino que los zarandea de acá para allá sin respiro. Se sienten juguetes de los dioses, como hubiese dicho Platón; idea esta muy común en la antigüedad clásica. Escasamente puede hablarse aquí de acontecimientos que no sean «providenciales», aunque a esta «providencia» se la siente y se la teme, las más de las veces, como algo maligno. Uno no sabe lo que le aguarda, pero lo más probable es que

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sea algo malo. He aquí algunos ejemplos de entre los muchos que pudieran citarse: Y cuando llegaron ya cerca del lago [Teágenes y Cariclea] vieron una multitud de hombres armados […] de cuya espantable vista […] se estuvieron mucho tiempo quedos, atónitos y pasmados, y como teniendo ya endurecido por la muchedumbre de los males el sentimiento para las injurias de la fortuna que sin cesar se encrudelecía contra ellos […] Cariclea pidió a Teágenes que huyesen […]. Mas Teágenes la detuvo: ¿y a dónde queréis que huyamos del hado que en todas partes nos pers i g u e ? Rindámonos a la fortuna, y no nos opongamos a la furia con que viene sobre nosotros […]. Toda esta persecución ha emprendido [fortuna] contra nosotros como un juego, representando nuestras cosas, ni más ni menos, como una tragedia o una comedia7.

En algún momento Calasiris, sacerdote egipcio de Isis, figura paternal que ayudó a escapar a los amantes, aunque les ha perdido la pista, llega a Memphis precisamente en el momento en que sus dos hijos, rivales por el puesto de Sumo Sacerdote, están peleando a muerte: [Entonces] o fuese alguno de los dioses o alguna fortuna que gobierna las cosas humanas añadió una nueva entrada, como en una tragedia, a las cosas que se estaban representando, queriendo como por remedar la primera [fábula], traer el argumento de otra segunda. E hizo que Calasiris aquel mismo día y en aquella misma hora, como si estuviese ya prevenida [su entrada de antemano], viniese a ser compañero de los que corrían, y que se hallase presente el desdichado al mortal desafío de sus hijos (pp. 254-55).

Unas veces se le llama dios o demonio, otras veces es la fortuna o el destino, o simplemente la naturaleza de las cosas, que no permite que uno pueda disfrutar de felicidad sin mezcla de infortunios. Como quiera que se lo llame, el personaje está por entero a su merced. No importa lo que haga o deje de hacer, no hay manera de controlar el poder de la fortuna o el capricho de los dioses. Aun sufriendo las consecuencias de sus propios actos, todavía es el dios o el destino el que los persigue. 7 Heliodoro, Historia etiópica de los amores de Teágenes y Cariclea, p. 183. Utilizo la traducción de Fernando de Mena,impresa en 1587,editada por F. López Estrada, retocando ligeramente el estilo y modernizando la ortografía.

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Al final los dos virtuosos amantes heredarán el reino y serán felices. Así es que suponemos que todos los avatares y peligros por los que han pasado eran para poner a prueba, o poner de manifiesto, su virtud, base y fundamento de la relación entre ambos. Pero la prueba misma está concebida como algo puramente externo. Los asaltos a la virtuosa relación no vienen de dentro sino de fuera.Y como la virtud de los amantes no cambia, tampoco cambia en ningún momento la relación entre ellos. No se plantea nunca la posibilidad de un colapso interno de la relación.Y esa es la diferencia fundamental con el realismo de la relación humana cervantina. En Cervantes, pudiéramos decir que las cosas ocur ren exactamente al revés. Lo primario es la relación interpersonal: ese es el contexto en el que aparece y se define la virtud. El que uno sea bueno o malo, virtuoso o no, depende de la relación que uno mantenga con el otro humano, el amante, el vecino, etc. No hay tal cosa como una virtud enraizada en sí misma, autosuficiente, independiente de la relación interpersonal. Uno se puede ir al infierno aun con las mejores intenciones del mundo, las más virtuosas en principio, porque las intenciones son siempre algo fluido, en el que las buenas pueden transformarse en malas o destructoras, por medio de la dinámica interna de la relación interpersonal. La prueba específicamente cervantina suele ocurrir al final de todas las peripecias circunstanciales por las que han pasado los personajes más o menos virtuosos o ejemplares. Cuando el autor helenístico ha terminado con todas las pruebas que el destino o los dioses han fabricado para los virtuosos personajes, todavía no hemos llegado a la típica prueba cervantina, que viene entonces, cuando ha terminado la peripecia. Recuérdese a este respecto el final del Persiles, por ejemplo, cuando los dos amantes han llegado ya a Roma, del que hemos hablado anteriormente. Es entonces cuando se pone verdaderamente a prueba la relación entre Persiles y Segismunda, desde dentro de la relación misma. Otro tanto pudiéramos decir del final de El amante liberal, la más «bizantina» de las Novelas ejemplares, en donde se pone a prueba la verdadera liberalidad o generosidad del amante; en la que este tiene que limpiar de egoísmo su propio sentimiento hacia la amada y reconocerla como persona libre, nacida libre, con una libertad que él no puede ni dar ni quitar, y de la que solo ella puede disponer para bien o para mal, o sea, con todas sus consecuencias. Es de-

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cir, el objeto de la prueba por la que tiene que pasar «el amante liberal» es la relación misma que mantiene con su amada: ¿qué es ella para él? ¿Cómo puede mostrarse generoso con lo que no es suyo, es decir, con la libertad de ella como ser humano?: —¡Válame Dios, y cómo los apretados trabajos turban los entendimientos! Yo, señores, con el deseo que tengo de hacer bien, no he mirado lo que he dicho, porque no es posible que nadie pueda demostrarse liberal de lo ajeno: ¿qué jurisdicción tengo yo en Leonisa para darla a otro? O ¿cómo puedo ofrecer lo que está tan lejos de ser mío?

Junto a esta transferencia de la prueba o del peligro a la dinámica interna de la relación interpersonal, se da un proceso por el que se desculpabiliza el mundo externo, la realidad que existe más allá de la relación misma. Desaparece el dios o el demonio que manipula las cuerdas del destino de los humanos por capricho o por entretenimiento; deidad esta a la que los antiguos personajes tenían que aplacar, haciéndole el juego, adaptándose a los golpes, siguiéndole el humor, por así decir; transformando los impredecibles altibajos de la vida en una ofrenda religiosa, una danza sagrada, por dolorosa que sea esta, pues no hay otra alternativa, como vemos en el siguiente ejemplo de Clariclea, en un momento en el que ha sido separada de Teágenes y no sabe dónde está él: Los otros de casa […] celebraban también el desposorio […] con danzas y con cantares […]. Mas Cariclea, apartándose de los otros, se recogió en su aposento; y, cerrando bien la puerta […] comenzó como furiosa [bacante] a desatar y descomponer sus cabellos maltratándose sin ninguna piedad; y rasgando sus vestiduras dijo: «Ea, pues, dancemos también nosotros a la fortuna que nos gobierna conforme al estado en que nos ha puesto y sean nuestros cantares lloros y lamentos, y nuestras danzas, suspiros y gemidos» (p. 232).

En Cervantes Dios no manipula a los personajes. El modus operandi de la providencia divina no es el de los poetas8. La ficción novelesca de Cervantes ya no puede ser un juego sagrado, una danza dionisíaca. Pues no es Dios quien convierte la vida del individuo en una novela, son los individuos mismos los que lo hacen a través de sus

8 Comp. Forcione, 1970, pp. 305 y ss. («The Cervantine Figure of the Poet: Impostor or God?»).

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relaciones.Y son ellos, al hacerlo, los que se dejan manipular como muñecos de guiñol, en un entramado de relaciones interpersonales que nadie en particular controla. Por eso, la intervención providencial de Cervantes no es otra cosa que una llamada a la libertad individual que está a punto de desaparecer, a la responsabilidad, y, por otra parte, una llamada a la realidad, de la que también se han apartado los personajes en peligro. La llamada providencial en Cervantes solo soluciona las cosas si se responde a ella. Sobre todo hay algo que distingue esta intervención providencial cervantina de la típica intervención, tanto de tradición cristiana como pagana. La tradicional intervención divina ocurre para castigar al culpable o recompensar al virtuoso. Pero ¿quién oyó jamás de una intervención providencial para ayudar al culpable, es decir, para dar al culpable una nueva oportunidad antes de que sea demasiado tarde? Porque eso es precisamente de lo que se trata en este episodio. Cervantes no está aquí tratando de satisfacer un sentimiento de justicia poética, o de simpatía hacia algunos de los personajes. La idea es salvar a los personajes de una posible catástrofe en la que ellos mismos se han metido, con la esperanza de que aprendan la lección. En esto Cervantes es heredero directo de Gil Polo, más bien que de Montemayor, pero con una compresión más profunda y clara del problema. Las circunstancias de la intriga sugieren que, si tuviéramos que escoger un malo entre los cuatro personajes, a quien echarle la culpa de todo lo que les ha ocurrido, sin duda que la elección recaería sobre don Fernando.Y está claro que es a él a quien se dirigen las miradas de todos. En él se reúnen todas las características que un autor menos inteligente o generoso que Cervantes necesitaría para colgarle el sambenito y hacer con él un castigo ejemplar, que de seguro todo el mundo encontraría enormemente catártico. Es fácil imaginar, por ejemplo, que una mujer como Dorotea —que ya ha dado muestras de valor y de no achicarse fácilmente— pudiera lanzarse en venganza de su honor contra don Fernando y darle muerte allí mismo, en presencia de todos, en especial después de verlo con Luscinda en los brazos. Los celos y el honor entrelazados han sido siempre un poderosísimo motivo de venganza, de lo cual tenemos un ejemplo en el mismo Quijote, en la figura de Claudia Jerónima, que mata a su prometido, aunque es también de notar que la venganza resultará que fue por error. De

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hecho, es la misma Dorotea la que, indirectamente, hace referencia a esa posibilidad, cuando después de presentarle a don Fernando todos los motivos de queja que tiene contra él, le dice: Pero, con todo esto, no querría que cayese en tu imaginación pensar que he venido aquí con pasos de mi deshonra, habiéndome traído solo los del dolor y sentimiento de verme de ti olvidada (I, 36).

Es decir, hubiese sido perfectamente lógico pensar que lo que la impulsaba era el deseo de limpiar su honra, que no podía tener otra salida que el casamiento público o la sangre del culpable, como en el caso de la famosa Rosaura de La vida es sueño. Está claro, pues, que si Cervantes evita esa situación, lo hace a sabiendas de lo que hace. Pues es precisamente al malo, al culpable a los ojos de todos, a quien va dirigida de manera especial la llamada providencial. Lo que Cervantes quiere resaltar es esa apelación a la dignidad humana básica de un hombre sobre cuya culpa no puede caber duda, un hombre atrapado dentro de sí mismo por su misma culpa, para que oiga ahí, en su interior, la voz de la conciencia, testigo divino, que no callará o dejará de perseguirlo en tanto no haga lo que sabe que tiene que hacer. Cervantes creía en el poder de esa voz interior de la misma manera que creía Shakespeare, según vimos en el análisis de Macbeth. He aquí las palabras de Dorotea: Y cuando todo esto falte, tu misma conciencia no ha de faltar de dar voces callando en mitad de tus alegrías, volviendo por esta verdad que te he dicho, y turbando tus mejores gustos y contentos (I, 36).

Y es sin duda también significativo el que la persona que le hace ver al culpable su culpa y le dice que no conseguirá olvidarse de ella, sea precisamente la víctima más clara, víctima que le dice la verdad, pero que también está dispuesta a perdonar. Es una escena de extrema tensión. Aun después de que don Fernando, «lleno de confusión y espanto», por la presencia y las palabras de Dorotea, deje ir a Luscinda, todavía pierde «la color del rostro» y lleva la mano a la espada al ver a esta en brazos de Cardenio. De nuevo es la valiente y habilidosa Dorotea la que salva la situación. Pero por un momento, en el que los dos antiguos amigos y rivales se miran a la cara, todo pende del fiel de la balanza, que puede inclinarse a cualquier lado, entre la paz y la guerra, con la misma facilidad. Es el momento de la decisión interna y fundamental, el de acep-

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tar o no la responsabilidad y la culpa. Es el momento de la libertad individual, imprescindible y terriblemente frágil. Ahora bien, muy poco entenderíamos de lo que está pasando en este episodio si viéramos la intervención providencial y la respuesta cristiana de los personajes simplemente como un gesto piadoso por parte de Cervantes. Es, desde luego, un gesto piadoso. No hay por qué negarlo. Pero es mucho más también. Porque esa piedad cervantina está íntimamente conectada con una profundísima visión de la dinámica interna del deseo humano, como solo se da en los grandes maestros de la ficción literaria. Cervantes sabe que convertir a don Fernando en el malo y a los perjudicados por su maldad en justos ejecutores del castigo que sin duda merece sería una forma de ocultar la verdad. Como ya vimos en el capítulo anterior, el deseo patológico de don Fernando no es más que una agravación de la misma patología que obser vamos en Cardenio, en primer lugar, y en menor grado en la misma Luscinda y la habilidosa e imaginativa Dorotea, capaces to dos ellos de ficcionalizar el objeto de su deseo. En última instancia el deseo de don Fernando es una manifestación más de ese deseo del obstáculo, deseo típicamente humano y estrechamente asociado a la ficción literaria, que opera en todas las historias intercaladas y en la acción principal que las enmarca a todas, la historia de la locura de don Quijote. Todo forma parte de una misma y riquísima intuición. Si Cervantes cree obligado apelar a la providencia divina para darles a los personajes la posibilidad de resolver el problema en el que todos están envueltos, no sería lógico que dejara la justicia y el castigo en manos de esos mismos personajes. Lo cual quiere decir que el problema es mucho más profundo que lo que una sumarísima ejecución de justicia poética y catártica sería capaz de solucionar. Tanto la posibilidad de solución como la posibilidad de un castigo justo están concebidas como apelación a una realidad que transciende, no solo los límites de la acción individual del personaje, sino los límites mismos de la ficción literaria. Si en la novela de Heliodoro, como acabamos de ver, la referencia a la acción de los dioses o de la fortuna es asimismo una referencia a la dinámica interna de la obra literaria (la tragedia o la comedia), en Cervantes es todo lo contrario: la acción de la providencia marca el límite de donde no puede pasar la acción humana por sí sola y, por consiguiente, eo ipso, los límites de la ficción,

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puesto que no hay nada específicamente humano que, abandonado a sí mismo, no pueda ficcionalizarse, no pueda quedar atrapado en la inmanencia del deseo mimético. La historia del cautivo y el sentido de su realismo histórico Si nos quedaba alguna duda sobre la conexión que establece Cervantes entre providencia divina y realidad, es decir, realidad no ficcionalizada, extraliteraria, realidad que transciende el poder mimético del otro sobre el individuo humano, la imprevista aparición en la venta del capitán cautivo y la mora Zoraida debe despejarla. La historia de este nuevo personaje y su acompañante encaja perfectamente en este momento y este espacio providenciales. A poco de haberse reconciliado providencialmente los cuatro personajes, estando ya presente don Quijote, que había estado durmiendo y soñando con gigantes en su aposento: a todo puso silencio un pasajero que en aquella sazón entró en la venta, el cual en su traje mostraba ser cristiano recién venido de tierra de moros […]. Entró luego tras él, encima de un jumento, una mujer a la morisca vestida, cubierto el rostro con una toca […]. Pidió, en entrando, un aposento, y como le dijeron que en la venta no le había, mostró recibir pesadumbre, y llegándose a la que en el traje parecía mora, la apeó en sus brazos (I, 37).

