Política y perspectiva. Continuidad y cambio en el pensamiento político occidental 9505180578


230 40 25MB

Spanish Pages 478 [480] Year 2001

Report DMCA / Copyright

DOWNLOAD PDF FILE

Recommend Papers

Política y perspectiva. Continuidad y cambio en el pensamiento político occidental
 9505180578

  • 0 0 0
  • Like this paper and download? You can publish your own PDF file online for free in a few minutes! Sign Up
File loading please wait...
Citation preview

Sheldon S. Wolin Política y perspectiva Continuidad y cambio en el pensamiento político occidental

Shelilon S. Woliii Poiííi ca y perspectiva á

L a filosofía política occidental se nos presenta com o una com ­ pleja y variada tradición de discurso que, pese a la falta de una­ nim idad de las respuestas, se distingue por la continuidad de los interrogantes. Si el pensam iento político de otros siglos sigue siendo h oy com prensible y estim ulante para iiosotros, ello se debe a que los pensadores sucesivos se han atendido a un voca­ bulario com ún y han deslindado com o su objeto de estudio un cierto conjunto de problem as. L os conceptos que constituyen nuestra com prensión de lo político introducen un orden en lo que, de lo contrario, podría parecer un caos irrem ediable de aconteci­ m ientos. Las instituciones o prácticas colectivas de las sociedades existentes sirven para definir, por así decirlo, el «espacio político» o lugar donde se relacionan las fuerzas tensionales de la sociedad —un tribunal, una legislatura, un congreso partidario— y tam bién el «tiem po político» o período en el que tiene lugar la deci­ sión o el acuerdo. Se crea de este m odo un m arco dentro del cual se vinculan, espacial y tem poralm ente, las actividades de individuos y grupos. Por diversos m edios, una sociedad procura estructurar ese espacio en que los planes, am bicio­ nes y acciones de los individuos se ponen en contacto perm anente, para unirse o enfrentarse, ayudarse o estorbarse. Y si se analizan las diversas concepciones del espacio político^ se com prueba que cada pensador lo ha visto desde una perspec­ tiva distinta. L a filosofía política es una m anera de «ver» los fenóm enos políticos, tanto en el m ero sentido descriptivo (la visión com o percepción) cuanto en el nor­ m ativo o ético (la visión com o im aginación). SHELDON S. W O L IN pasa revista a esas distintas perspectivas, desde Platón en adelante, y dem uestra que en la historia de la teoría política el genio ha consistido m enos en una originalidad sin precedentes que en la recuperación creativa de ideas ya form uladas en el pasado. Por eso, aunque cada una de las obras ilustres que aquí se exam inan ha sido el m anifiesto de un hom bre com prom etido con su época, tam bién ha sido siem pre, en otro plano, una contribución al diálogo continuo de la filosofía política.

ISBN 950-518-057-8

«!

1

ñ

ti

Amorrortu /editores

9

789505

180578

i

Política y perspectiva Continuidad y cambio en el pensamiento político occidental

Sheldon S. Wolin 51 .> Amorrortu editores

fÁ o M, ID

\

'y

I

Biblioteca de sociología Politics and vision. Continuity and innovation in Western political thought, Sheldon S. Wolin © Little, Brown and Company, Inc., 1960, sexta reimpresión Primera edición en castellano, 1974; primera reimpresión, 1993; segunda reimpresión, 2001 Traducción, Ariel Bignami Revisión técnica, Alfredo Antognini

Prólogo

En este libro he procurado describir y analizar algunas de las preocu­ paciones continuas y cambiantes de la filosofía política. Existe hoy, en muchos círculos intelectuales, una marcada hostilidad hacia la filo­ sofía política en su forma tradicional, e incluso desprecio por ella. Tengo la esperanza de que este volumen, si no logra hacer reflexionar a quienes están deseosos de echar por la borda lo que resta de la tra­ dición de la filosofía política, consiga al menos poner en claro a qué habremos renunciado. Aunque adopto aquí un enfoque histórico, no he tenido la intención de ofrecer una historia global y detallada del pensamiento político. A l elegir dicho enfoque me ha guiado, en general, la convicción de que este representa el mejor método para comprender las preocupa­ ciones de la filosofía política y su carácter de empresa intelectual. Estoy convencido, además, de que la perspectiva histórica es la más eficaz cuando se trata de revelar la índole de nuestras dificultades actuales: si no es la fuente de la sabiduría política, constituye al menos su precondición. El lector no tardará en descubrir que han sido omitidos muchos temas y autores que suelen incluirse en las historias corrientes, y que respecto de otras cuestiones me he alejado en gran medida de las interpretaciones prevalecientes. En las omisiones im­ portantes — com o en el caso de la mayor parte del pensamiento polí­ tico medieval— no debe verse el indicio ae un juicio adverso de mi parte, sino la contrapartida inevitable de una obra que es, ante todo, interpretativa. Mis deudas intelectuales son muchas, y me place reconocerlas. Jamás podré pagar lo que debó a los profesores John D. Lewis y Frederick B. Artz, del Oberlin CoUege, quienes, desde mis días de estudiante hasta la actualidad, han sido al mismo tiempo mis maestros, conse­ jeros y amigos, alentándome para que emprendiera una obra como esta. Quisiera también hacer llegar mi agradecimiento a los profeso­ res Thomas Jenkin, de la Universidad de California, Los Angeles, y Louis Hartz, de la Universidad de Harvard, por haber leído todo el manuscrito y ofrecido sugerencias para mejorarlo; a mi colega el pro­ fesor Norman Jácobson, con quien discutí algunos problemas del libro y que ha sido fuente constante de estímulo intelectual; la Robert J. Eranger, quien no solo me ahorró la tediosa tarea de verificar nume­ rosas referencias, sino que también criticó la formulación inicial de algunas ideas contenidas en el último capítulo; y, sobre todo, a otro dé mis colegas, el profesor John Schaar, cuyo selecto gusto e inteli­ gencia han contribuido sobremanera al mérito que este libro pueda poseer. Agradezco asimismo el espíritu de colaboración y la paciencia demos­

9

trados por varias mecanógrafas: Jean Gilpin, Sylvia Diegnau, Sue K. Young y, en especial, Francine Barban. Quisiera expresar mi estima al director de lá American Political Science Review por su autorización para reproducir, con algunas modificaciones, los dos artículos que sirvieron de base a les capítulos 5 y 6. En su mayor parte, este es­ tudio fue posibilitado por la Fundación Rockefeller, cuyo generoso respaldo financiero me dio cierto respiro en mis obligaciones docentes habituales. Sheldon S. W olin Berkeley, 1960

10

1. Filosofía política

y filosofía

« . . . Expresar diversos significados acerca de cosas com plejas con un reducido vocabulario de sentidos estrictos». W alter Bagehot,

L La filosofía política como forma de indagación Este libro versa sobre una tradición especial de discurso: la filosofía política. En él procuraré examinar la índole general de dijcha tradición, las diversas preocupaciones de quienes contribuyeron á elaborarla y las vicisitudes que han señalado las líneas principales de su evolución. A l mismo tiempo intentaré hacer alguna referencia á la actividad de la filosofía política en sí. Como es natural, esta declaración de intencio­ nes induce a esperar que el examen comience con una definición de la filosofía política. Sin embargo, tratar de satisfacer esta expectativa resultaría infructuoso, no solo porque es imposible lograr en unas cuantas frases lo que se propone un libro entero, sino también porque la filosofía política no es una esencia cuya naturaleza sea eterna, sino una actividad compleja, más fácil de comprender si se analizan las diversas formas en que los maestros reconocidos la han practicado. N o se puede decir que algún filósofo o época histórica la hayan definido de modo terminante, así como ningún pintor ni escuela pictórica ha llevado a la práctica todo lo que entendemos por pintura. Si la filosofía política abarca algo más que lo expresado por cualquier gran filósofo, se justifica en parte suponer que constituye una empresa cuyas características se revelan con más claridad a lo largo del tiempo. Dicho de otro modo, la filosofía política debe ser comprendida de la misma manera en que se aborda la comprensión de una tradición com­ pleja y variada. Aunque tal vez sea imposible reducir la filosofía política a una breve definición, podemos, en cambio, elucidar las características que la dis­ tinguen de otras formas de indagación y la vinculan con ellas. Exa­ minaré estos factores bajo los subtítulos siguientes: relacionas de la filosofía política con la filosofía, características de la filosofía política com o actividad, su contenido y lenguaje, problema de las perspectivas o ángulos de enfoque, y modo en que actúa una tradición. Desde que Platón advirtió por primera vez que la indagación acerca de la índole de la vida buena del individuo se relacionaba inevitable­ mente con una indagación convergente (y no paralela) acerca de la índole de la comunidad buena, se ha mantenido una íntima y continua vinculación entre la filosofía política y la filosofía en general. Además

11

de haber contribuido generosamente al acervo principal de nuestras ideas políticas, la mayoría de los filósofos han proporcionado al teó­ rico político muchos de sus métodos de análisis y criterios de evalua­ ción. Históricamente, la diferencia fundamental entre filosofía y filo­ sofía política ha radicado en un problema de especialización y no de método o de temperamento. En virtud de esta alianza, los teóricos políticos han adoptado com o propia la búsqueda básica de conoci­ miento sistemático que lleva a cabo el filósofo. La teoría política se vincula con la filosofía en otro sentido fundamen­ tal. La filosofía puede ser diferenciada de otros métodos de extraer verdades, tales com o la visión mística, el rito secreto, las verdades de conciencia o el sentimiento íntimo, porque pretende referirse a ver­ dades públicamente alcanzadas y públicamente demostrables.1 A l mis­ mo tiempo, una de las cualidades esenciales de lo político — que ha moldeado vigorosamente el enfoque de los teóricos^ políticos acerca de su objeto de estudio— es su relación con lo «público». En esto pensaba Cicerón cuando denominó al cuerpo político una res publica, una «cosa pública» o la «propiedad de un pueblo». De todas las instituciones que ejercen autoridad en la sociedad, se ha singularizado el ordenamiento político com o referido exclusivamente a lo que es «com ún» a toda la comunidad. Ciertas funciones — tales como la de­ fensa nacional, el orden interno, la administración de la justicia y la regulación económica— fueron declaradas responsabilidad primordial de las instituciones políticas, basándose fundamentalmente en que los intereses y fines servidos por estas funciones beneficiaban a todos los integrantes de la comunidad. La única institución que rivalizó con la autoridad del orden político fue la Iglesia medieval; pero esto sólo fue posible porque, al asumir las características de un régimen polí­ tico, pasó a ser algo distinto de un cuerpo religioso. La íntima cone­ xión existente entre instituciones pólíticas e intereses públicos ha sido incorporada a la práctica de los filósofos; se ha considerado la filoso­ fía política como, una reflexión sobre cuestiones que preocupan a la comunidadr en su conjunto. Corresponde, en consecuencia, que la indagación de los asuntos pú­ blicos se realice según los cánones de un tipo público de conocimiento. Elegir la otra alternativa, vincular el conocimiento público con modos privados de cognición, sería incongruente y estaría condenado al fra­ caso. El símbolo dramático de la vinculación correcta fue la exigencia de la plebe romana para que las Doce Tablas de la Ley se trasformaran, de un misterio sacerdotal sólo conocible por unos pocos, en una for­ ma pública de conocimiento, accesible a todos.

1 Hay, es cierto, el lamento de Platón sobre la incomunicabilidad de determi­ nadas verdades. Se diga lo que se diga respecto de tales verdades, no se puede decir que posean valor filosófico alguno. L o mismo rige para las supuestas doc­ trinas secretas atribuidas a los antiguos filósofos. Las doctrinas esotéricas pueden ser aceptadas com o una forma de instrucción religiosa, pero no de enseñanza filosófica.

12

II. Forma y sustancia Si pasamos ahora al objeto de la filosofía política, aun el más super­ ficial examen de las obras maestras de la literatura política nos reve­ lará la continua reaparición de ciertos temas problemáticos. Podrían exponerse muchos ejemplos, pero bastará mencionar unos pocos, tales com o las relaciones de poder entre gobernantes y gobernados, la ín­ dole de la autoridad, los problemas planteados por el conflicto social, la jerarquía de ciertos fines o propósitos como objetivos de la acción política, y el carácter del conocimiento político. Si bien los filósofos políticos no se han interesado en igual medida por todos estos proble­ mas, sé ha establecido, en cuanto a la identidad de los problemas, un consenso que justifica la creencia de que estas preocupaciones han sido permanentes. Y la circunstancia dé que los filósofos hayan diséntido, a menudo violentamente, respecto de las soluciones, no des­ miente que haya un objeto común de estudio. L o que importa es la continuidad de las preocupaciones, no la unanimidad de las respuestas. El acuerdo en cuanto al objeto de estudio presupone, a su vez, que aquellos a quienes les interesa ampliar el saber dentro de un campo determinado coinciden en cuanto a lo que es pertinente para dicho objeto y lo que debe excluirse. Con respecto a la filosofía política, esto significa que el filósofo debe tener en claro qué es político y qué no lo es. Aristóteles, por ejemplo, aducía al comienzo de su Política *** que no se debía confundir el papel del estadista ( politikós) con el del propietario de esclavos o el del jefe de familia; , el primero era específicamente político; los otros, no. La distinción establecida por Aristóteles sigue teniendo vital importancia, y las dificultades que presenta formarse una idea clara de lo que es político constituye el tema básico de este libro. Aristóteles aludía a los problemas que ex­ perimenta el filósofo político cuando intenta circunscribir un objeto de estudio que, en realidad, no puede ser circunscrito. Esta dificultad obedece a dos razones principales. En primer lugar, una institución política, por ejemplo, se halla expuesta a influencias de tipo no polí­ tico, de modo qúe explicar dónde comienza lo político y dónde termina lo no-políticó pasa a ser un problema desconcertante. En segundo lugar, hay una difundida tendencia a utilizar, cuando describimos fe­ nómenos no políticos, las mismas palabras y conceptos que cuando hablamos de asuntos políticos. En contraste con los tecnicismos de la matemática y las ciencias naturales, frases como «la autoridad del padre», «la autoridad de la Iglesia» o «la autoridad del Parlamento» evidencian usos paralelos en las discusiones sociales y políticas. Esto plantea uno de los problemas básicos que enfrenta el filósofo político cuando intenta establecer la especialidad de su objeto de es­ tudio: ¿Qué es político? ¿Qué distingue, por ejemplo, la autoridad política de otras formas de autoridad, o la participación en una so­ ciedad política de la participación en otros tipos de asociaciones? Pro­ curando dar respuesta a estas cuestiones, generaciones de filósofos han & Agregamos este signo cuando se cita por primera vez, en el texto o en las notas de cada capítulo, una obra que tiene versión castellana. La nómina com­ pleta se encontrará en la Bibliografía en castellano al final del volumen.

13

contribuido a gestar una concepción de la filosofía política com o forma permanente de discurso acerca de lo que es político, y a describir al filósofo político com o alguien que filosofa acerca de lo político. ¿De qué manera lo han hecho? ¿Cóm o han llegado a escoger determinadas acciones e interacciones, instituciones y valores humanos, y a llamar­ los «políticos»? ¿Cuál es el rasgo común específico de ciertos tipos de situaciones y actividades *— v. gr., votar y legislar— que permite de­ nominarlas «políticas»? O bien, ¿qué condiciones debe satisfacer de­ terminada acción o situación, para que se la llame política? En cierto sentido, el proceso de definir el ámbito de lo político no ha diferido mucho del que ha tenido lugar en otros campos de inda­ gación. Nadie sostendría con seriedad, por ejemplo, que los campos de la física o la química han existido siempre en una forma evidente por sí misma y bien determinada, esperando únicamente que Galileo o Lavoisier los descubrieran. Si aceptamos que un campo de indaga­ ción es, en importante medida, producto de una definición, el campo de la política puede ser considerado como un ámbito cuyos límites han sido establecidos a lo largo de siglos de discusión política. Así como los perfiles de otros campos se han modificado, también los límites de lo político han sido cambiantes, abarcando a veces más, a veces menos, de la vida y el pensamiento humanos. La era de totalitarismo genera el lamento de que «esta es una era política. Vivimos pensando en la guerra, el fascismo, los campos de concentración, las cachiporras, las bombas atómicas . . .». En épocas más serenas, lo político es menos ubicuo. Según Santo Tomás de Aquino, «el hombre no está formado para la hermandad política en su totalidad, ni en todo lo que po­ see . . .».2 Quisiera insistir, sin embargo, en que el campo de la polí­ tica es y ha sido, en un sentido decisivo y radical, un producto de la creación humana. Ni la designación de ciertas actividades y ordena­ mientos como políticos, ni nuestra manera característica de pensar en ellos, ni los conceptos con que comunicamos nuestras observaciones y reacciones, se hallan inscritos en la naturaleza de las cosas, sino que son el legado de la actividad histórica de los filósofos políticos. Con estos comentarios no me propongo sugerir que el filósofo polí­ tico se haya sentido en libertad de llamar «político» a lo que quisiera, ni que — com o el poeta de lord Kames— se haya ocupado de «fabri­ car imágenes sin base alguna en la realidad». Tampoco me propongo insinuar que los fenómenos que designamos como políticos sean, en un sentido literal, «creados» por el teórico. Se admite sin discusión que las prácticas establecidas y los ordenamientos institucionales han proporcionado a los autores políticos sus datos básicos; a esto me re­ feriré enseguida. También es cierto que muchos de los temas aborda­ dos por un teórico deben su inclusión al simple hecho de que, en las convenciones lingüísticas existentes, se alude a tales temas como políticos. Por otro lado, también es verdad que las ideas y categorías que empleamos en el análisis político no son del mismo orden que los «hechos» institucionales, ni están «contenidos» en los hechos, por así decir, sino que representan un elemento agregado, algo creado por el teórico político. Conceptos com o «poder», «autoridad», «consenso» 2 G . Orw ell, England, your England, Londres^ Secker & Warburg, 1954, pág. 17. T. de Aquino, Surnrna Theologiae, *** la, Ilae, Q . 21, art. 4, ad 3.

14

y demás no son «cosas» reales, aunque estén destinados a señalar al­ gún aspecto importante relativo a las cosas políticas. Tienen como función volver significativos los hechos políticos, ya sea con fines de análisis, crítica o justificación, o una combinación de estos fines. Cuan­ do los conceptos políticos se exponen en un enunciado com o el si­ guiente: «N o son los derechos y privilegios de que goza un hombre los que hacen de él un ciudadano, sino la mutua obligación entre súb­ dito y soberano», la validez de dicho enunciado no puede establecerse remitiéndose a los datos de la vida política. Este sería un procedi­ miento circular, ya que la forma del enunciado determinaría inevi­ tablemente la interpretación de los hechos. Dicho de otra manera: la teoría política no se interesa tanto en las prácticas políticas o su fun­ cionamiento como en sus significados. Así, en el enunciado de Bodin que se acaba de trascribir, el hecho de que, por motivos legales o por la práctica, el integrante de una sociedad tuviera ciertas obligaciones hacia su soberano, y viceversa, no era tan decisivo como que estos deberes pudieran ser comprendidos de un m odo tal que sugiriera algo importante acerca de la pertenencia a la sociedad y — en las fases posteriores de la argumentación de Bodin— acerca de la autoridad del soberano y sus condiciones. En otras palabras, el concepto de per­ tenencia a la sociedad permitió a Bodin extraer consecuencias e inferir interconexiones entre ciertas prácticas o instituciones que no eran evidentes sobre la base de los hechos mismos. Cuando el significado de tales conceptos se torna más o menos estable, ellos actúan como «señales indicadoras» que llevan a buscar o tener en cuenta determi­ nados factores cuando procuramos comprender una situación política o emitir un juicio acerca de ella. De este modo, los conceptos y cate­ gorías que constituyen nuestra comprensión política nos ayudan a de­ ducir conexiones entre los fenómenos políticos; introducen algún or­ den en lo que podría parecer, de lo contrario, un caos irremediable de actividades; median entre nosotros y el mundo político que pro curamos hacer inteligible; crean una zona de conocimiento determina­ do y con ello nos ayudan a separar los fenómenos pertinentes de los que no lo son.

III. Pensamiento político e instituciones políticas En su intento de dar significado a los fenómenos políticos, el filósofo Se ve respaldado y restringido al mismo tiempo por la circunstancia de que las sociedades poseen cierto orden, cierto grado de ordena­ miento, que existe al margen de que los filósofos filosofen o no. En otras palabras: los límites y la esencia del objeto de estudio de la fi­ losofía política están determinados, en gran medida, por las prácticas de las sociedades existentes. Entendemos por «prácticas» los procesos institucionalizados y procedimientos establecidos que se emplean ha­ bitualmente para resolver asuntos públicos. Lo importante para la teoría política es que estas prácticas institucionalizadas cumplen una función fundamental en cuanto a ordenar y dirigir la conducta huma­ na y determinar el carácter de los sucesos. El papel organizador de las

15

instituciones y las prácticas habituales crea una «naturaleza» o ám­ bito de fenómenos que es análoga, en general, a la naturaleza que debe abordar el especialista en ciencias naturales. Tal vez pueda esclarecer el significado de la «naturaleza política» describiendo parcialmente la función de las instituciones. El sistema de instituciones políticas de una sociedad dada represen­ ta un ordenamiento de poder y autoridad. En algún punto del sistema, se reconoce que ciertas instituciones poseen autoridad para tomar decisiones aplicables a toda la comunidad. Como es natural, el ejer­ cicio de esta función atrae la atención de grupos e individuos que intuyen que las decisiones adoptadas influirán en sus intereses y ob­ jetivos. Cuando esta toma de conciencia cobra la forma de una acción dirigida hacia las instituciones políticas, las actividades pasan a ser «políticas» y a integrar la naturaleza política. La iniciativa puede par­ tir de las instituciones mismas, o de los hombres que las manejan. Una decisión pública — encaminada, por ejemplo, a controlar la fabri­ cación de tejidos o a prohibir la difusión de ciertas doctrinas— tiene el efecto de conectar estas actividades con el orden político y conver­ tirlas, al menos en parte, en fenómenos políticos. Aunque podrían darse múltiples ejemplos acerca del modo en que las actividades hu­ manas se vuelven «políticas», lo principal es la función «relacionante» que cumplen las instituciones políticas. Por medio de las decisiones que adoptan y ponen en práctica los funcionarios públicos, se reúnen actividades dispersas, se las dota de una coherencia nueva y se mol­ dea su curso futuro de acuerdo con criterios «públicos». De este modo, las instituciones políticas agregan otras dimensiones a la naturaleza política. Sirven para definir, por así decirlo, el «espacio político» o lugar donde se relacionan las fuerzas tensionales de la sociedad, como en un tribunal, una legislatura, una audiencia administrativa o el con­ greso de un partido político. También sirven para definir el «tiempo político», o período dentro del cual tienen lugar la decisión, la reso­ lución o el acuerdo. Los ordenamientos políticos proporcionan así un marco dentro del cual se vinculan espacial y temporalmente las acti­ vidades de individuos y grupos. Examínese, por ejemplo, el funcio­ namiento de un sistema nacional de seguridad social. Un agente fiscal cobra réditos provenientes de las ganancias obtenidas el año anterior por una compañía; con esos réditos, a su vez, podría establecerse un sistema de seguridad social o de pensiones que beneficiaría a trabajado­ res que no tienen otra vinculación con dicha compañía. Es posible, sin embargo, que el trabajador no reciba de hecho tales beneficios has­ ta un cuarto de siglo más tarde. Tenemos aquí, en la forma de un agente de réditos, una institución política gracias a cuyo funciona­ miento una serie de actividades, que de otro modo estarían desvincu­ ladas entre sí, quedan integradas, y se les imparte un significado a lo largo del tiempo.3 Ha dicho un filósofo contemporáneo que, por medio de los conceptos y símbolos que utiliza nuestro pensamiento, procuramos que un «or­ den temporal de palabras» represente a «un orden relacional de co­ 3 Es importante cuidarse de la idea de que las instituciones representan un agente impersonal, más elevado. Una institución es un grupo determinado de personas que llevan a cabo ciertas funciones dentro de un esquema organizacional.

sas».4 Aplicando esto mismo a ios asuntos políticos, podemos decir que las instituciones políticas proporcionan las relaciones internas entre las «cosas» o fenómenos de naturaleza política, y que la filosofía política trata de formular enunciados significativos respecto de esas «cosas». En otras palabras: las instituciones dan coherencia previa a los fenómenos políticos; de ahí que, cuando el filósofo político re­ flexiona acerca de la sociedad, no se encuentra ante un torbellino de sucesos o actividades inconexos que se precipitan a través de un vacío democriteano, sino ante fenómenos ya dotados de coherencia e interre­ laciones.

IV. La filosofía política y la índole de lo político A l mismo tiempo, sin embargo, casi todos los grandes enunciados de lá filosofía política han sido propuestos en épocas de crisis, o sea, cuando los fenómenos políticos son integrados por las formas insti­ tucionales con menos eficacia que antes. El colapso institucional pone en libertad, por así decir, fenómenos que hacen que los comportamien­ tos y acontecimientos políticos tomen uñ carácter algo aleatorio, y destruyen los significados habituales que habían formado parte del antiguo mundo político. Desde la época en que el pensamiento grie­ go quedó fascinado por las inestabilidades que afectan la vida política, los filósofos políticos occidentales se han preocupado por el vacío que se produce cuando la red de las relaciones políticas se ha disuelto y los vínculos de lealtad se han cortado. Se hallan indicios de esta preo­ cupación en las interminables exposiciones de escritores griegos y romanos acerca de los ciclos rítmicos que estaban destinadas a seguir las formas gubernamentales; en las sutiles distinciones establecidas por Maquiavelo entre las contingencias políticas que el hombre podía dominar y las que lo dejaban impotente; en el concepto, elaborado en el siglo xvi^, de uñ «estado natural» com o condición que carece de las relaciones establecidas y formas institucionales características de un sistema político en ¡funcionamiento; y en el vigoroso intento de Hobbes por fundar una ciencia política que permitiera a los hombres crear, de una vez por todas, una comunidad perdurable capaz de sopor­ tar las vicisitudes de la política. Aunque la tarea de la filosofía política se complica sobremanera en un período de desintegración, las teorías de Platón, Maquiavelo y Hobbes, por ejemplo, evidencian una rela­ ción de «desafío y respuesta» entre el desorden del mundo y el pa­ pel del filósofo político como encargado de encuadrar ese desorden. La gama de posibilidades parece infinita, ya que ahora el filósofo político no se limita a criticar e interpretar; debe reconstruir un desar­ ticulado mundo de significados, y sus expresiones institucionales con­ comitantes; debe, en suma, modelar Un cosmos político a partir del caos político. Aunque las condiciones de extrema desorganización política hacen más urgente aun la búsqueda de orden, también el teórico político que es­ 4 S. Langer, Philosophy in a netv key, *** Nueva Y ork: M entor, 1952, págs. 58-59.

17

cribe para tiempos menos heroicos ha clasificado el orden como un problema fundamental de su objeto de estudio. Ningún teórico políti­ co abogó jamás por una sociedad desordenada, y ningún teórico polí­ tico ha propuesto jamás la revolución permanente como modo de vida. En su sentido más elemental, el orden ha implicado una situación de paz y seguridad que hace posible la vida civilizada. La avasallante preocupación de San Agustín por el destino trascendente del hombre no lo cegó ante el hecho de que prepararse para la salvación presupo­ nía un marco terrenal, dentro del cual las exigencias básicas de paz y seguridad eran satisfechas mediante el orden político; advertir esto lo llevó a admitir que incluso un sistema político pagano tenía cierto valor. La preocupación por el orden ha dejado señales en el vocabu­ lario del teórico político. En los escritos de todo teórico importante se encuentran palabras como «paz», «estabilidad», «armonía» y «equi­ librio». De modo similar, toda investigación política se dirige, en al­ guna medida, hacia los factores que favorecen o contrarían el mante­ nimiento del orden. El filósofo político pregunta: ¿Qué función cum­ plen el poder y la autoridad para defender la base de la vida social? ¿Qué exige el mantenimiento del orden a los integrantes de la so­ ciedad, en cuanto a un código de civilidad? ¿Qué tipo de conocimien­ to necesitan gobernante y gobernados para que se mantenga la paz y la estabilidad? ¿Cuáles son las fuentes de desorden y cómo pueden ser controladas? Al mismo tiempo, con importantes excepciones, la mayoría de los escritores políticos han aceptado, en alguna forma, el aforismo aristo­ télico de que los hombres que viven una vida en asociación desean, no solo vivir, sino alcanzar una buena vida; es decir que los hombres tienen aspiraciones que trascienden la satisfacción de ciertas necesi­ dades elementales, casi biológicas, como la paz interna, la defensa contra enemigos externos y la protección de su vida y posesiones. Tal como lo definió San Agustín, el orden contenía una jerarquía de bie­ nes que ascendía desde la mera protección de la vida hasta el tipo de vida más elevado. A través de la historia de la filosofía política, han existido opiniones diversas referentes a lo que debía ser incluido dentro del concepto de orden, desde la idea griega de la autorrealización individual, pasando por la concepción cristiana del orden político como una especie de praeparatio evangélica, hasta el enfoque liberal moderno según el cual el orden político tiene escasa relación con las psiques o las almas. Cualquiera que sea el énfasis específico, la preo­ cupación por el orden ha conducido al teórico político a examinar los tipos de fines y propósitos adecuados para una sociedad política. Esto nos lleva hasta el segundo aspecto general del objeto de estudio: ¿Qué clases de cosas resultan adecuadas para una sociedad política, y por qué motivo lo son? Al examinar, ant.es, la filosofía política y su relación con la sociedad, aludimos muy brevemente a la idea de que la filosofía política se refería a asuntos públicos. Quisiera señalar aquí que las palabras «pú­ blico», «com ún» y «general» tienen una prolongada tradición de uso que las ha hecho sinónimas de lo político. Por esta razón, sirven como indicios importantes para el objeto de estudio de la filosofía política. Desde sus comienzos en Grecia, la tradición política occidental ha con­

18

siderado el orden político como un orden común, creado para resolver las cuestiones en que todos los integrantes de la sociedad tienen algún interés. El concepto de un orden que era político y común al mismo tiempo, fue expuesto con ¡suma elocuencia en el diálogo Protagoras/* de Platón. En este se relataba que los dioses proporcionaron a los hombres las artes y talentos necesarios para sobrevivir físicamente; sin embargo, cuando los hombres fundaron ciudades, estallaron continuos conflictos y violencias, que amenazaron retrotraer la humanidad a una condición brutal y salvaje. Protagoras describía luego cómo los dioses, temiendo que los hombres se destruyeran, decidieron suministrar justi­ cia y virtud: «Temeroso de que toda la raza fuera exterminada, Zeus envió a Her­ mes, portador de reverencia y justicia para que fueran principios or­ denadores de las ciudades y vínculos de amistad y conciliación. H eimes preguntó a Zeus cómo impartir justicia y reverencia a los hom­ bres: ¿Debía distribuirlas como están distribuidas las artes, vale decir, solo a unos pocos favorecidos/[o] ( . . . ) a todos? “ A todos — contes­ tó Zeus— ; quisiera que todos tengan una parte; porque las ciudades no pueden existir si solamente unos pocos disfrutan de las virtudes, como de las artes . . .” » .5 El «carácter com ún» del orden político se ha reflejado tanto en la gama de temas que los teóricos políticos juzgaron adecuados a su mate­ ria, como en el modo en que tales temas han sido tratados en la teoría política. Está presente en la creencia básica de los teóricos: el poder político se ocupa de los intereses generales compartidos por todos los integrantes de la comunidad; la autoridad política se diferencia de otras formas de autoridad en que habla en nombre de una sociedad considerada en sus características comunes; la pertenencia a una so­ ciedad política simboliza una vida de experiencias comunes; y el orden presidido por la autoridad política debería extenderse a lo largo y a lo ancho de la sociedad en su conjunto. El gran problema que plantean estos y otros temas proviene de que los objetos y actividades que tra­ tan no están aislados. El integrante de la sociedad puede compartir algunos intereses con sus semejantes, pero otros intereses pueden ser peculiares a él o a algún grupo al cual pertenece; de modo similar, la autoridad política no solo es una entre varias autoridades de la so­ ciedad, sino que, en ciertos aspectos, se encuentra compitiendo con ellas. La inserción de lo político en una situación de factores que se entre­ cruzan sugiere que la tarea de definirlo es continua. Esto se hace más evidente si pasamos a considerar otro aspecto de este objeto de estu­ dio: el de la actividad política. Para los fines de este trabajo, inter­ preto que «actividad política» incluye lo siguiente: a) una forma de actividad centrada alrededor de la búsqueda de ventajas competitivas 5 Protagoras, *** trad. al inglés por Jowett, 321-25. La cuestión referente a si el m ito de Protágoras representa los pensamientos del propio Platón es abordada por R. B. Levinson en In defense of Plato, Cambridge: Harvard University Press, 1953, págs. 293-94; W . K. C. Guthrie, In the beginning, Londres: Methuen, 1957, pág. 84 y sigs.

19

entre grupos, individuos o sociedades; b ) una forma de actividad con­ dicionada por el hecho de tener lugar dentro de una situación de cam­ bio y relativa escasez; c) una forma de actividad en la cual la prose­ cución de beneficios produce consecuencias de tal magnitud que afec­ tan de m odo significativo a la sociedad en su conjunto o a una parte sustancial de ella. En el trascurso de la mayor parte de los últimos dos mil quinientos años, las comunidades occidentales han tenido que sobrellevar drásticos ajústes frente a cambios inducidos tanto desde adentro com o desde afuera. Como un reflejo de este fenómeno, la política ha llegado a ser una actividad expresiva de la necesidad de reajuste constante por parte de la ■sociedad. El cambio tiene como efecto no solo alterar las posiciones relativas de los grupos sociales, sino también modificar los objetivos por los cuales compiten indivi­ duos y grupos. De este modo, la expansión territorial de una sociedad puede abrir nuevas fuentes de riqueza y poder, que alterarán las posi­ ciones competitivas de diversos grupos nacionales; un cambio en el modo de producción económica puede originar la redistribución de la riqueza y la influencia, de tal manera que provoque protesta v agitación de parte de aquellos cuyo status ha sido afectado de modo adverso por el nuevo orden; un gran aumento de la población con introducción de nuevos elementos raciales, como el que tuvo lugar en Roma, puede ocasionar exigencias de ampliación de los derechos políticos, ofrecien­ do mediante esta exigencia un elemento que invita a la manipulación política; o puede aparecer un profeta religioso proclamando una nueva fe y reclamando que sean extirpados los antiguos ritos y creencias que el tiempo y la costumbre habían entretejido en la trama de expec­ tativas. Desde cierto ángulo, las actividades políticas son una res­ puesta a cambios fundamentales que tienen lugar en la sociedad. Des­ de otro punto de vista, estas actividades provocan conflicto por que representan líneas de acción que sé cortan, mediante las cuales indi­ viduos y grupos tratan de estabilizar una situación de modo afín a sus aspiraciones y necesidades. De esta forma, la política es tanto una fuente de Conflicto com o un modo de actividad que busca resolver con­ flictos y promover reajustes. Podemos resumir este análisis diciendo que el objeto de la filosofía política ha consistido, en gran medida, en la tentativa de hacer com­ patible la política con las exigencias del orden. La historia de la filosofía política ha sido un diálogo sobre este tema; la perspectiva del filósofo ha sido a veces la de un orden exento de política, y ha producido una filosofía política de la cual fueron eliminadas la acti­ vidad política y gran parte de aquello a lo que alude el término «política»; otras veces, ha dejado a la actividad política un margen tan amplio que parece haber descuidado la preservación del orden.

V. El vocabulario de la filosofía política Una característica importante de un conjunto de conocimientos reside en que es trasmitido mediante un lenguaje bastante especializado. Con esto queremos decir qúe las palabras son utilizadas en ciertos sentidos

20

especiales, y que ciertos conceptos y categorías son considerados fun­ damentales para una comprensión del tema. Este aspecto de un con­ junto de conocimientos es su lenguaje o vocabulario. En gran medida, cualquier lenguaje especializado representa una creación artificial, ya que se lo construye deliberadamente de modo que exprese significa­ dos y definiciones del modo más preciso posible. Los matemáticos, por ejemplo, han elaborado un complejísimo sistema de signos y sím­ bolos, agí com o un conjunto aceptado de convenciones que rigen su manipulación; también los físicos emplean una cantidad de definicio­ nes especiales destinadas a permitir la explicación y la predicción. Por su parte, el lenguaje del teórico político tiene sus propias peculiarida­ des. Algunas de estas han sido señaladas por críticos que se quejaron de la Vaguedad de los conceptos políticos tradicionales, comparados con la precisión que caracteriza al discurso científico, o que establecie­ ron paralelos igualmente desfavorables entre la baja capacidad predictiya de las teorías políticas y el gran éxito de las teorías científicas a este respecto. N o queremos agregar una contribución más a la aburrida controversia acerca de si la ciencia política es o puede ser una verdadera ciencia, pero tal vez evitemos algunos errores de concepción si exponemos brevemente lo que los teóricos políticos han procurado expresar me­ diante su vocabulario especializado. Podríamos empezar por trascribir unos pocos enunciados característicos, seleccionados entre algunos fi­ lósofos políticos: «Para el hombre, la seguridad es imposible si no va unida al poder» (M aquiavelo). «N o puede haber verdadera Lealtad, y quedarán simientes perpetuas de Resistencia, contra un poder construido sobre un cimiento tan antinatural como el miedo y el terror» (H alifax). «E n cuanto el hombre ingresa en un estado de sociedad, se libra del sentimiento de su debilidad; cesa la igualdad y entonces comienza el estado de guerrá» (M ontesquieu). Aceptemos que el lengiiaje y conceptos contenidos en los enunciados antedichos son tan vagos que desafían la rigurosa verificación pres­ crita por los experimentos científicos. En sentido estricto, conceptos como «estado natural» o «sociedad civil» ni siquiera pueden ser so­ metidos a observación. Sin embargo, sería erróneo concluir que estos y otros conceptos de la teoría política són empleados deliberadamente para evitar la descripción del mundo de la experiencia política. La frase citadá de Maquiavelo alude a la circunstancia de que la vida y las posesiones tienden a volverse inseguras cuando quienes gobiernan la sociedad no pueden imponer la ley y el orden. Por otro lado, «seguri­ dad» es algo así com o una abreviatura que expresa el hecho de que la mayoría de los hombres prefieren una situación que garantice sus expectativas con respecto a su vida y propiedad. Tomada en conjunto, la frase de Maquiavelo expresa una generalización que consta de dos conceptos claves: poder y seguridad. Ambos «contienen», por así decirlo,. una comprensión de sentido común de sus consecuencias prácticas. La seguridad implica así ciertas actividades, a saber, que los

21

integrantes de la sociedad pueden utilizar sus posesiones y gozar de ellas con pleno conocimiento de que no les serán arrebatadas por la fuerza. De m odo similar, el ejercicio del poder efectivo será acompa­ ñado por ciertas acciones usuales, tales como promulgar leyes, casti­ gos, etc. En cambio, no resulta tan evidente para el sentido común la conexión entre poder y seguridad, y esto es lo que procura establecer el teórico político. El uso de conceptos y un lenguaje especiales le per­ miten reunir una varieclad de experiencias y prácticas comunes, tale¿ como las vinculadas co n ‘ el goce de la seguridad y el ejercicio del po­ der, y mostrar sus interconexiones. Aunque estas generalizaciones pueden expresar cosas importantes, no permiten predicciones exactas, como una ley de la física. Los concep­ tos son demasiado generales como para lograr esto, y la evidencia se­ ría harto endeble para respaldar cualquiera de las afirmaciones antes transcritas. Esto no quiere decir que sea imposible formular, con res­ pecto a la actividad política, proposiciones rigurosas, pasibles de ser sometidas a una verificación empírica. Se sugiere únicamente que es­ tos enunciados no son del tipo de los que han ocupado tradicionalmen­ te la atención de los teóricos políticos. Por consiguiente, en lugar de criticar a los teóricos por la mala ejecución de una empresa que nunca abordaron, sería más útil indagar si el teórico político intentaba algo similar a la predicción, pero menos riguroso. Y o sugeriría, en primer lugar, que en vez de predecir los teóricos se han ocupado de prevenir. Maquiavelo advierte que habrá inseguridad en ausencia de una auto­ ridad gobernante efectiva; Halifax, que una autoridad que se apoya demasiado en el temor provocará a la postre residencia. Aunque cada una de estas admoniciones presenta cierta similitud con una predic­ ción, difiere de ella en dos importantes aspectos. En primer lugar, una prevención sugiere una consecuencia desagradable o indeseable, en tanto que una predicción científicá es neutral. En segundo lugar, una prevención es habitualmente hecha por una persona que siente cierta relación con el grupo o las personas a quienes se previene; en resu­ men, una prevención expresa un compromiso que está ausente en las predicciones. En concordancia con esta función de prevenir, el len­ guaje de la teoría política contiene muchos conceptos destinados a ex­ presar señales de prevención: algunos de esos conceptos son los de desorden, revolución, conflicto e inestabilidad. Sin embargo, la teoría política no solo ha implicado el pronóstico de desastres. Se ocupa también de las posibilidades; procura enunciar las condiciones necesarias o suficientes para lograr fines a los cuales, por una u otra razón, se considera buenos o deseables. De tal modo, el enunciado de Maquiavelo contenía tanto una prevención como una posibilidad: el poder era la condición para lograr seguridad, pero un poder ineficaz abriría el camino a la inseguridad. Una objeción obvia para la línea de argumentación antedicha es que coloca al teórico político en situación de poder adelantar proposicio­ nes y emplear conceptos que no pueden ser juzgados como ciertos o falsos mediante un canon empírico riguroso. Esta objeción es aceptada sin discusiones, en cuanto corresponde a muchos de los enunciados y conceptos contenidos en la mayor parte de las teorías políticas. Sin embargo, no es una objeción concluyente, pues presupone que una

22

verificación empírica proporciona el único método que permite deter­ minar si un enunciado es significativo o no. En vez de demorarse en torno de las deficiencias científicas de las teorías políticas, acaso sea más fructífero considerar a la teoría política como perteneciente a una forma diferente de discurso. Siguiendo esta sugerencia, podemos adop­ tar, para nuestros fines, una propuesta formulada por Carnap.6 Este ha sugerido el término «explicación» para abarcar ciertas expresiones, empleadas tanto en el habla cotidiana como en la discusión científica. La explicación emplea significados menos precisos que los idealmente adecuados para una discusión rigurosa, pero prácticos, y que, una vez redefinidos y precisados, pueden prestar servicios muy útiles en una teoría. Ejemplos de tales palabras serían «ley», «causa» y «verdad». En la medida en que se las formula como propuestas, estas palabras no pueden ser definidas como verdaderas o falsas. El lenguaje de la teoría política abunda en conceptos que son empleados para explicar ciertos problemas. Con frecuencia se trata de palabras similares a las del uso común, pero redefinidas y retocadas para hacerlas más útiles. La palabra empleada por el teórico puede ser guiada por el uso común, pero no se halla necesariamente limitada por el significado común. Por ejemplo, la definición de Aristóteles acerca de un buen ciudadano co­ mo alguien que poseía tanto el conocimiento com o la capacidad para gobernar y ser gobernado, contenía mucho que era familiar para los atenienses. A l mismo tiempo, las cuestiones que Aristóteles intentaba esclarecer le exigieron remodelar o reconstruir los significados acepta­ dos. Este mismo procedimiento ha sido seguido para formar otros conceptos claves en el lenguaje de la teoría política; conceptos como «autoridad», «obligación» y «justicia» conservan cierto contacto con los significados y experiencia comunes, pero han sido remodelados pa­ ra satisfacer las exigencias del discurso sistemático. Nos hemos detenido en destacar esta cuestión con el fin de poner de relieve los nexos entre los conceptos de la teoría política y la experien­ cia política. Ellos sugieren que una teoría política no es una construc­ ción arbitraria, porque sus conceptos se vinculan con la experiencia en diversos puntos. Una teoría sistemática como la formulada por Hobbes consiste en una red de conceptos interrelacionados y coheren­ tes (idealmente); ningún concepto es idéntico a la experiencia, peto ninguno está del todo separado de ella. Quizá se comprenda mejor todo el procedimiento si introducimos una explicación genética. La teoría política no constituye excepción alguna al principio general de que, en las etapas iniciales de su evolución, casi todos los vocabularios especiales dependen del vocabulario del lenguaje cotidiano para ex­ presar sus significados. Por ejemplo, los conceptos del pensamiento griego primitivo podían ser comprendidos remitiéndose al uso común, y apenas lo sobrepasaban. Con la sistematización del pensamiento po­ lítico, tal como la ejemplifican Platón y Aristóteles, el lenguaje de la teoría política pasó a ser más especializado y abstracto. El lenguaje coloquial cotidiano fue modificado y redefinido de modo que el teó­ 6 R. Carnap, The logical foundations of probabilityf Chicago: University o f Chica­ go Press, 1950, cap. I, y la exposición de C. G . H empel, «Fundamentáis of concept formation in empirical Science», International Encyclopedia o f Unifted Science, vol. 2, n* 7, 1952, pág. 6 y sigs.

23

rico pudiera enunciar sus ideas con una precisión, coherencia y exten­ sión que el uso habitual no le permitía alcanzar. Sin embargó, persis­ tía el vínculo que conectaba el concepto perfeccionado y los antiguos usos. Se ha hecho notar con frecuencia que el concepto de justicia ( dik e) experimentó una prolongada evolución antes de convertirse en concepto político. En la época de Homero, trasmitía diversos signifi­ cados, tales como «mostrar», «señalar» o indicar «de qué manera ocu­ rren normalmente las cosas». En Los trabajos y los días,*** ’ Hesíodo lo adopta para usos políticos. Este previno contra el príncipe que im­ partía dike «deformada», y recordaba a los hombres que ellos dife­ rían de los animales, que ignoraban las reglas de la dike.1 En las filo­ sofías de Platón y Aristóteles, el concepto de justicia era formulado de m odo más abstracto, y no se podía decir que se identificara con los significados habituales. Sin embargo, vale la pena hacer notar que en La República,*** de Platón, se iniciaba el examen de la justicia hacien­ do que varios oradores propusieran nociones habituales de justicia. Aunque algunas de estas eran descartadas, otras eran consideradas in­ suficientes, lo cual equivale a decir que se las incorporaba, en forma modificada, a la definición más global y abstracta de justicia que rela­ cionamos con eL diálogo. De este modo, Platón construía un concepto de justicia vinculado, en muchos aspectos, con una tradición del uso común. Aunque el vocabulario del teórico político lleva consigo rastros de lenguaje y experiencia cotidianos, es en gran medida el producto de los esfuerzos creadores del teórico. Esta estructura de significados contiene no solamente conceptos políticos — como ley, autoridad y orden— sino también una sutil fusión de ideas filosóficas y políticas, una metafísica oculta o latente. Toda teoría política que ha procurado alcanzar, en alguna medida, un carácter global, ha adoptado alguna for­ mulación implícita o explícita acerca de los conceptos de «tiem po», «espacio», «realidad» o «energía». Aunque estas son, en su mayoría, categorías tradicionales de los metafísicos, el teórico político no enun­ cia sus proposiciones ni formula sus conceptos de igual manera que el metafísico. La preocupación del teórico no ha sido el espacio y el tiempo como categorías que hacen referencia al mundo de los fenó­ menos naturales, sino al mundo de los fenómenos políticos; vale de­ cir, al mundo de la naturaleza política. Si hubiera querido ser preciso y explícito en estos aspectos, se habría referido al espacio «político», al tiempo «político», etc. Es cierto que pocos o ningún autor ha em­ pleado esta forma de terminología. En cambio, el teórico político ha utilizado sinónimos; en vez de espacio político quizás haya escrito acerca de la ciudad, el Estado o la nación; en lugar de tiempo, puede haberse referido a la historia o a la tradición; en lugar de energía, pue­ de haber hablado de poder. El conjunto de estas categorías puede ser denominado metafísica política.7 8 7 H esíodo, Works and daysy *** vs. 263-65, 275-85. Véase también J. Myres, The political ideas of the Greeks, Nueva Y ork: Abingdon Press, 1927, pág. 167 y sigs., y los dos excelentes estudios de G . Vlastos, «Solonian justice», Classical Philology, vol. 41, 1946, págs. 65-83, y «Equality and justice in early Greek cosm ology», ibid.y vol. 42, 1947, págs. 156-78. 8 La expresión «metafísica política» es utilizada por primera vez en un sentido

24

Las categorías metafísicas que se hallan en la teoría política pue­ den ser explicadas mediante la noción de espacio político. Se podría co­ menzar señalando cómo esto se originó en el mundo antiguo, en la evo­ lución de la conciencia nacional. La idea hebraica de un pueblo separa­ do, la distinción griega entre helenos y bárbaros, el orgullo romano por la romanitaSy la noción medieval de cristiandad: todo esto contribuyó a profundizar el sentido de identidad distintiva, que luego se vincu­ laba con una zona geográfica determinada y una cultura particular. Pero el concepto de espacio político se basaba en algo más que la dis­ tinción entre el «m edio interno» de un contexto específico y diferen­ ciado de acciones y sucesos, y un «medio externo» en gran medida desconocido e indiferenciado. También involucraba la cuestión deci­ siva de los ordenamientos destinados a zanjar, los problemas surgidos del hecho de que una gran cantidad de seres humanos, poseedores de una identidad cultural común, ocupaban una misma zona determina­ da. Si suspendiéramos por un momento nuestras, refinadas nociones acerca de una sociedad política, con sus imponentes jerarquías de po­ der, sus ordenamientos institucionales racionalizados y sus canales es­ tablecidos por donde pasa con facilidad la conducta, y pensáramos en estos como elementos que constituyen un área determinada, un «espa­ cio político» donde los planes, ambiciones y acciones de individuos y grupos se ponen en contacto constantemente — chocándose, estorbán­ dose, uniéndose, separándose— podríamos advertir mejor el ingenio­ so papel que cumplen estos ordenamientos en lo que atañe a reducir fricciones. Por diversos medios, una sociedad procura estructurar su espacio: mediante sistemas de derechos y obligaciones, distinciones so­ ciales y de clase, restricciones y prohibiciones legales y extralegales, beneficios y castigos, permisos y tabúes. Estos ordenamientos sirven para señalar a las leyes caminos a lo largo de los cuales pueden desarro­ llarse sin perjuicio — o con provecho— los movimientos humanos. En la mayor parte de las teorías políticas encontramos este sentido del espacio estructurado, que Hobbes ilustró notablemente: «Respecto de lo que se halla sujeto o circunscrito de modo tal que no puede moverse sino dehtro de cierto espacio determinado por la opo­ sición de algún cuerpo externo, decimos que no tiene libertad para ir más allá ( . . . ) En consecuencia, la Libertad de un Súbdito reside únicamente en las cosas que el Soberano ha omitido al regular sus ac­ ciones: por ejemplo, la Libertad de comprar, vender y establecer con­ tratos m u tu os. . ,».9 En un espíritu similar, Locke defendió la utilidad de las restricciones legales: «Difícilmente merece el nombre de limitación lo que solamen­ te nos separa de pantanos y precipicios».10 similar al m ío en P. S. Ballanche, Essai sur les institutions sociales dans leur rapports avec les idées nouvelles, París, 1818, pág. 12. 9 Leviathan, *** I I, xxi, pág. 137, en la edición Oakeshott, O xford: Blackwell. 10 Second treatise of civil government, 57. El mismo argumento, incluida la metáfora de los límites, es adoptado en el influyente libro de A . D . Lindsay, The modern democratic State, Londres: O xford Uñiversity Press, 1943, pág. 208. Véase el reflejo del problema de la estructuración política del espacio en un discurso «del abogado parlamentario del siglo xv ii , Oliver St. John: sin su

25

Como lo inferimos antes, el espacio político pasa a ser un problema cuando no es posible controlar las energías humanas por medio de los ordenamientos existentes. Durante la Reforma y sus secuelas, fueron los aspectos vitales de la religión los que amenazaron los principios estructurales moldeados por las sociedades políticas medievales; en el siglo x v m , fueron las ambiciones del empresario, trabadas por la com­ plicada red del mercantilismo. «N o necesitamos privilegios; solamen­ te exigimos un sendero seguro y abierto».11 Las teorías de los fisió­ cratas, Adam Smith y Bentham, respondieron trazando nuevas vías de acceso y redefiniendo la dimensión espacial. Si se quisiera conti­ nuar con este análisis, se podría explicar cómo cuestionó Malthus la teoría espacial de los economistas liberales al prevenir acerca de las crecientes presiones provenientes del aumento de la población. Tam­ bién se podrían interpretar los grandes movimientos revolucionarios del siglo x ix (v. gr., el· marxismo), como manifiestos desafíos a la estructura espacial creada por la sociedad industrial burguesa, y tam­ bién com o una exigencia para que esta fuera reorganizada. Ó bien una novela — p. ej., D oktor Faustusfi* de Thomas Mann— podría ser tomada como representativa del punto de vista de su generación a principios de este siglo, y su frustrante sensación de ahogo ante las restricciones impuestas por las disposiciones nacionales e internacio­ nales: «Parecía inminente una nueva apertura ( . . . ) Nos colmaba la certeza de que este era el siglo alemán ( . . . ) nos había llegado la hora de poner nuestra marca en el mundo y dirigirlo ( . . . ) ahora, al final de la época burguesa iniciada unos ciento veinte años atrás, el mundo se renovaría bajo nuestro signo . . .».12

VI. Visión e imaginación política Nuestro examen del espacio político nos ofrece un indicio acerca de otro aspecto de la filosofía política. Las diversas concepciones del es­ pacio indican que cada teórico ha visto el problema desde una pers«sistema político y gobierno», Inglaterra n o era «más que un trozó de Tierra, en el cual tantos hombres tienen su Residencia y morada, sin jerarquías ni dis­ tinciones de hombres, sin propiedad salvo en Posesión». Citado en M . Judson, The crisis o f the Constitution, N ew Brunswick y N ew Jersey: Rutgers University Press, 1949, pág. 354. Véase un ejem plo perteneciente al siglo x v i en Edward Dudley: «Esta raíz de concordia no es otra cosa que un buen acuerdo y confor­ midad entre el pueblo o los habitantes de un reino, ciudad, poblado o asociación, y que cada hombre se contente con cumplir su deber en el cargo, lugar o condi­ ción en que se encuentre. Y que no calumnie ni desdeñe a ningún otro». D . M. Brodie, ed., The tree of Commonwealth, Cambridge: Cambridge University Press, 1948, pág. 40. 11 J. Bentham, dtado en L. Robbins, The theory of economic policy in English classical political economy , Londres: Macmillan y St. Martin’s Press, 1952, pág.

12.

12 Dr . Faustus, & trad, al ingles por Η . T . Lowe-Porter, Londres: Seeker & Warburg, 1949, pág. 301.

26

pectiva diferente, desde un ángulo de visión particular.* Esto sugiere que la filosofía política constituye una forma de «v er» los fenómenos políticos, y que el modo de visualizar los fenómenos depende, en gran medida, del lugar donde se «sitúe» el observador. Quiero examinar dos sentidos distintos, pero relacionados, del término «visión»; uno y otro han desempeñado un papel importante en la teoría política. Suele utilizarse este término para referirse a un acto de percepción. Así, decimos que vemos al orador disertando ante una asamblea po­ lítica. En este sentido, la «visión » es un informe descriptivo acerca de un objeto o suceso; pero el término se utiliza también con otra acep­ ción cuando se habla de una visión estética o religiosa. En este se­ gundo significado predomina el elemento imaginativo y no el des­ criptivo. Desde la revolución científica de los siglos x v i y x vii , fue el primer tipo de visión, la «objetiva», destinada a informar de modo desapa­ sionado, la relacionada comúnmente con la observación científica. En la actualidad se admite de manera bastante general que esta concep­ ción de la ciencia es errónea, pues subestima el papel que cumple la imaginación en la construcción de teorías científicas. N o obstante, per­ siste la creencia de que el hombre de ciencia^ se asemeja a un cronista experto, en la medida en que trata de ofrecer una información textual sobre la «realidad» Esta idea se ha expresado en repetidas ocasiones en una crítica a los teóricos políticos. Spinoza, por ejemplo, los acusó de satíricos, diciendo que parten de la premisa de que la «teoría debe estar en desacuerdo con la práctica ( . . . ) Conciben a los hombres, no com o son, sino como ellos quisieran que fuesen». Quizá Spinoza pasó por alto que muchos teóricos políticos han procurado seriamente con­ templar los datos políticos como «realmente» son, pero estaba en lo cierto al decir que el cuadro de la sociedad que ofrecen la mayoría de ellos no es «real» o literal. Ahora bien, la cuestión es la siguiente: ¿Tienen esos cuadros el carácter de las sátiras? ¿Por qué la mayoría de los autores políticos, aun los que se proclamaban científicos, como Comte, se han séntido obligados a trazar un modelo adecuado del or­ den político? ¿Qué esperaban ganar, en lo que atañe a la comprensión teórica, al agregar una dimensión imaginativa a su representación? En resumen, ¿cuál debía ser, según ellos, la función de la teoría po­ lítica? La posibilidad de que los teóricos políticos no hayan advertido que introducían la imaginación o la fantasía en sus teorías es fácilmente descartable. Hay demasiados testimonios de que en este punto pro­ cedían de m odo deliberado.13 En cambio, creían que la fantasía, la * E l concepto de visión} tal com o lo emplea W olin, puede traducirse com o «v i­ sión», «perspectiva» o «ángulo de enfoque»; hemos optado por la forma que más se ajustaba a cada contexto, según los casos. (N . del R. T.) 13 Este elemento imaginativo no es lo mismo que el utopismo, por cuanto es menos un intento de elevarse por sobre las realidades del mom ento que una tentativa de ver las realidades existentes com o posibilidades trasformadas. Esto es evidente, por ejemplo, en Bodin, quien negó todo objetivo utópico; sin em­ bargo, no se puede decir que su propia obra sea una descripción de la Francia del siglo xvi. Fue, en cambio, un intento de proyectar al futuro las tendencias del mom ento: «Apuntam os más alto en nuestro intento de llegar, o, al menos, de acercarnos,

27

exageración, incluso la extravagancia, nos permiten a veces ver cosas que de otro modo no se advierten. En la filosofía política, el elemento imaginativo ha cumplido un papel semejante al que Coleridge atribuía a la imaginación en la poesía: un poder «esemplástico» que «reúne todo en una totalidad armoniosa e inteligente».14 Cuando Hobbes, por ejemplo, describió una multitud de hombres que deliberadamente acep­ taban formar una sociedad política, sabía muy bien que semejante acto jamás había ocurrido «realmente», pero confiaba en que esa des­ cripción imaginaria permitiría a sus lectores visualizar algunos dé los presupuestos básicos sobre los cuales descansa un orden político. Como la mayoría de los filósofos políticos, Hobbes sabía que los enun­ ciados imaginarios no tienen igual jerarquía que las formulaciones ten­ dientes a probar o refutar. La fantasía no prueba ni refuta, sino que procura iluminar, ayudarnos a percibir mejor las cosas políticas. Al mismo tiempo, la mayoría de los pensadores políticos han opinado que la imaginación era un elemento necesario en la teorización, por­ que advirtieron que, para que el intelecto pueda manipular los fenó­ menos políticos, deben ser presentados en lo que cabe denominar «su plenitud mejorada». Los teóricos nos han dado cuadros en miniatura de la vida política, cuadros en los cuales ha sido eliminado cuanto era extraño al propósito del autor. Esto es necesario porque los teóricos políticos, com o los demás seres humanos, están impedidos de «ver» de primera mano todas las cosas políticas. La imposibilidad de una observación directa obliga al teórico a epitomar una sociedad abstra­ yendo ciertos fenómenos y proporcionando interconexiones donde no se las ve. La imaginación es el recurso del teórico para comprender un mundo que jamás puede «conocer» de manera íntima. Si el elemento imaginativo en el pensamiento político no fuera más que un recurso metodológico que permitiese al teórico manejar con más eficacia sus materiales, no justificaría la prolongada atención que le hemos prestado. La imaginación ha abarcado mucho más que la cons­ trucción de modelos. Ha sido el medio para expresar los valores fun­ damentales del teórico; el medio por el cual el teórico político ha procurado trascender la historia. Fue Platón quien más artísticamente desplegó la visión imaginativa a que aquí me refiero. En su descrip­ ción de la comunidad política, guiada por el arte divino del estadista y encaminada hacia la idea del Bien, Platón exhibió una forma de vi­ sión esencialmente arquitectónica. Una visión política arquitectónica es aquella en la cual la imaginación trata de modelar la totalidad de los fenómenos políticos de acuerdo con alguna idea del Bien que está a la verdadera imagen de un gobierno correctamente ordenado. N o es que nos propongamos describir una república puramente ideal e irrealizable, com o la imaginada por Platón, o por Tomás M oro, el canciller de Inglaterra. Nos pro­ ponemos limitarnos, en la medida de lo posible, a las formas políticas que son practicables». (J. Bodin, Six books of the Commonwealth, M . J. Tooley, ed., O xford: Blackwell, s. f., pág. 2.) Sorel presenta uno de los más fructíferos análisis sobre esta cuestión al tratar de distinguir su «m ito» del pensamiento utópico; véase Réflexions sur la vio­ lence, á París: Rivière, 10? ed., 1946, pág. 46 y sigs. 14 Biograpbia litteraria (Everym an), cap. IV , pág. 42; cap. X I I , pág. 139; cap. X I V , págs. 151-52. Véase también la exposición de B. W illey, Nineteenth century studies, Londres: Chatto and W indus, 1949, págs. 10-26.

28

más allá del orden político. A lo largo del pensamiento político occi­ dental, el impulso hacia el ordenamiento total de los fenómenos polí­ ticos ha tomado muchas formas. En el caso de Platón, el impulso ar­ quitectónico asumió una forma esencialmente estética « . . . el verda­ dero legislador, como un arquero* apunta únicamente hacia aquello en lo que siempre está presente alguna belleza eterna. . .».15 A lgo de este mismo carácter reapareció en el sistema finamente cincelado de Santo Tomás, donde se asignaba al orden político un lugar preciso en la encumbrada catedral que era toda la creación. En otros momentos, la visión ordenadora ha sido decididamente religiosa; así ocurrió, por ejemplo, en la Inglaterra del siglo xvii , cuando las sectas milenaristas soñaban con una esplendorosa Nueva Jerusalén que reemplazara al orden entonces vigente, irremisiblemente corrupto. La visión puede originarse también en un enfoque de la historia com o el de Hegel, donde los fenómenos de la política adquieren hondura temporal y di­ mensión histórica al ser absorbidos en una finalidad puesta por enci­ ma de todo, que los encamina hacia un fin último. En épocas más re­ cientes, la perspectiva exterior se ha teñido con frecuencia — como co­ rresponde— de consideraciones, económicas. Según este enfoque, los fenómenos políticos debeh someterse a las exigencias de la producti­ vidad económica, y el orden político pasa a ser instrumento del ade­ lanto tecnológico: « . . . El único fin de nuestros pensamientos y afanes debe ser el tipo de organización más favorable para la industria ( . . . ) El tipo de or­ ganización favorable a la industria consiste en un gobierno cuyo poder político no tenga más fuerza ni desarrolle más actividad que las nece­ sarias para impedir que sufra estorbos el trabajo productivo».16 El impulso arquitectónico, en cualquiera de las formas en que se ha manifestado* trajo com o consecuencia proporcionar diferentes dimen­ siones a las perspectivas de la filosofía política: dimensiones de belleza estética, verdad religiosa, tiempo histórico, exactitud científica y pro­ greso económico. Todas ellas poseen un carácter de futuro o son una proyección del orden político a una época venidera. Esto ha ocurrido, no solo con las teorías políticas declaradamente reformistas e incluso revolucionarias, sino también con las conservadoras. El conservadorismo de Burke, por ejemplo, fue un intento de proyectar al futuro un pasado permanente; y hasta un reaccionario confeso com o Maistre in­ tentó recobrar un «pasado perdido», en la esperanza de que fuera po­ sible restaurarlo en el futuro. Para la mayoría de los teóricos, el reordenamiento imaginario de la vida política que tiene lugar en la teorización no se limita a ayudarnos a comprender la política. Contrariamente a lo que sostenía Spinoza, la mayor parte de los pensadores políticos han opinado que la filosofía política, precisamente por ser «política», estaba destinada a disminuir la brecha entre las posibilidades captadas mediante la imaginación po­ lítica y las realidades de la existencia política. Platón advirtió que la 15 Laws, *** trad. al inglés por Jowett, 706. 16 Henri Comte de Saint-Simon, Selected writings, trad. y ed. por F. M . H . Markham, Nueva Y ork: Macmillan, 1952, pág. 70.

29

acción política era de índole sumamente intencional, y consciente y deliberada en gran medida; en el «asesorarse» antes de actuar se veía un requisito específico de la actividad política, que caracterizaba tanto a los reyes homéricos como a los estadistas atenienses. Pero actuar con inteligencia y nobleza exigía una perspectiva más vasta que la de la situación inmediata a la cual se destinaba la acción; inteligencia y no­ bleza no eran cualidades cfid hoc, sino aspectos de una visión más glo­ bal de las cosas. Esta perspectiva más global se alcanzaba pensando^ en la sociedad política en su plenitud mejorada: no com o es, sino co­ mo podría ser. Precisamente porque describía la sociedad de manera exagerada, «irreal», la teoría política era un complemento imprescindi­ ble para la acción. Precisamente porque implicaba la intervención en asuntos reales, la acción requería con urgencia una perspectiva de po­ sibilidades tentadoras. Esta forma trascendente de perspectiva no ha sido compartida por el hombre de ciencia hasta la época moderna.17 Cuando los primeros teó­ ricos científicos describían con matices poéticos la armonía de las es­ feras, faltaba en su visión el elemento esencial presente en la filosofía política: el ideal de un orden sujeto a control humano que pudiera ser trasformado mediante una combinación de pensamiento y acción.

VII. Conceptos políticos y fenómenos políticos El ejercicio de la imaginación en la teoría política ha excluido la ca­ racterización del orden político en términos de una semejanza descrip­ tiva, pero no ha liberado a la teorización de las limitaciones inheren­ tes a las categorías empleadas por el teórico. Toda filosofía política — por más refinadas o variadas que sean sus categorías— representa una perspectiva necesariamente limitada, a^partir de la cual contempla los fenómenos de índole política. Los enunciados y formulaciones que produce son — como dice Cassirer— «abreviaturas de la realidad» que no agotan la amplia gama de la experiencia política. Los conceptos y categorías de una filosofía política pueden compararse con una red que se arroja para apresar fenómenos políticos, que luego son reco­ gidos y distribuidos de un modo que ese pensador particular considera significativo y pertinente. Pero en todo el procedimiento, el· pensador ha elegido una determinada red, que arroja en un sitio por él elegido. Podemos observar cómo funciona este proceso recurriendo a una ilus­ tración histótica. Para un filósofo como Thomas Hobbes, que vivió la agitada vida política de la Inglaterra del siglo x v i i , la tarea ur­ gente del filósofo político consistía en definir las condiciones nece­ sarias para un orden político estable. A este respecto, no fue una ex­ 17 Un enfoque moderno, tal com o lo expresa Heisenberg, sitúa a la ciencia más cerca de la teoría política en este aspecto: «Los peligros que amenazan la ciencia moderna no pueden ser evitados mediante más y más experimentación, ya que nuestros complicados experimentos nada tienen que ver con la naturaleza tal com o es, sino con la naturaleza cambiada y trasformada por nuestra actividad cognitiva». Citado en E. Heller, The disin­ herited mindy Nueva Y ork : Meridian, 1959, pág. 33.

30

cepción entre sus contemporáneos, pero como era un pensador rigu­ rosamente sistemático, los superó en mucho en cuanto a la minuciosi­ dad con que investigó las condiciones necesarias para la paz. En con­ secuencia, esta categoría de «paz» u «orden» pasó a ser, en su filoso­ fía, un centro magnético que atrajo a su órbita únicamente los fenó­ menos que Hobbes consideró pertinentes para el problema del orden. Omitió, o señaló apenas, muchas cosas: la influencia de las clases so­ ciales, los problemas de las relaciones exteriores, las cuestiones de administración gubernamental (en sentido estricto). De tal modo, el uso de ciertas categorías políticas pone en juego un principio de «exclusividad especulativa», mediante el cual se proponen para su examen algunos aspectos de los fenómenos políticos y algunos conceptos políticos, mientras que se deja languidecer a otros. Como dijo Whitehead: «Cada modalidad de examen es como un reflector que ilumina determinados hechos y abandona los restantes en un fon­ do que no se toma en cuenta».18 Sin embargo, la selectividad no es solo cuestión de elección, ni de la idiosincrasia de un filósofo deter­ minado. En el pensamiento de un filósofo influyen, en gran medida, los problemas que agitan a su sociedad. Si quiere lograr la atención de sus contemporáneos, debe encarar sus problemas y aceptar, para el debate, los términos que estas preocupaciones imponen.

VIII. Una tradición de discurso De todas las limitaciones a la libertad del filósofo para especular, nin­ guna ha sido tan vigorosa com o la misma tradición de la filosofía po­ lítica. En el acto de filosofar, el teórico interviene en un debate cuyos términos ya han sido establecidos, en gran medida, de antemano. Mu­ chos filósofos anteriores se han ocupado de reunir y sistematizar las palabras y concentos del discurso político. Con el tiempo, este mate­ rial ha sido elaborado y trasmitido com o legado cultural; aquellos con­ ceptos han sido enseñados y discutidos, examinados y, con frecuencia, modificados. Se convirtieiron, en suma, en un cuerpo de conocimiento heredado. Cuando pasan de una época a otra, obran como agentes con­ servadores dentro de la teoría de un determinado filósofo, preservan­ do la comprensión, experiencia y refinamiento del pasado, y obligan­ d o a quienes desean tomar parte en el diálogo político occidental a someterse a ciertas reglas y usos.19 Esta tradición ha sido tan tenaz, 18 A . N . Whitehead, Adventures in ideas,*** Nueva Y ork: Macmillan, 1933, pág. 54. 19 H ay una interesante protesta de Renan, historiador del siglo x ix , respecto de las dificultades de expresar ciertas ideas nuevas en idioma francés. «E l idioma francés se adecúa solamente a la expresión de ideas claras; sin em­ bargo, las leyes más importantes, las que gobiernan la trasformación de la vida, no son claras, sino que se nos aparecen en penumbras. A sí, aunque los franceses fueron los primeros 'en percibir los principios de lo que ahora se conoce com o darwinismo, resultaron ser los últimos en aceptarlo. Veían todo aquello per­ fectamente, pero estaba situado fuera de los hábitos usuales de su lenguaje y del m olde de la frase bien construida. Los franceses han desatendido de este m odo verdades valiosas, n o por n o advertirlas, sino por haberlas descartado, simple-

31

que incluso rebeldes sumamente individualistas como Hobbes, Bentham y Marx llegaron a aceptar la tradición a tal punto que no logra­ ron destruirla ni colocarla sobre una base totalmente nueva. En cam­ bio, consiguieron únicamente ampliarla. Uno de los testimonios más notables de la tenacidad de las tradiciones fue ofrecido por un escritor a quien se suele considerar uno de sus más acérrimos enemigos: N ic o / lás Maquiavelo, quien, al escribir durante su retiro forzoso de la vida pública, ofrece un vivido cuadro de lo que significa participar en el diálogo perenne: «A l anochecer vuelvo a mi casa y entro en mi estudio. En la puerta me quito las ropas que tuve puestas todo el día, embarradas y sucias, y me pongo prendas regias y cortesanas. Así, adecuadamente vestido, entro en las viejas cortes de hombres viejos, donde, al ser recibido con afecto, me nutro con ese alimento que es el único para mí, y para el cual nací; no me avergüenzo de hablar con ellos y preguntarles los motivos de sus actos; y ellos me contestan cortésmente. Durante cua­ tro horas no me aburro y olvido toda preocupación; no temo la po­ breza ni me aterra la muerte. Me entrego por completo a los anciános. Y como Dante dice que no hay conocimiento si no se conserva lo leído, he anotado el beneficio que recibí de las conversaciones con ellos, y compuesto un libríto, El príncipe,*** en el cual me interno lo más po­ sible en reflexiones sobre este tema, discutiendo qué es un principado, cuáles son sus atributos, cómo se los obtiene, cómo se los conserva, y por qué se los pierde».20 Una tradición ininterrumpida de pensamiento político presenta mu­ chas ventajas, tanto para el pensador político como para el actor po­ lítico. Les proporciona la sensación de transitar por un mundo fami­ liar, cuyo territorio ya ha sido explorado; y donde no lo ha sido, exis­ te igualmente una amplia variedad de indicios respecto de las rutas alternativas. También permite la comunicación entre contemporáneos sobre la sa se de un lenguaje común, aun cuando se lo encuentre tra­ ducido a diferentes dialectos. Los conceptos y categorías de la política cumplen el papel de una conveniente «taquigrafía» o lenguaje simbó­ lico, que permite a un usuario entender qué dice otro cuando se refiere a «derechos cívicos», «poder arbitrario» o «soberanía». De este modo, es posible compartir además la experiencia social y aumentar la cohe­ sión social. Una tradición de filosofía política contribuye también a la tarea interminable de adaptar la nueva experiencia política al ordena­ miento de cosas vigente. Se podría dedicar un libro entero a mostrar el éxito que han logrado los reformadores políticos toda vez que han podido convencer a los hombres de que los cambios propuestos eran, en realidad, prolongaciones de las ideas y prácticas existentes que es­ taban en perfecto acuerdo con ellas. Hay que mencionar, por último, que una tradición de pensamiento político ofrece un vínculo de con­ tinuidad entre pasado y presente. Dos hechos: que los pensadores mente, com o inútiles o com o imposibles de expresar». E. W ilson, To the Finland Staitóny Nueva Y ork: Anchor, 1953, pág. 38. 20 Carta a Vettori, 10 de diciembre de 1513, en «The prince» and other tvorks, A . H . Gilbert, ed,, Nueva Y ork: Hendricks House, 1941, pág. 242.

32

políticos sucesivos se hayan atenido, en general, a un vocabulario po­ lítico común, y que hayan aceptado un cierto núcleo de problemas co­ mo tema adecuado para la investigación política, han servido para ha­ cer comprensible y estimulante el pensamiento político de otros siglos. En contraste, las discontinuidades evidentes en los campos científicos hacen muy improbable que un hombre de ciencia moderno recurra a la ciencia medieval, por ejemplo, en busca de respaldo o inspiración. Esto, claro está, nada tiene que ver con la supuesta superioridad de la indagación científica sobre la filosófica; es mencionado con el único fin de señalar que la tradición del pensamiento político no es tanto una tradición de descubrimientos com o de significados extendidos a lo largo del tiempo.

IX. Tradición e innovación A l poner de relieve el horizonte especulativo que limita a cada pensa­ dor político, es esencial no ignorar las respuestas sumamente origina­ les y creativas que han tenido lugar. Enfocando la experiencia política común desde un ángulo álgo distinto del predominante; presentando de manera novedosa una antigua cuestión; rebelándose contra las ten­ dencias conservadoras del pensamiento y el lenguaje, determinados pensadores han ayudado a liberar modos de pensar establecidos y a plantear, ante sus contemporáneos y la posteridad, la necesidad de re­ pensar la experiencia política. Por ejemplo; cuando Platón preguntó «¿Q u é es la justicia, y qué relación tiene con la com unidad?», se creó una nueva serie de problemas, y se abrieron nuevas líneas de reflexión política. Esto también es cierto de la frase inicial de El contrato so­ cial *** y las frases finales del Manifiesto comunista. La novedad no ps solo función de los elementos efectivamente estable­ cidos por un teórico. Las innovaciones del pensamiento vinculadas con hombres cómo Marsilio, Hobbes, Rousseau y Marx, provinieron tanto de lo que estos rechazaron y omitieron silenciosamente, en el plano de las premisas fundamentales unificadoras, como de lo que proponían com o nuevo y diferente. Marsilio no fue original cuando condenó abiertamente al papado, ni lo fue Hobbes cuando puso de relieve el papel del miedo; y, como lo atestiguó una vez Lenin, la ma­ yor parte de las ideas principales de Marx pueden ser halladas en auto­ res anteriores. Cualquiera que sea la exactitud del aforismo de Whitehead, según el cual «la creatividad es el principio de la novedad»?1 en la historia de la teoría política el genio tío siempre se ha presenta­ do com o originalidad sin precedentes. A veces ha consistido en un énfasis más sistemático o acentuado de una idea ya existente. En este sentido, el genio es recuperación imaginativa. En otros momentos, ha tomado una idea existente, separándola del hilo conductor que con­ vierte un agregado de ideas en un conjunto orgánico. Un hilo conduc­ tor o principio unificador no solo integra ideas particulares en una teoría general, sino que además determina el énfasis que se asigna a2 1 21 Process and reality,& Nueva Y ork: Macmillan, 1929, pág. 31.

33

1 cada una de ellas. Si se desplaza el principio unificador, las formula­ ciones contenidas en el conjunto, que antes eran banales o innocuas, pasan súbitamente a tener implicaciones profundas. Por ejemplo, fue muy diferente decir, como lo había hecho Tomás de Aquino, que el gobernante temporal no debía hallarse bajo la fuerza coactiva ( vis coactiva) de la ley, que afirmar, como Marsilio, que el poder del orden político no debía ser trabado por ninguna institución humana. El primer enunciado surgió en un conjunto completamente integrado, en el cual la religión era considerada rectora de todas las demás acti­ vidades humanas, y la Iglesia era establecida como guardián institu­ cional para proteger e impulsar la pretensión unificadora de la religión cristiana. Por su parte, el enunciado de Marsilio formaba parte de una argumentación sistemática que, si bien dejaba intacto el contenido de la doctrina cristiana, procuraba reducir la independencia de su guar­ dián institucional, liberando así al orden político de todo control externo. Cuando una pretensión unificadora es desplazada, se desequilibra el sistema de ideas; unas, que eran subordinadas, pasan a ser prominen­ tes, y otras, que eran primordiales, retroceden a un lugar de importan­ cia secundaria. Esto se debe a que una teoría política consiste en una serie de conceptos — -tales como orden, paz, justicia, poder, ley, etc.— ligados, como ya dijimos, por una especie de principio de representa­ ción que asigna acentos y modulaciones. Cualquier desplazamiento o alteración importante del principio de representación, o cualquier én­ fasis exagerado en uno o varios conceptos, da como resultado un tipo de teoría diferente. La originalidad de un filósofo político determinado recibe ayuda desde otra dirección. Así como la historia nunca se repite con exactitud, ja­ más la experiencia política de una época es precisamente la misma de otra. De aquí que, en el juego que tiene lugar entre conceptos políti­ cos y experiencia política cambiante, no puede dejar de haber una modificación en las categorías de la filosofía política. Esto explica, en parte, la frecuencia con que presenciamos el espectáculo de dos teóri­ cos políticos que, situados en puntos diferentes de la historia, utilizan los mismos conceptos, pero expresan con ellos cosas muy distintas: cada uno responde a un conjunto diverso de fenómenos. Como resul­ tado de esto, cada filosofía política importante lleva en sí algo de exclusivo, así como algo de tradicional. Se puede resumir esto de otro m odo, diciendo que la mayor parte de la reflexión política formal ha operado simultáneamente en dos nive­ les diferentes. En uno de ellos, cada filósofo político se ha ocupado de lo que considera un problema vital de su tiempo. Pocos autores han superado a Tomás de Aquino en cuanto a parecer que enfocaba los problemas políticos sub specie aeternitatis; sin embargo, logró examinar la cuestión que más inquietaba a sus contemporáneos: la de la relación adecuada entre poderes espirituales y seculares. Ningún pensador político se interesa exclusivamente por el pasado, así como tampoco se propone hablar solamente al futuro distante; en uno u otro caso, el precio sería la ininteligibilidad. Con esto queremos decir única­ mente que todo filósofo político est& engagé- en alguna medida, y que toda obra de filosofía política es, en alguna medida, un manifiesto di-

34

ü

t

i

}

rígido a su época. En otro nivel, sin embargo, muchos escritos políti­ cos han sido proyectados com o algo más que livres de circonstance: se los ha destinado a contribuir al diálogo continuo de la filosofía política occidental. Esto explica por qué es tan frecuente que un pensa­ dor político aparezca atacando a otro muerto mucho antes. En A defense of the Ccmstitutions of America (1 7 8 7 ), John Adams se en-, colerizaba todavía contra las ideas de Marchamont Needham, un pan­ fletista relativamente desconocido del siglo x v n . Asimismo, la obra de John Locke Tw o treatises o f civil government suele ser utilizada por cualquier autor de libro de texto como ejemplo de literatura política encaminada a racionalizar un suceso específico de su propia época, la Gloriosa Revolución de 1688. N o obstante, una lectura minuciosa permite comprobar que Locke procuraba también refutar a Thomas H obbes, cuyos escritos se referían principalmente a otra revolución, acaecida medio siglo antes. Por último, se podría señalar la tempes­ tad de controversias suscitada en años recientes por la polémica de Karl Popper contra Platón. Se podría decir que estos ejemplos inducen a confusión porque los pensadores políticos mencionados no se preocuparon por contribuir a la tradición de la reflexión política occidental, sino que dedicaron buena parte de su energía a refutar ciertas ideas a las que atribuían una influencia persistente y contemporánea. La respuesta es sencilla: ¿Acaso «una influencia persistente y contemporánea» no es, por hipó­ tesis, la definición misma de una tradición política? ¿Acaso una con­ tribución no toma habitualmente la forma de una «corrección» de un error tradicional, sin pretender echar por la borda la totalidad? Dicho de otro modo: cuando un pensador político crítico encara el análisis de una idea persistente que proviene del pasado, se inserta en un pro­ ceso bastante complejo. Como pensador, situado en un punto espaciotemporal, se ocupa de ideas que reflejan, a su vez, una situación espaciotemporal anterior. Además, las ideas en cuestión se relacionan de m odo similar con el pensamiento político previo y sus situaciones. Al abordar ideas persistentes del pasado, es inevitable que un filósofo político impregne su propio pensamiento de ideas y situaciones anterio­ res, análogamente entrelazadas con las que las precedieron. En este sentido, el pasado nunca es totalmente sustituido; se lo recupera cons­ tantemente, en el momento mismo en que el pensamiento humano pa­ rece ocupado en los problemas peculiares de su época. El resultado es — tomando una frase de Guthrie— una «coexistencia de elementos diversos»,22 en parte nuevos, en parte heredados, lo viejo destilán­ dose en lo nuevo, y lo nuevo recibiendo la influencia de lo viejo. La tradición del pensamiento político occidental ha exhibido así dos ten­ dencias algo contradictorias: una hada un regreso infinito al pasado, y otra hacia la acumulación. Y si esto último se parece demasiado a la idea del progreso mecánico, podemos decir que ha habido una ten­ dencia a adquirir nuevas dimensiones de comprensión. Una manera de ilustrar estas dos tendencias consistiría en tomar la idea clásica de fortuna, o suerte, y observar cómo fue manipulada crí­ 22 W . K. C. Guthrie, The Greeks and their gods, Boston: Beacon Press, 1955, pág. 28.

35

ticamente, primero por San Agustín y más tarde por Calvino, quien, pese a haber vivido más de mil años después de aquel, fue profunda­ mente influido por su pensamiento. Para Tucídides, Polibio y los his­ toriadores romanos en general, la fortuna representaba el elemento impredecible en la historia humana, la intrusión que trastorna los pla­ nes y cálculos mejor trazados.23 Con seguro instinto, San Agustín se­ ñaló esta idea como representativa de ese espíritu clásico que el cris­ tianismo debía superar, y sostuvo que esta noción había sido reem­ plazada por el conocimiento cristiano de un Dios que conducía a lá naturaleza y a la historia hacia un fin revelado.24 Pero, como luego se­ ñaló agudamente Calvino, la noción cristiana de una Divina Providen­ cia, lejos de eliminar la fortuna, en realidad la había incorporado, sustituyendo la fortuna impredecible por la inescrutable Providencia.25 Sin embargo, lo que a Calvino le interesaba respecto de esto no era ayudar a San Agustín a refutar a los paganos clásicos, sino atacar a los humanistas renacentistas de su época, quienes habían revivido la mis­ ma idea clásica atacada antes por este. En este ejemplo, vemos dos prolongaciones paralelas: la noción clásico-renacentista de la fortuna y el rechazo agustiniano-calvinista de esta, en nombre de una fortuna más elevada. A partir de San Agustín, cada participante del diálogo construyó sobre lo hecho por sus predecesores, agregando un ele­ mento específico, uña dimensión diferente. La moraleja de todo esto se halla contenida en los versos de Eliot: «Quizás el pasado y el presente están presentes en el futuro, y el futuro, contenido en el pasado. Si todo tiempo está presente eternamente, todo tiempo es irrecuperable. . . . Y no llaméis inmutabilidad al punto en que el pasado y el futuro se reúnen . . .».26

'

En las ideas y conceptos elaborados durante siglos no debe verse una reserva de sabiduría política absoluta, sino una gramática y vocabula­ rio en continua evolución, destinados a facilitar la comunicación y orientar la comprensión. Esto no significa que el legado de ideas con­ tenga solo verdades de validez apenas pasajera. Significa, sí, que la validez de una idea no puede ser separada de su efectividad como for­ ma de comunicación. Las funciones cumplidas por una tradición de pensamiento político 23 Tucídides, The Peloponnesian Wur,£* I, 140; Polibio, Histories,*** xxxvii. 4; xxviii, 18, 8; Salustio, Bellum Catilinae, viii, I. La concepción clásica dé fortuna es expuesta por D . Greene, Man in his pude. A study in the political philosophy of Thucydides and Plato, Chicago: University o f Chicago Press, 1950, pág. 56 y sigs.; C. N. Cochrane, Christianity and classical culture, Lon­ dres: O xford University Press, ed. rev., 1944, pág. 456 y sigs.; W . Warde Fowler, «Polybius’ conception o f Tyché», Classical Revieiv , vol. 16, págs. 445-49. 24 San Agustín, De Chítate Dei ,*H * IV , 18, V I, 1, V I I , 3, y véase C. H. Cochrane, op. c i t pág. 474 y sigs. 25 J. Calvino, Institutes of the Christian religión, *** I, V , II. 26 T. S. Eliot, Four quartets *** («Burnt N orton», I, I I ) , en The complete poems and plays, Nueva Y ork: Harcourt, Brace, 1952, págs. 117, 119.

36

proporcionan, además, una justificación para el estudio de la evolu­ ción histórica de dicha tradición. Cuando estudiamos los escritos de Platón, Locke o Marx, estamos en realidad familiarizándonos con un vocabulario relativamente estable, y con un conjunto de categorías que nos ayudan a orientarnos hacia un mundo particular: el mundo de los fenómenos políticos. Pero, por sobre todo — dado que la historia de la filosofía política es, como veremos, una evolución intelectual dentro de la cual sucesivos pensadores han agregado nuevas dimensio­ nes al análisis y comprensión de la actividad política— investigar esa evolución no es una búsqueda de antigüedades, sino una forma de edu­ cación política.

37

2. Platón: La oposición entre la filosofía política y la actividad política

« . . . reproducir, por medio de un arte deliberado, lo que así se ha aprehendido, y fijar en pensamientos perennes las vacilantes imágenes que flotan frente al espíritu». Schopenhauer.

I. Invención de la filosofía política Tal como lo sugerí en las páginas anteriores, la filosofía política y la naturaleza política tienen una historia: se puede decir, en consecuen­ cia, que una y otra tienen un comienzo. N o obstante, las cuestiones relativas a los orígenes solo tienen importancia para los anticuarios, salvo en la medida en que aquellos puedan haber influido sobre la evolución posterior. En el caso de la filosofía política, sus orígenes tienen tanta importancia que se puede decir, casi sin exagerar, que la historia del pensamiento político es, en esencia, una serie de comen­ tarios, unas veces favorables, otras hostiles, acerca de sus comienzos. Debemos a los griegos la invención de la filosofía política y la delimi­ tación del área correspondiente a la índole política. Antes de que surgiera la filosofía griega, en el siglo vi a. C., el hombre se conside­ raba a sí mismo y a la sociedad como partes integrales de la natura­ leza, sometidas a las mismas fuerzas naturales y sobrenaturales. Na­ turaleza, hombre y sociedad formaban un continuo; gozaban de una estabilidad compartida y sufrían la violencia de los dioses encoleriza­ dos. En esta era prefilosófica, la explicación de los acontecimientos tanto naturales como sociales tomó la forma de «m itos». Interesaba a los hombres, no «cóm o» funcionaban las cosas, sino qué factor so­ brehumano las dirigía.1 Los fenómenos políticos quedaban indiferen­ ciados de otros fenómenos, y no se conocía la «explicación» política como forma específica de pensar. El primer paso en el largo proceso de crear la filosofía política tuve lugar cuando la actitud del hombre respecto de la naturaleza experi­ mentó una drástica revisión. Este fue el gran aporte de los filósofos griegos de los siglos v i y V a. C., quienes abordaron la naturaleza como algo comprensible para el intelecto humano, algo que debe ser explicado racionalmente, sin recurrir a los caprichos de los dioses.2 1 Hay útiles exámenes de los m odos precientíficos de pensamiento en H . A. Frankfort y otros, Before philosophy, Londres: Pelican, 1951, págs. 11-36, 23762; F. M . Cornford, From religión to philosophy, Londres: Arnold, 1912; H . Kelsen, Society and nature,& Chicago: University o f Chicago Press, 1943, págs. 24 y sigs., 233 y sigs. 2 F. M . Cornford, Before and after Sócrates, Cambridge: Cambridge University

«

d

38

J

Una vez dado este paso, quedaba abierto el camino para una explica­ ción racional de todos los fenómenos, tanto políticos y sociales como naturales. En esta etapa, sin embargo, los pensadores griegos no establecían una distinción clara entre la naturaleza física y la sociedad; ambos dominios eran gobernados por las mismas «leyes». Según Em­ pedocles, por ejemplo, las tensiones entre Am or y O dio (o Lucha) constituían el principio dinámico que actuaba en toda la creación.3 En esta com o en otras filosofías presocráticas, se consideraba que la multiplicidad de cosas en conflicto no era más que la apariencia ex­ terior de su unidad esencial; en consecuencia, el principio explicativo no debía ser derivado de un conocimiento de muchos «tip os» de fenó­ menos, sino de la percepción de la unidad subyacente de los opuestos en conflicto.4 Esta idea de un principio común a la naturaleza y la sociedad aparece en los fragmentos de Heráclito: «H om ero se equivo­ caba al decir: “ Ojalá se extinga esta lucha entre los dioses y los hombres,\ N o advirtió que con esto imploraba la destrucción del universo, ya que, de ser oídas sus plegarias, todo m oriría. . .».5 En otro frag­ mento leemos: «En consecuencia, hay que seguir [la ley universal, o sea] lo que es común [a todos] ( . . . ) debemos basar nuestra fuerza en lo que es común a todos, com o la ciudad se basa en la Ley (N om os) y con más vigor aún. Porque todas las leyes humanas se nutren de una, que es divina. Pues esta gobierna hasta donde quiere y es suficiente para todo, y aún más que suficiente».6 Para nuestra investigación, no importa demasiado determinar si los griegos llegaron a una filosofía de la naturaleza extrayendo de su ob­ servación del mundo natural conceptos políticos y sociales, o si, a la inversa, derivan sus ideas sociales y políticas de razonamientos pre­ vios acerca de la naturaleza.7 La cuestión esencial es que en la filoso­ fía griega primitiva, el surgimiento de la filosofía política y de un campo especial de la política fue oscurecido por la tentativa de in­ cluir todos los fenómenos en la «naturaleza», y de explicar su funcio­ namiento de acuerdo con un principio unificador común. Consecuen­ temente, no se tirata de establecer si los griegos interpretaban la so­ ciedad a partir dé la naturaleza o viceversa, sino cuándo descubrieron las diferencias entre ambas. Press, 1920, pág. 8 y sigs.; W . Jaeger, Patdeia,*** trad. al inglés por G . Highet, Nueva Y ork : O xford University Press, 2a. ed., 3 vols., 1945, vol. I, pág. 150 y sigs. 3 Los fragmentos pertinentes han sido traducidos por K. Freeman, Ancilla to *be pre-socratic philosophers, O xford: Blackwell, 1952, frag. 17, pág. 53; frag. 26, págs. 55-56; frag. 35, págs. 56-57, y por J. Burnet, Early Grgek pkilosophy, Londres: Black, 4a. ed., 1948, págs. 197-250. Véanse también los comentarios de F. M . Cornford, The laws of motion in ancient thought, Cambridge: Cam­ bridge University Press, 1931, págs. 31-32. 4 J. Burnet, op. cit., pág. 143. 5 Ibid., frag. 43, pág. 136. 6 K . Freeman, op. cit., frag. 2, pág. 24; frag. 114, pág. 32. 7 «P ero la relación del elemento social, en el pensamiento griego, con el d e ­ m ento cosm ológico, fue siempre recíproca: así com o el universo era compren­ dido en términos de ideas políticas com o las de dike, nomos, moira, kosmos, igualdad, también la estructura política era derivada del orden eterno del cos­ m os». W . Jaeger, The theology of the early Greek philosophers , *** Nueva Y ork: O xford University Press, 1947, pág. 140. H ay también observaciones al respecto en J. Burnet, op. cit., pág. 151.

39

Esta cuestión es aclarada, en cierta medida, por la discusión contenida en el diálogo Fedón,*** de Platón. En la parte inicial de este diálogo, Sócrates describía cóm o, en su búsqueda de la verdad, había recurrido con avidez a las ideas de los primeros «filósofos de la naturaleza». Pero en ellas encontró, en lugar de certeza intelectual, nada más que honda desilusión, y en consecuencia apartó su curiosidad de la natu­ raleza para fijarla en el hombre y la sociedad.8 El hecho importante en el relato de Sócrates era que su cambio de enfoque filosófico fqé resultado de los interrogantes que él planteaba, y a los que la antigua «filosofía de la naturaleza» no podía dar respuesta. Se quejaba de que, si la filosofía se proponía explicar la naturaleza del cosmos, debía explicar necesariamente la naturaleza del orden de lo mejor. Si se de­ claraba, por ejemplo, que la tierra se hallaba en el centro del universo, correspondía al filósofo demostrar por qué era este el mejor ordena­ miento; vale decir, por qué el bien tenía este carácter imperativo.9 Aunque la crítica de Sócrates resulte curiosa para el lector moderno, su importancia residía en el método utilizado por aquel. Mientras que los filósofos de la naturaleza, como Anaxágoras, se habían esforzado por demostrar la necesidad lógica en que se basaban sus cosmovisiones, Sócrates había abordado los problemas de la filosofía en términos esencialmente éticos. En otras palabras, su método se adecuaba en realidad a suscitar respuestas acerca del hombre y la sociedad, y no acerca de la naturaleza. La filosofía política surgía a través de un in­ terrogante ético al cual la naturaleza, nunca podía dar respuesta; los problemas de los hombres no coincidían estrictamente con los de la naturaleza. Sin embargo, Sócrates no fue el primero en señalar la posibilidad de que la sociedad y el hombre fueran explicados mediante principios diferentes de los que actúan en Ja naturaleza. Fueron, en realidad, los sofistas del siglo V a. C., acérrimos enemigos de Sócrates y Platón, los primeros en liberar a la política de la naturaleza, y en plantear la premisa de que lo «político» constituía un ámbito de indagación cla­ ramente determinable. Estas distinciones se hallaban implícitas en la pretensión de los sofistas de enseñar a los hombres el arte de la política, al margen de toda cosmogonía. En un fragmento del sofista Antifón, se conserva un claro enunciado acerca de la distinción entre política y naturaleza. Antifón ^e atuvo a la antítesis establecida entre «naturaleza» y «convención» ( physis y nom os) para contrastar la jus­ ticia legal convencional, corporizáda en los ordenamientos políticos vigentes, con la justicia impuesta por la naturaleza: «Según el enfoque habitual, la justicia consiste en no trasgredir o, me­ jor dicho, en no evidenciar que se trasgrede ninguna de las normas le­ gales del Estado en que se vive como ciudadano. Por consiguiente, un hombre practicaría justicia del modo más ventajoso para sí mismo si, en presencia de testigos, respetara sobremanera las normas legales, pero, en ausencia de aquellos, y al estar solo, respetara sobremanera las leyes de la naturaleza. Esto se debe a que las leyes de la naturaleza 8 Phaedo,& 96-97; F. M . Cornford, B efore . . . , op. cit.f págs. 3-8. 9 Pbaedo, 98-99.

40

son inevitables e innatas; además, las normas legales son creadas por convenio y no producidas por la naturaleza, mientras que con las leyes de la naturaleza ocurre precisamente lo contrario».10 Si dejamos de lado, por el momento, este ataque dirigido contra el orden político en nombre de la naturaleza, vemos con más claridad las importantes premisas en que se basaba la crítica hecha por Antifón. Estas eran: que el orden político se había apartado de la naturaleza, y que esta misma separación permitía a los hombres advertir en qué aspectos se había diferenciado lo político. A l contrastar las conven­ ciones de la sociedad política con las de la naturaleza, Antifón admitía implícitamente que era posible distinguir el orden político; que el fenómeno político poseía una identidad propia, y que el mismo obser­ vador político podía lograr cierto grado de distanciamiento. Antifón avanzó en la dirección correcta, pero, lamentablemente, extrajo con­ clusiones erróneas. El hecho de que las reglas políticas tengan base convencional no significa necesariamente que sean falsas o desventa­ josas para el hombre, ni que la aceptación humana de ellas no pueda aportar el elemento sanciqnador que antes se buscaba en la naturaleza. A l separar el orden político del orden natural, los sofistas seguían, en cierto sentido, el camino de los antiguos filósofos de la naturaleza. La gran contribución de estos últimos había sido abordar el mundo externo de modo naturalista, vale decir, como un orden abarcable por la razón humana y no como una mezcla de elementos naturales y so­ brenaturales que desafiaba la explicación racional. Esto era acompa­ ñado, a su vez, por otra afirmación: la de que el observador podía, por así decir, «situarse afuera» del objeto que describía. Pero a esta al­ tura comenzaron a surgir ciertas diferencias, que más tarde cobrarían mayor importancia. El distanciamiento del filósofo de la naturaleza consistía en considerar a esta como algo que debe ser comprendido, pero no necesariamente como algo que debe ser controlado. La filo­ sofía política no adoptó esta forma de distanciamiento. En cambio, como lo explipa la filosofía platónica, la «naturaleza» de la política debía ser considerada como manipulable, como un conjunto de fuerzas a partir de las cuales s^ podía moldear el orden. En este aspecto, la fi­ losofía política estaría armada con una premisa más audaz que la in­ dagación científica de aquella época. Esto se torna claro si prestamos atención a un segundo elemento de la actitud de distanciamiento de los filósofos de la naturaleza, quie­ nes habían captado la idea de que los objetos externos poseían una naturaleza propia que, en ciertos aspectos, era extraña a la naturaleza del hombre. Estos objetos, además, no eran afines ni hostiles al hom­ bre, sino indiferentes. Pero si la idea de un orden natural, donde las categorías de las aspiraciones humanas no fueran pertinentes, podía 10 La traducción al inglés ha sido tomada de Sir E. Barker, Greek political theory, Plato and bis predecessors, Londres: Methuen, 1918, pág. 83 y sigs.; hay también una versión en K. Freeman, op. cit., írag. 44, págs. 147-49. Pueden hallarse más comentarios y referencias en T. A . Sinclair, A history of Greek political thoughty Londres: Routledge, 1951, págs. 70-73, y una explicación favorable en E. A . H avelock, The liberal temper in Greek politics, Londres: Cape, 1957, pág. 255 y sigs.

41

1

i

ser aceptada com o un postulado de la indagación científica, su rechazo por parte de los pensadores políticos griegos marcó una importante separación inicial entre los modos de pensar científico y político. Frente al mundo de la naturaleza, el hombre podía moldearse resig­ nado y curioso al mismo tiempo, ya que este era un orden al que él no podía crear ni cambiar. Pero en el mundo de la política predo­ minaba una actitud antropomórfica: el hombre podía ser un arquitecto del orden. El mundo político era accesible al arte humano. Estas ideas política^ suscitaban, como es natural, una multitud de preguntas: si el mundo político era distinto, ¿significaba esto que era plenamente autónomo, que no guardaba conexión con un orden mo­ ral universal? ¿Cóm o podía d. hombre ordenar este mundo? ¿Se re­ quería para ello un tipo especial de conocimiento? Alrededor de estos y otros interrogantes similares construyó Platón la primera filosofía política global. En nuestro examen destacaremos dos aspectos de esta filosofía. Primero: Platón delineó una teoría notablemente clara de lo político, que influyó de m odo vigoroso en el pensamiento de teóricos políticos posteriores. A l mismo tiempo, su método de argumentación, así como la motivación que lo respaldaba, tendían con insistencia a oscurecer la nitidez de lo político. Segundo: Platón enunció en tér­ minos clásicos la argumentación contra la «actividad política». Aun­ que luego otros autores objetaron enérgicamente su razonamiento, pocos lo ignoraron. Dejando de lado, por ahora, este segundo aspecto, la indagación acer­ ca de la naturaleza de lo político efectuada por Platón estaba guiada por la convicción de que, ante todo, debía diferenciárselo de las de­ más dimensiones de la vida. Es evidente que este era su propósito en el diálogo El político/* donde intentó distinguir el verdadero arte del estadista de los ardides del «político», y establecer la superioridad del arte político sobre todos los demás artes necesarios para la vida de la comunidad: «¿D ónde, pues, hay que buscar el camino del Estadista? Porque de­ bemos distinguir este camino de todos los demás, adjudicándole el signo especial de su forma específica».11 Lo Verdaderamente «político» era el «arte de la custodia responsable de toda una comunidad» de acuerdo con un modelo absoluto.12 «H ay un arte que controla todas estas [otras] artes. Se ocupa de las leyes y todo lo que corresponde a la vida de la comunidad. Con per­ fecta habilidad, lo incorpora todo a su tejido único. Es un arte uni­ versal, y por eso le damos un nombre de alcance universal; un nom­ bre que, en mi opinión, corresponde a este arte y solo a él; el nombre de “ Arte de gobernar” » .13 11 Statesman y & 258c. H e utilizado la traducción de J. B. Skemp, publicada por la Yale University Press, N ew Haven, 1952. Todas las traducciones del Statesman corresponden a esta edición. H ay un intento anterior de definir al estadista en Gorgias,& 452-53, 12 Statesman, 27 6b; Republic ,*% IV , 427. 13 Statesman y 305c.

42

i

En estas observaciones se encuentran también indicios de una idea que Platón elaboró plenamente en La República *** y más tarde en Las leyes/* y que dejó marcado para siempre su genio en la natura­ leza de la filosofía política. Dicha idea puede ser expuesta en términos sencillos: enseñó a los autores posteriores a pensar en la sociedad po­ lítica com o un todo coherente, interconectado; fue el primero que consideró la sociedad política en conjunto, com o un «sistema» de funciones interrelacionadas, una estructura ordenadá. A nosotros, edu­ cados para pensar en términos de análisis estructural-funcionales, esto nos parece ahora un lugar tan común, que se nos puede escapar el ver­ tiginoso adelanto representado por esta intuición de Platón. Antes de él, sin embargo, los autores se ocupaban solamente de aspectos fragmentarios de la sociedad política, quizá concentrándose en las cualidades necesarias para un gobernante, o en las obligaciones del ciudadano. La reflexión política no había llegado aún al nivel de conceptualizar las instituciones, procedimientos y actividades políticas com o un sistema que dependía de la ejecución de funciones o tareas determinadas. Platón fue, en resumen, el primero en describir la so­ ciedad política com o un sistema de roles específicos o diferenciados. Cada rol, ya fuera de filósofo-estadista, auxiliar o productor, represen­ taba una función necesaria; cada uno éra definido en términos de su contribución al mantenimiento del conjunto de la sociedad; cada uno entrañaba derechos, deberes y expectativas que proporcionaban guías y orientaciones nítidas para la conducta humana, y definían el lugar destinado al individuo dentro del sistema. La armonización e integra­ ción de estos roles hacía de la sociedad política un todo operativo e interdependiente. Mantenerlo exigía delimitar nítidamente las tres cla­ ses de la comunidad, entrenar con cuidado a cada integrante en su habilidad especializada y, sobre todo, restringir al individuo a una sola función: no debía haber confusión de roles ni identidades borrosas. Desde Platón en adelante, una de las características de la filosofía política fue su enfoque de la sociedad política com o un sistema en funcionamiento. Tal vez Platón haya exagerado las posibilidades de que una sociedad lograra la unidad sistemática, pero la grandeza de su aporte consistió en ¡señalar que, para pensar de m odo verdaderamente político, era necesário considerar la sociedad com o un todo siste­ mático. Aunque Platón insistió en la identidad especial del orden político, puso igual énfasis en negar su autonomía o aislamiento moral. « Y los filósofos nos dicen, Cálleles, que la comunión y la amistad, la tranquilidad, la templanza y la justicia unen el cielo y la tierra, los hombres y los dioses, y que, por consiguiente, se llama a este uni­ verso Cosmos u orden, nó desorden ni desgobierno».14 Utilizando en El político el famoso mito de la Era de Kronos, Platón puso de relieve su «convicción de que el orden político debía ser visto com o parte de un universo significativo y moral. A l mismo tiempo, sin embargo, utilizó este mito para destacar la especificidad del orden 14 Gorgias, trad. por Jowett, 508.

43

T político efectuando serias advertencias contra una confusión del orden político con el divino. Durante la Era de Kronos, «D ios era gober­ nante supremo, y estaba a cargo de la rotación del universo en su con­ junto, pero también divino, y de modo similar, era el gobierno de sus diversas regiones, ya que todas estas se hallaban divididas para ser provincias vigiladas por deidades tutelares».15 Pero con la dramática inversión del ciclo cósmico «hay una era en la cual el mismo Dios ayuda al universo en su trayecto, y lo guía ( . . . ) también hay una era en la cual abandona este control»— 16 el poder divino había sol­ tado los hilos conductores que controlaban los asuntos humanos, de­ jando a los hombres librados, en gran medida, a sus propios medios. El orden político tomó forma e identidad recién al atenuarse la con ­ ducción divina. «Cuando Dios era Pastor, no había constituciones po­ líticas . . ,».17 Sin embargo, esta aparente separación de lo político respecto de \o divino era un mero preludio al intento platónico de recuperar el prin­ cipio divino. A tal fin elaboró una alianza entre el principio divino, representado por la sabiduría filosófica, y el ejercicio del arte político: «Cuando el poder supremo en el hombre coincide con la más grande sabiduría y templanza, surgen las mejores leyes y la mejor constitu­ ción; pero no de otro m od o».18

II. Filosofía y sociedad Esto nos lleva al centro de la concepción platónica de la filosofía po­ lítica. Las ideas de Platón ofrecen el primer reflejo pleno de la dra­ mática confrontación entre la visión Ordenadora de la filosofía po­ lítica, y los fenómenos de la actividad política. El arte de gobernar nunca fue revestido de mayor dignidad: «¿Q u é arte es el más difícil de aprender?^ Pero ¿qué arte es más importante para nosotros?».19 Nunca han sido expuestas de modo más vasto las pretensiones de la filosofía política: esta «n o isolo protegerá las vidas de los súbditos, sino que también reformará sus caracteres, en la medida en que la naturaleza humana lo permita».20 Y nunca se ha insistido con más vigor en que el lugar adecuado de la filosofía política debería estar en el trono del poder político: « . . . la raza humana no verá mejores días hasta que el linaje de quienes siguen correcta y genuinamente la filosofía obtenga autoridad política, o hasta que los miembros de la clase que posee el control político sean conducidos, por algún favor de la Providencia, a convertirse en verdaderos filósofos».21 15 Statesman, 21Id. 16 Ibid.y 269C. 17 Ibid.y 212A. 18 LawSyA trad. por Jowett, 712A. 19 Statesman, 29 2d. 20 Ibid.y 291b. 21 Epistle VIIy *** en L. A . Post, Thirteen epistles of Flato, O xford: Clarendon Press, 1925, 326a-b.

44

¡ < *

!

Para que la filosofía política cumpliera esta función arquitectónica, sin embargo, era necesario aceptar antes dos premisas acerca de la ín­ dole de la actividad política. Toda la gama de fenómenos políticos debe ser considerada plenamente comprensible para la mente humana, y maleable para el arte humano. N o debe haber dudas — como las expresadas por Santayana— en cuanto a la sensatez del intento de «inmovilizar este mundo descabellado en una terminología cerebral».22 Si existía una verdadera pauta para toda la vida de la comunidad, y si la filosofía política poseía la auténtica ciencia capaz de trasformar un sistema político enfermo en algo bello y saludable, se debe su­ poner que los conceptos y categorías de la filosofía podían englobar y penetrar todos los diversos aspectos de los fenómenos políticos y so­ ciales. De modo similar, si se aseguraba que el orden político era moldeable por una verdad eterna mediante la ciencia fundamental de la filosofía política, los materiales componentes de tal orden debían ser sumamente dúctiles, para la impresión del diseño adecuado. Así se estableció, desde los comienzos mismos de la filosofía política, uña dualidad entre la función de dar forma del pensamiento político, y la de recibir forma la «materia» política. Como todo verdadero conocimiento, el conocimiento político era esencialmente una ciencia del orden, que dilucidaba la relación adecuada entre los hombres, in> dicaba los orígenes del mal en la comunidad y prescribía el modelo que dominaba sobre todo. Se encaminaba, no a describir fenómenos políticos, sino a trasfigurarlos la la luz de una visión del Bien. Las dos palabras — eidon e idea— que Platón utilizó para representar los objetos eternos del conocimiento, se enraizaban una y otra en el significado de «visión». Esto tenía com o efecto impartir una cualidad proyectiva a la filosofía política. Mediante un acto de pensamiento, el filósofo político procuraba proyectar, en el tiempo futuro, un orden más perfecto. «Tratándose de un plan para el futuro ( . . . ) quien ex­ hibe el modelo sobre el cual debería moldearse una iniciativa no debe disminuir nada de la excelencia perfecta y la verdad absoluta . . ,».23 En el centro dé la tarea emprendida por la teoría política había, en consecuencia, un elemento imaginativo, una visión ordenadora de qué debía ser y en qué debía convertirse el sistema político. En siglos posteriores, otros pensadores políticos, com o Hobbes y Comte, recu­ rrieron a este concepto del pensamiento como agente ordenador de la vida política, pero nadie superó a Platón en su insistencia respecto de la urgencia moral y la importancia decisiva de la visión política: «N o puede haber discusión en cuanto a si es necesario que el que debe vigilar algo tenga vista penetrante o sea ciego. ¿Y acaso no es precisamente ceguera la situación de los hombres totalmente apartados del conocimiento de toda realidad, que no tienen en su alma un pa­ radigma nítido de la verdad perfecta al cual pudieran estudiar en 22 Three philosophical poets , Cambridge: Harvard University Press, 1944, pág 139. Véanse también las observaciones de Sorel, en este mismo sentido, en Réflexions sur la violence, *** París: Rivière, 10? ed., 1946, págs. 208-12. Com­ párese con Platón, Sophist,& 235C. 23 The Laws of Plato, trad. al inglés por A . E. Taylor, Londres: Dent, 1934, V , 746; Republic , V I , 503.

45

detalle y remitirse a él constantemente, como un pintor observa su modelo, antes de pasar a encarnar conceptos de justicia, honor y bon­ dad en instituciones terrenas o ( . . . ) preservar esas instituciones tal como ya existen?».24 Según se halla elaborado en el pensamiento de Platón,, el elemento de imaginación nunca estuvo destinado a ser un ejercicio de construí ción de utopías. Muchos «diálogos de Platón se distinguen por su espí­ ritu burlón, en esos momentos en que parece asombrarse ante su propia audacia; en el extremo opuesto hay fragmentos cargados de desencanto: sin embargo, ninguno de estos estados de ánimo alteró su convicción básica de que los hombres podían lograr una unión entre verdad y práctica, p s cierto que, al final de su vida, desesperó de ver afirmarse en una sociedad concreta el sistema político ideal; sin embargo, siguió insistiendo en que no podía haber un perfecciona­ miento decisivo de los sistemas políticos existentes si los hombres no tenían una pauta ideal a la cual aspirar. El conocimiento político de lo mejor seguía siendo absolutamente esencial para que los hombres pudieran compartir aun esa exigua participación en la realidad que los dioses permitían.25 Los defectos del orden existencia! de las cosas no destruían la aspiración de la filosofía política a ser una tarea severa­ mente práctica de la mayor seriedad. La ciencia política era «el con o­ cimiento mediante el cual debemos hacer buenos a otros hombres» 26 Su ministerio residía, en definitiva, en el alma humana. Como dijo Samuel Butler, el arte de gobernar era un «arte de almas», y el verda­ dero gobernante, un arquitecto de almas. Sin embargo, la tarea de moldear almas no sería cumplida por el gobernante actuando directamente sobre la psique humana. El pro­ blema esencial era establecer las influencias adecuadas y el medio más propicio para que el alma pudiera ser atraída hacia el Bien. A diferen­ cia de algunos pensadores cristianos posteriores, Platón nunca creyó que el alma pudiera ser perfeccionada desafiando los ordenamientos políticos y sociales ambientes. En una sociedad donde se alentaba la ambición desnuda, el ansia adquisitiva y la astucia, ni siquiera los mejores caracteres podían quedar libres de corrupción.27 La regenera­ ción era, com o su opuesto, un proceso social, y el conocimiento polí­ tico salvador debía tener alcances tan vastos como la vida misma de la comunidad. De esto se desprendía también que la esfera del arte político era coextensa con todas las influencias -^públicas y priva­ das— que influían en el carácter humano 28 La creación de una sociedad ordenada de m odo justo prometía la solu24 The Republtc of Plato , trad. al inglés por F. M . Cornford, Londres: O xford University Press, 1945, V I, 484 (todas las traducciones de Republtc corres­ ponden a esta ed ición ); Latos, X I I , 962. 25 Latos, I, 644, E-645. 26 Euthydemus,& trad. al inglés por Jowett, 292 B-C; Latos, V I , 771. La índole seria de la filosofía política ha sido bien planteada por L. Strauss, Na­ tural right and bistory, Chicago: University o f Chicago Press, 1953, pág. 120 y sigs. 27 Statesman, 291 b\ Latos, I, 650. 28 Republtc, V I , 491-96; Latos, V I , 780A ; V I I , 788A, 790A; X , 902-04; X I , 923.

46

ción de otro problema, íntimamente vinculado con los demás objetivos de regeneración moral y estabilidad política. Algunos de los fragmen­ tos más conmovedores del diálogo aparecen cuando Platón reflexiona acerca del hondo antagonismo existente entre filosofía y sociedad. N o se trataba únicamente de que las prácticas de la sociedad se hallaran en contradicción fundamental con las enseñanzas de la filosofía; el verdadero crimen de la sociedad consistía en hacer que una vida dedi­ cada a la filosofía fuera imposible o, en el mejor de los casos, aven­ turada. Dada la forma de las sociedades existentes, vivir de manera filosófica era una invitación al martirio. Cuando el filósofo no era es­ carnecido, era humillado, com o lo fue Platón por el tirano Dionisio; cuando no era humillado, se lo corrompía, com o lo fueron Alcibíades y Critias; cuando no se lo podía corromper, se lo condenaba a muerte, como a Sócrates. En la actualidad, nos basta con sustituir filósofo por «intelectual» para tener un documento eterno que describe la suerte del intelectual en la sociedad: rechazado, seducido, nunca plenamente aceptado; una figura solitaria, comparada por Platón con un peregrino que se refugia de la tempestad junto a un muro, «contentándose con poder mantener las manos limpias de iniquidad mientras dura su vida . . ,».29 En la teoría política de Platón, lograr un mundo seguro para la filosofía era una motivación tan importante como reformar la sociedad y perfeccionar moralmente a sus miembros. En verdad, estos tres objetivos se entrelazaban. En efecto; si los rasgos de la so­ ciedad platónica parecen ásperos, y si muchos de sus miembros pa­ recen atrofiados en su estatura moral e intelectual, esto no era la ven­ ganza de un intelectual que acaricia las heridas que la sociedad le ha infligido. Todo esto resultaba ,de la profunda convicción de que un mundo de razón gobernado por la filosofía sería la salvación, no solo de los filósofos y la filosofía, sino de todos sus integrantes. El destino de la filosofía y el de la humanidad se hallaban tan íntimamente li­ gados com o el de los mellizos de Hipócrates, que medraban y sufrían com o si hubieran sido uno solo. Una ciudad acogedora para la filoso­ fía sería, ipso facto, una ciudad que siguiera el principio de la virtud y desarrollara lo mejor en sus miembros. En las censuras de Plafón contra las sociedades existentes, así com o en sus planes de regeneración política, subyacía la premisa común de que todo sistema político, bueno o malo, era producto directo de las creen­ cias sostenidas por sus miembros. Según Platón, esta convicción acer­ ca de la función soberana de las creencias era confirmada por la actúa ción de los sofistas en la actividad política democrática de Atenas. Procurando instruir a los hombres en las técnicas del éxito político, y prometiendo equiparlos para encarar las exigencias de la vida «real», los sofistas estaban afirmando, en realidad, ser poseedores de una for­ ma de verdadero conocimiento. Platón insistía en que este aserto era serio, pues proponía que los hombres reordenaran su conducta de acuerdo con determinadas creencias. De esto se desprendía que los so­ fistas — lo admitieran o no— habían asumido implícitamente una responsabilidad por la estabilidad del orden político y una responsa­ bilidad por el alma humana. Sin embargo, la superficialidad de sus 29 Republic, V I , 496D.

47

enseñanzas no condujo isino a la confusión, tanto en la ciudad como en el alma.30 Más exactamente, había existido desorden en la ciudad y en las vidas de los ciudadanos porque los sofistas, en ambos casos, no enseñaban conocimiento, sino mera «opinión» ( doxa). Si bien esta experiencia había sido desastrosa, atestiguaba, no obstante, la im­ portancia suprema de las creencias. Platón razonaba que, si el poder, d éla mera opinión podía ocasionar tanto daño, una creencia verdadera podía actuar con el mismo vigor en sentido opuesto. Esto proporcio­ naba respaldo adicional a la formulación según la cual la filosofía política era una tarea muy urgente y práctica. La creencia de Platón en el .carácter práctico de la filosofía política tuvo su expresión clásica en el aforismo acerca de la necesidad de que los gobernadores fueran filósofos, o los filósofos, gobernantes. En el diálogo El político, sin embargo, aparece una afirmación más notable aún: la de que el filósofo político merecía el título de «estadista» aunque nunca llegara a poseer el poder político real.31 Desde cierto ángulo, se podía interpretar en esto que la distinción básica se plantea­ ba entre quienes eran dueños del verdadero conocimiento político y quienes — como los sofistas y los «políticos»— solo poseían un falso conocimiento. Pero, considerándolo desde otro ángulo, Platón decía algo mucho más importante acerca de la naturaleza de Ja filosofía política. Captar la verdadera idea de la teoría política era alcanzar una posición intelectual donde el caos de la vida política había sido re­ modelado por la visión informadora del Bien.323En virtud del poder trasformador de la teoría* política, el filósofo ya había llevado a cabo, en el pensamiento, lo que el gobernante aún tenía que cumplir en la práctica: había remediado todos los males de la comunidad, ordenán­ dola de acuerdo con un modelo de perfección. En consecuencia, si el drama de la trasformación política ya había sido representado pre­ viamente en el plano mental, y si el filósofo poseía el conocimiento que permitiría representarlo en la vida política real, la alianza plató­ nica entre filosofía y poder político surge bajo otra luz. El filósofo que adquiría poder o el gobernante que adquiría filosofía no simboli­ zaban una unión de términos opuestos, sino una fusión de dos tipos de poder, una conjunción de complementos. La forma perfecta del poder político debía ser lograda mediante una combinación de los dos: el poder del pensamiento prescribía el modelo adecuado y el poder del gobernante lo ponía en práctica. Se negaba, en cambio, que las órdenes del tirano o las artes persuasivas del retórico político fue­ ran verdaderas formas de poder. Un poder, por definición, debía aportar algún bien a su poseedor, pero esto solo ocurría cuando aquel tenía un verdadero conocimiento de lo bueno y lo justo, hacia el cual orientar su poder.83 Ahora bien; en la filosofía de Platón, el conocimiento verdadero ex­ 30 EuthydemuSj 305B-306D. 31 Statesman, 295a-b, 293 a. 32 Este aspecto deL pensamiento de Platón fue captado por Nietzsche. Véase el comentario citado en H . J. Blackham, Six existentialist tbinkers, Londres; Routledge, 1932, pág. 24. Con respecto a la opinión de Platón, según la cual la filosofía era una ciencia totalmente ordenadora, véase Republic, 53 lD , 534 E; Sophist, 227B. 33 Gorgias, 466-70.

48

hibía ciertas características generales, que ejercieron profunda influen­ cia sobre las categorías que asignaba al pensamiento político. Estas características se resumían en su concepción de la índole del modelo verdadero: «Guando el artesano hace algo observando aquello que no cambia y utilizando un modelo de esa descripción para plasmar la forma y calidad de su labor, todo lo que logre de este modo será bueno, pero no lo será si observa algo que ha llegado a ser y utiliza un modelo engendrado».34 Así, el conocimiento genuino era derivado del ámbito estable de las Formas inmateriales.35 El mundo del sen­ tido y la materia, en cambio, era un mundo en movimiento, siempre en flujo, que, en consecuencia, no podía elevarse del nivel de la «op i­ nión» al del conocimiento; era un mundo colmado de semiverdades exasperadamente esquivas, y percepciones deformadas. Cada uno de estos ámbitos debía ser abordado de m odo diferente, ya que cada uno poseía su propio conjunto de categorías. En uno de los casos, las ca­ tegorías se adecuaban a expresar certidumbre, reposo, permanencia y una objetividad no afectada por los caprichos del gusto humano; por su parte, el mundo sensible debía ser comprendido mediante cate­ gorías adaptadas a su naturaleza: categorías de incértidumbre, ines­ tabilidad, cambio y variedad. Podríamos denominar a las categorías que describen a las Formas, «categorías de válor», y a las que se re­ lacionan con el mundo de lá percepción sensorial, «categorías de des­ valor». Trasladadas a la teoría política, las categorías de desvalor eran, al mismo tiempo, descriptivas y evaluativas del mundo existencial de la actividad política, mientras que las categorías de valor indicaban lo que podía llegar a ser ese mundo, guiado por la filosofía. Estabilidad* atemporalidad, armonía, belleza, medida y simetría: todas estas cate­ gorías derivadas de la naturaleza de las Formas debían ser ángulos de visión, moldes para captar fenómenos y reducirlos a la forma adecua­ da. De tal modo, la inmutabilidad de las Formas — «ser siempre las mismas, constantes y perdurables, es producto solamente de las cosas más diversas»— 36 era expresada en la categoría política de estabilidad, y su resultado final era el principio ide que «cualquier cambio, salvo respecto del mal, es lo más peligroso».37 Además, dado que el conoci­ miento de las Formas representaba una intuición de la belleza eterna, el orden político debía ser trasformado a la luz de las categorías esté­ ticas: «el verdadero legislador, sólo aspira a lo que siempre posee alguna belleza eterna . . ,».38 Y como último ejemplo, la perfecta uni­ 34 Plato*s cosmology ; the Timaeus of Plato, trad. al inglés por F. M . Cornford, Nueva Y ork : The Library o f Liberal Arts, n- 101, 1957, 28 a-b. Reimpreso con autorización de los editores. 35 Véase el examen general en F. M . Cornford, Plato*s theory of knowledge , Nueva Y ork : Humanities Press, 1951; Sir D . Ross, Plato*s theory of ideas, (O x fo rd : Clarendon Press, 2a. ed., 1951), que subraya los cambios en el pen­ samiento de Platón acerca de este tema. Para un análisis crítico, véase K. R. Popper, The open society and its enemies, *** Londres: Routledge, 1945, vol. I, especialmente los caps. 3-4, y para una respuesta a Popper, véase R. B. Levinson, In defense of Plato , Cambridge: Harvard University Press, 1953, págs. 18, 454, 522, 595-96, 627-29. 36 Statesman, 269 d; Theaetetus ,*** 181B-183C; Philehus,*** 61E. 37 Lawsf V I I , 797, también V I, 772; V I I I , 846. 38 Laws, trad. por Jowett, IV , 706.

49

dad y armonía demostradas por las Formas tenían sús equivalentes políticos en la obsesiva preocupación de Platón respecto de la unidad y cohesión de la ciudad: «¿A caso el peor mal para un Estado no surge de cualquier cosa que procura despedazarlo yy destruir su unidad, mientras nada lo beneficia más que lo que tiende a unirlo y hacerlo uno? ( . . . ) Y ¿acaso no une a los ciudadanos el compartir los mismos placeres y dolores, alegrán­ dose o apenándose todos en las mismas ocasiones de beneficio o pér­ dida; mientras que el vínculo se rompe cuando tales sentimientos ya no son universales, sino que cada suceso de interés personal o público llena a unos de alegría y a otros de inquietud?».39

III. Política y arquitectura Aunque habitualmente se ha visto en Platón al arquetipo del pensador político que tiene los pies bien afirmados en las nubes, el reconoci­ miento de la «actividad política» fue índice de su vigoroso espíritu empírico. En este aspecto, hablaba directamente a la experiencia po­ lítica griega. Conflicto y cambio, revolución y facción, el vertiginoso ciclo de las formas gubernamentales, no fueron invento de la fanta­ sía filosófica, sino materia prima de la historia política ateniense. Además, la dimensión de la «actividád política» había sido ampliada al establecerse, durante el siglo v a. C., instituciones y prácticas demo­ cráticas. A l adjudicarse a nuevos grupos los privilegios de ciudadanía, que incluían el derecho a deliberar en las asambleas públicas y tribu­ nales, se ensanchó el círculo de la participación política, haciéndose así más generalizado el elemento de la «actividad política». Apareció en consecuencia el «político», el hábil manipulador que obtenía poder a partir de las quejas, resentimientos y ambiciones que enconaban a la comunidád. Con él llegaron los sofistas, lógicos acompañantes de la participación democrática, que prometían instruir a los hombres en el arte de la persuasión política.40 La intensidad de la lucha de las facciones, el conflicto entre clases so­ ciales y la pérdida de confianza en los valores tradicionales habían actuado creando una situación en la que el orden político parecía tambalear constantemente al borde de la autodestrucción. «Después de una disputa en procura de cargos, el bando victorioso absorbe tan completamente la conducción de la cosa pública ( . . . ) que no se deja nada a los vencidos, ni siquiera a sus descendientes; cada partido vigila al otro, en celoso temor de una insurrección ( . . . ) Tales sociedades ( . . . ) no son Estados constitucionales ( . . . ) decimos que los hombres que están a favor de un partido no son ciudada­ 39 Republic, V , 461. 40 Sobre los sofistas, véase W . Jaeger, Paideia, op. c i t vol. I, págs. 286-331. M . Untersteiner, The Sophists, trad. al inglés por K , Freeman, O xford: Blackwell, 1954.

50

nos, sino faccionarios, y que sus pretendidos derechos son palabras vacías».41 En esta competencia por el poder, hecha de ambiciones rivales e inte­ reses opuestos, residía el factor perturbador de la «actividad política», la fuente de la inestabilidad y el cambio, y el inevitable producto de una situación que permitía a las formas y relaciones políticas florecer con un mínimo de orientación preconcebida y un máximo de espon­ taneidad. El predominio de actividad política había disuelto la vida política en un «rem olino», un «movimiento incesante de corrientes cambiantes».424 3 Para Platón, el fluir de la vida política era síntoma de un sistema po­ lítico enfermo; la espontaneidad, diversidad y turbulencia de la de­ mocracia ateniense, una contradicción a todo canon de orden. El or­ den era producto de la subordinación de lo inferior a lo superior, al dominio de la sabiduría sobre la ambición desnuda, y del conocimiento sobre el apetito. En los sistemas políticos existentes, sin embargo, un grupo gobernante basaría sus credenciales para gobernar en cualquier cosa — en la cuna, la riqueza o el derecho democrático— menos en la sabiduría. El mundo de la actividad política violaba a cada rato los dictados del mundo de las Formas. Mientras que el mundo de las Formas señalaba el triunfo del Ser inmutable sobre el flujo del De­ venir — la naturaleza inmutable del Bien sobre el cambiante mundo de las apariencias— la práctica política real estaba plagada de constan­ tes innovaciones a medida que primero una clase, luego otra, chapu­ ceaban con la constitución, alterando esto, modificando aquello, pero sin establecer nunca las disposiciones básicas sobre un cimiento es­ table. Además, mientras que el ámbito de las Formas atestiguaba una verdad de majestuosa sencillez que existía con independencia de los gustos y deseos humanos, la vida política seguía una frenética trayec­ toria de una «opinión» a otra, probando primero una, luego otra for­ ma de vida, sin hallar descanso sino en un escepticismo respecto de todos los valores políticos. Mientras que la Idea del Bien enseñaba la necesidad de una mezcla armoniosa sin tachas de facciones 48 — ne­ cesidad que reaparecía jen el imperativo según el cual el mejor sistema político era el que aseguraba felicidad para todos, y no beneficios desproporcionados para una parte— , los regímenes existentes eran desgarrados por acerbas luchas entre grupos y clases, porque cada uno se esforzaba por imponer su provecho particular.44 Mientras que el verdadero modelo era un plan de belleza, un todo donde cada parte se adaptaba a la simetría y era suavizada por la templanza — caracterís­ ticas que apuntaban a la conclusión de que «un Estado puede alcanzar la felicidad recién cuando sus lincamientos son trazados por un artista que trabaja según un modelo divino»— ,45 las instituciones políticas 41 Lawsy trad. por Taylor, IV , 715. 42 Epistle V I I , 32 5e. 43 Philebus, 63e-64a. 44 Republic , IV , 421; V , 465; Laws, IV , 715; X , 902-04; X I , 925. Estos pasajes deben ser comparados con la exposición de Platón sobre la naturaleza de las formas en Philebus, 65A ; Gorgias, 474; Timaeus, 31C. 45 Republic , V I , 500.

