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Spanish; Castilian Pages 212 Year 2018
Alex Saum-Pascual #Postweb!
Crear con la máquina y en la red
NUEVOS HISPANISMOS 24 Director: Julio Ortega (Brown University, Providence) Comité Editorial: Anke Birkenmaier (Indiana University, Bloomington) Beatriz Colombi (Universidad de Buenos Aires) Cecilia García Huidobro (Universidad Diego Portales, Santiago de Chile) Ángel Gómez Moreno (Universidad Complutense de Madrid) Dieter Ingenschay (Humboldt Universität Berlin) Efraín Kristal (University of California, Los Angeles) Esperanza López Parada (Universidad Complutense de Madrid) Gesine Müller (Universität zu Köln) Rafael Olea Franco (El Colegio de México) Fernando Rodríguez de la Flor (Universidad de Salamanca) William Rowe (University of London) Carmen Ruiz Barrionuevo (Universidad de Salamanca) Víctor Vich (Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima) Edwin Williamson (Oxford University)
Alex Saum-Pascual
#Postweb! Crear con la máquina y en la red
Iberoamericana - Vervuert - 2018
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Derechos reservados © Iberoamericana, 2018 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 - Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2018 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 - Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-16922-79-6 (Iberoamericana) ISBN 978-3-95487-705-8 (Vervuert) ISBN 978-3-95487-706-5 (ebook) Depósito Legal: M-8310-2018 Diseño de la cubierta: Rubén Salgueiros Diseño de interiores: Miguel Cuesta Impreso en España Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.
Índice
## Instrucciones de lectura ## [o, ## un manifiesto por la crítica subjetiva y efímera de la literatura digital##].................................................................. 9 ## Crear con la máquina ## ............................................................. 23 Sobre 3 libros de superficie............................................................. 23 Sobre Alba Cromm, un libro que parece no serlo........................ 23 Sobre Alba Cromm como libro electrónico.................................. 27 Sobre las interfaces invisibles: del libro y de la pantalla............... 29 Sobre cómo la interfaz no es solo una cosa invisible, sino un proceso........................................................................................ 32 Sobre cómo pensar un libro impreso dentro de la red digital..... 34 Sobre el tiempo dentro y el tiempo fuera de la interfaz de Alba Cromm........................................................................................ 36 Sobre Cero absoluto: otra obra de ciencia ficción electrónica..... 38 Sobre “remediación” y “remix”, dos neologismos del mundo digital.......................................................................................... 40 Sobre Cero absoluto como un gran remix de ciencia ficción....... 43 Sobre vivir sin cuerpo y otras falacias del mundo digital............. 45 Sobre cuerpos y páginas que parecen pantallas. Otro par de neologismos más: la pantpágina y el tecnotexto..................... 46 Sobre los futuros posibles de Cero absoluto y Alba Cromm...... 49 Sobre el problema de narrar en la era digital: otra vez, cuestión de la interfaz............................................................................... 50 Sobre Crónica de Viaje, un libro que se lee y se toca................... 52 Sobre las mil voces de una crónica postweb.................................. 57
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Sobre cómo el medio es el mensaje, porque no podría ser de otra manera................................................................................. 59 Sobre cómo la búsqueda no es un método válido para encontrar la verdad...................................................................................... 61 Sobre la búsqueda del pasado en Crónica de Viaje....................... 63 Sobre cómo la Guerra está de moda, cuando lo realmente moderno es lo digital....................................................................... 65 Sobre el multilingüismo de Jorge Carrión..................................... 71 Sobre las voces fantasmales del tecnotexto de hoy....................... 73 Sobre esa cosa tan rara que llamo narrador interfaz..................... 77 Sobre el Yo y sus fantasmas............................................................ 79 Sobre el Yo y su pasado................................................................... 80 .............................................................. 83 Sobre Construcción y la bibliomaquia como un tipo de plagio arqueológico............................................................................... 83 Sobre el apropiacionismo espectacular (à la Guy Debord) y el desdén de la máquina................................................................. 88 Sobre el apropiacionismo no situacionista: el apropiacionismo digital.......................................................................................... 90 Sobre el software nuestro de cada día............................................ 91 Sobre Casa abierta y el libro tridimensional................................. 93 Sobre un libro “concreto”.............................................................. 96 Sobre materialidad poética. Así, en general................................... 98 Sobre materialidad concreta y su renacer digital.......................... 100 Sobre Otro, el libro máquina.......................................................... 102 Sobre tipografía experimental en Otro.......................................... 104 Sobre sintaxis digital en un libro de papel..................................... 107 Sobre cuando el silencio del fondo sale a la superficie................. 109 Sobre código para máquinas vs. código para humanos................ 112 Sobre cómo toda forma es diferente y es lo mismo...................... 114 Sobre compartir la pluma con una máquina, o algo así sobre el poshumanismo........................................................................... 115 Sobre el tecnotexto y la creación de memoria............................... 117 Sobre la memoria viva en el tecnotexto español........................... 120 Sobre la superficie del discurso y lo que hay fuera....................... 121 Sobre otros motivos para volver al papel tras un escarceo con lo digital ......................................................................................... 124
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## Crear en la red ## [o ## área 2 ##].................................................................................... 131 Sobre cómo ya no se trata de un libro más, sino de un proyecto transmedia.................................................................................. 132 Desde Nocilla Dream al Proyecto Nocilla..................................... 135 Sobre postpoesía y convergencia mediática.................................. 138 Sobre poética transmedia y la función de Autor.......................... 142 Sobre metáforas materiales y metáforas transmedia..................... 145 Sobre el sujeto-objeto: el Autor como espectro del transmedia.. 150 Sobre la transmedia como arquitectura distribuida...................... 155 Sobre Wordtoys: un libro sin coser................................................. 160 Sobre “Southern Heavens”: una crónica de viaje digital.............. 162 Sobre el remix digital más puro: “Mariposas-Libros”, “El idioma de los pájaros” y “Escribe tu propio Quijote”.................. 165 Sobre el Proyecto Kublai Moon: otra vuelta de tuerca a la figura del autor digital.......................................................................... 169 Sobre Sabotaje retroexistencial: el algoritmo que liberará la poesía................................................................................................. 172 Sobre El manual del lavado de cerebros, ¿una metáfora sobre la CT?.............................................................................................. 176 Sobre la intervención en la lógica de los videojuegos: Hotel Minotauro........................................................................................ 181 Sobre el lector dentro y el lector fuera.......................................... 184 El fin de la memoria de castaña asada............................................ 190
............... 195 ........................................................................................ 201 ........................................ 203
## Instrucciones de lectura ## [o, ## un manifiesto por la crítica subjetiva y efímera de la literatura digital ##]
Este es un ejercicio de crítica literaria. Es también un ensayo sobre literatura y tecnologías digitales. Y, también, un ensayo sobre la memoria: la memoria literaria, la humana y, evidentemente, la digital. Es un ensayo que, si mi memoria no me falla, he escrito ya muchas veces. La primera vez lo escribí en inglés; lo llamé The Trace of the Digital: Post-Web Literature in Spain. Como su título entonces apuntaba era, y supongo que todavía es, también un texto sobre España y sobre la web. O sobre lo que se ha escrito en España [a veces, incluso, sobre su memoria] desde la llamada revolución digital que vino con la comercialización de la web. Sea como fuere, ese ensayo jamás vio la luz de la imprenta. Trabajé en él unos dos años, tampoco tanto. Llegué a odiarlo. Lo compartí con muchos [tampoco tantos] que también llegaron a odiarlo en mayor o menor medida. Hoy descansa en alguna nube, en algún Google drive. Su huella permanece en algún chip de silicona, comprimida, irreconocible al ojo humano. ¡Ay! [Insértese suspiro de aflicción o #sufrimientoenlared] Ahora que recuerdo, creo que tampoco aquella fue la primera vez que intenté escribir este libro. Ya ven, la memoria humana es falible. Puede que hace unos años, cuando vivía en el sur de California, hubiera escrito ya algo parecido. Puede que lo llamara entonces, Mutatis mutandi: literatura española del nuevo siglo xxi [vaya cosa más ridícula: “nuevo siglo xxi”, como si la novedad fuera algo]. Y puede que esté online, búsquenlo; quizás el título esté también en inglés, Spanish Literature of the New 21st Century. Sí, dejémonos de suposiciones retóricas: está online. Lo acabo de buscar ahora mismo abriendo otra ventana del Firefox. Es gratis. Fue mi tesis doctoral. Ahora soy doctora [de libros, irónicamente]. La misma búsqueda en la red me revela que también he escrito algunos artículos académicos sobre el tema y muchas, muchas entradas de blog. Estas son
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mis favoritas, por lo caducas que son con su fecha arribita de todo; por su brevedad, su falta de trascendencia, su tono burlón. Casi todos aquellos textos también trataban, aunque ni ellos ni yo lo supiéramos entonces, del término tan raro este del #postweb. Aunque nunca llegué a decirlo, probablemente porque todavía no lo sabía y se trataba más bien de una intuición, mi preocupación académica revoloteaba alrededor de las posibilidades y los cambios que la intrusión de máquinas digitales había supuesto para la creación literaria. Me interesaba entonces, y me interesa también ahora, pensar en cómo el crear con la máquina digital [escribir en un ordenador, pero no exclusivamente] y crear dentro de la red [conectados a internet] implicaba un cambio de sensibilidad en el sujeto creador que se veía ahora como un autor que, en vez de escribir en solitario [#ByeByeBécquer] se concebía como un elemento más dentro de un entorno de ecologías mediáticas. Escritura #postweb vendría a referirse a un tipo de literatura que, consciente de su lugar dentro de la red de conocimiento y de las prácticas de inscripción del mismo, se ha generado por y para los medios digitales y que ha asumido plenamente la web como algo que ha dejado de ser novedad y futuro para ser presente [no sé si pasado] a nivel global, pero también en sus distintas manifestaciones locales. El sujeto humano tiene tan solo un cuerpo biológico [por ahora] y este está materialmente atado a una realidad nacional concreta, por muy globalizada que sea. No seamos ambiciosas, el materialismo nos ha enseñado a mirar las cosas en su contexto inmediato antes de subir de nivel virtual. El contexto que nos interesa ahora es la España [aunque las fronteras de la patria no correspondan a la geografía] de los últimos 15 años y una selección de productos que ahí se generaron, siendo sus autores españoles o no. Estos últimos años han sido bastante moviditos, llenos de cambios tecnológicos, sí, pero también de gobierno tras una devastadora crisis financiera que en 2008 cambió el panorama cultural e institucional de la democracia de manera casi inimaginable hasta entonces. Enseguida les cuento más sobre esto. Este libro que leen, no obstante [y que es totalmente distinto a aquellos otros textos que escribí] es, como digo, esencialmente el mismo que aquellos otros nunca escritos sobre la crisis, la memoria, la tecnología y el #postweb. Pero es un texto que, si realmente fuese un libro, tendría necesariamente que llevar marcada su fecha de caducidad. “¿Caducidad?”, me dirán ustedes, “¿Como los yogures? Vaya tontería y vaya ganas de provocar. Si hay algo trascendental y duradero en la historia moderna del ser humano es el libro”. Puede ser; ya les he dicho que quizás este ensayo no sea un libro. Quizás esté sin darme cuenta escribiendo una larguísima entrada de blog. Ya les reconocí que era mi forma favorita: por su inmediatez, su carácter reactivo y su naturaleza oportunista. Si fuera un libro, tendríamos que imaginarnos uno sujeto a la reescritura constante,
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a la actualización, a la documentación de su proceso de creación como si de una performance temporal [una representación teatral, una danza, ¿un blog?] se tratase. Sería un libro sobre España, la literatura y la memoria [#memoryloop] esencialmente inestable, de arena, que en su forma inabarcable replicaría el deseo de abrazar lo efímero. Sería, no solo un libro sobre lo efímero, sería un #ensayoefímero en sí mismo contagiado del mismo tipo de arte caduco de la performance. Piensen, quizás más pertinentemente, no en un baile o una danza sino en una escultura aerostática que consistiese en la inscripción en las nubes de 1001 globos azules lanzados al cielo de París, por ejemplo. Esta escultura que existió [no crean que me la he inventado yo], es de Yves Klein, y es la primera imagen que muestra la Wikipedia sobre “arte efímero” porque, como ven, las artes llevan haciendo este tipo de cosas caducas muchos años [la crítica literaria, el ensayo académico, no]. Quizás por eso, a pesar de que en alguna de sus materializaciones este texto algún día sea impreso y encuadernado, su obsolescencia programada lo expulse de su categoría de libro, ateniéndonos, repito, a que lo que busca el libro es la materialización y trascendencia de su mensaje. ¿Para qué escribir si no para que lo lean otros a lo largo de la historia y los tiempos? Este #ensayoefímero, está, además, construido alrededor de la referencia pop, que como creo que decía Daniel Escandell es clave porque, por un lado, llega a la inmensa mayoría y, por el otro, es ultracontemporánea también en la mayoría de los casos y, como tal, efímera que es. Vayamos un poco más lejos y piensen, más allá de la escritura aerostática y su referente pop, en este libro como si fuera, quizás, un archivo digital en constante reescritura y traducción. Y no estoy hablando de la reescritura y traducción de su contenido semántico o textual únicamente, no estoy refiriéndome a la capacidad de actualizar una entrada de mi blog y escribirla en inglés o en chino, sino de la transmaterialización constante de su código binario a su proyección digital en la pantalla; un texto almacenado en algún lugar temible, oscuro y secreto, de su ordenador o tableta [a saber lo que nos traerá el futuro] que se les manifiesta mágicamente en la superficie del dispositivo cuando pasan página o hacen scroll. Un texto que vive codificado como texto y como archivo y que se les representa en la pantalla como performance lumínica; juego de luces. Imaginen este ensayo como un texto digital abocado a su obsolescencia [programada o no, da igual]. Un ensayo que fuera también, esencialmente, un archivo que dentro de unos diez años sería ilegible debido a una actualización de software que lo haría incompatible con su nuevo Kindle Super Mega Fire 15S, o cualquier otro que me pueda inventar, relegándolo para siempre a los abismos más profundos e inaccesibles de la red. No estoy hablando de materialidad necesariamente, repito otra vez, son libres de imprimir, fotocopiar y materializar mis palabras si les da la gana; imaginen esta na-
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turaleza efímera de la que les hablo en términos de esencia, la imagen del superkindle es una metáfora. En realidad, pueden imaginar cualquier situación evanescente y tremendista que se les ocurra; sean creativos, la exactitud técnica no viene al caso. Aún. Este es un ensayo, repito [#memoryloop], sobre memoria, sobre historia [como el récord no efímero de la memoria], sobre literatura y su relación con esos llamados “nuevos medios” digitales. Es, por tanto, un libro absolutamente contextual. Y, por eso, también absolutamente intrascendente a todo aquello que no sea este mismo ensayo que ustedes leen y que tiene que ver con la España contemporánea [sea lo que sea esta], con la memoria, con lo digital, y con el palabro este del #postweb. Imaginen que el libro fuera a autodestruirse inmediatamente como uno de esos mensajes entre espías de finales de los años 60. [Yo nací en los 80, así que hablo de oídas de este tipo de espionaje. La fecha la acabo de buscar en internet. Igual el símil no es muy acertado.] Pero, como aquellos mensajes portadores de información clave [para desarrollar misiones imposibles, me cuenta la red], su valor reside en la defensa de lo que voy a llamar, un poco pomposamente, la crítica efímera. Una práctica humanística que abandone los aires de grandiosa trascendencia que nos ha obligado a pensar en el trabajo escrito como algo que pertenece a los siglos de los siglos, capaz de cambiar el rumbo de la historia y que ha servido para explicarnos el pasado y contextualizarlo para que las futuras generaciones comprendan que son producto de aquello que, efectivamente, pasó. Esos discursos que con aires teleológicos nos han contado leyendas que han ido forjando, narrativa y linealmente, la lógica histórica dentro de la cual nos encontramos. No, yo no creo en la Historia. Habiendo crecido en la España de la Transición a la democracia tras cuarenta años de mitologías franquistas, hablar de Historia se me hace un tanto complicado. Es un tema también muy sobado dentro de la crítica académica contemporánea, por otro lado, que tras décadas de silencio se puso de moda a principios de siglo xxi. Este rollo ya lo conocen, no se preocupen, no les voy a contar #OtraMalditaHistoriaSobreLaGuerraCivil, por ahí no van los tiros. Aún. Lo que sí intenta este ensayo es abarcar la cuestión literaria como algo que, defiendo, depende absolutamente del contexto y del momento en el que nace y que, como mensaje entre espías, debería, o podría, destruirse después. Les propongo que pensemos este #ensayoefímero, y con él la práctica de la crítica literaria más amplia, de manera fugaz, inestable, discontinua y, por ende, de manera también técnicamente antinarrativa, en tanto que la historia es básicamente una narración que nos montamos para justificar el acaecimiento de eventos como consecuencias lógicas de otras cosas que ocurrieron antes y que, a su vez, provocarán nuevas reacciones y resultados en el futuro que se avecina. Se trata de pensar la cues-
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tión literaria y sus objetos emergentes en la España del siglo xxi como si fueran elementos arqueológicos, no históricos, fuera de la reacción en cadena de la historia literaria. “¿Cómo?”, me preguntarán ahora con cara de sorpresa. “Rearticulando el discurso histórico y trabajando la memoria”, les respondería yo. “Pensando ambos como una red de relaciones discontinuas y objetos aislados que puestos unos junto a otros nos ayuden a descubrir, no solo algo de lo viejo en lo nuevo [llámese “influencia”], sino algo nuevo en lo viejo”. Se trata de evitar la secuencia lineal narrativa a toda costa, de evadir tanto las historias como la Historia y, desde ahí, construir un discurso crítico acorde: fragmentado, caduco, de paso. Un discurso, una voz, la mía, [#holasoylaAutora] un tanto antiacadémica, un poco antinarrativa, criticable por su potencial falta de coherencia y que rechaza, por todo eso, las voces de autoridad intelectual que la han precedido. Una voz que, como me ha criticado mi padre, por parecer ser voz-blog probablemente sea insostenible a lo largo de todo el proyecto. Aparentemente, el hashtag resulta chirriante superadas las mil palabras. Bien, chirríen conmigo. La primera vez que pensé en esta propuesta de “arqueología literaria” estaba trabajando con mi colega Élika Ortega en la curaduría [o “comisariado”, según se dice en España, pero que como no me gusta nada la implicación de ser policía del arte voy a evitar] de una muestra de literatura electrónica, No Legacy, que estuvo en exposición en la biblioteca de la Universidad de California, Berkeley, en 2016. Como toda buena muestra de arte [#autobombo], la línea curatorial tras la colección proponía una serie de interpretaciones “académicas” acerca de los objetos seleccionados y argumentaba algo que nos parecía importante entonces acerca del lugar de la prosa y la poesía digitales dentro de una biblioteca. Por “literatura electrónica” [#elit] nos referíamos a textos de cariz literario creados en máquinas digitales para ser consumidos en dichas máquinas; cosas como novelas hipertextuales donde el lector puede elegir distintos caminos narrativos, generadores de texto automático que escriben poemas gracias a la permutación, aplicaciones de móvil multimedia con letra y sonido donde las palabras bailan a ritmo de tango… Cosas así. También incluimos libros y otros materiales impresos, en especial del periodo de las vanguardias históricas, pero no exclusivamente. Había realismo mágico y, claro, mucho Borges. La relación entre los elementos que escogimos tenía que ver con la teoría de la arqueología de medios propuesta por Siegfried Zielinski, un intelectual alemán que odia la historia casi más que yo y al que le he robado antes aquello de “encontrar lo nuevo en lo viejo”, por cierto. En aquel momento conceptualicé mi práctica curatorial como un tipo de discurso material cuyo cuerpo ocupaba físicamente la galería en vez de la página de papel. Lo que propongo ahora le debe mucho también a esta aproximación arqueológica al discurso y, aunque ahora el argumen-
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to esté escrito y no expuesto en una galería, su relevancia, su periodo de validez, debería entenderse todavía como algo temporalmente efímero [#valgalaredundancia]. Los ejemplos de este ensayo se remiten en su mayoría a España [es más fácil de hablar de lo que está cerca y se conoce] pero lo que está en juego teóricamente es aplicable al total de la literatura escrita desde la revolución digital. De hecho, los dos autores con los que concluyo el ensayo tienen orígenes latinoamericanos, por lo que mi concepción nacionalista es más bien generosa. En su Deep Time of Media [que voy a explicar de memoria, porque si hay algo peor que la Historia, es la cita académica y la perpetuación de su autoridad; que no es lo mismo que su “validez”], Zielinski no habla directamente de lo efímero, empero, sino que desarrolla una crítica a la noción teleológica de la evolución de medios donde se asumiría de manera natural una idea de progreso intrínseca a la narrativa propia de todo dispositivo tecnológico [device, le dice, porque conste que yo este libro lo leí en inglés]. Dicha noción de progreso sería una especie de accesorio parasitario al dispositivo: la insistencia en la racionalidad de la máquina y la cultura digital, donde ambas trabajarían en pos de esta idea de progreso como algo natural e inevitable. Lo del “progreso como parásito” creo que se lo he oído a Jussi Parikka [un profesor en el Winchester School of Art]. Me encanta, pero mío, mío, lo que se dice mío, no es [#holasoylaAutora]. Zielinski, utilizando la metáfora del “tiempo profundo” que, por cierto, toma de un libro de geología de Stephen Jay Gould, nota que la noción cuantificable del “tiempo profundo”, como ese que queda inscrito en distintas capas tectónicas y cosas así, es en sí renovable según van apareciendo nuevas características cualitativas, lo que nos ha permitido poner en cuestionamiento el mito del “progreso geológico”. Y esto es importante porque este mito de progreso se ha construido a partir de nuestro imaginario “lineal” del mundo. Lo que Zielinski y Gould reafirman [tengan en cuenta que Gould escribía en referencia al siglo pasado y a una lógica incluso anterior, y estaba hablando de tiempos geológicos; Zielinski no, este está vivo aún y está hablando de cachivaches tecnológicos como el ordenador, la radio y la cámara oscura] es la necesidad de borrar la mano de la divinidad del mapa cosmológico, ya sea de la tierra o de la electricidad, según sea el caso del uno o del otro. Lo que nos importa a nosotros, a mí [porque generalizar y universalizar es también una práctica moderna muy fea], es su confirmación acerca de la necesidad de abandonar imágenes conceptuales y esquemas que reproduzcan ilusiones de progreso lineal y/o jerárquico para servirse, en vez, de un sistema que Zielinski llama “variantología” y que busca las variaciones, las mutaciones, que se han quedado a los márgenes de la Historia del progreso [tecnológico] pero que nos permiten, al descubrirlas y mirarlas junto a otros elementos en relación anárquica, vislum-
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brar otros futuros posibles. Paradójicamente, lo que quizás acerque este marco arqueológico a la Historia [razón asimismo por la que lo he elegido para explicarme yo aquí, a partir de un ensayo narrativo además] sea que también, una vez dejadas atrás las cuestiones lineales y metodológicas, en la medida que les voy contando cosas y voy llegando a conclusiones, lo que voy construyendo es, finalmente, una historia, aunque con “h” chiquita esta vez. Una historia [posible] de muchas. Evidentemente, Zielinski estaba preocupado por la historiarización general de los medios tecnológicos, pero me parece productivo pensar esta idea de desenterrar “futuros posibles” en relación con la memoria y la historia en su representación literaria y digital en la España de la que trata este libro [#memoryloop]. Ya dije que no iba a escribir otro libro sobre memoria histórica, aunque sea una de las corrientes subterráneas inevitables en este ensayo. Los futuros que me interesan, no obstante, tienen mucho más que ver con la idea de temporalidad mecánica de los medios digitales y su representación literaria, que con nuestra percepción temporal de la memoria humana. Es por eso que comencé este ensayo diciendo que les iba a hablar sobre tecnologías digitales. No mentía. No miento. Escuchen: es imposible pensar en la temporalidad de los objetos literarios que les traigo sin pensar en la temporalidad intrínseca, arqueológica [y no histórica] de los objetos en sí. En tanto que objetos. Y estos objetos [por qué no soltar la palabreja ya: este “archivo”] son/es inconcebible(s) sin la infraestructura digital de la que nace(n) y en la que, muchas veces, todavía habita(n). Estoy, evidentemente, hablando de las tecnologías digitales como los ordenadores, los sistemas operativos y los códigos estructurales en los que se originan; de crear con la máquina digital y dentro de su ecología mediática y social: de la red en sentido amplio [#postweb]. Con este libro, como los arqueólogos de los medios digitales, me propongo trabajar con estos objetos [a veces digitales, otras no] de memoria histórica literaria [#memoryloop] de una manera mucho más esotérica incluso que la propuesta por aquellos que radicalizaron el tema del archivo y la literatura el siglo pasado; gente a la que como académicos volvemos insistentemente, tipos como el francés Michel Foucault o el alemán Walter Benjamin [Derrida no, en mi arqueología me doy el gusto de elegir. Los otros dos sí, que me caen bastante mejor, con su defensa de las colecciones como lugares desde los que rescatar los fragmentos perdidos de la Historia]. No rechazo sus posturas, ahí están y son ineludibles, pero se trata aquí de pensar el archivo digital, los objetos, las máquinas, considerando su propia historia interna como marco de saber. No sé si es por la subjetividad humana de la que somos todos víctimas [#holasoylaAutora], pero es dificilísimo resistirse a nuestra inclinación cultural, ya no sé si natural, de inventar estructuras narrativas para explicar la información, sus datos. Pareciera que somos incapaces de comprender
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la información si no nos viene dada en forma de cuento y es por eso que recurrimos al modelo historiográfico, a la ordenación de eventos en una línea cronológica, para explicar incluso la evolución de cosas que no tienen nada que ver con la subjetividad humana; como las máquinas, que serían intrínsecamente antinarrativas. Buscamos cuentos por todas partes, somos incapaces de no preguntar ¿de qué trata ese libro, esa historia, esa novela? Pues bien, ¿qué pasa si no tratasen de nada? O más bien, ¿si trataran de todo pero en este ensayo literario rechazáramos la idea de explicarlo como un todo?, ¿qué pasaría cuando hablamos de literatura creada por/recordada con/escrita junto a la máquina electrónica? Recordemos que este es el tema principal del ensayo que leen. ¿Cómo hablar de estos objetos de literatura electrónica? Quizás, [y esto es solo una posibilidad, nunca una verdad] se trate de deshumanizar la manera de contarlos, evitar la narrativa [humana, subjetiva, histórica] y buscar la perspectiva fría de la máquina. La mirada fría, que la llamó Wolfgang Ernst en Digital Memory and the Archive, viendo cómo la máquina reinterpreta el material histórico, cualquier cosa que le des a la máquina [un archivo de texto en un disquete, una canción en un disco de vinilo, un secreto entre espías encriptado en código morse] aunque el material histórico de estos está, eso sí, escondido [“indexed”, ni idea de cómo decir esto en español] en la máquina misma. En nuestro caso, el material histórico está escondido en esos libros-máquinas digitales, en esas otras “historias”, y es leído por el ordenador [y el libro, si me apuran] a la par que por nosotros, los débiles y subjetivos humanos. Ernst en su libro, que también voy a citar de memoria, habla de la agencia de la máquina como régimen temporal independiente, es decir, explica que la cultura digital y su materialización específica no ocurren en un tiempo concreto, o un momento histórico particular dentro de una teoría evolutiva lineal, por repetirnos un poquito [#memoryloop], sino que dentro de la máquina crean tiempo propiamente. La rapidez de tiempos que se ejecutan en un disco duro o la transmisión y circulación supersónicas de información en redes digitales serían ejemplos de temporalidades no-humanas en las que la máquina estaría inscrita y que, sin embargo, se nos imponen en nuestro mundo social de carne y hueso. La memoria digital y su narrativa de máquina fría serían completamente distintas a la nuestra. Ernst dice por alguna parte una cosa que se me ha quedado grabada respecto a esto: “machines don’t just write narrative: they calculate”. Calculan y miran de otra manera, con pupilas de frío acero. Azul. La metáfora de la mirada fría, la cool gaze, de Ernst es poderosísima, me pirra, y hablaré de ella a lo largo del ensayo. Esa pupila azul antimodernista es también antirromántica, aniquilando la otra mía, marrón, común y corriente, como de castaña asada [#ByeByeBécquer]. Porque, claro, yo no soy una máquina, sino una mujer, incapaz de escapar mi san-
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gre caliente y mis pupilas astigmáticas; imposible hablar con voz de acero. Aunque vea su pupila en la mía, no me queda otra que usar mi voz de persona, por muy cíborg que sea al traspasarse a Word y hacer que mi ordenador traduzca el movimiento de mis diez dígitos en palabras cuya naturaleza digital es bien distinta: yo también escribo con la máquina y dentro de la red, echaré mano a todo lo que pueda [yo también soy #postweb]. Esta postura antigeneralista, este reclamo a la individualidad de cada sujeto, cada objeto, por otro lado, es una perspectiva muy práctica y pragmática: muy de máquina. Utilizar todo aquello que funcione en cada caso concreto, evitando teorías universales que salven a la humanidad. Uno de los escritores de los que hablaré en este ensayo, Agustín Fernández Mallo, que creo que es mayoritariamente humano, escribió algo muy parecido sobre el pragmatismo que articula su postpoesía [que así la llama él en su ensayo del mismo título]. Explicaba que a la hora de componer le daba igual que a una imagen clásica le siguiera la foto de un macarrón si estéticamente funcionaba para el caso concreto del poema particular. Sí, suena raro, pero estoy segura de que el ejemplo que daba era un macarrón, aunque también estoy citando de memoria. Y no se vayan a pensar que se trata de pereza; es, de hecho, bastante más fácil hacer una búsqueda en mi ordenador y encontrar la cita exacta. Citar de memoria o, en otras palabras, la cita inexacta así como el plagio directo lo será otras veces, son dos de las prácticas que me he impuesto como parámetro creativo para escribir este ensayo efímero sobre arqueología literaria y tecnologías digitales. 1) Para evitar la autoridad que viene de la mano de la práctica académica predominante desde el advenimiento de la modernidad y que se basa en la perpetuación de esa idea de continuidad del discurso y su poder. 2) Para no hablar como profesor(a) de literatura que se decide a explicarles el mundo, sino como sujeto único dando impresiones sobre unos casos concretos. Como si Yo fuera yo #holasoylaAutora. 3) Como exploración práctica de la memoria humana, subjetiva, caliente, no-máquina, y ver si realmente soy capaz de recordar cosas sin la ayuda exacta y calculadora de Google o mi Spotlight Search. Hablar de memoria como práctica técnicamente pragmática y emocionalmente subjetiva #HotGaze, por un lado, y considerar el plagio y el refrito [que llamaré luego #remixability] como algo que al superar el discurso más o menos pragmático de la originalidad se concibe casi cual palimpsesto, donde la historia material del original citado se vuelve presente en la cita [entiéndase como otra iteración de la memoria, la narrativa y el pasado], me parece la única manera coherente de lidiar con el archivo que me traigo entre manos. Hablar desde la mirada subjetiva de la mujer castaña que escribe, siendo consciente del proceso de escritura que ocurre mientras tecleo en un procesador de texto electrónico, mientras aplico un estilo a mi escritura que refleje todo esto. Buscar una epis-
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temología cíborg [aunque resuene, inevitablemente, a mi voz humana] que intente hablar de estos objetos literarios que surgieron en España en el siglo xxi desde la perspectiva antinarrativa de la máquina. Con corta y pega, de manera antijerárquica, entendiendo la relación con movimientos literarios y artísticos precedentes desde la arqueología y no la historia, y buscando relaciones de tensión y analogía, más allá de la influencia y la evolución del progreso literario. El [mi] archivo, por tanto, estará incompleto; la selección parecerá aleatoria: siete objetos en prosa, tres poemarios, un proyecto transmedia y ocho producciones online escritos por seis hombres rondando la cuarentena y una mujer un poco mayor que ellos, todos viviendo en España [#hablemosdelcanon]. Se buscará siempre evitar el discurso absolutamente esclarecedor con ínfulas de generalización teórica que permita la extrapolación académica. Mi objetivo será rechazar la narrativa explicativa, la voz del experto que impone una visión sobre el mundo. Tampoco les voy a contar de qué tratan estas formas narrativas. ¿De qué va la novela esa? Paso. No me pregunten sobre la construcción del personaje, sobre el desarrollo de la trama. La mitad de los textos de mi archivo no tienen nada de eso. Son ficciones sin elementos, sin personajes. O con demasiados personajes para que nos interesen completamente. No me pregunten, este ensayo no va de eso. No tiene ningún valor, además. A nadie le interesará saber de qué tratan los libros de los que voy a hablar más allá de los momentos narrativos que, de manera pragmática, me ayuden a comprender algo. Lo que perdurará de estos objetos será su cuerpo de máquina, cómo se articulan en la página; material, literalmente, cómo están hechos. Como ya dije hace rato, este ensayo dejará de tener valor muy pronto; si buscan explicaciones trascendentales lean otra cosa [#ensayoefímero]. La mía será una voz entre muchas dentro de la red colectiva que se irá tejiendo según se lean nuevos objetos a la luz de otros viejos y viceversa. Aunque con un espíritu anárquico y circular, más que lineal, le voy a hacer una concesión a la forma del ensayo académico tradicional y les voy a resumir muy brevemente lo que viene a continuación. Estos párrafos prescriptivos pueden verse como una incoherencia ideológica, que es sin duda producto de mi ansiedad por no ser entendida si abandono totalmente la narratividad [al fin y al cabo, todavía no somos 100% máquinas], pero es también prueba de que mi discurso no busca la perfección retórica, que abraza la incoherencia y la inconsistencia a veces, que es pragmático y que por eso funciona [#paradojasdelavida]. Tampoco se crean que estoy claudicando realmente y cayendo en las trampas de la articulación de un discurso totalizador y organizado, estoy escribiendo este párrafo antes de empezar con el ensayo, estoy construyendo la casa por el tejado, como quien dice. Al menos tienen que estar de acuerdo con eso. La autora que escribe esto solo lleva 4 453 palabras escritas por
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ahora y aun con eso se propone describir lo que leerán. Esto no es un resumen de contenidos, es un plan [#sufrimientoenlared]. Bien, pues, de manera fragmentada, apropiada, redundante y circular, a veces, rizomática y sin conclusión aparente otras, he organizado [mentalmente] este ensayo en dos partes, o quizás, áreas, principales. Digo áreas porque este ensayo no está organizado por estructuras jerárquicas donde el contenido del texto haga referencia subordinada a un subtítulo que responda a un capítulo que abarque una serie de elementos cuya relación me permita escribir una conclusión generalizadora sobre todo lo anterior. El texto está compuesto de secciones que vagamente se pueden organizar bajo dos partes o ## áreas ## más amplias. Pero no desesperen, las partes son porosas, se contradicen a veces, y hay suficientes cabos sueltos para que al final tejamos la trenza que más nos convenga. No obstante, como un libro es una secuencia espacial y temporal [y este #ensayoefímero lo estoy pensando con cuerpo de libro, aunque no sea físico] donde un material se presenta necesariamente ubicado en una página, me da igual que sea de códice o de iPad, distinta a las demás, las secciones de las que hablo mantienen una relación espacial diferente [más cerca o más lejos] y una relación temporal también distinta [antes o después] de lo que sería la primera o la última página del libro; o lo que es lo mismo, las secciones estarán ubicadas más hacia el “principio” o hacia el “final”, si hablamos en términos cuasiteleológicos, del libro. Como este ensayo no es un hipertexto online, ubicar estas secciones junto al principio o el final del libro es inevitable y de ahí que veamos dos partes: las secciones que están más próximas al principio del texto se relacionarán más fuertemente con la primera parte o ## área1 ##, y las secciones que estén más próximas al final con el ## área2 ##. Ahora bien, no hay ruptura entre el final y el principio de las partes, la argumentación es un espectro continuo, una red de zonas grises como la preferencia sexual [de hecho, entre las dos ## áreas ##, habrá una subsección llamada que dividirá la cosa en tres, más que en dos, si es que de divisiones va la cosa]. Aunque esta clasificación, o visualización de información, sea bastante subjetiva, no puedo evitar notar que, aunque todos los escritores de los que voy a hablar crean con la máquina digital y en la red y en la España de los últimos 15 años, sus productos y formas literarias responden de manera diferente a dichas condiciones. La primera parte del ensayo [aún no sé cuántas secciones habrá porque ya les repito que esto es una performance, se está gestando según escribo y todavía no sé cuántas hay aunque ustedes fácilmente puedan mirar el índice y hacer trampas a posteriori. Háganlo, lo están deseando, sean más listas que yo, en eso consiste la ironía poética, ¿no?] se centra en la tensión entre el objeto que se crea como digital para ser finalmente consumido en forma impresa. Hablaré
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de la materialización del concepto de interfaz y de la huella digital que escribir en procesadores de texto ha dejado en el objeto literario, siendo este al final una especie de palimpsesto de su pasado virtual. Escribir en el siglo xxi ha dejado de ser un mecanismo de la acción humana para ser una práctica automática de traducción de código binario gracias a programas de software y hardware como el teclado o el monitor de un ordenador. Sin embargo, aunque este proceso virtual se lleve a cabo en casi la totalidad de lo que escribimos [¿A ver quién es el rico que escribe un libro con boli y produce todas las copias de su obra de manera analógica, recortando con tijeras y cosiendo con hilo y aguja?], seguimos produciendo muchos “cuerpos”, muchos libros. No nos conformamos con colgar el archivo electrónico en la red. Hay muchos motivos para esto de los que hablaré de manera [in]conexa en esta ## área1 ## del ensayo, pero es importante recalcar que la relación entre la información virtual y su materialización es complementaria y nunca independiente; que los textos no existen en el limbo jamás, vaya, por muy escritos en Word que estén. Hablar de la forma digital es hablar del cuerpo, del embodiment que se dice en inglés, de la materialización o la encarnación de la forma tanto al nivel de la palabra como en nuestra relación humana con la misma. Quizás entiendan mejor lo que quiero decir si pensamos este debate como aquel que establece la relación entre la obra de arte, la idea de la obra de arte, como una materialización concreta [una escultura, su cuerpo, su piedra] cuya comprensión es necesaria para entender la obra en su totalidad. Puede que, por el hecho de hablar de cuerpos y de la huella que la creación digital ha dejado en los mismos como un marcador temporal de su pasado [o de la mancha con que su concepción como ceros y unos ha ensuciado la página], hablar de memoria en relación con la vida y creación de estos objetos materiales será inevitable. Estas primeras secciones probablemente se centren en las cuestiones de Memoria e Historia que les prometí hace un rato #memoryloop. Hablaré aquí del trabajo de Javier Fernández, de Vicente Luis Mora, de Jorge Carrión, de Robert Juan-Cantavella. He escogido a estos cuatro señores porque me gustan y me sirven para decir las cosas que quiero decir. La selección es completamente subjetiva y mía [#hablemosdelcanon]. La segunda parte de este ensayo abandonará el cuerpo de papel de estas formas literarias y buscará pensarlas en su relación con la ecología mediática en la que aparecen: en el globo y en su casa de Mallorca o de Madrid. Responden un poco más a ese #postweb que crea en la red que al que crea con la máquina, claro que no se puede hacer lo primero sin lo segundo. Para esto habrá que mirar cuerpos que flotan rizomáticamente y a la deriva en la web, que se relacionan con ella desde diferentes plataformas y medios [llámese #transmedia], como el anteriormente mencionado Agustín Fernández Mallo; o cuerpos de electricidad que directamente se
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desvanecen y se nutren de la red eléctrica. Estoy pensando en literatura online que no podría existir en papel como la de Doménico Chiappe o la de Belén Gache, cuya naturaleza multimedia las hacen enemigas de la imprenta. Estas obras de literatura electrónica puramente digitales presentan cualidades ontológicas y temporales distintas a las de papel, pero ocurren y viven junto a las otras. Chiappe y Gache publican libros en editoriales y en forma de libro códice también, pero la propuesta será otra. Esta no es la que miraremos aquí. Aquí nos interesa mirar con pupilas de acero solamente sus textos de esqueleto binario. Ahora bien, organizando mis materiales así tan diligentemente en dos áreas [aunque de longitudes diferentes, espero, con sus respectivas secciones] parece que estoy proponiendo algo acerca de la evolución del objeto de papel a su final abrazo de la red y la luz electrónica; la ubicación de estos textos en este orden concreto, más cerca del principio del ensayo o del final, hace que nuestros cerebros busquen relaciones de sentido como locos y nos propongan maneras narrativas de entender los mismos, algo así como proponer una evolución simplista del papel al formato digital. Mi cerebrito humano de mujer castaña hace lo propio, me es casi inevitable no ver una relación narrativa, causal, lineal, y proponerles una posible explicación al porqué unos textos se encarnan [## área1 ##] y otros se desmiembran [## área2 ##] en la web: unos como la evolución de los otros [y ojo, esto sería una propuesta reduccionista nada más lejos de mi intención]. Desgraciadamente, aunque desee abrazar la mirada fría de la máquina, mi voz-blog es, al menos parcialmente, humana antes de su percusión en un teclado, y a veces se me escapan dejes narrativos en la formación de mis explicaciones. Perdónenme, al fin y al cabo no estoy sino construyendo [performando] una historia. Y no digo “voz humana” en general, sino de la humana española que como muchas otras dejó España por la crisis económica y aprendió a hablar de su literatura desde los Estados Unidos de América #holasoylaAutora. La postura y la mirada mías son inescapables. Lo repito porque es importante aclararlo puesto que gran parte de la crítica académica encubre al sujeto que critica, tira la piedra y esconde la mano en una torre de marfil. El Yo se nos oculta tras un plural muchas veces más mayestático de lo que debería. Nos engañan con personas impersonales que no existen y nos obligan a ponernos todas la careta de señor académico [con bigote, fumando un puro y bebiendo mucho, todos muy hombres]. Con este ensayo efímero le digo adiós a la objetividad académica. Como la Historia, aquella postura es también una mentira. Mi voz es mía y no voy a suplantar ni a hablar por nadie, cada cual que entienda lo que le parezca. Nada de voces expertas, adiós a esa idea manida de la modernidad académica. ¡Que el ensayo del siglo xxi sea tan efímero e intrascendente como la propia vida biológica de la que escribe! Así, traicionando un pelín a la mi-
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rada fría de la máquina, pero intentando evitar el universalismo y el orden del discurso académico más puro y duro, y abrazando una curiosidad arqueológica hacia los objetos literarios que me interesan, en este ensayo les iré contando algunas cosas que noto en relación con estos siete escritores, sus objetos [creo que son unos veinte], la literatura, los medios digitales, la memoria y España. Como la lista es larga y ambiciosa, resumámosla un poco burdamente y digamos que les voy a hablar de “escrituras postweb”.
## Crear con la máquina ##
Sobre 3 libros de superficie Aunque las jerarquías y las estructuras verticales no me importen, y las redes puedan ser atacadas por cualquier lugar de entrada, los libros [y los ensayos] hay que empezarlos por algún sitio. Comenzaré este hablando de tres obras impresas en papel que presentan superficies de lectura bastante inusuales [asumiendo que tomamos el libro impreso histórico como referente, aunque el gesto sea antiarqueológico] antes de adentrarnos de manera más profunda en la cuestión digital. Las superficies de estos tres libros, Alba Cromm de Vicente Luis Mora, Cero absoluto de Javier Fernández y Crónica de Viaje de Jorge Carrión, nos ofrecen páginas donde la intervención de la máquina en su composición ha dejado una marca evidente, mostrándonos interfaces de lectura que, aunque estamos acostumbradas a ver en la pantalla del ordenador, nos resultan un poco raras al verlas reconducidas al mundo de la página impresa. Los tres libros funcionan de maneras muy similares [aunque muy complejas], así que empecemos por el menos raro de todos [y el que da menos miedo, claro], antes de llegar a las verdaderas cuestiones del #postweb. Sobre Alba Cromm, un libro que parece no serlo No recuerdo exactamente cómo ni cuándo llegó Alba Cromm (2010) a mis manos. Sería más o menos en 2011 o, incluso, 2012, un par de años después de su publicación y que yo, a pesar de haber leído y trabajado bastante sobre su autor, Vicente Luis Mora, desconocía hasta aquel momento [porque las cosas llegan siempre un poco más tarde a
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FIGURA 1. PORTADA DE UPMAN. INTERIOR DE ALBA CROMM
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California]. No recuerdo cómo ni cuándo, pero sí que pensé que aquel libro [cuya portada mostraba una especie de avatar digital de la Tomb Raider Lara Croft] era un libro raro o, al menos, un poco más raro que Circular (2007) del mismo autor, que me había gustado mucho y sobre el que también ya había escrito anteriormente [los que me conocen saben que soy una mujer de obsesiones y repeticiones, vivo atormentada]. Como Circular, Alba Cromm era un objeto cosido a retales, fragmentos que medio desconectados terminaban unidos al final ofreciendo una especie de lectura total del objeto como obra literaria. Decir “obra literaria” es también un poco vago aquí porque ni Circular ni Alba Cromm se leen a priori como tal. Circular se lee más bien como un callejero donde cada entrada textual responde a una calle o a una ubicación en un mapa; cada capítulo, por así decirlo, se titula como un lugar sobre el cual se cuentan, o donde ocurren, cosas. Alba Cromm se presenta al lector como si fuera una revista: Upman, la revista para el hombre de hoy; llena de referencias al mundo digital, dentro de la cual habría un dossier especial que relataría el misterioso caso de un hacker llamado Nemo y su persecución virtual llevada a cabo por la superintendente Cromm, de ahí el nombre del libro. Pero, aunque Alba Cromm sea un libro raro que quiere ser revista sobre casos de pederastia en la red, el objeto en sí responde a todo lo que nosotros entendemos por libro de papel común y corriente. Tiene tamaño cuartilla, está publicado por Seix Barral, el nombre del autor aparece claramente en la portada [en rojo sangre, como todos los de Biblioteca Breve], las páginas están numeradas… es una cosa bastante normalita en lo que a un libro códice se refiere. Ahora bien, tras la primera página, ajustándose de manera incómoda a los parámetros de cuerpo de códice que le permite la editorial, Alba Cromm nos abre las puertas a ese otro mundo, el de la revista que como digo se supone que vamos a leer. Upman incluye entrevistas, reseñas literarias, recomendaciones para el tiempo de ocio, anuncios y multitud de otros elementos enmarcando ese dossier especial de investigación digital que tendrá a Alba como protagonista. El dossier, donde se encontraría el meollo de la cuestión, nos recuenta un intrigante caso de pedofilia y hackers online a partir también de la yuxtaposición de distintos elementos. Como si de la reproducción de documentos reales del caso se tratara, los “personajes” de la historia se comunican a través de emails, de blogs, de mensajes de texto, de salas de chat, etc., que aparecen reproducidos con simulado verismo. El resultado final es una compilación de bloques de texto dentro de otros bloques de texto que como cajas chinas componen un mundo en el que el lector imagina la posibilidad de que existan historias como las del hacker Nemo y su perseguidora virtual, Alba.
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FIGURA 2. PÁGINAS INTERIORES DE ALBA CROMM. EJEMPLO DE DISEÑO GRÁFICO.
A mí, la historia del hacker y la construcción de la superintendente Cromm como sujetos no me interesan demasiado, ya les dije que este no era un ensayo sobre personajes literarios, pero la manera en la que se construye Alba Cromm como objeto narrativo a partir de elementos digitales me parece fascinante. Sin ser digital ni ser revista, se nos presenta como tal, pero sin intención real de confundir a nadie pues jamás abandona su cuerpo de libro. Esto de “no confundir” no es baladí porque Vicente Luis Mora ya llevó a cabo un proyecto de copia y plagio en el que su objetivo principal fue, precisamente, construir una ficción que se hiciera pasar por revista literaria y que, efectivamente, confundiera a muchos lectores: estoy hablando del número 322 de Qui-
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mera que, aunque a primera vista pareciera una entrega más con artículos firmados por colaboradores habituales, fue en realidad un hoax producto de la pluma de Mora en su totalidad. A diferencia de Alba Cromm que desde un principio se nos presenta como novela debido a su cuerpo de cuartilla de Seix Barral entre otras cosas, el 322 de Quimera tan solo revelaba su calidad de ficción literaria con una breve nota en la página 81, bajo una lista de colaboradores imaginarios donde se aclaraba que Vicente Luis Mora era autor de todos aquellos textos firmados bajo seudónimo. El número 322 de Quimera era, pues, una revista que se debía leer como objeto literario, como ficción. Alba Cromm es un objeto literario que, para mantener la magia poética, debería leerse como revista, como no-ficción. Y, sin embargo, esta última propuesta de lectura es imposible, el cuerpo de Alba Cromm como libro nos impone su lectura narrativa como si fuera una novela, jamás una revista; el orden narrativo del objeto, su temporalidad y espacialidad [su secuencialidad] es inescapable por muchas cajas chinas que se construyan y por mucha máquina a la que se recurra para la construcción de dichas cajas. Digo esto de las máquinas porque Alba Cromm habría sido inconcebible sin procesadores gráficos [y los elementos web de la obra así lo subrayan]; el libro impreso está completamente mediado por una interfaz digital. Aunque se trate de un libro y no de una revista ni un objeto digital puro [repito hasta la saciedad], no es un libro tampoco tal y como lo habríamos concebido para la imprenta, pues su composición al nivel de la página busca remitir al método digital, fragmentado y modular de los ordenadores con los que fue compuesto. No obstante, [repitan conmigo:], Alba Cromm no es un libro digital, su supuesta superficie electrónica [su diseño, su interfaz] no pertenece a la lógica real de los ordenadores y su manera de contar historias plenamente porque su encarnación en papel lo hace convertirse [quizás a su pesar] en una traicionera máquina de contar historias. Sobre Alba Cromm como libro electrónico He dicho que Alba Cromm [libro o revista, me da igual] es una máquina de contar historias que habría sido inconcebible sin procesadores digitales de texto y de imagen. Decir esto puede sonar un poco trivial, sobre todo si tenemos en cuenta que la gran mayoría de libros que consumimos hoy en día han sido escritos, o procesados en algún momento antes de su publicación, por máquinas digitales #HelloPostdigitalism. Sin embargo, es necesario recalcarlo porque aunque la madre de toda literatura hoy sea la computación, por decirlo a la Katherine Hayles [una de las profesoras pioneras en el estudio de la literatura digital en los EE. UU.], no toda ella
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tiene en cuenta sus orígenes digitales como parece tenerlos Alba Cromm. La mayoría de los textos que leemos y escribimos en ordenadores siguen pretendiéndose ajenos a su mediación digital; la mayoría de novelas que hoy se publican podrían haberse escrito en máquinas de escribir mecánicas y costaría mucho diferenciarlas de aquellas anteriores escritas a mano, independientemente del formato en el que las queramos leer. Aunque es cierto que el impacto de los cambios en la escritura dentro de la era de la computadora sea más significativo que el paso de la vela a la bombilla en el scriptorum, como aprendí gracias a Daniel Escandell y Fernando R. de la Flor en su libro El gabinete de Fausto [Teatros de la escritura y la lectura a un lado y otro de la frontera digital, toma ya con el subtítulo], la luz de la bombilla no debería compararse a la de la pantalla, ni la velocidad con la que se generan los cambios tampoco. Es cierto que la llegada de la máquina de escribir supuso uno de los instrumentos claves de la modernidad en el oficio de la escritura [tanto por su movilidad como por representar un paso definitivo hacia la erradicación del manuscrito], pero no representó progresos en cuanto a la linealidad conceptual del texto, pues la redacción final seguía siendo secuenciada y permanecía sujeta a las mismas leyes que cualquier otro soporte físico. La escritura en ordenador, aun permitiendo una liberación de estas limitaciones, ha seguido muchas veces manteniendo el mismo patrón de creación y ha reproducido sus categorizaciones metafóricas dentro de los procesadores de texto [el archivo, el escritorio, la carpeta… ¡hasta la papelera!] continuando con esa misma tradición. La edición en Kindle de Fortunata y Jacinta, por ejemplo, no convertiría a esta novela novecentista de Galdós en texto digital, por mucho que su texto se haya digitalizado. Tampoco la escritura ni la lectura de un texto más contemporáneo en Kindle será muy distinta a la experiencia en papel [pensemos en algo reciente y popular, algo de Pérez Reverte, por ejemplo], puesto que ha permanecido dentro del paradigma del scriptorium que nos describen Escandell y De la Flor, reforzando la idea de que la mayoría de las veces la máquina se comprende como plataforma de lectura o de distribución meramente, y no como ente creativo. Sí, es cierto que la lectura sería un poco distinta, pues habría elementos fenomenológicos diferentes, como el tacto del papel, el olor, o la fijeza de las imágenes en la página frente al parpadeo casi imperceptible de la pantalla, pero estos serían fenómenos que corresponden al libro y a la tableta y no a la novela. Por otra parte, cuando pensamos en literatura escrita por ordenadores, no solemos pensar en objetos de papel como el de Mora. Pensamos en robots generando textos automáticos, en poemas cinéticos que bailan en la pantalla del ordenador o, quizás, los más entendidos, en aquellas novelas hipertextuales de principios de los 90 donde el lector tenía que escoger entre distintos desenlaces según navegaba por múltiples pantallas. Robots
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e hipertextos son tan solo algunos casos de lo que vendría a llamarse “literatura electrónica” o “literatura digital” [o millones de otras cosas como cin(e)poetry, ciberliteratura, click poetry, e-literature, new media poetry, pixel poetics, vpoem, etc., etc., etc.] un tipo de literatura que no solo ha sido creada en la máquina, sino que ha abrazado su concepción y la hace parte intrínseca de su estética y su poética, es decir, de su naturaleza literaria. Y que, generalmente, vive en ordenadores. Como definiciones hay muchas, la Organización de Literatura Electrónica [la ELO en sus siglas en inglés, aunque la institución es bastante internacional] se ha propuesto fijar, pulir y darle esplendor [y publicidad] a la cosa digital y sugieren que la verdadera literatura electrónica es aquella que presenta un aspecto literario importante que aproveche o dependa de las capacidades y los contextos ofrecidos por el ordenador digital #elit. La traducción es mía y sobre un texto que cito de memoria, pero les aseguro que aquello del important literary aspect es 100% verídico, exacto y suyo, por muy vago que resulte. Y es que es vago y subjetivo hablar de “importancia” y de “aspecto literario” pero es útil, porque toda definición vaga es generosa y susceptible a la extensión. En ningún caso hablan de soporte ni plataformas en esa definición de literatura electrónica, pero la falta de obras impresas en las antologías y colecciones de la ELO nos hacen pensar que la definición se limita a aquellas conocidas como born digital: obras concebidas en la máquina para ser ejecutadas y leídas por y desde ella. No obstante, libros como Alba Cromm cuyo aspecto y naturaleza literaria se aprovechan y dependen de su condición digital, aun teniendo cuerpo de papel [y queriendo ser revista], podrían ser clasificados como electrónicos. Alba Cromm no podría haber sido creada sin el ordenador digital ni sus procesadores. Y es por esto que yo diría, y digo, que, aunque su medio sea la imprenta y no el ordenador, Alba Cromm es un libro de literatura electrónica, aunque no sea un libro digital(izado). Es un texto que, además de haber sido creado con la máquina digital, ha sido pensado dentro de la red tecnológica y social que estas máquinas permiten, reflejando, por tanto, un cambio importante de sensibilidad [#postweb #elit] bien distinto a aquellos otros libros que, aun digitalizados, ignoran o esconden su relación con la computación [es decir, cualquier otro libro que se bajen de internet, da igual que sea El capitán Alatriste que Fortunata y Jacinta]. Pero, ojo, Alba Cromm sigue siendo un libro. Sobre las interfaces invisibles: del libro y de la pantalla Alba Cromm es un libro de literatura electrónica porque muestra en su interfaz la huella de su gestación digital y su poética electrónica. Pero, ¿por qué hablo de interfaz si me estoy refiriendo a un libro de papel de los de
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toda la vida? ¿Por qué no hablar meramente de superficie de celulosa?, ¿de página?, ¿de tinta? Porque podría, a veces lo hago. Pero no estaría refiriéndome al total de lo que ocurre en el cuerpo de papel de Alba Cromm. En el caso de los objetos puramente digitales, los que vemos en la pantalla del ordenador, la tableta o el smartphone, la interfaz gráfica refleja una materialización en la pantalla de formas que podemos comprender analógicamente. Esa materialización implica una serie de procesos subterráneos, tras la pantalla, que no comprendemos. Podemos mirar bajo el capó gráfico, ciertamente, y abrir el código pero esos símbolos que veríamos también serían representaciones simbólicas de otros procesos materiales que no podemos ver. [Y, de hecho, pocos son los que mirarían el código de las cosas, pocos sabemos cómo funciona un coche aunque sepamos cómo conducirlo. La mayoría de nosotros nos conformamos con ir de un lugar a otro.] En el caso de los objetos de creación digital que ahora vemos impresos como Alba Cromm, levantar el capó es imposible. Al no disponer de la visión fría de la máquina que lo penetra todo y al tener que conformarnos con la mía de castaña asada, lo único que podemos observar de estos procesos digitales es lo que nos dejan marcado sobre la interfaz de papel. La mano de la máquina tan solo se nos revela como pinceladas en la superficie impresa [como la sombra de un fantasma previo, pero no me adelanto]. Al ser nuestro punto de contacto con lo virtual, la interfaz se nos convierte enseguida en elemento clave con el que pensar nuestra relación con el entorno digital y su materialidad. Es decir, no podremos observar los procesos matemáticos que se ejercieron en el diseño gráfico de Alba Cromm, ni conoceremos los algoritmos por los cuales se llevaron a cabo las búsquedas en la red que informaron la investigación de su protagonista, no podemos tampoco entender las traducciones de código que ocurren para transformar los bits en los que habla su ordenador en lenguajes humanos que comprendemos nosotros, pero sí podemos ver cómo el resultado de todo se nos muestra plano en una página de papel con la que interactuamos directamente. La interfaz, por tanto, se convierte en nuestra ventana a la condición digital [en el libro y en el objeto puramente eléctrico], en nuestro puente y nuestra vía de contacto y acceso y, no obstante, notamos que según avanzamos en el desarrollo de su tecnología, esta se vuelve cada vez más invisible [más inaccesible] para el usuario, para nosotras y nosotros. En el campo del diseño digital, una buena interfaz gráfica es aquella que no se interpone entre nosotras y el contenido que queremos acceder, esforzándose por parecer intuitiva y natural; menos máquina y más humana, más como yo y como usted. Cuanto más intuitiva, más transparente y más user-friendly, pero a expensas de hacer menos accesible el flujo subterráneo de información y el funcionamiento de la máquina/medio que hay debajo [porque claro, la mayoría de nosotras seríamos incapaces
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de entenderlos, de todos modos]. Mejor la interfaz, más natural, pero más críptica y misteriosa, menos susceptible a nuestra intervención en ella. Menos manipulable por nosotras y, por tanto, con mayor control manipulativo suyo sobre nuestra realidad porque aunque pensemos que la facilidad de uso de nuestras máquinas nos permite mayor libertad [mayor selección de opciones a la hora de visualizar nuestro trabajo, por ejemplo, o al interaccionar con nuestro contenido] en realidad la interfaz está predeterminando las opciones posibles de nuestra realidad; personalizando nuestra experiencia, sí, pero dentro de las únicas opciones de personas que se nos dan de manera predeterminada. Lori Emerson, una estudiosa de los medios digitales y su arqueología, escribió en un libro fabuloso titulado Reading Writing Interfaces hace un par de años que no se trataba tan solo de que el software escondiese al hardware [recuerden cómo las imágenes que aparecen en su pantalla esconden todos los procesos físicos que ocurren tras ellas: los cambios de luz químicos y físicos que suceden en nanosegundos bajo el capó], sino de que la interfaz escondía al software pues esas interfaces tan intuitivas y transparentes obscurecen las limitaciones de la programación, volviéndolas imposibles de percibir. Piénsenlo un segundo, cuando están escribiendo un email o un WhatsApp a una amiga o ligando por Tinder [mejor este ejemplo], ¿deliberan sobre cómo presentarse de manera atractiva, cómo seducir a ese hombre o mujer que se les revela en tres fotografías, o son conscientes de que no están hablando con una amante potencial, sino que están tecleando una serie de caracteres que serán encriptados, comprimidos, transportados, filtrados, robados, almacenados sin su permiso en alguna granja de datos desconocida en Arkansas, convertidos en eso que llaman big data, para luego ser recompilados [de manera incomprensible para usted] y ensamblados en el mensaje de amor que terminará por enviar? Nos centramos en el contenido; la cita a ciegas es infinitamente más interesante que los procesos digitales de envío de datos. Cuando nos comunicamos de manera digital, olvidamos las millones de interfaces [físicas y metafóricas] y los procesos que median nuestra experiencia personal. O, por lo menos, yo las olvido. Ya dije que generalizar estaba feo. Menos mal que ligar es divertido. El miedo a esta ceguera ante la máquina [a la que parecemos temer tanto Vicente Mora, como Lori Emerson, como yo] no es tampoco ninguna novedad. En realidad, desde la comercialización de la web en los 90, gran parte del arte digital se ha esforzado por revelar la existencia de la interfaz como mediadora de nuestra experiencia [de ahí la aparición de esas estéticas pixeladas y llenas de glitch en la web que enfatizan que solo notamos la tecnología cuando deja de funcionar]. Según David Rokeby, un artista visual que lleva desde los 90 enredando con cables y pantallas, lo que distingue el trabajo de un ingeniero del de un artista digital es, justamente, la
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atención que le presta al problema de la in/visibilidad de la interfaz. Los ingenieros tratarán de mantener la ilusión de la transparencia de la interfaz y el refinamiento de su diseño, mientras que los artistas explorarán el concepto de la misma, transformándola y usándola como medio expresivo, como estaría haciendo Mora con la interfaz de Alba Cromm recalcando la mediación de webs, chats y blogs en la comunicación entre sus personajes y entre nosotros y la información del libro. Leí, de hecho, que esto mismo que hacían los artistas digitales, entre los que voy a situar a este escritor, se podía aplicar a casi todas las artes no realistas, remontándonos hasta Picasso o a los primeros impresionistas tipo Matisse, diciendo que desde entonces el arte ha estado interesado en explorar su concepto de la “interfaz”, sea cual sea el medio. En cierto sentido, este tipo de análisis y práctica formal busca poner en evidencia el papel del medio en la creación artística, tratando de luchar en contra de esa automatización de la percepción que nos lo vuelve intuitivo e invisible [por ejemplo, decir que cuanto más hacemos o vemos algo, cuanto más repetitivo, menos lo notamos]. La propuesta no es muy distinta del discurso tradicional formalista como el del célebre crítico ruso Viktor Shklovsky, cuando declaraba que la función del arte era la de recuperar la sensación de las cosas, de la vida, de “volver la piedra pedregosa” decía. Según él, el objetivo del arte era el de impartir la sensación de las cosas tal y como son percibidas y no como son conocidas, volviéndolas extrañas, desfamiliarizándolas [el palabro es suyo]. El arte es la manera de experimentar el artfulness de los objetos [algo así como la maestría, el ingenio de los objetos, pero como yo no sé ruso esto lo leí en inglés y decía tal cual art is a way of experiencing the artfulness of an object], el objeto en sí no es importante. En el caso de Alba Cromm, lo que vemos es una desfamiliarización tanto de la interfaz digital como de la impresa, descontextualizando las convenciones de lectura de ambas. Los parámetros de lectura digital son abandonados al enfrentarnos al contexto libro, mientras que nuestras expectativas acerca de un texto impreso se ven interrumpidas por la fragmentación y la visualidad electrónicas de este texto de Mora. Sobre cómo la interfaz no es solo una cosa invisible, sino un proceso En el caso de Alba Cromm del que les hablo, la interfaz es esa película que se interpone entre nuestros sentidos y el contenido informativo del libro [es parte del objeto y no lo es, es una entidad liminal, parte del objeto y parte otra cosa] y es evidente, a primera vista, en la maquetación y las formas que se nos muestran en la superficie, como digo, pero, en realidad
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se trata de algo un poco más complejo. En uno de esos libros que todo estudioso sobre el tema tiene que leer, The Interface Effect, el profesor de la universidad de Nueva York, Alexander Galloway, explica que aunque la interfaz digital mantenga solo una relación superficial con el dispositivo, en realidad es una técnica de mediación general a muchos otros niveles. Para Galloway, entender la interfaz es esencial para conocer cómo la esfera social se constituye para nosotros como una gran interfaz, una interfaz entre el sujeto y el mundo, entre la superficie y la fuente, entre la crítica y el objeto de crítica. Podríamos decir que entender el rol de la interfaz en el mundo contemporáneo es importante de manera alegórica para entender nuestra relación con la cultura en la “era de la información” y de la convergencia mediática. [Lo de la information age suena a rancio hoy en día, pero era así como se llamó hace unos años a la revolución digital que, supuestamente, nos situó en una época distinta.] Para realmente entender la cultura del momento [de la que Alba Cromm sería un mínimo, pero sugerente ejemplo], tendríamos que hablar en términos de interfaz, en términos de economía de la información, en términos de distribución del poder en diferentes redes, de la destrucción del orden social a manos de la industria tecnológica y del trabajo no remunerado, de la monetización del afecto en sus redes sociales, etc., etc. [#apocalypsenow]. La realidad social y cultural de la que Galloway habla se lleva a cabo a ras de la interfaz y está mediada y forjada por ella, su campo de batalla es la superficie digital, y cuanto menos la comprendamos menos podremos defendernos. Sé que suena un poco tremendista, que esto parece estar muy alejado de la experiencia que tenemos cuando leemos la Alba de Mora, cuando ligamos en Tinder, o cuando hablamos con nuestra madre por WhatsApp, pero realmente es de importancia radical, si consideramos que la interfaz se ha convertido en la condición material más importante de nuestra vida contemporánea; no se trata solo de una ventana invisible. Dentro de nuestra ecología mediática, la producción cultural no se limita a crear y distribuir una obra de arte en limbo. Como decían los filósofos marxistas posmodernos, la producción cultural debe comprenderse dentro de una red muy compleja de afectos, construcción del sujeto y flujos laborales que constituyen el entorno digital [y en la que todos estamos interconectados]. La producción cultural se debe entender como esa red en la que vivimos y trabajamos con lo digital a través de distintas interfaces [#postweb], sin que esto suene a peli de marcianos futurista en la que Will Smith nos defiende contra máquinas asesinas. Darse cuenta de la existencia y el papel que juega la mediación de la interfaz, de la superficie, en la comunicación y experiencia humana es, por tanto, importante políticamente pues se trata de un mecanismo que modela y permite millones de las acciones que llevamos a cabo diariamente y de manera ya casi
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inconsciente. No quiero ponerme pesada, pero siendo esto evidente en la vida real, en el campo del arte y la literatura donde la tecnología digital está encargada de crear la mayoría de nuestros productos, entender cómo funcionan estos procesadores gráficos o de textos se vuelve especialmente significativo. Creamos con la máquina [Alba Cromm es tan solo mi primer ejemplo] y muchas veces esta sigue siendo un misterio. Sobre cómo pensar un libro impreso dentro de la red digital Entender la Alba de Mora como un producto creado dentro de la ecología mediática del momento implica prestar atención especial al medio, a la elección de ese medio y no otro, comprendiendo que es el libro de papel su medio de expresión y recalcando que la impresión es un medio tecnológico, distinto a cualquier otro como pudiera ser lo digital, la radio o la televisión. Katherine Hayles [aquella profesora pionera en el estudio de medios literarios] junto a Jessica Pressman [también profesora de inglés y de medios] han llegado a sugerir que esto que nos parece ahora una obviedad, en realidad nos ha pasado desapercibido hasta la explosión digital debido a la autoridad que el medio impreso ha ejercido en el mundo cultural en occidente. Habría que tener cuidado, empero, cuando hablamos del medio impreso pues [y lo dicen ellas de una manera muy bonita, así que lo dejo en inglés para los que entiendan] print is not a monolithic or universal term. La imprenta o el medio impreso no son términos monolíticos ni universales [bonito, ¿no?] sino unas palabras que designan muchos tipos diferentes de formatos y prácticas literarias que, además, han cambiado radicalmente en los últimos 20 años, y ya casi nadie utiliza el medio impreso para mandarse correspondencia, para estar al tanto de lo que ocurre en el mundo o para echarse novio, por ejemplo. Pero [porque siempre hay un “pero”] el medio impreso sigue siendo de vital importancia en nuestras vidas y sigue ejerciendo una influencia tremenda en las prácticas artística y cultural contemporáneas donde su interrelación con lo digital está creando formas impresas nuevas como sería el caso de la obra de Mora que les he presentado.