Ni que decir tiene que esta aparición de los recién llegados, cuyo aspecto y vestimenta se nos describe con minucioso detalle, no solo pone silencio a todos, sino que excita en todos la curiosidad. Pero he aquí algo sobre esta entrada, tan sorprendente, tan insólito, tan inesperado como para dejar al atento lector sumido en la perplejidad: ¿puede nadie que conozca a don Quijote, imaginar siquiera que este se halle presente a la entrada de tan llamativos personajes y no diga una sola palabra ni haga la menor pregunta? Ni por cortesía. Este hombre, oteador incansable de horizontes extraños, curioso incorregible de todo lo que llame la atención, buscador de diferencias, husmeador de todo lo que huela a poética ficción, no dice nada, no pregunta nada. Es como si, de pronto, a la entrada del capitán cautivo, don Quijote, que sabemos que está allí, desapareciera a la vista, quedara invisible. No existe el menor intercambio entre los dos; jamás se dirigen la palabra el uno al otro, ni entonces ni en ningún otro momento de la estancia de ambos en la venta.Y no es que la presencia

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de don Quijote pase desapercibida entre los otros personajes, puesto que todos se sientan a comer a la misma mesa e insisten en que don Quijote la presida.También se sientan a esa mesa el cautivo y la mora, pero es como si existiera una especie de barrera invisible e impenetrable que los separara de don Quijote. No recuerdo que se dé una situación similar con ningún otro personaje de la novela.Y como para hacer esta falta de comunicación aún más obvia, recordará el lector que, tan pronto como el cautivo termina de contar su historia, llega a la venta el oidor, que resultará ser hermano del cautivo, acompañado de su bella hija, doña Clara, y no han hecho más que entrar cuando don Quijote vuelve de nuevo a actuar como siempre: es el primero en acercarse a los recién llegados, saludándolos y alabando la gran belleza de la joven, quien, como sabremos poco después, forma parte de otra historia de amor frustrado (esta vez por ausencia). O sea, que la «desaparición» de don Quijote, su incomunicación, solo se refiere a lo que pudiéramos llamar la parte histórica de la vida del cautivo, la que entronca con la historia real de la época, y a su protagonista. Creo que esta situación tiene bastante que ver con el sentido de lo que nos dice el irónico narrador al comienzo del capítulo XLIV de la Segunda Parte, cuando explica por qué «había usado en la primera parte del artificio de algunas novelas, como fueron la del Curioso impertinente y la del Capitán cautivo, que están como separadas de la historia [principal]», en tanto que las otras historias intercaladas «son casos sucedidos al mismo don Quijote, que no podían dejar de escribirse». No parece que estas palabras presenten ningún problema por lo que se refiere a la novela de El curioso impertinente. Pero en el caso del capitán cautivo, la pregunta es inevitable, ¿en qué sentido está esta historia «separada» de la historia principal de don Quijote? Literalmente hablando, la historia del capitán cautivo, a diferencia de la del curioso, «le sucede» a don Quijote tanto o más que la de Marcela y Grisóstomo o la de Cardenio, Luscinda, Dorotea y don Fernando. Lo que ocurre es que, aunque «le sucede», es como si no le sucediera. Don Quijote no dice nada, no tiene nada que decir sobre esta historia. Por lo que a don Quijote se refiere, la historia que cuenta el cautivo no existe, cae fuera de su campo de visión. O visto desde otro ángulo, hay algo en esta historia del cautivo que, en la mente o la sensibilidad de Cervantes, repele, se resiste a la intervención quijotesca. Es como si a

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don Quijote le estuviera prohibido entrar en ella, pasar de esa raya. Algo en esa historia quedaría como desfigurado, alterado, malentendido, si don Quijote interviniera en ella, como interviene en la de Marcela, por ejemplo, o en la de Cardenio y los otros. No creo que esto deba entenderse en un sentido sacralizante, como si la pureza de la historia, por así decir, quedara contaminada por la intervención de don Quijote, portador de impureza. No obstante, hay algo sagrado en esa narración, no de manera formal, por supuesto, como tal narración, sino en la significación de su contenido histórico, su entronque con la historia real, pues, como dice don Quijote en uno de sus lúcidos momentos: la historia es como cosa sagrada, porque ha de ser verdadera, y donde está la verdad, está Dios, en cuanto a verdad (II, 3).

La narración del cautivo entronca con hechos que le merecen a Cervantes un respeto especial y personalísimo, cosas con las que Cervantes no quiere jugar.Y ese respeto y reverencia por la realidad, por la verdad, de lo narrado es parte integrante del significado de la narración. Ese significado corre el peligro de quedar desdibujado, oscurecido, si tiene que adaptarse directamente, visiblemente, a las exigencias de la locura quijotesca, precisamente porque esa locura es incapaz de distinguir y comprender la diferencia entre ficción y realidad. El loco don Quijote permanece por completo ajeno al significado más profundo de la historia del cautivo. No es que esa historia esté «como separada» de lo que le sucede a don Quijote, es don Quijote el que ha sido separado cuidadosamente de ella. Creo, por tanto, que es imposible comprender adecuadamente el sentido de esa historia,sin comprender primero el sentido de esa separación. Ahora bien, si la historia del capitán cautivo marca, por así decir, el límite superior de la comprensión quijotesca, el límite más allá del cual el loco don Quijote ni ve ni entiende, la Novela del curioso impertinente, o sea, la otra narración mencionada por el irónico narrador como también «separada», marca el límite inferior. Claro está que en este caso la separación es perfectamente explícita. Se trata formalmente de una novela encontrada entre otros papeles en la venta. Lo que allí se narra no le ha «sucedido» a ninguno de los presentes o participantes en la historia central de don Quijote. Pero esa no puede ser la razón por la que aparece apareada y, como tal, asemejada, a la historia del cautivo, en cuanto «separadas» ambas de la historia principal.

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En lo que sí se parece la de El curioso impertinente a la del cautivo es en que don Quijote ha sido también separado de esa historia. Literalmente don Quijote está ausente de la escena de la lectura de la novela, aunque conseguirá interrumpirla con sus voces desde la habitación en que dormía, como queriendo indicar, tal vez, que no se encuentra muy lejos de lo que se está leyendo. Ambas historias, por consiguiente, ocurren fuera del campo de visión de don Quijote. Lo cual nos puede sugerir que, si el loco don Quijote no puede, por definición, ver el sentido de la historia del cautivo (enraizado en la diferencia entre ficción y realidad), tampoco vería en absoluto el sentido de la de El curioso impertinente, aunque la hubiese oído. Ceguera quijotesca que se transmite inevitablemente a toda actitud crítica que tome come criterio de interpretación del Quijote la locura del hidalgo manchego, que es lo que le ocurrió a Unamuno, como ya hemos visto. La reacción de don Quijote hubiese sido exactamente la misma que la de su moderno defensor: ¿qué tiene que ver eso conmigo o con nada de lo que me haya sucedido a mí? Dicho de otra manera, pese a las diferencias literales y formales en la presentación de las dos historias, hay una razón más profunda que las une, en la mente del irónico narrador, como cosas «separadas» de la acción directamente quijotesca de la novela: las dos se relacionan entre sí como polos opuestos, como el anverso y el reverso, de algo que permanece invisible a los ojos del loco don Quijote, definiendo de esta manera su locura. No son simplemente dos historias entre otras historias intercaladas en la Primera Parte: son «las dos historias» que contrastan entre sí de manera más clara y contundente. Son, por así decir, historias límite. La una es un canto de fe y esperanza, la otra es un ejemplo de angustiosa degradación ética y existencial, un pozo sin fondo de desesperanza. Ahora bien, las dos están relacionadas, porque la esperanza de la una se ofrece precisamente como salida a los que se encuentran en el abismo angustiado de la otra. La locura de don Quijote puede definirse como ceguera ante estas dos cosas: no entiende esa clase de esperanza, porque tampoco entiende la enfermedad a la que esa esperanza ofrece remedio. La visión quijotesca se mueve en el espacio que le deja la «separación» de esas dos historias límite. Es decir, referida a esas dos historias límite, la visión quijotesca no es visión, es ceguera, pero si apartamos esas historias, si las «separamos» de don Quijote, las dejamos en suspenso, entonces don Quijote en-

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cuentra su propio espacio, espacio novelístico por excelencia, el espacio de la ficción literaria, en el que él se mueve como en su propio elemento. Dentro de ese espacio de la ficción literaria, espacio quijotesco, el loco don Quijote ni ve ni entiende el abismo infernal que le roza y le amenaza por abajo y hacia el cual tiende a desintegrarse la ficción de la que vive, ni ve ni entiende por arriba la esperanza que lo puede salvar. Ahora bien, a través de ese acto cervantino de generosidad que «separa» esas historias y, al separarlas, oculta la ceguera del loco, este, el loco, vive, por así decir, su vida, piensa y razona por cuenta propia y es capaz de defenderse de los que lo acusan de estar loco.Y, de hecho, es capaz de convencer a incontables generaciones de lectores y de críticos de lo bien fundado de su creencia. El Quijote no sería lo que es, sin esa capacidad de vivir y razonar su propia vida que tiene don Quijote. La generosidad de Cervantes no solo le permite vivir y razonar al loco, permite asimismo y por la misma razón que exista esa gran novela que es el Quijote, la primera gran novela moderna. Pero Cervantes ve mucho más allá de lo que ve el loco don Quijote. Cervantes sabe que la ficción que le permite vivir al loco, tiene límites. Sabe, por tanto, que su generosidad artística tiene un precio: la «separación» de la verdad, la ocultación de la ceguera del loco, en suma, la mentira. Aun así, Cervantes se resiste a mentir. Y de esa resistencia a la mentira, por un lado, y de su generosidad con el loco, por otro, surgen precisamente esas historias límite que don Quijote no ve, pero que nosotros sí podemos ver. No soy yo, por supuesto, el primero que ve algún tipo de contraste entre las dos historias. Ullman, por ejemplo, pensaba que el verdadero antihéroe del Quijote no era don Quijote, sino Anselmo, el curioso, en tanto que el verdadero héroe era el capitán cautivo. Don Quijote sería simplemente un héroe burlesco. No es ni mucho menos arbitraria la observación de Ullman. Pero hay un cierto peligro en definir estos contrastes en términos «heroicos». Mejor que hablar del contraste entre personajes, entre individuos (o tipos de individuos), resulta, en mi opinión, más productivo hablar de contraste entre situaciones, entre lo que les ocurre a unos y a otros, entre las historias de unos y de otros. La historia del capitán cautivo no es la historia de los hechos heroicos de Ruy Pérez de Viedma. Es la historia de su extraordinaria y

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providencial liberación.Y esta liberación está, por así decir, fundida, es inseparable de su relación personal con esa bellísima mujer: en todo extremo hermosa, o al menos a mí me pareció serlo la más que hasta entonces había visto, y con esto, viendo las obligaciones en que me había puesto, me parecía que tenía delante de mí una deidad del cielo, venida a la tierra para mi gusto y para mi remedio (I, 41).

Como ha observado Murillo, la forma en que ella lo escogió entre otros cristianos cautivos y le confió su plan de escape tenía que parecerle a él cosa providencial, hasta milagrosa9. Ella inspira en todos un enorme respeto y un amor sin egoísmo. En palabras del mismo crítico: Under her influence the tale becomes an account of ideal harmony and love between Ruy and Zoraida, ideal Christian devotion and trust and loyalty between the Captive and the renegade on whom all depend, as they surmount each obstacle to freedom10.

Esto me parece fundamental. Porque es precisamente esta relación de confianza y de lealtad mutuas lo que contrasta a todas luces con la «impertinente curiosidad» de Anselmo en referencia a Camila, con la diabólica certeza que el desdichado marido quiere tener. El argumento básico parece que lo escribió Cervantes aún antes que el resto del Quijote11. Se podría haber publicado por separado, como parte, por ejemplo, de las Novelas ejemplares, pues se trata de una historia ejemplar en todo respecto. Cabe pensar que esta posibilidad tuviera alguna influencia en la mente de Cervantes al pensar en esta historia como algo «separado» de la de don Quijote. No obstante, como ya hemos dicho, la historia encaja de manera genial en el punto en que la insertó Cervantes dentro de su obra más famosa, y es ahí, dentro del Quijote, donde adquiere toda su significación. Ocurre, pues, a continuación de la intervención providencial que les facilita las cosas a los cuatro amantes y amigos; y se trata también en este nuevo caso de una intervención igualmente providencial: el rescate del cautivo cristiano por mediación de una bellísima mujer, que está dispuesta a dejarlo todo, incluso a un padre que la ama en-

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Murillo, 1983, p. 235. Murillo, 1983, p. 236. 11 Ver Murillo, 1981, p. 47. 10

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trañablemente, para hacerse cristiana. Pero este rescate providencial, concebido expresamente como una especie de himno de alabanza a la fe cristiana, se extiende más allá de la ficción literaria hasta enlazar con la realidad histórica, con la verdad de la historia. Es más, Cervantes enlazó con una realidad histórica con la que estaba profunda y dolorosamente familiarizado, a través de sus años de cautiverio en Argel, en los que nunca perdió la esperanza de ser rescatado. Es lo más saliente de la historia del cautivo, lo primero que se ofrece a la vista. Hay quien piensa que ahí comienza la novela histórica moderna. En cualquier caso, el hecho es que el carácter estrictamente histórico de los acontecimientos que sirven de marco a esta historia, es realmente extraordinario. Como nos dice Allen, atentísimo lector del Quijote: La segunda parte [de la historia del cautivo] […] está llena de fechas, de batallas, de acontecimientos políticos; da detalles de la participación de más de veinte personajes históricos en los sucesos de Europa y el norte de África durante los años de 1567 a 157512.

Y lo que es más significativo, gran parte de la carrera militar del cautivo coincide con la del mismo Cervantes: En la historia de la carrera militar del cautivo resalta la correspondencia con la de Cervantes. En 1589 [año en que el cautivo llega a la venta y cuenta su historia] Cervantes tenía la misma edad que él («poco más de cuarenta años»), llegaron los dos a Italia en 1569, pelearon los dos en Lepanto en 1571, se encontraron en Navarino (1572), en Túnez (1573), y la Goleta (1574), y terminan juntos en Argel en 157513.

