Recurrencia equinoccial: Novela 9783954879700

Alexander von Humboldt y Aymé Bonpland protagonizan esta obra póstuma de Denzil Romero a medio camino entre la novela hi

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Spanish; Castilian Pages 208 [224] Year 2002

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Table of contents :
Prólogo
¿Prólogo?
RECURRENCIA EQUINOCCIAL
I. NACIMIENTO E INFANCIA
II. CON EL "TÍO JIM" , POR LOS MARES DEL SUR, A LA BÚSQUEDA D E LA "TERRA AUSTRALIS INCOGNITA"
III. CON EL "TATA QUITO" , POR LOS MARES DE CHINA Y LAS TIERRAS DEL KUBILAÏ KHAN
IV. UN ASCENDIENTE VIAJERO DE VERDAD VERDAD
V. UNA CITA DEL LIBRO 'COSMOS
VI. UN PRIMER ENCUENTRO CON MIRANDA
VII. EL ACERCAMIENTO A UNA FORMACIÓN PROPIAMENTE ACADÉMICA
VIII. TAXIDERMISTA EN JENA
IX. LA MUERTE DE LA BARONESA
X. PARÍS LLAMA, ¡OH PARÍS!...
XI. AIMÉ BONPLAND, EL AMADO AIMÉ...
XII. INSTRUMENTOS DE MEDICIÓN FÍSICA Y ASTRONÓMICA
XIII. EN LA CASA FRANCESA DEL VENEZOLANO FRANCISCO DE MIRANDA
XIV. EL 'GRAND TOUR' MIRANDINO
XV. MARSELLA, LA ANTIGUA MASSALIA...
XVI. ESPAÑA EN EL CORAZÓN
XVII. TENERIFE
XVIII. ASCENSO AL TEIDE
XIX. LA FLOR DE PASCUA ('EUPHORBIAPULCHERRIMA')
XX. LLEGADA A CUMANÁ
XXI. AL MODO DE DOS ESCOLARES FERIANTES
XXII. UN HALO LUNAR Y LA TRATA DE ESCLAVOS
XXIII. VISITA A LAS SALINAS DE ARA YA
XXIV. HACIA LAS MISIONES DE LOS CHAIMAS
XXV. LA CUSPA, CASCARILLA O QUINA DE LA NUEVA ANDALUCÍA
XXVI. EL MISIONERO DE SAN FERNANDO
XXVII. EL EXTRAÑÍSIMO CASO DEL PAPÁ QUE " DA LA TETA "...
XXVIII. FÉMURES DE GIGANTES, ORNADOS CON PAPEL DE SEDA, PARA HONRAR A LOS DIFUNTOS...
XXIX. EL CULTIVO DEL TABACO
XXX. EL BUENO DE DON MATÍAS
XXXI. EL CONVENTO DE CARIPE
XXXII. LA CUEVA DEL GUÁCHARO
XXXIII. MAS ALLÁ DEL VESTÍBULO
XXXIV. EL GUÁCHARO ('STEARNONIS CARIPENSIS')
XXXV. FIESTA DE SAN JUAN
XXXVI. CREENCIAS ABUSIONERAS
XXXVII. VESTIGIOS DE VEGETACIÓN SUBTERRÁNEA
XXXVIII. UN OBISPO DE SANTO TOMÁS DE GUAYANA QUE PASÓ ANTES, LLEGÓ MÁS LEJOS...
XXXIX. LA SALIDA DE LA CAVERNA, VUELTA A LA LUZ...
XL. LA DIFERENCIA DE UNA SOLA LETRA
XLI. PARTIDA DE CARIPE
XLII. SUEÑO DE BODA MÍSTICA
XLIII. MONTAÑA Y SELVA DE SANTA MARÍA
XLIV. Los ARAGUATOS O MONOS AULLADORES
XLV. YO NO TIEMPO, YO NO HORA...
XLVI. EL TEÓLOGO DE CATUARO
XLVII. LA CONSPIRACIÓN DE GUAL Y ESPAÑA
XLVIII. LA SALUBRIDAD DE CARIACO
XLIX. YO SOY UN INDIO CHAIMA
L. DOMINGO ROGELIO LEÓN TAMBIÉN ES POETA...
LI. LENGUAS INDÍGENAS
LII. LA POLÍTICA NO ANDA BIEN
LIII. LA BARAHUNDA DE LA NOCHE
LIV. EL DIÁBOLO EN PERSONA
LV. UN ECLIPSE DE SOL
LVI. EL TERREMOTO DEL 4 DE NOVIEMBRE
LVII. LLUVIA DE ESTRELLAS Y OTRAS OBSERVACIONES ASTRALES
LVIII. DESPEDIDA CUMANESA E HISTORIA DE UN ARCHIVO EPISTOLAR PERDIDO
LIX. UNA VÍA BRUSCA Y OTRA MENOS PENOSA
LX. UN FABULOSO DEL RÍO POÉTICO
LXI. LA TIERRA DE LOS SERES IMAGINARIOS
LXII. MESES QUE SON COMO AÑOS
LXIII. REGISTROS DE UNA SINGLADURA
LXIV. ENTRE LAS ISLAS CARACAS Y CHIMANAS
LXV. EL PUERTO DE BARCELONA
LXVI. UNA PERSPECTIVA MEJOR IMPOSIBLE
LXVII. EL PASO DEL CODERA
LXVIII. LA GUAIRA
LXIX. LA CIUDAD DE LOS TECHOS ROJOS Y LAS BANDAS DE CÁNDIDAS
LXX. LA QUEMA DE LOS PASTOS
LXXI. CONVERSACIONES DE ENTREVENTANAS
LXXII. LOS CONCIERTOS DOMINICALES Y EL GUSTO POR LA INSTRUCCIÓN
LXXIII. UN ASCENSO A LA CIMA DE LA SILLA
LXXIV. ADIÓS CARACAS
LXXV. NUEVA VALENCIA DEL REY
LXXVI. LAS LOCAINAS DEL NEGRO JULIAC
LXXVII. LECHE VEGETAL
LXXVIII. EL CACAO
LXXIX. DE VILLA DE CURA A PARAPARA DE ORTIZ
LXXX. VIENTOS DE ARENA Y OTRAS VISIONES DE SEQUÍA
LXXXI. LLANOS, LLANURAS, LLANERÍAS
LXXXII. MAÑANA DE ESPEJISMOS
LXXXIII. LA FLORA TÍPICA
LXXXIV. EL ÁRBOL DE LA VIDA
LXXXV. EL SEÑOR CARLOS DEL POZO
LXXXVI. LA PESCA-CACERÍA DE LOS GIMNOTOS O TEMBLADORES
LXXXVII. EN SAN FERNANDO DE APURE CON RUBÉN DARÍO GONZÁLEZ
LXXXVIII. NAVEGANDO POR EL RÍO
LXXXIX. FRAGMENTOS DEL DIARIO HUMBOLDTIANO
XC. ACAMPAMIENTO NOCTURNO FRENTE A LA ISLA DE LA CONSERVA
XCI. LOS PRIMEROS DESCUBRIMIENTOS HISTÓRICOS DEL ORINOCO (I)
XCII. JUNTURA DE LOS RÍOS APURE Y ORINOCO
XCIII. LOS PRIMEROS DESCUBRIMIENTOS HISTÓRICOS DEL ORINOCO (II)
XCIV. BUENOS DÍAS, SI ES DE DÍA...
XCV. EN LA ENCARAMADA, PUDO DARSE LA MADRE DE LOS ENCARAMAMIENTOS
XCVI. NUEVOS FRAGMENTOS DEL DIARIO (I)
XCVII. EL INDITO CIRCONIO, INTELIGENTE Y LENGUARAZ
XCVIII. LOS PRIMEROS DESCUBRIMIENTOS HISTÓRICOS DEL ORINOCO (III)
XCIX. LOS SÁLIVAS DE CARICHANA
C. TIERRA DE BANCOS ROQUEÑOS Y UNA FLORA TAN RICA COMO VARIADA
CI. NUEVOS FRAGMENTOS DEL DIARIO (II)
CII. RAUDOS RAUDALES, RAUDALES RAUDOS
CIII. EL SALVAJE
CIV. Y AHORA...
CV. MAR DE NEGRAS VERTIENTES
CVI. NUEVOS FRAGMENTOS DEL DIARIO (III)
CVII. POR EL PIMICHÍN; HACIA EL CASIQUIARE Y EL RÍO NEGRO
CVIII. COMO ESTAR EN LAS RIBERAS DEL ÉUFRATES
CIX. PUNTO DE CONCLUSIÓN Y EXALTACIÓN FINAL
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Recurrencia equinoccial: Novela
 9783954879700

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Denzil Romero Recurrencia equinoccial Novela

Editores: Karl Kohut y Hans-Joachim König

Publikationen des Zentralinstituts für LateinamerikaStudien der Katholischen Universität Eichstätt Serie C: Texte, 4 Publicaciones del Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Católica de Eichstätt Serie C: Textos, 4 P u b l i c a r e s do Centro de Estudos Latino-Americanos da Universidade Católica de Eichstätt Série C: Textos, 4

Denzil Romero

Recurrencia equinoccial Novela

Edición de Karl Kohut Pròlogo de Antonio M. Isea

Frankfurt/Main • Madrid 2002

Die Deutsche Bibliothek - CIP-Cataloguing-in-Publication-Data A catalogue record for this publication is available from Die Deutsche Bibliothek.

Secretaria de redacción:

Claudia Carmona Tripiana Verena Dolle Composición tipográfica: Vera Schubert

Impreso con el apoyo de la Universidad Católica de Eichstätt

Reservados todos los derechos © Vervuert, 2002 Wielandstr. 40 - D-60318 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.vervuert.com © Iberoamericana, 2002 Amor de Dios, 1 - E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net

ISBN 3-89354-975-7 (Vervuert) ISBN 84-8489-049-X (Iberoamericana)

Diseño de cubierta: Fernando de la Jara Impreso en Alemania Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro

Prólogo Karl Kohut Denzil Romero me había contado que estaba escribiendo una novela sobre Humboldt, y me hizo ver que ponía grandes esperanzas en ella. Meses después de la dolorosa pérdida que representó su muerte para tantos de nosotros, comencé a preguntarme en qué había quedado este proyecto tan querido para Denzil, si había logrado terminarlo, o si había quedado trunco. Fue, pues, con gran alegría que recibí la noticia de que su viuda Maritza había encontrado entre sus trabajos la novela Recurrencia equinoccial, y que Denzil había podido concluirla. Maritza tuvo entonces la amabilidad de preguntarnos a Antonio Isea y a mí sobre la posibilidad de llevar a cabo una publicación rápida de la obra, la cual según los usos de nuestros tiempos modernos, no se encontraba manuscrita, sino en archivo electrónico. En una breve y amistosa conversación con Antonio, convenimos en una separación de la tarea: yo me iba a ocupar de la edición, y él de la introducción. Además, nos pareció hasta lógico que la obra viera la luz en Alemania, en vista de la nacionalidad de su protagonista, y que apareciera en la colección de la Universidad Católica de Eichstätt, cuyo Centro de Estudios Latinoamericanos concibe su trabajo en un sentido humboldtiano, es decir, como estrecha interrelación entre investigadores europeos y latinoamericanos en el estudio de la cultura latinoamericana —un centro, además, con el cual Denzil había estado en estrecho contacto desde que nos conocimos. La obra forma parte de las novelas que Denzil dedicara a Francisco de Miranda y Simón Bolívar. En realidad, las postrimerías del siglo XVIII y los comienzos del XIX —las últimas décadas del virreinato, las guerras de Emancipación, el nacimiento de la nación venezolana— fueron su campo predilecto, la época que más le interesó y que evocó magistralmente a través de algunos de sus protagonistas. Ahí va, pues, el texto de Denzil, tal como lo encontré en el archivo electrónico. He respetado puntualmente el texto, del cual sólo he corregido los errores tipográficos obvios, estandarizado el uso de mayúsculas y la puntuación y puesto en cursiva las frases o expresiones de lenguas extranjeras, así como los nombres científicos de las plantas mencionadas. Todas estas correcciones son mínimas y siguen el texto tal como nos lo legó su autor. Es, pues, nuestro deseo común que la novela llegue a sus lectores, y que éstos puedan disfrutar de la escritura tan sabrosa como culta de su autor.

¿Prólogo? Antonio M . Isea Lo que escribo, a continuación, es una suerte de compromiso profesional altamente sui gèneris. Se trata de "organizar" un prólogo a este último ejercicio narrativo del desaparecido Denzil Romero. Hablar sobre Denzil o, mejor dicho, en torno a su obra me lleva, inmediatamente, a recordar lo que sobre ésta llegó a comentar Juan Liscano: "La obra de este novelista venezolano es una afirmación constante y a veces desmedida de escritura y barroquismo esplendentes" (Liscano 1995, 279). En honor a Denzil, y acudiendo lo antedicho por el también honorable y recientemente desaparecido Liscano, me gustaría caer en lo barroco y empezar —de manera metatextual— haciendo alusión a un comentario que sobre la escritura de prólogos emitiera Jorge Luis Borges: "Que yo sepa, nadie ha formulado hasta ahora una teoría sobre el prólogo. La omisión no debe afligirnos, ya que todos sabemos de qué se trata". La cita de Borges la encontré curiosamente en un prólogo que el poeta venezolano Rafael Arráiz Lucca hiciera para una interesante antología de poesía venezolana. A manera de acotación a lo dicho por Borges, Arráiz Lucca sugiere lo que para él es un prólogo y advierte lo siguiente: Dejemos en claro que un prólogo no es un estudio introductorio; tampoco es una introducción, aunque, a veces, pueda confundírsele con ella. No es una variante de la celebración pero no excluye las efusiones celebratorias. Puede acariciar explicar el proyecto de lo que viene sin detenerse en consideraciones que mitiguen la sorpresa o la alegría del hallazgo (Arráiz Luca 1997, 5s.). La ausencia, según Borges, de una teoría sobre el prólogo y la porosa definición de prólogo a la que se subscribe Arráiz Lucca posibilitan y abren los caminos escritúrales al presente prólogo a Recurrencia equinoccial. De allí que opte por confundir al lector al comenzar articulando lo que podría llamarse la narrativa genésica de este texto. Todo —en lo relativo a la presente edición de Recurrencia equinoccial— parece tener su origen en una conversación que tuve con Denzil Romero en el verano de 1998. Recuerdo que entablamos un diálogo en torno al Myth and Archive de Roberto González Echevarría y ambos estuvimos más que de acuerdo sobre la aseveración que el crítico cubano hacía en relación a la profunda influencia que Viaje a las regiones equinocciales de Humboldt había tenido en el desarrollo de la literatura latinoamericana. En nuestro intercambio hablamos del enciclopedismo botánico que despliega Bello en su Silva a la agricultura de la zona Tórrida (1825) y ambos asintimos que tal faceta era evidente también en los Viajes por Europa, África y América (1845-1847) de Domingo Faustino Sarmiento y en el viaje del Arturo Cova de José Eustasio Rivera en La vorágine, así

vni como en el periplo del anónimo protagonista de Carpentier en Los pasos perdidos. Luego de hacer un barroco inventario sobre los textos latinoamericanos que más fuertemente habían recibido la influencia de la discursividad de Humboldt, Denzil aprovechó la oportunidad para aludir a su último proyecto narrativo: un texto ficcional de tipo histórico sobre Alexander von Humboldt al cual le había dado el título de Recurrencia equinoccial. Al final de aquella rica y productiva conversación llegué, sin embargo, a la triste conclusión de que la precaria situación de la industria editorial venezolana iba a convertirse en la vorágine e iba a perderse ese texto de Romero. El tiempo ha pasado y, como llegó a decir el caricaturista venezolano Pedro León Zapata, "Denzil se dejó de carujadas y se fue a vagavagar al cielo con Miranda". Casi dos años después de aquel diálogo con Denzil, en el verano del año 2000, Maritza de Romero, la viuda de Denzil —con toda la bondad que la caracteriza— me posibilitó posesionarme del manuscrito inédito de Recurrencia equinoccial, también subtitulado, para ese entonces, Tratado de mundología. Ese mismo verano del 2000 el manuscrito de Recurrencia equinoccial —en un avatar similar al que tienen ciertos meta-textos de la narrativa borgesiana— llegó a las manos de Karl Kohut. El resto de esta meta-narrativa bizantina (de Caracas a Michigan y a Eichstätt, Alemania) sobre Recurrencia equinoccial me ubica, en el verano de 2001, en el proceso de seguir dándole forma a la amorfa tipología discursiva que es todo prólogo. Arráiz Lucca nos dice que el prólogo puede confundirse con un estudio introductorio, me gustaría, entonces, simular y disimular algo de introducción y de estudio. Es por ello que he decidido comenzar aludiendo al hecho de que Recurrencia equinoccial, al igual que gran parte del corpus novelístico de Romero, forma parte de ese rico inventario narrativo que se ha llegado a conocer bajo la rúbrica de nueva novela histórica latinoamericana. Ahora bien, la llamada nueva novela histórica latinoamericana, desde sus inicios con El reino de este mundo (1949) de Carpentier hasta la más reciente obra de Mario Vargas Llosa, La fiesta del Chivo (1999), se ha dado a la tarea de recurrir a la historiografía oficial latinoamericana para desmatelar en ella esa noción de camino ascendente de la humanidad. De hecho, podríamos decir que textos como Los perros del paraíso (1983) de Abel Posse y El general en su laberinto (1989) de Gabriel García Márquez revelan que la historia, tal como la ha concebido la reflexividad de occidente, de Nietzsche a Benjamin, es un extravío que sólo nos conduce impostergablemente, en el caso de Latinoamérica, a la abyección tercermundista. Este inventario de narrativa histórica latinoamericana había estado, a mi modo de ver, incompleto hasta la aparación de Recurrencia equinoccial. Sin embargo, en la cartografía cultural venezolana la re-representación de Humboldt ya se había articulado tanto en la dramaturgia como en el cine. Ejemplo de ello

IX

lo encontramos en textos como Humboldí y Bonpland, taxidermistas1 (1982) de Ibsen Martínez; en Orinoco Nuevo Mundo (1982) y en Aire libre (1996) de Diego Risquez y Luis Armando Roche, respectivamente. De allí que ahora, con la aparición de este texto de Romero, se pueda hablar de una plenitud representacional en lo que a la figura de Humboldt respecta dentro del ámbito cultural venezolano. Si bien, El arpa y la sombra (1979) de Carpentier y Los perros del paraíso (1983) de Posse ya se habían convertido en textos surtidores de la representación del mal llamado Descubrimiento de América, Recurrencia equinoccial nos pone cara a cara con el segundo "Big Bang" del antedicho evento: me refiero a los viajes de Humboldt y a su labor de "segundo descubridor de América". Es de recordar que es en las postrimerías del siglo XVIII y a principio del siglo XIX fue cuando, al fin, llegaron a complementarse y a re-articularse aquellas incipientes cartografías de Colón, Vespucio y Pigafetta. Humboldt —heredero del saber dieciochesco y seguidor de los proyectos geo-discursivos de Mungo Park, James Cook, Bougainville y La Condamine— llega a re-presentar y a re-descubrir, a su manera, a América. Recurrencia equinoccial es un texto que nos invita a reflexionar sobre ese redescubrimiento y re-presentación de América generado por el barón Von Humboldt. Tal reflexión, obviamente, conlleva a una re-evaluación del sitial de Humboldt dentro de la llamada historiografía oficial latinoamericana. No hay duda alguna de que el científico prusiano ha sido una figura privilegiada en el gran libro historiográfico de nuestra América. En Venezuela, donde calles, escuelas y partes de la cordillera andina llevan su nombre, la figura de Humboldt es elevada más allá de los 4.942 metros del pico andino que lleva su nombre para igualarlo a elevación en la que habitan los padres de la patria: Miranda, Bolívar y Sucre. No obstante, esta obra narrativa de Romero nos invita a re-considerar la famosa declaración de Bolívar según la cual "Humboldt llegó a hacer más por la América meridional que cualquiera de sus conquistadores" (Bolívar 1956, 137). Valdría, ahora a más de doscientos años de la llegada de Humboldt a Cumaná, preguntarse: ¿qué fue lo que hizo Humboldt por la América meridional? La respuesta a la que podríamos llegar —al deambular maliciosamente por la frase bolivariana— no dejaría muy bien parado a Humboldt. Para comenzar, el punto de referencia que usa El Libertador —Cortés, Pizarro y Lope de Aguirre— no es nada beneficioso para el naturalista prusiano. Sin embargo, textos como el Essai politique sur l'ile de Cuba (1826), documento en el cual Humboldt llegó a expresar su más rotundo rechazo ante la intolerable pesadilla histórica de la

1 Sobre este drama de Martínez existe una reseña de Karl Kohut titulada "Un homenaje irónico a Humboldt y a Bonpland" (Kohut 1999). El texto de esa reseña aparace en un volumen de ensayos en homenaje al bicentenario del viaje americano.

X

esclavitud, han servido para articular esa re-presentación de Humboldt a la usanza de esos quasi divinos y ruidosos héroes que hicieron decir a Voltaire: "J'aime peu les héros, ils font trop de fracas" (1820, 429). Recurrencia equinoccial se ubica, ciertamente, en esa zona volteriana de la re-escritura historiográfica para de esa forma amortiguar ese golpe ruidoso que tanto molestó al ya mencionado autor del Ensayo sobre las costumbres. En este sentido, este texto de Romero puede leerse como un documento crítico-filosófico de la más alta sofisticación. Sobre la función del ente ficcional en Latinoamérica como instrumento de reflexión crítico-filosófica no puedo más que abrazar las ideas que sobre el tema haya llegado a expresar González Echevarría. El crítico cubano sugiere que: La filosofía y la crítica en Latinoamérica se hallan en su narrativa y en su poesía; el mejor tratado que tenemos sobre el tránsito de la Ilustración al Romanticismo es El siglo de las luces de Carpentier (1984, 12). Este último tratado de crítico-filosófico de Romero se informa y conforma en gran manera de un collage de los diversos documentos en los que Humboldt articuló su multifacética y particular escritura sobre Latinoamérica. Sin embargo, creo que Recurrencia equinoccial tiende a entrar en diálogo profundo con uno de los más sui géneris ejercicios escritúrales de Humboldt. Me refiero a Views of Nature or Contemplations on the sublime Phenomena of Creation (1806). Lo anterior no implica en ninguna manera que en Recurrencia equinoccial no existan hartas resonancias intertextuales de los otros grandes textos que Humboldt llegó a componer. Me refiero a Cosmos (1845) y a Viaje a las regiones equinocciales del nuevo continente (1799-1809). Sin embargo, intuyo que gran parte del texto de Romero puede leerse como una respuesta a Views of Nature. Lo que, a primera vista, parece particularizar a Views of Nature —dentro de la tradición discursivo-científica a la que Humboldt se había subscrito— es el hecho de que en esa obra habita aquello que el mismo Humboldt llegó a llamar "the aesthetic mode of treating subjects of Natural History" (1850, 201). Sin embargo, tal como lo ha señalado Mary Louise Pratt en un interesante ensayo titulado "Humboldt and the Reinvention of America", Views of Nature es un texto sumamente problemático debido a que en sus páginas: The absence of people becomes essential to Humboldt's vision of the Americas. Thus people and place tend to mutually exclude one another, and Humboldt's eye depopulates and dehistorices the American landscape... America's inhabitants come alive only in service to the Europeans. The one initiative they are seen to take on their own is to point out exploitable resources to the Europeans as if eager to facilitate the industrial appropiation of their environment (Pratt 1992, 592).

XI

Algo análogo acusa Ottmar Ette, pero en tomo a todo el corpus escritural de Humboldt, cuando sugiere que: "En el 'segundo descubrimiento' los 'descubiertos' apenas tuvieron ocasión de tomar la palabra" (1999, 62). Valdría decir que el encuentro textual con Views ofNature hace que el lector contemporáneo llegue irremediablemente a reflexionar en torno a las ideas que sobre la construcción y re-presentación de la otredad han manejado críticos como Edward Said. En Orientalism el pensador palestino problematiza el comentario de un periodista francés que de visita por Beirut en 1976 se lamenta de la destrucción que ha sufrido el Oriente de Chateaubriand y Nerval. Para Said, la observación del corresponsal francés es sintomática de lo que podríamos llamar una falta de deferencia hacia la diferencia. Lo único que preocupa a este enviado occidental es la decadencia de "su" Oriente con lo cual muestra su total indiferencia para con el pathos de los orientales. Podríamos decir, de una forma muy borgesiana, que el periodista francés de Said es un avatar neo-colonial del Humboldt de Views ofNature. Recurrencia equinoccial constituye, a mi modo de ver, la medida punitiva más apropiada para con las infracciones representacionales acometidas por el barón Von Humboldt. La terminología jurídica que usa —infracción, medida punitiva— se deriva en gran manera de las palabras que emite la heroína de una obra narrativa de Goethe. Me refiero a Las afinidades electivas, texto publicado en 1809. La protagonista, creada por el polígrafo alemán, logra articular lo siguiente: Nadie se pasea impunemente [el énfasis es mío] bajo las palmeras; de seguro cambia el modo de pensar cuando uno ha vivido en un país donde moran elefantes y tigres. Cuánto me gustaría oír narrar sus viajes a Humboldt. Discrepo y, a la vez, concuerdo con lo aseverado por la heroína de Goethe. Creo que, a más de dos siglos de la llegada de Humboldt a las regiones equinocciales del nuevo continente, nos convendría leer una problematización o cuestionamiento de lo narrado por Humboldt en sus relatos de viaje. Llego, también, a pensar que aquél que escribe sobre la otredad sin hablar del "otro" debe, sin lugar a dudas, ser víctima de buen castigo. Es, precisamente, esa textualidad punitiva de Recurrencia equinoccial lo que me urge comentar a continuación. A primera vista lo que más llama la atención, como estrategia de de-construcción de la autoridad discursivo-científica de Humboldt, es el esquema narratológico de Recurrencia equinoccial. El texto evidencia la presencia de dos voces narrativas que logran re-articular el viaje de Humboldt por tierras venezolanas. Uno de estos registros es la voz de una suerte de testigo-anónimo del periplo del barón Von Humboldt. Sobre este surtidor narratológico de incierta identidad cabe señalar que no sólo ha sido participante del viaje a las regiones equinocciales sino que también ha tenido acceso a la vida privada de Humboldt desde el momento de su nacimiento. Este testigo-cronista escribe en las páginas

XII

de Recurrencia equinoccial una suerte de meta-texto historiográfico que hace que el texto de Romero pueda ser concebido como aquella entidad novelística que la crítico canadiense Linda Hutcheon ha denominado meta-ficción historiográfica: Historiographic metafiction refutes the natural or common sense methods of distinguishing between historical fact and fiction. It refuses the view that only history has a truth claim, both by questioning the ground of that claim in historiography and by asserting that both history and fiction are discourses, human constructs, signifying systems, and both derive their major claim to truth from that identity (1988, 93). Es importante considerar, al reflexionar sobre la discursividad científica de Humboldt, que tal corpus escritural está atado a la práctica historiográfica oficial latinoamericana. De hecho, los textos de Humboldt son avatares de las historias naturales que los cronistas de Indias, como el padre José de Acosta, llegaron a articular. De allí la importancia de un testigo-cronista —como el que articula Romero en esta obra— que re-escribe y problematiza la autoridad de lo ya dicho y escrito por la oficialidad. El otro surtidor narratológico de Recurrencia equinoccial es la voz del propio Humboldt, el cual re-lee y recurre —de allí el título de la obra— a sus diarios y bitácoras momentos antes de su muerte. Esta construcción narratológica —a lo La muerte de Artemio Cruz (1962) de Carlos Fuentes— es análoga a la que Romero utiliza en su trilogía de novelas sobre Francisco de Miranda. En las tres novelas, La tragedia del Generalísimo (1983), Grand Tour (1987) y Para seguir el vagavagar (1998), el Miranda de estos textos —quasi muerto— desde su celda en La Carraca pasa revista a lo que ha sido su vida. Por motivos relativos a las prerrogativas, libertades y demás subterfugios inherentes a la escritura de todo prólogo, me limitaré a comentar solamente parte de la re-escritura historiográfica que lleva a cabo el testigo-cronista de Recurrencia equinoccial. No obstante, vale indicar que la otra voz narrativa de Humboldt que se articula en esta obra logra sacarlo de un doble armario: el de su latente homosexualidad y el de la historiografía oficial. Presumo, por ultimo, que la discursividad académica a ultranza ya se encargará de abarcar en su totalidad todo el espacio textual de Recurrencia equinoccial. Regresando a la voz del testigo-cronista, puede afirmarse que, en una aproximación representacional similar a la de la voz narrativa de El general en su laberinto de García Márquez —texto en el cual se construye un Bolívar que padece de flatulencias e impotencia sexual—, el narrador-cronista de Recurrencia equinoccial nos ofrece una cartografía humboldtiana en la cual se erradica lo épico y el supuesto rigor científico. Emblemático de ello resulta la descripción que ofrece el testigo-cronista sobre el estado de ánimo de Humboldt al ser testigo de los diversos saltos de agua del Orinoco:

XIII

Humboldt parece enloquecido. Su boca se abría y cerraba como la de un muñeco animado; no se dirigía a nadie en particular. Con la voz de un muchachote entre personas mayores, exaltada, chasqueante, y con sonoras palmadas y exclamaciones de placer, le gritaba a sus compañeros, frenetizado [...] Eyaculo, [...] caigo en el deliquium post-coitum [...] muero porque no muero [...] frente a tantas y grandes maravillas. Quisiera tener el don sencillo y preciso del antiguo Estrabón cuando describió las cataratas de Siena, situadas en los confines del imperio romano (Claustra imperii romana, dice Tácito), para yo, por mi parte, hablarle a Europa positivamente de estos lugares. No sé si alcanzaré a hacerlo alguna vez... (189) A través de esta representación patética de Humboldt, se posibilita toda una reflexión sobre la autoridad discursiva del corpus escritural del científico prusiano. Recordemos que la discursividad humboldtiana no es otra cosa que Europa como bastión del conocimiento científico y como ente surtidor de imágenes y de re-presentaciones de América. La representación de un Humboldt frenetizado y enloquecido nos invita a pensar, siguiendo las huellas de Platón, en la demencia como responsable de la más alta poesía. Al parecer, nadie —ni el gran científico de la modernidad— es inmune a las visitas de daimones socráticos. Lo anterior nos debe llevar a depositar la autoridad escritural de Humboldt dentro de la categoría discursiva que Jean François Lyotard designa como narrative knowledge (cf. Lyotard 1984). De allí que la representación de América que nos ofrece Humboldt pueda verse, en el mejor de los casos, como una ficcionalización. Lo anterior me lleva a colegir que si Oriente, tal como lo ha sugerido Said, es una invención de Occidente, Humboldt es el gran inventor de las regiones equinocciales del nuevo continente. La impotencia re-presentacional que experimenta Humboldt ante lo realmaravilloso del panorama fluvial de la orinoquia venezolana también puede leerse como un llamado, por parte del texto de Romero, a seguir problematizando la autoridad científico-discursiva de Humboldt. Valdría decir que lo que experimenta Humboldt en el Orinoco es algo similar a lo que Alejo Carpentier sientiera en su pasantía por la Ciudadela que construyera Henri Christophe en Haití. De allí que podamos aseverar que tanto El reino de este mundo como Views of Nature disfrutan o, mejor dicho, padecen las dolencias escritúrales inherentes a todo proceso representacional. Me refiero a esas limitaciones representacionales que Paul de Man llegó brillantemente a articular en sus reflexiones sobre la escritura de tipo autobiográfico en ese famoso ensayo titulado "Autobiography as a de-facement". El testigo-cronista también logra interpolar la presencia de la otredad demográfica latinoamericana. Esta incorporación del "otro" se encuentra representada en Recurrencia equinoccial por la figura de un indígena chaima, llamado Domingo Rogelio. Este personaje autóctono se convierte en surtidor de una

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sabiduría sobre la otredad latinoamericana que a Humboldt se le escapa. De hecho el narrador cronista llega a sugerir que Humboldt ha encontrado, en Domingo Rogelio, más que un simple interlocutor. El indígena venezolano pasa a convertise en la más alta fuente de autoridad sobre la zona equinoccial americana: Humboldt no pierde palabra de las dichas por su amigo. Hasta el final, se mantiene atento ante su incisión y brillantez, y esa postura libérrima frente al tema tratado, cualquiera que éste sea, la soltura, la gracia, la disgresión fecundante, el don para inquietar, para crear suspenso; el hallazgo de conexiones inesperadas entre un tema y otro que subvierten las estructuras de pensamientos pre-establecidas, la amonedada relación de causa a efecto, siempre marchando hacia una suerte de armonía universal encubierta, vedada al hombre por el lastre de lo sucesivo y la lluvia siempre gota a gota de lo fragmentario... (89) Yo me conozco cada palmo y cada habitante de estos parajes, doctor Humboldt, le dice Domingo Rogelio a su amigo berlinés con voz bronca al tiempo que eufórica, como salida del suelo, del polvo de la tierra, de los troncos y hojas de los árboles, de los esquitos de la pared calcárea más próxima (85). Cabe agregar que tal estrategia representacional en el texto de Romero —me refiero a la incorporación del indígena Domingo Rogelio— posibilita responder, de forma muy particular, aquella celebre pregunta que sirve de título a un interesante trabajo de Gayatri Spivak. Me refiero a ese famoso ensayo que lleva por título: "¿Puede hablar el subalterno?"2 A mi modo de ver creo que la respuesta, en Recurrencia equinoccial, es un sí rotundo. Este texto, al igual que el resto de la narrativa histórica de Romero, le brinda la oportunidad de alocución al "otro". Es más, valdría agregar que el indígena venezolano, Domingo Rogelio, se convierte en esta obra en ese Calibán que Roberto Fernández Retamar articuló para contrarrestar la problemática voz del Próspero de Rodó. Ahora bien, ya que lo que redacto en estas páginas, según las indefinidas definiciones de Borges y Arráiz Lucca, no es nada y es todo. Me siento persuadido, entonces, a disimular la veta de estudio introductorio que pueda presentar este prólogo y me gustaría, ahora, que mi comentario a Recurrencia equinoccial llegue a confundirse con un canto celebratorio muy personal. Este ultimo ejercicio narrativo de mi desaparecido amigo Denzil Romero puede en esencia leerse como una necesaria e irreverente respuesta a esa arrogante postura representacional que el primer mundo —bastión de la modernidad y de la más peligrosa y despiadada pos-modernidad— ha tratado de imponerle a

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Es mi traducción de "Can the subaltern speak?"

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ese sector del planeta en el que habitamos aquellos que Frantz Fanón llegó a llamar Les damnés de la terre3. Ciertamente desde la discursividad de Humboldt hasta las nefastas cartografías económicas del Fondo Monetario Internacional, Nuestra América —para usar con libertad el término de Martí— sigue siendo víctima de representaciones y propuestas que ameritan respuestas como ésta que se despliega en Recurrencia equinoccial. Pienso, siguiendo la huella de Walter Benjamín, que todo documento de cultura —y eso es y ha sido la discursividad científica del barón Alexander von Humboldt— es al mismo tiempo un documento de barbarie. Esta última obra de Romero no debe entenderse, entonces, como una afrenta al gran naturalista prusiano. Tal ha sido el avatar interpretativo que ha persiguido a obras como El general en su laberinto de García Márquez y i La esposa del Dr. Thorne del mismo Romero. Recurrencia equinoccial es, ante todo, una gran reflexión sobre las limitaciones de Humboldt como representante de la llamada modernidad. No me cabe la menor duda que Romero en este texto llegó a codificar exitosamente el merecido castigo a ese problemático viaje bajo las palmeras que hace más de doscientos años llevó a cabo la controvertida e importante persona histórica de Alexander von Humboldt.

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3 Me refiero al título del impactante conjunto de ensayos que sobre el sujeto tercermundista escribiera el pensador martiniqués.

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—. 1969. Illuminations. New York: Schocken Books. Hutcheon, Linda. 1988. A poetics of postmodernism: history, theory, fiction. New York: Routledge. Kohut, Karl. 1999. Un homenaje irónico a Humboldt y Bonpland. En: Humboldt (Bonn) 41, 126, 69-71. Liscano, Juan. 1995. Panorama de la literatura venezolana. Caracas: Alfadil Ediciones. Lyotard, Jean François. 1984. The Postmodern Condition: a report on knowledge. Minneapolis: University of Minnesota Press. Man, Paul de. 1991. Autobiography as a de-facement. Version española: La autobiografía como desfiguración. Traducido por Angel Loureiro. En: Suplementos Antropos 29, 113-118. Menton, Seymour. 1993. Latin America's new historical novel. Austin: University of Texas Press. Pratt, Mary Louise. 1992. Amerindian images and the legacy of Minneapolis: University of Minnesota Press.

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RECURRENCIA EQUINOCCIAL

I NACIMIENTO E INFANCIA

Con la aquiescencia de Dios Nuestro Señor, el 14 de setiembre de 1769, en el castillo de Tegel, cerca de Berlín, nació Federico Guillermo Henrique Alejandro de Humboldt; descendiente, por el lado paterno, de los muy nobles y arraigados barones de Humboldt y, por el materno, emparentado con la rama hebrea de don Cristóforo Colombo, "Almirante de la Mar Océana", "Descubridor de América", y al parecer originario de Génova, ciudad de Italia. En ese mismo castillo constante de nueve torres, 440 habitaciones, más de 70 escaleras y 365 chimeneas, una sala de armas y un coto de caza particular, el invernadero de plantas exóticas perfectamente mantenido, y una inmensa biblioteca con más de 30.000 volúmenes, mapas, portulanos, palimpsestos, incunables y antiquísimos códices miniados; junto a su hermano Wilhelm, Guillermo o Carlos Guillermo, dos años mayor que él, y que después llegó a ser ilustre filólogo clásico y ministro de Instrucción Pública, en cuyo breve servicio ministerial (de marzo de 1809 a junio de 1810) fundó la Universidad de Berlín, en estrecha colaboración con la Academia de Ciencias ya existente, y elaboró planes para la implantación de una enseñanza elemental obligatoria sobre las normas de Pestalozzi; el entonces infante Alejandrito, de débil complexión, aunque con unas mejillas rosáceas de franca lozanía, sus rubios bucles atirabuzonados y ojos azules inmensos como billas de acero, siempre arrebujado en el brillo tornasol de un flucesito de sedachina con peto de alforjas y sobrecuello de encajes de Brujas, recibió una esmeradísima educación que le impartieron entre otros ilustres maestros: el matemático Fischer, el botánico Willdenow, el filólogo Lóffter, el filósofo Engels (antecesor de Federico, par del joven Carlos Marx); el pedagogo Koblanck, teólogo de Berlín y Campe, y el consagrado políglota, investigador y estudioso de la literatura universal Karl Kohut. El siglo en el cual nació Humboldt fue el de los grandes viajes de exploración y descubrimientos de nuevos pueblos y tierras. Cabría recordar las desgraciadas expediciones de La Peyrouse y d'Entrecasteaux, Bligh y Malaspina, amén de las de los románticos y fructíferos viajes de Byron, Wallis, Carteret, Bougainville y el intrépido James Cook, a quien Humboldt desde niño se acostumbró a llamar "el tío Jim", igual que al remoto Marco Polo del Libro de las maravillas, "el tátara-deudo Marquito", y cuando se sentía muy en familia "el tátara Marquito", o en el climax de la confianzudez, "el tata Quito". "El tata Quito", a secas... II C O N EL "TÍO JIM", POR LOS MARES DEL SUR, A LA BÚSQUEDA DE LA "TERRA AUSTRALIS INCÓGNITA"

Muy temprano Alejandro, o Federico Guillermo Henrique Alejandro como prefería llamarse con sus cuatro apelativos cuando jugaba a explorador de todos los mares y tierras aún no conocidas: el mapamundi del Indicopleustes con la tierra como una superficie plana, un paralelogramo rodeado de las aguas del

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Piélago y simétricamente recortado por cuatro golfos (el mar Caspio, los golfos de Arabia y de Persia y el Romanorum Sinus o mar Mediterráneo), y el Americae Sive Nouis Orbis, Nova Descriptio, elaborado por el cartógrafo Abraham Ortelius, ambos enmarcados en la pared del fondo; chaquetón marinero a la antigua usanza, emplumado tricornio al casquete, bien provisto de su catalejo y una aguja de marear, fisgando a babor y estribor; pronto se familiarizó con los volúmenes del diario de a bordo del famoso capitán inglés, The journals, bien guardados en la biblioteca familiar de Tegel, leídos hasta el desgaste de la letra impresa, anotados y comentados al margen con menuda caligrafía de niñito respingón, entrelineados con inteligentes observaciones, nuevas referencias, opiniones encontradas, razones de cosmografía, apuntaciones longitudinales y altitudinales, y un sinfín de motivos y sucesos nimios que, no obstante, revelaban la profunda avidez viajera y los precoces conocimientos geográficos y científicos del personaje... Día a día. Ah. Viaje por viaje, el barón cuasi párvulo aún, pero naturalista emperdenido y bibliófago consumado cual si tratárase de hombre de mayor edad, revive las peripecias del marino de Yorkshire, que, pimero al mando de un pequeño buque de cabotaje, recorre las costas atlánticas canadienses y el río San Lorenzo, desde el mar hasta los Grandes Lagos, con el encargo de trazar una carta geográfica por orden de la Real Sociedad Geográfica Inglesa; y, luego, ya en posesión de su poderoso velero Endeavour, viento en popa con todas las velas desplegadas, preparado para el tráfico de largas distancias, admirable por su tamaño de 1.200 toneladas, y artillado con 56 cañones de 18 libras en la cubierta superior cual la mejor nave de guerra, enormes bodegas para la carga, camarotes confortables, estupendos jardines laterales para la oficiliadad; a proa, el tajamar, curvándose hacia la roda, y, en general, el formidable casco color ocre ornado con un heroico mascarón de proa; Hércules maza en mano combatiendo con el León de Nemea; Humboldt no deja de imaginarse al noble predecesor, zarpando hacia el continente austral; llegando a la mismísima zona de Tierra de Fuego; enfundado en su sayo magallánico hecho de lana espesa, los anchos pantalones abombachados y los escalfarotes de lana y hule también; bajo la hórrida tempestad y la no menos hórrida ventisca; oyendo, a la distancia el graznagraznar de los pájaros bobos, el aullido de los lobos marinos, y el barriteo de los llamados elefantes de mar o focas con trompas, inmensos de grandes, más de 6 metros de largo y, no pocas veces, 3.000 kilogramos de peso poco más o menos; al pie de los hielos flotantes; con vista a las puestas de sol que, negándose a zozobrar, se aureola con los llamados falsos soles o parahelios... No es del todo improbable que nuestro amigo niño se vea, él mismo, doblando por el cabo de Hornos, ahora; ahora, llegando a las Tuamutú y a la isla de Tahití, que Wallis nombró isla de Jorge III. ¡Ah qué escena de película, la de los indígenas rodeando en sus canoas la nave todavía sin anclar, inhibidos de subir a bordo!, y el anclaje propiamente dicho en las playas de Matavai, y la recepción

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que le hacen entonces con coronas de flores y hojas de niau en señal de amistad: "Sólo hay paz y no habrá más que paz entre nosotros"... Por obra de esa transposición magnífica, el niñito Alejandro, la boca hecha agua por el bullebullir incansable del transcurso de grandes días y grandes noches de incesantes acontecimientos, se ve dentro del mayor asombro y con la sangre exaltada hasta la máxima felicidad, celebrando un encuentro con el rey Toatoa, el intercambio de regalos: un sombrero alón de fieltro rojo, con plumas de gerifaltes, y un tipo de jarro alemán en forma de buho, de las primeras muestras de loza estannífera hasta entonces producidas en Europa, de él para el rey; un rollo de tela vegetal con estampaciones manuales de belleza y calidad perpetuas, y el resto de un ancla de hierro que se le había quedado olvidada al viajero francés Bougainville en su estadía anterior, del rey para el capitán; el estupor y asombro de los polinesios y el gesto humanitario de James Cook, crecido aún más ante los ojos estupefactos de Alejandrito, cuando un indígena trata de apoderarse de un fusil de doble repetición y el marinero asustado le dispara y le mata, decidiendo (en consecuencia), probo juez, castigar al homicida con latigazos previos a la ejecución capital, y advirtiéndole al resto de la tripulación, que la violencia en contra de los naturales sería penada en lo adelante con la horca... Por doquier corrió un murmullo de temor reverencial. Tampoco echa por la borda nuestro infante amigo, la visión primigenia de los jóvenes lugareños, hombres y mujeres de senos desnudos, practicando el más tarde famoso y universal deporte del surf con sus modalidades disímiles: la long board, la bocty board o morey buggle, la knee board, el surf radical, el skin board y el body surf. No sabe el niño Alejandro cuál de todas es la modalidad que prefiere. Sabe, sí, que de pronto se ha visto cubierto por una ola magnífica y delirante, que le cubre y lo emboca dentro de un cañón irrevocable y eterno, disparándolo en el tiempo más allá de cualquier cobardía, para renacer luego de las aguas, cual nueva Afrodita platónica venida de una hondura inaccesible. La soberbia recordatoria del niño no tiene límites. Ahora, con precisión de astrónomo avizor y avisado, alcanza desde una cualquiera de las islas la visión perfecta del planeta Venus, sin la densa capa de nubes que de ordinario suele envolverlo, variando de tamaño en su mayor o menor aproximación a la tierra, con sus elongaciones frecuentes, luminoso como estrella de la mañana, igualmente fulgido como lucero vespertino. Ahora, sin solución de continuidad, emprende la circunnavegación de la isla de Tahití en barcas a remo. Ahora, parte con el resto de la expedición hacia las islas de Sotavento... Sin mayores esfuerzos, revive la llegada a Rajastán, la continuación del viaje hacia Bora-Bora; las danzas honoríficas que se les dispensan y la subida a cubierta de las dos hijas del rey Oreó, Tura y Morelba, dos auténticas sirenas de los mares del sur, tensas como alambres, despiertas y ardorosas, núbiles, esbeltas, flexibles, flexuosas, de diecinueve y diecisiete años de edad respectivamente, diestras en las artes de la danza, y el canto, y la mímica, y el expelimiento de fuego por entre los labios de la vulva al modo como los lanzallamas y aprendices de fakires expelen el suyo

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por la boca en las exhibiciones de los cafés y plazas públicas de las grandes ciudades; ofrecidas ellas, las dos princesas, por el rey-padre al capitán Cook, por supuesto que sólo al capitán Cook cual único-verdadero-rey de la expedición, como primicia nupcial, sin opción de rechazo, que grave ofensa hubiese sido para toda la tribu, la cual habría declarado una suerte de guerra santa al desdeñante agraviador y a todos sus acompañantes. Con ostensible afán de emulación, el niño Alejandro sigue desgranando, pasito a paso, las aventuras del tío Jim. Como él se imagina alto, adusto, cejifruncido, de fuerte contextura, con empolvada peluca-tipo-paje alindada sobre las orejas, embutido en su elegante uniforme de la Marina Real inglesa, su agalonada casaca de terciopelo azul, con entorches y abotonaduras de oro, el chaleco perfectamente ajustado al torso, los calzones de gutapercha, los puños de encajes airosos por las bocamangas de la casaca, amén de la muy trajinada carta de navegación extendida sobre las piernas en posición de descanso, tal como en su momento lo vio el pintor Dance en el retrato que le hiciera y que luego Alejandro, presa de la misma devoción de otrora, vio muchas veces en el National Museum de Greenwich... Nada se le escapa a la libre y fecunda remembranza infantil... Qué delicia de aventuras, como para ponerles música, tralará, lástima que no termino de aprender a silbar bien como los chicos pastores del bosque cercano al castillo, que imitan a los sinsontes y a los mirlos; amo con toda el alma a mi tío Jim que parte hacia Bora-Bora y sigue, busca-que-te-busca, en pos de la ansiada "Terra Australis Incógnita", y llega a Nueva Zelanda, y la explora, explora Bora-Bora, Bora-Bora explora, de cabo a rabo, de rabo a cabo, volcán por volcán, isla por isla, la del norte, la del sur, las dieciséis del archipiélago que ahora llevan su nombre, las islas del Tío Jim, y desembarca en Botany Bay, en Australia; sí, sí, existe una tierra llamada Australia, que no es la misma "Terra Australis" buscada; córcholis, sí se ha vuelto difícil esa Gran Tierra Austral, y a pesar el tío Jim no se amilana, y entra, zuáquiti, en la Gran Barrera de arrecifes de coral y se encalla el pobre Endeavour, quién lo hubiese creído, tan flamante el Endeavour con sus 1.200 toneladas de peso y su artillería de 56 cañones de 18 libras cada uno en la cubierta, lúgubremente encallado ahora en la barrera de los arrecifes, pero sin zozobrar del todo, tralará, qué bueno que no zozobró, tralará... Al cabo, el capitán Cook emprende el regreso hacia Europa, y tras una pausa forzada en Batavia y la vuelta al cabo de Buena Esperanza, llega a Londres como un héroe, el héroe de las mil rutas; un héroe no de bronce, ni de yeso, ni de cartón piedra, sino de carne y hueso; de carne y hueso, sí, como deben de ser los héroes; un héroe con la piel curtida por la intemperie, vivo el aliento, henchido el pecho, latiente el corazón, crispada la carne como la de un caballo a la carrera; un héroe, el héroe, venido del espacio a partir del vacío, para potenciar y fecundizar la vida... Apenas un año después, el tío Jim parte desde Plymouth para emprender su segundo viaje hacia los mares del sur. Ahora se vale de dos naves de menor

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calado que el viejo y ya inservible Endeavour, la Resolution y la Adventure, de 336 toneladas cada una. Lleva como acompañantes a un grupo de destacadas personalidades del mundo científico y cultural: los naturalistas Foster (padre e hijo), los astrónomos Walles y Bayley, el pintor Hodges... Tras cuatro meses de navegación inclemente entre icebergs, montañas flotantes, los llamados "inlandsis", el hielo hecho papillas, el hielo hecho tortas, neviscas y cerrada bruma, alcanza de nuevo el cabo de la Buena Esperanza. De inmediato, se adentra más allá de los límites del Círculo Polar Antàrtico; oye tío, que se hielan las piedras en el camino, que se hielan tío, que se hielan, y no digas después que no te lo advertí, y crac a romper hielo pues, y yo, a estornudar, en medio del cierzo helado, achís, achís, achís, y me entran ganas de reír viendo que no consigues ni un rastro así de tierra y mejor será que desistas de la búsqueda de ese continente austral que al parecer no existe ni existió nunca... Convéncete, tío... Vuelve hacia el norte a reencontrarte con las aguas cálidas del Pacífico. Motavai otra vez. Otra vez, Hawahine y Bora-Bora. Otra vez, las Sotavento. Ya nos estamos acercando a Tahiti. ¿Que cómo lo sé? ¡Pues, qué te crees! ¡Soy un navegante viejo como tú! ¡Soy Federico Guillermo Henrique Alejandro de Malasia, de Sumatra, de Indonesia! ¡Soy tu sobrino, el sobrino del tío Jim! ¿Acaso no me reconoces? Sé que estamos llegando a Tahiti y punto. Lo sé y tú también debes saberlo por el alegre tumulto del viento contra las pencas de los cocoteros y por la fragancia de los fragipanes y las pandaneas en flor, que recuerdan al decir de un viajero poeta posterior, poeta como tú y como yo, tío Jim, "el aroma del buen pan recién salido del horno", cuando no por las turbias casi sofocantes impresiones odoríferas del tiraré; ¡qué fuerte, casi inaguantable, ese olor del tiraré! ¿A ti te gusta el olor del tiraré, tío Jim?... En la tardecita es cuando se siente más fuerte. A lo largo de todo el itinerario de su segundo viaje, el capitán Cook es recibido a cuerpo de rey, como el noble relacionado de siempre que en efecto era; un amigo, un amigo de corazón tierno y de interés sincero por la cultura y las necesidades de los isleños... Indudables son sus aportes al mejor conocimiento de tales pueblos polinesios. En su diario no sólo anota las obligadas referencias náuticas, sino también agudas observaciones antropológicas y etnográficas. Notables son sus artículos sobre las legendarias y gigantescas estatuas de los tiki en la isla de Pascua y en las Marquesas, el refinamiento decorativo de los tapá, las telas vegetales policromas, los ritmos arcaicos y no obstante cadenciosos de las otea, las aparimas y los huté ejecutados por prolijas orquestas de cañas y cuerdas, además de los acompasados grupos corales; las míticas historias contadas por los huarepó o sacerdotes de la memoria alrededor de las fogatas de las playas, a las puertas de las cuevas y los bohíos, o al pie de los palmerales; historias fascinantes sobre personajes milenarios, reyes, guerreros, marinos, viajes, costumbres, comidas, formas de amor y aparejamiento; las guerras tribales; los conocimientos astrológicos y cosmográficos que permitían a los primeros pobladores en sus piraguas dobles, a vela y a remo, enrumbarse entre

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los archipiélagos hasta la lejana América del Sur y la lejanísima Madagascar sin perderse, y descubriendo fácilmente la ruta para regresar a casa al cabo de meses y aun años después; la pesca de los delfines con golpes de palos y piedras; las danzas rituales o simplemente festivas observadas en las islas Ulitea, Otaa, BoraBora, Uaena, Tubai y Maunea, admirables todas por la impostación y coreografía más modernas y avanzadas que las de los espectáculos de los teatros europeos; los juegos atléticos, la lucha, el montañismo, el esquivamiento del garrote, las carreras, los saltos con garrochas, el lanzamiento de la jabalina, el tiro de arco, las competencias de natación y surf, sin dejar de lado el descubrimiento de las islas Hawai, entonces llamadas islas Sandwich en honor al primer lord del Almirantazgo, y los principios de medicina, de higiene personal y pública, de justicia y organización social y político-administrativa, y, en particular, los medulosos estudios sobre "Los sacrificios humanos" y "La libertad sexual en las islas"... Todos esos reportajes y artículos del capitán Cook, a buen seguro, los leyó el niño Federico Guillermo Henrique Alejandro muy tempranamente, con el afán de definir su vocación de viajero y naturalista... De esa época data una suerte de poema transcrito por quizás el más afamado de sus biógrafos alemanes, y que, al parecer, fue hallado entre los papeles escolares de los dos hermanos, guardados por años en el castillo de Tegel, tal la referencia recogida por don Arístides Rojas en las Humboldtianas... "La tierra toda cabe en el puño de mi mano / y puedo echarla, a volar como polvo / por los aires, para luego / atraparla con mis pensamientos", dicen los primeros versos. A raíz del regreso de ese segundo viaje, el mayor Alejandro Jorge Guillermo von Humboldt, de paso en Londres, pudo conocer al capitán Cook y estrecharon una férvida amistad. Al momento de la despedida final el inglés le regaló al alemán, a modo de souvenir, una copa alta de adorno labrada por artesanos polinesios cuyo cáliz es una cáscara de coco tallada en bajo relieve y sobre una bien compuesta base de madera, con pata y pie ancho del mismo material. Aún se conserva en el gabinete de curiosidades de Tegel. Todavía hubo un tercer viaje del tío Jim a la Polinesia, ve con cuidado tío, no te vuelvas a adentrar demasiado en esas profundidades del Círculo Polar Antàrtico, cuídate de los rudos hielos y de esas blancuras espeluznantes que de pronto te encandilan y hacen perder el sentido; cuídate de los patagones que todavía subsisten y son antropófagos consumados; cuídate de los osos polares que, al entender, son la mar de feroces; si bien recuerdo, creo habértelo leído a ti mismo, sí fue a ti a quien se lo leí, que a los pocos años ya alcanzan un tamaño de casi tres metros y hasta 600 kilos de peso, y, tantico después de nacidos, dejan de ser las pequeñas bolas de peluche con la nariz aplastada por las que tanto se enternecen las niñas para convertirse en fieras horripilantes, depredadoras de las focas y los bacalaos y los delfines... Cuídate, finalmente, querido tío Jim de los intratables aborígenes de la bahía de Karakakoa, negros y cobrizos con huesos en la cabeza y la nariz, y argollas prendidas del labio inferior y el

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lóbulo de las orejas, que por el decir de otros navegantes, no quieren nadita de nada con los hombres de otras latitudes... Mucho me dolería tío que por culpa de esos cafres comedores de carne humana tuvieras algún percance irreparable... Cuídate, querido tío; te lo pide tu sobrino que te quiere un millón, dos billones, tres trillones de veces... III CON EL "TATA QUITO", POR LOS MARES DE CHINA Y LAS TIERRAS DEL KUBILAI KHAN

No sólo en el diario del intrépido capitán Cook y en las relaciones de los viajeros que antecedieron al siglo de su nacimiento encuentra el barón de Humboldt inspiración para sus quimeras de futuro gran explorador y estudioso de la naturaleza y las costumbres de los pueblos del planeta. Se remonta más atrás, a la Geografía de Ptolomeo y al Cuadro del Mundo conocido de Pedro de Ailly (Petrus de Alliaco, en latín, o el Alliaco, puramente, como también se le nombra); a los recuerdos de la Atlántida recogidos por Platón; a los incipientes viajes de Coloeus de Samos, que llegó hasta Tartesus y el cabo Soloé; al periplo que se le atribuye a Seylax, compuesto probablemente en la época de Filipo de Macedonia, y a los tratados histórico-geográficos de Heródoto, Estrabón, Aristóteles, Diodoro y Pomponio Mela; a las reflexiones cosmológicas de pensadores tan reputados como Rogerio Bacon, Alberto de Bollstadt llamado "el Grande", Duns Escoto, Vicente de Beauvais (Vicentus Bellovacensis, autor de Speculum Majus) y Juan Salisbury, y a los testimonios de viajeros de tanto mérito como Plano Carpín, Ascelín, Rubrusqui, Bartolomé de Cremona, Balducci Pelogetti y Nicolás de Conti; sin menospreciar, por supuesto, las noticias de los viajes y descubrimientos cumplidos por el sacerdote budista Hoei'chin sobre el Fusang y Tohan (año 500) y por Erik Raudo o Eriko el Rojo (985), Bjoern (1001) y Madoc ap Owen (1170) en Groenlandia, el Vinland y la embocadura del San Lorenzo; la aventurera expedición de los árabes errantes (Almagrurim) de Lisboa (1147); la navegación del oeste hacia la India de Guido de Vivaldi (1281) y de Teodosio Doria (1292) y, primero que ninguna otra, la magnífica errabundez del inefable Marco Polo, Messer Marco Milioni, a quien —como ya había quedado dicho—, el niño Guillermo Federico Henrique Alejandro tenía por uno de sus remotos tataradeudos, el "tátara Marquito", o como bien decíale en el colmo de la confiadurez, "el tata Quito"; el "Tataquito" del chozno Alejandro de Humboldt, sí señor... Con el tata Quito, Alejandro va y viene, viene y va, por los mares de la China y los dominios del Kubilai Khan... A ciencia cierta, el niño Alejandro no hubiese sabido precisar dónde quedaban esos mares ni esos dominios. Sabía, sí, que estaban más allá de Tegel, más allá de Berlín, y de Hamburgo, y de Colonia; más allá de Constantinopla y de la Soldadía; más allá de Bulgaria y del desierto de Uzbekistán; o, como hubiese dicho don Rómulo Gallegos, más allá de Más Nunca...

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No puede nuestro amigo niño prescindir de las aventuras innúmeras que vivió anonadado y feliz, cediendo al ademán habitual de alborotarse el cabello con las manos cada vez que creía sentirse perturbado en su sosiego, sin tan siquiera pestañear frente al libro que el remoto ascendiente le había dictado en la cárcel de Génova a mister Rustichello de Pisa, escribano en antigua lengua franco-véneta, un año irrecordable del no menos irrecordable siglo XIII, una centuria pavorosa de sequías y hambrunas y guerras santas para recuperar los Santos Lugares de manos de los sarracenos, sectas finimilenaristas y desconcierto al por mayor, y cuyo libro el muy precoz Alejandrito manejaba simultáneamente en la traducción alemana de 1477 y en la traducción al latín, denominada "edición pipiana", ambas tenidas en la copiosa biblioteca del castillo... En una especie de "Coney Island de la mente", para usar la metáfora feliz del poeta neoyorkino Lawrence Ferlinghetti, va registrando con impúdica golosería las rarezas geográficas y humanas de aquellos reinos, los productos comerciales, los mesteres diversos que practica la gente, distancias entre ciudades, obstáculos de los caminos, peligros que pueden acechar a las caravanas, existencia o falta de lugares de refugio y descanso, las provisiones que deben llevarse o que son del todo innecesarias, el carácter pacífico o belicoso de los diferentes grupos indígenas; los animales más o menos fabulosos, formas heteróclitas, anotaciones del planisferio celeste, y los tejidos, ¡cuál de todos más ricos!, no olvidemos que andamos por la ruta de la seda: la kaketchin, término que significa "la que es azul", por extensión la seda-cielo, la Himmelskönigin (se diría en alemán); la carmesí, teñida con el múrice que se extrae de la cochinilla, vendible por un ojo de la cara, cada tantas varas, cada tantos codos; y los bucaranes o barraganes, hechos de seda, algodón y pelos de cabra; y los brocados, tejidos con hilos de oro, los más hermosos que hombre alguno vio jamás, y entre todos la muselina; nada tan preciosamente ornamental; la mismísima tela de la que estaba hecha la túnica del profeta Mahoma, ¿era inconsútil la túnica del profeta Mahoma? cuando subió en cuerpo y alma al Paraíso, sobre su burrito, arre, arre, su burrito; que no era Sileno, que no era Platero, que tampoco era la pollina de Balaam, ni el asno de Aasis (la reina de Saba), ni la burra que llevó a Jesucristo a la ciudad de Jerusalén y que fue a morir a Verona donde aún se honran sus reliquias, y el cual burro (de Mahoma) portaba gualdrapa de muselina y no un calandrajo cualquiera; oh, la seda abasida, la de Bengala, la de Cariagán; y el shang-tú o chantú, la tela que se fabrica en la onírica ciudad de Xanadú que soñó el poeta inglés Coleridge... No se detiene el baroncito en su prolija rememoración. Seguro de lo que quiere, con caligrafía que merece ser colocada en un marco, anota, sigue anotando, alternando, simultaneando, sobreescribiendo, enmendando y volviendo a enmendar, los nombres de los diversos reinos y sus apartadas comarcas: la Corte de Kubilai' en Chemeinfü; la pequeña Armenia; Erivan, con sus mil fuentes y surtidores; la Gran Armenia, donde hállase la montaña de Ararat, grandísima y alta, semejante a un cubo negro gigantesco, y en la cual se posó y reposa el Arca de Noé después del Diluvio universal; "es tan

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ancha y larga que en dos jornadas no se lograría darle la vuelta"; el reino de Georgia de donde provienen "los mejores azores del mundo" llamados avigis, la mar de avizores ellos; el reino de Mossul, donde habitan los kurdos de Kurdistán, descendientes de los antiguos medos, y los medio-curdos también; y los de Muss y Meridin, región última en la cual crecen los mejores algodones, tan buenos como los que el propio Humboldt comprobaría después se dan en la cuenca del Uñare y los lamedales de Güere, en la provincia de Barcelona de la Capitanía General de Venezuela; y la provincia de Irak, y la Gran Provincia de Persia con su ciudad Sava o Saba o Seba (la ciudad de los sabios y los sábeos) a un centenar de kilómetros de Teherán y de donde partieron los tres magos (Melchor, Gaspar y Baltasar) para adorar con su oro y su incienso y su mirra al Niño-Dios, y todos los ocho reinos de esa Gran Provincia: Cassin, el ya nombrado Kurdistán, Lor, Cielstán, Ispahán, Cirac, Soncara y Tunocaín... Ya no es el tata Quito quien se desplaza de un dominio a otro, es el propio niño Alejandro. Para ello, se vale de los medios de transporte más inusitados: las botas de siete leguas, ploqui-ploqui-ploqui, que usara el legendario Pulgarcito; camellos y dromedarios echadores de saliva, plaff-ploff, al rostro de sus transportados; elefantes con tronos blindados al modo como alguna vez los imaginara Anibal para su poderoso ejército cual aparatos de guerra y como más tarde los pintara Brueghel el Viejo; una alfombra persa voladora, ¡shazan, u i i i i i fffffffffffffffffffffffffffffffffffffff, ya llegó!, que como una exhalación lo lleva desde la gran ciudad de Samarcanda, a la llanura donde se libró la formidable batalla entre el ejército del Preste Juan y el del Gengis Khan, en la cual el último resultó vencedor del primero que murió herido por una saeta en el costado; carros de guerra asirios y sumerios; un caballito chino de jade, alado como el mítico Pegaso de los griegos, lo lleva, lámpara-lámpara-lámpara-paralám, a los propios jardines del palacio del Kubilai Khan, sito él en la maravillosa ciudad llamada Ciandú o Xanadú, hecho todo de mármol y otras piedras nobles finamente trabajadas, y uno de cuyos extremos está en el centro de la ciudad, y el otro sobre su muralla; y cuyas salas, habitaciones y corredores son dorados con polvos de oro de los mayores quilates y están bellamente decorados con frescos e imágenes de animales y pájaros de brillantes plumajes, árboles, flores y frutos; partiendo de este palacio hay construida una segunda muralla que en la dirección opuesta al edificio palaciego, termina por un lado en el muro de la ciudad y por el otro lado en el otro extremo de éste, y que en sus seis millas de contorno encierra una llanura de tal forma que, salvo saliendo del palacio, no se puede penetrar; y está fortificada como un castillo, y tiene ríos, lagos y fuentes de agua cristalina, y hermosas praderas y bosquecillos, donde el Kubilai mantiene toda clase de animales salvajes no feroces, ciervos, cabritillos, gamos y renos, para dar de comer a los halcones y gerifaltes y a los tigres de Bengala que también mantiene en su zoológico particular sólo disponible para su propio esparcimiento y para el de sus cortesanos más allegados. Y, además, hay allí cualquier cantidad de yeguas blanquísimas, las cuales nadie se atrevería a cabalgar, salvo el Gran

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Khan y sus descendientes, aquellos que pertenecen al linaje del imperio. No obstante es cierto que Kubilai regaló a Marco Polo, o a quien en ese momento le sustituía en cuerpo y alma, su chozno Alejandrito, una docena o docena y media de tales animales exclusivamente blancos y cuasi sagrados o sagrados del todo. Con ellos, sobre ellos, turnándose cada vez que hacía falta, el tata Quito o el chozno Alejandro, el chozno Alejandro o el tata Quito, fueron a las tierras de los onggirat de donde provienen las mayorías de las mujeres que escogidas por especiales jueces competentes renuevan año por año, en cada primavera, los harenes del Khan; y por las de Catai, donde se producen los vinos que el Khan sirve a sus invitados y comensales en los grandes festejos de cumpleaños y todos los demás que celebra por cualquier otro motivo importante o baladí, y donde también existe una clase de piedras negras que se extraen de las montañas y que arden haciendo llamas como leños; y por las de la actual provincia de Chan-si, y por las del reino de Taianfu,y por las de la provincia de Cuncún, y por las de Acbalec Mangi, y por las de Sindifu, y por las del Tebet, y por las de Gaindú, y por las de Cariagián, y por las de Cardandán, y por las del Mien, y por las de Bengala que el Gran Khan conquistó el 1290 de la Natividad de Cristo, y por las de Caigigú, y por las de Amú y por las de Tolomán, y por las de Ciugiú, y por las de Fugiú, y por las de Cantón, y por las de la India, la isla de Qipangú, la India Menor, la comarca de Ciambá, la gran isla de Java, las islas de Sondur y Condur, la de Pentán, la llamada Java Menor, Sumatra, Dagroyán, Fansur, Ceilán, Necuverán, Angamán, Maabar; el reino de Mutifili, donde hay montañas en las que se encuentran diamantes como sorgo, y que son arrastrados por las lluvias formando grandes ríos y marismas; la provincia de Lar, donde han nacido todos los brahamanes del planeta; el reino de Eli, y el de Melibar, y el de Gofurat, y el de Argón, y el valle de la Oscuridad, y la Rosia, y la Noroech o Norvertch que llaman los turcos, y todo ese sinfín de reinos, dominios, provincias, comarcas, islas y países que, gracias al tata Quito, el baroncito Federico Guillermo Henrique Alejandro von Humboldt, llegó a conocer como cada línea de la palma de su mano y como cada palmo de los predios de Tegel, poblados de pinos, abetos y nogales, en cuyas ramas cantan los cucúes, cu-cuú-cu-cuú-cucuú-cu-cuú, para anunciar los cuartos, las medias y las completas de cada hora del día y de la noche... ¡Ah!, los días y las noches de Tegel, un mundo de mirabilia, pleno de hechos y objetos raros, animales fantásticos, virtudes y vicios ocultos, plantas exóticas, minerales vivificados, secretos alquímicos, milagros, conjuros, hechos de magia y brujeriles, novedades científicas, simpatías, y antipatías y correspondencias diversas que entre los seres y las ideas se dan y que se hallaban todos, concentrados desde ya en la formidable biblioteca de más de 30.000 volúmenes que el barón y la baronesa de Humboldt habían logrado con notorio fervor para beneplácito propio y de sus hijos y allegados más próximos; el rey Federico II y sus caballeros de la "Tabla Redonda", apenas unos cuantos de ellos....

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IV U N ASCENDIENTE VIAJERO DE VERDAD VERDAD

Imposible trazar la verdadera ascendencia viajera del baroncito, que si Marco Polo, que si el capitán Cook, que si Charles-Marie La Condamine y la estoica señora Isabel Godin des Odonais; que si los antiguos fenicios, que si los griegos, que si los romanos, y los escandinavos... y los árabes... y los llamados "Viajeros de Indias"... Al parecer, no todos venían de las tempranas lecturas, las fábulas y las mentirijillas... Por lo menos uno de esos supuestos ascendientes fue verdadero; justo, don Cristóbal Colón, Almirante de la Mar Océana, Descubridor de América y el primero de aquellos llamados "Viajeros de Indias"... Con feliz sonrisa, Federico Guillermo Henrique Alejandro comprueba la veracidad de su aserción en términos de inequívoca verosimilitud, justo al arribar al fondeadero de Cumaná, frente a la embocadura del río Manzanares, el 16 de julio de 1798, al despuntar el día... Su madre, la baronesa María Isabel von Humboldt, soltera venía de una familia hugonote francesa apellidada de Colomb, que por las guerras de religión terminó emigrando a Alemania, y que más antiguamente, siempre por motivos religiosos, había partido de Génova, ciudad de Italia y, casi con seguridad absoluta, el lar originario del Almirante. Quizás venga de esa vena colombina la temprana vocación americanista del barón, ya despierta en los días de su niñez berlinesa. Recuerda que en la biblioteca de Tegel se almacenan copiosos los tomos de la colección de viajes y descubrimientos que hicieron por mar los españoles desde fines del siglo XV, compilación de don Martín Fernández de Navarrete, "emprendida en vastas proporciones y redactada en todas sus partes con sana crítica". Recuerda igual que también se encuentra entre los infolios de Tegel el Códice Columbo Americano, publicado en 1825 a costa de los decuriones de Génova... Son innúmeras las motivaciones que le llevan a pensar en América como centro de sus investigaciones. La atracción tropical. La novedad de lo todavía reciente. Colón había llegado a la Tierra Firme americana sólo trescientos años atrás, nada en el ciclo vital del planeta. Las lecturas y las noticias de América. Las crónicas de Indias y las referencias sobre las grandes civilizaciones anteriores al hecho físico del Descubrimiento que allí se produjeron. Sus conversaciones con americanos ilustres: el militar venezolano Francisco de Miranda, el geólogo mexicano Andrés del Río, marinos y comerciantes de diferentes nacionalidades europeas que iban y regresaban de las Nuevas Tierras con inmensas sonrisas de satisfacción... V U N A CITA DEL LIBRO 'COSMOS'

Eduardo Röhl, uno de los biógrafos venezolanos del barón berlinés, transcribe una cita del libro Cosmos, donde el joven recoge las publicaciones que en torno a esos viajes y viajeros famosos se hicieron y que de algún modo le marcaron la

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biografía: "Impresiones fortuitas y en apariencia pasajeras, de la juventud, han decidido en muchas ocasiones de toda la vida. El sencillo placer que causa ver en los mapas geográficos la forma articulada de ciertos continentes o de los mares interiores; la esperanza de contemplar esas hermosas constelaciones australes que jamás presenta a nuestra vista la bóveda de nuestro cielo; las imágenes de las palmeras de Palestina o de los cedros del Líbano que contienen las Sagradas Escrituras, pueden engendrar en el fondo del alma de un niño la afición a expediciones lejanas. Si me fuera permitido preguntar ahora a mis antiguos recuerdos de la juventud, y señalar el atractivo que me inspiró desde el principio el deseo irresistible de visitar las regiones tropicales, citaría las pintorescas descripciones de las islas del mar del sur, por Jorge Forster; los cuadros de Hodges que representan las orillas del Ganges, en la casa de Warren Hastings de Londres; y un árbol de drago pequeño al estilo bonsai, que vi en una antigua estufa del Jardín Botánico de Berlín". VI U N PRIMER ENCUENTRO CON MIRANDA

Muy joven, Federico Guillermo Henrique Alejandro coincidió con el militar venezolano Francisco de Miranda en una misa por el alma del Gran Elector de Hannover, en la enlutada capilla del palacio de Brühl. Un hombre en plena e intensa madurez, el caraqueño; un niño, casi adolescente, elegante y modosito, barbilimpio, con un bozo apenas comenzante ensombreciéndole el labio superior, el berlinés; simpatizaron de entrada. Al detalle, nuestro Precursor recoge en sus diarios de viajes, el transcurrir de ese encuentro. El mocito le contó pasajes de su vida (era huérfano de padre desde la primera infancia), de su amor por las plantas (las vegetaciones intrincadas, los grupos de cirios y nopales que había visto en las ilustraciones de las tierras áridas de América, aquellos pantanos todos cubiertos de jucáceas e hidrocaridias); de un viaje que hizo al Harz y a las orillas del Rin para estudiar los basaltos; guardaba, a su decir, diez o más cuadernos de notas con esas observaciones, en especial sobre el basalto basanites y el lapis heracleus de los antiguos. Emocionado le refirió al americano meridional que pronto ingresaría a la Universidad de Góttingen. Nuestro ilustrado paisano, afirma (por su parte) que no imaginaba, no podía imaginarlo, que "aquel jovencito cuasi-impúber sería a los años el mismo sabio magnífico que tanto destacó en las ciencias y en el estudio del continente americano". "Alguna aureola luminosa me vería para no pasarle del todo desapercibido", no sin sorna anotó el joven sabio, cuando años más tarde, llegaron a sus oídos los comentarios entonces hecho por el ya encarcelado y desfalleciente general.

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VII EL ACERCAMIENTO A UNA FORMACIÓN PROPIAMENTE ACADÉMICA

De manera regular nuestro personaje inicia su formación, meses después de ese primer encuentro con Miranda. Estudia en la Universidad de Frankfurt y en la Escuela Superior de Góttingen; en la Academia Comercial de Hamburgo, sigue cursos formales de idiomas modernos, el español entre ellos y otros que como el francés, el italiano y el inglés ya hablaba y escribía desde la infancia (no olvidemos que su madre y su hermano Carlos Guillermo también eran políglotas). Entre las lenguas muertas dominaba desde mucho antes el griego antiguo, el latín y el siriaco. Con el mismo fervor escolástico que aplicó a sus otros estudios hace un curso de geología en la Academia de Minas de Freiberg. Diríase que la geología era la ciencia de moda por esos días. Alejandro cursó la disciplina nada menos ni nada más que con el profesor Wemer, Abraham Gottlob, Abraham Gottlob Werner, una eminencia, toda una eminencia, venido de una familia de antiguos mineros de Bunzlau; el primero que intentó ordenar en materias bien diferenciadas las nociones adquiridas hasta ese momento sobre la corteza terrestre; el primero que clasificó los minerales sobre la base de su naturaleza química y no sobre criterios morfológicos; el primero que acuñó la llamada "Teoría catastrófísta de la geología", también conocida como "Neptunismo geológico". Todas las rocas que están sobre la tierra fueron depositadas por el agua primitiva del océano universal, "un fluido caótico" que fue el principio y volverá a ser el fin del planeta entero. Eso decía el Meister Werner con su vehemencia característica, demasiado romántica quizás, demasiado apocalíptica, pero francamente convincente. No por casualidad grandes científicos y pensadores posteriores a él, filósofos, psicólogos, santones hindúes, teólogos y teóricos de la historia de las religiones vuelven y revuelven a ese sentimiento de "algo sin límite ni ataduras" que Freud llamaría en su introducción a El malestar en la cultura, por llamarlo de algún modo, "sentimiento oceánico"... Profundamente atraído por esas prédicas wernerianas, al decir de su biógrafo Víctor Wolfgang von Hagen "Humboldt se hundió de lleno en la geología. Escaló montañas, se arrastró por feldespatos y blendas, recogió piritas y apatitas, y, con tal eficiencia, que pronto fue nombrado asesor del departamento de minería y fundición de Berlín... Y, al poco, en 1792, director general de las minas de Franconia". VIII TAXIDERMISTA EN JENA

Son los mismos días en los que se traslada a Jena para estudiar anatomía y taxidermia en el anfiteatro de esa ciudad. Asqueroso taxidermista, sonrió para sus adentros. Y pensar que de niño le faltaban fuerzas para soportar la vista de la sangre, ¡huy, qué grima!, y un como escalofrío se le riega por todo el cuerpo, y la carne se le vuelve a poner de gallina, y las lágrimas reaparecen en sus ojos. Jena. Ciertamente, una bella ciudad. En sus calles y en sus muy elegantes

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Kaffeestuben, se hace amigo de Goethe y de Schiller. Con ellos, al tiempo que disfrutan las excelencias del Roggen-Kaffee y del Platten-Pudding (sucesivas capas de almendras, frambuesa, bizcocho y crema de huevos), si no un buen sorbo de Grog bávaro de esos que queman la garganta, juega al ajedrez, oye música o habla de teatro, filosofía y literatura. También hacen excursiones al campo, ciudades y países circunvecinos... Con Goethe, particularmente, viajó por Italia. Mientras el autor de Las cuitas del joven Werther daba riendas sueltas a su imaginación poética, a la espera de las olímpicas musas, en los jardines de la Ville Borghese; él corre, cual nuevo Virgilio, a las faldas del Etna y el Vesubio para tomar un sinfín de notas sobre el volcanismo. "Parecía alimentarse de piedras y lava", dirá a su respecto el fáustico maestro en una de las cartas de vejez... También en Jena coincide Alejandro con Förster el Joven, Jorge Adam Forster, que, junto a su padre (Forster el Viejo) había sido compañero del capitán Cook en el segundo viaje a la Polinesia. Hombre de una apostura impar, contaba para el momento del encuentro en Jena apenas treinta y seis años y ya había publicado una narración soberbia Voyage around the World on H. M. Sloop Resolution, que, como todas las páginas caídas en sus manos, nuestro amigo leyó de manera desaforada. Dice V. W. von Hagen: "Hombre y escritor, Forster fue su inspiración y la fiebre exploratoria de Humboldt se convirtió en delirio". Jamás olvidará las tardes y noches placenteras que Jorge Adam, monphilosophe aimable, mon professeur illustre, une excellente personne, mon bel ami, beau comme un astre, pasó hablándole de Tahiti y Nueva Zelanda. También el bestiole del príncipe de Metternich, un bicho (como dicen los cubanos), futuro primer ministro de Austria y artífice de la Santa Alianza, solía sumarse a las tenidas polinésicas... Habría algo entre Jorge Adam y el briboncete de Klemens Wenzel Lothar. Ni pensarlo, demasiado grotesca la suposición... IX LA MUERTE DE LA BARONESA ¡Horrible!, ¡horrible! ¿Por qué tuvo que haber pasado? Al inicio de la primavera de 1796, muere la anciana baronesa María Isabel. De no estar tan embullado con la posibilidad de darse al mundo y cumplir su ansiado viaje a América, hubiésese dicho que Alejandro casi prefería haber muerto con su madre. O haber muerto antes que ella, tal vez, para evitarse tan inmenso dolor. No concebía cómo pudo darse la luctuosa circunstancia. Creía idiotamente que ella no moriría nunca, que había nacido para semilla. Desde niño la admiró como la mujer más bella del mundo, ¡la piú bellal, ¡la piú bella]; más bella que Afrodita naciendo de las aguas; más bella que la Venus de Citeres, que la Venus Calípige, que la Venus dormida de Giorgione; más bella que la Madonna Sixtina de Rafael, que se exhibe imponente en la Gemäldegalerie de Dresden. De joven, la baronesa gustaba muchísimo; habiendo enviudado de su primer marido sin descendencia

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alguna, nadie se explicaba cómo pudo ser conquistada por el senecto mayor barón de Humboldt, ayudante del duque de Brunswick. Alejandro sospecha que las frecuentes visitas del rey Federico a Tegel eran por acechar a la baronesa, y no se atrevería a asegurar que no hubo, sí lo hubo (piensa), un posible entendimiento aun cuando fuere pasajero entre ellos; bien que hidrópico y gotoso, halitósico, mofletudo y paticorto, el rey era el Rey. Movió la cabeza reticente... Cierto que, de niño, sentía celos de cuanto hombre se le quedara viendo a la madre, picara, fija o lujuriosamente... ¡Cómo no iban a enamorarse de ella teniendo tan hermoso rostro y formas tan garbosas!... Una estatua andante, diríase... Alejandrito sufría un mundo entonces. Ni siquiera permitía que en su presencia, le hiciera caricias a Guillermo... Odiaba al hermano cuando eso ocurría... Además, con tal de tener a sus polluelos cerca, la baronesa nunca permitió que los dos hermanos fuesen a una escuela de párvulos o a un liceo de la ciudad. Encargó la educación de ambos a preceptores conspicuos de probada sapiencia y reputación. Y aún así, no los perdía de vista... Cualquiera fuera el ambiente del castillo donde los infantes se encontraran, ella procuraba mantenerse cerca en guardia de día y de noche. Pronto Guillermo se rebeló contra esa estricta observancia, discutía con la madre, se peleaba con ella de malas maneras, tiraba las cosas, le decía palabrotas. No así Alejandro. Alejandro la consentía, procuraba complacerla en todo y no decía ni chis a sus órdenes por injustas o caprichosas que lucieran... Siempre fue lo que se diría en términos de hoy: "un niño sumiso", o más chocarreramente: "un mamero". También la baronesa sentía una afección muy especial por Federico Guillermo Henrique Alejandro. Era su toñeco, su niño mimado, su benjamín, su bordón, su "quédese quietecito, pues", su "currucu-cu-cú paloma", su "dormite negrito", su "ahí viene el gato, / ahí viene el perro, / ahí viene el chivo, / y el morrocoy", el hijo preferido de sus entrañas, y cualquier otra mingonería que venga al caso... Mira, Ale, lo he pensado mucho y no quiero que sigas con ese trabajo de las minas. Es demasiado fuerte y arriesgado para un niño tan débil como tú... O, por nada del mundo permitiré, Alejito, que sigas viéndote con esa chica de Jena. Me llegaron noticias fi-de-dig-nas de que su familia es hemofílica desde tres generaciones atrás... O, por nada dejes, Alejandrito de venir a Tegel este fin de semana, pues te prepararé la merluza al alioli que tanto te gusta, o ¿preferirás tal vez el consabido Gulasch? No señor, el Gulasch, no. Nada de guisos picantes que me le provoquen acidez... Cero acidez, mi amor... Te haré igual, encanto mío, el Strudel de ciruelas y las pastas de Wafer y los Spekulatius del Rin, que tanto te gustaban de niño... ¿Te acuerdas cómo te gustaban, de niño, los Spekulatius del Rin y cómo te peleabas por ellos con tu hermano Carlos Guillermo; uno-pa'mí-uno-pa'ti-uno-pa'mí-uno-pa'ti, quedándote siempre tú con la mayor parte... Eres un caso, Alejito, todo un caso... Alejito llora desconsolado frente al féretro de su madre, la baronesa. Muerte pérfida, por qué no me llevaste a mí, dice a grandes gritos...¡Te odio, te odio,

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Muerte!... ¡Nunca te perdonaré lo que me has hecho!... Nunca te lo perdonaré... Ahora Alejo llora más acompasadamente... Diríase que no llora. Gimotea apenas. Y recuerda... Recuerda para sí, en una suerte de soliloquio particular... ¡La baronesa von Humboldt, nacida María Isabel Colomb, ha muerto, quién lo dijera!... De pronto, se sintió agobiadísimo; quizás gimoteó un tanto más, apoyó la frente en la mano y se quedó dormido o mejor entredormido... Nadie puede luchar contra la muerte... Todos tenemos que morir alguna vez... Incisivas, desde el pasillo propincuo, llegan las fragancias de las flores mortuorias. Se ve, paseando con ella, la madre muerta, del brazo por la plaza del palacio de Charlottenburg, en torno a la estatua del Gran Elector de Brandenburgo; ella, María Isabel, como mandan los cánones, impoluta, vestida toda de blanco para la ocasión; traje veraniego, de falda larga con miriñaques, la blusa un tanto descotada y de tela más ligera; guantes cortos, blancos también; sombrilla con encajes; nada que agregar, intachable... Ella y él, como si fuesen novios y no madre e hijo; los dos, bajo el palio ornado de rosas pálidas y fragantes; una marcha nupcial, de corte más sacro que pagano, interpretada por un coro de voces blancas con acompañamiento de órgano, al fondo; ella, grácil y ruborosa, nada que ver con su edad real de setentitantos años; él, apuesto y pechiparado, acaso más maduro que joven, un poco sobre los cuarenta para no decir mucho; los dos, dándose el sí frente al altar, bebiendo el vino de la copa sacra, tomando la hostia... Y luego, caminando despacito a la salida de la iglesia, la mano izquierda levantada para saludar a la gente en reunión, algunos con miradas curiosas o burlonas, otros en actitud afable; la novia lanzando besos al viento; y todos, entonando loas al Señor, pidiendo la remisión de los pecados, obra de la misericordia divina, no obstante la muerte del pecador... X PARÍS LLAMA , ¡ OH PARÍS !...