Hablo de novedad, pero con cuidado, no se preocupen. Bastantes años le he dedicado al estudio literario para no reconocer la existencia de formas previas de impresión experimental. Sí, es cierto, la poesía concreta, las vanguardias históricas, y antes incluso, los copistas medievales y los escritores de la Grecia clásica habían también batallado de distintas maneras la guerra de la materialidad de la palabra y, sin tener palabra para ello entonces, de la interfaz literaria. Eran otras formas, algunas parecidas y todas
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anteriores en el tiempo, haciendo que muchos quieran proponerlas como influencias literarias de lo que vemos ahora. Nada nace de la nada, pero debemos cuidarnos mucho de establecer tradiciones que nos sean más o menos cómodas. Es cierto que el caligrama apareció en el mundo antes que la poesía digital, pero ojo, la materialidad en multicapas de código de un texto electrónico es bien distinta a la superficie plana de la imprenta o del incunable. Existía tecnicidad en las obras, evidentemente, como parte de la creación del artefacto o el objeto literario, aunque no fueran parte del lenguaje. Lo que sí es evidente, y llevo repitiendo como un papagayo, es que la impresión de formas virtuales implica un reconocimiento de los procesos materiales y físicos existentes en la creación de su virtualidad electrónica, de manera distinta a momentos anteriores. La influencia de Mallarmé en Mora me interesa un poco menos [a menos que justifiquemos hablar de la tecnicidad de su impresor]. Como vengo repitiendo, la interfaz de Alba Cromm como objeto a medio camino entre lo digital y el papel, comprendería esa pátina estructural que separa el texto puro impreso de trabajo del lector, y que existiría en relación plena con los procesos digitales tras su creación y esas redes mediáticas de las que nos hablaba Galloway. Aunque el término interfaz en este caso deba leerse en clave metafórica [por aquello de que está impreso] como ustedes saben, yo lo he estado usando para referirme a esas instancias narrativas donde la superficie del libro imita las formas gráficas de plataformas online o programas de software. Como mencioné, Alba Cromm presenta muchas de sus conversaciones entre personajes como capturas de pantalla de salas de chat o emails, y la estructuración total de la obra responde a la fragmentación modular que, pudiendo ser de una revista, responde también a la imagen de una pantalla dividida en múltiples ventanas. Aunque sin ser un objeto encarnado en la digitalidad, repito por décima vez, lo que manifiesta este libro es su reapropiación de algunas de las características intrínsecas a la materialidad digital y sus implicaciones en el campo de la literatura. Lev Manovich, el gurú de los nuevos medios de la City University de Nueva York, fue el primero en distinguir los principios artísticos que caracterizarían el medio digital. En su ya clásico The Language of New Media habla de representación numérica, modularidad, automatización, variabilidad y transcodificación. En realidad, más que tratarse de principios artísticos, Manovich parecía estar hablando de las propiedades estéticas de los datos digitales, y las maneras en las que creamos, almacenamos y traducimos esa información [o, más bien, la manera en la que los ordenadores lo hacen para nosotros]. Además de estos principios, yo destacaría características como la multisensorialidad, la distribución en red y, sobre todo, la mo-
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dularidad estructural como aquellas intrínsecas a estos entornos digitales donde coexisten expresiones semióticas diferentes gracias a un fondo binario común de 0s y 1s que les permiten transformarse y traducirse en unas formas u otras. Aunque esta materialidad digital suene un poco a batiburrillo electrónico, cuando nos asomamos a la pantalla no vemos una mezcla incomprensible de código, sino su traducción gráfica al nivel de la interfaz. Los objetos digitales, por tanto, separan el contenido almacenado en un nivel subterráneo en forma de código de ese otro nivel superficial [el performativo] donde el código se materializa en formas aptas para la visión humana. Por ponerles otra imagen de lo que vengo desribiendo, el objeto digital es un poco como una tarta donde el bizcocho es una mezcla de código que se materializa en la superficie de nata que tanto nos gusta. Pero claro, la nata es inestable, porque unas veces nos muestra una imagen o un vídeo, y otras nos canta la canción del cumpleaños. Sobre el tiempo dentro y el tiempo fuera de la interfaz de Alba Cromm Como les explicaba también hace un ratito, el cuerpo del libro [ese cuyas páginas serían nuestra interfaz] era lo que nos permitía hacer una lectura literaria [y narrativa] de Alba Cromm, haciendo que nuestra lectura de la obra se interese de manera formal en el tema del “cuerpo” de la obra. Además, les dije que la obra trataba también temas acerca de la pedofilia online, de los esfuerzos de las fuerzas policiales para controlar el mundo virtual y del desarrollo del deseo en la red, enfatizando de manera temática la problemática entre el ser y su cuerpo [el humano y el de la máquina, más allá del libro], la obsolescencia del Estado [del poder] y su incapacidad para controlar los cuerpos de sus ciudadanos, situando la obra dentro del género distópico [y quizás sea significativo, además, que esta obra surgiera en los ecos de la crisis inmobiliaria del 2008 que puso en evidencia nuestra precaria dependencia material en sistemas financieros virtuales]. La obra, como sabemos, se imaginaba como una revista para hombres, Upman, estructurada alrededor del caso “Alba Cromm”, aunque la totalidad de la obra literaria incluye otros contenidos propios a la forma periodística fuera de ese dossier especial: entrevistas a celebrities, anuncios, sección de consejos, etc. Ambientada en un futuro cercano aunque indeterminado, la revista nos presenta así dos realidades. Por un lado, en lo que podríamos llamar el plano mimético de la obra, el libro recoge la persecución del hacker pedófilo, Nemo, por la superintendente de policía, Alba Cromm. [No quiero detenerme demasiado en este plano, ya dije que lo que ocurriera en la obra no me interesaba, pero es pertinente notar que
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, el fracaso de los cuerpos policiales al ser incapaces de descubrir que el pedófilo depredador que buscan no es más que un niño, funciona como parodia sobre la vasta diferencia generacional [y de destrezas] entre los usurios de tecnologías digitales, a la par que reflexiona sobre cuestiones clave relacionadas con esas tecnologías como la hipervigilancia y los cambios derivados en las reglas de privacidad y deseo. Es decir, a la desconexión entre dos temporalidades distintas, la de los que viven el presente como si fuera presente [o futuro] y los que lo siguen viviendo desde el pasado]. Por otro lado, la obra nos presenta otra realidad atrapada en la interfaz gráfica de la revista: el mundo paródicamente machista de Upman. Esta publicación que incluye consejos para sus lectores sobre cómo acosar a su secretaria sin ser denunciado, artículos sobre la superioridad moral y física del hombre sobre la mujer y anuncios para la compraventa de sus hijos, por ejemplo, no nos es descrita en forma narrativa, sino que nos es presentada de manera gráfica en lo que, en términos narratológicos, sería el plano extradiegético. Es decir, el plano fuera de lo que se dice, ese que está por encima del texto, ahí donde suele existir la voz del narrador de un cuento. Este curioso plano en el que existe la revista, dentro del libro Alba Cromm pero fuera del “caso Alba Cromm”, existe en una ambigua situación temporal. No se trata del pasado en el que ocurrieron los crímenes pedófilos de Nemo, pero tampoco se trata del presente en el que vivimos nosotros [ustedes y yo #holasoylaAutora], construyéndose así una especie de futuro cercano pero indeterminado en el que vivirían estos editores sexistas y absurdos. Separado de estas dos ventanas temporales, habría que observar una tercera capa temporal por encima de aquella que habitaría el narrador del cuento y que aquí toma forma de la mano invisible de un supraeditor encargado de formatear y diseñar la revista y su relación con el objeto libro Alba Cromm, que es el cuerpo final que permite la comprensión narrativa de la obra como un todo. La obra funciona como narrativa, y no solo como objeto, porque leemos sus imágenes de manera secuencial junto al texto que las acompaña; el diseño informa y completa el contenido textual. La particular distopía de la obra emerge, entonces, no tanto por el caso de pedofilia online de Alba y Nemo, sino a través de la construcción supraeditorial de esta revista, reflejo de ese futuro cercano que nos espera gobernado por engendros machistas y publicaciones sensacionalistas. Upman abre una ventana al pasado de Alba, un pasado donde reconocemos nuestro presente español [o, al menos, el presente histórico de su publicación en 2010], mientras que sitúa al lector en ese otro futuro posible de la interfaz gráfica de la obra. Leemos los reportes policiales y los casos de abuso sexual con la mirada indiferente del lector de Upman, siendo capaces de reconstruir ese punto de vista hegemónico del futuro según vamos
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uniendo los distintos fragmentos de la interfaz de la revista. Gracias al formato de la obra somos capaces de configurar su crítica social, pues como tal no aparece recogida en el contenido textual, está en la forma y en el diseño. Es aquí, en el plano invisible y gráfico de la interfaz donde me imagino que se encuentra la huella distópica de nuestro presente digital #apocalypsenow. De ahí la atención que debemos prestarle a la interfaz invisible de las cosas, especialmente cuando lidian con la ventana digital a la que nos asomamos todos los días. Sobre Cero absoluto: otra obra de ciencia ficción electrónica Más o menos por las mismas fechas en las que batallaba con Alba Cromm y sus interfaces, llegó a mi casa Cero absoluto del escritor cordobés Javier Fernández. No recuerdo exactamente cuándo, ni importa, porque he de reconocer que la primera vez que lo leí fue en “formato” digital: en un cutre pdf escaneado y enviado por email a la biblioteca de mi universidad, que luego me lo pasaría a mí para mi desilusión completa. Digo que no recuerdo cuándo, porque leer el libro así, en pdf, me dejó más bien fría e indiferente, aunque unos años después me daría cuenta del error que aquella primera lectura había sido. Cero absoluto no era una lectura inane que debiera dejar así a nadie, el escaneado del libro sí. Digo que no recuerdo cuándo lo leí por primera vez, pero no tengo duda de que la segunda, la buena, fue en el verano de 2013 cuando recibí la versión original, en papel, de tapas duras, publicada por Berenice en 2005. No sé si fue en junio o julio, pero sé que fue en el verano de 2013 porque recuerdo que ese ejemplar me lo dio directamente Fernández en mano durante una entrevista que le hice junto a Vicente Luis Mora en Málaga. Recuerdo este momento claramente porque hacía mucho calor y estábamos en penumbra [las persianas bajas para escapar el sol de la tarde andaluza] y porque Fernández también me entregó, muy generosamente, la edición de artista de Casa abierta, otro de esos libros que yo había únicamente leído en pdf, y que hasta aquel momento no había tenido sentido. Ya les contaré más sobre esto luego [tengo una larga historia de desamor con los pdf]. Cero absoluto es un objeto narrativo, en cierto modo similar a Alba Cromm, acerca de un mundo en el que la realidad virtual ha suplantado la realidad física, por llamar así a esa en la que nos encontramos inscritos la mayoría del tiempo [esa en la que comemos, dormimos y vamos al baño, para entendernos]. En el mundo del Cero absoluto, toda interacción humana ocurre en el plano virtual, siendo así controlada por una gran compañía tecnológica que ha desarrollado unos dispositivos tan avanzados para conectarse a la red que son implantados directamente en el cerebro
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de los usuarios, sin necesidad de hardware externo. Fernández nos habla de los orígenes de la tecnología que, tras comenzar como medio de entretenimiento, pasaría luego a aplicarse al tratamiento médico y al campo político incluso. La conectividad y la información serán los nuevos mantras de la humanidad, a expensas del detrimento del cuerpo biológico que ahora se comprende como innecesario y prescindible. Dentro de las redes de la realidad virtual, una serie de atentados terroristas ha empezado a atacar a los usuarios, hackeando su cerebro y robando destruyendo sus cuerpos…
FIGURA 3. PÁGINA DE PERIÓDICO DENTRO DE CERO ABSOLUTO
… No se preocupen, no les voy a contar más de la trama, ya les dije que no me importaba demasiado. Aunque sí lo suficiente para destacar que la obra refleja una realidad distópica similar a la que vimos en la obra de Mora en la que la información y los datos digitales lo controlaban todo. Curiosamente, en el mundo hipertecnificado de Fernández no existe el internet que nosotros conocemos y toda la obra está estructurada a partir de la información recopilada por recortes de periódico, panfletos de publicidad, entrevistas, columnas de opinión e, incluso, la programación televisiva que estaría relacionada con el avance de la realidad virtual y los casos incipientes de terrorismo. Aunque pudiera parecer anacrónico, en este mundo la información sobre el mismo viene dada por materiales impresos: páginas de revista, diarios, imágenes y otros “documentos históricos” que se nos ofrecen reproducidos en el libro sin marco contextual y con marcado verismo. La incredulidad del
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lector, sin embargo, nunca queda suspendida, pues todos los materiales, junto a una serie de lo que parecen ser cuentos sin relación alguna, son arrancados de sus contextos originales para dársenos encuadernados en un libro, de tapas duras, todo en blanco y negro. Son estas tapas, estos límites del objeto, los que encapsulan la ficción y nos permiten entender el tipo de mundo del que se nos habla en Cero absoluto. Como ocurría con Alba Cromm, es el libro, como objeto, con su organización temporal y espacial, lo que permite establecer una especie de secuencia narrativa que posibilita la comprensión lo que ocurre en este futuro distópico [#vivaellibro]. El objeto en sí es producto del diseño gráfico gestado en ordenadores, sería imposible crear este objeto sin la máquina, y la digitalización y edición de imágenes y texto es parte esencial de este remix de materiales. No obstante, el libro está concebido como objeto impreso, no se trata de un blog ni una página web. Es una especie de Konvolut temático cuya lectura total, enmarcada, encuadernada, construye y limita el universo distópico de esta obra de ciencia ficción.
FIGURA 4. PANFLETO PROMOCIONAL DE LA ISLA, DENTRO DE CERO ABSOLUTO
Sobre “remediación” y “remix”, dos neologismos del mundo digital Aunque no quiero abusar de neologismos, para seguir hablando de esta colección de objetos digitales puestos sobre la página, puede resultarnos útil un término de Jay David Bolter y Richard Grusin muy popular en estudios de medios, pero muy desafortunado en su traducción al español. Bolter y Grusin, dos profesores especialistas en medios digitales del Georgia Institute of Technology y la Universidad de
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Wisconsin-Milwaukee respectivamente, hablan de “remediación” como la presencia de un medio en otro, siendo así uno (re)mediado en el otro. La remediación de la que ellos hablan no se trata de una adaptación monomedial [algo como la versión fílmica de una novela, donde lo que vemos es la imagen en movimiento de la película y no fragmentos alfabéticos de la novela], sino más bien de un concepto de “intermedialidad transformativa” [como lo llamaría Jens Schröter, profesor de la Universidad de Siegen] donde dentro de una obra monomedial aparecen elementos multimedia, como en el caso de Alba Cromm y Cero absoluto, pues las novelas incluyen imágenes [las contienen de manera multimedia y no solo las representan de manera descriptiva o ecfrástica.] La remediación [que en realidad es algo más complejo que la definición tipo rincóndelvago.com que les he dado, pero que como voy a usarla generosamente todavía nos sirve] viene a cuento porque Bolter y Grusin consideran que es la característica definitoria de todo medio digital en su ímpetu por acceder o reproducir lo Real [lo Real en el sentido metafísico de la palabra, claro, lo que está ahí fuera, antes de ser traducido a 0s y 1s]. También explican que, en este proceso, medios nuevos pueden remediar medios viejos, como el procesador de texto que imita las páginas y la tipografía de las máquinas mecánicas, pero también puede funcionar a la inversa, mostrando ejemplos de medios viejos, como el libro, que acogen medios nuevos como la interfaz digital en el caso de Crónica y Alba o, si me apuran, la realidad virtual en el caso de Cero absoluto. La remediación no entendería de cronologías evitando también los adjetivos de “nuevo” y “viejo” cuando hablamos de evolución de medios, proponiendo entonces una genealogía de la asociación. Así lo llaman ellos “a genealogy of affiliations” [¡Precioso!], no una historia lineal. De este modo, ningún medio podría existir de manera aislada sucediendo a otro y todos coexistirían en una red de retroalimentación atemporal cuya significación vendría dada por el contexto cultural de cada momento, informando al presente y al pasado #vivalaarqueología. A mí me gusta ver la remediación como un principio de arqueología de medios, en vez de una historia, donde todos podemos ser amigos sin importar la edad que tengamos, sin importar si somos un casete o unas gafas de realidad aumentada, sin importar quién vino antes o después. [Esto, quizás, mirar las variaciones de manera no lineal y descubrir relaciones entre ellas que nos permitan vislumbrar futuros posibles puede sonar un poco a lo que Zielinski proponía con su variantología]. Por su parte, Bolter [ya sin Grusin] añade un matiz un tanto nostálgico a la técnica proponiendo que es el criterio estético lo que nos permite vincular medios viejos con nuevos. Se refiere en particular al medio escrito donde ve que el procesador de texto es un intento de modelar el medio computacional al servicio de la tecnología antigua de la imprenta, echando la mirada atrás. Escribir en Word nos
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recuerda a que antes hubo otra manera mecánica de escribir, de la misma manera que mirar un texto electrónico impreso con una estética y retórica eminentemente digital nos recuerda a que antes de ser objeto fue otra cosa, como venía diciendo con el caso de Alba Cromm. Desde España, Álvaro Llosa en su libro Más allá del papel aplica una teoría un poco similar al proponer que en todo el tejido de la historia literaria habría algunos hilos que conectan las obras [todas] con el soporte digital y nos permiten entender cualquier texto como “cibertexto”, vislumbrando el tapiz digital que busca recomponer. Es decir, Llosa se pregunta si no deberíamos buscar cierta “digitalidad intrínseca” en todos los textos [comprendiendo como secuencialidad hipertextual ciertos aspectos retóricos de la dispositio de un texto, la espacialidad multimodal como los elementos sígnicos, letras e imágenes y la interacción social como la actividad del receptor] en vez de proponer que toda la literatura actual es digital porque se produce por computación, como vengo yo haciendo. Encontrar lo nuevo en lo viejo gracias a la remediación estaría en concordancia con lo que propone Llosa y también me parece interesante como complemento a la arqueología de Zielinski que defendía al principio del ensayo. La mezcla de elementos en Cero absoluto, empero, no se limita a la composición gráfica y a su remediación visual en el papel, pues la obra teje también una vasta red de relaciones intertextuales en homenaje a la ciencia ficción y el género fantástico; desde el gótico Hanns Heinz Ewers cuyo cuento La araña es prácticamente reescrito por Fernández dentro del libro, a los canónicos J. G. Ballard, H. G. Wells, Philip K. Dick [que aparecen firmando muchas de las crónicas de Cero] hasta el ciberpunk de William Gibson o películas como The Matrix, claramente relacionadas con el desarrollo de la realidad virtual y la pérdida de la subjetividad individual debido a su avance descontrolado. Aunque alguno podría defender esta práctica como un collage de ciencia ficción posmoderno, la presencia de características digitales en la interfaz de la obra favorece que hablemos de remix. Y yo prefiero hablar de remix, además, porque desde la revolución digital de los 90, la técnica se ha extendido desde su campo original de la música a todas las disciplinas artísticas, a veces sin que sus creadores se den cuenta. [Es mucho más guay hablar de remix que de collage, vaya.] Hoy en día la técnica de modificar, eliminar o añadir secciones de una obra con componentes de otra es tan común que su estética [la elipsis, la yuxtaposición, la variación, etc.] parece haberse extrapolado a obras cuyas secciones podrían ser todas originales. En este caso, no se trata de que Fernández integre muestras textuales o gráficas de otras fuentes constantemente [algo que solo hace con la traducción de El circo del Dr. Lao de Charles G. Finney, que sí aparece en una sección de la obra tal cual, copy & paste] sino de su alusión intertextual a partir de temas o
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estilo en la mayoría de los casos, es decir, por referencia [como representación y no como contenido, por retomar el ejemplo de Schröter de antes]. Reconocer la presencia de fuentes preexistentes, junto a sus códigos culturales originales, es esencial para que funcione el remix de Cero absoluto, así como cualquier otro remix que se nos ocurra. Eduardo Navas, en su libro Remix Theory, lo explica mejor que yo, diciendo que el remix [cualquiera, el remix como forma] siempre depende de la autoridad de la composición primigenia, ya sea en su forma o en fragmentos [“samples” en inglés; literalmente, “muestras” del mundo], o por referencia. Esto implica que la originalidad de un remix siempre es inexistente y que debe reconocer de manera autorreflexiva la validez de sus fuentes. El reconocimiento de una historia preexistente, aunque inaccesible, es clave para la comprensión total del remix, incluso cuando el autor de una obra evite enmarcarla de manera en que podamos reconocer sus fuentes originales [yendo, quizás, en contra, ciertos protocolos éticos o ciertas leyes de propiedad intelectual, pero esto ya es otro tema]. La cita directa, el plagio incluso, es una técnica de memoria e historia [#memoryloop] porque podría considerarse como un palimpsesto donde la historia material del original citado [copiado] se vuelve presente. El remix, en su complejidad estructural, se acerca a un pasado desorganizado y complejo, interpelando a ese pasado, a esas fuentes de memoria, de manera tan compleja como el pasado en sí [ya lo dije antes, es otra iteración de la memoria y el pasado, pero no me adelanto más.] La remediación, en cierto modo, evoca el pasado, el remix lo activa. Sobre Cero absoluto como un gran remix de ciencia ficción En Cero absoluto, el remix es formalmente importante, pero también temáticamente por su relación con el género de la ciencia ficción al que pertenece la obra. Lo que caracterizaría al género sería, según el celebérrimo crítico cultural Fredric Jameson, la intertextualidad explícita sin la cual la mayoría de las obras serían incomprensibles. Jameson, en Archeologies of the Future, comenta que sería imposible entender a Bellamy sin Morris y a Morris sin Bellamy [sus ejemplos, no los míos] porque cada texto de ciencia ficción lleva consigo una tradición completa que es reconstruida y modificada con cada nueva adición, que, además, amenaza [sí, sí, dice amenaza, threatening, que me acuerdo bien] con convertirse en una célula más dentro de un inmenso superorganismo. [Este superorganismo será el género literario, me imagino.] Reconocer la huella de la tradición de la ciencia ficción y, más particularmente, el subgénero de la distopía en Cero absoluto, nos permite leer la obra dentro de un marco que, aunque presente en la obra en sí, nos obliga a leer la trama en clave política [¿qué más
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distópico que vernos sometidos al control futuro de una inteligencia artificial malvada que desea destruir nuestro cuerpo y controlar la Tierra?]. Los estudios sobre ciencia ficción distópica se han centrado en mostrar los problemas sistémicos de los desastres sociales y ecológicos. La construcción de mundos alternativos al propio permite al autor reflexionar, con cierta distancia, acerca de sus condiciones históricas, explorando la articulación de fuerzas económicas, políticas y culturales del momento. En un libro con un título fabuloso sobre la distopía, Scraps of the Untainted Sky, el profesor de la universidad de Limerick Tom Moylan explica que el género se hizo popular con la desintegración del estado estatal moderno de la mano de la Unión Soviética, la Alemania nazi, la descomposición del estado de bienestar y las oligarquías de extrema derecha de siglo xx. Con el avance capitalista, la sensibilidad distópica fue abrazada por autores que empezaron a mirar más allá de la tecnología o los estados autoritarios para investigar cómo el cambio económico estaba deteriorando la vida humana y del planeta. Más concretamente, Jameson explica que la preocupación que en el siglo pasado se centraba en la escasez material, en cosas como el derecho universal al alimento, a la casa, a la salud, a la educación y al trabajo [que se habían visto perjudicadas con el avance capitalista], cambiaban en las obras distópicas del neoliberalismo. En vez de presentar un enemigo autoritario [como el dictador de antaño], las distopías contemporáneas describen conspiraciones universales cuyos motores carecen de rostro o sistemas de innovación tecnológica en el ciberespacio y su consecuente mercantilización del consumo. Según todo esto, Cero absoluto nos debería parecer una distopía de libro de texto. Tiene todos los elementos temáticos y referencias intertextuales para definirse como una de esas distopías neoliberales de las que nos hablan Jameson y Moylan. Pero la obra, como ya anticipé con Alba Cromm, más allá de su remix de contenidos políticos y apocalípticos, pareciera reflexionar acerca de estas distopías futuras en la manera formal en la que trata el diseño del libro, pues, aunque es cierto que todos estos elementos tradicionales de la ciencia ficción están presentes en Cero, no lo están en la manera textual en la que estamos habituados a leer. O sí, pero no solo. Las diferentes composiciones, fuentes tipográficas e imágenes del texto que avanza por sus páginas nos obligan a detenernos en su superficie, esa superficie que muestra la huella de su gestación digital, haciéndonos reflexionar nuevamente acerca del futuro sobre el que se construye la obra. La distopía neoliberal de Cero absoluto según la cual la experimentación biotecnológica creará unos cerebros monstruosos irreparablemente conectados a la red virtual se encuentra en la propia interfaz de la obra, construida dentro de los parámetros gráficos de la realidad modular, multisensorial, en remix gráfico y en red de los entornos digitales. Unos entornos que se nos presentan, como en el caso de la realidad
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virtual y las mentes asesinas que los habitan en Cero absoluto, de manera fantasmalmente inmaterial, atrapados en la página de papel o la pantalla a nivel gráfico y no referencial de contenido, que se narran como si el terror de lo digital fuera su falta de cuerpo. Sobre vivir sin cuerpo y otras falacias del mundo digital Aunque en los últimos años se ha hablado mucho de la similitud entre la página y la pantalla, presentándolas como si fueran plataformas análogas [incluso yo lo he hecho de manera metafórica para hablar de la interfaz], la realidad es bien distinta. Es distinta, y es importante notarlo, precisamente en relación con este miedo ante la pérdida del cuerpo, porque la imagen popular que se ha dado al entorno digital, en contraposición a la página permanente de papel, lo ha pintado como un fantasma etéreo, sin cuerpo alguno: una proyección abstracta gobernada por las reglas del comportamiento inmaterial. Tal comportamiento permitiría a un objeto replicarse sin necesidad de tener original, transmitirse sin pérdida a través de cualquier espacio y mantenerse identificable como una entidad sin ambigüedad posible. Algo así como un espectro moldeable, canjeable y extrapolable a cualquier dispositivo, llevándonos a concluir que es la información, y no el cuerpo, lo único que cuenta en el mundo digital [como los asesinos virtuales de Fernández que nos matarían en sueños digitales, por cierto]. Pero, queridas amigas, no se crean estas falacias de lo etéreo: el cuerpo existe. Alba Cromm y Cero absoluto tienen cuerpos de celulosa, tinta y pegamento, y fueron antes también otros cuerpos de electricidad, silicona y plástico. No hay nada verdaderamente espectral en ellos, son libros tangibles, y no podría ser de otra manera, créanme. Matthew Kirschenbaum, un teórico norteamericano frustrado por la perpetuación de esta mentira del fantasma de la virtualidad inmaterial, escribió un libro llamado Mechanisms donde hablaba de la materialidad digital en términos forénsicos, aclarando que todo objeto digital deja una huella en el mundo físico. Esta huella va desde la pegatina que le poníamos a los disquetes en los 90 al residuo microscópico que deja la inscripción de un bit en cualquiera de los sustratos, selladores y superficies que se usan hoy para el almacenaje de la información digital. La palabra digital tiene cuerpo, ya sea cuerpo de máquina o cuerpo de códice. Hablar de estos cuerpos y su relación con la información como algo complementario, y no independiente, es importante. Es tan importante que se merece otro hashtag. Tomen, tuitéenlo, póngalo en Facebook: #elcuerpoimporta. No se crean esas mentiras que, con ínfulas de “liberar” a la información y a la palabra las reducen a código, les roban el cuerpo, la presentan como algo distinto a la pintura o la escultura diciendo que
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estas sí serían dependientes de la piedra o el óleo, mientras que la literatura no, que esta no dependería del medio, que sería capaz de transmitirse por cualquiera de ellos. Embustes. Pensar en la forma digital y la forma literaria es pensar en el cuerpo, en el embodiment [que no es exactamente lo mismo que hablar de corporalidad] de la palabra y de nuestra relación humana con la palabra. Aunque la dialéctica sea un poco vaga, quizás se trate de pensar en términos de la relación de co-dependencia [amorosa o no] entre la obra de arte y su idea como algo necesario para la comprensión de la pieza, y no como algo producto de la coincidencia editorial. Señoras y señores, desenterremos el cuerpo digital de la palabra [ya sea un libro, una escultura de papel, o una máquina] que ya hay bastantes otros cuerpos escondidos en España [#memoryloop]. No obstante, la creencia popular persiste, y Cero absoluto y Alba Cromm manifiestan una cierta fascinación y miedo ante esta [falsa] inmaterialidad de lo virtual. Nuevamente, el cuerpo de libro y su recuperación de formas históricas de la imprenta como el periódico y el panfleto, así como el par de cuentos con los que abre y cierra la obra, enraízan el mundo de Cero absoluto en el presente [o el pasado] físico de la narrativa en códice, mientras que su alusión a la digitalización apuntarían a la fascinación formal de la que hablaba. La lectura conjunta, respetando la secuencia espacio temporal del objeto libro, es lo que permite que emerja la historia de Fernández tal y como ocurría con la de Mora [pues sin el cuerpo y sus parámetros nos encontraríamos con una base de datos amorfa de materiales, su desestructuración impediría la evolución narrativa de la que Cero y Alba dependen]. Como dije antes, es el libro y sus límites anacrónicos lo que permite que brote la historia; a partir de una interfaz distópica que, aunque imite lo digital, se nos ofrece impresa #elcuerpoimporta. Sobre cuerpos y páginas que parecen pantallas. Otro par de neologismos más: la pantpágina y el tecnotexto Si el cuerpo es lo que permite la narratividad de la obra es porque a nivel de la página esta parece limitarse a la relación semántica que habría entre los elementos de una base de datos. Como ocurría con Alba Cromm donde Upman desplegaba una colección de materiales muy diversos [no todos relacionados con el “caso Alba Cromm” de manera directa], Cero absoluto también incluye fotografías, gráficos, distintas tipografías y formas imitando la interfaz de panfletos, periódicos y otros elementos no librescos. Es cierto que los documentos de Cero pertenecen a ese mundo distópico de la realidad virtual, mientras que Alba nos remite a nuestro conocimiento de pantallas de ordenador y móviles, pero ambos utilizan
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la imagen de manera significativa y complementando al texto. Es más, las imágenes de estos dos textos nunca podrían considerarse decoraciones o entes subsidiarios al texto, sino que son el texto y presentan su propio sistema de mecanismos de construcción de sentido a medio camino entre el lenguaje plástico y el alfabético. El propio Mora se ha referido a este tipo de diseño de página como “pantpágina” en su ensayo El lectoespectador. Mora explica que en estos casos el texto junto a las imágenes no se limita a su capacidad ecfrástica, sino que se mantiene al mismo nivel informativo que la imagen visual y comprende que la existencia de estas “pantpáginas” reflejan un cambio en la sensibilidad visual del sujeto creador [el escritor, vaya] que ve la página como una pantalla rediseñable. Aunque reconoce que hay precedentes literarios en el uso gráfico de la página literaria, aclara que en su caso [y en el de Fernández diría yo] ya no se trata de apelar a la imagen estática de la pintura [dice que esto es lo que buscaban “los golpes de dados mallarmeanos” y me acuerdo perfectamente porque “mallarmeano” me pareció en su día un adjetivo horroroso y porque, además, no estoy de acuerdo; tirar los dados y evocar el sonido que hacen contra la mesa no es una experiencia estática ni pictórica] sino de referirse a la imagen dinámica, temporal y construida de los medios de comunicación de masas. Cierto es que la relación antiecfrástica entre texto e imagen que comenta Mora es una de esas condiciones de la literatura que me interesa [#postweb] pero hay que tener mucho ojo al hacer estas comparaciones entre pantalla y página para evitar eliminar sus particularidades materiales y ontológicas que, aunque comparables al nivel de la interfaz como lo he hecho yo, son bien distintas. Una es estática y la otra dinámica, una es plana y la otra profunda, una es tangible y la otra se nos presenta como virtualmente etérea [aunque no lo sea, como decía Kirschenbaum]. La pantalla y la página son tan distintas, de hecho, que la imitación de pantallas en la interfaz de un tecnotexto termina supeditando la referencia digital al cuerpo del libro, recordándonos otra vez que aunque la madre de Alba Cromm y Cero absoluto fuera indiscutiblemente un ordenador, su cuerpo existe dentro de los límites de la cuartilla [#elcuerpoimporta again]. Tanto Alba Cromm como Cero absoluto son libros; son objetos electrónicos impresos que ocupan un espacio en el mundo material. Son estáticos, sus páginas no cambian, no parpadean, su materialidad es estable y esta estasis libresca es clave para su función narrativa, pues solo el cuerpo del libro permite establecer una temporalidad y un orden entre los materiales de las obras, creando así una cierta secuencialidad narrativa en la paginación de los textos. Ya lo decía el genial Ulises Carrión: el libro es una secuencia temporal y espacial; para qué repetirnos más. La forma física del objeto literario afecta al contenido semiótico del texto, da forma a las palabras que
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recoge y, en el caso de estos ejemplos de literatura electrónica impresa, el libro sirve como interrogación de la tecnología que lo produce. Katherine Hayles acuñó el término “technotext” para hablar de obras literarias digitales que tematizaran la conexión entre ellas mismas como artefactos literarios y el campo semiótico/verbal de los significantes que materializasen. En la mayoría de los casos Hayles hablaba de textos para ser leídos en la pantalla y no en el papel, pero la definición también nos vale para estos últimos. [Por lo menos, a mí, ahora, me vale #holasoylaAutora.] Los hackers de Alba Cromm y los niños deformes de Cero absoluto viven todos en realidades más virtuales que físicas, pero las páginas desde las que se crean para nosotros son de un material bien distinto al vidrio y plástico de la computación. Su existencia origina del bucle entre la virtualidad de la pantalla y la materialidad de la página en esto que vamos a llamar en español tecnotexto. Cero absoluto y Alba Cromm, como libros impresos, aunque presenten las mismas imágenes digitales que veríamos en la tarta digital, los mismos iconos, las mismas ventanas, desafían la noción de flexibilidad, profundidad y mutabilidad que asociamos con la materialidad electrónica. Como objetos impresos que son, enfatizan el cuerpo del libro y su materialidad plana donde el contenido nunca está separado de su expresión en la página, aun permitiendo una especie de feedback recursivo entre los marcos semióticos y patrones de lectura que aplicaríamos a la pantalla digital y al libro. Los dos ejemplos tematizan y prescriben esta relación de formas nuevas con la máquina y apuntan a las condiciones digitales y sociales de esa tecnología desde su cuerpo de celulosa. Pero, lo que resulta quizás más sorprendente sea este deseo de “apuntar” o “aludir” a un tipo de condiciones [a ese tipo de cultura de la era de la información de la que nos hablaba Galloway] que, como los temas futuristas, las tramas de sci-fi y la interfaz refuerzan, la mayoría de nosotros asociaríamos con el futuro, desde un cuerpo aquí contextualizado como anacrónico y “pasado” como sería el libro. La naturaleza anfibia de estos textos apunta a una realidad cultural de relaciones digitales en red, pero que funciona tan solo como proyección hacia el futuro, sin estar verdaderamente reificada en el presente desde el que leemos. La obsolescencia digital que se captura en la página [esos salones de chat de principios de siglo, la limitación del número de caracteres de los SMS, etc.], además, parece incluso más antigua que el códice, fechando una experiencia futurística en un pasado que jamás parece anclarse en un presente en constante evolución supersónica #vivalaarqueología. La sensibilidad #postweb que nos traemos entre manos parece entonces existir en el plano de la virtualidad, sin verdaderamente encarnar el tipo de utopía [¿distopía?] digital y futurista que trabaja, problematizando nuevamente la escritura de la historia y la formación de sus instituciones e identidades.
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Sobre los futuros posibles de Cero absoluto y Alba Cromm Tradicionalmente, los viajes al futuro de la ciencia ficción se han visto como una recreación de un posible presente alternativo a la realidad del autor. Aunque se ambiente en el futuro, la ciencia ficción trata sobre el presente del autor y el presente del lector, aunque estos no estén siempre sintonizados. La representación del presente en el futuro [y viceversa] puede explicarse con la imagen de la huella o el rastro que dejaría uno en el otro. En el mismo libro de Jameson, que mencioné antes sobre arqueologías del futuro, se recoge la definición de “rastro” [trace, en inglés] que hace Paul Ricoeur presumiendo que la distopía, cuya empresa es el futuro, o el no-ser [en el sentido de que no existe todavía] existe solo en el presente, donde consta, además, únicamente como deseo o fantasía. Ahí lleva una existencia relativamente anfibia pues la aporía de la huella o el rastro es la de vivir a la vez en el pasado y el presente, siendo una mezcla de ser y no-ser bastante distinta de las categorías tradicionales de existencia y siendo, por tanto, mildly scandalous for analytical Reason. [Me gusta mucho cómo suena esto en inglés, tan puritano. Lo voy a dejar así; aprendan inglés.] Las proyecciones de la ciencia ficción hacia el futuro, ya sean de manera utópica o distópica, por combinar la no-existencia del futuro con su existencia textual en el presente podrían verse como esa huella, ese rastro… [como un fantasma, pero ya les dije que no me adelantaría] #fantasmagoria. Leyendo un poco más sobre el tema de la huella futurista aprendí que Teresa de Lauretis, la famosísima profesora italiana de historia de la conciencia, feminismo, queer theory y demás, había descrito el proceso de lectura que lleva a cabo un lector de ciencia ficción según explora esos otros lugares y tiempos otros como una combinación de procesos mentales que incluyen el recordar, asociar, oponer y hacer conexiones inesperadas. Sería la lectura en sí, el acto de leer, lo que se propone como una “aventura para la mente”, no tanto el texto que podría llevarnos a una re-evaluación de nuestras relaciones sociales y espacio y tiempo contemporáneos. En el caso de Alba Cromm o Cero absoluto, sin embargo, el viaje tradicional que llevaría un lector de ciencia ficción no necesitaría únicamente que este se moviera entre el significante del texto y todo ese otro mundo imaginario significado donde motores de inteligencia artificial y pedófilos controlan el internet, sino que asume que este lector es un habitante de ese mundo futuro donde toda la comunicación escrita participa de esta distopía gráfica de la interfaz #apocalypsenow. Samuel R. Delany, escritor y crítico de ciencia ficción, dijo que el género, de hecho, requería de un tipo de lectura diferente a cualquier otro tipo de ficción. Explicaba que un lector inexperto no se daría cuenta de que lo que pareciera ser el telón de fondo en una obra [el entorno,
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el ambiente, la ubicación] es en realidad el primer plano de la ciencia ficción o, mejor dicho, el motor detrás de toda su creación. El telón de fondo es efectivamente donde se encuentra la acción en Alba Cromm y Cero absoluto y este ha sido gráficamente integrado en la interfaz de las obras [y habitado por ese lector ideal de nuestro futuro, como digo]. El mundo distópico que Mora y Fernández nos construyen no está narrativamente referido, como sería el caso de la ciencia ficción tradicional con largas descripciones acerca de la aridez de los infiernos extraterrestres de turno, sino que está entretejido en la estructura visual gracias a la cual accedemos a la trama y contenido de las obras. Los materiales y documentos a partir de los cuales extraemos esa información aparecen yuxtapuestos sobre las páginas de los tecnotextos, eliminando el rol de lo que tradicionalmente sería un narrador encargado de explicarnos la relación entre ellos. Sobre el problema de narrar en la era digital: otra vez, cuestión de la interfaz Tanto en Alba Cromm como en Cero absoluto parece haber una verdadera preocupación por estos dos roles que les comentaba, el de contar o narrar y el de leer o escuchar en la era del internet y las tecnologías digitales. La preocupación, que no voy a llamar miedo, hace eco a la que en el siglo pasado comentó Walter Benjamin acerca de la desaparición del storytelling [algo así como el arte de la narración o de contar historias] con el advenimiento de la imprenta. El gran crítico alemán explicaba que con esa nueva tecnología el valor de la experiencia había decaído entre la clase media, entonces tan solo interesada en la adquisición de información que se veía controlada por completo gracias a lo que llamaba “uno de los instrumentos más importantes en el desarrollo capitalista” [el monstruo, la máquina, entonces era la imprenta]. La llamada crisis de la experiencia estaría relacionada con la debilitación del efecto del storytelling, que se veía separado de su entorno físico, el de la oralidad del cara a cara, al haber pasado al mundo desconectado y estático de la imprenta. Dicho de otra manera, el arte de la narración se veía eliminado del mundo de la imprenta y la comunicación de masas donde tan solo podían existir los datos, la información. Lo que vemos en las obras de Mora y Fernández podría entenderse como una radicalización de esta situación donde casi un siglo después la experiencia ha sido completamente separada del entorno físico a la experiencia mental de la red, ya sea en salas de chat o porno online en el caso de Alba Cromm, o en la realidad virtual de Cero absoluto. La característica más llamativa de estas dos obras, repito, no tiene que ver
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con lo que nos cuentan sobre estas situaciones, sino cómo nos las cuentan, pues la separación de la experiencia y la narración va más allá de sus historias, tomando control de los tecnotextos por completo al eliminar la voz del narrador de una vez por todas. Los dos objetos dependerían de lo que he llamado ya en algún otro lugar [dije que este ensayo ya lo había escrito muchas veces] “narrador interfaz”, o supraeditor, ya que los fragmentos informativos nunca están enmarcados por la voz guía de un narrador, cuya labor tradicional hubiera sido la de dar sentido a esos datos. El #narradorinterfaz no abre la boca, pero su presencia planea como un fantasma controlando el diseño gráfico de las obras. La distribución visual de las distintas piezas jamás hubiera sido posible sin la intervención de la máquina digital, pero tanto Cero como Alba serían finalmente ilegibles sin la emergencia de esta figura fantasmal (no)narrativa gracias a su remediación al libro impreso. El #narradorinterfaz, desgraciadamente, es una función cuyo éxito depende en gran medida del nivel de alfabetismo digital implícito en el lector ideal de estos tecnotextos. Es decir, la comprensión del contenido visual de la pantpágina como texto y no como añadido tiene mucho que ver con la capacidad del lector de leer pantallas y páginas, teniendo cierta predisposición así a dejarse contar una historia por la interfaz y no por la voz narrativa tradicional. La falta de este alfabetismo, desgraciadamente, es quizás lo que lleve a algunos a pensar erróneamente que la interfaz de un tecnotexto [o de cualquier pantalla digital] es simplemente una cuestión de superficie que no dice nada. No obstante, la remediación de la experiencia digital al papel sí que conlleva [además de la materialización del fantasma narrativo en estos casos] la eliminación empírica de la profundidad de la materialidad digital. Como ya expliqué antes, en vez de tener tinta sobre papel, la tarta electrónica tiene varias capas que, además, nunca se adhieren de manera permanente a la pantalla [a lo que anteriormente llamé, un poco tontamente, la nata]. El texto digital está almacenado en forma de código y antes de su ejecución es ilegible para los lectores humanos. Una vez que se encuentra de camino a la pantalla, según va subiendo a la superficie, por así decirlo, hasta llegar a la interfaz a partir de la cual veremos y leeremos el texto, un procesador se encargará de interpretarlo y ensamblarlo en símbolos reconocibles para nuestras miradas humanas de castaña asada. Lo que la remediación impresa de estas obras supone, entonces, es un aplanamiento de esta dimensión de lo electrónico, fijando la interfaz como un producto final único, siempre accesible y nunca modificable [en vez de tarta mágica nos hemos quedado con una de esas galletas de María Fontaneda]. Simultáneamente, empero, la remediación a la galleta, estresa la existencia previa de un pasado performativo y profundo, dándole un sentido nuevo a toda esta pastelería literaria. Algo
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ocurre en el intercambio que se establece entre el símbolo, o la red de símbolos electrónicos, y el aparato digital, en estos dos intentos de narrativas a ras de la interfaz. Como mis metáforas no suelen ser muy buenas [ej.: tartas y galletas], voy a recurrir a Katherine Hayles otra vez porque ella habla de “metáforas materiales” para explicar el intercambio que existe entre lo electrónico y el artefacto material [y entre las palabras y el objeto físico, que también le he leído decir esto otro]. Si pensamos en la situación contemporánea en la que esas máquinas procesadoras de símbolos que llamamos ordenadores [esto es de Hayles, que conste] están continuamente conectadas a redes integradas con dispositivos que efectivamente pueden llevar a cabo acciones en el mundo [piensen en sensores y máquinas de fotos automáticas controlando el tráfico o robots de ensamblaje, por ejemplo, pero también en los mecanismos semióticos que controlan los movimientos numéricos en nuestras cuentas bancarias], atender a este traspaso entre lo electrónico y lo material se vuelve bastante importante. Importante como las metáforas materiales de Alba Cromm y Cero absoluto que en su presentación de una narrativa plástica al nivel de la interfaz nos hacen observar el paso de lo virtual a lo material, aunque de manera más amable. El narrador interfaz de estos tecnotextos impresos importa porque es un ejemplo de intercambio entre materialidades y sensibilidades que intenta, además, proponernos algo acerca de la manera en la que nos contamos el mundo material y sensible. Para ver qué nos propone sobre la importancia de presentar superficies digitales en medios impresos veamos un ejemplo más [y quizás más interesante todavía] de metáforas materiales. No se preocupen, con esto iremos concluyendo [esta parte]. Sobre Crónica de Viaje, un libro que se lee y se toca Como ocurre con los otros dos libros, tampoco recuerdo muy bien cómo llegó a mis manos Crónica de Viaje de Jorge Carrión. Sé que leí algo sobre ella, probablemente en un blog de esos de crítica literaria que abundaban a principios de siglo, y que pedí una copia a la biblioteca de mi universidad gringa. Recuerdo que, por algún problema de circulación restringida, me explicaron que no podían darme un ejemplar físico, pero que me enviarían un email con unas páginas escaneadas del libro en pdf [otra vez la cruz del pdf], y creo recordar que, cuando efectivamente me llegó el email y pude ver imágenes de la obra por primera vez en mi portátil pensé algo así tipo: “pues vaya, está todo en blanco y negro, ya se podrían haber molestado y mandarme algo en color. Tanto dinero que tienen las ivy leagues y mira, qué cutres”. Me parece que el escaneado lo
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habían hecho en Cornell, que es una universidad riquísima en la costa este de los Estados Unidos, pero no creo que eso importe demasiado. Lo que sí importa, y mucho, fue darme cuenta enseguida de lo inútil que me iba a ser esa vergüenza de pdf, y no precisamente por el blanco y negro [después descubriría que Crónica de Viaje había nacido así de monocroma] sino porque sin cuerpo de papel ese libro, como los otros dos que hemos visto, no tenía sentido ninguno. En la interfaz gráfica de mi ordenador se abría un archivo digital de unas 25 páginas que replicaban, a su vez, la interfaz de una especie de pantallas de Google. Era como si para escribir Crónica de Viaje su autor hubiera abierto su navegador Windows Explorer [recordemos que estamos a principios de siglo y en España todos usábamos PC], hubiera introducido unas palabras en el campo de búsqueda: “Jorge Carrión” y se hubiera dedicado a imprimir los resultados en una impresora pobre y sin color. El resultado había sido escaneado para mí y enviado por correo. No tardé mucho en aprender que, sin celulosa, aquel objeto no tenía mucho sentido. Tenía ante mí una obra de literatura digital que, aunque parecía haber estado “hecha” con una máquina [Crónica parece un ordenador, cada página parece una página web, como digo, unos resultados de búsqueda], carecía de lógica al ser leída en el ordenador digital que tenía ante mí. Busqué otra copia. Un alma caritativa de mi biblioteca californiana consiguió que los malos de las ivy leagues me enviaran un ejemplar y me dejaran mirarlo y tocarlo durante unas semanas. Descubrí así que Crónica de Viaje contaba con tan solo 125 ejemplares en el mundo, que había sido una edición de autor parte de un proyecto mayor llamado “La Brújula”, que se había publicado en 2009 y que estaba dedicada a una abuela llamada Teresa. Lo que también descubrí fue que el objeto en sí no parecía un libro, a diferencia de Alba Cromm y Cero absoluto, sino un cuaderno de dibujo de esos para trazar bocetos en carboncillo. Que era alargado y rectangular, blando y de tapas negras que parecían la pantalla de un monitor. La portada del libro hacía de primera página y efectivamente rezaba “Crónica de Viaje” con aquella tipografía de Google del momento [un poco como la que se utilizaría para libros de viaje o para videojuegos sobre la conquista medieval; caligrafía de puntas afiladas como una espada o un compás], y bajo el título mostraba una barra de búsqueda donde efectivamente aparecía escrito “Jorge Carrión”. A su derecha un botón “Buscar”. Cada página siguiente replicaba esos falsos resultados de búsqueda de los que les hablé hace un minuto. Fotografías, capturas de vídeo, citas que parecían inconexas, cosas que ni siquiera parecían escritas por aquel Jorge Carrión, viajero protagonista del relato. Todo un batiburrillo de información encapsulado en este objeto-cuaderno-de-dibujo. Un cuaderno que, evidentemente, y he aquí el chiste, no presentaba nada dibujado a mano alzada, nada escrito a mano: de
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manera incluso más evidente que los textos de Mora y Fernández, este libro habría sido imposible escribirlo sin procesadores de imágenes y de texto digital. Este libro había nacido en un ordenador digital, había sido creado con la máquina y parecía una máquina: era un ejemplo de literatura inconcebible sin lo digital, y, sin embargo, no podía vivir dentro de ese entorno. ¿Raro, no? Ya vamos viendo que tampoco tanto #postweb.
FIGURA 5. EJEMPLO DE PÁGINA CENTRAL DE CRÓNICA DE VIAJE, VERSIÓN DE 2009, HOMEPAGE.
Años después, tras haber escrito sobre el libro-cuaderno en mi tesis doctoral [no les mentí cuando dije que este ensayo que leen ahora ya lo he escrito muchas otras veces #memoryloop] y después de contar con mi propia copia de Crónica [tengo el ejemplar 17 de 125] me llegó una versión nueva. La editorial Aristas Martínez publicaba en 2014 una versión actualizada de la obra que ahora, en vez de parecer un cuader-
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no-imitando-monitores-de-ordenador, parecía un portátil plateado. El libro ahora tenía unas 13 pulgadas, se parecía mucho a mi MacBook Air. Había que abrirlo como si fuera un portátil, sujetarlo como si fuera una gran almeja que, no obstante, se caía y desmoronaba como un libro. Además de las páginas-pantallas que yo ya conocía por mi vieja Crónica, esta nueva tenía páginas que reproducían el teclado del ordenador. Crónica de Viaje estaba ahí pero era otra cosa: pantallas en las páginas de la izquierda, un teclado al que le aparecían y desaparecían letras según la hoja, a la derecha. Pero en este nuevo objeto leer de izquierda a derecha dejaba de tener sentido, había que leer de arriba abajo. Un libro bastante raro. Un libro de viajes que más que leer [o viajar], me llamaba a tocarlo, aunque negociando cómo sujetarlo sin que se descuajeringue la cosa. Cómo bien me apuntó Élika Ortega, el cuerpo de Crónica invita y niega la interacción en tanto que remedia el ordenador portátil. Como máquina de escritura es inoperable; no escribe, cuenta.