Recuerde asimismo el lector que el cautivo nos habla de un soldado, Saavedra, cautivo también, a quien conoció en Argel, es decir, el mismo Cervantes, que estaba allí en esa época. Hasta la mora Zoraida, la liberadora del cautivo, la que le da el dinero para rescatarse y la que huye con él a España para hacerse cristiana, bajo promesa de que se casará con ella, tiene una importante base histórica14, aun cuando tenga también características de personajes de leyendas más o menos piadosas que circulaban entre los cris-

12

Allen, 1976, p. 150. Allen, 1976, p. 151. 14 Ver Garcés, 2002, pp. 207 y ss. 13

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tianos ansiosos de libertad. Al parecer la figura de Zoraida entronca con la hija de un Agi Morato, poderoso renegado, que vivía cerca del «baño» o prisión donde estuvo Cervantes (y el cautivo narrador de la historia). Ni que decir tiene que, estadísticamente hablando, lo que vemos es una mezcla de elementos estrictamente históricos y elementos de leyenda, lo cual ha dado lugar a detalladas controversias entre eruditos cervantistas, sobre el valor relativo o la significación de estos dos tipos de elementos en la narración autobiográfica del cautivo, el capitán Ruy Pérez de Viedma, nacido en un lugar innombrado de las montañas de León, no lejos del pueblo llamado Cervantes, que, según González López, fue regido en la Edad Media por la familia de los Saavedra15. Hay quienes piensan que el énfasis debe estar en lo novelístico, puesto que es con un propósito novelístico con el que se hace entrar en la narración los elementos históricos. No se trata, por tanto, dicen estos críticos, de que Cervantes quisiera copiar la realidad16. Otros opinan que el esfuerzo que hace Cervantes por incluir hechos histór icos es demasiado insistente como para considerarlo un mero aditamento u ornamento de lo novelístico.Y aun hay una tercera opinión, una vía media, en la que la historia del capitán cautivo no es ni pura historia ni pura ficción novelística, sino algo intermedio: un cuento o leyenda popular, algo enraizado en el folklore, donde los elementos históricos se estructuran de acuerdo a conocidos patrones del folklore universal17. Yo creo que hay una parte de verdad en todas estas opiniones. Está claro que la historia del cautivo es algo más que una serie de hechos históricos presentados en forma de novela o cuento. Los hechos históricos están ahí cumpliendo una función novelística, y no al revés. Adquieren sentido dentro del marco de una forma de ficción. Ahora bien, el hecho de que todos esos elementos sean de por sí históricos no es ni mucho menos irrelevante. Esos hechos o acontecimientos adquieren sentido dentro de la ficción novelística, no simplemente co-

15

González López, 1972, p. 180. El principal erudito de esta tendencia es Márquez Villanueva: ver su importante obra, de 1975, pp. 100 y ss. 17 Ver Murillo, 1983, y A. Rodríguez y Á. Irwin, 1994. 16

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mo hechos, sino como hechos históricos; su historicidad, su conexión con la realidad, independientemente de su función dentro de la novela, tiene una gran importancia en la novela. Esta, la novela, utiliza hechos históricos o puramente ficticios, según su propia intención, pero esto no quiere decir en absoluto que permanezca ciega o indiferente ante la clara diferencia entre unos hechos y otros. No es don Quijote, sino Cervantes quien escribe el Quijote. Y no puede caber duda de que Cervantes siente una profunda, sobria y seria satisfacción al conectar su novela con hechos históricos que le dejaron profunda huella porque eran de verdad, reales, y no entes de ficción. A los ojos de Cervantes la historia del capitán cautivo, testimonio, señal, indicador, dentro de la ficción novelística, de una realidad histórica que transciende esa misma ficción, tiene dentro de sí, en cuanto parte de esa realidad, una riqueza y un alcance muy superior al de cualquier ficción puramente imaginada: Estén vuestras mercedes atentos y oirán un discurso verdadero a quien podría ser que no llegasen los mentirosos que con curiosidad y pensado artificio suelen componerse (I, 38).

Este «discurso verdadero» es el que contrasta, en todos los sentidos, con la historia de El curioso impertinente. Pero recordemos, la historia del «curioso» Anselmo no es sino el punto más bajo de una trayectoria que comienza con la relación entre Marcela y Grisóstomo, e incluye las relaciones entre los otros cuatro amantes, hasta el momento de su reconciliación. Es decir, la historia ejemplar de la liberación del capitán cautivo y de su admirable relación con la mujer que ha hecho posible esa liberación, y con la que ha prometido casarse, contrasta marcadamente, no solo con la historia del «curioso», sino igualmente con todas las otras historias de amor. La diferencia fundamental entre todas esas historias y esta es la siguiente: el infortunio, la tragedia, el dolor y la ansiedad que viven los personajes de esas historias de amor son enteramente auto-generados. Los obstáculos que se oponen al cumplimiento de los deseos de los amantes, están ahí, a sabiendas o no, por obra de los amantes mismos. En términos de pura objetividad racional, no había motivo alguno para el terrible sufrimiento y la desesperación que experimentan, en mayor o menor grado, todos ellos. Por ejemplo, como ya vimos, por la forma en que se nos describe la situación inicial tanto de Marcela como de Grisóstomo, uno diría que han nacido el uno para el otro,

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que pueden ser la pareja ideal, como suele decirse. Situación que resulta perfectamente explícita en el caso de Luscinda y Cardenio. Es decir, objetivamente hablando, la tragedia y el dolor no tenían por qué haber ocurrido. No obstante, todos, de una u otra forma circunstancial, se las componen para que ocurra.Todos sintieron la atracción del obstáculo, y algunos la sintieron de manera explícita como algo poético, con resonancias del destino de tantos poéticos amantes, cuyas tragedias tampoco tuvieron por qué ocurrir, pero que, sin embargo, ocurrieron de manera perfectamente predecible, puesto que, como todos sabemos ya, esa es justamente la materia de que están hechas las historias poéticas de amor: «the course of true love never did run smooth»18. Es decir, todos ellos ficcionalizaron sus relaciones, generando obstáculos desde dentro de la misma relación que debiera haberlos hecho felices, y colocando tales obstáculos en el camino de su deseo. Sin saberlo tal vez, prefirieron lo que les quitaba la felicidad a la felicidad misma. Nada más contrario a esa atracción del obstáculo, a esa ficcionalización del infortunio, que lo que ocurre en la historia del capitán cautivo y la bella y providencial Zoraida. Es como si Cervantes hubiese vuelto del revés todas esas historias de amantes. Aquí los obstáculos no nacen de la relación entre los personajes. No son ellos los que los crean. Surgen de la historia misma de la época. Están ahí desde un principio, históricamente reales, auténticos.Y no se sienten estos personajes atraídos en ningún momento por los obstáculos. Ni el cautivo ni Zoraida salen en busca de quijotescos desafíos. Ni Cervantes tampoco, que sabe que los obstáculos no están ahí para crear una serie de interesantes aventuras. Los obstáculos no son más que eso, obstáculos. Lo cual quiere decir que ni los personajes ni Cervantes pierden nunca de vista la meta, que jamás se confunde con el obstáculo. Si hay alguna intención de prueba en todo esto, será esa la prueba: no perder nunca de vista la meta, no permitir que el obstáculo la oculte en ningún sentido, o bien por falta de esperanza, por miedo, o por todo lo contrario, por quedar fascinado ante él. Los dos amigos y prometidos desean ardientemente superar todos los obstáculos, y lo arriesgan todo por conseguirlo, contando, naturalmente, con la ayuda de Dios.Y contando precisamente con esa ayuda, tampoco piensan en

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Shakespeare, Midsummer-Night’s Dream, I, 1.

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ningún momento que están por completo a merced de circunstancias sobre las que no tienen control, como les ocurría a Teágenes y Cariclea. Dicho de otra forma, estos dos ejemplares personajes, el cautivo y Zoraida, no están atrapados en la maraña de ninguna reciprocidad mimética interminable, auto-alimentada. Su relación interpersonal tiene siempre un punto de referencia transcendente, un mediador divino que no es ni rival ni piedra de escándalo. Cosa bien distinta de lo que ocurre en la relación interpersonal de la típica historia de amor, en la que los sentimientos y los deseos se mantienen al nivel de la pura inmanencia, en la que cada uno de los participantes actúa como mediador absoluto y rival potencial de los sentimientos y deseos del otro. La confianza mutua y el profundo respeto que caracterizan la relación entre el cautivo y Zoraida, no son, a los ojos de Cervantes, consecuencia de ser unas buenísimas personas los dos (casi todos los amantes cervantinos son buenas personas), sino consecuencia de su confianza en Dios, que es también la base de su esperanzado realismo frente a los obstáculos. Cervantes no los presenta formalmente como santos, pero sí como ejemplos de fe cristiana. Pero ¿están enamorados? La pregunta ha surgido alguna que otra vez.Y puede parecer una pregunta lógica. Al fin y al cabo, si decimos que la relación entre estos personajes contrasta con las de las otras historias de amor, parece lógico asegurarse de que comparamos cosas susceptibles de comparación, berzas con berzas y capachos con capachos, por sí decir. Pero en esto hay que andarse con cuidado, porque la pregunta que acabamos de hacer tiende a parecerse a la que se hace con frecuencia el típico adolescente de nuestra moderna cultura occidental sobre sus sentimientos: ¿es de verdad amor?, ¿y si es solo un capricho, o solo amistad, o compasión?, ¿y si al final resulta que no era lo que yo creía?, ¿cuáles son las señales del verdadero amor?, ¿cómo puedo saberlo con seguridad? El dubitativo adolescente tiene toda la razón del mundo para dudar. Pero probablemente está un poco confundido. El verdadero objeto de su temerosa duda no son, en realidad, sus sentimientos, sino la estabilidad de la relación humana a la que esos sentimientos se refieren: ¿durará?, ¿habrá armonía, comprensión mutua, generosidad, etc., o todo lo contrario? Si lo primero, es amor; si lo segundo, no lo es. Nuestro típico adolescente es víctima de una ilusión corriente en

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nuestra moderna «educación sentimental». De hecho, no existe ningún sentimiento específico cuya presencia o ausencia garantice la presencia o ausencia de amor; ni existe, por supuesto, ningún sentimiento que por sí solo garantice el éxito de una relación. Por otra parte, si lo que preguntamos es si existe una dimensión o componente erótico en la relación entre el cautivo y Zoraida, la respuesta es que todo hace pensar que sí, pero tan sometido a razón y recato que nunca salta de manera obvia a primer plano. Ambos piensan casarse, y el texto nos da suficientes indicaciones de detalle (la forma como él mira y describe la belleza física de Zoraida, la forma como ella lo mira a él y se preocupa por el peligro que pueda correr, etc.) como para pensar que existe esa dimensión erótica. Pero eso no cambia nada fundamental. En primer lugar, a Cervantes no le interesa de manera especial el análisis o la clasificación de sentimientos. Por ejemplo, ¿qué siente realmente don Quijote por Dulcinea? ¿Es lo mismo que sentía Alonso Quijano por Aldonza o es ya otra cosa? Y ¿qué decir de Grisóstomo? ¿Es amor lo que siente por Marcela y por lo que se suicida? ¿Es por amor por lo que pierde el juicio Cardenio? Está claro que no es este el tipo de pregunta que le interesa a Cervantes. De cualquier manera que se nos ocurra definir o categorizar los sentimientos de todos estos amantes, no será por ahí por donde obtengamos el más mínimo indicio de por qué todos ellos se fraguaron el infortunio o la tragedia. Los sentimientos y las emociones, por sí mismas, cualquiera que sea su definición, no garantizan en absoluto la estabilidad de la relación interpersonal. Es tal vez más probable que los sentimientos y emociones sean resultado de la relación interpersonal que no a la inversa. Relación e ntre fondo y forma La historia de la relación entre el capitán cautivo y Zoraida puede pensarse como una historia de amor, puesto que, de alguna manera, los dos se aman. Lo que ocurre es que no se parece en nada a la típica historia de amor, en tanto que las otras historias de amor intercaladas en el Quijote tienen todos los ingredientes que hemos visto muchas veces en las fábulas inventadas de los poetas, como diría Cervantes. Es más, esta semejanza formal con las ficciones de los poetas es más que pura forma, puesto que puede, de hecho, llegar a convertirse en contenido temático e integrarse en el desarrollo argumental

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de la narración, como es el caso en la relación Marcela-Grisóstomo y en la de Cardenio y Luscinda. Es decir, la semejanza formal con la ficción (sea o no reconocida explícitamente por los personajes) no es accidental, es, por el contrario, lo que nos da la clave sobre el sentido del infortunio común a todas ellas. Todas estas historias narran de una u otra manera un proceso a través del cual la realidad se ficcionaliza. Lo cual quiere decir también que, cuando las oímos a través de uno de los interesados, no oímos directamente la verdad. El narrador autobiográfico de estas historias, ya se trate, por ejemplo, del Grisóstomo de la «canción desesperada» o de Cardenio, se auto-engaña, necesita engañarse a sí mismo, por miedo a la verdad, una verdad dolorosa y hasta enloquecedora. La historia del cautivo y Zoraida, por el contrario, es un «discurso verdadero». Es decir, cree en la verdad de lo que dice, porque tiene fe y profunda confianza en la existencia de la verdad y cree que lo que dice está de acuerdo con la verdad. Es un discurso cuya intención es decir la verdad, ser como un canto a la verdad. La historia del cautivo dice todo lo que, en buena fe, hay que decir sobre los hechos que narra y sobre la relación entre el cautivo y Zoraida.No es un discurso defensivo, porque no existe la angustiosa necesidad de autojustificarse. Todo está claro y a la vista. Todo se puede ver, no hay nada que el narrador tenga que ocultarse a sí mismo. Pero si, por su contenido, la historia del cautivo no se parece a las típicas historias poéticas de amigos y de amantes, por su forma, a la que menos se parece de las que ya hemos visto es, sin duda, a la historia de El curioso impertinente. Esta última es la más ficticia, en el sen tido de que se nos presenta formalmente como algo poéticamente inventado, una novela, algo que probablemente no ocurrió nunca en ningún sitio. Recordemos que el cura no termina de convencerse de que aquello pueda haber pasado de verdad. Es decir, de la misma manera que existe una clara correspondencia entre el marco de la realidad histórica en el que se sitúa la historia del cautivo, y la fe en la verdad que caracteriza a sus protagonistas y a la acción que estos desarrollan, asimismo hemos de pensar en una correspondencia entre el marco formalmente ficticio de El curioso impertinente y la falsedad, la mentira y el encubrimiento en que se han metido sus protagonistas. Dicho de otra forma, no me parece ni mucho menos accidental que la historia del curioso sea una novela y la del cautivo un «discurso

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verdadero» deliberadamente enmarcado en la historia de la época y evidentemente relacionado con la experiencia real de Cervantes. En un estudio excelente sobre «The Pertinence of El curioso impertinente», el profesor Wardropper ponía de relieve la diferencia formal entre la historia principal del Quijote y las historias intercaladas, en especial El curioso impertinente: Don Quixote treats of natural truth, which includes verisimilitude and psychological observation, the truth of Cervantes’s world of experiencia; El curioso impertinente treats of artistic or artificial truth, truth in the abstract […]. The short stories are artificial compositions in contrast to the natural main plot.They serve, I believe, to present similar themes to those of the historia under a different guise19.

Pues bien, si la diferencia formal entre «verdad natural» y «verdad artística o artificial» se puede ver en la comparación entre El curioso impertinente y la historia principal en torno a la persona de don Quijote, más visible aun será esa diferencia entre El curioso impertinente y la historia del cautivo, ya que la verdad del «mundo de la experiencia de Cer vantes» tiene todavía más importancia en este caso. Pero Wardropper observa algo más y de gran significación: Cervantes identifies literary creation with lie: characters in Don Quixote repeatedly assert that books of fiction —chivalric and pastoral— are lies, mentiras […].This firmly maintained position implies that life is true and art is false —a view consonant with Cervantes’ views on arms and letter s20.

Esto quiere decir que, situadas en la escala de la verdad, la historia de El curioso impertinente, que es la más artificial, es también la más ficticia, la más mentirosa o alejada de la verdad, en tanto que la del cautivo es la menos ficticia, la más cercana a la verdad. Pero ¿estamos hablando de una diferencia formal o de contenido narrativo y ético? La respuesta es que hablamos tanto de forma como de contenido. Si el trasfondo intencionadamente histórico de la historia del cautivo es inseparable del tipo de relación humana ejemplar que existe entre los dos protagonistas, entonces es lógico asumir una conexión similar entre el carácter formalmente literario, artificial, de El curioso impertinente

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Wardropper, 1957, p. 593. Wardropper, 1957, p. 599.

