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Spanish; Castilian Pages 332 Year 2003
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POESÍA LÍRICA Y PROGRESO TECNOLÓGICO (1868-1939) SABINE SCHMITZ JOSÉ LUIS BERNAL SALGADO (COORDINADORES)
LA CASA DE LA RIQUEZA ESTUDIOS DE CULTURA DE ESPAÑA, 2
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LA CASA DE LA RIQUEZA ESTUDIOS DE CULTURA DE ESPAÑA 2
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l historiador y filósofo griego Posidonio (135-51 a.C.) bautizó la península ibérica como «La casa de los dioses de la riqueza», intentando expresar plásticamente la diversidad hispánica, su fecunda y matizada geografía, lo amplio de sus productos, las curiosidades de su historia, la variada conducta de sus sociedades, las peculiaridades de su constitución. Sólo desde esta atención al matiz y al rico catálogo de lo español puede, todavía hoy, entenderse una vida cuya creatividad y cuyas prácticas apenas puede abordar la tradicional clasificación de saberes y disciplinas. Si el postestructuralismo y la deconstrucción cuestionaron la parcialidad de sus enfoques, son los estudios culturales los que quisieron subsanarla, generando espacios de mediación y contribuyendo a consolidar un campo interdisciplinario dentro del cual superar las dicotomías clásicas, mientras se difunden discursos críticos con distintas y más oportunas oposiciones: hegemonía frente a subalternidad; lo global frente a lo local; lo autóctono frente a lo migrante. Desde esta perspectiva podrán someterse a mejor análisis los complejos procesos culturales que derivan de los desafíos impuestos por la globalización y los movimientos de migración que se han dado en todos los órdenes a finales del siglo XX y principios del XXI. La colección «La casa de la riqueza. Estudios de Cultura de España» se inscribe en el debate actual en curso para contribuir a la apertura de nuevos espacios críticos en España a través de la publicación de trabajos que den cuenta de los diversos lugares teóricos y geopolíticos desde los cuales se piensa el pasado y el presente español.
CONSEJO EDITORIAL: Dieter Ingenschay (Humboldt Universität, Berlin) Jo Labanyi (Southampton University) José-Carlos Mainer (Universidad de Zaragoza) Susan Martin-Márquez (Rutgers University, New Brunswick) Chris Perriam (Newcastle-upon-Tyne University) Norbert von Prellwitz (Università di Roma La Sapienza) Lia Schwartz (City University of New York)
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POESÍA LÍRICA Y PROGRESO TECNOLÓGICO (1868-1939) Actas del Coloquio Hispano-Alemán Marburgo, febrero de 2002
Sabine Schmitz José Luis Bernal Salgado (Coordinadores)
IBEROAMERICANA
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VERVUERT
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Bibliographic information published by Die Deutsche Bibliothek Die Deutsche Bibliothek lists this publication in the Deutsche Nationalbibliografie; detailed bibliographic data is available in the Internet at http://dnb.ddb.de
La presente edición ha contado con el patrocinio de la Universidad de Extremadura (España)
© Iberoamericana, 2003 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2003 Wielandstr. 40 – D-60318 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 84-8489-113-5 (Iberoamericana) ISBN 3-89354-762-2 (Vervuert) Ilustración de la cubierta: «La apisonadora y la rosa» (1937) de Óscar Domínguez (Óleo sobre lienzo. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Madrid) © VG Bild-Kunst, Bonn 2003 The paper on wich this book is printed meets the requirementes of ISO 9706
Impreso en Alemania
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«Yo no soy más que un hombre de bien, que he dado a luz un papel...» (José de Cadalso, Cartas marruecas)
Al profesor Hans-Joachim Lope, cuyo espíritu ilustrado animó este proyecto
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CONTENIDO
Prólogo: Poesía & Tecnología...........................................................
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Marta Palenque: Los nuevos Prometeos: La imagen positiva de la ciencia y el progreso en la poesía española del siglo XIX (1868-1900) ........................
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Sabine Schmitz: Ideas poetológicas para la transcripción lírica del progreso científico y tecnológico del siglo XIX: Las visiones de Melchor de Palau y Arno Holz .................................................................................
53
Leonardo Romero Tobar: La electricidad, una imagen recurrente en la literatura moderna ...
85
Hans-Joachim Lope: Locomotoras: La poesía ferroviaria del siglo XIX. Aproximaciones hispano-alemanas ........................................................................
109
Juan Cano Ballesta: Canto a la máquina y utopismo antitecnológico (1916-1939) .........
143
José-Carlos Mainer: Las señas de Vírulo (1924-1927), Héroe de Ramón de Basterra (con unas notas sobre la tercera parte inédita) ..........................
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José Muñoz Millanes: Las nuevas arquitecturas de Madrid en la prosa poética anterior a 1939..............................................................................................
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Harald Wentzlaff-Eggebert: Poesía y Tecnología en la vanguardia española. Hélices (1923) del ultraísta Guillermo de Torre..................................................
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Mechthild Albert: Destellos futuristas: El progreso tecnológico en el ‘Romancero azul’ de la Guerra Civil (Aviación, combate y estética de las ruinas) ..........................................................................................
233
Heike Thote: Dios-Sol/Dios-Prótesis – Los primeros poemas de aviación en España y Alemania .................................................................
263
Isabel Román: El cinematógrafo y la lírica ..............................................................
289
José Luis Bernal Salgado: El automóvil y las relaciones tempo-espaciales en la lírica de vanguardia ..............................................................................
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Nota sobre los autores del volumen ..................................................
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POESÍA & TECNOLOGÍA
El aparente oxímoron que sugiere el marbete de este volumen —heredero directo de una Acción Integrada hispano-alemana llevada a cabo por investigadores de la Philipps-Universität de Marburg y de la Universidad de Extremadura— contiene precisamente la clave de su objetivo científico: la comprobación y análisis de la relación y maridaje fructífero de dos realidades en un principio alejadas y aun divergentes: la lírica y el progreso tecnológico. La celebración a comienzos del año 2002 del congreso internacional «Poesía lírica y Progreso tecnológico (1868-1939)», organizado por el Institut für Romanische Philologie de la Philipps-Universität de Marburg, cuyas aportaciones se recogen en el presente volumen, ha querido completar con lúcidos trabajos de destacados especialistas alemanes y españoles las investigaciones de la Acción Integrada antecitada, devanando en abordajes diversos e interdisciplinares las posibilidades críticas del mencionado oxímoron que suscita la aproximación de la poesía y la tecnología en nuestra contemporaneidad. Es lugar común que el progreso técnico y científico ha sido decisivo en las transformaciones contemporáneas y que sus cruciales avances a partir de mediados del siglo XIX, vertiginosos desde comienzos del siglo XX, no dejaron indiferentes a quienes eran testigos privilegiados de ese acontecer desde el predio del arte y la intelectualidad. La literatura, por ello, y en particular la poesía, no pudo ni quiso sustraerse a la inevitable reacción, positiva o negativa, que exigían dichas transformaciones. La crítica, desde hace ya tiempo, ha constatado con meridiana claridad esta reacción de la literatura ante el progreso técnico y científico; sin embargo, apenas se había indagado en los pormenores de esa reacción, en su especificidad y en el alcance estético que dicha reacción supuso en la
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PRÓLOGO
producción lírica del período central del fenómeno a que nos referimos: 1868-1939. En todo caso la información que podía recabarse, salvo excepciones notables, era, amén de escasa, difusa y especulativa, normalmente supeditada a una de las dos hipótesis que sostienen la discusión sobre este asunto en un nivel más general: Por un lado, la teoría del choque o rechazo entre literatura y progreso técnico y científico; por otro lado, la teoría de la compatibilidad o correspondencia entre ambos. La teoría del choque interpreta el nuevo mundo técnico y científico surgido en la modernidad como una amenaza para el individuo puesto que la cantidad de datos de recepción ya no permiten al sujeto sintetizarlos y en consecuencia el yo pierde su centro. Los síntomas de esta ‘pérdida del yo’ llevan al nivel artístico a métodos como el montaje o el ‘estilo de líneas’ (Zeilenstil) expresionista. La segunda teoría, la del paralelismo o correspondencia, se orienta más bien hacia las posibilidades benéficas de las nuevas técnicas y ciencias. Según esta teoría el arte nuevo recibe su marca de calidad por el hecho de que se desarrolla sincrónicamente con el progreso técnico y científico y permite una relación con la producción en serie, el montaje técnico, y consigue una percepción ampliada con ayuda de aparatos técnicos y la transformación de fenómenos específicos de los tiempos modernos como la velocidad, la simultaneidad y la relativización de la noción del tiempo. Es decir, el arte se juzga a través de su relación con los nuevos inventos y su reacción ante los nuevos modos de adaptación a la realidad. Pero estas dos teorías tienen un defecto fundamental: sugieren que existe una directa y causal relación entre el artefacto literario y la realidad extraliteraria; entre las series literarias y extra literarias; amén de que ambas teorías no se han fundamentado empíricamente. Esta vaguedad aumenta aún más cuando nos preguntamos dentro de la literatura de qué forma especial está tratado el tema del progreso científico y técnico en la lírica. No en vano, a menudo es éste un tema con connotaciones controvertidas, al que se aplican reproches como la escasez de ingenio, su carácter prosaico o su parcialidad ideológica. En los últimos tiempos se observa, no obstante, un paulatino cambio de actitud que se revela en la publicación de algunos libros importantes (en Alemania Korber 1998, Wagner 1996, Segeberg 1988; y en España Cano Ballesta 1981 y 1999, Litvak 1980 y 1990, y Palenque 1990). Por fortuna se ha ido revelando progresivamente que los autores que se ocuparon de tales temas ‘científicos’ fueron en su momento muy leídos y bien acogidos por la crítica.
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En virtud del estado actual de la cuestión, el volumen que presentamos procura evitar un mero enfoque generalizador del tema, interpretando las estrategias literarias como puros síntomas de una relación precaria o simplista ante las transformaciones de la realidad o como reacciones a desarrollos extraliterarios, que hacen caso omiso del valor artístico y poetológico de una lírica centrada en el tema del progreso tecnológico y científico. Por el contrario las reflexiones metodológicas y genéricas establecieron que uno de los principales objetivos de nuestro trabajo residía en el intento de contextualizar este fenómeno de la recepción de la técnica en un amplio margen temporal, para luego reconstruir, ante ese telón de fondo, el tratamiento y la historia de los motivos cultivados y tópicos de la época, como es el caso, entre otros, del ferrocarril, la electricidad, el automóvil, el cinematógrafo, la aviación, la metrópoli moderna y el propio concepto de progreso; y, asimismo, analizar el molde de recepción elegido por algunos autores paradigmáticos para deconstruir su techné específica. De esta manera ha sido posible analizar textos concretos e investigar tanto la actitud de ciertos autores individuales como de ciertos grupos frente a la nueva realidad, es decir, explorar a fondo la historia de las ideas y de las mentalidades para saber más del discurso lírico sobre la técnica y la ciencia contemporánea. A este fin contribuyó, asimismo, el enfoque comparado hispanoalemán de algunos estudios puesto que captan el clima difundido sobre destacados fenómenos del progreso y permiten verificar la tesis de que no había tanta diferencia entre Alemania y España, algo que se declara tópicamente remitiendo al evidente desfase del desarrollo industrial entre ambos países. Por otro lado, el objetivo de mostrar diferentes visiones de la ciencia y del progreso en las líricas española y alemana reclamaba, por la amplitud del tema, unos límites cronológicos determinados: así se decidió concretar el campo de estudio a la lírica producida entre 1868 y 1939, fechas significativas por diversas razones de todos conocidas. Para estructurar este panorama se dividió el estudio en dos secciones: la primera se ocupó de las bases literarias y del estado inicial de la poesía sobre la técnica y el progreso, y la segunda se centró en el análisis de su evolución en el tiempo de las Vanguardias. El objetivo de la primera sección era analizar el debate sobre la utilidad y los peligros que trae consigo el progreso tecnológico que estaba en pleno apogeo a mediados del siglo XIX, como consecuencia de un cú-
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mulo de vicisitudes históricas, entre las que destaca la revolución industrial. Esta fe absoluta en el progreso cambia a finales del siglo cuando se realiza una evolución del Positivismo en favor de corrientes que se basan en ideas del vitalismo. Elementos básicos que plasmaron el panorama de ideas de la segunda mitad del XIX fueron, entre otros, la recepción del Darwinismo, el auge de nuevas ciencias como la Psicología experimental y la Biología, así como la presencia cada vez más habitual de nuevos inventos en la vida cotidiana. De ellos resultó un cambio fundamental de la vida que se mostró, entre otras cosas, en una nueva movilidad atinente a las coordenadas de tiempo y espacio, si todavía no encarnada por el automóvil o el avión, sino por los trenes y primeros tranvías —accesibles para las masas y por ello rápidamente incorporados a la vida cotidiana, cuyas consecuencias son evidentes—, en el fácil acceso a elementos de bienestar como la luz y el calor; en la medida exacta del tiempo y su consecuencia para el día laboral; o en los cambios sociales como consecuencia de la nueva vida metropolitana, frente a la antigua sociedad rural, y la existencia creciente de una nueva sociedad de masas, marcada por lo anónimo y la problemática autoexperiencia del yo. En resumen, se puede hablar sin reservas, ante estos cambios sociopsicológicos, de una época de transición-transformación, es decir del comienzo de una nueva época en cuya construcción contribuye y participa inevitablemente la lírica contemporánea. En este sentido ahondan los trabajos de Marta Palenque, Sabine Schmitz, Hans-Joachim Lope y Leonardo Romero Tobar. Marta Palenque, centrada en la poesía española de la segunda mitad del siglo XIX hasta el fin de siglo, realiza, a través de un amplio corpus de textos, un análisis tanto de la idea del progreso y su valor polifacético como de la importancia y la significación del mito de Prometeo como imagen clave del siglo XIX. Presenta un interesante panorama que abarca tanto los nuevos Prometeos, es decir los científicos e inventores, como la poetización de las máquinas y los descubrimientos científicos para luego sintetizar los resultados en una aguda reflexión poetológica. Sabine Schmitz, analizando los conceptos de progreso en las líricas alemana y española, ahonda en su trabajo en este enfoque, con pertinentes observaciones generales a partir de una lectura cerrada de dos poemas paradigmáticos de la época, de Arno Holz y Melchor de Palau, en los que sus autores formulan sus programas artísticos, con los que buscan adaptar el progreso científico y tecnológico en que están inmersos.
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Estos trabajos sobre el progreso como catalizador de la lírica en general reciben una imprescindible profundización por medio de las contribuciones de Hans-Joachim Lope y Leonardo Romero Tobar. Hans-Joachim Lope presenta unos aspectos históricos del motivo del ferrocarril en una sugerente perspectiva comparada, que reúne materiales españoles y alemanes alrededor del ‘mito del vapor’ en ambas literaturas. A base de su análisis explica que «la verdadera revolución del siglo XIX tiene lugar en el terreno tecnológico» y que el emblema más importante para la visión utópica del futuro de ahí resultante era, sin duda, el ferrocarril. Por su parte, Leonardo Romero Tobar despliega el papel de la electricidad como «estímulo germinal para la reelaboración del mito prometeico y para la producción asociativa de imágenes y figuras de nuevo cuño». Así consigue demostrar que se trata de una de las imágenes medulares para la modernidad desde el siglo XVIII hasta la lírica de la Vanguardia. Su panorama abarca tanto la lírica española y europea como los otros géneros fundamentales y concluye con una lúcida observación sobre el provecho artístico que obtiene de este motivo la lírica Vanguardista, que permite una adecuada transición a la segunda sección de nuestro volumen. Esta segunda sección es lógicamente más amplia puesto que en la valoración de la lírica de la Vanguardia se ha de contar al mismo tiempo con las experiencias de la Primera Guerra Mundial en Alemania y la paralela neutralidad española, signo que cambiará con la Guerra Civil y la Segunda Guerra Mundial y sus prolegómenos respectivos. Así, en este período, Juan Cano Ballesta estudia, a partir de sus fundamentales trabajos sobre el tema, dos actitudes y momentos singulares que marcan los dos polos de una compleja y larga evolución concerniente al progreso tecnológico en el período 1916-1939: por un lado el «canto a la máquina» a través de un amplio recorrido por la producción lírica ultraísta, en el que destaca cómo sus corifeos se esfuerzan en conectar con las grandes empresas de la época, la revolución industrial y el progreso técnico; y, por otro lado, el «Utopismo antitecnológico», segundo momento que se constata en la obra de autores falangistas (como es el caso de José Antonio Primo de Rivera, Agustín de Foxá, José María Pemán, Rafael Sánchez Mazas o Ernesto Giménez Caballero), cuya actitud antitecnológica analiza inteligentemente el autor. Por su parte, José-Carlos Mainer estudia las «Señas de Vírulo» (1924-1927), el héroe del poeta vasco Ramón de Basterra, cuya figura
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reivindica frente al oneroso olvido en que se ha visto inmersa, analizando en su justo valor la encrucijada ideológica, con sus contradicciones, y el proyecto estético que representa, de indudable significado para entender el complejo y diverso panorama cultural español de la época. Mainer devana sabiamente el cañamazo ideológico sobre el que levanta Basterra su obra, y analiza concienzudamente, por ejemplo, en la segunda parte de Vírulo (Mediodía) y en sus notas sobre los materiales inéditos del autor referidos a Vírulo, los elementos claves de ‘la reconciliación con la técnica contemporánea por parte de un poeta que antes había cantado las glorias imperiales de la antigua Roma y la utopía de un Pirineo’, en perfecta coherencia con otros testimonios artísticos de la época de la Vanguardia. José Muñoz Millanes realiza un sugestivo estudio de «Las nuevas arquitecturas de Madrid en la prosa poética anterior a 1939», a través de ejemplos notables como los Libros de Madrid juanramonianos o diversos escritos de Moreno Villa y Ramón Gómez de la Serna, entre otros, evidenciando cómo en el terreno de la arquitectura, por su decisiva influencia en las fisonomías ciudadanas de la época, se constata, en perfecta sintonía con la Vanguardia cultural del momento, la tensión entre tradición y modernidad, que en el caso de Madrid significaba su transformación de «corte a Metrópoli». Harald Wentzlaff-Eggebert se ocupa del mencionado feliz oxímoron de Poesía y Tecnología en el caso concreto de uno de los libros más emblemáticos y polémicos de la creación lírica de la Vanguardia histórica: Hélices (1923), del gran teórico ultraísta Guillermo de Torre. WentzlaffEggebert propone una inteligente nueva actitud crítica ante un libro que rompe los esquemas al uso. En este sentido, analiza sus versos en el adecuado ámbito de la «nueva sensibilidad» porvenirista que propone el Ultraísmo para los «nuevos espíritus» de la época y comenta los elementos poetológicos que urden esa nueva manera poética de «inventarcrear». Mechthild Albert indaga en la presencia del progreso tecnológico a través de los rasgos provenientes del futurismo (relacionados con la tecnología moderna, la guerra y la ideología fascista) en la poesía pronacional del ‘Romancero azul’ de la Guerra Civil española, atendiendo particularmente a elementos tales como la aviación, el combate y la estética de las ruinas, en autores como Esteban Calle Iturrino, José María Castroviejo y Agustín de Foxá, que representan una vertiente artísticamente progresista, frente al dominante paradigma antimoderno de la li-
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teratura falangista. Para Mechthild Albert esta coexistencia de la retórica anacrónica del ensueño imperial y la reminiscencia vanguardista en el ‘Romancero azul’ corrobora la dialéctica propia de la Falange en cuanto movimiento de la «modernidad reaccionaria». Heike Thote se ocupa del sugerente y significativo tema de la «aviación» en la poesía española y alemana de la época tratada, concluyendo cómo este tipo de literatura parte de la mitología antigua en la que ya surge el motivo de la metamorfosis del cuerpo humano en un aparato técnico. Dicho motivo, acompañado por nuevas formas estilísticas, muestra la capacidad de emoción que es característica de los poemas de aviación expresionistas y ultraístas, analizados por la autora. Isabel Román aborda en su trabajo una sugerente comparación de textos españoles y alemanes de la época sobre el tema cinematográfico, constatando la modernidad de los poetas expresionistas alemanes en cuanto a sus modos de incorporar el tema y las técnicas cinematográficas al texto, cuyos logros pueden equipararse con los de los poetas del 27 una década después, incluso ya asimilada la práctica surrealista. No obstante, Román constata la gran diferencia entre los textos de ambas líricas, pese a la coincidencia de la actualización compartida de la antigua analogía «vida-teatro», sustituida por «el gran cine del mundo»; pues mientras los textos alemanes desarrollan con sarcasmo el sentido de desengaño de las apariencias que implicaba la antigua fórmula de «el teatro de la vida», los textos españoles tratan la misma imagen en un tono menor y lúdico. El tema del cine en la vanguardia Ultraísta española es un índice gozoso de los tiempos modernos, frente a los amargos textos del expresionismo alemán, condicionados por la durísima realidad histórica de la Gran Guerra. José Luis Bernal Salgado se ocupa del motivo galvanizador y, en cierto modo, cosmovisionario del «automóvil» y de su protagonismo en la transformación de las relaciones tempoespaciales en la obra de los poetas vanguardistas, para los que el nuevo invento es el «supremo modelo de un ideal de civilización», al tiempo que un motivo íntimamente relacionado con ideas-conceptos medulares en la Vanguardia, tales como la velocidad, el sport, el ludismo, etc.; y un emblemático protagonista (positivo o negativo) de las transformaciones técnicas de la modernidad en el «imaginario simbólico de la cultura de masas». Bernal analiza desde la confrontación de «tradición y vanguardia» que resolverá equilibradamente el 27, la «poética» que se adueña del motivo del «automóvil» y nos lo devuelve transformado por la nueva sensibilidad.
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En último término estos trabajos constatan cómo el entusiasmo inicial por la tecnología y las nuevas ciencias conllevaba la radical adaptación de la literatura a las formas de conciencia y vida dirigidas por las nuevas técnicas y, sin distancia crítica, glorificaba frecuentemente el mundo del progreso tecnológico: los aeroplanos, los automóviles, las estaciones telegráficas, el cine, etc., se convierten en motivos recurrentes para la poesía de la época, a partir del Futurismo. Posteriormente la lírica del Expresionismo alemán y de la Vanguardia española muestran un hondo escepticismo frente a la técnica, por ejemplo, en los reflejos de las experiencias de la guerra de toda una generación —lo que Trakl plasmó por medio de la imagen de la «negra putrefacción». En consecuencia, toda una generación de poetas se adscribió a una persistente crítica de la civilización que demuestra y cuestiona lúcidamente el riesgo que corre una sociedad moderna que lo asume todo en aras del progreso. Los expresionistas intentaron describir los sentimientos de una Modernidad que revela las contradicciones no superadas entre la industrialización y la última fase del tradicionalismo prusiano, la que precedió a la Primera Guerra Mundial. La poesía vanguardista española de las primeras décadas del siglo XX —es decir, los futuristas, creacionistas, ultraístas y los poetas del 27— está caracterizada de manera similar por una actitud de acercamiento —la recepción del futurismo y otros ismos—, tanto como de distanciamiento —la experiencia de la Guerra Civil y sus prolegómenos— con respecto a las nuevas tecnologías, ciencias y varios aspectos del progreso. En efecto, también estos poetas se sentían desafiados por la modernización y el dinamismo que se observaban en los debates políticos, en los inventos que invadían las ciudades, en las imágenes en movimiento del cine y en la inquieta pretensión de actualidad de la prensa diaria. Las obras de la vanguardia no atestiguan solamente el ajetreo constante o las ansias de provocar y de experimentar, sino también la inseguridad, el miedo y el rechazo. De igual modo hay que tener en cuenta que esta tensión entre los diversos polos se matiza en España por un tono humorístico que se da sobre todo en el Ultraísmo y un tono lúdico evidente que encontramos en toda la creación literaria asociada al 27 en el ámbito de la Vanguardia. Sin embargo, un análisis de las líricas «tecnológicas» alemana y española hasta 1939 no solamente invita, como avalan los trabajos comentados, a una reflexión sobre las grandes líneas de la Historia de las Ideas, sino que también ofrece la posibilidad de dar nuevos enfoques a la Teoría y a la Historia de la Literatura, complementando la obra fundamental de
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Hugo Friedrich Die Struktur der modernen Lyrik (1956). En esta obra Friedrich estudió la lírica moderna de distintos países —entre otros Alemania y España— no en su contexto histórico sino buscando elementos estructurales comunes. Esta supresión de las coordenadas de tiempo y espacio, de la referencialidad del texto lírico, es debida sin duda a su amplia perspectiva comparativa. Pero la constatación de Friedrich de una «Entdinglichung der modernen Lyrik», en otras palabras, de su «distanciamiento de la objetividad», se relativiza precisamente en cuanto a la recepción de los adelantos técnicos y los conceptos de progreso en la lírica de las vanguardias. Este enfoque específico de las líricas alemana y española, la eventual perspectiva comparada y la inclusión de los análisis del contexto concreto de la creación lírica conducen hacia una matización y diferenciación del postulado de Friedrich según el cual «Una característica fundamental de la lírica moderna [es] su cada vez más profunda separación de la vida normal».
Sabine Schmitz (Philipps-Universität Marburg) José Luis Bernal Salgado (Universidad de Extremadura)
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LOS NUEVOS PROMETEOS: LA IMAGEN POSITIVA DE LA CIENCIA Y EL PROGRESO EN LA POESÍA ESPAÑOLA DEL SIGLO XIX (1868-1900) Marta Palenque
El siglo XIX respira el mito del progreso1, sin duda su idea más característica, lo que se advierte en la revolución experimentada en el campo de la ciencia y la técnica, en un nuevo paisaje delimitado por vías férreas, grandes canales (como los de Suez y Panamá) y toda esa arquitectura del hierro que hoy nos parece tan sintomática de aquella época. Es fácil abrir una de sus revistas, periódicos o libros de poesía y encontrarse con una composición en verso en torno a los conceptos de ciencia o progreso, o que celebre la maravilla de concretos adelantos técnicos y científicos: los globos aerostáticos, los hilos telegráfico y telefónico, el submarino, el ferrocarril, el automóvil, los descubrimientos, gracias al microscopio y a nuevos reactivos, del bacilo de la tuberculosis (o de Koch) y la penicilina de Pasteur, etc. A los ojos del hombre de este siglo todos los campos del saber humano están cambiando de forma decisiva y revolucionaria, al igual que las nuevas máquinas alteran su concepto de tiempo y espacio, y tornan distinta su relación con el medio. Los escritores han heredado de sus antecesores ilustrados su optimismo científico: si Manuel José Quintana cantó a la vacuna y a la invención de la imprenta, el poeta de esta centuria, animado por la ascensión imparable de la ciencia y el maquinismo, llega a expresiones ditirámbicas, a veces de embeleso y arrobo, ante los prodigios de su siglo, de los que se siente partícipe, pro-
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Puede verse al respecto Bury (1971: 281-312).
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tagonista. Las Exposiciones Universales dan a conocer a un público más amplio las glorias de este avance imparable hacia un futuro de bienestar y felicidad. Sin embargo, y como se sabe, esta fe en el progreso tuvo grandes fisuras y dio lugar a numerosas polémicas entre aquellos que lo entendieron de manera distinta o que desconfiaron de la realidad de ese futuro esperanzador, que no llega a las clases sociales más deprimidas. Para unos, el progreso alcanza cotas de símbolo casi místico frente al deterioro del catolicismo, es la nueva religión de la modernidad, de la que se pretende una nueva reorganización social de la que no se escapa la misma imagen de la divinidad; para otros, es una amenaza sin remedio, un cataclismo inevitable. Se libra ahora una singular batalla con la naturaleza, a la que se quiere domeñar o vencer. Por supuesto, los sectores católicos se muestran conservadores y condenan esta valoración extrema, en su juicio, frente al orden natural. Pero, además, también los grupos más revolucionarios y marginales van a rechazar el mito del progreso al mismo tiempo que condenan los valores de la sociedad burguesa y desconfían abiertamente de sus promesas de un futuro mejor, que no encuentran en las calles ni en los suburbios de las grandes ciudades. Esta polémica adquiere mayor virulencia a finales de siglo en coincidencia con el auge del maquinismo, cuando muchos artistas en toda Europa ofrecen un espejo muy distinto del progreso científico y tecnológico, y cantan a los seres marginales, a los abandonados en ese proyecto de mejora social, que se juzga fracasado. Los escritores y artistas se mueven entre la ambigüedad de la alabanza al progreso de la edad moderna y su desencanto ante los resultados del industrialismo (por ejemplo, ambas facetas en Baudelaire), lo que motiva en algunos círculos intelectuales una ola de anti-industrialismo entre 1895 y 1905 que intenta, en parte, recuperar la faceta moral del progreso (mejorar la vida del hombre) y rechaza la visión de una humanidad guiada por las máquinas2. En España, la inquietud posterior a la revolución de 1868 alentó esta polémica, que tiene una especial significación en el campo de la poesía. Los románticos habían intentado, sin éxito, encontrar un eje armónico en la relación entre poesía y ciencia como única forma de llegar a la fusión
2 Remito a Friedmann (1977), Daumas (1983) y Briggs (1989). Litvak (1980) y Cano Ballesta (1999), han estudiado el efecto de esta crisis en la literatura y el arte.
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de hombre y naturaleza (Argullol 1990: 22-28). En la era del Realismo persisten los ecos de su angustia, como ejemplifica el leopardiano Joaquín M.ª Bartrina. También autores como Gaspar Núñez de Arce y Emilio Ferrari —con este último la polémica se funde con la antimodernista— creían que el avance tecnológico conllevaba, de forma inextricable, el fin del misterio, del idealismo, de la misma belleza, el acabamiento de los temas y formas hasta ahora usados en la tradición, y que con ellos habría de morir la poesía. Otros (Ventura Ruiz Aguilera, Manuel del Palacio, Melchor de Palau) defendieron actitudes más conciliadoras y confiaron en un progreso coincidente en todos los campos del saber y en una armonización entre poesía y ciencia. Tanto Palacio como Palau ejemplifican el extremo más optimista de esta discusión al entender que, lejos de desaparecer, la poesía encontrará nuevos temas de inspiración en los avances científicos (aunque Palacio oscile entre la defensa y la condena). Melchor de Palau llega a proponer una «poesía científica», una poesía fresca y moderna, fruto de la colaboración entre ambas disciplinas, que ofrecería la realidad surgida de la paulatina revolución tecnológica. No es mi intención aquí entrar en los extremos teóricos de esta polémica, que, sin embargo, tiene que formar parte del marco de mi reflexión3. Mi proyecto es otro: quiero ofrecer una serie de testimonios del tratamiento positivo que recibe el tema de la ciencia y el progreso en la poesía de la segunda mitad del XIX, analizar cómo aparecen retratados o referidos los inventores y científicos, de qué forma se ensalzan sus descubrimientos y máquinas, y cuáles son las imágenes, el léxico y el ritmo de estas composiciones. Los posibles ejemplos son numerosos, por lo que partiré de una necesaria selección. En estas composiciones en torno a la ciencia y el progreso de la humanidad los poetas retoman la imagen mítica de Prometeo, tan querida para sus antecesores románticos, aunque ahora, en una revisión realizada bajo la óptica del Positivismo, se subraye la estrecha relación entre la fuerza de estos nuevos Prometeos con el poder creciente del progreso tecnológico. Como Prometeos sienten haber alcanzado el calor, la luz, la velocidad, que parecían privativos de los dioses gracias a su trabajo, al que, dentro de este mismo contexto de fervoroso amor a la ciencia, dedican composiciones que recuerdan el arduo esfuerzo que ha realizado la
3 Con respecto a esta polémica, Palenque (1990: 53-75 y 119-123); Urrutia (1995: 120-132).
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humanidad para ganar este límite. Como Prometeos han llegado a penetrar lo oculto e imposible hasta el momento, lo reservado al misterio y que parecía quedar limitado al poder divino, y han formado un nuevo hombre, marcando un hito insoslayable en la historia de la humanidad. Es esta, pues, una visión racional y mecanicista del símbolo, frente al concepto vital y orgánico preferido por los románticos, que hacen de Prometeo la figura central de su mito del Anima Mundi. Entre el hombre y la naturaleza ahora está la máquina. Pero retomar la imagen de Prometeo en este ensayo no es gratuito en ningún sentido, porque, para cantar esta era de progreso y gloria científica, los poetas del período realista utilizan de forma reiterada como base de sus alabanzas y condenas la mitología clásica, y realizan continuas comparaciones con dioses y gigantes de la antigüedad, que vierten en los moldes de la oda o el himno; de tal manera que la poesía que celebra los inicios de la modernidad tecnológica y científica se caracteriza por su preferencia por formas del pasado. En algunos versos se afirma que la poesía actual nace de la superación del mito, ahora hecho realidad tangible por las conquistas científicas, pero se afirma en un tono épico coincidente o, al menos, de tonalidad rancia. Sólo en el léxico y en algunas expresiones puntuales se observan novedades, por otra parte necesarias para nombrar la nueva realidad científica.
EL «SIGLO DE LA CIENCIA» Los poetas de la segunda mitad del XIX afirmaron que la poesía debía reflejar su época y sus inquietudes, y condenaron el alejamiento romántico y su gusto por el pasado y la evasión legendaria. Este es uno de los postulados básicos de la Poética (1883) de Ramón de Campoamor: «Los artistas deben encarnarse en su tiempo por medio de afecciones literarias y vínculos históricos, asociando a sus asuntos los modos de decir y de pensar hijos de las circunstancias. Cada siglo tiene su corriente de ideas que le son propias, y que, al vestirse, toman el traje de moda de su tiempo» (76),
y concluye: «No es posible vivir en un tiempo y respirar en otro» (77). También Gaspar Núñez de Arce (1891a; 1891b: 5 y 6-7; 1892: 9) defiende la necesidad de que la poesía hable de los problemas del presen-
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te; desde las mismas trincheras, el poeta debe cantar el nuevo mundo surgido de los cambios políticos, filosóficos y científicos, reflejando la crisis que han ocasionado. Para otros tantos poetas (que irán apareciendo a lo largo de este ensayo) la ciencia, como parte crucial de la flamante realidad, se convierte en emblema y símbolo, en tema y recurso, en elemento indispensable, al fin, para la comprensión del «espíritu del siglo» (Ruiz Aguilera s. a.: IX-X). Los testimonios aportan casi un retrato de la sociedad que vivió aquellos cambios y que los interpretó de dispar manera en virtud de su ideología.
ODAS E HIMNOS AL SIGLO XIX Enlazando con la retórica ilustrada, el poeta del siglo XIX gusta de magnificar la fuerza del pensamiento humano que, como asegura Carlos Fernández-Shaw (1883: 31), gana en altura al mismo Himalaya («Al Himalaya. Soneto»). Los versos aluden de forma reiterada y pronto tópica al nuevo «siglo de la ciencia» y recuerdan la necesaria armonización que debe lograrse entre ciencia y arte, lo que termina convirtiéndose en un recurso repetido en todas aquellas composiciones que aluden al pensamiento, la inteligencia humana, la libertad de los pueblos, etc. El poeta decimonónico, consciente del trascendental papel que le cabe como transmisor de las ideas y sentimientos de su tiempo, construye odas e himnos donde celebra con orgullo los adelantos de su edad, su avance en el camino hacia el progreso de la humanidad. En la senda de la poesía cívica a lo Quintana y Núñez de Arce, Manuel Reina (22 enero 1881: 54-55) convocaba a los poetas del siglo a cantar esta nueva realidad: «Cantor, despierta: el siglo te reclama con tu trompa sonora al palenque te llama del pensamiento. […] Cantor, despierta: en tu valiente lira suena el clarín de guerra del soberbio cañón el estampido; las grandes convulsiones de la tierra; el golpe y el crujido
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Ciencia y técnica son ingredientes que forman parte consustancial del ser de la nueva centuria, como se lee en «Al siglo XIX. Oda», de Narciso Campillo (1879: 115-116); «El siglo XIX», de Antonio Fernández Grilo (1879: 103-108)5; «Mi siglo. Himno», de Miguel Gutiérrez (15 febrero 1887: 106) y «Al siglo XIX», de José Lamarque de Novoa (1895: 81-89). Todos estos autores coinciden en una entonación épica, elocuente e hiperbólica de los prodigios científicos del siglo, y ensalzan el poder del pensamiento humano, que ha logrado someter a la naturaleza misma, obteniendo un mayor bienestar para la sociedad y una mejor distribución del trabajo. El orgullo y el asombro del hombre de la época son evidentes en estos poemas, que cantan la extraordinaria realidad surgida de los cambios científicos y las nuevas sensaciones que ahora experimentan: pueden trasladarse a velocidades inimaginables, cruzar montes, atravesar canales, hacer el día en la noche, comunicarse a largas distancias, cruzando mares y continentes, encerrar una imagen en una fotografía gracias a la luz, volver a oír voces y canciones previamente grabadas en un cilindro… El hombre parece poderlo todo gracias a una ciencia calificada de «bienhechora» y «excelsa». En su oda Narciso Campillo sale al paso de los insultos de aquellos que sólo miran con aprecio el pasado y califica al siglo de «colosal», «inmortal», «portentoso», «el mayor que vio la historia»; una permanente sucesión de milagros y triunfos de la inteligencia humana que han permitido progresar al hombre sobre los cimientos construidos en otras épocas:
4
En todas las citas modernizo la ortografía. Antes publicado con el título «Mi siglo. Canto», en La Ilustración Española y Americana, XL, 24 octubre 1872, pp. 638-639. 5
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«¡Oh mi Siglo inmortal! Como gigante que el hondo abismo con su planta oprime y entre las nubes su cabeza esconde, así te miro yo. Tu voz vibrante truena y al hombre mísero redime, y el hombre alza y a tu voz responde. Volved los ojos donde nace y expira el día: ¿no veis cómo a porfía todo se mueve, y vive, y se desata con entusiasmo y fiebre engendradora, y audaz la inteligencia ya dilata sobre el orbe su imperio cual señora? ¿No veis milagro tras milagro escrito en ese globo que el cenit pasea, en ese alambre por do va la idea, en taladrados montes de granito?» […] (115).
También Antonio Fernández Grilo muestra al lector la realidad de este magnífico esfuerzo y, con continuas llamadas de atención, le apela a sentir, ver y oír las nuevas maravillas, acentuando los efectos acústicos y visuales. Sobre todas se alza el ferrocarril, voz de este «siglo del vapor», descrito como un «Titán magnífico», un «monstruo», que «silba y serpentea», cuya velocidad increíble es recreada a través del ritmo del verso, las exclamaciones y la selección de comparaciones y términos relacionados con el campo semántico de la velocidad: «ligero como el rayo desprendido», «por los llanos rápido se agita», «con hirviente fragor se precipita», «cual gigante torbellino»… La fuerza de la máquina se equipara con la de la naturaleza, a la que llega a superar: «No hay peñascos que turben su camino / ni huracán que le estorbe en su carrera». Es la prueba del poder del siglo, que ha alcanzado a construir tan imponente monstruo, que reúne la fuerza de fieras y rocas. Junto al tren figuran el telégrafo, la fotografía, los nuevos barcos de vapor, el globo aerostático, la luz de gas, la prensa; todos son prodigios de la nueva edad. El apóstrofe final testimonia el orgullo que sienten estos poetas, testigos y protagonistas de un nuevo fiat lux: «Despierta, patria mía; despierta y ciñe inquebrantables lazos al siglo hermoso que al Edén te guía
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MARTA PALENQUE aprisionada en sus robustos brazos. Mira del arte las lozanas flores envolverse en el cielo de la idea entre blancas guirnaldas de vapores; oye el viento que llora repitiendo en el mundo los cantares de la hirviente y fugaz locomotora; escucha el son del piélago bravío, y verás la palabra detenida del negro cable en el cañón sombrío; mira el pino, fantasma de la sierra, bordando los abiertos horizontes, cortando las distancias de la tierra con las redes de alambre donde encierra la palabra que vuela por los montes. Contempla tu magnífica grandeza, alza tu frente de laurel ceñida, y verás que has nacido cuando empieza sobre la tierra a palpitar la vida» (108).
Por su parte, Miguel Gutiérrez compone un exultante himno a la centuria en el que, en coincidencia con la «poesía científica» de Melchor de Palau, parte de la poesía clásica y recurre a la mitología para expresar las nuevas verdades. En versos heptasílabos con marcado ritmo a causa de la tendencia a la rima esdrújula y aguda, los hombres son los héroes modernos y llegan aun más allá que los antiguos. El tiempo presente es la realización de los mitos soñados por los antiguos: «Resuene ya mi cántico al siglo en que he nacido; mi voz no es la del pájaro que oculto ve su nido de ruinas melancólicas en lóbrego rincón. […] ¡Oh bellas metamórfosis [sic] de la gentil poesía! Verdades sois, no fábulas, que Ovidio os soñaría de edad futura símbolos, signos de su esplendor. Ya en el peñón del Cáucaso
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no gime Prometeo; el fuego que a los númenes robó, ya es su trofeo, y anima el grande espíritu de un siglo redentor».
Doblegado ante la ciencia, el gigante Encélado sufre una metamorfosis y, ciñendo una «armadura férrea», se convierte en locomotora («corcel flamígero») y, luego, en submarino, irritando al padre Océano al invadir su reino; junto a los «templos místicos» de antaño ahora se yerguen «las negras fábricas / donde el vapor ondula»; Mercurio rompe su caduceo, inútil ante la maravilla del telégrafo («Por nervios mil eléctricos / rayo fugaz serpea, / y en alas del relámpago / va la triunfal idea […]»); incluso la parca Átropos es vencida por el mágico fonógrafo, que permite recobrar la voz de un fallecido («Dormido en caja ebúrnea / nuestro postrer acento, / espera en ecos póstumos / feliz resurrección. / No entera al negro túmulo / desciende ya la vida: / cual a conjuro mágico, / latiendo estremecida, / de entre cenizas áridas / saldrá la humana voz»). Aun más, ahora el hombre puede coronar hazañas que estuvieron vedadas a los héroes de la Antigüedad: puede volar «por cima de las águilas» gracias al globo y descender a lo más profundo de la tierra iluminado por las nuevas lámparas. El microscopio y los avances en la ciencia química le permiten conocer un nuevo mundo microscópico y atisba el mismo origen de la vida («Y seres hay sinnúmero, / bajo la ley divina, / en los sutiles átomos / de gota cristalina, / y en los inmensos piélagos / del cerco terrenal. […] / Y los primeros gérmenes / de tierras y de cielos / de la materia cósmica / desgarran ya los velos, / mostrando los orígenes / del ser y del no ser»). El saber humano descifra misterios antiguos, como los jeroglíficos, y anima al hombre a hollar nuevos continentes. Todos estos cambios, índices del progreso humano, conducen para Miguel Gutiérrez a la libertad y el amor entre los hombres. El tono épico se reitera en «Al siglo XIX», de José Lamarque de Novoa, que empieza con un apóstrofe: «¡Salve, rey de los siglos! Voladora la Fama extiende tu renombre al viento, y absorto al abarcarlo el pensamiento sólo sabe admirar…» (81).
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Para Lamarque este es un siglo de esplendor absoluto, en el que han brillado de forma singular todas las artes y las letras, y junto a ellas la ciencia: «Cómo la Ciencia inerte yacer pudiera, cuando altiva y fuerte ya descollaba en anteriores siglos de absurdas opiniones vencedora, segura se adelanta, tremolando del progreso la enseña bienhechora; y a la asombrada humanidad mostrando de mil inventos la vivaz centella, rastros de luz fulgente va en su marcha triunfal tras sí dejando, cual del espacio peregrina estrella» (82-83).
Su discurso lírico acerca a los lectores a los principales descubrimientos y nombra a los creadores de este «siglo prepotente»: «Ya el admirable invento de Stephenson contempla, que más tarde, del mundo asombro, en fraternal abrazo unirá a las naciones; ora el de Morse, que aduna la palabra al eléctrico flúido [sic], y veloz la transmite, en dulce lazo estrechando a los pueblos: ya, en fin, el del insigne Edison, que aprisiona la humana voz y, audaz, la reproduce a su potente voluntad sumisa…» (83).
Este elogio a la ciencia es, sin embargo, sólo la primera parte del poema, claramente dividido en tres secciones: el primero es la alabanza del presente marcado por la gloria de la ciencia; en el segundo surge una visión negativa del futuro ante el peligro del socialismo, nuevo monstruo nacido de las entrañas del progreso («¿Oculto llevas en tu mismo seno / letífero veneno / que habrá de darte vergonzosa muerte?», 88); y el último cierra con una invocación esperanzada: aún hay tiempo para modificar ese futuro si el hombre no olvida a Dios.
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LOS NUEVOS PROMETEOS: CIENTÍFICOS E INVENTORES Entre el conjunto anónimo de seres humanos, sin duda son los inventores los que ostentan con mayor significación el título de nuevos Prometeos de una moderna mitología, de nuevos héroes de la epopeya tecnológica de la sociedad industrial del siglo XIX, que, como indica Agustí Nieto-Galán (2001: 15), erige una especie de «panteón laico de los dioses de la ciencia y la técnica» en el que brillan los nombres de Newton, Edison, Watt, Darwin, Curie, Marconi, Morse, Lesseps y otros tantos. Repasar sus biografías es, muchas veces, acercarse a una galería de mártires de la religión de la ciencia y la tecnología. Las calles y paseos españoles (como los de otros países) guardan recuerdo de estos hombres, y los pabellones de las Exposiciones Universales nos han dejado cumplido testimonio de su gloria en relieves y leyendas tallados en sus frisos y muros. En el mito del progreso se inscribe también el mito del inventor, que, investido de un estatus similar al de políticos y militares, figura de forma relevante en la estatuaria civil. La valoración del genio y de la individualidad creadora en el Romanticismo contribuyó de forma decisiva a encumbrar en el imaginario colectivo, junto a escritores y artistas, a científicos e inventores6. En la oda ya citada de José Lamarque de Novoa cada uno de los adelantos técnicos de la humanidad son victorias frente a la naturaleza y la ignorancia conseguidas con el trabajo y el estudio de los valientes científicos: el barco de vapor del ingeniero inglés Robert Fulton le ha permitido vencer a los «revueltos mares», dominando vientos y olas; con pasmo contempla la locomotora de George Stephenson, que ha unido las naciones con caminos de hierro, al igual que Samuel Morse lo hizo con los cables del telégrafo; o el «insigne» Thomas Alva Edison, admirado en su tiempo como una especie de mago (lo que recreó Villiers de L’Isle Adam en su novela La Eva futura), al que, entre otros hallazgos, se deben las primeras impresiones acústicas en cilindros de metal, sometiendo a la misma voz humana; y a Ferdinand-Marie Lesseps, que llevó a cabo la «gigantesca empresa» de los canales de Suez y Panamá. Pero los sabios que asombran al siglo son muchos más: 6 Nieto-Galán aporta esta cita del historiador Georges Basalla: «Elevado al estatus de líder militar o político, el inventor del siglo XIX fue presentado como un héroe romántico que combatía la inercia social y se enfrentaba a las poderosas fuerzas naturales para revertir a la humanidad los beneficios de la tecnología» (19); véase también p. 20.
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MARTA PALENQUE «[…] En vano intenta, fatigada la mente, ¡oh siglo portentoso! de tus sabios enumerar las múltiples creaciones: Ellas, surgiendo en rápida creciente, como raudal de desbordado río, pasmo serán de cien generaciones. Nada pudo negarse al poderío de su indómito afán […]» (Lamarque de Novoa 1895: 83-84).
En otros tantos poemas se extreman los cantos de gloria a estos bravos soldados de la ciencia que, con «entereza y constancia» —como indica Lamarque de Lesseps—, se enfrentan no sólo a las fuerzas de la naturaleza sino a los hombres ignorantes que frenan sus colosales empresas. Cada nuevo descubrimiento les impulsa a continuar su lucha: «[…] a cada triunfo se alza en su conciencia de luchas el deseo, cual, si la guerra estalla, el caudillo a las lides avezado viste el marcial arreo y se apresta de nuevo a la batalla» (ídem: 85).
Los inventores son calificados de visionarios y soñadores, cualidades que subrayan su hermandad con los artistas: todos anhelan alcanzar un nuevo mundo, una realidad renovada, aunque con diferentes medios. Así se lee en el poema «A Murillo» de José Velarde, fechado en 1882 (Velarde 1886: 114): «Sueñe el artista, pues, con noble empeño: el pensamiento humano, ni aun de las ciencias penetró en lo arcano sin las alas quiméricas del sueño. Sueña Franklín [sic], y atrae las centellas; sueña Watt, y el vapor se hace fecundo; sueña Newton, y fija las estrellas; sueña Colón, y se engrandece el mundo».
El mismo José Velarde (ídem: 125-132), en uno de los numerosos poemas dedicados a «El Trabajo» de aquellos años (éste fechado en 1882), abunda en la evolución paralela del progreso en todos los campos del sa-
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ber. Velarde compone una suerte de cosmogonía, recurso frecuente en la retórica del tema del progreso pues permite la lógica narración del crecimiento del pensamiento humano, gracias a cuyo esfuerzo el hombre ha ido transformando su realidad, y menciona a Newton, Galileo, Gutenberg, Franklin y Colón, junto a Homero, Fidias, Orfeo, Velázquez y Murillo: «¡Bendito el trabajo sea; fuente de paz y consuelo, nobleza de los humildes, y de los malvados freno! Él dio a conocer a Newton las leyes del firmamento, y la carrera del globo al insigne Galileo; él dio a Gutenberg la idea de inmortalizar el verbo, y entregó a Franklín [sic] el rayo, y a Colón un mundo nuevo [...]» (131).
Pero los científicos no sólo permiten relacionarse de manera distinta con la realidad y la transforman, sino que descubren nuevos mundos, como recuerda José María Gutiérrez de Alba (16 abril 1896: s. p. ) en el poema «El mundo microscópico. Al eminente sabio Mr. Pasteur». El poeta intenta transmitir en sus versos el asombro y la sorpresa que causan al hombre de la época los espectaculares descubrimientos en el campo de la bacteriología, que, junto a los decisivos avances en anatomía e histología, y en gran medida gracias al desarrollo de la medicina experimental llevada a cabo en el Positivismo, revolucionan el mundo de la medicina. Gutiérrez de Alba se centra en los hallazgos de Louis Pasteur («de las ciencias coloso») y le describe con rasgos de visionario y mago, a veces casi un santo; en cualquier caso un ser especial, pues a muy pocos seres humanos se les ha otorgado el poder de llevar la luz a las tinieblas del conocimiento: «Tu espíritu, entre sombras avanzando, salvó al fin las tinieblas de la duda; y la verdad buscando entre el bullir de la materia muda, descubrió dilatados horizontes. Con mano firme y ardoroso anhelo alzó una extremidad del denso velo con que de las miradas codiciosas
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MARTA PALENQUE el poder creador tiene escondidas y en profundos arcanos sumergidas sus obras portentosas; y comprendió que cuanto el orbe llena es forzoso eslabón de una cadena».
Sigue refiriendo de forma detenida los progresos paulatinos de este «sabio eminente», cuya figura crece hasta límites sobrehumanos cuando se le presenta como vencedor de gérmenes terribles, de enfermedades que actuaban de forma traidora: «A tu ilustre memoria siempre acompañarán las bendiciones de todas las naciones, y quedará en la historia, como ejemplo inmortal, noble y honroso, el que haciendo a los males cruda guerra, derramar supo el bien sobre la tierra».
Junto a Pasteur el poeta recuerda a otros hombres de ciencia ilustres: Jeuner, Koch y el español Ferrant. No menos interés y atracción despertaron en España los experimentos de Narciso Monturiol, inventor del «Ictíneo» (mencionado, por ejemplo, en «La poesía y la ciencia», de Palau, s. a.: 22), y, años más tarde, los de Isaac Peral, que perfeccionó el submarino. Los modernos telescopios habían permitido conocer las lejanas estrellas y el globo volar más alto que las mismas águilas, en comparación repetida en esta poesía; el microscopio alcanzar el origen de la vida; ahora se rinden las profundidades marinas. La extremeña Carolina Coronado (1993, II: 755) rinde tributo a Peral en un número extraordinario de la revista La Idea, el 15 de agosto de 1890, con un soneto en el que se equipara su hazaña con la realizada por Cristóbal Colón. El orgullo patrio de la autora se muestra en su recuerdo de la intrepidez española, que antaño permitió descubrir nuevas tierras; Colón y Peral son signos de ese valor: «Descubríos, señores de los mares. Bajad la frente saludando a España, que la gloria de nuevo la acompaña con su corte de genios seculares. Alumbrado por sacros luminares,
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lleve Colón sobre la mar su hazaña; hoy de la mar bajo la misma entraña navegan nuestros dioses titulares».
También Luis Pérez Barzana dedicó un largo poema a Peral, titulado A Isaac Peral: España con honra (1889), tras las pruebas satisfactorias de su submarino realizadas en el Arsenal de La Carraca en San Fernando (Cádiz), en 1888 y 1889. La composición, además de ser una loa hiperbólica al inventor, se convierte en un alegato patriótico en el que se advierte a las restantes naciones acerca del poder bélico español, ahora demostrado por la nueva máquina de guerra. La hazaña culminada por Peral enlaza con las de Pelayo, el Cid, Colón, Cortés, Murillo y Cervantes, y demuestra la pujanza de la ciencia española, desmintiendo las críticas injuriosas de los extranjeros. Así termina el poema: «¡Aún no han muerto las glorias nacionales! ¡Aún no está su valor prostituido! ¡Aún hay un español que se alza erguido para sacarla del pesar profundo! ¡Aún por ella vigila el león despierto! ¡La raza de sus héroes aún no ha muerto! ¡Aún puede España conquistar un mundo!» (23).