Mejor así que María Isabel, baronesa von Humboldt, terminó de morirse. Federico Guillermo Henrique Alejandro ya no la soportaba. Por estar cuidándole la viejera, había perdido (diríase), los mejores años de su juventud en Berlín, en Góttingen, en Hamburgo y en Jena; ese continuo banquete intelectual que era la vida de esas ciudades entonces; y, principalmente, el inicio de su viaje a América... También había retardado su viaje a América... La Revolución había quedado atrás. La Convención y su desafortunada por inoperante Constitución de 1793. "Sin la virtud, el terror es inútil; sin el terror, la virtud es impotente", llegó a decir el propio Robespierre en el colmo de la desilusión. Con el colapso del papel moneda, el Directorio tuvo que dejar a sus ejércitos que vivieran del saqueo privado y de las exacciones públicas en los países liberados; con el desvanecimiento de las exaltadas esperanzas después de Termidor, el orgullo nacional de los ciudadanos franceses pasó a centrarse sobre las hazañas de los ejércitos y de sus generales. El Directorio necesitaba el escudo

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de un general popular y triunfalista, y lo encontró en Napoleón. Ah, ¡el temible y adorable Napoleón, su coetáneo! ¿Acaso no habían nacido en el mismo mes y año y bajo el mismo signo astral? Durante el corto reinado del Directorio, Ñapo, como Alejo prefería llamarlo por obra de la absoluta coetaneidad, había alcanzado una seguidilla de victorias. Venció en Italia. Venció en Austria. Impuso tributos a los países conquistados, con los cuales el papel moneda inservible fue desapareciendo de la circulación, para equilibrar el presupuesto. Ahora, Ñapo estaba de vuelta en París preparándose para la titánica empresa de conquistar Egipto. Los dioses de la guerra se habían apoderado de toda Europa. Caos. Destrucción. La hecatombe, lo que se dice un baño de sangre, ¡uff, qué horror!, de verdad como para vomitarse uno. Alejo no resiste la náusea. Los rizos se le baten en la frente. Los ojos se le desorbitan. La voz se le aflauta. La piel se le engrincha. De verdad-verdad la grima lo sobrecoge. Sin embargo a París hay que ir hasta para quitarse una paja del hombro. Allí va Alejandro. Y no deja de volvérsele a la memoria la estada parisina. No es grano de comino coincidir de una sola vez con todo el Quién es Quién de la cultura científica europea. Georges Leopold Cuvier, el anatomista francés, un auténtico mandamás de la biología, fundador de la llamada anatomía comparada y también de la paleontología, ampliador del sistema de clasificación de Linneo, el primero que extendió el sistema a los fósiles, no importa que fuera seguidor al dedillo de las Sagradas Escrituras ni su afán marcadamente antievolucionista; un neptunista sería mejor decir, al estilo del siempre recordado Werner. Y el botánico, francés también, Antoine Laurent de Jussieu, Tony, como se acostumbró a llamarlo Alejo en la intimidad de las tertulias científicas y familiares. Pierre Simon Laplace, astrónomo y matemático nacido en Beaumont-enAuge de familia pobre pero residente en París, desde temprano protegido por los enciclopedistas y en especial por D'Alembert dada su pródiga sabiduría, colaborador de Lavoisier en la determinación de los calores específicos de numerosas sustancias y propulsor por tanto de la termoquímica, precursora (a su vez) de la doctrina de la conservación de la energía que se consolidaría en plenitud sesenta años más tarde; redondeador, además, de la labor astronómica de Newton; recopilador de la teoría gravitatoria en su mamotrética cuan invalorable Mecánica celeste; miembro de la Academia de Ciencias desde 1785 e indudable creador de la teoría de las probabilidades dentro del campo de las matemáticas puras. Y los hermanos Jacques Étienne y Joseph Michel Montgolfier, fundadores de la aeronáutica con su invención del globo aerostático. Y Antoine François Fourcroy, químico parisino lleno de éxitos por sus antiguas colaboraciones con Lavoisier y su profesorado en la Sorbonne. Y el muy famoso cirujano, también profesor de la Sorbonne, Nicolás Leblanc. Y el insigne Jean Baptiste Pierre Antoine de Monet Lamarck, catedrático de zoología de invertebrados en el museo de Historia Natural de París; ¡cuántas conversaciones con ese sabio inmortal, sentados los dos, frente a frente, Jean Baptiste Pierre Antoine y Alejan-

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drito, en el gabinete del primero, yendo de la flora francesa hasta los llamados gusanos no en el sentido puramente figurado, de los arácnidos a los crustáceos, de los crustáceos a los moluscos, y de la teoría de la evolución que ya comenzaba a madurar para publicar años más tarde su celebérrima Filosofía zoológica. Y el mexicano Andrés Manuel del Río, el mineralogista que fue su compañero de banco en las clases de Werner. Y el astrónomo y matemático franco-italiano Joseph Louis Lagrange. Y el señor Delambre, y Desfontaines, y Giuseppe Piazzi, y Pinel, y Courtois y tantos y tantos más con los que Federico Guillermo Henrique Alejandro se topaba en las calles, en las esquinas de Montparnasse, en los clubes científicos, en las academias, en las bibliotecas, en los museos, y a los que —sin que mediaran diferencias de edad— aprendió a tratar de tú a tú, como a viejos compañeros. Por sus innúmeras amistades, se entera Alejandro de que el Directorio planeaba enviar un barco, al mando del capitán Baudin a circunnavegar el mundo en un viaje de exploración científica. ¡Alrededor del mundo! Nuestro personaje se siente como en los días de su infancia cuando se creía Marco Polo y James Cook, un nuevo Magallanes, un nuevo Sebastián Elcano. ¡Alrededoooor del mundo, qué maravilla! ¡Federico Guillermo Henrique Alejandro von Humboldt, circunnavegante! ¡Un anillo al dedo, pues! Ya, nomás verlo Baudin lo enroló. Los preparativos se acentúan. Cuando se cuentan mis cualidades todas las puertas se me abren, pensó no sin cierta egolatría interior. ¡Cuán ególatra soy, ni yo mismo me aguanto!... Tengo un ego transpersonal que es el mííííííío y el de todos los famosos del mundo a un tiempo... ¡Horror, yo mismo no me resisto ni me comprendo!... Parece que anduviese permanente, de mañana a noche, en estado de absorción, ese modo no dualista de concentración intensa en el cual no se mantiene separación alguna entre el observador y lo observado, entre el sujeto y la otredad. Sí, soy como un ente en anatta, eso que los budistas designan como la no continuidad o permanencia del sí mismo. No por casualidad vivo pendiente de la inexistencia en mí de un sí mismo sólido y permanente. Contengo en mí la impermanencia, lo que también los budistas llaman annica, la impermanencia, el fluir constante de la realidad. Ya no sabe cuándo llega el momento de partir. Así de enloquecido está. Las horas se le vuelven días, y los días semanas, y las semanas meses. Ya no hay viaje. ¡Vaya pava!... La pava y lo pavoso no lo abandonan... Ordenes de Napoleón. La expedición tenía que aplazarse durante un año. Humboldt casi que se ancla en la frustración. Al poco recibe otra propuesta, esta vez de lord Bristol, obispo de Derby. Lo invita a viajar a Egipto. Su Señoría coleccionaba antigüedades y era supermillonario. Humboldt no lo pensó dos veces. Viajar al Alto Nilo no estaba nada mal. Claro, Señoría. Por supuesto que lo acompaño. El barco de Baudin lo abordaré más tarde, cuando cruce el Mediterráneo. El fracaso otra vez. Ñapo, el infame Napito estaba a punto de emprender su campaña de Egipto. En un santiamén, sus legiones desembarcaron en El Cairo, y antes de ocho semanas ya era dueño de casi todo el país, las pirámides y la esfinge incluidas...

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¡Increíble pero cierto! Napito ahora se desdobla en patrono de las Ciencias y la Arqueología y las Artes. Sugirió que se formara y equipara una expedición de ciento sesenta sabios europeos para que siguiera su estela y recogiera y codificara las maravillas de la cuna de la civilización. De nuevo Alejo se sube al proscenio. El propio Napoleón le encomienda que ayudara a buscar astrónomos, botánicos, zoólogos, mineralogistas... De prisa a atender las solicitudes del coetáneo, de prisa a reclutar gente preparada y briosa, de prisa a comprar aparatos de medición, de prisa a formar una biblioteca especializada y transportable... Ya estaba camino de Marsella para tomar el barco hacia Egipto... Sólo quedaba recibir la orden de abordaje, cuando la diosa Fortuna le volteó la cara de nuevo. Lord Nelson destruyó la flota francesa en Aboukir y estableció un bloqueo en el Mediterráneo y en el Adriático. Nada que hacer... XI AlMÉ BONPLAND, EL AMADO AlMÉ... Por esos días finiseculares, de manera harto ocasional, visitando ambos (por separado) el castillo de Chambord, a las riberas del río Cosson, conoció a su después íntimo-entrañable amigo Aimé Bonpland. Al principio se miraron de soslayo con las cejas arqueadas y un aparente-esquivo desinterés... Pero pronto se acercaron entre ellos... Oye, creo haberte visto antes... Claro, si vivimos calle de por medio... ¡Y no habernos dado cuenta!... ¡Hombre, qué lástima!.. Ven... ¿Eres botánico, te gusta la botánica?... Yo también, a mí me fascina la flora. Y la fauna. Y el reino mineral. Y las estrellas y los planetas. ¿Eres médico?... No, yo, yo no soy médico. Yo no me gradué finalmente de nada... Mis padres eran lo que se dice enemigos de la educación sistemática... Ah, pero he hecho no sé cuántos cursos, y he tenido los mejores maestros... Es hora de almuerzo, le déjeuner de midi que decimos los franceses... Ven para que compartas conmigo el vino y los bocadillos y las frutas que traje al efecto, comamos en los jardines, a la orilla del río, sobre la hierba, le dice con tono amable, aquel hombrazo fornido, bien empostado, alto, de cabeza grande y pelo rojo-leonino, seductor al máximo, y con su barbita arredondada que le queda la mar de bien... ¿Eres amigo de Joseph de Jussieu, que regresó a París después de vivir en Quito cuarenta y cinco años ni un día más ni un dia menos?... Yo también... Cómo no habernos encontrado en su casa cuando le he visitado una y tantas veces para oír sus divagaciones fantasiosas en torno a la flora de América... En la sobremesa, sobre la hierba, jugaron una partida de cartas... Regresan juntos a París, en el mismo carruaje... A modo de cordial ofrenda intercambian sus sombreros de estación y sus pañuelos y sus bastones de mimbre... El trayecto está lleno de parajes curiosísimos. Tienen que ser refugio de brujas chorrosclosas y tarascas descascarilladas. Todo hace suponer que los dos viajeros se conocen desde siempre. Los dos andan compenetrados de tal manera que lucen en satipattana\ en satipattana; sí, esa suerte de percepción que llaman los budistas por la que se

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pasa de la mera atención o la experiencia o vivencia pura e inmediata... Parecían subidos a la torre de una catedral o en una peana de nubes... La simbiosis ya estaba establecida de entrada. XII INSTRUMENTOS DE MEDICIÓN FÍSICA Y ASTRONÓMICA

Hace falta Aimé que sigamos comprando instrumentos científicos de medición física y astronómica. Ya he procurado a mis expensas unos cuantos. Ahora, sería conveniente que formáramos una "vaca" o "fondo" para seguir aumentando la colección entre los dos. Que no puedes... Que eres un hombre pobre, sin recursos... No te hagas... Chss, calla, calla por favor... No digas ni tús ni mus... No digas ni pío... Soy tan rico como el legendario rey Midas... Bueno, eso de tan rico como el legendario rey Midas es una exageración... Pero, te cuento, Aimemé... Nací rico... Tengo medios de fortuna. Mi castillo en Alemania vale una fortuna... Acabo de entrar en posesión de la herencia definitiva causada por mis padres, los barones de Humboldt... Nuestra vejez la pasaremos orondos y felices como dos hermanos que se quieren en mi castillo de Tegel... No, nada de eso... Nada de que no puedes aceptarlo... Ven y te cuento... Ya tengo comprado un reloj de longitudes de Luis Berthoud N° 27... Este cronómetro le había pertenecido, nada menos ni nada más, que al célebre Airy... ¿Sabes quién es Airy? Sí, sí, ¡cómo no saberlo! George Biddell Airy, el astrónomo y matemático inglés, muerto hace tres o cuatro años en Greenwich... Sí, por supuesto, el que modernizó el Observatorio de Greenwich y lo dotó con excelentes instrumentos, y lo puso al nivel de los mejores observatorios alemanes... Ya me imaginaba que no te gustaba Airy. En estricta verdad, no le gusta a nadie... Por lo que a mí me toca, pienso que no importa que se haya comprometido ruidosamente contra Faraday y su noción de "línea de fuerza", y contra Maxwell, ni importa, tampoco, que le haya obstaculizado a Adams su descubrimiento del planeta Neptuno, ni que haya fracasado de manera terrible en la visión del planeta Venus a través del disco solar en 1872... Fue él, el excelente organizador del Observatorio de Greenwich y eso le habría bastado, y el primero en idear lentes para corregir la enfermedad ocular del astigmatismo... Pero mejor sigamos hablando de mi colección de instrumentos... También compré un medio cronómetro de Seyffert, que sirve para el transporte del tiempo en cortos intervalos... Y un anteojo acromático de Dollond, de tres pies, destinado a la observación de los satélites de Júpiter... Y un anteojo de Caroché, de dimensión menor, con un aparato para sujetar el instrumento al tronco de un árbol en las selvas... Y un anteojo de prueba, provisto de un micròmetro grabado en vidrio por el señor Crawford Williamson, astrónomo de Dresden. Este aparato, colocado en la plataforma del horizonte artificial, sirve para nivelar bases, medir los progresos de un eclipse de sol o luna y para determinar el valor de los ángulos más reducidos en las que parecen montañas muy elevadas... ¿Te sigo contando la cantidad de instrumentos

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que he ido adquiriendo en las últimas semanas y meses? ¿Te sigo contando? ¿No te sigo contando?... Te sigo contando, pues... A ver... A ver... Un sextante de Ramsden, de diez pulgadas de radio, con limbo de plata y anteojos que aumentan de 12 a 16 veces... Y un septante de tabaquera (el snuffbox-sextant), de Troughton, una monada, te digo que una monada, sólo dos pulgadas de radio, una miniatura manierista, provisto de un nonio dividido de minuto en minuto, de lunetas que aumentan cuatro veces, y de un horizonte artificial de cristal puro... Ay, querido Aimé, este instrumentito es útilísimo para los viajeros que se ven forzados a levantar en canoa las sinuosidades de un río... ¿Te imaginas cuando estemos juntos en el Orinoco, y en el Río Negro y en el Amazonas?... ¿Te lo imaginas?... También compré, ¡adivínalo!, a ver ¿a que no lo adivinas? un círculo repetidor de reflexión de Le Noir, de 12 pulgadas, provisto de un espejo grande de platino... Y un teodolito de Hurter, cuyo círculo azimutal es de ocho pulgadas de diámetro... Y un horizonte artificial de Caroché, de vidrio plano, de seis pulgadas de diámetro provisto de un nivel de burbuja, cuyas divisiones equivalen a dos segundos sexagesimales... Y un cuadrante de Bird, de un pie de radio, con doble división del limbo, en 90 y 96 grados, indicando el tornillo micrométrico dos segundos sexagesimales, y pudiendo ser determinada la perpendicularidad del plano por medio de una plomada y de un nivel de instrumentos... Pero ya me fastidié, querido Aimé con todo ese instrumentaje insoportable... ¡Me da rabia! ¡No quiero seguir hablando de instrumentos! Después te los sigo inventariando... Ahora, mejor hablemos de nosotros... Sí, sí, por supuesto de ti y de mí... De nuestros arquetipos, de nuestras preferencias, de nuestras imágenes mentales, de nuestros instintos, de nuestras pautas o modelos ejemplares de manifestación... De nosotros, Aimé, de nosotros... No sigamos como Newton que se consideraba a sí mismo un niño pequeño que jugaba a la orilla del mar y que encontraba, muy de cuando en vez, una piedrecilla brillante, en tanto que a su alrededor y, dentro de sí, el gran océano de la verdad seguía sin descubrirse... No nos avergoncemos de nosotros Aimé... Nada importa para mejor conocernos un grafómetro de Ramsden, colocado en un bastón, o una brújula de inclinación de 12 pulgadas, un magnetómetro de Saussure o todos los termómetros del mundo, los de Paul, los del propio Ramsden, los de Mégnier y los de Fortin...

XIII EN LA CASA FRANCESA DEL VENEZOLANO FRANCISCO DE MIRANDA Queridísimo Aimé, ¿cómo prefieres que te diga? ¿Amado Aimé o Aimé Aimé? Cariño mío, cariño, cariño, cariño, cariño, me alegra que toda la gente que yo quiero te quiera a ti. Es estupendo lo del general venezolano Francisco de Miranda, héroe de la guerra de Independencia estadounidense y de la propia Revolución Francesa. A punto ha estado de ser co-presidente de Francia como miembro del Directorio. Bueno también es verdad que ha estado tres veces preso

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en la Force, y acusado frente a la Convención, y que Fouché, el eterno ministro de Policía, lo odia por un lío de faldas con una mujeruca llamada Delphine de Custine, de Costière o de Carrière, no sé, en definitiva, ni me interesa, una putain de mala marca valdría decir... Bueno, te cuento, te sigo contando... Es el americano meridional más ilustrado que he alcanzado a conocer hasta ahora... Y lleva 30 años radicado en Europa y viajando por el mundo... Un sabio... Un filósofo... un militar de prestigio... Un aventurero... Sabe todo lo que pasa hoy día en el mundo... Los reyes de España lo persiguen por doquier porque lo tienen como agente de subversión en sus dominios americanos... Por eso en la vida ha cambiado de nombre tantas veces como ordinariamente cambia de finas galas... Su vida anda entre la comedia desaforada y la tragedia objetiva... Hablar con él es conocer el mundo de un solo plumazo. Conmigo ha sido siempre muy amable y eso que sólo nos hemos visto dos veces en la vida. La primera, en los funerales del Gran Elector de Hannover y, la segunda, esta misma tarde en La Casa de los Barómetros, sí, sí, la que está al lado de los baños de Saint-Amand, donde él andaba curioseando aparatos y yo adquirí para nosotros dos hidrómetros de Saussure y de Deluc, de cabello y de ballena; dos electrómetros de Bennet y de Saussure, de hojas de oro batido y de médula de saúco, provistos de conductores de 4 pies de alto, para reunir, según el método previsto por el señor Volta, la electricidad de la atmósfera por medio de una substancia que despide humo, y, finalmente, un cianómetro de Paul, para que nos pongamos en aptitud de comprender con cierta precisión la coloración azul del cielo, tal como se presenta en la falda de los Alpes y como me cuentan que pasa en la de la cordillera de los Andes americanos... Ah, se me olvidaba decirte, que para sorpresa del franco-amerindio me encontré dos eudiométros: uno de Fontana, de gas nitroso, que determina la cantidad de nitrógeno atmosférico y por tanto la pureza del aire, empleando además del gas nitroso, el ácido muriàtico oxigenado o la solución de sulfato de hierro; mucho más apto que el de Volta para viajar por países húmedos, a causa de la pequeña descarga eléctrica que exige la inflamación de los gases oxígeno e hidrógeno; y el otro, queridísimo Aimemé, el que ideó el señor de Reboul, según las lúcidas investigaciones del señor Tenard, sobre el carbono mezclado con fósforo, no tan exacto como el descrito por el señor Gay-Lussac en sus memorias de la Sociedad de Arcueil... Bueno, pero no te sigo distrayendo con intrascendentes precisiones técnicas... Era del venezolano Miranda de quien hablábamos, Aimemé... Te hablaba de la invitación que nos hizo para que pasáramos mañana a comer en su casa... No quepo de contentura... Nosotros con el mítico Miranda, hablando sobre América... Sobre América y el Mundo... Nos revelará secretos, formas de comportamiento en los viajes por medios incultos o más o menos civilizados, nuevas formas de emociones puras... Hablando de emociones puras, el susodicho se emocionó muchísimo cuando me volvió a ver... Fue él el que me reconoció... No sé por qué pero siento mucho cariño por ese personaje. Amo su rostro idílico de aventurero amoroso y de militar adusto y activo, triunfador en la campaña de Bélgica, en la batalla de Amiens y en la de

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Valmy, donde se le vinculó, ¡horror!, con la traición de Doumuriez... Conservo en mi archivo una tarjeta suya desde Dresden, antes de irse a la Tartaria y a la Rusia de Catalina la Grande y el general Potenkim... Mon cher Monsieur, prepárese para que comamos mañana en la tarde con monseigneur Mirandá. Gracias por la aceptación... Queridísimo queridísimo y siempre queridísimo Aimé, mi querido Aimemé, no pensé en ningún momento que pudieras rechazar semejante invitación... Vamos a ver a Miranda, por favor... Vamos a ver a Miranda, te pido... Te sentirás la mar de a gusto con él... Ay, Aimé, Aimemé, el susto que me has dado... Sabía que iríamos, que no dejaríamos de ir... Por supuesto que no hubiese admitido ir solo... Aunque, a decir verdad, sí, sí hubiese ido... También hubiese ido solo... Pero no te ofusques... No te meses de la barba... Te seguiría queriendo de todos modos, fueras o no fueras donde Miranda, y hasta que no exista ningún Miranda, ni ningún yo, ni ningún tú, ni ningún amor, ni vida ninguna sobre el planeta... ¿Te sientes sorprendido porque piensas que me iría donde Miranda sin ti? ¿Y que eso podría significar que también me iría solo a América?... ¡Oh! eres un niñito grande con la cabeza llena de suposiciones tontas... XIV E L 'GRAND TOUR' MIRANDINO

A la hora en punto, los dos naturalistas están a las puertas del caraqueño, en su augusta mansión de la rué Saint-Florentin n° 667, después de la rué Honoré. Es un apartamento situado en un primer piso, cómodo y de construcción sólida. No en balde, fue diseñado por el arquitecto Clérisseau, de los más destacados de Francia. Don Francisco, o Martin de Mariland en Roma, o el señor de Merán en Hamburgo, o el señor Merov de Holanda, o el señor de Meirat en Suiza, o Mirandow en Rusia, o el monsieur de Meroud francés, o el Gabriel Eduardo Lerrox D'Helander como también se hacía llamar en París sobre todo entre "les brillants cavaliers et las jolies femmes" de Chez Velloni ou Chez Méot ou Palais-Royal. Ese Miranda, mister Martin en Inglaterra y EEUU; el Eleuteriatikós, de sus andanzas periodísticas, el don Pacho y el José Amindra, de otras veces es un conversador incansable y un viajero de siete leguas. Comienza por ilustrarnos sobre su Santiago de León de Caracas nativa. Una ciudad pueblerina como casi todas las de Iberoamérica. Enmarcada en torno a la Plaza Mayor, en lo que bien se llama "el cuadrilátero histórico", de casas bajas y abarehequeadas. No tiene el encanto y prestancia de Ciudad México, pongamos por caso, o el de La Habana, salvo la imponderabilidad del monte Ávila, a cuyos pies se encuentra tendida. Ahora el general, ¿de dónde sacará tanta facundia?, rememora los nombres de las esquinas de la ciudad. Una rareza. Pele el Ojo a Peligro. Viento a Muerto. Zamuro a Miseria. Chuscadas de los caraqueños. Los caraqueños son muy chuscos. De todo hacen un chiste. Todo lo celebran... Cuenta que en la

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iglesia de los dominicos hay un grande y curioso óleo cuya figura representa a la Santa Virgen amamantando a un Santo Domingo de grises barbas. Quienes se interesaban por la pintura, recibían del sacristán una explicación semejante a ésta: "Santo Domingo tenía un fuerte dolor de garganta y su médico le recomendó que tomase leche de mujer; de pronto, la Virgen descendió del cielo y le ofreció su impoluto seno al santo, quien como es de suponer se pegó cual un becerrito mamantón en el virgíneo pecho, y sanó de inmediato..." En esa Caracas ingenua, la venta de bulas era el pan comido de todos los días. Se expedían bulas de los vivos, bulas de los muertos, bulas de latrocinios y de huevos de bulas de componenda. De esa Caracas, salió el general, a los veinte años, para seguir carrera en el ejército español y vindicar a su padre despreciado por la nobleza escupesangre de "los grandes cacaos". Una historia larga de contar, queridos amigos, acota no sin cierto dejo de tristeza... De Caracas pasó a Madrid y se enroló como teniente en el regimiento de la Princesa. Casi de inmediato, participa en el sitio de Melilla, reclamada por el sultán Sidi Mohamed, emperador de Marruecos. El bautizo de fuego. El desembarco forzado bajo las baterías del ejército enemigo. La militancia en el ejército de ocupación. El regreso a Cádiz. Un viaje corto a Gibraltar. El inicio en la masonería, de la mano de su amigo inglés Mr. Turnbull. Una misión a Lisboa, jefatureando la escolta de Marianina, reina viuda de Portugal y hermana de Carlos III. Y, casi enseguida, el regreso a América... La voz del noble militar cobra una fuerza conmovedora cuando describe la travesía. Las cabriolas de los delfines que juguetones escoltaban la nao asomándose cada cierto tiempo por la altura de la serviola, una, dos, tres veces, cuatro... La ruta franca hacia la Guadalupe... El arribo a Basse-Terre... Y para beneplácito de Bonpland y del propio Humboldt, el calculado efecto de la descripción de la flora tropical. La balumba flotante de sonidos y fragancias. Las céreas hojas verdioscuras del talludo árbol de pan desdibujándose esquiva y equívocamente bajo el peso de los bejucos de buganvillas. La pulidez de los racimos de frangipanes, las cayenas multicolores, la raíz acanalada e inmensa de aquel árbol de pantano... La marisma poblada de cínifes y flamingos... Es maravilloso cuanto va describiendo el general Miranda. Su tránsito por los Estados Unidos de América. Su visión de Washington, "un militarcito simplón, sin mayores méritos". Su participación en la guerra de Independencia norteamericana. La campaña de Florida. El sitio de Pensacola. La deserción del ejército español. El viaje a Londres y el inicio del vagavagar por el mundo, hasta las islas griegas, hasta la Tartaria y la Rusia... Al final de la noche, los dos naturalistas salen embriagados de la casa del americano... Son tantas las historias, tantas las expectativas... De entrada, seguir anclados en París no tiene sentido, refunfuña Bonpland. Mejor será el traslado a Marsella. ¿Quizás un viaje temporario a Marruecos?, agrega... O pasar a España, para gestionar la gracia del permiso real con vista al viaje a América...

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En fin, bon voyage... Bon voyage... Se dicen festivos, antes de irse a dormir. .. La jornada había sido demasiado-demasiado larga. Con seguridad, saldrían ristras de z-z-z en cada ronquido, con cantos de sapitos lipones y ranas plataneras incluidos, agrega Alejandro satisfecho de su ingenio... XV MARSELLA, LA ANTIGUA MASSALIA...

Pues bien, ya están en Marsella, la otrora Massalia de los romanos. Aprovechan la breve estada para recorrer la ciudad y sus sitios principales. La tan mentada Canebiére, no importa si llueve y cellisquea el día entero. Súbitamente bohemios y entregados a la dolce far niente, se dan a merodear por las tabernas donde forzudos marineros barbisucios con cacatúas-tucanes-y-papagayos en el hombro, y el cuerpo astroso lleno de tatuajes absurdos; llegados, ellos, de todos los puertos del mundo: Veracruz, La Habana, Maracaibo, Portobelo, Cartagena de Indias, Guayaquil, Valparaíso, y de los puertos de Estados Unidos y de los de África y de los de Japón y la Malasia y el sur del Pacífico; viviendo, ellos, la alegría desbordada de cada noche marsellesa y la incertidumbre de morir por el apuñalamiento de algún atracador o de un adversario cualquiera, hecho por demás probable; la triste conquista de una gonorrea o de una sífilis adquirida en la llaga de una sonrisa placentera. Y las cocones, las imponderables vieilles cocottes de Marsella paseándose ellas por los bulevares del vieux port, tan hermosotas, tan bastas, tan grandes... Los senos al aire, unas marmotas, las haustiadas ericas prolaxadas ya por el tanto uso, una nalga por aquí, la otra por allá; sensuales las bocas de labios sobrepintados en forma de corazón, labios como espadas, como dagas, como puñales, los lunares postizos a lo Cleopatra, las cejas depiladas y respuestas al carboncillo con el aditamento de escarchas y algunas lentejuelas y polvo de nácar molido, las pestañas rizadas y ennegrecidas, y el tongoneo, ese tongoneo más africano o caribeño que propiamente provenzal; en fin, seguramente así es como los marineros las prefieren... Y los gatos persas, egipcios, de Angora, siameses... La gracia incomparable de esos gatos salvajes que merodean por la orilla del puerto, como las putas a la caza de una sardinita esperando un mendrugo... Más allá, un hombre en un altillo sacudiéndose la murria y el frío con un trago de anissete y la bella jovencita que desde una ventana sobre el mar, semiabierta como una ostra, le hace guiños de ojo a Bonpland... Debió ser a Aimé, el más atractivo de los dos, se dice Alejo. Otro día de los pocos que pasaron en la ciudad-puerto por excelencia de toda Francia, suben a las cumbres más altas del macizo de Sainte-Beaume, donde la secta de los lunáticos en lo que podría entenderse quizás como un rito de fecundación se exponen a los rayos de la cambiante Selene... Otro día aún, visitan el Hospicio de la Vieille Charité, edificación que dicho sea de paso fue ideada, diseñada, planificada y construida por Pierre Puget. Créeme, querido Aimé que no encuentro palabras para expresar mi admiración

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por este monstruo de la creatividad espacial. Se le caen las medias a uno. Se le caen. Este patio cuadrangular. Estas galerías tan orgullosas. Esa repetición clara y franca de sus arcos levantados sobre las cuatro alas del edificio, la iglesia con su cúpula ovoide, amén del interior suntuoso dentro de una marcada sencillez, y las artísticas líneas de la composición toda, sus cornisas, sus pilastras, sus impostas, la armonía de sus luces y sus sombras, la piedra rosa de sus paredes... XVI ESPAÑA EN EL CORAZÓN

Humboldt siente una íntima alegría cuando recuerda su tránsito por España. Ah... ¡España, en el corazón! Más allá de los Pirineos comienza otro mundo. Ahora están en los reinos de Valencia y Cataluña. Una paella valenciana o un cocido de garbanzos con chorizos le aromatizan el cuerpo y el alma de una sola vez. Barcelona, la ciudad condal, les abre el secreto de su Monserrat, cuyos picos empinados están habitados por eremitas, y que, por el contraste de una vegetación vigorosa con masas de rocas áridas y desnudas, ofrece un paisaje de carácter particular. Dicen que bajo esas pizarras hay tesoros enterrados... Y la visión del territorio desde el mar, Catalunya des del mar, la Marca d'aigua que llaman los poetas. Después fueron a las ruinas romanas de Tarragona y a las de la antigua Sagunto. Poco antes de partir de la ciudad tuvieron oportunidad de conocer y tratar al médico y físico Francisco Salvá y Campillo, autor de un novedoso procedimiento por el cual se podían trasmitir mensajes a distancia, teniéndosele en consecuencia como inventor del telégrafo eléctrico, cuyo uso y propagación comenzaba a tener un auge inusitado en toda España. La huerta valenciana la recorren los dos naturalistas en unión de don José Antonio Cavanilles, autor de unas muy prolijas Observaciones sobre la historia natural, geografía, agricultura, población y frutos del reino de Valencia. Hombre ducho en muchos saberes, durante su estada parisina había sido alumno de Jussieu, y eso le franqueó un entendimiento hermanado especialmente con Bonpland, que también había sido alumno del maestro. Varios días con sus noches pasaron los dos hombres, mientras Humboldt hacía sus propias mediciones astronómicas, corrigiendo al detalle los seis tomos de Icones et descriptiones plantarum quae sponte in Hispania crescunt, aut in hortis hospitantur, que el sabio Cavanilles alistaba para la imprenta. Llegados a Madrid, nuestros viajeros no vacilan en felicitarse mutuamente por la resolución que habían tomado de visitar España. Somos unos lechudos, Aimé, unos lechudos. El barón de Forell, ministro de la corte de Sajonia ante la de España, nos ha atestiguado una amistad que nos resultará útilísima. A los extensos conocimientos de mineralogía que posee, como antiguo discípulo de Werner, tiene el más puro interés en empresas propias para favorecer los progresos de la Ilustración. Me ha prometido tomar para sí la obligación de gestionarnos los pasaportes necesarios para el viaje a América frente al mismísimo primer

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ministro don Mariano Luis de Urquijo... ¡No te imaginas lo sencillo y gentil que es ese caballero de Urquijo!... La otra tarde nos recibió a Fornell y a mí, querido Aimé, en plan de lo más íntimo, en un velardocito adjunto a su despacho ministerial, vestido apenas con un albornoz y con sandalias de rafia... Prometió hacerme recibir en la corte de Aranjuez, unas semanas más tarde, apoyar mi solicitud, y allanar todos los obstáculos frente al rey para que obtengamos los permisos... Muy fructífera y grata fue esa estancia de Alejandro y Aimé en la villa y corte madrileña. Amén de las gestiones burocráticas frente a los organismos gubernamentales, gestionando todo lo relativo al viaje, visitaban las casas de amigos ilustrados, como el propio Cavanilles, a quien ya tenían por allegado desde los días de Valencia; el señor Gaspar Melchor de Jovellanos, dramaturgo, economista, historiador y adalid de todas las reformas ilustradas que en España se discutían entonces; los señores Louis Née y Tadeo Hánke, que habían ido como botanistas en la expedición de Alejandro Malaspina; don Casimiro Ortega; el abate Pourret; los sabios autores de La flora del Perú, señores Ruiz y Pavón; el señor Proust, conocido por la extrema precisión de sus trabajos químicos; el señor Hergen, mineralogista distinguido; y el señor Juan Bautista Bru, en cuyo gabinete de la calle Arenales, vieron por primera vez en la historia, la reconstrucción de un esqueleto fósil, hallado por él en la región argentina de Luján, y que, pieza por pieza, trajo a España para su posterior reconstrucción; con el auxilio de Cuvier bautizó al desaparecido mamífero como Megatherium; en realidad, tratábase de una pereza o un perezoso de enormes dimensiones... Pero, no sólo a tales encuentros y conversaciones científicas se entregaban Humboldt y Bonpland durante su estada madrileña, bien que mediatizada ella por el clima de censura moral imperante y por la desconfianza y el sutil rechazo que inspiraba en el medio todo lo que oliera a Francia y a los principios revolucionarios que allí se debatían... De tarde en tarde se dan una escapada hasta la Maestranza para ver torear a las tres más importantes figuras de la fiesta brava en el momento: Pedro Romero, José Delgado y Gálvez, mejor conocido como "Pepe-Hillo", y Joaquín Costillares, el inolvidable inventor de la estocada al volapié y del capotazo a la verónica... Otras, no pocas veces, se dejan llegar hasta las praderas de San Isidro y otros lugares del tipismo castizo para aprender con los majos y las majas los secretos del arte de la crotalogía o ciencia de las castañuelas, y a bailar el bolero y el zorongo gitano con todos sus adornos y mudanzas... Como para coger palco, era ver al grandullón de Aimé, gracia y nervio, agilidad y destreza en los pies, continuo movimiento de brazos, sirviéndole de partenaire a la Perla, sin mantilla y vestida de blanco, alzada la falda más allá de las rodillas, mostrando una habilidad y gentileza extremas en la soltura del talle y los quiebros de cintura. ¡Mecachis! Si parecía más andaluz que francés el Aimemé ese en la alternancia del vito con la malagueña y el torero, en el de las cachuchas con los olés y los panaderos y los tangos...

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A mediados del mes de mayo, los viajeros dejan Madrid. Atraviesan una parte de Castilla la Vieja, el reino de León y Galicia, y se trasladan finalmente a La Coruña, donde esperan embarcarse para la isla de Cuba. Con todo y primavera, las nieves cubrían todavía las altas cimas de Guadarrama; pero, en los valles profundos de Galicia, que recuerdan a los sitios más pintorescos de Suiza y del Tirol, jaras cargadas de flores y brezos arborescentes tapizaban los peñascos todos, y la meseta entera diríase que era una sola rumazón de formaciones secundarias de asperón, yeso, sal gema y piedras calcáreas del Jura... De Astorga a La Coruña, principalmente desde Lugo, elévanse gradualmente las montañas. Poco a poco desaparecen las formaciones secundarias, y las rocas de transición que suceden a aquéllas anuncian la proximidad de los terrenos primitivos... Observándolas de cerca, Humboldt le señala a Bonpland que esas montañas todas están formadas de la arenisca vieja que los mineralogistas de la escuela de Freiberg designan con los nombres de Grauwacke y Grauwackenschiefer. XVII TENERIFE

Hemos llegado a Tenerife, querido Aimemé. ¡Hemos llegado a Santa Cruz, al Teide, a Icod de los Vinos, a La Orotava... Siempre había soñado con pasear por los huertos y las callejuelas de La Orotava... Ya esto es otro continente. ¿Restos de la legendaria Atlántida? ¿Un resurgimiento de Africa? ¿América que comienza a vislumbrarse? ¿Qué piensas tú? ¡Brindemos por el arribo a esta primera escala de la ensoñación! La corriente equinoccial se siente. Ahí mismo, por la proa, puedes ver los frutos que el Gulf-Stream arrastra desde las Antillas. Antes del descubrimiento de América, miraban los canarios esos frutos como provenientes de la isla encantada de San Borondón, situada al oeste en una parte incógnita del océano, y arropada por constantes neblinas... No, querido Aimemé... ¡No hay ni hubo tal isla encantada de San Borondón! Son frutos antillanos... ¡Míralos! Esa cáscara de nuez moscada... esa baya de cacao... Ese trozo de canafístola... Aquel algarrobo... Están a tu vista... ¡No digas, después, que no te los mostré! ¡Son una multitud de semillas que nos saltan a la vista! Semillas de Mimosa scandens, de Dolichos urens, de Guilandina bonduc, y otros árboles diversos de Jamaica, la Guadalupe, Cuba, Puerto Rico, Haití y Santo Domingo... Amén, queridísimo Aimemé, de intrincadas madejas de Dagysa notata, ¿las ves? Son moluscos extrañísimos, con forma de saquillos gelatinosos, transparentes, cilindricos, a veces poligonales... Ahora se les suman, a modo de rosarios, estelas de salpas (los bíforos de Bruguiére), y de thalias de Brown, y de las muy raras tethis vagina de Tilesius. El barón Federico Guillermo Henrique Alejandro von Humboldt no cabe en el asombro de su contentura... Bisoño, los ojos fijos en la espumarada del

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anclaje, cree que desembarca en otro mundo cuando pisa el largo muelle de madera que desde el Pizarro lo conducirá, en el otro extremo, a un campo rocoso donde una multitud de indigenas guanches matan la murria de la espera a la sombra de una hilera de árboles desnudos... ¿Árboles? No. No son árboles, se pregunta y responde Alejandro de una sola vez. No son árboles. ¿Cómo podrían serlo? Son promontorios de lavas que parecen árboles. Esas formas fantasmagóricas que suelen verse cerca de Nápoles, entre Portici y Torre del Greco. Son peñascos pelados, desnudos de árboles y arbustos; desnudos de hierbas y hasta de la huella del mantillo... Sobre ellos apenas crecen, evasivas, casi imperceptibles, algunas plantas liquenosas crustráceas: variolarias, leprarias y urcolarias esparcidas sobre el basalto... Normalmente, las lavas que no están cubiertas de cenizas volcánicas quedan por siglos sin apariencia ninguna de vegetación. El calor excesivo de las largas sequías, advierte Alejandro al tiempo que avanza con pasos indecisos sobre el muelle, retarda el desarrollo de las plantas criptógamas... Alejandro continúa con su peroración mientras avanza sobre el muelle... El basalto compacto alterna con capas de basalto poroso y marga. La roca, se dice hipeando —tal el grado de embriaguez emocional— no contiene anfíbol, sino grandes cristales de olivina laminar con un olivaje triple (Blättriger Olivin)... Terminado el muelle, Alejandro (seguido muy de cerca por Aimé, siempre seguido muy de cerca por Aimé) alcanza una playa con dos suertes de arena. Grita contra el viento, al principio; vociferante, pareciera que se arredrara. Baja la voz. Habla, ahora, como si lo hiciese para sí solo... Recoge muestra de las dos arenas con las manos y las echa a volar al viento... Esta es la negra y basáltica, dice. Y ésta es la blanca y cuarzosa, con fragmentos de feldespato, agrega... Todo hace suponer que en las islas Canarias, y en Auvernia, y en Grecia, y en la mayor parte del planeta, el fuego subterráneo se ha abierto paso por entre rocas de formación primitiva... La inferencia pareciera estar comprobada por el gran número de fuentes termales que, aquí y más allá, salen del granito, del gneis, y del esquito micáceo... XVIII ASCENSO AL TEIDE

— Ahí está el Teide, Aimemé, — exclama Alejandro emocionado. Apenas se divisa, por encima de las nubes... Se divisa, no obstante, se divisa... — insiste en asegurarle al amigo, que con la mano puesta sobre la frente como visera, no alcanza a distinguir el pico emblemático dentro de la neblina que lo envuelve... Los dos viajeros-naturalistas ya están en Santa Cruz de Tenerife. Sobre una playa estrecha y arenosa de un color gris antracita increíble, tal el comentario del efusivo barón, se hallan casas de una blancura resplandeciente, con techos chatos de tejas renegridas y ventanas sin vidrieras, adosadas a murallas de rocas negras asfixiantes, escarpadas y desnudas de vegetación...

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Alejandro anota en su diario: "La vista del pico, tal como se presenta por encima de Santa Cruz, es mucho menos pintoresca que la que se disfruta en el puerto de La Orotava. Una explanada risueña y ricamente cultivada se extiende casi hasta la falda del volcán"... "La vigorosa vegetación se apeñusca a la vista... Bananeros y palmeras ribetean la costa hasta la región de los 'Arbustus', los laureles y los pinos que, pese a todas las adversidades, allí crecen... La costa oriental, lleva donde quiera el carácter de la esterilidad... La cumbre del pico no es más árida que el promontorio de lavas basálticas que se prolonga hacia la punta del Naga, sobre la cual apenas empiezan a preparar el mantillo plantas carnosas que se han fijado en las rendijas del pedregullal"... ¡El calor sofocante de las calles es insoportable, Aimé! — vocifera Alejandro, girando sus brazos de izquierda a derecha como aspas de molino. Cuando se ha respirado por largo tiempo el aire de mar, sufrimos cuantas veces se desembarca, ¡qué rabia!, el oprobio del sopor, las combinaciones gaseosas que se derraman de la atmósfera; las miasmas de la descomposición; los olores animales y vegetales, no pocos nauseabundos, que obran poderosamente sobre nuestra pituitaria, y te la irritan, y te hacen estornudar... Esta es "la Añaza de los Guanches", le advierte Alejandro a Aimé. — Es una ciudad très jolie — responde Aimé medio en francés-medio en español. No hay en ella ese gran número de frailes y monjas que entenebrecen a las ciudades y pueblos de la península. No nos detendremos a describir los templos de pasable medianía, ni la biblioteca de los Dominicos que apenas se eleva a unos centenares de volúmenes... Vale más referirnos al muelle, bordeado de álamos y pinos, donde por las tardes se reúnen los vecinos a tomar el viento fresco, y a ese famoso monumento de mármol de Carrara, de treinta pies de alto, dedicado a Nuestra Señora de la Candelaria, en memoria de la aparición que la Virgen, cuatro siglos atrás, hizo en Chimisay, cerca del sitio Güimar... Alejandro y Aimé celebran todo lo que ven con alegría primigenia. "Somos los conquistadores del mundo", gritan, a dúo, de la manera más natural. Puede ser considerado el puerto de Santa Cruz como un gran caravanserrallo, situado en el camino de la América y la India... Gracias a las recomendaciones de la corte de Madrid, los dos viajeros son recibidos de manera principesca. Les ponen alfombras al paso. Repican las campanas en su honor. Alabarderos uniformados suenan para ellos redoblantes clarines y trompetas. Hasta el Teide se viste de fiesta, rodeado por una bruma albirrosa como borde fugaz que, a ratos, se vuelve y es sangre, fuego, claveles mocetones, campos de joyas fulgurantes. El capitán general les concede audiencia en palacio. El coronel Armiaga, jefe del regimiento de infantería, los hospeda en su casa, y los colma de atenciones. No se cansan de admirar los viajeros en el huerto, cultivado al aire libre, el pródigo bananero, camburis o guineo, no los legítimos plátanos hartones que sólo se dan en el trópico franco, y el papayo o lechoso, y el Hyperium canariense, además de otros muchos vegetales que hasta entonces sólo habían visto en los invernaderos de Berlín y París...

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Una madrugada muy temprano, antes de salir el sol, nos ponemos en marcha para subir a la Villa de la Laguna, elevada a 350 toesas sobre el puerto de Santa Cruz — escribe Alejandro en su diario... No pudimos verificar esta determinación de altura, porque la resaca del mar no nos permitió volver a bordo durante la noche a buscar los barómetros y la brújula de inclinación... Mejor que así haya sido, sentenció Aimé. Esos instrumentos hay que preservarlos para usarlos en los países menos conocidos por los europeos... Pensé que era cierto su juicio... El camino por el cual se sube a La Laguna está a la derecha de un torrente o barranco, estrecho y tortuoso, que en la estación de lluvias forma una escalera de cascadas... La colina sobre la cual está erigida la ciudad de San Cristóbal de la Laguna pertenece a un sistema de montes de basalto moreno negruzco, un tanto descompuesto y con olor arcilloso. Allí es fácil descubrir la presencia de anfíbol, olivino (peridoto granuliforme) y piroxenas traslúcidas, de fractura perfectamente laminar, de un verde oliváceo poco subido y, a menudo, cristalizado en prismas de seis caras... A pesar del gran número de bloques que nos detuvimos a quebrar, Aimemé y yo, con gran fastidio de nuestros guías, no pudimos descubrir nefelina, ni leucita, ni feldespato, tan frecuente dicho sea, por ejemplo, en las lavas basálticas de la isla de Isquia, pero que en Tenerife no comienza a aparecer sino cuando uno se adelanta en el ascenso del volcán mismo... La roca de La Laguna no es columnar, sino que muéstrase dividida en bancos de poco espesor e inclinados hacia el este... Si el volcán actual ha hecho surgir esos basaltos, es preciso suponer que, a semejanza de las sustancias que componen la Somma, a espaldas del Vesubio, son el resultado de un derrame submarino en el que la masa líquida terminó formando innúmeras capas. Algunos euforbios arborescentes, la Cacalia klenia y nopales silvestres, son los únicos vegetales que se observan por entre la aridez de las paredes. Nuestras muías resbalaban a cada momento en los cauces de piedras. Reconocimos, no obstante, vestigios de un antiguo pavimento... Antes de llegar al puerto de La Orotava, los viajeros se desvían con rumbo al jardín botánico, situado a corta distancia del puerto. Allí encuentran al Sr. Le Gros, vicecónsul francés, quien a menudo ha visitado la cumbre del pico y que para ellos se convirtió en un guía preciosísimo. Había seguido al capitán Baudin en una expedición a las Antillas que mucho contribuyó a enriquecer el Jardín de las Plantas de París. Una horrorosa tempestad obligó a la embarcación a fondear en Tenerife, y por la bondad del clima reinante en toda la isla, el señor Le Gros escogió quedarse allí el resto de sus días... El jardín, en sí, es un muestrario completísimo de plantas de las Américas y África. Vegetan al aire libre proteáceas las más diversas, el guayabo, la pomarrosa, la chirimoya del Perú (Anonna cherimola Lamarck), mimosas y heliconias. Allí recogimos semillas maduras de varias hermosas especies de glycine de la Nueva Holanda, que regalamos al señor gobernador de Cumaná, Vicente de Emparan, quien las cultivó con éxito, volviéndose silvestres dichas plantas en la costa oriental de la América meridional...

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Después de pernoctar en La Orotava, la antigua Taoro de los Guanches como huéspedes de la muy honorable familia Cologan, de grata recordación para todo viajero ilustrado que por Tenerife haya pasado alguna vez; al día siguiente, con el alba, reemprendieron el camino hacia el pico. Al paso, no deja de sorprenderles el celebérrimo drago del huerto del Sr. Franqui, con su grosor desmesurado del que todo quien lo ve se hace lenguas. Asegúrase que el tronco de este árbol, referido en varios documentos antiquísimos como lindero entre predios del siglo XV, tenía entonces un grosor parecido al que tiene hoy. Su altura es de 50 a 60 pies, y su circunferencia cerca de las raíces de 45. El tronco se divide en gran número de brazos que se alzan en forma de candelabro y que terminan en ramilletes de hojas. Entre los seres organizados es este árbol, junto con la Adansonia o baobab del Senegal, uno de los habitantes más antiguos del planeta. La ruta empinada hasta la Punta del Pico sigue abrupta, sin pasar un solo valle, porque los zanjoncitos que se dejan de lado no merecen ese nombre. A los ojos del geólogo, toda la isla de Tenerife no es más que una montaña cuya base casi elíptica se alarga hacia el noreste y en ella se distinguen varios sistemas de rocas volcánicas formadas en edades diferentes. Lo que en el país se mira como volcanes aislados, tales como Chahorra, o Montaña Colorada, y la Urca, no son sino montículos arrimados al pico, cuya figura piramidal remedan. El volcán grande, cuyas erupciones laterales han dado origen a vastos promontorios, no está sin embargo en el centro de la isla. A la región de los brezos arborescentes, llamada Monteverde, sucede la de los helechos. En ninguna parte de la zona templada se ha visto tal abundancia de Pteris, Blechnum y Asplenium\ no obstante ninguna de estas plantas tienen el tamaño de los helechos arbóreos que a 500 o 600 toesas de altura constituyen el ornamento principal de las selvas de la América equinoccial. La raíz de la Pteris aquilina sirve de alimento a los habitantes de La Palma y La Gomera; la reducen a polvo y le añaden un poco de harina de cebada. Esta mezcla tostada se llama gofio; y el uso de alimento tan basto demuestra la extremada miseria del bajo pueblo en las islas Canarias. "Isleño maroto comedor de gofio" es un tratamiento despectivo que entre ellos se aplican ofensivamente... De Monteverde en adelante, el ascenso se torna cada vez más abrupto. A grandes rasgos se ven bosques de enebros y pinabetes mermados en grande por la violencia de los huracanes. Y luego, la Roca de la Gaita y el Portillo, el pasaje estrecho por entre esas dos colinas basálticas, y la entrada a los Llanos de la Retama, inmenso mar de arena, cuya travesía se lleva dos horas y media largas. Mucho sufrieron los excursionistas con el polvo sofocante de piedra pómez que sin cesar les envolvía. No olvidarán nunca tales quebrantos, pero tampoco la vista encantadora de los apiñamientos de retamas, el Spartium nubigenum de Aitón, un arbusto encantador cubierto de flores odoríferas amarillas infibuladas, y cuyas hojas forman el alimento principal de las cabras salvajes del pico. A partir de allí, bloque de obsidiana tras bloque de obsidiana arrojados por el volcán, sólo se aprecia una soledad profunda. La parte estéril del pico ocupa una

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superficie aproximada de diez leguas cuadradas. Nuevas gargantas apretadas, nuevos zanjones. Una altiplanicie más elevada nombrada El Montón de Trigo. Y la Estancia de los Ingleses donde los viajeros hubieron de pasar la noche. Dos peñascos inclinados forman una suerte de caverna que ofrece abrigo contra el viento. No obstante, el frío resulta insoportable. Aimemé, arrópame por tu madre que tengo frío, ruega Alejandrito titiritante. Acurrucados el uno contra el otro, procurando amainarlo un tanto, es como alcanzaron a descansar un tanto... A las tres de la madrugada, imposibilitados de seguir durmiendo, continuamos el ascenso. La altiplanicie de Alta Vista. Los Neveros. Y el terreno del Malpaís... ¡Horrible ese terreno del Malpaís!... Un rodeo a la derecha para examinar la Cueva del Hielo... Se trata de un pequeño glaciar subterráneo que no está alimentado por los verdaderos glaciares que se ven en los Alpes, por aguas de nieve que vienen de la cresta de la montaña... Durante el invierno se colma la cueva de hielo y nieve, y como los rayos del sol no penetran más allá de la entrada, los calores del estío no son suficientes para vaciar el depósito... Después de tres horas de marcha, en la extremidad del Malpaís llegaron a una pequeña llanura nombrada La Rambleta. En su centro se eleva el Pilón o Pan de Azúcar. Allí es donde se encuentran los respiraderos que designan los indígenas con el nombre de Narices del Pico. Vapores acuosos y calientes salen a intervalos de varias hendeduras que traspasan el suelo... Llegados a la cumbre del Pilón, los viajeros se sorprenden apenas de encontrar espacio para sentarse a holgura. Les detiene una pequeña muralla circular (La Caldera) de lavas porfídicas a base de melanita. Buscan otra vía para acceder al cráter. Por la vía este hallaron un portillo que parece resultado de un derrame de lavas muy antiguas. Por ese portillo bajan hacia el embudo cuya figura es elíptica, estando su eje mayor dirigido de noroeste a sureste. Alejandro, ligero de felicidad y dueño del mundo, a grandes zancadas no cesa de tomar anotaciones in situ. La mayor y menor amplitud de la abertura, el carácter perpendicular de los bordes de la caldera, el calor de las fisuras, la profundidad del cráter, las variaciones de color de las murallas, los cristales de azufre que se hallan depositados entre las rendijas de las levas... A distancia, como belenes minúsculos, se ven las ciudades y aldehuelas de la isla, grandes líneas confusas de altiplanos pedregosos, bien ornados huertos, el piélago irisado de encrespadas olas, los navios anclados en la rada de La Orotava, y más allá la presencia silueteada de La Palma, Lanzarote, El Hierro y La Gomera, perdiéndose y apareciendo de nuevo por entre los bancos de bruma que surgen y resurgen enteramente blancos. A la hora del descenso, los dos hombres se aplican minuciosos a determinar el mapa botánico del Pico. Ahora es Aimé, mordisqueando un grueso tabaco entre los dientes, el que describe en su diario, con letra esparcida, confusa, apresurada, la geografía botánica que va dejando de lado: los costados escuetos, sin vegetación alguna; las altiplanicies, también desprovistas de vegetación; las plantas divididas por zonas, según que la temperatura de la atmósfera disminuye-

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se con la altura de los sitios; por debajo de El Pilón, los liqúenes empezando a cubrir las lavas escorificadas, lustradas en su superficie; de cuando en vez, plantitas de violeta (Viola cheiranthifoliá), afín de la Viola decumbens; los bosquecillos de retama, y la región de los helechos ribeteada por la de los brezos arborescentes. Y más adelante, las selvas de laureles, rhamnus y madroños que separan las ericáceas de los oteros plantados con vides y árboles frutales. Un rico tapiz de verdura se extiende desde el Llano de la Retama y la zona de las plantas alpinas, pasando por las colonias de Hederás canariensis y margaritas, hasta los grupos de datileras y musas cuyas raíces parecen hundirse en el propio océano... XIX L A FLOR DE PASCUA ('EUPHORBIA PULCHERRIMA')

Ya para salir de la isla, Aimé se dedicó por entero a describir en su diario botánico todas las observaciones pertinentes a la Euphorbia pulcherrima (la inefable "flor de Pascua") que los tenerifeños tienen como propia, autóctona y arquetípica de la isla, pero que en realidad también pertenece a América desde México hasta la Pampa húmeda argentina. Sumergido en un mar de rojeces acentuadas por el sol brillante del mediodía, Aimé va determinando en su cuaderno la descripción morfológica... En estado silvestre, esta planta es un arbusto que alcanza hasta tres metros de altura. Suele ramificarse con hojas a veces ligeramente pubescentes, alternas y dentadas o ligeramente lobuladas, los tallos y las ramas tienen un coronamiento apical de hojas bractéolas y lanceoladas que en general son muy vistosas, de color rojo pero que también pueden ser rosadas o blancas. Las brácteas rodean a la inflorescencia ramificada que está formada por numerosos ciatios verdosos y con un nectario glandular amarillo muy perseguido por las abejas y los colibríes. Con igual meticulosidad, Aimé anota, sigue anotando, la temperatura invernal mínima que la planta necesita, la luz, la humedad ambiental, el riesgo, el sustrato, la forma de propagación.... Ha llegado la hora de retomar el rumbo hacia la América meridional. Todavía no es de noche, pero sí tarde avanzada. Atrás queda la rada de Santa Cruz. Del noreste sopla una fuerte ventolina y el mar presenta una superficie metalizada, como de pequeñas láminas cortas y superpuestas... Al poco ya no se ve ni tan siquiera el rápido vislumbre de ninguna de las islas... Por primera vez los viajeros experimentan cuán vivas son las impresiones que dejan estas tierras situadas al borde de la zona tórrida... Entrada la noche de un todo, luna y estrellas despuntan por igual... XX LLEGADA A CUMANÁ

Aquí está el fondeadero de Cumaná, frente a la embocadura del Manzanares. Apenas despunta el día, para el momento de la llegada de los viajeros, pero tienen que esperar media mañana por el desembarco, ante la no presencia de la

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policía del puerto. Mientras tanto, se entretienen viendo la vegetación circundante. Los grupos de cocoteros que ribetean la costa, con troncos de más de sesenta pies de alturas. Toda la planicie recubierta de conjuntos de Cassia capparis y de esas mimosas arborescentes que, semejantes al pino de Italia, extienden sus brazos en formas de quitasol. Las hojas pinadas de las palmeras se destacan sobre el azul celeste cuya pureza ningún vestigio de vapores enturbia. Sube el sol rápidamente hacia el zenit. Difúndese una luz deslumbradora por el aire y cobran una corporeidad extraña las colinas blanquecinas tapizadas de nopales cilindricos y el mar de una pura quietud con sus orillas pobladas de alcatraces, garzas, cormoranes, gaviotas y flamencos. Lo brillante del día, el vigor de los colores vegetales, las formas de las plantas, el variopinto plumaje de las aves, todo anuncia la proximidad del Paraíso Terrenal. Razón debió tener el tátara Colón, se dice Humboldt para sí, y cree que también se lo verbaliza a Bonpland, cuando creyó que cerca de aquí, en las inmediaciones del golfo de Paria, estuvo o está el Paraíso Terrenal. Trátase de un jardín hechizado, al que nunca daremos por visto de verdad. Pero estos árboles fueron los árboles a cuya sombra se solazó Adán con la madre Eva, estas flores fueron las que formaron el lecho amatorio de la primicial pareja; pájaros semejantes a éstos armonizaron el reposo post-coitum de ambos, antes de que la voz ensordecedora del Señor parapetada tras una nube tormentosa o un brezal ardiente, les echara del lugar para cobrar la afrenta de la violación del interdicto. Ninguna duda queda, se repite afirmativo Humboldt, éstas son las imágenes más antiguas del Génesis. Y este río Manzanares vertiginoso y enmaravillador, verdad consabida, es el mismo Tigris, el mismo Éufrates, el mismo Pisón, el mismo Guijón, los mismos cuatro ríos escatológicos de agua, vino, leche y miel, que Yahvéh dispuso para que los justos lavaran sus culpas al momento mesiánico y las entrelazaran después con sus esperanzas y sus temores y sus cantos triunfales y sus victorias y sus derrotas. Humboldt, que al principio propuso la peroración con una cierta ironía, ahora llora indigente sobre los hombros del amado Aimé, tal el énfasis de la reminiscencia, como si toda la culpa adánica fuese suya... A una milla del embarcadero o de la batería de la Boca, cerca de la cual los viajeros bajaron a tierra después de haber pasado el alfaque del Manzanares, está la ciudad primogénita del Continente y capital de la Nueva Andalucía. Para llegar a ella tuvieron que atravesar una vasta llanura, el Salado, que separa el arrabal de los Guaiqueríes de las costas del mar, cubierta ella en su mayor extensión por la Avicennia tormentosa... A pesar de lo dicho al principio sobre la posible ubicación en ese sitio del Paraíso Terrenal, Cumaná ya no es ese Edén pretendido. En menos de tres años (1794 y 1797) la ciudad había sido asolada por dos hórridos terremotos. Casi ninguna persona pudo dar paso adelante ni paso atrás del punto preciso donde hallábase, cuando comenzó con tanta fuerza a moverse la tierra en todas partes; el mar hizo oleajes más altos que catedrales inmensas; los molinos y las sementeras se hundieron; los ríos, lagunas y quebradas se secaron; el agua fue embebida por las grietas y aberturas de la tierra

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ávidas como monstruos golosos; más de doscientas víctimas se produjeron sólo en el más reciente y desvastador de los dos grandes sismos, último el cual que, al parecer, también fue volcán, según testigos a los que pudo interrogar el propio Humboldt, por haber reventado, abierto y desquiciado de su centro la tierra en diferentes puntos, haciendo brotar en ellos agua y arena aplomada con fuerte olor a azufre; pudiéndose ver, aún para el momento de la llegada de los exploradores, agrietamientos harto graves en los terrenos de Caigüire y Sabana del Peñón y hundimientos de hasta 15 y 20 metros en el perfil de la costa. Luego Humboldt y Bonpland fueron conducidos por el capitán del Pizarro a casa del gobernador de la provincia, don Vicente Emparan, para presentarle los pasaportes firmados por la Secretaría de Estado. Los tres hombres cordializaron de lo lindo, a pesar de que el gobernador hallábase acatarrado, a su decir, por causa de un viento de tormenta que soplaba impenitente desde dos semanas atrás. Cuatro días había estado en cama, ese del encuentro incluido... Antes de haber sido nombrado gobernador de Portobelo, primero, y luego gobernador de Cumaná, tuvo actuación destacada como capitán de navio en la Marina Real. Recuerda su nombre uno de los acontecimientos más patéticos de la historia de las guerras marítimas. Cuando el último enfrentamiento entre España e Inglaterra, dos hermanos del señor Emparan se atacaron, durante la noche, a la vista del puerto de Cádiz, tomando el uno el buque del otro como embarcación enemiga. Tan terrible fue el combate, que los dos navios se fueron a pique casi al mismo tiempo. Fue salvada una parte muy reducida de las tripulaciones, y los dos hermanos tuvieron la desdicha de reconocerse mutuamente poco antes de la muerte. A la vista de los visitantes, don Vicente es un hombre con interés científico y muestra una superior comprensión por los problemas de las ciencias naturales. Indagó si la atmósfera de los trópicos contenía menos nitrógeno (azótico) que la de España, y si la rapidez con la que se oxida el hierro en estos climas era sólo por la mayor humedad que aquí se da. Con conocimiento de causa habló de la teoría del mineralogista sueco Torbern Olof Bergman según la cual una substancia primera puede reaccionar con una segunda y no con una tercera, por la existencia de afinidades o atracciones entre ellas. Pero aún más, como capitán de la Marina Real fue colaborador inmediato del brillante marino y cosmógrafo Dionisio Alcalá Galiano, que dejó una memoria, muy original y exacta, sobre un problema de resolución de la latitud, y también fue partícipe directo de una investigación que el maestro realizó sobre el cálculo trigonométrico en la altura de las montañas. Igual, le ayudó a redactar con vista a su experiencia directa la relación del viaje hecho por las goletas Sutil y Mejicana en 1792, para reconocer el estrecho de Júcar. Años más tarde, Humboldt no puede menos que recordar el carácter digno y afable del personaje cuando, ya en Europa, se enteró de los sucesos del 19 de abril de 1810, y supo que fue a él a quien le tocó entregar la Capitanía General de Venezuela en manos del Cabildo con la frase realista, nada violenta ni domi-

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nante, y sí de una notoria excelencia dialéctica: "Si no quieren que yo gobierne, yo tampoco quiero mando"... XXI A L MODO DE DOS ESCOLARES FERIANTES

Fue justo por insinuación de don Vicente que Humboldt y Bonpland decidieron quedarse un tiempo más largo en los límites de la gobernación y no continuar de inmediato hacia la Guayana para alcanzar el Orinoco y descubrir el punto exacto en el que sus aguas entraban en contacto con las del Río Negro. En verdad la reciedad de las lluvias no es proclive para excursión semejante, aconseja don Vicente. Habría que esperar hasta diciembre, poco más o menos. Mientras tanto, en la Nueva Andalucía, los induce, pueden descubrir muchas y excitantes novedades. — Ya está, ni pensarlo dos veces — dicen los dos hombres al unísono. ¡Claro que exploraremos el territorio de su gobernación, Excelencia! ¡Desde luego que sí! De la recepción oficial, enseguida salieron a hacer desembarcar los instrumentos y a alquilar una casa espaciosa, cerca de la playa, y con orientación favorable para las observaciones astronómicas. Como es la costumbre de la ciudad, las ventanas permanecen abiertas de par en par. Ni siquiera por la noche se bajan las persianas o se cierran los postigos. Desde la playa llega el sonido de un violín monocorde o el chas-chás melancólico de un cuatro, acompañando las fulías y las malagueñas de los pescadores. Cada nuevo día emprenden excursiones a los bosques cercanos, a las sabanas, a los ríos. "Hemos estado corriendo como un par de necios —le escribe Alejandro en una carta a su hermano Guillermo— durante los tres primeros días no podíamos fijar la atención en nada. Estábamos siempre abandonando un tema para ocuparnos de otro. Aimé Bonpland dice que si hubiera de continuar este estado de éxtasis, terminará perdiendo el juicio..." Nada se les escapa. El suelo que ocupa la ciudad de Cumaná, parte de un terreno muy notable desde el punto de vista geológico. La cadena de montañas calcáreas del Bergantín y el Tataracual, que se prolonga al este y al oeste desde la cima del Imposible hasta el puerto de Mochima y el Campanario; en tiempos muy remotos parece haber separado el mar esta cortina de montañas de las costas rocosas de Araya y Manicuare. El vasto golfo de Cariaco, debido de seguro a una irrupción pelágica. La vulnerabilidad militar de la plaza, enteramente atacable por el enemigo entre Punta Arenas del Barrigón, al sur del castillo de Araya, y la boca del Manzanares, no obstante la presencia del fuerte de San Antonio. Y, sobre todo, los cardones y tunas que estimulan máximamente a Aimé. — Son increíbles, Alexander, increíbles. Qué altos resultan para quienes sólo hemos vistos las penquitas de tunas de nuestros invernaderos. ¿Recuerdas la tuna formidable que vimos antier cerca de Manicuare, en Punta de Araya?, ¡qué

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barbaridad!, la medí con mi propia cinta. Un tronco con cuatro pies y nueve pulgadas de circunferencia. Y qué fuerte la madera. Con razón que los lugareños la usan para fabricar remos y canaletes, umbrales de puertas y marcos de ventanas. ¿Y qué me dices de los cardones candelabros? Me provoca, Alexander, quedarme en estos predios, para componer una monografía sobre los cactos y las nopaleas en general... Llevo tres cuadernos de anotaciones sobre las variaciones singulares que se dan entre las distintas especies, no en sus flores ni en sus frutos, sino en las formas de sus tallos articulados, en el número de las aristas, en la disposición de las espinas... Un rato más continúa Aimé haciéndose lenguas de los tunales de los derredores de Cumaná. Ahora no encuentra palabras acertadas para describir el que está cercano al castillo de San Antonio. Se le puede mirar como un medio bastante importante de defensa militar ¡y no es para reírse!... ¡Sí, no es para que te rías, Alexander!... Cuando se construyen obras de tierra, los ingenieros tratan de multiplicar los cardones espinosos y de favorecer su crecimiento, tanto como cuidan de multiplicar las babas, y los caimanes, y los cocodrilos, en los fosos lacustres de las plazas de guerra. Ni una sílaba más sobre semejante conveniencia, Alexander, ni una palabra más... Pues bien, descendiendo de la fortaleza de San Antonio, donde flamea la bandera castellana en los días de fiesta, los tunales abundan y son usados por la serpiente de cascabel, la coral, y otras víboras, provistas de ganchos ponzoñosos, al tiempo de la postura, para depositar en ellos sus huevos, bajo la arena. Sirven también para atajar, con sus espinas voladoras, no sólo a los indígenas que andan desnudos cintura arriba, sino también a los pasantes bien vestidos y calzados...

XXII UN HALO LUNAR Y LA TRATA DE ESCLAVOS En las primeras semanas de la estada cumanesa, como quedó visto, los dos hombres no pudieron avanzar más allá de los derredores inmediatos de la ciudad. Faltaba tiempo para verificar los instrumentos, herborizar en los campos vecinos, observar los astros, hacer algunas mediciones, y reconocer los no pocos vestigios que había dejado el terremoto del 14 de diciembre de 1797. Atentos a tantas y disímiles actividades, tenían que aplicarse además a atender a un crecido número de visitantes, incluidos el Sr. Gobernador y muchos de sus más distinguidos adláteres y servidores, que mostraban vivo interés por el arsenal de instrumentos físicos y de astronomía de los cuales disponían nuestros personajes. Era un entra y sale de gentes a todas horas. Tales frecuentes visitas les distraían y quitaban un tiempo precioso. Pero, ¿cómo hacer para no descontentar a personas que parecían muy satisfechas viendo las manchas de la luna con un anteojo de Dollond, la absorción de los gases con un tubo eudiométrico, o los efectos del galvanismo en los movimientos de una rana o de un mono chillón? Para ello, no pocas veces tenían que, sonrisas extendidas-ademanes untosos, contestar pregun-

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tas a menudo oscuras y repetir durante horas enteras los mismos experimentos. Tales sesiones que fueron repitiéndoseles, al cabo de cinco años desde Cumaná hasta Lima, desde Santa Fe de Bogotá hasta el norte de México, volvíanse tanto más fatigosas cuanto que las personas visitantes solían por lo regular tener nociones confusas de astronomía o de física, de química o mineralogía, ciencias que, en las colonias españolas, eran designadas con el extraño nombre genérico de nueva filosofía. Los mirasabidillos no dejan de observar con cierto desdén revirocho cuando no se les habla de libros como el Espectáculo de la naturaleza del abate Pluche, el Curso de física de Sigaud La Fond, o el Diccionario de Valmont de Bomare. Estas tres obras y el Tratado de economía política del barón de Bielefeld son los libros extranjeros más conocidos y estimados en la América española. No parece sabio quien no puede citar parrafadas completas de esos tesauros, y solamente entre los círculos más aventajados de las grandes capitales empiezan a sonar los nombres de Haller, Cavendish o Lavoisier para reemplazar a los Petetes de hace medio siglo. Fue por esa razón que Humboldt no pudo comenzar una sucesión regular de observaciones astronómicas hasta bien avanzado el mes de julio, después de su arribo, aunque mucho le importaba conocer la longitud dada por el cronómetro de Luis Berthoud. Quiso la casualidad que en un país en el cual el cielo está constantemente puro y sereno, hubiese varias noches no estrelladas. Cada día, dos horas después del paso del sol por el meridiano, se formaba una tormenta, y tuvo, por ende, mucha dificultad en obtener alturas correspondientes del sol, aunque tomase tres o cuatro grupos de ellas en diferentes intervalos. El 17 de agosto llamó mucho la atención de los cumaneses un halo o corona luminosa en torno a la luna. Considerósele como presagio de alguna fuerte conmoción telúrica; porque según la física del vulgo, todos los fenómenos extraordinarios están inmediatamente relacionados entre sí. En la zona tórrida, según la certera observación humboldtiana, casi todas las noches se presentan hermosos colores prismáticos, aun en la época de las grandes sequías, y a menudo desaparecen varias veces en el lapso de pocos minutos, sin duda porque alteran corrientes superiores el estado de los leves vapores en los que la luz se refracta... En alguna página de su diario, anotó el cuidadoso barón que vio otras veces halos alrededor de Venus, distinguiéndose con claridad el purpurino, el anaranjado y el violáceo; pero nunca llegó a ver color alguno en torno a Sirio, Canopo y Achernar, pongamos por caso... Mientras fue visible el halo en Cumaná, el higrómetro marcó una fuerte humedad. La luna salió tras una lluvia tormentosa, detrás del castillo de San Antonio. Nada de particular tenía el fenómeno fuera de la gran vivacidad de los colores, y, también (tal vez) la circunstancia de que, tras las medidas tomadas con un sextante de Ramsden, no se hallaba exactamente el disco lunar en el centro del halo... Un dechado, la casa de Cumaná para las observaciones astronómicas y de los fenómenos metereológicos... Pero, ninguna felicidad es completa... En ocasio-

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nes, durante las horas diurnas, desde allí se observaba también, en una arquería situada junto al puerto, el muy deprimente espectáculo de la venta de negros traídos de las costas de Africa, gracias a la mediación benefactora y protectora de los indígenas americanos del reverendísimo e ilustrísimo obispo de Chiapas fray Bartolomé de las Casas... De todas las naciones europeas, Dinamarca ha sido la primera, y por largo tiempo la única, que ha abolido la trata; sin embargo los primeros esclavos que Humboldt y Bonpland vieron expuestos habían venido en buque negrero danés. La bandera era inconfundible... Todo depende del dinero que se ponga enjuego... Nada logrará detener las especulaciones del vil interés en lucha con los deberes de la humanidad, el honor nacional y los derechos del hombre y el ciudadano... Los esclavos ofrecidos a la venta son jóvenes de quince a veinte años, fornidos, con los torsos glabros y unos pectorales de escultura. Los muslos y las nalgas tampoco dejan que desear... Normalmente se les exhibe casi desnudos, como para que puedan apreciárseles incluso el desarrollo de los genitales... A mucho se les quiere como padrotes, y a las mujeres, por la fecundidad jugosa de sus grupas... Todas las mañanas se les distribuía aceite de coco para que se frotasen el cuerpo y diesen a su piel un negro lustroso especial... A cada momento se presentaban compradores que, por el estado de las dentaduras, juzgaban de la salud, edad y otros atributos de los pobres infelices, abriéndoles la boca con fuerza, como se hace en los mercados con los caballos. Esta vil costumbre proviene de África, como lo prueba el cuadro fiel que acerca de la venta de cristianos esclavos en Argel trazó Cervantes en una de sus obras dramáticas, después de una larga cautividad entre los moros... Es doloroso pensar que en las Antillas hay colonos europeos que marcan a sus esclavos con un hierro enrojecido, para reconocerlos cuando se fugan. Y da rabia observar cómo los tratantes, látigo en mano, y la faltriquera desbordada de áureas morocotas, se tienden a esperar las mejores ofertas en reposeras de mimbre, a la sombra de un tamarindo... Una pregunta al gobernador Emparan: — ¿Por qué no ha prohibido usted la venta de esclavos en los límites de su jurisdicción? — Porque la orden sería competencia exclusiva de la Corona y porque es más humanitario poner a trabajar a los negros fortachones y bien dispuestos, en las minas, y en los trabajos arduos de las charas, y en la pesca de las perlas, y en los saladares de Araya, que a los pobres y desvalidos inditos de estos dominios, fláccidos, palúdicos, anémicos, lombricientos, sin carne para una empanada... Es lo que se estila desde la época del padre Las Casas, benefactor de los indios, y a quien dicho sea de paso habrán de santificar un día de estos las autoridades vaticanas...

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XXIII VISITA A LAS SALINAS DE ARA YA

— ¿Han visto Uds. cómo rinden los negros de Angola y Sierra Leona en las salinas de Araya?... Ah, ¿pero no han ido Uds. a las salinas de Araya? — pregunta el gobernador. Una excursión inolvidable. Montañas enteras de una blancura impoluta. Mañana mismo les ordenaré una barca, para que disfruten el espectáculo desde la cubierta, acodados en la baranda, respirando la brisa yodada que viene de Manicuare. Y por la noche, en la alta madrugada, el enjambre de insectos fosforescentes, el Eleater noctilucus o la Lampyris italica, las fabulosas luciérnagas, brillando y rebrillando por los aires, o bien en el suelo cubierto de Sesuvium y en las copas de las mimosas que pululan en las riberas... Imposible, queridos señores, que aún no hayan hecho esa excursión. ¡Se acordarán de su amigo Vicente! ¡Pueden llamarme Vicente, sin mayores protocolos! ¡Sí, llámenme Vicente, tú, sin miramientos ni ustedeos!... ¡Vicente, chico, querido Alejandro!... ¡Vicente, tú, mon ami, Aimé!... Fue esa, efectivamente, la primera excursión que los dos ávidos científicos hicieron más allá de los arrabales de Cumaná. A la península de Araya, a las ruinas del antiguo castillo, a sus históricas salinas, a sus saladares, al pueblo de Manicuare... Cuando al bajar por el río se aproximaban a las plantaciones o charas, vieron los vividos, chisporreteantes fuegos encendidos por los negros, elevándose culebréricos en torno a los membrudos tallos de las palmeras, dándole un color rojizo al disco de la luna, y expandiendo por doquier un humo cárneo, sudoroso, jadeante, y al fondo de la noche el tam-tam encendido de los tambores acompañados del lamento o regocijo de los cantos, danzas, bailes, gestos y sonidos ritualistas. El rítmico golpeteo del cumaco o tambor mayor, un solo parche y casi dos metros de largo... Los tubulares y unimembranófonos mina y curvata... El tambor redondo o culo e' puya, guapachoso como cadera de negra en contentura... La batería del pujao, el corrío y el cruzao... ¿Y cómo olvidar los efectos encantatorios, lúbricos, frenetizados del arriero y el medio golpe, el respondón, la requinta y la media requinta?... Al tiempo que se informan con los hombres de la tripulación, Humboldt y Bonpland van anotando en sus libretas las maderas preferidas para elaborar cada tipo de tambor. El tronco hueco del aguacate (Persea americana). La dureza del guayabo. El laño fácilmente horadable. El aro de bejuco mulato. Y la piel de venado o de chivo para el parche. El templado y ajuste de las cabuyas. El mecate sobre el aro sirviendo de tensor... Nada más reconfortante para un esclavo negro, después de la penosa jornada de la semana, en lugar del sueño reparador, que una fiesta de tambores, y el sexo a la orden del día o de la media noche, claro está; el sexo a la orilla de la playa, en el fondo del bajío, perdidos en el bajumbal, al fulgor de las estrellas del golfo, que brillan sobre los cuerpos tensos, de troncos levantados, enhiestos, flexuosos, hábiles, lábiles, besantes, bezudos, en el momento de la fornicación.

