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Spanish Pages [143] Year 2018
Ensayo / Filosofía
MAX
colodro II
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ONTOLOGÍADE LA AUSENCIA
La metáfora en el horizonte de la desconstrucción
EDITORIAL CUARTO PROPIO
MAX COLODRO
ONTOLOGÍA DE LA AUSENCIA La metáfora en el horizonte de la desconstrucción
Ensayo / Filosofía
E D I T O R I A L C U A R T O P R O P I O
ONTOLOGlA DE LA AUSENCIA LA METÁFORA EN EL HORIZONTE DE LA DESCONSTRUCCIÓN © MAXCOLODRO
Inscripción N? 211.527 I.S.B.N. 978-956-260-605-9 © Editorial Cuarto Propio Valenzuela 990, Providencia, Santiago Fono/Fax: (56-2) 792 6520 Web: www.cuartopropio.cl Diseño y diagramación: Rosana Espino Corrección: Paloma Bravo Impresión: Imprenta LOM IMPRESO EN CHILE / PRINTED IN CHILE i a edición, julio de 2012
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ÍN D IC E
PRÓLOGO
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CAPÍTULO i Genealogía de la metáfora
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Metáfora y metafísica La metáfora viva
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CAPÍTULO 2 La hipótesis gramatológica
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Estructura y forma El modelo de la inscripción El afuera y el adentro La diseminación
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CAPÍTULO 3 Escritura y diferencia ontológica
75
La diferencia originaria La inversión de la grammé
75 88
CAPÍTULO 4 Premisas en desconstrucción
97
Autor y lector Des-construir Intertextualidad La metáfora originaria
97 105 113 118
CAPÍTULO 5 La desconstrucción de la metáfora
125
Metáfora y retirada del ser La muerte de la representación Corolario: respuesta a Ricoeur
125 132 140
REFERENCIAS BIBLIO GRÁFICAS
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PRÓLOGO
El significado se desploma de abismo en abismo, hasta que amenaza con perderse en las profundidades sin fondo del lenguaje. Hólderlin
La metáfora sería lo propio del hombre. Derrida
Como en su último y más precario reducto, la metafísica ha bría terminado refugiada en la diferencia entre el habla y la escri tura. Toda una geografía de contrastes y de dualidades pareciera concluir finalmente en ese instante perfecto en que se intercam bian, a la manera de un juego de espejos, lo hablado y lo escrito, la grafía que se habla y la voz que se escribe. Como si en su postrero estertor no quedara más que esa feble e ilusoria simetría, la am bivalencia del significado buscando su sitio, el último pliegue de una identidad perdida. En rigor, el sentido del ser y de los signos ha sido desde siempre una cuestión de identidad, de los medios y procedimientos necesarios para fundarla. De algún modo, toda la historia del pensamiento occidental vendría a concentrarse en ese punto matemático, a la vez infinito e infinitesimal, donde lo propio del lenguaje reclama su autonomía. Huellas, referentes, reflejos: síntomas de una presencia significante que requiere ser encontrada, o de una ausencia que necesitamos ocupar. “Somos una civilización ya demasiado tardía para los dio ses”, nos dice Heidegger; pero seguimos mirando a través de los cristales de una época, buscando los destellos inteligibles de un mundo cada día más ajeno e inabarcable. Igual que en el principio
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Ontología de la ausencia La metáfora en el horizonte de ¡a desconstrucción / MAX COLODRO
de los tiempos, una vez que el último dios ha partido, nos reen contramos de nuevo con el Verbo, con el Verbo desnudo, como Juan el Evangelista. Incansablemente buscamos el Misterio detrás de las palabras, para terminar comprendiendo luego que ellas son solo un rastro, el eco de un vacío que nos acompaña desde siempre. Llenamos el mundo de reflejos y destinamos la vida a dilucidar su origen y su sentido. Salimos a la cacería de la luz que ilumina nuestra mirada, para constatar, al final, que antes de que hubiera un primer habitante con ojos en el universo, todo era oscuridad. La metafísica ha dispuesto al ser en las cosas, hacién donos olvidar esa luz que las hace visibles. Cuando ese olvido se acerca entonces a su encrucijada histórica resuena la sentencia de Cartaphilus, el anticuario: palabras, palabras desplazadas y mu tiladas, palabras de otros, fue la pobre limosna que nos dejaron las horas y los siglos (Borges 1994, 28). Escribir es siempre volver a leer; la lectura es siempre una reescritura, un testamento hecho de palabras y en el que estamos en juego el universo y nosotros. Ese es el sino desde donde se alza la desconstrucción: fundar al ser a partir de la desfundamentación que suponen los signos, recorrer los intrincados senderos del lenguaje buscando no lo que se encuentra más allá -la exte rioridad-, sino la constante recreación del universo a través del sentido. No hay límite para lo insondable, para aquello que se escabulle por esos barrotes móviles conformados por las pala bras. El sentido del ser está irremediablemente perdido en las honduras de la textualidad, en ese misterio que supone descifrar el mundo. Cuando hemos llegado a la convicción de que escribir y leer son fundamentalmente lo mismo, cae el último velo de la metafísica y empezamos a comprender que el único absoluto es la escritura, la imposibilidad de estar fuera de ella. No hay enton ces metáfora viable, porque la propia separación que la distingue de la literalidad, cae también con todo lo demás. No obstante, no queda otra alternativa que recorrerla hasta el fin, hasta el instante
PRÓLOGO
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de su disolución en la química pura de los signos, en el recipiente inabarcable de la propia textualidad. La desconstrucción no es en el fondo más que eso: un procedimiento de lectura que borra su diferencia con la escritura y que, a partir de esa in-diferencia, des pliega al lenguaje mostrando su funcionamiento. Mostrar y no explicar es en rigor su único y modesto oficio. Pero en su aparen te inocencia, mostrar es aquí una estrategia de guerra, una fuerza irredimible que expone las coartadas que alimentan los discursos. Develar los implícitos, no claudicar frente a las trampas de lo ex plícito, es también un auto de fe. Llegar hasta las fronteras de lo no dicho, violar las razones de lo indecible, es lo único que puede permitir observarnos verdaderamente desnudos, expuestos ante nuestra propia sin razón. Para aspirar a ello, sin embargo, es necesario volver atrás, transitar la historia de un mundo sustancializado en el Verbo. En esa historia, que la desconstrucción decide reescribir, la metáfora es un nudo capital, un tropo donde se conjugan los grandes mis terios y los grandes dramas del pensamiento humano. Heidegger llega a concluir que no hay metáfora fuera de los márgenes de la metafísica. Develar la singularidad de esos márgenes es la tarea central para el proyecto de la desconstrucción. Presintiéndolo ape nas al inicio de esta travesía, logramos descubrir, en el último pel daño antes del abismo, que la desconstrucción de la metáfora no podía ser otra cosa que el despliegue inevitable de una metáfora de la propia desconstrucción.