FIGURA 6. PORTADAS DE CRÓNICA DE VIAJE, VERSIONES DE 2009 Y 2014
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FIGURA 7. PÁGINAS INTERIORES DE CRÓNICA DE VIAJE (2014), LIBRO ABIERTO COMO SI FUERA UN PORTÁTIL
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Sobre las mil voces de una crónica postweb Como ocurría con los dos ejemplos que vimos antes, el de Carrión es también un tecnotexto digital que depende de su corporalización fuera de la pantalla. Además, al igual que los otros, Crónica de Viaje se centraba en desplazamientos y búsquedas en el tiempo y el espacio. La obra, no obstante, se alejaba de los tonos distópicos y ciberpunk de Cero y Alba para materializar, paradójicamente y de manera más exacta, la transferencia emocional a la red que ambos predecían, a la par que radicalizaba el uso de metáforas materiales entre su interfaz de papel y el mundo digital al que se remite. Imitando ese cuerpo de ordenador portátil que les comento, una vez abierto el libro presenta en cada página una búsqueda de Google distinta en pos de un protagonista, ahora sí verdaderamente desperdigado por el internet. Leer la obra se convierte en un proceso de recomposición, como un puzle. La primera página [segunda en la versión de 2014] junto a unas cuantas entradas de texto que nos ayudan a contextualizar la crisis lingüística del autor, nos ofrece una colección de capturas de vídeo que parecen funcionar como ventanas a un pasado que no distingue entre historias personales y nacionales. Nos imaginamos que las personas retratadas por la cámara son miembros reales de la familia de Carrión, avatares también de los procesos migratorios de los 40 y los 50 en España. Esta sección de capturas de vídeo se extiende después a lo largo de dos páginas completas, con notas a pie de foto recogiendo el testimonio del viaje de Teresa Cervilla, la abuela de Carrión. Laura Borràs, una de las pioneras en el estudio de la literatura electrónica en el lado europeo del Atlántico, comprende que este formato le permite al autor construir un diálogo intergeneracional entre abuela y nieto; un diálogo que parece incluso más shocking [la cita original es en inglés; pareciera que todo lo que leo es en inglés #sufrimientoenlared] al confrontar dos maneras de ver el mundo. Una representaría la oralidad del pasado, la oralidad de la narrativa, el cuentacuentos y el analfabetismo [si no fuera por esta parte del “of the illeterate” Borràs nos sonaría mucho a Benjamin ¿no?] y la otra sería la voz del mundo presente, dominado por el internet, los dispositivos digitales, las aplicaciones y el software para la nueva oralidad que el internet representa. Sin entrar en qué es esto de la “nueva oralidad del internet”, Borràs definiría a Jorge Carrión como la cara más joven de la narrativa [en el sentido de storytelling]: una voz mediada por el software. No estamos frente a la voz que se detendrá en la verdadera naturaleza tras los eventos ocurridos en la historia, sino ante una que nos enfrenta a una serie de ventanas e imágenes sin explicación previa: una entrada copiada de la Wikipedia sobre “Literatura de viajes”, un par de
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citas de Carson McCullers y Pascal Quignard sobre el desarrollo artístico y el adolescente, las capturas de vídeo antes referidas y un par de mapas de la costa este española con una ruta marcada uniendo Andalucía y Cataluña. Finalmente, en un rincón de esta atareada página, una entrada del diccionario definiendo “crónica” como el adjetivo que clasifica la búsqueda. “1. adj. Dicho de una enfermedad: larga. 2. adj. Dicho de una dolencia: habitual. 3. adj. Dicho de un vicio: inveterado. 4. adj. Que viene de tiempo atrás”. El contenido de la búsqueda de este libro se describe entonces como irreversible e inveterado, de la misma manera que me sirve a mí para cualificar la subjetividad de esa voz que se escapa por los recovecos de los elementos yuxtapuestos de manera digital y fijados en papel. Escribí un artículo hace tiempo en el que hablaba de estas voces y creo recordar que por entonces había notado tres: el castellano [o catalán que está mínimamente presente y solo capturado como voz ajena, nunca como la del protagonista narrador]; las imágenes visuales como fotografías y capturas de vídeo [ya entonces entendía que la imagen era una voz, olé yo]; y, por último, otra voz también antialfabética pero también no-visual [de ahí que no estuviera con las imágenes ni con el castellano ni el catalán] que surgía de la interacción entre estas otras dos voces y el libro material que finalmente les daba casa. Esta tercera voz es muy parecida [vale, es 99% igual] al #narradorinterfaz de Cero absoluto y Alba Cromm que en aquellos casos les he descrito como supraeditor. Las dos primeras voces, lenguajes alfabéticos y visuales, se relacionan directamente con el contenido informativo de la obra y volveré a ellas en un ratito. La tercera, empero, aparece subordinada al diseño del libro que, además, se convierte en un modo de interrogación crítica de las maneras en las que el medio impreso construye la obra y las maneras por las que esta se construye gracias al otro. El uso de la metáfora material se transforma aquí en una herramienta epistemológica para investigar los otros dos discursos, ahora convertidos en temas de búsqueda. La tercera voz solo aparece al nivel de la interfaz [claro, por eso lo he llamado ya #narradorinterfaz] y se revela gráficamente como una nueva categoría. La pregunta, amigas mías, sería decidir si este modelo de interfaz que vemos en Crónica no se trata ya de una nueva categoría estética sino de una nueva fenomenología porque, entre otras cosas, no se preocupa por el juicio o el gusto artístico de ninguna manera [algo que gente tan inteligente como Florian Cramer ha propuesto en Anti-Media, un libro muy caótico y muy loco pero también muy brillante, por cierto]. Es esta tercera voz material del biógrafo o cronista interfaz lo que da forma a la obra; está encargada de la distribución de la información a través del tiempo y del espacio construyendo para nosotros [organizando] la vida y viaje del Carrión protagonista. ¿No son acaso esas las funciones de
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un narrador autobiográfico, la voz de las crónicas de un explorador? “Sí”, me dirán al unísono. Bien, yo que me alegro, pero… ¿Cómo puede un sujeto narrar sin palabras?, ¿sin boca?, ¿sin cuerpo? La voz del narrador se pierde, como ocurría con las obras de Fernández y Mora, pero se reviste aquí de una nueva subjetividad biográfica que lo separa [o completa] del rol de supraeditor de aquellos casos. El “yo” autobiográfico no aparece por ninguna parte como signo gramatical, pero su presencia se vislumbra en la orquestación tras la reorganización y selección de elementos significativos en la página. La identidad se ve separada del “yo” gramatical, que nunca está presente pero cuyo referente se revela en esa estructura invisible encargada de la organización visual de la información; como la interfaz de un programa de software remediada al papel. En el caso de Crónica de Viaje la remediación de Google se convierte en la metáfora material perfecta para demarcar la pasarela entre el diseño digital y el libro de papel, convirtiendo la página de celulosa en algo tridimensional sobre la que casi podemos “escuchar” la voz de esta fuerza narrativa invisible que estructura nuestra comprensión del tecnotexto. Se crea una especie de espacio topográfico donde el lector puede proyectarse, experimentando el texto como si fuera una red que navegar y no una línea que seguir [OK, lo confieso, esta metáfora tan cool de la red y la línea la he copiado de por ahí]. El espacio navegable que se construye alrededor de Google en la obra nos hace también ver de manera novedosa todas esas otras estructuras que median entre nuestra experiencia y la información del mundo que nos llega a través de medios digitales. El narrador cuya biografía estamos leyendo se encuentra más allá del contenido que se expone, está, como decía, encarnado en el medio que elige para narrar y la búsqueda, la voz que busca, se convierte una especie de advertencia en sí misma. Sobre cómo el medio es el mensaje, porque no podría ser de otra manera Como la célebre y mega repetida frase de Marshall McLuhan de los años 60, en el caso del tecnotexto: el medio es el mensaje tanto en el sentido práctico como en el operacional. Estamos hartos de escuchar el estribillo de McLuhan, es lo suficientemente vago para poderse interpretar según nos convenga, pero lo que realmente quería decir el crítico con él [o lo que yo entiendo tras leer Understanding Media: The Extensions of Man] es que las consecuencias sociales y personales de un medio cualquiera [y recordemos que para él los medios eran extensiones del ser humano; piensen en unas gafas como ampliación de la visión, por ejemplo] son resultado de la nueva escala que esta extensión del humano, esta tecnología, introduce en nuestra realidad y en nuestros asuntos [él dice affairs, pero
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eso en español es otra cosa, no sean malpensados]. McLuhan estaba hablando del impacto que los marcos tecnológicos tendrían en la percepción humana una vez que esta sea expandida por ellos. Y, claro, las interfaces de Crónica de Viaje, Alba Cromm y Cero absoluto parecen hacerle eco a este genio de los aforismos tecnológicos. “El medio es el mensaje” porque es el medio digital el que controla la forma y escala de las asociaciones humanas y su acción, su comunicación. Lo que ocurre con Crónica es un poco más complicado, porque si la versión de 2009 funcionaba gracias a la interacción entre la página y la pantalla, es decir, la retórica de la interfaz digital y esas cosas que he estado describiendo, la versión de 2014 expande la recursión a la idea del ordenador como máquina de escritura más allá de la superficialidad de la pantalla. Les recuerdo que la versión de 2014 completaba las pantallas de 2009 al transformar el objeto total en un ordenador, imprimiendo pantallas en las páginas de la izquierda y un teclado a tamaño real en las de la derecha. Para abrir el libro de 2014 [cuyas tapas son plateadas como mi Mac] tengo que girar el libro con su eje paralelo a mi cuerpo y abrirlo como si fuera un ordenador portátil. Pero no es un portátil de plástico, es un libro blando que se desmorona si intento leerlo en el sofá o en la cama. Necesito una mesa, necesito una silla y lo mejor sería situarlo a la distancia recomendada, separándolo unos 30 centímetros de la vista [como un monitor, claro]. Pero, para leerlo no puedo dejar de sujetarlo, si lo hago el libro se cae rompiendo la ilusión de papel que en realidad es. Hayles dice que no estamos acostumbradas a pensar en los libros como las metáforas materiales que son, cuando lo cierto es que el libro es un artefacto cuyas propiedades físicas y usos históricos estructuran nuestra interacción con ellos en maneras que pueden resultarnos obvias [como el comprender la página como unidad de lectura, el hecho de pasarlas de derecha a izquierda], pero también sutiles, como asumir que la página es opaca, en vez de transparente, y que tiene dos caras cuya relación es secuencial y no simultánea o interrelacionada. Al cambiar la forma física del artefacto literario, no estamos solo alterando la manera en la que leemos, estamos transformado la red metafórica que estructura la relación entre la palabra y el mundo. Cambiar la forma de libro, por ende, es transformar profundamente el contexto y las circunstancias en las que interaccionamos con las palabras, lo que, inevitablemente cambiará su significado. En el caso de Crónica de Viaje, la transformación es especialmente poderosa porque sus palabras interactúan reflexivamente con la inscripción tecnológica que las produce, pero ese medio digital aparece remediado al papel convirtiéndose tan solo en un mecanismo retórico de naturaleza electrónica. La imprenta, el libro y su papel se convierten en el verdadero medio de la obra, participando de la metáfora material retroalimentaria que el tecnotexto facilita.
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McLuhan decía que los usos y contenidos de los medios son tan diversos como ineficaces en la formación de la asociación humana [recordemos que él se refiere a la percepción y la comunicación cuando habla de association]. De hecho, insistía, es más que común que el contenido de un medio nos ciegue a la hora de ver el carácter del medio en sí. Esto nos pasa constantemente, ya puse el ejemplo de Tinder y las fotos de su cita y dejar de pensar en la mediación que el smartphone está aplicando a nuestra comunicación. Al exponer el medio como voz y reconocer su poder para estructurar la realidad, la capa superficial del software se convierte en discurso y su inscripción como interfaz me permite reconceptualizarla [otra vez #holasoylaAutora] como narrador. Ambas son máquinas de narrar, lo suficientemente poderosas para organizar y sistematizar la información a la que nos dan acceso. Visto así, esta compleja remediación de elementos multimedia al tecnotexto parece imitar las demandas del ordenador como medio definitivo capaz de converger todos los otros, una declaración que Bolter y Grusin compartieron en sus primeras definiciones sobre la remediación. Bolter y Grusin explicaban que la remediación [sí, la presencia de un medio en otro] existía por el deseo de tratar de capturar lo Real [recuerden, lo que estaba ahí fuera] por dos estrategias paradójicamente opuestas: la inmediatez que ofrece la transparencia de las aplicaciones digitales que buscan alcanzar la realidad gracias a esconder sus mecanismos de mediación [como cuando hablamos con una amiga por Skype y parece que hemos estado juntas echando la tarde], y la hipermediación que se produce por una saturación de medios que consiguen imitar la sensación de realidad a la que nos enfrentamos gracias una sensación de plenitud, una plenitud multisensorial parecida a la experiencia de convergencia mediática del mundo real. Crónica de Viaje absorbe esta imitación de lo real como una avalancha de medios distintos sobre la página estática de papel que, recuerden, es ahora el medio que constituye el mensaje [y si no fuera porque he dicho que no hablaríamos de Derrida en este ensayo, les diría que esta reproducción de la sensación de hiperinformación de la realidad es muy similar al concepto de mimesis de este señor. Pero no se preocupen, que no lo he dicho]. Sobre cómo la búsqueda no es un método válido para encontrar la verdad Según voy leyendo, mirando y enfrentándome con los distintos canales semióticos de Crónica, comienzo a recomponer la identidad del narrador, a la vez que soy testigo de un proceso de búsqueda virtual que comienza tras introducir su nombre en la barra de Google: “Jorge Carrión”. El tipo de remediación de la pantalla digital de Google [que generalmente
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asociamos con labores cotidianas y el mundo de la no-ficción] a la página de papel gana un sentido narrativo nuevo al sacarla de contexto y forzarla dentro de una obra que, si no ficcional, es por lo menos literaria, dando así poder a la semántica tecnológica del navegador digital como nuevo narrador o cuentacuentos, otro tipo de storyteller. La idea de la búsqueda del protagonista se supedita a la interfaz gráfica de este tecnotexto que tanto me gusta. Nuestra página de inicio, la primera de la obra de 2014 [y de la cubierta en la versión de 2009] reza “Crónica de Viaje” imitando la tipografía de Google a la vez que establece el tema de la obra. La barra de búsqueda queda convertida en mecanismo retórico transformando la naturaleza de este libro de viajes en viaje metafísico. Como lectores, no nos encontraremos con un movimiento espacial físico, sino con un desplazamiento simbólico, virtual, a partir de la imitación de los mecanismos de la red para encontrar algo. La búsqueda, sin embargo, con la que trabajamos, no es más que una simulación imaginaria de lo que sería un proceso real, subrayando en su ficcionalización algunos aspectos muy interesantes de esas otras búsquedas reales que llevamos a cabo diariamente en Google. En un artículo escribí que la búsqueda online, como nos recuerda Bertrand Gervais, es un proceso altamente engañoso que confunde los procesos de “descubrimiento” y “revelación”, es decir, entre la búsqueda de una verdad y la revelación de la misma. Dentro de la hipertextualidad, el movimiento existe gracias a la revelación según accedemos a los nodos de la red conectada por hipervínculos previamente establecidos que nos van revelando información cuya existencia desconocíamos hasta el momento del clic, pero que nos revelan como si fuera verdad la sustancia de nuestra investigación, por muy breve que sea. El ciberespacio, dice Gervais, nos convierte en espectadores de un milagro que nunca deja de repetirse, nos transforma en creyentes, convenciéndonos de que hay una fuerza externa que controla nuestro camino, nuestro destino. Esta convicción de Gervais se nos presenta aquí como paradoja, pues se mantiene una tensión innegable entre la libertad del individuo de investigar a voluntad a la par que se mantiene sujeto a la red informática. La búsqueda se convierte en destino, el viaje en revelación de una verdad oculta, y el viajero cede su agencia como quien no quiere la cosa. Crónica de Viaje desafía el engaño de este descubrimiento-como-revelación al trasladar el proceso de búsqueda digital al papel negando el milagro de la revelación interactiva al lector, quien responde incómodo ante esta desubicación epistemológica. La remediación, por tanto, abandona la imitación ingenua de un medio que trataría de subirse al carro de las nuevas tecnologías y actúa a la inversa, como una desmitificación de las mismas que remeda y la permiten. La frustración lectora enfrentada ante la imposibilidad de interactuar en el proceso de búsqueda revela no solo la
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falacia epistemológica del navegador digital [al que nunca llega a imponer su agencia] sino que se inscribe dentro de la vacuidad de unos resultados de búsqueda reflejo de una peculiar ontología sin esencia. El relato de esta búsqueda es formalmente antinarrativo, por tanto, aunque siga siendo la crónica de un viaje. Sobre la búsqueda del pasado en Crónica de Viaje Aunque ambientada en un futuro indeterminado [o presente alternativo] como Alba Cromm o Cero absoluto, en vez de pertenecer al género de la ciencia ficción, esta obra de búsqueda se lee más como autobiografía [“En busca del sujeto perdido”] o como libro de viajes porque sus páginas recorren el camino de la migración de la familia andaluza de Carrión al norte de España en los años 50. Hablar de este tipo de migración interior en esos años dentro del contexto español, evidentemente, nos hace remitirnos a la posguerra española y a la situación de pobreza que acompañó en muchos casos a los que perdieron la guerra. Ya les dije que este era un libro sobre Historia y memoria [hemos tardado en llegar, pero como verán no mentía]. Crónica de Viaje, aunque parezca ciencia ficción, es un libro sobre la Guerra Civil y sobre las maneras en las que la recordamos y nos la contamos unos a otros. La búsqueda del viajero protagonista tiene mucho que ver con esto. Su voz interfaz también. Leí en una antología sobre arte digital que Victoria Vesna [yo entonces no sabía quién era esta artista y profesora de UCLA, pero el nombre me pareció precioso y lo recuerdo. El de la antología no] observaba una ansiedad en el arte electrónico por documentar la precariedad y lo efímero de nuestra experiencia, una experiencia que en el plano digital se movía a velocidad de nanosegundos y patrones robóticos que nuestra sensorialidad humana era incapaz de procesar. Tan rápido pasaría el tiempo que parecería disolverse ante nosotros, con la excepción de nuestra relación [construcción] con el presente que entendemos como estando en cambio constante. Máquinas y personas procesarían el tiempo de manera diferente y, claro, no solo lo procesarían y experimentarían de manera bien distinta, sino que su récord [y su memoria] tendría que ser también otro. En el caso de los humanos la preocupación nacería del deseo de entendernos en relación con el tiempo y el espacio, la necesidad de diferenciarnos de ellos y entre sí, y la importancia de dejar una huella, un rastro [otra vez el trace] de nuestro paso por el mundo. En Crónica de Viaje noto algo semejante a esta ansiedad temporal [quizás ansiedad sea una palabra demasiado fuerte, ¿preocupación?] por tratar de grabar el paso del sujeto, la existencia del sujeto, dentro de este entorno supersónico y su pasado. Esto tiene mucho que ver con la impresión
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fija de una interfaz digital, como objeto muy fechado en el tiempo, por un lado. Por otro, la búsqueda se refina como el deseo de encontrar esa huella vital y su origen en la Guerra pero, ¿cómo hablar del pasado en este ecosistema multisensorial y supersónico del presente que casi parece futuro?, ¿cómo contarse a uno mismo a partir del remix de recuerdos y voces [propias y ajenas, recuerden que por lo menos hay tres] dentro de ese tiempo y espacio? La visita al pasado que durante tantos años fue tabú y que en los últimos 15 se ha convertido en el pop de los españoles [#cuéntamecómopasó] se complica en esta obra con el uso de la tecnología digital como mecanismo de memoria, sugiriendo la posibilidad de armar un discurso sobre la subjetividad o la identidad individual a partir del remix de materiales y narrativas históricas muchas veces ajenas. Resulta curioso pensar Crónica de Viaje como obra de memoria dentro de este entorno de temporalidades evasivas y el internet, porque no se parece mucho a esas otras que siguiendo el boom de la memoria que nos ha arrebatado desde la posmodernidad a nivel global [piensen en los miles de estudios y ficciones sobre el Holocausto nazi por ejemplo, el pop del que les hablaba] culminaban en su manera particular en la llamada Recuperación de la Memoria Histórica en España por la cual se reconocían y ampliaban derechos y se establecían medidas a favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la Guerra Civil y la Dictadura. Rezaba así, tal cual, la Ley que en 2007 se aprobó para que las instituciones gubernamentales, pero también el establishment cultural, tuvieran un marco sobre el que hablar de la memoria. Con tratamientos y enfoques más o menos distintos, desde los años 90 han ido apareciendo multitud de novelas, series de televisión, películas, cómics, fotografías y exposiciones más o menos relacionadas con el conflicto bélico y todas [o casi todas] han sido propuestas como un enfrentamiento al silencio y al olvido impuesto a las víctimas. Con más o menos nostalgia y mejor o peor ambientación, se ha ido cultivando un imaginario sobre la Guerra tan rico que, evidentemente, cualquiera se atrevería a decir que en España no se está hablando de la Guerra. Estamos saturados de memoria, estamos saturados de riñas de gatos, de cuéntames y mil y #OtraMalditaHistoriaSobreLaGuerraCivil y, así, ¿cómo justificar el decir que en realidad en España sufrimos amnesia?, ¿cómo atreverse a decir que de tanto hablar del tema estamos evitando enfrentarnos con él, trabajar con él?, ¿qué loca diría que Soldados de Salamina no trata sobre los hermanos Figueras, ni sobre el soldado sin nombre [llamémoslo Miralles] ni, siquiera, sobre el falangista Rafael Sánchez Mazas, sino sobre las frustraciones del escritor Javier Cercas y sus dificultades para construir relatos que suenen a verdad?
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Sobre cómo la Guerra está de moda, cuando lo realmente moderno es lo digital Hace un par de años leí un libro de David Becerra Mayor cuyo título recogía muy bien mis sentimientos hacia el tema: La Guerra Civil como moda literaria [Becerra hablaba de novelas, pero en realidad podríamos hablar de producción cultural al completo y quedarnos tan panchos. No es muy distinto El corazón helado de Almudena Grandes del Amar en tiempos revueltos de RTVE]. En su libro, Becerra hablaba de la relación entre la consolidación de una posmodernidad cultural en España y un mercado dominado por el relativismo histórico que entendería el pasado como algo ajeno a nosotros-seres-del-presente, un pasado que efectivamente fuera pasado y, como tal, incambiable, intocable e irrelevante, al fin y al cabo. Una vez en este presente, fin-de-la-historia a lo Fukuyama [ese presente que es el mejor de los posibles, el que resultó de las victorias de las guerras y gracias al cual hemos establecido el capitalismo neoliberal como el único modelo posible, ¿quién en su sano juicio sería trotskista hoy en día?] estaríamos tan bien, tan sin problemas, que tendríamos que imaginar un pasado turbulento para encontrar pasiones y aventuras y ¿qué más emocionante que la Guerra Civil? En vez de pensar en los conflictos actuales como telón de fondo de los triángulos amorosos y otras intrigas igualmente fascinantes, más útil sería hablar de republicanos y fascistas y así aparentar que estamos tratando ideologías y no solo bandos a lo Capuleto y Montesco. El problema, claro, es que la gran mayoría de productos culturales de los últimos años han sido (a)políticos de esta manera del telón de fondo, haciéndonos creer que hablábamos de una cosa, cuando en realidad hablábamos de otra [o de nada]. La manera de contar unas cosas y otras era la misma. Antes de seguir con la Guerra Civil y su relación con la literatura digital en España, permitan que les lleve conmigo en un paseo por los cerros de Úbeda para contarles algo más sobre el interesante proceso de despolitización de la cultura [y la memoria] en la España contemporánea que me ha tocado vivir a mí de la post-Transición a la so-called democracia [una democracia neoliberal de las que le gustan al Fukuyama de El fin de la historia]. Quizás no sea tanta la desviación argumental sobre el tratamiento del tiempo en el tecnotexto porque, finalmente, estoy hablando de la construcción de un relato sobre el pasado y del lugar que en este se le ha dado a la memoria desde el presente [#memoryloop], pero sí me voy a alejar de la obra de Carrión, Mora y Fernández durante un ratito. No mucho tampoco, ya que el viaje a estos cerros comienza más o menos en los mismos años en los que nacen estas obras, en los años a partir del 2008 cuando se dan en España una serie de condiciones históricas sin precedentes [la historia es una ficción, recuerden que esto, como todo, es solo una versión dramatizada de los hechos].
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Era el principio de siglo xxi un momento en el que las nuevas tecnologías y la revolución digital se implantaban popularmente en el país, a la vez que el sistema económico y político que nos había gobernado desde el fin de Franco comenzaba a desmoronarse. No quiero decir que las primeras fueran la causa de lo siguiente, pero es innegable que ambos fenómenos coexistieron y dieron pie a situaciones inimaginables hasta entonces. Por primera vez se veía cómo los ciudadanos españoles empezaban a cuestionar la legitimidad del sistema político y cultural que se les había dado tras la democracia [sí, estoy hablando del 15M aunque suene a delirio decirlo tras el fiasco electoral del 2015-2016; más delirioso si pensamos en el procés catalán de octubre de 2017 incluso], mientras que se celebraba la llegada de la banda ancha y los smartphones a las casas y bolsillos de [casi] todas. Digo sistema político y cultural porque en la España de los últimos 40 años [y mucho antes, claro, los malpensados podrán arrastrar este matrimonio español hasta las Reales Academias de la modernidad o, incluso, los muy mal pensados pero con menos memoria, a la Editora Nacional franquista, por decir algo] separar instituciones y gobierno del establishment cultural resulta imposible. La complicidad entre la clase política y la intelectual es una tradición patria y su matrimonio democrático no puede explicarse sin entender, como bien dijo el malpensado de Ignacio Echeverría [y el malpensadísimo Manuel Vázquez Montalbán primeramente] [y yo también, pero después, soy malpensada de segundas] que mucho antes de la muerte de Franco ya se habían dado las condiciones materiales para que el supuesto milagro político de la Transición consistiera en una adecuación de unas superestructuras de poder a lo que en la base material ya sea había dado. Esto lo dice Vázquez Montalbán al pie de la letra, lo he leído mil veces. En La literatura en la construcción de la sociedad democrática explica que en los años finales del franquismo [esos llamados del desarrollismo] se conforma una sociedad fundamentalmente burguesa [piensen en el milagro económico que la apertura franquista tuvo a finales de los 60 y 70, los seiscientos y las turistas suecas en la Costa del Sol] cuya vanguardia, la que había de militar en la socialdemocracia [y dice “militar” como verbo, que es también una palabra muy noventera, además], sería la gran protagonista y beneficiaria de la Transición. Esta vanguardia, burguesa y socialdemócrata, aportaría cuadros, cargos y dirigentes a casi todas las formaciones políticas y a todos los estamentos democráticos que, como muy bien aclara, son la verdadera silueta del establishment democrático. Estos mismos serían los que fijarían el gusto de lo culturalmente correcto, acomodándolo a lo que sería lo políticamente correcto. ¿Y qué es lo “correcto”? Según Vázquez Montalbán, genio y figura, en los 70 y 80 el panorama literario tan solo aceptaría lo culterano y ensimismado, prohibida por implícito decreto una literatura que tratara de force-
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jear con la realidad y utilizarse a sí misma como propuesta de conocimiento y proyecto. Esto decía, verbatim, que se lo he copiado muchas veces. Es cierto que no toda la literatura era así, que existía alguna propuesta en contra [como la del propio señor, que si no, no estaría criticando tanto la cosa] pero es innegable que el ensimismamiento fue una de las características principales de la literatura española de esa llamada posmodernidad de los 80. En un artículo de la época, Eduardo Subirats tildaba de “posmoderna modernidad” a la España de los felices 80 y subrayaba la importancia que la ficción había tenido en la formación de la realidad social de aquellos maravillosos años. Poniendo el ejemplo de las descripciones costumbristas de la vida democrática a manos de los señores Antonio Muñoz Molina y Javier Marías [nada más y nada menos #hablemosdelcanon] describía el proceso de transformación de la narrativa en un espectáculo antihistórico. En ese artículo [y creo que citando a Ana Lomba] decía que el trabajo de estos dos grandes popes de la literatura contemporánea estaba contaminado de irrealidad, de seres definidos por la apatía y por el hastío, por una enfática oquedad interior y un insistente relativismo, que se regodeaban melodramáticamente en la confusión de signos de un falso cosmopolitismo o de una fascinación muchas veces patética de la “gran urbe”… y muchas otras cosas igual de lindas. No es que busque acogerme a la voz de los expertos en los que no creo [basta, además, ver una película de Almodóvar para entender esto], pero a veces ayuda ver que una no está loca y hay otros que piensan como ella. Subirats estaría de acuerdo conmigo [o no, no lo sé, no le conozco, pero da igual #holasoylaAutora] al decir que la Transición presentó un interesante modelo sociológico donde las artes institucionalizadas estaban encargadas de convertir la vida, la memoria y la historia en simulacros mediáticos y estéticos, suprimiendo la memoria histórica real y neutralizando al sujeto autónomo por los años de los años…. hasta que el proceso democrático en sí empezara a cuestionarse [desde la política y la cultura y el mundo digital, que conste] con el estallido de la crisis financiera de este siglo. Aparecieron entonces publicaciones que como CT o la Cultura de la Transición: crítica a 35 años de cultura española editada por Guillem Martínez, por ejemplo [hay muchas, pero hablo de esta porque “CeTé” se ha convertido ya en un término reconocido popularmente para referirse a ciertos productos culturales], se encargaron de desmitificar el proceso transitorial a la vez que se establecían sus vínculos con la crisis económica del 2008. El link es tal que el novelista-activista Isaac Rosa ha llegado a hablar de una Segunda Transición, no digo más. Bueno, una cosa más. Fíjense que es también curioso que mientras el establishment cultural y político empezara a desmoronarse, aquel “pacto de silencio” del siglo pasado se vio convertido en trending topic con la Recuperación de la Memoria Histórica, ahora transformada en una industria
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cultural masiva encargada de ficcionalizar la Guerra Civil y los años precedentes a la Transición. No quiero proponer ningún tipo de teoría de la conspiración, pero es significante notar que el mismo evento que durante tantos años fuera censurado en pos de una conversión a la democracia lo más pacífica posible, se haya ahora convertido en una narrativa best seller, celebrada tanto por el gobierno como por la industria cultural. Ya les digo que no quiero ser paranoica, pero si en un sistema democrático los límites de la libertad de expresión ya no son las leyes [como sería la censura en una dictadura, sin ir más lejos] los límites en la democracia son los culturales. Esto, tal cual, lo decía el propio Guillem Martínez en su libro, cuando definía el marco institucional de la CT como los pentagramas de la cultura española. Unos pentagramas canijos, estrechos, en los que solo es posible escribir determinadas novelas, discursos, artículos, canciones, programas, películas, declaraciones, sin salirse de la página o ser interpretado como un borrón. Así lo decía, la frase se ha hecho famosa y ha sido utilizada mil veces para hablar del proceso de desactivación política de la cultura. Hagan cuentas conmigo y veamos cómo, quizás, la institucionalización de la cultura ha terminado convirtiéndose en una problemática legislación de la realidad. Y quien habla de realidad, en este caso, está hablando también de política, de historia y memoria. Son inseparables. Pero, ¿dónde situar la cultura digital y la literatura electrónica dentro de este pentagrama? A pesar de unas pocas publicaciones específicas que tratan directamente sobre el tema, la mayoría de los textos encargados de hablar de la literatura contemporánea dejan fuera aquella de naturaleza digital. Esto no significa que en España no se produzca literatura electrónica, sino que la que hay ha quedado recluida a los márgenes de la alta cultura [y de la popular, no nos engañemos, que en este país nos hemos burlado mucho de los frikis y los geeks hasta hace bien poco, vaya, hasta que se puso de moda la serie del Big Bang Theory por lo menos]. Estos libros raros como podrían ser los tecnotextos con los que estoy trabajando en este ensayo se han convertido en un borrón, como aquellos otros que pudieran forcejear con la realidad o cuestionar lo política y culturalmente correcto anteriormente. Si, como decía Guillem Martínez, el Estado y la cultura coinciden en que no es cultura lo problemático, el castigo a la persona que apuesta por ello consiste en la marginalidad, y no hay más tu tía. [Piensen también en esos otros géneros que el establishment cultural español ha decidido dejar fuera de juego, como sería la ciencia ficción que en muchos otros lugares se considera un género culto pero aquí… pues aquí no. La ciencia ficción y sus cuestionamientos de la política laboral, la ética, la sexualidad, la economía, las clases sociales y el medio ambiente quedan reducidas en España a tonterías para niños. Para niños y frikis. Y lo que es para esos no puede poner en peligro el statu quo. Ay, pobrecitas mi Cero absoluto y mi Alba Cromm #sufrimientoenlared.]
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De todos modos, a pesar de la marginalización cultural de lo digital, durante este siglo xxi hemos visto también una proliferación completamente novedosa de instancias descentralizadas de producción de sentido, facilitadas por el incipiente acceso de la población a internet y a las nuevas tecnologías de la información y la comunicación. Luis Moreno-Caballud, un profesor de la Universidad de Pensilvania, en un artículo que luego sería su libro Culturas de cualquiera [o Cultures of Anyone, porque lo terminó publicando en inglés aunque yo lo leí primero en español] lo decía con esas palabras, y las he copiado porque está muy bien y para qué parafrasear inútilmente. Explicaba que precisamente durante la crisis económica y política en España, las tecnologías digitales habían permitido la propagación activa de interpretaciones diversas y de propuestas ciudadanas para abordar la crisis, en el mismo sentido en el que Manuel Castells diría que las redes sociales habrían cambiado la cara de la protesta social. Moreno-Caballud implica algo un poco más importante, porque supone que las tecnologías digitales han permitido medios de expresión, medios de interpretar la realidad y al individuo, de manera distinta a la que existía dentro de aquellos pentagramas en los que no entraba lo digital. Esto tiene por narices que ser empoderador porque se sugiere que estos medios han permitido un cambio en la realidad del sujeto y no solo un cambio de actividad dentro de la realidad. Me explico. Hemos visto a nivel global transformaciones impensables en el uso que los individuos han dado a la tecnología digital, en muchos casos para promover el cambio social. El internet, por ejemplo, que se inventó con fines militares y luego académicos no se olviden, ha tenido el éxito que tiene porque sus usuarios han encontrado formas de aplicar la tecnología digital a las cosas que les interesan, con sus propios objetivos y logros que poco tienen ya que ver con el intercambio de información entre centros de investigación o del ejército. En uno de sus últimos textos, How We Think [aunque la mujer ha escrito casi tantos como Lope de Vega], Katherine Hayles [bueno, llamarla monstruo de la naturaleza tampoco, pero sí es bastante prolífica] cree que el hacktivismo, el movimiento de los comunes y la cultura libre de internet, el compartir música y vídeos, las redes sociales y otras prácticas similares de los medios digitales son user-driven y user-defined. Es decir, dependen del usuario: su motor de creación y definición somos nosotras. De manera muy optimista, y en realidad un poco ingenua, Hayles cree que estas estructuras son fuerzas para la transformación de las tecnologías digitales que han comenzado a responder mejor a las preocupaciones sociales y culturales, a estar más atentas a las redes de interconexión entre las personas, y entre las personas y los objetos incluso. Reinaldo Laddaga, también profesor de la Universidad de Pensilvania como Moreno-Caballud, ha observado que la emergencia de redes distribuidas en el internet ha favorecido la aparición de formas de
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sociabilidad que parecían improbables en condiciones de modernidad [de Modernidad como periodo histórico, a partir del surgimiento del Renacimiento hasta… ayer]. Está hablando de tipos de sociabilidad clásicos que se formarían alrededor de la subjetividad individual como podrían ser los “trabajadores” de una industria en particular, los “ciudadanos” de una nación, los “miembros” de un partido, etc., que ahora en la sociedad global de la revolución digital han permitido otro tipo de asociaciones menos definidas, más fluidas, más mutantes, en contra de los modelos estables de la modernidad precedente. Estos grupos crearían productos artísticos también en contra de los modelos modernos, proponiendo así algo como que la revolución digital es realmente el cambio filosófico y de las artes que superaría a la modernidad [la posmodernidad quedaría por ahí colgando, o habría sido verdaderamente abrazada con la revolución digital, quién sabe]. Esta visión del medio electrónico como liberador y rompedor de patrones obsoletos, según el cual los usuarios y la tecnología se volverían resistentes a la práctica depredadora del capitalismo [capitalismo inventado con el cambio de valores de la modernidad, no olvidemos] es bastante utópica, si tenemos en cuenta que los medios no son inocuos y llevan en sí, en su ADN de máquina, engranada cierta ideología que por mucho que uno quiera subvertir, no puede. No todos sabemos hackear nuestro sistema operativo para manipular la información de manera libre y darle la vuelta al medio. La mayoría hacemos lo que nos dejan Apple o Microsoft o Google… pero [porque siempre hay un “pero”, ese que nos salva] quizás sea esta contradicción entre libertad y coacción, entre individuo y establishment, el marco que nos hacía falta para entender este tipo de literatura #postweb que surge en el momento contemporáneo que nos interesa aquí: Si los indignados del 15M usaron Twitter para narrar su revolución [el mismo Twitter que se forra con la pobreza de sus alrededores; yo lo sé, vivo en San Francisco], quizás debamos empezar a pensar en otros lugares de creación en relación con la ecología mediática del momento. La red y las máquinas digitales, unas tecnologías que originalmente se concibieron para archivar y distribuir información, se han convertido en lugares desde los que producir arte y literatura, lugares al margen desde los que el creador puede imponer su sensibilidad y uso de la tecnología a la tecnología en sí, aunque desde las posibilidades que nos da la tecnología [que no es alquimia tampoco, no se puede sacar oro de la piedra, ni vino del agua, ni un gatito de un ordenador]. Aunque estas avenidas nuevas de creación sí han facilitado la aparición de productos distintos [que es lo que nos interesa ver en Crónica de Viaje, Alba Cromm y Cero absoluto] que reflejarían sensibilidades heterogéneas ansiosas de diferenciarse de aquello permitido dentro del pentagrama del establishment [hasta que el
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establishment se dé cuenta y los haga parte de él. No sé, pienso mucho en Zenda.com últimamente], los productos finales parecen todavía reflejar la tensión entre abrazar el medio digital y su cultura, y sentirse coaccionados por su mediación robótica y ajena. Volviendo a las posibilidades [y tensión] de creación que vemos en el tecnotexto y, más concretamente, en Crónica de Viaje: he estado recalcando la importancia de la máquina en la construcción de este relato sobre la búsqueda, la identidad y la memoria del pasado, en este caso la memoria sobre la Guerra Civil y la familia. Hija de la computación y la era de internet, la memoria [tanto la personal como la colectiva que llamamos Historia] se encuentra distribuida por la red y esta obra trata de reproducir esa circunstancia y una sensibilidad que se separe de las formas que hemos abrazado en España desde esa transición de la que les hablaba, aquellas formas que pretendían asimilarse como respuestas a la censura y ranciedad del franquismo pero que reproducían otro problema en la naturalización de una relatividad histórica y un conchabamiento institucional con consecuencias ideológicas graves para la sociedad y cultura patrias. Por un lado, la obra comparte el espíritu liberador de las nuevas tecnologías defendido por gente como Laddaga o Castells, pero su remediación al papel deja ver también la cara oscura de esa supuesta democracia digital. La materialización impresa de la obra como libro le permite a Crónica de Viaje escapar y, así, cuestionar la virtualidad de la que nace y la permite [#elcuerpoimporta]. El tecnotexto se aprovecha de esta metáfora material de su corporalidad tradicional para otorgarnos la distancia crítica necesaria para observar lo efímero del momento presente. Sobre el multilingüismo de Jorge Carrión El acceso a la información de la obra [y su peso narrativo] se da, como ocurre con casi todas nuestras interacciones digitales, no solo a partir del cuerpo, sino al nivel de la interfaz, en aquello materializado en la pantalla: la búsqueda en Google. Como he explicado antes, la engañosa estructura del navegador, eliminada ya cualquier posibilidad de profundidad gracias a la remediación al papel, se convierte en la voz del narrador para explorar su memoria personal y el pasado [#narradorinterfaz]. El dilema a la hora de escoger la voz adecuada para llevar a cabo [y contar] la búsqueda se acentúa en una de las tres líneas argumentales de la obra, las otras dos relacionadas directamente con la familia de Carrión [con su familia migrante y con su abuelo comunista]. El problema lingüístico, una constante en la obra temprana del autor [central en Australia: un viaje y el precioso GR-
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83], reaparece aquí como la ansiedad inefable por considerarse siempre en un estado a caballo entre otros, en la inestabilidad y la ambigüedad [muchas veces de cariz peyorativo] que surge al no estar nunca de un lado ni de otro, sino en los dos. Una de las páginas-resultado de Crónica remeda una entrada del Gran Diccionari de la Llengua Catalana definiendo la palabra “charnego” como el hijo de un nativo catalán y un extranjero. Tras esto, Carrión incluye otra de las posibles connotaciones del término, como una especie de perro mestizo, estableciendo una relación intertextual con otra de las entradas de la página, esta vez un fragmento de la supuesta “web oficial” del autor: “Me definen desde dentro y desde fuera: en Catalán (dentrofuera) soy perro e hijo de perros —errantes—, adaptado lingüísticamente, pero perro, pese a todo, perro”. La negociación entre ambas identidades está unida al uso de la lengua en su escritura literaria, donde mezcla el catalán y el castellano. Encontrar un lugar para cada idioma es el quid de la cuestión y el origen de la crisis identitaria del texto: “Un poco después me di cuenta de que en mi DNI figuraba Jorge, pero que en clase siempre me habían llamado Jordi, sin mi permiso”, reza Crónica [esta vez no de memoria, hago trampa, tengo el libro delante]. Carrión elige el castellano como voz narrativa en su literatura de viajes [en castellano están sus otros libros de viaje y también la mayoría de su obra literaria y periodística que conozco] pero su bilingüismo le permite adaptarse al contexto sirviéndole como puente entre culturas. En el precioso GR-83 dice que su bilingüismo: “el español/castellano que yo hablo, que yo escribo, no es imperativo, porque vincula y puentea y traduce”. La traducción y el parafraseo son esenciales para entender la composición del texto [y para nosotros los bilingües, de la vida, pero eso es otro tema #holasoylaAutora], mientras deja ciertos fragmentos en el idioma original que actúan como una brecha en el texto general, que ahora deviene incomprensible. La brecha surge como un corte en las explicaciones multilingües. Susan Sontag decía que la traducción es un ejercicio de diferencia, una manera de enfrentarse, de mejorar y sí, de negar, la diferencia, incluso si termina siendo una manera de afirmar esa diferencia. El lenguaje se considera entonces una herramienta para negociar la identidad, pero también una manera de ejercer la diferencia que causa la imposibilidad de definirnos. El remix lingüístico que vemos en Crónica de Viaje puede servir como técnica realista [y así ocurre muchas veces cuando se trata de dar color local y verismo a los relatos sobre viajes por el mundo, que nos recuerda también la movilidad de la narrativa en sí]. Sin embargo, estas rupturas en el texto, los elementos que comprendemos junto a aquellos oscuros e inaccesibles, refuerzan la dispersión global de la identidad en red que se nos presenta en esta obra. Los vacíos de legibilidad y la apertura de
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múltiples caminos de comprensión y lectura desafían nuestra comprensión del texto, exigiendo un nuevo tipo de lenguaje que, ni siendo castellano ni catalán, comprenda al sujeto y a sus posibilidades para narrarse y recordarse en red y en brecha. La memoria a la que accede la obra no se forja a esos idiomas, sino que parece ser solo accesible a partir de los mecanismos computacionales [y la voz digital] de Google. Una memoria que se escapa a las condiciones lingüísticas que hasta este momento se nos habían permitido y que abraza otra sensibilidad descompuesta en capas, niveles y códigos. Una memoria quizás oscura para el relato tradicional pero que puede vislumbrarse en la naturaleza de la máquina si la lectora está dispuesta a dejarse contar. Sobre las voces fantasmales del tecnotexto de hoy El viajero de Crónica no recuerda ni cuenta per se, el énfasis de la obra está puesto en la artificialidad del proceso de recolección de la memoria personal y la artificialidad del recurso parece extenderse al tratamiento de la memoria y su narración colectiva, la Historia. El artificio choca de frente con el melodrama que uno esperaría asociado a los recuerdos traumáticos que se recogen en la obra: la Guerra Civil, la desaparición del abuelo de Carrión, Pepe el Rojillo, o la inmigración de sus padres a Cataluña en los 60 dejando atrás para siempre su Andalucía natal [vamos, dejar atrás ese jamón de Trevélez, díganme a mí si no es triste eso], pero la superficialidad de la narrativa depende de la falta de involucración del sujeto que “recuerda”, encarnado aquí en esa voz-interfaz que flota sobre los materiales históricos y recuerdos como un fantasma [ya les adelanté que llegaríamos a los fantasmas: fantasmas + memoria; dos por el precio de uno]. Jo Labanyi, la mujer que poco más o menos inventó los estudios culturales en el hispanismo de los Estados Unidos [exagero, pero soy fan], explicó en su día el uso tan peculiar de la técnica fantasmal [“hauntology” le dice] en la obra de algunos artistas contemporáneos españoles como una manifestación o proyección del pasado franquista en sus obras. Contaba que escritores como Antonio Muñoz Molina, Juan Marsé y Julio Llamazares, o directores de cine como Vicente Aranda o Víctor Erice [al loro con el canon y esta lista #hablemosdelcanon] eran capaces de crear relatos históricos donde la funcionalidad no-alfabética de disciplinas como el cine o la fotografía eran usadas para evocar las experiencias traumáticas de la Guerra Civil. El uso de estos medios durante los 80 y principios de los 90 respondería a su cualidad intrínsecamente espectral que les permitiría expresar una historia que solo podría ser recuperada de forma fantasmal. De ese modo, Labanyi defendía que incluso esos escritores que [de manera puramente posmoderna] sustitu-
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yen la Historia con una serie de imágenes están, a pesar de su aparente evasión histórica, al menos reconociendo la existencia de fantasmas. De manera muy parecida, yo veo cómo los fantasmas del pasado de Crónica de Viaje emergen de las fotografías de los miembros desaparecidos de la familia de Carrión, reorganizados en el texto de manera discontinua y fragmentada. Las imágenes apenas están unidas por la materialidad del libro y por la voz invisible de ese narrador interfaz que, como el historiador de Labanyi [y Walter Benjamin, que vuelve a aparecer por aquí], actuaría como un coleccionista [o un manitas, incluso; Benjamin dice bricoleur, en francés] en el sentido de que este historiador se encarga de buscar entre la basura, en las ruinas y las sobras del pasado, para recomponer y construir nuevas constelaciones de sentido que permitan articular aquello que se dejó silenciado. La articulación de nuevas constelaciones inevitablemente me recuerda a lo que antes dije del remix como estrategia discursiva porque Benjamin intuye que el collage historiográfico es la mejor manera de narrar y comprender la experiencia una vez que el storytelling ha muerto [y esto es lo que vengo yo proponiendo con la interfaz y el remix como discursos narrativos más allá de su funcionalidad]. En cualquier caso, la historia sigue siendo crucial en ambas instancias, ya que sin esa semilla del pasado el remix [llámese bricolaje] no tendría sentido, como vimos que ocurría con Cero absoluto, por ejemplo [#fantasmagoria]. De hecho, la presencia de fantasmas como una retórica digital para el tratamiento de la memoria puede que sea incluso más fuerte en los libros de Mora y Fernández, que al ambientar sus obras en la distopía evitan mencionar la posguerra española de manera directa, pero cuyo escapismo futurista los mantiene siempre en el presente traumático del que nacen. Para terminar con el trabajo de Labanyi y los fantasmas quizás sea pertinente notar que en su selección de obras el tratamiento que se les da a las imágenes está limitado a su invocación ecfrástica. La voz de los narradores de Muñoz Molina o Llamazares, aun describiendo una visión fragmentada del pasado que contrastaría con las versiones oficiales de la historia promulgada por el régimen franquista, todavía presuponen la mediación del narrador comentando las fotografías para el lector, describiéndolas como imágenes del pasado, imponiendo una interpretación sobre aquello que fue fotografiado. Labanyi dice que las Historias de cine mudo de Llamazares están construidas alrededor de las fotografías familiares recogidas en el álbum de la madre del narrador, heredadas por él tras su muerte, lo que provee una imagen de la historia como si fueran fragmentos discontinuos tan solo atados por la herencia personal. Sí, cierto, pero el acceso a este pasado sigue estando fuertemente controlado, aunque la mirada reguladora de esa memoria pertenezca ahora a un grupo de escritores canonizados por la Transición [y no a la historiografía mítica de Franco]. #hablemosdelcanon
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La mediación que en la obra de Llamazares o en el Beatus Ille de Muñoz Molina ocurre a través de la palabra se vuelve visual en el libro de Carrión, como ocurría con Alba Cromm y Cero absoluto. Crónica de Viaje busca una nueva voz para acceder a ese pasado que, sin dejar atrás su cualidad espectral, tiene que ser renegociada de manera diferente [hay quien diría que alejada de la CT también] #narradorinterfaz. El “yo” narrativo en Crónica abandona ese discurso, y opera como puente entre la idea kantiana del explorador antiguo encargado de estructurar la información del mundo a priori y ese otro que se supone que debe leer el territorio y actuar como cartógrafo de lo real. Aquí, el explorador se nos cubre de ambivalencia al ser el mismo sujeto que se esconde tras la máquina sin subjetividad de Google. La subjetividad se convierte en el deseo o el motor tras la búsqueda; el ímpetu tras cualquier acción se nos revela como ese “sujeto que busca”, pero que no explica [y que no sabemos si comprende]. Carrión no nos ofrece ningún tipo de guía sobre el pasado retratado en las fotografías de Crónica, ni nos señala a ningún culpable del pasado que exista todavía en este presente. Se limita a procurarnos un objeto de memoria que, sin embargo, es producto de los dos. No tenía previsto hablar de esta obra pero no puedo resistirme; será corto, lo prometo. Y es que según voy escribiendo sobre la memoria y el trabajo de Jorge Carrión, y según me voy acordando de la obra sobre la que ya escribí también en mi tesis doctoral hace años [ya les dije que este libro lo había escrito muchas veces #memoryloop] me voy dando cuenta otra vez de lo importante que es hablar de GR-83, un libro también raro y también de artista que el autor publica en 2007, y que parece hacerle eco a las palabras espectrales de Labanyi, pues el libro en sí no es sino un álbum de fotos cuyo único texto alfabético se reduce a 57 pies de foto. No obstante, a diferencia de las descripciones que los autores de Labanyi ofrecían de esas fotos evocadas, el texto aquí nunca describe explícitamente las imágenes, ni comenta ni explica lo que vemos en ellas. El libro está dividido en tres secciones, cada una tratando un método distinto de grabar y construir el pasado. La primera sección transcribe una conversación con el artista visual Francesc Abad junto a fotografías de su trabajo y sus alrededores, mientras que la tercera comenta sobre el vínculo entre literatura y viaje. La parte que a nosotros [a mí, pero espero que a estas alturas también a ustedes] nos interesa es la del medio, que consiste en una colección de fotografías tomadas en un viaje por el Camí del Nord, entre Mataró y Francia, replicando el camino al exilio de esos que escaparon la Guerra Civil española. Curiosamente, aunque habría sido escrita antes, la obra se publica ese 2007 de la Ley de la Recuperación de la Memoria Histórica que les mencioné hace un momento, permitiéndome leerla como una respuesta direc-
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ta a la manera en la que el conflicto bélico y la posguerra se han recogido en los discursos oficiales [durante la dictadura, pero también después]. Sea como sea, la obra propone un discurso diferente que rechaza la noción de una interpretación fija, estática, del pasado. En uno de los pies de foto de la obra escuchamos la voz del que asumimos narrador criticar la abundancia de estatuas en las ciudades españolas: “En esta ciudad (en este país) la tradicional ausencia de memorialismo se ha visto compensada por el exceso de estatuas. La amnesia, sinónimo de dismnesia (el prefijo “dis-” es sinónimo a su vez de “anti-” y de “mal-”, negación o anomalía. Así todo —una víctima cualquiera—acaba por encajar)”. Extrapolando esta cita al total del proyecto [algo que la fragmentación me permite, al poder conectar todo con todo, y no solo con su contexto inmediato] el uso de estatuas [manera por excelencia de fijar un récord sobre el pasado, estático, memorialista] se comprende como una actividad improductiva [en unas notas que tomé sobre esto en inglés escribí fruitless, que significa eso, improductiva, pero literalmente “sin fruto”. Es mucho más bonito en inglés; una actividad estéril, yerma]. Dicho de otra manera, el pasado se consolida como algo sin fruto en el presente, una dimensión cerrada e inútil para nosotros. Dos estudiosos de la memoria de esos que se pusieron de moda con el boom de los 90, Pierre Nora y, un poquito antes que él, Maurice Halbwachs, dijeron algo muy interesante sobre las diferencias entre memoria e historia. Halbwachs hablaba de la diferencia entre memoria colectiva, algo vivo y generado por los participantes de un evento, y la historia, como algo muerto donde ya nadie podía recordar lo ocurrido y, por tanto, no se podría contribuir en la construcción de la memoria. Nora, por su parte, dice que la memoria es vida, que está en evolución constante, abierta a la reconstrucción dialéctica [y, así, nunca podrá ser víctima del olvido]. La memoria es un fenómeno siempre en el presente, mientras que la Historia es una reconstrucción incompleta de lo que ya no es y, es, por tanto, siempre, una reconstrucción incompleta del pasado [ya habrán oído decir aquello de que “memoria histórica” es un oxímoron, ¿no?]. La Historia, vista así, aunque estática y muerta, ha de ser siempre relativa, por mucho que tratemos de fijarla y considerarla una única y real. El pasado, visto así, debería brindarse como algo revisitable y abierto a la interpretación, buscando siempre la involucración de aquellos que escuchan de la memoria, a los interlocutores, o a los lectores, sin ir más lejos. A pesar de que este libro-álbum de Carrión parezca compartir el deseo de presentar una reconstrucción del pasado, seleccionada y regulada por la subjetividad espectral de la fotografía en un estilo muy similar a Historias de cine mudo o Beatus Ille, el rechazo a ofrecer explanaciones ecfrásticas, fijas, muertas, para las imágenes que nos brinda GR-83 me permite describir al narrador como algo más cercano a la voz interfaz del
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tecnotexto que a la voz guía de la narrativa tradicional. La voz no-alfabética es siempre incompleta, pues el lector no puede resistirse a llenar esos huecos con sus propias palabras, revisitando el pasado y participando de la memoria. La relación entre imagen y texto es dinámica y, si acaso, podría recordarnos al montaje visual clásico tipo Eisenstein, porque la imagen visual de la fotografía se yuxtapone a la evocada por el fragmento narrativo, sumando entre las dos un significado poético nuevo. La memoria se convierte en eso que activamente buscaba Benjamin, en un medio [#valgalaredundancia] entre pasado y presente, funcionando de manera fragmentada en la misma complejidad que el pasado y representándolo así, en puro remix interfático. El acceso, empero, al pasado solo se consigue a partir de esta metáfora [material] posible gracias a la mediación tecnológica y esta mediación siempre aplicará una interpretación mecánica según la funcionalidad del medio escogido. Lo que vemos aquí es que, más allá del sujeto que recuerda, la tecnología que escojamos para grabar la memoria [fotografía, imagen digital, lo que sea], moldeará con sus parámetros funcionales la aprehensión del pasado que nosotros hagamos, impulsando una manera de recordar [recuerden, los medios no son inocuos, no son invisibles, son, como su nombre indica, mediadores entre ustedes y las cosas del mundo; el medio tiene su propia forma de recordar el pasado, de mirar con pupila de acero]. Esa manera distinta de recordar y contar, un tipo de narrativa nueva, es la que quizás se vea encarnada en esa figura del #narradorinterfaz de la que les vengo hablando, pero es una manera a medias, la máquina del tecnotexto no actúa sola. Sobre esa cosa tan rara que llamo narrador interfaz El tipo de #narradorinterfaz que he estado describiendo mezcla información sobre una superficie para que nosotros la interpretemos sin marco explicativo previo. Podríamos hablar también de un DJ que remezcla elementos, y no nos alejaríamos mucho de lo que quiero decir porque la práctica del remix del DJ se ha asociado desde sus principios a los discursos estos tan posmo de la supuesta “muerte del autor” [que no sentenciaban a nadie al paredón, sino que imaginaban que la autoría, como poder sobre un texto, dejaba de ser ejercida por el que lo había escrito una vez que ese texto salía al mundo. El argumento es un poco más complicado que esto, pero la idea del collage como fragmentación ayudó a que los discursos asesinos de los académicos franceses Barthes y Foucault florecieran en la posmodernidad]. La apropiación que veríamos en el arte minimalista, la performance de los 70 y el conceptualismo
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habría sido explicada en términos de textualidad, teniendo todos que ver con el rechazo a la autoridad que se proponía con la muerte del autor; el arte digital temprano podría leerse todavía en diálogo con aquel movimiento. El remix sans auteur del DJ, como una de las características esenciales de la retórica digital [que siempre es modular y fragmentaria] y que encontramos en todos los tecnotextos que he escogido hasta ahora, atañe a las unidades individuales de información y a las relaciones recíprocas que se establecen entre ellas. Estas relaciones parecerían espontáneas si no fuera porque dependen del contexto en el que se dan: del histórico del que nacen [como vimos con la ciencia ficción de Cero absoluto] y del inmediato de la página donde se distribuyen. Este último depende de la distribución gráfica que en todos estos casos remed(i)a una tecnología que no es el libro, a pesar de existir en él: la revista sensacionalista en Alba Cromm, periódicos y panfletos en Cero absoluto, el álbum de fotos en GR-83 y el buscador de Google en Crónica de Viaje. La remediación se encarga de dar un marco de referencia a los elementos del remix para que nosotros sepamos a qué atenernos, actuando como un esquema conocido para que el lector sea capaz de absorber la información presentada de forma casi narrativa. Dicho de otra manera, cuando la mente de una lectora se enfrenta a una colección de fragmentos organizados por una estructura invisible, aunque reconocible hasta el punto de aceptarla para dejarse contar por ella, lo que nos ocurre es algo parecido a lo que el poeta Ron Silliman explicaba con el concepto de la navaja de Ockham [también llamado principio de parsimonia, lex parsimoniae, lo acabo de mirar en la Wikipedia aunque yo lo leí en The New Sentence primero y de ahí lo copio]. Silliman, un hombre muy listo con un nombre muy tonto, se apropia de este concepto lingüístico para explicar que los lectores [o los espectadores u oyentes] van a tratar siempre de integrar cualquier tipo de información nueva a esquemas más amplios que ya conozcan, buscando [imaginando] aspectos comunes entre las dos. El principio de parsimonia nos permite conectar los puntos, connect the dots [como en esos cuadernos de pasatiempos donde, si seguíamos las instrucciones y uníamos los puntos correctos, una página llena de puntitos revelaba una imagen de un pato pescando]. Enfrentados ante una serie de eventos, nos cuesta mucho evitar establecer relaciones entre ellos, ordenarlos según causas y efectos que satisfagan nuestra mentalidad narrativa [y, en el caso del tecnotexto, de acuerdo también con nuestro grado de alfabetismo digital]. Lo perturbador de los tecnotextos que tenemos entre manos, empero, es darse cuenta de que la lectora no está sola mientras dibuja al patito u ordena eventos según la lógica cultural del momento, la lectura activa o la interacción con el texto que se implica en el principio de parsimonia se ve envuelta en una falacia [muy
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productiva] en estas obras. Nos convencemos de que somos nosotros los que descubrimos las relaciones entre los hackers y Alba, los que intuimos la perversidad de la realidad virtual o los que conocemos el pasado de Pepe el Rojillo, según vamos conectando la información distribuida por sus páginas, pero nos damos cuenta [o deberíamos dárnosla] de que si hay una narrativa que emerge de las piezas, coherente y que nos cuenta una historia con su argumento, sus personajes, sus cosas de toda la vida, es porque existe una voz [una autoridad] escondida tras la pantomima de la interfaz invisible [y a la que deberíamos prestar atención, aunque parezca que no dice nada]. Esta voz interfaz se encarna en el libro, decía yo, en su temporalidad y espacialidad, aunque carezca de cuerpo y boca propias #narradorinterfaz. Más allá de su eliminación, la recursividad retórica del uso del remix y la remediación en los libros de Mora, Fernández y Carrión revelan la presencia fantasmal de unas superestructuras de saber donde una fuerza narrativa, pero inaccesible a nosotros, se esconde bajo la superficie de un objeto en el que confiamos, como sería el libro. Pero, ¿por qué?, ¿por qué tanto trampantojo para ocultar al autor, fingir que está muerto, para traerlo finalmente como espectro, como fantasma del storytelling? No lo sé, pero les propongo la siguiente reflexión [generalizando y muy grosso modo]: Sobre el Yo y sus fantasmas El yo narrativo ha tenido muchas caras. En la modernidad presuponía la existencia de un sujeto experto, una voz adecuada que podría alcanzar la verdad, siendo el “yo” una voz superior, más lista, más culta, más experta. En la posmodernidad, una vez que asumimos que la verdad es relativa y que nunca podríamos alcanzarla, el “yo” narrativo se adaptó a la figura del intérprete [no del experto per se] del mundo, que aunque no podía conocer toda la verdad de ahí fuera, podía informarnos sobre su interpretación subjetiva. La verdad, así, solo podía encontrarse en el sujeto, y todo podría explicarse desde él. Sea como fuere, ambas posturas mantenían la creencia esencial en la necesidad del “yo”; en la importancia del autor [narrador] como guía [hacia la verdad, o hacia la interpretación, pero hacia algún lugar y de su manita]. En el caso del narrador fantasmal del tecnotexto, vemos que el “yo” todavía existe, aunque utiliza otra lente interpretativa, no siendo ya la verdad ni el sujeto del pasado. El Autor como experto desaparecería en la estructura rizomática de la red, que marcaría la insuficiencia de presentar un único punto de vista. En cierto modo, esto replicaría la creencia de las culturas del internet [el software libre, los comunes, estas cosas] acerca de la
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importancia de la horizontalidad y el poder compartido, distribuido entre pares [o elementos], en vez de estar respondiendo a la verticalidad de un orden establecido desde arriba [desde el “yo” único del autor]. Si todos los elementos están dispuestos de manera equitativa en la página, sin una voz que los organice y les imponga una ideología, una cosmovisión, el texto parecería abrirse a la emergencia de significados nuevos que ningún examen de ellos por separado hubiera permitido anticipar. El Raimundo Laddaga del que les hablé antes lo llamaba ocasión de un aprendizaje, de un aprendizaje de emergencia. Lo que observo, entonces, es un conflicto entre el deseo de estos escritores #postweb de erradicar la figura del “yo” (pos)moderno [que, por qué no decirlo, en la literatura española está atada a ese establishment cultural de la CT tan vertical y ordenado] por medio de su disolución en la interfaz gráfica del medio digital y la reaparición de la figura narrativa que sucede con su remediación al papel, claudicando de cierta manera ante el libro y sus estructuras narrativas. Ojo, no quiero que piensen que lo que presento aquí es una burda dicotomía entre lo digital como antinarrativo y el libro como narrativo, porque esto sería una simplificación bastante peligrosa y en desdeño de las particularidades específicas de cada cosa [piensen, si no, en el poder de las interfaces digitales para guiar lecturas: en los periódicos, en las redes sociales, en el caso de las últimas elecciones #fakenews], aunque sí mantengo que el espacio digital permite un tipo de creación alternativa a aquello que en el caso español se había considerado cultural y políticamente correcto durante tantos años. El problema de la manipulación de la interfaz como algo construido digitalmente a su paso controlado y ajustado a la narrativa ficcional de los tres libros que estoy analizando [la necesidad imperiosa de conservar el Yo dentro de la producción cultural española] empero, es más bien un apunte hacia ese afuera alternativo que una verdadera internalización de esa otra cultura digital. Sobre el Yo y su pasado La naturaleza híbrida del tecnotexto, no siendo un libro narrativo tradicional ni un objeto digital puro, permite indicar un cambio en la sensibilidad creadora en tanto que su figura narrativa; un reconocimiento de la posibilidad del cambio, si se quiere, y del cambio que viene de la mano de la máquina. Es más, la huella que la máquina deja en el papel, actuando como marca del pasado virtual del objeto, revela también una historia inmaterial que corta a través del mecanismo de inscripción, en esta instancia, el libro. El pasado, la Historia, vuelve al tecnotexto como alusión [#fantasmagoria] y el libro se convierte en ruina de ese pasado.