El retrato de Peral no difiere de los rasgos expuestos hasta ahora: genio modesto y audaz que se atreve a intentar lo imposible, que lucha de forma titánica hasta ver hecha realidad su idea. Su submarino es calificado como «cetáceo de acero», «monstruo raro, de corteza ruda», y, continuando la imagen zoológica, es descrito de la siguiente forma en los versos más novedosos del texto: «Venas de tubos forman su mecanismo, hilos de alambre su nerviosa masa, fluido es la sangre que veloz repasa la red de su intrincado mecanismo […]» (18).
LA MÁQUINA Y LA POESÍA Las máquinas y los descubrimientos científicos fascinaron a los hombres del siglo XIX y esto es algo que evidencia todo el arte decimonónico.
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La estatuaria civil se encargó no sólo de inmortalizar a los inventores y sabios sino que, además, se ocupó de encarnar plásticamente los valores de la ciencia y el progreso a través de alegorías que, en coincidencia con los poemas y otras obras artísticas, recurrieron a la mitología como fuente iconográfica. Muchas veces estas alegorías figuran en grupos escultóricos dedicados a reyes, políticos y mecenas (el dedicado a «Alfonso XII» y «Bravo Murillo», en Madrid; a «Joan Güell i Ferrer» y al «Marqués de Comillas», en Barcelona; al «Marqués de Guadiaro», en Málaga; etc.). Carlos Reyero ha localizado y revisado estas alegorías en las que junto al Progreso figuran el Comercio, la Agricultura y la Industria, las Letras, las Artes, el Trabajo y la Ciencia, o el Ferrocarril y el Gas, etc. Pegasos, jóvenes portadores de antorchas y figuras femeninas de regusto clásico representan tales conceptos o realidades materiales. La sociedad industrial difundía, así, el valor edificante de los principales símbolos de su nueva fe (Reyero 1999: 119-121 y 408). El mismo entusiasmo se advierte en la prensa, cuyos títulos y cabeceras rinden tributo al nuevo orden científico en títulos como el romántico El Vapor, o los posteriores El Ferrocarril o El Progreso. La cabecera de La Ilustración Española y Americana es un buen ejemplo iconográfico de lo dicho, al reunir los principales símbolos de la sociedad industrial, en cuyo crecimiento también colaboran la prensa y los adelantos técnicos de los que, en el terreno de la impresión y, sobre todo, el grabado, esta revista es pionera en España7. Ésta y otras revistas ilustradas ofrecen con asuidad imágenes de estas nuevas realidades tecnológicas, con mucha frecuencia de aplicación militar (cañones, torpedos, barcos y aeroplanos…). Como ejemplo de este entusiasmo, las máquinas se convierten en tema central de composiciones poéticas que insisten en el tratamiento de la ciencia y la técnica ya visto y permiten comprobar no sólo el orgullo y el embeleso, sino también el miedo ante su creciente fuerza y poder. Aunque la entonación enfática y declamatoria siga siendo dominante, aparecen otras marcas de la poesía del período. En este punto la fecundidad del tren como tema retórico, como alegoría del progreso, es sobresaliente y se presta a todas las notas, humorísticas o épicas. La imagen del «tren de la libertad» se repite en los en7 En la cabecera figuran, entre otros elementos, un globo terráqueo, un ancla, un telescopio, una fábrica con su chimenea humeante, una esfinge, fragmentos de columnas, una paleta de pintor, pergaminos, un libro y construcciones arquitectónicas de distintas épocas.
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sayos de los historiadores, filósofos y economistas del XIX (Proudhon hablaba de la idea del progreso como el ferrocarril de la libertad) y pasa a la literatura8. Los nuevos caminos de hierro supusieron en España una profunda transformación del sistema de transportes; las vías férreas se extendieron a lo largo del siglo a paso acelerado, sustituyendo a la tracción animal. No extraña que se convierta en el tema central de muchas composiciones o que sea el contexto o la anécdota que da sentido al asunto. Los ejemplos son numerosos, empezando por uno de los poemas más conocidos de la segunda mitad del XIX: «El tren expreso», pequeño poema en tres cantos de Ramón de Campoamor, que el poeta dedicó a su amigo y compañero en las lides literarias, y además ingeniero de caminos, José de Echegaray. Este romance sobre raíles que sabían de memoria tantas lectoras aparece enmarcado en el trepidar y el humo del ferrocarril, convertido en «fiera encadenada» que, una vez libre, se torna en «sierpe que sale de su nido» y luego en «león con melena de centellas». El viaje en tren que aquí se narra describe las sensaciones del viajero: la velocidad, el rápido paso de terrenos y accidentes geográficos, las luces que permiten entrever el vagón en la oscuridad…; en definitiva, hay una especial atracción ante la máquina: es monstruo y fiera, pero también belleza y prodigio fruto de la feliz invención humana. En las composiciones ya utilizadas más arriba se advierten expresiones similares. El tren cambia el mismo concepto del viaje y permite la contemplación de un paisaje distinto, al mismo tiempo que lo transforma, pues pasa a formar parte de la nueva realidad de la era del Realismo (Litvak 1991: 181-224). La velocidad del nuevo medio de transporte es el referente bien de poemas amables y humorísticos, bien de ambientes de ansiedad y pesadilla, y se convierte en metáfora para materializar la ansiedad, el miedo o el mismo destino. Por ejemplo, José López Silva (1898: 175179) se burla en «Impresiones de viaje» de los modernos y ágiles trenes que incorporan vagones de «lispin car» (sleeping car); José Selgas (1882: 119-121), en «Tren esprés [sic]», usa el tren como referente para describir una relación amorosa muy fugaz y pronto olvidada; y Ricardo Gil (1931: 73-74), en «El puente», lo convierte en un símbolo onírico de 8
El tren aparece como alegoría del progreso en «Balada del progreso», de Ventura Ruiz Aguilera (1880: 25-28), o «En ferrocarril», de Francisco Rodríguez Marín (1895: 25), pero en este último caso el progreso conduce a varias estaciones y, al final, la última es negativa. Estas son las que se vocean: «Estación del Progreso: diez segundos», «Libertad (grita un mozo): media hora» y, en su loca y rauda carrera, «Sodoma: ¡dos semanas!».
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consecuencias fatales. En un período marcado por los conflictos bélicos, el tren es también el vehículo que conduce a la guerra y a veces pareciera que su fuerza y ruido son adelantos de la fiereza del futuro enfrentamiento («Ruge la locomotora / con rugido de pantera […]» («¡A la guerra!», Blanco-Belmonte 1906: 135-137). En un siglo en el que la poesía tiene un valor social y circunstancial tan destacado, no extrañan los poemas relativos a inauguraciones de vías férreas que se convierten en encendidos elogios de la ciencia humana. El tono épico y la retórica grandilocuente son también característicos de estas composiciones, muchas destinadas a ser leídas en los mismos actos de inauguración, como en el caso de «Versos improvisados con motivo de la inauguración del ferrocarril de Almansa a Valencia» (19 noviembre 1859), de Vicente W. Querol (1985: 187-189), quien llegaría a secretario y luego subdirector de la compañía de ferrocarriles M. Z. A. De nuevo la locomotora es un monstruo colosal, una fiera salvaje dominada por el hombre: «Miradle: rebramando el monstruo fiero sueltas al viento sus nevadas crines, con ímpetu altanero salva de Edeta [Valencia] alegres confines. Ya por los valles cóncavos retumba su estridente rugido; ya en las llanuras castellanas zumba, y entre el fragor sonoro de sus miembros de hierro, álzase erguido el hombre y rige sus tirantes de oro» (187-88).
El tren es el mensajero de «un siglo de gigantes», «dios de la industria» y nuevo Mercurio que unirá pueblos y razas, «vencedor» de una naturaleza que abre sus entrañas y horada sus montes («arcos de gloria») para permitir su paso. La máquina redime y libera al hombre, que ahora esclaviza a las fuerzas de la naturaleza gracias a la técnica: «¡Genio libertador!, por ti alza el hombre noble a los cielos la abatida frente, cuyo sudor fecundizó la tierra: que en ti el poder de redimir se encierra. Mísera muchedumbre que alzaste las pirámides, ya ha roto
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la humanidad su innoble servidumbre: hoy un poder ignoto que con su ciencia doma, al hombre ayuda con esfuerzo bravo, y al Espartaco de la antigua Roma le sucede el Vapor, el grande esclavo» (189).
Tal vez este poema de Querol se incluyó en un álbum conmemorativo, como en el caso de otros tantos acontecimientos similares en la España de aquellas fechas. Recuerda Josefa Martínez Romero (1987: 40) que la inauguración de la línea férrea que unía Linares con Almería fue «el acontecimiento social y político más relevante de la Almería de 1899». En el acto de inauguración, el 12 de marzo de 1899, se celebraron varios festejos y, entre ellos, una velada literaria en la que los poetas almerienses celebraron con sus versos tan fausto acontecimiento, luego recogidos en la revista literaria titulada, y viene al caso, El Ferrocarril. En el mismo número se incluyó «¡Progreso!» de Narciso Díaz de Escovar (luego en Díaz de Escovar s. a.: 132-136), optimista himno en el que la locomotora, el telégrafo y la luz, emblemas de la nueva religión del progreso y símbolos de la fuerza del pensamiento humano, vencen la ignorancia y el fanatismo. Lo mismo se observa en otras tantas inauguraciones a lo largo de la Península9. Es evidente que hay un uso patriótico del progreso y la ciencia en estos actos, que aprovecharían los gobernantes de turno para dar muestras de su competencia y vendrían acompañados de no pocas placas conmemorativas en las que figurarían sus nombres. El progreso y la ciencia se hermanan siempre con la libertad, la paz y la prosperidad del país y de la región donde ocurre el evento. Otras inauguraciones de obras públicas extasiaron a los hombres de la época. El trabajo hercúleo que suponía construir canales y túneles convertía al hombre en un ser excepcional gracias a la ayuda de la técnica y mereció alabanzas como las de Manuel del Palacio (25 noviembre 1871: 574-
9 Por ejemplo, los textos contenidos en Álbum poético a la terminación del ferro-carril de Grao de Valencia a Játiva (1855); «La empresa del ferrocarril de Extremadura», de Carolina Coronado (1993: 827-828); «Na chegada a Ourense da primeira locomotora», de Curros Enríquez (véase Ferreiro 1973: 149-150), donde la locomotora es «unha Nosa-Señora de ferro»; etc. Pueden verse más ejemplos en el artículo del profesor HansJoachim Lope.
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575): «El túnel de Mont-Cenis»; Gaspar Núñez de Arce (s. a.: 51-94): «Inauguración del canal del Ebro»; Manuel Fernández Ruano (1874): Oda al Canal de Suez; o Alpha y Omega. Trilogía, de José María Gutiérrez de Alba (1890). Esta última es una extensa cosmogonía que parece influida por las utopías socialistas y narra la génesis y el fin de la vida sobre el planeta. Está dividida en tres partes, con los siguientes títulos: «El canal interoceánico. Oda dedicada al Genio del ingenio Mr. Ferdinand de Lesseps» (fechada en Bogotá, 7 septiembre 1879), «El hombre» y «La luna» (Madrid, mayo y octubre de 1885). La moraleja del poema es que el hombre debe utilizar su tecnología para el bien de la humanidad por encima de fines bélicos, de provecho económico egoísta o de simple diversión. Pasando a otros descubrimientos y hallazgos técnicos, y de nuevo en el terreno de la locomoción, el vapor se aplicó a otros medios como el automóvil, pero, en la década de los setenta, el uso del petróleo determinó su suerte definitiva y preparó su evolución hasta los vehículos actuales. En su descripción poética los autores repiten la misma imaginería usada para cantar al tren, como en «El automóvil», de Blanco-Belmonte (8 octubre 1903: 219), cuya fecha explica su avance hacia el Modernismo: «Rugiendo con rugir de tigre fiero es un monstruo que avanza, señorea y corre a la victoria sin pelea, como bridón de charolado acero. El genio poderoso y altanero le dio la fuerza que fecunda y crea, y así va el automóvil: es la idea que marcha libre por el orbe entero. Dejad paso a la máquina atrevida, que brilla cual los bélicos troqueles y alcanza lauros en la lid reñida: ¡que el automóvil, rey de los corceles, es la locomotora redimida que ha roto las cadenas de los rieles!».
Como se encargaron de recordar los escritores costumbristas, el siglo del vapor se convirtió pronto en el de la electricidad10. La «chispa de la 10 Me refiero a títulos como Ayer, hoy y mañana, o la fe, el vapor y la electricidad: cuadros sociales de 1800, 1850 y 1899, de Antonio Flores (1863-1864) y Delicias del nuevo paraíso: recogidas al vapor en el siglo de la electricidad, de José Selgas (1880).
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idea» se convierte ahora en el nuevo tópico de la sociedad industrial y, junto al tren, tal vez sea el telégrafo el hallazgo técnico más alabado en la poesía. Su valor para conciliar la voluntad de las naciones, para estrechar lazos de fraternidad, es la cualidad más ensalzada. En las odas al siglo mencionadas antes los poetas cantaban este poder del telégrafo y así puede leerse en algunos de los fragmentos citados. En «A un poste telegráfico» Marcos Rafael Blanco-Belmonte (1906: 193) canta al ser natural ahora transformado con fines científicos muy nobles, y recoge el sentir de la centuria: «¡Eras ayer muy grande! Tu ramaje ostentaba su pompa en el camino, como señor que marca su destino al pueblo que le rinde vasallaje. En tu copa, penacho del boscaje, cantó el jilguero su cantar divino; tu sombra dio consuelo al peregrino, tu tronco, freno al huracán salvaje. Y al mirarte sin hojas, sin verdores, sin nidos y sin pájaros cantores, tu grandeza se ensancha y señorea. Que al erguirte en el monte o en el llano… ¡eres el sostén del pensamiento humano y arde en tu sien la chispa de la idea!».
Otros inventos relacionados con la comunicación y la voz como el teléfono y el fonógrafo debieron de parecer tan mágicos y sobrenaturales que los poetas insisten en conectarlos con el Más Allá. Así se entiende en la comparación que establece Juan José Herranz (28 febrero 1878: 151) en «El teléfono»: «¡Humilla tu arrogancia y fascina tus débiles sentidos esa invención que, hollando la distancia, transmite la palabra, el lloro, el canto y todos los sonidos!… Que nada nuevo la invención encierra: siempre que un padre con amante anhelo besa a su niño huérfano en la tierra, oye el beso la madre desde el cielo».
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O en «El fonógrafo», de José Jackson Veyán (15 diciembre 1903: 366), en cuyos versos se suman admiración y miedo ante este artefacto: «La voz no se extingue en la tumba helada, del hombre que llora, del hombre que canta, sobre el aparato los ecos resbalan, dejando unos surcos en la cera blanda, que lo que hoy recogen repiten mañana. Y pasan los años, y cuando descansa en la caja grande aquel que cantaba, se busca llorando la pequeña caja, que encierra el cilindro que los ecos guarda, y la rueda empieza, la uniforme marcha, y vuelven a oírse notas y palabras, ¡y la sombra del muerto querido resucita y habla! […]».
Jackson Veyán describe de forma minuciosa el funcionamiento de la máquina cuando declara su pavor por este regreso de los difuntos (y es una de las escasas descripciones directas del objeto que se localiza en esta poesía): «A mí me dan frío los cilindros que hablan, cuando la corriente misteriosa y vaga invade un momento la aguja metálica, y adquiriendo vida las pequeñas rayas,
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al contacto del aire repiten notas y palabras!».
Ya en otro texto, similar estupefacción despierta la máquina fotográfica: «Presa la luz en máquina sombría, combinada en artísticos cristales, copió su faz, su pie, su gallardía en dibujos iguales […] (Fernández Grilo 22 diciembre 1879: 399);
pero aquí la comparación con la pintura es inevitable y a veces pierde en el cotejo, porque, como en la composición anterior, la máquina atrapa la imagen física, pero el alma necesita del pincel para ser retratada. Desde la Great Exhibition of the Works of Industry of All Nations celebrada en Londres, en 1851, las Exposiciones Universales se constituyeron como el escaparate de los productos nacidos de la Revolución Industrial y atrajeron a un elevado número de visitantes, nacionales y extranjeros. Manuel Ortiz de Pinedo (15 noviembre 1878: 286-287) cifra en verso el valor que estas reuniones encierran para el hombre de la época en su poema titulado «La Exposición Universal de París», que califica como canto al progreso y la ciencia, dilatado y extenso muestrario de las principales conquistas del hombre en los distintos campos del saber: «Allí, alcázar gigante circundado de césped y de flores, donde la luz se quiebra fulgurante en sus lucientes vidrios de colores, ofrece en el recinto dilatado de sus anchas, inmensas galerías, suntuoso alojamiento, a cuanto el pensamiento puede abarcar en ordenada historia, desde el tosco relieve, carcomido, que en los remotos días atestiguó la gloria de un hecho esclarecido, hasta el postrer invento que con ardor se afana por transmitir, vibrando en su sonido, de siglo en siglo la palabra humana».
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Allí se reúnen las naciones y, orgullosas, revelan las novedades de su pensamiento. Entre todas, en una visión de futuro, destaca Norteamérica, que demuestra su interés por la tecnología doméstica, dando señales de su adelanto con respecto a la vieja Europa («[…] proclamando su lema utilitario, / la máquina potente / para fraguar el hielo y la ingeniosa / de coser y bordar, en el Certamen / presenta la República orgullosa […]»). Ortiz de Pinedo describe el interés del público por las nuevas máquinas, a las que admira con la misma sensibilidad que antaño a las grandes obras de arte. La técnica no sólo aporta máquinas útiles sino, además, continuos prodigios «de sin igual belleza»; es la ley de los nuevos tiempos: «[…] inmensa muchedumbre busca do quier la máquina, afanosa bajo la tersa, colosal techumbre, guardando su mirada cariñosa para admirar los monstruos animados que el problema resuelve palpitante de abaratar la vida en los mercados».
LA FÁBULA Y LA POESÍA DIDÁCTICA La fábula y la poesía didáctica, de tan amplio cultivo en el siglo, fueron cauces idóneos para transmitir las maravillas de la ciencia y para enseñar las bondades de la tecnología. Un ejemplo de ello es la colección de Fábulas en verso originales de Concepción Arenal (1851; en la reedición de 1854 se señala que sirven «para la enseñanza en las escuelas de instrucción primaria»), que dedica varios textos a cubrir este fin11. La misma finalidad didáctica tiene el libro La Poesía Moderna de José Fola Igúrbide (1898), subtitulado «Libro escrito expresamente para los niños que aspiran a ser hombres». Al frente del conjunto, el autor coloca su declaración de intenciones en verso y, en la línea de Melchor de Palau, afirma que la poesía debe seguir el curso de los tiempos y cantar los nuevos temas que la ciencia aporta e invita a los poetas a servirse de los cambios materiales y a abandonar recursos antiguos y culturalistas, dejando a un lado las leyendas medievales maravillosas y los cantos al mar, al lujo y 11 «El daguerotipo [sic] y la pintura» (fábula XXI), «El anteojo» (fábula XXV), «El cálculo» (fábula XLVII), «El hierro y el topacio» (fábula XXVIII) (Arenal 1994).
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al amor, para cantar a la ciencia y loar al obrero («ese mártir del trabajo»): «Educa con Arte al Niño / injertando en su conciencia / los gérmenes de la Ciencia / con las mieles del cariño» (9). La filiación progresista del autor asoma en su proclamación de este «nuevo oficio» del poeta moderno. Los poemas que siguen son un tratado de física y ciencias de la naturaleza (junto a otros de enseñanza moral) en los que la figura de Dios es permanente: Él es el sentido último de las leyes que explica a los niños en «El lago y la piedrecilla», «La gota de rocío», «La oración de la tarde» (acerca del movimiento del globo terrestre), «El globo de papel» y «Los cuatro elementos». Usando un lenguaje sencillo muy distinto de la retórica de la ciencia decimonónica, describe a los niños las mismas cualidades humanas a partir del léxico de la ciencia; por ejemplo, el esfuerzo de la voluntad, en el poema de igual nombre, es asociado, sucesivamente, a una máquina, un motor, y un dique de contención. Las revistas y libros de lectura y enseñanza dirigidos a los niños ofrecen otros testimonios de este aspecto singular de la relación entre poesía y ciencia.
DE LA «POESÍA CIENTÍFICA» DE MELCHOR DE PALAU AL «FIN DE SIGLO» En el planteamiento optimista de la ciencia en la segunda mitad del siglo XIX el proyecto del poeta, ingeniero y catedrático de Geología y Paleontología catalán Melchor de Palau supone un hito insoslayable. Palau inició, en 1881, la publicación de las que llamó Verdades poéticas, traducidas a varios idiomas y reeditadas hasta alcanzar la sexta edición. Además, en 1908, en su discurso de ingreso en la Real Academia Española de la Lengua, disertó sobre el tema «La Ciencia como fuente de inspiración poética», verdadero manifiesto cuyo contenido conciliador en lo referente a la polémica entre la ciencia y la poesía ya ha sido mencionado. Frente a los que condenan la introducción de temas y voces científicas, él apuesta por renovar las fuentes de inspiración, abandonando los viejos y gastados recursos expresivos para beber directamente de las verdades de la ciencia. Palau pretende escribir una «poesía científica» que muestre la nueva realidad del hombre al filo del siglo XX, lo que plasma en sus poemas «A la Geología», «El rayo», «Al Polo Ártico», «Al carbón de piedra», «Al faro eléctrico de Nueva York», «A la locomotora» y, continuando a Quintana, «A la imprenta», entre otros. Todos son un canto de admiración hacia el poder del pensamiento humano, capaz de gobernar las
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fuerzas de la naturaleza y aplicarlas a la industria, en cuyo brillante futuro, paralelo al del arte, cree el poeta. Su fe en este mundo futuro le convirtió en el vate idóneo para componer el «Himno a la Exposición Universal de Barcelona» en 1888 (incluido en Palau 1905). El poeta-ingeniero confiaba en la renovación de la poesía gracias a los nuevos temas y vocabulario que aportaba la ciencia, lo que resume en su oda «La Poesía y la Ciencia», donde la encarnación de la Ciencia anima a la Poesía a trocar los motivos antiguos (representados por los dioses mitológicos de la Antigüedad) por los del presente. La loa a los mártires de la ciencia («herederos del don de los milagros») y a sus descubrimientos debe ocupar un lugar central en la obra de los poetas futuros, a decir de Palau, quien en sus poemas habla del submarino, el telégrafo, el fonógrafo, la fotografía, el tren…, de la Biología, Química, Botánica… Sus composiciones incorporan notas que recuerdan a los lectores teorías científicas y el nombre de sabios en las más diversas materias de los que parten las imágenes poéticas: la biogenética de Haeckel, el radiómetro de Crookes, etc., aunque se encarga de subrayar que sus pretensiones no son didácticas y que, por el contrario, sus poemas presuponen el conocimiento por parte del lector de las hipótesis científicas que exponen. En algún caso, incluso, augura las posibilidades de algunos hallazgos científicos: así, en «Glorias efímeras del artista dramático» (1880) confiaba en que, tras la máquina fotográfica y el fonógrafo, se idease un artilugio que pudiese reproducir la imagen dinámica de una función teatral y, en nota, apunta que el kinetoscopio de Edison, que avanzaba hacia el cinematógrafo, convertía en realidad este sueño. Sin embargo, en su renovador proyecto extraña la falta de un lenguaje nuevo, de unos cauces formales coincidentes con tales propósitos. Así, su canto «Al carbón de piedra» se vierte en tercetos encadenados de regusto barroco («Este, que veis, carbón endurecido, / yacer a mantos en terrestre fosa, / rayos de claro sol un tiempo han sido. / A la voz de la Industria poderosa, / abandona, cuál Lázaro, su tumba, / y a más vida resurge esplendorosa [...]» [Palau s.a.: 111]). En «El rayo» (1880), en décimas, el tono épico conecta con Quintana. En la oda «A la locomotora» la máquina vuelve a ser monstruo singular: «serpiente férrea y anillosa / que en la cabeza el corazón ostenta», animal nervioso: «corcel ganoso de combate», o conecta con el bestiario clásico: «hipógrifo sin alas», siempre poderoso y bravo, vencedor del huracán y capaz de sortear cualquier accidente geográfico. Se repiten los adjetivos ya notados y las apelaciones al lector. La locomotora es el símbolo de esta edad y
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es, por ello, comparada con los de otras épocas: es «imagen de la bíblica serpiente», «cual paloma del Arca / es anuncio de paz», «cual caballo de Troya», porque transporta a hombres en su vientre; y ocupa el lugar de los mitos antiguos: «Es del Comercio mensajera activa […] / sustituye al alípede Mercurio», «Ceres moderna, va sembrando a miles / los prolíficos granos del fomento»... Este «Caballo del progreso» es, al fin, la realización de una quimera que afianza la libertad humana. Palau aspiró a una poesía nueva y reformada pero, sin embargo, no retocó ni creó un ritmo y una poética adecuadas al cambio de asunto, por lo que —al igual que en los versos de sus compañeros— sus composiciones pierden frescura y nacen un tanto acartonadas y viejas. Sus poemas contribuyen a introducir en el léxico de la poesía algunos términos originales, aunque tampoco aquí hay revoluciones. Él mismo cuenta en su discurso que llevó a cabo con prudencia esta incorporación, prefiriendo, por ejemplo, la palabra «infusorio» a «microbio» porque la segunda no se encontraba en el diccionario de la Real Academia en 1881 (figura en el de 1884). Sí utiliza la voz «fonógrafo», ausente del DRAE hasta 1899; o «ictíneo» (en cursiva en el poema «La Poesía y la Ciencia»), que se introduce en 1925. Su léxico, al igual que sus imágenes, resultan desfasadas con respecto a sus propósitos. Las voces científicas, admite el autor en su discurso, participan de la sequedad y precisión de la ciencia, pero su uso en la literatura va poco a poco dulcificándolas (Palau 1908: 63); las nuevas realidades científicas parecen ajenas a la lírica pero, poco a poco, se irán asimilando a los temas heredados de la tradición: «Hay que dar tiempo al tiempo para que lo moderno consiga tal linaje de belleza», afirma (64), y cree que los hombres pronto adquirirán la sensibilidad moderna que les permita, como a él mismo, admirar «el gigantesco poema metálico denominado Torre de Eiffel». Palau vaticinaba una «forma lírico-épica», pero apenas vislumbró su alcance. Es innegable el mérito de su empeño y lo casi profético de su intuición renovadora que, con nuevos vestidos y a partir de una ideología opuesta, enlaza con el manifiesto futurista de Marinetti, publicado sólo un año después de este discurso.
EN EL «FIN DE SIGLO». CONCLUSIONES En el capítulo de las conclusiones, creo que hay algo que une todas las composiciones citadas a lo largo del trabajo: el poeta del XIX no pare-
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ce contemplar nunca directamente el objeto, sino que lo hace a través de conceptos abstractos y así los describe y canta. Más que crear nuevas imágenes y metáforas los nombra o describe de forma indirecta a través de cualidades que están fuera del objeto e, incluso, que son más importantes que él mismo: el telégrafo une a los pueblos, el fonógrafo permite el diálogo con el Más Allá, la fotografía sólo capta la materia y no el alma, etc.; de tal manera que a veces se observa que los poemas hablan más de la importancia de la fraternidad humana que del objeto mismo, o del amor filial, o de la mayor importancia del espíritu sobre la materia… Los poemas que polemizan sobre el valor de las máquinas y la ciencia, y que muestran su desconfianza ante su creciente poder, están anclados en el valor trascendental de la polémica misma y casi parecen olvidar la nueva realidad que la técnica está creando. Una excepción podría ser la de Joaquín M.ª Bartrina, cuyos atrevimientos léxicos le llevan a transcribir el lenguaje científico puro («De omni re scibili»: «¿Hay nada, ¡vive Dios! / bello como la fórmula algebraica / C=π r2?», 1939: 105). Por otro lado, en la mayoría de los textos vistos hasta el momento la principal novedad radica en el tema y, parcialmente, en el vocabulario; no lo son las estrofas, ni la retórica, heredera del verso enfático a lo Quintana y de la poesía clasicista. A partir de estas composiciones podría afirmarse que la remozada épica del siglo XIX descansa en cimientos antiguos y sigue utilizando una expresión altisonante y las más de las veces hueca y tópica, que recurre a un imaginario que resulta caduco aunque esté refiriéndose a nuevas realidades. Aunque algunos autores intentan reinterpretar la mitología y la acercan a las nuevas realidades de la era tecnológica, el lenguaje traiciona sus propósitos. Además, es constante el recuerdo de las épocas gloriosas del pasado español y, en concreto, de la figura de los descubridores; entre todos, de Cristóbal Colón: la gesta americana vuelve a realizarse (o a completarse) ahora gracias al telégrafo y al teléfono, que acercan América y Europa, fomentando una fraternidad desvanecida por la distancia. Los poetas siguen usando un vocabulario igualmente heredado de la tradición quintanesca, que abusa del apóstrofe, de las interrogaciones, exclamaciones y apelaciones al lector, y usan expresiones que pronto parecen gastadas: la ciencia es siempre «portentosa» y causa «asombro y pasmo», el tren es «corcel flamígero», «monstruo fiero», el telégrafo, «rayo fugaz»…; se repiten las mismas personificaciones o animalizaciones de los elementos de la naturaleza y de las máquinas (se recurre al león, a la pantera, al águila, la serpiente…); las calificaciones son siempre superlativas; etc. Como en toda
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epopeya es palmaria la preferencia por el vocabulario bélico y, en la línea de la hipérbole, por los términos que hablan de ardor, fuerza, empuje, arrojo... Las ideas de Palau, ya en los límites finales del siglo, son la concreción teórica más importante del proyecto de una poesía nueva y moderna, que se asimila a los cambios que está experimentando la sociedad industrial y, sin embargo, sigue anclada en el lenguaje poético heredado de la tradición, demostrando un conservadurismo contradictorio con respecto a sus teorías científico-poéticas. Juegos florales y otros certámenes poéticos oficiales (celebrados en torno a estos temas, como antes se vio con el ferrocarril o, ahora, en A la ciencia: Oda, de Ángel Laso de la Vega [1880], ganador de los celebrados en Ferrol con motivo de la inauguración del dique de la Campana) favorecen este tono declamatorio y pseudoclásico. Cuando «Clarín», en su Apolo en Pafos (1887; véase 1988: 31-32), abominaba de la poesía decimonónica en el límite del fin de siglo, considerándola tópica, manida, falta de verdadero aliento lírico, y demandaba un cambio revolucionario para librarla de la muerte total, ataca sobre todo a la poesía quintanesca, que juzga hueca y consumida con sus mismos temas, entre los que cita los cantos al mar, al sol, a Padilla, a Maldonado, «…o al inventor del hipo». Entre estos poemas se encontrarían muchos de los citados, a los que se pueden sumar otros procedentes de los primeros libros de poetas de la generación siguiente, que heredan la expresión decimonónica aunque luego la rechacen: por ejemplo, de Rubén Darío (1967: 28) se conserva un poema incompleto titulado «Al Progreso», y también «El libro», de 1882 (ídem: 29-55), enlaza con este espíritu. En idéntica línea están «A la invención de la máquina de vapor» y «Al descubrimiento de la electricidad», de Antonio de Zayas (1892: 58-60 y 61-64). Versos similares escriben otros poetas en el Fin de Siglo dentro de la temática de la «lucha», característica de estos años (Ara Torralba 1996)12. Las imágenes y metáforas más novedosas son escasas, como en los ejemplos precedentes se ha podido advertir, y asoman en el poema «El fonógrafo» de Jackson Veyán (precisamente un autor alejado del tono 12
Ara Torralba (1996: 47-50) señala el prólogo de Gritos del combate como programa de la estética «luchadora» de principios de siglo, poesía «germinalista y regeneradora», casi traducción del struggle for life darwiniano, resurrección de una poesía de combate por el Progreso, la Humanidad, la Libertad, la Justicia, el «Ideal», de los Núñez de Arce, Quintana, Espronceda, Schiller, Hugo, Byron, Lamartine, nostalgia del primer
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épico de la poesía civil, la que más utiliza el tema de la ciencia), y en alguna composición, en forma de prosopopeya: «metálicas venas» («La locomotora», de Palau), o los versos citados más arriba de Pérez Barzana en torno al submarino de Peral. Gregorio Torres Nebrera aporta dos ejemplos del poema «A un poeta del porvenir» de Carolina Coronado («políglotas vertientes extendimos», para referirse al cable telegráfico submarino, y «arpa eléctrica», para nombrar al tendido telegráfico por hilos) e indica que, en su opinión, «son imágenes que muy bien hubiese podido suscribir un poeta futurista» (1993, I: 489). Se trata siempre de casos aislados y no predominantes. En definitiva, puede afirmarse que la poesía española de los inicios de la modernidad, anclada en prejuicios y en poéticas desfasadas, si bien intuyó el camino de la poesía futura e impulsó la ampliación de los dominios de la poesía, dejó pasar la oportunidad de una renovación profunda en cuerpo y alma a instancias de las inéditas realidades que aportaba la sociedad industrial. Tal vez la poesía no refleja sino la difícil asunción de la modernidad por parte de una sociedad anclada en viejos valores. Otros vendrían para continuar el camino, pero el impulso casi virginal que podría haber propiciado esa moderna poesía épico-lírica que necesitaba la nueva edad se había perdido para siempre.
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El tren eterno —¡Alto el tren! —Parar no puede. — ¿Ese tren adónde va? — Por el mundo caminando —En busca del ideal. —¿Cómo se llama? —Progreso. — ¿Quién va en él? —La humanidad. — ¿Quién le dirige? —Dios mismo. —¿Cuándo para? —Jamás. Manuel de la Revilla
A primera vista parece poco problemático tratar de analizar la importancia y la significación del progreso en la lírica alemana y española durante la segunda mitad del siglo XIX, puesto que no hay duda de que el progreso funcionó ya desde el principio del siglo como idea clave y motor principal de la cultura occidental1. De ello se podría deducir que el progreso jugó también un papel primordial para el desarrollo de la lírica de aquel entonces, pero a la hora de entrar más al fondo en la materia se puede apreciar inmediatamente que esta lógica tiene sus defectos,
1
Al carácter cuasi religioso de esta fe en el progreso alude Nisbet en su ya clásico libro The history of the idea of progress cuando constata que: «[...] from at least the early nineteenth century until a few decades ago, belief in the progress of mankind, with Western civilization in the vanguard, was virtually a universal religion on both sides of the Atlantic» (Nisbet 1980: 7).
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puesto que hace caso omiso de diversas variables de esta ecuación que requieren una matización antes de aplicar el progreso como dispositivo en el siguiente análisis. La primera variable es la significación misma del concepto positivo del progreso, puesto que tanto en Alemania como en España revela durante este lapso de tiempo toda una gama de caracteres significativos que determinan su recepción literaria. La segunda variable resulta del hecho de que el género en que se centrarán las siguientes observaciones sobre la recepción del progreso es la lírica. Es decir, el más reacio a la transcripción del progreso tecnológico y científico en un lenguaje artístico. Las diversas razones que explican dicha resistencia serán analizadas en el siguiente estudio. Un primer paso debería llevarnos, por lo tanto, a una breve excursión al campo de las ideas en la segunda mitad del siglo XIX para aclarar las significaciones exactas del término progreso en este período. Luego se descifrará la repercusión de estas ideas en un poema español, de Melchor de Palau y otro alemán, de Arno Holz, que han sido elegidos según el criterio de que no tematizan solamente los efectos y contenidos del progreso, sino que al mismo tiempo están concebidos como programa poetológico de una lírica en que se trata de integrar y presentar el aspecto técnico y científico del mundo moderno.
I. LA SIGNIFICACIÓN DEL TÉRMINO PROGRESO EN LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XIX EN ALEMANIA Y ESPAÑA Nisbet indica que el progreso en la cultura occidental ha adoptado alternativamente dos significaciones fundamentales a lo largo de la historia: La primera define ‘progreso’ como el perfeccionamiento moral y espiritual del hombre que le permite por fin liberarse de las trabas sociales y naturales; y la segunda como la gradual y competitiva ampliación del saber (técnico, científico y artístico) y advierte acertadamente que se ha juzgado la relación entre estos dos conceptos de una manera muy contraria, pues se les ha comprendido al mismo tiempo como opuestos y coherentes (Nisbet 1980: 5-6). En la segunda mitad del siglo XIX el término ‘progreso’ experimenta tanto en Alemania como en España un cambio del primer al segundo significado a causa del retroceso de las filosofías metafísicas y el nacimiento de las teorías materialistas y positivistas. La noción ‘progreso’ está ahora estrechamente unida al desarrollo de las ciencias y de la téc-
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nica y también a la cambiante organización social de las sociedades modernas2. La meta principal de este movimiento es llegar al mismo tiempo a un elevado nivel intelectual y económico3. La noción ‘progreso’ adquiere en consecuencia un matiz positivo cuya base forman la realidad, las ciencias y finalmente las nuevas tecnologías4. El catalizador más importante de la nueva concepción del progreso es el positivismo. Núñez Ruiz expone en su estudio El positivismo en España: desarrollo y crisis (1975) este protagonismo del positivismo en el contexto español a partir de mediados de los años 18705, y llega a conclusiones que se pueden aplicar cum grano salis también a la realidad alemana. En el capítulo que lleva significativamente el título «La racionalización positiva del orden y del progreso», Núñez Ruiz explica que el positivismo, que se basa sobre todo en las teorías de Comte, se ofreció [...] de cara a la burguesía española, [...] [como] la filosofía que mejor puede contribuir a racionalizar científicamente el orden y el progreso social. [...] es, al cambio del carácter crítico o negador de la razón de la Ilustración, 2 Cf. Núñez Ruiz que explica que «La ruina de la especulación metafísica al modo tradicional se plantea, pues, en España, tal como había ocurrido en el comtismo y en el neokantismo alemán de mediados del siglo [XIX], enmarcada entre dos factores decisivos e históricamente irreversibles: el gran desarrollo del saber científico moderno que determina el camino ‘seguro’ o ‘positivo’ de conocimiento y las exigencias de la creciente civilización industrial» (Núñez Ruiz 1975: 35). 3 Esta fe en un desarrollo positivo hacia un mundo mejor para todos mediante los nuevos inventos es un pilar fundamental del pensamiento de este tiempo y está igualmente vigente en la inflexión positiva-progresista de teorías políticas que utilizan el positivismo y la promesa de progreso social para sus fines. Por ello hubiera sido necesario someter la poesía que nace de esta motivación política y agitadora a un análisis especial, algo que desborda evidentemente el margen de este estudio. 4 Pero hay que tener en cuenta que aparte de esta visión progresista existe todavía una amplia capa conservadora que defiende a toda costa que la dicha suprema de la humanidad depende únicamente de su perfeccionamiento moral y espiritual. Un razonamiento que, sobre todo en España, lleva directamente a la cuestión religiosa, pues implica el argumento de que el perfeccionamiento moral y espiritual está conectado exclusivamente con la fe católica. Una muestra bien ilustrativa es el ensayo de un autor anónimo que firma con «M. A.» y lleva el significativo título «Los progresos de la ciencia se deben a la religión católica», ‘M. A.’ 1870. 5 Núñez Ruiz señala el año 1875 como fecha de la «recepción social» del positivismo en España, aunque ya antes «circularon libros sobre la temática positivista» (Núñez Ruiz 1975: 37).
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SABINE SCHMITZ un pensamiento afirmativo y organizador, por lo cual, tiene un valor consolidador para la sociedad postrevolucionaria6 (Núñez Ruiz 1975: 129).
Otra constante de la historia de las ideas que influyó en la concepción del progreso en la segunda mitad del siglo XIX es la del pensamiento evolutivo. Herbert Spencer expuso un sistema filosófico que se basa en la categoría fundamental de la evolución y lo aplica desde el cosmos hasta la sociedad, que según su teoría están gobernados por un proceso de evolución y de progreso basado en leyes naturales. Luego surgirá de este monismo científico la teoría de la igualdad de valor de todos los fenómenos y la literalidad de todo observable7. Por ello Nisbet ve en Spencer el portavoz del lema «progress as freedom» (Nisbet 1980: 236; 179-235). Paralelamente el término progreso obtiene también una significación casi opuesta: las nuevas doctrinas naturalistas, nacionalistas y del utopismo y racismo postulan que el individuo solamente logra completarse cuando se considera como parte orgánica del todo, especialmente del estado al cual tiene que subordinarse. Desde este punto de vista progreso se define como fuerza revolucionaria social, por lo que según Nisbet surge como segunda significación el dogma de «progress as power» (Nisbet 1980: 237-296). Concluyendo, se puede constatar que en el siglo XIX acontece una secularización de la idea del progreso, lo que antes se concebía como providencia divina ahora se convierte en un dogma que se explica a través de la ciencia. Así la ciencia se ha convertido en la nueva teología de la sociedad moderna. En consecuencia la tercera significación de progreso se produce con la inversión de la fórmula «Providence as progress to progress as providence» (Nisbet 1980: 181/182) por lo cual el hombre de ciencia deviene el verdadero líder de la sociedad positivista (Nisbet 1980: 257)8. Como se 6 Núñez Ruiz insiste varias veces sobre esta calidad consolidadora del progreso (Núñez Ruiz 1975: 12-14). 7 De lo expuesto se explica porqué Nisbet ve en Spencer «the supreme embodiment in the late nineteenth century of both liberal individualism and the idea of progress [...]. The whole of organic evolution for Spencer must be seen as a long process of change in which ‘homogeneity’ is replaced everywhere by ‘heterogeneity’» (Nisbet 1980: 229). Aunque también la figura cumbre del evolucionismo Charles Darwin vaya a revolucionar con su lucha por la vida y la evolución el ideario de su época, no influye directamente en la concepción del progreso. Lo mismo es posible constatar por las teorías de su discípulo más célebre en Alemania, Ernst Haeckel. 8 Asimismo Núñez Ruiz remite a distintos «nuevos nombres para el progreso durante la Restauración», que son «orden, realismo, pragmatismo, pacto y evolución»
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verá más adelante las significaciones expuestas del término progreso tenían también profundas repercusiones tanto para la poesía como para la discusión poetológica del siglo XIX.
II. EL PROGRESO CIENTÍFICO Y TÉCNICO, ¿PARTE INTEGRANTE DE LA POESÍA? Las nuevas invenciones científicas y el desarrollo técnico, proclamados como los más importantes medios del progreso humano, cambiaron fundamentalmente la vida y la existencia material del hombre decimonónico y en consecuencia pusieron también en tela de juicio la imagen de sí mismo. ¿No le tocaba a la literatura en vista de tales procesos dinámicos cuyo rumbo no era previsible, tomar por un lado posición ante esta nueva realidad para explicar la vida actual y darle un sentido y por otro lado, desarrollarse al mismo tiempo para participar también del progreso? Así lo vio por lo menos una parte de los intelectuales en Alemania y España y en consecuencia se produjo a partir de la década de los setenta hasta casi finales del siglo XIX la discusión sobre la medida en que el progreso, o mejor dicho sus medios, los inventos científicos y tecnológicos, cambian o eliminan la literatura. Una muestra de la gran preocupación por el tema en el contexto español es el hecho de que en el Ateneo de Madrid en el curso de 1873/74 se veía la necesidad de ocuparse del siguiente tema «¿Hasta qué punto los progresos y descubrimientos en las ciencias experimentales, y el más perfecto conocimiento de la naturaleza y del hombre, son o no perjudiciales a la poesía y el arte?». La pregunta apunta hacia lo retórico porque parece ignorar la posibilidad de que estos nuevos fenómenos pudieran producir en la literatura incluso efectos positivos. Por lo tanto se revela aquí ya una de las dos posiciones fundamentales en la discusión sobre el futuro de la poesía en vista de la influencia cada vez más fuerte del progreso científico y técnico. Se trata de la tradicionalista, que veía en el fundamental cambio del mundo moderno la muerte de la poesía por considerar la relación entre poesía y progreso muy problemática, pues el desarrollo de la primera significa la destrucción del segundo; lo que se veía, dicho de otra forma, como prueba de que el nuevo modo de progreso era algo
(Núñez Ruiz 1975: 34 ssq.). Se trata pues de cinco términos que se pueden relacionar perfectamente con los tres conceptos de Nisbet representados.
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contrario al ser humano. Esta posición la defienden en Alemania Emanuel Geibel9 y Adolf Graf von Schack y en España Campoamor y, en un sentido más general, también Cánovas del Castillo10. La segunda bandera en esta discusión agrupa a hombres como Arno Holz y Karl Henckell, Joaquín M.a Bartrina, Núñez de Arce, Melchor de Palau y Ventura Ruíz Aguilera que intentaron adaptar los nuevos campos que se abrieron con el progreso científico y técnico a la lírica con el fin de renovarla y extraer nuevos impulsos. En el extremo de este grupo se encuentran artistas que incluso consideraron a la poesía como ciencia que tiene que trabajar sobre una base empírica y científica para lograr una objetividad experimental e inductiva y dejarla participar en el progreso actual, logrando así también una meta didáctica. A esta compleja discusión remite Alejandro Pidal y Mon en su respuesta al «Discurso» leído por Melchor de Palau con ocasión de su ingreso en la Real Academia en 1908, cuando describe los errores que es posible apreciar en la poesía de la época a la hora de sondear el tema de «La Ciencia como fuente de la Poesía»: [...] los errores que pueden ocurrir al tratar este tema pueden reducirse en realidad a dos: el que asienta la incompatibilidad de la Ciencia con la Poesía como consecuencia forzosa de la oposición entre la verdad y la belleza, entre la razón y la fantasía, entre el estudio y la inspiración, entre la realidad y la fábula, y el que afirma la identidad de todos estos factores y se declara partidario absoluto de la poesía docente y de la enseñanza poética (Pidal y Mon 1908: 63).
La clave poetológica que constituye el centro de toda esta discusión es por lo tanto la siguiente, ¿qué relación existe entre el progreso cien-
9 Como se verá más adelante, es justamente la poesía de Emanuel Geibel la que sirvió a Arno Holz al principio de su carrera como punto de orientación. 10 Cánovas pronunció el discurso de apertura de las cátedras en el ya arriba mencionado curso de 1873/1874 que estaba dedicado a la discusión de la idea del progreso y presenta como tema de su discurso «las dos ideas-madres, en quienes todos los grandes hechos contemporáneos se han engendrado, que sin duda son la de libertad y la de progreso [...]» (p. 6). Cánovas intenta demostrar desde una perspectiva histórica que tanto la libertad como el progreso, «ese inexorable Dios de la época» son de origen cristiano y que sin esta base no tienen éticamente ningún derecho de existencia. Por ello critica el concepto de progreso de su tiempo por ser materialista y ateo. Y subraya que el progreso no se debe solamente a la razón humana sino sobre todo a la providencia divina.
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tífico y tecnológico decimonónico y el arte? ¿Son compatibles de alguna manera? Esta cuestión palpitante atañe primordialmente a la poesía por ser el género expresivo por excelencia que funcionó casi durante dos milenios como amparo de los sentimientos, de lo subjetivo y de lo inefable, por lo que se ve ahora amenazada de forma especial, por no decir mortal, por la nueva realidad. Por ello todos los poetas que intentaron crear una poesía orientada hacia esa nueva realidad —sin disponer para ello de moldes establecidos— tomaron con este acto posición en la actual discusión ideológica y poetológica. Para poder profundizar simultáneamente en las implicaciones poetológicas que resultan de la intención de integrar el progreso en la obra poética y los métodos y modos con que se procuró integrar esta temática en la poesía, hemos elegido como punto de partida de las siguientes reflexiones un poema de Melchor de Palau y otro de Arno Holz. Sus obras se centran temáticamente en la relación entre poesía y progreso científico y tecnológico y la definen como expresión fundamental del deseo de llevar a cabo un avance paralelo de las artes y de la humanidad. Así, son dos poemas antonomásicos para servir de base tanto para objetivos generalizadores, como para reflexiones genéricas y poetológicas11. Además cada uno de los autores es el representante de uno de los dos grupos más significativos que se preocupan por integrar el progreso tecnológico y científico en la poesía: Melchor de Palau personifica al ‘técnico’, es decir la persona que sabe comprender sustancialmente los fundamentos y artefactos del mundo moderno mientras que Arno Holz personifica al consumidor de la técnica; es decir, forma parte de la gran mayoría de la humanidad del siglo XIX que no dispone de los conocimientos requeridos para comprender cómo funcionan los artefactos del progreso que tanto afectan a su vida diaria.
11 Hasta ahora son muy pocos los estudios que se han ocupado de la presencia y función del progreso científico-tecnológico en la lírica. En España hay que mencionar sobre todo los trabajos de Marta Palenque (1990; 1991) y en grado menor de Urrutia (1989; 1995). Aunque en Alemania hay una tradición muy vasta desde Zimmermann (1913), Frobenius (1935) hasta Segeberg (1987) y como último trabajo importante el de Korber (1998), hay que constatar que todos tienen en común que sus observaciones se centran sobre todo en la narrativa y solamente en casos aislados en la lírica.
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III. VISIONES DE UNA GRECIA TECNOLOGIZADA, CIENCIA» DE MELCHOR DE PALAU
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Melchor de Palau es el máximo exponente del grupo de poetas españoles que tratan de unir poesía y ciencia, intento que ya en vida del autor se calificó como «poesía científica»12. El propio Palau parece ver en esta poesía científica su más interesante producción, aunque escribiese también famosos cantares13, pues centra su discurso de recepción en la Real Academia Española de la Lengua en el tema «La Ciencia como fuente de inspiración poética» y aclara ya al principio que para él la poesía ideal es «Poesía de época; flor de la Ciencia, que presupone su conocimiento, por somero que sea; que vulgariza las voces técnicas, quitándoles asperezas etimológicas» (Palau 1908: 8). Palau era un hombre que repartió su vida entre tecnología y ciencia —pues era ingeniero y Catedrático de Geología y Paleontología— y el arte, pues era miembro de las Academias de Bellas Artes, de Buenas Letras de San Fernando y de la Lengua. En 1881 publicó una antología de poemas que llevaba el título Verdades poéticas que Alejandro Pidal y Mon caracteriza oportunamente como «himnos que saludan las sabias conquistas del progreso» (Pidal y Mon 1908: 50). Originariamente las Verdades poéticas contenían sólo cuatro poemas: «La poesía y la ciencia. Oda-prólogo», «A la Geología», «El rayo», «Al Polo Ártico» pero el autor aumentó sucesivamente el número de los poemas, de modo que la última edición en su vida, 1908, ofrece diecinueve textos centrados todos
12 Alejandro Pidal y Mon le caracteriza por ejemplo como «campeón teórico y práctico á la vez de la escuela que podríamos llamar de la Ciencia poética ó de la Poesía científica en las novísimas orientaciones del Parnaso contemporáneo» (Pidal y Mon 1908: 41). Pero tampoco olvida mencionar su otra «característica», la de poeta popular de cantares muy conocidos (Pidal y Mon 1908: 44-45). Hoy en día Palau atrae el interés crítico sobre todo como poeta de poesía científica; sin embargo, durante su vida fue, al menos entre los críticos y escritores, casi al contrario. De ello da testimonio el tomo Poesías: de D. Melchor de Palau (1905), pues a su poesía completa se unen «juicios críticos» de famosos contemporáneos como Clarín, Pardo Bazán, Galdós, etc. Pero solamente uno de estos ilustres críticos, Federico Rahola, juzga a Palau como poeta científico que «deja oír su voz ferviente en loor de los progresos de su era» (Palau 1905: IX); los otros alaban a Palau exclusivamente como poeta de cantares muy conocidos. 13 Su poesía, tanto su lírica científica como sus cantares, ha sido traducida a varias lenguas como el italiano, francés, portugués, húngaro, sueco. Al alemán lo tradujeron J. Fastenrath y E. Pflücker.
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en el campo de la ciencia y de la técnica moderna. El poema principal del siguiente análisis es el primero, la muy extensa oda-prólogo «La poesía y la ciencia»14, que lleva directamente al meollo de la discusión sobre la ciencia —y también la tecnología— como factor del progreso y su relación con la poesía. Palau sitúa su poema geográficamente en la Grecia antigua, pero cronológicamente en el presente, «en este siglo» (6) con lo que sugiere al mismo tiempo la antigua mitología griega y la realidad de su tiempo como tema fundamental de la obra. Así, el poema empieza con un largo monólogo de una mujer harapienta, la Poesía, en el que expone su desgracia, que consiste en el deprecio de los tiempos modernos y también futuros, «mira [i.e. la Poesía] lo porvenir, lo ve sombrío (4)» y anuncia su intención de suicidarse como Safo, quien, después de sufrir el desprecio de Faón, se arrojó desde el mismo acantilado donde se ambienta el poema. El autor aprovecha este llanto de la Poesía para invocar una serie de mitos antiguos y contraponerlos a nuevos inventos e imágenes que han surgido a lo largo del siglo XIX y que la Poesía ve como amenaza de su razón de ser. De esta forma, Palau contrasta a Venus surgiendo de la concha con los buzos que buscan perlas (4); la acción de Prometeo con el vapor y fuego de la industrialización (5); a Cupido como mensajero del amor con el materialismo actual (5); la flauta de Pan con el silbato de los trenes (5); a Pegaso con el avión (5) y al pastor de Arcadia con los trabajadores de las fábricas (5). Cuando la Poesía después de este llanto por la realidad cambiante está a punto de arrojarse al abismo aparece la Ciencia para detenerla, por lo que la desesperada Poesía le pregunta ansiosamente: «Diosa ó mortal, ¿quién eres que retardas / el cumplimiento de marcado sino?» (7). Cree que es Minerva, pero la Ciencia le aclara que no es una diosa sino un producto humano «No soy la diosa que brotó con armas / de la frente de Júpiter Tonante; / yo nací del cerebro de los sabios, / en nocturnas vigilias engendrada» (7). La Ciencia se presenta así como producto de elucubraciones de sabios y al mismo tiempo como producto divino, porque en su origen está la inspiración. Por lo tanto tiene derecho a parangonarse con la poesía y denominarse a sí misma compañera, pues ella también vive de esta fuente que en su área ya no se denomina exclusi-
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vamente furor poético. Palau vuelve sobre esta misma argumentación años más tarde en su «Discurso» leído ante la Real Academia cuando insiste en que: [...] derivadas la Ciencia y la Poesía de un centro único, teniendo las mismas raíces en las profundidades del espíritu, como rayos de un mismo sol mutuamente se iluminan y han de tener afinidades y enlaces secretos, que es función del Arte poner á viva luz (Palau 1908: 9)15.