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Cerca de las ocho de la mañana, desembarcaron los viajeros en la punta de Araya, cerca de la salina nueva. ¡Uf! Una casa solitaria. Más allá una ranchería sobre una llanura desnuda de vegetación, cerca de una batería de tres cañones, única defensa de esta costa después de la destrucción del fuerte de Santiago. El inspector de la salina, ordenando patiabierto desde su hamaca. Una lancha del rey llevándole provisiones todas las semanas desde Cumaná... Descúbrense por junto en este sitio la isleta de Cubagua, las altas cuestas de Macanao en Margarita, las ruinas del castillo de Santiago, el cerro de La Vela, y la sierra calcárea de Bergantín que limita por el sur el horizonte... La abundancia de sal o muriato de sosa que existe en el lugar fue ya averiguada por Alonso Niño cuando, siguiendo las huellas del abuelo Cristóbal, Ojeda y Américo Vespucio, visitó estas comarcas en 1499. La real administración de esta riqueza no data sino del año de 1792. Antes de entonces estaba en poder de los pescadores indios que fabricaban a su arbitrio la sal y la vendían, pagando al gobierno, la casi insignificante suma de 300 pesos. El valor de la fanega era entonces de 4 reales de plata; pero la sal era excesivamente impura, grisácea, mezclada con sustancias terrosas y sobrecargada de muriato y sulfato magnésicos... XXIV HACIA LAS MISIONES DE LOS CHAIMAS

Esa excursión a la península de Araya, mi querido Aimemé, fue como romper las fuentes en el lenguaje de las parturientas y comadronas. Nada de quedarnos otra vez en casa, prestándoles nuestros instrumentos de medición a los vecinos intrusos que nos atosigan día por día. El Gustavo Alano ese, de los lados de Caigüire, queriendo saberlo todo en materia de experimentación científica; el que mientan Ramón Ordaz, tratando de repetir a nuestras expensas el obsoleto intento de Aristarco de determinar la distancia del sol calculando la geometría de la posición en el momento preciso del semilunio. O el señor que mientan Eduardo Gasea, ¡un cómico!, averiguando todo el tiempo sobre el terrible fuego griego y el modo de componerlo, que si pásame el azufre vivo, que si pásame el tártaro, que si pásame la goma, que si la sarcocola, que si el picolete; no mi amor, no me sigo calando a tantos locos juntos... Después de Araya, haremos nuevas excursiones cada vez más largas e instructivas. Ahora nos iremos por los montes, hacia las misiones de los indios chaimas. A marcha forzada atravesaremos un país erizado de selvas. Me dijeron que hay un convento sombreado por palmerales y helechos arbóreos, situado en un valle estrechísimo, donde en pleno centro de la zona tórrida, podremos disfrutar no obstante, de un clima fresco y delicioso. En las montañas circunvecinas hay cuevas milenarias. Una inmensa, es la del Gúacharo, habitada por miles de pajarracos noctivagos cuya grasa usan los indígenas con fines alimentarios, medicinales y afrodisíacos. Ya la exploraremos, querido Aimemé, hasta la última pulgada. Me contaba el señor Domingo

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Rogelio León que es oriundo de esas cercanías, me contaba, te digo, que de esta cueva sale un caudaloso arroyo cristalino, y que, por arte de encantamiento, restalla en lo hondo de sus entrañas más recónditas un suenasonar indecible de baladridos y garrulerías; según los indígenas no importa si ya convertidos a la fe cristiana, las voces en pena de los antepasados muertos y conforme al criterio más confiable de mi amigo Domingo Rogelio, el vocerío de los guácharos y sus pichones... Ya te lo he dicho, Aimemé, nos vamos, nos vamos a Caripe y a las misiones de los chaimas, en dos días más... Ya, haré la lista de lo que llevaremos: A ver... Mi equipo de taxidermia, primero que más nada mi equipo de taxidermia para diseccionar los guácharos jóvenes y sacarles sus glándulas sebáceas y averiguar cuánta verdad y cuánta mentira hay en los efectos afrodisíacos que le asignan a esa grasa... Aseguran, querido Aimemé que el puro unto de la manteca fría en formas de tópico en el viril, por el balano, y el cordón del epidídimo, y los derredores del orificio anal, mejor que el unto de palodearco provoca una erección por días y semanas... Llevaremos, también, a buen seguro, los instrumentos de medición astronómica, ron blanco, leche de magnesia y otros digestivos, ropa limpia, botas, catres, mosquiteros... ¿Conservas? ¿Te parece si llevamos conservas? Papel y lápices... Los cuadernos de anotación... Las cajas para herborizar... Necesitaremos una alcavela de cargadores... Y conste que llevaremos sólo lo estrictamente necesario... Nada superfluo, Aimemé, nada superfluo, sólo lo estrictamente necesario... No te pongas piña silvestre... No comiences con los suflidos y la protestadera... Lo superfluo que alcances a meter te lo boto, Aimemé, ¡te lo boto!... Bueno sigamos: las lámparas de kerosene, cordones para las botas, jabón, botones, hilo y agujas. Los cuchillos cachicuernos, ya se me olvidaban los cuchillos cachicuernos... Y algunos libros, por supuesto. Oye, a propósito, Aimemé, preferiría que me devolvieras mis libros sin subrayármelos ni ponérmeles anotaciones al margen. También sin doblármeles las puntas de las páginas. Aunque te disgustes, Aimemé, aunque te disgustes. Soy muy escrupuloso en ese sentido. A ver, a ver, cuáles títulos me llevo... La Historia de las Indias de Bartolomé de Las Casas. No. A Bartolomé de Las Casas, no. Odio a ese frailuco desde que me enteré de que es él el responsable principal del tráfico de esclavos negros en América. Buchón debe haber muerto con los estipendios, ganancias y comisiones que le quedaron del negocito. Y me llevaré las Noticias historiales de fray Pedro Simón. Ese sí, fray Pedro Simón, que no en balde anduvo por estos andurriales. Y me llevaré el libraco de fray Pedro de Aguado, que también anduvo... Y las Décadas del Nuevo Orbe de Pedro Mártir de Anglería, que no anduvo pero es fabuloso... Fa-bu-lo-so ese Pedro Mártir de Anglería. Cuando el abuelo Cristóbal, llegando a Tierra Firme, dijo creer que había arribado al Paraíso; el milanés-salmantino muy de la confianza de los reyes Isabel y Fernando, bien entrado en razón, sostuvo que no era cierto, que eso era una locura de mente peregrina. "Basta de estas cosas absurdas", enfatizó. No obstante, unas líneas más adelante, escribe al papa Clemente

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VII que por el mar de Araya y de Cubagua fueron vistos unos monstruos "cabeza humana con pelos, barbas pobladas y brazos", cuya "parte cubierta por el agua terminaba en pez, habiéndosele visto la cola", y que bien parecíanles "tritones"... También me llevaré la Historia General y Natural de las Indias de Gonzalo Fernández de Oviedo. Es una obra imprescindible en estas regiones. Y por supuesto que un buen tratado de astronomía. Decidir entre el de Charles Messier y el de Herschel. Mejor, Herschel. Y en materia de geología y mineralogía, ¿Nicolás Desmarest o Jean Étienne Guettard? Tendré que deshojar la margarita. Los dos. Cada uno, con lo suyo. ¡Ay no te ofusques, querido, queridísimo Aimemé!... ¡No llevaré ningún libro!... No llevaré ningún libro, pues... ¡Todo lo arreglas con rabietas!... ¡No iremos apesgados!... Te dije que no iremos apesgados... Pero, eso sí, partiremos pasado mañana a primera hora... Nada de quedarte durmiendo más de la cuenta como acostumbras... A primera hora, ¡en pie!... Ahora mismo le enviaré un faraute a don Vicente solicitándole una carta de presentación para los misioneros aragoneses... Saben cómo son los aragoneses de testarudos... Si la presentación no va directamente dirigida a ellos y a su Superior no se dan por aludidos, me contaba mi amigo Domingo Rogelio... Tienes que conocer a mi amigo Domingo Rogelio... Todo un baquiano conocedor. Cuando tenía diez o doce años quedó huérfano de padre y madre y se terminó de criar sólo por entre estos montarascales. Al momento previsto los dos hombres partieron sin mayores contrariedades. Era la mañana de un frescor delicioso. El camino o más bien el sendero que conduce a Cumanacoa, sigue la banda derecha del Manzanares pasando por el hospicio de los capuchinos aragoneses situado en medio de un bosquecillo de guayacanes y alcaparros arborescentes. Los viajeros atravesaron ese bosque, a lomo de muía, por un estrecho sendero: orillaron un arroyo que corre estrepitoso por un lecho de rocas. Y observaron que la vegetación era más lozana dondequiera que la caliza alpina está arropada por una arenisca silícea o cuarzosa desprovista de petrificaciones y muy diferente de la brecha del litoral. La causa de este fenómeno —juzga Bonpland— consiste verosímilmente, no tanto en la naturaleza del mantillo, como en la mayor humedad del suelo. El asperón cuarzoso contiene capas pocos gruesas de una arcilla enquistada (Schieferton, dice Humboldt que se llama en alemán), de color negruzco, y son tales capas las que impiden a las aguas perderse a las grietas de las que está sembrada la caliza alpina. Humboldt, por su parte, observa, que como en el país de Salzburgo y en la cordillera de los Apeninos, la caliza dicha se muestra con fracturas y fuertemente inclinada. El asperón, por el contrario, dondequiera que hállase superpuesto a la roca calcárea, hace menos agreste el aspecto de las localidades; las colinas que forman parecen más redondeadas, como glúteos o senos de mujer, y la espalda de éstas, suavemente dibujadas, cúbrense de un mantillo cuasi-cárneo, más profundo, y olfativamente seductor...

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En estos lugares húmedos, en los que el asperón encubre la caliza alpina, es donde se hallan con mayor frecuencia algunos vestigios de cultivos. Se encuentran cabañas habitadas por mestizos en la quebrada de los Frailes, como entre la cuesta de Caneyes y el río Guriental. Cada una de estas cabañas está situada en el centro de un cercado que contiene bananeros, papayos, caña de azúcar, guanábanos, naranjos, limoneros, yuca, ñame y maíz. Desde lo alto de una colina que domina la fuente de Quetepe, nuestros viajeros gozan de una magnífica vista sobre el mar, el cabo de Macanao y la península de Manicuare. Una selva inmensa se extiende a sus pies hasta la ribera misma del océano. Las cimas de los árboles, entrelazados con bejucos, se ornan con largos corimbos y penachos de flores policromas que atraen enjambres de abejas. Allí, en la colina de Quetepe, Bonpland clasifica no menos de treinta especies de grandes árboles. A más no poder, recoge hojas, flores, frutos, resinas y muestras de corteza. El palo de anime, llamado también macapiritú (Caesaria sylvestré), junto al bijao o bijagua (la Helicana bibaé) y la cabima, currucay, palo de aceite o copaiba (la Copaifera officinalis); la cacoma, típica de la región y cuya madera es buena para ser labrada, disputándose el espacio con la cañafístula o cañafístola (Cassia moschata) y las pobladísimas colonias de casia (la Casia siamesa larri), de atractivos copos florales amarillo-encendidos, y los cubarros, palmas de troncos espinosos y frutos agridulces en racimos, o los mararabes, palmas también con sus frutos al modo de grandes uvas negras; el cusanari, árbol cuyo tronco es tan aromático como el incienso, con los frutadeburros (Xylopia grandifolia); los guamos en sus diferentes especies (Inga edulis, Inga fastuosa, Inga novilis, Inga spectabilis), con las sasafras (Acroclidium chrysophyllum), muy estimables por la fragancia de su madera; los otovas u otivas (Dialyanthera otoba) y sus resinosas flores blancas con los yagrumos, el árbol de la familia de las araliáceas de cuyos brotes tiernos suelen alimentarse los perigoleros o perezosos; los corobores o higueras de América (Ficus gigantea), cubridores de una vasta extensión de terreno, seguidos de cerca por la presencia agolpada de helechos arborescentes en todo semejantes al Aspidium caducum... Un bosque... Un bosque de nuevas y nuevas plantas...

XXV LA CUSPA, CASCARILLA O QUINA DE LA NUEVA ANDALUCÍA La cuspa, bastante común en los alrededores de Cumaná y el río de los Bordones, es un árbol desconocido todavía de los botanistas de Europa. Por largo tiempo sólo sirvió para la construcción de casas, y desde 1797 se hizo célebre con el nombre de cascarilla o quina de la Nueva Andalucía. Su tronco apenas se eleva a quince o veinte pies de alto. Sus hojas alternas son lisas, enteras y ovales; a veces son opuestas hacia el extremo de las ramas, pero constantemente desprovistas de estípulas. Su corteza, muy delgada y de un amarilllo pálido, es eminentemente febrífuga, y es aún más amarga que la corteza de las verdaderas

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chinchonas, pero este amargor es menos desagradable. La cuspa se administra con el mayor éxito en extracto alcohólico o en infusión acuosa, tanto en las fiebres intermitentes como en las malignas. Don Vicente Emparan les informó a Humboldt y a Bonpland que, por propia iniciativa, envió una cantidad considerable a los médicos de Cádiz; y según informes recibidos, la cuspa ha resultado ser casi tan buena o tan buena del todo como la quina de Santa Fe. Preténdese que tomada en polvo tiene sobre esta última la ventaja de no irritar el estómago de los enfermos. En las costas de Nueva Andalucía consideran la cuspa como una especie de chinchona; y aseguran que unos frailes aragoneses que habían vivido por largo tiempo en el reino de Nueva Granada, han reconocido este árbol por la semejanza de sus hojas con las de las verdaderas quinas. Nada de exacto tiene esa aserción según la afirmación hecha por Bonpland a Humboldt; y es justamente por la disposición de sus hojas y por la ausencia de estípulas por lo que la cuspa difiere totalmente de las plantas de la familia de las rubiáceas. Se acerca tal vez a la familia de las madreselvas o de las caprifoliáceas, una sección de las cuales tiene hojas alternas, habiéndose encontrado entre ellas varios cornejos (Cornus florida y Cornus serices de los Estados Unidos) notables por sus propiedades febrífugas. XXVI E L MISIONERO DE S A N F E R N A N D O

— Aquí tienen su café antes de ir a ver el sacrificio de la vaca Tolóntolón — dijo el gordísimo misionero aragonés del pueblo de San Fernando frente a los dos visitantes que la tarde anterior, de súbito, arribaron a la aldehuela entre los bambúes que prosiguen tras la costa del conuco de la comunidad, desde allí hasta la Plaza Mayor comprendiente de la iglesita de bahareque, la casa del misionero y un modesto edificio que fastuosamente llaman la Casa del Rey, un verdadero caravanserrallo destinado a dar abrigo a los viajeros... Humboldt y Bonpland habían sido recomendados a los religiosos que gobiernan las misiones de los indios chaimas por el propio gobernador don Vicente. Tal recomendación fue de máxima utilidad, gracias a la oportuna advertencia del baquiano Domingo Rogelio León, tanto más cuanto que los misioneros, ya sea por celo para sustraer el régimen monástico a la curiosidad indiscreta de los extranjeros, ya para mantener la pureza de las costumbres de sus feligreses, ponen a menudo en ejecución un antiguo reglamento según el cual no es permitido a un hombre blanco de estado seglar detenerse más de una noche en un pueblo indiano o de misiones. Bien se lo advirtió Domingo Rogelio a Humboldt: — Por lo general, querido doctor Humboldt, para viajar cómodamente por las misiones españolas sería imprudencia confiar únicamente en el pasaporte de la secretaría de estado de Madrid. Hace falta cuando menos la recomendación dada por el gobernador civil de la provincia, si no el espaldarazo de alguna autoridad

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religiosa de alto coturno, sobre todo de los guardianes de los conventos, a quienes respetan los frailes más que a los propios obispos... Las misiones forman, no diré que en virtud de sus instituciones primitivas y canónicas, sino de hecho, una jerarquía distinta, más o menos independiente, cuyas miras armonizan raramente con las del clero secular. No obstante, en el caso del fraile de San Fernando la tarjeta de presentación gubernamental no volvióse demasiado necesaria. Era él un pozo de simpatía, un gordito pícnico y calvo de edad muy avanzada, pero lleno aún de vigor y vivacidad. Su extrema gordura necesitaba un sillar de coro de catedral para posar las asentaderas. Su humor jovial era para dejarse llevar horas oyéndole las chuscadas. Su interés por los combates y asedios guerreristas no era menor que el que sentía curiosamente por los que se libraban cada día entre los varones de su grey y las inditas en edad casamentera, a las que veía con ojos de no disimulada y viejoverdínea lujuria. Bien que muy ocupado con motivo de una vaca que había de ser descuartizada al día siguiente, el misionero sanfernandino recibió a los dos naturalistas europeos con pródiga bondad, y les permitió colgar las hamacas y abrir los catres de viento, no en la deshabitada Casa del Rey, sino en los propios corredores de su casa misional. Sentado la mayor parte del día en un inmenso sofá de forro doble de vaqueta y no teniendo más que hacer, se quejaba amargamente de lo que él llamaba pereza e indolencia de sus cofrades aragoneses. Les hacía a los recién llegados mil preguntas sobre el verdadero objeto de su viaje, que le parecía aventurado y por lo menos harto inútil... — ¿Para qué clasificar y coleccionar hojas, tallos y raíces? Si de comer se trata sólo es comida-comida la carne, si de res: mejor, mientras más empostada y grasienta y sanguazosa tanto más sabrosa — decía con ensalivada voz gutural, al tiempo que se secaba el sudor de la frente y de la calva por debajo de la casulla con un pañolón de catorceno la mugre de sucio. Por lo demás nuestro frailecito parecía muy satisfecho de su situación. Trataba a los indígenas con dulzura; veía prosperar su grey, y loaba con entusiasmo el ganado, la volatería y la caza de su cantón. Después de cada nueva taza de chocolate que se tomaba varias veces al día, diz que para combatir el calor por aquello de que "un clavo saca otro clavo", decía creer que levitaba o levitaba de verdad como Jesús en el desierto. Por lo menos en tres oportunidades distintas invitó a sus huéspedes para ver la vaca que acababa de comprar; y al día siguiente, en saliendo el sol, tras el café madrugador, no permitió que los atribulados visitantes dejaran de verla matar a la manera del país, es decir, desjarretándola antes de hundir un ancho cuchillo entre las vértebras del cuello. Por desagradable que fuese la malhadada operación, hubieron de observar nuestros amigos, la suma destreza de los indios chaimas que en cayapa de ocho lograron descuerar el animal y dividirlo en pequeñas porciones antes de media hora... La misión de San Fernando fue fundada a fines del siglo XVII, cerca de las juntas del río Manzanares y el riachuelo Lucaspérez. Un incendio, que destruyó

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la iglesia y las cabañas de los indios, obligó a levantar un nuevo asentamiento. El número de las familias ha crecido hasta un ciento, y el misionero observó a los europeos que la costumbre de los jóvenes de casarse en la temprana adolescencia para formar familia ha contribuido en grande a ese ascenso poblacional. En buena parte, el resultado es producto de sus prédicas, se ufana el frailecito: — Nada de celibato y castidad premarital con mis ovejas. Me encanta que se prodiguen. En esa materia soy un fraile de moral atípica. Mando a que los muchachos se arrejunten enseguida que se le oscurece el vello púbico. Tan satisfactorio como comer carne de vaca es favorecer el amor carnal entre las personas... Gozo imaginándome el refocilamiento de dos jovencitos en mitad de la noche o al punto de la alborada — repetía con una sonrisilla cómplice al tiempo que se acariciaba con sus manazas el promontorio de su bajo-inmenso-vientre... — Nada más satisfactorio — se repetía...

XXVII E l extrañísimo caso d e l papá que "da l a t e t a " . . . Pues hasta aquí llegó el prejuicio alimentado por la nana infantil que dice: "arepita con manteca / pa' mamá que dá la teta; / arepita con cebada / pa' papá que no da nada", querido, queridísimo Aimemé, le dijo Humboldt a Bonpland cuando pasaron por Arenas, cuyo templo es famoso por las informes pinturas al fresco de armadillos, caimanes, jaguares y otros animales del país, cuando se enteró del caso del labrador Salvio Orto, que presentaba un fenómeno de fisiología bien adecuado para sorprender a la mente mejor venida a las mientes. Nada por qué sorprenderse con el cuadro de La mujer barbada que alimenta a su hijo de brazos en la iglesia de Illescas de Toledo... Este campesino de Arenas ha criado un hijo con la leche que mana de su seno, cual si fuera él una madre, y no el padre propiamente dicho de la criatura. La leche revisada por Bonpland en su precario laboratorio es consistente y fuertemente azucarada. A l niño daba la impresión de gustarle, pues mientras más mamaba más quería. Según Bonpland la muestra analizada tenía caseína y una grasa finamente emulsionada constituida por trioleína, tripalmitina y triestearina; todo, sin excluir sus sales y sus vitaminas, sus hormonas, y sus enzimas, y los consabidos anticuerpos para proteger a la cría... Plinio el Viejo habla de la ginecosmatia como de un fenómeno frecuente en ciertas tribus de la Italia meridional, sin que por la presencia de la anormalidad los varones que las sufren sean o hayan sido considerados, menos machos o afeminados o mujeres del todo. El caso lo cita también el anatomista de Verona Alejandro Benedicto que vivió y escribió a finales del siglo X V . — ¡Ay amado Aimemé! Quiero decirte que por pura extravagancia a mí me hubiese encantado darles crianza con la leche de mis tetas o tetillas a dos o tres crios. Si supieras cómo me hubiese gustado. Acurrucados en mis brazos, ellos.

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Con una bondadosa sonrisa, yo, acariciándoles sus cabecitas angélicas. Hubiese sido un poema, ¡un poema!, verlos chupar, chupa que te chupa, glup!, glup!, glup!, y yo, ahí esperando vacuno, repleta la ubre de fécula nutriente, enrojecidas las arreólas por obra de los chupidos, esperando que el niño succionara sus sucesivas tetadas, unos diez minutos por vez, cinco de cada lado. ¡Una delicia, Aimemé, te digo que habría sido una delicia!... ¿No te provoca a ti darle de mamar a un bebé?... XXVIII FÉMURES DE GIGANTES, ORNADOS CON PAPEL DE SEDA, PARA HONRAR A LOS DIFUNTOS...

El Llano de Cumanacoa, sembrado de haciendas y pequeñas plantaciones de añil y de tabaco, está rodeado de montes que se alzan principalmente hacia el sur y tienen doble interés para el físico y para el geólogo. Todo anuncia que el valle ha sido el fondo de un antiguo lago; y así las montañas que antes formaron sus riberas están todas acantiladas por la parte del llano. El lago no daba salida a las aguas sino por la parte de Arenas. Excavando cimentaciones cerca de Cumanacoa, le contaba Domingo Rogelio a Humboldt, que se han hallado bancos de guijas mezcladas con pequeñas conchas de bivalvos. Según los informes fidedignos de varias personas, se han descubierto aun, ha más de treinta años, en el lecho de la quebrada de San Juanillo, fémures enormes, de cuatro pies de largo, que pesaban más de treinta libras. Fue hecho este descubrimiento por D. Alejandro Mejías, corregidor de Catuaro y padrino de confirmación que fue de Domingo Rogelio. Los indios los tomaban por huesos de gigantes, mientras que los sabidillos del país afirmaban gravemente que eran caprichos de la naturaleza poco dignos de atención. Para adornar las iglesias en la conmemoración del Día de los Fieles Difuntos, se tomaban esos fémures de gigantes y cráneos sacados de los cementerios marinos, los ornaban con papel de seda de colores diversos, flores de los campos, lazos y otros firulíes para colocarlos en el Altar Mayor... XXIX EL CULTIVO DEL TABACO

La vegetación de la llanura que circunda el poblado de Cumanacoa es bastante monótona, pero lozana por la gran humedad de la atmósfera. Lo que mejor la caracteriza es una solanácea arborescente que crece a 40 pies de altura, la Urtica baccifera, y una especie del género Guettarda. La tierra es muy fértil, y aun podría ser fácilmente regada, si se hicieran cauces a gran número de arroyos cuyos manantiales no se agotan en la estación seca. La más preciada producción del cantón es el tabaco. Desde la introducción del estanco real, en 1779, el cultivo del producto en toda la región se ha reducido a este valle de Cumanacoa, así como en México no está permitido sino en los dos distritos de Orizaba y Córdoba. El sistema del estanco es monopolio odioso al pueblo. Todo el tabaco

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cosechado ha de venderse al gobierno; y para evitar, o para más bien disminuir el fraude, se ha hallado más sencillo concentrar el cultivo en un solo punto. Unos vigilantes armados recorren el país para destruir los plantíos que se hallen fuera de los terrenos previamente determinados. Estos vigilantes son en su mayoría españoles y llamados "sargentos ambrosios" por la hambruna que dejan detrás de sí con cada visita de inspección... Después del tabaco de Cuba y de Río Negro, el de Cumanacoa es el más fragante de cuantos se cultivan en las regiones equinocciales. Aventaja a todos los tabacos de la Nueva España y al muy famoso de Barinas. En ellos se da un desarrollo fuera de lo común sobre todo en las múltiples especies de Solanum arborescens, de Aquartia y de Cestrum. Siémbrase la semilla en la propia tierra a principios de septiembre. Aguárdase a veces hasta el mes de diciembre, lo cual es menos ventajoso para la cosecha. Los cotiledones aparecen al octavo día. Cubren las plantas tiernas con anchas hojas de heliconias y de bananeros, para protegerlas de la acción directa del sol, teniendo cuidado de arrancar la mala yerba que con espantosa rapidez tiende a circundarla. Trasplantan luego las planticas a una tierra pingüe y bien mullida, mes y medio después de haber germinado la semilla, disponiéndoselas en hileras bien alineadas, a tres o cuatro pies, unas de otras. Se cuida de escardar con frecuencia y una y otra vez se le despimpolla el tallo principal hasta que unas manchas azul-verdosas indiquen al cultivador la madurez de las hojas. Se empieza a cogerlas al cuarto mes, y generalmente se concluye esta primera cosecha en pocos días. Preferible sería no cosechar las hojas sino a medida que se secan, advierte Bonpland. En los buenos años los cultivadores cortan las plantas cuando tienen cuatro pies de alto, y el retoño que nace de la raíz echa nuevas hojas con tal rapidez que pueden cogerse ya en el treceno o en el catorceno día. Estas últimas tienen el tejido celular muy dilatado: encierran más agua, más albúmina y menos cantidad de ese principio acre, volátil, y poco soluble en el agua, en el que parece consistir la propiedad excitante del tabaco. Molière dixit... La preparación a la que se somete en Cumanacoa el tabaco cosechado es la que los españoles llaman "cura seca". El señor Depons la ha descrito muy bien en su Voyage à la Terre-Ferme. Se cuelgan las hojas en cordones de cocuiza (Agave americana); se le quita la costilla y se las tuerce en forma de maroma. El tabaco preparado debería ser llevado a los almacenes reales en el mes de junio; mas la flojera de los habitantes y la preferencia que dan al cultivo del maíz y de la yuca, les impiden la más de las veces acabar la preparación antes del mes de agosto. Fácil es inferir que las hojas, expuestas por demasiado tiempo a un aire demasiado húmedo, pierden parte del aroma. Durante sesenta días conserva el administrador del estanco, sin tocarlo, el tabaco depositado en los almacenes del rey. Pasado este tiempo, se abren los andullos para examinar la calidad. Si el tabaco está bien preparado, se le paga al cultivador el importe a razón de 25 libras de peso...

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Por lo demás la única especie de tabaco cultivada en Cumanacoa, y en los distritos vecinos de Aricagua y San Lorenzo, es el tabaco de hojas anchas, sesiles (Nicotiana tabacum), llamado tabaco de Virginia. No se conoce allí el tabaco de hojas pecioladas (Nicotiana rustica), que era el verdadero yetl de los antiguos mexicas... XXX EL BUENO DE DON MATÍAS

Tras el paso por la aldea india de Aricagua, el arduo ascenso de los cerros de Cocollar y el Turimiquire, y el cruce, veinticinco veces, en uno y otro sentido, del río Pututucuar, torrente empinado y lleno de bloques de peñas calcáreas. Mientras pelirrojo, con su altura de cíclope, curiosamente fornido y desgalichado a un tiempo, Bonpland marcaba la delantera, a zancadas, dando brincos, zigzagueante, Alejito iba detrás hecho una madeja de calamidades. A paso lento, sudoroso, quejicoso, arrítmico, disneico, casi sin respiro, exemantósico por la aparición de una eflorescencia de manchas rojas causadas por el influjo de alguna gramínea urticante; los viajeros alcanzaron por fin el Hato de Cocollar, una pequeña llanura paradisíaca, propiedad de don Matías Yturburi, un vizcaino formidable, enteco y largo, espalda arqueada, cráneo rapado de un todo, y bigotes de manubrios... Tres días permanecieron descansando en ese oasis de buenaventura. Allí encontraron leche espesa y carnes excelentes a causa de la eximia bondad de los pastos, verduras y frutas fresquísimas, una temperatura de bucólico ambiente primaveral, la sombra protectora de repetidos sotos de árboles esparcidos a lo largo y ancho de la extensión, la lobelia de flores purpurinas (L. spectabilis), la Brownea coccínea que tiene más de cien pies de alto, y sobre todo la péjoa o péjua (Gaultheria odorata) célebre en el país a causa del olor delicioso que despiden sus hojas y flores. Mas, lo más encantador de todo, la serenidad y calma de las noches, que don Matías matizaba, antes de la llegada del sueño, con sus instructivas pláticas de hombre viajado por medio mundo y arraigado en el Nuevo desde dos décadas atrás... Había llegado a estas tierras con una expedición que debía establecer en las costas del golfo de Paria cortes de madera para los astilleros de la Marina española. En estas vastas selvas de caoba, jabillo, apamate cedro y palo brasil que costean el mar de las Antillas se daba por seguro escoger los troncos de los árboles más gruesos, darles como en bosquejo la forma necesaria para la construcción de las naves y enviarlos todos los años a la atarazana de la Carraca, en la isla de San Fernando, cerca de Cádiz. Hombres blancos sin aclimatar no pudieron resistir las fatigas del trabajo, el hervor del clima, la impresión de aire maléfico que exhalan las selvas, y, menos, las embestidas de las amebas, los anofeles, las moscas estegomía y las alimañas infecciosas y aleves propias del medio...

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— Estos mismos vientos amables cargados del aroma de las flores, de las hojas, de las esencias y los leños, llevan por decirlo así, el germen de la disolución de los órganos — sentencia don Matías... Fiebres perniciosas, disenterías, dengues hemorrágicos, abscesos hepáticos amibianos, hórridas epidemias eruptivas, arrebataron junto con los carpinteros de la Marina Real, las personas que administraban el nuevo establecimiento; y esta ensenada que los primeros españoles nombraron Golfo Triste, a causa del aspecto lúgubre y salvaje de sus costas, fue la tumba de varias centenas de españoles desadaptados. Don Matías tuvo la rara dicha de salvarse de esos peligros. Y buscó cobijo, montaña arriba, en las alturas de Cocollar. Sin vecinos, poseedor pacífico de cinco leguas de sabana, gozó allí de independencia, trabajo, aire sano y medios de vida, los que alcanzó a crear con sus manos incansables. Sí, un hermoso anfitrión ese bueno de don Matías. Alejandro escribió la frase en el diario y se quedó un rato titubeando por el epíteto. ¿Hermoso? Hermoso, por supuesto que no. ¿Cómo puede ser hermoso un hombre enteco y largo, de espalda gibosa y cráneo rapado, con nariz de lanceta y bigotes de manubrios? No, hermoso no. ¿Qué quedaría para el dios Apolo y para los jayanes espartanos que competían en los juegos florales? ¿Qué para el muy apuesto general Francisco de Miranda, que en la flor de su edad de plenitud conoció en los jardines del palacio del difunto Gran Elector de Hannover? ¿Qué para el boquirrubio y virilísimo Jorge Adam Forster, el nunca suficientemente bien ponderado Forster el Joven, su amadísimo amigo de Jena?... Imposible tildar a don Matías Yturburi de hombre hermoso... Bastaría con llamarlo "bueno". Sí, por supuesto, "un buen anfitrión ese don Matías". La frase quedaba mejor construida, menos rimbombante, y más ajustada a la verdad... XXXI E L CONVENTO DE CARIPE

Una avenida de pérseas conduce a los viajeros y ayudantes al hospicio de los capuchinos aragoneses. Se detienen cerca de una cruz de brasilete que se eleva en medio de una gran plaza. Está aquélla rodeada de bancos donde vienen los frailes viejos y enfermos a rezar el rosario. El convento está arrimado a una muralla enorme de rocas perpendiculares y tapizadas de una espesa vegetación. Las hiladas de las piedras, que son de una blancura deslumbradora, no aparecen sino acá y más allá entre el follaje. Difícil es imaginar una posición más pintoresca. Razón había tenido Domingo Rogelio León cuando hiperbolizó frente a Humboldt las maravillas ya de por sí hiperbólicas que caracterizan este lugar... — Debería ver, doctor, los valles de esos condados ingleses, o las montañas cavernosas que he leído se encuentran en Franconia — paladeó el caripeño. Los bosques de hayas y los arces que se ven en las regiones de donde usted viene, aquí están multiplicados y son mucho, pero mucho más soberbios, con plantas distintas, claro está, y realzados por la cercana prestancia de las ceibas y las

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palmas... ¿En Europa no hay ceibas, verdad doctor?... Cuéntele, cuéntele a su amigo, el señor Bonpland, a quien todavía no conozco, cómo hay manantiales sin cuento que brotan de los lados de las peñas, para encerrar circularmente la cuenca del Caripe, y cuyas cuestas abruptas presentan perfiles hasta de mil pies de altura... Domingo Rogelio, a la sombra de un tamarindo cumanés, aún retiene a Humboldt por la bocamanga del saco de fresca popelina blanco-hueso, y no se ve con ánimo de terminar su discurso laudatorio sobre Caripe... Es un conversador tan fastuoso, capaz de volverse mucho más faculto, hablando justo de su valle natal, frente a un doctor alemán que se supone lo ha visto todo, o casi todo, se ufana para sí. Al fin y al cabo no son más que las tres de la tarde y se puede bien conversar hasta que anochezca y llegue la hora del sueño, por lo menos en lo que a él toca. No sabe del doctor. El doctor debe ser un hombre muy requeteocupado. Pero con todo y eso, vale seguirle ponderando las excelencias de Caripe un ratiquito más... — Nacen esos manantiales de los que le venía hablando, querido doctor, en su mayor parte, de algunas hendeduras o gargantas estrechas; y la humedad que esparcen ellos favorece el crecimiento de los grandes árboles, tanto que los primeros hijos de Amanaroca, el creador de los hombres, hacían sus conucos a lo largo de tales hendeduras, por recomendación del propio Dios-Padre, justo para beneficiarse de la magnificencia de los bananos y los papayos y los aguacates, ceñidos por colonias innúmeras de orquídeas y helechos arborescentes... Le sigo contando, doctor, le sigo contando... En esas hendeduras habitan unas ninfas preciosas que son llamadas genéricamente las Ninfas de Cerro del Alma... Le hablo de una sola de ellas a la que tuve oportunidad de ver de cerca y hasta de decirle unas pocas palabras... Su lengua era el canto de los pájaros y convocaba la lluvia cada vez que se bañaba en el pozo donde nace el arco iris, aromaba las cosas con el perfume que esparcía su cuerpo e inventaba mariposas con sus manos... Esa ninfa existe de verdaíta, y es propia como todas sus hermanas de esos parajes encantados. Recogía los cangrejos de río, que en la lengua de por ahí, se llaman cazú. Correteaba tras los tucuchi, colibríes o tucusitos. Y se ornaba el pelo con octomerias, zygosepalas, flores de mayos y otras orquídeas prodigiosas... Razón tenía el amigo Domingo Rogelio León, dijo Humboldt una y otra vez. Y, mucho más, cuando comprobó la bondad extrema con la que fueron recibidos por los frailes del hospicio. En su larga lista anota con agradecimiento los nombres de los reverendos padres Miguel Barreto Mendoza, Miguel Gómez Núñez, Celso Medina, Cruz Berbín, Carlos Riobueno, Guillo o Güilio Torcátiz, y algunos más, para todos los cuales tiene elogiosos comentarios. Yendo y viniendo por el patio interior rodeado de galerías como los conventos de España, Humboldt no pierde de vista el rostro fresco aunque meditabundo de cada uno de los jóvenes frailes, algunos jovencísimos, cuasi etéreos, aureolados por un halo de luz, con los ojos cerrados o apenas entrabiertos, caminando

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casi al tiento con sus breviarios abiertos, engranando o desgranando sus rosarios, a punto de ser distribuidos por los pueblos de misiones a lo largo del Costo-Orinoco y en las aldehuelas del interior de Guayana... Guiado por esa curiosidad de apréndelotodo que lo caracteriza, Humboldt anota los nombres de claras resonancias indígenas de los lugares a donde irán a servir estos chicos tan inteligentes, nobles y buenosmozos: Aguarasana, Amaricuacua, Aquirivano, Araguatapanare, Atapirire, Barraguán, Cachipo, Caigua, Caigüita, Camocurapo, Camurare, Caracoto, Ciriguato, Ciribonaes, Comanaima... Nombres... Sitios... Mundos, donde esas juventudes habrán de consumirse predicando el evangelio frente a indios remisos... Tampoco pierde de vista, el amigo Humboldt a los viejos frailes, provectos, encorvados, barbicanos, caminando a rastras, casi a ciegas, nublosos, nebulosos, que ya lo dieron todo en esos u otros pueblos apartados, perdidos en la inmensidad de los llanos o en lo profundo de las selvas, y que, ahora, impedidos de regresar a sus solares de Huesca y Zaragoza, Teruel y Orihuela del Tremedal, La Ginebrosa y Sabiñánigo, Calatayud o Barbastros, tienen que conformarse, no pueden hacer más, con buscar su convalescencia en el aire vital y salutífero de Caripe... A Humboldt le tocó alojarse en la celda del guardián mayor, rodeado por una flamante biblioteca que contenía una colección bastante considerable de libros. Con sorpresa encontró allí al lado del Teatro crítico de Feijóo y las Cartas edificantes, el Cándido de Voltaire y los Pensamientos de Pascal, el Tratado de la electricidad del abate Nollet y una traducción española de la Química de Chaptal. Humboldt no puede dejar de sonreír arrobado cuando anota en su diario, fresco y totalmente despejado, que la temperatura media del valle de Caripe, deducida de la del mes de setiembre, es de 18,5°. Y que la temperatura de setiembre en esta zona, según observaciones hechas en Cumaná, apenas difiere en medio grado de la del año entero. Engolosinado, subraya: "La temperatura media de Caripe es igual a la del mes de junio en París, donde los calores extremos son, sin embargo, 10° más fuertes que en los días más extremadamente cálidos de Caripe"... XXXII L A CUEVA DEL GUÁCHARO

La caverna del Guácharo es tan famosa que casi inmediatamente después de ser visitada por Humboldt y Bonpland, se extendió su nombre por el mundo entero al extremo de que su contemporáneo, el misterioso Jacques-Albin-Simon-Collin de Plancy, nacido en 1773 en Plancy, cerca de Arcis-sur-Aube, y muerto en París en 1861, le dedicó un artículo en su celebérrimo-cuasi legendario Diccionario Infernal, el cual transcripto al pie de la letra, dice así: "GUÁCHARO En la montaña de Tumerequiti (sic), situada a poca distancia de Cumaná, se encuentra la caverna de Guácharo, célebre entre los indios. Esta

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cueva tiene una extensión inmensa, y en ella van a guarecerse todas las noches millares de pájaros de cuya grasa se saca el aceite o manteca de guácharo. Sale de esta cueva un caudaloso arroyo y resuenan en lo hondo de la cueva los horribles graznidos de los pájaros, los que los indios confunden con los clamores de las almas en pena, que dicen están detenidas en la cueva aguardando pasar al Otro Mundo. Esta mansión tenebrosa, dicen, les arranca gemidos y gritos lastimeros que se oyen desde fuera. Todos los indios del Gobierno de Cumaná no convertidos a la fe, y aun gran número de aquellos que parecen estarlo, respetan todavía esta opinión. Entre estos pueblos, hasta doscientas leguas de la caverna, la frase 'descender al Guácharo' es sinónima de morir". Según las noticias que recoge el propio Humboldt fue visitada por primera vez en 1534 por un soldado apellidado Delgado que formaba parte de la expedición de Jerónimo de Ortal. La da por situada al oeste de Macarapana y la nombra aproximadamente Guacharucu. En castellano 'Guácharo' el nombre del ave y de la caverna traduce "el que llora y se atormenta"; y el ave de la caverna caripense y la guacharaca (Phasianus parraka) son aves en extremo gritonas y aspavienteras. El guácharo se parece un tanto a la guacharaca... Escribe Humboldt en su diario: "Lo que mayor celebridad da al valle de Caripe, después de la extraordinaria frescura del clima, es la gran cueva o caverna del Guácharo... Así es que no bien desembarca un extranjero en Cumaná cuando oye hablar hasta la saciedad de los saladares de Araya, el labriego de Arenas que amamantó a su hijo, y de la caverna del Guácharo que aseguran tiene varias leguas de largo"... La caverna que los indios denominan "una mina de grasa" no está en el mismo valle de Caripe, sino a tres leguas escasas del convento, hacia el O.S.O. Abrese en un valle lateral que da a la llamada Sierra del Guácharo. Un sendero estrecho conduce a los viajeros, acompañados por los magistrados indios y por no pocos de los misioneros más jóvenes, por un sendero estrecho a través de una llanura risueña y encespedada. Después torcieron hacia el oeste a lo largo de un riachuelo que sale de la boca de la caverna y cuyo murmurio según los indígenas se aproxima a la exclamación "¡qué sabroso es vivir!", seguramente por salir él a la luz desde un fondo tenebroso, que los lugareños, ya vimos, identifican con el mismísimo quinto Infierno. Por tres cuartos de hora se va subiendo, ya entre el agua, que es poco honda, ya entre el torrente y una pared de rocas por un terreno sumamente resbaladizo y fangoso. Los derrumbamientos de tierra, los troncos esparcidos de árboles que con trabajo saltaban las muías, las plantas sarmentosas que cubren el suelo, hacen hórrida esta parte del camino. — ¡No te vayas a desmayar de nuevo, Alejandrito, como en la subida de Cocollar! — le advierte socarronamente Bonpland a Humboldt. Por cortesía con los demás acompañantes y para no propiciar una escena, el berlinés prefirió pasarse por desentendido. Se sorprendieron los dos naturalistas al unísono, al encontrar aquí, a 500 toesas apenas sobre el nivel del mar una crucifera, el Raphanuspinnatus. Sábese

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cuán raros son entre los trópicos los vegetales de esta familia. Constituyen, por así decirlo, una forma boreal, y como tal, no es dable imaginarla bajo el cielo templado de Caripe. Y, para mayor asombro, esas mismas formas boreales parecieron reiterarse, con su marca impresa en cada hoja y en cada rugosidad del tronco, en la Galium caripense, la Valeriana scandens, y una sanícula que, créase o no, es en todo parecida a la S. marilándica. Cuando al pie del alto cerro del Guácharo ya no se está más que a 400 pasos de la caverna, todavía no se ve la abertura de ésta. El torrente se desliza por una grieta que las propias grietas han abierto, y se va caminando bajo una suerte de cornisa cuyo salidizo impide ver el cielo. El sendero serpea al igual que el río; y en la última vuelta, la abertura inmensa de la gruta, como un femíneo sexo dispuesto e invitante... Humboldt no alcanza a expresar su estupor. Tampoco Bonpland. Pero, sobre todo, Humboldt que diríase estaba acostumbrado a los parajes harto pintorescos y extrañísimos de los Altos Alpes. Él, que ya había visto para esa época las cavernas del Pico de Derbyshire, donde acostado uno en una embarcación, atraviesa un río subterráneo bajo una bóveda de dos pies de altura. Él, que ya había recorrido la hermosa gruta de Treshemienshiz en los Cárpatos. Él, que ya había explorado las cavernas del Harz y las de la Franconia, que son vastos cementerios de osamentas de tigres, de hienas y de osos grandes como nuestros caballos... En estricta verdad, Federico Guillermo Henrique Alejandro von Humboldt no podía menos que asombrarse. Si por una parte la configuración de las grutas, el resplandor de las estalactitas y estalagmitas y de todos los fenómenos de la naturaleza inorgánica presentan palmarias analogías, también por la otra la majestad de la vegetación equinoccial da a la del Guácharo la altura y majestad de una caverna única, absoluta, individual y del todo particularizada. La cueva del Guácharo horada el corte vertical de un peñón. La entrada mira hacia el sur, y es una bóveda de 80 pies de ancho y 72 de alto. Con una aproximación de cerca de un quinto, es igual esta elevación a la columnata del Louvre. El peñasco sobrepuesto a la gruta está coronado de árboles gigantescos. El mamey y el carato (Gertipa americana) de hojas anchas y lucientes. El algarrobo y la Erythrina, desparramadas en su verdor. Pothos de tallo suculento, oxalis y orquídeas de estructura extravagantes nacen en las rendijas más insospechadas del peñasco. Una, apenas, como muestra; un dendrobium de flor dorada, salpicada con pintas negras, de tres pulgadas de largo. Y regadas, aquí y más allá, plantas sarmentosas a merced del viento, entretejidas en festones heteróclitos frente a la abertura de la caverna. Los sabios botanistas distinguieron entre esos festones una bignonia de un azul violeta encendido, el Dólichos purpurino, y por primera vez la mirífica solandra (5. scandens) cuya flor de color naranja, tiene un tubo carnoso de más de cuatro pulgadas de largo: es la gusaticha de los indios chaimas, ya le había advertido a Humboldt su amigo Domingo Rogelio León, en Cumaná.

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— La entrada de la gruta, Aimemé — le dice el delirante alemán a su compañero —, es lo que constituye la singularidad de esta cueva, el carácter del paisaje. Un paisaje irrepetible. Detente, no camines tan rápido... Tras lanzar un suspiro de teatro sobreactuado y entornar los párpados con mirada agradecida una vez más sobre la abertura monumental, exclamó histeroide: — ¡Qué contraste Aimemé, qué contraste entre esta nuestra cueva de Caripe y esas cavernas de Alemania y de Francia sombreadas por encinas y lóbregos alerces! Entretanto, Aimé, menos alharaquiento, más comedido, optó por sonarse estrepitosamente las narices... XXXIII MAS ALLÁ DEL VESTÍBULO Pero no solamente embellece este lujo de la vegetación la bóveda exterior, sino que se muestra aun en el vestíbulo de la gruta. Vieron los naturalistas con no disimulado asombro soberbias heliconias, de hojas tan grandes como las de bananeros, que llegaban a 18 pies de altura, la palmera Praga y Arum arborescente siguiendo por las orillas del arroyo hasta el borde de los lugares subterráneos. La vegetación continúa en la caverna de Caripe, como en esos tepuyes interiores de la Gran Sabana y las grietas profundas de los Andes que no disfrutan más que de una ambigua semiclaridad: plantas que son fósiles vivientes, derrelictos, formas no desarrolladas de vegetaciones prehistóricas o ultrahistóricas, quizás... Allí donde comienza la luz a desvanecerse, se oye en lontananza el rauco son de las aves nocturnas que los naturales confunden con gritos de muertos... XXXIV EL GUÁCHARO ('STEARNONIS CARIPENSIS') Rostrum validum, lateribus compressum, ápice adoncum, mandíbula superiori sbidentada, dente anteriori acutiori. Rictus amplissimus. Pedes breves, digitis fisis, unguibus integerrimis. El guácharo es del tamaño de una gallina común, tiene el pico de los chotacabras y los procnias, la traza de los buitres cuyo pico ganchudo está rodeado de mechones de cerdas rígidas. Suprimiendo, de acuerdo con el señor Cuvier, el orden de los Picae, es preciso referir esta ave extraordinaria a los páseres, cuyos géneros están entrelazos por transiciones casi insensibles. Humboldt los divulgó con el nombre de Stearnonis (S. caripensis). Forma un nuevo género muy diferente del Caprimulgus, por el volumen de su voz, por su pico sumamente fuerte y provisto de un doble diente, por sus pies destituidos de membranas que unan las falanges anteriores de los dedos. Brinda el primer ejemplo de un ave nocturna entre los páseres dentirrostros. En razón de sus costumbres tienen que ver a una vez con las chotacabras y con las chovas

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de los Alpes (Corvus pyrrhocorax). El plumaje que les es propio tiene un color subido gris azulado, mezclado de pequeñas estrías y puntos negros. La cabeza, ala y cola están marcadas de grandes manchas blancas de figuras acorazonadas y ribeteadas de negro. Los destellos del día lastiman sus ojos que son azules y más chicos que los de las chotocabras o sapos voladores. Las alas se componen de 17 a 18 rémiges... — ¿Cómo se traducirá, Aimemé, el francés rémiges al español? ¡Ay claro, haberlo supuesto!, gracias padre Mendoza, gracias, padre Celso, remera, plumas remeras, por supuesto... Sigamos con lo nuestro. Y sus brazas son de tres pies y medio. El guácharo deja la caverna al entrar la noche, en especial cuando brilla la luna... Esa noche... Par la lune d'été vaguement éclairé... Es casi la única ave nocturna frugívora que conozcamos hasta hoy día; y la conformación de sus patas prueba bastante que no caza al modo de los búhos. Se nutre de frutos muy duros como el quebrantanueces y el Pyrrhocorax-, este último anida también en las rendijas de las peñas, y se le designa con el nombre de cuervo de noche. Los indios aseguran que el guácharo no persigue los insectos lamelicornios ni las falernas que sirven al nutrimiento de las chotacabras. Difícil es tener una idea tan siquiera aproximada del espantable ruido que hacen en la parte oscura de la caverna millaradas de estas aves y sus pichones. Una mezcla horrísona de silbidos agudos, alaridos gritones, estridentes risas fantasmales (sí, también se ríen), gruñidos de perros, aullidos de gatos pequeños, berriteos de elefantes, croares de ranas, a veces un repetido uiiit-uiiit-uiiitt como el de los halcones de lomo pizarreño; a veces un chuis-chuis-chuis- ki-ki-kui elevado a la "n" potencia; o un quejicoso iiiiiiah parecido al del caricare sabanero, o un acsiiic-acsiiic volandero; sino el guachaco-guachaco de las guacharacas mezclado indistintamente con el alarmante-revientatímpano chi-chi-chi-chi-chiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii-chi-chichiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii-chi de las camatas. Humboldt se queja frente a Bonpland: — ¡Ay Aimemé querido, no resisto, créeme que no resisto esa locura de ruidazal semejante sólo al de las cornejas que viven asociadas en las selvas de pinos del norte y construyen sus nidos en árboles cuyas copas se tocan! ¡Me traen terribles recuerdos de infancia en mi castillo de Tegel! Para colmo, aquí, tales pavorosos chirriachirridos se reflejan en las bóvedas peñascosas y el eco los repite hasta el infinito... Pero, por si aún fuera poco... Mira, mira los nidos que los indios nos muestran con sus antorchas encendidas fijadas en el cabo de una larga percha. Esos nidos están, Aimemé, a 50 ó 60 pies de altura por encima de nuestras cabezas, en agujeros con formas de embudo con los que está acribillado el sofito de la gruta. ¡Míralos, Aimemé! ¡Míralos, o mejor, escúchalos! ¡Crece este ruido atronadoramente a medida que avanzamos y que las aves se asustan con la luz que esparcen las antorchas de copal; y cuando cesa por brevísimos lapsos junto a nosotros, óyense a los lejos los sonidos nuevamente quejumbrosos en otros compartimientos de la caverna. Como si las diferentes bandadas contestáranse

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entre ellas... Pavoroso, pavoroso del todo, Aimemé... ¡El Infierno, un verdadero infierno!... XXXV FIESTA DE SAN JUAN

Los indios penetran en la cueva del Guácharo la noche de San Juan, lo que termina convirtiéndose en una especie desmadrada de festival pánico. Armados de pértigas terminadas en hachones encendidos destruyen la mayor parte de los nidos. Matan por esta época millardos de millaradas de pájaros, y los adultos como para defender sus nidadas, revolotean por sobre las cabezas de sus despiadados agresores, lanzando sus acostumbrados chillidos pero centuplicados esta vez. Los jóvenes, los pichones de guácharo, que caen por tierra, son destripados al instante. Su peritoneo está fuertemente cargado de grasa, y una capa adiposa se prolonga desde la pechuga hasta el culo formando una suerte de pelota entre las piernas del ave. Esta abundancia de grasa en animales frugívoros, no expuestos a la luz y muy poco dados a los movimientos musculares, recuerda lo que ha mucho tiempo se ha observado en la ceba de gansos y reses, y es sabido cuánto favorece esta operación la oscuridad y el reposo. En esta época, llamada vulgarmente en Caripe la cosecha de la manteca, construyen los indios enramadas de hojas de palmeras junto a la entrada y en el vestíbulo mismo de la caverna. Todavía los naturalistas vieron vestigios de ellas. Allí, a fuego de chamarasca, se funde la grasa de los polluelos recién muertos y se le vacía en cacharros de arcilla. Esta grasa se conoce con el nombre de manteca o aceite de guácharo: es semilíquida, transparente e inodora. Tal es su pureza, que se le conserva por más de un año sin enranciarse. En la cocina de los frailes del convento de Caripe no usan otro aceite para las viandas... Pero, como ya se dijo, también se le atribuye a tal manteca un poder afrodisíaco por el uso tópico en los genitales de uno y otro sexo, he aquí que los indígenas, esa noche de San Juan, bajo los efectos del ron de Poncigué o el de Guásimo, del de Píritu o del de Maya, la caña blanca, o el ron añejado de Carúpano, El Muco o La Fortaleza, ambos de muy buena calidad, se embeodan hasta "los guayabitos en la azotea" como dicen los cubanos, se enloquecen, o como también dicen en el lenguaje popular de Labana, Santiago y Camagüey, se ponen quendi, creisi, tosta'os, quem'aos, sulfat'aos, más de allá que de acá, cogen pase a tierra o salen pa'l cocal. Cometen, entonces cualquier clase de excesos sexuales y actos contra natura. Y hasta llegan a automartirizarse, rallándose las partes sexuales, el viril y los labios de la vulva, con guayos cuya superficie abrasiva la forman con pedrezuelas semihundidas en una tabla, o con pieles recias de pescados, si no con hojas de guaritoto y otros urticantes de peores efectos. Esos rallos los untan previamente con la manteca de guácharo y ajíes chireles pinga e'perro o puta e'tu mai. Ni siquiera los antiguos griegos en sus dionisias o dionisíacas y sus ritos fálicos de la fertilidad y de los otros misterios,

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en Citerón y Parnaso o en las islas de Asia Menor, llegaban a excesos semejantes... Tal crimen ecológico no tiene justificación alguna. La cantidad recogida del perseguido aceite apenas corresponde a la carnicería que año por año hacen los indios en la gruta. Al parecer no se recogen más de 150 a 160 botellas de manteca bien pura, de 44 pulgadas cúbicas cada una. El resto, que es menos transparente y está contaminado con tierra y otros desechos, se guarda en ollas de barro con fines curativos y para el unto tan apetecido. Los miembros de una familia indígena de apellido Morocoima pretenden ser los propietarios legítimos de la caverna, como descendientes de los primeros colonos del valle, y se arrogan el monopolio de la manteca. Según el sistema de los misioneros, los indios están obligados a proveer de aceite de guácharo a la lámpara del Santísimo Sacramento del Altar de cada una de las iglesitas de los pueblos de la zona, y el resto, a su decir, se lo compran. O hacen que se lo compran, como le advirtió tendenciosamente a Humboldt su amigo e informante Domingo Rogelio León, con la mordacidad librepensadora que le es característica. Ni con unos ni con los otros, se apartida el caripense. Paladinamente, Domingo Rogelio dice que los Morocoima son unos impostores y los curas unos maniobreros. "No metemos nuestras manos al fuego —advierte el berlinés en su diario— ni por la legitimidad del derecho de los Morocoima, ni por la procedencia iusdeífica de la obligación que los frailes pretenden imponer a los indígenas. Parecería natural que el producto de la caza perteneciese a los cazadores que la hacen; pero en las selvas del Nuevo Mundo, así como en Londres, París y Berlín, Roma y Zürich, Milano y Estrasburgo, se modifica el derecho público según las relaciones establecidas entre el fuerte y el débil, entre los conquistadores y los conquistados"... XXXVI CREENCIAS ABUSIONERAS

Ha largo tiempo se habría extinguido la especie de los guácharos si no hubiera sido, tal como le explicó Domingo Rogelio León a Humboldt, por varias circunstancias favorables. Contenidos por sus ideas supersticiosas, los indígenas no tienen a menudo el atrevimiento de entrarse muy adelante en la gruta. Parece también que aves de la misma especie habitan en cavernas contiguas que son demasiado estrechas para ser accesibles al hombre, y quizás la caverna mayor es repoblada por colonias que abandonan esas grutas pequeñas, porque los misioneros y el propio Domingo Rogelio aseguran que hasta ahora no se ha observado que disminuya sensiblemente el acopio de las aves. Al puerto de Cumaná se han enviado guácharos jóvenes que han vivido allí varios días sin tomar alimento alguno, no siendo de su agrado las semillas que se les han ofrecido. Cuando se abre en la caverna el buche y el estómago de un pollastro, hallan allí los na-

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turales toda especie de frutos duros y secos, que bajo el extravagante nombre de semilla de guácharo suministran un remedio celebradísimo contra las fiebres intermitentes. Las aves adultas son las que llevan estas semillas a sus polluelos. Se las recoge cuidadosamente para enviarlas a los enfermos de Cariaco y a otros lugares paludosos de las regiones bajas... Recorriendo siempre la caverna, recuerda Humboldt que siguieron por la orilla del riachuelo que en ella nace, el cual tiene de 28 a 30 pies de ancho. Ándase por sus riberas el tiempo que permiten las colinas formadas de incrustaciones calcáreas; y a menudo, cuando el torrente serpea entre masas de estalactitas muy elevadas, es fuerza bajar al cauce mismo que tiene dos pies de hondo. Supieron con sorpresa los viajeros que este arroyo subterráneo es origen del río Caripe, que a algunas leguas de distancia, ya reunido al pequeño río Santa María, es navegable por medio de piraguas. Le cae el río Areo bajo el nombre de Caño de Terecén... En una distancia medida con exactitud, de 472 metros o 1.458 pies, la gruta de Caripe conserva una misma dirección, una misma anchura, y su primitiva altura de 60 a 70 pies. No había visto Humboldt caverna alguna que tuviera estructura tan uniforme y regular. Muy dificultoso les resultó persuadir a los indios para traspasar la parte anterior de la gruta, que es la única que traspasan anualmente la noche de San Juan. Menester fue toda la autoridad de los padres, la del fraile Celso, la de fray Miguel Mendoza, la del fraile Cucho Berbín, la del padre Riobueno, para hacerlos avanzar hasta el paraje donde el suelo se levanta de pronto con una inclinación de 60°, formando el torrente una pequeña cascada subterránea, tal como se da el mismo fenómeno en Inglaterra, en el condado de York, cerca de Kingsdale, en Yordas-Cave. Los indígenas abrigan ideas místicas acerca de este antro habitado por chillonas y quejumbrosas aves nocturnas. Creen, como referimos antes, que las almas de sus antepasados habitan en el fondo de la caverna. El hombre, dicen ellos, debe temer los lugares que no están alumbrados por el sol, el padre Zis, ni por la luna, la madre Nuna. Ir a juntarse con los guácharos, es juntarse con sus padres, es morir, es "como el río dar a la mar". Es por eso, lo dice Domingo Rogelio León, y se lo repite a todo quien quiera oírselo, que los mágicos, Piaches, y los benéficos, Imoron, practican sus prestidigitaciones nocturnas a la entrada de la caverna, para conjurar al jefe de los espíritus malos, el diablo Ivorokiamo, el terrible juzgador del paso por la vida... — Ojos para ver; oídos para oír, querido Aimemé, es de esa manera como en todas las latitudes se asemejan las primeras ficciones de los pueblos, sobre todo las que se refieren a los principios que gobiernan el mundo, a la mansión de las almas después de la muerte, a las bienaventuranzas de los justos y al castigo de los malvados. Las lenguas más diferentes y más bastas poseen cierto número de imágenes que son idénticas, porque tienen su origen en la naturaleza de nuestra inteligencia y de nuestras sensaciones. ¿No lo crees tú, Aimemé? La gruta de Caripe es el Tártaro de los griegos y L'Inferno de Dante y "los infiernos literarios" de Quevedo. Los guácharos que revolotean sobre el torrente lanzando

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gritos quejumbrosos, recuerdan a las aves estigias. ¡Ay, Aimemé, abrázame por tu madre que tengo miedo!... En el punto en que el río forma la cascada subterránea es donde se presenta de una manera inequívoca, a la par que pintoresca, el collado cubierto de vegetación y opuesto a la boca de la gruta. Se le distingue en el extremo de un conducto derecho de 240 toesas de longitud. Las estalactitas que bajan de la bóveda, que semejan columnas suspendidas en el aire, se destacan sobre un fondo verdecido. La abertura de la caverna aparece singularmente estrechada, y se le ve luminosa con la viva luz que reflejan a un tiempo el cielo, las plantas y los peñascos. La lejana claridad del día en contraste con la tiniebla se hace cuanto más refulgente como oscura hácese la tenebrosidad en la que uno viene envuelto. Los viajeros y su comitiva de frailes y peones indígenas suben, no sin algún trabajo, la pequeña colina de donde desciende el arroyo subterráneo. Ven cómo se estrecha sensiblemente la gruta, no conservando más de 40 pies de altura, y cómo se prolonga al noreste, sin desviarse de su dirección primitiva que es paralela a la del gran valle de Caripe. XXXVII VESTIGIOS DE VEGETACIÓN SUBTERRÁNEA

En esa parte de la caverna deposita el arroyo un mantillo negruzco bastante parecido a la materia que en la gruta de Mugendorf, en Franconia, llaman tierra de sacrificio (Opfer-Erde de la caverna del Hohle Berg, Montaña Horadada). No pudieron Humboldt ni Bonpland descubrir si este mantillo fino y esponjoso cae a través de las rendijas que se comunican hacia afuera con la superficie del suelo o si es acarreado por las aguas pluviales que penetran en la caverna. Era, sí, una mezcla de sílice, alúmina y detritus vegetal... Así, los exploradores siguieron por un barro espeso hasta un paraje en que vieron con asombro los progresos de la vegetación subterránea. Los frutos que llevan las aves al interior de la caverna platónica o no tan platónica sino extremadadamente real y corporeizada, para alimentar a sus polluelos, germinando, ahí dondequiera que pueden fijarse sobre el mantillo recubridor de las incrustraciones calcáreas. Tallos estrellados y provistos de algunos rudimentos de hojas con una altura de hasta dos pies. Era imposible reconocer de forma específica las plantas cuya forma, color y facha entera se habían alterado por la falta de luz. Atisbos de la planta de la época del carbonífero llamada de manera vulgar "cola de zorro". ¿Son o no son? ¿Son o no son las Orectanthe azulosas con su forma de roseta característica, surgiendo del agua del riachuelo con apéndices fértiles de Lycopodium alopecuroidesl ¿Son o no son diminutas Heliamphoras y, más allá, el género Xyris de la familia Xyridaceae, con hojuelas dispuestas en forma de abanico?... ...Y hasta una flor, querido Aimemé, una flor minúscula; pero una flor, una flor al fin y al cabo. ¿No la ves? Véla, chico, no seas cegato, una flor blanca

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adherida al mantillo. Y, un poco más allá, un alga filamentosa y de viscosidad manifiesta... ¡Está bien! ¡No las veas! Pero, después no vengas con que son "fantasías locas de mi mentalidad calenturieta"... Habrás de atenerte a las consecuencias... Está muy equivocado, señor Bonpland, yo no tengo ninguna mentalidad calenturienta... ¡Más mentalidad calenturienta será la suya de usted!... ¡Y no digo más!... ¡Perfectamente feliz, sin usted, me la puedo pasar!... ... Estos vestigios de la organización en medio de las tinieblas tocaban vivamente la curiosidad de los indígenas, algunos de ellos con mente de pollos y muy difíciles de conmover... Los más, muy inteligentes y dominados por una rara actitud de recogimiento silencioso al tiempo que hurgante en el Más Allá... El más viejo del grupo llegó a comentarle a Humboldt que esos vegetales, pálidos y desfigurados, les parecían fantasmas extrañados de la superficie de la tierra... En cuanto a mí, Aimemé, ya se me pasó la rabia y te cuento que me acuerdo de una de las épocas más felices de mi primera juventud, una larga permanencia en las minas de Freiberg, donde hice experiencias sobre los efectos del ahilamiento, que son muy diferentes según que el aire sea puro o sobrecargado de hidrógeno y nitrógeno. XXXVIII UN

OBISPO DE SANTO TOMÁS DE GUAYANA

QUE PASÓ

ANTES,

LLEGÓ MÁS LEJOS...

Hilvanando rápidamente sus recuerdos para anotarlos en su diario, aquella misma noche a la luz de una lámpara de kerosene, Alejandro puntualizaba que no pudieron los misioneros, ni siquiera el padre Celso con su cara de pocos amigos, ni el fraile Cucho Berbín con sus humoradas típicas, obtener de los indios que penetrasen más allá dentro de la caverna. A medida que la bóveda subterránea bajaba, se hacían más ostensiblemente penetrantes los chillidos de los guácharos. Fue preciso, por ende, ceder a la pusilanimidad de los guías y volver sobre los pasos perdidos. El espectáculo que presentaba la caverna era, además, bien uniforme. Al parecer, un obispo de Santo Tomás de Guayana alcanzó a llegar más allá. Midió cerca de 2.500 pies (960 varas) desde la boca hasta el lugar donde se detuvo, bien que la caverna se prolonga aún más. La memoria de este suceso está bien guardada todavía en el convento de Caripe, sin que se determine (a pesar) la fecha cierta. El obispo se había abastecido de gruesos cirios de cera blanca de Castilla, mientras que nuestros exploradores no tenían más que míseras antorchas compuestas de cortezas de árboles y de resina indígena. ¡Inaguantable, Aimemé, el humo espeso que producen estas antorchas! No aguanto el lagrimeo ni la rojeza de los ojos. Me arden como brasas. Se me oprime la respiración. ¡Me falta el oxígeno en los pulmones! ¡Te juro que estoy a punto de asfixia!... ¡Se me ocluyó íntegramente el conducto laríngeo, Aimemé!... ¡Se me ocluyó!... Ya, Memé, Aimemé, Memé mío, cesé de respirar!...

66 XXXIX L A SALIDA DE LA CAVERNA, VUELTA A LA LUZ. ..

Tarareando un aire festivo, Allegro, ma non troppo, un poco maestoso, cuales nuevos Prometeos que salen del caos, los exploradores a la cabeza de los frailes aragoneses y hasta algunos de los indígenas, contagiados por la euforia, emprenden el camino de regreso, siempre siguiendo el curso del torrente. Antes de que la vista se les deslumhrara con la luz del día vieron centellear fuera de la gruta el agua rumorosa y fucilante del río, trueno y relámpago a un tiempo, y el follaje de los árboles. Era como un cuadro colocado en lontananza al que servía de marco la apertura de la caverna. Llegados por fin a esa abertura, se sentaron a la vera del arroyo para descansar de la fatiga y lavarse la guate de los pájaros, el barro fétido, el sudor. Se holgaban de no escuchar ya los raucos chillidos de las aves y de apartarse de un lugar en el que las tinieblas apenas brindan el encanto del silencio y la tranquilidad... No se explicaba Humboldt cómo y por qué el nombre de la cueva del Guácharo hubiese podido permanecer hasta entonces desconocido en Europa y para los europeos... Es de sorprenderse que el padre Felipe Salvador Gillij, sacerdote jesuita e historiador italiano, nacido en Legogne, cerca de Norcia, en 1719, e incorporado a la Compañía de Jesús en 1749, habiendo llegado al continente americano con los misioneros que acompañaron al portentoso padre José Gumilla y habiendo incursionado por el Orinoco y zonas de influencia del Río-Padre, al escribir su prolija obra Ensayo de Historia Americana, con sus deliciosos cuadros narrativos y pormenorizadas informaciones botánicas, etnográficas y lingüísticas, estudiando los diversos grupos indígenas con fidelidad irreprochable; pese a haber tenido en sus manos, en el propio convento de Caripe, el manuscrito compuesto por el antecedente obispo de Guayana, nada hubiese dicho sobre semejante portento... Razón tiene el berlinés, tras ceñirse una vez más el ya de por sí ajustado chaleco de sedachina y hacer cualquier cantidad de remilgos con los labios fruncidos, al jactarse frente a un espejo cuerpo entero, estilo Imperio, del que entonces disponía en su lujosa habitación parisina: — Fui yo... Yo, Federico Guillermo... Yo, Federico Guillermo Henrique Alejandro von Humboldt, el que di las primeras noticias europeas sobre la cueva del Guácharo, en 1800, en mis cartas a los señores Delambre y Delaméthere, publicadas en el Journal dephysique. ¡Nadie más!... A la hora de tomar una merienda en la salida de la cueva, como actividad de culminación de la jornada, los excursionistas se sirvieron panes con salchichón y atún, jamón serrano, queso de cabra en crinejas, el vino de Rioja, los dulces, pastas secas, jugos de frutas y otras exquisiteces, a la usanza del país, sobre hojas de bananeros y de bijaos, que son de un lustre sedeño. Nada faltaba al goce de los visitantes y de sus amables anfitriones, incluida la fruición del recuerdo. El fraile Miguel Mendoza, ducho en historia de la región, casi tan ducho como el poeta Domingo Rogelio, entretejió una larga historia sobre cómo

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los primeros religiosos llegados a estas montañas para fundar la aldehuela de Santa María, habían vivido durante meses en la caverna, y que ahí, sobre una piedra, a la lumbre de las teas de troncos de palma, habían celebrado el sacrificio de la santa misa. Este retiro solitario servía de refugio a los misioneros contra las persecuciones de un jefe belicoso de los tuapocas, acampados en las orillas del río Caripe. Al decir del padre Mendoza, aunque contrariado por el fraile Miguel Gómez, tal nación de los indios tuapocas fue la más inhumana, bruta y carnicera de cuantas se mantuvieron originalmente por estas tierras caripenses. Al parecer, por el intercambio con la nación caverre de la Orinoquia, con la que mantenían relaciones comerciales y de amistad, adquirieron el secreto de la fabricación del curare, el más mortal de los venenos usados como armas de guerra en Tierra Firme, y cuya preparación se logra a partir de una raíz del mismo nombre que, según el padre Gumilla en El Orinoco ilustrado y defendido..., tiene la particularidad de ser sólo raíz de sí misma, sin hojas ni retoños, y aunque crece, siempre va escondida en el cieno podrido de las marismas y las lagunas que no tienen desagüe. XL L A DIFERENCIA DE UNA SOLA LETRA

Los días que nuestros viajeros pasaron en el convento de los capuchinos aragoneses por los cerros y el valle de Caripe corrieron sueltos, vacantes, harto ingrávidamente, no obstante que la existencia transcurría tan sencilla como uniforme. Me siento como Luis de León, el fraile salmantino, queridísimo Aimemé. ¡Perfectamente feliz, huido del tumulto mundano! ... Pour suivre le sentier / Secret oú sont allés / Les quelques sages qui au monde sont nés\... Me detengo aquí... Una pizca, sólo una pizca, de poesía en francés para probar que no me he olvidado de la lengua gala en estos parajes desérticos del Nuevo Mundo... ¡Una pizca nada más! — Miró hacia el techo. Fijó de nuevo la vista en Aimé que, aún tardaba en despertarse del todo. Tomó la cajita que estaba sobre la mesa de noche y probó un poco de rapé... Estridente, con su gesticularidad característica, Alejo lanzó un estornudo, y otro, y otro aun. Sólo entonces fue cuando Aimé terminó de despertarse... Desde la salida del sol hasta la entrada de la noche, los dos amigos recorrían la selva y los cerros cercanos para recoger plantas de las que nunca habían hecho recolección mayor. Cuando las lluvias de la estación les impedían hacer largas correrías, visitaban las cabañas de los indios, el conuco de la comunidad o esas asambleas en las que los alcaldes indios distribuyen cada tarde los trabajos del día siguiente. No tornaban al monasterio sino cuando el toque de campana, la seña, como se le decía en la misión, les llamaba a compartir en el refectorio la comida de los misioneros, magra de por sí, a pesar de los abundantes frutos de la tierra. Pero mermada, muy mermada, en cuanto el pan de trigo, y los vinos de Rioja, y la sidra asturiana, y los embutidos y las butifarras catalanas, los inigua-

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lables chorizos de Extremadura, el aceite de oliva de Castilla, las pasas y aceitunas de Andalucía, los turrones de Alicante, el diacitrón de Levante, el bacalao bilbaíno y otros productos foráneos traídos de la Península... En ocasiones, los dos estudiosos caballeros seguían a los frailes de madrugada hasta la iglesia para asistir a la doctrina o el adoctrinamiento religioso de los indígenas. Es empresa nada fácil, por lo menos, querer hablar de dogmas teológicos y misterios eclesiales a neófitos, principalmente cuando sólo tienen un muy vago conocimiento. Y por mucha voluntad que tuvieren los padres, Celso Medina, Cucho Berbín, versados ambos en las ciencias del lenguaje, y el lunático cuartomenguatero Miguel Mendoza, y el perseverante Miguel Gómez Núñez, todos abnegados y con algunos adelantos en el estudio de la lengua de los naturales, no son ellos el monstruo de fray Bernardino de Sahagún, el misionero, antropólogo e historiador español, egresado de Salamanca, que llegó a México, en 1529, como parte del grupo de veinte sacerdotes franciscanos, traídos por el fraile Antonio de Ciudad Rodrigo, para continuar la labor evangelizados iniciada un lustro antes por el llamado "Grupo de los Doce". Tan pronto él y sus cofrades entraron en contacto con la realidad de Nueva España, se dieron cuenta de que la conversión de los indígenas nada tenía que ver con el optimismo de los primeros misioneros. En principio, los internados para niños indígenas no daban los frutos deseados. Sahagún lo atribuyó en parte a una nociva influencia natural de los astros y de la tierra novohispana. Además, percibió esa notoria falla en toda la empresa: el desconocimiento de las costumbres de los indios, de sus creencias, de sus lenguajes, porque casi desde la llegada, él, al igual que ese otro sabio y santo varón fray Toribio Paredes de Benavente o Motolinia que le había precedido, aprendió tras horas de contumaz dedicación la lengua náhuatl, al tiempo que cumplía con sus deberes misionales en el convento de Tlamanalco. El camino elegido por este sabio misionero era el correcto. Fue así como comenzó, él, a preparar su sorprendente Historia general de las cosas de la Nueva España, cuya redacción, lenta y compleja, le llevó alrededor de 20 años. A raíz de su aprendizaje de la lengua y las costumbres náhuatl elaboró una minuta o plan con los temas que le interesaba averiguar, y, sin haber sido relevado de sus obligaciones como misionero, fue al pueblo de Tepepulco, antigua jurisdicción del señorío tetzcocano. Una vez, allí, pidió a los principales del pueblo que reunieran ante él a las personas suficientemente experimentadas y hábiles de las que pudiese obtener las contestaciones más autorizadas. Con ellos y con cuatro ayudantes que habían sido sus discípulos en el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, pasó tres años compilando el material necesario. Procuró también códices pictográficos que se habían salvado de la destrucción de los primeros años y muchos de ellos fueron copiados e incorporados al manuscrito. Esta información de Tepepulco y los códices respectivos se conocen hoy como Primeros memoriales. Pasó luego Sahagún con sus cuatro escolares a Tlatelolco, y, como había hecho en la etapa anterior, solicitó la ayuda de ancianos versados en sus antigüedades. La información creció portento-

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sámente. El fruto de las actividades aquí cumplidas se recogió en un extenso manuscrito conocido como Códice Matritense del Real Palacio, y en una segunda parte llamada Códice Matritense de la Real Academia, aunque ambos han recibido el nombre común de Segundos memoriales. Luego, en 1565, fray Bernardino fue llamado a trabajar en el convento de San Francisco de México, y allá se llevó su cartapacio de papeles. Según su propio decir, pasó tres años revisando y reflexionando a solas sobre su escritura. La enmendó. La dividió en tres libros, y cada libro en capítulos, y los capítulos en acápites, y los acápites en párrafos, hasta que quedaron en el orden que actualmente se conoce. La obra, tras múltiples vicisitudes, finalmente fue concluida, cinco o siete años más tarde. Se sabe que Rodrigo de Sequera la llevó consigo a España, y, al parecer, el manuscrito después formó parte de la dote que Felipe II dio a su hija cuando ésta contrajo matrimonio con Lorenzo el Magnífico, por lo que a partir de entonces y por virtud de su repositorio recibe el nombre de Códice Florentino. Aparte de esa obra ya de por sí suficiente, Sahagún redactó unos Coloquios sobre los primeros franciscanos y los sabios indios; un Calendario mexicano, latino y castellano; el Arte adivinatoria-, una segunda versión del llamado Libro de la Conquista y un Vocabulario trilingüe, y una Confutación a la idolatría apoyada en textos bíblicos... — Un genio, un verdadero genio ese fray Bernardino de Sahagún... Todo lo aprendió sobre los antiguos mexicas, bien a conciencia: los dioses con sus atributos y sus poderes, las ceremonias con las que eran honrados, los atavíos de los fieles y de los sacerdotes, el ornato de los cues, los areitos y las procesiones, las otras ceremonias, el orden y la disposición de las casas reales, las ofrendas y ritos, el gobierno, la administración de justicia, los mercados y el comercio, las comunicaciones, la agricultura y la minería, la educación, las astrología judiciaria, el arte equivalente a la estructura del destino de los mortales, los agüeros y pronósticos, la retórica y la filosofía moral, las arengas, las oraciones y exhortaciones, los discursos, los adagios, las adivinanzas y otras formas retóricas del hablar, la historia, las tradiciones, el trabajo... Todo... Todo, todo... ¿Pero a qué viene esta reláfica sobre Sahagún, Aimemé?... ¡Cada día me vuelvo más hablachento!... Ah, sí, claro, ya sé... A que los frailes de aquí del convento de Caripe, con toda la buena gente que puedan ser, ninguno se le aproxima en sabiduría y, digamos, en la claridad de miras y estrategias respecto al proceso evangelizados.. Sahagún se metió en el alma religiosa de los antiguos mexicas... Y primero que en ninguna otra partícula de esa alma, se metió en la lengua. Y es que el alma es la lengua, querido Aimé... El alma es la lengua... Dilo, si no... — No fuiste ayer a la doctrina, amado mío, preferiste quedarte durmiendo. En realidad la noche anterior trabajaste hasta muy tarde en la rutina de la clasificación floral... Bueno, nuestros frailes, Celso, Cucho, los dos Migueles, Riobueno, el Guillo, hoy, ignoran casi totalmente el idioma de los chaimas, y la semejanza de sonidos embrolla hasta tal punto el espíritu de los indígenas, que les hace concebir las más extrañas ideas. Un solo ejemplo te citaré, Aimemé, el

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de la mañana esa que tu faltaste. El fraile Riobueno sudó la mar de vapores y vaporones tratando de probar que el infierno y el invierno no eran una misma cosa, sino que se diferenciaban como el calor y el frío. Los chaimas no conocen otro invierno que la época lluviosa del país, y el infierno de los blancos, por lógica, era un lugar donde las almas expiaban sus culpas terrenas expuestas a aguaceros diluvianos; algo así... No había forma de que entendieran las especulaciones del padre Riobueno en torno a esas hogueras pavorosas, y el dolor del fuego cocinando a las almas, calderas de grasa de guácharos chisporroteante, olor a chamusquina, chicharrones crujientes, y el diablo con sus ayudantes atenazándolas por doquier... Y toda la confusión por culpa, Aimemé, de una sola letra o si se quiere de un solo fonema... ¡Por una sola letra, semejante berrinche!... XLI PARTIDA DE CARIPE

Antes de partir del convento de los capuchinos aragoneses, Humboldt quería volver a intentar las observaciones de altitud y latitud correspondientes al ameno lugar. Por eso, la noche antes del regreso, desde temprano alistó los instrumentos de medición en el patio del monasterio. Para su desgracia, el cielo brumoso de un valle en que las selvas echan al aire una prodigiosa cantidad de agua, era poco favorable para experimentos de visión astronómica. No obstante, el tozudo berlinés gastó una buena parte de su última noche caripense para aprovechar el momento en el que alguna estrella estuviese visible, entre las nubes, cerca de su paso por el meridiano. A menudo, nuestro amigo tiritaba de frío; pero, igual, seguía allí, campante, tirititando... Finalmente, algunas buenas observaciones de Fomalhaut y Deneb del Cisne le dieron para la latitud del punto: 10° 10' 14"; lo cual le probó que la posición indicada en el mapa por Caulín es errónea en 18', y la de Arrowsmith, en 14'. Ya llegada la madrugada, satisfecho, escribe en su diario: "Caripe es uno de los lugares más apreciables del mundo... La desazón de ver ocultas las estrellas por un cielo brumoso, fue la única que tuvimos en todo el tiempo de nuestra estada... Nunca olvidaré en el resto de mi vida su paisaje salvaje y sosegado a un tiempo; a un tiempo, lúgubre y atrayente... / love' Caripe... Los pétalos lábiles y los colores encendidos de las orquídeas como las que sólo he visto en los bosques de sus derredores. Las copudas arboledas a cuyas sombras encontré el goce de la lectura poética, Fray Luis, el noble Fray Luis de la Escondida senda, el Garcilaso de las Eglogas y las ¡Oh dulces prendas, por mi mal halladas!, el Góngora de Las soledades, Horacio y Virgilio; el zureo de las palomas; las inditas y los indios jóvenes bañándose desprevenidos en las pozas de los riachuelos y manantiales, folgándose luego sobre los lechos de follajes; la cueva que consagra la magnificencia del sitio; el chillido de los guácharos a la hora de la multitudinaria salida vesperal; el conuco de la comunidad; los huertos familiares

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plantados en la ladera del monte; la cerrazón de los sembradíos de bambúes y cañas bravas; las fragancias múltiples que orodizan el soplo del viento; los venados bermejos que cruzan como celajes crepusculares; todo eso es Caripe". Alejandro llora emocionado, en el momento en que recoge el instrumental para irse a dormir una o dos horas, sólo una o dos horas, antes del despunte del alba, cuando ocurrirá la partida. XLII SUEÑO DE BODA MÍSTICA

Pero, he aquí que en la soledad del cuarto del Guardián, con Aimé pierniabierto roncando sobre su catre de viento al otro extremo de la habitación, Federico Guillermo Henrique Alejandro no alcanza a conciliar el sueño, fijos los ojos en la cumbrera del techo. La cumbrera empieza a temblar. Tiemblan las paredes. Tiembla el follaje del derredor que se entrevé por los postigos. Tiembla la luz albarina entremezclada con la oscuridad. Tiembla el monasterio todo, estremecido como al paso de un monzón, en la frondosidad inmóvil de la noche sobre el sueño unánime de los durmientes... A decir verdad, el naturalista ensimismado nada o poco hace por conciliar el sueño. Grita en mitad del valle, no sabe si cerca de la entrada de la cueva. Sólo a lo lejos se oye el revolotear chillante de los guácharos. Por momentos siente un miedo amargo y dulzón. Al poco, bajo el esplendor de una luz beatífica como aquella con la que Dante iluminó a su adorada Beatriz en la cumbre del Paraíso, se le aparece la ninfa hermosa de la que otrora le hablara su amigo Domingo Rogelio León, y sus muchas-cuasi infinitas hermanas de Cerro del Alma, nínficas como ella, nayádicas, egéreas, haciéndole ronda. Todas son indescriptiblemente bellas. Trenzado el cabello con flores de la montaña y mariposas adelphas y megaluzas, hespérides y papiliónidas, mórphidas de un azul celeste obscurecido o degradado, y junonias incandescentes al reflejo del mínimo resplandor. Todas lo trataron con sonrisas, regalos y halagos. Traían para sí, al modo de ofrendas, los cazú o cangrejos de ríos, sartas de camarones; collares de peonías, caracolillos multicolores, colmillos de jaguares y ocelotes, y menudas plumas de trucuchíes; brazaletes de los mismos, finos y raros, materiales; botijuelas de la más aceptada manteca de guácharo; canastos de atractivas pitahayas, curucujules, péjuas, pomalacas, mameyes y anones... Y lo trataron, entonces, a cuerpo descubierto, con la galantería que habría de dispensársele a un príncipe azul llegado de alguna lejana comarca... Las núbiles jóvenes chaimas parecían todas estar enamoradas del forastero... Lo demostraban con su jolgorio incontrolado, con sus cantos y chischisbeos, con sus agitaciones de pasos y alígeros alzamientos de manos y brazos, sus rítmicas palmaditas sobre los muslos y los hamaqueos de hombros, sin dejar de advertir las simpáticas inclinaciones de cabeza, y los guiños de ojo incesantes, y los camanances dulcíneos que se le formaban en las fulgidas mejillas cada vez que sonreían...