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In other words, todo tecnotexto nos recuerda que fue antes algo distinto a lo que hoy tengo en mis manos, su materialidad apunta a un tipo particular de historia de un objeto cuya deuda con lo digital tan solo emerge a partir de la imprenta. [Volveré a esto en las siguientes secciones cuando analice tres libros más: Construcción, Casa abierta y Otro, así que no me adelanto más.] La importancia de la presencia del pasado en el presente [y viceversa] quedaba clara, además, en el trabajo sobre la memoria y la Guerra Civil española en el caso de Carrión, pero no olvidemos que las obras distópicas de Mora y Fernández también son estudios sobre el tiempo y la memoria [de pasados y futuros posibles, en su caso, siendo siempre así proyecciones del presente del que nacen como ya mencioné antes]. El compromiso con el pasado y su relación fantasmal con la tecnología no es algo exclusivo del medio digital y, de hecho, podría decirse que la decepción posmoderna por no poder acceder al pasado y la verdad tendría mucho que ver con la proliferación de medios de masas, anuncios y cosas así que convirtieron la historia en un bien de consumo. Jo Labanyi [a la que vuelvo para cerrar este tema de una vez por todas porque dice algo muy bonito sobre la tecnología y los fantasmas que antes se me quedó colgando] explica que el énfasis posmoderno en la imposibilidad de acceder al pasado no solo tiene que ver con esta proliferación de mecanismos fallidos para recordar sino con la afirmación de la cualidad espectral del pasado según deja huella en el presente. En el caso español, esta afirmación se convierte en un imperativo moral que nos obliga a ser testigos de la huella de aquellos a los que no se les permitió dejar huella, es decir, los fantasmas. En un país que ha emergido tras cuarenta años de represión cultural [Labanyi escribía esto durante la Transición y se refería a la dictadura. Yo creo que extendería un poco más la fecha] la obligación con los fantasmas del pasado, esto es, con aquellos relegados al estatus de muertos en vida al negárseles la voz y la memoria, es considerable. Según ha ido asumiéndose y abandonándose la moda posmoderna, el imperativo moral del que nos hablaba la académica norteamericana ha sido absorbido por casi la totalidad de la producción española con aquel boom de la memoria que vimos en el cine, la televisión y la literatura. La Crónica de Viaje de Carrión no es excepción y es heredera de esta situación, pero la conciencia tecnológica que muestra al reconocer y comprender el entorno desde el que nace [mediático, político e histórico] la resitúa en una especie de limbo temporal, anfibio como su propio cuerpo. Sin mirar al pasado sino al futuro, las obras de Fernández y Mora la acompañan al admitir la presencia de la máquina en su interfaz y terminan por convertirse también, desde la distopía superficial de sus páginas, en objetos de memoria y pasado [#memoryloop]. Son los tres
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libros de superficie, aunque como he mencionado, hay una relación significativa entre el contenido de sus historias y la manera en la que estas nos son contadas por la interfaz remediada a sus páginas. No es tanto que estas historias no importen [aunque a mí me importen poco con relación a lo demás], sino que su valor como objetos de memoria sería nulo sin el tratamiento formal que le da el tecnotexto.
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Crónica de Viaje, Alba Cromm y Cero absoluto son libros de superficie, como les he estado contando, ejemplos de literatura electrónica que nos remiten a su concepción digital a partir de la visualidad de su página estática de celulosa. Son libros cuya madre computacional se nota a primera vista, por así decirlo, su genealogía está dibujada en su cuerpo. Pero no todos los tecnotextos [estos textos cuyo cuerpo servía como investigación de la tecnología que los creaba] funcionan de manera tan superficial. Hay otros donde la marca digital es una herida un poco más profunda, un corte más hondo, si se quiere. Son libros que, aunque no presentan ventanas de chat o de buscadores de internet en sus páginas y parezcan, muchas veces, ser libros alfabéticos comunes y corrientes, comparten una retórica digital que es heredera de esas características digitales que he comentado hace un momento. Cosas que, como la multimedialidad, la flexibilidad, la profundidad, la modularidad, etc., se mantienen dentro de los libros, pero de manera subterránea, escondidas en una retórica no-visual, ocultas bajo la interfaz de la página. Para que vean de qué les hablo, les voy a presentar tres libros más: Construcción, un poemario temprano de Vicente Luis Mora, Casa abierta, un libro raro de poemas de Javier Fernández, y Otro, la primera novela de Robert Juan-Cantavella [por cambiar un poco de estos dos señores andaluces], que me permiten explorar el proceso digital que existió en su composición, más allá de la marca en el producto que sería el tecnotexto impreso. Son libros cuya composición digital ha afectado a su poética o narrativas internas, donde la mano de la máquina solo puede revelarse ahondando en las capas tectónicas de los objetos en sí. Tampoco se crean que voy a irme muy lejos de lo que les llevo repitiendo durante todas estas páginas, seguiré hablando de libros creados con la máquina digital, pero prestaré más atención al código alfabético que al visual de su interfaz para explorar el impacto que el software que utilizamos todos los días en la composición textual en un ordenador [los llamados procesadores de texto como el famoso Word] han tenido en el desarrollo de la composición literaria. Digamos que voy a pasar de la exploración desde fuera a mirar el interior de los textos, ver su proceso de construcción digital y no solo su producto final. Sobre Construcción y la bibliomaquia como un tipo de plagio arqueológico De todos los libros que cubre este ensayo, Construcción (2005), de Vicente Luis Mora, es probablemente el menos raro. Es un libro de poemas de los de toda la vida, impreso, sin dibujitos, publicado por Pre-Textos, con versos más o menos uniformemente distribuidos por sus páginas [con alguna excepción que lo acerca a veces a la poesía visual o concreta] pero,
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en general, es un libro que cualquier persona acostumbrada a leer códices consideraría normal a primera vista. Es, además, un poemario sobre el amor y su pérdida, ¿qué más rollo que hablar de poemas de amor? Y, no obstante, a pesar de lo común y corriente que parece, Construcción no es un libro fácil de leer. Es, de hecho, bastante más complicado que Alba Cromm, por muchos recovecos visuales que tuviera aquella otra obra porque, aunque parece ofrecer poco a los ojos, todo lo que nos da Construcción es parte esencial para entender su mecánica, su poética. Es un libro donde forma y contenido se evocan constantemente funcionando de manera mucho más sincronizada que lo que podía ocurrir con los anteriores tecnotextos donde la interfaz nos apuntaba a una realidad distinta a la de su contenido ficcional [aunque juntos crearan aquellas metáforas materiales que constituían su literalidad o narrativa]. Nada está de más en este poemario, cada pieza está soportando el resto del peso del poema como si cada ladrillo, cada palabra, fuera un muro de carga. Este largo poema de amor, pues, es también un poema prescriptivo sobre cómo hacer poemas y, sobre todo, cómo hacerse a sí mismo. Para crearse tiene que explicarse [ahora que lo pienso, es un poco así también el amor], y el libro empieza con un prólogo corto en el que explica, valga la redundancia, los mecanismos subyacentes a su construcción. Es casi un libro que, como programa o máquina, como videojuego incluso, nos ofrece instrucciones de uso, instrucciones para leer. “Primera Piedra” se llama el prólogo [el símil no es muy rebuscado] y ahí se revela, de manera bastante modernista, el tropo arquitectónico que va desmigajando sus mecanismos estructurales y su imaginario poético. La metodología la explica el propio Mora en un ensayo más largo llamado “Planos” [tampoco la metáfora es opaca aquí] acuñando el término de “bibliomaquia”, donde el autor confiesa el uso de fuentes externas en esta composición literaria. La bibliomaquia de Mora no es la inclusión de citas claramente entrecomilladas en un texto para hacer referencia a la voz ajena, reconociendo su autoría [y autoridad] original como sería el uso habitual en un ensayo, por ejemplo, ni es tampoco un caso de referencia intertextual asumida, como podía ocurrir con el uso de las citas en el remix de ciencia ficción de Cero absoluto. La bibliomaquia de Mora copia directamente fragmentos escritos por otras manos presentándolos aquí como parte de la composición original de Construcción. Les doy un ejemplo: lo nuestro no fue amor fue convivencia y entonces por qué duele? por qué si no hay culpables me arrepiento? me duele una mujer por todo el cuerpo
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En estos versos la gracia de la composición recae en la intertextualidad y la reproducción [del amor y del texto]. La búsqueda de significado, aquí relacionada con la experiencia romántica, debería ser única para cada amante y, no obstante, es rápidamente universalizada. Los versos de Borges de “El amenazado” aparecen en cursiva, asimilando el dolor de la voz poética de Mora a la del autor argentino y, a su vez, a la del amor como un concepto simbólico total. Aun si la intertextualidad no es necesaria y el reconocimiento de la fuente original no sea esencial para entender el poema [aunque, cuando lo hacemos, reconocemos el pasado y la historia de la cita, participando en un momento de memoria #memoryloop], Mora eleva el sentimiento poético a una especie de emoción universal, proponiendo que el amor, aun cuando es compartido entre otros, aun cuando es réplica exacta de otro, sigue manteniendo una cualidad genuina. La expresión literaria de un sentimiento universalizado nos ayuda también a cuestionar la importancia y la definición de la originalidad como concepto, que deja de ser eterna, preexistente o dependiente de la obra de arte, para ser determinada por el contexto y el momento [el del poema, el del libro, el de la lectura]. El ejemplo más radical de bibliomaquia [o así lo pensé yo la primera vez que escribí sobre el tema, allá por 2011 cuando vivía en el sur de California entre palmeras] aparece en el último poema “El ansia de felicidad (Tesela 15)”, un poema remix entretejido por materiales de autorías distintas a la de Mora [y parte de un proyecto más amplio bajo el mismo título compartido con Javier Fernández], eliminando por completo cualquier instancia de originalidad en el sentido tradicional de la palabra. Aquí, El mono gramático de Octavio Paz y el Viaje al fin del invierno de Jenaro Talens se fragmentan, atomizan y reforman en un nuevo poema. La originalidad reside entonces en descubrir las relaciones preexistentes entre los dos textos anteriores, mientras se crean nuevas imágenes por su remezcla. Craig Dworkin, un poeta y crítico estadounidense dice que estos procesos [que él llama writing-through, literalmente de escribir a través] subrayan, literalizan más bien, la manera en la que un lector es siempre en cierto modo escritor, porque cuando leemos seleccionamos algunos materiales del texto e ignoramos el resto y activamos algunos códigos de significación a expensas de otras estrategias, mientras que nos adherimos a ciertos protocolos de recombinación lingüística que, necesariamente, violan procedimientos alternativos [en el fondo, como lectores, hacemos un poco lo que nos da la gana, aunque todo esto también tiene que ver con el grado de alfabetización que tengamos, no digital ya, sino de lectura tradicional]. La yuxtaposición de textos diferentes en este caso funciona como un puente entre lector y escritor, reconstruyendo significados latentes en los textos de manera quizás similar al funcionamiento de los collages o remixes que ya conocemos.
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No es la primera vez que vemos este juego que tildamos de posmoderno en el que un texto se crearía del remix de otros. El reciclado, el remix, podría entenderse fácilmente como este tipo de pastiche anti-autoría en el sentido que vimos con Barthes y Foucault y los tecnotextos anteriores [aunque siendo ahora ejemplos de representación monomedial; texto referido en texto como texto; y no remix multimedia como ocurría entonces] o, incluso, como parodia en un sentido bajtiniano mucho más viejo. Si queremos seguir por ahí y buscar antecedentes literarios a la bibliomaquia, vemos que el poema sigue una regla estructural a medio camino entre el Pierre Menard de Borges, los plagiarismos de Lautréamont y las prácticas intervencionistas del conceptualismo estadounidense de principios de siglo xxi [gente como Kenneth Goldsmith, Vanessa Place, et al.]. La apropiación como técnica poética, además, también puede verse en T. S. Eliot o en Ezra Pound [por rizar el rizo y proponer otros posibles antecedentes a esa poesía conceptualista en inglés] o en muchos otros casos de la literatura en español. Aparte de la referencia indispensable a Borges y los millones de remakes [más o menos castigados] que existen de su obra, se me ocurren [como se les ha ocurrido a muchos otros] las múltiples imitaciones que ha tenido la obra maestra cervantina, desde el famoso falso Quijote de Alonso Fernández de Avellaneda en 1614, a la versión de Andrés Trapiello en 2005, Al morir don Quijote, y su secuela El final de Sancho Panza y otras suertes en 2014. No se trata siempre de apropiaciones propiamente dichas, sino de técnicas de variaciones, remakes, continuaciones y referencias. Aunque Construcción sea distinto a estos últimos ejemplos, porque no es un remake que imite o adapte un texto antiguo a un código moderno, el poemario de Mora sigue considerando el plagio como método artístico. El plagio [que en realidad no es más que un gesto porque en unos créditos finales se dan una lista de fuentes exactas; en el fondo Mora no se moja del todo pero, claro, nadie quiere ir a la cárcel por violaciones de copyright, y menos tratándose de albaceas como la de Borges. Yo tampoco] se convierte en una técnica de exploración para abrir un nuevo espacio de creación dentro del texto original. En el “Planos” del que les hablaba antes, Mora define la literatura como un “mosaico de inconcebibles proporciones” donde cada escritor podría coger lo que le plazca. Como de materiales de construcción va la cosa, Mora habla de teselas y de manera muy arqueológica [aquí usándola yo en el sentido de la arqueología antihistórica de la que les llevo hablando indirectamente todo el ensayo de Zielinski & Cía #vivalaarqueología], explica que cada escritor puede elegir entre escribir nuevas teselas, tomar algunas de las ya elaboradas o adjuntar los dos procedimientos para conseguir una obra de mayor complejidad [de esto no sé si estoy segura]. La base de datos sobre la que trabajar no incluiría solo
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textos considerados literarios de manera tradicional, sino que abrazaría el total de lo escrito, y vemos cómo en Construcción se incluyen textos de ingeniería arquitectónica junto a León Felipe u Octavio Paz. La bibliomaquia de Mora relativiza la importancia de los distintos discursos nivelándolos todos según su cualidad poética latente, en una manera muy similar al pragmatismo poético de Agustín Fernández Mallo que explica en su Postpoesía: hacia un nuevo paradigma, una propuesta bastante #postweb. En aquel ensayo Mallo decía que pronto serían [o, a sus ojos, ya eran] hitos de la poesía universal tanto las obras completas de José Ángel Valente como la Teoría de la relatividad de Einstein. Ponía al mismo nivel poético al Canto espiritual de San Juan de la Cruz con el Tractatus Logico Philosophicus de Wittgenstein, y decía que todos se leerán de la misma manera, como poesía. Criticado por su supuesto ahistoricismo, de lo que se trataría es de intervenir lo que está escrito para acomodarlo a la escritura propia mezclando, parece, dos ideas que también comparte Mora y que me parecen fabulosas y muy significativas del momento #postweb [y de la sensibilidad digital del momento y su interpretación de la historia y sus narraciones]: el absoluto respeto por la literatura anterior y el desprecio absoluto por la literatura precedente. Para qué decirlo de otra manera, Mora lo dice hermosamente. La mirada literaria se vuelve más arqueológica que historicista y el ímpetu que mueve la creación deja de ser la persecución de la novedad o la originalidad en el sentido evolutivo tradicional, para pasar a ser otra cosa. La tercera sección del libro “Las piedras” continúa con la yuxtaposición de textos sin la intervención explícita de una voz guía que las una o interprete para nosotros [hagámosle un guiño a mi #narradorinterfaz, aunque aquí sea otra cosa porque sí estamos hablando de palabras y no de imágenes], dejándonos extraer cualquier tipo de conclusión intertextual, semántica o metafórica que nos plazca. Esta distribución modular [recuerden que la modularidad era una de las características esenciales de la retórica digital] es intrínseca al remix y a la apropiación, como vengo repitiendo, pero es también uno de esos elementos evocados metafictivamente en la composición del texto que titula cada sección con un elemento arquitectónico distinto: piedras, primera piedra, planos, etc. Aunque la metáfora sea un poco evidente [y, por eso, quizás un poco bobo descubrirlo yo], vemos que las técnicas de apropiación y remezcla [mejor decir sampling, que no es exactamente lo mismo] se convierten en piedras d toque, fundacionales, del poemario. Las siguientes cuarta, quinta y sexta secciones mantienen esta estructura apropiacionista [¿por qué no decirlo?, citacionista como el Konvolut de Walter Benjamin en su Arcades Projects, me imagino que alguno lo estaría pensando], dándole forma a nuestra comprensión a partir de marcos referenciales y un contexto que siempre transforma el contenido. La
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cuarta sección “El tema” vira nuestra atención hacia la pérdida amorosa, apropiándose de textos de W. H. Auden, Saul Bellow y Peter Handke [como referencias cosmopolitas que buscan un lector global, pero eso es otro tema]. “Los planos” de la quinta vuelven a incidir en el tema central, comprendiendo la obra como una construcción arquitectónica y modular, remitiéndose a su materialidad y su inscripción física en esas páginas estáticas del libro códice, y dice [se lo copio tal cual, corchetes de Mora incluidos; esta vez no de memoria, sería demasiado citar poemas de memoria teniendo el libro aquí al lado]: “[Cuando construimos no hacemos otra cosa que destacar una cantidad conveniente de espacio, cerrarlo y protegerlo.] [Geoffry Scott en Bruno Zevi Saber ver la arquitectura]”, así como su referencialidad fuera del mundo del libro “[Todo lo que hay en el mundo es valedero para entrar en un poema] [León Felipe, prólogo a El Hacha]”. [Esto estaba en la página 21, si gustan saber.] Sobre el apropiacionismo espectacular (à la Guy Debord) y el desdén de la máquina Aunque enseguida pasaré a explicar cómo estas nuevas instancias apropiacionistas y modulares de Mora reflejan el impacto que el software ha tenido en su escritura, no quiero pecar de ignorante y de actuar en el vacío literario. De ahí el reconocimiento de esa otra literatura citacionista anterior, aun si es despreciada, que les comentaba antes con la obra de Borges, de Pound y muchos otros. Algo similar ocurría con esa poesía conceptualista norteamericana contemporánea a Mora que les comenté hace un ratito y que podría existir en tensión o analogía con la del mismo Mora [porque es cierto que comparten ciertas características y aparecen en el mundo más o menos al mismo tiempo]. Sin proponerla como influencia en la de nuestro señor andaluz, se ha dicho que esta poesía conceptualista ocurre también en situación análoga [aunque anacrónica] con lo que fue el situacionismo en los años 60 y 70 y quizás sea productivo también pensarlo con relación a la bibliomaquia de Mora [productivo y pragmático por mi parte, ¿para qué inventar la rueda si dicen algunas cosas útiles que yo puedo reutilizar?], porque los experimentos situacionistas, incluso los más utópicos, tenían que llevarse a cabo dentro de parámetros preexistentes e inevitables [como la mayoría de la poesía experimental más radical, por otra parte, y como toda la producción digital, por otra]. La famosa teoría situacionista del détournement [literalmente, darle la vuelta a las cosas, darles un uso que antes no tenían] es, sin ir más lejos, una aplicación ideológica de esa práctica apropiacionista de textos ajenos de toda la vida, ahora dentro del contexto aquel que Guy Debord [letrista, marxista y situacionista par excellence] le daba en La sociedad del espectáculo.
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Según Debord, el espectáculo corresponde a un discurso autoritario, no necesariamente dictatorial pero hegemónico [llámese establishment cultural o político] que se esfuerza porque su mensaje sea recibido y consumido de manera obediente, previniendo que nosotros los receptores llevemos a cabo cualquier tipo de acción creativa, es decir, se trata de un discurso que nos convierte en receptores pasivos, en espectadores sumisos de su mensaje [ya les he dicho que no se trataba de pensar en el situacionismo de los 60 como un precedente literario a Construcción, pero la situación que se dio entonces puede que sea análoga a la que vemos en España. No digo más #historiasdelaCT]. Frente al discurso aburrido y opresor del espectáculo [¿CT?] la respuesta de Debord con su détournement y sus derivas [aquí “deriva” es literal, una de las cosas que hacían los situacionistas era el paseo sin rumbo fijo, la deriva por un lugar, sin gol ni productividad, escapando de la rutina laboral habitual, y siguiendo los impulsos y emociones que se vayan despertando], aboga por la subversión de la pasividad al convertir a los consumidores en productores, desestabilizando la balanza creativa. Debord pedía un tipo de comunicación bilateral, donde el consumidor se convertiría en un productor de significado en su interacción con los bienes de consumo, incluyendo el tiempo y el espacio [de ahí, el concepto de deriva urbana]. Estos diálogos que se establecen con las cosas y el entorno serían necesariamente antiespectaculares, en parte porque evitarían reflejar la lógica del espejo [del latín, speculum, ¿cómo se quedan?]. Y superar los códigos y las estructuras del lenguaje establecidos promovería, según Debord [y aquí también Dworkin se sube al carro con sus conceptualistas], la liberación de las demandas autoritarias y sus correspondientes jerarquías. El tipo de creación libre que emergería sería la “auténtica poesía”, pues estaría pensada como un compromiso activo y creativo con el consumo que, a su vez, subvertiría la naturaleza autoritaria de este [la daría la vuelta, nunca mejor dicho]. El detóurnement literario en este sentido, las intervenciones textuales en obras ya escritas y su presencia como corta y pega en otro lugar, serían entonces instancias de comunicación libre. Estarían liberando al texto de su consumo opresor, al tomar un nuevo significado más auténtico. El ímpetu en este sentido de la creación, obviamente, no sería la originalidad, porque se reconoce que ninguna parte del texto es original, aunque la práctica resida en la creatividad del poeta liberador [como ven, vamos un poco más allá de aquella supuesta “muerte del autor”. Ahora lo matamos y liberamos el texto de ese mundo opresivo del establishment a donde van a parar todos los textos]. Años más tarde, Marjorie Perloff [una académica norteamericana muy interesada en la avant-garde y el conceptualismo] escribió un libro llamado Unoriginal Genius donde habla de procesos poéticos muy semejantes
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a este de Debord y Dworkin. Ella observa que en el discurso conceptualista sigue habiendo originalidad en la copia, pero que mantiene una connotación diferente que requiere de la separación de la palabra original de su compañera habitual genio. Definir qué es este genio [el creativo, no piensen en el de la lámpara de Aladino] tiene que ver con concebir la originalidad según su circunstancia histórica. Con su contexto y con su momento [y no por echarme flores, pero es lo que les estaba yo diciendo hace un rato sobre Construcción e, incluso, Cero absoluto, aunque allí se trataba de un remix intertextual, un remix como retórica, y aquí de sampling puro y duro #autobombo]. Sobre el apropiacionismo no situacionista: el apropiacionismo digital Y puede que por ahí tenga más que ver la cosa, según lo que nos interesa a nosotras [a mí #holasoylaAutora] ver en Construcción para proponerlo [como vengo haciendo con todos los textos anteriores] como ejemplo de la sensibilidad #postweb del momento, de nuestra circunstancia histórica. Aunque apropiacionista como pocos, el poemario de Mora, insisto, no debería ser leído como un caso de “auténtica comunicación” ni como un ejemplo politiquero de détournement por mucho que su estética pudiese rechazar el discurso hegemónico del espectáculo español. Es cierto que la fragmentación, la modularidad y el remix necesitan de la participación activa del lector, pero su existencia en el poema son reflejos de su gestación digital y no de un impulso situacionista [de hecho, no estoy segura si la lectura situacionista oficial del conceptualismo gringo sea la adecuada tampoco]. En nuestro entorno mediático, el remix como gesto creativo se ha estandarizado de tal modo entre todos los usuarios de medios digitales que su consumo por nuestra parte, lejos de instigarnos a la subversión activa de Debord, nos ha convertido en nuevos espectadores [pasivos] de esta técnica de yuxtaposición, inseparable de nuestro uso digital. Y esta costumbre electrónica, la interiorización de la convención digital de la reapropiación, me parece a mí, es precisamente la que impela la cita y la copia que vemos en el texto. No puedo saber si estas otras instancias literarias anteriores fueron precedentes conscientes o no al #postweb de hoy [ni importa], pero está claro que Construcción fue escrito con procesador de texto en el siglo xxi y sería lógico que la apropiación apareciera como técnica central a su poética. La técnica de copiar un texto ajeno en una época donde todo texto nos parece móvil y transferible, pasando rápidamente de una ubicación digital a otra, o de la imprenta a lo digital, y siendo fácilmente transformable, apropiado o escondido para cualquier tipo de objetivo sería lógicamente una de las características recurrentes en una poesía consciente de
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su concepción digital. Perloff y sus conceptualistas entenderían el texto como maleable y flexible como un archivo digital, situando a la interacción del poeta con el software como un agente en el cambio de la actividad literaria, como uno de esos idiomas de los medios digitales. No recuerdo si era en The Language of New Media o en Software Takes Command [creo que era en este último, aunque me haya acordado de lo que les voy a decir por el título del otro] donde Lev Manovich propone que el lanzamiento de software con interfaz gráfica de usuario [esa que usamos nosotros, destinada a usuarios no especializados ni técnicos ni nada, sino lo que vendría a ser yo, por ejemplo] fue el factor determinante en la evolución de los medios de finales del siglo pasado hasta hoy. Manovich decía que en los 90, gracias a la proliferación de software de uso doméstico [aplicaciones para pintar en el ordenador, dibujar, manejar distintos tipos de información y, finalmente, los programas para construir productos multimedia o de animación, es decir, esos con los que hemos enredado todos desde el Paint de Word de antaño, a la gama de productos de Adobe hoy, como Photoshop o AfterEffects], el ordenador ha pasado de ser una tecnología culturalmente invisible [como lo sería en los 60, 70 y 80, cuando ya existían las máquinas digitales, no alucinen] a ser el nuevo motor de toda nuestra cultura. Y es cierto, el cine, la televisión, la música, el diseño, etc., han puesto a la máquina en el centro de su producción cultural, es imposible hacer nada sin ordenadores. Las artes están saturadas de computación y la literatura, por mucho que la pensemos como algo distinto, no es menos. Todo el sistema de producción literaria, incluyendo a escritores, copistas, editores, diseñadores, programadores, vendedores de libros, e incluso lectores, profesores, leyes de copyright y otras formas legales, páginas web y otros mecanismos de distribución y las tecnologías que los permiten, están permeados a todos sus niveles por la computación [Katherine Hayles decía que toda la literatura del siglo xxi era electrónica]. Siendo esto así, ¿cómo no pensar en el impacto que los mecanismos de producción literaria, ese software del que les hablo y sus redes, han tenido en el objeto literario, en su poética, en su narrativa? Sobre el software nuestro de cada día El Manovich del que les hablaba cree que en el mundo de la animación gráfica y el cine, la arquitectura, así como el diseño de productos y de espacios, han entrado en un nuevo universo de cambio continuo y transformación gracias al uso de software. Lo llama el continuity return y lo explica como el cambio que ocurrió en el lenguaje moderno de la forma tras la implantación de la representación visual basada en software cuando todas sus constantes fueron sustituidas por variables cuyo valor podía cambiar
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continuamente. Si el cambio en la forma visual y su comprensión ha sido alterado radicalmente por la introducción de una diferencia [el software digital] en sus mecanismos de producción, ¿por qué no tratar de ver también en qué consiste ese cambio procedural en el producto literario? El mismo Manovich hablaba de #remixability para definir la ubicuidad de la técnica en las artes y para explicar cómo la computación permite que distintos medios se influencien recursivamente en una especie de loop en el que las técnicas que eran originalmente parte de un tipo de medio, ahora se pueden aplicar a todos los medios. Me parece muy apropiado extender esta idea hacia la literatura [pero no toda, claro, no se preocupen, Pérez Reverte seguirá siendo Pérez Reverte, estoy hablando de aquella literatura consciente de la convergencia mediática de la que surge]. #Remixability se aplicaría a cualquiera de los gestos hoy ya tan habituales por los cuales repetimos y compartimos el discurso o las formas de otros como si fueran nuestros. Cosas como hacer un retuit en Twitter, o compartir la entrada de otro en la web propia. Estas acciones [Kenneth Goldsmith los ha llamado re-gestures, pero es que regesto suena horrible en el castellano mío] se han convertido en ritos culturales y de cachet. Hoy en día, filtering is taste, como diría el conceptualista. No se trataría de hacer un RT como gesto político antiespectacular [que ya les gustaría a algunos], sino de utilizar lo que guste de manera más o menos pragmática como venían mostrando la bibliomaquia de Mora y la postpoesía de Fernández Mallo. Este cambio de sensibilidad cuestiona muchas de las premisas que habíamos dado por válidas en la tradición literaria y [por seguir y terminar con los conceptualistas] el mismo Goldsmith diría una cosa muy bonita y muy citada acerca de esto: with the rise of the Web, writing has met its photography. Es decir, que con el advenimiento de la red, la literatura se ha encontrado en una tesitura similar a la de la pintura con la invención de la fotografía, una tecnología capaz de hacer mejor lo que las artes pictóricas habían estado tratando de hacer [no lo dice Goldsmith, pero entiendan que la pintura buscaba reflejar la realidad, ser lo más realista posible, ser un arte documental]. Tras la fotografía, la pintura tuvo que reinventarse, alterar su discurso radicalmente para sobrevivir [y de ahí el surgimiento del impresionismo, el expresionismo, el arte abstracto, etc., expresiones que son investigaciones sobre el medio, la luz, el color y el concepto de la pintura más que sobre la realidad de lo que había ahí fuera]. La literatura, enfrentada a una cantidad sin precedentes de texto digital disponible tendría que hacer lo mismo, redefinirse para adaptarse a su nuevo ecosistema de abundancia textual. No sé si lo de Goldsmith tiene mucho sentido, más allá de valorar el giro conceptualista de su propia literatura y descreditar a aquella de ímpetus realistas, y poco tiene de mensaje político en el sentido situacionista. No obstante, y sin repetir el tono celebratorio del estadounidense, me
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parece esencial repensar la literatura dentro de un contexto nuevo. Si es el contexto inmediato el que determina el contenido, como les vengo insistiendo, toda aquella literatura que sigue ignorando su entorno digital no puede sino pecar, al menos, de ingenua. El rol de la literatura debería redefinirse de manera funcional [y ontológica #elcuerpo(digital)importa, no se olviden] buscando más respuestas en ese mismo contexto electrónico y sus características digitales, y menos en precedentes literarios o políticos que pudieran presentar características análogas. Puede ser cierto, de todos modos, que la técnica apropiacionista y el remix mantengan cierta aureola política en su vertiente democratizadora, pues está tan extendida y es tan fácil de hacer, que cualquiera se puede convertir en apropiacionista, en creador, en autor activo de los que quería Debord [créanme, hasta yo hago poemas #remixability]. Guardando siempre las distancias, parece un poco irónico notar que la empresa dorada y frustrada de los situacionistas haya sido finalmente alcanzada gracias a las tecnologías digitales impulsadas por el neoliberalismo de hoy #paradojasdelavida. Sobre Casa abierta y el libro tridimensional En comparación con Construcción, Casa abierta de Javier Fernández es un libro rarísimo impreso [y serigrafiado] a dos tintas sobre plástico y diversos papeles de distinto gramaje, con algunas páginas translúcidas incluso, de forma alargada y con una varilla blanca de metal atravesándolo todo. En vez de índice, el libro ofrece una lista de contenidos materiales: papel: cubierta; tipo: Bristol 350gr./papel: interior; tipo: opale liso 80/100/250gr./papel: interior; opale dialogue 90/125/150gr./ papel: interior; tipo: vegetal canson 90/180/235gr; encuadernación/ manipulado: wire-o blanco. Tras ello, un despliegue de páginas diferentes, algunas con fotografías, la mayoría con un texto que sirve para dibujar [literal, no metafóricamente] imágenes sobre la página como si fueran pinceladas. Claro que el juego material va más allá de lo que podría ser un caligrama común y corriente, porque la lectura de Casa abierta es una que se lleva a cabo con el cuerpo y no solo con los ojos siguiendo la senda que las palabras dibujan sobre la página. Es la de Fernández una especie de lectura en tres dimensiones que, como dice el propio autor, surge de las resonancias visuales y la propia singularidad física del libro, apelando al sentido del tacto junto a la observación que son necesarios en nuestra manipulación del objeto. Como objeto, Casa abierta es un libro totalmente consciente y deudor de su corporalidad [#elcuerpoimporta] que explota la forma de ese libro que conocemos jugando con las limitaciones y convenciones del formato [como la de pensar una página de manera transparente y no a dos caras] para crear nuevos significados poéticos.
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FIGURA 8. LIBRO CASA ABIERTA ABIERTO EN HÉLICE
En los 70, el crítico y artista mexicano Ulises Carrión [que ya mencioné antes, y creo que lo llamé genio] acuñó el término “bookwork”, algo así como “obra-libro”, para hablar del libro como una escultura interactiva, pensada para ser leída, pero también tocada, expuesta y admirada. En contra de la visión mainstream que favorece el concepto de “texto”
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sobre “libro”, Carrión entendía que el libro podría existir como forma autónoma y suficiente en sí misma, donde el texto que se incluiría [de incluirse] acentuaría o se integraría en esa forma. El texto, para Carrión, es significativo pero dependiente del cuerpo físico del libro. El cuerpo del libro funcionaría como soporte secuencial para un mensaje [mensaje que no tiene por qué ser alfabético] donde el tiempo de lectura actúa como elemento principal. El tiempo se convierte en acción mientras el lector pasa páginas y la secuencia de lectura entre estas es lo que establece la tridimensionalidad del acto [Carrión dice que la secuencia en un libro no es autoevidente porque, a primera vista, todas las páginas son iguales e intercambiables, son rectángulos blancos con palabras dispuestas en párrafos más o menos parecidos, pero que su organización y numeración permiten establecer la distancia en el mensaje, abrir una brecha entre texto, libro y narrativa]. En esta primera edición de Casa abierta, el texto y el libro se compenetran de manera poética, creando recovecos de significación entre las texturas poéticas y materiales. Según pasamos página, nuevos elementos son revelados o superpuestos dependiendo de la transparencia de la página, reapareciendo en nuevos contextos y versos distintos que solo se nombran o silencian según el gramaje de la página. La delgadez de una página puede evocar la ceniza de una casa en llamas o, a la inversa, su grosor puede advertirnos de estar cambiando de habitación, cruzando tabiques y paredes según el sujeto poético avanza por el poema/la casa. Casa abierta, en fin, es una obra pensada para ser leída como libro, dentro de ese libro y esas páginas y materiales y no otros, siendo concebida siempre desde la materialidad. Hay quien pudiera objetar que leer Casa abierta [o cualquiera de los tecnotextos anteriores, sobre todo Crónica de Viaje] como bookwork lo enmarcaría dentro de la tradición del libro de artista, y no de la literaria, una queja curiosa pero no totalmente injustificada porque aunque los libros de artista se han dado dentro de la mayoría de movimientos artísticos y literarios su estudio se ha desarrollado de manera separada a esos campos, con una historia solo parcialmente relacionada con la cultura popular. Su historia en sí también es curiosa porque se desenvuelve entre dos corrientes contradictorias [que tienen mucho que ver con el momento digital en el que vivimos, por cierto]. Por un lado, tendríamos la propuesta de la edición independiente, que liberaría al libro de las redes de publicación comercial y entendería la imprenta como un medio rápido de distribución masiva. Esta será la postura de activistas icónicos como el George Maciunas del Fluxus, la Bauhaus alemana, los situacionistas de Debord o, antes incluso, los socialistas soviéticos tipo Lissitzky. Por el otro lado, estaría la versión opuesta, la que entiende que cada libro es más bien único y no
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un múltiple de distribución, y que busca crear objetos impresos artísticos de cualidades auráticas. Aquí estarían las propuestas de Ulises Carrión, por ejemplo, con su Other Books and So, aquella librería de Ámsterdam que hacía las veces de galería de arte, o la Print Matters de Nueva York, nombres que seguro que nos suenan a todas, aunque sea un poquito. Libro de artista, bookwork o no, aquella primera edición de Casa abierta de papeles bonitos, plásticos y metales constó de 500 ejemplares y fue publicada bajo seudónimo, El Ursa. Sobre un libro “concreto” Casi una década después, la Diputación Provincial de Málaga reimprimía una versión nueva del Casa abierta que, como explica una breve advertencia del autor, se mostraba desnuda, libre de adornos y “ruido artístico” [¡¿ruido?!]. Casa abierta ahora encarnaba el cuerpo de un libro de bolsillo común y corriente. La parte alfabética del poemario [con la excepción de algunas citas bibliomáquicas que fueron eliminadas] se mantenía igual, pero el cuerpo era vuelto prescindible [la nueva Casa abierta podría publicarse en cualquier tipo de papel y formato, podría leerse en un Kindle, o en el móvil incluso, daría igual]. Fernández, en esa advertencia, explicaba que esa nueva versión era una obra nueva, un gemelo, procedente del mismo óvulo, pero intrínsecamente diferente. Y tanto. La materialidad fenomenológica, tangible y sustancial que daba forma a la obra-libro era ahora descartada, reduciéndose a la insustancialidad de la literatura tradicional. Decir tradicional no es del todo justo, porque la poética sigue siendo experimental y de rasgos concretos [“concretos” en el sentido de “concretismo” como movimiento literario, como la poesía concreta aquella que exploraba la relación de la forma de la palabra, de sus grafemas, de sus tipos, con el significado poético, aquella que hicieron famosa en los 50 los hermanos brasileños Augusto y Haroldo de Campos por ejemplo, aunque ejemplos de juegos visuales con la palabra haya muchos otros. No se trata de escribirles una historia literaria del concretismo que no viene a cuento, pero hay multitud de casos similares, desde la poesía visual medieval al famosísimo golpe de dados de Mallarmé en el siglo xix, a las vanguardias históricas, al letrismo, etc., etc., etc. Todos casos anteriores, quizás alguno precedente]. Como poema concreto, empero, Casa abierta explora a través del lenguaje y su impresión en la página una suerte de bildungsroman en la que un niño vaga por un solar de obra y ve el incendio de una casa, comentando sobre los procesos de construcción, destrucción, novedad y ruina. Por
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ponerles un ejemplo y darles una imagen concreta: al mencionar la caída de un libro al suelo en una parte del poema, el texto se derrama sobre la página como agua cayendo por una pendiente. El ritmo de lectura queda determinado por el diseño textual y los ojos se mueven siguiendo la salpicadura del agua contra el suelo. Las palabras se rompen y saltan como agua corriendo, violando las reglas de puntuación y ortografía, y la lectura se vuelve algo visual, no solo una actividad alfabética dentro de la mente [como en la fotito que les adjunto].
FIGURA 9. DETALLE DE CASA ABIERTA. EJEMPLO DE CONCRETISMO
Las palabras de todo el poemario se distribuyen de manera gráfica sobre la página reflexionando sobre el proceso de composición textual, así como el de la construcción física de la casa [un tropo arquitectónico muy similar a la modularidad del Construcción de Mora, ¿o no?]. Leer Casa abierta se convierte en una experiencia de cuerpo completo, como he dicho, abrigada en su dependencia a su propio cuerpo de libro. Su poética reside en su aserción como objeto artístico autosuficiente, autónomo en la construcción de esta casa que evidentemente depende de la materialidad del libro.
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El concretismo de la poesía que pinta con grafemas a la par que referencia, en Casa abierta ocupa un cuerpo en espiral de papeles y texturas distintas que construyen la obra. Es, Casa abierta, un libro que es y no solo uno que representa. Sobre materialidad poética. Así, en general Para entender la diferencia entre un libro que es y otro que representa quizás haya que separar dos connotaciones de materialidad que aquí aparecen interconectadas. Por un lado estaría la que llamaríamos poética en el sentido tradicional como he dicho antes, un tipo de materialidad insustancial [porque carece de sustancia física, no porque sea poco importante], que como no tiene cuerpo carece de diferenciación trascendental y que depende de su relación con la actividad interpretativa del lector. Ver la materialidad así implica que la forma que le demos a la literatura, es decir, al objeto literario, es siempre producto de esa interpretación, y no producto de sus características como objeto en sí, verdadero, negando que exista una inmanencia o una transcendencia material a la forma literaria. Por otro lado, estaría la definición fenomenológica de materialidad que entendería el objeto como sustancia inmanente y tangible, donde la forma no sería producto de la interpretación, sino una verdad a priori. Casa abierta [en la versión de 2001 original, no la otra que no me interesa más que como contrapunto] tendría en cuenta el aspecto físico y sustancial de su producción en el grosor de sus páginas y su transparencia, así como la otra poética abstracta al considerar los elementos sistémicos que construyen la historia del niño y la casa. Con esto estoy sugiriendo que Casa abierta combina los dos tipos de materialidad, asumiendo una relación dialéctica, donde uno y otro se interrumpen cuestionando nuestras concepciones de materialidad y poética. Pensar en la materialidad de esta manera, valorando el objeto sustancial y tangible como parte intrínseca de la poética, implica observar las características de producción del objeto, más allá de la significación relacional interna de las palabras de la obra. Es decir, que pensar en la poética sustancial del objeto nos obliga a considerar su circunstancia histórica particular, los mecanismos de producción que existen en el entorno mediático de convergencia del momento [#postweb]. Surge ahora, precisamente en este momento en el que la publicación digital parece eclipsar el mercado de la imprenta, un renacer de la práctica del libro de artista [o del libro-objeto, o del bookwork, o el tecnotexto] que enfatiza, si no fetichiza, las cualidades analógicas, tangibles y materiales del objeto de papel. Además de ser una contrarrespuesta a la digitalización de los medios que vivimos hoy en día, el Florian Cramer de Anti-Media vaticina que lo que
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están haciendo estos artistas del libro es prevenirse, de alguna manera, frente al futuro de la imprenta en el que la mayoría de la comunicación textual ocurrirá por medios digitales. Sugiere que lo que están haciendo es adelantarse al rol que tendrá el libro, que no desaparecerá, pero que existirá como objeto fetiche dentro de un nicho artesanal que considere el libro-como-objeto-tangible. Como hacíamos con los otros tecnotextos impresos, al recalcar la importancia de la mano invisible de la máquina en su producción física, Casa abierta nos obliga a pensar en el origen de sus materiales y sus partes. En las piezas que la construyen, desde la varilla de metal blanco que la atraviesa y el gramaje del papel, a la forma de los grafemas que dan cuerpo a sus palabras. Añadiendo a la famosa columna donde el arquitecto del futuro Nicholas Negroponte acuñó por primera vez el término “post-digital” [que hoy es ya tan famoso que suena medio añejo], Cramer reincide en la importancia de la materialidad de la imprenta y el libro, preguntándose si en este futuro donde, por ejemplo, el plástico ya no es nada sorprendente, quizás pronto veamos que lo digital tampoco lo es. La forma digital parece abocada a la misma banalidad, empezará a darse por sentada, a esperarse por defecto. Como el aire y el agua potable [así de tremendista se pone Negroponte], ser digital se notará solo por su ausencia, no por su presencia. #HelloPostdigitalism. Además, desde la avalancha digitalizadora que traduce todo a código y lo sube a la red [aunque esto sea casi una manera de hablar porque la traducción final sea algo amorfo que no se corresponde ni a uno ni a otro, porque la conversión de un objeto analógico a material digital no lo convierte en código legible como tal; piensen en los problemas de la OCR y los análisis de imágenes], vemos que los contenidos digitales se estandarizan dentro de plantillas definidas por las grandes corporaciones [las cuatro que todos conocemos: Apple, Google, Amazon y Facebook] y sus sistemas de minado de datos, que someten a cualquier producto digital al cribado, control y manipulación invisible de sus infraestructuras. El libro, frente a esto, parece ser un revulsivo analógico, un lugar fuera del alcance del algoritmo, siempre y cuando sea consciente del lugar que ocupa en esa ecología mediática. Casa abierta es, así, una obra de materialidades abstracta [en tanto que su poesía alfabética] y tangible [por la sustancial] que, aunque no copie aquella interfaz gráfica de usuario que vimos con Cero absoluto, Alba Cromm o Crónica de Viaje, comparte una sensibilidad modular y formal cuyo énfasis en el cuerpo y en la manera que este se adapta a los mecanismos de creación digital, me parece ser también respuesta a la ecología mediática del momento. Por otra parte, como Construcción, este poemario recogería un cambio en la percepción literaria tras la escritura en procesadores de textos y nuestra relación diaria con el texto virtual,
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volviendo pertinentes los experimentos poéticos visuales que cuestionen la referencialidad del signo y las posibilidades poéticas del grafema en sí [ese concretismo que les mencioné antes]. Sobre materialidad concreta y su renacer digital Hablar de poesía concreta como novedad hoy es ridículo, aunque es cierto que experimentamos una especie de renacer de la práctica gracias a nuestro entorno digital, como digo. No se debe, este renacer, a un espíritu defensor de la importancia y valores de las vanguardias históricas, ni de la importancia de su mensaje más o menos político hoy. No es tampoco un caso de nostalgia ni son estos ejemplos de la influencia de las vanguardias que ocurrieron hace más de medio siglo, sino que son hoy casos de asimilación de la forma gráfica en respuesta a la situación contemporánea [como ven, yo sigo en mi línea de defender el contexto y la arqueología y no la historia #vivalaarqueología]. Quizás, como pasara con los dadaístas, los futuristas o incluso los poetas concretos, aquellos artistas que el siglo pasado atendieron al lugar que la forma visual y el diseño tenía en su entorno social y publicitario y, mientras jugaban con sus códigos y su organización, se dedicaron a manipularlo, los escritores #postweb de los que les hablo son conscientes de la ubicuidad de los procesadores de texto y software gráfico y las capacidades visuales y de diseño que estos nos permiten hoy en día. Vemos texto móvil de distintas tipografías en anuncios, banners, o créditos televisivos y de cine, por ejemplo, acostumbrando nuestra mirada a las cualidades expresionistas de la palabra escrita como signo en sí. La falacia icónica [que leí por algún lugar que así la llamaba Umberto Eco] por la que ingenuamente pensaríamos que un signo tiene las mismas cualidades que su objeto y que es similar, análogo o que está motivado por el signo, ha sido popularmente descartada gracias a la modularidad digital y a nuestra práctica gráfica del software de escritura; ya no tienen que venir las artes a hablarnos de la diferencia entre signo y mundo, lo sabemos de sobra. Lo experimentamos todos los días al presionar una tecla y ver aparecer una letra en la pantalla. Trabajar en un entorno de software, es decir, escribir dentro de lo digital, afecta al producto [que ahora también será digital, al menos en parte] pero también al proceso de creación, a las maneras en que nos relacionamos con las plataformas creativas, con el procesador de texto [de manera inconsciente o no, sabemos que en el proceso creativo estamos nosotros, el texto y eso que lo procesa, aunque no sepamos muy bien de qué va la cosa]. A diferencia de la escritura sobre papel con lápiz o bolígrafo, o con la impresión mecánica, escribir en un documento digital cambia la ontología del producto literario en sí. No estamos añadiendo tinta a una su-
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perficie de celulosa, estamos creando un producto digital completamente nuevo. De la misma manera, para destruir o alterar el producto, en el caso del papel era necesario interactuar directamente con la superficie física del objeto, hacer un tachón, ponerle Tippex, cosas así. Con el procesador de texto, la interacción es más ligera y [por robarle unas palabras a Katherine Hayles otra vez] la fricción con la textualidad se reduce prácticamente a cero. Presionar una tecla puede reformatear completamente el texto, cambiarlo de lugar o borrarlo del todo. Así, cuando escribimos en un procesador de texto [lo noto ahora, mientras tecleo esto] experimentamos las palabras como si fueran inmateriales, como si el proceso de creación surgiera de la nada, de una nada donde existe ese texto o de donde podemos hacerlo desaparecer con un solo dedo. El texto se nos presenta como una ilusión intangible, parpadeante, haciéndonos creer que tenemos el poder de crear, destruir y controlar, al fin y al cabo, un producto interminablemente maleable. Ese texto se manifiesta como una proyección amorfa del deseo de escritura, reforzando ese misticismo popular que ve a la literatura [y cualquier otro texto] como un producto de la imaginación [y no del mundo]. Aunque la conexión entre el texto, el cuerpo que escribe y las tecnologías de inscripción sean definitivamente materiales, y no aleatorias o mágicas [recuerden aquello de la forénsica computacional de Kirschenbaum], durante los últimos tres siglos hemos sido [iba a decir víctimas pero diré] testigos de un intenso interés por definir la literatura como un objeto virtual dentro del reino imaginativo. No siempre fue así, inmaterial quizás en su oralidad, los textos ganaron cuerpo y diferencia con la escritura [piensen en el valor sacro de los libros monásticos y cosas del estilo, aquellas ediciones preciosas medievales, cada una irrepetible, y después con la imprenta temprana con incunables y los primeros libros mecánicos cuyos autores vendían a las imprentas dándoles así el poder de reproducción al objeto y no a su autoría]. La reproducción de libros y la necesidad de proteger a sus autores con leyes de autoría y copyright tiene mucho que ver con la aserción de la inmaterialidad de la literatura pues ayudaron a solidificar la noción de que el autor literario era un hombre [el género del autor en todos los discursos legales era invariablemente el de un señor] de ingenio original que creaba su propiedad literaria mezclando su labor intelectual con los materiales que le otorgaba la naturaleza. Le leí por ahí a Hayles [que parece que la leo mucho, será verdad] que en el caso de la propiedad intelectual, las consideraciones materiales y económicas se pusieron al servicio de una construcción intelectual que fuera independiente del medio en el que fuese encarnada. La práctica literaria y el discurso legal siguieron el argumento de John Locke [aquel filósofo del siglo xviii que creía que todos los seres
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humanos somos malos y lobos y que sin la existencia de leyes nos comeríamos unos a otros. Ese.] según el cual el hombre creaba propiedad privada de la mezcla de su trabajo y la tierra. Aunque la conclusión de que así la literatura tendría que verse como una propiedad intelectual privada ha sido constantemente rebatida [tanto por la vía legal como con movimientos artísticos como el futurismo y esas otras vanguardias sustanciales], el largo reinado de la imprenta facilitó que la crítica literaria ignorase las especificidades del libro a la hora de discutir sus contenidos. La literatura impresa [con excepciones significativas como las mencionadas] ha sido ampliamente considerada como carente de cuerpo, siendo solo una mente que habla. La literatura inmaterial, insustancial, es la que reina dentro del establishment literario [todos esos libros que da igual bajarse en Kindle que comprarlos de tapa dura], encarnando aquellos valores modernos [en el sentido de la modernidad del capitalismo liberal del que Locke es el padre]. Sobre Otro, el libro máquina Tras batallar con Casa abierta, llegaba por fin a mis manos Otro, la primera novela de Robert Juan-Cantavella, publicada también en 2001 [coincidiendo con aquella]. Como los otros libros que he estado analizando, Otro era también un objeto literario de interfaces experimentales y con un argumento difícil [si no imposible] de seguir. Más que contar una historia, la obra se construye alrededor de una imagen: un bar surrealista donde una serie de personajes coinciden [Blanca Missé, amiga y profesora de literatura francesa en San Francisco State University, me preguntaba si la elección del bar de Cantavella no sería un homenaje al Alcools de Apollinaire. Decir que aquella colección de poemas de 1913, considerada como uno de los principales exponentes del alto modernismo francés, es antecedente del catalán, iría en contra de la lectura mediática y contextual que propongo, pero es, no obstante, notable, ¿no creen? En seguida verán]. Otro explora de manera simultánea las experiencias de los distintos personajes, superpuestos tanto en el orden simbólico en el que se leen, como en la manera en la que se presentan yuxtapuestos en la página donde coexisten imágenes y párrafos. La novela combina la historia de un viejo, el abuelo Víctor [reminiscente de las clases populares en las novelas del realismo social de los 1950. O, al menos, a mí me recordaba mucho a eso; pero me gusta tanto Los bravos de Jesús Fernández Santos, que quizás sea solo yo], con la de una joven fotógrafa [ambiguamente llamada “Niño”] que trabaja para un periodista abusón, Escargot, en
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busca de la imagen perfecta [El Escargot este es un personaje trashumante de Cantavella que vuelve a aparecer en otras obras suyas, aunque esto es otro tema]. Las triquiñuelas de unos hombres de negocios de traje amarillo [representando los abusos y engaños de las empresas de inversión extranjera] y las de un mayordomo que envenena a sus señores también asoman mezcladas por ahí. Todos los personajes parecen andar buscando algo, pero como no me interesa ahondar más en la trama, les diré que uniéndoles a todos, aparece al final de la novela un hombre volador que asciende por los diferentes niveles narrativos. Mientras explica al lector de manera directa y extradiegética los mecanismos de la pieza, el hombre volador se lee como si fuera una cámara comentando acerca de las decisiones del director y su elección de imágenes para la obra [yo aquí vuelvo a ver un guiño neorrealista, pero por no hacer este tipo de alusiones pensaremos en el impacto de la cámara y la visualidad de la sensibilidad tecnológica del presente]. Aunque las tecnologías digitales no aparecen en la diégesis narrativa de esta obra [como no aparecían ni en Construcción ni en Casa abierta], son aparentes si consideramos la obra como totalidad y como parte de su ecosistema de producción. Fue Nietzsche y no yo el que declaró que las herramientas de escritura que usamos forjan y moldean nuestros pensamientos [esto lo dijo por la máquina de escribir rarísima que usaba, una Malling-Hansen Writing Ball, por cierto, búsquenla en Google, ¡era esférica!], y vemos cómo la multitud de variaciones ortográficas, gramaticales y visuales actúan como ruinas, o recordatorios, del proceso de composición digital de Otro. Incluso si Cantavella rechazase ahora haber escrito la obra con un procesador de texto [en su día me dijo que gran parte la había escrito a mano, pero no sé si creerle], su existencia en el mundo hoy le hace partícipe de un conocimiento mediático y una sensibilidad imposible de ignorar que ha moldeado sus pensamientos e informado su producción. En el último libro de Matthew Kirschenbaum, Track Changes: A Literary History of Word Processing, se dice que el tamaño de la pantalla y otros aspectos de la interfaz gráfica del software que usamos para escribir tienen un impacto importante en el sense of the text [traducir “sense” es difícil porque puede ser “sentido” del texto, pero también la “sensación” del texto, la idea que tenemos del mismo], es decir, la habilidad del autor [o autora] para concebir el texto como un todo, una gestalt [algo que también afectaría la manera en la que el escritor se enfrentaría a la labor de revisión]. La intervención del procesador de texto en la composición de esta novela se nota en las elecciones tipográficas detrás de cada palabra o frase [acercando la obra a la poética visual concreta de Construcción y Casa abierta], en la comprensión de la página como un lugar sobre el que no solo escribir sino sobre el que construir [donde
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las subversiones a nivel de párrafo permiten lecturas paralelas y simultáneas] y en la apreciación del libro como unidad estructural autónoma [a la bookwork, ordenada alrededor de limitaciones temporales y espaciales]. Un poco más adelante verán imágenes del texto que les describo. Sobre tipografía experimental en Otro Empezando por la experimentación tipográfica que vemos en Otro, nos encontramos con pequeñas transgresiones a la materialidad lingüística. Ya en las primeras páginas del libro, al hablar del número creciente de postes telefónicos en un pequeño pueblo de montaña, el texto reza “loslnilllñoslljugalllbanlenlltrelosposlltes”. La letra L en la frase “los niños jugaban entre los postes” actúa como un símbolo visual que interrumpe tanto el juego de los chicos como el acto de lectura. Leemos alrededor del grafema L como los niños juegan alrededor de los postes que plagan el pueblo. Aunque el lenguaje nunca podrá ser el objeto que representa, el texto aquí circula a la inversa en el proceso significativo al referenciarse a sí mismo como icono; la letra “l” como un poste vertical de teléfono. El circuito de lectura subraya la artificialidad y la aleatoriedad del signo gráfico para referirse a la realidad externa, a la par que reflexiona sobre las posibilidades visuales de este símbolo para apuntar a esta realidad. Según avanza el texto, notamos [o noto yo] cómo la falacia icónica vuelve literal el contenido metafórico del texto. En un momento en el que Niño está esperando a su amada explica: “venta cerrada : laventanaestácerrada : mi amada no ha acudido a su cita : lanzo dos piedrecitas a sus cristales : no sale : ostensiblementecerrada”. De la misma manera que la ventana, la frase parece estar cerrada, sin espacio entre sus palabras. Reforzar el valor literal de los espacios cerrados provoca la necesidad de ir más allá de esa lectura reduccionista, mientras que, a la vez, la imagen de una ventana cerrada que se nos materializa en el cerebro de forma predominante dificulta la liberación de la frase “ostensiblementecerrada” de su relación con la forma icónica. Otros ejemplos ortográficos están más en la línea de los caligramas concretos que conocemos que hacen referencia icónica a la realidad que significan. En la página 196, por ejemplo, las letras forman una espiral que dice “si escribes a través de un ventilador sus aspas eligen y ejercen de genio”, obligándonos[me] a girar el libro como se moverían las aspas del aparato [y me es inevitable pensar en la Girándula futurista de Guillermo de Torre, pero intentaré no hacerlo]. Como pasaba con las imágenes de los postes o la ventana, la espiral representa la aleatoriedad del símbolo para referirse a la realidad, mientras comenta en las posibilidades gráficas para representarla. Esto no depende de una reducción
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simplista de las cualidades materiales del símbolo al valor plástico de la imagen opuesta a ese lenguaje, empero. En este caso, la descripción semántica inscrita en el ventilador se diferencia de la articulación lingüística de la frase. La significación ocurre, precisamente, porque imagen y lenguaje pueden actuar de maneras separadas.