Según Palau la ciencia y la poesía tienen también en común otra base central, la verdad, como ya indica el título programático de su obra «Verdades Poéticas». Esta verdad «produce un efluvio especial», pues en la poesía está «recogida por el poeta y encerrada [...] en la forma métrica, deleita y suspende, elevándonos [...] á regiones supra-terrestres» y muestra un efecto parecido en la Ciencia porque aquí «También, [...], engendra afectos; también desprende de sí un hálito ideal, capaz de mover las cuerdas de la lira; es el calor científico ya convertido en luz; [...]». (Palau 1908: 9). Estos dos centros energéticos comunes, la inspiración y la verdad, son los garantes de la idea central del autor que consiste en el credo del progreso paralelo del arte y de la ciencia, única manera de asegurar su alianza productiva: «Se ha dicho que Poesía y Ciencia son rivales, no son sustituibles, pero no se trata de remplazarlas sino de conciliarlas» (Palau 1908: 10), y de ello deduce además que «la alta misión de la literatura contemporánea, [es] encaminarse á la Verdad» (Palau 1908: 32). El poema sigue con la exposición de la reacción de la Ciencia frente al desesperado llanto de la Poesía. Le propone, consciente de su propio valor, a la infeliz explorar nuevos caminos y temas, tanto en terreno conocido como desconocido16. Cuidadosamente, empieza por uno de los objetos 15 Palau matiza más adelante en su «Discurso» otra vez esta misma idea «Si la Poesía débese mucho á la imaginación y la Ciencia la exige en notabilísimo grado para las lucubraciones, se manifiesta nuevo é importante nexo entre la Ciencia y la Poesía, habitualmente negado por el vulgo y por muchos que se figuran no serlo» (Palau 1908: 11). No es casualidad que sobre este punto común de inspiración insista de igual manera Max Eyth, ingeniero y poeta alemán, en un discurso de 1904 que se llama oportunamente «Poesie und Technik» (Eyth 1923). 16 «Los ídolos, por tierra derribados, / que formaron tus juegos infantiles, / consérvalos en clásico museo / pero no en el altar; no los invoques / y parcamente á su consejo acude; / ¡a qué pedir belleza á la mentira / si en campos de verdad brota espontánea!» (12-13).
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más clásicos de la poesía: la naturaleza. Le advierte que la naturaleza ya no es el locus amoenus, la Arcadia de antaño, sino que se han abierto nuevas perspectivas y objetos dignos de descripción que se descubren por medio de la técnica, por ejemplo el mar —pues ya no es la mar poética— visto a través de las ventanas de un «ictíneo»17 o toda la flora y fauna descubierta en los últimos decenios y los atractivos descubrimientos de los astrólogos (8-9). Al mismo tiempo aclara que esta nueva realidad trae consigo la abolición de antiguos mitos como por ejemplo el mito de las sirenas que, en realidad, son peces cantores (8). La Ciencia lleva a cabo así una desmitificación que ha de ser considerada como herramienta de la ilustración humana. Después de este cuidadoso primer acercamiento a la nueva realidad circundante, la Ciencia se atreve por fin a proponer la técnica como tema poético: «En moldes nuevos / vaciar debes tus obras inmortales, / con hilos de telégrafo reemplaza / las ya insonoras cuerdas del salterio» (9) e indica las nuevas perspectivas posibilitadas por el microscopio o el tren, así como las nuevas dimensiones acústicas que acompañan al fonógrafo. Y tampoco vacila en sugerir como tema artístico las recientes teorías y descubrimientos, como la selección natural de Darwin o las concepciones de la historia de la Tierra cuyos investigadores impulsados todos «sólo por mi amor» merecen también un canto hímnico (1011). Pues el hombre «con el fuego de su mente alumbra, / y á cumplir nace las arcanas leyes / de mejorarse, mejorando el mundo» (10). Palau nos descubre aquí una visión del progreso que corresponde a la fórmula que Nisbet ha descrito como progreso como fuerza redentora. Después de enumerar todo aquello que tiene por ofrecer, la Ciencia formula a su vez el porqué de su oferta y revela su punto débil. Confiesa que se ve en la necesidad de revestirse de un hábito poético para esconder su «desnudez austera», es decir, para resultar más seductora y estimular así la fantasía de los investigadores y llevarlos a nuevas dimensiones (11-12). Si bien la oda-prólogo ha parecido hasta ahora un canto sin límites al poder de la ciencia, esta posición se relativiza repentinamente, pues se revela que la Ciencia no es el factor que determina la finalidad de las actividades comunes propuestas, sino que lo es la Poesía, guardiana de la sabiduría. Lo que la Ciencia no duda en aclarar a la
17 Marta Palenque explica que ictíneo era el nombre del submarino inventado en 1859 por Narciso Monturiol (Palenque 1991: 224).
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Poesía con las siguientes palabras: «tú la meta lejana, yo el atleta / que al fin la alcanza, á su fatiga en premio» (12). Como argumento a favor de su visión alega otra vez la base común de inspiración, «yo seré la materia, tú el espíritu; / [...], / yo el análisis frío, tú la síntesis / [...], / Tú serás la intuición, yo el raciocinio» (12). Palau se muestra todavía años más tarde partidario de este mismo concepto en lo concerniente a la convivencia entre Poesía y Ciencia: En demanda de base ha de acudir à la Ciencia la Poesía, no para la demostración de sus teoremas. Gastados ya, sólo nuevos ó redivivos en los grandes genios, los temas que produjeron encanto indecible, cabe que las magnificencias de los descubrimientos científicos sean descritas poéticamente; cabe que la fantasía, ahondando à su manera, logre deducciones y corolarios que la Ciencia no consiguió, ó que, herida por el genio, prorrumpa en arrebatos líricos que la inmortalicen (Palau 1908: 10).
Ante la gran fuerza argumentativa de la Ciencia la Poesía se da finalmente por convencida, se arroja en los brazos de su nueva compañera y enseguida empieza a sonar su lira. La Poesía está entonces redimida y va ahora camino a un futuro prometedor. Este feliz final es resaltado plásticamente por el poeta cuando retoma el verso introductor, «Muda la lira en la indolente mano» (3) y lo compone esta vez en letra bastardilla y con otro sintagma, «la lira muda en la indolente mano» para reforzar la importancia de los dos versos finales, «á sonar comenzó, cual arpa eolia / del verde ramo de un laurel colgada» (13). El poema responde así positivamente a una pregunta bastante existencialista que le es inherente: Dos mujeres pactando: ¿amenaza mortal o salvación segura? En consecuencia, el concepto del progreso que determina el poema, y también toda la poesía científica de Palau, es —al lado de la brevemente invocada significación progreso como fuerza— el de progreso como providencia que conduce a la humanidad hasta un mejor futuro18 y hace del hombre de ciencia el verdadero adalid de la sociedad moderna. Teniendo en cuenta que se considera a Palau como exponente significativo de la poesía científica, género que se destacó en general por el uso
18 Pero en esta concepción lineal del tiempo Palau no iguala como la mayoría de los científicos del XIX la idea de la evolución con el progreso, pues subraya en su «Discurso» que la «ley de la evolución [...] en manera alguna, como creen muchos, es sinónimo de progreso» (Palau 1908: 14).
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de un lenguaje sencillo y por la observación de la realidad, es sorprendente que el autor, para divulgar la unión de la poesía con la ciencia, es decir su programa poetológico, utilice un lenguaje bastante barroco, pomposo y muy metafórico, de lo que resulta un gran contraste entre tema y representación, ¿cómo se explica este fenómeno? Tendremos una pista importante si echamos un vistazo a las normas estéticas y poetológicas vigentes de 1875 hasta finales del siglo XIX, pues estas normas de expresión para la lírica están todavía dominadas por los conceptos del casticismo y tradicionalismo19. Palau parece consciente de estos paradigmas, ya que el vocabulario escogido cumple con la norma del buen gusto, es lengua elevada, y no rompe de manera chocante con la gramática20. Salta a la vista la abundancia de adjetivos que solamente en contados casos tienen una función clarificadora; la mayoría sirven de adorno y de énfasis, es decir, aumentan la expresividad del lenguaje y también la variedad del metro y del ritmo. Además son parte importante de tópicos que en su mayoría son ‘palimsestos’ obligatorios de la poesía de la época, como por ejemplo poetisa augusta (3), lágrima dulce (3), celeste numen (4), labio ardiente (4), etc. La calidad del autor y de su obra se valoró en aquel entonces asimismo según su perfección en el empleo de los metros, ritmos y formas estróficas tradicionales y sobre todo por la combinación individual de ellos. En cuanto a la macroestructura escogida por Palau para la representación del tema, la oda parece una forma adecuada según estos criterios. Teniendo en cuenta que a través de ella se suele expresar lo sublime y solemne y sus temas eran tradicionalmente la amistad, la patria, el amor, dios o los dioses y la naturaleza, es decir, temas que requieren un lenguaje culto y elaborado, parece ser la forma más adecuada para referir el primer encuentro y el comienzo de la amistad entre la Poesía y la Ciencia moderna. Por lo tanto el autor cumple con su obligación de unir estrechamente el aspecto formal con el contenido cuando opta por una oda clásica que consta de tres estrofas y cuyo esquema métrico sigue todas las normas vigentes. El motivo de las numerosas metáforas y alegorías se explica desde una perspectiva interna del poema, pues la Ciencia las adapta para en19
Lo ilustra por ejemplo el hecho de que en España Zorrilla gozará hasta el umbral del siglo XX del título de ‘poeta nacional’. 20 Es sobre todo este lenguaje lo que lleva Cossío a la acertada constatación de que «El propio Palau no practica una poesía estrictamente científica, sino harto próxima a la clásica tradicional» (Cossío 1960: 862).
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tenderse con la Poesía, que suele comunicarse a través de ellas. Palau revela así que era consciente de que una nueva mitología con un potencial innovador —que es justamente lo que quiere establecer— se crea solamente cuando se recurre a la antigua mitología como vehículo de comunicación. Esta meta de crear una nueva mitología queda manifiesta por Palau explícitamente en su discurso cuando anuncia que: «Conseguirá [i.e. la Ciencia] también —es labor lenta del numen y de la tradición— una congerie de mitos, símbolos, alegorías y leyendas, con derivación científica [...]», y luego enumera varios ejemplos de la ciencia moderna que sirven para esta nueva mitología21. Y acaba con la osada declaración, que emerge ya en su poema, de que de este desarrollo va a resultar la muerte de la mitología antigua, pues se va a crear un: «cielo en que Júpiter no lanzará rayos [...] [sino] en que los rayos lanzarán á Júpiter» (Palau 1908: 17). Sin embargo parece consciente de que todavía tiene que recurrir a patrones alegórico-mitológicos, pues los utiliza a dos niveles textuales: primero cuando —como se ha visto más arriba— refiere gran número de mitos antiguos para poner a su lado los nuevos temas de la poesía como meta prometedora de la lírica; y segundo cuando ambienta su poema en un lugar mitológico griego, el mismo acantilado donde se suicidó Safo. El propio Palau explica el motivo de estos procedimientos cuando confiesa que a la Ciencia Le falta —fuerza es reconocerlo— la tradición; la pátina del tiempo; [...] embelesos adicionales, que no se compadecen con lo reciente, con lo que todavía conserva el calor de la fragua [...]. Hay que dar tiempo al tiempo para que lo moderno consiga tal linaje de belleza, á la vez que las formas primeras, en manos del Arte y de una Ciencia más pura, vayan evolucionando en sentido estético [...] (Palau 1908: 16). 21 Entonces recoge un proyecto que ya Schlegel, aunque con una base casi opuesta, el idealismo, expuso en su «Rede über die Mythologie» (21985: 279-331). Federico Rahola subraya justamente el carácter innovador a nivel temático de la lírica científica de Palau «[...] deja oír su voz ferviente en loor de los progresos de su era, y á las pesadumbres y quejas de la poesía pesimista y doliente, contesta con los acentos gratos del que, contento de su siglo, no deplora, como Alfredo de Musset, haber llegado demasiado tarde, sino haber venido demasiado pronto [...]. Encuéntrase el poeta en un campo virgen é inexplorado: tiene caudal abundante de imágenes y comparaciones en que nadie ha puesto la mano: explota las observaciones y datos que la ciencia le ofrece, en una palabra, aporta savia nueva al caduco árbol, para que dé nuevos retoños. En esta labor Palau muestra verdadera personalidad: sabe extraer la esencia poética del descubrimiento científico [...]» (Rahola 1905: IX).
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Pero a la hora de introducir a la Ciencia como mujer moderna Palau resiste a la tentación de bañar a su nueva alegoría —o sea mitología— con una pátina histórica para dar a través de ella una impresión de familiaridad, es decir, renuncia por lo tanto al modo más frecuente de legitimar la ciencia y la técnica en el ambiente literario22. Asimismo es muy significativo que Palau tampoco utilice para la presentación de la Ciencia el procedimiento romántico que suele mostrar los nuevos inventos técnicos y científicos como parte integrante de la naturaleza, lo que corresponde a la necesidad común de armonía y a la búsqueda de un objeto bello. Alternativamente el preceptor de la poesía científica opta por humanizar el motor de la nueva realidad circundante por medio de una alegoría femenina que según sus propias palabras, vive de elucubraciones humanas. Así Palau no crea solamente un portavoz para la nueva mitología que produce el progreso tecnológico y científico sino que al mismo tiempo se muestra consciente de que además necesita el apoyo de una mediadora poderosa, la Poesía, pues ella es la dueña de la herramienta más a propósito para lograr esta alta misión, la lengua, puesto que el propio mito no nace solamente del lenguaje, sino que al mismo tiempo siempre es una lengua23. Al lado de la concepción de la Ciencia se destaca en la oda también la de la figura de la Poesía por ser representada como una mujer harapienta. Palau renuncia por lo tanto al tópico clásico que utiliza por ejemplo Manuel Reina aún en estos años y que consiste en describirla como una mujer hermosa y fantástica, ideal y sublime que no pertenece a este mundo24. Es una imagen —más bien extraterrena— que está ve22 El ejemplo más famoso que sigue a este concepto es el mito del vapor como metáfora para el tren que permitió que el corcel de hierro fuese apadrinado por Vulcano para darle así un pasado heroico y antiguo. 23 [...] «le mythe est une parole, tout peut être mythe, qui est justicable d’un discours. Le mythe ne se définit pas par l’objet de son message, mais par la façon dont il le profère; il y a des limites formelles au mythe, il n’y en a pas de substantielles» (Barthes 1977: 193 y también 9). 24 Véase por ejemplo «El genio y la musa» o el soneto «La visión amada» de Manuel Reina. La originalidad del modelo de Palau destaca todavía más claramente cuando se echa un vistazo al tratamiento de ese tema en otros poetas españoles como Ventura Ruiz Aguilera, «La balada al progreso» y Antonio Grilo, «El siglo XIX». Pues como resume acertadamente Palenque, ellos cuentan entre los poetas que «cantan el dominio del hombre sobre la naturaleza y alaban solamente las nuevas invenciones técnicas» y «se refieren al dominio de la materia sobre la naturaleza, lo que favorece al hombre y no elimina a Dios» (Palenque 1990: 59), pero de ello no resulta ningún acercamiento entre poesía y ciencia, algo que naturalmente no se intentaba llevar a cabo.
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dada a Palau, porque éste se compromete con la realidad específicamente contemporánea en favor de la orientación hacia lo bello e ideal pero con una base científico-progresista, por lo que la belleza ya no es exclusivamente de origen divino sino científico; mejor dicho, humano. Finalmente cuando se cuestiona el motivo de la forma escogida y el uso de abundante mitología antigua para representar el progreso, ha de tenerse en cuenta la función que asigna la sociedad restauradora a la literatura. De entrada se puede constatar que Palau parece haber acertado con el gusto burgués por la literatura instructiva. Esto se documenta entre otras cosas con la publicación de un librito que lleva el título de Versos para la escuela, que contiene varios poemas de sus Verdades Poéticas, pues aquí menciona como motivo de la edición la recepción positiva de su obra por parte de las instituciones educativas: La forma más halagüeña del aplauso es para mí oír recitar por niños ó niñas mis poesías, aprendidas en la escuela. Agradecido á los Ayuntamientos y á los Colegios que las han destinado a premios ó á enseñanza, he reunido las más á propósito en un tomo, añadiendo algunas inéditas ó poco conocidas [...] (Palau 1903: 78).
Palenque proporciona la explicación a este interés cuando señala que «Es notable la importancia concedida [por parte de la burguesía] a la preceptiva literaria en la educación [....]» puesto que «La lengua y la literatura poseen para ellos gran importancia como conformación de una sociedad en cambio» (Palenque 1990: 224). Por lo tanto la forma no tuvo solamente un valor estético sino también ideológico. De ello se infiere el porqué hay en esta época «una gran demanda de literatura y preceptivas poéticas por parte de los centros de la enseñanza» (Palenque 1990: 224). Palau se muestra en 1908 consciente de su propio papel en este ámbito y se declaraba implícita y explícitamente como cantor, o sea intérprete, de su tiempo que convierte para la sociedad la actualidad circundante en poesía; mejor dicho «que vulgariza las voces técnicas, [...]; [...] da alas á lo que fue peso en la balanza; convierte en perfume lo que pasó por las estrechuras del alambique [...]» (Palau 1908: 8). Siguiendo esta visión de una poesía que agrada e instruye25 al mismo tiempo, es evidente que para él el 25 Pero no hay que igualar esta poesía, según Palau, a la poesía didáctica puesto que ésta tiene la meta de «instruir, esclavizando la Poesía y la Ciencia» (Palau 1908: 8).
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Signo distintivo de los grandes poetas, universalmente reconocido, es la comunión con su época, cuyos sentimientos condensaron, expresándolos con voz potente, [...] y no es plausible quitar á la civilización presente ni á las venideras el derecho de que tengan quien [...] resuma y cante sus altos ideales (Palau 1903: 33)26.
IV. SONIDOS MARCIALES PARA MODERNIZAR POESÍA Y SOCIEDAD, EL POEMA «ZUM EINGANG» DE ARNO HOLZ Arno Holz es el poeta más innovador de la llamada generación de los naturalistas, Jüngstdeutsche, en Alemania. Holz publicó el Buch der Zeit. Lieder eines Modernen —es decir el Libro del tiempo. Cantos de un moderno— en 1885. El título ya es una clara alusión al Buch der Lieder de Heinrich Heine. Holz señala por lo tanto, al igual que Palau, sus conexiones con la tradición literaria pero en su caso no se trata de una tradición tan lejana como la griega, sino de la literatura del período previo a la revolución de Marzo, el Vormärz, es decir de los años 1830 hasta 1848. Como poema central del siguiente análisis se ha elegido también el extenso poema prólogo de este libro que lleva el título generalizador «Zum Eingang» —«Para comenzar» (1886)27. Holz compone su poema al modo clásico, pues un yo lírico describe y tematiza a lo largo del texto su posición en el mundo y los sufrimientos que le causa el estado lamentable en que se encuentra la poesía actual. Esta crítica, que abarca el primer tercio del poema, se centra en la lírica y el gusto decadente de su tiempo, todavía orientados al Romanticismo (24), en que abundan estereotipos y repeticiones como
26 A esta misma visión del poeta apunta Rahola cuando pregunta en vista de la poca presencia del progreso en la lírica de su tiempo: «¿Es posible que el numen yazga inerte ante las maravillas de las modernas invenciones? ¿Cuando todas las épocas han oído vibrar en las liras de sus cantores las voces del sentimiento que ha imperado con fuerza mayor en las almas, se concibe que el progreso de nuestro siglo no encuentre eco en la moderna poesía?» (Rahola 1905: X). 27 El Buch der Zeit tiene, entre otros, con el poema «Phantasus» el punto de partida para el tomo Phantasus que fue publicado por vez primera en 1898/99 y en el que Holz siguió trabajando mucho tiempo después. En adelante se citará el poema «Zum Eingang» a través de la edición de las Obras completas de 1963; las páginas que se indican entre paréntesis se refieren a esta edición.
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canciones al amor y a la primavera, al «Rauschebächlein» (al arroyito rumoroso)28, al «Blauveilchen» (a la violeta azul), al «Waldgnom» (al gnomo del bosque) (22-23)29, y que se caracteriza además por su forma tradicional. Lo que, según esta crítica, todavía empeora la situación funesta de la literatura contemporánea es el hecho de que a pesar de la calidad menor de estas obras, su divulgación está asegurada por los nuevos métodos de difusión, las prácticas de publicaciones y la política de las editoriales. La razón de la caducidad de esa lírica y su calidad menor está rápidamente identificada: sus autores se niegan a enfrentarse a la realidad del tiempo moderno: «Das aber macht, ihr habt noch nie / das Sphinxbild eurer Zeit entschleiert, / drum gähnt in allem, was ihr leiert, / derselbe horror vacui» (Eso hace que jamás hayáis desvelado la imagen de la esfinge de vuestro tiempo, por ello bosteza ante todo lo que recitéis mecánicamente, el propio horror vacui) (23). Se trata pues de una literatura retrógrada que intenta tanto en la forma como en el contenido rendir homenaje a un perenne clasicismo y que en su nombre repite, encubriéndolo por medio de algunas variaciones, lo que se ha dicho ya hasta la saciedad. Al término del poema Holz se dedica de nuevo a la condena de los literatos tradicionales. Ahora el yo lírico llama a sus adversarios a un combate final que está convencido de ganar pues «Ich und mein Lied, wir sind von Eisen» (yo y mi canción, somos de hierro) (27). Con está iniciativa espera salvar a la poesía del «Gebölck der Hammel» (balar de los carneros) que la domina actualmente y subraya otra vez que para ello se va a asegurar de fuerzas tradicionales y revela que a través de su «canto joven» brilla el oro de los Nibelungos (27-28). Con ello lo que hace es invocar el mito de la Germania eterna, pues en la época de Holz se veía en el Nibelungenlied todavía una epopeya nacional en que se describe la fidelidad como característica del ‘alma’ alemana. Así la nueva poesía no tiene sus raíces solamente en la generación de los poetas del ‘Vormärz’, a los que desde el principio de su poema invocó como sus aliados, sino también en antiguos mitos y tradiciones nacionales, elementos con los que Holz se
28
Las siguientes traducciones del poema «Zum Eingang» son traducciones de trabajo que tienen la sencilla intención de hacer más asequible el análisis del poema. 29 Una crítica similar se encuentra en el discurso «Poesie und Technik» de Max Eyth, cuando denomina a los poetas contemporáneos como «Problem- und Weltenjammerdichter», que no saben tratar los nuevos temas que ofrece la técnica y la ciencia (Eyth 1923: 30).
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había mostrado ya muy vinculado en obras anteriores30. Detrás de toda esta crítica late una noción que fue tomada como base de la polémica que los autores del Naturalismo lanzaron contra la poesía tradicional de su época: la del diletantismo. Después de la primera parte de la diatriba Holz no se resiste a presentar la alternativa al status quo paralizador de la literatura y levanta la bandera del Tiempo Moderno, «der Neuen Zeit». Pues declara la guerra a los poetas tradicionalistas y formula un llamamiento a la individualidad en contra del estereotipo y explica que para él los nuevos temas se encuentran únicamente cuando se mira desde una masa popular las grandes ciudades: «Nein, mitten nur im Volksgewühl, / beim Anblick auf die großen Städte, / beim Klang der Telegraphendrähte / ergießt ins Werk sich mein Gefühl» (No, solamente en la muchedumbre popular, al mirar las grandes ciudades, el sonido de los cables de los telégrafos, se derrama en la obra mi sentimiento) (24). El foco de atención se dirige a partir de ahora hacia preguntas socio-políticas que surgen tanto de la tecnologización de la vida cotidiana como de la historia de las masas de una sociedad industrial que tiene que afrontar la nueva vida metropolitana. Estas masas no se presentan solamente como una fuente de inspiración, sino también como aliados en el combate de los tiempos modernos que garantizan que la batalla está ya casi ganada como «nunca la ganó un general» (24). Pero como no se trata esta vez de una batalla dinástica, las armas que se utilizan ya no son espadas o mazas sino «Galvanis Draht» (el hilo de Galvani) y «Voltas Säule» (la pila voltaica) que inspiran al genio (24-25)31. Surgirán pues millones de ideas nuevas de las que algunas se pondrán en práctica y cambiarán la realidad para que reine en ella la paz eterna y una libertad ilimitada, por lo que se va a llevar a cabo en el mundo por fin ‘la liga internacional’ (25). Holz presenta en estas líneas claves del poema el progreso como garantía de libertad y describe un futuro prometedor en que la libertad ilumina pronto el mundo —«der Freiheit goldne Oriflamme / weht leuchtend
30 Holz publicó con Oskar Jerschke en 1884 un tomo de poesía con el título Deutsche Weisen (Cantares alemanes) que está escrito todavía en un estilo muy tradicional y que además contiene algunos poemas de tono bastante nacionalista. 31 Tanto aquí como en muchos otros poemas de la época la luz eléctrica funciona como signum o fuego de señal para un mejor futuro, cf. el poema «Henckells Nachtfahrt» (Henckell 1888: 24).
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durch die Welt!» (25)— es decir, propaga la fórmula progreso como libertad32, y en consonancia con ella propaga una concepción lineal y teleológica del tiempo (25)33. Un breve análisis ya nos descubre que Holz utiliza en el poema los motivos del progreso tecnológico y científico sobre todo para subrayar su modernidad, un factor con el que quiere distinguirse claramente de los insultados epígonos34. Para ilustrar la gran renovación que resulta de este giro temático Holz contrapone a las estrofas introductorias en que enumera tópicos románticos como el águila, Lorelei, los bosques y tabernas, el viento de noche, las ruinas, un barco sobre un lago, etc., imágenes modernas, como por ejemplo las minas de carbón, las máquinas que martillan y cosen, el barco de vapor, el tren y el sonido de los cables de telégrafos (21-27). Como polo opuesto de las nuevas imágenes Holz no se sirve por lo tanto de la mitología griega, como hace Palau, sino de los tópicos románticos. De ello se deduce que no da validez a la construcción de una nueva mitología por medio de estos elementos —lo que además le igualaría con los románticos tempranos al apoyar su propósito central35— sino que les asigna más bien un valor iconográfico que tiene la finalidad de deconstruir la agotada topografía romántica para componer después de esta tabula rasa las esencias de la nueva realidad social que constituye el centro de su interés. Según Holz el poeta moderno ya no recibe una inspiración divina para cantar la nueva realidad36 sino que tiene que describirla tal y como
32 Poco antes ya se ha indicado que «el progreso derrama la semilla de oro del futuro» (25). 33 A ello remite Nisbet cuando explica que «the idea of progress is a synthesis of the past and a prophecy of the future. It is inseparable from a sense of time flowing in unilinear fashion» (Nisbet 1980: 5). Hubiera sido también importante, pero nos lleva demasiado lejos en este contexto, analizar la influencia de las ciencias y su papel en la formación del concepto del ideario de Holz, pues estaba muy interesado e influido por el vitalismo de Ernst Haeckel. 34 El poema concluye oportunamente con el lema «suerte, suerte tiempo joven» (28) y también en varios otros poemas del Libro del tiempo retoma esta ostentación de su interés por el tiempo moderno, es decir su pretensión de ser un poeta moderno. 35 Cf. por ejemplo, Friedrich Schlegel (21985: 279-331). 36 Aunque no carece de un don de profecía: «Dann ists mir oft, als ob die Zeit / [...] / als ob das kommende Jahrhundert / zu seinem Täufer mich geweiht» (Pues muchas veces siento como si el tiempo, [...] el siglo venidero me ha ordenado como su bautista) (25).
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es. Pero al contrario que Palau, Holz se abstiene de demostrar las repercusiones, o sea los efectos positivos e innovadores, que podría tener este giro hacia la nueva realidad para la propia poesía. En su lugar, intenta más bien identificar al máximo la poesía con la idea del progreso técnico y científico cuando reivindica que también el ruido de los martillos es poesía (26) y describe en su poema la fuerza inesperada que desarrolla la poesía deshaciéndose de sus antiguas muletas: ahora construye túneles y puentes o da la vuelta al mundo como barco de vapor y ni siquiera se detiene ante la gente en la cárcel o en el hospital para mejorar su pesar. Lo que originariamente era un ente celestial tiene ahora «su casa en la tierra» («wohl wars der Himmel, der sie schuf, / doch heimisch ward Sie längst auf Erden») (27) y asume un papel importante: el de la providencia favorable para la humanidad. Holz aplica aquí una segunda interpretación del progreso, la inversión o secularización de la fórmula clásica de providencia como progreso que también favoreció Palau en su oda. Este concepto de progreso como providencia forma parte de la crítica social que a partir del Buch der Zeit es una constante en la obra de Holz37, inherente a toda la literatura naturalista alemana, pero que curiosamente en ningún momento logrará tener una fuerza explosiva política38 y ello aunque Holz —junto con otros autores de su generación— se atreva a criticar claramente en su obra la miseria social de las masas y reclame al modo de la lírica de agitación un cambio de esta realidad y ni siquiera evite apelar de una manera más o menos directa a un pronunciamiento. Hubiera sido una consecuencia bastante lógica que la recepción positiva de los productos de la técnica y la ciencia se orientara hacia un enfoque más negativo ante este compromiso con la cuestión social. Pero en la poesía de Holz no se produce en ningún momento esta tendencia, lo que se debe al hecho de que él, como los naturalistas en general, no hacía responsables a los artefactos técnicos o a los nuevos inventos de la miseria
37 Para más información sobre el ímpetu de la crítica social de Holz, cf. Helmut Scheuer (1971: 53). 38 Holz está muy influido por la recepción de las ciencias naturales, sobre todo de la biología de evolución que determinó su actitud positiva hacia las teorías del progreso de fundamento positivista. En su Buch der Zeit formula como pregunta contemporánea palpitante la búsqueda de una nueva concepción del mundo que sustituya al dogma de la iglesia. En esta época ve en el Monismo y Darwinismo social de Haeckel todavía una alternativa posible, lo que va a cambiar en los años 90.
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social, sino a las elites antiguas que por el egoísmo de mantener el estatus de su clase no reaccionaban adecuadamente a las necesidades del mundo cambiante. De ello resultó un sistema social que ya no correspondía a las exigencias y realidades —sobre todo materiales— del tiempo moderno, hecho que Holz no se cansa de denunciar en varios poemas de su Buch der Zeit39. Algunos años después de la publicación del Libro del Tiempo Holz revela en sus escritos teóricos Die Kunst. Ihr Wesen und ihre Gesetze (El arte. Su modo de ser y sus leyes), 1891 y Die Revolution der Lyrik (La revolución de la lírica), 1899, en qué consiste exactamente su ímpetu de modernizar la lírica que tan intensamente muestra en sus poemas. Se trata en general de reflexiones programáticas muy influidas por el clima científico-materialista y por el positivismo, pues pretende lograr una descripción objetiva de la realidad para resolver así, como última consecuencia, el problema que juzgaba como central de la poesía contemporánea: la fuerte dominación de la forma sobre el contenido. Para lograr esta liberación propone una Revolución de la Lírica cuyo objetivo describe en 1899 de la siguiente manera: «Man revolutioniert eine Kunst nur, indem man ihre Mittel revolutioniert. Oder vielmehr, da ja auch diese Mittel stets die gleichen bleiben, indem man ganz bescheiden nur deren Handhabung revolutioniert (Holz 1963: 64)40. Exige, pues, que el nuevo arte de las palabras tenga que ajustar su construcción formal al contenido y no al contrario. En consecuencia las normas de métrica, estrofas y rimas ya no funcionan como esquemas y patrones restrictivos de la poesía, sino que deberían ponerse al servicio de la representación poética de la realidad, puesto que solamente a la hora de quebrantar este enfoque formal el poeta estará en condiciones de superar la ausencia de la realidad en el arte: Kann es uns also wundern, daß uns heute der gesamte Horizont unserer Lyrik um folgerecht fünfundsiebzig Prozent enger erscheint als der unserer Wirklichkeit? Die alte Form nagelte die Welt an einer bestimmten Stelle mit
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Cf. Holz, Das Buch der Zeit, «An die Oberen Zehntausend» (36), «Noch eins» (36-8), «An unser Volk» (35), etc. 40 Ésta y las siguientes citas se refieren a un ensayo titulado «Selbstanzeige» («Autodenuncia»), que Holz adjuntó en 1898 a la publicación de su Phantasus y al que más tarde se dio el título «Evolution der Lyrik».
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Brettern zu, die neue reißt den Zaun nieder und zeigt, daß die Welt auch noch hinter diese Bretter reicht (Holz 1963: 70).
El único elemento formal que según Holz sigue siendo válido para la poesía es el ritmo, «der nur noch durch das lebt, was durch ihn zum Ausdruck gebracht wird» (Holz 1963: 67). Una lectura de «Zum Eingang» ante este telón de fondo teórico revela que en el poema ya se encuentra una alusión a este punto central de sus escritos, cuando señala como función esencial de la forma el hacer entendible un tema palpitante que amenaza con desgarrarle41; es decir ya reduce aquí el papel de la forma a la única función de hacer presentable y soportable algo inmenso, disminuyendo así el valor preponderante que se le adscribe en aquel entonces. En sus escritos teóricos y sobre todo con su Phantasus Holz se muestra además como precursor de los experimentos verbales de la Vanguardia, a lo que Helmut Heißenbüttel alude sin duda cuando le denomina «padre de la Modernidad» alemana (Heißenbüttel 1966: 36)42. Pero las estrategias poéticas con las cuales experimenta en «Zum Eingang» tienen que quedarse forzosamente atrás con respecto a estas pretensiones de modernizar la poesía, pues Holz rinde aquí todavía homenaje a un subjetivismo sin límite y en consecuencia se burla de sí mismo con la forma artificial de una lírica de experiencia que le impide acercarse adecuadamente a la nueva realidad43. El aspecto formal corresponde a esta perspectiva, pues tampoco ostenta aún una gran modernización. El poema muestra un esquema de versos y rimas nada innovador, como por ejemplo las estrofas de ritmo libre. Lo único que salta a la vista es el léxico: el frenético experimentador de la lengua del Phantasus (1898/99) utiliza palabras del argot44 e intenta ya crear —cosa que va a perfeccionar 41
«Denn mir schlägt nicht das Wort den Takt / zum Reigen selbstischer Gedanken, / ein Löwe, hat seine Pranken / tief in mein Herzfleisch eingehackt. / — Nur, dass es mich nicht jäh zerfleischt, / such ich mit Liedern zu beschwören» (24). 42 Holz publica en 1898/99 Phantasus, una colección lírica en la que presenta 50 poemas sin rimas y que además no siguen ni las estrofas ni la métrica tradicionales. En vez de ello, los versos se orientan a un imaginado eje central. El fin de esta nueva ‘métrica’ era dirigir la atención al ritmo y al contenido de cada uno de los versos, es decir liberar a la poesía alemana de los corsés tradicionales. 43 El estudio de Gisela Höhne demuestra, aunque indirectamente, que Holz tampoco desarrolla más tarde nuevas técnicas literarias bajo la influencia de estos tiempos modernos, aunque su poética, como es de sobra conocido, tiene como punto de referencia las ciencias naturales (Höhne 1990), véase también Schulz (1970). 44 Por ejemplo «Ladenschwengel», «Nähmamsell» (23).
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más tarde— nuevas palabras45 y construcciones verbales46 para lo que no vacila en utilizar durezas semánticas y sintácticas47. Así el poema «Zum Eingang» descubre lo que se puede constatar en el libro entero: expone innovaciones temáticas pero éstas están limitadas por la todavía vigente adhesión de Holz a la poesía de Emanuel Geibel48. La gran diferencia que se manifiesta por lo tanto entre el poema programático de Palau y el de Holz se basa sobre todo en la planteada conexión entre poesía y progreso tecnológico y científico, puesto que Holz no tiene la intención de ‘poetizar’ los artefactos del progreso porque no le interesan por su propio valor sino que apunta hacia la recepción realista del mundo moderno motivado por un ímpetu socio-político. Es justamente este enfoque lo que le aleja de la realidad y le lleva hacia campos ideológicos. Por ello se puede resumir la idea clave del poema «Zum Eingang» como la conexión entre la cuestión por el interés poético de lo presente y el desarrollo y significación de la revolución social49. Debido a este enfoque, común a la obra de los naturalistas de esta época, no se trató de una pretendida reproducción pictórica del mundo moderno y en consecuencia, no se trataba de un primordial interés en insistir en la descripción de la tecnologización de esta nueva realidad. Así Korber acierta cuando constata en su resumen sobre el valor de la técnica en la lírica de los naturalistas alemanes que «Modern an der modernen Lyrik war vor allem, daß es sich um politisch und sozial engagierte Lyrik handeln sollte» (Korber 1998: 54).
V. POTENCIAL
Y LÍMITES DE LA CONCORDANCIA ENTRE LA LÍRICA Y EL
PROGRESO CIENTÍFICO Y TECNOLÓGICO
El análisis verificado ha revelado que en los dos poemas el progreso científico y tecnológico no funcionó solamente como orientación fun-
45
Por ejemplo «Groschen- und Dreierlichter» (21), «Kritikaster» (22). Por ejemplo «Küßmichmal», «Warteinweilchen» (22). 47 Para más información sobre el lenguaje de Holz cf. también Harald WentzlaffEggebert (1984: 23-64). 48 Sobre la importancia de Geibel para la obra del joven Holz véase Helmes (1994: 12-19). 49 Así Karl Bleibtreu ya afirma en 1886 que sería «die erste und wichtigste Aufgabe der Poesie, sich der großen Zeitfragen zu bemächtigen» (Karl Bleibtreu 1973: 13). 46
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damental hacia nuevos temas, sino también como resorte importante para innovadoras reflexiones metapoetológicas, puesto que el tratamiento del tema implicaba preguntarse por el interés poético de la actualidad y la posibilidad de su representación lírica50. A primera vista el poema de Palau pudiera haber parecido en comparación con el de Holz más anticuado porque está escrito según un molde muy tradicional, la oda; y por lo demás, recurre constantemente a la mitología griega. Pero el análisis descubrió que en el fondo la visión de Palau es más atrevida que la de Holz, porque el poeta español propone una especie de tercer camino. Para ello Palau intenta integrar el tema pendiente del progreso científico y técnico por medio de una alegoría femenina presentándola como una señora gallarda que es consciente de su valor y que está dispuesta a rescatar a la harapienta Poesía porque la necesita como mediadora de sus ideas e inventos progresistas. Este afán de reconciliar la ciencia y la poesía se debe sin duda al hecho de que Palau era ingeniero. Por esta razón su perspectiva era muy distinta de la de Holz, que conocía el nuevo objeto de su arte sobre todo por descripciones teóricas y experiencias propias como consumidor u observador de los «tiempos modernos». Holz opta por enfocar el tema desde un punto de vista teórico-formal que implica también una posición de crítica sociológica. Primero, pregunta por las condiciones favorables para una literatura moderna que se orienta hacia la realidad contemporánea; para criticar a continuación que su época está todavía muy lejos de un tratamiento literario adecuado del tiempo moderno a causa del estrecho corsé de las tradiciones formales. Denuncia que éstas no dejan suficiente libertad al lenguaje poético para asumir esta necesidad y para describir fenómenos que en gran parte pertenecen al mundo de los trabajadores o de la vida cotidiana; es decir, reclama un nuevo lenguaje que está todavía por integrar en las esferas poéticas. En este contexto es muy significativo que la reflexión de Holz abrace términos coloquiales y prácticos para realizar a través de ellos una crítica sociológica, pero que ignore la importancia del lenguaje técnico-científico. Palau, a su vez, tampoco recurre ni en su oda-prólogo ni en los otros poemas de sus Verdades poéticas a 50
A este aspecto remite Urrutia indirectamente cuando constata que el: «deseo de romper la barrera entre humanismo y ciencia, ha llevado muchas veces a pretender ‘modernizar’ (claramente entrecomillada esta palabra) la literatura y, en especial la poesía, que se juzga más alejada de lo material» (Urrutia 1989: 392). Urrutia se pronuncia de manera idéntica años más tarde en su «Introducción» a La Poesía del siglo XIX (1995).
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un vocabulario científico. Esta renuncia o ineptitud de los dos poetas nos lleva a uno de los problemas centrales de la llamada poesía científica: la integración de un vocabulario propiamente científico. Algo que es imposible sin rupturas del estilo poético porque se trata por un lado, en la mayoría de los casos, de palabras muy específicas y por ello casi incomprensibles por un lector normal; y por otro lado de un vocabulario que no era lícito para la lírica, género por excelencia con un lenguaje que destaca tanto por ser abstracto e indeterminado como plástico y sumario y que conlleva además en grado máximo implicaciones de una tradición milenaria. Otro factor importante que obstaculiza la integración de los resultados del progreso en la poesía es la tradición formal. En este punto Palau no se muestra partidario de una posición revolucionaria, ya que con la oda elige para la presentación poética del hermanamiento entre Poesía y Ciencia una de las formas posibles más tradicionales para tal tema. Esta elección se explica por su convicción de que la nueva realidad necesita ser representada por medio de las formas poéticas tradicionales: La Ciencia va descendiendo de su región abstracta al materializarse en aplicaciones que el arte moldea. Ha de buscarse en ella el alma, lograr que hable en su silencio, producir con el verso la voluptuosidad que la hace deleitosa; si alas propias no tiene, dénsele las de la Poesía, tendiendo á la producción de un arte robusto con relieves y dejos de antigüedad, acaso con arrebatos románticos, pero recriado en el moderno ambiente (Palau 1908: 32)51.
En vista de esta voluntad hay que juzgar con cuidado la conocida constatación de Palau de que: «La Ciencia ha venido [...] á despojar, á la Poesía de ciertos adornos baladíes que, usados desde remotos tiempos, y correspondiendo a más regocijadas y candorosas civilizaciones, míranse con irrisión y ludibrio» (Palau 1908: 65). Si se contextualiza esta enunciación en la obra poética de Palau y en el «Discurso» entero 51 Aunque Palau está muy convencido de la fuerza creadora del progreso, pues declara que «en tres conceptos puede influir la Ciencia en una composición poética: en el de la forma, del método y del asunto» (17); se pronuncia en pro de las formas tradicionales porque todavía no existen formas más adecuadas, «más apropiados á venideros temas» (19). Además alega que tampoco sirve el método científico, «la escuela experimental, que tanta novela produjo» para reformar el aspecto formal de la lírica (20). Pero su práctica, mejor dicho su lírica, es ejemplar en cuanto a que de los tres conceptos propuestos la ciencia renueva solamente «el asunto». Urrutia parece afirmar este quehacer
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del que forma parte, no hay duda de que no se trata de una declaración que dé el visto bueno a la revolución del recinto formal poético. Así pues Palau exhibe una postura que es justamente la contraria de Holz, quien, como se ha visto detalladamente, centra su «Revolución poética» justamente en el aspecto formal. Una tercera razón central por la que los dos intentos poéticos de Palau y de Holz de esbozar una versión positiva para el futuro de la poesía en consorcio con el progreso científico y tecnológico parecen menos innovadores de como los intentaron componer sus autores, se basa inicialmente en la naturaleza misma del progreso técnico y científico. No muestra solamente poca fuerza para crear un nuevo lenguaje poético, sino también para constituir una mitología propia. Esta esterilidad se debe —entre otros— al hecho de que los resultados del progreso técnico y científico tienden a poner en tela de juicio el papel central del hombre en el cosmos. No revelan a primera vista que son resultados de trabajo humano. Así, el hombre ya no es la medida de todas las cosas lo que es bastante problemático para la génesis de un género subjetivo como la poesía y sobre todo en una época que todavía está marcada —tanto en vista del gusto del público como en el del quehacer de muchos autores— por sus reminiscencias del Romanticismo. De esta orientación romántica nos puede dar clara idea la concepción estética que está detrás de los dos poemas. Y es que en aquél entonces —y también muchas veces todavía hoy en día— estaba muy difundida y aceptada la idea de que la belleza implica una gran proximidad a la naturaleza, porque solamente de esta manera parece posible el acercamiento del yo y del mundo, ya que los dos formaron parte de ella en tiempos muy lejanos, cuando reinaba la armonía original. Así el objeto poético es entendible solamente por el alma y parece familiar —y por lo tanto bello— cuando está muy próximo a la naturaleza. El tópico más conocido que sigue esta pauta es la imagen como locus amoenus naturalis que se ha construido del molino en la poesía (Guderian 1994: 450-493). Palau se sirve de otra posibilidad para integrar un tema lejano a la naturaleza según estos principios en su poema cuando humaniza a la Ciencia, aunque también hubiera sido posible convertirla en animal, como se ha hecho por ejemplo con el tren, el
poético de Palau cuando constata que «No es la literatura medio para dar a conocer los descubrimientos científicos, sino que el escritor —nunca inculto si es bueno— aprovecha las nuevas perspectivas que la ciencia ofrece para organizar su trama novelesca, para fundamentar su poema» (Urrutia 1989: 401).
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corcel de vapor52. Esta premisa de ser algo que tiene muchas afinidades con la naturaleza o lo humano-animal casi nunca se percibe directamente en los resultados del progreso científico y técnico. De ello se deduce que los autores se acercan a dichos resultados a través del fondo tradicional de unas imágenes cubiertas de una significación simbólica y metafórica muy estable. La metaforización —por no decir antropomorfización— que resulta de este procedimiento produce una distancia frente al objeto técnico o científico real que muchas veces culmina en su completa ‘destecnologización’. Y si en alguna ocasión aparecen los resultados del progreso científico y técnico sui generis, es decir, sin ser transformados de manera alguna, entonces se opta por observarlos de lejos para que aparezcan como un todo, es decir, como parte integrante del mundo, de la naturaleza. No se consideran sus características parciales sino sus consecuencias, que se elevan a lo místico y como símbolos, nos llevan a lo general. Es este procedimiento el que Holz elige en su poema, pues metaforiza el progreso y subraya su función política en el sentido de ser una fuerza importante que lleva a la libertad tanto individual como social. Mientras tanto, el ingeniero Palau renunció a reflexiones tan generales y favoreció la humanización de la Ciencia. La idea básica que está detrás del concepto poetológico de Palau es la idea de que el progreso científico y tecnológico y el progreso artístico tienen que marchar parejos53 porque así no participa solamente el segundo del auge del primero, sino que se constituye también en parte integrante de la fuerza redentora que emana del mundo moderno54 y lo inserta al mismo tiempo en una tradición pictórica y lingüística milenaria. Pero este propósito no le permite tampoco al poeta transmitir la técnica y la ciencia directamente por vía lírica. Los poemas de Palau muestran más bien que hasta el poeta formado en la técnica y en la ciencia y que por lo tanto incorpora el saber sobre su funcionamiento y sus contenidos, tiene
52 Para una detallada información sobre el desarrollo del mito ferroviario véase la contribución de Hans-Joachim Lope que forma parte de este mismo tomo. 53 Este aspecto de la obra es tratado en Urrutia (1989: 393; 1995: 124-125). 54 Uno de los ejemplos más ilustrativos de esta concepción es la Historia del progreso científico, artístico y literario en el siglo XIX de Santander y Gómez del año 1894, pues está dividida en tres «secciones»: primero se estudia el «Progreso científico», luego «los progresos realizados en la esfera de las artes, sujetos a la ley de la evolución de igual manera que todo lo demás, y por fin, [...] [se ocupa] de lo perteneciente al progreso literario, tan manifiesto que se impone aun á los más refractarios, arrastrándolos en su impetuosa corriente» (Santander y Gómez 1894: 5).
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que ceder ante la ‘ley’ de que los resultados del progreso científico y técnico solamente se pueden transmitir cuando están deformados hacia lo humano. Concluyendo, se puede constatar que la fuerza innovadora poetológica que tanto Holz como Palau esperaban del progreso técnico y científico se limita sobre todo al nivel temático55, pues el mérito de su poesía consiste sobre todo en su intención de integrar en la lírica el mundo moderno, contemporáneo, como objeto merecedor del interés de los artistas. Pero esta estimulación renovadora no trae consigo una respuesta rotundamente positiva a la eterna pregunta de si se puede considerar el progreso tecnológico y científico, o mejor dicho sus artefactos, como un efecto positivo para la poesía del siglo XIX, porque la opción más frecuente al comunicar estos temas consistía todavía en vestirlos como mitos, alegorías, etc., es decir, en transformar el signifiant en signifié y crear un meta-lenguaje (Barthes 1977: 199). En este sentido el progreso y sus artefactos jugaban sobre todo el papel de un indirecto catalizador de la lírica, pues renuevan o crean mitos y otros vehículos retóricos que funcionan como cifras de la realidad técnica y científica inmediata y que son testigos locuaces de que tanto el progreso creado por la técnica como la ciencia, no tienen interés por sí mismos, sino más bien por su relación con los hombres y la naturaleza, con la sociedad y la historia56. Parece, pues, que la poesía del siglo XIX por un lado y la ciencia y la técnica por otro siguen hablando dos lenguas distintas y perteneciendo a dos depósitos colectivos 55
Por lo tanto está todavía vigente tanto en la lírica naturalista de Holz como en la científica de Palau la eterna dialéctica entre la enunciación formal y el contenido. Que la superación de esta dialéctica lleva a la renovación tan esperada de la poesía quedará patente más tarde en los poetas de la vanguardia que experimentaron con los requisitos necesarios para acercarse más adecuadamente a las nuevas realidades creadas por el progreso. Ellos intentaron crear una analogía entre técnica y lírica a nivel estructural por medio de innovaciones del ritmo, nuevas palabras, el uso de un estilo de telegrama, es decir la aceleración y reducción del estilo de la lengua, o por medio de la liberación del espacio como conquista de nuevas dimensiones y la propaganda por un nuevo enfoque de la naturaleza. 56 Barthes remite a este ‘modo indirecto’ de la mitología tecnológica y científica cuando constata que: «Certaines objets deviennent proie de la parole mythique pendant un moment, puis il disaparaissent, d’autres prennent leur place, accèdent au mythe, [...] c’est l’histoire humaine qui fait passer le réel à l’état de parole, c’est elle qui règle la vie et la mort du langage mythique. Lointain ou non, la mythologie ne peut avoir qu’un fondement historique, car le mythe est une parole choisie par l’histoire: il ne saurait surgir de la ‘nature’ des choses» (p. 14).
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de imágenes distintos cuya relación solamente es posible por medio de metáforas y otros tropos retóricos. Sería por lo tanto interesante comprobar si esta tendencia ha desaparecido en la lírica del siglo XX y XXI; es decir, si la técnica y la ciencia han logrado entrar directamente, sin transformación fundamental, en la lírica, convirtiéndose así en una seña importante de la conciliación de las dos culturas llamadas opuestas, la científica y la humanística57.
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57 Sobre la teoría de la existencia de dos culturas, la científica y la humanística, que desde el Renacimiento coexisten separadamente en las sociedades europeas véase C. P. Snow (1993).
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LA ELECTRICIDAD, UNA IMAGEN RECURRENTE EN LA LITERATURA MODERNA* Leonardo Romero Tobar
El imperativo «fiat lux» de los versículos del Génesis ha suscitado una imagen expansiva —la de la lucha de la luz contra las tinieblas— cuya trayectoria ha servido para albergar tanto metáforas teológicas como nociones historiográficas de larga duración y, por supuesto, ha valido también para subrayar epifonemas biográficos (el «mehr Licht» atribuido a Goethe) o para nombrar metonímicamente a la manifestación más impresionante del agente físico que conocemos con el nombre de «electricidad». Sería muy fácil corroborar la consistencia del último aserto con un abastecidísimo almacén de textos literarios, de los que ahora me limito a recordar uno relativamente cercano a nosotros, la novela Central eléctrica (1958). Esta novela coral del poeta Jesús López Pacheco, enmarcada en el modelo «fin de siècle» de la Arcadia aniquilada, revive el patético conflicto de una comunidad campesina obligada a transformarse en un proletariado industrial que es constructor y víctima a la par de un embalse, que se identifica con el progreso civilizador y la codicia capitalista1. La oposición entre «luces y sombras» es un leit-motiv que recorre toda la novela, desde las emocionadas dedicatorias preliminares hasta su cierre de fábula moralizante2. A raíz del accidente que entenebrece al pueblo * Agradezco las ayudas de Rafael Alarcón, Marta Marina y Rosa Pellicer. 1 Eugenio Garcia de Nora (1962, III: 337-340). Pablo Gil Casado (1968: 132-157). Gonzalo Sobejano (1970: 307-309). 2 «Homenaje: A mi padre, que ha trabajado toda su vida haciendo luz. A mi madre, para que deje de temer a la oscuridad. Dedicatoria: Para María del Sol» (López Pacheco 1958: 7).