51

reales eran desfiguradas por una fealdad y distorsión que cambiaban permanentemente a medida que los sucesivos grupos gobernantes in­ clinaban la balanza en su favor. Mientras que en el mundo de las Formas no había sino movimiento regular y ordenado, la condición p o­ lítica se caracterizaba por movimientos al azar que iban hacia uno u otro lado según que la energía desordenada de los demagogos y revo­ lucionarios dominara a la polis, o que la tolerante democracia otorgara a sus ciudadanos una libertad ilimitada para que siguieran sus propiafc preferencias. Como una especie de antítesis permanente al mundo de las Formas, el mundo de la actividad política atestiguaba cóm o era la vida cuando no estaba redimida por esa visión que «todo lo ilumina».46 Sin una vi­ sión del Bien que los iluminara, los miembros de una comunidad se hallaban condenados a vivir en una caverna de ilusiones, siguiendo vanamente imágenes distorsionadas de la realidad y empujados sin ce­ sar por deseos irracionales. .Una vida sin una perspectiva de esta es­ pecie suscitaba, además, luchas que arruinaban a la comunidad, ya que «todo va mal cuando, hambrientos por la carencia de algo bueno en sus propias vidas, los hombres recurren al interés público en la esperanza ae lograr allí la felicidad que ansian. Emprenden la lucha por el poder, y sus conflictos los arruinan, tanto a ellos com o a su país».47 Lejos de ser un mundo «real», las sociedades políticas se de­ senvuelven en un ámbito indistinto, un mundo onírico «donde los hombres viven disputando por sombras y combatiéndose por el po­ der, como si este fuera un botín codiciable . . ,».48 Aquí debemos detenernos para examinar algunas implicaciones del razonamiento platónico. En particular, debemos preguntar: ¿Qué sig­ nificados adjudica a la «actividad política» y a «lo político»? Resu­ miendo, Platón interpretó que la filosofía política significaba conoci­ miento respecto de la vida buena en el plano público, y que gobierno político era la correcta administración de los intereses públicos de la comunidad. Se puede discutir la definición que daba Platón de la vida buena y su concepción del arte de gobernar, pero resulta difícil negar que demostró una segura intuición de que lo político — ya sea filoso­ fía o gobierno— se relaciona con lo que es público en la vida de una sociedad. En cambio, no se puede decir lo mismo acerca de su concep­ ción de la «actividad política». En gran medida, Platón entendió «actividad política» en el sentido en que utilicé antes este término. Advirtiendo la lucha por ventajas competitivas, el problema de distri­ buir lo bueno de la vida entre los diversos grupos de la sociedad, y la inestabilidad originada en las relaciones sociales y económicas cam­ biantes entre sus integrantes, decidió abordar estos fenómenos como síntomas de una sociedad enferma, como el problema con el cual de­ bían enfrentarse la filosofía política y el arte político. Tanto la filoso­ fía política como el gobierno tenían como objetivo crear la buena so­ ciedad; la «actividad política» era perversa; por consiguiente, la filo­ sofía y el gobierno tenían por misión librar a la comunidad de la acti­ vidad política. La concepción platónica de la filosofía política y el go­ 46 íbid., V I I , 540. 47 Ibid., V I I , 521. 48 Ibid., V I I , 520.

52

bierno se basaba así en una paradoja: tanto la ciencia com o el arte de crear orden debían prometer eterna hostilidad a la actividad política, en otras palabras, a los fenómenos que hacían importantes y necesarios ese arte y esa ciencia. Esta paradoja tenía serias consecuencias para el pensamiento y la acción. Una ciencia enfrentada con su objeto, que in­ tenta liberarse del contexto específico en que los problemas de dicha ciencia toman forma, es un instrumento inadecuado para la compren­ sión teórica. D e m odo similar, una acción planeada para extirpar las que son circunstancias inevitables de la existencia social tendrá que recurrir a los duros métodos que el mismo Platón admitía a regaña­ dientes com o necesarios. Estas críticas sugieren que la debilidad fun­ damental de la filosofía platónica consistía en n o lograr establecer una relación satisfactoria entre la idea de lo político y la idea de la activi­ dad política. La cuestión no es cóm o lo uno puede eliminar a lo otro, sino cóm o lograr el necesario conocimiento de la actividad política que nos permita actuar sabiamente en un contexto de conflicto, ambi­ güedad ;y cambio. A este respecto, la fascinación de Platón respecto del arte de la medi­ cina conduce a una analogía engañosa: el cuerpo político no experi­ menta «enfermedades», sino conflicto; no lo acometen bacterias dañi­ nas, sino individuos con esperanzas, ambiciones y temores que a me­ nudo contradicen los planes de otros individuos; su finalidad no es la «saluda, sino la búsqueda infinita de un cimiento capaz de sostener la masa de contradicciones presentes en la sociedad. Si no se conserva el contexto político específico, la teoría política tiende a disolverse en interrogantes más vastos, tales como la naturaleza del Bien, el destino último del hombre o el problema de la conducta justa, perdiendo así contacto con las cuestiones esencialmente políticas que son su objeto propio; la naturaleza de la ética política, vale decir, la conducta justa en una situación política, o el problema de. la índole de los bienes que son posibles en una comunidad política y que se pueden lograr me­ diante la acción política. De manera semejante, descuidar el contexto político tiende ja producir un tipo peligroso de arte político, especial­ mente si lo motiva el odio a la «actividad política». El arte de gober­ nar se convierte en el arte de imponer. Por otra parte, sería verdade­ ramente político el arte construido con el objeto de resolver conflictos y antagonismos; tomarlos com o materias primas para la tarea creativa de establecer zonas de acuerdo, o bien - —si no se consigue esto— ha­ cer posible una transacción entre las fuerzas rivales, que evite recur­ sos más duros. El arte político tiene como tarea la actividad política conciliatoria; su gama de creatividad es definida y determinada por la necesidad de respaldar las actividades continuas de la comunidad. Su incansable búsqueda de conciliación está inspirada, en el fondo, por la creencia de que el arte de la imposición debería estar limitado a las si­ tuaciones en que no existe otra alternativa. Hay implícito en la actividad política conciliatoria un concepto del orden que difiere profundamente del sostenido por Platón. Si la con­ ciliación es una tarea permanente de quienes gobiernan — y así parece indicarlo la índole de la «actividad política»— , el orden no es un pa­ trón fijo, sino algo semejante a un equilibrio precario, una condición que exige buena voluntad para aceptar soluciones parciales. Para Pla-

53

tón, en cambio, la índole del orden era la de un molde cuya forma correspondía a la de un modelo divino; un concepto que se debía uti­ lizar para fijar la sociedad en una imagen definida. Pero, ¿qué clase de orden podía resultar de una ciencia política dedicada, en gran medida, a erradicar el conflicto; es decir, a eliminar la actividad política? Si el orden sólo podía surgir cuando no había conflicto ni antagonismo, quería decir que el orden así creado renunciaba a su elemento político específico; quizá fuera orden, pero no orden «político». Porque la esencia de un orden «político» es la existencia de un ordenamiento institucional establecido, destinado a tratar de diversas formas las fuer­ zas vitales resultantes de una vida asociada: compensarlas cuando es necesario, permitirles actuar con desenvoltura o reorientarlas y trasfqrmarlas creativamente cuando la ocasión lo permite. Esto no signifiqa que una sociedad no pueda obtener orden por medio de la impo­ sición, sino únicamente que tal sociedad no .es «política». De esta con­ cepción de una sociedad «política» se desprende; también que el arte de la política debe actuar basándose de que el orden es algo a lograrse dentro de una sociedad dada; es decir, entre las diver­ sas fuerzas y grupos de una comunidad. El ideal del orden debe ser moldeado en la conexión más íntima posible con las tendencias exis­ tentes, y atemperado por la sensata comprensión de que ninguna idea política — incluida la idea misma del orden— se cumple jamás plena­ mente, así com o pocos problemas políticos se resuelven alguna vez de m odo irrevocable. Platón, no obstante, estaba convencido de que el ámbito político te­ nía una propensión intrínseca al desorden, y que lo contrario del desor­ den — estabilidad, armonía, unidad y belleza— nunca surgiría del cur­ so normal de los acontecimientos políticos. N o existían de modo inma­ nente dentro de los materiales de la actividad política, sino que debían ser traídos de un «m edio externó:». «La virtud de cada cosa, ya sea cuerpo o alma, instrumento o ser viviente, cuando les es dada de la mejor manera, les llega no por casualidad, sino como resultado del orden, la- verdad y el arte que se les imparte ( . . . ) Y ¿acaso la virtud de cada cosa no depende del orden u ordenamiento?».49 En todas sus facetas de armonía, unidad, medida y belleza, el orden era la creación positiva del arte; y el arte, a su vez, el dominio del conocimiento. El orden político era producido por una visión informadora proveniente de un «m edio externo», del conocimiento del modelo eterno, para moldear a la comunidad sobre un Bien preexistente. La visión exterior tenía importancia decisiva para la distinción estable­ cida por Platón entre el verdadero estadista y el filósofo, por un lado, y el político y el sofista por el otro. En el diálogo titulado Gorgias *** se criticaba severamente a los grandes dirigentes políticos dé Atenas, com o Temístocles, Cimón y Pericles, por haber fracasado en la prueba suprema del arte de gobernar: el perfeccionamiento de la ciudadanía. Platón atribuía la razón de su fracaso, así como la explicación de su poder, a un falso enfoque del arte político. Se habían satisfecho con manipular y utilizar los deseos y ambiciones de los ciudadanos. Nunca se habían arriesgado a perder poder y prestigio tratando de convertir 49 Gorgias, trad. por Jowett, 506.

54

las exigencias y opiniones populares en algo más elevado; tampoco se habían mostrado dispuestos a imponer un sistema político justo, aun­ que impopular. Como resultado, se degradaba no solo la ciudadanía, sino también los dirigentes: «Pero si supones que cualquier hombre te enseñará el arte de llegar a ser grande en la ciudad, sin adaptarte a los usos de la ciudad, para bien o para mal, sólo puedo decirte que te equivocas, Calicles, ya que quien merezca ser un verdadero amigo natural del Demos atenien­ se ( . . . ) debe ser como ellos por naturaleza, y no solo un imitador».50 Por su parte, el verdadero estadista buscaba inspiración, no en la «actividad política», sino en los verdaderos dictados de su arte; no procuraba la astuta combinación de las tendencias políticas existentes, sino su trasformación: «[L o s políticos de la antigua camada] eran sin duda más complacien­ tes que los que viven ahora, y podían gratificar mejor los deseos del Estado; pero en cuanto ajtrasformar estos deseos y no permitirles pre­ dominar, y en cuanto a emplear los poderes con que contaban, ya fue­ ran de persuasión o de fuerza, en el perfeccionamiento de sus conciu­ dadanos, que es el objetivo primordial del verdadero buen ciudada­ no ( . . . ) [n o ] eran superiores ni en un ápice a nuestros estadistas actuales . . .».51 La diferencia decisiva entre el dirigente «dem ocrático» y el gobernan­ te platónico está centrada en el grupo de adeptos ( constituency) que cada uno «representa», o — si esta palabra adolece de asociaciones pos­ teriores— el grupo de adeptos ante el cual cada uno debe responder. El dirigente popular debía su poder a una habilidad para olfatear los estados de ánimo y aspiraciones del populacho, para manipular una amplia diversidad de variables, y para buscar la solución a i hoc. Su grupo de adeptos, en suma, era la comunidad: sus necesidades, exi­ gencias y humores, en la medida en que estos se manifestaban política­ mente. Tenía como «virtudes» agilidad, astucia y capacidad de calcu­ lar la cambiante distribución de las fuerzas políticas en el interior de la comunidad. Surge, inclüso en las páginas hostiles de Platón, como el verdadero hombre «político», el dirigente cuyos problemas eran de­ finidos por las pautas siempre cambiantes de la «actividad política», y cuyo conocimiento es pragmático y empírico, ya que no apunta a se­ guir un principio absoluto, sino a descubrir un método político cuya duración depende de la posición que ocupan las fuerzas políticas en determinado momento. Su actividad política era de reconciliación, a veces del tipo más burdo. Como político, su existencia se hacía posible únicamente en ciertas condiciones: por ejemplo, cuando los hombres se hallaban agotados por ásperos conflictos de principios; o cuando 50 Ibid., 513; Republic , IV , 426. 51 Gorgias, 517. A este respecto, hay una similitud implícita entre la concep­ ción de Platón sobre el poeta y sus críticas a los políticos. C om o estos, el poeta n o posee verdadero conocimiento; por lo tanto, solamente puede reproducir lo que agrada a la multitud. Republic , X , 6 0 2 A

55

habían dejado de creer pág. 305 y referencias allí citadas. 59 D e Clementia, trad. por J. W . Basore, Cambridge: Harvard University Press, 1928, I, i, 2-3. 60 Ibid., I, iv, I. Puede verse la medida en que el emperador se había elevado por encima de la sociedad política en las palabras iniciales del edicto de Diocleciano sobre fijación de precios (303 a. C .): «Es adecuado, por consiguiente, que nosotros, que somos los padres de la raza humana, miremos hacia el fu­ turo a fin de conceder, mediante los remedios de nuestra previsión, un alivio que el género humano ansiaba desde hacía tiempo, pero no podía obtener por si solo»; citado en M . P. Charlesworth, «T h e virtues o f a Román emperor», Proceedings of the Britisb Academy, vol. 23, 1937, págs. 105-33, e»p. pág. 111,

103

mezclado en las mentes de los hombres. De diversas maneras, se hacía discernible la cualidad «política» en la concepción del gobernante, el súbdito y la sociedad. A l mismo tiempo, desde el siglo iv a. C., hasta bien entrada la era cristiana, los hombres pensaron con frecuencia en la Deidad en términos en gran medida políticos. De aquí surgió una situación paradójica en que la naturaleza del gobierno de Dios era interpretado a través de categorías políticas, y el gobernante humano, / a través de categorías religiosas; la monarquía se convirtió en justifi­ cación para el monoteísmo, y este para la monarquía.®1 En el diálogo Octavio, compuesto en el siglo m d. C., por el escritor cristiano Minucio Félix, uno de los interlocutores dice: «Y a que no dudas de qué exista la Providencia, seguramente no creerá que necesitemos averi­ guar si el reino celestial es gobernado por el dominio de uno o por el control de varios». El toque definitivo a estas confusiones de vocabu­ lario fue proporcionado por otro cristiano, Justino Mártir, en su Diálogo, donde el valor de la filosofía era defendido con este comen­ tario: «¿A caso todas las discusiones de los filósofos no se refieren a Dios, y no están siempre haciendo preguntas acerca de su providencia y monarquía?».6 62 1

V I I . D e c a d e n c ia de la filo s o fía p o lít ic a Volviendo la mirada hacia los tipos de especulación política subsi­ guientes a la muerte de Aristóteles, resulta evidente que el carácter apolítico de la vida había sido fielmente descrito, pero sin que sur­ giera ninguna filosofía verdaderamente política. Lo que pasaba por pensamiento político había sido, a menudo, radicalmente apolítico; se había buscado el significado de la existencia política sólo para que los hombres pudieran escapar de él con más facilidad. N o se trataba de que las filosofías helenísticas hubieran criticado las sociedades po­ líticas existentes, ni siquiera de que hubieran encaminado su pensa­ miento hacia una sociedad trascendente, sino de que habían reaccio­ nado ante el surgimiento de sociedades impersonales en gran escala proyectando el retrato de una sociedad sin límite discernible alguno. En apariencia, la declinación de la polis como centro nuclear de la exis­ tencia humana había privado al pensamiento político de su núcleo bá61 Ibid., pág. 121. El entremezclamiento de temas políticos y religiosos es exa­ minado a fondo en los siguientes trabajos: M . P. Nilsson, Greek piety, trad. al inglés por H J. Rose, O xford: Clarendon Press, 1948, págs. 85, 118-24; E. Peterson, «D er Monotheismus als politisches Problem », en Theologische Trak­ tate, Munich: Hochland-Bücherei, 1951, pág. 52 y sigs.; E. Barker, From Ale­ xander op. dt., parte I I I , cap. 3; E R. G oodenough, passim; L. Delatte, passim; M . P. Charlesworth puso de relieve los preparativos griegos para los posteriores cultos romanos del gobernante en «Som e observations on ruler-cult especially in R om e», Harvard Theological Review, vol. 28, 1935, págs. 5-44; también es interesante «Providentia and Aeternitas», por el mismo autor, ibid, vol. 29, 1936, págs. 103-32. Los tratados, On monarchy, de D ión Crisóstomo y el Panegyric on Trajan,A de Plinio el Joven, están llenos de pasajes pertinentes. 62 Citado en M . P. Charlesworth, «T h e virtues o f a Roman em peror», op. cit pág. 121.

...,

.,

104

sico de análisis, que aquel no pudo sustituir. Sin la polis, la filosofía política había quedado reducida a la condición de un objeto de estu­ dio en busca del contexto pertinente. En lugar de redefinir las nuevas sociedades en términos políticos, la filosofía política se trasformó en una especie de filosofía moral, dirigida no a tal o cual ciudad, sino a toda la humanidad. Cuando Eratóstenes aconsejaba a Alejandro que no tuviera en cuenta la distinción establecida por Aristóteles entre griegos y bárbaros, para gobernar en cambio dividiendo a los hombres en «buenos» y '«malos», esto marcó no solo un paso hacia una con­ cepción de la igualdad racial, sino una etapa en la decadencia de la filosofía política. La distinción aristotélica había sido derivada de un juicio esencialmente político sobre la competencia de los griegos para asumir responsabilidades políticas. Observaba Aristóteles: «L os pueblos nordeuropeos han conservado su libertad, pero sin de­ mostrar capacidad alguna para el desarrollo político, ni para gobernar a otros. Los asiáticos adolecían de un espíritu servil; por eso conti­ nuaron siendo súbditos y esclavos».63 El consejo de Eratóstenes indicaba que el pensamiento político, como la polis misma, había sido reemplazado por algo más vasto, más vago y menos político. Lo «m oral» había invalidado lo «p olítico», porque lo moral-y lo «bueno» habían pasado a ser definidos respecto de lo que trascendía una sociedad determinada, existente en el tiempo y el espacio. El suicidio de Séneca fue el símbolo dramático del colapso de una tradición de la filosofía política que había reemplazado su ele­ mento político por un insípido moralismo.

63 Politics, 1327¿.

4. Principios de la era cristiana: Tiempo y comunidad

«Y a no sois extraños y extranjeros, sino conciudadanos de los san­ tos . . .». «>. . Nuestra nación ya existe para nosotros en el cielo». San Pablo.

I. E l e le m e n to p o lí t ic o en el cristia n ism o p r im it iv o : la n u e v a n o c ió n de c o m u n id a d Los agitados siglos posteriores al establecimiento de la monarquía im­ perial en Roma hallaron más empobrecida que nunca la tradición del pensamiento político occidental. El fracaso había sido total: fracaso en cuanto a encarar las consecuencias de la concentración del poder; fra­ caso en cuanto a indicar métodos y medios de recobrar un sentido de pertenencia participante en la sociedad, y fracaso en cuanto a preser­ var la integridad que distinguía al conocimiento político. Los pensa­ dores helenísticos y romanos se habían esforzado por explicar las nue­ vas magnitudes de la actividad política, la ampliación del espacio, la centralización del poder y el aumento sin precedentes del electorado; pero terminaron por confesar que nó podían ofrecer nuevas construc­ ciones teóricas que fueran políticas e inteligibles al mismo tiempo. El intento de ordenar los fenómenos políticos mediante categorías cos­ mológicas sugiere que, hasta entonces, las recientemente ampliadas magnitudes de la actividad política habían sobíepasado la comprensión política hasta tal punto que solo parecerían pertinentes los conceptos cósmicos. La reconstrucción del pensamiento político resultó ser un proceso lar­ go y arduo, que duró varios siglos y manifestó singulares virajes y vuelcos. Este proceso comenzó en paradoja y concluyó en ironía. Ante la defección de la filosofía, le tocó al cristianismo revivificar el pensa­ miento político. Quizás esto parezca paradójico, teniendo en cuenta la creencia habitual de que el cristianismo, en su fase inicial, profesaba una resuelta indiferencia hacia las cuestiones políticas y sociales, y de que sus partidarios parecían absorbidos por preocupaciones de ultra­ tumba. Concedamos que no es difícil reunir pruebas para demostrar que los cristianos, en los dos primeros siglos, negaban que los asuntos políticos tuviesen importancia alguna con respecto al problema fun­ damental de la existencia humana. Esperanzados com o estaban en que los «últimos días» eran inminentes, ¿qué necesidad tenían de recurrir a la actividad política, si el orden político era parte de un esquema destinado a desaparecer en el Apocalipsis? Había dicho Jesús: «M i

106

reino no es de este mundo ( . . . ) Que quienes andan entre las cosas de este mundo vivan com o si no estuvieran absorbidos por él, ya que la actual apariencia de las cosas es pasajera».1 La orientación apolítica del cristianismo primitivo parecía recibir confirmación adicional por su manera de establecer gradualmente una identidad distinta del ju­ daismo. En efecto, la experiencia religiosa de los judíos había estado fuertemente teñida de elementos políticos; Iglesia y nación habían sido un solo concepto. Los términos del pacto entre Jehová y su pue­ blo elegido habían sido interpretados a menudo com o si prometieran el triunfo de la nación, el establecimiento de un reino político que permitiría a los judíos gobernar sobre el resto del mundo. La figura del mesías, a su vez, aparecía no tanto com o agente de redención, sino com o restauradora del reino davídico.23 * En las enseñanzas del cristia­ nismo primitivo, en cambio, el rechazo del nacionalismo judío — «ni griego ni judío, circuncisión ni incircuncisión»— y la dramática nega­ tiva de Jesús a aceptar el papel de rey-mesías, agregaron coherencia adicional a la afirmación del nuevo movimiento de hallarse por enci­ ma de la actividad política.8 Dadas estas tendencias marcadamente apolíticas, la tesis según la cual la nueva religión contribuyó sustancialmente a la revitalización de la teoría política solo puede ser mantenidá si se adopta un enfoque un tanto heterodoxo. En la mayoría de los análisis del tema se co­ mienza por aceptar de modo literal la afirmación cristiana en el sen­ tido de ser un movimiento políticamente virgen. Esto conduce a una especie de interpretación hegeliana, en la cual los numerosos contactos entre la nueva; secta y el orden político son vistos com o una conver­ gencia dialéctica, donde la tesis puramente política se encuentra con la antítesis puramente religiosa. En este capítulo cuestionaré esta in­ terpretación. La importancia del pensamiento cristiano para la tradi­ ción política occidental reside, no tanto en su actitud ante el orden político, sino primordialmente en su actitud ante el orden religioso. El intento de los cristianos de comprender su propia vida grupa! pro­ porcionó una nueva y muy necesaria fuente de ideas al pensamiento político occidental. El cristianismo tuvo éxito allí donde habían fra­ 1 Juan 18:36; Romanos 12:2; I Corintios 7:31. 2 Daniel 7 :9 , 13, 27. Véase también H . Lietzmann, A bistory of the early church, Londres: Lutterworth Press, 4 vols., 1949-1951, yol. I, pág. 25 y sigs.; R. Bultmann, Primitive christianity tn its contemporary setting, Nueva Y ork: Meridian, 1956, págs. 35-40, 59-93; G . F. M oore, Judaism, Cambridge: Har­ vard University Press, 3 vols., 1927-1930, vol. I, pág. 219 y sigs. 3 Colosenses 3 :1 1 ; Mateo 4:2-11; Galatas 3:28. Véase también J. Lebreton y J. Zeiller, The history of the primitive church, trad. al inglés por E, C. Messinger, Londres: Burns, Oates, and W ashbourne, 4 vols., 1942-1947, vol. I, págs. 42-43. Salmos X V I I contiene una descripción del rey-mesías, junto con marcados elementos de nacionalismo farisaico. Es incluso posible que la des­ politización de la figura del mesías haya contribuido a la reacción judía ante el «escándalo de la Cruz»; para los judíos el Mesías representaba no solo el cum­ plimiento de una promesa religiosa, sino un rey; es decir, una figura política que conduciría al pueblo elegido a la supremacía política. Por eso cuando el autoproclamado Mesías, indefenso y abandonado, fue crucificado por los roma­ nos, a los judíos les resultó difícil identificarlo con el héroe político triunfante de la tradición judía. Véase la explicación en J. Lebreton y J. Zeiller, op. cit.y vol. I, págs. 58-59.

107

casado las filosofías helenística y clásica del último período, porque propuso un ideal de comunidad nuevo y vigoroso, que convocaba a los hombres a una vida de participación significativa. Aunque la natura­ leza de esta comunidad contrastaba vividamente con los ideales clási­ cos, aunque su finalidad última se situaba más allá del tiempo y del espacio, contenía, no obstante, ideales de solidaridad y pertenencia destinados a dejar una marca perdurable — y no siempre para bien— en la tradición occidental de pensamiento político. A l mismo tiempo, el movimiento se trasformó con rapidez en una forma social más com­ plicada que un cuerpo de creyentes unido en el fervor y el misterio; la comunidad mística no tardó en encerrarse en su propia estructura de gobierno. Esto, com o veremos, generó nuevos problemas, igual­ mente pertinentes para el pensamiento político. En estos procesos hubo también ironía. La notable expansión del cristianismo, y la evolución de su compleja vida institucional, fueron acompañadas por una politización de la Iglesia, tanto en su conducta como en su lenguaje, cuyo involuntario efecto fue continuar la educa­ ción política de Occidente. A l perseguir fines religiosos, la conducción de la Iglesia se vio obligada a adoptar modos políticos de conducta y modalidades políticas de pensamiento. La prolongada tradición de ci­ vilidad construida «dentro» de la Iglesia, y que r obró tanto mayor importancia cuanto que aquella actuaba como legatario residual del Imperio Romano, puso a Occidente en deuda eterna, pues la experien­ cia significaba, nada menos, que se preservaban modos políticos de pensar y actuar. La ironía, sin embargo, reside en el hecho de que la Iglesia pagó un preció — una pérdida de vitalidad religiosa— que fue estrictamente exigido durante la Reforma. El debilitamiento de la Iglesia permitió que gobernantes temporales establecieran su liber­ tad de acción y demostraran lo bien que habían aprendido sus lecciones políticas; pero, además, la politización del pensamiento religioso ■— que acompañaba la fusión de la identidad religiosa de la Iglesia en un compuesto político-religioso— abrió camino al desarrollo de un cuerpo autónpmo de teoría política, que una teología comprometida no podía abarcar. Estos procesos tuvieron inicio en un suceso que la teoría política sítele pasar por alto, pero que fue decisivo desde el punto de vista de los cristianos primitivos. El drama de la Crucifixión había sido represen­ tado contra un telón de fondo político; el Señor de los cristianos fue ejecutado por orden de un régimen político.4 Este acto imposibilitó que los cristianos adoptaran una actitud estrictamente neutral respec­ to del orden político. Por añadidura, el complejo punto de vista adop­ tado por el cristiano hacia su propia situación lo obligaba a enfrentar­ se con el orden político. Aunque expresaba desdén por el «m undo», y su convicción acerca de la fugacidad de este era fortalecida por los períodos de persecución romana, su enfoque no era comparable al clá­ sico culto del apartamiento, donde el hombre sabio buscaba una for4 Lucas 13:32-33, y el examen efectuado por O . Cullmann, The State tn the Neu>' Testamenté* Nueva Y ork: Scribner’s, 1956, pág. 24 y sigs. La hostilidad cristiana hacia el estado romano es abordada en A . J. y R. W . Carlyle, A history of mediaeval political theory in the W est , Londres: Blackwood, 6 vols., 19031936, vol. I, págs. 91-97.

108

táleza de inexpugnable virtud que le permitiera resistir los golpes del azar y el destino. Las actitudes políticas del cristiano nacían, en cam­ bio, de tensiones inherentes a la índole de la convocatoria que se le formulaba. Se lo llamaba a luchar por una nueva vida, mientras se hallaba atrapado dentro de la antigua. El resultado era una continua tensión entre las realidades no trasfiguradas de la existencia política y social, y la promesa de «cielos nuevos y una tierra nueva en los cua­ les more la justicia».5 A veces la tensión se quebraba en un éxtasis milenárista, y los hombres cifraban sus esperanzas en «la última hora» que pondría fin a los males e injusticias de la vida política y social.6 Sin embargo, la incertidumbre que rodeaba el segundo advenimiento de Cristo hacía inevitable que los cristianos debieran buscar algún modus vivendi con el mundo de los magistrados, recaudadores de im­ puestos y oficiales de justicia. Una expresión de esto fue la distinción establecida por Pablo entre las obligaciones debidas a la autoridad p o­ lítica y las reservadas a Dios.7 A l exhortar a los cristianos a dar al César lo que le correspondía, Pablo no quiso sugerir que las lealtades cívicas estuvieran totalmente separadas de las religiosas, y que, en consecuencia, el orden político existiera en deslucido aislamiento res­ pecto del resto de la creación divina. La lección de Pablo tuvo signifi­ cación crítica porque situó al orden político dentro de la economía di­ vina, obligando así a los cristianos a enfrentarlo: «Porque por Él fueron creadas todas las cosas que están en los cielos y que están en la tierra, visibles e invisibles; ya sean tronos, dominacio­ nes, principados o potestades: todo fue creado por Él y para É l».8 Pese al intento de Pablo de hacer lugar al orden político en el esque­ ma cristiano, dentro del cristianismo primitivo actuaban fuerzas po­ derosas que impedían una integración total. Persistía un sentimiento de extrañamiento político. El que Pablo haya creído necesario inter­ venir vigorosamente en defensa de la autoridad política — «las autori­ dades que existen han sido ordenadas por Dios ( . . . ) en consecuencia, quien resiste a la autoridad resiste a la disposición de Dios ( . . . ) de donde es menester que estéis sometidos, no solo por temor de la ira, sino también por razones de conciencia»— 9 evidenciaba la honda in­ quietud que existía en las relaciones entre los cristianos y el orden político.10 Esto se explica, en parte, por las dificultades psicológicas que experimentaba una secta hostigada y perseguida en una sociedad hostil. Si los cristianos hubieran sentido una lealtad natural y espon­ tánea hacia sus gobernantes romanos, Pablo no habría tenido que ale­ gar en favor de la obediencia política en un lenguaje tan enfático. 5 I I Pedro 3:13. 6 I Pedro 1:4-13; 4:7-8; Bernabé 15:1-9; ]uan 7 :7 ; 14:17; 16:2; 33; Epístola a los hebreos 1:10; X I : 15-16; Didaché 9-10 (un manual primitivo de instruc­ ción para los conversos cristianos, que probablemente date del siglo I I ) . 7 Romanos xiii. 8 Colosenses 1:16, y el comentario de O . Cullmann, op. cit.y pág. 50 y sigs.; cf. también G . B. Caird, Principalities and powers. A study in Pauline theology , O xford: Clarendon Press, 1956. 9 Romanos 13:1-5. 10 O . Cullmann, op. cit., pág. 50 y sigs.

109

Pero, dejando de lado las explicaciones psicológicas, las presiones po­ líticas ambivalentes propias de un compromiso limitado y un desen­ tendimiento básico pueden ser comprendidas más plenamente en fun­ ción de otros factores. En primer lugar, la actitud política cristiana ex­ presaba la mentalidad de un grupo que se consideraba fuera del orden político. Cualquiera que fuese la frecuencia con que los primeros di­ rigentes cristianos rogaran a los fieles obediencia hacia sus gobernantes políticos, o el vigor con que insistieran en la santidad de las obligacio­ nes políticas, no lograban disipar la impresión de una distancia infran­ queable entre el punto de mira cristiano para las cuestiones políticas y el locus real de estas. « Y que no os conforméis a esté mundo, sino que os trasforméis mediante la renovación de vuestra mente . . .».11 N o se debe entender esta actitud como mera alienación, o expresión de una necesidad insatisfecha de pertenencia. Tampoco se la debe ex­ plicar en términos de los rígidos contrastes establecidos por los cris­ tianos entre bienes eternos y temporales, entre la vida del espíritu ofrecida por el Evangelio y la vida de la carne simbolizada por las relaciones políticas y sociales. Lo fundamental para comprender toda la gama de actitudes políticas cristianas es que estas provinieron de un grupo que ya se consideraba en una sociedad mucho más pura y de fines más elevados: «un linaje escogido, sacerdocio real, gente san­ ta, pueblo singular . . .>.12 Todos estos componentes del complejo político cristiano fueron muy bien ilustrados por el pensamiento de Tertuliano.* En este aparecía el aguzado sentido de separación respecto del orden político: «el he­ cho de que Cristo rechazó un reino terrenal debería bastar para con­ vencerte de que todos los poderes y dignidades profanos son, no sola­ mente ajenos a Dios, sino hostiles a él». Aparecía también la confianza derivada de ser miembro de una sociedad mejor: «Somos un cuerpo unido como tal por una misma profesión religiosa, por una disciplina única y por el vínculo de una esperanza comparti­ da ( . . . ) Tu ciudadanía, tus magistraturas, y el nombre mismo de tu curia, es Iglesia de Cristo ( . . . ) Eres extranjero en este mundo, y ciudadano de la ciudad de Jerusalén, qué está allá arriba».13 A l mismo tiempo, había renuencia a apartarse totalmente, a negar que los cristianos fueran parte de la sociedad «exterior»: «vivimos con vosotros en este mundo; no carecemos de foro, ni de baños públicos, 11 Romanos 12:2. 12 I Pedro 2:9. * Tertuliano ( cir. 160-220 a. C .) ha sido llamado, junto con San Agustín, «el más grande teólogo del período patrístico». Nacido en una familia africana y pagana, recibió una educación jurídica y clásica que dejó en su pensamiento una huella duradera, aun después de su conversión. N o tardó en convertirse en uno de los más eficaces apologistas del cristianismo, durante el período en que este fue perseguido, y fue el primer teólogo cristiano que escribió en latín. Más tarde se unió a los montañistas, una secta rigorista y «entusiasta», y volvió su talento contra la Iglesia. Eventualmente rom pió con el montañismo para formar su propia secta. Pese a su vinculación con herejías, efectuó perdurables contribuciones a las doctrinas trinitaria y cristológica. 13 Apologéticasy 39; De Corona, 13.

110

tabernas, tiendas ( . . . ) y otros sitios de contacto. Además, navega­ mos con vosotros, servimos en vuestros ejércitos, trabajamos con vo­ sotros en el campo, y comerciamos con vosotros».14 Más adelante procuraremos indicar más exactamente la naturaleza «política» de esta comunidad: cóm o llegaron los cristianos a expresar su vida común a través de un vocabulario cada vez más político y cómo la Iglesia — al desarrollar muchos de los atributos y enfrentar muchos de los problemas que se solía considerar específicamente polí­ ticos— llegó a la postre a clasificar su propia vida comunal com o superior de m odo intrínseco a una sociedad política, no meramente se­ gún la pauta obvia de la espiritualidad, sino según criterios políticos y sociales. En otras palabras, la sociedad política sería desafiada en su propio terreno por una sociedad de la Iglesia que se había convertido, como lo expresó Newman, en un «contrarreino». Por ahora, sin em­ bargo, nos interesa solamente subrayar que la comprensión cristiana del orden político exterior — su criterio en cuanto al alcance de los poderes de este, la medida de sus legítimas obligaciones y su utilidad general— no expresaba los anhelos frustrados de algunas almas des­ heredadas en busca de comunidad; representaba, más bien, los de un grupo cuya solidaridad era asegurada por un profundo sentido de pertenencia: «Los cristianos no se distinguen del resto de la humanidad por su nacionalidad, lenguaje o costumbres ( . . . ) Si bien viven en ciudades tanto griegas com o orientales ( . . . ) y siguen las costumbres del país ( . . . ) ostentan el status notable y confesadamente asombroso de su [propia] ciudadanía. Viven en sus propios países como visitantes. Comparten todo com o ciudadanos; soportan todo com o extranjeros ( . . . ) Pasan su vida en la tierra, pero son ciudadanos del cielo».15 La concepción sostenida por los cristianos sobre la naturaleza de su comunidad estaba destinada a ejercer efectos de mucho alcance sobre las posteriores ideas sociales y políticas. Toda una gama de categorías tradicionales fue trastornada o modificada; categorías referentes a la pertenencia a la sociedad, la unidad social, los tipos de fines que po­ dían ser logrados en comúh y las relaciones que se debía establecer entre dirigentes y miembros. El primer aspecto que hay que observar es que los autores cristianos vieron en Cristo a un arquitecto de la comunidad, «el nuevo legislador», según palabras de Justino Mártir. De acuerdo con Orígenes,* Cristo «inició un entrelazamiento de la na­ turaleza divina con la humana, para que la naturaleza humana, por me­ 14 D e Idololatria, 18-19. 15 Epistle to Diognetus, en H . Bettenson, ed., The early Christian Fathers, Lon­ dres: O xford University Press, 1956, pág. 74; en adelante esta colección será citada simplemente com o H . Bettenson, Fathers. La época y autoría de la Epistle son inciertas, aunque se la suele situar en los siglos I I o II I . * Orígenes (cir. 185-254 d. C .) nació en Egipto, educándose en Alejandría. Se lo considera el más grande apologista griego de la religión cristiana. Educado en la filosofía clásica, y especialmente en su versión neoplatónica, se esforzó por construir una teología filosófica a partir del platonismo y el cristianismo. Aunque luego fueron declaradas heterodoxas muchas de sus doctrinas, ejerció profunda influencia en las doctrinas teológicas posteriores.

111

dio de la coparticipación con lo que es más divino pudiera volverse divina . . .».16 Pero la cualidad trascendental que se atribuía a Cristo separaba nítidamente sus esfuerzos de los efectuados por el Gran Le­ gislador descrito en la tradición clásica. Este contraste era realzado en los elementos básicos que los cristianos eligieron para señalar la iden­ tidad peculiar de su sociedad. Adoptaron la antigua analogía clásica entre cuerpo político y cuerpo orgánico, con sus sugerencias de uni­ cidad e interdependencia mutua, pero infundiéndole cualidades místi­ cas y emocionales ajenas al clasicismo: «Pues así como el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, con ser muchos, son un cuerpo único, así; es también Cristo. Pues en un solo Espíritu hemos sido todos bauti? zados para constituir un solo cuerpo . . .».17 Vale decir que, en su nivel más profundo, la comunidad se basaba en el misterio del corpus Christi. El símbolo de comunidad era el sacra­ mento de la Eucaristía por cuyo intermedio el creyente recibía la sus­ tancia vivificadora del cuerpo de Cristo. A l ingerir la «medicina de la inmortalidad», como la llamó San Ignacio,* cada individuo consti­ tuía una parte de una comunidad de verdaderos comulgantes, que com­ partían la promesa de vida eterna.18 Su pertenencia común era simbo­ lizada, además, por el bautismo, que señalaba su ingreso en la nueva hermandad; mediante la comida en comunidad de la cena del Señor19 — en nítido contraste con las propuestas racionalistas para la comida en común contenidas en Las leyes *** de Platón y en la Política A de Aristóteles— y mediante el constante esfuerzo de los miembros por emular a su Maestro, cuya misma muerte tenía un significado social: «Completo en mi propia carne lo que falta a los padecimientos de Cristo por Su Cuerpo, que es la Comunidad».20 Así como Cristo había muerto por amor a la humanidad, así cada miembro de la nueva comunidad estaba ligado a todos los demás por lazos afectivos que expresaban una emoción desconocida para la idea griega de una co­ munidad de amigos: «Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos. Aquel que no ama a su hermano mora en la muerte».21 16 Contra Celsum, I I I , 28, según la traducción en H . Bettensón, Fathers, pág. 312. Hay una excelente edición erudita de esta obra: H . Chadwick, Cambridge: Cambridge University Press, 1953. Véase también J. Danielou, Origen, trad. al inglés por W . Mitchell, Nueva Y ork: Sheed and Ward, 1955, esp. pág. 40 y sigs. 17 I Corintios, 12:12-13. * Ignacio ( cir. 37-107 d. C .) es incluido entre los Padres Apostólicos. En las muchas cartas que escribió, subrayó con insistencia la unidad de la Iglesia y la autoridad de lo obispos y el clero. Llegó a ser obispo de Antioquía y según una tradición, se lo ejecutó después de ser condenado por el emperador Trajano. 18 La Eucaristía de la Iglesia primitiva es examinada en H . Lietzmann, op. cit vol. I, pág 238. 19 Véase ibid., vol. I, págs. 63, 124, 150 y sigs.; vol. II, pág. 124 y sigs. 20 De acuerdo con la versión de Colosenses 1:24 por C, H . D odd, The meaning of Paul for today, Nueva Y ork: Meridian, 1957, pág. 74. 21 I Juan 3:14.

112

Aunque estas eran nociones destinadas a definir la naturaleza de la nueva sociedad, así com o a educar a los cristianos en una compren­ sión de su propia comunidad, no podían dejar de tener efectos per­ turbadores sobre las ideas políticas tradicionales. Un ejemplo de esto fue el impacto que ejercieron sobre la idea de obligación política. Con demasiada frecuencia, las discusiones se han enfocado sobre el conflic­ to causado por la creencia cristiana de que los límites de la lealtad po­ lítica debían ser determinados a la luz de un deber superior hacia Dios. Esto, sin duda, introdujo una concepción radicalmente diferente de la sostenida en la antigüedad; pero el aspecto verdaderamente revolu­ cionario era que el cristiano podía abordar la cuestión de la obligación política de un m odo vedado al clasicismo. Para los griegos, esta cues­ tión no implicaba una elección coherente, ya que la pertenencia política era considerada com o una obligación superior a todas, con la única excepción — señalada por Aristóteles— de los animales y los dioses. Tan vigorosa era la creencia clásica en la conexión íntima entre la per­ fectibilidad humana y el orden político al cual correspondía establecer las condiciones adecuadas, que, aunque tal o cual ley o la índole de un régimen pervertido, com o una tiranía, pudieran suscitar una cuestión de deber ético, pocas veces se planteaban dudas acerca de la pertenen­ cia a una sociedad política per se. Aunque los estoicos simularan ser fieles a una sociedad universal de seres racionales, nunca sostuvieron que en casos de lealtades divergentes hubiera alguna alternativa ge­ nuina para el orden político. El cristianismo, en cambio, podía abrigar dudas coherentes respecto de la obligación y la pertenencia políticas, porque su respuesta no era guiada por una rígida elección entre per­ tenecer a una sociedad política y no pertenecer a ningún tipo de so­ ciedad. Podía elegir porque pertenecía ya a una sociedad que superaba a cualquiera existente en todo lo más importante; pertenecía a una sociedad que era «una avanzada del cielo». Fueron, pues, los cristia­ nos primitivos quienes, por primera vez, convirtieron el desentendi­ miento en un desafío fundamental a la sociedad política. En lugar de la protesta individual del cínico o el estoico, el orden político se ha­ llaba ante una situación sin precedentes, donde los que no tenían com­ promisos políticos se habían unido en una sociedad de características particulares, y donde el desentendimiento político era acompañado por el redescubrimiento de la comunidad, aunque este fuera de tono trascendentalista. Aquí se plantea un interrogante obvio: si los cristianos primitivos con­ sideraban superior su propia sociedad, ¿por qué sus dirigentes insta­ ban constantemente a sus partidarios a cumplir sus deberes cívicos, a establecer relaciones sociales normales y a respaldar el orden político en la mayoría de las cuestiones? Hay, desde luego, algunas respuestas obvias. La supervivencia exigía que una secta impopular no se esfor­ zara por provocar a las autoridades públicas. Además, no hay muchos indicios de que los cristianos atribuyeran a su sociedad el reemplazo de todas las funciones que llevaba a cabo la «otra» sociedad. Cuando Pablo previno contra «litigar ante los injustos, y no ante los santos», quiso decir solamente que los cristianos podían resolver sus controver­ sias dentro del grupo, y no que los procedimientos cristianos hubieran sustituido a los tribunales romanos en todas las cuestiones. Pero hubo,

113

en mi opinión, una razón mucho más importante para que los cristia­ nos se sintieran arrastrados hacia el compromiso político: el elemento del temor. No se tardó en admitir que negarse a cumplir deberes cívi­ cos, apartarse de las funciones sociales, significaba un inevitable debi­ litamiento del orden que mantenía la paz y las artes de la civilización. Esta creencia de que el Imperio Romano era lo único que se interpo­ nía entre la civilización y la anarquía no era originaria de los cristianos primitivos, sino la continuación de un antiguo tema que había tenido un lugar destacado, por ejemplo, en la literatura de la época de Augus­ to. Virgilio, Horacio, Tácito y, más tarde, Séneca, invocaron constan­ temente la aterrada fantasía de un mundo tambaleante, cuya única salvación dependía de la providentia de su gobernante.22 Se llegó a; alabar al emperador com o el restitutor orbis, el rejuvenecedor de un sistema moribundo. Aunque sin duda las acerbas rivalidades entre lais facciones políticas de los últimos tiempos de la república contribuye­ ron a estas aprensiones, predisponiendo a los hombres a reverenciar la autoridad, estas tendencias fueron apresuradas por la creciente amena­ za de las presiones bárbaras en los confines del imperio. El impacto de las invasiones bárbaras hizo que los romanos tomaran conciencia, con temor, de una fuerza «exterior», inquieta y extraña, que sondeaba constantemente las debilidades y amenazaba devorar el mundo civili­ zado. «¡O h , vuelve a forjar nuestras melladas espadas sobre otros yunques, para desnudarlas contra las hordas árabes y hunas!».23 El temor, y un sentido de la fragilidad del poder, también ocupaban un lugar importante en la actitud cristiana primitiva. También aquí, nuestro mejor testigo es Tertuliano, cúyas primeras obras — pese a sus exagerados enfoques doctrinarios y su posterior vinculación con la he­ rejía montañista— representaron fielmente la actitud cristiana hacia el Imperio Romano. Puesto que escribía durante un período de severa persecución, no tenía motivos para sentirse bien dispuesto hacia el orden político. Sin embargo — y pese a sus frecuentes expresiones de hostilidad respecto de la vida política— , no veía contradicción alguna en que los cristianos rogaran porque continuara el poder de Roma, e insistía: «Rezamos por los Emperadores, por sus ministros, por la situación mundial, por la paz en todas partes, y porque se retrase el fin ».24 Esta última frase — «que se retrase el fin »— ilustraba la para­ doja inherente a la actitud cristiana hacia el mundo. Por un lado, una genuina admisión de que la nueva secta compartía el destino del orden político: 22 Virgilio, Eglogue,& IV ; Aeneid,& I, 286 y sigs., V I, 852 y sigs.; H oracio, Odesyg* I , 12; Tácito, History,& IV , 74; Séneca, De Clementia,*** I, 3. Véan­ se también los decretos recopilados en E. Barker, From Alexander to Constantine y O xford: Clarendon Press, 1946, págs. 210-14. 23 Horacio, Odes} I, 35, trad. al inglés por W . S. Marris, en C. J. Kraemer, h., ed., The complete works of Horace} Nueva Y ork: Random House, 1936, pág. 177. 24 ApologeticuSy 39. Compárese De Idololatriay 18, 19.

114

«Cuando el Imperio es conmovido, todas sus partes lo son también; en consecuencia, aunque nos mantenemos alejados de sus tumultos, nos vemos atrapados en sus desgracias».25 Por otro lado, la vigorosa corriente quiliástica — compartida por Ter­ tuliano— que alentaba a los cristianos diciéndoles que el fin era inmi­ nente y que el cataclismo previo al retorno de Cristo estaba produ­ ciéndose ante sus propios ojos, con la desintegración de Roma. En la contienda entre estas dos fuerzas opuestas — una que arrastraba a los cristianos hacia la defensa del orden político; la otra que los hacía exultar ante su inminente desaparición— 26 fue derrotado el milenarismo; pensar en la existencia sin el poder estabilizador del orden po­ lítico era insoportable. Los hombres temían un retorno a la «natura­ leza política» más de lo que amaban el Apocalipsis; y cuando, después del siglo ii, la Iglesia misma desarrolló un interés creado en retrasar el milenio — una expresión de lo cual fue que, entre las sectas marcadas como heréticas, varias adherían a un enfoque fervorosamente escatológico— quedó preparado el escenario para que surgiera una tradición de escritores cristianos imbuidos de un hondo sentido de participación en el destino del Imperio. Jerónimo * y Lactando,** por ejemplo, reflejan vividamente la conmoción sufrida a) derrumbarse el poder romano,27 y La ciudad de Dios *** de San Agustín — quizá la más grande dbra cristiana— fue respuesta directa al saqueo de Roma, en 410. Como vimos, la presencia de un «m edio externo» desconocido, el te­ mor a una fuerza intrusa que disolvería la trama de las relaciones po­ líticas y sociales, ya era un elemento constitutivo del pensamiento po­ lítico occidental en la época en que los griegos tomaron conciencia de] Imperio Persa. Desde entonces, la respuesta intelectual ha sido que el «m edio externo» planteaba el peligro del regreso a una condición en que las relaciones políticas, y el curso habitual de los fenómenos, pier­ den su coherencia y recaen en un estado de desconexión, un estado de naturaleza política.! En consecuencia, el pensamiento político se ha es­ forzado por hacer inteligible la situación enfatizando el límite entre lo coherente y lo incoherente; encuadrar lo primero en una estructura conceptualizada, cuya solidez le permita soportar los temores suscita­ dos por lo desconocido. Más adelante, examinaremos el intento cul25 Apologéticas , 31. 26 Véase, por ejemplo, Comodiano, Carmen apologeticum , 889-90, 921-23, cuan­ do se regodea porque Roma, que durante tanto tiempo había hecho sufrir al mundo, «Rom a que gozaba mientras el resto del mundo gem ía», sería por fin destruida. * San Jerónimo (340-420 d. C .) fue uno de los Padres Latinos importantes. Nacido de una adinerada familia cristiana, siendo minuciosamente educado en retórica clásica y filosofía. Escribió en abundancia y se lo recuerda, sobre todo, por su soberbia traducción de la Biblia en latín. ** Lactancio (cir. 240-320 d. C .), nordafricano de nacimiento, llegó a ser uno de los principales apologistas cristianos a favor del Im perio Pasó su vida com o maestro y escritor. En el primer carácter, sirvió al h ijo de Constantino, Crispo. En sus escritos, el más importante de los cuales es Divinae Institutio­ nes, intentó persuadir de la verdad del cristianismo a las personas cultas. La pureza de su estilo fue tal, que a menudo se lo llama «el Cicerón cristiano». 27 Jerónimo, Epístola lx y cxxii.

115

minante de los cristianos primitivos — representado por el concepto agustino de ordo— de extender la regularidad, no solo a las cuestio­ nes políticas, sino a toda la creación y toda la historia humana. Sin embargo, el impulso hacia el orden teórico ha tomado diversas formas. Durante los comienzos de la Edad Media, fue expresado p or la preten­ sión de los papas de ser caput totius mundis\ es decir, de ser cabezas gobernantes de un mundo que parecía no tener exterior. Más modesta, pero quizá por eso más significativa, fue la noción de Europa, que surgió como adecuado complemento a la consagración eclesiástica del / dominio de Carlomagno. Europa era concebida com o uña unidad indu­ dable, cuya identidad era definida por una fe común y cuya existencia era asegurada por medio del gobierno común de los emperadores y el Papa.28 Cuando los hombres se referían a un imperium christianunt, un regnum Europae, o, más tarde, a una societas christiana, existía el mismo impulso a separar las seguridades «internas» conocidas de las fuerzas oscuras y amenazantes del paganismo, la herejía y el cisma, si­ tuadas más allá de ese perímetro. N o es difícil hallar, en la literatura política moderna, continuación de este tipo de pensamiento. Basta con recordar la caracterización de Burke, según la cual el gobierno revolu­ cionario francés rompió su «gran comunión política con el mundo cris­ tiano» y adoptó una base política «fundamentalmente opuesta a aque­ lla sobre la cual están construidas las comunidades europeas».29 Y el mismo tema ha reaparecido en escritos del siglo x x referidos a los desa­ fíos planteados por el comunismo, el fascismo y el nacionalismo asiático al sistema común de valores culturales vinculado con «O ccidente».30

II. La Iglesia c o m o sistem a p o l í t ic o : el d e s a fío al o r d e n p o l í t ic o La admisión, por parte de los cristianos primitivos, de que el Imperio Romano copstituía un baluarte de la civilización, no anuló totalmen­ te, sin embargo, las tensiones intrínsecas entre el cristianismo y el or­ den político. Aunque los cristianos se sintieran agradecidos hacia las legiones romanas por custodiar las fronteras, y hacia los funcionarios romanos por administrar justicia, la gratitud no podía competir con la 28 Véase el examen y las referencias en W . Ullmann, The growth of papal government in the Middle Ages, Londres: Methuen, 1955, págs. 101-08. Hay abundante material al respecto en los diversos artículos de F. L. Baumer, «T h e conception o f Christendom in Renaissance England», Journal of the History of Ideas, vol. V I, 1945, págs. 131-56; «The church o f England and the common corps o f Christendom», Journal of Modern History, yol. X V I , 1944, págs. 1-21; «England, the Turk, and the common corps o f Christendom», American Histo­ rical Review, vol. 50, 1944, págs. 26-48,. Véase un breve y conciso resumen en D . Hay, Europe. The emergence of an idea, Edimburgo: Edinburgh University Press, 1957. 29 Two letters adressed to a member of the present Parliament on the pro­ posals for peace, en W . J. Payne, Burke select works, O xford: Clarendon Press, 1904, pág. 70. 30 Véase, por ejemplo, B. Ward, The W est at bay, Nueva Y ork: Norton, 1948; A . Toynbee, The world and the W est,& Londres: O xford University Press, 1953; C. Dawson, The revolt of Asia, Londres, 1957.

,

116

lealtad cristiana hacia la comunidad de la Iglesia. La discrepancia en valor entre las dos sociedades no es más que una parte de la posición de los cristianos, ya que estos, si bien consideraban superior la comu­ nidad de la Iglesia, admitían que el orden político era valioso para servir los fines de la paz y mantener las condiciones de la vida social. Como más tarde lo reconoció San Agustín, incluso una sociedad «alie­ nada del Dios verdadero» contenía cierta validez .31 D e estas conside­ raciones surgió la evaluación cristiana del orden político com o el me­ jor ordenamiento después del primero, inferior a la ciudad prometida «que no puede ser movida» 32 y condenado en forma necesaria a recu­ rrir a la coacción más que al amor. Primordialmente por esta razón — vale decir, la de que sintetizaba el poder coactivo— el orden político no podía rivalizar con la sociedad de creyentes. Este fue el juicio pro­ nunciado por Pablo en Rom anos, cuando insistió con especial énfasis en la índole represiva de la autoridad política: «é l es el ministro de Dios, un vengador que aplicará la cólera contra quien obre mal».33 Ya hemos visto antes cóm o la tradicióíi clásica se había esforzado siempre por explicar que el orden político abarcaba algo más que el mero poder; que era un complejo de funciones que contribuían posi­ tivamente al desarrollo del hombre. Lo que el cristianismo logró fue igualar el orden político con el poder y luego, sin un designio preme­ ditado, trasferir a su propia sociedad muchos de los tributos antes vin­ culados con, el orden político, incluido el elemento de poder. «Tam­ bién nosotros gobernamos», declaró Gregorio Nazianzeno.* «Este go­ bierno es más excelente y más perfecto, a menos que el espíritu deba someterse a la carne, y lo celeste a lo terreno ».34 La politización de la Iglesia, que fue paralela a la disminución de cualidades políticas atri­ buidas al orden político, se vinculaba con cambios que tuvieron lugar en la vida de aquella. A fines del siglo n , la Iglesia había cesado de ser una asociación flexible de creyentes, ligados por lazos doctrina­ rios y por la vaga primacía de los primeros apóstoles, convirtiéndose, en cambio, en un orden institucionalizado.35 El nombramiento de sus funcionarios fue establecido sobre una base regular; el credo se hizo más formalizado; se desarrolló una jerarquía de autoridad; había que administrar vastas propiedádes; y era necesario lograr cierta unifor­ midad entre las Iglesias dispersas. El cambio de una vida grupal es­ pontánea a un sistema político eclesiástico más formal atestiguaba que 31 Y véase I Timoteo 2:1-2. 32 Epístola a los hebreos , 12:38. 33 Romanos 13:4. * G regorio Nacianceno (329-389 d. C .), uno de los «Padres Capadocios», tuvo gran influencia en la defensa de la fe nicena y actuó com o obispo de Constantinopla. 34 Citado en G . F. Reilly, Imperium and sacerdotium according to St. Basil the Greáty Washington: Catholic University Press, 194?, pág. 45. 35 E l volumen de A . Harnack, The constitution and law of the church in the first two centuries (trad. al inglés por F. L. Pogson y ed. por H . D . A . M ajor, Nueva Y ork : Putnam, 1910), refleja una interesante admisión, de parte del gran historiador, de los aspectos políticos de la joven Iglesia. Fue escrito, en gran medida, en respuesta a la precursora obra de R. Sohm, Kirchenrecht (M unich y Leipzig: Duncker and H um blot, 2 vols., 1892, 1923), donde aquel analiza los procesos iniciales mediante conceptos predominantemente jurídicos y políticos.

117

la lógica del orden, como el fervor de la creencia, tenía sus propios imperativos. Aunque la unidad primordial de la sociedad cristiana se había basado en una unidad de creencia, gradualmente se advirtió que una sociedad creyente no difería de cualquier otro tipo de sociedad en su necesidad de conducción, gobierno, disciplina, y estableció proce­ dimientos para dirigir sus asuntos. Vale la pena trascribir un párrafo perteneciente a Orígenes, donde se evidencia que el carácter cada vez más político de la Iglesia había hecho que los hombres advirtieran el paralelo con las sociedades políticas, y que, lejos de alarmarse por la comparación, respondían proclamando la superioridad de la Iglesia, como sistema político, sobre otras entidades políticas: «La Iglesia ( ecclesta) de Dios, en Atenas, por ejemplo, es tranquila y firme, como deseosa de complacer a Dios que está por sobre todas las cosas; pero la asamblea — también llamada ecclesta— del pueblo de Atenas está llena de discordia, y no es comparable en modo alguno a la Iglesia de Dios en Atenas. Lo mismo ocurre en ( . . . ) Corinto ( . . . ) De modo similar, comparando el Consejo de la Iglesia de Dios con el Consejo de cualquier ciudad, se comprobaría que algunos conse­ jeros de la ciudad serían dignos — si existiera una ciudad de Dios para todo el mundo— , de formar parte del gobierno de dicha ciudad ( . . . ) basta comparar al gobernante de la Iglesia (o sea, el obispo) de cada ciudad con el gobernante del pueblo de la ciudad, para advertir que ( . . . ) hay una verdadera superioridad, una superioridad que avanza hacia el logro de la virtud, cuando se la mide respecto de la conducta y modales de los consejeros y gobernantes que se hallan en esas ciu­ dades».3 38 7 3 6 Ya en los primeros años, hubo indicios de que los creyentes habían advertido que era intrínseco a la Iglesia una especie de poder latente. Este era identificado con las obras milagrosas del Espíritu Santo, inte­ riorizado en una congregación y realzando las solidaridades de doctrina y ritual.37 Hacia el siglo n , sin embargo, el poder del grupo iba siendo vinculado con la unidad y la uniformidad; es decir, con las cualidades que habían sido el centro de las indagaciones efectuadas por el pensa­ miento político clásico: « Y no queráis pensar que es digno de alabanza nada de lo que hacéis por vuestra propia cuenta; pero unios en una sola oración, una sola súplica, una sola esperanza ( . . . ) Cuando os reunís con frecuencia, las fuerzas de Satán son anuladas, y su poder destructivo es eliminado en la concordia de vuestra fe ».39 Alcanzado este punto, la tarea de preservar la unidad condujo a otros problemas de índole igualmente política, tales com o la obediencia ade­ cuada que se debía prestar a la autoridad y los instrumentos discipli36 Contra Celsutn, iii, 30, adaptado de la traducción de Barker, en op. cit., págs. 440-41. 37 Véase, por ejemplo, Ireneo. Adversus Haereses, I I I , xxiv, 1. 38 Ignacio, A los efestos, xiii; A los magnesios, vii. Esta dos traducciones son de H . Bettenson, Fathers, págs. 55, 58.

118

narios que se necesitaban para asegurar la conformidad. En un argu­ mento que no difería del habitualmente utilizado en respaldo de la obligación política, Ignacio señaló de qué m odo el cargo de obispo servía para realzar el poder del grupo, y que, por consiguiente, el súb­ dito-creyente debía obedecer sin vacilar: «Si la creación de “ uno o dos” posee tal poder, cuánto más tendrá la del obispo y toda la Iglesia ( . . . ) Tengamos, pues, cuidado de no re­ sistir al obispo, de modo que a través de nuestra sumisión al obispo podamos pertenecer a Dios ( . . . ) Que nadie haga nada correspon­ diente a la Iglesia alejado del obispo . . ,».39 Ese desplazamiento del centro de gravedad, de la comunidad a sus di­ rigentes, fue resumido en el siglo siguiente por Cipriano,* en palabras que revelaban con claridad el grado de politización que se había infil­ trado en los modos de vida y pensamiento cristianos: «E l episcopado es uno; los miembros individuales tienen cada uno una parte, y las partes forman el todo. La Iglesia es una unidad ( . . . ) la Iglesia está constituida por el pueblo unido a su sacerdote tal com o el rebaño se apega a su pastor. Debeis saber, en consecuencia, que el obis­ po está en la Iglesia y la Iglesia en el obispo, y que si alguien no está con el obispó, no está en la Iglesia ( . . . ) la Iglesia es una y no puede ser desgarrada ni separada, sino que debería estar ligada y unida por la sustancia de los sacerdotes, que se hallan en armonía entre sí».40 Para redondear la teoría de la autoridad, solo faltaba impartirle pro­ fundidad temporal, y por medio de esta una legitimidad comparable, digamos, al principio hereditario en política. Esta fue proporcionada por la idea de sucesión apostólica, que sancionaba el poder en nombre de una cadena ininterrumpida de continuidad, que ligaba a los funcio­ narios actuales con los primitivos apóstoles: ¡

«Una época ha sucedido a otra; un obispo a otro obispo, y el cargo de obispo y el principio de gobierno de la Iglesia han sido trasmitidos, de m odo que la Iglesia se hallq establecida sobre la base de los obispos, y cada acto de la Iglesia es guiado por esos mismos funcionarios prin­ cipales».41 Estas tendencias políticas recibieron notable confirmación desde otro sector. A l hacerse más rutinaria, elaborando modos de conducta esta39 A los efestos, vi; A los esmirnos, viii, en H . Bettenson, Fatbefs , págs. 54-55, 67. * Cipriano ( cir. 200-258 d. c.) logró riqueza y posición com o abogado antes de convertirse, en el año 246. Pronto se le reconocieron sus talentos com o admi­ nistrador, y se lo consagró obispo. Sus escritos aportan una de las teorías ini­ ciales más amplias sobre la naturaleza de la Iglesia. 40 De Catholicae ecclesiae unitate, 5; Epístola, lxvi, 7. 41 Cipriano, Epístolaf xxxiii, I en H . Bettenson, Fathersy pág. 367; también Ireneo, Adversus Haereses, I I I , ii-iii ( ibid., págs. 123-26). El principio de la sucesión apostólica es examinado en sus diversos aspectos por C. H . Turner, «A postolic sucession», en H . B. Swete, ed., Essays on the early history of the church and ministryy Londres: Macmillan, 2a. ed., 1921, págs. 93-134.

119

Mecidos, fijando puntos doctrinarios y desarrollándose en un sistema jerárquico de cargos, la Iglesia tropezó con un grave dilema. Por un lado, intentaba elaborar doctrina y ritual de un modo que favoreciera la unidad más amplia posible, compatible con la verdad; por el otro, como esto exigía asimilar una gran diversidad de enfoques en una épo­ ca en que la doctrina y el ritual no habían madurado plenamente, era inevitable que la Iglesia fuera criticada por los puristas y acusada de apartarse del legado original. Este dilema era el de toda organización que se expande: su magnitud, su complejidad y la diversidad de sus / integrantes, le hacían a ella muy difícil seguir tomando decisiones sin perjudicar a una parte de aquellos. A l mismo tiempo, los resentimien­ tos que esto provocaba debilitaban la unidad y consenso de la comu­ nidad, lo cual ayudaba a destruir las condiciones para una acción efec­ tiva. Como resultado, la Iglesia se plagaba de una serie de disensiones internas que sus imperativos de organización no podían tolerar; nacie­ ron las categorías de cisma y herejía, cuya forma fue condicionada en no pequeña medida por el hecho de que la Iglesia estaba profunda­ mente implicada en los dilemas circulares planteados por los tipos po­ líticos de elaboración de decisiones.42 N o nos proponemos examinar las diversas disyuntivas suscitadas por estos movimientos disidentes, sino fijar la atención en un aspecto: que una parte importante de sus objeciones era dirigida hacia lo que hemos denominado características «políticas» de la Iglesia. Esto fue especialmente notable en el caso del montañismo,* que comenzó a me­ diados del siglo it y continuó durante el i i i , cuando atrajo a su con­ verso más famoso, Tertuliano; y constituyó un elemento importante en el cisma donatista ** del siglo iv. El antipoliticismo de estos mo­ vimientos consistió en que rechazaban precisamente aquellos aspectos de la Iglesia que eran a todas luces políticos. Los disidentes aducían que no era posible conciliar la verdadera naturaleza de la Iglesia con una organización elaboradora de decisiones, basada en un concepto de autoridad tajantemente definido, instrumentos de poder destinados a imponer la disciplina y la uniformidad, una jerarquía burocrática idea­ da para gobernar y administrar un grupo de adeptos dispersos, y técni­ cas de transacción, tales como concilios y sínodos eclesiásticos, cuya función era permitir que la Iglesia manipulara sus muchas contradic­ ciones: amor y poder, verdad y solidaridad, finalidad trascendental y participación mundana. 42 Sobre estas cuestiones se encontrarán referencias en H . Lietzmann, op. cit vol. I I , caps·. 8-12; S. L Greenslade, Schistn in the early church , Nueva Y ork: Harper, 1953; W . H . C. Frend, The Donatist church, O xford: Clarendon Press, 1952; G . G . W illis, Saint Augustine and the Donatist controversy, Londres: SPCK, 1950; L. Duchesne, Early history of the Christian church, Londres: Longmans, 4a. ed., 2 vols. 1912, vol. II , cap. 3. * El montañismo fue un movimiento que tuvo lugar en la segunda mitad del siglo n . L o caracterizaba una vigorosa creencia en la inminencia del Apocalipsis, y su enfoque estaba teñido de entusiasmo y ascetismo. Fue eventualmente condenado por la Iglesia. ** E l donatismo fue un movimiento cismático del siglo iv. D e origen africano, lo distinguió su rigorismo, una teoría «perfeccionista» de la Iglesia, y la ense­ ñanza de que los sacramentos administrados por un sacerdote impuro no eran válidos. Los miembros del movimiento recurrieron a veces a la violencia, siendo asimismo evidentes fuertes matices de nacionalismo africano.

120

Todo este complejo político-religioso fue atacado en varios puntos cru­ ciales por los disidentes; como resultado, la Iglesia fue empujad^ a una comprensión más profunda de los elementos políticos de su propia composición. En primer lugar, los rebeldes expresaban con frecuencia un enfoque de la historia y del tiempo que, por lo extremo, indicaba hasta qué punto la Iglesia había domesticado y modificado el primiti­ vo enfoque quiliástico del tiempo para adaptarlo a las necesidades de un orden institucionalizado. Los portavoces de la Iglesia intuían el an­ tagonismo intrínseco entre las premisas subyacentes en una estructura ordenada, que desarrollaba un sentido de la tradición y confiaba en la rutina, y las premisas de quienes se habían agrupado previendo una inminente destrucción del mundo. De tal m odo, el contraste en las concepciones del tiempo era lógicamente acompañado por evaluacio­ nes opuestas sobre el valor de los ordenamientos institucionales. Ha­ bía, por un lado, el alto entusiasmo generado por la creencia en un Apocalipsis inminente, un enfoque irruptor del tiempo: según Tertu­ liano, ya no hacía falta que los cristianos obedecieran el mandato bí­ blico de crecer y multiplicarse, ya que los últimos días eran inminen­ tes.43 Esto contrastaba, por otro lado, con el punto de vista sereno y medido de una gran organización, más refinada que primitiva, que veía al tiempo como un proceso suave y gradual, en el tempo de la pieza de Elgar Pompa y circunstancia. Según esta última, había que adaptar el tiempo a la vida institucional; según la primera, las instituciones se reducían a una preocupación ínfima frente al inminente desenlace de la historia. Si el Apocalipsis se acercaba — como creían los quillas tas— había que preparar a la verdadera «Iglesia» para la prueba final. Era necesario librar de taras a sus miembros, convirtiéndolos en una so­ ciedad realmente santa, «sin mancha ni arruga». Como en la Iglesia existente «el Anticristo bautizaba en nombre de Cristo, el blasfemo invoca a Dios, el profano administra el cargo sacerdotal, el sacrilego establece un altar», tocaba a los verdaderos creyentes romper la comu­ nión, «escapar y evitar, y separarnos de tan gran perversidad».44 Así, en un estilo de argumentación análogo al utilizado por pensadores de avanzada posteriores, tanto políticos como religiosos — los anabaptis­ tas, los puritanos ingleses, l(j>s Niveladores, Tom Paine y Rousseau— , estos primeros disidentes volvían atrás sus miradas en busca de una sociedad que era, al mismo tiempo, más sencilla, más pura y no des­ figurada por distinciones jerárquicas ni por los tortuosos métodos de la elaboración de decisiones organizativas. En la protesta de Tertulia­ no: « ¿ N o somos sacerdotes aun nosotros, los legos?», y su conclusión subversiva de que «tú mismo rezas y bautizas, y eres sacerdote por ti m ism o»,45 resonaba un genuino acento de avanzada, con su creencia en que las instituciones ahogan la virtúd, en que un cúmulo de interme­ diarios escalonados se ha interpuesto, de modo antinatural, entre el in­ dividuo y el espíritu vitalizador que este busca. «¿A caso Dios habló con Moisés para hablar con Jean-Jacques Rousseau?». 43 D e Monogamia, 7. 44 D e un discurso de Cecilio de Bilta, incluido en The writings of Cyprian, A . Roberts, ed., Edimburgo: Ante-Nicene Library, 10 vols., 1886-1907, vol. I I , págs. 200-01.

45 D eE xh orta tion ef l .

121

Como en tantas formas posteriores de pensamiento de avanzada en estos movimientos iniciales 46 el «entusiasmo» era interno. Era con­ siderada como señal de autenticidad religiosa, no las decisiones solem­ nemente meditadas de los concilios eclesiásticos, sino la revelación súbita y espontánea del creyente privado. Igual estado de ánimo se evidenció más tarde, cuando, por ejemplo, los Niveladores ingleses apelaban al juicio privado del ciudadano individual: «T od o hombre que deba vivir bajo un gobierno debería ponerse antes, por propio consentimiento, bajo ese gobierno»; o cuando Paine proclamó la su­ perioridad de un sistema basado en el deseo espontáneo de cada uno de satisfacer sus intereses, sobre otro en el cual las prescripciones y el derecho hereditario imponían un curso que ofendía al sentido común. En cuanto a los cristianos primitivos de avanzada, estos no querían una sociedad burocrática, sino espiritual; una sociedad de espíritus ascéticos, no diferenciada por el rango ni la autoridad, ligada no por el poder, sino por la verdad, y eternamente estremecida por una ex­ plosiva intensidad.47 El antipoliticismo se evidenció también durante la gran controversia relativa a los sacramentos, que tuvo lugar en el siglo iv. Una de las cuestiones importantes — si se nos permite simplificar— fue determi­ nar si los sacramentos administrados por un obispo de ortodoxia du­ dosa eran invalidados en razón de sus deficiencias morales o religiosas. Según la posición oficial — formulada por Optato *— los sacramentos eran sagrados por sí mismos, y no por los hombres que los adminis­ traban: «La Iglesia es una, y su santidad deriva de los sacramentos; no se juzga su valor sobre la base del orgullo por los éxitos persona­ les».48 Los donatistas, por su parte, sostenían que el valor del sacra­ mento quedaba destruido si el obispo era inmoral o herético. En la superficie, esta disputa podría parecer un problema estrictamente teo­ lógico, sin importancia política. En realidad ocurría lo contrario: los donatistas, en la práctica, atacaban la concepción eclesiástica sobre el poder trasformador del cargo. Según la Iglesia, la promesa divina había sido establecida únicamente en la vida de la sociedad religiosa, sobre la cual presidía; la gracia divina era expresada por medio de sus ins­ tituciones. En consecuencia, la santidad personal de un obispo depen­ día de si había sido debidamente investido de la autoridad de su cargo. El hecho de que la Iglesia adoptara esta posición indicaba, en cierta medida, la distancia recorrida desde la época en que era una escuela organización de creyentes que procuraban imitar la vida de Cristo. En consonancia con la conducta institucional que ahora se exigía, los di­ 46 El examen efectuado por monseñor R. A . Knox, Enthusiasm (Nueva Y ork: O xford University Press, 1950), aunque ingenioso y vivaz, es desfigurado por una total incapacidad de admitir que haya habido razones buenas y decisivas para que los cismáticos y heréticos protestaran contra el institucionalismo. Compá­ rense los juicios más sensatos (escritos desde un punto de vista anglicano) de Greenslade (op. cit., pág. 204 y sigs.), donde se admite que estas controversias fueron beneficiosas, por motivos muy semejantes a los aducidos en este estudio a favor de la utilidad del conflicto político. 47 Véase Tertuliano, D e Pudicicia, 21, en H . Bettenson, Fathers, págs. 183-84. * O ptato (fl. 370 d. C .) fue un obispo africano, de quien poco se sabe, fuera de sus ataques contra el donatismo. 48 G ta d o en S. L. Greenslade, op. cit., pág. 172 y nota 12.

122

rigentes ya no fundamentaban su superioridad — como antes— sobre la base de que sus acciones eran in im itatio Christi, sino en la ficción de representatividad, vale decir, en el cumplimiento de una función institucional y la autoridad que la acompañaba: «E l origen invariable de las herejías y cismas reside en la negativa a obedecer al sacerdote de Dios [el ob isp o]; en no tener en la Iglesia uno a quien se considera representante temporal de Cristo, com o sa­ cerdote y com o juez».495 0 El énfasis puesto en la autoridad indicaba, además, el rechazo de la afirmación montañista y donatista en el sentido de que la Iglesia debía ser una santa comunidad de los puros. Según formuló Agustín la po­ sición «oficial», entre los miembros de la sociedad eclesiástica se mez­ claban pecadores y santos, pero esto no debilitaba su autoridad ni su santidad, ya que estas no eran dones de los miembros, sino de Cristo.80 Dada la heterogeneidad de los miembros, eran tanto más necesarias la autoridad y la disciplina, el orden y la jerarquía. Como acompañamiento natural a estas manifestaciones políticas, la Iglesia recurría cada vez más á modos de pensar esencialmente políti­ cos. También en este caso, las causas se remontan a los primeros co­ mienzos del movimiento. Hay un indicio de esto en el hecho de que algunos discípulos de Cristo lo llaman «rey». De modo similar, en la confesión de la Iglesia primitiva, la respuesta «Jesús es el Señor» per­ tenecía de lleno a la tradición de las confesiones patrióticas utilizadas en el culto imperial.51 En la Epístola a los hebreos *** se evidencian fuertes matices políticos: Jesús recibe de Dios un trono y un cetro; mediante su fe, alcanza triunfos políticos, sometiendo reinos e impo­ niendo la justicia; y la realización final reside en la promesa de «un reino que no puede ser m ovido».52 También San Pablo, refiriéndose a la «comunidad» definitiva en el Cielo, recurrió a la palabra griega politeum a, un término rico en connotaciones políticas* y al pasar a declarar que los fieles, en virtud de su pertenencia al politeum a, se reunían con los santos en el Cielo, empleó la palabra sym politai, vale decir, conciudadanos.53 Tanto se habituaron los hombres a pasar del 49 Cipriano, Epístola„ lix, 5, tal com o se le incluye en H . Bettenson, Fathers, pág. 370. 50 Sobre estos aspectos, véase G . G . W illis, op. cit ., especialmente los caps. I I I -I V ; F. W . Dífiistone, «T h e anti-Donatist writings», en R. W . Battenhouse, ed., A companion to the study of St. Augustine , Nueva Y ork : O xford University Press, 1955, cap. V I I ; H . Pope, Saint Augustine of Hippo, Londres: Sands, 1937, caps. V I I -V I I I . 51 G . D ix, Jew and Greek. A study in the primitive church, Londres: Dacre Press, 1953, pág. 21 y sigs.; H . Lietzmann, op. cit.y vol. I I , pág. 105, y fuentes allí citadas. Interesa también, a este respecto, cóm o la traducción del Antiguo Testamento en el Septuaginto introdujo los matices políticamente cargados inevitables en griego. Véanse ejemplos en G . B. Caird, op. cit., págs. 11-12. Comenta Caird (pág. 1 5 ): «E s interesante advertir que un ju d ío helenista,_ al leer las Escrituras en la versión Septuaginta, interpretaba que el título “ Señor de los poderes” significaba qúe la providencia divina actuaba en la mayoría de los casos por intermedio de un sistema de poderes, incluyendo los que son responsables del gobierno». 52 Epístola a los hebreos , 1:8; 11:15-16; 33-34; 12:22-23; 28; 13:14. 53 Filípicas, 3:2 0, y véase E. Barker, op. cit. (págs. 398-99), de donde tomé

123

uso político al religioso, y viceversa, que un texto de las Escrituras como Romanos xiii:2, que había sido empleado para ordenar obedien­ cia política — «en consecuencia, quien resiste el poder resiste las ór­ denes de D ios»— fue utilizado por San Basilio * para magnificar la autoridad eclesiástica: «quienes no aceptan de las Iglesias de Dios lo que las Iglesias ordenan, resisten las órdenes de D ios».54 En estudios recientes, se ha investigado minuciosamente gran parte del vocabulario y formas conceptuales cristianas del siglo v, obteníéndose evidencias convincentes de la profundidad con que las ideas po­ líticas habían penetrado en la teología. Esto, en sí mismo, no es sor­ prendente. Ya hemos señalado que, durante el período helenístico, la i ideas políticas se habían fusionado con ideas referentes a la naturaleza y la deidad. En consecuencia, en la época en que surgió el cristianismo, la especificidad del pensamiento político ya estaba gravemente coínprometida. Cuando los cristianos comenzaron a sistematizar sus creen­ cias acerca de la índole del gobierno divino, la relación de Cristo con la sociedad de los cristianos, y el carácter de la comunidad cristiana, nó podían dejar de expresar sus pensamientos a través de las ideas predominantes acerca de la naturaleza del cargo de emperador, el pa­ pel del ciudadano y la función del poder gobernante. Describiendo la naturaleza de Dios, Orígenes presenta el retrato de un monarca im­ perial que gobierna las vastas extensiones de su dominio sin «dejar nunca su hogar ni abandonar su estado». A su vez, Lactancio examina el problema d£ «si el universo es gobernado por un solo Dios o por muchos», tal como un autor político clásico habría discurrido acerca de las ventajas de la monarquía sobre el gobierno de pocos o muchos.55 Incluso en temas tan poco promisorios com o Cristología y Trinitarismo, el elemento político nunca se hallaba muy lejos de la superficie. Orígenes presentó a Cristo como un salvador político, enviado a res­ catar a los hombres de la perdición definitiva y a reanimar el vigor de gobernantes y gobernados; a «devolver a los hombres la disciplina de la obediencia, y a los poderes gobernantes, la disciplina de gobernar». Tertuliano recurrió a una conocida teoría de la monarquía para explicar la función del Padre en la fórmula trinitaria, y Atanasio,** en uno de sus primeros escritos, comparó el logos con un rey que presidía la fun­ dación de una ciudad; en otra parte, comparaba el logos del Padre con un poder que gobernaba el cosmos con una señal, haciendo que todo estuviera en orden y cumpliendo sus funciones.56 este ejemplo. H . Lietzmann (op. cit., vol. I I , pág. 52) interpretó ese fragmento de las Escrituras com o «nuestro hogar, en el cual tenemos derechos de ciu­ dadanos., está en el cielo». Véase también la nota en C. H . D odd , op. cit., pág. 17, nota 7. También es sugestivo el uso que hace Tertuliano de este pasaje en Adversus Marcionem, I I I , 24. * San Basilio ( cir. 330-379 d. C .) fue famoso por su formulación de las reglas de la vida monástica. O cu pó el obispado de Cesárea y escribió vigorosamente en defensa de la fórmula nicena. 54 Epístola, ccxxvii. 55 Contra Celsum, IV , 5, Lactancio, Divinae Institutiones , I, iii. * * Atanasio ( cir. 296-373 d. C. ) fue el líder de los eclesiásticos que defendieron las fórmulas del Concilio N iceno contra los ataques de Arrio. La contribución doctrinaria de Atanasio a la fe nicena fue decisiva para su éxito. Durante su vida se vio exiliado con frecuencia, com o resultado de las intrigas de sus enemigos. 56 Orígenes, D e Principiis, II I , v, 6, en H . Bettenson, Fatbers, págs. 292-93;

124

Lo antedicho sugiere que, al convertirse la Iglesia en una estructura política, se hizo cada vez más natural que sus portavoces recurrieran a modos de expresión políticos. Esta tendencia fue fortalecida, ade­ más, por el hecho de que muchos dirigentes de la Iglesia habían sido educados en la filosofía y retórica clásicas, disciplinas en las cuales se destacaba el elemento político. Teniendo en cuenta la infusión de lo político en la vida y pensamiento políticos, no fue accidental que la Iglesia declarara herético al Tertuliano que expresaba con tanta con­ cisión el temperamento antipolítico y antifilosófico de una antigua frase: «Nada nos es más ajeno que la actividad política. ( . . . ) ¿Qué es Atenas ante Jerusalén; la Academia ante la Iglesia?».57

III. Actividad política y poder en la sociedad de la Iglesia Esbozados ya los diversos rasgos del perfil político de la Iglesia, in­ cluido el desarrollo de un vocabulario político, falta establecer si se puede llamar «política» a la sociedad de la Iglesia en el sentido, mu­ cho más importante, de tener que resolver situaciones comparables con las que enfrenta cualquier sociedad política. En otras palabras: ¿se veía obligada la Iglesia a encarar los problemas de la «actividad polí­ tica»? En una parte anterior de este examen, encuadré la «actividad política» en las situaciones de conflicto y rivalidad que afloran en la sociedad y exigen emplear técnicas específicas de gobierno, tales como el acuerdo, la conciliación, el arte de distribuir diversos tipos de bie­ nes sociales, y, cuando es necesario, la utilización de la fuerza. Si apli­ camos esta concepción a la Iglesia, se hace evidente una medida asom­ brosa de actividad política. Es cierto que se debe tener en cuenta cier­ ta refracción, que puede surgir cuando las cuestiones políticas pasan por el medio diferente de la religión; sin embargo, hay abundantes indicios de que la Iglesia debía encarar continuamente situaciones po­ líticas, a las cuales respondía de manera política. Aunque podría de­ cirse que las características políticas tienden a convertirse en propie­ dades de cualquier organización de gran tamaño, lo dicho hasta ahora basta para indicar que tales características no eran productos fortuitos, surgidos casualmente al adoptar la Iglesia una organización fija, sino consecuencia lógica de motivaciones políticas posteriores, y de los ti­ pos de problemas planteados. Un comentario de Crisóstomo * clarifiTertuliano, Adversus Praxean, 3; Atanasio, Contra Gentes , 43; D e Incarnatione, 17; Expósito Pidei, I. Véanse referencias a los aspectos políticos de las ideas y conceptos cristianos en: K. M . Setton, Cbristian attitude towards the emperor in the fourth century , Nueva Y ork: Columbia University Press, 1941, págs. 18-19 y passim; G , H . Williáms, «Christology and Church-State relations in the fourth century», Church Históry , vol. 20, n° 3, págs. 3-33 y n9 4, 1951, págs, 3-26, que es un artículo magistral; E. H . Kantorowicz, «Laudes Regiae», University of California Puhlications in History , vol. 33, 1946. 57 Apologéticas, 38, 3; D e Idololatria, 19. * San Juan Crisóstomo ( ctr . 347-407 d. C .), un padre griego de la Iglesia, fue fam oso com o reformador, brillante estilista y vigoroso oponente de las interpre­ taciones alegóricas y teológicas del Evangelio. Se lo ha llamado «e l más grande expositor cristiano».

125

ca estas tendencias: «Nada sirve tanto para dividir la Iglesia como el amor por el poder».58 Esta prevención, que se repite muchas veces, sugiere que la Iglesia estaba actuando políticamente, antes que la otra conclusión, según la cual algunas de sus acciones parecían similares a la conducta política. Si bien la forma más extrema de conflicto político fue experimentada en relación con los fenómenos del cisma y la herejía, hubo otras riva­ lidades menos espectaculares, pero igualmente políticas, que plagaron la vida de la sociedad durante los siglos en que esta se formó. Por ejemplo, la contienda por obtener altos cargos eclesiásticos no difirió, mucho de la rivalidad habitual por posiciones políticas. Además, la creciente superioridad del obispo de Roma ocasionó resentimientos nacionales entre las Iglesias en Antioquía, Africa y otras partes, con el resultado de que el «gobierno central» tuvo que hacer varios tipos de concesiones — referentes a finanzas, nombramientos o autonomía local-— que satisficieran los sentimientos locales. El cisma donatista, por ejemplo, se había fortalecido con el resentimiento que los cristia­ nos africanos sentían hacia la interferencia «exterior» de Roma. Final­ mente, el crecimiento de una burocracia eclesiástica creó, junto con el federalismo de la Iglesia primitiva, interminables disputas jurisdiccio­ nales de un tipo habitual en cualquier organización política. Podemos resumir estas reflexionas diciendo que la Iglesia, como cualquier orden político, tuvo que enfrentar problemas políticos en dos niveles, cada uno de diferente intensidad. En un nivel, el del conflicto primario o de «primer orden», tuvo que zanjar disputas referidas a principios fun­ damentales de doctrina u organización. Esto ocurrió en los casos de cisma o herejía; se vio ante la alternativa de hacer concesiones sobre cuestiones fundamentales, alterando con ello su propia identidad, o extirpar a los disidentes. En el otro nivel de conflicto secundario, co­ mo el provocado por pretensiones rivales de un obispado o por dispu­ tas jurisdiccionales, era posible resolver los problemas sin tocar los principios esenciales de la sociedad de la Iglesia. La distinción entre conflictos primarios y secundarios puede ser ex­ presada de otro modo, que pone de relieve algunas implicaciones adi­ cionales. Los conflictos secundarios del tipo antes mencionado giraban alrededor de objetos escasos: la demanda de cargos, honores y dinero excede las existencias. Por consiguiente, el mismo problema de distri­ buir bienes escasos, que ya hemos indicado en relación con los regí­ menes políticos, surge también en un sistema político eclesiástico. Sin embargo, el problema de los conflictos primarios no es tan sencillo, ya que en una sociedad de la Iglesia hay otros elementos de complicación, debido a que esta pretende e§tar basada en verdades para cuya inter­ pretación hay un margen muy estrecho. En este último sentido, el bien que la Iglesia simboliza es ilimitado y, en consecuencia, no susceptible del tipo de conflictos engendrados por la escasez o por la espinosa cuestión de la distribución relativa que se plantean cuando se trata de status social, riqueza o ascenso. A l mismo tiempo, la Iglesia actúa tam­ bién como custodio de una verdad uniforme, a la cual se concibe com o coextensa con aquella. Esta fue la esencia de la fórmula de Cipriano, 58 Tom ado de S. L. Greenslade, op. cit., pág. 37.

126

que ha seguido siendo durante siglos la afirmación que distingue a la Iglesia: extra ecclesiam nulla salus, fuera de la Iglesia no hay salva­ ción. De tal modo, el bien administrado por la Iglesia era inagotable, pero solo dentro de los límites de la Iglesia. Fuera de ella, no podía haber vida espiritual; aunque un grupo cismático llevara a cabo los mismos rituales y pronunciara las mismas palabras, sus ceremonias ca­ recían de eficacia, ya que no poseían el carácter santificador de lo sa­ grado que está presente en la vida de la Iglesia, «E l Espíritu Santo es uno, y no puede morar con quienes no pertenecen a la comunidad».59 Las disyuntivas provocadas por el cisma y la herejía, en virtud de que tocaban principios fundamentales, tuvieron com o efecto profundizar la conciencia política de la Iglesia primitiva, obligándola a defender su unidad con métodos comparables a los utilizados por un orden político. Aunque después del siglo n se admitió una distinción entre cisma y herejía, la Iglesia primitiva se inclinaba a considerar que ambos plan­ teaban conflictos de importancia primordial. «L o que hace a los cismá­ ticos no es una fe diferente, sino la ruptura de la hermandad de la co­ munión». O , según la posterior definición de Isidoro de Sevilla: * «E l cisma recibe su nombre del desgarramiento de los espíritus. Porque, con el mismo culto y ritos, cree com o los demás; simplemente se com­ place en dividir a la congregación».60 Contra estas amenazas, la Iglesia insistía en la importancia de la unidad, a la que definía en términos de una comunión uniforme, que solo permitía diferencias secundarias. Así com o un orden político se ve obligado a distinguir entre formas permisibles y no permisibles de conducta y pensamiento, y a decidir cuándo' los desacuerdos se convierten en sedición, también la Iglesia tuvo que practicar el arte sutil de establecer límites. Esto tuvo com o efecto colocar a los grupos disidentes — ya fueran de la variedad la­ tente o abiertamente cismática— en la misma posición que una fac­ ción política. Es decir que, en una sociedad religiosa, la índole de la unidad se basaba en la uniformidad, y, en consecuencia, cualquier gru­ po que cuestionara los elementos de uniformidad se convertía en una fuerza divisoria. Palabras com o factio y stasis se filtraron en el voca­ bulario de la Iglesia, y grupos organizados libraron controversias acer­ ca de doctrina, organización o nombramientos, tal com o el que tuvo lugar en Antioquía, en el siglo m , respecto de la disputa sobre la homotousion. Estos conflictos reproducían otra forma de conducta idén­ tica a la que surge en las sociedades políticas cuando los grupos luchan por identificar su posición o interés parciales, con el interés y la po­ sición del conjunto, y lograr que su punto de vista tenga el sello de la autoridad «pública». La respuesta de la Iglesia fue políticamente re­ veladora, en cuanto exhibió, respecto de cuestiones decisivas, una elas­ ticidad mucho mayor de la que se podría haber previsto. Se empleó una serie impresionante de técnicas de transacción y negociación para explorar rutas conciliatorias. Los sínodos, concilios, conferencias y 59 Cipriano, Epístola, lv, lxxi, I, y lxxiv, 4-5. Véase H . Bettenson, Fatbers, pág. 374. * Isidoro de Sevilla (cir. 560-636 d. C .), autor de la enciclopedia Etymólogiae, fue fam oso tanto por su erudición com o por sus habilidades organizativas, ayu­ dando a difundir el catolicismo en España. 60 Tom ado de S. L. Greenslade, op. cit ., pág. 19.

127

otros métodos destinados a lograr acuerdo se convirtieron en artes políticas, adaptadas para encarar situaciones no abarcadas por la tra­ dición, la revelación ni la inspirada literatura de la Iglesia. Desde el punto de vista del cismático, la decisión que debía tomar pre­ sentaba un paralelo notable con la que se plantea a un ciudadano que se niega a obedecer la ley. La apostasía es rebelión escrita en clave teo­ lógica. Aunque el rebelde afirmara que la Iglesia oficial ya no era la «verdadera» Iglesia, debía decidir en qué punto no podía seguir obe­ deciendo sin violentar sus escrúpulos religiosos y morales. tJna vez al­ canzado este punto, se le planteaban muchos otros interrogantes: ¿cóT mo sabía que su criterio era infalible? ¿Qué efecto tendría su desobe­ diencia sobre la Iglesia? ¿Qué peso tenía la verdad que defendía, fren­ te a los males inevitablemente derivados de la desobediencia a la auto­ ridad? ¿Se justificaba rebelarse por unos pocos detalles, cuando había acuerdo acerca de tantos otros? 61 La Iglesia, por su parte, debía encarar de lleno el problema de la coac­ ción. Aunque San Basilio describiera a la Iglesia como^ «un sistema evangélico y cándido», sus portavoces no tardaron en advertir que la inocencia de nada servía cuando el principio de la autoridad eclesiás­ tica era cuestionado por «perros rabiosos que muerden a traición».62 A partir de la conversión de Constantino a principios del siglo iv, y durante todo el siguiente, el cristianismo pidió ayuda con frecuencia a las autoridades seculares. Una de las acusaciones formuladas por los donatistas contra la Iglesia Romana fue que esta había reclamado la intervención del poder secular en las controversias religiosas. Tratan­ do de justificar este procedimiento, los apologistas de la Iglesia tuvie­ ron que examinar la naturaleza del poder y lo que involucraba su em­ pleo por parte de una organización que profesaba virtudes opuestas a la coacción: virtudes tales com o amor, caridad y humildad. Fueron pocas las tentativas de estos autores cristianos primitivos de esquivar el problema, como acostumbraban a hacerlo los apologistas papales posteriores, señalando que la sucia tarea de castigar correspondía al orden tempíoral, y que, en consecuencia, si bien la Iglesia definía los delitos religiosos, no se manchaba las manos con el poder. En cambio, voceros como Agustín enfrentaron de lleno el problema: ¿cóm o podía justificar la compulsión una sociedad basada en la creencia, es decir, en las convicciones íntimas de sus miembros? La posibilidad de orien­ tar la conducta externa por medio de la imposición de penalidades lega­ les no era el problema central; la sociedad de la Iglesia exigía partida­ rios creyentes, no conformistas superficiales. ¿Cuál era, pues, la diná­ mica del poder que le permitía inducir o imponer una conversión, una reorientación de la creencia hacia el bien? Planteando así la cuestión, podemos advertir el aspecto radical de la lección cristiana sobre el poder. La fuente de la cual el poder extraía 61 Aunque el examen contenido en S. L. Greenslade ( op . cit., págs. 56-57, 124) no compara de m odo consciente estos problemas religiosos con los problemas políticos, es tanto más notable, por esto, el hecho de que sus observaciones, sus­ tituyendo unas pocas frases, serían fácilmente aplicables a cuestiones políticas. Es fundamental, a este respecto, el De Baptismo, de San Agustín. 62 El comentario de San Basilio está incluido en G . F. ReiUy, op. cit., pág. 42. La referencia a perros rabiosos proviene de Ignacio, A los ef estos, vii.

128

su fuerza era el temor; no el temor de los justos, para quienes la apli­ cación del poder no tenía importancia, sino el temor de los injustos: «Porque los gobernantes no son un terror para las buenas obras, sino para las malas. ¿Quieres, entonces, ño sentir temor a la autoridad? Haz bien, y obtendrás su elogio. Porque es el ministro de Dios ante ti para el bien. Pero si obras mal, teme . . ,».63 Esta formulación inicial, que identifica el poder con el temor, fue per­ petuada por autores posteriores. Así, en el Adver sus Haereses, escrito por Iren eo* alrededor del año 185 d. C., se declaraba que, origina­ riamente, el hombre que había sufrido la caída existía en una condi­ ción de violencia, pero que, a diferencia del posterior estado de na­ turaleza explicado por H obbes, no había un sentimiento de temor que indujera a los hombres a pensar cóm o escapar. Hacía falta, en cambio, un acto de intervención divina: Dios tenía que enviar el gobierno y la ley, de m odo que los hombres pudieran conocer el miedo y ser recep­ tivos para obedecer.646 5Pero esto dejaba todavía sin resolver la cues­ tión fundamental: ¿el gobierno era simplemente una fuerza negativa, represiva, o podía aprovechar el temor para fines creativos? Este paso siguiente era sugerido en la críptica formulación de Tertuliano: «Timor fundámentum salutis est», el miedo es esencial para la salvación.66 Aunque Tertuliano no se refería al uso del poder político, esto pasó a tener menos importancia a medida que la Iglesia empezaba a desa­ rrollar sus propias formas de control, incluyendo el arma definitiva de la excomunión. En una sociedad compuesta por creyentes, no podía haber mayor medio de inspirar terror que amenazar a los hombres con separarlos de la vivificante comunión. Como lo previno Cipriano, bajo la antigua ley los judíos habían utilizado la espada temporal para eliminar a quie­ nes se rebelaban contra la autoridad del sacerdote, pero ahora el re­ belde religioso era Expulsado de la Iglesia, es decir, aniquilado por la espada espiritual.66 ' En la época en que escribió Agustín, hacía ya casi cien años que se experimentaba con el uso dél poder secular en respaldo de la creencia religiosa. Sus opiniones eran tanto más significativas cuanto que ini­ cialmente había dudado de que la fuerza fuera eficaz para modificar convicciones. El cisma donatista lo obligó a cambiar de posición y reevaluar la cuestión, sosteniendo que la coacción en sí no era perver­ sa; todo dependía del objeto hacia el cual se forzaba a los hombreis Si bien la aplicación del poder no podía trasformar directamente en creyentes sinceros a heréticos y cismáticos, podía infundir un saluda­ ble temor, un estímulo molesto que los obligara a reexaminar sus pro­ pias creencias a la luz de las verdades que les eran indicadas. . 63 Romanos, 13:3-4. * Ireneo ( cir. 130-200 d. C .) ha sido descripto com o «e l primer teólogo b íb li­ co ». Fue un firme oponente del gnosticismo y defendió la revelación evangélica y el enfoque cristiano primitivo de la historia contra las enseñanzas esotéricas. 64 Adversus Haereses, V , 24. 65 D e Cultu Feminarum, ii, 2. 66 Cipriano, Epistle, IV , L X I X ; D e Unitate, xxiii, 211.

129

«Cuando se agrega la doctrina salvadora al útil temor, de modo que la luz de la verdad expulsa las tinieblas del error, y, al mismo tiempo, la fuerza del temor rompe las ligaduras del hábito perverso, entonces ( . . . ) nos regocijamos por la salvación de los muchos que, con noso­ tros, bendicen a D ios».6*7 En medida asombrosa, Agustín fundamentaba sobre bases pragmáticas su alegato a favor de la compulsión. Dado que la persuasión había re­ sultado inútil para inducir a la gran mayoría de los hombreé a ingrésar/ en la Iglesia, solo el poder podía aportarlos en gran número; de aquí la verificación pragmática: ¿la coacción aumentaba, en verdad, la caritidad de cristianos dentro de la Iglesia? 6 68 7 Este despiadado enfoque del poder parece incongruente en el gran ex­ positor del amor cristiano.69 La paradoja, sin embargo, es importante, ya que moldeó una teoría del poder que ha ejercido en Occidente úna vigorosa influencia. Agustín insistía en que no había necesariamente mutua incompatibilidad entre el amor y el poder: era preciso dife­ renciar la «persecución justa» de la «injusta». Se utilizaba con justicia la coacción cuando la informaba y motivaba un espíritu de caridad; des­ cuidar a las almas que se desviaban de la verdadera creencia era más cruel que castigarlas, ya que así se las condenaba a.las tinieblas eter­ nas. «Leyes terribles, pero saludables», aplicadas en un «espíritu de amor», y una honda preocupación por las almas de los demás, quita­ ban al poder su estigma. En suma, el amor dictaba la coacción. Aunque esta concepción tenía algunos antecedentes en la tradición helenística y romana, donde el emperador había sido descrito como un padre bondadoso, que con renuencia castigaba a sus aniñados súb­ ditos por su propio bien, habían carecido de los poderosos sentimien­ tos y pasiones del amor cristiano. Poder y compasión; uso de la vio­ lencia contra personas con quienes el que ejercía el poder se hallaba vinculado e interconectado por los misterios de la fe: esto era algo nuevo y aterrador. A diferencia del Gran Inquisidor de Dostoievski que, admitiendo sin vacilar que su función no era la del dulce y manso Jesús, evéntualmente ahuyenta al Salvador, el ocupante agustiniano del poder había fusionado ambos roles de modo que no podía apelar al amor contra el poder. 67 Epistle, 93, en San Agustín, Letters , trad. al inglés por la hermana W . Parsons, Nueva York, 1953, vol. 10, pág. 59, en la serie The fathers of the church. Algunas de las más importantes formulaciones de San Agustín sobre la cuestión de la persecución aparecen en las siguientes Epistles : 87, 97, 185. Es también importante la Contra Epistulam Parmeniani, I, vii-xiii. Las siguientes publicaciones contienen útiles comentarios sobre estos problemas: J. N. Figgis, Politicál aspects of St. Augustine’s «City of God » , Londres: Longmans, 1921, conferencias I I I , IV ; J. E. C. W elldon, ed., St. Augustine’s «D e Civitate Dei», Londres, 2 vols., 1924, vol. 2, págs. 647-51; G . G . W illis, op. cit.f págs. 127-43; G . Bardy, Saint Augustin, París, 7a. e d , 1948, pág. 325 y sigs.; G . Combés, La doctrine politique de Saint Augustin, París, 1927, pág. 330 y sigs. 68 Epistley 185. 69 La evaluación «realista» del poder efectuada por San Agustín resultó atrac­ tiva para un cristiano de época reciente que comparte los puntos de vista agustinianos sobre la naturaleza humana; véase el ensayo de R. Niebuhr, «Augus­ tine’s politicál realism», en Christian realism and politicál problems, Nueva Y ork: Scribner’s, 1953, págs. 119-46.

130

Dispuesto a ir aún más lejos en su defensa del uso del poder, Agustín sostuvo que la unidad era una cualidad esencial de la sociedad, ya que contribuía a esa situación de paz que posibilitaba una vida cristiana. Si la unidad era un bien — razonaba Agustín— entonces incluso la uni­ dad impuesta por la fuerza poseía cierto valor; y, com o no podía ha­ ber unidad superior a la que se basaba en un conjunto común de creen­ cias o «preceptos acordados», era legítimo imponer penalidades tem­ porales en beneficio de la verdadera creencia. ¿Por qué permitir a un hombre que gozara de la protección de la ley y de los beneficios de la sociedad, y fuera libre para pecar? 70 Con esto, la tradición política oc­ cidental llegaba al borde de una definición de la comunidad política que atormentaría a los hombres con innumerables dificultades teóricas y prácticas hasta fines del siglo x v n , la definición de la comunidad po­ lítica com o unidad de creyentes con criterios similares.

IV. Dificultades de una religión politizada y tarea de Agustín ¡ Una vez que aceptó el poder Como instrumento legítimo para el logro de sus fines, la Iglesia se vio ante el peligro de perder su identidad específica en un argumento que probaba demasiado. Para los cristia­ nos primitivos, una de las principales distinciones entre los órdenes político y religioso era que solamente el segundo controlaba las prác­ ticas de redención. La paz, orden y prosperidad mantenidos por el go­ bierno no favorecían la salvación de los creyentes ni trasgredían el mo­ nopolio de los recursos para alcanzar la gracia, que se hallaban en po­ der de la Iglesia. Sin embargo, si se admitía que el poder podía pro­ mover la diviná misión de la Iglesia, y si, al mismo tiempo, se con­ sideraba al Estado com o la suprema encarnación del poder, quedaría comprometido el carácter excepcional que tenía la sociedad de la Iglesia. La amenaza a laidentidad había surgido en el siglo iv, cuando el cris­ tianismo se vio ante la gran tentación de confiar en el apoyo de un gobierno amigo, y de aceptar el uso del poder político en beneficio de la misión universal de la Iglesia. Cuando la política romana de perse­ cuciones intermitentes no logró contener el rápido crecimiento del cristianismo, el Estado recurrió súbitamente al método, más benévolo y más peligroso, de favores a la nueva religión. Con el triunfo de Constantino en Occidente (312 d. C .), el cristianismo inició una nue­ va y difícil etapa, una especie de scandale du succès en el que dejó de ser una secta desacreditada y hostigada para pasar a una situación pri­ vilegiada: la de religión oficial del Estado. N o hace falta que nos deten­ gamos en la trajinada cuestión de la conversión de Constantino, ya que lo importante es que sus métodos conservaban muchas cosas que ha­ cían recordar antiguos modos de pensar referentes a la relación entre religión y orden político. El peligro provenía, no tanto de la situación privilegiada de que gozaba el cristianismo, sino de su trasformación 70 Epistle, 93, en San Agustín, Letters , op. d t vpl. 10, págs. 74-73.

131

en un instrumento escogido para la regeneración política, una «religión civil» moldeada sobre el antiguo modelo. La brusquedad del proceso tomó a algunos dirigentes cristianos por sorpresa, de modo que solo pudieron ver las grandes ventajas resul­ tantes de que el Estado promoviera activamente su fe. Para algunos eclesiásticos, el hecho de que la religión destinada a toda la humani­ dad estuviera ahora ligada al imperio cuyo poder parecía extenderse hasta los límites de la tierra parecía un signo de que pronto se cumpli­ ría la divina promesa. De tal modo, convergieron dos presiones: la cristiana, que apuntaba a la conversión dé la sociedad, y la política, que procuraba captar para fines políticos este nuevo élan vital. Con Eusebio de Cesárea,* apareció un vocero que proclamaba la retórica de la santa alianza, que no vaciló en identificar la suerte del cristianis­ mo con los ordenamientos políticos vigentes, al punto de inferir que Dios había enviado a Constantino con la finalidad específica de reali­ zar la promesa de Cristo. « . . . Por expresa designación del mismo Dios, dos raíces de bendición, el Imperio Romano y la doctrina de la devoción cristiana, brotaron juntas para beneficiar a los hombres ( . . . ) [C on el reinado de Cons­ tantino] había surgido una nueva y fresca era de existencia, y una luz hasta entonces desconocida brilló de pronto desde las tinieblas de la raza humana; y todos deben confesar que estas cosas fueron, por en­ tero, obra de Dios, que crió a este piadoso emperador para que en­ frentara a la muchedumbre de im píos».71 El desesperado anhelo de disminuir la aterradora distancia entre el Reino de Dios y la sociedad del hombre fomentó la creencia de que el emperador representaba un divino instrumento del logos, y el orden político, un vehículo conveniente para difundir la verdad cristiana. Sin embargo, cuando este anhelo tomó la forma práctica de una alian­ za entre Iglesia y Estado, planteó el peligro real de que se perdiera la identidad específica de la sociedad de la Iglesia. Este fue el temor que impulsó á Donato a protestar: «¿Q u é tiene que ver el emperador con la Iglesia?». Y no se podría decir que la respuesta de Optato haya sido tranquilizadora: «La respublica no está en la ecclesia, sino la ecclesia en la respublica; vale decir, en el Imperio Romano». Estas actitudes en conflicto no eran más que una expresión parcial de una crisis en desarrollo, que tenía lugar dentro del cristianismo y exigía respuestas para toda una gama de problemas delicados: ¿Cóm o podía el cristia­ nismo apoyar al Estado y ser apoyado por este, evitando al mismo tiempo convertirse en otra religión cívica más? ¿Cuál era la identidad * Eusebio (264-340 d. C .) form ó parte de una distinguida línea de eruditos cristianos de Alejandría. Llegó a ser obispo de Cesárea, y luego consejero del emperador Constantino. Se lo recuerda sobre todo por su formulación de una ideología que justificaba la alianza entre cristianismo e imperio. 71 Vita Constantini, I I I , I; De Laudibus Constantini, X I V ; véase también Praeparatio Evangélica, I, 4. H ay un excelente estudio sobre Eusebio en F. D . Cranz, «Kingdom and polity in Eusebius», Harvard Theological Review, vol. 45, págs. 47-66, 1952; véase también Peterson, op. c i t pág. 88 y sigs.; N . H . Baynes, «Eusebius and the Christian empire», en Byzantine studies and other essays, Londres: Athlone Press, 1955, pág. 168 y sigs.

132

del Estado, en una situación histórica en que la Iglesia se había vuelto cada vez más política en cuanto a organización y perspectiva? ¿Cuál era la identidad de la Iglesia cuando el Estado se encargaba de fomen­ tar la fe y vigilar la conducta de los creyentes? ¿Podía apresurar esto el Juicio Final? ¿Dónde se situaban la Iglesia y la comunidad política con respecto a la^dimensión temporal de la historia? El intento más global de abordar estos problemas se halla en los es­ critos de San Agustín (3 5 4 -4 3 0 ), el primero y quizás el más grande de los creadores de síntesis cristianos. Su obra fue importante, no por­ que resolviera ninguna de las ambigüedades del cristianismo, sino por­ que ofreció una bondura y agudeza que las arraigó con más firmeza en la tradición occidental. H izo un intento supremo de marcar con el relieve más nítido posible la identidad religiosa del cristianismo, su modo de vida y misión, su índole compleja como sociedad existencial y com o anuncio de una sociedad celestial; su participación en la his­ toria y su triunfo definitivo sobre el tiempo. Pero mantuvo las ambi­ güedades, ya que admitió que el cristiano, en el nivel existencial, se hallaba políticamente involucrado en la sociedad política y dependía de esta fundamentalmente, al punto de que el Agustín capaz de escri­ bir sobre la noción de amor [am or) con incomparable pasión y pro­ fundidad, fue también el teórico del poder, autor de la argumentación más persuasiva a favor de la coacción sobre los espíritus humanos. Estas ambigüedades tenían profundas raíces en la propia vida y per­ sonalidad de Agustín; casi todo lo que escribió encierra las tensiones de un espíritu apasionado, que ansia elevarse por sobre la existencia finita, «y llegar, mediante el continuo ascenso del espíritu, hasta la sustancia inmutable de D ios». Sin embargo, fue también el administra­ dor eclesiástico, obligado a ejercer el poder e imponer juicios y castigos. La culminación de este sistema, formado por las más exquisitas oposi­ ciones, halló expresión en el vivido simbolismo de las dos ciudades; la sociedad santa, cimentada en la caritas cristiana, y la «sociedad mí­ nima», desgarrada jpor cupiditas humana: «D os ciudades han sido formadas por dos amores: la terrena, por el amor a sí mismo, aun hasta menospreciar a Dios; la celestial, por el amor a Dios, aun hasta despreciarse a sí mismo. La primera, en una palabra, puso su gloria en sí misma; la segunda, en el Señor ( . . . ) En aquella, los príncipes y las naciones que somete son gobernados por el amor de gobernar; en esta, los príncipes y súbditos se sirven unos a otros en el amor; los últimos obedeciendo, mientras que los primeros piensan por todos».72 Es importante no dejarse engañar por la vigorosa antítesis de las dos ciudades, hasta concluir que a Agustín le interesaba manipular el or­ den político sólo como realce adecuado para la superioridad de la Igle­ sia y las glorias de la ciudad celestial. Agustín se refirió a las acerbas disputas que desgarraban la ciudad terrena, y pudo hablar de un pro­ fundo enfrentamiento entre ambas ciudades, pero también estaba dis­ puesto a admitir que la sociedad era natural para el hombre; que, le­ 72 De Civ. D e i y X IV , 28 (trad. D od s).

133

jos de ser un mal sin atenuantes, era «m ejor que cualquier otro bien humano», y que incluso una sociedad «alienada del Dios verdadero» poseía cierta validez».73 Una vez que se advierte la complejidad de las ideas de Agustín, y se comprende que no interpretó la promesa de una ciudad celestial en el sentido de que el orden político se hubiera reducido a la insignifican­ cia, podemos entender mejor que el dualismo de las dos sociedades actuó estableciendo la identidad del orden político tanto como la del religioso. La intrincada trama de religión y actividad política, que sé intersectabaíi, pero no se absorbían, fue moldeada para enseñar que lo político y lo espiritual eran específicos, por más complementarios que pudieran ser en determinados aspectos; que, si bien cada uno debía beneficiar al otro, ninguno podía lograr la salvación del otro. Y cqmo de esto se desprendía que no se debía juzgar totalmente al uno según la misión del otro, era necesario comprender a cada uno, en gran me­ dida, en sus propios términos.74 Esto puede ser formulado de otro modo diciendo que el agustinismo contenía un fuerte elemento dialéctico, donde las polaridades de bien y mal, carne y espíritu, Iglesia y sociedad política se situaban dentro de un orden global vigorosamente estructurado, que contenía y guia­ ba esta dinámica hacia su fin predestinado. Por un lado, la teoría de las antítesis significaba, en su sentido político, que el orden político, pese a toda su utilidad, nunca era exaltado, sino solo prorrogado. Por el otro, la teoría del ordo actuaba uniendo lo político a un todo cósmico, a una jerarquía de fines en gradual ascenso; con cada uno de estos colaboraba un orden adecuado de poder y autoridad. «Orden es la distribución que asigna cosas iguales y desiguales, cada una a su propio sitio».75 Era un principio jerárquico y distributivo inscrito en la trama misma de la creación, y que animaba a las cosas tanto eleva­ das como inferiores, racionales como irracionales, libres como esclavi­ zadas, buenas como malas. El principio que lo sustentaba era el amor, el amor de Dios hacia sus criaturas, el amor del hombre hacia sus con­ 73 D e Civ. D ei , X I I , 21; X V , 4; X I X , 13, 26. G . Combés, op, cit., págs. 76-77; Sir E. Barker, «St. Augustine’s theory o f society», en Essays on government, O x­ ford: Clarendon Press, 1946, págs. 243-69. F. E. Cranz («S t. Augustine and Nicholas o f Cusa in the tradition o f Western Christian thought», Speculum, vol. 28, 1953, págs. 297-316) ha tendido a minimizar la evaluación agustiniana de la sociedad existente. Hay un excelente estudio de las ideas iniciales de San Agustín por el mism o autor, «T h e development o f Augustine’s ideas on society before the Donatist controversy», Harvard Theólogical Review, vol. 46, 1954, págs. 255-316. Se encuentra también abundante material al respecto en C. Dawson, «St. Augustine and his age», en A monument to Saint Augustine, Londres: Sheed and W ard, 1930; este volumen contiene varios artículos inte­ resantes, incluido uno sobre la filosofía de San Agustín por el padre D ’Arcy. 74 Tres útiles análisis del lenguaje de San Agustín son los de R. H . Barrow, Introduction to St. Augustine, «The City of God», Londres: Faber, 1950, pág. 20 y sigs.; R. T. Marshall, Studies in the political and soeio-religious terminology of the «D e Civitate D ei», W ashington, 1952; H . D . Friberg, Love and

justice in political theory. A study o f Saint Augustine's definition of the Commonwealth, Chicago, 1944. 75 D e Civ. D ei , X I X , 13. Hay también buenos exámenes del principio de ordo en E. Gilson, Les méthamorphoses de la Cité de Dieu,** Lovaina: Publications Universitaires de Louvain, 1952, págs. 154-55; E. Barker, «St. Augustine’s theory . . . » , op. cit., pág. 237 y sigs.; R. H . Barrow, op. cit., pág. 220 y sigs.

134

géneres. Ordo est amoris.™ Cuando cada ser, dentro de la red univer­ sal, cumplía la función que le correspondía, el orden era aplicado en paz. Un ordo perfecto y total se basaba en un conglomerado de órde­ nes que lo sostenían: « . . . La paz del hogar es el acuerdo ordenado de quienes habitan jun­ tos, ya sea que manden o que obedezcan; la paz de la ciudad es el acuerdo ordenado de sus ciudadanos, ya sea que manden o que obe­ dezcan; la paz de la ciudad celestial es la hermandad de disfrutar de Dios y difrutarse unos a otros en Dios, una hermandad íntimamente ligada por el orden y en la armonía; la paz de todas las cosas creadas es la tranquilidad conferida por el orden . . .>>.77

V. Refirmación de la identidad de la -sociedad de la Iglesia: tiempo y destino La idea de ordo, sin embargo, era más que la perspectiva de un univer­ so jerárquico, estable, compacto y aparentemente estático, dentro del cual las múltiples diversidades de la existencia se fundieran en un todo armonioso. El orden de la creación era vibrante, y en su ser se inscri­ bía un impulso o «predisposición». Era una unidad encaminada hacia la consumación, al fin de los tiempos. En la concepción agustiniana del tiempo tuvo su enunciación clásica una de las contribuciones más originales e importantes del pensamiento cristiano. 78 En la nueva con­ cepción de tiempo había enormes implicaciones políticas, implicacio­ nes que contribuyeron en mucho a delinear el contraste entre las acti­ tudes clásica y cristiana respecto de los problemas políticos. Muchos autores clásicos concibieron el tiempo en términos de ciclos muy seme­ jantes a las estaciones naturales de crecimiento y decadencia, regulari­ dad y repetición: «Las cosas que han de ser no surgen súbitamente en la existencia; la evolución del tiempo es com o el desenrollarse de una soga; no crea nada nuevo, sino que solo despliega cada suceso en su i 76 D e Civ. Det, X I , 18, 22; X I I , 2, 4. La relación entre ordo y amor ha sido minuciosamente analizada en diversas obras: E. G ilson, op. cit., págs. 217-18; I. Burnaby, Amor Det, Londres: H odder and Stoughton, 1938, esp. pág 113 y sigs.; T . J. Bigham y A . T . Mollegen, «T h e Christian ethic», en R. W . Battenhouse, ed., op. cit., pág. 371 y sigs.; A . Nygren, Agape and Eros, *** trad. al inglés por P: S. W atson, Filadelfia: Westminster, 1 vol., 1953, pág. 449 y sigs. 77 D e Civ. Bei, X I X , 13. 78 Existe gran cantidad de literatura referente a la concepción agustiniana del tiempo. Son útiles los siguientes materiales: E G ilson, op. cit., pág. 246 y sigs.; J. Chaix-Ruy, Saint Augústin, temps et histoire, Pa^ís, 1956; H . I. Marrou, L’ambivalence du temps de Vhistoire chez Saint Augustin, Montreal y París, 1950; tiene especial utilidad por la forma en que pone de relieve la influencia social del tiempo; J. F. Callahan, Four views of time in ancient philosophy, Cambridge: Harvard University Press, 1948, cap. IV ; es un tratamiento más formal del problema. Hay algunos comentarios sorprendentemente elogiosos en B. Russell, A history of western philosophy, Nueva Y ork: Simón & Schuster, 1945, págs. 325-55. En las obras de San Agustín Confesions, lib. X I , y Epistle, 137, podemos hallar pasajes al respecto que también deben ser tenidos en cuenta.

135

orden».79 Para el cristiano, convencido de que el tiempo se encamina­ ba hacia una culminación única y destructiva, la noción clásica de un ciclo eternamente recurrente que gobernaba los asuntos humanos, un ritmo que comenzaba en la esperanza y concluía en la desesperación, parecía una burla tanto a Dios como al hombre. Dijo Agustín: «¿D e qué extrañarse si, atrapados en estos círculos, no hallan entrada ni salida?».80 El cristianismo rompió el círculo cerrado, reemplazándolo por una concepción del tiempo como una serie de momentos irrever­ sibles que se extendían en una línea de desarrollo progresivo.81 La historia se trasformaba así en un drama de liberación, representado bajo la sombra de un apocalipsis que pondría fin al tiempo histórico y que, para los elegidos, concluiría con el sufrimiento. Animado por es^ ta «seguridad de cosas esperadas», y dotado de la certeza de que «el misterio que había estado oculto durante épocas y generaciones ha si­ do revelado ahora a los santos», el cristiano podía esperar lo que el espíritu clásico había temido: el despliegue del tiempo futuro. El fu­ turo pasaba a ser una dimensión de la esperanza: «P or consiguiente, así como nos salva, la esperanza nos hace felices. Y así como todavía no poseemos un presente, sino que buscamos una salvación futura, lo mismo ocurre con nuestra felicidad ( . . . ) porque nos rodean males que debemos soportar con paciencia, hasta que al­ cancemos el inefable disfrute del bien puro; pues entonces ya no habrá nada que soportar».82 79 Cicerón, De Divinatione, I, 27. 80 De Civ. D eiy X I , 6; Epistles, 137 passim. 81 En su libro Christ and time y el profesor O . Cullmann describe cóm o los cristianos primitivos veían en la llegada de Cristo la indicación del centro de la línea temporal. En El se había cumplido el pasado, y todo lo venidero había sido decidido. Véase también el examen efectuado por K. Lówith en Meaning in history (Chicago: University o f Chicago Press, 1949, pág. 182 y sigs.), que en gran medida sigue a Cullmann, y, en general, R. L. P. Milburn, Early Chris­ tian interpretútions of history y Londres: Black, 1954; dos artículos de A . H . Chroust, «The metaphysics o f time and history in early Christian thought», New Scholasticism, vol. 19, 1945, pág9 322-52; «T h e meaning o f time in the ancient w orld», ibid.y vol. 21, 1945, págs. 1-70. 82 Gelasianos 1:26; Epístola a los hebreos 11:1; Romanos 8:24; De Civ. Deiy X I I , 13-14; X I X , 4; D e Doctrina Christiana, II, 43-44; véase también el análisis en R. E. Cushman, «G reek and Christian views o f time», Journal of Religion, vol. 33, 1953, págs. 254-65. K . SchoJ^z, Glaube und Unglaube in der Weltgeschichtey Leipzig, 1911, pág. 137 y sfgs. El problema del «progre­ so» en la filosofía agustiniana de la historia ha sido minuciosamente examinado por T . Mommsen, «St. Augustine and the Christian idea o f progress, the back­ ground o f the “ City o f G od” », Journal of the History of Ideas, vol. 12, 1951, págs. 346-74. Los puntos de vista iniciales ele San Agustín son examinados por F. E. Cranz, «T h e development o f Augustine’s ideas . . . » , op. cit.f pág. 273 y sigs. Puede hallarse material adicional en K. Lowith, op. cit., cap. I X ; J. Pieper, The end of time , *** trad, al inglés por M . Bullock, Nueva Y ork: Pantheon, 1954, passim. El enfoque agustiniano de la historia, con su combinación de sínte­ sis general y sensibilidad para la índole variada de los fenómenos históricos, es un interesante ejemplo del caso que no puede ser absorbido en las sugestivas categorías de I. Berlin, The hedgehog and the fox , Nueva Y ork: Simon and Schuster, 1953, y Historical inevitability, *** Londres: O xford University Press, 1954. El problema de en qué medida es correcto decir que San Agustín sostu­ vo una filosofía de la historia es examinado por H . Scholz, op. cit.f Vorrede ,

136

t

1

Todas estas ideas expresaban una nueva dimensión temporal para el orden político. En el plan providencial que determinaba el destiño humano, el medio santificado era la sociedad de la Iglesia. Uno de los aspectos notables del pensamiento clásico había residido en que el tiempo era concebido en términos sobre todo políticos, com o lo atesti­ gua el mito platónico de Kronos y la teoría cíclica del gobierno de Polibio. Las formas políticas eran consideradas com o los medios a tra­ vés de los cuales se revelaban los procesos del tiempo y la historia. La nueva dimensión temporal, sin embargo, era tanto apolítica com o anti­ política; apolítica en cuanto los momentos vitales significativos (kairoi) en el tiempo, tales como Creación, Encarnación y Redención, carecían de una vinculación esencial con las cuestiones políticas; anti­ política en cuanto la sociedad política se hallaba involucrada en una serie de sucesos históricos encaminados hacia una consumación final, que marcaría el fin de la actividad política. Desde el punto de vista cristiano, la cuestión fundamental era si el hombre y la sociedad ser­ virían a los fines de la eternidad o se contentarían con los bienes pa­ sajeros existentes en el tiempo. Los nuévos criterios políticos, tal co­ mo los cristalizó Agustín, podían ser leídos de esta manera: en la me­ dida en que una sociedad política promovía la paz, era buena; en la medida en que encarnaba una concordia bien ordenada entre sus miem­ bros, era mejor aún; en cuanto alentaba una vida cristiana y evitaba el conflicto de lealtades entre obligaciones religiosas y políticas, había cumplido su función dentro del esquema universal. La más alta aspi­ ración de la sociedad política quedaba satisfecha si permitía que sus ciudadanos enrolados en la chitas dei buscaran la salvación sin ser estorbados por las distracciones políticas. «La ciudad terrenal, que no vive de la fe, busca una paz terrenal; y la finalidad que propone, en la bien ordenada concordia de obediencia cívica y gobierno, es la combinación de las voluntades de los hombres para lograr las cosas que son útiles en esta vida. La ciudad celestial — mejor dicho, la párte de esta que anda peregrinando por la tierra y vive de la fe— utiliza esta paz solo por obligación, hasta que se extinga esta condición mortál que la hace necesaria. En cuanto vive como un cautivo y un extraño en la ciudad terrenal, aunque ha re­ cibido ya la promesa de redención, y el don del Espíritu como prenda de esta, no tiene escrúpulos en obedecer las leyes de la ciudad terre­ nal, por cuyo intermedio son administradas las cosas necesarias para el mantenimiento de esta vida mortal; y así, como esta vida es común a ambas ciudades, también hay una armonía entre ellas con respecto a lo que corresponde a esta».83 En el sistema agustiniano, la chitas terrena no estaba destinada a re* presentar de modo exacto la comunidad política, como tampoco ia chitas dei equivalía a la Iglesia. La chitas terrena era, en cambio, una categoría universal, construida imaginariamente para ilustrar el tipo

.

donde se sostiene que San Agustín no elaboró tal filosofía. Véase también E. Gilson, op. cit.y pág. 37 y sigs.; C. N. Cochrane, op. c i t cap, X I I . 83 D e Civ. Dei , X I X , 17.

137

de vida que contrastaba de m odo más marcado con la chitas dei. Sin embargo, tanto la chitas terrena com o la chitas dei se relacionaban de una manera especial con la comunidad política, ya que esta contenía individuos que tipificaban los modos antitéticos de vida vinculados con ambas ciudades. El orden político ocupaba, entonces, una especie de plano intermedio, en el cual se intersectaban los dos simbolismos antitéticos. La vida colectiva de la comunidad política trascurría en medio de una honda tensión entre el naturalismo de las actividades diarias de la comunidad y el sobrenaturalismo de la Ciudad de Dioé. Según los autores clásicos, la extrema pluralidad de necesidades y as­ piraciones humanas había creado las funciones y justificado el statús de la comunidad política. La satisfacción de dichas necesidades orga­ nizando la división y coordinación del trabajo planteaba el problema del gobierno político y de la sabiduría política. Sin embargo, el agustinismo involucraba una formulación contraria: las más elevadas ne­ cesidades del hombre, y, por consiguiente, las fundamentales, eran precisamente aquellas que ninguna sociedad humana podía llegar a satisfacer. Las preocupaciones éticas ya no giraban sobre una base sociopolítica, sobre las exigencias extrapolíticas del alma. « [L o s cristianos] no rechazarán la disciplina de esta vida temporal, en la cual se preparan para la vida eterna; ni tampoco lamentarán su experiencia de ella, ya que utilizarán las cosas buenas de la tierra como peregrinos a los que estas no detienen, y sus males los ponen a prueba o los mejoran ( . . . ) Incomparablemente más grandiosa que Roma es esa ciudad celestial en la cual tenéis la verdad por victoria; la santidad por dignidad; la felicidad por paz; la eternidad por vida».84 Pero, si el orden político resultaba deficiente cuando se le aplicaba la dimensión de la eternidad, ¿cóm o era posible, dentro de las ca­ tegorías cristianas, abordar esa zona intermedia en que la existencia política se trasformaba gradualmente en un ámbito de finálidades tales como la ley, la justicia, la paz, la seguridad, el bienestar econó­ mico, y un sentido comunitario, todos los cuales eran significativos sin ser definitivos? Este problema asumió importancia fundamental en la famosa exposi­ ción de Agustín sobre si el Estado romano podía ser considerado una verdadera nación, que ofreció un ejemplo clásico de cóm o los cristia­ nos adoptaban los anteriores conceptos políticos solo para trasfor­ marlos. Agustín tomó la definición ciceroniana de respublica — una asociación basada en un acuerdo común acerca de lo justo, y en una comunidad de intereses— para suscitar luego el interrogante de qué condiciones debía satisfacer una nación antes de que se la pudiera con­ siderar «justa». Ahora bien; los autores políticos clásicos, como Pla­ tón y Aristóteles, no negaban la existencia de una justicia absoluta, pero presuponían qué una indagación de la relación entre 1q «políti­ co» y lo «justo» debía apuntar al tipo de justicia relacionada con la naturaleza peculiar de la comunidad política. Agustín, en cambio, si­ guió un método muy distinto. En vez de procurar descubrir de qué 84 D e Civ. Dei, I, 29.