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y el infortunio y la angustia innecesarios, autogenerados, hechos de mentiras y encubrimientos, de su contenido narrativo. Esta conexión íntima entre forma y contenido no ha escapado a la atenta mirada del crítico. Wardropper ve la comedia en la que Anselmo, Lotario y Camila se han enredado, como una especie de teatro de guiñol, de muñecos (con Cervantes de titiritero, tirando de las cuerdas). Todo es una mentira, un mundo de apariencias, una distorsión de la verdad, y además innecesario: The initial truth from which the lie emerges in this spectacle is that Lotario is a good friend of Anselmo […] and that Camila is as good and faithful a wife as Anselmo thinks she is. Unnecessarily he submits these two truths […] to a test, not realizing that certain truths, if tested, cease to be truths21.

No hay duda de que el crítico ve la conexión entre la artificialidad de la forma y la arbitrariedad del desastroso contenido. Pero no se muestra tan seguro con respecto a la razón de dicha correspondencia. Sus palabras no dan respuesta adecuada a la pregunta que ellas mismas sugieren. ¿Qué «verdades» son esas que, «si se prueban dejan de ser verdades»? ¿Cómo es que la verdad no puede someterse a prueba? ¿Es acaso la verdad algo parecido a la visera de cartón que le puso Alonso Quijano a su yelmo, cuya resistencia a los golpes había que aceptarla por fe más que por experiencia? No se ha planteado bien el problema. El problema no radica en la verdad, sino en la prueba que quiere hacer Anselmo, que no es una prueba verdadera, sino en sí misma una mentira, una trampa y una forma de engañarse a sí mismo. Es, dicho de otra forma, una prueba diabólica; en ningún caso puede convertirse en garantía de verdad, sino solo de angustia y duda eternamente renovada. ¿Quién confiaría en una prueba ideada por el demonio para probar la bondad, la autenticidad, de Dios? Por eso Cristo no se somete a las pruebas que le propone el diablo. La verdadera prueba, la que le interesa a Cervantes, no es la formulada por Anselmo, porque es él precisamente, Anselmo, quien está siendo sometido a prueba por la verdad. Es la verdad la que lo pone a prueba a él, y no a la inversa. La verdadera prueba es la siguiente: ¿aceptará Anselmo la verdad, la verdad de la amistad de

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Wardropper, 1957, p. 599.

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Lotario y la fidelidad y el amor de Camila, sobre los cuales no tiene la menor causa de duda? Y si no es capaz de aceptarla tal como es, ¿por qué no? ¿Qué le ha pasado ya a él para que no pueda confiar en la verdad? ¿Cómo puede curarlo la verdad si ha perdido la confianza en ella? Es decir, ¿qué ha ocur rido dentro de la doble relación con Lotario y Camila que ha transformado la amistad y el amor en motivo de angustia y de inseguridad, en obstáculo al que hay que superar y del que hay que defenderse, en satánica piedra de escándalo? Esta es la pregunta que plantea la historia de El curioso impertinente, y a la que ya hemos intentado dar respuesta. Pero aún más allá de la amistad del amigo y el amor de la esposa, lo que ha desaparecido de la relación que mantienen entre sí estos personajes es la verdad, la fe en la verdad.Y cuando se ha perdido la fe en la verdad, no hay prueba posible ni concebible que la restaure. Hay que tener fe y confianza en la verdad, antes de someter nada a la prueba de la verdad. Pero si Anselmo hubiese tenido fe en la verdad, si hubiese sido capaz de aceptar la verdad, no hubiese dudado de Camila. La duda de Anselmo es testimonio de que la verdad, la acción u operatividad de la verdad, ha desaparecido de su relación con Lotario y Camila. La duda de Anselmo es testimonio de que ha desaparecido toda idea de transcendencia de esa relación, esta se desarrolla en la más completa inmanencia. Y una vez contagiados todos, cada uno se convierte en mediador ambivalente de los otros. Desaparecida la verdad, la referencia a algo que transcienda a la relación interpersonal, esta se mueve en un mundo que ella misma crea, sin anclajes en la realidad, un mundo de pura ficción. La Historia del curioso impertinente, obra de ficción y de artificio, a diferencia del «discurso verdadero» del cautivo, narra la historia de unos seres que transformaron su vida en obra de ficción y de artificio. Pero recordemos, la desaparición de la verdad, la caída en la inmanencia completa, es siempre un asunto de carácter intersubjetivo, interindividual. La historia de la ficcionalización de lo real no es la historia de un individuo solo frente al mundo, sino la historia de la relación entre individuos. Siempre hay un «otro» entre el individuo y la realidad que se ha desvanecido, que se ha convertido en ficción. El símbolo cómico de esta situación pudiera ser la historia de los dos regidores que buscaban el asno perdido en el monte (II, 25). El asno ya no existe. Lo que oye cada uno de estos dos magníficos re-

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buznadores, y por lo que se guía, es el rebuzno del otro, atrayéndose así mutuamente una y otra vez. Símbolo cómico que puede fácilmente convertirse en tragedia, que es precisamente lo que hubiera pasado en este caso, cuando a los burladores de los dos pueblos vecinos se les convirtió la burla en veras, si no hubiera sido por la intervención de don Quijote y Sancho, contra los cuales terminó desplazándose la violencia de todos los contendientes, demostrando así cuán útil resulta la oportuna presencia de un chivo expiatorio (y desviatorio), cuando en realidad no existe ninguna razón para la confrontación violenta, excepto la confrontación misma. En el caso de los dos regidores, o alcaldes, rebuznadores, la desaparición del asno fue puramente accidental. Se lo comieron los lobos. En el proceso de ficcionalización de que hablamos, no hay lobos. La desaparición de lo real (es decir, de aquello que se mantiene más allá de la relación interindividual), causa de la convergencia de ambos, es causada por la convergencia misma. Es esta convergencia de partes que se atraen mutuamente la que puede terminar devorando, o ignorando, la misma realidad que mediaba y sostenía la relación interindividual.Cada una de las partes se convierte, entonces, en mediador absoluto de la otra parte, en tanto que ambos se hunden cada vez más en un mundo de ficción, que es también un mundo cada vez más ambiguo y angustioso, porque ese mediador absoluto es también el último rival. Cervantes muestra una clara predilección por este tipo de situaciones, en el que una determinada relación entre personas parece cobrar vida propia, separada de la realidad en la que se asienta, alimentándose de pura reciprocidad mimética. Uno de los ejemplos más conocidos tiene lugar en esta venta de Juan Palomeque poco después de los acontecimientos que hemos venido analizando. «Donde se prosiguen los inauditos sucesos de la venta» Los acontecimientos de la venta suelen sucederse unos a otros con gran rapidez. Pasamos del final desastroso de El curioso impertinente a la esperanzada historia del cautivo en poco más de un capítulo de transición; el capítulo en el que ocurre la oportunidad providencial para las dos parejas de amigos y amantes; oportunidad que les permite evitar lo que hubiese sido un desastroso final. Pero, como de costumbre, Cervantes es profundamente consciente de lo frágil que es toda

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relación humana y, por tanto, lo vulnerable que es la paz y la tranquilidad. La venta se va a convertir en un verdadero muestrario o escaparate de esa fragilidad. En un momento hay paz y, en el siguiente, confusión total, gritos y violencia. Como dirá don Quijote, la venta parece estar encantada, en poder de algún diablo que se recrea en agitar las cosas cuando uno menos se lo espera. Por ejemplo, después de unos momentos de furiosa agitación en los que algunos huéspedes se habían querido marchar sin pagar, por fin reina de nuevo la paz, nadie le está golpeando a nadie: cuando el demonio, que no duerme, ordenó que en aquel mesmo punto entró en la venta el barbero a quien don Quijote quitó el yelmo de Mambrino, y Sancho Panza los aparejos del asno […]; el cual barbero, llevando su jumento a la caballeriza, vio a Sancho Panza que estaba aderezando no sé qué de la albarda, y así como la vio, la conoció y se atrevió a arremeter a Sancho, diciendo: —¡Ah don ladrón, que aquí os tengo! ¡Venga mi bacía y mi albarda, con todos mis aparejos que me robastes! (I, 44).

Ni que decir tiene que Sancho no piensa desprenderse de lo que considera legítimo botín de la batalla que su amo había ganado. Así es que los dos se enzarzan en una pelea por la posesión de la albarda. La pelea es un tanto cómica, por supuesto. Pero por lo menos, en estos momentos iniciales, el conflicto tiene un objeto, algo sólido, por así decir, y perfectamente definido: una albarda. Por insignificante que sea este objeto como justificación de la pelea, los dos se pelean por algo, no por nada. Pero, como recordarán los lectores de este famoso episodio, la situación se va a deteriorar rápidamente. Enseguida casi todos los que están en la venta se van a ver envueltos en una pelea bastante menos cómica y mucho más absurda por nada, o, en los términos de su absurda lógica, por la definición del objeto de la pelea: ¿es una bacía de barbero o el yelmo de Mambrino? Es decir, maese Nicolás, el cura y todos los demás del grupo de don Quijote, en especial don Fernando, se han visto atrapados en su propio juego. Todo empezó de burla, pero ahora los burlados son ellos, porque la cosa ya no tiene gracia. La violencia no es ni mucho menos fingida: «de modo que toda la venta eran llantos, voces, gritos, confusiones, temores, sobresaltos, desgracias, cuchilladas, mojicones, y palos, coces y efusión de sangre».Y todo esto por nada absolutamente. La realidad inicial del objeto de la pelea ha desaparecido por com-

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pleto. No hay otra razón para continuar la violencia que la violencia misma. Las partes contendientes se encuentran atrapadas en su propia reciprocidad violenta. Convergen entre sí como los famosos rebuznadores, pues el «asno», en este caso la realidad de la albarda o de la bacía, ha desaparecido ya de la escena. Si hay que sacar alguna lección de esta pelea absurda y sin objeto, pudiera ser la siguiente: es peligroso jugar con la realidad comúnmente, colectivamente, aceptada. Pues tan pronto como la convertimos en juego, no solo estamos jugando con ella, de hecho estamos jugando igualmente con el otro. Y si la realidad sobre cuya base se entienden el yo y el otro en común lenguaje, actuando como mediadora entre ambos,permitiendo su coexistencia pacífica, se debilita o se desvanece, entonces el yo y el otro se enfrentan al desnudo, por así decir, desprotegidos; lo cual es una situación en extremo inestable y peligrosa, porque cada uno se encuentra realmente a merced de la respuesta mimética del otro. Sin un punto externo de referencia, ninguno puede estar seguro de la intención o interpretación del otro. Jugar con la realidad que sirve de referencia al lenguaje, a la posibilidad de entendimiento mutuo, es jugar con fuego. Para que haya juego con un mínimo de estabilidad y mutuo entendimiento los jugadores tienen que crear su propia realidad ad hoc: un ter reno lúdico y/o un objeto de juego, un juguete; realidad lúdica completamente separada de todo lo demás y en la que ninguno de los jugadores tenga el más mínimo interés personal; un terreno u objeto totalmente neutral que, por su falta de valor intrínseco, se mantiene equidistante de todos los jugadores, mediando entre ellos externamente, desde fuera. Porque esto es lo absolutamente crucial aquí, que esa realidad ad hoc, que ese objeto del juego, no tenga en sí mismo el menor valor para ninguno de los contendientes o jugadores (una pelota, por ejemplo). Solo así podrá ese objeto lúdico adquirir su valor de mediador, valor absolutamente único y que lo diferencia de todos los demás objetos de uso común. Un valor que, en otro tiempo, solo podía conferir el contacto con lo sagrado (parece ser que aún hay sitios donde, en lugar de una pelota, usan el cuerpo de un animal recién sacrificado). Dicho de otra forma, el objeto del juego ha de ser previamente expulsado por todos los participantes para poder adquirir su peculiar singularidad; una singularidad que no le es conferida por su materialidad, o su valor de uso, pues se trata de un proceso estric-

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tamente social, colectivo. Este proceso colectivo que da valor y sentido a algo que, materialmente, puede que no tenga ningún valor, es fundamentalmente el mismo proceso que describe con gran detalle Karl Marx, por el cual una mercancía es expulsada de la compañía de todas las otras mercancías y se convierte en dinero, algo sin valor material o de uso, que se convierte en la medida, o mediador, del valor de todas las otras mercancías. Marx comprendió perfectamente el error del economista tradicional, que buscaba el origen del dinero en el valor material de los metales preciosos, del oro, por ejemplo. Por eso hablaba Marx de las «sutilezas metafísicas y exquisiteces teológicas» de las mercancías22. En otras palabras, para evitar la violencia interindividual algo tiene que interponerse entre el yo y el otro, algo que actúe de mediador de la relación entre ambos, desde fuera de la relación misma. De otra forma cada uno de ellos se convertirá en el mediador del otro, convergiendo así miméticamente el uno hacia el otro, fuente esta de inestabilidad y origen de toda clase de problemas en la relación interpersonal. En este sentido, la función del objeto lúdico, del juguete, no es diferente de la función de la verdadera realidad, la realidad sostenida por Dios. Dios es simplemente el mediador absolutamente transcendente. Alguien dijo que si Dios no existiera, tendríamos que crearlo. Y en cierto sentido eso es lo que intentamos hacer cada vez que jugamos, sea con una pelota o con el cuerpo inmolado de una cabra. Es más, a los cristianos se nos dice expresamente que el Dios que sostiene toda la realidad del mundo es precisamente un Dios que aceptó ser despreciado, declarado sin valor y expulsado («La piedra que rechazaron los constructores se convirtió en la piedra angular»). La diferencia fundamental con la situación lúdica, con el juguete, es que el Dios cristiano no solo se deja expulsar, sino que revela que la expulsión no tiene justificación, que el expulsado, el sacrificado, es inocente, y que, por tanto, la expulsión era innecesaria: no tenemos que matar o expulsar a nadie para mantener en su sitio a la realidad y a Dios como mediador transcendente. Es más, lo que da sentido a esa transcendencia es precisamente el carácter inocente de la víctima, que no participa en absoluto en la violencia de los sacrificadores. El Dios cristiano es por completo ajeno a la violencia humana. Como ya

22 Ver

Bandera, 1997, pp. 216 y ss.