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LEONARDO ROMERO TOBAR
en el curso de las fiestas, el narrador transcribe los temores de las mujeres, a las que «asustaba la oscuridad, no podían evitar el relacionarla con la muerte [...]. Todos sus maridos trabajaban haciendo luz, podía decirse que eran enemigos de la oscuridad»3. Y, al concluir el relato, el lector encuentra una oposición que cobra tintes de alegoría trascendental; los moradores de Aldeaseca, trasplantados a un nuevo asentamiento, recelan de la aportación innovadora que les proporciona la central eléctrica y prefieren la llama de los viejos candiles, mientras que el maestro del pueblo aguarda un nuevo amanecer de las luces: «De todas las casas del pueblo sale ya una luz amarilla que tiembla y llega a las calles casi muerta. Pero en la escuela hay una ventana con una luz blanca, fija, que llega a la plaza y forma un rectángulo iluminado sobre su suelo seco»4. Una figuración antitética que ya estaba dibujada en artículos costumbristas del siglo XIX5. La correlación simbólica entre luz y tinieblas, a propósito de los logros de la electricidad, tiene antecedentes sobrados en las tradiciones literarias occidentales, y para esta obra de López Pacheco, uno tan conocido como la novela de César Martínez Arconada La turbina (1930), si bien su configuración arquetípica se remonta a los combates de la Razón en el curso del Siglo Ilustrado y, por supuesto, a la amplia literatura progresista del XIX, siglo epónimo de la filosofía positivista y de los progresos tecnológicos y tiempo histórico en el que el debate sobre las dos culturas alcanzó su punto culminante, inclinando la balanza a favor del prestigio de la Ciencia, su método, su lenguaje y sus aplicaciones tecnológicas6.
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López Pacheco (1958: 204). López Pacheco (1958: 324). 5 «Kasabal» (1892). 6 Para la discusión sobre las «dos culturas», es obligada la cita del ensayo de Charles P. Snow (1964): The two Cultures and a Second Look. Cambridge. Así como el «discurso político» de la primera mitad del XIX había secularizado numerosas expresiones de la tradición cristiana, el «discurso intelectual» de la segunda parte del siglo acudirá frecuentemente a la imaginería de origen científico para resaltar la originalidad de sus asertos. El P. Blanco García, a vía de ejemplo, inicia su Literatura española en el siglo XIX con un repertorio de analogías de procedencia científica: «El análisis, musa inspiradora del siglo que, en el decurso de las maravillosas conquistas con que va ensanchando las conquistas de la ciencia, no ha sabido dejar de la mano el escalpelo y el microscopio, se interna hoy en los dominios del arte y en el alma de sus cultivadores, imponiéndoles los procedimientos de la observación experimental, reconstituye y ani4
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Sin llegar a la controversia «finisecular» que justificaría el panfleto de Brunetière La faillite de la science, el paradigma dominante del conocimiento científico se imponía, incluso, a los artistas y a los escritores cuando reflexionaban sobre la naturaleza de su actividad específica. Ahora bien, contra lo que predicaba en la España de la Restauración el notable divulgador de conocimientos científicos José Rodríguez Carracido, el buen sentido de don Juan Valera le llevaba a mantener —era idea asentada en su pensamiento poético que leemos en cartas suyas de los años cincuenta— que la atención de la Poesía a las aportaciones de la Física o la Química no debía realizarse en detrimento de su propia capacidad de figuración imaginativa, «ni que (la Poesía) se haya de abstener de prefigurar la Naturaleza a su antojo, ya que, hasta hoy, bien a su antojo la prefiguran los sabios, sin saber mejor que los poetas lo que es en realidad la Naturaleza»7. En términos poéticos había enunciado la misma apreciación el poeta revolucionario André Chenier: «Les sciences humaines / n’ ont pu de leur empire étendre les domaines / sans agrandir aussi la carrière des vers»8, si bien otros grandes poetas del XIX no vacilaron en señalar su enemiga contra el saber materialista y sus aplicaciones al progreso: Vigny desconfiando del ferrocarril, Keats abominando de Newton por haberle destruido la belleza del arco iris o Edgar Allan Poe increpando a la ciencia, a la que dibuja en un poema juvenil como la figura de un buitre que devora insensible el corazón del poeta: Science! true daught of Old Times thou art! Who alterest all things with the peering eyes, Why preyest thou thus upon the poet’ s hearth, Vulture, whose wings are dull realities? [...]»9.
ma las literaturas muertas, escudriñando las profundidades donde yacían sepultadas como en infranqueables capas de yacimientos seculares [...]» (Blanco García, 1991, vol. I. p. VII; los subrayados son míos). 7 Del artículo «Verdades Poéticas» en el que discute el prólogo de Rodríguez Carracido al poemario de Melchor de Palau del mismo título y publicado en 1890 (Valera, 1949). 8 Texto citado por Melchor de Palau en su Discurso de Ingreso en la RAE (1908: 11). 9 E. A. Poe (1938: 992).
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La tematización artística de las contribuciones que la ciencia moderna ha aportado a la Historia de la Humanidad es una sugestiva perspectiva para la interpretación de las literaturas que, si en esta reunión hemos de circunscribir al campo de la española, no deja de tener una importancia capital para el estudio del lenguaje poético en sus rasgos más esenciales. Porque la incorporación de los progresos científicos al tejido de los textos literarios supone una nueva interpretación de la Naturaleza que reorienta la cosmovisión establecida; así ha ocurrido desde la Antigüedad a los tiempos más recientes. En las etapas iniciales de la Historia Moderna, los inventos científicos y los dispositivos técnicos despertaron formas inéditas de pasmo y de extrañamiento; la visión del universo y de la existencia humana que todo ello comportaba proporcionó, a su vez, un nuevo sesgo a la percepción de la realidad exterior y a la interpretación de las paulatinamente achicadas zonas de misterio que el conocimiento científico dejaba sin explicación. Y los poetas no permanecieron impasibles ante estos cambios. El poeta es un fingidor; «fingen los poetas» modernos, como fingieron los clásicos, pero las invenciones de los poetas modernos han entreverado los fingimientos heredados de la tradición con las nuevas posibilidades visionarias que les deparaba el prodigioso sucederse de los descubrimientos traídos por la ciencia moderna. Y esto ha sido así tanto en el plano de la representación literaria de la realidad como en el de la construcción de un nuevo lenguaje. La hazaña de Prometeo había dado una salida mítica a la pregunta sobre el origen de la vida10; todavía el «Sátiro» de Victor Hugo, al cantar las hazañas del progreso alude al personaje mitológico: «Il ne prononça pas le nom de Prometée / mais il avait dans l’oeil l’éclair du feu volé». Una constelación de mitos cercanos —Júpiter, Eolo, Faetón...— había satisfecho poéticamente las ansias humanas de trasponer las fronteras del tiempo y el espacio. Pero, muchos siglos después de la invención del fuego, otros principios de energía descubiertas y manipuladas por los cultivadores de la ciencia experimental desplegarían el vector optimista del progreso desde los supuestos de la racionalidad científica: el vapor, la electricidad, la energía nuclear... Y cada una de estas fuerzas naturales generaría portentosas aplicaciones que hacían posible la ruptura de los humillantes límites del tiempo y el espacio. Globos aerostáticos, ferroca-
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Raymond Trousson (1976).
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rril, fotografía, iluminación eléctrica, telégrafo, teléfono, navegación submarina, navegación aérea, etc., etc., se han ido sucediendo en el progreso de los tiempos modernos sumando sus aportes a la felicidad o infelicidad humanas con la transformación de la escritura de los poetas.
LOS PROGRESOS DE LA ELECTRICIDAD Voy a fijarme aquí en la electricidad y en su papel de estímulo germinal para la reelaboración del mito prometeico y para la producción asociativa de imágenes y figuras de nuevo cuño. No me detendré en la etimología griega de la palabra «electricidad» ni en el proceso de su extensión en las lenguas de cultura, aunque sí debe recordarse que la palabra se documenta en inglés desde mediados del XVII (c. 1646) y desde principios del XVIII en las otras lenguas europeas11. En español la encuentro citada por primera vez en 1746 (la traducción castellana del Ensayo sobre la electricidad de los cuerpos del abate Nollet) y, a partir de esa fecha, es cada vez más frecuente su aparición en textos que aluden a los instrumentos generadores (las «máquinas eléctricas» de la Real Sociedad Vascongada o del Museo de Florencia) y a los efectos producidos por este agente de energía, como es el caso del verbo «electrizar» (‘exaltar, avivar, inflamar el ánimo de alguien’, según el Diccionario académico de 1822) que se documenta en la sátira III de Nicolás Fernández de Moratín («añádase que ya me he electrizado»), si bien el casticista Capmany todavía la censuraba en 1805 y proponía su sustitución por la más genuinamente castellana de «enardecer»; incluso, puede leerse en forma latinizada en una anotación a las Sylvae de Poliziano12. La acción de electrizar, es decir, de cargarse un cuerpo con el «fluido vital» propio de la electricidad, despertaba fuerzas secretas, cuya traducción para los asistentes a los espectáculos de «Física recreativa» se hacía patente en la atracción de los objetos y en la intensificación nerviosa y emocional experimentados por hembras y varones en circuns11
Joan Corominas (1954, II). Terreros (1787, II: 11). Enciclopedia Universal (XIX, 543-648). 12 Nollet (1746). Mauduit (1786). Sempere (1789, V: 153). Sarrailh (1957: 459). Nicolás Fernández de Moratín, (BAE, II, 33b). Para el texto latino, Rico (1982: 41) y para la poesía de tema científico en el siglo XVIII, Arce (1980).
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tancias determinadas. Desde los primeros experimentos dieciochescos, las virtualidades de la electricidad eran consideradas parejas a las del magnetismo, de modo muy especial en los ostentosos casos de atracción física de los cuerpos. Todavía en 1859, un trabajo de divulgación explicaba la electrización en estos términos: «El hombre y, especialmente la mujer, se electrizan con facilidad en las reuniones numerosas, en los bailes y en las habitaciones alfombradas o tapizadas de lana, sobre todo en los días secos del invierno»13. Y una copla poco anterior, pues la recoge Juan Valera en una carta de 185314, cantaba así: «Tu cuerpo es el acero, / el mío es el imán, / un solo cuerpo forman / cuando juntos están. / Los sabios no adivinan / la causa de esta unión; / Newton, Newton, Newton / dice que es accidente / nacido de atracción». El neologismo electricidad aludía, pues, a tan admirables y abundantes fenómenos que se convirtió en una de las palabras-clave en la cultura romántica. Ortega se refería a ello de forma muy gráfica: «Hacia 1800 las dos palabras místicas que al resonar estremecían los corazones occidentales eran estas: libertad, electricidad. Leed los libros románticos alemanes y franceses y veréis cómo de pronto, cuando menos se espera, cuando no sabe el autor cómo calificar exquisitamente algo, el autor dirá que es eléctrico»15. Durante la pleamar del romanticismo continental, Mary Shelley (1818) pergeñó a uno de los más patéticos héroes de la modernidad, Frankenstein, el monstruo que compendia en su horroroso ser la bondad roussoniana y la perversidad destructiva de la maldad absoluta. El personaje «creador» de este sugestivo ser explica al marino Robert Walton cómo en los estadios iniciales de su aprendizaje científico había presenciado el impresionante incendio de un roble por obra de un rayo y la teoría que había elaborado al respecto16; la insistencia con la que Walton le reclama la explicación del medio que había empleado para la vitalización del cadáver choca con la negativa más radical del Dr. Frankenstein: «Are
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Anónimo, El Museo Universal (1859). Carta dirigida a Serafín Estébanez Calderón (12-VII-1853) (Valera 2003: 236-
237). 15
Ortega y Gasset (1983: 424). «The catastrophe of this tree excited my extreme astonishment; and I eagerly inquired of my father the nature and origin of thunder and lightning. He replied, electricity; describing at the same time the various effects of that power» (Wollstonecraft Shelley, 1993: 24). 16
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you mad, my friend? said he; or whither does your senseless curiosity lead you? Would you also create for yourself and the world a demoniacal enemy? Peace, peace! Learn my miseries and do not seek to increase your own». Las sofocadas alusiones a la galvanización eléctrica del cadáver que sugiere la novela se convirtieron en una de las secuencias más espectaculares del inolvidable filme norteamericano Frankenstein dirigido por James Whale en 1931.
LAS METÁFORAS DE LA ELECTRICIDAD Kurt Baldinger hizo notar cómo es el «dominio de la metáfora el que refleja más inmediata y directamente las relaciones entre la historia de la lengua y de la cultura»17. Este aserto se cumple rigurosamente en el uso traslaticio de la familia léxica de la palabra electricidad siempre que ha sido empleada para significar manifestaciones del universo físico dotadas de fuerte energía o para describir los movimientos de la psique humana. Los empleos de la palabra electricidad en función metafórica han corrido parejos a los procesos de divulgación de los experimentos y aportaciones de los primeros investigadores en el campo de la física experimental (Nollet, Mauduit, Beccaria, Galvani, Volta...), llegándose en algunos textos especulativos a la formulación de una teoría científica de raíz metafísica o religiosa. Cuando leemos, por ejemplo, en el artículo del El Museo Universal que he citado antes «hoy la ciencia dice de la electricidad todo lo que antiguamente se decía de la madre naturaleza; la electricidad invisible, impalpable, existe en el seno de la tierra trabajando incansablemente, conservando, por decirlo así, la vida del mundo», podemos pensar en la filosofía de la Naturaleza de un Schelling y, más lejos aún, en formulaciones tan arcaicas como este juicio de Plinio en su Historia Natural: «El mundo [...] es de creer que sea una deidad eterna, inmensa, ni engendrada ni que jamás se podrá corromper»18. Una concepción de tal alcance invitaba al empleo de la palabra «electricidad» en el lenguaje simbólico de la mística, un lenguaje más asequible en el XIX en las fórmulas mistéricas de las organizaciones secretas —como los saint-simonia-
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Baldinger (1985: 266). O. H. Green (1969, II: 106).
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nos19— o en el estilo retorizado del discurso «culturalmente correcto» de la época, tal como denunciaba Clarín con su alacridad de hablante que rehuye las expresiones trivializadas: «Estas corrientes eléctricas, que según los gacetilleros conservadores (casi siempre son los conservadores) se establecen entre el actor y el espectador [...]»20. Pero repasemos someramente algunos usos lingüísticos en que la palabra electricidad y otras de su familia léxica funcionan como base de construcciones metafóricas. El primer empleo traslaticio puede ser el sintagma máquina eléctrica, empleada en los primeros experimentos dieciochescos y que debió de llamar la atención por los efectos que provocaba. Terreros recoge en su Diccionario (1787, vol. II) una cita que explana la finalidad de este utensilio: «La máquina eléctrica es un medio o instrumento para ver las curiosas y admirables experiencias que nos han manifestado muchos sabios en este siglo». Los efectos flamígeros de tal ingenio no sólo servían para divertir y educar —la Academia de Valladolid en 1751 se entretuvo una tarde con experimentos de esta naturaleza21— sino que, además, generaron un sintagma de amplias asociaciones lingüísticas, pues lo mismo servía para describir publicitariamente los efectos de lectura de las novelas góticas —«la novela viene a ser una máquina eléctrica que el novelista dispone conforme necesitan los lectores para que reciban sacudimientos más o menos fuertes»22— que para el abocetamiento de una personalidad ridículamente apasionada: «Para tener idea de lo que Mesía pensaba del prestigio de su físico, hay que figurarse una máquina eléctrica con conciencia de que puede echar chispas. Él se creía una máquina eléctrica de amor»23. La chispa eléctrica es otra de las troquelaciones verbales en que se sedimentan las admirativas adhesiones suscitadas por los experimentos con 19 «Écoutez, Dieu parle par sa Sibylle! Cette electricité vagabonde qui circulait du monde à l’assemblée et de l’ assemblée au monde, et qui traversait les corps sans se fixer, s’ accumule, se concentre, s’ exalte en elle comme dans un énergique foyer…» (Texto de hacia 1830 del saint-simoniano Enfantin citado por Benichou 1977: 305). 20 Alas (1973: 218). 21 Jean Sarrailh (1957: 459). 22 De un prospecto de publicidad de 1818 impreso por el librero valenciano Cabrerizo (A. Rodríguez-Moñino 1966: 99). 23 Alas (1989: 238) Otros textos del mismo autor: «El madrugar mucho me mata; la humedad me pone como una máquina eléctrica» (Alas 1989: 504). «El despertador Eléctrico, diario muy amigo de los intereses locales y de los adelantos modernos» (Alas 2000, I: 364).
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la electricidad. La analogía entre un paisaje atravesado por relámpagos y la producción de chispas por intervención de la máquina eléctrica sirvió para explicar la celeridad de la ideación en la mente humana —«ocurrirá que una chispa soltada en Londres recorra en un momento el planeta y esta chispa es ...un pensamiento humano»24—, la intuición cegadora en el proceso de la escritura —«mira, cría, da grandes pinceladas y enardece tu imaginación; entonces la centella eléctrica se comunicará a los cerebros de los que te leen»25— y, por supuesto, la teoría de un poeta como Bécquer que en diversos pasajes de sus obras acude a esta imagen para dejar muy claro cómo entiende él el acto de la pura creación; recordemos el texto más conocido de su reseña al libro de Augusto Ferrán: «Hay otra (poesía) natural, breve, seca, que brota del alma como una chispa eléctrica. [...] es la centella inflamada que brota al choque del sentimiento y la pasión»26. Y por el camino de la teoría poética podríamos llegar al manifiesto surrealista de Breton: «La valeur del’ image dépend de la beauté de l’ étincelle obtenue; elle est, par conséquant, fonction de la différence de potentiel entre les deux conducteurs»27. Como referencia concreta al mundo de los aconteceres cotidianos la encuentro en Antonio Flores: «lo único que hizo fue dar luz al cuarto, tirando del botón de la chispa eléctrica al abrir la puerta»28. Como tropos referidos al fluido vital, las palabras electricidad y eléctrico fueron reiteradamente usadas en la lengua del XIX y del XX hasta el punto que sirvieron para un símil trivializado aplicable a las emociones de una multitud —«y muy pronto circuló aquel movimiento eléctrico por todos los miembros de nuestro bisoño ejército literario»29—, a la fulguración apasionada de una forma de mirar —«sus ojos reventones se clavaban en su verdugo con un centelleo eléctrico de ojos de gato rabioso y moribundo»30— o a la pasión carnal más desatada —«como si 24
Anónimo (1858: 13). Alberto Lista en carta de1803 (en L. Romero 1992: 186). 26 Bécquer (2000: 676). Del mismo autor: «[...] Es una verdad tan innegable que se puede elevar a la categoría de axioma, el que nunca se vierte la idea con tanta vida y precisión, como en el momento en que ésta se levanta semejante a un gas desprendido, y enardece la fantasía y hace vibrar todas las fibras sensibles, cual si las tocase una chispa eléctrica» (Bécquer 2000: 171). 27 Breton (1969: 51). 28 Flores (1880-1881: 193). 29 Borao (1971: 153). 30 Pérez Galdós (1983, I: 706). 25
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fuera electricidad que había desaparecido por el suelo, sentí que la lujuria se me caía cuerpo abajo, huía al infierno evaporada»31. Ahora bien, las más llamativas aplicaciones de la electricidad al progreso tecnológico se produjeron durante la segunda mitad del siglo XIX y primeros años del XX. En esos años las publicaciones periódicas dan abundante información sobre los inventos y recursos innovadores a los que se aplicaba la misteriosa energía: iluminación, telégrafo, teléfono, tracción de vehículos...32. La aplicación de la electricidad a la transmisión de comunicaciones, a la producción fabril y a la iluminación artificial modificó de forma radical las expectativas y las prácticas sociales en el traspaso de los siglos XIX al XX. El telégrafo —repárese en este apunte lírico de «¡Adiós, Cordera!», «el viento cantaba en las entrañas del pino seco su canción metálica»33—; el teléfono —Valera fue autor de una deliciosa «tentativa dramática» que tituló Los telefonemas de doña Manolita (1896)—; el almacenamiento y traslado de la potencia eléctrica que el barojiano Roberto Hasting imaginaba34; la lámpara incandescente, en fin, que dio una nueva visibilidad a las sombras nocturnas y a las oscuridades interiores, todos estos logros prácticos fueron dejando sus huellas en el decir de los escritores. Lo refleja de modo meridiano el protagonista del cuento clariniano «Cambio de luz» (1893), cuya dedicación musical a raíz de su ceguera se explica en clave lumínica: «Y sintiéndose arrebatado como a una vorágine mística, se dejó ir, y con delicia se vio sumido en un paraíso subterráneo luminoso, pero con una especie de luz eléctrica, no luz de sol, que no había, sino de las entrañas de cada casa, luz que se confundía disparatadamente con las vibraciones musicales; el timbre sonoro era, además, la luz»35. La instalación de la luz eléctrica en locales públicos como cafés, museos y teatros acentuó el nimbo de espacios para el ocio de estos lugares; así los veía, al menos, la Sagrada Congregación de Ritos de Roma cuando autorizó en 1895 la instalación de luz eléctrica en las iglesias ca-
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Alas (2000, II: 539). Sirva como referencia-resumen la serie de artículos firmados por Nicolás de Cabanilles (1864). 33 Alas (2000, I: 445). 34 «Cuando la energía eléctrica se pueda enviar a cientos de kilómetros y los medios de comunicación sean rapidísimos ¿qué necesidad tendremos de vivir apiñados en calles estrechísimas?» (Baroja 1905: 1904). 35 Alas (2000, I: 453). 32
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tólicas sólo para el alumbrado, no para el culto. «Años eléctricos» es denominación metafórica que se ha empleado para dotar de un perfil histórico singular a esta etapa expansiva de las aplicaciones eléctricas al filo de los siglos XIX y XX; en 1915 Rubén Darío apelaba a: «nuestro siglo eléctrico y ensimismado»36 y el historiador Cristophe Prochasson ha titulado uno de sus libros más significativos Les années électriques para referirse al cambio histórico vivido en Francia entre 1880 y 1910. Sobre el prestigio de la energía eléctrica en estos tiempos y su empleo como categoría universal puede servir de testimonio concluyente la observación psicológica que formulaba el poeta Bartrina: «Ignórase aun hoy el verdadero número y alcance de nuestros sentidos. Los cinco aceptados son sólo evoluciones del más elemental, el tacto. Algunos autores han admitido la existencia (tal vez no infundadamente) de un sentido eléctrico, de un sentido rotario, de un sentido genérico...»37.
LA ELECTRICIDAD Y LOS GÉNEROS LITERARIOS La intensidad y alcance de las novedades eléctricas explican, desde luego, el uso metafórico del término, pero no concluye en el registro idiomático el efecto lingüístico del admirable descubrimiento. El ensayo y el artículo periodístico fueron los cauces más adecuados para la difusión de las hipótesis científicas y de los beneficios inmediatos que ofrecía la electricidad. En los escritos aparecidos en periódicos y revistas de divulgación, desde mediados del siglo XIX, predomina la actitud de pasmo admirativo, a pesar de las prevenciones cautelosas que ya en 1747 formulaba el traductor castellano del Essai del abate Nollet: «¿Pero los efectos de la Electricidad han de quedar reducidos solamente a una maravilla physica, a una curiosidad de buen gusto y de admiración?». Pero, sin duda, son los géneros literarios los que registran de forma más llamativa las virtualidades sugestivas que ofrecía el prodigio de la electricidad. Los géneros representativos —narrativa y teatro— han acudido al empleo de esta materia temática como recurso para la caracterización de personajes o situaciones y como motivo constructor de su pro-
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Rubén Darío (1954: 1.255). Bartrina (1881: 53).
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pia estructura. Pero la poesía lírica, más allá del canto enfervorizado a las manifestaciones del progreso, ha ido mucho más lejos buscando ángulos inéditos de la visión del universo en el tratamiento de la electricidad como asunto de poema.
NARRATIVA Y TEATRO Dejando aparte las alusiones circunstanciales a las aplicaciones eléctricas que menudean, como era de suponer, en las novelas y el teatro de los «años eléctricos», en los textos que he reunido la presencia del tema electricidad sirve para estructurar conflictos sociales generados por la sociedad industrial o para imaginar alegorizaciones vinculadas con el entendimiento progresista de la Historia. Ya la prosa costumbrista del XIX inauguró el tratamiento del tema en algunos cuadros o escenas, de los que es muy representativa la tercera parte del libro de Antonio Flores Ayer, hoy y mañana o la fe, el vapor y la electricidad (1863-64). En este panorama de los usos sociales vigentes a lo largo de un siglo, Flores acierta en la descripción de lo que él conocía a través de fuentes escritas o por su propia observación, es decir, el ayer —1800— y el hoy —1850—. Más arriesgada y mucho menos imaginativa es su prefiguración del «Mañana o la chispa eléctrica en 1899», tercera parte del libro, en donde imagina una ciudad del porvenir en la que la omnipresente energía eléctrica sustenta las innovaciones y comodidades de la ciudad del futuro, especialmente en lo relativo a la iluminación y los transportes. La carga de un torpe estilo «costumbrista» confiere al relato una pesada andadura de texto de acarreo en el que los símiles analógicos reposan sobre valores y costumbres ranciamente establecidos. Valga una muestra reducida: «Desde que el siglo de las luces, inventando la luz eléctrica, ha permitido que la noche se eche el alma a la espalda, trocando sus negras tocas de viuda modesta y recogida por el esplendente ropaje de doncella alegre y enamorada, no hay medio de sorprender al alba en paños menores, dentro de las capitales»38. Mayor capacidad imaginativa para la adivinación del futuro mostró Jules Verne que también hizo uso de la electricidad en alguna de sus ficciones, especialmente en La isla misteriosa (1870), novela en la que una
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Antonio Flores (1880-1881: 249).
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de sus líneas de tensión es la historia de la construcción de una pila de Volta y su empleo ulterior para la comunicación telegráfica entre los náufragos que protagonizan la novela39 y que son felices descubridores, al final del relato, de un fantástico espacio subacuático en el que se había refugiado el mítico capitán Nemo con su Nautilus: «No podía haber duda sobre la naturaleza de la irradiación proyectada por el centro luminoso, cuyos rayos nítidos y rectilíneos se rompían en todos los ángulos, en todas las nervaduras de la cripta. Esa luz provenía de una fuente eléctrica y su color blanquecino delataba su origen. Era el sol de la caverna y la inundaba por completo»40. Las caracterizaciones que los trabajos relacionados con la electricidad reportan a personajes de novelas y teatro del siglo XX suponen una fuerte atenuación de la actitud maravillada que exhibían los textos del XVIII y del XIX con relación al descubrimiento científico. Las habilidades mecánicas de los Rebolledo de Aurora roja, por ejemplo, o la didáctica contraposición entre progreso civilizador y arcaísmo primitivo que ofrecen las novelas de Arconada y López Pacheco —no exentas ambas de la imprescindible denuncia social requerida por el «realismo crítico»— dibujan unas marcas estáticas que no llegarían a producir efectos estéticos si no fuese por otros aciertos de ambos relatos. En La turbina es el propio aparato generador de electricidad el que devora al joven obrero instigador del atávico sentimiento de la honra en un campesino refractario a las innovaciones41; en Central eléctrica, los accidentes provocados por la instalación de la maquinaria industrial potencia la imagen de la divinidad devoradora de los cultos primitivos: Allá abajo, junto a la base de la presa, quizá en la estructura también, los hombres buscaban ya la avería. Las linternas creaban una red de hilos móviles y blancos. Se veía [...] a la escalera apoyada en el alto transformador y al hombre subiendo hacia él, enigmático aparato en medio de la noche creada por él mismo, como un dios adorado por los hombres e intentado
39 Ver la pormenorizada descripción del funcionamiento de la pila en Verne (1989: 410-413). 40 Verne (1989: 586). 41 «Hacía una noche negra, profunda, como una sima misteriosa. Pero al fondo del campo, en los pueblos, parpadeaban, por primera vez desde el comienzo del mundo, enjambres unidos de luces eléctricas, que mataban las sombras, que las apuñalaban» (César M. Arconada 1975: 175).
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LEONARDO ROMERO TOBAR aplacar por las mujeres, allá arriba, en el baile, con sus gritos, sus llantos, que duraban todavía42.
La misma ecuación entre cultura primitiva y progreso tecnológico leemos en relatos de Ramón J. Sender43, de Juan Antonio Cabezas44 y de otros escritores vanguardistas. En el horizonte de los años de entreguerras se perfilaba también una valoración simbólica negativa de la electricidad. Esta visión de la fábrica de electricidad como un terrible Moloch moderno tiene un correlato en el tratamiento teatral del tema, una zona de encuentro de la literatura y el espectáculo fácilmente asequible para las personificaciones alegóricas. Caracterización alegórica tienen los personajes del tantas veces representado ballet Excelsior (1883) de Romualdo Marenco, donde la Civilización y la Luz (eléctrica, por supuesto) combaten contra el Oscurantismo para derrotarlo en la conclusión del espectáculo45. Y en esa misma línea de impostación del lenguaje figurado y el estatuto moral de los personajes dramáticos creo que es necesario situar la Electra (1901) de Pérez Galdós, drama cuya joven protagonista representa, desde su mismo nombre, el valor simbólico de las fuerzas liberadoras de la Humanidad; don Urbano, un personaje del drama que aporta las didascalias moralizantes, lo señala de forma inequívoca; «(Electra es) tan viva como la misma electricidad, misteriosa, repentina, de mucho cuidado. Destruye, trastorna, ilumina»46. Un quiebro desautomatizador en el empleo metafórico de la electricidad aparece en la novela de Vicente Huidobro Mío Cid Campeador (1929), homenaje entre cinematográfico y menendezpidalista al héroe medieval castellano. Huidobro, en cuya teoría poética la electricidad es un recurso de extrañamiento artístico —«hay que resucitar las lenguas / [...] / con cortocircuitos en las frases/ y cataclismo en la gramática»—, cons-
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López Pacheco (1958: 205). Sender (1932), fragmento de Siete domingos rojos que describe cómo un anarquista madrileño, después de haber participado en un sabotaje contra la iluminación eléctrica de la capital, dispara contra la luna para que ésta tampoco ilumine. 44 Cabezas (1933), texto en el que la fuente de las xanas se transforma en una turbina. 45 Este ballet se ha vuelto a interpretar en la Scala de Milán en el momento en que escribo este trabajo (Salas 2002). 46 Pérez Galdós (1968: 854). 43
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truye otro Prometeo —el Cid de las grandes hazañas— gracias a la conjunción de las descargas eléctricas que una tormenta veraniega arroja sobre la noche en que sus padres lo concibieron. A partir de ese momento, el personaje será el ser «eléctrico» por antonomasia. Traslada su energía maravillosa a todos los objetos que alcanzan sus manos —la bandera, la espada...— y hace llegar «la descarga a alta potencia (...y) la corriente de voltaje irresistible» a las mesnadas que le siguen, «una larga cadena electrizada en marcha hacia el Destino». Ramón Gómez de la Serna imaginó a otros personajes afectados por las turbulencias de su sistema nervioso —piénsese en la hiperestésica— que reproducen la imagen de la electrificación que hemos visto empleada abundantemente desde los escritores del XIX. En la novela de Vicente Huidobro, la caracterización de la energía latente en el Cid se manifiesta también en recursos de la propia escritura, como en este cierre de la descripción de una tormenta: En el mismo instante una tempestad inmensa remueve el firmamento, hace retemblar el aire, rompe todos los vidrios del cielo, y un relámpago cegador cruza el espacio escribiendo en las alturas con grandes caracteres de afiche: CAM P E A DOR47.
POESÍA LÍRICA En la potencia creadora de los poetas es donde reside el más transparente laboratorio de la energía eléctrica aplicada a la literatura. Desde luego, los viejos mitos clásicos resuenan en las liras de los poetas modernos; el rayo jupiterino metamorfoseado en energía galvanizadora (en Melchor de Palau) y el mito prometeico se vienen reiterando desde los poetas de la Ilustración que, como Viera en la invocación inicial de Los aires fijos (1780), agradecía al Omnipotente permitir «que Franklin con su barra le robase / el rayo a Jove, el Éter a la esfera»48, o como en el jo47 48
Huidobro (1976: 19). Sempere (1789, VI: 158).
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ven Buenaventura Carlos Aribau cuando celebraba las experiencias científicas del físico Vieta en la casa Lonja de Barcelona en 1816: «Del rayo, que un instante resplandece, / [...] / saca el observador de sus estragos / el fluido del ámbar, que reunido / en mágico aparato, el pueblo vido / atraer, repeler, reproducirse, / apartarse, reunirse, / en chispas crepitar, en la corriente / silbar furioso, y luego / [...] vio a la doliente humanidad, que gime / del fuego prodigioso circuida, / recobrar la salud, volver a vida»49. La producción lírica más genuina de los románticos españoles rehuye el tratamiento directo de la electricidad. En estos poetas, las desatadas fuerzas de la naturaleza y el ansia insaciable de lo que no tiene fin se pliegan a los prestigiosos mitos de los tiempos antiguos más que a los temas de la ciencia moderna; ésta sólo es alusión incidental en los versos agitados de Espronceda o Pastor Díaz y, mera sugerencia en algún momento de las rimas becquerianas. Sólo en los poemas de tonalidad «realista» que se escriben en la segunda mitad del XIX, cuando la Ciencia vuelve a ser considerada genuino tema poético50, encuentro un nuevo tratamiento de la materia, bien como referencia incidental en la línea de las metáforas lexicalizadas, bien como tema autónomo de poemas en los que predomina la intención didáctica. Para los postbecquerianos, la electricidad sirve el contrapunto intencionado en madrigales conceptuosos —las improvisaciones de Joaquín María Bartrina51— o presta la trama para una «fábula» elocuente sobre los peligros de la modernidad, tal como expone Melchor de Palau en su soneto «Al faro eléctrico de Nueva York»: Mantos de luz tendiendo por los mares, guías la nave al suspirado puerto; por ti abandona el líquido desierto y regresa el marino a sus hogares. Mas ¡qué miro! Millares y millares de hermosas aves a tus pies han muerto; atrájolas tu foco en vuelo incierto;
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Aribau (1817: 40-41). Ver el artículo de Valera (reeditado 1949). 51 «Improvisaciones leídas en la velada literaria dada por los Señores de Bremón en obsequio a la distinguida escritora doña María del Pilar Sinués» (Bartrina 1881: 325327). 50
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ya no verán los patrios palomares. ¡Oh faro colosal!, tus vivas luces son de la Libertad fúlgido emblema; al que bien te comprende, le conduces al puerto ansiado de la paz suprema; al que mal te conoce, le seduces. y en ti las alas mísero se quema52.
El asombro ante la inmensa fuerza domeñada por la ciencia reitera en la escritura poética las mismas o parecidas fórmulas que las que ya hemos visto en la novela y en el teatro: diálogo con el mito prometeico, personificación alegórica de la nueva fuente de energía, fábula educativa. Y entre estos modelos procedentes de la tradición más asentada, sólo encuentro parpadeos imaginísticos en breves secuencias líricas. Pues bien, esta actitud reverencial hacia el discurso poético de la tradición se reproduce en muchos textos de las literaturas vanguardistas por muy abundantemente que nos hablen de las metrópolis eléctricas del siglo XX, de las fulguraciones de las pantallas cinematográficas y de los guiños de los tubos de neón. Un repaso selectivo en la obra poética de alguno de los grandes creadores españoles del primer tercio del siglo me proporciona un nutrido repertorio de citas en las que se reitera el mecanismo analógico que ya habían aplicado escritores ilustrados y decimonónicos. Por supuesto, la presencia eléctrica se hace evidente en el decir narrativo que prolonga la poesía simbolista; en Antonio Machado es apunte que dibuja el ritmo monótono de los días vividos en un lugarón ignoto: «Anochece; / el hilo de la bombilla / se enrojece, / luego brilla, / resplandece, / poco más que una cerilla»53. En secuencias de otros poetas la alusión eléctrica reitera el calificativo admirativo o las imágenes ya conocidas. En Juan Ramón Jiménez, por ejemplo, es palabra poética de relativa frecuencia que el poeta sigue empleando en los poemas de su etapa americana. Véase el primero de Animal de fondo: Yo nada tengo que purgar. Toda mi impedimenta no es sino fundación para este hoy
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Palau (1905). Antonio Machado, «Poema de un día» (1989: 554-555).
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LEONARDO ROMERO TOBAR en que, al fin, te deseo; porque estás ya a mi lado, en mi eléctrica zona como está en el amor el amor lleno54.
Algo parecido podría decirse de la lengua poética de la generación siguiente, singularmente en los libros de más acusado tono vanguardista, como en Cal y Canto de Rafael Alberti, donde encontramos versos como estos —«de mil lenguas eléctrico oleaje», «en cien chispazos eléctricos», «los verdes globos eléctricos», «sol electrocutado», «corre un temblor por las calles / eléctrico»— y un poema —«Venus en Ascensor»— que es todo un homenaje a uno de los más prácticos inventos de la modernidad: PRIMERO. Abogado y notario de los males de amores. Eros, toga, monóculo y birrete, clava a sus señorías en el arco voltaico de un billete de cinco mil bujías55.
La búsqueda de nuevas formas de expresión genera nuevos lenguajes poéticos, lenguajes en los que se pretende la más exacta correspondencia entre la expresión gráfica y el discurso lingüístico o la reelaboración de nuevos temas poéticos en el resguardo de odres viejos. La ruptura del límite era la propuesta ultra, así lo manifiesta la novela de Cansinos-Assens El movimiento V.P (1921) al esbozar los programas de trabajo de los distintos grupos que debatían protagonismo literario en el arranque de las vanguardias. En este relato las propuestas de los poetas jóvenes se encaminan hacia asuntos entonces mucho más modernos que la electricidad: «Creo que el poema verdaderamente moderno sería aquel que estuviese todo en blanco. Yo pondría simplemente los títulos y nada más: ‘El aeroplano apasionado’, ‘El rascacielos cosquilleante’»56. Parece, pues, que a principios de los años veinte, la electricidad, ya podía considerarse asunto poético domesticado.
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Juan Ramón Jiménez (1981: 62). Alberti (1988: 351). 56 Cansinos-Assens (1921: 36). 55
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Este diagnóstico de urgencia habría que reconsiderarlo si nos fijamos, para finalizar, en cómo algunos poetas de vanguardia reelaboraron en el poema el ya viejo tema que aquí estoy considerando. A primera vista, podemos encontrar caligramas que modernizan la correlación entre significante gráfico y referente nocional. Este es el caso del poema «Reflector» de Guillermo de Torre: Paisaje occíduo De ritmo claudicante SI LE N CI O
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Las manos engarfiadas del Ocaso exprimen el voltaico corazón del sol dormido en la colina vesperal [...]57.
Pero si avanzamos en el análisis de la construcción del poema, de lo que se ha llamado certeramente el lenguaje de poema, creo que para hallar un tratamiento de la electricidad como asunto poemático innovador tendríamos que situarnos ante el siempre vivo procedimiento que supone la re-utilización de moldes poéticos ya fatigados. Valga como muestra de los caminos que se dibujaban la nueva fórmula de poesía amorosa caballeresca que ensaya Vicente Huidobro en el canto a la bombilla —«Osram»58— o la original y refrescante metaforización del acto de presionar un interruptor eléctrico como si se tratara de la liberación de una princesa cautiva que canta Pedro Salinas en uno de los más bellos poemas de su libro Seguro azar, libro que contiene otros textos pertinentes para el asunto que aquí me ha ocupado y que, por otra parte, han sido atendidos sagazmente por Cano Ballesta en su libro imprescindible. Léase, en fin, el poema «35 bujías» como conclusión de todo lo aquí dicho59. 57
Guillermo de Torre (1923: 38). «Dame tus collares encendidos / bajo el azul simétrico / en el árbol inverso / donde nacen las lluvias / un ruiseñor en su cojín de plumas / tanto batió las alas / que desató la nieve / y los pinos blancos allá sobre los lagos / eran mástiles reflorecidos / jarcias bajo la bruma / jarcias entre la espuma / en las olas gastadas / cuerdas de arpas naufragadas» (Huidobro 1976: I, 307). 59 «Sí. Cuando quiera yo / la soltaré. Está presa / aquí arriba, invisible. / Yo la veo en su claro / castillo de cristal, y la vigilan / —cien mil lanzas— los rayos / —cien mil rayos— del sol. Pero de noche, / cerradas las ventanas / para que no la vean / —guiñado58
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Volver sobre estos poemas nos llevaría, de nuevo, a la consideración de los viejos odres ocupados por el nuevo licor que aporta el progreso científico- tecnológico y, lo que es tan importante como esto, nos invitaría a la ponderación del esfuerzo de los poetas que lucharon por amoldar su dicción a los nuevos referentes aportados por el progreso. Una cuestión que —si acaso no ha quedado suficientemente iluminada en el curso de mi exposición— podrá verse con más claridad a la luz de las otras comunicaciones presentadas en este estimulante encuentro que nos ha electrizado tan gratamente en la vieja ciudad universitaria del Lahn.
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ras espías— las estrellas, / la soltaré. (Apretar un botón) / Caerá toda de arriba / a besarme, a envolverme / de bendición, de claro, de amor, pura. / En el cuarto ella y yo no más, amantes / eternos, ella mi iluminadora / musa dócil en contra / de secretos en masa de la noche / —afuera— / descifraremos formas leves, signos, / perseguidos en mares de blancura / por mí, por ella, artificial princesa, / amada eléctrica» (Salinas 1989: 79-80). 60 La fecha incluida entre paréntesis corresponde al año de publicación de la obra citada e indicado en el texto; en algunos casos se añade otra fecha no incluida entre paréntesis que corresponde, en su caso, a la edición por la que cito.
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«La Arcadia ya no existe» es una frase característica que pronuncia el viejo Don César en la novela La aldea perdida de Armando Palacio Valdés, publicada en 1903. Con estas palabras, Don César insiste en que, siguiendo el ejemplo de sus vecinos europeos, los apóstoles de la revolución tecnológica del siglo XIX han finalmente descubierto el campo español como escenario de sus actividades: «Armados de piquetas cayeron sobre ti y desgarraron tu seno virginal y profanaron tu belleza inmaculada». En la perspectiva conservadora de Don César se trata de un acto de violencia cuyas víctimas serán, tarde o temprano, «los verdes prados y espesos castañares» de la España ‘de siempre’. Pero a los apóstoles del progreso no les interesa en absoluto exponerse con su activismo a la crítica de Don César. Tienen otras prioridades. Son jóvenes, optimistas, partidarios de la modernización y «sedientos de riqueza». Creen en el futuro de una España ‘regenerada’ y no comprenden el aviso de Don César: «Decís que agora comienza la civilización [...]. Pues bien, yo os digo [...] que ahora comienza la barbarie» (Palacio Valdés 1903: 1-2, 309). La frase citada es interesante en varios aspectos, ya que atestigua lo controvertido que era el tema del progreso tecnológico en una España en que los defensores de la tradición eran vistos con frecuencia como unos nostálgicos incapaces de comprender las necesidades del mundo moderno1. En España como en los países vecinos, la revolución in1 Detalles en Litvak (1975). En Alemania, Goethe se hace testigo de una discusión comparable: «Reichtum und Schnelligkeit ist was die Welt bewundert und wornach (sic)
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dustrial se convierte en un tema tan polémico como inevitable, en el que participan políticos e ingenieros, escritores, artistas y poetas. Sobre todo en lo referente a la construcción de ferrocarriles, tema en el que centraremos nuestra perspectiva, habrá que corregir —o al menos matizar— el estereotipo de una España retrasada y recia, en su mayoría, al industrialismo del siglo XIX2. Dejando de lado las rupturas causadas en el desarrollo tecnológico por las guerras carlistas y el fracaso de la Gloriosa, los autores españoles participan, con sus colegas europeos, en las controversias del momento en las que no dejan de anunciar, como subraya Marie-Annick Faisant-Torrijos, «une véritable poétique ferroviaire [...]»3. En un tiempo en que el debate alemán conoce las argumentaciones partidarias y polémicas de Ferdinand J. Gruber, Christian F. Scherenberg, Nikolaus Lenau, Justinus Kerner, Gottfried Keller y otros (Mahr 1982: 51-113), los españoles Modesto Lafuente y Ramón Mesonero Romanos se entusiasman por el ferrocarril con motivo de su viaje a Bélgica en 18434, con lo que introducen definitivamente el tema a una literatura en busca de ‘modernidad’. En 1858, Pedro de Alarcón describe con entusiasmo los carriles que —a lo largo del Tajo— juntan el Norte al Sur de Castilla. No sólo facilitan un nuevo tipo de movilidad a los hombres sino que anuncian también una nueva e inesperada armonía de la naturaleza con las realizaciones técnicas obradas por el hombre: La obra de Dios y la del hombre cruzan aquellos campos como dos arterias, que esparcen vida y reproducción. La lozanía de los árboles, la verdura de las huertas, los molinos [...], los carros de mieses, cantan hoy las ex-
jeder strebt; Eisenbahnen, Schnellposten, Dampfschiffe und alle möglichen Fazilitäten der Kommunikation sind es worauf die gebildete Welt ausgeht, sich zu überbieten, zu überbilden und dadurch in der Mittelmäßigkeit zu verharren» (Carta a Carl Friedrich Zelter, 6-6-1825). 2 El primer ferrocarril europeo funcionó en Inglaterra entre Stockton y Darlington (1825). En España, la primera concesión ferroviaria se otorga a José Díaz Imbretchts en 1829. Prevé un recorrido (no realizado) entre Jerez de la Frontera y Portal del Guadalete. El proyecto fue publicado en Londres, en 1830, bajo el título Proyecto de don Marcelino Carlero y Portocarrero para construir un camino de hierro de Jerez de la Frontera al Puerto de Santa María. Más detalles sobre los proyectos tempranos en Litvak (1991: 181); Gómez Mendoza (1982, passim). 3 Faisant-Torrijos (1988: 21-23). Sigue: «[...], les chemis de fer se présentent déjà comme un lieu magnifique d’inspiration».
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celencias del río. Pronto brotarán la industria y el comercio a la orilla del ferrocarril, y la civilización y la riqueza le saludarán a su paso, y la misma agricultura le reconocerá como auxiliar y amigo. Son dos gigantescos hermanos, iguales en poder y fecundidad, consagrado el uno por la historia de los tiempos, y representante el otro de toda grandeza de la civilización. Muy grato me fue aquel solemne día ver caminar unidos al Tajo y al ferrocarril, como dos nobles aliados que firman la paz entre lo pasado y lo presente, echando los cimientos al porvenir de la abandonada y pobre tierra de Castilla (Alarcón 1858a: 94-95).
Se podrían multiplicar testimonios parecidos5. En 1864 Gustavo Adolfo Bécquer vive su viaje de Madrid a Irún no sólo como una nueva experiencia de la luz y del espacio, sino también como una victoria de la voluntad humana sobre la geografía difícil del Norte de España6. Poco después, Leopoldo Alas ‘Clarín’, Ortega y Gasset y otros hablarán de la riqueza y las posibilidades del tema7 que no sólo facilita un lugar 4 M. Lafuente: Viajes de Fray Gerundio por Francia. Bélgica, Holanda y orillas del Rhin (1843), cf. Faisant-Torrijos (1988: 22). R. de Mesonero Romanos (1983). 5 Alarcón (1858b: 83-84), describe la bendición de tres locomotoras nuevas: «[...] adornadas de cintas, flores y banderolas, que se adelantaban lenta y uniformemente, cada cual por su vía, hacia el ara santa. Parecían tres [...] bueyes, adornados para un sacrificio del antiguo mundo pagano. Tan majestuosa y mansamente avanzaban por su templo, ellas que abren [...] en la tierra surcos de fecundidad, que son también la fuerza y el trabajo». 6 Bécquer (1993, t. II: 12-13): «La vista se me fatigaba de ver pasar [...] la línea del horizonte que ya se alzaba, ya se deprimía, imitando el movimiento de las olas. (...). Las horas de la madrugada [...], esas horas en que entre el caos de la noche comienza forjarse el día siguiente, en que el sueño se despide con su última visión y la luz se anuncia con ráfagas de claridad incierta, son sin duda alguna las que en más alto grado reúnen semejantes condiciones [...]». Ibíd., 6: «La locomotora arrojaba ardientes y ruidosos resoplidos como un caballo de raza impaciente [...]. De cuando en cuando una pequeña oscilación hacía crujir las coyunturas de acero del monstruo; por último sonó la campana, el coche hizo un brusco movimiento de adelante á atrás y de atrás á adelante, y aquella especie de culebra negra y monstruosa, partió arrastrándose por el suelo á lo largo de los rails y arrojando silbidos estridentes que resonaban de una manera particular en el silencio de la noche». 7 Alas ‘Clarín’ (1896): «Aquella paz sólo se había turbado en los días de prueba de la inauguración del ferrocarril. La primera vez que la Cordera vio pasar el tren se volvió loca. Saltó la sebe de lo más alto del Somonte, corrió por prados ajenos, y el terror duró muchos días, renovándose, más o menos violento, cada vez que la máquina asomaba por la trinchera vecina. Cuando llegó a convencerse de que era un peligro que pasaba... redujo sus precauciones a ponerse en pie y a mirar de frente, con la cabeza ergui-
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de acción nuevo a la literatura —¿qué sería el Hercule Poirot de Agatha Christie sin el Orient-Express? (1934)— sino que pide a la conciencia humana un esfuerzo hasta ahora desconocido para interpretar las estructuras del espacio y del tiempo8. He aquí como Azorín resume el choque estético y moral que le causaron la victoria de la máquina y el capitalismo agresivo de su tiempo: [...] el afán de lucro, la explotación colectiva en empresas ferroviarias y bancarias, el sujetamento [...] en la calle, en el café, en el teatro [...]. Trenes que chocan y descarrilan, tranvías eléctricos, prematuros tranvías que atropellan y ensordecen con sus campanilleos y rugidos, hilos eléctricos que caen y súbitamente matan, coches que cruzan todas direcciones, zanjas y montones que turban el paso, olas de gente que van y vienen, encontronazos, empellones, gritos, silbidos [...]9.
El mundo moderno es una realidad incontornable y será —por este hecho mismo— la fuente de un mito y una poesía nuevas. La herencia del romanticismo ya no es más que «un sueño que se desvanece» dice Ramiro de Maeztu a los poetas de su tiempo y sigue: «[...] ocupaos algo menos de la luna y del crepúsculo y algo más del ferrocarril y de los fletes de la Compañía Transatlántica [...]. Salid de vuestra torre de marfil» (Maeztu 1903: 3)10. Y en 1904, Antonio Zozaya aconseja a los españoles que, si aceptan que Francia y París den el tono de la poesía y del progreso, se ocupen por lo menos de la Francia real y no de la Francia de las nostalgias parnasianas, simbolistas y decadentistas tal como aparecen en las Fêtes galantes (1869) de Verlaine:
da, al formidable monstruo...». En su Prólogo para alemanes, Ortega (1974: 19) evoca sus debates filosóficos con Nicolai Hartmann y Heinz Heimsoeth en Marburg, «mientras cruzaba monstruoso el expreso de Berlín, cuyos faroles rojos ensangrentaban un momento la nieve intacta». 8 Para el trasfondo filosófico cf. Hoeges (1985). 9 Azorín (1901: 701-702). Ante la victoria de lo nuevo, Azorín opta por el exilio voluntario: «Me marcho a Toledo». 10 Cf. también Maeztu 1901 (16-3-1901: 6): «La nueva España, que ha tenido el talento de olvidar los recuerdos, vive ya de esperanzas. A cabo de tres siglos de silencio y de sueño, este pueblo [...] empieza a moverse [...]. Nos agita el espíritu un anhelo candente de vida. Cerrados hasta hoy a cal y canto, hemos abierto [...] las puertas a la máquina y al libro extranjeros. La máquina transforma nuestra vida; el libro modela nuestras almas».
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Todos los escritores españoles presencian hoy luchas como las de la Ilíada y, si no estaban ya de antemano reconocidas como sustancia literaria, no las apreciarían. Pensarían (...) en Pierrot y Colombina o en cualquier cursilería de moda por el estilo..., pero nadie nos ha hablado de la fuerza industrial que representa París, que, en el fondo, es su vida, de la extrañeza de que el puerto fluvial de París sea el de más comercio de Francia (Zozaya 1904: 4-5).
La literatura alemana conoce la misma polémica de la que las Lieder eines Modernen (1886) de Arno Holz dan buen ejemplo11. Igual que en los países vecinos también en España se puede hablar de una poesía del vapor12 que precede a la poesía de los ferrocarriles pro-
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A. Holz (1886: 22, Widmungsepistel): Denn süß klingt mir die Melodie aus diesen zukunftsschwangern Tönen; die Hämmer senken sich und dröhnen: Schau her, auch dies ist Poesie! Sie kehrt nicht nur auf ihrem Gang in Wälder ein und Wirtshausstuben, sie zeigt auch in die Kohlengruben und setzt sich auf die Hobelbank. Auch harft sie nicht als Abendwind nur in zerbröckelten Ruinen, sie treibt auch singend die Maschinen und pocht und hämmert, näht und spinnt. Sie schaukelt sich als schwanker Kahn im blauen, schilfumkränzten Weiher, sie schlingt den Dampf ums Haupt als Schleier und saust dahin als Eisenbahn. Von nie geahnter Kraft geschwellt, verwarf sie ihre alten Krücken, sie mauert Tunnels, zimmert Brücken und pfeift als Dampfschiff um die Welt. (...) So klingt das Lied, das Hohe Lied, dass dumpf auf mir die Hämmer dröhnen; euch aber, euch, die es verhöhnen, euch ford’re ich kühn in Reih’ und Glied!