138

tipo de justicia era capaz un orden político, adujo que Roma no podía ajustarse a la definición romana, ya que nunca había sido reconocida la «verdadera» justicia. «La justicia que es verdadera justicia reside únicamente en la nación cuyo fundador y gobernante es Cristo».85 Pero es obvio que esta conclusión dependía de una definición de la justicia y una concepción de la nación que diferían de las sostenidas por el clasicismo; una definición de justicia cristiana basada en el amor de Dios, y una concepción de nación que trascendía cualquier ciudad humana. Indica la grandeza de Agustín el hecho de que haya sido sensible a las limitaciones inherentes a este procedimiento. «Si adoptáis otras definiciones, más aceptables», entonces «a su manera, y en medida limitada, Roma era una nación».86 ¿Qué otra definición era posible, y hasta qué punto podía ser calificada como nación una sociedad no cristiana? Agustín respondía con una definición notable por su natu­ ralismo: «Un pueblo es la reunión de una multitud de seres racionales, unidos en hermandad por compartir un amor común hacia las mismas cosás».87 Esta definición presentaba un notable contraste con la ri­ gidez moral de la primera, en Ja cual la «verdadera» justicia se restrin­ gía a la Ciudad de Dios y según la cual toda sociedad política, pasada, presente o futura, podía resultar deficiente. Esto no significaba que se abandonara la primera definición, que servía, en cambio, com o patrón absoluto de justicia. Por otro lado, la definición naturalista indicaba la posibilidad de establecer una gradación de civitates. La evaluación de un orden político determinado dependería, entonces, de la calidad de los objetos a los que fuera dirigido el «amor com ún».88 Involucraba también una modalidad más empírica, ya que presuponía algún tipo de investigación de los valores existentes buscados y reali­ zados por un orden determinado. Sobre todo, permitía que cualquier sociedad política que hubiera logrado establecer el orden y la paz fuera clasificada como nación en alguna medida, aunque fuese limitada.

VI. Sociedad política y ¡sociedad de la Iglesia La evaluación del orden político, en la forma definitiva que tomó en el pensamiento agustiniano, fue compleja. Se admitía que un orden pagano era valioso, aunque sólo fuera por las condiciones mínimas de paz que aseguraba, Por otro lado, aunque una sociedad política estu­ viera dedicada a fines cristianos y fuera administrada en un espíritu 85 De Cip. Dei, XIJX, 21. E l examen agustiniano de la definición ofrecida por Cicerón ha sido tema de una permanente controversia: R, W . y A . J. Carlyle, op. cit. (yol. I, pág. 165 y sigs.) sostuvieron que San Agustín eliminó de su definición del Estado el concepto de justicia. Esto fue negado por J. N . Figgis, op. cit., cap. I I I . H ay un sensato resumen de la cuestión en C . H . M cllw ain, The growth of politicd thought in the W est, Nueva Y ork : Macmillan, 1932, págs. 154-60. E. G ilson admite que San Agustín «fo rz ó » el texto de Cicerón (op. cit., págs. 38-39, nota 1 ). 86 D e Civ. Dei, X I X , 21. 87 D e Civ. Dei, X I X , 24. 88 D e Civ. D ei , X I X , 24,

139

cristiano, nunca podía, como sociedad, conocer la salvación ni servir como instrumento de realización divina. Estas limitaciones eran inhe­ rentes a la concepción de la historia que, en su significado más funda­ mental, había quitado toda importancia al orden político, volviéndolo, en definitiva, obsoleto. La reorientación del tiempo, alejándolo del centro político, excluía automáticamente algunos de los más audaces temas del pensamiento político clásico; entre los primeros, la concep­ ción de la acción política domo epopeya. El héroe político del clasicis­ mo había presupuesto que la historia era víctima de un elemento impredecible, que desafiaba toda previsión humana.899 0Si bien la exis­ tencia de la suerte o fortuna influía haciendo inestables y fugaces los logros políticos, era también un desafío que requería capacidades he­ roicas. De este modo, la actividad política era un deporte de super­ hombres que enfrentaban sus habilidades con los caprichos incalcula­ bles de la fortuna, sostenidos únicamente por la esperanza de apun­ talar una isla temporaria de. realización contra el corrosivo flujo del tiempo. En el enfoque cristiano de la historia no quedaba lugar para la for­ tuna, y tampoco, por esa misma lógica, para el héroe político. En lugar de este, apareció el «príncipe cristiano», un actor de tipo muy dife­ rente para quien el desafío político no ofrecía ningún estímulo, sino únicamente un fatigoso deber, y a quien sólo mantenía la esperanza de alcanzar algún día el verdadero reino. N o era el héroe político, sino el príncipe-mártir, que se esforzaba por «convertir al poder en sir­ viente de la majestad de D ios», pero siempre con algo de esa dulce tristeza y resignación que había teñido las reflexiones de Marco Au­ relio.09 La concepción agustiniana del tiempo, con su enfática distinción en­ tre lo que era posible en la historia y lo que estaba reservado para la eternidad, también condenaba la búsqueda clásica del sistema polí­ tico ideal como una ambición orgullosa e irreverente. La promesa de eternidad estaba reservada solamente para la civitas dei. A l despreciar la misión, eficacia y jerarquía moral del orden político, el cristianismo se veía ante la tentación de reemplazarlo por la sociedad de la Iglesia, convirtiéndola en una forma política idealizada capaz de satisfacer las potencialidades que se negaban a las sociedades temporales. En otras palabras: ¿la Iglesia debía ser considerada com o una especie de ver­ sión espiritualizada de la mejor forma posible de sociedad, una Re­ pública cristianizada? Complica la respuesta el hecho de que los pri­ meros autores cristianos atribuyeron a la idea de Iglesia por lo menos tres significados distintos. Uno de estos se refería a la organización local, com o se expresa en la primera Epístola de Clem ente: «La Iglesia de Dios, que reside en Roma, saluda a la Iglesia de Dios que reside en Corinto». En segundo lugar, había la Iglesia universal, que abarcaba todo el cuerpo de creyentes, cualquiera fuese la localidad. 89 Cicerón, Ad. Fam., V , 12; César, Dé bello civili, I I I , 68, I. 90 De Civ. Dei y V , 24; D e Doctrina Christianay I , 23. Véanse también las observaciones de San Agustín sobre el pecado y el orgullo humano y su efecto en cuanto a pervertir el uso del poder; D e Música, V I , 13-15, 40-41, 48, 53; D e Libero arbitrio, I. 6, 14. R. H . Barrow (op. cit., pág. 2 30) también contiene algunos comentarios útiles.

140

Por último, existía la Iglesia trascendente, la ciudad santa, el destino final de quienes habían sido salvados. El primero y segundo signifi­ cados fueron formalizados más tarde en la concepción de la Iglesia «visible», una sociedad institucionalizada y organizada, poseedora de los atributos de poder y autoridad antes mencionados. En la tercera definición, la Iglesia «invisible» no debía ser identificada con ninguna encarnación humana; era una sociedad de bienaventurados y, por con­ siguiente, no necesitaba las armas de la disciplina y la coacción. Aunque hemos simplificado en exceso estas distinciones, atribuyén­ doles una nitidez que no tenían en esos siglos iniciales, aquellas per­ miten captar mejor las ideas de Agustín sobre la Iglesia. Sobre esta cuestión ha habido desacuerdo entre los comentaristas, principalmente porque Agustín no siempre se atuvo a una distinción marcada entre la Iglesia visible y la invisible;91 sin entrar en las sutilezas del proble­ ma, es evidente que Agustín no concebía a la Iglesia visible primor­ dialmente en términos de una estructura de poder u orden gobernante. En súmente predominábala concepción de una sociedad o comunidad; es decir, de una asociación en la cual el poder no era el elemento de cohesión constitutivo. En dos de sus símbolos favoritos, la Iglesia era comparada a una madre yl una paloma.92 Este no es el lenguaje del poder, lo cual no quiere decir que abogara por una teoría de una «Iglesia débil», ya que lo desmienten sus ideas respecto del bautismo, el sacerdocio, la autoridad doctrinal y la unidad.93 Es difícil, sin em­ bargo, extraer de los escritos de Agustín el perfil político posterior de una compacta estructura jerárquica de poder y autoridad eclesiásticos. En otras palabras: la Iglesia visible no aventajaba al orden político por motivos «políticos», sino en razón de su misión superior. Además, no se la podía identificar con la mejor forma posible de sociedad, ya que la heterogénea pureza de sus integrantes — unos destinados a sal­ varse; otros, a ser condenados— la hacía inferior a la sociedad santa. De modo similar, la doctrina de la predestinación imponía claros lí­ mites al poder de la Iglesia visible; los elegidos y los condenados eran escogidos por un acto de Dios, no de la Iglesia. Por extraño que parezca, era la civitas det — la sociedad mística que se extendía en el pasado, el presente, el futuro y que rechazaba toda identificación con cualquier1 institución visible— la que presentaba el más intrigante paralelo con la sociedad política. Ya hemos señalado 91 J. N . Figgis (op. cit.y págs. 78, 84 y sigs.) se inclinó a ver en San Agustín un precursor del posterior sacerdotalismo de la Edad M edia; H . Reuter, Augustinische Studien (G oth a, 1887), señaló las implicaciones de la teoría de la pre­ destinación para el poder de la Iglesia; A . Harnack ( History of Dogma, trad. al inglés de la tercera edición alemana por J. Millar, Londres: Williams y Norgate, 7 vols., 1896-1899, vol. 5, págs. 140-68) señaló también los efectos debili tantes de la teoría de la predestinación, pero su conclusión fue, que San Agustín fortaleció la posición teórica de la Iglesia. 92 R. W . Battenhouse, op. cit ., págs. 184-85; G . G . W illis; op. cit.y pág 113 y sigs. Los pasajes pertinentes de Sán Agustín son: D e Baplismo, I , 10, 15-16; IV , 1; I I I , 23; I I I , 4. 93 S. J. G rabow ski («Saint Augustine and the primacy o f the Román bishop», 1946, Traditio, vol. 4, págs. 89-113) concluye que San Agustín se atuvo de m odo consecuente a la doctrina de la supremacía eclesiástica. Véase también E. Troeltsch, Augustitt, die chñstliche Antike und das Mittelalter, Munich y Berlín, 1915, pág. 26 y sigs.

141

que el pensamiento cristiano primitivo había presentado una tenden­ cia a asociar el orden político con la coacción, y a compararlo desfavo­ rablemente, sobre esta base, con la espontánea solidaridad de la so­ ciedad de creyentes. Pero este contraste se hizo menos notable cuando la Iglesia elaboró su propio sistema coactivo. Proteger la identidad superior de la Iglesia exigía una concepción de esta como sociedad sin coacción. Esto fue cristalizado en la chitas dei de Agustín, quien, al describir ambas ciudades, empleó lenguaje y conceptos de modo de ¡ eliminar los elementos divinos que tanto el pensamiento clásico como el cristiano primitivo habían atribuido a la sociedad política, y canali­ zarlos hacia la chitas dei. Según Agustín, la autoridad política conser­ vaba una cualidad marcadamente artificial y ajena: artificial en cuanto Dios se había propuesto que los hombres tuvieran dominio sobre los animales, pero no sobre otros hombres; ajena porque, en último aná­ lisis, la brevedad de la existencia humana quitaba toda importancia a «bajo qué gobierno vive un hombre moribundo, con tal de que quie­ nes gobiernan no lo obliguen a ser impío ni inicuo».94 La pérdida de valor del orden político lo hacía vulnerable a ser cuestionado por la chitas dei sobre bases políticas. Así, era previsible que una sociedad política fuera gobernada alternativamente por buenos y malos gober­ nantes, pero la Ciudad de Dios nunca tendría otro gobierno que el de Cristo, perfectamente bueno. De esto se desprendía que el vínculo entre gobernante y gobernado en una ciudad era muy superior al que se podía alcanzar en la otra. Mientras que los miembros de la ciudad celestial estaban ligados por un bien que era realmente común, las Ciudades terrenas se hallaban necesariamente divididas por la mul­ tiplicidad de los bienes e intereses privados. En una ciudad, el con­ flicto había sido eliminado; en la otra, era el acompañamiento inevi­ table de la situación. Por consiguiente, la sociedad terrenal no podía lograr, en el mejor de los casos, más que una diversidad bien ordena­ da, una mezcla inestable de bien y mal, mientras que la chitas dei disfrutaba de una armonía y un orden sin tacha, De tal modo, la ciu­ dad celestial no era la negación de la sociedad política, sino su perfeccionamiénto, la trasmutación de sus atributos en una gloria que aquella jamás conocería. Su realización, al fin de la historia, marcaba la más alta hermandad de que era capaz la creación, una socialis vita sanctorum» .95 El punto crucial de estos contrastes residía en la inferencia de que la chitas dei era más perfectamente «política», en lo esencial, por ser más perfectamente «social». La superioridad de la categoría «social» sobre la «política» era una proposición fundamental del pensamiento agustiniano. Aquella connotaba armoniosa hermandad; esta, en cam­ bio, conflicto y dominación. De esto surgía la siguiente conclusión: cuanto más se aproximaba el orden político a una vida cristiana, me­ nos político se volvía. Los conflictos que eran la raison d’étre de la rácter «social» del orden. Esto explica por qué, para el verdadero autoridad política disminuirían en la proporción en que la sociedad se cristianizara verdaderamente. A l mismo tiempo se realzaría el ca94 De Doctrina Chñstiana, I, 23; D e Civ. Dei , V , 17; X I X , 5. 95 D e Civ. Dei , V I, 26; X I I , I, 9 ; X I V , 9, 28; X V I , 3, 4; X V I I , 14; X I X , 5, 10, 23.

142

cristiano, lo «p olítico» era menos importante que lo «social»: estaba en el orden político, pero no pertenecía a él. Pertenecía, en realidad, a la sociedad de los elegidos, una vida que trascendía el orden polí­ tico en tal medida, que se podía decir que formaba una sola sociedad don los ángeles.96 Esta concepción, según la cual las relaciones sociales poseían algo más divino y natural, ha vuelto a surgir repetidamente en el pensamiento posterior. Aunque más tarde Tomás de Aquino definió al hombre co­ mo un naturale animal sociale et politicum,97 persistió la creencia de que la sociedad representaba un agrupamiento espontáneo y natural, mientras que lo político representaba lo coercitivo, lo involuntario. Es curioso que la superioridad de lo social sobre lo político haya alcan­ zado su más plena expresión a fines del siglo x v m . Así lo expresó, por ejemplo, Tom Paine: «E l Gobierno formal constituye sólo una reducida parte de la vida civilizada; e incluso cuando se establece lo mejor que puede idear la sabiduría humana, es una cosa más nominal e ideal que real. D e los grandes y fundamentales principios de sociedad y civilización; del uso común universalmente aceptado, y mutua y recíprocamente man­ tenido; de la incesante circulación de interés, que, pasando por sus innúmeros canales, vigoriza toda la masa del hombre civilizado; de estas cosas, infinitamente más que de cualquier cosa que pueda lograr aun el gobierno mejor instituido, dependen la seguridad y prosperidad del individuo y del tod o».989 0 1 Tampoco las corrientes de pensamiento más recientes descartaron esta antinomia. Los economistas liberales clásicos, así como Saint-Simon, padre del directorialismo moderno, aceptaron la noción de la sociedad como agrupamiento espontáneo, pero identificándola con actividades y relaciones económicas. El gobierno o lo político, en cambio, fueron descritos com o un controlador artificial, cuya existencia era tolerada solo en la medidp, en que aseguraba las condiciones necesarias para la espontaneidad. Esta línea de pensamiento ha sido conservada también por liberales modernos. Sir Ernest Baker, por ejemplo, define la so­ ciedad como «la suma total de cuerpos o asociaciones voluntarios con­ tenidos en la nación». En contraste con el carácter «social» y «volun­ tario» de la sociedad, el Estado «actúa de manera legal o compulsi­ va . . . » . " El marxismo, por su parte, describió el Estado com o un poder «por encima de la sociedad, y que se aliena de ella cada vez más». La revolución proletaria, en definitiva, destruiría el Estado me­ diante un acto final de fuerza, preparando así el terreno para una so­ ciedad sin conflictos ni compulsión, una verdadera chitas human* tatis.lw 96 D e Civ. Dei, X I I , 1. 97 D e Regimitie Principum, lib. I, cap. I. 98 Rigbts of Man, parte I I , cap. I. 99 Principies o f social and political tbeory, O xford: Q arendon Press, 1951, págs. 2-4. 100 F. Engels, Origins o f the family, prívate property, and tbe State, & M oscú, 1948, págs. 241-42. Se debe mencionar que loe sociólogos modernos han conti-

143

VIL El lenguaje de la religión y el lenguaje de la actividad política: nota sobre el pensamiento cristiano medieval El énfasis de Agustín sobre el aspecto social de la Iglesia resumió coíTbastante e x a ctitü J ^ ^ ñ foqfue cristiano de los p rimeros cinco siescribíaa^jie^jiieÍQrque-una sociedad ( . . . ) es una fraternidad»^01 Aunque, como ya señalamos, el perfil de poder de la 4gkste~se hacía más evidente con el paso del tiempo, recién durante el período medieval subsiguiente llegó a predominar el aspecto organizacional, coactivo — es decir, la Iglesia com o sistema político-eclesiás­ tico racionalizado— sobre el aspecto social o comunal. Por lo tanto, en diversos momentos de la Edad Media se puede comprobar la exis­ tencia de una corriente subterránea de inquietud, alimentada por el intento de la Iglesia de conservar una doble identidad: por un lado, como órgano gobernante del cristianismo; por el otro, com o sociedad descreyentes querén^íT unTdad mística]" eran migmhrng Hp u-el ,Q]^rpn viviente q[üe seguían una vida común, inspirada por el amor de Cristo. Estas" dos concepciones no coexistían con facilidad, y de su mezcla surgió la imagen, algo desconcertante, de una organización imperial de poder que, además, afirmaba que era una comunidad. Estí(indüfe"mal es significativa en cuanto expresa el dilema de casi todas las^oeiedaaes modernas. Por añadidura, esta similitud entre la Iglesia y las so­ ciedades políticas modernas no es fortuita. En ambos casos, la fuerza que fusionó a los integrantes en un todo solidario ha sido mística, irracional. En las sociedades temporales, fue la fuerza del nacionalis­ mo; en la sociedad de la Iglesia, el sacramento de la comunión simbó­ lica, que une los miembros al cuerpo místico de Cristo.102 Se puede indicar con mayor claridad el elemento religioso en el sentimiento nacional, señalando brevemente losxcambios experimentados por la idea del Corpus mysticum, y cómo se reflejaron en el pensamiento político. El término mismo, corpus mysticum, es exclusivamente cris­ tiano y no tiene base bíblica.103 N o estuvo en uso hacia el siglo ix, nuado esta distinción sobre bases algo diferentes. Véanse, por ejemplo, los con­ ceptos polares de Gemeinschaft y Gesellsckaft expuestos por F. Tónnies en Fun­ damental concepts of sociology, trad. al inglés por C. P. Loomis, Nueva York: American Book Company, 1940; el contraste establecido por E Durkheim entre solidarité méchanique y solidarité organique en The división of labor in spciety, *** (trad. al inglés por G . Simpson, Glencoe: Free Press, 1947, lib. I, caps. 2-3) y el concepto de «com unidad» sostenido por R. M . MacIver en The modern State (O x fo rd : Clarendon Press, 1926, pág. 451 y sigs.). 101 D e moribus ecclesiaet X X X , 63. 102 La mezcla de sentimientos nacionalistas y religiosos aparece con claridad en la constitución propuesta por Rousseau para Córcega. Cada ciudadano debía pronunciar el siguiente juramento: «E n nombre de D ios Todopoderoso y sobre los Santos Evangelios, quedo ligado con mi cuerpo, mi propiedad, mi voluntad y mi fuerza toda a la nación corsa, para pertenecerle en total posesión, con todos los que de m í dependen». C. E. Vaughan, The political writings of JeanJacques Rousseau, Cambridge: Cambridge University Press, 2 vols., 1915, vol. I I , pág. 350. 103 La obra básica a este respecto es H . de Lubac, Corpus mysticum, París, 2a. ed., 1949. H e recurrido también al excelente estudio de E. H . Kantorowicz, «P ro Patria Morí in mediaeval political thought», American Historical Review, 1951, vol. 56, págs. 472-92 y The king’s ttvo bodies, Princeton: Princeton Uni·

144

y en esa época su significado era estrictamente sacramental, referido a la Eucaristía y no a la Iglesia ni a ninguna noción de una sociedad de cristianos. Mediante la administración del sacramento, la hostia era consagrada e incorporada al cuerpo místico de Cristo, Como resultado de las disputas doctrinarias suscitadas por Berengario, el elemento místico retrocedió, siendo reemplazado por la doctrina de la presencia real del Cristo humano. El corpus mysticum fue llamado entonces corpus Christi ( o corpus verum, o corpus naturale). Esto, sin embargo, fue previo a la socialización y politización del concepto del corpus mysticum, ya que, después de mediados del siglo x n , el corpus mysticum, antes empleado en el uso sacramental para describir la hostia consagrada, fue trasferido a la Iglesia. La fuerza y pasión místicas que envolvían la antigua idea pasaron a sustentar toda la sociedad de cristianos y su estructura de poder. En la bula papal Unam sanctam (1 3 0 2 ) se describía a la Iglesia com o urtum corpus mysticum cuius caput Christus; un solo cuerpo místico cuya cabeza es Cristo. Mientras que el pensamiento político clásico había atribuido a la co­ munidad política una naturaleza restringida y solidaria, nunca la había concebido como un cuerpo místico reunido alrededor de una divinidad. Pero el cristianismo,ayudó a engendrar la jdpa-d^imn rrinmiifdnd PQpin un cuerpo^ irracional, no utilitario.TTgado por una fe metarracionaT, imbuido de un espíritu misterioso incorporado a los miembros; un espíritu que no solo vinculaba a cada participante con el centro de Cristo, sino que radiaba vínculos santos que unían cada miembro con sus congéneres. La comunidad cristiana no era tanto una asociación com o una fusión de espíritus, un ser espiritual. Esto surge con cla­ ridad de un pasaje donde Tomás de Aquino, habiendo definido el sa­ cramento del bautismo com o el método por el cual un hombre se con­ vierte en participante de una unidad eclesiástica, describió la índole de esa sociedad sacramental: « . . . La vida está solamente en los miembros que se hallan unidos a la cabeza, de la cual derivan sentido y movimiento. Y de aquí se des­ prende necesariamente que él hómbre, mediante el bautismo, es incor­ porado en Cristo, com o uno de sus miembros. Además, así com o los miembros derivan sentido y movimiento de la cabeza material, tam­ bién de su cabeza espiritual, o sea Cristo, derivan los miembros el sentido espiritual, que consiste en el conocimiento de la verdad, y el movimiento espiritual, que resulta del instinto de la gracia».104 Sin embargo, los autores laicos no tardaron en percibir la enorme fuer­ za emocional oculta tras la idea del corpus mysticum. A mediados del siglo x m , uno de ellos definió un pueblo com o «hombres reunidos en versity Press, 1957, cap. V . Puede hallarse material adicional en A . H . Chroust, «T h e corporate idea and the b ody politic in the M iddle A ges», Review of PoUticSy 1947, vol. 9, págs. 423-52; G . B. Ladner, «M ediaeval thought on church and politics», ibid., págs. 403-22. 104 Sutnma Theologiae, *** I I , I I I , Q . 69, art. 5. H e utilizado la traducción de los padres dom inicos ingleses, The «Summa Theologiae» of Saint Tbomas Aqui­ nas;, Nueva Y ork: Benziger Brothers, 22 vols., 1913-1927, vol. X V I I , pág. 175.

145

un solo cuerpo místico» ( hùmtnum cóllectio in unun corpus tnysticum ). Autores posteriores, com o el inglés Sir John Fortescue, ten­ dieron a emplear indiscriminadamente las frases corpus mysticum y corpus politicum para designar un pueblo o un estado.1051 6 Luego, 0 Rousseau retomó algo de esta idea en su concepción de comunidad. También aquí, los miembros estaban imbuidos de un espíritu común que los conducía a la más íntima comunión y dependencia, y que ex­ presaba en los términos más nítidos posible la identidad específica del conjunto. Las antiguas palabras de Cipriano — extra ecclesiam nu-¡ lia salus— hallaron eco adecuado en el aforismo de Rousseau: «sitôt qu’il est seul, il est nul»; en cuanto está solo, el hombre no es nada.100 A l aceptar los lazos de la sociedad civil, cada individuo / « * . . se priva de algunas de las ventajas que la naturaleza le otorgó, pero obtiene ¡a cambio otras tan grandes, sus facultades son estimu­ ladas y desarrolladas a tal punto; sus ideas, tan ampliadas; sus sen­ timientos, tan ennoblecidos, y toda su alma, tan enaltecida, que si los abusos de esta nueva condición no lo degradaran a menudo por de­ bajo dé la anterior, tendría que bendecir continuamente el feliz mo­ mento que lo apartó de ella para siempre, haciendo de él, en lugar de un animal estúpido e inimaginativo, un ser inteligente y un hom­ bre».107 Esta idea de la comunidad redentora y del «hombre nuevo» que surge de ella apareció con frecuencia en la literatura nacionalista y román­ tica del siglo xiX. Escritores elocuentes, que expresaban la soledad de sociedades vastas y cada vez más impersonales, buscaron con ahín­ co ideas de una comunión íntima, capaz de convertir organizaciones políticas sumamente utilitarias en comunidades vibrantes, y a sus apá­ ticos ciudadanos, en fervorosos coihnlgantes. «Un país debe tener un solo gobierno. Los políticos, que se hacen llamar federalistas ( . . . ) quieren desmembrar el país, sin comprender la idea de Unidad. Lo que vosotros, el pueblo, habéis creado, embe­ llecido y consagrado con vuestros afectos, vuestras alegrías, vuestras penas y vuestra sangre, e$ la ciudad y la comuna, no la provincia ni el estado ( . . . ) Un país es una hermandad de lum bres libres e iguales, ligados en una fraternal concordia de trabajo hacia un solo fin ( . . . ) El país ( . . . ) es el sentimiento de amor, la sensación de hermandad que une a todos los hijos de ese territorio».108 El elemento místico proporcionaba el ingrediente básico de cohesión a la sociedad de creyentes, peto, como el nacionalismo, no podía ofre105 Sir J. Fortescue, D e Laudibus Legurn Anglie, ed. y trad. por S. B. Chrimes, Cambridge: Cambridge University Press, 1949, cap. X I I I ; E. H . Kantorowicz, «Pro Patria M o rt . . op. c i t pág. 486 y sigs.; Ê . Voegelin, The neto science of politics, *** Chicago: University o f Chicago Press, 1952, págs. 42-46. 106 The political writings o f Jean-Jacques Rousseau, op. cit., vol. II , pág. 437. 107 J.-J. Rousseau, The social contract, *** G . D . H . C olé, ed. (Everym an), lib. I, cap. 8, págs. 18-19.. 108 J. Mazziní, The duties of man and other essays (Everym an), págs. 56-58.

146

cer uña explicación fundamentada del poder coercitivo. Lo que hizo, en cambio, fue moldear el enfoque de los miembros de modo tal que los hizo objetos receptivos del poder. Los vínculos sacramentales crea­ ban igualdad entre los participantes en un solo sentido: en el cíe-una ígüaldad de mutua subordinación. También era notable la anticipación del nacionalismo: ni X&mystíque del corpus Christi ni la mystique de la nación podían admitir igualdad de derechos sobre la parte de cada miembro respecto de los demás. Explotar la mystique de la igual subordinación fue tarea de escritores papales de la Edad Media, quie­ nes la cumplieron de modo muy ingenioso. Para establecer la superior ridad de la Iglesia y su cabeza gobernante sobre los gobernantes tem­ porales, trasladaron el énfasis del aspecto mysticum al corpus mismo; la Iglesia, como cualquier cuerpo, necesitaba una cabeza dirigente un primer motor que impartiera al todo un movimiento regular y encaminado a un fin.109 Así, dando un giro político a la física aris­ totélica, la argumentación .papal podía .explotar ahora^ambosaspectos^ de la naturaleza de la Ig lesk ; se ^cKÍía,.utilizar la idea dú ^arpus^ mysticum cuando fuera necesario subrayar la_cohesión y unidad dé la sociedad de creyentes, mientras que la analogía con el cuerpo físico proporcionaba "una 3Hensa"^Sa_E posición del Papa como cabeza díngente. Áqueíía era, en esencia, un argumento en favor de la coinuñidad^esta, un argumeñto^enTfavor de la attó " Esta idea de una sociedad que era, al mismo tiempo, comunidad mís­ tica y estructura de poder, fue vigorosamente sugerida por.Tomás de Aquino en su teoría soürelos sacramentos, dónde sostenía que, de to­ dos estos, el más importante era la Eucaristía. «La realidad del sacra­ mento es la unidad del cuerpo místico, sin la cual no puede haber salvación; porque no hay ingreso en la salvación fuera de la Igle­ sia . . . » . Era el medio para reunir a los hombres en la unidad eclesiás­ tica, porque la Iglesia misma era idéntica al cuerpo místico de Cristo. «E l bien espiritual común de toda la Iglesia está sustancialmente con­ tenido en el sacramento mismo de la Eucaristía».110 Faltaba que Tomás ¡ conectara las bases comunales preparadas pqr la Eucaristía, y fortalecidas por el Bautismo y la Confirmación, con el elemento de poder! Esto fue proporcionado por su concepción del sacramento del Orden, referida a los diversos cargos y funciones de la jerarquía eclesiástica. Significativamente, Tomás insistió en que este sacramento, por sobre todos los demás, se vinculaba muy íntimamente con la Eucaristía. El orden era el gran remedio contra las «divisiones 109 Pueden hallarse numerosos ejemplos de esto entre las siguientes obras: E. Lewis, Medieval political ideas, Londres: Routledge and Kegan Paul, 2 vols., 1954, vol. 2, págs. 387, 391, 421, 425; O . von Gierke, 'Political theories of the Middle Ages, trad. al inglés por F. W . Maitland, Cambridge: Cambridge University Press, 1900, pág. 30 y sigs.; W . Ullmann, Medieval papalism, Londres, 1949, caps. IV -V ; The growth of papal . . . , op. cit., passim; B. Tierney, Foundations of the conciliar theory, Cambridge: Cambridge University Press, 1955, passim. 110 Summa Theologiae, I lla , Q . 75, art. 1; I lla , Q . 73, art. 3; I lla , Q . 8, art 1; Q . 67, art. 2; Q . 73, art. í , ad 3; Q . 73, art. 3-4; Q . 65, art. 3, ad 1. Puede hallarse un buen examen general de los antecedentes históricos de la concepción tomística del bien común en I. T . Eschmann, « A Thomistic glossary on the principie o f the pre-eminence o f the common good », Mediaevál Studies, vol, 5, 1943, págs. 123-65.

147

i

en la comunidad»,111 el preservador de la unidad mística contra el cis­ ma y la herejía. El orden, por consiguiente, requería poder, y el orden dentro de la Iglesia concernía a las diversas gradaciones de poder. «Cada orden sitúa a un hombre por encima del pueblo, en algún grado de autoridad encaminada hacia la dispensación de los sacra­ mentos».112 El carácter político del argumento tiene importancia, no solo para interpretar la filosofía política de Tomás de Aquino, sino también para comprender el efecto que tuvo, sobre la tradición occidental, / esta mezcla de elementos religiosos y políticos. En su mayoría, los cófííentarios^políticos sobre Tomás se han concentrado en explicar cómo el resurgimiento aristotélico del siglo x n lo estimuló a revisat la idea cristiana, ampliamente difundida, según la cual el orden polí­ tico tenía raíces en la depravación humana. Aunque es innegable que el pensamiento político de Tomás contenía una importante reformu­ lación, en términos cristianos, de la creencia clásica en la dignidad de la comunidad política, se crea la impresión de que el elemento político estaba principalmente limitado a las partes del sistema tomista refe­ ridas a las cuestiones de gobierno J L o más notable es la medida en qué los conceptos y el vocabulario de la actividad política no solo habían penetrado la teoría de Tomás sobre la Iglesia — lo cual no es sorprendente— , sino que también dejaron una nítida huella en su teo­ logía. Ya fuera que se refiriese a la naturaleza de la Divina Providen­ cia, la situación de los ángeles, la Iglesia o los sacramentos, surgían en forma constante categorías esencialmente politicis: autoridad, poder, pertenefacia,"'comunidad, bien común, ley y gubieiTO'Tfidhárquico. El medio principal a través del cual lo «p olítico» se difundía por todo el sistema tomista tue la idea de «orden». Este tue el· centro concep­ tual que servía para" organlfedf las reglones deTser. Como era un con­ cepto sumamente cargado de connotaciones políticas, las regiones mis­ mas tendían a asumir carácter político. «La Divina Providencia impone a todas las cosas un orden, y manifiesta la verdad de lo dicho por el Apóstol: “ T odo lo que es, es ordenado por D ios” ( Romanos, xiii: I ) » . 113 «É l orden denota principalmente poder» y «el poder denota exactamente potencialidad activa, junto con algún tipo de preeminen­ cia».114 Dios, los ángeles, la Iglesia, el hombre, la naturaleza y hasta los demonios, se hallaban involucrados en una serie de relaciones de­ terminadas que servían para articular la identidad específica de cada uno dentro de la encumbrada jerarquía de la creación.

I

4I

« . . . Una jerarquía es un principado; es decir, una multitud ordenada de una sola manera bajo el gobierno de un solo gobernante. Ahora bien; dicha multitud no estaría ordenada, sino confusa, si en ella no hubiera diferentes órdenes. De modo que la índole de una jerarquía exige diversidad de órdenes . . . »Pero aunque una sola ciudad abarca así varios órdenes, todos pue­ l l i Summa Theologiae I lla , Q . 65, art. 1. 112 Summa ad 1; Q . 73, 113 Summa 114 Summa

Theologiae I lla , Q . 65, art. 3, ad 2 ; Q . 65, art. 4; Q . 73, art. 8, art. 11, ad 1; I I I (S u p l.), Q . 34, art. 3.

Theologiae I l l a (S u p l.), Q . 34, art. 2, ad 2. Theologiae I I I (S u p l.), Q . 34, art. 1.

l 4

148

den ser reducidos a tres, si tenemos en cuenta que cada multitud tiene un principio, un medio y un fin. En cada ciudad, pues, se puede ver un triple orden de hombres ( . . . ) De igual modo, en cada jerarquía angélica hallamos los órdenes que se distinguen según sus acciones y oficios, y toda esta diversidad se reduce a tres: la cúspide, el medio y la base».115 Dado que cada orden era, esencialmente, una forma de gobierno, exi­ gía un jefe de gobierno que impartiera al conjunto regularidad y un movimiento orientado, de acuerdo con las leyes adecuadas para ese orden en particular. « . . . La ley denota algún tipo de plan que orienta los actos hacia un fin. Ahora bien; donde hay motores dirigidos a otro, el poder del se­ gundo motor no puede sino derivar del poder del primer motor, ya que el segundo no mueve sino en cuanto es movido por el primero. Por consiguiente, observamos en todos los que gobiernan lo mismo: que el plan dé gobierno es derivado del gobernante principal por los gobernadores secundarios. Así, el plan de lo que se debe hacer en un estado fluye desde la orden del Rey hasta sus administradores infe­ riores, y asimismo, en cuestiones de arte, el plan de lo que se debe hacer fluye desde el artesano principal hasta los inferiores ( . . . ) En consecuencia, dado que la ley eterna es el plan de gobierno del G o­ bernante Principal, todos los planes de gobierno de los gobernantes inferiores deben ser derivados de la ley eterna».116 Para mantener estas jerarquías de diferencias estructurales, así como para guiar a cada una hacia su objetivo adecuado, hacía falta el poder. Existía un modelo del orden correcto para cada jefe de gobierno; la tarea de cada gobernante consistía en imprimir en sus súbditos el pa­ trón ejemplar, de manera muy similar al modo en que se había ins­ truido al gobernante platónico para que diera forma a la «materia» de su comunidad.117 Como guardián platónico, también el sacerdote debía ser un instrumento desinteresado, que promoviera el bienestar de otros mientras actuaba qomo agente de una idea eterna. En un as­ pecto decisivo, sin embargo, el sacerdote se diferenciaba mucho del gobernante platónico y era mucho más poderoso que este: su poder y autoridad no descansaban sobre la insegura base del mérito personal, sino sobre el sólido cimiento de la institución más perdurable y po­ derosa que se haya creado en Occidente. Lo importante no era el ca­ rácter moral privado del sacerdote u obispo, sino su status «público» com o agentes autorizados de un orden institucionalizado. Tal era el poder y dignidad inherentes a esos cargos, que ningún defecto per­ sonal podía rebajar la potencia salvadora de la función; la misa lle­ 115 Summa Tbeologiae I, Q . 108, art. 2, en A . C. Pegis, ed The Basic writings of Saint Tbomas Aquinas, Nueva Y ork: Random H ouse, 2 vols., 1945. A este respecto debe consultarse la exposición de Santo Tomás sobre el gobierno en general: Summa Tbeologiae I, Q . 103; también I I I Contra Gentes I. 116 Summa Tbeologiae la , Ila e, Q . 93, art. 3 (ed. Pegis). 117 Summa Tbeologiae I l l a , Q . 64, arts. 5, 6, 8; Q . 65, art. 1; Q . 78, art. 1; Q . 82, arts. 5, 6.

149

vada a cabo por un sacerdote pecador, por ejemplo^ no era menos efi­ caz que la de un buen sacerdote. El poder de que este disponía no era personal, sino funcional.118 Más específicamente: el poder de sa­ cerdote y obispo era el de un representante, es decir, el de alguien autorizado a actuar en lugar o en beneficio de otro. Así el sacerdote, al administrar la Eucaristía, actuaba en lugar de Cristo, mientras que el obispo, al actuar sobre el cuerpo místico de la Iglesia, ejercía poder en nombre de Cristo.119 Era una teoría de la representación, aunque de tipo limitado. La responsabilidad del agente se remitía a una au­ toridad superior, y, en definitiva, a una forma de la verdad. A l igual que el gobernante político, el funcionario eclesiástico existía para promover el bien de quienes se hallaban sometidos a su autoridad; es; decir, el bien de sus «adeptos». Pero el eclesiástico, a diferencia del gobernante, ejercía su poder sobre un grupo de adeptos que solo pqdía ser objeto de la autoridad, nunca su origen. Estas consideraciones de lenguaje, conceptos y estilo de pensamiento deberían dar que pensar a quienes sostienen la opinión habitual res­ pecto del destino del pensamiento político durante los siglos cristia­ nos. T odo estudiante llega a aprender una lista de dualismos, mediante los cuales se pretende describir modos de pensar medievales: «secu­ lar» y «espiritual»; «naturaleza» y «gracia»; « fe » y «razón», «Im pe­ rio» e «Iglesia». Aplicados a los asuntos políticos, estos clisés han fomentado la idea de que la mente medieval estableció distinciones tan marcadas entre cuestiones espirituales y políticas que creó dos ámbitos contrastantes de discurso y acción, los cuales existieron en contigüidad y, ocasionalmente, convergieron para el único fin de in­ juriarse y crear mutuos malentendidos. Otra impresión es que, durante estos siglos, el pensamiento político disminuyó en importancia, hasta convertirse en mero sirviente de la teología, nueva reina de las ciencias. Según este enfoque, una pérdida de status determina automáticamente una pérdida de vitalidad. Es fácil pasar, de esta simple descripción de las cosas, a la conclusión de que Maquiavelo y los escritores del Renacimiento Italiano «sal­ varon» a lá\filosofía política eliminando de ella todos los objetivos y presuposiciones cristianos. Esto, sin embargo, es no entender el ca­ rácter del pensamiento político medieval, y subestimar — como vere­ mos— la revolución cumplida por Maquiavelo. En realidad, el pen­ samiento político fue robustecido y ampliado durante la Edad Media, y nada demuestra mejor su índole política que los tipos de argumen­ tos y vocabulario empleados por los autores papales durante las pro­ longadas controversias entre el papado y los escritores seculares. En el intento de defender la causa de la Iglesia fueron exploradas todas las categorías principales del pensamiento político y legal; la legitimi­ dad del poder derivado de los papas; la necesidad de una autoridad orientadora dentro de la sociedad cristiana; el alcance y limitaciones del 118 Summa Theologiae la , Ila e, Q . 93, art. 1; I l l a , Q . 78, art. 1. 119 Summa Theologiae I l l a , Q . 82, art. 6. El concepto de «representación» en el pensamiento político medieval ha sido examinado en O . von Gierke, op. cit ., pág. 61 y sigs.; E. Voegelin, op. cit ., passim; B. Tierney, op. cit., págs. 34-48, 125-27, 176-86, 235-37; G . Post, «Plena Potestas and consent in medieval assemblies», Traditio, vol. 1, 1943, págs. 355-408.

150

dominio papal y su relación con diversas formas de ley; y la naturaleza de la obediencia exigida a sus súbditos. Cuando se leen las volumino­ sas polémicas de esa época, es difícil evitar la conclusión de que era poco lo que diferenciaba los argumentos papales de los puramente po­ líticos. Salvo ciertas premisas importantes derivadas de fuentes cris­ tianas, en las formulaciones y conclusiones no hay mucho que justifi­ que considerarlas específicamente religiosas o cristianas. Con esto no pretendemos disminuir la sutileza o la profundidad de la argumenta­ ción, sino únicamente poner de relieve su carácter vigorosamente po­ lítico. En consecuencia, la situación creada cuando los emperadores y monarcas nacionales llegaron a cuestionar los derechos papales no de­ be ser comparada con la que se plantea cuando los gobernantes secu­ lares y sus defensores presentaban una teoría «política» en defensa de una posición «política», mientras los papistas los enfrentaban con ar­ gumentos esotéricos extraídos de los misterios de la religión revelada. En esta situación, en realidad, una teoría política — que a menudo procuraba reforzar su causa adoptando ideas religiosas de sus oponen­ tes— se enfrentaba con otra teoría política, que hablaba en nombre de una religión organizada que se había politizado profundamente en su pensamiento y estructura. Uno de los argumentos principales expues­ tos por autores papales fue, por ejemplo, que el ejercicio del gobier­ no no era monopolio del orden político. Esto fue disimulado a menu­ do diciendo, que los inferiores debían ser gobernados por los superio­ res. Sin embargo, com o lo evidencia la siguiente cita de un apologista papal del siglo x iv , Egidio Romano, la cuestión importante es la pre­ misa hecha natural por siglos de pensamiento y experiencia: que era provechoso comparar los dos órdenes, la Iglesia y el régimen político, porque ambos eran órdenes de gobierno: «Los cuerpos inferiores ( . . . ) son gobernados por medio de cuerpos superiores; los más toscos, por medio de los más sutiles, y los menos potentes, por los más potentes ( . . . ) Y lo que vemos en el orden y gobierno del universo deberíamos reproducirlo en el gobierno de la nación y en el de todo el pueblo cristiano. Porque el mismo Dios que es el gobernante universal de toda la maquinaria del mundo es el go bernante especial de Su Iglesia y de quienes creen en E l».120 Podemos resumir las páginas anteriores, referidas al encuentro cristia­ no con la actividad política, diciendo que el aprendizaje cristiano, le­ jos de destruir una tradición de pensamiento político, la había revitaíizado: gratia non tollit scientiam politicam sed perficit. La suprema ironía de este proceso fue que ayudó a preparar el camino para que la teoría política se emancipara de su servidumbre respecto de la teología. En efecto; si bien las categorías de la religión se estaban politizando sobremanera, no ocurría lo inverso en cuanto a la teoría política. Co­ mo lo evidenciaron las ideas políticas de Tomás de Aquino, los escri­ tores cristianos se contentaban, en general, con apuntar los conceptos tradicionales de la teoría política hacia fines específicamente cristianos, pero sin destruir el contenido de los conceptos mismos. El orden-po­ 120 Citado en E. Lewis,

151

I

op. c i t vol. 2, pág. 578,

lítico, por ejemplo, fue declarado necesario para alcanzar el más ele­ vado bien terreno, aunque nunca pudiera realizar el bien supremo. Pero en cuanto el pensamiento político clásico nunca había abrigado la idea de que el orden político preparara a la humanidad para ningún bien suprahumano, sus categorías de pensamiento podían ser conser­ vadas, y el problema básico pasó a ser el de insistir acerca del punto en el cual las ideas clásicas ya no encerraban un bien. A l mismo tiempo que se conservaban las ideas políticas tradicionales, en la medida en qué se las utilizaba para explicar fenómenos esencial- / mente políticos, las categorías teológicas eran cada vez más influidas por concepciones políticas; se plantearon ideas políticas para explicar la gracia, así como la «naturaleza». Ahora bien: en una situación eri que la teología había quedado comprometida por su carácter político, en tanto la teoría política propiamente dicha permanecía, en gran me­ dida, inmutable, no sorprende que el intento de los aútores medieva­ les que procuraron reafirmar la superioridad del ámbito espiritual so­ bre el temporal — intentó perfectamente acorde con los postulados cristianos— haya producido, en cuanto concernía al estado de la teo­ ría política, un resultado opuesto al buscado. Sería naturalmente pre­ visible que la afirmación de la superioridad de la autoridad sacerdotal sobre la temporal condujera también a subsumir la teoría política en la teología, y al eventual eclipse de las cosas políticas. En cambio, la identidad de la teoría política y la integridad de su objeto de estudio se revelaron con mayor claridad. En efecto; cuando un punto de vista que se presenta como espiritual, pero que en realidad es muy sofisti­ cado políticamente, procura trazar límites bastante marcados entre lo político y lo religioso, no consigue subordinar lo político a lo religio­ so — lo cual, en el mejor de los casos, solo puede ser un logro de corto alcance— , sino preservar la identidad de lo político. A l insistir, como lo hizo Tomás, en la función vital dél orden político; al intentar defi­ nir las leyes específicas por medio de las cuales era gobernado, el bien común exclusivo al que servía y el tipo de prudencia adecuado para su vida, debía pagarse un precio elevado, aunque sus términos no fueron revelados plenamente hasta varios siglos más tarde. Tomás no solo rehabilitó al orden político, sino que le dio a su identidad una nitidez, una claridad a su carácter, de los cuales carecía desde hacía siglos. Aunque lo «político» estuviera encerrado dentro de la encumbrada arquitectura de la creación, no había sido devorado por ella. La crea­ ción misma era una estructura, un orden complejo e institucionalizado, compuesto de procesos regularizados y autoridades gobernantes. A es­ te respecto, Tomás no hizo sino culminar un largo proceso que sé de­ sarrollaba sin cesar casi desde el surgimiento del cristianismo; una vez más este, sin proponérselo de modo consciente, había enseñado a los hombres a pensar políticamente. Cuando acompañó a esto una crecien­ te apreciación de la identidad del orden político, quedó preparado el terreno para que Maquiavelo reafirmara la autonomía radical del orden político. Antes de pasar a Maquiavelo es necesario, sin embargo, examinar el último intento de establecer una perspectiva religiosa específica res­ pecto de la actividad política. La Reforma Protestante merece un lugar en este estudio, por varios motivos. Comenzó, con Lutero, como un

152

intento de despolitizar el pensamiento religioso; y concluyó, con Calvino, readmitiendo los elementos políticos en la religión. Comenzó con un ataque contra el sistema político eclesiástico que era la Iglesia medieval, y concluyó '— después de pasar por una etapa de profunda hostilidad hacia el institucionalismo— construyendo el edificio de gra­ nito de Ginebra. Inventó la «conciencia sensible» que inquietaría las sociedades occidentales durante dos siglos por lo menos, y luego bus­ có frenéticamente una disciplina que controlara su creación. Le tocó a menudo predicar una doctrina de un reinado espiritual, apartado de la sociedad política; sin embargo, cedió con frecuencia a la tentadora visión de una Nueva Jerusalén que sería impuesta sobre la antigua sociedad.

153

5. Lutero: Lo teológico y lo político

«Todos los términos se hacen nuevos cuando se los trasfiere de uno a otro contexto ( . . .) Cuando ascendemos al cielo, debemos hablar■ ante Dios en nuevos lenguajes ( . . .) Cuando estamos en la tierra, del· hemos hablar con nuestros propios lenguajes ( . . . ) Porque déhemos marcar cuidadosamente esta distinción: que en cuestiones re­ lativas a la divinidad debemos hablar de modo muy diferente que en cuestiones relativas a la política». Lutero.

I. Teología política En su teología y filosofía, la mente medieval demostró inclinación a establecer complejas distinciones, que ban resultado tan admirables como fastidiosas para generaciones posteriores: admirables debido a las sutilezas analíticas que se desplegaron, y fastidiosas por los temas, aparentemente triviales, que se discutieron. Lo más notable de esta propensión a diferenciar, y también lo que la hace atrayente para mu­ chos modernos, era que la mayor parte de los pensadores medievales podían establecer distinciones sutiles, e incluso nítidas, entre materia y espíritu, esencia y atributo, fe y razón, espiritualidad y temporalidad, sin disolver irrevocablemente el tejido que las conectaba entre sí. Las cosas podían ser nítidamente definidas y analíticamente diferenciadas, pero esto nó era tomado como prueba de falta de coherencia. Para una época que desconfiaba de las discontinuidades, la identidad — aunque fuera de un tipo sumamente específico— no denotaba aislamiento ni autonomía. En concordancia con esta tendencia, los historiadores del Medievo nos aconsejan no ver, en el pensamiento medieval, antítesis modernas co­ mo «Iglesia» y «Estado». En su mayoría, los pensadores medievales dieron por sentado que regnum y sacerdotium formaban jurisdiccio­ nes complementarias dentro de la respublica christiana. Sin embargo, las continuas disputas entre el papado y los gobernantes temporales, respecto de cuestiones tales como los impuestos al clero y la investidu­ ra de los obispos, deberían dar que pensar a quienes creen que el acuerdo sobre valores y premisas fundamentales elimina ipso jacto la posibilidad de acerbos conflictos. Con la misma facilidad, se podría deducir de la experiencia medieval que las disputas tienden a volverse más ásperas cuando cada bando pretende hacer suyos los mismos sím­ bolos de autoridad y verdad; el terreno común puede convertirse en campo de batalla.

154

Lo expuesto en el capítulo anterior nos permite ver que el punto de vista común que informaba el enfoque medieval de los problemas re­ ligiosos y políticos extraía su fuerza de algo más que un conjunto compartido de creencias y costumbres religiosas. Lo sustentaba tam­ bién el modo en que los conceptos políticos y religiosos habían llega­ do a influirse mutuamente. Esto, a su vez, reflejaba con fidelidad las realidades de la vida medieval, donde lo político y lo religioso se en­ tretejían sutilmente. Pero la gran cuestión suscitada cerca del final de la Edad Media se refería al destino de estas modalidades de pensa­ miento, mezcladas y entrelazadas, en un mundo en el cual el particu­ larismo nacional había sacudido visiblemente las premisas relativas a la sociedad universal cristiana. E l fin de la alianza entre el pensamien­ to religioso y el político fue anticipado, en el siglo xiv, por la figura de Marsilio de Padua. Nada podía haber sido más medieval que la promesa inicial de explicar la «causa eficiente» de las leyes. Sin em­ bargo, Marsilio cambia bruscamente de tono, y anuncia que no se re­ ferirá al establecimiento de leyes por ningún otro agente que la vo­ luntad humana; en otras palabras, que no le interesa la función de Dios com o legislador principal. «S ólo abordaré el establecimiento de aquellas leyes y gobiernos que brotan directamente de la decisión de la mente humana».1 N o obstante, Marsilio, pese a todo su radicalismo, conservaba aún profundas huellas del enfoque medieval; tenemos que explorar el siglo x v i para descubrir una revolución en el pensa­ miento político comparable con lo ocurrido en el plano concreto de la organización política, y que lo refleja.2 En los dos grandes impulsos del protestantismo y el humanismo hallamos las fuerzas vitales e inte­ lectuales que disolvieron el enfoque común logrado por el espíritu medieval. Cada uno a su m odo, procuraron elaborar una teoría polí­ tica más autónoma y más nacional en su orientación. Por un lado, la contribución de Lutero y los primeros reformadores protestantes con­ sistió en despolitizar la religión; por el otro, la de Maquiavelo y los humanistas italianos influyó en desteologizar la política. Ambos ban­ dos sirvieron a la ¿ausa del particularismo nacional.

II. El elemento político en el pensamiento de Lutero El impulso tendiente a desprender los elementos políticos de los mo­ dos religiosos de pensar se originó, en primera instancia, en la ferviente convicción de Lutero en el sentido de que «la palabra de Dios, que enseña la libertad plena, no debería ni debe ser limitada».3 Eventual­ 1 Defensor Pacis, lib. I , xii. 2 Aquí· es necesario formular ciertas reservas. N o cabe duda de que la secula­ rización del pensamiento político en el siglo x v i había sido anticipada por los escritos de hombres com o Juan de París, Marsilio y Pierre D ubois, para no men­ cionar sino los ejemplos más conocidos. Sin embargo, dado que los orígenes de una tendencia intelectual presentan un orden de problemas muy distinto del pleno impacto de una idea, me he creído justificado en pasar directamente al siglo XVI. 3 Reformation writings of Martin Luther, B. Lee W o o lf, ed., Londres: Lutter-

Y* 55

mente, esta búsqueda de lo «real» en la experiencia religiosa llevó a Lutero a oponerse tenazmente a los que consideraba los dos enemigos principales de la autenticidad religiosa: la estructura de poder de la Iglesia medieval, organizada jerárquicamente, y las sutilezas, igualmen­ te complicadas, de la teología medieval. En ambos terrenos, el impul­ so fundamental de Lutero era hacia la simplificación: la verdad pura sería descubierta eliminando las complicaciones artificiales acumuladas con el tiempo. Los ataques de Lutero contra la confusa situación de las leyes matrimoniales caracterizan este «imperativo simplista»: «Todas y cada una de las prácticas de la Iglesia son estorbadas, y en­ redadas, y amenazadas, por las pestilentes, ignorantes e irreligiosas ordenanzas artificiales. N o hay esperanza de cura, a menos que todas las leyes hechas por el hombre, cualquiera que sea su duración, seán derogadas para siempre. Cuando hayamos recobrado" la libertad del Evangelio, debemos juzgar y gobernar de acuerdo con él en todos los aspectos».4 En sus líneas más generales, la argumentación de Lutero significaba algo más que un retorno a la pureza primitiva en cuanto a doctrina y ritual. Su ataque principal estaba dirigido contra el eclesiasticismo y el escolasticismo; es decir, contra una estructura eclesiástica cuyo prin­ cipio jerárquico y complicaciones temporales habían dejado una hue­ lla profundamente política en la vida de la Iglesia, y contra un modo de pensar que había quedado imbuido de matices políticos. En consecuencia Lutero, al elaborar sus ideas sobre la doctrina y la naturaleza de la Iglesia, se orientó firmemente a reducir los elementos políticos en ambos temas. A l final, logro crear un vocabulario religioso libre, en gran medida, de categorías políticas.5 Sin embargo — y esta es la paradoja— este pensamiento religioso despolitizado ejercería una pro­ funda influencia sobre la posterior evolución de las ideas políticas; en cambio, las formulaciones del catolicismo, más densamente políticas, ejercieron escaso efecto, salvo a través de la hostilidad. La importancia de Lutero en la historia _del pensamiento político no se limita a su ataque contra la teología política. Elaboró, además, un importante conjunto de ideas políticas sobre la autoridad, la obedien­ cia y el orden político, tan íntimamente relacionadas con sus creencias religiosas, que indican la conclusión de que sus ideas políticas presu­ ponían, de modo peculiar, sus creencias religiosas. N o se trata de que las ideas políticas de Lutero sean lógicamente deducibles de sus pre­ misas religiosas, ni de que unas y otras formaran parte de un sistema unificado. Antes bien, la teología de Lutero «alimentó» sus ideas po­ líticas, en el sentido de que se vio obligado a reafirmar, en su concep­ ción del gobierno temporal, aquello que eliminó de la Iglesia en cuan­ to a poder y pautas políticas. Dicho con más concisión: el autoritarisworth, 1952, vol. I, pág. 341. Hasta ahora han aparecido dos volúmenes; citado en adelante com o W oolf. 4 W o olf, vol. I, pág. 303. 5 Hay un buen análisis del vocabulario de Lutero — aunque dirigido únicamente a las cuestiones religiosas— en el excelente libro de G . Rupp, The righteousness of God, Nueva Y ork: Philosophical Library, 1953, pág. 81 y sigs.

156

mo político de Lutero fue producto de las tendencias antipolíticas y antiautoritarias de su pensamiento religioso. La forma de su pensa­ miento político fue determinada, en gran medida, por la finalidad bá­ sica de reconstruir la doctrina teológica. Sin embargo, y como ya he­ mos señalado, una consecuencia de la destrucción crítica que acompa­ ñó a este intento fue despolitizar las categorías religiosas. Esto no solo tuvo profundo efecto sobre la teología, sino también importantes re­ percusiones políticas. Ahora era posible identificar más plenamente los elementos políticos rechazados en cuestiones de dogma y eclesiología con las preocupaciones del pensamiento político. Esto tendría vastos efectos, aunque Lutero no se lo hubiera propuesto, ya que la precondición necesaria para la autonomía del pensamiento político era que este sé hiciera más verdaderamente «p olítico». La independencia del pensamiento político no constituía un problema de simple in­ terés teórico; así lo evidencia el hecho de que estos procesos fueron acompañados por acciones de Lutero encaminadas en la misma direc­ ción. La autonomía del pensamiento político — libre ahora del marco restrictivo dé la teología y filosofía medievales— acompañó a la auto­ nomía del poder político nacional, desembarazado ahora de los frenos impuestos por las institucionés eclesiásticas medievales. Antes de encarar estos problemas, hay que eliminar una dificultad pre­ via. Algunos comentaristas han sostenido que el pensamiento de Lu­ tero, desde el principio hasta el fin, estaba motivado únicamente por preocupaciones religiosas, y que, en consecuencia, su enfoque era fun­ damentalmente apolítico. Según dijo un autor reciente, Lutero «fue, antes que nada, teólogo y predicador»; por eso, «nunca elaboró una filosofía pplítica coherente, y sabía p oco acerca de las teorías que ci­ mentaban la formación de los estados nacionales en Europa occiden­ tal».6 Aunque sería infructuoso negar la primacía de los elementos teológicos en el pensamiento de Lutero, es erróneo deducir de ello que haya sido ajeno al interés por la actividad política. El mismo Lu­ tero no sostenía una opinión tan modesta sobre su propia perspicacia política: declaró que, antes de sus escritos, «nadie había enseñado, nadie había oído y nadie sabía nada acerca del gobierno temporal, de dónde provenía, cuál era su papel y funcionamiento, o cómo debería servir a D ios».7 En esta exageración subyacía la premisa implícita de que un reformador religioso no podía evitar la especulación política. La extraordinaria mezcla de religión y política en aquel período lo obligó a pensar en la actividad política e incluso a pensar políticamen­ te sobre cuestiones religiosas. Fue una intuición profunda de Lutero 6 H . J. G rim m, «Luther’s conception o f territorial and national loyalty», Church History, vol. 17, junio de 1948, págs. 79-94, en pág. 82. L o mismo, esencialmente, es señalado por J. W . Alien, A history of political thought in the sixteenth century , Lopdres: Methuen, 1941, 2a. ed., pág. 15, y por P. Smith, Life and letters of Martin Luther, Boston; H oughton M ifflin, 2a. ed., 1914, págs. 214, 228, y J. R. MacKinnon, op. c it.,v ol. 2, pág. 229. Ernest G . Schwiebert ha sos­ tenido que Lutero escribió esencialmente com o teólogo, pero que sus ideas po­ líticas provinieron, en gran medida, de fuentes políticas; véase «T h e mediaeval patterns in Luther’s views o f the State», Church History, vol. 12, junio de 1943, págs. 98-117. 7 Works of Martin Luther , C. M . Jacobs, ed., Filadelfia: Muhlenberg Press, 6 vols., 1915-1932, vol. 5, pág. 81; citado en adelante com o Works.

157

— así como el origen de muchas de sus posteriores dificultades— el haber comprendido que las reformas religiosas no podían ser empren­ didas con total omisión de los factores políticos. Los problemas del pensamiento político de Lutero no eran producto de una monumental indiferencia hacia la actividad política, sino que surgían de la índole «dividida» de una actitud política que oscilaba entre un interés des­ deñoso y otro frenético por la política, y a veces combinaba ambos. Aunque los enredos históricos de la actividad política y íá religión en el siglo xv i contribuyeron en no pequeña medida a la conciencia po­ lítica de Lutero, un factor más influyente aún residió en la índole de las instituciones religiosas a las que atacó. Sus grandes polémicas anth papales del año 1520 estaban dirigidas contra una institución eclesiás­ tica que, para la mente del siglo x v i, había llegado a ser el epítome del poder organizado. La índole del papado invitaba a una acusación formulada en términos políticos, y la eclesiología de Lutero, en e$ta etapa de su evolución, conservaba importantes elementos políticos. Sus escritos de 1520 prueban de manera notable con qué claridad ad­ virtió que la cuestión ponía en juego el poder de un sistema político eclesiástico. En primer lugar, en el vocabulario utilizado abundaban frases e imágenes ricas en connotaciones políticas. Las prácticas sacra­ mentales del sacerdocio eran atacadas como «opresivas» ( tyrannicum) en cuanto negaban el «derecho» {tus) del creyente a una plena parti­ cipación. Se denunciaba al papado como la «tiranía de Roma» ( Romanam tyrannidem) ; una «dictadura romana» ( Romana tyrannis), a la cual los cristianos debían «negar consentimiento» ( nec consentiamus) . Luego se planteaba la exigencia de restaurar «nuestra noble libertad cristiana». «Se debe permitir que cada hombre escoja libremente la búsqueda y uso del sacramento ( . . . ) el tirano ejerce su despotismo y nos obliga a aceptar un solo tipo».8 El acento político se hizo más pronunciado cuando Lutero pasó a acu­ sar al papado de tiranía eclesiástica: aquel había legislado arbitraria­ mente nuevos artículos de fe y de ritual, refugiándose, al ser cuestio­ nada su autoridad, en el argumento de que el poder papal no estaba limitado por ley alguna. Más aún; las pretensiones temporales del pa­ pado no solo habían puesto en peligro la misión espiritual de la Iglesia, sino también perjudicado la efectividad de la autoridad secular, al con­ fundir las jurisdicciones secular y espiritual.9 La usurpación de poder temporal había permitido a los papas presentar sus pretensiones tem­ porales bajo la apariencia de una misión espiritual, al tiempo que des­ naturalizaban sus responsabilidades espirituales tratándolas política­ mente. En este último aspecto, la venta de indulgencias, las anatas, la proliferación de la burocracia papal, y el control sobre los nombra­ mientos eclesiásticos, no tuvieron como objetivo consideraciones reli­ giosas, sino realzar el poder político del papado. El Papa había dejado «de ser un obispo, para convertirse en un dictador».10 8 « . . . Cuique suum arbitrium petendi utendique relinqueretur, sicut in baptismo et potentia relmquiiur. A t nunc cogit singulis annis unam speciem accipi eadem tyrannide. . . » . D. Martin Luther W erke , Weimar Ausgabe, 1888, vol. 6, pág. 507; citado en adelante com o W erke; W o o lf, vol. I, págs. 223-24. 9 W oolf, vol. I, págs. 127-28, 162. 10 Ibid., pág. 224.

158

Durante estos años iniciales, Lutero estaba dispuesto a aceptar la per­ petuación del papado sobre una base reformada. Sus críticas se basa­ ban en la premisa de que religión y actividad política constituían dos ámbitos distintos dentro del corpus christianum; que cada ámbito requería su propia forma de autoridad gobernante y que el gobierno, si bien podía ser de tipo religioso o político, no debía ser lo uno y lo otro. Pese a estas distinciones, el programa de Lutero para la reforma papal contenía fuertes matices políticos, en cuanto era, básicamenté, una exigencia de constitucionalismo papal, y debía no poco a la inspi­ ración conciliarista.11 El Papa debía cambiar su papel de déspota por el de monarca constitucional. En adelante, su poder estaría limitado por los fundamentos del cristianismo, y ya no podría legislar nuevos ar­ tículos de fe. D e tal m odo, las enseñanzas contenidas en las Escrituras serían observadas en forma muy similar a una ley fundamental; cum­ plían la función de una constitución doctrinaria que limitara el poder de los papas.12 A l argumento papal de que esta intromisión institucio­ nal era blasfema, ya que permitiría que manos impuras manosearán una institución divina, Lutero respondió que el papado mismo era de fabricación humana, y, por consiguiente, susceptible de mejora. El elemento político de la argumentación de Lutero recibió un énfasis adicional en los remedios que recetó para tratar con un Papa que se negara a reconocer los límites de su autoridad. Si un Papa insistía en violar los claros mandatos de las Escrituras, los cristianos estaban obligados a atenerse a la ley fundamental de aquellas, haciendo caso omiso de las órdenes papales.13 Cabe señalar, entre paréntesis, que esta fue la misma fórmula empleada más tarde por Lutero al referirse a gobernantes seculares cuyas órdenes contradijeran las Escrituras. En un aspecto, sin embargo, estaba dispuesto Lutero a aconsejar medidas más drásticas que cualquiera de las que propuso contra los gobernan­ tes seculares. En un argumento más político que bíblico, sostuvo que se podía resistir por la fuerza al papado. «La Iglesia no tiene autori­ dad, salvo para promover el mayor bien». Si algún Papa impedía las reformas, entoncés jxdebemos resistir a ese poder con uñas y dientes».14 Aunque más tarde Lutero se retractó de estas exhortaciones y otras más sanguinarias,15 el elemento político alcanzó su culminación en sus consejos respecto de una situación in extremis en que el papado b lo­ 11 Lutero había leíd o y admiraba a Gerson, D ’Ailly, y Dietricb de Niem. N o parece haber conocido los escritos antipapales de G uillermo de Occam hasta una época relativamente tardía. Para un examen general de estas cuestiones, consúl­ tese J. MacKinnon, Luther and the Reformation , Londres: Longmans, 4 vols., 1925-1930, vol. I, págs. 20-21, 135; vol. II , pág. 228-29; G . Rupp, op. ctt., pág. 88; R. H . Fife, The revolt of Martin Luther, Nueva Y ork: Columbra University Press, 1957, pág. 104 y sigs., 203-44. 12 W o o lf, vol. I, págs. 224-25; Works,vo\. I, pág. 391; Luther’s correspondence and other contemporary letters , P. Smith y C. M . Jacobs, eds., Filadelfia: Muhlenberg Press, 2 vols., 1918, vol. I, pág. 156. 13 W o o lf, vol. I, pág, 121. 14 Ibid ., pág. 123; W erke , vol. 2, págs. 447-49. 15 Véanse otros estudios al respecto en R. H . Bainton, Here I stand. A Ufe of Martin Luther, Nueva Y ork : Mentor, 1955, págs. 115-16; E. G . Schwiebert, Luther and his times, St. Louis: Concordia, 1950, pág. 464 y sigs.; H . Boehmer, Martin Luther : road to Reformation, trad. al inglés por J. W . Doberstein y T . G . Tappert, Nueva Y ork: Meridian, 1957.

119

queaba todos los esfuerzos tendientes a la reforma. Las autoridades seculares poseían el derecho y la responsabilidad de iniciar el proceso de reforma: «En consecuencia, cuando la necesidad lo requiere, y el Papa obra de modo perjudicial para el bienestar cristiano, cualquiera que sea miem­ bro verdadero de la comunidad cristiana en su conjunto debe tomar medidas, lo antes posible, para lograr un concilio auténticamente libre., Nadie está en mejores condiciones para esto que las autoridades secu­ lares, sobre todo porque también son cristianos y sacerdotes, porque son religiosos en grado similar, y porque su autoridad es similar en todos los aspectos».16 ¡ Pese a la acritud desplegada en los escritos de Lutero de este período, su calidad revolucionaria era atenuada por el uso de árgumentos cónciliaristas. Lutero aspiraba a que una combinación de iniciativa secular y reformas conciliares restauraran la pureza del papado. En lugar de la supremacía papal, dependía en parte de la antigua concepción de los conciliaristas, según la cual la Iglesia era una societas perfecta, uña sociedad que se bastaba a sí misma y contenía su propia autoridad, re­ glas y procedimientos para regular la vida espiritual común de sus miembros. De acuerdo con esta concepción, esencialmente aristotélica y política, la Iglesia encerraba en sí misma los recursos necesarios para remediar cualquier achaque o defecto que pudiera aquejarla. Estos argumentos conciliaristas contribuyeron a ocultar dos aspectos que emergían del pensamiento luterano: el recurso a la autoridad se­ cular y el prejuicio contra las instituciones. Mientras Lutero puso sus esperanzas en un concilio eclesiástico como agente de la reforma, el gobernante secular quedó reducido a una importancia secundaria. Pero al quedar cerrado este acceso a la reforma, la elección quedó automá­ ticamente limitada al gobernante secular. Alcanzada esta etapa, fue abandonada la idea de la Iglesia como una societas perfecta; ahora se consideraba^ que la revitalización de su vida espiritual dependía de un agente externo. En otras palabras: al hacerse menos política concep­ tualmente, la Iglesia de Lutero se hizo cada vez más política en su dependencia respecto de la autoridad secular. Mientras Lutero adhirió a una posición conciliarista, y mientras atri­ buyó alguna utilidad al papado, el carácter revolucionario de su teoría sobre la Iglesia permaneció atenuado. Pero en cuanto rompió con el Papa y el concilio, la doctrina del «sacerdocio de todos los creyentes» asumió importancia fundamental, y la concepción luterana de la Igle­ sia se hizo más clara. Estos dos procesos — el recurso a los gobernan­ tes seculares y la idea luterana de la Iglesia— se interrelacionaban dialécticamente, en cuanto su búsqueda de lo «real» en la experiencia religiosa condujo a Lutero a descartar las instituciones eclesiásticas y a magnificar las instituciones políticas del gobernante. Solo en parte es correcto atribuir la insistencia de Lutero en la autoridad secular a la desesperada situación de un reformador que no tenía otra alterna­ tiva que apelar a esos dominios. Tampoco es correcto creer que sus 16 W o o lf, vol. I, págs. 122, 167.

160

.-i

I

1

/

i

i

extremas declaraciones durante la Guerra Campesina señalan un súbito descubrimiento del poder absoluto de los príncipes seculares. Hay indicios suficientes de que, ya antes de los levantamientos campesinos, abrigaba una elevada opinión sobre la autoridad secular. Su insistencía en el poder secular debe ser considerada, en cambio, com o producto de la profundización del radicalismo antipolítico de sus convicciones religiosas, que, al asignar derechos exclusivos sobre lo «p olítico» a los gobernantes temporales, y al minimizar el carácter político y poder eclesiástico de la Iglesia, abrió el camino a un m onopolio temporal sobre todo tipo de poder. Cuando se capta esto, se hace más comprensible el dilema posterior de Lutero; los poderes seculares, cuya ayuda había invocado en la lucha por la reforma religiosa, comenzaron a asumir la forma de un aprendiz de brujo que amenazaba a la religión con un nuevo tipo de control ins­ titucional. Los orígenes de este dilema residían en el desequilibrio desarrollado entre su teoría de la Iglesia y su teoría de la autoridad política. En los años iniciales de su oposición al papado, Lutero no desmintió el argumento fundamental de los papistas, según el cual los asuntos espirituales exigían una cabeza gobernante. De este m odo, aunque discrepó con los papistas respecto de la índole de ese cargo, su pensamiento conservó la tradición medieval de un conjunto específico de instituciones eclesiásticas, capaz de contener las arremetidas de los poderes temporales. Pero al madurar sus opiniones, convirtiéndose en un rechazo plano del papado y de toda la estructura jerárquica de la Iglesia, abandonó naturalmente toda la idea de una autoridad que hi­ ciera las veces de contrapeso. Quedó roto el vínculo entre creencias religiosas e instituciones religiosas; en esta etapa de su pensamiento, la organización eclesiástica era vista com o un impedimento a la ver­ dadera creencia. D e modo concurrente con estos procesos en la con­ cepción de la Iglesia sostenida por Lutero, su doctrina de la autoridad política había evolucionado hacia un enfoque más amplio de las fun­ ciones y autoridad de los gobernantes. Ahora se confiaban a los gobernantes algunas de las prerrogativas religiosas que antes pertenecían al Papa.17 Así, mientras la autoridad institucional era socavada en la es­ fera religiosa, se la acentuaba en la política. En este punto surgió la dificultad mayor. En sus últimos años, Lutero comenzó a prestar creciente atención a la necesidad de organización religiosa, una necesidad que antes había subestimado; pero esto, por razones prácticas, no podía ser logrado sino recurriendo a las autoridades seculares, cuyo poder él había exaltado de modo persistente. La debilidad institucional de la Iglesia no le permitía competir con el poder secular racionalizado por Lutero. El producto final de esta situa­ ción fue la Iglesia territorial (Landeskirche) . 17 A esté respecto fue significativa la carta de Lutero a Juan, elector de Sajonia: «Y a no hay temor de D ios ni disciplina, porque la amonestación papal está abo­ lida y cada uno hace lo que quiere ( . . . ) Pero ahora que ha concluido el go­ bierno impuesto del Papa y el clero sobre los dom inios de vuestra Gracia, y todos los monasterios y fundaciones pasan a manos de vuestra Gracia com o go­ bernante, con ellos vienen el deber y dificultades de poner en orden estas cosas»; P. Smith y C. M . Jacobs, eds., op. cit.y vol. I I , pág. 383. Lutero lamentaría en varias ocasiones que los gobernantes hubieran quedado liberados d e los controles papales; véase W orks , vol. IV , págs. 287-89.

161

i ! ! I '··] j

¡j

j j j I I I

, i | ! i

j i

¡ ¡ j

Así, la elevación de la autoridad política planteada por Lutero estuvo íntimamente ligada con su idea de la Iglesia, que a su vez fue resultado de su concepción de la religión; es necesario, en consecuencia, decir algo respecto de sus doctrinas religiosas y la influencia de estas sobre su eclesiología y opiniones políticas. Según la teología luterana, la suprema vocación del hombre era pre­ pararse para el libre don de la gracia de Dios. La experiencia religiosa ¡ se situaba alrededor de una comunicación intensamente pérsonal entre; el individuo y Dios; la autenticidad de la experiencia dependía del carácter directo y sin inhibiciones de la relación. Las buenas obras* por consiguiente, eran vanas si no estaban informadas por la gracia santificadora de Dios. «Las obras buenas y piadosas nunca puedan producir un hombre bueno y piadoso; pero un hombre bueno y pia­ doso hace buenas y piadosas obras».18 De modo similar, los ministe­ rios de una jerarquía eclesiástica y todo el sistema sacramental· eran tan inútiles com o peligrosos; no hacían más que multiplicar los inter­ mediarios entré Dios y el hombre, y suscitaban la inferencia de que existía un sustituto para la fe. En suma, todo lo q u e se interponía entre Dios y el hombre debía ser eliminado; los únicos mediadores verda­ deros eran Cristo y las Escrituras. Sobre este telón de fondo, la famosa metáfora de Lutero sobre los «tres muros» que rodeaban al papado simbolizaba la fuerza impulsora predominante en su pensamiento, religioso: la compulsión de borrar y arrasar todo lo que interfería con la relación correcta entre Dios y el hombre. La significación de este «imperativo simplista» reside en la diversidad dé modos en que fue expresado: político, intelectual, así como religioso. Intelectualmente, tomó la forma de un rechazo casi total de la tradición filosófica medieval. Este rechazo no se nutría de ignorancia, sino que fluía de la profunda convicción de que siglos de filosofía habían influido la desnaturalización del significado de las Escrituras y en el respaldo a la$ pretensiones del papado.19 Se declaró perniciosa la influencia de Aristóteles; el aristotelismo cristianizado de Tomás d e Áquino fue condenado como una «desdichada superestruc­ tura sobre una base desdichada».20 Impaciente respecto de la «Babel de la filosofía» y de sus interminables y. sutiles controversias acerca de lo sustancial y lo accidental, Lutero reclamó un retorno a la sabi­ duría sin adornos de la Biblia y la Palabra de Dios.21 A este respecto, su radicalismo apuntó también contra el Corpus de conocimiento tra­ dicional representado por las enseñanzas de los Padres de la Iglesia, 18 Freiheit eines Christenmenschen, 23 (W erke, vol. V I I ) . 19 El prolongado aprendizaje de Lutero en escolasticismo es examinado en J. Mackinnon, op. cit., vol. I, págs. 10-27, 50 y sigs. 20 W o o lf, vol. I, págs. 225, 227-29; P. Smith y C. M . Jacobs, eds., op. cit., vol. I, págs. 60, 64, 78, 150, 169-70, 359. 21 La distinción de Lutero entre las Escrituras y la Palabra de D ios es analizada por R . E. Davies, The problpm of authority in the continental reformers, Lon­ dres: Epw orth Press, 1946, pág. 31 y sígs., y por E. Troeltsch, The socid teaching of the Christian cjourches, trad. al inglés por O . W yon, Londres: Alien & Unwin, 2 vols., 1931, vol. 2, pág. 486. Con respecto a la búsqueda del signi­ ficado «original» de las Escrituras, efectuada por Lutero, cabe agregar que lo ayudaron estudiosos humanistas contemporáneos com o Reuchün y Erasmo, que procuraban recobrar el verdadero significado de la Biblia por medio de inves­ tigaciones filológicas.

162

los pronunciamientos de los concilios y las doctrinas de los canonistas. Se capta mejor la significación de este ataque, si se recuerda que la doctrina de la Iglesia medieval, su teología formal y su filosofía, se habían impregnado profundamente de tintes políticos, N o fue un ac­ cidente, sino algo así com o un instinto infalible, lo que llevó a Lutero a reunir en un mismo grupo a filósofos, canonistas y teólogos, ya que la medida en que cada uno de estos había incorporado conceptos po­ líticos era, sobre todo, cuestión de grado. Desde este punto de vista, entonces, el ataque de Lutero tuvo como efecto disolver la alianza en­ tre pensamiento religioso y pensamiento político. Aparece un importante indicio de esta tendencia en el pensamiento de Lutero en el contraste entre su teoría de los sacramentos y la sostenida por un teólogo medieval· como Tomás de Aquino. Uno de los aspectos más notables de la exposición de este sobre los sacramentos era su ca­ rácter doblemente político: el lenguaje y los conceptos evocaban imá­ genes marcadamente políticas, y la naturaleza de los sacramentos era definida de modo que robustecía el carácter político de la Iglesia y su sacerdocio. Afirm ó que los sacramentos debían ser entendidos como algo más que un signo o un símbolo; eran una forma de poder (vis spiritualis) que imprimía a Quienes lo recibían determinado carácter; la gracia que informaba al alma era una graciá infusa ( gratia infusa). La «naturaleza de poder» de los sacramentos tenía además importante influencia sobre la función de los sacerdotes. El sacramento de la or­ denación establecía una necesaria y saludable desigualdad de algunos hombres sobre otros; la superior excelencia del sacerdocio era esencial para la perfección de los legos. Además, la ordenación trasmitía al sa­ cerdote un poder ( potestas) para consagrar; es decir, para utilizar su divino poder efectuando un cambio milagroso en los elementos eucarísticos de la Misa. La gracia queda así restringida a una gracia sacra­ mental, y solo esta justifica a los hombres.22 En la concepción luterana, en cambio, estos aspectos políticamente su­ gestivos fueron abandonados. La gracia no era algo administrado o infundido por el poder impersonal de un intermediario; era el libre don de Dios, la promesa de perdón y reconciliación al pecador arre­ pentido. Es significativo que Lutero haya reducido la cantidad de sa­ cramentos, y que entre los eliminados haya estado el sacramento de la ordenación, con sus insinuaciones concomitantes de jerarquía. En pá­ ginas posteriores seguiremos examinando el descenso del nivel político del ministerio luterano; aquí basta con hacer notar que esto era augu­ rado en la doctrina de Lutero acerca de la relación entre los sacramen22 La argumentación de Santo Tomás, según la cual el sacramento representaba más que un signo, aparece en Summa Theologiae, *** I I I , Q . 60, arts. 1-3. La ne­ cesaria conexión entre sacramentos y salvación es expuesta en Summa Theologiae, I I I , Q . 61, art. 1. La función de los sacramentos com o un poder que causa o infunde gracia es descrita en I I I , Q . 62, art. 1, 4. Este aspecto se amplía en I I I , Q . 63, art. 3, y Q . 65, árt. 3, ad 2, donde Santo Tomás pone de relieve cóm o el sacramento imprime en el alma un «carácter». La relación entre la ad­ ministración de los sacramentos y los cargos eclesiásticos es definida en I I I , Q . 65, art. 3, ad 2 ; Q . 67, art. 2, ad 1-2; Q . 72, art. 8, ad 1. Es significativo, por último, que las doctrinas de la supremacía eclesiástica y de la plenitudo potestatis del Papa estén insertadas en las explicaciones de los sacramentos: I I I , Q . 62, art. 11.

163

tos y el estado de gracia del creyente. Al insistirse en la justificación por la fe, el elemento de poder en los sacramentos disminuyó en im­ portancia, y los tintes políticos quedaron prácticamente eliminados. Esto quedó claramente registrado en unas palabras de Melanchthon que pueden ser consideradas como el epitafio de la teología política medieval: «Los sacramentos no justifican ( . . . ) Por consiguiente, puedes ser justificado aun sin sacramento; basta con que creas».28 Un segundo ejemplo de las tendencias despolitizadoras en Lutero es el proporcionado1por su concepción del Reino de Dios. Desde el co­ mienzo mismo, los exégetas cristianos recurrieron a conceptos polítícos para definir la naturaleza del poder de Dios y el gobierno de Cris­ to; ya en Eusebio hallamos una argumentación en la cual monoteísmo y monarquía se justifican mutuamente. Todas estas tendencias, sin em­ bargo, fueron resistidas por Lutero, quien, al insistir repetidamente en una nítida demarcación entre el Reino de Dios y el reino del mundo> introdujo, de hecho, una cuña de contención entre los dos ámbitos que impedía cualquier trasposición fácil de categorías. De un lado se alzaba el Reino de Dios, compuesto de cristianos creyentes y practi­ cantes, que buscaban con diligencia la Palabra de Dios y el Espíritu de Cristo; del otro, el reino del mundo, donde el gobierno temporal go­ bernaba a los no cristianos y a creyentes tibios que requerían un poder coactivo y restrictivo que los mantuviera dentro de límites decentes.24 Aunque las antítesis entre estos dos ámbitos se manifestaban de di­ versas maneras — en sus modos de vida contrastantes; en la ética vi­ gente en cada uno y en los objetivos buscados— un aspecto se relacio­ naba especialmente con este estudio.\ Solo un reino, el del mundo, po­ seía algún atributo político que lo vinculara con el significado habitual de la palabra «reino». Solo aquí había poder represivo, ley respaldada por la coacción, y todos los demás elementos de gobierno. En la con­ cepción luterana del gobierno de Cristo, por otro lado, no entraba ninguna característica política importante. Lutero insistió desde un primer momento en que la vocación de Cristo había sido eminente­ mente apolítica, y trasladó esta idea al examen de la función cumplida por sacerdotes y obispos dentro de la Iglesia.2 25 La índole apolítica del 4 2 3 reinado de Cristo era posibilitada no solo porque la coerción y la ley eran innecesarias para los cristianos, sino también porque la abolición del principio jerárquico había destruido la fundamentación de las dis­ tinciones de poder y autoridad entre creyentes.26 Coronaba estas ideas la vigorosa advertencia de Lutero en el sentido de que no era posible utilizar el poder para apresurar o impulsar la salvación de los hombres. 23 Citado en J. S. Whale, The protestant tradition, Cambridge: Cambridge University Press, 1955, pág. 58. D ebo a esta excelente obra su examen de las formas contrastantes de los usos sacramentales. 24 Works, vol. I I I , págs. 234-37; vol. IV , pág. 265. Véase el reciente estudio de F. E. Cranz, «A n essay on the development o f Luther’s thought on justice, law and society», Harvard Theological Studies, vol. 19, 1959. 25 Works, vol. I I I , págs. 238-40, 426. 26 Ibid., págs. 252, 261-62.

164

Aun en el Reino de Dios, el hecho fundamental no era Su poder, sino Su Palabra: «Nadie da ni puede dar órdenes al alma, a menos que pueda mostrarle el camino hacia el cielo; pero esto ningún hombre puede hacerlo; so­ lamente Dios. Por consiguiente, en cuestiones relativas a la salvación de las almas, no se enseñará ni aceptará otra cosa que la Palabra de D ios».27

III. E l p r e ju ic io c o n tr a las in stitu cion es Uno de los productos de esta rebelión contra la autoridad de la filo­ sofía y la concepción católica de una sabiduría histórica acumulada, laboriosamente construida a través de siglos de interpretación, fue una pronunciada veta de primitivismo religioso, que enarbolaba la simple fe contra la complicación filosófica y estaba dispuesta a destruir «las imágenes de la sabiduría ancestral» en nombre de un retorno al cris­ tianismo original. Estos aspectos del pensamiento de Lutero cobraron dimensión adicional cuando este, al grito de batalla de «sola Scriptura» y « solafide», se lanzó a un ataque directo contra la concepción me­ dieval de la Iglesia. También aquí se insistía en derribar los «m uros» que separaban al creyente del objeto de sus creencias. Toda la jerar­ quía eclesiástica, con sus sutiles gradaciones de autoridad y función, debía ser arrasada. Dado que el hombre común podía comprender el sencillo significado de las Escrituras, el sacerdotalismo era superfluo; no podía haber distinción entre creyentes: «T odos tenemos la misma autoridad con respecto a la Palabra y los sacramentos, aunque nadie tiene derecho a administrarlos sin autori­ zación de los miembros de su Iglesia, o a invitación de la mayoría (porque, cuando algo es común a todos, ninguna persona aislada está facultada para amigárselo, sino que debe esperar la orden de la Igle­ sia) ( . . . ) Cuando un obisjpo consagra, actúa simplemente en nombre de toda la congregación, cuyos miembros tienen todos igual autoridad. Pueden elegir uno de entre ellos, ordenándole que ejerza su autoridad en nombre de los demás».28 El igualitarismo extremo implícito en la doctrina del sacerdocio de los creyentes no era dictado por ninguna relación necesaria entre los creyentes mismos, sino que surgía de la convicción de Lutero de que la fe solo podía ser alcanzada por medio del esfuerzo individual, y que, en consecuencia, la «libertad cristiana» del creyente no debía ser li­ mitada por factores externos. N o era posible crear ni infundir la fe por medio de un agente externo, sacerdotal ni político; era una predispo­ sición interna del individuo que lo inclinaba hacia Dios.29 La recom27 28 29

Ibid.y Ibid.y Ibid.y

165

pág. 252. vol. I, págs. 114, 318. pág. 113,

pensa de la fe era la pertenencia a la comunión invisible de los cristia­ nos, el corpus mysticum gobernado por Cristo: «Entre los cristianos no hay superior, salvo Cristo mismo y sólo Cris­ to. Y ¿qué clase de autoridad puede haber donde todos son iguales y tienen igual derecho, poder, posesión y honor, y nadie desea ser supe­ rior del otro, sino su inferior? Aun queriéndolo, no se podría estable­ cer autoridad donde hay tales personas, ya que su carácter y natura­ leza no les permiten tener superiores, pues nadie quiere ñi puede ser el superior».30 La «verdadera» Iglesia, entonces, no debía ser situada en un conjunto físico de cargos, ni identificada con ninguna institución jerárquica. La Iglesia consistía sencillamente en «una reunión de corazones en úna sola fe ( . . . ) Esta unidad basta, de por sí, para coñstituir una Igle­ sia».31 Había en esta idea de la Iglesia un aspecto que presentaba nota­ ble afinidad con un tema ya discutido respecto de Agustín. Es la noción que subraya la naturaleza social de la Iglesia, la cual aparece como una sociedad espontánea, alegre — «nun freut euch lieben Christen gemein»— y, en gran medida, libre de coacción, que culmina en la sociedad invisible de santos donde «todos lo tienen todo en com ún».32 La antítesis dialéctica a esta condición es el gobierno temporal, que dirige su sociedad mediante la dominación y el poder. Había así, de un lado, una sociedad sin gobierno; del otro, un gobierno sin verdadera sociedad o hermandad. Esta insistencia en la hermandad de los creyen­ tes arraigaba en una antipatía hacia el poder que constituía una de las características básicas de la sociedad de la Iglesia luterana, insistien­ do una vez más en la tendencia apolítica en la nueva eclesíología. La teoría de la sociedad de la Iglesia elaborada por Lutero llevaba im­ plícitas algunas repercusiones novedosas y de vastos alcances. Propo­ nía esta formulación extrema: una sociedad no solo podía conservar su identidad sin el poder de una «cabeza» visible, dirigente, sino que la perfección de su naturaleza exigía que fuera acéfala. Este aserto — que una sociedad podía estar sólidamente unida y ser cohesiva, aun­ que no tuviera cabeza— contradecía una de las premisas comunes de gran parte del pensamiento clásico y medieval, según la cual toda so­ ciedad u orden presuponía una cabeza dirigente, una fuente central de impulso. Lutero sostenía además la afirmación, igualmente inquietan­ te, de que una sociedad podía florecer y expresar su identidad sin re­ currir a un principio jerárquico. Ya desde Platón y Aristóteles, los fi­ lósofos habían sostenido que no podía haber orden correcto de ningún tipo a menos que lo «más bajo» estuviera subordinado a lo «más alto»; lo «inferior», a lo «superior». En oposición a esta arraigada creencia, Lutero revivió la concepción radical de la pertenencia cristiana: ser cristiano significaba ocupar un rango más elevado que cualquier otro; al mismo tiempo, quienes gozaban de él se situaban en una condición de igualdad con sus congéneres. 30 Ibid., vol. I I , pág. 262. 31 Ibid ., vol. I, pág. 349. 32 Werke, vol. X I V , pág. 714.

166

« . . . N o somos bautizados com o reyes, príncipes, ni siquiera com o la masa de hombres, sino en Cristo y en Dios mismo; ni se nos llama re­ yes, príncipes ni gente común, sino cristianos».33 Sin embargo, esta igualdad de condición no encerraba el mismo signi­ ficado que en el pensamiento democrático posterior; vale decir, la idea de una igualdad de opciones o derechos, Significaba más bien algo más estimulante y ominoso a la vez: una igualdad de mutua subordina­ ción, donde «nadie desea ser el superior del otro, sino su inferior».34 A l rechazar los dos principios de monarquía y jerarquía — en cuanto estos se aplicaban a cuestiones eclesiásticas— Lutero marcó también una etapa importante en la destrucción de ciertas formas de imágenes políticas. La idea de que la sociedad formaba una enorme pirámide, en la cual el poder asignado a cada capa se hallaba en proporción in­ versa a la longitud de esta, fue descartada a cambio de la imagen plana de una sociedad cuyos miembros eran, idealmente, todos iguales. Esto plantea el interrogante de cuál sería la función de los ministros en la nueva Iglesia; si Lutero se hubiera sentido obligado a reincorporar al­ gunos elementos de poder papal, esto se habría registrado en su doc­ trina sobre el ministerio. Aunque Lutero negó con insistencia que k igualdad de los creyentes obviara la necesidad de un ministerio exper­ to, esta negativa no presagiaba en m odo alguno la reintroducción de elementos políticos en la Iglesia. Como destacó Lutero, el sacerdocio no denotaba poder ni autoridad, sino «cargo», es decir, una función definida.35 Esto significaba la trasformación del sacerdote medieval en un ministro, un agente que administraba, exponía y explicaba la Pa­ labra de Dios.36 Este descenso de rango era acompañado por un cam­ bio drástico en la relación entre ministro y congregación. A diferencia del sacerdote, el ministro no podía recurrir a las misteriosas fuentes de autoridad surgidas de una tradición de siglos. Despojado de la masti­ que del cargo, el ministro enfrentaba a su congregación como un primus ínter pares. El cargo mismo ya no era consagrado por el represen­ tante de una podérosa institución eclesiástica, sino derivaba del con­ sentimiento de los pares. Dado que era producto del consentimiento y no de la autoridad, el ministro podía ser desplazado de su cargo por quienes lo habían elegido.37 Al despolitizar el ministerio, sin embargo, Lutero introdujo algunas trasparentes alusiones acerca de la congregación que serían incorpo­ radas al pensamiento de los sectarios radicales de los siglos xv i y x v n , y que ejercerían, por ese intermedio, una influencia decisiva sobre las teorías democráticas. En otras palabras: si bien eliminó de su teoría sobre la Iglesia algunos elementos: políticos — sobre todo los'que se afincában en la idea de una jerarquía eclesiástica— Lutero terminó también por adoptar otros. Por ejemplo: la igualdad de los creyentes y la mínima función del ministerio eran concepciones que se apoyaban en ciertas premisas acerca de la posibilidad de los creyentes para re33 W orks , vol. I I I , pág. 252. 34 Ibid.y pág. 262. 35 Ibid. 36 W o o lf, vol. I, págs. 115, 247, 249, 318, 367; Works, vol. I I I , págs. 326-28. 37 W o o lf, vol. I, págs. 115, 117, 181; W orks , vol. IV , págs. 79, 82.

167

conocer la verdad; premisas que parecían reflejar la defensa aristo­ télica de la capacidad del ciudadano para juzgar: « . . . Todos y cada uno de nosotros somos sacerdotes, porque todos tenemos una sola fe, un solo Evangelio, un solo y mismo sacramento; ¿por qué, entonces, no tendríamos derecho a probar o verificar, y a juzgar qué es correcto o erróneo en la fe ? » .38 De esto se desprendía la exigencia luterana de que fuera derribado el; «segundo muro», que simbolizaba la pretensión papal de ser el intér­ prete definitivo de la doctrina. Como lo advirtió instintivamente La­ tero, la posición papal se basaba en una especie de platonismo cristia­ nizado, el cual sostenía que las verdades discutidas solo podían s(er resueltas por una inteligencia especialmente dotada.39 Contra esta «epistemología aristocrática», Lutero proponía üna «democrática», que enfrentaba la «fe sencilla» y sin complicaciones del pueblo con las sutilezas de los teólogos, y afirmaba tanto el derecho como la capaci­ dad de la congregación para juzgar las enseñanzas religiosas.40 Adoptó esta posición en parte por una profunda convicción acerca de la pri­ macía de la comunión directa entre Dios y el alma individual, y en parte por una convicción de que ningún agente humano exterior podía obligar a salvarse a la conciencia individual. Aunque más tarde Lutero modificó su optimismo en cuanto a las capacidades del creyente común, sus enunciados iniciales dieron vigoroso estímulo a las corrientes que culminaron en el congregacionalismo, encerrando además vastas impli­ caciones para el pensamiento político. En esta concepción de una her­ mandad religiosa cohesiva, capaz de decidir y actuar sin ayuda de ninguna jerarquía, se hallaba latente la idea adicional de una comuni­ dad que podía expresar una verdad. Esto representaba algo más que la idea aristotélica acerca de la superioridad de un juicio mancomunado, al cual contribuían los ciudadanos. La concepción luterana no implica­ ba juicio alguno; no se relacionaba con cuestiones contingentes, sino con verdadés fundamentales; no era el producto de talentos y expe­ riencia diversos, sino de un conocimiento interior, compartido por un cuerpo de comulgantes.41 38 W o o lf, vol. I, pág. 120; W orks , vol. L V , págs. 76-77. 39 W o o lf, vol. I, págs. 119-20. 40 W o olf, vol. I, págs. 227-29. Estos sentimientos fueron enfatizados en la Carta al lector cristiano, de Lutero (1 5 2 2 ): « . , .Cuando comparo la teología es­ colástica con la sagrada, es decir, con la Santa Biblia, me parece algo lleno de impiedad y vanidad, y peligroso en todos los aspectos, ser puesto ante monjes cristianos no munidos de antemano de la armadura de D ios». Lutero se refería luego con admiración a Tauler y la Theologia Germánica, expresando la esperan­ za de que, bajo la influencia de los místicos, «n o quedará en nuestra tierra un tomista ni un albertista, un escotista ni un occamista, sino únicamente simples hijos de Dios y sus hermanos cristianos. Pero que quienes medran en exquisi­ teces literarias no protesten contra la dicción rústica ni desprecien las envolturas toscas y humildes vestiduras de nuestro tabernáculo, porque contienen toda la gloria de la hija del rey. Sin lugar a dudas, si no logramos una devoción docta y elocuente, prefiramos al menos una devoción indocta e infantil a una impie­ dad que es tan elocuente com o infantil». P. Smith y C. M . Jacobs, eds., op. cit.y vol. I I , págs. 135-36. Compárese San Agustín, Epistle, 138, 4-5. 41 Aunque la teoría conciliarista había subrayado la idea de una comunidad re-

168

IV .

P o s ic ió n y je ra rq u ía d el o r d e n p o l í t ic o

*

La nostalgia por la sencillez apostólica de la Iglesia primitiva no cegó a Lutero ante el hecho de que una forma casi anarquista de organiza­ ción eclesiástica no era receta adecuada para una congregación real, cuyos miembros vivían en diversos estados de gracia y fe. En una eta­ pa temprana de su obra, comenzó a elaborar la distinción entre la Igle­ sia «visible» y la «invisible». La primera abarcaba a aquellos cristianos cuya débil fe requería una forma visible de estructura organizativa. La unidad debía ser creada externamente, por la acción humana. La Iglesia invisible, en cambiq, derivaba su unidad de la fe, y era, en gran medida, independiente de toda organización y regulaciones.42 En los últimos años de su vida, Lutero prestó mayor atención al valor de las «señales distintivas», aun para la Iglesia invisible.43 Esto, no obstante, era menos significativo que su creciente confianza en la auto­ ridad secular para vigilar la Iglesia visible y asegurar cierta uniformi­ dad religiosa. Dado este proceso, la concepción luterana de la autori­ dad política.asume una importancia decisiva, ya que una religión que se había negado el poder de una organización eclesiástica se veía ahora ante gobernantes políticos no trabados pór los írenos tradicionales de las instituciones religiosas, y solicitaba la ayuda de estos. Para evaluar el nuevo marco teórico dentro del cual debía actuar ahora la autoridad temporal, hay que referirse a las actitudes cristianas anteriores respec­ to del orden político y el cargo de gobernante. Desde sus comienzos, la actitud cristiana hacia la política se había mezclado con un persistente impulso a desentenderse del mundo. La advertencia bíblica, «M i Reino no es de este mundo», fue sistematizada más tarde por Agustín con el tenso simbolismo de la chitas dei y la chitas terrena. Pese al notable intento tomista por elaborar una cóm o­ da adaptación entre el orden político y el divino, los místicos y mo­ násticos perduraron com o testimonios elocuentes de los rastros de incivisme en el cristianismo. En Lutero, el impulso hacia el desentendimiento adoptó una forma muy diferente. Mientras que Agustín había confiado en la Iglesia co-

.

ligiosa con jueces, esta concepción fue debilitada, no solo por el hecho práctico de que la nacionalidad estaba socavando las ideas de una sociedad universal de cristianos, sino también porque los mismos conciliaristas no pudieron o no qui­ sieron renunciar a las categorías de pensamiento jerárquicas y monárquicas. Véa­ se el examen en E. Lewis, Medieval political ideas, Londres: Routledge and Kegan Paul, 2 vols., 1954, vol. II , págs. 369-77. 42 W orksy vol. I, págs. 349-57. 43 Compárese W orks , vol. I, pág. 361; vol. IV , pág. 75; vol. V , págs. 27-87; vol. V I , pág. 148. La teoría luterana de la Iglesia ha sido discutida por K . H oll, «Luther», Gesammelte Aufsätze zur Kirchengeschichte, Tubinga, 1923, vol. I, pág. 288 y sigs.; E. Troeltsch, op. cit.y vol. I, págs. 477-94; W . A . Mueller, Church and State in Luther and Calvin, NashviÚe: Broadman Press, 1954, págs. 5-35; W . Pauck, «T h e idea o f the Church in Christian history», Church History , vol. 21, septiembre de 1952, págs. 191-213, en págs. 208-10, y del mismo autor, The heritage of the Reformation , G lencoe: Free Press, 1950, págs. 24:54; L. W . Spitz, «Luther’s ecclesiology and his concept pf the prince as Notbischof», Church History, vol. 22, junio de 1953, págs. 113-41; J. T . M cNeill, «T h e’ Church in sixteenth Century reformed theology», Journal of Religion, vol. 22, 'julio de 1942, págs. 251-69; J. S. Whale, op. cit., cap. V I I .

í

¡

169

mo principal respaldo para la salvación individual, relegando al Esta­ do a la función de guardián del orden, Lutero se sintió obligado a invocar al poder secular para que ayudara a las almas cristianas a li­ brarse de la tiranía de la Iglesia organizada.44 Una razón fundamental de las diferentes funciones asignadas al gobierno por Agustín y Lutero reside en las diferentes posiciones históricas ocupadas por uno y otro. El pensamiento de Agustín estaba profundamente teñido por las es­ peranzas milenaristas habituales en los primeros siglos de la era cris-! tiana. Era natural que ádoptara una perspectiva temporal orientad# hacia el futuro. Aunque Agustín — en contraste con las expectativas de algunos cristianos primitivos— minimizó la inminencia del mile­ nio, la idea de un futuro portador de la promesa de liberación siguió siendo un elemento vivido de su pensamiento.45 Los mil años trascu­ rridos entre Agustín y Lutero no podían dejar de tener un efecto apa­ ciguador sobre el optimismo cristiano. Lo que para uno había sido un futuro tentador, se convirtió para el otro en un presente interminable, que exigía cierta resignación de parte del creyente. El milenarismo ate­ nuado de Lutero contribuyó de modo importante a su marcada anti­ patía hacia la historia. Después de los días dé la sencillez apostólica, la historia había pasado a ser un registro de la degradación de la Pa­ labra. En consecuencia, el legado teológico y eclesiástico de esos siglos debía ser descartado. Sobre la base de estas creencias, la perspectiva temporal luterana reflejaba una acuciante urgencia por volver a un estado más primitivo de perfección cristiana; formaba parte de un radicalismo orientado a recapturar los auténticos elementos cristianos del pasado distante. Estos contrastes de perspectivas temporales se relacionaban íntima­ mente con algunas diferencias importantes en las ideas políticas de Agustín y Lutero. Aunque Agustín había destruido la concepción clá­ sica de la autonomía y autosuficiencia del orden político, no lo había dejado flotando en el limbo. Era una parte integral de todo el ordo de la creación y contribuía con su parte a la preservación de la armo­ nía total. Para Agustín, el concepto de un orden divino simbolizaba algo más que una ingeniosa mezcla de diversidades; era una concordia dinámicamente orientada hacia la perfección. Por consiguiente, el or­ den político — integrado, como lo estaba, en un cosmos pleno de sig­ nificado y dirección— adquiría una firme estabilidad, un sustento ex­ traído de la naturaleza misma de la creación. Así, aunque la comunidad política estaba destinada a ser sustituida en el desenlace de la historia, participaba hasta entonces en la perfección inscrita en la esencia misma de las cosas. Lutero, en cambio, se apartó significativamente de la concepción agustiniana de ordo. Según Agustín, el ordo había actuado com o principio inmanente en el conjunto de la creación; por consiguiente, toda aso­ ciación, aunque no fuera cristiana, tenía valor en la medida en que 44 Este aspecto de San Agustín es brillantemente descripto en C. N. Cochrane, Christíanity and classical culture, pág. 359 y sigs. Hay también algunas obser­ vaciones pertinentes en E. Voegeñn, The new Science of politics,& Chicago: University o f Chicago Press, 1952, págs. 81-84. 4 5 D e Civitale Dei, X X ; y véase H . Scholz, Glaube und Unglaube in der Weltgeschichte, Leipzig, 1911, pág. 109 y sigs.

170

aseguraba paz y tranquilidad. Lutero, por su parte, reducía el princi­ pio inmanente de «orden» a un principio formal, sin viabilidad real: «E l orden es algo exterior. Por bueno que sea, puede ser mal utiliza­ do. Entonces ya no es orden, sino desorden. Ningún orden, pue$, tiene valor intrínseco propio, com o hasta ahora se ha creído que lo tenía el Orden Papal. Pero todo orden encuentra su vida, validez, fuerza y virtud en su utilización correcta; de lo contrario no tiene valor ni sir­ ve para nada».46 A l abandonar el concepto de ordo como principio sustentador dentro de una pauta de significado mas amplia, Lutero privó al orden político del respaldo moral derivado de este conjunto más inclusivo. La falta de integración entre el orden político y el divino produjo una marcada tensión dentro de la concepción luterana del gobierno. El orden polí­ tico aparecía com o un logro inequívocamente frágil; precario, inesta­ ble y propenso a caer. A l mismo tiempo, la vulnerabilidad de este or­ den creaba la necesidad.de una autoridad poderosa y represiva. En otras palabras: el orden político mismo no era sustentado por un prin­ cipio divino, sino que el poderj secular que defendía el orden provenía de la divinidad. Lutero no se jactaba en vano al afirmar que él había alabado al gobierno temporal más que cualquiér otro desde Agustín.47 Tales alabanzas eran necesarias, una vez que el orden político había sido extraído de su contexto cósmico. El elemento divino de la autori­ dad política se trasformaba inevitablemente de principio sustentador en principio represivo y coactivo. La adhesión de Lutero a la autoridad temporal no fue, entonces, pro­ ducto de una etapa especial de su evolución, sino que estaba arraigada en la convicción de que el mundo del hombre, que había sufrido la caída, era básicamente desordenado. El orden debía ser impuesto: «Nadie piense que el mundo puede ser gobernado sin sangre; la espa­ da del gobernante debe estar roja y ensangrentada, ya que el mundo es y debe ser pervérso, y la espada es la vara y la violencia de Dios sobre él».48 i

Es significativo que Lutero haya indicado, com o primer «m uro» a de­ rribar, las pretensiones papales de jurisdicción temporal. Aquí su ló­ gica exhibió el mismo impulso que su teorización religiosa: tal como el libre acceso de los creyentes a las Escrituras debía ser protegido de la interferencia papal, así también el gobernante secular debía estar desembarazado en sus esfuerzos por lograr el orden: « . . . El Corpus social de la cristiandad incluye el gobierno secular co­ mo una de sus funciones componentes. Este gobierno tiene jerarquía espiritual, aunque desempeña un deber secular. Debe actuar libremen46 W orks , vol. V I , pág. 186. 47 Ibid.y vol. V , págs. 81-82. 48 Ibíd., vol. IV , pág. 23. Sobre este mismo aspecto, véanse vol. I I I , págs. 23133; vol. IV , págs. 28, 248-53, 266-69, 299 y sigs.; vol. V , pág. 38; vol. V I, pág. 460.

171

te y sin estorbos sobre todos los miembros del corpus; debe castigar e imponer cuando haya culpa o lo exija la necesidad, a pesar del Papa, obispos y sacerdotes, y por más que estos denuncien y excomulguen cuanto les plazca».49 Las prolongadas disputas eruditas acerca de si Lutero mantuvo o no la concepción medieval de un corpus christianum han servido para os­ curecer los profundos cambios que efectuó en el conteñido de dichoconcepto.50 El énfasis sobre la autoridad secular fue aconipañado por otros cambios doctrinarios que realzaron más aún esa autoridad. Al mismo tiempo que socavaba la jerarquía sacerdotal mediante la idea del sacerdocio de todos los creyentes, Lutero elevaba el rango de lps gobernantes invistiéndolos de dignidad sacerdotal: también ellos «sbn sacerdotes y obispos».51 Quedó borrada la nítida frontera que separa­ ba al clero de los legos, y el sacerdote y el campesino fueron situados en un plano de igualdad respecto de la jurisdicción secular.52 El legado de la cristiandad pasaba a manos de nuevos depositarios: los príncipes «desempeñan su cargo como un cargo de la comunidad cristiana, y en beneficio de dicha comunidad ( . . . ) Cada comunidad, concejo y ad­ ministración tiene autoridad para abolir e impedir, al margen del co­ nocimiento o consentimiento del Papa u obispo, cualquier cosa contra­ ria a Dios y perjudicial para el hombre en cuerpo y alma».53 La significación práctica de la función asignada a la autoridad política residía, no tanto en su amplio mandato, ni en sus responsabilidades en cuanto a la reforma religiosa, sino en el hecho de que ahora su po­ der sería ejercido en un contexto en que las instituciones papales ha­ bían sido despojadas de divinidad y poder. Solo el gobernante secular derivaba de Dios sus poderes; en cambio, el poder papal era resultado de maquinaciones humanas o, peor aún, de las del Anticristo.

V . E l o rd e n p o l í t ic o sin c o n tra p e s o El enfoque luterano de la autoridad política no era monolítico, sino que variaba según que el problema fuera primordialmente religioso o político. Cuando se invocaba al gobierno temporal para que ayudara a fomentar reformas religiosas, se lo consideraba un agente positivo y constructivo. En su función más secular y política, en cambio, el go­ bierno aparecía como esencialmente negativo y represivo. En una es­ fera, se lo juzgaba la única alternativa para poner en marcha la refor­ ma; en la otra, la única alternativa frente a la anarquía.54 El eslabón 49 W o olf, vol. I, pág. 117; P. Mesnard, L'essor de la philosophie politique au X V Ie. siècle, París: Vrin, 1951, págs. 204-17. 50 Hay un examen reciente de este problema en L. W . Spitz, op. cit., pág. 118 y sigs; véanse, además, las referencias allí citadas. También hay algunas observa­ ciones interesantes en F. Meinecke, «Luther über christliches Gemeinwesen und christlichen Staat», Historiche Zeitschrift, vol. 121, 1920, págs. 1-22. 51 W o o lf, vol. I, pág. 114. 52 Ibid., págs. 114-15, 129-30, 141, 147, 226-27, 232, 275. 53 Ibid., pág. 167. 54 W orks, vol. I I I , pág. 235; vol. IV , págs. 289-91.

172

que ligaba ambos enfoques de la autoridad política era la exigencia, planteada por Lutero, de que los gobernantes fueran liberados de restricciones preexistentes para cumplir su tarea. Ya hemos examina­ do, con respecto al ataque de Lutero contra el papado, este elemento, que reapareció cuando aquel se abocó al análisis de las actividades seculares del gobierno. Hallando en las leyes de la sociedad la misma confusión y complejidad vigentes en las cuestiones religiosas, Lutero propuso una solución característicamente sencilla y extrema: « . . . La entidad política no puede ser felizmente gobernada solo me­ diante normas y reglamentos. Si el administrador es sagaz, conducirá el gobierno con más acierto cuando lo guíen las circunstancias y no los decretos legales. Si no tiene esta sabiduría, sus métodos legales no producirán sino daño, ya que no sabrá cóm o utilizarlos, ni cóm o adap­ tarlos al caso inmediato. De aquí que, en los asuntos públicos, sea más importante asegurarse de que el control esté en manos de hombres buenos y sabios que promulgar determinadas leyes. Hombres de este tipo serán por sí mismos la mejor de las leyes, estarán alertas a todo tipo de problema, y los resolverán con equidad. Si la sagacidad nata acompaña al conocimiento de las leyes divinas,‘ es obvio que las leyes escritas serán superfluas y nocivas».55 Las únicas restricciones que actuaban sobre el gobernante, aparte de las de su propia conciencia, provenían de las exhortaciones de los mi­ nistros; desde que los ministros ya no hablaban com o representantes de una poderosa institución eclesiástica, la eficacia de esta restricción sería problemática. Aunque algunos comentaristas han mostrado que Lutero nunca se propuso emancipar a las autoridades seculares de los dictados de la ley natural y la razón, esto prueba solamente que Lutero no era Maquiavelo. Se trata, en efecto, de que la ley natural se convierte en un mero conjunto de homilías morales cuando se la traslada a un contexto en que solo el poder de los gobernantes ha sido elevado por encima de todo otro rival institucional, y en que la fidelidad a la otra gran institución de poder ha sido condenada. La situación así creada estaba madura para un choque entre las dos en­ tidades que Lutero, con argumentos análogos, había procurado libe­ rar. Estaba, por un lado, el gobernante secular, no limitado por las 55 W o o lf, vol. I, pág. 298. Es verdad que Lutero elogió ocasionalmente el de­ recho consuetudinario, pero un examen minucioso del contexto de su argumen­ tación demuestra que lo que afirmaba era que las leyes consuetudinarias se adap taban mejor a las condiciones locales que las leyes imperiales, y no que aque­ llas fueran restricciones saludables. J. T . McNeiÚ, «Natural law in the thought o f Luther» (op. cit.) , subraya la función de la ley natural y la razóh en los es­ critos de Lutero; pero también en este contexto Luteroj sostenía que la ley na­ tural y la razón, o equidad, permitían al gobernante desconocer las leyes o co s ­ tumbres existentes. En otras palabras, la ley natural jugaba en el pensamiento de Lutero un papel liberador y restrictivo. Véase 'W óolf, vol. I, pág. 187; Works, vol. V I , págs. 272-73. Una de las pocas ocasiones en que Lutero recurrió a citas de Santo Tomás se relacionó con un argumento en favor de un poder laico ili­ mitado en momentos de emergencia. Véase W orks , vol. I I I , pág. 234.

173

presiones de instituciones rivales; por el otro, la congregación cristia­ na, que buscaba la gracia divina, sin ayuda ni guía de las instituciones sacerdotales. Sin embargo, Lutero escribió a menudo como si el pri­ mero nunca presentara una amenaza para el segundo. El verdadero creyente era un súbdito del Reino de Dios, donde sólo Cristo gobier­ na. «P or consiguiente, no es posible que la espada y la ley seculares hallén tarea que cumplir entre cristianos, ya que estos hacen, por sí mismos, mucho más de lo que pueden exigir sus leyes y doctrinas».56 Si todos los hombres llegaran a ser verdaderos cristianos, el gobierno secular sería innecesario. El gobierno se justificaba por la existencia de grandes masas de injustos e impíos; a falta de coacción, los hom-/ bres se combatirían mutuamente y la sociedad caería en el caos. «P or esta razón, Dios ha dispuesto dos gobiernos: el espiritual, que median­ te el Espíritu Santo bajo Cristo hace cristianos y gentes piadosas, y d secular, que frena al no cristiano y al malvado obligándolos a mante­ nerse tranquilos por fuera, incluso contra su voluntad».57 Aun cuando los gobernantes seculares — cuyos caracteres criticó Lutero con frecuencia— excedieran sus límites y promulgaran órdenes con­ trarias a la Biblia, el verdadero cristiano no podía sufrir ningún per­ juicio real. El gobierno, las leyes y las modalidades de la sociedad po­ dían afectar los bienes físicos del hombre, pero nunca el centro vital de su alma: «Cuando observamos al hombre interior, espiritual, y vemos lo que le pertenece si llega a ser un cristiano libre y devoto, de hecho y de nombre, es evidente que ninguna cosa exterior, como quiera que se llame, puede hacerlo libre ni religioso. Es que su religión y libertad, así como su impiedad y servidumbre, no son corporales ni exterio­ res».58 La «libertad cristiana» era, entonces, el estado de que disfrutaba el creyente que había roto sus dependencias externas y orientado su alma hacia una completa sumisión a Dios. Aunque se podía esperar que hi­ ciera más de lo exigido por sus obligaciones sociales y políticas, su sal­ vación definitiva no dependía de ningún modo del mundo; sus buenas obras en el mundo eran la consecuencia de su fe, y su fe nunca podía ser resultado de sus obras. «Tenéis el reino del cielo; por lo tanto, de­ béis dejar el reino de la tierra a quien quiera tomarlo».59 Lutero modificó la doctrina de la libertad cristiana guiándose por sus experiencias durante la Guerra Campesina. La cuestión fundamental planteada en ese momento fue si el desenfreno generalizado llegaría eventualmente a socavar la paz de los fieles, interfiriendo así con la búsqueda de salvación. La presión de los sucesos obligó a Lutero a suavizarla distinción entre el Reino de Dios y el reino del mundo. Si vencían los campesinos rebeldes, «ambos reinos serían destruidos, y 56 Works, vol. I I I , pág. 234. 51 Ibíd., págs. 235-36. 58 W oolf, vol. I, págs. 357-58; Works, vol. I I I , pág. 235; vol. IV , págs. 240-41; W erke (W eim ar Ausgabe), vol. I, págs. 640-43. 59 Works, vol. I I I , pág. 239-42, 248; vol. V I , pág. 447 y sigs., W oolf, vol. I, págs. 234, 357, 368-70, 378-79.

174

no habría gobierno mundano ni Palabra de D ios, sino que el resultado sería la destrucción permanente de Alemania . . .».60 Si tanto el Reino de Dios com o el reino del mundo compartían la necesidad de orden, com o lo admitía Lutero, el verdadero creyente no podía ser tan indi­ ferente respecto del orden político com o lo sugería la doctrina de la libertad cristiana. La religión y la actividad política se entrelazaban más íntimamente de lo inferido por la teoría de los dos reinos. La teo­ ría luterana sobre el gobierno se resumía, entonces, de este m odo: la autoridad temporal podía asegurar al verdadero creyente la paz exter­ na, y jamás podía afectar su virtud interna. Para el descreído, el go­ bierno podía imponer orden externo y virtud externa. El gobierno existía «para que los buenos puedan tener paz exterior y protección, y para que los perversos no puedan estar libres para hacer el mal sin temor, en paz y tranquilidad».61 N o obstante, ciertas confusiones comenzaron a surgir en el pensamien­ to de Lutero cuando procuró relacionar su doctrina del gobierno con los problemas de la obediencia y la libertad de conciencia. A veces sos­ tenía que la autoridad no podía ejercer coacción sobre las conciencias de los creyentes; esto era coherente con su enseñanza de que ningún factor externo podía afectar la libertad del hombre cristiano. En otros momentos, insistía en que el gobierno no debía ejercer coacción sobre las conciencias. Esto sólo podía querer decir lógicamente que la liber­ tad de conciencia era útil antes que nada para los injustos que algún día podían ser guiados de vuelta al rebaño. Igual dificultad se planteaba cuando Lutero admitió que los hombres no estaban obligados a obedecer cuando un gobernante impartía ór­ denes contrarias a las enseñanzas de las Escrituras.62 Pero esto sólo podía referirse al verdadero creyente, ya que solamente él poseía una conciencia guiada por la Biblia. A l mismo tiempo, solo él era dueño de una conciencia que las acciones externas no podían dañar. Los elementos contradictorios aparecían en otros aspectos de las en­ señanzas de Lutero respecto de este mismo tema general. Con ante­ rioridad, había insistido en que los gobernantes seculares recurrieran a la fuerza contra ¡el papado; sin embargo, sostuvo empeñosamente que no se debía resistir a los gobernantes seculares por ningún motivo. De este m odo, mientras que la autoridad política podía resistir a la autoridad religiosa sobre bases políticas o religiosas, las autoridades religiosas nunca podían resistir a la autoridad política por motivos religiosos ni políticos. La incongruencia definitiva surgió durante la Guerra Campesina, cuando Lutero sostuvo que cualquiera tenía dere­ cho a matar a un campesino rebelde. Así, cualquiera podía eliminar a un rebelde; a un tirano, nadie.63 60 Works, vol. IV , pág. 220; P. Smith y C. M . Jacobs, eds., op. cit., vol. II, pág. 320. 61 Works, vol. V I , pág. 460; vol. I I I , págs. 231-32; vol, IV , págs, 23, 28; P. Smith y C. M . Jacobs, eds., op c it, vol. I I , pág. 492. 62 Wprks, vol. I , pág. 271; vol. I I I , págs. 255 56. 63 Ibid., vol. I, págs. 262-64; vol. I I I , págs. 211-12; vol. IV , págs. 226-28. Ciertos comentaristas han atribuido mucha importancia a la declaración conjunta de 1531, en la cual Lutero aprobaba la resistencia al emperador. Sin embargo, comparada con el cuerpo principal de sus escritos, su valor com o prueba es re-

175

V I . L as fr u to s de la sen cillez Autores más recientes criticaron con frecuencia a Lutero por promo­ ver la causa del absolutismo político. Figgis, por ejemplo, comparó a Lutero con Maquiavelo, examinando sus ideas como si fueran dos la­ dos de una misma moneda.64 Aunque este enfoque es correcto en cuanto subraya los extremos a que llegó Lutero al librar a los gober­ nantes temporales de las restricciones anteriores, tiende a presentar el problema principalmente en términos de frenos morales y Religiosos. En realidad, Lutero sostuvo con firmeza el derecho de los cristianos a reprobar los excesos de los príncipes, y sus propios escritos atestiguan en qué medida siguió ese consejo. Si buscamos la debilidad fundamen-, tal del pensamiento de Lutero, la hallaremos en su incapacidad de evaluar la importancia de las instituciones. Su obsesión respecto dé la sencillez religiosa lo condujo a ignorar la función de las institucio­ nes religiosas como frenos políticos. Las consecuencias sociales de una religión débilmente organizada eran evidentes en su propia época. En momentos de crisis política y social, Lutero no pudo apelar a nin­ guna organización religiosa efectiva como mediadora. Durante la Gue­ rra Campesina, se vio obligado a confiar a los príncipes toda la causa de la paz, pese a estar convencido de que no todos los errores corres­ pondían a un solo bando. Tratando de resolver esta dificultad, Lutero sólo consiguió hacer que la ética cristiana pareciera carente de impor­ tancia para la lógica del orden político: «los dichos sobre clemencia corresponden al reino de Dios y entre cristianos, no al reino del mun­ do . . ,».65 La búsqueda de sencillez también tuvo efectos al examinar Lutero las instituciones políticas, adoptando aquí la forma de aceptar la auto­ ridad, en lugar de rechazarla. Con algunas ideas ingeniosas acerca de la autoridad, el orden y las clases sociales, Lutero elaboró una doc­ trina política de severa sencillez, no mitigada por las sombras de nin­ guna reserva y destinada, en esencia, a convencer a los príncipes de la conveniencia de gobernar paternalmente, y a los súbditos, de la perversidad de la desobediencia. Así com o sus enseñanzas religiosas recalcaron la relación única de un creyente que se confía a la misericor­ dia de Dios, también el orden político quedaba despojado de casi todo, salvo la relación única entre gobernante y gobernado. En ambos casos, la impotencia moral del hombre, y su impiedad, eran el origen de su dependencia; pero la peculiaridad de la relación entre los supe­ riores políticos y sus inferiores residía en que gran parte de ella no era penetrada por valores religiosos. Las consideraciones religiosas inter­ venían solamente en los extremos de la relación; mientras que el go­ bernante recibía de Dios su autoridad, el súbdito se hallaba bajo una orden divina: obedecer a los gobernantes en toda circunstancia política ducido. A l parecer, además, tal declaración fue, en gran medida, obra de Melanchton. Lutero estampó su propia firma recién después de muchas angustias y vacilaciones espirituales; un año antes había aconsejado no resistir al empe­ rador. Véase J. MacKinnon, op. c i t v o l.-IV , págs. 25-27. 64 J. N. Figgis, Studies of political thought from Gerson to Grotius, 1414-1625, Cambridge: Cambridge University Press, 2a. ed., 1931, págs. 55-61. 65 W erke , vol. X V I I I , pág. 389.

176

concebible. N o se formulaba ninguna estipulación en cuanto a las de­ más complejas relaciones existentes en un orden político. La relación política, como la religiosa, era personalizada, más que institucionali­ zada. Estas ideas señalaron el eclipse de la concepción medieval de una sociedad política, con toda su rica sugestión de un todo corpo­ rativo, entretejido en un interés común. En el pensamiento luterano no había equivalente del monarca ideal de Tomás que veía a sus súb­ ditos sicut propria membra, com o miembros de su propio cuerpo.66 El gobernante de Lutero, en cambio, estaba modelado a la imagen del Dios del Antiguo Testamento: colérico y vengativo, aunque suavi­ zando su ira con una preocupación paternal. Esta creciente enemistad entre la autoridad política y la sociedad que gobernaba se acrecentaba por él hecho de que la sociedad misma ya no era descrita medianrte categorías teñidas por la idea del Corpus mysticum. La promesa de una sociedad basada en la hermandad había sido reservada exclusivamente para la sociedad de la Iglesia. Además, el amor compartido de que Cristo impregnaba a los integrantes de esa sociedad más perfecta crea­ ba en ella un dinamismo interior, una capacidad de movimiento autogenerado ausénte en una sociedad no santificada. La sociedad política no estaba impregnada de amor, sino de conflictos que viciaban toda posibilidad de vida común e impedían al conjunto actuar al unísono. La incapacidad de la sociedad política para generar sus propias accio­ nes ofrecía justificación para la arrogante posición del gobernante temporal, cuyo poder absoluto era el remedio lógico para una sociedad depravada, urgentemente necesitada de control, pero impotente para proporcionarlo; su posición fuera de la sociedad y por encima de ella no hacía sino dramatizar la enfermedad de un cuerpo que sólo se mo­ vía con el estremecimiento del conflicto convulsivo. A este respecto, la doctrina de la libertad cristiana expuesta por Lu­ tero, y su defensa de la desobediencia por motivos religiosos, no alte­ raron mucho el balance favorable al gobernante secular; ambas ideas habían sido vaciadas de su contenido político. La «verdadera» libertad quedaba trasformadá en un estado interno de fe, mientras que la obli­ gación era desvinculada de las relaciones políticas, haciéndosela aplicar únicamente a cuestiones religiosas; en asuntos políticos, los hombres debían obedecer sin discutir. La conclusión de lo antedicho es que el problema planteado por Lutero no surgía del divorcio entre actividad política y valores reli­ giosos, sino de la falta de significación política de la ética cristiana. Aunque Lutero presuponía, por cierto, que valores cristianos tales como el amor, la amabilidad y la caridad ejercerían una influencia sa­ ludable sobré la sociedad y la actividad política, no logró demostrar su viabilidad para abordar otros problemas que los situados en el nivel elemental del hogar y la vecindad. La ética cristiana bien podía ser aplicable en el nivel personal, íntimo, sin tener, sin embargo, sig­ nificación alguna para las relaciones creadas por un orden político complejo. Lutero no llegó a advertir esta dificultad porque redujo las relaciones políticas a una sola forma. El mismo entrevio, en parte, la inadecuación política de la enseñanza cristiana. En el panfleto Sobre 66 De Regimine Principum, lib. I, cap. X I I .

177

el comercio y la usura *** (1 5 2 4 ) comenzaba su argumentación expo­ niendo las estrictas enseñanzas cristianas al respecto; no tardaba, sin embargo, en tener que admitir que la ética cristiana tenía aquí poca utilidad, ya que la mayoría de los miembros de la sociedad no actuaban como cristianos. Solucionó esta dificultad abandonando el argumento cristiano para invocar, en cambio, el brazo coactivo del gobierno. Con­ cluía su exposición afirmando que el mundo quedaría reducido al caos si los hombres intentaran gobernar guiándose por el Evangelio.67 Estas dudas acerca de la efectividad política de las enseñahzas cristia­ nas tenían raíces en la ambigüedad fundamental característica del pen­ samiento de muchos de los primeros reformadores, que abogaban, en el aspecto religioso, por reformas muy intransigentes y drásticas, mien­ tras que exhortaban al quietismo en el aspecto político. Lutero, por ejemplo, rechazaba con vehemencia toda distinción jerárquica entre creyentes cristianos; sin embargo, presupuso que una jerarquía social era natural y necesaria.68 Defendía cón elocuencia la santidad de la conciencia individual, pero aceptó sin vacilar la institución de la servi­ dumbre. Admitía que algunas quejas de los campesinos eran justifi­ cadas; no obstante, les aconsejó que no atribuyeran mucho valor a las preocupaciones materiales. Estaba dispuesto a plantear interrogantes fundamentales acerca de toda forma de autoridad religiosa; respecto de las instituciones políticas, en cambio, no abrigaba escepticismo al­ guno, aun cuando dudara de la moral y las motivaciones de los gober­ nantes. Su pensamiento representó una notable combinación de rebe­ lión y pasividad.

i

67 Worksy vol. IV , págs. 16-22. Sobre este tema, véase el estudio de B. N . Nelsoji, The idea o f usury, Princeton: Princeton University Press, 1949, pág. 29 y sigs. ^ 8 Ibid., págs. 240, 3Ó8; vol. V , pág. 43 y sigs.

I

178

6. Calvino: La educación política del protestantismo

«Quien camina hacia el oeste ( . . . ) renuncia a Orientarse hacia el norte, el este y el sur. Quien admite un unísono, renuncia a todas las posibilidades de caos». D . H . Lawrence.