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señalábamos al principio de este trabajo, la raíz de nuestra fe científica moderna en la intrínseca racionalidad del mundo externo, en su carácter desinteresado, puramente objetivo, está en esa convicción profunda en la inocencia de la víctima, o sea, en el hecho de que ese referente último, absolutamente transcendente, no toma partido por ninguno de los contendientes humanos en pugna, pero se deja expulsar, victimizar, si ese es el único medio de que los contendientes se reconcilien, proporcionándoles la víctima que han necesitado siempre para mantener la paz entre sí y el sentido del mundo externo; o sea, para que una bacía de barbero siga siendo una bacía de barbero y una albarda, una albarda. Claro está que desde esta perspectiva cristiana, toda violencia humana carece en última instancia, por referencia a la inocencia transcendente de Dios, de fundamento. Toda violencia humana es en sí misma un poco absurda, algo un poco ridículo. Y creo que es este sentimiento cristiano el que motiva ese característico deleite cervantino en presentarnos tantas batallas absurdas en el contexto de la locura de don Quijote. La caótica pelea de la venta en torno al «baciyelmo» es una de ellas, en la que tal vez lo absurdo se manifieste de manera especialmente obvia, porque envuelve a toda clase de gente, incluso algunos perfectamente razonables y respetables. El «baciyelmo» La absurda ridiculez de la pelea es tan evidente que se hace difícil entender cómo ilustres cervantistas le hayan dado de lado, interpretando el conflicto como una diferencia de opinión: unos opinan que es una bacía y otros, aunque en broma, que es el yelmo de Mambrino. Así es que Cervantes —se nos dice— con su característica ambigüedad, perspectivismo, etc., zanja la cuestión llamando al objeto de la disputa, por boca de Sancho, «baciyelmo». Pero llamarlo baciyelmo, naturalmente, no resuelve nada. Nadie sabe lo que es un baciyelmo. No existe referencia externa comúnmente aceptada. Llamarlo baciyelmo ni evita la pelea ni satisface a ninguno de los contendientes. Llamarlo baciyelmo equivale a decir que no importa en absoluto cómo se le llame, que es igual que sea una bacía o un yelmo. Porque la cosa no adquiere una nueva identidad, lo que hace es perder por momentos su identidad y su relevancia a medida que avanza la disputa. «Baciyelmo» es un ente puramente ficticio que

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define, que pone de manifiesto, la sinrazón de la pelea, la nada absurda sobre la que esta se levanta. «Bacía» y «yelmo», convertidos en armas de combate, es lo que cada lado de la contienda le arroja al otro; enemigos gemelos, cada uno es un eco del otro, o un espejo en el que el otro se mira. En manos de Cervantes, «baciyelmo» es a todas luces un término cargado de ironía, una manera de llamar la atención sobre lo absurdo de la disputa, una manera de decir algo así como «paren la pelea, están a punto de matarse por una ficción que no importa cómo la llamen». Porque está claro que no se pelean ni por una bacía de verdad ni por un yelmo de verdad. Todos se han quijotizado, con lo cual resulta irónicamente apropiado que sea don Quijote quien ponga fin a semejante ficción violenta: ¿No os dije yo, señores, que este castillo era encantado, y que alguna región [sic] de demonios debe de habitar en él? En confirmación de lo cual quiero que veáis por vuestros ojos cómo se ha pasado aquí y trasladado entre nosotros la discordia del campo de Agramante. Mirad cómo allá se pelea por la espada, acá por el caballo, acullá por el águila, acá por el yelmo, y todos peleamos, y todos no nos entendemos.Venga, pues, vuestra merced, señor oidor, y vuestra merced, señor cura, y el uno sirva de rey Agramante, y el otro de rey Sobrino, y póngannos en paz, porque por Dios Todopoderoso que es gran bellaquería que tanta gente principal como aquí estamos se mate por causas tan livianas.

Mucho tienen en común, en efecto, la discordia del campo de Agramante, o cualquier otra discordia novelesca, y la discordia sin objeto en torno al baciyelmo. Peleas absurdas, totalmente innecesarias, que pueden fácilmente degenerar en tragedia, e historias de amor frustrado sin necesidad, que imitan y recuerdan tantas historias de amor de fábula poética. Frente a unas y otras, distinguiéndose de ellas, se levanta esa historia ejemplar del capitán cautivo, por referencia a la cual puede verse lo que tienen en común las unas y las otras, partícipes ambas del encantamiento quijotesco de la venta.

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CAPÍTULO XII BURLADORES BURLADOS El episodio del baciyelmo forma parte de una estructura de sentido que se repite por toda la novela, pero que se hace más visible e insistente en la Segunda Parte. Según pasea don Quijote su peculiar locura por los más diversos ámbitos, se puede ver que aquellos que son atraídos, no por él como persona, llena de buen sentido en todo lo que no toque la caballería andante, sino por su locura, y quieren jugar con ella, quedan contaminados por ella, atrapados en su juego. Como le grita el «castellano» que lo ve por las calles de Barcelona: Tú eres loco, y si lo fueras a solas y dentro de las puertas de tu locura, fuera menos mal; pero tienes propiedad de volver locos y mentecatos a cuantos te tratan y comunican; si no, mírenlo por estos señores que te acompañan (II, 62).

Es necesario matizar las palabras del castellano. No todo el mundo que trata a don Quijote se contamina de su locura.Ya hemos hablado de la más notable excepción a esta regla, don Diego de Miranda, el caballero del verde gabán. Es necesario recordar la excepción para saber exactamente qué significa el no contaminarse.Tampoco es completamente exacto decir que don Quijote tiene «propiedad de volver locos» a los demás. Claro está que son los que juegan con él los que se vuelven a sí mismos «locos y mentecatos» a través de ese juego. Piénsese, sobre todo, en el duque, la duquesa y toda su corte, cuyas burlas ocupan tantos capítulos de la Segunda Parte.Ya conocemos la opinión de Cidi Hamete a este respecto:

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Y dice más Cidi Hamete: que tiene para sí ser tan tontos los burladores como los burlados, y que no estaban los duques dos dedos de parecer tontos, pues tanto ahínco ponían en burlarse de dos tontos (II, 70).

De la Primera a la Segunda Parte Esta idea del carácter contagioso de la locura de don Quijote aparece de manera explícita en la Segunda Parte, pero eso no quiere decir que su sentido sea algo completamente nuevo. «En esta segunda parte no quiso [el autor] injerir novelas sueltas ni pegadizas» (II, 44), pero la idea del contagio a través de la burla asume la función que tenían en la Primera Parte las historias intercaladas. Como ya vimos en el análisis de esas historias, los problemas e infortunios en los que se enzarzan sus personajes, se estructuran de la misma forma, siguen la misma lógica interna del deseo intersubjetivo o mimético, que la locura de don Quijote. Es decir, a través de esas historias intercaladas podíamos empezar a comprender que lo mismo que conduce a don Quijote a la locura puede acarrear, en diferentes circunstancias, otras consecuencias igualmente desgraciadas y hasta trágicas. El germen de lo uno era también el germen de lo otro. Las historias intercaladas nos dicen que la singularidad, la unicidad, del loco don Quijote, en cuanto loco, es bastante superficial, más aparente que real. Es decir, la locura de don Quijote es mucho menos única, está mucho menos aislada, de lo que la retórica de la novela ofrece a primera vista. Así es que la idea del contagio de esa locura, que aparece explícitamente en la Segunda Parte, es a todas luces heredera de la función que tenían aquellas narraciones que acaban de desaparecer. Decir ahora que la locura de don Quijote es contagiosa es lo mismo que era decir antes que el germen de esa locura aparece y se desarrolla en toda clase de personas y circunstancias. Ahora bien, a un nivel más obvio y literal los casos de burladores burlados de la Segunda Parte traen a mientes situaciones como la de la pelea del baciyelmo, que acabamos de examinar. En el caso del baciyelmo veíamos disiparse la realidad del objeto disputado, o sea, convertirse en algo irrelevante y carente de significación, a medida que se intensificaba la violenta reciprocidad mimética entre las partes enfrentadas. Esa reciprocidad violenta, alimentándose de sí misma, destruía la realidad del objeto en cuanto punto de referencia externo al mimetismo de ambas partes. El objeto se convertía en mera palabra

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sin contenido referencial, un ente de ficción sin otro soporte en la realidad que la violenta convergencia mimética de los contendientes. Ahora vamos a ver este mismo fenómeno, pero desde el ángulo opuesto. En lugar de ver cómo se desintegra algo real, hasta convertirse violentamente en ente de ficción, veremos cómo algo ficticio, un puro juego, se convierte violentamente en realidad a los ojos de los jugadores. La reciprocidad mimética de la violencia humana, es decir, intraespecífica, entre seres humanos enfrentados, lo mismo convierte la realidad en ficción que la ficción en realidad. Claro está que, en verdad, lo único que hace esa violencia es apartarse de la realidad, ignorarla por completo, y sustituirla por una especie de juego de espejos, juego mimético, en el que la violencia misma, por un lado, puede aparecer como realidad y, por otro, como ficción; juego mimético, en el que, de verdad, lo mismo da una cosa que la otra, porque la diferencia entre ambas no es más que un efecto óptico, por así decir, de la violencia misma; diferencia ilusoria, sin referencia a nada real, cuyo resultado no es otro que mantener viva la violencia que la crea. Esta equivalencia o equilibrio entre ficción y realidad, obra de la violencia, es precisamente la equivalencia o el equilibrio con el que juegan los burladores, imitando a don Quijote, quijotizándose en broma. Lo que estos burladores probablemente no saben, o no quieren saber, es que lo mismo que hacen ellos en broma, lo hace la violencia mucho más a fondo, mucho mejor, de veras. Lo sepan o no, el modelo que imitan estos burladores en su burla es la reciprocidad mimética de la violencia humana. Juegan con esa reciprocidad, juegan con la violencia, creyendo que pueden evitarla a través del juego mismo, a través de la imitación. La imitan y creen protegerse de ella imitándola, que es algo así como jugar con fuego, cuando el instrumento mismo del juego está hecho de materia combustible. No se necesita más que una chispa, un golpe un poco más fuerte, un rasguño algo más doloroso, un ápice de violencia incontrolada, por minúsculo o accidental que sea, para dar al traste con el juego y convertirlo violentamente en veras. Tan pronto como el burlador imita fingidamente lo que para el burlado es realidad, es decir, tan pronto como el burlador sitúa ficción y realidad al mismo nivel, su fingimiento mismo queda al borde de convertirse en realidad violenta, en violencia real, queda a merced del mimetismo de la violencia. Pasar de una violencia fingida a una violencia real es mucho más fácil de lo que sospechan los

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burladores, porque es precisamente dentro de la violencia humana donde desaparece la diferencia entre ficción y realidad. Dicho de otra forma, los burlones imitadores de la locura de don Quijote están mucho más cerca de esa locura de lo que se imaginan. Cuán cerca estén dependerá de la intensidad del deseo imitativo del burlón. Es el «ahínco» de los duques en burlarse del tonto lo que los hace tontos. Pues el modelo que imita el deseo burlón es el deseo del burlado. Se burlan de don Quijote imitando el deseo de don Quijote. Y en tal situación, claro está que la burla solo es burla en la medida en que el burlador sea capaz de controlar, de dominar, su propio deseo imitativo. En el momento en que pierda ese control, desaparecerá la diferencia entre imitador e imitado, burlador y burlado quedarán al mismo nivel.Y eso es exactamente lo que va a ocurrir una y otra vez. El obstáculo de nuevo Pero, cosa curiosa e importantísima, esa pérdida de control por parte del burlador, que lo iguala de veras al burlado, se produce precisamente frente al obstáculo. Basta que el burlado se convierta en obstáculo para la burla, en barrera del deseo del burlador, para que este pierda el control y la burla se convierta en veras. El choque contra el obstáculo es el elemento determinante de la transformación de la burla en veras. Ahora bien, ¿no es el obstáculo precisamente lo que quijotiza a don Quijote? ¿No es el loco don Quijote, como ya hemos visto, el prototipo de todos los buscadores de obstáculos, o sea, de desafíos irre s i s t i bl e s , de aventuras literarias? ¿No es don Quijote precisamente el que ha perdido el control de sí mismo, de su deseo, frente al obstáculo? No importa en absoluto que don Quijote se adhiera al obstáculo fascinado ante el mismo y que el burlador, por el contrario, lo haga airado y resentido. De adherencia se trata en ambos casos; de dependencia y encadenamiento al obstáculo, es decir, al modelo-rival, a la piedra de escándalo. El obstáculo al deseo es la gran prueba del deseo. Sucumbir a la prueba, dejarse dominar por el obstáculo, es convertir a este, al obstáculo, en objeto del deseo. Objeto, como ya hemos visto repetidas veces, en sí mismo ambiguo, contradictorio, atrayente, por un lado, odioso, por otro. Tan pronto como el burlador falla esta prueba, su parecido con el loco don Quijote es bastante más profundo de lo que él (o ella) imagina.

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No hay que buscar mucho para encontrar casos reveladores. Los encontramos por toda la Segunda Parte. Piénsese, por ejemplo, en el duque, cuando su juego se le viene abajo por obra del vasallo Tosilos, y la venganza que tomó de este; o el incidente de la duquesa espiando a doña Rodríguez y don Quijote. Pero tal vez los dos casos más notorios sean los del derrotado Sansón Carrasco, como el Caballero de los Espejos, en los capítulos 12 al 15, y el de Altisidora fingiendo estar irresistiblemente enamorada de don Quijote, cuando este la desengaña y le aconseja que «se retire en los límites de [su] honestidad» (II, 70). El burlador Sansón Carrasco He aquí la conversación entre Sansón Carrasco y su «escudero», Tomé Cecial, a continuación de su inesperada y humillante derrota a manos de don Quijote: —Por cierto, señor Sansón Carrasco, que tenemos nuestro merecido […]. Don Quijote loco, nosotros cuerdos, él se va sano y riendo, vuesa merced queda molido y triste. Sepamos, pues, ahora, ¿cuál es más loco: el que lo es por no poder menos, o el que lo es por su voluntad? A lo cual respondió Sansón: —La diferencia que hay entre esos dos locos es que el que lo es por fuerza lo será siempre, y el que lo es de grado lo dejará de ser cuando quisiere. —Pues así es —dijo Tomé Cecial—, yo fui por mi voluntad loco cuando quise hacerme escudero de vuesa merced, y por la misma quiero dejar de serlo y volverme a mi casa. —Eso os cumple —respondió Sansón— porque pensar que yo he de volver a la mía hasta haber molido a palos a don Quijote es pensar en lo excusado; y no me llevará ahora a buscarle el deseo de que recobre su juicio, sino el de la venganza; que el dolor grande de mis costillas no me deja hacer más piadosos discursos (II, 15).

Es verdad, todo lo que tiene que hacer Sansón Carrasco para dejar de ser tan loco como don Quijote es escarmentar de su fracaso, seguir el ejemplo de Tomé Cecial y abandonar su plan de enfrentarse y vencer a don Quijote imitando a don Quijote, con sus propias armas y en su propio terreno, en el caballeresco. Pero a eso es precisamente a lo que se niega rotunda y airadamente. Si antes la cosa era un juego, ya no lo es, va en serio.Y que a nadie se le ocurra pensar

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que en esos momentos Sansón Carrasco va a abandonar su locura. Ahí es, por tanto, donde desaparece de verdad la diferencia entre burlador y burlado, y donde queda Sansón igualado a don Quijote, quijotizado. Ahí, en el punto en que vencer, dominar el obstáculo no es un medio sino un fin en sí mismo; donde lo importante ya no es la meta que haya más allá del obstáculo, sino el obstáculo mismo. Porque es algo más que «el dolor grande de [sus] costillas» lo que lo mueve. Es el verse derrotado frente al otro, el verse a sí mismo a través del otro, totalmente a merced del otro. La necesidad urgente de la venganza es la necesidad de restaurar ante sí mismo la propia imagen, la imagen que ahora yace hecha añicos a los pies del otro, en poder del otro. De ahí que el deseo de venganza sea al mismo tiempo expresión de la más intolerable servidumbre. Pero lo importante es comprender que esa necesidad de la venganza, ese sometimiento al obstáculo con ira, con odio, es un fenómeno cuya estructura interna de sentido, su lógica, es exactamente la misma que la que se produce en la fascinación quijotesca ante el obstáculo, el desafío, la aventura. Si fuera verdad que el deseo quijotesco solo tiene como meta la justicia o la caridad, don Quijote no estaría loco. Pero no es ese el deseo de su locura. Si alguna vez existió tal deseo en Alonso Quijano, su ávida lectura de la ficción caballeresca lo ha desviado hacia el obstáculo. El radiante Amadís no es el que trae la paz y la justicia, es el que vence los obstáculos que se le ponen en el camino.Y asimismo don Quijote sale al mundo, no en busca de la paz y la justicia, sino en busca de malandrines y toda clase de obstáculos, obstáculos que tienen siempre intención y nombre propios. Eso es lo que lo define como caballero andante, que es lo que él necesita ser urgentemente; urgencia que delata lo intolerable que le resulta fracasar ante los ojos del idolatrado e invencible Amadís. Que ese otro sea visto como un fascinante semidiós o como algo destestable y odioso no cambia nada a efectos del sometimiento del sujeto ante él. La diferencia entre la loca venganza de Sansón Carrasco y la locura quijotesca no es tanto una diferencia de esencia como de grado. La burladora Altisidora La facilidad con que ese sentimiento de odio y rechazo del otro puede girar sobre sí mismo o volverse del revés se ve con más claridad en el caso de Altisidora, la otra gran burladora burlada. Sus cir-

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cunstancias no le permiten seguir a don Quijote, pero no es difícil imaginar que lo haría si tuviera la oportunidad. He aquí su airada reacción cuando don Quijote la rechaza, negándose a admitir sus incitativos fingimientos: —Muchas veces os he dicho, señora, que a mí me pesa que hayáis colocado en mí vuestros pensamientos […]: yo nací para ser de Dulcinea del Toboso […]; y pensar que otra alguna hermosura ha de ocupar el lugar que en mi alma tiene es pensar lo imposible. Suficiente desengaño es este para que os retiréis en los límites de vuestra honestidad, pues nadie se puede obligar a lo imposible. Oyendo lo cual Altisidora, mostrando enojarse y alterarse, le dijo: —¡Vive el Señor, don bacallao, alma de almirez, cuesco de dátil, más terco y duro que villano rogado cuando tiene la suya sobre el hito, que si arremeto a vos, que os tengo de sacar los ojos! ¿Pensáis por ventura, don vencido y don molido a palos, que yo me he muerto por vos? Todo lo que habéis visto esta noche ha sido fingido; que no soy yo mujer que por semejantes camellos había de dejar que me doliese un negro de la uña, cuanto más morirme (II, 70).