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CAPÍTULO i Genealogía de la metáfora
Metáfora y metafísica
Animada por el imperativo de explicitar su propia premisa, la filosofía no habría dejado nunca de buscar su límite, de pensar se a sí misma en función de un desdoblamiento originario y de un principio de alteridad constituyente. En rigor, a lo largo del tiempo, el pensamiento filosófico solo lograría definirse a partir de la proyección ilusoria de su otro, de lo exterior a sus conceptos, de la exterioridad en sí, hasta el punto de hacer de esa diferencia su inevitable y constante objeto de develamiento. “Amplio hasta creerse interminable, un discurso que se ha llamado filosofía -el único sin duda que no ha oído recibir su nombre más que de sí mismo y no ha cesado de murmurarse de cerca la inicial- siem pre ha querido decir el límite, comprendido el suyo. En la fami liaridad de las lenguas llamadas (instituidas) por él naturales, las que le fueron elementales, este discurso siempre se ha limitado a asegurar el dominio del límite {peras, limes, Grenzé). Lo ha reco nocido, concebido, planteado, declinado según todos los modos posibles; y desde ese momento al mismo tiempo, para disponer mejor de él, lo ha transgredido. Era preciso que su propio límite no le fuera extraño. Se ha apropiado, pues, del concepto, ha creí do dominar el margen de su volumen y pensar su otro” (Derrida 1989: 17). En la forma de un destello de esa primera alteridad, la fun dación del eidos platónico impone una distancia inaugural entre el mundo inteligible {kósmos noetós) y el mundo sensible {kósmos bora tos), una diferencia que relega el campo de las Ideas a una dimensión
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abstracta y trascendental, ontológicamente separada del mundo cambiante y finito de las apariencias. Desde ese momento, dicha dualidad se despliega como una escena originaria, como un telón de fondo para la representación de un logos universal, una y otra vez actualizado por los alcances de su propia obra. La diferencia entre el eidos y sus formas de participación queda así configurada como el síntoma de una escisión significante, de una huella an cestral, a la cual el pensamiento filosófico no dejará de interrogar e intentar explicar a lo largo de los siglos. La naturaleza de esa diferencia terminará sin embargo por cristalizar en un olvido tras cendental, un olvido que para Heidegger es la cualidad fundante de la propia metafísica, y que tendría en Platón su momento inaugural. La historia de la filosofía posee desde ese instante un primer núcleo canónico que, al tiempo que relega el ser al olvido, dispone al ente como único y constante objeto de develamiento. Con todo, el arquetipo platónico de la diferencia tendrá tempranamente la primera de sus largas revisiones y confronta ciones críticas. Aristóteles hace de su propia elaboración filosófi ca una distancia inicial, el primer viaje del concepto fuera de los límites de aquella dualidad. Decide, entonces, empezar su propia travesía tomando distancia —quizá ubicándose a sí mismo como un primer límite—para refundar a la diferencia desde un nuevo principio. A partir de él, la distinción entre la esfera del eidos y la esfera sensible se desplaza hasta configurar una nueva inma nencia, un espacio conceptual donde las categorías de materia y forma, potencia y acto, terminan por sintetizar la cuádruple raíz de un inédito modelo de entidad. Las Formas platónicas son, desde este instante, radicalmente puestas en cuestión en su pre eminencia ideal; el carácter eterno e inmaterial de las esencias de las que participan las cosas, de las cuales el mundo sensible sería solo una presencia aparente, quedará finalmente trastocado por un concepto de entidad que se funda ahora precisamente en la resistencia a aquella dualidad inaugurada por Platón. Aristóteles
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sostiene: “resulta evidente que ningún universal existe separado, fuera, de las cosas singulares. Sin embargo, los que afirman (que) las Formas (existen de este modo), en cierto sentido tienen razón al separarlas, si es que son entidades, pero en cierto sentido no tienen razón, ya que denominan ‘Forma’ a lo uno que abarca una multiplicidad. Y la causa está en que no son capaces de aclarar qué son tales entidades incorruptibles, aparte de las singulares y sensibles” (Aristóteles, Metafísica, VII, 1040b 27 y ss). La noción aristotélica de ousía define el paso a una concep ción del lenguaje donde la inmanencia entitativa expresa, antes que nada, un problema de identidad. La unidad de referencia que articula el universo de las entidades remite necesariamente a los nombres propios como el horizonte primero en el que se gesta la constitución de la léxis como fenómeno expresivo. El nominalis mo platónico derivado de la filiación intrínseca entre las ideas y su parusía cede su lugar a un convencionalismo donde las palabras ya no responden a una naturaleza nominal de los objetos y estado de cosas a los que designan. Las convenciones des-naturalizan así a las palabras hasta el punto de poder intercambiarlas unas a otras en un juego de aproximaciones sucesivas al mundo sensi ble. La posibilidad de estos desplazamientos de sentido adquiere entonces substancialidad, precisamente porque las convenciones lingüísticas son lo suficientemente flexibles como para dar cuen ta de la riqueza de sus matices. Con todo, dicha plasticidad no deja de mantener en Aristóteles un nexo con la singularidad de las cosas expresadas, y es ese nexo el que explica al final el valor y el alcance de las propias convenciones. “El lenguaje tiene una cara material y otra formal, una cara externa y otra interna: in terna, porque se encuentra vinculada al pensamiento, que guarda una relación de semejanza respecto a la realidad; y externa, por que consta de signos y sonidos que adquieren cierta necesidad al ser aceptados por el uso común vinculándose con determi nados contenidos. El significado de las palabras no depende