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Anastasius Grün (1837: 29, Poesie des Dampfes): Ich höre Lieder, ehrenwerte, klagen, Seh’ edle Angesichter sich verschleiern,
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piamente dicha. En 1824 ya, el Duque de Frías trata al primer buque de vapor que funciona entre Cádiz y Barcelona de «volcanizado bajel [...] nacido en las osiánicas costas de Caledonia [...] que con fuego en las entrañas va a rayar en todas direcciones las tierras y las aguas de la poesía española»13. Y en 1841 Manuel Bretón de los Herreros (1796-1873) define la fuerza del vapor como uno de los grandes logros de su siglo: —Oh siglo del vapor y del buen tono! Oh venturoso siglo diez y nueve... O, para hablar mejor, decimonono!14
Sería injusto afirmar que los decenios que aquí nos interesan, al ser proveedores de logros técnicos espectaculares (estaciones, carriles, puentes, túneles etc.), tendrán que esperar al ultraísmo español o al expresionismo alemán para llegar a la consagración poética. No disminuimos en nada los méritos de las vanguardias del siglo XX si reco-
Prophetisch trauernd, daß in unsern Tagen Der Prosa Weltreich seinen Sieg will feiern; Daß Poesie, entsetzt, nun fliehen werde, Auf schnurgerader Eisenbahn entjagen, Entführt auf Dampfregatten unsrer Erde, Auf Dampfkarossen ferne fortgetragen. Ei, wart ihr denn so hold den krummen Wegen, Daß ihr so sehr die graden scheuen könnet? Und ist euch’s Poesie, auf Holperstegen, Zu kriechen, wenn zu fliegen euch vergönnet? Al final se expresa la esperanza de que el progreso tecnológico facilite la constitución de una patria libre («ein freies Vaterland») y de los derechos sagrados («heil’ge Rechte») de los ciudadanos, cf. Krause, ed. (1989: 30-32). 13 Diego, ed. (1948: 98). Cf. la descripción de un barco de vapor en Johanna Schopenhauer: Ausflug an den Niederrhein und nach Belgien im Jahr 1828 (Leipzig 1831): «Da lag es nun, im hellsten Sonnenschein, auf dem prächtig wogenden Strome, das zierlich schlanke Ungeheuer, das ohne Mast und Segel, wie von Zauberkraft getrieben, mit Vogelschnelle, tosend und dampfend über die Fluten hinläuft, die, in ihren tiefsten Tiefen aufgeregt, schäumend und brausend es noch lange scheltend verfolgen. Wohl ist es ein Schiff, aber nicht allein durch den dampfenden hohen Schornstein, sondern auch in der ganzen Bauart und allen seinen Verhältnissen von allen andern Schiffen sehr verschieden», en: Krause (ed.) (1989: 27). 14 Bretón de los Herreros, M. (1841): Epístola moral sobre las costumbres del siglo. Madrid; Diego, ed. (1948: 97).
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nocemos el valor propio de la poesía técnica del siglo XIX: puertos y paisajes industriales, cultura de masas, metrópolis modernas, maquinismo y mundo del trabajo, explotación de los recursos del subsuelo y del medio ambiente, economía, ecología etc. —todo este dinamismo inspira el miedo, la fascinación y, a pesar de todo, la esperanza en el futuro: les lendemains qui chantent. Así lo ve Georg Weerth (1822-1856), el amigo de Carlos Marx, nacido en Detmold y muerto en La Habana adonde se había retirado después del fracaso de la revolución de 1848. Dice en su poema Die Industrie (1845): Und in der Städte dampfumhülltem Schooß Wie raßt die Flamme wild aus tausend Essen! In reinen Formen windet es sich los, Was ungebildet die Natur besessen.(...) Nicht braucht’s der Morgenröthe Flügel mehr, Um sich zu betten in den letzten Zonen: Die eigne Kunst trägt brausend uns einher, Weit durch den großen Garten der Nationen! Entgegeneilt was Strom und See getrennt. Und rings in Millionen Augen brennt Hell das Bewußtsein, daß die Nacht entschwunden, Der Mensch den Menschen wieder hat gefunden15.
Es gracioso imaginar al autor de estos versos viajando en el primer ferrocarril cubano que funcionaba, desde 1837 ya, entre La Habana y Guanajay. Volviendo a España, el primer trazado ferroviario se inauguró, como es sabido, en 1848 entre Barcelona y Mataró (Litvak 1991: 181-188)16. Se conoce el famoso ventall contemporáneo en que se dice con asombro que
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G. Weerth (1845: 346-348, Die Industrie); M. Krause, ed. (1989: 33-35). Algunas fechas importantes: 1835: inauguración del primer ferrocarril alemán de Nürnberg a Fürth (6 km); 1837: La Habana-Guanajay (50 km); 1848: Barcelona-Mataró (28 km); 1851: Madrid-Aranjuez; 1858: Madrid-Barcelona-Alicante; 1852: Sama de Langreo-Gijón; 1856/1866: Madrid/Valladolid/Oviedo-Tarragona/Valencia/Almansa; 1861: Barcelona-Zaragoza; 1864: Madrid-Irún-(París), Madrid-Zaragoza; 1878: Barcelona-Port Bou-(París); 1880: el primer coche-cama en la Línea del Norte; 1887: coche-cama entre París-Madrid-Lisboa. Para los detalles técnicos cf. Guía histórica del ferrocarril (1993). 16
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HANS-JOACHIM LOPE Jamás tal cosa se vió; El comer en Barcelona Y el cenar en Mataró17.
Después de la inauguración de la línea Madrid-Aranjuez (1851) Manuel Bretón de los Herreros sueña con un futuro, en que se viajará sin dificultad desde Vigo a Jérez, «pues hierro os da Vizcaya y fuego Asturias»18. «No está mal como síntesis profética y programa de red ferroviaria», dice Gerardo Diego (Diego 1948: 99). Muchos poemas deben su origen a la apertura de nuevos recorridos —a veces de importancia meramente local. Con motivo de la inauguración del ferrocarril entre Villalba y Sevilla, Bernardo García López (1838-1870) pinta a la locomotora como un Pegaso capaz, gracias a sus alas, de relativizar las categorías de espacio y de tiempo: Raudas, hirvientas, sonoras, corren cubiertas de galas locomotoras con alas más rápidas que las horas (Diego 1948: 102).
Se multiplican los textos que cantan el corcel de vapor (= das Dampfross) como emblema de un progreso, que no deja de conquistar toda la península, aunque sea con el consabido ancho de vía atípico que hasta hoy distingue los ferrocarriles españoles de los de Francia, Inglaterra, Alemania etc.19 Vicente Wenceslao Querol —poeta e ingeniero— trata la locomotora de «monstruo fiero» que atraviesa las «llanuras castellanas» con «miembros de hierro», «nevados crines» y «fragor sonoro» (Diego, ed. 1948: 105-106). Melchor Palau (1843-1910), autor de
17 Dalmau, Antonio R. (1848): Del carril de Mataró. Barcelona: Bosch (en la Calle del Bou de la Plaça Nova), en: Diego, ed. (1948: 98). Las primeras estrofas rezan: «Entre los inventos mil / ninguno tan portentoso / como el del ferrocarril. // Tan rápido como el viento / Te lleva hasta Mataró / El carril, en un momento». 18 Bretón de los Herreros: La Desvergüenza, en Diego, ed. (1948, 99): «—Ya el vapor (haya bien quien lo inventó!) / os traslada jugando al ajedrez / de Barcino en un verbo a Mataró, / de Madrid, ídem, ídem a Aranjuez. // ¿Porqué —pese a los datos de Joló! / Ya de Irún no voláis hasta Jerez / Y desde Vigo a la focense Ampurias, / pues hierro os da Vizcaya y fuego Asturias». 19 Más materiales históricos en la antología de Gómez de la Serna, ed. (1970). El ancho de vía es de 1.535 mm y no, como en el resto de Europa, de 1.435 mm.
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una oda en alabanza del ferrocarril, publica, en sus Verdades poéticas (1881), unos versos llenos de entusiasmo, en los que no sólo se mencionan los ingenieros e inventores más destacados de la generación precedente, sino que se insiste también en los cambios que la construcción de ferrocarriles ha de producir en el paisaje español y europeo: Watt, Stephenson, Crampton, yo os conjuro: en premio a vuestro infatigable anhelo, dejad un punto al inmortal seguro, pisad de nuevo la región del suelo; de metálicas venas su faz rugosa, por doquier surcada, gozaréis mayor dicha que en el cielo. [...] Ved cual su pecho jubiloso late, ved cual relincha en garrulo murmullo, como corcel ganoso de combate. No la atajan altísimas fronteras, que, a contracurso remontando el río, el silboso Pirene, el Alpe frío, atraviesa en urdidas madrigueras. Pasa sobre los polders de la Holanda, como sobre las aguas del diluvio: se enfría de la nieve en los cristales: se caldea en los rojos arenales: por entre abismos pedegrosos anda, y a las bocas se asoma del vesubio (sic) [...] —Cuán brava ante los ojos se aparece! Férrea coraza la recubre entera, cual paladín que, con ardiente llama, por su patria luchar y por su dama; el más leve reposo la enardece; chispazos de la lumbre en que se inflama despide, resoplando como fiera, y el viento vago, con orgullo, mece el vaporoso airón de su cimera20.
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20 Palau y Catalá (1881): Verdades poéticas, en Diego, ed. (1948: 103-104). El discurso que el poeta pronunció con motivo de su recepción a la Real Academia de la Lengua se titula La ciencia como fuente de inspiración poética. Palau canta el progreso
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Pirene, Alpe, polders de la Holanda, las bocas [...] del vesubio: el ferrocarril es un tema tan europeo como el mundo de los torneos medievales que se evoca en lo sucesivo. La locomotora es un corcel de combate, su manto de acero un arnés centelleante etc. La verdad es que el lenguaje poético de la revolución industrial necesita tiempo para emanciparse de la tradición romántica, que —en el caso citado— va condensada también en la imagen del paladín que lucha por su patria y por su dama. Sin embargo, aparecen también metáforas nuevas como las metálicas venas que anuncian ya el «Schienengeäder» del poeta alemán Detlev von Liliencron (1844-1909) en su poema El tren relámpago (= der Blitzzug)21, y poco después, José Alcalá Galiano hablará de la «audaz locomotora [...] que el tiempo y el espacio frenética devora» y que llena «el horizonte [...] con su potente voz»22. Nos encontramos ante la cuna del industrialismo lírico. La generación siguiente ya no vacilará en hablar de «válvulas, de llaves, de prisión angosta y de escape para buscar el viento, engendrando inagotable raudal de movimiento» (Diego, ed. 1948: 102). De vez en cuando el tema del ferrocarril —relacionado inseparablemente con las ideas de la movilidad, la velocidad y el progreso social— traspasa todos los marcos locales, regionales y nacionales. Así, la poetisa extremeña Carolina Coronado (1820-1911), redacta —en 1846— un poema titulado A la empresa del ferrocarril de Extremadura que contiene un mensaje impresionante de internacionalismo, de liberalismo y de solidaridad humana. Concretamente, la autora se entusiasma por el proyecto de una línea de ferrocarriles que juntaría Madrid a Sevilla, pasando por Truen todos sus aspectos: Al carbón de piedra, A la geología, Al Polo ártico, Al faro eléctrico de Nueva York, etc., cf. Palenque (1990: 74-75). 21 D. von Liliencron: Der Blitzzug, en Bunte Beute, Berlin-Leipzig 1903, pp. 96-97: Quer durch Europa von Westen nach Osten Rüttert und rattert die Bahnmelodie. Gilt es die Seligkeit schneller zu kosten? Kommt er zu spät an im Himmelslogis? Fortfortfortfortfortfort drehn sich die Räder Rasen dahin auf dem Schienengeäder, Rauch ist der Bestie verschwindender Schweif, Schaffnerpfiff, Lokomotivengepfeif. 22 J. Alcalá Galiano, Conde de Torrijos, en Diego, ed. (1948: 102): «De látigo le sirve la abrasadora lumbre, / arrastra de las moles la enorme pesadumbre, / y el horizonte llena con su potente voz».
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jillo. Como se sabe, este proyecto quedó sin realizar porque los ingenieros prefirieron el recorrido por Cáceres, de manera que lo único que queda del plan es el testimonio de Carolina que sueña con el final del provincialismo y los mitos de autosuficiencia en una región retrasada que aceptaría finalmente colaborar con ingenieros e inversores extranjeros23. Bien llegados a España, caballeros, esta joven nación, su tierra pura os brinda a los amigos extranjeros que lecciones la ofrecen de cultura: por el terso carril marchen ligeros los hijos de la rica Extremadura; vuestras artes y ciencias y portentos a igualar y vencer con sus talentos. —Oh mi pueblo, sencillo patriarca tan agreste, pacífico y tan rudo, de ferrados carriles tu comarca van a ornar, y ya en vez del torpe y mudo buey que sus pasos por minutos marca rodará gran vapor!... ¿Quién tanto pudo? ¿Qué impulso, qué vigor, qué movimiento pone a tan bella fábrica el cimiento? Hay una tierra, en medio del Océano donde O’Connell nació y a Byron cuenta, ¿qué reino hallar más fuerte y soberano que la patria feliz que a ambos alienta? Pues ya del genio y del poder britano tanto el raudal inmenso se acrecienta que sus diques rompiendo a inundar pasa el virgen suelo que de sed se abrasa. Ya corren hasta aquí sus manantiales, ya el campo bebe su copioso riego,
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23 El Catálogo razonado [...], (1865: 131) de Barrantes menciona un documento relativo al proyecto bajo el título Camino de hierro en el centro de España, de Madrid a Badajoz por Toledo, Talavera y Mérida. Prospecto público cuyo contenido se resume de la manera siguiente: «La línea de Madrid a Badajoz es el tronco principal de donde han de nacer los ramales que pongan a la capital en comunicación con las costas meridionales y occidentales de la Península, por unirse, en primer lugar, con el camino de hierro proyectado desde Mérida a Sevilla y Cádiz, y en segundo, con el camino de hierro proyectado desde Lisboa». La Ley general de Ferrocarriles es de 1855.
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HANS-JOACHIM LOPE ya florecen brillando y sus cristales el extremeño prado y el manchego. —Ay! los que tal pobreza y tantos males en la guerrera lucha y sangre y fuego, soportaron pacientes, ¿cómo ahora dicha comprenderán tan seductora? Agriado el corazón por los azares, perdida en desengaños la esperanza, nada aguardamos ya sino pesares, sólo en el mar tenemos confianza; por eso hacia la gente de los mares, torva la vista y suspicaz se lanza, y rechazando el bien por que suspira, responde el español: «Fraude, mentira». Empero, no a los hijos de Bretaña que nos tendieron las amigas manos cuando el Coloso amenazó a la España deben temer los nobles castellanos; antes bien recordar la fiel campaña que hicieron los dos reinos como hermanos para que aliento infunda a la memoria de Wellington su lauro y nuestra gloria. —Por qué ese recelar eterno y triste! —Por qué en el porvenir tal desconsuelo! —Porqué así nuestro espíritu reviste con su negra color el blanco cielo! Tal vez el hado en el rencor desiste con que siguió nuestro cefrado suelo, y su primer sonrisa alegremente nos muestra en el camino reluciente. —Cuánta prosperidad, cuánta grandeza! —Cuán fecundos los montes hoy salvajes, pavimentos darán con su corteza, moradas ornarán con sus ramajes; cuántos pueblos, alzando la cabeza por contestar de Europa a los ultrajes «Venid aquí —dirán— los pueblos hambrientos, que nosotros estamos opulentos» (Coronado 1991: 674-676).
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Es verdad que, en una perspectiva general, los tonos críticos y hasta escépticos frente al positivismo y la revolución industrial no faltan en la
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poesía de Carolina Coronado. Sin embargo, en el poema citado, predomina el optimismo. Un año después de la visita a España de George Stephenson (1845) y consciente de la importancia del proyecto para su Extremadura natal, la poetisa, a la edad de 26 años, no deja de insistir en la necesidad del progreso tecnológico, que hace de su poema el testimonio de una modernolatría imprevista24. El ideal de la movilidad y la confianza que le inspira una tecnología llena de futuro vencerán las resistencias y reticencias in loco. Además, la autora no duda en aventurarse en argumentaciones pro-británicas, a pesar de las susceptibilidades antianglosajonas tradicionales de cierta intelligentsija española que sobrevivían también en el siglo XIX. Recuerda, por ejemplo, al político irlandés Daniel O’Connel, admirable por su catolicismo independentista, se refiere a Lord Byron como la figura emblemática del romanticismo filhelénico y no deja de evocar la alianza anglo-hispana durante la guerra de la Independencia. El duque de Wellington, Arthur Wellesley (17751847), no sólo es el vencedor de Waterloo (1815) sino también el comandante de las tropas aliadas que ayudaron a los insurrectos españoles a liberar el territorio nacional, y particularmente el extremeño, donde tomaron la ciudad de Badajoz en 1812. Ante el telón de fondo de esta experiencia histórica, la autora se hace portavoz de la cooperación tecnológica anglo-hispana que, a su ver, conlleva grandes posibilidades para una Extremadura retrasada y expuesta, como siempre, a las burlas de los demás españoles25. En el fondo, para Carolina Coronado el ferrocarril no sólo significa un desafío tecnológico, sino una conquista casi utópica: acabará por unir a los desheredados de la tierra, con lo que la autora se inscribe en un contexto filantrópico e internacionalista, que la acerca a Auguste Comte, Victor Hugo, Walt Whitman, Emile Verhaeren y otros representantes del socialismo romantizante del siglo XIX26. En 1868 Ventura Ruiz Aguilera (1820-1881)27 publica el poema La locomotora con una dedicatoria al ingeniero y poeta José Echegaray. En
24 Ver la interpretación del poema por Gregorio Torres Nebrera en Coronado (1986: 146-148). 25 El compromiso ‘regionalista’ de Carolina se traduce también por el uso de regionalismos lingüísticos, como por ejemplo, cefrado suelo (octava VII), cf. Ibíd. 148. 26 Grant (1927); Pichois (1973); Breucker (1911: 305-324); Flores (1892-1893); Burchell (1974); Segeberg, ed. (1987). 27 Ruiz Aguilera terminó su carrera como director del Museo Arqueológico Nacional en Madrid. Colaboró en La Prensa (1845), El Nuevo Espectador (1848), La Europa
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ese momento de la Gloriosa, el autor de los Ecos nacionales se hace portavoz de un filantropismo cosmopolita que ya no acepta fronteras28: —Paso a la rauda locomotora! —Paso, ¡que es hora de partir ya! De fuego y humo penacho airoso ciñe al coloso la frente audaz. —¿A dónde ira? —Más allá, más allá, más allá! Porque a estorbarla nadie se atreva, las alas lleva, del huracán. Y es, porque todo pareja forme, su cuerpo enorme, su alma un volcán. —¿A dónde ira? —Más allá, más allá, más allá! Ríndele al paso frutos opimos, el que ayer vimos triste arenal; y bellas flores la alegre vía donde fue un día la soledad. —¿A dónde ira? —Más allá, más allá, más allá! Sobre ella, en nube
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(1849), La Tribuna del Pueblo (1949), La Ilustración española y americana, La Ilustración católica y El Semanario pintoresco. En algunos poemas, El veterano, Roncesvalles y otros, hace prueba de un nacionalismo patriotero difícilmente soportable. 28 Palenque, ed. (1991: 75-77), dice que La locomotora, «compuesta en 1868», es contemporánea de la Balada del progreso. Sobre la amistad del autor con J. Echegaray y C. Coronado, cf. Palenque (1990: 58-60).
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LOCOMOTORAS: LA POESÍA FERROVIARIA DEL SIGLO XIX de luz sentado, el genio osado del siglo va. Donde ella pone su firme planta nace la santa fraternidad. —¿A dónde ira? —Más allá, más allá, más allá! Ella dilata los horizontes; rotos los montes, paso le dan. Ella, con lazo robusto y cierto, une al desierto con la ciudad. —¿A donde ira? —Más allá, más allá, más allá! Arca bendita, de un nuevo mundo guarda el fecundo germen vital. La sombra ahuyenta de la ignorancia; con la abundancia lleva la paz. —¿A dónde ira? —Más allá, más allá, más allá! Hija del siglo, borra fronteras, discordias fieras y odios al par; ansiado que haya de polo a polo, un pueblo solo y un Dios no más. —¿A dónde ira? —Más allá, más allá, más allá! —Ved! ya se mueve con vivo anhelo; ya tiende el vuelo
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HANS-JOACHIM LOPE con majestad. Ya, cual relámpago, 75 Cruza brillante... —Gloria al gigante de nuestra edad! —¿A dónde ira? —Más allá, más allá, más allá! (Urrutia 1995: 437-439).
La locomotora como metáfora de los tiempos modernos: los substantivos contenidos en los últimos versos de las 8 décimas bastan ya para mostrar su itinerario argumentativo. Nos conduce directamente de la frente audaz de la primera al gigante de nuestra edad de la última estrofa. La soledad de la estrofa III se convierte en la fraternidad de la estrofa IV, cuyo símbolo es la ciudad de la estrofa V. La locomotora es la hija del siglo que convierte en anacronismo todo tipo de nostalgia local, regional, nacional y religiosa: borra fronteras, dilata horizontes, un pueblo solo, un Dios no más. La discordia y el odio ya no tienen sitio en un mundo en que reina el dios del progreso. Esta moral universal e internacionalista se condensa en el más allá, más allá, más allá final de cada estrofa —un leitmotiv que no deja de recordar el plus ultra del blasón nacional de España como expresión de una conciencia cosmopolita y filantrópica29. Al mismo tiempo, como reproducción onomatopoética del ruido de las ruedas de la locomotora, da el ejemplo de una ‘lírica ratata’ no siempre lograda, de la que el «fortfortfortfort» del ya mencionado Liliencron o el «Ruck, tuck, tuck tuck» de la Neue Maschine de Erich Grisar constituyen los testimonios más conocidos en la literatura alemana30. La locomotora trae al genio [...] del siglo, que recuerda al Weltgeist hegeliano, mientras las palabras huracán, volcán, cuerpo enorme, gigante, coloso, majestad, relámpago etc. anuncian el culto a la energía, del que Nietzsche hará su credo filosófico. La humanidad, tal es la tesis optimista de Ruiz Aguilera, sale de la vía dolorosa del pasa-
29 Cf. Hermann Ling (1830-1905): Die Römerstraße, en: Gedichte II, Stuttgart, 1968, p. 370: «Und donnernd rollt der Wagenzug / Vorbei an alten Meilensteinen, Wie Blitz des Zeus und Geisterflug, / Der Erde Völker zu vereinen». 30 Grisar: Die neue Maschine (1924), en: Krause, ed. (1989: 90-91). «Sie läuft. / Ein Ruck nun, herum fliegt ein Hebel / Und nun stampfen die glänzenden Kolben: / Ruck, tuck, tuck, tuck,/ Ruck, tuck, tuck, tuck».
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tismo y elige la alegre vía del futuro para buscar la abundancia y la paz y embellecer el desierto y el triste arenal del mundo de antaño con bellas flores y frutos opimos. La locomotora combate con vivo anhelo y la sombra ahuyenta de la ignorancia. Es el arca bendita que contiene la energía vital —el fecundo germen— de un futuro, que se anuncia como una nube de luz, fuego y humo semejante a la estética revolucionaria del cuadro Rain, Steam and Speed (1844) de William Turner31. Marta Palenque subraya el «llamativo tono optimista y conciliatorio» de Ruiz Aguilera (Palenque 1990: 59) y es verdad que el poema sobre La Locomotora expresa la confianza y la esperanza vital de una generación que, en la euforia de 1868, aun no preveía las decepciones del futuro32. En 1871, en medio del desorden producido por el fracaso de la Gloriosa, Ramón de Campoamor (1817-1901) publica su «popularísimo poema en tres cantos» titulado El tren expreso33. Se trata de un himno al mundo moderno, en el que aparecen ya muchos de los tópicos más característicos que en la mentalidad moderna se suelen asociar con el tema ferroviario: ruido, vapor, fuego, un amor internacional que nace en el compartimento del rápido, estaciones, viajeros precipitados, paisajes, velocidad, el ritmo mecánico de las ruedas, etc.34 En una fase del poema —bastante largo— se lee: Caminar entre sombras es lo mismo que dar vueltas por sendas mal seguras
31 Lexikon der Kunst. Malerei, Architektur, Bildhauerkunst (1994), t. 12, art.: Turner (43-47): «(...) die durch den Einsatz der Farbe erzeugte kosmische Dynamisierung gerät hier zum Ausdruck eines Pantheismus, dessen visionäre Ausstrahlung Turner unübertrefflich bewältigte» (47). 32 En un artículo anónimo titulado Progresos de la locomoción a vapor en Hojas selectas (1906: 123), un trazado de carriles se convierte en un «poema de trabajo, de ciencia, de colosal y brioso empeño; algo que embarga el ánimo, que asusta y a la vez inspira ferviente entusiasmo y admiración», mientras la locomotora se carga de metáforas míticas y vitalistas: «ciclópeo, atrevidísimo, gigantesco. Obra digna de un pueblo que no se detiene ante las dificultades, no se arredra al desarrollar un pensamiento, por más irrealizable que parezca». 33 Diego, ed. (1948: 106). El poema está dedicado a J. de Echegaray. 34 En La Ilustración de Madrid (15-5-1871: 151-154). Cf. Faisant-Torrijos (1988: 26): «Campoamor restera à la clé de voûte de cette poésie, pour avoir su combiner une histoire d’amour utopique à différents aspects du chemin de fer (gares, départs, vitesse, bruits, intérieurs des compartiments...) et à la foi en l’avenir».
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HANS-JOACHIM LOPE en el fondo sin fondo de un abismo. Juntando a la verdad mil conjeturas, veía allá a lo lejos, desde el coche, 5 agitarse sin fin cosas oscuras, y en torno, cien especies de negruras tomadas de cien partes de la noche. —Calor de fragua a un lado, al otro, frío!... —Lamentos de la máquina espantosos 10 que agregan el terror y el desvarío a todos estos limbos misteriosos!... —Las rocas que parecen esqueletos!... —Las nubes con entrañas abrasadas!... —Luces tristes! —Tinieblas alumbradas!... 15 —El horror que hace grandes los objetos!... —Claridad espectral de la neblina! —Juegos de llama y humo indescriptibles!... —Unos grupos de bruma blanquecina esparcidos por dedos invisibles! 20 Masas informes... límites inciertos!... —Montes que se hunden! —Árboles que crecen!... —Horizontes lejanos que parecen vagas costas del reino de los muertos! —Sombra, humareda, confusión y nieblas!... 25 —Acá lo turbio... allá lo indiscernible... y entre el humo del tren y las tinieblas, aquí una cosa negra, allí otra horrible! (Campoamor 1996: 303-318; Los versos citados: 305).
Gerardo Diego tiene razón cuando afirma que con ese poema «el tren ha llegado a la edad adulta». El título ya —El tren expreso— sugiere una movilidad que dicta un estilo de vida inimaginable en tiempos de la «litera de Felipe II» o la «diligencia de Jovellanos». Un compartimento del tren abriga un amor internacional que necesita de la «vertiginosidad del vagón» para no hundirse en la trivialidad, ni el romanticismo epigonal35. La técnica genera una experiencia nueva del espacio, que se reduce a unas pocas líneas sugerentes y cargadas de simbolismo: montes que se hunden, árboles que crecen, etc. Las impresiones sensoriales se diluyen en mil conjeturas animadas por cien especies de negruras que contrastan 35 Diego, ed. (1948: 106-110). «Esa novela de amor en un vehículo romántico, en una silla de postas, resultaría insulsa [...]» (109).
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con toda la gama cromática del análisis espectral renovado por la escuela pintoresca del ya mencionado William Turner: tinieblas alumbradas, claridad espectral de la neblina, juegos de llama y humo indescriptibles, bruma blanquecina, sombra, humareda confusión, etc.36 En el mismo contexto se inscribe la pulsión antinómica de lo frío y de lo caliente, del hielo y de la fragua. E igual que en la Arcadia tradicional, la muerte está presente en este mundo de los antagonismos energéticos desencadenados por el progreso tecnológico. Las rocas parecen esqueletos, las nubes entrañas abrasadas, los horizontes dilatados hacia lo infinito vagas costas del reino de los muertos. El Tren expreso de Campoamor se convierte casi en la barca de un Aqueronte moderno: Acá lo turbio —allá lo indiscernible. Despliega una imagología que no deja de recordar uno de los poemas más conocidos del expresionismo alemán, la Fahrt über die Kölner Rheinbrücke bei Nacht (1914) de Ernst Stadler (1883-1914). Dense cuenta de las similitudes: tren expreso / Schnellzug, luces tristes / Lichter [...] trostlos vereinsamt, horizontes lejanos / jähe Horizonte, las rocas que parecen esqueletos / Gerippe grauer Häuserfronten, entrañas abrasadas / Eingeweid der Nacht, cien especies de negruras / und alles wieder schwarz etc.37 Manifiestamente —y a pesar de los decenios que se-
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Cf. arriba n. 31. Ernst M. Stadler: Der Aufbruch, München 1914. En Krause, ed. (1989: 172-173): Der Schnellzug tastet sich und stößt die Dunkelheit entlang. Kein Stern will vor. Die ganze Welt ist nur ein enger, nachtumschienter Minengang, Darein zuweilen Förderstellen blauen Lichtes jähe Horizonte reißen: Feuerkreis Von Kugellampen, Dächern, Schloten, dampfend, strömend... nur sekundenweis... Und alles wieder schwarz. Als führen wir ins Eingeweid der Nacht zur Schicht. Nun taumeln Lichter her... verirrt, trostlos vereinsamt... mehr... und sammeln sich... und werden dicht. Gerippe grauer Häuserfronten liegen bloß, im Zwielicht bleichend, tot — etwas muss kommen... o, ich fühl es schwer Im Hirn. Eine Beklemmung singt im Blut. Dann dröhnt der Boden plötzlich wie ein Meer: Wir fliegen, aufgehoben, königlich durch nachtentrissne Luft, hoch überm Strom. O Biegung der Millionen Lichter, stumme Wacht, Vor deren blitzender Parade schwer die Wasser abwärts rollen. Endloses Spalier, zum Gruß bestellt bei Nacht! Wie Fackeln schimmernd! Freudiges! Salut von Schiffen über blauer See! Bestimmtes Fest! Wimmeln, mit hellen Augen hingedrängt! Bis wo die Stadt mit letzten Häusern ihren Gast entlässt. 37
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paran sus opciones estéticas e ideológicas— ambos autores son deudores de una copia verborum común, nacida del industrialismo moderno. Parece que Campoamor anuncia ya un tipo de experiencia expresionista que, en el poema de Stadler, se concretará en la visión de un naufragio redentor: Und dann die langen Einsamkeiten. Nackte Ufer. Stille. Nacht. Besinnung. Einkehr. Kommunion. Und Glut und Drang Zum Letzten, Segnenden. Zum Zeugungsfest. Zur Wollust. Zum Gebet. Zum Meer. Zum Untergang38.
«Viajar - Fluir - Tránsito - Ascensión» —el paralelismo con el Canto dinámico de Guillermo de Torre es manifiesto (Torre 1924: 15). Muy diferentes son los tonos que Joaquín María Bartrina (1850-1880) busca en su poema Episodio de viaje de 187439. Algunos de sus poemas ‘progresistas’ no carecen de subtonos irónicos como por ejemplo De omni re scibili o Madrigal futuro en el que se sirve de términos técnicos quirúrgicos o de fórmulas matemáticas para hablar de los sentimientos del corazón enamorado40. En Episodio de viaje se habla de un viaje en tren, durante el cual se asiste a un acto de resistencia donquijotesca, en el que unos campesinos amotinados bloquean la salida al ferrocarril recién construido41, hasta que la guardia civil los aleja del terreno con la bayoneta calada. El tema no carece de explosividad social. Pero lo que interesa al observador no son ni el jefe de estación desbordado, ni la masa de los campesinos enfurecidos, ni la intervención desproporcionada de la guar38
Una versión española del poema se encuentra en Stadler-Heym-Trakl (1981: 30-
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Palenque (1990: 64). A la edad de 18 años, el autor había vivido la Gloriosa con simpatías abiertamente anarquizantes. Después tuvo que buscar su carrera poética en la España del turno pacífico. Sin embargo conserva su credo progresista con lo que se convierte en pocos años en un poeta reconocido del movimiento obrero y en enfant terrible de una cierta escena literaria. 40 En Algo 31881. Ver Palenque (1990: 259-260). 41 Litvak (1991: 185): «El ferrocarril ocasionó un cambio total en la vida y en los valores nacionales [...]. A medida que aumentaba la red ferroviaria, se podía desplazar más fácilmente de una parte a otra, la población podía viajar más fácilmente y visitar lugares fuera del pueblo o ciudad natal. De allí que el ferrocarril promoviera la nacionalización y centralización de España. Por ello, la iconografía ferroviaria abunda en emblemas de unidad nacional, trenes [...], puentes [...], estaciones llenas de pasajeros de la más diversa proveniencia».
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dia civil, sino la locomotora envuelta de vapor, a la que impiden la salida. Los pasajeros reaccionan con pánico al darse cuenta que el tren no saldrá conforme al horario. La única cosa que cabe en sus cabezas es la idea del funcionamiento mecánico. Sin embargo, con su provincialismo y su conservatismo ignorante, los campesinos que paran la locomotora no tienen nada heroico. Igual que en los Tejedores (1894) de Gerhart Hauptmann (1862-1946) sus motivos para oponerse al progreso técnico son honrados y serios sin dejar, por eso, de ser profundamente mezquinos y de miras estrechas42. El tren hacia el futuro saldrá sin hacerles caso: No quedaba un coche abierto ni se escuchaba un gemido, la máquina dio un silbido y el andén miré desierto, pero no echamos a andar; otro silbido estridente lanzó el vapor nuevamente, otra y otra vez volvió a silbar, y otra, y otra, y otras ciento, con salvaje melodía, pero nada: el tren seguía sin ponerse en movimiento. El jefe de la estación en vano gesticulaba, y aun el conductor bajaba y subía del furgón. Hasta nosotros venían, sin poderlos definir, ecos raros, y al oír portezuelas que se abrían, bajamos del coche, fuimos, corriendo por el andén, a la cabeza del tren... y cien madres allí vimos en la mitad de la vía, pálidas y desgreñadas, y en los topes abrazadas de la máquina, que ardía, sin exhalar un lamento 42
Burchell (1974: 70-91) (cap.: Not und Elend der Arbeiter).
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HANS-JOACHIM LOPE perdida tal vez el habla, —cual el náufrago a su tabla postrera de salvamento! El vapor, mal comprimido, que silbando se escapaba, su triste rostro caldeaba y dejaba humedecido. [...] Después oí en confusión una infernal gritería... y quedó libre la vía y huimos de la estación. Partió como un rayo el tren... y vi madres que lloraban... y brazos que amenazaban en vano desde el andén (Palenque, ed. 1991: 265-270).
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Finalmente, terminado el bloqueo, el tren puede salir de la estación. El progreso tecnológico no es tan fácil de parar. Y la locomotora, instrumento de conquista de nuevos horizontes en los poemas antes citados, se presenta aquí más bien como un vehículo que permite a un intelectual ausentarse del lugar de suceso para no asumir responsabilidades y tomar partido en un conflicto inevitable. La máquina, por su mera existencia, perturba la armonía preestablecida. Es imposible imaginar un progreso que no se aleje de algo viejo para llegar a algo nuevo. El poema de Bartrina enfrenta este debate sin maniqueísmo y se anima a formular una verdad llena de contradicciones (Palenque 1990: 63). Un apóstol entusiasta del progreso tecnológico fue Antonio Fernández Grilo (1845-1906). Su poema El siglo XIX canta las conquistas científicas y tecnológicas de su tiempo, en el cual aparece —aparte de la prensa, la fotografía, la telegrafía, la electricidad, el gas y los aerostáticos— también el mito del vapor. El Océano «se ve por el vapor vencido» y en cuanto al tema ferroviario se lee: —Abierto el horizonte Dibuja entre sus bóvedas doradas Mil nubes de vapor, que en el espacio Por el hervor del monstruo despegadas, Vuelas del sol al inmortal palacio!... ¿No lo escucháis?... con bárbaro ruido Allá va el tren que silba y serpentea
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Ligero como el rayo desprendido. Por las oscuras cóncavas montañas Y por los llanos rápido se agita; 10 Del túnel en las lóbregas entrañas Con hirviente fragor se precipita. No hay peñascos que turben su camino Ni huracán que le estorbe en su carrera; —El sigue, cual gigante torbellino 15 Que corre desatado por la esfera! Mueve los pueblos; con su voz enciende Del trabajo el raudal nunca infecundo; —Por todas partes, su poder se extiende Y en sola una ciudad convierte al mundo! 20 ¿No escucháis el concierto Que forman sus torrentes de vapores Libres poblando el horizonte abierto? ¿No escucháis esa máquina sonora Que es de la fuerza impenetrable escudo?... 25 —Es la soberbia audaz locomotora! —Es del siglo la voz!... —Yo la saludo! [...] Siglo —tú que a raudales Viertes calor, y pompa, y armonía Del fugitivo tiempo en los umbrales! 30 Mira del arte las logradas flores Envolverse en el cielo de la idea Entre blancas guirnaldas de vapores; Oye al viento que llora Repitiendo en el mundo los cantares 35 De la hirviente y fugaz locomotora; Escucha el son del piélago bravío, Y verás la palabra detenida Del negro cable en el cañón sombrío; Mira el pino, fantasma de la sierra 40 Bordando los abiertos horizontes, Cortando las distancias de la tierra Con las redes de alambre, donde encierra La palabra que vuela por los montes. —Contempla tu magnifica grandeza, 45 Alza tu frente, de laurel ceñida, Y verás que has nacido cuando empieza Sobre la tierra a palpitar la vida— (Urrutia 1995: 525-528).
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Son metáforas técnicas muy sugestivas las que caracterizan este texto: abierto el horizonte, nubes de vapor, hervor del monstruo, rayo desprendido, hirviente fragor etc. El mundo nuevo es el mundo del trabajo. Debe su existencia —y su unidad venidera— a la actividad humana y al vapor: «Y en sola una ciudad convierte al mundo». La telegrafía, la fotografía como arte del sol y de la luz, el gas que convierte la noche en día, todos estos elementos se condensan en la imagen de la hirviente y fugaz locomotora, cuyas guirnaldas de vapores anuncian a la humanidad un futuro de solidaridad, de bienestar y de intereses comunes. El siglo XIX es una época de magnífica grandeza digna de la corona de laurel por vencer al pauperismo y la ignorancia. El poema canta la vida pulsante, la esperanza, la confianza y el culto a la energía. Se ubica entonces en una modernolatría que estriba en el credo del progreso y el vitalismo energético43. Así, el tema del ferrocarril se convierte en una mina riquísima de inspiraciones poéticas, que vacilan entre el entusiasmo y el escepticismo, la admiración y la demonización, la esperanza de un porvenir espléndido y la incipiente conciencia social. La modernidad es incontornable: la embriaguez causada por la velocidad, la panoramización del paisaje, la relativización del tiempo, la ritmización del espacio etc.: «[...] las ruedas al rozar con los rieles repercuten el cadencioso movimiento del cilindro de vapor» (Aguilar Cano 1883: 5-7). Dice Lily Litvak: Abolición del tiempo y del espacio es una de las frases del siglo XIX que caracterizaba al viaje por tren. La imagen de disminución temporal era vista como espacial: una disminución de distancias que crea una nueva y más reducida geografía, y a la vez incorpora nuevas áreas en la red de transporte. El concepto se basaba en la velocidad con que los nuevos vehículos podían cubrir una distancia espacial determinada, reduciendo fantásticamente el tiempo. Ello respondía a la fascinación por la velocidad, patente en los muchos escritos en que se describen los nuevos adelantos en la industria ferroviaria comentando las crecientes velocidades alcanzadas (Litvak 1991: 209)44.
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Para el trasfondo europeo de esas ideas cf. Bergman (1962). La cita se refiere a dos artículos de Antonio de Nait publicados en 1889 y 1892: «Taracea científica», La Ilustración (5-5-1889: 277-278) y «Sección científica. Aparta44
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Jorge Guillén, Pedro Salinas, Rafael Alberti y otros heredarán de estas experiencias del siglo XIX y los tendrán disponibles para la poesía del siglo XX45. En esta misma perspectiva aparece también el tema del éxodo rural, que tiene que inspirarse casi inevitablemente en los tópicos de la alabanza de aldea y del menosprecio de corte frecuentes en la literatura española. Migraciones internas, movilidad económica, centralismo político son las claves para definir su relación con la metrópolis moderna que, debido al ferrocarril, llega a dimensiones de inesperada y a veces inaguantable extensión. En la Alemania de esa época, esta temática se relacionará —dicho sea de paso— con un tema de trascendencia nacional: el devenir de una capital, Berlín, después de la guerra franco-alemana de 1870/71. En su poema Homo sum, que antepone a su libro de poesías titulado Thriumph des Lebens (1898), el poeta alemán Julius Hart (18591930) se hace testigo del mito de Berlín en su calidad de capital ya no prusiana sino alemana: Vorbei die Spiele! Durch den Nebelschwall des grauenden Septembermorgens jagen des Zuges Räder, und vom dumpfen Schall stöhnt, dröhnt und saust’s im engen Eisenwagen... Zerzauste Wolken, windurchwühlter Wald und braune Felder schießen wirr vorüber,
do registrador de la Velocidad de los trenes de la Compañía de Orléans», La Ilustración (11-7-1892: 446). También en el Dampfross de Chamisso (1831: 70-72), se mezclan ya las categorías del espacio y del tiempo: Mein Dampfross, Muster der Schnelligkeit, Lässt hinter sich die laufende Zeit, Und nimmt’s zur Stunde nach Westen den Lauf, Kommt’s gestern von Osten wieder herauf. Ich habe der Zeit ihr Geheimniß geraubt, Von Gestern zu Gestern zurück sie geschraubt, Und schraube zurück sie von Tag zu Tag, Bis einst ich zu Adam gelangen mag (Krause, ed., 1989: 25-26). 45 Añadamos que estos argumentos no convencieron a todo el mundo, como se desprende de un ensayo de John Ruskin, que subraya en 1904: «[...] time and space are, in their own essence, unconquerable [...]. A fool wants to kill space and kill time; a wise man, first to gain them, then to animate them: Your railroad, when you come to understand it, is only a device for making the world smaller [...]» (Ruskin 1904: 123).
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HANS-JOACHIM LOPE dort graut die Havel, und das Wasser schwallt, die Brücke, hei! dumpf braust der Zug hinüber. Die Fenster auf! Dort drüben liegt Berlin! Dampf wallt empor und Qualm, in schwarzen Schleiern hängt tief und steif die Wolke drüber hin, die bleiche Luft drückt schwer und liegt wie bleiern... Ein Flammenherd darunter, — ein Vulkan, von Millionen Feuerbränden lodernd, ein Paradies, ein fruchtbar Kanaan, — ein Höllenreich in Schattendunst vermodernd (Hart 1898: 3-5).
Según Johannes Mahr, este poema significa ‘la llegada de la poesía en las metrópolis’ modernas46. Después de atravesar un paisaje típico del Brandenburg, se llega, fascinado, a la ciudad que se presenta a la vez como teatro del struggle for life y como limbo para esperar una muerte concientemente aceptada: «Jedes Ich ertrinkt in dunklen Massen, [...], es brennt die Schlacht, und Niemand wird sich schonen»47. Es la Ville tentaculaire (1895) del poeta belga Emile Verhaeren, autor de Les Campagnes hallucinées (1893), Les forces tumultueuses (1902), La multiple splendeur (1906), Les rythmes souverains (1910), etc.48 Para Ángel Ganivet existe una relación directa entre el crecimiento desmesurado de la metrópolis moderna y la construcción de ferrocarriles: A veces, una compañía de ferrocarriles crea, a modo de estaciones, núcleos de población, que en unos cuantos años, como Chicago o Minneapolis son capitales de un millón y medio de almas. Más bien que capitales son aglomeraciones de buildings, o estaciones de ferrocarril prolongadas en todos sentidos (Ganivet 21920: 37).
Es verdad que la construcción de estaciones de ferrocarril marca de modo esencial el desarrollo de la ciudad moderna. Piénsese en las estaciones madrileñas de Las Delicias (1880) o de Atocha (1892). El mito de la tecnología es el mito de la calculabilidad y del progressus ad infinitum. Sin embargo, la medalla tiene un revés: la revolución 46
Mahr (1982: 145): «[...] das Ankommen der Poesie in den großen Städten». Antes de llegar a la capital se evoca el paisaje: «Heideduft», «weiße Birken», «Hügel gelben Sands», «laute(n) Schwärmen Krähenvolks», «binsenüberwachsene Kolke», etc. (Hart 1898: 2). 48 Josefson (1982); Lope (1984: 19-40). 47
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industrial produce víctimas y de ellas habla Álvaro Ortiz en su poema El dolor de la empresa escrito poco antes de 1900: Ya estaba el túnel casi concluido, y muy pronto por él podrían los transportes ferroviarios pasar con rapidez. En el fondo del túnel cien obreros, o acaso más de cien, de su labor se hallaban entregados al penoso deber. La voz del capataz los azuzaba con despotismo cruel, y la labor corría como corre por la llanura el tren Pero de pronto resonó un crujido que acompañado fue de un gran desprendimiento de la tierra en el túnel aquel. —Catástrofe espantosa! Cien obreros, o acaso más de cien, quedaron en las tierras sepultados y muertos a la vez. Y el emprendido túnel, que a su término corría a más correr, quedó medio deshecho por tan triste circunstancia también. Al conocer la Empresa la catástrofe poco tiempo después, —cuánto sintió... los nuevos desembolsos que tenía que hacer! (Urrutia 1995: 557-558).
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A la primera lectura, este poema casi no presenta dificultades de comprensión. Se evoca un siniestro ocurrido durante la construcción de un túnel, que no deja de recordar al lector alemán el poema Die Brück’ am Tay de Theodor Fontane49. El suceso no tiene coordenadas geográficas o cronológicas precisas. Desde el principio se insiste en que las personas 49 «Tand, Tand, ist das Gebilde von Menschenhand!», Th. Fontane: Die Brück’ am Tay. 28. Dezember 1879. En: Die Gegenwart t. XVII (2-10-1880: 190-192), Krause, ed. (1989: 73-74).
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implicadas en el drama, obreros e ingenieros, tienen toda la confianza del mundo en las posibilidades técnicas de que disponen: dentro de poco tiempo, el túnel en construcción ligará dos lugares hasta ahora aislados. Todo parece acompasado y bien calculado hasta el momento en que algo imprevisto viene a impedir la realización del proyecto. ¿Es la tierra misma la que se rebela? ¿Es el descuido de las medidas de seguridad por parte de los responsables? Sea como fuera, una catástrofe espantosa hace que cien obreros o acaso más de cien sean enterrados por una avalancha de piedras y de barro. Las víctimas quedan sin nombres y la Empresa en que trabajaban es una Sociedad Anónima, que sin embargo se distingue en el texto por su E mayúscula. Para ella, la avería significa sobre todo un problema de contabilidad. Habrá que contar con inversiones perdidas y un hueco considerable de financiamiento. Hubo un objetivo para el futuro: transportes ferroviarios, pasar con rapidez, etc. Y hay un penoso deber para el presente: en el fondo del túnel cien obreros. Pero hay sobre todo un acontecimiento imprevisto que araña los mitos de la factibilidad y del planeamiento perfecto: de pronto... un gran desprendimiento de las tierras. Sin embargo, el imperativo categórico del tiempo no admite ni el luto ni la pregunta por la ambigüedad de lo que puede ser el tipo de progreso intentado: time is money. La presión a la que la empresa está expuesta por no poder respetar los plazos previstos, tampoco es el tema del poema, de manera que el texto, pintándolo todo en blanco y negro, se contenta de confrontar —épicamente— lo bueno y lo malo. Lo malo es la Empresa, lo bueno son los obreros —o más bien, en la perspectiva del yo hablante, los obreros muertos. La discusión del progreso no se capta en sus dimensiones dialécticas, sino en el sentido de un maniqueísmo moral y patético, que conlleva respuestas bastante simplistas a un dilema difícil. El patetismo retórico desemboca en una vista desilusionada de las condiciones de trabajo en un mundo dominado por los intereses del capital. Habrá dinero —deberá haber dinero— para terminar el túnel. El resto es silencio y tal vez la esperanza de que el drama subterráneo que se describe no deje al lector insensible: «la verdad es [...] del fondo de una mina se sale siempre un poco socialista» dice, no sin cinismo, el filósofo Peñalver en La Espuma (1890) de Armando Palacio Valdés (Palacio Valdés 1990: 467). Además, se crea la impresión de que el destino de las víctimas no interesa a nadie, lo que es históricamente inexacto. Al contrario, los accidentes y siniestros producidos por las realizaciones técnicas en tiempos de la revolución industrial del siglo XIX nunca se han pasado por alto en los debates contemporáneos. El Großer Brockhaus de
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1892, para limitarnos a este ejemplo, dedica no menos de 16 columnas al tema de los Eisenbahnunfälle en Alemania, enumerando con precisión el lugar y la dimensión de los daños personales y materiales, sus causas, costos y consecuencias. Incluso se ofrecen datos estadísticos interesantes: en 1889 hubo un muerto sobre 2.473.563 pasajeros. Es decir que la crítica ideológica y la verdad histórica son dos cosas bien distintas. El ferrocarril es el medio de transporte más seguro de la época (Brockhaus 1892: 903-911). No hablaremos, en el marco de este artículo, de Juan Ramón Jiménez (1881-1958), Andrés González Blanco (1888-1924), José María Gabriel y Galán (1870-1905), etc.50 También dejaremos de lado las facetas del tema ferroviario en la literatura narrativa internacional del siglo XIX: Tolstoi (Anna Karenina), Hauptmann (Bahnwärter Thiel), Huysmans (A Rebours), Gide (Les caves du vatican) etc. Tampoco comentaremos el estereotipo tenaz de una burguesía decimonona incapaz de unir la prosa del pragmatismo positivista a la poesía del progreso moral y estético. En una carta dirigida a un joven poeta, Antonio Aparisi y Guijarro se hace testigo de este debate, presentando un diagnóstico bastante desalentador de la realidad española en tiempos de Isabel II, en el cual se atribuye un significado bastante ambiguo a la metáfora de la locomotora: Esta sociedad está enferma porque es prosaica, porque le falta aire y luz, inspiración y grandeza. ¿Dónde en el seno de lo que se llama civilización se encuentran los amores purísimos, los sentimientos heroicos, las ideas magnánimas [...]? La Abnegación y el sacrificio, ¿dónde tienen hoy sus altares?... Ahora, la bolsa es el templo; el dinero la Divinidad; la ciencia el goce: —y la poesía... en cuanto a la poesía, la hemos encerrado en una locomotora, y la obligamos a correr por el mundo...51
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Lope (1990: 130-140). Cf. A. González Blanco (1907: 297): Estación de provincia donde mueren los trenes / Que son como las vidas por la muerte deshechas; / Estación de provincia, yo no sé lo que tienes / Que me sugieres mil ansias no satisfechas... J. M. Gabriel y Galán: Himno al trabajo, en Diego, ed. (1948: 102): «Mirad cómo devora / La distancia en la audaz locomotora / Que creó gallardisima y ligera; /Mirad cómo perfora / La montaña que estorba su carrera. 51 En El pensamiento de Valencia, 10-2-1858. Más tarde en A. Aparisi y Guijarro: Obras, Madrid: Imprenta de la Regeneración, 1873, t. III, p. 166.
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En la realidad aquí pintada no queda tiempo para un debate sobre valores éticos, aunque se sienta su necesidad. Y la locomotora se hace portadora de una poesía condenada a correr por un mundo que ya no le permite lugares amenos para descansar. La tecnología y la naturaleza, la economía y la ecología, el progreso científico y el debate ético, la revolución industrial y el pauperismo de la clase obrera: cada uno de estos vocablos marca un desafío vital. En 1856, Emanuel Geibel presta a los dioses del fuego y del agua, cuyo hijo es el vapor, las palabras siguientes para advertir a los apóstoles del progreso: Wenn ihr dereinst in Eisenbande Des letzten Eilands Wildniß schlugt, Wenn prunkend ihr durch alle Lande Die Fackel stolzer Weisheit trugt; Wenn dann von euren Königssesseln Ihr greifet nach des Himmels Schein: Dann springen jählings unsre Fesseln, Dann bricht der Tag des Zorns herein52.
Terminamos este panorama con una cita que nos evitará resúmenes prolijos y conclusiones retóricamente abultadas. La Revista La Ilustración del 17 de marzo de 1889 contiene un artículo firmado por un cierto ‘Yorik’ y titulado El humo, en que leemos: Imaginaos (...) una locomotora que tiende al viento un humo espeso y compacto, como rizadas crines de brioso corcel; figuraos las azules espirales que se desprenden de un incensario o de una embarcación que surca los mares; y al ver el humo de la fábrica os asaltará la idea del trabajo que ennoblece al hombre, que es ley que le ha sido impuesta por el Supremo Hacedor del Universo y diréis... Allí, bajo aquel techo, miles de hombres cumplen un divino precepto, ganando el pan con el sudor de las frentes; al mirar el humo de la locomotora, que silbando como un monstruo, atraviesa veloz los campos, trepa a lo alto de los montes y colinas, salva horribles precipicios y penetra en las entradas de la tierra que el genio del hombre horada, os parecerá que las distancias son una palabra vana para el hombre, que las acorta, las estrecha y casi las hace desaparecer; al contemplar las azules nubes de incienso que atropellándose, formando caprichosas espirales, describiendo graciosos giros, [...] el corazón se ensancha y rebosa de ardiente en-
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E. Geibel: Mythos vom Dampf (1856), en Krause, ed. (1989: 41).