Como dirá un momento después el duque con ironía, al oír toda esa serie de insultos en boca de la enojada Altisidora: «Eso me parece […] a lo que suele decirse: “Porque aquel que dice injurias, / cerca está de perdonar”». Tuvo suerte probablemente Altisidora de que don Quijote se marchara tan presto. Porque a pocos hubiese sorprendido que intentara hacer resentidamente en serio lo que había estado intentando en broma, es decir, seducir de verdad a un don Quijote duro como las peñas, fiel a Dulcinea.Y al hilo de semejante intento, su fingida atracción por el caballero pudiera haberse convertido en atracción de verdad. El tema de la atracción del desdén lo hemos visto innumerables veces en el teatro del Siglo de Oro. ¿Y no es este el tema que hemos estudiado en las dos Dianas? La instructiva reacción de Unamuno Es interesante observar la reacción de Unamuno a este pasaje: Este rasgo debía bastar para convencernos de cuán real y verdadera es la historia que estoy explicando y comentando, porque esto de acabar por tomar en veras las burlas la desdeñada doncella es de las cosas que no se inventan ni pueden inventarse.Y tengo para mí que si don Quijote flaquea

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y cede y la requiere, se le entrega ella en cuerpo y alma, aunque solo fuera para poder decir luego que fue poseída por un loco cuya fama llenaba el mundo entero1.

¿Qué vio Unamuno en esta transformación de las burlas en veras para decir que «es de las cosas que no se inventan ni pueden inventarse»? ¿Hay algo en ella contrario a la ficción de las historias que no son «reales y verdaderas», o sea, a las historias inventadas? ¿En qué consiste la incompatibilidad entre la ficción inventada y ese tipo de verdad que dice que la ficción, el fingimiento, lo inventado, pasa a ser algo real, se siente como real y verdadero, cuando se mezcla con una buena dosis de desdén, de rechazo, es decir, a través del resentimiento y el odio? ¿Es la ficción, entonces, en cuanto ficción, un ocultamiento de esa verdad, una forma de negar su entronque con el resentimiento, su dependencia del otro? Unamuno no nos contesta directamente, pero algo nos dice de manera indirecta cuando, a continuación de tan enigmática frase, se olvida inmediatamente de que el único atractivo que tiene don Quijote en esos momentos a los ojos de Altisidora es su rechazo, el presentarse ante ella como obstáculo inamovible y nos quiere hacer creer que ella se le entregaría «en cuerpo y alma, aunque solo fuera para poder decir luego que fue poseída por un loco cuya fama llenaba el mundo entero». Subrayemos esa subordinada concesiva, «aunque solo fuera», como dándonos a entender que, puesto que no existe ninguna razón válida, se le entregaría simplemente «para poder decir luego… [etc.]». Porque, por una parte, Unamuno quiere decir que don Quijote es más real, más histórico, que la historia misma, pero se niega a decir que la ficción adquiere visos y caracteres de realidad a través del resentimiento y del odio, porque eso nos revelaría, entre otras cosas que ya hemos estudiado, tal vez la más importante, el secreto de la fascinación que el Caín unamuniano siente por don Quijote, es decir, la íntima conexión entre quijotismo y cainismo, puesto que la fascinación resentida ante el obstáculo es un fenómeno típicamente cainita, el alma de la envidia. No —dice Unamuno—, no es la Altisidora resentida, rechazada, la que se enamoraría de don Quijote a través de su mismo resentimiento, la que pasaría de insultar a ese odioso «don bacallao […] más duro y terco que villano rogado» a la necesidad urgente de poseerlo; no, es la 1

Unamuno, Vida de don Quijote y Sancho, p. 212.

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Altisidora ávida de inmortalidad, de fama, de ser ella misma, la que se uniría a don Quijote para que este la colmara de individualidad. Lo que está perfectamente claro es que esa Altisidora unamuniana es lo opuesto de la burladora burlada que nos presenta Cervantes. Pero, como ya vimos, Unamuno es un buen guía, porque sabe perfectamente qué tiene que hacer para contrarrestar el sentido antiquijotesco que, según él, el «mediocre», «malicioso» y «envidioso» Cervantes se empeña en dar a los hechos. Porque Unamuno intuye acertadamente que hablar en presencia de don Quijote de un deseo humano sin verdadero objeto, atraído y absorbido enteramente en el obstáculo, es, como suele decirse, mentar la soga en casa del ahorcado. Ese deseo «es de las cosas que no se inventan», o sea, que no se fingen, que no se pueden fingir sin exponer la ficción misma a la vergüenza pública. Burladores burlados y el paso del antihéroe a héroe No parece que en tiempo de Cervantes hubiese lectores del Quijote al estilo unamuniano, proclamadores de la sublime heroicidad de la locura quijotesca, sino más bien todo lo contrario, burladores. Sin embargo, en ese análisis cervantino de las burlas que se convierten en veras, está ya dada y prevista la posibilidad histórica de que el loco ridículo, el antihéroe, se convierta en héroe, es decir, de que el lector del Quijote se contagie de la locura quijotesca. Quiero decir que los modernos lectores al estilo unamuniano, que son hoy mayoría, son los herederos directos de los antiguos burladores, que el don Quijote heroico de ahora es descendiente directo del antiheroico de ayer. O sea, que, tanto en un caso como en otro, podemos hablar de esa «propiedad» que parece tener don Quijote de contagiar de su locura a todos aquellos que, por razones en apariencia contrarias, se sienten atraídos por la misma. Dicho de otra forma, el loco don Quijote, fascinado buscador de obstáculos, continuamente escandalizado, obstaculizado, poseído por el obstáculo, escandaliza a su vez, obstaculiza.Y de ello dan testimonio tanto los burladores como los defensores, con Unamuno a la cabeza, porque solo Unamuno comprendió a fondo que para levantarle un pedestal a don Quijote no se podía contar con la colaboración de Cervantes.

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Cervantes ante su personaje Pero una cosa es el extraordinario atractivo de don Quijote y otra la extraordinaria profundidad de la novela, del Quijote, que es lo que le da su persistencia, su durable relevancia a través de los siglos. El atractivo literario de don Quijote emana del escándalo, está ligado a su deseo del obstáculo, deseo eminentemente literario, o literaturizado. La profundidad, la relevancia, la verdad le vienen a la novela de superar precisamente la visión y el deseo escandalizado, que es lo mismo que decir que le vienen de su deseo de salvar a don Quijote del escándalo, de su enajenación en y por el obstáculo, de devolverle su visión de la realidad, impedida, bloqueada, por esa enajenación. No se trata aquí de quitar a don Quijote de su pedestal para poner en él a Cervantes. La profundidad de la novela no le viene a esta exactamente de la profundidad de Cervantes, de su superdotada inteligencia o algo por el estilo. Le viene, como ya decíamos al comienzo de este trabajo, de algo tan simple como un deseo de compasión auténtica, es decir, no catártica, no literaria, deseo unido y guiado, naturalmente, por una gran clarividencia. Cervantes no se escandaliza ante don Quijote, no compite con él; se relaciona con él de manera simple, no dúplice, no ambivalente. A través de esa compasión cervantina, Cervantes, inventor literario de don Quijote, no se relaciona con su personaje literariamente, more poetico, por así decir. Lo inventa, por supuesto, literariamente, don Quijote es un personaje literario y, como tal,inevitablemente ambiguo, pero no se relaciona con él de esa manera, o no solo de esa manera. El Cervantes que enjuicia compasivamente a su personaje no es exactamente el mismo que lo crea, aunque ese enjuiciamiento compasivo influya poderosamente en el desarrollo progresivo de la creación, por caminos no siempre explícitos. Quiero decir que la actitud compasiva de Cervantes es precisamente lo que lo sitúa más allá de los límites de su propia ficción literaria; o visto desde el ángulo opuesto: es esa actitud compasiva, no escandalizada, no competitiva, no ambigua, la que le confiere a su personaje de ficción su característica independencia, su asombroso realismo, el que parezca, como decía Castro, de carne y hueso. No parece que esa independencia, que ese realismo sea algo que se pueda inventar, que se pueda conferir por medios exclusivamente literarios, artísticos.Tiene que haber algo más que arte. Contrariamente a lo que decía Unamuno, la reacción de Altisidora es eminentemente literaria. Lo que no

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es literario es la compasión de Cervantes. La profundidad le viene a la novela de lo que menos atractivo literario tiene dentro de la novela. Esa simplicidad compasiva de Cervantes es lo que ni los burladores, por un lado, ni los defensores del heroico don Quijote, por el otro, han visto nunca o les ha interesado jamás. Como ya vimos en el capítulo sobre el Guzmán de Alfarache, no creía San Agustín que las lágrimas que derramaba al recitar la muerte de la mítica Dido pudieran ser lágrimas de verdadera compasión, porque ¿qué compasión se puede sentir —decía el santo— por un personaje ficticio, con cuyo infortunio nos estamos recreando? Es decir, semejante compasión es tan aparencial como el objeto al que se dirige y del que se contagia. Es llanto por imitación del llanto, puro mimetismo, carente de objeto verdadero. Pero no es esa la compasión de que hablamos aquí. La compasión cervantina no es hija del contagio. Porque en ningún momento olvida Cervantes que don Quijote no es más que un ente de ficción. No se trata, por tanto, de que sienta compasión por las palizas que le dan y las burlas que le hacen otros a don Quijote. Porque no son otros, es él, autor y único responsable, el que está detrás de las palizas y las burlas. Es él el que expone a su loco a la risión pública. Es él el que está haciendo una novela con la que puedan divertirse todos. De manera que cuando él habla de burladores burlados, sabe que habla también de sí mismo. Él es el primer burlador burlado. Por lo tanto, es de sí mismo de quien tiene que tener compasión por lo que hace al escribir la novela. Dicho de otra forma, esta compasión, si es auténtica, no puede ser un pedirle perdón a don Quijote. ¿Qué sería esa petición sino otra invención literaria? No es don Quijote quien tiene que perdonar a Cervantes, sino Dios. O sea, que la compasión cervantina no puede ser otra cosa que un acto de arrepentimiento. La cura y salvación de don Quijote al final de la novela es expresión de ese arrepentimiento, un arrepentimiento estructural, porque forma parte de la estructura de significación de la novela, es inseparable del sentido de esta. La novela no está completa, no ha dicho todo lo que tiene que decir, hasta que no llega a ese final. Cuando Cer vantes salva a don Quijote de su locura, lo salva también de la novela, lo sitúa en un más allá de la ficción, a la que la ficción misma, gobernada por el compasivo Cervantes, arrepentida de sí misma, alude.

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El arrepentimiento cervantino podía resultar, o bien en el abandono del quehacer novelístico, la renuncia a escribir la novela, cosa que le hubiesen aplaudido los moralistas más intransigentes de la época, o bien tenía que convertirse en testigo de la realidad en el centro mismo de la ficción; en testigo de una realidad situada precisamente entre el autor y su personaje, actuando de mediadora, o tal vez de filtro, entre los dos;advertencia constante de que lo que escribe es ficción y nada más que ficción. El hecho de que Cervantes escogiera esta segunda opción significa por lo menos dos cosas: una, que todavía tiene fe en la posibilidad de que la ficción literaria diga la verdad, pese a su propia ficción y, dos, que el objeto de su arrepentimiento no era simplemente el hecho formal y abstracto de estar escribiendo una novela, una obra de ficción, sino el significado de lo que estaba haciendo de hecho dentro de esa novela, como hombre, como ser humano, responsable ante Dios. Porque lo que él hacía dentro de la novela, siguiendo los criterios de la novela para hacerla atractiva, digna de su nombre de novela, no era en última instancia tan diferente de lo que hacía su personaje, el loco don Quijote, y lo que hacían los burladores que se burlaban de él. A diferencia del arrepentimiento puramente episódico de don Álvaro Tarfe en el Quijote de Avellaneda, cuando decide pagar los gastos del manicomio; arrepentimiento este que no hace sino poner de relieve lo inexcusable de su actitud (y la del autor) a lo largo de toda la obra; el de Cervantes no es una forma de disculparse en un momento determinado, sino una forma continuada de relacionarse con la ficción que él mismo crea, una forma de reflexionar continuamente sobre lo que está haciendo. El arrepentimiento cervantino no es una manera de lavarse las manos de lo que ha hecho; es, por una parte, reconocer que es él quien lo ha hecho todo, que no hay más autor que él, y, por otra, es una manera de resistir a la tentación de hacer de Dios, o sea, de juez último y absoluto, sin apelación,con su criatura de ficción, con su personaje. Pues, en última instancia, Cervantes tiene que responder ante Dios, no solo de sí mismo, sino de su personaje, es decir, del destino que le ha dado. Es también una manera de situar a Dios, no exactamente dentro de la novela (donde formalmente no debe estar), sino entre él, autor de todo y único responsable, y la novela misma. El arrepentimiento cervantino libera a don Quijote del poder de un autor absorbente, dominador, tanto como

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libera al propio Cervantes del poder absorbente de su propia criatura de ficción. Ejemplo

A CONTRARIO:

la NIEBLA de Unamuno

El ejemplo contrario a este arrepentimiento cervantino, a esta humildad del autor frente a su propia obra, nos lo ofrece, una vez más, el quijotesco Unamuno. En este caso se trata de su novela (o nivola) Niebla, publicada pocos años antes del Abel Sánchez, al que ya nos hemos referido. Como recordará el lector, Augusto Pérez, el protagonista de Niebla, a quien su novia acaba de abandonar por otro, al final de una entrecruzada historia de erotismo y celos, piensa suicidarse: Mas antes de llevar a cabo su propósito, como el náufrago que se agarra a una débil tabla, ocurriósele consultarlo conmigo, con el autor de todo este relato […]. Emprendió, pues, un viaje acá, a Salamanca, donde hace más de veinte años vivo, para visitarme (p. 225).