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totalmente de su aspecto material. La comunicación está pre servada si se salvaguardan las convenciones y por ello, lo que garantiza la estabilidad de un nombre es la convención. Y ésta se entiende no como una denominación arbitraria, sino como parte de un proceso social más amplio. Cuando una palabra ha estado sometida a un uso continuo, se convierte en un trozo del mundo por un proceso de convención social, pasa a ser una realidad exte rior con la que es preciso manejarse y que puede restringir y regu lar, a la vez que ordenar, la conceptualización. Por tanto, así visto, el convencionalismo en Aristóteles más que abordar el problema de si los términos significan naturalmente las realidades designadas por ellos, plantearía cuál ha de ser la corrección de los nombres para que no se den problemas de identidad” (Vega 185-186). El convencionalismo aristotélico busca resguardar el princi pio de identidad que define a los nombres propios y, mediante él, al horizonte inteligible de las entidades. Pero, paralelamente, la naturaleza de las convenciones es ya lo suficientemente autóno ma del mundo de las entidades como para permitir y hacer posi bles los desplazamientos de sentidos que son propios del lenguaje metafórico. El lenguaje puede ahora abarcar desde sí mismo ya no únicamente el campo de la literalidad, del uso común de los términos (kurion), sino que se abre a la plasticidad infinita de los tropos, de figuras retóricas y poéticas que alimentan la belleza y dan cuenta de la polivalencia del sentido. A partir de este giro, las posibilidades de la metáfora queda rán en cierto modo acotadas y sometidas al destino de la léxis y, con ella, al despliegue general de la metafísica. “Aristóteles sabe, pues, que interroga maneras de decir el ser en tanto que es pollakós legomenon. Las categorías son figuras {skematá) según las cuales se dice el ente propiamente dicho en tanto que se dice según varios giros, varios tropos. El sistema de las categorías es el sistema de los giros de lo que es. Hace comunicar la problemática
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de la analogía del ser, de su equivocidad o de su univocidad, y la problemática de la metáfora en general. Aristóteles los conecta explícitamente al afirmar que la mejor metáfora se ordena a la analogía de la proporcionalidad. Esto bastará para probar que la cuestión de la metáfora no se plantea al margen de la metafísica en mayor medida en que el estilo metafórico y el uso de las figu ras se define como un adorno accesorio o un auxiliar secundario del discurso filosófico” (Derrida 1989: 222-223). Heidegger no dejará de insistir en la importancia de este nexo entre entidades y lenguaje en la filosofía aristotélica. En la medida en que ese nexo confirma a la metáfora como un tropo de la léxis, la mantiene adscrita a un orden filial donde el prin cipio de la representación del signo implica el horizonte de las entidades y, por tanto, a la metafísica como olvido del ser. Dicha relación entre lenguaje y metafísica irá develándose en la filosofía de Heidegger como un nudo conceptual cada vez más decisivo, sobre todo en sus obras tardías, marco donde la reflexión sobre el fundamento de la palabra pasa a constituirse en un eje de su quehacer intelectual. El lenguaje como dimensión expresiva del ocultamiento del ser llega a constituirse así en un motivo his tórico trascendental para la filosofía heideggeriana, que devela toda su riqueza y profundidad ontológica, y que lleva al habla a ocupar un lugar decisivo en el esclarecimiento y finalización de la metafísica. En rigor, para el pensador alemán “el habla misma descansa sobre la diferencia metafísica de lo sensible y de lo nosensible, en la medida en que los elementos de base, sonido y escritura por un lado, significación y sentido por otro, sostienen la estructura del habla (...) El habla, entendida en su plenitud de significación ha trascendido ya siempre el aspecto sensible y físi co del fenómeno fonético. El habla, en tanto que sentido sonante y escrito, es algo en sí suprasensible que excede sin cesar lo me ramente sensible. El habla entendida así es en sí misma metafísica ’ (Heidegger 1990: 94).
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A partir de esta idea, Derrida dispone a la léxis y a la metá fora aristotélicas como cristalizaciones propias de la metafísica, de esa estructura’ de pensamiento donde la diferencia entre el ser y el ente se da como olvido del ser, es decir, como un olvido que se manifiesta en la presencia de lo entitativo significado por las palabras. Para el filósofo francés, una de las consecuencias que derivan de este olvido del ser es precisamente que su es tructura hace a Aristóteles debilitar la diferencia primera entre pensamiento y lenguaje, cerrar ese círculo que la diferencia abre a la interrogación de sí misma a través de las palabras, haciendo visible un sustrato metafísico inherente a la in-diferencia propia al modelo de la entidad aristotélico. La imposibilidad de separar lenguaje y pensamiento será, en rigor, una cualidad que termina por desgajar al ser de su inmanencia inteligible, trasfiriendo la totalidad de esa inmanencia semántica a un sistema de represen taciones separado e independiente de las propias entidades. La indistinción entre lenguaje y pensamiento tendrá entonces como fundamento una diferencia de origen entre el espacio de la repre sentación {pensamiento inteligible) y la esfera de lo real, que es el universo propio de las entidades. El espacio ontológico del ente comprendido como unidad de referencia, hace de la separación entre las palabras y las co sas la única diferencia realmente originaria, la dimensión donde los eventuales contrastes y matices entre pensamiento y lenguaje tienden a unificarse en base a los requerimientos de una realidad sustancial e intrínsecamente expresable. “El pensamiento’ -lo que bajo este nombre vive en Occidente—nunca habría podido surgir o anunciarse sino a partir de una cierta configuración de noein, legein, einai, y de esta extraña mismidad de noein y de einai de la que habla el poema de Parménides. Ahora bien, sin proseguir aquí en esta dirección, es preciso subrayar al menos que en el momento en que Aristóteles sitúa las categorías, la categoría de la categoría, (gesto inaugural para la idea misma de lógica, es decir,
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de ciencia de la ciencia, luego de ciencia determinada, de gramáti ca racional, de sistema lingüístico, etc.), entiende responder a una pregunta que no admite, en el lugar donde se plantea, la distin ción entre lengua y pensamiento. La categoría es una de las mane ras que tiene el ‘ser de decirse o de significarse, es decir, de abrir la lengua a su afuera, a lo que es en tanto que es o tal como es, a la verdad. El ‘ser’ se da justamente en el lenguaje como lo que abre al no-lenguaje, más allá de lo que no sería sino el adentro (‘subjetivo’, ‘empírico’ en el sentido anacrónico de estas palabras) de una lengua” (Derrida 1989: 221-222). El camino de la in-distinción entre pensamiento y lenguaje implica clausurar la posibilidad de que, a la manera de Platón, existan ideas fuera de las palabras, pero al mismo tiempo, supone que la representación inteligible de las entidades está radicada en el lenguaje y no depende de una cualidad inmanente a la ousía. Lo singular de las palabras, y en particular de los nombres propios, no sería entonces su dependencia de la identidad ontológica de las cosas, sino el constituirse ellas mismas como resultado de un procedimiento lingüístico que se ha convenido hasta el punto de naturalizarse y de unificarse en cuanto tal. En última instancia, la marca física que sustenta una palabra (en cualquiera de sus formas) será también una entidad, pero no inmanente o natural a la sustancia designada por ella. Así, a través de este giro, Derrida hace a la metafísica volver en Aristóteles sobre sus propios pasos, dado que para el Estagirita, toda entidad lingüística y en última instancia cualquier marca física significable, quedaría de algún modo sometida al destino de ese nexo con una presencia exterior, a una instancia que posee la cualidad de ser significada a través de otra entidad (el signo), que le es trascendente en términos ontológicos. La marca, la huella, olvidaría entonces su dependencia respecto a los procesos de escritura y de lectura, constituyéndose como un espacio derivado y condicionado, la marca de una marca, cuyo trazo dispone la presencia hacia lo inteligible, pero donde