I. La crisis en el orden y la civilidad El problema político legado por Lutero y alimentado por las sectas radicales de la Reforma tenía su centro en una crisis que se desarro­ llaba en torno del concepto de orden y de la tradición occidental de civilidad. La crítica al papado de los primeros reformadores había significado, en realidad, una exigencia de liberar al creyente individual de la masa de controles institucionales y restricciones tradicionales que habían gobernado hasta entonces su conducta. La Iglesia medieval había sido muchas cosas; entre ellas un sistema de gobierno. Había procurado — no siempre con éxito— controlar el comportamiento de sus miembros mediante un código de disciplina definido; ligarlos en unidad por medio de compromisos tanto emocionales com o materiales, y dirigir todo el esfuerzo religioso a través de la estructura de poder institucionalizado más notable que haya conocido el mundo. La Iglesia había proporcionado, esencialmente, un conjunto racionalizado de restricciones destinadas a moldear la conducta humana de acuerdo con determinada imagen. Condenarla como agente del Anticristo era favorecer la liberación de la ponducta humana respecto del orden que la había formado. Esta tendencia liberadora fue alentada por una de las grandes ideas de los primeros reformadores: la concepción de la Iglesia como una hermandad ligada por los vínculos de la fe y unida en una búsqueda común de la salvación. Este énfasis en la comunidad representaba una versión posterior del tema ya examinado con res­ pecto al cristianismo primitivo: la superioridad de una forma «social» sobre una forma «política»; de una fusión voluntaria de miembros sobre una sociedad sometida a normas que le eran impuestas desde afuera: « Communicare significa tomar parte en esta hermandad, o — como de­ cimos nosotros— ir al sacramento, porque Cristo y todos los santos son un solo cuerpo espiritual, como los habitantes de una ciudad son una sola comunidad y un cuerpo, ya que cada ciudadano es miembro del otro y de toda la ciudad ( . . . ) En esto somos todos hermanos y hermanas, tan estrechamente unidos los unos a los otros que no se

179

puede concebir relación más íntima ( . . . ) ninguna otra hermandad es tan íntima . . .»-1 La dificultad residía, sin embargo, en que la idea de Genossenschaft carecía de la idea complementaria de la Iglesia como corpus regens, como una sociedad corporativa soldada mediante una estructura viable de poder. Dicha idea sugería que los hombres podían ser amoldados para vivir en una comunidad ordenada sin uso firme y serio de la fuerza; que podían ser miembros de un grupo que era sócial, pero no político; y que sus «otras» funciones como miembros de una so* ciedad política exigían una actividad inferior en sí misma. Estas ten­ dencias aparecieron, en su forma más extrema, en el movimiento anabaptista, que se desarrolló de modo contemporáneo al luteranismd. La obsesión que dominaba a los anabaptistas era la de preservar la pureza de su Iglesia en el seno de un mundo que podía contaminarla. Intentaron lograrlo separando su comunidad del mundo, y negando que sus miembros tuvieran obligación alguna con respecto al orden político. En otras palabras: la índole «social» de su comunión debía ser mantenida evitando el contacto con el exterior «político». A este respecto, la breve y violenta dictadura anabaptista establecida en Münster tuvo una afinidad con el enfoque básico del movimiento, pese a que la dictadura contradecía el ideal anabaptista de no-violen­ cia ;2 Los partidarios de Thomas Muentzer eran motivados por el mis­ mo odio hacia el mundo, por el mismo impulso antipolítico presente en la versión más pacífica del anabaptismo. En lugar de rechazar el mal y tratar de evadirse del mundo, los muentzeristas reaccionaron de modo muy similar a algunos grupos marginales del puritanismo del siglo x v ii: lucharon con «santa violencia» para vencer al mundo co­ rrupto, para eliminar sus elementos viciosos y remodelarlo a la imagen de una pura comunión de santos.3 Pacífico o sangriento, el impulso antipolítico era común a esta mentalidad. Como ya vimos, Lutero había llegado a reconocer que, por la hetero­ geneidad d é sus integrantes, la Iglesia visible era una sociedad defec­ tuosa, y necesitaba, en consecuencia, mecanismos disciplinarios. Su 1 Works of Martin Luther, C. M . Jacobs, ed., Filadelfia, 6 vols., 1915-1932, vol. I I , págs. 10, 29-30; citada en adelante com o Works. Con respecto a la con­ cepción luterana de la sociedad, véase C. Trinkhaus, «T h e religious foundations o f Luther’s social view s», en Essays in medieval lije and thought, J. H . Mundy, R. W . Emery y B. N. Nelson, eds., Nueva Y ork, 1955, págs. 71-87. 2 Véase F . H . Littell, The anahaptist view of the church , Boston: Starr King Press, 2a. ed., 1958, esp. caps. I by II , II I . 3 La expresión «santa violencia» aparece en las obras de un escritor puritano del siglo x v i i , R . Sibbes, y es citada por J. C. Brauer, «Reflections on the nature o f English puritanism», Church History , 1954, vol. 22, págs. 99-108, pág. 102. Véanse las características generales del pensamiento anabaptista en R. Friedman, «Conception o f th e anabaptists», Church History , 1940, vol. 9, págs 335-40; H . S. Bender, «T h e anahaptist visión», ib id., 1944, vol. 13, págs. 3-24; R . H . Bainton, The Reformation of the sixteenth century, Boston, 1952, pág. 95 y sigs.; J. S. Whale, The protestant tradition, Cambridge: Cambridge University Press, 1955, pág. 175 y sigs. La estrecha relación entre las formas «pacíficas» y «violentas» de anabaptismo es examinada en L. H . Zuck, «Anabaptism; abortive counter-revolt within the Reform ation», Church History , 1957, vol. 26, págs.

180

pensamiento presentaba, no obstante, la siguiente parádoja: por un lado, desconfiaba de las instituciones y personalidades políticas, y a menudo las despreciaba; sin embargo, debido a que identificaba la sociedad de la Iglesia con una unión voluntaria ligada por el amor, la fe y la adorada presencia de Cristo, se veía obligado a invitar al sospechoso orden político a que vigilara la santa comunidad. La razón de esto residía en su concepción de la Iglesia como una unidad esen­ cialmente «social»; por ser una hermandad, no podía generar poder, dominación ni autoridad. D e tal modo, el gobierno secular aparecía — sin que ello le otorgara dignidad— como la única encarnación de una disciplina ordenadora efectiva; era la principal fuerza cohesiva de la sociedad. A la jurisdicción política, pese a su importancia prác­ tica, no correspondía la virtud cristiana, sino la coacción y la represión. El gobernador era menos el agente de los fines comunes de la comu­ nidad que una especie de sumo sacerdote que presidía misterios pro­ fanos. En suma, la hostilidad hacia el orden político también formaba parte del enfoque luterano. Estas ideas tuvieron com o resultado poner en peligro toda una tradi­ ción de orden y civilidad, ya que, revestidas como lo estaban en el lenguaje de la religión, y dirigidas pomo lo eran a un público que tomaba la religión en serio, no podían sino determinar un conjunto de actitudes que tendrían profundas repercusiones en la conducta y enfoque políticos de sus partidarios. En medio de esta crisis en desarrollo, Calvino propuso un sistema de ideas para contener el aban­ dono de la civilidad. En el aspecto político, procuró restaurar la re­ putación del orden político, recordar al hombre protestante el lado político de su naturaleza, e instruirlo en los rudimentos de una educa­ ción política. Para lograr estos fines, tuvo que romper con la ense­ ñanza de Luteró, según la cual el gobierno era una potente maquinaria de represión, y el orden político, superfluo para el hombre cristiano.4 En el aspecto religioso, la eclesiología de Calvino era una elaboración sistemática del principio según el cual una sociedad de la Iglesia per­ manecería incompleta e ineficaz si no poseía una estructura institucio­ nal capaz de articular su vida. Una comunidad de creyentes reunida no bastaba; hacía falta el elemento adicional del poder para asegurar la coherencia y solidaridad del grupo. Las dificultades encontradas por los luteranos y los anabaptistas serían superadas mediante el recurso, esencialmente político, de un sistema político eclesiástico. La Iglesia luterana resultaba cada vez más vulnerada a las presiones políticas; las congregaciones anabaptistas, por su parte, parecían haberse eva­ dido del mundo solo para verse trastornadas por desórdenes internos. Aquélla, entonces, estaba plagada de interferencias políticas, esta, de confusiones en la democracia congregacional. Frente a estos proble­ mas, Calvino declaró que el mejor sistema de gobierno de la Iglesia debía tratar de bastarse a sí mismo, pero sin divorciarse de la vida de la sociedad política; debía seguir el principio sostenido por la Refor­ ma de incorporar a los miembros a la vida activa de la Iglesia, pero sin confiarles la estrecha supervisión de sus asuntos; debía proporcio­ nar dirección y conducción fuertes dentro de la Iglesia, pero sin res4 W orks , vol. V , pág. 81.

181

taurar al Papa. A l delinear en estos términos una solución, Calvinó creó una teoría política del gobierno de la Iglesia. Aunque sería exagerado concluir que Calvino presidió la «liquidación de la Reform a»,5 es innegable que su énfasis en la estructura y la organización, en la necesidad de controlar los impulsos liberados por la Reforma, inauguró una nueva etapa del movimiento. El individuo debía ser reintegrado a un doble orden, religioso y político; estos ór­ denes, a su vez, debían vincularse en una unidad comúñ. Se debía remediar la discontinuidad entre obligaciones y restricciones religiosas y sus equivalentes políticos; había que acercar más la virtud cristiana y la virtud política. El orden resultante no era una «teocracia», sino una comunidad corporativa que no era puramente religiosa ni pura­ mente laica, sino un compuesto de ambas. /

II. C a r á c te r p o l í t ic o del p en sa m ien to d e C a lv in o La obra restauradora de Calvino apareció con suma claridad en su teoría de la Iglesia, ya que en este terreno había sido más evidente la inclinación antiinstitucional de los primeros reformadores. En su teo­ ría, la idea de la Iglesia tenía dos aspectos: la Iglesia visible y la Iglesia invisible. Definía a la segunda como «la sociedad de todos los santos, una sociedad extendida sobre todo el mundo, y existente en todas las épocas, pero ligada por la sola doctrina y el solo Espíritu de Cristo . . .».6 La Iglesia visible, por su parte, aparecía como una concesión a la debilidad humana. Como incluía «muchos hipócritas» y muchos miembros con diversos grados de fe, su existencia era acom­ pañada por señas más tangibles que la predicación de la Palabra y la administración de los sacramentos. Su ubicación no era universal, sino específica; su unidad no era garantizada por la gracia, sino que exigía una estructura de cargos definida y tranquilizadora; de modo que su concordia no era espontánea, sino producto calculado de la disciplina. La Iglesia visible, en suma, era una especie de forma subalterna de sistema político eclesiástico, adaptada a las debilidades de la naturaleza humana. Al mismo tiempo, Calvino advirtió repetidamente que las disparidades de perfección entre la Iglesia visible y la invisible no podían justificar que los hombres se apartaran de la forma visible en un deseo de evitar la contaminación. D ijo a este respecto que «abandonar la Iglesia» era «renunciar a Dios y Cristo», «una disen­ sión criminal».7*loAsí como Aristóteles había creído que todo sistema político imperfecto podía ser mejorado, también Calvino creía que toda Iglesia visible podía ser reformada con medidas sensatas. 5 P. Imbart de la Tour, Les origines de la Réformation, París, 4 vols., 19051935, vol. IV , pág. 53. 6 «Letter from Calvin to Sadolet», Traéis rélating to the Réformation, trad. al inglés por H . Beveridge, Edimburgo, 3 vols., 1844, vol. I, pág. 37. 1 The institutes of the Christian religión , *** trad. al inglés por J. Alien, Filadelfia: Westminster Press, 2 vols., s. f., vol. I I , págs. 281-83 (I V , i, 8 -1 0 ); en adelante será citado com o Inst., y todas las traducciones, salvo cuando se indique lo contrario, serán de allí.

182

El fin al cual debían encaminarse tales medidas era la unidad. Esta era la marca que distinguía a cualquier sociedad, visible o invisible, religiosa o civil. La solidaridad de cada tipo de sociedad, sin embargo, se expresaba de m odo diferente. La unidad de la Iglesia invisible, por ejemplo, no era producto del arte humano, sino resultado de la elec­ ción secreta de Dios, que había predestinado para la salvación a sus integrantes. El destino excepcional de los santos, sin embargo, no eli­ minaba el hecho de que vivían una vida social. En su comunión, for­ maban una sociedad universal; los vínculos comunitarios provenían del amor común de Cristo.8 También para la Iglesia visible, Cristo servía de punto central para la lealtad, objeto de compromiso continuo y definitivo del que deri­ vaba la unidad del todo. La fuerza que conservaba a la sociedad de creyentes no era producida desde el centro de control de un Papa que actuaba como depositario del corpus christtanum. La fuerza cohesiva provenía, en cambio, de un espíritu místico que actuaba a través de los miembros que se habían unido a Él para formar un corpus mysticum ? En el sacramento de la Ultima Cena, la sociedad poseía un simbolismo unificador, que apuntaba no solo hacia el elemento divino que se encuentra en el centroj vital de la sociedad, sino hacia el prin­ cipio sustentador del amor que alimentaba la identidad común de los miembros. El rito sacramental significaba un bien común que los participantes compartían con Cristo y a través de él. Y el amor común de Cristo pasaba a ser el principio actuante que impulsaba a los parti­ cipantes a compartir este bien con sus compañeros; no podían amar a Cristo sin amarse los unos a los otros, ni herirse mutuamente sin herir a Cristo.10 El segundo vínculo primario que influía para unificar la sociedad visi­ ble era de tipo doctrinario. Mediante la prédica constante de los ministros y el arduo esfuerzo de los miembros por moldearse sobre una imagen de perfección, las enseñanzas de las Escrituras llegarían a pe­ netrar e impregnar las zonas más íntimas del comportamiento humano.8 0 1 9 8 «Pues si no estamos unidos con todos los miembros bajo Cristo nuestra Ca­ beza, no podem os tenér esperanzas de futura herencia ( . . . ) Pero todos los elec­ tos de D ios están vinculados eptre sí en Cristo, de m odo que, así com o depen­ den de una sola cabeza, crecen juntos com o en un solo cuerpo, unidos com o miembros del mismo cuerpo; estando hechos verdaderaraente uno, viviendo de acuerdo con una sola fe, esperanza y caridad, a través del mismo D ivino Espíritu, convocados no solo a la misma herencia de vida eterna, sino también a una par­ ticipación de un solo D ios y Cristo ( . . . ) los santos están unidos en la herman­ dad de Cristo bajo esta condición: que cualquier beneficio que D ios les confiera, deben comunicárselo mutuamente»; ibid., vol. II , págs. 271-72 ( I V , i, 2-3 ). 9 Cómmentaries on the Epistle of Paul the Ápostle to the Romans, trad. al in­ glés por J. O w en, Edimburgo, 1849, pág. 458. Esto será citado en adelante com o Cómmentaries on Romans. Sobre este mismo aspecto, véase J. Bohatec, Calvins Lebre vom Staat und Kirchey Breslau, 1937, pág. 271. 10 « . . . así com o cuidamos nuestro propio cuerpo, deberíamos ejercitar igual cuidado de nuestros hermanos, que son miembros de nuestro cuerpo; que así com o ninguna parte de nuestro cuerpo puede sentir ningún dolor sin que cada parte experimente sensaciones correspondientes, tampoco debemos soportar que nuestro hermano sufra ninguna calamidad sin que lo compadezcamos». Inst., vol. I I , págs. 696-97 (I V , xvii, 3 8 ). Un vínculo suplementario era ofrecido, además, por el sacramento del bautismo, que iniciaba al miembro en la «sociedad de la Iglesia», lnst.y vol. I I , págs. 583, 611 ( I V , xv, 1; xvi, 9 ).

183

Pero, aunque la prédica de la Palabra y los ritos sacramentales bas­ taban para establecer la existencia de la sociedad invisible, la sociedad visible, que contenía miembros en diversos estados de creencia y descreimiento, exigía ayudas adicionales. A diferencia de la sociedad invisible, la visible no poseía la unidad de un destino común; en consecuencia, tenía que crear su unidad por medio de una estructura coactiva. Dicho de otra forma: los sacramentos y la Palabra podían proporcionar a la Iglesia visible una unidad «social», pero no podían suministrar el gobierno eclesiástico, el elemento de poder, necesario para resolver la índole heterogénea de los miembros. El carácter dis­ par dedos integrantes, destinados unos a salvarse, otros a condenarsé, solo podía ser trasformado en unidad mediante un conjunto definido de instituciones de control, un sistema político eclesiástico destinado a difundir y aplicar la Palabra, imponer el orden, promover la cohe­ sión y asegurar la regularidad en las decisiones eclesiásticas. La Iglesia visible, en suma, debía ser equipada con los instrumentos de poder adecuados. En la medida en que requería instituciones, leyes y funcionarios que la gobernaran, la Iglesia visible pertenecía al ámbito de arte humano; y en tal medida, desafiaba al legislador eclesiástico a que hiciera de ella une église bien ordonnée et reglée. Aunque nunca podía alcanzar la perfección de la sociedad invisible de los elegidos, podía aspirar a una excelencia propia especial. A l mismo tiempo, el arquitecto de la Iglesia no tenía carta blanca total para ejecutar el gran proyecto; lo limitaban los mandatos de la Biblia y la reverencia que debía acor­ darse a una institución divinamente ordenada. N o creaba él la idea de la Iglesia ni sus fines; su tarea era imitar — en cuanto lo permitía el arte insignificante del hombre— el orden divino que controlaba al universo; fusionar la diversidad en una armonía ordenada y la indi­ vidualidad en un bien común; disponer las instituciones y cargos de la Iglesia de modo que el todo funcionara con la coherencia de un cuerpo vivo.11 A l llamar la atención hacia la estructura de la Iglesia, sus «constitucio­ nes» y «cargos», Calvino redescubría lo que la Iglesia Romana había practicado siempre y los primeros reformadores casi olvidado: que una sociedad religiosa, como cualquier otra, debe hallar respaldo en las instituciones, y que estas, a su vez, eran sumas de poder. Muchos re­ formadores, en su ansiedad por condenar el «poder terrenal» de la Iglesia medieval, parecían creer que existía otro tipo de poder, el «es­ piritual», que debía ser el modo adecuado de expresar la autoridad de una sociedad religiosa. Lutero, por ejemplo, siempre estableció un ní­ tido contraste entre las dos formas de poder, «espiritual» y «secular», y negó con énfasis que hubiera elemento común a ambos.12 El poder «espiritual» surgía como algo sui generis; era visualizado como una forma de persuasión sobre las conciencias de los creyentes. Era el tipo de influencia representado por las funciones ministeriales de prédica y disciplina. Lo que mejor sintetizó en qué medida el «poder espiritual» 11 Commentaries on Romans, págs. 458-59. 12 Works , vol. IV , págs. 234-37, y véase la Confesión de Augsburgo (1 5 3 0 ), parte I I , art. V I I , en P. Schiff. ed., The creeds of Christendom, Nueva Y ork, 3 vols., 1877, vol. I I I , pág. 58 y sigs.

184

estaba «orientado hacia adentro» fueron las ideas de Lutero acerca del poder eclesiástico de excomunión o proscripción. Insistió, primero, en que este poder, si bien podía ser utilizado para excluir miembros de la hermandad de la Iglesia y sus sacramentos, no podía llevar con­ sigo ninguna inhabilitación ni penalidad civiles.13 Además, aunque la proscripción podía excluir a un individuo de la «hermandad exterior, corporal y visible», no podía afectar «la verdad y rectitud [q u e] per­ tenecen a la hermandad espiritual interior ( . . . ) no se puede renunciar a ellas a causa de la hermandad exterior, que es inconmensurablemente inferior, ni debido a la proscripción».14 De este modo, la creencia lu­ terana en la superioridad de la verdad y la fe religiosas sobre las for­ mas institucionales ayudaron a trasformar el concepto de poder «es­ piritual» respecto de lo que había sido en la Iglesia medieval. Renun­ ció a su carácter obligatorio, coactivo y definitivo, y adoptó lo que Hobbes habría llamado una forma «fantasmal». En el caso de Calvino, en cambio, el redescubrimiento de la vida ins­ titucional condujo al rechazo de la antítesis entre los dos tipos de po­ der y de la premisa subyacente. Gobierno civil y gobierno eclesiástico no simbolizaban distinciones de especie, sino de objetivos. Sus res­ pectivas naturalezas, en consecuencia, eran más análogas que antitéti­ cas. Un sistema político espiritual (spiritualis politia) tenía la misma relación necesaria con la vida de la Iglesia que el gobierno civil con la vida de la sociedad civil.15 También los gobernantes de la Iglesia debían estar bien versados en «la regla y la ley del buen gobierno» porque tal conocimiento era esencial para preservar cualquier tipo de orden. Por consiguiente, el orden — definido por Calvino como «un sistema político bien regulado, que excluye toda confusión, incivili­ dad, obstinación, quejas y disensiones»— era un objetivo fundamental de los sistemas políticos tanto religiosos com o civiles.16 En el enfoque de Calvino, el orden no era un estado de autosuficien­ cia que, una vez establecido, se mantendría con el impulso de su pro­ pia perfección; exigía un ejercicio constante del poder. Así como el orden del universo era preservado por un Dios activo, también el or­ den humano, para mantener su coherencia, debía apoyarse en una fuer­ za permanente.17 Donde había orden, había poder. En consecuencia, aunque el tipo de poder que sustentaba un orden religioso podía lle­ var el adjetivo «espiritual», esto no lo trasformaba en una especie de compulsión radicalmente distinta de la que presentaba el orden social. En otras palabras, el poder espiritual constituía un aspecto especial y no «celestial» del poder aplicado a fines religiosos. Es cierto que, con frecuencia, Calvino parecía sostener una marcada antítesis entre poder secular y espiritual; según él, confundirlos era «un desatino judío». El gobierno espiritual se relacionaba con «el 13 D. Martin Luther W erke, "Weimar Ausgabe, 1888, vol. X X X , parte II , págs. 435, 462. 14 Works, vol. I I , págs. 37-38, 52. 15 Adviértanse las analogías establecidas por Calvino entre instituciones religio­ sas y políticas; Inst ., vol. I I , pág.' 483 y sigs, ( I V / x i ) . 16 Inst., vol. I I , págs. 477-83 (I V , x, 27-29; IV , xi, 1),. 17 Inst., vol. I, págs. 52, 218, 220, 232 ( I , ii, 1; xvi, 1-3; xvii, 1 ). En esencia, estos pasajes indican que D ios no está «ocioso y semidormido», sino «empeñado en una continua actividad».

185

hombre interior» y sus preparativos para la eternidad; el gobierno ci­ vil, por su parte, regulaba la «conducta externa» y «las preocupacio­ nes del estado actual».18 N o obstante, al examinar con más atención las distinciones calvinistas, se hace evidente que la diferencia entré los dos poderes no era de sustancia, sino de aplicación. En un trozo suma­ mente revelador de las Instituciones , Calvino observó que «era habí-' tual» distinguir los dos órdenes mediante las palabras «espiritual» y «temporal»; y que, si bien esto era bastante correcto, él prefería lla­ mar « Vune Royanme spirituel, et Vautre civil ou politique» (regríum spirituale, alterum regnum politicum) .19 A l evitar el contraste peyo­ rativo usuál entre «espiritual» y «secular», y al declarar que cada uno de estos era un reino, Calvino indicaba el hecho de que el elemento/ coactivo era común a ambos gobiernos. Las diferencias entre ellos re^ sidían en su campo de objetos o jurisdicción. La afirmación de que el poder espiritual no representaba una diferen­ cia de tipo es confirmada desde otra dirección. Uno de los motivos más importantes que habían conducido a Calvino a situar la distin­ ción, en primer término, era polémico: procuraba -defender el poder contra quienes lo habían rechazado de una u otra forma. Por un lado, algunos sectarios radicales habían sostenido, en nombre de la «liber­ tad cristiana», que el verdadero creyente estaba totalmente absuelto de las imposiciones de la autoridad política. En el otro extremo — y, en opinión de Calvino, igualmente peligrosos— se situaban «los adu­ lones de príncipes» que habrían querido aumentar el poder de los ma­ gistrados civiles al punto de destruir la integridad del poder espiritual. Contra el primer extremo, Calvino afirmó el valor del orden civil para todos los hombres, y su derecho a mandar sobre los cristianos en es* pecial; contra el segundo, sostuvo el poder independiente de la Iglesia y su derecho a una jurisdicción específica. En suma, la distinción cal­ vinista entre los dos poderes se encaminaba a preservar el poder de cada uno y refutar la concepción según la cual el poder espiritual no era sino una forma de persuasión insustancial. Además, cuando Calvi­ no definió eF gobierno espiritual como el medio a través del cual «la conciencia es formada para la devoción y el servicio de D ios», y al go­ bierno civil como el orden «que instruye en los deberes de humanidad y civilidad», no quiso decir que la conciencia interesara únicamente al gobierno espiritual, mientras que solo el gobierno político regulaba el comportamiento «externo». Como señalaremos más adelante, al go­ bierno civil le interesaba la conciencia, pero una conciencia de tipo di­ ferente. Tenía la obligación positiva de promover y moldear una «con­ ciencia cívica», o lo que los antiguos habían llamado «virtud cívica». A la inversa, también del gobierno espiritual se esperaba que, al cum­ plir sus funciones de prédica e instrucción, ayudara a formar los hábi­ tos y modales civiles, a corregir la «incivilidad»; en síntesis, a influir sobre el comportamiento «externo». La conclusión indicada por todas estas consideraciones era que «el hombre contiene, podría decirse, dos 18 Lnst., yol. I I , págs. 89-90, 770-71 ( I I I , xix, 14; IV , sx , 1 ). 19 Calvini Opera, G . Baum, E. Cunitz y E. Reuss, eds,, Braunschweig, 59 vols., 1863-1900, vol. 2, págs. 622-23; vol. 4, pág. 358 (ln s t, I I I , xix, 1 5 ); estos volú­ menes forman parte del Corpus Reformatorum, y serán citados en adelante com o

Opera.

186

mundos, que pueden ser gobernados por diversos gobernantes y di­ versas leyes».20 Calvino concebía al hombre, en ambos mundos, como una criatura del orden, sometida a restricciones y controlada por el poder. Dividía el poder de la Iglesia en tres aspectos. El primero, el poder sobre la doctrina, estaba limitado por el mandato de que «nada debe ser admitido en la Iglesia como Palabra de Dios, salvo lo contenido, primero, en la ley y los profetas, y segundo, en los escritos de los apóstoles . . .».21 Pero en su relación con los miembros de la Iglesia adoptaba un aspecto más positivo. El poder de predicar y exponer un cuerpo de verdades inmutables era un método para reforzar la identi­ dad colectiva de la comunidad manteniendo ante los miembros el ob ­ jeto de la fidelidad común. Se vinculaba íntimamente con este tema, la insistencia de Calvino en el sentido de que la interpretación de la Biblia fuera limitada estric­ tamente a los funcionarios eclesiásticos adecuados. Aquí Calvino era motivado, en cierta medida, por la amenaza a la unidad presente en el principio reformista de poner la Biblia en manos de todos. Esto, como bien lo advirtió Calvino, podía conducir a tantas imágenes privadas de Dios como creyentes había. Por lo'tanto, su insistencia en la prima­ cía de una verdad pública uniforme, y la centralización de su interpre­ tación en el ministerio tenían una finalidad social tanto com o religio­ sa; proteger los cimientos comunales de la creencia contra los ef ectos desintegradores de los enfoques particulares.22 El segundo aspecto del poder eclesiástico se centraba en la facultad de elaborar leyes (in legibus ferendis; ordonner loix et statuts). A l referirse a este poder, Calvino se mostró más sutil y legalista que nunca, pues quería desacreditar el uso papal del poder legislativo sin desacreditar el poder mismo. De acuerdo con el primer objetivo, sos­ tuvo que el papado había abusado del poder legislativo al promulgar nuevas leyes de fe que habían ocasionado a los creyentes ansiedades innecesarias. En otras palabras, los Papas habían invadido la santidad de la conciencia individual. En la argumentación calvinista, los dere­ chos de la conciencia llegaron a revestirse de una inmunidad casi so­ berana. Ya que Cristo había sido enviado para liberar la conciencia cristiana de las cargas del error y la superstición, para que los hom­ bres pudieran aceptar con más facilidad Sus enseñanzas, de esto se desprendía que «en cuestiones que se dejaban libres e indiferentes» ninguna autoridad podía legislar nuevas barreras entre el creyente y la promesa bíblica. «Nuestras conciencias tienen que ver, no con los hombres, sino solo con D ios».23 Una vez demolida la argumentación romana, Calvino sólo podía reco­ brar el mismo poder para su propia Iglesia modificando el dogma de la conciencia. Para este fin, el punto de partida adecuado no era la con­ ciencia, sino el orden. «En toda sociedad humana es necesario algún tipo de gobierno para asegurar la paz común y mantener la concordia». La índole del gobierno exigía «alguna forma permanente» o procedí 20 21 22 23

Inst ., Inst., Inst., Inst.,

187

vol. vol. vol. vol.

I I , pág. 90 ( I I I , xix, 1 5 ). I I , págs. 422-23 (I V , viii, 8 ). I, pág. 74 ( I , v, 11 ). I I , págs. 452-53 (I V , x, 5 ).

mientos que facilitaran sus transacciones «decentemente y en orden». Contra toda disposición permanente militaban, sin embargo, opinio­ nes caprichosas, taies como la «diversidad en las costumbres de los hombres», la «variedad de sus mentes» y el «desacuerdo en sus juicios y predisposiciones». Para dominar estas fuerzas anárquicas eran nece­ sarias leyes y ordenanzas como «una especie de atadura»; una vez establecidos estos controles, su existencia jugaría un papel vital en cuanto a preservar el orden de la Iglesia. «Eliminarlos" trastornaría a la Iglesia, la desfiguraría y disiparía por entero». Así, el poder le- / gislativo, aunque no era esencial para la salvación del creyente, era fundamental para la protección de la sociedad religiosa. Calvino lo rescató, no en bien de la conciencia individual, sino para proteger á la comuna contra los descarríos de la conciencia liberada.24 / El tercer aspecto del poder de la Iglesia, y «el principal», era la juris­ dicción. Este poder no era «nada más que el orden suministrado para proteger el sistema de gobierno espiritual».25 Su alcance abarcaba des­ de el más humilde miembro de la congregación hasta los más elevados funcionarios políticos; su preeminencia derivaba del hecho de que abordaba el problema fundamental del orden: la disciplina de los miembros. «Pues si ninguna sociedad y ninguna casa ( . . . ) puede ser mantenida en estado adecuado sin disciplina, esto es mucho más necesario en la Iglesia, cuyo estado debería ser el más ordenado de todos. Tal como’ la doctrina salvadora de Cristo es el alma de la Iglesia, así la discipli­ na forma los ligamentos que conectan entre sí los miembros, y man­ tienen a cada uno en el lugar que le corresponde ( . . . ) La disciplina sirve, en consecuencia, como un freno que refrena y contiene a los re­ fractarios que resisten a la doctrina de Cristo; o como un acicate que estimula a los inactivos; y a veces coíno la palmeta paterna con la cual quienes han caído lastimosamente pueden ser castigados con miseri­ cordia y con la mansedumbre del Espíritu de Cristo» 26 :

'-

S

El énfasis puesto por Calvino en la disciplina hace evidente que vio en ella otro método para controlar la conciencia liberada.27 Por medio de la disciplina, el creyente sería reintroducido en un contexto de res­ tricciones y controles, remoldeado como criatura del orden. Se logra­ ría esto regulando minuciosamente su comportamiento externo y adoc­ trinándolo en las enseñanzas básicas de la sociedad religiosa. Y este sistema global de controles era reforzado por la sanción suprema (se­ verissima ecclesiae vindicta) de la excomunión. En el sistema de Calvino, la excomunión implicaba mucho más que la mera ruptura de vínculos externos. Los expulsados eran condenados a una vida sin es­ peranza, una vida fuera del círculo de la hermandad: 24 Inst.y IV , x, 27. H e seguido aquí la traducción de H . Beveridge en su edición, Grand Rapids, M id i.: Eerdmans, 2 vols., 1953, vol. 2, pág. 434. 25 Inst.y vol. I I, pág. 439 (I V , xi, 1) (trad. Beveridge). Calvino trató deliberada­ mente de ampliar el poder de jurisdicción remontándolo al Sanhédrin ju dío, y capitalizando con ello la vasta autoridad de dicho cuerpo. 26 Inst., vol. I I , págs. 503-04 (I V , xii, 1 ). 27 Véase el examen efectuado por P. Mesnard, Uessor de la philosophie politique au X V Ie . siècle, París: Vrin, 2a. ed., 1952, pág. 283 y sigs.

188

« . . . N o hay otra vía de ingreso en la vida, salvo la de ser concebidos por [la Iglesia], nacidos de ella, alimentados en su pecho y protegidos continuamente bajo su cuidado y gobierno hasta que somos despoja­ dos de esta carne mortal y “ nos volvemos como ángeles” ( . . . ) debe­ mos seguir bajo su instrucción y disciplina hasta el fin de nuestras vidas ( . . . ) Lejos de su seno, no puede haber esperanza de redimir pecados ni salvación alguna ( . . . ) Siempre es fatalmente peligroso separarse de la Iglesia».282 9 Aunque Calvino negó que el poder de jurisdicción fuera comparable, en coacción, a la espada con que castigaba el Estado, resulta difícil ver que un poder capaz de expulsar al creyente, ya ansioso, del círculo de los fieles, fuera en modo alguno inferior a las más pesadas armas de que disponían los gobernantes civiles. La severidad que distinguía a este poder no era atribuible a ninguna tendencia «católica» en el pensamiento de Calvino, sino a tendencias políticas, ya que atestigua­ ba su convicción de que el problema del orden era decisivo. D e acuer­ do con la lógica de Calvino, la solución exigía que la Iglesia empleara el poder positivo para remoldear al hombre protestante convirtiéndolo en una criatura del orden; con más exactitud, para adaptarlo a una imagen cristiana de civilidad. El contraste entre esta concepción del papel de la Iglesia, y la soste­ nida por Lutero, no era producido simplemente por la disposición de Calvino a reemplazar la concepción luterana, más sencilla, por una re­ lación en tres términos de Dios, Iglesia y creyente. El verdadero con­ traste era delineado por el intento calvinista de recapturar una con­ cepción más antigua ae la comunidad como escuela de virtud, y como agente vital para lograr la perfección individual. Si comparamos, por ejemplo, el simbolismo calvinista de la madre Iglesia con los párrafos del Gritón, *** de Platón, donde Sócrates declara que prefiere beber la cicuta antes que traicionar a la polis que lo ha criado en la dignidad, surge una notable similitud de enfoque. Esto no quiere decir que Calvino, como representante del humanismo francés del siglo xv i, se haya propuesto revivir, en algún sentido mimético, la concepción clá­ sica de la comunidad. Indica solamente que la concepción calvinista de una sociedad de la Iglesia surgía como culminación de una larga herencia intelectual que se extiende hasta los comienzos del cristianis­ mo, por cuyo intermedio la idea de la comunidad como custodia de la virtud había sido trasladada de un marco político a uno religioso. La Iglesia, y no la ciudad, pasó a ser el medio vital para el perfecciona­ miento humano, el símbolo del destino humano; «hasta el fin de los tiempos», dijo Agustín, «com o un extranjero en la tierra, sufriendo las persecuciones del mundo y recibiendo el consuelo de Dios, la Igle­ sia viaja hacia adelante».20 ' Aunque conservó la idea cristiana de la virtud superior de la sociedad religiosa, Calvino la reformuló de modo diferente tanto de las concep28 Inst.y vol. I I , págs. 273-74 (I V , i, 4 ). Es importante señalar que el poder de­ finitivo de excomunión era puesto específicamente en manos de los más altos funcionarios de la Iglesia, es decir, los pastores y el Consejo de Ancianos. El poder era específicamente excluido del ámbito de los magistrados y la congregación. 29 De C'tv. D ei , lib. X V I I I , cap. 51.

189

dones medievales de la Iglesia como de las luteranas. Adoptando la idea luterana de una comunidad en hermandad, Calvino se apartó de la tradición medieval dominante; al encerrar esa comunidad en una es­ tructura de poder, se apartó de Lutero. El resultado final apuntaba hacia una Iglesia que debía ser algo más que una comunidad y algo más que una polis cristianizada. En su nivel más profundo, la Iglesia continuaba unida como un corpus mysticum, pero sobre este cimiento místico Calvino erigió un conjunto de instituciones destinadas a arti cular y poner en practica un modo de vida específico. El carácter de­ cididamente corporativo del conjunto recordaba la antigua polis; siq embargo, el elemento subyacente de misterio mantenía vivo el recuer­ do de esa dimensión trascendente completamente ajena a la comuni­ dad clásica. La Iglesia anunciaba el triunfo de Dios (y aquí Calvino seguía una antigua creencia cristiana); señalaba hacia una perfección en la eternidad, y no dentro de los límites espacio-temporales de la polis. Ser ciudadano de la sociedad de la Iglesia no connotaba parti­ cipación en los cargos, sino participación en un peregrinaje que, en de­ finitiva, trascendería la historia. Pese a que Calvino asignaba un alto valor a la vida comunitaria y a las instituciones de la Iglesia, no era insensible al peligro de que los medios institucionales fueran trasformados en fines últimos. Como salvaguardia contra ello, insistió en que el poder de la Iglesia era limitado, en que la autoridad de las Escrituras era superior a la de la Iglesia y en que la fe estaba por encima de hombres e instituciones: «Nuestra es la humildad que, comenzando por el más bajo, y respe­ tando a cada uno en su nivel, tributa el más alto honor y respeto a la Iglesia, aunque en subordinación a Cristo, Jefe de la Iglesia; nuestra es la obediencia que, mientras nos predispone a escuchar a nuestros mayores y superiores, pone a prueba toda obediencia mediante la Pa­ labra de D ios».30

III. L a te o r ía p o lít ic a d el g o b ie r n o de la Iglesia Calvino era particularmente sensible a la acusación de que atacando, en apariencia, al papado, había reintroducido una nueva jerarquía. Procuró responder a esto aduciendo que una Iglesia modelada según las Instituciones no podía ser jerárquica porque ninguno de sus car­ gos podía atribuirse una autoridad independiente de las Escrituras. Según su definición, jerarquía equivalía a arbitrariedad; uri cincelado edificio de cargos no era malo en sí mismo, mientras no culminara en una sola autoridad humana suprema. Calvino, en suma, no era tanto antijerárquico como antimonárquico. D e los principales cargos delineados por Calvino, los dos más impor­ tantes eran los pastores y los ancianos (les Anciens). De acuerdo con el sistema ginebrino, los ancianos eran laicos elegidos por el Concilio 30 Inst., yol. I, págs. 35-36 (D ed . E pist.), 86-87 ( I , vi i, 1-2); vol. II , págs. 41719 ( I V , viii, 2 -4 ); «Letter to Sadolet», Tracts, vol. I, pág. 50.

190

cívico secular; junto con un número escogido de ministros, formaban el Consistorio, órgano principal de disciplina de la Iglesia.31 Los pasto­ res eran, incuestionablemente, el más poderoso agente y el centro nervioso de todo el sistema. Debían ser propuestos, en primer lugar, por los demás ministros, y luego aprobados por el Concilio. Los nom­ bres elegidos eran luego sometidos a la congregación para que los aprobara o rechazara. Estos procedimientos ofrecen una buena ilustra­ ción del papel adjudicado a la congregación en el esquema calvinista: los integrantes podían ratificar o rechazar decisiones, pero no formu­ lar medidas políticas. Calvino consideró las acciones y decisiones de la Iglesia com o productos primordialmente institucionales. Eran re­ sultado de procedimientos prescritos y de las acciones de funciona­ rios y agentes determinados. Estos métodos eran, sobre todo, la ga­ rantía de que en las cuestiones eclesiásticas regirían el orden y la regu­ laridad; eran las alternativas de la confusión y desorden del control popular. En la Iglesia calvinista, el elemento que más correspondía a la participación popular surgía en el plano que podríamos denominar «social» o sacramental. Los miembros gozaban de las intimidades com­ partidas de la comunidad a través del simbolismo de los sacramentos y la prédica de la Palabra, y no en la elaboración de decisiones «p olí­ ticas» en la Iglesia. Estos aspectos del sistema de Calvino constituían un vivido contraste con ciertas ideas sectarias — también sugeridas a veces por Lutero— en el sentido de que los ministros de la Iglesia eran agentes de la co­ munidad y, por consiguiente, revocables; y de que algunas facultades de la Iglesia, como la excomunión o la expulsión, debían ser ejercidas por toaos sus integrantes. Para Calvino, los poderes de la Iglesia resi­ dían «en parte» en los pastores y «en parte» en los concilios de la Iglesia. Pero los funcionarios de esta, aunque elegidos por algunos miembros de la congregación, no debían ser considerados agentes de la comunidad, sino instrumentos de la Palabra de Dios, el creador de todas las cosas ( instrumentorum artifex) .32 31 H . D . Foster, «Calvin’s program for a purítan State in G eneva», Cóllected papers of Herbert D. Foster, impresión privada, 1929, pág. 64; E. Doumergue, Jean Calvin. Les hommes et les choses de son temps, Lausana, 7 vols., 1899-1928, vol. 5, pág. 188 y sigs.; P. Mesnard, op. cit., pág. 301 y sigs.; E. Choisy, V êtat chrétien calviniste à Genève au temps de Théodore de Beze , Ginebra, 1902, y véase un examen reciente de la experiencia ginebrina, así com o un estudio general comprensivo del calvinismo en J. T . M cNeill, The history and character of calvinism, Nueva Y ork , 1954, caps, ix-xii. 32 En la magistral obra sobre Calvino, Doumergue hace una defensa fogosa de la tesis según la cual la teoría calvinista de la Iglesia incorpora un fuerte elemento «representativo». Sin embargo, su argumentación queda debilitada porque este no se plantea qué y a quién representan los funcionarios de la Iglesia; se contenta, en cambio, con indicar los diversos pasajes en que Calvino hizo preparativos para la aprobación congregacional de ciertos funcionarios de la Iglesia. La dificultad reside aquí en que elección no es lo mismo que representación, especialmente cuando no es acompañada por el poder de revocación. Por ello, si bien Calvino declaró que los ministros constituían un corpus ecclesiae repraesentans (Opera, vol, 14, pág. 6 8 1 ), quiso decir que aquellos representaban los objetivos de la Iglesia tal com o los definía la Biblia, y no que representaran las voluntades o intereses partí culares de los miembros de la congregación. En consecuencia, Doumergue n o con­ vence en su intento de relacionar la teoría calvinista de la Iglesia con el moderno gobierno representativo; véase su examen, vol. 5, págs. 158-62,

191

Aunque el papel de la congregación era vaciado de la mayor parte de su sustancia, los pastores, com o símbolo del objetivo social común — «el principal vínculo que mantiene a los creyentes unidos en un solo cuerpo»— 33 eran exaltados: «H e aquí el supremo poder ( sutnma potestas) del que los pastores de , la Iglesia ( . . . ) deberían ser investidos: que por la Palabra de Dios, puedan aventurarse a todo confiadamente; puedan refrenar toda la fuerza, gloria, sabiduría y orgullo del mundo para obedecer y some­ terse a Su Majestad; sustentados por su poder, puedan gobernar todo el género humano, desde el más elevado al más bajo ( . . . ) puedan ins­ truir y exhortar al dócil; puedan reprobar, reprender y contener al Re­ belde y al obstinado; puedan atar y liberar; puedan descargar, si; es necesario, sus rayos y truenos; pero todo en la Palabra de D ios».34 Esta última frase — «todo en la Palabra de D ios»— era para Calvino la condición fundamental, ya que trasformaba lo que podía haber sido un vago mandato en una especie de poder limitado. Pese a s,u posición central en el esquema calvinista, el de los pastores no era un cargo dotado de posibilidades ilimitadas. N o pertenecía a esa tradición se­ gún la cual los poseedores del poder podían moldear libremente la masa pasiva de los gobernados, con la única restricción de la maleabi­ lidad del material humano. En ciertos aspectos, la concepción calvinis­ ta del papel del cargo en una comunidad organizada se desviaba hacia la tradición platónica del filósofo-gobernante como agente objetivo de una verdad eterna, a la cual servía, pero que no inventaba. En su for­ ma ideal, el cargo de pastor, com o el de filósofo-gobernante, no era desfigurado por la personalidad del que lo ocupaba. Un pastor que se extraviaba más allá de las enseñanzas objetivas de la Biblia profanaba su cargo. Se ordenaba a los pastores «n o presentar nada de sí mismos, sino hablar por boca del Señor» y «n o decir nada más que Su Pala­ bra».35 El pastor debía actuar, entonces, como desinteresado demiurgo, com o abnegado artesano al servicio de la Palabra. Su poder no era personal, sino institucional.36 No obstante, las reservas concomitantes de la concepción calvinista de este cargo clave la alejaban, en ciertos aspectos, de la tradición plató­ nica. El gobernante platónico simbolizaba la trinidad indivisa de vir­ tud, conocimiento y poder; si el conocimiento perfecto era la virtud perfecta, ambos debían estar unidos al poder perfecto. Pero el pastor descrito por Calvino era deficiente en estos tres factores; los elegidos simbolizaban h virtud, y no había garantías de que el pastor, como tal, perteneciera a este grupo; quizá poseyera un mayor conocimiento de 53 Inst.y vól. I I , págs. 318-19 (I V , iii, 2 ) ; véase también pág. 317 (I V , iii, 1 ). 34 Inst., vol. I I , pág. 424 (I V , viii, 9 ). H e modificado levemente la traducción. 35 Inst.y vol. I I , pág. 417 (I V , viii, 2 ). 36 La autoridad y dignidad del cargo pastoral correspondía, según Calvino, «n o a las personas mismas, sino al ministerio para el cual fueron designadas; o, dicho más correctamente, a la Palabra cuya ministración les fue encargada». Inst.y vol. I I , pág. 424 ( I V , viii, 9 ). Los especialistas norteamericanos en derecho consti­ tucional reconocerán en esto un antecedente de la función que la Suprema Corte se atribuyó en el siglo x ix al interpretar la Constitución ejercitando su facultad de revisión judicial.

192

las Escrituras, pero habría sido blasfemo afirmar que esto representa­ ra un conocimiento perfecto; y aunque poseía gran poder e influencia sobre la congregación, estaba lejos de tener el monopolio de estos asuntos. El pastor, en suma/era un dirigente, no un gobernante. Era el cargo más elevado posible en una comunidad sin jefe, sin un centro humano único de dirección y control. Cuando se sitúa esta concepción del cargo pastoral junto a los demás elementos de la eclesiología calvinista, tales com o la función pasiva de la congregación y el repetido énfasis de la estructura institucional, y cuando estos son combinados, a su vez, con su invariable creencia en la objetividad obligatoria de la Escritura, se aclara la motivación fun­ damental: hacer de la Iglesia y sus funcionarios un instrumento desin­ teresado para promover la Palabra. Tan obsesiva era esta idea domi­ nante, que al final la Iglesia surge com o una especie de edificio de granito, un monumento inhumano, cuya estructura ha sido erigida pa­ ra anticipar y contrarrestar la amenaza de la libertad humana. Cada vez qúe el elemento humano, com o un espíritu descarriado y cambian­ te, procuraba escapar de los procesos institucionales a fin de defender su propia individualidad, lo enfrentaba Calvino, que acechaba con Ja exigente medida de las Escrituras. El anverso de la concepción calvinista de la Iglesia consistía en que marcaba el redescubrimiento protestante de la dimensión institucional. A l desarrollar sus ideas a este respecto, Calvino abordó una vasta ga­ ma de temas, que incluye la naturaleza del poder, las funciones del cargo, los lazos comunitarios y el papel de la pertenencia a la sociedad. La totalidad de estos problemas constituía algo más que una teoría de un sistema de gobierno eclesiástico; era nada menos que un enun­ ciado global que abarcaba los principales elementos de una teoría po­ lítica. Aquí había un enfoque de una sociedad correctamente ordena­ da y su gobierno; aquí, en los misterios sacramentales y en la prédica de la Palabra, residía un nuevo simbolismo, un nuevo conjunto de «m itos» que colaboran en la consolidación de la sociedad; aquí, en la estricta disciplina impuesta por la Iglesia, la mano modeladora forma­ ría a los miembros de acuerdo con un enfoque común, instruyéndolos en las lecciones de un bien común; y aquí, en la promesa de salvación, se hallaba el objetivo de perfección hacia el cual se debía encaminar las voluntades particulares de los miembros. El mensaje central de to­ do esto era la relación necesaria del hombre con un orden determinado.

I V . L a resta u ra ción d e l o r d e n p o l í t ic o La transición del pensamiento religioso de Calvino a su pensamiento político no fue brusca. En su teoría política aparecían las mismas ca­ tegorías de análisis y modos de pensamiento que habían informado sus escritos religiosos. Para Calvino, el pensamiento político y el re­ ligioso tendían a formar un ámbito continuo de discurso. El principal elemento unificador era el concepto general de orden, premisa común tanto a la sociedad religiosa como a la política. Vale la pena subrayar esta unidad de enfoque, ya que contrasta vividamente con el de los

193

primeros reformadores. En el pensamiento de Lutero y los anabaptis­ tas, las categorías políticas y religiosas, lejos de estar unidas por una conexión interna, se enfrentaban en una actitud de tensión dialéctica. La hostilidad de muchos de los primeros reformadores hacia el orden político creó una especie de ruptura entre sus modos político y reli­ gioso de pensamiento. Cuando describían la naturaleza de la Iglesia o la vida santa de los creyentes, sus palabras y conceptos evocaban el cuadro de una sociedad buena, unida en santa hermandad y viviendo en armonía. Cuando pasaban, en cambio, a examinar el reino del mun­ do, las categorías se desplazaban bruscamente y las imágenes se oscu­ recían. Es que el lenguaje y los conceptos ya no se referían a la Iglesia, depositaría de la gracia de Dios, sino al Estado, instrumento de $u terrible venganza. Amor, fraternidad y paz, fuerzas inmanentes en/la vida de la Iglesia, se reducían a melancólicas esperanzas frente a la sociedad política. Como parte del reino del mundo, la sociedad polí­ tica era un ámbito en que el conflicto y la violencia retumbaban bajo la superficie, amenazando brotar, en cualquier momento, en una erup­ ción de matanza y desorden. Se tendía, naturalmente, a representar la autoridad política como una potente maquinaria de represión — «gol­ pead y golpead, matad y matad», había exhortado Lutero a los prín­ cipes durante la Guerra Campesina— destinada a imponer la paz y proteger al resto cristiano de los terrores del mundo. Tal gobierno buscaba, no la virtud, sino evitar que los hombres se agredieran mu­ tuamente; la humanidad nunca había abandonado, en realidad, el es­ tado de naturaleza descrito por Hobbes. Según este enfoque, persistía una tensión extrema entre la naturaleza del hombre y las exigencias del orden. La sociedad política caracterizaba a la condición de «natu­ raleza caída» en la cual el hombre pecador forcejeaba con impaciencia contra las restricciones impuestas por la autoridad, y buscaba sin des­ canso la posibilidad de trasponerla^. Este cuadro presenta, sin embargo, una notable incongruencia entre la cosmología cristiana y la sociología cristiana: la primera postula un Dios omnipotente que ordena toda la creación hacia la armonía; la se­ gunda pinta la sociedad como una masa oscura y desordenada, que vacila al borde de la anarquía y parece hallarse fuera del orden bené­ fico de Dios. En el pensamiento de algunos de los primeros reforma­ dores se podía comparar la sociedad política con un ámbito donde no regía el mandato cósmico. Sin embargo el gobierno, pese a la dismi­ nución de su rango moral, había sido exaltado hasta el punto de con­ fiarle responsabilidades religiosas. Calvino emprendió la tarea de reconciliar los diversos términos opues­ tos creados por la perspectiva escindida de los primeros reformadores. Debía resolver el conflicto entre la cosmología cristiana y su sociolo­ gía; debía restablecer el rango moral del orden político, pero sin ha­ cerlo aparecer como sustituto de la sociedad religiosa; debía suavizar los contrastes absolutos entre ambas formas de sociedad. El método empleado por Calvino para establecer cierta congruencia entre las dos sociedades fue considerar a ambas como sometidas al principio gene­ ral del orden. Este pasó a ser el centro común al cual debían ser refe­ ridos los problemas de las dos sociedades como tales. La sociedad po­ lítica debía ser rescatada del limbo devolviéndola a un marco ordena-

194

do más vasto; debía convertirse en parte de la cosmología cristiana. Según Calvino, el gobierno de Dios se manifestaba en Su autoridad total sobre cuanto ocurría dentro de Su reino: «ni una gota de lluvia cae, salvo por designio expreso de D ios».37 Su dominio abarcaba tam­ bién la historia y la sociedad; El juzgaba los asuntos de los hombres, castigando al perverso, exaltando al justo y protegiendo al creyente. La plenitud de Su poder excluía, por lo tanto, la influencia desorgani­ zadora de la contingencia y el azar. El «regula todas esas conmociones en el orden más exacto, y las orienta hacia su finalidad adecuada».38 Como parte de esta divina economía, ya no se podía considerar al go­ bierno civil com o mero agente de represión o com o «algo contamina­ do, que nada tiene que ver con los cristianos».39 Dios lo había creado para proteger y perfeccionar a los seres con quienes El había pactado. El gobierno era elevado a la categoría de agente educativo «p or cuyo intermedio se instruye a un hombre en los deberes de humanidad y civilidad qu. leben ser observados en el trato con la humanidad».40 Pero si se eleva a la función del gobierno por encima de la mera repre­ sión, es evidente entonces que la naturaleza del hombre debe conte­ ner algo más qué una irreprimible inclinación al desorden. Aunque ningún reformador superaba a Calvino en cuanto a baja evaluación de la naturaleza humana,41 comprobamos que este, no obstante, formula­ ba una importante reserva. Las mentes de los hombres contenían «im ­ presiones generales de probidad cívica y orden»; demostraban «una propensión instintiva a apreciar y preservar la sociedad».42 Mediante un retorno a la tradición política más antigua, en la cual se describía al hombre com o un ser destinado al orden, Calvino logró rescatar, para sus propios fines, la idea de la sociedad política com o realización de ciertas tendencias deseables en los hombres. Lejos de ser un lecho de Procusto que recortaba a la ingobernable humanidad sobre un patrón de obediencia, la sociedad política era promovida aho­ ra a medio utilizado por la divinidad para el perfeccionamiento hu­ mano. «La autoridad que los reyes y otros gobernantes poseen sobre todas las cosas de la tierra no es consecuencia de la perversidad de los hombres, sino1de la providencia y la santa ley de D ios».43 El go­ bierno era «tan necesario para la humanidad com o el pan y el agua, la luz y el aire, y mucho más excelso».44 37 Inst ., vol. I , pág. 223 ( I , xvi, 4 ). 38 Ibid.y pág. 233 ( I , xvii, 1 ). 39 Ibid.y vol. I I , pág. 771 (I V , xx, 2 ). 40 Ibid.y pág. 90 ( I I I , xix, 2 5 ). 41 «Si hubiéramos permanecido en el estado de integridad natural, tal com o Dios nos creó primeramente, el orden de la justicia no habría sido necesario, porque entonces cada uno habría llevado la ley en su propio corazón, de m odo que no habría hecho falta ningún freno que nos contuviera. Cada uno sería su propio gobierno, y haríamos en un mismo espíritu lo bueno. La justicia es, por consi­ guiente, un remedio para esta corrupción humana. Y cuando se habla de justicia humana, advirtamos que en ella tenemos el espejo de nuestra propia perversidad, ya que por la fuerza somos conducidos a la equidad y la razón». Opera , vol. 27, pág. 409; véase también vol. 7, pág. 84; vol. 49, pág. 249; vol. 52, pág; 267, y el estudio de Cheneviére, La pensée politique de Calvin, París, 1937, págs. 93-94. 42 Inst.f vol. I , pág. 294 ( I I , r 1 3 ). 43 Ibid.9vol. I I , pág. 774 ( I V , xx, 4 ). 44 Ibid.y pág. 90 ( I I I . xix, 1 5 ); vol, I I ; pág. 771 (I V , xx, 2 )

195

De acuerdo con la restauración del rango de la sociedad política, y la reinvestidura del hombre con una naturaleza política, los fines del orden político adoptaron una dignidad más elevada. El cargo del ma­ gistrado se encaminaba no solo a proteger la vida, sino a «promulgar leyes que regulen la vida de un hombre entre sus vecinos mediante las reglas de santidad, integridad y sobriedad».45 A través de la bús­ queda de estos fines, el orden político se vinculaba con los objetivos superiores de la sociedad religiosa. Esta unión no eliminaba, sin em­ bargo, la integridad ni la especificidad del orden político; aún le que­ daba por cumplir un papel exclusivo: proporcionar a los hombres un tipo de civilidad y disciplina que no se podía obtener en otra parte. La acusación de que Calvino estaba empeñado en imponer a la socie­ dad una imagen cristiana,, o en despojarla de sus atributos políticos específicos, es injusta con respecto a su propósito fundamental. Si se analiza la cuestión simplemente en términos de ciertos valores «supe­ riores» e «inferiores», es innegable que Calvino creía que la sociedad política debía promover los fines «superiores» del cristianismo: ad majorem Dei gloriam. Ser buen ciudadano no era un fin en sí mismo; uno se convertía en un buen ciudadano para ser un mejor creyente. Sin embargo, los fines de la sociedad política no se agotaban en su misión cristiana. El gobierno existía para promover la «decencia» tanto como la «piedad»; la «paz» tanto como la «devoción»; la «m o­ deración» tanto como la «reverencia». Existía, en otras palabras, para promover valores que no eran necesariamente cristianos, aunque se les pudiera dar una coloración cristiana; valores que eran necesarios para el orden y, como tales, condición previa para la existencia humana. El gobierno civil debía, entonces, promover los valores que sustentaban el orden; debía civil-izar a los hombres o, como lo expresó Calvino, «regular nuestras vidas de modo adecuado para la sociedad de los hombres, formar nuestros comportámientos de acuerdo con la justicia civil». De esto se desprendía que, cuando las jurisdicciones espiritual y política sé hallaban correctamente constituidas, los dos órdenes «n o divergían entre sí de modo alguno».46 En un texto notable, en el cual condena la animosidad sectaria contra el orden político, Calvino resumió el valor de la sociedad política, po­ niendo de relieve su función vital en la economía cristiana: «Porque ese reino espiritual, aun ahora, sobre la tierra, se inicia en nuestro interior con algunos preludios del reino celestial, y esta vida mortal y transitoria nos proporciona alguna muestra de la inmortal e incorruptible beatitud; pero la finalidad de este régimen temporal es fomentar y mantener el culto externo de Dios, la doctrina y religión puras, defender la constitución de la Iglesia en su totalidad, adaptar nuestra conducta a la sociedad humana, moldear nuestras costumbres de acuerdo con la justicia civil, crear concordia entre nosotros, man­ tener y preservar una paz y tranquilidad comunes. Confieso que todo esto sería superfluo si el reino de Dios, tal como existe dentro de nosotros, extinguiera la vida actual. Pero si es la voluntad de Dios que 45 Ibid.y vol. I I , págs. 772-73 (I V , xx, 3 ). 46 Ibid., vol. I I, pág 772 (I V , xx, 2 ).

196

vaguemos por la tierra mientras aspiramos a nuestro verdadero país, y si tal ayuda es necesaria para nuestro tránsito por aquí, entonces quienes pretenden despojar de ellas al hombre lo privan de su huma­ nidad».47 Los valores de unidad y cohesión, qué tan destacado lugar ocupan en el examen de la Iglesia hecho por Calvino, se evidenciaron también en su concepción de la comunidad política. La unidad del orden político, sin embargo, no era la del corpus mysticum. La unidad política extrae­ ría sustento y apoyo de la solidaridad mística de los cristianos — «los cristianos son no solo un cuerpo político, sino el cuerpo místico y es­ piritual de Cristo»— ,48 pero la fuente más inmediata de cohesión se hallaría en la sociedad política misma.49 Había una especie de unidad natural que surgía del instinto innato del hombre hacia una vida or­ denada en la sociedad, y había también una especie de unidad artifi­ cial que podía ser modificada mediante las instituciones de la sociedad. La plena unidad de la sociedad era el producto de una alianza entre naturaleza y arte. Para el miembro individual, significaba una educa­ ción en el orden, es decir, la adquisición de un conjunto de hábitos civiles que sustentarían la vida civilizada y, simultáneamente, satisfa­ rían uno de los instintos básicos del hombre. Aunque la ley civil· y las instituciones políticas eran dos de los agentes principales de estabilidad y orden, estos mismos objetivos eran cum­ plidos también por el sistema de las profesiones. Una jerarquía social graduada, claramente definida en términos de cargos y obligaciones, no era sino el equivalente civil del principio divino que sustentaba el universo. Lejos de ser una fuerza divisoria, las distinciones de status y jerarquía eran, no solo inevitables, sino, en una sociedad cristiana, sa­ ludables. Los había instituido Dios para impedir que los hombres se revolcaran en «universal confusión». Equipaban al individuo con una especie de mapa social, un sentido de orientación «para que no errara en la incertidumbre por el resto de sus días».50 . La educación del hombre para su pertenencia a una comunidad orde­ nada era reforzadá desde otra fuente. La vida de la Iglesia era inten­ samente social, y én el elemento del amor, que ligaba a la hermandad, poseía un potente factor cohesivo, cuya influencia llegaba a embotar 47 Ibid.y vol. I I , pág. 772 (I V , xx, 2 ). H e modificado levemente la traducción; véase el texto en Opera, vol. 2, pág. 1094. Con respecto a esta cuestión, es inte­ resante señalar cóm o invirtió Calvino el argumento habitual, afirmando que la obediencia a los superiores humanos contribuía a habituar a los hombres a obede­ cer a D ios; Inst., vol. II , pág. 433 ( I I , viii, 3 5 ). 48 Citado en E. Doumergue, op. cit., vol. 5, pág. 45. 49 Compárese el uso que hace Calvino del término corpus mysticum con el del autor del siglo x v Sir J. Fortescue, D e Laudibus Legum Anglie, ed. y trad. por S. B. Chrimes, Cambridge: Cambridge University Press, 1949, cap. xiii. Queda por explorar todo el problema de la influencia de la Eucaristía sobre las ideas políticas. Se encontrarán algunos comentarios sugestivos en dos, artículos de E. H . Kántorowicz, «Pro Patria Mor i in medieval political thought», American Historical Review, vol. 56, abril de 1951, págs. 472-92 y «Mysteries o f State: A n absolutist concept and its late mediaeval origins», Harvard Theological Review, vol. 48, enero de 1955, págs. 65-91. Es fundamental para este problema, H . de Lubac, Corpus Mysticum , París, 2a. ed., 1949. 50 Inst., vol. I, págs. 790-91 ( I I I , x, 6 ).

197

los bordes afilados de la jerarquía social. El amor pasaba a ser la fuer­ za fusionadora básica que convertía los bienes privados de los indivi­ duos en un bien común para toda la sociedad: «Ningún miembro [del cuerpo humano] tiene poder por sí mismo, ni lo aplica para su uso privado, sino que lo reparte entre los demás miembros, sin recibir de él otra ventaja que la derivada de la conve­ niencia común de todo el cuerpo. Así, cualquiera sea la habilidad que ' posee un hombre piadoso, debe poseerla para sus hermanos, consuh tando su propio interés privado, de ningún modo incompatible con una cordial atención a la edificación común de la Iglesia ( . . . ) Somos los administradores de lo que Dios nos ha conferido, y que nos per­ mite ayudar a nuestro vecino, y algún día debemos rendir cuenta de nuestra administración».51

V. El conocimiento político La afirmación de Calvino, según la cual había un tipo de virtud que podía ser lograda únicamente en un orden político, suscitaba otra se­ rie de problemas. Si virtud implicaba conocimiento — y Calvino, como los antiguos, así lo presuponía— ; ¿era posible poseer conocimiento político?; en tal caso, ¿en qué medida este era seguro? Calvino admitía la existencia de tal forma de conocimiento, situado en el ámbito del «conocimiento terrenal» ( Vintelligence des choses terriennes), un conocimiento «que se relaciona por entero con la vida actual» y «en cierto sentido, se halla confinado dentro de sus límites». El tipo más elevado de conocimiento era el «conocimiento celestial», correspondiente al «puro conocimieúto de Dios, el método de la ver­ dadera rectitud y los misterios del reino celestial».52 La inferioridad del conocimiento político era resultado, en parte, de su vinculación con objeto^ inferiores, y, en parte, de su confianza en el instrumento imperfecto de la razón. Como el resto de la naturaleza humana, la ra­ zón había sido irremediablemente corrompida por la Caída. Se plan­ teaba, sin embargo, una reserva importante: los efectos corruptores de la rebelión de Adán eran parciales, no totales. La comprensión ra­ cional del hombre había sido mutilada, pero no aniquilada. «En la naturaleza del hombre, aun en su estado corrupto y degenerado, con­ tinúan brillando algunas chispas, que demuestran que es un ser ra­ cional . . .». Si bien la razón no podía conducir al hombre a la rege­ neración espiritual ni a la «sabiduría espiritual», podía serle útil en la sociedad política.53 La prueba de una relación natural entre la razón y la vida política residía en la «propensión instintiva del hombre hacia la sociedad ci­ vil». «H e aquí — declaró Calvino— un poderoso argumento en favor 51 Ibtd., pág. 757 (III, vii, 5). 5 2 pág. 294 ( I I , ii, 13 ). 53 Ibid., págs. 295-96 ( I I , ii, 14-15); págs. 298-99 ( I I , ii, 17-18); pág. 366 ( I I , v, 19 ).

198

de que en la constitución de esta vida ningún hombre se halla des­ provisto de la luz de la razón».545El hombre no era racional y por con­ siguiente social, sino social y por consiguiente racional. Calvino sos­ tenía — y esto era más importante aún— que la razón podía suscitar verdades políticas, afirmación que respaldaba con los escritos de los autores paganos clásicos. Mientras qúe Lutero había condenado con violencia a la «ramera razón», comparando la filosofía política ante­ rior con un establo de Augias que solo esperaba la escoba del Hércules de W ittemberg, Cálvino propuso restaurar algo de la relación clásica entre razón y política, y algo del renombre de los filósofos clásicos:* «¿negaremos la luz de la verdad a los antiguos juristas, que nos entre­ garon principios tan justos de orden civil y sistema p olítico?».65 Calvino admitía con vigor que la razón natural podía traicionar a los hom­ bres si estos intentaban convertirla en vehículo de la salvación espiri­ tual; pero esto no impedía una especie de parentesco entre la sabidu­ ría política de los preceptos cristianos — tales como los contenidos en la segunda tabla del Decálogo— y la comprensión política de la razón natural. Ambos tipos de sabiduría tenían origen común en la voluntad de Dios. De tal modo, no se debía ver en los principios de la razón una invención humana ab nihilo, sino deducciones de los dictados mo­ rales que Dios había «inscrito» y «grabado en los corazones de todos los hombres»: «Dado que el hombre es, por naturaleza, un animal social (hom o ani­ mal est natura sociale), se inclina también, por un instinto natural, a apreciar y preservar la sociedad. Vemos, en consecuencia, que hay ciertos preceptos generales de honestidad y orden civil grabados en el entendimiento de todos los hombres. Por esta razón, no hay nadie que no reconozca que toda asociación humana debe ser regida pot leyes, y nadie que no posea en su propio entendimiento el principio de estas leyes. Por esta razón, hay entre naciones e individuos el acuerdo uni­ versal de aceptar las leyes, y este es un germen plantado en nosotros por la naturaleza, antes que por un maestro o un legislador».56 Sin embargo, como esta ley moral universal de la conciencia era de­ masiado oscura para iluminar con fuerza las acciones humanas, Dios la había complementado con el Decálogo, que formulaba «con mayor exactitud lo que en la ley de la naturaleza estaba demasiado ( . . . ) confuso . . .».57 Así reforzada mediante el Decálogo, la ley moral po­ día funcionar com o versión cristiana de la equidad natural que era «la misma para toda la humanidad». Debía ser la norma informadora de una comunidad ordenada con justicia; «el alcance, dominio y fina­ lidad de todas las leyes».58 Las reservas efectuadas por Calvino a la ley moral eran compatibles con su convicción de que no se podía lograr un conocimiento perfecto 54 55 56 en 57 58

Inst ., vol. I, pág. 295 ( I I , ii, 1 3 ). Ibid., pág. 296 ( I I , ii, 15 ). Ibid. ( I I , ii, 13). La traducción ha sido levemente modificada; véase el texto Opera , vol. I I , pág. 197. Inst ., vol. I , pág. 397 (I V , viii, 1 ). I b i d vol. 2, pág. 789 (I V , xx, 16 ).

199

de la política con independencia de la enseñanza cristiana. Carente de la sabiduría cristiana, el conocimiento político no poseía sino una in­ tegridad propia limitada. En el sistema calvinista, la insuficiencia de la razón constituía un paralelo lógico de los fines limitados persegui­ dos por el orden político mismo. Las miras de la sociedad política se enfocaban más abajo, porque la virtud a la cual apuntaba era del se­ gundo orden. El objetivo principal del hombre era conocer a Dios; para lograrlo, los hombres debían ser regenerados: «apartarnos aeJ nosotros mismos» y «dejar a un lado nuestra antigua metíte y asumir otra nueva». Pero la tarea de moldear al «hombre nuevo» no era asig­ nada al orden político. Este tenía como misión adaptar los hombres a las costumbres de civilidad y orden: no podía curar almas. Así como el conocimiento racional era inferior al conocimiento celestial, y ásí como los fines de la sociedad civil eran inferiores a los de la sociedad religiosa, así también la virtud cívica se situaba por debajo de la vir­ tud perfecta que enseñaba el cristianismo. Sin embargo, una vez señaladas estas distinciones de valores, es impor­ tante no traducirlas como antítesis. Aunque Calvino creía que una ba­ se cristiana era el requisito previo para un sistema político civil bien constituido, no había ambigüedad de su parte en cuanto al valor esen­ cial del sistema político mismo.

VI. El cargo político Donde con más claridad se evidenció la coherencia del pensamiento político y eclesiástico de Calvino fue en su examen de la función y deberes del magistrado civil. El mismo impulso que había dictado la concepción calvinista del cargo pastoral, reapareció en la magistratura. Incluso el lenguaje que Calvino utilizó para describir al gobernante civil — «sagrado ministerio», «vicario de D ios», «ministro de D ios»— dejaba la ifhpresión inequívoca de que le interesaba menos describir un cargo político como tal, que crear una analogía política con los pas­ tores. En ambos casos había una devota concentración en la naturale­ za impersonal del cargo, es decir, en la institución. En ambos casos, la personalidad de quien ocupaba el cargo quedaba absorbida en el cargo mismo. Magistrado y pastor estaban destinados a ser instrumen­ tos desinteresados de una finalidad superior, y a quedar subordinados a una ley escrita. Mientras que se ordenaba al pastor no agregar nada de sí mismo al cargo o a la prédica de la Palabra, sino ser únicamente «la bouche de D ieu», también el magistrado debía despersonalizarse, pero respecto de la ley civil: «la ley es un magistrado silencioso, y el magistrado, una ley que habla».59 El paralelo entre ambos cargos se expresaba aún de otra manera. Ambos se hallaban envueltos en una impresionante mystique, encami59 Ibid.y pág. 787 (I V , xx, 14 ). La frase es derivada de Cicerón, De Legibus I I I , 1.2, y se relaciona con la tradición clásica del gobernante com o lex animata\ véase E. R. G oodenough. «T h e political philosophy o f hellenistic kingship», Y ale Classical Studies, vol. I, 1928, pág. 55 y sigs.

200

nada no solo a desalentar la desobediencia en las respectivas socieda­ des, sino también a causar temor reverente al funcionario. Estos dos elementos eran necesarios para la teoría calvinista de la obediencia po­ lítica. El énfasis propio de la doctrina residía en su insistencia en una adhesión activa y afirmativa al gobernante, y no solo en una disposi­ ción a obedecer sus órdenes.60 La reverencia de los súbditos respecto de su gobernante debía tener sus raíces en la conciencia y no en el te­ mor. A l mismo tiempo, sin embargo, su lealtad debía estar dirigida al cargo, antes que al magistrado individual. El compromiso cívico era institucional y no personal. En el fondo, esta adhesión institucio­ nal correspondía a los objetivos más vastos de la sociedad, a los fines civilizados asegurados por el orden político. Quienes debilitaban la trama del orden eran clasificados com o «monstruos inhumanos», «ene­ migos de toda equidad y derecho, totalmente ignorantes de la hu­ manidad».61 El magistrado, por su parte, simbolizaba no el mero poder, sino los fi­ nes permanentes de la sociedad. Sus funciones consistían en mantener el orden y una «moderada libertad»; practicar la justicia y la rectitud; promover la paz y la devoción.62 N o aparecía com o representante de los intereses u opiniones de grupos, clases o localidades particulares, sino de un conjunto de objetivos a los cuales servía, pero que él no había establecido. Y , com o ninguno de estos fines era posible sin or­ den, la tarea fundamental del magistrado era asegurar la vigencia de esta condición. La apremiante importancia que había adquirido el orden suscitó en Calvino la admisión de que hasta los tiranos «conservan, en su tiranía, algún tipo de gobierno justo. N o puede haber tiranía que no ayude, en ciertos aspectos, a consolidar la sociedad de los hombres».63 El tirano se vinculaba con la causa del orden a través de su mera posesión del poder. El precio de la cohesión y la unidad era el ejercicio activo del poder, y esta condición mínima podía ser cumplida por un tirano. «H ay mucho de verdad en el antiguo dicho según el cual es peor vivit bajo un príncipe pór cuya frivolidad todo es lícito, que bajo un tirano que no permite libertad alguna».64 Aun el gobernante legítimo debía, en consecuencia, hacer valer su poder afirmativamente; ¿no había di­ cho Jeremías «debes ejecutar juicio y rectitud»? La relación de lealtad descrita por Calvino era, en un plano, esencial­ mente política, entre gobernante y gobernado, pero en otro plano tras­ cendía lo político, incorporando ambas partes en una relación con Dios. El gobernante desempeñaba transitoriamente un cargo divino y era responsable ante Dios por el fiel cumplimiento de su misión. Los súb­ ditos, por su parte, estaban obligados a obedecer las órdenes de un agente dotado de autoridad divina. La lealtad era, por consiguiente, un deber tanto político com o religioso. En el nivel humano, respalda60 Véase P. Mesnard, op. cit., págs. 285-89; Cheneviére, op. cit., pág. 298. 61 Opera, vol. 52, pág. 267. 62 Commentaries on Romans, pág. 481. 63 Ibid.y pág. 480. 64 Commentary on the Book of Psalrns, trad. al inglés por J. Anderson, Edim­ burgo, 5 vols., 1845-1849, vol. 3, pág. 106; Inst., vol. I I , págs. 801-02 ( I V , xx> 2 7 ).

201

ba los fines civilizados de la sociedad; en el nivel definitivo, era la búsqueda de una justa relación con Dios.65 En el caso del tirano, el elemento religioso era, en cierto sentido, pre­ dominante. Era el agente de la ira de Dios, enviado a flagelar la comu' nidad por sus pecados; su advenimiento debía provocar en el pueblo una sensación de culpa colectiva, obligándolo a examinar su concien­ cia en busca de los pecados cometidos.66 La relación entre ciudadano y tirano, entonces, no pertenecía a la categoría política, sino a la «ce­ lestial», porque el concepto de pecado, que vinculaba al tirano con el súbdito, no era una concepción política.676 8Y pese a que Calvino inten­ taba hacer más aceptable la obediencia a los tiranos, el efecto de su razonamiento era destacar la naturaleza extraordinaria de la tiranía, aislándola de las relaciones políticas normales. Aunque se elevara; al tirano a instrumento divino enviado «pour châtier les pêchés du peuple»** esta misma misión lo convertía en una figura esencialmente apolítica. El pecado era una relación teológica, no política. Esta tendencia a situar al tirano fuera de las relaciones políticas ha­ bituales resurgió cuando Calvino pasó a examinar el problema de la obediencia. Se consideraba que, obedeciendo al tirano, el súbdito leal cumplía una obligación hacia Dios, y no una derivada de los fines ge­ nerales de la sociedad. La obediencia, sin embargo, estaba limitada por los dictados de la conciencia, vale decir, por otro factor extrapo­ lítico. Si bien la conciencia creaba una relación directa entre el indivi­ duo y Dios, evitando así la relación política entre súbdito y gober­ nante, presentaba una poderosa amenaza a las pretensiones ilimitadas del tirano. La conciencia era una concepción esencialmente religiosa y tenía sus comienzos en las controversias religiosas, pero que podía ser aprovechable para fines políticos sin forzar su significado fundamen­ tal. En efecto: en un sentido, la conciencia era una respuesta al poder; ténia que ver con el individuo com o objeto de compulsión en un or­ den gobernado. Sin embargo, la conciencia reprobatoria, ya se sintiera amenazada por el poder papal o por el civil, conservaba una relación salvadora cbn Dios. En un sentido, el «tribunal de la conciencia» cal­ vinista encaminaba al individuo lejos de lo político; en otro, estaba destinado a todas luces al ciudadano políticamente implicado. Según Calvino, el ciudadano que, por motivos estrictamente religiosos, deso­ bedecía una orden contraria a las Escrituras, no solo cumplía su obli­ gación hacia Dios, sino que recordaba al gobernante la verdadera na­ turaleza de su cargo. La concepción calvinista de la resistencia era la. de un servicio desinteresado, que tenía com o fin proteger la identidad de las instituciones políticas contra los errores de los funcionarios temporarios.69 65 Dados los elevados fines servidos por la fidelidad — «D ios no destinó a los hombres a vivir pêle-mêle» (Opera, vol. 51, pág. 8 0 0 )— n o extraña com probar la hostilidad de Calvino a la teoría del contrato. Esto no se debió a que deseara li­ brar de sus obligaciones a los gobernantes, sino a su creencia de que los deberes sociales no debían estar sometidos a un grosero ordenamiento negociador. Inst., vol. I I , págs. 801-02 (I V , xx, 2 7 ). 66 Inst., vol. I I , pág. 805 (I V , xx, 3 2 ). 67 Ibid., pág. 790 (I V , xx, 1 6 ); pág. 798 (I V , xx, 2 4 ). 68 «Catechism o f 1537», Opera, vol. 22, pág. 74. 69 Inst., vol. I I , pág. 805 (I V , xx, 3 2 ).

202

Aunque nada nuevo había en esta formulación, según la cual los man­ datos bíblicos prevalecían sobre los políticos, Calvino demostró más sensibilidad que la mayoría de los reformadores ante las implicaciones políticas de la resistencia religiosa. Esto lo llevó finalmente a formu­ lar una teoría de la resistencia cuyas motivaciones eran más políticas que religiosas. Adm itió que los estamentos, o magistrados especial­ mente designados, podían «oponerse a la violencia y crueldad de los reyes». En virtud ae su posición, estos agentes tenían la obligación positiva de proteger las libertades populares: «Si se confabulan con los reyes en la opresión de la gente humilde, su disimulo no está libre de malévola perfidia, ya que traicionan malicio­ samente la libertad del pueblo, sabiendo que son, por mandato de Dios, sus protectores».70 Casi al final de su vida, Calvino comenzó a virar, aunque con vacila­ ciones, hacia una aceptación de la idea de que los juramentos de coro­ nación y las leyes de un país constituían un sistema de acuerdos que podía ser defendido contra un gobernante arbitrario: « . . . Son admisibles ciertos remedios contra la tiranía, cuando se han establecido magistrados y estamentos, dándoseles la custodia de la nación: ellos tendrán poder para recordar al príncipe su deber e inclu­ so para imponérselo, si intenta algo ilícito».71 Vale la pena destacar dos aspectos de esto. Primero, la declaración de Calvino, según la cual los estamentos y los magistrados inferiores eran depositarios de una responsabilidad divina, contrasta con la tendencia de Lutero a elevar el gobierno por sobre todos los otros cargos. Ha­ bía sido coherente con esto el marcado escepticismo de Lutero con respecto a la legitimidad de los estamentos com o órganos restricti­ vos.72 Calvino, por su parte, al abrir una brecha en «la divinidad que pone límites a un rey», había creado un agente rival, provisto de las únicas credenciales que podían respetar la mayoría de los hombres de ese período: un mandato divino. El segundo aspecto importante de la teoría de Calvino sobre la resistencia fue su mención de los fines estrictamente políticos a los que servían los órganos de resistencia: la protección de «la libertad del pueblo», «la custodia de la nación». Esto tuvo com o efecto proporcionar un paralelo nivelador a la teoría de la lealtad. Por la misma razón por la cual los hombres obedecen a la autoridad para preservar los objetivos civilizadores respaldados por el orden político, así también los órganos específicos de la comunidad podían verse obligados a desobedecer para preservar dicho orden. Si bien ninguno de estos factores actuó desplazando la primacía dél motivo religioso en el pensamiento de Calvino ni la prioridad que poseían los valores espirituales, aquellos señalaron su redescubrimien­ to de la complejidad política. Más que cualquier otro reformador con­ temporáneo, Calvino era extremadamente sensible a la pluralidad de 70 Ibid.y pág. 804 (I V , xx, 3 1 ); Opera , vol. 4, pág. 1160. 71 Opera , vol. 29, págs. 557, 636-37; Cheneviére, op. cit., págs. 346-47, 72 W orks , vol. V , págs. 51-52.

203

relaciones y obligaciones actuantes en una comunidad política. Entre la mayoría de los reformadores, la tendencia general había sido redu­ cir la variada complejidad de la actividad política a una mera co­ nexión entre gobernante y gobernado, o entre estos dos y Dios. Calvino, sin embargo, evitó esta simple explicación para insistir, en cambio, en la relación triangular entre el gobernante, el pueblo y la ley. El vínculo que ligaba al gobernante con el ciudadano no era di­ recto, sino que tenía lugar a través del agente mediador de la ley.73 Desde el punto de vista dél gobernante, esto tenía como efecto agre­ gar un elemento más obligatorio a su cargo: debía responsabilidades al pueblo, a Dios, a la ley y a toda la gama de objetivos propios de una sociedad correctamente constituida. La suma total de estas obliga? ciones formaba una premisa que convertía al acto de resistencia en una posibilidad lógica dentro del sistema calvinista, y no — com o lo pretendieron muchos comentaristas posteriores— en una cuestión de accidente geográfico.

VIL Poder y comunidad Tomada en conjunto, la concepción calvinista de la Iglesia y de la sociedad civil marcó el redescubrimiento protestante de la idea de la comunidad institucionalizada. El genio del protestantismo de princi­ pios del siglo x v i había consistido en crear la idea de una asociación religiosa cohesiva; pero el fracaso en equipar a la hermandad reli­ giosa con la estructura institucional necesaria había amenazado a aque­ lla con la disolución interna y la invasión externa. Aunque es innegable que la hostilidad institucional de los primeros reformadores era ali­ mentada por un hondo deseo de impedir que el sentimiento religioso fuera ahogado por el eclesiasticismo, aquellos no encararon el hecho de que la Iglesia, en cuanto estaba ligada a este mundo, tendría que enfrentar la amenaza de instituciones rivales, poderosamente organi­ zadas. La fuerza de la posición de Galvino provenía de su compren­ sión de que la condición previa para la supervivencia de una comu­ nidad de creyentes era un gobierno de la Iglesia vigorosamente estruc­ turado; era necesario combinar un sentido de las instituciones con un sentido de la comunidad. D e modo similar, mientras que los primeros reformadores expresaron indiferencia respecto del orden político, o lo consideraron exclusiva­ mente com o agente represivo, Calvino reafirmó su valor y negó que su esencia residiera en la coacción. En suma, la insistencia de Calvino en una Iglesia fuerte y la dignidad de la sociedad política apuntaba a |un doble fin: hacer a la Iglesia segura en el mundo, y al mundo, seguro para la Iglesia. Reorientando el protestantismo hacia el mundo, Calvino se sitúa como equivalente protestante de Tomás de Aquino. Como este, se esforzó por reunir el orden político con el orden de la gracia; pero, a diferencia de él, tuvo además la tarea de explicar que la Iglesia podía contribuir al orden de la sociedad civil sin pervertir 73 Inst„ vol. I I , págs. 773, 787 ( I V , xx, 3, 1 4 ).

204

su propia naturaleza. El etos creado por la Iglesia debía ser c«//Z-izador, un etos que habituara al protestante liberado a vivir som etido al orden y la disciplina. En el sistema calvinista la Iglesia pasó a set el agente encargado de resolver la inquieta tensión fom entada p or la creencia, proveniente de los comienzos d e la Reform a, según la cual el hombre era un ser dividido, que moraba en parte en una sociedad de fe, go­ bernada por Cristo, y en parte en la sociedad civil, gobernada por la autoridad temporal. A l resolver la existencia bifurcada del hombre, Calvino retornaba a la sustancia, aunque n o a la form a, de la idea medieval de acuerdo con la cual la existencia humana — vivida ya en el nivel espiritual ya en el «m aterial»— era una existencia predomi­ nantemente social y ordenada. Ninguna transición brusca separaba ambos aspectos de la existencia, ya que en ambos el hom bre era un ser acostumbrado al poder y las restricciones institucionales y a una vida de civilidad. El resultado de estos esfuerzos fue, no solo impartir al protestantismo una profundidad de comprensión política de que antes carecía, sino ubicár al nuevo movimiento en un pie de mayor igualdad con el refi­ namiento político del catolicismo. Desde la época de las primeras re­ percusiones políticas del protestantismo, el catolicismo había preten­ dido ser más compatible con las exigencias de la sociedad civil. Esta pretensión era, en cierto sentido, profundamente válida. Bajo el go­ bierno de la Iglesia, el creyente se había habituado a las pautas de comportamiento «civ il» impuestas por la disciplina eclesiástica, y es­ taba preparado, en consecuencia, para la vida de la sociedad civil. Cuando se advierte esto, es fácil ver que la enfática insistencia de los primeros reformadores en una obediencia casi incondicional a los gobernantes civiles no era más que un tosco intento de eliminar la superioridad política del catolicismo; tosco porque presuponía que los hábitos de la civilidad podían ser resumidos con tanta facilidad. La contribución de Calvino consistió en advertir que las costumbres de civilidad necesarias para la Iglesia eran también esenciales para la vida civil; las exigencias esenciales de orden eran las mismas para ambas sociedades. El entrelazamiento de los órdenes religioso y civil en el sistema de Calvino era simplemente la realización de dos im­ pulsos predominantes en el hombre: uno religioso, el otro social, y ambos unidos por la necesidad de orden. Dos elementos de la concepción calvinista del orden encerraban pro­ fundas consecuencias para el futuro. E l primero era la idea de que una sociedad podía estar al mismo tiempo bien organizada, ser discipli­ nada y cohesiva, aunque no tuviera cabeza. Si bien todos los protes­ tantes eran necesariamente antimonárquicos en su convicción ae que una sociedad religiosa podía desarrollarse sin monarca papal, Calvino fue el único que pudo describir los sustitutos institucionales para el Papa. La aplicación política de estas convicciones no tuvo sus primetas manifestaciones hasta las guerras civiles inglesas del siglo x v n , pero la aversión a la monarquía secular se evidenciaba ya en los pro­ pios escritos de Calvino.74 74 Opera , vol. 43, pág. 374, y el estudio de J. T . M cNeill, «T h e democratic eletnent in Calvin’ s thought», Church History , vol, 18, septiembre de 1949, págs. 153-71.

205

La otra idea potencialmente explosiva estaba contenida en la creencia calvinista, según la cual una comunidad se basaba en la pertenencia activa. La unidad derivada de la participación era la respuesta calvi­ nista a la teoría papal de que solo la voluntad exclusiva del pontífice podía garantizar la unidad. La participación era, además, un concepto igualador, ya que la naturaleza del bien buscado por la sociedad estaba destinada a todos los participantes; el cuerpo de Cristo no establecía distinciones de valor entre los miembros. Cuando se dio un sesgo po­ lítico a este concepto de participación, bastó un paso para llegar desde Ginebra hasta los Niveladores ingleses en Putney y la declaración del coronel Rainborough en el sentido de que «el más pobre en Inglaterra tiene una vida que vivir, com o el más importante ( . . . ) cualquiera que deba vivir bajo un gobierno debería antes ponerse bajo dicho go/ bierno por su propio consentimiento».75 Ver en este paso la trasfor­ mación radical de ideas esencialmente religiosas sería equivocar todo el significado del sistema calvinista, que no necesitaba «trasformarse» para extraer consecuencias políticas, ya que el elemento político se hallaba presente en él desde el comienzo. En el momento mismo en que Calvino captó la importancia del orden, el tema político fue in­ corporado al cuerpo principal de sus escritos, y alcanzó plena expre­ sión en la concepción calvinista de la sociedad de la Iglesia. En la medida en que era un orden gobernante, plenamente institucionali­ zado y provisto de poder, la Iglesia poseía muchas de las cualidades de una sociedad política. Aceptando el punto de vista de que la idea calvinista de la Iglesia fue, en cierta medida, una especie de teoría política, se ilumina mejor la relación entre el cristianismo y el desarrollo del pensamiento político occidental. Uno de los efectos más importantes del cristianismo había sido desalentar la búsqueda clásica de un estado ideal. Para la creen­ cia cristiana, el intento de erigir un sistema político eterno, no afecta­ do por la corrosión del tiempo, había parecido un acto de lése-majesté, un intento de emular la omnipotencia de Dios. Aunque un escritor como Tomás de Aquino, por ejemplo, dedicara considerable atención a la mejor forma de gobierno, esto se hallaba muy lejos de la perspec­ tiva platónica de una regeneración total del hombre a través de me­ dios políticos. El verdadero equivalente cristiano de las sociedades absolutamente mejores proyectadas por Platón y Aristóteles se halla­ ba en la Ciudad de Dios descrita por Agustín. La sociedad ideal exis­ tía más allá de la historia, y no dentro de ella; era una sociedad tras­ cendente, no empírica. La fuerte gravitación que tendría esta idea so­ bre la imaginación occidental surtió el efecto de sublimar el antiguo concepto clásico de la mejor sociedad convirtiéndola en la idea del Reino de Dios. La idea anterior reapareció solo ocasionalmente, en la forma sublimada de la Utopía *** de M oro o La ciudad del Sol, *** de Campanella. En los escritos de Calvino, en cambio, resurgió el concepto de la me­ jor sociedad, pero de modo específicamente cristiano y no clásico. Tanto la Iglesia com o la sociedad civil se consideraban com o órde75 A . S. P. W oodhouse, ed., Puritanism and liberty , Chicago: University o f Chicago Press, 1938, pág. 53.

206

nes sociales que encarnaban determinados valores, pero la Iglesia era, por diversos motivos, la mejor sociedad. Su misión era más elevada; su vida, más social, y sus virtudes, de una más alta dignidad. El víncu­ lo sacramental proporcionaba un tipo de unidad que el orden civil ja­ más podía lograr: «cada uno imparte a todos en común lo que ha re­ cibido del Señor».76 En la sociedad civil, por su parte, la condición necesaria residía en que «los hombres tuvieran posesiones peculiares y específicas».77 La pauta ética — el justum régimen— de una so­ ciedad debía ser buscada en Cristo, mientras que la otra sociedad nunca podía aspirar a mayor bien que la devoción externa. Una so­ ciedad aspiraba a la salvación y el arrepentimiento: era «un vray ordre»; la otra se preocupaba solamente del aspecto público del hom­ bre. Una era, en suma, la buena sociedad; la otra, una sociedad nece­ saria, pero inferior. Pero aunque la Iglesia se situaba como la mejor sociedad en compa­ ración con el Estado, ella misma no era sino la mejor sociedad reali­ zable, ño la mejor de modo absoluto. Sobre la sociedad visible de los creyentes se alzaba la Iglesia invisible y eterna, la pura comunión de los santos. Comparada con esta sociedad, la Iglesia visible era una « res carnalis» contenida dentro de los límites del tiempo y el espacio. Pero, si bien la mejor sociedad no podía ser realizada por los hombres en la tierra, no estaba del todo desvinculada de lo que estos podían lograr. Una_ Iglesia y una sociedad civil justamente ordenadas podían guiarse por la misma doctrina que inspiraba la vida de los santos, y si sus intentos no llegaban a satisfacer las normas de la mejor socie­ dad, quizá permitieran lograr, de todos modos, algo de inestimable valor, un tenue atisbo de inmortalidad. Antes de ocuparnos del pensamiento político de Maquiavelo, agregue­ mos unas palabras finales acerca de los reformadores. La filosofía política de Maquiavelo es descrita, en la mayoría de sus aspectos, co­ mo de carácter asombrosamente moderno; para completar lo omi­ tido por él, se suele recurrir a Hobbes. Juntos, se los considera sím­ bolos de modernidad. En las páginas siguientes se intentará explicar la modernidad de éstos dos autores; aquí sólo deseo aconsejar que no se exagere el contiraste entre ellos y los reformadores. En ciertos as­ pectos decisivos, los reformadores actuaron y hablaron más hacia el futuro que Maquiavelo o Hobbes. Para empezar, hombres com o Lutero, Zwinglio y Calvino fueron tanto actores como pensadores, y en el primero de estos papeles experimen­ taron con un modo de acción del cual Maquiavelo y Hobbes descon­ fiaron, pero que es común en la época moderna: todos ellos fueron líderes de movimientos de masas y, como tales, de los primeros en tratar de catalizar a las masas para fines de acción social. Cuando se estudia bajo esta luz a lo? dirigentes de la Reforma, podemos compro­ bar que sus técnicas y doctrinas eran sumamente adecuadas para crear y alentar la acción popular. La idea del «sacerdocio de los creyentes», por ejemplo, tuvo un éxito notable en cuanto a suscitar la hostilidad de sus partidarios contra toda forma de jerarquía religiosa, es decir, 76 Commentaries on Romans, pág. 459. 77 I n s t vol. I I , pág. 272 ( I V , i, 3 ).

207

en cuanto a proporcionar un foco para el odio; sin embargo, propor­ cionó también un sentido de elevada igualdad entre los creyentes, una jerarquía indiferenciada de masa. Téngase en cuenta, asimismo, que el persistente intento de simplificar las ideas religiosas hasta sus elementos esenciales básicos; el énfasis en la fe o la creencia, más que en el conocimiento racional; la traduc­ ción de la Biblia a las lenguas vernáculas, todo esto tiene las caracte­ rísticas de haber sido ideado para la acción de masas. Ténganse en cuenta, además, las consecuencias políticas de la Reforma cóm o vasto movimiento de rebelión dirigido contra un orden establecido; una rebelión cuyo éxito dependía de radicalizar a las masas que estaban descontentas con las autoridades e instituciones vigentes. Perfeccio­ namiento de las artes de la conducción popular, y tendencia a esfumar el límite entre teología sistemática e ideología popular: fue como sí los guardianes se hubieran arriesgado a combinar las funciones mi­ nuciosamente diferenciadas por Platón; el pensador-estadista, para quien el público debía ser amoldado a las exigencias de la verdad, y el político, para quien la verdad debía ser adaptada a las disposicio­ nes y necesidades del público. Apenas si se encuentran rastros de estas ideas en Maquiavelo y Hobbes, pese al hecho de que suele considerárselos com o precursores del pensamiento político moderno. Su carencia en este aspecto es tan clarificadora por lo que nos dice acerca de este pensamiento com o por lo que nos dice sobre Maquiavelo y Hobbes. Si bien Hobbes, por ejemplo, expresó ocasionalmente la esperanza de que ,se pudiera re­ ducir la filosofía política a unos cuantos teoremas sencillos, tanto él como Maquiavelo permanecieron fieles a la distinción tradicional entre las rigurosas demostraciones adecuadas para el conocimiento político y los toscos catecismos aptos para la comprensión vulgar. A pesar de todas sus herejías, siguieron siendo empecinadamente ortodoxos en su creencia de que la filosofía política representaba una forma de cono­ cimiento tocante al bien de toda una sociedad y no preparada para atraer el intelecto común de sus miembros. La jerarquía filosófica que Hobbes asignó al conocimiento político fue, en parte, reflejo de la relación directa que aquel veía entre pen­ samiento y acción. Ni él ni Maquiavelo fueron influidos por la gran tentación de la teoría política moderna: de convertir la filosofía po­ lítica en una especie de ideología popular adaptada al apetito y las necesidades organizativas de los movimientos políticos de masas. En su idea del grupo para el cual escribían, Maquiavelo y Hobbes fueron inequívocamente premodernos. El autor moderno tiende a presuponer que el antiquísimo problema de zanjar la brecha entre teoría y práctica puede ser resuelto apelando al grupo dominante en la sociedad. Esto, en* la era moderna, significa apelar a un público popular. Como lo ad­ virtió Rousseau, «ya no se trata de hablar a unos pocos, sino al pú­ blico . . .». El estilo y método de Maquiavelo y H obbes demuestran, en cambio, que eran plenamente conscientes de que se estaban dirigiendo a un público sumamente selecto. Hablaban a sus pares intelectuales y enca­ minaban sus esfuerzos a influir sobre los pocos que ocupaban puestos de poder. Esto quiere decir que ambos autores coincidían con las tra-

208

diciones clásica y medieval en cuanto a sostener que, dado que la ac­ ción política significaba acción de uno o de pocos, tenía sentido es­ perar que esos pocos escucharan algún día. Esta esperanza mantuvo viva la empresa del conocimiento político com o algo que debía ser conocidoy no simplemente < c reído. Gran parte de la teoría política moderna se ha dirigido a un público muy diferente; ha buscado, no a los Borgia ni a los CromweU, sino a las «masas». En el mismo es­ píritu de Baudelaire, ve en las masas «una enorme reserva de energía eléctrica» que espera ser utilizada; aspira a despertar al gigante dor­ mido, haciéndolo cambiar su función sustentadora por la de agente positivo. Ente enfoque implica una trasformación general, no solo de la acción política, sino también de la filosofía política. Las ideas po­ líticas pasan a ser algo que se debe creer, antes que conocer, la filo­ sofía política deja de ser filosofía para convertirse en literatura popu­ lar; es que lá creencia, a diferencia del conocimiento, medra en una mentalidad común. En estas cuestiones, Hobbes era irremediablemen­ te clásico; Lutero, amenazadoramente moderno.

209

7. Maquiavelo: Actividad política y economía de la violencia

«Esta es la cuestión que se plantea, en definitiva, en cualquier situa­ ción genuinamente moral: ¿Cuál será el agente? ¿Q u é clase de carác­ ter asum irá?». John Dewey. /

I. Autonomía de la teoría política El impacto de la Reforma sobre los países de Europa occidental dio com o resultado una alianza significativa (aunque no siempre promo­ vida a conciencia) entre los grupos que abogaban por la reforma re­ ligiosa y los que se proponían ampliar la independencia nacional. Esto se vio facilitado por la creciente tendencia de los autores religiosos de la segunda mitad del siglo x v i a estudiar teorías y problemas po­ líticos. Calvino emprendió la tarea de reintroducir en la teoría de la Iglesia las categorías políticas, com o concomitante necesario de una integración de los órdenes políticos y religiosos. En Inglaterra, Hooker proporcionó al anglicanismo una filosofía que ensalzaba la mezcla de elementos políticos y religiosos y aceptaba la supremacía del rey en cuestiones eclesiásticas. Irónicamente* los puritanos — cuyo concepto de los «dos reinos», según H ooker, subvertía la unidad de la vida política y la religiosa— llegaron a dudar cada vez más de la distin­ ción establecida por ellos mismos. En el siglo siguiente exhibieron un asombroso talento para ampliar las exigencias del reino de la gracia, hasta que el mismo poder político quedó, en forma temporaria, bajo el dominio de los santos. El resurgimiento del lenguaje de la política estuvo vinculado tam bien con un creciente sentido de identificación nacional por parte de los apologistas protestantes. El lenguaje de la teoría de la Iglesia, en especial, debió ser remoldeado para adaptarlo a la disolución de la organización universal y la nacionalización de la vida religiosa. Estos dos procesos — la reintroducción de conceptos políticos en el pensa­ miento religioso y el sentido de particularismo nacional-^ fueron re­ sumidos por Hooker, casi a fines de siglo: « . . . Así com o el cuerpo principal del mar es uno solo, pero dentro de diversos recintos tiene diversos nombres, así también la Iglesia se di­ vide, de modo similar, en una cantidad de sociedades distintas, cada una denominada Iglesia dentro de sí ( . . . ) Una Iglesia ( . . . ) es una sociedad, es decir, una cantidad de hombres que pertenecen a alguna hermandad cristiana, cuya ubicación y límites son precisos ( . . . )

210

Pues la verdad es que Iglesia y nación son nombres que repre­ sentan cosas realmente diferentes, pero estas cosas son accidentes, y accidentes tales que pueden y deben habitar siempre amorosamente en un solo sujeto: por consiguiente, la diferencia, real entre los acci­ dentes representados por estos nombres no prueba que ellos residan siempre en sujetos diferentes».1

I

La creciente fusión de categorías políticas y religiosas de pensamien­ to fue una acotación intelectual a la difusión del control político so­ bre las Iglesias nacionales. Cuando estas tendencias se sumaron al cre­ ciente vigor de las monarquías nacionales y a una conciencia nacional que surgía, el efecto combinado fue plantear una posibilidad que no había sido seriamente considerada en Occidente durante casi mil años; un orden político autónomo que no admitiera nada superior a él y que, sin dejar de aceptar la validez universal de las normas cristianas, fuera inexorable en sostener que su interpretación debía ser una cues­ tión nacional. Sin embargo, mientras que la Europa de la Reforma podía aceptar la práctica de un orden político autónomo y discrepar primordialmente sobre quién debía controlarlo, era mayor la renuen­ cia a explorar la idea de una teoría política autónoma. En tanto la teoría política contuviera un elemento empecinadamente moral, y en tanto los hombres identificaran los imperativos categóricos últimos con la enseñanza cristiana, el pensamiento político se resistiría a que­ dar despojado de imágenes y valores religiosos. Aun cuando los hom­ bres hubieran estado dispuestos a dudar de que la ética fuera funda­ mental para la actividad política; aun cuando, com o Sir Thomas Smith en el siglo x v i, se hubieran preguntado si el argumento de Trasímaco estaba «tan lejos de la verdad (si se lo entendía civilmente) com o lo pretendía Platón»,2 es dudoso que la teoría política pudiera haber evitado el contagio del pensamiento religioso. Como otras for­ mas de discurso, la teoría política es significativa únicamente cuando es inteligible. La inteligibilidad de las ideas de un teórico depende de que rinda tributo a las convenciones tácitas de su época, aun cuando se haya propuesto explorar sus límites exteriores.3 En la Europa occidental del siglo x v i, el precio de la persuasión era definido por un público comprometido con la religión. Esto había si­ do reforzado por el hecho de que, cualquiera que haya sido el res­ paldo dado a la reforma religiosa por impulsos económicos ,y naciona­ les, los ataques más sostenidos contra la Edad Media habían sido ex­ puestos, en gran medida, en el lenguaje de la religión. Esto quería decir que el teórico político no podía descartar la religión, sino sola­ mente adoptar diferentes actitudes hacia ella. Antes de que se pudie­ ra modificar las convenciones que controlaban el discurso político, fue necesario que la intensidad de las convicciones religiosas en el público fuera minada por el escepticismo, la indiferencia y, sobre todo, por 1 O f the latos of ecclesiastical polity, I I I , i( 1 4 ); V I I I , i ( 5 ) . 2 D e República Anglorum , L. Alston ed., Cambridge: Cambridge University Press, 1906, lib. I , cap. 2, pág. 10. 3 Véanse los sugestivos comentarios sobre este problema, ral com o se presenta en la literatura: R . P. Blackmur, Form and valué in modern poetry , Nueva Y ork : Anchor, 1957, págs. 35-36.

211

décadas de enconadas y costosas guerras religiosas. D e m odo similar, la importancia práctica de las ideas políticas se vinculaba estrechamen­ te con la religión, aunque solo fuera porque la inquietud religiosa pre­ sentaba una de las principales amenazas a la estabilidad política. Aun­ que los nuevos estados europeos fueran políticamente autónomos en el sentido práctico de que eran independientes del control de institu­ ciones religiosas, no podían permitirse el ser indiferentes con respec­ to a la religión. Hacía siglos, además, que las sociedades políticas occidentales confiaban en costumbres de civilidad cuyo contenido y / sanciones inhibitorias, provenían del cristianismo. Todavía a íines del siglo x v m , erastianos convencidos,* como Voltaire, temían a] intentó de gobernar una sociedad en la cual la ética cristiana había perdido su asidero.4 El nacionalismo y el patriotismo no habían alcamado aún la posición que les permitiera extraer de sus propios recursos un có­ digo de conducta cívica independiente de la religión. Por todas estas razones, el lenguaje y los conceptos de la teoría política, tal com o se desarrollaron durante la Reforma, no podían romper de m odo defi­ nitivo el círculo de posibilidades trazado por el pensamiento y los pro­ blemas religiosos. Si la promesa de una teoría política autónoma no podía ser cumplida dentro del marco intelectual establecido por la Reforma, su evolución debe ser buscada, en cambio, en un medio no agitado por trastornos religiosos, en el cual las convenciones de discurso moldeadas por la Edad Media eran cuestionadas por modos de pensamiento no teoló­ gicos. Tal situación existía en Italia durante el siglo xvi. Allí los in­ telectuales dedicaban cada vez más sus energías a la exploración de nuevos ámbitos de indagación, sin que los distrajeran interminables polémicas religiosas. El enfoque intelectual predominante ya no era moldeado por influencias religiosas; al mismo tiempo, el poder de las instituciones religiosas había comenzado a retroceder, o — más exac­ tamente-— el poder de la Iglesia tenía importancia no com o extensión de su misión espiritual, sino por su función en la actividad política interna de la península itálica. Esta conjunción de factores creaba la oportunidad para que los fenómenos políticos surgieran de m odo más marcado y nítido. La falta de unidad nacional, la inestabilidad de la vida política en las ciudades-estados italianas, y el fácil acceso a niveles sociales elevados y al poder que tentaban al aventurero político se sumaban para hacer de la dimensión política de la existencia algo necesario que se encon­ traba por todas partes. Moverse en un plano por completo político exigía forzosamente descartar modos de pensamiento heredados de una época anterior, en que la actividad política estaba rodeada estre­ chamente por una cosmovisión religiosa. Casi un siglo antes de que * Se refiere a la doctrina de Tomás Erasto (1524-1583), quien sostenía el do­ minio de la autoridad civil en cuestiones penales y se oponía al poder punitivo de la Iglesia. (N . del R. T. ) 4 «Q u é otro control puede hallarse para la codicia, para las fechorías secretas e impunes, que la idea de un amo eterno que nos ve y juzga hasta nuestros pensa­ mientos más íntimos. N o sabemos quién fue el primero en enseñar al hombre esta doctrina. Si lo conociera, y estuviera seguro de que no abusaría de él ( . . . ) yo mis­ mo le construiría un altar». Voltaire, Oeuvres completes , París: Moland, 52 vols., 1883-1885, vol. 28, págs. 132-33.

212

fuera escrito El príncipe, *** se había desarrollado en el pensamiento político italiano una tradición viable de «realismo». Si bien estps autores de principios del quattrocento se habían preocupado sobre todo por aquilatar los méritos relativos de monarquías y repúblicas, y por evaluar la vida de acción comparada con la vita contemplativa predicada por el sabio humanista,5 el aspecto más significativo de la controversia fue la ausencia de polémica religiosa, que permitió a los teóricos confrontar cuestiones com o las del orden y el poder en tér­ minos casi estrictamente, políticos. En el pensamiento político de Maquiavelo, estas posibilidades laten­ tes fueron abordadas y convertidas en base del. primer gran experi­ mento de teoría política «pura». El manifiesto elaborado por él para la nueva ciencia reflejó la creencia de que, para poder analizar de mo­ do coherente los fenómenos políticos, era necesario liberarlos antes de las ilusiones que los envolvían, entretejidas por las ideas políticas del pasado. « Y porque sé que muchos han escrito sobre este tema [e l del prín­ cip e], temo que al escribir yo también, se me considere presuntuoso, porque, al examinarlo, me aparto por com pleto de los principios es­ tablecidos por mis antecesores. Sin embargo, com o mi objetivo es es­ cribir algo útil para un lector atento, creo más eficaz volver a la ver­ dad práctica del tema que depender de mis fantasías al respecto».6 En su condena de las grandes filosofías políticas del pasado, no ins­ piraba a Maquiavelo ninguna objeción filosófica formal. Aquella se basaba, en cambio, en la convicción 'de que los conceptos heredados por el pensamiento político habían perdido significado porque ya no se referían a fenómenos verdaderamente políticos. Mientras que el pensamiento político medieval había hecho de las instituciones ecle­ siásticas un punto focal y decisivo de sus indagaciones, como conse­ cuencia de lo cual sus conceptos habían quedado imbuidos de imáge­ nes e ideas religiosas, Maquiavelo sostenía que los gobiernos eclesiás­ ticos no eran motivo de preocupación para la nueva ciencia. Otros 5 Véase, en general, H . Barón, The crisis of the early Italian Renaissance, Princeton: Princeton University Press, 2 vols., 1955; Humanistic and politicál literature in Florence and Ventee at the heginning of the Quattrocento, Cambrid­ ge, Mass.: Harvard University Press, 2 vols., 1955; «D as Erwachen des historischen Denkens in Humanismus des Quattrocento», Historische Zeitschrift, vol. 147, 1932, págs. 5-20. También es pertinente, respecto de los antecedentes del pensamiento de Maquiavelo, A . H . G ilbert, Machiavelli’s «Prince» and its forerunners, Durham: University o f North Carolina Pres?, 1938; L. K. B om , The education of a Christian prince, Nueva Y ork : Columbia University Press, 1936, «Introdu cción ». 6 Prince, X V ( 1 ) . Salvo indicación en contrario, hemos utilizado la traducción de A . H . Gilbert, «The prince » and other túorks, Nueva Y ork : Hendricks House, 1946, que será citada com o Prince. El.núm ero entre paréntesis, arriba, se refiere al párrafo del capítulo en dicha edición. Se discute mucho si, en los pasajes arriba citados, los «predecesores» mencionados eran autores clásicos o medievales, com o Dante, o publicistas más recientes, del siglo xv. Véanse diversos puntos de vista sobre éste problema en: L. A . Burd, ed., II Principe, O xford: Clarendon Press. 1891, pág. 282; F. Gilbert, «T h e humanist concept o f the prince and The prince o f Machiavelli», Journal of Mó­ dem History, vol. 11, 1939, págs. 449-83, pág. 450, nota 3.

213

críticos del papado, como Marsilio y Lutero, lo habían estigmatizado por ser demasiado político; Maquiavelo, en cambio, lo acusaba de no ser lo bastante político com o para justificar la atención de la teoría política. En sus mordaces palabras, tales regímenes mantienen sus príncipes en el poder cualquiera que sea «su manera de actuar y vivir». «Son estos los únicos príncipes que tienen Estados y nq I q s defien­ den; súbditos y no dos gobiernan; sin embargo, nunca pierden sus Estados por no defenderlos, y sus súbditos no objetan por no ser gobernados; no sueñan en apartarse de la Iglesia, ni pueden hacerlo. Solamente estos principados, pues, son seguros y felices; pero, dado que los protegen causas superiores, a las cuales no alcanza la mente humana, omitiré hablar de ellos, porque, dado que son mantenidos y establecidos por Dios, abordarlos sería propio de un hombre pre­ suntuoso y vanidoso».7 Aunque sería interesante examinar si Maquiavelo opinaba que el go­ bierno papal estaba más allá del alcance de la teoría política o que, en cambio, no merecía ni siquiera su desprecio, lo importante es que sus antipatías eran fruto de una idea sumamente lúcida acerca de cuá­ les eran las cuestiones pertinentes a la teoría política.8 Si se negaba significación política al papado, el lenguaje de la teología política me­ dieval pasaba a ser superfluo para las necesidades de la nueva ciencia. En este aspecto, la teoría política debía contribuir a una de las ten­ dencias fundamentales del Renacimiento: la proliferación de áreas in­ dependientes de indagación, cada una resuelta a establecer su autono­ mía, cada una preocupada por elaborar un lenguaje explicativo ade­ cuado para un conjunto particular de fenómenos, y cada una actuan­ do sin la intervención del clero. Este proceso, a la larga, presentaba una amenaza mucho más seria para la cosmovisión unificada de la Edad Media que todas las groserías anticristianas. La mayoría de los comentaristas modernos no han aducido la ruptura con los modós medievales de pensamiento com o única razón para acla­ mar a Maqúiavelo como primer pen$ador político auténticamente mo­ derno. Han aducido, con todo acierto, su rechazo de normas tradicio­ nales com o la ley natural, y la exploración de un método pragmático de análisis concentrado casi exclusivamente en cuestiones de poder. A esto nosotros hemos agregado la sugerencia de que la modernidad de Maquiavelo residió también en el intento de excluir de la teoría política todo lo que no parecía ser estrictamente político. Si bien la religión fue la más importante víctima de este principio de exclusión, hubo otras igualmente significativas, aunque de tipos muy diferentes. Vale la pena, a este respecto, examinar la hostilidad de Maquiavelo 7 Prince, X I ( 1 ) . A l examinar este capítulo en Macbiavelli’s « Prince» . . . (op. fit.y págs. 60-61), Gilbert om ite todp análisis de este pasaje. Esta omisión lo lleva a sostener, erróneamente, que Maquiavelo está tan dispuesto a aconsejar a un Papa con inclinaciones políticas com o a cualquier otro príncipe, tal vez creyendo posible que la liberación de Italia proviniera de un príncipe de la Iglesia. 8 E l desprecio de Maquiavelo hacia el gobierno papal n o debe ser interpretado, por supuesto, com o una inadvertencia respecto de la importancia del papado en la diplomacia italiana y extranjera.

214

contra los gobernantes hereditarios, y su hondo desprecio de la no· bleza. La importancia de este examen no se relaciona con el lenguaje y conceptos de la nueva ciencia, sino con sus sesgos políticos y socia­ les. Dado que la nueva ciencia era hostil a los príncipes hereditarios y a la aristocracia, no se la podía acusar de ser una mera ideología destinada al propósito de racionalizar estos intereses particulares. Por otro lado, si la nueva ciencia se desvinculaba de aquellos, ¿dónde podía hallar aliados para la tarea reformadora? Quizá podamos cla­ rificar un poco estas cuestiones examinando la actitud de Maquiavelo respecto de la nobleza y el principio del gobierno hereditario. La antipatía hacia los monarcas hereditarios se vinculaba con la eva­ luación hecha por Maquiavelo de la crisis que se venía desarrollando en las ideas de autoridad y legitimidad. Intuía correctamente que, en los siglos recientes, los rápidos cambios de formas institucionales, es­ tructuras sociales y tipos de conducción habían hecho caducar las ideas anteriores de legitimidad. Había surgido un mundo político allí don­ de el principio hereditario y la mayoría de las formas de tradiciona­ lismo perdían asidero de m odo creciente. Pese a que continuaban existiendo sistemas hereditarios viables — p. ej. en Francia— , Ma­ quiavelo afirmaba que su importancia para la teoría política era esca­ sa. Según dijo, «un nuevo gpbierno principesco tropieza con dificul­ tades», pero «los Estados hereditarios, habituados a la familia de sus príncipes, son mantenidos con menos dificultades que los nuevos».9 Así, un sistema hereditario, que presuponía por definición una situa­ ción sin cambios, en la cual las lealtades y expectativas de los súbditcs permanecieran más o menos constantes, no requería habilidades i i conocimientos especiales, y por ello no presentaba un verdadero de safio a la ciencia política.10 Un dominio recién adquirido, por su par te, era conservado o perdido estrictamente de acuerdo con el grado de habilidad del gobernante. Este último representaba, entonces, una forma de actividad política, más pura, en la cual los factores acciden­ tales cumplían un papel secundario.11 Esta diferencia se reflejaba asi­ mismo en las posibilidades comparativas de virtü. Un príncipe here­ ditario tenía pocas oportunidades de grandeza, ya que la gloria era más posible cuando se conquistaba el poder que cuando se lo here­ daba. El monarca hereditario se exponía a sufrir una «doble humi­ llación» si «habiendo nacido príncipe, pierde su dominio por no ser prudente». Por añadidura, a un príncipe que habiendo disfrutado de un largo reinado sufría luego un súbito revés, se le negaba incluso el consuelo de atribuir su caída a la Fortuna. Era evidente que, adorme­ cido por la seguridad, no se había preparado adecuadamente para las contingencias políticas que aquejan a todos los regímenes,12 El prín­ cipe nuevo, en cambio, tenía la posibilidad de una «doble gloria»: 9 Prince, I I ( 2 ) ; I I I ( 1 ) . The discourses on tbe first ten books of Titus Livius, trad. al inglés por L. J. Walker, N ew Haven: Yale University Press, 2 vols., 1950, lib. I, ii (9 -1 0 ), ix ( 3 ) . El número entre paréntesis se refiere a los pá­ rrafos de Walker. 10 Prince , I , passim. Véase también X I X (1 8 ), donde Maquiavelo desdeña lla­ mar nuevo a un gobierno en particular debido a que este conserva m ucho del viejo. 11 Ibid., V I ( 2 ) . 12 I b i d X X I V ( 3 ) .

215

podía fundar un nuevo reino y experimentar el júbilo estético de im ponerle el sello de su propia personalidad; algo inevitablemente ne­ gado al gobernante hereditario, cuyo poder dependía de que honrara los ordenamientos existentes.13 Desdeñando el principio hereditario, Maquiavelo ofrecía la nueva cien­ cia del arte de gobernar como alternativa al antiguo principio de legi­ timidad, prometiendo audazmente hacer que «un nuevo príncipe pa­ reciera viejo», y «lograr que se sintiera de inmediato más seguro y firme en su reino que si hubiera envejecido en él».14 La hueva cien­ cia reflejaba, en esta medida, una era de movilidad social extrema, una «era de bastardos», como la llamó Burckhardt. A l servir a los nuevos hombres que se precipitaban en procura de poder, posición social y gloria, la nueva ciencia actuaba como gran nivelador, elevan­ do la situación comparativa de quienes enfrentaban con su capacidad el derecho hereditario.15 Esto, dicho sea de paso, explica en parte el gran peso asignado por Maquiavelo a las artes militares: como expli­ có, un conocimiento de los métodos bélicos no solo era útil para quie­ nes nacían príncipes, sino que «permite que los hombres asciendan desde posiciones humildes a esa [misma] jerarquía».16 En el hombre nuevo, el arriviste político, pintó Maquiavelo un nota­ ble retrato de una figura que sería frecuente en la actividad política moderna. Este nuevo hombre era el retoño de una época de incansa­ ble ambición, de rápida trasformacióñ de las instituciones y veloces cambios de poder entre los grupos de élite. Simbolizaba, en resumen, el fluir de la actividad política, su fugacidad y su carácter intermina­ blemente continuo. El gobernante hereditario, en cambio, represen­ taba el principio anacrónico según el cual las situaciones fijas y los ordenamientos permanentes eran esenciales en la actividad política. En el fondo, entonces, la inclinación de la nueva ciencia hacia el «nue­ vo príncipe» y contra el hereditario se basaba en la convicción de que el primero era una imagen más verdadera de la naturaleza de la acti­ vidad política. Sin embargo, la cuestión de si era un agente más se­ guro para l i aplicación de la nueva ciencia quedará reservada para después de que hayamos examinado la argumentación de Maquiavelo contra la nobleza. D ijo Maquiavelo: «Los apetitos humanos son insaciables, ya que, por naturaleza, estamos constituidos de modo que no hay nada que no podamos anhelar, mientras que nuestra suerte es ser tales que apenas podemos lograr unas pocas de esas cosas. Como resultado, el espíritu humano está siempre descontento . . .».17 Maquiavelo creía que esta forma de descontento era el vicio particular de los nobles, quienes no se satisfacían con menos que la dominación total.18 Esto, sin em­ bargo, ya no era factible, debido a que la prolongada experiencia de libertad cívica había alentado las expectativas del ciudadano común, .13 Ibid., X X I V ( I ) . 14 Ibid. 15 Ibid., V I ( 2 ) . Véase el análisis de Severtus ( X I X , passim) y los comentarios acerca de los hijos de Francesco Sforza [ X I V ( 2 ) ] . 16 Ibid., X I V ( I ) . t 7 Discoufses , I I , prefacio ( 7 ) . 18 Ibid., I, xl ( 1 0 ) ; I I I , xi ( I ) .

quien consideraba justo que sus propios deseos fueran tratados en un pie de igualdad con los de los demás. N o era posible armonizar los intereses y ambiciones de ambos grupos, ya que uno exigía preferen­ cia, y el otro, igualdad. Esta contradicción no era tanto lógica com o política. Debido a su carácter, la acción política tenía que ser em­ prendida en un «cam po» limitado, en el cual escaseaban los objetos de interés y ambición. A diferencia de otros campos de acción, la actividad política era atormentada por el dilema entre bienes limita­ dos y ambiciones sin límites.19 El problema de la escasez y la ambición — que H obbes, en el siglo siguiente, ubicaría en el centro de la teoría política— condujo a su vez a la cuestión de la desigualdad. A quí aparece de nuevo Maquiavelo elaborando la actitud que iba a caracterizar la teoría política mo­ derna: la nueva ciencia era fundamentalmente hostil a las distinciones sociales y, en particular, al principio aristocrático. Según el enfoque de Maquiavelo, uno de los índices de una sociedad corrupta era la existencia de una difundida desigualdad social y económica y de una alta burguesía parasitaria, que rechazaba sus obligaciones sociales y se entretenía en frecuentes incursiones armadas en la campiña circun­ dante, donde destruía e .interrumpía la paz. Esta antipatía hacia los gentiluomini y los grandi derivaba, en parte, de la convicción repu­ blicana de Maquiavelo en el sentido de que una condición de gran desigualdad era perjudicial para una república; pero también era fa­ vorecida por la opinión de que sociedades más simples, com o los esta­ dos alemanes, donde regía la igualdad, eran más susceptibles a la in­ fluencia formadora de la nueva ciencia.20 La inclinación contraria a la nobleza encerraba otra consecuencia, que fue más plenamente ela­ borada por H obbes: que el tipo cualitativo de distinciones inherente a una sociedad aristocrática era menos compatible con la nueva cien­ cia que una sociedad en la cual se pudiera analizar a los hombres co­ mo entidades provistas de capacidades y perspectivas similares. Como más adelante señalaremos, el gran descubrimiento de Maquiavelo fue que una masa uniforme pódía ser más fácilmente analizada en teoría y manipulada en la práctica que un cuerpo social diferenciado.21 En páginas posteriores se abalizará en mayor detalle la orientación de Maquiavelo hacia la masa, lo cual, com o procuraremos demostrar, fue acompañado por un creciente desencanto respecto del nuevo príncipe como instrumento de la nueva ciencia. Lo que aquí se debe destacar, sin embargo, es que estos procesos no significaban de ningún modo una «democratización» de la teoría política que la convirtiera en un cuerpo de conocimiento específicamente destinado a promover los in19 The bistory of Florence, *** Londres: Bohn, 1854, I I I , iii (pág. 1 2 5 ); Discouries , I I , prefacio (6 -7 ). 20 tbid., I, lv (6-8, 9 ). 21 H e utilizado la palabra «masa» aquí, y en otras partes, a fin de expresar el sentido de un cuerpo de materia cuyos elementos son en gran m ecida indiferen­ ciados, y controlables en conjunto. N o hace falta decir que esta palabra no está destinada a súgerir «una sociedad de masas» en el sentido que encierra esta frase en la sociología y ciencia política contemporáneas. Un buen ejem plo del signifi­ cado que tiene en este ensayo aparece en La historia d e Florencia, donde Ma­ quiavelo describe al pueblo diciendo que es lento para generar movimiento, pero que una vez alerta, cualquier insignificancia lo incita [V I, v (2 8 5 ) ].

217

tereses del pueblo. En cambio, la nueva ciencia tenía com o caracterís­ tica fundamental el ser separable de los intereses de cualquier partido. Esto lo puso en claro Maquiavelo en la Dedicatoria de El príncipe. Después de alegar que la novedad ( varietá) y seriedad ( gravita) de su tema podían servir para disculpar su presuntuosidad al ofrecer direc­ tivas a los príncipes, Maquiavelo pasaba a comparar al escritor polí­ tico con un paisajista que podía ejecutar mejor su tela ubicándose en el valle para expresar con fidelidad las imponentes montañas, y que, a la inversa, podía esbozar mejor el valle situándose en las alturas. En esta metáfora, el valle simbolizaba al pueblo; las montañas, al príncipe; el teórico político, como pintor, era superior a uno y otro, ya que podía moverse con igual facilidad a cualquier posición y era capaz de recetar para ambos. / Esta misma cuestión fue expresada de modo levemente distinto en lá Historia de Florencia. *** La técnica de Maquiavelo consistía en esta­ blecer una situación en la cual se enfrentaban intereses de clase, pa­ sando luego a exponer, por boca de algún portavoz partidario, la me­ jor argumentación posible a favor de cada grupo interesado.22 Cual­ quiera que fuese el partido, proletario o patricio, la versatilidad de la nueva ciencia le permitía situarse imaginariamente en cualquier po­ sición particular, analizando los problemas tal como aparecían desde esa perspectiva e indicando el curso de acción que satisfaría el interés en cuestión. Tal vez la prueba más dramática de la capacidad de la nueva ciencia para evitar una «sobreidentificación» con un grupo de adeptos determinado haya sido proporcionada por el análisis que llevó a cabo Maquiavelo acerca de diversos problemas de política interna­ cional. Aquí, además, la nueva ciencia demostró ser capaz de situarse en cualquier posición, aun la de los peores enemigos de Italia, diag­ nosticando la situación desde ese punto de vista, enunciando las al­ ternativas y aconsejando las mejores medidas.23 Esto permite com­ prender por qué muchos críticos han sostenido que Maquiavelo su­ puso erróneamente que la política internacional era una simple partida de ajedrez, con lo cual descuidó aspectos que no podían ser reducidos a dichos términos. Pero también se podría sugerir que esto era inevi­ table, dada la índole versátil e imparcial de la nueva ciencia: en efecto, la esencia del ajedrez reside en que es una ciencia aplicable a cualquier lado del tablero. Se puede formular esto de otro modo di­ ciendo que la ubicación privilegiada buscada por Maquiavelo para la teoría política debía provenir de que la inspiraba una orientación pro­ blemática, antes que ideológica. Un problema tiene varias facetas; una ideología, un foco central. Podríamos resumir las anteriores observaciones diciendo que, en la concepción de Maquiavelo, la teoría política podía suministrar un conjunto de técnicas útiles para cualquier grupo; p£ro, como también hemos visto, no todo grupo era considerado igualmente útil para la nueva ciencia. Ambas consideraciones determinaban ciertos tipos de compromiso: nos ocuparemos ahora de estos y sus interconexiones. 22 Htstory, I I , vin (9 2 -9 3 ); I I I , iii (1 2 8 -2 9 ), IV , iii (17 2 -7 3 ); V I, iv (278-81). 23 Véase e l fam oso análisis de los errores com etidos por Luis X I I en su inva­ sión de Italia; Prince, I I I ( 9 ) .

218

II. Los compromisos del teórico político Existe una persistente imagen de M aquiavelo com o lúcido realista, dedicado a librar de confusos ideales al pensamiento político, con tan poco apasionamiento moral com o el hom bre de ciencia en su adhesión a los métodos objetivos.24 Es cierto que M aquiavelo ofrece material de sobra para este retrato. Su desafiante anuncio de que se proponía abrir en el análisis político una «nueva senda», una que «llegaría a la verdad práctica ( venta effettuale) de la cuestión», ha sido aceptado como núcleo central de su sistema.25 N o obstante, el brusco cambio de estilo surgido en el último capítulo de El príncipe suscita ciertas dudas acerca de esta evaluación. El lenguaje ya no era el de una apre­ ciación realista y un consejo imparcial, sino el de un ferviente nacio­ nalismo que culminaba en el alegato por uña cruzada para unificar a Italia. Algunos estudiosos serios han sostenido que dicho capítulo fue agregado con posterioridad al cuerpo principal del texto; sin em­ bargo, esto no elimina el hecho de que M aquiavelo escribió el capítu­ lo, y de que nunca evidenció turbación alguna por haberlo incluido en su precursora obra.26 Solo se puede considerar superfluo el último capítulo, si se presupone que combinar realismo y pasión en una teo­ ría política es una excentricidad. Si se descarta ése supuesto, en cam­ bio, es posible advertir que el realismo objetivo y el nacionalismo apasionado eran la expresión de dos tipos diferentes de compromiso por parte de Maquiavelo. En tal caso, queda por explorar no solo su naturaleza, sino también el tipo de lenguaje adecuado para cada uno. Como ya hemos indicado, cuando Maquiavelo intentó describir los males políticos de Italia, recurrió al lenguaje de la pasión moral. Dijo entonces que la situación de Italia era «más esclavizada que la de los hebreos, más oprimida que la de los persas y más dispersa que la de los atenienses; sin una cabeza, sin orden, vencida, despojada, 24 E l mejor estudio sobre Maquiavelo a partir de esta posición es el de L. Olschki, Machiavelli the scientist, Berkeley, 1945. Tam bién son útiles H . Butterfield, The statecraft o f Machiavelli, Londres: Bell, 1940, pág. 59 y sigs.; E. Cassirer, The myth of the State, *?* N ew H aven: Yale University Press, 1946, caps. X -X I I ; J. Burnhám, The Machiavellians, Nueva Y ork : Day, 1943, parte I I ; A . Renaudet, Machiavel, París: Gallimard, 6a. ed., 1956, págs. 12-13, 119 y sigs. (para una interpretación de Maquiavelo com o «positivista»). Véanse las objeciones a esta opinión en J. H . W hitfiela, Machiavelli, O xford: Blackwell, 1947, esp. el cap. I. Una evaluación amplia y crítica del volumen de W hitfield es la efectuada por M . M . Rossi en Modern Language Review, yol.· 44, 1949, págs. 417-24. H ay una reseña de las interpretaciones actuales en W . Preiser, «Das Machiavelli-Bild der G egenwart», Zeitschrift für die Gesamte Staatswissenschaft, vol. 108, 1952, págs. 1-38. 25 II Principe, X V , pág. 283 (línea 5 ) en la edición de L. A . Burd, op. cit .; será citada en adelante com o II Principe. 26 Com o muestra de la literatura referente a este problema, véase F. Meinecke, Ñtccolo Machiavelli, Der Fürst und kleinere Schriften, Berlín, 1923, págs. 7-47; E. Cassirer, op. cit., págs. 142-43; L. A . Burd, op. cit., pág. 365, nota 19; F. Gilbert, «T h e humanist concept o f The prince o f Machiavelli», Journal of Mo­ dern History, vol. 11, 1939, págs. 449-83, pág. 481 y sigs.; y del mismo autor, «T h e concept o f nationalism in Machiavelli’s Prince», Studies in the Renaissance, vol. I , 1954, págs. 38-48. Véase un examen general de los usos lingüísticos de Maquiavelo en F. Chiappelli, Studi sul linguaggio del Machiavelli, Florencia, 1952.