Es decir, el personaje de ficción se enfrenta cara a cara con su autor, don Miguel de Unamuno, catedrático de la Universidad de Salamanca.Y su autor le dice que no se puede suicidar, porque para suicidarse lo primero que se necesita es estar vivo: —Pues bien: la verdad es, querido Augusto —le dije con la más dulce de mis voces—, que no puedes matarte porque no estás vivo, y que no estás vivo, ni tampoco muerto, porque no existes… —¿Cómo que no existo? —exclamó. —No, no existes más que como ente de ficción; no eres, pobre Augusto, más que un producto de mi fantasía […]. Al oír esto quedose el pobre hombre mirándome un rato con una de esas miradas perforadoras que parecen atravesar la mira e ir más allá, miró luego un momento a mi retrato al óleo que preside a mis libros, le volvió el color y el aliento, fue recobrándose, se hizo dueño de sí […]: —Mire usted bien, don Miguel…, no sea que esté usted equivocado y que ocurra precisamente todo lo contrario […]. —Y ¿qué es lo contrario? —le pregunté, alarmado de verle recobrar vida propia. —No sea, mi querido don Miguel —añadió—, que sea usted, y no yo, el ente de ficción, el que no existe en realidad ni vivo ni muerto […]. —¡Eso más faltaba! —exclamé algo molesto. —No se exalte usted así, señor de Unamuno —me replicó—, tenga calma.Usted ha manifestado dudas sobre mi existencia […].Bueno; pues

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no se incomode tanto si yo, a mi vez, dudo de la existencia de usted y no de la mía propia. Vamos a cuentas: ¿no ha sido usted el que, no una, sino varias veces, ha dicho que don Quijote y Sancho son, no ya tan reales, sino más reales que Cervantes? (pp. 226-27).

Lo primero que salta a la vista en este intercambio verbal entre el autor y su personaje es la violencia sicológica del mismo. Es un tira y afloja entre ambos. La entrevista no tiene nada de tranquilizante. Nos dan ambos la impresión de que no pueden convivir al mismo nivel. No pueden compartir la misma existencia. Es una cuestión de supervivencia, de vida o muerte: «Y me temo que, en efecto, si no te mato pronto, acabes por matarme tú» (p. 213). Cada uno acusa al otro de no ser más que ficción, un mero «pretexto», un instrumento, al servicio del otro. Quien controle la ficción, controla al otro. Existir, ser el autor, quiere decir controlar al otro y, a la inversa, ser un ente de ficción es depender enteramente del otro, estar por completo a merced suya. El autor unamuniano no le permite a su personaje que se suicide, no por compasión, sino porque el suicidio supondría la rebelión última del personaje: apoderarse de su propia vida. Un ente de ficción no puede suicidarse, pero no exactamente porque no existe, sino porque su ficticia existencia es ficticia precisamente porque no le pertenece a él. Está en manos de otro, que es la razón de que no sea auténtica y real existencia. El verdadero objeto de la discusión unamuniana no es el problema de la existencia en términos generales, es la cuestión de si es posible ser uno uno mismo. Si uno no es uno mismo, eso quiere decir que no puede diferenciarse del otro, que está uno en poder del otro, en cuyo caso uno no existe de verdad. Ser ficción equivale a depender del otro. Según esta lógica, lo que el autor unamuniano necesita es un ente de ficción, un personaje, completamente sumiso, totalmente sometido a la voluntad o el capricho del autor. Cualquier señal de independencia, de «recobrar vida propia», es motivo de «alarma». Por otra parte, está claro que semejante necesidad, requerimiento, de sumisión absoluta del otro, es en sí misma una forma de profunda dependencia. Un autor que se niega o no puede aceptar nada que no sea el control absoluto de su personaje depende de su ficción tanto como su ficción de él. Hasta se podría decir que semejante autor crea su personaje para echar de sí —en una especie de exorcismo literario— su

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propia ficción, para deshacerse de ella. El problema está en que el autor unamuniano sabe todo esto, es decir, sabe demasiado, y este segundo o reflexivo saber es el que habla por boca de Augusto Pérez en ese famoso encuentro, una especie de variación sobre la antigua psicomaquia. Nada más contrario a la actitud de Cervantes con su don Quijote. Cervantes no necesita esa sumisión completa del personaje, sustituto del otro humano, del proximus. No necesita convertir al otro en pura ficción (como nos dice que hace don Quijote en su locura) para sentirse dueño de sí mismo.Y la razón de que no lo necesite es que no se siente desasistido, vulnerable, ante el otro, como el autor unamuniano parece sentirse. Es decir, Cervantes «es», existe, más allá de su relación con el otro y, por consiguiente, más allá de su relación de autor, de inventor de don Quijote, con su propio personaje. No se siente absorbido por esa relación.Y toda esa realidad que transciende y engloba a la relación autor-personaje es creación de Dios, se sustenta en Dios, es decir, no pertenece ni al autor ni al personaje. Es precisamente la realidad que se levanta entre estos dos.Y eso lo cambia todo. Uno puede ser ficción a los ojos del otro (y ante uno mismo, si uno se ve a través del otro), pero uno no es ficción a los ojos de Dios, a no ser, naturalmente, que uno convierta a Dios en ficción, o sea, en máscara del otro humano, en cuyo caso estamos de vuelta en la pelea interminable entre el yo y el otro. Al parecer esto es lo que le pasó a Unamuno, pues, en efecto, si Dios es una ficción, entonces no hay forma de distinguir entre ficción y realidad,porque entonces la decisión queda por entero a merced del encuentro entre el yo y el otro, y todo depende de cuál de los dos triunfe sobre el otro, asuma el papel de Dios frente al otro.Yo creo que el objeto subyacente de la disputa entre Augusto Pérez y su autor era Dios, o sea, el saber si Dios es ficción o realidad.Y ante la imposibilidad de decidir la cuestión a través de la disputa (porque la disputa misma solo surge y se estructura sobre la base de la ausencia de Dios), la solución amarga y resentida tendrá que ser la típica del condenado: si no es posible distinguir, mezclémoslo todo, confundámoslo todo. Es preferible la niebla a la visión clara y horripilante del vacío: Y hay que confundir. Confundir sobre todo, confundirlo todo. Confundir el sueño con la vela, la ficción con la realidad, lo verdadero con lo falso; confundirlo todo en una sola niebla (p. 221).

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En medio de la desesperanza, la angustiada esperanza es que, si «la niebla» es lo bastante densa, la lacerante necesidad de diferenciar entre ficción y realidad, de diferenciarse del otro, desaparezca, pierda sentido. Dios mismo dejaría de tener sentido, al menos el Dios que dice que hay enemistad entre la realidad y la ficción, que la ficción socava la realidad y viceversa. Creo que este es el Dios del que Unamuno trata de prescindir en Niebla, aunque sin conseguirlo por completo. Fracaso este del que también es consciente: El pobre Domingo, aterrado a su vez, acostó a su pobre amo. —Y ahora, Domingo, ve diciéndome al oído, despacito, el padrenuestro, el avemaría y la salve. Así…, así…, poco a poco…, poco a poco…— y después que los hubo repetido mentalmente: «ahora, mira, cógeme la mano derecha, sácamela, me parece que no es mía, como si la hubiese perdido…, y ayúdame a que me persigne… Así…, así. Este brazo debe de estar muerto…» (pp. 219-20).

Ahora bien, lo que resulta sorprendente es que durante ese encuentro entre el autor y el personaje que ha ido a consultarle la idea del suicidio, no se mencione en ningún momento la razón de que Augusto Pérez, el personaje, esté pensando seriamente en suicidarse. Parece lógico pensar que fuera ese el tema central de su agitada discusión. Uno esperaría del personaje una pregunta como la siguiente: si solo existe en la fantasía del autor, ¿cómo explicar el dolor y la angustia que lo impulsaron a querer quitarse la vida? No parece que ese dolor y angustia fueran ficticios. ¿Cómo se inventan el dolor y la angustia para que parezcan de verdad? Pero resulta que la causa de todo ese dolor y angustia es de las más antiguas y tradicionales en la historia de la ficción poética: el humillante fracaso de una típica intriga de amor y celos. De hecho, la existencia de Augusto Pérez antes de meterse en semejante intriga era de una monotonía aburridísima, nada lo distinguía de nada, era una existencia flotante, sin arraigo, como si no existiera de verdad. Pero, después del humillante fracaso, todo cambió: Empecé,Víctor, como una sombra, como una ficción, durante años he vagado como un fantasma, como un muñeco de niebla, sin creer en mi propia existencia, imaginándome ser un personaje fantástico que un oculto genio inventó para solazarse o desahogarse; pero ahora, después de lo que me han hecho, después de esta burla, de esta ferocidad de burla,

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¡ahora sí, ahora me siento, ahora me palpo, ahora no dudo de mi existencia real! (pp. 223-24).

«Después de lo que me han hecho», como si fuera algo especial, algo que le ha pasado a él solo. Cosa que no es verdad. Lo que le ha pasado a él es lo que le ha pasado a incontables personajes de la ficción literaria. Necesitamos saber con más detalle de dónde le viene ese sentimiento singularizado de la propia desgracia, del propio dolor; de qué forma el dolor se convierte en su dolor, un dolor suyo y de ningún otro. Escuchemos de nuevo la conversación de Augusto Pérez con su amigo Víctor, antes de visitar al autor en Salamanca: Víctor encontró a Augusto hundido en un rincón de un sofá, mirando más abajo del suelo. —¿Qué es eso?— le preguntó […]. —¿Y me preguntas qué es esto? ¿No sabes lo que me ha pasado? —Sí, sé lo que te ha pasado por fuera, es decir, lo que te ha hecho ella; lo que no sé es lo que te pasa por dentro, es decir, no sé por qué estás así. […] —Es que no me duele el amor; ¡es la burla, la burla, la burla! Se han burlado de mí, me han escarnecido, me han puesto en ridículo; han querido demostrarme…, ¿qué sé yo?…, que no existo. —¡Qué felicidad! —No te burles,Víctor. —Y ¿por qué no me he de burlar? Tú, querido experimentador, la quisiste tomar de rana, y es ella la que te ha tomado de rana a ti. ¡Chapúzate, pues en la charca, y a croar y a vivir! —Te ruego otra vez… —Que no bromee, ¿eh? Pues bromearé. Para estas ocasiones se ha hecho la burla. —Es que eso es corrosivo. —Y hay que corroer.Y hay que confundir (pp. 200-01).

Así es que ya sabemos por qué sintió el dolor como algo tan singular, tan suyo: tropezó contra el obstáculo, contra el otro. El exper imentador se ha convertido en el experimento del otro, el burlador ha resultado burlado y eso ya no es broma. Una cosa es sentirse uno «como una sombra, como una ficción… sin creer en la propia existencia» y otra muy distinta el ser tratado como tal por el otro, ver el propio vacío, la propia ficción reflejada en el rechazo del otro, en los ojos de ese otro rechazante. Es así, a través del otro convertido en obs-

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táculo, en piedra de escándalo, como resulta intolerable el propio vacío. La ficción se siente como dolorosa realidad cuando queda a merced del otro. «Ahora no dudo de mi existencia real», dice el personaje. Pero es al otro al que le debe esa «existencia real», esa realidad singularizada dolorosamente. Ha nacido a la vida encadenado al otro, en total dependencia del otro. Antes de tropezar con el obstáculo se sentía como «un personaje fantástico que un oculto genio inventó para solazarse o desahogarse». Ahora que el otro, con su rechazo, le ha «demostrado que no existe», no duda de su existencia. Pero de hecho, no es ahora más dueño de su existencia que lo era antes. Con respecto a su radical dependencia del otro, nada ha cambiado. La única diferencia es que ahora esa dependencia no puede ya ignorarse, pues se ha convertido en fuente de insoportable angustia. Y sin embargo, ¡ahí está la solución! —dice el amigo—. Con su burla, con su desprecio, te han demostrado que no existes, que eres un sueño, una ficción: «¡Qué felicidad!». ¡Sígueles el juego! Eres una ficción. Acéptalo; «Tú, querido experimentador, la quisiste tomar de rana, y es ella la que te ha tomado de rana a ti. ¡Chapúzate, pues en la charca, y a croar y a vivir!». No existe diferencia entre la realidad y la ficción —continúa el amigo—: «Hay que confundir […] Confundir el sueño con la vela, la ficción con la realidad, lo verdadero con lo falso; confundirlo todo en una sola niebla», y difuminarás asimismo el dolor. Dicho de otra forma, lo mismo que convierte tu vida en un infierno, en un angustioso vacío a merced del otro, de ese otro contra quien te rebelas, sintiéndote a ti mismo a través de esa rebelión, pues eso mismo te ofrece la salida: el vacío. La ficción es el antídoto de la ficción. El arma que esgrime el otro contra ti es la ficción, el convertirte en ficción. Pero si tú te reconoces a ti mismo de antemano como «una sombra, una ficción», a semejanza, tal vez, del Segismundo calderoniano (que usó esas mismas palabras en La vida es sueño), entonces desarmas al otro y ya no tienes por qué angustiarte. Cuando el otro te trata como a un ente de ficción, aprovecha la oportunidad y vuélvete ficción, haz de tu vida una novela. Después de todo, ¿acaso no es el mundo «un gran teatro»? En efecto, así parece ser. Pero en ese razonamiento hay un error de fondo. En verdad, no es la ficción, el vacío de realidad, lo que aterra al sujeto, sino solo el vacío en manos del otro, en poder del obs-

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táculo. A Augusto Pérez no le causaba ninguna angustia el no «creer en su propia existencia, imaginándose ser un personaje fantástico». Solo cuando la mujer con la que quería casarse lo trató como tal personaje, se le llenó de angustia el vacío. No es contra la ficción contra lo que el sujeto se rebela, sino contra el poder ficcionalizador, victimario, del otro. El sujeto trata de defenderse de una violencia que lo convierte en esclavo resentido, lleno de odio, del otro; de una violencia que lo escandaliza. Porque el secreto del poder que tiene sobre el sujeto el escandaloso otro radica en la desesperada necesidad que siente el sujeto de ser algo real, de ser alguien, ante él, ante el otro. El sujeto no necesita simplemente ser alguien, sino ser alguien ante los ojos del otro. Completamente escandalizado, adherido al obstáculo, la realidad no significa nada para el sujeto, a no ser que el otro la reconozca (como le pasa a don Quijote, a quien le importa poco que Dulcinea sea o no de carne y hueso, con tal que sea la Dulcinea exigida por el modelo caballeresco). Augusto Pérez quería suicidarse, pero cuando el autor le dijo que lo iba a matar, es decir, iba a hacerlo morir, porque ya no tenía más que hacer con él, Augusto Pérez fue presa del pánico, se rebeló contra su muerte. Todo está en manos del otro. Ahora bien, al otro le ocurre exactamente lo mismo. Solo reconocerá la realidad del sujeto de la misma manera que este reconoce la de él, es decir, de manera negativa, violentamente, sintiéndose tratado como ficción por el sujeto, de la misma manera que este se siente tratado por él. Esta es la confrontación violenta entre el yo y el otro, cada uno tratando de dominar, de ficcionalizar, al otro, dentro de la cual desaparece la diferencia entre ficción y realidad, se convierte en diferencia ilusoria, pues tanto ficción como realidad no son aquí sino los dos lados de una misma violencia, opuestos y perfectamente intercambiables.Este es verdaderamente el juego de poder calderoniano, el «sueño de la vida», del que no hay forma de escapar sino «acudiendo a lo eterno», como dijo también Segismundo. Por la misma razón el «gran teatro del mundo» calderoniano solo puede representarse ante los ojos de Dios. Ecos ancestrales La disputa entre Unamuno y Pérez sobre quién es realidad y quién ficción es, en principio, interminable. El violento tira y afloja entre ambos no parará, a no ser que uno mate al otro («si no te mato, aca-