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lo inteligible no necesita por sí mismo de la marca de un signo para llegar a la condición de ser. Lo propio (idion) de una marca sería así su capacidad de expresar o de significar lo inteligible de una entidad trascendental, y esa premisa lleva de la mano a la metafísica en su conjunto, en la medida en que toda posibilidad del lenguaje, y de metáfora como alteración o transferencia de significado, quedaría sometida sin remedio a la extensión general de su dominio. El idion aristotélico sería definido entonces como aquello que, sin expresar la esencia de la entidad, pertenece a ella y puede ser tomado por ella, incluyéndose por tanto dentro de las figuras de la predicación, y ocupando el lugar de predicado de un sujeto sí y solo sí le pertenece propiamente a él. La metafísica aristotélica termina a través de esta vía por asentarse sobre la premisa de que no hay lenguaje sin pensamiento, y que no hay pensamiento sin representación de una esencia entitativa significada. Esta doble dependencia fija finalmente el marco en el que se constituye la definición aristotélica de metáfora, el espacio lógico en el que su formalidad adquiere la consistencia que le permite acotar los términos y los procedimientos para su uso en el ámbito general de la léxis. En la filosofía de Aristóteles, la noción de metáfora llega así a ser consustancial a un concepto de lo propio, de la transferencia y de lo otro, donde la metafísica ha quedado ya plenamente restituida por la noción general de la ousía como un nuevo momento en el darse histórico del olvido del ser: “la metáfora (metaphora) es la transferencia {epiphora) a una cosa de un nombre (onomatos) que designa otra {allotriou), trans ferencia del género a la especie {apo tou genus epi eidos) o de la especie a la especie (apo tou eidous epi eidos) o según la relación de analogía (é kata to analogon)” (Aristóteles, Poética, 1457b 6-9). En esta definición primera, la metáfora se ubica como una figura de la léxis, como una alteración del significado inherente a un nombre por la vía de una transferencia o traslación (epiphora)
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del sentido, que busca hacer visible o destacar una dimensión cognitiva, retórica o estética. Lo propio, el nombre (onoma), se separa en este esquema de la esencia de la entidad, pero se man tiene aún como la esencia de lo nombrable en ella. Esto reconduce la dualidad de la metafísica (ente-ser) a los patios interiores del lenguaje, pero no ya a la manera de una diferencia entre pensa miento y expresión, sino como distinción de forma entre lo que sepiensa (dianoia) y lo que se dice (léxis). Y ya que para Aristóteles un pensamiento inexpresado o inexpresable no puede pertenecer a la esfera de lo sensible, el campo del lenguaje deviene el lugar inevitable de dicha diferencia, haciendo que la léxis, lo efectiva mente expresado, sea el reducto donde el pensamiento adquiere realidad y coherencia. La dianoia pasa en este marco a ocupar un lugar previo a la léxis en la medida en que lo expresado nunca es la totalidad de lo expresable, la infinitud de sus matices y de sus modos; la léxis definiría siempre un territorio parcial en sus po sibilidades, en sus sentidos y en sus intenciones, pero total en la medida en que el infinito de la polivalencia se reduce y se pierde en lo infinitesimal de la expresión realizada, de lo conducido has ta el campo limitado y limitante de la palabra hablada o escrita. Dado que siempre hay más riqueza y profundidad en el pen samiento que en la palabra, ésta última queda necesariamente acotada por esa reducción que define al lenguaje, reducción que opera sobre la base de lo significado, es decir, sobre el principio de lo sensible y de lo verificable. La dianoia cubre y llena la ex presión de contenidos, le otorga un carácter esencialmente plural e indeterminado a su sentido, pero éste no posee más rostro que la máscara elaborada por las palabras, por el ropaje múltiple y transferible que adquiere un cuerpo que solo a nivel de “la presu posición eidética” (Derrida 1962: 104) podría pensarse desnudo. Así, “hay léxis y en ella metáfora en la medida en que el pensa miento no se hace manifiesto por ella, en la medida en que el sentido de lo que se dice o se piensa no es un fenómeno por sí
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mismo. La dianoia en tanto tal, todavía no tiene relación con la metáfora. No hay metáfora más que en la medida en que se supo ne que alguien manifiesta por una enunciación un pensamiento que en sí mismo sigue siendo no aparente, escondido o latente. El pensamiento cae sobre la metáfora, o la metáfora cae en suerte al pensamiento en el momento en que el sentido trata de salir de sí para decirse, enunciarse, llevarse a la luz de la lengua. Y, sin em bargo -este es nuestro problema-, la teoría de la metáfora sigue siendo una teoría del sentido y plantea una cierta naturalidad de esta figura” (Derrida 1989: 272). La posibilidad de esta diferencia situada ya al interior del lenguaje, tiene, con todo, un nexo vital con lo propio de los entes, con la esencia de las cosas, es decir, con su condición de sujeto. En términos de estructura gramatical, esta condición de sujeto se opone al verbo (réma,) que define su acontecer temporal, trans formando dicha separación en la clave de todas las operaciones que implica el ejercicio de la predicación. En la medida en que el sujeto está puesto en el tiempo, hay ya una inevitable variabilidad en las posibilidades de la predicación, en sus cambios de estado y de condiciones. Lo propio del nombre define la singularidad del sujeto, pero su ser en el tiempo implica de hecho el intercambio de propiedades de un sujeto esencialmente dinámico, contingen te. Para Aristóteles, al final, “es propio lo que, sin expresar lo esencial de la esencia de su sujeto no pertenece, sin embargo, más que a él, y se puede intercambiar con él en la posición de pre dicado de un sujeto concreto” (Aristóteles, Tópicos, I, 5, 102a.). La separación entre sujeto y predicado deviene diferencia preci samente a través de lo intercambiable, en la articulación entre lo permanente de una singularidad, y aquello que la hace variar en el tiempo. El verbo es la dinámica de esa predicación, movilidad constituyente pero a la vez insustancial al sujeto, condición sin la cual la entidad queda fuera del tiempo y vuelve a ser, en el fondo,