219

lacerada e invadida. . .».27 El tema cobra vigor cuando Maquiavelo adopta, de modo implícito y, aparentemente, sin intención consciente, el lenguaje de la religión: como el corpus Christi, Italia ha sido con­ denada a sufrir desunión para purgar los pecados anteriores de aque­ llos cuya existencia simbolizaba. Era «necesario» que Italia, com o las antiguas naciones, sufriera devastación y esclavitud antes de ser re­ dimida (redenzione) . Habiendo evocado la imagen de un cuerpo po­ lítico doliente, Maquiavelo ofrecía luego una especie de letanía al sal­ vador político sobre quién descansaba la esperanza de la futura re­ dención de Italia: « Y aunque, antes de esto, ciertas personas mostraron señales de las cuales se podía inferir que Dios los había elegido para salvar a Italia, luego se vio que, en la corriente plena de la acción, la Fortuna lbs desechaba. Italia, pues, sigue sin vida, aguardando al hombre, quien­ quiera pueda ser, que curará sus heridas ( . . . ) y la sanará de esas lla­ gas que se ulceran desde hace tanto tiempo. Se la puede ver rogando a Dios que envíe alguien a redimirla de estos crueles y bárbaros in­ sultos. [ Y entonces, después de insistir en que basta con que el libe­ rador adopte los métodos antes propuestos, Maquiavelo presenta su propia versión de una profecía del Antiguo Testamento.] Tenemos ante nuestros ojos, recursos extraordinarios e insólitos, preparados por Dios. El mar se ha dividido. Una nube os ha guiado en vuestro camino. Del peñasco ha brotado agua. Ha llovido maná. T odo se ha unido para haceros grandes. Lo demás está en vuestras manos ha­ cerlo».28 Esta visión culmina en la promesa de la jubilosa recepción que aguar­ da al salvador-príncipe {redentor e )>, una promesa de poder y gloria sin Getsemaní: «'No puedo expresar con cuánto amor sería recibido en todas las pro­ vincias que^han padecido estos diluvios extranjeros; ¡con cuánta sed de venganza, con qué firme fe, cuánta devoción, cuántas lágrimas! ¿Qué puertas se le cerrarían? ¿Qué pueblos le negarían obediencia? ¿Qué envidia se le opondría? ¿Qué italiano se negaría a seguirlo?».29 Es evidente aquí que formas anteriores de emoción y lenguaje religio­ sos han sido traspuestos y sublimados en las nuevas imágenes de lo nacional. Y siguiendo, com o lo hacen, los consejos técnicos ofrecidos en los capítulos previos de El príncipe, la conclusión sugerida es que la nueva teoría política no estaba contenida en sí misma, sino que ex­ traía su impulso de la inspiración nacional, un impulso que Maquia­ velo no podía comunicar sino por medio del lenguaje, más antiguo, de la emoción y el pensamiento religiosos. El elemento religioso que 27 Prince, X X V I ; pag. 95 de la trad. de L. Ricci y E. R. P. Vincent, en la edi­ ción de la M odern Library, Nueva Y ork: Random H ouse, s. f. 28 Ibid., X X V I ( 2 ) . H e m odificado levemente la traducción. Véase también el estudio de K. Burke, A rhetoric of motives . Nueva Y ork: Prentice-Hall, 1950, págs. 158-66. 29 Prince, X X V I ( 6 ) .

220



*

I

acompañaba a la nueva teoría política no se limitaba únicamente al nacionalismo de Maquiavelo, sino que reaparecía en la idea de un principio vital inherente a las sociedades políticas. Maquiavelo clasi­ ficaba una sociedad política entre esos tipos de cuerpos que solo podían evitar la desintegración repitiendo cierto rito de renovación.30 En el caso de cuerpos mixtos o compuestos — y es significativo que aquí Maquiavelo haya reunido las repúblicas y los grupos religiosos organizados— era posible obtener la renovación recurriendo al prin­ cipio originario, lo cual se podía lograr con medidas internas o a tra­ vés del impacto de alguna fuerza exterior. Con el tiempo, sin embar­ go, la única forma de impedir la decadencia era volver a su arcbe o principio fundamental. Maquiavelo prevenía de que en una república sería necesario un impacto para que los hombres volvieran a tomar conciencia de la base original de su sistema político, y esto no debía ser demorado más de diez años, pues, de lo contrario, la corrupción habría penetrado tan profundamente que el cuerpo político sería irre­ dimible.31 Esta idea de un principio revivificador recordaba sobremanera los! usos eucarísticos. Como resultado, en parte, de la influencia de Maquiave­ lo, fue trasladado a la teoría política posterior, sobre todo entre los constitucionalistas. Harrington, que llamó a Maquiavelo «el único po­ lítico de las épocas recientes», sostuvo que una república que se atu­ viera a sus leyes básicas tendría asegurada la inmortalidad.32 La idea de la ley fundamental — que tan gran papel jugó en los debates polí­ ticos e institucionales en la Inglaterra del siglo x v n , y en las poste­ riores ideas de una constitución escrita— ha preservado la idea de una fuerza vivificante cuya observancia garantizaría el mantenimiento del vigor del cuerpo político.33 30 Discourses, I I I , i (1 -3 )31 Jbtd.i I I I , i (3 -5 ). 32 Adviértase el lenguaje utilizado por Harrington en él siguiente fragmento: «Formar un gobierno es crear una criatura política sobre la imagen de una cria­ tura filosófica; o es infundir el alma o facultades de un hombre en el cuerpo de una multitud ( . . . ) El alma de un gobierno ( . . . ) es, hasta la última pizca, tan necesariamente religioso com o racional». A system of politics in The O ce ana and other works of James Harrington, J. Toland, ed., Londres, Í737, págs. 499-500. Pueden hallarse observaciones semejantes en A . Sidney, Works, Londres, 1772, págs. 124, 160, 406, 419. En Z. S. Fink, The classical republicans (Evanstons: Northwestern University Press, 1945) hay un buen examen de la relacióii entre Maquiavelo y estos autores del siglo x v i i . 33 El estudio de J. W . G ough, Fundamental law in English constitutional bhtory (O x fo rd : Clarendon Press, 1955) es, en gran medida, com ó lo sugiere su título, uñ estudio sobre el pensamiento jurídico en un sentido estricto. P eto en las citas de las págs. 100, 121-22, vemos ideas similares a las expuestas aquí. La abundante literatura panfletaria del período anterior a la Guerra Civil y duran­ te esta contiene numerosos ejemplos de la tesis antedicha. Tanto parlámentaíios com o realistas infundieron matices religiosos a la idea de ley fundamental. Véan­ se ejemplos en M . A . Judson, The crisis of the constitution , N ew BrunswickN ew Jersey: Rutgers University Press, 1949, págs. 53-54, 62-63, 193-94, 338, 360; F. D . W orm uth, The royal prerogative, 1603-1649, Ithaca: Corneli Univer­ sity Press, 1939, págs. 6, 8. En el pensamiento político de la Revolución Norte­ americana, se identificó frecuentemente el principio fundamental con el pueblo. James W ilson, por ejem plo, menciona el «ún ico gran principio, al que bien pue­ do llamar el principio vital, que difunde animación y vigor a través de todos los otros. El principio al cual me refiero es este: que el poder supremo o soberano

221

Hemos sugerido que en el pensamiento de Maquiavelo existía un importante sustrato de sentimientos e imágenes religiosos, que se tor­ naba evidente sobre todo cuando aquel se refería al tema del resurgi­ miento nacional. Pero en las partes de sus escritos donde predomi­ naba lo analítico o lo relacionado con la tarea de consejero, el lengua­ je de la religión quedaba excluido. En consecuencia, si bien la causa del resurgimiento nacional constituía un objetivo fundamental, para cuya realización se prescribían determinados medios, no actuaba como un objetivo informador que coloreaba y penetraba todos lós aspectos de su obra. Maquiavelo abría la importante posibilidad de una sepa­ ración entre el estilo de indagación política analítica y el del objetivo fundamental, poseedor cada uno de su propio vocabulario y concep­ tos. Pero lo que para Maquiavelo fue apenas una posibilidad, ha pásado a ser hoy, en la mayoría de las ciencias modernas, un artículo de fe: el lenguaje de la pasión moral ha quedado rotulado como «subjetivo» o «em otivo», y, en consecuencia, como un tema menos atractivo para la investigación exacta. Esto no significa — como tam­ poco en lo que respecta a Maquiavelo— que el investigador político moderno carezca de sentido moral o de adhesión a determinados valo­ res. Lo significativo, en cambio, es la jerarquía de los valores políti­ cos, com o se advierte en el siguiente enunciado de teóricos políticos contemporáneos: «Nuestros propios valores son los del ciudadano en una sociedad que aspira a la libertad. D e aquí que hayamos dado especial atención a la formulación de condiciones favorables para establecer y mantener una sociedad libre ( . . . ) N o nos interesa la justificación de los valores democráticos, su derivación de algún fundamento metafísico o moral. Esto corresponde a la doctrina política y no a la ciencia política».34 Pero cuando las opiniones son simultáneamente relegadas a la cate­ goría de preferencias no examinadas y declaradas indemostrables se­ gún el método más respetado de validación, tienden a convertirse en dogmas rituales. Así com o Maquiavelo tenía sus opiniones no exami­ nadas — la nación-estado, la anarquía internacional, una teoría del poder basada en algo así como el fondo salarial— , también el investi­ gador político contemporáneo tiene las suyas: democracia, teoría libe­ ral de los derechos, mercado económico en parte libre y en parte con­ trolado. N o se trata de que estas opiniones sean malas o erróneas, sino de que se las considera inexaminables en cualquier sentido^rigu­ roso; como resultado, no siempre se reconoce su influencia en cuanto a determinar indagaciones empíricas o analíticas. Si la preocupación respecto de los métodos analíticos parece haberse originado, en alguna medida, con Maquiavelo, se vuelve importante descubrir qué tipo de convicción o pasión se ocultaba tras este com­ promiso. Éste problema se basa, en cierto sentido, en una paradoja: habiendo sugerido que Maquiavelo excluía valores básicos de la lógide fe sociedad reside en los ciudadanos en gen eral. . . » . R. G . Adams, Selected political essays o f James Wilson, Nueva Y ork : F. S. Crofts, pág. 196. 34 H . D . Lasswell y A . Kaplan, Power and society. A framework for political inquiry, N ew Haven: Yale University Press, 1950, págs. xiii-xiv.

222

ca de la indagación, ahora preguntamos si su método de indagación se apoyaba en ciertas apasionadas convicciones. Lo que tenemos, en su caso, es una apasionada entrega a la profesión de teórico político, ilustrada de manera notable en un trozo de su correspondencia: «La Fortuna ha dispuesto que, ya que no puedo hablar de fabricación de seda, manufactura de lana, ganancias y pérdidas, tengo que hablar de cuestiones de Estado. D ebo hacer un voto de silencio o hablar de ese tema».35 Muchas otras expresiones atestiguan un hondo sentido de dedicación a la profesión de teórico político; El príncipe mismo fue prologado por un comentario de que dicho volumen representaba «todo lo que he aprendido en muchos años, y con muchas incomodidades y ries­ gos». Este sentido de dedicación era una respuesta esencialmente mo­ ral, inspirada por una preocupación por el hombre en una época de corrupción política. « [N o se] eñcuentra otra cosa que desdicha extrema, infamia y des­ precio, porque no se observari la religión ni las leyes, ni las tradicio­ nes militares, sino que todo está sucio con toda clase de inmundicias. Y tanto más detestables son esos vicios [en] quienes ocupan el estra­ do del juez, prescriben reglas para otros y esperan de ellos adora­ ción».36 Estaba implícito en esta protesta el reconocimiento de aquella com o una época profundamente politizada, en la cual la actividad políticr había pasado a ser el determinante principal del futuro del hombre. Y la respuesta del pensador comprometido, que «n o había conocido sueño ni diversión en quince años» dedicados por él al «estudio del arte del Estado», su crí d e caeur, era «amo a mi país más que a mi alma».37 Sin embargo, los sentimientos morales subyacentes en la nueva cien­ cia no eran inspirados solamente por motivos patrióticos, sino que se vinculaban con la sensibiliclad de Maquiavelo para los elementos an­ gustiantes de la situación política misma. Tanto nos hemos habituado al retrato de Maquiavelo como irónico escribiente confidencial, que se nos ha escapado el patetismo de sus escritos. Un ejemplo adecuado es su descripción de Piero Soderini, el gonfalontere de Florencia. Nos presentaba aquí a un hombre amable y bien intencionado, a quien los imperativos de la política obligaban a elegir entre la necesidad obje­ tiva de destruir a sus enemigos o el cumplimiento de sutilezas legales que permitirían a sus enemigos destruirlo. Como era un buen hombre, decidió lo segundo, y con ello infligió grave daño a su país y a sí mis­ mo. Sin duda, una situación que hace inevitables tales elecciones tiene 35 Carta a Vettori, 9 de abril de

228 ( 2) ·

1513, en A . H .

Gilbert, Prince, pág.

36 Discourses, I I , prefacio ( 5 ) ; I I , xviii ( 9 ) ; I I I , :cxvii ( 4 ) ; History , IV , iv, pág. 179. 37 Carta a V ettori, 16 de abril de 1527, en A , H . G ilbert, Prince, pág. 270 ( 2 ) .

223

su parte de angustia. Recordemos también la famosa máxima de Maquiavelo, según la cual un príncipe, para triunfar, debe tener algo de león y algo de zorro; ser valeroso, pero astuto. Aunque esto ha sido interpretado habitualmente como una muestra típica de inmora­ lidad maquiavélica, era, en realidad, el argumento de un moralista, cuya exposición comenzaba observando que la grandeza, en una época corrupta, no podía ser obtenida sino por medios inmorales. Había, en tales períodos, d o s ;métodos de lucha claramente distinguibles: uno, por medio de las leyes, que era el proceder de los hombres ci­ vilizados; el otro, por medio de la fuerza, que era el proceder de las bestias. Ambos métodos representaban formas de combate, ya qúe respondían al hecho de que la actividad política configuraba una situa­ ción conflictiva. El desafío consistía en reducir el área en que el hombre debía actuar com o el animal. Mientras los tiempos siguieran siendo corruptos, los medios legales eran insuficientes por sí solos; en consecuencia, el hombre político, aunque actuara impulsado por las mejores intenciones, debía ser parcialmente animal para lograr sobrevivir.*8 El consejo de Maquiavelo, en el sentido de que el actor político podía verse obligado a faltar a su palabra, no provenía de un escepticismo respecto de la defendibilidad de las distinciones morales, sino de una convicción de que los imperativos de la actividad política excluyen to­ da otra alternativa. Como Lutero, el actor de Maquiavelo no podía obrar de otro modo. Y el patetismo moral residía en una situación, no en que el fin justificara los medios, sino en que el fin imponía medios de un tipo que hacía superfluos tanto al hombre enteramente bueno como al enteramente perverso. «Pero reconstituir la vida política pn un estado presupone un hombre bueno, mientras que recurrir a la violencia para hacerse príncipe en una república supone un mal hombre. De aquí que sea muy difícil ha­ llar un buen hombre dispuesto a utilizar malos métodos para hacerse príncipe; áunque con un objetivo bueno en vista, ni tampoco un mal hombre que, habiendo llegado a príncipe, esté dispuesto a obrar de modo correcto, y a quien se le ocurra emplear bien esa autoridad que ha adquirido por malos medios».3 39 8 38 Prince, X V I I I ( 5 ) . En este contexto de dilemas se debe interpretar la famo­ sa doctrina maquiaveliana de la raison d’état. «Este consejo merece la atención de todo ciudadano que deba asesorar a su país, y debe ser observado por él, porque cuando de la decisión que ha de tomarse depende por entero la seguridad del propio país, no se debe tener en cuenta justicia ni injusticia, bondad ni crueldad, ni que sea elogiable o ignominiosa. A l contrario; dejando de lado toda otra consideración, debe adoptarse francamente la alternativa que salve la vida del propio naís y proteja su libertad». [ Discoursesf I I I , xli ( 2 ) . ] El acento adecuado no está puesto en que se deban ignorar los preceptos morales cuando se encara la tarea de salvar el propio país, sino en que la actividad po­ lítica es una condición tal, que no se puede salvar al país sino violando manda­ tos éticos. La exposición clásica al respecto es la de F. Meinecke, Machiavellism, trad. al inglés por D . Scott, Londres: Routledge, 1959. Véase una crítica de Meinecke en C. J. Friedrich, Constitutionál reason of State, Providence: Brown University Press, 1959. 39 Discourses, 1 , sviii ( 6 ) .

224

Era justo que Maquiavelo, que observaba la actividad política desde esa perspectiva, firmara así su carta a Guicciardini: «N iccoló Machiavelli, istorico, comico e trágico».*® Este sentido de los dilemas morales de la actividad política influyó de modo directo en la teoría de la violencia elaborada por Maquiave­ lo, así com o en su concepción de la ética política, a las cuales nos referiremos más adelante. Pero aquí se podría señalar, además, que la angustia moral lo condujo también a redefinir el tipo de conoci­ miento significativo para la actividad política. Mientras que las tradi­ ciones clásica y medieval· habían enfocado al conocimiento político como un conjunto de remedios prescritivos, encaminados a la cons­ tante eliminación del mal en la sociedad política, la nueva ciencia se basaba en las premisas de que la cantidad de mal en el mundo per­ manecía más o menos constante, y de que la naturaleza peculiar de la acción política residía en que no se la podía disociar de malas conse­ cuencias: le condizioni umane che non le concentono.4 41 0 «D é m odo que esta es, precisamente, una de las cosas en que el mal se relaciona tan estrechamente con el bien, y tan ligados se hallan entre sí, que puede ocurrir con facilidad que quien crea obtener uno, obtenga el otro».42 En este espíritu, Maquiavelo escribió cierta vez a Guicciardini: «Creo que el verdadero modo de conocer el camino al paraíso es conocer el que lleva al infierno, para poder evitarlo».43 Era imperativo, por lo tanto, que la nueva ciencia fuera el conocimiento de un tipo especial de bien, pero también de un tipo especial de mal, significativo para la condición política. Nadie había sostenido con anterioridad que fuera función del conocimiento político instruir a los gobernantes en las técnicas del mal, porque nadie había creído que la perversidad fuera el precio exigido para sobrevivir.44 Y si bien autores anteriores habían advertido contra los efectos moralmente corruptores del ejer­ cicio del poder, ninguno, salvo San Agustín, había sostenido que es­ tos males fueran inherentes a la naturaleza de la acción política. De este modo, el perfil del nuevo conocimiento político tenía su ambiva­ lencia de luces y sombras: una gran exuberancia ante las posibilidades de acción política creativa, pero ensombrecida por la sensata com­ prensión de que el mal estaba ínsito en la naturaleza misma de la creatividad política.

40 Citado en A . H . Gilbert, Prince, pág. 44. 41 I t Principey X V , pág. 285 (línea 3 ). 42 Discourses, I I I , xxxvii ( 3 ) . 43 Carta a Guicciardini, 17 de mayo de 1521, en Lettere di Niccoló Machiavelli, Milán: Bompiani, s. f., pág. 144. 44 Princey X V , X V I I I , passim.

225

III. L a n a tu ra leza de la a c tiv id a d p o lít ic a y las c a te g o ría s de la n u ev a c ie n cia La mayoría de los comentaristas, al tratar de situar la modernidad del pensamiento del autor florentino, han tenido en cuenta principalmen­ te su método de análisis, sobre todo en cuanto se refirió a los factores causales que producen hechos.45 Sin discutir la importancia de este, problema, se sugiere aquí que este enfoque, al afincarse en los rasgos positivos de la «nueva ruta», ha oscurecido algunos elementos nove/ dosos del punto de vista de Maquiavelo. La novedad, en su caso, no era simplemente el resultado de ciertos elementos positivos y afirma­ tivos de su teoría, sino igualmente producto de ciertas omisiones sig­ nificativas. Estas, tomadas en conjunto, expresaban un nuevo princi­ pio de notación que establecía la identidad y novedad del pensamien­ to de Maquiavelo. La sustitución de un principio notacional por otro anuncia que todo un sistema de símbolos, significados y sentimientos está siendo total o parcialmente reemplazado. Basta un ejemplo como el del contraste entre la forma en que Agustín y Maquiavelo abordan la leyenda de Rómulo, para indicar la distancia entre una y otra épo­ ca. Para Agustín, las viles acciones cometidas por Rómulo al estable­ cer los cimientos del poder romano constituían una versión política del drama del pecado original: cualesquiera que fuesen los testimonios de la grandeza imperial romana, esta llevaba consigo, desde el prin­ cipio hasta el fin, el estigma de la violencia. Maquiavelo no ignoraba esta acusación, pero sostuvo que los fines de grandeza nacional legi­ timaban los actos de Rómulo: los crímenes cometidos por actores políticos correspondían al juicio de la historia y no de la moralidad.46 Un cambio de tal magnitud era indicio de que los antiguos principios unificadores ya no hacían comprensibles los fenómenos políticos, ni presentaban la acción política como posible. Señalaba asimismo la di­ solución de las estructuras conceptuales que enmarcaban la «natura­ leza política», y la exploración de nuevas formas de significado. Basta comparar los ordenados sistemas de la teoría política medieval con el tipo de lenguaje empleado por el contemporáneo de Maquiavelo, Guicciardini, quien se sintió obligado a describir la condición política mediante símiles tomados de la salvaje y violenta naturaleza: «Los efectos de la invasión francesa cubrieron Italia com o un incen­ dio o como una peste, no solo derrocando el poder gobernante, sino modificando también los métodos de gobierno y de guerra ( . . . ) todo fue derribado como por un súbito huracán; los lazos que unían a los gobernantes de Italia quedaron rotos, extinguido su interés por el bienestar general. Al mirar a su alrededor y ver destrozados ciudades, ducados y reinos, cada estado se atemorizó y comenzó a pensar sola­ mente en su propia seguridad, olvidando que el fuego en la casa de 45 J. Burnham, op. cit., pág. 40 y sigs^, H . Butterfield, op. cit., pág. 69 y sigs., y la crítica de este último por Walker en su edición d e los Discourses, vol. I, págs. 92-93. 46 San Agustín, De Civitate Dei, *** 6, 14-15. La posición de Maquiavelo está en Prince, V I, y Discourses, I, ix.

226

un vecino podía extenderse con facilidad, arruinándolo a él también. Las guerras se volvieron entonces rápidas y violentas; un reino era devastado y conquistado con más celeridad que antes un pequeño po­ blado; los sitios de las ciudades eran muy breves y concluían con el triunfo en días y horas, en lugar de en meses; las batallas pasaron a ser despiadadas y sangrientas. El destino de los estados no era decidi­ do por sutiles negociaciones ni por la habilidad de los diplomáticos, sino por campañas militares y por el puño del soldado».474 9 8 Destruida el antiguo enfoque de la naturaleza política como un mi­ crocosmos que presentaba los mismos principios estructurales de or­ den vigentes en la creación en su conjunto, la naturaleza política apa­ recía como desordenada y semianárquica. La tarea de reconstrucción había sido encarada también por teóricos políticos del pasado; la crea­ tividad de un Platón o de un Agustín había tomado la forma de cir­ cunscribir un gran desorden. Igual experimento respecto del orden realizaron los autores italianos del siglo xv i, hombres como Maquiavelo y Guicciardini; y la significación de su. intento reside en que fue emprendido sin ayuda de los postes indicadores utilizados durante los siglos anteriores. Nos han familiarizado con esto innumerables co­ mentaristas que destacaron el racionalismo de la empresa, su búsque­ da de leyes unificadoras que explicaran los fenómenos políticos sobre la base de atenerse estrictamente a los hechos. Sin embargo, es igual­ mente importante señalar que la respuesta de Maquiavelo y Guicciar­ dini al desorden de la actividad política contenía importantes elemen­ tos no racionales. De sus escritos surgía el cuadro de una naturaleza política en ebullición, con signos ocultos y misteriosos portentos, des­ cifrables por medio de augurios, y hechizada por la imprevisible For­ tuna.*8 Era, en suma, un universo político en cuyo centro mismo ha­ bitaba la magia. «La causa de tales hechos debería ser examinada y explicada, en mi opinión, por alguien versado en cosas naturales y sobrenaturales, cosa que no som os».40 , Cuando la explicación racional confiesa sus deficiencias y se extravía en la magia, no indica atavismo: señala más bien un fenómeno pos­ cristiano. El pensamiento se ha emancipado de la antigua cosmología, pero desespera de integrar los fenómenos políticos en un universo descristianizado. Sería superfluo documentar el tumulto de la actividad política ita­ liana que dio sustancia al sentimiento de que la naturaleza política 47 Reimpreso de F. Gilbert, «Machiavelli: The renaissance o f the art o f w ar», en E. M . Earle, ed., Makers of modern strafegy, Princeton: Princeton Univer6ity Press, 1944, págs. 8-9. 48 Prince, X X V I ( 2 ) ; Discourses, I, lvi passim; I I , xxxii ( 6 ) ; Históry , V I , vii (págs. 299-301); V I I I , vii (págs. 401-02). Para Guicciardini, Opere , V . de Capariis, ed., Milán, 1953, pág. 431. 49 Discourses, I, lvi ( 3 ) . J. Kraft presenta (en «Truth and poetry in Machiavelli», Journal of Modern History , vol. 23, 1951, págs. 109-21, esp. pág. 110) una evaluación d e los elementos irracionales. E l concepto de Fortuna y su trasfondo histórico es examinado por V . Cioffari, «T h e function o f fortune in

227

había perdido su coherencia: esto había sido el tema constante de poetas, historiadores y escritores políticos. En términos de teoría política, lo que se necesitaba desesperadamente eran nuevas catego­ rías de inteligibilidad. Esto no podía llegar sino mediante la formu­ lación de un nuevo lenguaje de la política y un nuevo principio notacional que ligara entre sí las categorías de análisis. Una y otro pre­ suponían una nueva metafísica política. Uno de los aspectos significativos de la metafísica política de Maquiávelo fue el no estar relacionada con una filosofía sistemática. T odo intento de los comentaristas posteriores para proporcionarle una pro­ ducirá inevitablemente un cuadro artificial de su pensamiento.50/Es posible que poseer una metafísica política sin filosofía nos parézca inicialmente paradójico o trivial, pero estas reacciones son resultado, en gran medida, de nuestra familiaridad con el pensamiento político moderno o contemporáneo, lo cual nos alienta a esperar que las afir­ maciones políticas no tengan un respaldo filosófico sistemático, y a impacientarse cuando lo tienen. En este aspecto, somos herederos de Maquiavelo, ya que era inherente a su «nueva ruta» hacia el conoci­ miento político la afirmación de que era posible decir algo coherente sobre la política sin construir una filosofía, ni siquiera presuponerla; pero aquel, al descartar la filosofía, quedó libre para crear algo nuevo: una filosofía verdaderamente «política», centrada únicamente en las cuestiones políticas y que tuviera com o solo propósito explorar la gama de fenómenos significativos para estas. El desarrollo de una metafísica política com o parte de una filosofía política deriva de la confrontación de fenómenos políticos hecha por el teórico: ¿De qué naturaleza son los fenómenos políticos? ¿Cómo se los debe comprender? ¿Cuáles son los límites de la comprensión y del control humano? Una pregunta sugerida por Platón permite comprender mejor el enfoque de Maquiavelo en torno de esta cues­ tión, su concepción de la naturaleza política: ¿Cuáles serían las con­ secuencias para el pensamiento y la acción políticos si la condición del hoipbre fuera la de residente permanente de la Caverna? ¿Cuá­ les serían las consecuencias si toda la existencia de un hombre fuera definida por un mundo de fugaces impresiones sensoriales y flu­ jo fenoménico, un mundo que no posea casi nada parecido a una base firme para el conocimiento? Según lo vio Maquiavelo, el mundo en que actuaba el actor político y prescribía el teórico era uno en el cual «todos los asuntos humanos se hallan siempre en estado fluido y no pueden detenerse, pues de lo contrario habrá mejora o declina­ ción . . .».51 La acción política tenía lugar en un mundo sin base Dante, Bocaccio and Machiavelli», Itálica, vol. 24, n° 1, marzo de 1947, págs. 1-13. En Maquiavelo, la Fortuna deja de ser un instrumento de la Voluntad Divina, com o lo había sido para Dante; según él, simboliza los factores incon­ trolables. 50 Vease un ejemplo en el excelente estudio sobre Maquiavelo en P. Mesnard, V essor de la philosophie au X V Ie siècle, París: Vrin, 1951, págs. 17-85. 51 Discourses, I, vi ( 9 ) . Nótese también el clásico enunciado de este prin­ cipio por G alileo: « N o puedo, sin gran asombro — podría decir, sin gran insulto a mi inteligencia— oír que se atribuye com o principal perfección y nobleza de los cuerpos natura­ les e integrales del universo el ser invariables, inmutables, inalterables, etc.,

228

permanente para la acción, sin la presencia reconfortante de alguna pauta de realidad subyacente a la cual pudieran ajustarse los hombres, o de la cual pudieran extraer reglas de conducta sólidas. El resultado de ello había sido previsto por Platón: en un mundo de fenómenos fugaces, el actor político sería extraviado por ilusiones. Sin embargo, mientras que Platón había procurado evadirse al mundo claro de las esencias* la nueva ciencia elegía quedarse para analizar con más mi­ nuciosidad la naturaleza de las ilusiones políticas. La fotma en que Maquiavelo se refiere a las ilusiones es tan reveladora del nuevo es­ píritu de la teoría política que merece que la examinemos con más detenimiento. Señaló Maquiavelo que a los hombres les resulta difícil aceptar un mundo de devenir; anhelan elementos constantes. Esto los conduce a crear un mundo ilusorio, que luego es tratado com o si fuera una base real para la acción.52 En términos de comportamiento humano, esto tomó a menudo la forma de apegarse a ciertos hábitos pese a haber sido dejados muy atrás por el ritmo de los acontecimientos. Los hom­ bres preferían la seguridad de un falso mundo conocido a las ansie­ dades de un mundo « r e a l»,: en el . cual se debía emprender nueva­ mente la penosa tarea del reajuste. En el extremo Opuesto al mundo conservador presupuesto por la costumbre se situaban las formas de ilusión surgidas de la tendencia del hombre a proyectar un mundo distorsionado por sus propias ambiciones, esperanzas o temores ex­ cesivos. Y com o si no bastara con ser engañado por sus pasiones, tenía que aplicar sus talentos intelectuales a urdir ideales utópicos, no verificados por la experiencia. El hombre era, en verdad, homo faber opiniotium falsarum, un elaborador de fantasías e ilusiones que ocultaban la verdadera índole de los hechos. Aun cuando los hombres puedan tratar de ser más «realistas» y negarse a actuar sobre otra base que aquello que pueden realmente ver, acaban atrapados por su propio enfoque de la realidad, simple en demasía. Es que — según la crítica observación de Maquiavelo— , si bien «todos están equipa­ dos para ver, pocoá pueden comprender».53 Nada hay, en la actividad política, tan engañoso com o la mera apariencia, ya sea apariencia de poder, de reputación, de gran riqueza, un ejército poderoso o una promesa verbal. Aun aquellos que se esfuerzan desesperadamente por evitar las otras fuentes de ilusión, y procuran basar sus juicios estrictamente en el examen de las consecuencias, pueden llegar a framientras que, en cambio, se llama gran imperfección a ser alterable, engendrable, mutable, etc. Por mi parte, considero a la tierra muy noble y admirable precisa­ mente por las diversas alteraciones, cambios, generaciones, etc., que en ella tienén lugar de m odo incesante». Dialogue concerning the two chief world Sys­ tems - Ptolemaic and Corpernican, trad. al inglés por S. Drake, Berkeley: University o f California Press. 1953, pág. 58. 52 Discourses, I I , xxiii ( 5 ) ; I I I , xxxi ( I ) . «C on frecuencia, el deseo de victoria ciega a los hombres a tal punto que no ven sino lo que parece favorable a sus fines» ( I I I , xlviii; traducción m ía) Véanse también las interesantes observacio­ nes acerca del tipo de ilusiones a las cuales son especialmente susceptibles los emigrados en I I , xxxi ( I ) . Acerca de las ilusiones creadas sobre la esperanza de que una situación pasajera sea permanente, véase History, I I , iv (págs. 178-80); V , iv (págs. 231-32); Prince> X V ( I ) ; Discourses, I I , xxvii. 53 II Principe y X V I I I , pág. 306 (líneas 9 -1 1 ); Discourses, I, xxiv ( I ) ; II , xxii ( I ) .

229

casar: las consecuencias pueden ser tan engañosas, y extraviar tanto, como cualquier otro fenómeno.545 El símbolo de las ilusiones del hombre era la fortaleza armada. Con toda su aparente solidez, la fortaleza dramatizaba la falsa esperanza de que en un mundo inquieto pudieran existir puntos fijos, una base inmutable de seguridad política y militar. Pero este símbolo encierra otra lección. Engañado por el impresionante exterior de su fortaleza, el gobernante llega a creerse él mismo invencible, y se deja tentar a cometer actos crueles y extremos. De tal modo, la ilusión de seguridad suelta los resortes psicológicos de la ambición y la domi­ nación.53 Este ejemplo da asidero a uno de los principios de la nueva ciencia: el vicio, en sentido político, suele ser el resultado de la, ilu­ sión; la virtud, producto de la perspicacia.56 / El predominio de las ilusiones no condujo a Maquiavelo a una cru­ zada por una ciencia capaz de disiparlas. La nueva ciencia se propo­ nía, en cambio, desenmascarar las ilusiones que interferían con los fines adecuados de la acción política, y, al mismo tiempo, enseñar al actor político a crear y explotar las ilusiones útiles para dichos fines. En su función desenmascarados, el conocimiento político permitiría a los hombres atravesar la masa de distorsiones que impedían evaluar con exactitud situaciones particulares; distorsiones como las que eran producto de prejuicios, falsas esperanzas, adquisitividad, ambición y errores habituales acerca del poder del dinero o el papel que jugaba la mera cantidad en las campañas militares.57 La otra función, la de instruir en el sutil arte de crear ilusiones, apuntaba a inducir a los propios enemigos a cometer costosos errores basados en evaluaciones y cálculos falsos. Mediante diversas técnicas — lisonjas, una demos­ tración engañosa de fuerza o debilidad, falsa información, fintas, etc.— era posible crear un mundo falso que el oponente aceptaría com o real. Pero este arte tiene sus peligros. Cuando los actores se dedicaban todos a crear falsos mundos, el éxito dependía no solo de la capacidad de distinguir el mundo real del falso, sino también de evitar la-trampa de los engaños propios.58 El análisis que Maquiavelo hace de las ilusiones nos permite ver que la naturaleza de la nueva ciencia era la de un cuerpo de conocimiento adaptado a un mundo de movimiento, y no destinado a paralizarlo. Además, mientras que el movimiento incesante de los acontecimien­ tos se originaba, en parte, en las propias deficiencias del hombre, algunas de las cuales podían ser remediadas por el conocimiento, otras causas no podían ser erradicadas, sino solo mitigadas. En primer lu­ gar, la caprichosa fortuna amenazaba constantemente los cálculos mejor tramados por el arte. En segundo lugar, había una inestabilidad derivada del encuentro de las ambiciones humanas. En el nivel de la ciudad, la lucha por privilegios competitivos tomaba la forma de lu­ cha de facciones; en toda la península era la disputa por el predomi­ nio entre príncipes, papas y gobernantes extranjeros; en el plano 54 55 56 57 58

History , IV , ii (pág. 164). Discourses, I I , xxiv; Prince, X X . Ibid., I I I , x x x i Í 4 ) .

Ibid.y I I , xxiii, xxvii ( I ) ; 1 I , x-xi; xxx; I I I , xxv , History, IV , iv (passtm). Ibid.y V I, iv (pág. 2 8 2 ); V I I I , i (pág. 3 0 8 ); V I I I , ii (pág. 3 20).

230

internacional, los gobernantes rivales no cesaban de sondear mutua­ mente sus fuerzas, tratando de aprovechar cualquier manifestación de debilidad.59 Crear una teoría política para un mundo de movimientos aleatorios — tarea nunca emprendida seriamente con anterioridad— significaba renunciar a ciertos tipos de indagaciones, porque ya no representaban problemas significativos. En un mundo vibrante de cambio, no parecía tener mucho sentido seguir buscando, com o antes, un sistema político inmóvil.60 H ubo, asimismo, un marcado aleja­ miento de las cuestiones en torno de la autoridad legítima, con sus connotaciones de un mundo político estable, para acercarse a cues­ tiones de poder o de la capacidad de ejercer dominio mediante el control de un complejo inestable de fuerzas en movimiento. De modo similar, la nueva ciencia trataba los antiguos valores de pax, ordo y concordia no como fines, sino como ironías: la naturaleza de la con­ dición política era tal, que el bien solía producir mal; el orden, de­ sorden; la cultura, anarquía.616 2 Además, la fugacidad de los aconte­ cimientos hacía difícil establecer distinciones sutiles. Las compulsio­ nes del mundo eran necesarias con más frecuencia que lógicas, y «la necesidad conduce a hacer muchas cosas que la razón no recomien­ da».62 1 Pero si la sociedad política debía ser abordada com o un complejo de fuerzas caprichosas, ¿qué ocurría, entonces, con la tradicional idea clásico-medieval de un cuerpo político orgánico? Comprobamos que Maquiavelo no descarta esta idea, tan desacorde con el rumbo de su pensamiento, sino que se esfuerza por expresarse mediante la antigua terminología. El resultado fue, no un cuadro nítidamente definido, sino una serie de palimpsestos. A veces seguía el antiguo método clásico de comparar la sociedad política con un cuerpo orgánico, y al conocimiento político con una ciencia médica que recetaba purgas periódicas para librar al cuerpo de sus malestares.63 Maquiavelo re­ currió asimismo al método medieval de aducir que una sociedad polí­ tica se asemejaba a un cuerpo orgánico, y que requería, en consecuen­ cia, una cabeza dirigente que coordinara los movimientos de sus miembros.64 En otros momentos, en cambio, surgía una concepción de cuerpos políticos que se podía traducir con facilidad al lenguaje de la física. Una sociedad política era un cuerpo dotado de una masa que puede expandirse y una cantidad fija de energía; como tal, exis­ tía durante un tiempo determinado, aunque sin garantía de que el lapso asignado se cumpliera. Esto se debía a que existía dentro de un universo político de cuerpos similares en constante movimiento, y 59 Discourses, I, xlvi ( 2 ) ; II , xiv ( 2 ) ; History, I I I , vii (pág. 1 4 9 ); V , iv (pág. 2 2 6 ). 60 Discourses, I, ii ( 1 3 ) ; I I I , xvii ( 2 ) . 61 History , V , i (págs. 202-03). Este principio se reflejó también en la opinión de Maquiavelo de que toda forma de gobierno era defectuosa; en consecuencia, la tradicional clasificación séxtuple de tipos de gobierno tenía menos significa­ ción para el especialista en ciencias políticas que la facilidad con que un tipo se trasformaba en el opuesto. Discourses, I, ii ( 4 ) . 62 Ibid.y I, vi ( 9 ) . 63 Ibid.y I I , i ( 5 0 ) ; I I , iv ( 5 ) ; History , V , ii (págs. 213-14). A este respecto, véase A . H . Gilbért, Machiavelli’s «Prince» . . . , op. cit., pág. 27 y sigs. 64 Discourses, I, xliv; I, lvii; History , V I , vii (pág. 3 0 4 ).

231

que chocaban constantemente unos con otros. La fricción resultante hacía que algunos cuerpos perdieran su fuente vital de movimiento, y con'ella su identidad distintiva, no tardando en ser absorbidos en las órbitas de otros cuerpos.65 Dado este complejo universo político, el primer problema consistía en elaborar un lenguaje explicativo que describiera con fidelidad el movimiento dinámico de los acontecimientos, proporcionando, sin embargo, directivas. Maquiavelo halló tal forma de explicación en lá historia, ya que lá virtud del lenguaje de la historia residía en que, si bien describía el movimiento y el cambio, también presuponía ciertos factores constantes que actuaban a través del tiempo. En otras pa­ labras, la historia captaba el fluir de los acontecimientos, pero estable-, cía al mismo tiempo límites inteligibles. De. esto, empero, no se des­ prendía que la constancia fuera más «real» que el cambio. En verdad, la gran innovación de Maquiavelo fue insistir en la realidad del mo­ vimiento y el cambio, y adoptar esto com o un principio unificador básico: «Las vicisitudes a que están sujetos los imperios los hacen pasar del orden a la confusión, para luego volver de nuevo a una condición de orden. La naturaleza de los* asuntos mundanos les impide seguir un curso parejo; cuándo han llegado a su mayor perfección, ño tarda en iniciarse la declinación. De modo similar, cuando los abruma el de­ sorden y se hallan reducidos al más bajo estado de depresión, sin p o­ der hundirse más, es inevitable que vuelvan a ascender; así se hunden gradualmente en el mal desde el bien, y desde el mal vuelven otra ve¿ al bien».66 La idea de tiempo, en cuanto su significado residía en el proceso in­ cesante de deterioro y renovacióñy se alejaba nítidamente de la idea cristiana del tiempo como una dimensión acumulativa guiada por la providencia hacia una realización culminante. Las vicisitudes de la historia dependían de que el bien y el mal fueran cantidades constan­ tes, que variaban solamente en su distribución. En épocas antiguas, la virtü se concentraba en Roma; después de la caída de esta, se ha­ bía difundido, en partes variables, entre diversas naciones.67 De esta creencia en que la historia contenía períodos cualitativamente supe­ riores, Maquiavelo extrajo la conclusión de que el ejemplo de la Roma republicana proporcionaba a épocas posteriores un modelo atemporal sobre el cual basar la acción política y las instituciones. El elemento de trascendencia residía en la probada habilidad de los romanos para dominar los acontecimientos, y esta cualidad de dominio podía am­ pliarse, a su vez, hasta incluir todo acto de grandeza, en cualquier época. Si la historia podía proporcionar un cuerpo estable de conocimiento que trascendiera el fluir de los acontecimientos, había entonces es­ peranza de reducir las incertidumbres de la condición política. Esto significaba, de hecho, una respuesta distinta para la misma búsqueda 65 Discourses, I I I , i. 66 History, V, i (pág. 2 0 2 ). H e m odificado levemente la traducción. 67 Discourses, I I (prefacio).

232

que motivara a los filósofos griegos y los. teólogos cristianos. En lugar de la razón y la fe atemporales, el «nuevo camino, todavía no transitado por ningún otro», basaba su certeza en los ejemplos eter­ nos de grandeza conservados en la historia. En el prólogo al primer libro de Los discursos Maquiavelo desarrolló este punto a través de una prolongada comparación entre el estado actual del arte, la me­ dicina y el derecho, por un lado, y la pobreza del conocimiento polí­ tico, por el otro. En los primeros campos se había logrado sistematizar la experiencia destilada del pasado, pero en la política «n o se encuen­ tra príncipe ni república que busque ejemplos en la antigüedad». La discrepancia entre el conocimiento político y otras formas de cono­ cimiento podía ser superada, no obstante, si los hombres llegaban a comprender que la historia antigua contenía lecciones prácticas. Pre­ suponer que estas no podían ser imitadas, sostener que los modelos anteriores de grandeza no eran significativos para el presente, equi­ valía a aducir que cada situación, en cada época, no tenía paralelo. Era «com o si el cielo, el sol, los elementos y el hombre se hubieran vuelto, en su movimiento, orden y potencia, diferentes de lo que antes eran».68 Si bien esto no implicaba que la acción política debie­ ra imitar servilmente el pasado o negarse a modificar antiguos pre­ ceptos a la luz de las circunstancias, significaba, sí, que existía un cuerpo eterno de ejemplos, un conjunto de modelos verificados no tanto por la experiencia com o por sus consecuencias históricamente demostradas. La creencia de que los ejemplos históricos contenían conocimiento politicamente significativo también tenía importantes consecuencias para quienes tomaban parte en la acción política. Aunque Maquiavelo no creía que la acción política pudiera ser reducida meramente a se­ guir los ejemplos de los antiguos, la teoría de la imitación sugería una ruptura radical con la idea, más antigua, según la cual quienes toma­ ban parte en la actividad política debían poseer sabiduría política. Se sugería ahora que la sabiduría política constituía un cuerpo de cono­ cimiento exterior al actor político, algo que podía enseñarle qué hacei en circunstancias adecuadas. N o era, sin embargo, una forma de co nocimiento que él realmente conociera com o el filósofo de Platón conocía la realidad; era solo un conjunto de preceptos aprendidos por él.69 El carácter exterior del conocimiento político se relacionaba con el concepto de Maquiavelo de actividad política. Salvo en las pocas oca­ siones en que la suerte ofrecía la oportunidad y la «materia» para la tarea auténticamente creativa de fundar un nuevo sistema, la acción política implicaba manipular una masa de componentes cambiantes que no podían ser reducidos a una forma permanente durante ningún período fijo. El de la actividad política era un mundo ambiguo, donde «es imposible eliminar un inconveniente sin que surja otro» y donde «nunca se encuentra una cuestión definida e incuestionable».70 La 68 Ibid.y I, prefacio ( 3 ) . 69 « . . . un hom bre prudente debe seguir siempre los pasbs de los grandes hom­ bres, e imitar a quienes se han destacado especialmente, a fin de que su éxito, si n o iguala al de estos, pueda al m enos parecerse a él». Prince, V I ( I ) . 70 Discourses, I , vi ( 6 ) , Prince , X X I ( 7 ) .

233

acción política, por consiguiente, era esencialmente manipulativa y no arquitectónica; su objetivo era el dominio político, no la escultura política. La acción política no podía ser, entonces, una fusión de la personalidad del actor con sus materiales; los fenómenos políticos existían para ser dominados y controlados. El dominio significaba, a su vez, situarse «sobre» los acontecimientos siguiendo la doble estrategia de crear instrumentos de acción seguros, tales como un ejército disciplinado, y hacer que otros actores políticos dependieran de la propia voluntad. Cuando triunfaba, esta estrategia equivalía a la definición de Maquiavelo del poder político: poseer poder era ser capaz de controlar y manipular las acciones de otros/ y hacer con ello que los acontecimientos se adaptaran a los propios deseos. Pero Maquiavelo no entendía por dominio la mera eficiencia técnica, como han sugerido algunos comentaristas.71 La nueva ciencia estaba destinada a ser la base de una nueva ética política. D é tal modo, conocer la forma de los acontecimientos era estar en condicio­ nes de ejercitar la prudencia o la previsión; elegir el tipo de acción adecuado para una situación dada era poseer una inteligencia sensible y selectiva que permitía evaluar simultáneamente diversos factores, así com o el don de proyectar con la imaginación las consecuencias posibles. La condición política exigía gran resolución y decisión, ya que a me­ nudo eran necesarias acciones extremas y violentas.72 También hacía falta coraje para enfrentar los desastres inesperados que traía la For­ tuna.73 Por sobre todo, el actor político necesitaba un temperamento que le permitiera llevar a cabo su acción sin tener certeza alguna de poder realizar lo que intentara: «Ningún estado debe creerse capaz de trazar siempre planes de éxito seguro; debe prever que los trazará solo dudosos, porque el curso de los acontecimientos humanos enseña que el hombre nunca intenta evitar una desventaja sin caer en otra. La prudencia consiste, por consiguiente/en la facultad de advertir la naturaleza de las desventajas y elegir com o buena la menos desagradable».74 El aspecto significativo de las cualidades morales necesarias para el actor político de Maquiavelo residía en su carácter fundamentalmen­ te público o exterior. Representaban una máscara que él debía usar en su papel de figura pública; no tenían valor intrínseco. Así, mien­ tras que la nueva ciencia era producto del compromiso moral del teó­ rico — «es deber de un buen hombre indicar a los demás lo que está bien hecho, aunque la malignidad de la época o de la suerte no le haya permitido hacerlo por sí mismo»— ,75 presuponía una moralidad 71 Véase H . Butterfield, op. cit.y pág. 19; J. Walker, op. cit.y vol. I, pág. 108 y úgs. Te Prince, I I I (7 -8 ); Discourses, I, xxiii (1-3, 6 ) ; I, xxxiii (2-3, 6 ). 73 Los pasajes clásicos figuran en The Ufe of Castruccio of Luccay que ha sido ’traducida en la edición de A . H . G ilbert de Prince. Es útil a este respecto J. H . W hitfield, «Machiavelli and Castruccio», Italian Studies, vol. 8, 1953, págs. 1-28. 74 Prince, X X I ( 7 ) . 75 Discourses, I I , prefado ( 7 ) .

234

puramente política en quienes debían practicar sus dictados, porque la política en sí entrañaba un valor sólo necesario y no definitivo. La exteriorización de la virtud no era más que el símbolo de la alienación del hombre con respecto a su mundo político. Era, irónicamente, el producto final de siglos de crítica estoica y cristiana, expresado ahora en el lenguaje del realismo.

I V . E sp a cio p o l í t i c o y a c c ió n p o lít ic a La concepción de Maquiavelo del espacio político estaba marcada por una época en la cual habían cedido los ordenamientos anteriores de control, y la resultante liberación de energías amenazaba con impo­ sibilitar el establecimiento del orden. La estructura medieval se había disuelto desde hacía mucho, borrando hábitos de comportamiento que habían sido inmutables y dejando el espacio político expuesto a las líneas convergentes de las ambiciones humanas. La impresión re­ gistrada en el pensamiento de Maquiavelo era esta: «Los autores antiguos opinaban que los hombres son propensos a fastidiarse con la adversidad y hartarse con la prosperidad, pasiones ambas que provocan los mismos efectos. Es que, cuando los hombres no tienen necesidad de pelear, lo hacen por pura ambición; y tan po­ deroso es el dominio que ejerce la ambición sobre el corazón huma­ no, que aquellos nunca renuncian a ella, por más alto que hayan lle­ gado. Esto se debe a que la naturaleza ha constituido a los hombres de m odo tal que, aunque todas las cosas son objeto de deseo, no es posible lograrlas todas, de manera que el deseo siempre excede el )oder de logro; com o resultado, los hombres están descontentos con o que poseen y su estado actual les proporciona poca satisfacción. De aquí surgen las vicisitudes de su suerte, ya que, como algunos desean tener más y otros temen perder lo ya adquirido, esto engen­ dra enemistades y guerras, lo cual produce la ruina de una provincia y la exaltación de su rival».76

Í

Mentes que no conocían descanso; ambiciones ilimitadas; orgullo in­ saciable; una especie inquieta de hombre político que, cuando no era hostigado por la ambición, era impulsado por puro hastío: todos estos factores conspiraban para reducir el espacio político, para crear un mundo denso y superpoblado. Un terreno donde eran pocas las zonas abiertas para moverse sin restricciones dejaba a los políticamente am­ biciosos una sola alternativa: desalojar a quienes ya ocupaban zonas específicas.77 Esto fue expresado adecuadamente en la atención dedi­ cada por la nueva ciencia de Maquiavelo a instruir al novus homo tanto en el arte de obtener poder como en el de recobrarlo.78 Se expresaba de otra manera en el desdén de Maquiavelo hacia los go76 Ibid., I , xxxvíi ( I ) . 77 Prince, I I , passim; V I ( 4 ) . 78 Discourses, I, vi (7 , 9 ).

235

biernos hereditarios. Estos sistemas parecían anacrónicos porque el espacio político había quedado tan bien articulado por medio de antiguas leyes, costumbres y hábitos, que no se planteaba el problema de las energías ilimitadas. Como lo señaló Maquiavelo, los gobernan­ tes hereditarios tenían menos motivo y necesidad de ofender a sus súbditos; bastaba con que respetaran las expectativas existentes. En cambio, «nada es más difícil de planear, de éxito más improbable ni manejo más peligroso» que la creación de un nuevo sistema,79 El nue­ vo gobernante tenía que reordenar el espacio político redistribuyendo leyes, desarraigando antiguos hábitos y redefiniendo los carriles legí­ timos para la ambición.80 En una escala menos heroica, la misma tarea se planteaba ante los sistemas políticos donde la corrupción no se hallaba tan afincada. / El caso de la república «normalmente» tranquila ofrece un estudio que ilustra las técnicas para reorientar las energías humanas. El dile­ ma que se plantea en estos estados es el siguiente: una condición pacífica frustra las ambiciones y talentos de grandes hombres mien­ tras, por otro lado, alienta a los hombres pequeños a /desafiar a los grandes. Estos últimos se ven incitados a provocar disturbios en la esperanza de que una crisis cree demanda para sus talentos ociosos. Según el consejo de Maquiavelo, la política adecuada consistía en mantener pobre a la ciudadanía y poner al estado en pie de guerra permanente, asegurando así una constante necesidad de los servicios de los grandes.81 Había también otras técnicas para reducir la amenaza planteada por las energías demoníacas: se podía sublimar energías en ocupaciones económicas y en las artes; se las podía redistribuir instalando nuevas colonias.82 Sin embargo, había límites para lo que la nueva ciencia podía hacer ante una situación de superpoblación. Afortunadamente, cuando las presiones dentro del espacio político se volvían demasiado intensas, la naturaleza proporcionaba una catarsis en forma de inun­ daciones, pestes y hambrunas. « . . . Cuando cada provincia está repleta de habitantes que no pueden obtener un medio de vida ni trasladarse a otra parte, ya que todos los sitios están ocupados y completos; y cuando la doblez y la malig­ nidad del hombre han ido tan lejos como pueden llegar, el mundo debe ser purgado ( . . . ) de modo que la humanidad, ya reducida a un nú­ mero relativamente bajo y humillada por la adversidad, pueda adop­ tar una forma de vida más adecuada y crecer m ejor».83 El problema del espacio llevó también a Maquiavelo a examinar su relación con el expansionismo y el crecimiento. Las acciones entre estados suscitaban dificultades del mismo orden, ya que regía la mis­ ma ley de ventaja comparativa. El aumento del poder de una nación anunciaba una pérdida para otra, así como una redistribución general 79 80 81 82 83

Prtnce, V I ( 4 ) . Ibid.j I I I (4 -7 ); Discourses, I I I , xvi ( 3 ) . Ibid.y I I I , xvi. Ibid., X X I ( 8 ) ; History , I I , i (págs. 46-47). Discourses, I I , v ( 4 ) .

236

a través de todo el sistema de estados. Pero si la inestabilidad inter­ nacional no era más que la extensión de las presiones que desarticu­ laban la actividad política interna, también era verdad que el conflic­ to y la agresividad entre estados podía tener — com o el saludable con­ flicto entre facciones internas— un efecto beneficioso. En primer lugar, la elección, incluso para una república pacífica, no era expan­ dirse o permanecer estacionaria, sino hasta dónde expandirse.84 La necesidad de Lebensraum era dictada en parte por la urgencia de en­ cauzar las energías impulsoras que asediaban la actividad política interna; en parte, por la de proteger al estado contra rivales agresivos y, por último, por la de mantener la virtü cívica de los ciudadanos.85 Un mundo en el cual los estados se hallaban en constante movimiento negaba la posibilidad de que una república sobreviviera, a menos que también se expandiera; aunque, por algún milagro, este imperativo desapareciera, la república sufriría el desbórde de las energías insatis­ fechas, no agotadas en guerras contra el extranjero. Todos estos factores en conjunto daban forma al centro focal de la nueva ciencia: esta debía concentrarse en las acciones políticas que tenían lugar en condiciones de superpoblación. A diferencia de Platón, Maquiavelo se negó la evasión de legislar para una nueva colonia. Y com o la nueva ciencia se asignaba la tarea de escribir sobre una tabula muy estropeada, no podía seguir sino en cierta medida el impulso estético de la teoría política clásica. Solo una situación política de profunda corrupción justificaba tratar a la sociedad como una arcilla destinada a que la moldeara el poder absoluto de un ar­ tista político; en sociedades donde no rigiera esta condición, el im­ pulso estético debía satisfacerse en la calculadora manipulación de los factores políticos. Es que la nueva ciencia no actuaba sobre el organis­ mo estático de la teoría clásica medieval, un corpus immobile, sino, en cambio, sobre cuerpos volátiles en movimiento, cuerpos que consu­ mían a sus rivales, corpus vorans.86

V . L a e c o n o m ía d e la v io le n c ia Antes de Maquiavelo, habían sido pocos los teóricos políticos dis­ puestos a cuestionar la formulación elemental de que «la seguridad és imposible para el hombre, a menos que esté en conjunción con el poder»,87 pero eran todavía menos lós que habrían aceptado declarar qué el poder era el atributo distintivo del Estado. En verdad* ha sido y continúa siendo una de las persistentes inquietudes del teórico po84 Ptince, I I ; Discourses, I, v i ( 7 ) . 85 Ibid*, I , vi ( 9 ) . En un m om ento M aquiavelo utilizó la metáfora de un árbol que necesita un tronco lo bastante grande com o piuca sostener varias ramas [ Discourses, I I , iii ( 3 ) ] . Tam bién fue pertinente su crítica a Esparta por n o haber logrado adaptarse a las exigencias del imperialismo [ibid., I I , iii ( 2 - 3 ) ]. Los métódos de expansión para una república fueron examinados en ibid., I I , iv. 86 Discourses, I , ii (1 3 ). 87 Ibid., I, i ( 8 ) ; History, I I , ü (págs. 52-53).

237

lítico occidental elaborar ingeniosos velos de eufemismo con los cuales ocultar el hecho desagradable de la violencia. A veces ha hablado, en tono demasiado sonoro, de «autoridad», «justicia» y «ley», como si estas expresiones honoríficas pudieran por sí solas trasformar la coacción en simple restricción. Es cierto que el impacto psicológico del poder se suaviza y despersonaliza si se lo presenta com o agente de un bien objetivo. También es cierto que hay numerosas y sutiles formas de coacción que se van trasformando a medida que se alejan del extremo de la violencia. Que la aplicación de la violencia sea con- / siderada anormal representa una significativa adquisición de la tradi­ ción política occidental, pero si se la acepta con demasiada naturali­ dad, puede llevar a descuidar el hecho primordial de que el núclep esencial del poder es la violencia, y que ejercer el poder suele ser aplicar violencia sobre la persona o posesiones de alguien. N o fe puede acusar a los autores anteriores a Maquiavelo de haber ignorado el poder. Los teóricos clásicos y medievales han hablado mucho y con elocuencia de sus efectos embrutecedores y corruptores en quienes han debido ejercerlo. Sin embargo, pocas veces encararon el problema del efecto acumulativo producido en la sociedad por la aplicación cons­ tante de la coacción y el empleo frecuente de la violencia. Esta eva­ sión tuvo lugar, en gran medida, porque el interés por el poder había surgido primordialmente en relación con el establecimiento o la re­ forma de un sistema político. Se presupuso que, una vez puestos en movimiento los asuntos por los carriles prescritos, una vez que la educación adecuada, la difusión del conocimiento o de la fe, el mejo­ ramiento de la moralidad social y todas las demás presiones derivadas de un medio correctamente ordenado hubieran comenzado a actuar, disminuiría gradualmente la necesidad de aplicar la fuerza de modo sistemático. Tampoco es fácil ver en qué sentido el teórico político moderno ha aclarado este problema mediante los conceptos focales de «elaboración de decisiones», «proceso político» y «quién obtiene qué, cuándo y cóm o». Todo lo que se puede decir con seguridad es que los eufemismos que sustituyen al poder y la violencia no han sido disipados por el positivismo. Con Maquiavelo, fueron descartados los eufemismos, y el Estado fue directamente encarado com o una suma de poder, cuyo perfil era el de la violencia. Maquiavelo opinaba que los elementos vitales de la ac­ tividad política no podían ser controlados ni orientados sin aplicar la fuerza y al menos la amenaza de violencia. Esta conclusión era sus­ tentada, en parte, por cierto escepticismo acerca de lo que Yeats lla­ mó una vez «la profana perfección de la humanidad». Era producto también de una convicción acerca de la estabilidad inherente al mun­ do político, que podía ser combatida, aunque solo parcialmente, me­ diante una acción resuelta. Sin embargo, de igual importancia para convertir al poder y la violencia en cuestiones urgentes era la natu­ raleza del contexto en el cual se ejercía el poder: la condición fuer­ temente estructurada del espacio político, que ridiculizaba todo inten­ to verbal de traducir el poder en simple dirección o supervisión de los asuntos de la sociedad. La función del actor político era, inevita­ blemente, aplicar violencia. Esto era definido con suma nitidez en el caso del gobernante que, una vez tomado el poder, se veía obligado a

238

«organizar todo de nuevo en ese Estado».888 9«Más que todos los de­ más príncipes, el nuevo no puede evitar que lo llamen cruel».88 Aun cuando el actor políticq» no se veía ante la tarea de crear una tabula rasa, no podía evitar que su acción causara perjuicios a alguien. Tenía que actuar condicionado por intereses creados y expectativas, privi­ legios y derechos, ambiciones y esperanzas, todos los cuales exigían acceso preferencial a una cantidad limitada de bienes. Si esta es la naturaleza de la acción política, lo que se ha denominado la obsesión por el poder de Maquiavelo es más bien su convicción de que el «nuevo camino» no podía efectuar contribución mayor que crear uña economía de la violencia, una ciencia de la aplicación con­ trolada de la fuerza. Tal ciencia tendría por tarea proteger el límite que separaba la creatividad política de la destrucción. «Porque quien merece reproche es el hombre que emplea la violencia para estropear las cosas, y no quien la utiliza para corregirlas».90 El control de la vio­ lencia dependía de que la nueva ciencia pudiera administrar la dosis precisa adecuada para situaciones específicas. En las sociedades co­ rruptas, por ejemplo, la violencia representaba el único medio de impedir la decadencia, un tratamiento de shock breve, pero severo, destinado a restaurar la coriciencia cívica de la ciudadanía.01 En otras situaciones, podía disminuir la necesidad de acciones extremas; se podía manejar a los hombres recurriendo a sus temores, utilizando la amenaza en lugar de la coacción efectiva. Pero toda aplicación debía ser meditada juiciosamente, porque el ejercicio indiscriminado de la fuerza y el constante reavivamiento del temor podían provocar el mayor de todos los peligros para cualquier gobierno: ese tipo de di­ fundida apresión y odio que empujaba a los hombres a la desespera­ ción. La verdadera prueba de que la violencia había sido utilizada correctamente la daba el hecho de que las crueldades aumentaran o disminuyeran con el tiempo.92 Esta preocupación de Maquiavelo por la economía se manifestaba asi­ mismo en su examen de las formas exteriores de violencia: guerra, imperialismo y colonialismo. Uno de los objetivos fundamentales del A rte de la guerra *** era demostrar que, si bien la acción militar seguía siendo un hecho inevitable de la condición política, era posible redu­ cir su costo con una adecuada atención a la estrategia, disciplina y organización. El príncipe y Los discursos continuaban el mismo tema de la economía con consejos como estos: un príncipe debe tener mi­ nuciosamente en cuenta sus recursos porque una guerra, aunque po­ día ser iniciada por capricho, no era tan fácil de concluir; un ejército inseguro era un instrumento de violencia ineficaz, porque multipli88 Discourses, I, xxvi ( 1 ) . 89 Prince, X V I I ( 1 ) . 90 Discourses , I, ix ( 2 ) . 91 Ibid.y I I I , xxii ( 4 ) . Sin embargo, también había sociedades que se habían corrom pido hasta ser irredimibles. En estas de nada valía el poder. Discoursc*, I, xvi ( 2 ) . 92 Prince, V I I I ( 7 ) ; Discourses, I, xlv (3 -4 ); I I I , vi (3 -4 ). En Prince, X I X , se trazaba un significativo contraste entre el grado y tipo de violencia necesaria para establecer un nuevo Estado, tal com o lo ejemplificaba Severto, con la nece­ saria para mantener un Estado, com o en el caso de Marco. Solo a esta última lla­ ma verdaderamente gloriosa Maquiavelo.

239

caba la devastación sin obtener ninguna de las compensaciones que otorga la victoria; evitar una guerra necesaria era costoso, pero pro­ longarla lo era igualmente; cuando un príncipe veía debilitada su po­ sición aun habiendo salido victorioso, era porque había sobreestima­ do sus recursos de poder.93 Respecto del imperialismo, Maquiavelo aludía al ejemplo de Roma por el importante motivo de que la política imperial romana había procurado preservar la riqueza de las poblaciones sometidas y sus instituciones nativás, limitando así el costo que podía provocar la devastación, tanto para los conquistadores com o para los conquistados. Si el imperialismo .era manejado con eficacia, se podía minimizar las consecuencias destructivas, y reducir toda la transacción a un simpjfe cambio de poder.94 Las guerras destructivas impuestas por necesidades tales como hambre, peste o superpoblación contrastaban con el uso contrólado de la violencia por parte de Roma.95 La ñecesidad era el enemigo de la violencia calculada. Si bien la economía de la violencia examinada por Maquiavelo abar­ caba acciones tanto internas com o externas, este nunca abrigó seria­ mente la idea de que fuera posible reducir de modo apreciable la in­ cidencia de la fuerza en la política internacional. Aunque se pudiera controlar los efectos de la violencia, el recurso a ella no disminuiría. Maquiavelo advirtió con suma claridad que la ausencia de disposicio­ nes arbitrales, como la ley y los procedimientos institucionales, dejaba al campo internacional más expuesto que el interno a los conflictos de intereses y las presiones de la ambición.96 Creía, por otro lado, que se podía estructurar la política interna de la sociedad mediante diversos métodos encaminados a minimizar la necesidad de actos ex­ tremos de represión. La importancia de la ley, las instituciones polí­ ticas y los hábitos de civilidad residía en que, al regularizar la con­ ducta humana, ayudaban a reducir la cantidad de casos en que se debía aplicar la fuerza y el temor. La más importante intuición de Maquiavelo en torno del problema de la actividad política del poder interno apareció cuando comenzó a explorar las implicaciones de un sistema político basado en el apoyo activo de sus miembros. Comprendió que el consentimiento popular representaba una forma de poder social que, adecuadamente explo­ tada, reducía la magnitud de la violencia dirigida hacia la sociedad en su conjunto. Una razón de la popularidad del sistema republicano consistía en que era mantenido por la fuerza del populacho, y no por la fuerza sobre el populacho.97 Cultivar el apoyo del pueblo corres­ pondía a los intereses del príncipe por la economía de fuerza resul­ tante cuando aquel experimentaba una sensación de participación co­ mún en el orden político. Sin esto, el príncipe debería recurrir a sus propias reservas de violencia, con el resultado eventual de «medidas anormales» de represión. «Cuanto mayor es su crueldad, más débil 93 94 95 96 E. 97

Discoursesy I I , x; I I I , xxxii; History, V I, i. Discourses, I I , vi, xxi, xxxii. Ibid.y I I , vii. Véase el borrador de Maquiavelo reproducido en Machiavel, toutes les lettres . Barincou, ed., París: Gallimard, 2 vols., 6a. ed., 1955, vol. I, pág. 31L Discourses, I, ix ( 3 ) .

240

se hace su régimen».98 La aprobación pública, lejos de limitar su ini­ ciativa, podía ser utilizada para reducir el alto costo en violencia que implicaban las reformas profundas. En una revolución por consenso ( commune consenso) no era necesario perjudicar más que a unos pocos.99 Al evaluar la economía de violencia de Maquiavelo, es fácil criticarla com o producto de la admiración de un técnico por los recursos efi­ caces. A un siglo com o el nuestro, que ha presenciado la eficiencia sin paralelo desplegada por los regímenes totalitarios en el empleo del terror y la coacción, le resulta difícil ser tolerante a este respecto. Sería totalmente erróneo, sin embargo, ver en Maquiavelo al filósofo del himmlerismo; y la razón fundamental de esto no es solo que Ma­ quiavelo consideraba la economía de violencia como medio para re­ ducir la magnitud del sufrimiento en la condición política, sino que advertía con claridad los peligros derivados de confiar su uso a los moralmente obtusos. Lo que esperaba promover mediante su econo­ mía de violencia era el empleo «pu ro» del poder, no mancillado por el orgullo, la ambición ni motivos de mezquina venganza.100 Un con­ traste más significativo con Maquiavelo sería el gran teórico moderno de la violencia, Georges Sorel. Este exhibe un ejemplo auténtico del intelectual político irresponsable, encendido por ideas románticas de heroísmo, predicando el uso de la violencia para fines deliberada y orgullosamente presentados bajo el vago perfil del «m ito» irracional, sin pensar en el precio, cegado por una visión de viriles bárbaros proletarios que revitalizarían al decadente Occidente.101 N o había, en cambio, sugerencia alguna de infantil deleite cuando Maquiavelo preveía la bárbara y salvaje destructividad del nuevo príncipe, que barría con los ordenamientos establecidos de la sociedad y «nada de¿ jaba intacto»- Surgía, en cambio, la lacónica observación de que era preferible ser un ciudadano privado a emprender una carrera que 98 Ibid.y I, xvi ( 5 ) . 99 Ibid.y I I I , vii ( 2 ) . 100 Ibid.y I I , xx ( 4 ) ; I I I , viii ( 2 ) . Esta preocupación resalta con suma claridad en el notable fragmento donde describió el destino que acecha a quienes profa­ nan los medios de violencia* Se nos explica que el buen príncipe, que utilizaba el poder para restaurar la salud de la comunidad, tenía asegurada fama eterna; quienes destruían o mutilaban sus principados, estaban condenados a eterna in­ famia [ibid.y I , x (9 -1 0 )]. Correspondía una condena especial al gobernante inepto que, habiendo recibido un Estado seguro y libre, lo desperdiciaba estú­ pidamente [ibid.y I, x (1 , 2, 6 ) ; I I I , v ( 2 ) ] . Además, la actividad política tiene, com o la religión, su hagiología, su jerarquía de santos integrada por quienes han utilizado creativamente el poder. La primera categoría correspondía a los fun­ dadores de religiones; la siguiente, a quienes habían establecido reinos o repú­ blicas; venían luego, en orden de excelencia, los generales, hombres de letras y, por último, los que se habían destacado en cualquiera de las artes. Pero había también una lista paralela de los nihilistas, enemigos del futuro, que habían des­ truido religiones, reinos, repúblicas, las letras y la virtud misma. Aunque es posible que el intento de Maquiavelo de crear un m ito políti­ co-teológico n o parezca muy convincente, y aunque podem os cuestionar su serie­ dad en cuanto a esperar que el actor político sea influido por el temor al juicio de la historia, estas consideraciones atestiguan, sí, la seriedad moral de la nue­ va ciencia. 101 Réflexions sur la viólem e,& París, 10a. ed., 1946, págs. 120-22, 168, 173-74, 202, 273.

241

entrañaba ruina para otros hombres.102 Esto sugiere que un teórico como Maquiavelo, consciente de la limitada eficacia de la fuerza y dedicado a explicar cómo utilizar su técnica con más eficiencia, era mucho más sensible a los dilemas morales de la actividad política y estaba mucho más entregado a la preservación del hombre que aque­ llos teóricos que, saturados por la indignación moral y ansiosos de re­ generación heroica, predican la purificación por la sagrada llama de la violencia.

V I . E tica p o lít ic a y é tica p riv a d a

/

En la mayoría de los comentarios, el príncipe de Maquiavelo aparece como el ego heroico encarnado, regocijado por los desafíos del com­ bate político, desembarazado de escrúpulos morales y totalmente falto de todo sentido trágico de la fugacidad de su propia misión. En las páginas anteriores hemos empleado deliberadamente el término «ac­ tor político» en lugar de «príncipe» o «gobernante», para sugerir que, si vemos al príncipe como una especie de actor, que representa muchos papeles y usa muchas máscaras, esto nos permitirá percibir mejor que Maquiavelo nos ha dado algo más que el retrato unidimen­ sional de una figura ávida de poder. Tenemos, en cambio, el retrato de un hombre político moderno, trazado con dramática intensidad; si había heroísmo, también había angustia; si había creatividad, tam­ bién había soledad e incertidumbre. Estos matices formaban parte del nuevo escenario en que tenía lugar la acción política. Adoptando una frase de Merleau-Ponty, el actot de Maquiavelo era «Vexpression d’un monde disloqué».10* Se desem­ peñaba en un universo acallado en el silencio moral: no había signifi­ cados prefigurados, teleología implícita — «parece como si el mundo se hubiera vuelto afeminado y el cielo fuera impotente»— 104 ni el telón de fondo tranquilizador de un cosmos político gobernado por un monarca divino y que ofrecía una pauta a los gobernantes terrena­ les. Su vocación, sin embargo, compelía al hombre político a actuar, a afirmar su existencia como ser totalmente politizado. Empeñarse en la acción política significaba renunciar a las múltiples dimensiones de la vida para concentrarse exclusivamente en la dimensión única de la actividad política. Por la índole de su situación, el hombre político debía ser un actor, ya que no aborda una sola situación política, sino varias. Las circuns­ tancias cambian, la conjunción de factores políticos sigue una pauta 102 Discourses, I , xxv i ( 3 ) . 103 M . Merleau-Ponty, Humanisme et terreur, A Paris: Gallimard, 8a. e d „ 1947, pág. 203. Podría agregarse que Merleau-Ponty aportó un análisis muy sugestivo de Maquiavelo desde un enfoque existencialista: «Machiavélisme et humanisme», en Umanesimo e scienza política, Milán, 1951, págs. 297-308. Véase un enunciado reciente de la opinión tradicional de que M aquiavelo era un «maestro del m al» y profundamente anticristiano en L. Strauss, Thoughts on Machiavelli, A Glen­ coe: Free Press, 1958. 104 Discourses, I I , ii ( 7 ) .

242

variable; en consecuencia, el actor político eficaz no puede permitirse poseer un carácter continuo y uniforme; debe redescubrir constante­ mente su identidad en el papel que le asignan los momentos cambian­ tes.105 El carácter azogado del actor político de Maquiavelo contrasta vividamente con la concepción clásica y medieval del carácter del buen gobernante. Para los autores anteriores, el conocimiento político era algo que permitía a los hombres establecer situaciones estables, pun­ tos fijos dentro de los cuales se hacía posible un comportamiento éti­ co. Tendiendo a este fin, subrayaban la importancia de preparar el ca­ rácter de los hombres de modo que la virtud, por ejemplo, fuera una predisposición habitual al bien.106 Por esta razón, los escritores clási­ cos y medievales tendían a desconfiar de la «prudencia», a la cual po­ cas veces clasificaban entre las virtudes supremas.107 La prudencia im­ plicaba un carácter que reaccionaba con demasiada volubilidad al cam­ bio de las condiciones. En su crítica de la teoría moral tradicional, Maquiavelo no se basaba — como se ha supuesto a menudo— en el cinismo ni la amoralidad. Tampoco es del todo correcto el aserto, más válido, según el cual su propósito fue divorciar las nórmas de comportamiento político de las que gobernaban las relaciones privadas. En cambio, le preocupaba, en primer lugar, indicar las situaciones en que la acción política debía adaptarse a los cánones habitualmente aplicados a la conducta priva­ da. Así, cuando un gobierno actuaba dentro de un medio estable y seguro, debía atenerse a las virtudes aceptadas, tales como compasión, buena fe, honestidad, humanitarismo y religión. En estas circunstan­ cias, la ética pública y la privada eran idénticas.108 La segunda preo­ cupación de Maquiavelo fue, sin embargo, señalar que, debido a que casi todas las situaciones políticas eran inestables y propensas a cam­ biar constantemente, «una nación y un pueblo son gobernados de otro modo que un individuo privado».109 Adoptar las reglas de la morali­ dad aceptada era ligar la conducta propia a un conjunto de hábitos permanentes; pero la rigidez de comportamiento no se adecuaba a las veleidades de un mundo ilógico. Además, quien actuaba de modo uni­ forme no lograba sino proporcionar a sus adversarios un conocimiento anticipado de su probable reacción ante una situación dada.110 Había, además, otra dificultad: la de tener que actuar en un mundo en el cual los demás actores no se atenían al mismo código.111 Es cierto que se planteaba una situación similar en las relaciones privadas, cuando 105 Prince, X V ( 2 ) ; X V I I I ( 5 ) ; Discourses, I I I , ix; carta á Soderini ( «Introducción», 7; IV , iii, 24; y el estudio en R. I. Aaron, John Locke , O xford: Clarendon Press, 2· ed., 1955, pág. 238; H olbach, según cita en J. L. Talmon, op. cit.f pág. 273. 22 «G obierno, moral, costumbres, todo debe ser reconstruido. ¡Q ué magnífico terreno para los arquitectos! ¡Q ué grandiosa oportunidad para utilizar todas las buenas y excelentes ideas que se mantenían en la mera especulación!; de emplear tantos materiales que antes no podían ser usados; de rechazar tantos otros habían sido obstáculos durante siglos y que se estaba obligado a emplear». Citado en F. A . Hayek, The counter-revolution of Science, Glencoe: Free Press, 1952, pág. 109.

318

nismo durante más o menos el mismo período. W eber y Tawney mos­ traron que en los siglos x v n y x v i i i , los grupos calvinistas experi­ mentaron un decisivo cambio de enfoque y comportamiento que sig­ nificó una revaluación de normas y una reorientación de la actividad. La acción se dirigió, no a una preocupación por la salvación, sino a progresar en el mundo. La fuerza impulsora inicialmente alistada al servicio de objetivos religiosos era trasferida ahora a intereses econó­ micos y sociales. Este mismo prurito activista fue, como veremos, un rasgo destacado de la imagen lockeana del hombre. Recordemos que Locke y muchos de sus partidarios más influyentes fueron inconfor­ mistas o rebeldes contra el anglicanismo: basta con mencionar a Adam Smith, Bentham y los Mili. Esto sugiere que el cambio en el protes­ tantismo, analizado por W eber, constituyó algo más que un paralelo de ciertos procesos en el liberalismo: plantea la posibilidad de que eJ liberalismo haya evidenciado algunas pautas de desarrollo iguales a las del protestantismo. Locke, por ejemplo, había sostenido que la filosofía ■— con lo cual se refería, sin duda, a una «filosofía» orientada e informada por valores cristianos— debía renunciar a su tradicional’preocupación por el esta­ do interior y el destino último del hombre, para dedicarse en cambio a examinar el tipo de conocimiento que permitiría a los hombres ex­ plotar el mundo natural. «N o nacemos en el cielo, sino en este mundo, en el cual debemos mantener nuestro ser con carne, bebida y ropa, y otras cosas indispen­ sables que n o nacen con nosotros, sino que deben ser obtenidas y conservadas con previsión, cuidado y esfuerzo; por ello, no podemos ser pura devoción, pura alabanza y aleluyas, y estar perpetuamente en la visión de lo que hay allá arriba . . ,».28 Igual concepto estableció más tarde Adam Smith, al señalar, más la­ cónicamente, que la «sublime contemplación» de la sabiduría de Dios no debía ser «el gran asunto y ocupación de nuestras vidas».2 24. De 3 acuerdo con la directiva de Locke, la filosofía debía promover las «ventajas y conveniencias de la vida humana», ocuparse del mundo cotidiano y satisfacer sus ambiciones con las modestas mejoras posi­ bles allí. El aumento de riqueza y comodidades ofrecía «un amplío campo para el conocimiento, adecuado para el uso y provecho del hombre en este mundo ( . . . ) ¿Por qué lamentar nuestra falta de conocimiento sobre diversos sectores del universo, cuando la parte que nos corresponde aquí se sitúa en el pequeño palmo de tierra que nos contiene a nosotros y todas nuestras preocupaciones?».25 Practicidad y acción pasaron a ser la contraseña de la filosofía, al extremo de que esta terminó por dudar de la seria importancia de su propia empresa: «Las más sublimes reflexiones del filósofo contemplativo 23 Citado en H . R. Fox-Bourne, The Ufe of John Locke , Nueva Y ork : King, 2 vols., 1876, vol. I, pág. 396. 24 Adam Smith, Theory of moral sentiments, *** en Works, Londres, 1812, vol. I, pág. 516; he utilizado la sexta edición, que en adelante será citada com o TMS. 25 H . R. Fox-Bourne, op. cit ., vol. I, págs. 224-26; Lord King, op. cit ,, vol I, págs. 162-65; ECHU , IV , xi, 8.

apenas alcanzan a compensar el descuido de la más pequeña obligación activa».26 El vuelco hacia afuera de la filosofía tuvo como efecto aceptar la so­ ciedad existente como un dato, susceptible de modificaciones secun­ darias, pero siempre dentro del marco de referencia proporcionado por el statu quo. Esto implicaba, a su vez, una forma de conocimien­ to político en la cual la precisión y la certeza no eran necesarias ni deseables. Para los autores liberales, en consecuencia, existía una clara distinción entre las verdades ciertas, resultantes de la manipulación de las abstracciones humanas — como en matemática— y las probar bilidades, sumamente inciertas, posibles en las cuestiones en que él hombre no poseía carta blanca. Y lo que tenía suma importancia, era que los liberales identificaban el ámbito del conocimiento político con las últimas, y los radicales, con las primeras. Locke hizo notar que el conocimiento político se asemeja a la prudencia en cuanto es indemostrable; depende de «diversos y desconocidos intereses, humo­ res y capacidad de los hombres, y no de ninguna idea establecida de las cosas». Los hombres debían confiar, por consiguiente, en «la historia de los hechos evidentes, y en la sagacidad para indagar las causas probables y hallar una analogía en su funcionamiento y efec­ tos».27 Un enfoque similar reapareció en los escritos de Adam Smith, que trazó, en Teoría de los sentimientos morales,*** un marcado con­ traste entre «el hombre de espíritu público» y «el hombre del siste­ ma». El primero «respeta los poderes establecidos y los privilegios, incluso de los individuos, y más aún los de los graneles órdenes y so­ ciedades en que se divide el estado». El hombre del sistema, en cam­ bio, combina la arrogancia con una perspectiva estética, y elimina toda desviación u oposición respecto del total cumplimiento de su «plan ideal»: «Parece imaginarse capaz de ordenar los diferentes miembros de una gran sociedad con la facilidad con que la mano dispone las diversas piezas sobre un tablero de ajedrez; no tiene en cuenta que aquellas no tienen otro principio de movimiento que el que les imprime la mano, mientras que, en el gran tablero de ajedrez de la sociedad hu­ mana, cada pieza posee un principio de movimiento contrario, en un todo diferente del que la legislatura pueda decidir imprimirle».28 26 TMS, pág. 417. 27 Citado en A . C. Fraser, op. cit.y vol. I, págs. xxxi-xxxii. 28 TMSy págs. 407-11. Véase también B. Constant, Oeuvres politiques, C. Louandre, ed., París, 1874, pág. 402, y J. Bentham, «Anarchical fallacies» Worksy J. Bowring, ed., Edimburgo, 11 vols.., 1838-1843, vol, 11, pág. 498 El ataque de A . Smith contra el impulso estético en el pensamiento y la acción políticos formaba parte, en realidad, de su intento de redefinir la naturaleza de la estética política, y reducir, con ello, la función legislativa dé la filosofía po­ lítica. Insistía en que el gobierno podía ser legítimamente un objeto de belleza, que «experimentamos placer al contemplar la perfección de un sistema tan grandioso y bello, y estamos inquietos hasta que eliminamos toda obstruc­ ción que pueda trastornar o estorbar la regularidad de sus movimientos». La belleza no era relacionada, sin embargo, con el fin de una actividad, sino con los medios. En resumen: un objeto o una actividad podía ser designado com o bello en cuanto fuera funcionalmente útil; es decir, «equipado para promover o turbar la felicidad tanto del individuo com o de la sociedad». Aunque la be-

320

III

P reten sion es p o lític a s de la te o r ía e c o n ó m ic a

En su forma madura, el liberalismo expresó los mismos recelos que el conservadorismo en cuanto a tomar en serio la teoría política. In­ cluso Bentham, encarnación del teórico, sostuvo que «según se admi­ te, la propensión a llevar demasiado lejos la teoría es casi universal».29 Y en un pasaje colmado de antiguas analogías políticas, hizo notar que la teoría política debe reprimir el impulso estético, con sus im­ plicaciones de forma y materia. La ciencia de la ley «es el arte de legislar lo que la ciencia de la anatomía al arte de la medicina, con la diferencia de que su tema es aquello con que debe trabajar el artista, en 1 §ar de ser aquello sobre lo cual debe actuar».30 Determinaba la altitud de los liberales, no solo una creencia de que la complejidad de interrelaciones sociales planteaba dificultades insuperables a la ac­ ción racional o tendiente a un fin, sino la sensación de que la activi­ dad política había perdido su encanto y animación. Autores de tem­ peramentos tan opuestos como Matthew Arnold y Frédéric Bastiat * expresaron la misma reacción estética contra la política com o activi­ dad un tanto corruptora. Arnpld, inquieto por «todo este manipuleo político», aconsejaba a los jóvenes liberales «pensar menos en la maquinaria [organizativa], situarse más apartados de la actividad política actual, procurando en cambio favorecer ( . . . ) un funciona­ miento hacia adentro». Bastiat previno que aun la más leve extensión de la acción gubernamental por encima del mínimo absoluto conducía lleza, en cuestiones políticas, llegaba a ser casi sinónimo de eficiencia, nunca se la identificaba com o finalidad principal. U n m otivo estético podía hacer que los hombres buscaran las «obstrucciones» que impedían que las «diversas ruedas de la maquinaria del gobierno» sé movieran con «más armonía y suavi­ dad, sin rozarse entre sí», pero no se debía perseguir un objetivo estético sin tener en cuenta el sufrimiento de los hombres. TMS , págs. 309-23. También Bastiat puso en guardia contra los teóricos que consideraban a la humanidad «une matière inerte recevant du pouvoir la vie , Vorganisation, la moralité et la richesse . . . » . F. Bastiat, Oeuvres , vol. IV , págs. 366-67. El rechazo de la arquitectónica en la teoría y la práctica era también parte del conservadorismo de Burke. Tal vez se comprenda menos que este rechazo pasara a la sociología moderna; esto puede ser com probado examinando la evaluación hecha por Durkheim de estos elementos, en el pensamiento de Montesquieu; véase su ensayo Montesquieu et Rousseau, précurseurs de la sociologie , Paris: Rivière, 1933, págs. 84-85, 96 Esta tendencia no ha sido universalmente acep­ tada, ya que en los escritos de Karl Mannheim, por ejemplo, se expresa con claridad la opinión de que corresponde a la sociología la tarea de proporcionar un programa global para la reforma de la sociedad, y de que la acción política puede y debe operar en escala grandiosa; véase especialmente su Man and so­ ciety in an age of reconstruction,*** Londres: Routledge, 1951. ¿9 Bentham's handbook of political fallacies, H . A . Larrabee, ed., Baltimore: Johns H opkins Press, 1952, pág. 195. 30 An introduction to the principies of moráis and législation, Nueva Y ork : Hafner, 1948, prefacio, pág. x x x i (las bastardillas son del original); citado en adelante com o Moráis and législation. Véase también F. Bastiat, Oeuvres , Pa­ rís, 4a. ed., 1878, vol. IV , págs. 364-66. * Frédéric Bastiat ( 1801-1850) fue un publicista francés sumamente popular, que contribuyó mucho a difundir las doctrinas económicas clásicas ortodoxas del liberalismo. Sus blancos principales fueron el socialismo y el proteccionismo económico. Influyeron mucho en su pensamiento Benjamín Franklin, Adam Smith y el economista norteamericano del siglo x ix Henry Carey.

321

a «une prépondérance exagerée» de le político.3* Sin embargo, la ac­ titud introspectiva de Arnold no era compartida en general; la ma­ yoría de los liberales se atenían a la concepción de que el hombre afir­ maba su existencia mediante la actividad económica. Lo que parecía importante era cómo cumplían los hombres la tarea de crear riqueza; lo concerniente al individuo era la estrategia del progreso social. Así, para los liberales, acción significaba, sobre todo y antes que nada, acción económica. \ La primacía de lá acción económica, así como la tendencia de loa liberales a tratar los fenómenos económicos como idénticos y coextensos con los fenómenos sociales, fue sumamente alentado por los métodos y supuestos empleados por los economistas clásicos del siglo Xvm . Rastreando las infinitas ramificaciones de ideas, tales com o la división del trabajo, la relación entre estructura de clase y la orgánización de la producción y distribución, las vinculaciones causales en­ tre las variables de riqueza y población y sus efectos sobre el pro­ greso, y al poner de relieve las motivaciones que impulsaban a los hombres a adoptar una forma de comportamiento económico y no otra, los economistas construían un cuerpo de conocimientos contem­ poráneo del conjunto de la vida social organizada. El paso siguiente era natural y casi inevitable. Si la economía era el conocimiento de la sociedad, nada, salvo la humildad, impedía al economista presupo­ ner que las relaciones y múltiples actividades de la sociedad, en suma, la vida de esta, podían ser sintetizadas en diversas categorías econó­ micas. El economista podía, por ejemplo, formular un concepto como el de producto anual y considerarlo un símbolo abreviado de las actividades de los miembros de la sociedad durante un año deter­ minado. De modo similar el economista, interrogado sobre cuáles eran los elementos constitutivos de la sociedad, respondía que esta se di­ vidía en «partes» definidas, tales como jornalero, terrateniente y em­ presario, las cuales, como lo expresó el joven Mili, «son consideradas en economía política como constituyendo toda la comunidad», El economista presuponía, además, que sus estudios ofrecían la respuesta sobre qué tipo de motivaciones psicológicas ponían en movimiento a los hombres y determinaban en gran medida su comportamiento' social: su deseo de mejorar su posición social, un deseo que «nos acompaña desde que nacemos y no nos abandona hasta la tumba», un deseo que hallaba su cauce natural en la acción económica.3 32 1 Al reducir la vida social a términos económicos, los economistas se encaminaron hacia una teoría de la acción que tenía vastas repercu31 Arnold, Culture and anarchy, J. D . W ilson, ed., Cambridge: Cambridge University Press, 1932, págs. 19, 36; F. Bastiat, Oeuvres, vol. IV , pág. £50; véase también el ensayo de G uizot, Democracy in Trance, Nueva Y ork, 1849, pág. 81. 32 A . Smith, Wealth , I, vi, xi (págs. 52, 2 4 8 ); II , i-ii, iii (págs. 265-79, 324-25); IV , vii (pág. 566) y adviértase cóm o la sociedad es sintetizada en términos del capital (ibid., I, iii, págs. 320-21; IV , iii, pág. 4 6 4 ); véase también J. R. McCulloch, The principies of pólitical economy , Edimburgo, 1825, págs. 244-46; citado en adelante com o PPE; N. Sénior, Pólitical economy , Londres, 1850, pág. 81; citada en adelante com p PE; J. S. M ili, Principies of pólitical econo­ my, *** Sir W . J. Ashley, ed., Londres: Longmans, 1 9 2 0 ,1, iii, 1 (pág. 2 3 ); citada en adelante com o PPE.

322

siones para la actividad y la teoría políticas. El aspecto exclusivo de su teoría era la afirmación de que la actividad tendiente a un fin podía ser emprendida con éxito sin remitirse a ningún principio que le sustentara o autorizara, salvo el de «naturaleza». D ijo Adam Smith: «Estadistas y proyectistas suelen considerar al hombre com o material para una especie de mecánica política. Los proyectistas tras­ tornan la naturaleza ( . . . ) que solo requiere dejarla tranquila».33 Se consideró antinaturales las enseñanzas, así como los mecanismos de control, vinculados con las autoridades tradicionales de Iglesia, clase y orden político. En consecuencia, lo verdaderamente radical del li­ beralismo fue su concepción de la sociedad com o una red de activi­ dades llevadas a cabo por actores que ignoraban todo principio de autoridad. La sociedad representaba, no solo un orden espontáneo y autoadaptado, sino una condición no alterada por la presencia de la autoridad. Se interpretó que estas cualidades de la acción social — ausencia de autoridad, espontaneidad y tendencia a la autoadaptación— signifi­ caban que la acción social carecía del elemento característico de la acción política: la necesidad de recurrir al poder. Según Spencer, el trabajo es una forma «espontánea» de actividad que actúa sobre el principio de la «cooperación voluntaria»; los hombres «trabajan jun­ tos por consenso».34 La antigua- tarea de distribuir bienes de acuerdo con cierta norma de justicia fue trasferida de la esfera política y asignada al criterio im­ personal del mecanismo de mercado.35 Lo poco que sobrevivía del concepto de justicia consistía en un principio hobbesiano de equidad o, más popularmente, de identificación de justicia con seguridad: no es de extrañar que, a mediados del siglo xix, los liberales hayan lle­ gado a dudar de que existiera la justicia política. Como lo declaró Bastiat, «el objetivo de la ley no es, en términos estrictos, hacer que prevalezca la justicia», sino «impedir que reine la injusticia. En ver­ dad, lo que tiene existencia real no es la justicia, sino la injusticia. Aquella resulta de la ausencia de esta».36 Es interesante que, para los liberales, lo poco que quedaba de la actividad política tendiente a un fin se identificaba en gran medida con la función del filósofo de Locke. El equivalente político de la eliminación de desechos consistía en abrogar toda la herencia de medidas políticas y leyes qué' nutrién­ dose de la ilusión de que la actividad política era creativa en alguna medida, obstruía la acción social y económica: « . . . Tal como se presenta la situación, casi todo consiste en deshacer lo hecho, y en obviar los inconvenientes que resultarían de cumplir de m odo irreflexivo este proceso de destrucción».37 33 D e un artículo de A . Smith citado por D . Stewart, Essay on philosophicd subjects , Londres, 1795, pág. lxxxi, Véase también el estudio de W . Cropsey, op. cit. 34 H . Spencer, Essays, vol. I I I , págs. 450-51; Jeremy Benthams’s economic writings, W . Stark, ed., Londres: Alien and Unwin, 3 vols., 1952-54, vol. I I I , pág. 333; citada en adelante com o Econ. Wr. 35 A . Smith, Wealth, I, vii, viii; IV , ii. 36 F. Bastiat, Oeuvres , vol. IV , págs. 360-61. 37 J . Bentham, Econ. W r.f vol. I, pág. 223.

323

Los temas anteriores de la teoría política com o forma salvadora de conocimiento, y de la acción política como medio de regeneración, no se perdieron para la tradición occidental. Lo que el liberalismo abandonó fue recogido por el radicalismo del siglo x v m y restaurado por el socialismo revolucionario del xix. Dijo Mably: «Para un legis­ lador, nada es imposible, ya que tiene en sus manos, por así decirlo, nuestro corazón y nuestro espíritu: él puede moldear hombres nue­ vos». Y en el corazón del marxismo anidaba la pretcnsión de qué era posible trasformar la sociedad mediante la acción política infor­ mada por el conocimiento de las leyes históricas. Para ser significa­ tiva, la acción política debía ser de carácter revolucionario, ya que solo mediante un acto de destrucción creativa el hombre «se separa finalmente del mundo animal ( . . . ) e ingresa en condiciones Real­ mente humanas».38 Entre los liberales, sin embargo, la falta de interés en la acción polí­ tica, la convicción de que la economía constituía el estudio adecuado para la humanidad y la actividad económica su adecuada finalidad, apresuraron la declinación de la teoría política. En efecto, esas creen­ cias favorecieron la imposición de categorías económicas al pensa­ miento político, con el resultado de que la teoría económica llegó a usurpar la función y posición de la teoría política. Los liberales ter­ minaron por afirmar que la economía no solo era la forma de conoci­ miento más útil para el individuo en su búsqueda de la felicidad; sino que también suministraba las recetas necesarias para encarar los problemas comunes de la sociedad. Para hallar la fuente intelectual de estos desarrollos debemos volver a Locke y, específicamente, a su enunciado sobre las finalidades del orden político. Según Locke, el gobierno existía «para procurar, proteger y promover» los «intereses civiles» de los hombres. Estos intereses, a su vez, incluían «vida, li­ bertad, salud e indolencia del cuerpo, y posesión de cosas exteriores». Podía decirse, en consecuencia, que lo político residía en la suma de ordenamientos protectores que permitían a los hombres «obtener lo adicional que desean».39 No obstante, es obvio que el tipo de conocimiento referente a la protección de posesiones era, una vez expresado en garantías políticas, algo que debía ser dado por sentado, tal como el conocimiento de un fabricante de cercas es dado por sentado por un dueño de casa a quien solo le interesa mantener su cerca en buen estado. Por otro lado, la forma de conocimiento que permitía a los hombres adquirir lo que deseaban tenía una atracción inmediata y continua. Autores como Smith se contentaron, al principio, con exponer la li­ mitada pretensión de que la economía constituía una rama súbsidiaria del arte de gobernar, referida sobre todo al modo en que una sociedad obtenía su subsistencia y acumulaba ingresos suficientes para los ser38 G . B. Mably, De la législation, Lausana, 2 veis.,. 1777, vol. II, pág. 31, y véase la biografía en E. A. W hitfield, Gabriel Bonnot de Mably, Londres: Routledge, 1930; véase también el estudio de J. L. Talmon, op. cit., pág. 54 y sigs.; F. Engels, Herr Eugen Dübrirtgs revolution in Science,*** Nueva Y ork: Internatio­ nal Publishers, s. f., pág. 318. F. Bastiat ( Oeuvres , vol. IV , pág. 367 y sigs.) reunió una gran cantidad de citas para ilustrar el mismo tipo de peligros en el pensamiento radical señalado recientemente por Talmon. 39 The works of John Locke , Londres, 12* ed., 9 vols., 1824, vol. X , págs. 10. 42.

324

*

vicios públicos.40 A principios del siglo x ix , sin embargo, se reclama­ ba un ámbito más amplio, lo cual indicaba que la nueva ciencia an­ siaba y podía ocupar el territorio inicialmente en poder de la filoso­ fía política: el de poseer el conocimiento soberano correspondiente al bienestar de la comunidad en su conjunto. Según declaró McCul­ loch,* la economía política era el estudio de los mejores intereses de la sociedad. Como era un tema relacionado con la manera de «lo ­ grar la mayor cantidad posible de riqueza con la menor dificultad posible», dicha ciencia promovía, por definición, los intereses de to­ das las clases.41 Existía, además, una relación directa entre riqueza y civilización — -«un pueblo pobre nunca es refinado, ni un pueblo rico, bárbaro»— ; por ende, la ciencia que estudiaba la riqueza se clasifi­ caba como ciencia fundamental. «E l establecimiento de un sistema sensato de economía pública puede compensar cualquier otra defi­ ciencia». «La riqueza es independiente de la naturaleza del gobier­ n o».42 Fue así que, hacia la primera parte del siglo xix, la teoría económica había comenzado a exigir para sí el manto de la teoría política y a hacer suya la responsabilidad de pronunciarse sobre el bien de toda la sociedad. Esto se evidenció en el diálogo imaginario escrito por Ja­ mes Mili, notable p or su deliberada adopción del tono y estilo del primer gran filósofo político, como para destacar aún más la sustitueíóh de la teoría política por la economía: «B : Podemos ( . . . ) sugerir, si lo permites, como formulación general que cuando se combinan muchos agentes y operaciones para producir determinado resultado, o serie de resultados, es absolutamente nece­ sario un panorama general que domine la totalidad para llevar a cabo esa combinación del modo más perfecto. »A : Estoy de acuerdo. »B: Pero un panorama general que domina todo el tema, en todas sus partes, y la conexión entre dichas partes, ¿es acaso otra cosa que otro nombre para la teoría o ciencia sobre estos temas? Teoría (tbeoria) es literalmente v i s i ó n , y ciencia es scientia, c o n o c i m i e n t o , y refiere al enfoque o conocinjiiento, no solo de esta o aquella parte, sino del todo, com o el general con su ejército. »A : . . . quieres decir que la teoría o ciencia de la economía política es un panorama general que domina la vasta combinación de agentes u operaciones dedicados a producir, para uso del hombre, el conjunto de las cosas que este disfruta o consume ( . . . ) las cosas a las que él denomina sustancia de la riqueza; el gran objeto hacia el cual se orientan la mayoría de los esfuerzos y preocupaciones de los seres humanos. 40 A . 5*mth, Wealthf IV , «Introdu cción » (pág. 3 9 7 ). * John Ramsay M cCulloch (1789-1864), escocés, fue un escritor prolífico. A de­ más de varios estudios económicos y estadísticos, anotó La riqueza de las nadones , de Smith, y obras de Ricardo. Más que un pensador original, fue un leal partidario de las ideas económicas clásicas. 41 J. R. M cCulloch, PPE, págs. 7-9. 42 J. R. M cCulloch, PPE , pág. 23; J. B. Say, A treatise on polttical economy , trad. de la 4a. ed. por C. R. Prinsep y C. Biddle, Filadelfia: Lippincott, 1857, pág. xv; Traité d’économie politique , París, 2 vols., 1803, vol. I, pág. ii.

325

»13: M e has interpretado correctamente. »A : Pasarías luego a preguntarme ( . . . ) si estas innumerables ope­ raciones ( . . . ) no pueden tener lugar en más de una manera; resu­ miendo, de manera peor o mejor; si es importante o no que tengan lugar de la mejor manera, y si la diferencia entre la mejor y la peor maneras puede ser o no muy grande ( . . . ) Y yo respondería a todas estas preguntas afirmativamente».43 En el ejercicio de su posición dominante, los economistas comenzaron gradualmente a extender a los fenómenos políticos sus conceptos y técnicas analíticas especializados. Pensando obtener resultados ins­ tructivos si las instituciones de gobierno eran sometidas al mismo tipo de análisis que había sido tan provechoso para examinar otras clames de actividad, los economistas formularon esta inocente pregunta: puesto que toda forma de actividad se situaba naturalmente en una de dos clases, «productiva» o «improductiva», ¿dónde se debía ubicar la actividad de gobernar? Aunque no se la podía llamar productiva en el sentido en que lo eran la agricultura o la industria, y pese a que vivía parasitariamente del trabajo productivo de otros grupos, la ac­ tividad gubernativa no era totalmente inútil, como lo eran algunas acti­ vidades improductivas. ¿Por qué no incluirla, en consecuencia, bajo el principio de la división del trabajo? Esta situación permitía tratar al gobierno como una forma de actividad que, pese a no ser produc­ tiva en sí, contribuía a mantener condiciones que permitían a la so­ ciedad continuar la tarea básica de producir. Después de todo, alguien tenía que ser responsable de mantener la ley y el orden, de vigilar que los caminos se hallaran en buen estado, y la defensa nacional, en forma adecuada. Como resultado de este y otros tipos similares de razonamiento, mu­ chos conceptos políticos tradicionales perdieron importancia o se ex­ tinguieron por completo. Dijo Spencer: « A medida que la sociedad se establece y organiza, su bienestar y progreso se hacen cada vez más independientes respecto de cualquiera». La armonía social, en vez de ser responsabilidad de una autoridad gobernante, no era designio de nadie, sino resultante derivada del equilibrio espontáneo de las fuer­ zas económicas. El rango de ciudadano quedaba absorbido por el de productor, y la participación política, pese a los heroicos intentos de los reformadores liberales por ampliar el derecho a voto, parecía te­ ner más el carácter de una medida defensiva que de una actividad autorrealizadora: «cada uno es único custodio seguro de sus propios derechos e intereses», y por ello la justicia exigía un sufragio igual, donde cada individuo pesara «tanto como cualquier otro individuo en la comunidad». Poder votar era estar en mejor posición para defen­ der los intereses propios.44 43 Citado en L. Robbins, The theory of economía policy ín Englisb classical political economy, Londres: Macmillan, 1952, págs. 175-76; véase también F. Bastiat, Oeuvres, v ol. IV , pág. 388. 44 Véase la documentación sobre estas cuestiones en los textos siguientes: A . Smíth, Wealth , II , iii (págs. 315-26V, IV , ii (pág. 4 2 4 ); TMS , pág. 405; Lectures on justice, pólice, revenue, and arms, E. Cannan, cd., O xford: Clarendon Press, 1896, págs. 1-4; T. R. Malthus, An essay on populaiion, A Londres:

326

IV .# E l eclip se de la a u to rid a d p o lít ic a : d e s c u b r im ie n to de la socied a d En el examen anterior se hace evidente que el grupo de premisas y proposiciones liberales reveló, al tomar forma, una cualidad implícita­ mente antipolítica. Se puede comprender mejor esto examinando bre­ vemente la relación entre Locke, iniciador de la tradición liberal, y Hobbes. Uno de los rasgos característicos del sistema hobbesiano era su vigorosa afirmación de la especificidad de lo político. Esto tenía su más vivida expresión en el contraste establecido por Hobbes entre el estado de naturaleza y el orden político, entre el naturalismo irres­ tricto y las restricciones artificiales impuestas por la autoridad polí­ tica para respaldar la civilización. Orden político, sociedad y civiliza­ ción constituían una tríada en la cual los términos sociedad y civiliza­ ción dependían del orden político, y los tres tenían en común un ca­ rácter artificial y antinatural. A l mismo tiempo, Hobbes tuvo especial cuidado en insistir en que lo político poseía una identidad propia, que, por ejemplo, la autoridad política no debía ser confundida con alguna autoridad religiosa oj social ni usurpada por estas. Locke no solo rechazó estas antítesis, sino que las confundió al contemplar de nuevo el estado de naturaleza como una condición política benigna, dotada de todos los rasgos idealizados de una sociedad política y de ninguno dé sus inconvenientes. «Cada trasgresión que se pueda cometer en el estado de naturaleza puede ser también castigada en él igualmente y tan a fondo com o en una nación ( . . . ) [la ley de la naturaleza] es tan inteligible y sen­ cilla para un estudioso de dicha ley como las leyes positivas de las naciones, y posiblemente más sencilla ( . . . ) Es mucho mejor en el estado de naturaleza [que en una monarquía absoluta] donde los hombres no se hallan obligados a someterse a la injusta voluntad de otros».45 Tratar como político lo que Hobbes había considerado no solo prepo­ lítico, sino antipolítico, tuvo com o efecto oscurecer la identidad de lo político y rebajar su nivel. Se aducía que el estado de naturaleza era una condición de «libertad perfecta», no desfigurada por «ningún poder superior en la tierra» ni «la autoridad legislativa del hombre». Era asimismo un estado de perfecta igualdad, «donde todo poder y jurisdicción son recíprocos, sin que uno tenga más que otro»; donde Dent, 2 yols., 1914, vol. I I , págs. 87, 192-93; N . Sénior, PE, págs. 76, 81; J. S. M ili, Considerations on representative government,£* Londres: O xford University Press, 1912, cap. I I I , pág. 187; cap. V I I , pág. 249. H . Spencer, Essays, vol. I I I , pág. 313. La índole no productiva del gobierno llegó a ser un tema favorito de Sáint-Simon; véase el famoso pasaje, según la traducción de Henri Comte de Saini-Simon. Selecied writings, F. M . H . Markham, ed., Nueva Y ork: Macmillan, 1952, págs. 72-73, y compárese con J. Bentham, Moráis and legislation, pág. 5, nota. Hay un importante indicio de la difusión de las categorías econó­ micas en la forma en que Smith se apropió de la antigua idea del cuerpo político orgánico para fines económ icos; Weáltk, IV , vii, (págs. 571-72, 6 3 8 ). 45 Two treatises of government, I I , 12-13; en adelante, las referencias a esta obra serán citadas com o First o Second treatise.

327

tóelos eran libres de actuar y de ordenar sus posesiones como lo con­ sideraran adecuado, sometidos únicamente a los eternos dictados mo­ rales de la ley de la naturaleza. El poder político estaba presente, pero, hallándose disperso entre todos los miembros, cada uno situado bajo la obligación racional de ayudar a los demás a poner en práctica la ley de la naturaleza, carecía de forma determinada, institucionaliza­ da.46 Finalmente, el estado de naturaleza era una cqndición sobre todo social, en la cual los hombres vivían «en una sola comunidad de la naturalezas, por lo cual, para el hombre político lockeanó, el orden político nunca podía ser una invención, sino solo un redescubrimiento de lo natural; nunca la precondición vital de una comunidad, sino soló su superestructura. Negado su contraste qon la naturaleza, el orden político perdía su carácter de adquisición extraordinaria. Era ofrecido por Locke com o un remedio modesto, de sentido común, para los «inconvenientes» del estado de naturaleza, algo así como un mejor conjunto de comodidades para quienes ya poseían casas, y no un re­ fugio desesperadamente erigido por quienes no tenían vivienda. Las normas sociales y políticas corporizadaS en este estado ideal de naturaleza adquirían un perfil más nítido mediante el contraste con otra condición modelo: el estado de guerra.47 Aquí los rasgos identi­ ficantes eran un «designio declarado de fuerza» encaminado a reducir alguien al poder «absoluto» de otro, y la ausencia de un «superior co­ mún en la tierra, a quien apelar en busca de socorro». Mientras que el estado de naturaleza se limitaba a una etapa puramente precivil, el estado de guerra representaba una aberración potencialmente presente, tanto en el estado ideal de naturaleza como en la sociedad civil; una aberración en el sentido.de que destruía el elemento característico de la comunidad que ambos poseían: el acuerdo de vivir según una ley común— en un caso, la ley natural, en el otro, la ley positiva del Estado. El paso siguiente en la argumentación de Locke siempre ha planteado desconcertantes problemas para la interpretación. ¿Concebía la socie­ dad políticá como originada en el estado de naturaleza o en el estado de guerra? Si se adopta la primera explicación, la decisión del indivi­ duo de incorporarse a la sociedad política aparece como inexplicable o superflua. En efecto, si la sociedad política es una mejora respecto de la naturaleza, ¿de qué manera explicar que Locke describa el estado de naturaleza como idílico? Si la condición natural fuera general­ mente armoniosa, pacífica y racional, ¿por qué abandonarla? Si solo la desfiguran «inconvenientes», ¿es esto causa suficiente para elegir otro m odo de vida? Si, por otro lado, la sociedad política debe ser deducida del estado de guerra, cómo resistir la lógica de Hobbes, y su conclusión de que la sociedad política implica necesariamente una estructura de poder y autoridad suficiente como para eliminar la anar­ quía y su recurrente posibilidad? La mayoría de las interpretaciones, al presuponer que Locke derivaba la sociedad política de una u otra de estas condiciones, han concluido en que su estado liberal fue lo46 Second treatise, 4 ,2 2 . 47 L ock e señalaba que las dos condiciones «distaban tanto entre sí com o un estado de paz, buena voluntad, ayuda mutua y preservación, y un estado de ene­ mistad, malicia, violencia y destrucción mutua». Second treatise, 19.

328

grado a pesar del razonamiento descuidado de su autor, con lo que se clasifica a Locke com o filósofo más por sus buenas obras que p or gra­ cia divina. En épocas más recientes ha estado de moda sostener — sobre todo entre quienes opinan que la sociedad lockeana se origi­ naba en el estado de guerra— que Locke es, en realidad, H obbes con ropaje liberal; esto es algo así como una versión política de la contro­ versia sobre Bacon y Shakespeare.48 Estas interpretaciones me parecen defectuosas, porque no prestan su­ ficiente atención al lenguaje de Locke. L o que este hizo fue introdu­ cir una tercera condición, distinta de lo que él llamaba el «perfecto estado de naturaleza» y del estado de guerra. Para mayor claridad, designaremos dicha condición como el estado caído de naturuleza, porque tiene ciertas semejanzas sugestivas con la distinción establecida por Troeltsch entre la concepción cristiana de la ley natural vigente con anterioridad a la caída respecto de la gracia divina, y la «caída» ley natural reinante en el posterior estado de pecado. « . . . De no ser rados, no haría los; hombres se binándose, por divididas».49

por la corrupción y perversidad de hombres degene­ falta ninguna otra [sociedad], no sería necesario que apartaran de esta grande y natural comunidad com ­ acuerdos positivos, en asociaciones más pequeñas y

Locke se propuso trasmitir la impresión de una situación que no era la vigente en el estado ideal de naturaleza, pero que no debía ser con­ fundida con el estado de guerra; así lo indica el ominoso lenguaje que empleó al preparar un contexto plausible para el contrato. Nos dice que la condición natural «está colmada de temores y continuos peli­ gros», y «la mayoría» de sus habitantes, lejos de ser intérpretes ra­ cionales de la ley de la naturaleza como se nos había llevado a creer, son descritos com o «quienes no observan de modo estricto la equidad ni la justicia».50 Los hombres son impelidos hacia la sociedad civil porque los acosa la ansiedad, están «inseguros» respecto de sus de­ rechos, «llenos de témores». Sin embargo, y dado que huyen del estado caído de naturaleza — ya qúe el estado ideal, por definición, no tiene «inconvenientes»— su búsqueda de un ordenamiento mejor estará guiada necesariamente por el conocimiento de la condición ideal; es decir, por las normas que les permiten reconocer las «deficiencias» deLestado caído. En suma: los «defectos» que hacían intolerable el estado caído eran conocibles solamente a la luz de las normas encar­ nadas en el estado ideal. Esto se evidencia en los «remedios» (un ejemplo significativo de uso que implica restauración, antes que inno48 Véase, por ejem plo, J. M abbott, The State and the Citizen, Londres: Hutchinson, 1948, págs. 20-21; L. Strauss, Natural right and history, págs. 221-22, 227-33. J. W . Y olton lanzó un ataque agudamente crítico, y en general correcto, contra la interpretación de Strauss, en «L ocke on the law o f nature», Philosophical Reviewy vol. 67, 1958, págs. 477-98. 49 Second treatise, 128; W orks , vol V , págs. 224, 248. Véase la distinción esta­ blecida por E. Troeltsch, en The social tcachings of the Christian churches, trad. al inglés por O . W yon, Londres: Alien and Unwin, 2 vols., 1931, vol. I, págs. 152-61, 343 y sigs. 50 Second treatisey 123-24, 136; H . R. Fox-Bourne, op. cit.y vol. I, pág. 174.

329

vación) para el estado caído. Dichos remedios son: una ley común, un método paral el juicio imparcial y un poder que ejecute; los tres retrotraen a ordenamientos vigentes en el estado ideal.51 La argumentación de Locke tuvo com o resultado oscurecer el carácter político de la sociedad civil, cuyas cualidades políticas no aparecían ab nihilo, sino que habían sido anticipadas por la forma política dada al estado ideal de naturaleza. Los que se pueden considerar elementos / políticos genuinamente nuevos en la sociedad civil fueron introduci­ dos mediante el acuerdo explícito, por el cual los hombres aceptaban un cuerpo común de reglas y prometían obedecer las decisiones de la mayoría. Más importante, sin embargo, era el carácter mínimo del or­ den político. Con esto no se quiere decir que los poderes y jurisdic­ ción del gobierno estuvieron estrechamente limitados — ya que el len­ guaje de Locke dejaba un generoso espacio para la acción guberna­ mental— , sino que aquel inició un modo de pensar en el cual la in­ fluencia predominante era la sociedad, en lugar del orden político. En vez de formular el interrogante clásico: ¿Qué tipo de orden polí­ tico hace falta para mantener la sociedad?, Locke lo invirtió de esta manera: ¿Qué ordenamientos sociales asegurarán la continuidad del gobierno? Locke lanzó su ataque contra el modelo tradicional de sociedad, en el cual las relaciones sociales e instituciones ordenadas eran sustentadas por la orientación impartida desde un centro político, sustituyéndolo por una concepción de la sociedad como unidad automotivada, facul­ tada para generar una voluntad común. Rousseau, en el siglo siguien­ te, enunciaría de modo más sistemático esta idea de la sociedad como una entidad volitiva, pero ya en Locke se puede discernir su vago contorno inicial, y con él los comienzos de un movimiento del pen­ samiento que acabó por destruir el monopolio del orden político co­ mo única voluntad pública. Una atenta observación del lenguaje em­ pleado por Locke para describir el contrato fundamental permite ob­ tener algún indicio de esta tendencia. El acto del acuerdo exigía que «cada uno de los miembros» resignara sus poderes naturales «en ma­ nos de la comunidad». Esto sugería la existencia de una «comunidad» antes de que se inventara la sociedad civil. « . . . Los hombres entre­ gan todo su poder natural a la sociedad a la cual se incorporan, y la comunidad pone el poder legislativo en las manos que cree aptas para su costodia . . ,».52 Locke admite de modo más explícito el poder colectivo de la sociedad al describir lo que ocurre cuando un gobierno se coloca en estado de guerra contra sus ciudadanos. En caso de que un gobierno violara su custodia, el poder revertía a la «sociedad». Esta, a su vez, poseía unidad de voluntad suficiente para «actuar co­ mo suprema y dar continuidad a lo legislativo ( . . . ) construir una forma nueva, o ponerla, bajo la antigua forma, en nuevas manos . . .».53 51 Second treatise, 4. 52 Jbid.y 87, 136 (énfasis añadido). 53 Ibid.y 243. H ay que admitir que aquí Locke se contradice. Antes había sos­ tenido que, por m edio del poder legislativo, los miembros «se unen y combinan en un solo cuerpo vivo coherente», y que «esta es el alma que da forma, vida y unidad a la nación» (ibid.y 2 1 2 ). Más tarde, sin embargo, aduce que, cuando se disuelve el poder legislativo, la sociedad aún puede actuar.

330

Se hâ dicho a menudo, criticando a Locke, que este no ofreció procedi­ mientos definidos que la ciudadanía pudiera invocar cuando se sintiera justificada para rebelarse contra el gobierno. Esta objeción es errónea, ya que lo importante en la teoría de Locke es que, cuando un gobierno arbitrario provoca la revolución, no se enfrenta con una masa desor­ ganizada de individuos, sino con una «sociedad», es decir, con un grupo cohesionado. La concepción de Locke sobre la revolución com o acto social marcó un significativo alejamiento respecto de la tradición anterior. En escritos del siglo x v i com o la Vindiáae contra tyrannos, o en los breves comen­ tarios de Calvino acerca de la función de los ephori, así com o en la política de Althusio, aparecía un intento consciente de poner límites al derecho dé resistencia identificando su ejercicio con instituciones es­ pecíficas, tales como la Iglesia, las asambleas locales o determinados magistrados.54 Locke, en cambio, atribuyó ese derecho a la «sociedad», más específicamente, a la mayoría.55 Designando la mayoría com o el instrumento a través del cual actúa la sociedad, Locke asestó un nue­ vo golpe a la función específica del orden político. Concibió a la ma­ yoría con independencia de procesos e instituciones políticas; com o una fuerza que proporcionaba a la sociedad conducción dinámica, pe­ ro que se originaba fuera de dichos procesos e instituciones. « . . . Sien­ do necesario que lo que es un solo cuerpo se mueva en un solo senti­ do, es necesario que el cuerpo se mueva hacia donde lo lleva la fuerza más grande, que es el consenso de la mayoría». Sin embargo, Locke no se contentó con argumentar la función de la mayoría sobre la sim­ ple base de su poder superior. El poder debía revestirse de derecho, o sea que se debía dar autoridad a la mayoría. Esto fue logrado me­ diante el contrato fundamental: cada uno «acepta la obligación de que cada miembro de esa sociedad se someta a la determinación de la ma­ yoría, y sea delimitado por e lla . . ,».56 De este m odo, la autoridad última quedaba identificada con la sociedad. Esto ejerció un impor­ tante efecto sobre la jerarquía del orden político, ya que la «sociali­ zación» de la autoridad fue llevada a cabo quitándola a las institucio­ nes políticas y situando a estas en dependencia respecto de la socie­ dad. Ejemplifica bien esto la forma en que Locke abordó la institu­ ción de la monarquía, que había sido tradicionalmente considerada como la encarnación suprema de la autoridad política. Locke trasfor­ mó la dignidad real en mero cargo ejecutivo, sin posición independien54 A defetise of liberty against tyrants (Vindiáae contra tyrannos) , H . J. Laski, ed., Nueva Y ork: Harcourt, Brace, s. f., págs. 93, 97-100, 102-06, 109-11, 126-36; J. Calvino, Institutes , *** IV , xx, 31; Operay vol. X X I X , págs. 557, 636-37; C. J. Friedrich, ed., Política methodice digesta of Johannes Althusius, Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1932, xix, 7; xx, 20-21. Véase el estudio en P. Mesnard, U essor de la philosophie politique au X V le. siècle , Paris: Vrin, 1951, págs. 340 y sigs., 593 y sigs. 55 Second treatise, 96-97, 209, 230. La doctrina de Locke sobre la mayoría es examinada de m od o extenso, y de manera extrema, por W . Kendall, John Locke and the doctrine of majority rule, Urbana, 111.: University o f Illinois Press, 1941. La interpretación de Kendall ha sido criticada, aunque de manera insatisfactoria, por J W . Gough, John Locke}s political philosophy, O xford: Clarendon Press, 1950, pág. 24 y sigs. 56 Second treatise, 96-97.

331

te: un simple agente de la sociedad. La función del rey era la de «imagen, fantasma o representante de la nación, que actúa según la voluntad de la sociedad, declarada en sus leyes ( . . . ) N o tiene otra voluntad ni poder que los de la ley».575 8

V . S ocied a d y g o b ie r n o : esp on ta n eid a d versus c o á c c ió n Y íT se sugirió brevemente que Locke invirtió las prioridades tradicio­ nales para establecer la sociedad como sostén del orden político, en lugar de lo contrario. Se puede precisar mejor esto recurriendo al cóncepto de propiedad privada elaborado por Locke. La conexión etitre la propiedad y la función sustentadora de la sociedad reside en la iden­ tificación lockeana de la propiedad con la sociedad y no con el orden político. El carácter social de la propiedad, y su resultante significa­ ción, han sido pasados por alto por la mayoría de los comentaristas, empeñados, en cambio, en subrayar el contráste entre los enfoques dé Locke y de Hobbes sobre la propiedad, y en demostrar cóm o uno conducía lógicamente al despotismo y el otro a un gobierno limitado y mayores derechos individuales. Se suele indicar que Hobbes sostu­ vo que, por lógica estricta, no podía haber derechos de propiedad previos a la sociedad civil, ya que no existía un poder efectivo que impusiera el reconocimiento de tal derecho. De ese modo, haciendo que los derechos de propiedad fueran derivados de la voluntad del soberano, Hobbes agregaba a Leviatán un elemento más de poder. Locke, por el contrario, sostenía que la propiedad privada había exis­ tido antes de fundarse la sociedad civil, y esto — según se sostiene en muchas interpretaciones— influyó en su teoría sobre poderes gu­ bernamentales y derechos individuales. Si la propiedad era un dere­ cho prepolítico, que los hombres traían consigo a la sociedad civil y al cual no-renunciaban, el poder político se enfrentaba con una im­ ponente limitación. En esta interpretación, sin embargo, el énfasis es­ tá mal aplicado. Lejos de abogar por la inmunidad de los derechos de propiedad respecto del control político, Locke puso muy en claro que los hombres, al incorporarse a la sociedad política, sometían sus po­ sesiones al control de esta. Según su criterio, la seguridad de posesión no significaba ausencia de regulación política, sino únicamente que dicha regulación no debía ser «arbitraria», es decir, imposible de ser defendida como de interés común.68 Otra falla más importante de la interpretación mencionada es el no advertir que a Locke le interesaba tanto convertir la propiedad en un baluarte del orden político como en asegurar la preservación de este derecho. Para comprender la significación de esto, debemos volver a los orí­ genes prepolíticos de la propiedad. Ahora bien, la aseveración de Locke, en cuanto a que la propiedad precedía al gobierno, solo co­ braba sentido si aquel presuponía simultáneamente la existencia de la sociedad. Lo que permite que el acto de apropiación resulte en pose57 Ibid., 151. 58 IbüL, 120-21, 131.

332

sión «privada» es que otros reconozcan la validez de ese acto. En otras palabras: la apropiación es de carácter individual, pero el reco­ nocimiento que la convierte en derecho efectivo es social. En este sen­ tido, puede decirse que la propiedad es una institución social, identi­ ficada con la sociedad antes que con el orden político. El paso si­ guiente es demostrar que el orden político dependía, en gran medida, de la institución social de la propiedad; o, dicho con más precisión, que la promesa hecha por los miembros de obedecer directivas polí­ ticas era registrada a través de la institución social de la propiedad antes que por medio del contrato «político», Lo que aquí sugerimos es una revisión de la interpretación corriente de la teoría de Locke sobre el consentimiento (con sen t). Según la interpretación habitual, la base consensual de la sociedad política de Locke se halla contenida en el contrato «explícito», como lo denominó aquel, mediante el cual cada miembro indicaba su dis­ posición a obedecer. Presuponiendo que este enfoque sea correcto, es posible concluir que Locke interpretó el problema de la obligación en términos de un acto puramente «político», que tenía lugar en un solo momento, y que, con optimismo, creyó asegurada la estabilidad y continuidad del gobierno, áunque no dependían sino de la promesa de cada miembro de cumplir su palabra. Contra este enfoque, podría­ mos sugerir que el contrato explícito ocupaba una función subalterna en cuanto'-a mantener la lealtad de los miembros de la sociedad du­ rante cualquier lapso; que su importancia se limitaba a dos únicas ocasiones: la fundación de la sociedad política y el derrocamiento del gobierno cuando se apelaba al acuerdo original, y que el instrumento principal para asegurar la continuidad del consentimiento de los miem­ bros era la institución de la propiedad privada. Estas sugerencias ha­ llan respaldo en la doctrina de Locke sobre el consentimiento «táci­ to». Locke introdujo esta forma de acuerdo para eliminar la objeción de que el pacto original o explícito no podía explicar por qué miem­ bros incorporados luego, y que acaso no hubieran tomado parte en el acuerdo originario!, estaban obligados, sin embargo, a aceptar las di­ rectivas de las autoridades políticas. La cuestión era, entonces, si se podía decir que un individuo había consentido en obedecer a un go­ bierno, cuando no había ninguna promesa explícita de su parte. Locke respondió que indicaban un elemento de consentimiento actos apa­ rentemente tan dispares como el ejercicio de los derechos de propie­ dad, viajar por las carreteras o alquilar habitaciones «solo por una se­ mana». Es evidente que una red tan amplia com o esta captaría más individuos que cualquier acto contractual expreso. Sobre todo, podía ser aplicada a las generaciones posteriores com o no podía serlo el con­ trato expreso. Esto surge con mayor claridad a medida que se des­ pliega la argumentación de Locke, quien, abandonando la afirmación dudosa y extrema de que una breve residencia o el uso de las carrete­ ras constituían verdaderas características de obligación política, se concentró en cambio en la significación consensual de los derechos de propiedad. Cualquier persona que gozara de derechos de propiedad era colocada ipso facto en pie de igualdad con los contratantes inicia­ les. Su propiedad y su persona quedaban sometidas a la jurisdicción de la sociedad política, cuyas órdenes estaba obligada a obedecer. La

333



única distinción entte las dos formas de consentimiento residía en la estipulación de que, si un individuo que había ingresado en la socie­ dad mediante el método tácito renunciaba a sus derechos de propie­ dad, quedaba en libertad de abandonarla, mientras que los demás se hallaban «perpetua y necesariamente obligados».59 Como toque final de la argumentación, la institución de la propiedad era empleada para socavar la idea favorita del radicalismo de que cada generación era libre ¡de reconstituir la sociedad política.60 De acuerdo con Locke, cuando un individuo aceptaba un legado de pro­ piedad su acto indicaba una «sumisión voluntaria» a la sociedad po­ lítica, ya que el disfrute de aquel dependía de la protección ofrecida por la ley.61 De este modo, la trasmisión de propiedad suministiaba, una afirmación recurrente del contrato explícito. La continuidad de la/ sociedad política era asegurada por hallarse vinculada con la perpe/ tuacióri de las posesiones económicas. Al mismo tiempo, la aparente unidad de una «generación» era disuelta por el acto de heredar que tenía lugar, inevitablemente, en una serie de casos inconexos e indi­ viduales.62 Podemos decir, en resumen, que Locke logró convertir la propiedad en un ingenioso instrumento para constreñir silenciosamen­ te a los hombres a la obediencia política. La coacción, por cierto, no era menor porque se dijera que los hombres eran libres de rechazar una riqueza heredada o de abandonar la sociedad sin su propiedad. En consecuencia, lo observado por Locke acerca del poder que la propiedad otorgaba a los padres sobre sus hijos podría ser dicho, con igual justicia, respecto del poder que daba a la sociedad sobre sus miembros: «N o es pequeña atadura» para su obediencia. La franca admisión de Locke del elemento coactivo en la propiedad revela la incipiente actitud liberal hacia la coacción. Los liberales de­ mostraron no preocuparse por las imposiciones derivadas de un siste­ ma de propiedad, porque las presiones parecían impersonales y caren­ tes de compulsión física. Podían, en cambio, llegar a agitarse respecto del poder político debido a que este combinaba un elemento perso­ nal tanto como uno físico. Locke definió el poder político com o «un derecho a elaborar leyes con penas de muerte y, por consiguiente, to­ das las penas menores, para regular y proteger la propiedad, y a em­ plear la fuerza de la comunidad en la aplicación ae dichas leyes, así 59 Ib id., 119-22. Se debe agregar probablemente que la argumentación de Locke respecto de la obligación de quienes residieran solo por un breve lapso, o utili­ zaran los caminos, estuviera destinada a incluir también a los miembros de la sociedad que no poseyeran tierras. El hecho de que omita dedicar una atención sostenida a las obligaciones de este grupo ofrece una notable confirmación de nuestra tesis de que concebía el poder político com o dependiente de ordena­ mientos sociales, es decir, del poder social de Jos propietarios. 60 Este fue un argumento· favorito de radicales del siglo x v m com o Rousseau, Paine y Jefferson. Véase J.-J. Rousseau, Social contracta *** lib. I, caps, ii, iv, y las cartas de Jefferson en A . K och y W . Peden, eds., The lifejm d selected writings of Tbomas Jefferson, Nueva Y ork: Random H ouse, 1944, págs. 448, 675. 61 Second treatise, 73. 62 «Si una generación de hombres abandonara la escena de inmediato, y otra la reemplazara, com o ocurre con los gusanos de seda y las mariposas, la nueva raza ( . . . ) podría voluntariamente ( . . . ) establecer su propia forma de sistema político civil sin tener en cuenta las leyes o precedentes que regían entre sus antepasados». D . Hume, Essays, vol. I, pág. 452.