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De pronto, abriéndose paso entre una doble fila de soldados chaimas, aparece, ululando una guarura, bajo su imponente penacho arrastrante de plumas de garzas corocoras, patos güiríes, guacamayas araraunas y maritatas, loros caciques, cotorras cabeciamarillas y pericos chacaracos, el mismísimo Gran Jefe de la tribu, llamado entre ellos Pacanati, Apoto o Sibierene. A su llamado, con su sola aparición vale decir, intenso, sobrevino el influjo del poderoso Pessisis, dios del viento, arrastrándolo todo, los árboles copudos, las nubes aguaceras, la bruma, las voces de la noche y el despertar, hasta que ventolera tan tormentosa se tornó en una suave, mullida brisa. Y ordenó el cacique, con voz deífica: — Se casará con la muchacha, Hombre Extranjero. Todos esperamos que se casará con la muchacha... Y supo Federico Guillermo Henrique Alejandro que no podría desentenderse del mandato real, y que también habría de casarse con la tierra entera de Caripe, con la neblina cerrada que le impedía cumplir sus mediciones astronómicas, con el rocío nutriente de las orquídeas y los siagros y las aráceas; con el sustrato de estiércol de guácharo, mantillo, humus, y turba, con algo de arena y otro tanto de carbón vegetal; con la luz de la aurora sobre los techos de paja de las casas indígenas; con la titilación de las luciérnagas; y el monasterio de los padres aragoneses, a donde llegan los inagotables caminos de todas las aldeas y pueblos misioneros de la región; y, como un lugareño más, el más regalado y mejor recibido de los hombres del lugar, verificar cada escondrijo de la cueva, cada seno erguido del Cuarto de los Pechos, cada nidada de pichón sobre las horadaciones de las fosfáticas e hiposulfíticas paredes. Y se vuelve ducho en el descubrimiento de los nidos de las guacharacas y las iguanas y los otros animales ovíparos. Y en la administración de las yerbas medicinales y las plantas caritativas en general. Y en las fases de la luna y el paso de las estrellas por el meridiano, a simple vista, sin el auxilio de instrumentos más o menos sofisticados. Y en el celo apremiante de la compañera amada, ingeniándoselas sobre la mejor manera de hacerla gozar. Y en el descanso bienhechor después de la jornada extenuante. Y en el gorgoreo de los niños recién nacidos de la bienungida coyunda. Ella, la Ninfa de Cerro del Alma, o él, Federico Guillermo Henrique Alejandro de Humboldt, madre y padre al unísono, como el labriego de Arenas, alimentándoles entre los brazos, con una especie de fogonazo angelical que, a ambos, les quema la sangre y las entrañas... Cuando tal último hecho ocurre, el del amamantamiento, ya ha amanecido del todo, y toca, Aimé ya en pie, haciéndole señas al lado de la cama, por encima del mosquitero, dándose impacientes foetazos sobre las altas polainas de cuero, y acariciándose la redonda barba, roja, cana, renegrida, para, de una buena vez, emprender el inicio del regreso... Apenas le queda tiempo a Alejandro para el rápido aseo matutino. En el corredor esperan los frailes, Celso, los dos Migueles, el Guillo, Riobueno, el Cucho Berbín, y los misioneros más jóvenes trasllegados de España, bien dispuestos para cumplir el rito de la despedida; entristecidos, aunque echando a rebato las dos campanas a la vez, para bien despedir a los fraternos viajeros...

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Allí, en el corredor frontal, esperaban también el indio portador del barómetro, y los arrieros, y los otros tamemes. Y, un tanto más allá, en el patio empedrado de la entrada, la recua de muías cargadas de papeles con anotaciones y plantas por clasificar... XLIII MONTAÑA Y SELVA DE SANTA MARÍA

La vía para regresar de Caripe a Cumaná es el cerro y la selva de Santa María, celebérrimos por las dificultades que oponen a los viajeros. Los dos amigos naturalistas europeos no pueden menos que mirar con asombro y con respeto la hilera de colinas situadas al noreste del convento, atravesadas por el sinuoso camino que sube, siempre subiendo, por una vasta sabana hasta la altiplanicie que nombran La Guardia de San Agustín. Allí pararon un rato para aguardar al indio del barómetro. Al fondo, del todo desprovistas de árboles y arbustos, se ven las dehesas o sabanas naturales, proveedoras de excelentes pastos para las vacas del convento. Sólo muy de cuando en vez, sobre el uniforme verdor de la explanada se ven algunas pencas de maguey (Agave americana) cuyos bohordos floridos alcanzan hasta más de veintiséis pies de altura... Llegados a la altiplanicie de La Guardia, es Bonpland quien lo advierte, pareciera que se ha llegado al fondo de un antiguo lago, nivelado por la otrora sempiterna permanencia de las aguas. Se reconocen a simple vista las sinuosidades de las viejas riberas, lenguas de tierra avanzadas, peñones escarpados en forma de islotes. Bonpland no cesa de observar. Su inferencia se hace tanto más evidente en cuanto que la distribución de los vegetales parece no dejar dudas al respecto. El fondo de la cuenca es una sabana, al paso que las orillas están cubiertas de altos-fornidísimos árboles... Desde la altiplanicie, ya no hay más que bajar a la aldehuela de Santa Cruz. Se pasa primero por una cuesta en extremo resbaladiza a la que, no por casualidad, se nombra Bajada del Purgatorio. Es una roca de arenisca esquitosa descompuesta, cubierta de arcilla, cuyo talud aparece con una perpendicularidad inquietante. Para bajarlas, las muías juntan las patas de atrás con las de adelante, y derribando de grupa, déjanse deslizar al acaso... Un espectáculo para gozárselo... El jinete no corre ningún riesgo, con tal que afloje la brida y no contraríe los movimientos del animal... En un santiamén, como si deslizárase uno por un tobogán, se entra a la selva de sopetón, la pavorosa montaña de Santa María. Durante siete horas se baja, bajibaja-para-seguir-bajando por lo que podría considerarse un verdadero camino en escalera, una especie de zanjón sin fondo en el que durante los meses de lluvia despéñanse, de roca en roca, torrentes tumultuosos. Los escalones tienen dos o tres pies de alto; y las desdichadas y vimos que no tan obtusas bestias de carga saltan de un bloque de roca a otro al modo de las cabras montesas. Si el animal no alcanza el bloque de piedra más

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cercano, se hunde hasta la mitad del cuerpo en la arcilla blanda y ocrácea que rellena los intersticios de las peñas. Allí donde faltan los pedruscos, enormes raíces se ofrecen como puntos de apoyo. Alcanzan hasta 20 pulgadas de espesor y a menudo salen del tronco de los árboles muy por encima de la superficie del suelo. Harto se fían los usuarios de la habilidad y el feliz instinto reptíleo de las muías para mantenerse en la silla durante esta bajada a prueba de infarto. Aimé y Alejandro prefirieron descender a pie... Aseguran los dos que la ladera escarpada de la montaña de Santa María es una de las más densas que nunca vieron. La majestad y corpulencia de los árboles, la luz semipenumbrosa que se tamiza a través del techo vegetal, el vapor de agua que exhala la superficie del suelo, el olor a moho y a broza que se esparce como tufillo de ropa guardada, la variedad de peperonias y otras plantas carnosas, los bejucos tarzanescos y la variedad arbórea que uno no alcanza a precisar del todo, el currucai, los algarrobos o hymenaneas, la sangre de drago 0Croton sanguifluum), los helechos calahuala, la palma macanilla, la palma corozo, la palma praga, esta Cyathea speciosa sólo comparable a la Cyathea excelsa de la isla de Borbón; las mariposas ninfales y otras especies de lepidócteros inconcebibles, todo hace suponer que se cruza por un espacio distinto de los que normalmente conforman el globo terráqueo... Para colmo, el cielo encapotado anunciaba tempestad, haciendo temblar de pavor al menos oligárquico de los mortales. Más temprano que tarde caería a mansalva uno de esos aguaceros durante los cuales se desprende de 1 a 1,3 pulgadas de agua en un solo día. El sol, debilucho y aguachento, apenas alcanzaba a alumbrar a intervalos brevísimos las copas de los árboles más altos, y aunque a cubierto de su influjo escueto, el agobio del calor humedecido se hacía insoportable...

XLIV LOS ARAGUATOS O MONOS AULLADORES En la montaña y selva de Santa María, por primera vez los dos viajeros europeos tienen oportunidad de ver de cerca los monos aulladores que tanto habían oído antes en el véspero de Caripe. Son de la familia de los aluates (Stentor geoffroy), cuyas diversas especies han confundido por tanto tiempo a los zóologos... Al tiempo que los pequeños sapayus de América, que imitan en el silbido el gañido de los perezosos, tienen el hioides tenue y sencillo, los monos de gran tamaño, como los aluates y las marimontas (Ateles geoffroy) tienen la lengua sujeta a un ancho tambor óseo. La laringe superior de ellos tiene seis sacos en los que se pierde la voz, dos de los cuales parecidos a nidos de paloma semejan bastante la laringe inferior de los pájaros; y es a causa del aire empujado con fuerza en el tambor óseo por lo que se produce el lúgubre sonido que caracteriza a los araguatos. In situ, Alejandro se ocupó de dibujar estos órganos, imperfectamente

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conocidos por los anatomistas, y su descripción la publicó, regresando a Europa, como una novedad digna de aprecio. El araguato, llamado según López de Gomara, araguato por los indios tamanacos, y maraue por los maipures, es parecido a un osezno. Su longitud es de tres pies, contando desde el vértice de la cabeza, que es chica y muy piramidal, hasta la raíz de la cola prensil; su pelaje es espeso y de un pardo rojizo; el pecho y el vientre están al igual cubiertos de pelambre, y no desnudos como en el mono colorado o aluate rojo de Buffon, que cuidadosamente pudieron observar nuestros viajeros subiendo de Cartagena de Indias a Santa Fe de Bogotá. La cara del araguato, de un azul negruzco, está cubierta de una piel fina y arrugada. Su barba es bastante luenga; y a pesar de la dirección de la línea facial, cuyo ángulo es sólo de 30°, muestra en la mirada y en la expresión tanto parecimiento al hombre como la marimonda (Simia belzebuth, Brisson) y el capuchino del Orinoco (S. chiripotos)... Humboldt recuerda que su amigo Domingo Rogelio León le aseguró haber visto cerca del Perú de Caripe, araguatos que viven y se comportan como verdaderos humanoides primitivos, tristes, muy tristes; al decir del amigo Domingo Rogelio "con una tristura que se les sale por los ojos, en la voz, en el andar". No en balde afirma el autor López de Gomara, en el mismo sentido, que "el aranata de los cumaneses tiene cara de hombre, la barba rala de un cabrón y el gesto honrado de un varón sufrido"... Fue el propio Humboldt quien clasificó estos araguatos de Caripe o Cumaná diferentes del guariba (S. guariba) y del aluate rojo (S. seniculus) como una nueva especie del género Stentor, bajo el nombre de aluate oso (Simia ursina). XLV Y O NO TIEMPO, YO NO HORA...

Se habían detenido los viajeros para observar a los monos aulladores, que en número de 30 a 40 atravesaban el camino, pasando en larga fila de uno a otro árbol por las ramas cruzadas y horizontales, cuando, desnudos como el Padre Adán y la Madre Eva antes de la comisión del pecado nefando y la consiguiente pérdida del Paraíso, subían en fila un grupo de indios, de uno en fondo, hacia las montañas de Caripe. Las mujeres portaban bultos bastante pesados y los niños a cuestas, a marcha tendida. Los hombres iban todos armados, inclusive los niños casi impúberes, con macanas, arcos y flechas. Marchaban en silencio, como araguatos tristes, fijas las miradas en el suelo... Trataron de saber Alejandro y Aimé si todavía estaban lejos de la misión de Santa Cruz, si faltaba mucho tiempo para alcanzarla, si se hallaría una fuente en el camino para calmar la sed. El que fungía de jefe del grupo tribal, un hombre joven aún, de aspecto malencarado, contestó lacónico: — Yo no tiempo; yo no hora... Si voy, voy... Si vengo, vengo... Absolutamente irreal. Sólo después de varias horas de marcha, bajando de continuo sobre bloques de piedras esparcidos, se hallaron nuestros amigos

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exploradores, inopinadamente, como salidos de ultratumba y a riesgo de no alcanzar destino cierto alguna vez, se hallaron, digo, al término de la selva de Santa María... — ¡No lo creo, Aimemé, no lo creo! ¡Te digo y te digo y te digo, que no lo puedo creer! — expresó Humboldt una y otra vez con sorpresa y júbilo manifiestos. XLVI EL TEÓLOGO DE CATUARO

Nada fácil llegar hasta la aldea india de Santa Cruz. La sabana que a ese efecto atravesaron nuestros viajeros se compone de varias altiplanicies muy unidas y superpuestas a modo de pisos. Este fenómeno que Alejandro describió con lujo de detalles en su cuaderno de notas, la cara iluminada de alegría, en los ojos el brillo de dos bolas de acero, en los labios una risa de estupor, y el cual (fenómeno) en todos los climas parece repetirse, indica —así lo corrobora la teoría del maestro Werner, el amado neptunista— la permanencia de las aguas en algún momento omnipresentes en cuencas que se han vaciado las unas sobre las otras. Allí, donde Humboldt y Bonpland la vieron por última vez, en el bosque de Santa María, la formación en referencia mostrábase ligeramente porosa y más se asemejaba a la caliza de Cumanacoa que a la de Caripe. En ella encontraron mina de hierro bruto diseminado en copiosos nidos, y si no se hubiesen engañado en la observación, un cuerno de Ammón, que no lograron desprender. Tenía siete pulgadas de diámetro. Este hecho resultó tanto más importante a la vista de los exploradores cuanto en ninguna parte anterior de la América meridional habían visto amonitas. La misión de Santa Cruz está situada en medio de la llanura. Llegaron allá un jueves al atardecer, exhaustos de sed, puesto que habían pasado más de ocho horas sin hallar agua. No más llegando, los escasos habitantes del pueblo se arremolinaron en torno al grupo de forasteros, casi como unas figuras de leyenda llegadas de Otro Mundo... Y entre el bullicio del grupo de fisgones dos damas principales, esposas de funcionarios de la Real Hacienda en visita de inspección por la zona, transportadas ellas en quitrines y faetones... La facha de los dos europeos no podía menos que llamarles la atención... Humboldt con unos shorts bermudas, estilo safari; el fusil de doble repetición, terciado al hombro, y un par de pistolas Tryan R. Constable; longitud: 22, 5; calibre, 0,51 pulgadas; forma compacta; avancarga de varios disparos, y cañón muy corto, patinado en pardos anti-reflejos y culata de plata; una a cada lado del cinto... Sus pesadas botas de cuero crudo, acordonadas, a mitad de pierna, con el ribete de las medias blancas de algodón, sobresaliéndole... Y, lo más cómico del atuendo, un sombrero de antiguo cipayo hindú con un trozo de mosquitero de punto a modo de velo para protegerse el rostro de los zancudos patas blancas... Bonpland, por su parte, no venía con una estampa menos figurenesca... Sobre su coparchón gigantesco

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portaba una cobija de agua de esas de dos colores, armonizando con el garrasí llanero punta en blanco... Su cabeza leonina la traía cubierta con una pamela de cogollos de palma y anchísimas alas; en ristre una lanza llanera también... Una de las damas preguntó no sin sorna si los viajeros iban o venían de un baile de disfraces... Después de una cena opípara en casa del comendador don Alejandro Mejías, hombre amable y de un espíritu cultivado que suplió a los visitantes tres indios con sus machetes para adelantárseles en la marcha y abrir camino, con asistencia del comisionado de la Real Hacienda, su ayudante don Elias Carrera, el misionero Juan Payares y su sacristán mayor, el indio Salvadorito Faraón, amén de las dos damas de la tarde, pasaron la noche en uno de esos ayupas (caneyes) que pomposamente llaman Casas del Rey, que, como ya se ha dicho, sirven de tambo o caravanserrallo a los transeúntes... Al día siguiente, los dos hombres con sus tamemes y ayudantes siguieron bajando hacia el golfo de Cariaco. Más allá de Santa Cruz empieza de nuevo un espeso bosque. Allí encontraron bajo grupos de melastomatáceas, un nuevo hermoso helecho con hojas de Osmunda. Bonpland, lo clasificó como una Polybotria... Llegados a la misión de Catuaro, quisieron los europeos continuar al este por Santa Rosalía, Casanai, San José de Aricuar, Carúpano, Río Caribe y la montaña de Paria; pero supieron para su contrariedad que los aguaceros habían ya hecho impracticables los caminos, y que arriesgarían sus fardos de muestras botánicas y mineralógicas... Un rico hacendado de cacao debía acompañarles de Santa Rosalía al puerto de Carúpano. A tiempo supieron que sus negocios le habían llamado a Cumaná. Resolvieron, de consiguiente, embarcarse en Cariaco y retornar directamente por el golfo, en lugar de pasar entre la isla de Margarita y el istmo de Araya. La misión de Catuaro está situada en la región más salvaje de la península pariana. Todavía circundan la iglesia árboles de inmensa talla, y los tigres se acercan de noche al poblado para comerse las gallinas y los cerdos de los indios. Se alojaron nuestros amigos en la casa del cura fraile de la Observancia, a quien habían confiado la misión los capuchinos por no tener sacerdotes disponibles en su comunidad. El frailuco en cuestión era un doctor en teología, Santiago Pedroarenas, hombrecito delgado, nervioso, hablachento, de una vivacidad petulante... Le conversaba sin cesar a los dos exploradores del proceso que instruía contra el guardián de su convento, de la enemistad de sus cofrades, y de la injusticia de los alcaldes que, sin miramientos por los privilegios de su estado lo habían hecho meter en un calabozo infesto a paniagua. A despecho de estas aventuras un tanto funambulescas para un teólogo de las universidades de Roma y Maguncia, conservaba una marcada predilección por lo que llamaba él "cuestiones metafísicas"... Hablaba hasta por la tapa de la barriga con su metálica voz de ventrílocuo. Principalmente hablaba de teología. La teología, amigos. Lo más importante del conocimiento humano. La reflexión sobre Dios y las cuestiones del Más Allá. Me desvivo por esos tratados, discursos o prédicas que tienen por objeto a Dios o a las cosas divinas. Amo la teología mística o fabulosa, esa que

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emplean los poetas y que admite muchas ficciones, no importa si descabelladas y contrarias a la dignidad y naturaleza del Ser Supremo. Amo igualmente la teología natural, la de los filósofos, que tiene por objeto el estudio de lo que la Divinidad es, el lugar en el que reside, su género, su esencia, el tiempo en que ha nacido o su perennidad y si ella —como lo cree Heráclito— toma su principio del fuego o de los números, como afirma Pitágoras, o de los átomos como dicen Democrito y Epicuro. También amo, por supuesto, la teología civil, la que debemos conocer y practicar los ciudadanos en las ciudades y, sobre todo, los sacerdotes y nos regula el culto de la Divinidad, las ceremonias y los sacrificios que debemos rendirle. Esa ciencia, en fin a la que San Agustín y Santo Tomás, los doctores Angelicus y Sutil, y San Anselmo y Juan Bautista Vico, dedicaron sus mayores desvelos. Y, sin solución de continuidad, como una cadeneta, pasaba a preguntarle a sus huéspedes la opinión de ambos sobre el libre albedrío y la consistencia del ser en cuanto ser, o sea de la substancia, amigos, la substancia eterna, inmóvil, separada, el propio Dios, no vayan muy lejos; esos "primeros principios de las cosas en cuanto resultan por sí subsistentes". Y preguntaba, igual, sobre los métodos para "mejor desprender los espíritus de su prisión corpórea"... "¡Oh llama de amor viva / que tiernamente hieres... ¡Oh cautiverio suave! / ¡Oh regalada llaga!... ¡Oh lámparas de fuego "...Y sobre la doctrina de la revelación, la validez del dato revelado... Y la iluminación de la fe por la promoción de la inteligencia, o a la viceversa, la iluminación de la inteligencia por medio de la fe, y sin darle respiro a los contertulios, seguía con su lengüetea-que-te-lengüetea, histriónico, modulante, predicador, que si había que descubrir en los deseos infinitos del alma humana esa propensión a la vida divina que caracteriza al cristianismo, y que si había que abrir el alma humana a los caminos de la fe y a la fe divina los caminos del alma humana... Sabía o creía saber de todo, de filosofía, de lingüística, de historia, de física, de ciencias humanas... Nada se le escapaba... ¿Lo entienden, amigos?, ¿me siguen?, ¿son capaces de seguirme?, les preguntaba indistintamente a los dos forasteros, tocándoles el hombro, sin hallar cuándo detenerse, càspita, ¡éste hombrecillo si habla!, y agarrarla ahora, con el alma de los animales... ¡Claro que los animales tienen alma!... ¿Quién lo duda?... No por casualidad representan un gran papel en la mitología de todos los pueblos primitivos. Véase cómo los paganos adoraban a muchos ya por terror, ya por reconocimiento, ya por la doctrina de la metempsícosis... Adoro la doctrina de la metempsícosis... Véase cómo entre los egipcios, cada dios tenía su animal dedicado, lo que se conservó entre los griegos. El león fue consagrado a Zeus. Y el lobo a Apolo, igual que el gavilán y el cuervo y la corneja y el cisne; ¿no han oído hablar acaso de los cisnes apolíneos? Bonpland, a punto de reventar, dijo que sí, desde luego, no sabiendo si sentirse estúpido o emocionado por tanta sabihondez, al tiempo que Humboldt había decidido quitarse las botas de cuero crudo, sobarse los pies y sentarse en postura yoga, sin dejar de hacer pucheros, ¡cómo sabe!, señor, ¡cómo sabe!... Y el gallo, a Mercurio. Y el perro, a los dioses del Lar. Y el toro a Neptuno. Y el dragón

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a Baco o Dionisio. Y el mochuelo a Minerva, famosísimo ese mochuelo de Minerva. Y la serpiente a Esculapio. Y el ciervo a Diana. Y el cordero, a Juno. Y el caballo, a Marte... Y el propio Mahoma no dejó de incluir a los animales en su Paraíso... Diez son los animales que están o estarán en el Paraíso mahometano: la ballena de Jonás, la hormiga de Salomón, el carnero de Ismael, el becerro de Abraham, el pollino de la reina de Saba, la camella del profeta Salé, el buey de Moisés, el perro de los Siete Durmientes, el cuclillo de Belquis y..., y..., y... ¿a qué no lo adivinan?... El propio burro de Mahoma... El burro de Mahoma, pues, que habrá de casarse con la pollina de la reina de Saba... No pudieron con mi ingenio... ¡Estoy tan contento con la llegada de ustedes!... ¡Por fin, por fin, tengo con quien conversar!... XLVII L A CONSPIRACIÓN DE GUAL Y ESPAÑA

Con no poca contrariedad para los dos viajeros, quiso el hablachento misionero conducirles hasta Cariaco. No pudieron rehusarle. Ya no les atormentaría con las divagaciones sobre el alma de los animales y el libre albedrío de los hombres. Les conversaría de otro asunto, esta vez muy, muy, pero muy serio. En Caracas, ¡schiiist!, no lo repitan, se descubrió una conspiración... Una conspiración, sí, en contra del rey y la Corona... El movimiento había sido precedido y seguido de una gran agitación entre los pardos y esclavos de Coro, Maracaibo, Puerto Cabello, Barcelona y Cariaco... Yo sabía de él hacía rato por secretos de confesión de varios negros conjurados, asegura con ínfulas de hombre versado en muchas materias. Ahora, otro malaventurado negro había sido condenado a muerte en la jurisdicción de Cariaco, y las autoridades le mandaron a buscar para prestarle al condenado la extremaunción... Por eso, sin querer queriendo, el fraile Pedroarenas se ha informado de todo... Lo sé todo... Les cuento, pero me guardan el secreto, dice con malicia en los ojos y una sonrisa de complicidad. — No sé si saben que muchos de los más importantes comprometidos en la conspiración peninsular de San Blas, hace un par de años, pactada para derribar la monarquía y constituir una república al modo de la francesa, entre ellos Juan Bautista Picornell, profesor de literatura y activo francmasón; don José Lax, maestro de humanidades; don Sebastián Andrés, maestro de matemáticas; Manuel Cortés Campomanes, secretario de Picornell; don Juan Manzanares, médico fisiólogo; don Bernardo Garasa, abogado y literato; don Juan Pons Izquierdo, profesor de latiniparla y francés; don Joaquín Villalba, agrimensor, y algunos más; condenados algunos de ellos a muerte, obtuvieron una conmutación de pena y fueron enviados a varios presidios de América, y primero que ningún otro al del puerto de La Guaira... Estos hombres trajeron consigo el germen de la rebelión para sembrarlo en tierra venezolana, sentencia el curita... Lo sembraron o trataron de sembrarlo, por lo menos... En la cárcel de La Guaira continúan conspirando y entran en correspondencia con librepensadores de armas

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a tomar: Manuel Gual y José María España, los hermanos Montesinos Rico, y doña Joaquina Sánchez, una dama, también una brava y noble mujer, casada con España y de vieja ascendencia cumanesa, se incorporan sin más ni más a la conjura con otras personas de valía: comerciantes, abogados, menestrales y soldados blancos y de la casta de los pardos. Es así como, unas semanas más tarde, Picornell, Andrés y Cortés Campomanes, logran fugarse de la cárcel y llegar a la isla de Curazao... Estos sucesos que se desarrollan con celeridad no tardan en extenderse a otras ciudades de la provincia de Caracas y demás circunvecinas... Es así como la conjura llega a Cariaco y a la isla de Margarita... Don Manuel Montesinos Rico es dueño de hacienda y esclavos por estos lares y casado con una cariaqueña, doña Cirila Salmerón, llamada por su radiante belleza "la Venus del Cerro Grande" y también "la Afrodita de Meapire". Pues, don Manuel Montesinos Rico fue hecho prisionero en Caracas... A él le incautaron entre otros papeles comprometedores una Instrucción General, una Canción Patriótica y un Edicto... Don José Montesinos, hermano del primero, huyó despavorido desde Caracas, donde tenía una venta de café, cacao y otros frutos en la esquina de Sociedad, a las posesiones familiares de Cariaco, en compañía de un negro esclavo de su propiedad... Fue a ese negro esclavo, Mencho Cojudo, alto, espalda dobleancha, cara picada de viruela, dentadura blanquísima y completa, la cicatriz de un machetazo a la altura del costillar izquierdo, justo el pobre infeliz, al que aprehendieron y condenaron las autoridades y al que ahora va a extremaungir el frailuco... Al parecer, la Instrucción General de marras es de proyecciones profundas y harto generosas. Dividida en varios artículos, comenta el cura conocedor, sus propósitos comprenden: la formación de un estado independiente integrado por las provincias de Caracas, Cumaná, Guayana y Maracaibo; adopción de una bandera con los colores blanco, azul, amarillo y rojo, representativos de las distintas castas existentes en el país: blancos, pardos, indios y negros; excitación a los vecinos para que se armasen como pudieran a fin de derribar el coloniaje; constitución, en cada pueblo de las provincias, de una junta de gobierno provisional; suspensión de los estancos y monopolios; libertad del comercio; igualación completa de todas las castas; abolición de la esclavitud y eliminación de los tributos impuestos a los indios... El curita Pedroarenas como se ve sabía o parecía saber bastante más de lo sabible... Humboldt y Bonpland intercambian una mirada de inteligencia entre ellos y deciden no hacer comentario alguno... Ya habrá tiempo para desconstruir y volver a construir lo oído, parecen decirse... Mejor no soltarle prenda al frailuco parlanchín. .. Mejor no soltársela... La vía que siguen los viajeros por entre la selva de Catuaro se parece a la bajada del cerro de Santa María: tanto que a los pasos más difíciles se les designa aquí con nombres risibles a fuer de extravagantes: Saca-manteca, Revienta-nalgas, Cojónde Verraco, Llega-si-puedes, Tiembla-tierra, Cosa-más-grande, Ay pobre de mí, Rueda-rueda-redondil, y algunos otros, igualmente adecuados. Ándase por ellos como dentro de un surco angosto, excavado por los torrentes

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y rellenos con arcilla fina y tenaz. Las muías abaten la grupa y se dejan deslizar en las pendientes más empinadas. El peligro se hace nulo en virtud de la gran destreza de las bestias. Se baja de este cerro, llamado de Meapire, casi de manera milagrosa, sobre las tongadas de la roca, cuyo corte presenta peldaños de desigual altura. Es otra vez un verdadero camino de escalones. Más adelante, al salir del bosque, se llega a la colina de Buenavista o Tumba de Juan Quijano, que es digna del nombre que lleva, porque desde ella se descubre el pueblo de Cariaco en el centro de una vasta llanura abundante en plantaciones, cabañas y bosquetes esparcidos de cocoteros. Al oeste del poblado se extiende el vasto golfo separado del océano por una recia muralla de rocas; y hacia el este, en fin, se descubren la alta sierra de Areo y la montaña de Paria como dos cadenas de nubes azuladas. Es una de las vistas más extensas y magníficas de que se pueda gozar en las costas de la Nueva Andalucía. Allí pidió el maestro Juan Quijano, de muy grata recordación para los cariaqueños entre otros motivos porque se presentaba "Juan Quijano de Cariaco, a su mandar"; allí en esa prominencia magnífica, pidió él que se enterraran sus huesos. Una alta cruz de palosano señala el sitio preciso del enterramiento. XLVIII LA SALUBRIDAD DE CARIACO A pesar de enclave tan precioso, no es Cariaco sitio saludable. Periódicamente, una gran parte de sus habitantes se la pasan tendidos en hamacas y enfermos de fiebres intermitentes. Al término de la estación seca y comienzo de la lluviosa, estas fiebres asumen un mal carácter, y pasan al estado de fiebres perniciosas disentéricas. Teniendo en consideración la suma fertilidad de los llanos circundantes, su humedad excesiva y la masa de vegetales que cubren el terreno, se vuelve comprensible por qué, en medio de tanta descomposición de materias orgánicas, pululan los morbos y afecciones, a diferencia de la salubridad que caracteriza, por ejemplo, a los suelos áridos como el de Cumaná... La observación la discute Humboldt con Bonpland antes de anotarla, cuidadosamente en su diario de viaje... Algo debe influir para que en la zona tórrida esa gran fecundidad del suelo, las lluvias frecuentes y prolongadas, el lujo suntuoso de la vegetación y la relativa homogeneidad primaveral de la temperatura, sean bondades contrabalanceadas por un clima más o menos funesto a la salud de los hombres blancos... Las doctrinas racistas y el determinismo geográfico del conde Gobineau y otros teóricos de la Europa hemisferionortina y con sus cuatro estaciones bien determinadas, parecían estarse incubando ya en la mente del berlinés... Bajando de la sierra de Meapire, que forma el istmo entre las planicies de San Bonifacio y de Cariaco, se halla hacia el este la gran laguna de Putucual, que se comunica con el río Areo, y que tiene de cuatro a cinco leguas de diámetro. Los terrenos montañosos que rodean esta cuenca sólo son conocidos por los indíge-

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ñas. Allí es donde se ven esas grandes boas que los indios chaimas designan con el nombre de guainas y a las que se le atribuyen fabulosamente un aguijón debajo de la cola. Allí se dice que habitan otros especímenes de la zoología fantástica y los fabulosos Bestiarios del Medievo; aquellos que escribieron Filipo de Thaun y Pedro de Picardía, Alberto Magno y Ramón Llull; tales la medusa de cabeza serpentífera, negativa y destructora; el uroboros infinito; todas las verdaderas e imaginarias serpientes que se enumeran en La Farsalia: la parca que "enhiesta como báculo camina", el yáculo o la lora "que viene por el aire como una flecha" y "la pesada anfisbena, que lleva dos cabezas", al decir de Plinio, "como si una no le bastara para descargar el veneno"; el unicornio, con su único cuerno estrigilado en espiral; el águila bicéfala; el dragón vencido por San Jorge, las quimeras, las esfinges, las lamias, el minotauro, el basilisco, el cancerbero, el centauro y los ictiocentauros, los elfos que tanto temía Alejandrito en su infancia de Tegel, los grifos e hipogrifos, las harpías, el pegaso, pelícanos, fénices y salamandras... Por el oeste, bajando, siempre bajando, se encuentra primero un terreno hueco (Tierra Hueca) que durante los grandes temblores de tierra de 1766 arrojó hacia los aires asfalto envuelto en petróleo viscoso; más adelante se ve brotar del suelo una innumerable cantidad de fuentes termales hidrosulfurosas; y por último se llega a las orillas de la laguna Campona, cuyas emanaciones nada gratas contribuyen en grande a la insalubridad ambiental. Piensan los naturales y casi lo asienta Humboldt como verdad irrefutable que el terreno hueco está formado por el hundimiento de las aguas calientes; y a juzgar por el sonido que se oye cuando pisan los caballos, debe pensarse que las cavidades subterráneas se prolongan de oeste a este hasta cerca de Casanai, en una longitud de 3.000 a 4.000 toesas. Un riachuelo, el río Azul, recorre estas llanuras, que están agrietadas por los frecuentes sismos y terremotos. Las aguas de ese río Azul son frías y límpidas. Nacen en la falda occidental del cerro de Meapire, y se cree que acrecen con las infiltraciones de la laguna de Putucual, situada al otro lado del eslabón. El riachuelo en referencia y las fuentes termales hidrosulfurosas del Llano de Aguascalientes (al E.N.E. de Cariaco y a dos leguas de distancia) se arrojan todos en la laguna de Campona. Éste es el nombre que dan a un gran aguazal que en el tiempo de las sequías se divide en tres cuencas situadas al noroeste de Cariaco, cerca de la extremidad del golfo. Sin cesar expelen fetideces de agua estancada, con las que se mezclan las vaharadas de hidrógeno sulfurado y el nauseabundo hedor de los pescados podridos y las otras materias orgánicas en proceso de descomposición... Estos miasmas de Cariaco se forman igual que en la campaña de Roma, pero por el ardor del clima tropical se acrecientan los efluvios y su fuerza deletérea. Según Humboldt, son probablemente combinaciones ternarias o cuaternarias de nitrógeno, fósforo, hidrógeno, carbono y azufre. Dos milésimos de hidrógeno sulfurado mezclados con el aire atmosférico son suficientes para envenenar un perro o un caballo; y en el estado actual de laeudiometría aún faltan medios para

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apreciar mezclas gaseosas que sean más o menos nocivas a la salud, según que sus elementos en cantidades infinitamente pequeñas se combinen en diferentes proporciones... Para contrarrestar tales hedores malsanos, los lugareños usan bálsamos y otras drogas odoríferas y sanantes del ambiente como la escamonea, el ripóntico, el posipolio, el terebinto, el incienso y la mirra, que compran en la única botica del pueblo, propiedad de Antonio de Villasante y situada al lado de la ermita. Temerosos de enfermarse por el efecto pernicioso de los miasmas, los dos naturalistas se apresuraron a salir de Cariaco. En la primera oportunidad se embarcaron para cruzar el golfo, haciendo la travesía hasta el embarcadero de Cumaná, unas 12 leguas marinas poco más o menos, en casi un día entero, pues hay que luchar con vientos contrarios. Por añadidura, llovía a cántaros y el trueno rugía de cerca. Enjambres de flamencos, grazas, buchones y cuervos marinos, llenaban el aire buscando la ribera. Sólo los alcatraces, especies de grandes pelícanos, perseveraban sosegadamente tras su pesca en medio del golfo. Diríase que la borda de la embarcación estaba a flor de agua. El golfo tiene casi por todas partes de 45 a 50 brazas de hondo; pero en su cabo oriental, cerca de Curaguaca, en una extensión de cinco leguas, no indica la sonda más de tres a cuatro brazas. Es allí donde está el Bajo de la Cotúa, banco de fondo arenoso, que en la bajamar se descubre como si fuere un islote. Las lanchas que llevan víveres a Cumaná encallan a veces allí, aunque sin mayores peligros porque la mar no es gruesa ni borboteante a esa altura... Tan pronto avanzó la tarde, en medio de la lluvia incesante y el ocaso que se filtra, el capitán, un marino mulato de El Cerro Grande, y la mayoría de los 18 pasajeros amontonados en la frágil embarcación, apenas cubiertos por un precario techo de lona y las respectivas cobijas de agua, optaron por buscar la ribera para pasar la noche. Un día más, Aimemé, le dice Alejandro a Bonpland. ¡Un día más!, asiente el francés... Finalmente, fondearon en Pericantal, pequeña hacienda situada en la costa meridional del golfo y propiedad de una familia de apellido Damas. En sus derredores no se ven sino hileras de cocoteros, una planta que vegeta en el hemisferio boreal desde el ecuador hasta 28° de latitud y sube de las llanuras ribereñas hasta 700 toesas sobre el nivel del mar. Bonpland le comenta a su compañero que son como las Chamaerops de la cuenca del Mediterráneo, una legítima palmera del litoral. Prefiere el agua salada a la dulce y no se adapta tan bien como en las costas en el interior de las tierras, donde el aire no está impregnado de partículas salinas... En las demás partes de América no se cultiva generalmente el cocotero sino alrededor de las haciendas para comer sus frutos. En las costas de Cariaco forman verdaderas plantaciones. Háblase en esas tierras de una hacienda de coco, tal como una hacienda de caña, de café o de cacao. En un terreno arenoso, fértil y húmedo el cocotero comienza a dar abundantes frutos al cuarto año; pero en los terrenos áridos las cosechas no se obtienen sino al cabo de diez o quince años. "Esperanza para el que siembra coco" es un dicho

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con el que se expresa la largueza de una expectativa difícil de concretar. Existen en el golfo de Cariaco haciendas de 8.000 y 9.000 cocoteros que, por su aspecto pintoresco, recuerdan a esas bellas plantaciones de datileras de Elche, en la provincia de Alicante, donde en una legua cuadrada se hallan más de 70.000 palmeras reunidas, setenta mil palmeras plantadas en un mismo lugar... No salieron los viajeros de la granja de Pericantal sino ya bien salido el sol. La costa meridional del golfo, adornada con una rica vegetación, ofrece un aspecto próspero y risueño, al paso que la costa septentrional es pelada, roqueña y árida. A pesar de esa aridez del suelo y de la falta de lluvias que a veces se prolonga hasta por quince meses (igual que en el desierto de Canund en la India), se producen allí jugosísimas patillas o sandías que pesan de 50 a 70 libras... Aún quedaba por cumplir casi otro día entero de viaje, en una lancha estrecha y sobrecargada, donde los instrumentos y colecciones de los dos naturalistas iban entremezclados con sacos de azúcar morena, racimos de plátanos y nueces de coco, toneles de aceite, gallinas enguacaladas, tubérculos de yuca y cargas de tortas de casabe, galones de ron campanero y damajuanas de vino, piezas de lienzos y paños, lechones gruñentes y fardos de pescado seco... Sobre las tres de la tarde alcanzaron la boca del río Manzanares.

XLIX YO SOY UN INDIO CHAIMA Lo primero que hace Alejandro tan pronto se instala de nuevo en su casa cumanesa, es salir a buscar a su amigo Domingo Rogelio León. Quiere compartir con él los enmaravillamientos de la excursión a Caripe y agradecerle sus advertencias e informaciones tan valiosas sobre la mejor forma de cumplir el viaje. Lo encuentra en su casona semiabandonada de Santa Inés, un corredor de columnas corroídas y pintadas con añilina, el techo entretejido de caña brava, y entre horcones derribados y tejas ennegrecidas, festoneadas por guirnaldas de cundeamores maduros, un cúmulo de cosas amontonadas; pechidesnudo nuestro amigo, descalzo, enhorquetado en un chinchorro de guaralillo, meciéndose y empujándose con la planta del pie contra la pared. Come un pedazo de ocumo chino frito con queso blanco, al tiempo que lee el Ars Amatoria y los Remedia Amoris de Ovidio, entre otros libros que tiene regados al pie de la chinchorreta: El sí de las niñas de Leandro Fernández de Moratín y El Buscón de Quevedo, la Crónica del Perú de Pedro Cieza de León y la Relación de los sucesos de Pedrarias Dávila en las provincias de Tierra Firme o Castilla del Oro y de lo ocurrido en el descubrimiento de la mar del Sur y costas del Perú y Nicaragua de Pascual de Andagoya, El diablo pintado por sí mismo por Santiago Colin de Plancy, y el Dogma y Ritual de la Alta Magia de Eliphas Levi, El asno de oro de Lucio Apuleyo, el Decamerón de Bocaccio, el Manual del perfecto cristiano de Erasmo de Rotterdam, y una curiosa relación, Viaje a las islas de Trinidad, Tobago y

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Margarita y diversas partes de Venezuela de América Meridional por el viajero francés J. J. Dauvison Lavarusse, entre otros muchos... Tan pronto se percata de la llegada del europeo, Domingo Rogelio salta de la hamaca, con grandes zalemas y muestras de alborozo: — Pase, pase doctor Humboldt, está usted en su casa. Es un honor que me hace. Le digo que es un honor que me hace... Justo endenantes estaba pensando en usted, que si ya habría regresado, que cómo le habría ido, que si se iba a quedar de por vida con los curas aragoneses del convento, estudiando la cueva y esa flora y esa fauna maravillosas del valle de Caripe que Dios nos bendiga por los siglos de los siglos. Y cuénteme, ¿cómo está su compañero Bonpland, recogió muchas plantas?... Pero, arrime nomás esa silla de vaqueta, arrímela, y vamos a sentarnos en la puerta de la calle a disfrutar de la brisa marinera, que aquí adentro como que está haciendo mucho calor... Los dos hombres hablan de todo, como que son muy cultos los dos. Hablan de la hospitalidad de los frailes, de la cueva y los guácharos, de la manteca que los lugareños recogen en la noche de San Juan, de las planticas fantasmales que intentan crecer en el interior de la caverna, a pesar de las ínfimas condiciones. Y de la belleza de las inditas caripenses, menudas, altas, cobrizas, pechiparadas, sin nada de grasa en las barriguitas, con los ombliguitos hundidos hasta un jeme para llenárselos de licores dulces y lengüeteárselos después, firmes los muslos en derechura, y las nalgas empinadas y redondas como pelotas de hule. Y habla Humboldt, también, ¿por qué no? de la belleza de los muchachos, unos auténticos jayanes espartanos, unos efebos como los que se disputan para sí los pachás turcos en las islas griegas. Y hablaron de las alturas inconcebibles de Cocollar y Turimiquire, y de las bajadas también inconcebibles del cerro y la selva de Santa María. Y del cura teólogo de la misión de Catuaro. Y de la insalubridad de Cariaco... Yo me conozco cada palmo y cada habitante de estos parajes, doctor Humboldt, le dice Domingo Rogelio a su amigo berlinés con voz bronca al tiempo que eufórica, como salida del suelo, del polvo de la tierra, de los troncos y hojas de los árboles, de los esquitos de la pared calcárea más próxima. Y es que yo soy un auténtico indio chaima. O mejor un indio perteneciente al grupo de naciones más o menos emparentadas entre ellas y que habitan esta parte noreste de la América equinoccial, la Tierra Firme y las riberas del Orinoco y que, por su diversidad e íntima cercanía a un tiempo, mucho se parecen en el caso a los remotos pueblos que habitan las gargantas del Cáucaso y las montañas del Hindu-koh en la extremidad septentrional del Asia, más allá de los tungusos y de los tártaros estacionados en la embocadura del Lena. Vale decir, querido doctor, aunque Ud. no me lo crea, perdóneme la jactancia, que soy un bárbaro; un bárbaro, chico; un bárbaro, como los bárbaros del Cáucaso; aunque soy de los que cree que nada tiene que ver ese término tomado de los romanos y los griegos con el salvajismo que se atribuye a los pueblos primitivos, autóctonos u originarios, sino con la originariedad y la autoctonía misma. Para mí el vocablo

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bárbaro es, más bien, el nombre propio de una de esas hordas primitivas aparecidas en un territorio dado. Los varavaras, los pahlawas, los sakas, los jawanas, los kambodachas, los tachinas. Soy un indio, mi amigo doctor; un indio salvaje, pues, para no entrar en disquisiciones de si estoy reducido a las misiones o vivo errante e independiente; que entre uno y otro estado he vivido por muchos tiempos, un rato así, otro asao; y a veces, encabalgado sobre las dos condiciones. No sabría precisarle cuáles son mis orígenes últimos. Sí, soy chaima y me siento chaima porque son aquellos con los que más he convivido y con los que más íntimamente me he relacionado desde niño; pero, igual, podría pertenecer a cualquiera de las tribus que configuran la Nueva Andalucía y la Nueva Barcelona. Soy o podría ser chaima igual que guaiqueríe o parigoto. Podría ser cuacua, aruaca, caribe o guaraúno. Podría ser cumanagoto, palenque, caribe, píritu o tumuzo. Podría ser topocuare o chacopata. Podría ser guaribe. En realidad, prefiero creer que soy chaima, porque entre otras razones nací en El Perú de Caripe. Y los chaimas son los indios que predominan en esa región caripense. Desde niño quedé huérfano y me tocó vivir errante por mis propios medios, un poco arrimado a las misiones de los padres aragoneses, un poco a lo que podía medrar en los caños y los bajíos, por los pueblos y caminos, a lo largo de los altos montes del Cocollar y del Guácharo, por las riberas del Guarapiche, el río Colorado, el Areo y el de Caripe. Por mi cuenta me hice diestro en el manejo del arco y la flecha y la macana. Aprendí a tender mis redes y trampas cazadoras justo en el sitio donde ronda el jabalí y la lapa y el tapir. A ojo pajarero, me hice un lince viendo entre las enramadas, y por el color del agua supe dónde buscar la pesca. Ninguna pesca mejor, doctor Humboldt, que la de los ríos y las fuentes de agua dulce de este país. Abundan aquí los cíclidos, los únicos peces de río que tienen la aleta dorsal muy larga y sin separación entre los radios anteriores, transformados en espinas, y los posteriores que son flexibles; su carne es sabrosísima; y los pavones (Cichla temensis), los pavones venado, y los cinchados, y el trucha, y el real, y el mataguaro, y el tres estrellas, y el mariposa, y el cara de caballo o chupatierra, y la pavona o vieja, con el cuerpo ovalado y alto, la cabeza obtusa, la boca ancha con abertura oblicua y la mandíbula inferior más larga que la superior; tienen las aletas dorsal, anal y caudal densamente recubiertas de escamas. Y los bagres o familia Pimelodidae, ¿no ha probado usted nuestros bagres, doctor?, son inconfundibles con su piel desnuda, no recubierta ni total ni parcialmente por escamas o por placas óseas; dotados de seis barbillas alrededor de la boca, entre las cuales las barbillas maxilares, como bigotes de felinos, que pueden ser largas o muy largas, ya que en algunos géneros rebasan con mucho la longitud del cuerpo; presentan, como otro signo distintivo, entre el hocico y los ojos cuatro orificios nasales, simétricos dos a dos, el par anterior bien separado del posterior... Prolijo se vuelve Domingo Rogelio en la enumeración de peces de esta familia, todos con su nombre vulgar pero estableciéndole al berlinés la correspondencia latina: el cogotúo o buiboi, el matacaimán, el puyón, el

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bagre propiamente dicho, el dormilón o manguaní, horrible con su cabeza deprimida, su labio superior más corto que el inferior y los ojos muy grandes desorbitados, el cabo de hacha o paleta, el mapurite, también conocido como machete o zamurito, el tumame, el malarmo, el yaque, el cunaguaro o bagre manta, el aristocrático dorado, el exquisito laulau, el blanco pobre, el cajaro, de llamativa coloración ocre salpicada de diminutas manchas oscuras desde el hocico hasta la parte posterior de la aleta dorsal, sus aletas anaranjadas y las barbillas amarillas fosforescentes, y aun otras familias de bagres aún más extensas: el panaque, el armadillo, el guaraguara, el barbón, el corroncho, el tabla, el aguja, el coridora o el cochinito, el curito, el sierra, el palmera, el guitarrillo, el sierra rayada. Sin prescindir, respetado y sabio amigo, de la familia Serrasalmidae, los voraces caribes que usted debe haber visto cautivos en los acuarios de Europa... Impávido, sin darse cuenta del tiempo que transcurre, Domingo Rogelio sigue con la peroración de su vida. Luego me avine con los padres aragoneses. Con ellos aprendí a leer y a escribir el castellano, los principios del Evangelio, la Latiniparla y el Peripato. Con el padre Lira Sosa aprendí rudimentos de francés, lengua que después perfeccioné por mi cuenta. Con el padre Supinio, empecé a parlar el italiano, y con los jurungos que vienen y van a Trinidad y Tobago, a espicar el inglés. También aprendí algo de portugués o portuñol por la estada en contacto con los garimpeiros brasileños. Lo demás me lo enseñaron los libros y la vida. Por la práctica aprendí igual a levantar una casa, desde preparar el barro de las paredes hasta armar el cajón de guasduas, horcones y bejucos, que a preparar un buen condumio; que a construir una silla y una mesa, y un altar de santos para colocarle a la mujercita su crucifijo y su misal, sus escapularios y camándulas, sus velones y estampitas y la imagen de busto de Santa Inés, la patrona y abogada de la ciudad; todo eso, mi doctor, y a labrar y prensar un tambor, también, o a fabricar una flauta de carrizo, o el más fino cuatro que desearse pueda para acompañarme las décimas y los polos y las malagueñas que aprendí a cantar temprano, para no tener que llorar las penas del querer... También me hice diestro, querido doctor, en la fabricación de canoas. ¿Nunca le he hablado de mis canoas? No hacía falta más. Le hablo de mis canoas. Le diría que fue fabricando canoas como me gané la vida la mayor parte del tiempo. Con los indios del sur del Orinoco, aprendí el arte. Desde el principio, las hice de una sola pieza, sacadas del tronco de un árbol, y labradas con hachuelas y azuelas de piedra, y ensanchadas luego con fuego. La primera cuya hechura completé recuerdo que tenía 26 pasos de largo y dos brazas de ancho, en ella, cuando la echamos al agua, viajaron 70 indios, entre hombres, mujeres y niños. Para hacerlas siempre preferí maderas bien escogidas, el cedro amargo o rojo (Cedrela odoratá), el sasafrás (Licaria cymbarum), el cachicamo o palo maría (Calopyllum lucidum), el palo amarillo (Terminalia amazónica), o el palo de aceite (Copaifera officinalis); también, pero en segundo lugar de preferencia, recurría a la madera del cedro blanco o jacifate (Protium altissimum), la ceiba

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(Ceiba pentadrá), el jabillo (Hura crepitans), y la carapa (Carapa guianensis). Luego de localizar en la selva el árbol de la especie preferida y del tamaño adecuado para la curiara o el bongo o la piragua que deseaba fabricar, procedía a cortarlo con la ayuda de unos cuantos indios aprendices, y a hachazos, comenzaba a darle forma, empezando por las dos extremidades que pronto se transformaban en popa y proa. Con gran precisión y minuciosidad me tocaba después vaciar el tronco, hasta la profundidad de uno o dos palmos, para seguir el trabajo de por fuera, reduciendo por todas partes el tronco. Para tal fin se voltea, y siempre con el hacha, se va desbatando toda la superficie, con el cuidado exacto de lograr un grosor uniforme. No recurría para eso a calibradores especiales sino a un método simple pero absolutamente eficaz: taladrar agujeros de aproximadamente dos centímetros de diámetro por todo el casco para controlar el grosor deseado. A este punto, con la ayuda de palancas, se voltea nuevamente la curiara, bocarriba, para darle los últimos toques. Cuando terminaba esta tarea, procedía a tapar los agujeros con tacos de maderas, que luego cortaba al ras con el machete. Tales tacos, al mojarse, se dilatan y sellan de un todo los agujeros... A ese punto, la curiara está casi lista. Solamente queda ensancharle el interior por medio del fuego, llevándola antes hasta el río, cerca del cual se procede a quemarla de a poco por dentro, para que se abra la madera por la acción del fuego, al tiempo que se le van colocando travesaños para impedir que se cierre de nuevo al enfriarse... Así seguía quemando y ensanchando hasta que la abertura adquieriese el diámetro conveniente. Se colocaban los travesaños que servirían de asiento, y estaba lista la curiara para navegar... Domingo Rogelio terminó su discurso curialesco, con énfasis de curia, tal como si hiciese en estrados alguna alegación forense. Humboldt no pudo menos que sentirse admirado. De verdad en todo el tiempo que llevaba en la América meridional no se había topado con otro natural, llámese cristiano, reducido, civilizado, llámesele gentil, nómade o independiente, tan faculto, bien instruido, habilidoso y si se quiere civilizado; civilizado, Aimemé, ci-vi-li-za-do, como este amigo Domingo Rogelio León, un señor, una lumbrera, un mago de la palabra, un encantador de serpientes, un poeta... L DOMINGO ROGELIO LEÓN TAMBIÉN ES POETA...

Las palabras se le agolpan en la mente y en los labios, como las estrellas en el cielo, infinitas, insondables, inconmensurables. Las alcanza con sólo imaginarlas, y se le colocan ahí, a la espera para ser usadas en la construcción infalible de la frase. Domingo Rogelio se regodea con ellas, retozantes, dispersas como escolares en el receso de la entreclase, u obedientes, puestas una al lado de las otras, esperantes, bien domeñaditas, cada una ocupando su espacio y su tiempo, no obstante que llevan ellas contra sus pubis y entre sus piernas perros rabiosos furibundos. Domingo Rogelio canta "lo, Pean", y vuelve a cantar "lo, Peán!",

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cada vez que cae en sus redes la presa perseguida y se apropia de una palabra nueva. El alegre amante con la verde palma premia sus versos y los pone por delante de los del anciano de Ascra y del Meonio. Tal el huésped, hijo de Príamo, cuando largó las blancas velas saliendo de la belicosa Amiclea con una esposa raptada. Tal era quien en carro vencedor te llevaba, Hipodamia, transportada sobre ruedas extranjeras. Domingo Rogelio quiere seguir jugando con las palabras. Las pesca como pececitos de río, como pajaritos en enramada o jugueteantes sobre el césped, las arrastra consigo, hacia donde quiere tenerlas y poseerlas finalmente. Las huele. Se las fuma. Las gusta, con la punta de la lengua recorre cada una de sus porosidades, las ensaliva, las embola, las deglute, las quimifica, las quilifica, las digiere o no las digiere, las defeca, las maltrata, las sodomiza, revolviendo las leyes de sus naturalezas; pero, ellas, prestas a seguir tentando el ingenio del poeta, incólumes, siguen allí, acarreadas por ese Puraná hirviente que parece ser la voz del poeta hablante y que conduce invariable hasta las puertas del Paraíso... Humboldt no pierde palabra de las dichas por su amigo. Hasta el final, se mantiene atento ante su incisión y brillantez, y esa postura libérrima frente al tema tratado, cualquiera que éste sea, la soltura, la gracia, la disgresión fecundante, el don para inquietar, para crear suspenso; el hallazgo de conexiones inesperadas entre un tema y otro que subvierten las estructuras de pensamientos pre-establecidas, la amonedada relación de causa a efecto, siempre marchando hacia una suerte de armonía universal encubierta, vedada al hombre por el lastre de lo sucesivo y la lluvia siempre gota a gota de lo fragmentario... Ahora Rogelio Domingo le habla a Alejandro de un caballito blanco que tiene en el patio de la casona de Santa Inés. Es un potro alado. Lo nombra Alicasco y dice que lo encabalga a la hora de los "ocasos ingrimos". Así es él, un amador de "las honduras de las horas", alguien que naufraga en el silencio y desanda pasos herrumbrosos y se vuelve o cree volverse "parábola inconclusa"... Es un hombre, en fin, que presume sobre la corteza absoluta, huecuras interiores, donde supone ríos con la pura luna y luceros moribundos, que no obstante pueden ser reanimados al entrar en contacto con el agua y las palabras abracadabrantes que Domingo Rogelio puede decirles, les dice, al oído. Pero no es Domingo Rogelio de los que se limita con la palabra, por la palabra, sólo a desvelar zonas ocultas de la realidad... No es él un blablachento decidor de metáforas trasnochadas, apegado a los encrespos y a los afeites. No... Es lo que el propio Humboldt llama "un versado maestro en los recursos tradicionales retóricos, los de transición, de climax, bucólicos, la inventio del discurso, la dispositio, la elocutio"... Y es que su máximo ideal de vida es el Cultus (esa vida humanística que no renuncia al disfrute de la inteligencia, ni a los progresos culturales, pero tampoco al goce sensual, mínimo, amoroso y pleno de la elementaridad). Sabe él pasar las horas recostado a un árbol puntiseco, abandonado en la hondonada, y apoderarse de toda la languidez del día, recibiendo el sol como un beduino, reconociéndose como un ínfimo átomo del universo...

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Muchas veces ha verbalizado frente a su amigo berlinés que su mayor suplicio es, "no sentirse en armonía con el mundo"... LI LENGUAS INDÍGENAS

Humboldt le dice a Domingo Rogelio que la lengua de los indios chaimas, a decir verdad no le pareció agradable al oído. Posee en lo principal menos terminaciones sonoras en vocales acentuadas. Llama la atención el frecuente repetir de las sílabas guaz, ez, puec y pur. Son derivaciones de la flexión del verbo "ser", y de ciertas preposiciones que se añaden al fin de los vocablos, y que conforme al genio de las lenguas americanas, se incorporan con aquellos. Satisfecho, le revela al amigo que durante la permanencia en el hospicio de los capuchinos, se ocupó en unión del señor Bonpland en formar un pequeño catálogo de voces chaimas. Tras un breve silencio, como si cada uno revisase su respectivo repertorio; el ego desbordado de cada uno, la complacencia personal (por mejor decir) los lleva a confrontar sus respectivos vocabularios. Ure es yo, dice Rogelio. Y tuna, es agua, mientras conope, es lluvia, agrega Alejandro. Poturu es saber y apoto es fuego. La nuna es la luna y el mes, acierta Rogelio, mientras que nono es la tierra. Y le advierte al berlinés, de seguidas, que los indígenas del río Caura dicen que "la luna es otra tierra"... Con orgullosa confianza mantienen un rato más el juego. Ye es árbol. Ata, casa. Piache, médico, y guana, miel. Tibin es uno. Acó es dos. Orea, tres. Y nacaramayre, dijo él. El chaima, como el tamanaco, y la mayor parte de las lenguas americanas, carece enteramente de ciertas letras, tales: la f, la b, y la d. Ninguna palabra empieza por 1. Igual observación se ha hecho sobre la lengua mexicana, aunque esta se halla sobrecargada de las sílabas tli, tía, o itl, al fin o en el medio de las voces. LII L A POLÍTICA NO ANDA BIEN

Aquella noche, que pudo ser de cien años de duración dada la facundia de los dos contertulios y el tema lingüístico y antropológico de por sí inagotable, devino en los sucesos políticos últimos que han ocurrido en Caracas y otras capitales. La ola de rumores cunde como fiebre disentérica en entrada de lluvia... Domingo Rogelio le cuenta al amigo parte de las noticias que recogió hoy por la mañana en el mercado y a la altura del puerto. Lo de Gual y España parece que pica y se extiende. Hasta a la señora Sánchez, la compañera de España, la hicieron prisionera y van a condenarla si no a la pena capital a varios años de presidio... "Como los otros conjurados ella también tenía su charpa de pistolas cual el mejor soldado, su cinturón, su fusil y su correaje"... Por lo demás, oí esta mañana entre los inversionistas de esclavos, que ha subido de manera escandalo-

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sa el precio de éstos. El último barco portugués pretendía vender cada negro en 300 pesos y tras mucho regateo, sólo alcanzó a vender uno, tuerto y sin dientes por 250. Se quejan los hacendados de que con estos precios se vuelve absolutamente ruinoso el cultivo de la tierra. A los riesgos por enfermedad o muerte y los accidentes a pedido de boca, se suman las fugas. Es sabido que en las costas de Dahomey muchos se enrolan como esclavos voluntarios, pero llevados por la malicia, no tardan en saltar la talanquera. Así en Barlovento, las fugas han crecido un mundo. El gobierno de esta colonia carece de fuerzas como para recuperar los fugados o ponerles un piquete de guardias atrás y, al parecer, buen número de ellos atraviesa la no muy extensa serranía que separa los valles de Caucagua de las costas de Barlovento y establecen allí sus cumbés donde los negros venidos del Dahomey les remueven los ancestros y hacen que vuelvan a sus hechicerías y antiguas costumbres. Uno de ellos bautizado Normando, con el apellido de su dueño, don Raimundo Rada, y que al parecer era un alto sacerdote del Bodú del Dahomey, ha levantado un rancho en la boca del río Caruao, donde practica desembarazadamente sus ritos y creencias. Y al parecer, ese es un foco de subversión permanente que angustia a las autoridades y crea el desconcierto. Es un hecho que el gobernador de Caracas asumirá todas las jurisdicciones militares de las provincias. Domingo Rogelio no dijo más. Y Humboldt, por su parte, no quiso averiguar más de lo hasta allí escuchado. LUI L A BARAHUNDA DE LA NOCHE

Alejandro emprende el regreso desde la casa de Domingo Rogelio a la suya por la cuesta de Santa Inés hacia el puerto. Atrás queda la iglesia, el castillo de San Francisco de la Eminencia, la cuadra enarenada del cementerio, y Miramar. La brisa sopla con fragancia de algas marinas y el tufillo silvestre de las mujeres que se ofrecen a los marinos llegados de otros mares, aquellos que por venir de lejos llegan graves de ardor, buscando el refocilamiento, ganosos de revolcarse en jubilo, en el encanto, extraviados, fecundos, dispendiosos. Los faroles esquineros escancian brillos en la sombra y las voces de los búhos y los murciélagos pasan fulmíneas por entre los postigos de las ventanas y las ramas de los tamarindos. De lejos, de muy lejos, vienen cantos ambiguos y sonidos de banjos y aires de balalaika, cantados por los marinos de un barco ruso, llamado San Petersburgo construido en los astilleros del zar Pedro I, que por la tarde Alejandro vio entrar al puerto, ¡Kalinka, Kalinka, Kalinka mayá, jey\... El berlinés esbozó una sonrisa cuando se percató que desde un zaguán semipenumbroso lo citaba una mulatica. Lo bisbiseaba seriamente, de manera retadora, al tiempo que se venteaba la falda hasta dejarse ver la bombacha de zaraza floreada, y se apechugaba los senos por encima del descote, sin dejar de palmotearse las nalgas todavía adolescentes, pero ya con signos de opulencia expandí-

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da. Allí mismo, a la mano, detrás del tabique, le mostraba la esquina de un colchón tendido en el suelo a merced del deseo. La sábana aún debe conservar el sudor de las últimas trabazones. Alejandro apresuró el paso. Nunca había aceptado él esos amores vicarios. Por una sola vez en la vida, recuerda que estuvo con una puta en Jena. Y recuerda, igual, que desnudos se mantuvieron cuerpo contra cuerpo, la boca de la muchacha abierta, suplicante, a la espera, sin que en él se produjera del todo la erección, hasta que los dos se separaron con un aire perplejo, insatisfechos. ¿Por qué asombrarse? Montones de varones están impedidos de practicar la cópula sexual por la falta o insuficiencia de erección. Y él es uno de ellos. Un impotente coéundi, un bolasfrías, un pipe caído... Alejandro apresura el paso. Quiere llegar pronto y aprovechar el tiempo tomando distancias lunares u observando los satélites de Júpiter... Quizás, si Aimé está despierto, aprovechen la calma chica de la noche y el calor excesivo, para atravesar la playa de los Guaiqueríes y contemplar el instante de la pleamar. Al poco, ocurrió un accidente funesto que pudo dar cuenta de él. De improviso, sintió que alguien andaba detrás suyo, y al volverse vio un hombre de alta estatura y con el color de los zambos, desnudo de la cintura hacia arriba. Casi sobre la cabeza le tenía puesta una macana, grueso garrote de madera de palma, engrosado hasta la punta en forma de maza. Por un instante miedo, miedo constante realmente, medio ininterrumpido. Nuestro amigo, no obstante, evita el golpe saltando a la izquierda y, presto, desenfunda su pistola disparando un par de tiros al aire que hicieron huir al zambo, despavorido hacia un tunal, bosquecilio de nopales y de Avicennias arborescentes; por casualidad se cayó en la carrera y sembrado de espinas como un San Sebastián lacerado, terminó desapareciéndose por entre la intrincada maraña de callejas, recodos, plazoletas, bajadas y subidas que forman ese barrio de Santa Inés... LIV EL DIÁBOLO EN PERSONA

A la mañana siguiente, por el propio gobernador Emparan, Humboldt supo que el tal zambo era un sujeto de alta peligrosidad, un goajiro, indígena de la raza wayú, nativo de las aldeas próximas a Riohacha. Había servido a un corsario de la isla de Santo Domingo, y a consecuencia de una disputa a bordo con el capitán habría sido abandonado en las costas de Cumaná cuando el navio salió del puerto. Ahora malvivía errabundo en la ciudad y sus derredores del robo y el asalto a mano armada. En su haber se cuentan varios homicidios por apuñalamiento. Lamentablemente, a la policía se le ha hecho imposible su captura pues se dice que domina las artes de la metamorfosis en la cual fue tan diestro Lucio Apuleyo entre los antiguos, igual que el gran maestro de las transformaciones y los encantamientos, el imponderable Ovidio. Cree el vulgo que en un santiamén, como por arte de birlibirloque, y con una seguridad increíble, se transforma en jaguar, en mariposa, en perro sato callejero, en perro de agua, en cernícalo, en

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luciérnaga noctivaga. Cada vez se piensa que están a punto de aprehenderle, que le tienen cercado, que ya no podrá escaparse de nuevo, y, enseguidita, por obra del encantamiento, desaparece otra vez y otra y otra; de repente, ya no está más... El propio gobernador refiere a Humboldt y a Bonpland el número de veces que ha seguido de cerca el procedimiento aprehensor de quien se ha convertido en el enemigo público número uno de los cumaneses. En una oportunidad, en el barrio de los indios guaiqueríes por ejemplo, estuvo cercado por cincuenta hombres, policías y vecinos, provistos de fusiles que le apuntaban y armas las más diversas; todos estaban dispuestos a caerle encima y dar cuenta de él y, he aqui, que el hombre se quedó impávido, con los brazos caídos, dando la idea de un indemne desvalido, entregado de un todo, como si hiciera caso omiso de los guardias armados y los fusiles hacia él apuntantes, como si hiciese caso omiso de la chusmamulta armada de picas, palos y piedras; como si hiciese caso omiso de la majestad del propio gobernador cuyo bando real de aprehensión había sido leído antes por pregonero de voz cantante en el sitio cercano a la voz de aprisionamiento; como si hiciese caso omiso de su misma indefensión; como si hiciese caso omiso de todo; quedándose, allí, simplemente, sin hacer nada, mientras todos le miraban fijamente, fijamente ¿entienden? sin parpadear, y de pronto, sacó la lengua, hizo orejitas de conejo, lanzó una carcajada estridente, mayor que la de Esténtor en el campo de Troya, y antes de que ninguno de los guardias pudiese disparar, convertirse no en uno ni en dos ni en tres, sino en una nubarrada de garzones que, a mediodía en punto no obstante, obscurecieron el cielo, al despegar el vuelo... ¿Saben el poder sobrenatural que eso implica? Hacerse pasar por entregado, indemne de un todo, casi sin vida, lívido, bracicaído, desrrengado, y, sin más, desencadenar un escándalo, dejar a una turba sin vista, sacar la lengua y levantar el vuelo cual una nubarrada de garzones; cual una nubarrada de garzones, sí señores. Lo que desconcierta es la exactitud, la precisión, la fuerza de lo sobrenatural, la máxima naturalidad con la que se cumple el artificio brujeril. ¿Será un artificio brujeril aprendido acaso en los libros de magia negra, o será, en verdad, el propio Belcebú en persona?... Para mí dice el gobernador, muy entrado en razón, que es el propio Belcebú en persona... Nada más... No creo nada más... Absolutamente, nada... LV U N ECLIPSE DE SOL

Humboldt, aunque sin reponerse todavía del susto, hecho un badulaque, habiendo tenido fiebre la noche anterior e intimidado por los cuentos y suposiciones del gobernador Emparan, pensando no sin razón que el zambo Belcebú o no, podía perseguirle de nuevo, hacerle cacería y mandarlo al otro mundo, habiendo errado en el primer intento, procuró llenarse de valor, readquirir su jovialidad que ha de mirar un viajero explorador como uno de los dones más preciosos, y,

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animado por la proximidad del eclipse total de sol que habría de producirse ese día, justo a la 1 h. 47' y 13" de la tarde, olvidado del zurdo y su macanazo, fuere o no fuere Belcebú, un rato después en compañía de Bonpland, el señor gobernador, el poeta Domingo Rogelio, y dos o tres amigos y vecinos más, hallábase en la azotea de la casa, con su telescopio e instrumentos de medición perfectamente instalados, para mejor observar el eclipse. El cielo estaba limpio y sereno. La media-luna de Venus y la constelación del Navio, tan resplandeciente por la cercanía de su inmensa nebulosa, comenzaron a divisarse de nuevo como si aún no hubiese amanecido. Por su habilidad científica y la precisión de sus aparatos astronómicos y metereológicos, el naturalista berlinés obtuvo una observación completa del curso y fin del eclipse. Así, pudo determinar la distancia de los cuernos o las diferencias de altura y de azimut mediante el paso por los hilos del cuadrante. El fin del eclipse fue a las 2 h. 14' 23", tiempo medio de Cumaná. El resultado de la observación, calculada según las antiguas tablas por el señor Ciccolini, en Boloña, y por el señor Triesnecker, en Viena, fue publicada en el Journal de la Real Academia de las Ciencias inglesa Conocimiento de los tiempos. Los días que siguieron al eclipse de sol ofrecieron fenómenos atmosféricos muy notables. Corría lo que en Cumaná llaman la estación del invierno, es decir, la de las nubes y las descargas eléctricas. Por las noches se elevaba un vapor rojizo sobre el horizonte y cubría en pocos minutos, como con un velo más o menos denso, la bóveda azul del cielo. El higrómetro de Saussure, lejos de moverse hacia la humedad, retrogradaba a menudo de 90° a 83° (debe recordarse que en la latitud de esta zona cumanesa, en la época de mayor sequía, el higrómetro de Saussure se sostiene asaz constantemente entre 85 y 90°, bajo una temperatura de 25-30°; en Europa, por lo menos en agosto, a la misma temperatura, la humedad media de la atmósfera es de 75-80°). El calor del día era de 28° a 32°, harto considerable. A veces desaparecían los vapores durante instantes de la noche; y en el momento en el que Humboldt emplazaba los instrumentos, formábanse en el zenit nubes de una blancura impoluta, im-po-lu-ta, una im-po-lu-tez-res-plan-de-ci-en-te, y se extendían, ellas, las nubes, hasta el mismísimo horizonte. El 18 de octubre, tuvieron tales nubes tan extraordinaria transparencia que no ocultaban las estrellas de cuarta magnitud. Podían distinguirse perfectamente las manchas de la luna, que hubiera podido decirse que su disco estaba colocado por debajo o encima de las nubes, dispuestas entonces a una altura prodigiosa, en fajas igualmente espaciadas, como por efecto de repulsiones eléctricas. Son los mismos montecillos de vapores que Humboldt vería después en la cima de los Andes más altos, y que allá son llamadas borregos; como los que observó, con el sabio granadino Francisco José de Caldas, en el páramo de Pasto, barrido por los vientos punzantes en noches sin abrigo, y cuando alcanzaron a trasmontar el Pichincha, el más pequeño de los volcanes del valle de Añiquito, el Atisana (en dos ocasiones), y los grandes colosos de Chimborazo y Cotopaxi. Humboldt se recuerda envuelto en un capote de muchos de

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esos borregos, cual un tejido de lana a medio corcusir, y ajuareado magníficamente con sus botas de cordobán a mitad de pierna, protegido de cerca por el dios Kronos, armado de su eclepsidra y su guadaña, y con un cóndor entumecido a los pies. Humboldt se recuerda meditabundo, anublado, añusgado, sobrecogido por la inmensidad del paisaje, campante en el pináculo de no precisa cuál de las dos prominencias. A buen seguro, se trató de un delirio, su Delirio sobre el Cotopaxi, su Delirio sobre el Chimborazo... — Pero sigamos, poeta Domingo Rogelio, mejor sigamos con el cuento de los fenómenos celestes que estamos divisando por estos días. ¿Se ha percatado usted, noble y perspicaz amigo, cómo cuando el vapor rojizo cubre ligeramente las grandes estrellas de nuestro cielo generalmente escintilan apenas más abajo de 20 o 25°, no conservando ni aun en el zenit su luz tranquila y planetaria? ¿Se ha percatado?... Me choca esa variación de la Naturaleza... No deja de ponerme caviloso ese efecto de una bruma que no afecta al higrómetro en la superficie del suelo... Créame, querido Domingo Rogelio, que paso las noches casi enteras sentado en la azotea, desde donde abarco gran parte del horizonte. No deja de ser un espectáculo atrayente... Un espectáculo atrayente, pero preocupante... Le digo, amigo Domingo Rogelio, que en mí tiene efectos demenciales... Bonpland y el poeta Domingo Rogelio se ríen. No obstante, Humboldt no se da por aludido y, lejos de moderar sus gestos amanerados y su voz meliflua, los acentúa: — Me horroriza, digo que me horrorizzzza ver cómo cada noche, estos últimos días, la bruma rojizzzza se ha vuelto más espesa de lo que hasta allí había sido... Me horrorizzzza, al extremo de que preferiría no tener que hablar de ello, de ese calor que parece asfixiante aunque el termómetro no suba de los 26°. La brisa cerúlea, que refresca generalmente el aire desde las ocho o nueve de la noche, desde las ocho o las nueve poco más o menos, siempre a esa hora, no se ha vuelto a sentir en lo absoluto. La atmósfera parece como abrasada, abrasada, sí de brasa, no porque uno la abrace con sus brazzzos como a un doncel o a una doncella; la tierra, polvorienta y reseca, luce agrietada por doquier... ¿Se han dado cuenta de que luce agrietada?... Todos son signos de malos augurios como piensan y dicen los nativos... Me extraña que usted no se lo crea, amigo Domingo Rogelio, que se dice tan chaima auténtico, tan autóctono, tan piache o chamán de su tribu y no sólo de su tribu, sino, además de todo el "grupo de naciones más o menos emparentadas entre ellas y que habitan esta parte noreste de la América equinoccial, la Tierra Firme y las riberas del Orinoco, etc. etc.". Bien que no lo crea el señor Bonpland, tan sabio y doctor de París y científico exacto; la Ciencia si uno tiene conciencia de ella es tranquilizante; la Medicina, por ejemplo, no conoce el concepto del miedo; la Poesía, la Magia, el Arte en general, sí creen en lo inefable... Todo lo inefable cabe dentro de la dimensión poética... Hasta yo, hasta yo que también soy poeta aunque desdoblado en científico, o a la viceversa: científico desdoblado en artista, escritor,

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dibujante, astrólogo judiciario, podría permitirme el escepticismo; pero, ¿usted, usted, Domingo Rogelio? ¡Por favor, poeta!... LVI E L TERREMOTO DEL 4 DE NOVIEMBRE

Fue horrible... Se cuenta y no se cree... Ese terrible 4 de noviembre... Hacia las dos de la tarde... Nubarrones de un negror extraordinario envolvieron los altos montes circundantes del Bergantín y el Tataracual y el Turimiquire, adelantándose poco a poco hasta el zenit. Hacia las cuatro resonó el trueno sobre los circunstantes, aunque a una inmensa altura, sin retumbos y con ruido seco y a menudo interrumpido. Los fragores fueron aumentando en intensidad y frecuencia, lapso a lapso... A las cinco de la tarde, a las cinco en punto de la tarde, se oyó el trueno más alto / a las cinco de la tarde. / Una maldición de Dios ya prevenida, / a las cinco de la tarde. Lo demás fue muerte y sólo muerte / a las cinco de la tarde. Fueron dos sacudidas de un temblor que se sucedieron de inmediato, sin solución de continuidad al parecer. Eran las cinco en punto de la tarde. La gente lanzaba fuertes gritos en la calle. A las cinco de la tarde. Aimemé, que estaba inclinado sobre un mesón examinando plantas, fue casi derribado. Yo sentí la sacudida con mucha fuerza, aunque estaba acostado en una hamaca. Fue una sacudida de norte a sur, por lo demás rara en Cumaná. Unos esclavos que sacaban agua de un pozo de más de 18 a 20 pies de profundidad, cerca del río Manzanares, en el fundo de don Montaño, oyeron un ruido semejante a la explosión de una fuerte carga de pólvora de cañón, como salido del fondo del pozo. Eran las cinco en todos los relojes. A las cinco de la tarde. A las cinco de la tarde. A las cinco en punto de la tarde... Un viento violentísimo trajo la lluvia eléctrica. / A las cinco de la tarde. / Y goterones incontrolables enloquecieron el electrómetro de Volta. / A las cinco de la tarde. La puesta del sol se hizo magnifícente. / A las cinco de la tarde. La espesa cortina de nubes se desgarró en jirones. / A las cinco de la tarde. Y apareció el sol a 12° de altura sobre un fondo azul turquí. / A las cinco de la tarde. / Estaba enormemente ensanchado su disco, desfigurado y ondulante hacia la periferia. / A las cinco de la tarde. / Las nubes se colorearon de un dorado intenso. / A las cinco de la tarde. / Y hasta la mitad del cielo se extendían haces de rayos divergentes con los propios colores del iris. / A las cinco de la tarde. / En la plaza pública hubo un gran gentío. A las cinco de la tarde / A las cinco de la tarde / A las cinco en punto de la tarde... Apenas hacía veintidós meses que la ciudad de Cumaná había sido totalmente destruida por un terremoto. El pueblo tiene como pronósticos infaliblemente siniestros los vapores con los que se abruma el horizonte y la falta de brisa durante la noche. Por eso los científicos europeos recibieron frecuentes visitas de personas que se informaban de si los instrumentos que ellos manejaban indicaban

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nuevos sacudimientos para el día siguiente. La inquietud fue en especial grandísima y casi universal cuando el 5 de noviembre, exactamente a las cinco en punto de la tarde, hubo de nuevo una violenta ventolera acompañada de truenos y algunas gotas de lluvia. Ningún sacudimiento se percibió, a pesar. El viento y la tormenta se repitieron durante cinco o seis días a la misma hora, y hubiera podido decirse, en el mismo minuto. A las cinco en punto de la tarde; unas décimas de segundo más, unas décimas de segundo menos. Es observación hecha largo tiempo ha por los habitantes de Cumaná y de muchos otros lugares situados entre los trópicos, que los cambios atmosféricos que parecen más accidentados siguen durante cierto tiempo con una regularidad admirable. En Europa, el mismo fenómeno se manifiesta durante el estío en la zona templada, y la circunstancia como tal no le ha pasado desapercibida a los astrónomos, los cuales, en un cielo sereno, ven a menudo formarse durante tres o cuatro días seguidos en un mismo punto del cielo, nubes que toman igual dirección y se disuelven a la misma altura, ora antes, ora después del paso de una estrella por el meridiano, y por consiguiente con pocos minutos de aproximación en el mismo tiempo verdadero. Para los cumaneses, el temblor de tierra, la tronada que lo había acompañado, el vapor rojizo visto por tantos días, todo fue mirado como efectos del eclipse solar anterior. Nadie hablaba de otra cosa, sino de los efectos maléficos del eclipse. El temblor de tierra del 4 de noviembre, le hizo a Humboldt una impresión vivísima, primero que más nada porque estuvo acompañado de variaciones metereológicas tan notables. Era además, para usar sus mismas palabras, "un verdadero solevantamiento de abajo arriba, y no una sacudida por ondulación"... No pensaba entonces que terminaría acostumbrándose por su permanencia en las altiplanicies de Quito y en las costas del Perú a los movimientos algo bruscos del suelo y que pueden terminar siendo tan familiares para los lugareños como lo es el ruido del trueno, pongamos por caso, para los europeos. En la ciudad de Quito jamás se levantó nuestro amigo cuando los bramidos subterráneos que parecen venir del Pichincha, anunciaban (con dos o tres minutos y a veces siete u ocho de anticipación) una sacudida cuya fuerza es raramente proporcionada a la intensidad del ruido. La indolencia de los habitantes que recuerdan que su ciudad no ha sido arruinada desde hace tres siglos, se comunica fácilmente al extranjero menos intrépido. En general, no es tanto el temor del peligro lo que impresiona vivamente, como la novedad de la sensación, cuando se llega a experimentar por primera vez los efectos del más leve temblor de tierra. Palabra por palabra, casi de memoria, recuerda Humboldt haber escrito, esta palabra sí esta palabra no: "... se fija en nuestro espíritu desde la infancia temprana la idea de ciertos contrastes: el agua nos aparece un elemento móvil, la tierra una masa inmutable e inerte. Tales ideas son por decirlo así el producto de una experiencia diaria, y se enlazan con todo lo que por los sentidos nos es trasmitido. Cuando se siente un sacudimiento, cuando la tierra es desconcertada en sus viejos fundamentos que tan estables hemos supuesto, basta un instante

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para destruir largas ilusiones. Es como un despertar, pero un despertar angustioso. Creemos haber sido engañados por la aparente calma de la naturaleza: estamos desde entonces atentos al menor ruido, y desconfiamos por vez primera de un suelo en el cual por tanto tiempo hemos puesto el pie con seguridad. Si las sacudidas se repiten, si se hacen frecuentes durante varios días consecutivos, la incertidumbre desaparece rápidamente. En 1784 los habitantes se habían acostumbrado a oír mucho el trueno bajo sus pies como lo oímos nosotros en la región de las nubes. La confianza renace fácilmente en el hombre; y en las costas del Perú, se concluye por acostumbrarse a las ondulaciones del suelo, como el piloto a los sacudimientos del navio producido por el choque de las ondas"... Por las tardes, a la hora del Angelus, los cofrades de las distintas congregaciones salían en procesión por las calles en rogatoria para contrarrestar los malos efectos del eclipse. Pasaban por las puertas de la casa y detenían la sagrada imagen o el pendón de la cofradía; un sacristán aspergía el lugar con agua bendita. Las mujeres cuchicheaban entre ellas. Kyrie eleison. Criste eleison. Los hombres entre paradas y paradas tomaban a pico de botellas tragos de ron "El muco". Dicen que muchas familias han comenzado a emigrar del pueblo por obra del terremoto. En las aceras todavía pueden verse montones de cosas arrumbadas, ropa usada, muebles, libros, restos de vajilla. Y la escuela de primeras letras del maestro Montúfar, vacía, con vigas y pedazos de friso de pared, regados por el suelo. Cada familia tenía por lo menos un muerto, un lesionado o un desaparecido, en el terremoto. Al albañil Juvencio Córdoba, un hombre grande y manchado de vitíligo, lo mató el techo de su taller al desprenderse de un solo platabandazo. Y tres niños de una misma familia que se cobijaron bajo el dintel de una puerta, cerca del castillo de San Francisco de la Eminencia, fueron encontrados cadáveres al paso de los días. El menor de los tres portaba aún al hombro un cazamariposas con algunos cangrejos de tierra que había capturado se ve que momentos antes de ocurrir el temblor... Cerca de la embocadura del Manzanares, de una sola vez, se derrumbaron como diez ranchos de pescadores. Eran construcciones precarias, de tablas, cartón y techos de palmas. Por fortuna no hubo víctimas personales. Sólo una muchacha coja, que no pudo correr ni guarecerse a tiempo fue alcanzada por un tablón claveteado y sufrió un hematoma cerca del pómulo izquierdo y un desgarrón en la pantorrilla derecha. En el hospital público Obispo de Armada los heridos estaban tendidos en camillas improvisadas a ras del suelo. Hombres con brazos encabritillados y las cabezas vendadas, mujeres llenas de gualdrapas, un niño con quemaduras de segundo y tercer grado. Unos pasantes del barrio de los guaiqueríes encontraron un indio muerto, flotando en un remanso del río, trabado con las zarzas de la orilla; estaba medio podrido y no se sabía si era una víctima del terremoto o se había ahogado desde antes. En la casa de la Gobernación, por órdenes del señor

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Emparan, un par de mujeres repartían comida para los indigentes. Sopa, un trozo de pescado, arroz blanco, y tajadas de plátanos. También dispuso don Vicente una vacunación masiva contra las fiebres disentéricas y la viruela negra. LVII LLUVIA DE ESTRELLAS Y OTRAS OBSERVACIONES ASTRALES

El vapor rojizo que abrumaba el horizonte poco antes del ocaso del sol había cesado desde el 7 de noviembre. La atmósfera había recuperado su anterior pureza, y la bóveda del cielo apareció en el zenit con esa coloración azul turquí propia de los climas en los que el calor, la luz, y una gran uniformidad de carga eléctrica, parecen favorecer al unísono la más perfecta disolución del agua en el aire. En la noche del 7 al 8, Humboldt observó la inmersión del segundo satélite de Júpiter. Las fajas del planeta eran más distintas de las que antes jamás las hubiese visto. Una parte de la noche la pasó nuestro amigo comparando la intensidad de la luz que despiden las hermosas estrellas que brillan en el cielo austral. Una de sus perseverancias en este viaje fueron desde Cumaná, dese Guayaquil, desde Lima y Veracruz, las observaciones del cielo por sobre el mar, en ambos hemisferios. Había transcurrido casi medio siglo desde que La Caille examinó esta región del cielo que es invisible para Europa. Las estrellas próximas al polo austral son en general observadas con tan poca continuidad y ninguna asiduidad, que pueden efectuarse los mayores cambios en la intensidad de su luz y sus movimientos, sin que tengan de ellos el menor conocimiento los astrónomos. Se ufana Humboldt haber notado de este género en la constelación de la Grulla y en la del Navio. A simple vista comparó tales estrellas que no están muy alejadas unas de otras, para colocarlas según el método indicado por John Frederick William Herschell en una memoria leída en la Real Sociedad de Londres, en 1796; después de esto, Humboldt empleó diafragmas que disminuyen la abertura del objetivo, vidrios coloridos o no, puestos ante el ocular, y sobre todo un instrumento de reflexión propio para traer dos estrellas de una vez al campo del anteojo, después de haber igualado su luz recibiendo a voluntad mayor o menor cantidad de rayos reflejados en la parte estañada del espejo. Convenía Humboldt en que todos estos medios fotométricos no son de una gran precisión; pero creyó que al último, que quizás no había sido aún empleado, podría hacérsele asaz exacto, añadiendo una escala al soporte móvil del anteojo del sextante. Tomando promedios entre un gran número de evaluaciones vio decrecer el berlinés la intensidad relativa de la luz de las grandes estrellas: Sirio, Canopo, Alfa del Centauro, Achernar, Beta del Centauro, Fomahault, Rigel, Proción Betelgouze, Eta del Can Mayor, Delta del Can Mayor, Alfa de la Grulla, Alfa del Pavo real... Semejante trabajo fue publicado y leído por Humboldt en muchas de las principales academias de Europa...