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una idea platónica, singularidad abstracta e inconmovible, pero en esencia, inexistente. Por su parte, el nombre responde siempre a un principio de identidad, pero de una identidad imitada (mimesis) por el velo de la léxis. En rigor, ello implica ya un desdoblamiento, la duali dad de la palabra entendida como una marca física y del sentido como ámbito de la metafísica, contenido trascendente a la forma que lo recubre, pero sin el cual no podría adquirir existencia. La mimesis es en Aristóteles un resultado de la analogía, de esa es tructura dual que define a la metafísica, campo semántico donde la transferencia del sentido y del significado propio tiene lugar más allá de lo puramente físico. “La mimesis determinada así per tenece al logos, no es la imitación animal, la mímica gestual; está ligada a la posibilidad del sentido y de la verdad en el discurso. Al comienzo de la Poética, se plantea la mimesis de alguna manera como una posibilidad propia de la physis. Esta se revela en la mi mesis, o en la poesía que es una de sus especies, en razón de esta estructura poco aparente que hace que la mimesis no traiga del exterior el pliegue de su repetición. Pertenece a la physis, o, si se prefiere, ésta comprende su exterioridad y su doble. La mimesis es, en este sentido, un movimiento natural’. Esta naturalidad es reducida y confiada por Aristóteles al habla del hombre. Más que una reducción, este gesto constitutivo de la metafísica y del humanismo es una determinación teleológica: la naturalidad, en general, se dice, se parece, se conoce, se refleja y se ‘imita por excelencia y en verdad en la naturaleza humana. La mimesis es lo propio del hombre. Solo el hombre imita propiamente. Solo él siente placer al imitar, solo él aprende a imitar, solo él aprende por imitación. El poder de la verdad como develamiento de la naturaleza {physis) por la mimesis pertenece congénitamente a la física del hombre, a la antropofísica. Este es el origen natural de la poesía y este es el origen natural de la metáfora” (Derrida 1989: 276-277).
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La existencia del nombre propio deviene finalmente en una premisa heurística, en el lugar desde y hacia donde se proyectan las posibilidades de imitación significante. Lo propio se vuelve un lugar natural, la dimensión física donde se establece la trans ferencia de sentido como posibilidad analógica, como fundación trascendental de un orden esencialmente binario. La significación deviene el reducto de la mimesis, el núcleo metafísico donde el sentido se desprende de las palabras, de su ‘lugar natural’, y re crea un orden paralelo, un despliegue semántico que traspasa la esfera material de la sintaxis dejándola como una estructura va cía, como una huella del ser. El signo en su condición de marca será entonces como una casa deshabitada, lugar del no-lugar del sentido, la huella que solo en la medida en que se articula con otras marcas en una dinámica hablada o escrita, logra convocar al sentido al roce de la presencia. “De modo inseparable, el sentido es lo expresable o lo expresado de la proposición, y el atributo del esta do de cosas. Tiene una cara hacia las cosas y otra hacia las proposi ciones. Pero no se confunde ni con la proposición que la expresa ni con el estado de cosas o la cualidad que la proposición designa. Es exactamente la frontera entre las proposiciones y las cosas. En este aliquid, a la vez extra-ser e insistencia, este mínimo del ser conviene a las insistencias. Y es acontecimiento’ en este sentido: a condición de no confundir el acontecimiento con su efectuación espacio-temporal en un estado de cosas. Así pues, no hay que pre guntar cuál es el sentido de un acontecimiento: el acontecimiento es el sentido mismo. El acontecimiento pertenece esencialmente al lenguaje, está en relación esencial con el lenguaje; pero el lengua je es lo que se dice de las cosas” (Deleuze 1989: 44). La diferencia entre la proposición y el estado de cosas define el espacio de la analogía, activando ese lugar de la ‘insistencia’ del acontecimiento que es su propia fundación. La insistencia es en sí misma una huella, en la medida en que supone un ‘más allá’ de lo puramente físico y sensible que configura al ente. La
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insistencia aparece, en rigor, como el ámbito de lo presupuesto, de la ousía inmaterial e inmóvil que a través de la unidad de referen cia aristotélica hace posible la physis. El sentido y el significado son precisamente aquello que articula esta dualidad, que hace a las entidades expresables a través de las palabras y que también las condena a su límite, a no poder llegar hasta el campo de lo significado si no es a través de ellas. Las palabras no existen sin esa presuposición que las hace funcionar, sin ese conjunto de reglas y de implícitos que les permite moverse como piezas en un tablero de ajedrez1. Sin ello, no son más que huellas del significa do, piezas inertes que solo pueden adquirir sentido cuando una subjetividad hace uso de su materialidad, articulándola con una intencionalidad estratégica que por definición no está ni puede estar en ellas mismas. Lo presupuesto es entonces esa subjetividad trascendental, un universo de significados y de usos que definen a las palabras, pero cuya articulación no puede traspasar la frontera propia del lenguaje. Es, en definitiva, la paradoja del límite y de la diferencia entre lo físico y lo metafísico, cuestión que no tiene resolución ni termino fijo, sino que más bien deviene en una re gresión interminable de las palabras hacia sí mismas. En rigor, “el sentido es como la esfera en la que ya estoy instalado para operar las designaciones posibles, e incluso para pensar sus condiciones. El sentido está siempre presupuesto desde el momento en que yo empiezo a hablar; no podría empezar sin ese presupuesto. En otras palabras, nunca digo el sentido de lo que digo. Pero, en cambio, puedo siempre tomar el sentido de lo que digo como el objeto de otra proposición de la que, a su vez, no digo el sentido. Entro entonces en la regresión infinita del presupuesto. Esta regre sión atestigua a la vez la mayor impotencia de aquel que habla, y la más alta potencia del lenguaje: mi impotencia para decir el
Sobre la analogía entre juegos de lenguaje y ajedrez Ver (Wittgenstein 1991:159).