Llegados a este punto, me parece difícil seguir sin mencionar la clasificación que hace Saussure, lingüista clave en el estructuralismo posterior, acerca de la doble naturaleza de la escritura como sistema físico de anotación para un discurso que principalmente sería oral y su relación hoy con el código computacional. Aunque Saussure creía que existía cierto favoritismo por la escritura frente a la oralidad debido a la permanencia del símbolo gráfico [entendiendo las letras como objetos sólidos que ejercían una impresión permanente versus las cualidades efímeras del sonido] es paradójico notar que su sistema asignaba un rol secundario al acto de escribir frente al de hablar. Las cualidades físicas o sólidas particulares del lenguaje no eran apreciadas por sí mismas, sino solo en funcionamiento a su labor como récord fijo del discurso. La teoría del lingüista francés se basa en la noción de una doble articulación del signo que separa al significante del significado [es decir, a la “manzana” como palabra compuesta de “ms”, “zs,” “ns” y “as” y la imagen conceptual que tenemos de ella, de la existencia real de la fruta que nos comemos], dándoles a cada uno un papel distinto en el proceso de significación, basado también en la arbitrariedad de la naturaleza de ese signo [no hay nada en esas “ms” o “zs” que tenga que ver con el color, la forma, la textura o la realidad de la manzana]. El signo está compuesto de dos partes: un concepto [que sería completamente mental, esa imagen de manzana que tenemos ahora en la mente] y una imagen acústica [compuesta de sílabas sonoras, la maaaaan, zaaaa, naaaa]. Esta también se considera mental porque el sonido ocurre en la mente, claro. El sistema de Saussure permite así una exploración independiente del elemento conceptual referido [el significado] y de su imagen acústica [el significante.] Y todo esto está muy bien, y es muy mental e inmaterial según la teoría que nos hemos aprendido todas, pero la doble naturaleza del signo saussuriano se basa en una ironía inmaterial que ignora la materialidad del signo. Es decir, que según esta teoría el significante se convierte en una entidad incorpórea, un sonido que, no obstante, está vinculado a un sistema de fonemas que funcionan como unidades discretas del lenguaje. Estas no son los elementos particulares del sonido, sino unidades estructurales que dependen de la relación que establezcan entre sí [las “ms” con las “as” por ejemplo, para hacer “maaa”]. La materialidad de estas unidades discretas es insignificante como tal, por lo que es decididamente material [el sonido “mmmmm” no se refiere a nada en el mun-
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do, vaya, pero nos permite construir conceptualmente sobre el mismo]. La paradoja surge porque Saussure, por un lado, elimina la materialidad al definir el significante como una imagen acústica mental, mientras que, por el otro, crea un sistema contingente a esta materialidad. Así, en realidad, vemos como podríamos argumentar que la materialidad del signo es también parte del proceso de significación, más allá de la insustancialidad del sistema original estructuralista. Ahora bien, si Saussure había problematizado la conexión entre significante [material e inmaterial] y significado [sin hablar ya de la manzana real de ahí fuera], dando pie a una muy productiva paradoja que explotar en la expresión poética impresa [como todo lo que hemos visto hasta ahora con la poesía visual concreta donde las palabras, los significantes, dibujan el concepto significado] el software de procesamiento del lenguaje y textos y las máquinas de escritura electrónica desambiguan la paradoja al restablecer la conexión entre significante y significado. Al volver el lenguaje, literalmente, una expresión directa del código, las dos esferas de significación vuelven a reunirse. El software y el lenguaje están intrínsecamente relacionados porque el software procesa el lenguaje a la vez que está construido por él [todo programa de software está programado en un código lingüístico, son grafemas y fonemas, aunque nunca sean pronunciados en voz alta, unidades de significación y sintaxis que crean realidades programáticas en el mundo, como los procesadores de texto, que a su vez procesan el texto humano que nosotros escribimos como texto y no como código]. En el contexto computacional, “lenguaje” puede referirse a “lenguaje formal” [ese en el que los algoritmos se expresan y el software es implementado] y “lenguaje natural” [ese que es como nuestro lenguaje hablado y que puede ser procesado como datos]. Dentro del lenguaje formal encontramos al menos otra subdivisión entre el lenguaje que sirve para programar y en el que está escrito el software, y el de implementación de los controles simbólicos. [En este sentido, los lenguajes de control computacional podrían definirse ampliamente como lenguajes sintácticos, en oposición a los lenguajes semánticos de nuestros discursos humanos]. Pero, lo importante, es que hasta la aparición del código, habíamos aceptado la definición de Saussure acerca de la arbitrariedad del lenguaje humano cuya asignación de signos respondían únicamente a la convención humana que asociaba ciertos fonemas a ciertos conceptos. Y, aunque la asignación de ciertas operaciones computacionales a ciertos símbolos es también una convención cultural, hay una relación directa entre los lenguajes de compilación y ensamblaje, la relación que existe entre los comandos de programación que manipula un usuario y ese lenguaje de compilación que entiende la máquina. El lenguaje en un ordenador gana una nueva capa de recursividad material, a la par que mantiene una
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cualidad inmaterial simbólica, una especie de referencialidad dividida que existe en la ejecución del código. Si, a pesar de la separación que hiciera Saussure entre significante y significado, el lenguaje depende de la materialidad del signo, escribir en un procesador dentro de un entorno de software implica una tercera capa de relaciones recursivas entre elementos textuales simbólicos y tangibles. Todos los datos, la data, incluyendo sonidos e imágenes, dentro de un ordenador son tratados como pedazos textuales de código simbólico, y todos los controles de software computacional son lingüísticos, independientemente de la forma en la que los percibamos o de su escritura alfanumérica. Lo sorprendente quizás sea aseverar que el software es un lenguaje que no solo refiere, sino que crea realidades. Aunque me imagino que volveré a hablar de esto cuando miremos ejemplos de literatura puramente digital [o no], me interesa pensar la relación entre la materialidad del lenguaje y su forma en el cuerpo impreso del tecnotexto digital. Este abraza la materialidad austera de la impresión en una página de papel que interacciona directamente con el cuerpo humano [como al pasar las páginas gruesas o transparentes de Casa abierta o al girar las hélices de Otro] a la vez que explora la marca supuestamente inmaterial de su existencia previa en un lenguaje digital que como vemos es creador de materialidades. Vuelvo a hablar de sensación de inmaterialidad, porque aunque todos estos símbolos no sean inmateriales [como su forma lingüística y la forénsica computacional nos explican], al enfrentarnos a ellos seguimos experimentando una extraña sensación de evanescencia e incorporeidad que ocurre cuando los datos [data] se separan de su instanciación original [cuando se digitalizan y entran en una base de datos, expuestos como código y bits]. Nos damos cuenta de que en el fondo seguimos hablando de materia, siempre estamos hablando de materia, pero la materialidad híbrida del tecnotexto es otra [#elcuerpoimporta]. Esta hibridez, el cuerpo anfibio que es todo a la vez, es lo que vemos principalmente en las rupturas formales de la novela de Cantavella, a nivel léxico con palabras que cuestionan su ensamblaje y a nivel sintáctico, rebatiendo su lugar en el mundo textual en el que habitan. Sobre sintaxis digital en un libro de papel Subiendo del nivel morfológico al sintáctico en Otro, notamos como la obra sigue tratando de frustrar nuestra comprensión textual. Nos encontramos con múltiples alteraciones del orden en el que se supone que deberían estar dispuestas las palabras, ignorando el uso de elementos
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ortográficos, dejando palabras fuera de contexto. Predominan las estructuras como “los rayos de un sol que luce extrovertido y arrogante su democrático són [sic] hieren tus caminas ojos // hay un lugar cercano”, donde los verbos [como “caminar”] están desubicados cerca de pronombres o artículos, rompiendo las reglas habituales de entendimiento. Otras veces, los párrafos o los capítulos comienzan con una coma “, hombre”, o con dos puntos “ :escargot”, sin ofrecer ningún texto precedente, violando las leyes lógicas de puntuación. Cuando una lectora se encuentra con estos cambios en sus expectativas lingüísticas, inmediatamente se pone a descifrar las nuevas reglas gramaticales o las constricciones que hay en esos párrafos [¿recuerdan aquello del principio de parsimonia y Ockham?]. Las comas y los dos puntos son signos de puntuación que implican continuidad, más que principios; y los dos puntos establecen una relación sintáctica de dependencia entre dos frases, aunque en el caso de Otro esos dos puntos no dependan de la continuidad de nada [o de nada sintáctico aparentemente]. No obstante, la repetición del gesto a lo largo del libro [ocurre bastantes veces] ayuda a mantener un cierto sentido de continuidad y relación entre todas las secciones marcadas de esta manera, como si todas pertenecieran a la misma categoría; una relación en hashtags que uniera bajo la misma categoría a todos aquellos párrafos a-gramaticales. Es más, la violación gramatical y de puntuación sirve para hacernos ver [otra vez] la arbitrariedad de sus signos, pues la coma, usada después de una pausa natural como sería el final de un párrafo o un capítulo, no necesita crear un silencio tras lo hablado, volviéndose redundante y perdiendo, por tanto, su función. Ante la pérdida de función del signo, el lector se ve obligado a darle uno, forzándole a tomar decisiones activas en su lectura, re-significando aquellos signos gramaticales que se habían asumido como automáticos. Creo que era León Roudiez quien acuñó el término “paragramática” explicando que una “lectura paragramática” es aquella que desafía la normativa referencial de un texto para formar nuevas redes de significación ocultas tras nuestros acercamientos convencionales. La frustración que sentimos cuando vemos el acto automático de lectura interrumpido se convierte en un evento de visibilidad, exponiendo la artificialidad de todo esquema lector [uno que de tan automático se habría vuelto invisible, Shklovsky no lo podría haber dicho mejor]. Y ser conscientes de esta artificialidad en las leyes de comportamiento [si somos muy optimistas] llevaría consigo un interés político que la lectora, una vez consciente de la táctica paragramática de lectura o escritura, podría [ojalá] llevar a otros aspectos de su vida… [o no, depende de lo optimistas que ustedes sean].
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Sobre cuando el silencio del fondo sale a la superficie Pero Otro es mucho más que una serie de violaciones paragramáticas y explicaciones políticas de mercadillo [y ojo, que los mercadillos molan]. Otro lleva la materialidad del libro a otro nivel, jugando con la opacidad textual que le permite su cualidad híbrida de tecnotexto: deja su pasado digital a la vista, las marcas sobre su superficie de papel sin tratar, como cicatrices de eso que fue anteriormente. Al traer a la superficie ese sistema de marcado electrónico del lenguaje [el markup, para que nos entendamos algunas] que está siempre presente cuando escribimos en un entorno de software, Otro reflexiona no solo acerca de las cualidades plásticas del grafema, sino, también, sobre la profundidad de su forma digital [recordemos que cuando vemos un objeto digital al nivel de la interfaz, sin abrir el capó, estamos solo percibiendo esa superficialidad, de la misma manera que cuando nos enfrentamos ante una página impresa, lo único que nos queda es la superficie final]. Otro, a diferencia de lo que ocurría con la poesía concreta o los caligramas que conocemos de la avant-garde, no es únicamente imprenta. Las letras que sobre sus páginas se nos muestran deberían ahora leerse como objetos tridimensionales, como la imagen en un espejo de la estructura en capas cuya profundidad real se oculta a nuestros ojos. Al descubrir estas marcas, el tecnotexto apunta a un pasado silenciado, un recuerdo del trauma originario ahora exhumado por técnicas de forénsica computacional. Es decir, Otro desnuda sus mecanismos de inscripción al revelar el markup invisible que hay tras su concepción digital, mostrando que el libro fue escrito en una máquina digital; que fue un texto otro anteriormente. Les doy un ejemplo para dejar de hablar tan esotéricamente: al escribir en un procesador de texto escribimos tanto el silencio y el espacio, como los grafemas que construyen las palabras; pulsamos letras y barras de espaciado y tabulación [literalmente, pulsamos y tecleamos el silencio, lo programamos igual que el sonido]. Esta actividad se hace explícita en Otro al dibujar la flecha a la izquierda que aparece en la tecla de “enter” [entrar] o “retorno” [return] [esta: “ ”] después de un párrafo, por ejemplo, ocupando el espacio que significa. Puede parecernos gratuito dejar el símbolo ahí, pero creo que apunta a una conciencia de creación digital, construyendo letras y montando espacio. Inscribiendo lo escrito y lo no escrito, lo dicho y lo silenciado, y revelar al lado de cada imagen, de cada carácter especial [como la flecha] la combinación de teclas que hay que presionar para convocar una imagen en la pantalla. En este caso leemos “Ctrl+AltGr+Sup” inmediatamente después. Túa Blesa, profesor en la facultad de filosofía y letras de la Universidad de Zaragoza, escribió un libro llamado Logofagias: los trazos del silencio, donde acuñaba el término “óstracon” para referirse a un tipo de
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FIGURA 10. DETALLE DE OTRO, TEXTO BORROSO EN SUPERIMPRESIÓN
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fragmentación textual voluntaria donde el silencio revela la ausencia de algo anterior. En los casos que analizaba, ejemplos todos de la imprenta, Blesa explicaba que el silencio en la página era un silencio creado para ser escrito [y no pronunciado] y que pertenecía, por tanto, al ámbito de la estética y no al de la oralidad. Decía que la figura que el óstracon producía era una creación retórica exclusiva al universo de la escritura y nunca de la oralidad, un universo donde el texto, antes de ser leído, es primero visto. Es en la mirada, en la página o en la interfaz, por tanto, donde ese silencio logofágico llega a textualizarse, perteneciendo a un nivel diferente de lenguaje. En el caso del tecnotexto, el silencio en la página digital apunta a este ámbito retórico visual de la escritura [y no al de la oralidad humana], pero recalcando que el espacio en blanco ha de ser programado-para-no-ser-representado: los silencios son bytes también, no ausencia de ellos. Así el tecnotexto, gracias al silencio visual, apunta a un estado anterior donde la programación del silencio es indistinguible a la del ruido; así como a su estado material presente donde el silencio ya ha pasado a pertenecer no al campo del texto, sino al del libro de papel. Y, por seguir con este ejemplo y decir algo más acerca del silencio en la página: vemos justo antes de las flechas de Enter un borrón que parece ilustrar la confusión que experimenta uno de los personajes es el mayordomo, preocupado por el asesinato que va a cometer. La confusión se representa icónicamente por este párrafo reescrito en loop, donde varias impresiones [overwrites; alguien debería enseñarme a hablar en castellano], han ocupado el mismo espacio textual. El texto en este párrafo es ilegible, no tiene sentido y, sin embargo, es el resultado de la traducción directa de instrucciones dadas por un autor humano a una máquina [aunque un ordenador solo no puede hacer esto, es imposible, requiere de la mano humana]. Es ilegible y, a la vez, completamente significativo; está todo ahí, aunque no tenga sentido para el lector de carne y hueso. De hecho, por muy incomprensible que parezca lo escrito, por muy censurado que nos parezca [ese borrón parece estar ocultando algo] cualquier tipo de marca sobre el libro está, paradójicamente, contribuyendo positivamente al contenido del texto. En vez de disminuir la capacidad significativa del texto al volver ilegibles ciertos fragmentos o palabras impresas, esos vacíos de comprensión normal lo que hacen es convertirse en otro tipo de signos de valor también informativo [aunque diferente], expandiendo la información del texto, y convirtiéndose en momentos de resistencia, de aperturas y posibilidades, marcando lo escrito y todos los posibles futuros que compiten por participar de sus intereses semánticos. Ese borrón aquí, además, apunta a la ausencia de un trabajo anterior que no puede ser completamente olvidado ni obliterado; como la huella
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de ese pasado digital anterior que fue el libro, esa alusión a un estado pasado tan solo aumenta el valor de la información del texto. En el caso del tecnotexto, la tensión que existe entre la existencia y lo no inscrito denota la cualidad híbrida de su existencia temporal. El libro digital se convierte en una zona temporal autónoma, aunque su materialidad en la imprenta tan solo exista en la temporalidad del objeto en sí, ante el que nosotras solo veamos unas cosas y tengamos que conformarnos con intuir las demás. Sobre código para máquinas vs. código para humanos La artificialidad y la concepción maquínica de este texto explotan finalmente cuando llegamos al clímax de la historia, cuando la voz de la primera persona narrativa se desmorona por la irrupción de distintos tipos de tipografía. La novela de realismo social que comenzáramos leyendo se desmorona, el mayordomo, el campesino, incluso el hombre volador, desaparecen todos al entrar en el bar. Según van las interrupciones aumentando su presencia y su tamaño, el narrador que trataba de describir la escena comienza a desaparecer. Nos damos cuenta de que está tratando de narrar la misma historia que ahora se traduce gráficamente a la página, creando una homología entre la acción de la diégesis y la materialidad de los signos en la página. Aun así, la forma narrativa novelística como la conocemos comienza a descomponerse; como lectores somos arrastrados a un bar que se desmaterializa según va siendo inscrito en la historia. En la página 196 se lee: “El bar cada vez parece desaparecer en más sitios. Su dueño empieza a abrir las ventanas para que corra el aire, pero no funciona, caen las primeras cosas al suelo, cada vez ocupan más espacio [las plabras que van apareciendo mágicamente] y mientras, el hombrecillo que discreto abraza su portafolios, sin darse cuenta de nada, piensa y sigue pensando”. Y nos vamos dando cuenta de que son precisamente estos pensamientos, los pensamientos de un hombre enano ahora vueltos palabras gigantes en la página, los que hacen que nuestra lectura sea imposible. Las mismas palabras que compondrían una narrativa son ahora la causa de su destrucción. Por último, la profundidad de estas palabras queda enfatizada por una última referencia a su existencia como código binario. La representación de esta pequeña caja de código es clave para mi argumento sobre la materialidad, pues los mecanismos internos del lenguaje emergen a la superficie, revelando el código binario fundacional que corre debajo de cualquier instrucción computacional.
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FIGURA 11. DESPLIEGUE TIPOGRÁFICO EN OTRO
Recalcando la tensión irreconciliable entre la profundidad del código y la superficialidad de la imprenta, reza escondido entre este set inejecutable de 0s y 1s “cambiar todo por una búsqueda tan infructuosa como esta no busques más no hay”. Este fragmento de código inútil, que jamás será ejecutado [no está escrito para que ningún programa de compilación lo traduzca más allá de nosotros], se lee como una sopa de letras, apuntando a la naturaleza cambiante de unos símbolos y unas imágenes que no son nunca lo que parecen. Este código es ahora ilegible para la máquina y solo parcialmente legible para nuestros ojos. Solo el humano podría entender [sentir intuitivamente quizás] el silencio digital que corre bajo la superficie de papel, la historia tras la cicatriz en la página de papel donde, a su vez, el pasado se ejecuta como presente #memoryloop.
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Sobre cómo toda forma es diferente y es lo mismo Casi al final de la obra, vuelve Otro a la forma del párrafo convencional y el hombre volador que se había encargado de contar la historia recupera la voz narrativa de un narrador en primera persona reconocible para todos. Abandona el bar como si acabara de presenciar una escena costumbrista y comienza a relatarnos su vida como artista de circo. Será él quien, finalmente, nos revele que esta obra textual que hemos estado leyendo como una novela [aunque en cuerpo de tecnotexto] es, en realidad, la versión escrita de algo más parecido a una película. Explica: “He trabajado también en documentales… Luego entré en el mundo del cine… Más tarde trabajé también en un texto. El medio cambió ahí un poco, pero el guion fue el mismo que en todos mis trabajos anteriores, tenía que pasar volando. Solo eso. Una vez al principio del texto, y otra vez luego, casi al final. Pasar surcando las alturas sin significar nada… Mi papel acababa en ese punto, me pagaron solo dos días de figuración; pero luego me quedé por mi cuenta. Nunca había estado en un rodaje. Con mucha ilusión y no menos ingenuidad, me decidí a esperar unos días y ver la película”. A partir de ahí se dedica a describirnos la escena que acabamos de ver en las páginas de Otro hasta que en la página 123 llega al punto de la obliteración del bar: “La escena se rodaba en una taberna real y como sucedía todo el rato dentro, pude espiar desde fuera y ver todo a través del cristal. El dueño, al principio, estaba tranquilo, incluso contento, pero en cuanto con un estallido desapareció la mitad de su bar, empezó a subir a toda prisa por la pendiente de la histeria”. El colapso de las distintas capas metafictivas llega finalmente gracias a la revelación del narrador de que el texto que leemos no es una novela sino la transcripción de una película, y que la película, a su vez, está construida por palabras materiales que crean y destruyen la narrativa [como si programásemos la realidad con palabras, como un programa de software]. Otro borra la diferencia entre distintos medios [#remixability] y ecfrásticamente traduce todo a palabra. Aunque el mundo de la obra vaya más allá de las palabras que vemos en la página, evidentemente. Otro repite constantemente la diferencia entre lo que se ve inscrito en el papel y el origen digital de su proyección, separando claramente el discurso de la historia de la forma más radical, y son estos mecanismos interrelacionados [lenguaje y libro] los que sitúan al tecnotexto en la intersección de la escritura puramente digital y la narrativa escrita, como he estado diciendo al referirme a la hibridez de estas obras. La narratología nos enseñó a distinguir la diferencia entre historia [eso que se nos cuenta, los eventos y las acciones de un cuento] y el discurso o la fábula [es decir, la manera en la que el cuento se cuenta #valgalaredundancia]. En la teoría literaria, la literariedad [esa cualidad que distingue entre los textos
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que son literarios de los que no] emerge de la intersección de los dos [el experimentalismo literario sería la exploración del discurso]. El discurso [para los que somos de inteligencia visual] sería un poco como la capa superficial de la historia, algo que construimos sobre lo que ha pasado o ha sido narrado. En el caso del tecnotexto, claro, donde la manera en la que se cuenta esa historia o pasado no depende solo de mecanismos visuales, el discurso queda también desvinculado de sus formas tradicionales de contarse [¿recuerdan a ese #narradorinterfaz?]. El sistema lingüístico se separa de su inscripción gráfica al recalcar la materialidad de ambos, y el énfasis en la distancia que existe entre texto, imagen y lo que es representado, queda subrayado en la imposibilidad de reconciliarlos en un argumento [una novela] que tenga sentido Otro no tiene ni pies ni cabeza, como cuento, como story. La sensación que nos deja su lectura es que la impresión en papel de esta obra profundiza en su forma [en el sentido de la profundidad del código, pero también metafóricamente], a expensas de la destrucción de la forma novelística. Sobre compartir la pluma con una máquina, o algo así sobre el poshumanismo Sea Otro novela o no, fuera escrita a mano, a máquina mecánica o digital, lo que es irrebatible es que la experimentación gráfica final es producto de lo permitido por programas de software [procesadores gráficos y de texto]. Fuera de algunos tipos de artesanía o de bellas artes tradicionales, el software ha reemplazado la mayoría de herramientas y tecnologías, físicas, mecánicas y eléctricas que se usaban antes del siglo xxi para crear, almacenar, distribuir o acceder al artefacto cultural. Con las debidas excepciones [piensen en la teoría de Cramer acerca del renacer de los libros de artista], la mayoría de los entornos de escritura incluyen máquinas o procesos digitales con robustas capacidades para el trabajo en red, sean usadas de manera creativa o no #HelloPostidigtalism. En el caso de esta novela, cooperando en el proyecto creativo vemos la huella de Cantavella [y seguramente la de editoras, correctoras y diseñadoras invisibles] así como la de aquellas tecnologías que han permitido la inscripción particular de un proyecto textual u otro, además de los otros programas de software, funcionalidades en red y hardware que extienden la capacidad cognitiva del escritor [de Robert en este caso, pero de todas las que usemos cualquier tipo de interfaz digital y física para escribir, como Word y un teclado]. El acto de escribir ya no es un mecanismo análogo al de la actividad humana, cartapacio y pluma en mano, sino el proceso automático de la traducción de código binario hecho posible gra-
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cias al software y a una serie de elementos de hardware. Los teclados y los monitores nos dejan interactuar con la escritura según se va materializando en la interfaz gráfica de usuario que utilicemos. Es más, la interfaz en sí puede considerarse humana y máquina a partes iguales, en tanto que la interfaz está diseñada para ocultar los procesos electrónicos que la permiten para mayor comodidad del usuario, adaptándose a su lenguaje y a sus capacidades físicas y mentales. Nuestra capacidad cognitiva para la creación aumenta gracias a elementos básicos como el tecleado y la mediación gráfica, así como por nuestro acceso a bases de datos y algoritmos de búsqueda [vemos nuestra capacidad de conocimiento aumentada cada vez que abrimos la Wikipedia, o nuestra capacidad de visión expandida si accedemos a Google Maps, etc.]. Esta expansión implica que como sujetos contemporáneos que somos, creando junto a medios digitales, ya no estamos nunca solos en el proceso [aunque, cuando se trata de la producción de un libro, la autora nunca ha estado sola, no realmente]. Me parece que fue en How We Think [el último libro que leí de Hayles], donde se decía que las máquinas en red y reprogramables [los ordenadores en un sentido amplio, para que nos entendamos, desde el portátil al miniordenador que llevan en el bolsillo y con el que llaman a su pareja] son mucho más que una tecnología que un autor usaría para inscribir sus pensamientos preexistentes. Las máquinas participan activamente en el proceso de composición, definiendo una gama de posibilidades así como localizando términos específicos que aparecerán en el texto [y yo les mentiría si dijera que nunca he usado el buscador de sinónimos de Word; en la página anterior lo habré usado al menos una vez para evitar repetir la palabra “aparecer” más de la cuenta]. Los ordenadores están abandonando el gueto de su escritorio a partir de la computación ubicua [también llamada “ambiental”] por la cual distribuimos sensores, actuadores, tecnologías móviles y nanodispositivos inteligentes a lo largo de nuestro entorno, que se encargan, a su vez, de recoger, medir, interpretar y enviar información en tiempo real a otra serie de aparatejos [que luego nosotros usamos para comprender el mundo de otra manera y crear otro tipo de saber compartido]. En esta colaboración entre máquina y ser humano es donde veríamos los orígenes del pensamiento poshumanista de Hayles, explicando cómo las sociedades desarrolladas serán diseñadas a partir de nuestra interacción con la computación. Y, según lo que les vengo explicando, la escritura no podría quedarse fuera de este espectro poshumanista, porque vivimos y escribimos con ella todos los días. La función de autor en estos tecnotextos escritos con máquinas digitales se ve distribuida a lo largo del sistema mediático de escritura [viva el #postweb] que incluye actores humanos [escritores, editores, etc.] y otros que no lo son. Ver el libro como un elemento de la red tecnológica [y
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como tecnología, pues también lo es], aumenta en la lectora su sentido de falta de control y desorden frente al objeto [a partir de su interacción ella también estaría entrando en esa red cíborg cuya totalidad no comprende]. El libro se convierte en un artefacto, un otro, cuyo proceso de creación no entendemos completamente, pero en el que sin duda participamos. Esto implica una reconceptualización de los límites y el lugar de la obra [de arte, literaria], que ya nunca sería concebida en soledad, nunca aislada, regulando su estatus quizás en contra de su museificación artística. El artista, el escritor, podría considerarse como un artesano trabajando junto a la máquina, en vez del genio moderno cuya obra única debería ser reverenciada [#ByeByeBécquer]. Sobre el tecnotexto y la creación de memoria Es más, escritor-artesano y máquina crean juntos unos objetos anfibios que reflejan en su estado híbrido una doble sensación de temporalidad, una que no pertenece al humano que lee el objeto, ni a la máquina que lo creó, ni al tecnotexto que es su resultado, en su totalidad. Los tecnotextos como Otro, Crónica de Viaje o Alba Cromm, por ejemplo, mantienen y guardan el rastro de su gestación digital y autoría cíborg en sus cuerpos de papel, ya sea de manera superficial o profunda. Estas marcas son manifestaciones de una huella histórica que involucra a nuestro concepto de Historia y a la posibilidad de hablar de un pasado que permea a través de nuestros mecanismos de inscripción presentes. En este sentido, quizás sea útil pensar el texto digital como un palimpsesto en potencia, una superficie fungible para un tipo de escritura decididamente concreta y material que viene de nuestra colaboración con la máquina. A Natalia Brizuela, colega de Berkeley y profesora de literatura, cine y fotografía contemporánea en Brasil y América Latina, se le ocurrió que esta imagen del palimpsesto digital que yo trabajo se parecía mucho al Mystic Writing Pad que Sigmund Freud utilizó para explicar una de sus teorías sobre la memoria y el psicoanálisis [los que me conocen saben que no soy para nada fan de Freud, pero la verdad es que aquí viene a cuento]. El “mystic writing pad” del que hablaba Freud era un juguete de la época que consistía en una especie de pizarra de cera o resina de color marrón oscuro tapada con dos hojas de celulosa muy finas y casi transparentes. Al escribir con un palito sobre las hojas, la celulosa se hundiría en la cera dejando una especie de hendidura tras el rastro de las letras [o lo que fuera que se dibujase ahí]. Al despegar las hojas de celulosa de la superficie de resina la escritura se borraba de ellas [aunque la marca de lo presionado quedaba todavía en la cera inferior como huella permanente de la escritura previa].
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Esta pizarrita mágica de escritura es la imagen que usa Freud para describir nuestro mecanismo de memoria humano, uno dividido en dos: un módulo de recuerdo en constante renovación y destrucción [el aparato perceptual], siempre en flujo, supuestamente efímero y virtual; y otra estructura más profunda que albergaría el rastro permanente de la inscripción de esos recuerdos. En L’écriture et la différence, Derrida [ese filósofo al que juré no mencionar pero que ya ha aparecido por aquí un par de veces como un fantasma propio] explicaba que la pizarrita mágica de Freud permitía a la vez una profundidad sin fondo [una ilusión infinita] y una exterioridad perfectamente superficial: una estratificación de superficies interrelacionadas donde el interior de cada una no es sino su implicación en la superficie expuesta de otra. Según Derrida, esta metáfora combina dos certezas empíricas por las cuales nos constituimos: la profundidad sin límites en las implicaciones del significado, en su eterno devenir del presente y, simultáneamente, la esencia superficial del ser [Derrida no dice “superficial” sino “pelicular”, al loro; fina como la película de grasa que le sale a la sopa al enfriarse], es decir, la ausencia absoluta de cualquier sustancia [y esto es traducción y recuerdo mío medio exagerado, pero Derrida habla así de misteriosamente]. Derrida completa la metáfora explicando que la escritura funciona de una manera muy similar a la memoria y la pizarra mágica de Freud en lo que respecta a la aprehensión del mundo. El mundo se conocería de manera retrospectiva en vez de manera directa, porque nuestro sentido del mundo estaría construido a partir de recuerdos y escrituras previos, donde la escritura actuaría como un suplemento de la percepción. En realidad, ahora que sabemos cómo funciona la escritura electrónica vemos que se asemeja más fielmente [más literal y menos metafóricamente] a la memoria misteriosa y la pizarrita mágica de Freud que a la imprenta, pues el código subterráneo que permanece almacenado tiene una composición y una durabilidad distinta a aquello que aparece y desaparece en la misma pantalla de nuestro ordenador, móvil o tableta. En el caso del tecnotexto digital impreso vemos cómo la metáfora se extiende hacia la pizarra y los mecanismos de memoria de los que nos hablan Freud y Derrida, aunque las huellas de su pasado digital coexisten con un presente de materialidad ahora fija en el papel [fija y estable frente a la naturaleza cambiante de la pantalla, el aparato conceptual, o las finas capas de papel vegetal]. Esas huellas no son solo marcas de un medio tecnológico previo, sino la marca de una historia precedente que corta a través de los distintos mecanismos de inscripción. En todos los objetos digitales-e-impresos que les he descrito hasta el momento, la tensión entre su concepción digital y el código subterráneo que los recorre se manifiesta gráficamente en la superficie de la página, dejando una huella, un rastro de algo del pasado inaccesible en la forma del presente. Una memoria que cambia la forma
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física del artefacto literario con el que interactuamos [así como sus formas literarias] y que afecta lo que su contenido, sus palabras significan. Más o menos cuando Freud estaba tratando de buscar imágenes y formas para la memoria, el filólogo ruso Mijail Bakhtin explicaba en “Épica y novela” su teoría sobre la relación entre la forma novelística y su capacidad de grabar, de recoger el mundo. Decía, sin necesidad de implicar a la escritura evanescente en la resina, que la novela recogía el mundo porque era el único género intrínsecamente estructurado alrededor del desarrollo de su forma. Decía que como tal, esta forma de escritura estaría siempre inconclusa porque su evolución ocurría al mismo ritmo que el devenir histórico [yo esto lo leí en inglés en su The Dialogic Imagination y decía, de manera más bonita, que ocurría in the full light of the historical day, seguro que en ruso era incluso mejor]. Añadía también que la evolución de la forma novelística estaba relacionada con el desarrollo de la imprenta y del libro, puesto que todos los otros géneros literarios mantenían todavía características auditivas de su pasado oral ancestral. Tan solo la novela es más joven que el libro y que la escritura y, por eso, la definición que Bakhtin daba de la forma era una flexible y bastante libre, donde el lenguaje se renovaba incorporando heteroglosia extraliteraria, poniéndonos en contacto con la realidad inacabada y en evolución permanente del presente [abierto]. Aunque las palabras de una u otra novela no desaparecieran de sus páginas, como ocurre con la pantalla, la forma novelística sería inestable como el día y el presente [como la memoria, que siempre es presente y está viva]. Lo recogido nunca podría fijarse en una forma única. Sin embargo, la novela a principios del siglo xx ya se estaba convirtiendo en la forma predilecta para recoger el “drama literario de nuestro tiempo presente”, precisamente porque reflejaba mejor que ninguna las tendencias de un mundo todavía por hacerse; era, al fin y al cabo el único género nacido de lo que Bakhtin llamaba el nuevo mundo del desarrollo industrial, en la cúspide de la modernidad capitalista. En contra del mundo recogido en la épica [un mundo viejuno, eterno y mítico, y proyectado hacia el pasado], la novela siempre estaría asociada con el presente vivo y evolutivo del lenguaje no oficial y su pensamiento. La novela sería la forma literaria para recoger el pensamiento del día, el que “se está pensando” como aquella memoria que se trabaja y recuerda colectivamente de la que nos hablaban Pierre Nora y Halbwachs. Frente a ella, la épica se relacionaría con la Historia, muerta, intocable, intrabajable, separada de nosotras como la forma épica de los dioses griegos y sus batallas. Pero algo raro debió de pasarle a la novela a lo largo del siglo xx para que de forma flexible de memoria y un recordar siempre hecho presente se estancara en los lenguajes oficiales y las formas fijas que hoy constatan
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el género [recordemos la discusión sobre la novela de la memoria histórica anterior]. Algo pasó para que la forma novelística se convirtiera precisamente en la encargada de fijar idiomas y visiones del pasado, o de ser el reflejo eternamente contemporáneo de la relatividad histórica del posmodernismo. La novela dejó de ser la forma revolucionaria de Bakhtin para convertirse en otra cosa; quedando la esperanza [y la plaza vacante] para que la escritura del Mystic Writing Pad de Freud buscara casa en otro formato, donde la reescritura pasara a ser menos metafórica y más literal [Aquí yo propondría que hablásemos de la escritura digital, claro. ¿Será que el proceso de novelización que interesaba a Bakhtin pudiera tener un correlato con la ubicuidad de lo digital? #vivalaarqueología] Sobre la memoria viva en el tecnotexto español Dentro del contexto que me interesa en este ensayo, mirando la relación entre formas de escritura y recuerdo, hay una serie de palabras clave que a todos nos habrán venido a la mente, porque hablar sobre “memoria” e “historia”, sobre su “récord” y la “forma de la novela” en el caso español que nos ocupa, aparte de evocar en nosotros temas sobre la posguerra y la Guerra Civil, nos remite a su tratamiento más contemporáneo donde la oficialización del género ha culminado en aquella forma institucional de la “memoria histórica” que comenté en GR-83 y Crónica de Viaje. El pasado en aquellas novelas impresas del establishment, tal cual lo hemos entendido hoy en día en términos históricos, se nos ha presentado de manera estática y alejada, yendo, quizás, en contra de las definiciones tempranas del género de las que nos hablaba Bakhtin, pero reflejando una falta de compromiso histórico muy característico de nuestra contemporaneidad [de todos modos, ya les tengo dicho que yo no creo en la historia, así que no sé cómo compaginar mis ideas] #paradojasdelavida. Frente a las obras de memoria oficial, la hibridez temporal que vemos en los tecnotextos [ya sean profundos como el de Cantavella o de superficie como el de Carrión], el pasado y, por ende, la historia, se tornan interactivos y efectivos en el presente [desafiando, por otra parte, aquella mirada posmoderna que lo entendía como muerto, relativo, e independiente de la condición contemporánea]. Frente a la mirada subjetiva humana #HotGaze, dependiente de los cambios sociales y la perspectiva histórica, la mirada fría de una máquina #ColdGaze, leyendo siempre el código de la misma manera, siempre fiel a su lectura mecánica que siempre será presente para que el texto se active, nos permitirá crear objetos distintos a aquellos que con la escritura fijan e historiarizan la memoria.
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Proponer una mirada hacia el tecnotexto que revisite nuestra perspectiva histórica que con su mirada fría nunca entienda la historia como pretérito tiene implicaciones profundamente políticas [quizás la manera de compaginarlas sea en presentar la historia siempre como algo vivo y presente, en construcción como la memoria y como la performance de un texto digital que siempre es leído como presente por la máquina]. Esto es clave para la contextualización de la historia contemporánea española, quizás sea una alternativa al perverso boom de la memoria [que nunca fue memoria], pero la implicación política de usar un marco digital y tecnológico para comprenderla va más allá de la Península, poniendo a nuestra disposición una lente digital con sus correspondientes postulados teóricos y tecnológicos, que ilumine ciertos aspectos de este problema. La novela, como producto de la escritura y la política humana, ha fracasado como objeto real [vivo, activo] de memoria. A ras de página o de interfaz, la huella histórica corta a través del objeto, repitiendo y recalcando que la literatura originada de lo digital, la electrónica, es bien diferente de la imprenta [y del mundo aquel sobre el que reinaba, aquel del que nos hablaba Bakhtin de los siglos xix y xx]. Quizás, las huellas de las que les hablo no deban ser leídas simplemente como marcas digitales, sino como la huella de una historia que atraviesa el medio de inscripción. Quizás, estas huellas digitales y su marcado electrónico superficial [el markup] puedan ser leídas como cicatrices en la superficie libresca de una historia irresuelta. Y quizás, aunque esto sea un poco temerario, se trate de que leamos estas técnicas digitales como aquellas que, entre la página y la pantalla, desenterrarán la novela como ruina literaria, y que nos permitirán reconstruirla a partir de la descomposición de su forma y sus convenciones legendarias de contar y grabar la memoria y la historia. Sobre la superficie del discurso y lo que hay fuera Y, sin embargo, ¿cómo considerar unos textos que poco o nada hablan de historia como testimonios u objetos [políticos] de memoria como estoy proponiendo? Es más, el rechazo a hablar abiertamente de la Guerra Civil o los problemas sociales que acusan el tratamiento de la memoria, ¿no servirán precisamente para evitar el tema, para silenciarlo? ¿Estoy proponiendo acaso métodos de memoria con la máquina que sean, al fin y al cabo, incomprensibles para el humano? A primera vista, aquella #OtraMalditaHistoriaSobreLaGuerraCivil y sus secuaces se mantendrían más fieles al tema de la memoria histórica que los tecnotextos que nos traemos entre manos [a expensas de la ignorancia de aquellas de su participación en la ecología mediática del presente] pues directamente nos pre-
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sentan personajes históricos batallando en conflictos reales que los más viejos recordarán. No obstante, les decía y les repito ahora que aquellos Ruiz Zafones, Cercas, Marías y Grandes, con sus novelas de ambientación en la posguerra y la dictadura, en realidad jamás estaban hablando de la Historia, sino utilizándola como telón de fondo para desactivarla [#memoryloop]. La desactivación de la historia en esas novelas pop sobre la Guerra Civil que ya todas conocemos de sobra y su escritura tradicional, existiendo al margen de la revolución de la memoria que la tecnología permite, me parece sintomático de un proceso mucho más profundo de olvido contextual [que aquel del que se acusaría a estos tecnotextos, supuestamente apolíticos sobre ciencia ficción y rollos tecnológicos]. Durante los últimos 30 años la cultura mainstream en España se ha enfocado en la producción de narrativas y formas poéticas que buscaran líneas narrativas de normalización del sujeto español dentro de la realidad contemporánea del neoliberalismo, ignorando, a su vez, su contexto político inmediato y mirando de una manera exótica al pasado o a temas intimistas. El David Becerra Mayor, que consideraba la Guerra Civil como una moda literaria, tachó a todas esas novelas a-políticas de novelas de la no-ideología, explicando que los conflictos sociales o políticos estaban fuera del compromiso estético, y proponía como única manera para superar esta situación la escritura de obras abiertamente ideológicas en el sentido activista, leninista del término, que expusieran proyectos políticos en las mismas [es decir, que escribieran directamente sobre la lucha de clases y los crímenes del neoliberalismo, por ejemplo]. El problema que veo con esto, no obstante, es que la estaticidad de estas obras escritas que atrapa la realidad activa seguiría siendo prevalente. Es más, incluso en estas novelas de carácter activista como quizás encontremos en la obra de Isaac Rosa o Marta Sanz, considero que toda la producción que se mantenga en el campo de la creación literaria tradicional, respetando las leyes de la novela impresa, continuará atrapada en esta paradoja de la estaticidad histórica de su discurso. Seguiremos con el mismo problema de forma, aunque el fondo, el contenido, sea diferente. Tras esto, yo creo que podemos hacer un tipo de crítica de la no ideología semejante a la que propone Becerra, al notar la ausencia de temas o marcas tecnológicas en la producción novelística de hoy, y leyendo esa falta de ideología en términos de estudio de medios. Todas aquellas novelas que hoy, habiendo sido escritas en ordenadores digitales y que, a pesar de participar y estar absolutamente endeudadas a la mano de la máquina y la red ocultan su presencia, son agentes de silenciamiento digital, borrando la mediación y el control que esos aparatos con los que vivimos diariamente ejercen sobre nosotros y nuestra manera de entender el mundo y acceder a su información; la manera en la que construimos discursos y en
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la que pensamos [como decía Nietzsche, que no lo digo yo] y, sobre todo, la manera en la que construimos narrativas sobre nuestra existencia en el planeta, es decir, sobre el discurrir histórico y su discurso; negándonos la posibilidad de pensar la memoria y el pasado desde otra realidad “en presente” como la máquina #ColdGaze. Y esto no afecta únicamente a España, faltaba más. Esto sería una condición de toda la cultura convencional hoy en día. El empeño en seguir utilizando la forma y la retórica impresa como si la digital no existiera, perpetúa la creencia moderna del autor como genio único y reverencial, como intérprete de un pasado ajeno a todos nosotros y experto en una realidad anacrónica que, no obstante, se extiende hasta nuestros días aunque sus medios de producción [la imprenta, la mano] ya no sean los principales. En contraposición a esto, al traer a primera página, a ras de superficie, la marca de la concepción digital del producto, el tecnotexto apunta a una dialéctica interna que desfamiliariza el objeto [lo extraña, nos lo hace ver], posicionando al libro [como objeto, lo que hay en su interior] dentro de la ecología mediática del momento [lo que hay fuera]. Como habremos notado ya, sería imposible aplicar una lectura política tradicional al tecnotexto porque no encontraremos debates sobre la lucha social y el abuso político [quizás sí, pero tan solo como alegoría de ciencia ficción en Cero y Alba o alusión personal en Crónica], pero la forma del tecnotexto y su uso de la interfaz digital sugiere una conciencia sobre su participación en el contexto presente que es inseparable de la condición sociopolítica de hoy y nuestras maneras de crear historia y memoria. Es más, he estado utilizando la palabra interfaz para hablar de la superficie del tecnotexto y, por extensión, de su forma total y nuestro uso, pero quiero recalcar que con ello no me refiero a las imágenes proyectadas en las páginas del libro únicamente; mi propuesta de análisis para el tecnotexto no se limita a esto. He preferido utilizar la metáfora de la “interfaz” para referirme al tecnotexto porque, aunque impresas, sus interfaces no son objetos meramente, sino procesos [procesos vivos, activos siempre, en retroalimentación cibernética constante]. El Alex Galloway que escribió el Interface Effect del que les hablé anteriormente, explicaba que las interfaces en sí son efectos, en tanto que traen consigo la transformación de un estado material. Operan entre dos planos distintos, pero se mantienen principalmente en el estético, es decir, que no son una ventana o una puerta que separa el espacio que hay a un lado del que se extiende al otro, sino que son zonas indecisas entre lo que hay dentro y fuera. La interfaz es indecisa porque tiene que estar siempre haciendo malabarismos entre el centro y el borde. De manera similar, la alusión al pasado digital del tecnotexto impreso actúa como indecisión, pues es un efecto deforme y amorfo de la interfaz en su cuerpo; nunca
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será materializado concretamente [aunque resida en esa amorfia liminal, dentro] y pertenecerá siempre a un afuera de la narrativa. Su fungibilidad, su falta de definición y concretismo, escapará cualquier estructura neutralizante [llamémosle ideología] mientras apunta a otra cosa, a lo que está ahí afuera. Recogerá el pasado siempre en su complejidad no legible desde el presente, en el sentido en que Walter Benjamin nos proponía, literalmente, con la idea de “excavar en la memoria”. Aquí excavamos directamente en la superficie impresa de la interfaz para vislumbrar ese otro momento digital anterior, incomprensible si no en su transmutación superficial para el humano que somos. Me parece que es así como las huellas de lo digital de las que les vengo hablando abren un espacio para la posibilidad [los futuros y los pasados posibles, la especulación y las realidades alternativas], sin claudicar ante el sistema del establishment que las haría visibles o permisibles. La existencia de una interfaz interna dentro del medio es importante porque indica la presencia implícita de una exterioridad dentro de lo interno y, como les venía diciendo, ese afuera amorfo no será otra cosa que el contexto del que nace: la realidad social y política. La remediación de lo digital en un cuerpo de papel sitúa al tecnotexto en un limbo, dentro de su propia temporalidad, rompiendo el continuum temporal para existir fuera de su momento histórico, aunque refiriéndose a él por alusión, por su forma y su estética, como alegoría política. Galloway, comentando algo semejante sobre los procesos de la interfaz, explicaba que es más útil analizarlos utilizando un principio de eventos estéticos paralelos y afirmar que esos eventos paralelos revelan algo sobre el medio y sobre la vida contemporánea. Es decir, por volver a mi pregunta original, ¿cómo considerar unos textos que poco o nada hablan de historia como testimonios u objetos [políticos] de memoria? Nada más fácil [y más complicado]: haciendo alegorías contextuales, efímeras, como las que vengo yo practicando; apuntando a ese afuera desde dentro, entendiendo la memoria “como medio”. Sobre otros motivos para volver al papel tras un escarceo con lo digital El tecnotexto, por tanto, como forma digital-e-impresa nos permite crear alegorías políticas, sobre la memoria y la historia española, de una manera que me parece productiva y novedosa, sin caer en las trampas de un supuesto recuerdo sentimental y melancólico que acaba siendo inefectivo para todos #memoryloop. Esta sería mi primera propuesta de lectura para comprender la función de estos curiosos textos digitales que vuelven al papel [independientemente de que sus autores estuvieran buscando siempre de manera consciente el crear objetos de memoria con temporalidades
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en limbo. O sí, pero ya es mucho suponer y da igual, porque lo que quiera un autor a mí me da igual, lo que importa es lo que haga su obra]. La segunda propuesta de lectura que les he ofrecido hasta ahora tendría más que ver con el aspecto material de producción del tecnotexto que con su proyecto político de memoria [pero ya sabemos que van relacionados]. Esta respondería al presente momento de convergencia mediática en el que vivimos, en el que la tecnología digital ya no nos sorprende, ni su ubicuidad nos parece futurista de modo alguno. Aquí, los tecnotextos [incluso si en algún momento hubieran tratado de presentarse como objetos del futuro] funcionarían como lugares de resistencia temporal al proceso de digitalización del mundo [#HelloPostdigitalism]. La creación de libros cuyo cuerpo importe, en la línea del libro de artista aurático, dentro de un entorno donde todo puede ser multiplicado y distribuido de manera más sencilla y barata por internet, respondería entonces a un deseo de revalorización del objeto [un fetiche, quizás], pero también al énfasis en marcar la existencia de cuerpos físicos en las redes de producción de lo virtual. Ambas propuestas, en realidad, no son autoexcluyentes, y creo que la verdad se esconde a medio camino entre las dos. No obstante, para ir refinando un poco más la cosa, se me ocurre una tercera propuesta de lectura [más capciosa quizás] que enfoca la cuestión del tecnotexto dentro del contexto particular español, más allá de las generalidades de la convergencia mediática global o la metodología de la memoria en la era digital que les vengo proponiendo: Crónica de Viaje, Alba Cromm, Cero absoluto, Construcción, Casa abierta y Otro [aun compartiendo todos esta sensibilidad #postweb que les hace darse cuenta de su lugar en un mundo tecnológico y estando dentro de este contexto tangible, real, histórico, repito] son también productos de un sistema ideológico y sociológico muy particular a la creación literaria en la España de los últimos 15 años; un establishment cultural que ha tenido mucho que ver con la consolidación y la perpetuación de la literatura impresa [la novela, específicamente] como forma principal de la cultura del Estado democrático español. Hago esta última matización porque aunque en mi primer acercamiento al #postweb y su uso de técnicas digitales me había permitido proponerlo como partícipe de aquellos deseos utópicos de democratización de la web que les mencioné anteriormente [como la emergencia de organizaciones y grupos no-expertos de conocimiento, movimientos sociales y los del procomún, así como las prácticas creativas de la apropiación, el copy & paste, etc., que son permitidos gracias a la libre circulación de materiales y el copyleft], la realidad del caso español es un poco distinta.
Antes de meterme con el caso patrio, les recuerdo que estoy hablando del movimiento conocido como la cultura de internet, o la cultura libre de internet, que espero que nos suene a todas. En su último libro Networks
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of Outrage and Hope: Social Movementes in the Internet, de hecho, el gurú de las nuevas tecnologías, Manuel Castells, definía la comunicación en internet como inherentemente democratizadora y empoderadora, porque permitía la creación de mensajes masivos dentro de redes autónomas de comunicación horizontal [frente a la vertical que vendría de la mano de un experto, un líder o un gobierno para sus seguidores] haciendo que los ciudadanos de la era de la información construyeran nuevos proyectos vitales. Digamos que, aunque Castells consideraría que el Gobierno y el Estado son todavía las estructuras que permiten el funcionamiento correcto del resto de redes de sociabilidad, las redes de internet habrían devuelto al ciudadano una conciencia crítica y una posibilidad de organización que le han convertido en sujeto político [anecdóticamente les cuento que Castells pone el ejemplo de los indignados y el 15M]. De manera bastante similar, Mercedes Bunz, otra interesantísima crítica de medios sociales, esta vez no catalana sino alemana, explicaría el éxito del movimiento de la cultura libre de internet por rechazar la exclusividad de los expertos como fuentes de saber en nuestro entorno previo de escasez de la información [como aquel que habría sido el mundo de la imprenta]. La autoridad que antes era otorgada al experto por su acceso al conocimiento, quedaría ahora distribuida en redes de información horizontal que nos permiten a cualquiera convertirnos en expertos, desestabilizando el equilibro del saber de una forma sin precedentes [y que hace temblar a aquella élite experta que ve cómo su poder se desvanece… pero también a nosotros, porque ahora todos podemos ser expertos y autores].
Hasta aquí la versión oficial internacional de los poderes democratizadores del internet, que, hasta cierto punto, podemos constatar como ciertos [aun con el peligro que la perversión de esta teoría —el desprestigio total de los intelectuales públicos, de los barómetros éticos, etc.— ha supuesto para los cambios de gobierno de 2016 y 2017 en occidente; piensen en Donald Trump y su uso de Twitter #fakenews, pero no hace falta irse tan lejos]. En el caso particular de España, vemos que la plantilla no se ajusta exactamente a la realidad, complicando su aplicación al #postweb español. En aquel libro de Guillem Martínez sobre la Cultura de la Transición, Raúl Minichinela, crítico cultural y [aunque la palabra suene a rancio] activista político, notaba que las tecnologías digitales y el internet, aunque han tenido que ser aceptadas dentro del estilo de vida contemporáneo español, se han interpretado de manera poco revolucionaria: entendiendo la red meramente como tecnología [y el ejemplo que daba, que es también significativo por lo fechado que resulta era: “Tuenti estrena chat con vídeo”], la red como dinero [Google incrementa su beneficio un yoquesé %], la red como complemento a las prácticas bárbaras [este me encanta: “El asesino tenía un perfil en Facebook”] y donde el
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único ciudadano de interés es el insigne en visita fugaz [“El Papa escribe su primer mensaje en Twitter”] [Esta última postura quizás sea revisitable hoy, casi 5 años después de la publicación del texto; otra vez, piensen en Mr. President]. La sarta de [geniales] ejemplos de Minichinela vendrían a mostrar que en España lo digital es siempre un nivel inferior que frecuentan aquellos incapaces de progresar hasta la imprenta y que, incluso si hay ejemplos de algunos fenómenos que hayan salido de la red, la condición de la cultura de internet es que tiene que abandonarla. Así lo decía él [con esas palabras] y así lo suscribo yo [y, si no, que alguien me muestre esas arcas de cultura digital que tenemos escondidas en España]. Los tecnotextos que tanto me fascinan, a pesar de haber nacido de estas redes y estos cables, por muy radicales y “democratizadores” que parecieran, al fin y al cabo terminan volviendo a la imprenta y su nivel superior de respetabilidad social, cultural y académica [y esto, que conste, es independiente a su funcionamiento como objetos de memoria subversiva, que por lo menos eso sí lo son]. Me parece que era Álvaro Llosa, aquel profesor de literatura preocupado por la discriminación de lo digital y que ofrecía una teoría de arqueología literaria también muy interesante, quien decía que la cuestión era que la palabra escrita se ha valorado académicamente como mensajera oficial del conocimiento humano, los libros como su institución y las bibliotecas como sus ministerios. Por eso el libro digital jamás adquirirá el aura del manuscrito, nunca llegará a alcanzar el estatus ni la misión sagrada del libro impreso como soporte de un discurso fijado, confiable, de valor garantizado [y porque su distribución digital y, muchas veces, gratuita hará que su posesión se convierta en algo banal]. La institucionalización de la cultura impresa como base de la alfabetización y el temor a un cambio en cómo leemos la realidad y sus instituciones se unen al impulso del establishment cultural de promover un tipo de literatura en bloque, con la serie de características coherentes con la consolidación del tipo de sujeto que tras la dictadura sería carne de cañón [y promotor, a sus expensas] de un neoliberalismo asentado en el desarrollo tecnológico, muy lejos, sin embargo, de las versiones más liberadoras de la dimensión virtual. Ya en 1998, Manuel Vázquez Montalbán, en La construcción de la ciudad democrática que les mencionaba antes, analizaba la producción literaria de aquellas primeras dos décadas de Transición en España [hay quien sostiene que la Transición todavía no ha terminado, los que dicen que terminó en el 89 con la caída del muro de Berlín, y los que sostienen que en el 92, con los Juegos Olímpicos y la Expo de Sevilla] y explicaba que a pesar de intentos experimentales renovadores, la literatura sigue fundamentalmente dependiendo de la estructura material libro. Con eso se refería al libro como objeto material que condiciona la escritura y como objeto económico que convierte la literatura en bien de consumo haciendo que dependa a su vez de la industria y del mercado. Vázquez
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Montalbán reconocía que esas condiciones, precisamente, habían ayudado a la popularización de la literatura [especialmente durante los primeros años de la Transición cuando la literatura era herramienta ideológica imprescindible para la modernización de la ciudadanía franquista] pero se preguntaba si no habían también estancado su evolución creativa. A finales de los 90 el genio de Montalbán se preguntaba [ya entonces, a los albores del internet en España] que si la literatura llegase a independizarse del vehículo libro podría abordar nuevos códigos. Que si el ejercicio literario no dependiera del sí o el no de una industria y del sí o el no de un mercado [piensen en aquellos discursos de la libre publicación y la autopublicación en la red, y cómo esto acabaría con el mercado editorial] no se favorecería otra literatura independiente de patronos y clientes. Que si… que si… pero no. Casi 30 años más tarde constatamos que los ideales utópicos de Vázquez Montalbán han fracasado junto al malogro de vehículos experimentales alternativos de lo literario [preinternet, prekindle, pretableta] que veían al libro como estructura física que en España se constituía como una condición literaria indispensable. Tras la llegada [avalancha] de plataformas digitales de lectura y el establecimiento del internet y el ordenador doméstico [y de bolsillo, como el iPhone] vemos, no obstante, que la experimentación que Vázquez Montalbán soñaba para la literatura sigue sin llegar, y que la literatura que se produce mayoritariamente en España sigue creándose a expensas de las capacidades de estos nuevos dispositivos, siendo estos utilizados como meros distribuidores de una obra en papel-ahora-digitalizada. Daniel Escandell y Fernando de la Flor, en su libro sobre los cambios en el scriptorium que mencioné antes, temían que uno de los obstáculos que estaba encontrando la tecnología e-book residiera en la incapacidad de las grandes editoriales para asumir los cambios en el paradigma del mercado [notando que la gente sí se descarga y lee textos digitales de toda índole en su cotidianidad]. Comentaban que la industria del libro ha tenido la oportunidad de asistir a los cambios del negocio de las industrias musicales y cinematográfica, aunque, se lamentaban, el haber sido testigos no pareciera haber servido para que se preparasen con antelación a estos cambios, sino más bien para desarrollar todavía más una pulsión neoludita mediante tímidos y en ocasiones erróneos pasos [es cierto que no esclarecen qué pasos son estos, pero estoy 100% de acuerdo con lo de la pulsión neoludita que puntualizan. Con lo de temerse y lamentarse por ello no estoy tan de acuerdo]. Por otro lado, la literatura que se crea puramente de forma digital para existir en la red y sus ordenadores, aunque existe y hablaré yo de ella próximamente, sigue todavía lejos del espectro del establishment y, también por eso, de las masas lectoras. Quizás, la forma híbrida del tecnotexto, a caballo entre las dos esferas de cables y celulosa sea la única
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alternativa posible en la España que nos ha tocado vivir [aunque, ya lo sé, este no es un problema únicamente español ni mucho menos, pero en este libro estoy centrándome en este caso concreto porque la que mucho abarca poco aprieta, aunque el problema que nos traemos entre manos sea abarcador como pocos]. El tecnotexto no responderá únicamente al deseo de crear una temporalidad en limbo que permitiera un trabajo de la memoria a partir de la ruina de la novela impresa [aunque, como digo, así funciona y esto es muy liberador], sino que podría interpretarse como un intento fracasado de obra que quiere ser digital pero se queda atascada en el establishment impreso. Quién sabe, lo que no puedo dejar de notar es que el problema de la escritura [en nuestro país] es uno de formas que superan al medio.