334

com o en la defensa de la nación contra ataques exteriores; y todo es­ to sólo para el bien público».63 este severo enfoque del poder es in* teresante por su modo de identificar el poder con la coacción física, y por sugerir que este era el único tipo de poder de que disponía el gobierno. La identificación de gobierno y coacción pasó a formar par­ te de la perspectiva liberal, y fue concisamente resumida por Bastiat, economista político francés del siglo x ix : «Corresponde a la esencia del gobierno obrar sobre los ciudadanos por medio de la coacción».646 5 En muchos aspectos, el pensamiento político de los dos siglos poste­ riores a Locke constituyó un solo comentario prolongado sobre los tres temas recién examinados: la identificación de gobierno y compul­ sión física; el surgimiento de la sociedad com o entidad autosubsistente, y la predisposición a aceptar la compulsión derivada de una fuente impersonal. Como veremos más tarde, el liberalismo mismo admitió que, en una sociedad organizada en función del logro de deseos, la coacción era necesaria en alguna medida, y, por lo tanto, lo era el go­ bierno. Sin embargo, los liberales insistían también en que, com o lo expresó Herbert Spencer, «la sociedad funciona sin ninguna supervi­ sión ministerial. . . » . En años recientes, reapareció este mismo con­ junto de ideas cuando liberales de criterio clásico atacaron la idea popular de «planeamiento». Se volvió a establecer entonces el mismo contraste peyorativo entre «las fuerzas espontáneas de la sociedad» y la «coacción» empleada por la dirección política. De nuevo, la misma desconfianza hacia el poder ejercido por una autoridad determinada, identificable, se unió a una explícita preferencia por «el mecanismo impersonal y anónimo del mercado». Puesto que el mercado no re­ presentaba sino la reacción registrada de los consumidores — o sea, de la «sociedad»— , la compulsión y desigualdades resultantes tenían la ventaja de ser un juicio no solo impersonal, colectivo, sino también «democrático»: «En una economía de mercado sin trabas, la evaluación del esfuerzo de cada individuo es aislada de toda consideración personal, y puede, por consiguiente, quedar libre tanto de predisposiciones como de hos­ tilidades ( . . . ) Los salarios y sueldos no dependen de decisiones arbi­ trarias ( . . . ) En el capitalismo, el trabajo es una mercancía, y se lo compra y vende com o tal. [E sto] deja al asalariado libre de toda de­ pendencia personal ( . . . ) Las decisiones de los consumidores no se refieren a las personas que participan en la producción; se refieren a cosas y no a hom bres».^ Los liberales no fueron, sin embargo, los únicos beneficiarios de la herencia lockeana. Radicales com o Tom Paine y William Godwin demostraron que un cambio de énfasis, junto con un razonamiento doctrinario, podían producir una concepción de la sociedad muy dis­ tinta de la sostenida por Locke, pero que sugería profundamente su 63 Second treatisef 3. 64 Citado en L. Robbins, op. cit ., pág. 36. 65 H . Spencer, Essays, vol. I I I r pág. 4 i4 ; L. von Mises, Bureaucracy, N ew Haven: Yale University Press, 1944, págs. 34, 36-38, 53; F. A . Hayek, The road to serfdom , *** Sydney: Macmillan, 1944, págs. 27, 40, 44-45, 52.

>35

*

influencia. Paine y Godwin aceptaron la identificación, establecida por Locke, entre el poder político y el coactivo del gobierno, aunque negaron que esta aseveración táctica debiera servir de base para el modeló adecuado de sistema político. La nueva forma para lo político debía ser buscada en otra parte. Se volvieron, en consecuencia, hacia la sociedad, con sus características de cooperación espontánea, satis­ facción pacífica de necesidades y ausencia de control central, como pa­ radigma de orden político. Según la descripción de Paine, el gobierrío debía ser «una asociación nacional que actuara sobre los principias de la sociedad».66 Godwin amplió este mismo argumento para jus­ tificar el anarquismo. Si el gobierno era convertido en mero agente ejecutivo de la sociedad — como lo sostenían Paine y los liberales más ortodoxos— , en el paso siguiente del adelanto humano la socie­ dad sería capaz de actuar por sí sola.67 Modelar el orden político sobre la sociedad; recrear la espontaneidad, naturalismo y pacíficas relaciones de la sociedad en un marco político, no era otra cosa que anhelar una condición apolítica. La hostilidad hacia la actividad política cobró mayor impulso en el siglo x ix ; una vez más, la idea lockeana de la sociedad como entidad autosubsistente ofreció inspiración para una gran variedad de teorías, todas las cuales compartían esta animosidad. Una de las formas que esta adoptó fue el intento de sustituir la actividad política por la administración como método fundamental para el manejo de los problemas sociales. Las extravagantes teorías de socialistas utópicos como Fourier y Owen; la sociedad directorial o tecnocráticá descrita por Saint-Simon, y, fi­ nalmente, la concepción marxista-leninista de la «extinción del Esta­ d o», concordaban en que la sociedad, dadas ciertas reformas, genera­ ría espontáneamente su propia vida. Por otro lado, la actividad polí­ tica y el orden político existían solo a causa de las divisiones sociales derivadas de formas caducas de organización económica. Cuando estas fueran corregidas, cesaría el conflicto, y con él la raison d’étre del orden político. El arte político sería, como la artesanía manual, una curiosidad histórica. Lo reemplazaría la «administración de las cosas», o sea, úna serie de operaciones tan uniformizadas que no requerirían mayor conocimiento o habilidad que los poseídos por un tenedor de libros competente. El pluralismo moderno — al cual nos referiremos en mayor detalle en el capítulo siguiente— representa otro retoño de la misma tradición. Gomo los anarquistas y los socialistas utópicos, también los pluralis­ tas preferían la «sociedad», aunque por una razón algo diferente. La sociedad era el repositorio de grupos y asociaciones que, segundos pluralistas, constituían las realidades sociales primarias.68 La preemi­ nencia del orden político era considerada como una consecuencia de la equivocada idea según la cual la sociedad requería una autoridad 66 Rights of man, parte II, cap. 1. 67 Véase el excelente estudio en E. Halévy, op. cit.y pág. 199 y sigs. Se incluye un buen análisis reciente de G odw in en D. H . M onro, Godwin’s moral philosophy , Londres: O xford University Press, 1953. 68 H . J. Laski, A grammar of poiitics, Londres: Alien & Unwin, 4a. ed., 1938, págs. 27-29, 35-37; Authority in the modern State, N ew Haven: Yale University Press, 1927, págs. 65, 92.

336

suprema o soberana. La mayor parte de las funciones socialmente ne­ cesarias eran cumplidas, de hecho, por grupos voluntarios, mientras que la realización de la personalidad individual hallaba su marco na­ tural en la vida grupal y no en el ejercicio de la ciudadanía política, Los pluralistas se vieron empujados, en definitiva, a una posición curiosamente similar a la de los directorialistas, los comunistas y los liberales lockeanos. Se conservaba la sombra del orden político por­ que, en una sociedad de grupos autónomos, hacía falta algún tipo de poder coordinador; esto equivale a decir que el poder político se jus­ tificaba más por cansancio que por designio. Pero el hecho de que el teórico político moderno se avenga a conceder al orden político una función de teneduría de libros, o de que describa su tarea com o «coordinación», carece, en gran medida, de importancia: uno y otro sintomatizan la tendencia del pensamiento político moderno a conver­ tir problemas políticos en administrativos.69 Largo ha sido el trayecto recorrido desde los filósofos de Platón hasta las comisiones de exper­ tos de Herbert H oover.

V I . L ib era lism o y ansiedad Habitualmente se ha visto en el liberalismo una filosofía activista par excellence, identificada con la exigencia de «libertad natural» y de eliminar el estorbo de las restricciones que impedían al hombre per­ seguir sus intereses, expresar sus pensamientos o mejorar su posición social. Cuando leemos las siguientes reflexiones de un moderno ex­ ponente del liberalismo económico clásico, presuponemos que repro­ duce fielmente el ideal burgués: lo que caracteriza al «gran hombre de negocios» es «su infatigable inventiva y afición a las innovacio­ nes ( . . . ) Encarna en su persona el inquieto dinamismo y progresismo inherentes al capitalismo . . . » ; y luego, refiriéndose al joven esperan­ zado que inicia su icarrera adquisitiva: «al envejecer y advertir que muchos de sus planes no pudieron realizarse, no tiene motivos para desesperarse. Sus hijos reanudarán la carrera ( . . . ) La vida vale la pena de ser vivida porque está colmada de promesas».70 Así, tanto los oponentes com o los defensores del liberalismo aceptan com o axio­ mático que aquel extrajo su vigor de una robusta confianza en la ca­ pacidad creadora del hombre y una sencilla convicción de que el mun­ do natural estaba ordenado con tal benevolencia, que la acción racio­ nal y el «arduo esfuerzo» producían automáticamente la felicidad. La cuestión que examinaremos es si el liberalismo fue inicialmente tan ingenuo y confiado, o tan ajeno a la desesperanza, com o se suele presu­ poner. Si el interrogante planteado es: según los teóricos liberales clásicos, ¿qué impulsaba al hombre a actuar y, una vez en movimien­ to, qué proporcionaba incesante estímulo a su continua actividad?, 69 J. N. Figgis, Churcbes in the modern State, Londres: Longmans, 1913, págs. 41-42; G . D . H . Colé, Social theory , Londres: Methuen, 2a. ed., 1921, págs. 128-43; hay un examen general de estos pensadores y Laski, en H . M . Magid, English political plurdism , Nueva Y ork : Columbia University Press, 1941. 70 L. von Mises, op. cit ., págs. 13, 93.

1

337

L

aparece un perfil muy diferente, hondamente ensombrecido por la ansiedad. Para advertirlo, es necesario volver al Ensayo de Locke, el cual cons­ tituye una especie de libro de texto para la psicología del hombre liberal. Según Locke, los resortes de la acción humana no se hallaban en un simple deseo de disfrutar del placer y evitar el dolor, y mucho menos en ningún motivo elevado de promover el «mayor bien». «L o que determina en forma inmediata la voluntad» derivabá de una se n -! sación de «inquietud», un anhelo de «algún bien ausenté ( . . . ) Es/ seguro que queremos tanta felicidad como inquietud sentimos . . .».71 Esta condición, lejos de ser de simple frustración, había sido astuta­ mente ideada por una deidad benevolente para asegurar la supervi­ vencia de la especie. «E l principal acicate para el esfuerzo y la acción humanos, si no el único, es la inquietud».72 Sin embargo, la idea de que la naturaleza promovía la felicidad por la vía indirecta de las an­ siedades humanas contenía los primeros indicios de un creciente sen­ tido de la alienación del hombre respecto de la naturaleza, y, por con­ siguiente, imprimía a su actividad una cualidad algo frenetica. Según Smith, el «engaño» practicado por la naturaleza «incita y mantiene en continuo movimiento el esfuerzo de la humanidad».73 Esos ma­ tices de fundamental hostilidad entre hombre y naturaleza se volvie­ ron más pronunciados al advertir los liberales que dos de los princi­ pios fundamentales de su filosofía: la institución de la propiedad pri­ vada y el acto de trabajo que creaba la propiedad, estaban dirigidos contra la naturaleza para arrancarle sus favores. Esta concepción del trabajo y la propiedad privada como parte de un ataque organizado a la naturaleza, así como la inquietud resultante, se hallaban implí­ citos en la descripción hecha por Locke de los orígenes de la propie­ dad privada. En el estado de naturaleza lockeano, «todos los frutos que [la tierra] produce naturalmente, y las bestias que alimenta, per­ tenecen al género humano en común, ya que son producidos por la mano espontánea de la naturaleza». N o obstante, las dádivas de la naturaleza eran insuficientes en sí para sustentar el progreso humano, 0, com o lo expresó Locke en sus Ensayos sobre la ley de la natura­ leza, los bienes de la naturaleza no «aumentan en proporción a lo que los hombres necesitan o codician». Para existir, en consecuencia, el hombre se ve obligado a «dominar» la naturaleza, explotar sus ri­ quezas y arrancarle sus secretos.74 La relación entre el hombre com o productor y la naturaleza como ma­ teria explotable de producción siguió siendo fuente permanente de an­ siedad para los autores liberales. Con el trascurso del siglo xix, el li­ beralismo manifestó cada vez más algo que sólo se puede llamar un complejo de culpa respecto de la naturaleza. Es que, sobre la base de la formulación central de la economía política, según la cual trabajo 71 ECHU, I I , xxi, 31, 33, 40, 72 Ibtd.y I I , xx, 6; I I , xxi, 34. 73 TMS, pág. 317. 74 Second treatise, 26, y especialmente 35; Essays on the lato of nature, W . von Leyden, ed., O xford: Clarendon Press, 1954, pág. 211; Lord King, op. cit.y vol. 1, pág. 162. La edición von Leyden ha sido eficazmente examinada por J. W . Lenz en la Philosophy and Phenomenólogkd Research, vol. 16, 1955-56, págs. 105-14.

338

y producción eran los procesos fundamentales por cuyo intermedio una sociedad mantenía su existencia — com o lo expresó McCulloch, «la naturaleza proporciona espontáneamente la materia con que se ha­ cen las mercancías, pero, hasta se ha invertido trabajo en apropiarse de la materia o en adaptarla a nuestro uso, esta carece totalmente de valor»— 78 se desprendía que esa sociedad que erigía la producción en un modo de vida podía ser descrita con justeza como un ataque or­ ganizado contra la naturaleza. Como dijo el economista norteameri­ cano H . C. Carey,* «la riqueza consiste en el poder de disponer del servicio siempre gratuito de la naturaleza, ya sea rendido por el cere­ bro del hombre o por la materia de la cual se halla rodeado, y sobre la cual debe actuar».76. Hacia mediados del siglo x ix , no obstante, la explotación de la naturaleza había cesado de ser un juego de ingenios en el cual aquella se rendía a quienes desentrañaban sus secretos. El espíritu deportivo quedó destruido al comprenderse que la actividad encaminada a la naturaleza, lejos de ser efectuada t:on el ritmo medi­ do de una partida de ajedrez, se parecía más a un ritual demente, cumplido al ritmo desigual de creación y destrucción, y que dejaba una profunda sensación de culpa entre los participantes: «T od o lo producido perece, y la mayoría de las cosas, con suma rapi­ dez ( . . . ) El capital se mantiene en existencia de una época a otra, no por conservación, sino por reproducción perpetua; cada parte de él es utilizada y destruida, por lo general muy poco después de pro­ ducida, pero quienes la consumen son empleados, entre tanto, en pro­ ducir más».7 77 6 7 5 El toque final a esta contienda entre hombre y naturaleza fue propor­ cionado por la teoría malthusiana, que, vista retrospectivamente, pa­ rece ser una explicación, por partes iguales, de la venganza de la na­ turaleza y de la expiación del hombre. Según la descripción de Malthus, las «leyes de la naturaleza» eran crueles decretos que exigían a las sociedades, implacablemente, reparación por las violaciones de mu­ chos años. El asalto a la naturaleza había sido librado en la necia creencia de que aquella era una cornucopia inagotable, pero la inmi­ nente crisis en los medios de subsistencia constituía la réplica de la naturaleza a la presunción humana. Todavía más astuto era el castigo urdido por la naturaleza. Acatar sus leyes exigía abstinencia sexual, como uno de los medios para aliviar las presiones de población. Esto 75 J. R. M cCulloch, PPE, págs. 61-62. * Henry C. Carey ( 1793-1879) fue un influyente economista norteamericano, cuya obra fundamental, Principies of social science (1858-1859) tuvo amplia difusión tanto en Europa com o en Estados Unidos. En su mayoría, los historiadores de las doctrinas económicas han clasificado a Carey com o un «optim ista», debido a sus intentos de revisar las lúgubres implicaciones de la «ley de rendimientos decrecientes». Inidalm ente partidario del libre com ercio, se convirtió luego en defensor del proteccionismo. 76 Principies of social science , FÜadelfia, 3 vols., 1858-1859, vol. I, pág. 186. 77 J. S. M ili, PPE , I, v, 6 (pág. 7 4 ), « Comment se fait-il qu'après avoir échangé leurs services, sans contrainte, sans spoliation, sur le pied de l’équivalence, chaque

homme puisse se dire avec vérité: Je détruis en un jour plus que je ne pourrais créer en un siècle». F. Bastiat, Oeuvres , vol. V I , pág. 353.

339

significaba, sin embargo, que la condición humana solo podía ser ali­ viada si el hombre se ponía en guerra contra su propia naturaleza. La naturaleza implanta en el hombre un deseo instintivo de producid des­ cendencia, pero este impulso es frustrado porque la misma naturaleza previene de que cada descendiente no hace sino aumentar la cantidad que presiona sobre la limitada provisión de elementos indispensables. Pero si el hombre intenta refrenar sus apetitos naturales, se ve obli­ gado a buscar desahogo en el vicio. Así, la naturaleza frustra median­ te una subsistencia mezquina lo que implanta en el hombre en cuanto a impulsos sexuales: al cabo de años de explotación, se ha vuelto, contra quien la atormentaba.78 N o es de extrañar que, para el más jo­ ven de los Mili, la naturaleza hubiera llegado a ser una especie dé horror: / « . . . A menudo sus poderes se sitúan, respecto del hombre, en la po­ sición de enemigos, de los cuales aquel debe arrancar, por la fuerza o el ingenio, lo poco que puede, para su propio uso ( . . . ) La natu­ raleza crucifica a los hombres, los quiebra como en la rueda de tor­ mento, los arroja a las bestias salvajes para que estas los devoren, los mata por el fuego ( . . . ) y tiene en reserva otros cientos de horroro­ sas muertes, nunca sobrepasadas por la ingeniosa crueldad de un Nafis o un Dom iciano».79 Durante el siglo xix, la hostilidad de la naturaleza recibió confirma­ ción adicional con la teoría darwiniana sobre la lucha incesante de la especie para mantenerse en un medio siempre amenazante. Es signi­ ficativo que una de las escuelas del liberalismo más influyentes, la de John Dewey — que deriva del «darwinismo social»— haya insistido en la necesidad de que el hombre se readaptara a la naturaleza, en lu­ gar de triunfar sobre ella.80 A l par que el hombre liberal se alienaba cada vez más de la naturaleza, cobraba dolórosa conciencia de que el precio exigido por la sociedad civilizada efa la represión de su propia naturaleza. Freud, en su mo­ mento, sostuvo que la civilización consiste en un conjunto de dispo­ siciones necesarias, pero represivas, elaboradas para controlar, frus­ trar y encauzar el impulso del hombre hacia la gratificación de sus instintos naturales. La ironía del progreso residía en el hecho de que no podía ser logrado sino a expensas de los deseos naturales del hom­ bre y, en consecuencia, de su felicidad.81 Igual análisis, en sustancia, había sido hecho más de medio siglo antes por John Stuart Mili, quien 78 T. R . Malthus, op. cit., vol. I, págs. 6, 12, 153, 173; vol. I I , págs. 3-12; 15157. Hay un notable retrato de Malthus por J. M . Keynes, Essays and sketches in biography, Nueva Y ork: Meridian, 1956, pág. 55 y sigs, 79 J. S. M ili, Three essays on religion . . . , op. cit., págs. 20-21, 29. También son adecuados aquí los versos de Arnold: «La naturaleza es cruel, el hombre está enfermo de sangre. . . Naturaleza y hombre nunca pueden ser amigos firmes . . The poems of Matthew Arnold, 1840-1867, pág. 60. 80 J. Dewey, The influence of darwinisnt on philosophy, and other essays, Nue­ va Y ork : H olt, 1910, págs. 68, 72-73. 81 S. Freud, Civilization and its discontents,& trad. al inglés por J. Rivière, Lon dres: Hogarth, 1949, págs. 45-50, 63, 72-74, 76, 92-93.

340

escribió: «La civilización es, en cada uno de sus aspectos, una lucha contra los instintos animales ( . . . ) Ha artificializado grandes secto­ res de la humanidad en tal medida que apenas si les queda un vestigio ni un recuerdo de sus inclinaciones más naturales».82 Mili difirió de Freud no solo en cuanto mantuvo un mayor optimismo acerca de la durabilidad de las restricciones civilizadas sino, sobre todo, en cuanto propuso una guerra total contra el instinto. Desde que «casi todo atri­ buto respetable de la humanidad es resultado, no del instinto, sino de una victoria sobre el instinto», la educación debía tener como ob­ jetivo, «n o simplemente regular [los instintos indeseables] sino ex­ tirparlos, mejor dicho ( . . . ) eliminarlos por falta de uso».83 Quizá se puedan medir los resultados logrados por Mili y los liberales en su campaña de represión, por el enorme éxito de la psiquiatría: el psi­ coanálisis es la ciencia exigida por el eth osliberal. Las ansiedades que acosaban al liberalismo fueron intensificadas tam­ bién por medió de la alianza rápidamente establecida entre teoría po­ lítica liberal y economía clásica. Locke había señalado ya que, «cuando entre los hombres aumenta el deseo o la necesidad de propiedad, los límites del mundo no se amplían en ese momento y lugar ( . . . ) Na­ die puede enriquecerse, salvo a expensas de otro ».84 La escasez no constituyó, sin embargo, un presupuesto básico del liberalismo hasta que se afianzó la alianza con la economía. Una de las peculiaridades de la economía com o cuerpo de conocimiento era su insistencia en la importancia primordial de la escasez de bienes y de riqueza. En con-, secuencia, los primeros economistas aceptaron com o su tarea especial la preocupación de examinar los procesos por los cuales los limitados recursos de la naturaleza eran asignados entre las diversas clases de la sociedad, así como el funcionamiento de los factores que limitaban la riqueza y la productividad. Los conceptos empleados en el análisis económico inicial denotaban invariablemente cantidades rígidas o ine­ lásticas (p. ej., tierra, trabajo, capital ó fondo salarial). Estas ideas tu­ vieron como consecuencia fortalecer la implicación que ya hemos in­ dicado en la concepción lockeana del papel de la filosofía: la de que la acción humana se hallaba confinada dentro de límites bastante es­ trechos, y que la existencia de un número imponente de condiciones fijas eliminaba las oportunidades de acción en gran escala de tipo ver­ daderamente creativo. Como lo expresó Mili, «Cualquiera que sea el éxito que tengamos en hacernos más espacio dentro de los límites fijados por la constitución de las cosas, sabemos que debe haber límites ( . . . ) Hay leyes últimas que no hemos hecho, que no podemos modificar, y a las que no podemos sino adaptarnos».85 82 J. S. M ili, PPE, I I , xiii, I (págs. 373-74). 83 J. S. M ili, Three essays on religión . . . , op. cit., págs. 46-56. 84 J. Locke, Essays on the law of nature, op. cit., pág. 211. 85 J. S. M ili, PPE, I I , i, 1 (págs. 199-200). La última frase de la cita está tomada de la primera edición de PPE; véase pág. 200, nota 1, del volumen Ashley. La persistencia de la opinión según la cual la economía trata acerca de cantidades rijas y escasas aparece en las siguientes observaciones de un eminente economis­ ta contemporáneo: «N osotros Tes decir, la humanidad] hemos sido arrojados del Paraíso. N o tenemos vida eterna ni medios ilimitados de gratificación. Hacia donde miremos, si elegimos una cosa debemos renunciar a otras a las que, en diferentes

341

La severa evaluación de los economistas ingleses respecto de las po­ tencialidades de la producción contrastaba nítidamente con los ex­ pansivos sentimientos representados por el fisiócrata francés Mercier de la Rivière, quien declaraba que el hombre podía crear una organi­ zación «que produciría necesariamente toda la felicidad de que se pue­ de gozar en la Tierra».86 Como lo señalaron los autores ingleses, la dificultad residía en que la producción dependía de la inversión, por lo cual la decisión en cuanto a dónde y cómo invertir cápital estaba siempre gobernada por el monto fijo de capital disponible; Como lo expresó Bentham, «tanto capital como se emplea de [cierto] modo, es impedido dé ser utilizado de cualquier otro». Bentham señaló lue­ go, en el Manual de economía política, que el principio fundamental o «cimiento de todo» era «la limitación de la industria por la limita­ ción de capital».87 Esta formulación era la que dictaba el clásico ata­ que contra todas las formas de interferencia gubernamental. Primas, monopolios, imposición preferencial de impuestos, etc., todo se basa­ ba en la falacia de que la regulación gubernamental podía producir nueva riqueza. En realidad, la acción política solo podía encauzar el capital existente por canales que, de lo contrario, no seguiría: «creye­ ron haber creado lo que trasferían». Además, como afirmaba Smith, «toda alteración de la distribución natural de las existencias es nece­ sariamente perjudicial», y, en último análisis, injusta, ya que beneficia a un solo grupo, o clase, a expensas de otro.88 Estas idea fueron tras­ ladadas al problema de la distribución, y permiten explicar el senti­ miento de impotencia que dominó a los economistas al encarar la si­ tuación de las clases trabajadoras. La nueva ciencia de la economía había postulado la existencia de un fondo fijo para salarios en cual­ quier año determinado; en consecuencia, ninguna agitación de los tra­ bajadores en procura de una parte mayor podía suavizar la rigidez de este hecho.89 El concepto liberal de trabajo debe ser entendido dentro de este con­ texto de escasez. Posteriores interpretaciones han sugerido vigorosa­ mente que el trabajo era algo que la burguesía emprendía con satis­ facción: motivada por las posibilidades adquisitivas infinitas, se lan­ zaba a la actividad económica y convertía la ardua labor en jubilosa dedicación. La interpretación propuesta por W eber y Tawney, que destaca la asimilación del trabajo a una especie de vocación religiosa, se acerca mucho más a la verdad, pero omite establecer el paralelo entre las inseguridades que acosaban al creyente calvinista y las an­ circunstancias, no desearíamos haber renunciado. La escasez de medios para satisfacer fines determinados es una condición casi ubicua del comportamiento humáno. «Esta es, pues, la unidad de tema de la Ciencia Económica; las formas asumidas por el comportamiento humano al disponer de medios escasos». L. Robbins, The nature and significance of économie science, Londres: Macmillan and Company, y St. Martin’s Press, 1932, pág. 15. 86 L'ordre naturel et essentiel des sociétés politiques , Paris: Geuthner, 1910; Discurso previo, págs. v-vi. 87 J. Bentham, Êcon. Wr., vol. I, págs. 213, 225. 88 A . Smith, Wealth , IV , vii (págs. 592-97); J. Bentham, Econ. W r ., vol. I, págs 228-29, 234 y sigs., 246 y sigs.; vol. II I , pág. 324; B. Constant, Oeuvres politi­ ques, pág. 240 y sigs. 89 A. Smith; Wealth , I, viii (págs. 69-73); N. Senior, PE, pág. 153.

342

siedades que acompañan la acción económica, y tampoco se refiere a la lúgubre actitud común tanto a la búsqueda de salvación com o de se­ guridad económica. Como repitieron sin descanso los escritores libe­ rales, el trabajo no era una libre elección, sino una severa necesidad. Locke declaró que desde el comienzo de la historia humana «la ley a la cual estaba sometido el hombre» hizo de él un animal «apropiador». «D ios ordenó, y las necesidades [del hombre] lo obligaron a trabajar».90 Adam Smith explícito más la índole del trabajo, pero agregando un elemento de ironía. Aunque elevado a fuente primordial del valor económico, el trabajo era también un acto de privación. Trabajar significaba sufrir, perder tranquilidad, libertad y felicidad. D ijo un discípulo francés de Smith: «Pese a aborrecer el dolor y el sufrimiento, el hombre es condenado por la naturaleza a sufrimiento y privación, a menos que soporte el dolor de trabajar».91 Lejos de ser expresión espontánea de impulsos personales, el trabajo era descrito por los economistas clásicos, com o McCulloch, como un castigo bí­ blico: «la ley eterna de la Providencia ha dispuesto que solo el es­ fuerzo permita obtener riqueza, que el hombre debe ganar el pan con el sudor de su frente».92 Estos mandatos cobraron ma^or intensidad al desarrollarse la ley de rendimientos decrecientes, idea que el joven Mili consideraba como «el concepto más importante de la economía política». De acuerdo con la sucinta formulación de Sénior,* «con todo incremento del tra­ bajo asignado, aumenta el total, [p ero] el aumento del rendimiento no es proporcional al aumento del trabajo».93 Cuando se comprendió qué el gasto continuo de energía y riqueza era frustrante, solo hubo que agregar la tesis malthusiana, para que los temores de los liberales se volvieran casi histéricos. Si, com o sostenía Malthus, la población aumentaba constantemente en proporción geométrica, dejando atrás a la provisión de alimentos, que lo hacía en proporción aritmética, la cuestión ya no era distribuir cantidades más o menos constantes, sino resolver una creciente escasez de elementos indispensables básicos. Se planteaba aquí nada menos que una crisis en todo el enfoque libe­ ral de la historia. También esto ha sido ocultado por un telón de in­ terpretaciones erróneas. Radicales com o Condorcet podían aseverar que «la perfectibilidad del hombre es infinita», y que la inteligencia humana alcanzaría una etapa en que el error resultaría «casi imposi­ ble». Militantes como Priestley podían profetizar que el mundo ter­ minaría por ser «glorioso y paradisíaco, más allá de lo que nuestras 90 J. Locke, Second treatise, 35. 91 F. Bastiat, Oeuvres , vol. IV , pág. 331, vol. V I, págs. 266-67. 92 Jf. R . M cCulloch, PPE, pág. 7; A . Smith, W ealtb , I, v (pág. 33) ; N. Sénior, PE, pág. 152; J. Bentham, Econ. W r ., vol. I, págs. 118-19. * Nassau Sénior (1790-1864) fue, en una época, profesor de Econom ía Política en O xford, y actuó en varias comisiones reales. Fue autor del informe sobre el cual se basó la Ley de Pobres de 1834. Apoyaba los principios básicos de la economía clásica, que expuso con gran claridad y precisión. Entre sus escritos más notables se cuentan aquellos en que procuró definir rigurosamente los lím i­ tes y restricciones de la ciencia económica. 93 N. Sénior, PE, pág. 26. Los puntos de vista de Ricardo y Malthus son exa­ minados en C. G ide y C. Rist, A history of economic doctrines, trad. al inglés por R. Richards, Boston: Heath, s. f., págs. 120-52. Las ideas de J. S. M ili están en PPE, I, xii (pág. 176 y sigs.).

343

imaginaciones pueden ahora concebir»,94 pero la tradición liberal de­ rivada de Adam Smith difería de uno y otro en virtud de evaluar con más sobriedad la condición humana y elegir para la investigación otra serie de interrogantes. N o había más que una duda escéptica res­ pecto de un progreso ilimitado, y poca inclinación a la especulación respecto del futuro. Lo que interesaba a Smith era la lenta transición de la barbarie a la civilización, y lo que atrajo su curiosidad fue el papel de las fuerzas irracionales y las consecuencias imprevistas de las acciones. El progreso no era producto de una finalidad consciente, sino de una concatenación de factores que incluían muchas acciones emprendidas para fines muy diferentes de los resultados realmente logrados.95 En vez de contemplar la historia como un implacable avance de una meseta de adquisiciones a otra más elevada aún, la tra­ dición liberal era acosada por el espectro de una «sociedad estática», o, como se la llamaba a menudo, «el estado estacionario». Siguiendo la concepción de Montesquieu sobre el «espíritu» de un sistema social, Smith sostuvo que cada sociedad tenía un límite potencial de riqueza, determinado por su complejo de leyes, instituciones, clima y recursos naturales; más allá de este límite, no podía llegar. Cuando la sociedad hubiera agotado su energía económica, no podría reunir un fondo salarial suficiente para satisfacer las necesidades de una población trabajadora creciente.96* En la época en que Malthus escribió su Pri­ mer ensayo sobre la población *** (1 7 9 8 ), esta idea de los límites na­ turales de la expansión económica había pasado a ocupar el centro de la atención. Quedaba ahora preparado él escenario para un desfío di­ recto al optimista enfoque de Godwin y Condorcet, según el cual el adelanto humano no tenía límites fijos. Malthus se dedicó a explicar que el retraso de la provisión de alimentos con respecto al aumento de la población actuaba como una «ley natural» indestructible, que predeterminaba los límites del progreso en cualquier etapa dada de la historia. Era inevitable que la marcha triunfal hacia el progreso se hiciera poco a poco más lenta, hasta asumir gradualmente el ritmo de un funeral. E n vez de la idea iluminista, según la cual el desarrollo del tiempo histórico era equivalente a progreso, el tiempo era con­ siderado ahora como un mensajero de desdicha, posiblemente hasta de retroceso.97 Con la publicación de los Principios de economía política, *** de John Stuart Mili (1 8 4 8 ), el «estado estacionario» fue aceptado com o ine­ vitable por los escritores liberales más influyentes del siglo. Mili in­ tentó presentarlo de la mejor manera posible aduciendo que, una vez alcanzada la meseta de productividad y riqueza, la búsqueda de esta última dejaría de obsesionar a los hombres, con lo cual quedaría abier­ ta la posibilidad de una espiritualidad más rica y una ética más be94 Sketch for a historical picture of the progress of the human mindy trad. al inglés por J. Barraclough, Londres: W eidenfeld and Nicholson, 1955, pág. 199; Essay on the first principies of government, Londres, 1768, pág. 8. 95 Véase el perspicaz artículo de D . Forbes, « “ Scientifie” Whiggism: Adam Smith and John M illar», Cambridge Journal, vol. 7, 1954, págs. 643-70. 96 A. Smith, Wealthy I, viii-ix. 97 T. R. Malthus, op. cit.y vol. I, pág. 5 y sigs.; D . Ricardo, The principies of politicál economy and taxation, *** Londres y Nueva Y ork: Everyman, 1911, pág. 264; J. R. M cCulloch, PPEy pág. 383; T. S. M ili, PPEy IV , vi, 2 (pág. 7 5 1 ).

344

nigna.98 El argumento mismo, sin embargo, indicaba la inversión de uno de los postulados liberales básicos acerca de la historia: en lugar de creer que el progreso moral e intelectual dependía de un incesante adelanto material, se identificaba el verdadero progreso con la etapa en que cesara el crecimiento material. Las dudas liberales en cuanto a la posibilidad de un progreso continuo no eran sino parte de una perspectiva intranquila de la sociedad. En el siglo x v i i , había caracterizado al liberalismo una confiada creencia en la amplitud de la sociedad, en la existencia de espacio social sufi­ ciente para abarcar las energías impulsoras liberadas por el protes­ tantismo y el capitalismo. Locke había basado el derecho de propie­ dad primitivo en el hecho de que, antes de inventarse el dinero, hubo tierra suficiente para todos. Aun cuando el dinero había sido introdu­ cido por consenso, anunciando una época en la cual muchos hombres no tenían tierra, es decir, no tenían una parcela social que pudieran llamar suya, Locke sostuvo con obstinación que las vastas zonas no utilizadas del mundo seguían ofreciendo movilidad social suficiente para evitar una crisis.99 En el siglo Xík, los economistas clásicos dieron una forma más precisa a la concepción liberal de espacio social, y re­ currieron a la premisa lockeaiia de amplitud para atacar las restric­ ciones mercantilistas, los controles de las guildas, monopolios y cons­ piraciones. Toda disposición que estorbara el movimiento, o estable­ ciera el derecho monopolístico de algún grupo a dominar determina­ do sector de la sociedad, debía ser eliminada.100 Dejando libre de este modo a la acción humana para responder a los dictados de los incen­ tivos naturales y las leyes del mercado, habría poco peligro de que estas líneas de acción entraran en conflicto entre sí. Había oportuni­ dad y lugar para todos. La teoría política liberal empleaba el mismo argumento, en sustancia, al encarar el problema de las rivalidades entre grupos o «facciones». En los Federalist papers, Madison sostuvo brillantemente que no era posible extirpar el conflicto grupal en una sociedad libre, y que, en consecuencia, la única esperanza era disipar su fuerza en un ámbito más amplio. La solución era una república federal que ocupara una vasta zona geográfica, «una, esfera mayor de territorio». Y Madison afirmaba que la república norteamericana, precisamente por disponer de espacio casi ilimitado, podía tener éxito donde otras repúblicas, más pequeñas habían fracasado. A principios del siglo xix, sin embargo, comenzaron a expresarse du­ das acerca de si el espacio de que disponía el hombre era suficiente. En Francia, Benjamín Constant se preguntó si la tarea del gobierno consistía simplemente en eliminar trabas (lo cual bastaría si había lugar suficiente para la acción humana) o si no debía tratar «de mantener a cada individuo en la parcela ( partie) que había llegado a ocupar» (política que sería más acorde con una condición de apiña­ m iento).101 Estos tenues síntomas de claustrofobia social se hicieron 98 l S. M ili, PPE , V I , iv, 4 (pág. 7 3 1 ); IV , vi, 1-2 (págs. 746-51). 99 Second treatise, 27, 32-33, 35-36, 38, 45. 100 W edth, I , x (pág. 9 9 ); IV , v (pág. 4 9 7 ), ix (págs. 650-51). 101 B. Constant, Oeuvres politiques, pág. 288. Las ideas de Constant son abor­ dadas ágilmente, desde un punto de vista afín al de Maistre, en D . Bagge, Les

345

pronunciados una vez que se aceptó el pleno significado de las teorías de Malthus. Declaraba este: «E l hombre está inevitablemente limi­ tado en cuanto a espacio», porque la naturaleza había sido «relativa­ mente ahorrativa respecto del espacio y la alimentación» necesarios para sustentar una población creciente. De esta condición de apiña­ miento derivaba gran número de males sociales: vicio, ciudades super­ pobladas y sucias, condición precaria de las clases trabajadoras, in­ tranquilidad general de la sociedad y predisposición de las masas a buscar remedios rápidos y extremos a su crítica situación.102 H izo notar el joven. Mili: «Es un verdadero castigo descubrir, al venir al mundo, que todos los dones de la naturaleza ya han sido absorbidos, y no queda sitio alguno para el recién llegado». Consternado ante la ética de una sociedad apiñada e industrializada, con sus «pisoteos» y «forcejeos», y espantado por la fealdad de la civilización urbanizad^, Mili buscó alivio en la soledad y en la comunión con la naturaleza: «N o es bueno para el hombre verse obligado a estar en todo momen­ to en presencia de su especie. Un mundo del cual está extirpada la soledad es un ideal muy mezquino ( . . . ) Tampoco hay mucha satis­ facción en contemplar un mundo en que nada queda para la actividad espontánea de la naturaleza; en que cada palmo de tierra es cultiva­ do ( . . . ) toda extensión florida o prado natural está arado, todo cuadrúpedo o ave no domesticado para uso del hombre es extermi­ nado como rival suyo por la comida . . ,» .103 Al surgir un cuadro de la sociedad en que todas sus vías de movi­ miento iban quedando obstruidas, no era posible mantener el anterior modelo de espacio social. Esto se hizo más evidente cuando el pro­ blema de la escasez se introdujo en un marco donde individuos y grupos no podían dejar de tropezar unos con otros. En otras palabras: el producto final del apiñamiento y la escasez no era solo la fricción social, sino la lucha de clases. Encarando los problemas derivados de una economía de escasez, los liberales se vieron presionados a hacer lo mismo que prácticamente todo teórico político: justificar un sis­ tema intrínsecamente desigual en su principio distributivo. Esto, en términos económicos, exigía explicar por qué la riqueza anualmente producida por la sociedad debía ser desigualmente repartida entre las diversas clases. Como consecuencia, los liberales tuvieron que formu­ lar una teoría de la lucha de clases que anticipaba uno de los prin­ cipios básicos del socialismo posterior. Locke había llamado la aten­ ción sobre el «tironeo y enfrentamiento» entre los principales grupos idées pólitiques en Frunce sous la restauration, París: Presses Universitaires, 1952, parte I, cap. 1. 102 T. R. Malthus, op. cit., vol. 1, págs. 5-6, 8-9, 14, 49, 53, 60-65, 242, 308; vol. I I , págs. 18-21, 190; J. Bentham, Econ. W r.y vol. I, págs. 110-11; vol. I I I , pág. 430; N. Sénior, PE, pág. 41. Estos temores no predominaban en Estados Uni­ dos. Jefferson, por ejemplo, utilizó la tesis malthusiana para contrastar «al hom­ bre del viejo mundo ( . . . ) apretujado dentro de límites reducidos o sobrecargados, y empapado en los vicios que esta situación origina», con el hombre del nuevo mundo, que se m ovía con facilidad y sin restricciones. A. Koch y W . Peden. op. cit., págs. 574, 633-34. 103 PPE, II, ii, 6 (pág. 2 3 3 ); IV , vi, 2 (págs. 748-50).

346

de interés económico, y más tarde Bentham vio toda la historia com o «una reyerta universal» entre grupos gobernantes por dinero, poder y prestigio.104 James Mili enunció la conclusión obvia a extraer de una situación de escasez y conflicto: «Los resultados son muy distintos cuando la naturaleza no produce los objetos deseados en forma suficientemente abundante para todos. La fuente de disputas es entonces inagotable, y cada hombre tiene los medios para adquirir autoridad sobre otros, en proporción a la cantidad de dichos objetos que puede poseer».105 Los liberales no eran tan ingenuos com o para creer que la explicación racional podía disipar, por sí sola, el peligroso descontento que naturalmente surgiría entre quienes se sintieran perjudicados después de repartida la torta. Comprendían que, tarde o temprano, los grupos agraviados ubicarían en la propiedad privada el origen de su desdi­ cha, y entonces se podía prever un ataque general contra el sistema. Esta es la cadena de razonamiento que condujo a la teoría liberal del Estado. El Estado existía no solamente para proteger la propiedad, sino para suministrar un sentimiento generalizado de seguridad en una sociedad en que «los ociosos e imprevisores ansian siempre apo­ derarse de lo obtenido por los laboriosos y frugales».106 La concep­ ción liberal del Estado se basaba más en ansiedades psicológicas que en la adquisitividad: «Unicamente bajo la protección del magistrado civil puede el posee­ dor de esa valiosa propiedad, lograda mediante el esfuerzo de muchos años, o quizá por muchas generaciones sucesivas, dormir seguro de noche. En todo momento lo rodean enemigos desconocidos, a quienes, aunque no provocó, no puede apaciguar, y de cuya injusticia solo puede protegerlo el poderoso brazo del magistrado civil, continua­ mente listo para castigarla».107 Sobre este fondo de escasez económica, clases enfrentadas, espacio reducido y posibilidades limitadas de acción mejoradora, surge el hombre ansioso como creación del liberalismo. El existencialismo del siglo x ix y la teología neoortodoxa del siglo x x han elevado a un nivel moral y filosófico lo que el liberalismo experimentó com o he104 J. Locke, Works , vol. IV , pág. 71; J. Bentham, Handbook of polítical fallacies, op. cit., págs. 156-57, y la correspondencia entre M ili el viejo y Ricardo, donde el primero señalaba que «todos aquellos con quienes uno se encontraba» coincidían en que «una gran lucha entre los dos órdenes, el rico y el pobre, ha comenzado en esté país». The works and correspondence of David Ricardo, A P. Sraffa y M . D ob b , eds., Cambridge: Cambridge University Press, 10 vols., 1951-55, vol. I X , págs. 41-43. La relación de las ideas de Locke con el capitalis­ mo y con el conflicto de clases es examinada con habilidad, desde un enfoque marxista moderado, por C. P. Macpherson, «L ocke on capitalist appropriation», Western Political Quarterly, vol. 4, 1951, págs. 550-66; «T h e social bearing o f L ocke’s political theory», ibid., vol. 7, 1954, págs. 1-22. 105 An essay on government, con una introducción de Sir E. Barker, Cambridge: Cambridge University Press, 1937, pág. 3. 106 J. R. M cCulloch, PPE , pág. 75. 107 A . Smith, Wealth , V , i (pág. 6 7 0 ); J. R. M cCulloch, PPE, págs. 74-76, 82.

347

cho. La ansiedad impulsaba al hombre a una incesante actividad: an­ siedad por la lucha para existir a duras penas frente a una naturaleza hostil; ansiedad por la precaria situación de las posesiones en una so­ ciedad en que las masas solían hallarse desesperadamente hambrien­ tas, y ansiedad, no menos profunda, producida por los apetitos incul­ cados por la sociedad. Locke había señalado que los hábitos social­ mente adquiridos infectaban al hombre con un «ansia de honor, po­ der y riquezas», una avidez que alimentaba una «inquietud fantásti­ ca». 08 D ijo Smith: «É l temor y la ansiedad son los grandes atormen­ tadores del alma humana». Este enfoque hace que su aforismo, «el hombre fue hecho para la acción», parezca más el sedante para la neurosis recetado por un médico que el seguro consejo de un animo­ so preceptor. Quedó para Bentham señalar «las grandes ventajas qué provienen de una vida atareada» aconsejando a sus lectores que tuvie­ ran siempre «proyectos» en vista, ya que eran estos los que daban a los hombres la seguridad de un «futuro». Como modo de vida, la laboriosidad era más recomendable que el «sondeo penoso» de la propia vida interior. Lejos de ser la ocupación liberadora descrita por los autores clásicos, el autoconocimiento resultaba doloroso y re­ pulsivo para la mayoría de los hombres. «Estudiarse a sí mismo» significaba despojarse del «leve tinte» de motivos socialmente altruis­ tas, descubriendo el interés propio en toda su crudeza primitiva.1 109 8 0 Interpretar el frenesí liberal como signo de confianza interior, o como ideología de una clase empeñosa y adquisitiva en ascenso, es no advertir el patetismo de la acción cultivada para escapar de dudas torturantes. Este patetismo da un matiz sombrío a la «búsquedá de la felicidad» del hombre liberal, la frase utilizada por Locke y más tarde inmortalizada por Jefferson. Se podía describir la felicidad como «bús­ queda», precisamente por ser inestable y esquiva.110 Y al identificarse cada vez más la felicidad con el dinero, un bien relativo y sumamente inseguro, parecería que la dedicación del hombre liberal a la búsqueda de la felicidad fuera una forma de masoquismo, y que la sociedad, al consagrar esta búsqueda como derecho sagrado, otorgara jerarquía legal a la ansiedad. Para mitigar cualquier duda posible en cuanto a si valía la pena tener este tipo de felicidad, los economistas creyeron necesario exhortar a los hombres a ser adquisitivos, como si se pudiera ahogar las dudas en una creciente actividad. Según los economistas liberales, la adquisitividad no era un instinto natural, espontáneo, como lo han creíao sus críticos, sino un tipo de motivación que debía ser adquirida, o, mejor aún, inculcada. Proponiendo, como lo hicieron los economis­ tas políticos, un sistema general de educación que fomentara el estí­ mulo de los deseos, la economía política ofreció una receta que inten108 ECHU, IT, xxi, 46. 109 A. Smith, TMS, págs. 7-10, 182-83; J. Bentham, Deontology (citaremos así), vol. II, págs. 112, 115, y véase B. W illey, Nineteenth century studies, Londres: Chatto and W indus, 1949, cap. V ; Handbook of political fallacies, op. cit., págs. 236-37. El comentario de Bowring sobre Bentham es adecuado en este contexto: «para estimularlo a que se esforzara, era menester que algo que se hiciera fuera, al menos, el objeto fundamental». W orks , vol. I, pág. ix. 110 ECHU , II, xxi, 51-53.

348

sificaba la inseguridad y futilidad revelada por sus propias teorías. D ijo por ejemplo McCulloch, en una notable anticipación de la teoría de la incitación permanente practicada en la actualidad por la publicidad comercial moderna: «E l primero y fundamental objetivo debe ser siempre estimular el gusto por las superfluidades, ya que, una vez que se lo estimula, es fácil imprimirle cualquier sesgo o dirección determinados, y mientras no se lo estimule, la sociedad no puede progresar».111 N o es de extrañar que, a mediados del siglo xix, John Stuart Mili se haya visto obligado a protestar apasionadamente contra el industria­ lismo, «ese tormento que absorbe tod o», y a aconsejar a ingleses- y norteamericanos que «moderen el ardor de su devoción por la bús­ queda de riqueza».112

VII. Más allá del principio del placer: el problema del dolor Quizás el retrato del hombre liberal com o dominado por la ansiedad parezca contradecir, no solo el retrato habitual trazado por los crí­ ticos conservadores, sino también lo dicho por los mismos liberales sobre la importancia primordial de la búsqueda de la felicidad o el placer. El aserto de Bentham, según el cual «cada hombre se siente necesariamente impulsado hacia la economía de la felicidad», suele interpretarse com o representando el punto de vista de la tradición libe­ ral, donde el hombre aparecería com o un ser naturalmente deseoso de felicidad y que basa su comportamiento en un curso de acción en­ caminado a este fin.113 N o obstante, la frase empleada por Bentham — «la economía de la felicidad»— alude a la creencia de los liberales de que la felicidad debía ser buscada con astucia y rastreada de modo metódico, precisamente por la escasez de los objetos con los cuales se la identificaba. Dada, además, «la escasez de los materiales que hacen la felicidad», com o lo expresó James Mili, y la reducción de la condición humana a un estado en el cual los hombres experimentaban dolor o placer, la conclusión parecería ser que las posibilidades de dolor excedían las oportunidades de placer.114 Esto sugiere que la desesperada insistencia del liberal en la primacía del principio de pla­ cer com o motivación dominante estaba destinada a compensar la ver­ dadera fuente de sus preocupaciones: el predominio del dolor en el mundo. Lo escrito por John Stuart Mili sobre su padre podría ser extendido con facilidad al conjunto de la tradición liberal: «apenas 111 J. R. M cCulloch, PPE, págs. 349-401; J. S. M ili, PPE, I, xiii, 1 (págs. 189-90). ¡112 J. S. M ili, PPE, pág. 106, nota 1, y, en el mismo sentido, el ensayo de Spencer, «T h e Am erican», Essays, vol. I I I , pág. 471 y sigs. 113 Deontology, vol. I, pág. 191, y también págs. 25, 28-29, 59, 68; Moráis and legislation, pág. 3. 114 J. S. M ili, An essay on government, op. cit ., pág. 4

349

creía en el placer ( . . . ) A pocos de ellos consideraba dignos del pre­ cio que, al menos en la actual situación de la sociedad, se debe pagar por ellos».1 116 Estas expresiones sugieren que el liberalismo, quizás 5 1 en más alto grado que cualquier otra teoría política, fue el primero en revelar hasta qué punto se hallaban expuestos los nervios del hombre moderno, hasta qué punto se hallaba intensificada su sensibilidad al dolor. Confesó Bentham: «Nunca me ha ocurrido presenciar el su­ frimiento de cualquier ser, sin experimentar, en mayor o menor grado, una sensación de náturaléza similar en mis propios nervios».116 Nuestra tesis es, en suma, que las ansiedades que acosaban al hombre liberal se arraigaban en su creencia en la constante posibilidad de do­ lor, y que esta creencia, a su vez, moldeó de modo decisivo sus acti­ tudes hacia el gobierno, las posibilidades de la acción política, la na­ turaleza de la justicia y la función de la ley y las penalidades lega­ les. Bentham escribiría: «T od o el gobierno no es sirio una serie co­ nexa de ( . . . ) sacrificios».117 A l explorar este problema, debemos advertir que nos ocupamos de una idea que experimentó cambios importantes; que el liberalismo, en otras palabras, manifestó el desarrollo de una sensibilidad al do­ lor, hasta el punto de que Malthus pudo hablar de la «desdicha y te­ mor a la desdicha» 1161 9como la «ley inevitable» que rige la condición humana. El primer escritor importante, relacionado con la tradición a que nos referimos, que destacó la significación del dolor, fue H obbes, quien señaló la «aversión» como una de las formas básicas de movimiento humano que, expresada en él temor impulsor a la muerte súbita, se convertía en la fuerza creativa que incitaba a los hombres a la decisión racional de formar una nación.110 Sin embargo, fue pre­ cisamente este último aspecto del temor como fuerza creativa, manipulable para fines positivos, lo que separó la concepción hobbesiana del temor, de la posterior concepción liberal. Hobbes había trasferido el temor entre los hombres, que era la esencia del estado de na­ turaleza, al temor de los hombres hacia su soberano. La sociedad hob­ besiana, en resumen, era sustentada por la institucionalización y per­ petuación del temor. Aunque Locke admitió que la condición natural estaba «llena de temores y peligros continuos», pensaba que el establecimiento de la sociedad civil disminuiría estos males y los dolores con ellos relacio­ nados.120 En conjunto, Locke asignaba al temor una posición de paridad con el placer. «La naturaleza ( . . . ) ha puesto en el hombre un deseo de felicidad y una aversión a la desdicha», y ambas sensa­ ciones eran expresión del ordenamiento divino. El placer actuaba acicateando a los hombres a la actividad, y sin él «n o moveríamos nuestro cuerpo ni emplearíamos nuestra mente». El dolor, por su par115 J. S. M ili, Autobiographyy *** Londres: O xford University Press, 1924, pág. 40. 116 J. Bentham, W orks , vol. V , pág. 266. 117 Principies of legislationt C. M . Atkinson, ed., Londres: O xford University Press, 2 vols., 1914, vol. I, pág. 164. 118 Essays on population, op. c i t vol. II , pág. 12. 119 Leviathan, *** cap. V I (pág. 31 de la edición O akeshott). 120 Second treaíise, 93, 123.

350

te, solo servía para advertir a los hombres que no siguieran líneas de acción perjudiciales.121 A principios del siglo x v m comenzó a aparecer un cambio de énfasis, que redistribuyó los elementos lockeanos en una nueva combinación, donde el dolor sobresalía com o factor predominante en el ordena­ miento divino. Esto halla su mejor expresión en un breve ensayo escrito por Benjamín Franklin en 1725 y titulado A dissertation on liberty and necessity, pleasure and pain. L o que hizo Franklin fue modificar el principio notacional de la teoría de Locke; primero, si­ tuando el dolor en el centro, y segundo, identificando la ansiedad o «inquietud» del hombre con un deseo de eludir el dolor, antes que con la persecución de una felicidad fugitiva. «¡Q u é cosa necesaria en el orden y plan del universo es este dolor o inquietud, y qué bella en su sitio! Franklin sostenía que la inquietud era «la primera fuente y causa de toda acción», y que el comportamiento del hombre era moldeado por el objetivo fundamental de librarse de la inquietud. El placer no era eliminado com o meta del esfuerzo humano, pero sí radicalmente redefinido. Ya no se situaba com o alternativa distinta del dolor, sino que, en realidad, se arraigaba en él, ya que evitar el dolor era lograr el placer: «E l placer es causado enteramente por el dolor ( . . . ) El mayor placer sólo es conciencia de estar libre del más profundo d o lo r . . ,».122 La primacía de dolor fue aceptada también en la economía clásica. Smith declaró decididamente que el dolor «es, en casi todos los casos una sensación más punzante que el placer opuesto y correspondien­ te».123 Sin embargo, la admisión más total se debió a Bentham: «La verdadera cuestión» referente a todos los seres vivientes, animales o humanos, no era «¿Pueden razonar? » ni «¿Pueden hablar? » , sino « ¿ Pueden sufrir? » .124 Dado el carácter central del dolor para el hombre liberal, se hace claramente comprensible la preocupación de Bentham respecto de la reforma penal. Su preocupación por definir el castigo con la mayor precisión posible, por establecer una relación definida entre el grado de castigo y la magnitud del delito, provenía de la esperanza de li­ mitar el dolor lo más estrechamente posible, haciéndolo más obje­ tivo.125 La ubicuidad del dolor, su elevación a un nivel psicológico igual y a veces superior al del placer, ocupó un lugar decisivo en la teoría clásica del comportamiento económico. Las relaciones de intercambio, por ejemplo, fueron discutidas en términos de los placeres a obtener mediante la transacción, comparados con los dolores que significaba 121 EGHU , I, ii, 3; I I , vii, 3-5; I I , x , 3, 5. 122 A dissertation on liberty and necessity, pleasure and pain, Nueva Y ork: Columbia University Press, 1930, págs. 16-20. En Deontology , Bentham definió la felicidad com o «posesión de placer con exención de d o lo r»; vol. I, pág. 17; véa­ se también F. Bastiat, Oeuvrest vol. V I , págs. 622, 628-36. 123 A . Smith, TMS, págs. 208-09. 124 Deontology , vol. I, págs. 14-17; Econ. W r.} vol. I, pág. 102; vol. I I I , págs 103, 422. 125 Econ. Wr., vol. I I I , págs. 435-37; Moráis and legislation, caps. IV , X I V ; Tbeory of legislation, C. K. Ogden, ed., Londres: Routledge, 1931, pág. 8 y sigs., 322 y sigs.

351

renunciar a un objeto producido a su vez mediante un acto de sufri­ miento, es decir, el trabajo. De m odo similar, el acto de producir se basaba en el dolor: en los esfuerzos del trabajador y la negativa de indulgencia que había permitido al empresario acumular capital/26 La realidad del dolor en el esquema liberal de las cosas obliga a ree­ xaminar la difundida creencia de que el «hombre económ ico» del liberalismo era dominado de modo casi exclusivo por la motivación, adquisitiva. En verdad,: el homo economicus de la teoría liberal era un ser no tan obsesionado por la búsqueda de ganancias cómo atemo­ rizado por la constante perspectiva de pérdida. «Quizá la bancarrota sea la calamidad más grande y humillante que pueda sucederle a uñ hombre inocente». Sufrir una pérdida en la lucha competitiva por beneficios era experimentar una sensación mucho más honda que la que acompañaba a una transacción muy provechosa. Los dolores de la privación eran más grandes que los placeres dé la adquisición: «por la índole y constitución de la estructura humana, suma por suma, el gozo que proviene de ganar nunca es igual al sufrimiento que proviene de perder».1 127 6 2 Él hombre liberal surge así como un ser extremadamente sensible a la forma específica de dolor producida por la pérdida de riqueza o de status. Para el liberal, en consecuencia, la preservación del yo pasa a ser una tarea más formidable que para Hobbes. Según este, el deseo de autopreservación era fundamental, en el sentido de ser una res­ puesta a la amenaza de muerte violenta. De tal modo, la autopreser­ vación se vinculaba íntimamente con la integridad física del hombre y no con sus bienes o posición mundanos. Si bien es cierto que el hombre hobbesiano no aceptaba de buen grado la pérdida de sus bienes o status, tal privación no conmovía las fibras mismas de su ser. La personalidad del hombre liberal, en cambio, era muy sensible al mundo de la riqueza y el status. La autopreservación era ampliada hasta incluir no solo la «vida», sino «los medios para ella», es decir, libertad y propiedad.128 Como lo indicó Locke, la personalidad del hombre se'extendió en objetos externos, y cuando se le despojaba de estos, la conmoción resultante afectaba profundamente la sensibilidad humana. Esto significaba que ahora se planteaban diversas amenazas posibles para el yo, además y por encima de las de tipo físico, signifi­ caba, también, que la intensidad del dolor sufrido en la pérdida de riqueza o status equivalía al dolor de una herida física. Bentham ad­ mitió esto cuando asignó al deseo de beneficios un nivel igual al del deseo de autopreservación. Este razonamiento condujo a Bentham a sostener que el temor suscitado por la pérdida de beneficios era igual en intensidad al temor de la muerde violenta, y que, por consiguiente, el dolor resultante de una pérdida económica era comparable al de un daño físico.129 El hombre liberal se movía en un mundo en el 126 N. Sénior, PE, págs. 95-101; H . Spencer, Essays, vol. I I I , págs. 449-50; F. Bastiat, Oeuvres, vol. V I , págs. 62-64, 88, 266-67. 127 TMS, págs. 370-71; Wealth, I I , iii (pág. 3 2 5 ); J. Bentham, Econ. Wr., vol. I, pág. 239; vol. I I I , pág. 348; Moráis and legislation, prefacio, pág. xxv, nota: «Es peor perder que simplemente no ganar». 128 Second treatise, 149. 129 J. Bentham, Econ. Wr., vol. I I I , pág. 427.

352

cual el dolor y la privación lo amenazaban desde todas partes. Sus temores se comprimían en una exigencia única: los ordenamientos so­ ciales y políticos debían aliviar sus ansiedades asegurando la propie­ dad y posición social contra todas las amenazas, salvo las planteadas por la misma carrera competitiva.130 Su aversión al dolor definía esa exigencia con mayor exactitud aún: estar seguro significaba poder «contar con las cosas», poder actuar reconfortado por saber que su propiedad no podía serle arrebatada, que un contrato no quedaría incumplido, que una deuda sería pagada. Todo dependía de tener expectativas seguras. La misma institución fundamental de la pro­ piedad privada era «solo una base para las expectativas».131 E] sentido de seguridad en sus expectativas era tan decisivo para el hombre li­ beral, que la satisfacción de aquellas era identificada, en definitiva, con la justicia. En la jurisprudencia de Bentham, la justicia era de­ finida como el «principio de prevención de desilusiones», y todo el sistema del derecho civil era dedicado a «la exclusión de la desilu­ sión».132 Los liberales estimaban fundamentales las expectativas, no solo por­ que permitían a los hombres «formar un plan general de conducta» sino porque dotaba al individuo de una identidad histórica. Expre­ sando esto de otrá manera, la expectativa constituía el equivalente liberal del principio conservador de la continuidad entre generaciones: « . . .P o r medio de [las expectativas], los sucesivos momentos que forman la duración de la vida no son como partes aisladas e indepen­ dientes, sino que se vuelven partes de un todo continuo. La expec­ tativa es una cadena que une nuestra existencia presente con la futu­ ra, y que más allá de nosotros pasa a las generaciones venideras».133 La argumentación acerca de las expectativas y los temores expresados respecto d e pérdidas o despojos, evidencian que lo que creaba apren­ sión no era la pérdida económica en sentido puro, sino la disminu­ ción de status social presente en la pérdida económica.134 Como lo advirtió Smith, una vez satisfechas las necesidades básicas, el princi­ pal estímulo para seguir adquiriendo residía en el deseo de prestigio y aprobación sociales. «E l deseo de convertirse en objetos adecuados de este respeto, de merecer y lograr este crédito y jerarquía entre nuestros iguales es, quizás, el más fuerte de nuestros deseos». Pero la importancia asignada al status hacía que la posibilidad de su pér­ dida pareciera «peor que la muerte». Decía Smith que el sufrimiento 130 «L os pensamientos que tienen consecuencias futuras para su objeto son de­ nominados expectativas, y de estas expectativas depende una parte no pequeña de la felicidad de un hombre. »Si se anticipa el placer, y este no se produce, un dolor positivo reemplaza a la anticipación». J. Bentham, Deontologyy vol. II , pág. 107. 131 Theory of legislation, op. cit., pág. I I I . 132 Deontology, vol. I, págs. 236-37; vol. II , pág. 108. 133 Citado en L. Robbins, The theory of econotnic policy. . , , op. cit.y pág. 63. 134 Locke aludió a las inseguridades de la posición social en una carta donde prevenía a un amigo de que «e l mal manejo o descuido de sus asuntos tempo­ rales» originaría una «caída» de «su categoría y situación». Citado en H . R. Fox-Bourne, op. cit.y pág. 396.

353

del hombre era más intenso «cuando caemos de una situación mejor a otra peor, que nuestro gozo cuando nos elevamos de una peor a otra m ejor».135 Los temores y ansiedades vinculados con el manteni­ miento del status en un mundo intensamente competitivo eran au­ mentados por la sentencia que la sociedad pronunciaba contra el po­ bre. Lo que convertía a este en objeto de horror no era su miseria económica, sino su amargo aislamiento social: su pobreza «lo sitúa fuera de la vista de la humanidad», y los demás hombres «apenas sienten alguna compasión hacia la miseria y aflicción que sufre [ . . . ] Sentir que no se hace caso de nosotros disipa inevitablemente la espe­ ranza más animosa y desengaña el más ardiente deseo de la natura­ leza humana».136 La respuesta ética del liberalismo a las incertidumbres de la posición social tomó forma en la doctrina de la prudencia.137 Ya en Locke aparecían dos aspectos de la prudencia distintos, aunque relacionados, sobre los cuales se llamaba la atención. La prudencia^ surgía, en pri­ mer lugar, como el acompañamiento natural para el mediocre nivel del hombre en el universo, como el corolario de su abandono de la ilusión de capacidades heroicas. Como estilo de comportamiento, en segundo lugar, la prudencia era expresión directa de una ética de timidez más que de audacia. Estos dos aspectos se resumían en el siguiente comentario de Locke: «L o más cercano a la felicidad en el otro mundo es un tránsito tran­ quilo y próspero por este, lo cual exige un discreto comportamiento y manejo de nosotros mismos en los diversos acontecimientos de nues­ tra vida. Me parece, pues, que el estudio de la prudencia merece el segundo lugar en nuestros pensamientos y estudios».138 Estos dos temas — la prudencia como virtud de nivel intermedio y como parte de una ética de la timidez— fueron continuadas por Ádam Smith, pero con un significativo agregado: identificó la natura­ leza «m edfócre» de la prudencia no solo con la jerarquía cósmica del hombre, sino también con su posición social. La prudencia expresaba, en otras palabras, el estilo moral del hombre burgués. La naturaleza de «los hombres en las etapas inferior y media de la vida» era mol­ deada por dos imperativos sociales específicos: las reglas de la justi­ cia los atemorizan, por lo cual su comportamiento es orientado por el deseo de evitar infracciones legales, y su éxito social «depende casi siempre de la aceptación y buena opinión de sus vecinos e iguales». La prudencia representaba, así, una diestra convergencia de tres ele­ mentos: un status social «intermedio», un comportamiento modesto y carente de heroísmo, adecuado a dicho status, y un conjunto de ob­ jetivos de alcance mediano; «tal fortuna [ . . . ] como los hombres en esas posiciones pueden esperar razonablemente adquirir».139 Puede 135 A . Smith, TMS, págs. 80-84. 136 Ibid., págs. 370-71. 137 Véase el estudio de L. Strauss sobre John Locke en Natural rights and history, Chicago: Uníversity o f Chicago Press, 1953, págs. 206-07. 138 Lord King, op. cit.y vol. I, pág. 181. 139 A . Smith, TMS , págs. 101-02; J. Bentham, Deontology , vol. I. págs. 189-90.

354

hallarse una formulación clásica de esta doctrina en el retrato del «hombre prudente» ofrecido por Smith. Aquí la prudencia era con­ cebida com o el tipo de conocimiento adecuado para un carácter «más cauteloso que emprendedor». N o era una virtud a la medida del em­ presario piratesco, inquieto y agresivo — el tipo del «magnate ladrón» de los Estados Unidos de fines del siglo x ix — , sino de quienes desea­ ban conservar su posición evitando «cualquier clase de riesgos». Estas inseguridades fueron muy bien expresadas en la declamación de un orador norteamericano del siglo x ix : «¡Sed audaces! Y en todas par­ tes, ¡sed a u d a c e s ! ¡n o seáis d e m a s ia d o a u d a c e s !».140 De acuerdo con la caracterización hecha por Smith, el hombre prudente era cui­ dadoso de vivir de acuerdo con sus ingresos, y de contentarse con «pequeñas acumulaciones»; vacilante en cuanto a «buscar nuevas em­ presas y aventuras» y, com o el hombre apolítico hobbesiano, renuente a tomar parte en la actividad política, salvo en «defensa propia». N o practicaba sus virtudes de frugalidad y ahorro por un plan minucio­ samente calculado para acumular capital a fin de ampliar poco a poco su poder económico, sino com o virtudes «defensivas», encaminadas a reducir sus pérdidas y conservar su posición social.141 La misma psicología liberal de temor y ansiedad que había elevado la preservación del status al sitio ocupado por la autopreservación en el esquema hobbesiano condujo directamente a que se considerara la seguridad com o el principal objetivo de la actividad humana y la po­ lítica social.142 A l examinar los fines de la legislación, Bentham for­ muló de m odo conciso y franco este problema. Decidió que el legisla­ dor debía aspirar a cuatro objetivos principales: subsistencia, abun­ dancia económica, igualdad y seguridad. Los dos primeros — subsis­ tencia y abundancia— podían ser logrados mejor a través de la inac­ ción gubernamental, vale decir, si los individuos quedaban libres de buscar las mejores oportunidades económicas. La dificultad principal aparecía en la igualdad, ya que, si se adoptaba una política deliberada para equiparar fortuna, los temores resultantes de las clases adinera­ das con respecto a su propiedad paralizarían la iniciativa. En conse­ cuencia, la igualdad debía ser reemplazada por la seguridad de pose­ sión, ya que el malestar psicológico creado por la nivelación social sería más profundamente sentido, es decir, produciría más dolor, que los placeres experimentados por aquellos cuya situación mejoraría un tan­ to.143 Como lo expresara antes Adam Smith, «un grado muy conside­ rable de desigualdad no es un mal tan grande com o un grado muy pe­ queño de inseguridad, ni mucho menos».144

140 C. S. Davies, según cita en J. L. Blau, ed., Social theories of Jacksonian de­ mocracy, representative writings of the period, 1825-1860, Nueva Y ork: Hafner, 1947, pág. 52. 141 A . Smith, TMS, págs. 369-80. 142 A . Smith, Wealth, IN , vi (págs. 507-09); N . Senior, PE, pág. 27. 143 J. Bentham, Econ. Wr., vol. I l l , págs. 311-12, 327; Theory of legislation, págs. 102-57. 144 A . Smith, Wealth , V , ii (pág. 7 7 8 ).

355

V I I I . L ib era lism o y ju icio s m ora les: s u s titu ció n de la c o n c ie n c ia m o r a l p o r el in terés En el criterio de. los autores políticos más recientes, el liberalismo ha llegado a identificarse con el enfoque según el cual el hombre es de naturaleza esencialmente racional, y que su conducta es en verdad guiada por la razón. No: obstante, también esta difundida idea acer­ ca del liberalismo es totalmente errónea. En las páginas siguientes, procuraremos demostrar que, en términos de énfasis predominante, iá tradición liberal contenía marcadas reservas en cuanto a la función controladora de la razón en el comportamiento humano. Se sugerirá, además, que los liberales, aunque proclamaron a menudo la necesidad de medidas políticas racionales y juicios públicos objetivos, produje­ ron, en realidad, una teoría que imposibilitaba todo juicio social y político objetivo. Para comprender por qué fracasaron a este respecto los liberales, hay que establecer su punto de partida. Este fue el pro­ blema que los reformadores protestantes y Hobbes dejaron sin resol­ ver: el del subjetivismo, implícito tanto en la creencia protestante en la primacía del juicio individual como en la insistencia hobbesiana en que los juicios humanos eran teñidos inevitablemente por la incli­ nación personal o el interés. Siendo la filosofía política que aceptó la herencia protestante del derecho al juicio individual, y que fue más allá de Hobbes en cuanto a convertir en norma el hecho de la inclina­ ción individual, el liberalismo recibió una carga que no podía llevar» Como punto de partida, es necesario que eliminemos de nuestro pen­ samiento la caricatura del hombre liberal como máquina razonante. En cambio, los pensadores liberales, comenzando por Locke y pasan­ do por Smith, Hume y los utilitaristas, señalaron repetidamente que el hombre era un ser de fuertes pasiones. El mismo Locke había aludido al «exceso desenfrenado del hombre sin restricciones», señalando que, en el estado de naturaleza, la «pasión» y el «interés» habían hecho que los hómbres aplicaran mal las leyes naturales; desde este punto de vista, la sociedad civil constituía el remedio para las pasiones del hombre.145 Locke negó, en consecuencia, que «cada persona se halle en libertad de hacer lo que ella misma, según las circunstancias, con­ sidere que le es ventajoso».146 Sin embargo, después de la unión del liberalismo con la economía clásica, esto fue, precisamente, lo que los liberales no pudieron negar. N o podían hacerlo porque, a diferencia de Locke, habían dejado de creer que los juicios sobre comportamien­ to correcto fueran racionales u objetivos. La pasión y el deseo, con todas sus desconcertantes variaciones personales, eran la materia de los juicios morales. La lección que los liberales aprendieron de Hume y Smith fue que la razón no era la fuente de los juicios morales ni el origen principal del comportamiento humano. La moral era produc­ to de los sentimientos humanos; se originaba en los deseos y necesi­ dades y era aprobada por las pasiones. Se delegaba en la razón la fun145 J. Locke, Works , vol. V I , pág. 11; Second treatise, 125, 128, 136, y el examen de las leyes morales com o «frenos y restricciones» para los «deseos exor­ bitantes». ECHU, I, ii, 13. 146 Essays on the law of nature, pág. 207.

356

J

ción de determinar los medios más eficaces para lograr los fines pro­ puestos por el sentimiento. D ijo Bentham: «L os fines de la acción son determinados por las esperanzas y los temores; la razón no hace más que hallar y determinar los m edios».147 En la concepción clásica del comportamiento económico, la pasión no solo era exaltada a un papel directivo, sino que cumplía en el com­ portamiento económico la misma función que en el comportamiento moral. Así com o Hume había sostenido que el elemento racional en el comportamiento moral se limitaba a descubrir los medios para sa­ tisfacer los fines dictados por las pasiones, también los economistas vieron en el cálculo racional un instrumento destinado a lograr los objetos del deseo.148 Por ello, el retrato convencional del hombre libe­ ral nacido en la previsión, bautizado en la astucia y confirmado en el cálculo, es casi lo más distorsionado posible: la adquisitividad se ba­ saba en el deseo. Si se comprende esto, podremos ver cómo el liberalismo trasformó la antigua idea del bien común, convirtiéndolo de objeto postulado por la razón en otro arraigado en el deseo. De nuevo se planteaba un paralelo exacto entre teoría moral y teoría económica, ejemplificado sobre todo por los escritos dé Adam Smith. Como la razón por sí sola era un medio inadecuado para guiar el comportamiento por sendas moralmente deseables, la «naturaleza» colma generosamente este dé­ ficit, dotando al hombre de las pasiones o «apetitos» necesarios para los fines de autopreservación y la propagación de la especie. Además, implanta en él un sentido «instintivo» de qué aprobar y qué desapro­ bar, creando con ello las normas morales de la sociedad. De tal modo, lo que se designa' como bien común de la sociedad es producto de la pasión o el apetito, y no de la razón. De igual m odo, el bienestar eco­ nómico de la sociedad se cumple a través del intento del hombre de satisfacer sus propios deseos egoístas. La famosa «mano invisible» de Adam Smith, que tantos comentaristas han interpretado como símbolo de la convergencia de planes racionales, individualmente concebidos, en un bien racional para toda la sociedad, equivalía exactamente a su teoría del comportamiento moral individual: tanto el bien moral de la sociedad com o su bienestar material se originaban en el instinto, el deseo y la pasión, y ni uno ni otro eran resultado de la acción enca­ minada a promover el bien de la sociedad en su conjunto.149 La afirmación de los liberales de fines del siglo x v m y principios del x ix acerca de que las pasiones debían ser más estrictamente someti­ das al control de la razón tuvo efectos desastrosos sobre, la condición psicológica del hombre liberal. Inspirada en las enseñanzas de los eco­ nomistas, la teoría moral liberal se convirtió en un cuerpo de enseñan­ zas dedicadas a establecer que la esencia del comportamiento racional 147 Véase evidencia de estos conceptos en los textos siguientes: A . Smith, TMS, págs. 270-71, 518-19, 567-69; D . Hume, An enquiry concerning the principies of moráis,*** LaSalle, 111.: O pen Court, 1938, vol. 1, págs. 4-5; Treatise of human nature, ed. Everyman, 2 vols. I I I , i, vol. I I , pág. 165 y sigs.; J. Bentham, Handbook of political fallacies, op. cit.9 pág. 213. 148 A . Smith, TMS , pág. 267; J. Bentham, Econ. Wr., vol. I, pág. 226, vol. I I I , pág. 427. 149 Compárese TMS, págs. 129, 146-47, con Wealtk , IV , ii (pág. 4 2 3 ).

357

consistía en sacrificar placeres actuales por placeres futuros. Esto no era más que apropiarse, para los fines de la teoría moral, del principio psicológico fundamental subyacente en el concepto de los economistas sobre acumulación del capital. Según estos, el capital se formaba por­ que ciertos individuos eran capaces de posponer para el futuro sus gratificaciones. Sénior definía el capital como «abstinencia». Y como se admitía que la abstinencia era dolor autoinfligido, se podía decir que la sociedad capitalista era definida en términos de aútomutilación! voluntaria.150 En el famoso panfleto de Bentham Defensa de la usura, el usurero surge como símbolo de abnegación: «Aquellos que tienen la decisión de sacrificar el presente al futuro son objetos naturales dé envidia para quienes han sacrificado el futuro presente».151 El usure­ ro, no obstante, es idéntico a la definición liberal de un agente nit­ ral,152 y por ello no es exagerado caracterizar la teoría moral liberal como catequización de la represión. A esta altura, es necesario repasar la argumentación para extenderla en otras direcciones. Ya hemos indicado que la teoría liberal situaba los juicios morales en las pasiones. Es justo, sin embargo, decir que esta indagación se refería, en gran medida, a la índole de los juicios morales individuales y no al tipo de creencias morales comunes o con­ senso que la sociedad presupone. En casi todos sus escritos principa­ les, Locke evidenció un vivo interés por el problema del consenso, pe­ ro quedó insatisfecho con los resultados de su pensamiento. Tal como él la concebía, la dificultad surgía del hecho de que el consenso podía ser logrado únicamente si existía un acuerdo de suficiente amplitud respecto de los problemas morales. Esto significaba, a su vez, acuerdo entre individuos que diferían sobremanera en sus capacidades de com­ prensión, lo cual conducía, naturalmente, a preguntar qué tipo de co­ nocimiento era adecuado para mantener el consenso. ¿Debía provenir de la filosofía? Si no de esta fuente, ¿podía provenir de la religión? En sus primeros Ensayos sobre la ley de la naturaleza, Locke adoptó la posición de que el conocimiento político vital se hallaba contenido en los dijetados de la ley de la naturaleza, considerados por él como un decreto divino que sustentaba al universo entero así como a la so­ ciedad de los hombres. Contenía una lista perfecta de las obligacio­ nes morales sin las cuales la sociedad «se derrumbaría».15^ « . . . A bo­ liendo la ley de la naturaleza ( . . . ) los hombres se verían privados, al mismo tiempo, de todo el cuerpo político, de toda autoridad, orden y hermandad entre ellos».154 A este respecto, sin embargo, comenza­ ban a surgir las dificultades, con el resultado de que la idea lockeana de la ley de la naturaleza pasó a ser no tanto una solución com o un índice de sus perplejidades en cuanto a la base moral de la comunidad. Habiendo admitido que la fe, la confianza y el cumplimiento de los contratos eran esenciales para la continuidad del vivir civilizado, y 150 N. Sénior, PE, págs. 58-60, 69, 80, 89, 139-40, 152, 185; J. Bentham, Deontology, vol. I, págs. 130-42, 160; vol. II, págs. 14, 51-52; A . Smith, TMS , págs. 246-49, 252-54, 414-18, 464; J. S. M ili, PPE , II, xv, I (pág. 4 05). 151 Econ. Wr., vol. I, pág. 154. 152 T. R. Malthus, op. cit., vol. I, pág. 159. 153 Essays on the lato of nature, pág. 119; véase también The reasonableness of Cbristianity, en J. Locke, W orks , vol. V I, pág. 112. 154 Essays on the law of nature, pág. 189.

358

que la ley de la naturaleza contenía las enseñanzas que podían ser des­ cubiertas racionalmente sobre estos temas, parecería desprenderse de ello que la continuidad de la sociedad estaba asegurada en la medida en que sus miembros eran capaces de captar el significado de la ley de la naturaleza. Sin embargo, casi todos los escritos de Locke revelan un creciente escepticismo acerca de la capacidad de la gran mayoría de los hombres para llegar a comprender la ley natural. Las verdade­ ras ideas de obligación moral solo podían conocerse mediante méto­ dos que excedían en mucho la competencia de la mentalidad promer dio. Es que no se podía identificar la moralidad tradicional o hereda­ da con la ley de la naturaleza, ni la ley era una enseñanza innata inscrita en cada conciencia, y mucho menos el conjunto de leyes acep­ tado por los hombres en todas partes, cualesquiera que fuesen el mo­ mento, lugar o grado de civilización.155 Conocer la ley de la naturale­ za en el verdadero sentido, y no tener simplemente una «creencia» u «opinión» sobre ella, exigía un tipo de indagación que pocos hombres podían llevar a cabo. Esta conclusión discordaba evidentemente con la teoría de la sociedad elaborada por Locke en sus Tratados: una sociedad basada en el con­ sentimiento de cada miembro implicaba que cada uno era un agente moral plenamente capacitado para comprender los postulados morales en que se basaba la sociedad. ¿Cóm o, sin embargo, armonizar esto con la creencia proclamada por Locke todavía en 1681, en el sentido de que «¿n o puedo sino pensar que la moralidad, com o la matemática, puede ser demostrada?».156 Aquella posición presuponía un fácil ac­ ceso a los juicios morales; esta, que tales juicios solo estaban abiertos a un intelecto hábilmente preparado. En su mayoría, quienes han es­ tudiado a Locke se basaron en la creencia de que este problema era resuelto en los Tratados mediante la idea lockeana de ley natural; sin embargo, el hecho es que aquel dejó el problema en el sitio exacto en que se hallaba en sus escritos anteriores. La ley de la naturaleza era considerada com o un cuerpo de verdades políticas esenciales que po­ dían ser descubiertas mediante la razón; pero la dificultad residía en que, para la gran mayoría, la razón humana estaba corrompida.157 El hecho de no advertir la significación de este problema impidió a los comentaristas ubicar el sitio en que Locke intentó resolverlo: su en­ sayo acerca de La razonabilidad del cristianismo (1 6 9 5 ). Aquí estaba su respuesta al interrogante de dónde hallar un cuerpo de enseñanzas morales adecuado para el entendimiento modesto, y a menudo vulgar, del, común de las gentes que componían la comunidad política. El sus­ tituto para el arduo conocimiento de la ley natural y de una moral matematizada aebía hallarse en la ética cristiana. Si bien esta no era menos racional que la filosófica, tenía la inmensa ventaja de adecuar­ se mejor ai la comprensión del «vu lgo». En el mundo clásico, según Locke, el conocimiento de la verdadera virtud había estado restringi155 Ibid.y págs. 111, 147-49, 161-65, 177, 199; y véase el excelente estudio de J. W . Y olton , John Locke and the way of ideas, Londres: O xford University Press, 1956. 156 Lord King, op. cit.y vol. I, pág. 225; A . C. Fraser, ECHUy «Introducción», vol. I, págs. xx x i, x x x ii; ECHU , I I I , xi, 16; IV , iii, 18. 157 Second treatisey 124-25, 136.

359

do a unos pocos. Los «sacerdotes» habían mantenido en la ignorancia a las masas, aparte de unas cuantas enseñanzas toscas, dispensadas para preservar un mínimo de moralidad cívica.158 Los escritores clá­ sicos, además, no solo habían dejado algunos problemas éticos sin re­ solver, sino que omitieron sistematizar sus enseñanzas en un conjunto coherente y, sobre todo, habían descuidado ofrecer una forma de «autoridad» con peso suficiente com o para obligar a los hombres a acatar las enseñanzas morales. Estas deficiencias fueron superadas mediante la lección resumida en el Sermón de la Montaña, que aportó una moralidad apta para el entendimiento común, circundada por el milagro asombroso de la revelación y acompañada por la idea de una Deidad que imponía el acatamiento a sus mandatos inórales mediante futuros castigos y recompensas. Locke dijo que, al 'nviar estas ense­ ñanzas a la humanidad, «D ios parece haber consultado aquí a los pobres de este mundo y al grueso de la humanidad. Estos son artículos que puede comprender un hombre trabajador y analfabeto. Esta es una religión adecuada pa­ ra las capacidades del vulgo ( . . . ) La mayoría de la humanidad care­ ce de tiempo libre para el aprendizaje y la lógica, y para las sutilísimás distinciones de las escuelas. Cuando la mano está habituada al arado y el azadón, es raro que la cabeza se eleve a ideas sublimes o se ejercite en misteriosos razonamientos. Es bueno que hombres de esa categoría ( sin hablar ya del otro sexo) puedan comprender proposicio­ nes sencillas, así como un breve razonamiento sobre cosas familiares para sus mentes y ligadas estrechamente con su experiencia cotidiana. Si se va más lejos que esto, se desconcierta a la mayor parte del géne­ ro humano, y a un pobre jornalero tanto se le podría hablar en árabe como exponerle las ideas y el lenguaje de que están llenos los libros y discusiones sobre religión; comprenderá tanto de estos com o de aquello ( . . . ) Si Dios se hubiera propuesto que no fueran cristianos sino los escribas eruditos, polemistas o sabios de este mundo, o que solo ellos re salvaran, la religión habría sido preparada para ellos, ha­ bría estado colmada de especulaciones y sutilezas, términos oscuros e ideas abstractas ( . . . ) Si se predicó el Evangelio a los pobres, fue, sin duda, un Evangelio que los pobres podían comprender: sencillo e inteligible . . ,».159 Estas observaciones respecto del cristianismo sirven también para ex­ plicar por qué Locke nunca emprendió el proyecto, mencionado por él con frecuencia, de reducir la ética a una serie de proposiciones ma­ temáticas.160 Aunque es cierto que ocasionalmente expresó dudas en cuanto a la viabilidad de dicha iniciativa, lo más probable es que lo haya disuadido la limitada utilidad social de esta idea, ya que el grue­ so del género humano no habría podido comprender la obra. Sobre todo, había descubierto que el cristianismo, al «democratizar» las en158 Works , vol. V I, págs. 135-39, y compárese la carta de Jefferson a Rush, en especial el resumen final, en A . K och y W . Peden, op. cit., pág. 570. 159 Works y vol. V I, págs. 157-58. 160 Véase la correspondencia entre Locke y M olyneux, citada en A . C. Fraser, ECHU, vol. I, pág. 65, nota 2.

360

señanzas de la ley de la naturaleza, había vuelto superfluo todo el plan. «[A u n cuando la filosofía hubiera] avanzado más, lo cual no hizo, según vemos, y nos hubiera dado una ética basada en principios inne­ gables, en una ciencia com o la matemática, demostrable en todos sus aspectos, esto no habría sido tan útil para el hombre en su estado actual de imperfección, ni adecuado para la cura. La mayoría del gé­ nero humano carece de tiempo libre o de capacidad para la demostra­ ción ( . . . ) Y tanto daría esperar que todos los jornaleros y artesanos, tejedoras y lecheras, fueran perfectos matemáticos, com o esperar que fuesen de este m odo perfectos en lo que se refiere a la ética. Hacerles oír órdenes sencillas es el método seguro y único para lograr su obe­ diencia y práctica. La mayoría no puede saber; por consiguiente, debe creer».161 Estas reflexiones evidencian que Locke, desesperando de la posibili­ dad de una ética racional accesible a la mayor parte de los hombres, había buscado refugio en el cristianismo, aunque sólo a costa de con­ vertirlo en una especie de «ideología», es decir, en un conjunto de creencias simplificadas, adecuadas para el entendimiento vulgar. Con esto no se sugiere que Locke haya contemplado la religión con la cru­ deza con que lo hizo H obbes como un recurso conveniente para lo­ grar obediencia, ni con el cinismo que Gibbon emplearía para carac­ terizar las religiones romanas, «consideradas por el pueblo como igual­ mente verdaderas, por el filósofo como igualmente falsas y por el ma­ gistrado como igualmente útiles». Locke fue, por el contrario, un cris­ tiano devoto, si bien algo heterodoxo, y — lo que es más importante— basó sus teorías políticas y morales en la premisa de que el cristianis­ mo seguía siendo una fuerza viva en las sociedades occidentales. Esto, sin embargo, hace tanto más significativo el hecho de que Locke, un creyente, haya reunido, sin proponérselo, sus fuerzas con las de Maquiavelo y Hobbes para debilitar aún más la significación política de la herencia cristiana. Pese a los avances del laicismo y el escepticis­ mo, la tradición política ocbidental venía presuponiendo, desde hacía siglos, la existencia de lo que podría llamarse una «conciencia cris­ tiana común». En la teoría y en la práctica, dicha tradición había dado por sentada la continuidad de la presencia de un enfoque y respuesta moral comunes entre los miembros de la sociedad. El que los hombres compartieran un elemento común de conciencias significaba, además, que podían «conocerse» y comprenderse unos a otros, y comunicarse por medio de signos morales aceptados. En contraste con estas ideas de la conciencia como fuerza unificadora común, Locke, si bien defen­ dió el valor de la conciencia, la describió com o una fuerza divisiva, y en el Ensayo sobre el entendimiento humano *** excluyó de modo ex­ plícito a la conciencia como fuente segura de reglas morales comunes. N o era «otra cosa que nuestra propia opinión o juicio sobre la recti­ tud o depravación moral de nuestras acciones».162 Las variaciones re161 Works, vol. V I , pág. 146. 162 ECHU, I , ii, 8.

361

sultantes entre las diversas conciencias individuales hacían de esa idea algo casi inútil para crear la medida de acuerdo que la sociedad ne­ cesitaba. Como consecuencia, Locke se vio conducido a negar toda presunción en favor de la conciencia en cuestiones políticas. Así lo estableció én el Segundo tratado, *** donde subrayó que el «juicio pri­ vado» ejercitable en el estado de naturaleza era abandonado en favor del «juicio legislativo», y que cada individuo estaba obligado a respal­ dar de modo positivo los juicios legislativos porque eran «sus propios juicios».163 Como ío expresó Locke respecto de otra cuestión: « . . . Negamos que cada persona sea libre de hacer lo que ella mismá, según las circunstancias, juzgue ventajoso para sí misma. N o hay razón, sin duda, para sostener que el interés de cada persona es la norma de lo justo y correcto, a menos que se permita a cada hombre juzgar su propio caso . . ,».1641 5 6 Esta conclusión no tuvo modificaciones significativas al examinar Locke el llamado «derecho de revolución». Aunque en un momento admitió que «cada hombre juzga por sí mismo» cuando el gobernan­ te traiciona su confianza, Locke revisó esto de inmediato diciendo que, en estos casos, el «árbitro adecuado» era «el conjunto del pue­ b lo ».166 Con este enunciado, la conciencia perdía lo que había sido su aspecto más notable, su carácter individual, convirtiéndose, en cam­ bio, en una forma de juicio social o colectiva. Como lo revela la argumentación lockeana, la creciente desconfianza hacia la conciencia estimulaba la búsqueda de un nuevo tipo de con­ ciencia social antes que individual, que sería una expresión interioriza­ da de reglas exteriores, en lugar de expresión exteriorizada de convic­ ciones internas. Más adelante procuraremos explicar en mayor detalle cómo se desarrolló la idea de la coñciencia social, pero aquí nos inte­ resan, por así decirlo, los elementos residuales de la conciencia, los aspectos de la conciencia individual que no fueron colectivizados, sino trasforinados. La idea de la conciencia individual había sido formula­ da sobre todo por inconformistas religiosos, para combatir tanto las comunidades hostiles como las religiones organizadas. De tal modo, y a diferencia de la idea posterior de conciencia social, la conciencia individual era propuesta como defensa contra el grupo, antes que como método para inducir al grupo a la conformidad individual. A l declinar el sentimiento religioso y aumentar la tolerancia, tuvo lugar un cam­ bio importante en la idea de conciencia. Puesto que la conciencia y sus atributos ya no eran necesarios para proteger de la persecución reli­ giosa las opiniones desviadas, podían ser apartados de la vida interior y utilizados para salvaguardar lo que más valoraba una sociedad cre­ cientemente secular: la riqueza y el status, o, dicho con más brevedad, los «intereses». Bajo los auspicios del liberalismo, se efectuó la gran trasformación por la cual el «interés individual» sustituyóla la con­ ciencia individual. El interés pasó gradualmente a cumplir, en el pen­ samiento político y social, la misma función que la conciencia había 163 Second treatise, 88; Works , vol. V , pág, 43. 164 Essays on the law of nature, pág. 207. 165 Second treatise, 241-42.

362

cumplido en la religión. Fue investido, en gran medida, de la misma santidad e inmunidad porque, cómo la conciencia, simbolizaba lo más preciado por el individuo, y que debía ser defendido contra el grupo o sociedad, Estos procesos aclaran mejor el complejo de ansiedad del liberalismo. Aunque el interés usurpara el lugar de la conciencia y heredara mu­ chas de sus características, había una diferencia vital que no se podía eliminar y que era fuente de gran inquietud para los liberales. El pro­ testantismo había sostenido siempre que la fuerza de la conciencia re­ sidía en su carácter totalmente interno, y que, por ende, aquello que tenía lugar en el mundo externo, tal com o la pérdida de bienes ma­ teriales o el daño físico, no podía afectar la conciencia. El interés, en cambio, sé hallaba íntimamente entretejido con la riqueza y el status, con el tipo de objetos que dependían de sucesos exteriores. En conse­ cuencia, com o descubrieron apenados los liberales, la conciencia po­ día volverse «sensible» en un medio hostil, pero los intereses se vol­ vían inseguros. No hace falta que, como preliminar, insistamos en que la teoría libe­ ral asignó un lugar decisivo ál interés. Bentham había declarado que, de todos los principios de acción, el «interés personal» es el «más po­ deroso, más constante, más uniforme, más perdurable y más general en la humanidad». Tal com o lo entendía el liberalismo, el interés se distinguía por una característica intensamente personal. Citemos de nuevo a Bentham: «nadie sabe cuál es su interés tan bien com o usted mismo . . .».im Además, el carácter exclusivo del interés hacía impo­ sible que alguien pudiera promover realmente el interés de otro, no solo porque cada individuo actuaba, en lo fundamental, movido por su propio interés, sino también porque un interés existía en la intimidad más estrecha posible con el individuo a quien correspondía. Ningún extraño, aunque fuera inspirado por motivos altruistas, podía llegar a saber lo suficiente para actuar con benevolencia.1 167 Tampoco 6 era una réplica aplastante el sostener que d individuo podía equivo­ carse en cuanto a dónde residían sus «verdaderos» intereses o felicidad. Lo importante no era ningún supuesto nivel «ob jetivo» de inte­ rés, sino lo que cada individuo creía que era su interés. Como más tarde lo señaló John Stuart Mill, la prueba de lo deseable es si los hombres en verdad lo desean,168 y por ello sería intrínsecamente con­ tradictorio imponer un interés «más verdadero» a hombres que se ne­ garan obstinadamente a reconocerlo com o tal. Ahora bien; estos atributos del interés — su carácter individualista, la subjetividad de un juicio sobre él y la imposibilidad de imponerlo por la fuerza— eran una fiel reproducción de los atributos asignados por Locke a la conciencia en su clásica Carta acerca de la tolerancia. Con 166 pág. 167 168

Econ. Wr., vol. I I I , págs. 421-23, 433, y véase también L. Robbins, op. cit.,

13. A . Smith, Wealth , IV , ii (págs. 421-23); IV , v (pág. 4 9 7 ). Utilitarianismf cap. I V en Utilitarianism, liberty and representative go­ vernment, Londres y Nueva Y ork: Dent, 1910, págs. 32-33, así com o el estudió de J. Plamenatz, The English utilitarians, O xford: Blackwell, 1949, pág. 133 y sigs., y el análisis de A . J. Ayer, «T h e principle o f utility», Philosophical essays, Londres: Macmillan, 1934, págs. 230-70.

363

frecuencia se olvida que la defensa de la tolerancia hecha por Locke marcó un vuelco decisivo en la idea de conciencia. La «conciencia pu­ ritana» había sido concebida por sus defensores como un modo disci­ plinado de juzgar, controlado por la norma «objetiva» de las Escritu­ ras y empapado en instrucción religiosa. Una de las razones principa­ les por las cuales las sectas del siglo x v n defendieron la tolerancia, fue la posibilidad de que una conciencia disidente atestiguara, en efec­ to, lo verdadero. En cambio, lo que predominaba en la argumenta­ ción de Locke era que la conciencia representaba una formá de con­ vicción, antes que un modo de conocer. Conciencia significaba, así, las creencias subjetivas sostenidas por un individuo; de esta definición derivaban las mismas características atribuidas más tarde al interés. Como el interés individual, «el cuidado del alma de cada hombre le corresponde a él, y debe ser dejado a él mismo». De modo similar, en cuestiones de conciencia cada uno tiene «la suprema y absoluta auto­ ridad de juzgar por sí mismo», porque «a ningún otro le concierne».169 E imponer una verdadera creencia era tan poco provechoso como dic­ tar los verdaderos intereses de los individuos: «ninguna religión que yo no crea verdadera puede ser verdadera ni provechosa para m í».170 La fusión del interés y la conciencia no pasó inadvertida para los hom­ bres del siglo x v m ; la libertad de promover el interés propio era in­ tercambiable con la libertad de elegir el culto que se considerara ade­ cuado. La nueva era, dijo Morellet, es de «libertad de conciencia en el com ercio», o, como lo expresó lord Shelburne, «la era del protes­ tantismo en el com ercio».171 Mirado retrospectivamente, tuvo sus­ tancia la pulla dirigida por Sidney W ebb al utilitarismo, por ser «el protestantismo de la sociología».172 N o es nada sorprendente que haya habido paralelos entre la doctrina lockeana de la conciencia y las ideas liberales posteriores sobre el in­ terés. El mismo Locke trazó ese parálelo al basar su alegato por la tolerancia, al menos en parte, en el ejemplo de la actividad económi­ ca: la política adecuada respecto de los inconformistas religiosos debía ser la mismaf que en las «cuestiones domésticas privadas» y «la admi­ nistración de propiedades ( . . . ) Cada uno debe examinar qué es lo adecuado para su propia conveniencia, y adoptar el rumbo que prefie­ ra». Y así com o «nadie se queja» ni se considera afectado cuando su vecino comete un error financiero, tampoco nadie debe inquietarse por las ideas extravagantes de su vecino acerca de la salvación reli­ giosa. De esto se desprende que el individuo no puede ser obligado por el Estado a convertirse en un verdadero creyente, así como tam­ poco un hombre «puede ser obligado a ser rico».173 169 Works , vol. V , pága. 26, 28, 40-42, 44. 170 Ibid.y pág. 28. 171 Citado en E. Halévy, op. cit., pág. 118. 172 Fabian essays, edición Jubilee, Londres: Alien and Unwin, 1948, pág. 42. 173 Works , vol. V , págs. 22, 26. Véase una interesante anticipación de este argu­ mento en los párrafos tomados de Roger Williams en A . S. P. W oodhouse, op. cit. t pág. 267 y sigs. La argumentación de Locke fue interesante también para ilustrar una tendencia inversa a la sugerida por la famosa tesis Weber-Tawney acerca de la función del protestantismo en cuanto a racionalizar las pautas de comportamiento condu­ centes al capitalismo. En el caso de Locke, había sido al revés: las prácticas eco-

364

La declinación de la conciencia individual en la teoría liberal introdu­ jo un nuevo mundo social donde los hombres, no pudiendo ya comu­ nicarse sobre la base de una vida interior común, se veían reducidos a conocerse unos a otros solo desde afuera, es decir, sobre la base de respuestas y valores socialmente adquiridos. Conocer a los hombres únicamente desde «afuera» implicaba que los hombres se habían dis­ tanciado unos de otros, lo cual corresponde de manera exacta a la concisa descripción lockeana de una condición humana en la cual las conciencias individuales son extrañas entre sí: «ningún hombre en particular puede conocer la existencia de ningún otro ser, salvo cuan­ do se hace percibir por él actuando concretamente sobre él».1'74 El hombre toma conciencia de sus semejantes recién cuando choca con ellos; de tal modo, el conflicto y la fricción originan la conciencia del hombre respecto del hombre. Comprender esto hizo decir más tarde a Bentham que era fútil «bucear en las insondables regiones de los mo­ tivos, que no se pueden conocer». Lo único que los hombres podían conocer con seguridad eran las consecuencias de las acciones de un individuo, y nunca sus razones para llevarlas a cabo. Estas mismas dudas subyacían en el argumento liberal contra la inter­ vención gubernamental en actividades económicas. La aseveración fun­ damental, según la cual cada uno era el mejor juez de sus propios intereses y, por consiguiente, ningún agente externo podía dictar ade­ cuadamente su felicidad, se basaba de lleno en la creencia de que nin­ gún individuo podía verdaderamente comprender a otro.175 En conse­ cuencia, ningún grupo gobernante podía actuar legítimamente en el nómicas eran aprovechadas para justificar la política religiosa. Estas confusio­ nes entre economía y religión se exhiben con claridad en la obra de A . Smith (W ealth), donde parece apartarse del análisis económ ico para abordar la cues­ tión de si la mejor política religiosa consistía en tolerar varias pequeñas sectas o en favorecer una Iglesia nacional única. Pronto, no obstante, se hace evidente que el análisis económ ico n o se ha interrumpido, ya que los m odos de pensar económicos han llegado a dominar tanto el enfoque de Smith, que este no puede ver el problema de la política religiosa sino en términos de la teoría clásica de la competencia económica. La elección que presenta finalmente no es entre dos tipos de organización religiosa, sino entre modelos económ icos alternativos. Si bosquejamos su argumentación, basta con que agreguemos los conceptos econó­ micos pertinentes a su examen de los grupos religiosos para que resulten dos lí­ neas paralelas perfectas. El mejor ordenamiento, según Smith, era aquel donde cada hom bre era libre «d e elegir su propio sacerdote y su propia religión com o lo considerara adecua­ d o » (tal com o se permite al consumidor escoger libremente entre vendedores ri­ vales). Es evidente que el efecto de esta forma de libertad sería aumentar la can­ tidad de sectas ( o sea la cantidad de vendedores); esto, sin embargo, produci­ ría muchos menos perjuicios que una situación en que se aceptara una sola secta (com o en el m qnopolio) u otra en que dos o tres sectas, «actuando de consuno», dominaran la vida religiosa (a la manera de comerciantes que conspiran para establecer precios o salarios). Por último, cuando brotaran numerosas sectas pe­ queñas en mutua competencia, el celo religioso de los dirigentes sería moderado porque «nadie podría ser de tal magnitud que trastornara la tranquilidad públi­ ca» (así com o la competencia entre productores, en pequeña escala actuaba evi­ tando que el interés propio de uno solo llegara a predom inar). Y así com o la competencia entre empresarios daba por resultado un bien común que ninguno se proponía lograr, la rivalidad religiosa producía inadvertidamente una religión de «buen carácter y moderación». Wealth , V , i (págs. 744-46). 174 ECH U, IV , xi, 1. 175 J. Bentham, Deontology, vol. I, págs. 125-26; vol. I I , págs. 45-46, 136, 156.

365

mejor interés de los miembros de la sociedad, ya que el juicio de tal grupo no tenía ninguna base segura. N o existía ningún vínculo co­ mún que conectara las distintas valuaciones asignadas por los indivi­ duos a las cosas. Nadie podía expresar con certeza qué cosas apre­ ciaba otro, ni tampoco con qué intensidad estaba ligado a ellas su ser interior. La vida interior del individuo seguía siendo un hondo misterio, pre­ cisamente porque la conciencia común del cristianismo se había eva­ porado, y solo se podía comprender con seguridad al hombre como una serie de actos externos. Con su habitual simplicidad, Bentham, enunció el epitafio para la conciencia cuando dijo que era «algo de existencia ficticia». Además, puso muy en claro que los hombres yá no tenían ningún incentivo real para ese conocimiento de sí mismo que conduce a examinar la vida interior. «Pero al mismo tiempo, el interés lo aleja de todo examen profundo de los resortes que determinan su propia conducta. De tal conoci­ miento no tiene, habitualmente> nada que ganar; en él no halla fuen­ te alguna de satisfacción».1 177 6 7 Al mismo tiempo, dado que todo acto de voluntad y del intelecto er% reductible a interés, no quedaba nada por examinar internamente: el alma del hombre había sido eliminada.1781 9 7 Una vez reducido el hombre a mera exterioridad y despojado de con­ ciencia moral, fue fácil para los economistas liberales tratarlo como un objeto material; este estilo de análisis provocó más tarde la acerba censura de Marx. La mejor ilustración de este proceso en el liberalis­ mo es la trasformación experimentada por la idea lockeana de pro­ piedad. Según Locke, la propiedad había surgido cuando hombres in­ dividuales cultivaron la tierra común del estado de naturaleza. El acto de trabajar consistía no solo en la alteración física de objetos ex­ teriores, sino en la proyección de la personalidad individual en dichos objetos. Deteste modo, el individuo llegó a poseer un «derecho pecu­ liar», una identidad específica obtenida mediante un acto de apropia­ ción privada.170 La afinidad psíquica entre el individuo y su propie­ dad, postulada por Locke, fue conservada por los economistas libera­ les posteriores, pero estos la identificaron con la propiedad del capita­ lista y no con la del trabajador. Solamente la personalidad del capita­ lista sufría cuando su propiedad era amenazada; el privilegio de la neurosis era negado a las clases trabajadoras. Esto era, por supuesto, casi inevitable, porque ya no se podía decir que el acto de trabajar, tal como lo organizaba el industrialismo, creara objetos a los que el trabajador pudiera optar. E l paso siguiente fue asimilar las habiMades y energías del trabajador a un «factor de producción», un elemen­ to impersonal sin matices psíquicos; 176 J. Bentham examinó de m odo explícito la disminución de la importancia de las sanciones éticas cristianas en Deontology , vol. 1, pág. 107. 177 Econ. W r ., vol. I I I , pág. 425; Handbook of política! faUacies, op. cit., pág. 236. 178 Handbook o f political fallacies, op. cit., págs. 235-36. 179 First treatise, 92; Second treatise, 6, 27-41.

366

«Un trabajador es, él mismo, parte del capital nacional, y en toda in­ vestigación de este tipo debe ser considerado simplemente como una máquina cuya construcción ha exigido cierta cantidad de traba­ jo. . .».18° Gradualmente, el acento sobre el trabajo com o fuente de derecho, que había sido tema principal en Locke, pasó al trabajo como fuente de poder o de fuerza. Nada pudo haber expresado con mayor nitidez el contraste entre la sociedad capitalista y la gran sociedad natural de Locke — «donde todos participan de una comunidad de naturaleza»— que el modo en que los economistas redujeron la gran mayoría de los hombres a unidades explotables de poder, «fuerza de trabajo», como la llamó Marx. D ijo Sénior: «La fuerza laboral disponible es el prin­ cipal instrumento de producción», y puede «ser empleada a voluntad en la creación de lo que más se desee ( . . . ) Calculado, en efecto, en una clase de objetos, la más codiciada por el hombre — nos referimos al poder y la preeminencia— , el valor de la fuerza laboral disponible es casi invariable».1811 La nueva ansia de poder tuvo franca expresión en el gráfico resumen de Bentham, y la total alienación implícita en el acto de trabajar se revela en la colisión entre explotadores y explota­ dos; los hombres se habían distanciado tanto, que solo una situación de conflicto podía hacerlos conscientes unos de otros: «La preparación del alma humana para la antipatía hacia otros hom­ bres es siempre muy lamentablemente abundante y activa. El alcance ilimitado de los deseos humanos, y el limitadísimo número de obje­ tos ( . . . ) conduce inevitablemente al hombre a ver, en aquellos con quienes se halla obligado a compartir dichos objetos, rivales inopor­ tunos, que reducen su propia medida de disfrute. Además, los seres humanos son los más potentes instrumentos de producción, por lo cual cada uno ansia emplear los servicios de sus congéneres en la mul­ tiplicación de sus propias comodidades. De aquí la intensa y universal sed de poder, y el odio a la sujeción, que rige igualmente. Cada hom­ bre halla, en consecuencia, una obstinada resistencia a su propia vo­ luntad, y se ve obligado a presentar una oposición igualmente cons­ tante a la de otros; esto, naturalmente, engendra antipatía hacia los seres que así desbaratan y contravienen sus deseos».182

I X . L ib e ra lis m o y c o n fo r m id a d : la c o n c ie n c ia socia liza d a Siempre se acusó al liberalismo de esforzarse por disolver las solidari­ dades de los vínculos y relaciones sociales y reemplazarlos por el indi­ viduo independiente y sin trabas, el hombre sin amos. Esta acusación 1180 J. R. M cCulloch, PPE, págs. 115, 319. 181 N . Sénior, PE, pág. 187. 182 J. Bentham, Econ. Wr., vol. I I I , pág. 430. Un punto de vista similar se re­ flejó en la observación de Bastiat, en el sentido de que el único m étodo hallado por la humanidad para evitar el dolor del trabajo es «d e jouir du travail d’autrui». Oeuvres , vol. IV , pág. 331.

367

u es, en realidad, casi infundada, y omite por completo la adhesión li­ beral a la conformidad social. En un sentido, por supuesto, toda so­ ciedad política ha prescrito a sus miembros ciertas normas básicas de comportamiento social, y esto ha sido admitido por toda forma de teoría política, a excepción del anarquismo. Sin embargo, la idea de conformidad social entraña consecuencias más serias que la circuns­ tancia obvia de que la sociedad no puede existir mucho tiempo si sus miembros no se atienen a; modos comunes de conducta. Implica, en primer lugar, que el individuo «ajuste» sus gustos, acciones y estilo de vida a un denominador social. La conformidad social es hostil a lo que Baudelaire llamó «dandismo», el «m ejor elemento del orgullo humano», la necesidad «de combatir y destruir la trivialidad».183 En segundo lugar, la conformidad presupone, no solo que la adaptación individual contribuiría a la cohesión y el orden social, sino que el único m odo que tiene el individuo de lograr una vida feliz y exito$a es acatar las normas de la sociedad, es decir, la expresión generalizada de los deseos, valores y expectativas abrigados por la mayoría de sus miembros. En tercer lugar — esto es decisivo— , .se invita al individuo a no limitarse a «aceptar» las normas sociales, cuya índole exterior debe ser superada para que se las pueda incorporar a la vida interior. Las normas sociales, en suma, deben ser internalizadas y — como ta­ les— actuar como conciencia del individuo. De tal modo, la concien­ cia pasa a ser social en lugar de individual. El tránsito de la conciencia individual a la social comienza al descu­ brir Locke la significación de las normas no legales, impuestas priva­ damente. Señaló que si bien los hombres, al ingresar en la sociedad, habían aceptado no emplear la fuerza «más allá de lo que indica la ley del país», conservaban una fuerza social considerable, aparte de la ley, a la cual denominó «ley de la opinión o la reputación». La basó en la observación de que los hombres ejercían «el poder de considerar bue­ nas o malas, de aprobar o desaprobar las acciones de aquellos entre quienes viven». Estos juicios tienden a convertirse en «la medida común de la'Virtud, y el vicio» y, en muchos aspectos, a castigar a los trasgresores con eficacia mucho mayor que la ley positiva. Locke observó que nadie tolera hallarse enemistado con su «clu b», y que nadie puede vivir consciente de ser objeto de la aversión de todos. «Es esta una carga demasiado pesada para la tolerancia humana».184 Aunque no profundizó las ricas sugerencias de su propio análisis, Locke había tocado dos temas fundamentales que luego ocuparon el centro de las teorías liberales posteriores. En primer lugar, indicó con claridad que las normas sociales podían ser comprendidas como un tipo de control distinto del poder político o la autoridad legal. En segundo lugar, planteó para la conciencia individual el problema de las definiciones sociales de los valores éticos: si la sociedad insistiera en que sus normas son de la misma índole que los bienes morales, y no simplemente reglas convenientes ubicadas en el mismo plano que, por ejemplo, las reglamentaciones de tránsito; en otras palabras, si el 183 The essence of laughter and other essays, journals, and letters , P. Quennell, ed., Nueva Y ork : Meridian, 1956, pág. 48. 184 ECHU , I I , xxvii, 7-12. f

368

*

individuo se viera obligado a evaluar las normas sociales como si tu­ vieran la misma jerarquía que las elecciones éticas de cualquier tipo, las consecuencias de la disconformidad serían mucho más serias. En efecto, las severas sanciones a que podía recurrir la sociedad — eco­ nómicas, sociales y psicológicas— hacían que un acto de desafío tu­ viera, para el individuo, consecuencias mucho mayores que cualquier acción de tipo privado. A l contrario de lo que las interpretaciones modernas del liberalismo nos han inducido a suponer, comprobamos que los liberales más re­ cientes se dedicaron con sorprendente énfasis a justificar la necesidad y deseabilidad de la conformidad social. La más plena expresión de esto aparece en la Teoría de los sentimientos morales, de Smith, que fue básicamente una indagación de la índole y orígenes de los juicios morales que el hombre formula sobre él mismo y sus congéneres.1 186 5 8 Inspiraba la urgencia de la indagación misma el carácter que los li­ berales imputaban al hombre: motivado por el interés propio y do­ minado por la pasión, el hombre liberal no infundía mucha confianza en su capacidad de efectuar decisiones de acuerdo con una norma im­ personal y racional. Según sostenía Smith, el remedio de la naturaleza consistía en implantar, en el corazón humano, un «espectador impar­ cial», un tribunal desprejuiciado al cual se podían remitir los juicios morales. Si, por ejemplo, me dispongo a emprender una acción y quie­ ro asegurarme de su corrección, o si ya he actuado y deseo que mi elección sea confirmada, debo consultar imaginariamente a un extra­ ño. Puedo lograr esto si me sitúo en lugar de otro y asumo sus moti­ vos y pasiones: la justicia e imparcialidad en el juicio se logran sobre todo al «juzgar a otros».188 ¿Cuál era, sin embargo, la fuente de los juicios ofrecidos por el espec­ tador? Provenían, según Smith, de las opiniones de la sociedad. Nues­ tros juicios morales eran, entonces, como imágenes reflejadas en un espejo; trasmitían valores sociales a la conciencia individual. Lo que distinguía al hombre social del hombre aislado era que el primero poseía una conciencia sensible a las influencias sociales, un «espejo» del «aspecto y comportamiento de aquellos con quienes vive». Si el espectador imparcial representaba un conjunto de normas socia­ les internalizadas, Smith no afirmó, sin embargo, que cuando un in­ dividuo juzga un acto cumple una acción racional. Cuando el indivi­ duo apela al espectador, no busca un acuerdo entre dos juicios racio­ nales, el suyo propio y el del espectador, sino una «concordia de afec­ tos». El actor «anhela» que el espectador tenga la misma apasionada intensidad respecto del acto. Smith sostenía que esto era imposible, ya que ningún extraño podía sentirse emocionalmente partícipe en igual grado que quienes tomaban parte en la acción. El actor, por lo tanto, no tenía otro recurso que disminuir el tono de sus pasiones, atenuarlo para que el espectador pudiera entrar. Aunque el individuo 185 El subtítulo de la obra es: «Ensayo de análisis de los principios por cuyo intermedio los hombres juzgan naturalmente respecto del comportamiento y carácter, primero de sus vecinos y luego de sí mismos». U n examen útil de la teoría de Smith sobre la moral es la obra de G . H . M orrow , The ethical and economic theories of Adatn Smith, Nueva Y ork: Longmans, 1923. 186 TMS, págs. 188-90.

369

«naturalmente se prefiere a la humanidad», debe hacérsele sentir que, ante los ojos- de la sociedad, «n o es más que uno de la multitud, en ningún aspecto mejor que cualquier integrante de ella». Cada uno, por ende, debía «humillar la arrogancia de su amor hacia sí mismo y re­ ducirla a algo que otros hombres puedan aceptar».187 Así, nuestras pasiones debían ser restringidas a «cierta mediocridad» porque el es­ pectador, en último análisis, no juzgaba el acto mismo, sino las reac­ ciones o pasiones del actor: implicado.188 Smith pasaba luego a señalar que «lo que más anhela» el individuo es actuar de conformidad. La experiencia le ha prevenido del terrible castigo aplicado a quienes desechan las normas socialmente prescritas: casi al unísono, los miem­ bros de la sociedad se vuelven contra el trasgresor, avergonzándolo y , dando su respaldo a los perjudicados por él. Acosado por la culpa, y! aterrado por lo que ha hecho, «rechazado y arrojado del afecto de to­ do el género humano», sufre el doloroso tormento del aislamiento en un mundo en el cual «todo parece hostil». En su pánico, intenta huir, y sólo consigue descubrir que «la soledad es más terrible aún que la sociedad». El «horror» de la soledad lo «empuja» de vuelta a la so­ ciedad, «cargado de vergüenza y enloquecido de temor», dispuesto a expiar su culpa. Las normas sociales se han grabado tan profunda­ mente en la psique humana, que Smith sólo pudo describir la expia­ ción en términos de la experiencia religiosa evidentemente desalojada por la conciencia social. El trasgresor se ha convertido en un peniten­ te que busca desesperadamente el perdón de las deidades a las que ha ofendido: «Se enseña al hombre a reverenciar la felicidad de sus hermanos, a temblar pensando que puede, aun sin saberlo, hacer algo que pueda perjudicarlos, y a temer ese resentimiento animal que siente presto a estallar contra él ( . . . ) Tal como, en la antigua religión pagana, no se debía pisar el suelo santo consagrado a algún dios ( . . . ) y el hom­ bre que trasgredía esto, aun por ignorancia, debía expiar su culpa desde ese momento ( . . . ) hasta que se redimiera en forma adecuada, así también, por la sabiduría de la naturaleza, la felicidad de cada hombre inocente es santificada, consagrada y protegida de igual mo­ do ( . . . ) para que no se la pise caprichosamente ( . . . ) sin que esto exija alguna expiación, alguna redención, proporcional a la magnitud de tal irreflexiva violación».189 Con el surgimiento del utilitarismo, a fines del siglo x v iii , el principio de conformidad asumió un significado más vasto. Las normas sociales debían ser no solo aceptadas, sino desarrolladas y manipuladas. Dado que, según Bentham, la «sociedad» no era sino una ficción contenien­ te para un conjunto de individuos, la receta del éxito consistía en sa­ ber cómo manejar a «los demás». «Un hombre debe mantenerse en buenos términos con la opinión pública». En su Deontología, Ben­ tham asumió el papel de Dale Carnegie del utilitarismo, detallando las 187 Ibid., págs. 190-92. 188 Ibid., págs. 36, 127-28. 189 Ibid , págs. 142-44, 185, 203-05, 273-75.

370

técnicas mediante las cuales el individuo podía congraciarse con otros, previniendo contra un tipo de comportamiento que otros considera­ ran ofensivo, y dedicando todos estos consejos al objetivo de inducir a otros a colaborar en la propia campaña por riqueza y prestigio social. «Es en el interés de cada hombre situarse bien en los afectos de otros homores» para reunir un «fon d o de buena voluntad» en lugar de un «fon do de mala voluntad». El «interés compuesto» así acumulado «es, felizmente, ilimitado».106 El aspecto revelador de este consejo sobre cómo obtener amigos e influir sobre la gente consiste en que no contenía ni la menor sugerencia de que el individuo se limitara a representar un papel público, adhiriendo verbalmente a convencio­ nes sociales que despreciaba en secreto. Los hombres liberales habían interiorizado con tal éxito las normas sociales, y estas habían pasado a sustituir a la conciencia de m odo tan completo, que la dis­ tinción entre «externo» e «interno», entre convención y conciencia, había casi desaparecido. A primera vista, lo extraño de este proceso es que los liberales lo hayan saludado y alentado. A l fin y al cabo, es innegable que el libe­ ralismo inicial se anunció como una filosofía dedicada a defender la santidad e independencia del individuo. N o obstante, si preguntamos contra quién era necesario defender al individuo, podremos explicar mejor el fatal error de interpretación del liberalismo en cuanto al poder aplastante de la conformidad social. Se suele aseverar que el li­ beralismo, desde el principio, había insistido en que los hombres se liberaran de todo tipo de autoridad, religiosa, política, social e inte­ lectual: ¡écrasez Vinfame de Vautorité\ Esto, sin embargo, es correc­ to solo en parte y, en el caso de la autoridad de la sociedad, total· mente falso. Un examen de la argumentación liberal contra la autori­ dad política revela una acusación, no contra la autoridad política ev general, sino contra la autoridad personificada y personalizada. La acusación dirigida contra la monarquía era que el monarca había ejer­ cido su autoridad de modo «arbitrario» o «caprichoso», es decir, de acuerdo con su antojo y no con las exigencias «objetivas» emanadas de la ley o de una política racional. En esta definición, la arbitrarie­ dad constituía el equivalente político de la acusación protestante de que el Papa había trasformado la autoridad institucional en poder personal. Este paralelo adquiere significación adicional porque el li­ beralismo, como el protestantismo, enfrentaba entonces el mismo de­ sagradable dilema de haber eliminado una forma de subjetivismo, solo para reemplazarla por otra: ¿Acaso era superado el subjetivismo reemplazando reyes por ciudadanos, com o al Papa por una congrega­ ción? Lo admitieran o no, los liberales habían aprendido de Hobbes que el juicio privado era sinónimo de anarquía.1 191 Es cierto que eran 0 9 entusiastas en cuanto a alentar el juicio privado sobre problemas re190 Deontology , vol. I, págs. 32-33, 118-20; vol. I\, págs. 160-66, 263, 269, 295; A . Smith, TMS, págs. 526-27. 191 El contrato propuesto por Locke preveía específicamente la sustitución del juicio individual por el de la sociedad o sus agentes: « . . . Estando excluido todo juicio privado de cada miembro en particular, la comunidad pasa a ser árbitro mediante reglas establecidas y perm anentes. » Second treatise, 87-

371

ligiosos y privados; en su Carta sobre la tolerancia, Locke abogó ex­ plícitamente por este e implícitamente por aquel. La base de la argu­ mentación era que en ese ámbito solo el individuo era afectado por su ejercicio del juicio privado. Sin embargo, las decisiones políticas, aunque fueran adoptadas por un individuo poseedor de autoridad, eran de impacto general e influían en la totalidad de los miembros. El problema que así se planteaba al liberal era cómo dar forma a los ordenamientos que sustituirían al juicio privado en cuestiones políti­ cas, sustentando al mismo tiempo un estado de naturaleza eñ asuntos económicos y religiosos. Antes de poder idear una fórmula que permitiera defender al indivi­ duo contra la autoridad política personal, el liberalismo, como el pro­ testantismo, debía tener en cuenta el principio de autoridad. Locke ofreció la solución desde el principio. Si bien «todos los hombres son iguales por naturaleza», esto no significaba para Locke, como antes tampoco para Lutero y su sacerdocio de los creyentes, «todo tipo de igualdad». Los liberales estaban preparados, no solo para aceptar di­ ferencias de nacimiento, posición social y riqueza como hechos natu­ rales, sino también para aceptar esas desigualdades com o socialmenté útiles. Los liberales entendían por igualdad una relación con la auto­ ridad política, antes que un hecho sociológico. En consecuencia, Locke definía la igualdad como «el derecho igual que cada hombre tiene a su libertad natural, sin estar sometido a la voluntad o autoridad de ningún otro hom bre».192 De estos dos factores — el temor al subjeti­ vismo y el valor de la igualdad— derivaba la fórmula liberal para la autoridad. El subjetivismo debía ser superado librando a la autoridad de sus elementos personales. La sociedad política se forma por un acto de consentimiento en el cual cada hombre entrega su poder na­ tural «en manos de la comunidad», es decir, a una autoridad imper­ sonal. La comunidad, a su vez, actúa a través de un sistema de leyes destinadas a tratar imparcialmente a los individuos: «la comunidad pasa a ser árbitro mediante reglas establecidas y permanentes, impar­ ciales e iguáles para todas las partes».193 La autoridad llega así a identificarsé con la comunidad, mientras que los individuos en quie­ nes se confía realmente para actuar en nombre de la comunidad lo hacen solo por estar «autorizados» a actuar. Dicho en otras palabras, la autoridad es sutilmente trasformada del hecho natural que había si­ do durante siglos en la débil ficción de que el acto del agente era legítimo por haber sido autorizado por la sociedad: su acto es nuestro acto. De aquí en adelante, la peculiaridad de la tradición liberal fue su des­ confianza hacia la autoridad determinada y personal, la autoridad cu­ yo poder era visible y podía ser rastreado hasta una persona especí­ fica, tal como un Papa o un monarca. Como más tarde Spencer resu­ mió la argumentación, el hombre «debe tener un amo, pero el amo puede ser la Naturaleza o un semejante. Cuando se halla bajo la coac192 Second treatise, 54; A . Smith, TMS, págs. 382-83, 395-97; Wealth, V , i (págs. 670, 6 7 3 ); J. Bentham, Econ. W r vol. I, págs. 115-16; vol. I I I , págs. 318-19. 443. 193 Second treatise, 87.

372

ción impersonal de la Naturaleza, decimos que es libre; cuando se ha­ lla bajo la coacción personal de alguien que está por sobre él, lo lla­ mamos ( . . . ) esclavo, siervo o vasallo».1941 5 Como lo sugieren estos 9 sentimientos, el liberal ansiaba rendirse ante el poder impersonal, un podér que parecía no pertenecer a ningún individuo específico. La en­ tidad que satisfacía estos anhelos era la sociedad, cuyo poder era im­ personal y estaba dirigido contra todos los miembros, sin diferencias. La sociedad no era ningún individuo por sí solo; no era ninguno de nosotros, pero era todos nosotros. Bentham ofrece el ejemplo perfecto de esta línea de desarrollo. De todos los caprichos de su genio, el menos atractivo fue su famoso proyecto de reforma carcelaria del Panóptico, en el cual proponía para la prisión un tipo de estructura circular, que permitiría a un solo guardián vigilar, desde el centro, a todos los reclusos en cualquier mo­ mento. Sabedores de hallarse bajo constante escrutinio, los presos se conducirían de la manera requerida. Esta idea, evidentemente, era demasiado antiliberal para ser aplicada sin modificaciones a la exis­ tencia normal, pero con un leve cambio — p. ej., sustituir al guar­ dián por la sociedad— , ¿acapo el inconformista social no experimen­ taría la misma presión para someterse que los presos, pero con la ventaja adicional de no haber ningún supervisor visible? Y si se ob­ jetara que con esto no se hacía más que sustituir la antigua tiranía por una nueva, basta con que tengamos en cuenta — según el tranqui­ lizador argumento de Bentham— que la sociedad actúa solamente mediante la opinión pública, y que cada uno de nosotros forma parte del público. Si la opinión pública nos obliga a adaptarnos, en realidad nos estamos coaccionando nosotros mismos; esta es una hábil manera de traducir la voluntad general de Rousseau al lenguaje del liberalismo.105 Los «tribunales de opinión pública» aparecen donde cesan las sanciones de la ley, obligando a los hombres, que solo tienen en cuenta sus pro­ pios intereses, a que tomen conciencia de los intereses de los demás. Bentham veía el progreso futuro en términos de una lenta reducción del ámbito de la léy penal y una constante ampliación de la influencia de la «ley moral» aplicada por la opinión pública: era el ideal de una nueva economía de poder sin violencia. Profetizó que, cuando fuera aceptada la ciencia moral de la utilidad, el futuro no sería de total individualismo, sino que en él «aumentaría la dependencia de cada hombre respecto de la buena opinión de todos los demás, y la sanción moral será cada vez más vigorosa». H e aquí lo que dijo sobre la for­ ma de la sociedad futura: «T odo un reino, el mismo gran globo, se convertirá en un gimnasio donde cada hombre se ejercitará ante los ojos de todos los demás. Cada gesto, cada giro de un miembro o un rasgo, en aquellos cuyos movimientos tienen visible influencia sobre la felicidad general, será advertido y señalado».196 194 H . Spencer, Essays, vol. I I I , pág. 450. 195 Deontology, yol. I, págs. 21-22. 196 Ibid., vol. I, págs. 21-22, 32-33, 97-98, 101, 166-68; vol. I I , págs. 37-40.

373

La ceguera ante las coacciones sociales persistió en el pensamiento de los autores liberales del siglo x ix , y explica en gran medida que el li­ beralismo no haya logrado comprender el fenómeno de las «socieda­ des de masas». Los verdaderos alcances de esto aparecen en las ideas políticas de John Stuart Mili, cuya fama actual deriva de su apasio­ nado alegato por la libertad individual y su penetrante análisis de las presiones sociales que actuaban para destruir la variedad y la espon­ taneidad en el carácter humano. Como lo explicó en su Autobiogra­ fía, *** el ensayo Sobre la libertad#* fue un acta de acusación contra el «yugo opresivo de la uniformidad de opinión y de práctica». Es cierto, sí, que este ensayo abundaba en pasajes nobles, donde se de­ fendía el derecho del individuo a seguir su propio camino, aunque > esto pudiera ofender las opiniones de la sociedad. « ( . . . ) El único; fin que justifica que el género humano, individual o colectivamente, interfiera en la libertad de acción de cualquiera de sus integrantes, es la autoprotección ( . . . ) Su propio bien ( . . . ) no es justificación sufi­ ciente».197 No obstante, los principios de libertad proclamados por Mili conservaban una característica irremisiblemente irreal, cuyo efec­ to es reducirlos a un mero predicar, si bien de tipo sumamente loable. Es que Mili, interrogado sobre cómo aplicar estos principios, no podía responder, porque su propia argumentación había comprometido la integridad del único medio posible: el gobierno. Si la sociedad es la enemiga del individualismo y si, al mismo tiempo, el peligro del desa­ rrollo de la democracia moderna consiste en que convierte al gobier­ no en agente de la sociedad, mal se podía esperar que dicho agente in­ terviniera para proteger de la sociedad al individuo. Más desconcertante aún era la contradictoria tendencia de Mili a recurrir al mismo poder de la sociedad que en Sobre la libertad había intentado eliminar. El mismo Mili que acusara a Comte de buscar «un despotismo de la so­ ciedad sobre el individuo», que había saludado el profundo análisis aplicado por Tocqueville a la conformidad social, proponía, no obs­ tante, que se invocara la tiranía de la opinión para promover algunas de sus propiás causas predilectas. Mili aducía que, en primer lugar, su béte-noire personal, el viejo problema de la superpoblación, podía ser aliviado si hubiera una desaprobación social de las grandes fami­ lias lo bastante intensa. «Quien suponga que este estado de opinión no tendría un gran efecto sobre el comportamiento, debe ignorar profundamente la naturaleza humana». En segundo lugar, la argu­ mentación de Mili, en Consideraciones sobre gobierno representati­ v o ,*** en favor de un sufragio «abierto» en lugar de secreto, se basa­ ba en la proposición de que votar era un deber público y por ello «debería ser cumplido ante la mirada y la crítica del público . . . » . Concluía que es menos peligroso que el individuo sea influido por «los demás» que por «los siniestros intereses y deshonrosos sentimien­ tos que le son propios, ya sea com o individuo o como miembro de una clase». Por último, la simpatía de Mili hacia un socialismo moderado derivaba, en parte, de la creencia de que una sociedad basada en la posesión comunal disponía de métodos superiores para obligar a pro­ ducir a los miembros perezosos. En el capitalismo, los incentivos de 197 Autobiography, op. c i t pág. 215; Utilitarianism, op. c i t págs. 72-73.