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sentido de lo que digo, para decir a la vez algo y su sentido, pero también el poder infinito del lenguaje para hablar sobre las pala bras” (Deleuze 1989: 50). A la manera de un uso singular, la metáfora quedará puesta so bre una derivada de este presupuesto, manteniendo, sin embargo, constante la idea de lo propio del onoma, que sigue siendo el eje de lo intercambiable y de lo transferible. Con todo, hay en ello otra presuposición anexa, implícita en la ontología del lenguaje aristotélica, que termina por acotar al final el uso de la metáfora al campo experimental de las téchnai, y que la separa claramente de la esfera singular de las epistémai. “En las epistémai se conoce con necesidad mientras que la techné es el ámbito donde la reducida y contingente libertad humana pretende, en la medida de lo posi ble, ganar terreno a la necesidad del ser mediante el hacer. Lo que late en el fondo es una falla más profunda: la necesidad del ser y la contingencia del hacer, la razón teórica y la razón práctica. La diferencia de discursos en los que aparece la metáfora sería clara porque la retórica tiene que ver con la apariencia” (Vega 65). La metáfora logra mantenerse así como un reducto de la me tafísica, como dispositivo formal de un uso retórico o poético que no altera la esencia de las cosas, sino que permite ilustrar y develar las múltiples maneras del ser a través del juego y el intercambio de propiedades semánticas. Según esta imagen, las entidades son, por definición, inalterables, no viendo nunca afec tadas su cualidad y su singularidad por los alcances que derivan de las transferencias de sentido. “Las significaciones transferidas son las de propiedades atribuidas, no las de la cosa misma, sujeto o sustancia. En ello la metáfora sigue siendo mediata y abstrac ta. Para que sea posible, es necesario que, sin comprometer a la cosa misma en un juego de sustituciones, se pueda reemplazar unas propiedades por otras, ya pertenezcan estas propiedades a
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la misma esencia de la misma cosa, o sean extraídas de esencias diferentes” (Derrida 1989: 288). La posibilidad del intercambio se vuelve una condición nece saria para que la operación misma de la metáfora se realice, pero ella requiere que la esencia de un sujeto concreto sea capaz de varias propiedades a la vez, es decir, que entre la esencia y lo pro pio exista una multiplicidad de atributos que pueda desplazarse desde el sujeto al predicado y viceversa. El signo lingüístico será así solo el medio de expresión de una esencia inmanente, la cual únicamente podría ser develada en su condición significante, es decir, en esa dimensión mediata y abstracta que la articula como signo de una realidad preexistente. La significación como proce so supone ya en su principio una desviación de lo sensible a lo inteligible, un curso que traspasa la esfera propia de las entidades y que las conjuga con otras identidades igualmente autónomas como son los signos del lenguaje. Dicha separación, restituida como diferencia ontológica por la unidad de referencia, es el paso decisivo que trasladaría la concepción de la metáfora aristotélica de vuelta a los márgenes sólidos y estables del orden metafísico. Todo signo, en tanto que expresión de un desplazamiento origi nario, tendría en su naturaleza una cualidad metafórica que, sin embargo, ha quedado olvidada desde el momento en que la me táfora se define a sí misma en contraste con un presunto lenguaje literal, propio o común. “La metáfora estaría encargada de ex presar una idea, de sacar afuera o de representar el contenido de un pensamiento que se denominaría naturalmente ‘idea’, como si cada una de estas palabras o de estos conceptos no tuviera toda una historia (a la que Platón no es extraño) y como si toda una metafórica o, más generalmente, una trópica no hubiera dejado en ella ciertas marcas” (Derrida 1989: 263). La fundación aristotélica de la metáfora tendrá entonces re lación con esta dualidad propia del sentido y del significado, con
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esa dimensión de la léxis que logra escindirse del imperativo de la verdad, para dar lugar a ese vasto universo donde habita la hon dura y la riqueza intencional del lenguaje. Y sobre esa premisa, opera precisamente la desconstrucción como proyecto filosófico, donde lo metafórico se despliega como el eslabón central de la crítica a su propia dualidad constituyente. La metáfora es defini da por Derrida como un tropo decisivo en la cristalización de ese horizonte en que el lenguaje, la escritura y la realidad devienen sutilmente cómplices. Del mismo modo como ocurre con el suje to trascendental de Kant, la metáfora implicaría para la descons trucción toda una tropología en acto, una estructuración categorial de la realidad que pareciera hacer imposible situarse fuera de los márgenes de su dualismo implícito. El noúmeno y el fenómeno, lo literal y lo figurado, responden a un tropo semejante, don de las categorías y los signos del lenguaje definen los límites del pensamiento haciendo posible la irrupción de lo inteligible. “En términos cognoscitivos, el yo trascendental y el punto de vista metafórico cumplen funciones idénticas. La filosofía trascenden tal es intrínsecamente metafórica, y la metáfora, intrínsecamente trascendental” (Ankersmit 32-33).