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Aparte de los tecnotextos impresos a los que he dedicado casi 50 000 palabras hasta ahora, como ya les comenté en el manifiesto con el que comencé este bizarro ensayo, dentro de la sensibilidad #postweb cabría hablar también de otro tipo de objetos no necesariamente impresos en papel. Textos que, aunque a veces sean libros también como los tecnotextos, dejan parcialmente la estantería física para participar de manera modular en una obra de dimensiones espectaculares que se extiende dividida entre el libro-códice, el vídeo, la canción… en multitud de medios posibles cuya relación entre sí nos permiten hablar de la constatación de un universo a través de los medios, o #transmedia, albergado en la dimensión de la red. Serían obras que, como el Proyecto Nocilla de Agustín Fernández Mallo, más que limitarse al libro, se extenderían a través de diferentes plataformas, existiendo de manera distribuida [y no solo en el cuerpo del libro, por mucho que este importe #elcuerpoimporta]. Esta expansión de la obra pondría en evidencia la distribución de nuestra experiencia contemporánea entre la realidad física y aquella que llevamos acabo en la red, ampliando nuestra noción de producción #postweb. Abandonando el libro físico por completo, nos encontraríamos también con otras obras que, aún siendo electrónicas como aquellos tecnotextos [por su retórica y estética endeudadas con la máquina digital], se relacionan de manera más estructural o directa con la red, explorando las posibilidades de crear con una máquina digital conectada a la virtualidad y al mundo. Estoy hablando de la existencia de obras online que viven atadas a la web, obras cuya impresión sería imposible porque su cuerpo no es el de papel sino el eléctrico y multimedia [#elit] como la novela hipermedia Hotel Minotauro de Doménico Chiappe o la producción digital de Belén Gache: su poemario Wordtoys, su proyecto blog Kublai Moon, o sus performances intermediales en realidad aumentada y sus lecturas
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en Second Life, accesibles solo gracias a un ordenador y a una conexión a internet. Hablaré de estas obras online al final del ensayo [no se preocupen, ya queda poco], pero vayamos primero con el transmedia, que es más facilito. Sobre cómo ya no se trata de un libro más, sino de un proyecto transmedia Quizás ya hayan notado el término mágico aquí: #transmedia; un término con el que seguro que están familiarizadas pues durante la última década [además de ponerse de moda y utilizarse hasta en los noticieros], millones de estudios en las humanidades y las ciencias de la información se han enfocado en analizar lo que algunos han llamado “el giro intermedial”, y muchos académicos se han esforzado en crear topologías para categorizar los distintos medios y sus interrelaciones [recuerden la “remediación” de Bolter y Grusin, aunque también habría otros como Elleström, Ryan, Rajewsky… la lista es larga y no voy a aburrirles]. Dentro de los estudios literarios, el giro intermedial se ha enfocado en explicar cómo la ficción es capaz de relacionarse, traspasar o imbuirse en distintas plataformas mediáticas, centrándose principalmente en los fenómenos de la narrativa intermedial [aquella que presenta distintos medios dentro de sí misma, es decir, una novela que presente fotografías o imágenes de otro tipo. El caso de la remediación que vimos en Alba Cromm o en Crónica de Viaje, por ejemplo, donde las obras imitaban otros medios como la revista o la web serían casos de narrativa intermedial, porque en su remediación a la novela de estas otras formas incluían imágenes, fotografías, etc.]. El famoso transmedia storytelling, del que hablaré a continuación poniendo de ejemplo la obra de Agustín Fernández Mallo [aunque, evidentemente, hay muchos otros], sería el otro fenómeno de moda. Aunque el #transmedia se observa sobre todo en el campo del periodismo digital [no hay noticia que se preste hoy sin un vídeo junto a un texto y un gráfico interactivo y una serie de links que nos ayuden a saber más y de otra manera], en el ámbito literario contemporáneo se ha estudiado también como una de las características principales de la ficción electrónica más pura [aquella que viviría en forma digital sin ser capaz de imprimirse, como las novelas hipertextuales de Chiappe que les mencioné hace un segundo #elit] porque su código y la plataforma digital le permitirían sin dificultad incorporar en la misma pantalla imagen en movimiento [vídeo] y sonido junto a texto escrito, así como enlaces externos a estos otros medios también digitales [mientras que en el caso del tecnotexto estaríamos limitados a incorporar medios que puedan imprimirse en papel como la fotografía o la ilustración junto al texto alfabético más corrientucho].
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No obstante, me parece que podemos utilizar este marco “transmedia” para estudiar también proyectos literarios como el de la Nocilla de Agustín Fernández Mallo, cuya poética no dependa exclusivamente de la pantalla, sino que entre y salga de la misma, creando un universo narrativo que salte del libro impreso, a la película, al blog, hasta llegar finalmente a la figura misma del autor, que a veces parece convertirse en un elemento más dentro de la red transmediática. Mirar tanto al libro como a su autor como elementos transmedia me parece clave para entender la relación que el #postweb mantiene con la figura del autor y la estructura narrativa. En vez de hablar de una o dos obras en particular como he hecho con el trabajo de los autores anteriores, para comprender el fenómeno transmediático miraremos tan solo la obra de Agustín Fernández Mallo, aunque de manera amplia e inclusiva. En un artículo que escribí hace unos años en inglés destaqué tres maneras distintas de aproximarnos al transmedia. En primer lugar, me pareció útil volver al enfoque formalista para explorar las rupturas semióticas intermediales que aparecen en algunas de las obras de Mallo, analizando las relaciones poéticas que surgen cuando la historia abandona el orden alfabético para convertirse en imágenes: dibujos, fotografías o películas. En segundo lugar, me interesó pensar la obra de este autor como una totalidad, así que en vez de analizar una novela o un poemario en particular como hice con Cantavella o Mora hace unas páginas, aquí voy a seguir explorando la idea de “obra” como una encapsulada en un universo transmedia compuesto de multitud de narrativas autónomas cuya lectura completa [o parcial, da igual, es difícil leer el mundo entero] ofrecen un significado expresivo coherente, construyendo un entendimiento poético compartido. Lo que esto implicaría sería redefinir nuestra noción de textualidad, expandiéndola hacia algo similar a lo que Jerome McGann [otro de los grandes académicos pioneros en el estudio de la literatura electrónica, profesor en la Universidad de Virginia] defiende en su libro Radiant Textuality. McGann explicaba que en su idea de textualidad la aparición de textos [cualquier texto: los paratextos como los epílogos, las dedicatorias, los prólogos; los códigos bibliográficos; y las características visuales] son tan importantes en los programas de significación de un texto particular como sus elementos lingüísticos [o sea, que nada de pasar de los epígrafes con McGann, a leérselo todo, todo, todo, hasta la bibliografía], y que la interacción social de todos esos textos [el contexto de sus relaciones] debe concebirse como una parte esencial de cualquier texto en sí, si lo que queremos es comprender la situación textual de manera crítica y adecuada. Evidentemente, la propuesta de McGann me viene como anillo al dedo, pues lo que estoy tratando de analizar en este ensayo es la relación que la literatura contemporánea tiene con su entorno mediático, según este interactúa con la obra literaria #postweb. En el caso del universo poé-
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tico de Fernández Mallo, se trata de incluir su poética transmedia para ver cómo la relación entre todas sus partes permite la emergencia de metáforas multimedia [otra manera de llamar a las metáforas materiales de las que hablé antes siguiendo a Hayles] dentro de este mundo ficcional donde el libro impreso sería el centro [si es que debemos hablar de centro], aunque el mundo se componga de más elementos. El propio Mallo ha utilizado el término de “exonovela” para explicar lo que entiende él por esto, describiéndola como una armadura o exoesqueleto protector [como el de las gambas o los saltamontes, ni más ni menos] que se construiría alrededor del libro y sus componentes multimedia, sosteniendo a la novela; dándole la solidez interna y la protección que la novela por sí sola no puede ofrecerse. En tercer y último lugar, para entender esta vertiente #postweb del transmedia, propongo [como hice también entonces y como he defendido muchas veces] que miremos, no solo a las ficciones materiales dentro del universo poético de Mallo, sino que incluyamos la figura del Autor como una función poética productiva en sí misma. ¿Por qué incluirle a él y no a los demás autores?, ¿se trata de un caso de favoritismo? Bueno, podríamos pensar en los demás también, pero lo cierto es que las intervenciones públicas que hace Mallo a través de su blog, sus entrevistas, y sus performances musicales y de spoken word han ayudado a crear un personaje ficcional [en realidad, estoy pensando en el término en inglés “persona”, que no es lo mismo que una “persona” en castellano, pero como no se me ocurre nada mejor y Word no me da otras opciones; voy a usar personaje] que podría leerse como una parodia autorreflexiva del artista dentro de la convergencia mediática contemporánea. Al renunciar parcialmente a su agencia como creador serio y convertirse en un objeto, un producto de su propia inventiva ficcional [dialogando, quizás, de manera radical con la metaficción modernista], Agustín Fernández Mallo, Autor, flota rizomáticamente en la red compuesta de sus otras producciones multimedia. Esta cosificación del autor me parece apuntar a las muchas maneras en las que la subjetividad y la agencia se han ido transformando en otra cosa dentro de las redes de convergencia mediática controladas por corporaciones neoliberales internacionales que regulan nuestra interacción online. Decir esto último puede sonar raro tratándose de Agustín Fernández Mallo, ya que parece invocar una cierta conciencia política dentro de su obra, sobre todo conociendo las acusaciones que se le han hecho por su supuesta falta de conciencia crítica y su complacencia con el sistema neoliberal. Luis Martín Estudillo y Pablo Rodríguez Balbotín [desde la academia norteamericana donde somos muy dados a decir estas cosas] comprendían que el silenciamiento de lo político en el proyecto de Mallo decantaba su obra hacia posiciones que no suponían desafío explícito alguno del estado vigente de las cosas. Ha-
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blando de su [por otros motivos muy polémico] El hacedor (de Borges) Remake, ellos explicaban la postura situacionista de Mallo [que, como situacionista sería supuestamente política, aunque ya expliqué yo antes que no tenía por qué] como puro juego posmoderno, como un gesto que reafirmaría su concepción monumental dentro de un canon estético [me acuerdo muy bien de las palabras del ensayo porque lo he leído un par de veces tratando de decidir si estaba de acuerdo con ellos o no. El desacuerdo no es tan fácil como parece]. Al hablar de la preocupación de Mallo con la representación y su relación entre la realidad y la ilusión [una de la preocupaciones principales de todo trabajo que lidie con la virtualidad como el que nos traemos entre manos], encuentran la belleza que los narradores que construye Mallo suelen encontrar en diferentes manifestaciones del mundo post, uno que abraza el remake, como un fallo imperdonable. Aunque evidentemente no voy a rebatir que el mundo en el que vivimos podría calificarse con este ambiguo post que abraza el remake [me he pasado páginas describiéndolo antes], y que el remake muchas veces se basa en un simulacro eterno capturado mediante distintas tecnologías de la visión, como dicen después ellos, no me parece que el uso del remake sea consecuencia de la imposibilidad de imaginar “otra realidad”, como achacan en su crítica, y que esto sea blanqueado bajo la idea de belleza. Lo que creo más bien es que las exploraciones ideológicas de Mallo en el campo de la espectralidad [¡vuelven los fantasmas! #fantasmagoria] y el simulacro pueden entenderse mejor a partir de técnicas de #transmedia que contemplarían la posibilidad de convertir la función de autor en un ser simulado, [metaficcional si se quiere], una parodia del espectro del artista como representación mediática. Evidentemente, el cuestionamiento modernista de la conciencia y la realidad deberían reubicarse dentro de esta red de convergencia cultural y de grandes conglomerados de medios como les decía antes. La participación del autor con estas redes intrínsecamente comerciales, empero, le permiten seguir produciendo desde dentro y fuera de Alfaguara, de Random House Mondadori y el grupo PRISA, apuntando a la inevitable problemática relación que existe entre las tecnologías digitales y el marketing comercial. Pero vayamos en orden. Desde Nocilla Dream al Proyecto Nocilla Todo empezó en 2006 con la publicación que Candaya, una editorial pequeña e independiente, hizo de Nocilla Dream, la primera y rarísima novela de Agustín Fernández Mallo [hasta entonces, técnico de rayos X coruñés, con algún libro menor de poesía publicado también en editoriales
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humildes]. Lo que se suponía que tendría que haber sido un evento menor [al tratarse, como digo, de la publicación de un trabajo experimental por un poeta aislado del circuito literario] se convirtió, sin embargo, en un inesperado fenómeno de masas [las masas son relativas, no se olviden que hablamos de literatura en España] que llevó al éxito tanto al escritor como a la novela, rápidamente encumbrados por su uso del experimentalismo como un revulsivo ante el panorama literario español, si bien criticado por su uso de las tecnologías digitales como campaña publicitaria. A lo largo de ese primer año, Nocilla Dream recibió varios premios, y Agustín Fernández Mallo se convirtió en uno de los escritores más celebrados de su generación. Con la fama, llegaron las grandes editoriales y tras firmar, consecuentemente, con Alfaguara, Fernández Mallo publicó Nocilla Experience (2008) y Nocilla Lab (2009), completando lo que vendría a titularse como Proyecto Nocilla. Las tres novelas comparten la experimentación formal que tanto se ha comentado/celebrado [multitud de líneas narrativas, fragmentación o modularidad distribuida en red, apropiacionismo, remix], siendo la última la que presenta mayor radicalidad visual incluyendo fotografías e, incluso, cómic. Debido a su éxito comercial, Alfaguara publicó una edición completa de las tres obras en un solo volumen en 2013. Mucho se ha dicho del impacto que la publicación del Proyecto tuvo en las letras españolas y de la subsiguiente aparición de lo que algunos llamaron Generación Nocilla o escritores mutantes. [Lo confieso, mea culpa, yo también participé en esta locura; mi tesis doctoral no fue sino un intento de ver si existía generación o no. Concluí que no, claro, pero ahí está como testimonio de una moda.] Dejando de lado los muchos intentos de definir al grupo [ya digo que grupo, grupo, no hubo ni hay, quizás cierto espíritu o sensibilidad compartida de manera heterogénea entre algunos de los escritores que, sorpresa, también he citado antes: Vicente Luis Mora, Jorge Carrión, Robert Juan-Cantavella, Javier Fernández…]. Lo que sí quedaba claro era que uno de los elementos compartidos entre sus “miembros” tenía que ver con su posicionamiento frente a las tecnologías digitales y a su ecología mediática, no solo en su práctica literaria, sino en un sentido más amplio, que incluía el uso de la red para circular y comentar sobre sus obras, en blogs literarios sobre todo. Vicent Moreno, profesor de la Universidad Estatal de Arkansas, entiende que el uso que estos escritores hicieron de la red, así como el éxito comercial de Mallo, otorgó “al grupo” [que había estado luchando años por encontrar un canal de distribución, así como ganarse la atención del mundo literario] un vehículo para expresar una visión de la literatura que rechazara las corrientes hegemónicas del momento, para, así, llegar a subvertirlas desde dentro. Aunque yo creo que la relación de estos escritores con las tecno-
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logías digitales va más allá del marketing, es incuestionable que ha tenido un rol importante en el desarrollo de su escritura, su legitimación individual, y el establecimiento de una moda o grupo, en su momento. Es más, la atención a la estética, la poética, la retórica y la ideología electrónicas que le estoy dando en estas páginas debería servir para rebatir este argumento puramente comercial, sobre todo si pensamos [dejando de lado purismos sobre cómo el arte y la literatura están fuera del mercado] que las casas editoriales también se lucran de manera cuantiosa con sus incursiones tecnológicas y si no andan ganando más perras es porque todavía no han encontrado la manera. Dentro de la producción de Mallo, su relación con la convergencia mediática ha tenido múltiples manifestaciones, permitiéndole un tipo de experimentalismo formal, indiscutiblemente novedoso en las letras españolas de aquel momento. Julio Ortega, profesor en la Universidad de Brown [y uno de los promotores del “grupo” con su publicación de la antología Mutantes: narrativa española de última generación en 2007, junto a Juan Francisco Ferré] y también prologuista de la edición completa del Proyecto Nocilla, decía en este último volumen que el radicalismo, la independencia y la novedad del Proyecto abrían un espacio poco previsto en las letras españolas. En lugar de explorar las raíces, la memoria o el pasado [recordemos que en los años del proyecto 2006-2009 está, justamente, explotando el boom de la memoria histórica en España; me imagino que Ortega se refería a esto], Ortega declara que Agustín Fernández Mallo se propuso un proyecto “más futurista que español” [¡olé ahí! Las implicaciones de esta frase no tienen desperdicio; y no podría estar yo más de acuerdo] al construir un espacio dedicado a la actualidad y a la proyección de una “lengua en devenir”, en vez de dedicar la escritura a la melancolía de la nacionalidad [algo parecido he dicho yo en las secciones que trataban sobre el trabajo de Carrión y Cantavella]. Opiniones como las de Ortega han contribuido a la caracterización de Fernández Mallo como un visionario, hablando en idiomas del futuro. Aunque él no especifique a qué responden estas lenguas futuristas, no sería descabellado decir que son producto de la relación del autor con su ecología mediática, permitiéndome sugerir que esta “lengua en devenir” [tan preciosa la colocación] quizás sea como aquella que expandía la representación alfabética en el tecnotexto [aquella del #narradorinterfaz], una lengua que, en vez de pertenecer al mañana, sería la propia de la medialidad contemporánea. Hablo de medialidad, porque John Johnson, en su libro Information Multiplicity. American Fiction in the Age of Media Saturation, definía “medialidad” como un concepto que determina las condiciones que permiten la aparición de unos medios específicos en una
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época histórica [concreta y delimitada] y otros no, determinando así también la situación cultural y comunicacional de cada momento dentro de la cual aparecería un tipo de literatura que pueda asumir la forma y la función que le sea correspondientemente específica. El lenguaje del proyecto de Mallo, como pasaba con los de las otras obras #postweb, no sería uno en devenir, sino uno que está ya aquí, hoy [y ayer, y hace 10 años]. La relevancia del proyecto transmedia que nos traemos entre manos ahora reside, precisamente, en mirarlo como marcador de aquel presente [quizás por ello efímero y caduco también], convirtiendo a su autor no en profeta, sino en avezado observador del momento contemporáneo. Sobre postpoesía y convergencia mediática En su polémico Postpoesía: hacia un nuevo paradigma que ya cité antes, Fernández Mallo establecía la necesidad de crear artefactos poéticos que fluyan desde y para la sociedad contemporánea. La relación que él veía entre su “postpoeta” y su entorno sería la clave, situándolo en el centro de la vasta red informativa característica de las sociedades desarrolladas, con todas las limitaciones que esto implica para el llamado primer mundo y la civilización occidental. Autodefinido como “pragmático”, el postpoeta utiliza todo lo que está en su ecosistema para recrear la experiencia contemporánea, pervirtiendo estilos en continuas heterotopías y heterocronías donde los signos multiplican sus significados. Las fronteras de la red transmediática se borran, transformándola en un espacio heterogéneo que se multiplica colapsando las diferentes esferas discursivas de las tradiciones históricas, los sistemas sociales y la producción artística. En su caso particular del Proyecto Nocilla, los temas y la estructura [como también ocurre con otras de sus obras posteriores fuera del Proyecto] recalcan la mezcla de estas esferas como resultado directo de la convergencia mediática, o más ampliamente, de la cultura de convergencia del momento. Sobre #transmedia se ha hablado bastante en España, siendo Carlos Scolari uno de los principales promotores del tema desde la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, pero será Henry Jenkins, profesor de la Universidad del Sur de California, quien en el seminal Convergence Culture: Where Old and New Media Collide [hoy ya un poco pasadito, pero sin duda todavía relevante] examina por primera vez los diversos modos en los que los medios y las historias han convergido dentro de las grandes corporaciones del entretenimiento desde la revolución digital. Jenkins explora la forma que toma la narrativa [cualquier tipo de historia, no tiene que ser escrita, películas y cómics también] cuando se mueve por diferentes entornos, y define el transmedia storytelling como
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una técnica que permite que la narración trascienda un medio único [el cine, por ejemplo] para pasar a desarrollarse en diferentes plataformas como videojuegos, películas de animación, novelas o cómics, que no se limitan a copiar o reproducir la narración original, sino que la expanden dentro de un mundo que incluye la narrativa original como parte, pero cuya lectura total requiere de su participación en este nuevo mundo [este no es exactamente un mundo sintético, ojo, como sería algo tipo Second Life, por ejemplo; es virtual en el sentido de que es imaginado, no porque se construya por código como serían estos otros mundos sintéticos de la realidad virtual]. El transmedia storytelling se define así como “el arte de crear mundos” [casi como Dios, vaya] estructurado a partir de la aparición de motivos recurrentes, aunque autónomos, de cada mundo creado en las distintas franquicias mediáticas. Cada franquicia, no obstante, es autárquica y autofuncional, por decirlo de alguna manera; no sería necesario haber visto la película de Harry Potter para disfrutar del videojuego [igual que una podría ver la película del Proyecto Nocilla sin leer ninguna novela] y viceversa, aunque participar en las dos, leyendo a través de los medios nos permite profundizar en la experiencia fictiva motivando el consumo. Así, cada producto termina siendo una puerta de entrada al universo en su totalidad. Jenkins argumenta que este tipo de storytelling demanda mucho esfuerzo por parte de los consumidores, de los que se espera que investiguen por su cuenta y descubran alguna de las otras representaciones mediáticas del mundo que les interesa para poder entenderlo en su totalidad. Tal y como el filósofo francés Pierre Lévy lo explicaba, este tipo de narración se construye a partir de una inteligencia compartida que requiere del establecimiento de una red de consumidores, productores, creadores y críticos que se vayan sosteniendo unos a otros. La obra de arte se convierte en “atractor cultural” [yo esto lo leí en inglés y la palabra es “attractor”, I promise, que tampoco es una palabra en ese idioma, pero se entiende], es decir, en una especie de pegamento que los atrae a todos estableciendo un espacio común entre las diversas comunidades. También podríamos hablar de “activador cultural” [en vez de “atractor”], actuando como motor tras la activación de otros tipos de elaboración y desciframiento de la ficción. Para que funcione una narrativa transmedia, pues, tiene que estructurarse como un mundo modular, sujeto a ser desmantelado y reconstruido, sin una idea central sino múltiples independientes pero relacionadas, que se expresen a través de imágenes desconectadas que, a su vez, atraigan otras formas de creación. Los consumidores buscarán adentrarse en el mundo que aman a partir de la inmersión en el universo ficcional y sus personajes, en vez de seguir una línea argumental u otras estructuras narrativas.
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Como ven, más de lo mismo sobre la desaparición de las formas narrativas [o la aparición de formas nuevas], que abandonan los cauces a los que nos tenían acostumbrados. Es más, Hiroki Azuma, uno de los críticos culturales más influyentes de Japón [para que vean qué internacional es el #transmedia], observa un fenómeno muy similar en su libro Otaku: Japan’s Database Animals, donde analiza la producción cultural de lo que entiende él que es la posmodernidad japonesa [y no vamos a entrar a debatir sobre post o alter modernidad, ¿ok?, da igual ahora]. Según Azuma, el modelo de las grandes narrativas de la modernidad [esas que nos hablaban de ideología, patria, moral, etc. La memoria y la historia incluso podrían abarcarse aquí #memoryloop] ha sido suplantando por el modelo de la base de datos que se organiza en una división estructural de pequeñas narrativas superficiales [que él llama “el simulacro”] y una gran no-narrativa fundacional [la base de datos propiamente]. Esta estructura subterránea que lo sostiene todo sería, en realidad, ese pegamento aglutinando todas las representaciones del universo transmedia mientras que su proyección “narrativa” no sería más que una simulación reflejada en la superficie. Evidentemente, que una base de datos sea la gran narrativa de nuestros tiempos es incompatible con la continuación de esas otras grandes narrativas modernas pensadas para consolidar los sistemas de organización de los ciudadanos y la administración de la sociedad [y sería también inconcebible con la perpetuación de esas otras grandes narrativas patrias nuestras como la de la Cultura de la Transición; no se olviden de ese tema #cuéntamecómopasó o #historiasdelaCT]. En el caso japonés, Azuma afirma que la producción artística ha abandonado cualquier deseo trascendental, para ofrecer “pequeñas narrativas” que puedan ser consumidas en su encarnación física como productos. Para explicar lo que quiere decir, retorna al filósofo Alexandre Kojève, quien nota cómo el cambio en el deseo [deseo “animal” que busca la gratificación instantánea] del consumidor es esencialmente diferente al deseo lacaniano tradicional al que hemos estado expuestos [aquel deseo por el deseo del otro, eso de desear el deseo en sí, por ejemplo, y no a la persona deseada, a la que no vamos a comernos literalmente, espero], siendo ahora rápidamente saciable gracias a la consumición [ingestión, en realidad, a lo bruto, sin masticar siquiera] de estas proyecciones superficiales de la base de datos. En nuestro entorno multimedia, la creación de personajes y mundos ha desbancado a aquella gran narrativa estructural anterior y los consumidores, sabedores de esto, pueden moverse libremente entre los distintos proyectos narrativos [los cómics, las novelas, las películas, las series] y los objetos no-narrativos [las ilustraciones, las figuritas, los objetos…] que no son más que puro simulacro; tras ellos se asienta la base de datos de personajes y ambientes que lo permitiría todo. Lo que todo esto implica para la narrativa histórica
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es escalofriante [y muy liberador] en tanto que la memoria se establece como construcción modular y superficial, accesible por partes, nunca permitiéndonos estructurar un gran relato sobre el pasado. Aunque no haya un objeto como ocurría con aquellos tecnotextos/palimpsestos, aquí la memoria se desmiembra en multitud de versiones revisitables y modulares #remixability #memoryloop. Volviendo al caso del Proyecto Nocilla y a la postpoesía de nuestro Agustín Fernández Mallo, la base de datos emergería como esa amplia estructura que abraza y concibe el sistema total de su poética. El mismo Julio Ortega decía en su prólogo a la edición completa que la suma del Proyecto nos ha permitido ver la obra como una lectura reiterada que siempre es “otro objeto”, con “otra ruta de acceso”. La mayoría de la producción de Fernández Mallo quedaría así profundamente interrelacionada, vinculando temas e ideas a través de distintas plataformas. Los personajes se moverían entre diferentes historias y productos [pienso en el ejemplo del Sokolov de Nocilla Dream reapareciendo en Limbo ocho años después] así como se repetirán y reciclarán otros leitmotifs en distintos medios [como el famoso “árbol de los zapatos”, central a todo el Proyecto pero principalmente a la primera novela, con el que también culmina la película. Película que, por cierto, no es una adaptación al cine de ninguna de las obras escritas, sino su propio producto con personajes y peripecias propias]. Vemos, además, cómo en ciertos productos se incluyen distintos medios de manera puramente intermedial [como la inclusión de fotos en un texto], completando la definición transmedia en cualquier de sus acepciones. Y, evidentemente, notamos que bajo todo este caos multimedia se sostiene una poética, una base de datos que funciona como una metáfora reiterativa a favor del pragmatismo en nuestra medialidad y cultura de la convergencia presente, abandonando esos otros fines teleológicos de la modernidad precedente. Así pues, si en la modernidad la capa exterior de una obra quedaba determinada por su estructura interna [la Gran Narrativa], en la ecología mediática del momento la superficie no funciona como espejo de su interior, sino que revela sus muchas expresiones posibles [sus muchos remixes, sus muchas actualizaciones, #remixability]. Cada obra fictiva, entonces, será siempre una proyección simulada, una manifestación de superficie donde toda la ficción y la poesía serán consumibles como una especie de sombra platónica metafórica. Lo Real seguirá estando ahí afuera, pero no tiene que ver con esta otra capacidad de crear productos culturales cuya superficie [su interfaz, por volver a la conversación anterior sobre Otro o Crónica de Viaje, por ejemplo] quede separada de ese otro código que lo permite y que tiene múltiples manifestaciones. Esa base de datos, no obstante, tiene forma. No es lo mismo que el #narradorinterfaz que orquestaba sus distintas manifestaciones de superficie, pero no la imaginen tampoco como un cajón de sastre donde todo
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puede irse metiendo a batiburrillo. La base de datos es un sistema complejo y ordenado que permite unas manifestaciones modulares de superficie y no otras, lo cual tiene sin duda fuertes implicaciones para el mundo digital en su totalidad. Las bases de datos, de manera similar a estas otras formas de superficie [no narrativas si gustan], también organizan visiones del mundo. Aunque no lo veamos a primera vista, todo objeto digital, aunque esté impreso como las novelas de Mallo [o los tecnotextos de antes o lo que sea] nos recuerda que siempre fue [y será] también otra cosa [#memoryloop], por mucho que el cuerpo importe [#elcuerpoimporta]. Sobre poética transmedia y la función de Autor Dentro de este gran universo transmedia resulta difícil delimitar el corpus de Agustín Fernández Mallo. Mirando el Proyecto Nocilla en sí vemos como Nocilla Dream, la primera entrega, era culminada tres años después con Proyecto Nocilla. La película, accesible desde el blog del autor y colgada en Vimeo. Como sabemos también, existen dos secuelas más, Nocilla Experience y Nocilla Lab, esta última parcialmente escrita en forma gráfica. Pere Joan, ilustrador de aquello, publicó un remake de Nocilla Experience dos años más tarde (Nocilla Experience: la novela gráfica, 2011). Simultáneamente, Mallo ha seguido reeditando compilaciones poéticas anteriores según ha ido publicando nuevas [como Antibiótico o Ya nadie se llamará como yo + Poesía reunida en 2015], y ha continuado colgando textos, poemas y vídeos inéditos en su blog. También ha publicado tres ficciones mayores en 2011, 2014 y 2018: El hacedor (de Borges), Remake [un trabajo de poesía de intervención], Limbo [quizás su novela más clásica], y, finalmente, Trilogía de la guerra. Además, colabora habitualmente con Eloy Fernández Porta en su grupo de spoken word “Fernández y Fernández”, y ha editado un álbum Pacas Go Downtown con su grupo Frida Laponia junto a Juan Feliu. Por si fuera poco, también participa como columnista en algunos medios, ha hecho alguna performance conceptual y bizarra como “El niño larva” y tiene obra de ensayo crítico como el mencionado Postpoesía: hacia un nuevo paradigma, finalista del Anagrama de ensayo en 2009 [este hombre no se aburre]. Todas estas obras, distintas en formato, medio y disciplina, presentan un repertorio similar de temas y tonos producto de esta base de datos de las que le hablo. Podría argumentarse, también, que la base de datos común es el propio autor, actuando como una función que nos permitiría agrupar todos estos productos. Michel Foucault, uno de aquellos filósofos franceses famosísimos que mencioné antes brevemente a colación de los trabajos de remix de Javier Fernández y el tema de “la muerte del autor”, explicó [de manera también muy famosa] que el Autor no era más
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que una función del discurso según la cual podíamos agrupar y legitimar un corpus concreto de obras limitadas por su estatus ideológico. Es decir, que la función del Autor como-función-ideológica era usada como un principio de selección de obras que impedía su libre circulación, manipulación y recomposición; sin estar hablando siempre de copyright [cuando las cosas no son de nadie o se deben a sí solas, una puede cogerlas y trabajarlas como quiera sin miedo a violar la naturaleza original de esa cosa, por ejemplo, el color azul cian. Yo puedo hacer lo que me dé la gana con él, porque pertenece a todos y a nadie y al que lo use, vaya. Si la cosa es de alguien, es porque es así y no de otra manera, el color azul Klein, por ejemplo. Si lo uso, y lo uso tal y como Klein lo diseñó y dejo su tintura como está, puede que yo lo esté usando, legalmente incluso, pero será siempre de Klein, nunca mío. El espectro de autoría de Klein es demasiado fuerte, todos sabemos que es de él]. Paradójicamente, aunque vemos así que la función de autor no tiene nada que ver con la idea de creación, insistimos en definirlo siempre así, aunque la hagamos sistemáticamente funcionar de manera opuesta [Foucault aclara que cuando una función dada de manera histórica se inserta en la figura que representa, esta se convierte en una producción ideológica]. El autor, de esta manera, es la figura que demarca nuestro miedo a la libre proliferación de significados. Si nos proponemos ver al Autor que Agustín Fernández Mallo se ha creado [a su persona] como figura ideológica en estos términos, lo definiríamos como regulador de sus ficciones [“esto de aquí es de Mallo”, “esto no”, etc.], un rol que como Foucault bien apunta, se remonta [y pertenece] a la sociedad industrial, burguesa, del individualismo y la propiedad privada [oh, la modernidad vuelve a asomar las orejas; ¡cuidado!]. Sin embargo, ya cuando Foucault escribía esto, a finales de los 70, él había empezado a notar una serie de actitudes y gestos [piensen que es en este momento también en el que aparece el situacionismo, por ejemplo, el neoconcretismo de los brasileños De Campos y Cía… en el fondo estamos siempre hablando de los mismos temas] que él asociaba a un cambio en esta mentalidad del Autor Moderno [#ByeByeBécquer]. Aunque el rol evidentemente no ha desaparecido [y las leyes de copyright siguen vivitas y coleando para asegurarse de que siga así], al ver cómo la creación artística se desarrolla en el momento de convergencia mediática actual vuelve a ser relevante que nos preguntemos acerca de la necesidad de mantener esa función autorial en activo [al margen de la legislación, digo. Que Kodama gane una querella contra Pablo Katchadjian no significa que El Aleph engordado no exista ni debiera haber no existido. Y, como él, otros; El hacedor del mismo Mallo sin ir más lejos]. Foucault afirmaba que el momento en el que esta función dejara de funcionar #valgalaredundancia, dejaríamos entonces de repetirnos las típicas
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preguntas insustanciales que llevamos años haciéndonos: ¿a quién pertenece la voz del texto? ¿Es realmente la del Autor o alguien haciéndose pasar por él? ¿Dónde está la originalidad, la autenticidad de esa voz? Y [más tonto todavía], ¿qué parte de su personalidad más secreta y profunda podemos vislumbrar gracias a esa voz? Este tipo de preguntas, que se centran en el Autor de los textos y no en el discurso en sí, dejarían de ser relevantes y pasaríamos por fin a tratar el discurso desde el “murmullo del anonimato” [qué bonito esto que dice Foucault, ¿no?], mirando a la ficción y a la polisemia de sus textos de otro modo, preguntándonos cosas como: ¿cuáles son los modos de existencia del discurso? ¿Dónde se ha utilizado, cómo puede circular y quién podría apropiárselo? ¿Hay hueco en él para que distintos sujetos se identifiquen? ¿Quién podría asumir esas distintas funciones subjetivas? Porque, al fin y al cabo, ¿qué más da quién esté hablando? Dentro de su propia producción postpoética, Mallo ha establecido reiteradamente el paradigma del murmullo del anonimato, defendiendo la autonomía de los textos y su uso libre según sus mecanismos internos de significación y su poética. Una declaración muy similar a la de Foucault y, desde luego, a las prácticas de reciclaje, collage e intervención que veíamos que se sucedían en aquellos años. Sin embargo, como dije cuando traté el tema del remix en la obra de Javier Fernández o Vicente Mora, tratar de leer estas prácticas contemporáneas de remix y remake en esa línea resultaría anacrónico y vacío, pues los autores #postweb reflejan otro tipo de sensibilidad política [no digo que sean apolíticos, ojo] dentro del sistema neoliberal que precisamente potencia el uso de esas técnicas creativas gracias a la propulsión de programas y plataformas digitales que nos facilitan su aparición. En el caso particular de Mallo, veo que al eliminar su agencia como autor y adoptar un simulacro ficcional al nivel de sus ficciones, su figura de Autor podría también ser parte de ese murmullo, siendo poetizada por otros de forma radical. En la sección gráfica al final de Nocilla Lab ilustrada por Pere Joan, su figura se convierte en un personaje caricaturesco [y visual] sirviendo como ejemplo de transformación intermedial del tipo de Rajewsky. ¿Qué decir del universo ficcional completo de Nocilla Experience según la versión gráfica de Joan con el mismo título? Todas [o casi todas, pero voy a decir “todas” por dramatismo] las obras de Fernández Mallo presentan la colaboración de otros autores e incluyen materiales multimedia prestados, participando de este murmullo poético de autoridad compartida [la base de datos del Universo Nocilla no le pertenece en exclusiva a él, o mejor, no le pertenecería a nadie]. Se crea una reverberación, un eco en todas sus ficciones a partir del reflejo de esta naturaleza multimedia y una preferencia compartida por temas y personajes similares. Los personajes viajan en una especie de deriva situacionista, interviniendo, remezclando y tratando de definir la esencia de
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cualquiera de los elementos con los que se cruzan [actuando, de manera intertextual como aquellos situacionistas de Debord], o según las leyes del pragmatismo poético de la postpoesía [#postweb]. Sea como sea, la lectura conjunta de sus imágenes y textos en la misma página, así como el movimiento dentro y fuera del libro hacia la pantalla que son necesarios para entender el universo poético de Mallo, hacen necesario que, en vez de obsesionarnos con mirar las diferencias taxonómicas entre lo que sería la intermedialidad pura, la transmedia, o el multimedia storytelling [o ver si se trata de un nuevo caso de situacionismo o no], nos propongamos definir nuestra idea de textualidad dentro de la ecología mediática del momento para incluir esa poética multimedia y paratextual [en el sentido que antes recogí de McGann] y así poder empezar a comprender cómo funcionan estos textos. ¿Qué nuevos significados emergen de la poética o la narrativa multimedia? ¿Cómo podemos entender las metáforas multimedia que surgen entre la interacción intersemiótica de los elementos de una base de datos digital? ¿Qué más da quién esté hablando? Sobre metáforas materiales y metáforas transmedia Para explicar el tráfico que ocurría entre la materialidad de la interfaz de una obra impresa-antes-digital y su poética en el caso de las obras intermediales como Alba Cromm, Cero absoluto y Crónica de Viaje, utilicé el término de Hayles de “metáforas materiales”. Me permitía así poder hablar de ese paso entre lo que sería la profundidad digital a la superficie impresa y ver cómo emergía una poética o narrativa de la transformación de estados que ocurría en esas obras. El caso del transmedia es un poco distinto porque vemos que la poética [o narratividad, según sea el caso] no queda encapsulada en una obra concreta, en un libro [#elcuerpoimporta] sino que surge de la relación que ese cuerpo de la novela tiene con otros cuerpos que flotan en la red [películas, canciones, poemarios, etc.]. Aunque la analogía que voy a hacer puede resultar un poco rancia, sobre todo teniendo en cuenta las comparaciones con los medios digitales que vengo haciendo, para explicar mi idea de las metáforas transmedia voy a recurrir a un clásico de los estudios literarios que me gusta mucho; a las teorías del new criticism de los Estados Unidos y a uno de sus pioneros, Cleanth Brooks, quien definía la metáfora como una poética de relaciones contextuales. Es más, definía la poética casi en su totalidad con esta ley, según la cual notaba que los versos más memorables de la poesía, incluso esos que nos parecen intrínsecamente “poéticos”, en realidad derivaban sus cualidades poéticas de su relación con el contexto. Así, nada y todo, puede ser sujeto a la poesía, pues todo depende de su contextualización [de su uso, de su remix si queremos incluso].
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Dentro de la producción de Fernández Mallo, mirando especialmente al Proyecto Nocilla, notamos cómo la superficialidad de sus personajes [reducidos a lo que algunos críticos como Vicente Mora han llamado “avatares representacionales” o “sombras de personalidad”] me permite compararlos con aquellos otros objetos de su universo transmedia, como sombras proyectadas de la base de datos, todos reducibles a esas formas originarias poéticas. Estos elementos [o formas, o sombras #fantasmagoria] han sido arrancados de su contexto lógico para ser reubicados en un espacio multimedia con el cual se relacionan de forma metafórica [o poética, según Brooks]. Su recontextualización crea nuevos significados [de gran belleza, incluso], desfamiliarizándolos [¿recordamos a los formalistas rusos, a Shklovsky?], permitiéndonos disfrutar de una nueva percepción del objeto. El contexto, en nuestro caso transmedia, no puede ser el mero de la textualidad tradicional [como a la que se referían Brooks o los rusos], sino al contexto multimedia, paratextual, que la medialidad presente nos ofrece #postweb. Algunas de estas imágenes están incrustadas dentro de la textualidad alfabética y explotan su valor poético según su reubicación temática, como ocurre con el famoso “árbol de los zapatos” en el medio del desierto de Carson City en Nocilla Dream y la relación que se forja entre el árbol y los personajes que hacen el amor bajo sus ramas, o se pelean, o calientan una lata de judías. Estas imágenes son evidentemente sugerentes en sí, y de múltiples maneras, pero ninguno de los significados que podamos extraer de ellas cancela los anteriores. Como [me parece] que Brooks decía, todos son relevantes y cada uno de ellos contribuye al total del significado. De hecho, cada faceta de significación recibe una luz nueva gracias a esa figura metafórica. Las figuras, a veces, aparecen dentro de otros medios, como el álamo que también vemos en la película del Proyecto. Todas las connotaciones y las alusiones son tan válidas y reales como las connotaciones poéticas lo serían en una metáfora literaria. Para entenderlas en su totalidad, sin embargo, necesitamos extender el contexto metafórico más allá de la textualidad alfabética. Si Brooks creía que cada verso completaba su significado según su referencia al contexto textual inmediato, lo que ocurre en los casos de transmedia es que hay un aumento en la textura de estos contextos. No podemos limitarnos a los símbolos, ideogramas o gramáticas circundantes, sino que necesitamos mirar a la textualidad en el sentido amplio que los rodea, a su medialidad, como elementos todos participando de la red de convergencia mediática que nos envuelve también a nosotras. El contexto inmediato de cada verso, cada frase, escena o personaje, son otros medios: otros escritos, imágenes, vídeos… que no están siempre presentes en el cuerpo hermético del libro, sino que están encapsulados en nuestra realidad mediática: anuncios, spam, vallas publicitarias, etc., que interrumpen
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nuestra lectura diaria [de un texto o del mundo, me da igual] con estímulos constantes, que ahora son parte de esta práctica lectora que antes ocurría de manera aislada. Todo cabe en esa red [poética] invisible, porosa e interconectada, que se despliega lista para ser utilizada; como base de datos del mundo [y me vuelvo a acordar de la frase mítica de Postpoesía, esa en la que Mallo decía que a un postpoeta poco le importaba que a un verso neoclásico le siguiera la fotografía de un macarrón si la solución funcionaba metafóricamente. I rest my case, como dicen los anglos]. En estos casos de transmedia vemos cómo se integran diferentes texturas en un tipo de literatura que no se limita a la imitación escrita [a hacer una versión escrita] de un formato gráfico o televisivo, sino que incluye transformaciones intermediales dentro de su repertorio de herramientas narrativas [piensen como contrapunto en Los muertos de Jorge Carrión, una novelita muy interesante que no me da tiempo a tratar aquí, pero que básicamente descubrimos a mitad de lectura que se trata de la versión novelada de una serie de televisión imaginaria, y que de ahí el castellano extraño que se utiliza y su fragmentación televisiva, o en el curioso juego que establece Cantavella en Otro con la “narración” del rodaje fílmico como construcción de la novela]. Me refiero, por ejemplo, a cómo Nocilla Lab abandona su formato textual para mutar a cómic [o novela gráfica, que es el término de moda] en la página 169 como antes mencioné. Fernández Mallo elige cerrar la trilogía con un cómic que hace las veces de “conclusión”, pero que podría también ser leído de manera independiente, junto a su compañero textual, compartiendo la misma atmósfera inquietante del resto de la producción del autor. Nocilla Lab se desenvuelve en imágenes visuales y su anterior narración alfabética da pie a una nueva distribución gráfica que nos propone una nueva forma de adquirir información desde la página. La voz en primera persona del narrador se materializa de forma visual [#narradorinterfaz?] en un personaje del cómic cuya caricatura nos recuerda a Mallo [con sus skinny jeans, las gafas de pasta hipster y un corte de pelo con patillas]. Le seguimos paseando por una playa y cruzando el mar hacia una plataforma petrolífera que flota como una isla donde le espera Enrique Vila-Matas [¡!¿?]. Vila-Matas le ofrece una taza de café caliente con licor y le explica que se encuentra allí por su deseo de desaparecer, de dejar de escribir. Le resume la última cosa que escribió, un cuento sin final claro sobre el paso del tiempo y nuestra percepción temporal del mismo [que nada tiene que ver con lo que marcan los relojes]. El cuento de Vila-Matas está también dibujado, no narrado, presentado ante el lector con líneas y formas en blanco y negro que suplantarán la narración alfabética. Los fragmentos descriptivos se materializan directamente como diseños y dibujos, “terminado” con esa nueva textura narrativa la trilogía más famosa de Fernández Mallo.
FIGURA 12. DESARROLLO GRÁFICO DE LAS ÚLTIMAS PÁGINAS DE NOCILLA LAB
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El uso del diseño gráfico y las imágenes para expandir el Universo Nocilla se completa con la publicación en 2011 de la Nocilla Experience de Pere Joan que les mencioné antes. Esta obra toma el texto de 2008 de Mallo y lo traduce visualmente a formato gráfico [y en color]. Las tramas y los temas se siguen de manera fiel, pero toda la descripción y la ambientación atmosférica [que en Mallo es característica por su parquedad y su afinamiento poético] queda ahora controlada por la delineación de formas visuales. No podemos imaginar la pinta que tiene un personaje u otro; Joan nos lo dibuja para que lo veamos tal cual. Además, la voz narrativa que nos guiaba en la obra de Mallo desaparece aquí, limitando su presencia invisible [#fantasmagoria #narradorinterfaz] a las elipsis visuales entre las distintas viñetas y su organización en la página. La narrativa se traduce en yuxtaposición y montaje en el sentido más productivo del término [como siempre ocurre con los cómics] y los personajes y sus relaciones argumentales se establecen de forma visual como un mapa. La novela gráfica no contaría como una expansión transmedia de la narrativa comenzada con Nocilla Experience pero incorpora, en un medio nuevo, relaciones poéticas similares a las del universo más amplio del Proyecto. No podríamos reducir su existencia a mera redundancia, tampoco, porque el nuevo medio permite la expresión de cualidades diferentes. Tendremos que hablar de expansión de significados [que relacionados se expanden unos a otros y se completan sin anularse nunca en el sentido de Brooks], siendo ahora una combinación de imágenes y texto. Fernández Mallo definía su postpoesía como una “red libre de escala”, una red compleja donde hay un gran número de enlaces a otros nodos pero donde los nodos en su totalidad están escasamente conectados; donde todos los elementos que socialmente rodean al poema, pero en especial la totalidad de estéticas artísticas, científicas, mercantiles, son susceptibles de convertirse en nodo. Mallo, como Brooks decía de toda la poesía, entiende que la postpoesía es una poética de combinar lo que ya existe más un valor añadido: una sinergia. La colaboración entre diferentes autores rehaciendo, descomponiendo y recomponiendo textos se convierte en una técnica esencial para entender esta sinergia, entendiendo la relación entre literatura y autoría de manera puramente foucauldiana. La metáfora se comparte con el sujeto que experimenta el texto [porque la metáfora transmedia nunca está puramente en el texto, sino en las relaciones que se establezcan con él y el resto de elementos mediáticos que rodeen la lectura], con el lector o con el espectador, compartiendo también así parte de la autoría final; mirando no tanto a quién habla, sino a quién puede apropiarse del texto e identificarse con él. Buscando lugares en la textualidad expandida capaces de asumir la subjetividad de individuos nuevos, trayendo a primer plano la pregunta clave que permite la circulación libre de los textos: ¿qué más da quién esté hablando?
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Sobre el sujeto-objeto: el Autor como espectro del transmedia La tensión entre el deseo de encontrar un sujeto unificado, real, detrás del texto [aquella pregunta tonta que nos hacíamos: ¿qué parte de su personalidad más secreta y profunda podemos vislumbrar gracias al discurso y a esa voz?] a la par que reconocemos conceptualmente la indiferencia de su existencia [la del sujeto] aparece, no obstante, en los muchos casos de autoficción de la obra de Fernández Mallo. Por un lado, crea personajes ficcionales que reflejan, simulan o parodian su figura de Autor. Por otra, rodea su persona histórica, real [el ser biológico que es], con proyecciones ficcionales recursivas, convirtiendo su función de autor en un espectro comodificado de su ser; todo producto de la recombinación de elementos de la base de datos poética de su universo [y resultado de su interacción con redes como la de internet, principalmente]. Les pongo el ejemplo más claro: En Nocilla Experience conocemos a Josecho, un personaje autor de un extraordinario manifiesto poético en el que define la “narrativa transpoética”, un tipo de literatura híbrida que combina preceptos y lenguajes científicos con lo que tradicionalmente hemos considerado literatura. El paralelo que se establece con la postpoesía del propio Mallo es considerable, aunque quizás no la ejecución de su práctica. En la novela, Josecho está determinado a llevar a cabo el primer proyecto transpoético de la historia, en dos fases. La primera requiere de la composición de una novela tomando solo los primeros párrafos de otras obras ya publicadas, que colocados unos tras otros compongan una nueva novela perfectamente coherente y legible. La novela de Josecho comenzaría, por ejemplo, con las primeras frases del Frankenstein de Shelley, y continuaría con fragmentos de obras tan variadas como Las partículas elementales de Houellebecq, La ciénaga definitiva de Giorgio Manganelli o la Atrevida apuesta de Corín Tellado; incluiría más de 200 títulos de la literatura universal y terminaría con el Quijote. La propuesta de Josecho, un remix literario en toda regla [o un juego de bibliomaquia de Mora], se nutre de las prácticas conceptuales y las vanguardias anteriores como hemos notado pero, desde luego, a través de la facilidad del copy & paste de su medialidad digital presente. Evidentemente, ni la práctica ni la novela son originales, ni intentan realmente serlo. La novela de Josecho, a partir de las relaciones intertextuales entre sus fragmentos, funcionaría como un río cruzando provincias colindantes. El proyecto transpoético, empero, no termina con la creación de este curioso objeto literario, sino con su inclusión en una red más amplia de relaciones con las estructuras comerciales existentes, convirtiendo su acto de escritura en un acto de performance dentro de la cultura de convergencia que nos rodea. Se lee en Nocilla Experience [como haría Josecho, les copio directamente]:
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“El segundo paso en la estrategia de Josecho era hacer una campaña de marketing tampoco nunca vista hasta la fecha en la industria editorial. Sugirió a los ejecutivos de New Directions que inundaran el 50% de las vallas publicitarias de una capital occidental, solo una, por ejemplo Madrid, con el anuncio del libro y una foto de él mismo posando con ropa y etilo típicos de modelo, todo ello esponsorizado por alguna importante marca de ropa. La fusión entre narrativa y objeto de pasarela entusiasmó aún más a la editorial [… es largo, me salto un cacho…]. Consideraron ese montaje como la perfecta obra de arte contemporáneo. Con atacar de forma espectacular en un solo punto de la red socio-informativa, en un solo nodo, en una sola ciudad, ya el resto lo harían las televisiones, las radios y el boca a boca”. [Toma ya.] El artefacto poético consiste en la relación dinámica que emerge entre la obra novelística, la campaña de marketing y la transmisión de información. Más allá del producto en sí, lo que sobresale es el proceso performativo de creación en una manera clásicamente conceptual. El objeto narrativo, el texto de la novela de Josecho, no es más que una parte de una narrativa superior, la red socio-informativa que emerge de la unión entre literatura y performance. Josecho decide participar de/en el sistema de marketing comercial para crear un producto que se burla de sus dinámicas, a la vez que disfruta de la yuxtaposición poética que sus estructuras le permiten. Pero, al final de la novela, descubrimos que el ímpetu poético de Josecho no responde a ese intervencionismo político-estético situacionista que parecería remitir, sino a una desesperada situación de soledad. [Les comparto otro pedacito de obra, para qué parafrasear]: “Quedó impresionado por los versos: la valla publicitaria es otra cosa: no hay/ soledad en un mundo ocupado por un solo objeto, y entendió que esa era una perfecta vía posible para salir de su monacal encierro, porque […] en contra de las apariencias, en contra de lo pregonado por él mismo, no amaba la soledad […]. Estaba claro que, como decía aquel verso, la valla publicitaria era otra cosa: no podría haber soledad en un mundo ocupado por un solo objeto. Y fue a por ello.” Usando la misma red que causa su soledad y aislamiento, Josecho elige proyectarse a sí mismo como un objeto, convirtiéndose en función poética y cristalizándola en una valla publicitaria. El sujeto creativo es puramente cosificado y hecho nodo de la red artística, contribuyendo finalmente al sentido total de la poética transmedia. [El porqué de la soledad del personaje y sus ramificaciones no me interesan mucho, ya les dije que en este ensayo no iba a hablar mucho de tramas, sino de formas de crear con la máquina y en la red #postweb.] La comprensión de Josecho de la transpoética como una intervención total en el mundo que incluye la producción de arte mientras comodifica el proceso de creación y a su agente creativo me obliga a mirar a la
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manera en la que el propio Agustín Fernández Mallo se relaciona con la poética transmedia y sus mecanismos para borrar las líneas entre autor, Autor, arte y mundo [tampoco sin interesarme si esto le pone triste o no]. En su blog, por ejemplo, donde escribe acerca de experiencias domésticas y privadas [junto a sus intervenciones públicas y bastante #autobombo como hacemos todos los demás con nuestros blogs], se proyecta como uno de sus personajes ficcionales cuyas acciones son bastante similares a las situacionistas que encontramos en el Proyecto Nocilla o en El hacedor (de Borges), Remake, donde distintos personajes reciclan objetos de la vida cotidiana para convertirlos en obras de arte [en Nocilla Experience tenemos un cocinero conceptual que incluso cocina el horizonte]. En su cuento “Parábola de Cervantes y de Quijote” [parte de El hacedor] nos encontramos con una combinación intermedial de imágenes y texto que explican el misterioso encuentro del narrador con una rebanada de pan integral tirada en el pasillo de su casa, una noche de camino al baño. La particularidad de este encuentro en la tercera fase es que la rebanada presenta un agujero perfectamente circular en el centro, parecido a lo que sería el agujero de un donut o un bagel. Sorprendido, unos minutos después descubre también un dibujo de ese extraño objeto. No recuerda ni haber comprado ese tipo de pan de molde nunca, ni haber dibujado su silueta, llegando a la conclusión [lógica] de que ese objeto debe representar un ovni. “A ver, no un ovni en sí, afirmar eso es una tontería, sino que es la representación de un ovni, visto en sección. Uno o varios, no sé, seres de otros mundos, por algún método que desconozco, han entrado en casa y me han dejado en el suelo esa rebanada de pan recién hecho que tiene la forma, vista en sección, de un ovni, y después decidieron hacer el retrato del ovni en un papel, para que me diera cuenta de que es un ovni”. [Más claro, el agua.] Para probar su teoría, el narrador toma fotografías de ambos objetos y las incluye en el texto del libro que leemos, constituyendo la intermedialidad de la obra. La voz narrativa que recuenta este encuentro [fantástico y ridículo] con este ovni sospechoso toma la primera persona, para aumentar la veracidad del relato [junto a esas imágenes que nos sirven de evidencia]. Estas imágenes no son más que información redundante; han sido descritas con anterioridad y solo ayudan con el deseo de verosimilitud del relato que, dado lo absurdo de la situación y los objetos que representan, parece también estar siendo ridiculizado. El narrador de esta historia sería implausible en el mundo real aunque, repito, su tono y estilo narrativo se asemeja mucho a la voz que Agustín Fernández Mallo utiliza en otros textos donde la relación con la realidad es otra. En su blog, El hombre que salió de la tarta, nos hemos acostumbrado a escucharle expresarse de manera semejante:
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“Días después del miércoles 28 de agosto de 2013, tras haber leído con interés y detenimiento el suplemento Cultura/s de La Vanguardia, decidí ponerlo como fondo en el cubo que utilizo para la bolsa de la basura. Mi intención nada tenía que ver con la irreverencia, todo lo contrario […]. Lo que yo pretendía era, sencillamente, ver cómo en el transcurso de meses evolucionaba el celuloide —es decir, el propio papel— de aquel artículo tan bonito llamado “Salvar el Celuloide”. Además, la circularidad del cubo de la basura —como las latas de rollos de película— me pareció ideal, una casualidad que milagrosamente vino en mi ayuda” [Copy & paste del blog de Mallo]. Inmediatamente después nos ofrece seis imágenes mostrando la evolución del papel según se va desintegrando bajo las sobras de comida. La metáfora se extiende hasta el último pie de fotografía: “Ahí mismo, en esta última foto lo dice: ‘A cineastas y artistas les gustaría conservar la libertad de elegir su técnica según el proyecto a realizar’”. La metáfora expandida incorpora la relación entre las imágenes y el texto, a la par que comenta sobre el artículo impreso en la hoja de papel usado del periódico. La voz narrativa repite el tono de la ficción [esperemos que sea ficción, que si no, qué miedo] incorporada en El hacedor, una compilación de textos en prosa y verso donde la mayoría de las voces parecen pertenecer a la misma persona narrativa. Es tentador pensar en ese narrador como una versión ficcionalizada de Agustín Fernández Mallo, de la misma manera que uno podría pensar que la voz del blog es un personaje ficticio en sí, yendo en contra de nuestra creencia testimonial en las voces autobiográficas típicas de estas bitácoras online. El tipo de declaraciones acerca de arte experimental que hace el bloguero son repetidas por los personajes de sus obras abiertamente ficcionales como las ya discutidas Nocilla Dream o Nocilla Experience. Inventar un personaje imaginario como autor de un blog no es ninguna novedad en sí misma. Si no, que se lo digan a Daniel Escandell que tiene ya un par de libros sobre el tema: Escrituras para el siglo xxi: literatura y blogoficción; y un muy reciente Mi avatar no me comprende: cartografías de la suplantación y el simulacro, donde explica que la avatarización no implica una fractura de los procesos intelectivos o las experiencias vitales de un individuo, es decir, no es una deformación de la personalidad, sino una fragmentación impostada y, por lo general, voluntaria. La avatarización marca qué aspectos de la personalidad de cada uno de nosotros tienen más peso en una situación u otra. [Y esto está muy bien y explicaría el comportamiento avatarizado de Fernández Mallo en su Twitter, por ejemplo, pero no el de su blog. El Mallo de Twitter sí se comporta de manera cercana a lo que comenta Escandell, o a lo que entenderíamos comúnmente por Autor, es decir, como sujeto controlador de sus discursos, tal y como describe Kirschenbaum en su artículo “What
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Is an @uthor?”, donde recogía las instancias en las que William Gibson ha intervenido en discusiones en Twitter para clarificar sus intenciones con sus obras, tratando de retomar el control de una narrativa que debería haberle abandonado]. Declarar que la avatarización de Fernández Mallo en su blog es una identidad real [por muy parte de nuestra fragmentación psicológica natural que sea], sin embargo, debido a la publicación en el mismo espacio online de otras noticias profesionales o presentaciones de libros reales como hace con su Twitter problematiza la cuestión. Parecería que una nunca llegará a vislumbrar al autor “real”, que parece siempre esconderse tras una serie de representaciones ficcionales, un ser simulado en el sentido que comentaba hace unas páginas ayudándome de Azuma y Jenkins. Una ficción. O una función discursiva que es similar al procesamiento del eros como marca de nuestro entorno capitalista. Escandell, en el libro que antes les citaba, explicaba también que el eros ha sido procesado para su consumo genérico en la sociedad de lo anodino [así se las gasta Daniel], y eso ha conllevado el autovaciado y la multiplicación vacua como inyección de la visión del ego como valor de consumo, explotable y vendible: la marca yo, que es posible en la concepción neocapitalista del individuo como objeto de mercader. Este paradigma nos permitiría así leer las entradas del blog de Mallo con la misma intención que leemos sobre un narrador que piensa que una rebanada de pan es un ovni o como el escritor experimental de Nocilla Experience. Todos consumibles, cosificados. Todos, producto de la convergencia mediática de nuestra sociedad de la información #transmedia. En su famoso estudio sobre el transmedia, Jenkins concluía que todo lo que rodea a las industrias modernas de entretenimiento tiene que ver con el consumo y el desarrollo de franquicias subsidiarias. Jenkins a esto lo llama, no ya transmedia storytelling, sino synergic storytelling, siguiendo las teorías económicas de la sinergia de Ivan Askwith [o eso dice él, yo a Askwith no lo he leído, pero llama la atención que volvamos al tema de la sinergia, es la misma palabra que usó Mallo para hablar de las relaciones en su poética]. Existen poderosos motivos económicos detrás del transmedia storytelling y, así, vemos como cada vez se incorporan más elementos a las películas [por poner el ejemplo más obvio y lucrativo] que funcionan como aperturas, huecos, que tan solo podrán ser completados por otros medios [Jenkins pone el ejemplo ya viejito de las películas de The Matrix y su continuación en videojuegos, por ejemplo]. Agustín Fernández Mallo, por su parte, participa e interviene con esta estructura neoliberal de manera recursiva viendo cómo las narrativas transmedia se componen de algo más que la simple distribución de una historia a lo largo de distintos medios o plataformas. La creación de un universo transmedia habitado de elementos multimedia sitúa las historias individuales
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en un plano secundario, superficial, como reflejo siempre de esa base de datos subterránea que facilita el consumo del mundo de manera animal. El giro [que yo veo como irónico] en esta realidad transmedia juega con la propuesta del simulacro de Azuma entendiendo, repito, cada obra como una proyección metafórica de sus ficciones: una parodia del espectro del artista, de ese eros de mercader de Escandell, ahora reducido a mera representación mediática [que, por cierto, sí se compra y genera ingresos]. El transmedia storytelling, visto como algo más que una manera de contar historias a través de distintos medios, nos ofrece una posibilidad más amplia, menos narrativa y más poética de entender nuestra medialidad contemporánea y las producciones multimedia que en ella surgen, gracias a este tipo de objetos literarios #postweb. El hecho de que aparezcan productos como el de Mallo no es sino un ejemplo más de los cambios en las maneras de crear literatura dentro de este entorno, un tipo de creación profundamente influenciada por la participación del autor en la red desde la que produce y para la que produce [y de la que se beneficia]. Es verdad que el internet como tema aparece en su literatura, pero me parece más productivo analizar el rol que esta relación tiene en la obra del autor, que ver su presencia temática. Es más, limitar la aparición de la fragmentariedad en su obra a estos intentos de replicar una experiencia fragmentada [esa que sufriríamos actualmente como reflejo de la avalancha mediática] me parece insuficiente. No se trata de un ejemplo de mimesis derrideana por tratar de replicar la realidad, la fragmentación en la obra de Mallo responde a la modularidad en red [semejante a las bases de datos] que vemos que se establece como nueva gran estructura de conocimiento del mundo [se ha usado mucho el término “rizoma” de los filósofos posmodernos Deleuze y Guattari, y bien podría también hablarse de eso, de una red sin cabeza]. La capacidad, irónica, de participar de la red y, quizás, comentar también su relación con las grandes superestructuras ideológicas y económicas que sustentan esta realidad es sin duda un plus digno de estudio [estemos o no de acuerdo con el estudio que yo les ofrezco]. Sobre la transmedia como arquitectura distribuida Mucho antes de que Agustín Fernández Mallo especulara con las capacidades creativas del transmedia y su relación con el mercado, la poeta Belén Gache había empezado una verdadera investigación formal acerca de la capacidad de la literatura para crear universos que dependan de la medialidad de cada momento. Tras publicar, entre el Buenos Aires donde nació y el Madrid donde reside, una serie de novelas que en este ensayo consideraríamos tradicionales [por aquello de respetar los límites del códice y las convenciones de la novela nada más], en 2002 publicaba El libro
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del fin del mundo, un poemario que incorporaba textos en papel y en formato digital que había ido creando desde 1996. Debido a las limitaciones del internet de principios de siglo, no obstante, los poemas del Libro no se albergaron en la red, sino en un CD-Rom que venía incorporado en la solapa azul turquesa del libro de papel [y que es extraordinariamente difícil de conseguir, sirviendo como un buen ejemplo de la rápida obsolescencia de aquellos materiales]. Años después, algunos de estos textos se colgarían definitivamente en la web y Gache añadiría otros para crear su primer poemario enteramente digital: Wordtoys, en 2006 #elit.