374

interés propio no habían logrado eliminar el parasitismo, porque los parásitos habían estado más que dispuestos a atenerse a su propio inte­ rés urdiendo modos ingeniosos de eludir el trabajo. En el socialismo, en cambio, la mayoría de los miembros tendrían un interés común en los resultados productivos de la sociedad; el simulador, en consecuen­ cia, enfrentaría el resentimiento solidario de la comunidad. Mientras que el empleador privado solamente podía despedir a un obrero, la sociedad socialista podía estigmatizarlo mediante la opinión pública, que es «el más universal y uno de los más sólidos» métodos de control.198 Si un pensador tan sensible com o Mili no logró comprender plena­ mente la amenaza de la conformidad social, es inútil esperar una mayor comprensión por parte de escritores de menor estatura. Así, Bastiat insistió, con la candidez habitual, en que la «plena y comple­ ta libertad» se asociaba naturalmente con «la vigilancia de la autori­ dad social», sin sospechar siquiera que con esto unía en maridaje dos elementos incompatibles.1992 0En todo caso, los liberales se volvieron más empecinados a este respecto. Todavía a fines del siglo xix, Herbert Spencer no advertía incongruencia alguna en reunir la libertad, el industrialismo y las presiones sociales en un solo esquema, la «so­ ciedad industrial», a la cual declaraba completamente antitética res­ pecto de los rigores de una «sociedad militar» controlada; com o si el industrialismo no contuviera sanciones coactivas propias y la confor­ midad social ninguna aversión por la espontaneidad: «Considero que, en la forma de sociedad hacia la cual avanzamos, el gobierno será reducido a la menor magnitud posible, y la libertad aumentada a la mayor magnitud posible; en ella, la disciplina social habrá moldeado a tal punto la naturaleza humana, adecuándola al es­ tado social, que requerirá poca restricción externa, ya que se restrin­ girá sola ( . . . ) en ella, la cooperación espontánea desarrollada por nuestro sistema industrial ( . . . ) producirá agentes que cumplirán casi todas las funciones sociales, dejando para el agente gubernamental principal nada más que la función de mantener esas condiciones para la libre acción que hacen posible tal cooperación espontánea. . .».20° Visto retrospectivamente, el largo trayecto recorrido desde el juicio privado hasta la conformidad social parece el desesperado esfuerzo de los liberales por fabricar un sustituto para el sentido de la comuni­ dad perdido. Es que el liberalismo apenas había expuesto com o pro­ blema lo que creía haber resuelto. Smith se había contentado con pensar que en una sociedad de fragmentos particulares inconexos solo era posible un grado modesto de unidad, una mera «correspondencia» de sentimientos «suficiente para la armonía de la sociedad». «Aunque nunca habrá unísonos, puede haber concordias, y esto es cuanto se 198 J. S. M ili, PPE, II , i, 3 (págs. 205-07, 210-11); II , xii, 2-3 (págs. 364-65), xiii, 2 (págs. 377-78); Utilitarianism, op. cit.y págs. 299-301. Cabe hacer notar, sin embargo, que M ili tenía recelos acerca de la tiranía potencial de una so­ ciedad socialista. PPEf I I , i, 3 (págs. 210-11). 199 F. Bastiat, Oeuvres, vol. I , pág. 466. 200 Essays, vol. I I, págs. 131-32.

375

desea o requiere».201 Sin embargo, toda la teoría dé Smith sobre los juicios morales revelaba hasta qué punto se habían alienado los hom­ bres, ya que solamente por un acto muy autoconsciente de imagina­ ción simpática podía entrar un hombre en los sentimientos de otro. La precariedad de la base en que los liberales apoyaban la sociedad demostraba que no habían comprendido el problema fundamental. Consideraron que el problema era reconciliar libertad con autoridad, y lo resolvieron destruyendo la autoridad en nombre de la libertad y reemplazándola por la sociedad, pero solo al precio de exponer la li­ bertad al control de la sociedad. Quedó para los siglos x ix y x x la tarea de enunciar el problema de modo más correcto: no libertad contra autoridad, ni Hombre contra Estado, sino autoridad y comu- < nidad.

201 A. Smith, TAIS, pág. 2?

376

10. La era de la organización y la sublima­ ción de la actividad política

«E l individuo aislado esta enferm o». G . C. Homans. «E l hombre social ( . . . ) es la obra maestra de la existencia». Emile Durkheim. «E l individuo es más moldeable com o miembro de un grupo». Kurt Lewin.

I. L a era d e la o r g a n iz a c ió n Describir de modo adecuado las concepciones recientes y contempo­ ráneas en cuanto a qué es político, es una empresa riesgosa, colmada, de los escollos derivados de la proximidad de los hechos y de la in­ terpretación de los hechos. Aceptando los riesgos, sin embargo, co­ mencemos por algunas observaciones obvias, para luego tratar de ver qué encierran sus implicaciones. Presumo que la mayoría coincidirá conmigo en que, durante los úl­ timos ciento cincuenta años, ha tenido lugar una democratización sin precedentes de la vida política. Los sistemas políticos democráti­ cos se han extendido por todo el mundo occidental; los derechos po­ líticos han sido ampliados a todas las clases de la sociedad, se espera, en general, que loé gobiernos rindan cuenta a los electorados popula­ res y sean responsables ante ellos; en casi todas las sociedades occi­ dentales existen grupos de interés, políticamente orientados y de tipo voluntario; no están menos difundidos los partidos políticos de masas. Al mismo tiempo, en todas partes se evidencia una enorme cantidad de actividad política. Se invierten, para fines políticos, grandes sumas de dinero. Los partidos políticos han desarrollado constantemente sus poderes organizativos, hasta el punto en que el electorado es manipulable. Se suelen debatir problemas políticos a lo largo y a lo ancho de las sociedades. No obstante, podría ser necesario modificar este cuadro por conside­ raciones de otro tipo. Hay prueba sustancial de que gran cantidad de miembros de la sociedad ven con indiferencia la participación en las cuestiones públicas. Para el ciudadano común, al parecer, el ejercicio de los derechos políticos es gravoso, aburrido y a menudo falto de significación. Ser ciudadano no aparece com o una función importante, ni la participación política com o un bien intrínseco. Lo confirman, en cierta medida, los temas que han preocupado a los especialistas en cien-

377

d a política durante el medio siglo trascurrido: la apatía de los votan­ tes; un «público fantasma» incapaz de expresar una opinión coheren­ te, y la baja ubicación de la actividad política com o profesión. A pesar, entonces, de su apariencia de vitalidad, la actividad política tiene es­ caso prestigio, y el interés popular en estas cuestiones no pasa de ser esporádico. A l reducir la ciudadanía a una mercancía barata, la demo­ cracia parece haber contribuido a diluir la actividad política. Ahora bien: ¿Podemos decir que la declinación del elemento político es lo más característico de nuestra era, y lo que más preocupa a las teorías políticas recientes? Antes de responder a la primera pregunta, debemos introducir otra consideración. Una de las rarezas de la época es que mientras ha tenido lugar una perceptible disminución del inte­ rés político en las sociedades no totalitarias, los expertos en ciencias / sociales han estado atareados descubriendo elementos políticos fuera de las estructuras políticas tradicionales. Las legislaturas, primeros ministros, cortes y partidos políticos ya no ocupan el centro de la aten­ ción, com o hace cincuenta años. Ahora se escudriña la «política» de las corporaciones, sindicatos y hasta universidades. Esta preocupación su­ giere que lo político ha sido trasferido a otro plaño, uno que antes era designado como «privado», pero que ahora ha eclipsado, según se cree, al antiguo sistema político. Nos hallamos, al parecer, en una épo­ ca en que el individuo busca de modo creciente sus satisfacciones polí­ ticas fuera del ámbito tradicional de la actividad política. Esto indica la posibilidad de que lo significativo en nuestra época sea la difusión de lo político. Si así fuera, el problema no es de apatía ni de decadencia de lo político, sino de absorción de lo político en instituciones y acti­ vidades no políticas. Esto implica, a su vez, que existe todavía en O c­ cidente una notable capacidad de participación e interés político que no está encauzada, sin embargo, hacia las formas tradicionales de vida política. Se podría confirmar la plausibijidad de estas ideas observando breve­ mente ciertos aspectos del totalitarismo moderno. Uno de los más lla­ mativos es el carácter radicalmente político de estos sistemas, ilustrado por el intento del gobierno totalitario de hacer que el factor político impregne todo y que la existencia se remita, en definitiva, a él. M e­ diante una política deliberada, han extendido el control político a toda relación humana significativa, y organizado cada grupo importante en términos de los objetivos del régimen. N o han ahorrado esfuerzos para suscitar en los ciudadanos un fuerte sentido de compromiso e iden­ tificación con el orden político. Una y otra vez han desconcertado a los críticos por su capacidad de conseguir vasto apoyo popular. Esto sugiere que los sistemas totalitarios han logrado aprovechar con éxito el potencial de participación que las sociedades no totalitarias solo han desviado. Esto no significa que las prácticas totalitarias representan un modelo, sino solamente que han demostrado, quizá perversamente, que el animal político no se halla extinguido. Esta línea de razonamiento nos conduce a preguntar: ¿Qué ha ocu­ rrido en las condiciones de existencia para provocar esta trasferencia de lo político? ¿Por qué la ciudadanía política ha sido desplazada por otras formas de pertenencia a la sociedad, más satisfactorias? Plan­ tear interrogantes como estos es preguntar en qué tipo de medio so-

378

cial habita el hombre moderno. Si bien son posibles varias respuestas, resulta difícil imaginar una que sea persuasiva y omita, al mismo tiempo, la obvia circunstancia de que el individuo actúa hoy en un mundo dominado por grandes y complejas organizaciones. El ciuda­ dano se sitúa ante un «alto gobierno»; el trabajador, ante un gran sin­ dicato; el trabajador de cuello blanco, frente a una corporación gi­ gantesca; el estudiante, frente a una universidad impersonal. En todas partes hay organización, en todas burocratización; com o el mundo del feudalismo, el mundo moderno se divide en zonas dominadas por cas­ tillos, pero no los de las chansons de geste, sino los castillos de Kafka. La General Motors Corporation es un triunfo de la organización; tam­ bién lo es el Pentágono, y también el totalitarismo. Si se puede atri­ buir a un autor haber diagramado el mundo organizacional, es a Max W eber, quien dijo lo siguiente respecto del mundo de la burocracia y la administración: «Toda la trama de la vida cotidiana está recortada de m odo que en­ caje en este marco. En efecto, la administración burocrática es ( . . . ) siempre, desde un punto de vista formal, técnico, el tipo más racional. Para las necesidades de la administración actual de masas, es comple­ tamente indispensable. En el campo de la administración, solamente se puede elegir entre burocracia y diletantismo».1 Tal vez Hobbes habría gozado de un mundo así, creado por el ingenio humano, en el cual la acción racional ha llegado a ser cuestión de ru­ tina y se ha eliminado la magia. Este mundo, además, ha modificado severamente los postulados de la actividad política. Tómese, por ejem­ plo, el problema de las clases sociales. Desde el siglo x v n al x ix inclu­ sive, la mayoría de los técnicos políticos han considerado parte de su función formular propuestas para armonizar los intereses y fines, re­ conocidamente antagónicos, de los diversos grupos socieconómicos dentro de la sociedad. H oy, sin embargo, esta cuestión ya no parece tan urgente, al menos en los países industrialmente adelantados, como Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania y la Unión Soviética. El con­ cepto de «clase social» vive ahora la tranquila existencia de cualquier categoría sociológica, y Tocqueville ha resultado mejor profeta que Marx. La igualdad ha cambiado de posición con la desigualdad social, convirtiéndose en el fenómeno más generalizado. La concepción clá­ sica del capitalismo, tal com o la abrigaron Adam Smith o Marx, ya no corresponde a las realidades de la condición del obrero ni de la fun­ ción del empresario. En este aspecto, Saint-Simon evaluó el futuro con más exactitud que Marx. El núcleo típico de la economía actual es la sociedad anónima comercial, cuya eficacia depende, com o lo anti­ cipara Saint-Simon, de la estrecha colaboración entre el administrador y el técnico-hombre de ciencia; la dirige el tipo de élite predicha por Saint-Simon: ingenieros, gerentes y banqueros. Este círculo encanta1 M . W eber, The theory of socid and economk organizaron,*** trad. al inglés por A . M . Henderson y T . Parsons, Nueva Y ork: O xford University Press, 1947, pág. 337. Véase también el estudio de E. A . Shils, «Som e remarks on “ The theo* ry social and econom ic organization” » , Económica , nueva serie, vol. 13, 1948, pags. 36-50.

379

d o se amplía gradualmente para admitir al grupo favorito de SaintSimon: los hombres de ciencia. La complejidad y magnitud de las ope­ raciones corporativas han eliminado en gran medida las pretensiones de la riqueza y el privilegio heredados, los cuales han sido reemplaza­ dos por el criterio incansablemente propiciado por Saint-Simon: el de las especialidades funcionales, o sea definidas en términos de las ne­ cesidades operativas de la empresa. Salvo por la exclusión del «artis­ ta» creativo, la moderna sociedad directorial reproduce fiélmente los lincamientos de los industriéis saint-simonianos. Ha sido escuchada, además, la advertencia de Saint-Simon en el sentido de que la cues­ tión más apremiante que se plantea ante la sociedad del futuro sería elevar la situación material y moral de los trabajadores. Bajo el estí-, mulo combinado del nuevo evangelio de la «gerencia ilustrada» y las presiones ejercidas por un movimiento sindical sumamente organiza,*· do, los obreros son atendidos ahora con una solicitud que habría com­ placido a Saint-Simon y asombrado a los economistas manchesterianos. Aunque estos cambios no han iniciado una era de paz industrial, los conflictos surgidos entre trabajadores y administración no son de nin­ gún m odo peculiares del capitalismo. El hecho de que también han atormentado al sistema soviético sugiere que solo son peculiares de una economía burocratizada.2 De igual modo, la función propia de los sindicatos en una economía interdependiente y agudamente sensible parece plantear problemas del mismo orden bajo el socialismo britá­ nico, el capitalismo norteamericano y el comunismo ruso. Un influ­ yente profesor de la Escuela de Comercio de Harvard, ya fallecido, observó que el hecho de que la sociedad sea democrática, fascista o comunista no tiene importancia, ya que «p or lo demás, el problema industrial es el mismo para todas».3 Estos cambios integran un cuadro más vasto, en el cual la posesión privada de los medios de producción, y la propiedad privada en gene­ ral, han dejado de ser temas políticos fundamentales. Costaría mucho hallar un autor contemporáneo de algún libro de texto que sostuviese que la sociedad anónima moderna es verdaderamente una posesión «privada», en el sentido de que sus dueños están totalmente justifica­ dos en hacer lo que deseen con su «própiedad». Hace algunos años, lord Keynes indicó una «tendencia de la gran empresa a socializarse»; en la actualidad, no es insólito que los autores caractericen el nuevo sistema mediante frases como «capitalismo colectivo».4 Los movimien­ tos socialistas contemporáneos se cuentan entre las víctimas de una situación en que la propiedad ya no es una cuestión política explosi­ va. El Partido Laborista británico ha perdido su entusiasmo por una 2 Acerca de los conflictos entre administración y obreros en la Unión Soviética, véase G . Bienstock, S. M . Schwarz y A. Y ugow , Management in Russian industry ani.agriculture, Ithaca: Cornell University Press, 1948, págs. 32-38; B. M oore, h., Soviet politics. The dilemma of power , Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1956, págs. 178-79, 317-31; M . Fainsod, Hoto Russia is ruled, Cambridge, JMass.: Harvard University Press, 1957, págs. 421-41. 3 E. M ayo, The human problems of an industrial civilization, Nueva Y ork: Macmillan, 1933, pág. 145; citada en adelante com o The human problems. 4 J. M . Keynes, Essays in persuasión, Londres: Macmillan, 1931, págs. 314-15. La frase «capitalismo colectivo» fue acuñada por G . C . Means en «Collective capitalism and economic theory», conferencia en el Simposio Marshall W hite, W illiamsburg, Virginia, 1957.

380

mayor nacionalización de la industria,5 mientras que el movimiento sindical de Alemania occidental — tradicionalmente un pilar del mar­ xismo ortodoxo— adhiere a la « cogestión» en la industria, convenio que no altera los derechos existentes de propiedad.6 D el otro lado, los representantes de las clases poseedoras no predican la adquisitividad con la misma confianza. En cambio, se exhorta a los jóvenes eje­ cutivos de las empresas a adquirir un sentido de «responsabilidad social».7 De tal modo, ni siquiera la burguesía parece preocuparse. Es que, com o lo señaló Schumpeter, el antiguo sistema de propiedad pri­ vada se ha evaporado y ha sido reemplazado por una sociedad de gran­ des empresas que no se hallan en poder de una persona, casas de de­ partamentos cuyos ocupantes solamente las habitan, aparatos eléctri­ cos que pertenecen a la compañía financiera y no al usuario.8 N o es de sorprender, por lo tanto, que los estilos hayan cambiado también en la actividad política. Hoy, la actividad política pocas ve­ ces se ocupa de atacar el «sistema» de una sociedad existente, todos lo aceptan. Los sistemas, ahora, no son atacados, sino «subvertidos». Lo que estamos presenciando es una reacción en gran escala contra la política del «interés» de viejo cuño, centrada alrededor del sistema de propiedad privada. En el mundo de la actividad política organizacional, los hombres ya no se exaltan con los añtiguos gritos de batalla sobre la desigualdad. Las organizaciones requieren funciones interde­ pendientes, y cada funcionario es tan necesario com o cada uno de los otros, y por ello, en un sentido, igual a ellos. Esto fue señalado por Proudhon hace alrededor de un siglo: ' «Las diferencias de aptitud o habilidad en el obrero, de calidad o can­ tidad, desaparecen en el trabajo social, cuando todos los miembros se han desempeñado según sus capacidades; entonces han cumplido con su deber ( . . . ) La discrepancia entre las capacidades individuales es neutralizada por el esfuerzo general».9 Tanto la difundid^ hostilidad respecto de las motivaciones económi­ cas com o la relatiya falta de interés en la cuestión de la igualdad se vinculan con uno de los temas predominantes del pensamiento mo­ derno: el resurgimiento de la solidaridad social.10 Los rápidos cambios 5 Véase la declaración política del Comité Ejecutivo Nacional del Partido La­ borista Británico titulada Industry and the nationy Londres, 1957. El trozo si­ guiente es representativo del estado de ánimo que predomina entre algunos de los principales teóricos de dicho partido: «E l hecho básico es que la gran em­ presa, frente a problemas fundamentales similares, actúa fundamentalmente de igual manera, ya sea de propiedad pública o privada». C. A . R. Crosland, The future of socialism, Londres: Cape, 1957, págs. 479-80. 6 Véase un buen estudio reciente en H . Spiro, The politics of Germán codetermination> Cambridge, Mass.: Harvard University .Press, 1958. 7 «E l gerente está convirtiéndose en un profesional, en el sentido de que, com o todos los profesionales, tiene responsabilidad hacia la sociedad en su conjunto». Redactores de Fortune y con la colaboración de R / W . Davenport, U. S. A .: The permanent revolution , Englewood Cliffs, N . J.: Prentice-Hall, 1951, pág. 79. 8 J. A . Schumpeter, Capitalism, socialism, and democracy, *** Nueva Y ork: Harper, 1950, págs. 141, 156, 163. 9 Citado en C. Bouglé, La sociologie de Proudhon, París, 1911, pág. 18. 10 «La idea más difícil de captar para la persona rígida — y para la inexperta— es que la vida grupal satisface el interés propio y algo más». G . C. Homans, The

381

tecnológicos y elevada movilidad social de las sociedades industriales han dejado a su paso poblaciones desarraigadas, con un hondo senti­ do de soledad y desconcierto. Los síntomas de desmoralización perso­ nal han preocupado al psicólogo, así com o los síntomas de desorgani­ zación social han preocupado al sociólogo. Estas ciencias concuerdan en que el hombre moderno necesita desesperadamente «integración». Su necesidad de «pertenencia» y de experimentar relaciones satisfac­ torias con los demás puede ser cumplida si logra identificarse con un grupo adecuado, que lo considere uno de sus miembros, es decir, que le ofrezca un rol definido y expectativas seguras. Cuando estos temas se unen con los ya brevemente aludidos, nos encontramos con el pun­ to más importante de este capítulo: lo político en una era organiza^ cional que anhela comunidad.

II. I d e n t ific a n d o u n a tr a d ic ió n de d iscu rso Estos son algunos rasgos importantes del temperamento moderno. Describir cómo se han desarrollado plantea una cuestión metodológi­ ca previa: ¿A qué autores del siglo y medio anterior recurriremos pa­ ra observar el surgimiento de nuestras propias pautas de pensamiento? El procedimiento habitual consiste en asignar autores recientes, como se haría con reclutas, a diversos campos ideológicos — socialismo, reac­ ción, liberalismo, etc.— y cuando los ejércitos están emparejados, tra­ zar los límites, tocar el clarín y dejar que comiencen las hostilidades, sabiendo con seguridad que los agrupamientos establecidos reflejan con exactitud el desarrollo del pensamiento político durante el siglo trascurrido. Este procedimiento, en mi opinión, es totalmente erróneo. Como ya se sugirió, pese a las diferencias ideológicas entre diversas sociedades, el mundo occidental contemporáneo enfrenta un orden común de problemas. Con esto no se pretende minimizar las divergen­ cias ideológicas, ni aseverar que Estados Unidos es «igual» que la Unión Soviética o la Alemania nazi: un orden común de problemas no determina una respuesta uniforme. No obstante, la dura verdad es que las diferencias en ideología y prácticas no son siempre tan nítidas co­ mo tal vez se preferiría: un orden común de problemas establece lí­ mites a la gama de elecciones posibles. Estas observaciones son algo así como una leal advertencia sobre el procedimiento heterodoxo que se sigue en este capítulo. De los auto­ res examinados, algunos han sido rotulados como reaccionarios y al­ gunos como utópicos; otros han sido designados como socialistas o comunistas, y otros, en fin, situados en la categoría de directorialistas (managerialists)y o estigmatizados como apologistas del capitalismo human groups*. Nueva Y ork : Harcourt, Brace, 1950, pág. 96. «Si cierto número de individuos actúan en conjunto para lograr un objetivo común, se desarrollará entre ellos una armonía de interés a la cual quedará subordinado el interés propio. Esta doctrina difiere mucho de la que sostiene que el interés propio individual es el único m otivo humano». E. Mayo, The political problem , Cambridge, Mass.: Harvard University Press, School o f Business Administration, 1947, pág. 21; citada en adelante con este título.

382

contemporáneo; algunos, aunque esto parezca un anticlímax, han sido elegidos por ser los fundadores de la ciencia social moderna. Quizás este procedimiento de reunir bajo un mismo techo pensadores tan diversos com o Maistre, Saint-Simon, Hegel, Marx, Durkheim, Lenin y los portavoces del directorialismo, parezca una afrenta a las sutilezas de la interpretación. De ser esto así, es intencional. Este capítulo fue proyectado como argumentación contra el fetiche de la interpretación ideológica que obliga a ver teorías anteriores a través de mirillas cons­ trictivas. M i premisa es que las ideas que influyeron en forma signi­ ficativa en nuestro mundo político y social, y que han moldeado nues­ tro modo de interpretarlo, representan una mezcla de las teorías de un conjunto de autores sumamente diversos. Nuestro modo de inter­ pretar el mundo se debe en parte a Marx, pero también a Maistre; en parte a Lenin, pero también al directorialismo. N o puede haber, sin embargo, una comprensión adecuada de nosotros mismos ni de nues­ tro mundo si antes no derrocamos la tiranía ejercida por las categorías ideológicas y volvemos a la idea de una tradición de discurso. Los auto­ res del siglo x ix y sus sucesores se empeñaron en una discusión con­ tinua, en lá cual hubo considerable acuerdo en cuanto a la índole de los problemas que debían sef encarados, los procedimientos y concep­ tos del análisis, los valores que había que buscar y los males que de­ bían eliminarse. Esta comunidad de preocupaciones constituye una tradición de discurso. La comunidad de discurso entre los autores sociales y políticos de los siglos, x ix y x x fue facilitada por los supuestos metodológicos, am­ pliamente compartidos, relacionados con el positivismo. Aunque hubo algunas excepciones importantes al reinado del positivismo — una de las cuales sería Hegel— , su influencia se extendió a Saint-Simon, Fourier, Proudhon, Comte, Marx, los fabianos ingleses y los funda­ dores de la moderna ciencia social, com o Durkheim, Freud y Weber. A todos los animó, en grados diferentes, la convicción de que se podía adelantar en el estudio de la sociedad si quienes efectuaban ese estu­ dio lograban asimilar el espíritu y métodos generales utilizados en las ciencias más «exactas». Mediante la observación, la clasificación de da­ tos, y la verificación, se ptpdía extraer de los fenómenos sociales «le­ yes» que predijeran el curso de los acontecimientos. Sería superfluo documentar las tendencias positivistas en nuestra era, pero lo que sí requiere una explicación más amplia es la conexión entre positivistas reconocidos, como Marx o un sociólogo moderno, y los teócratas reaccionarios. Para esto es necesario disipar antes el pre­ juicio de que la «ciencia de la sociedad» fue una idea exclusiva de los autores radicales del siglo xix. Se da por sentado con demasiada rapi­ dez que Marx y Comte, por ejemplo, fueron herederos directos de un enfoque científico más antiguo, el cual se remontaba a Bacon, Hobbes y Harrington, que había concebido en gran medida a la ciencia como el enemigo jurado de las tradicionales autoridades del feudo, el trono y el altar. En el siglo x v i i i , sin embargo, se comenzó a cuestionar la creencia de que la ciencia encerraba necesariamente consecuencias so­ ciales radicales, y en El espíritu de las leyes, *** de Montesquieu, se efectuó un intento de disociar la idea de una ciencia de la sociedad de la idea de reforma radical: «N o escribo para censurar nada de lo

383

establecido en país ninguno ( . . . ) Me consideraría el más feliz de los mortales si lograra establecer razones por las cuales cada hombre de­ biera amar a su príncipe, su país, sus leyes . . .».u Es posible que Montesquieu, que escribía en una era de censura, haya sido muy cul­ pable de un comprensible deseo de apaciguar a la autoridad, pero en su método de análisis existía una tendencia fuertemente conservadora. Se demoró repetidas veces en las complejas e ingeniosas interrelaciones de los hechos sociales; la interdependencia de la autoridad política, la posición social, las costumbres, la moral y las leyes; la ingeniosidad de ordenamientos que ninguna acción consciente podía llegar a igua­ lar; la necesidad de adaptarse a lo «dado» y de modificar sólo dentro de límites muy estrechos. «H echos», «relaciones» y «leyes sociales»^ estas pasaron a ser las armas conceptuales para combatir las tenden­ cias racionalistas y reformadoras del pensamiento político moderno. La trasformación de la idea de una ciencia social en balúarte del orden fue acelerada por los esfuerzos de dos escritores, Maistre * y Bonald,** a quienes se suele tratar com o paladines del irracionalismo, monstruosas regresiones a una era precientífica. Sin embargo, parecen precientíficos solamente cuando se los juzga a través de la imagen abstracta, altamente racionalista, de la ciencia que gozó de aprecio durante los siglos x v n y x v m . La idea de la ciencia, no obstante, co­ menzó a cambiar, y hacia el siglo x ix se pensaba que el verdadero núcleo de la ciencia consistía en hechos y observaciones. Esta con­ cepción de la ciencia constituyó la base del difundido esfuerzo del si­ glo x ix por establecer una ciencia de la sociedad, y también allanó el camino para una alianza entre ciencia y reacción. Por reaccionarios, ^ católicos y teocráticos que hayan podido ser, tanto Maistre como Bonald fueron «progresistas» y «avanzados» en su apreciación realista de los hechos. «Los hechos son todo en cuestiones de política y go­ bierno».1 12 Ambos autores combatieron con tanta obstinación como 1 cualquier positivista o moderno especialista en ciencias sociales la idea de que se pudiera sondear la verdadera naturaleza de la sociedad con métodos abstractos y racionalistas. «L e premier ( . . . ) maitre en politique», déclaró Maistre, son los hechos históricos concretos. La his­ toria era «política experimental».13 Ambos autores rechazaron la afir­ 11 Montesquieu, Esprit des lois,*** prefacio. * Joseph de Maistre (1753-1821) nació en Saboya, en el seno de una familia distinguida. O bligado a exiliarse cuando los ejércitos revolucionarios franceses invadieron Saboya, ingresó en la corte del Rey de Cerdeña, y fue designado em­ bajador en Rusia (1803-1817). Culto y muy inteligente, suministró a los oponen­ tes de la Revolución Francesa una filosofía maravillosamente erudita y específica. Su influencia posterior se extendió en varias direcciones, y se la puede com pro­ bar en Comte, Saint Simón y Durkheim. En nuestro siglo ha sido muy elogiado por autores com o Maurras y Claudel. ** Louis de Bonald (1753-1840) fue exiliado por la Revolución Francesa, pero más tarde llegó a ser Ministro de Instrucción (1808) y diputado (1 8 1 5 ). Com o Maistre, fue enormemente culto, aunque no tuvo la gracia y brillantez de aquel. Su estilo era embrollado y pedantesco; no obstante, merece ser clasificado, junto a Maistre, com o uno de los grandes filósofos de la reacción. 12 Maistre, Oeuvres completes, Lyon y París, 14 vols., 1884-1886, vol. II, pág. 266; citada en adelante com o O. C. 13 Maistre, O .C., vol. I, págs. 226, 266, 426. Véase también P. R. Rohden, Joseph de Maistre ais politischer Theoretiker, Munich, 1929, pág. 40; F. Bayle,

384

mación de que el estudio de la naturaleza y el de la sociedad política exigieran procedimientos totalmente diferentes, afirmación que Maistre descartó en forma despectiva com o una « lizarrerie» , mientras que Bonald aseveró de plano que había llegado el momento de analizar la sociedad a través del «mismo enfoque» utilizado en «las ciencias exac­ tas». Este último sostenía, además, que su Théorie du pouvoir se ate­ nía a la premisa de que «el álgebra ha sido aplicada a la geometría; ahora debería ser aplicada a la política».14 Ninguno de estos autores habría discutido el posterior aserto de Durkheim en el sentido de que la ética «es un sistema de hechos realizados», ya que ambos habrían coincidido con su conclusión de que la reducción de la ética a una ciencia de hechos participaba necesariamente de «una actitud conser­ vadora».15 También habrían compartido la queja de Durkheim: los hombres, que en las demás ciencias se someten sin vacilar a los he­ chos, en las ciencias sociales persisten en la arrogante ilusión de la omnipotencia.16 Como afirmó Bonald «si las leyes son las relaciones necesarias derivadas de la naturaleza de las cosas» — una frase que repercute en Saint-Simon, Proudhon, Comte y otros— , «estas rela­ ciones se establecen necesariamente; entonces el hombre, aunque li­ bre, no puede retrasar su desarrollo».17 En este aspecto, los reaccio­ narios no diferían de Marx o de sociólogos com o Durkheim; todos utilizaban la «necesidad» como puente para introducir hechos en el territorio de las normas. Declarando que ciertas relaciones reflejaban «la naturaleza de las cosas», se oscurecía discretamente la compulsión residente en los hechos mismos. Esto era tipificado en un famoso pa­ saje de Durkheim, donde este distinguía las condiciones «patológicas» de las «normales» y declaraba que estas «se basaban en la naturaleza de las cosas». Concluía en que era justificado «erigir lá normalidad de hecho en una normalidad de derecho».18 La creencia de que existían «leyes» que podían ser descubiertas, y que gobernaban los fenómenos sociales; de que el funcionamiento de Les idées politiques de Joseph de Maistre, París, 1945, págs. 23-28; Bagge, Les idées politiques en France sous la Restauration, pág. 245 y sigs. 14 La observación de Maistre aparece en O .C ., vol. I, pág. 494; L. de Bonald,

Oeuvres complètes, Paris: Migne, 3 vols., 1859, vol. I, pág. 958, mencionada en adelante com o O. C ; L. Brunschvicg, Le progrès de la conscience dans la philo­ sophie occidentale, Paris: Presses Universitaires, 2· ed., 2 vols., 1953, vol. II , pág. 485. 15 E. Durkheim, The division of labor in society ,*** trad. al inglés por G . Simp­ son, G lencoe, 111.: Free Press, 1949, pág. 35; citada en adelante com o Division

of labor. 16 E. Durkheim, Les règles de la méthode sociologique ,*** París: Presses Uni­ versitaires, 1947, págs. xxiii-xxiv; citada en adelante com o Les règles. 17 L. Bonald, O .C., vol. I, págs. 127, 328, 408, 426, 467; Maistre, O .C., vol. II, pág. 253; véase también Bagge, op. cit., págs. 245-47, 250-5^. Nótese, también, lo que dice Bonald acerca de la teoría de los modelos abstractos: «Una abstracción es una operación por la cual la inteligencia separa las cualidades o accidentes de los sujetos, a fin de formar un ser ideal, que será accesible, al pensamiento». O.C., vol. I, págs. 131-32. La relación entre los reaccionarios y el desarrollo de la sociología es examinada en dos artículos de R. A . Nisbet, «D e Bonald and the concept o f the social group», Journal of the History of Ideas, vol. 5, 1944, págs. 315-31, y «Conservatism and sociology», American Journal of Sociology, vol. 58, 1952, págs. 167-75. 18 E. Durkheim, Les règles, págs. 57-60.

385

estas leyes era «necesario» en el sentido de que resistirlas equivalía a invitar catástrofes sociales; y que, en consecuencia, estas leyes traían consigo mandatos prescritivos a los que los hombres debían adaptarse; todo esto se unía a un enfoque de la sociedad que no dejaba lugar para la actividad política y la práctica del arte político, ni para una teoría específicamente política. «E n el antiguo sistema — dijo SaintSimon— la sociedad es gobernada esencialmente por hombres; en el nuevo, ya no será gobernada sino por principios».19 Análogamente ! Proudhon sostenía: «Siempre es el gobierno del hombre, el dominio/ de la voluntad y el capricho ( . . . ) Debería ser la expresión de los he­ chos». También él anhelaba una época en que la actividad política sé redujera a un cuerpo impersonal de principios, y los hombres fueran go­ bernados por verdades científicas: «La actividad política es una cien­ cia, no una estratagema; la verdad demostrada es el auténtico jefe del hombre, es su rey».20 El siglo fue casi unánime en su rechazo de la actividad política: los socialistas utópicos * la proscribieron de sus co­ munidades ideales; Marx predijo la extinción del Estado y su reem­ plazo por una administración de «cosas» basada en las leyes necesa­ rias de la sociedad. Durkheim resumió así el problema: «Las cuestio­ nes políticas hañ perdido interés»; afectan solamente a «una pequeña parte de la sociedad», nunca a su «núcleo vital». Debemos investigar «bajo esta cobertura superficial» para descubrir «cóm o existen y ac­ túan los grandes intereses sociales».21 En vez del antiguo tema de la actividad política, o incluso del más reciente de la economía, el siglo encaró el de la «sociedad», que llegó a ser el símbolo de sus preocupaciones, la fuente de una nueva mystique> la Magna Mater de una era que ansiaba desesperadamente una 19 Oeuvres choisies de C. H. de Saint-Simon, Bruselas, 1859, 3 vols., vol. II, págs. 372-74, 375-77. " 20 Oeuvres completes de P. J. Proudhon, París: Lacroix, Verboeckhoven, ed., 1867, vol. I, págs. 30, 216; citada en adelante com o O.C. * «Socialismo utópico» fue una frase acuñada por Engels para describir el tipo de socialismo representado por autores com o Fourier, Saint-Simon y Owen. Esta caracterizacióñ apuntaba a destacar la índole «precientíficá» del socialismo de es­ tos; es decir, ellos creían que una sociedad socialista podía ser creada mediante un acto de voluntad, en forma de comunidades experimentales o mediante la edu­ cación. En contraste, la posición de Marx era declarada «científica» por haber demostrado que el socialismo no era cuestión de elección, sino de inevitabilidad histórica. Si bien la etiqueta de «socialista utópico» ha pasado al uso común, a veces se k ha empleado con alguna ligereza, abarcando a escritores com o Proud­ hon, cuya ubicación correcta no es junto a Fourier ni O w en. Engels se equivocó, además, al clasificar a Saint-Simon entre los utópicos. En términos estrictos, Saint-Simon no fue socialista, ya que no propuso la abolición de la propiedad privada ni de la desigualdad social. A l mismo tiempo creía, com o los marxistas, que el funcionamiento de ciertas leyes históricas hacía inevitable la nueva socie­ dad. En este capítulo hablaré de «socialismo u tópico» refiriéndome a Fourier y a O w en, y distinguiéndolos de Saint-Simon y Proudhon. 21 E. Durkheim, Le sociálisme. La définition , ses debuts, la doctrine saint-simonienne,& M . Mauss, ed., París: Alean, 1928, pág. 213; citada en adelante com o Le sociálisme. Los comentarios de Mannheim pertenecen a la misma tradición: «Es posible, por supuesto, que la era de planeamiento sea seguida por otra de mera administración. Es posible también que en una etapa posterior, concluya todo lo que ahora llamamos historia; es decir, el predominio impredecible y fatal de fuerzas sociales incontroladas». K. Mannheim, Man and society in an age of reconstruction,A Londres: Kegan Paul, 1940, pág. 193; mencionada más tarde como Man and society.

386

unión íntima. H e aquí lo que dijo Proudhon, uno de los grandes in­ dividualistas, que hizo del odio a la autoridad una profesión: «V eo en la sociedad, el grupo humano, algo sui generis, constituido por las fluidas relaciones y solidaridad económica de todos los indivi­ duos, ya sea de una nación, una localidad o corporación, o de toda la especie ( . . . ) un ser que tiene sus propias funciones, ajenas a nuestra individualidad; sus ideas, que nos comunica; sus juicios, que no se asemejan a los nuestros; su voluntad, que se halla en diametral oposi­ ción a nuestros instintos; su vida, que no es la de los animales ni la de las plantas, aunque haya algunas analogías adecuadas . . ,».22 El siglo asignó a la sociedad un rango tan específico com o el que antes se acordaba al orden político, la rodeó de las afectuosas metáforas que otra época había reservado para la Iglesia23 y personificó en ella la fuerza vital que moldeaba, en última instancia, la actividad política, la vida económica y la cultura. El siglo había adoptado el artículo de fe según el cual ninguna creación, objeto, pensamiento ni acto podía ser legítimamente llamado «m ío». T odo era creación de la sociedad. Aun los más altos niveles de aspiración y creatividad humana — arte, literatura, religión y filosofía-— eran despojados de misterio y expues­ tos com o «expresiones» de la sociedad.24 Todos los matices de opinión coincidían,-en forma unánime, en que la producción económica debía ser analizada como un proceso social en el cual era imposible separar la contribución de cada individuo. Aunque correspondió a los socia­ listas explotar esta línea particular de pensamiento, convirtiéndola en justificación de la abolición de la propiedad privada, la propiedad no fue sino la víctima más espectacular entre toda una gama de cosas privadas. Para una época que dudaba de la existencia de Dios, y para una cien­ cia como la sociología, a la cual esa hipótesis le era tan poco necesaria como al matemático Laplace, hubo una sorprendente ansiedad por atribuir a la sociedad la trascendencia que se negaba a Dios. Dios es «solamente la sociedad trasfigurada y expresada simbólicamente». «En cuanto pertenece a la, sociedad, el individuo se trasciende, tanto cuando piensa como cuando actúa».25 La sociedad es Dios; dicho con más precisión, a través de la sociedad el hombre hace el papel de Dios; esta era la apasionada creencia del siglo. Había dicho Saint-Simon que todos los hombres adolecían de un ansia de poçler; todos se esfuerzan 22 P. J. Proudhon, Philosophie du progrès, París: M arpon et Flammarion, 1876, págs. 39-40; citada en adelante bajo este mismo título. 23 Adviértase el sabor a corpus mysticum del siguiente trozo de Durkheim: «La única fuente de vida donde podemos reanimarnos moralmente es la formada ppr la sociedad de nuestros semejantes; las únicas fuerzas morales con que podemos sustentar y aumentar las nuestras son las que obtenemos de otros ( . . . ) las creen­ cias son activas únicamente cuando son compartidas por m uchos». The elementary forms of the religious life, *** trad. al inglés por J. W . Swain, Londres: Alien and Unwin, 1915, pág. 425; citada en adelante com o The elementary forms. 24 E. Durkheim, The elementary forms , págs. 10, 419, 421-22. Este punto de vista fue adoptado también por Marx y, en nuestra época, por Mannheim. 25 Ibid'.y págs. 16-17, 437; Sociology and philosophyy trad. al inglés por D . F. Pocock, Glencoe, 111.: Free Press, 1953, pág. 52; citada en adelante bajo este mis­ m o título; Les règles , pág. 4.

387

por sustituir «al ser fantástico que gobierna toda la naturaleza».26 Por el momento, el siglo decidió permitir a Dios conservar el control del cielo — que sería desafiado más tarde— y dedicar sus energías a hacer el papel de Dios en el universo de la sociedad. En el mundo social, el hombre es amo; «se eleva por sobre las cosas y hace leyes para ellas, despojándolas así de su carácter fortuito, absurdo, amoral; es decir, en la medida en que se convierte en ser social. Es que sólo puede escapar a la naturaleza creando otro mundo, en el cual domina a la naturaleza. Ese mundo es la sociedad».27 Con el advenimiento del industrialismo, el siglo advirtió que se hallaba preparado y disponible un instrumento para moldear la naturaleza a los designios del hombre. Marx sistematizó el pensamiento de esta época al teorizar que la so­ ciedad industrial formaba un medio social unificado, una «naturaleza social» que ejercía, sobre el carácter social del hombre, un control tan completo como el de la naturaleza darwiniana sobre la vida física de los organismos. El sistema industrial elige ciertas capacidades huma­ nas, rechaza otras, adapta estas, destruye aquellas; alienta parte del potencial humano, atrofia el resto, y deja al hombre convertido en «una monstruosidad mutilada»; establece una jerarquía entre las cla­ ses y dentro de ellas; ordena imperiosamente que el ritmo natural de la vida humana se ajuste a los de la máquina; «una continuidad, uni­ formidad, regularidad, orden y hasta intensidad de trabajo . . ,».28 Ba­ jo el capitalismo regía la discordancia y la alienación entre el hombre y la «naturaleza». La «naturaleza» industrializada se alzaba como «una fuerza ajena que existe fuera» del hombre, «que crece fuera de nuestro control, frustrando nuestras expectativas, destruyendo nues­ tros cálculos». En la sociedad futura, en cambio, la «violencia de las cosas» sobre las personas sería sustituida por «el control y consciente dominio de estos poderes» 29 y el hombre moderno se hallaría tan fir­ memente establecido en el gobierno de su mundo como el Dios me­ dieval lo estuviera en el suyo. En el pensamiento contemporáneo, el drama del hombre como Dios parece haber llegado a su culminación: la naturaleza ya no se distin­ gue de lá sociedad, sino que, mediante los poderes de organización, ha sido arrebatada a Dios y absorbida en la sociedad: «Con la gradual integración de los sucesos no planificados en una so­ ciedad planificada, se llega a una importante etapa en el control téc­ nico de la naturaleza. Los territorios de la naturaleza controlados des­ de hace poco pierden su carácter inicial y se convierten en partes fun­ cionales del proceso social».30 La glorificación de la sociedad fue presagiada al descubrir los autores del siglo x ix que el hombre era, según palabras de Proudhon, «un 26 Citado en F. E. Manuel, The new world of Henri Saint-Simon, Cambridge, fylass.: Harvard University Press, 1956, pág. 305. 27 E. Durkheim, División of labor, pág. 387. 28 K. Marx, Capital,*** trad. al inglés por S. M oore y E. Aveling, rev. por E. Untermann, Nueva Y ork: M odern Library, págs. 370-84, 396-410. 29 The Germán ideology,& R. Pascal, ed., Nueva Y ork: International Publishers 1947, págs. 23-24, 28, 70, 77. 30 K . Mannheim, Man and society , pág. 155, nota 1.

38«

animal vivant en societé», un ser cuya naturaleza era moldeada por grupos sociales y cuyo destino natural era servir de palimpsesto que registraba el entrecruzarse de las interrelaciones sociales. Bonald, reac­ cionario, teócrata y realista, ofreció la consigna para la época: «todo tiende a crear conjuntos en el mundo social. . .».31 O , com o lo formu­ ló otro autor, «sociedad significa la suma total de relaciones; en una palabra, sistema».32 Estos conceptos pertenecen a Proudhon que se proclamaba anarquista e individualista; con igual facilidad pudieron haber prevenido de muchos sociólogos, reaccionarios, comunistas y por­ tavoces de la gran empresa moderna.

III. O r g a n iz a c ió n y c o m u n id a d La preocupación por la «sociedad» originó dos problemas estrecha­ mente interrelacionados, que inquietaron a casi todos los escritores importantes del siglo x ix y continúan desconcertando a los actuales. Son los problemas de la comunidad y de la organización. Enunciada en lenguaje muy general, la tesis expuesta en las páginas siguientes es esta: el pensamiento político y social de los siglos x ix y x x se centró, en gran medida, en el intento de reformular el valor de la comunidad; es decir, de la necesidad de los seres humanos de vivir en relaciones más íntimas entre sí, disfrutar de vínculos más efectivos, experimen­ tar alguna solidaridad más estrecha que la que parecía dispuesta a con­ ceder la naturaleza de una sociedad urbanizada e industrializada. En términos teóricos, esta Indagación condujo a elaborar lo que Proudhon denominó la «m étaphyúque du groupe». A l mismo tiempo, el pen­ samiento de este período siguió otra dirección, que presentaba una seria amenaza al desarrollo comunitario. Como lo expresó un histo­ riador anterior, el siglo x íx fue «un período saturado por la idea de organización».33 Tal com o el aforismo de Aristóteles según el cual el hombre es un animal político había reflejado el ethos de una era su­ mamente política, también Saint-Simon describió con exactitud la creencia que orientaba la era organizacional: La superioridad de los hombres sobre los demás animales «resulta directamente de una su­ perioridad de organización».34 Los autores que atribuían a la organización el lugar de mayor jerar­ quía entre los fenómenos sociales colocan el acento inevitablemente en consideraciones muy distintas de las que preocupaban a los teóricos de la comunidad. Los organizacionistas consideraban la sociedad co­ mo un orden de funciones, una construcción utilitaria de actividad in­ tegrada, un medio para concentrar las energías humanas en un esfuer­ zo combinado. Mientras que el símbolo de la comunidad era la fra­ ternidad, el símbolo de la organización era el í>oder. Entre los autores del siglo x íx ; la idea de organización se vinculaba 31 La cita de Proudhon está en O .C ., vol. I, pág. 176; L. Bonald según cita en L. Brunschvicg, op. cit., vol. I I , pág. 489. 32 P. J. Proudhon, O .C., 1867, vol. I, pág. 176. 33 H . Michel, L’idée de Vétat, París, 1896. 34 H . Saint-Simon, Oeuvres choisies, vol. I I , pág. 214.

389

parcialmente a consideraciones económicas o tecnológicas, pero en su forma madura, tal com o hoy la conocemos, ha significado mucho más. Organización significa también un método de control social, un medio para impartir orden, estructura y regularidad a la sociedad. A este respecto, la idea de organización debe mucho más de lo que se suele advertir a los contrarrevolucionarios Maistre y Bonald, quienes des­ cubrieron en la organización el antídoto a los trastornos que aqueja­ ban a la Francia posrevolucionaria. Lo que dio significación general a este descubrimiento y condujo a la absorción de elementos reacckínarios en la posterior teoría social y política fue que el desorden, o anotnie, apareció como amenaza constante mucho después de haber sido olvidados el Reinado del Terror y el Jacobinismo. La «falta de organización que caracteriza nuestra condición económica», dijo Durkheim, existía en todas las subdivisiones de la vida social; los hom­ bres habían llegado a aceptar com o normal la anormalidad del desor­ den.35 Y como lo expresó un estudioso contemporáneo de las prácti­ cas industriales, «política y socialmente ( . . . ) no tenemos civilización industrial, vida comunitaria industrial ni orden u organización indus­ trial».36 Cuando el portavoz de la sociedad directorial repite la queja de Saint-Simon — «solo habrá solución real cuando la sociedad esté integrada alrededor de su principal actividad: la empresarial»— 37 está rindiendo tributo inconsciente también a un Maistre; confía en que las empresas pueden proporcionar un principio de orden tanto co­ mo un método de producción. No solamente los conservadores abrigaron una profunda fe en los po­ deres salvadores de la organización. La contribución fundamental de Lenin a la teoría marxista siguió líneas similares. Aquel «com pletó» el marxismo agregando una teoría de la acción basada en la proposi­ ción de que la creación de una organización revolucionaria compacta era la precondición para derrocar con éxito al capitalismo. Si la orga­ nización podía conquistar la naturaleza para los capitalistas, sin duda podía conquistar la sociedad para el proletariado. De modo similar, recientes partidarios del «planeamiento» económico han confiado en el talismán de la organización com o medio para eliminar el caos so­ cial del capitalismo incontrolado. Los escritos de Mannheim son espe­ cialmente instructivos a este respecto, debido a su hábil síntesis de ideas saint-simonianas y leninistas. Su diagnóstico era puro saint-simonismo: «cada país busca, sin hallarla, una nueva forma de organizar la sociedad industrial». Como antes Saint-Simon, Mannheim anunció que «los cimientos técnicos y estructurales de la sociedad moderna han sido totalmente trasformados», y de esto extrajo una idéntica advertencia; «n o se puede dejar al azar la eficaz organización de la sociedad».38 Pero cuando pasa a examinar los modos de acción ade­ 35 E. Durkheim, Suicide y& trad. al inglés por J. A . Spaulding y G . Simpson, G lencoe, 111.: Free Press, 1951, pág. 257; citada en adelante de este m odo. 36 P. Drucker, The future of industrial man, Nueva Y ork: John Day, 1943, pág. 13 (con autorización). 37 T . N . Whitehead, Leadership in a free society , Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1947, págs. 169, 209. 38 K. Mannheim, Man and society , págs. 6-14, 260. Véase también E. Mayo, The social problems of an industrial civilization, Londres: Routledge & Kegan Paul. 1949, págs. 8, 106; citada en adelante com o Social problems.

390

cuados para la sociedad moderna, Mannheim cambia a Saint-Simon por Lenin. Según la teoría leninista de la revolución, la gradual burocratización y centralización de la sociedad había simplificado sobrema­ nera la tarea de los revolucionarios. En las condiciones modernas, es­ tos no necesitaban sino apoderarse de ciertos puntos de control estra­ tégicos para que toda la sociedad quedara bajo su dirección. Mann­ heim adoptó una premisa similar, con una sola reserva. En una era organizacional, en la cual bastaba con mover palancas, era posible des­ cartar la acción revolucionaria como un atavismo costoso e innecesa­ rio. A l perfeccionar la organización de la sociedad, el capitalismo había posibilitado que una «élite planificadora» obtuviera «control de todo» conquistando algunas posiciones «claves». Así com o la estrategia de los leninistas se encaminaba a controlar los pocos centros nerviosos de la sociedad, «planear es reconstruir una sociedad históricamente desarrollada, convirtiéndola en una unidad que el género humano re­ gula con creciente perfección desde ciertas posiciones centrales».39 El planeamiento, com o la revolución, es una forma de estrategia que pro­ cura aplicar el poder en puntos decisivos y sensibles, siempre eri la proporción correcta.40 Cualesquiera que hayan sido las diferencias en cuanto a diagnóstico y prescripción, la mayoría de los autores importantes concordaban en la fórmula general: organización, vale decir, organización de una re­ pública socialista donde estuvieran abolidas la competencia y la pro­ piedad privada de los instrumentos de producción, y el trabajo fuera administrado según líneas más racionales; organización de la sociedad en una vasta jerarquía de autoridad donde — com o sugería Maistre— el rey y el Papa, ayudados por una aristocracia con una mentalidad abierta a los asuntos públicos, reinstituyeran la estabilidad y la paz ( sustitúyaselos por la jerarquía cristiana de sabios-sacerdotes, y el contenido será el m ism o); organización de la sociedad sobre la base de los grupos profesionales y productores, com o proponía Durkheim; o, como han insistido muchos autores recientes, organización de la so­ ciedad bajo el control de élites directoriales, únicas poseedoras del co­ nocimiento necesario para mantener el equilibrio social en una era de sucesivas revoluciones tecnológicas. La primacía asumida por la idea de organización no fue lograda por ninguna escuela por sí sola, sino por muchas. Cada uno de nosotros, com o miembros de sociedades do­ minados por núcleos organizados, somos en parte socialistas, en parte reaccionarios,, en parte, directorialistas y en parte sociólogos. El hom­ bre organizacional es un compuesto. La idea de comunidad y la de organización no se desenvolvieron co­ mo dos ramales separados y paralelos durante los siglos x ix y xx. Lo interesante, y a veces conmovedor, es su manera de converger. Con frecuencia se acumulan, una sobre otra, la nostalgia por la desapareci­ da calidez de la simple comunidad y la obsesión con las posibilidades 39 K. Mannheim, Kan and society, págs. 75, 153-54, 192-93. Nótese también cóm o la distinción establecida por Mannheim entre las etapas de «planeamiento» y «administración» es paralela a la argumentación expuesta por Lenin en El Esta­

do y la revolución . *** 40 K. Mannheim, Freedomf power, and democratic planning,& H . Gerth y E. K. Bramstedt, eds., Londres: Routledge and Kegan Paul, 1951, pág. 108 y sigs.

391

de organización en gran escala. A medida que el siglo trascurría, y la imposibilidad práctica de recuperar la calidez compartida de una es­ trecha comunión hacía a los hombres más cautelosos, estos se negaron obstinadamente a renunciar a la esperanza de comunidad. Insistieron, en cambio, en imputar sus valores a las rígidas y formidables estruc­ turas de organizaciones gigantescas. « . . . La organización de un siste­ ma bien ordenado requiere que las partes se vinculen íntimamente con el todo y dependan de él».41 Las sugerencias de este comentario eran comunales; el tema, organizacional. La idea de organización com o poder y como comunidad figura de mo­ do destacado en las teorías contemporáneas. Afirma un sociólogo qué la existencia de organización no solo crea «energía recién desplegable», sino «una unidad de personas, en lugar de técnicos».42 El tenor cíe estas observaciones expresa con fuerza la continua búsqueda, por par­ te del escritor moderno, de una síntesis de poder y coihunidad similar a la lograda por la Iglesia medieval. A partir de Maistre y Bonald, una serie de teóricos sociales y políticos han expresado su admiración por la sutil mezcla de poder, creencia y solidaridad de la sociedad medie­ val. El punto decisivo en este proceso surgió cuando el radicalismo, en la persona de Saint-Simon, estuvo de acuerdo con los reaccionarios en que el catolicismo medieval era un eterno recordatorio, tanto de la importancia fundamental de la autoridad en la preservación de la sociedad com o en la necesidad de alguna forma de religión capaz de proporcionar un mínimo de ética y un vínculo de fraternidad. La re­ ligión tuvo el encanto de un descubrimiento novedoso para los pre­ cursores de la ciencia social en el siglo x ix ; algunos de ellos, como Saint-Simon y Comte, tuvieron tan alta opinión de la religión que se dedicaron con entusiasmo a inventar otras nuevas. N o hace falta que nos detengamos en las rarezas de estas «religiones»; lo importante era que el radicalismo se había apropiado, para sus propios fines, de las intuiciones de los reaccionarios. Saint-Simon inventó una religión por estar convencido de que el frío funcionamiento de una sociedad cien­ tífica no podía sostenerse si no había un cimiento de creencia que fuera común, y de que no era posible contener los apetitos humanos instigados por la promesa de un milenio material si no existía una ética religiosa. Este estilo de argumentación había sido establecido por Bonald a prin­ cipios del siglo xix. Sin cuestionar la sinceridad de las convicciones religiosas de Bonald, se puede detectar una incongruencia fundamen­ tal entre el tinte extremadamente racionalista, casi geométrico de su pensamiento, la áspera insistencia en la necesidad de un poder absolu­ tamente soberano, su desprecio por cualquier forma de individualidad y, por otro lado, su reclamo de una religión basada en la doctrina sal­ vadora del amor y la humildad. Sin embargo, no había incongruencia, ya que Bonald, pese a todas sus protestas de creencia, había perdido contacto con el antiguo significado de la religión. Para Bonald, como 41 H . Saint-Simon, tal com o se lo cita en E. Durkheim, Le socidisme , págs. 198-99. 42 P. Selznick, Leadership in administration. A sociological interpretation Evanston, 111.: R ow , Peterson, 1957, págs. 8-9; citada en adelante com o Lea­

dership.

392

para muchos estudiosos de ciencias sociales posteriores, la religión ha­ bía sido devorada por la sociología: «Otros han defendido la religión del hombre; yo defiendo la religión de la sociedad ( . . . ) en el futuro [la religión] será considerada desde un punto de vista más amplio, relativo a la sociedad, cuyas leyes de­ bería dominar y regular dotándola de algo que aquella, de lo contrario, no podría obtener: una justificación racional para el poder de orde­ nar, y un motivo para el deber de obedecer».43 En épocas más recientes, la utilidad social de la religión ha sido ex­ presada en una nostalgia por los valores de la Edad Media. Tanto Durkheim com o muchos proponentes del «guildismo» en Inglaterra han extraído inspiración del sistema medieval de corporaciones y guildas, indicando con aprobación la solidaridad moral y las restricciones a la adquisividad que entonces regían.44 El desaparecido Elton Mayo esperaba que las relaciones humanas que podían desarrollarse en el sistenia fabril proporcionaran un sustituto para «el simple sentimiento religioso dé la época medieval»; 45 una variación algo sorprendente sobre laborare, orare. Erich Fromm, uno de los más influyentes revi­ sionistas neofreudianos, se ha referido con aprobación a la condición del hombre medieval: aunque no era libre, «tampoco estaba solo ni aislado ( . . . ) El hombre se halla arraigado en un todo estructurado, y por eso la vida poseía para él un significado que no dejaba lugar ni necesidad para la duda».46 Completando la serie de conexiones, Karl Mannheim sostuvo que el sociólogo no tenía ninguna de las sospechas racionalistas del liberal hacia los valores e instituciones religiosos, lo cual le permitía apreciar mejor la función social del catolicismo me­ dieval: «H oy, por supuesto, comprendemos mejor que nunca el logro de una teología medieval fundamental, e incluso la necesidad de un poder espiritual organizado».47 La evaluación sociológica de la religión ha tenido un efecto discernible sobre las recientes teorías sobre organización. El problema plan­ 43 L. Bonald, O .C ., vol. I, págs. 327, 962; op. cit.y pág. 308. Aunque en Maistre estos elementos no estaban del todo ausentes, sus concepciones religiosas eran una mezcla muy personal de catolicismo y misticismo. Am bos autores son estu­ diados por Bagge y tírunschvicg (op. cit.y vol. I I , pág. 485 y sigs.). 44 E. Durkheim, División of labor, pág. 77 y sigs.; G . D . H . Cole, Essays tn social theoryy Londres: Macmillan, 1950, págs. 102-03, y Guild socialism restatedy Londres: Parsons, 1920, págs. 45-51. 45 E. M ayo, The political problem, pág. 23. «E l ideal medieval de la coopera­ ción de todos es la única fuente satisfactoria para proceder de un m odo civili­ zado». Social problemSy pág. 128. 46 E. Fromm, Escape from freedomt *** Nueva Y ork : Rinehart, 1941, pág. 41 y sigs. Podría agregarse que Fromm comparte con los reaccionarios y Com te la hostilidad hacia la Reforma protestante. Com o estos autores anteriores, Fromm critica a la Reforma por haber separado a los hombres de la relación integrada elaborada en el sistema medieval. Compárese E. Fromm, ibid.y cap. I I I con: Bonald, O .C ., vol. I, págs. 106-21; J. Maistre, O .C., vols. II , pág. 523 y sigs.; V I I I , pág. 63 y sigs.; véase también P. R. Rohden, op. cit.y págs. 140-42. 47 K. Mannheim, Freedom . . . , op. cit.y pág. 287.

393

teado por muchos teóricos actuales ya desconcertó antes a Saint-Si­ mon: si las organizaciones en gran escala son los núcleos centrales a cuyo alrededor se organiza principalmente la vida contemporánea, ¿có­ mo pueden cambiar sus antiguas identidades, como estructuras de autoridad y poder, por una nueva que combina la autoridad con un sentimiento de comunidad entre los miembros? La misión de la or­ ganización no consiste solamente en proporcionar bienes y servicios, sino también pertenencia. La confianza del autor moderno en el poder de la organización deriva de una fe, más amplia, en que la organiza­ ción es la respuesta del hombre a su propia mortalidad. En conse­ cuencia, el autor contemporáneo, cuando describe organizaciones com o las grandes sociedades anónimas, tiende a recaer en el lenguaje de la religión. Un claro ejemplo de esto — y tomado de un escritor sensato— es The twentieth century capitalist revolution, de A. A. Berle. Dice este que la sociedad estadounidense está destinada a ser dominada por la gran empresa; estos núcleos han llegado a ser el «alma colectiva» y «portadores de la conciencia de la sociedad nor­ teamericana del siglo x x ». La gran empresa representa los medios a través de los cuales «estamos planeando la ruta por donde se espera que el siglo xx produzca en Estados Unidos una utopía económica en evolución; y el potencial parece existir realmente, poniendo esa peligrosa y emocionante aventura al alcance del hombre por primera vez en la historia registrada». Es adecuado que el último capítulo de este libro se titule «E l capitalismo de las grandes empresas» y la «Ciudad de D ios».48 Estas tendencias intelectuales se relacionan estrechamente con la preocupación fundamental de nuestros capítulos anteriores: la bús­ queda de lo político. En la comunidad y la organización, el hombre moderno ha dado forma a objetos de amor destinados a reemplazar lo político. En la búsqueda de comunidad se ha procurado hallar re­ fugio de la idea del hombre como animal político; la adoración de la organización ha sido inspirada en parte por la esperanza de hallar una nueva forma de civilidad. Para aclarar estas ideas, proponemos analizar dos teorías «ideales» de la comunidad y la organización: nuestro teórico de la comunidad ^será Jean-Jacques Rousseau, duda* daño de Ginebra; nuestro teórico de la organización, Henri, conde de Saint-Simon, autotitulado «Fundador de la Doctrina Industrial».

48 A . A . Berle, The twentieth century capitalist revolution,** Nueva Y ork: Harcourt, Brace, 1954, págs. 174-75,182-83. Véase también la idea de la «empresa sentimental», en C. Kaysen, «T h e social significance o f the modern Corporation», American Economías Association Papers and Proceedings, vol. 47, 1957, págs. 311-19, así com o los comentarios críticos de C. E. Lindblom (ibid., pág. 324 y sigs.), protestando contra la contaminación de la teoría económica por ideas «teológicas». El que antiguos partidarios del «N ew D eal» com o A . A . Berle y D . E. Lilienthal en Big Business: a new era (Nueva Y ork, 1952) se afanen ahora por alabar al directorialismo, atestigua no solo un orden común de pro­ blemas entre gobierno y finanzas, sino también una obvia disminución de la especificidad de lo político, que permite trasladar coñ facilidad la lealtad, del «alto gobierno» a las «altas finanzas». Véase un cuadro sensato y equilibrado del sistema de las empresas en W . Hamilton, The politics of industry, Nueva Y ork: K nopf, 1957, pág. 137 y sigs.

394

I V . R ou ssea u : la idea de c o m u n id a d Pocos se han enfrentado con la sociedad de m odo tan profundo como Rousseau; menos aún se han referido con tanto vigor a la necesidad de comunidad. Esto, sin embargo, no fue una paradoja más en el más paradojal de los pensadores. Por sentir tan hondamente su propia alienación, Rousseau estaba dispuesto a sacrificar más por la sociedad, así com o a exigirle más. La alienación expresada en sus escritos era total y se extendía a todos los niveles de la existencia. «Y a no vivi­ mos en nuestro propio lugar; vivimos fuera de él ( . . . ) El hombre empieza ahora a estar en guerra consigo mism o».49 El hombre ha vuelto contra sí mismo su propia mente: «un estado reflexivo es un estado contrario a la naturaleza, y un hombre pensante es un animal depravado».505 1 La sociedad, con sus incitaciones a la rivalidad y la ambición, había atrapado al hombre obligándolo a adoptar un yo social que asfixiaba el yo auténtico o natural. «Es entonces cuando el hombre se encuentra fuera de la naturaleza y enfrentado consigo mismo».61 La sociedad, en lugar de ayudar al hombre a desarrollar sus capacidades, atrofia lo que todavía no ha ahogado, dejando tras de sí una caricatura de las potencialidades humanas. «Nuestra sabi­ duría es prudencia servil; nuestras costumbres consisten en control, constricción, compulsión. El hombre civilizado nace y muere como esclavo. El niño pequeño es envuelto en fajas; el cadáver es ence­ rrado en su ataúd. Durante toda su vida, el hombre es aprisionado por nuestras instituciones».52 De igual modo, la vida política refleja que existe el mismo distanciamiento entre el hombre y su medio circundante. Los ordenamientos políticos, astutamente proyectados por los ricos y poderosos, son impuestos a los pobres y débiles para mantenerlos sometidos: «todos corrieron en busca de sus cadenas ( . . . ) tuvieron apenas el ingenio suficiente para percibir las ventajas de las instituciones sociales, sin experiencia suficiente para ver los peligros».53 Lo que infundía patetismo a la alienación humana era que el hombre jamás podría recobrar su yo natural, cuestión que los críticos de Rousseau tendieron a ignorar al acusarlo de proponer un retorno al lodo primigenio. Lo angustioso de la condición humana era que el hombre nunca podía volver al cálido y oscuro vientre de la naturale­ za. «E l hombre salvaje y el hombre político se diferencian de modo 49 J.-J. Rousseau, Émile, *** trad. al inglés por B. Foxley, Londres y Nueva Y ork: Dutton, 1911 págs. 47, 64, nota 1; citada en adelante bajo este mismo título. 50 A discourse on the origin of inequality, en G . D . H . Colé, ed., The social contract, Londres y Nueva Y ork: Unwin, 1913, pág. 237. Este ensayo será cita­ do en adelante com o Origin of inequality y, a menos que se indique lo contrario, todas las referencias serán a la edición de Colé. 51 Émile, págs. 173-74, 197, 205; Origin of inequality, págs. 19, nota, 198-99, 212-13, 232-33. Véase también el examen incluido en el excelente estudio de R. Derathé, Jean-Jacques Rousseau et la Science politique de son temps, París: Presses Universitaires, 1950, págs. 139, nota 4, 141; citada en adelante com o

Jean-Jacques Rousseau. 52 Émile, pág. 10. 53 Origin of inequality, págs. 220-23; A discourse on political economy , en G . D . H . Colé, op. cit.f págs. 280-81; citado en adelante com o Political economy. Émile, págs. 197-98.

395

tan fundamental en espíritu y por sus inclinaciones, que lo que hace feliz a uno reduce al otro a la desesperación».54 El abismo que separaba a Rousseau de su siglo aparecía con la mayor nitidez en su rechazo de la adoración acrítica de la «sociedad». Hume, los economistas clásicos, y más tarde Paine y Godwin, clasi­ ficaron a la vida social como la más elevada forma de adquisición hu­ mana, y como condición vital para el desarrollo de la moralidad y la racionalidad. La mterdependencia de cada uno con respecto a to­ dos, que era el secreto maravilloso de la sociedad, suministraba la base para la compleja estructura de la cooperación y la división del trabajo que había ensanchado el poder productivo del hombre y am­ pliado su dominio sobre la naturaleza. Rousseau no dudaba de que la interdependencia y la cooperación habían aumentado el poder del hombre, y de que el proceso de socialización había dotado al hombre de conciencia y racionalidad. Ponía en tela de juicio, en cambio, qüe la razón, la conciencia, la moralidad y el poder productivo — en re­ sumen, todo lo que el siglo quería decir al hablar de sociedad y civilización— fueran beneficios puros. Si el trascurso de la evolución social había «mejorado el entendimiento humano depravando al mis­ mo tiempo la especie, y había pervertido al hombre mientras lo hacía sociable», una extrema ambigüedad debía acompañar cada beneficio e impregnar el conjunto de la sociedad. ¿Qué era, entonces, lo que la sociedad hacía al hombre? ¿Qué herida moral infligía a su natura­ leza como para llevarlo a emplear la razón al servicio del engaño y hacer de la conciencia un cómplice de sus crímenes? ¿Por qué la so­ ciedad «depravaba» y «pervertía» al hombre? 65 Rousseau opinaba que no se podía obtener ninguna respuesta satis­ factoria sin antes comprender la naturaleza del hombre en el sentido más profundo del término: no como la había moldeado la sociedad, sino tal como existía en el estado de naturaleza; el hombre, despo­ jado de todos los hábitos, deseos y moral socialmente adquiridos; el hombre, en suma, com o un yo en bruto, com o Id. En el estado de naturaleza, el hombre se había hallado en paz consigo mismo, porque la vida se había reducido a los elementos esenciales para sobrevivir. Las pasiones e instintos del hombre se habían sublimado plenamente en el intento de satisfacer sus necesidades inmediatas, estableciéndose con ello una especie de equilibrio: deseaba lo que necesitaba y nece­ sitaba lo que deseaba. El hombre civilizado, en cambio, había fa­ bricado infinitas complicaciones para la existencia. Como un ser al cual la sociedad había hecho racional y dotado de imaginación, uti­ lizaba lo adquirido para hacer desdichada su condición. Sufre la maldición de ser capaz de imaginar nuevas necesidades, extender de modo ilimitado el horizonte de sus posibilidades, convertir la razón en astucia y ponerla al servicio del deseo. Ha destruido el equilibrio 54 C. E. Vaughan, ed., The political writings of Jean-Jacques Rousseau , Cam­ bridge: Cambridge University Press, 2 vols., 1915, vol. I, pág. 195; citada en adelante com o Political writings. 55 Origin of inequdity , págs. 205-06. « . . . El hombre es bueno por naturaleza ( . . · . ) la sociedad deprava y pervierte a los hombres». Émile, pág. 198. Véase también C. W . Hendel, ed., Citizen of Geneva. Selections from the letters of Jean-Jacques Rousseau, Nueva Y ork : O xford University Press, 1937, págs. 20810.

396

entre necesidades y deseos: no desea lo que necesita, no necesita lo que desea. Vivir en estrecha proximidad a otros multiplica sus ansias; está obligado a comparar entre lo que tiene y lo que tienen otros. La existencia se convierte en un continuo descontento.56 Ahora el hombre debe competir con otros por los objetos de deseo; debe adop­ tar estrategias de disimulo, hipocresía e insinceridad. «Ser y parecer se convierten en dos cosas totalmente diferentes».57 N o tarda en llegar al fatal descubrimiento de que es posible utilizar a otros hombres para satisfacer sus propias ansias, y otros hombres, a su vez, descu­ bren que es igualmente útil para ellos. Comienza así la red de la in­ terdependencia, tejida con el deseo, que el filósofo adorna con frases tranquilizadoras como «cooperación», «interdependencia» y «divi­ sión del trabajo». Según Rousseau, estos eufemismos ocultaban los problemas morales fundamentales de una sociedad interdependiente. La interdependencia presupone, por fuerza, dependencia y desigualdad:

1

>

«Desde el momento en que un hombre comenzó a situarse en nece­ sidad de la ayuda de otro ( . . . ) desapareció la igualdad, fue intro­ ducida la propiedad, el trabajo se hizo indispensable, y las extensas selvas se convirtieron en cariipiñas sonrientes que el hombre debía regar cón el sudor de su frente, y donde la esclavitud y la desdicha no tardarían en germinar y crecer con las cosechas».58 Así las necesidades humanas, en lugar de unir a los hombres, los di­ viden: el estado de guerra aparece en la sociedad, no en la naturaleza. «Quítese nuestro fatal progreso, quítense nuestros defectos y vicios, quítese la obra del hombre, y todo estará bien».59 La soluclóii propuesta por Rousseau para los males de la sociedad no era atraer los hombres a los bosques, ni abogar por la destrucción de todas las interdependencias sociales. Proponía en cambio una parado­ ja: crear una sociedad que acercara más a los hombres entre sí, que los volviera tan vigorosamente solidarios, que cada miembro de la sociedad pasara a depender de toda la sociedad y, por ese mismo he­ cho, se librara de las dependencias personales. La solución de Rousseau pertenecía a una tradición de íntima comunión, junto con las soluciones propuestas por otros autores a quienes consternan las con­ secuencias de los conjuntos impersonales en gran escala y que prefie­ ren la palpitante vida del pequeño grupo a la fría unidad exterior de las instituciones masivas. Como D. H . Lawrence, Rousseau creía que «los hombres son libres cuando pertenecen a una comunidad viviente, orgánica, creyente . . .».60 En un sentido, sin embargo, Rous56 Émile, págs. 44-45, Origin of inequality, págs. 186, 194. Véase, en general, el examen de R. Derathé, Le ratiot\alisme de J.-J. Rousseau ? París: Presses Universitaires, 1948. Si bien Derathé quizás haya exagerado las afinidades de Rousseau con la tradición racionalista, su análisis proporciona un útil correctivo a la in­ terpretación habitual de Rousseau com o irracionalista extremo. 57 Origin of inequality, pág. 218. 58 Origin of inequality, págs. 214-15; Émile, págs. 407-09. 59 Émile, págs. 49, 175, 245; Origin of inequality, págs. 218-19, 222; JeanJacques Rousseau, págs. 110, 146-48, 175-76. 60 D . H . Lawrence, Studies in classic American literature, Nueva Y ork: Viking Press, 1953, pág. 17.

i 397

seau planteaba exigencias más elevadas que los cristianos primitivos o los sectarios modernos, y mucho más elevadas que los teóricos pos­ teriores de las utopías socialistas. Exigía de la sociedad algo nunca expresado antes, pero que luego ha sido repetido; algo más que las condiciones para una vida moral, más que la oportunidad de autodesarrollo, más que las necesidades materiales. La comunidad debía tener como designio satisfacer los sentimientos del hombre, colmar sus necesidades emocionales. El Rousseau para quien «existir es sen­ tir», para quien la auténtica experiencia provenía de lo que era vivido e inmediato —:« ¡ Cuántos hombres entre Dios y y o í»— , para quien la «sinceridad» y «sencillez de corazón» eran virtudes primordiales; un temperamento así sólo podía ser apaciguado por relaciones hu­ manas que fueran directas, personales e intensas. «Mis queridos con-j ciudadanos; mejor dicho, hermanos míos . . .».616 3 Aquello a lo cual 2 Lutero aspiraba en la relación del hombre con Dios, Rousseau lo trasladó a las relaciones del hombre con sus semejantes: «Cada hombre es virtuoso cuando su voluntad particular es adaptable en todo a la voluntad general, y queremos voluntariamente lo que. quieren aquellos a quienes amamos ( . . . ) [Si los hombres fueran conscientes] de su propia existencia simplemente como parte de ese Estado, quizá llegaran por fin a identificarse, en alguna medida, con este todo más grande, a sentirse miembros de su país y amarlo con ese exquisito sentimiento que ninguna persona aislada tiene, salvo para sí mismo . . .».e2 La búsqueda de identidad personal debía ser colmada mediante la creación de una comunidad colectiva, un moi commun, donde cada uno se descubría simultáneamente a sí mismo en la solidaridad más estrecha posible con los demás: «islous recevons en corps chaque membre comme partie indivisible du tout» ,68 Aquí aparecían, en la concepción rousseauiana de la comunidad, los elementos de lo que Fourier llamó más tarde le groupisme. Este rea­ pareció, en una forma u otra, cada vez que se exigió el reavivamiento de la solidaridad social: en el socialismo utópico, en la filosofía hegeliana, en el pensamiento pluralista de Figgis y Colé, y en autores con­ temporáneos que buscan en la fábrica un sustituto de la comunidad. El replanteo más puro de Rousseau aparece, sin embargo, en uno de los fundadores de la sociología moderna, Emile Durkheim.64*Vale la ena examinar afinidades entre ambos, ya que el interés de Durkçim por los problemas de la solidaridad grupal, la desorganización social y la cohesión social se ha perpetuado en las preocupaciones de la sociología contemporánea. Durkheim ha sido el medio, digámos­ lo así, por el cual Rousseau dejó su huella en la moderna ciencia social.

E

61 Émile, pág. 261; Origin of inequality, pág. 161; A discourse on the arts and sciences, en G . D . H . Cole, ed., The social contracté op. cit., pág. 132. 62 Political economy , págs. 261, 268. 63 Du contrat social, I, vi. 64 Las afinidades entre Durkheim y Rousseau no eran habían estudiado con atención los escritos de Rousseau, y los estudios más perspicaces con que contamos sobre él. et Rousseau, précurseurs de la sociologie, Paris: Rivière,

398

accidentales. Durkheim contribuyó con uno de Véase su Montesquieu 1953.

La mystique tejida por Rousseau alrededor del grupo fue aceptada por Durkheim y convertida en base de su análisis de la vida grupal: «U n grupo no es solamente una autoridad moral que domina la vida de sus miembros, sino también una fuente de vida sui generis. De él proviene una calidez que anima a sus miembros, haciéndolos inten­ samente humanos y destruyendo sus egoísmos».65 Para Durkheim, la revitalización de la vida grupal parecía ser el único remedio ca­ paz de restaurar el embotado sentido moral de la época. El origen del malestar que afligía a la sociedad industrial se remontaba al momento en que el individuo fue liberado de los vínculos grupales primitivos y se le permitió moverse en una sociedad sin indicadores morales.66 Durkheim insistía en que la moralidad era el reflejo de un modo de vida solidario, una amalgama de muchas mentes y mil prácticas. Se encarnaba en lo que Durkheim bautizó com o «representaciones co­ lectivas».67 Según él, estas formas, si bien representaban una síntesis de conciencias individuales, eran notablemente similares a las ideas platónicas; alcanzaban una existencia independiente en la cual obe­ decían «leyes totalmente propias». Aunque eran internalizadas en los individuos, quedaban simultáneamente afuera, imponiéndole sus di­ rectivas, proporcionando las categorías fundamentales de ética, per­ cepción y acción. Eran «la forma más elevada de vida psíquica». Como en la comunidad rousseauiana, no existía tensión entre el yo y la sociedad; no había más que el moi commun de la perfecta iden­ tificación. «Desear una moralidad que no sea la implicada por la so­ ciedad es negar a esta y, por consiguiente, a sí m ism o».68 H ubo, entre el pensamiento de Rousseau y el de Durkheim, otra con­ tinuidad, que aclara mejor ciertas preocupaciones y subyace en las premisas de la moderna ciencia social. La teoría de Durkheim sobre «representaciones colectivas» o, com o dice en otra frase, «la concien­ cia colectiva», fue formulada para responder al mismo orden de pro­ blemas que la voluntad general rousseauiana, y contenía, por lo tanto, muchos de los misjmos prejuicios. Aquí corresponde mencionar dos atributos de dicha yoluntad general: uno se refería al origen de esta; el otro, a su naturaleza. La voluntad general debía surgir de la co­ munidad actuando al unísono; com o juicio colectivo, la voluntad ge­ neral tendía más a aproximarse a una norma impersonal. El carácter colectivo de la voluntad general aseguraba también al individuo su libertad, ya que, en la medida en que se sometía a un juicio comunal, evitaba depender de otro individuo. La voluntad general era, además, 65 E. Durkheim, División of labor, pág. 26. 66 El análisis de Durkheim anticipaba una de las formulaciones básicas utili­ zadas por E. Fromm en Escape from freedom , op. cit.f y en The sane society,& Nueva Y ork : Rinehart, 1955, págs. 216-20. 67 «Las representaciones colectivas son resultado de una inmensa cooperación que se extiende no solo en el espacio, sino también en el tiem po; para crearlas, numerosas mentes han vinculado, unido y com binado sus ideas y sentimientos; para ellas, largas generaciones han acumulado su experiencia y su conocim iento». The elementary forms, pág. 16. Compárese esto con la famosa exposición de Burke sobre el «contrato» y su teo­ ría del «prejuicio» en Reflections on tbe revolution in France, Londres y Nueva Y ork : Dlitton, 1910, págs. 84, 93. 68 E. Durkheim, The elementary forms, págs. 424, 4 4 0 4 2 ; Suicide, págs. 30910; Sociology and philosophyy págs. 38, 73.

399

de calidad superior a la de un juicio individual, y su jerarquía norma­ tiva permitía justificar la aplicación de compulsión al individuo: al ser coaccionado para que acatara el dominio de la voluntad general, el individuo era obligado a hacer lo que querría hacer si fuera capaz de modificar su propio egoísmo. Estas mismas consideraciones dominaban la «conciencia colectiva» de Durkheim: como la comunidad de Rousseau, el grupo era desig­ nado «persona moral», capaz de «contener egos individuales» y de «mantener un vivaz sentimiento de solidaridad común». La conciencia colectiva era «obra de la comunidad», y la coacción aplicada en su nombre era legítima porque estaba al servicio de la moralidad y no de la riqueza ni la fuerza.69 Por último, y así como la voluntad ge­ neral era la expresión suprema de la comunidad de Rousseau, la con­ ciencia colectiva era «la forma más elevada de la vida psíquica»; obe­ deciéndola, el individuo se elevaba de su simple egoísmo, o lo que Rousseau había denominado su «voluntad particular».70 En su forma más elevada, esta «combinación de todas las fuerzas individuales» reflejaba una comunidad tan solidaria como lo habría querido Rous­ seau, «une vie commune» donde «todas las conciencias individuales [sé hallaban] al unísono y en combinación». La conciencia colectiva encarnaba «algo diferente de la totalidad de individuos que la com­ ponen».71

V . L ib e rta d y d e p e n d e n cia im p erson a l En la concepción rousseauiana de la comunidad había un elemento adicional, que contrastaba agudamente con la existencia íntima, cara a cara, antes descrita. Este se originaba en la concepción, sostenida por Rousseau, de que, para que la comunidad se acercara en alguna medida a la independencia, igualdad y libertad de la condición na­ tural, las relaciones políticas tendrían que ser sumamente impersona­ les. La comunidad debía ser ordenada de modo tal que, en lugar de la dependencia vigente respecto de personas, el individuo dependiera de entidades impersonales o «cosas». Vale la pena examinar la argu69 E. Durkheim, División of labor, pág. 10; The elementary forms , págs. 44344; Sociology and philosopby , pág. 57; Les regles, pág. 122, nota 1. Hay similaridades adicionales entre la distinción establecida por Rousseau respecto de la «voluntad general» y la «voluntad de tod os» y la «conciencia prom edio» y «conciencia colectiva» de Durkheim; Suicide, pág. 318. Podría señalarse también que algunos comentaristas han interpretado la voluntad general rousseauniana com o una teoría de la conciencia; véase G . Gurvitch, «Kant und Fichte ais Rousseau-Interpreten», Kant-Studien, vol. 27, 1922, págs. 138-64, en pág. 152; G . Beaulavon, ed., Du contrat social, París, 5a. ed., 1938, pág. 36. 70 División of labor, pág. 444; Suicide, pág. 318. 71 Suicide, pág. 319; Sociology and philosopby , pág. 51. O tro paralelo entre la voluntad general de Rousseau y la conciencia colectiva de Durkheim consistía en que su ámbito era total, lo cual, al mismo tiempo, les impedía abordar obje­ tos particulares. La conciencia colectiva se refería solamente a «ideas generales», «categorías» y «clases»; The elementary forms , pág. 435. Hay también compa­ raciones adicionales a establecer entre la idea durkheimiana de representaciones colectivas y el «m ito» de Sorel; véase Sociology and philosopby, pág. 29.

400

mentación de Rousseau, porque anticipaba uno de los artículos de te fundamentales de la era moderna: que depender de alguna fuerza impersonal — llámese «historia», «necesidad», «espíritu del mundo», «leyes de la naturaleza» o «sociedad»— es comulgar con la realidad y experimentar «verdadera» libertad. Rousseau desarrolló su argumentación sobre la base de ciertas conje­ turas respecto de la existencia en el estado de naturaleza. En este, los hombres habían vivido en relativo aislamiento mutuo, sin que Jos turbaran posibilidades imaginarias, sin conocer las distinciones socia­ les, la vida familiar e incluso el habla. Cada uno iba por su lado, sin tener en cuenta a los demás porque no los necesitaba. «Esas épocas bárbaras fueron la edad de oro, no porque los hombres, se hallaran unidos, sino porque estaban aislados».72 Ser independiente de otros significaba ser libre de toda autoridad o poder personal. En la con­ dición natural, autoridad y poder residían únicamente en la natura­ leza impersonal.73 Las fuerzas físicas del medio eran sentidas por todos, pero de modo igual e indiscriminado. El sol brillaba tanto sobre los buenos como sobre los malos. D e tal manera, en la condi­ ción natural el individuo estaba sometido a las leyes generales de la naturaleza, pero era independiente de sus semejantes: «H ay dqs tipos de dependencia: dependencia respecto de las cosas, que es obra de la naturaleza, y dependencia respecto de los hombres, que es obra de la sociedad. La dependenda respecto de las cosas, siendo ajena a la moral, no perjudica la libertad ni origina vicios; la dependencia respecto de los hombres, siendo ajena al orden natural, suscita todo tipo de vicios, y a través de esto amo y esclavo se depra­ van mutuamente».74 Esta era, en esbozo, la receta para la sociedad: aproximarse a la igual­ dad impersonal de la naturaleza creando una estrecha comunidad; situar la independencia en la dependencia mutua. Ñ o se podía esperar una restauración de la primitiva independencia del hombre, ya que ahora los hombres contaban fuertemente con las diversiones que solo la cooperación civilizada podía proporcionar. Sin embargo, si bien la independencia era imposible, aún podía haber libertad respecto de la servidumbre personal. Se podía lograr esto mediante el estableci­ miento de una sociedad política en la cual cada uno prescribiera re­ glas para sí mismo.75 De modo similar, si los hombres no podían volver a una condición en la cual todos se hallaran igualmente sometidos a la ley de la natu­ raleza, podían formar una sociedad en que cada uno estuviera igual­ mente subordinado al conjunto. «La total alienación de cada asociado, con todos sus derechos, a la comunidad entera», establecía «la con72 Citado en R. Derathé, Jean-Jacques Rousseau, pág. 146. 73 Ortgin of inequality, págs. 189, 194, 203. 74 Étnile, pág. 149. 75 «Hallar una forma ¡de4 asoqiació^ que defienda y proteja, con toa«: la fuerza común la persona y bienes de cada asociado, y en la cual cada uno, al unirse con todos, se obedezca solamente a sí mismo, y siga siendo tap libre com o anu?s». Du contrat social, I, vi. Y véase ibid., I I , iv y I , viii («O bedien cia a una ley que nos prescribimos nosotros mismos es libertad»).

401

dición igual para todos».76 Y si había perdido para siempre la sujeción al poder impersonal de la naturaleza, podía reemplazarla por un sis­ tema dominado únicamente por la autoridad impersonal de la ley. Sometiéndose a la ley, «personne ne commande» , y los hombres «n ’ont point de maítre». La ley establece en la sociedad civil «la igualdad natural entre los hombres».77 El contrato social simbolizaba el ordenamiento destinado a proteger a cada miembro de la sociedad «d e toda dependencia personal». En lugar de depender de la naturaleza y de individuos o clases, como en Jas sociedades pervertidas, cada hombre dependería del conjun­ to. «Dándose a todos, cada uno no se da a nadie».78 La precondición de la perfecta dependencia exigía que cada individuo renunciara de , m odo voluntario y total a sus derechos y poderes. Cada uno debía / ser «perfectamente independiente» de los demás en cuanto indivi-, dúos, pero cada uno debía estar ligado por «une excessivef dépendance» hacia la comunidad.79 Estas consideraciones reaparecen también en la famosa concepción de la voluntad general, autoridad soberana y suprema expresión de la comunidad política. Para poner de relieve la analogía con la naturaleza, Rousseau volvió a destacar el atributo de la generalidad. Como las fuerzas naturales, la voluntad general des­ deñaba ocuparse de objetos particulares, limitándose, en cambio, con majestuosa impersonabilidad, a fines generales compartidos por todos. Cuanto más general era un objeto, menor era su particularidad y menos reflejaba su selección un juicio subjetivo, personal. De aquí que, en la medida en que la voluntad general buscaba intereses ge­ nerales, con más fidelidad emulaba el reinado de la naturaleza. «E l interés privado tiende siempre a preferencias; el interés público, a la igualdad».80 Este razonamiento condujo al celebrado aforismo de Rousseau que decía que la voluntad general podía obligar a los hom­ bres a ser libres. Esta ominosa frase significaba que se podía emplear la compulsión para obligar a los hombres a depender de toda la comunidad, liberándolos así de la dependencia respecto de individuos particulares.81 Se suele decir que las ideas políticas de Rousseau eran arcaicas desde un primer momento porque estaban destinadas a aplicarse a la vida política de una pequeña sociedad. Esta crítica no ha impedido, sin embargo, que el ideal comunitario rousseauniano jugara un papel su­ mamente influyente en las teorías desarrolladas en los siglos x ix y xx. Tal vez porque Rousseau logró reavivar alguna necesidad exten76 Du contrat social, I, vi. 77 Volitical writings, vol. I, pág. 245. En su Lettre a Miraheau, Rousseau había declarado que «el gran problema de la política» es hallar «una forma de gobierno que ponga la ley por encima del hom bre». Volitical writings, vol. I, pág. 160. 78 Du contrat social, I, vi-vii; Volitical writings, vol. I, pág. 201; vol. II , págs. 234-35. 79 Du contrat social, II, xiii; Érnile, pág. 7. La independencia respecto de otros individuos y la dependencia respecto de la comunidad dictaban el argumento de Rousseau, según el cual la propiedad del Estado debía ser lo más grande posible, y la del ciudadano, lo más pequeña posible, La riqueza era sospechosa porque daba poder sobre otros. Respecto de estos puntos, véase su Vrojet pour la Corsé, en Volitical writings, vol. I I , págs. 337, 346. 80 Volitical writings, vol. I, pág. 460; Du contrat social, I I , iv, vi. 81 Du contrat social, I, vii.

402

dida y hondamente sentida de íntima comunidad, comprobamos que autores posteriores vuelven una y otra vez a los principales elementos de su concepción e insisten en el alto valor de la solidaridad social, la necesaria subordinación del individuo al grupo, la importancia de la dependencia personal, la vocación redentora de pertenecer a la sociedad, y los beneficios derivados de una estrecha identificación entre individuo y conjunto. La búsqueda de comunidad emprendida por tantos autores, representantes de tantas convicciones políticas dis­ tintas, sugiere que la concepción rousseauiana de comunidad se ha convertido en un espectro que recorre la era de la organización; un crítico permanente del tipo de vida que se vive dentro de unidades despersonalizadas en gran escala, una señal que recuerda que las ne­ cesidades humanas exigían algo más que relaciones racionales y mé­ todos eficientes. En los escritos de Proudhon, Durkheim, los pluralis­ tas ingleses o, en fecha más reciente, Erich Fromm, el ideal comuni­ tario ha sido preservado y revitalizado al extremo de constituir una nítida tradición. Sin embargo, nunca ha logrado desengañar a nuestra época de los hechizos del poder y el esplendor organizacionales. Lo que han logrado los comunitarios es que los paladines de la organi­ zación tomen conciencia de las deficiencias de la vida organizacional. Como resultado — y así lo indicaremos luego— los organizacionistas han intentado injertar elementos de comunidad en el tronco principal de la organización, esperando disminuir así el contraste entre ambos. En su tensión dialéctica, comunidad y organización presentan ciertos paralelos con el antiguo dualismo religioso de Iglesia y secta. Los comunitarios modernos siguen la tradición de la secta, elevando la vida espontánea del grupo por sobre el orden institucionalizado de la organización, mientras que los organizacionistas pertenecen a la tra­ dición de la Iglesia de reverencia a una estructura de autoridad y desconfianza hacia la expresión espontánea de sus integrantes. Los comunitarios son «luteranos»; los organizacionistas, «católicos».

V I . S a in t-S im o n : la idea de o r g a n iz a c ió n Algunos autores políticos son leídos por la nobleza de su pensamien­ to; otros, debido a su precisión y realismo; otros se parecen mucho a un par de zapatos viejos, cómodos y familiares, y por último, hay aquellos que provocan y perturban. Algunos, sin embargo, no son nobles, profundos, coherentes, familiares ni provocativos, pero sin embargo se los lee, porque de algún modo han intuido el rumbo fu­ turo de las cosas y lo han bosquejado con natural claridad. SaintSimon fue uno de ellos. Casi todos sus comentaristas han coincidido en dos cuestiones: que fue capaz de percibir el futuro de modo casi misterioso, y que fue un hombre mentalmente inestable, a veces to­ talmente loco. Lo que nadie parece haber señalado es que, dado su tipo de predicciones, la locura bien pudo ser una precondición ne­ cesaria de sus pronósticos. La era de la organización halló en SaintSimon su filósofo, y en sus escritos, su manifiesto inaugural: «La filosofía del siglo x v m fue crítica y revolucionaria; la del x ix será

403

inventiva y organizacional».82 Saint-Simon colocó los cimientos de la teoría de la organización con el propósito consciente de establecer una defensa contra la inestabilidad política y el desorden social. Dicho con más precisión, la teoría de la organización nació en respuesta ai inquieto período posterior a la Revolución Francesa, y trayendo consigo muchas señales de la tradicional búsqueda del orden cumplida por los teóricos políticos. «E l trastorno general experimentado por el pueblo francés» había conducido a una situación en que «todas las relaciones existentes entre los miembros de una nación sé vuelven precarias, y la anarquía, el peor de todos los azotes, estalla desen­ frenada, hasta que la miseria en que hunde a la nación ( . . . ) estimula el deseo de restaurar el orden, incluso en el más ignorante de sus, miembros».83 Sin que lo advirtieran los hombres del siglo x v i i i , nue­ vas fuerzas intelectuales y sociales habían cobrado vigor lentamente, a lo largo de siglos, hasta irrumpir en el sistema anacrónico con una «aterradora explosión». Las dos fuerzas elementales eran la ciencia y la industria, las cuales contenían una «lógica» que debía determinar la forma de los ordenamientos existentes. «E l vínculo social necesario y orgánico» debía ser buscado en «la idea de la industria ( . . . ) Sola* mente allí encontraremos nuestra seguridad y el final de la revolu­ ción (. . . ) El único objetivo de nuestros pensamientos y esfuerzos debe ser el tipo de organización más favorable para la industria».84 En el vocabulario de Saint-Simon, la palabra «organización» conno­ taba mucho más que una simple condición de armonía social y esta­ bilidad política. La organización prometía la creación de una nueva estructura de poder, un todo en funcionamiento superior a la suma de las minúsculas contribuciones físicas, intelectuales y morales de las partes. «En adelante los hombres harán de m odo consciente, y con esfuerzo mejor orientado y más útil, lo que hasta ahora han hecho de manera inconsciente, lenta, indecisa y con demasiada ineficacia».85 Como sistema de poder, la organización permitiría a los hombres ex­ plotar la naturaleza de modo sistemático, conduciendo así la sociedad a una meseta de prosperidad material sin precedentes. Esto exigía el ordenamiento adicional de las partes en funcionamiento, la subor­ dinación de algunas tareas a otras, la dirección del trabajo por parte de quienes poseían el conocimiento pertinente de los procesos indus­ triales. La organización industrial exigía una nueva jerarquía social, porque la actual «sociedad es un mundo al revés». La nueva pirámide social representaría una escala ascendente de contribuciones, desde los trabajadores en su parte más baja hasta los industriales, hombres de ciencia y artistas en la cúspide. El principio de función, definido en términos de las necesidades de un orden industrial, pasó a ser el nuevo principio de legitimación. Los industriéis -— como bautizó Saint-Simon a los hombres de ciencia, artistas e industriales— sim­ bolizaban las habilidades esenciales necesarias para mantener una

'




f

i

I

i

>

137 J. Harrington, The Oceana and other works of James Harrington, J. Toland, ed u Londres, 1737, pág. 266. 138 D . Hume, Essaysy vol. I, pág. 108; The Federalist, n° 68 (pág. 3 8 ). Popper, quien ha suscrito este mismo punto de vista, afirma que la teoría política debe descartar la indagación de «¿Q u ién debe gobernar?» a cambio de «¿C óm o po­ demos organizar las instituciones políticas de m odo que se pueda impedir que los gobernantes malos o incompetentes causen demasiado perjuicio?». The open society and its enemies, *** vol. I, págs. 106-07. 139 James Harrington’s Oceana, S. B. Liljegren, ed., Heidelberg, 1924, págs. 34, 5 6 ,1 8 5 . «Las buenas leyes pueden engendrar orden y moderación en el gobierno, aunque los modales y costumbres hayan infundido poca humanidad o justicia en los caracteres de los hombres». D . Hum e, Essays, vol. I, pág. 106. 140 R. Descartes, op. cit.f pág. 149. (Las bastardillas son mías.)

t

420

«En el más pequeño tribunal o cargo, las formas y métodos estable­ cidos mediante los cuales se debe conducir los asuntos resultan ser un considerable freno a la depravación natural del género humano ( . . . ) Y esta cuestión depende tan poco de los temperamentos y educación de hombres determinados, que los mismos hombres pueden conducir sabiamente una parte de la república y débilmente otra, debido nada más que a las diferencias de formas e instituciones mediante las cua­ les son reguladas dichas partes».141 De modo similar, la afirmación de que el método científico ayuda a reducir el «factor personal» a un mínimo es reproducida en el intento de los constitucionalistas de despersonalizar la actividad política, de limitar al mínimo el «factor humano», de entronizar «un gobierno de leyes y no de hombres». Como lo expresó Royer-Collard,* uno de los más destacados teóricos constitucionalistas franceses de principios del· siglo x ix : «La diferencia entre la soberanía del pueblo y la soberanía constitui­ da en gobiernos libres corisiste en esto: que en la primera solo hay personas y voluntades; en la segunda, en cambio, hay solo derechos e intereses, desapareciendo las individualidades; todo es elevado de lo particular a lo general».142 Estas tendencias despersonalizadoras han sido sustentadas por la creen­ cia de que, adhiriéndose estrechamente a un procedimiento prescrito, se obtendrá el resultado deseado de modo estrictamente inevitable. Organizacionistas, metodólogos y constitucionalistas han compartido la fe en que el método correcto no puede fallar. El organizacionista afirma que una estructura racionalmente organizada unirá talentos no excepcionales logrando una potente maquinaria que producirá tanto decisiones como productos; el metodólogo está igualmente convenci­ do de que la técnica correcta rendirá resultados idénticos para el ge­ nio y la mediocridad; el constitucionalista, por su parte, sostiene que su sistema de gobierno es un igualmente ingenioso artefacto produc­ tor de respuestas que, sin embargo, plantea a sus usuarios exigencias no mayores que las impuestas por el organizacionista o el metodólogo. Como dijo Harrington, el problema de la organización política es «en­ cuadrar un gobierno tal que no pueda basarse sino en el interés pú­ b lico».143 141 D . Hume, Essays, vol. I, pág. 105. * Pierre Royer-Collard (1763-1845) fue un influyente escritor y político. Actuó en 1828 com o presidente de la Cámara, y com o diputado desde 1830 a 1842. En sus discursos y escritos, defendió de m odo constante la Carta de 1814, una cons­ titución tenuemente liberal promulgada por Luis X V I I I . Com o líder intelectual de los «Doctrinarios», abogó por una forma conservadora y legalista de liberalis­ mo, que temía al poder y desconfiaba de la ampliación del sufragio. 142 Citado en Bagge, op. cit., pág. 110. Las afinidades entre las teorías consti­ tucionales y organizacionales son confirmadas de m odo notable por el ataque de Jruschov al «culto a la personalidad» stalinista. Véase la traducción de su infor­ me secreto del 24-25 de febrero de 1956 en B. D . W olfe, Khrushchev and Stalin's ghost, Nueva Y ork: Praeger, 1957, págs. 88-89. 143 J. Harrington, Works, págs. 24-41, 252.

421

Estas similitudes no son coincidencias ni deben ser explicadas por alguna vaga referencia a un temperamento común. La teoría constitu­ cional es una variante de la teoría organizacional y una metodología política al mismo tiempo. La existencia de estas afinidades se confir ma en la fuerte fascinación experimentada por los constitucionalistas hacia la idea de aplicar métodos científicos al estudio de la actividad política. Tres de los más prominentes autores modernos vinculados con la búsqueda de una ciencia de la actividad política — Harrington, Montesquieu y Hume— fueron constitucionalistas. Esto rio quiere decir, por supuesto, que lo hayan sido, invariablemente, los exposito­ res de una ciencia de la actividad política. M e refiero a que los cons­ titucionalistas han sido especialmente susceptibles a las seducciones del , método científico, debido al supuesto de que un sistema constitucio­ nal ofrece un campo de fenómenos, por así decirlo, excepcionalmente receptivo a los métodos científicos. Han alimentado este supuesto ciertas características del funcionamiento de un sistema constitucional. Dicho sistema establece procedimientos explícitos destinados a fomen­ tar regularidades y uniformidades en el comportamiento humano. Las diversas funciones de legislador, administrador, ejecutivo y juez, pue­ den ser todas prescritas por la ley y la práctica. Se espera que, con tiempo, estas prescripciones se interioricen en quienes cumplen las funciones mencionadas. Las prohibiciones y autorizaciones deseadas son incorporadas así a los modos de comportamiento. Por medio de estas prácticas, el sistema postula un denominador común de decoro político, que puede suprimir tanto la deshonestidad como la excelen­ cia y tratarlas como comportamiento desviado. De este modo, un go­ bierno constitucional es un sistema destinado a encaminar estímulos que controlarán las acciones y enfoques humanos, haciéndolos, con ello, predecibles. Desde aquí, falta apenas un corto paso para llegar a la ciencia de la actividad política. Los teóricos políticos no tardaron en advertir que si una «ley» científica es una generalización posibilitada por las uni­ formidades de los fenómenos, y nunca por sus idiosincrasias, un sis­ tema constitucional proporcionaba regulaciones ya preparadas. Una ciencia política — dijo Hume— busca «las verdades generales que no pueden variar el humor ni la educación del súbdito o del soberano». Verdades de este tipo eran posibles porque los ordenamientos cons­ titucionales eliminaban la significación de las peculiaridades individua­ les, tanto del conocimiento com o de la virtud: «Tan grande es la fuerza de las leyes y de formas particulares de go­ bierno, y tan poco dependen de los humores y temperamentos huma­ nos, que a veces se puede deducir de ellas consecuencias casi tan ge­ nerales y seguras como las que nos permite determinar la ciencia ma­ temática».144

144 D. Hume, Essays, vol. I, págs. 99, 101.

422

I X . V a lores com u n a les en la o r g a n iz a c ió n Es tiempo ahora de volver al tema básico de la organización social. El descubrimiento saint-simoniano del poder organizacional había des­ lumbrado a la época con la promesa de satisfacer plenamente los de­ seos humanos. La meta tentadora no era la abolición de la propiedad, sino la creación de abundancia. El clamor que acompañaba la movili­ zación total de la sociedad para un ataque contra la naturaleza ahogó ciertas dudas solo temporariamente. Quizás el tumulto y el griterío hayan sido maniobras diversionistas que solamente distrajeron la aten­ ción del hecho de que el ataque a la naturaleza era una forma de esca­ pismo. Las sociedades podían disfrutar de poder y abundancia y ser, no obstante, pobres en el vital elemento de la comunidad, y tal vez los hombres buscaran, en la cooperación industrial, solo un sustituto artificial de la fraternidad. La sociedad saint-simoniana había prome­ tido grandes beneficios, pero el precio era elevado; había exigido su­ bordinación, pero negaba la hermandad: «C om o resultado [del adelanto de la división del trabajo], era inevi­ table que los hombres dependieran menos unos de otros individual­ mente, pero cada uno de ellos depende más de la masa ( . . . ) Ahora la idea vaga y metafísica de libertad que circula ( . . . ) tendería sig­ nificativamente a estorbar la acción de la masa sobre los individuos. Desde este punto de vista, sería contraria al desarrollo de la civiliza­ ción y a la organización de un sistema bien ordenado, el cual exige que las partes se hallen fuertemente ligadas al conjunto».145 El mismo Saint-Simon había intuido la ausencia de algún elemento. En una etapa inicial, había creído que «el espíritu de la época» exigía una ética basada en «intereses palpables, seguros y actuales ( . . . ) El egoísmo es esencial para la estabilidad de los organismos». Más tarde, sin embargo, lo horrorizaron los efectos del egoísmo sobre la solida­ ridad social. «La sociedad se halla hoy en un estado de extremo desor­ den; el egoísmo avanza de modo terrible, todo tiende al aislamien­ to ».146 Para remediar esta situación, Saint-Simon proponía una reli­ gión ersatZy hecha a la medida, simultáneamente, de las necesidades del industrialismo y de la unidad social. N o hace falta que nos de­ tengamos en los detalles del «N uevo Cristianismo», ya que estos, en un sentido fundamental, carecen de significatividad para las afir­ maciones básicas de Saint-Simon. En el fondo, la sociedad saint-simo­ niana, como la de otros organizacionistas, arriesgaba sus objetivos en la promesa de dar lo que Rousseau había negado que la sociedad pudiera dar, o sea, la felicidad. Rousseau admitía que el hombre civilizado podía alcanzar la virtud, pero nunca verdadera felicidad. La virtud exigía control de las pasiones, mientras que la felicidad im­ plicaba la gratificación de las pasiones, por lo cual conducía inevita­ blemente a la desdicha y al conflicto con los demás. «La felicidad 145 Citado en F. E. Manuel, op. cit., pág. 413, nota 3. 146 Ibtd.f págs. 203, 284; H . Saint-Simon, Oeuvres choisies, vol. I, pág. 29, nota 1; E. Durkheim, Le sociálisme, págs. 237-38.

423

se destruye y perece bajo el impacto de las pasiones humanas».147 Concluía Rousseau que la búsqueda de comunidad y la persecución de la felicidad se excluían mutuamente. La base de la solidaridad debía ser buscada en otra parte. «N os apegamos a nuestros semejan­ tes no tanto porque respondemos a su placer, sino porque respon­ demos a sus dolores». Los hombres pueden unirse porque son capaces de compartir su condición común de dolor; comunicarse es condo­ lerse. «Si nuestras necesidades comunes nos unen por el interés, nues­ tras desdichas comunes nos unen por el afecto».148 La compasión pasa a ser la virtud de importancia total, ya que solo ella expresa nuestra humanidad común, nuestra comunión en el dolor.149 A l re­ ferirse al «doloroso cuadro de la humanidad sufriente», Rousseau/ se proponía advertir que el hombre nunca podía eludir su finitud, ni llegar al final de sus dolores: «Todos los hombres nacen pobres y desnudos, todos se hallan ex­ puestos a las penas de la vida, sus achaques, sus necesidades, sus su­ frimientos de todo tipo, y todos están condenados a morir al fin. Tal es lo que realmente significa ser un hombre; a esto ningún mor­ tal puede escapar».150 Para Saint-Simon, sin embargo, la finitud era una fuente de frustra­ ción. Dijo en sus escritos que todo tipo de hombre es impulsado por el ansia de poder. El soldado, el geómetra, el hombre de ciencia y el filósofo se esfuerzan «por escalar la meseta en lo alto de la cual se eleva el fantástico ser que domina toda la naturaleza, y a quien todo hombre de constitución vigorosa intenta sustituir».151 Luchar, actuar, satisfacer deseos: estas eran las técnicas para confinar el do­ lor en un espacio reducido de la economía humana.152 Una sociedad entera, organizada y unida, empleando el más reciente conocimiento de la ciencia, podía conquistar la felicidad satisfaciendo deseos. Hobbes habfo enseñado, con anterioridad, la lección de que la con­ tienda por elementos escasos alimenta el poder y el deseo; que, poi ser producto de hombres alienados, estos plantean el problema de la comunidad, no su solución. Ciertos autores pertenecientes a la pri­ mera mitad del siglo x ix optaron por creer otra cosa, y han dejado en teorías como las de los socialistas utópicos una instructiva cons­ tancia del patético intento de unir los factores incompatibles de po­ der, deseo y comunidad. A l escribir, los guiaba la apasionada convic147 Citado en R. Derathé, Jean-Jacques Rousseau , pág. 167, nota 2. 148 Citado en ibtd., pág. 149. Rousseau señaló que la máxima «haz a los otros lo que quisieras que te hagan a ti» era, si bien más práctica, menos perfecta que «haz bien, pero con el menor mal posible para otros». Political writings, vol. I, pág. 163. Véase también el examen en C. W . H endel, Jean-Jacques Rousseau tnoralist, Londres y Nueva Y ork: O xford University Press, 2 vols., 1934, vol. I, págs. 48-53. 149 «N o está en la naturaleza humana ponernos en el lugar de quienes son más felices que nosotros, sino solamente en lugar de quienes pueden reclamar nuestra compasión». Émile, pág. 184. 150 Ibid., pág. 183. 151 F. E. Manuel, op. cit.> págs. 239, 305. 152 Véase G . Isambert, Les idées socialistes en France de 1815 a 1848, París, 1905, págs. 126, 133.

424

ción de que era posible anunciar el milenio, con tal de desentrañar el secreto de la productividad. En los deseos humanos hallaron su hilo de Ariadna, que siguieron implacablemente. El secreto era sim­ ple: requería elaborar métodos sutiles para despertar los deseos hu­ manos, y luego reclutar las energías liberadas para la tarea de pro­ ducción. Llamaron a esas sociedades con nombres tales com o «Nueva Armonía», pero Platón había descrito sus perfiles mucho tiempo atrás, en su «primera ciudad», la chitas cupiditatis. El intento más persistente de combinar poder productivo, deseo y comunidad fue el efectuado por Charles Fourier (1772-1837). El lenguaje de la comunidad salpicaba todos sus escritos: « harmonisme» , «régime harmonten» ^ «harmonie so d a le »;153 pero si penetramos en estos amables sentimientos esperando hallar una vida de participa­ ción común, hallaremos, en cambio, un artificioso ordenamiento de egos. Fourier apuntó hacia la comunidad, pero terminó por obtener simplemente la organización de los deseos. La creación de una asociación, escribía Fourier, presuponía «el arte de formar y mecanizar» las pasiones humanas. La revolución que de­ bía efectuarse en la sociedad consistía en convertir el trabajo, de fuen­ te de dolor en fuente de placer.154 Se debía volver «atractivo» al trabajo, es decir, algo a lo cual los hombres fueran naturalmente atraí­ dos en virtud del deseo o del propio interés. En lugar de adaptar la personalidad del hombre a las exigencias del trabajo, la nueva sociedad invertiría este proceso modificando el trabajo de acuerdo con los deseos y necesidades humanos. Los miembros de la asociación serían libres de trasladarse de una tarea a otra, como se lo dictaron sus pa­ siones. Se organizarían grupos de trabajos según las líneas fijadas por las distintas pasiones; aun las más pequeñas pasiones recibirían su parte. Todos los aficionados a las rosas, por ejemplo, serían agru­ pados, y divididos luego según que prefiriesen rosas blancas o rojas.1551 6 5 Se crearía así una verdadera comunidad, ricamente estructurada se­ gún las diversas pasiones, espontánea en sus pautas de trabajo, estre­ chamente diferenciada en su estructura de clases — «los pobres deben gozar de un bienestar graduado para que los ricos puedan ser feli­ ces»^— y de resultados sumamente productivos: «E l nuevo orden adquirirá mayor vigor y riqueza, porque habrá más pasiones».150 Ha­ bría un estímulo constante, derivado de la competencia y rivalidad entre los miembros de las mismas «series pasionales» y entre las series mismas, ya que estas se hallaban ordenadas de modo de ser «contrasté, rtvalisé, engrené» : un anticipo de la «emulación socialista» y el stajanovismo. Sin embargo, ¿era esto una comunidad, o la idea comunitaria había sido desviada por el fascinante juego de las pasiones organizadas «de unas 2.000 personas, socialmente unidas, sobre una masa?» El 153 C. Fourier, O.C., vol. I I I , pág. 22; vol. V I, págs. 3-4. Véase el estudio de M . Leroy, Histoire des idées sociales en France de Babeuf a Tocqueville , París, 4a. ed., 1950, pág. 246 y sigs. Hay una comprensiva evaluación de los socialistas utópicos en M . Buber, Paths in utopia, *** trad. al inglés por R. F. C. H ull, Lon­ dres: Routledge and Kegan Paul, 1949. 154 C. Fourier, O .C , vol. I, pág. 7; vol. I I I , pág. 20. 155 Ibid.y vol. I, pág. 11; vol. V I, pág. 6. 156 Ibid.> vol, I I I , pág. 21; vol. V I , pág 25.

425

potencial productivo del ordenamiento asumía, en definitiva, importan­ cia decisiva: «Las series pasionales apuntan siempre al objetivo de la utilidad, el aumento de la riqueza y la perfección de la indus­ tria».157 La concepción fourierista de la comunidad presentaba dos fallas bá­ sicas: una era un principio de organización que debilitaba la solida­ ridad de cada uno con todos; la otra, una creencia respecto de la naturaleza humana que destruía la posibilidad de que cáda uno se integrara consigo mismo. Después de háber rastreado en la adquisi· tividad ilimitada el origen de los males de la sociedad liberal, Fourier pasó ingenuamente a sistematizar la enfermedad. «La verdadera felb cidad consiste en disfrutar de mayores riquezas y de una variedad infinita de placeres»; la verdadera felicidad residía, entonces, en la; satisfacción de los deseos. La tarea era, por consiguiente, organizad la comunidad para este fin y controlar los efectos del egoísmo por saciedad. Sin organización, «las pasiones no son más que tigres de­ sencadenados, enigmas incomprensibles. No se puede reprimir las pasiones ( . . . ) pero se puede alterar su trayecto».158 La «ciencia so­ cial» tenía como tarea desarrollar una «mathématique des passions». para moldear y regularizar las pasiones de manera que se las pudiera conducir por los canales adecuados. Fourier había incorporado, de modo totalmente inconsciente, la concepción hobbesiana del deseo, ya que definía una pasión com o un deseo que conduce «nuestra ac­ tividad hacia un fin determinado», y luego había intentado construir una sociedad con los menores impedimentos posibles a las 810 pa­ siones atribuidas a la naturaleza humana. El «enemigo mortal» del deseo era el sistema moral vigente. «La moralidad enseña al hombre a estar en guerra consigo mismo, a resistir sus pasiones, reprimirlas, escarnecerlas . . .» ;159 el nuevo orden, en cambio, prometía satisfa­ cerlas completamente. Fourier admitía que una sociedad basada en el egoísmo estaba obli­ gada a recurrir a incentivos innobles, pero aducía que «en un siglo totalmente obsesionado con el comercio y la bolsa» no se disponía de otros vehículos que el interés y les bénéfices pécuniaires. Era ne157 Ibid., vol. I, pág. 9; vol. V I, pág. xiv. La burla de Proudhon acerca de la filosofía de Saint-Simon cuando decía que era una forma de «gnosticismo sensual», se aplica con igual fuerza a Fourier. Véase P.-J. Proudhon, O.C., vol. X V I I , pág. 33. 158 C. Fourier, O.C. (vol. I, págs. 3, 79) para el examen de la science sociale. A este respecto, son pertinentes los comentarios de M . Leroy (op. cit.y pág. 251 y sigs.) y M. Lansac, Les conceptions méthodologiques et sociales de Charles Fourier, Paris, 1926. G . Isambert (op. cit.y págs. 129-30) sostuvo correctamente que Fourier no tenía una auténtica teoría moral y, por consiguiente, ninguna concepción de una comunidad verdaderamente solidaria. La posición opuesta fue sostenida por E. Fournière, Les théories socialistes au XIXe. siècle de Babeuf à Proudhon, Paris, 1904, págs. 42-43. La idea de Fourier sobre la moralidad con­ vencional com o represiva sugiere algunas toscas anticipaciones de Freud, pero más sugestivos son los paralelos entre los socialistas utópicos y E. Fromm (The sane society , op. cit.y esp. pág. 283 y sigs.), con su alegato en favor de la pe­ queña asociación. Hay otras líneas de continuidad entre los utópicos y los pla­ nificadores urbanos contemporáneos, que estos últimos admiten de m odo explí­ cito. Véase P. Goodm an y P. Goodm an, Communitas. Means of livelihood and ways of lífey Chicago: University o f Chicago Press, 1947, págs. 2, 8. 159 C. Fourier, O .C., vol. I I I , págs. 44-45, 128.



426 >

cesario que el orden social asegurara «a cada uno una opulencia gra­ duada», que era «el objeto de todos los deseos».160 Lo que nunca se explicó fue de qué m odo el interés generaba los lazos afectivos de la comunidad. Como lo señaló sarcásticamente Proudhon, refiriéndose a la organización fourierista de la sociedad alrededor de 810 pasiones distintas: «La sociedad no vive; está sobre la mesa de disección».161 Así como la personalidad humana había sido minuciosamente dividi­ da en partes innumerables, cada una de las cuales buscaba su satis­ facción por separado, se había fragmentado la actividad fundamental del trabajo, para permitir que cada individuo fluctuara de una tarea a otra: la fragmentación era la respuesta al hastío, y la sociedad debía ser organizada sobre la premisa de que el hombre ya no era un todo.162 N o hace falta describir en detalle el plan propuesto por Robert Owen, casi contemporáneo de Fourier, quien volvió a sostener que «el gran objetivo de la sociedad» era «obtener riqueza y disfrutarla». Reaparecía aquí la fascinación respecto de «un invento que multipli­ cará de m odo inmediato, y en medida incalculable, los poderes men­ tales y físicos de toda la sociedad . . .». Había la misma confianza en el interés propio; por ejemplo, cuando Owen pedía apoyo a los hom­ bres de negocios prometiéndoles un enorme aumento de las ganan­ cias con tal de que tuvieran hacia sus «máquinas vivientes» igual preo­ cupación-y cuidado.163 El poder sobre las cosas, sin embargo, significaba dirigir el poder «fuera» de la sociedad y hacia la naturaleza. Implicaba, com o en verdad lo afirmara Saint-Simon, que ya no haría falta el poder sobre la sociedad, y que, com o dijo Proudhon, el trabajo se organizaría a sí mismo; pero si la-desmoralización social continuaba pese al pro­ greso industrial, si la búsqueda organizada del mejoramiento material resultaba tan perturbadora de la vida social com o la economía de vie­ jo estilo, poco habría resuelto la nueva teoría. Dudas como estas comenzaron a surgir durante el siglo xix, a medida que los autores empezaban a intuir que la teoría del industrial no hacía sino disfrazar un egoísmo colectivo, y no podía, por consi­ guiente, satisfacer la necesidad humana de solidaridad y pertenencia. Lo que hacía falta, según el razonamiento habitual en ese siglo, era no solo un poder organizado sobre la naturaleza, sino un poder orga­ nizado sobre la sociedad y, en definitiva, sobre el hombre. De este modo el siglo volvía a otra tradición, surgida contemporáneamente al saint-simonismo: la tradición de Maistre y Bonald. En Jas ideas de los teócratas reaccionarios, el siglo halló un enfoque preindustrial que, una vez incorporado a las ideas de Saint-Simon, sirvió para enriquecer y matizar la rígida angulosidad de la idea industrial. Los reaccionarios aportaron una tendencia sociológica, que incluía una percepción más profunda de la irracionalidad del hombre y de la sociedad; una 160 P. J. Proudhon, O .C., vol. X , pág. 77. 161 C. Fourier, O.C., vol. V I, pág. 7. 162 R. O w en, A new view of society and other writings, G . D . H . Cole, ed., Londres y Nueva Y ork: Dutton, 1927, págs. 8-9, 177, 231, 262, 284-88. 163 Citado en L. Brunschvicg, op. cit.f vol. I I , págs. 514, 525, nota 1; véase la exposición de A . Comte en A system of positive polity y vol. I, págs. 49-50, 69, 83.

427

apreciación más universal del papel cumplido por los diversos grupos en el sistema social, y una mayor comprensión de la función de la autoridad. En una época de cambio dinámico y de estructuras socia­ les en disgregación, se necesitaba desesperadamente un cuerpo de conocimientos referidos a la función conservadora de las instituciones sociales; un cuerpo de conocimientos erigido sobre las categorías de la reacción conservadora a la Revolución Francesa; un cuerpo de co­ nocimientos que era «reaccionario» sin ser regresivo. Como lo expre­ só Comte de modo tan conveniente, necesitamos «igualmeñte la he­ rencia de Maistre y la de Condorcet ( . . . ) una doctrina igualmente progresista y jerárquica».164 Para los reaccionarios, orden equivalía a una sociedad surcada en todos los niveles por sistemas de autoridad: familia, corporaciones de artesanos y comerciantes, sociedades profesionales, comunidades lo ­ cales, autoridades provinciales, un claro sistema de clases sociales en­ cabezado por la nobleza, instituciones eclesiásticas poderosas, creen­ cias religiosas vigorosamente sostenidas, y, por último, una autoridad gobernante, preferiblemente un monarca, que «personificaría la so­ ciedad».165 El orden presuponía, entonces, una serie de funciones claramente definidas, a través de las cuales se cumplían las tareas fundamentales de la sociedad. Estas tareas eran prescritas, a su vez, por las exigencias del orden; la cuestión pasaba a ser, en consecuen­ cia, la siguiente: ¿Qué tipo de autoridades sociales eran más aptas para atraer la obediencia y diferencia de los integrantes, la lealtad instintiva y respaldo emocional tan necesarios para controlar a hom­ bres apasionados, egoístas y pecadores? El problema no residía, como para Saint-Simon, en quién o qué grupo era dueño de las habilidades técnicas necesarias. Basta recordar aquí que, para Maistre, lo que me­ jor simbolizaba la naturaleza del orden social no era el hombre de ciencia ni el industrial, sino el verdugo, el hombre autorizado para aplicar el más severo castigo en nombre de toda la sociedad.166 El verdugo cumple su labor, el monarca la suya, porque uno y otro eran sustentados por una mystique que suscitaba respeto y obediencia. Sin embargó, no podía haber temor reverencial, autoridad, función ni estructura social, mientras se tomará en serio la idea de igualdad. El orden exigía subordinación, desigualdad, diferenciación social. Es­ tas eran, según la frase de Bonald, «relaciones necesarias». Ahora bien; si el desorden hubiera sido simplemente un problema derivado de la Revolución Francesa, lo más probable es que no hu­ biera surgido una continuidad estrecha entre la teorización de los reaccionarios y la de una época posterior. N o obstante, tal continui­ dad surgió, y persistió la preocupación por la desorganización social, porque el industrialismo, que fue reconocido con rapidez como una revolución, pasó a cumplir el mismo papel social perturbador que tu­ vo 1789 para una generación anterior. Se modificaron las relaciones 164 L. Bonald, O .C., vol. I, págs. 138, 145-55, 186, 376. 165 Véase la vivida descripción de J. Maistre en Les soirées de Saint-Petersbourgy París y Lyon: Emmanuel Vitte, 2 vols., 1924, vol. I, págs. 32-34. 166 T. N. Whitehead, op. cit.y pág. vii. El efecto desintegrador del cambio tecnológico sobre la solidaridad grupal y la jerarquía es una premisa operativa también en W . L. Warner y J. O . L ow , The social system of the modern factory, N ew Haven: Yale University Press, 1947, págs. 66-67.

428

entre las clases, surgieron nuevas pautas de poder social y político, masas de hombres cambiaron sus modos de vida rural por el medio urbanizado creado por el industrialismo, fueron alterados los antiguos códigos de moral y comportamiento, y el conflicto entre las clases sociales pareció más intenso que en el pasado. A excepción de los marxistas, la mayoría de los teóricos respondieron con un énfasis notablemente similar al análisis de la Revolución Francesa que ofrecie­ ron los teócratas reaccionarios Maistre y Bonald. En lugar de condenar la «satánica revolución», el autor moderno se lamenta de la rapidez con que el cambio tecnológico ha dejado atrás los antiguos modos de control, y el diagnóstico del desorden indus­ trial ha sido acompañado por una renovada valoración de la percep­ ción de los reaccionarios respecto de las condiciones para la estabili­ dad: «la sociedad ordenada — dice un sociólogo industrial contempo­ ráneo— se basa en la rutina, la costumbre y la asociación habitual ( . . . ) El problema práctico consiste en investigar el tipo de estruc­ tura social capaz de mantenerse mientras adapta su forma al avance incesante de la invención material».167 Esta continuidad se vuelve más sorprendente cuando recordamos que fue un sociólogo, Durkheim, quien acuñó el concepto que mejor expresó las ansiedades de la época: anomia, o desintegración social; aquel estado en que la sociedad carecía de un sentido de orientación. Dijo Durkheim que la economía de la sociedad moderna se apoyaba en un estado crónico de anomia; su carácter esencialmente desorde­ nado estaba infectando todas las zonas de la vida social; había dismi­ nuido la eficacia de todas las restricciones: religiosas, familiares y morales; las pasiones humanas ardían sin ser contenidas por frenos ni ataduras.168 Durkheim fue asimismo un gran crítico del orgullo y presunción humanos, y en esto recuerda a su compatriota, Maistre, quien profirió invectivas contra el siglo x v iii por socavar todas las formas de autoridad, dejando así sin control las pasiones humanas: el hombre «n o sabe qué necesita; quiere lo que no necesita; necesita lo que no quiere; quiere querer».169 Por más que Durkheim haya es­ crito como sociólogo, su lenguaje fue tan auténticamente medieval y moralista como el utilizado por Maistre: «N o es verdad, entonces, que la actividad humana pueda ser liberada de toda restricción. Nada en el mundo puede gozar de tal privilegio. Toda existencia que forma parte del universo es relativa al resto; en consecuencia, su naturaleza y m odo de manifestación dependen, no solo de ella misma, sino de otros seres, que por consiguiente los res­ 167 J. Maistre, Les soirées, vol. I, pág. 67. 168 E. Durkheim, Suicide, págs. 254-57; Le socialisme, págs. 286-87. («L a insaciabilidad es un signo de m orbidez».) Professional ethics and civic moráis, trad. al inglés por C. Brookfield, Glencoe, IÚ.: Free Press, 1958, págs. 11-12, 14-15, 24. La tendencia a caracterizar com o hobbesianas las condiciones sociales malsanas o indeseables resalta con suma claridad en Tonnies, cuya concepción de Gessellschaft fue modelada explícitamente sobre algunos de los rasgos promi­ nentes de la sociedad civil de H obbes. Véase Community and association, trad. al inglés por C. P. Loom is, Londres: Routledge and Kegan Paul, 1955, págs. 146, 154; también el estudio incluido en R. Aron, Germán sociology,& trad. al inglés por Mary y Thomas Bottomore, Londres: Heinemann, 1957, págs, 14-19. 169 E. Durkheim, Suicide, pág. 252.

429

tringen y regulan ( . . . ) El privilegio característico del hombre es que el vínculo que acepta no es físico sino moral, o sea, social ( . . . ) Debido a que la mayor parte de su existencia trasciende el cuerpo, elude el yugo corporal, pero está sometido al de la sociedad».170 En su descripción de una sociedad plagada por la anomia, Durkheim proporcionó a su época una versión actualizada del estado de natura­ leza hobbesiano: era la misma condición sin autoridad, sin controles morales o legales efectivos; el mismo desborde de egoísmo. La dife­ rencia era irónica: mientras que los hombres hobbesianos se mataban entre sí en el estado de naturaleza, y constituían finalmente la socie­ dad civil para poner fin a la matanza, el hombre durkheimiano halla intolerable la vida en sociedad y se ve empujado a eliminarse. La obsesión por la anomia se arraigaba en el ansia de solidaridad* y la sociología del siglo x ix concibió su tarea como la de redefinir las condiciones para la cohesión social. La solidaridad, afirmó Durk­ heim, era un «hecho social», o sea que podía ser estudiada como un objeto. El estudio de la solidaridad «brota de la sociología».171 Si­ tuándola en el centro de sus preocupaciones, los sociólogos forjaban otro eslabón que los conectaba con los reaccionarios. Estos habían sido los teóricos por excelencia de la cohesión social. Sus teorías y mutatis mutandis, las de sociólogos posteriores, se basaban en una oposición fundamental al enfoque liberal de la sociedad como un ordenamiento artificial, derivado de un acto consciente de acuerdo. Según los reaccionarios, el hombre necesitaba no solo la sociedad, sino una sociedad ordenada, estructurada e integrada. Una sociedad verda­ deramente solidaria nunca podía ser producida por acuerdo, ya que así carecería de los prerrequisitos naturales para la cohesión, vale de­ cir, poder y autoridad. Esta era la gran premisa aceptada por la socio­ logía: poder y autoridad eran naturales por ser necesarios para la solidaridad social. Había declarado Bonald que el poder no era creado por la fuerza ni por acuerdo; era «necesario», es decir, «con ­ forme a la naturaleza de los seres en sociedad, y sus causas y origen fueron totalmente naturales ( . . . ) La sociedad no puede existir sin poder general, ni el hombre sin la sociedad».172 Y Durkheim dice, como un eco: «Toda sociedad es despótica ( . . . ) Sin embargo, yo no diría que en este despotismo hay cualquier cosa: es natural por ser necesario ( . . . ) Sin él, las sociedades no pueden perdurar». La coac­ ción, seguía diciendo, «surge de las entrañas mismas de la reali­ dad».173 Las palabras siguientes, tomadas de un libro de texto con­ temporáneo ampliamente utilizado, podrían muy bien haber sido es­ critas por Maistre: «E l orden político depende de la estabilidad de la autoridad ( . . . ) Una legitimación demasiado escasa es la fuente principal de inestabilidad política».174 170 E. Durkheim, División of labor , pág. 67. 171 Véanse las referencias citadas en F, Tdnntes, op. cit.y pág. xxv. 172 L. Bonald, O .C., vol. I, págs. 47, 301. 173 E. Durkheim, Les regles, pág. 121; Professional ethics, pág. 61. Para Bo­ nald, la libertad consistía en «obedecer leyes perfectas o relaciones necesarias, derivadas de la naturaleza de los seres». O .C., vol. I, pág. 665. 174 L. Broom y P. Selznick, Sociology, Evanston, 111.: R ow , Peterson, 2a, ed., 1955, págs. 568-69.