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La noche del 11 al 12 de noviembre fue fresca y de gran belleza. En la madrugada, desde las dos de la mañana, poco más o menos, se comenzaron a ver por el este los meteoros luminosos más extraordinarios. Bonpland quien se levantó para tomar fresco en la galería fue quien primero los divisó. Millares de bólidos y de estrellas fugaces se sucedieron durante cuatro horas o más. Su dirección era muy ordenadamente de norte a sur. Algunos de los desprendimientos alcanzaron 40° de altura. Todos sobrepasaban de 25 a 30°. El viento era muy leve en las bajas regiones de la atmósfera y venía del este. Ningún vestigio de nubes se veía. Bonpland refiere que desde el comienzo del fenómeno no había en el cielo un espacio igual en extensión a tres diámetros de luna que no se viese a cada instante colmado de bólidos y estrellas fugaces. Los primeros en menor número; pero como los había de diferente magnitud, era imposible fijar el límite entre estas dos clases de fenómeno. Todos estos meteoros luminosos dejaban huellas luminosas de ocho a diez grados de longitud, como ocurre a menudo en las regiones equinocciales. La fosforescencia de estas huellas o fajas luminosas duraba de siete a ocho segundos. Varias estrellas fugaces tenían un núcleo muy distinto, tan grande como el disco de Júpiter, del que partían chispas de un brillo vivaz y contundente. La luz de estos meteoros era blanca y no rojiza, lo cual había de atribuirse a la suma transparencia del aire y a la ausencia de vapores. Casi todos los habitantes de Cumaná fueron testigos del fenómeno. Lo tomaron como una secuela más del pasado eclipse de sol y del propio terremoto. En el arrabal indio, los guaiqueríes se levantaron y comenzaron a recoger agua dulce en poncheras y jicaras para atraer el fulgor de los meteoros y evitar que éste pudiera hacer daño ocasional a sus viviendas. LVIII DESPEDIDA CUMANESA E HISTORIA DE UN ARCHIVO EPISTOLAR PERDIDO

Hasta el embarcadero del Manzanares llegó el gobernador Emparan con su comitiva oficial y el poeta Domingo Rogelio León para despedir a los viajeros que dejaban Cumaná y viajaban entonces al puerto de La Guaira, por el cual exportaban los habitantes de la provincia de Venezuela la mayor parte de sus producciones. La emoción de la despedida era visible en el rostro de los circunstantes. Don Vicente de Emparan leyó un Acuerdo Especial de la Cámara Edilicia donde los dos hombres eran declarados "Hijos adoptivos de la Ciudad". Domingo Rogelio y Humboldt se abrazaron una y varias veces más, emocionados hasta las lágrimas, y prometieron escribirse desde donde quiera que se encontraren. De hecho, el volumen de epístolas que se cruzaron los dos hombres fue de tal grosor que a principios de este siglo, herederos de Domingo Rogelio, los León Caicedo, y los León Bermúdez de San José de Aerocuar, y los Conopoima León de San Antonio del Golfo, y los León Carrocera de Río Caribe, tenían baúles de madera y cajas de cartón repletas de cartas manuscritas del barón berlinés para el amigo caripense, ilustre antecesor de los entonces tenedores de ese archivo

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documental. Nos contó el cronista don José Vitelio Chamberlán, de origen jamaiquino pero por años residente en Cumaná, ya muy anciano él, una tarde que le visitamos en su casa cumanesa del barrio Caigüire, que tuvo a su vista algunas cuantas piezas de ese invalorable acervo documental, de quien nadie sabe dar razón dónde puede hallarse ahora. Eran cartas manuscritas hechas con bien pulsada y menuda letra sobre olorosos pliegos de papel-hilo, cuartillas holandesas, distinguidos con el escudo baronal del berlinés. En ellas daba cuenta a su corresponsal venezolano de todo cuanto iba haciendo y viendo a lo largo de sus viajes equinocciales y hasta muchos años después de regresado a Europa: la descripción del Morro de Barcelona, la enumeración de las principales familias barcelonesas que les atendieron en la brevísima estada cumplida en la ciudad del Neverí; el enamoramiento súbito que vivió por la joven Matildita Odoardo Sarmiento (quien fuera más tarde, me lo aseguró conocedor el cronista Chamberlán, madre del notable matemático y profesor de la Universidad Juan Manuel Cagigal); decía Humboldt en esa carta referida que Matildita era la vivida estampa de su madre, la baronesa joven, y por eso, a buen seguro se dislocó tanto por ella, cuando la vio por primera y única vez en la misa dominical de la iglesia del Carmen, y a la salida de misa, pudieron pasearse por los derredores de la Plaza de Armas, entre los setos deleitosos, a la hora de la retreta dominguera que la Banda Marcial interpretaba con trompetas, trombones, redoblantes y platillos; Alejandro en esa carta para Domingo Rogelio León se deleita moroso describiendo a la joven barcelonesa, una chica chica y menuda be-llí-si-ma, de alto calibre, pun-pun-pum-pam, Matilde, Matildita, Matildita, Dita, Mati, Tildi, Tilde, Tildita, con símiles y metáforas guerreras y armamentísticas que seguramente le venían de los ruidos y notas onomatopéyicas de la Banda Marcial, esta marcha turca, aquel pasodoble cañí o la contradanza trepidante que sonaría más tarde; ese domingo, en la iglesia, no tuvo ojos más que para ella, con su rebeca y su mantilla, haciendo como si leía el misal, y esa expresión de la cara cuando venía de tomar la comunión, humedecidos los labios finamente carnosos, los párpados entrecerrados; un mundo de información cada una de esas cartas magníficas: la mirada general sobre las provincias de Venezuela; la diversidad de intereses de los venezolanos; el carácter, jovialidad, sensualidad, individualismo, un individualismo no desafecto a la confraternidad, la simpatía a flor de piel, los juegos de manos y de palabras ingeniosas, los chistes y las cufletillas y las cuchufletas, el espíritu irónico, civilizado, la influencia recibida de Europa y norteamérica, las bellezas naturales del valle de Caracas; los pueblos que están enclavados en el valle; el clima; una descripción suscinta de la Silla de Caracas; los temblores de tierra que entonces se sintieron en el valle; los pormenorizados detalles de la excursión por el Orinoco, el trasmontamiento del Río Negro y el acceso a los límites con Brasil; el paso por los Llanos de El Pao, y la parte oriental de las llanuras de Venezuela, la Mesa de Guanipa, Aragua de Barcelona, las cabeceras de Güere; y ya, fuera del país venezolano, el viaje por el curso cenagoso del río Magdalena hasta Honda, para llegar a Bogotá; el encuentro con

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el sabio don José Celestino Mutis, el célebre botánico y corresponsal de Linneo, coautor de una gramática y un léxico chibcha, descubridor de la variación nocturna del barómetro, médico, sacerdote, profesor de ciencias naturales, coleccionista de la bicoca de más de 20.000 plantas neogranadinas perfectamente clasificadas; la amistad con ese otro sabio insigne, Francisco José de Caldas, y el viaje que emprenden con él desde Ibarra a Quito, sobre lomo de muía, cruzando el páramo de Pasto, sembrados de piojos, pulgas y niguas; los experimentos con las propiedades eléctricas, magnéticas e hidráulicas del aire; su voluminoso estudio sobre la geografía de las plantas; y un centenar de cartas, más de cien cartas, que el cronista Chamberlán vio en manos de doña Rosita León Caicedo de la Cova, sobre sus visitas y estudios arqueológicos de docenas y docenas de ruinas incaicas: las de Tiahuanaco, con su gradería monumental y su portada del Sol, las de Lambayeque, en Tucume, y las de Pacatnamú, al oeste de la ciudad de Barrancas; las de Ancón y las de Puruchuco-Huaquerones; y la minuciosa, casi individualizada, descripción del legado de más de millar y medio de acuarelas debidas a diversos autores y coleccionadas al cabo de años y décadas por el obispo don Balthazar Jaime Martínez de Compañón y Bujanda, sobre los esquemas y perfiles de ruinas, cerámicas y tejidos antiguos, cabezas-clavas y botijas funerarias... LIX U N A VÍA BRUSCA Y OTRA MENOS PENOSA

No obstante el empeño de Humboldt de emprender el viaje hacia la provincia de Caracas por vía terrestre, el gobernador Emparan, el poeta Domingo Rogelio y el propio Bonpland lo convencieron para hacerlo por mar. El trayecto es sólo de 60 leguas y no dura de ordinario más de 36 a 40 horas. Las pequeñas embarcaciones costaneras se favorecen a un tiempo con el viento y las corrientes: éstas llevan con mayor o menor fuerza del este al oeste a lo largo de las costas de Tierra Firme, sobre todo del cabo Paria al de Chichivacoa. Por el contrario, la vía terrestre de Cumaná a Nueva Barcelona y de aquí a Caracas, está más o menos en el mismo estado que antes del descubrimiento de América. Es preciso luchar con los obstáculos que oponen un terreno fangoso, bloques de peñas esparcidos y la fuerza de la vegetación: hay que dormir a la intemperie, pasar los valles de Uñare, del Tuy y del Capaya, atravesar torrentes que crecen rápidamente a causa de la proximidad de las montañas. A estos obstáculos se agregan los peligros provenientes de la suma insalubridad del país que se atraviesa. Los terrenos muy bajos entre la serranía costanera y las playas del mar son extraordinariamente malsanos, desde la bahía de Mochima hasta Coro y las riberas del gran lago de Maracaibo y el golfo de Venezuela. Se prefiere, a veces, el camino por tierra al trayecto marítimo cuando se regresa de Caracas a Cumaná, temiendo remontar contra la corriente. El correo de Caracas gasta nueve días para recorrer la accidentada vía; y a menudo se

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comprueba el arribo a Cumaná de personas que llegan malheridas y enfermas de fiebres nerviosas o miasmáticas. En el lindero de las mismas selvas cuyas exhalaciones son tan peligrosas, en esos mismos valles, en esos mismos bosques costaneros, llamado ahora Bonpladia trifoliata, en honor al señor Bonpland, cuya corteza es el Córtex Angosturas de nuestras boticas, con muy buenos efectos en contra de esas fiebres. El viajero enfermo posa en una cabaña y transita por unos caminos ignorando las propiedades febrífugas de las sombras que dan sombras a las quebradas infestas de los alrededores. Yendo por mar de Cumaná a La Guaira, parando unos breves días en la ciudad de Barcelona para atender una invitación de don Andrés Emparan, hermano del gobernador don Vicente, era proyecto de los dos naturalistas europeos permanecer hasta el fin de la estación de las lluvias, dirigirse por ahí al través de las grandes llanuras o llanos de las misiones del Orinoco, remontar por este inmenso río en la parte sur de las cataratas hasta el Río Negro y las fronteras del Brasil, y volver a Cumaná por la capital de la Guayana española, llamada vulgarmente a causa de su posición Angostura. No les fue posible a los viajeros fijar el tiempo que había menester para acabar este viaje de 700 leguas, de las que más de los dos tercios habían de ser hechos en canoa. En las costas no se conocen sino las partes del Orinoco más próximas a su embocadura. Ningún tráfico de comercio se ha mantenido con las misiones. Cuanto está más allá de Los Llanos es país desconocido para los habitantes de Cumaná y Caracas. Piensan no pocos que las llanuras de Calabozo cubiertas de césped se prolongan 800 leguas al sur comunicándose con las estepas o pampas de Buenos Aires; otros, rememorando la gran mortalidad que reinaba en la tropa de Iturriaga y de Solano cuando la expedición al Orinoco, miran todo el país al sur de las cataratas de Atures como excesivamente riesgoso para la salud. En una comarca en donde tan raramente se viaja, gustan de exagerar a los extranjeros las dificultades que oponen el clima, los animales y los habitantes salvajes. No olvidemos que tales son tierras de leyendas...

LX UN FABULOSO DEL RÍO POÉTICO Y entre todo ese cúmulo de leyes, mitos, fábulas y consejas, primero que ningunos otros, las increíbles hiperbólicas y extravagantes crónicas de El Dorado. El mito de El Dorado fue una de las leyendas más apasionantes de la conquista de América, a partir casi del mismo descubrimiento o el "Encuentro de los Dos Mundos" como se suele decir ahora... Colón fue el primero de los doradistas. Razón tiene un estudioso e informado historiador posterior, el señor Demetrio Pérez Ramos cuando dice que "...vive latente, hasta que brota en la mente de los que le adivinan, como una suma de distintos elementos: primero de una teoría —que de momento nada tiene que ver con él— sobre el ámbito que suponían más propicio para la existencia de los veneros auríferos, en la que

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participan, por contagio, sucesivos conquistadores; después, por las sugestiones localizadas y concretas que originan una exaltación imaginativa, y, por último, con la superposición interpretativa determinada por unas naciones subyacentes que se transportan a la realidad, al reconocerse en ella una serie de indicios confirmantes". Por eso El Dorado no tuvo ningún lugar preciso y estuvo en todos los lugares al mismo tiempo. Fue una leyenda que se expandió por contagio, repercusión y trasferencia de motivaciones. Surgido sobre la base de unas cuantas ideas racionales operativas, a poco significó el desbordamiento de las sugestiones alucinantes de los conquistadores: Diego de Ordás, Dortal, Sedeño, Alfinger y Federmann, Ximénez de Quesada, los Pizarro, Sebastián de Belalcázar, Orellana, Lope de Aguirre y tantos otros capitanes que se dejaron ganar por la desazón del mito dormido y renovado, trasmontando sierras, selvas, llanuras, más que por la localización precisa de concesiones de extracción minera, por el incentivo de un fabuloso delirio poético. Quienes más, quienes menos, siempre terminan entrando o saliendo en tierras del Orinoco, para ubicar el mítico lugar. El cronista Basilio Vicente de Oviedo y Baños en sus Cualidades y riquezas del Nuevo Reino de Granada, concede validez a los que dicen que "siguiendo el río Ariari, de los llanos de San Martín, tierra hacia el Orinoco, hay unos indios muy belicosos a quienes todos los gentiles, aun entre los caribes, que son los más bravos, rinden vasallaje; que en la provincia de esa gente que comen carne humana, abunda tanto el oro que, arrancando en cualquier parte las yerbas, salen cuajadas de oro finísimo; y que cada año eligen un mancebo para ofrecer un sacrificio a su ídolo, y que se tiene por dichoso a aquel a quien cabe en suerte, y que lo abren y lo salan con oro en polvo, y lo ofrecen en su iglesia como sacrificio, y que por esto lo llaman Dorado". Por su parte, el ya de por sí legendario, corsario ingles sir Walter Raleigh, capitán de la Guardia de Su Majestad, lord guardián de los Stanneries y teniente general de Su Majestad en el condado de Cornwall, en su deliciosa cuan fantasiosa obra El descubrimiento del vasto, rico y hermoso imperio de la Guayaría, con un relato de la poderosa ciudad de Manoa (que los españoles llaman El Dorado) y de las provincias Emeria, Arromaia, Amapaia y otros países y ríos limítrofes...: "El imperio de la Guayana está situado directamente al este del Perú en dirección al mar, debajo de la línea equinoccial, y hay en él oro en más abundancia que en cualquier parte del Perú y tantas o más ciudades grandes que allí, aún en la época de su mayor esplendor. Se gobierna con las mismas leyes, el Emperador y sus súbditos pertenecen a la misma religión y tienen las mismas formas y maneras de gobierno que las que se usaban en el Perú, sin ninguna diferencia. Los españoles que han visto Manoa, la ciudad imperial de la Guayana, llamada por ellos El Dorado, me han asegurado que su grandeza, sus riquezas y su excelente emplazamiento son superiores a los de cualquiera otra del mundo, al menos del conocido por la nación española. Está levantada sobre un

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lago de agua salada de doscientas leguas de longitud similar al mare Caspius. Si la comparamos con la capital del Perú, con sólo leer los relatos de Francisco López y de otros nos parecerá más que verosímil. Y para poder juzgar una y otra creo conveniente incluir parte del capítulo 120 de la Historia General de las Indias del mentado López de Gomara, donde se describe la corte y el esplendor de Guaynacapa (Huayna Cápac), antepasado del Emperador de la Guayana con estas palabras: 'Todo el servicio de su casa, mesa y cozina era de oro, y de plata, y quando menos de plata, y cobre por más rezio. Tenía en su recámara estatuas huecas de oro que parecían gigantes, y las figuras al propio, y tamaño de cuantos animales, aves, árboles, y yerbas produze la tierra, y de quantos peces cría la mar y agua de sus reynos. Tenía assimesmo sogas, costales, cestas, y trozos de oro y plata, rimeros de palos de oro, que pareciesen leña rajada para quemar. En fin no avia cosa en su tierra que no la tuviese de oro contrahecha, y aun dizen, que tenían los Ingas un vergel en una isla cerca de la Puma donde se iban a holgar, quando querían mar, que tenía las hortalizas, las ñores, y árboles de oro y plata, invención y grandeza hasta entonces nunca vista. Allende de todo esto tenía infinitísima cantidad de plata, y oro por labrar en el Cuzco, que se perdió por la muerte de Huáscar; ca los indios lo escondieron, viendo que los españoles se la tomavan y embiavan a España...' Y en el capítulo 117, Francisco Pizarra mandó pesar el oro y la plata de Atabalipa (Atahualpa) después de apoderarse de ellos y López nos lo cuenta con las siguientes palabras: 'Hallaron cinquenta y dos mil marcos de buena plata, y un millón y treszientos y veinte mil, y quinientos pesos de oro...' Por extraños que nos parezcan estos relatos, si consideramos los muchos millones que diariamente se sacan del Perú para España, podemos creerlo fácilmente, pues vemos cómo, gracias a los abundantes tesoros de aquel país, el rey de España puede tener en jaque a todos los príncipes de Europa; y cómo, en unos pocos años, de ser un pobre rey de Castilla ha pasado a ser el monarca más grande de esta parte del mundo; y con la posibilidad de engrandecerse cada día más, si otros príncipes desaprovechan las ocasiones y le permiten añadir a los demás este imperio que sobrepasa con mucho a los otros. Si con el oro que actualmente posee es ya una amenaza, entonces será irresistible". Hasta allí, las dos citas servirían para demostrar con creces que Guayana es por excelencia la tierra de El Dorado y que eso, lejos de volverla atractiva para los venezolanos, la enseñorea como tierra de muchísimos peligros e impropia para la vida civilizada. Por si fuere poco... LXI LA TIERRA DE LOS SERES IMAGINARIOS Se creía y se sigue creyendo en los sectores ingenuos de la población que Guayana es el territorio donde habita mayor cantidad de tribus indígenas antropófagas y de seres monstruosos gigantones, pigmeos, cinocéfalos, caníbales irreductibles;

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y los llamados ewaipanomas, de las riberas del Caura, cuyas cabezas no les llegan más arriba de los hombros y los cuales a pesar de que se piense que es mera fábula, tienen los ojos a la altura de los homoplatos, y la boca en mitad del pecho, y una gran cola de pelo que les crece hacia atrás desde los pulmones; y las terribles, fatídicas amazonas, idénticas a las que se dicen vivieron en África bajo el mando de Medusa, y en la Escitia griega, entre los ríos Tanais y Termodente, gobernadas sucesivamente por Pentesilea, Antíope e Hipólita, y las cuales amazonas de Guayana, regidas por Gaboimilla, como sus congéneres africanas y griegas, no consienten hombres consigo más del tiempo conveniente a la generación, y si paren hijos los matan, y si paren hijas las crían; y, por si aún fuere poco en materia de alimañas humanas o humanoides, el llamado diabólico Mala Cosa que el muy invencionero Alvar Núñez Cabeza de Vaca dijo haber visto por tierras de la Florida pero, que al decir de otros muchos cronistas confiables, y del propio poeta Domingo Rogelio León que se lo contó a Humboldt de viva voz y que dijo haberlo visto con sus propios ojos, también habitaba o habita buena parte del año en la Guayana venezolana. Según la descripción del poeta Domingo Rogelio, que se aproxima a la de Cabeza de Vaca, se trata de un hombre pequeño de cuerpo, con barbas blancas y luengas, aunque nunca pudo ver claramente su rostro, y que cuando se le aparece a la gente se levantaba los cabellos reblanquecidos que arrástranle por el suelo, y luego se adueña de la gente a la que inmoviliza con su mirada y toma lo que quería de ella, que si un brazo, que si una pierna, que si los genitales, o unas costillas o el cuero cabelludo, y le propina igual cualquier cantidad de cuchilladas y mete por ellas las manos y le saca las tripas... LXII MESES QUE SON COMO AÑOS

Y no fue puro decir lo de las lágrimas en los ojos. Rápidamente descendimos por el Manzanares con su corriente pa'rriba, y cuyas sinuosidades marcan los cocoteros, como lo hacen los álamos y los viejos sauces de los climas europeos. Humboldt lloraba a moco tendido. Y Bonpland, más duro él, no obstante, también parpadeaba constantemente y, muy de vez en cuando, dejaba escapar alguna de sus lagrimillas, bien que tímidas y furtivas, lágrimas al fin... En la próxima y muy árida playa, las zarzas espinosas que no muestran durante el día más que hojas cubiertas de polvo, brillaban por la noche con mil luminosos chiporroteos. La cantidad de insectos fosforescentes aumenta en la estación de las tormentas. No se cansa uno de admirar en la región equinoccial el efecto de estas luces movibles y rojizas que en reflejándolas en agua tersa, confunden sus imágenes con las de la bóveda estrellada del cielo. Los dos naturalistas europeos abandonaron las playas de Cumaná como si la hubiesen habitado por largo tiempo. Era la primera tierra a la que habían arriba-

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do en la zona a la cual tendian los anhelos de Humboldt, y menos quizás los de Bonpland, desde temprana edad. Hay una fuerza tan grande y poderosa en la impresión que produce la naturaleza bajo el clima de las Indias, que tras una permanencia de algunos meses cree uno haber vivido allí una larga sucesión de años. — Ay, Memé, observo, y me desdices si acaso estoy equivocado, que en Europa, el habitante del norte y de las llanuras experimenta una emoción casi semejante cuando, aun después de un viaje de corta duración, deja las orillas del golfo de Nápoles, los deliciosos campos entre Tívoli y el lago de Nemi o los sitios agrestes e imponentes de los Altos Alpes y los Pirineos. Con todo, en la zona templada la fisonomía de los vegetales produce efectos pocos contrastables. Los pinos y las encinas que coronan los montes de la Suecia tienen cierto aire de familia respecto de los que vegetan en el hermoso clima de Grecia y la Italia del Sur. Entre los trópicos, al contrario, en las bajas regiones de ambas Indias, todo parece en la naturaleza nuevo y maravilloso, sniff..., sniff..., snifff... — ¡Aquí todo es diferente, querido Aimemé! — Fíjate, si no. En medio de los campos, en la espesura de las selvas, casi todos los recuerdos de Europa están borrados, porque es la vegetación la que determina el tipo de paisaje, y ella es la que obra sobre la imaginación del viajero transoceánico mediante su masa, el contraste de sus formas, el destello de sus colores. Cuanto más fuertes y nuevas son las impresiones, tanto más se atenúan las impresiones anteriores. Una apariencia de duración les da su fuerza. No sé si me sigues Aimemé... — Apelo a quienes, más sensibles a las bellezas de la naturaleza que a los encantos de la vida social, han tenido una larga permanencia en la zona tórrida. ¡Cuán cara y memorable persevera en su vida la primera tierra que han pisado! Un vago deseo de volverla a ver se renueva en ellos hasta en la más avanzada edad. — Cumaná y su suelo polvoriento perdurarán en mi imaginación y recuerdo hasta el final de mis días... Snifff..., snifff... snifff... — Merced al cielo hermoso del mediodía, la luz y la magia de los colores aéreos embellecen una tierra casi desnuda de vegetales. No sólo ilumina el sol los objetos, el perfil de las cosas, sino que los coloca y los rodea de un vapor leve, levísimo, tan leve casi como un suspiro, que sin alterar la transparencia del aire, vuelve más armoniosa la tintura, suaviza los efectos luminosos, y esparce en la naturaleza la calma que se le refleja a uno en el espíritu. Para explicar esta viva impresión que el aspecto del país de ambas Indias produce, aun en costas poco arboladas, basta recordar que la hermosura del ciclo aumenta de Nápoles hacia el ecuador más o menos en igual proporción que desde la Provenza hasta el mediodía de Italia... Con la marea ascendente los viajeros alcanzan la barra que ha formado en su boca el pequeño río Manzanares. La brisa de la tarde provocaba muelles ondulaciones en el golfo de Cariaco. No había salido la luna; mas la parte de la Vía

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Láctea extendida de los pies del Centauro hacia la constelación de Sagitario parecía derramar una luz argentada sobre el haz del océano. La peña blanca sobre la que yace el castillo de San Antonio aparecía de vez en cuando entre las altas cimas de los cocoteros que ribetean la playa. A poco reconocíamos la costa sólo por las luces dispersas de los pescadores guaiqueríes. Fue entonces, cuando los dos amigos, al unísono esta vez, sintieron el encanto de esos lugares y la pesadumbre de alejarse de ellos. Cinco meses hacía que habían desembarcado en esa playa como en una tierra nuevamente descubierta, extraños a todo lo que les rodeaba, acercándose desconfiados a cada zarzal, a cada lugar húmedo y sombrío. Ahora esa misma costa desparecía ante las miradas humedecidas, dejándoles recuerdos que parecían datar desde el fondo de las edades. El suelo, las rocas, las plantas, los habitantes, el gobernador Emparan, el poeta Domingo Rogelio León, todo se le había hecho familiar. Los dos hombres, cuales niños hermanados, se abrazaron y lloraron juntos. LXIII REGISTROS DE UNA SINGLADURA

Singlaron los viajeros desde luego al N.N.O., acercándose a la península de Araya; luego corrieron 30 millas al O. y al O.S.O. Adelantándose al bajío que rodea a Punta Arenas y que se prolonga hasta las inmediaciones de los manantiales de petróleo de Manicuare, gozaron de uno esos espectáculos variados que la gran fosforescencia del mar presenta tan a menudo en estos climas. Bandadas de marsopas seguían de cerca la embarcación. Quince o dieciséis de estos animales nadaban a igual distancia. Cuando al girar sobre sí mismos golpeaban con su ancha aleta la superficie del agua, despedían un fulgor brillante, tal que se hubieran supuesto llamas saliendo del fondo del mar. Al surcar cada bandada la superficie de las aguas deja tras sí un reguero de luz; y tal aspecto impresionaba a los dos amigos, máximamente si se puntualiza que el resto de las ondas no era fosforescente. Como el movimiento de un remo y la estela del barco no producían esa noche sino tenues chispas, es natural creer que la viva fosforescencia causada por las marsopas se debía no solamente a la impulsión de su aleta, sino también a la materia gelatinosa que envuelve la superficie de su cuerpo y se desprende con el choque de las olas. LXIV ENTRE LAS ISLAS CARACAS Y CHIMANAS

A punto de media noche, ya la rápida embarcación se encontraba entre dos islas áridas y rocallosas que se elevan como bastiones en medio del mar: es el grupo de los islotes Caracas y Chimanas. Son tres islas Caracas y ocho Chimanas. La luna estaba en el horizonte e iluminaba estos peñascos agrietados, sin yerbas y

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de un aspecto selènico, mucho más selènico aún por el propio efecto de la luz que la diosa parecía emanar exclusivamente para ellos. La mar entre Cumaná y cabo Codera forma hoy una especie de bahía, una ligera intromisión en las tierras. Los islotes Picúa, Picuita, Caracas y Borracha son como los restos de la antigua costa que desde los Bordones se alargaba en igual dirección de este a oeste. Detrás de estas islas se hallan los golfos de Mochima y Santa Fe que algún día serán sin duda (ya lo vaticinó Humboldt) puertos frecuentados. El desgarro de la tierra, la fractura y la inclinación de las capas, todo anuncia aquí los efectos de una gran revolución, que es la misma, quizás, que ha roto la cordillera de montes primitivos y separado los esquitos micáceos de Araya y la isla de Margarita del cabo Codera y sus prolongaciones. Varias de estas islas son visibles en Cumaná desde las azoteas de las casas, y presentan, según la superposición de las capas de aire más o menos caldeadas, los más extraordinarios efectos de suspensión y espejismo. La altura de esos peñascos no excede probablemente de 150 toesas; pero iluminados en la noche por la luna aparentan una elevación mucho más considerable. Puede sorprender que las llamadas islas Caracas se encuentren tan lejos de la capital de este nombre, frente a la costa de los Cumanagotos; pero la denominación de Caracas, como la propia de la ciudad, viene de los indios caracas que al comienzo de la Conquista designaba, no un sitio particular, sino una tribu vecina de los teques, los taramaimas y los charagagotos. Ese grupo de islas interceptaba el viento y, al salir el sol, la embarcación fue empujada hacia la Borracha, que es la mayor de todas estas islas. Como los peñascos se elevan casi perpendicularmente, el fondo es aplacerado, y en otro viaje Humboldt vio aportar allí fragatas casi atracando a tierra. Para el momento del paso de los naturalistas europeos, las islas Caracas y Chimanas estaban del todo deshabitadas. No obstante se veían en ellas cabras montaraces, salvajes, pardas, de un porte bastante elevado y casi tan veloces como las cabras de pies alados que los griegos aseguraban existían en Creta... El piloto indio de la embarcación, suerte de nuevo Palinuro virgiliano, aseguró que también tienen carne muy sabrosa, y hasta exquisita podría decirse. Esta última característica se debe a que aliméntanse con orégano, planta que crece silvestre en el mínimo mantillo que se da entre los peñascos. LXV EL PUERTO DE BARCELONA

Dejemos de lado las cabras montaraces de las islas Caracas y Chimanas y anclemos por algunas horas en la rada de Nueva Barcelona, donde queda la boca del Neverí, cuyo nombre indígena-cumanagoto es Enipiricuar. El río está lleno de cocodrilos que a veces llevan sus excursiones hasta alta mar, sobre todo en tiempo calmoso. Son de la especie tan común en el Orinoco y a tal grado semejantes al cocodrilo de Egipto, que con él se le ha confundido por largo tiempo.

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Se comprende que un animal cuyo cuerpo está cubierto con una especie de coraza debe ver con bastante indiferencia la saladura del agua. Ya el navegante y escritor italiano Antonio Pigafetta, que acompañó a Magallanes en el primer viaje de circunnavegación de la tierra, embarcado en la misma nao capitana La Trinidad y que alcanzó a convertirse en su primer cronista al publicar la famosísima obra Relacioni in torno al primo viaggio di circunnavigazioni, conservada en la Biblioteca Ambrosiana de Milán, había visto en las costas de la isla de Borneo, "cocodrilos que habitaban igualmente en la tierra y en el mar"... A la vista de Humboldt estos hechos deben ser tomados en cuenta por los geólogos, dado que su atención se ha fijado en las formaciones de agua dulce y en la mezcla curiosa de petrificaciones marinas y fluviales que a veces se observan en ciertas rocas muy recientes. El puerto de Barcelona hace activísimo comercio desde el año 1795. Por ese puerto salen en gran parte los productos de las vastas llanuras que se extienden desde la caída meridional de la serranía costanera hasta el Orinoco, las cuales abundan en ganados de toda especie, casi como las pampas de Buenos Aires. La industria mercantil de estas comarcas está basada en la necesidad que tienen las grandes y pequeñas Antillas de carne salada, de reses, muías y caballos. Estando opuestas las costas de Tierra Firme a las de la isla de Cuba, con una distancia de 15 a 18 días de navegación, los negociantes de La Habana, sobre todo en tiempos de paz, prefieren sacar sus provisiones del puerto de Barcelona a correr las eventualidades de un largo viaje en el otro hemisferio, a la boca del Río de la Plata. Sobre una población negra de 1.300.000 que contenía el archipiélago de las Antillas, Cuba sola se llevaba 230.000 esclavos, cuya alimentación se compone de legumbres, carne salada y pescado seco. Cada embarcación que hacía el comercio de la carne salada o tasajo de Tierra Firme cargaba de veinte a treinta mil arrobas cuyo precio de venta subía a más de 45.000 pesos. Barcelona estaba singularmente favorecida, por su situación, para el comercio de ganados. Los animales sólo tenían tres días de marcha de los llanos al puerto, mientras que para eso empleaban ocho o nueve días hasta Cumaná, a causa de la cordillera de montañas de Bergantín y el llamado Imposible. Por esos días en los que Humboldt estuvo por estas tierras se embarcaban para las Antillas españolas, inglesas y francesas 8.000 muías en Barcelona, 6.000 en Puerto Cabello y 3.000 en Campano. Dice Humboldt que ignora la exportación precisa de Borburata, de Coro y de las bocas del Guarapiche y el Orinoco; pero, a pesar de las causas que han mermado la cantidad de bestias en los llanos de Cumaná, Barcelona y Caracas, infiere él que esas estepas inmensas no daban sin embargo, en esa época, menos de 30.000 muías por año al comercio de las Antillas... Habiendo desembarcado en la orilla derecha del Neverí, subieron a un fortín, el Morro de Barcelona, situado a 60 ó 70 toesas de elevación sobre el nivel del mar. Es un peñasco calcáreo recientemente fortificado. Lo domina al sur un monte mucho más elevado; y los peritos aseguran que no le sería difícil al enemigo, después de haber desembarcado entre la boca del río y el Morro,

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rodear éste para establecer baterías en las alturas circundantes. Del fortín pasaron los viajeros a la ciudad, visitaron la iglesia, oyeron la misa y la retreta de la Banda Marcial y atendieron la invitación de don Andrés Emparan, hermano de don Vicente, a almorzar en su casa de la orilla del río. LXVI U N A PERSPECTIVA MEJOR IMPOSIBLE

La perspectiva que se goza desde lo alto del Morro es bastante hermosa. Queda al este la isla rocallosa de la Borracha, al oeste el promontorio de Uñare, que es elevadísimo, y al pie la boca del río Neverí y las playas áridas adonde van a dormir asoleándose los cocodrilos. A pesar del calor extremo del aire (el termómetro expuesto al reflejo de la roca caliza blanca subía a 38°), recorrieron la colina. Una feliz casualidad hizo que descubrieran que la caliza de Barcelona tiene una fractura mate, pareja o concoide, con cavidades muy achatadas. Está dividida en capas muy delgadas y presenta menos analogía con la caliza de Cumanacoa que con la de Caripe contenida en la cueva del Guácharo. Está atravesada por bancos de jaspe esquites (Kieselschiefer de Werner), negro, de fractura concoide, que se rompe en fragmentos de forma paralelepipédica. Este fósil no presenta esos filetillos de cuarzo tan comunes en la piedra lidia. Se descompone por fuera en una costra gris amarillenta, y no obra sobre el imán. Sus bordes, algo traslúcidos, lo aproximan al Hornstein (piedra de cuerno), que tan común es en las calizas secundarias. Es cosa grande, caballero, encontrar aquí el jaspe esquitoso, que en Europa caracteriza las rocas de transición (esquites y calizas de transición propiamente dichas) en una roca que tiene mucha analogía con la caliza de Jura. Para el estudio de las formaciones, que es el principal objeto de la geognosia, los conocimientos adquiridos en ambos mundos deben ser mutuamente suplementarios. Estas capas negras se repiten al parecer en los montes calcáreos de la isla Borracha. Humboldt ya las había visto como lastre en un barco pescador en Punta Araya y tales fragmentos hubieran sido tomados como de basalto. Otro jaspe, que es conocido con el nombre de guijarro de Egipto, fue encontrado por Bonpland cerca de la aldea india de Curacatiche, quince kilómetros al sur del Morro de Barcelona, cuando tornaban del Orinoco y, atravesando los llanos, se acercaron a los montes costaneros... LXVII E L PASO DEL CODERA

Al oeste del Morro de Barcelona y de la boca del río Uñare, la navegación no presenta mayores problemas. Los problemas surgen a medida que la nao se acerca al cabo Codera. La influencia de este grande promontorio se deja sentir de lejos en esta parte del mar de las Antillas. De la mayor o menor facilidad con que se logra doblar el cabo Codera depende la duración del trayecto de Cumaná a La Guaira. El impulso de las olas se hacía sentir a lo vivo sobre la barca de

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nuestros viajeros. Hasta Bonpland con su corpachón de gigante se quejaba de la escafonausia o náusea navigantium, como prefería llamar al mareo con sus terminachos técnicos de la semiología médica. Es horrible, Alex, ese vago malestar indefinible, el vértigo rotatorio, la palidez, los sudores fríos, la cefalea, esa sensación de ansiedad y de profunda depresión física, las náuseas y, finalmente, los vómitos francos, despiadados, cada vez más insistentes en la frecuencia, cada vez más hoscos, hasta que, al vaciarse el estómago, se hacen biliares o incluso fecaloides. ¡Un horror!... En el caso de Bonpland, el mareo se le provoca por una superexcitabilidad del oído interno que le congestiona entero el aparato vestibular... El piloto guaiquerí consideró prudente encallarse en uno de los playones de Higuerote, al oeste de la boca del río Capaya. Ni aldea ni fundo encontraron allí, sólo dos o tres cabañas habitadas por pescadores mestizos buscadores de guacucos con las manos y rastreadores de ostras en los manglares. Su tez lívida y la flacura extrema de los hijos hizo recordar a los eventuales pasantes que este sitio era uno de los más maláricos y malsanos de toda la zona. El mar tiene tan poco fondo en estos parajes, que la barca más pequeña no puede bajarse a tierra sin andar antes dentro del agua enfangada. La selva se adelanta hacia la playa, que está cubierta de un espeso boscaje de mangles, aviccenias, manzanillos y surianas. Es a este boscaje, sobre todo a las exhalaciones de los manglares, que se atribuye, en no pocos sitios de las Indias, la extrema insalubridad del aire. Al desembarcar, aun no bien internados en 15 ó 20 toesas, se percibe ese aliento dulzaino, astringente y nitroso que desprende el maderamen mojado y dejado en seco alternativamente por la baja-mínima marea... Tan hondamente se espantaron los pasajeros de la embarcacioncilla de hojaldre en una mar de chocolate gruesa y picada, a merced de un viento de gelatina, que todos prefirieron seguir por tierra el camino que lleva de Higuerote a Caracas, el cual pasa por un país húmedo y silvestre: la montaña de Capaya al norte de Caucagua, el valle de los ríos Guatire y Guarenas, Kempis, Araira, no pocos bosques deciduos y tropófilos, abandonadas haciendas de cacao con casonas a medio derruir, lluvias, derrumbres esquitosos, puentes destruidos, quebradas fuera de cauces que de pronto tienen que ser pasadas a nado. No obstante, Humboldt vio con agrado que su amigo Bonpland prefiriera esa vía, pues así seguiría enriqueciendo su colección de plantas nuevas, entre otras con la Bauhinia ferruginea, la Brownea recemosa, la Inga curiepensis, la saraca (Saraca indica) y el torco (Croton xanthocloros Croizat). — ¡Me duele un mundo, Aimemé, que tengamos que separarnos! ¡De verdad preferería no tener que hacerlo, sobre todo cuando pienso que puede cumplirse la premonición que nos hizo la gitana en el puerto de La Coruña según la cual no regresaríamos juntos a Europa!... ¡Me horroriza esa abusión gitaneril, Aimemito, me horroriza!... Júrame que nos esperaremos en Caracas. Quienquiera que llegue primero esperará al otro... Júramelo, Aimemé. No pienses que me quedo en la barca por el piloto guaiquerí y los mozos de cuerda, aunque en verdad, los

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tres, sin que me quede nada por dentro, son un encanto... Pero no, Aimemé, no lo creas. Seguro que no es por ellos. Es por vigilar de cerca los instrumentos que de tanto nos servirán en la excursión del Orinoco... Recuerda que salimos de Europa para llegar juntos al Orinoco... Sí, Alejandro, no te extremes en tantos ruegos y explicaciones. Nos veremos en Caracas. El primero que llegue esperará al otro. Al Orinoco llegaremos juntos, convino Bonpland con voz de escaso convencimiento. Con todo el esfuerzo desplegado por el piloto guaiquerí y los dos mozos de cuerda, la barca del berlinés no pudo hacerse a la vela hasta bien entrada la tarde, casi al anochecer. El viento era poco favorable y resultó muy dificultoso doblar el cabo Codera: las ondas eran cortas y se estrellaban unas contra las otras. Preciso era haber experimentado la fatiga de un día excesivamente caluroso para dormir en un barquichuelo que singlaba errabundo cerrándose con el viento. El mar se volvía más alto en la medida en la que el viento era contrario a la corriente. Así fue hasta la medianoche... A la salida del sol, ya hallábanse al oeste del cabo Codera, frente a Carauo. A partir de ese punto la costa se hace peñascosa y muy elevada. A corta distancia se observan las cabañas dispersas, rodeadas de cocoteros, y masas de vegetaciones informes que se destacan sobre el ocre-grisáceo-ceniza de los peñascos. En todas partes son escarpadas las montañas y de una altura de tres o cuatro mil pies, y las sombras de sus laderas se proyectaban amplias e intensamente sobre el terreno humedificado que se dilata casi hasta el mar con esplendente verdor. Este litoral produce en gran parte los frutos de la región cálida que en tan grande abundancia se ven luego en los mercados de Caracas: la lechosa (Carica papaya), la piña (Ananas comusus), la guayaba (Psidium guayava), la guanábana (Anona muricata), el mamey (Mamea americana), la parchita (Pasiflora spp.), el aguacate (Persea americana), la chirimoya (Annona cherimolia), el caimito (Chrysophylum caimito), el níspero (Manikara achras), los cambures o bananas y entre ellos el sabrosísimo titiaro (Musea sapientium)-, las hortalizas, las llamadas vituallas y los granos, el maíz (Zea mays), la papa (Solanum tuberosum), la yuca (,Manihot esculenta), la auyama (Cucurbita máximo) y el apio (Arracada xanthorrhiza), entre otros muchos. El monte de Naiguatá y la Silla de Caracas son las cumbres más elevadas de esta serranía costanera. La segunda se ve tan engrosada desde el mar que Humboldt no vaciló en compararla con una altura de los Pirineos o de los Alpes despojada de sus nieves. Cerca de Caraballeda, se ensancha el terreno cultivado: se ven allí colinas de cuestas suaves y grandes sembradíos de caña de azúcar. Una muralla de peñascos áridos se adelanta de nuevo hacia el mar al oeste de Caraballeda, aunque en poca extensión. Cuando la rodean, con auxilio de sus catalejos, Humboldt descubre el lindo burgo de Macuto y escenas de la vida callejera casi como si las palpara a cortísima distancia. Un viejo semidesnudo, apenas cubierto por un taparrabo y un pumpá desvaido sobre la cabeza, da zancadas por la playa entre los almendrones (Terminalia catappa) y los uveros

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de playa (Coccoloba uviferá). Bajo el brazo lleva pinceles, una caja de tizas de colores, rollos de sacos de yute, cartones de embalaje y, encadenado tras de sí, un monito aullador de los mismos que habitan en el cerro y la selva de Santa María. El mono se alonga y gana o recorta distancia respecto a su amo; a ratos se entretiene recogiendo ramitas u hojas secas, un resto de coral, una brizna de paja en el suelo. El piloto guaiquerí da mayores informes a Humboldt sobre el personaje. Es un pintor loco, le dice. Vive en un castillete de piedras por el barrio de Las Quince Letras, con unas muñecas de trapo que él mismo fabrica y le sirven de modelos, y de hembras también; lo de "hembras" lo subraya el guaiquerí con cierta sorna maliciosa. De tarde, las arregla, les pone flores en el pelo y las sienta en la puerta del castillete para que tomen el fresco; a veces, también las lleva a la playa; pinta él con trozos de carbón vegetal, anilina, achote, y otros materiales perecederos. Sus cuadros, agrega el piloto guaiquerí desdoblado en entendido crítico de arte, son manchas de luz blanca con personas u objetos apenas insinuados en sus perfiles o contornos. También ve Humboldt a un grupo de muchachas mulatas sandungueras refistoleándole a los hombres que trabajan en el empedrado de la calle. Las tejas nuevas de los techos armonizan con los colores-pasteles de las fachadas de las casas o quintas y el policromado abigarramiento de las prímulas y las gloxinias, las aglaoenemas y las anturias, los filodendros y las aráceas dispersas o amacetadas en los jardincitos anteriores.... Y entre todas esas imágenes captadas y recordadas por Humboldt, la de una emperifollada damita del mantuanaje litoralense, sombrero de plumascasaquilla azul-falda blanca afaralada, que cabalga en la playa sobre un caballo de paso fino, ricamente enjaezado, arreos de charol, metales dorados, lazos de seda y flores silvestres en las crines y el rabo, riendas también de seda, y gualdrapa rojiza clara con galón y borlas de oro; estampa cuya suntuosidad equina y femenil impresiona a Humboldt de entrada y lo pone sobreaviso respecto a la existencia en la provincia de una aristocracia arrogante complacida en el lujo y en la prevalencia social de las que se creen legítimos y perpetuos acreedores... LXVIII L A GUAIRA

La Guaira es más bien una rada que un puerto, pues la mar está allí constantemente agitada, y los navios sufren a la vez la acción del viento, el nivel de la marea, el mal anclaje y el efecto destructivo de la broma (Teredo novalis, L.), el voraz lamelibranquio marino ruye-madera que pulula en la zona. El cargamento ahí se efectúa con dificultad y la altura de las olas impide que se puedan embarcar muías como en Nueva Barcelona y en Puerto Cabello. Los negros y mulatos libres que llevan el cacao a bordo de las embarcaciones son una clase de hombres de una fuerza muscular ciclópea y pasan el agua a medio cuerpo, sin temerle a los tiburones en sus frecuentes incursiones hasta el propio casco de las naves.

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El camino de La Guaira al valle de Caracas, apunta Humboldt, se parece a los pasos de los Alpes, particularmente a los caminos de San Gotardo y de San Bernardo Mayor y también es infinitamente más hermoso que el de la Honda a Santa Fe y el de Guayaquil a Quito, y aun está mejor mantenido que la antigua vía que conduce del puerto de Veracruz a Perote, en la ladera oriental de las montañas de Nueva España. En buenas muías no se gastan sino tres horas para ir del puerto de La Guaira a Caracas, y bastan sólo dos para el regreso. En muías de carga o a pie, el viaje es de cuatro a cinco horas. Se sube al principio, por una cuesta peñascosa sumamente inclinada y por estaciones que llevan los nombres de Torrequemada, Curucutí y el Salto, hasta una gran posada (La Venta) situada a 600 toesas de altura sobre el nivel del mar. La denominación de Torrequemada indica la fuerte sensación que se experimenta cuando se baja hacia La Guaira y está uno como sofocado por el calor que reflejan las paredes de rocas y, más que todo, por las áridas llanuras en las que se hunde la vista. De Currucutí al Salto es un poco menos penosa la subida. Las sinuosidades del camino contribuyen a hacer más suave la pendiente. El Salto es una grieta que se pasa por un puente levadizo. Verdaderas fortificaciones coronan las cumbres del monte. Desde La Venta se divisa una magnífica perspectiva sobre el mar y las costas cercanas. Se descubre en un abrir y cerrar de ojos un horizonte de más de veintidós leguas de radio; es deslumbradora la masa de luz que refleja el litoral blanco y árido; abajo se ve Cabo Blanco, la villa de Maiquetía, La Guaira y los bajeles que entran en el puerto. Mucho más fascinante se vuelve el espectáculo cuando no está del todo sereno el cielo y cuando regueros de nubes, fuertemente iluminados en su parte superior, parecen descansar, como islotes movedizos, sobre la superficie del océano. Capas de vapores que se sostienen a diferentes alturas forman planos intermediarios entre el ojo del observador y las regiones bajas. Por una ilusión fácil de explicar, agrandan ellas la escena y la hacen más imponente. Descúbrense de tiempo en tiempo los árboles y las casas a través de las aberturas que dejan las nubes empujadas por el viento y rodando sobre sí mismas. Se creería entonces que los objetos están colocados a mayor profundidad de las que aparentan con un aire puro y uniformemente sereno. Para llegar al Guayabo se suben todavía más de 150 toesas a partir de La Venta, que se llama también La Venta Grande para distinguirla de otras hospederías menores distribuidas a lo largo de la senda. A partir del Guayabo se recorre durante media hora una altiplanicie muy pareja cubierta de plantas alpinas. Esta parte del camino se llama las Vueltas a causa de sus sinuosidades. Es de ese tramo de donde la capital se ve por primera vez, situada 300 toesas más abajo, en un valle plantado de cafetos y árboles frutales transterrados de Europa. Los viajeros tienen la costumbre de detenerse junto a un hermoso manantial conocido con el nombre de Fuente de Sanchorquiz, que desciende de la sierra. De ese arroyuelo de Sanchorquiz se sigue bajando a la Cruz de La Guaira, colocada a

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632 toesas de altura, y de ahí, siempre en bajada (entrando por la alcabala y el barrio de la Pastora) a Caracas... LXIX LA CIUDAD DE LOS TECHOS ROJOS Y LAS BANDAS DE CÁNDIDAS PALOMAS

Dos meses pasaron en Caracas los ilustres viajeros. Habitaban una casa grande, casi aislada, por los lados de San José del Ávila. Desde lo alto de una galería podían divisar de una sola vez la cúspide de la Silla, la cresta dentada de Galipán y el risueño, encantado-encantador, arcádico, eglógico, siempre armónico valle del Guaire, cuyo rico cultivo contrasta con la umbría cortina de montañas en derredor. Horas de horas se le iban a Alejandro tendido sobre el césped, al tiempo que Aimé continuaba con la clasificación de sus especies botánicas. Leía el berlinés, embebido, presa del más puro estremecimiento lírico, las Bucólicas y las Geórgicas de Publio Virgilio Marón, el imperecedero estilo clásico de las Odas de Quinto Horacio Flaco o las sentidas lamentaciones elegíaco-pastoriles de Tibulo, dejándose adormecer por el blando zumbido de las abejas hibleas que libaban en los floreados copos, las quejas de las tórtolas, y el canto del labriego, al tiempo que oteaba a lo lejos el humo de las granjas, y de los altos mayores bajaban las sombras y, al cabo, despertaba con el bronco zureo de las torcaces, las mismas Cándidas palomas que, súbitas, revoloteantes, llegaban desde las lomas azules a la hondonada... — Ay, Memé, me quedé profundamente dormido. Creo que hasta soñé y todo. No me preguntes qué, pero soñé. Seguro que soñé. Y es que en un ambiente como éste, da grima trabajar, a ver si no... LXX LA QUEMA DE LOS PASTOS

Por esos días, cuando Humboldt y Bonpland estaban en Caracas, era la estación de la sequía. Con la pretensión de mejorar los pastos, los labriegos del país ponen fuego a las sabanas y a la paja que cubren las rocas más escarpadas. Vistos desde lejos estos vastos abrasamientos, producen sorprendentes efectos de luz. Dondequiera que las sabanas, al seguir las ondulaciones de los declives rocallosos, han colmado los surcos excavados por las aguas, los terrenos inflamados se presentan como corrientes de lavas suspendidas sobre el valle. Su luz viva bien que tranquila, toma una coloración rojiza cuando el viento que desciende de la Silla acumula regueros de vapores en las regiones más bajas. Otras veces, y la vista es de lo más imponente, estas bandas luminosas, envueltas en espesas nubes, no aparecen más que a intervalos al través de las aclaradas. A medida que van subiendo las nubes se derrama una viva claridad sobre sus bordes. Durante el día el viento que sopla del este y entra por el abra de Petare,

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empuja hacia la ciudad el humo en forma de calima y mengua la transparencia del aire. LXXI CONVERSACIONES DE ENTREVENTANAS

Si satisfechos estaban los dos viajeros europeos por la disposición de la casa que habitaban, lo estaban aún más por la acogida que les habían brindado las clases todas de los habitantes, desde el señor Manuel de Guevara Vasconcelos, capitán general de las provincias de Venezuela, presidente que había sido de la Real Audiencia de Caracas, caballero de la Orden de Santiago, brigadier de los Reales Ejércitos, con muchos años de fieles servicios a la Corona, encargado él de reprimir con manos de hierro y guantes de seda la conspiración de Gual y España y la secuela dejada en el país por Juan Bautista Picornell y los otros conjurados peninsulares de San Blas, y encargado así mismo de calibrar lo más próximamente el número y estado de las fuerzas inglesas en la isla de Trinidad, con vista a un posible intento de reconquista, hasta los vendedores pardos y zambos libres de los mercados de Caracas, pasando por los menestrales y alarifes, y los brigadieres y cabos de las milicias. Nadie, lo que se dice nadie, ennoblecido de social importancia o con mediana figuración en el reparto de atribuciones de la ciudad, estaba excluido del mundo de relaciones de los dos postinudos visitantes... — Qué postinudos a decir lo son —comentan dos damas, avecindadas en la parroquia de Altagracia, de ventana a ventana— barón berlinés el uno, ciudadano francés el otro, aunque parece mentira, más demócrata y liberal el primero que el segundo; más huraño y recalcitrante con su tamañote de gigante merovingio, y su peso pesado y sus espaldas doble anchas, éste que aquél, pero igualmente de bien vistos los dos; que nadie hay quien le gane a los caraqueños en eso de hacerle carantoña a la gente de afuera y linternear las relaciones políticas de las naciones y el estado de las colonias y las metrópolis. No por casualidad tiene Caracas tantas comunicaciones con la Europa comercial y el mar de las Antillas que, al decir del propio señor Humboldt, es "como un Mediterráneo de muchas bocas". Además, no es por echársela una de mucho, Luisanita, pero en ninguna parte de la América española ha tomado la civilización una fisonomía más europea. Aquí estamos más cerca de París y Barcelona, Londres y Nueva York, que en cualquier otra parte del Nuevo Mundo. Nada más entrar a Caracas una lo nota. Con el añadido, no sé si para bien o para mal, que por estar situada en el continente y siendo su población menos flotante se conservan entre nos mejor las costumbres nacionales... No ofrece la sociedad placeres muy vivos y variados, es verdad, pero se experimenta en el seno de las familias ese sentimiento de bienestar que inspiran una jovialidad franca y la cordialidad unida a la cortesía de los modales...

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El domingo pasado se lo oí decir al propio señor Humboldt en la hacienda de don Bartolomé Blandín, conversando con otros invitados. Dice él que aquí, como dondequiera que se prepara un gran cambio en las ideas, existen dos categorías de hombres; mejor pudiera decirse, quizás, dos generaciones muy diversas. La una, que es al fin poco numerosa, con una viva adhesión a los antiguos usos, a la simplicidad de las costumbres, a la moderación en los deseos. Sólo vive ella en las imágenes del pasado: le parece que la América es propiedad de sus antepasados que la conquistaron; y porque detestan eso que llaman la Ilustración del Siglo, conserva con cuidado, como una parte irrenunciable de su patrimonio, sus prejuicios hereditarios. La otra, ocupándose menos aún del presente que del porvenir, posee una inclinación irreflexiva, Luisanita, por hábitos e ideas nuevas. Y cuando esta inclinación se halla acompañada del amor por una instrucción sólida, cuando se refrena y dirige a merced de una razón fuerte e instruida, dice el señor Humboldt y yo también lo creo, que sus efectos resultan útiles para la sociedad... — Eso que estás diciendo, María Aminta, es tan verdad como el sol que nos alumbra. Aquí, en Caracas, particularmente, los blancos somos muy noveleros e igualistas. Nos distinguimos entre todos porque con el puro color de la piel creemos que ya tenemos el cielo ganado. Ningún blanco, por rico que sea, es más blanco que yo. Dígalo. De blanca a blanca, dígamelo ahí... Y lo más grande es que ese igualitarismo ya está cogiendo cuerpo entre los pardos y los zambos y los negros. Me contaban la otra tarde que en el ambigú más reciente celebrado en la quinta Anauco del marqués del Toro, varios negros esclavos sin más comenzaron a atragantarse los dulces y a descorchar y a tomarse la champaña frente a la mirada celebrante del propio marqués y de no pocos de sus invitados ¡Hábrase visto frescura! ¡Así somos aquí y nadie nos hará cambiar, mi querida María Aminta! ¡Así somos!... LXXII LOS CONCIERTOS DOMINICALES Y EL GUSTO POR LA INSTRUCCIÓN A las buenas de Dios, esa ciudad relaficada por las dos damas, de ventana a ventana, fue la que se toparon los viajeros. Por doquier se sentía en no pocas de las familias predominantes un gusto notorio por la instrucción y un conocimiento bastante extenso de las obras maestras de la literatura francesa e italiana, amén de un movimiento musical que había empezado a consolidarse desde veinte años atrás, cuando el presbítero Pedro Palacio Sojo, tío abuelo materno del Libertador Bolívar, y cuyo verdadero nombre al parecer era Pedro Ramón Palacios Sojo y Gil de Arratia aunque fuere mejor conocido en su época y después simplemente como "el Padre Sojo", había iniciado en su condición de primer prepósito de la Congregación de los Padres Neristas la sistematización de los estudios musicales. Asociado con el maestro de capilla Juan Manuel Olivares, músico pardo organista de la capilla de San Felipe de Neri y pedagogo ducho en no pocas ramas de la

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técnica musical, poseedor de especiales dotes naturales para la enseñanza, prodigó por toda la ciudad y lugares propincuos trémolos y arpegios, orquestas y compositores, instrumentistas y cantantes, canciones trovadorescas, trenos fúnebres, misas y oratorios, ritmos y armonías, suites y conciertos, variaciones, cuartetos de cuerda, fantasías cromáticas, preludios y fugas en todos los tonos mayores y menores, desde la propia capillita de la esquina de Mamey a la hacienda La Floresta de la familia Palacios-Sojo, en jurisdicción de Chacao, a la San Felipe del padre Mohedano, y a las plantaciones de cafeto de don Andrés de Ibarra y de don Bartolomé Blandín, en los terrenos que hoy hacen la Alta Florida, Chapellín y el Country Club. — ¡Increíbles esas veladas musicales del señor Blandín! ¡Qué café tan fragante y bien adaptado a la tierra venezolana ese que aquí se produce! ¡Me encanta ese café abisinio-caraqueño, querido Aimemé; sobre todo si lo aromatizan con vainilla, como es la costumbre en casa de los Blandín y en casa de los Ibarra, que no en las casas de familias con menos roce ecuménico, donde la vainilla tiende a ser rechazada como un producto exótico, de raigambre orientalista y propiciatorio de la molicie y la blandenguería, ¡extravagancias de capochos, pues! ¡Y de la música ni que decir, préstale más oído la próxima vez! Me recuerdan a esos encuentros musicales, guardando las distancias transocéanicas, que el maestro Haydn preparaba para el príncipe Nicolás Esterhazy. ¡Una maravilla, Aimemé, una maravilla! ¡Ven y te cuento! Después de cada concierto, un concierto genial cada vez; Haydn, impetuoso, soberbio, empedernido, encogiéndose y empinándose sobre sus pies para marcar el paso del invierno a la primavera frente al coro y la orquesta de Las Estaciones, valga el ejemplo, normalmente, en los jardines del palacio, en el templo de Diana, en el de Apolo, en la Bagatela, el príncipe y el músico ofrecían unas soberbias arencadas con profusión de vinos del Rin. Hacían de anfitriones el propio príncipe Nicolás Esterhazy y su querindanga de turno, amén de la princesita Dorotea, hija del muy noble príncipe anterior, el fallecido Antón Paul, y por supuesto, con la presencia del maestro, secundado él por las dos mujeres, su esposa, una "caballa", una "bestia infernalis", nacida Keller, y su barragana, la cantatriz de ascendencia milanesa Luiguia Polzelli, esa sí bellísima y pizpireta, 30 años menor que el músico y de la que éste estaba enamorado, perdidamente enamorado, como un chicuelo, Aimemé, como un chicuelo... Lo de arencada venía porque servían bandejas y bandejadas de arenques... Relamido y ávidamente goloso, con la cara ahilada y los ojos en blanco, pasándose la punta de la lengua por el labio superior de comisura a comisura, Humboldt le enumera a su amigo la casi infinita variedad de arenques que entonces servían en las recepciones del palacio de Esterhazy. Arenques de los criaderos de la casa, Aimemé, a partir de huevos especialmente traídos de la Escama. La Escania, sí. Ningún arenque es mejor que los de la Escania. Los servían frescos salados ahumados cocidos asados fritos estofados a la vinagreta al alioli escabechados rellenos sin espinas enrollados sobre pepinillos conserva-

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dos en aceite en vinagre vino blanco o nata agria... Los servían rociados con cerveza gorda, aderezados con sal y cebolla y acompañados de patatas con piel (papas sin pelar, como se diría aquí en Caracas). A veces, puestos al horno sobre lonchas de tocino y espolvoreados con pan rallado y hojitas de eneldo y de cilantro, si no simplemente rebozados en harina... Los mejores arenques del mundo, Aimemé. Mejores que los de Cumaná, que los de San Antonio del Golfo, que los de las islas de Margarita, Coche y Cubagua... Sí, ya sé, amigo, yo no he comido los de Margarita, Coche y Cubagua, pero los de Esterhazy son mejores... ¡Te digo, que son mejores!... LXXIII U N ASCENSO A LA CIMA DE LA SILLA

Desde la hacienda de don Bartolomé Blandín, guiados por dos negros un tanto conocedores del sendero que conduce a la costa de Caraballeda por sobre las crestas de los montes cerca del pico occidental de la Silla, los cuales guías le habían sido suplidos por el teniente de Chacao, nuestros viajeros emprenden la excursión a la cima de los dos picos en que termina la patriarcal montaña. Se pusieron en marcha antes del alba, acompañados por esclavos cedidos por don Bartolomé y encargados de portar los instrumentos. La comitiva estaba integrada por 18 personas: Francisco Rodríguez del Toro e Ibarra, cuarto marqués del Toro, de lo más cómico cubriéndose del sol con su sombrilla de seda mango de marfil labrado y ribetes de encajes; el joven Martín Tovar Ponte, con fama de idiota, ganado siempre para cualquier acto o gesto de camaradería superficial; el músico Juan Manuel Olivares, pese a su origen pardo, incorporado de un todo al gran mundo por la mediación del padre Sojo, su protector; un francés de apellido Delpeche, emparentado políticamente con la familia Montilla y en tratos con industriales estadounidenses para instalar en Caracas una imprenta comercial, y un fraile mercederario, Juan Críspulo Larreta, enfundado en su hábito talar, entre varios más, que iban uno tras otro, en rigurosa fila india, por un estrechísimo sendero, hasta la llamada Puerta de la Silla. Luego, atravesaron un dique angosto de rocas cubiertas de césped, el cual los llevó hasta el lomo de la montaña grande, fragmentado en dos vallejos que son más bien grietas atestadas de una espesa vegetación. A la derecha se percibe el zanjón que entre los dos picos baja a la llamada hacienda de Muñoz; a la izquierda se domina la grieta de Chacaito con abundancia de aguas corrientes y saltarinas. Se percibe el ruido de la cascada sin que se alcance a ver el torrente, oculto bajo el follaje intrincado de las eritrinas (E. mitis), clusias (C. grandiflora, C. minor L. y Clusia rosea), higueras de la India (Ficus nymphacifolia) y las deslumbrantes mimosas (Inga fastuosa e Inga cinerea). "Nada más pintoresco —escribe Humboldt— en una zona donde tienen tantos vegetales hojas grandes, relucientes y coriáceas, que el aspecto de la copa de los árboles colocados a gran profundidad e iluminados por los rayos casi perpendiculares del sol".

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Desde la Puerta se hace la subida cada vez más empinada. Es menester echar fuertemente hacia adelante el cuerpo para poder caminar. Las pendientes son a menudo de 30 a 32°. Conforme a lo determinado por Buguoer en su obra Figura de la Tierra, una pendiente de 36° es prácticamente inaccesible si el suelo no permite que en él se haga gradas con el pie. Por lo demás estaba el césped apretado, y una larga sequía le había puesto particularmente resbaladizo. Para mayor seguridad, los excursionistas debían haberse provisto de ganchos y pértigas. Lamentablemente, no los portaban y eso les provocó no pocos sinsabores. Esta subida más fatigosa que arriesgada, casi liquida a no pocas de las personas que habían acompañado a los viajeros europeos desde la ciudad. En el grupo, sólo "ese señor Bonpland, rollizo, robustazo y bayo / hecho ya a trabajar en toda broza", al decir de Humboldt con su lenguaje romancesco del Siglo de Oro español, podía subir impertérrito sin que se le notara mayor fatiga... De ahí en adelante, el tiempo comenzó a encapotarse. La bruma salía ya, como un humo, en tiras delgadas y rectas, del boscaje húmedo que por debajo de los excursionistas orillaba la región de las sabanas alpinas. Dijérase que era un incendio que manifestábase a la vez en varios puntos de la selva. De a poco se acumulaban los regueros de vapores; y, levantándose del suelo y empujados por la brisa de la mañana, rasaban como una tenue, leve, levísima nube el dorso redondeado de las montañas. De los dos picos que forman la cúspide, es el oriental el más elevado, y a él debían llegar los dos científicos con sus acompañantes e instrumentos. La depresión entre esos dos picos dio a la montaña toda el nombre español de Silla, por la silla de montar. Una grieta, ya referida, desciende desde esa depresión hacia el valle de Caracas. A las cuatro horas de camino por las sabanas entró el grupo en un boscaje formado de arbustos y árboles poco crecidos. Llámase El Pejual, sin duda por la abundancia de la pejua (Gaultheria odorata). Apunta Humboldt que "quizás en ninguna otra parte se encuentran reunidas en tan reducido espacio de terreno producciones tan bellas y notables con respecto a la geografía de las plantas". Abundan allí la familia de los rodendros alpinos, las tibaudias, las andrómedas, los vaccinios, y las befarías, entre otras muchas especies. "Aun cuando la naturaleza no produjese las mismas especies en climas análogos —observa Humboldt en el Viaje— sea en las llanuras sobre paralelos isotermales, sea sobre altiplanicies cuya temperatura se acerca a la de los lugares más próximos de los polos, obsérvase no obstante, una similitud sorprendente de disposición y fisonomía en la vegetación de las más apartadas regiones. Es este fenómeno uno de los más curiosos que tiene la historia de las formas orgánicas. Digo la historia, porque por más que la razón interdiga al hombre las hipótesis sobre el origen de las cosas, no dejamos de atormentarnos por esos problemas insolubles de las distribuciones de los seres. Una gramínea de la Suiza (la Pheleum alpinum) vegeta sobre las rocas graníticas del estrecho de Magallanes. La Nueva Holanda sustenta más de cuarenta plantas fanerógamas de Europa, y

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el mayor número de los vegetales que son idénticos en las zonas templadas de ambos hemisferios faltan por entero en la región intermedia, que es la región equinoccial, tanto en las llanuras como en el dorso de las montañas. Una violeta de hojas vellosas (la Viola cheiranthifolia) que, por decirlo así, termina la zona de las fanerógamas en el volcán de Tenerife y a la cual por largo tiempo se le creyó propia de esta isla, se presenta trescientas leguas más al norte, cerca de la cumbre nevada de los Pirineos. Gramíneas y ciperáceas de Alemania, Arabia y el Senegal, han sido reconocidas entre las plantas que el señor Bonpland y yo hemos recogido en las frías altiplanicies de México, a lo largo de las ardientes orillas del Orinoco, y en el hemisferio austral en la cresta de los Andes de Quito. ¿Cómo comprender las migraciones de las plantas por entre regiones de tan diferente clima, y que hoy están cubiertas por el océano? ¿Cómo se han desarrollado, a distancias desiguales de los polos y de la superficie de los mares, dondequiera que lugares tan apartados ofrecen alguna analogía de temperatura, los gérmenes de los seres orgánicos que se asemejan en su disposición y aun en su estructura interna? A pesar de la influencia que la presión del aire y la extinción más o menos grande de la luz ejercen sobre las funciones vitales de las plantas, es, con todo, el calor desigualmente distribuido entre las distintas partes del año, lo que ha de considerarse como el estímulo más poderoso de la vegetación". La Silla de Caracas es un vivero de tales géneros vegetales, difíciles de distinguir en su disposición, que se sustituyen en diferentes latitudes. Enumera Humboldt en montaña tan singular variadísimos agrupamientos de befarías de flores purpurinas, de andrómedas, de gaulterias, de mirtilos, de uvas camaronas, de nerteras, y de aralias de hojas vellosas (Nertera depresa, Aralia reticulata, Hedyetis blaerioídes), que crecen a más de doscientas leguas de distancia en las montañas de Nueva Granada que circundan la altiplanicie de Bogotá. Finalmente, llegados a las cumbres, los viajeros gozaron, cierto rato, de la completa serenidad del cielo. Abrazaron con la mirada una vasta extensión del país, y se sumergieron, a la vez en el mar hacia el norte, y en el valle fértil de Caracas hacia el mediodía... La locuacidad familiar del barón de Humboldt, su deslenguamiento, sus frases chispeantes y llenas de gracia, sus salidas oportunas y sus gestos amadamados y terriblemente seductores, hicieron, a lo largo del trayecto, las delicias del grupo. Ninguno de los presentes osó devolverse o tan siquiera quedarse a mitad del camino, por muy cansado que estuviese. Fueron y volvieron a pesar de la fatiga. Cuando más cundía el desaliento, Humboldt salía con una de las suyas. Aquí disertaba prolijo y aparatoso sobre los fragmentos de cuarzo con fajas paralelas de hierro magnético que acababa de ver. Más allá se detenía y lograba que los demás se detuvieran también, en medio de la bruma, para hacer el experimento del electrómetro de Volta armado de una mecha, y comprobar, aunque situados muy cercanamente a un bosque de heliconias apiñadas, que podían obtenerse señales muy apreciables de electricidad atmosférica. Hacía un

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chiste mordaz sobre la sombrilla del marqués del Toro o el hábito frailuno de Larreta que impedíanles a ambos bien subir la cuesta, o se burlaba de sí mismo, feliz, ocurrente, jacarandoso. Mientras se ocupaba, sentado en una peña, la pierna izquierda echada atrás y la derecha modélicamente extendida hacia adelante, en determinar la inclinación de la aguja imantada, se vio de pronto las manos cubiertas de una especie de abejas vellosas algo menores que las abejas melíferas del norte de Europa; los insectos himenópteros esos, abundantes en el valle de Caracas, que hacen sus nidos en la tierra, vuelan raramente y en atención a la lentitud de sus movimientos, son llamadas por el vulgo angelitos, puesto que tampoco pican o lo hacen sólo de manera esporádica. Son sin duda apiarios del grupo de las meliponas... Pues bien, nuestro amigo sin inmutarse, viéndose las manos cubiertas por semejantes animalejos, comenzó a manotear y, para beneplácito de los presentes, dijo rechazante, y con voz suficientemente alta y atiplada como para que todos le oyesen y pensaran lo que mejor les viniese en ganas: — ¡Ah no angelitos, conmigo se equivocaron, búsquense otro terroncito de azúcar! A partir de ese momento, el barón berlinés pasó a llamarse para sus allegados y más Íntimos amigos caraqueños, los Rodríguez del Toro, los Tovar, los Ibarra, los Blandín y los restantes cercanos contertulios de los conciertos dominicales, tan dados ellos al uso y abuso de los sobrenombres, apodos familiares o hipocorísticos: Terrón de angelito, Azuuuuúcaarr, Azuquita, Panal de miel, Sacarosa, Sacarina, Ambrosía, Matajey, Caramelo, Caramelito, y otros remoquetes igualmente almibarados. En lo adelante hasta los vendedores de los mercados y los limpiatumbas del cementerio de La Misericordia comenzaron a llamarlo, vox populi, "Caramelo" o "Caramelito Humboldt". Eran las cuatro y media de la tarde cuando los naturalistas terminaron sus observaciones y comenzaron el descenso, al desistir del proyecto de pasar la noche entre los dos mogotes de la Silla, tras las protestas de la mayoría de los concurrentes y en particular las del marqués del Toro que alegaba no cargar consigo sus abrigos de alto invierno, sus echarpes de lana, y sus guantes, sobre todo los guantes, para evitar que el frío le ateriera las manos. En el trayecto, observaron de cerca varios ejemplares de murciélagos, cara-chatas (Ametrida centurió), bigotudos (Chilonycteris parnellii), un mastín cola de ratón (.Molussus major), no pocos escarchados (Lasiurus cinercus villosissimus) y hasta uno albino (Diclidurus albus); algunas comadrejas (Monodelphis brevicaudatá), perezas (Bractypus infuscatus fluccidus) y ardillas (Sciurus grunatensi grisiogena)-, un rarísimo zorrito gris (Urocyon Cineroargentus venezuelae); un hermosísimo ejemplar de mapurite (Conepatus semistriatus) cuyo fuerte olor característico, generalmente rechazado, fue altamente apetecido y celebrado por Bonpland como desinfectante de las vías respiratorias; una onza (Felis yagouarundi), félido de cuerpo alargado con cabeza chata, pequeñas orejas y un

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pelaje amarillento-grisáceo; un par de puerco-espines (Coendou prehensilis), amén de muchísimas ratas sabaneras (Sigmodon hispictus) y las llamadas casiraguas (Proechimys guayannensis). Frente a cada nuevo animal que se topaban, Humboldt lanzaba un estridente grito teatral de miedo o admiración, destinado a mover la risa o el comentario chusco de los circunstantes. Tras quince horas de caminatas y ejercicios continuos, los excursionistas regresaron a la casa de la hacienda Blandín, exhaustos, fatigados, deshechos, con las plantas asollamadas, enrojecidas, casi sangrantes, y, a pesar, felices por el éxito de la excursión. Don Bartolomé, tan amable como generoso, siempre exquisito con sus huéspedes, les esperaba con una taza de chocolate humeante, la infaltable torta Bejarana, y una bandeja atestada de panes de horno recién terminaditos de hacer, regados con miel de Guatopo que es la mejor miel de la provincia... Nada mejor que un chocolate bien caliente para evitar la sudación tan dañina a los riñones, porque hace pasar por la piel lo que debe salir por otra parte — dijo don Bartolomé con una sonrisilla de reprimida insolencia. LXXIV ADIÓS CARACAS

Terminada la estada en Caracas, los viajeros siguen su camino hacia el Orinoco. Escogen, si se quiere, una ruta heterodoxa. Así, salieron de la ciudad por el oeste, doblaron luego hacia el sur y continuaron por el este-sur-este, para entrar por el río Apure. Sucesivamente pasan por las villas de La Vega, Carapa y Antímano; Las Adjuntas, San Pedro, Macarao, y Los Teques; y de este a oeste, en una distancia de doce leguas por El Consejo, La Victoria, San Mateo (a cuya vera se encuentra el ingenio de los Bolívar), Turmero y Maracay; pueblos estos últimos situados en hermosos valles sembrados de cañaverales, los cuales muestran las tres especies de cañas de azúcar que se cultivan en el país: la antigua caña criolla, la caña de Otajeti, y la caña de Batavia. La primera especie tiene hojas de un verde más subido, el tallo más cenceño, los nudos más juntos. Fue la primera caña de la India introducida en Sicilia, en las Canarias y en las Antillas. La segunda especie se distingue por un verde más claro. Su tallo es más alto, grueso y suculento. Se debe a los viajes de Bougainville, de Cook y de Bligh. Bougainville la transportó a Francia y de allí pasó a Cayena y a la Martinica. La caña de Otajeti, el to de los mares del sur, es la más productiva de las tres especies, no sólo rinde, en una extensión igual de terreno, una tercera parte del guarapo (zumo fresco), sino que a causa del grosor de su tallo y la tenacidad de sus fibras leñosas, produce también mucho mayor combustible. Esta última ventaja es preciosa para las islas de las Antillas, donde la temprana destrucción de los bosques obliga desde hace mucho tiempo a los plantadores a servirse del bagazo para mantener el fuego bajo las calderas. La tercera especie, la caña morada, llamada de Batavia o también de Guinea, es ciertamente indígena de la isla de Java, donde de preferencia se la cultiva en los distritos de Japara y

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Pusuruan. Su follaje es purpúreo y muy amplio y se la prefiere para la fabricación del ron. Los tablones o superficies plantadas con caña de azúcar están separados por vallados de una gramínea colosal, la lata o gynerium de hojas dísticas. Saliendo de Turmero, a una legua de distancia, se toparon, los ojos de Humboldt brillantes de emoción, los de Bonpland un tanto menos expresivos, con un objeto que se descubre en el horizonte como un terremontero redondeado, un túmulo quizás cubierto de vegetación. No. No es una colina ni un grupo de árboles muy juntos, sino un solo árbol, el muy famoso samán de Güere, conocido en toda la provincia por la enorme extensión de sus ramas, que forman una copa hemisférica de 576 pies de circunferencia. El samán es una vistosa especie de mimosa, cuyos brazos tortuosos se dividen por bifurcación. Su follaje tenue y delicado se destacaba agradablemente sobre el azul del cielo. Largo tiempo se detuvieron nuestros amigos bajo su sombra. A decir verdad, el árbol sólo tiene 60 pies de alto y nueve de diámetro, y su verdadera belleza está en la forma general de su cima. Los brazos se le despliegan como un vasto parasol y se inclinan todos hacia el suelo, del que quedan uniformemente separados a una distancia de 12 a 15 pies. La periferia del ramaje o de la copa es tan regular, que trazando diferentes diámetros, Humboldt llegó a precisar que tenía de 186 a 192 pies. Uno de los lados del árbol estaba por entero despojado de sus hojas por causa de la sequía, y en otros quedaban a un mismo tiempo hojas y flores. Cubren los brazos y desgarran sus cortezas tiladsias, loranteas, pitahayas y otras plantas parásitas. Los habitantes de estos valles del Tuy y de Aragua, y sobre todo los aborígenes, tienen veneración por este monumento vegetal que al parecer hallaron los conquistadores poco más o menos en el mismo estado. Creen a cierra ojo que por haber descansado a su sombra el tirano Aguirre, cuando bajaba de Borburata para escribirle al rey Felipe la insolente carta que se tiene como el primer grito de independencia de estas tierras frente a la Corona española, allí, al pie de su tronco, se ve con precisa claridad el alma errante del trágico caudillo filicida, en forma de bola de candela que huye rodante por la sabana al aproximársele la gente. — Por su antigüedad debe ser contemporáneo del drago de La Orotava — conjeturó Bonpland, muy entrado en razón. Varios días pasaron los viajeros en la hacienda de Cura, propiedad de la familia del conde de Tovar, a las orillas mismas del lago de Valencia, que los indígenas llaman Tacarigua, y que excede en extensión al lago de Neuchatel en Suiza y cuya forma general recuerda al de Ginebra, e incursionando en los sembradíos de añil y algodón, desde Guaica a Güigüe; en los islotes graníticos del centro del lago; en las fuentes cálidas de Mariara, y en el alto cerro (granítico también) llamado el Cucurucho de Coco; hasta el puerto de Turiamo y los cacaotales de la costa...