La m etáfo ra viva
La desconstrucción puede ser definida en sí misma como el resultado de un proceso de lectura, un fin posible en la travesía conceptual de la metáfora, pero, en cuanto posible, ni necesario ni inevitable. No, al menos, para Paul Ricoeur, cuyo análisis filosó fico sobre la metáfora busca precisamente evitar esa bifurcación que la conduciría a su ‘desgaste final’, a una simbiosis con la esencia del lenguaje, corolario explícito y central de la descons trucción. Así, la auto-implicación de la metáfora que deriva de la posición de Derrida a este respecto, tendría en su núcleo una
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paradoja radical, de la cual Ricoeur intenta precaverse y escapar, para que la metáfora viva pueda ver la luz de su propia vitalidad. Esta paradoja, fundante de la desconstrucción, es que no hay dis curso acerca de la metáfora que no ocurra dentro de una red con ceptual ella misma engendrada metafóricamente. “No hay lugar no metafórico desde donde se perciba el orden y la clausura del campo metafórico. La metáfora se dice metafóricamente. De este modo, la palabra ‘metáfora y la palabra ‘figura testimonian esta recurrencia de la metáfora. La teoría de la metáfora remitiría cir cularmente a la metáfora de la teoría, la cual determina la verdad del ser en términos de presencia. No podría haber un principio de delimitación de la metáfora, ni definición cuyo definiente no contenga lo definido; la metaforicidad no es en absoluto dominable. El proyecto de descifrar la figura metafórica en el texto filosófico se destruye al final a sí mismo” (Ricoeur 430-431). Esta es la imagen de la metáfora que deriva, según Ricoeur, de los axiomas centrales de la desconstrucción. Y es sobre esa ima gen y contra esa imagen que se despliega todo un aparato con ceptual cuyo resultado llegaría a ser, contrariamente, la metáfora viva, una noción de lo metafórico sobre cuyo cuestionamiento se funda a su vez la desconstrucción. De este modo, nos encontraría mos desde el inicio frente a un escenario de polémica: metáfora viva versus metáfora muerta o “gastada”, un juego de contrastes y de tensiones donde la desconstrucción de la metáfora requiere ilustrar primero el devenir de la metáfora viva hacia su propia gé nesis constituyente. Dado el vínculo atávico que pareciera existir entre ambas miradas, una génesis conceptual de la desconstruc ción debiera partir primero por exponer el núcleo de la metáfora viva contra la cual se sitúa como respuesta; un proceso largo y laborioso que avanza en sus propios términos desde la retórica a la semántica, y de los problemas de sentido hacia los problemas de referencia. En rigor, Derrida intuye también que hay aquí un curso de colisión donde los resultados y las implicaciones de la
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metáfora viva están desde un comienzo destinados a enfrentar los postulados básicos del proyecto de una desconstrucción de la metá fora, y que se despliegan como una alteridad de principio donde ambos análisis se confrontan inexorablemente. El juicio crítico que traza la ‘retirada de la metáfora’ de Derrida tendría entonces como testigo de cargo a la metáfora viva, ya que esta ‘retirada’ dice comenzar ahí donde la metáfora viva dice terminar. Inver samente, la metáfora viva buscaría evitar ese salto ‘sin destino’ que la desconstrucción parece querer imponerle, y que no es otro que la insistencia en su complicidad ancestral con la esencia de la metafísica, proyecto logocéntrico que no habría querido pensar radicalmente las condiciones y las implicancias onto-teológicas de su propia constitución. De este manera, para llegar al proceso embrionario de la des construcción de la metáfora será necesario revisar las etapas que explican a la metáfora viva, travesía conceptual que la conduce al núcleo de esta paradoja auto-implicante que la desconstrucción pareciera consumar. Ricoeur encamina su discurso siguiendo un trayecto lógico de etapas sucesivas, donde la metáfora termina siendo vindicada como instancia activa en la producción del sen tido, de un sentido ‘autoreflexivo’ en que el lenguaje se sabe a sí mismo en su condición de ser. A partir de esta idea, la metáfora viva “invertiría la relación con su referente de tal manera que se percibe a sí misma como ligada al discurso del ser sobre el que recae. Y esta conciencia reflexiva, lejos de encerrar al lenguaje en sus propios límites, es conciencia vital de su apertura. Implica la posibilidad de enunciar proposiciones sobre lo que es y decir aquello que es traído al lenguaje en tanto lo decimos (...) Cuan do hablo, sé que algo es traído al lenguaje. Y este saber ya no es mmz-lingüístico, sino extra-lingüístico: va del ser al ser-dicho, en el mismo proceso en que el lenguaje va del ser a la referencia” (Ricoeur 454).
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La metáfora viva se explica a sí misma como la culminación de un trabajo teórico donde todo el lenguaje debe ser pensado como el ser-dicho de la realidad. Pero para arribar a este punto, sin embargo, será necesario develar su propia genealogía, un sendero en el cual la metáfora aristotélica juega también un papel inaugu ral. La Poética y la Retórica de Aristóteles suponen, de hecho, un momento fundante para Ricoeur, a partir del cual el campo de lo metafórico empieza a especificarse según funciones y figuras del discurso. En la Poética, se hace presente la verdad de la belleza y del goce estético, que tienen como principio las bondades de la mimesis. En la Retórica, en cambio, la léxis es destacada en función de las técnicas de la elocuencia, en su capacidad para especificar los medios de la persuasión, diferencia que hace posible distinguir sobre un fondo común del lenguaje a las artes miméticas y a las artes de la prueba persuasiva. En rigor, para Aristóteles “la poesía no es elocuencia. No apunta a la persuasión, sino que produce la purificación de las pasiones por el terror y la piedad. Poesía y elocuencia designan así dos universos de discurso distintos. Pero la metáfora tiene un pie en cada campo. Puede, en cuanto es tructura, consistir en una única operación de transferencia del sentido de las palabras; pero en cuanto función, sigue los desti nos diferentes de la elocuencia y de la tragedia; habrá pues una única estructura de la metáfora, pero dos funciones distintas: una función retórica y una función poética” (Ricoeur 21). Sobre esta distinción primera, la metáfora aristotélica será definida según esa estructura común, reservando el análisis de sus funciones específicas a estas dos disciplinas ya separadas. Así, es necesario situar a la metáfora sobre el fondo compartido por las artes miméticas y las técnicas de la persuasión, fondo cuya singu laridad es precisamente la estructura de la léxis, y donde el nom bre aparece como el núcleo desde el cual empieza a constituirse la autonomía de la significación. El nombre (onoma), de hecho, se devela como el término común a la enumeración de las partes del