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tusiasmo [...]; y si consideráis un vapor cortando velozmente la azul intensidad del océano, las ideas de Comercio, Industria, Progreso, Fraternidad Universal, acudirán a vuestra mente con muy leve esfuerzo. Además, al contemplar el humo formando una columna espesa y compacta al salir de su origen, y después, elevándose con formas majestuosas y gallardas, llenándolo todo y extendiéndose por el espacio como un señor que visita amplios dominios, ¿no veis en él algo de alegórico, algo de simbólico?53
En efecto: igual que sus colegas europeos, los poetas españoles del siglo XIX nunca se han negado a las posibilidades que les ofrecía el tema del progreso tecnológico. Y como sus colegas europeos son en su mayoría optimistas y llenos de confianza, sin subestimar por eso los problemas sociales, políticos, económicos, ecológicos y estéticos del momento: saben de la falta de utopías en la España isabelina, del fracaso de una revolución y de una república, de guerras civiles y coloniales, del desastre de 1898. El progreso se semeja a un caracol, y si se hace esperar en lo ético, en lo social y en lo político, la verdadera revolución del siglo XIX tiene lugar, manifiestamente, en el terreno tecnológico, donde se anuncia un futuro —a pesar de todo— alentador: comercio, industria, progreso, fraternidad universal, etc. Para muchos poetas del siglo XIX, esta utopía estriba en el mito del vapor. Por cierto, las respuestas que buscan ya no son idénticas a las nuestras, ni pueden serlo. Pero las preguntas que se proponen, siguen en su mayoría actuales y no dejarán de inspirar a los poetas de la generación siguiente.
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Ante la imposibilidad de abarcar la gran riqueza de fenómenos artísticos que tienen lugar en este extenso período (1916-1939) y en un tema con fronteras tan difíciles de señalar, voy a limitarme a estudiar dos actitudes y dos momentos singulares que marcan los dos polos de una compleja y larga evolución. Los avances científicos y el progreso tecnológico son percibidos por artistas y escritores, ya desde el siglo XIX, como una gran conmoción cultural de consecuencias incalculables. La revolución industrial obliga al replanteamiento de los presupuestos de las ciencias y de las artes, y sacude los conceptos de belleza vigentes convirtiéndose en desafío urgente al que hay que responder y en amenaza a la misma supervivencia del arte. Ya Baudelaire hallaba una relación profunda entre arte, literatura y progreso industrial, y venía a entender precisamente la modernidad, según Hugo Friedrich, como un haz de complejas relaciones, a veces armónicas y otras disonantes, entre las artes y los avances técnicos (Friedrich 1974: 47-77). En España, no obstante la gran desconfianza que se percibe en las letras ante el progreso industrial hacia fines del siglo XIX, como han documentado Litvak (1980) y Cano Ballesta (1999), conviene no olvidar las voces, aunque aisladas, que defienden una literatura sensible al hecho de la máquina. Entre ellas se deja oír la voz de Ramiro de Maeztu, quien escribe en la madrileña Revista Nueva: «De entre el estrépito de los barcos y los trenes, de las máquinas y los tranvías, de entre los hombres sudorosos y atareados que cruzan las calles, surge el poeta» (7, 15 abril 1899, 312) y R. Sánchez Díaz, quien se entusiasma por lo que él
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llama «la poesía nueva de las fábricas, las estrofas grandes y estridentes» en un ensayo de la revista Electra (5, 13 abril 1901).
1. EL CANTO A LA MÁQUINA Desde el inicio de la primera guerra mundial aires centroeuropeos renuevan en España los ambientes culturales y fecundan la creación artística a través de los movimientos de vanguardia. Estas «son el resultado de grandes cambios socioculturales. Para empezar, los tecnológicos», que nos dan «una nueva lectura del mundo» (César Nicolás, en: WentzlaffEggebert 1999: 365). Poetas y prosistas se dejan deslumbrar por la modernidad y por las modas lanzando manifiestos y mostrando su fervor por el progreso técnico. Fascinados por la revolución industrial, cantan aviones, teléfono, radio, máquinas de escribir, cine, automóviles, ferrocarriles y luces de neón, hasta tal punto que Guillermo de Torre llegaba a escribir: «Entre la máquina y la rosa, como leit-motifs sugeridores, yo prefiero la primera» (Tobogán, agosto 1924). José Díaz Fernández decía unos años después en El Nuevo Romanticismo (1930): «Creían que los versos con muchos aviones y muchos cok-tails eran cifra y compendio de la moderna sensibilidad». El vendaval de los inventos técnicos y la vida moderna envuelve las letras españolas. Los viejos dioses del humanismo renacentista caen de su pedestal para verse sustituidos por los motores, que se convierten en los nuevos ídolos de la modernidad celebrados por Marinetti. Así lo afirma Ramiro Ledesma Ramos en 1928: «Los motores, hoy, desplazan a los dioses y cantan su victoria. No sé si el hombre fue más genial creando dioses o creando motores» (Brihuega 1979: 244). Ya he desarrollado ampliamente en otro lugar cómo la poética del futurismo es la punta de lanza que abre las letras españolas a los nuevos temas de la máquina (Cano Ballesta 1999: 99-134). Ya el pintor francés Fernand Léger (1881-1955) pintaba objetos mecánicos, máquinas y productos industriales, en un mundo en que el ser humano era un objeto entre tantos. El amplio movimiento constructivista, por su parte, no hizo también sino difundir una nueva temática para la creación (Bozal 1978: 78-81). El ultraísmo difunde a los cuatro vientos este fervor maquinista. Por primera vez la creación poética, de modo masivo, se enfrenta a temas considerados por el simbolismo como esencialmente antipoéticos: el mundo utilitario de los inventos mecánicos. Por otra parte el futurismo y otras vanguardias logran poner en contacto las letras con la misma vida moderna y con el he-
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cho de la revolución industrial. Los poetas dejan de buscar la inspiración en museos y pinacotecas, en viejas catedrales y castillos, o en las interioridades del alma, como hacían tantos escritores de fines del siglo XIX, para lanzarse a cantar las experiencias y el ritmo veloz de la modernidad. Las vanguardias acaban con el tono decadente y morboso que hallaba sus escenarios preferidos en la sórdida vida urbana de pensiones y tabernas (recordemos la época azul de Picasso, o los versos de tantos poetas bohemios y decadentes) para hacer vibrar la vida del presente con los ritmos vertiginosos de los inventos y conquistas más recientes. Nunca, en las letras españolas, habíamos visto tal fascinación por las sorprendentes posibilidades artísticas de la experiencia urbana y de la máquina. José María Romero publica en 1919 su «Canción del aeroplano» en la revista Grecia de Sevilla. El fervor maquinista está en pleno auge y su inspirador es fácilmente identificable, ya que en el mismo número aparece también la «Canción del automóvil» de Filippo Tommaso Marinetti. Romero canta al avión como una inmensa «águila blanca», a la que se dirige: pasa serenamente sobre el trueno del mar, apaga sus bramidos con tu motor rugiente; elévate entre los torbellinos del viento (Grecia, 14, 30 abril 1919: 10-11).
Ernesto López-Parra publica, también en 1919, «Los nuevos aeroplanos» (Cervantes, junio 1919: 99-101) mientras que Rafael Lasso de la Vega escribe su poema «Aviones», cantando fascinado su fuerza veloz: Los aviones tienen siempre desplegadas las alas. Alas sin plumas veloces en el éxtasis dinámico, al girar de la hélice, atraviesan las ráfagas del viento volando afirmativas (Grecia, 44, 1920).
Los poetas quedan fascinados por el dinamismo propulsor de los motores y por las velocidades vertiginosas. Con la invención del avión el hombre cree haber superado sus humillantes limitaciones y haber alcanzado poderes divinos al conquistar los espacios celestes. Así lo celebra Goy de Silva en «Aeroplanos», publicado en una de las revistas de vanguardia:
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JUAN CANO BALLESTA Eran mis manos alas desplumadas, condenado a vivir como el gusano en vano alzaba al cielo mis miradas. Por fin, robé a Dios su aeroplano y, en vez de breves alas mutiladas, tengo un ala potente en cada mano. ¡Ya no envidio a la nube, ni al milano! (Vértices, 1, 15 octubre 1923).
Eliodoro Puche escribe también su poema «Cruza un aeroplano» recurriendo a la osada metáfora del «tiburón mecánico». Son puros intentos de expresar lo nuevo e inaudito: El tiburón del aire que cruzó esta mañana por el azul, traía de otros cielos, en sus aletas, luminosas algas. Como un ruiseñor joven, el tiburón mecánico, cantaba sus canciones de hoy, con trinos de mañana (La Tarde de Lorca, 21 noviembre 1926).
También Guillermo de Torre, promotor del ultraísmo más radical, recurre a un lenguaje plagado de tecnicismos y desmesurado en su originalidad para cantar la ciencia, la máquina y el progreso. Escribe «Aviograma» (Grecia, 41, 1920) y «Madrigal aéreo», que se abre con aquellos versos: Panorama vibracionista galería de máquinas Dinamos. Una corona de hélices (Grecia, 25, 1919).
En la órbita del futurismo más auténtico se mueve el poeta Ángel Espinosa, quien en su «Exaltación del aeroplano» canta «el explosivo genial de la ciencia» y al «ave de hierro», a la que invita a embriagarse en el vértigo de la velocidad: ¡Sigue, aeroplano, tu marcha salvaje! ¡No toques tierra mortal, mientras puedas!
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¡Que se enroñezcan las míseras ruedas del tren mezquino del aterrizaje![...] ¡Sigue y horada horizontes de sombra! ¡Sigue y devora distancias y alturas! ¡Rasga las nieblas de pez! ¡Desescombra las agobiadas ciudades oscuras! (Espinosa 1921: 157-171).
Cantor del maquinismo, adopta aires medio románticos al convertir al avión en héroe que abre a la humanidad horizontes de luz y espacios sin límite. Pero el poeta, desgarrado por la contradicción más íntima, a pesar de su canto a la máquina, al contemplar el laberinto urbano, su «simetría extraña», el ruido de motores y bocinas y el olor a gasolina, no puede menos de refugiarse en la evasión idílica hacia parajes horacianos: Y entre tantas cosas ¡Se sueña despierto con las olorosas manzanas del huerto!
Este himno a la máquina de Espinosa abandona el tono generalmente optimista y afirmativo de muchos futuristas para convertirse en severa crítica de su entorno, ya que canta el vertiginoso vuelo del aeroplano como veloz huida «de la miseria plomiza del mundo!». Es una voz contradictoria e inquietante. El entusiasmo inicial empieza, ya muy pronto, a ser sustituido en ciertos sectores por una sensibilidad crítica que irá cobrando fuerza con los años. Pero lo que deslumbra a los jóvenes vaguardistas, junto al vértigo de los aviones, es la urbe moderna, escaparate de las invenciones de la técnica, la ciudad con sus automóviles, tranvías, el cinematógrafo y las luces de neón (Cano Ballesta 1994a: 97-114). Xavier Bóveda experimenta con el tema de estos inventos técnicos, de común uso en la gran ciudad, escribiendo poemas como «El tranvía» y «Un automóvil pasa» (Grecia, 13, 1919), donde se percibe el esfuerzo del poeta por superar todo enfoque tradicional y buscar la mirada nueva y la expresión apropiada para cantar lo novedoso. También Juan Larrea publica muy temprano su poema «Cosmopolitano», en el que describe el tranvía con frescura y originalidad y con la limpia mirada de un artista que contempla maravillado invenciones recientes. En la urbe moderna, industrializada, activa y vocinglera, es el espectáculo del tranvía el objeto novedoso que suscita la admiración del visitante:
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JUAN CANO BALLESTA De las nieves perpetuas con un astro explosivo en la pechera en sus skis urbanos bajaban patinando los tranvías (Cervantes, noviembre 1919).
Jorge Luis Borges, de viaje por España, publica en la revista madrileña Ultra un poema a los «Tranvías»: Con el fusil al hombro los tranvías Patrullan las avenidas Prora del imperial bajo el velamen de cielos de balcones y fachadas verticales cual gritos [...] Dos estelas estiran el asfalto y el trolley violinista va pulsando el pentágrama en la noche y los flancos desgranan paletas momentáneas y sonoras (Ultra, 6, 30 marzo 1921).
Observamos en estos versos el enfoque inusitado y el esfuerzo por hallar la imagen sorprendente y original de objetos de la vida moderna hace poco desconocidos. El poeta con un lenguaje nuevo y llamativo trata de hacer las recientes invenciones maleables a nuevas formas de expresión. Se buscan fórmulas e imágenes vírgenes para captar y expresar las insospechadas experiencias que nos traen los tiempos modernos con sus prodigiosas invenciones. Pedro Salinas es también en los años veinte un extraordinario intérprete de la modernidad en abundantes poemas en que canta maravillado la bombilla eléctrica, el cinematógrafo, el automóvil o la máquina de escribir. No voy a detenerme en esto porque ya lo he hecho en otro lugar (Cano Ballesta 1998: 303-318), pero sí quiero hacer notar cómo su voz se distancia de los cantos futuristas a que venimos aludiendo. Le deslumbra la máquina pero gobernada por la mano del hombre y sujeta él. Salinas ha sabido asimilar todo el progreso tecnológico, lo ha interiorizado y le ha prestado vida y sentido dentro de su cosmovisión de gran humanista. El motor no se convierte en el nuevo ídolo que sustituye a los viejos dioses del humanismo renacentista. El suyo no es un canto fervoroso y ciego a la máquina, sino una visión crítica y matizada.
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Los poetas de vanguardia, en un momento de crisis histórica, se entregan a experimentos líricos, a la orgía de imágenes y a las acrobacias expresivas. Persiguen la ilusión de que cambiar el lenguaje es igual a subvertir la realidad. Al mismo tiempo realizan un intento vigoroso y prolongado por conectar con las grandes empresas de la época, la revolución industrial y el progreso técnico, el gran proyecto de la burguesía, tan pertinazmente atacado durante las décadas anteriores desde el frente del socialismo y de la aristocracia rural. El engranaje profundo de este proceso queda formulado con precisión por Díez de Revenga: La entrega de los ultraístas a la modernidad más rabiosa era necesaria y seguramente es su signo distintivo más apreciable: modernidad obligada para superar la imaginística del simbolismo y deseada por el propio apetito de vivir «más allá» el mundo del futuro. Y ahí entran de lleno las dos más poderosas influencias estéticas: el futurismo, que aportará el maquinismo, el lenguaje tecnicista, el mundo de la ciudad, y la insólita belleza de las aglomeraciones urbanas: hombre y máquina unidos por el entusiasmo de lo moderno; y el cubismo, que dotará a muchos de estos poetas de un sentido plástico del espacio, de un aprecio hacia las nuevas formas, que se traduce en la presencia de lo geométrico y la geometría, de cuya terminología se abusará a placer (Díez de Revenga 2001: 18).
Las vanguardias, con sus cantos a la realidad urbana y a los inventos técnicos, logran acercar el arte a la bullente vida de la ciudad inquieta y turbulenta, vital y caótica. La literatura deja de ser una actividad marginada y trata de situarse en el centro de la existencia. Los poetas se olvidan de viejas nostalgias y comienzan a mirar al presente.
2. UTOPISMO ANTITECNOLÓGICO Es cierto que ya muy pronto, durante los años veinte, no sólo en la poesía sino en todas las artes, o en varios sectores de ellas, comienza a enfriarse este fervor maquinístico. Es precisamente la película «Metrópolis» (1926) de Fritz Lang la que empieza a presentir los abrumadores problemas del mundo que se echaba encima: poder amenazador de las masas (que también anunciara Ortega y Gasset), manipulaciones de parte del capital, difusión de la conciencia de clase, y sobre todo el fantasma del poder esclavizador y destructor de la máquina, que como el dios caníbal Moloch exige sacrificios humanos. La ciudad tecnológica crea una at-
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mósfera especial y difunde una nueva sensibilidad, que ha dejado su huella, entre otros, en la visión lorquiana de Manhattan. En Poeta en Nueva York, presiente Lorca la profética amenaza de un futuro que le inquieta: destrucción de la naturaleza y el medio ambiente, contaminación, afeamiento del paisaje, ruptura de la armonía social, opresión del hombre por el hombre, sometimiento del ser humano al poder siempre creciente de la máquina y a las conquistas, a veces desastrosas, de la ciencia. Se acabó la luna de miel de las letras con el progreso y los avances técnicos. Frente a todo ello Lorca pinta una visión de edad dorada con muchedumbres que cantan y animales feroces pacificados, un mundo de armonía, paz y belleza, al que él llama el «reino de la espiga». Pero existen otras razones y hechos —y me refiero a la España de entreguerras— capaces de inspirar actitudes ferozmente antimaquinísticas. Conocido es cómo los primeros círculos falangistas se hacían acompañar por grupos de jóvenes vanguardistas o ellos mismos eran vanguardistas1. Ernesto Giménez Caballero hablando de La Gaceta Literaria se jactaba de haber alumbrado en ella el fascismo junto con el comunismo y es cierto que en su revista colaboraron importantes intelectuales de varias tendencias estéticas y políticas. Con algunos de ellos se reunía José Antonio Primo de Rivera en la tertulia de La Ballena Alegre: Dionisio Ridruejo, Agustín de Foxá, Eugenio Montes, Rafael Sánchez Mazas, entre otros (Mainer 1971: 32). Los altos ideales falangistas inspiraron a su fundador un lenguaje vago y poético, apto para la seducción de estudiantes y jóvenes cultos. Esta retórica había logrado incorporar todo lo que era alado, espiritual y sugestivo, todo lo que era poético e imaginativo, a sus estrategias de lucha ideológica, y por su propia naturaleza permitía, como ocurre con frecuencia en la retórica fascista, «prescindir de la realidad para crear otros valores» menos concretos (Cirici 1977: 30). Informando sobre el histórico acto fundacional de Falange, celebrado el 29 de octubre de 1933 en el Teatro de la Comedia de Madrid, esta era presentada, al día siguiente, por el gran rotativo madrileño El Sol, como la fundación de «un movimiento poético más». El propio José Antonio Primo de Rivera había contribuido al equívoco ya que, en su
1 Sobre vanguardia y fascismo, en los diversos aspectos de su amplia problemática, se han publicado valiosas obras como las de José-Carlos Mainer (1971), Hernán Vidal (1985) y Mechthild Albert (1996) además del conocido libro de Rodríguez Puértolas (1986-1987).
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discurso fundacional, tras definir los fundamentos del estado liberal y del socialismo y tras fijar los altos ideales del nuevo movimiento, concluía con sentencias llenas de lirismo: «Yo creo que está alzada la bandera. Ahora vamos a defenderla alegremente, poéticamente», «A los pueblos no los han movido nunca más que los poetas, y ¡ay del que no sepa levantar, frente a la poesía que destruye, la poesía que promete!», «En un movimiento poético, nosotros levantaremos este fervoroso afán de España» (Del Río Cisneros 1952: 64, 55-65). Debido a la gran difusión de sus palabras el elemento poético no solo llega a impregnar el lenguaje de la Falange, sino que es parte integrante de esa nueva visión política que anuncia y prepara. Este primer impulso poetizante afecta de inmediato el discurso falangista y va a perpetuarse en la retórica del movimiento a lo largo de varias décadas2. No es sorprendente que ese mundo ideal y lírico, creado por la fantasía de un clarividente político, comience a aparecer, en plena guerra civil, en agudo contraste con el mundo materialista de la máquina y del avance tecnológico. A diferencia del nacionalsocialismo alemán o del fascismo italiano, que se presentan como fervorosos aliados de la técnica y de la revolución industrial, el fascismo español ve en la máquina una amenaza a todo lo bello, espiritual y sagrado, de su bagaje tradicional. El ideólogo falangista Ernesto Giménez Caballero en Genio de España cita con admiración la agudeza profética de Massimo D’Azeglio al distinguir entre los italianos civilizados y modernos (europeos) y los otros, a los que califica de bárbaros, rurales e incultos, y a los que él decididamente prefiere como auténticos: «Gran fortuna sentirse bárbaros y rurales, espíritus ingenuos y libres, que quedaron radicados a las tradiciones y a las costumbres patrias» (Giménez Caballero 1938: 131, 129). Este antiprogresismo le lleva lógicamente a atacar todo lo científico como «la superstición del comunismo ruso». Lenin se imagina a Rusia, dice, como una «gran fábrica»: «Todos los hombres hechos tornillos, ruedecillas, engranajes: una Máquina inmensa. ¡Divinización de la Máquina! Máquina santa de Rusia» (Giménez Caballero 1938: 155). 2 Una versión germinal del resto de mi ensayo aparecía en mi libro Las estrategias de la imaginación, pp. 45-53 y en Literatura y tecnología, pp. 299-312. Ofrezco aquí una reconsideración de aquella investigación y de otros textos hallados en posteriores calas y lecturas. También puede interesar mi artículo «Nuevo ensayo y retórica de la derecha en vísperas del ‘bienio negro’ (1933)», España Contemporánea, Revista de Literatura y Cultura, VI, Primavera 1993, 77-86.
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Al examinar textos de los primeros años de la Falange constatamos que su poesía es, generalmente, ciega a la máquina. Pasando por alto la realidad circundante evoca más bien mundos de fantasía en ambientes idílicos: A su paso los pámpanos crecen, el trigo germina, el capullo revienta y vuelve la fiel golondrina. Los luceros, atentos, rebrillan; prende el entusiasmo (Ernesto Burgos, «Patria», en: Rodríguez Puértolas 2, 1987: 135).
Agustín de Foxá no suele prestar atención a la máquina como tal, sino que más bien recoge historias de cuentos de hadas y recuerda con nostalgia aristocráticos coches de caballos. Si nombra el «auto de la Reina» o el tren, es para evocar, en tono más bien modernista, viajes o recuerdos de infancia llenos de melancolía. No alude a la máquina como avance técnico sino como objeto asociado a memorias remotas («Trenes de Ávila o Soria», Foxá 1948: 63). Todo ello, eco de un cierto simbolismo modernista, concuerda con el espíritu poético con que Primo de Rivera, desde sus comienzos, había marcado su movimiento. La razón más poderosa que se aducía para condenar el progreso técnico era el materialismo ateo del sistema comunista, que defendía la industrialización forzada con sus planes quinquenales, a que alude Pemán. La entusiasta exaltación de los valores del espíritu en los seguidores de la ideología falangista y del franquismo implica el rechazo del comunismo y el odio a la máquina y la tecnología. Por otra parte la derecha española no podía olvidar que Manuel Azaña había usado la reforma agraria como instrumento para debilitar a la aristocracia terrateniente, «una de las ciudadelas de la vieja España» (Ubieto, Regló, Jover 1967: 891, 883-902). Si, por otra parte, la República progresista se había apoyado sobre todo en los centros urbanos más industrializados (País Vasco, Cataluña, Valencia, Madrid), de donde había surgido la revolución, no es de extrañar que se percibiera el progreso tecnológico como hostil a los valores tradicionales y al mismo sistema económico que apoyaba el franquismo. Por ello las máquinas aparecen asociadas a hechos o conceptos negativos: Yo vi tus aviones cargados de miseria (Agustín de Foxá, en: Rodríguez Puértolas 2, 1987: 153).
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¡Rodar de aquel camión, gris arcaduz que vierte en un azul de aurora negras aguas de muerte... (Manuel de Góngora, en: Rodríguez Puértolas 2, 1987: 157) Venid, carros de Rusia, difícil mecanismo animales sin sangre, sin hembra y sin sudores (Agustín de Foxá, en: Rodríguez Puértolas 2, 1987: 154).
La utopía del conservadurismo español, al menos de algunos de sus más conspicuos representantes como José Antonio Primo de Rivera, Agustín de Foxá, José María Pemán, Rafael Sánchez Mazas, Ernesto Giménez Caballero y otros, es un paraíso preindustrial de rosas, espigas, lirios, hadas, pájaros y sueños, donde florecen todos los valores tradicionales y la grandeza del viejo imperio. La máquina es pintada como una fuerza siniestra, destructora de todo lo bello y espiritual del bagaje cultural español. El mismo Primo de Rivera profería en uno de sus discursos la tópica exclamación, que tanto eco llegó a tener durante décadas: «España — ¡bendito sea su atraso!—» (Primo de Rivera 1939: 158). Frente a este espiritualismo exaltado, la máquina venía a encarnar la maldad, la ciencia que destruye la fantasía y la fe, el poder amenazador del materialismo y de la Rusia soviética: No queremos tu ciencia, que nos quema las hadas, ni ese plan quinquenal que acaba con los sueños. A la máquina enorme, preferimos, sin duda, la muchacha desnuda que se mete en el río, cambiamos las fábricas de la Rusia soviética, por la inicial de un códice o las notas de un salmo (Foxá 1940: 89).
La utopía paradiasíaca evocada por Foxá recuerda conocidos mitos como el del viejo paraíso rural invadido por la máquina. Así lo sugiere el «Poema de la antigüedad de España» que lleva por subtítulo: «Un tanque ruso en Castilla». En él campos de amapolas y álamos, bueyes y arados, son presentados frente a la fría pesadez de los tanques. Emulando la imagen ya usada por J. M. Pemán en Poema de la Bestia y el Ángel, Foxá enfrenta el frío y monstruoso materialismo soviético, que promete «paraísos terrenales», a la belleza espiritual de Castilla y de España, cuyo destino está «colgado de los cielos»:
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JUAN CANO BALLESTA Los tanques rusos, nieves de Siberia Sobre estos nobles campos españoles. ¿Qué puede la amapola contra sus frías grasas? ¿Qué el álamo del río a su furor opone? Teníamos aún, bueyes y arados de madera. Castilla no es científica; no surge en sus terrones La fábrica; su arcilla produce como Atenas Teogonías y olivos, batallas, reyes, dioses (Foxá 1940: 115).
Se percibe una actitud de honda desconfianza ante la civilización urbana e industrial, de la que habían surgido las ideas democráticas y liberales, y que había engendrado el proletariado urbano como clase, el espíritu revolucionario y las revueltas sociales que condujeron a la guerra civil. Rafael García Serrano, celebrado novelista del fascismo triunfante, en Eugenio o Proclamación de la Primavera (1938) presenta esa decidida actitud antiurbana y rural como característica de la revolución falangista, cuando su protagonista Eugenio escribe en una misiva: «María Victoria era alabanza de aldea y menosprecio de corte. El campo contra la ciudad. Nuestra revolución» (Rodríguez Puértolas, 2, 1987: 268). Ernesto Giménez Caballero, a pesar de su contacto con el fascismo italiano, al que se había incorporado Marinetti, fundador del futurismo y cantor de la máquina, no disimula en Arte y Estado su rechazo de todo maquinismo. De la arquitectura de Le Corbusier dice que era «un error de laboratorio, de cerebros maquinísticos, fáusticos». Su crítica se suaviza posteriormente, tal vez al rumorearse «que Le Corbusier se ha hecho fascista», pero las simpatías de Giménez Caballero y su marca particular de fascismo se revelan claramente antitecnológicas cuando declara que «sus dos grandes inquietudes. son salvar al hombre de la máquina, dominar la naturaleza humanamente» (Giménez Caballero 1935: 66-69). El Poema de la Bestia y el Ángel de José María Pemán3 es la síntesis de un pensamiento que conecta con el lirismo inicial de la Falange para plantear dramáticamente el hecho de la guerra civil como enfrenta-
3 Zaragoza: Ediciones Jerarquía, 1938. En adelante cito esta obra en el texto, indicando la página entre paréntesis.
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miento del Mal y el Bien, la Bestia y el Ángel. A pesar de referirse a un hecho tan brutalmente real e histórico, Pemán desarrolla su gran poema épico en la casi total intemporalidad, fuera de la historia. Sumergido en un mundo teológico, apocalíptico y de culto a una naturaleza idílica («bravos cánticos guerreros / que hablan de primaveras y luceros», 3), identifica el Mal con «la amenaza del Oriente rojo» (24, 32), el comunismo materialista, y también, a veces, con el capitalismo internacional («¡Pulpo grasiento de la Standard Oil! / ¡Ágil leopardo de la Royal Dutch!, 71). Esta condena incluye igualmente el «oro» y los inventos de la técnica: Hay un dios nuevo que domina el mundo. Desnudo y blanco es como el agua. Ciego como el Amor; con alas de ingrávidos vapores. Tiene olor vegetal y alma de fuego. Es el dios que trepida en los motores (70).
Según la propaganda oficial e insistente del franquismo, de que Pemán se hace eco, la conjura judeo-masónica internacional se ha levantado contra España: Se agita sacudida la curva panza del banquero. Canta guerra el antro masónico. Se espanta La Sinagoga. Chilla la Prensa. Un alto fuego vivo en los abiertos ojos de cien ministros brilla (71).
El momento apoteósico de esta batalla es muy significativo para el tema que nos ocupa. En la parte VII, «Pelea de la Bestia y el Ángel», el momento del enfrentamiento épico de las dos colosales fuerzas, se llega a la encarnación del monstruo del Mal en un tanque horrendo y repulsivo: La Bestia encarnó, entonces, en un carro de muerte. Sapo inmenso de hierro invulnerable. Se le hundieron los ojos, se le acható la frente: se hizo romo y sin gracia su perfil [...] Se achicaron sus patas y se agachó en el polvo, sin estatura, igual que los reptiles [...]
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JUAN CANO BALLESTA Restregando su vientre por el fango avanzaba sin gracia ni nobleza, con un lascivo humano contoneo [...] Sonido de materia triunfadora sin el más leve toque de la Gracia ni el mas leve reflejo del Espíritu (155).
La máquina puede tener connotaciones positivas en ciertos momentos históricos de la rebelión contra la república en que prestó grandes servicios a la causa fascista, como cuando alude al avión «Dragon rapide» que trasladó a Franco de las Islas Canarias a Marruecos: Las veloces e inmóviles anchas alas de un águila de hierro perfilaban su sombra sobre el mar [...].
Pemán lo describe con deslumbrantes metáforas: «carro de fuego», «inmenso vendaval bramador» (86). También en «Oda sáfica en loor de los caballeros del aire» canta a los aviadores en sus «sordos motores» con bellas y enaltecedoras metáforas: «cazar estrellas», «rubricando nubes», «trenzan los vuelos», «trenza la vida con la muerte encajes» (146). Pero normalmente la máquina le trae el recuerdo de su metálico y horrísono ruido, su «estruendo de hierro viejo» (158) mientras le sugiere los sonidos agradables de otros tiempos idílicos. El atractivo del mito campestre es tal que en el momento apoteósico del poema («Pelea de la Bestia y el Ángel»), la Bestia, encarnada en un horrísono «carro de muerte» o «sapo inmenso de hierro» (un tanque), se cubre de ramas de olivo y de manzano para engañar al adversario. Pemán describe, casi emocionado, la aparente belleza de este «bosquecillo» que avanza exhalando frescos aromas, para desenmascararlo después como la gran trampa tendida por Satán: Para engañar al cielo los jinetes del monstruo, taparon su armadura con ramaje de olivo y de manzano. Temblaba bajo el sol la gracia ingenua de las hojas de nieve y de esmeralda. Era igual, desde el cielo, a un bosquecillo con voluntad humana, por la cuesta.
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Iba regando, al paso, los senderos de un fresco aroma vegetal de selva o de cuerpo de ninfa. Era la gran mentira que avanzaba [...] ¡El rencor y la muerte bajo ramas de olivo y de manzano! (156).
Pemán sigue usando el mismo tipo de metáforas en las páginas siguientes al enfrentar en tono sentimental al joven soldado aragonés («es rubio como una espiga», «sano es como una amapola / y puro como un San Luis») con el «carro de muerte», que «es todo materia» y que se arrastra con un «estruendo de hierro viejo» (157-160). Una actitud paralela, ya convertida en doctrina oficial de Falange y del Régimen, refleja un poema de José María Castroviejo, cuando alude a la sombra siniestra de «motores», «tanques» y «nube[s] de petróleo» para hablar en tono sarcástico del poder destructor de las máquinas: ¡La flor y el capitel ruedan por tierra! ¡Para eso nos ha dado Dios la técnica! (Rodríguez Puértolas, 2, 1987: 546).
Para exponer el desenlace de esta batalla, Pemán introduce un elemento irracional que consiste en recurrir a una bella metáfora rural. Hay culto ingenuo y fascinación por el mundo agrícola y preindustrial, por la naturaleza sana e inocente transformada en jardín paradisíaco. Un elemento irracional y caprichoso es el que está conduciendo a la victoria: la imaginación lírica y la capacidad de ilusión. De nuevo constatamos en el discurso falangista este recurso al lirismo y lo imaginativo. Siguiendo la línea iniciada por el fundador de Falange, Pemán no encuentra mejor arma contra el materialismo que la poesía: Y para la Materia fuerte dura y pesada. ¡la Poesía!
Tras «el estruendo brutal de la batalla» y «el ronquido de hierro de la Bestia» se divisa un delicioso atardecer y la vuelta al paraíso preindustrial que es un verdadero reino de la poesía (162).
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El mismo Pemán nos explica al principio del canto la trascendencia de este enfrentamiento, al que atribuye un simbolismo metafísico y teológico: En el encuentro del carro blindado y el infante, se simboliza todo el duelo fundamental y profundo de esta Guerra: la pelea de la Bestia y el Ángel; de la Materia y el Espíritu (154).
Podemos decir que tanto la poética como la ideología y la política de la epopeya de Pemán apuntan hacia el rechazo de la industrialización y las fábricas con sus «sirenas» y «cantos difíciles» y la exaltación del Dios que dio a España «la colmena, la leche y la miel», la abundancia y la riqueza de sus campos: La España nueva, feliz y pródiga, tiene el aceite para su lámpara, y tiene el duro pino, y el álamo, que será luego mesa de amor. La España joven tiene las trémulas espigas rubias y tiene el plácido racimo moreno y el alto salmo verde del cañaveral (177).
No estoy forzando los textos para llegar a esta interpretación, ya que el mismo Pemán lo formula en su poema: Se exalta la sanidad y firmeza de la economía de la España Azul: de cuyo lado quedó el campo, la ganadería, el olivo, la cepa. Todas las claras y honradas riquezas elementales, bases, con el entusiasmo y el espíritu, de la segura grandeza próxima (176).
Los símbolos del tanque y la amapola se convierten así en el paradigma de la España industrializada y roja, por una parte, y de la España rural, conservadora y azul, por otra; representan el choque entre la materia y todo lo espiritual y bello. Frente a la ciudad industrial el campo se convierte en manantial de puras esencias nacionales. Un rasgo sorprendente de todas estas imágenes tan características del discurso falangista (amanecer, espiga, amapola, trigo verde, primavera, abril) es su vaga capacidad de sugerir, que las trasforma en poderosos
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mitos. Suscitan una amplísima gama de emociones que inspiran esperanza. Pemán en La Bestia y el Ángel llama a esta utopía «un destino de estrellas» (21) y para conquistarlo invita a la ensoñación y a la aventura bélica (184). Como observa José A. Pérez Bowie, los pocos conceptos que se manejan son muy generales y abstractos (Imperio, Raza, Causa, Tradición, Patria, Dios, Fe) y difícilmente logran resumir los elementos de una ideología. Son más «un conglomerado de emociones» que «un núcleo coherente de ideas», más «un tono emocional» que los mensajes de una ideología. Ante esta vacuidad del contenido, los significantes alcanzan un alto protagonismo. La magia del verbo, el poder sugestivo del ritmo y las fórmulas de bella sonoridad logran la adhesión afectiva de los oyentes: ante la falta de argumentos racionales se apela a la emotividad del receptor [...] A las palabras se les confía la tarea de sugestionar, de forjar sueños de grandeza que hagan olvidar los problemas reales; y de ‘conjurar el presente —como afirma Lechner— mediante la magia de un pasado glorioso, pero irrevocable’ (Pérez Bowie 1983: 134).
El Poema de la Bestia y el Ángel, es, entre otras muchas cosas, la versión épica de una decisiva batalla, política, militar y económica entre el progreso tecnológico y el mundo rural y agrario, que halla en los versos de Pemán una respetable y digna expresión épico-lírica. Y ¿cómo no iba a significar esta retórica un rechazo vigoroso de toda modernidad, de sus conquistas y logros más espectaculares como el desarrollo tecnológico? Recordemos que se estaba buscando un posible mundo utópico no en el presente o en el futuro, sino en el viejo imperio español del Siglo de Oro. El espíritu nostálgico se vuelve hacia gloriosos siglos pretéritos (Souvirón 1938: 53-55). El mismo concepto de utopía, tradicionalmente orientado hacia el futuro, se distorsiona y degrada al quedar en simple restauración de un pasado irrecuperable: «Una España yo quiero igual que aquella España / que hace doscientos años se nos quedó dormida» (Miguel Martínez del Cerro, en: Villén 1939: 34-35). El sueño de un futuro utópico y los bellos ideales de renovación de un sugestivo programa político se han trocado en nostalgia de un pasado mitificado donde el progreso científico y el avance tecnológico no tienen cabida. Todo ello confirma el singular fenómeno cultural que el
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franquismo significó: un claro salto atrás en la historia, el desarrollo, el pensamiento y el arte español. Experiencias ya vividas y asimiladas se las intentó arrancar de la conciencia colectiva de millones de ciudadanos para volver a edades pretéritas. Sería conveniente, antes de concluir, hacer unas puntualizaciones sobre el alcance de esta actitud antitecnológica del fascismo español. En primer lugar nuestro recuento no ha sido exhaustivo, aunque creo que comprende a varios poetas muy significativos dentro del movimiento falangista. Además el fascismo «por su carácter irracional y violento, no es ajeno a la insolencia vanguardista, como ha demostrado la crónica de la facción marinettiana del futurismo» (Mainer 2001: 175), lo que explica la existencia de algunos poemas con ecos futuristas que no siempre exaltan la máquina, sino, que, a veces, adoptan otras facetas de esta vanguardia como el entusiasmo juvenil, la audacia, la temeridad delirante y el «vivere pericoloso», que encuentra en ciertos poemas. Por otra parte hay que tener presente la veta irracional y el gusto por la paradoja del fascismo, que desemboca en lo que llama J.-C. Mainer, «la pluralidad estética» del mismo. Pero la actitud antimaquinista de la Falange y de sus poetas de la primera generación (recordemos la clara alergia antitecnológica del fundador de la Falange) tiene su raíz, como he indicado, en muy hondas convicciones de la ideología falangista y del tradicionalismo franquista como su antimaterialismo y anticapitalismo.
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LAS SEÑAS DE VÍRULO (1924-1927), HÉROE DE RAMÓN DE BASTERRA (CON UNAS NOTAS SOBRE LA TERCERA PARTE INÉDITA) José-Carlos Mainer
EXCEPCIONES DE UN OLVIDO De Ramón de Basterra (1888-1928) apenas hay bibliografía reciente. Con la guerra civil vivió su único y muy equívoco momento de esplendor. El número 2 (1937) de Jerarquía, la revista negra de Falange, incluía su soneto inédito «A los jóvenes dolorosos», fechado en 1917, que corresponde a una línea de autoexigencia moral, de abolengo cristiano y más bien jesuítico, muy similar a los de la serie «Cauce» que apareció en la edición póstuma de sus obras en 1958. No desentonaba, en cualquier caso, del fascismo entre arcaizante y conventual que auspiciaba la revista. En aquella entrega los versos de Basterra hacían compañía a otros poemas de Eugenio D’Ors, Luis Rosales, Agustín de Foxá y Dionisio Ridruejo y había también un «Discurso al Imperio de las Españas», original del propio Franco; un estudio de Paul Henri Michel sobre la angeología dorsiana y un visionario trabajo, «Razón y sentido de la dramática futura», de Gonzalo Torrente Ballester. Ha escrito Giménez Caballero que, en los turbios días de la guerra civil, empezó un libro sobre él, porque estaba convencido de que en Vírulo, la obra que se comenta en estas líneas (y cuya segunda parte había editado La Gaceta Literaria), «hay un zumbido sordo que no es sólo de motores, hélices y grúas», sino de «caudillajes siderales, triunfos uniformados de muchedumbres, exaltando el color azul que sería el del falangismo». En octubre de 1941, Giménez pronunció en
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Roma una conferencia sobre el poeta vasco y «el selecto concurso que me escuchaba» reclamó la traducción ¡al italiano y al latín! de los versos basterrianos que esmaltaron su discurso. Embriagado de entusiasmo, nos dice, «llegué a más: proponer la erección de un busto del Poeta en el Foro Trajano». Y es que no merecía menos, en su opinión, el cantor de la romanidad de la Dacia y el visionario «vesánico», como gustaba llamarle Gecé, quien añade al final de la semblanza una anécdota impagable y de regusto fuertemente futurista: «Contaban de él que, en un precoz ataque mental cuando el asesinato del político neutralista Dato —en 1921— por el anarquista Casanellas, que lo mató desde una motocicleta en Madrid, Basterra se asomó al balcón de la plaza de Oriente, frente al Palacio Real, gritando convulsivamente: ‘¡Más motocicletas! ¡Más motocicletas!’, como en la plaza de toros se gritaba antes ‘¡Más caballos! ¡Más caballos!’, cuando el toro ha liquidado a los neutros caballos de los picadores»1. Quien escribió, sin embargo, el libro de marras fue Guillermo DíazPlaja en 1941, cuando el joven catedrático barcelonés de antecedentes catalanistas, recién pasada con éxito la correspondiente depuración, buscaba —y lograba— un acomodo en las prietas filas (si no recias y marciales) de la nueva España académica2. El 1953 dio a conocer su tesis doctoral sobre el poeta, más reposada y distante, el crítico de arte Carlos Antonio Areán3. Pero luego llegó el silencio... A Basterra no le ha alcanzado ni la vuelta a algunos poetas posmodernistas (pienso en el feliz rescate de Tomás Morales, «Alonso Quesada», Fernando Fortún, Enrique Díez-Canedo, José del Río Sáinz, entre otros...), ni el eco de los numerosos trabajos sobre la revista Hermes, que tiene tantas claves de su acti-
1 Ernesto Giménez Caballero, Retratos españoles (bastante parecidos), Planeta, Barcelona, 1985, pp. 143-146. 2 La poesía y el pensamiento de Ramón de Basterra, Juventud, Barcelona, 1941. Unos treinta años después, Díaz-Plaja sería responsable de una reimpresión de Los navíos de la Ilustración (Cultura Hispánica, Madrid, 1969) y de dos inéditos que transcribió de los fondos del Archivo Foral de Vizcaya que he consultado para la última parte del presente trabajo: el libro de poemas Llama romance (Publicaciones de la Diputación de Vizcaya, Bilbao, 1971), que es la expresión más conservadora del nacionalismo basterriano, y la colección miscelánea Papeles inéditos y dispersos (Ministerio de Asuntos Exteriores, Madrid, 1970) que incluye, al lado de otros textos de procedencia diversa, «El bardo de la cordillera» (sobre el poeta Francisco de Iturribarría), «Trajano y su obra», «España e Italia», «Ensayos sobre la unidad de la cultura hispánica», el prólogo de un libro de su antepasado Miguel de Basterra (Dominio universal de España) y «La Sobreespaña». 3 Ramón de Basterra, Cultura Hispánica, Madrid, 1953.
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vidad y tantos textos de su primera época4. Por supuesto, no era fácil que hallara valedores en los medios culturales del nacionalismo vasco, pero lo cierto es que tampoco ha sido muy piadoso el recuerdo que le consagró hace ya unos años Jon Juaristi, poeta y ensayista a quien no faltan ni conocimientos ni sensibilidad para entender el caso: en «El sitio de Bilbao» (Diario de un poeta recién cansado, 1986) recuerda con sorna a «los guardianes del sepulcro de un Unamuno / y del de un pollo pera que inquilino / fue de esta villa y nieto de Trajano», imagen certera pero incompleta de Basterra que incluye al lado de la efigie de un «gordo que llegó a tribuno» (Indalecio Prieto)5. Salvo algún culto solitario y tenaz (Gregorio San Juan, Ángel Ortiz Alfau...), los ítems recientes se cuentan con los dedos de la mano: un par de epistolarios, una edición de escritos dispersos por Elene Ortega y mi reimpresión y estudio de la obra poética, que carece de pretensiones críticas y de exhaustividad6. Y, sin embargo, Basterra significa una encrucijada ideológica y un proyecto estético de bastantes alcances; otra cosa es que, en lo primero, resulte más equívoco que poco recomendable y en lo segundo, francamente fallido, como advirtió en términos irrebatibles Juan Ramón Jiménez. Eugenio D’Ors, cuya suerte no viene siendo mucho mejor, lo citó como lectura imprescindible de la mocedad hispánica en el Nuevo glosario de 1926 («À quoi revent les jeunes hommes?»): en una biblioteca ideal de la juventud comparte estante con Góngora, Paul Valéry, Donoso Cortés, la Autobiografía de Loyola, Giovanni Papini, Paul Morand y Pierre Drieu de la Rochelle7. Pero, ya en 1924, el glosador había señalado su originalidad 4 Cf. mi libro Regionalismo, burguesía y cultura. «Revista de Aragón» (1901-1905) y «Hermes» (1917-1922), Guara, Zaragoza, 1983, y el de María Begoña Rodríguez Urriz, Hermes. Revista del País Vasco, Diputación Foral de Bizcaia, Bilbao, 1993, además del número monográfico de la revista Bidebarrieta, VII (2000), titulado «Hermes y Bilbao», bajo la dirección de Joseba Aguirreazkuenaga. 5 «El sitio de Bilbao», en Mediodía, Comares, Granada, 1994, p. 52. El soneto está dedicado a Gregorio San Juan, fidelísimo comentador de Basterra. 6 Javier González de Durana, Cartas íntimas. Epistolario entre Ramón de Basterra y los hermanos Gutiérrez Abascal, Eguzki, Bilbao, 1986; José Ignacio Tellechea Idígoras, Cartas a Unamuno. Ramón de Basterra, Caja de Ahorros Vizcaína, Bilbao, 1989; Ramón de Basterra, Bilbao, Hércules niño, ed. de Elene Ortega, El Tilo, Bilbao, 1998, y Ramón de Basterra, Poesía, prólogo de José-Carlos Mainer, edición de J.-C. Mainer y Manuel Asín, Fundación Banco Santander-Central-Hispano, 2001 (Col. Obra Fundamental, 2 vols.). A lo que, ya en pruebas este trabajo, debe añadirse el libro de Elene Ortega, El prófugo de la melancolía. La poesía de Ramón de Basterra, Ayuntamiento de Bilbao, 2001. 7 Nuevo glosario, Aguilar, Madrid, 1947, I, pp. 1.129-1.132.
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en el curso del arte vasco. Hasta hacía bien poco, a éste le había caracterizado el «casticismo exasperado. En esto se asemejan todos: los obsesos de Euzkadi a los obsesos de Castilla; los Arrué, con sus muñequitos de boina, a Ignacio Zuloaga, con sus monstruos de capa y montera; Don Sabino a Don Miguel; quiero decir Arana a Unamuno. Todos, por encima de las diferencias de acento —y de mercado— eran, en esta generación, separatistas; todos se apartaban esquivamente de la catolicidad de la inteligencia, de la Roma universal». Pero los «novecentistas» han vuelto a las hormas clásicas: «Son —dedíquense a la literatura, como Pedro Mourlane o Rafael Sánchez Mazas o Ramón de Basterra; o a la pintura, como Aurelio Arteta o Jenaro de Urrutia; dedíquense a la política o a los negocios— almas metropolitanas, en vez de caracterizados rebeldes, arquetípicos o ectípicos, nunca típicos; hombres de toga, no de pelliza»8. Seguramente D’Ors agradecía con estas líneas la buena disposición que habían tenido para con él los redactores de Hermes, fieles seguidores de la estética noucentista en versión vascongada. Pero también conviene subrayar que, a la altura de los años veinte, los vascos —o mejor, los bilbaínos— estaban de moda: habían tenido parte fundamental en el estirón financiero e industrial de 19141918; habían creado un estilo estético —en la arquitectura, en la pintura y en el dibujo— que se expandía en toda España y significaban para la burguesía española un espejo de hábitos sociales y hasta de vestuario. «Un chicarrón del Norte», con su atuendo entre serio y deportivo, y con un título académico de Deusto o de la Escuela de Ingenieros de Bilbao bajo el brazo, fue por muchos años el novio ideal de las muchachas casaderas del resto de España. En 1928 lo consignaba Giménez Caballero, al hablar de una «casta de Agas» que vino a Madrid (los Luzuriaga, Olariaga, Madariaga, Usandizaga, Zuloaga), «escoltadas de coterráneos y sinónimos (‘agas’ honorarios): Urgoiti, Echevarrieta, Unamuno, Baroja, Araquistain, Zulueta, Abascal, Basterra, Salaverría, Urabayen, Arteta, Echevarría». Aquella gente «se abalanzó sobre la península e instaló su genio director en los negocios culturales españoles. (¿Hace una docena de años? Digamos mejor del 900 a la Gran Guerra.) Del 900 a la fundación de El Sol, 1917. El Sol, supremo campamento de la egregia estirpe de los Agas, reducto hercúleo de los bravos montañeses»9.
8
«Dos generaciones en Vizcaya», Cinco minutos de silencio (1924), ibídem, p. 783. «El pedagogo Lorenzo Luzuriaga», Visitas españolas (1925-1928), ed. Nigel Dennis, Pre-Textos, Valencia, 1995, p. 351. 9
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ACERCA DE BASTERRA Ramón de Basterra, sin embargo, no se agota en esa percepción un tanto estereotipada. Su caso explicita una compleja encrucijada de valores y de referencias personales y generales que vale la pena evocar, siquiera sea sucintamente. En primer lugar, fue el fruto de una experiencia educativa tan profunda en lo individual como socialmente reveladora de las menguadas expectativas ideológicas de la burguesía acomodada de su tiempo. Como tantos futuros artistas de su generación, se educó en un internado de los jesuitas, en Orduña. Su condición de huérfano temprano, su vulnerabilidad sentimental y física y las exigencias de los Padres dejaron profunda huella en su alma: de ahí debió surgir un fuerte complejo de inferioridad, resuelto en raptos de voluntarismo y autosuperación que, al cabo, le llevaron a la insania mental que dominó, con intermitencias, los últimos diez años de su vida. De sus cartas parece inferirse también un temprano enfriamiento de su fe religiosa que, sin embargo, recuperó en la juventud. No llegó a ser un converso típico, pero sí buscó con denuedo apoyos de su personalidad vacilante y, en tal sentido, fue un discípulo en búsqueda tenaz de maestro. Creyó hallarlo en Unamuno, que le fascinó pero al que acabó por reprochar, y no sin razón, su arbitrariedad y su excesiva singularidad. Es revelador que, tras el fracaso de esta adopción discipular, se sintiera atraído por un universo en las antípodas del anterior: el clima progresista, laico y, aunque exigente, más amplio que identificó con Ortega y Gasset, la Junta para Ampliación de Estudios y la Residencia de Estudiantes. Y nunca dejó de sentirse cercano a esas concepciones de la España liberal y nacionalista. En aquellos primeros años, su ambición político-cultural se proyectaba sobre la ciudad de Bilbao y, por extensión, sobre el País Vasco. Entendía una y otro como una suerte de res nullius, necesitada de un programa cultural que rematara el imparable ascenso económico y, a la vez, la incardinara adecuadamente en un proyecto hispánico, superador del nacionalismo sabiniano. ¿Extendía Basterra su complejo de inferioridad personal a su propio país, al que veía víctima de otro complejo de inferioridad político? Algo así cabe decir de sus campañas culturalistas que le llevaron en 1908 a la redacción de El Coitao, en 1911 a la Asociación de Artistas Vascos y en 1917 a la revista Hermes. A esas alturas, su proyecto tenía perfiles mucho más claros: por un lado, se patentizaba su aversión por el reduccionismo etnicista de lo vasco (la vi-
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sión beata y alicorta que atribuyó al nacionalismo y que solía definir como «lo escita») y, por otro, apuntaba una atrevida conversión de lo vasco en categoría universal: la mediación que permitió ese salto fue la exaltación de «lo pirenaico», un confuso ideal estético (más que otra cosa) en que se mezclaban la añoranza de la latinidad y la afirmación de lo nativo aldeano, la exaltación de la conciencia imperial y superior al lado de la celebración de lo espontáneo y dionisiaco. La «Escuela Romana de Pirineo» que fundó se inspiraba en la École Romaine de Jean Moréas y, como ella, sus huellas se inscriben de pleno derecho en los antecedentes indirectos del fascismo. En la persona y la obra de Basterra no hay nada, como ya se ha dicho, que no se pueda insertar en los renglones de su tiempo. Y así sucedió con su tentación política autoritaria. Empieza, como ya se ha visto, con la irrestricta admiración por la Roma imperial, pero se plasmó, sobre todo, en sus dos obras en prosa. La obra de Trajano (1921) fue el fruto de su estancia en la Rumanía de 1918 donde confrontó el mísero ruralismo eslavo con la tradición romana y la fuerza del cristianismo con la entorpecedora fe bizantina; al cabo, la Dacia vino a ser una metáfora exótica de la pugna de nativismo y españolismo, o de religiosidad tradicional y catolicismo jerárquico, en su País Vasco natal. En Los navíos de la Ilustración (1925) se proclamó admirador del siglo XVIII enciclopedista pero también de Ignacio de Loyola, de los Reyes Católicos y de Carlos III a la par, de la monarquía regeneracionista de Alfonso XIII y del dictador venezolano Juan Vicente Gómez, arduas paradojas que, en todo caso, corresponden ya a un período de agudización de sus trastornos mentales. Pero también Vírulo se redactó en estos años febriles y finales. Y sus poemas registran otra importante influencia más: la lectura de Oswald Spengler, cuyo libro capital, Der Untergang des Abendlandes (La decadencia de Occidente), apareció en Alemania en 1918, en plena humillación de la derrota, y fue traducido al español por Manuel García Morente en los primeros meses de 1923, cuando se incorporó a la «Biblioteca de Ideas del Siglo XX» que Ortega y Gasset dirigía para Espasa-Calpe. La monografía de Areán registra algunas conferencias en que Basterra glosó aquel libro de éxito europeo y que venía avalado por el primero de los pensadores españoles de la nueva generación. En su breve prólogo, quien acababa de escribir España invertebrada y El tema de nuestro tiempo (dos libros que tienen algo del apocaliptismo spengleriano), hallaba su virtud principal en la «autonomía de la disciplina»
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histórica que el autor había conseguido: se trataba de un libro de historia pura, tanto como lo era la biología de Von Uexküll o la física de Einstein (en 1922 había prologado las traducciones de Ideas para una concepción biológica del mundo, del primero, y de la Teoría de la relatividad de Einstein y sus fundamentos físicos, de Max Born, ambos libros para la ya citada «Biblioteca de Ideas del Siglo XX»). Su rotundidad teórica no debía nada a aquella «pobre cosa tosca, maniática, imprecisa, inelegante y sin remedio periclitada»10 que era la historia profesional y académica del siglo XIX. Y era, ciertamente, un libro muy brillante... pero «muy siglo XIX», como el mismo Ortega hubiera dicho. El propio autor nos confiesa que «de Goethe es el método; de Nietzsche, los problemas», pero particularmente es de éste último el pesimismo histórico que le llevaba a advertir la conversión final de una «cultura» en «civilización», el trueque de lo «apolíneo» y certero de los primeros descubrimientos en lo «fáustico» de las experiencias finales. En tal sentido, puede que también Basterra viera su «pirineísmo» como la última oportunidad de una «cultura», antes de deteriorarse como «civilización». Y que advirtiera en su peculiar lectura del impulso de vanguardia una posibilidad de repristinar las genuinas fuentes de la historia. Lo que seguramente no ignoraba es que Ramiro de Maeztu había esgrimido su reciente lectura de Spengler como justificación de la Dictadura de Miguel Primo de Rivera («Sobre las profecías», El Sol, 6 de noviembre de 1923)11. Lo que no pudo saber es que su admirado pensador acabó como corifeo de los primeros éxitos del nacionalsocialismo, aunque no llegara a conocer su desarrollo pleno. Su último libro, Años decisivos, traducido en España por Luis López Ballesteros y oportunamente reimpreso en 1938, consideraba que «la subversión nacional de 1933 había sido algo grandioso y seguiría siéndolo a los ojos del porve10 La decadencia de Occidente. Bosquejo de una morfología de la historia universal, Revista de Occidente, Madrid, 1922, I, s. p. (el prefacio de Ortega figura sin título ni paginación, impreso en cursivas, pero fue recogido en obras completas). 11 Cf. Vicente Marrero, Maeztu, Rialp, Madrid, 1955, pp. 414-428. No cita el influjo de Spengler el historiador de la filosofía José Luis Villacañas en su reciente estudio Ramiro de Maeztu y el ideal de la burguesía en España, Espasa-Calpe, Madrid, 2000, que, sin embargo, propone una sugestiva lectura de las actitudes políticas de Maeztu entre los inicios de la Dictadura y la ruptura del periodista con El Sol (3 de febrero de 1927) y su paso a La Nación, diario oficioso del gobierno militar (cf. en especial los capítulos IV y V, muy bien titulados «El caballero encuentra su Edad Media: La crisis del humanismo» y «El caballero y el general»).