126 LXXV NUEVA VALENCIA DEL REY

Con las perpectivas del geólogo y del botanista, ambas muy avizadas, Humboldt y Bonpland no dejan de avanzar. Pasan por Nueva Valencia del Rey; visitan los manantiales cálidos de Las Trincheras, fuertemente cargados de hidrógeno sulfurado. Pernoctan en El Cambur, donde Humboldt descubrió la existencia de un verdadero granito en estratos de granos gruesos, cuyo feldespato cristalizado en prismas de cuatro caras desiguales y de una pulgada de largo, recorre todos los matices del rojo cárneo al blanco amarillento; la mica, reunida en láminas hexágonas, es negra, a veces verde; el cuarzo domina en la masa, y su color es generalmente blanco lechoso; en este granito estratificado no se ve anfíbol, ni chorlo negro, ni titanio rutilo. Después, esguazan de vado los ríos Guaiguaza y San Esteban; toman muestras las más variadas de los escollos de pequeños arrecifes de meandritas, madréporas y otros corales ramificados o de superficie abombada, que en estas vastas llanuras se levantan; paran igual en Puerto Cabello, y se alojan en casa de un médico francés con estudios en Montpellier, el señor Joseph Christophe Juliac. Renglón aparte merece la semblanza de este doctor Juliac. De ascendencia martiniqueña, por la rama materna (era hijo de un dueño de plantación provenzal y una esclava liberta con la que se había matrimoniado después de comprar su libertad a un propietario vecino); como para que no quedasen dudas de su origen, don José Christophe mostraba su pelo chicha o pasúo, absolutamente encanecido cual una mota de algodón; su nariz de mano e'gato, su piel algo menos que moreno-oscura, y los ojos aguarapados, que con la luz del mar se le veían verdes de un todo o de un gris-chicuaco-pelaje de ratón tirando-a-unazulclaro-brillante, según su propia expresión simpática y elocuente... Su casa, sita en el camino de Cumboto, era un florilegio de curiosidades: obras de literatura e historia en diferentes idiomas modernos; obras clásicas en latín y griego antiguo; apuntes sobre meteorología; pieles de jaguar y de grandes serpientes acuáticas; animales vivos: monos, armadillos y pájaros; autógrafos originales de François Rabelais, Arnaud de Villeneuve, Bernard Gordon, Gui de Chauliac y Petrus Hispanus que devino Papa con el nombre de Juan XXI, entre otras figuras montpellerianas o que por Montpellier pasaron en la época del medioevo; muebles antiguos; cestería, máscaras totémicas, bateas y otros recipientes de maderas, cerámicas, urnas funerarias, tapices de rica plumajería y diversos tejidos indígenas; petos, chagualas o narigueras y barbotes de oro; collares de piedras, caracoles y semillas; canoas, remos; atambores, flautas de carrizos y botutos usados como instrumentos musicales; lanzas; cervatanas; rodelas de cuero de venado o de jaguar, y un sinfín más de objetos impensables historiados por la asombrosa memoria del coleccionista-propietario... Se desempeñaba, don José Cristóbal como primer cirujano del Real Hospital del Puerto, y le conocían ventajosamente en todo el país por el estudio in extenso que había

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hecho de la fiebre amarilla. En siete años había tratado más de 8.000 casos de tan cruel enfermedad. De cerca observó los estragos causados por la epidemia de 1793 en la flota del almirante Aritizábal, que perdió más de un tercio de la tripulación. Para mejor combatir el flagelo, sobre la base de su propia experiencia, sustituyó el consabido tratamiento debilitante de sangrías, minorativos y brebajes ácidos, con otro antidepresivo e impulsor de opio, benjuí y bebidas alcohólicas, alcanzando a reducir la mortalidad en un altísimo porcentaje. LXXVI LAS LOCAINAS DEL NEGRO JULIAC

Pero lo que realmente parecía haber extendido la fama del doctor José Cristóbal más allá de los confines de la provincia, por las Antillas y hasta la propia Europa, eran las locainas o fiesta de los locos, que organizaba el 28 de diciembre de cada año, cuando se conmemora dentro del calendario católico el día de los Santos Inocentes. A su decir, una tradición que en él no tiene la supuesta raíz africana que podría suponerse por su ascendencia materna, sino que la había heredado de su padre provenzal y hundía sus raíces más remotas en la tradición de la Fête-Dieu iniciada en Aix-en-Provence por le bon roi René, durante la época medieval, y la cual ya aparece descrita hasta los detalles de su coreografía, pasos y vestuarios extravagantes por el propio Rabelais en La muy horrible vida del Gran Gargantúa, padre de Pantagruel, compuesta antaño por M. Alcofribas, Extractor de Quinta Esencia, y que como es de suponer es un "libro lleno de pantagruelismo"... Don José Cristóbal le mostró a sus huéspedes, junto a su Florilegio de Curiosidades, o formando parte de él (quizás, mejor), "une troupe de Diables, et le groupe de la Belle Étoile, comprenant les rois mages, les danseurs, les petits diables, Hérode, les enfants qui figurent les Innocents, des chevaux fringants ou chevaux fous, les Apôtres, le Christ portant sa croix, saint Christophe représenté par un mannequin géant, marchent à leur suite; un défilé militaire —lanciers, porte-drapeaux, bâttoniers— apparaît alors, suivi bientôt par les personnages carnavalesques". El stock de grotescas figuras se las va presentando a sus dos amigos francohablantes en correcta langue d'Oc, como para no olvidar su estada en el Mediodía de Francia. Y es que en Francia y en otros países de Europa, la fiesta de los locos la celebraban el día de los Santos Inocentes, el clero menor y los estudiantes seminaristas, quienes en este día asumían el poder en conventos e iglesias. El "obispo loco" decía la misa al revés, echaba bromas a sus superiores, aspergía al pueblo con agua bendita, bailaban con el hábito talar enrollado a la cintura, hacían parrandas y cantaban villancicos a lo sagrado y a lo profano. Algo parecido hacía el doctor José Cristóbal, mejor identificado para esta ocasión como "El negro Juliac" o, simplemente "El comandante", dada su condición de jefe y organizador de la comparsa. En virtud de tal jefatura encabezaba el desfile, vestido de riguroso frac negro y un sombrero de copa, negro

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también, el pecho cosido de condecoraciones de chapas y cintajos de colores, unas doradas charreteras de comandante superpuestas sobre los hombros, y encarapitado él sobre unos zancos inmensos, mientras su esposa, la mulata doña Josefíta, iba toda vestida de blanco, de la cabeza a los pies, para contrastar con su negrura de Abisinia o de Eritrea. Analizando en plan comparativo la fiesta celebrada en la antigüedad y en la Provenza medieval con sus grandes celebraciones porteflas, el doctor José Cristóbal resaltaba, frente a la vista de sus contertulios, entre otros rasgos comunes: la subversión del pueblo de abajo contra el pueblo de arriba, los esclavos, la clase de los pardos, o el pueblo llano de los indios, mestizos y blancos empobrecidos, asumiendo los poderes reservados a las autoridades coloniales, civiles, militares y eclesiásticas; las mujeres insurgiendo contra la mano románico-autoritaria de los maridos, los niños contra sus padres y los dómines y los mayores en general. El orden social puesto con la cabeza hacia abajo: las mujeres se visten de hombre y los hombres de mujer; los esclavos se alzan con el poder y llevan los amos a la picota; las máscaras y los disfraces se hacen tan comunes como en el carnaval de Niza o de Venecia; se burlan las instituciones civiles y se da libertad a los presos; se pueden gastar bromas y cobrar peaje a los ricos; y la fiesta continúa hasta el Día de Año Nuevo; degustando suculentos platos antillanos, especialmente preparados al efecto: el talkerí, el calalú (quimbombó con carne de chivo salpresa), el parsa (una comida hindú, aprendida de los negros trinitarios), dulces como Johnny Cake, pain d'épice y gâteau Tom cuando bajo los efectos del alcohol y de las drogas, los negros esclavos terminan bailando tambor a la orilla del río San Esteban, echándose a las aguas sin despojarse de los moharras e internándose en la selva promiscuamente, para realizar actos de tribadismo, velaciones y hechicerías, llegando hasta a sodomizarse y a cometer toda clase de vicios nefandos entre ellos. Tales excesos son los que contaría el doctor José Cristóbal; muy preocupado entonces porque a raíz de la conspiración de Gual y España, el capitán general Guevara Vasconcelos, procurando quizás evitar la sedicencia del esclavaje soliviantado por los sucesos, desempolvó unas Instrucciones del obispo Díaz Madroñera según las cuales "condenaba los diabólicos bailes, llamados vulgarmente fandangos, sarambeques, danzas de los monos, locainas y otros semejantes, en cuya práctica, congreso y tripulaciones de hombres y mujeres ordinariamente se ofenden muy gravemente contra Dios, Nuestro Señor..." LXXVII LECHE VEGETAL

Tras revisar minuciosamente la plaza de Puerto Cabello, sus muelles, fortificaciones, emplazamientos, arrabales y pantanos, saladares y corrientes marinas; tornaron a los valles de Aragua, deteniéndose en la hacienda de Bárbula, donde comprobaron la existencia del milagroso palo de vaca, una especie de caimito

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(Chrysopyllum caimito) cuyo jugo es una leche alimenticia que toman los negros y nativos y al que atribuyen grandes poderes nutrientes. Sus hojas oblongas, terminadas en punta, coriáceas y alternas, están marcadas por nervaduras laterales prominentes por debajo, y paralelas. Tienen hasta diez pulgadas de largo. El fruto es poco carnoso y contiene una nuez, y a veces dos. Cuando se le hacen incisiones en el tronco, da en abundancia una leche glutinosa, bastante espesa, desprovista de toda acritud, y que exhala una fragancia balsámica. Tanto el berlinés como el parisino tomaron grandes cantidades del raro líquido, por la mañana y en la noche antes de acostarse, sin que acusaran ninguna molestia y, por el contrario, una laxa sensación de bienestar. Les aseguró el mayordomo de la hacienda que los negros esclavos suelen aumentar de peso justo en los meses en los que la savia del palo de vaca se hace más abundante... Entre ellos se hacen chistes gruesos: — Negro congo 'tas gordo, 'tas barrigón, ¿tú cómo qu'estás preñao? — o, — Dime negrito, ¿quién te preñó? — o, todavía más: — ¿Cómo que te preñaste con la leche de Mi-palo? LXXVIII E L CACAO

Las observaciones de Humboldt también se extienden, naturalmente, al cacao, no por casualidad el principal producto de exportación de la provincia. No fueron pocos los cacahuales o cacaotales que visitaron los dos viajeros en Choroní, Ocumare, Chuao, Turiamo, Guaiguaza, y entre Caraballeda y la boca del río Tocuyo, y los que particularmente vio Bonpland en los valles de Caucagua, Capaya y Curiepe cuando optó por el camino de tierra para arribar desde el cabo Codera a Caracas. Fueron leguas y leguas sembradas de cacaotales las que entonces visitaron nuestros amigos... La cosecha del cacao es sumamente variable. El árbol vegeta con tal fuerza que las flores salen de las raíces leñosas dondequiera que las deje en descubierto la tierra. Sufre con los vientos del noreste, aun cuando no hagan bajar la temperatura sino en pocos grados. Los aguaceros que caen de manera irregular después de la estación de las lluvias durante los meses de invierno, de diciembre a marzo, le son también perjudiciales. Una gran humedad no le aprovecha sino cuando aumenta en forma progresiva e ininterrumpida. Si en tiempo de sequía un fuerte chaparrón moja las hojas y el fruto en ciernes, éste se desprende del tallo. Parece que los vasos que absorben el agua se rompen por obra de cualquier turgescencia. Además, la cosecha es dañada por gran número de orugas, insectos, pájaros y mamíferos. Nada le gusta más a un mono, a un loro o a una ardita que una semilla de cacao... A pesar de todo eso, y de ser, por añadidura, una planta de producción tardía (la primera cosecha no se da sino a los ocho o diez años), es el cultivo que menor cantidad de mano de obra necesita. Un esclavo basta para mil matas, que un año con otro pueden producir hasta 12 fanegas de

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grano. Logró averiguar Humboldt que de 1789 a 1793, la importación de cacao de Caracas en España fue, vía promedio, de 77.719 fanegas, de las que 65.766 se consumieron en el propio país hispánico y 11.953 se exportaron a Francia, Italia y Alemania, ello sin contar el comercio ilícito con las islas de Trinidad, Curazao, Bonaire y las demás Antillas. LXXIX D E VILLA DE CURA A PARAPARA DE ORTIZ

Piensa Humboldt que pudieron haber ganado tiempo para llegar de Caracas a las riberas del Orinoco, si siguiendo el camino en derechura, hubiesen franqueado la serranía meridional de los montes entre Baruta, Salamanca y las sabanas de Ocumare, para atravesar las estepas o llanos de Orituco y embarcarse en Cabruta, cerca de la boca del río Guárico; pero, sin dinguindujes ni miramientos (no me parió mi madre Celinpuj / para estar encerrada como en troj: / dormir sin hombre cinco noches, ¡oj! / ¡Cuál si tuviera ya mi dinganduj!); justo para poder mirar y gozar más, al paso de la porción mejor cultivada de la provincia, los valles del Tuy y del Aragua, prefirieron alcanzar por los llanos de Calabozo el cauce del Apure y seguirlo, río abajo, hasta su confluencia con el Orinoco. Y bien valió la pena el trocamiento... Para salir de los valles de Aragua, anduvieron los viajeros por una planicie ricamente cultivada, costeando la parte suroeste del lago de Valencia y por medio de terrenos que han dejado al descubierto las aguas del lago. No se cansaban de celebrar la fecundidad del suelo cubierto de calabazas y calabacines, sandías, bananos, lirios gigantes, y floridas plantas rastreras de este tipo de antiguos terrenos lacustres desecados. Al punto de la sexta, con el sol de los venados, los dos viajeros y sus peones llegaron al pueblo de Güigüe, rodeado de los cultivos más prolijos y distante sólo mil toesas del lago de Tacarigua. Se hospedaron en casa de un viejo sargento, oriundo de Murcia, hombre de un carácter originalísimo. Para probarle a los viajeros que había hecho sus estudios con los jesuítas, les recitó en latín la historia de la creación del mundo. Conocía los nombres de Augusto, de Tiberio y de Diocleciano, como si hubiese jugado a metras con ellos... Gozando del frescor de la noche en un cercado plantado de bananos, interesábase por cuanto había acaecido en la corte de los emperadores romanos. Al poco, de un viejo baúl sacó una túnica y un manto guarnecido, unas sandalias trenzadas, la consabida corona de mirtilos y laureles, y una lira. Disfrazado con ese atuendo de Nerón, comenzó a celebrar ditiràmbicamente el incendio de Roma... El pobre hombre sufría de una gota terribilísima... Casi le imploraba a los viajeros que le suplieran un remedio eficaz. —Yo sé —les decía— que un zambo de Valencia, que es afamado curioso, puede curarme; pero quiere que uno se tome las aguas con las que él se lava la

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sobaquina, y esa es una concesión que no se le puede hacer a un hombre de su color, y prefiero quedarme lisiado como estoy... Al salir de Güigüe se empieza a subir la cadena de montañas que corre al sur del lago hacia el Guásimo y La Palma. Desde lo alto de la planicie elevada a 320 toesas, vieron por última vez los valles de Aragua. En el corte de la montaña Humboldt observó un filón de cuarzo aurífero y, por eso, un torrente contiguo tiene el ostentoso nombre de Quebrada del Oro. Anduvieron cinco leguas hasta la aldehuela de María Magdalena y dos leguas más hasta San Luis de Cura o Villa de Cura, como de ordinario se le dice. Está fundada en un valle árido al extremo, dirigido de noroeste a sureste, y elevado según las observaciones humboldtianas a 266 toesas sobre el nivel del océano. Con excepción de algunos árboles frutales, la tierra está casi desprovista de vegetación. Unos retorcidos chaparros mantéeos (Byrsonima crassi L.) trepan escuálidos hacia la cumbre del altiplano. Tanto más grande es la sequedad de la meseta cuanto que varios riachuelos (hecho insólito en un país de rocas primitivas) se resumen en la tierra al través de las grietas. El río de las Minas, al norte de la Villa, se oculta en las rocas, vuelve a la superficie, y de nuevo se sume sin llegar al lago de Valencia al cual parece dirigirse. Después de haber tomado un baño en el riachuelo de San Juan, al pie de los llamados Morros, remota imagen de dos castillos arruinados, y que parecen enlazarse con los Morros de San Sebastián de los Reyes y con la Galera, que limita los Llanos como una grande muralla rocallosa, en el lecho de roca verde basáltica del agua límpida y fresca, a la altura del sitio llamado La Puerta, bajo un cielo esplendentemente estrellado, los dos naturalistas y la recua de muías con sus arrieros que portaban los instrumentos, continuaron su camino a las dos de la mañana, por Ortiz y Parapara a la Mesa de Paja. Como esa vía de los Llanos, de noche, está normalmente infestada de asaltantes, varios viajeros se reunieron a los europeos para formar una especie de caravana. No cesaron de bajar durante seis o siete horas; costearon el Cerro de Flores cerca de San José de Tiznados. Pasaron las haciendas de Luque y del Juncalito para entrar en los valles que, a causa del mal camino y del color azul de los esquitos, llevan el nombre de Malpaso y Piedras Azules. Sobre el lugar escribió Humboldt: "Forma este terreno la antigua ribera de la cuenca de las estepas y ofrece mucho interés a las investigaciones del geólogo. Encuéntranse allí formaciones trapeanas que, siendo probablemente más recientes que los filones de diabasa cercanos a la ciudad de Caracas, pertenecen al parecer a rocas de formación ígnea. No son venas largas y estrechas como en una parte de Auvernia, sino anchos tendidos vaciados que parecen verdaderas capas. Las masas litoides cubren, por decirlo así, en este punto la ribera del antiguo mar interior: todo lo destructible, las deyecciones licuadas, las escorias vesiculosas, ha sido arrastrado. Hácense sobre todo dignos de atención estos fenómenos, por las relaciones íntimas que se observan entre los fonolitos y los

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amigdaloides los cuales, conteniendo indudablemente piroxenos y griinstein anfibiológicos, forman capas en un esquito de transición..." Con la vocación de un geognosta consumado, Humboldt se detiene a enumerar y estudiar cada uno de los yacimientos de las diversas capas de las seis formaciones de transición que se observan desde la salida de Caracas, por los pueblos de La Vega y Antímano, hasta los derredores de Parapara de Ortiz, a la altura de los ya nombrados sitios de Malpaso y Piedras Azules... LXXX VIENTOS DE ARENA Y OTRAS VISIONES DE SEQUÍA

En Mesa de Paja, por los 9 o y Vi de latitud, los dos viajeros entran en la cuenca de los Llanos; Humboldt, guiñando los ojos contra el sol que está en el zenit, como si sonriera por la cantidad de mohines, y Bonpland, más adusto, con el ceño fruncido y colocándose la mano derecha como visera. El suelo, en dondequiera que aparecía estéril y desnudo de vegetación, tenía hasta 48 y 50° de temperatura, según el termómetro de Réaumur hundido en la arena desértica. Ningún soplo de viento se sentía a la altura de las cabalgaduras; en el seno de esta aparente calma, sin embargo, se elevaban sin cesar torbellinos de polvo empujados por esas pequeñas corrientes de aire que no se deslizan sino en la superficie del suelo y que se originan de las diferencias de temperatura que adquieren la arena descubierta y los parajes cubiertos de yerbas. Estos vientos de arena aumentan el calor sofocante del aire... — Un fastidio, Aimemé. Cada grano de cuarzo, más cálido que el aire que le rodea, lo irradia en todas direcciones, y es difícil, o mejor: imposible, observar la temperatura en la atmósfera sin que moléculas de arena vengan a chocar contra la ampolla del termómetro y lo echen a perder todo... Pese a ello, la visión adversa e incomodante, termina volviéndose intensamente atractiva. El propio Humboldt escribiría más tarde: "En derredor de nosotros parecían las llanuras subir a lo alto; y esta vasta, profunda inacabable soledad se exhibía a nuestros ojos como un mar cubierto de sargazos o de algas pelágicas. Según la masa desigual de vapores esparcidos en la atmósfera y según el decrecimiento variable de la temperatura de las capas de aire superpuestas, estaba el horizonte, en algunas partes, claro y netamente distinto, y en otras, ondulante, sinuoso y así como estriado. La tierra ahí se confundía con el cielo. Por obra de la seca nebulosidad y de los bancos de vapores veíanse a lo lejos troncos de palmeras. Despojados de sus follajes y de sus copas verdegueantes, parecían esos troncos mástiles de navios que se percibiesen en el horizonte". Y agrega, más adelante: "Hay algo imponente, aunque triste y lúgubre, en el espectáculo uniforme de esas estepas. Todo parece inmóvil allí. Apenas se dibuja sobre la sabana la sombra de alguna nubecilla que recorre en ocasiones el zenit y anuncia la proximidad de las lluvias".

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LXXXI LLANOS, LLANURAS, LLANERÍAS

El barón Federico Guillermo Henrique Alejandro von Humboldt, cruzando la desértica sabana, como dirigiéndose a Bonpland, pero en realidad hablando en voz alta para oírse a sí mismo, adelanta una larga-larguísima-magistral disertación sobre lo sorprendente que resulta a primera vista la visión de los Llanos. No sabe, si llegado el momento, la visión de los Andes le impresionaría tanto. Los países montañosos, cualquiera que sea la altura absoluta de las más elevadas cumbres, tienen una superficie análoga, y él, no hay que olvidar, viene de un país montañoso-alpino... — En cambio, querido Aimemé, cuánto trabajo cuesta habituarse a la vida de estas soledades planas de los Llanos de Venezuela y Casanare, e imagino que a la de las pampas de Buenos Aires y del Chaco, que sin cesar recuerdan, durante viajes de 20 ó 30 días, la superficie del océano, siempre idéntica en su aparente movilidad. A decir verdad, Aimemé, no conozco la Pampa argentina. Tampoco el sertón brasileño. Cruzamos, sí, las llanuras o llanos de La Mancha, en España, y los brezales (ericeta) que se extienden desde la extremidad de Jutlandia, por el Luneburgo y la Westfalia, hasta Bélgica, cuyas partes más iguales se repiten incesantes entre Oldenburgo y Osnabrück, cerca de Frisoyde. Son verdaderas estepas de las que el hombre, con el paso de los siglos, no ha logrado reducir al cultivo sino pequeñas porciones; pero las llanuras del oeste y el norte de Europa no ofrecen sino una débil imagen de estos inmensos llanos de la América meridional. En el sureste de Europa, en Hungría, entre el Danubio y el Tisza; en Rusia, entre el Boristenes, el Don y el Volga, donde se encuentran esos vastos pasturajes que parecen nivelados por una larga permanencia de las aguas y que limitan por todas partes el horizonte. Las llanuras de Hungría conmueven por el constante cambio de los espejismos, entre Presburgo y Oedenburgo, en las fronteras con Alemania, donde las he atravesado yo no pocas veces; pero su mayor extensión se encuentra más hacia el este entre Czegled, Debreezin y Tittel. Son estepas que no se elevan sino de 30 a 40 toesas sobre el nivel del mar, el cual está apartado de allí más de 80 leguas. Estos pasturajes, donde sólo muy de vez en cuando se encuentra una finca o aldea, son llamados Pusztas. Normalmente están cortados por pantanos y partes arenosas, más allá del Theiss, más acá del Theiss, donde la superficie parece casi una mar de arena. Humboldt habla, habla, habla, sin percatarse tan siquiera de si Bonpland le presta atención o no. Pareciera que eso no le importa. "Imbécil, no se percata de lo que pasa en su derredor. Es inexpresivo. Es indolente. Lo voy a poner en su sitio tan pronto se presente la oportunidad", pensaba para sí. Pero igual, siguió con su reláfica llanerística: — Idiotamente, Aimemé, hablo de una manera idiota de ver la realidad; idiotamente, digo, se ha creído caracterizar las diferentes partes del mundo diciendo que la Europa tiene sus brezales, el Asia sus estepas, el África sus

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desiertos, la América sus llanos o sabanas; pero, mediante esta distinción simplista, demasiado acartabonada, se establecen contrastes no fundamentados en la naturaleza de las cosas ni en la índole de la lengua. La existencia de un brezal, imagino que como botánico lo sabes, supone siempre una asociación de plantas de la familia de las ericáceas; las estepas de Asia no están dondequiera cubiertas de plantas salinas; las sabanas de Venezuela, junto a las gramíneas, muestran pequeñas mimosas herbáceas, leguminosas y otras dicotiledóneas. Las llanuras de la Songaria, las que median entre el Don y el Volga, las Pusztas de la Hungría, son verdaderas sabanas, dehesas abundantes en gramíneas; mientras que las sabanas al este y al oeste de las Montañas Rocallosas y de Nuevo México, producen quenopodieas que contiene carbonato y muriato de sosa. Al noroeste del Missouri y al norte del río Zaguananas, que cae al río Colorado de California, las llanuras contienen yeso y sal gema. Asia posee verdaderos desiertos desprovistos de vegetación, en Arabia, en Gobi y en Persia. Desde que se han logrado conocer mejor los desiertos del interior de África, tan luenga y vagamente comprendidos en la denominación de desierto de Sáhara (Sáhra), se ha observado que al levante de este continente, como en Arabia, hay sabanas y dehesas enclavadas dentro de terrenos áridos y pelados. Estos últimos, estos desiertos, revestidos de gravas, despojados de vegetales, faltan por completo en el Nuevo Mundo, con la excepción de la franja desértica que existe en la parte sur del Perú, entre Amotape y Coquimbo (en Chile), en las playas de los mares del sur. Los españoles lo llaman, no llanos, sino desiertos. Son los desiertos de Sechura y de Atacámez o Atacama. Aunque es poca la anchura de esta soledad, su largo es de 440 leguas. La roca sobresale por ahí en todas partes, debajo o al ras de las movedizas arenas. Jamás cae allí una gota de agua; y lo mismo que en el desierto del Sáhara, al norte de Tombuctú, el desierto peruano presenta, cerca de Huaura, una rica mina de sal gema. En todas las demás partes del Nuevo Mundo hay llanuras desiertas, porque están deshabitadas, pero no verdaderos desiertos. No hay modo, el señor Bonpland no oye. Se hace el sordo, el indiferente. Se deja conducir por la cabalgadura, un diríase que de una manera automática. Mira al horizonte. Sólo por un instante, parece darse cuenta de que Humboldt perora a su lado. Entonces, asiente con un sonido gutural, una suerte de ¡Unjú! que nada dice. "Es una momia, es una tapia; mejor será callarme yo también"; piensa Humboldt bajo un nuevo acceso de ira contra su acompañante, que de acompañante, a decir verdad, tiene muy poco, sobre todo en la penuria de estas inmensidades. — Me callo, señor Bonpland, me callo. Recojo todas las palabras hasta aquí dichas. Boto tierrita y no le hablo más... Seguro que no le hablaré más, por lo menos mientras no salgamos de este tremedal. Veré hasta donde me aguanto. Allá de lejos, se ve un claro cercado de magníficos árboles. No. No hay tal claro. No hay tal cercado. No hay tales árboles. Se trata de un espejismo. Uno más de los muchos que deforman la percepción en estos sabanales. No te hablaré

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más, por ahora, Aimemé, y punto... No te hablaré más. Hablaré, o mejor pensaré, sólo para mí. Ordenaré mis pensamientos, todo lo que tengo visto, leído y aprendido sobre llanos y llanuras... Los mismos fenómenos geográficos se repiten en las más alejadas regiones; y los geógrafos que, como todos los científicos y los cientificistas puros tienden a errar la perspectiva por el anquilosamiento y la falta de movilidad o lo que yo llamo permeabilidad, permeabilidad sí, en vez de designar estas vastas llanuras desprovistas de árboles según la naturaleza de las yerbas que crían, creen que es sencillo y más eficaz diferenciarlas como desiertos y como estepas o sabanas; en terrenos desnudos, sin indicios de vegetales, y en terrenos cubiertos de gramíneas o de vegetales chicos de la clase de las dicotiledóneas. En muchas obras he visto que designan las sabanas de América, en especial las de la zona templada, con el nombre de praderas; pero me parece poco aplicable esta voz a pasturajes muy secos a menudo bien que alfombrados de yerbas de cuatro a cinco pies de altura. Los llanos y las pampas de América meridional son verdaderas estepas. Manifiestan un bello verdor durante la estación de las lluvias; mas en el tiempo de las grandes sequías tienen el aspecto de un desierto. La yerba entonces se hace polvo. Se agrieta la tierra. El caimán, las babas y las grandes serpientes-boas se quedan sepultados en el lodo desecado hasta que los primeros ondeos de la entrada de lluvia los despiertan de su prolongado letargo. Se presentan estos fenómenos en espacios áridos de 50 a 60 leguas cuadradas, dondequiera que no está atravesada la sabana por los ríos; porque a orillas de los riachuelos y en torno a las pequeñas charcas que contienen un agua cenagosa encuentra el viajero, de distancia en distancia, aun corriendo la época de las grandes sequías, grupos de Mauritia, palmera cuyas hojas en abanico mantienen un brillante verdor... Las estepas de Asia están todas fuera de los trópicos y forman altiplanos muy elevados. La América presenta asimismo en el dorso de las montañas de México, del Perú y de Quito, sabanas de una extensión considerable; pero sus más vastas estepas, los llanos de Cumaná, de Barcelona, de Maturín, de Caracas y del Meta, tienen muy poca altura sobre el nivel del océano y pertenecen todas a la zona equinoccial. Son estas circunstancias las que les dan un carácter propio. No tienen, como las estepas del Asia austral y los desiertos de Persia, esos lagos sin derrame, esos pequeños sistemas de ríos que se pierden en la arena o en filtraciones subterráneas. Los llanos de América están inclinados hacia el este y el sur; sus aguas corrientes son afluentes del Orinoco... De antiguo, antes de verlos in situ, el curso de estos ríos me inducía a creer que las llanuras formaban altiplanicies elevadas a lo menos de 100 a 150 toesas por sobre el nivel del mar. Suponía yo que los desiertos del interior de África tenían también una altura considerable y que se continuaban, como por pisos, desde las costas hasta el interior profundo de este vasto continente. No se ha llevado todavía al Sáhara ningún barómetro. En cuanto a los llanos de América, según alturas barométricas observadas en Calabozo, en Villa del Pao y en las bocas del Meta, he sabido a fe cierta que ellos no están sino a 40 ó 50 toesas sobre el nivel del océano. El declive de los

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ríos es en extremo suave, con frecuencia casi insensible. Así el menor viento y las crecientes del Orinoco hacen retrogradar los ríos que en él se arrojan. El río Arauca, por ejemplo, muestra a menudo esa corriente pa'rriba. Navegando de la embocadura hacia las cabeceras, creen los indios bajar en una jornada. Las aguas que bajan están separadas de las que suben por una gran masa de agua estancada en la que se forman, por la ruptura del equilibrio, remolinos peligrosos para las embarcaciones... Por pura tontería le he suspendido la palabra al memo de Aimemé... No sé si volver a hablarle ahora... apurar el paso de mi muía y ponerme a su lado, darle un toquecito en el hombro. Decirle, sabes que te quiero bien. Muy amable que me lo digas, y se reirá. Seguro que se reirá con esa risa tan suya de él cuando algo le hace gracia de verdad. Es muy bonito tener un amigo a quien querer. Es muy bonito que lo quieran a uno, ¿verdad, Aimemé? ¿A ti te gusta que te quieran? A mí me encanta. Pero mejor no le diré nada todavía. Lo haré sufrir un poco más. ¿Acaso sufrirá un poco Aimemé por mi actitud? No. No sufre nada. Nunca ha sufrido por nada. Vive sólo pendiente de él y de sus hierbas. Y de los nombres comunes y de los nombres científicos de sus árboles. Del uso que puede dárseles. De las peculiaridades propias de cada uno, que si el origen de este, que si el grosor del tronco de aquel, la corteza de los de más allá, que si la copa es estrecha o ancha, que si las raíces son profundas o más o menos superficiales; creo que estoy comenzando a odiar a Aimemé; sí, le odio; odio su monotonía; su falta de comunicación; su inexpresividad; esa falta de contacto suyo con sus sentimientos y emociones; es ataráxico; es imperturbable; le falta complicidad; en adelante lo trataré con mucho tiento; mejor no pienso más en él; mejor sigo con mi discurso sobre los llanos, y las llanuras, y las llanerías... Lo que más caracteriza a las sabanas o estepas de la América meridional es la falta absoluta de colinas y desigualdades, el perfecto nivel de todos los puntos del suelo. Así es que los conquistadores españoles que por primera vez penetraron desde Coro hasta las orillas del Apure no los nombraron desiertos, ni sabanas, ni praderas, sino llanuras, los Llanos. En 30 leguas cuadradas no alcanzas a ver una eminencia tan siquiera de un pie de altura. Impresionante semejante uniformidad de superficie, más perfecta aún en el meridiano de Calabozo que en el Oriente, entre el Caris, la villa del Pao, los valles de Uñare y Güere y la Nueva Barcelona. Así, se mantienen sin interrupción desde las bocas del Orinoco hasta la villa de Araure y Ospino, en un paralelo de 180 leguas de largo, y desde San Carlos hasta las sabanas de Caquetá, en un meridiano de 200 leguas, propiamente del N.N.E. al S.S.O. Caracteriza ella particularmente al Nuevo Continente, lo mismo que a las bajas estepas de Asia, entre el Boristenes y el Volga, entre el Irtisch y el Obi. ¡Ah, qué impresionante el Volga, justo al frente de Volgogrado; aquellas dunas de blancas arenas y sólo de vez en cuando una ristra de pajonal esmirriado! Al contrario, los desiertos del África central, de Arabia, de Siria y de Persia, el Gobi y el Casna, presentan muchas desigualdades, hileras de colinas, torrenteras sin agua, rocas alzadas sobre el arenal... No sé si decirle algo a Aimemé... Pobrecito, parece un perro

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sin amo. Me mira de reojo. Sé que me está mirando. Dejó de mirar al horizonte y me mira de reojo. Aprovecha el reverbereo de la luminaria para mirarme como quien quiere como quien no quiere, pero no le haré caso ni tomaré iniciativa alguna a su respecto, que se frunza, que sufra con el látigo de mi indiferencia; creo que si pudiera y no tuviese de hecho comprometido el resto de mis días con la investigación de la ciencia y el estudio del universo, consagraría mi vida por entero a un ser tan especial; huraño e impasible, distante; pero, justo por eso, especial; sabe hacerse el importante, se precia, no se anda dispensando de primera vez; no se prodiga. No es un jovencito inexperto. No es Fernandito Rodríguez del Toro, por ejemplo, que se le insinúa a uno abiertamente. No es el condecito Tovar, presto a cualquier intimidad inmediata, celebrando cualquier humorada que uno haga en su presencia, cualquier expresión más o menos feliz, cualquier gesto. Y es que en la diferencia, precisamente, está el encanto de la probanza. Lo uniforme es vulgar. Los Llanos, a pesar de la aparente uniformidad de su superficie, presentan con todo dos maneras de desigualdad que no escapan a la observación de un viajero diligente. La primera se ha designado con el nombre de Bancos, y son verdaderos bancos, pláceles en las cuencas de las estepas; pláceles o placeres, el cambio de la consonante final y el acento prosódico u ortográfico poco importa; un bajo marino o un bajo de arena; siempre un bajón o un bajonazo; del latín placere; apacible, complaciente; no desapacible, no displicente, como el Aimemé ese que sigue intomable. Los Bancos o Placeres de los Llanos son capas fracturadas de asperón o de caliza compacta, colocadas a cuatro o cinco pies sobre el resto de la llanura. Tienen en esta ocasión estos bancos tres o cuatro leguas de largo; están por completo consolidados y su superficie es horizontal; horizontal, te quiero Aimemé, tendido sobre la arena del playón cuan largo eres, desnudo, advirtiendo tu desnudez, y examinando de cerquita tus contornos: ¡Cima de la delicia! / Todo en el aire es pájaro / Se cierne lo inmediato / Resuelto en lejanía / ¡Hueste de esbeltas fuerzas / ¡Qué alacridad de mozo / En el espacio airoso / Henchido de presencia / El mundo tiene Cándida / Profundidad de espejo/... Mejor sigo hablando de la tierra llanera y sus mínimas desigualdes... Mejor me olvido del Aimemé al que desamo y al que desamé tantas veces en esa dulzura de los años irreparables... La segunda manera de desigualdad de la superficie llanera no puede reconocerse sino por nivelaciones geodésicas o barométricas o por el curso de las corrientes. Se les llama Mesas. Son pequeñas altiplanicies, o más bien eminencias convexas que insensiblemente se alzan a algunas toesas de altura. Tales son, hacia Oriente, en las provincias de Cumaná, al norte de la Villa de la Merced y de Candelaria, las Mesas de Amana, de Guampa, y de Tonoro, cuya dirección es del suroeste al noroeste, y que a pesar de su escasa elevación dividen las aguas que hay entre el Orinoco y la costa septentrional de Tierra Firme. La sola convexidad de la sabana produce la división: es ahí donde se hallan los divortia aquarum, los mismos que Tito Livio advirtió en Polonia, lejos de los Cárpatos, donde la propia llanura separa las aguas que van al Báltico de las que se dirigen al mar

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Negro. Los geógrafos que suponen cadenas de montañas dondequiera que existe un principio de separación, nunca han dejado de marcarlas erróneamente con relación a las fuentes del Neverí, del Uñare, del Guarapiche y del Pao. En razón de esto, los sacerdotes de raza mongola conforme a un uso antiguo y supersticioso, erigen un obo o pequeño terromontero de piedras en todo punto en que los ríos corren en sentido contrario... Dos ríos que corremos en sentido contrario, al parecer, somos Aimemé y yo. Desde hace un rato para acá. Sólo desde hace un rato. Antes éramos aguas confluyentes. Mentira, cercanos o distantes, hablantes o mudos, nunca hemos dejado de confluir. Adelantaré el paso y se lo preguntaré. ¿Verdad, Aimemé querido, que nunca hemos dejado de confluir? Debo desplegar una cierta amabilidad hacia él, tan solo, tan reservado, tan taciturno, pero siempre dispuesto a realizar acciones difíciles por mí, para cuidarme, para protegerme. Creo que comienzo a sentir hambre. Sí, sacaré un sandwich de mi morral. Me comeré un sandwich, y le ofreceré otro a Aimemé... El cuadro uniforme que ofrecen los Llanos, la rareza extrema de las habitaciones, la fatiga que el viaje ocasiona bajo un cielo abrasador y dentro de una atmósfera oscurecida por el polvo, la contemplación de un horizonte que de continuo parece huir, lejos, muy lejos, más lejos aún, aquellos aislados tallos de palmeras que tienen todos igual semblante y que se pierde la esperanza de alcanzar alguna vez porque se nos confunden con otros que rebasan poco a poco el horizonte previsto, todas esas causas juntas, hacen parecer las estepas más grandes y desesperazadoras de lo que en realidad son. Los vecinos que habitan las faldas meridionales de las cadenas costaneras ven extenderse las estepas hacia el sur hasta que se pierden de vista como un océano de verdor. Saben que desde el delta del Orinoco hasta la provincia de Barinas, y de ahí, atravesando los ríos Meta, Guaviare y Caguan, se puede avanzar en las llanuras primero de naciente a poniente y luego de noroeste a sureste a distancia de 380 leguas, la misma que hay (saltando el espacio) de Tombuctú a las costas septentrionales de África, hasta más allá del Ecuador, a los pies de los Andes de Pasto. Conocen por los relatos de los viajeros las pampas de Buenos Aires y del Chaco que son también llanos cubiertos de yerba menuda, desnudos de árboles, llenos de reses vacunas y de caballos que se han vuelto salvajes, indomables. Suponen, conforme a la mayor parte de los mapas de América, que este continente sólo tiene una cadena de montañas, la de los Andes, que se prolonga de sur a norte, y conciben un vago sistema acerca de la contigüidad de todas las llanuras desde el Orinoco y el Apure hasta el Río de la Plata y el estrecho de Magallanes... No me detendré ahora en la descripción mineralógica de las cadenas transversales que de oriente a poniente dividen la América, lo cual he publicado desde el año de 1800 en mi Bosquejo de un cuadro geológico, redactado apenas regresé del Orinoco, cuando todavía ni siquiera había podido someter a comprobación mis observaciones astronómicas de la Parima. Básteme recordar, del modo más claro y conciso, la estructura general de un continente cuyas extremidades, bien que expuestas a climas poco análogos, presentan con todo y todo varios rasgos de similitud...

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Para formarse una idea exacta de las llanuras, de su configuración y de sus límites, es preciso conocer las cadenas montañosas que determinan sus orillas. Por el norte, la cadena del Litoral o sistema de la Costa, cuya prominencia mayor es la Silla de Caracas, que se enlaza por medio del Páramo de las Rosas con la Sierra Nevada de Mérida y con los Andes de Nueva Granada, y la cadena del Litoral o de la Costa, bajo los 10° de latitud norte, se prolonga desde Quíbor y Barquisimeto hasta la punta de Paria. Una segunda cadena de montañas, o más bien un grupo menos elevado aunque mucho más ancho, se extiende entre los paralelos de 3 o y 7 o , de las bocas del Guaviare y del Meta a las cabeceras del Orinoco, del Maroni y el Esequibo, hacia las Guayanas holandesa y francesa. Nombro o nombré a esta cadena la cordillera de la Parima. He sido a lo largo de mi vida un fundador, un primer denominador, un dador de nombres a las cosas. Nada como nombrar algo para darle la corporeidad de una existencia propia. A la cordillera de la Parima, así nombrada por mí, puede seguírsele 250 leguas a lo largo, aunque no es tanto una cadena como un conjunto de montañas graníticas separadas por pequeñas llanuras, sin estar dispuestas de un todo en hileras. El grupo de montañas de la Parima se estrecha considerablemente entre las fuentes del Orinoco y las montañas de Demerara, en las sierras de Quimiripaca y de Pacaraima que separan las aguas entre el Caroní y el río Parima o río de Aguas Blancas. Es, por así decirlo, el teatro de las expediciones emprendidas en busca de El Dorado y de la Gran Ciudad de Manoa, el Tombuctú del Nuevo Continente. La cordillera de la Parima no está enlazada a los Andes de la Nueva Granada, de la cual está separada por un espacio de 80 leguas de ancho. Suponiéndola destruida en tal extensión por efecto de alguna gran revolución del globo, que es apenas probable, sería forzoso admitir, que ella se deprendió antiguamente de los Andes entre Santa Fe de Bogotá y Pamplona. Una tercera cadena de montañas reúne los Andes del Perú a las montañas de Brasil bajo los 16° y 18° de latitud meridional (por Santa Cruz de la Sierra, la serranía de Aguapehy y los famosos Campos dos Parecis). Es la cordillera de Chiquitos, que se ensancha en la capital de Minas Geraes y divide los afluentes del río Amazonas y los del Río de la Plata, no solamente en el interior del país, en el meridiano de Villa Boa, sino también a algunas leguas de la costa, entre Río de Janeiro y Bahía... Estas tres cadenas transversales, o mejor, estos tres grupos de montañas dirigidos de oeste a este, dentro de los límites de la Zona Tórrida, están separados por terrenos del todo uniformes, a saber, las llanuras de Caracas o del Bajo Orinoco, las llanuras del Amazonas y del Río Negro, y las llanuras de Buenos Aires o de la Plata. Todas estas observaciones e inferencias, apuntes y pensamientos, recuerdos de lecturas, los hilvanó Humboldt en los llanos de Calabozo, a lomo de muía, atravesando un paisaje terriblemente monótono, repetitivo y cansón, y, no obstante, inolvidable; sabiéndose mirado de reojo por su amado compañero Aimé Bonpland, jugando él a dársela de indolente superior, supongamos que por

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más varonil, más fuerte, más reservado y puesto dentro de sus límites; menos alharaquiento pues... Después de haber pasado dos noches a caballo y buscando en vano bajo grupos de palmeras Moriche algún amparo contra la inclemencia del sol, los viajeros llegaron antes del anochecer al pequeño fundo El Caimán, llamado también La Guadalupe, propiedad del señor Rubén Páez. Es un hato de ganado, vale decir, una casa aislada en la llanura, rodeada de algunas chozas techadas con cañas, palmas y cueros. El ganado: toros, caballos y mulos no están endehesados: vagan libremente en una extensión de varias leguas cuadradas. No hay cercas por ninguna parte. Hombres semidesnudos, con el torso a la intemperie, armados con lanzas recorren a caballo las sabanas para ojear a los animales, recoger a los que se alejan más de la cuenta de los pastos del hato, marcar con un hierro encendido todos los que aún no tienen la marca del amo. Estos hombres pardos, designados con el nombre de peones llaneros, libres o manumisos unos, esclavos los más, son unas especies singulares del règne hominal. Viven expuestos de continuo al calor abrasador de los trópicos; se nutren con carne desecada a la intemperie y escasamente salada; montan permanente a caballo y terminan consubstanciándose de tal manera con sus cabalgaduras que al final lucen como verdaderos centauros, las criaturas más armoniosas de la zoología fantástica, llamados "biformes" en la Metamorfosis de Ovidio. Un hombre desnudo con la grupa de un caballo incómodamente adaptada tras su torso. Su icono ya existía en el monumentalismo de los antiguos griegos. Como un verdadero arquetipo se le ve esculpido en el frontón occidental del Templo de Zeus en Olimpia. Formidables, esos hermosos varones desnudos con sus patas equinas. Ixión, rey de Tesalia, y una nube a la que Zeus dio la forma de Hera, engendraron a los centauros. Otra leyenda refiere que son hijos de Apolo. (Se ha dicho que "centauro" es una derivación de gandharva; en la mitología védica, los gandharvas son divinidades menores que rigen los caballos del sol). Como los griegos de la época homérica desconocían la equitación, se conjetura que el primer nómada que vieron les pareció todo uno con su caballo y se alega que los soldados de Cortés o de Pizarro también fueron centauros para los indios. "Uno de aquellos de caballo cayó del caballo abajo; y como los indios vieron dividirse aquel animal en dos partes, teniendo por cierto que todo era una cosa, fue tanto el miedo que tuvieron que volverse las espaldas dando voces a los suyos, diciendo que se había hecho dos haciendo admiración dello; lo cual no fue sin misterio; porque a no acaecer esto, se presume que mataran todos los cristianos" reza una crónica de Indias. Pero los griegos conocían el caballo, a diferencia de los indios; lo verosímil es conjeturar que el centauro fue una imagen deliberada y no una confusión, infiere un poeta ciego muy famoso de la Argentina. La más popular de las fábulas en que los centauros figuran es la de su combate con los lapitas, que los habían convidado a una boda. Para tales invitados, el vino era cosa nueva; en mitad del festín, un centauro borracho ultrajó a la novia e inició, volcando las mesas, la famosa centauromaquia que Fidias, o un discípulo suyo,

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esculpiría en el Partenón, que Ovidio cantaría en el libro duodécimo de las Metamorfosis, y que inspiraría a muchos artistas posteriores. Los centauros, vencidos por los lapitas, tuvieron que huir de Tesalia. Hércules, en otro combate, aniquiló a flechazos la estirpe... La rústica barbarie y la ira están simbolizadas en el centauro, pero "el más justo de los centauros, Quirón" (Iliada, XI, 832), fue maestro de Aquiles y Esculapio, a quienes instruyó en las artes de la música, de la cinegética, de la guerra y hasta de la medicina y la cirugía. Quirón memorablemente en el canto duodécimo del Infierno, que por consenso general se llama "canto de los Centauros"... Plinio dice haber visto un hipocentauro, conservado en miel, que mandaron de Egipto al Emperador... En la cena de los siete sabios, Plutarco refiere humorísticamente que uno de los pastores de Periandro, déspota de Corinto, le trajo en una bolsa de cuero una criatura recién nacida que una yegua había dado a luz y cuyo rostro, pescuezo y brazos eran humanos y lo demás equino. Lloraba como un niño y todos pensaron que se trataba de un presagio espantoso. El sabio Tales lo miró, se rió y dijo a Periandro que realmente no podía aprobar la conducta de sus pastores. Tal conducta debió ser la misma que ejercitan los peones llaneros con sus cabalgaduras hembras en las inmensas soledades de la sabana donde no es factible encontrar mujeres a la hora de la natural birriondez que más frecuente debe hacerse por la ardidez del sol y los elementos... En el quinto libro de su poema De rerum natura, Lucrecio afirma la imposibilidad física de la existencia del centauro, porque la especie equina logra su madurez antes que la humana y, a los tres años, el centauro sería un potro adulto y un niño apenas balbuciente. Este caballo moriría cincuenta años antes que el hombre... En ese hato El Caimán o La Guadalupe del señor Rubén Páez, encontraron los viajeros un viejo negro esclavo, Champolión Urbáez, que lo gobernaba en ausencia del amo. Con afabilidad, meciéndose en su chinchorro de moriche, accedió a contarles de los rebaños montantes a varios decenas de miles de reses que pastaban en las estepas, aunque fuese en vano que pidiesen una jarra de leche. Para tomar, sólo les fue ofrecida unas totumas de agua amarilla, turbia y fétida, que había recogido uno de los hijos del negro en una charca próxima. Tal es la pereza de estos habitantes de los llanos que no cavan pozos artesianos, aunque sepan que apenas a diez pies de profundidad se encuentran casi en todas partes manantiales abundantes en una capa de conglomerado o arenisca roja. Después de haber padecido durante una mitad del año los efectos de las inundaciones, se conforman con paciencia, en la otra mitad, a padecer los rigores de la sequía. Les aconsejó el viejo llanero negro que cubriesen el recipiente con un liencillo y bebiesen como al través de un filtro para no ser perturbados mayormente por el mal olor y para tragar menos cantidad de esa arcilla fina, amarillenta y pegajosa, suspendida en el agua. No pensaban los dos naturalistas que de seguidas, por meses enteros, se verían obligados a recurrir a ese medio. También las aguas del Orinoco están igualmente cargadas de partes terrosas, y hasta son

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de una fetidez insoportable en los recodos donde se han detenido los cuerpos de cocodrilos muertos. LXXXII M A Ñ A N A DE ESPEJISMOS

Humboldt y Bonpland, después de descansar un buen trecho del día y parte de la noche en el rancho del capataz Champolión, para sufrir menos el calor durante el día se pusieron en camino a las dos de la mañana, esperando llegar a Calabozo, pequeña ciudad muy comercial y próspera sita en el medio de los Llanos, antes del mediodía. El aspecto del país no varía. Faltaba la claridad de la luna, aunque no la de miríadas de estrellas, ese gran conjunto de nebulosas que exornan el cielo austral. Es imponente ese espectáculo de la bóveda estrellada... Al paso se podía oír el ruido del silencio nocturno, el chac-chac-chac de los pasos de la recua de muías portantes del instrumentaje, la marcha acompasada de las propias cabalgaduras, la respiración trepidante de los arrieros, las voces de los animales nocturnos, un búho, un tistirijí, una lechuza encaramada sobre la rama de algún manteco. Casi al rato de haber iniciado la partida, comenzó la hora más oscura, esa cuando la aurora se empecina en torpedear el alboreo. Y al poco, casi sin solución de continuidad, nació el sol. Raramente, el nacimiento del sol es en la llanura el instante más fresco del día, pero esta mudanza de temperatura no causa una impresión muy viva en los órganos sensoriales. En los Llanos, la superficie pareja de la tierra que absorbe tanto calor, no le permite al aire refrescarse. En Madrás, y en Abushar, y en El Cairo, las temperaturas medias del año entero son más bajas que en Calabozo. Aunque esté cortada una parte de esos llanos, como las estepas fértiles de la Siberia, por riachuelos frecuentes, y aunque en la estación de las lluvias haya bancos excesivamente áridos rodeados de terrenos inundados, el aire permanece en general muy seco. El higrómetro de Delue se mantiene el día a 34° y, en la noche a 36 o ... A medida que el sol se elevaba hacia el zenit, y que la tierra y las capas de aire superpuestas adquirían temperaturas diferentes, el fenómeno del espejismo cobra una fuerza apabullante. Ya uno no puede confiarse de su visión. Tan común es este fenómeno en esta parte del territorio de la provincia que los viajeros casi no le dieron importancia, de no ser porque a insinuación de Bonpland, se detuvieron para medir con alguna precisión la anchura del intersticio aéreo que se muestra entre el horizonte y el objeto aparentemente suspendido, el tronco de una palmera, la sarteneja del atajo, la colonia de Brusca, este horcón puntiseco que aparece y desaparece de pronto o el apilaje de tejas de una vieja fundación. Las pequeñas corrientes de aire que rasaban la superficie del suelo tenían una temperatura tan variable, que en un rebaño de toros salvajes parte de ellos aparecía con las patas suspendidas sobre la tierra, y partes con ellas hundidas por debajo de la arena y el yerbazal. Allí donde grupos de palmeras Mauritia se hallaban reunidas en largas fajas, los extremos de estos palmerales se suspen-

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dían como si quisieran elevarse hasta el Empíreo. Una persona instruida, el poeta Luis Alberto Crespo, les aseguraba a los viajeros europeos haber visto, entre Calabozo y Camaguán, unas garzas invertidas sin que existiese la imagen directa de tales aves zancudas. El autor Neibhur dice haber hecho observaciones semejantes en Arabia. Varias veces, Humboldt creyó ver en el horizonte formas de túmulos y de torres de castillos encantados que desparecían al poco, sin que pudiese fijar las verdaderas formas de semejantes visiones. Eran, quizás, terremonteros o pequeñas eminencias situadas más alia del horizonte visual ordinario. Los arrieros por su parte decían ver, veían, terrenos desnudos de vegetación que parecían como grandes lagos de superficies undosas, falsos oasis. Este fenómeno que es el más antiguo observado por los caravanistas del desierto, ha hecho dar al espejismo, en sánscrito, el nombre expresivo de deseo (sed) del antílope. En los poetas indios, persas y árabes, nos admiran frecuentes alusiones, metáforas y símiles, que se refieren a los efectos mágicos de la refracción terrestre... Con la salida del sol tomó la llanura un aspecto más animado. El ganado que había pasado la noche junto a las pozas o entre grupos de moriches y de Rhopala, se reúne otra vez en los rebaños, y a diestra y siniestra empiezan a verse vacas, becerros, muías, caballos, toros, que allí viven, no diremos como animales salvajes, sino como animales libres, libérrimos por mejor decir, sin habitación fija, desdeñosos de los cuidados y la protección del hombre. A medida que se acercaban a Calabozo los viajeros vieron manadas de corzos y matacanes o pequeños gamos (venados de tierra caliente), con pelaje aleonado pareja y astas de cercetas sencillas. Un cazador diestro cobraría más de veinte piezas por día. Su carne es muy apetecida por los llaneros. LXXXIII LA FLORA TÍPICA Conforme a la siempre certera apreciación botánica de Bonpland las estepas atravesadas estaban cubiertas de gramíneas kyllingia, de cenchrus y de páspalum (Kyllingia monocephala, K. odorata, Cenchrus pilosus, Vilfa tenacissima, Andropogon plumosus, Panicum micranthum, Páspalum leptostachyum, P. conjugatum, Aristida recurvata, etcétera). Estas gramíneas de Calabozo, Camaguán y San Gerónimo del Pirital crecen, de ordinario, apenas hasta nueve o diez pulgadas, junto a las playas del Apure y la Portuguesa se elevan hasta cuatro pies de altura, de suerte que el jaguar puede esconderse entre ellas para asaltar las muías y el resto del ganado. Con las gramíneas se hallan mezcladas algunas yerbas de la clase de las dicotiledóneas, como tuneras, malváceas, y, cosa muy notable, cosa grande caballero, pequeñas mimosas de hojas irritables que los españoles llaman dormideras {Jumera gujanensis, M. pigra, M. dormiens). La misma clase de vacunos que en España se ceba con esparceta y tréboles, encuentra en estas mimosas herbáceas un alimento de especial valor proteínico. Al este, en los llanos del Caris y de Barcelona, se alzan aisladas entre las gramíneas la

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Cypura y la craniolaria (Cypura gramínea, Cranolaria annua), la escorzonera de los indígenas cuya hermosa flor blanca tiene de seis a ocho pulgadas de largo. Los pastos más suculentos se hallan no sólo junto a los ríos sujetos a inundaciones, sino también dondequiera que están más aproximados los troncos de las palmeras; sobre todo la llamada palma de cobija (palmier de toiture ou couverture como la nombró Bonpland, la Coripha tectorum). Además de estas palmeras es frecuente encontrar en los Llanos un árbol de la familia de las proteáceas, que los indígenas llaman chaparros, y que es una nueva especie de Rhopala, allegada al Embothrium, del cual nuestros viajeros no encontraron muestras en el Nuevo Mundo. Tal planta tiene hojas duras y sonoras, usadas de ordinario como lija para limar asperezas en las maderas. Los pequeños boscajes de Rhopala se llaman chaparrales. Las Coriphas se extienden en los llanos de Caracas desde la Mesa de Paja hasta Guayabal; más al norte y noroeste está reemplazada, cerca de Guanare, Acarigua y San Carlos, por otra especie del mismo género, de hojas igualmente palmeadas, pero más grandes. La llaman palma real de los llanos, y no debe confundirse con la llamada palma real de Caracas o de Curiepe que es de hojas pinadas. Al sur de Guayabal, hállanse también otras palmeras, sobre todo el píritu de hojas pinadas (quizás un Aiphanes), y el murichi o moriche, célebre por los elogios que de él hizo el padre Gumilla... LXXXIV E L ÁRBOL DE LA VIDA

¡Salve árbol bendito, bien llamado moriche o quitare {Mauritia flexuosa) a quien, los waraos veneran como su árbol protector por excelencia. En verdad es el sagotal de la América que provee de vietum et amietum, harina, vino, hilo para tejer hamacas y esteras, cestas, esparavelas y vestidos. Sus frutos en forma de conos o piñones de pino, y cubiertos de escamas, son perfectamente semejantes a los del Calamus rotang y tienen un saborcillo a manzana. Llegados a la madurez su color es de un amarillo intenso por dentro y rojo por fuera. A los monos araguatos les gusta mucho, y los guaraúnos sacan de él un licor embriagante, fermentado, acídulo, altamente apetecible. También hacen con él conservas y mermeladas. Esta palmera con sus grandes hojas relucientes y plegadas como inmensos perantones, conserva un verdor espléndido aun en la época de mayores sequías. Su sola vista produce una agradable sensación de frescor. Los llaneros creen que atrae el agua. Confunden el efecto con la causa. Crece de preferencia en lugares húmedos. LXXXV E L SEÑOR CARLOS DEL POZO

En Calabozo, una ciudad pequeña pero muy próspera y con gran movimiento comercial, encuentran los viajeros una máquina eléctrica de grandes discos,

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electróforos, baterías, electrómetros, un material casi tan completo como el que poseen los físicos de Europa. No habían sido comprados en los Estados Unidos. Todos esos objetos eran obra de un hombre portentoso que nunca había salido de la Mesa de la Paja ni había visto instrumento científico alguno, que a nadie podía consultar, que no conocía los fenómenos de la electricidad más que por la lectura del Tratado de Sigaud de La Fond y de las Memorias de Benjamín Franklin, el señor Carlos del Pozo, que así se llamaba tan estimable e ingenioso sujeto. Desde años atrás había comenzado a hacer máquinas eléctricas de cilindro empleando grandes frascos de vidrio a los cuales había cortado el cuello. Sólo había podido procurarse, por vía de Filadelfia, platillos para construir una máquina de discos y obtener efectos más considerables de la electricidad. Fácil es suponer cuántas dificultades tuvo que superar el señor Del Pozo desde que cayeron en sus manos las primeras obras sobre la electricidad, cuando resolvió procurarse por su propia industria todo lo que había visto descrito en los libros. No había gozado hasta entonces sino del asombro y admiración que sus experiencias producían en personas carentes por completo de instrucción, que jamás se habían apartado de la soledad de los Llanos. La estada de los dos científicos y exploradores europeos en Calabozo le hizo experimentar un reconocimiento y satisfacción del todo nuevos. Humboldt llevaba electrómetros de paja, de bolilla de saúco y de hojas de oro laminado, y asimismo una botellita de Ley den que podía cargarse por frotamiento, según el método de Ingenhouss, la cual le servía para experiencias fisiológicas. No pudo el señor Del Pozo contener su alegría al ver por primera vez instrumentos no hechos por él y que parecían copias de los suyos. Humboldt le mostró también el efecto del contacto de metales heterogéneos sobre los nervios de las ranas. Los nombres de Galvani y Volta todavía no eran familiares a sus oídos.

LXXXVI LA PESCA-CACERÍA DE LOS GIMNOTOS O TEMBLADORES En las frecuentes y mutuamente instructivas tenidas conversacionales con el señor Del Pozo fue como los viajeros entraron en contacto directo con las anguilas eléctricas... Humboldt no cabía dentro de su gozo... ¡ Aimemé, Aimemé, voy a explotar de contentura... Estoy contento, yo no sé qué es lo que tengo! Te juro que hasta puedo morirme de placer... Te imaginas lo que significa para una persona como yo, diariamente interesado desde hace muchos años en los fenómenos de la electricidad galvánica, entregado a ese entusiasmo que mueve la pasión de investigar, pero que impide ver bien lo que se ha descubierto, habiendo construido, sin imaginárselo, verdaderas pilas colocando discos metálicos unos sobre otros y haciéndolos alternar con trozos de carne muscular o con otras substancias húmedas, las mismas que tengo recogidas en mi trabajo Expériences sur le fibre irritabile, te imaginas lo que significa para esa persona observar de cerca las anguilas eléctricas.¿Te lo imaginas? ¡Imagínatelo! Mi amigo, el señor

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Carlos del Pozo, me las procurará. Sabe de una poza donde encontrarlas. ¡Qué ricura, qué locura, qué divinidad!... ¡Como para morir de estupor! ¡Como para que me de un peteté, un soponcio, una moridera!... ¡Como para caer en éxtasis, Aimemé, sí, en un éxtasis electrizado!... Los españoles confunden con el nombre de temblador (que hace temblar, o propiamente que tiemblan) todo pez eléctrico. Los hay en el mar de las Antillas, hacia las costas de Cumaná. Los indios guaiqueríes, que son los más industriosos y hábiles pescadores de ese litoral, por recomendación de Domingo Rogelio León, le llevaron a Humboldt un pez que a lo que decían les adormecía las manos. Este pez sube por el Manzanares. Era una nueva especie de raya cuyas manchas laterales son poco visibles, que se asemeja bastante al torpedo de Galvani. Los torpedos están provistos de un órgano eléctrico visible desde fuera a causa de la transparencia de la piel y forman un género o subgénero de las rayas propiamente dichas. En el Mediterráneo, según Cuvier, existen cuatro especies de torpedos eléctricos que antes se confundían todos con el nombre de raya torpedo, a saber: el torpedo Narke, t. unimaculata, t. Galvani y t. marmorata. El torpedo del cabo Nueva Esperanza, acerca del cual había hecho experiencias nuevas el señor Tood, y de las que se había enterado Humboldt antes de salir de Europa, es sin duda una especie nueva no descrita. El torpedo de Cumaná, según el estudio que Humboldt le hizo, era muy vivo, muy enérgico en sus movimientos musculares, y no obstante eran sumamente débiles las conmociones eléctricas que alcanzaba a comunicar. Éstas se hicieron más fuertes galvanizando el animal por el contacto del zinc y el oro. Otros tembladores, verdaderos gimnotos o anguilas eléctricas, según Domingo Rogelio León, habitan el río Colorado, el Guarapiche, y varios riachuelos que riegan las misiones de los indios chaimas. Abundan asimismo en los grandes ríos de América, el Orinoco, el Amazonas y el Meta; mas la fuerza de la corriente y la profundidad de las aguas impiden a los indios cogerlos. Con frecuencia, antes de ver estos peces, sienten las conmociones eléctricas cuando nadan o se bañan en la orilla de los cauces. En los Llanos, sobre todo en los alrededores de Calabozo, entre las alquerías del Morichal y las misiones de arriba y de abajo, donde los depósitos de agua rebalsada y los afluentes del Orinoco (el río Guárico, los caños del Rastro, de Berito y de la Paloma) están llenos de gimnotos. A uno de esos caños, al de Vera, conduce don Carlos del Pozo a los dos viajeros. Muy de madrugada, al efecto, salieron para la aldehuela del Rastro de abajo; y de allí llegaron con una cuadrilla de baquianos indígenas a un pequeño arroyo que en época seca se convierte en un charco de aguas infestas rodeado de clusia, de amyris o de mimosas con flores odoríficas. La pesca de los gimnotos con red es muy difícil, a causa de la singular habilidad de estos peces que se hunden en el limo cual serpientes. No quisieron emplear el barbasco, es decir las raíces de Piscidia erithryna, de la Jacquinia armillaris, y algunas especies de Hyllanthus, que echadas en el agua, embriagan o entontecen a los animales. Tal medio

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hubiese debilitado a los gimnotos. Por insinuación de los indios baquianos y del propio señor Del Pozo, se prefirió el método de la pesca por medio de caballos. Raro, rarísimo procedimiento de pesca. Véase si no. Usando caballos enlazados en los derredores del lugar, lograban que éstos entraran en las aguas. Con el ruido extraordinario producido por el pataleo de las bestias, salen los peces del limo, altamente excitados para el combate. Estas anguilas amarillentas y lívidas, de lo más parecidas a grandes serpientes acuáticas, nadan en la superficie del agua y se refugian bajo el vientre de los caballos y muías, ofreciendo un auténtico combate entre animales de tan disímil organización. Los indios, provistos de arpones y de cañas largas y delgadas, rodean estrechamente el charco, subiéndose algunos de ellos a los árboles próximos cuyos brazos se extienden horizontalmente por encima de las aguas. Con sus gritos salvajes y sus prolongadas perchas impiden que se escapen los caballos llegando a la orilla de la charca. Aturdidas las anguilas con el ruido, se defienden por medio de nuevas y reiteradas descargas de sus baterías eléctricas y por cierto tiempo aparentan obtener el triunfo. Sucumben varios caballos a la violencia de los invisibles golpes recibidos acá y acullá en los órganos más importantes para la vida, y embobados por la fuerza y la frecuencia de las conmociones, desaparecen bajo el agua. Jadeantes otros, erizadas las crines, extraviados los ojos y manifestando su angustia, se enderezan y tratan de huir de la hórrida tempestad que les sorprende. Los rechazan los indios hasta el medio del agua; pero un corto número, con todo, logra engañar la activa vigilancia de los pescadores y se les ve ganar la ribera, tropezar a cada paso y echarse resoplantes en la arena, transidos de fatiga y adormecidos sus miembros por las conmociones eléctricas de los gimnotos. En menos de cinco minutos dos caballos se habían ahogado. Estrechándose la anguila que tiene cinco pies de largo, contra el vientre de los caballos, lanza por toda la superficie de sus órganos eléctricos una descarga que ataca a un mismo tiempo el corazón, las visceras, y el plexo celíaco de los nervios abdominales. Es natural que los efectos experimentados por los caballos sean más potentes que los que el mismo pez produce en el hombre, cuando no toca a éste más que por una de las extremidades. Los caballos, en su mayoría, no alcanzan a ser matados, sino aturdidos. Se ahogan por la imposibilidad de poder levantarse a consecuencia de la prolongada lucha con los gimnotos. No dudaban los europeos de que la pesca tan insólita, lucha desigual entre los mártires cristianos y los leones del circo romano, acabaría sucesivamente con las nobles bestias; pero poco a poco se dispersaban los gimnotos fatigados. Necesitan ellos un largo reposo y una alimentación abundante para recuperar su fuerza galvánica. Comenzaban a tranquilizarse las muías. Los gimnotos se acercaban incautos a la orilla, donde se les cogía por medio de arponcillos atados a cordeles. Estando bien secas las cuerdas, no sienten los indios la conmoción al suspender el pez en el aire. En pocos minutos los dos naturalistas tuvieron cinco grandes anguilas, casi todas tan sólo levemente heridas...