430

La supremacía de la sociedad, y la necesidad de autoridad, formaron un estribillo repetido al infinito durante todo el siglo, y por un coro muy heterogéneo. Quizá la palabra «salm o» sea más exacta que «es­ tribillo», ya que tuvo algo de medieval el modo en que el siglo corrigió el texto antiguo para que dijera: nulla salus extra societatem> o, en la versión realizada por Bonald, «fuera de la unidad polí­ tica y religiosa no hay verdad para el hombre ni salvación para la sociedad».175 Sin una sociedad estable, sin una autoridad indiscutida, sin los es­ trechos vínculos de familia, comunidad, grupo profesional y orden re­ ligioso, el individuo se siente perdido, acosado por una abrumadora sensación de soledad y futilidad personal. El breviario moderno acude con insistencia a las virtudes de «integración» y «autoidentificación». Un pueblo sin estructura, afirmó Bonald, no era «más que algunos individuos aislados entre sí, sin lazos ni conexión entre ellos».176 In­ cluso un defensor del colectivismo tan firme como Proudhon se ex­ playó sobre la «superioridad individual del hombre colectivo», «la realidad del hombre colectivo», y proclamó que «fuera del grupo no hay más que algunas abstracciones o fantasmas».177 El «individualis­ mo excesivo», previno Durkheim, significa que el individuo ha sido desprendido de los vínculos sociales; fomenta una predisposición ha­ cia el suicidio «egoísta».178 Y el moderno estudioso del industrialis­ mo, preocupado por la correlación entre baja productividad y baja moral entre los obreros, concluye que, en un período de incesante cambio tecnológico y poblaciones desarraigadas, «el individuo expe­ rimenta inevitablemente una sensación de carencia, de vacío, mien­ tras que sus padres conocieron las alegrías del compañerismo y la seguridad». El «sentimiento de seguridad y certeza deriva siempre de una segura pertenencia a la sociedad».1791 0Y si estas opiniones sue­ 8 nan demasiado a ideología capitalista, basta con recurrir a Marx: «Cuando el trabajador coopera sistemáticamente con otros, se des­ poja de las trabas de su individualidad y desarrolla las capacidades de la especie».1*0 Estas ideas fueron tan penetrantes, que se introdujeron en mentali­ dades de los más diversos tipos y crearon una comunidad de enfoque entre pensadores que, vistos superficialmente, parecían tener muy po­ co en común. Véase, por ejemplo, al idealista filosófico F. H . Bradley y el socialista fabiano Sidney W ebb: a primera vista, una pareja muy incongruente, pero, ¿lo era en verdad? 175 L. Bonald, O.C., vol. I, pág. 967. 176 Ibid ., vol. I I , pág. 217. 177 P. J. Proudhon, Philosophie du progrès, págs. 36, 38, 53. 178 E. Durkheim, Suicide, pág. 209. Un aspecto del socialismo que Durkheim celebró fue el intento de terminar con la alienación del obrero respecto de la sociedad. Le socialisme, págs. 33-34. 179 E. Mayo, Social prohlems, pág. 67; Human problems, pág. 166. «Sin con­ géneres que le concedan una posición social, y a menos que ellos se lo concedan en efecto, es un poco menos que humano». R. La Pierre, A theory of social con­ trol, Nueva Y ork: M cGraw-Hill, 1954, pág. 72. 180 K. Marx, Capital, pág. 361 (IV , xiii). Compárase esto con el texto siguiente, de un representante del nuevo directorialismo: «La primera necesidad es com­ partir la suerte de un grupo adecuado, en lugar de quedarse solo». T. N. Whitehead, op. cit., pág. 17.

431

Como en tantos de los pensadores ya mencionados, la teoría social de Bradley cobró forma como un ataque al liberalismo, o, más específi­ camente, a su versión utilitaria. Negaba dicho autor que el individuo — aislado, autónomo, único— pudiera ofrecer el punto de partida pa­ ra una teoría social o moral, o el criterio para juzgar la suficiencia de los ordenamientos sociales.181 La persona humana adquiría validez mediante la influencia educativa de la sociedad; lo «real» debía ser buscado en las «totalidades», mientras que lo subjetivo y lo capricho­ so eran características de la peculiaridad individual. Bradley corrigió el consejo de Goethe: «Procura ser un todo, y si no puedes, únete a un todo», en esta forma: «no puedes ser un todo a menos que te unas a un todo». La tarea del individuo consistía en cambiar «su yo pri­ vado» por una «función en un organismo moral»; aprender a identifir car su voluntad con la del conjunto: una formulación que Rousseau no habría podido perfeccionar.182 El conjunto encarnaba una mora­ lidad objetiva, que no había sido creada por ningún individuo; era aquí donde el individuo descubría su «verdadero y o »,183 donde su mente y su voluntad se entremezclaban con las mentes y voluntades de otros de un modo que recordaba la conciencia colectiva durkheimiana.1841 5 8 Este era el argumento de Bradley, recluso, idealista filosófico, ejem­ plo clásico de filósofo conservador de gabinete. Pero en Sidney W ebb, el intelectual convertido en activista, el teórico práctico realista y ar­ quitecto del socialismo fabiano, hallamos una argumentación en favor de lo colectivo expuesta en un lenguaje idéntico al de Bradley y Durkheim y, en definitiva, al de Rousseau: «Una sociedad es algo más que una suma de muchas unidades indivi­ duales ( . . . ) posee existencia distinguible de la de cualquiera de sus componentes ( . . . ) su vida trasciende la de cualquiera de sus miem­ bros ( . . . ) el individuo es creado ahora por el organismo social del cual forma parte».186 En su teoría, Durkheim consideraba que la función y obligaciones del individuo eran definidos por la división del trabajo existente en la so­ ciedad; para Bradley, era la «situación» social lo que dotaba de mo­ ralidad y significación al individuo: «N o tengo por qué imponer a un mundo recalcitrante lo que debo ha­ cer yo: tengo que ocupar mi lugar; el lugar que espera que yo lo llene ( . . . ) Me realizo moralmente, de m odo que no solo lo que debe ser en el mundo es, sino que soy lo que debo ser, y en ello encuentro mi Contento y satisfacción».1®6 181 P. Bradley, Ethical studies, págs. 163-67. 182 Ibid., págs. 79, 138-39, 163. 183 «H ay una moralidad objetiva en lo que ha sido logrado por el infinito esfuer­ zo del pasado. Llega com o una verdad de mi naturaleza y es superior a mi ca­ pricho individual». Ibid., pág. 190. 184 Ibid., págs. 79-80. 185 «H istorie», en Fabian essays, Jubilee, ed., Londres: Alien and Unwin, 1948, pág. 53, con autorización de Burt Franklin. 186 P. Bradley, Ethical studies, págs. 180-81.

432

Y según W ebb, era el «organismo social» lo que fijaba la «función» del individuo: «Si queremos trasmitir al mundo futuro nuestra influencia directa, y no simplemente el recuerdo de nuestra excelencia, debemos tener más cuidado aún de mejorar el organismo social del que formamos parte, que de perfeccionar nuestro propio desarrollo individual ( . . . ) El de­ sarrollo perfecto y adecuado de cada individuo no es necesariamente el mayor y más elevado cultivo de su propia personalidad, sino el cumplimiento, de la mejor manera posible, de su humilde función en la gran maquinaria social».18*

X. El ataque ¡contra el racionalismo económico Integración, pertenencia, solidaridad: todas estas ideas atestiguaban que el siglo había llegado a creer que no era posible comprender ade­ cuadamente la condición humana, ni lograr la solidaridad, por medio de categorías económicas. El siglo estaba dispuesto a aceptar el hecho del industrialismo, pero no la formulación según la cual este era, fun­ damentalmente, un fenómeno económico. Inició, en cambio, una nue­ va línea de pensamiento, que procuraba «sociologizar» el sistema eco­ nómico abordando los ordenamientos económicos desde el punto de vista de su impacto sobre el orden y la integración sociales: «Los servicios económicos [prestados por la división del trabajo] son insignificantes comparados con el efecto moral que produce, y su ver­ dadera función es crear en dos o más personas un sentimiento de so­ lidaridad».1 188 7 8 En vez de referirse a la economía de la producción, la propiedad y el trabajo, sociólogos como Durkheim y W eber procuraron analizar las consecuencias sociales del comportamiento y las instituciones econó­ micas. El resultado de estas indagaciones fue de vastos alcances: los criterios económicos comenzaron a ser gradualmente desplazados, y sustituidos por criterios sociales; se atacó a la adquisitividad y la per­ secución del interés por su destructividad social. En resumen, todo el ethos del liberalismo clásico era cuestionado. El ataque al racionalismo económico en nombre de la solidaridad so­ cial cobra importancia a causa de su universalidad. Si hubiera emana­ do únicamente de los socialistas o comunistas, su significación no ha­ bría sido tan grande, pero, de hecho, los defensores del capitalismo aceptaron con rapidez la acusación contra la economía liberal, Si no se comprende esto, resulta enigmático por qué, por ejemplo, una institu­ ción educacional dé gran influencia, com o la Harvard Business School, viene instruyendo constantemente a los futuros ejecutivos finan­ cieros sobre la urgencia de revisar la ingenua creencia de que una em­ 187 W ebb, Fabian essays, pág. 54. 188 E. Durkheim, División of labor, págs. 50, 55-56.

433

presa debe ser administrada únicamente según las normas de ganancia y productividad. El postulado fundamental del nuevo credo empre­ sarial es: «E l directivo no dirige hombres ni trabajo ( . . . ) administra un sistema social».189 El mismo evangelio, sin embargo, es predicado a los obreros. Se dice al obrero inglés que, si bien puede haber sido legítimo recurrir a huelgas y paros a fin de presionar a los antiguos empleadores rígidos, es erróneo obstruir las políticas de los consejos que dirigen las industrias nacionalizadas. Una industria itetcionalizada es de propiedad dé la «comunidad»; en consecuencia, el obrero, como miembro de la comunidad, trabaja realmente para el conjunto social. En otras palabras, los valores sociales son más importantes que la adquisitividad racional. Las líneas principales del ataque habían apuntado en los escritos reaq1 cionarios de principios del siglo xix. El individualismo, la adquisitividad y el autointerés racional de las sociedades liberales fueron con­ denados como destructivos de la solidaridad social. «E l comercio — dijo Bonald— ha llegado a ser la única preocupación de sus gobier­ nos, la única religión de su pueblo, el único tema de sus disputas. El egoísmo, los deseos facticios e inmoderados, la extrema desigualdad de riqueza, han atacado, como un cáncer devorador, los principios conservadores de las sociedades».190 Hegel expresó un punto de vista similar cuando diagnosticó los achaques de la «sociedad civil» como «particularidad», es decir, egoísmo anárquico. La sociedad oivil re­ presentaba para Hegel un «tipo ideal» de sociedad moldeada sobre los principios de Adam Smith: una sociedad en que los individuos nrocuraban sus propios fines egoístas; solamente su interpendencia evita­ ba que el sistema se hiciera pedazos. Por fortuna el Estado inter­ venía para establecer límites ( Grenzen) y barreras ( Schranken) que, resistidas al principio, eran interiorizadas más tarde en la conciencia individual, donde servían para contener el desenfrenado torbellino de egos.191 El ataque contra la adquisitividad fue repetido en los escritos de Carlyle, de los socialistas utópicos, y por Nietzsche, Sorel, Lenin y los ideólogos, del fascismo. Llegado el siglo xx, la moralidad burguesa se había convertido en un cadáver acribillado. Marx proporcionó el más interesante ejemplo de este proceso. Se sue­ le pasar por alto que una de las tendencias fundamentales del pensa­ miento de Marx era antieconómica. Sus escritos estaban dedicados, no solo a desacreditar la economía liberal, sino a describir una socie­ dad en la cual las categorías económicas habían sido trascendidas. En un sentido fundamental, protestaba contra los mismos procesos que 189 Citado en C. Kerr y L. H . Fisher, «Plant sociology: The elite and the abo­ rigines», en Common frontiers of the social Sciences, M . Komarovsky, ed., Glen coe, 111.: Free Press, 1957, págs. 281-309, en pág. 304. Véase también, E; W . Bakke, People and organizations, N ew Haven: Yale University Press, 1951, pág. 3. El artículo de Kerr y Fisher es un excelente estudio crítico de los presupuestos de la «sociología fabril». Véase también, R. Bendix y L. H . Fisher, «T h e perspectives o f Elton M ayo», Review of Economics and Statistics, vol. 31, 1949, págs. 312-21; R. Bendix, Work and authority in industry, *** Nueva Y ork y Londres: W iley, 1956, pág. 308 y sigs. 190 L. Bonald, O .C., vol. I, pág. 355. 191 G . W . F. Hegel, Philosophy of right,& trad. al inglés por T . M . Knox, O xford: Clarendon Press, 1945, págs. 183, 185-87, 236.

434

los reaccionarios: la tendencia del racionalismo liberal a disolver los vínculos sociales, reduciendo la sociedad a una masa de individuos aislados, y el individuo a una condición despojada de toda ilusión, sal­ vo el autointerés. Todas las «relaciones naturales», declaró Marx, ha­ bían quedado disueltas «en relaciones monetarias». El concepto de «alienación», que ocupara un lugar importante en los escritos iniciales dé Marx, se situaba com o una protesta contra la desocialización del hombre. «E l individuo — subrayó aquel— es un ser social» ; porque en la más humana de todas las actividades, la producción, los hombres «entran en conexiones y relaciones definidas entre sí». Pero la pro­ piedad privada de los medios de producción ha pervertido el carácter social de estas relaciones. El trabajo ha sido despojado de toda alegría, y los productos del esfuerzo humano han tomado la forma de «una fuerza ajena y hostil», que esclavizó al obrero reduciéndolo a una con­ dición brutalizada. El hombre ha sido «expulsado de la sociedad».1®2 La misión histórica del proletariado consistía en reafirmar la índole social del hombre destruyendo los ordenamientos existentes donde este era tratado com o un animal económico y político. El hombre se reuniría entonces directamente con el proceso productivo; alcanzaría la «autoactividad». «Unicamente en comunidad con otros tiene cada individuo los medios de cultivar sus dones en todas direcciones».198 Cuando volvemos hacia autores más recientes — Durkheim y los es­ tudiosos de la sociología industrial y la administración de empresas— , se manifiesta la misma hostilidad al liberalismo. La moderna ciencia social ofrece una crítica del capitalismo liberal y la propiedad privada, tan devastadora com o cualquiera emanada de la extrema izquierda, y expresa una hostilidad hacia el enfoque liberal del hombre y la socie­ dad, tan honda com o la expresada por la derecha contrarrevoluciona­ ria. En este aspecto, Durkheim fue la figura central, ya que captó con claridad que la teoría liberal del interés, tal com o la formuló Hobbes y la perpetuaron Locke y los utilitarios, era el enemigo principal. D ijo en tono sardónico: «E l individualismo, por supuesto, no es inevitable­ mente egoísmo, pero se acerca a ello». El texto de su ataque era una fiel versión de lo dicho antes por Bonald: «E l interés ha pasado a ser1 3 2 9 192 K. Marx, Germán ideology, págs. 22-23, 57, 59; K. Marx, Selected writtngs in sociology and social philosophy,& T . B. Bottom ore y M . Rubel, eds., Londres: Watts, 1956, págs. 77, 146, 170-71, 219-20; citada en adelante com o Sociology and social philosophy. Véase un examen de estos temas en H . Marcuse, Reasan and revolution, *** Nueva Y ork: O xford University Press, 1954, pág. 273 y sigs.; M. Rubel, Karl Marx. Essai de biographie intellectuelle,*** París, 1957. El texto siguiente de Engels expresa el intento marxista de trascender las categorías eco­ nómicas: «L os economistas modernos ni siquiera pueden juzgar correctamente el sistema mercantil, ya que este es, a su vez, unilateral, y todavía se halla limitado por las premisas de ese mismo sistema. Solamente el enfoque que se eleva por sobre la oposición de los dos sistemas, que critica las premisas comunes a ambos y actúa desde una base puramente humana, universal, puede asignar a uno y otro su lugar adecuado». F. Engels, Outltne of a critique of political economy, en K. Marx, Economic and philosophic manuscripts of 1844, & trad. al inglés por M . Milligan, M oscú: Foreign Language Publishing House, s. f., pág. 179. Véase también K. Marx, A contribution to the critique of political economy, *** trad. al inglés por N. I. Stone, Nueva Y ork, 1904, pág. 292 y sigs. 193 K. Marx, Germán ideology, págs. 66-67, 74-75. Véase también, F. Engels, Herr Eugen Dühring}s revolution in Science, trad. al inglés por E. Burns, Nueva Y ork: International Publishers, s. f., págs. 314, 318, 328-29.

435

el dios de la humanidad, y este dios ha exigido com o sacrificio todas las virtudes». Según Durkheim, la tarea del sociólogo consistía en es­ tudiar «cóm o el desencadenamiento de los intereses privados ha sido acompañado por una degradación de la moralidad pública».194 De acuerdo con Durkheim, la exaltación de la búsqueda del interés negaba la esencia fundamental de la moralidad: esta era la cristaliza­ ción de frenos al egoísmo y el deseo. «Nada queda sino los apetitos individuales, y como estos son, por naturaleza, ilimitadós e insacia­ bles, no podrán controlarse si no hay nada que los controle». El hom­ bre liberal veía estos frenos com o «obstáculos», pero al destruirlos convertía la vida en un «torm ento», una carrera sin regla restricción ni límite. La sociedad liberal, por consiguiente, no estaba levemente enferma, sino que era deforme, anormal, como lo indicaba la alta pro­ porción de suicidios, crímenes y divorcios. Para volver a una sociedad «saludable», debemos comprender que la salud reside en la modera­ ción, en negar la «arrogante ambición», los «deseos acrecentados» y «la futilidad de una búsqueda incesante».195 Esto significaba extirpar el ansia hobbesiana de «felicidad» que motivaba a la sociedad bur­ guesa, de ese «anhelo de infinito», que solo dejaba un rastro de des­ moralización social y futilidad personal. «Quienes no tienen por en­ cima otra cosa que espacio vacío, se pierden casi inevitablemente en é l . . . » . 196 Como correspondía a una sociedad basada en el hombre hobbesiano, su manifestación característica era la muerte violenta, aunque autoinfligida. El «suicidio anémico» era la peculiar expresión de una socie­ dad adquisitiva, mientras que el «suicidio egoísta» era igualmente sin­ tomático de una sociedad viciada por el «individualismo excesivo».1971 8 9 Sostenía Durkheim que estas formas de suicidio eran tanto la expre­ sión como el resultado del déficit de solidaridad social que aquejaba a la vida moderna: «Las relaciones puramente económicas vuelven a los hombres exteriores entre sí ( . . . ) Nada hay menos constante que el interés».19® La búsqueda del interés originaba solamente los con­ tactos más casuales, «un vínculo exterior» que situaba a las partes «fuera unas de otras». La ilusoria armonía de intereses ocultaba «un conflicto latente o diferido», un «estado de guerra». A menos que la sociedad humana se sometiera a restricciones morales, que se situara bajo una «personalidad moral por encima de las personalidades parti­ culares», y que reavivara la vida grupal, la anomia seguiría su amargo 194 E. Durkheim, Suicide, págs. 363-64; Professional ethics, pág. 12. La cita de L. Bonala está en O .C ., vol. I, pág. 355. 195 E. Durkheim, División of labor, págs. 13-15; Suicide, págs. 247-58* Pro­ fessional ethicst págs. 11-12. Podría señalarse, entre paréntesis, que ei concepto durkheimiano de anomia perpetuaba la tesis de Montesquieu y Rousseau según la cual el estado de guerra comienza en la sociedad civil y no, com o insistía H obbes, en el estado de naturaleza; véase División of labor, pág. 15. 196 E. Durkheim, Suicide, pág. 257. 197 Ibid.f págs. 209, 258. En un sentido, el argumento propuesto por Durkheim era curioso. Si bien afirmaba que existía una mayor tendencia al suicidio en las sociedades muy individualistas, también opinaba que el individualismo contribuía a una tensión saludable en la sociedad. Los individualistas, de tal m odo, tendían a cumplir la función de un grupo sacrificial, cuya autodestructividad er?. la fuen­ te de su utilidad social. 198 E. Durkheim, División of labor, págs. 203-04.

436

trayecto.199 La lección para la sociedad industrial era clara: «Si la in­ dustria, entonces, solo puede ser productiva alterando [la ] tranquili­ dad y desatando la guerra, no vale el cósto». Lo fundamental «n o es el estado de nuestra economía, sino el de nuestra moralidad».200 Tal era la hostilidad hacia la teoría liberal del interés, que incluso den­ tro del campo radical el interés fue perseguido y eliminado. Aunque Lenin nunca habría admitido haber revisado las ideas de Marx, el he­ cho es que demolió con eficacia uno de los postulados derivados por Marx de la teoría libéral del interés. Marx había prevenido que, en una etapa inmediata anterior a la revolución, el proletariado podía ser desviado para que favoreciera objetivos y valores burgueses. Marx se refirió a este problema com o «falsa conciencia», que se caracteriza­ ba porque el proletariado, engañado, creía que sus «verdaderos» in­ tereses eran compatibles con los de la clase dominante. Si, por ejem­ plo, el proletariado era tan inocente como para creer que su nivel de vida mejoraría de modo constante con la continua expansión del ca­ pitalismo, y que, por consiguiente, dejaba de existir el motivo funda­ mental para la revolución, se podía decir que el proletariado había caído víctima de un falso cuadro de la realidad social. En ninguna situación podía el capitalismo garantizar al obrero los frutos plenos de su esfuerzo sin destruir las premisas esenciales del capitalismo. Por consiguiente, si el obrero tenía verdadera conciencia de dónde resi­ dían sus intereses, se dedicaría a derribar el capitalismo. Ahora bien; en la medida en que el concepto marxista de «verdadera conciencia» significaba una evaluación correcta del beneficio económico, represen­ taba simplemente una reformulación modificada de la antigua creencia liberal según la cual un comportamiento auténticamente racional equi­ valía a comprender los verdaderos intereses materiales propios y ac­ tuar basándose en ellos. Lenin advirtió, en cambió, que, si se identi­ ficaba la racionalidad con el interés material, el proletariado podía quedar satisfecho con una agitación encaminada a lograr los objetivos habituales del gremialismo ortodoxo, es decir, salariós más altos, me­ jores condiciones de trabajo y jornada más corta.201 Si el capitalismo 199 Ibid., págs,. 5-26, 119-20, 203-04; Les règles, págs. 112-13. Véase también, F. Tonnies, op. cit., págs. 74-89, donde la concepción de Gessellschaft trasmite mu­ chos de los mismos significados que la crítica durkheimiana del interés. Es im­ portante a este respecto la recensión de Durkheim sobre la obra de Tonnies Gemeinschaft und Gessellschaft, en Revue Philosophique de la France et de l'Etranger, vol. 27, 1889, págs. 416-22. 200 E. Durkheim, Professional ethics, pág. 16; Le socialisme, pág. 297. Com­ párese Lewin: «Las exigencias realistas de la producción deben ser satisfechas de un m odo que corresponda a la índole de la dinámica grupal». Resolving social conflicts, Nueva Y ork: Harper, 1948, págs. 137-38; mencionada en adelante co­ m o Resolving. 201 K. Marx y F. Engels, Historisch-kritische Gesamtausgahe, Frankfort, 1927, vol. 3, págs. 252-53; Germán ideology, págs. 14-15; F. Engels, «Letters to Schmidt and M ehring», Karl Marx. Selected Works, V . Adoratsky, ed., Nueva Y ork: In­ ternational Publishers, 2 vols., s. f., vol. I, págs. 383-84, 386-89. Véanse estudios en A . Meyer, Marxism: The unity of theory and practice, Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1954, págs. 14-15, 69 y sigs.; M . Rubel, op. cit., págs. 190-97; H . B. A cton, The illusion of the epoch, *** Boston: Beacon 1957, págs. 125-33, 138-39; J. H yppolite, «La structure du Capital et de quelques présuppo­ sitions philosophiques dans l’oeuvre de M arx», Bulletin de la Société Française de Philosophie, n? 6, 1948, págs. 169-203, así com o también la interesante recopila-

437

resultaba capaz de satisfacer esos fines materiales, era muy posible que el movimiento proletario se detuviera en la etapa de «conciencia gremial», sin alcanzar nunca un estado de ánimo revolucionario. El término «espontaneidad» se convirtió, por lo tanto, en un insulto, una protesta contra las tentaciones del «materialismo» por parte de una filosofía orgullosamente materialista. Racionalidad económica, con­ ciencia gremial y espontaneidad fueron concebidos como aspectos del síndrome del racionalismo liberal, y eran igualmente opuestos a la «conciencia revolucionaria». Es que la conciencia verdadera, o revolu- / cionaria, no podía ser inducida o impuesta sino desde «afuera»; no podía ser elaborada de m odo «natural» o «espontáneo» por el prole-' tariado en el trascurso de su desarrollo histórico. Satisfacer esta nece­ sidad pasó a ser tarea de la élite revolucionaria.202 / Si el análisis hecho por Lenin hubiera sido estrictamente una sutileza de la teoría revolucionaria, no tendría una importancia particular pa­ ra nuestro estudio, pero resultó ser, en cambie, sintomático de una vasta tendencia en el pensamiento del siglo xx. La literatura de la apologética capitalista ha asignado a una élite directorial la función de definir la «verdadera conciencia» de los obreros. Como lo aconsejó un autor, cuando los trabajadores presentan «argumentos lógico-eco­ nómicos», el gerente debe considerarlos «racionalizaciones»; un geren­ te perceptivo indagará si «esta lógica no oculta algo más».203 Al mis­ mo tiempo que las reivindicaciones económicas de los trabajadores son sublimadas mediante la terapia social, la antigua ética del director de empresa es apartada en forma similar de objetivos puramente eco­ nómicos como la ganancia y la producción. En toda la línea surge, de tal modo, el llamado a trascender mezquinos intereses materiales para preservar al grupo social; lo que el obrero quiere realmente es camaraderie\ lo que la élite directorial debe dar es, en cambio, integra­ ción social.204

XI. Teoría de la organización: racionalismo versus organicismo Tan intensa ha sido la reacción contra las motivaciones económicas, que se han unido a ella incluso los defensores más sutiles del capita­ lismo. Estos admitieron que la competencia implacable, y lo que Fourier denominara frénésie de production, habían suscitado temores ge­ neralizados y contribuido sobremanera a la división social. Como lo pión de textos realizada por M . Rubel, Karl Marx. Pages choisies pour une éthique socialistey& París, 1948, esp. pág. 34 y sigs. 202 V . I. Lenin, Selected works, vol. I I , págs. 61-62. 203 T . N . Whitehead, op. cit.y pág. 18. La exposición clásica de este punto de vista es presentada en un estudio de C. Barnaid, «R iot o f the unemployed at Trenton, N. J., 1935», en Organization and management. Selected papersy Cam­ bridge, Mass.: Harvard University Press, 1949, págs. 51-80. 204 Adviértase el ataque de Lenin a quienes procuraban «trasplantar a su pro* pia tierra el sindicalismo inglés y predicar a los obreros que la lucha puramente gremial es la lucha por ellos mismos y sus hijos, y no la lucha por no sé qué socialismo para alguna generación futura». Selected works, vol. I I , pág. 59.

438

expresó uno de los grandes teóricos del directorialismo moderno, la cuestión «n o reside en la enfermedad de una sociedad adquisitiva, si­ no en el espíritu adquisitivo de una sociedad enferma».2052 6Los defen­ 0 sores del capitalismo de las sociedades anónimas ya no se ocupan de justificar la propiedad privada; consideran, en cambio, que el proble­ ma fundamental consiste en restaurar la solidaridad comunal en la época industrial. Se admite incluso que el marxismo y el comunismo, aunque reaccionarios en algunos aspectos, intentan por lo menos «re­ cobrar en parte el sentido de solidaridad humana que se ha perdido». Así com o la sociedad burkeana había ofrecido al hombre su «pequeño pelotón» de hermandad, la moderna sociedad industrial tiene su ra­ zonable facsímil en «los hechos propios de la organización social es­ pontánea en el banco de trabajo».200 La fábrica, e incluso la gran so­ ciedad anónima, ya no deben ser modelados sobre la fría imagen de la línea de montaje: son «un sistema social», una comunidad de pro­ ductores «diferenciados, ordenados e integrados». La exaltación de los valores sociales por sobre los económicos requie­ re que la función de la gerencia cambie de «administración» a «inte­ gración social». La lógica de la eficiencia — simbolizada por ese ultrarracionalista, el técnico de producción— es reemplazada por el arte de gobernar, simbolizado por el gerente, por alguien adoctrinado en la psicología freudiana y lás demás enseñanzas modernas que ponen de relieve que un sistema social, aunque sea el de una fábrica o buro­ cracia racionalmente organizadas, está penetrado de conductas ilógi­ cas. El error de la gerencia moderna es que « . . . tiende a incluir el problema de la colaboración grupal bajo los problemas técnicos de producción y eficiencia. Como resultado, la co­ laboración es concebida como un dispositivo lógico destinado a lo­ grar que la gente trabaje unida apelando primordialmente a sus inte­ reses económicos individuales».2072 8 0 Percibida com o sistema social, la fábrica se halla tan pulcramente sub­ dividida y graduada como el ordo de Agustín o la sociedad de Maistre. «Cada puesto tiene sus propios valores sociales y su categoría en la escala social».20® Un grupo de trabajo se revela com o algo precioso, que no se debe dispersar ni descartar por crueles motivos de eficien­ cia competitiva. El valor no es, sin embargo, monopolio exclusivo de la pequeña unidad. De modo imperceptible, los valores del pequeño grupo son extendidos a grandes organizaciones, que también se reve­ lan com o trasvaluación de los antiguos valores comerciales: ellas «sim­ bolizan las aspiraciones de la comunidad, su sentimiento de identidad», y, com o representaciones simbólicas, tienen «algún derecho sobre la 205 E. Mayo, Human problems, págs. 152-53. Véase también W . F. W hyte y otros, Money and motivation, *** Nueva Y ork: Harpers, 1955, págs. 2-7. 206 E. Mayo, Human problems, pág. 182; L. J. Henderson, T . N. Whitehead, y E. Mayo, «T h e effects o f social environment», en L. G ulick y L. Urwick, op. ctt.y pág. 156. 207 F. J. Roethlisberger, Management and morale, Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1950, págs. 52, 62; T . N . Whitehead, op. cit., pág. 82. 208 F. J. Roethlisberger, op. cit., pág. 65; E. W . Bakke, People and organizations, pág. 15 y sigs.

439

comunidad para evitar ser liquidadas o trasformadas sobre bases pu­ ramente técnicas o económicas».209 De esto se desprende, además, que el fetiche liberal del progreso debe ser profundamente modificado, ya que, en una era de industrialismo, el peligro para los grupos sociales y organizaciones no reside en el estáncamiento, sino en los efectos disolventes de la innovación tecnológica. Por lo tanto, el gerente moderno debe estar preparado para resistir, en defensa de los «valores humanos», los cambios propuestos por los «lógicos» de la técnica industrial, tan ávidos de subordinar los valores sociales a la matemática de los programas de producción, como los revolucionarios franceses estuvieron dispuestos a cercenar lealtades y sentimientos regionales para poner en orden el límite de un arrondissement.210 El «sistema social» de la organización fabril «está ligado por sentimientos que cambian con lentitud y resisten el cambio, por­ que un cambio rápido destruye rutinas, hábitos y comportamientos condicionados- Semejante cambio es penoso hasta para un perro».211 El directorialista expresa ahora la misma advertencia, casi en las mis­ mas palabras, que Burke lanzó contra quienes querían desgarrar los tejidos del cuerpo político para lograr que el conjunto armonizara más con las abstracciones filosóficas:

f



«Los códigos sociales que definen la relación de un obrero con su tra­ bajo y con sus compañeros no son pasibles de cambiar con rapidez; se desarrollan lentamente y durante largos períodos. No son producto de la lógica, sino de la asociación humana concreta; se basan en sen­ timientos humanos profundamente enraizados».212 A la pregunta: qué imagen de la sociedad inspira a muchos de estos autores, hay que responder: una sorprendentemente nostálgica de la simplicidad de las sociedades primitivas. El impertinente comentario: «nosotros tenemos las mercancías, pero los nativos tienen la moral», oculta cierta nostalgia.213 En el carácter sumamente unificado que exhibe la sociedad primitiva; en el modo en que el individuo se su­ bordina al grupo y se integra en él; en la manera mediante la cual la sociedad proporciona un código globál y una serie de indicaciones 209 P. Selznick, Leadershipy pág. 19. «Casi podría decirse que la organización tiene un carácter, una individualidad que hace real el nombre. E l hombre de ciencia se niega a aceptar tal reificación o personalización de una organización, pero quienes participan en esas organizaciones no están sujetos a tales escrúpu­ los científicos, y generaciones enteras han sentido y pensado en las organizacio­ nes a las cuales pertenecían com o cosas reales en sí mismas». E. W . Bakke, Bonds of organization, Nueva Y ork: Harper, 1950, págs. 152-53, 210 E. Mayo, Human problems, págs. 181-82. 211 T . N. Whitehead, L. J. Henderson y E. Mayo, en L. G ulick y L, Urwick, op. citm , pág. 157; T. N . Whitehead, op. cit., págs. 91-92; E. Mayo, Human pro­ blems, pág. 165. 212 T . N. Whitehead y otros, en L. G ulick y L. Urwick, op. cit.y pág. 156. 213 F. J. Roethlisberger, op. cit.y pág. 66. « . . . Mi objetivo fundamental, al es­ tudiar al hombre primitivo, era conocer mejor al hombre m od ern o. . . » . W . L. Warner y P. S. Lunt, The social Ufe of a modern community, N ew Haven: Yale University Press, 1941, pág. 3. Obsérvese (en ibid.y págs. 4-5, 39) la admisión de que los autores descartaron el estudio de ciertas comunidades altamente indus­ trializadas porque «parecían estar desorganizadas» y ser «sumamente disfun­ cionales».

440

r

para el comportamiento de cada uno de sus integrantes; en suma, en todas las técnicas de control social, las sociedades primitivas han ad. quirido de modo natural lo que la sociedad moderna necesita tan de­ sesperadamente. Aunque se tiene mucho cuidado de advertir que las sociedades contemporáneas no deben retroceder, la finalidad didáctica que presentan todos estos modelos primitivos es, no obstante, in­ confundible: «En estas comunidades primitivas hay espacio para que un individuo desarrolle su habilidad, pero no hay libertad para que se desarrollen opiniones radicales o inteligentes ( . . . ) La unidad es, en cierto sen­ tido, el grupo o comuna, y no los individuos aislados; el desarrollo de cualquier cosa correspondiente a la capacidad natural debe ser su­ bordinado al todo. Entre nosotros ocurre algo muy distinto; el propó­ sito de la educación en una sociedad compleja es desarrollar en el in­ dividuo inteligencia e independencia de criterio ( . . . ) En casi toda el área de la vida de un hombre, la sociedad [primitiva] piensa por él, y él aprende únicamente las reacciones sociales que debe producir en respuesta a determinadas señales. Este es un modo de vida muy res­ tringido, pero sumamente integrado y “ funcional” ( . . . ) Es muy có­ modo para el individuo que no necesita “ luchar contra un solitario problema” ».214 ¿Qué busca el hombre moderno a través del fetiche primitivista? Sin duda, no quiere seriamente volver a una sociedad ligada por las cos­ tumbres y plagadas de tabúes. Una pista para este enigma es el «ca­ rácter natural» que los directorialistas, y algunos sociólogos, atri­ buyen a estas sociedades. Pese a sus códigos de comportamiento so­ cial minuciosos y rígidos, se dice que estos pueblos exhiben una ma­ ravillosa «espontaneidad» en cuanto a cooperar por fines comunes. Ahora bien, estas palabras, «natural» y «espontáneo», son interesan­ tes y han suscitado reacciones complejas y variadas durante los últi­ mos siglos. El modo en que han sido utilizadas por la escuela de teo­ ría directorial representada por Mayo se comprende mejor en relación con la historia de la teoría política que con la antropología de Malínowski. Es que, cuando se pregunta contra qué grupo se dirigen las críticas de los directorialistas de orientación sociológica, se hace evi­ dente que la cuestión que hoy se disputa en la literatura sobre teoría de la organización es notablemente similar a la debatida por Burke y los teóricos revolucionarios franceses. Se trata del problema de la «sociología política» contra el «racionalismo político». Cuando el so­ ciólogo contemporáneo de la organización exalta los valores de «es­ pontaneidad», «naturalidad» y «m odos tradicionales de comportamien­ to », está utilizando el auténtico lenguaje de Burke; cuando protesta contra la lógica racional-matemática del técnico en eficiencia basándo­ se en que la organización es uqa cosa vivá, está repitiendo el argumen­ to de Burke, segqn el cual las sutiles lealtades irracionales y la fideli­ dad que ligan la sociedad nunca deben ser juzgadas mediante una 214 «E n tal sociedad, cada herramienta o arma, cada acto ritual o mágico, y todo el sistema de parentesco, está inexorablemente vinculado con la acción y función comunal». E. Mayo, Human problems, págs.‘ 154-56.

441

dura lógica cartesiana pi obligadas a concordar con la perspectiva si­ métrica de algún geómetra social. Existen hoy dos escuelas distintas de pensamiento en cuanto a la na­ turaleza de la vida organizacional, Hay quienes, como Burke, descri­ ben la organización como un organismo social que ha evolucionado en el tiempo. Una organización, ya sea una sociedad anónima o una burocracia gubernamental, representa una compleja respuesta a un / medio histórico particular, uña institución que se adapta constante- ¡ mente a las necesidades, sentimientos y emociones de sus integrantes, y estos a ella. La función primordial de estas organizaciones no conT; siste en producir ganancias de la manera más racional posible, ni en satisfacer con su eficiencia al técnico de producción, sino promover los valores de estabilidad social, cohesión e integración. Denominare­ mos a este grupo «organicistas». El segundo grupo, en cambio, ve a la organización como estructuras racionalmente ordenadas, destinadas a fines específicos, tales como elaborar mercancías o «elaborar» decisiones. Para este grupo de auto­ res, lá eficiencia es primordial, y no tienen nada del prejuicio burkeano contra el planeamiento racional y autoconsciente. Los denominare­ mos «racionalistas». Los representantes del racionalismo, incluyendo a escritores como Herbert Simón y Chester Barnard, hablan un lenguaje fáctico; Simón, en particular, es afecto a las escuetas metáforas de la mecánica. Una organización, por ejemplo, es «un sistema en equilibrio, que recibe contribuciones en forma de dinero o esfuerzo, y ofrece incentivos a cambio de dichas contribuciones».215 No hay, en el pensamiento de éste grupo, rastro alguno de romanticismo, ni afición por las moda­ lidades del crecimiento natural; solamente un mundo de sólido racio­ nalismo: «Las organizaciones son lasxunidades menos “ naturales” , más racionalmente diseñadas de asociación humana».216 «La organización formal es ese tipo de cooperación que es consciente, deliberada, ten­ diente a un fin ».217 Impresionan mucho a los racionalistas las capaci­ dades de uña organización para concentrar energía humana y reunir talentos humanos; ven sus valores primordiales, no en la solidaridad comunal, sino en la eficiencia de funcionamiento y en la capacidad de sobrevivir. Para Simón, el «principio contenido en todo comporta­ miento racional» es «el criterio de eficiencia». Esta, sin embargo, en­ cierra implicaciones más vastas que la coordinación de diferentes ope­ raciones para un fin prescrito. Su objetivo es crear un medio especial que induzca al individuo a efectuar la mejor decisión, y «m ejor» sig­ nifica, en este contexto, la decisión más útil para las necesidades y fines de la organización.218 Implica fijar límites a las acciones y acti­ tudes individuales, exponiendo el comportamiento a un «plan bien concebido» iniciado por un «grupo controlador». Es sumamente revelador del enfoque de los racionalistas su modo de encarar el problema de la autoridad. Su teoría puede ser llamada, con 215 216 217 218

442

H. H. C. H.

A . Simón, Administrative behavior, op. cit., pág. 122. A . Simón, Models of man, op. cit., pág. 199. I. Barnard, op. cit., pág. 4. A . Simón, Administrative behavio*, págs. 14, 38-39, 109, 118-19.

justicia, hobbesiana. En los escritos de Simón, por ejemplo, el examen de la autoridad se centra en la capacidad de mandar a los subordina­ dos; no se hacen concesiones a la búsqueda del consenso o acuerdo entre los miembros. Dada la índole de la autoridad, no hay para ella nada absurdo; su presencia es sentida cada vez que un subordinado acepta la decisión de un superior y «suspende sus propias facultades críticas». El superior no trata de convencer a su inferior, sino solo de «obtener su aquiescencia». La autoridad es, en suma, «el poder de efectuar las decisiones que guiarán las acciones de otro».219 N o hay sentimentalismo sobre la necesidad de crear un sentido de participa­ ción o de pertenencia. Las lealtades son, sin duda, deseables, pero sobre todo en forma de «lealtades organizadas», que allanan el cami­ no para la decisión de la autoridad. El integrante ideal es el que ha sido condicionado para permitir «que la decisión comunicada de otro guíe sus propias elecciones ( . . . ) sin deliberación de su parte sobre la conveniencia de estas premisas»; lo cual es definir «elección» de manera curiosa, como acción sin deliberación.220La organización surge com o un triunfo de la racionalidad colectiva que extiende la raciona­ lidad a cada miembro, en la medida en que este responda a sus estL mulos: «D ado que estas instituciones determinan, en gran medida, las actitu­ des mentales de los participantes, establecen las condiciones para el ejercicio de la docilidad y, con ello, de la racionalidad en la sociedad humana».221 La teoría de la racionalidad del comportamiento organizacional pre­ sentado por esta escuela tiene algunas semejanzas adicionales con Hobbes. La «prueba final» de cualquier organización, afirma Barnard, es la «supervivencia» 222 Más importante, sin embargo, es que se con­ sidera a la sociedad como un mundo inventado, tan «artificial» como el universo hobbesiano, basado únicamente en la afirmación del hom­ bre de que debe existir. Es también racional, y puede ser comprendi­ do racionalmente, porque lo han hecho hombres. Es, como Leviatán, la respuesta al caos. Ilustra estos puntos el notable contraste estable­ cido por Simón entre «hombre económico» y «hombre administrati­ v o »: «E l hombre económico se encara con el “ mundo real” en toda su com­ plejidad. El hombre administrativo advierte que el mundo percibido por él es un modelo drásticamente simplificado de la ruidosa y lozana confusión que constituye el mundo real. Se satisface con la burda sim­ plificación porqqe cree que el mundo real es, en general, vacío; que la mayoría de los datos del mundo real no tienen gran importancia para cualquier situación particular que enfrente, y que casi todas las 219 H . A . Simón, ibid., págs. 11, 125-26. 220 Ib id ., pág. 125. 221 Ibid., pág. 101. Véase en págs. 102-03 los diversos modos en que una or­ ganización inculca lealtades y crea identificación. 222 C. I. Barnard, Dilemmas of leadership in the democratic process, Princeton: Princeton University Press, 1939, pág. 7.

443.

cadenas significativas de causas y consecuencias son breves y sen­ cillas».2232 4 En reacción a la posición racionalista ha surgido, en años recientes, una protesta contra el enfoque austeramente eficiente de la organiza­ ción. Un ejemplo de esto lo proporcionan los precursores escritos de Elton Mayo, quien centró el grueso de su labor sobre la relación entre producción y moral obrera, y concluyó que esta última dependía, en gran medida, de la salud del pequeño grupo social, organizado alre­ dedor de tareas específicas. En cierto sentido, las ideas de Mayo c o ­ rresponden a la tradición de la teorización sobre la pequeña comuni­ dad, y en muchos aspectos recuerdan las preocupaciones de Fouri^r y Owen. ; Más significativo, sin embargo, es el reciente intento de descubrir va­ lores comunales en la gran empresa y la organización administrativa. Se recurre a las ideas de Burke y la filosofía del organicismo para ex­ plicar el mundo de las enormes burocracias. El principal teórico de esta tendencia es Philip Selzníck. El punto de partida es negar que la teoría «form al» de la organización pueda llegar a capturar plenamente las sutilezas y la rica vida social de una estructura viva. Así como Bur­ ke había ridiculizado la idea de que una teoría racionalista y abstracta de constitución política pudiera llegar a ofrecer un fiel resumen de la vida de una nación, Selznick discrepa con los herederos contemporá­ neos de Sieyès y Paine: las organizaciones formales «nunca lograron dominar las dimensiones irracionales del comportamiento organizado ( . . . ) Ningún plan ni esquema abstracto puede — ni le está permiti­ do, si se quiere que sea útil— describir exhaustivamente una realidad empírica». Los miembros de una organización «son propensos a resis­ tir la despersonalización, a exceder los límites de sus funciones seg­ mentarias, a participar como totalidades».22* Es cierto que una orga­ nización puede ser vista como estructura racional, formal, una «eco­ nomía» gobernada por los criterios de «eficiencia y eficacia», pero des­ de otra perspectiva aparece como una «estructura social adaptativa» con ciertas «necesidades» radicalmente: diferentes de las estrechas ne­ cesidades de una «econom ía». Burke habría aplaudido estas «nece­ 223 H . A . Simon, Administrative behavior, op. cit., págs. xxv-xxvi. 224 P. Selznick, «Foundation o f the theory o f organization», American Socioló­ gica! Re vie w, vol. 12, págs. 23-25 (1 9 4 8 ); págs. 25-26 (Copyright [1948] de la Universidad de C hicago); Leadership, págs. 8-9. Los escritos de E. W . Bakke pertenecen a la misma tradición que Selznick. D ice que los miembros de una organización «crean un sistema social y una sociedad que poseen una realidad mayor que la suma de sus partes en cualquier momento dado». Bonds of orga­ nization . . . , op. cit., págs. 200-01, 203. Véase también su concepción del «dia­ grama organizacional», ib id., pág. 152 y sigs. Véase también el mismo punto de vista, pero en términos de pequeños grupos, en K. Lewin, Field theory in social science,*** D . Cartwright, ed., Nueva Y ork: Harper, 1951, pág. 146. La yuxta­ posición de la realidad empírica y el m odelo preconcebido también aparece en la crítica de Talmon al radicalismo democrático: The rise of totalitarian democracy, *** Boston: Beacon, 1952, y véase la teoría de Talmon sobre la política, explícitamente burkeana, en págs. 1-6, 253-55. Para una presentación más sutil de esta misma posición general, pero sin la admiración por la burocracia, los dos ensayos de M . Oakeshott, «Political éducation», en Philosophy, politics and so­ ciety, Peter Laslett, ed., O xford: Blackwell, 1956, págs. 1-21 y «Rationalism in politics», Cambridge Journal, vol. 1, 1947, págs. 81-108, 145-57.

444

sidades», ya que son expresadas en el delicado lenguaje del crecimien­ to económico: como cualquier organismo, una organización requiere «seguridad» en su medio, «estabilidad» en sus líneas de autoridad, sutiles pautas de relaciones informales, modos de comunicación, «con­ tinuidad» en sus políticas, y «homogeneidad» en su enfoque.225 En los escritos posteriores de Selznick, los aspectos orgánicos de una organización son separados con mayor nitidez aún de los estrictamen­ te racionales. La palabra «organización» queda reservada para lo que es un «instrumento técnico», útil para orientar las energías humanas hacia un objetivo fijo; es una herramienta, racionalmente destinada a fines técnicos específicos y que, como cualquier herramienta, se gasta. Luego se clasifican los aspectos sociales de la organización y se los de­ signa com o una «institución»: una institución «se acerca más a ser un producto natural de las necesidades y presiones sociales, un orga­ nismo sensible y adaptable». Sus adaptaciones son idénticas al enfo­ que evolucionista de la sociedad sostenido por Burke; son «naturales y, en gran medida, no planeados». «Cuando una organización adquie­ re un yo, una identidad específica, se convierte en una institución».226 Comprender una «institución» requiere un m odo de cognición dife­ rente de la lógica del técnico. «Debemos recurrir a lo que sabemos acerca de las comunidades naturales», ya qiíe nos referimos a conjun­ tos preciosos, vivientes. En la medida en que las organizaciones se trasforman en «comunidades naturales», se vuelven valiosas por sí mismas, ya que «institucionalizar» es «infundir valor más allá de los requerimientos técnicos de la tarea inmediata».227 Hasta aquí el puro lenguaje de Burke: espontaneidad, procesos natu­ rales, organismos adaptativos y comportamiento irracional. Debe re­ cordarse, sin embargo, que Selznick no describe una sociedad rural y preindustrial, un mundo de terratenientes, mansiones solariegas y fie­ les criados, sino el mundo de la General Motors, el Pentágono y la gran universidad pública. A l comparar la gran empresa con una co­ munidad natural, se plantea este interrogante: ¿Qué significa ser miembro de una comunidad semejante? ¿Dónde está la aristocracia natural de Burke, y dónde la relación natural, que evoluciona de mo­ do lento e inconsciente en el tiempo, entre los miembros de la socie­ dad y la élite gobernante? Selznick expresa sus respuestas, no en el lenguaje de Burke, sino en el de Saint-Simon. Para describir la rela­ ción entre el miembro y el grupo dominante se utilizan palabras como «espontánea», pero que han sido despojadas de toda impremeditación y solo sirven como cobertura de la manipulación. «E l mantenimiento de los valores sociales — dice Selznick— depende de la autonomía de las élites»; por eso la participación es «prescrita» para los miembros «únicamente cuando hay un problema de cohesión». Aunque admite que una de las necesidades de los miembros es no sentirse «manipulados», y que las lealtades de aquellos son ingredien­ tes vitales que infunden calidez humana a la desnuda estructura de una organización, Selznick descubre que estos «compromisos» e «iden­ tificaciones» causan dificultades, limitan «la libertad de la conducción 225 P. Selznick, «Foundations o f the th eory . . op. cit ., pág. 29. 226 P. Selznick, Leadership, págs. 5, 21. 227 Ibid., págs. 12-13, 16-17. (Las bastardillas son del original.)

445

para desplegar sus recursos».2282 9La tensión es hábilmente resuelta dis­ poniendo una conjunción entre los objetivos y requerimientos de la conducción y los sentimientos conducidos. Mediante alguna alquimia, se hace compatibles la «espontaneidad» y la «manipulación»: «Cuando decimos que la política está incorporada a la estructura so­ cial de una organización, queremos decir que los fines y métodos ofi­ ciales son espontáneamente protegidos o fomentados. Las Aspiraciones de los individuos son estimuladas y controladas, y ordenadas en sus mutuas relaciones, de modo que produzcan el equilibrio de fuerzas deseado».228

/

Ahora bien: la conclusión extraída por Selznick no difiere, en ningún sentido significativo, de la lograda por el «racionalista» Simón. «E l comportamiento humano ( . . . ) obtiene sus más elevados fines e inte­ graciones del marco institucional en el que actúa y por el cual es mol­ deado». Una vez que se ha fomentado en el miembro el adecuado «apego o lealtad a la organización», queda «automáticamente» garan­ tizado que «sus decisiones serán compatibles con los objetivos de la organización», es decir, tendrá una «personalidad organizacional».2302 1 3 La convergencia de las dos teorías en el punto de la manipulación re­ fleja con gran fidelidad una de las concordancias fundamentales entre casi todos los autores de épocas recientes: la creencia en que el mundo creado por las burocracias organizacionales es y debe ser manejado por élites. A esta altura se hace explícito el cuestionamiento de lo político. Pa­ samos ahora a ver cómo ha sido planteado.

X II.

E l ataqu e a lo p o lí t ic o

En el siglo xix, los impulsos antipolíticos alimentados por el liberalis­ mo clásico alcanzaron una profundidad y una penetración no igualadas en los siglos anteriores. Proudhon declaró que «la molesta situación» actual, se debía a «une certaine maladie de VOpinión ( . . . ) qu*Avistóte a nommé p o l i t i q u e ».251 La abolición de lo político fue proclamada por casi todos los pensadores importantes, y la mayoría de los pro­ yectos para una sociedad futura excluían la actividad política de la rutina de la vida cotidiana.. Es que, como lo expresó Marx, «en la época actual, solo la superstición política cree que el Estado debe mantener unida a la vida civil, cuando en realidad la vida civil man­ 228 Ibid., págs. 8, 18. 229 Ibid., pág. 100 (Las bastardillas son del original.) 230 H . A . Simón, Administrative behavior, págs. 101, 109; C. I. Barnard, op. cit., págs. 187-88. Compárese también el texto siguiente, de un autor que pertenece al grupo organicista: «U na sociedad es libre en la medida en que el comporta­ miento que considere adecuado y natural para sus ciudadanos — el comporta­ miento que estos sienten que es bueno— es también el comportamiento que les exigen sus controles». C. G . Homans, op. cit., pág. 333. 231 P. J. Proudhon, O .C., vol. X V I I , pág. 167.

446

tiene unido al Estado».232 Y este complejo antipolítico no era pose­ sión privada de ninguna escuela en particular; se manifestó en SaintSimon, los utópicos, Proudhon, Comte, Durkheim, los fabianos y los directorialistas. Ahora bien, com o lo hemos señalado en capítulos anteriores, el im­ pulso antipolítico era antiguo y tenía profundas raíces en los comien­ zos mismos de la reflexión política. N o nos interesa, en consecuencia, volver a destacar antiguas animosidades, sino aislar las peculiares manifestaciones de antipoliticismo en la época actual y, más en par­ ticular, indicar los sustitutos exclusivos que se han ofrecido. Nuestra indagación, en suma, se encamina a la sublimación de lo político, an­ tes que a su eliminación. El punto de partida del siglo x ix fue preparado por el liberalismo clásico: el antagonismo entre «Estado» y «sociedad», entre institu­ ciones, autoridades y relaciones que los hombres creían políticas, y las relaciones de tipo social, económico y cultural que los hombres creían «privados» o «fuera» de la actividad política. Como lo expresó Proudhon: «Debemos comprender que fuera de la esfera del parlamentarismo, tan estéril como absorbente, hay otro campo incomparablemente más vasto, en el cual se elabora nuestro destino; que más allá de estos fantasmas políticos, cuyas formas se apoderan de nuestra imaginación, se hallan los fenómenos de la economía social que producen, median­ te su armonía o discordia, todo lo bueno y lo malo de la sociedad».233 A l reflexionar acerca del pasado, los autores del siglo x ix concluyeron gradualmente que ese siglo o, con más exactitud, el año 1789, marcaba el viraje decisivo hacia una futura liberación de la atmósfera asfixiante en que se desarrollaba la actividad política. La gran re­ volución pasó a simbolizar el momento en que el orden político había reunido sus debilitadas fuerzas para un último y desesperado intento de hacer valer su responsabilidad general por el bienestar de la so­ ciedad. Proudhon afirmó que el resultado involuntario de la Revolu­ ción Francesa había sido profundizar la identidad de dos entidades incompatibles: sociedad y gobierno. Este último era, según Proudhon, «un orden facticio», que no concordaba con los principios de «un orden natural concebido de acuerdo con la ciencia y el trabajo». La tarea asignada a la revolución del siglo x ix era invertir y destruir las tendencias políticas alimentadas por 1789, pero hacerlo con el caveat de que no se debía abrigar «ninguna intención de tocar la sociedad misma». La sociedad era sacrosanta, «un ser superior, dotado de vida independiente y, en consecuencia, reconstruirlo arbitraria­ mente estaba muy lejos de nuestro pensamiento». «D el orden político — alegaba Proudhon— pasemos al orden económ ico».234 232 K. Marx, Sociology and social phtlosophy, pág. 220. 233 P. J. Proudhon, General idew of révolution in the nineteenth century, trad. al inglés por J. B. Robinson, Londres: Freedom Press, 1923, págs. 45-46; mencio­ nada en adelante com o General idea of révolution. 234 P. J. Proudhon, General idea of révolution , págs. 74-76; D e la capacité politique des classes ouvrières, París, 1868, pág. 58; O .C ., vol. X V I I , pág. 171.

447

Hacia mediados de siglo, sin embargo, el tono se modifica un tanto: la intervención política en los problemas de la sociedad no era real­ mente peligrosa, como lo creyeran Saint-Simon ,y los socialistas utó­ picos, sino simplemente de efectos triviales. La realidad era de ín­ dole socioeconómica; la acción política no podía modificar aprecia­ blemente el carácter fundamental de la realidad, ni la teoría política podía verdaderamente comprenderla. Como declaró Marx: «E l pensamiento político es realmente pensamiento político en el sentido de que el pensamiento tiene lugar dentro del marco de la ac­ tividad política. Cuanto más claro y vigoroso es el pensamiento polí­ tico, menos capaz es de captar la naturaleza de los males sociales».^5 Entre autores posteriores a Marx, y menos revolucionarios que él, hubo la misma creencia en la futileza definitiva de la política. Sos­ tuvieron que la acción política podía, en el peor de los casos, perver­ tir los asuntos humanos; en el mejor, solamente registrar la realidad social, pero en ningún sentido podía proporcionar una orientación creativa. Los gobiernos, afirmó Durkheim, pueden aplastar a un in­ dividuo, «pero contra la condición ( état) social misma, contra la es­ tructura de la sociedad, son relativamente impotentes». La acción política, continuaba diciendo, actúa desde un punto demasiado remoto para penetrar las almas de los ciudadanos, y emplea métodos dema­ siado toscos para poder imponer regulaciones uniformes «contra la naturaleza de las cosas».233 Para los autores de fines del siglo xix, así com o para sus más recien­ tes sucesores, la sociedad presentaba una estructura desconcertante­ mente compleja, que se mantenía unida por los esfuerzos cooperativos de millones de personas anónimas. Este fue el tema central del fa­ moso concepto durkheimiano de la división del trabajo, de la idea proudhoniana de solidaridad social, de la visión de la sociedad futura expuesta por Marx. Todos estos autores compartían la creencia de que la cooperación social se situaba como la más completa antítesis a la actividad política. Proudhon hablaba en nombre de su época cuando escribió que «le dernier m ot» de la política es «la f o r c e ».2 637 2 5 3 El directorialista moderno es igualmente enfático: « . . . la esfera polí­ tica se refiere al poder. Y el poder no es sino una herramienta, y éticamente neutral en sí mismo. N o es una finalidad social ni un principio ético».238 Cualquier sistema político, incluso la democracia — declara otro autor perteneciente a la misma tradición— no es más que un «sustituto artificial de la cooperación humana», que «ha traí­ do consigo toda clase de achaques y anormalidades». La actividad política tiene al conflicto com o su raison d'être, y el político se ali­ 235 K. Marx, Sociology and social philosophy, pág. 217. (Las bastardillas son del original.) 236 P. J. Proudhon, O .C., vol. I I I , pág. 43. Un «cam bio hacia la democracia (...) incluiría, por ejemplo, un mayor énfasis en los valores humanos en detrimento de los valores sobrehumanos com o el Estado, la política y la ciencia». K. Lewin, Resolvingy pág. 36. 237 P. Drucker, The future of industrial man y pág. 109. 238 E. Mayo, Democracy and freedomy M elbourne: Macmillan, 1919, págs. 43, 48-50, 51-52, 65.

448

menta de esos males, los explota mediante técnicas maquiavélicas y trafica con las pasiones populares y los agravios ilusorios. «Las pana­ ceas políticas» no ofrecen soluciones, ya que «el verdadero problema es cómo establecer cada función individual de m odo que rinda lo me­ jor posible para la sociedad».239 En estas críticas expresaba el siglo su anhelo fundamental: comulgar con la realidad subyacente de la sociedad. Lo verdaderamente humano era la condición social. Para Durkheim, para los pluralistas ingleses com o Figgis y Colé, y para los directorialistas norteamericanos, así com o para psicoanalistas com o Erich Fromm, los valores de la so­ ciedad eran compendiados en las relaciones de pequeños grupos; lo mismo habían opinado los socialistas utópicos. Según Durkheim, únicamente los grupos privados y asociaciones ocupacionales poseían el poder de «arrastrar» los individuos aislados «al torrente general de la vida social». En lo profundo de la sociedad se hallaba encerrada la fuerza vital que buscaba el siglo.240 En el fondo, el siglo anhelaba desesperadamente trascender lo polí­ tico. La expresión más vigorosa de este punto de vista, y en muchos aspectos la más representativa, apareció en los escritos de Marx, quien dijo que en épocas anteriores, las relaciones políticas habían sido su­ premas, penetrado en todos los aspectos de la vida y cubierto de un matiz político la naturaleza social y económica de los grupos. El surgi­ miento del moderno Estado centralizado constituía una «revolución política» que había destrozado «el carácter político de tu sociedad civil». Marx quería decir, con esta paradoja, que el Estado, por un lado, había establecido un m onopolio de poder y autoridad, «un verdadero Estado», al destruir la autonomía de las corporaciones, las guildas y la estructura feudal de clases, y, por el otro, había drenado de estas asociaciones menores las lealtades «políticas», trasfiriéndolas al orden político mismo. D e este modo, el orden político pasaba a ser «una cuestión de preocupación general»; pero los efectos de este proceso sobre la sociedad fueron muy importantes. La sociedad que­ daba disuelta en una confusión de individuos aislados, mientras que el individuo era privado de co n ’ajto con la rica vida de comunidad y asociación, y dejado prisioneic de su propio egoísmo desnudo. En el futuro, los dañosos ejemplos de este cambio «p olítico» serían re­ parados. La dimensión política sería trascendida; el concepto de ciu­ dadano sería cambiado por el de persona humana; el individuo sería liberado de su condición de animal político, artificialmente creada y devuelto a su condición natural de animal social: «La vida social de la cual el obrero esta excluido es una vida social de tipo y alcance· muy diferentes de los de la esfera política. La vida social ( . . . ) es h vida misma, vida física y cultural, moralidad huma­ na, actividad humana, disfrute humano, verdadera existencia humana. 239 E. Durkheim, Suicide, págs. 379-80; División of labor, págs. 28, 180-81, 361; Professional etbics , págs. 45, 87, 90, 101-02. Véase también E. Mayo. Human problems , págs. 126-27, 147, 149-50, 167; Dem ocracy . . . , op. cit., pág. 6; K. Lewin, Resolvingy págs. 54, 57-58, 72-73, 85, 102. 240 K. Marx, Sociology and social pbilosophy, págs. 233-37. Compárese tam­ bién F. Tónnies, op. cit.y pág. 29.

449

La vida humana es la verdadera vida social del hombre. Así como la irremediable exclusión de esta vida es mucho más total, más intole­ rable, espantosa y contradictoria, que la exclusión de la vida política, así también el final de esta exclusión es ( . . . ) más fundamental, com o el hombre es más fundamental que el ciudadano, y la vida humana más que la vida política»?*1 El ataque de Marx al Estado expresaba una convicción difundida en ese siglo, en cuanto a que, si no se tomaban algunas medidas drás­ ticas que detuvieran el gradual aislamiento de los individuos, el cre­ ciente poder del Estado aplastaría lo mejor y más promisorio de la condición humana. Mientras que los liberales del siglo x ix habíap procurado disminuir la amenaza instalando diversos dispositivos cons­ titucionales, otros autores recurrieron a la sociedad en busca de refu­ gios para el individuo. Los utópicos hallaron su soludón al étatisme en la pequeña comunidad autosuficiente; Tocqueville opinaba que las sociedades democráticas podían evitar la centralización únicamente si mantenían un sistema viable de autogobierno local y alentaban el surgimiento de asociaciones voluntarias; Durkheim y los pluralistas ingleses miraron hacia una sociedad de grupos profesionales casi au­ tónomos que contuviera las arremetidas del poder estatal Había, así, acuerdo generalizado d e que el aislamiento social era la causa funda­ mental del étatisme y que podía ser superado si se eliminaba la fuente del poder del Estado. Sería mezquino dudar de la autenticídád de esta ansiedad, o sugerir que el siglo seguía una dirección espúrea. Nos preocupan, en cambio, las consecuencias del diagnóstico y el remedio. Rechazar el Estado significaba negar la referencia central de lo político, abandonando to­ da una gama de ideas y las prácticas por ellas indicadas — ciudadanía, obligación, autoridad general— , sin detenerse a reflexionar en que la estrategia de retirada podía acrecentar aún más el poder estatal. Ade­ más, cambiar la sociedad o los grupos por el Estado podía ser un trueque dudoso si la sociedad resultaba, como el Estado, incapaz de resistir la marea de la burocratización. Estas dos posibilidades se han realizado. La desconfianza hacía el Estado ha reducido los códigos de civilidad a la apariencia de rituales que seguimos un poco avergon­ zados y un poco turbados. A l mismo tiempo, el descubrimiento de que hay muy poco en la vida humana que sea inmune a la burocrati­ zación ha disipado en parte la magia del grupo. Estos procesos ofre­ cen el escenario contemporáneo para volver a representar papeles po­ líticos y recitar ideas políticas: con el descrédito del orden político, y el retiro de la sociedad que manifiesta, a su vez, crecientes síntomas de burocratización, ha resurgido lo político, aunque disfrazado con las vestiduras de la vida organizacional. Lo que se ha negado al orden político ha sido asimilado al orden organizacional. Esta trasferencia no fue difícil, ya que, com o señaló Proudhon hace un siglo, la identidad y legitimidad de lo político consisten solamente en «ciertos signos u ornamentos, y en la ejecución de ciertas ceremonias»;2 242 por 1 4 ello, sí el hombre moderno se niega a creer en la importancia de estos 241 K. Marx, ibid. 242 R. W . Davenport, según cita en C. Kerr y L. H . Fisher, op. cit.y pág. 305.

450

^

#

símbolos y rituales, es líbre de trasladar su apoyo a otros objetos. Y qué fácil es la transición: «los Derechos del H ombre pueden quedar tan seguros en manos colectivas com o en manos individua­ les».243 La vida política de la organización comenzó con el descubrimiento de que una organización privada, com o la moderna sociedad anónima financiera, presentaba casi todas las características distintivas de un orden político: «La sociedad anónima es ahora, en esencia, una institución política monoestatal, y sus directores se encuentran en la misma situación que quienes ocupan cargos públicos» 244 Se adujo que un conglomerado enorme, como la General M otors, un cártel como I. G. Farben, un monopolio como la Standard O il, ejer­ cen un poder igual al de muchos organismos gubernamentales. Dis­ ponen de enormes recursos, tanto humanos com o naturales; su rique­ za suele exceder a la de muchas jurisdicciones gubernamentales; sus acciones afectan las vidas y bienestar de innumerables individuos; su influencia se extiende más allá de la esfera meramente económica, penetrando legislaturas, dependencias gubernamentales y partidos po­ líticos. Quiere decir que, si estas entidades parecen actuar com o so­ ciedades políticas, pueden ser estudiadas a través de las categorías de la ciencia política.245 Por ejemplo: si la sociedad anónima es una forma política, tiene que poseer «autoridad» sobre sus miembros. De acuerdo con un conocido escritor, la «autoridad» del grupo go­ bernante de una sociedad anónima es obtenida mediante un proceso idéntico al descrito por los grandes teóricos políticos que se refirieron al contrato social: «La moderna sociedad anónima es, de tal modo, una institución po­ lítica que tiene por finalidad la creación de legítimo poder en la esfera industrial ( . . . ) El objetivo político de la sociedad anónima es crear un gobierno social legítimo sobre la base del poder inicial de los derechos individuales de propiedad de sus accionistas. La sociedad anónima es el Contrato social en su forma más pura».246 En concordancia con este descubrimiento de lo «p olítico» en las or­ ganizaciones, los conceptos e ideas vinculados con el desacreditado orden político son rescatados para utilizarlos en la descripción de su sucesor. Términos como «gobierno», «gabinete interno», «función judicial final», «Corte Suprema», «institución representativa», «or­ den», «fideicomisarios de la comunidad» y «justo consenso de los 243 A . Berle, op. cit ., pág. 60. 244 Ibid.y pág. 17; P. Drucker, C on cept . . . , op. cit.f pág. 12. 245 P. Drucker, Future of industrial man y págs. 52-53. Nótese también el ar­ gumento de C. M . Arensberg y G . Tootell («P lant sociology: Real discoveries and new problem s», en Common frontiers of the social Sciencesy págs. 314-15) se­ gún el cual el gerente de empresa trata con un núcleo que más que «cultural o em ocional» es político. 246 P. Drucker, The practice of managementy págs. 102-03, 139 y sigs.; Con cept of the Corporation y pág. 208; A . Berle, op. cit., págs. 60, 83, 169.

451

gobernados», se hallan dispersos en toda la literatura que se refiere a la organización.247 La culminación de esta tendencia es revelada con claridad por la re­ ciente obra de Selznick, Leadership in administration, donde aquel declara que el mundo social actual está organizado alrededor de or­ ganizaciones gigantescas «en gran medida autogobernadas». Estas, debido a los enormes recursos de que disponen, tienen xuna respon­ sabilidad ineludible — mejor dicho, la tienen sus dirigentes— en el . «bienestar de numerosos miembros». Estas instituciones son «de ín­ dole pública» porque se hallan «ligadas a los intereses» y encaran «los problemas que afectan el bienestar de toda la comunidad».24? Gomo corresponde a entidades que han asumido la vestidura de lo político, el moderno ejecutivo «se convierte en un estadista», y ¿u organización abandona, en gran medida, su carácter técnico o admi­ nistrativo a cambio de la más elevada dignidad de una «institución», es decir, «un organismo sensible, adaptable», merecedor del nombre consagrado de «sistema político». La pretensión de jerarquía política reside en el hecho de que la moderna organización enfrenta el mismo tipo de problemas habituales en la vida del orden político. «H ay el mismo problema constitucional básico» de acomodar los «intereses grupales fragmentarios» a «los objetivos del conjunto»; de elaborar políticas propias de estadistas, que «definirán los fines de la existen­ cia del grupo»; de zanjar conflictos internos estableciendo el «con ­ senso» y manteniendo un «equilibrio de poder».249 Cuando el perfil de la conjunción toma forma plena comprobamos que hemos reco­ rrido el círculo completo, y volvemos de nuevo al primero de los filósofos políticos: « . . . hombres creativos ( . . . ) que saben cómo trasformar un cuerpo neutral de hombres en un sistema político comprometido. A estos hombres se los llama dirigentes, y su profesión es la actividad polí­ tica».250

X I I I . E lite y m asa: la a c c ió n en la era de la o r g a n iz a c ió n En su argumentación > que exigía un delicado cálculo de tiempo; la espontaneidad hacía «más necesa-/ tía» la organización.268 Solo por la inteligencia organizativa podían los revolucionarios eva­ luar «la situación política general», desarrollar «la capacidad para ele­ gir el momento adecuado para el levantamiento», y disciplinar lás organizaciones locales de modo que estas «reaccionaran simultánea­ mente ante las mismas cuestiones políticas».269 La organización pro­ porcionaba, así, dirección y forma preconcebidas al bullénte fermento ae fuerzas revolucionarias «espontáneas»; mantenía «un plan sistemá­ tico de actividad» a través del tiempo y preservaba «la energía, esta­ bilidad y continuidad de la lucha política». Mediante la organización, los revolucionarios podían «concentrar todas estas gotas e hilos de agua de entusiasmo popular» en «una sola marea gigantesca».270 So­ bre todo, la «agitación política multilateral y totalizadora» emprendi­ da por la organización colaboraba para unir la élite a la masa; la or­ ganización pone a la élite «en mayor proximidad con la multitud, y fusiona la fuerza destructiva elemental de esta con la fuerza destruc­ tiva consciente de la organización de revolucionarios».271 A l explicar Lenin los detalles de la organización revolucionaria, se in­ trodujo en su estilo un tono diferente, casi estético. Comenzó a mirar al «aparato» con el celoso orgullo de un artista, y a cubrir de escarnio a quienes pretendían «degradar» laxorganización encaminándola hacia vulgares objetivos económicos y «fines inmediatos»; a deplorar el «pri­ mitivismo» de la organización existente, que había «rebajado el pres­ tigio de los revolucionarios en Rusia». La tarea de la organización era elevar a los obreros «al nivel de los revolucionarios», no degradar la organización: al nivel del «obrero común». Por sobre todo, cuando ma­ durara la situación revolucionaria, se debía tomar especial cuidado pa­ ra evitar el peligro de que la organización partidaria fuera «ahogada» por la ola revolucionaria. Para su propia protección, la organización debía ser lo bastante poderosa como para dominar la «espontaneidad» de las masas.272 La insistencia de Lenin en el «núcleo pequeño y compacto» de revo­ lucionarios profesionales com o engranaje vital de la organización lo 267 « . . . parafraseando un conocido epigrama: dadnos una organización de re­ volucionarios, y moveremos toda Rusia». Selected works, vol. II , pág. 141. 268 Ibid., págs. 125, 134, 138. Y véase el estudio en A . G . Meyer, Leninisnty Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1957, pág. 32 y sigs. y cap. 2. 269 V . I. Lenin, Selected works, vol. II , pág. 188. 270 Ibid., págs. 96, 116-17, 121, 134, 143-44; Eve of October , Londres: Little Lenin Library, vol. X X I I I , pág. 5 ; Left-wing communism. An infantile disorder, Londres: Little Lenin Library, vol. X V I , págs. 10-11, 75-76. 271 V . I. Lenin, Selected works , vol. I I , pág. 184. 272 Ibid., págs. 122-23, 141, 145, 183-84.

458

condujo a preguntarse qué tipo de democracia, y cuánta, se podía per­ mitir. Su respuesta estableció un marco de argumentación que sería reproducido por autores posteriores interesados en esa misma cues­ tión general. Fue el procedimiento adoptado por Michels en su famoso estudio sobre las tendencias oligárquicas y burocráticas en partidos que se declaran democráticos; por Chester Barnard, en su análisis de las contradicciones entre las exigencias de la conducción administra­ tiva y de las prácticas democráticas; por estudiosos de la organización, preocupados por el modo en que la sociedad de masas, con su pro­ pensión a la «nivelación radical», «impide el surgimiento de una con­ ducción social efectiva».273 Lo importante aquí es cóm o se plantea el interrogante: ¿Cuánta democracia puede tolerar una organización?, y nunca a la inversa. La respuesta de Lenin fue un modelo de franqueza: «Burocracia contra democracia es lo mismo que centralismo contra autonomía [lo ca l]; es el mismo principio organizativo de la democra­ cia política revolucionaria, opuesto al principio organizativo de los oportunistas de la socialdemocracia. Estos quieren actuar de abajo ha­ cia arriba ( . . . ) Aquellos actúan desde arriba, y abogan por la amplia­ ción de los derechos y poderes del centro respecto de las partes ( . .) M i idea ( . . . ) es “ burocrática” en el sentido de que el Partido está construido de arriba hacia abajo . . .».274 La democracia, por consiguiente, debía ser redefinida de un m odo más compatible con los imperativos de la organización y el elitismo. Era menester restringir severamente la pertenencia para no arriesgar el carácter altamente profesional de la conducción. A l mismo tiempo, una especie de democracia burocrática alentaría a los obreros talento­ sos a ascender a puestos de conducción: com o en la sociedad anónima moderna, tenía que haber lugar en la cúspide.275 La «verdadera» garan­ tía de responsabilidad democrática hacia los asociados residía en la es­ trecha solidaridad de la élite; la «confianza total, fraternal y mutua entre revolucionarios».276 Cuando pasó a examinar la tarea de construir el nuevo orden, Lenin recurrió una vez más a la misma receta: construir exigía, lo mismo que destruir, una organización sistemática y un grupo dirigente compacto. Como Calvino al enfrentarse con los sectarios que creían que el solo «entusiasmo» bastaba para sostener la Iglesia, Lenin tuvo que elimi­ nar el argumento anarquista según el cual los hombres, con la destruc­ ción del viejo orden, podían pasar directamente a una condición en que el poder fuera innecesario. «E l proletariado — declaró— necesita poder estatal, organización centralizada de la fuerza, organización de 273 R. Michels, op. cit.\ C. I. Barnard, Dilemmas of leadershtp in the dentócratic process, págs. 10-15, 16, nota 7; E. M ayo, Democracy . . . , op. cit.y págs. 13, 19-20, 20-28, 33-34, 42-43; P. Selznick, The organizational tveapon, págs. 278-79. 274 V . I. Lenin, Selected tvorks, vol. II , págs. 447-48, 456, nota 1. 275 Ibid.y págs. 138-39, 360-61, 373. «Para la revolución es esencial: primero, que la mayoría de los obreros (o , por lo menos, la mayoría de los obreros pen­ santes, con conciencia de clase y políticamente activos) comprendan plenamen­ te la necesidad de una revolución y estén listos para sacrificar sus vidas por e lla . . .*. Left-wing communistn . . , , op. cit.y pág. 65. 276 V . I. Lenin, Selected works, vol. I I , págs. 155-56.

459

la violencia. . ,».277 La actividad política de viejo estilo sería, claro está, abolida, ya que, gracias a los adelantos del capitalismo, la mayo­ ría de las tareas gubernamentales habían quedado simplificadas a tal punto que podían ser resueltas mediante simples procedimientos como los seguidos en las oficinas de correos. La sociedad evolucionaría gradualmente hacia el «estado apolítico» que, aunque no era la etapa fi­ nal, sería un definido progreso respecto del pasado.2782 0 8 9 7 Lenin ofreció un esclarecedor atisbo del funcionamiento de la menta­ lidad organizacional cuando pasó a examinar qué se debía abolir y qué conservar de lo político. La actividad política, tal como la representa­ ban las rivalidades entre partidos, las maniobras legislativas, las fric­ ciones originadas entre equipos gubernamentales y la lucha por venta­ jas grupales, debía ser suprimida: la organización excluía la actividad política. En cambio, los aspectos de lo político que eran compatibles con la organización o necesarios para ella debían ser conservados. Se decía, por ejemplo, que el Estado proletario necesitaba «cierta medi­ da de subordinación» y «alguna autoridad o poder». Se perpetuaría, por sobre todo, la burocracia misma: «destruir la burocracia de modo inmediato, en todas partes, por completo, es impensable». Sostener que se podía eliminar «toda administración» y «toda subordinación» no era más que un «sueño anarquista».279 El cariño prodigado p or Lenin a la organización revolucionaria fue trasferido ahora a la maquinaria gubernamental. Afirm ó que la socie­ dad revolucionaria no solo podía aprovechar las avanzadas técnicas de la administración capitalista, sino que las perfeccionaría y purificaría. Las posiciones públicas ya no serían degradadas como meros trampo­ lines para obtener puestos más lucrativos en la industria privada; ya no regiría la tradición despreocupada y aristocrática de la administra­ ción pública. Esta sería una organización pura, no desfigurada por parásitos. «A quí nuestro problema consiste solamente en podar lo que desfigura de manera capitalista este aparato, por otra parte excelen­ te . . .».28° Teniendo eñ cuenta su admiración por las bellezas de la organización y su confianza en su poder creativo, no es de extrañar que Lenin se haya apresurado en ponerlas a prueba. Como otros técnicos de la organización más recientes, no lo atemorizó la falta de recursos disponi­ bles, el bajo nivel de especialización y alfabetismo, la tremenda dis­ tancia entre realidad y aspiraciones. A esos partidarios timoratos que rogaban posponer la revolución hasta que la naturaleza humana pu­ diera ser educada para las exigencias de la nueva época, contestó Le­ nin con lo que fue un enunciado clásico de la fe correspondiente a la nueva era organizacional: «N o; queremos la revolución socialista con

*

4

#

277 V . I. Lenin, State and revolution, Nueva Y ork: International Publishers, 1932, pág. 23; véanse también págs. 11, 17, 22. 278 Ibid.y págs. 42-44, 53. 279 Ibtd.y págs. 42, 43, 52-53; Opportunism . . . , op. cit.y págs. 26, 29. Lenin sostuvo, incluso, que los técnicos administrativos del antiguo sistema debían ser conservados en la nueva sociedad. La premisa de que las habilidades adminis­ trativas y técnicas son universalmente aplicables a cualquier sistema político o social es un lugar común de la literatura reciente. 280 V . I. Lenin, State and revolution, op. cit.y pág. 65; O pportunism ..., op. cit.y pág. 26. 3

460

Ja naturaleza humana tal como es ahora, con una naturaleza humana que no puede prescindir de subordinación, control y “ gerentes” ».281 Quedaba un último problema: ¿Cómo hacer concordar la organización con la profecía de Marx acerca de una sociedad futura donde el Estado se «extinguiría» y la coacción perdería todo justificativo? Para Lenin, esto no fue problema. Admitió que, en última instancia, habría de­ mocracia verdadera o «primitiva», pero la concibió como democracia dentro de las premisas de la organización; o, con más exactitud, pensó que la perfección de la organización equivaldría a la verdadera demo­ cracia. La simplificación gradual del trabajo obviaría la necesidad de contar con expertos talentosos y colocaría todas las funciones al alcan­ ce «d e cada individuo». Dado que «democracia significa igualdad», el desarrollo de la organización podía satisfacer este criterio dividien­ do tareas complejas en operaciones sencillas. «Toda la sociedad se ha­ brá convertido en una sola oficina y una sola fábrica, con igual traba­ jo e igual pago».2822 3En resumen: la verdadera organización es igualdad. 8 La presciencia de las teorías de Lenin queda confirmada por su reapa­ rición en la literatura, de orientación conservadora, de la teoría organizacionál.288 Autores como Selznick han hecho con Lenin lo que Marx hizo con Hegel; es decir, darlo vuelta. La nueva fórmula no es leninismo puro, sino leninismo revestido por el lenguaje de Burke. La afición a la organización en gran escala que despliegan los autores contemporáneos deriva, en gran medida, de las ansiedades provocadas por el surgimiento de la masa. Ven a las organizaciones como institu­ ciones mediadoras, que encauzan a los individuos desorientados hacia un comportamiento socialmente útil y los dotan de un sentido de los valores urgentemente necesario. Estas vastas entidades proporcionan los centros estabilizadores, que no solo integran y estructuran las ma­ sas amorfas, sino que también las controlan.284 La función que Selznick asigna a la élite parece proceder más de Burke que de Lenin. Advierte que el grupo gobernante no se halla en una posición análoga a la del escultor, libre de «moldear la organización de acuerdo con sus deseos íntimos . . .», sino en una postura «esencialmente conservadora».285 Preservar la vida del grupo era una tarea imposible de redpcir a una cuestión de planillas de balance, como tampoco la sociedad burkeana podía ser tratada como «un convenio social en un trueque de pimienta y café», ni el movimiento revolucionario leninista como un mero ins­ trumento destinado a fomentar intereses gremiales. El administrador es responsable de los procesos vitales de un «sistema político».286 Pa281 V . I. Lenin, State and revolutiony op. c it ., págs. 42-43. 282 Ibid.y págs. 82-84. 283 Selznick confiesa la orientación conservadora de su teoría en una obra (The organizational weapon, pág. 314, nota 2 8) donde no solo analiza la teoría co­ munista de la organización partidaria, sino que extrae de ella lecciones para cualquier teoría de la organización. El sesgo conservador del pensamiento de Selznick, y, antes, de Mayo, sugiere qué irremediablemente anacrónicos son los autores conservadores románticos contemporáneos. En lugar de apelar a Burke, a escritores com o K irk y Rossiter les convendría más reconocer a sus verdade­ ros aliados. 284 P. Selznick, The organizational weapon , págs. 286, 295, 313. 285 P. Selznick, Leadership, págs. 27, 149. 286 Ibid.9 págs. 27-28, 60, 147-48.

461

ra cumplir con eficacia sus fines, es menester que logre el «consenso» de los miembros; pero «consenso», en la era de la organización, no connota autogobierno, y mucho menos la idea de participación tal co­ mo era practicada en el antiguo «sistema político». Significa, en cam­ bio, «com prom iso», que es algo muy diferente. «Comprom iso» es la receta especial para una época de masas en que los hombres se hallan aislados, y sus vidas despersonalizadas y tristes. Sus ansias son psíqui­ cas, y, por lo tanto, deben ser satisfechas por «integración» en lugar de aumentar su ansiedad con exigencias de participación.287 El obje­ tivo de la élite es, por ende, convertir a los «hombres neutrales» en un «sistema político comprometido». Ahora bien; también es cierto que Selznick utiliza a veces «com pro­ miso» como sinónimo de «lealtad», y se dice que «lealtad» implica / «consenso racional, por libre voluntad».288 Si bien esto puede parecer/ un caso de uso descuidado del lenguaje, o una estrategia engañosa par ra explotar algunas consignas altisonantes, también se ubica de llenó en la tradición manipulativa. Las ideas de Selznick sobre el «com pro­ miso», la «lealtad» y el «consenso racional, por libre voluntad», tienen tanto de libre opción y espontaneidad como la teoría de Lenin, sobre el «centralismo democrático» tiene de democracia: «Mediante un prolongado acostumbramiento, y a veces también como resultado de un adoctrinamiento insistente, el individuo absorbe un modo de percibir y de evaluar su experiencia. Esto disminuye su an­ siedad, prestando una apariencia familiar al mundo de los hechos, y además ayuda a asegurar una fácil conformidad con la práctica es­ tablecida».289 Como lo aclara Selznick, la «participación» está «prescrita ( . . . ) úni­ camente cuando hay problema de cohesión». Se previene además que no se debe permitir al miembro que se comprometa él mismo en ex­ ceso, ya que esto ocasiona rigideces que limitan «la libertad de la conducción pgra desplegar sus recursos».290 Otros aspectos «políticos» del «sistema político» organizacional son similarmente trasformados en fichas listas para ser manipuladas por los dirigentes. Las reglas o «leyes» de la organización, el «pluralismo» de su estructura, son todos mecanismos útiles para facilitar la tarea de gobernar. Las creencias de los miembros son descritas com o «ideolo­ gías», siendo objeto de una «técnica» destinada a manipular «mitos 287 Ibid., págs. 90, 150. Es indicativo de la concepción moderna de consenso el hecho de que hasta un autor declaradamente «dem ocrático» com o Kurt Lewín, quien dedicó sus investigaciones psicológicas a explorar las condiciones favorables a una vida grupal democrática, haya producido una teoría de la «aceptación» que no difiere de m odo significativo de las teorías de Selznick, más burocráticas. Véase Resolving, págs. 116-17. 288 La preocupación por el «cpm prom iso» conduce a un curioso contraste entre lo que Selznick clasifica com o «stalinista» y «stalinoide»: el segundo está aliena­ do, carece de adhesión a ideales, y propende a aceptar la conveniencia — es «un compañero de ruta»— , mientras que eí «stalinista» ha dado «el salto decisivo a un nuevo conjunto de valores» y hallado una nueva fuente de sostén espiritual. The organizational weapon, págs. 298-307. 289 P. Selznick, Leadership, pág. 18. 290 Ibid., págs. 18, 116; The organizational weapon, pág. 288.

462

socialmente integradores».291 Aunque se afirma que en un momento dado las «ideologías administrativas» surgen «d e manera espontánea y no planeada», nuestro examen anterior nos ha preparado para la prestidigitación que trasforma la «espontaneidad» en dirección. Se des­ cubre, sin sorpresa, que «una doctrina bien formulada» es «notable­ mente útil para elevar la moral interna, comunicar las bases para de­ cisiones y rechazar pretensiones y críticas externas». «Guando decimos que el sistema político está incorporado a la estruc­ tura social de una organización, queremos decir que los fines y méto­ dos oficiales son espontáneamente protegidos o impulsados. Las aspi­ raciones de individuos y grupos son estimuladas y controladas ( . . . ) de modo que produzcan el equilibrio de fuerzas deseado».292

X I V . O b se rv a cio n e s fin ales En los últimos capítulos se han señalado especialmente los temas que parecían estar entre los más importantes para comprender la orienta­ ción predominante seguida por el pensamiento político reciente. Sería descabellado, sin embargo, pretender que se ha hecho justicia a la ri­ queza y diversidad de las reflexiones recientes, ni a su eventual per­ versidad. En consecuencia, sería groseramente dogmático concluir con un pronunciamiento sobre el problema de la reflexión política y social contemporánea. Lo que sigue es un breve resumen de algunas de las dificultades halladas por la teoría reciente, y algunas indicaciones su­ mamente provisorias acerca de una posible salida. Un examen de la teorización reciente permite ver con bastante clari­ dad que ha tenido lugar una reacción contra algunas de las teorías principales del pensamiento político. Es importante, sin embargo, no equivocarse en cuanto a la naturaleza de dicha reacción. Como hemos visto en el último capítulo, lo característico de nuestra época no es la hostilidad hacia la actividad política y lo político; por el contrario, el pensamiento reciente ha demostrado sumo ingenio para descubrir fe­ nómenos políticos en casi todas las actividades humanas importantes. En seguida volveremos a este punto, pero aquí basta con que insista­ mos, una vez más, en que lo peculiar del presente no es el antipoliti­ cismo como tal, sino la sublimación de lo político en formas de aso­ ciación que el pensamiento anterior había creído apolíticas. La reacción que presenciamos requiere una explicación más compleja Expresada de manera algo torpe, es una reacción contra la naturaleza general de la teoría política tradicional y, al mismo tiempo, contra las pretensiones de lo político a un ámbito tan vasto com o la sociedad misma. Tal vez se pueda aclarar mejor esto indicando brevemente qué quiero decir cuando hablo del carácter general de lo político. Durante el prolongado desarrollo de la tradición occidental de pensa­ miento político, ha habido una tendencia recurrente a identificar lo 291 P. Selznick, Leadersbipy págs. 96-97, 151. 292 Ibid.y págs. 14, 100.

463

político con lo que es general para una sociedad. La inclusividad de la sociedad política, por ejemplo, ha sido contrastada siempre con los provincianismos de familia, clase, comunidad local y secta. Además, la responsabilidad general por el bienestar de toda la sociedad ha sido considerada, de modo constante, como función especial del orden po­ lítico. Tomemos otro caso: el status del ciudadano ha sido concebido en términos de un rol que definía los deberes y expectativas del indi­ viduo en cuestiones de interés general. Por último, la autoridad polí­ tica ha sido definida como la autoridad que representa a la generalidad de la sociedad y habla en su nombre. Estas tendencias, a su vez, se han inscrito en las pretensiones de la teoría política misma de ser un, cuerpo de. conocimiento y sabiduría referente al intento de la sociedad de articular lo que es común o general a su vida. ¡ En contraste, la teoría social y política reciente ha tenido un enfoque más limitado. Sus valores han sido más locales, ya que se refieren a agrupamientos y asociaciones más pequeños. Ha sido así no solo con respecto a escritores como los socialistas utópicos, Proudhon, Durkheim y los pluralistas, sino también respecto de quienes adhieren a la denominada «teoría grupal de la actividad política». En palabras de uno de los más influyentes de los teóricos grupales: «Cuando los gru­ pos están adecuadamente enunciados, todo está enunciado».293 El lo­ calismo es, en suma, la señal distintiva no simplemente de quienes se interesan por recetar nuevas formas de organización política y social sino también de quienes declaran interesarse únicamente en explicar y describir. El especialista contemporáneo en ciencias sociales tiende a adoptar modos de comprensión y análisis que son disectivos, incluso escolásticos; busca constantemente clasificaciones intelectuales más fáciles de manejar que las de la política general. Se inclina por anali­ zar a los hombres en términos de orientaciones de clases, orientacio­ nes grupales u orientaciones ocupacionales; pero el hombre, como miembro de una sociedad política general, apenas si es considerado un sujeto adecuado p?ra la indagación teórica, ya que se presupone que la «ciudadanía local» — el hombre como gremialista, burócrata, rotario, ocupante de determinado renglón como contribuyente— es la in­ fluencia primaria o determinante sobre su comportamiento como ciu­ dadano político. Igual procedimiento se sigue con respecto a las creen­ cias. Se considera al individuo como un comprador que lleva consigo distintos paquetes, conteniendo uno su ideología «profesional», otro su ideología «de clase», un tercero sus actitudes «de minoría», y acaso un cuarto paquete, más discreto, que encierra su «ideología religiosa». La metáfora es, sin embargo, demasiado eufemística, ya que la impre­ sión que deja en definitiva este tipo de análisis es que cada uno de nosotros queda consecutivamente aprisionado, por así decirlo, dentro de una serie de creencias inconexas. N o se atribuye a ninguno de no­ sotros un conjunto general de ideas, ya que no somos analíticamente significativos, salvo cuando estamos ubicados dentro de ciertas clasi­ ficaciones. La fragmentación del hombre político no es sino parte de un proceso más vasto, que viene teniendo lugar en la teoría política y social. 293 Bentley, Process of government, págs. 208-09.

464

Durante los dos últimos siglos, la perspectiva de la teoría política ha sido desintegradora, esforzándose de modo persistente por destruir la idea de que la sociedad debía ser considerada, en términos precisos, com o un todo, y que su vida general se expresaba mejor a través de formas políticas. Un resultado de este tipo de teorización ha sido acha­ tar la tradicional majestas del orden político. Ello se ha logrado re­ duciendo la asociación política al nivel de otras asociaciones, al mismo tiempo que estas han sido elevadas al nivel del orden político y dota­ das de muchas de sus características y valores. En años recientes, el impulso hacia este proceso ha provenido de dos fuentes. Tenemos, en primer término, a paladines del grupismo — y en esta categoría inclui­ ría a los partidarios de las pequeñas comunidades, los pluralistas, Durkheim, los que alaban los valores de la fábrica com o sistema so­ cial, y los defensores contemporáneos de la organización corporati­ va— , todos los cuales concuerdan en que la personalidad y necesida­ des del hombre pueden ser satisfechas en algún tipo de agrupamiento más pequeño que las entidades políticas tradicionales, y diferen­ te de ellas. A l mismo tiempo, son renuentes a admitir que haya alguna necesidad humana general que sea satisfecha de modo exclusivo en la vida políti­ ca, salvo posiblemente la necesidad de paz y defensa, o que haya alguna necesidad individual o social que requiera formas integradoras de actividad.294 El supuesto vigente entre la mayoría de los partidarios de los grupos ha sido que la perpetuación de la sociedad exige la eje­ cución de cierto número de funciones. Estas funciones son, a su vez, el complemento de una cantidad determinada de necesidades huma­ nas. El paso siguiente, en esta cadena de razonamiento, requiere enu­ merar la cantidad de estas funciones que están siendo satisfactoria­ mente cumplidas por asociaciones o grupos apolíticos, tales como sin­ dicatos, Iglesias, grandes empresas y otros agrupamientos privados o voluntarios. La suma de funciones grupales se resta entonces de la to­ talidad de funciones socialmente necesarias, y se permite que lo bien poco que queda pertenezca al dominio del orden político. Y es lo más frecuente que el resto resulte abarcar principalmente funciones admi­ nistrativas. De este modo, el orden político llega a ocupar el rango de legatario residual, haciéndose cargo de las tareas que otros grupos u organizaciones no quieren o no pueden llevar a cabo. Sin embargo, siempre hay la esperanza de reducir constantemente la cantidad de funciones políticas, y siempre el intento de agregar a los grupos una función política más. Otra línea de argumentación ha contribuido asimismo a la deprecia­ ción del carácter político del orden político. Esta ha consistido en po­ litizar el carácter de grupos apolíticos. Se designa a los dirigentes fi­ nancieros com o «estadistas» responsables por el gobierno de sus em­ presas-sistemas políticos; se compara con partidos políticos a los ele­ mentos divergentes dentro de un sindicato;295 se considera que la per294 Véase por ejemplo, G . D . H . Colé, Social theory , cap. V , y págs. 132-34, y Guild socialism re-stated, págs. 122-124. 295 S. M . Lipset, «D em ocracy in prívate government: A case study o f the Inter­ national Tipographical U nion», British Journal of Sociology, vol. 3, 1952, págs. 47-65.

465

tenencia y participación en grupos y grandes empresas plantea pro­ blemas del mismo orden que la ciudadanía política. A l converger, estas dos tendencias han producido un cuadro de la so­ ciedad com o una serie de estrechas islitas, evolucionando cada una ha­ cia la autosuficiencia, esforzándose cada una por absorber los miem­ bros individuales, cada una sin ninguna afiliación natural a una unidad más global. Un típico ejemplo de este modo de pensar fue el comen­ tario del ex decano de la Harvard Business School, quien, después de elogiar el «logro» mediante el cual la fábrica se había convertido en «la fuerza estabilizadora a cuyo alrededor [los obreros] desarrollan vidas satisfactorias», pasó a señalar que esto se había conseguido «pe- / se a los cambios tecnológicos producidos dentro del establecimiento y el caos social en la comunidad exterior».296 Lo significativo de este/ comentario es la creencia implícita de que la vida grupal no solo pue·? de ser perfeccionada frente a un «m edio externo» caótico, sino que, aumentando de m odo constante la cantidad de grupos saludables, ya no habrá ningún «m edio externo» por el cual preocuparse. De modo igualmente implícito, se presupone que el orden político forma parte de este «medio externo», «demasiado lejano, moral y espacialmente, para poseer nada de la viviente realidad de la colaboración activa para los individuos».297 Así, en la perspectiva contemporánea del universo social, la sociedad política, en su sentido general, ha desaparecido. Selznick nos ofrece una sociedad caracterizada por vastas burocracias, cada una de ellas un sistema político autárquico, sin conexiones or­ gánicas entre sí, nada más que un terreno de diplomacia y negociación para los nuevos estadistas organizacionales. Berle, el ex partidario del «N ew Deal», está plenamente satisfecho con la forma en que la mo­ derna sociedad anónima se ha desarrollado hasta convertirse en una institución planificadora, y anhela el momento en que «el Estado no sea al factor dominante» 298 Ideas como esta son típicas de la fuga contemporánea de esa dimen­ sión general que ha servido, en el pasado, como base para teorías viables de lív id a política. No es sorprendente, por lo tanto, que la teoría reciente no haya logrado producir un cuerpo de ideas políticas referidas a un orden general; vale decir, un orden cuya función sería integrar las discontinuidades de la vida grupal y organizacional en una sociedad común. Además, el divorcio entre lo que es político y lo que es general ha conducido repetidamente a los autores recientes por ca­ minos infructuosos. Con esto quiero decir que que han intentado si­ tuar problemas políticos en marcos que son esencialmente apolíticos; el resultado ha sido una serie de callejones sin salida. Un ejemplo ins­ tructivo de $sto es el problema de la responsabilidad de los gerentes de las sociedades anónimas. A autores como Berle y Drucker les re­ sulta profundamente inquietante la creciente autonomía gerencial en una época en que la sociedad anónima está dominando gran parte de 296 W . B. Donham, en su Prólogo a E. Mayo, Social problems, pág. viii. 297 E. Mayo, Human problems, pág. 149. Whitehead previene de que, si la ge­ rencia n o asume la dirección de la comunidad, intervendrán organizaciones polí­ ticas, «cuyos métodos no siempre son deseables ni fáciles de controlar». Lea­ dership in a free society , pág. 119. 298 A . Berle, op. cit ., pág. 175.

466

la vida social. Berle, por ejemplo, señaló que la moderna sociedad anónima depende cada vez menos del capital aportado por los accio­ nistas individuales. T odo su análisis de este problema, comenzando por la clásica obra The modern corporation and private property, ha consistido, en gran parte, en tratar la sociedad anónima com o si fuera una entidad política, susceptible, por consiguiente, de sufrir proble­ mas de tipo político. L o que quiero decir, sin embargo, es que esta clase de enfoque conduce a confusiones, pues el concepto de respon­ sabilidad poli dea, en este contexto, está fuera de lugar. La responsa­ bilidad política ha connotado tradicionalmente una forma de respon­ sabilidad procedente de un grupo general de adeptos o sostenedores, y ha sido un problema precisamente porque la sociedad contiene una multiplicidad de grupos. Otros autores han intentado solucionar la misma dificultad planteada por Berle aduciendo que la gerencia es responsable ante diversos grupos de sostenedores, tales com o los ac­ cionistas, los obreros, otras compañías financieras, y ese grupo difuso denominado el «público». Esta línea, sin embargo, ha sido igualmen­ te infructuosa, ya que procura resolver el problema diluyendo la res­ ponsabilidad; es decir, también pasa por alto que lo que hace política la responsabilidad es la característica general derivada de lo que es común al grupo de sostenedores. El error proviene, en estas teorías, de tratar de asimilar concepciones políticas a situaciones apolíticas. Si se puede considerar responsable a la gerencia de la gran empresa o a la dirección sindical; si la perte­ nencia a Iglesias, sociedades de beneficencia u otras asociaciones vo­ luntarias proporciona una experiencia satisfactoria a los participantes; todas estas cuestiones, y otras similares, son innegablemente legítimas, pero no pertenecen a la especie de los problemas políticos, y si presu­ ponemos que sí, oscurecemos los problemas políticos auténticos en una confusión de contextos. Aun suponiendo que se ofrezca una teoría coherente y satisfactoria de la responsabilidad gerencial, no se debería designar com o política la responsabilidad en cuestión, debido a la ín­ dole restringida del grupo de adeptos. Responsabilidad «política» tie­ ne significado solo en términos de un grupo general de adeptos; la multiplicación de grupos de adeptos fragmentarios no podría propor­ cionar nunca un sustituto. En forma similar, sostener que se puede sa­ tisfacer políticamente la participación individual dentro de los lími­ tes de grupos apolíticos, es privar a la ciudadanía de su significado y hacer imposible la lealtad política.299 Utilizadas en un sentido polí­ tico, ciudadanía y lealtad solo tienen significado con referencia a un orden general. Aristóteles había insistido tiempo atrás en que la aso­ ciación política, en virtud de su inclusividad y su finalidad superior, tenía más derecho a la lealtad de los hombres que cualquier asociación 299 «N o es cosa fácfl revivir el sentido de obligación personal para que actúe en una nueva forma, en la que se vincula con la condición de ciudadanía ( . . . ) Por eso muchas personas creen que la solución a nuestro problema consiste en des­ arrollar lealtades más limitadas, a la comunidad local y, especialmente, al grupo de trabajo. Esta última forma de ciudadanía industrial, que remite sus obliga­ ciones a la unidad básica de producción, podría proporcionar algo del vigor que a la ciudadanía en general parece faltarle». T . H . Marshall, Citizenship and so­ cial class, Cambridge: Cambridge University Press, 1950, pág. 80,

467

menor, y que la pertenencia política era, en consecuencia, superior a otras formas de pertenencia. En términos de función y finalidad, una asociación menor, como la familia o el grupo religioso, servía un bien limitado, y por ello solo estaba justificada en exigir una lealtad par­ cial. Concebía, en cambio, que una asociación política promovía un bien más global, el de toda la comunidad, y merecía, en consecuencia, una obediencia más plena. Se puede contestar, rebatiendo esta argumentación, que lá fragmenta­ ción de lo político y su asignación a otras asociaciones y organizacio­ nes son el precio necesario para lograr alguna medida de autodetermi­ nación individual, libertad y participación en el mundo moderno. La alternativa de revivir las dimensiones políticas de la existencia parece una invitación al totalitarismo. Es innegable que los sistemas totali­ tarios han reafirmado con creces lo político. Han destruido la autono­ mía de los grupos, reemplazándola por una política sumamente coor­ dinada; han orientado hacia objetivos políticos toda actividad huma­ na importante; mediante la propaganda y la educación controlada, han infundido en los ciudadanos un fuerte sentido del orden político y una firme creencia en la elevada jerarquía de la pertenencia política; por medio de plebiscitos y elecciones masivas han movilizado una forma general de apoyo y aprobación. Admitiendo la fuerza de esta respuesta, sigue en pie la pregunta: ¿La reafirmación de las dimensiones políticas generales y de las funciones de la integración general exigen necesariamente tan extrema solución? ¿Se trata, más bien, de que el desafío contemporáneo consiste en ad­ vertir que el totalitarismo ha demostrado que las sociedades reaccio­ nan de m odo pronunciado á la desintegración provocada por el fetiche del grupismo; que recurrirán incluso a los medios más extremos para reafirmar lo político en una época de fragmentación? Si así fuera, la tarea de las sociedades no totalitariás es atenuar los excesos del plu­ ralismo. Esto significa comprender que las funciones especializadas asignadas al individuo, o adoptadas por él, no sustituyen totalmente a la ciudadanía, porque esta proporciona lo que las demás funciones no pueden proporcionar: una experiencia integradora que reúne las múltiples funciones de la persona contemporánea, y exige que las fun­ ciones separadas sean supervisadas desde un punto de vista más gene­ ral. Significa, además, que se intente restaurar el arte político como el que procura lograr una forma integrativa de dirección, más amplia que la ofrecida por cualquier grupo u organización. Significa, por úl­ timo, que la teoría política debe ser considerada, una vez más, como la forma de conocimiento referida a lo que es general e integrativo para los hombres, una vida de participación común. La urgencia de éstas tareas es obvia, ya que la existencia humana no será decidida en el plano menor de las pequeñas asociaciones: es el orden político el que está efectuando importantes decisiones acerca de la supervivencia del hombre en una era acosada por la posibilidad de una destrucción ilimitada.

468

Bibliografía en castellano*

Acton, H. B., La ilusión de la época, Buenos Aires, La Reja. Agustín, San, Confesiones, Buenos Aires, EspasaCalpe; Buenos Aires, Sopeña; Barcelona, Poblet; México, Porrúa; incluido también en Obras, Madrid, Editorial Católica, 3 vols., vol. III. La ciudad de Dios, Madrid, Apostolado de la Prensa; Barcelona, Po­ blet. Argyris, C., Personalidad y organización, Madrid, Boletín Oficial del Estado. Aristóteles, Etica, México, UNAM ; incluido también en Obras com­ pletas, Buenos Aires, Omeba, 4 vols., vol. II. La política, Madrid, Espasa-Calpe; México, Nacional; Madrid, Insti­ tuto de Estudios Políticos; incluido también en Obras completas, op. cit., vol.-I. Metafísica, Madrid, Espasa-Calpe; incluido también en Obras com­ pletas, op. cit. y vol. II. República, en Obras completas, op. cit., vol. III. Aron, R., La sociología alemana contemporánea, Buenos Aires, Paidós. Ayer, A. J., Lenguaje, verdad y lógica, Buenos Aires, Eudeba. Bainton, R. H ., Lutero, Buenos Aires, Sudamericana. Barñard, C. I., Las funciones de los elementos dirigentes, Madrid, Instituto de Estudios Políticos. Barrow* R. H ., Los romanos, México, Fondo de Cultura Económica. Bendix, R., Trabajo y autoridad en la industria, Buenos Aires, Eude­ ba. Berle, A. A ., La revolución capitalista del siglo X X , Barcelona, Vergara. Berlin, I., Lo inevitable en la historia, Buenos Aires, Nueva Visión. Blackman, H . J., Seis pensadores existencialistas, Barcelona, OikosTau. Broom, L. y Selznick, P., Sociología, México, CECSA. Buber, M., Caminos de utopía, México, Fondo de Cultura Económica. Burckhardt, J., La cultura del Renacimiento en Italia, Barcelona, Iberia. * Versiones castellanas de los títulos que aparecen seguidos de *** a lo largo de la obra.

469

i

r Calvino, J., Institución de la religión cristiana, Buenos Aires, La Aurora. Cassirer, E., El mito del Estado, México, Fondo de Cultura Econó­ mica. Cicerón, Los oficios, Madrid, EspasaíCalpe; D e ojiá is, Madrid, Gredos; incluido también en Los oficios L íos diálogos; las paradojas, Ma­ drid, Aguilar. \ Cochrane, C. N., Cristianismo y cultura clásica, México, Fondo de Cultura Económica. Colé, G . D. H ., Historia del pensamiento socialista, México, Fondo de Cultura Económica, 3 vols. ¡ Comte, A ., Sistema de economía positiva, Madrid, 1902. Cullmann, O ., Cristo y el tiempo, Barcelona, Estela. El Estado en el Nuevo Testamento, Madrid, Taurus. De Jouvenel, B., El poder, Madrid, Nacional. Descartes, R., Discurso del m étodo, Buenos Aires, Espasa-Calpe; Buenos Aires, Aguilar; Buenos Aires, Losada. Durkheim, E., El socialismo, Buenos Aires, Schapire. El suicidio, Buenos Aires, Schapire. La división del trabajo social, Buenos Aires, Schapire. Las formas elementales de la vida religiosa, Buenos Aires, Schapire. Sociología y filosofía, Buenos Aires, Schapire.

r

Earle, E. M ., Creadores de la estrategia moderna, Montevideo, Barreiro y Ramos. Eliot, T. S., Cuatro cuartetos, Barcelona, Barral. Engels, F., El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, Buenos Aires, Claridad; Montevideo, Pueblos Unidos. Anti-Dühring, Buenos Aires, Claridad. Festugiére, A< J., Epicuro y sus dioses, Buenos Aires, .Eudeba. Frankfort, H. A ., El pensamiento prefiloso jico, México, Fondo de Cultura Económica, 2 vols.

y

Freud, S., El malestar en la cultura, en Obras completas, Madrid, Bi­ blioteca Nueva, 3 vols., vol. III. Fromm, E., El miedo a la libertad, Buenos Aires, Paidós. Psicoanálisis de la sociedad contemporánea, México, Fondo de Cultu­ ra Económica. Gide, C. y Rist, C., Historia de las doctrinas económicas, Buenos A i­ res, Arayú. Gilson, E., La metamorfosis de la Ciudad de D ios, Madrid, Rialp. Goodman, P., La comunidad de los estudiantes, Buenos Aires, Pro­ yección. Gulick, L. y Urwick, L., Ensayos sobre la ciencia de la administra­ ción, Costa Rica, ESAPAC. Hayek, F. A ., Camino de servidumbre, Madrid, Revista de Derecho Privado. $

470

Hegel, G . W . F., Filosofía del derecho, Buenos Aires, Claridad. Hesiodo, Los trabajos y los días, Madrid, Aguilar. Hobbes, T., Leviathan, San Juan de Puerto Rico, Universidad de Puerto Rico. Homans, C. G ., El grupo humano, Buenos Aires, Eudeba. Horacio, Obras poéticas, Buenos Aires, Jackson. Odas y sátiras completas, Barcelona, Iberia. Hume, D ., Ensayos políticos de David H um e, México, Herrero Hnos. Investigación sobre los principios de la moral, Buenos Aires, Aguilar. Tratado de la naturaleza humana, Madrid, Espasa-Calpe. Jaeger, W ., Aristóteles, México, Fondo de Cultura Económica. La teología de los primeros filósofos griegos, México, Fondo de Cul­ tura Económica. Paideia, México, Fondo de Cultura Económica. Kelsen, H r> Sociedad y naturaleza, Buenos Aires, Arayú. Kirfc, R., La mentalidad conservadora en Inglaterra y Estados Unidos, Madrid, Rialp. ' Langer, S. K., Hueva clave de filosofía, Buenos Aires, Sur. Laski, H . J., Introducción a la política, Buenos Aires, Siglo X X . Lawrence, D. H ., Estudios sobre literatura clásica norteamericana, Buenos Aires, Emecé. Lebreton, J. y Zeiller, J., Historia de la Iglesia, Bilbao, Desclée de Brouwer. Lenin, V . I., El Estado y la repolución, Buenos Aires, Lautaro; Bar­ celona, Bauza; incluido también en Obras completas, Buenos Aires, Cartago, 42 vols., vol. 25. Obras escogidas, Buenos Aires, Ed. Problemas. Lewin, K., La teoría del campo en la ciencia social, Buenos Aires, Paidós. Locke, J., Ensayo sobre el entendimiento humano, Madrid, Aguilar. Segundo tratado sobre el gobierno civil, Madrid, Instituto de Estu­ dios Políticos. Lowith, K., El sentido de la historia, Madrid, Aguilar. Maistre, J., Las veladas de San Petersburgo, Madrid, Aguilar. Malthus, T. R., Ensayo sobre el principio de la población, México, Fondo de Cultura Económica. Mann, T ., D oktor Faustus, Buenos Aires, Sudamericana. Mannheim, K., El hombre y la sociedad en la época de crisis, Buenos Aires, Leviatán. Ensayo sobre la sociología de la cultura, Madrid, Aguilar. Ideología y utopía, Madrid, Aguilar. Libertad, poder y planificación, México, Fondo de Cultura Económi­ ca.

471

Maquiavelo, N ., Discursos, en Obras políticas, Buenos Aires, Poséi­ don. El principe, en Obras políticas, op. aV. Historia de Florencia, en Obras históricas, Buenos Aires, Poséidon. Marcuse, H ., Razón y revolución, Caracas, Universidad de Venezuela. Mardi, J. A. y Simon, H . A ., Teoría de la organización, Barcelona, Ariel. Marx, K., Contribución a la crítica de la economía política, Buenos Aires, Estudio, JE/ capital, Madrid, Aguilar; México, Fondo de Cultura Económica, 3 vols.; Buenos Aires, Cartago, 3 vols.; Buenos Aires, Siglo X X I , 14 vols., en preparación; Buenos Aires, Corregidor, 14 vols., en prepa­ ración. Manuscritos económico-filosóficos de 1844, México, Grijalbo. Ma­ nuscritos: economía y filosofía, Madrid, Alianza. Manuscritos de 1844: economía política y filosofía, Buenos Aires, Arandú. Marx, K. y Engels, F., La ideología alemana, Montevideo, Pueblos Unidos; Barcelona, Grijalbo. Meisel, J. H ., El mito de la clase gobernante. Gaetano Mosca y la «élite», Buenos Aires, Amorrortu editores, en prensa. Merleau-Ponty, M ., Humanismo y terror, Buenos Aires, Sudameri­ cana. Michels, R., Los partidos políticos, Buenos Aires, Amorrortu edito­ res, 2 vols. Mili, J. S., Autobiografía, Madrid, Espasa-Calpe. Consideraciones sobre el gobierno representativo, México, Herrero Hnos. Estudios sóbre la religión, Madrid, La España Moderna. Principios de economía política, México, Fondo de Cultura Econó­ mica. -·' Montesquieu, C., El espíritu de las leyes, San Juan de Puerto Rico, Universidad de Puerto Rico. Nietzsche, F., El origen de la tragedia, Madrid, Espasa-Calpe. Nygrens, A ., Bros y Agape, Barcelona, Sagitario. Pieper, J., El fin de los tiempos, Madrid, Rialp. Platon, Cartas, Madrid, Instituto de Estudios Políticos; incluido también en Obras completas, Buenos Aires, Omeba, 4 vols., vol. IV. Gritón, en Obras completas, op. cit., vol. I; también en Diálogos socráticos, Buenos Aires, Jackson, 3 vols., vol. II. El político, en Obras completas, op. cit., vol. II. El sofista, Madrid, Instituto de Estudios Políticos; incluido también en Obras completas, op. cit., vol. II. Eutidemo, en Obras completas, op. cit., vol. I. Fedón, en Obras completas, op. cit., vol. II; también en Diálogos socráticos, op. cit., vol. II. Filebo, en Obras completas, op. cit., vol. 1.

472

Gorgias, Buenos Aires, Aguilar; incluido también en Obras comple­ tas, op. cit,, vol. II. Las leyes, Madrid, Instituto de Estudios Políticos; incluido también en Obras completas, op. cit., vol. IV . La República, Buenos Aires, Eudeba; incluido también en Obras completas, op. cit., vol. III. Obras completas, Madrid, Aguilar. Protágoras, en Obras completas, op. cit., vol. I. Teetes, Madrid, Aguilar; incluido también en Obras completas, op. cit., vol. II. Timeo, Buenos Aires, Aguilar; incluido también en Obras completas, op. cit., vol. II. Plinio el Joven, Panegírico de Trajano, Madrid, Instituto de Estudios Políticos. Polibio, Historia universal, Madrid, 1903. Popper, K., La sociedad abierta y sus enemigos, Buenos Aires, Paidós. Ricardo, D., Principios de economía política y tributación, en Obras y correspondencia, México, Fondo de Cultura Económica, 8 vols. Rousseau, J.-J., Discurso sobre el origen y fundamento de la desigual­ dad entre los hombres, Barcelona, Península; Buenos Aires, Aguilar. Discurso sobre las ciencias, Madrid, Aguilar. E l contrato social, Buenos Aires, Perrót; México, Nacional; Buenos Aires, Fabril. Emilio, México, Nacional; México, Novaro. Rubel, M ., Karl Marx. Ensayo de biografía intelectual, Buenos Aires, Paidós. Páginas escogidas de Marx para una ética socialista, Buenos Aires, Amorrortu editores, en prensa. Schumpeter, J. A*, Capitalismo, socialismo y democracia, México, Aguilar. Selznick, P., El mando en la administración, Madrid, Boletín Oficial del Estado. Séneca, D e la providencia. D e la clemencia (Tratados morales), Buenos Aires, Jackson. Simón, H . A ., El comportamiento administrativo, Madrid, Aguilar. Smith, A ., Investigación de la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, México, Fondo de Cultura Económica. Teoría de los sentimientos morales, México, Colegio de México. Sorel, R., Reflexiones sobre la violencia, Buenos Aires, La Pléyade. Spencer, H ., Principios de sociología, Madrid, Revista de Occidente. Strauss, L., Meditación sobre Maquiavelo, Madrid, Instituto de Es­ tudios Políticos. Syme, R., La revolución romana, Buenos Aires, Norte-Sur.

473

Tácito, Anales, Buenos Aires, Jackson. Historias, Buenos Aires, Jackson. Vida de Julio Agrícola, Buenos Aires, Jackson. Talmon, J. L., El origen de las democracias totalitarias, Madrid, Aguilar. Tocqueville, A ., El antiguo régimen y la revolución, Madrid, Guada­ rrama. \ La democracia en América, México, Fondo de Cultura Ecoáómica. Tomás de Aquino, Santo, Suma teológica, Buenos Aires, Club de Lec­ tores, 20 vols.; Madrid, Espasa-Calpe; Madrid, Editorial Católica, 16 vols. Toynbee, A ., El mundo y el Occidente, Madrid, Aguilar. Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso, Madrid, Iberia. Virgilio, Eneida y Eglogas, Madrid, Ibéricas; Eneida, Geórgicas y Bu­ cólicas, Barcelona, Iberia; Eglogas, Geórgicas, Buenos Aires, EspasaCalpe; La Eneida, Buenos Aires, Losada. Obras completas, Madrid, Aguilar. Voegelin, E., Nueva ciencia de la política, Madrid, Rialp. W eber, M ., Economía y sociedad, México, Fondo de Cultura Econó mica, 2 vols. Ensayos sobre metodología sociológica, Buenos Aires, Amorrortu edi­ tores. Whitehead, A. N., Aventuras de las ideas, Buenos Aires, Fabril. Proceso y realidad, Buenos Aires, Losada. Whyte, W . F., Estímulo económico y rendimiento laboral, Madrid, Rialp. W right Mills, C., La élite del poder, México, Fondo de Cultura Eco­ nómica.

474

Indice general

Q 11 11 13 15 17 20 26 30 31 33 38

Prólogo 1. F ilo s o fía p o lít ic a y filo s o fía I. La filosofía política como forma de indagación II. Forma y sustancia III. Pensamiento político e instituciones políticas IV . La filosofía política y la índole de lo político V . El vocabulario de la filosofía política V I. Visión e imaginación política V II. Conceptos políticos y fenómenos políticos V III. Una tradición de discurso IX . Tradición e innovación 2. P la tó n : L a o p o s ic ió n en tre la filo s o fía p o lít ic a y la a ctiv id a d p o lít ic a

38 44 50 61 65 69 74 77

I. Invención de la filosofía política II. Filosofía y sociedad III. Política y arquitectura IV . La búsqueda de un instrumento desinteresado V . La cuestión del poder V I. Conocimiento político y participación política V II. Los límites de la unidad V III. Las ambigüedades de Platón

79

3. L a era d el im p e r io : E sp a cio y c o m u n id a d

79 81 87 93 97 101 104

I. La crisis en lo político II. Las nuevas dimensiones del espacio III. Ciudadanía y desentendimiento IV . La actividad política y la República Romana V . La política del interés V I. De la asociación política a la organización de poder V II. Decadencia de la filosofía política

106

4. P rin cip io s de la era cristia n a : T ie m p o y c o m u n id a d

106

I. El elemento político en el cristianismo primitivo: la nue­ va noción de comunidad

475

116 125 131 135 139 144

II. La Iglesia como sistema político: el desafío al orden po­ lítico III. Actividad política y poder en la sociedad de la Iglesia / IV . Dificultades de una religión politizada y tarea de Agustín V. Refirmación de la identidad de la sociedad de la Iglesia: tiempo y destino V I. Sociedad política y sociedad de la Iglesia V II. El lenguaje de la religión y el lenguaje de la actividad política: nota sobre el pensamiento cristiano medieval

154

5. L u te r o : L o t e o ló g ic o y lo p o l í t ic o

154 155 165 169 172 176

I. Teología política II. El elemento político en el pensamiento de Lutero III. El prejuicio contra las instituciones IV . Posición y jerarquía del orden político V. El orden político sin contrapeso V I. Los frutos de la sencillez

179

6. C a lv in o : La e d u c a c ió n p o lít ic a del p ro te s ta n tis m o

179 182 190 193 198 200 204

I. La crisis en el orden y la civilidad II. Carácter político del pensamiento de Calvino III, La teoría política del gobierno de la Iglesia IV . La restauración del orden político V . El conocimiento político V I. El cargo político V II. Poder y comunidad

210

7. M a q u ia v e lo : A c t iv id a d p o lít ic a y e c o n o m ía de la v io le n cia

210 219 226 235 237 242 247 254

476

I. Autonomía de la teoría política II. Los compromisos del teórico político III. La naturaleza de la actividad política y las categorías de la nueva ciencia IV . Espacio político y acción política V. La economía de la violencia V I. Etica política y ética privada V II. Descubrimiento de la masa V III. La actividad política y las almas

257

8. H o b b e s : L a socied a d p o lít ic a c o m o sistem a de reglas

257 262 266 276

I. Resurgimiento de la creatividad política II. La filosofía política y la revolución en la ciencia III. La promesa de la filosofía política IV» El lenguaje de la actividad política: el problema del gn¿po de adeptos V . Entropía política: el estado de naturaleza V I. El soberano definidor V II. Poder sin comunidad V III. Intereses y representación IX . La actividad política como campo de fuerzas

280 284 291 296 301 307

9. E l lib era lism o y la d e ca d e n cia de la f ilo s o fía p o lít ic a

307 315 321 327 332 337 349 356 367 377

I. Lo político y lo social II. El liberalismo y las sobriedades de la filosofía III. Pretensiones políticas de la teoría económica IV . El eclipse de la autoridad política: descubrimiento de la sociedad V . Sociedad y gobierno: espontaneidad versus coacción V I. Liberalismo y ansiedad V II. Más allá del principio del placer: el problema del dolor V III. Liberalismo y juicios morales: sustitución de la con­ ciencia moral por el interés IX . Liberalismo y conformidad: la conciencia socializada 10. L a era de la o r g a n iz a c ió n y la s u b lim a c ió n de la a ctiv id a d p o lít ic a

377 382 389 395 400 403 410

477

I. La era de la organización II. Identificando una tradición de discurso III. Organización y comunidad IV . Rousseau: la idea de comunidad V . Libertad y dependencia impersonal V I. Saint-Simon: la idea de organización V II. Teoría de la organización y metodología: algunas simi­ litudes

417 423 433 438 446 452 463

V III. Organización, método y teoría constitucional IX . Valores comunales en la organización X . El ataque contra el racionalismo económico X I. Teoría de la organización: racionalismo versus organicismo X II. El ataque a lo político X III. Elite y masa: la acción en la era de la organización X IV . Observaciones finales

469

Bibliografía en castellano

4 78

Otros títulos de esta editorial

Michele Abbate, Libertad y sociedad de masas Hayward R. Alker, El uso de la matemática en el análisis político Pierre Ansart, El nacimiento del anarquismo Pierre Ansart, Las sociologías contemporáneas David E. Apter, Estudio de la modernización Peter Bachrach, Crítica de la teoría elitista de la democracia Brian M. Barry, Los sociólogos, los economistas y la democracia Reinhard Bendix, Max Weber Reinhard Bendix, Estado nacional y ciudadanía Oliver Benson, El laboratorio de ciencia política Peter L. Berger y Thomas Luckmarin, La construcción social de la realidad Hubert M. Blalock, Introducción á la investigación social Luc Boltanski, El Amor y la Justicia como competencias. Tres ensayos de sociología de la acción Tom Bottomore y Robert Nisbet, comps., Historia del análisis sociológico Severyn T. Bruyn, La perspectiva humana en sociología Walter Buckley, La sociología y la teoría moderna de los sistemas Donald T. Campbell y Julián C. Stanley, Diseños experimentales y cuasiexperimentales en la investigación social Morris R. Cohén y Ernest Nagel, Introducción a la lógica y al método científico, 2 vols. Michel Crozier, La sociedad bloqueada Iain Chambers, Migración, cultura, identidad David Easton, Esquema para el análisis político David Easton, comp., Enfoques sobre teoría política S. N. Eisenstadt, Modernización. Movimientos de protesta y cambio social Anthony Elliott, Teoría social y psicoanálisis en transición. Sujeto y sociedad de Freud a Kristeva Mike Featherstone, Cultura de consumo y posmodernismo Raymond Firth, Elementos de antropología social Aníbal Ford, Navegaciones. Comunicación, cultura y crisis Jonathan Friedman, Identidad cultural y proceso global Robert W. Friedrichs, Sociología de la sociología Joseph Gabel, Sociología de la alienación Anthony Giddens, Las nuevas reglas del método sociológico. Crítica positiva de las sociologías comprensivas Anthony Giddens, La constitución de la sociedad. Bases para la teoría de la estruc­ turación Erving Goffman, Estigma. La identidad deteriorada Erving Goffman, Internados. Ensayos sobre la situación social de los enfermos mentales Erving Goffman, La presentación de la persona en la vida cotidiana Alvin W. Gouldner, La crisis de la sociología occidental Daniel Guérin y Ernest Mandel, La concentración económica en Estados Unidos Jürgen Habermas, Problemas de legitimación en el capitalismo tardío David Harvey, La condición de la posmodernidad. Investigación sobre los orígenes del cambio cultural Edwin P. Hollander, Principios y métodos de psicología social

Irving L. Horowitz, comp., La nueva sociología. Ensayos en honor de C. Wright Mills, 2 vols. Herbert Hyman, Diseño y análisis de las encuestas sociales Vytautas Kavolis, La expresión artística. Un estudio sociológico Samuel Klausner, comp., El estudio de las sociedades Leo Kofler, Contribución a la historia de la sociedad burguesa William Kornhauser, Aspectos políticos de la sociedad de masas Scott Lash, Sociología del posmodernismo Scott Lash y John Urry, Economías de signos y espacio. Sobre el capitalismo de/la pos organización Raymond Ledrut, El espacio social de la ciudad Ronald Lippitt, Jeanne Watson y Bruce Westley, La dinámica del cambio planifi­ cado / René Lourau, El análisis institucional James Lull, Medios, comunicación, cultura. Aproximación global George E. Marcus y Michael M. J. Fischer, La antropología como crítica cultural. Un momento experimental en las ciencias humanas John McKinney, Tipología constructiva y teoría social Denis McQuail, La acción de los medios, io s medios de comunicación y el interés público ' James H. Meisel, El mito de la clase gobernante: Gaetano Mosca y la «élite» Robert Michels, Los partidos políticos, 2 vols. David Morley, Televisión, audiencias y estudios culturales Dennis K. Mumby, Narrativa y control social. Perspectivas críticas Robert Nisbet, La formación del pensamiento sociológico, 2 vols. Tim O’Sullivan, John Hartley, Danny Saunders, Martin Montgomery y John Fiske, Conceptos clave en comunicación y estudios culturales Talcott Parsons, Robert F Bales y Edward A. Shils, Apuntes sobre la teoría de la acción * ' John Rex, Problemas fundamentales de la teoría sociológica David Rock, El radicalismo argentino, 1890-1930 Alejandro Rofinan y Luis A. Romero, Sistema socioeconómico y estructura regional en la Argentina (nueva édición actualizada) Alfred Schutz, El problema de la realidad social Alfred Schutz, Estudios sobre teoría social Alfred Schutz y Thomas Luckmann, Las estructuras del mundo de la vida Luden Sfez, Crítica de la comunicación John Shotter, Realidades conversacionales. La construcción de la vida a través del lenguaje Roger Silverstone, Televisión y vida cotidiana Nick Stevenson, Culturas mediáticas. Teoría social y comunicación masiva Carlos Strasser, La razón científica en política y sociología Ian Taylor, Paul Walton y Jock Young, La nueva criminología. Contribución a una teoría social de la conducta desviada Edward Tiryakian, Sociologismo y existencialismo Leonardo Tomasetta, Participación y autogestión Stanley H. Udy, El trabajo en las sociedades tradicional y moderna Elíseo Verán, Conducta, estructura y comunicación. Escritos teóricos 1959-1973 Jean Viet, Los métodos estructuralistas en las ciencias sociales Max Weber, Ensayos sobre metodología sociológica David Willer, La sociología científica: teoría y método Kurt Wolff, Contribución a una sociología del conocimiento Sheldon S. Wolin, Política y perspectiva. Continuidad y cambio en el pensamiento político ' Irving M. Zeitlin, Ideología y teoría sociológica