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barás por matarme tú», p. 213). La realidad y la ficción no pueden separarse violentamente, porque es la violencia misma la que borra la diferencia. La realidad solo puede ser reconocida como tal en paz. Hay que parar la violencia entre el yo y el otro. Una forma de pararla, naturalmente, es que uno mate al otro. Pero esa paz es en extremo precaria y de muy corta duración. Se necesita un proceso que envuelva a toda la comunidad, no uno contra uno, sino, por contagio, todos contra uno, o sea, el mecanismo del chivo expiatorio, analizado detalladamente por Girard, y del que ya hemos hablado. Mecanismo colectivo a través del cual un punto de referencia transcendente, un mediador transcendente, queda establecido más allá de la violenta relación entre el yo y el otro. A través de ese mediador se construye toda la realidad externa como algo que tiene sentido, en cuanto tal realidad externa. Es fe cristiana que Cristo, el mediador, la víctima sacrificial, es aquel «por quien todo fue hecho». Creencia esta que expresa un hecho antropológico universal: la víctima colectiva, a través de la cual se crea o se restablece la paz, es la que mantiene todas las cosas en su sitio, la que hace posible la diferencia entre lo que es y lo que no es. Claro está que no todas las víctimas y, por consiguiente, no todos los mediadores transcendentes son igualmente de fiar, a la hora de cimentar la realidad más allá del poder ficcionalizador de la violencia humana. Los mediadores primitivos, precristianos, eran tan violentos como los seres humanos a los que regían. Ahora bien, eran sagrados, eran los que sacralizaban la violencia, haciéndola intocable y, por tanto, sustraída de manos humanas. Como Girard ha venido diciendo en las últimas décadas, violencia sagrada es violencia humana distanciada, empujada hacia fuera, creadora de un espacio pacífico, dentro del cual las cosas se reconocen como reales y puede desarrollarse una actividad propiamente humana en comunidad. La solución primitiva es, por consiguiente, un proceso de metamorfosis, una transformación de la destructora violencia mimética entre el yo y el otro en violencia protectora, la violencia sagrada de los dioses.Y estos dioses a su vez son los que siguen demandando el sacrificio de la víctima, con cuya sangre la violencia se sacraliza, alimentándolos.Y esta metamorfosis tiene asimismo una dimensión diacrónica, propiamente ritual: la destructora violencia original, la que empujó a la comunidad hasta el borde del abismo, se imita ahora, se re-presenta, se ritualiza cuidadosamente con

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la esperanza de transformarla, si todo sale bien, en violencia buena, sagrada, protectora. Pero es necesario comprender que esa mentalidad primitiva, esa lógica anterior a la lógica, alimentada por la primitiva metamorfosis, aún está viva, pese a todos los ajustes y adaptaciones por los que ha tenido que pasar a través de la historia, especialmente a causa de la formidable presión que sobre dicha mentalidad ha ejercido el texto cristiano, la palabra que dice que la víctima fundadora es inocente y la violencia que la mata estrictamente humana, no exigida (aunque permitida una sola vez y por amor) por Dios, y por consiguiente, no sagrada. Esa mentalidad primitiva, readaptada a la nueva circunstancia, aún vive en la extraña lógica de la solución propuesta en Niebla como salida a la interminable confrontación entre ficción y realidad, a la interminable violencia entre el yo y el otro. La «nebulosa» solución que propone Víctor es una transformación de violencia destructora en violencia reconfortante, o por lo menos inofensiva, usando el poder mismo de la violencia, a saber: puesto que la violencia lo ficcionaliza todo, borra la diferencia con la realidad, usemos este poder ficcionalizador sobre la violencia misma, ficcionalizándola, convirtiéndola en ficción. La violencia lo confunde todo «en una sola niebla», usemos pues esa niebla para confundir a la violencia, para despistarla, diluirla, difuminarla, o sea, metamos a la violencia dentro de la niebla. En tiempos antiguos semejante nebulosa se hubiese percibido como algo aterrador y sagrado, y, como a tal, como a cosa sagrada, se le hubiesen ofrecido sacrificios propiciatorios para mantenerla a distancia. Hoy, para Unamuno y para todos nosotros, esa nebulosa, cristianamente desacralizada, ha perdido su capacidad terrorífica y se convierte en una especie de ejercicio intelectual, pero aún retiene suficiente poder de sugerencia como para darnos la impresión de que se trata de algo más que palabras y conceptos abstractos. En cualquier caso, la nebulosa solución es algo así como una forma de esconder la cabeza en la arena. Es un encubrimiento de la verdad, un encubrimiento mimético, es decir, una ocultación de la verdad de la violencia detrás de una imitación de la misma, un encubrir imitando, fabricando una apariencia de violencia de la que se ha extraído la capacidad destructora, como en un juego de manos, como para decir «¡Miren, no pasa nada, tóquenla, es inofensiva!». Esta mera apariencia, esta ficción mimética, se inspira y se alimenta de violencia

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verdadera, de esa violencia dentro de la cual desaparece, deviene irrelevante, la diferencia entre realidad y ficción, pero es de todas formas una estratagema, una mentira táctica, cuyo propósito es encubrir, no revelar. Es la estratagema humana más antigua de todas, la más primitiva forma del saber, la mêtis de los griegos, en particular de Odiseo. Lo que ocurre es que ya no funciona. Funcionaba antes, cuando la amenaza de violencia era una amenaza sagrada suspendida sobre la comunidad, cuando la imitación ritual de la violencia era una forma de aplacar esa amenaza, una manera de imitar a los dioses y apartarse de ellos al mismo tiempo, de ser y no ser como ellos. ¿Creía realmente Unamuno en esa solución, en el poder curativo de la «niebla»? No lo sé. Pero desde luego era consciente de que semejante solución no era cristiana. Al final, Unamuno mismo nos indica simbólicamente en qué consiste el problema de Augusto Pérez, cuando este no tiene en su brazo la fuerza suficiente para persignarse y le pide ayuda al criado para hacerlo. Tampoco veo que Unamuno sugiera en ningún momento que la solución «nebulosa», la de la ficción, pueda ser un sustituto efectivo de la fe cristiana.Más bien parece que la «niebla» es exactamente proporcional al debilitamiento de la fe de Augusto Pérez, es decir, la medida exacta de su debilidad, no un sustituto. Pero si esto es así, la pregunta me parece inevitable: ¿qué ha pasado con el quijotismo unamuniano? ¿Dónde está su don Quijote cuando más falta le hace? ¿No es el don Quijote de Unamuno prototipo y símbolo del ente de ficción que es más real que su autor? No puede ser puro accidente que Augusto Pérez aluda brevemente a él en defensa de su realidad. Tenía que haber insistido y tenía que haber dicho que don Quijote podía decir exactamente lo mismo que decía él: «Se han burlado de mí, me han escarnecido, me han puesto en ridículo». ¿Y cómo puede el amigo Víctor hablar de la niebla, de la necesidad de confundir la realidad con la ficción, de eliminar la diferencia entre ambas, y no hablar de la locura de don Quijote? Pues el don Quijote unamuniano es precisamente el que sobrevive y triunfa de la burla y del escarnio de todos, de todos los que lo tratan como si no existiera.Y en su triunfo se muestra superior a todos ellos, porque no perdió la fe, no en lo que era, sino en lo que quería y había decidido ser. Su voluntad era suya solo y no dependía de nadie, aunque el precio que tuviera que pagar fuera la locura misma. Si Augusto

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Pérez necesitaba un salvador en medio de la niebla, parece que debiera haber sido don Quijote. ¿Es que ha perdido Unamuno su fe en don Quijote de la misma manera que ha perdido Augusto Pérez la fuerza de su fe cristiana? Yo creo que, en el fondo, Unamuno sabe que su don Quijote no tiene la capacidad de salvar a Augusto Pérez de la «niebla». No es un héroe lo que necesita ese moribundo anonadado por el escarnio, ficcionalizado, hecho personaje de novela. Porque una cosa es ser rescatado, salvado, sustraído del poder de la niebla, para lo cual se necesita un anclaje que esté fuera de la niebla, y otra cosa muy distinta es pretender luchar contra la niebla y sobrevivir a la lucha y a través de la lucha, o sea, pretender ser uno uno mismo pese a la niebla, frente a ella y en contra de ella, que es la misión que Unamuno le encomienda a don Quijote. De ahí que resulte extraordinariamente significativa la casi total ausencia de lo heroico, de lo quijotesco, en Niebla. El don Quijote unamuniano lucha con la niebla, pero está hecho él mismo de niebla, su heroica locura es de la misma sustancia. El don Quijote unamuniano no es el que salva al individuo de la niebla, es el que salva o quiere salvar a la niebla misma, el que la transforma, el que le confiere un carácter heroico. Nuestro Señor don Quijote, como lo llamaba Unamuno, es el Señor de la Niebla, el que la dignifica. Este don Quijote heroico es el testigo de la transformación de la violencia destructora en violencia protectora, del veneno en antídoto. Es lo más cercano a la primitiva metamorfosis que pudo hacer el cristiano Unamuno. Todos los dioses y héroes primitivos eran también transformaciones de la aterradora y proteica nebulosa, de la violenta confusión de todas las diferencias. Decía Unamuno que don Quijote era «un loco divino», pero añadía inmediatamente, «no el más divino de todos. El más divino de todos los locos fue y continúa siendo Jesús, el Cristo». Unamuno no confundió nunca a don Quijote con Cristo.Y una prueba de ello es la ausencia de don Quijote de la problemática planteada en Niebla. A Unamuno no se le ocurrió rellenar el vacío de fe cristiana de Augusto Pérez, o su debilidad, con fe quijotesca. Pero tampoco supo nunca diferenciar claramente entre los dos. Como dijimos desde un principio, la ceguera básica del quijotismo unamuniano es el no haber visto ninguna contradicción fundamental entre su fe en don Quijote y su fe en Cristo. Unamuno no vio nunca la radical incompatibilidad

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entre la víctima cristiana, Cristo, y la víctima heroica, como la vio claramente su admirado Kierkegaard. Cervantes no cae nunca en semejante error. No tuvo nunca la menor intención de salvar la niebla a través de don Quijote, sino todo lo contrario, salvar a don Quijote de la niebla: Yo tengo ya juicio libre y claro, sin las sombras caliginosas de la ignorancia que sobre él me pusieron mi amarga y continua leyenda de los detestables libros de caballerías (II, 74).

Cervantes sabía lo que esas sombras caliginosas impedían ver. Dicho una vez más en los términos del soneto del loco Cardenio, que ya vimos: «la pelea de la discorde confusión primera», un mundo del que la verdad, la realidad, ha desaparecido, ha subido «a las empíreas salas», dejando tras sí una apariencia engañosa de sí misma. Como estudiamos en el capítulo IV, la locura tiene una dimensión «cósmica» en Cervantes, apocalíptica. Cervantes desea y aspira a la claridad, y lo hace de la única manera posible, sin violencia, compasivamente. Profundidad transparente Tal vez lo más extraordinario del Quijote sea su transparencia, la perfecta transparencia de su profundidad. Es una profundidad que está ahí, a la vista. Lo profundo está en primer plano, como decíamos al principio, en esa humildísima historia de un loco que se ha vuelto loco, que se ha enajenado, que está fuera de sí, porque se le ha llenado la cabeza de ficciones novelescas; y a medida que vamos viendo las locuras que hace el loco y nos divertimos con ellas, se nos va diciendo también que es una pena que ese hombre haga esas cosas, y que lo decente y caritativo es desear que ese hombre se cure, vuelva a sí mismo y vuelva a ver la realidad sin los anteojos de la ficción. Eso es todo, y todo eso lo puede entender un niño. Pero, ¡qué difícil es ver con los ojos de un niño! ¡Qué difícil es ver y creer lo que tenemos delante de los ojos! Especialmente en una novela, cuyo atractivo consiste precisamente en que las cosas se compliquen. El mérito cervantino consiste en haber mantenido la simplicidad de la visión a través de todas las complicaciones, resistiendo la tentación fácil y al mismo tiempo desesperada de la niebla unamuniana. Para eso era necesario una fe sólida en la realidad, en la existencia de la realidad, en la verdad de la realidad. Porque tener fe en la

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verdad es todo lo contrario de creerse uno que posee la verdad, que la verdad es de uno. Tener fe es lo contrario de poseer.Tener fe en la verdad es tener confianza en ella, dejar que exista por sí misma. De otra forma, no tendría ningún sentido el aceptarla. La realidad, la verdad de la realidad, exige confianza, que es lo mismo que se exige de las relaciones interpersonales para que sean verdaderas, para que estén apoyadas en la realidad, es decir, para que no se conviertan en ficción. Porque tan pronto como una de las partes quiera poseer la verdad de la relación, controlarla, tener prueba inexpugnable de ella, ya sabemos lo que pasa: lo que le pasó al celoso Anselmo de El curioso impertinente y al Carrizales de El celoso extremeño, el desastre. La realidad, la verdad, es cuestión de fe y de simplicidad de visión, es decir, de ausencia de duplicidad y, por consiguiente, de paz entre vecinos, entre prójimos, porque la duplicidad está siempre ligada al deterioro de la relación interpersonal, al escándalo, a la rivalidad. Si uno no cree en la realidad, en la verdad de lo real, es porque cree demasiado en el otro, o sea, violentamente, resentidamente; porque ha interpuesto al otro entre sí mismo y la verdad (en lugar de colocar la verdad entre sí mismo y el otro). La falta de simplicidad de visión, la falta de fe, es la medida exacta del escándalo. Si uno no cree en la verdad, es porque cree que el otro se ha apoderado de ella, se la ha quitado a él. No creer en la verdad es envidiarla, verla con malos ojos a través del otro. La falta de fe no destruye la verdad, lo único que hace es convertirla en fuente de conflicto, en veneno. Uno no se salva sin la verdad, ni se condena tampoco sin ella. La transparente simplicidad del Quijote invita a leerlo de la misma manera. Cosa bien difícil, por supuesto, pero perfectamente fácil de comprender. La base de esa lectura ideal no puede ser otra que el reconocimiento de un Cervantes y un don Quijote finalmente reconciliados, es decir, la superación de esa rivalidad y juego de poder entre autor y personaje acertadamente diagnosticado por Unamuno, que es precisamente a lo que este no pudo encontrar solución. El Quijote hay que leerlo a partir de la curación y salvación final de don Quijote, lo cual supone tomarse en serio esa locura quijotesca que ficcionaliza la realidad y que convierte a don Quijote en personaje de novela, afortunadamente para él y para nosotros, de novela moderna, de una novela insólita, en la que no hay ni héroes ni antihéroes.Y para conseguir este tipo de lectura, hay que empezar por fiarse de Cervantes,

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por tener confianza en él, creyendo que su meta última es decirnos la verdad, que pese a su penetrante y traviesa ironía, a su evidente «delight in pulling the wool over his readers’ eyes», como decía Wardropper, no quiere ni engañarnos ni engañarse a sí mismo.

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