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La temperatura del agua en que habitualmente viven los gimnotos es de 26° a 27°. Se asegura que su fuerza eléctrica disminuye en aguas más frías, y en general, es muy notable que, como lo ha observado ya un físico célebre, los animales dotados de órgano electro-motores cuyos efectos se hacen sensibles al hombre, no se encuentran en el aire, sino en un fluido conductor de la electricidad. Los gimnotos del caño de Vera son de un hermoso color verde-oliva. LXXXVII E N SAN FERNANDO DE APURE CON RUBÉN DARÍO GONZÁLEZ

Hasta la segunda mitad del siglo XVIII los nombres de los grandes ríos Apure, Payara, Arauca y Meta eran apenas conocidos en Europa; lo eran todavía menos que en los precedentes siglos cuando el valiente welzer alemán Felipe de Hutten (llamado también Felipe de Hurren) y los conquistadores de El Tocuyo atravesaban los Llanos para buscar allende el Apure la gran ciudad de El Dorado y el rico país de los omaguas; ese Tombuctú del Nuevo Continente, al decir de Humboldt. Tan audaces expediciones no podían hacerse sino con todo el aparato de la guerra. Cuando a esos tiempos de violencia y de calamidades públicas sucedieron otros más apacibles, dos poderosas tribus indias, los cabres y los caribes del Orinoco, se adueñaron de ese mismo país que los conquistadores habían cesado de desvastar. Ya no les era permitido sino a unos pobres monjecillos predicantes avanzar al sur de las agrestes estepas. Un mundo desconocido comenzaba para los colonos españoles más allá del Orinoco, y los descendientes de aquellos intrépidos guerreros que habían adelantado sus conquistas desde el Perú hasta las costas de la Nueva Granada y la desembocadura del Amazonas, ignoraban los caminos que conducen de Coro al río Meta. El litoral de Venezuela permaneció aislado y la conquista lenta de las misiones jesuítas no tuvo éxito sino recorriendo las orillas del Orinoco. Estos padres habían penetrado ya más allá de las grandes cataratas de Atures y Maipures, cuando apenas los capuchinos andaluces habían llegado desde la costa y los valles de Aragua a los Llanos de Calabozo. Sería difícil explicar estos contrastes por el régimen según el cual se gobiernan las diferentes órdenes monásticas: el aspecto del país es lo que contribuye poderosamente al progreso más o menos rápido de las misiones, que se propagan con lentitud en el interior de las tierras, en las montañas o en las estepas, dondequiera que no siguen el curso de un mismo río. Se cree con dificultad que la villa de San Fernando de Apure, que sólo dista en línea recta 50 leguas de la parte más antiguamente habitada de la costa de Caracas, no haya sido fundada sino en 1789. La posición de esta villa sobre un gran río navegable es del todo privilegiada, muy cerca de la boca del Santo Domingo que atraviesa la provincia entera de Barinas. Todos los productos de esa provincia: cueros, tabaco, cacao, algodón y añil del Mijagual que es de primera calidad, refluyen por esta ciudad hacia las bocas del Orinoco. En la estación de las lluvias remontan grandes navios desde

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Angostura hasta San Fernando de Apure y por el río Santo Domingo hasta Torunos, puerto de la ciudad de Barinas. En esta misma época, las inundaciones de los ríos, que forman un dédalo de brazos entre el Apure, el Arauca, el Capanaparo y el Sinaruco, cubren una región de cerca de 700 leguas cuadradas. Es un paraje en que el Orinoco desviado de su curso, no por montañas próximas, sino por el enderazamiento de las contracorrientes, se dirige hacia el este en lugar de seguir su anterior dirección en el sentido de un meridiano. Considerando la superficie del globo como un poliedro formado de planos diversamente inclinados, se concibe por la simple inspección de las cartas geográficas, que entre San Fernando de Apure, Caicara del Orinoco y la boca del Meta, la intersección de tres pendientes levantadas hacia el norte, el oeste y el sur, ha debido causar una depresión considerable. El propio Humboldt determinó a ciencia cierta que los trazados hacia el norte y el oeste, se refieren a dos líneas de cumbreras, las montañas de Villa de Cura y las de Mérida. La tercera pendiente dirigida de norte a sur, es la del estrecho terrestre entre los Andes y la cadena de la Parima. Ella determina la inclinación general del Orinoco, desde la boca del Guaviare hasta la del Apure. En esta cuenca se cubren las sabanas con 12 a 14 pies de agua, y exhibe en la época de las lluvias el aspecto de un gran lago. Las aldeas y los hatos, colocados en suertes de bajos-fondos, se alzan apenas de dos a tres pies sobre la superficie de las aguas. Todo recuerda aquí las inundaciones del Bajo Egipto y la laguna de Xarayes, tan célebre antaño entre los geógrafos, aunque no existía ella sino durante algunos meses del año. Las crecidas de los ríos Apure, Meta y Orinoco, son igualmente periódicas. En la estación de las lluvias los caballos que vagavagan en las sabanas y que no han tenido tiempo de alcanzar las altiplanicies o partes realzadas de los Llanos perecen a centenadas. Vense las yeguas seguidas de sus potros, nadar una parte del día para alimentarse con yerbas, cuyas puntas se mecen por encima de las aguas. En esta situación van de ordinario perseguidas por los cocodrilos. Los cadáveres de caballos, muías y vacas atraen bandas de zamuros (Vultur aura) y otras rapaces. Son los ibis o mejor, los perenópteros de este país. Tienen toda la facha de las llamadas gallinas del faraón, y prestan a los habitantes de los Altos Llanos los mismos servicios sanitarios que el Vulturpecnoterus a los habitantes del Bajo Egipto... Humboldt y Bonpland permanecieron tres días en la villa de San Fernando. Se hospedaron en la casa del misionero Rubén Darío González, que disfrutaba de grandes comodidades. Los había recomendado a él el obispo de Caracas, y les guardó las más exquisitas atenciones. Rubén Darío, así llamado a secas, por sus feligreses sin el tratamiento de fraile o de padre era un hombre muy leído, sabio y prudente. A sus expensas había iniciado unos trabajos para evitar que el río siguiera socavando la ribera sobre la cual está construida la ciudad. La entrada del Portuguesa en el Apure da a éste una impulsión hacia el sureste, y en lugar de procurar una corriente más libre del río, habíase intentado contenerlo por medio de diques y malecones. Fácil era predecir que tales obras habían de ser

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destruidas tanto más rápidamente cuanto que habían debilitado la orilla extrayendo detrás del dique las tierras empleadas en las construcciones hidráulicas. El calor aumenta sensiblemente en los Llanos durante el tiempo de las lluvias, sobre todo en el mes de julio, cuando el cielo está nublado, devolviendo así el calor radiante hacia la tierra. Durante ese tiempo cesa enteramente la brisa; y según buenas observaciones termométricas hechas por el fraile Rubén Darío, siempre con la calva y la punta de la nariz de lanceta sudorosas por culpa del referido calorón, sube el termómetro bajo sombra a 39° y 39,5°, aunque se le tenga 15 pies alejado del sol. A medida que Humboldt y Bonpland se fueron aproximando a las orillas del Portuguesa, el Apure y el Apurito, aumentó el frescor del aire, juzga Humboldt que a causa de la evaporación de una masa de agua tan considerable. Este efecto se palpa más sensiblemente desde la puesta de sol; durante el día las playas de los ríos cubiertas de arenas blancas reflejan el calor de un modo insoportable, más aun que los terrenos gredosos, pardos amarillentos de Calabozo y Tiznados. Cuenta el propio Humboldt que una mañana al salir el sol estaba en la playa, acompañado por Rubén Darío, con el fin de medir la anchura del Apure, que es de 206 toesas. Por todos los ámbitos rodaba una tronada. Era la primera tempestad y las primeras lluvias de la estación. El río estaba encrespado por el viento del este, pero pronto volvió la calma, y en ese momento grandes cetáceos de la familia de los sopladores, enteramente parecidos a las marsopas (Delphinus phocaena) de los mares nórdicos comenzaron a retozar juguetones en largas filas por la superficie de las aguas. Los cocodrilos, lentos y perezosos, parecen temer la cercanía de estos animales estrepitosos e inquietos en sus evoluciones incesantes. Humboldt los vio sumergirse cuando los sopladores se le acercaban. Sentencioso, Rubén Darío le expresó: "Donde llega tonina no se acerca caimán". La frase terminó volviéndose proverbial, al extremo que aun hoy se repite como verdad infalible. Los españoles de las misiones, y por extensión no pocos blancos criollos y mestizos, Rubén Darío uno de ellos, designan a estos peces, como a las marsopas del océano, con el nombre de toninas, y su nombre indiano es orinuena, en lengua tamanaca. Tienen ellos, de tres a cuatro pies de longitud, y permiten ver, al encorvar la espalda y apoyarse con la cola en las capas inferiores del agua, una parte del lomo y de la aleta dorsal. No logró Humboldt procurarse algún ejemplar de estos animales para dibujarlo de viva vista, aun habiendo excitado con insistencia a los indígenas a que los flechasen, y al propio Rubén Darío que por su contacto con los indígenas se había vuelto un flechero que como Robin Hood jamás erraba el blanco. Asegura el P. Gillij, y lo confirmaba Rubén Darío, que los guamos comen su carne. ¿Serán estos cetáceos propios de los grandes ríos de la América del Sur, como el lamantino, que según las investigaciones anatómicas del señor Cuvier son también cetáceos de agua dulce? ¿O será preciso convenir en que desde el mar han remontado río arriba, como lo hace no pocas veces en los ríos de Asia el delfináptero beluga?... A Humboldt le

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hizo dudar de esta última hipótesis el haber visto toninas más arriba de las grandes cataratas del Orinoco, en el río Atabapo. Mientras que ya los truenos retumbaban encima de la cabeza del berlinés y de su acompañante-anfitrión Rubén Darío, no mostraba el cielo todavía más que nubes esparcidas avanzando lentamente hacia el zenit y en sentido opuesto. El higrómetro de Delue marcaba 53° y el termómetro centígrado 23,7°. El electrómetro, armado de una mecha fumante, no dio ningún signo de electricidad. A medida que se formaba la tempestad se mudó el azul del cielo primero en azul fusco y luego en gris-pizarra cerrado. Hízose visible el vapor vesicular, y el termómetro se elevó tres grados más, como casi siempre sucede en los trópicos, en razón de un cielo encapotado que restituye el calor radiante del suelo. Llovía a torrentes pero Humboldt permaneció impertérrito en el playón del río, acompañado por el fraile Rubén Darío y pendiente del curso de su electrómetro. Túvolo en la mano más de 20 minutos, levantado seis pies sobre el suelo, y notó que generalmente las bolitas de saúco no se apartaban sino pocos segundos antes del relámpago, siendo la separación de cuatro líneas. La carga eléctrica permaneció igual durante varios minutos; y como tenían tiempo para ensayar la naturaleza de la electricidad, acercando una barrita de lacre, vieron, ahí, en la llanura, como a menudo lo pudo observar después Humboldt en la cima de los Andes, que la electricidad de la atmósfera era positiva al principio, después cero, y por fin negativa. Estas oscilaciones del positivo al negativo (del estado vitreo al estado resinoso) se repetían con frecuencia. El electrómetro, sin embargo, un poco antes del relámpago, no marcaba constantemente sino cero. Hacia el término de la tempestad se hizo muy impetuoso el viento del oeste. Disipáronse las nubes y el termómetro bajó a 22°, a causa de la evaporación del suelo y de la más libre radiación hacia el cielo. LXXXVIII NAVEGANDO POR EL RÍO

Por causa de esa primera tempestad, inicio inequívoco de la entrada de lluvias, Humboldt y Bonpland deciden apresurar el embarque hacia el Orinoco. Contrataron una de esas piraguas anchísimas que los españoles llaman lanchas. Un piloto (patrón) y cuatro indios remeros bastaban para gobernarla. En la popa le construyeron una troje, suerte de cabaña, cubierta con hojas de coripha. Tan espaciosa era que podía contener mesa y bancos, fabricados con pieles de toro fuertemente estiradas y clavadas en una especie de armadura hecha de palo de Brasil. Los europeos pagaron por el viaje de San Fernando de Apure a Carichana, sobre el Orinoco, distancia de ocho jornadas, diez pesos por la lancha, y además el costo de la jornada, que era de medio peso, o sea cuatro reales para el piloto, y dos reales para cada boga indio. Cargaron la piragua de víveres para un mes. Gallinas, carne de venado salpresa, huevos, bananos, casabe y cacao. El buen padre Rubén Darío González, catador sibarítico él mismo, les dio en

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abundancia botellas y garrafas de vino de Jerez y Oporto, cítricos y pulpa de tamarindo para hacer limonadas y bebidas refrescantes. Llevaron también algunas armas de fuego y municiones abundantes para la caza, amén de anzuelos y atarrayas para la pesca. El Apure abunda en peces, en manatíes y en tortugas cuyos huevos constituyen un alimento de lo más nutritivo y solicitado. Sus orillas están pobladas de gran variedad de especies de la volatería, entre las cuales el paují y la guacharaca, que podrían llamarse los pavos y faisanes del país aunque con unas carnes un tanto más duras, son de una sabrosura extrema. A las cuatro de la tarde de un día intensamente cálido, partieron de San Fernando. Al poco, pasaron la boca del Apurito y costearon la isla de este nombre, formada por el Apure y el Guárico. Esta isla, en estricta verdad, es un terreno muy bajo rodeado por dos grandes ríos que desaguan ambos, a poca distancia uno del otro, en el Orinoco, después de reunidos más abajo de San Fernando por una primera bifurcación del Apure. La isla de Apurito tiene 22 leguas de largo y dos o tres de ancho. Está dividida por los caños de La Tigrera y del Manatí en tres partes. Tal isla está habitada por la tribu de los yaruros, expertos cazadores de tigres, cuyas pieles venden en San Fernando para desde allí ser exportadas a Europa, con las plumas de garzas, dos renglones del comercio exterior que han comenzado a cobrar una importancia especial por las innovaciones exóticas de la moda femenina cada vez más acentuadas. Frecuente es ver en los salones parisinos damas con echarpes de plumas de garzas, centenares de plumas por echarpe, e invernales gorros y abrigos de pieles de jaguar... Los individuos de esta nación tienen ciertos rasgos de la fisonomía llamada tártara, pertenecientes a ramas de la raza mongola. Tienen el mirar severo, los ojos muy oblicuos, los pómulos salientes, pero la nariz es prominente en toda su longitud. Son más altos, más atezados, y menos rechonchos que los indios chaimas. Los misioneros elogian las disposiciones intelectuales de los yaruros, que antaño formaban en las bandas del Orinoco una nación potente y numerosa, sobre todo en las inmediaciones de Caicara, más abajo de la boca del Guárico, donde dejaron muestras petroglíficas, rudimentos de agricultura, y una tradición de mitos y leyendas de trasmisión oral que evidencian rasgos de una cierta civilización. Durante todo su viaje de San Fernando a San Carlos de Río Negro, y de ahí a la ciudad de Angostura, Humboldt se empeñó en escribir día por día o a saltos, fuere en la canoa, fuere en el vivaque, lo que le parecía digno de atención. Muchas veces se limita a descripciones rápidas sobre lo visto, lo pensado, lo sentido; notas; reflexiones a la vera del camino; hechas de uno, dos, o tres trazos importantes, sólo para dar la idea de un registro a la volanda, en medio de las fuertes lluvias y la prodigiosa cantidad de mosquitos molestantes que colman el aire en las orillas del Orinoco y el Casiquiare. Muchas de esas anotaciones no tienen el carácter objetivo de los artículos del viaje en sus primeros libros. Y se van haciendo como más subjetivas, casi irreales por momentos. El paisaje, por su parte, también se vuelve difuso, impreciso, no pocas veces contradictorio, río arriba, sendero abajo, con la lluvia siempre poniéndose sin terminar de caer.

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¿Estallará ese nubarrón? ¿Cuándo habrá de estallar? La luz, el clima, los goterones de la lluvia que se deciden a caer. Son bocetos que pretenden capturar lo pasajero, verdades provisionales, impresiones al paso, relaciones efímeras. Mientras más grande e imponente se muestra la naturaleza en las selvas atravesadas por inmensos ríos salidos de sus cauces, desmadrados, sin descanso, más preciso es conservarle a esos cuadros la sencillez que constituye el principal mérito, a menudo el único, de los primeros ensayos, esa sabiduría inerte y profunda que apenas se deja sentir. En la medida de lo posible, evitar los tópicos: la llegada de las barcas con la pesca, la hechura del fuego, la maceración del carato o la hechura de la catara... De igual modo, procurar a ultranza no caer en el exotismo por el exotismo mismo. Recuérdese que Europa ya está cansada de Chateaubriand y del abate Prévost, del abate Raynal y de ese afán de los novelistas por el plácido ambiente de la vida de la colonia. Cero Manon Lescaut. Cero Pablo y Virginia del inefable Bernardin de Saint-Pierre. Cero Aventuras del señor Roberto Chevalier, llamado Beau-Chêne, del no menos inefable M. Lesage. Cero Isla de los esclavos, en su versión teatral, de Marivaux. Mas, ¿cómo evitar cualquier vestigio exótico, si el puro nombre de América ya es una exotiquez?, ¿cómo deslastrarse de la carga hiperbólica de las crónicas de Indias, al estilo del bueno Bernai Díaz del Castillo que veía "cosas de Amadises" por doquier, o del atrozmente embusterazo milanés Girolamo Benzoni que inventa una grotesca raza de indias cumanesas con los lóbulos de las orejas estirados de tal modo que "le llegaban hasta los hombros, hendidos por la mitad y completamente llenos de aros de carcomas, y las uñas larguísimas y atirabuzonadas como saca-corchos de 15 a 20 pies", y quien en el colmo de la fantasía y las contradicciones llega a calificar el muy sabroso chocolate, diciendo una línea aquí otra más allá, que está hecho como de zurrapas y que "... por tanto paresce asqueroso al que no la ha bebido, mas al que la use parécele bien, de buen sabor e saníssimo bevraje", aunque también diga, unas frases después, que, habiéndolo probado, a él le pareció "piu beveraggio da porci che da uomini"?... Imposible, imposible romper esas amarras... LXXXIX FRAGMENTOS DEL DIARIO HUMBOLDTIANO

Marzo, 31. Viento contrario que obliga a permanecer en el playón de Apurito hasta el mediodía. Tablones de caña dulce desvastados por obra de un incendio venido de una selva vecina. Los indios nómades ponen fuego dondequiera que acampan. Un modo de ser más que un rasgo cultural. Ellos se creen ancestralmente hermanos del sol; como él, hijo de un pajarito blanco, de regular tamaño, llamado "Madre del Sol", que subió sin descanso hasta las nubes llevando en su pico un tizón encendido. Llegando a una nube pequeñita, colocó el tizón sobre ella. El fuego del tizón prendió en la nube y jamás se ha extinguido. Jokoji, jekunu uridaja najamuti ata erokuyaja, narenakaja. Domu joko urida sabuka, tai

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a wai "Jokoji a rani", a doko eku jekunu kabé konarune, kuai ruaranaka yaburuae. Para avivar el fuego provocado por ese primer tizón, para mantenerlo inextinguible, ellos hacen fuego por donde pasan, cada vez. Eso cuenta la leyenda transcrita en dialecto guamo, una variante del antiguo idioma warao que hablan los indígenas del Delta. A partir del Diamante. Tierra habitada sólo por tigres, cocodrilos y chigüires, grande especie del género Cavia de Linneo. Progresivo ensanchamiento del río. Una de las orillas, en general árida y generosa a causa de las inundaciones; la otra, más elevada y cubierta de árboles de selvas empinadas. A veces, el río está limitado por selvas a ambas orillas y se forma un canal recto de 150 toesas de ancho. Se ven abundantes zarzales de sauce (Hermesia castaneifoliá), género nuevo inmediato a la alchornea de Swartz. Forman como un vallado de cuatro pies de alto y se les creyera recortados por las manos del hombre. Detrás de este seto se eleva un matorral de cedrelas, brasiletes y guayacanes. Son raras las palmeras. Sólo aislados especímenes de píritu y corozos espinosos. Como en el Paraíso. Los grandes cuadrúpedos de la región: tigres, dantas y báquiros dejan atajos o aberturas en seto de sauces y por ahí salen y entran los animales salvajes cuando se trasladan a beber agua al río. Por lo regular no le temen al ruido de las canoas, ni siquiera los jaguares. Tampoco, el paují (Crax alector, C. Pauxi), que se pavonea con su cuerpo cubierto de plumas intensamente negras y su penacho rizado-rojo-encendido. "Es como en el Paraíso", dijo nuestro patrón, un viejo indio ingenuo y reducido a las misiones. ¿Como en el Paraíso?, le repregunto. Olvídese amigo, después de la violación del interdicto por la madre Eva y el padre Adán, ya no hay Paraíso posible. Vea nomás como la tigrera destroza los chigüires y las indefensas lapas. Bagatelas. Vetustas tradiciones venerables que ya no cuentan. La Edad de Oro ha cesado. El viejo indio amisionado me mira receloso. Seguramente consultará con el padre Rubén Darío, que se limpiará la calva y la punta de la nariz con el pañuelo enaguafloridado antes de reafirmarle al feligrés su fe inocente en la paz y la felicidad, y me mandará a decir luego, con el propio indio, que no me guarda rencor. Esa frase "no te guardo rencor...", aura popularis, le sirve a Rubén Darío para absolver todas las faltas graves, menos graves, leves, menos leves y levísimas. Y los pecados capitales, también... Cocodrilos idénticos a los del Nilo. Cuando las playas son de una anchura considerable, la fila de sauces queda alejada del río. En ese terreno intermedio se ven los cocodrilos, a menudo en número de 10 ó 12, tendidos sobre la arena, inmóviles, abiertas las quijadas en ángulo recto, reposando unos al lado de otros, como sus congéneres sagrados del antiguo Nilo, cuasi petrificados por el légamo y el sol de muchos milenios, cual reliquias de ónices y jades obsequiadas a los dioses protectores del lar alejandrino, de modo simultáneo, a los egipcios del lago de Mareotis y a los helenos o helenísticos de la isla de Faros; sepultados todavía, ellos, como relictos de una evolución inconclusa, en el barro limoso de los playones. Estos cocodrilos de la América meridional, el arue de los indios

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tamanacos, el amana de los indios maipure, son a mi vista el propio crocodilus acutus del señor Cuvier; vale decir, el mismísimo cocodrilo egipcio: con la misma talla adulta, los mismos pies dentados en sus bordes externos, los mismos movimientos prontos y rápidos del ataque, aun cuando él se arrastre con la lentitud de una salamandra, tan pronto se halla excitado por la cólera o el hambre; el mismo ruido seco de matraca que se le produce cuando corre por el frote de las placas de su piel; aunque no sea cierta la creencia tenida por los guamos, al igual que por los aborígenes camitas del antiguo delta egipcio, según la cual a semejanza de los pangolines míticos de los libros sagrados, los viejos cocodrilos pueden "erizar sus escamas y soltar las partes de su armadura"; lo que sí es cierto, no obstante, es que el llamado cocodrilo del Orinoco, como también el del Nilo, al correr, encorva el lomo y aparece más alto, apoyado en sus patas, y ello quizás le haga lucir "con las escamas erizadas" y desprovisto de la supuesta "armadura" que antes lo mantenía aferrado al suelo; también es verdad, que los unos y los otros, por obra de ese desaferramiento, se mueven como las flechas pudiendo cambiar de dirección de trecho en trecho, y que el pequeño aparato de las falsas costillas que le ligan las vértebras del cuello y que parecen estorbar el movimiento muscular, por el ejercicio de la carrera o por el ejercicio natatorio en el remontaje de las más rápidas corrientes, de positivo, se le desarticula, desapareciéndoseles la rigidez vertebral, pudiendo alcanzar ese dicho cambio de dirección sin mayores dificultades, y hasta llegando a morderse la propia cola si así se lo proponen. Lucha cuerpo a cuerpo con caimanes. Altamente temido por los aborígenes, los caimanes del Apure y el Orinoco atacan con frecuencia a las personas que lavan, pescan o se bañan a las orillas de los ríos. Para defenderse de los atarascones y mordidas de los fieros saurios, las personas atacadas buscan los ojos del animal y en ellos les hunden los dedos con tal violencia que el dolor fuerza al atacante a soltar el bocado después de haberlo hecho sangrar y de haberle provocado terribles desgarrones. Tal fue el caso de una indita de San Fernando que conocí en la casa de Rubén Darío. Se enfrentó en lucha con un caimán a la altura de la isla de Apurito. En la contienda perdió un brazo pero dejó sin ojos al carnicero, y fue así como logró salvarse. "Yo sabía, me dijo ella con frialdad, que el caimán suelta la presa al metérsele el dedo en los ojos". En estos países yermos en que el hombre está en permanente lucha con la naturaleza, se idean diariamente trazas que puedan emplearse para escapar de un tigre, de una boa constrictor o de un cocodrilo; prepárase por decirlo así cada quien contra el peligro que lo aguarda. Los negros del interior de África conocen y emplean el mismo medio que usó la indita rubendariana. Defensa semejante fue la que aplicó el negro congoleño Isaaco, guía del infortunado explorador inglés Mungo-Park, cogido dos veces cerca de Bulinkombu, y salvado las dos por el mismo procedimiento. Así lo leí en la obrita Mungo-Park's last Mission to África, poco antes de salir de Europa.

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La caimana de Fahoro. Y para terminar con los caimanes, vale recordar el caso del animalejo amaestrado que el sanfernandino Fahoro tenía en el patio de su casa y a la que vi por iniciativa y mediación de Rubén Darío. Era un caimán aunque fuese llamado caimana. Vivía asoleándose a la orilla de un estanque que el amo le tenía construido especialmente. Fahoro estimaba tanto su mascota que le había orificado los colmillos. Daban fe el comandante Capanga Abreu, el profesor Manuel Bermúdez, el propio Rubén Darío y otros tantos apureños, de que cuando Fahoro le anunciaba a la caimana la visita de algún amigo, vecino o relacionado suyo, ella salía del estanque, abría un ojo, miraba al recién llegado y le saludaba de lado con el intento de un amable o no tan amable atarazón... El tigre del Jobal. Cerca del sitio llamado El Jobal asume la naturaleza un carácter imponente e intensamente salvaje. Fue allí donde vimos el tigre más grande con el que jamás hayamos topado. Los indígenas mismos estaban admirados de su prodigiosa largura, que excedía la de todos los tigres de Bengala que he visto en los jardines zoológicos de Europa. Estaba el animal tendido a la sombra de un gran samán, especie de mimosa. Acababa de matar un chigüire, pero aun no había comido su presa, sobre la cual tenía puesta una de sus patas con las garras aprehensoras bien a la vista. Los zamuros, a los que comparamos antes con los prenópteros del Bajo Egipto, habíanse reunidos en bandadas para devorar lo que quedara de la comida del jaguar. Ofrecían el curioso espectáculo de una mezcla de audacia y timidez: avanzaban hasta dos pies de distancia del jaguar, pero al menor movimiento de éste retrocedían. Para observar más estrechamente las costumbres de estos animales, nos colocamos en la canoa chica que acompañaba a nuestra piragua; porque es muy raro que el tigre ataque a las canoas deslizándose a nado, y esto nunca sucede sino cuando se exalta su ferocidad por una larga privación de alimento. El ruido de nuestros remos indujo al animal a levantarse con lentitud y a ocultarse detrás de la maleza de sauces que limitan la ribera. Los buitres quisieron aprovechar este momento de abandono para comerse el chigüire; pero el tigre, a pesar de la proximidad de nuestra canoa, se arrojó fiero en medio de ellos, y en un acceso de cólera expresado en sus rugidos y el movimiento de la cola, se llevó la presa consigo. Una muy grande manada de chigüires. Continuando la bajada por el río encontramos una muy grande manada de chigüires, quizás la misma que el tigre había puesto en fuga y de la que había escogido su presa. Estos animales, al que los palenques y cumanagotos llaman chigüires y los caribes capiguas, nos miraron desembarcar tranquilamente; estaban sentados, como en actitud de descanso, y parecían fijarse simpáticamente en nosotros, agitando el labio superior leporino, y aunque no se mostraban temerosos a los humanos, la vista del perro cenizo, que nos cedió Rubén Darío a los fines del viaje, le hicieron tomar las de Villadiego. Tienen el pelo rojizo o rojo del todo, la uña hendida en tres pezuñas, y la cola tan corta que apenas les apunta. Nadan en tropa, al estilo perrito. Susténtanse de las hierbas que hay comúnmente en las orillas de los ríos y lagunas. Como sus extremidades posteriores rebasan las anteriores, corren en un

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galope corto, mas con tan poca velocidad que Bonpland en dos o tres o cuatro de sus zancadas y con sus manazas de gigante alcanzó a agarrar dos de una sola vez. Es el mayor animal de la familia de los roedores. No se defiende sino en último caso, cuando está cercado y herido, usa sus molares posteriores, largos, anchos y fuertes, igual para desgarrar la pata de un tigre que la pierna o mano de un cazador indígena. El zambo don Ignacio. Pasamos la noche, como de ordinario, a campo raso, aunque en una plantación cuyo propietario se ocupaba en la cacería de los tigres. Estaba casi desnudo, con las verijas al aire pudiera decirse, y era de un acentuado moreno negruzco como un zambo; lo cual no obstaba para que se creyera de la casta de los blancos. Llamaba a su mujer y a su hija, tan desnudas como él, doña Isabel y doña Manuela. Aunque jamás se había apartado de las orillas de Apure, ponía gran interés en "las noticias de Madrid, y en esas guerras interminables que por allá se dan". Cargaba conmigo uno de los dos chigüires que había capturado Bonpland, con la idea de asarlo y cenárnoslo; pero don Ignacio nos aseguró que hombres blancos como él y nosotros (nosotros caballeros blancos) no se hicieron para comer esa horrible "cacería de indios". En sustitución nos dio a comer carne de venado, de uno que había matado con flechas la víspera, porque no poseía pólvora ni armas de fuego. Extrañamos además que hombre semejante, con pretensiones de blanco, no tuviese ni siquiera una cabaña donde guarecerse con su mujer y su hija. Nos invitó a colgar nuestras hamacas cerca de las suyas, entre los árboles. Y allí, de esa manera pasamos la noche, teniendo que soportar un aguacero tormentoso. Vientos furiosos. Centellas que casi nos calcinaban. Atroces mugidos de truenos. Y torrentes de agua que nos emparamaron hasta los tuétanos. Cuán extravagante espectáculo el hallar en estas vastas soledades un hombre que se cree de raza europea y no conoce otro abrigo que la sombra de los árboles. Abril, I o . Al salir, nos despedimos de don Ignacio, de la señora doña Isabel y de la señorita doña Manuela. Una isla baja que pasamos a los pocos minutos de navegación estaba habitada por millaradas de flamencos, espátulas rosadas, guacos, garciolas reales, pájaros vacos, mirasoles, garzas cebras, garzas rojizas, garcitas azules, garzas silbadoras, garzas pechiblancas y otras pechipardas, amén de enorme cantidad de patos güiríes y gallinas de agua. Tan apretadas unas a otras estaban estas aves, que parecía que no podían ejecutar movimiento alguno. Una ranchería de indios guamos. Cerca del punto en que el Apure envía un brazo (el río Arichuna) al Cabuyare, perdiendo considerable volumen de agua, sobre la orilla derecha, encontramos una reunión de cabañas habitadas por indios guamos amisionados bajo el pretensioso nombre de villa de Santa Bárbara de Arichuna... Los guamos son una raza de indios que mucha dificultad muestran para apegarse al suelo. Tienen bastante que ver, en cuanto a sus costumbres, con los achaguas, los guahibos y los otomacos, de cuyo desaseo, espíritu vengativo y gusto de vagabundear participan, pero de cuyo lenguaje difieren esencialmente,

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hablando uno que más parece derivación del idioma warao de los indios del delta. Celebración animal de la "luna llena". Pasamos la noche en una playa árida y muy dilatada llamada La Vuelta de las Paquiras, antesala de una selva impenetrable, por lo que tuvimos las mayores dificultades para hallar trozos de leña seca destinados a los fogones de espantar los jaguares. Era plenilunio y la noche estaba intensamente iluminada... Hasta la medianoche, poco más o menos, todo anduvo tranquilo, sin mayores sobresaltos. A esa hora se hizo patente un ruido tan pavoroso, que era casi imposible pegar los ojos. Entre los abigarrados y turbulentos gritos de animales salvajes que resonaban a un mismo tiempo, nuestros indios no reconocían sino los que alcanzaban a escucharse aisladamente. Las vocecillas aflautadas de los sapayus, los alaridos de los aluates, los rugidos fieros del tigre y del cuguar o león americano sin melena, el gemido de las perezas que de noche no dejan dormir porque a cada ratos dan "tres ayes en punta de solfa", y las inconfundibles estridulaciones del paují y las paracuas y de algunas otras aves gallináceas. El resto era un confuso maremagnum pandemoníaco donde indistintamente parecían oírse y, de hecho, se oían: zumbidos de millaradas de abejas y cigarrones, bramidos de búfalos, rebramidos de ciervos, guaraguareos de águilas alpinas, silbos de serpientes, relinchos de caballos de Arabia y el Turkestán, trinos de canarios y mirlos, berridos de becerritos mamantones, rebuznos de asnos, balidos de ovejas y carneros bíblicos, zureos de palomas bíblicas también, cuchicheos de codornices, gruñidos de cochinos, gritos de pavos reales, ladridos de perros de razas distintas sumados a los propios de nuestro sato cenizo, charloteos de cornejas y cotorras, cucúes de cuclillos semejantes a los de los derredores de mi castillo de Tegel, barriteos de elefantes senegaleses y de la Costa del Marfil, si no de los bastante menos grandes y orejudos elefanticos de Indochina y Malaca o de las islas de Ceilán y Sumatra y Borneo, cantos de gallos y cacareos de gallinas, maullidos de estilizados gatos persas o coliempenachados gatos de Angora, chillidos de golondrinas, estridulaciones de langostas, aullidos de hienas, reclamos de mochuelos, himplidos de onzas, cloqueos de pavos comunes, piñoneos de perdices, gañidos de lobos esteparios, mugidos de vacas, croares de sapos y ranas, llantos de cocodrilos, bufidos de toros, rebudios de jabalíes, ronquidos de osos polares, y todas las voces de los animales de Europa, Asia, África, y Oceania, como si estuviesen ellos concentrados en esa suerte de arca de Noé que era el pedazo de selva arrecodado ahí detrás de La Vuelta de las Paquiras. Dicen los indios que tales animales indistintos se reúnen jubilosos a celebrar su fiesta de "luna llena"... Por mi parte, prefiero creer en positivo que la verdadera causa fue alguna pendencia suscitada en el interior de la selva. Los jaguares, por ejemplo, persiguiendo en cambóte (que solos, no se atreven) una piara de paquiras que, a su vez, se defiende huyendo en filas cerradas y abatiendo las zarzas encontradas al paso. Asustados con esa lucha, los tímidos y desconfiados monos responden desde la cima de los árboles a los gritos de la manada y a la de los animales que se

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desmandan o quedan muy atrás preteridos al alcance de los tigres más jóvenes, y despiertan los pájaros que viven en sociedad y, sucesivamente, al resto de la animalia silvestre... Abril, 2. Después de tan mala noche, impacientes, nos hicimos a la vela antes de la salida del sol. Las toninas surcaban el río en larga fila y las riberas estaban cubiertas de aves pescadoras. Algunas de estas aprovechan cuando los palos flotantes que bajan por el río sorprenden a los peces que prefieren nadar por la mitad de la corriente. Nuestra canoa encalló varias veces durante la mañana, al dar contra las puntas de árboles que por años enteros permanecen enterrados oblicuamente en el limo y a la postre son descubiertos por las aguas de las nuevas lluvias. Disminuye el caudal del Apure. Harto sorprendente es, a estas alturas, la disminución de las aguas del río tanto más cuanto que después de la bifurcación en la boca de Arichuna, no hay ningún otro brazo ni canal natural de derivación que sustraiga aguas del nombrado cauce. Las pérdidas parecen derivarse más bien, tal mi conjetura, de los efectos de la evaporación y de la filtración en playas arenosas y humedecidas. El fondo de los ríos se calienta hasta la hondura en que los rayos del sol pueden penetrar sin haber experimentado una extinción demasiado fuerte a su paso por las capas de agua superpuestas. Y, por lo demás, el efecto de las filtraciones va mucho más allá del lecho del río, siendo, por decirlo así, lateral. Las playas que nos parecen áridas están embebidas de agua hasta el nivel de la superficie del río. A 50 toesas de la distancia del lecho, pudimos comprobar que mana agua cada vez que los indios hincan los remos en el suelo, y así, estas arenas húmedas en lo profundo y secas por encima y expuestas a los rayos del sol, funcionan como esponjas, perdiendo a cada momento por evaporación el agua infiltrada. Los vapores que se desprenden atraviesan la capa superior de las arenas fuertemente calentadas, y se hacen sensibles a la simple vista cuando el aire refresca hacia la tarde. A medida que se desecan las playas sustraen al río nuevas porciones de agua; y se comprende que este continuo juego de vaporización e imbibición lateral cause pérdidas considerables difíciles de someter a un cálculo exacto. Ese mismo día 2, hacia la tarde. Llovió recio aunque corto. Las golondrinas, en un todo parecidas a las europeas, voltejeaban antes de la lluvia sobre el ras de las aguas. Después del aguacero, vimos también una banda de pericos perseguida por pequeños azores sin copete. La aguda bullaranga de los aratingas contrastaba con el agreste silbido de las aves raptoras. Abril, 3. En la mañana, nuestros indios habían cogido con anzuelo un hermoso ejemplar del pez que en el país designan con el nombre de caribe o caribito, porque como la familia indígena que le presta nombre es muy ávido de sangre. Impío, ataca a los que nadan o se bañan, a quienes arranca a menudo pedazos de carne considerables; y para el que esté ligeramente herido se le hace difícil si no imposible salir con vida del agua. Hasta lo sumo temen los indios la embestida de un pez caribe o caribito, que en los Maipures llaman umati. Viven en el fondo

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de los ríos; mas tan luego como se vierten en el agua algunas gotas de sangre, llegan a la superficie por millardos, de los que los más voraces y crueles sólo tienen de cuatro a cinco pulgadas de largo, dientes cortantes y agudos como sierras, y la boca, amplia y retráctil, con labios separados unos de otros y más crecidos en la mandíbula inferior que en la superior. No sin reservas, cierto fue que accedí a comerme el caribito y puedo dar fe de que su carne es muy agradable al paladar. El Caño del Manatí. Por la tarde pasamos frente a la boca del Caño del Manatí, así nombrado a causa de la prodigiosa cantidad de manatíes o lamantinos que cogen allí todos los años. Este cetáceo mamífero y hervíboro es llamado por los tamanacos apcha, y por los otomacos avia. El padre Gillij prueba, contrariando a Oviedo, que el vocablo manatí (pez con manos) no es español, sino derivado del francés de Haití. Según la índole del castellano, atendiendo a tal característica, quizás se le llamaría en esta lengua manudo o manón, por obra de los tocones gruesos que tienen en lugar de brazos, pero nunca manatí. En los ríos equinocciales, el animal alcanza tamaños de 10 a 12 pies de largo y un peso de 500 a 800 libras. En este caño, el agua normalmente está cubierta de plastones de excrementos que son muy fétidos, con un fuerte hedor metànico semejante al que se percibe en los potreros donde se concentra la bosta vacuna. Ello, al parecer, viene del pasto con el que se alimenta preferentemente después de adulto y que arranca de la orilla de los cauces en grandes cantidades, las suficientes para llenar a plenitud el inmenso estómago que, como las vacas, tiene dividido en cuatro bolsas o cavidades (panza, bonete, libro y cuajar), y para llenar, igual, los 108 pies de intestinos que también posee. Abriendo el animal por el lomo, sorprende la magnitud, la forma y la posición de sus pulmones que tienen células muy anchas y se asemejan a inmensas vejigas natatorias. Su largo es de tres pies y, llenos de aire, adquieren un volumen de más de mil pulgadas cúbicas. Su carne es muy gustosa e ignoro con certeza por qué le endilgan efectos malsanos como fuente de fiebres. Me comentaba Rubén Darío en San Fernando que ese carácter calenturoso que le atribuyen a la carne, sobre todo cuando se la ingiere en grandes cantidades, puede derivarse del gas metano que genera y que produce la misma hediondez empalustrada del aire en los lugares donde se hace curtiembre y talabartería. También dice Rubén Darío, con la ingenua credulidad que trata de imponer a sus "amisionados" guamos y otomacos, muy proclives a su consumo, que, para contrarrestar esos maleficios basta con rezar antes de la ingestión la oración del Benedícete. Tales naciones se dedican especialmente a la pesca del cetáceo, que semanas antes de la Cuaresma, cumplen en cayapa con los propios misioneros, especialmente en el Orinoco, más abajo de las cataratas, en el río Meta y aquí, en el Apure, entre las dos islas de Carrizales y de la Conserva. A tales fines, prevaliéndose de su mansedumbre, esperan a que salgan a la orilla a proveerse de yerbas o, en río adentro, que saquen la cabeza a la superficie del agua para respirar; entonces, aprovechan y lo saetean con un arpón provisto de una cuerda delgada de hilo alquitranado,

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"muy sutil y recio", con el cual lo arrastran hasta la orilla, propinándole cuantos macanazos hagan falta para aturdirle y terminarle de subir a tierra, desde donde lo transportan a la ranchería o pueblo de misiones más cercano, arrastrándole entre varios hombres o con el auxilio de una carreta o una yunta de bueyes, llegado el caso, " y a las veces dos pares, según son de grandes estos pescados". Fernández de Oviedo, en su Historia de las Indias, relata los pormenores de esa despiada tarea, al tiempo que atestigua que es la suya de las mejores carnes del mundo, con "el sabor de muy excelente ternera propiamente"; por lo que quizás lo llaman en Darién "vaca de agua", y también "vaca mocha", según la afirmación de Martín Fernández de Enciso, que oyó aplicándole el dicho cognomento en la embocadura del Ozama sobre el golfo de Urabá y Nombre de Dios y en todas esas tierras nombradas Veragua y Castilla del Oro. A mí, por lo que me toca, súpome más a la de cochino que a la de ternera. De la corambre del manatí que tiene más de pulgada y media de grueso se hacen tiras usadas como cuerdas y látigos llamados mandadores o vergajo de manatí para cruzarle el lomo, las nalgas y hasta la propia cara a los miserables esclavos y, en no pocos casos, a los indios de las misiones que, por las leyes de Indias, deberían ser tratados como hombres libres.

xc ACAMPAMIENTO NOCTURNO FRENTE A LA ISLA DE LA CONSERVA

Mientras en la ribera el monotemático Bonpland recogía, costeando el límite de la selva y aprovechándose de los últimos rayos de luz vesperal, muestras y nuevas muestras de las especies de berberídeas, la Ammania apurensis, la Cordia cordifolia, la C. grandiflora, la Spermacocces dijfusa, la Coronilla occidentalis, la Bignonia apurensis, la Pisonia pubescens: sentado a la orilla del río, viendo a los indios encender los fogones para ahuyentar los jaguares; atento al paso rasante sobre su cabeza de los chillantes vampiros (Vespertilio spectrum) y otras especies análogas; temeroso de sus picaduras; espantando a manotazos limpios las nubarradas de mosquitos o simulios (Atractoceras Meigerí), que en el país reciben indistintamente el nombre de mosquitos playeros y mosquitos coñeros, porque gustan de las playas y persiguen la vulva de las mujeres atraídos por los olores de la menstruación y demás jugos vaginales, acosado igual por los zancudos, verdaderos zánzares muy diferentes del Culex pipiens europeo, y con una trompa tan larga que cuando se fijan en la parte inferior de la hamaca atraviesan con su aguijón tanto la hamaca como los vestidos más gruesos; sabiéndose a punto de lograr su ansiado cometido de alcanzar el Orinoco, para trasmontarlo y encontrar el canal de enlace que une los valles del Orinoco y el Amazonas; consciente de que los resultados de su expedición están siendo esperados con avidez por las academias y sociedades científicas de Europa; intentaba Humboldt desentenderse de las vicisitudes del medio ambiente; habituado a semejantes inclemencias, adoptaba aires desentendidos de explorador concentrado en sus

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proyectos. Al diablo los mosquitos. Al diablo los zancudos. Y el revoloteo de los vampiros. Y la intranquilidad del dogo cenizo ante la algarabía de los indios cazadores de monos que trafican en la selva inmediata. Son muchos los indios cazadores que ahora merodean en ese pedazo de selva orinoquense. Es de saber que cada nación de estas tierras gusta de una especie de monos y aborrece a las otras. Los achaguas se destinan por los monos amarillos, que llaman arabatas; éstos por la mañana y a la tarde, hacen infaliblemente un ruido intolerable, con ecos tan bajos que causan horror. Los indios tunevos gustan mucho de los monos negros, muy feos y bravos, y que al ver a la gente, bajan con furia hasta las últimas ramas de los árboles, sacudiéndolas y regañando; con eso los cazadores los matan a su gusto. Los jiraras, airicos, betoyes y otras naciones, aborrecen a las dos especies arriba dichas y persiguen y gustan de los monos blancos, que son también grandes, nada menos que los amarillos y negros: su carne es buena, pero por más fuego que se le dé siempre queda dura. El hígado de estos monos es bocado regalado y altamente perseguido por los indígenas y los misioneros. Alejandro von Humboldt aplaza aun un tanto su reflexión sobre la segura existencia del canal de comunicación orinoco-amazoniense, para atisbar otro rato la variedad de micos o monitos pequeños que se enciman en la floresta, casi hasta donde se encuentra acampada la expedición, y huyendo un tanto del seguimiento de los monteros que les persiguen con saña. Todas las tribus orinoquenses comen de ellos y, a decir verdad, no hay por qué escrupulizar, pues tanto éstos como los monos grandes sólo se mantienen de frutas silvestres, muy sanas y sabrosas, de las cuales se mantienen también los indios durante sus recorridos, igual que los padres que andan por la selva, a saber: primero, los dátiles, en gran abundancia; segundo, las naranjillas de un agridulce muy refrescante, del mismo color y algo menores que las naranjas ordinarias; tercero, guamas muy dulces, que son de la hechura de las algarrobas del reino de Valencia, pero de color verde, aunque estén maduras; cuarto, los guaímaros, que cargan mucho de unas frutas menores que bellotas, de mucho gusto; quinto las guayabas, de pulpa blanca, unas, y de pulpa rosada, otras; y sexto, sólo por vía de ejemplo, la reina de las frutas silvestres que llaman los indios mutuculicú, y por su singular sabor la llaman los españoles leche y miel; porque es tan sabrosa y suave como dice el nombre que le han puesto, y además es muy sana. Donde quiera que hay de estos frutales hay grandes avenidas de toda especie de monos y de micos, pero cada manada de por sí, porque las unas se tienen miedo a las otras, según se infiere, porque si una llega a los árboles donde está comiendo otra, ésta luego se retira a comer a otra parte. También se valen los cazadores y sus presas los monos y micos de otras frutas, que no son de árboles, como las dichas. Frutos de palmas. Unos racimos al modo de unas negras, que nacen de unas palmitas tan bajas, que con la mano se alcanza su fruto. Llámanse mararabes. Luego, el cubarro. Luego, el veserris. Luego, las cunamas. Y, sin parar, al alcance de la mano, las piñas, y las otras, que por ser menores, se llaman piñuelas, unas y otras de gratísimo sabor. Y todo, sin contar los hongos, de varias

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especies diferentes, y de todas, los que nacen al pie de los árboles caídos, los que llaman osobá. Satisfecho, muy satisfecho se encuentra Alejandro von Humboldt por lo mucho que ha visto y aprendido en este su viaje al Orinoco. Frotándose enérgicamente las manos, echó una mirada autosuñciente a su derredor. Se siente contento de su intuición, de su sensibilidad y de su claridad perceptiva. Ama su atención, su capacidad de respuesta, su sentimiento de identidad y los procesos afectivos, cognoscitivos y perceptivos que se operan en él de acuerdo con su propio estado de conciencia... Bonpland regresa a simple vista contento; trae una carga de nuevas muestras botánicas. Con los brazos haciendo cesta, encorvado por el peso. Coloca su preciosa carga sobre el mesón de la lancha, para luego emprender el inventario. Alza su mano hasta la cabeza rascándose el pelo y las picadas de los zancudos. Con fervor se estriega la mano, la palma y el dorso, en el muslo, y proñere un par de maldiciones, mascando un trozo de tabaco entre sus encias. — Sea lo que Dios quiera —dice— con estas plagas. No se puede estar dentro de la lancha. XCI LOS PRIMEROS DESCUBRIMIENTOS HISTÓRICOS DEL ORINOCO (I) El I o de agosto de 1498, precisa Humboldt, Colón, antes de entrar en el golfo de Paria, cuando costeaba la isla de Trinidad, vio por primera vez tierra del continente sudamericano. Era el máximo saliente norteño del delta del Orinoco; saliente que él consideró como isla. Y, por ende, la llamó Isla Sancta. Ahora se le conoce como Punta Pescador, aunque en la carta geográfica que los expedicionarios cargan consigo se le llama erróneamente Punta Redonda. Con asombro, el Almirante descubrió en el mar abundancia de aguas dulces, lo cual junto con el verdor de los manglares de las albuferas y la frondosidad de los bosques de tierra adentro, le hicieron presumir que podía encontrarse frente al Paraíso Terrenal. "Porque el sitio es conforme... y así mismo las señales son muy adecuadas; que yo jamás leí u oí que tanta cantidad de agua dulce fuese así dentro e vecina con la salada", según escribe el propio Colón en la carta en que da cuenta a los Reyes Católicos de su tercer viaje. Entra en el golfo de Paria, contempla el paisaje verdeante de las costas venezolanas, a las que llama "Tierra de Gracia", en un arranque de certera inspiración; bellísimo ese nombre "Tierra de Gracia", y más bellas aun esas costas bañadas por tal cantidad de aguas dulces por lo que vese obligado a deducir el origen fluvial de las mismas, para añadir: "Y digo que si no procede del Paraíso Terrenal... procede de tierra infinita". El Orinoco estaba ahí. Inmarcesible, en la continuidad de su embocadura. Y Colón lo había vislumbrado.

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Sus seguidores, los Ojeda, Niño y Guerra (1499), Yáñez Pinzón (1500), Vélez de Mendoza (1501), vieron el delta, pero no penetraron por los brazos del mismo a causa de los bajíos y del fragor de la marea en las bocas. Yáñez Pinzón, lo bautiza Río Dulce. Así, con esa denominación aparece en los mapamundis del portugués Diego Ribero, cartógrafo de Carlos V. Luego en mapas subsiguientes aparecerá con el nombre indígena de Uyapari y por fin, con el de Orinoco, también indígena. Según Fernández de Oviedo, el río fue descubierto por el piloto Johan Barrio de Queixo que iba con gentes de Cubagua. Fueron estos decubridores los que lo nombraron Uyapari, con el que se le conoció en toda esa primera mitad de los quinientos. Los españoles de Cubagua y Margarita desde entonces trabaron algunas relaciones con los arawacos del delta. Pero las primeras penetraciones por el río sólo tuvieron lugar en 1531, cuando Diego de Ordás, con una expedición numerosa, entró al descubrimiento, como dice en sus Elegías el poeta cronista Juan de Castellanos, del "... Uyapar y sus confines / río potente, más de fruto poco / a quienes otros llaman Urinoco..." A costa de grandes sacrificios, hambres y peligros en los que se perdieron muchas vidas: "...Vinieron a topar con cierto salto / de peñascos y grandes farallones, / do caían las aguas de más alto, / y el ruido causaba confusiones". Los expedicionarios enajenados habían dado con los primeros raudales del Gran Río. Temerosos frente a los obstáculos, unos pocos supervivientes regresaron sobre su singladura y, joder muchacho si hubieses visto, no pudieron establecer ningún asiento. Humboldt supone que se trataba del gran raudal llamado entonces de Mopana y hoy de Atures, así como se llamaba de Quituna el de Maipure que le sigue agua arriba. Hasta allí no llegaron. Humboldt deduce que lo que les detuvo fue más bien una cadena de pequeños escollos cubiertos a medias por las aguas altas, la cual forma remolinos y raudales. Son los raudales de Camiseta y del Torno que quedan a aguas abajo de Atures. Las pesadas embarcaciones con las que entonces se intentaba remontar el río, hacían muy difícil la empresa a través de aquellos pequeños pero tumultuosos obstáculos. El fracaso de tal entrada no amilanó a la gente aventurera, ambiciosa de conquistas y de nuevos derroteros: "Porque córcholis en América todo estaba por descubrir, y si habían cruzado el océano no era para quedarse anclado en el primer puerto de la costa, hostia, refocilándose con las indias en los playones y con las negras en los barrancos, que si por mujeres era, también en los serrallos de Cádiz y Granada se las conseguía. Que no era sólo por las mujeres, coño, que era también por la gloria de la fama y las riquezas. ¡También por la fama de la gloria y las riquezas!" Así, Gerónimo de Ortal, émulo de Ordás, pudo armar en 1533, con auxilio de los mercaderes de perlas de Nueva Cádiz y La Asunción, una nueva expedición encabezada por Alonso de Herrera. "Llegaron a las peñas y canales / a quien Ordás juzgó por imposibles / por ser impetuosísimos raudales; / y con ser increíbles ya sus males, / las hambres y trabajos insufribles, /

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tentaron de pasar más adelante / y la perseverancia fue bastante"... Gracias a la pericia de los guías indígenas, salvando escollos, remolinos, torrentes y chorreras, avanzaron, ayudados por Fortuna, hasta que "...dieron en la gran boca del estero / de Meta sumamente deseado..." Vamos, chicos, la tierra de Meta: otra figuración del mito del Dorado. Tras ambas andaban y penaban los descubridores. Para protegerse del brisote y las picadas de los zancudos, Humboldt se cubre bien con un capote blanco de barragán de Bruselas, forrado en escarlata, y un bonete o gorro de dormir de lanilla colorada. Sin conciliar el sueño, pendiente de los chillidos de las toninas y las otras voces vivientes de la noche, el berlinés sigue remontando el río de sus sueños, ése que al alba empezará a surcar, justo con aquellos primeros expedicionarios descubridores que abrieron el camino, no pocas veces, a expensas de supremos sacrificios, la muerte de Herrera en una guazábara, el perecimiento de otros muchos de sus tenientes, la dispersión obligada por el hambre en pos de los alimentos, el regreso a la costa, presurosos y hambreados. En un mapa, trazado con pueril perspectiva, que figura en la primera edición de la Historia General y Natural de las Indias de Fernández de Oviedo, mapa que debe ser la representación espacial del Orinoco, figuran, también, pintorescamente los escollos que detuvieron a Ordás y su gente, pero queda entre ellos y la margen del río, un paso por el cual pudo seguir Alonso de Herrera con su expedición. Hay en aquel mapa curiosas anotaciones, entre ellas, las que recuerdan aquellas dos expediciones, y otra, puesta más allá de las figuraciones peñascosas, que dice, impertérrita y retante: "A esta parte o del otro cabo de esta peña no han pasado cristianos"... Seguro y optimista, Humboldt se ve con su compañero Bonpland pasando el otro cabo de la peña. Sí, llegarán a ese punto culminante de cualquier expedición al Orinoco dos centurias atrás. Entonces, cuando el mito del Dorado, erradicado de otros muchos puntos del continente, se aposentaba ahí, cerca de la fantástica Manoa, más acá o más allá del legendario lago Parima. Un siglo pasa y diríase que no ocurren nuevos descubrimientos. Fray Gregorio de Bateta informó al Consejo de Indias, por el año de 1540, la conveniencia de formar un pueblo de cristianos en "la provincia de Caura o en parte de la Guayana". Veinte años después, el padre Sala llegó a las cercanías del Caroní y allí murió a manos de los indios. La ineficacia de estas actividades, señala con razón el maestro catalán don Pablo Vila, explica el que en la cartografía figurativa de la época sólo aparezca en la Guayana y en el delta una toponomástica costera a la manera de los portulanos medievales... A la postre, el barón se queda dormido. Duermen también los bogas indios. Sólo Bonpland y el patrono permanecen de guardia atizando el fuego para mantener distantes a los jaguares. Pendientes del fuego, en el río, también saltan

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y jacarandean los delfines. Y, en la playa, distantes, observan y esperan los caimanes. XCII JUNTURA DE LOS RÍOS APURE Y ORINOCO

Amanece y el paisaje se ilumina grandioso por los primeros rayos del sol que entran sesgando entre las frondas de los árboles. Tras el rápido aseo matinal, los viajeros se aprestan para seguir el remontaje, esta vez, sí, por el Orinoco. A unas cuantas toesas ya está la embocadura del Apure en el Padre-Río. Mueve a curiosidad la pequeña cantidad de agua que le aporta. Poquísima, una nada. El Apure pierde agua como se dijo antes por el río Arichuna y por el Caño del Manatí, brazos ambos que caen al Payara y al Guárico, pero la mayor pérdida se causa por las filtraciones de la playa que Humboldt estudió con detenimiento. La lancha chocó contra varios bajíos antes de entrar en el Orinoco. Los aluviones son inmensos hacia la confluencia. Finalmente, no sin emoción por la larga espera, ven los viajeros el soberbio torrente, un océano fluvial cuyos límites térreos, en ese punto apenas si pueden vislumbrarse. Blanqueaban las olas levantándose a varios pies de altura por el conflicto de la corriente con la brisa. Apenas resonaban en el aire los agudos gritos de las garzas, de los flamencos y de las espátulas que en larga fila se trasladan de una a otra ribera. El horizonte estaba limitado por una falda de selvas; pero en ninguna parte se prolongaban ellas hasta el cauce del río; y vastas playas, constantemente abrasadas por el sol, áridas y desiertas como las playas del mar, aparentaban de lejos, por efecto del espejismo, charcas de aguas durmientes. Estas riberas arenosas, lejos de fijar los límites del río, los hacían indecisos, acercándolos o alejándolos a su vez, según el juego variable de los rayos reflejados. Estos rasgos inciertos del paisaje, marcadamente impresionistas, son peculiares al curso entero del río. Tanto las aguas como las tierras ofrecen siempre un aspecto característico e individual. El álveo orinoquense no se parece al del Meta, ni al del Guaviare, ni al del Río Negro, ni al del Amazonas. No dependen únicamente estas diferencias de la anchura o la velocidad de la corriente, sino también de la forma de las olas, de la coloración de las aguas, del aspecto del cielo y de las nubes, del verdor de la floresta y de la orientación del viento. Esa primera noche orinoquense la pasamos cerca de la Encaramada, en un ancón rocalloso, frente a la boca del río Cabuyare, que se forma con el Payara y el Atamaica, y que a veces se le considera como uno de los brazos del Apure. La luna difumina un aire-luz que fluye indisolublemente sobre la superficie del río. Una familia indígena también pernocta en el lugar. Dentro de la familia una indita joven, a cierta distancia, no le quita la vista de encima a Bonpland. Le sonríe. Le hace chiribitas con los ojos. Contonea su cuerpo aniñado. Él le mira los pechos diminutos, el trasero paradito, las piernas firmes, los muslos llenos, carnosos. Ella se sonríe a sí misma, como confirmando el beneplácito que siente.

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Se acuclilla sobre la arena, con las piernas abiertas y el guayuco un tanto levantado para dejar ver sin dificultad el entorno de su ranura. Tiene doce años, le dice el padre a Bonpland en un español entendible, y el cuerpo desarrollado de un todo, le agrega con cierto tono incitante. Entre los dos hombres parece haberse producido un entendimiento pecuniario. Sí, la muchacha se entrega por dinero, parece advertirle el supuesto padre. Bonpland saca un peso de su faltriquera y se lo da al indio-mercader, que lo muerde con los dientes para ver si es cierto o falso. Ya el pacto quedó sellado. Ya puede hacer Bonpland el uso que mejor disponga de la muchacha. Con sus manazas de gigantón, ávido, frenetizado, son varios los meses que lleva sin probar mujer, la manosea: pechos, vientre, muslos, nalgas, brazos, rodillas, pies; juega con ella a la lucha libre, la tiende boca abajo, boca arriba, de costado, de cabeza, le mete cosquillas, la baña, la monta sobre sus hombros, la sienta sobre su estómago, sobre su cara, le introduce la lengua en su ranura, y en su clítoris (yaba o cogollo de la palma, como lo llaman los waraos), y en su culo o agujero del rabo (el joto o el ju a tou de los indígenas) también... Incesante, bebe de la fuente, chupa, sopla, besa, muerde, abre, cierra, dentellea, rechina, castañetea, escarba, escupe, lame, gorgorea, chasca, relame, ensaliva, sorbe, gusta, traga, aspira-inspira, mama, silba, canta, en tanto que la muchacha gime y llora de placer; sólo eso hace, gemir y llorar... XCIII LOS PRIMEROS DESCUBRIMIENTOS HISTÓRICOS DEL ORINOCO (II) Lo peor para Humboldt era sumarse al grupo de indios (los de la tribu de la muchacha espatarrada, el patrono de la lancha, los bogueros) que, babichorreantes y rijosos, observaban complacidos la gimnasia sexual de los dos tórtolos. A veces le parecía que no iba a poder soportar la denigración que el hecho mismo le significaba. Una falta de decencia del Bonpland ese, una puerca desconsideración para con su persona. Esto es una vergüenza. Es una vergüenza... Pasado el arrebatón, se lo reclamaré muy seriamente; seguro que se lo reclamaré... Mientras tanto, prefiere distanciarse. Salirse del murmurio de los chistes gruesos de los mirones, de las exclamaciones gozosas y del desvergonzado foqui-foqui-tuku-tuku de la pareja fornicante. Metido dentro de sí, cariacontecido y parpadeante, mascullando sin cesar, prefiere aislarse. Regresa a su ejercicio memorialístico sobre los primeros descubrimientos históricos del Gran Río, los que comenzó a hilvanar anoche mismo, antes de quedarse dormido del todo frente a la isla de la Conserva. Sí, mejor seguir relatando los primeros descubrimientos del Gran Río... En 1568 hubo una capitulación real con Diego Fernández de Zerpa, fundador de Nueva Córdoba, la segunda Cumaná. Este conquistador quiso entrar en el Orinoco por Caboruto (Cabruta) y pereció en la empresa.

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El desconocimiento de la gran vía fluvial persistía; lo demuestra la descripción vaga e incompleta del cosmógrafo-cronista Juan López de Velasco en su Geografía y Descripción Universal de las Indias, en la cual, palabras más palabras menos, anota: "Río Orinoco, y según otros de Paria, un río grande que entra en lo interior y más metido a la tierra del golfo de Paria, en 63 grados de longitud y 7 y Vi de latitud, y en la boca de un isleoncillo (??) grande; muestra tener su nacimiento... más de cien leguas la tierra adentro hasta ponerse en norte sur con el golfo de Venezuela, debajo casi de la equinoccial; en el cual entra por la parte del poniente el río Nare (¿Casanare?) y el río Carary (Sarare-Arauca) cuarenta y cincuenta leguas más abajo, también por el poniente; y más abajo el río Caura por el sur; más abajo el río Apure por la parte de occidente; el río de Guayana (¿el Caroní?), como cuarenta o cincuenta leguas de la mar por el oriente, de donde trae su nacimiento y nombre por pasar por la provincia de Guayana..." Es ésta, que se sepa, la primera descripción conocida de la hoya del Orinoco. Luego vino la ocupación del río desde Santa Fe. Años ha que nadie entraba al Orinoco, excepto los buques extranjeros que entraban clandestinamente a traficar con los indios en el trueque de hachas, cuchillos, espejitos y bisuterías por adornos de oro. En el mismo año de la capitulación de Zerpa, se hizo merced al descubridor del Nuevo Reino y fundador de Santa Fe, Gonzalo Ximénez de Quesada, ya viejo, de la conquista y gobierno de las tierras "que hay entre los dos ríos Pauto y Papamene, en la provincia de los llanos que llaman Benefuela, o el Dorado, para él y sus herederos por dos vidas". Esta concesión iba a tener consecuencias sorprendentes: la penetración en el Orinoco y en la Guayana desde el interior del continente y de seguido el que estas aguas y estas tierras se anexionaran al Virreinato Neogranadino en lo gubernativo y al Arzobispado de Santa Fe en lo eclesiástico. La entrada continental a la región orinoquense, hubo de realizarla el heredero de Ximénez de Quesada, Antonio de Berrío, años más tarde. La inició a través de los llanos en un primer viaje, comenzado en el año de 1584, durante el cual llegó al Orinoco. Contratiempos diversos le impidieron a Berrío sus propósitos de colonización por lo que hubo de realizar otras dos expediciones más tarde. De éstas da cuenta al rey desde Margarita en 1593. Respecto a descubrimientos, dice en su informe: "Hallé grandes ríos navegables y grandes noticias que el Orinoco abajo se descabezaba la cordillera". Estos conceptos pertenecientes al segundo viaje, permiten suponer, en relación con la entrada por los llanos granadinos, que había llegado al Orinoco medio. Pero al tratar del tercero, añade: "Llegué al gran río Caraguan, que más abajo se llama Orinoco y por allí tenté de nuevo atravesar la Cordillera por muchas partes e hice grandes dilegencias para atrabesalla y no me fue posible; y visto esto probé a caminar el Orinoco abajo y tampoco dio la tierra lugar"... Por fin, gracias a unos caribes que le siguieron de guía, pudo llegar al Caroní, sin duda por algunas de las sendas

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indígenas que atraviesan el Macizo Guayanés, pues, a estas alturas del relato, se había quedado sin piraguas y casi sin gente. De esa exposición se concluye que los raudales le impidieron bajar por el Orinoco. Pero otro factor, el oro, va a ser causa de que la atención siga poniéndose en el río bajo. Berrío, ya puesto en años, pasa a Trinidad donde se establece. Holandeses y franceses, que desde el mar entran por el Orinoco para traficar con los indígenas, propalan la saca de oro que realizan mediante sus canjes. Berrío despacha en 1593 a Domingo de Vera, desde Trinidad a la Guayana de la cual toma posesión, para nuevas exploraciones aguas arriba del Caroní. El poco o mucho oro que encuentra le alucina. Vera informa al rey: "Es muy rica de oro y los naturales me querían mostrar el lugar de donde lo sacan; mas yo por no mostrarme codicioso no lo quise ver... Sólo tome 17 piezas de oro que traje a S.M. Diéronme relación de que siete jornadas más adentro, hay infinita cantidad de oro". Después de esta exposición se conoció una memoria del soldado Juan Martínez, el cual apresado por los guanos, había vivido algún tiempo entre ellos. Tras una descripción fantasiosa, concluye: "...Y por la abundancia de oro que vi en la ciudad, las imágenes de oro en los templos y las planchas, armaduras y escudos de oro que usan en sus guerras, llamé aquella región el Dorado"... Sólo hasta allí quiso mantener Alejandro von Humboldt su relación histórica por esta vez. A decir verdad, estaba cansado. Y no paraba de pensar en el despropósito del señor Bonpland, refocilándose con la indiecita... Pero, ya, ya se oye la voz de Bonpland que le busca y llama por los derredores. Se dirige ahora hacia el recodo donde Humboldt colgó su hamaca. Por nada quiere enfrentarse ahora con ese señor. Se dormirá de un todo... Sí, se dormirá de un todo o fingirá dormir... Por nada quiere enfrentársele. Nada con ese señor. Ni el celofán le quitará. ¡Que se vaya con su música a otra parte! ¡Que se vaya a seguir foquifoquiando con su indita! Él y su cul y su caca. El y su glandouiller de gigante patagón. Él y sus testicules. Él y su sperme. ¡Que se vayan a la porra! ¡Mejor que se vayan a la porra! Mejor hacerse el dormido y evitar un altercado. Nada de altercados por sexo ahora ni más tarde, señor barón Federico Guillermo Henrique Alejandro von Humboldt. No olvide, llegado el caso, que usted es un barón y un varón también. Mejor, hacerse el dormido. Sí. Se dormirá de un todo... Se dormirá de un todo o fingirá dormir... "Adiós". "Buenas noches". "Mucho gusto"... "Chao, contigo, chigüire"... Si te he visto no me acuerdo... Chao contigo... No te he visto, y no te he visto, y no te he visto, y no quiero verte más... No quiero verte más... ¿De acuerdo?... ¡Sigúele atizando el fuego a tu indita!... ¡Sigue atizándoselo!...

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XCIV BUENOS DÍAS, SI ES DE DÍA...

Al día siguiente, tan pronto aclareo, los viajeros se dispusieron a continuar su rumbo. Buenos días, Alejandro. Buenos días, Aimé. Así suelen tratarse los bieneducados. Buenos días, si es de día. Buenas tardes, si es de tarde. Buenas noches, si es de noche. Qué bonito su jardín. Que lo goce. Muchas gracias... Ya los indios se habían ido rato ha. Los indios, naturalmente, son muy madrugadores. "Madurgadores", dicen ellos en su mal español. Se levantan con el primer cuchicheo de los pichones de pájaros, con el primer rayo de la alborada. Y como no se entretienen haciendo gárgaras, ni restregándose las légañas, ni jorungándose las narices, ni sacándose los pedos con las uñas, enseguidita toman las canoas y se adentran en el río... Impresionante la anchura del río entre la boca del Apure y el peñón de Curiquima. 1.900 toesas de ancho o 4.441 varas, dos veces medidas por el propio Humboldt, con pequeñas-ligerísimas variantes, en la playa occidental. El patrono de la lancha aseguró que, más entradas las lluvias, el peñón de Curiquima y el hato del Capuchino, cerca de la colina de Pocopocori, se vuelven islas. Humboldt no lo pone en duda. El henchimiento del Orinoco aumenta con la impulsión de las aguas del Apure. Antes de oírselo comentar al patrono, Humboldt ya lo tenía deducido. Con antelación, lo había observado y anotado en su bitácora: el Apure forma, a diferencia de otros afluentes, un ángulo recto y no un ángulo agudo con la parte de arriba del recipiente principal... Hacia el suroeste, los viajeros pasaron la playa de los indios guaricotos y después, virando un poco hacia el sur, el cerro Tepupano de los indios tamanacos, coronado por tres enormes cilindros graníticos. Y luego, el llamado puerto de la Encaramada; porque más al norte y al este no se encuentran sino arenas cuarzosas, asperón, caliza compacta y yeso, amontonados unos y los otros. XCV E N LA ENCARAMADA, PUDO DARSE LA MADRE DE LOS ENCARAMAMIENTOS

Un encaramamiento, o cuando menos un juego de toritos que no se dio o casi se dio, por mejor decir. Los dos amigos que no se hablaron durante todo el día, ahora parecían necesitarse mutuamente. Noche bella, iluminada por la luna sobre las rocallas; a pesar de la humedad del aire, uniformemente distribuido el calor; sin que pudiera notarse ninguna escintilación encima del horizonte; la luz de los planetas singularmente desvaída; ígnea la fuerza de cada uno de ellos. Y la incadescencia movediza de las distancias entre las hamacas, una al lado de la otra, con un cierto-calculado desnivel entrambas. ¿Quién toma la iniciativa? Alejandro estira su mano, y la baja, indolente, hacia la hamaca de Aimemé. Como si estuviese dormido, haciéndose el dormido (mejor) la tantea; se da permiso para avanzar otro tanto; toca las entrepiernas del amigo; su miembro

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viril, recogido un tanto antes de los primeros toquidos; sabe o cree adivinar que Aimemé está despierto, que le responderá en poco, igualmente amoroso. Pero no, Aimemé es el fuerte. Aimemé no se da por vencido. Aimemé es el gobernador. Aimemé es el cacique. El tronco de Aimemé se enviriliza de a poquito. Se hace un badajo de campana, un soberano bodoque, ahora. Ahora, un palo macho de trinquete apuntando hacia el cielo. Pero, he aquí, que él, el imprevisible y nunca bien conocido del todo señor Aimemé, aparentemente imperturbable, tira un sacudón con la mano para rechazar al intruso que, presto, comenzaba a mas turbar lo. Alejandro se retrae. También se hace el dormido. Prefiere que todo quede indefinido-indefinible en el terreno de la semiduermevela y el entresueño... Ahora es Aimemé quien lo perturba a él, le hace titilancias en las tetillas, frota con dureza sus aréolas... Le cosquillea desde el plexo torácico hasta la más baja pelvis, le hunde sus dedos de mítico dios Urano, fecundador de la diosa Gea, padre de la Humanidad y del Mundo enteros, por encima y por debajo de los testículos, en la más profunda hendidura posible del epidídimo, hasta el fondo mismo del llamado Conducto Diferente... Con furia, animoso, le frota con la palma de la mano la pelvis toda, de arriba abajo, de abajo arriba. Es la hora en la que el pérfido Aimemé quiere repetir su faena de la indita, piensa Alejandro, pero conmigo se equivoca. A su hora, también da su manotazo. Se mueve en la hamaca, haciéndose el perturbado, obscenamente perturbado podría decirse, con la respetabilidad de las apariencias de quienes quieren dejar bien patente su imperturbabilidad, la ataraxia de la que hablaban los griegos, frente a lo que ocurre en derredor, una hecatombe, la guerra de los medas o la de Troya, el fin del mundo llegado el caso; su derecho a no involucrarse en el deseo del otro (por mejor decir)... Y allí, por entonces, termina el juego, y no fragua ese encaramamiento, que pudo haber sido y no fue, en la noche, la noche excelsamente hermosa de la Encaramada, ¡oh noche tibia y callada del Orinoco!; una noche, la mejor de todas las imaginables, la que sencilla y llanamente no llegó a ser. Los dos amigos, cada uno por su parte, prefirieron, ardidos de pasión pero puestos en su lugar, darse al triunfo personalísimo de saberse, en su momento, inconquistables. Al poco, Alejandro observó que Aimé se fue a la orilla del río, como un fantasma, envuelto en el blanco resplandor de su sábana. Quizás fue a masturbarse solitario sobre la arena del río. Quizás fue a restregarse con un caimán o una caimana. Cierto fue que Alejandro no lo sintió regresar hasta bien entrada la madrugada, o no la madrugada sino más bien de día... XCVI NUEVOS FRAGMENTOS DEL DIARIO (I)

Abril, 7. Encontramos, saliendo del punto donde pernoctamos, caribes de Panapana. Era un cacique que remontaba por el Orinoco en su piragua para participar en la muy famosa pesca de huevos de tortugas. La piragua iba seguida de un

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grupo de canoas más chicas, donde se transportaba la cohorte del jefe. Estaba él sentado bajo una especie de toldo o tienda hecha, lo mismo que la vela, de hojas de palmas. Iba sentado, además, en una especie de trono de madera forrado con piel de jaguar y rematado en muy vistoso cabezal de plumas de flamecos, garzas, loros y papagayos... Además fumaba en una elegante pipa o caña de humo, haciendo volutas que empujaba con el aliento una vez que las exhalaba. Se le veía feliz dentro de su poder. Su gravedad fría, tan imperturbable que diríase que era la de una estatua de piedra. El respeto con el que sus súbditos lo trataban, hacía suponer que se trataba de un cacique, o cuando menos, un saco o un cabra, con otros muchos indios a él sujetos, dueño de tierras y lagunas, suerte de caballero hijodalgo, apartado del vulgo y la gente común. Ese mismo día, un tanto después. Continuando la subida del Orinoco, en principio al sur, y luego al suroeste, divisamos la falda austral de la serranía o cordillera de la Encaramada. La parte más cercana al río sólo tiene de 140 a 160 toesas de altura; mas a causa de sus abruptas faldas, de su situación en medio de una sabana, de sus cumbres rocallosas talladas en informes prismas, parece ser esa serranía particularmente elevada. Su mayor anchura no es de más de tres leguas; y según informes que me dieron indios de la nación pareka, se ensancha de manera considerable al naciente. Las cimas de la Encaramada forman el eslabón más septentrional de un grupo de montañas que costean la ribera derecha del Orinoco. Son separados estos eslabones, entre ellos, por pequeñas llanuras cubiertas de gramíneas, y no mantienen un paralelismo completo. Penetrando más allá de las grandes cataratas de Atures y Maipures, veríamos aparecer sucesivamente siete ramales principales, a saber: la Encaramada o Sacuina, de la que venimos hablando, Chaviripa, Barraguán, Carichama, Uniana, Calitumini y Sipapo. Para quienes navegamos en el Orinoco, esos eslabones montañosos, vistos a lo largo, se presentan como vértices aislados. Falsa apariencia. Los cerros de la Encaramada, verbigracia, se reúnen a los de Mato. Allí nace el río Asiveru o Cuvero. Y un poquito más allá, a los de Chaviripe, que se prolongan un mundo por medio de las montañas graníticas del Corozal, Amoco y Murciélago, hacia las fuentes del Erevato y del Ventuari. Las mismas antiguas tradiciones del género humano. Pienso que no debo pasar por alto a la vista de estas formidables montañas la leyenda que ya recogió el acucioso Gillij, y que a menudo oí durante mi permanencia en el Orinoco. Los indígenas de estas comarcas han conservado la creencia de que "cuando las grandes aguas, mientras que sus padres se veían obligados a navegar en canoas para salvarse de la inundación general, las olas del mar venían a estrellarse contra los peñascos de la Encaramada". Esta creencia no se presenta de manera aislada en un solo pueblo. Después de habérsela oído a los tamanacos, se la oí igual a los maipures, de las grandes cataratas; a los indios del río Erevato, que le cae al Caura, y a casi todas las otras tribus con las que traté o tratamos en el Alto Orinoco.