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nir, por el ímpetu elemental, suprapersonal con que se cumplió y por la disciplina con que fue cumplida»12. No hay, concluye, otro valladar que salvaguarde a Occidente de las dos amenazas universales que lo han retado: la subversión de las razas de color y la revolución socialista... La muerte fue más piadosa con Basterra y nos veda casi por completo formular la pregunta clave: ¿fue fascista? Es obvio que hubo de saber de la Marcia su Roma y del frustrado intento de Hitler, en Múnich, el año 1923. Y que la segunda parte de Vírulo se escribía cuando ya se vendían los ejemplares de Mein Kampf, un libro de descubrimientos históricos planteados a través de la historia de un alma ardiente y entregada: la clave moral de las conversiones fascistas. Tal es, en efecto, el paisaje pero el bulto de Vírulo (y de la obra entera de Basterra) escapa a tan fácil catalogación; comparte un clima y bebe de sus mismos prejuicios, pero hay algo de inmadurez adolescente, de ensoñación de inocencia, de caos mental de colegial confuso que decididamente no pertenecen al mundo abyecto de quienes iban a ensangrentar Europa.
VÍRULO. MOCEDADES: EN LAS CERCANÍAS DEL BILDUNGSROMAN Vírulo representa el cruce de estos ideales (y de esas resistencias) con la Europa posterior a 1918. Y, en tal sentido, es un libro de posguerra, antes que otra cosa, muy fiel a sus fechas. No fue el único en persuadirse de que se iniciaba un tiempo nuevo. Apenas apagados los ecos de la contienda, entre el 17 de octubre y el 4 de noviembre de 1918, Ortega había recurrido a las planas de El Sol para consignar la lección de la guerra en una serie de cuatro artículos ambiciosamente titulada «Los momentos supremos». Y si el tercero de los trabajos se titulaba «La expulsión de las derechas», el segundo proclamaba «La jornada de la juventud». Y es que, pensaba Ortega, si algo debemos a los años de zozobra es «el actual rejuvenecimiento de la existencia social». En consecuencia, «todo lo inactual, superado, muerto, va a ser raído del haz de 12 Años decisivos. Primera parte: Alemania y la evolución histórica universal, Espasa-Calpe, Madrid, 1938. La primera edición apareció en la primavera de 1936 y pronto llegó la segunda. El libro fue elogiosamente comentado en Acción Española por Eugenio Vegas Latapié; el autor de la reseña recuerda el impacto de ese libro en sus Memorias políticas. El suicidio de la Monarquía y la Segunda República, Planeta, Barcelona, 1983, pp. 220-221.
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la tierra y bajo ella sepultado. Tras esta ingente eliminación de lo viejo, quedarán las sociedades constituidas únicamente por elementos en pleno vigor. La vejez es el poco músculo y el poco nervio, con mucho callo, mucha uña y mucho hueso. Ahora la vida va a ser toda músculo y nervio». De forma que, incluso «los que ya habíamos pasado la mocedad, nos encontramos favorecidos con otra inesperada juventud»13. ¿Cómo no habría de pensar su admirador Basterra que urgía modelar un paradigma educativo de los jóvenes necesarios? El primer tomo —Vírulo. Mocedades— se publicó en 1924, un año después de que Ramón de Basterra diera a conocer Las ubres luminosas —su homenaje a la latinidad— y La sencillez de los seres, que representaba la acuñación de un neorruralismo que cabe emparentar con el proyecto pictórico de la Asociación de Artistas Vascos. Vírulo. Mediodía, editado por La Gaceta Literaria, como ya se ha anticipado, se editó en 1927, dos años después de Los labios del monte —manifiesto de la «Escuela Romana del Pirineo»— y de Los navíos de la Ilustración. Cualquier título suele encerrar ecos de otros: en «mocedades», sinónimo castizo de «juventud», puede haber el de otra obra de Unamuno (Recuerdos de niñez y mocedad, 1908), por más que el término tampoco sea ajeno a Ortega, como se acaba de advertir; en «Mediodía» hay también un regusto orteguiano y hasta puede que la sugestión del nombre de la revista poética sevillana aparecida en 1926. Uno y otro títulos trazan la etopeya de un nuevo héroe que el poema inicial de Vírulo. Mocedades, «Dedicatoria», compara con Hércules, Amadís y Fausto. Por supuesto, estos paradigmas de humanidad provienen del romanticismo y son hijos del Fausto goethiano, tanto como de la lectura romántica del mito prometeico, pero conviene considerar que también el vanguardismo alumbró, a medias entre la epopeya y la farsa, nuevos héroes: pensemos en el Ubu, creado por Alfred Jarry, y en Mafarka, el héroe futurista de Marinetti. E incluso puede pensarse que la configuración del nombre «Vírulo», diminutivo de «vir», hombre, puede tener que ver con la invención de «Andrenio», el Hombre por antonomasia, al que Gracián puso bajo la tutela de un ser maduro, significativamente llamado Critilo. También aquí, en el arranque de la fábula, está la conciencia de ser en el mundo y la necesidad paralela de cono-
13 Obras completas, XI. Escritos políticos, I (1908-1921), Revista de Occidente, Madrid, 1969, p. 464.
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cer. El poema siguiente de la serie, «Grito inicial», presenta a Vírulo en conversación con un sirviente: quiere saber qué hay detrás del monte que ve cotidianamente, y al saber que sólo hay otro, decide que «Yo quiero ver mundo». Enseguida, «Una ría babélica» nos sitúa el marco del héroe: el Abra bilbaína. Es uno más de los poemas de aquel que se autotituló «inquilino de la Villa» y que se balancea entre el orgullo y la fatalidad de haber nacido allí, «so próceres aleros / de su casa-palacio, al haz de un Abra / esfera de bajeles minuteros» (cito por el volumen II de mi edición —y de Manuel Asín— que figura en la nota 6, p. 17; en lo sucesivo, se indicará sólo la página). Esa vinculación personal al pasado marino y mercantil de la ciudad es lo que había cantado el poema dramático Las alas de lino, muy rico en sugerencias para establecer la progenie imaginaria de Basterra y muy descuidado por los escasísimos exegetas. La villa de Bilbao representa, en efecto, la dualidad básica, la gran antinomia espíritu-materia que vertebra la visión del mundo por el poeta, sustancialmente ahormada en moldes cristianos. La «materia» es el pasado étnico y el espíritu, la exigencia que llegó de Roma y su civilización: en Bilbao conviven «una raza mordiendo la borona / con tenebrosa boca que recita, / de espaldas a Roma, su lenguaje scyta», pero también el mundo incitante de marineros internacionales, industrias («mezquitas de humo»), paisanos y hasta tentadoras «virgencitas obreras». Es «Nínive» y «Menfis», y «Vírulo, niño, al paso recibía / esta lección robusta de energía» (pp. 18-19). El joven héroe procura seguir los dictados de esa fuerza de comunicación y dominio: el poema VIII, «Júbilo», es una exaltación de la natación (presentada como «¡Forcejeo viril sobre el gran vientre de cristales! / ¡Natación, la postura de himeneo! / ¡Sabor a fémina!»), y el poema XVI, «Vírulo ecuestre», lo es de la equitación. Nuestro hombre ha decidido ser arquitecto, lo que significa una profesión muy asociada a los signos del siglo XX, como la ingeniería lo estuvo a los del siglo XIX (pp. 26-27 y 44-46, respectivamente). Si la huella constructiva del siglo antepasado se asoció a la geometría del hierro y a la superación del reto físico de la distancia (puentes, estaciones de ferrocarril...), la del XX se ligó al impulso ascensional del cemento y a los grandes marcos de una populosa vida en común: rascacielos, cine, estadios... No es casual, ni mucho menos, la elección profesional del joven Vírulo en un Bilbao que conocía —de la mano del arquitecto Manuel María Smith— su febril expansión urbana y la construcción de sus edificios más emblemáticos.
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Paul Valéry escribió un precioso diálogo platónico, Eupalinos ou l’architecte (1921), a petición de los redactores de la lujosa revista Architecture, en el que Sócrates y Fedro disertaron a su sabor sobre el tema. Para el primero, «la Música y la Arquitectura nos hacen pensar en lo harto distinto de ellas mismas; hállanse en medio de este mundo como monumentos de otro; o acaso como ejemplos, en uno y otro lado esparcidos, de una estructura y duración que no son la de los seres, sino las de las formas y las leyes. Se las diría consagradas a recordarnos directamente, una, la formación del universo, y la otra, el orden y la estabilidad de él»14. Páginas antes, Fedro ha evocado el aspecto de un puerto, construido por Eupalinos, y ha apreciado, de la mano de su amigo, cómo «estos puertos holgados, ¡qué claridad proponen al espíritu! ¡Cómo sus partes desarrollan! ¡Cómo descienden a su labor! [...]. Todo contribuye al efecto que en las almas producen esas nobles fundaciones seminaturales». Y concluye: «Lo más bello es necesariamente tiránico»15. También Basterra supo algo, e incluso mucho, de esa tranquilizadora sensación del orden en expansión, de la necesidad hecha belleza. Y por eso pensó en que su Vírulo sirviera lealmente a tal función. A fin de cuentas, diría un aguafiestas, también Albert Speer, predilecto de Hitler, fue arquitecto de utopías y esperanzas. Pero todo trabajo exige preparación y renuncias: el largo noviciado de la vida estudiantil que —desde Goethe y los orígenes del Bildungsroman— se ha hecho un tema capital de la literatura europea. El poema XII de Vírulo. Mocedades, «Guadarrama y Pirineo», es una escena dialogada entre Vírulo, Atleta y Iustus, que transcurre en una cervecería madrileña. Vírulo proclama allí que No soy ajeno a nada humano. Pero sobre la humanidad casual, adormilada y pobre de mis valles, sitúo la magnífica gente que veo por ventanas de grandes libros [...] Al gran río que lleva mármoles plutarquianos me inclino mejor que al río comarcano (p. 34).
14 Eupalinos o el arquitecto, trad. de Josep Carner, Colegio Oficial de Aparejadores y Técnicos, Murcia, 1982, p. 46. 15 Ibídem, p. 34.
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Pocas páginas después, el poema XV, «La espera», se presenta como un soliloquio de Vírulo ante un rimero de libros que ha solicitado en la Biblioteca Nacional. De hecho, es la continuidad ideal del anterior, la reflexión personal que sigue a la confrontación estimulante de su vocación universal y la especialización moral de sus camaradas. Allí, Vírulo reclama la «¡música de la idea, suprema melodía / del pensamiento!», única consigna que le ha de diferenciar de aquellos otros bárbaros que ...saben que en el mundo hay el lodo que el cuerpo, hermano suyo, erótico y beodo, conserva los resabios de bestia que se abreva muge y fornica en rojas alegrías de gleba (p. 41).
Los últimos versos citados hacen comparecer el parsifalismo como actitud, que va más allá de aristocratismo espiritual que es tan frecuente en la época. La abstinencia como virtud intelectual había estado presente en las letras finiseculares —pensemos en Baroja— siempre a vueltas de una misoginia de abolengo schopenhaueriano y, por supuesto, de la experiencia muy real de la miseria de los amores mercenarios y del temor a los males venéreos. La castidad que se exige Basterra es algo distinta. No es fácil conjeturar qué pulsiones íntimas y qué secretos de alcoba podían ocultar estas protestas de pureza carnal que, en cualquier caso, parecen estrecha y oscuramente asociadas al proyecto heroico (algo podía intuirse, al respecto, en la fugaz mención de aquellas «virgencitas obreras»...). El desdén del comercio sexual y la soledad son atributos del Héroe: Parsifal rechaza a Kundry en el jardín encantado del caballero Klingsor, rescata la lanza perdida por Amfortas y aquella lanza cura la herida del rey... Basterra no llega tan lejos pero la escatología cristiana esbozada por Vírulo incluye, en lugar preferente, la renuncia. Muy certero, José Manuel Blecua seleccionó en su Floresta de lírica española un par de poemas breves de ese signo, que están entre los más felices del conjunto: el número XIII, «El diario», donde leemos «¿Cómo triunfar de las cosas? / Despego. / ¡Tapia tu jardín de rosas de fuego!», y el número XIV, «Obra de sofocación», que es título ya de suyo muy revelador16. Los poemas finales de este Bildungsroman rimado abren su horizonte a temas que alcanzarán mayor desarrollo en la entrega siguiente,
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Floresta de lírica española (1957), Gredos, Madrid, 1972, II, p. 237.
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Vírulo. Mediodía: fundamentalmente, se trata de la preocupación por América y la recuperación del sentido imperial de la cultura española. Pero, en líneas generales, estas Mocedades se mantienen fieles al inicial proyecto educativo y al dilema fundamental de los inicios del héroe: resolver entre la tentación de la vida natural y las exigencias de la vida consciente, subordinada a la conquista del ideal. El poema XX, por ejemplo, es otra escena dialogada con los habituales Aristo, Iustus, Atleta y Georgio. Éste, cuyo nombre refleja su proximidad a lo elemental y agrícola, le tienta con la sugestión de lo nativo, pero Vírulo se revuelve: Me ofreces como a Diógenes el perro, la escudilla, y el tonel pero mi alma no es bastante sencilla para gustar la oscura dicha del Pirineo. ¡Mi alma no es la de Diógenes que es la de Prometeo! (p. 53).
Atleta, que encarna la renuncia sublimada en la práctica deportiva, sabe muy bien que su amigo es indemne a esa sugestión y previamente ha remachado el motivo parsifaliano, ya apuntado más arriba. Él sabe que Vírulo deja las intactas mozas con las carnes de manzana en las lozas de sus vegas aldeanas (p. 55).
VÍRULO. MEDIODÍA: LA AURORA DEL ORDEN Vírulo. Mediodía se escribió durante el verano de 1926 y está dedicado: «A tres amados maestros: a Ramiro de Maeztu, a José Ortega y Gasset y a Eugenio D’Ors». La tríada es coherente aunque, a la sazón, era inoportuna: los tres pensadores habían evolucionado —o, mejor, involucionado— en sentidos algo diferentes. Ortega había suprimido en 1916 la dedicatoria, «A Ramiro de Maeztu, en gesto fraterno», de Meditaciones del Quijote y a la fecha, como sabemos, andaba a vueltas con «el tema de nuestro tiempo», con la invasión del espacio histórico universal por las masas y con el entendimiento de las generaciones como minorías activas, todo lo cual era muy spengleriano pero seguía acogiéndose todavía a los principios —ya algo malparados— del libe-
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ralismo progresista. Maeztu, por el contrario, había cerrado su etapa guildista y organicista, había retornado al catolicismo y en el verano de 1925, con motivo de su viaje por Estados Unidos, aprendía el «sentido reverencial del dinero» (los artículos sobre el tema se publicaron en El Sol, durante el estío siguiente y dejaron, como se verá, muy honda huella en el nuevo Vírulo). El D’Ors de aquellas fechas, consumada su ruptura con el mundo cultural del nacionalismo catalán, trasladaba (mayo de 1923) su Glosario a las planas de ABC. En el verano de 1925, entre elogios del dominico medieval Vicente Ferrer y atisbos de su querencia por los ángeles de la cosmogonía cristiana, cinco de sus glosas abordarían la relación de la cúpula —supremo emblema de la arquitectura— con la forma política monárquica (conviene no olvidar el monarquismo confeso de Basterra y la vocación profesional de Vírulo). Todos, en suma, acababan de precipitarse en brazos de un autoritarismo preventivo en tiempos que se anunciaban recios. Con respecto a Mocedades, el pergeño general de Mediodía nos permite advertir varios cambios de interés. Quizás el más significativo sea la conquista definitiva del verso libre, ya que hasta entonces el viejo admirador de Walt Whitman que era Basterra había estado coartado por la esclavitud de los largos metros rimados del modernismo, aprendidos en sus lecturas de Rubén Darío, José Santos Chocano y Leopoldo Lugones, muy especialmente. Los Cantos de vida y esperanza, Alma América y las Odas seculares habían sido su principal viático lírico en trance de fundar una poesía adecuada a sus grandes temas. Pero la libertad que el verso libre, o incluso la forma de salmodia en versículos, significaban para la forma, se trasladó también al interior significante de los poemas. Vírulo. Mediodía entraña el paso de la ascesis a la práctica, de la andadura despaciosa e interior del Bildungsroman a la explosión febril de un programa en marcha. El personaje ha transitado ya su camino de perfección, y el poema inicial y epónimo invita a comprobarlo: Ved a Vírulo, el granviario, cómo gana sus jubileos, peregrinando los asfaltos de la Gran Vía, de Oxford Circus, o las catacumbas del metro (p. 59).
Los lugares del descubrimiento no son, como antes, los parajes natales o los centros de reunión estudiantil. Esa Gran Vía puede ser la bil-
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baína, pero también la de Madrid, ya a punto de rematarse, más allá de la plaza del Callao. Y Oxford Circus es el centro de la urbe financiera e industrial por antonomasia, como el ferrocarril metropolitano (la primera línea madrileña se inauguró en 1919) significaba la coronación de una ciudad como metrópoli. Adviértase que sus túneles son «catacumbas» que encierran una nueva forma de sacralidad, la de la fuerza. Y ya se habrá reparado que la mención de los «jubileos» supone también otro desplazamiento de lo sagrado a lo profano: el jubileo se gana en el nuevo Camino Jacobeo que son las grandes arterias de la ciudad. Vírulo descubre ahora la «homogeneidad de Occidente», que estriba en el dinero y en los negocios. El atributo de Hércules ya no es la maza sino «la firma en la cuenta corriente» porque lo divino está a favor del nuevo orden. El hombre contemporáneo puede comprobar que «Dios sobrenada en las finanzas», ya que la «potencia de mi día, sangre / de lo ecuménico, dinero, / te acato reverencialmente» (también en el poema VI, «El signo de la época», leemos que «Dios flota sobre las finanzas» y, muy cerca de lo blasfemo, que «me acerco a comulgar con la peseta»). Todo el nuevo volumen predica la reconciliación con la técnica contemporánea por parte de un poeta que antes había cantado las glorias imperiales de la antigua Roma y la utopía de un Pirineo (que tuvo siempre como referentes ambientales la Baja Edad Media y la Moderna). Es una casualidad, por supuesto, pero 1926, el año en que se redactaron sus páginas, fue el elegido por Hans Ulrich Gumbrecht para su libro In 1926, que nos proporciona un atractivo repertorio de los emblemas estéticos de la nueva era: ascensores, aviones, transatlánticos, bares americanos, terrazas... Y no hubiera hecho mala figura nuestro texto junto a otros como Rien que la terre, de Paul Morand, o a filmes como Metrópolis, de Fritz Lang, que forman el depósito de citas de Gumbrecht17. Los referentes estéticos de lo moderno-técnico en la obra de Basterra ya habían estado muy presentes en títulos ajenos inmediatamente anteriores. Una revista ultraísta se tituló Reflector (en una época en que el chorro de luz eléctrica fue germen de muchísimas imágenes) y Hélices fue el nombre de un libro de poemas de Guillermo De Torre, publicado en 1923 (el «Aviograma» que abre la sección cuarta, «Palabras en libertad», incluye toda una panoplia «recogida por la agencia Wolf de las nubes microfónicas» y donde se mezclan los objetos emocionales de la poesía anterior y los rutilantes efectos
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In 1926. Living at the Edge of Time, Harvard University Press, Cambridge, 1997.
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modernos: «Incendios + Aullidos + Muecas X Rascacielos - Gerifaltes = Acrobacias + Plesiosaurios + Androides X Arterias - Por qué? Oh! Oh Oh!!! + Pyrógenos + Estrellas + Crisoberilos + Heliotropos X Nodos + Oceánidas > Ferrocarriles - Paradojas + Pulpas - Algolagnias < Hacia dónde - Dinamos + Sexos + Corolas + Automóviles - Solsticios = Llamaradas + despedidas»)18; Viaducto, subtitulado «Epopeya inconexa y simultánea de 1920», fue título de un libro de César González Ruano publicado en 1925, que consagraba la transformación del atrevido puente urbano madrileño en un fetiche de la modernidad ultraísta (su propósito fue similar al que instituyó la ya veterana Torre Eiffel en símbolo del París más nuevo, a través de las visiones cubistas de Robert Delaunay; en el poema de González Ruano, donde predominan las imágenes surgidas de la reciente guerra europea, se recuerda «que vi a un biplano subirse la media de la bruma / por debajo de la falda de la tarde»)19. Y es que el avión aparece, en efecto, como el objeto predilecto y más representativo del nuevo mundo. No es, por supuesto, casual que también 1926 fuera el año en el que Ramón Franco, Julio Ruiz de Alda y Pablo Rada lograron atravesar el Atlántico Sur en un raid que enlazó Palos de Moguer y el Río de la Plata, con varias escalas: a lo largo del invierno, las noticias del atrevido periplo del hidroavión «Plus Ultra» (que se prolongó del 22 de enero al 10 de febrero) debieron ser leídas con entusiasmo por nuestro escritor, que tampoco ignoraría el interés personal de Alfonso XIII por la aventura. Si Guillermo de Torre se había autocalificado en su libro como «jinete de los panoramas», Basterra compartió una vocación similar que le inspira «El cielo único». Vírulo se proclama allí «el bachiller en panoramas», y comprueba que «el cielo de Occidente / es un parasol único: / la torre Eiffel es el fuste». Como otros muchos poetas certificarán con entusiasmo, la lentitud y el pausado curso de las horas han sido las primeras víctimas de la velocidad. Basterra, además, señala nuevamente el conflicto de la sacralidad tradicional (al menos, en sus símbolos: las «torres») y la vida contemporánea: Victoria sobre el tiempo. Victoria sobre el espacio. Colmenas de motores sobre los meridianos. 18
Hélices, ed. J. M. Barrera, Centro Cultural de la Generación del 27, Málaga, 2000,
p. 51. 19 Viaducto, en Poesía, prólogo, selección y notas de Francisco Rivas, Trieste, Madrid, 1983, pp. 83-105.
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Al posar un avión sobre los campos los liberta del peso de cien torres («El cielo único», p. 65).
Conceptos muy similares hallaremos en el poema II, «Al servicio del día», el III, «Translación», y el IV, «Orden del tiempo». La conquista de la velocidad y la posibilidad de desplazarse a voluntad parecen realizar, a fin de cuentas, el añorado ideal de unidad y de dominio que surgieron como aspiraciones puramente morales en las páginas de los libros anteriores. Es inevitable pensar que el sueño de armonía y posesión plenarias —que Basterra y tantos otros concibieron como refugio de seguridad en una época de incertidumbres— se ha transformado: lo que inicialmente fue una aspiración moral de abolengo religioso se ha convertido en una realidad, vinculada a la revolución técnica. Pero, sin duda, el latido de desconfianza del inicio sobrevive bajo las nuevas formas: la estética de unidad, la armonía y la eficacia son, como suele ocurrir, una simple cobertura de la nostalgia de autoridad y orden. Aquellos camaradas que conocimos en Mocedades, comparten ahora la misma fe, como Vero en el poema III: Empuñamos el cielo único para verter en su cuenco el universalismo. Bruñe al fondo nuestras siluetas la coral cosmopolita.
Todo en estos versos corre hacia su metaforización y se inmola a la velocidad y la ascensión: los árboles son «montgolfieres de verdura», el ciclista «va sacando los paisajes de los pedales», los «motores cínifes» pican los horizontes, «la nueva rosa es el volante» y «recortamos los aires en verónicas de aterrizaje», mientras «los autos y los trenes disparan horizontalmente / el afán ecuménico, la obsesión de itinerario / la avidez de la pista». No es frecuente tanto acierto de imaginación en un poeta habitualmente torpón... También Deportio, en el poema IV exhibe un completo repertorio de invenciones contemporáneas, que fueron particularmente gratas a la poesía internacional del momento: El mundo nuevo tiene su embrión de ritmo en la entraña. Auscultad transatlánticos, aviones, cines, ascensores, Muchedumbres deportivas, mecánicos y carreristas, facturad vuestros ángeles por la TSH. Enseña más estoicismo un motor que Marco Aurelio (p. 72).
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La conclusión de todos enlaza, sin duda, con la fantasía del porvenir de abolengo futurista. Nada podrá ser como era: Bostezamos ante el mundo antiguo [...] Asilo de ayer, la piedad occidental entreabre el Museo ¡De par en par las puertas! Arrojad a su umbral las tres cuartas partes de la vida (p. 72).
No es un hecho casual que, a partir de ahí, comience en el libro la exposición del programa político de Vírulo: la fase imperial expansiva sigue a la exaltación de lo contemporáneo, que es su prólogo. Pero la obsesión por lo moderno tiene una imprevista coda en los poemas XII, XIII y XIV, que Basterra dedica a la invención de un «Nuevo fabulario». El autor ha decidido que el mundo de las fabulae moratae ha de adaptarse a nuestros días: [...] la época no fabuliza a través de las fauces, las bocas y los picos sino a través de escapes, válvulas y bocinas [...]. Calle doña Raposa, don León, don Caballo, avanza doña Grúa, don Cilindro y don Émbolo (pp. 91-92).
Y sobre tales premisas construye cuatro poemas: en «La encorvada y la altiva» narra el pleito entre una grúa afanosa y una altiva chimenea, aparentemente inactiva, pero ésta le responde que su fuego es interior y no externo; en «El buen camión», su conductor pretende divertirse en una verbena que halla en el camino, pero el pundonoroso vehículo le recuerda que no hay sonido más hermoso que el de su motor; «El avión y el molino» viene a concluir que el movimiento de las aspas de cada cual tiene su objetivo y sentido, y —por último— «El motor oscuro» ensalza el mérito silencioso de la turbina. El poema V, titulado «Refracción de estilos», presenta el objetivo político del libro. Es una suerte de informe-consigna que Basterra asocia a la Plaza de Oriente, definida como «gimnasio / para templar las fibras al universalismo», y que, en condigna correspondencia con tal escenografía, toma como punto de referencia icónico —bastante confuso, por cierto— el águila bicéfala (los Austrias) y las lises (Borbones). Los atropellados versículos intentan la conciliación de lo que significan en la historia de España Carlos V, el Duque de Alba, Garcilaso, Teresa de Jesús e Ignacio de Loyola con Jovellanos y Samaniego, algo que Iustus ve como la pugna eterna entre «mundanistas» y «eternistas». Pero también
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aparece otro enfrentamiento, dibujado por Aristo: el de los romances y la guitarra con las luces cosmopolitas («el estilista de la pugna: Goya»). Vírulo, ante ambos dilemas, confiesa que «tiendo la mano a los antecedentes». Más explícito al respecto resulta el poema X, «Fundación», que comienza con la frase de Vírulo («me quiero perpetuar, no en la carne, sino en la comunidad») y que habla de un proyecto que se ha de llamar «laboratorio», tras desechar sinónimos parciales como «cenobio», «abadía», «claustro», «convento» y «cartuja». Para designar a sus ocupantes opta por los términos «Patrón» y «Peones Celestes» que mezclan atractivamente la cruda terminología laboral, la evocación del juego de ajedrez y las nociones matemáticas. Pero la visión de conjunto enlaza sugestivamente lo ultramoderno y lo clásico, lo escolar convencional y el falansterio utópico, como trasparecen los versículos que siguen: Antenas en lo alto sondeaban los fondos del cielo. Abajo, galerías y piscinas bajo la directiva del peón Deportio. Por un claro del patio se elevaba el avión, coleóptero egregio. No fue menester la hopalanda, ni la cogulla, en la fundación virulina el uniforme fue el azul, el mahón celeste de las humaredas, los ángeles y los obreros (p. 84).
Giménez Caballero debió recordar estos versos al asociar, tantos años después, el nombre de Basterra al color de las camisas de Falange. Pero lo que promueven estos ardorosos obreros del futuro se llama la «Sobreespaña», proyecto de economía y cultura destinado a incardinar una futura comunidad de los pueblos hispánicos, siempre bajo el signo del poder financiero («y en torno al reloj, unas letras declaran: La risa de Dios es el timbre de los dineros»). Para trabajar en el porvenir que se desea, «las plumas de las alas del peón» habrán de afanarse en «intimar con el globo», «profundizar la Sobreespaña», fundir «los cielos del engolamiento», «huir de la plazuela vocinglera» y buscar «orden, claridad, disciplina. El siglo XX va de la mano del XVIII». Los términos tienen poco del imperialismo retrospectivo que cabría esperar y, a fin de cuentas, no difieren —e incluso quedan por debajo en punto a voluntarismo— de la retórica que suscita hoy en día cualquier reunión de los Jefes de Estado de la comunidad latinoamericana. El poema XV y final se presenta como unas «Actas de los peones celestes». Vírulo informa desde Sevilla, Vero desde La Habana, Iustus desde Puerto Rico (donde anuncia eufórico la revancha contra el espíri-
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tu anglosajón), Leo desde el Panteón de Bolívar en Caracas y desde Manila, en las islas Filipinas, mientras que Aristo lo hace desde Buenos Aires, y de nuevo Vero, desde Santiago de Chile, donde exclama, acuñando una metáfora muy moderna pero harto infeliz, que la Sobreespaña es un gran neumático para que nuestra raza ruede por el mundo (p. 105).
El hispanoamericanismo, como el iberismo, fue una corriente del pensamiento político español muy activa desde mediados del siglo XIX y que se revitalizó considerablemente en 1898. Y que tuvo, cuando menos, tres dimensiones ideológicas. Hubo un hispanoamericanismo idealista, vinculado al pensamiento liberal, que tuvo en el hispanocubano Rafael María de Labra y en el institucionista Rafael Altamira dos valedores de excepción, y hubo un hispanoamericanismo económico, vinculado a la política de emigración y a los intereses materiales, que conoció su esplendor en los escritos de José María Salaverría, Francisco Grandmontagne y Constantino Suárez o en los trabajos económicos propiciados por la barcelonesa Casa de América. El tercer hispanoamericanismo, de raíz ultramontana y significado político reaccionario, forma parte de los modos más arcaicos y constantinianos del nacionalismo español y cobró particular fuerza en los años veinte, cuando el P. Zacarías de Vizcarra acuñó el término «Hispanidad»; luego, ocupó importante lugar en el pensamiento de la Revista de Estudios Hispánicos y en Acción Española, ya en los años treinta. En 1935, Maeztu dio a conocer la Defensa de la Hispanidad que había seriado en las páginas de aquella publicación y los términos de su proclama coincidieron con los de algunos intelectuales reaccionarios americanos20. Es curioso comprobar, sin embargo, que la «Sobreespaña» soñada por Basterra queda a notable distancia del verbo inflamado de Maeztu o de los insufribles poemas del nicaragüense Pablo Antonio Cuadra o de las apologías plúmbeas del mexicano Alfonso Junco. Una vez más, el escritor vasco permanece en la condición de síntoma y en los umbrales de las consecuencias. Su sueño poético tiene que ver, por supuesto, con la nostalgia del orden, pero las armas estaban todavía en sus armeros... 20 Cf. mi trabajo «Un capítulo regeneracionista: el hispanoamericanismo (18921923)», en La doma de la Quimera (Ensayos sobre nacionalismo y cultura en España), Escola Universitària de Traductors i Intèrprets (Universitat Autonoma de Barcelona), Bellatera, 1988, pp. 83-134.
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UNAS NOTAS ACERCA DE LA CONTINUACIÓN INÉDITA DE VÍRULO El Archivo Foral de Vizcaya es en la actualidad depositario de una caja de documentos de Ramón de Basterra que, en su día, legaron los familiares del poeta21. Se conservan divididos en cuatro carpetas de las que la primera y la segunda se refieren a Vírulo. La mayor parte de su contenido son anotaciones manuscritas apresuradas y revueltas —a pluma o a lápiz— que recogen esquemas, proyectos de títulos, frases aisladas, siempre en la letra grande y nerviosa, muy a menudo escrita al bies de la página; no abundan los textos o borradores de textos y, en un solo caso (la subcarpeta 4, de la primera carpeta; en adelante, éstas últimas se denominarán a efectos de las citas con números romanos y las subcarpetas, en arábigos), hallamos un ejemplar incompleto y desencuadernado de Vírulo. Mocedades que el poeta ha enmendado copiosamente. La actual ordenación del material revela la huella de Guillermo Díaz-Plaja que fue su primer estudioso: hay alguna indicación que es, sin duda, de su mano y algún documento suyo, como el «Ensayo de una bibliografía completa de Ramón de Basterra» (que se incorporó a su libro de 1941 y se halla en I, 4) o una carta que le fue remitida por Blas de Otero a quien, en las mismas fechas, solicitó alguna gestión en Bilbao.
LA ELABORACIÓN DEL PERSONAJE En general y por lo que concierne a Vírulo, estos documentos no aportan sorpresas pero sí ratifican una convicción: la extraordinaria importancia que Basterra dio a su último proyecto literario, que consideraba la culminación de su obra, y la certeza de su propósito de escribir nuevas partes del libro, una tercera y quizá una cuarta a juzgar por las muchas veces que aparecen en números romanos esas indicaciones. Al respecto, el documento más curioso se halla, bajo el título «Mapa de Vírulo» en I, 3: la primera parte, «Naciente» («Mocedades» en la versión que conocemos), esboza una trayectoria que va de la «nueva sensibilidad cosmopolita» al «ofrecimiento a Occidente», a través del «con21 Agradezco a doña Carmen Unzeta, directora del Archivo Foral, las facilidades que me dio para consultar los fondos basterrianos que se hallan bajo la signatura DO 148, desde que los trasladó allí Carlos González Echegaray, procedentes de la Biblioteca de la Diputación.
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tacto con los vestigios del imperio», «la hora civilizada inglesa» y la victoria sobre las «sensualidades»; la segunda parte, «Mediodía», arranca de la «sensualidad», pasa por «lucha, caída», «conquistar riqueza en América» y «fundación virulana» para arribar a «acción unificadora de Occidente»; la tercera parte, sin título, se inicia en la «conjunción en el orbe occidental, orbe cultura hispana», sigue por «movilizar acervo cultura hispana» y mediante la «donación total a la sociedad» y una enigmática «severa y egipcia tumba» lleva a «presentir el futuro». ¿Tendría esta parte el título de «Ocaso», que ha apuntado Elene Ortega22 y que remite a una tentadora intertextualidad wagneriana? ¿Moriría el protagonista, como puede indicar la «egipcia tumba»? La concepción del personaje no varía y la satisfacción que el autor debió sentir por su hallazgo onomástico es patente en todos los apuntes, donde el nombre se reitera hasta la saciedad. Pasado el período formativo de Mocedades, el Vírulo de las notas inéditas es el personaje firmemente constituido, trabajador incansable y fundador denodado que conocimos en Mediodía. A él se refiere el poema «Embriaguez del trabajo», en I, 1, que concluye evocando «[...] la frenética actividad, / el trabajo como embriaguez, / el mejor alcohol de Occidente». Tono similar tienen las notas para el poema «El triunfo. Cénit de Vírulo», que puede verse en I, 5, con un elogio al dictador de Venezuela, general Juan Vicente Gómez. Y otras anotaciones sueltas lo definen (en I, 5) «partero de las entrañas del momento (socrático)» y en la carpeta II, «Yo soy un Don Quijote cuerdo». Por eso mismo resulta singular que I, 1 recoja un par de poemas, al principio y al final, inspirados por un lance amoroso que podría pertenecer al período mozo. Al primero le precede la nota siguiente: «Poema en la corrida de toros de Pascua. Vírulo eleva la vista al palco de Paloma Benjumea, con quien su primo tiene un chichisbeo». En el último, «Descarrío», Vírulo coquetea con P. B. (indudablemente, la Paloma Benjumea del primer poema) en la Plaza Mayor de Madrid. Y, sin embargo, el parsifalismo sigue siendo el norte del protagonista. ¿Cómo entender, si no, una frase suelta de I, 2, «Rosada y embriagadora arcilla del vientre de mi amante», tentación carnal a la que parece responder un título en I, 4, «Pelea del varón y su vientre», se-
22 Así se lee en la nota 21 de su estudio preliminar a la edición de Bilbao, Hércules niño, citada en la nota 6 de este trabajo. No he sido capaz de hallar, sin embargo, rastro de tal denominación en los textos del archivo.
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guido de un rompecabezas de notas entre las que destaca ésta: «Disciplinar el vientre, el príapo y el seso»? (quizá se haya inspirado el título en los debates del Libro de buen amor; la misma subcarpeta repite por dos veces un marbete sin desarrollo: «Muerte de Doña Razón»).
LA VOCACIÓN OCCIDENTAL En todo caso, la contumacia orgullosa y la fe que el poeta tenía en su libro se revela muy bien en I, 3 donde ha esbozado de su mano dos portadas para una futura edición de Vírulo: en la primera al título —Vírulo— le acompaña la frase «amigos de Occidente» y ocupa el resto un mapa de América del Sur y en el ángulo superior derecho otro de España, ambos enlazados con una elipse sobre la que unas flechas indican la circulación recíproca de influencias (en el ángulo inferior izquierdo hay dibujado un sol, sobre el que parece leerse «El sol de África»); la segunda reproduce un mapa esquemático de España, de cuyo centro irradian líneas de fuerza. Detrás del primer proyecto de cubierta, hay un texto revelador, titulado «Laconismo», que interesa en lo que concierne a la última poética basterriana: «No dejar existentes sino sólo los versos que salvan a una composición. Versos lanzados a la universidad hispana —de extremo a extremo por nuestras bóvedas cristiano-árabes. Vírulo escoge «salvar el Karma nacional español». Aumentar la partícula de vigor cósmico mediante cultivo, alimento, deporte y sueño». En la segunda cubierta proyectada, al lado del título hay otro texto fuertemente subrayado, de resonancias estéticas mucho más vanguardistas: «Cubileteo al unísono por un zig-zag, la subversiva América». Muchas de las notas ratifican la ya apuntada importancia de la primera guerra mundial y de la lectura de La decadencia de Occidente en la génesis del proyecto. El texto enmendado de Mocedades que hallamos en I, 4 tiene a su final un lacónico trístico manuscrito que expresa muy sintéticamente la larga sombra de un tiempo revuelto: La época es la que es grande y el hombre pequeño. Máquinas, batallas sobrepasan infinitamente su poder.
En I, 1, tras un título, «El juramento de Hércules», al que siguen notas sueltas, la última dice: «Ocaso de Occidente. La puesta ilumina
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nuestras ventanas. Los últimos rayos nos unen!». La cita de Spengler, en este caso, parece muy explícita pero más todavía lo es otra en I, 5, donde advertimos (bajo el doble epígrafe «Mester serenus» y «Lo español en davídico») una utilización paladina de los conceptos evolutivos del libro de 1918: «Somos rematantes, somos finalistas —Civilización punto extremo a que puede llegar la cultura. Disolución de formas inorgánicas en el tiempo, vastas obras de imperialismo civilizador». Unas páginas atrás, en la misma subcarpeta y bajo la advertencia «III parte», había escrito: «Yo era romántico: creía que la Cultura podía volver: no: proceso concluido: la Civilización: el expresionismo forma: para vivir con claridad acuñar toda nuestra simbólica española». En I, 3, bajo el título «La huida de la prehistoria», escribe que «durante la guerra, sentí que la cultura de Occidente se rajaba, como un vidrio, y estuvo a punto de asaltar la vida sin sentido —La vida de la Naturaleza, la fauna salvaje, la flora adventicia— al mundo delicado del orden». Se advertirá más adelante (y se ha visto ya en el somero análisis de Mediodía) que la actitud respecto al irracionalismo moderno es muy ambigua: hay prevención y escándalo pero también una secreta pulsión que le acerca a lo que le desasosiega. En cualquier caso, no faltan a lo largo de estas páginas inconexas, afirmaciones occidentalistas que constituyen lo que —en I, 5— se define como «posición honda, final, vertebral de Vírulo». En el mismo folio, otra nota dice en una de las muy habituales síntesis enumerativas: «cantar lo universal de España (Europa). Caballería de Bretaña. Italia de Boscán a Cervantes. Francia de Luzán a Jovellanos. Greco en el centro. Toledo: los celestes cortesanos» (poco más arriba, una nota adventicia consigna reveladoramente: «A los moros / Os mezclasteis al romance. / Nuestros romances saben a moro»). También en I, 5 hay otro escaparate bajo el rótulo «Occidente (definición)». Se incluyen ahora «La Virgen de Leonardo. Florencia. La epopeya del Cid. Los emperadores de Alemania» y, al lado, un apunte al margen que reza «De Carlomagno al hidroplano». Abajo, hallamos la inevitable alusión hispánica que propone una significativa secuencia de fechas de signo europeísta pero de sugerente heterogeneidad política: «1720 Felipe V, 1770 Carlos III, 1820 Riego, 1870 República, 1925 Directorio». La subcarpeta I, 6 se abre con un pequeño papel suelto donde Basterra ha esbozado un nuevo poema occidentalista:
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Estatuas de las Plazas del Nuevo Occidente. Sobre las muchedumbres pastoras, bárbaras, medievales, se ensalzan los guías con casacas de faldellines de corte inglés, la manecilla del reloj de la Abadía de Westminster indicaba al mundo la hora civilizada.
Vale la pena señalarlo porque la anglofilia es cosa insólita en Basterra, mucho más atento de suyo a lo italiano y a lo francés que están tan presentes en su concepción romano-pirenaica. Tampoco eran muy frecuentes las alusiones a lo germánico y, sin embargo, Alemania había de tener alguna participación en el nuevo Vírulo. Así se desprende de los poemas «Doctor Serenus. Claustro de Marburgo» que he reproducido en apéndice (I, 1) y «Pináculo», discurso del mismo «Doctor Serenus», escrito en la «casa de Goethe en Weimar. Cámara de trabajo del maestro» (II). Y, sin embargo, el contraste de lo europeo y lo hispano se cifra preferentemente en el cotejo con el país vecino: «Lo francés: rosas desnudeces por las que pasa el jabón oloroso, adolescentes que levantan la pierna como una rama y ofrece el fruto. Lo español, obispos putrefactos, reinas que ponen manos en cabezas tiñosas, varones en martirio, ancianos mendigos de hidalga barba». Advirtamos que no es nada frecuente ese desgarro casi valleinclanesco con respecto a lo hispano. Pero ese tono abunda en I.6... Debajo del poema que se ha transcrito más arriba, Basterra puso el título de otro, «Covadonga», al que solamente sigue una breve pero sustantiva nota: «Al origen está la cueva (Heroica pero cueva) / Es decir, la barbarie, el fango y la lluvia». Términos que se explicitan mucho en otra anotación distribuida en versos, bajo el rótulo-comodín «Vírulo»: Mal administrada la Raza raza neurótica, desigual y violenta, lírica, en una palabra, histérica —pero de la que brota el genio.
Otras notas cercanas hablan de Cervantes como poeta del cansancio hispano (en contraste con Camoens, «poeta de la aventura») y de Góngora quien, para cantar el cénit del imperio, «celebra la unión de una pareja rústica, con todo el ornato y brillo que puede darle el estilo entonado del Imperio», sugestiva interpretación de las Soledades. Y es
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que, como consignará en otro lugar del mismo legajo, «Veo en los pueblos notas de la gran paleta de Occidente. A nosotros nos toca ser el negro casi puro».
VÍRULO Y EL MUNDO MODERNO En muchos de los apuntes que se han venido citando se habrá advertido la importancia que para el poeta revisten los signos de la modernidad técnica. En tal sentido, el último Vírulo prolonga la tendencia advertida en Mediodía y la lleva más lejos porque ahora la revolución tecnológica le obliga a replantearse los términos estéticos de su mímesis: el hallazgo de un nuevo lenguaje. Nunca está demasiado clara, sin embargo, la valoración moral que Basterra hace del «mundonovismo» (como lo llama al calificar a su personaje de «Héroe del mundo del mundonovismo», con doble subrayado y, debajo, la palabra clave que remite al conocido ensayo orteguiano de 1925, «deshumanización», I, 6). En la misma página hemos podido leer otra reflexión muy spengleriana: «Vivimos en postrimerías. Civilización madura. El mundo va a los goces más primitivos de la turba. Se baila al ruido de bocinas, serruchos y cacerolas. Una alegría de negras estremece a la Europa danzante». En I, 3, hallamos una nota bajo el rótulo «Vírulo deshumanizado», aunque de contenido irrelevante al propósito, y en la misma subcarpeta, otra observación algo más positiva. En la época de Vírulo, escribe, predominan las «cualidades masculinas, los cabellos cortos, declaración de varonía», porque [...] hay un ritmo de juventud. El joven cuadrado, riente, optimista, dueño de la época.
Y, más explícitamente, en I, 6, leemos: «Baile: se acabó el amor, empieza la fisiología. Melenas pajes. La mujer iguala en derechos al hombre. El varón moderno. Trenes de lujo — eminencia de una vida vigilante». Y, con doble subrayado, una conclusión muy evidente: «Nuevo cosmopolitismo literario». Poco antes, un sugerente apartado lleva como título «La cara del siglo». A un lado de esta inscripción, con letra menuda, hay una sugerente relación de términos («charlotear / tradición / maxjacobizar / tradición») que, sin duda, busca las nupcias de lo mo-
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derno y lo eterno. Abajo, una nota no menos reveladora: «Vìrulo sirve, en fin, al gran ocaso de Occidente. Siglo que bajas de los cielos rojos, Vírulo te ilumina con los ojos». Y es que Vírulo debe hacerse cargo de estas y otras transformaciones. En I, 5 el primer documento ofrece el esquema de una composición que ha de tener como título «Cables y bancos», y las apresuradas anotaciones implican una jubilosa aceptación de lo moderno utilitario por parte del protagonista: Le aplica a imponer estos dos medios de penetración internacional. Hacia la España transatlántica! Nuevas misiones de Potencia Internacional. Ventaja: rapidez en mensajes de riqueza los hitos que ligan el Imperio.
Las consecuencias estéticas de esta opción se explicitan, sobre todo, en el texto de la carpeta II titulado «El vagón cama. Procedimientos literarios cubistas» que se desarrolla bajo el lema «Puro valor literario: novedad en lo técnico», a lo largo de siete cuartillas numeradas. Las cualidades de ese nuevo estilo han de ser «humorismo descriptivo / impasibilidad irónica / separado de los personajes», términos que una llave remite a la frase «equilibrio de indiferencia». El tono sugiere una lectura reciente de La deshumanización del arte, impresión que ratifica lo que leemos en la cuartilla 6: «vigoroso aroma cordial humano / las verdaderas realidades son las imágenes / imagenistas / Los imagistas (desinteresados de la cuestión social: multiplicación y rareza de imágenes) / la familiaridad cósmica / el adjetivo rejuvenecedor / purismo en la lírica / eliminación de elementos retóricos». Aunque, sin duda, lo más explícito y meditado es el apartado «Procedimientos» que ocupa abigarradamente las cuartillas 3 a 5 y que vale la pena reproducir en su integridad porque refleja la más decidida integración de Basterra en las pautas de la vanguardia: No explicar nada; hacerlo visible de súbito, por medio de imágenes y metáforas visuales que se incrustan con relieve en el lector. Modernidad, humorismo vital. Viajemos todos los espíritus nuevos. Todas las rutas intencionales, están por desbrozar!!! Cosmopolitismo: Creación sobre un plano internacional. Yvan Goll: «Las literaturas nacionales serán reemplazadas por un arte mundial».
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El «coetaneísmo»: vibración universal de sensibilidad y elección de temas. Pluralidad de panoramas. Jean Epstein: «Una raza nueva de hombres: bajo los cristales de las grandes estaciones y sobre el puente de los transtlánticos». Nuevos bríos: Velocidad espacial. Ritmo cosmopolita. Palpamos la redondez de la tierra. Vírulo intimó con muchos horizontes. Poliglotismo. Fiebre filomática. Programa; establecer «Relaciones nuevas, exactas y constantes entre nuestro país y el resto del universo». Faz del lirismo contemporáneo. Paul Morand. Lirismo viajero sobre los rieles de Europa — de Valery Larbaud. Andenes de estaciones — embarcaderos, los expresos, calles grandes capitales. Nueva línea lírica: cambio calidoscópico de panoramas. Las grandes rutas de Europa han quedado reducidas a simples calles de una metrópoli de dimensiones inusitadas. Expansión generosa y fácil identificación con paisajes y cosas — el ascendiente de Walt Whitman.
Y, sin embargo, esta misma carpeta II se cierra con los 18 folios del poema «Lo davídico», que amplía un epígrafe cuya presencia ya advertimos en I, 5. Sin duda, la empresa de Vírulo alcanza la plenitud de su significado en este poema religioso, largo y no poco confuso, donde, por dos veces, Vírulo invoca a «Dios, roca mía y castillo mío» y proclama que «en Dios está la roca de mi fortaleza. / Derramad delante de él vuestro corazón. / En tu nombre alzaré mis manos». Estéticamente, lo más llamativo es el remedo, no mal conseguido, del cadencioso estilo bíblico del salmista que llega a la paráfrasis más explícita: el poema incluye una del Salmo 104 (que la edición de Nácar y Colunga titulan «Gloria a Dios en su Creación») y otra del también muy conocido Salmo 137 («Junto a los ríos de Babilonia»). ¿Se contradice esta profesión de fe acuñada en moldes bíblicos con el vanguardismo de las cuartillas precedentes? ¿O acaso la invocación a Walt Whitman no puede amparar por igual ambas cosas? En todo caso, la esquizofrenia es inherente a Ramón de Basterra y quizá su mérito principal y lo que puede rescatarlo de la unilateralidad reaccionaria. De un modo u otro, lo cierto es que, a la altura de 1920-1940, cualquier proyecto literario que valiera la pena procedía del esfuerzo, casi siempre baldío, por salvar una contradicción.
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APÉNDICE DOCTOR SERENUS Claustro de Marburgo VÍRULO Imántame los ojos hacia adorables metas. DOCTOR SERENUS ¿Adorables? No hay otras que las de los ascetas. Más si apeteces hitos eficaces, los blancos De puntería, acódate, Vírulo, en estos bancos. Saber de elevación de las nubes del Greco Al que elevó Felipe II el rostro seco, Alzas en Salamanca miradas verticales, Yo modulo en Marburgo rutas horizontales. Saber de rendimiento, occidental, que pones En torno de la vida, terráqueas dimensiones. Este saber corrió jinete los confines Con los libertadores de rojos casaquines, Contra los Arzobispos, Virreyes, Generales. Quebró la Monarquía, cúpula de cristales. Un nuevo vidrio, un nuevo y sutil continente Labrado con egregia substancia de Occidente Solicita el vacío que volatiliza el suelo. VÍRULO Seremos tejedores de la unidad de cielo.