FIGURA 13. PORTADA DE EL LIBRO DEL FIN DEL MUNDO Y CD-ROM
En cuanto a El libro del fin del mundo, más que un ejemplo de elemento #transmedia [objeto parte de una franquicia de consumo, recuerden], sería lo que la profesora de Northeastern University y mi colega Élika Ortega ha llamado “arquitectura distribuida de medios”. Es decir, un modelo de composiciones literarias que ocurren en al menos dos medios o
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dispositivos impresos y digitales, y que Ortega comprende como uno de los síntomas de haber pasado ya el punto de inflexión en el que las tecnologías digitales [ya no nuevas] median gran parte de nuestro día a día, siendo elementos más de nuestra ecología. Nigel Thrift ha escrito sobre las consecuencias psicológicas de participar en este tipo de entorno mediado por la tecnología, argumentando que la interacción diaria que tenemos con aparatos tecnológicos, incluyendo objetos mundanos como una silla, un boli, o un formulario burocrático, crea una serie de expectativas y predisposiciones conscientes e inconscientes que influencian de manera importante nuestros pensamientos y creencias, en particular los relacionados con el espacio. Y si un lápiz o un bolígrafo influencian nuestro “subconsciente tecnológico” de tal manera, ¡imaginen lo que hará un procesador de texto conectado a la red con su infinito potencial para afectar nuestra habilidad cognitiva e interactiva! Al subconsciente tecnológico de Thrift, Hayles añade que aunque el subconsciente (o inconsciente que le llama ella para separarse de Freud) tecnológico ha sido un factor determinante en la evolución humana durante milenios, las nuevas capacidades cognitiva y la agencia que nos ofrecen las máquinas inteligentes suponen un mayor impacto, y de mayor intensidad, que antes. Dentro de la práctica literaria, las arquitecturas distribuidas como El libro del fin del mundo con sus poemas en papel y en CD, no abarcarían solo el estudio de los medios que se han involucrado en su construcción, sino que nos llevarían a la exploración de la ecología mediática y la situación de convergencia en la que las arquitecturas se insertan y las prácticas que las median. En esta ecología existirían multitud de actores con los cuales se relacionan las arquitecturas de Ortega [a veces de manera harmoniosa o en tensión] con su disponibilidad [ciclos de innovación y obsolescencia], su potencialidad [las capacidades y el valor expresivo y significativo de un medio], e incluso, su utilización y prestigio [los protocolos sociales y prácticas que rodean a los medios]. Esta relación de tensiones, entonces, busca revelar las formas en las que distintos medios interactúan de forma expresiva, no sustituyéndose, ni evolucionando en el tradicional binomio impreso-digital que, como dice Ortega solo serviría para reavivar de manera inútil los debates de secesión y “progreso” lineal que nos llevan simplistamente del manuscrito al libro impreso a los medios digitales #vivalaarqueología. Si bien el concepto no es demasiado complejo, lo más interesante de la propuesta de Ortega, a mi parecer, es la idea de que al hablar de estas arquitecturas distribuidas como el libro de Gache, deberíamos cuestionarnos el surgimiento de un posible género que depende de su arquitectura mediática, y no de rimas y métricas, ya que hablar de la separación entre prosa y verso, incluso entre medios, nos resulta poco útil a la hora
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de encajar estas obras #postweb con las que me estoy peleando [aunque me temo que hablar de arquitecturas distribuidas se acabe convirtiendo en un nuevo cajón de sastre genérico]. Hablar de distribución de elementos como forma, y comprender esa forma cómo género es, de alguna manera similar a la propuesta que les hacía de acercarse a la forma narrativa del tecnotexto desde el marco del #narradorinterfaz, enfatizando la forma de construcción del objeto por encima de la poética tradicional que se pueda o no encontrar en sus elementos particulares. Estas nuevas formas permitirían aproximaciones distintas a los objetos liberándolos de los pesados marcos a los que estamos acostumbradas, y quizás nos abran una nueva vía de libertad. Clasificaciones aparte, lo que nos interesa recalcar sobre este libro del fin del mundo es la intención de reunir en un formato impreso una selección de obras digitales que se le escapan a la propia página. De hecho, algunos de los poemas digitales a los que nos refieren sus páginas gracias a un icono se compusieron antes que el libro en sí, entre 1996 y 2002, y fueron recogidos en el objeto de papel y el CD-Rom como un todo. Para leer esta obra en su totalidad habría que saltar del libro al ordenador, insertar el CD [tras buscar un ordenador que hoy en día tenga lector de CD, algo cada vez más raro] y llevar a cabo una serie de actividades físicas bien distintas a las habituales a la hora de leer. Dentro del objeto en sí, El libro del fin del mundo se constituye como una enciclopedia [se divide en secciones como “usos y costumbres”, “bestiario”, “minerología y botánica”, “hombres y mujeres celebres”, etc.] y, como apunta muy bien Ortega [con la que ya termino], la práctica o actividad implicada en la lectura, por el movimiento de un dispositivo a otro, sugiere también el propósito mismo de la obra de reunir fragmentos: poner en práctica la obra físicamente es también ponerla en práctica metafóricamente. El texto involucra al lector, como ya lo hacían las obras transmedias aunque ahora de manera obligada, a participar del mecanismo de lectura, constituyendo sus acciones, su paso de un medio a otro, como algo poético para recomponer el saber de un mundo que había sido eliminado. Solo que, como explica la solapa del propio libro, “en este caso se trata de un corpus inacabado y abierto, proporcionando un cuestionamiento acerca del espacio de identidades o diferencias según el cual distribuimos, reconocemos y nombramos nuestro mundo”. Gache entreteje la acción del lector con la suya como creadora y sus textos, que también se referencian entre sí [ahora sí], creando relaciones trashumantes entre ellos, estableciendo una intertextualidad poética entre toda su creación similar a la que vimos en el Proyecto Nocilla. Por ejemplo, en El libro del fin del mundo hay un poema “Mao on the Moon” que hace referencias a unos fantásticos campesinos lunares que ya aparecieron en su novela Lunas eléctricas para las noches sin luna [publica-
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FIGURA 14. PÁGINAS CENTRALES DE EL LIBRO DEL FIN DEL MUNDO
da en 2004 con Ed. Sudamericana pero escrita mucho antes]. Este mismo tropo aparece después de manera central en su colección de novelas-blog Proyecto Kublai Moon (2013-2015), a partir de las cuales se origina la creación de su generador de textos digitales Sabotaje retroexistencial (2015), sus Poesías de las Galaxias Ratonas (2016) y algunos de los poemas en Realidad Aumentada como “El manual del lavado de cerebros” (2017) de los que hablaré más adelante. Más que crear un universo asido por sensibilidades y referencias poéticas como haría Mallo, Gache crea una verdadera galaxia virtual donde los objetos ficticios existen y crean realidades —todos ellos referenciados a partir de su web personal, www.belengache.net, como única piedra de toque real—. Dentro de esta galaxia, El libro del fin del mundo, sería un elemento más, un planeta híbrido que en sí mismo funcionaría como arquitectura distribuida también.
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Sobre Wordtoys: un libro sin coser Si bien pocos conocen El libro del fin del mundo [texto que tampoco yo voy a analizar más en detalle, ya les dije que en este ensayo solo hablaríamos de forma y no de contenidos], cualquiera que haya estudiado algo de literatura electrónica conocerá el poemario digital Wordtoys que salió de él en 2006 [aunque, como digo, algunos de los poemas incluidos en esta antología online comenzaron con El libro]. Ya liberados del cuerpo impreso [que, por cierto, no es necesario leer de manera física, El libro puede leerse en forma de pdf desde la web de la autora], los poemas que componen la obra existen plenamente en el medio digital y en la red. Para leerlos, hay que estar conectada a internet y tener un ordenador [y un buscador habilitado con Flash, por cierto, así que olvídense de Chrome]. Aunque todavía haciendo referencia al formato impreso, pues la interfaz digital con la que yo me encuentro en la pantalla es la de un libro, todos los poemas incluyen características digitales como el movimiento, el sonido, la modularidad, la interactividad, etc. [#elit]. La interfaz, empero, nos da la opción desde el comienzo de hacer clic en “portada” o “índice” para decidir cómo proceder a su lectura, tal y como se esperaría de un libro.
FIGURA 15. PORTADA-INTERFAZ DE WORDTOYS
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Como libro, esta interfaz nos remite a una lista de contenidos, pero cada link abre una nueva ventana sacándonos de sus confines. Antonio Rodríguez de las Heras, en una conversación con Doménico Chiappe que yo leí en la tesis doctoral de este último, decía que él comprendía el libro como un artefacto de confinamiento del texto, de la palabra. Es decir, una máquina de memoria que confinaba igual que nuestro cerebro confinaría la información en un espacio reducido. En esa idea del libro como confinamiento, Rodríguez de las Heras defendía que el libro digital también confinaba aunque, mientras que en el libro de papel se pliega el soporte, en el digital se pliega el texto, y el texto plegado es lo que él comprendería por hipertexto. La imagen funciona para hablar de los Wordtoys, pues aunque esparcidos por la red, la interfaz de entrada los confina [aun plegados] al espacio de este libro digital que Gache nos propone [igual que el cuerpo códice de El libro del fin del mundo confinaba aquellos poemas impresos y sus referentes digitales en CD-Rom]. No obstante, cada poema se ejecuta también como obra independiente pues al hacer clic sobre el título, una nueva ventana se abre superponiéndose a las anteriores, acumulando información sobre la pantalla. Creo que fue Chiappe quien propuso la imagen del libro “sin coser” que, por una parte, refuerza la sensación secuencial de la obra y, por otra, impide contemplar su unidad, porque al final de una pantalla no hay para nosotras posibilidad de conexión directa con la anterior; como si todas las páginas de un libro fueran separatas, hojas, independientes. La estructura secuencial y espacial del libro tal y como nos la describía Ulises Carrión quedaría definitivamente rota, al menos para la fenomenología humana. Podríamos seguir hablando de unidad, los poemas, aunque distribuidos por la red y jamás observables todos a la vez quedan confinados por la interfaz índice-libro que Gache les crea, pero no de secuencialidad ya [¿dónde están realmente esos poemas que se reflejan en la pantalla?, ¿en el disco duro de quién?, ¿en qué repositorio?, ¿está ese repositorio en Madrid, en Arkansas?, ¿está quizás en todas partes?]. Es cierto que hay un orden en el índice final, y que las URL actuarían como puntos de sutura para la máquina que sí comprende su estructura subterránea, pero es un orden aleatorio para nosotras que no afecta nuestra lectura de la obra ni se acumula para llegar a ningún tipo de narrativa o metáfora poética total. El índice actúa más bien como ventana al universo de los poemas, más que como confinamiento o como estructura de lectura. Las referencias y retóricas digitales confinadas al papel que en los tecnotextos de Jorge Carrión, Javier Fernández o Vicente Luis Mora me permitían seguir leyéndolos como libros, aquí actúan de manera puramente electrónica alejándose de esos paradigmas impresos. Lo mismo ocurriría con las nociones de remix, la noción de autor y #narradorinterfaz, o el uso del espacio de/en la escritura, que en estos
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poemas dejan de ser remediados para ser expresados en su formato digital. Vayamos por partes: Sobre “Southern Heavens”: una crónica de viaje digital Dentro de los 14 poemas que componen los Wordtoys, “Southern Heavens” es el que mejor identifica los problemas de espacialidad en los productos impresos y su tratamiento diferente en la red. El poema se presenta como un mapa astronómico en blanco y negro representando figuras zodiacales del pasado sobre el que el lector tendrá la capacidad de pilotar un avión [pero como la mayoría de nosotros no sabemos pilotar nada, nos conformaremos con mover el icono de una avioneta años 50, una Douglas N70C, por la superficie del mapa como quien mueve un cursor por la pantalla] mientras escucha una serie de archivos de audio parodiando los mensajes de bienvenida y seguridad que se dan en los viajes aéreos comerciales. Sin embargo, la azafata de esta aeronave, en vez de hablarnos de distancias terrestres y altitudes que conozcamos, nos remite a espacios vacíos e infinitos y a la quietud del espacio sideral, convirtiendo el viaje en uno espacial a través de las galaxias [o del internet] que durará cien millones de años luz. Creo que fue Claire Taylor [quizás la académica más importante sobre literatura electrónica del Reino Unido] quien dijo que este poema de Gache hace referencia a conceptualizaciones convencionales del espacio euclidiano mientras que, a la vez, elabora nuevas cartografías basadas en la experiencia digital. El poema está precedido de una breve introducción donde Gache hace mención a la evolución de nuestra relación con el espacio y a su representación al traer a colación las cartas náuticas precartográficas en las que el diseño se centraba en las experiencias del viajante, remitiéndose a viajes concretos y existenciales, en vez de funcionar como la cartografía moderna donde los itinerarios se vuelven “abstractos y no vividos”. Como ocurría con la Crónica de Viaje de Jorge Carrión, el relato de aquellas cartas precartográficas se centraba en la vivencia y las memorias del protagonista, que a partir de su inmersión en un viaje virtual desde Google Maps, era capaz de trasladarse de manera emocional a ese pasado que quería reconstruir, componiendo un viaje personal a través del espacio. Sin embargo, en la obra impresa de Carrión, veíamos como el espacio digital de la obra se multiplicaba gracias a la réplica de distintas páginas web impresas para finalmente fijar una experiencia y una memoria en la celulosa del objeto físico. El itinerario que creaba Carrión no era más que uno metafórico para cuestionar las posibilidades de la búsqueda online, mientras celebraba el libro de papel [un libro, ahora tecnotexto, que se nutría de las nuevas capacidades y sensibilidades procedentes de lo digital, pero un libro al fin y al cabo: estático, permanente, imperturbable].
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En la obra digital y online de Gache el espacio funciona de manera muy diferente y el poema plantea una serie de preguntas para su lector en red: “¿Será que la frecuencia y longitud de nuestros trayectos determinan el espacio? ¿O existirá, acaso, una instancia superior, desconocida y misteriosa, que cartografía de antemano nuestras vidas?”. Estas preguntas que se refieren a un momento del pasado y la creación de la cartografía moderna, se pueden leer como la necesidad de crear nuevas cartografías del ciberespacio como propone Claire Taylor. Según la académica británica, el ciberespacio no es el espacio euclidiano de la cartografía clásica, sino uno en que, precisamente, “la frecuencia y longitud de nuestros trayectos determinan el espacio”. Es decir, que el ciberespacio no existiría como espacio exterior, euclidiano, visitado por seres humanos, sino en la interfaz entre los sujetos humanos y la tecnología. El espacio del viaje intergaláctico-digital, que la voz de la azafata que nos acompaña describe como un afuera [“el fondo de un lugar sin fondo”], donde todo estará “inmóvil y callado” y el espacio existe sin tiempo [porque, por cierto, este vuelo “nunca termina”], se podría comparar al viaje que llevaría a cabo un internauta surfeando la red [si es que hay alguien que todavía hable de “surfear” al referirse a ella]. Taylor ve una similitud entre este “espacio sin tiempo” y el discurso contemporáneo acerca de la velocidad de las comunicaciones gracias al desarrollo de tecnologías digitales en el momento neoliberal presente al que el filósofo marxista David Harvey se refería como “space-time compression”. El espacio del mundo se reduciría al de la llamada “aldea global” y el horizonte temporal se limita a un presente que se repite eternamente [pues no habría ya pasado ni futuro posible]. Si el tiempo presente es lo único que existe en esta compresión del espacio-tiempo, el tiempo se nos presenta también como un lugar infinito, “sin fondo”, lo que también evoca ciertos discursos utópicos de la primera era de internet que, como Taylor repite, proponían una concepción del espacio como no-euclidiano, eterno, sin fin ni fronteras y navegable en toda su [inabarcable] extensión. De hecho, el activista ciberlibertario John Perry Barlow, intoxicado por la utopía de los noventa, veía el ciberespacio como un mundo que está en todas partes sin estar en ninguna. No obstante, hoy en día sabemos que esto no es así, y en el poema de Gache el espacio virtual sí parece tener fin. Si bien el usuario puede mover libremente la avioneta por la superficie del mapa que se le da, el anacronismo de las imágenes, la ironía de las voces y la parodia de su mensaje de viaje, además del hecho de que, efectivamente, más allá de la superficie del mapa el avatar desaparezca de la pantalla saliéndose del control del usuario, nos permiten jugar con las ideas utópicas que acompañaron al espacio digital desde sus comienzos con la noción que hoy en día tenemos de sus mecanismos de control. El espacio digital no es eterno ni infinito, como sabemos, depende de políticas de regulación internacionales y de las am-
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biciones de las grandes empresas de comunicaciones. Tampoco es inmaterial [recordemos la forénsica de Kirschenbaum], depende de infraestructuras físicas y de la explotación de recursos que existen en nuestro medio ambiente, y nuestra relación con él tampoco se fundamenta en la desaparición de nuestros cuerpos en la tierra. La obra de Gache se posiciona así como una que, sin remitir al papel como continente fijo de las historias y nuestras posibilidades de control [como parecía ser la propuesta de Jorge Carrión], nos permite cuestionar las convenciones espaciales de lo digital desde la propia práctica electrónica. Por otro lado, la propuesta de esta obra, el lanzamiento de su escritura a la red, nos invita a pensar el lugar y el espacio que ocupa la obra de esta escritora dentro del panorama literario en el que se la ubica. La obra presenta un escape del espacio tradicional de la escritura, y así ella como escritora [como mujer] se mantiene siempre al margen. Este margen no es necesariamente combatiente, no intenta conquistar el centro, es más, muchas veces permanece en las sombras, pero le permite un lugar de liberación, un afuera desde el que presentar una voz no capturada por ese otro establishment de convenciones literarias.
FIGURA 16. CAPTURA DE PANTALLA DE “SOUTHERN HEAVENS” (1)
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FIGURA 17. CAPTURA DE PANGALLA DE “SOUTHERN HEAVENS” (2)
Sobre el remix digital más puro: “Mariposas-Libros”, “El idioma de los pájaros” y “Escribe tu propio Quijote” Hace tiempo dije que los tecnotextos Alba Cromm y Cero absoluto, o el poemario Construcción, eran ejemplos impresos que traían a sus páginas de papel prácticas del remix provenientes del medio digital #remixability. En Cero absoluto veíamos ejemplos de remix formal, mientras que en Construcción la bibliomaquia se establecía como una práctica de sampleado de citas [como la novela del Josecho de Nocilla Experience, ¿recuerdan?]. En todos esos casos, la cita servía como elemento desregularizador del mensaje, descentralizador, y temporal, trayendo siempre al contexto presente un pasado que dejaba de serlo para convertirse en otra cosa. Sin embargo, el presente de esas citas dependía de la temporalidad del objeto, esta vez atrapada en la materialidad del libro y las prácticas de lectura que se le impusieran. En el poema digital “Mariposas-Libro” de los Wordtoys de Gache [también originalmente incluido en El libro del fin del mundo como “Southern Heavens”, por cierto], vemos cómo se construye una especie de collage de citas según el lector haga clic en las alas diseccionadas de un grupo de mariposas. Las mariposas, esos insectos tan dados a ser coleccionados atravesando su cuerpecito con un alfiler para darle así permanencia a una transformación que, por otro lado, sería más bien efímera [la vida de estos bichos varía según las especies, algunos viven años, pero la mayoría unas
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pocas semanas al dejar de ser larvas], aquí se convierten en avatares para la colección de citas poéticas. Existiendo en una base de datos remota e inaccesible para el lector, las citas se activan de manera aleatoria según se haga clic en un ejemplar u otro, activando las palabras en la pantalla siempre de manera nueva. Decía Wolfgang Ernst en su Digital Memory and the Archive que mientras que la subjetividad humana y el contexto histórico cambiaban con el tiempo #HotGaze, afectando la lectura de una obra, la máquina reinterpreta el material histórico de manera distinta [#memoryloop]. Las citas, que es cierto que llevan escondida una temporalidad que les es propia, antes [y mientras que se nos muestran a nuestros ojos humanos] son leídas por la máquina, por el poema digital, funcionando como un régimen temporal independiente, es decir, que la lectura de esas citas y su materialización específica no ocurren en un tiempo concreto, o un momento histórico particular dentro de una teoría de la evolución lineal [donde sí estaríamos nosotros, yo mientras leo hoy 22 de marzo], sino que dentro de la máquina, dentro del poema digital, según son activadas en la pantalla, crean tiempo propiamente [cada vez que son accionadas, cada vez que lo fueron y lo serán; esa vez es siempre distinta e igual]. La rapidez de tiempos con que estas lecturas maquínicas se ejecutan en un disco duro o la transmisión y circulación supersónicas de información en redes digitales son ejemplos de temporalidades no-humanas en las que la máquina estaría inscrita [una temporalidad que no se desgasta, que se repite y no avanza] y que, sin embargo, se nos imponen en nuestro mundo social de carne y hueso [lineal, decadente, siempre hacia adelante]. Nosotras, como lectoras con pupilas de castaña asada [#holasoylaAutora] impondremos un tipo de narrativa y memoria temporal a la recuperación de estas citas, pero el marco de la máquina es totalmente distinto. En vez de buscar las conexiones entre las citas como haríamos los humanos pensando unas como influencias de otras, en vez de escribir narrativas donde la consecuencia de aquella estuviera en la causa de la otra, las máquinas calculan. Calculan y miran de otra manera, repiten sin la sensación de hastío de la repetición. Miran cada loop como si fuera siempre uno nuevo, con pupilas de frío acero. Azul. En el caso de las “mariposas-libro”, la idea de colección se expande no solo gracias a las posibilidades combinatorias del algoritmo digital, engendrando citas aparentemente infinitas y nuevas combinaciones [lo cual, dice Gache, atenta contra los sistemas clasificatorios convencionales; sistemas clasificatorios “humanos” añadiría yo], sino gracias a la colaboración de los lectores invitados a contribuir a la expansión de la base de datos de la biblioteca. Aunque no sé cuántas citas provienen de estos lectores desconocidos, un breve texto introductorio al poema nos anima a todas a enviar citas-mariposas al email de la autora. Con todo, la tem-
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poralidad de la colección y el remix que de sus partes se hace a nivel de la interfaz es totalmente distinta a cualquier experiencia cerrada anterior. Aquí la combinación será siempre cambiante, siempre presente, y siempre en proceso, quizás sí haciendo eco a esa temporalidad efímera de lo digital, supersónica e inestable, inabarcable desde la imprenta.
FIGURA 18. CAPTURA DE PANTALLA DE “MARIPOSAS-LIBROS”
Algo similar ocurre con el otro poema remix que aparece en los Wordtoys, “El idioma de los pájaros”, donde cinco pájaros mecánicos recitan, con voces robóticas, poemas célebres de Rubén Darío, Guillaume Apollinaire, Edgar Allan Poe, Gustavo Adolfo Bécquer y Charles Baudelaire. Aunque la biblioteca, es decir, la base de datos de este poema es estática y cerrada, pues los cinco pájaros están programados para re-citar siempre los mismos cinco poemas, estos no se materializan tipográficamente en la página, jamás, perteneciendo al ámbito de la performance oral y el tiempo que dura la reproducción de sus archivos. Sus palabras son repetidas con voces sin subjetividad, la voz deja de pertenecer al cuerpo humano para ser la creación artificial de máquinas de lectura digital, pero, tal y como se pregunta el poema: ¿acaso las palabras no son siempre ajenas?, ¿a quién le pertenecen? Y lo que es más importante, ¿qué más da quién esté hablando?, ¿la máquina? #ByeByeBécquer. Poco tienen de Baudelaire o Darío los pájaros robóticos de los Wordtoys, aunque la autoría de los poemas tampoco podría atribuírsele a Gache. De ella tan solo depende el concepto de la obra, pues ni la programación ni los textos seleccionados, ni las imágenes son de su creación independiente.
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FIGURA 19. CAPTURA DE PANTALLA DE “ESCRIBE TU PROPIO QUIJOTE”
Como pasaba con los ejemplos anteriores de citacionismo más conceptual donde el autor supuestamente perecía, también en el poema “Escribe tu propio Quijote”, el texto, a la vez de querer carecer de genio autorial, gana nuevos autores según cada lectura-reescritura. Sin estar hablando en clave metafórica ahora, este poema de los Wordtoys permite a cualquier usuario reescribir el Quijote a través de su interfaz. Tal y como haría el famoso Pierre Menard de Borges, aquí, independientemente de lo que una usuaria introduzca en el procesador de texto que se nos ofrece como interfaz al poema, el programa le devuelve el texto de Cervantes. Las pulsaciones que una lleve a cabo en el teclado dejan de corresponderse al output que se muestra en la pantalla, estando este totalmente fuera de control del ahora escritor-creador. Es cierto que, por un lado, nos remite
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a aquel Do-It-Yourself tan celebrado en la cultura digital y cibernética [cualquiera que sepa teclear podría ahora escribir una obra maestra como el Quijote], y existe una fuerte desacralización de la autoría tal y como la entenderíamos en términos Modernos de control y regulación del discurso, pero, por otro, se vuelve a hacer énfasis en la poca falta de control que tenemos cuando interactuamos con máquinas digitales. Haga lo que haga, la escritora [ahora lectora-usuaria-jugadora] no está reproduciendo el texto de Cervantes, la máquina es la que determina las palabras que se aparecen en la pantalla, el humano pierde su agencia creadora para limitarse a ser la mano de obra necesaria para apretar un botón y permitir que se desencadene la cadena creativa. Y ¿qué es El Quijote para el algoritmo que lo produce sino data? Al igual que desconocemos los mecanismos de traducción que se llevan a cabo en los programas de procesamiento de textos que usamos cotidianamente para crear textos, incidiendo nuevamente en los peligros de hacer invisible la mediación de la interfaz de nuestros programas, este poema frustra nuestros intentos autoriales al negarnos cualquier tipo de agencia creativa. El texto más célebre del hispanismo es reducido a unidades discretas de significado, a datos que la máquina “lee” y a su manera “interpreta” sin sentido literario, mientras paradójicamente nos proclama a nosotros, a los usuarios, como autores de la obra más influyente de la literatura española. Sobre el Proyecto Kublai Moon: otra vuelta de tuerca a la figura del autor digital Además de los poemas digitales de los Wordtoys [y una segunda entrega Góngora, Wordtoys], entre 2013 y 2015, Belén Gache se embarca en la creación de una serie de novelas en formato blog. O, más bien, se dedica a escribir tres blogs cuyas entradas terminará reuniendo en tres novelas que constituirán la trilogía del Proyecto Kublai Moon: De cómo decidí quedarme en la luna luego del rescate de los poetas prisioneros de Kublai Khan, Rebelión en los campos de corazones y La Tierra nunca comprenderá. De tono pulp, estas tres novelas [¿novellas?] de ciencia ficción se estructuran alrededor de las convenciones del formato blog y son descargables como pdf desde la página web del proyecto: http://belengache.net/kublaimoon/ [accesible a partir de la web de la autora, límite de la galaxia beleniana]. Cada capítulo tiene una extensión de unas 250-500 palabras, respondiendo a la longitud estándar de una entrada de blog, viene precedido de un título y acompañado de una imagen encontrada en la web que de algún modo se relaciona con el texto de Gache. Estas imágenes son robadas de la red y descontextualizadas dentro de la obra, siendo ahora parte de Kublai Moon.
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Más allá del formato blog, lo más interesante es la autoficcionalización de la autora convertida en personaje protagonista de las tres entregas, respetando la tradición de entender el blog como bitácora, como diario personal de un autor. Sin llegar a ser una ficcionalización total de un personaje que se comprendería como avatar protagonista de una blog-novela [como en el caso del Más respeto que soy tu madre de Hernán Casciari, donde el autor se hace pasar por un ama de casa en plena crisis económica argentina], la protagonista del Proyecto Kublai Moon se llama Belén Gache, como nuestra autora, y se la describe como poeta y rebelde, quizás como la Belén real que habita en nuestro mundo de carne y hueso. No obstante, la voz pulp de la Belén personaje queda claramente delimitada a las novelas, no confundiéndose con la de la Belén autora de su página web o su otro blog Caramelos de violetas, presentando un caso muy distinto al que veíamos con Agustín Fernández Mallo #transmedia. Estas características son compartidas por las tres novelas y aunque la primera sirva para sentar el tono lúdico y pulp de la trilogía, así como sus personajes, son las dos últimas las que más interés tienen en cuanto a experimentalismo formal y temático, más fieles a las convenciones del blog y a otros parámetros digitales. No obstante, todas versan sobre un futuro incierto, posiblemente cercano [como los tecnotextos de Mora y Fernández, fíjense], en el que los habitantes de la Tierra coexisten con otras galaxias, mientras luchan por el control de la palabra y el significado poético. Tras un atentado en la luna que borrará una de las mayores bibliotecas del sistema, su gobernador, Kublai Khan [que se trata de otra avatarización que poco tiene que ver con el mongol del siglo xiii, por cierto], raptará a un grupo de poetas de la Tierra para que recompongan la colección y el saber perdido. Entre estos poetas se encuentra Belén Gache, quien participará en una rebelión que ayudará a conseguir la libertad de unos explotados campesinos lunares y, después, a colgar en la red un generador poético programado por su amigo el robot Al-Halim que contraataque al sistema de homogeneización literaria que se está llevando a cabo en el planeta por parte de los dirigentes de unas maléficas Galaxias Ratonas. Estos, escondidos tras la figura del misterioso escritor Refine Edge… Ya les dije que este no era un ensayo sobre argumentos literarios ni análisis de tramas, no les contaré más; lean las novelas, son gratis. Y muy divertidas. Pero, y aunque tampoco me voy a deleitar en analizar lo paródico que tienen muchos de los nombres de los personajes, como el activista Brush Strokes, la maléfica Scale Styles o el espía Dot Perinch, todos refiriéndose al lenguaje de creación de imágenes digitales, sí merece la pena detenerse un momento en algunos de los temas que se tratan en las obras y cómo estos se retoman en otros de los componentes del Proyecto Kublai Moon [que no se limita a las novelas]: el generador de textos poéticos, Sabotaje
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retroexistencial, y las poesías de las Galaxias Ratonas [escritas en tipografía ratona y, por tanto, incomprensibles sin un decodificador], así como un poema en Realidad Aumentada: “El manual del lavado de cerebros”. Compartiendo las inquietudes de la ciencia ficción clásica y la distopía, como vimos en Alba Cromm o Cero absoluto, la trilogía de Gache presenta también una preocupación por la destrucción del medio ambiente [los campos de la luna, por ejemplo], los abusos de un poder central [el Khan de la luna] o uno descentralizado y corporativo [las Galaxias Ratonas], la precarización del trabajo y el cuerpo del trabajador [los campesinos de la luna obligados a recolectar corazones, a veces de poetas humanos, para crear tinta con la que re-escribir la historia de la literatura universal], etc. Sin embargo, en el Kublai Moon de Gache, estos temas se presentan en el trasfondo de un conflicto literario, mucho más divertido y metafórico, que sirve como una gran parodia acerca del estado y sistema literario y, sobre todo, de la poesía, hoy en España. En realidad, todo el conflicto tiene que ver con el control del lenguaje poético por distintas facciones; grupos de metrofóbicos y monométricos, grupos de resemantización del lenguaje, lectores zombis, falsificadores de palabras, células antimonométricas clandestinas en el barrio de Lavapiés, cultores de las semióticas asignificantes, detractores del semiocapitalismo e, incluso, el mismo Luis de Góngora… [a Rubén Darío se le menciona pero no aparece como personaje activo]; todos personajes igualmente ridículos que buscan eliminar la independencia del lenguaje poético y reducirlo a una prosa resemantizada que dependa de su correspondencia con el mundo humano. Se establece un conflicto que me parece muy llamativo en tanto que se relaciona con la práctica artística de la misma autora y todos estos otros ejemplos literarios #postweb que he analizado hasta ahora: la tensión entre la forma y el contenido del lenguaje, y la plasticidad de este último por crear realidades y formas que, si no independientes, tengan significado interno. Así, tras tres novelas de aventuras en las que Belén Gache se rodeará de curiosos personajes que intentan controlar la poesía, finalmente conseguirá restaurar y poner en la red parte del código de un complejo algoritmo creado por su amigo el robot Al-Halim antes de ser asesinado vía obsolescencia programada por la compañía Tanasaki, de las ex Galaxias Ratonas [también ya destruidas, pero maquinando en la clandestinidad], salvando la poesía para siempre: “Sabotaje Retroexistencial ya está en línea. Ni los esbirros del gobierno de las Galaxias ratonas en el exilio, ni los espías de la Corporación Tera-Tang, ni los inescrupulosos empresarios de la compañía Kanazawa, ni los eternos Falsificadores de palabras, ni los grupos metrofóbicos o monométricos, ni siquiera los zombis hegemónicos han podido evitar que las palabras se liberaran de las personas y las personas de las palabras.
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La metafísica de una escritura del adentro y el afuera ha colapsado. El sujeto escritor ha desaparecido al fin y la poesía se ha desecho para siempre de pasiones e impresiones. La escritura se ha convertido en aquel espacio oblicuo donde el sujeto se escapa y la identidad se pierde, dejando lugar a las mismas palabras”. Sobre Sabotaje retroexistencial: el algoritmo que liberará la poesía El algoritmo que aparece como referencia y como creación del robot Al-Halim X9009 dentro de la ficción en la tercera entrega, sale de la misma para convertirse en un generador poético real que cualquier lector puede usar en el internet. Dentro de la novela, en un giro transmedial, se ofrece un link: http://belengache.net/kublaimoon/AlHalim/ que sacará a la lectora del texto para llevarla a una página web nueva donde jugar con el algoritmo #transmedia. Allí, se explica que Sabotaje retroexistencial es, a la vez, algoritmo, libro infinito y máquina de escribir. También, aunque nació de La Tierra nunca comprenderá, actúa como elemento totalmente independiente de la trilogía, en tanto que es una máquina de escribir y no necesariamente un escrito. La interfaz de Sabotaje retroexistencial permite a la usuaria ingresar en el generador, así como leer acerca de la teoría del verso de Al-Halim. Entendiendo quizás que la internauta general [o quizás la lectora más tradicional] no sepa bien a qué atenerse con este proyecto poético, Gache ofrece una serie de instrucciones de uso, explicando cómo trabajar con el generador y el significado de los botones de su interfaz [hay tres: uno para generar nuevos poemas, otro para descargarlos en formato pdf y permitir a la usuaria “realizar sus propias antologías de la obra de Al-Halim” y otro para activar un sistema de audio que permite al “robot” leer la obra]. La lectora-usuaria del generador es interpelada desde el primer momento con una serie de acciones que debe llevar a cabo, participando así de la creación poética de este “robot”. Les doy un ejemplo que me acaba de salir a mí, hoy mismo: CONTRATRAFICANTE AMADO Si el traficante, cual adicto entre las sombras, colisiona océanos rencorosos y si la psicosis libera, ontológica, ¿Cómo eclipsar peregrinajes sospechosos? ¡Ah! Opio que detona con indignación y que aúlla al alba el terror cual fantasma lejano, atómico como un suicida que se adivina con perdición. AI Halim x9009, CONTRATRAFICANTE AMADO, 10:54 hs, 22 de Marzo de 2017, en Sabotaje Retroexistencial ,Retroexistencial, Poesías.
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Por muy divertidos y sorprendentes que resulten los poemas del generador [en realidad no es un generador autónomo, sino un permutador que presenta una plantilla fija donde distintas opciones de palabras se insertan de manera aleatoria creando variaciones de un par de estructuras. Cuando se activa el algoritmo, se hacen sustituciones de esas palabras en sus respectivas casillas ofreciendo combinaciones nuevas, aunque dentro de los parámetros prefijados por Gache], no me interesa hacer ningún análisis poético de la obra del generador en sí, porque cada poema es único e irrepetible [desaparecerá en cuanto se genere uno nuevo] y porque la cantidad de poemas es potencialmente infinita, siendo imposible delimitar el corpus poético. Digo potencialmente porque la biblioteca de términos que hay para incluir en la plantilla podría extenderse y aumentar el número de combinaciones poéticas, pero lo cierto es que, aunque inabarcable para la comprensión humana, el número de poemas que genere Sabotaje Retroexistencial no es infinito per se —por mucho que a nosotras nos lo parezca—. Su creación depende del total de combinaciones posibles, que aunque sean muchas, muchas más de las que podrá generar un humano, no son infinitas. Puede ser interesante pensar el generador como una materialización de aquellos proyectos de máquinas de escribir que imaginaron las vanguardias, desde el poema dadá de Tristan Tzara, hasta los juegos del Fluxus o el Oulipo [aquellos famosos Cien mil millones de poemas de Raymond Queneau], o como aquel libro de arena que describió Borges, una biblia cuyas páginas eran irrepetibles e infinita; y esto es lo que nos propone Belén Gache con un pequeño prólogo que ofrece a su obra. A mí, como se imaginarán, hacer esto me interesa menos, puesto que más allá que pensar el generador como una evolución de estos prototipos predigitales, me parece más fructífero pensarlo como un ejemplo de poesía del momento, una que responde a las capacidades matemáticas que nos permite el medio digital [e, incluso, si realmente quisiéramos buscar antecedentes a los permutadores electrónicos, más coherente sería proponer el Love Letter Generator, que Christopher Strachey programó para la Manchester University Computer de Alan Turing en 1953, que precede a los poemas de Queneau #elit]. Es cierto, empero, que la poética del generador puede estar basada en dos conceptos principales, como asegura Gache: el de la semiótica asignificante y la noción de que no es el sujeto el que habla las palabras sino que son las mismas palabras las que hablan a través del sujeto, ambos conceptos “vanguardistas”. Gache se remite al filósofo posmoderno francés Félix Guattari para aclarar que, aunque las palabras no poseen significados lingüísticos o icónicos, sí transmiten información relevante en un sistema determinado [no estoy tan segura sobre la falta de iconicidad del lenguaje,
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como ya discutí con el análisis del Otro de Cantavella, pero OK]. Las máquinas [y aquí Gache y Guattari incluirían el subconsciente, entendiéndolo como máquina], deshacen componentes de diferentes dominios y los despojan de sus singularidades, para, así, poder liberarnos del imperialismo lingüístico y de su imposición despótica sobre otras formas semióticas posibles, mientras que nos conmina a “salirnos del lenguaje” (Il faut sortir de la langue). [Tal cual lo dice Gache y así lo recojo yo, viendo claramente cómo estas posturas han influenciado la trama de su Kublai Moon.] Pero, si los poemas están liberados de las formas semióticas posibles, ¿es posible que signifiquen algo? ¿Quién les otorga significado? ¿El algoritmo?, ¿la programadora que crea sus plantillas y sus bibliotecas?, ¿el usuario que hace clic y genera un poema?, ¿aquella otra que los lee? Y, ¿qué pasa si es el robot quien los lee en voz alta [pues esta es una de las opciones de uso del generador]? Gache propone una vuelta a Guattari que descentre la subjetividad humana en aras de una proto-subjetivación maquínica. Ya en los 80, el filósofo se preguntaba acerca de las posibilidades de la enunciación no-humana dentro de sistemas maquínicos, donde más allá de la composición poética emotiva y referencial que entendemos nosotras, se incluyan las acciones de buscar y ejecutar rutinas y loops cibernéticos. Además de esto, los poemas de Al-Halim son textos que funcionan como una ventana hacia la performance digital de la máquina [que desde la pantalla nos deja ver que detrás hay código digital] y, a la vez, como superficie de escritura [sobre la que se desarrolla una obra literaria] que necesita ser descodificada para su comprensión literaria [#valgalaredundancia]. El binomio ventana-superficie activa dos modelos distintos de nuestra cognición. Tradicionalmente, el texto narrativo se ha entendido como esa voz que traía [o llevaba] al lector al rico mundo de la imaginación. Si ese mundo era lo suficientemente vibrante, el lector podría entender la página como un portal por el que adentrarse para habitar ese mundo [y ser habitado por él]. Se suponía que la voz del texto conectaba la interioridad del lector con la interioridad proyectada del autor [y por extensión, del narrador y los personajes], todos vinculados por un sentido compartido de la percepción humana y el sentido del ser [o el Yo]. El ordenador, por otro lado, opera de manera muy distinta, a partir de comandos [órdenes] que muchas veces actúan de manera oculta para el usuario [como vimos cuando hablábamos de la opacidad de la interfaz, y como experimentamos cuando jugamos con Sabotaje retroexistencial; vemos los poemas pero no el código que los genera] y que, por eso, tan solo podremos llegar a intuirlos por la performance de la máquina, como una deducción tras su comportamiento. Aunque un ordenador pueda simular un texto y, con eso, recrear la voz característica de la ficción narrativa, seguirá siempre siendo una máquina procesando símbolos binarios
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especificados por su lógica de computación #ColdGaze. Los poemas de AI-Halim se presentan, en cierto modo, como una escritura sin sujeto, haciendo desaparecer el sujeto enunciativo y del autor. Mediando entre la lógica de las operaciones mecánicas y las intenciones humanas está el programa que, al funcionar, crea una performance a medio camino entre las intenciones del programador y la arquitectura subterránea del ordenador como procesador simbólico. En el caso de la literatura puramente digital como Sabotaje retroexistencial, el diseño autorial, las acciones de una máquina inteligente y la receptividad del usuario se unen al ciclo recursivo que imita, de forma microcósmica, la situación contemporánea en la que vivimos inmersos dentro de la convergencia mediática, donde coexistimos con entornos digitales e inteligentes #postweb, como diagnostica Gache. Los poemas evanescentes y potencialmente infinitos de Al-Halim, en tanto que poemas-máquina proponen un fin [como así intentaban pero sin conseguirlo los tecnotextos todavía guiados por aquel #narradorinterfaz] a la noción de literatura Moderna basada en el modelo de autoría y texto sagrado e intocable #ByeByeBécquer. Sacar el texto del libro y convertirlo en uno que siempre será un “libro total”, en constante re-escritura electrónica, permite liberarlo de esas nociones haciendo nuevamente énfasis en el deseo de compartir y liberar la literatura que tanto se pone de evidencia en estos textos que he estado analizando en este ensayo. Sin embargo, mientras aquellos tecnotextos de Jorge Carrión, Javier Fernández, Robert Juan-Cantavella o Vicente Luis Mora pertenecieran todavía al ámbito del libro, la liberación real de estas nociones no podía darse por completa —tras un breve escarceo con lo digital, ellos volvían al concepto y estatus conocido del libro [aunque es cierto que esos libros son distintos a todo aquello que conocíamos antes de la revolución digital; son libros electrónicos, aunque impresos]—. La obra de Gache, desde la trama del Proyecto Kublai Moon [que lo que busca es crear bibliotecas en red accesibles a todos los habitantes del cosmos fuera de las bibliotecas reales de un Khan lunar autoritario] hasta la decisión de la autora de no publicar en papel ni en editoriales comerciales y distribuir toda su obra gratis a partir de su web, suponen un acercamiento político muy distinto hacia las estructuras del establishment literario español y a sus cimientos basados en conceptos de la modernidad literaria. Quizás por el hecho de ser mujer [y así me lo reconoció ella un día], Gache ha entendido que siempre estaría creando desde un afuera y es importante para ella crear exterioridades que cuestionen, sin desear entrar, esa otra estructura que las marginaliza. Belén Gache comenzó su carrera de escritora con un par de novelas publicadas por Sudamericana, Lunas eléctricas para las noches sin luna y Divina anarquía, e incluso una que quedó finalista para el premio Planeta en 1992, Luna india. Sus cuentos
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fueron recopilados por Tusquets en la colección, La selección argentina, sus poemas también han sido antologados de manera tradicional y ha escrito y publicado varios ensayos académicos como mencioné hace un rato. No obstante, casi coincidiendo con el cambio de siglo, Belén se ha volcado con la producción digital y su distribución independiente, experimentando con otras formas de creación fuera de aquellos circuitos.
Sobre El manual del lavado de cerebros, ¿una metáfora sobre la CT? En los dos últimos volúmenes de Kublai Moon, Rebelión en los campos de corazones y La Tierra nunca comprenderá, se habla de una plaga literaria que acosa al planeta: la publicación de un poderoso manual que, como si de un objeto hipnótico se tratase, convierte a todos sus lectores en zombis reproductores de su mensaje. Dice el texto: “los lectores humanos siguen leyendo El Manual de Lavado de Cerebro. Los escritores, por otra parte, imitan su escritura al acto de copiarlo. Nadie quiere leer ni escribir otra cosa y todo otro escrito se convierte automáticamente en disonante, improcedente, incongruente, perturbador, siendo inmediatamente atacado, denostado, ridiculizado o, directamente, ignorado”. Todo lo publicado en la Tierra responde a la imitación de este extraño libro, cuyo objeto es la eliminación de cualquier producción que se oponga a su doctrina, convirtiendo a lectores y escritores en meros reproductores del espectáculo del Manual. Unas cuarenta mil palabras atrás, hablando de la obra de Vicente Mora, traje a colación la teoría de la pasividad del espectáculo de Guy Debord y parece claro que aquí también se ironiza sobre esta capacidad de ciertos productos comerciales de adormilar al lector o espectador para convertirlo en mero receptor acrítico de una ideología. Lo que quizás resulte más llamativo, no obstante, del texto de Gache sea la selección de términos para describir el tratamiento que reciben aquellas otras propuestas dentro de la novela: “todo otro escrito se convierte automáticamente en disonante, improcedente, incongruente, perturbador, siendo inmediatamente atacado, denostado, ridiculizado o, directamente, ignorado”. Si han estado leyendo atentamente este ensayo, recordarán que Guillem Martínez, hablando sobre la Cultura de la Transición como regulación de la producción cultural en España, decía que el establishment literario se encargaba de decidir qué era discurso y qué no, convirtiendo a lo que fuera disonante, a lo que se saliera de la línea, en un borrón #historiasdelaCT. Si los límites de un sistema democrático eran los limites de la libertad de expresión [y no ya las leyes como sería la censura en una dictadura], los límites a los que nos enfrentaríamos ahora mismo en el
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Estado español serían los culturales. Cuando estos límites deciden convertir un discurso en disonante y, a efectos prácticos, lo ignoran, estarían actuando como un tipo de censura de facto. Dentro de la obra de Gache, El Manual del lavado de cerebro actúa como ese mecanismo homogeneizador que trata de eliminar toda alternativa poética [oh, my God! ¡¿Podría estar Gache hablando de la CT?!] y la solución que se propone dentro de La Tierra nunca comprenderá es crear un algoritmo poético donde el sujeto escritor desaparezca y la poesía se deshaga de pasiones e impresiones. Este algoritmo se subirá a la red, siendo accesible por todos aquellos que lo busquen, convirtiendo a la escritura en aquel espacio oblicuo donde el sujeto se escapa y la identidad se pierde, dejando lugar a las mismas palabras. Fuera de la novela [y sin ofrecer un manifiesto explícito ni nada parecido que nos explique sus motivos], la propuesta de la autora parece ser la de borrar la línea entre realidad y ficción y crear ficciones que habiten el mundo real [este mundo que sí conocemos de la Transición española] que más o menos lleven a cabo la misma empresa. Así, Gache crea Sabotaje retroexistencial en 2015 y lo cuelga en línea, libre y gratuito, para que cualquier usuaria experimente con esa otra forma de crear poesía electrónica, robot. No contenta con eso, un año después, Gache decide seguir experimentando con la posibilidad de crear ficciones que habiten el espacio de la no-ficción y el margen político. En 2016 comienza un proyecto para crear poemas en realidad aumentada, ofreciendo un salto a su poesía que ya no estaría atrapada ni en el libro [ni en el pdf] ni en la pantalla propiamente, sino que existe en un limbo intermedio a medio camino entre los dos. Estos poemas, entre los que se encuentra uno titulado “El manual del lavado de cerebros” [¡Sorpresa!], consisten en un texto escrito en español, acompañado de un código visual, similar a los QR, que es leído por una cámara y traducido por el programa gratuito Aumentaty Viewer en imágenes tridimensionales en la pantalla, que las proyecta sobre la imagen del lector sujetando el libro de poemas y el código QR. Similares al proyecto de los estadounidenses Amaranth Borsuk y Brad Bouse, Between Page and Screen (2012), donde un libro totalmente compuesto de códigos visuales es leído por un sistema de realidad aumentada, estos textos incorporan la performance del lector dentro del sistema de significación de la obra. En realidad, el Between Page and Screen de Borsuk y Bouse es bastante más complicado que esto. La obra consiste en una serie de elementos: un libro de papel con la impresión de unos códigos QR, una página web, un programa de software, un sistema de cámaras web [el hardware que se suma al libro físico] y, claro está, los poemas. Todas las piezas funcionan de manera interconectada, siendo imposible [o, más bien, poco productivo] piorizar o favorecer
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unas frente a otras. Es más útil pensar el proyecto como una de aquellas arquitecturas distribuidas de las que nos hablaba Élika Ortega, considerando el libro y su entorno de realidad aumentada como un entorno textual y multimedia. El libro y su lectura, que ahora incorpora protocolos de acción y comprensión por parte del lector humano que acerca el libro a la cámara y la pantalla para leer poesía, se constituye como parte de una ecología de medios más amplia donde máquinas, medios, técnicas y procesos interaccionan con el sentimiento, el pensamiento y el sistema de valores humanos. El entorno textual que nos describe Ortega se encaja dentro de un contexto delimitado que se estructura a partir de esa ecología mediática y sus protocolos, pero, como objeto poético que es, subvierte estos parámetros para actuar según sus propias convenciones estéticas y su lógica poética. El lector se sitúa a medio camino entre estos objetos y el espacio que ocupa él al leerlos, creando un espacio nuevo poético durante el tiempo que dura la performance. El espacio desaparece en cuanto cerramos el libro, tal y como ocurre con los poemas de Gache, constituyendo la poesía y la lectura como esa performance digital siempre efímera, inasible y, necesariamente, distribuida a lo largo de una gran red de medios cuyo comportamiento total desconocemos. Uno de los poemas con los que Gache inaugura la serie de sus Augmented Reality Poetry Readings [que así los ha titulado, en inglés] es, como digo, “El manual del lavado de cerebros”. Su lectura, como ocurría con la obra de Borsuk y Bouse, y como toda obra de realidad aumentada, requiere de condiciones específicas de lectura. Más allá del hardware y software que son necesarios, para que el texto se active en la pantalla y podamos disfrutar de la obra en su totalidad, habrá que llevar a cabo una serie de acciones lectoras muy distintas a aquellas a las que estamos habituadas cuando nos enfrentamos a un libro impreso. Así pues, lo primero que nos ofrece la web de Gache, desde donde podemos descargarnos los poemas para realizar la performance, son instrucciones de lectura y un vídeo con la presentación original de los AR Poetry Readings en el Centro Conde Duque de Madrid. Esta serie de instrucciones y requisitos a los que hay que prestar atención para leer, lo incómoda que resulta la lectura una vez que se han satisfecho estas instrucciones, y los consecuentes fallos y errores que las distintas actualizaciones de hardware y versiones de software sin duda presentan, hacen evidente nuevamente el tipo de parafernalia que acompaña a esta práctica poética digital, y su inclusión dentro del actual sistema de convergencia mediática #postweb. El descontrol que una siente al leer estos poemas, teniendo que aprender nuevos protocolos y prácticas de lectura bien distintos a pasar una página en un libro de papel, y el descubrimiento de que la lectura ahora está a merced de estos elementos externos, nos obligan a asumir la pre-
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cariedad de esta práctica efímera de arte digital que, aunque está presente en todos los casos de literatura electrónica [igual ocurre con los Wordtoys que dependen de las actualizaciones de Flash y de los clics que haga el lector humano, por ejemplo], quizás sean más evidentes en los casos de realidad aumentada, pues la confluencia de la máquina y el cuerpo [ahora dentro de la pantalla junto con el texto] reivindica su participación dentro de prácticas cognitivas distribuidas entre sujeto humano que lee y los elementos maquínicos que leen con él. De “El manual” donde se “abordan principalmente temas de/ gramática. / Se abordan los grandes temas clásicos de la/ democracia. / Se abordan temas que van desde la / obsesión y la/ resignación, hasta el miedo y el olvido”, también se dice que está “escrito en / JavaScript, en Perl, en Action Script y en BASIC. / Está escrito en código Morse, en código binario y en / código paralingüístico. / Utiliza fórmulas empíricas, moleculares, de / cortesía, fórmulas relativas al significante y / álgebra booleana”. Y mientras el lector lee, un código QR es leído por la cámara de la máquina frente a la que lee y una serie de lenguajes informáticos [JavaScritp, Perl, etc.] en color verde y rojo se despliegan por la pantalla, haciendo referencia a la profundidad de lenguajes que se ocultan tras las diferentes dimensiones de lectura que esta performance crea. La lectora “lee” un texto digital que como tal es “profundo”; lo que vemos, recuerden, es solo la decoración final de la tarta [la nata] el bizcocho esconde un código mucho más profundo. La lectura en Realidad Aumentada de “El manual” donde “las palabras siempre significan/ la misma cosa, las palabras mayormente no / funcionan, las palabras no alcanzan./” actúa de manera absolutamente inversa a lo que en él se proclama, incidiendo en la capacidad del lenguaje de habitar otros espacios y presentar propuestas alternativas a lo que generalmente aceptamos como discurso en nuestra realidad habitual. El texto en realidad aumentada crea poemas inasibles que se salen del mundo fictivo para habitar el de la lectora y, en cierto modo, así quizás, salirse de ese establishment que allí reina para vivir en el mundo de otra manera. Finalmente, una de las últimas propuestas de Gache que quiero mencionar, son otro tipo de performances que lleva haciendo desde 2007 en el espacio virtual de Second Life. Allí, a través de un avatar más o menos realista según el cual identificamos a la poeta, Gache se dedica a llevar acciones poéticas al estilo de la deriva situacionista, que luego documenta como “vídeo poemas” y cuelga gratuitamente en Vimeo. Second Life es un mundo virtual [sintético, como lo llama Escandell] diseñado para el juego en línea y en comunidad, donde se pueden llevar a cabo multitud de empresas. En realidad, aunque una usuaria pueda dotar a su avatar de capacidades mágicas como el vuelo o el supercombate ninja, la mayoría de los usuarios se dedican a reproducir las actividades que
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emprenderían de manera paralela en el mundo real: van a clase, atienden charlas y manifestaciones políticas, trabajan, ligan con otros avatares, se casan, tienen aventuras, etc. Dentro de estos mundos sintéticos, no imaginados sino reales dentro de la realidad del código y el internet, el avatar puede incluso llegar a convertirse en lo que Daniel Escandell ha llamado fantasta, un sujeto cuya mirada interior se revela tan poderosa que nubla la visión propia; confunde las dos realidades y termina viviendo en un mundo ambiguo producto de la mezcla de representaciones interiores y exteriores. Muchos de estos mundos virtuales son precisamente esto, naturalezas mixtas como el Second Life que interviene Gache. Frente a la replicación de la mundanidad mixta del fantasta, Gache hace recitar a su avatar sintético lecturas poéticas, como en “Aurelia, our dreams are a Second Life” de 2012. En esta “Lectura”, la autora pasea por paisajes surrealistas del mundo virtual, hasta llegar a una réplica de París donde, junto al Moulin Rouge, se pone a leer fragmentos de Aurelia del poeta romántico-surrealista francés Gérard de Nerval. Este texto, que se dice que fue encontrado manuscrito en los bolsillos de su gabán tras suicidarse colgándose de una farola, se convirtió en su testamento espiritual, donde describía el poder sobrenatural de los sueños.