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Cuando se pregunta a los tamanacos, cómo sobrevivió el género humano a ese cataclismo, que es la misma edad del agua de los mexicas, dicen que "un hombre y una mujer se salvaron sobre una alta montaña nombrada Tamanacu, situada en la ribera del Asiveru, y que arrojaron tras de sí y por encima de sus cabezas frutos de moriche. De los huesos de esos frutos, nacieron entonces los hombres y las mujeres que repoblaron la tierra. Nada nuevo bajo el sol. El mismo cuento del diluvio bíblico de Noé y su Arca. La misma tradición grecolatina, y china, e hindú y asiria. Vengan a mí todos los que quieran participar de la costumbre o tradición del diluvio, uno o varios diluvios, el mismo repetido muchas veces quizás. El diluvio de los tres días de la muerte de la luna, según no pocos mitólogos consagrados. Una catástrofe que, al parecer, nunca es definitiva por tener lugar bajo el signo del proceso cíclico lunar y del carácter regenerativo de las aguas. El diluvio, dicen los entendidos, destruye las formas pero no las fuerzas, posibilitando nuevos surgimientos de vida vez por vez. Por lo regular significa el final de un período, y el comienzo de otro. En la lluvia de todos los días se conserva, de algún modo, el sentido simbólico de un gran diluvio. Toda lluvia es, estrepitosa, entre recia y de a poquito, chinchineante como aguacerito blanco, calabobos, de tormenta, una lluvia regeneradora en fin. Con ella comienza un ciclo y termina otro. Verdad que es así, querido Aimemé. Un ciclo que comienza. Otro que termina. Llovámonos sobre nosotros, ahora. Tú sobre mí. Yo sobre ti. Llovámonos, desnudos, uno sobre el otro, Aimemé. Pongamos fin a las rabietas y a las infidelidades y a las negativas de hace unas horas. No alcanzo a despertarme Aimemé. Cada vez que lo intento, el sueño se me profundiza más. Sólo un vacío negro y amenazador se abre a mis pies. No veo nada. No alcanzo a ver nada. Todo viene porque andamos entre los dos con estas rabietas y no nos vemos ni no sentimos ni nos toleramos uno al lado del otro, Aimemé; mejor será que nos perdonemos, que aprovechemos el diluvio tamanaco para repoblar la tierra, nosotros; yo convertido en muchacha india si tú lo deseas, con los senitos apenas madurándoseme, con los muslos empezando a endurecérseme, y el vello comenzando apenas a sombrearme el pubis, querido Aimemé; tú, tú, por el contrario, el varón titánico e indómito que nunca has dejado de ser; convertido desde hace poco para acá en impune corruptor de menores, comprador de inditas desharrapadas, exhibicionista desinhibido, eh, tú sabes de lo que te hablo, no te hagas el loco, sabes de qué te hablo picarón. No, no todo no fue un sueño. Eso ocurrió en la realidad. El sueño sólo está ocurriendo ahora. Ahora, cuando un viento repentino sopla torbellinoso por encima de nuestras cabezas. Ahora, cuando otra vez se desata el diluvio, Aimemé. Tú y yo, venidos de muy lejos, encaramados en la montaña más alta de la Encaramada, lanzando sobre las aguas semillas de moriches para recrear el género humano, y cumplida esa fundacional tarea creadora o recreadora del mundo, quedarnos quedamente, arrecostados sobre una tolvanera de niebla que viene de más allá de los raudales de Atures, del Maipure, de las orillas del Erevato, de más allá, hasta siempre, quietos, apacibles, sin rencores, Aimemé, los dos, guarecidos, en la

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cumbre de la montaña de los Tamanacos, toda la noche, pensando de dónde podía salir tanto aguacero... No sé... No hagas caso, son decires míos. Estoy dormido, profundamente dormido, sueño, o creo que sueño. Todo pareciera un juego onírico. Repuesto del ensoñamiento, me veo casi maquinalmente escribiendo sobre el cuaderno de notas. A cierta distancia, Bonpland seguía con su catalejo viendo las especies botánicas de la orilla izquierda, a cuya costa navegábamos. En lo adelante siguió sin abrir la boca, ignorándome impávido. Yo tampoco quise decirle nada. Sin chistar ni rechistar continuamos la travesía por unas cuantas horas. Vivaz a mitad del río. En una isla árida, a mitad del río, pasamos la noche, todavía sin hablarnos Bonpland y yo. Para entretenerme me puse a conversar con el patrono y con dos de los remeros. Les contaba de mi castillo de Tegel, de mis estudios en Alemania, del rey Federico el Grande de Prusia y de las glorias militares de Napoleón Bonaparte, y de Goethe y del Doctor Fausto. Cenamos, bajo un hermoso claro de luna, la comida que Aimé y el otro bogador prepararon solícitos. Un guiso exquisito de bagre desmechado con torticas de batatas y tajadas de maguey fritas en aceite de terecaya. Después de la cena, tal el calor, todos, el patrón, los remeros, Aimé y yo nos acostamos en cueros, extendidos sobre el suelo, por no encontrar árboles sobre los que colgar las hamacas. Sobre cueros y en cueros, fue una delicia vernos los unos a los otros, dormir de esa manera. Parecíamos ángeles asexuados. Fue una noche de entera paz. Hasta Cenizo durmió a pierna tendida y por horas dejó de ladrar. Un poco antes del amanecer, Aimemé se me acercó. No cuento por recato todos los fragores y titilancias que me produjo en el cuerpo. Sentí como un desgarramiento interior, y me vi casi todo bañado de una sangre luminosa que pronto tendía a resecarse. No tengas dolor, me decía Aimemé, mirándome, como apenado por hacerme daño o creyendo que me lo hacía, advirtiendo cierto desfallecimiento de mi parte... No tengas dolor. En el dolor está el goce, me decía. Ah, era verdad. Yo lo sabía. Siempre lo he creído así, en el dolor está el goce. Lo que conforma y anima a uno es la fuerza fea del sufrimiento que a la postre se convierte en una forma de hedonismo complacido. Pensé que bien nos merecíamos ese reencuentro. Esa montura y ese galopaje. Hay más, me susurró al oído. Venga más, le contesté. Venga más, le recalqué resuelto. Nos pareció que la gente comenzaba a darse cuenta. El patrono, los bogueros. Preferimos separarnos y hacernos los indiferentes, como si siguiésemos durmiendo, en cueros, sobre los cueros, inconscientes, desprevenidos. Abril, 8. Amaneciendo, el viento fresco del noreste nos condujo a toda vela hacia la Boca de la Tortuga. Saltamos a tierra a punto de mediodía. La isla en la que desembarcamos, llamada Misión de la Urbana, deformación castellana de Misión de la Uruana, es célebre por la pesca de tortugas o, como allí se dice, la pesca de huevos. Encontramos en ella a una congregación de indios que acampaban en chozas de palma, sumando entre hombres, mujeres y niños, a más de 1.500 personas. Acostumbrados desde San Fernando de Apure a no ver huma-

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nos, nos sorprendió semejante albergada. Además de los guamos y otomacos de Urbana, a quienes se consideran como razas salvajes ambas e intratables, había ahí caribes, aburuñes, achaguas, airicos, araucas, caverres, chiricoas, guaribas, guaraúnos panares, piaroas, yanomamis y representantes de otras tantas naciones y lenguas indistinguibles. Cada grupo de familias pertenecientes a las distintas tribus acampaban separadamente y se distinguían por los pigmentos y signos con que marcaban su piel, y por sus guayucos, plumas y collares, también. Distintivos en la piel. "Iba cualquiera dellos muy untado / Todo hasta la parte más sujeta, / De bija que es bitumen colorado / que los miembros y carnes les aprieta", dijo con propiedad Juan de Castellanos en sus Elegías de Varones Ilustres... Unos iban con los rasgos morfológicos transformados por mutilamientos, deformaciones y otros cambios de la fisonomía, bien por la utilización de objetos diseñados para alterar los rasgos o por la variación de los propios órganos y miembros: la cabeza más o menos aplastada, una oreja de menos, el labio inferior caído por causa del bezote. Otros iban del todo o a partes escarificados, con cortes relativamente superficiales en la piel, los cuales cicatrizados forman quiloides, al modo de grabados en "alto relieve". Otros, llevaban tatuajes, hechos por la técnica de la incisión de puntos continuos y la inyección de tintas o colorantes bajo la capa externa de la piel, con la misma aguja o espina de maguey, para crear los más disímiles dibujos o elementos gráficos; a veces, muchos, cubiertos de pies a cabeza, como si llevasen ellos un traje policromo permanente. Los más, con pintura facial y corporal, de carácter transitorio, aplicadas de seguro con una diversidad de herramientas: sellos o pintaderas de arcilla o madera, palitos aguzados, pinceles y la propia mano del dibujante o maquillador. Orondos exhibían sobre sus faces, tórax, barrigas y extremidades, motivos geométricos o figurativos, volutas, espirales, triángulos, líneas ondulantes y temas distintos de inspiración zoo o fitomorfas. Fray Pedro de Aguado en su Recopilación Historial de Venezuela, describe a la gente del valle de Tiznados, con "los rostros pintados de ciertas sajaduras que ellos se hacían, haciéndose y sacándose alguna sangre sobre la cual ponían tinte o carbón molido y zumo de yerba mora, y que quedaban las pinturas señaladas para siempre"... Digno de mención es también, a tales fines decorativos-corporales, el uso cotidiano del onoto o achote (Bixa orellana) y el aceite de palma o diferentes grasas animales. Y el de la fruta del carato (Genipa s. p.). Y la resina de la caraña (Protium carand)\ combinados tales vegetales con el carbón de leña. En los períodos no fértiles de la vida femenina, disminuye considerablemente la cantidad de adornos corporales. Cuando una mujer, por ejemplo, está embarazada, sólo puede utilizar un collar de mostacilla de una vuelta o de semillas sin color alguno, y decorarse los brazos y piernas de manera lo más discreta posible con puntos de la resina de caraña. Una vez transcurridos tres meses tras el alumbramiento, la madre recibe un corte de cabello, se impone nuevamente sus abundantes collares y vuelve a pintarse de forma ostentosa y atractiva. Simultáneamente el recién nacido adquiere sus primeros atavíos: un dibujo en el

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colodrillo con representación de la casa de su familia y un cinturón (yihmüc) hecho de cabello humano (usapo). Caso similar se registra entre las mujeres que han perdido su capacidad de procrear: por lo general, llevan el cabello muy corto y el cuerpo desprovisto de adornos. Es posible, de tal modo, establecer una relación directa entre adorno femenino y fertilidad. Los hombres panares y de otras naciones afirman que el uso de pintura corporal cesa para ellos cuando se les termina la posibilidad de fecundar a las mujeres. "No poder hacer hijos" es el cese de la presunción de ambos sexos. Nada de andar refistoleándole al otro. Un ojito para ti. Una sonrisita para mí. Y esta cimbreadura de cadera. Y esta levantada de guayuco para que veas nomás mis partes anteriores. Y esta otra para que vea mis partes, las de atrás, si también lo desea, sí señor. Y déjeme ver su pito, ¿cómo es su wata?, ¿cómo su watajotal Nada de eso, se acabó la sacadera de cuadros. Y por ende, se acabo la pinturería. No obstante, en la isla de los Huevos vi un venerable anciano panare, casi nonagenario él, que hasta los huevos llevaba pintados: trazos con x que sugieren el espacio doméstico; líneas quebradas verticales en representación de los caminos; líneas quebradas horizontales, como hileras de árboles; rastros de serpientes y corpóreos trozos de carnes de babos; el piedemonte y la montaña; las nubes del cielo; el conuco y las sementeras; las ranas que moran en las charcas y en los montes cercanos a la casa; la pisada del morrocoy o del tigre, la oruga en la hoja, la araña dentro de la tela, la paloma y otros pájaros alibatientes en sus vuelos. Y, por si fuere poco, el viejito de marras llevaba embuchacado su viril moco de pavo, vil, flojo, necio, zafio, hecho para poco y apocado, dentro de una especie de funda, adornada a maravilla, modo de balgrés galanísimo, con la saeta o lo que sea que le sirve de armazón, y una tela floreada con filetes de cuero suave que la cubre por defuera. Me dijeron que él, no obstante su edad avanzada podía ornarse de manera semejante, por ser el nosenobo (bisabuelo) de la tribu y representar el culto de los antepasados. La tortuga grande arrau. Nos aseguraban los indios que subiendo por el Orinoco desde la boca del río hasta su confluencia con el Apure, no se encuentra una sola isla o playa donde puedan recogerse huevos de tortugas en abundancia. La tortuga grande arrau, llamada por los otomacos akea, y por los tamanacos peye, se espanta de parajes habitados por el hombre o muy frecuentados por los barcos. Es un animal tímido y desconfiado, que alza la cabeza encima del agua. Las playas en las que se reúnen año por año para aovar están situadas entre la confluencia del Orinoco y el Apure y las grandes cataratas o raudales, es decir entre Cabruta y la misión de Atures... Allí se encuentran las tres pesquerías más célebres: La Encaramada o Boca de Cabuyare, la de Cucuruparu o Boca de la Tortuga, y la de Pararuma un poco más abajo de Carichana. La arrau es una gran tortuga de agua dulce, de patas palmeadas y membranosas, cabeza muy deprimida, con dos apéndices carnosos, muy puntiagudos, debajo del mentón, cinco uñas en los pies de delante y cuatro en los detrás que están surcados por debajo. El carapacho de color gris negruzco por encima y anaranjado por debajo

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tiene cinco escamas en el centro, ocho laterales, y 24 en los bordes. Disculpas debo darme por escribir de más, hasta por los codos. Todo quiero anotarlo. De todo quiero dejar constancia. Soy un vehemente del apuntismo. Nada le dejo a mi buena memoria. Entre los ojos del animal se observa un surco muy profundo. Las uñas las tiene muy fuertes y muy curvas. El culo lo tiene colocado a 1/5 de distancia del extremo de la cola. Tiene uno que ser bien ocioso para andar midiéndole la situación del culo a una tortuga. Pero yo se lo medí, exactamente, entre las risotadas y dichos de los acompañantes y del propio Bonpland. El animal adulto pesa de 40 a 50 libras. Sus huevos, mucho más grandes que los de la paloma, son menos alargados que los de las terecayas y están cubiertos de una costra calcárea, suficientemente consistente como para que los muchachos otomacos jueguen a la pelota con ellos... Los tres campamentos que forman los indios en los lugares susodichos empiezan desde fines de marzo y primeros de abril. La recolección de los huevos se hace de una manera uniforme y con esa regularidad que caracteriza a las instituciones monásticas. Formado el campo, el misionero de Uruana nombra a su teniente o comisario, que parte en diferentes parcelas el terreno donde se encuentran los huevos, según el número de tribus indias que toman parte en la recolección. Son todos indios de misiones, tan desnudos y estólidos como los indios del monte; y se les llama reducidos o neófitos, porque atienden a la seña de la campana para ir al templo y porque han aprendido a arrollidarse durante la consagración... El teniente o comisionado del padre comienza sus operaciones con la sonda. Averigua por medio de una larga percha de madera o de una caña de bambú, hasta dónde se extiende la carnada de huevos. Según nuestras medidas, este estrato se aleja de la playa hasta 120 pies de distancia, y su profundidad media es de tres pies. El comisionado coloca marcas para indicar el punto en que cada tribu ha de parar sus trabajos. Es curioso oír evaluar el producto de la cosecha de huevos como el de una haza bien cultivada. Los indios escarban la tierra con las manos; acomodan los huevos que han recogido en pequeños cestos llamados mapires; los llevan al campamento y colócanlos en largos dornajos de madera llenos de agua. Rotos los huevos y revueltos con palas en tales dornajos, permanecen expuestos al sol hasta que la yema o parte aceitosa que sobrenada pueda espesarse. A proporción que esta parte aceitosa se reúne en la superficie del agua la sacan y hacen hervir a una llama muy viva; y aseguran que este aceite animal, llamado por los españoles aceite o grasa de tortuga, por los maipures timi y por los tamanacos carapa, se conserva mejor en la medida en la que haya sido más alta la ebullición a la cual fue sometido. Cuando está bien preparado es límpido, inodoro y apenas amarillento. Los misioneros lo equiparan al mejor aceite de oliva. El trabajo de la recolección de los huevos y la preparación del aceite dura tres semanas. Solamente en esta época se comunican las misiones con la costa y las ciudades civilizadas de más allá de la selva. Los religiosos de San Francisco que

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viven al sur de las cataratas van a la cosecha no tanto a procurarse el aceite de las lamparitas como ellos dicen sino, ojos y oídos bien abiertos, a ver las "caras blancas" y a enterarse de "si el rey está viviendo en El Escorial o en San Ildefonso, si los conventos siguen suprimidos en Francia, y sobre todo si el Turco sigue manteniéndose quieto". Son esas las cuestiones que preocupan a un fraile del Orinoco, y sobre las cuales apenas pueden dar noticias bien exactas los mercaderes al por menor de Angostura que visitan los campamentos. Todavía me quedan por anotar observaciones sobre la cosecha de los huevos. Entre otras importantes: la visión de más de un ciento y medio de carapachos de tortugas vacíos por obra de los tigres jaguares, los cuales siguen a las arraus por las playas donde han de efectuar sus posturas. Sorpréndelas sobre las arenas, y para devorarlas a su sabor, las vuelcan de manera que el plastrón quede hacia arriba. En esta posición no puede la tortuga enderezarse; y como el jaguar voltea de ella mucho más de las que se come en una noche, los indios se aprovechan a menudo de su astucia y de su maligna avidez. Es sorprendente la habilidad de las manos del tigre que vacía el doble escudo de las tortugas como si se le hubiesen desprendido las ligaduras musculares por medio de un instrumento de cirugía. El jaguar persigue a las tortugas hasta el agua cuando ésta no es muy profunda. Escarbando los albergues, desentierra los huevos, y junto con el cocodrilo, las garzas y el buitre gallinazo, es el enemigo más cruel de las tortuguillas recién sacadas. Fuera de esos animales selváticos, los indios salvajes que se las pasan zanganeando por las islas, avisados por las primeras lloviznas, que ellos llaman aguaceros de las tortugas (peye-canepori, en lengua tamanaca) se trasladan a los lugares de la postura y con flechas enherboladas matan las tortugas que, alzada la cabeza y tendidas las patas, toman el sol de manera desprevenida. Compra de víveres. Nuestro piloto aprovechó la estada en Playa de Huevos para hacer algunas compras de provisiones que empezaban a faltarnos. Hallamos ahí, para buen provecho nuestro, carne fresca, gallinas, arroz de Angostura, y aun bizcocho hecho con harina de trigo, aceite de tortuga, bananos y otras vituallas. Nuestros indios atestaron la piragua de tortuguillas vivas y huevos secados al sol para su propio uso. Después de despedirnos del misionero de Uruana, que con tanta cordialidad nos trató, nos hicimos a la vela cerca de las cuatro de la tarde. Hacía un viento fresco que soplaba por ráfagas. Casi una ida a pique. Desde que penetramos en la parte montañosa del país habíamos notado que nuestra piragua aguantaba muy mal la vela; pero el patrón quiso mostrar a los indios reunidos en la playa que manteniéndose cerrado con el viento podría llegar con una sola bordada a la mitad del río. En el momento mismo en que se jactaba de su destreza y del atrevimiento de su maniobra, la fuerza del viento sobre la vela se hizo tan grande que estuvimos a punto de irnos a pique, un día aciago, de esos que parecen encenagados, se sumergió una de las bandas del barco, y se metió el agua con tal violencia que nos llegó a la rodilla, pasando por encima de una mesita en la que estaba escribiendo en la parte posterior del barco. A duras penas salvé mi diario, y por un instante sobrenada-

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ron nuestros libros, papeles y plantas desecadas. Aimé, que dormía tendido en medio de la piragua, fue despertado por la entrada de agua y los gritos de los indios, y se hizo cargo de la situación con la serenidad de su natural, a prueba de penurias en las más difíciles circunstancias. Enderezándose de vez en cuando la banda hundida en el curso de la ráfaga, juzgó que el barco no estaba perdido, y pensaba que en el caso de abandonarlo por fuerza, podíamos todavía salvarnos a nado, puesto que ningún cocodrilo estaba a la vista. En el seno de esta incertidumbre, vimos de súbito reventarse las jarcias de la vela, sirviendo para enderezarnos de un todo la misma ventolera que nos había ladeado. Se puso entonces por obra achicar la piragua con totumas (escudillas de Crescentia cujeté) y reparar las velas. Nos habíamos salvado por un tris. Abril, 9. Llegamos en la madrugada a la playa de Pararuma. El piloto indio que nos había llevado desde San Fernando de Apure no conocía el paso por los rápidos o raudalitos del Orinoco, y rehusó llevarnos más allá. Para suerte nuestra, el misionero de Carichana convino en cedernos una hermosa piragua por un precio módico, y aun el P. Bernardino Melgar, misionero de Atures y Maipures, cerca de las Grandes Cataratas, nos ofreció acompañarnos hasta la frontera de Brasil. Era tan pequeño el número de indios que ayudan a trasportar las canoas a través de los raudales, que sin la presencia del fraile Bernardino habríamonos visto obligados a permanecer semanas y meses en el remoto y aislado país. XCVII E L INDITO CIRCONIO, INTELIGENTE Y LENGUARAZ

Púsose por obra cargar y acondicionar la nueva piragua en el plazo más perentorio. El misionero de los Raudales aplicó más actividad de la que hubiera sido de desear en los aprestos para el viaje. Con el temor de no tener número suficiente de indios macos y guahibos conocedores del laberinto de pequeños canales y de cascadas de que se componen y descomponen los raudales o cataratas, ominosamente y para escarmiento de los demás, dos indios fueron puestos durante la noche en el cepo, es decir se les acostó con las piernas metidas entre dos maderos escopleados y adosados mediante una cadena con candado, y a media madrugada nos despertaron los gritos atroces de ambos. Uno, un indio de edad mediana bautismado Santo Inocente, y otro, un joven a quien azotaban inmisericorde con el cuero de un manatí. Este último, era el indito Circonio, un muchacho casi adolescente aun, que en lo sucesivo fue muy útil para la expedición. Habiendo nacido en la misión de Atures, de padre maco y madre maipure, se había vuelto al monte viviendo algunos años con indios no reducidos, y por esta circunstancia había adquirido el conocimiento de varias lenguas, por lo que el misionero se servía de él como lenguaraz. Además, lo usaba como sacristán y ayudante de la misa. Era él quien se encargaba de preparar las hornadas de hostia, los objetos litúrgicos y los paramentos sacerdotales, que portaba en un cofre de regulares dimensiones sobre sus espaldas, cuando iban en misión sacral

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de una aldea a otra para decir la misa. Iban ahí el tabernáculo, las hostias, los manteles, el cáliz, el copón, el incensario, el hisopo y las vinajeras. Y también el misal y los cirios. Y el alba, y el cíngulo, la estola y la casulla... No obstante, el misionero de Raudales gozaba maltratando a su asistente. Era una relación malsana la que existía entre ellos. Al parecer se entendían sexualmente. El indito sodomizaba al fraile y el fraile se dejaba sodomizar por el indito, pero luego compensaba su minusvalencia pasiva dentro de la relación homosexual con los castigos y sufrimientos físicos que prodigaba al muchacho en la vida de relación cotidiana, donde el indio por serlo era tratado como siervo y sin el disfrute de la libertad que por la letra de la ley le correspondía. Ahora, al parecer Circonio no quería hacer el viaje a los raudales. Intencionalmente trataba de fomentar en el fraile el tormento de la duda y de los celos. ¿Me quiere abandonar el muy pérfido? ¿Andará pendiente de otro a quien servir? ¿Me lo andará sonsacando el misionero de la Uruana que es un bujarrón de siete suelas? El indito alegaba cansancio, ciertos síntomas de enfermedad, pero el fraile no creía semejantes alegaciones. Los enamorados por lo regular, a causa de la desconfianza que les corroe, saben oler la mentira cualquiera sea el moharro con el que se le disfrace... XCVIII LOS PRIMEROS DESCUBRIMIENTOS HISTÓRICOS DEL ORINOCO (III) Para olvidarse de los enredos sexuales del padre Bernardino y el bello, afigurinado y efébico indito Circonio, famoso en la región por su paquidérmica trompa génito-urinaria, y principalmente, para no involucrarse más allá en una situación ignominiosa que mucho le desagradaba, la de los indios encepados, los cuerazos, los gritos del verdugo y los llantos y jeremiadas de las pobres víctimas, Humboldt prefirió aislarse lo más lejos posible del campamento, en un claro de playa, donde toesas más allá pululaban los caimanes y los garzones, especie de garzas blancas que normalmente merodean en los sitios de aovamiento de las tortugas. El cura, después de una arenga exhortatoria, llena de parábolas, latines de macarrónica factura y protestaciones y ofertas de regalías varias a cambio de los servicios, terminó sacándole a Circonio y al otro indio castigado, la seguridad de la incorporación al viaje... El castigo cesó; pero ya Humboldt no pudo reincorporarse al grupo ni retomar el sueño que tan vilmente le habían arrebatado. Por añadidura, nubes de zancudos enjambraban el espacio; un calor húmedo afanaba la piel y el canto de las pavitas aquejumbraba con un sabor funéreo el paso de las horas. Así las cosas, Humboldt prefirió meterse otra vez en el hilvanamiento de la historia de las exploraciones del Gran Río, cadena de la cual quería hacerse él un eslabón importante. De hecho, sentía que ya comenzaba a serlo... La Corona de España en pugna con Inglaterra se inquieta con las expediciones realizadas por los británicos y trata de fijar un poblamiento en el río; pero más para impedir la

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penetración extranjera que por colonizar propiamente. Ya Berrío, en 1594, había informado sobre aquel propósito. Dos años más tarde Berrío fundaba Santo Thomé, a cinco kilómetros aguas abajo de la boca del Caroní frente a la isla Fajardo, población que era atacada a menudo por los corsarios extranjeros. Los ataques más hecatómbicos fueron los del inglés Reymis, lugarteniente de Raleigh (1618) y el del holandés Adrián Janson (1629). Fernando Berrío, hijo del fundador, se hallaba el año del ataque holandés, en expedición por el río, llegando hasta los raudales de Atures, donde murió ahogado. Se devolvieron sus hombres desalentados y los raudales se entronizaban una vez más como obstáculo insalvable para proseguir los descubrimientos. Las entradas belicosas de los holandeses se repiten. Ante el peligro externo, Santo Thomé en diez años cambia de emplazamiento tres veces hasta que se fija en 1642 junto al Usupano o Supamo, bajo la protección de una roca que se fortificó con artillería. La mudanza fue obra de Martín de Mendoza, descendiente de Berrío. El nuevo gobernador hizo prosperar las actividades del Bajo Orinoco, a lo que contribuyó mucho la apertura de la comunicación por el Apure, gracias a la cual se inició el comercio con Barinas. De todas maneras, la seguridad seguía siendo relativa. El acoso de los ingleses y holandeses se repetía con periodicidad insistente. La zozobra no permitía pensar en la penetración interior de la Guayana ni en la exploración del Orinoco. No es de extrañar, pues que en el año 1634, en una descripción de Venezuela puesta al dorso de un mapa del cartógrafo holandés Guillermo Blaeuw, pudiera leerse esta referencia: "Hay también una región grande, todavía desconocida, donde se encuentra un río grande que se llama Orenoque". Acribillado por los zancudos, Humboldt no sabe si regresar a su hamaca enmosquiterada o si continuar en el recodo de playa con su cantinela de recordaciones históricas. Igual podía seguir con ellas debajo del mosquitero, se dijo. Y a la hamaca se fue, con la piel atizada por los aguijonazos... Fue en esa primera mitad del siglo XVII que empezaron los misioneros a adentrarse en Guayana, catecismo y cruz en mano, para adoctrinar a los indígenas y, a la vez, fijarlos en reducciones con finalidad colonizadora. Pero la falta de apoyo oficial hizo que el intento se fuera al traste, y los misioneros perecieron o pusieron los pies en polvorosa. En 1682, llegaron de Trinidad capuchinos catalanes que fundaron un hato de ganado vacuno como base principal de los trabajos de evangelización, en un lugar llamado Suay, a diez kilómetros aguas arriba del Caroní. Las misiones catalanas se extendieron por la Guayana baja pero no por el Orinoco propiamente. La gran obra colonizadora de ellas se cumplió en la hoya del Cuyuní. Por otra parte, los padres Observantes de Píritu, de raíz franciscana, extendieron su acción por los llanos de Barcelona hasta la margen izquierda del Orinoco, sin mayor interés por las tierras de aguas arriba donde ya trabajaban los jesuitas. No fue fácil para estos abnegados varones de hábito azul con capucho y valona, cordón blanco con nudos en la cintura del que pendía un rosario, y sandalias de

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cuero de venado, llegar desde la costa piriteña hasta el Orinoco, atravesando los valles de los ríos Uñare, Neverí, Güere, Aragua, Guarapiche, Amana y Guampa, donde moraban unos de los focos más importantes de rebeldía entre los indios caribes comandados por caciques que se hicieron legendarios por su bravura y pundonor, entre ellos Curpaguana, Coipa, Guayamate, Paraguiato, Marumo, Neverrigua, Maiguaruagua, Munare, Encapiriguare y Carauyar, entre otros muchos, ajusticiados todos ellos en las primeras décadas del siglo XVIII por órdenes del gobernador de Nueva Andalucía don Carlos de Sucre. Sabían tales indios por los cumanagotos cuando partía de la costa alguna expedición contra ellos. Recibían las señales por medio de hogueras o humadas, y por correos veloces que iban corriendo la voz tierra adentro: "Chare mana porque mué" ("Ya vienen los españoles"), expresión de la que también se valían para asustar a los niños. A pesar, de esa cruenta resistencia, los franciscanos, alcanzaron su meta prevista. También los jesuítas apoyados en los colegios ignacianos del Virreinato de la Nueva Granada, establecieron misiones en los llanos de Casanare, desde donde paulatinamente se extendieron hasta el Orinoco, al ser autorizados por real cédula de 1716. Esta orden fue la que más se ocupó del río, en los tramos hasta entonces desatendidos, desde la desembocadura del Apure hasta la del Meta. Fueron justo tales padres jesuítas los primeros que hicieron publicaciones sobre el Orinoco. Clásica es la obra de fray Joseph Gumilla con el barroquísimo título de El Orinoco Ilustrado y Defendido. Historia natural, civil y geographica de este gran río y de sus caudalosas vertientes: Gobierno, usos y costumbres de los Indios, sus habitadores, con nuevas y útiles noticias de animales, árboles, frutos, aceytes, resinas, yerbas, raíces medicinales, y sobre todo, se hallaron conversiones muy singulares de N. Santa Fe, y casos de mucha edificación. Escrita, etc... De esos mismos días es la obra del padre José Cassani Historia de la Provincia de Jesús en el Nuevo Reino de Granada... Unos años antes, otro padre jesuita no identificado delineó el que debe ser sin duda el primer mapa del Gran Río, trazado con indudable conocimiento personal de los tramos fluviales conocidos. Dicho mapa es más preciso y de mayores detalles que el publicado por Gumilla en su obra. Este fraile Gumilla que si bien estuvo en las vertientes orinoquenses del Septentrión, sólo residió cuatro años en sus orillas, no pudo darse cuenta de la formidable realidad hidrográfica pues no pasó de los raudales del Tabaje, aguas abajo de las chorreras del Ature. De ahí que sus noticias más allá de ese punto sean sólo por vía referencial sobre la base de informaciones suplidas por los habitantes de Timaná y Pasto. Este desconocimiento lo llevó paladina y temerariamente a negar la comunicación del Orinoco con el Río Negro por el Casiquiare... No obstante, Humboldt había tenido a su vista, y así lo precisa de manera enfática, un manuscrito redactado por otro hermano de orden del nombrado Gumilla, bajo el indubitable y expresivo título de Descubrimiento de la comunicación del Orinoco con el Marañón y relación que hace el P. Manuel Román de

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su viaje de Carichana al río Negro, desde el 4 de febrero al 15 de octubre de 1744. También tuvo noticia de aquella rara conexión fluvial, el académico francés Charles-Marie de La Condamine. Convencido, escribió en su momento: "El hecho de la comunicación entre el Orinoco y el Amazonas no admite ya ninguna duda". Era lo que a Humboldt le tocaba ahora comprobar. Entre bostezo y bostezo, protegido por su mosquitero, el sabio berlinés apenas pudo disfrutar la eutrapelia de saberse a punto de alcanzar el mayor de los deseos que había prohijado en los últimos meses y años de lo que llevaba vivido. XCIX L o s SÁLIVAS DE CARICHANA

Como sardinas en una charquita, malacomodados en la piragua del fraile Bernardino, día por día, los viajeros dejan atrás: las ruinas de la misión de Pararuma, la isla de Yavanavo, la boca del caño Auyacoa, el hato de San Antonio, el pico o mogote de Cocuiza, el fortín de los jesuítas o fortaleza de San Francisco Javier (mejor conocido como el Castillo), la boca del río Parausi, los rápidos o remolinos llamados Raudal de Marimara, y, tras una quincena de días con sus noches sin dormir bajo techo, alcanzan la Piedra y el puerto de Carichana. Para evitar las consecuencias de las inundaciones tan funestas a menudo para la salud, la misión de Carichana fue situada a tres cuartos de legua de la costa. Los indios son de la nación de los sálivas, y tienen una pronunciación desagradable y nasal. Su lengua, de la que el padre jesuíta Anison ha compuesto una gramática que quedó manuscrita, es con el caribe, el tamanaco, el maipure, el otomaco, el guahibo y el yaruro una de las lenguas matrices más extendidas en el Orinoco. Piensa el P. Gillij que el ature, el piaroa, y el cuacua o mapoye no son sino dialectos del sáliva. Humboldt no se atreve a juzgar la exactitud de esta aserción; pero sí alcanzó a comprobar que en la aldea de Atures, célebre por las grandes cataratas junto a las cuales está situada, se hablaba para el momento de su estada la lengua de los maipures. En el sáliva de Carichana, el hombre se llama cocco, la mujer ñacu, el agua cagua, el fuego egussa, la tierra seke, el cielo mumeseke (tierra de arriba), el jaguar impii, el cocodrilo cuipoo, el maíz yomú, el banano paratuná, la yuca peibe. Y, a mayor abundamiento lexical, el sabio berlinés nos ilustra con uno de esos compuestos descriptivos que parecen caracterizar la infancia del lenguaje, aunque no se hayan conservado en ciertos idiomas muy perfeccionados. Lo mismo que en vascuence, en que el trueno se llama "ruido de nube" (odotsa), el sol, en sáliva, tiene el nombre de mume-seke-cocco, es decir, el "hombre de la tierra de arriba"... La morada más antigua de la nación sáliva parece haber estado sobre la ribera occidental del Orinoco entre el río Vichada y el Guaviare, como también entre el Meta y el río Paute, según afirma el P. Cassani. Para el momento en el cual viaja Humboldt se

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encontraban sálivas no solamente en Carichana, sino también en las misiones de la provincia de Casanare, existentes en Cabapuna, Guanapalo, Cabiana y Macuco... Los sálivas son un pueblo sociable, más bien manso. Son tímidos y pasados de buena gente, casi que se les subyuga con una palmadita en el hombro. Para sustraerse al dominio de los caribes, guerreros y antropófagos en su estado más primitivo, los sálivas se incorporaron fácilmente a las primeras misiones de los jesuítas... Son, igual, un pueblo con mucho gusto por la música; y se sirven desde los tiempos más remotos de trompetas de tierra cocida que miden de cuatro a cinco pies de largo y tienen varios ensanchamientos en forma de bola que se comunican entre sí por estrechos conductos. Producen estas trompetas sonidos en extremo lúgubres. Los jesuítas cultivaron con éxito el gusto natural de los sálivas por la música instrumental y hay testimonios varios de que jóvenes y niños sálivas aprendieron a tocar con destreza violín, violoncelo, triángulo, cuatro, guitarra y flauta. C TIERRA DE BANCOS ROQUEÑOS Y UNA FLORA TAN RICA COMO VARIADA

Los alrededores de la misión de Carichana le parecieron a Humboldt deliciosos; una gran llanura cubierta de gramíneas que desde la Encaramada hasta más allá de las cataratas de Maipures separan todos los ramales de montañas graníticas. El linde de la selva no se presenta sino en lontananza. Por donde quiera está el horizonte cercado de montañas, arboladas en parte y con un tinte umbroso, en parte peladas, con cumbres de peñas y doradas por los reflejos del sol poniente. Lo que más atrae de esta comarca es el carácter particular que le brinda los bancos roqueños (lajas) casi desprovistos de vegetación, que a menudo tienen más de ochocientos pies de circunferencia y que apenas se alzan algunas pulgadas por encima de la sabana que los rodea. Humboldt inquiere sorprendido si alguna revolución extraordinaria ha arrastrado el mantillo y las plantas, o si el núcleo granítico de nuestro planeta aparece libre, porque los gérmenes de la vida no se han desarrollado en todos los puntos. Afirma que el mismo fenómeno parece repetirse en el Shamo o Chamo, Chamito, Chamín, que separa la Mongolia de la China (Marco Polo dixit). Allá llaman tsy a estos bancos roqueños aislados en el desierto. Infiere el berlinés amigo que serían verdaderas altiplanicies, si las llanuras cercantes fuesen despojadas de la arena y el mantillo que las recubren, allí acumulados por las aguas en los sitios más bajos... En estas altiplanicies pedregosas de Carichana se indaga con interés la vegetación naciente en los diferentes grados de desarrollo. Hállanse allí plantas liquenosas que agrietan las piedras y se aglomeran en costras más o menos espesas, y también pequeñas porciones de arena cuarzosa que alimentan yerbas suculentas, y en fin, capas de tierra negra depositadas en los huecos, formadas de despojos de raíces y de hojas, y sombreadas por grupos de árboles siempre verdes y esplendentes.

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Apartándose dos o tres leguas de la misión, los viajeros encontraron, en esas llanuras cortadas por colinas graníticas, una vegetación tan rica como variada. Comparando la fundación de Carichana con la de todas las villas más arriba de las grandes cataratas, notoria es la facilidad con la que se recorre el país sin seguir la margen de los ríos y sin ser atajados por las espesuras de las selvas. Varias excursiones a caballo hechas por Bonpland le rindieron una rica cosecha de plantas. Vaya por vía de ejemplos el paraguatán, soberbia especie de Macronecmum (M. tinctorium), cuya corteza tiñe de rojo; el guaricamo (Ryania coccínea) de raíz venenosa; la jacaranda obtusifolia; y la sarrapia o yape de los indios sálivas, que es el cumaruna de Aublet, tan célebre en toda la Tierra Firme en razón de su fruto aromático, el cual usan en Caracas para odorizar la ropa y que en Europa mezclan al rapé bajo el nombre de haba de Tonca o Tongo. CI NUEVOS FRAGMENTOS DEL DIARIO (II)

Abril, 11. Partimos de Carichana a las dos de la tarde y hallamos el curso del río cada vez más obstruido por bloques de rocas graníticas. Dejamos al oeste el Caño Orupe (o Urape), y luego el gran escollo conocido con el nombre de Piedra del Tigre. Es tan profundo allí el río, que no se toca fondo con una sonda de 22 brazas. Hacia la tarde se puso el tiempo opaco y sombrío. Al poco llovió a torrentes. Lajas de música. Frente a la catarata de Carivén o Caribén, procuramos dirigirnos a tierra. Era tan fuerte la impulsión de las aguas, que nos costó la mar de trabajo alcanzar el propósito, rechazándonos con porfía al medio de la corriente, hasta que dos indios sálivas, nadadores de campeonato, se arrojaron al agua para tirar de la piragua hacia la ribera por medio de una cuerda y para atracarla a la Piedra de Carichana Vieja, banco de roca viva sobre el cual vivaqueamos. Durante una parte de la noche retumbó el trueno, y el volumen del río se hizo muy considerable, haciéndonos temer por la suerte de nuestra embarcación. .. El peñasco granítico sobre el que nos recogimos es uno de aquellos que, de vez en cuando y hacia la salida o la puesta de sol, reproduce sonidos subterráneos semejantes a los del órgano. Los misioneros llaman a estas piedras lajas de música. "Es cosa de brujas", decía el joven Circonio, nuestro piloto lenguajeador. Abril, 12. Salimos a las cuatro de la mañana. Fray Bernardino había previsto que tendríamos mucho trabajo para pasar los rápidos y la boca del Meta. Remaron los indios sin interrupción por doce horas y media, y durante ese lapso, no tomaron otro alimento que casabe y bananos de los llamados comunmente plátanos hartones... Estaba el cauce del río en una longitud de 600 toesas lleno de rocas graníticas. Es eso lo que llaman el Raudal de Caribén (o Cariven). Pasamos por canales de menos de cinco pies de ancho; y algunas veces, nuestra piragua cruzaba a duras penas, ras con ras, entre dos bloques. Buscábamos

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evitar los lugares en los que el agua se precipita con tenebroso ruido. No hay peligro mayor cuando uno va guiado por un piloto como Circonio. Su destreza en la conducción es tan plausible como la fuerza de sus músculos tensos y glabros o la inmutabilidad de su rostro grave, vigilante, curioso y sin zozobra. Es realmente corajudo nuestro amigo. O pelotudo, "un piloto pelotudo", como prefiere autocalificarse él... Los escollos que van encontrándose son de los más diversos tamaños: unos redondeados, negros, como muros especialmente edificados, con lustre como de plomo, desnudos de vegetación. Otros, salidos directamente de la tierra, tras una brecha dentada. Flechas meteóricas, de pronto, parecen volar hacia todos los puntos. Remolinos vagarosos surgen aquí y más allá, se desplazan, laberínticos, se superponen unos con otros, se agrandan, se achican, frenéticos, impredecibles, imprevisibles; con deflexiones y disociamientos, hasta que desaparecen, borrándose de los ojos, o se hacen volutas reverberantes a la luz del mediodía; levantándose por entre la viscosidad aérea, y densificándose como nubes... De Cabruta a la boca del río Sinaruco. En una distancia de casi dos grados de latitud, la banda derecha del Orinoco está del todo inhabitada; pero, al oeste del Raudal de Caribén, un francés monárquico emigrado por causas políticas, don Félix Rolichón, a quien mejor se le conoce por el apodo "Mesiechón", ha reunido indios yaruros y otomacos en una aldea que se llama pomposamente La Madama, con su Place y su Hotel de Ville. Es un ensayo de civilización en el cual los monjes no han intervenido para nada. Está de más añadir que don Félix habla pestes de los misioneros de la banda derecha del Orinoco, y los misioneros por supuesto no se le quedan atrás atribuyéndole pecados veniales y capitales, todos los posibles. Alguna vez, con más tiempo, reflexionaré sobre la importante cuestión de saber si en la América española cabe sustituir el régimen monástico por estos diligentes capitanes pobladores y fundadores, auténticos piratas de tierra, señores feudales de la Europa del Quattrocento, y cuál de estos dos gobiernos, caprichosos y arbitrarios al igual, es menos dañino para los indígenas, a quienes, como dicen los criollos de Caracas, "si los pela el chingo, los agarra el sin nariz"... La boca del río Meta. Subiendo por el río llegamos a las nueve delante de la embocadura del río Meta, después del Guaviare, el más considerable de los afluentes del Orinoco. Se le puede comparar con el Danubio, no por la longitud de su curso, sino por el volumen de sus aguas. Su profundidad media es de 36 pies y llega hasta 84. La reunión de los dos ríos tiene un aspecto imponente. Empinados torreones de granito se elevan al linde de playas arenosas tras las cuales se agolpa la selva; mas, no pocas veces, se observan maporas perfiladas contra el cielo, que coronan la cima de alguna montaña... Navegable en casi todo su curso hasta el pie de los Andes neogranadinos, el Meta será un día de gran importancia política para los habitantes de Guayana y Venezuela... Por el Meta bajan desde la Nueva Granada, hacía las misiones de Guayana y la propia Angostura, además de las harinas de Santa Fé, la sal de Chita, telas de algodón

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de San Gil y las mantas pintadas de El Socorro, azúcar de Riopaíla y la Manuelita, arroz y otros granos de las llanuras mesopotámicas que abundan entre los ríos Inírida y Guaviare y entre el Guaviare y el propio Meta, con sus respectivos afluentes; sin descontar el contrabando que llega por el puerto de Cartagena de Indias, y, algo muy importante, las yerbas y pócimas medicinales de los curanderos, jofainas o kasekas de los tunebos, los tuchaguas y los payés que por allá residen, igual que los venenos y preparados para los conjuros de la magia negra. Es famosísimo entre todos esos facultos uno llamado Nonocacho, y cuya fórmula de relacionamiento simpático siempre es: "A ver si lo mejoro, a ver..." Todo un portento del que la gente se hace lengua... Machorrea o vuelve paridoras a las mujeres, según el caso. Cura igual la gota del soldado que el sarampión bastardo, el mal de ijada que el asma o la tiña, las flores blancas de la piel que los chancros y demás venéreas, tanto como los malos influjos del perverso espíritu de Yolokiamo o del pájaro Tikitiki, enemigos los dos del género humano. Los indios guahibos. Forman la nación predominante en la zona. Para transportarse por el río usan las llamadas almadías: balsas con apenas tres pies de anchura por 12 de longitud, y sólo aptas para cargar de dos a tres personas por unidad. Para cruzar los rápidos unen varias de estas precarias embarcaciones con tallos de paulinia, dolichos y otros bejucos. Tal nación guahiba es la más numerosa de cuantos habitan el país. Tenidos por muy agresivos y antropófagos, no se avienen con los frailes ni con los blancos laicos que incursionan en el territorio. Temen ser convertidos en poitos o esclavos. Se nutren de pescado podrido, escolopendras y gusanos. Y, de ordinario, atacan a los viajeros con sus flechas encurareadas... Una muy alta cruz de corazón de roble deja constancia de que en el punto se iba a fundar o se fundaría alguna vez la Villa de San Carlos. A buen seguro, los guahibos no lo permitieron. Humildad y paciencia. Más de dos horas pasamos sobre un gran escollo situado en medio del Orinoco y llamado la Piedra de la Paciencia. "Humildad y paciencia", recomiendan los frailes cuando se acercan a ella. "Paciencia y engarruñarse", prefiere decir Circonio. Allí las piraguas son atajadas a veces hasta dos o tres días esperando la desaparición o el amainamiento del remolino que allí gira en torno a la roca. A las mil quinientas logramos pasar delante del Raudal de Tabaje (o Tavaje, sin duda Atavaje). No quisieron Circonio y los otros indios arriesgarse a atravesar la catarata, y, obligados por esa negativa, nos acostamos, a suelo limpio en la punta de un banco roqueño inclinado mas de 18°, que en sus resquebrajaduras aposenta gajos de murciélagos y arañas. Todas las especies posibles de arácnidos. Las decenas de miles de especies descritas y seguramente otras cuantas miles pendientes de descripción. Escorpiones y alacranes y falsos escórpidos... Los palpígrados, látigos y vinagrillos. Los esquizómidos. Los amblipigios. Los ricinúleos. Los opiliones o segadores. Se ha establecido que un acre de pastizal en condiciones naturales contiene varios millones de arañas, sin contar los acari (ácaros, garrapatas y otros). En nuestro rocallal parecían haberse reunido todos los grupos, y el de las arañas además.

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Las del tipo migalomorfa asiática (Liphistius malayanus) con una uña en forma de garfio y su pieza basal que le sirve de asiento y, en los machos, funciona también como órgano copulador; la arañita tejedora de órbitas (Araneus diadematus); las tejedoras de telaraña (Zygiella, Nephila, bolas); las corredoras o deambulantes; las arañas de patas-peines; las llamadas araneomorfas harto venenosas, y entre ellas, la más nociva de todas, la temible viuda negra {Latrodectus mactana)-, las que tienen quelíceros dentados; las llamadas "lobos" que pueden sobrevivir sin alimentarse, días, semanas y meses en su de por sí corta vida; al parecer se nutren del aire, pero, bien lejos están de ser inofensivas pues disponen de unos cordones longitudinales laterales y primarios tan irritantes como los de una estrella de mar o los de las llamadas aguasmalas; arañas saltadoras, arañas sol, arañas tromperas: simples arañitas caseras o comeavispas, monjes, arañas monjes-lince, arañas-cangrejos y, muy particularmente, esas especies gigantes tropicales que se ven entre los equinoccios, las tarántulas Theraphosidae, poseedoras de setas urticantes defensivas en el abdomen, barbadas y causantes de la muerte en los pequeños mamíferos y de exantemas y horribles picazones en los humanos... A diferencia de Circonio, el señor Bonpland, el fraile Bernardino y los indios, peones y ayudantes de boga, juro que no pude pegar los ojos en toda la santa noche. Como ánima en pena, abanicándome con un perantón de palma, estuve horas van y horas vienen... CU RAUDOS RAUDALES, RAUDALES RAUDOS

Boca del río Anavení. Pico de Uniana, cerro de Tipapu o Sipapu. El Orinoco subiendo de sur a norte, atravesado por una serranía de montes graníticos, constreñido en no pocos puntos de su cauce, y, particularmente en dos, donde las aguas se rompen estruendosas contra peñas que forman gradas y diques transversales. Ni el salto de Tequendama cerca de Santa Fe de Bogotá, ni los grandes saltos del parque Cachamay y La Llovizna en el Caroní, ni las cataratas del Iguazú en la triple frontera argentino-paraguayo-brasileña alcanzan a borrar la primitiva impresión que dejan los raudales de Atures y de Maipures; Mapara y Quituna, como se les nombra en lengua indígena; los raudales o rabiones, que se designan como únicos tales en Caracas, de la voz castellana raudo (precipitado, rapidus, y éstas a su vez del latín rapiña, de rapére, arrebatar, raptar) según argüyó Humboldt frente al fraile Bernardino que hacía derivar el vocablo del árabe rauda, mausoleo, por extensión, cementerio, jardín. El agua se abalanza sobre túmulos de rocas, sostenía contumaz el fraile. Sea cuales fueran las posibles etimologías y los antiguos sinonímicos que se le quieran atribuir datándolos en Berceo o en el Conde Lucanor, en Nebrija o en el Romancero arábigo-castellano; llámeseles —como también se les llama— grandes cataratas, cascadas, saltos y rabiones, chorros o (en portugués) cachoeiras y pongos, son movimientos tumultuosos del agua provenientes de muy variadas disposiciones del terreno,

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que se precipitan a veces desde una gran altura y de un solo golpe y que hacen imposible cualquier navegación. Humboldt parece enloquecido. Su boca se abría y cerraba como la de un muñeco animado; no se dirigía a nadie en particular. Con la voz de un muchachote entre personas mayores, exaltada, chasqueante, y con sonoras palmadas y exclamaciones de placer, le gritaba a sus compañeros, frenetizado, pleno de una emoción incontrolable, frotándose las manos, señalando allende y aquende con mágicos movimientos cinemáticos, autómata, con la vista fija en el torrente... — Son más imponentes, querido Aimemé, que los saltos del Niágara y del Rin, muchos menos notables por su elevación que por la masa de agua que contienen. — Creo que son más hermosos, fraile Bernardino, querido Circonio, que las cachoeiras del Río Negro. Más que las del Madeira. Mucho más que los saltos del río Caura de los que me hablaba entusiasmado el fraile Rubén Darío en San Fernando de Apure. — Lo juro, sin añadirle nada de verdad que son más bellos que los pongos que he visto descritos en la parte alta del Marañón desde la confluencia de Chinchipe hasta el pueblo de San Borja, el más elevado y admirable de todos los cuales entiendo que es de Mayasi, que no tiene sin embargo más de tres pies de alto. — Presumo por mis lecturas de los textos geográficos y de viajes, sobre todo, el magnífico Viaje por África del señor Burckhardt, y me atrevo a afirmarlo sin temor alguno a equivocarme, que son más notorios y representativos que las velladas o rabiones del río Zaire o Congo; más que los del río Orange, en Africa, más arriba de Pella; más que los saltos del Missouri que tienen cuatro leguas de largo, en el punto en el cual el río sale de los Montes Rocallosos. — Además, son visibles todo el año; a diferencia de los rabiones de Ohio {Le Tort 's rapids y los falls de Louisville) y los del Alto Egipto que sólo se distinguen en las épocas de creciente... Eyaculo, Aimemé; caigo en el deliquium post-coitum, fraile Bernardino; muero porque no muero, adorado Circonio, frente a tantas y grandes maravillas. Quisiera tener el don sencillo y preciso del antiguo Estrabón cuando describió las cataratas de Siena, situadas en los confines del imperio romano (Claustra impertí romana, dice Tácito), para yo, por mi parte, hablarle a Europa positivamente de estos lugares. No sé si alcanzaré a hacerlo alguna vez... Quisiera quedarme a vivir en estos parajes una temporada suficientemente larga. No se puede escribir sobre un lugar sin conocerlo bien. ¿Te quedarías a vivir aquí conmigo, querido Circonio? Viviríamos felices, comiendo perdices. Tú me llevarías a pasear por los rabiones cada mañana. Tengo la sangre a millón Circonito mío. Tengo la sangre a millón y se me ha elevado el nivel de adrenalina. Todos coinciden en afirmar que efectivamente se trata de un espectáculo sobrecogedor. Por medidas directas que el propio Humboldt hizo con sus instrumentos, se supo que estos raudales no tienen en toda su longitud más de 28

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pies de altura perpendicular. Su estruendo se oye a más de una legua de distancia. CIII EL SALVAJE

Fue en las cataratas donde primero oyó Humboldt hablar de ese hombre velludo de los bosques que denominan el Salvaje que rapta a las mujeres, construye cabañas y se alimenta esporádicamente de carne humana. Los tamanacos le llaman achí (pronunciado con ch española): los maipures, vasitri o gran diablo. Los indígenas y los misioneros no dudan de la existencia de este mono antropomorfo que les produce un miedo singular. El P. Gillij refiere el caso de una dama de San Carlos de Río Negro que se felicitó mucho de haber sido raptada por un monstruo semejante. Hablaba maravillas de su suavidad de carácter, de la finura y variedad de sus caricias, del goce que le producía cuando la clitorizaba y lamía su vulva, acostados los dos sobre el follaje, una, tres, cinco horas, hasta que, a punto de fallecer de dicha ella, la penetraba él, haciéndole sentir fogonazos en las entrañas, gruñendo como auténtico mono, pacífico, sin perder la finura, levantando sus piernas en el aire, y meciéndola del pelo rápida y ásperamente, hasta quedarse dormido a su lado, satisfecho, quejicoso, sollozante como si le hubiese quedado doliendo algo por dentro después del faenón. Vivió ella varios años en buena inteligencia con él; y sólo por estar fastidiada, ella y sus hijos "algo velludos también" de permanecer lejos de la Santa Madre Iglesia y de sus sacramentos, pidió a los cazadores que la restituyesen al seno de su familia paterna en San Carlos. No obstante su credulidad, el mismo autor confiesa no haber podido hallar indio alguno que haya visto positivamente el Salvaje con sus propios ojos. Esta fábula que, sin duda, ha sido enriquecida por los misioneros y colonos europeos caracteriza al monstruo con rasgos atribuibles al Simia satyrus. No hay que creer por mucho que lo digan las obras de zoología, que la voz orang-utan sea aplicable sólo en lengua malaya al Symia satirus de Borneo; designa, por el contrario a todo mono grande, a los que los zoólogos llaman también múltiplemente gibón, jocó, chimpancé o pongo. Lo que sí es cierto de toda certeza es que Humboldt constató cerca del río Paruasi la existencia de un cerro cuyo nombre Achí-tipuiri, quiere decir en tamanaco "Cerro del hombre de los bosques", del cual dicen que rapta a las indígenas núbiles para beberles el flujo menstrual. Se dice, igual que posee unos caninos tan desarrollados que se les salen de la boca y que cuando cavila se pone la mano en la barba como un humano cualquiera, que se rasca la nariz aburrido, que cuando está contento bate palmas y cuando quiere mostrar algo señaliza con su índice y la diestra entendida. En la selva y en los playones de río suele caminar de espaldas para despistar a los cazadores.

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CIV Y AHORA... Fueron a juntarse con la piragua en el Puerto de Arriba, en la parte más alta de la catarata de Atures, frente a la desembocadura del río Cataniapo. Allí vieron por vez postrera el pico de Uniana. A lo lejos, Circonio le mostró a Humboldt los peñascos que circundan las cavernas de Ataruipe. Es el cementerio de los Atures. Se ven allí miríadas de esqueletos pintados de onoto. Grandes vasijas de tierra cocida que hacen de urnas funerarias. Garduñas y murciélagos disecados. Y se dice que unas cajas guarnecidas de hierro contienen diversos utensilios europeos; finos vestidos hechos de damasquillo de la China, peñasco plateado, albornoz, aceituní, chamelote, mortilla, raso labrado, tafetán doble, tahalí, terciopelo y gamuza; camisas, valonas, zapatos, capas y gabanes; espadas, dagas y pañuelos; rosarios, platos de porcelana; cubiertería de plata y tintineante cristalería. Se conjetura que pertenecieron a comerciantes portugueses de Río Negro y del Gran Pará que antes del establecimiento de los jesuítas en el Alto Orinoco subían hasta Atures por portajes y comunicaciones interiores para ejercer el comercio con los indígenas. Se supone que estos portugueses sucumbieron a las enfermedades epidémicas y que sus baúles se los apropiaron los indios, los más acomodados de los cuales tienen por costumbre hacerse enterrar con sus pertenencias más preciadas. Embarcados en el Orinoco de nuevo, encontraron el río libre de escollos. Y cruzaron el raudal de Garcita. Al este, se presenta una pequeña serranía de montes, la de Cumadaminari. Vivaquearon en la ribera izquierda del río, más arriba de la isla de Tomo. La noche estuvo clara y serena. En un recodo de la playa, tras unos peñascos, Humboldt y Circonio se quedaron conversando hasta media noche y Humboldt, según testimoniaría el P. Bernardino, en un manuscrito memorial que dejó a su muerte, le propuso a Circonio que hicieran de marido y mujer. Dice el fraile que Circonio no aceptó la propuesta, sino que puestas las manos en jarro sobre la cintura, dijo que le dijo: "Vayase mucho al carajo, señor Humboldt, ¿cómo se le ocurre a usted?"... Aunque, la noche oscura, la carne tentándolo a uno, el paraje solitario, el rumor del río sobre la arena, no duda el testimoniante que Circonio, de "lo más alebrestado él y siempre dispuesto para el berrinche del sexo", anda que ándale, dejándose acariciar el virote y dejándose meter la mano entre piernas y verijas, terminó restregándose contra las posaderas del alemán. A las tres de la mañana, partieron para estar más seguro de llegar antes de caer el día al raudal de los guahibos. Se detuvieron en la desembocadura del río Tomo. Eran cerca de las cinco de la tarde cuando llegaron al pie del raudal. Tras no pocas vicisitudes, a la entrada de la noche alcanzaron el puerto de Maipures. Continuaron el camino a pie hasta la casa del misionero Bernardino. Tuvieron que pasar dos veces un arroyo sobre puentes de árboles talados. Uno de los indios de la boga, al atravesar el puente, cayó en el pantano, felizmente

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fue poca la altura, aunque el indio se fracturó una pierna y hubo que llevarlo hasta la casa en silla de mano. Circonio, con su facundia característica, no dejaba de intimidar a los viajeros con serpientes inconmensurables, culebras de agua y tigres que podían asaltarles. Allí, los viajeros pasaron tres días con sus noches, todas las cuales según la lengua maldiciente del fraile Bernardino Melgar, minado por los celos, Humboldt sin temor de Dios no dejó de refocilarse una sola vez con el complaciente Circobujarrón, mientras el señor Bonpland y el propio fraile, por su parte, preferían hacerse los desentendidos. De día, los viajeros aprovecharon para recorrer los derredores de la misión. Los altos cerros de Cunavano y Calitumini, entre las fuentes de los ríos Cataniapo y Ventuari, se prolongan hacia el oeste como una cordillera de colinas graníticas. De esta cordillera se desprenden tres pequeños ríos que encierran en cierto modo la catarata, a saber: sobre la banda oriental, el Sanariapo; y sobre la banda occidental, el Camejí y el Toparo. Frente a la aldea de Maipures se repliegan las montañas haciendo un arco, y semejantes a una costa peñascosa, forman un golfo que se abre al suroeste. La irrupción del río se opera entre los desagües del Toparo y el Sanariapo, en la extremidad inferior del majestuoso anfiteatro. A lo largo de unas 3.000 toesas aproximadamente, el río es colmado por un archipiélago de islas que se reúnen entre ellas por diques de piedra. Las más famosas y visitadas por los indígenas son la Paramirimi, la Manimé y la del Santo de la Sardina. Cada peñón, cada islote, está cubierto de árboles vigorosos y reunidos en boscajes. Del pie de esos cabezos, tan lejos como alcanza la vista, se suspende sobre el río un espesísimo vapor, y por entre la blancuzca neblina se destaca la cima de las palmeras. Bonpland las denominó vadyiai, especie nueva del género Oreodoxa, cuyo tronco tiene más de 80 pies de alto. Las hojas penachudas de esta palmera tienen un lustre brillante y suben casi enderezadas hacia el cielo. A cada hora del día presenta diferentes aspectos el sudario de espumas. Ora las islas montuosas y las palmeras proyectan en él grandes sombras, ora los rayos del sol poniente se interceptan en la húmeda nube que cubre la catarata, formándose, desvaneciéndose y reapareciendo alternantes luminosidades iridiscentes, y como un juguete al aire, suerte de volantín colorido, las imágenes de ellas se mecen por encima de la llanura. Esos días de Maipures fueron terribles para Humboldt. No sabía cómo acercársele a Bonpland. Le temía a su reticencia y notorio mal humor. Creía que se había propasado en sus infidelidades con Circonio. Ciertamente, todos hacemos locuras contando con el perdón o la tolerancia del prójimo. Y Bonpland, susceptible, quisquilloso, ensimismado, prepotente, no podía decirse precisamente que fuera un dechado de tolerancia y comprensión. A la postre se marcharon de Maipures en la misma piragua que les había cedido el buen fraile de Carichana, la cual se había dañado bastante en los choques contra los escollos y el descuido de los pilotos indios. A la pobre bar-

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quilla le esperaban mayores penurias todavía. Era preciso arrastrarla por tierra a través de un istmo de 36.000 pies, del río Tunuani al Río Negro, hacerla remontar por el Casiquiare al Orinoco y repasar otra vez por entrambos raudales. CV MAR DE NEGRAS VERTIENTES

En la boca del río Zama: un sistema de vertientes. Vertientes negras. El reino acuífero del negror. ¡Con qué deliciosa conmoción vuelve Humboldt a celebrar la presencia de cada uno de esos caudales! Una especie de vértigo convulsivo le sobreviene. El propio Zama. El Matavení. El Atabapo. El Tuamini. Los alaba en su belleza e imponencia de manera religiosa, histérica, apasionada, con distraída sumisión, sin pronunciar una sola palabra en voz alta para evitar los comentarios pertinaces de Bonpland y del fraile Bernardino. El Temi. El Guainía. Todos de aguas negras o verdinegras o cafetintas. Son sin embargo las aguas más nítidas, las más claras y agradables al paladar que nunca hubiese visto o probado antes. El color de las aguas de manantial, ríos y lagos, pertenece al número de los problemas de física que son y seguirán siendo difíciles de resolver. Nadie podría ensayar una respuesta rotunda. Al consultar los geógrafos de la Antigüedad, no nos topamos sino con exclamaciones de asombro ante las aguas azules de las Termopilas, las aguas bermejas del Jope o las negras de los baños calientes de Austira, frente a Lesbos. No son pocos los que se admiran de esos fenómenos: Pausanias y Estrabón, Tácito y Tito Livio, entre otros muchos. En el país de Maipures tanto los indios como los misioneros tienen la creencia peregrina de que la coloración negra de las aguas se debe al teñido que se les produce cuando riegan las raíces de la zarzaparrilla. Tales esmiláceas abundan ciertamente a orillas del Río Negro, del Pasimoni y del Cabaduri. También abundan en otras regiones y países donde las aguas de los ríos son blancas o barrialentas. Tal afirmación la anotó Humboldt en su diario, de manera conclusiva, aferrado a la lógica de su insobornable epistemología. CVI NUEVOS FRAGMENTOS DEL DIARIO (III)

26 de abril, de madrugada. Sólo hicimos dos o tres leguas. Acampamos en los conucos de Guapasoso. Por obra de las inundaciones no se pueden determinar las riberas precisas. Grandes serpientes acuáticas, por su porte idénticas a la boa, son desgraciadamente muy comunes. 27 de abril. La noche cautivante, intensamente oscura. Circonio y yo procuramos mantenernos lejos del grupo con el pretexto de hacer buenas observaciones de la altura meridiana. La latitud del Guasaposo es de 3 o 53' 5 5 " . Terminadas las mediciones dormimos sobre la arena, libres de apremio. Casi al alba fue que regresamos al campamento.

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Hacia el mediodía. Pasamos al este de la desembocadura del pequeño río Ipurichapano y más tarde el montículo granítico llamado la Piedra del Tigre. 28 de abril. Navegamos de a poco por la fuerza de la corriente. Nos detuvimos un buen rato para que el señor Bonpland recogiera sus plantas. Aquí vimos por primera vez esa substancia blanca y fungosa que yo hice conocer en Europa con el nombre de dapicho y de zapis. Estas dos palabras pertenecen a las lenguas poimisano y paragini. La primera se pronuncia "dapitcho". Trátase de una substancia en todo parecida a la resina elástica. En la cabaña del misionero, un indio poimisano se pasó la noche, junto al fogón, reduciendo el dapicho a caucho negro. 29 de abril. Más arriba de la desembocadura del Guasacaví, entramos en el río Temi, cuyo curso es de sur a norte. Si hubiésemos continuado el Atabapo, se hubiesen alejado del Guainía. Lo más típico y sorprendentemente uniforme de la región es la palmera pirijao o pihiguao o fruit de pécher como se empeñó en nombrarla de manera caprichosa el señor Bonpland. El fruto del pirijao contiene una materia harinosa, amarilla como la yema de huevo, ligeramente azucarada y muy nutritiva. Se come cual el plátano y la papa, hervido o asado bajo la ceniza, y es tan sano alimento como agradable su sabor. I o de mayo. Duro es constatarlo, pero mis relaciones con el señor Bonpland diríase que están definitivamente rotas. Casi no nos hablamos. Y sólo tratamos lo indispensable en torno a las cuestiones profesionales. 2 de mayo. Un poco antes del mediodía llegamos a la misión de San Antonio de Javita. Allí tuvimos el placer de encontrar a un monje pleno de inteligencia, de discreción y amabilidad. El fraile Miguel Ángel Correa, fino poeta y filósofo. Nos vimos obligados a permanecer en su casa durante una semana, tiempo que yo aproveché no tanto para conocer los derredores al modo del señor Bonpland, como para curarme las niguas y los sabañones con métodos propios de la medicina lugareña que practica una vieja indígena avecindada en la misión, y para hablar con nuestro anfitrión de literatura e historia de la cultura, así como para leer su propia poesía que nos conducía, perfectibles, por un mundo de deleites truncos y la quietud interior que contempla sin pasado. Es la suya una poesía de proximidad y distancia, / vivencia de un lado diferente / con la misma canción. Y, no pocas veces, una poesía intimidante, ardiente como las llamas de una pira secular, que recoge el horror del paisaje: Huecos de oscuridad / sin ojos / sin nariz / ni la boca / (Crueldad del hombre / que amontona en piedras / la crueldad del tiempo) / cráneo amarrado con bejucos negros /... dios en la emboscada / ...solemnidad de mártir que regresa. CVII POR EL PIMICHÍN; HACIA EL CASIQUIARE Y EL RÍO NEGRO

Estremexcitados, como dijo en su momento Circonio con un neologismo del tipo de los que solía pergeñar en el curso desaforado de su conversación, esta vez,

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para dar la idea simultánea de estremecido y excitado o excitadamente estremecido, y a la viceversa, a través de la selva de Pimichín, al cabo del caño del mismo nombre, los viajeros se enrumban hacia el Río Negro; un río menor si se quiere, en comparación con la magnificencia del Amazonas, el Río de la Plata o el Orinoco. Un río de segundo orden, cierto; pero cuya posesión ha sido desde hace siglos de gran interés político para el gobierno español porque ofrecía a Portugal un camino fácil para introducirse en las misiones de Guayana y para inquietar a la Capitanía General de Venezuela en sus límites meridionales. Trescientos años habían pasado en vanas disputas territoriales. Para justificar sus pretensiones las partes han tratado de apoyarse, según la diferencia de los tiempos y el grado de civilización de los pueblos, ya en la autoridad del papa de Roma, ya en las referencias de la astronomía. Recuérdese la influencia que las bulas de los papas Nicolás V y Alejandro VI, el Tratado de Tordesillas y la necesidad de fijar la línea de demarcación ejercieron en el entusiasmo con el cual se ha tratado de resolver el problema de las longitudes, de corregir las efemérides y de perfeccionar los instrumentos. Los árboles de la selva del Pimichín tienen alturas gigantescas de 80 a 120 pies. Estos son las lauríneas y los amyris (los grandes cedros rojos y blancos de estas comarcas, que forman parte de la familia de las coniferas). La región abunda también en abejas, cigarrones, hormigas y bachacos venenosos. El embarcadero de Pimichín está rodeado de una pequeña, frondosa y harto productiva plantación de cacao. Alrededor de los cacaotales, vejeta en estado salvaje el igua, árbol que se parece al Caryocar nuciferum que se cultiva en las Guayanas holandesa y francesa, y que junto con el almendro de mariquita (Caryocar amyddaliferum), con la juvia de la esmeralda (Bertholietis excelsa) y la geoffrea del Amazonas ofrecen las almendras más solicitadas y ricas del Nuevo Mundo. Estos árboles magníficos ofrecen hasta 100 pies de altura y por la belleza de su copa y la multitud de sus flores, regalan un aspecto magnífico a la vista del viajero. También cabe observar que la llanura pantanosa entre Javita y el embarcadero del Pimichín, es célebre en la zona por la cantidad de grandes culebras que ella alimenta. La más venenosa de todas es la mapanare, que mide de cuatro a cinco pies de largo. También abundan las serpientes de cascabel. Y los pájaros tucanes. Y los papagayos, que llaman en Brasil araras. El Pimichín que apenas es llamado caño por los indígenas, tiene la anchura del Sena a la altura de las Tullerías. Es navegable durante todo el año pese a sus múltiples-casi incontables sinuosidades y posee un solo raudal nada fácil de trasmontar. Tras haber navegado cinco horas o más por su cauce, nuestros viajeros alcanzaron por fin el Casiquiare, y a su través el Río Negro. Máxima contentura. Fulgores de estrellas poblaban el aire. Las aguas se encabalgaban con sus colores opuestos en persistente trecho. Asombrados y jubilosos los presentes celebraban; entre ellos, los propios señores Humboldt y Bonpland, se abrazaban fervorosos y echaban al vuelo la bulla de las palmas. No disimula Humboldt el beneplácito

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que le provoca comprobar in situ la idea que rumiaba aun mucho antes de salir de Europa. La Guayana en el amplio sentido geográfico de la palabra —es decir en toda la extensión del llamado Escudo Guayanés— se halla rodeada por aguas del Orinoco, del Casiquiare, del Guainía o Río Negro, del Amazonas y por el Atlántico. En strictu sensu es una isla. Sí, sí: una porción de tierra rodeada de agua por todas partes. Diríase que ese era el objetivo principal del viaje humboldtiano. Buscar el Casiquiare y medir precisamente su altitud y su latitud. Comprobar a fe ciega que su predecesor La Condamine tenía la razón. CVIII COMO ESTAR EN LAS RIBERAS DEL ÉUFRATES

Colmado por la emoción, Humboldt, que como se sabe fue un cronista de galana y siempre cuidada prosa, bien dado él a la elaboración literaria, a la manifestación de los anhelos íntimos y a la descripción pormenorizada de las circunstancias externas, sin descuidar el rigor lexical del discurso científico que discreto, no obstante, se mantiene todo el tiempo en un plano secundario; gozoso, escribe en su diario: "La mañana era fresca y bella. Hacía 36 días que estábamos encerrados en una estrecha canoa tan ligera y débil que se la habría hecho zozobrar con sólo levantarse uno imprudentemente de su asiento sin advertir a los remeros para establecer el equilibrio apoyándose en el borde opuesto. Sufrimos cruelmente las picadas de los insectos, pero resistimos la insalubridad del clima, pasamos sin zozobar gran número de caídas de agua y de presas que dificultan la navegación de los afluentes y la hacen más peligrosa que las grandes travesías por mar. Después de todo lo que habíamos soportado hasta ese momento, pienso que puedo permitirme hablar de la satisfacción que sentimos al alcanzar los afluentes por excelencia del Amazonas, de haber pasado el istmo que separa los dos sistemas de ríos, de estar seguro de poder llegar al fin más importante de nuestro viaje que era el determinar astronómicamente el curso de este brazo del Orinoco que cae en el Río Negro, y cuya existencia, después de medio siglo de correrías expedicionarias y fallidos intentos de localización había sido negada y afirmada alternativamente. El propósito que perseguí con locura fascinante por meses y años, al final, iba a ser logrado para mi absoluta satisfacción, quizás la más grande de cuantas he recibido en mi ya larga vida. Estas riberas del Casiquiare, deshabitadas, cubiertas de bosques, sin recuerdos del pasado, plenaban mi imaginación, como pudieran haberlo hecho en otro momento las riberas del Éufrates o del Oxus, célebres en los fastos de las grandes civilizaciones". CIX PUNTO DE CONCLUSIÓN Y EXALTACIÓN FINAL

Todo lo recuerda y vive Federico Guillermo Henrique Alejandro, el barón de Humboldt, nonagenario ya, viviendo la fuga del día y el atisbo de la noche, roble

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cumplido a punto de ser tronco desvenciajado sin hojas ni savia, en su gabinete berlinés del castillo de Tegel, con la absoluta convicción de que moriría, justo, esa noche. Sí, sabe que va a morir de modo irremediable, rodeado por la inmensa biblioteca que ya para el momento de su venida al mundo contaba con una colección de más de 30.000 volúmenes, ahora enriquecida, además, con el añadido de toda su obra laureada por las más diversas universidades, academias y sociedades científicas del mundo y el florilegio de innúmeras curiosidades que fue recogiendo a lo largo de su incansable periplo por las más apartadas regiones del planeta. Quejicoso, agrisado, descaecido, siente frío muy por debajo del levitón pardo que lo cubre y cuyos faldones le bajan más allá de las rodillas; sentado en su silla de ruedas, cabizbajo, babeante, vuelto de espaldas al ventanal y apoyado sobre un mundo de cojines y almohadones, de nada le valen las cobijas y las mantas de doble espesor que también lo arropan. Sentado en su silla de ruedas, cabizbajo, babeante, vuelto de espaldas al ventanal, y apoyado sobre diversos almohadones y cojines, apenas se acuerda de su otrora amado Aimé. ¿Qué sería de su vida? Nunca más volvió a saber de él. Moriría en Paraguay bajo el poder del doctor Francia. De seguro, murió en Paraguay, bajo el poder supremo del terribilísimo doctor Francia. Recuerda haberle escrito al Libertador Bolívar, el simpático Bolivita de los días caraqueños a la sazón presidente de Colombia, para que interpusiera sus oficios a favor de su libertad. Nada pudo lograr el gran hombre. De seguro que nada pudo lograr. Haciendo no pocos esfuerzos para mantener la vista en alto, desperezándose debajo de las mantas y el chaquetón de lana para tratar de mantenerse erguido dentro de su irremisible postración, llama a su valet Circonio para que le sirva la pildora de dormir y lo ayude a instalarse en la cama. ¡Circonio!, ¡Circonio!, clama una y otra vez. ¡Circonio!, vuelve a clamar con voz cada vez más apagada. Al final se percata de que Circonio, vigilante, está muy cerca de él, distante sólo unos pasos más allá. Al cabo de toda la tarde y lo que va de la noche, no se ha movido de su puesto. — Qué bueno, querido mío, que sigas aquí conmigo. Búscame la pildora de dormir, llévame al lecho, instálame la fomentera, tómame de la mano y no te separes de mí por muy profundamente dormido que me creas. Esta noche voy a morir. Sé que he de morir esta noche. La intuición no habrá de fallarme... Y quiero, Circonio mío, hacerlo cerca, muy cerca de ti que eres, fuiste, has sido a lo largo de estos años y seguirás siendo hasta que me quede un último aliento, lo más bello y mejor de mi vida; más que mi madre, la baronesa; más que el pérfido señor Bonpland, de quien no quiero acordarme después de haber cambiado mi amor y mi protección por el refocilamiento con alguna indita recién bañada o con alguna mulata percudida; un malagradecido, una sabandija ese irrecordable señor Bonpland; más que todos mis grandes amigos y devotos discípulos y seguidores científicos reunidos... Lo único que deseo en este instante, queridísimo Circonio, mi Circonito amado, es morir cerca de ti, asido a tu

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mano... Asido de tu mano quiero vagar por el firmamento, flotar como polvo enamorado; flotar, sí; conducido por ti, volveré al Equinoccio entero, a Cumaná, al Manzanares con su corriente invertida, al valle de Caripe, a la única majestuosa imponderable cueva del Guácharo, al Orinoco y a sus raudales de nuestros amores, Circonio; al Casiquiare, y al Río Negro, y al Amazonas. Tú y yo, cogidos de la mano, transitando de nuevo por las riberas de los grandes ríos de Guayana, refocilándonos en sus playas; simulando como entonces el cumplimiento de nuevas y nuevas mediciones astrales. Sí, Circonio mío, por favor, no me abandones. Hallarte en la muerte dispensándome tanto amor y tanta fidelidad será, créemelo, créemelo porfa, una eterna infinita nunca terminada recurrencia equinoccial... Caracas, abril-septiembre de 1984; mayo-junio de 1987. Orinoco, Raudales del Atures y del Maipures, septiembre de 1987. Manaos (Brasil), Juntura de los ríos Negro y Amazonas, noviembre de 1987. Maturín y Valle de Caripe, Cumanacoa, Cumaná, Cariaco, enero de 1988. Caracas, noviembre de 1997; mayo, junio, septiembre de 1998.

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Indice PRÓLOGO, POR KARL KOHUT ¿PRÓLOGO? , POR ANTONIO M . ISEA

V VII

RECURRENCIA EQUINOCCIAL I

NACIMIENTO E INFANCIA

II

CON EL "TÍO JIM" , POR LOS MARES DEL SUR, A LA BÚSQUEDA DE LA "TERRA AUSTRALIS INCOGNITA"

III

3

3

CON EL "TATA QUITO" , POR LOS MARES DE CHINA Y LAS TIERRAS DEL KUBILAÏ KHAN

9

IV

UN ASCENDIENTE VIAJERO DE VERDAD VERDAD

13

V

UNA CITA DEL LIBRO 'COSMOS'

13

VI VII

UN PRIMER ENCUENTRO CON MIRANDA EL ACERCAMIENTO A UNA FORMACIÓN PROPIAMENTE ACADÉMICA

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VIII

TAXIDERMISTA EN JENA

15

IX

LA MUERTE DE LA BARONESA

16

X

PARÍS LLAMA, ¡OH PARÍS!...

18

XI

AIMÉ BONPLAND, EL AMADO AIMÉ...

21

XII

INSTRUMENTOS DE MEDICIÓN FÍSICA Y ASTRONÓMICA

22

XIII

EN LA CASA FRANCESA DEL VENEZOLANO FRANCISCO DE MIRANDA

23

XIV

EL 'GRAND TOUR' MIRANDINO

25

XV

MARSELLA, LA ANTIGUA MASSALIA. ..

27

XVI

ESPAÑA EN EL CORAZÓN

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XVII

TENERIFE

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XVIII

ASCENSO AL TEIDE

31

XIX

LA FLOR DE PASCUA ('EUPHORBIAPULCHERRIMA')

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XX

LLEGADA A CUMANÁ

36

XXI

AL MODO DE DOS ESCOLARES FERIANTES

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200

XXII

UN HALO LUNAR Y LA TRATA DE ESCLAVOS

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XXIII

VISITA A LAS SALINAS DE ARAYA

43

XXIV

HACIA LAS MISIONES DE LOS CHAIMAS

44

XXV

LA CUSPA, CASCARILLA O QUINA DE LA NUEVA ANDALUCÍA

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XXVI

EL MISIONERO DE SAN FERNANDO

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XXVII

EL EXTRAÑÍSIMO CASO DEL PAPÁ QUE " DA LA TETA "...

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XXVIII

FÉMURES DE GIGANTES, ORNADOS CON PAPEL DE SEDA, PARA HONRAR A LOS DIFUNTOS...

51

XXIX

EL CULTIVO DEL TABACO

51

XXX

EL BUENO DE DON MATÍAS

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XXXI

EL CONVENTO DE CARIPE

54

XXXII

LA CUEVA DEL GUÁCHARO

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XXXIII

MAS ALLÁ DEL VESTÍBULO

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XXXIV

EL GUÁCHARO ('STEARNONIS CARIPENSIS')

59

XXXV

FIESTA DE SAN JUAN

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XXXVI

CREENCIAS ABUSIONERAS

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XXXVII XXXVIII

VESTIGIOS DE VEGETACIÓN SUBTERRÁNEA UN OBISPO DE SANTO TOMÁS DE GUAYANA QUE PASÓ ANTES, LLEGÓ MÁS LEJOS...

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XXXIX

LA SALIDA DE LA CAVERNA, VUELTA A LA LUZ. ..

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XL

LA DIFERENCIA DE UNA SOLA LETRA

67

XLI

PARTIDA DE CARIPE

70

XLII

SUEÑO DE BODA MÍSTICA

71

XLIII

MONTAÑA Y SELVA DE SANTA MARÍA

73

XLIV

Los ARAGUATOS O MONOS AULLADORES

74

XLV

YO NO TIEMPO, YO NO HORA...

75

XLVI

EL TEÓLOGO DE CATUARO

76

XLVII

LA CONSPIRACIÓN DE GUAL Y ESPAÑA

79

65

201

XLVIII

LA SALUBRIDAD DE CARIACO

81

XLIX

YO SOY UN INDIO CHAIMA

84

L

DOMINGO ROGELIO LEÓN TAMBIÉN ES POETA...

88

LI

LENGUAS INDÍGENAS

90

LII

LA POLÍTICA NO ANDA BIEN

90

LUI

LA BARAHUNDA DE LA NOCHE

91

LIV

E L DIÁBOLO EN PERSONA

92

LV

UN ECLIPSE DE SOL

93

LVI

E L TERREMOTO DEL 4 DE NOVIEMBRE

96

LVII

LLUVIA DE ESTRELLAS Y OTRAS OBSERVACIONES ASTRALES

99

LVIII

DESPEDIDA CUMANESA E HISTORIA DE UN ARCHIVO EPISTOLAR PERDIDO

100

LIX

UNA VÍA BRUSCA Y OTRA MENOS PENOSA

102

LX

UN FABULOSO DEL RÍO POÉTICO

103

LXI

LA TIERRA DE LOS SERES IMAGINARIOS

105

LXII

MESES QUE SON COMO AÑOS

106

LXIII

REGISTROS DE UNA SINGLADURA

108

LXIV

ENTRE LAS ISLAS CARACAS Y CHIMANAS

108

LXV

E L PUERTO DE BARCELONA

109

LXVI

UNA PERSPECTIVA MEJOR IMPOSIBLE

111

LXVII

E L PASO DEL CODERA

111

LXVIII

LA GUAIRA

114

LXIX

LA CIUDAD DE LOS TECHOS ROJOS Y LAS BANDAS DE CANDIDAS PALOMAS

116

LXX

LA QUEMA DE LOS PASTOS

116

LXXI

CONVERSACIONES DE ENTREVENTANAS

117

LXXII

LOS LA CONCIERTOS DOMINICALES Y EL GUSTO POR INSTRUCCIÓN

118

202

LXXIII

UN ASCENSO A LA CIMA DE LA SILLA

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LXXIV

ADIÓS CARACAS

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LXXV

NUEVA VALENCIA DEL REY

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LXXVI

LAS LOCAINAS DEL NEGRO JULIAC

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LXXVII

LECHE VEGETAL

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LXXVIII

EL CACAO

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LXXIX

DE VILLA DE CURA A PARAPARA DE ORTIZ

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LXXX

VIENTOS DE ARENA Y OTRAS VISIONES DE SEQUÍA

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LXXXI

LLANOS, LLANURAS, LLANERÍAS

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LXXXII

MAÑANA DE ESPEJISMOS

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LXXXIII

LA FLORA TÍPICA

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LXXXIV

EL ÁRBOL DE LA VIDA

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LXXXV

EL SEÑOR CARLOS DEL POZO

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LXXXVI

LA PESCA-CACERÍA DE LOS GIMNOTOS O TEMBLADORES

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LXXXVII

EN SAN FERNANDO DE APURE CON RUBÉN DARÍO GONZÁLEZ

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L X X X V I I I NAVEGANDO POR EL RÍO

151

LXXXIX

FRAGMENTOS DEL DIARIO HUMBOLDTIANO

153

XC

ACAMPAMIENTO NOCTURNO FRENTE A LA ISLA DE LA CONSERVA

161

XCI

LOS PRIMEROS DESCUBRIMIENTOS HISTÓRICOS DEL ORINOCO (I)

163

XCII

JUNTURA DE LOS RÍOS APURE Y ORINOCO

166

XCIII

LOS PRIMEROS DESCUBRIMIENTOS HISTÓRICOS DEL ORINOCO (II)

167

XCIV

BUENOS DÍAS, SI ES DE DÍA. ..

170

XCV

EN LA ENCARAMADA, PUDO DARSE LA MADRE DE LOS ENCARAMAMENTOS

170

XCVI

NUEVOS FRAGMENTOS DEL DIARIO (I)

171

XCVII

EL INDITO CIRCONIO, INTELIGENTE Y LENGUARAZ

179

203

XCVIII

L o s PRIMEROS DESCUBRIMIENTOS HISTÓRICOS DEL ORINOCO (III)

180

XCIX

L o s SÁLIVAS DE CARICHANA

183

C

TIERRA DE BANCOS ROQUEÑOS Y UNA FLORA TAN RICA COMO VARIADA

184

CI

NUEVOS FRAGMENTOS DEL DIARIO (II)

185

CII

RAUDOS RAUDALES, RAUDALES RAUDOS

188

CIII

E L SALVAJE

190

CIV

Y AHORA...

191

CV

MAR DE NEGRAS VERTIENTES

193

CVI

NUEVOS FRAGMENTOS DEL DIARIO (III)

193

CVII

POR EL PIMICHÍN; HACIA EL CASIQUIARE Y EL RÍO NEGRO

194

CVIII

COMO ESTAR EN LAS RIBERAS DEL ÉUFRATES

196

CIX

PUNTO DE CONCLUSIÓN Y EXALTACIÓN FINAL

196

americana eystettensia Publicaciones del Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Católica de Eichstätt

A. ACTAS 1.

D.W. Benecke; K. Kohut; G. Mertins; J. Schneider; A. Schräder (eds.): Desarrollo demográfico, migraciones y urbanización en América Latina. 1986 (publicado por la editorial F. Pustet de Ratisbona como vol. 17 de Eichstätter Beiträge)

2.

Karl Kohut (ed.): Die Metropolen in Lateinamerika — Hoffnung und Bedrohung für den Menschen. 1986 (publicado por la editorial F. Pustet de Ratisbona como vol. 18 de Eichstätter Beiträge)

3.

Jürgen Wilke/Siegfried Quandt (eds.): Deutschland und Lateinamerika. Imagebildung und Informationslage. 1987

4.

Karl Kohut/Albert Meyers (eds.): Religiosidad popular en América Latina. 1988

5.

Karl Kohut (ed.): Rasse, Klasse und Kultur in der Karibik. 1989

6.

Karl Kohut/Andrea Pagni (eds.): Literatura argentina hoy. De la dictadura a la democracia. 1989. 2a ed. 1993

7.

Karl Kohut (ed.) en colaboración con Jürgen Bähr, Ernesto Garzón Valdés, Sabine Horl Groenewold y Horst Pietschmann: Der eroberte Kontinent. Historische Realität, Rechtfertigung und literarische Darstellung der Kolonisation Amerikas. 1991

7a. Karl Kohut (ed.) en colaboración con Jürgen Bähr, Ernesto Garzón Valdés, Sabine Horl Groenewold y Horst Pietschmann: De conquistadores y conquistados. Realidad, justificación, representación. 1992 8.

Karl Kohut (ed.): Palavra epoder. Os intelectuais na sociedade brasileira. 1991

9.

Karl Kohut (ed.): Literatura mexicana hoy. Del 68 al ocaso de la revolución. 1991. 2a ed. 1995

10. Karl Kohut (ed.): Literatura mexicana hoy II. Los de fin de siglo. 1993 11. Wilfried Floeck/Karl Kohut (eds.): Das moderne Theater Lateinamerikas. 1993 12. Karl Kohut/Patrik von zur Mühlen (eds.) Alternative Lateinamerika. Das deutsche Exil in der Zeit des Nationalsozialismus. 1994 13.

Karl Kohut (ed.): Literatura colombiana hoy. Imaginación y barbarie. 1994

14. Karl Kohut (ed.): Von der Weltkarte zum Kuriositätenkabinett. Amerika im deutschen Humanismus und Barock. 1995 15. Karl Kohut (ed.): Literaturas del Río de la Plata hoy. De las utopías al desencanto. 1996 16. Karl Kohut (ed.): La invención del pasado. La novela histórica en el marco de la posmodernidad. 1997 17. Karl Kohut/José Morales Saravia/Sonia V. Rose (eds.): Literatura peruana hoy. Crisis y creación. 1998 18. Hans-Joachim König (ed.) en colaboración con Christian Gros, Karl Kohut y France-Marie Renard-Casevitz: El indio como sujeto y objeto de la historia latinoamericana. Pasado y presente. 1998 19. Barbara Potthast/Karl Kohut/Gerd Kohlhepp (eds.): El espacio interior de América del Sur. Geografía, historia, política, cultura. 1999 20. Karl Kohut (ed.): Literatura venezolana hoy. Historia nacional y presente urbano. 1999 21. Karl Kohut/José Morales Saravia (eds.): Literatura chilena hoy. La difícil transición. 2002 B. MONOGRAFÍAS, ESTUDIOS, ENSAYOS 1.

Karl Kohut: Un universo cargado de violencia. Presentación, aproximación y documentación de la obra de Mempo Giardinelli. 1990

2.

Jürgen Wilke (ed.): Massenmedien in Lateinamerika. Erster Band: Argentinien — Brasilien — Guatemala — Kolumbien — Mexiko. 1991

3.

Ottmar Ette (ed.): La escritura de la memoria. Reinaldo Arenas: Textos, estudios y documentación. 1992. 2a ed. 1995

4.

José Morales Saravia (ed.): Die schwierige Modernität Lateinamerikas. Beiträge der Berliner Gruppe zur Sozialgeschichte lateinamerikanischer Literatur. 1993

5.

Jürgen Wilke (ed.): Massenmedien in Lateinamerika. Zweiter Band: Chile — Costa Rica — Ecuador — Paraguay. 1994

6.

Michael Riekenberg: Nationbildung, Sozialer Wandel und Geschichtsbewußtsein am Rio de la Plata (1810-1916). 1995

7.

Karl Kohut/Dietrich Briesemeister/Gustav Siebenmann (eds.): Deutsche in Lateinamerika — Lateinamerika in Deutschland. 1996

8.

Jürgen Wilke (ed.): Massenmedien in Lateinamerika. Dritter Band: Bolivien — Nicaragua — Peru — Uruguay — Venezuela. 1996

9.

Christiano German: Politik und Kirche in Lateinamerika. Zur Rolle der Bischofskonferenzen im Demokratisierungsprozeß Brasiliens und Chiles. 1999

10. Inge Buisson-Wolff: Staat, Gesellschaft und Nation in Hispanoamerika. Problemskizzierung, Ergebnisse und Forschungsstrategien. Ausgewählte Aufsätze. Edición e introducción de Hans-Joachim König. 1999 11. Franz Obermeier: Brasilien in Illustrationen des 16. Jahrhunderts. En colaboración con Roswitha Kramer. 2000 12. Sonja M. Steckbauer: Perú: ¿educación bilingüe en un país plurilingüe? 2000

C. TEXTOS 1.

José Morales Saravia: La luna escarlata. Berlin Weddingplatz. 1991

2.

Carl Richard: Briefe aus Columbien von einem hannoverischen Officier an seine Freunde. Reeditado y comentado por Hans-Joachim König. 1992

3.

Sebastian Englert, O.F.M.Cap: Das erste christliche Jahrhundert der Osterinsel 1864-1964. Edición de Karl Kohut. 1996

3a. Sebastian Englert, O.F.M.Cap: Primer siglo cristiano de la Isla de Pascua. 1864-1964. Edición de Karl Kohut. 1996 4.

Denzil Romero: Recurrencia equinoccial. Novela. Edición de Karl Kohut. Prólogo de Antonio M. Isea. 2002

D. POESÍA 1.

Emilio Adolpho Westphalen: "Abschaffung des Todes" und andere frühe Gedichte. Edición de José Morales Saravia. 1995

2.

Yolanda Pantin: Enemiga mía. Selección poética (1981-1997). Prólogo de Verónica Jaffé. 1998