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LAS NUEVAS ARQUITECTURAS DE MADRID EN LA PROSA POÉTICA ANTERIOR A 1939 José Muñoz Millanes
En el invierno de 1921-1922 Salvat- Papasseit expresó a varios corresponsales barceloneses la sorpresa que Madrid le había causado durante sus excursiones desde el sanatorio de Cercedilla. En contra de lo que esperaba, la ciudad tenía calles anchas, bien trazadas y modernas. Y en sus Memorias, Sagarra cuenta que él había reaccionado de la misma manera al llegar a la capital para ingresar en la Escuela Diplomática. Estas anécdotas resultan reveladoras, más allá de la tópica rivalidad entre Madrid y Barcelona. En primer lugar aluden a un fenómeno denominado por Peter Szondi «el valor constitutivo de la distancia». Según Szondi (1978: 296), la perspectiva del forastero tiene la ventaja de eludir la familiaridad y rutina que impiden apreciar a una ciudad en toda su complejidad y riqueza de matices. Lo que en nuestro caso queda confirmado por el hecho de que, con sus dos diarios de viaje de 1921 y 1931, el catalán Josep Pla puede ser considerado uno de los testigos más agudos de un momento decisivo de la gran transformación sufrida por Madrid en el arco de tiempo abarcado por este congreso y que sintoniza con el proceso de modernización cultural española denominado por el profesor Mainer «Edad de Plata». Pues, como afirma José Moreno Villa y paralelamente a lo que sucede en los demás terrenos de la cultura, en los años que van de la Restauración a la Guerra Civil «el arquitecto español podrá vacilar ante muchas sugestiones; pero todas caben entre dos polos: tradición o modernidad» (Moreno Villa 2001: 329). En lo que a Madrid respecta, esta polaridad se dilata diacrónicamente en un esfuerzo por convertir a la ciudad de «corte en metrópoli», para utilizar el afortunado título de un
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libro fundamental de José Ramón Alonso Pereira. «Madrid va adquiriendo un aspecto de ciudad moderna», observa Pla en 1921. Pero este esfuerzo de modernización quizá resultara a la postre aún más problemático e insuficiente que los llevados a cabo en otros terrenos de la cultura de la Edad de Plata, debido a la mayor dependencia de la arquitectura y el urbanismo de los poderes públicos. En un lúcido escrito Manuel Azaña afirma que todavía en 1930 «Madrid está sin hacer porque lo hemos pensado poco». «Si no existe una idea de Madrid es que la villa ha sido corte y no capital», prosigue Azaña, para quien «la función propia de la capital consiste en elaborar una cultura radiante» y «Madrid no lo hace» (Azaña 1966: 807-808). De ahí la relevancia de tomar a Barcelona en cuanto punto de referencia para medir el alcance del desarrollo de Madrid, como hace Pla a raíz de su primer viaje. Igual que en tantos otros aspectos de la cultura y según notaron con sorpresa los viajeros catalanes, en la Edad de Plata Madrid tuvo en común con Barcelona un proceso de renovación urbana requerido por su respectivo crecimiento. Una transformación que se llevó a cabo en los mismos términos de oposición dialéctica entre modernidad y tradición, localismo y cosmopolitismo, pero en la que, como en tantas ocasiones, Madrid fue a la zaga de Barcelona y se quedó mucho más corta, seguramente por el mayor aislamiento, el inmovilismo y la incultura de esa sociedad cortesana de la Restauración denunciada por Azaña. Pla ha caracterizado tal situación de la siguiente manera: «Barcelona ha sido una ciudad comercial a la orilla del mar. Madrid ha sido una ciudad cortesana y burocrática, basada en el feudalismo agrario y situada montaña arriba» (Pla 1986: 163). Pero, además, este paralelismo aproximado de Madrid con Barcelona resulta útil a la hora de articular la transformación experimentada por la primera de estas dos ciudades a lo largo de la Edad de Plata, transformación que conocería su primera etapa con el plan general de ensanche del ingeniero Carlos María Castro. Pues, como sucedió en muchas grandes ciudades europeas gracias a la relativa estabilidad política de la segunda mitad del siglo XIX, durante los llamados «años bobos» de la Restauración, Barcelona y Madrid encauzaron su crecimiento gracias a sendos planes de ensanche que colonizaron terrenos situados más allá de sus respectivos límites seculares, dando lugar a una ciudad racional de nueva planta surcada por amplias avenidas axiales. Aunque el plan Cerdà data de 1858 y el plan Castro de 1861, su realización respectiva tuvo lugar a lo largo de la Restauración, prolongándose hasta después de la
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Primera Guerra Mundial. En esta primera etapa de modernización en Madrid además hay que mencionar la pionera ciudad-jardín lineal de Arturo Soria, proyectada a comienzos de la década de los 80, y un ambicioso plan de intervención en el interior de la vieja ciudad no ensanchada, semejante al de la Vía Layetana de Barcelona: la apertura escalonada de la Gran Vía en tres tramos, llevada a cabo entre 1910 y 1930, aproximadamente. La segunda fase de la renovación de ambas ciudades, interrumpida por la Guerra Civil, comienza en los últimos años de la Monarquía. Se debe principalmente al régimen republicano y apunta a la modificación o a la superación del plan de ensanche decimonónico, a fin de regular la ulterior expansión urbana. Al plan Macià de Barcelona, debido al Gatepac y Le Corbusier, corresponde ahora el nuevo plan municipal de Jansen y Zuazo que propugna la prolongación de Madrid hacia el norte por el eje de la Castellana y no hacia el este, siguiendo la calle de Alcalá. Durante estos mismos años 30 y en la periferia del ya antiguo ensanche se construyen la Ciudad Universitaria y las colonias residenciales del Parque-Residencia y del Viso. La arquitectura del Madrid surgido del plan Castro se refleja en bastantes de las prosas de Juan Ramón Jiménez publicadas en 1965 con el título de La colina de los chopos y de nuevo el año pasado con adiciones en el volumen llamado Libros de Madrid. Tales prosas están fechadas en las décadas de 1910 y 1920, es decir, en un momento en el que los terrenos colonizados por el ensanche ya aparecen casi enteramente edificados. Como es bien sabido, Madrid se extendió hacia el sur y hacia el este a partir de las llamadas «rondas» y la calle Menéndez Pelayo. Pero en los Libros de Madrid Juan Ramón Jiménez prefiere para pasear el ensanche que, a partir de los Bulevares, creció hacia el norte siguiendo el eje de la Castellana, los nuevos barrios aristocráticos donde residió antes y después de casarse y que le satisfacían con la amplitud de sus calles bordeadas de árboles y su abundancia de miradores y jardines. Precisamente en una prosa de Nostalgias de Madrid Gómez de la Serna evoca la sensación que, en los primeros tiempos, los Bulevares daban de moverse por una ciudad distinta, debido a su insólita anchura y largo recorrido: «La primera avenida con aire moderno que nació en Madrid fue la llamada los Bulevares... Saboreábamos otra clase de Madrid y nos paseábamos idealmente por sus andenes centrales, despejados... Era una Gran Vía al bies, transversal». «Por un momento creímos que todo iban a ser Bulevares en la nueva urbanización de la ciudad», continúa Ramón Gómez de la Serna (1966: 102-103). Pero, por otro lado, Juan Ramón
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Jiménez detesta la arquitectura de los palacetes y lujosas casas de pisos de la zona. Para Jiménez el rumbo que han tomado las edificaciones del ensanche de Madrid es un error que hay que rectificar, y así dice: «La arquitectura del Madrid de hoy ha perdido el arraigo, la fuerza, con la ausencia total de su armonía natural y su belleza propia. Es una muestra evidente de decadencia total» (J. R. Jiménez 2001: 55). De hecho, los Libros de Madrid ofrecen un registro teórico en sintonía con los debates arquitectónicos del momento y a la altura de las reflexiones al respecto de Torres Balbás y Moreno Villa, o bien de las de Ortega y Gasset en «Nuevas casas antiguas», un ensayo de 1926 incluido en El espectador y no suficientemente comentado. A partir de sus propias observaciones y de su sensibilidad institucionista, J. R. Jiménez participa en la polémica en torno a la creación de una nueva arquitectura nacional, polémica que pesó sobre la valoración de los nuevos edificios del Madrid de la Restauración, tanto los residenciales del ensanche, como los oficiales añadidos al viejo centro, sin contar con los hoteles y las sedes de los bancos en torno a la calle de Alcalá, en los que Pla veía la impronta del capitalismo vasco. Jiménez rechaza la posición que está triunfando en la práctica: la de los arquitectos historicistas y regionalistas que encontraron su teórico en Vicente Lampérez y a los que más bien cabría llamar eclécticos porque, como subraya Ortega en el ensayo antes citado, en vez de encontrar un nuevo estilo acorde a las necesidades del tiempo, se limitaban a disfrazar los recientes edificios metropolitanos de estilos pretéritos o procedentes de las arquitecturas rurales. Así Juan Ramón se burla de los nuevos palacios (a los que tacha de «pretenciosos y torreados») con los que la aristocracia latifundista quería hacerse la ilusión de haber trasladado al ensanche de la Castellana, pero con todas las modernas comodidades, sus viejos caserones castellanos o sus cortijos andaluces. En Mis casas de González Ruano (1953: 31-33) se describe uno de estos edificios del barrio de Salamanca que, a pesar de no ser de piedra, infunde en sus habitantes fantasías de nobleza gracias a su falso estilo español (y más concretamente toledano, salmantino o complutense) a base de torreones, cresterías y escudos platerescos. Pues la hipertrofia de sentido histórico (denunciada por Nietzsche en la Europa de 1874 en la segunda de sus Consideraciones intempestivas) había hecho estragos en la nueva arquitectura de muchas ciudades europeas hasta convertirlas en una inmensa mascarada, en una ciudad de fachadas-pastiche, como la Viena del Ring, comparada por Loos a una de esas ciudades-decorado que Potenkim elevaba para deslumbrar a
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Catalina la Grande. Un historicismo que en Madrid condujo, según Moreno Villa, a uno de «esos conglomerados urbanos donde la casa montañesa rural linda con el palacio de Monterrey, con el chalet suizo o con la casa gotizante y barroca de Gaudí. Surgieron barrios en diez años tan complejos como una ciudad multisecular del tipo de Toledo» (Moreno Villa 2001: 328). Según J. R. Jiménez, la relación del historicismo con el pasado es una relación de indiferencia porque a sus representantes cualquier pasado les parece digno de imitación: de ahí que los pastiches conduzcan inevitablemente al eclecticismo que yuxtapone estilos procedentes de tiempos y lugares muy diversos. Por eso, ante el nuevo Madrid a la antigua exclama: «todo es evocación y lirismo del pasado, por el pasado, no por el pasado mejor»; «no comprendo la nostalgia sino cuando es de lo mejor» (J. R. Jiménez 2001: 51). Y ese pasado único que a él le parece el mejor para servir de pauta a la revitalización de la arquitectura presente de Madrid es el de Carlos III. «En este libro», afirma, «tengo nostalgia del Madrid de Carlos III, del Madrid que creo debe incorporarse al hoy y al mañana, que es actualidad y es futuro» (J. R. Jiménez 2001: 51). Por lo tanto, J. R. Jiménez aplica a la arquitectura madrileña una noción típicamente regeneracionista de la tradición, al igual que Torres Balbás o Moreno Villa, para quienes la tradición sigue siempre siendo válida porque no consiste (según creían los falsos casticistas) en copiar al pie de la letra los estilos en sus formas más externas y accesorias como las fachadas, el ornamento y los detalles, sino en reactualizar una esencia, una forma más profunda que estriba por el contrario en las proporciones, la relación de las masas y los volúmenes, los tipos de edificio, etc. Por eso en los Libros de Madrid Juan Ramón se esfuerza en legitimar como naturales y, según su expresión, «eternos» o siempre actuales, los rasgos de la ciudad para él ideal y ejemplar que simplemente responden a un estilo histórico determinado: el neoclasicismo de la Ilustración española. Y así la horizontalidad, la modestia de proporciones, el empleo del ladrillo rojo, el hierro y el granito, o la pureza y rectitud de líneas se presentan en estos textos como si fueran un producto espontáneo del medio ambiente: del paisaje, la luz, el cielo y hasta de la geología. En la literatura española contemporánea a menudo se desrealizan las ciudades o edificios en favor de una figura esquemática subyacente a la que se atribuye el sentido último de la imagen. Del mismo modo, al mi-
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rar Madrid, J. R. Jiménez distingue en términos de resistencia entre el Madrid ejemplar de Carlos III y el aberrante Madrid moderno. Según él, aquel Madrid mejor y esencial en su sencillez geométrica sobrevive como una dura estructura de materiales nobles en espera de sacudirse este Madrid decadente que, igual que un maquillaje o una labor de confitería, lo encubre con su apariencia de materiales deleznables y efímeros: azulejos, escayola y ladrillos de mala calidad. Y resulta significativo que Jiménez tache de «menuda falsificación catalana» al abuso del ornamento en el eclecticismo arquitectónico madrileño, sobre todo en el coronamiento de los nuevos edificios del centro, como los del primer tramo de la Gran Vía, lo que llevó a Moreno Villa (2001: 387) a escribir en 1928 un artículo titulado «Templetismo». Pues a partir de otro artículo donde en 1906 Unamuno (1966: 256-257) caracterizaba a la Barcelona del Eixample como «la ciudad de las fachadas», se convirtió en un lugar común de los literatos madrileños llamar «catalán» a todo elemento accesorio que contribuyera a dar un aire regional, exótico o anacrónico a los edificios, hasta el punto de que creían que su ciudad se iba pareciendo cada día más a Barcelona: «ciudad catalana que nace» llegó a llamarla Juan Ramón Jiménez (2001: 53). Aunque aquí el poeta, ignorando por completo los aspectos progresistas del Modernisme catalán, comparte un prejuicio muy extendido entre los puristas, para quienes en arquitectura todo ornamento es superfluo porque les parece que se presta a la cita estilística y a la impostura. Más aún, Jiménez es incapaz de apreciar la ambigüedad de una arquitectura tan representativa del Madrid de aquel momento como la de Antonio Palacios, de la que tan sólo capta la momentalidad decorativa, llegando a escribir de su Palacio de Comunicaciones que «parece un monumento de Benlliure, trabajado en masa con los dedos: floritura, confitura, pura mermelada» (J. R. Jiménez 2001: 84). Mientras que, con un poco más de perspectiva, en 1931 el mismo edificio le inspira a Gómez de la Serna una observación muy aguda y hasta profética. Ramón subraya que en el eclecticismo arquitectónico (tan tocado de extravagancia) del Madrid moderno no hay que ver una falta de estilo propio, sino más bien su carácter distintivo. Y afirma: «Es esta arquitectura de tipo híbrido y razonable al mismo tiempo, la cosa moderna y estrafalaria que, sin embargo, caracteriza a Madrid y más que nada le caracterizará en el porvenir» (Gómez de la Serna 1993: 165). Este mismo eclecticismo, exasperado, dio lugar a un paisaje urbano de culto, desde una perspectiva que ya se puede considerar vanguardista. En
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una «visita literaria» de 1926 Giménez Caballero llama a la glorieta de Atocha «barrio caldeo» y la describe como si fuera uno de los decorados pompier de Intolerancia de Griffith, con el zigurat del Observatorio Astronómico, las cuadrigas del entonces Ministerio de Fomento, los animales fantásticos de la fachada de la vieja estación de Atocha y las chimeneas de las fábricas que surgen más allá del ferrocarril (Giménez Caballero 1995: 138-139 y 193-197). Esta yuxtaposición disparatada, debida a la confluencia en la glorieta de zonas urbanas muy heterogéneas, a la que habría que añadir los carteles de la publicidad, se dinamizaba con el tráfico, inspirando De Pacífico a Puerta de Atocha (1918), un cuadro simultaneísta de Barradas donde, como dice Moreno Villa, se consigue captar «un conjunto confuso, incoherente y abigarrado» (Moreno Villa 2001: 181). En Madrid callejero Gutiérrez Solana nota la diferencia entre el eclecticismo anacrónico del primer tramo de la Gran Vía («una enorme confitería arquitectónica, de estilo cataclismático», según Pla 1986: 139) y la modernidad de los bares americanos y las tiendas, que exhibían en sus escaparates autos, artículos deportivos y «música mecánica» para satisfacer el cosmopolitismo snob de los nuevos ricos surgidos a raíz de la Gran Guerra. Solana también describe cómo los derribos realizados para abrir la Gran Vía sacan a luz las misteriosas entrañas de la ciudad, revelando su historia en estratos, como si de una excavación arqueológica se tratase. Pero sobre todo dedica una elegía a las calles que ha sido necesario sacrificar: «Con la Gran Vía han desaparecido muchas calles, llenas de viejos caserones y de recuerdos», se lamenta (Gutiérrez Solana 1984: 86). Otro tipo de melancolía es la que hacia 1920 suscita el proyecto de la Ciudad Lineal, en gran parte fracasado por su lejanía del centro. Se trata, como afirma Gómez de la Serna en El chalet de las rosas, de la tristeza «de las ruinas nuevas»; de esa aguda melancolía de las obras de la modernidad prematuramente envejecidas, detectada por Benjamin en los pasajes parisinos. A los cuarenta años de su concepción, la Ciudad Lineal parecía una urbanización fantasma, a medio construir y con muchos de los chalés sin ocupar, cercada por los suburbios desérticos que se había propuesto colonizar. Esta atmósfera desolada, unida a la cursilería pequeño-burguesa de la casita con jardín, conduce al asesinato en la novela de Ramón. En cambio, a María Zambrano, en las páginas de Delirio y destino, la Ciudad Lineal en 1929 le recordaba una chejoviana ciudad-jardín rusa venida a menos después de la Revolución: «Evocaban sus ‘Quintas’ de estilo novecentista, con jardines abandona-
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dos, sus calles descuidadas, su amplitud de otro siglo, con su falta de brillo actual, a alguna ciudad rusa, cerca de Moscú. No se sabía por qué, se sentía una revolución que había dejado a las gentes propietarias de todo aquello en la ruina, o teniéndose que ganar la vida de modo que la ‘Quinta’ de dos pisos apenas tenía unas cuantas habitaciones habitadas y en el jardín se habían plantado berzas, patatas, en contraste con las frambuesas, el estanque, las enredaderas, la cochera amplia y las cuadras para los caballos. Se sentía el estilo de la alta burguesía de fin de siglo sirviendo de marco a una vida diferente un tanto ‘proletaria’, como debía de ocurrir allá en Rusia en tantos lugares que fueron ‘amables’» (Zambrano 1989: 102). En 1922, al terminarse el segundo tramo de la Gran Vía, comienzan a aparecer los rascacielos, tan característicos de la siguiente fase de la renovación arquitectónica de Madrid: de ahí que Pla afirme que este tramo presenta «un estilo más esquemático, más sobrio, más sencillo, con una tendencia al gusto americano» (Pla 1986: 139). En la Revista de Occidente Antonio Espina subrayará el esfuerzo de acomodación que el rascacielos exige del transeúnte: «Este nuevo edificio tiene una emoción nueva, suya» ... «Su última petición de urgencia es la de un puesto urbano en nuestra sensibilidad, a la que promete, en trueque, la entrega de todo un distinto repertorio visual» (Espina 1935: 308-309). En Elucidario de Madrid (de 1931) Gómez de la Serna señala cómo el hombre de la calle sigue paso a paso estos cambios tan radicales: «En la Gran Vía se ven crecer los altos edificios como por encanto, y la Asociación de la Prensa es como el edificio de edificación continua... Como floración que el sol de verano alienta y fecunda, el edificio de la Telefónica se adorna todos los días con un nuevo piso de ramaje de hierro, apareciendo esa gran araucaria japonesa que es como esqueleto de pagoda en toda construcción moderna» (Gómez de la Serna 1931: 319). Moreno Villa llega a comparar con la construcción de un meccano gigantesco este fenómeno de participación ciudadana (a cámara lenta y como «quien siente crecer la hierba») en el desarrollo del esqueleto férreo y hormigonado del rascacielos de la Telefónica. Al igual que más tarde Antonio Espina y Gómez de la Serna, Moreno Villa capta muy bien el hecho de que los nuevos rascacielos invalidan la noción tradicional de fachada porque en ellos las ventanas ya no están subordinadas a las superficies, sino que son más bien las superficies las que casi desaparecen en cuanto mero soporte de grandes ventanales en serie y carteles publicitarios. Y termina por desear que la contemplación de «estos
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edificios costosos» contribuya a la formación del gusto arquitectónico del gran público, impartiéndole «lecciones de sobriedad, de esfuerzo y de calidad» (Moreno Villa 2001: 358-359). La adopción de la técnica eficaz del rascacielos como paradigma de funcionalidad arquitectónica es muy acorde con aquellos últimos años de la década de los 20, cuando en Madrid empieza a dar sus frutos una generación de arquitectos que, por analogía con la famosa de los poetas, Carlos Flores ha denominado «generación del 1925». Unos arquitectos que, en sus edificios de la periferia del ensanche de Madrid, se esfuerzan por aplicar los nuevos principios de despojamiento y racionalidad del Movimiento Moderno, eliminando (como dice Rafael Bergamín de su casa del Marqués de Villora) «todo ese fárrago de elementos arquitectónicos que generalmente se consideran de primera necesidad» (Bergamín 1928: 286) hasta lograr esas «máquinas para vivir» que propugnaba Le Corbusier: esa casa ajustada como una máquina perfecta, como un mechero Dunhill o un automóvil Rolls Royce, en la que Moreno Villa declara en 1928 que le gustaría vivir «sin adornos, sin garambainas, sin historia, sin erudición» (Moreno Villa 1928: 2), en vez de en la Residencia de Estudiantes. Una casa «rectilínea / —sin roperos, con garaje y jardín» (Moreno Villa 1998: 316), como la que Jacinta la Pelirroja quería para albergar su Picasso. En colaboración con Luis Blanco Soler, Rafael Bergamín agrupará algunos años más tarde en dos colonias residenciales (el ParqueResidencia y el Viso) este tipo de casa unifamiliar con jardín. Situadas al este de la recién comenzada prolongación de la Castellana, estas dos colonias representan la arquitectura más avanzada del Madrid republicano y supusieron una revolución en el modo de vivir. Con su habitual perspicacia y mala intención, J. R. Jiménez advirtió que tales urbanizaciones corrían el peligro de convertirse en una especie de ghetto o «reserva» de la inteligencia liberal de la Segunda República. Al señalarle el poeta a Juan Guerrero Ruiz que el Parque-Residencia «es una colonia para ‘mediocres bienavenidos’ y que por nada del mundo le gustaría vivir en uno de estos conglomerados, donde no se puede uno asomar a la puerta de casa sin tener que saludar y dar conversación al vecino», su esposa Zenobia añade riendo que, en cambio, el Viso «será una colonia de ‘personalidades malavenidas’ porque aquí son dueños de casas Marañón, Ortega y Gasset, Madariaga, etc.» (Guerrero Ruiz 1999: 129). En un capítulo de sus recientes memorias Carmen de Zulueta subraya la luminosidad de los ambientes, detallando todos los insólitos adelantos y como-
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didades ofrecidos por las viviendas de estas colonias (Zulueta 2000: 99101). Y en un texto autobiográfico José María Valverde recuerda que, al mudarse de niño al Viso desde el centro de Madrid, le llamaron la atención los sencillos jardines recién plantados y, sobre todo, un nuevo sentido del espacio, debido a la adopción del «tradicional modelo inglés de upstairs, downstairs y basement» (Valverde 1992: 21-22). En los años precedentes a la proclamación de la República y por iniciativa de García Mercadal (quien en 1930 también coordinará la creación del GATEPAC o «Grupo de Artistas y Técnicos Españoles para el Progreso de la Arquitectura Contemporánea»), dan conferencias en la Residencia de Estudiantes algunos de los principales nombres del Movimiento Moderno, como Gropius, Van Doesburg y Le Corbusier. Este último, después de su visita, comenta que en Madrid «me han dado pruebas de que aquí están apasionados por una arquitectura nueva». En 1928 Moreno Villa escribe: «que la arquitectura va ganando el interés público es un fenómeno al alcance de todos, visible desde fuera, en las calles, en las conversaciones, en los escaparates de las librerías y, como no puede ser menos, en el lenguaje. Nuestra charla se va punteando de profesionalismos arquitectónicos» (Moreno Villa 2001: 357). Y en abril de ese mismo año La Gaceta Literaria dedica un número a la nueva arquitectura en el que colaboran juntos escritores y arquitectos y en el que Ortega y Gasset proclama la prioridad de la arquitectura, en cuanto arte nuevo que responde al gusto del hombre medio actual por la independencia, puramente plástica, del color y la forma. Significativamente, entre 1927 y 1933, la Sociedad Central de Arquitectos confía la secretaría de redacción de la revista Arquitectura, su órgano de expresión, al literato José Moreno Villa. Y, más indicativo aún del interés generalizado por la arquitectura en aquellos años, es el hecho de que, paralelamente a sus colaboraciones más especializadas en dicha revista, también a partir de 1927 Moreno Villa publique en el diario El Sol una serie de artículos donde, en tono divulgativo, se propone (son palabras suyas) «hablar de los tipos o formas urbanas, viejas y nuevas» (Moreno Villa 2001: 357). Tales artículos se llaman «estudios superficiales» porque en ellos Moreno Villa, fiel al espíritu del género ensayístico y al contrario que J. R. Jiménez en sus Libros de Madrid, no trasciende la contingencia de lo que observa, sino que la enfoca fisiognómicamente, como él mismo subraya. Es decir, considera máximamente significativa la superficialidad de los detalles, en lo que éstos tienen de indicios, en su capacidad asociativa.
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Uno de estos indicios registrados por Moreno Villa en 1928 es el fenómeno de que las nuevas moles de los rascacielos ofrecen vistas insólitas de las viejas calles del Madrid marginalizado por la apertura de la Gran Vía: «¡Qué gusto pensar que todavía quedan innumerables paisajes y perspectivas por descubrir o conquistar en un área tan pequeña relativamente como ésta de Madrid! Cada punto nuevo ganado en el espacio nos descubre fases, torpes o felices, de un caserío que jamás supieron los hombres de ayer cómo era desde las alturas» (Moreno Villa 2001: 360). Por lo tanto, en un gesto muy de las vanguardias en los años 20, lo viejo se renueva y se recupera al ser mirado desde el punto de vista de lo nuevo. Igual que por aquel entonces los poetas del 27 creían percibir un gusto por la elipsis que aproximaba ciertas formas de la lírica popular a las más recientes, también García Mercadal y Sert estaban convencidos de que la arquitectura popular mediterránea coincidía con la del Movimiento Moderno a causa de su preferencia por las líneas puras, el color blanco y el despojamiento, así como por la libre colocación de los huecos. O, como decía Moreno Villa, la eliminación racional del lujo por limpieza y puritanismo en el Movimiento Moderno, ayudó a apreciar la sencillez involuntaria, por pobreza, de ciertas arquitecturas populares. Y en el caso concreto de Madrid, tanto el GATEPAC como Moreno Villa, cuando descubrieron la austeridad herreriana, casi racionalista, del tipo de casa debida al arquitecto de Felipe II y Felipe III, Francisco de Mora, llegaron a recomendarla precisamente porque su modernidad, al ser tradicional, no necesitaba ser integrada: una solución, después de todo, no muy diferente de la regeneracionista de J. R. Jiménez. Pero hay otro ejemplo de rescate de la tradición arquitectónica local, y hasta popular, a la luz de las vanguardias. Se trata del gusto por las medianerías, que Moreno Villa aprecia como un fragmento de arquitectura pura rondando ya con la pintura, conforme a la noción, propugnada por Le Corbusier y Ozenfant, de un valor plástico, estrictamente formal, al margen de toda función y significación. Y así, declara en 1925: «Para mí, las medianerías madrileñas, que abundan por el extrarradio —esos gigantes, rectángulos de color rosa, en juego con planos de sombra y de vivísima cal— son valores plásticos de una belleza tan grande como puede ser para la gente el valor sensual de un río, una pradera, una manzana o un árbol. La medianería es de material pobre —ladrillo—, pero es de un gran valor plástico por la nitidez y la pujanza con que se define y vive en rela-
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ción con el lienzo cobalto y prusia del cielo» (Moreno Villa 2001: 247248). En «Charlot en el extrarradio» (1929) Francisco Ayala define las afueras madrileñas como lugar de encuentro de lo más antiguo con lo más moderno: «El extrarradio madrileño, allí donde lo modernísimo —los campos de fútbol, las construcciones cúbicas de cemento armado, los carteles en tricolor— surge de un suelo prehistórico» (Ayala 1975: 46). Mientras que para Luis Lacasa en «Arquitectura impopular» (1930) «solamente apartándose del centro, yéndose donde la edificación comienza a clarear, puede gozarse de la vista tranquilizadora de las medianerías, única arquitectura sincera que tenemos actualmente: grandes planos color rosa, fajas estrechas y altas de los patios blanqueados, en donde los huecos, en su ritmo monótono y claro, están en su sitio sin hacer concesiones; medianerías de distintas alturas y que se cortan en ángulos variados, limitadas a veces en su base por la línea clara y simple de la valla de un solar. Éste es el único espectáculo puro que puede darnos actualmente la arquitectura madrileña, en el que podamos ver la imagen del futuro iluminado» (Lacasa 1976: 165-166).
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EL «ESPÍRITU NUEVO» No cabe duda de que el progreso tecnológico es una base fundamental de los movimientos europeos de vanguardia1. Alrededor del cambio de siglo el ser humano podía convertir la noche en día gracias a la invención de la luz eléctrica, podía superar los límites geográficos de su existencia no sólo gracias al ferrocarril y al barco de vapor, sino también gracias al automóvil o al avión, y podía estar presente en cualquier parte del mundo al mismo tiempo gracias a la telegrafía y al teléfono. Se evidenciaba más y más que la ciencia ya no se contentaba con explicar las leyes que rigen la Naturaleza, sino que las aprovechaba para conseguir un mundo mejor en todos los aspectos. Apollinaire da un ejemplo histórico para ilustrar el nuevo paradigma: «Cuando nuestros antepasados intentaron imitar la locomoción humana, el caminar, inventaron la rueda». Tanto la pierna como la rueda funcionan según las leyes naturales. Y, sin embargo, la rueda no se parece en nada a una pierna. Por consiguiente la rueda se puede considerar un invento similar y en varios aspectos superior a la creación de la pierna.
1 Véase Cano Ballesta (1999), capítulos III-V. Las pp. 184-188 de este estudio fundamental para nuestro tema van dedicadas a Hélices. El estudio de Barrera López (1996) trata más específicamente la poesía ultraísta, con referencias a Hélices en las pp. 41-43.
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La invención del automóvil es paralela, aunque mucho más compleja. Explica Vicente Huidobro: «Cuando uno dice que un automóvil tiene 20 caballos de fuerza, nadie ve los 20 caballos; el hombre ha creado un equivalente a éstos, pero ellos no aparecen ante nosotros. Ha obrado como la Naturaleza» (Huidobro 1921: 83-84). En torno al cambio de siglo, tales inventos increíbles se multiplican y afectan a facultades tan fundamentales como la vista, el oído y el habla. He aquí como lo interpreta Huidobro: El Hombre empieza por ver, luego oye, después habla y por último piensa. En sus creaciones, el hombre siguió este mismo orden que le ha sido impuesto. Primero inventó la fotografía, que consiste en un nervio óptico mecánico. Luego el teléfono, que es un nervio auditivo mecánico. Después el gramófono, que consiste en cuerdas vocales mecánicas; y, por último, el cine, que es el pensamiento mecánico (Huidobro 1921: 84).
No importa aquí si Huidobro tiene o no razón con la valoración de estos inventos, sino que considera que son tan fundamentales como la vista, el oído, el habla y el pensamiento. No es de extrañar que estos avances tecnológicos fueran valorados por algunos intelectuales de principios del siglo XX como señales ciertas del inicio de una era sustancialmente distinta. Gracias a la ciencia, la técnica había alcanzado un nivel tan alto que la humanidad parecía estar en condiciones de perfeccionar definitivamente la creación divina y llegar así a un mundo nuevo, del que tendría que formar parte íntegra una manera de vivir y una creación artística también fundamentalmente nuevas2. Es ésta la perspectiva del futurismo como primer movimiento de vanguardia, que ensalzaba abiertamente el progreso tecnológico y reclamaba del arte, antes de todo, la expresión de la simultaneidad, por ser ésta la quintaesencia de la modernidad3. Precisamente a través de la recepción del futurismo hizo su entrada en España el llamado «espíritu nuevo», ya que Ramón Gómez de la Serna publicó en su revista Prometeo una traducción del primer manifiesto fu-
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A este aspecto totalizador de la renovación anhelada por las vanguardias históricas dediqué un Coloquio Internacional en 1996, cuyas Actas se publicaron bajo el título Naciendo el hombre nuevo... Fundir literatura, artes y vida como práctica de las vanguardias en el Mundo Ibérico (Wentzlaff-Eggebert 1999b). 3 Véase Wentzlaff-Eggebert (1991: 5).
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turista sólo dos meses después de haber aparecido en Le Figaro el 20 de febrero de 1909. Un año más tarde hizo seguir la «Proclama futurista a los españoles» que fue al mismo tiempo distribuida por todo Madrid como «pliego suelto»4. A estos primeros pasos siguieron más tarde otros de mayor incidencia. Si se nos permite simplificar un poco, diríamos que la entrada del «espíritu nuevo» se realizó antes, durante y después de la Primera Guerra Mundial a través de varios contactos personales entre intelectuales españoles con representantes del vanguardismo europeo. Piénsese, por ejemplo, en las estancias de Gómez de la Serna o Guillermo de Torre en París y en las de Vicente Huidobro o de Jorge Luis Borges en España. En otoño de 1918, el primer manifiesto ultraísta, titulado «ULTRA —Un manifiesto de la juventud literaria», refleja cabalmente el objetivo de un cambio global, no restringido al campo de la literatura: «Nuestra literatura debe renovarse; debe lograr su ‘ultra’ como hoy pretenden lograrlo nuestro pensamiento científico y político»5. En 1923, Pedro Garfias hace constar lo siguiente: «Conocida es la forma en que el Ultraísmo apareció en España, como respuesta de ciertos espíritus desembarazados a las palpitaciones convulsivas del espíritu contemporáneo en Europa»6. Finalmente, en 1930, contestando a la famosa encuesta retrospectiva de La Gaceta Literaria sobre la vanguardia española, declara Guillermo de Torre: Yo estimo que todo vanguardismo auténtico supone siempre un congruente extremismo político. Sólo que en este punto el concepto de vanguardia está sujeto a otra escala. Para mí, vanguardismo, repito, equivale a extremismo y antiburguesismo: puentes de una revolución moral. Pero no, en modo alguno —¡cuidado!— afiliación sectaria o unilateral7.
Sobre este trasfondo resalta lo equilibrada que es la definición del ultraísmo de José Luis Bernal que lo ve como «un movimiento amplio, que no ‘ismo’, aglutinador de tendencias, signo inequívoco de su tiempo, y artífice de incuestionables logros que pasarán a la generación o grupo siguiente» (Bernal 1988: 15)8. Todos los vanguardistas de la época reivin-
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Véase Bohn (1981: 186). Citado según Brihuega (1982: 102). 6 Citado según Barrera López (2000: 14). 7 Citado según Barrera López (2000: 22). 8 Según Urrutia (1991: 89), ultraísmo quiere decir «más allá del ismo». 5
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dicaban un arte nuevo, que debía corresponder a los cambios radicales en la ciencia y en la vida urbana. Según José Manuel López de Abiada el concepto de novedad de los vanguardistas estaba basado en el convencimiento de que tanto su teoría como su praxis poéticas reflejaban el verdadero espíritu de la época; de ahí que estuviesen completamente convencidos de ser ‘actuales’ y estar libres de la ‘mancha’ de la tradición (López de Abiada 1991: 87).
Resumiendo las ideas propagadas por Rafael Cansinos Assens en 1919, formula Juan Cano Ballesta: «¿Se ha de crear un arte nuevo? [...] No, no hay arte ni nuevo ni viejo, el arte debe simplemente ser expresión de su época: ‘el arte está en el tiempo’» (Cano Ballesta 1999: 141). Esto quiere decir, y me parece ser de una importancia primordial, que al igual que Marinetti y Apollinaire9, los ultraístas no se consideraban protagonistas de una mera corriente literaria que sucediera al rubendarismo o a la poesía de Juan Ramón Jiménez. Para ellos, no se trataba tanto de un cambio de rumbo dentro de la literatura o dentro de la poesía, sino que buscaban formas de expresión en sintonía con el espíritu de una época totalmente distinta de todas las épocas anteriores. Cita José-Carlos Mainer un pasaje significativo de El movimiento V. P. (1921) del mencionado Cansinos Assens: Los hombres han inventado relojes rapidísimos que saltarán la medida del tiempo: el automóvil, el aeroplano y el revólver que cantan la hora más vertiginosa [...]; ¡Todo ha cambiado a vuestro alrededor; y vosotros seguís ahí apegados a esos divanes untados de pez, como sombras antiguas adheridas a un muro, cantando en un salterio antiguo los pesares de vuestra almita triste! (Mainer 1987: 208).
La consecuencia lógica no puede ser otra que la de poner en tela de juicio al propio concepto de literatura: La síntesis del empeño pudo hacerse diciendo que ultra, en su afán de transformador y eliminador de tópicos y fórmulas manidas, pretende anular la literatura misma, dando a esta palabra un sentido peyorativo. «Defendamos la anti-literatura», decían los ultraístas. Y también «La literatura no existe: el ultraísmo la ha matado» (Urrutia 1991: 97). 9
Para la enorme influencia de Marinetti y Apollinaire, véase Bohn (1981).
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HÉLICES Y LA POÉTICA VANGUARDISTA Hélices, el único libro de poemas publicado por Guillermo de Torre, ha sido calificado por el citado Juan Manuel López de Abiada, autor de uno de los pocos estudios sobre este libro, como «poemario representativo del movimiento ultraísta» (López de Abiada 1991: 94). Dice con mucha razón que Hélices. Poemas (1918-1922), aparecido en Madrid en 1923 en la editorial Mundo Latino y recientemente reeditado10 forma parte del escasísimo grupo de poemarios surgidos del ultraísmo11, entre los que se encuentran, esencialmente, Imagen (1922) y Manual de espumas (1924), de Gerardo Diego; Cruces (1922), de José Rivas Panedas; La rueda de color (1923), de Rogelio Buendía; la colección póstuma de Poemas (1924), reunida por sus amigos, de José de Ciria y Escalante; El ala del Sur (1926), de Pedro Garfias; La sombrilla japonesa (1924), de Isaac del VandoVillar, director de la revista Grecia; Urbe (1928), de César M. Arconada (César A. Comet recogió en Talismán de distancias, 1934, parte de los poemas que publicó en las revistas ultraístas) (López de Abiada 1991: 94)12.
Es significativo este listado por dos razones: por ser breve y por sólo incluir —con la excepción de Gerardo Diego— obras de poetas que ni han alcanzado fama por estos libros ni por su obra poética posterior. Es también representativo Hélices a este respecto, ya que no se recuerda a Guillermo de Torre como poeta, sino como crítico literario incansable y sobre todo como primer historiador de la vanguardia, al que se debe —publicada ya en 1925— la primera versión de Literaturas europeas de vanguardia.
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Con ocasión de los 100 años que habría cumplido Guillermo de Torre en el 2000. La mayoría de los ultraístas solamente publicaron poesías sueltas en las revistas respectivas, que se detallan a este respecto en Wentzlaff-Eggebert (1999a: 79-100). En Díez de Revenga (1995: 69-185), se ofrece una selección importante de poemas ultraístas, sacados tanto de revistas como de poemarios. 12 Advierte Barrera López (2000: 22) que Cruces de Rivas Panedas aunque anunciado nunca se publicó; al igual que Ondas, de Chabás; Bellezas cotidianas y grotescas, de César A. Comet; Ritmos cóncavos de Pedro Garfias, y otros. Por otro lado, menciona la edición tardía de Poemas inconexos (1931), de Tomás Luque. Urrutia (1991: 90 y 98) añade Tiempo cenital (1932) de Antonio Oliver Belmás y Primavera portátil (1934) de Adriano del Valle, así como Díez de Revenga (1999a: 450) señala Mercedes (1920) de Pedro Raida. 11
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Parece lógico que el desprestigio general de la poesía ultraísta incluya también a Hélices. Concluye López de Abiada su trabajo con estas palabras: Hélices se inscribe cabalmente en el ultraísmo y posee el mérito de haber desarrollado un papel de adelantado incuestionable. Sin embargo, considerado en su conjunto, constituye en cierto modo un fracaso: las composiciones que lo integran son sobradamente heterogéneas, reflejan la carencia de calado y sistematización teóricos que caracterizan los manifiestos ultraístas y, sobre todo, muestran meridianamente que son más el producto de una sensibilidad de época que de una auténtica expresión poética (López de Abiada 1991: 103).
En este párrafo van mezcladas una caracterización bastante adecuada de Hélices con una valoración errónea13. No porque Hélices merezca un juicio positivo14 en vez de uno negativo, sino porque no son válidos para este poemario los criterios según los cuales se lo juzga. Nadie se negará a conceder que son heterogéneas las composiciones de Hélices15,
13 Aunque mucho más matizadas, las páginas dedicadas a Hélices en Bernal (1995: 119-121), enjuician el libro según los mismos criterios. Pregunta Bernal: «¿Por qué de Torre, que no era, ni será poeta, sino crítico, traductor, etc. se metió a versificar? [...] Hélices es, por el contrario, un fruto genéticamente puro, excesivamente puro, falso de tan puramente ultraísta, exento de emoción, de vida, de sangre, de verdadera palabra poética. [...] Hélices tiene mucha ‘literatura de vanguardia’ y poca ‘poesía de vanguardia’. [...] Hélices solo es revelador en tanto bocanada de aire fresco, irrenunciable ruptura con la tradición, tabula rasa expresiva, trituración de lo caduco, navegación hacia un nuevo territorio (adviértase la adecuación de estos sentidos al título ‘Hélices’, elemento mecanicista emblemático de la vanguardia). [...] Hélices, marcado por la incontinencia verbal y metafórica [...]». 14 Compárese el juicio siguiente en Díez de Revenga (1999: 450): «A Guillermo de Torre debemos también el mejor libro ultraísta, Hélices, que hemos de considerar igualmente la más interesante representación en libro, junto al antes citado Mercedes de Pedro Raida, de la poesía gráfica en España». Véase también Díez de Revenga (1995: 31-32). 15 En lo que concierne concretamente a la supuesta heterogeneidad de las poesías contenidas en Hélices, hay que recordar que van repartidas en diez secciones, cada una con su propio título. Las secciones provienen de diferentes épocas, cosa muy corriente en un poemario, y comentada, además, por el autor en el colofón. La primera parte del colofón reza así: «HÉLICES, libro de poemas varios, disímiles y afines, que recoge las diferentes etapas evolutivas, franqueadas por el poeta, en el orto de su devenir ascensional, fue compuesto de MCMXVIII a MCMXXII inclusive, años paralelos de su adolescen-
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que no tienen ni el calado ni la sistematización teórica de un manifiesto y que son productos de la sensibilidad de una época. Por otro lado, si es cierto que el autor de estos textos quiere que correspondan al «espíritu nuevo» de una era incomparable y que ha superado a todas las épocas anteriores, ¿cómo se les puede pedir las características de la poesía de antaño, es decir, la homogeneidad, el calado, la presentación sistemática o la «auténtica expresión poética»? No hay que reprochar a estos textos que sean «el producto de una sensibilidad de época», sino que hay que preguntarse de qué manera se manifiesta esto. Hasta los manuales de literatura, al referirse al término de vanguardia, repiten los siguientes rasgos básicos: A los vanguardistas no les interesa la preceptiva tradicional ni quieren cumplir los requisitos de la «auténtica expresión poética». Los vanguardistas no se someten a las leyes de la métrica ni de la rima y no anhelan ni el desarrollo lineal del sujeto ni el valor simbólico del poema. Lo que cuenta para ellos es reflejar el «verdadero espíritu de la época», según la fórmula certera del mismo López de Abiada. Y esto piensan conseguirlo creando «un lenguaje nuevo, moderno, libre de clichés», según ha demostrado René de Costa, que habla del «código» de la «nueva manera de poetizar las cosas, de visualizar lo nuevo con ojos nuevos»16.
cia inquieta y de su espíritu solicitado por múltiples experimentos y avideces innovadoras». Dentro de cada sección reina una relativa homogeneidad temática, lo que se nota, por ejemplo, en los cinco «Poemas fotogénicos» (sección 8) que están centrados sobre el cine mudo, y en los cinco textos de «Frisos» (sección 9) que van dedicados a la naturaleza en general («Guiñol de natura») y las cuatro estaciones del año («Friso primaveral»; «Skating-ring»; «Ensayo de galerna»; «Playa»). Por otro lado, la relativa homogeneidad en el interior de las diez secciones contrasta con la heterogeneidad de éstas entre sí. Las secciones se titulan: «Versiculario ultraísta», «Trayectorias», «Bellezas de hoy», «Palabras en libertad», «Puzzles», «Inauguraciones», «Kaleidoscopio», «Poemas fotogénicos», «Frisos», «Hai-kais (occidentales)». Por supuesto, si a un vanguardista se le pidiera su opinión sobre este estado de cosas, seguro que criticaría lo que tiene de homo- y no de heterogeneidad. 16 Véase Costa (1995: 78). A continuación, Costa da ejemplos de la referencia reiterada al avión en la poesía vanguardista. Concluye en la p. 82: «Por lo tanto, la imagen del avión aparece y reaparece en un poema tras otro, tal como ocurre con el motivo de la guitarra en la pintura cubista de Braque, Picasso, y Gris. No es que estos artistas (y poetas) carecieran de inspiración, ni que estuvieran ‘plagiando’ el uno al otro. Todo lo contrario, pues se regocijaban con el descubrimiento de una nueva iconografía, de un nuevo lenguaje visual y verbal». Sobre el cometido ultraísta de crear un ‘lenguaje’, véase también Wentzlaff-Eggebert (2000: 14).
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En 1920, Antonio Espina articula abiertamente sus dudas acerca del talento de la mayoría de los poetas ultraístas, pero, al mismo tiempo, hace notar que tal valoración no hace justicia al verdadero objetivo del ultraísmo: En una palabra, con el ultraísmo literariamente, no pasa nada. [...] Pero, si como escuela literaria no es nada, como fermento nihilista, subversivo, ávido, aunque de poca fuerza, nos parece admirable. Por mi parte (si me es lícito hablar de mi modesta persona) en este sentido soy del ultra hasta la médula de los huesos. Precisamente en el momento en que escribo este artículo, tengo el gusto de enviar una poesía a la revista Grecia. Hace falta anarquizar, oxigenar, liberalizar (Espina 1920: 200-202)17.
PRESENCIA DEL PROGRESO TECNOLÓGICO EN HÉLICES A TRAVÉS DEL LÉXICO Si el ultraísmo se debe en gran parte al progreso tecnológico de principios de siglo y si Hélices es uno de sus más representativos poemarios que con todo derecho se considera «producto de una sensibilidad de época», nos incumbe primero mirar de qué manera está presente el progreso tecnológico en los textos mismos y qué hay que entender exactamente por «sensibilidad de época». Al observar uno a uno los textos contenidos en Hélices, uno se da cuenta rápidamente de que el vocabulario técnico aparece con notable regularidad, aunque haya también algunas poesías donde sea casi inexistente. En primer lugar, es significativo que los títulos de más de veinte de los 60 textos indican claramente que éstos tienen que ver con algún aspecto de un avance tecnológico: «Al aterrizar», «Canto dinámico», «Circuito», «Semáforo», «Auriculares», «Torre Eiffel», «Reflector», «Arco Voltaico», «Locomotora», «Mina», «Al volante», «Pararrayos», «Aviograma», «Ondulaciones + Multitud», «Sinopsis», «Girándula», «1422-M» (se trata de una matrícula de automóvil), «Ventilador», «Cuadrante», «Estación», «Fotogenia», «En el cinema» y «Skating-ring». En segundo lugar, nos debe sorprender que en tan sólo un poema como, por ejemplo, «Al aterrizar” (pp. 13-14), que es el segundo que aparece en el libro, las palabras y expresiones con claro carácter técni-
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Citado también en Wentzlaff-Eggebert (1999b: 15).
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co son las siguientes: hangar craneal, edificios cristalinos, estaciones agarófilas, avenidas rectilíneas, estridor maquinístico, gesticular telegráfico, locomotoras quirúrgicas, escuadras de aerobuses grandiosos, hilos telegráficos, aviones domesticados, trolley, Impulsos Dínamos Hélices, corrientes hipervitales, arcos voltaicos, motores, manómetros y typewriter. Desde luego, la mayoría de estos términos se encuentra también en otros textos. Y por último, es notable cuan larga es la lista de términos técnicos utilizados en los restantes poemas. He aquí los que aparecen en las tres primeras secciones del libro (pp. 9-47): Circuito perenne, regiones aviónicas, hidroplano sitibundo, eje rotatorio centrífugo (p. 15), los f.c. interplanetarios (p. 19), antenas de mis oídos, pupilas radiográficas (p. 20), rieles, carteles eléctricos, ritmos maquinísticos, aviones huelguistas, boscaje microfónico, hombres mecanistas (p. 21), Eva edissoniana, senos voltaicos, voz eléctrica, paracaídas (p. 22), acordes maquinísticos, aviones sitibundos, signos radiotelegráficos, semáforo tornátil (p. 24), vibraciones auriculares, avión del Verbo, cables aéreos, aviones trasatlánticos (p. 25), voltámetro (p. 29), nómadas iones (p. 39), rascacielos embrionarios, dientes eléctricos, fauces radiosas (p. 41), locomotora evadida, cohetes zodiacales, émbolo, locomotora ninfómana, aura eléctrica, (p. 43), ascensores, cohetes, wagonetas (p. 44), pistolas automáticas, pirotécnico celeste (p. 47). Todo esto no deja la menor duda en cuanto a la fascinación del autor por el progreso tecnológico. Sin embargo, y a pesar de los títulos referidos arriba, el interés no se centra casi nunca en un descubrimiento tecnológico como tal. No existe, por ejemplo, ningún poema sobre la luz eléctrica, el motor del automóvil, los rascacielos, los ascensores, el telégrafo, el micrófono, la radiografía o el paracaídas. Los que hay son «Auriculares» (sobre el teléfono, p. 25), «Torre Eiffel» (p. 33), «Arco Voltaico» (p. 40), «Locomotora» (p. 43), «Pararrayos» (p. 47) y «Madrigal aéreo» (p. 77) . He aquí «Arco Voltaico»18.
18 De la sección «Bellezas de hoy», p. 40. El Arco voltaico no solamente ha fascinado a Guillermo de Torre. La primera revista vanguardista en España era Arc Voltaic, que Joan Salvat Papasseit había fundado en Barcelona en 1918.
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La primera impresión que da el texto es que no se trata de un intento de ‘describir’ el fenómeno físico-técnico anunciado por el título. Más bien su presentación es fiel a la temprana advertencia de Vicente Huidobro, que insiste desde 1916 en El espejo de agua en que: no es el tema sino la manera de producirlo lo que lo hace ser novedoso. Los poetas que creen que porque las máquinas son modernas, también serán modernos al cantarlas, se equivocan absolutamente [...]. Si canto al avión con la estética de Víctor Hugo, seré tan viejo como él; y si canto al amor con una estética nueva, seré nuevo (Huidobro 1976: 720).
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Conforme a esto, más que como una descripción, el texto se presenta como la concretización verbal y visual de la fascinación por la enorme fuerza de la luz voltaica que va unida a temperaturas extremas y se debe a una tensión eléctrica alta. Tanta es la fascinación del autor, que compara el momento final en el que se produce el fenómeno físico del salto de la chispa con un orgasmo, y le parece que el grado de luminosidad alcanzada es equivalente al del sol: El «Día Voltaico» vence al «véspero elegíaco», al crepúsculo, a los faroles y a la luna. Sin embargo, no los quiere reemplazar. Esa nueva luz eclipsa igual que el sol durante el día a los diferentes lucíferos mencionados que aportan algo de luz por la noche. Gracias al invento técnico en cuestión se ve mejor por la noche, ya que los arcos voltaicos hacen las veces de soles nocturnos. Es verdad que en Hélices, los logros del progreso tecnológico se presentan como superiores a algunos fenómenos naturales. Por otro lado, siempre queda claro que están vistos como partes integrantes de la mejora o perfección de la Naturaleza, y nunca de su destrucción19.
PROGRESO TECNOLÓGICO, ERA NUEVA Y NUEVA ESTÉTICA Una lectura más atenta demuestra que los poemas de Hélices no tratan los avances técnicos que saltan a la vista como fenómenos aislados. Por ejemplo, llama la atención la regularidad con la que se utilizan términos científicos, pertenecientes sobre todo al campo de las matemáticas20. Los textos se parecen a veces a mediciones científicas de los diferentes espacios del mundo: Tanto de los espacios terrestres y extraterrestres como de los espacios interiores y exteriores del hombre. Esta medición se hace desde el punto de vista simultaneísta, es decir, de quien observa los cambios rápidos que se producen en las diferentes áreas de la vida moderna y los ve entrelazados inextricablemente. También llama la atención que, aun-
19 Dice Apollinaire en «L’esprit nouveau et les poètes» (1917): «Il y a mille et mille combinaisons naturelles qui n’ont jamais été composées. Ils [=les savants] les imaginent et les mènent à bien, composant ainsi avec la nature cet art suprême qu’est la vie. Ce sont ces nouvelles combinaisons, ces nouvelles oeuvres de l’art de vie, que l’on appelle le progrès» (Apollinaire 1991: 949). 20 Por ejemplo: poliédrico, omniédrico (p.15), hemiédrico (p. 40), isótropo (p. 51) o de álgebra como el «más» (+), el «menos» (-), el «por» (x), el «más de» (>), el «menos de» (