FIGURA 20. CAPTURA DE PANTALLA DE “AURELIA, OUR DREAMS ARE A SECOND LIFE”
El espacio surrealista del sueño eterno de Nerval y el espacio virtual que los sueños nos presentan a cualquiera de nosotros se colapsan en esta otra connotación del espacio virtual, ahora digital, que sería Second Life. “El sueño es una segunda vida”, comenzaba el texto de Nerval, ¿qué tipo
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de vida nos permite el desdoblamiento digital?, ¿qué tipo de autonomía?, ¿cómo participamos de este sueño colectivo que sería el mundo electrónico? ¿En qué consiste ese espacio? ¿Qué/quién lo gobierna? [¿Nos escapamos finalmente de nuestra España y sus #historiasdelaCT? ¿Ha sido este poder ahora suplantado por fuerzas digitales corporativas que desconocemos? ¿Existe realmente aquella utopía que prometía la revolución digital? ¿Es la utopía un sueño surrealista? #sufrimientoenlared] Belén Gache decide embarcarse en estas intervenciones en Second Life, donde el sujeto autor, en este caso la poeta, queda finalmente reducida a avatar de juego. No obstante, al tratarse de “vídeo poemas”, o grabaciones de unas performances orales [en este caso, la intervención poética se limita a la oralidad, no aparece palabra escrita en la pantalla como ocurría con el resto de los ejemplos que he dado] no hay interacción posible con el avatar de la autora y la dimensión del videojuego que sería Second Life queda limitada a su aspecto visual y ambiental, convirtiendo la experiencia interactiva que permite el entorno Second Life en mero escenario para la creación de un “vídeo poema”. Gache sí lleva a cabo una acción poética dentro de un entorno virtual que puede considerarse más o menos libre de las leyes que gobiernan nuestro mundo físico y político, pero el espectador o lector se ha de conformar con un rol bastante más pasivo que el que se esperaría con otros ejemplos de literatura electrónica, donde, como dije, se suele invitar a otro tipo de relación activa con el texto. Sobre la intervención en la lógica de los videojuegos: Hotel Minotauro Las Lecturas en Second Life de Gache son, pues, investigaciones acerca de las posibilidades del mundo digital, y cómo este se comprende desde el otro en el que se supone que estamos libres de esa virtualidad. Frente a la aparente pasividad de este tipo de intervenciones, me gustaría terminar este ensayo hablando de otro ejemplo de obra de literatura electrónica donde se aborda también la reapropiación de la lógica del videojuego online, para proponer un tipo distinto de involucración con el lector, el espacio, su cuerpo y el contexto español donde este último se ubica: Hotel Minotauro, de Doménico Chiappe #elit. Como ocurría con los poemas en Realidad Aumentada de Gache, este texto también se escapa a la ficción para ocupar el espacio real del lector, pero de manera muy distinta. Hotel Minotauro es una obra terminada en 2015 y accesible también de manera gratuita a través de la web del autor: http://www.domenicochiappe. com/hotel-minotauro/. Como allí se explica, la obra comenzó a construirse en 2013, uniendo la escritura de textos con la musical, a partir de la investigación de un crimen [del que se incluyen imágenes reales encon-
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tradas en la red]. Hotel Minotauro se llamó primero “Basta con abrir las puertas de un hotel” y formó parte de la antología La soledad es el hogar del monstruo dirigida por Fernando Marías, donde desde un libro impreso en papel se invitaba a la lectora a saltar a la red gracias a un código QR que la llevaría a la web y a la obra digital #transmedia. Tras algunas modificaciones, la obra sería rebautizada como Hotel Minotauro, siendo dirigida y escrita por Doménico Chiappe, quien también reconoce la participación de David Losada, el mecenaje de Maloka Media, la autoría musical de Fidel Cordero, la programación y diseño de Jesús Jiménez y la producción de Paola Rey. Como ocurría con las piezas digitales de Belén Gache donde la programación es compartida entre ella, Gustavo Romano y Milton Läufer, con Hotel Minotauro nos enfrentemos a una obra de creación distribuida, si bien el concepto de autoría se le sigue asignando a un creador único, como sería Doménico Chiappe en este caso. No me quiero centrar en esto porque lo que interesa ahora es hablar de lógicas de programación, pero quizás sea interesante mencionar que antes de publicar Hotel Minotauro, Doménico Chiappe se hizo famoso en el mundo de la #elit por Tierra de extracción, su primera obra multimedia creada entre 1996 y 2000, con una segunda versión para la red terminada en 2007. Como ha explicado el autor, para la creación de la obra [que, por cierto, versa sobre la explotación petrolífera venezolana, aunque ya sabemos que de esto no vamos a hablar en este ensayo; lean ustedes Tierra, está online y es gratis] también se invitó a numerosos artistas de diferentes disciplinas a participar con música, dibujos, fotografías o programación. Aunque desde el plano retórico la obra se construye a partir de la palabra y el concepto de Chiappe, y se completa desde el lírico con letra y música también de su autoría, las canciones, junto a la trama correspondiente, se les entregaron después a distintos músicos [Ojo Fatuo, Jorge Ramírez, Slam Ballet, Culto Oculto, Daniel Armand] que trabajaron en los arreglos musicales que creyeron convenientes. Desde el plano plástico, la novela fue completada con imágenes y fotografías de varios artistas [Ramón León, Manuel Gallardo, Humberto Mayol, Edgar Galíndez, Pedro Ruiz], que o bien crearon imágenes nuevas o buscaron entre sus trabajos y otros archivos fotográficos y hemorgráficos [Shell-CIC-UCAB y El Universal] imágenes que pudieran vincularse con las tramas y personajes. Finalmente, para ordenar y organizar todos los materiales, Tierra de extracción contó con la programación y diseño de Andreas Meier. El resultado es una obra polifónica, aunque la mayoría de estas voces respondan al mensaje de Doménico y su obra. El caso es distinto a la disolución de la autoría que he trabajado antes [sobre todo porque como ahora veremos estamos trabajando con obras digitales interactivas #elit], aunque en todos los casos que he analizado hasta ahora existe una fuerte presencia del Autor y el Yo, por muy escondido que a
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veces pretenda estar tras la retórica, práctica, o mundos digitales. Volviendo a Hotel Minotauro, la obra en sí consiste en un viaje que el lector lleva a través de los pasillos de un siniestro hotel de paredes rojas, luces parpadeantes y música ominosa. El lector, al que se le otorga la mirada de la primera persona pues su perspectiva es la de la cámara dispuesta como en los juegos de disparo [first person shooter, en inglés] como Doom o Half-Life [si es que entienden de estas cosas], ha de tomar decisiones activas para acceder al relato, ya sea avanzando por los pasillos en una especie de itinerario laberíntico pero lineal hasta llegar a la puerta de salida, o bien abriendo las puertas que se le ofrecen a izquierda y derecha. La trama del pasillo es la del deseo del minotauro, mientras que tras cada puerta el lector se encontrará con texto e imágenes referentes a distintas líneas narrativas que interconectadas están todas atrapadas en el laberinto del hotel. Por un lado, las puertas de la izquierda recogerán aspectos de la crisis financiera española tras el 2008 y el beneplácito de quien detenta el poder. En palabras de Chiappe, desde el escritor que legitima culturalmente esas prácticas hasta los que dictan las normas [¡Ay, #historiasdelaCT! ¿No estaremos otra vez frente a la crítica al conchabamiento político-cultural en España, donde Chiappe reside desde hace más de una década?]. Las de la derecha, por otro lado, presentan fotografías de un crimen sexual contra una mujer, cuya trama se cruza e hilvana los otros relatos. Así, el hotel actúa como metáfora del laberinto [donde efectivamente está encerrado el minotauro que parece corresponderse con la mirada del lector-jugador] y ese laberinto como metáfora de la red, donde iremos encontrando distintos materiales, curiosamente de no-ficción como la crisis económica y los abusos de los poderosos [de nuevo, la red se sitúa como un espacio híbrido donde resulta difícil distinguir la ficción de la realidad de ahí afuera]. La figura del minotauro, elemento de ficción que se pasea entre ambos espacios, se presenta también como un engendro híbrido, dual, de dos mundos, animal y humano [según su creador], siendo también una metáfora de lo virtual y lo físico. Como bien ha explicado la crítica literaria Nohelia Meza, en Hotel Minotauro la hipertextualidad está presente en dos sentidos. Por un lado, hipertextualidad en el sentido de conectar archivos digitales de varios formatos textuales y audiovisuales en una red interactiva y asociativa y, por otro, hipertextualidad en el sentido gramatológico de un texto literario que refiere al mundo ficcional de otro texto. En este último caso, se ofrece una relectura del mito griego del Minotauro, en el cual el hilo del laberinto también se hace poema. Sin embargo, la obra hipertextual se escapa del mundo mitológico para incorporar documentos y materiales más propios del campo de la crítica política o la investigación periodística, recogidos en esta obra digital que permite al lector actuar y leer dentro y fuera de su red.
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Sobre el lector dentro y el lector fuera Aunque en todos los casos de literatura electrónica que he presentado hasta ahora, impresos o digitales en la red, la figura del lector y la del narrador han sido poco convencionales, hasta ahora todavía contábamos con una perspectiva externa a las obras, una mirada desde arriba o desde afuera que, aunque no interpretaba el texto [o el remix de materiales, según se diera el caso], lo ordenaba en cierta forma para que el lector alcanzara un tipo de comprensión total más o menos organizada. Aquel #narradorinterfaz abandonaba cierto poder sobre el texto, pero seguía ejerciendo agencia en la narrativa. Así ocurría en todos los tecnotextos impresos de Mora, Carrión o Fernández, por ejemplo. En los casos de literatura digital donde la interacción se comparte entre programa, lector y autor como Sabotaje retroexistencial, o los Wordtoys de Gache, la función del lector es otra; en cierto modo activa la creación de la obra en tanto que determina el orden de aparición de los elementos en la pantalla, pero sigue siendo una lectura externa, superior, que no cambia la generación del texto per se. En el caso de Hotel Minotauro el asunto es algo distinto. Aunque el lector sigue sin poder considerarse autor del texto porque con su participación no afecta al concepto de la obra ni añade materiales, aquí la mirada que se le da sobre los materiales no es la del ser superior, sino la del lector interno, que avanza por el hotel al mismo nivel que los personajes. La mirada de videojuego de última generación, esos first person shooters que antes mencionaba, lo hacen caminar por los pasillos sin saber qué se va a encontrar tras cada giro o puerta [algún escéptico podría decir que esto es lo mismo que ocurre con cualquier libro, uno no sabe qué va a ocurrir en la siguiente página, pero lo cierto es que en esa “página” siempre ocurrirá lo mismo, y una vez leída podrá volver hacia atrás y hacia delante en el libro y volver a encontrar el mismo contenido. Esto no es lo que ocurre en Hotel Minotauro]. La navegación, sin brújula ni mapa, sin elementos que nos permitan marcar el camino tampoco, ni dar la vuelta [no se puede volver a la página anterior para releer algo, el recorrido es unidireccional, siempre hacia delante], genera una sensación de descontrol y desorientación que, para ser efectiva y no resultar en el abandono del proyecto, requiere de un tipo particular de lector que, efectivamente, se arriesgue a adentrarse en el laberinto-hotel y vaya recolectando los distintos fragmentos narrativos o visuales que se le dan para reconstruir las diferentes historias que ahí se esconden. Dentro de estas, nos encontraríamos primero con el elemento central más literario, más intertextual, y, por tanto, más narrativo o más tradicional [aunque es tan solo un elemento de la obra, no la constituye]: el minotauro envejecido que busca a una mujer por los pasillos del hotel. Esta
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“trama”, por llamarla de alguna manera, se compone principalmente de fragmentos textuales, propios del narrador omnisciente, que interpretan para nosotros los deseos de esa figura que nunca se muestra [la mirada que se da al minotauro parece ser la nuestra como lectores porque avanzamos como él por los pasillos sin rumbo fijo. A él no lo vemos, vemos lo que el monstruo ve]. Estos son fragmentos literarios, alfabéticos, recogidos en recuadros textuales superpuestos sobre el fondo del pasillo [son lo que en términos de teoría del hipertexto, el profesor de la Universidad de Brown, George Landow, en su día llamó “lexia”, como aquel fragmento textual que se mostraba vinculado a otros por conexiones de hipervínculos].
FIGURA 21. CAPTURA DE PANTALLA DEL PASILLO CENTRAL DE HOTEL MINOTAURO
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Por otro, nos encontraremos con la “trama” de esa mujer buscada, una historia real de un caso de violencia machista, compuesta por fotos reales [aunque intervenidas] sacadas del internet. Esta historia carece de texto alfabético y la interpretación que le dé el lector depende enteramente de su visionado en relación con los elementos que haya accionado antes o después, así como con unos botones semejantes a los de Facebook donde podemos darle a “me gusta” o “no me gusta” según se desee.
FIGURA 22. CAPTURA DE PANTALLA DE HOTEL MINOTAURO, TRAMA LATERAL
Finalmente, tras otra serie de puertas, nos encontramos no con la “víctima” ni con el “verdugo” [la mujer y el minotauro, podría ser], sino con los espectadores del crimen. Estos son varios: hay políticos, empresarios, burócratas de organismos internacionales como Dominique StraussKahn, voyeurs de foros y chats… recogidos en texto, música [cuya letra hace referencia a sus víctimas], arquitecturas en 3D y multitud de imágenes. No obstante, estas “tramas” jamás tienen final, ofreciéndose en todos los casos finales abiertos cuya conclusión depende enteramente del lector-reconstructor de historias; algo bien distinto a los ejemplos literarios que hemos visto hasta ahora.
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La relación que el texto mantiene con este tipo de lector es la misma que se tendría con alguien que participa en redes sociales, alguien que no es “autor” sino “comentarista”. Alguien que utiliza un discurso alejado de la noción creadora, por mucho que aquí estemos participando en la obtención de significado del texto. El lector participa de la obra al navegar por ella libremente e interpretarla sin guía, pero no por eso sería un lector-autor como algunas veces se ha interpretado este tipo de interactividad. En su tesis doctoral sobre el tema, Doménico Chiappe considera que el contenido tipo “comentarista” es instantáneo, pedestre, vulgar y que se confronta con otros contenidos, también disponibles en el medio digital que son profundos, plurales, polifónicos y que para comprenderlos requieren de un trabajo intenso. Instigando esta situación de trabajo de comprensión que pueda [y deba] llevar a cabo el lector-comentarista, el autor-narrador de la obra digital abandona su rol tradicional de guía para convertirse en otra cosa. En director quizás, en creador de conceptos, mundos y las criaturas que lo habitan [que hasta cierto punto luego se abandonan], pero nunca en experto o intérprete de la realidad o del relato. Con esto no estoy diciendo que los mundos sean autónomos ni que sean independientes totalmente a los deseos o implicaciones de su autor, dejando al lector libre de entender lo que le dé la gana. No estamos frente a la apreciación de un cuadro abstracto ni conceptual, tampoco. En la creación del mundo [en este caso este hotel tétrico y misterioso], el autor se encarga de soltar elementos significativos en sí mismos [el minotauro es un monstruo se mire como se mire], pero sin el orden fijo que veíamos en los tecnotextos impresos, y de ahí que la conclusión final a la que lleguen los lectores estará más o menos fuera de control del autor [y estoy hablando de autor, porque el narrador ya ha abandonado el juego por completo, ha dejado solo al jugador que avanza según su propia curiosidad e impulsos]. La elección de criaturas y espacios no es gratuita, empero, y ayudan a sentar el tono del mundo [hotel-laberinto] y así vemos como en Hotel Minotauro todos estos personajes son seres que abusan y se benefician de un sistema injusto a expensas de la explotación del trabajo del otro —ya sea el trabajo sexual como en el caso del asesinato de la mujer que se vislumbra tras las fotos, ya sea el trabajo intelectual como las humillaciones a las que se somete a un escritor del que se burlan sus editores, ya sea el político con las referencias al escándalo europeo de Strauss-Kahn—. Aunque irresueltas las tramas y aunque una moraleja total [o parcial] sea inalcanzable porque nunca se ofrecen juicios ni valoraciones frente a las acciones de estos personajes [ni vínculos directos entre ellos más allá que los que establezca el clic del jugador], vemos cómo existen temas, preocupaciones y, debido al juicio inevitable que trae consigo el lector con su mirada subjetiva humana, críticas que todavía están presentes dentro de Hotel Minotauro.
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Se podría decir que la crítica implícita está en cualquier proyección de contenido, en cualquier elección de elementos de un remix como veíamos en las obras distópicas de Javier Fernández o Vicente Luis Mora porque el lector siempre va a traer consigo su subjetividad y su juicio. Pero, en esos tecnotextos que les presenté al comienzo, se seguía ofreciendo una guía de interpretación que evitara la malinterpretación de los elementos ofrecidos, a pesar de cierta [y supuesta] libertad interpretativa dada a la lectora en esa falta de voz narrativa sobreexplicativa, que encontrábamos en la distribución de la información que se presentaba [en el orden que nos daba el libro como estructura espacial y temporal]. En el caso de Alba Cromm, por ejemplo, la resolución del caso de pederastia, más que mostrar la ineptitud de las fuerzas policiales, apuntaba a la perversión del deseo sexual de la superintendente Cromm haciéndose un comentario sobre la desviación del deseo en espacios digitales de maneras mucho más sutiles que la pederastia virtual. La conclusión no se sobreexplica, en ningún momento el lector se siente infantilizado ni adoctrinado, pero la manera en la que los diferentes elementos de la obra se organizan hasta llegar al clímax del desenlace policial no permite en ningún caso que los momentos de sexualidad o pederastia que aparecen en la obra puedan interpretarse como gratuitos o complacientes con ese tipo de deseo perverso, trabajando todos hasta llegar a la conclusión moral adecuada, gracias a la linealidad física de la obra [si no la textual per se]. Como lector de la revista-libro, el lector de Alba Cromm está mirando el desarrollo de los acontecimientos desde una posición irónica y preferente y puede así llegar a esta interpretación moral, ayudado por la mano invisible del #narradorinterfaz que se encarga de orquestar la distopía. En el caso de Hotel Minotauro esa perspectiva preferente se pierde. El lector no está fuera de la obra sino dentro, tomando decisiones desorganizadas que ni la obra, ni el autor, ni el narrador controlan, haciendo clic aquí y allá sin contexto alguno y el contenido sexual de la obra queda abierto a la interpretación voyeurística o al fetiche. El lector se enfrenta a imágenes violentas y sexuales sin aviso y sin juicio moral previo que se le revelan tras las acciones que decide tomar de manera independiente, y sin realmente saber hacia dónde le llevarán. En cierto modo el lector está dentro de la trama, es quien abre las puertas y quien mira hacia adentro, pero su cuerpo se mantiene fuera, lejos de cualquier juicio moral y fuera del campo de visión de nadie [no hay narrador que le dé la mano, la interfaz se nos muestra tal cual, impenetrable y desconocida, aunque supuestamente transparente]. Está solo para llevar cabo acciones anónimas que no serán juzgadas ni castigadas, donde participará de manera virtual, nunca con su cuerpo [aunque la violencia siga siendo ejercida y las imágenes sean siempre violentas en sí]. La interpretación sobre las mismas, sin embargo, depende del lector enteramente.
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En Hotel Minotuaro hay un énfasis en el desdoblamiento del cuerpo y la acción sexual que me parece similar al de la mirada pornográfica online. El cuerpo se abandona para convertirse en algo alejado del lector [el cuerpo se difumina, ya no sujeta el libro, ya no contempla la extensión de su objeto ni interactúa con él en el mismo nivel de realidad física] y como el minotauro acéfalo él también renuncia a su cabeza humana [en la obra reducida a la mirada de la cámara que se mueve según avanza el disparo]. El único cuerpo que aparece retratado como imagen es el de la mujer que es violada y asesinada, nunca mostrándose el de sus verdugos ni el del resto de espectadores que contemplamos las escenas y las permitimos. Nuestro cuerpo no aparece en la pantalla, no usamos siquiera la mano para pasar página, no habitamos el mismo espacio aunque con nuestras decisiones movamos la trama. Tampoco aparecen los cuerpos protagonistas de las otras historias, que también establecen un vínculo entre la actualidad social y la violencia [explícitamente machista en este texto]. Aparte de las imágenes reales de la mujer asesinada que sostiene un potencial desenlace a la trama del minotauro, que habrá asesinado a la mujer que busca pero sin poder recordarlo , hay otra escena, esta textual, de una violación de una mujer por un hombre que es aplaudido por los poderosos del laberinto como si se tratara de una performance teatral. Dentro del mundo del laberinto, el poder lo detentan aquellos que pueden hacer lo que gusten, no hay juicios en el laberinto, porque además poseen información que el resto desconoce [ya sea el minotauro o nosotros los lectores]. Esta dinámica de poder, control e información en cierto modo está inspirada en eventos reales también del momento en el que se escribía la obra [Strauss-Kahn, el director del Fondo Monetario Internacional agrediendo a una camarera de hotel, por ejemplo], ampliando la dimensión metafórica de la obra [aunque basada en la realidad] que explícitamente busca Chiappe: las instituciones económicas mundiales abusan de los países que se rinden a sus políticas [como la camarera frente a Strauss-Kahn]. El cuerpo de la mujer aquí se metaforiza para ser un avatar de cualquier minoría explotada e invisible, sin dejar nunca de enfatizarse como ese cuerpo de mujer con el que la sociedad se ceba. Aun sin quererlo, la lectora-jugadora de Hotel Minotauro participa de la explotación de estos cuerpos al entrar en el hotel y encontrarse con las imágenes del cuerpo de esa mujer, sin poder hacer nada al respecto más que cerrar la puerta por la que ha entrado. No obstante, el contenido se le puede aparecer tras otras nuevas puertas, sin que ella ejerza control ninguno, volviendo quizás a hacer referencia a la falacia sobre la agencia que nos impone el medio digital. Uno del que participamos sin conocer la extensión e implicaciones de nuestras supuestamente inocentes acciones. ¿Qué
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más intrascendente que hacer clic? ¿Quién está ahí para juzgar nuestras decisiones? ¿La máquina sin subjetividad electrónica?, ¿el algoritmo para quien toda violencia no es sino data? ¿Quién controla o determina las acciones que tomemos? Una vez que la lectora entra en el laberinto, queda a expensas de él, la única salida consiste en apagar el programa, apagar el ordenador; hacer clic en el botón de salida del hotel tan solo remite al principio de uno de tantos pasillos del laberinto. El fin de la memoria de castaña asada La inclusión de estos documentos y referencias históricas y reales descontextualizados y sin interpretación moralista, donde la única interpretación es la metáfora poética como vemos, contribuyen más bien a un ejercicio de desmemoria que de documento informativo, ya sea periodístico o histórico. En vez de crónica tenemos un ejemplo de desmemoria donde nada concluye, donde todo se repite. El minotauro, envejecido tras años de encierro en el hotel, y víctima del alzhéimer, busca sin éxito a la única mujer que cree que podría amarlo y descubre, solo para volver a olvidar, que esa mujer es su madre a la que él mismo asesinó. Resulta paradójico que el protagonista de esta obra vaya perdiendo la memoria según se adentra por los laberintos de esta red digital, en un momento en el que los ordenadores y el internet se constituyen como nuestras máquinas de memoria. Cuanto más busca, más confuso se hace el recuerdo de esta historia que nunca concluye. Los recuerdos se repiten sin posibilidad de intervención ni cambio, aunque la manera en la que se desarrollan depende de las acciones de la lectora como ya he dicho. No obstante, en el momento en el que una se dé por satisfecha con esta resolución [el asesinato y fin del amor] e intente terminar la historia, el programa la redirige a un nuevo comienzo, a un nuevo momento de olvido y pérdida. De alguna manera, es como si el alzhéimer del minotauro se contagiara a la lectora que con él busca en el laberinto, aunque no es un proceso de eliminación total del recuerdo, sino de desmembramiento de la coherencia narrativa en la memoria. Buscar el pasado en el laberinto del minotauro no consiste en reconstruir una historia coherente sobre ese pasado que explique el presente, sino en excavar piezas complejas que, de manera independiente, establezcan otro tipo de memoria y narrativa sobre ellas #memoryloop. Así el proceso de lectura [y de memoria] de Hotel Minotauro se constituye, de manera activa y no solo referencial, como búsqueda. La lectora ha de buscar la salida del hotel, el minotauro la mujer que busca y el resto de personajes atrapados el fin del laberinto. La obra nos ofrece elementos sacados de la realidad e intervenidos hasta confundirse la misma con la ficción, ofreciéndonos unos documentos históricos sin posibilidad de
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historicismo. Al igual que el minotauro es incapaz de recordar y ordenar sus recuerdos, la obra pone en acción un tipo de mecanismo de memoria sin posibilidad narrativa. Es absolutamente imposible imponer un marco narrativo-causal a los elementos rescatados de ese pasado [presente a la creación de la obra, como las fotos reales de la mujer o los escándalos políticos del momento], y este se nos presenta en una complejidad que resulta ilegible desde nuestro presente si no es desde la aceptación de la complejidad de ese pasado mismo. No obstante, este pasado en la obra digital es y será siempre presente. Por un lado, los personajes que están ahí viven en el mundo del instante. No evolucionan, no se ofrece desarrollo alguno de su personalidad. Conviven en el mismo espacio que les convoca a la superficie de la pantalla cada vez que se haga clic, renaciendo en su presente eternamente, sin cambiar la manera en la que se relacionan entre sí. La falta de evolución de los personajes, que cada vez que parecen recordar o comprender algo vuelven a olvidarlo y a la búsqueda, parece metaforizar el proceso que lleva la máquina al leer el código que materializa estos mismos documentos y personajes sobre la pantalla. La lectura que la máquina haga de esos datos, la traducción del código almacenado en texto o imágenes en la superficie que leemos ocurre siempre en tiempo real y en presente. “La memoria” que Walter Benjamin proponía entender como medio entre el pasado y la realidad presente, se convierte en el medio digital propiamente. Es la programación digital de Hotel Minotauro ese medio de memoria donde esta siempre permanece incuestionable, inenarrable, nunca comprensible porque el presente nunca lo es, siendo siempre memoria viva [en el sentido que comenté de Pierre Nora] y nunca historia muerta. A nosotros, a mí, con mi mirada de castaña asada y mi cuerpo desechable me cuesta mucho entender un tiempo que nunca pasa, un evento que se lee siempre en presente desde la misma subjetividad que le ofrece la máquina, siempre leyendo el código con el mismo marco e intención #ColdGaze, siempre volviendo al principio del laberinto pero existiendo tras cualquiera de sus puertas a la vez, pero soy capaz también de intuir una liberación frente a los mecanismos de memoria que se me han ofrecido hasta ahora. Frente al pasado y la memoria histórica que ahora me son permitidos comprender con otra perspectiva menos manipuladora, menos política, menos humana. Más máquina, más azul, más fría, aunque también, por todo esto, menos asumible, menos consumible, menos comprensible. ## No sé si al plantearme esta forma de recordar de la máquina estoy realmente frente a un caso del fin de la memoria [más que de fin de la historia] por proponer que miremos nuestra relación con el pasado desde esta
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perspectiva fría y azulada, pero siento alivio. Un peso histórico se levanta de mis hombros y me apunta a otras maneras distintas de entender mi relación con el mundo y, por supuesto, con la España donde nací y sus mecanismos de memoria, cuyo rechazo, directa e indirectamente, provocara toda esta investigación [aunque creo que la metáfora puede extenderse a cualquier otra sociedad donde haya reinado el olvido y la estandarización de una historia oficial; Spain is different, pero no tanto. Si no, no hay más que pensar en los nexos que Chiappe tiene con la Venezuela donde se crió o el Perú donde nació, o los que Gache tiene con Argentina, y la amplia América Latina que se desdobla entre las otras voces colaborativas de las piezas digitales de mi estudio. Quizás esta extensión de lo que significa ser español en la España #postweb tenga mucho que ver con la posibilidad de pensar de otra manera en/sobre España; incluso la manera en que lo hago yo escribiendo este libro a medio camino entre California y Madrid. Algo tendrá que ver, me imagino, con las concepciones del tiempo, del espacio, la identidad y la nación que se desenvuelven tras la revolución digital, con la construcción de un sujeto que se mueve sensiblemente por otros mundos y otros tiempos no anclados en el espacio físico tal y como geográficamente lo entendemos, estableciendo nuevas relaciones con un espectro poscolonial que ahora asoma por aquí las orejas —no lo toquemos, que igual nos muerde—]. Zielinski, con quien comenzaba este ensayo, proponía que miráramos al tiempo de manera profunda y no lineal, que excavásemos en sus muchas capas y abandonásemos nuestros paradigmas modernos de progreso y jerarquías. Decía él que mejor sería buscar las mutaciones en los esquemas que teníamos, las variaciones que han quedado en los márgenes de la Historia y desde ahí proponer otros futuros posibles. No llego a entender la propuesta de la mirada fría de la máquina del todo, no sé si podré siendo todavía [por la mayor parte] humana, pero mirándola en relación con la “variantología” de Zielinksi creo poder desenterrar algún tipo de futuro y memoria posibles. El conflicto y la duda que se generan me parecen también nuevas avenidas de conocimiento, por mucho que este y su iluminación aún no estén a mi alcance. Se abre una nueva vía de comprensión, un esquema cíborg para entender el pasado siempre en relación cibernética [#memoryloop] que circule sobre sí misma y cuya conclusión sea siempre la vuelta al principio, negando su culminación y manteniéndola, siempre, en presente. Un presente que dura lo que dure este mismo acto de crítica literaria y sus objetos de estudio [digitales, efímeros, siempre en presente hasta llegar a su obsolescencia; muriendo sin pasado]. Llegar a esta conclusión tan trascendente sobre nuestras capacidades de comprensión, los mecanismos historicistas de la memoria y España tras la mera lectura de una serie de obras literarias, electrónicas, como ha sido el caso [que ni son obras maestras ni llegarán jamás a serlo, por otro lado],
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puede resultarles un poco exagerado. Qué decir sobre las implicaciones acerca del cambio de sensibilidad material que la escritura en procesadores de texto supone, o la nueva función del escritor frente a estos procesadores y estructuras más amplias parte de la convergencia mediática en la que se instalan. Quizás las conexiones que les propongo entre ellas, las máquinas, la memoria y yo misma les parezcan también flojas, o puede que estén mal montadas según los estándares de argumentación crítica a los que nos hemos acostumbrado [¡ay, las citas!, ¿dónde se han quedado las citas de este ensayo?]. Puede que incluso esta liberación poshumana que les propongo gracias a la máquina y el cambio de perspectiva que nos permite el #postweb encuentre dentro de las mismas obras elementos que se resistan a cualquier tipo de interpretación totalizante como la que les he propuesto; palabras, frases, lexias, procesos, materiales [yo qué sé], que rechacen ser asimiladas por el marco teórico que en este momento de epifanía les impongo [en el fondo, y muy a mi pesar, llegar a cualquier tipo de conclusión sobre algo es generalizar, ¿o no?]. Sin embargo, como decía Gerome McGann, aquel teórico de la interfaz digital, el trabajo del crítico, o la crítica [o lo que sea que sea yo ahora #holasoylaAutora] no es el de someter a esas palabras, frases, lexias, procesos, materiales, etc., a estos marcos [algo que hemos tratado de hacer y que hacemos tan bien desde la Academia] sino crear una obra que reaccione de la misma manera, de resistencia. Si el significado no es lo que el texto literario produce, sino lo que busca, la crítica literaria debería convertirse en un producto en sí de búsqueda, por muy ineficaz que resulte, por muy minotauro que sea. Este ensayo que es en sí también incoherente en partes, que se fragmenta y se estructura, no obstante, como una argumentación lineal por otra, podría volver a leerse desde el principio para llegar nuevamente a la misma conclusión [anticonclusión, porque todavía no lo tengo muy claro]. Como la memoria, la perspectiva crítica que les ofrezco se ejecuta en loop, cada fragmento, cada elemento, cada instancia empieza y termina, desaparece y siempre es uno nuevo. La totalización es imposible, la conclusión intrascendente, en el fondo existe tan solo confinada a las asociaciones que se permiten dentro del espacio del mismo ensayo y, cuando este termine, terminará con él, siendo efímera como aquellos textos cuya actualización digital los convertía en obsoletos al cabo de unos años. Como les decía… … este es un ejercicio de crítica literaria. Es también un ensayo sobre literatura y tecnologías digitales. Y también, un ensayo sobre la memoria: la memoria literaria, la humana y, evidentemente, la digital. Es un ensayo que, si mi memoria no me falla, he escrito ya muchas veces. La primera vez lo escribí en inglés; lo llamé The Trace of the Digital: Post-Web Literature in Spain. Como su título entonces apuntaba era, y supongo que todavía es, también un texto sobre España y sobre la web. O sobre lo que se
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ha escrito en España [a veces, incluso, sobre su memoria] desde la llamada revolución digital que vino con la comercialización de la web —aunque las propuestas que ahora hago vayan más allá de los confines geográficos del Estado español—. Sea como fuere, ese ensayo jamás vio la luz de la imprenta. Trabajé en él unos dos años, tampoco tanto. Llegué a odiarlo. Lo compartí con muchos [tampoco tantos] que también llegaron a odiarlo en mayor o menor medida. Hoy descansa en alguna nube, en algún Google drive. Su huella permanece en algún chip de silicona, comprimida, irreconocible al ojo humano…
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Larga tangente sobre la cultura de la Transición........................... 65 Tangente larguita sobre GR-83 y la memoria............................... 75 Tangente con una posible explicación sobre nuestra obsesión con la naturaleza inmaterial de la literatura............................. 101 Tangente especulativa sobre Bakhtin, Freud y la novela para el señor académico que llevamos dentro...................................... 119 Tangente medio larga sobre otras intervenciones en el espacio [digital]........................................................................................ 179
Breve inciso sobre otra falsa revista............................................... 26 Breve inciso para los formalistas de ahí fuera............................... 32 Inciso para aquellos obsesionados con las vanguardias históricas.... 34 Otro breve inciso, este sobre las características de lo digital....... 35 Inciso para académicos obsesionados con la tradición................. 86 Inciso para académicos obsesionados con el libro de artista....... 95 Inciso largo sobre estructuralismo y lenguajes de computación. 105 Inciso sobre la teoría de los poderes democratizadores del internet....................................................................................... 125 Inciso sobre posturas políticas....................................................... 134 Brevísimo inciso sobre “los mutantes” y el marketing................ 136 Inciso para esos vanguardistas natos.............................................. 173 Inciso sobre Between Page and Screen.......................................... 177 Inciso sobre la colaboración y Tierra de extracción..................... 182 Inciso sobre pornografía y violencia machista online.................. 189
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Qué es remediación......................................................................... 40 Qué es remix.................................................................................... 42 Qué es pantpágina........................................................................... 47 Qué es tecnotexto............................................................................ 48 Qué es medialidad........................................................................... 137 Qué es transmedia........................................................................... 138
#sufrimientoenlared #postweb #ByeByeBécquer #memoryloop #ensayoefímero #OtraMalditaHistoriaSobreLaGuerraCivil #holasoylaAutora #autobombo #elit #valgalaredundancia #HotGaze #remixability #hablemosdelcanon #paradojasdelavida #transmedia #apocalypsenow #vivaellibro #vivalaarqueología #elcuerpoimporta #fantasmagoria #fakenews #cuéntamecómopasó #narradorinterfaz #historiasdelaCT #HelloPostdigitalism #ColdGaze
A Abad, Francesc 75 Alba Cromm 23, 25, 26, 27, 29, 30, 32, 33, 34, 35, 36, 37, 38, 40, 41, 42, 44, 45, 46, 47, 48, 49, 50, 52, 53, 58, 60, 63, 68, 70, 75, 78, 83, 84, 99, 117, 125, 132, 145, 165, 171, 188 algoritmo 99, 166, 169, 171, 172, 173, 174, 177, 190 Almodóvar, Pedro 67 Amazon 99 América Latina 117, 192 latinoamericanos 14 Andalucía 58, 73 familia andaluza 63 animación gráfica 91, 139 antinarrativa 12, 16, 18, 63, 80 anuncios 25, 36, 37, 81, 100, 146 Apollinaire, Guillaume 102, 167 Apple 70, 99 apropiación 77, 86, 87, 90, 125 apropiacionismo 136 apropiacionista 87, 88, 90, 93 Aranda, Vicente 73 archivo 11, 15, 16, 17, 20, 53, 91 Armand, Daniel 182 arqueología 41, 86, 100, 127 arqueológico 15 arqueológicos 13
arquitecturas 157 arquitectura distribuida 156, 159 arquitectura distribuida de medios 157, 178 arte abstracto 92 arte efímero 11 Askwith, Ivan 154 Auden, Wystan Hugh 88 autobiografía 63 autobiográfico 59, 153 autoficción 150 autoficcionalización 170 automatización 32, 35 Autor 142, 143, 144, 150, 152, 187 avant-garde 89, 109 avatar 25, 153, 163, 170, 179, 180, 181, 189 avatarización 153, 154, 170 Azuma, Hiroki 140, 154, 155 B Bakhtin, Mijail 119, 120, 121 bajtiniano 86 Ballard, James Graham 42 Barlow, John Perry 163 Barthes, Roland 77, 86 base de datos 46, 86, 107, 116, 140, 141, 142, 144, 145, 146, 147, 150, 155, 166, 167
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Baudelaire, Charles 167 Bauhaus 95 Becerra Mayor, David 65, 122 Bécquer, Gustavo Adolfo 167 Bellamy, Edward 43 Bellow, Saul 88 Benjamin, Walter 57, 74, 77, 87, 124 bibliomaquia 84, 85, 86, 87, 88, 92, 150, 165 bibliomáquicas 96 big data 31 bildungsroman 96 Blesa, Túa 109, 111 blog 9, 10, 11, 13, 21, 40, 52, 131, 133, 134, 142, 152, 153, 154, 169, 170 blogs 25, 32, 136, 152, 169 Bolter, Jay David 61, 132 boom de la memoria 64, 81, 121, 137 Borges, Jorge Luis 13, 85, 86, 88, 168, 173 born digital 29 Borràs, Laura 57 Brooks, Cleanth 145, 146, 149 Bunz, Mercedes 126 buscador 78, 83, 116, 160 búsqueda 9, 17, 53, 57, 58, 59, 61, 62, 63, 64, 71, 75, 116, 162, 190, 191, 193 C caligrama 35, 93, 104, 109 capitalismo 65, 70, 102 capitalista 50 Carrión, Jorge 52, 53, 57, 58, 61, 63, 65, 71, 72, 73, 74, 75, 76, 79, 81, 120, 136, 137 Carrión, Ulises 47, 94, 95, 96 Casa abierta 38, 81, 83, 93, 95, 96, 97, 98, 99, 102, 103, 107, 125 Casciari, Hernán 170 castellano 58, 72, 73, 92, 134, 147 Castells, Manuel 69, 71, 126 catalán 58, 66, 72, 73, 102 Cataluña 58, 73 CD 156, 157, 158, 161 Cercas, Javier 64, 122
Cero absoluto 23, 38, 40, 41, 42, 43, 44, 46, 47, 48, 49, 50, 52, 53, 58, 60, 63, 68, 70, 74, 75, 78, 83, 84, 90, 99, 125, 145, 165, 171 chat 25, 32, 35, 48, 50, 83, 126, 186 Chiappe, Doménico 131, 132 ciberespacio 44, 62, 163 cibertexto 42 cíborg 17, 18, 117, 192 ciencia ficción 40, 42, 43, 44, 49, 63, 68, 78, 84, 122, 123, 169, 171 sci-fi 48 cine 73, 81, 91, 100, 114, 139 Circular 25 citacionista 87, 88 clic 62, 160, 161, 165, 174, 187, 188, 190, 191 códice 19, 21, 25, 45, 46, 48, 88, 131, 155, 161 código binario 11, 20, 112, 115, 179 binario 21, 36 código 118 código QR 177, 179, 182 colaboración 116, 117, 144, 149, 166, 182 comercialización 9, 31, 194 cómic 64, 136, 138, 139, 140, 147, 149 computación 27, 29, 42, 48, 71, 91, 92, 105, 107, 175 computación ubicua 116 comunista 71 conceptualismo 77, 86, 89, 90 conceptualista 89, 90, 91, 92 poesía conceptualista 86, 88 concretismo 96, 98, 100 concreta 83, 100, 103, 104, 106 Construcción 81, 83, 84, 86, 89, 90, 93, 97, 99, 103, 125, 165 contemporánea 52, 65, 100, 120, 122, 124, 131, 138 convergencia mediática 33, 61, 92, 125, 134, 137, 138, 143, 146, 154, 175, 178, 193 convergencia 98, 157 cultura de la convergencia 138, 141, 150 copia 26, 52, 53, 54, 84, 90
ÍNDICE CONCEPTUAL Y ONOMÁSTICO
copyleft 125 copy & paste 42, 125, 150 copyright 86, 91, 101, 143 Cordero, Fidel 182 Cramer, Florian 58, 98, 99, 115 crisis 10, 21, 36, 50, 67, 69, 72, 183 crítica literaria 9, 11, 12, 102, 183, 192, 193 Crónica de Viaje 23, 52, 53, 55, 57, 59, 60, 61, 62, 63, 64, 70, 71, 72, 74, 75, 78, 81, 83, 95, 99, 117, 120, 125, 132, 141, 145 cronología 41 cronológica 16 CT 89, 177 CeTé 67 Cultura de la Transición 126 cultura digital 14, 16, 68, 80, 127, 169 cultura libre 69, 125, 126 D dadaístas 100 Darío, Rubén 167, 171 Debord, Guy 88, 89, 90, 93, 95, 145, 176 De Campos, Augusto 96, 143 De Campos, Haroldo 96, 143 De la Cruz, San Juan 87 De la Flor, Fernando 28, 128 Delany, Samuel R. 49 Deleuze, Gilles 155 democracia 10, 12, 65, 66, 68, 71, 179 democratización 125 democratizadora 126, 127 De Nerval, Gérard 180 Derrida, Jacques 61, 118 desarrollismo 66 desfamiliarización 32 deshumanizar 16 De Torre, Guillermo 104 Dick, Phillip K. 42 dictadura 64, 68, 76, 81, 122, 127, 176 digitalización 40, 46, 98, 125 dispositivo 11, 14, 33, 45, 158 distopía 37, 43, 44, 48, 49, 74, 81, 171, 188
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género distópico 36 DJ 77, 78 Dworkin, Craig 85, 89, 90 E e-book 128 ecfrástica 41, 47, 74 Echeverría, Ignacio 66 ecología mediática 10, 15, 20, 33, 34, 70, 99, 121, 123, 136, 137, 141, 145, 157, 178 Eco, Umberto 100 edición de autor 53 efímero 11, 12, 14, 63, 71, 118, 138, 178 crítica efímera 12 ensayo efímero 17, 21 Einstein, Albert 87 Eisenstein, Sergei 77 Elleström, Lars 132 El libro del fin del mundo 1 56, 157, 158, 160, 161, 165 Eliot, T. S. 86 ELO, Organización de Literatura Electrónica 29 email 25, 31, 35, 38, 52, 166 embodiment 20, 46 era de la información 33, 48, 126 Erice, Víctor 73 escritura digital 120 escritura electrónica 106, 118, 175 escritura tradicional 122 espacio virtual 163, 179, 180 España 9, 10, 11, 12, 13, 15, 18, 19, 21, 46, 53, 57, 63, 64, 65, 66, 67, 68, 69, 71, 89, 122, 123, 125, 126, 127, 128, 129, 136, 137, 138, 171, 176, 181, 183, 192, 193 español 37, 58, 63, 64, 66, 73, 76, 80, 81, 120, 121, 125 establishment cultural 64, 66, 67, 68, 80, 89, 125, 127 establishment literario 66, 102, 175, 176 Estado 36, 68, 125, 126, 176, 194 estructuralismo 105, 106, 107
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#POSTWEB!
Ewers, Hanns Heinz 42 expresionismo 92 F Facebook 45, 99, 126, 186 falacia icónica 100, 104 fantasma 30, 45, 49, 51, 73, 74, 79, 81, 135, 172 fascistas 65 Felipe, León 87, 88 Fernández de Avellaneda, Alonso 86 Fernández, Javier 54, 59, 65, 74, 79, 81, 83, 85, 93, 96, 136 Fernández Mallo, Agustín 87, 92, 131, 132, 133, 134, 135, 136, 137, 138, 141 Fernández Porta, Eloy 142 Fernández Santos, Jesús 102 Ferré, Juan Francisco 137 Finney, Charles G. 42 first person shooter 183 Flash 160, 179 Fluxus 95, 173 fonemas 105, 106 forénsica 45, 164 forénsica computacional 101, 107, 109 formato impreso 158, 160 fotografía 31, 46, 58, 64, 73, 74, 75, 76, 77, 92, 93, 132, 133, 136, 147, 152, 153, 182, 183, 186 Foucault, Michel 77 foucauldiana 149 Franco 66, 74 franquismo 66, 71 franquista 12, 66, 73, 74, 128 Freud, Sigmund 117, 118, 119, 120, 157 Fukuyama, Francis 65 función de autor 116, 135, 143, 150 futurismo 102 futurista 33, 48, 49, 74, 100, 104 G Gache, Belén 131 Galdós, Benito Pérez 28
Galíndez, Edgar 182 Gallardo, Manuel 182 Galloway, Alexander 48, 123, 124 Generación Nocilla 136 generador 170, 172, 173, 174 generador de texto 13, 159, 170 género fantástico 42 Gervais, Bertrand 62 Gibson, William 42, 154 global 64, 69, 70, 72, 88, 125 globalización 10 aldea global 163 gobierno 10, 66, 68, 126 Goldsmith, Kenneth 86, 92 Góngora, Luis de 169, 171 Google 9, 17, 53, 57, 59, 61, 62, 70, 71, 73, 75, 78, 99, 103, 116, 126, 162, 194 Gould, Stephen Jay 14 GR-83 72, 75, 76, 77, 78, 120 grafema 96, 98, 99, 100, 104, 106, 109 Grandes, Almudena 122 Grusin, Richard 61, 132 Guattari, Félix 155, 173, 174 Guerra Civil 63, 64, 65, 68, 71, 73, 75, 81, 120, 121, 122 H Halbwachs, Maurice 76, 119 Handke, Peter 88 hardware 20, 31, 39, 115, 177, 178 Harvey, David 163 Hayles, N. Katherine 60, 69, 91, 101, 116, 134 hipermedia 131 hipermediación 61 hipertexto 19, 161, 185 hipertextualidad 62, 183 hipervínculos 62, 185 historia contemporánea 121 historia literaria 13, 42 Hotel Minotauro 131, 181, 182, 183, 184, 187, 188, 189, 190, 191 Houellebecq, Michel 150
ÍNDICE CONCEPTUAL Y ONOMÁSTICO
207
I
L
ideología 70, 80, 122, 124, 137, 140, 176 producción ideológica 143 ilegible 111, 113 imprenta 34, 35, 41, 46, 50, 95, 98, 99, 101, 102, 109, 111, 113, 118, 119, 121, 123, 126, 127 impresionismo 92 industria cultural 68 influencia 13, 18, 34, 35, 88, 100 inmaterialidad 46, 101, 107 inmediatez 10, 61 interactividad 160, 187 interfaz 20, 27, 29, 30, 31, 32, 33, 34, 35, 36, 37, 41, 42, 44, 45, 46, 47, 48, 49, 50, 51, 52, 53, 57, 58, 60, 61, 62, 64, 71, 73, 76, 79, 80, 81, 83, 84, 91, 99, 103, 109, 111, 115, 121, 123, 124, 141, 145, 160, 161, 163, 167, 168, 169, 172, 174, 188, 193 intermedialidad 41 intermedial 131, 133, 145, 147, 152 internet 10, 12, 29, 39, 49, 50, 57, 64, 69, 71, 79, 83, 125, 126, 128, 132, 150, 155, 156, 160, 162, 163, 172, 180, 186, 190 intertextualidad 42, 43, 84, 85, 158
Labanyi, Jo 73, 74, 75, 81 Lacan, Jacques lacaniano 140 Laddaga, Reinaldo 69, 71, 80 Landow, George 185 Läufer, Milton 182 Lautréamont, Comte de 86 lenguaje formal 106 lenguaje natural 106 leninista 122 León, Ramón 182 letrismo 96 letrista 88 Lévy, Pierre 139 lexia 185 libro de artista 75, 95, 96, 98, 115, 125 libro de bolsillo 96 libro de papel 25, 29, 34, 59, 111, 156, 161, 162, 177, 178 libro de viajes 55, 62, 63, 72 libro digital 27, 29, 112, 127, 161 libro impreso 23, 27, 51, 127, 133, 134, 157, 178, 182 Lissitzky, El 95 literatura contemporánea 67, 68, 133 literatura de viajes 72 literatura digital 27, 29, 53, 65, 184 literatura electrónica 13, 16, 21, 29, 57, 68, 83, 160, 184 literatura electrónica impresa 48 literatura española 67, 80, 169 literatura impresa 102, 125 literatura moderna 175 literatura tradicional 96 Llamazares, Julio 73, 74, 75 Llosa, Álvaro 127 local 10, 72 Locke, John 101, 102 logofágico 111 Lomba, Ana 67 loop 92, 111, 166, 193 Lope de Vega, Félix 69 Losada, David 182
J Jenkins, Henry 138, 139, 154 Jiménez, Jesús 182 Joan, Pere 142, 144, 149 Johnson, John 137 K Katchadjian, Pablo 143 Kindle 11, 28, 96, 102 Kirschenbaum, Matthew 45, 47, 101, 103, 164 Klein, Yves 11, 143 Kodama, María 143 Alexandre Kojève 140
208
#POSTWEB!
M Maciunas, George 95 Mallarmé, Stéphane 35, 96 Manganelli, Giorgio 150 Manovich, Lev 91, 92 máquina de escribir 28, 103 máquina digital 51, 83, 109, 131 máquinas digitales 70, 91, 116 Marías, Fernando 182 Marías, Javier 67, 122 marketing 135, 136, 151 markup 109, 121 Marsé, Juan 73 Martínez, Guillem 54, 67, 68, 126, 176 marxista 33, 88, 163 materialidad 11, 30, 34, 35, 36, 45, 47, 48, 51, 74, 81, 88, 95, 96, 97, 98, 99, 104, 105, 107, 109, 112, 115, 118, 145, 165 Mayol, Humberto 182 McCullers, Carson 58 McGann, Jerome 133, 145, 193 McLuhan, Marshall 59, 60, 61 medialidad 137, 141, 146, 150, 155 medio digital 35, 41, 60, 71, 80, 81, 160, 165, 173, 187, 189, 191 medio impreso 34, 58 medios digitales 90, 91, 99, 116, 145 Meier, Andreas 182 memoria digital 16 memoria histórica 15, 67, 76, 120, 121, 191 mercado 65, 98, 127, 128, 137, 155 metáfora material 52, 57, 58, 59, 60, 71, 84 metáfora transmedia 145, 149 Meza, Nohelia 183 Microsoft 70 Minichinela, Raúl 126, 127 mirada fría 16, 21, 22, 120, 192 Modernidad moderna 123 modernismo 102 modernista 84, 134, 135 modularidad 35, 83, 87, 90, 97, 100, 136, 155, 160 modular 99
monomedial 41, 86 Mora, Vicente Luis 54, 59, 65, 74, 79, 81, 83, 84, 85, 86, 87, 88, 90, 92, 97, 133, 136 Moreno-Caballud, Luis 69 Moreno,Vicent 136 Morris, William 43 movimiento literario 18, 96 movimientos sociales 125 muerte del autor 77, 89, 142 multimedia 13, 21, 41, 61, 86, 131, 134, 140, 141, 144, 146, 154, 155, 178, 182 multimedialidad 83 multisensorialidad 35 mundo virtual 179, 180 Muñoz Molina, Antonio 67, 73, 74, 75 música 42, 69, 91, 182, 183, 186 Mutantes 136 N nación 70, 192 narrador interfaz 51, 52, 74, 184 narrador omnisciente 185 narrativa lineal linealidad 28, 188 narrativa transmedia 139 narratividad 18, 46, 145 neoconcretismo 143 neoliberalismo 44, 93, 122, 127 neoliberal 44, 65, 134, 144, 154, 163 neorrealista 103 Nietzsche, Friedrich 103, 123 Nocilla Dream 135, 136, 141, 142, 146, 153 Nocilla Experience 136, 142, 144, 149, 150, 152, 153, 154, 165 Nocilla Lab 136, 142, 144, 147 Nora, Pierre 76, 119, 191 novela 16, 18, 27, 28, 64, 65, 102, 103, 112, 114, 115, 119, 120, 121, 122, 125, 134, 139, 140, 147, 155, 170 novela-blog 159 novela gráfica 147, 149 novela hipertextual 13, 28, 132 novela impresa 120, 122, 129
ÍNDICE CONCEPTUAL Y ONOMÁSTICO
O obsolescencia 11, 48, 156, 157, 192, 193 obsolescencia programada 11, 171 online 9, 18, 19, 21, 35, 36, 37, 50, 62, 131, 134, 153, 154, 160, 162, 163, 181, 182, 189 ontología 63, 100 ordenador 10, 11, 14, 16, 17, 20, 23, 28, 29, 30, 35, 40, 46, 47, 52, 53, 54, 55, 57, 60, 61, 70, 83, 91, 106, 111, 116, 118, 128, 132, 158, 160, 174, 175, 190 Ortega, Élika 13, 55, 156, 157, 158, 178 Ortega, Julio 137, 141 ortografía 97 ortográficos 103, 104, 108 Otro 81, 83, 102, 103, 104, 107, 108, 109, 114, 115, 117, 125, 141, 147, 174 Oulipo 173 P pacto de silencio 67 página web 40, 53, 169, 170, 177 palimpsesto 17, 20, 43, 117 pantalla 11, 23, 28, 30, 31, 35, 36, 45, 46, 47, 48, 51, 53, 55, 57, 60, 61, 71, 100, 103, 109, 118, 119, 121, 132, 145, 160, 161, 162, 163, 166, 168, 174, 177, 178, 179, 181, 184, 189, 191 pantpágina 47, 51 paragramática 108 Parikka, Jussi 14 patria 10, 66, 71, 140 Paz, Octavio 85, 87 pdf 38, 52, 53, 160, 169, 172, 177 película 32, 41, 64, 67, 114, 133, 153 Pérez Reverte, Arturo 28, 92 performance 11, 19, 77, 121, 131, 134, 142, 150, 151, 167, 174, 175, 177, 178, 179, 181, 189 periódico 39, 46, 78, 153 Perloff, Marjorie 89, 91
209
permutador de texto 173 Photoshop 91 Place, Vanessa 86 plagio 17, 26, 43, 86 Poe, Edgar Allan 167 poema digital 158, 165, 166, 169 pop 11, 64, 122 pornografía 189 post-digital 99 posguerra 63, 74, 76, 120, 122 poshumanismo 116, 193 posmodernidad 64, 65, 67, 70, 77, 79, 120, 140 posmoderno 67, 73, 81, 86, 120, 135 postpoesía 92, 141, 145 postpoética 144 postweb 10, 12, 15, 17, 20, 22, 23, 29, 33, 47, 48, 54, 70, 80, 87, 90, 98, 100, 116, 125, 126, 131, 133, 134, 138, 144, 145, 146, 151, 155, 158, 171, 175, 178, 192, 193 Pound, Ezra 86, 88 pragmatismo 17, 87, 141, 145 pragmático 138 precariedad 63, 179 Pressman, Jessica 34 principio de parsimonia 78, 108 procesador de texto 17, 41, 83, 90, 100, 101, 103, 106, 109, 157, 168 procesadores gráficos 34, 115 procomún 125 programación 31, 39, 106, 111, 167, 182, 191 progreso 14, 18, 157, 192 propiedad intelectual 43, 101 protesta social 69 Proyecto Nocilla 131, 136, 137, 138, 139, 141, 142, 146, 152, 158 Proyecto Nocilla. La película 142, 146 Q Queneau, Raymond 173 Quignard, Pascal 58 Quijote, El 86, 150, 168, 169
210
#POSTWEB!
R
S
Rajewsky, Irina 132, 144 Ramírez, Jorge 182 realidad aumentada 159, 171, 177, 179, 181 realidad virtual 38, 39, 41, 42, 45, 46, 50, 79, 139 realismo social 102, 112 Recuperación de la Memoria Histórica 64, 67, 75 red 10, 11, 12, 13, 15, 18, 19, 20, 25, 29, 33, 35, 41, 44, 48, 50, 52, 57, 59, 60, 62, 70, 71, 79, 92, 115, 122, 126, 128, 131, 133, 135, 136, 170, 177 web 132 redes sociales 33, 69, 80, 187 reescritura 10, 11, 120, 168 relatividad histórica 71, 120 remake 86, 135, 142, 144 remediación 40, 41, 42, 43, 51, 59, 61, 62, 71, 78, 79, 80, 124, 132 remix 40, 42, 43, 44, 64, 72, 74, 77, 78, 79, 84, 85, 86, 87, 90, 93, 136, 142, 144, 145, 150, 161, 165, 167, 184, 188 remixability 17, 92, 93, 114, 141, 165 remezcla 85, 87 republicanos 65 revista 25, 26, 27, 29, 35, 36, 37, 39, 78, 132, 188 revolución digital 9, 14, 33, 42, 66, 70, 138, 175, 181, 192, 194 Rey, Paola 182 robot 28, 52 Rodríguez Balbotín, Pablo 134 Rodríguez de las Heras, Antonio 161 Rokeby, David 31 Romano, Gustavo 182 Rosa, Isaac 67, 122 Roudiez, León 108 Ruiz, Pedro 182 Ruiz Zafón, Carlos 122 Ryan, Marie-Laure 132
Sabotaje retroexistencial 159, 171, 172, 174, 175, 177, 184 sampling 87, 90 Sánchez Mazas, Rafael 64 Sanz, Marta 122 Saussure, Ferdinand de 105, 106, 107 saussuriano 105 Schröter, Jens 41, 43 Scolari, Carlos 138 Scott, Geoffry 88 scroll 11 Second Life 132, 139, 179, 180, 181 secuencialidad 27, 42, 47, 161 secuencia 19, 40, 46, 47, 95 serie de televisión 147 Shelley, Mary 150 Shklovsky, Viktor 108 siglo xix 96 siglo xx 44, 119 siglo xxi 9, 12, 13, 18, 20, 21, 66, 69, 86, 90, 91, 115 Silliman, Ron 78 simulación 62, 140 simulacro 67, 135, 140, 144, 155 sistemas financieros 36 situacionismo 88, 89, 143, 145 deriva situacionista 89, 144, 179 détournement 88, 89, 90 situacionista 93, 135 smartphone 30, 61, 66 sociedad de la información 154 software 11, 20, 31, 35, 57, 59, 61, 79, 83, 88, 91, 100, 103, 106, 107, 109, 114, 115, 177, 178 Sontag, Susan 72 spoken word 134, 142 storytelling 50, 57, 62, 74, 79, 139, 145 Strachey, Christopher 173 Strauss-Kahn, Dominique 186, 187, 189 subconsciente tecnológico 157 Subirats, Eduardo 67 subjetividad 15, 58, 59, 64, 70, 75, 76, 79, 120, 134, 149, 166, 167, 174, 188, 190, 191
ÍNDICE CONCEPTUAL Y ONOMÁSTICO
211
superficie 11, 27, 30, 32, 33, 35, 36, 44, 51, 77, 79, 82, 83, 109, 112, 113, 117, 118, 120, 121, 123, 140, 141, 145, 162, 163, 174, 191 supraeditor 37, 51, 58, 59 surrealismo 180
Trapiello, Andrés 86 Turing, Alan 173 Twitter 70, 92, 126, 153, 154 Tzara, Tristan 173
T
URL 161 Ursa, El 96 usuario 30, 37, 39, 69, 70, 90, 91, 163, 168, 169, 172, 174, 175, 177, 179
tableta 11, 28, 30, 118 Talens, Jenaro 85 Taylor, Claire 162, 163 teclado 20, 21, 55, 60, 115, 168 tecnologías de la información y la comunicación 69 tecnologías digitales 69, 93, 103, 126, 135, 136, 137 tecnotexto 47, 48, 50, 51, 52, 57, 59, 60, 61, 62, 65, 68, 71, 77, 78, 79, 80, 82, 83, 84, 86, 95, 98, 99, 107, 109, 111, 112, 114, 115, 116, 117, 118, 120, 121, 122, 123, 124, 125, 127, 128, 131, 132, 137, 141, 142, 158, 161, 162, 165, 170, 175, 184, 187, 188 televisión 34, 81, 91 créditos televisivos 100 series de televisión 64 Tellado, Corín 150 temporalidad 15, 27, 37, 47, 64, 79, 112, 117, 124, 129, 165, 166, 167 textualidad 78, 101, 133, 145, 146, 149 Thrift, Nigel 157 tiempo 14, 16, 38, 49, 57, 58, 63, 65, 81, 89, 147, 163, 166, 191, 192 tipografía 41, 44, 53, 62, 103, 104, 112, 171 traducción 11, 20, 36, 42, 72, 99, 111, 115, 169, 191 Transición 65, 66, 67, 68, 74, 81, 127, 128 transmedia 18, 20, 131, 132, 133, 134, 135, 138, 140, 141, 142, 145, 146, 147, 149, 151, 152, 154, 155, 156, 170, 172, 182 transmedia storytelling 132, 138, 139, 154, 155
U
V Valente, José Ángel 87 vanguardias 102 vanguardias históricas 13, 34, 96, 100, 173 variantología 14, 41, 192 Vázquez Montalbán, Manuel 66, 127, 128 Vesna, Victoria 63 vídeo 36, 53, 57, 58, 69, 126, 131, 132, 142, 146, 178 videojuego 53, 84, 139, 154, 181, 184 vídeo poemas 179, 181 Vila-Matas, Enrique 147 Vimeo 142, 179 violencia machista 186, 189 virtual 52, 62, 101, 125, 183 virtualidad 35, 45, 48, 71, 131, 135, 181 W Wells, Herbert George 42 Wikipedia 11, 57, 78, 116 Wittgenstein, Ludwig 87 Word 17, 20, 41, 83, 91, 103, 115, 116, 134 Wordtoys 131, 156, 160, 161, 162, 165, 167, 168, 169, 179, 184 Y yuxtaposición 25, 42, 85, 87, 90, 149, 151
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#POSTWEB!
Z Zevi, Bruno 88 Zielinski, Siefgried 41, 86