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discurso, unidad semántica que fija un umbral del sentido en la configuración de la léxis, en base a sus elementos básicos que son las letras y las sílabas, sonidos desprovistos, según Aristóteles, de significación por sí mismos. “Es, pues, por oposición al sonido ‘indivisible (letra) y al sonido ‘asémico (sílaba, artículo, conjun ción) que se define el nombre como sonido complejo dotado de significación. Sobre este núcleo semántico de la elocución, será injertada luego la definición de la metáfora, como una transfe rencia de la significación de los nombres. La posición clave del nombre en la teoría de la elocución es por tanto de una impor tancia decisiva” (Ricoeur 24). La centralidad del nombre en la formación del discurso y en la estructura de léxis define, en opinión de Ricoeur, el curso general de la retórica aristotélica, en la medida en que no solo condiciona a la metáfora como algo que en esencia le ocurre al nombre, sino también, porque deja al conjunto de la retórica an clada en un campo acotado por las técnicas y los procedimientos de la transferencia de sentido {epiphorá). En rigor, toda la teoría de los tropos queda, a partir de esta definición, anclada en la primacía y el desplazamiento de una palabra, no en el conjunto de la proposición, lo que implica que la idea de un sentido tro pológlco se inserta de manera restrictiva en el sentido literal del nombre tomado aisladamente. Así, “relacionando la metáfora al nombre o la palabra y no al discurso, Aristóteles orienta por mu chos siglos la historia de la poética y la retórica de la metáfora. La teoría de los tropos -o figuras de palabras- está contenida in nuce en la definición de Aristóteles. Este confinamiento de la metáfora entre las figuras de palabras será, ciertamente, la ocasión de un extremo refinamiento de la taxinomia” (Ricoeur 27). Con todo, la metáfora quedará subordinada por esta vía a la centralidad del nombre, y se adhiere a los efectos de sentido’ que permite la teoría de los tropos. A medida que se abre, entonces,
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la posibilidad de jugar con los desplazamientos e intercambios de palabras, se acotan también las posibilidades efectivas de la metaforología. El nombre pasa a ser un reducto irreductible, una palabra clave para toda elaboración de un sentido metafórico. “Para explicar la metáfora, Aristóteles crea una metáfora, tomada en préstamo al orden del movimiento; la phora, se sabe, es una especie de cambio, de cambio según el lugar. Pero diciendo que la palabra metáfora es en sí misma metafórica, porque es tomada de otro orden que el del lenguaje, nos anticipamos a la teoría ul terior; suponemos con ella que: 1) la metáfora es un préstamo; 2) que el sentido tomado en préstamos se opone al sentido propio (,kurion), es decir, aquel que pertenece a título original a ciertas palabras; 3) que uno recurre a la metáfora para cubrir un vacío semántico; 4) que la palabra prestada toma el lugar del nombre propio ausente si éste existe” (Ricoeur 29). La teoría de la metáfora queda así restringida a los cambios de nombre, a su transferencia según género o especie y a los re sultados de la analogía. Es este, en el fondo, el motivo por el cual toda la teoría de la metáfora termina siendo, en Aristóteles, un campo acotado y restrictivo, que impide a la metáfora viva tras pasar el juego de los tropos, limitándose a un espacio que no hace sino debilitar el uso de la metáfora al marco de la retórica y de la poética. “La retórica, en efecto, se fue reduciendo poco a poco a la teoría de la elocución por amputación de sus partes principa les, la teoría de la argumentación y la teoría de la composición; a su vez, la teoría de la elocución, o del estilo, se reduce a una clasifi cación de figuras, y ésta a una teoría de los tropos; la tropología misma ya no prestó atención más que a la pareja formada por la metáfora y la metonimia, al precio de la reducción de la segunda a la continuidad y de la primera a la semejanza ’ (Ricoeur 76). A la luz de esta consecuencia —en opinión de Ricoeur al pa recer inevitable—a la que conduce la teoría de la metáfora en
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Aristóteles, la metáfora viva decide traspasar el umbral defini do por la teoría de los tropos y avanzar un paso más allá, hacia una metaforología que se inserta en el campo más general de los procesos de significación. Será necesario, por tanto, superar el modelo tropológico y elaborar una teoría del enunciado que suponga al conjunto de los procesos de producción del sentido meta fórico. Con todo, ello no implica, según Ricoeur, que la teoría de los tropos aristotélica sea equivocada, sino únicamente limitada e insuficiente para dar cuenta de la complejidad de la metáfora y de su lugar en los procesos de significación. En rigor, un modelo de la metáfora basado en una teoría de la enunciación, no elimina en ningún caso la definición nominal de la metáfora en términos de palabra o de nombre, ya que la palabra se mantiene como por tadora del efecto de sentido metafórico. La palabra sigue siendo en este caso el foco’de la metáfora, aun cuando requiera del ‘marco constituido por la frase. La palabra se mantiene como soporte de los efectos de sentido’ que la metáfora interviene, en la medida en que ella misma encarna el principio de la identidad semánti ca. Y es precisamente esa identidad lo que la metáfora afecta en su funcionamiento. La hipótesis que subyace en esta noción de enunciado metafórico es que la semántica del discurso es irreducti ble a la semiótica de las entidades lexicales (Ricoeur 107). Las palabras, los signos del lenguaje se articulan ahora a nivel del enunciado generando unidades de sentido nuevas, que no existen o no son posibles cuando se toma a cada palabra como unidad aislada. Existiría así una ‘interacción solidaria’ entre los términos, que traspasa a la larga la esfera formal de la sustitu ción; el significado de las palabras se vuelve sentido en el marco de la enunciación en la medida en que las diferencias entre las palabras constituyen un entramado no lineal, que no va de una unidad a otra por mera agregación o sustitución. El signo es una unidad semiótica que hace posible, en el todo de sus articulacio nes, el surgimiento de un nivel superior que define el umbral de
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la unidad y de la integración semántica. De este modo, “lo que constituye a la metáfora es un enunciado entero, pero la atención se concentra sobre una palabra particular cuya presencia justifica que se considere a ese enunciado como metafórico. Este balanceo del sentido entre el enunciado y la palabra es la condición del rasgo principal: a saber, el contraste existente, en el seno mismo del enunciado, entre una palabra tomada metafóricamente y otra que no lo es” (Ricoeur 132). El desplazamiento de la metáfora, desde la palabra al enun ciado, abre el universo del sentido a un conjunto de significa ciones nuevas, emergentes, que traspasa la barrera formal de la sintaxis y se ubica en el espacio de las relaciones semánticas. Son, en esencia, significaciones de orden secundario, implícitas, que cruzan las figuras y los tropos generando connotaciones nuevas, inflexiones y sugerencias derivadas de un contexto singular. Lo dicho o lo leído se articula ahora con lo no dicho y lo no escri to, con sentidos sugeridos, con significaciones ambivalentes que abren el campo del lenguaje a la lógica de su recepción, a los procesos de lectura y a toda la compleja gama de variables y di mensiones asociadas. El discurso pasa a constituirse entonces so bre la premisa de una polivalencia, de una ambigüedad, de la que entran a participar junto con las palabras los sobreentendidos, las ironías, la referencia a connotaciones solo reconocidas por los participantes de un diálogo o por el solitario lector de un tex to escrito. Existe, de hecho, toda una gama de determinaciones inconscientes, mudas, sin origen o ubicuidad reconocida, pero que dirigen también la lógica, la orientación y el contenido de muchos de los sentidos cristalizados. Puede afirmarse, luego, que las significaciones primarias hacen referencia a procesos de deno tación, a lugares comunes o consensos ‘técnicos’ asociados a las palabras y a su uso. Las significaciones secundarias, por su parte, sugieren connotaciones o nexos implícitos, que no pueden deri varse de relaciones formales entre cada una de las palabras y su
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eventual significado en particular. “En efecto, es el lector quien elabora (ivork out) las connotaciones del modificador suscepti bles de ‘hacer sentido’; a este respecto, es un rasgo significativo del lenguaje viviente poder llevar siempre más allá de la frontera del sin-sentido; no existen tal vez palabras tan incompatibles que algún poeta no pueda tender un puente entre ellas; el poder de crear significaciones contextúales nuevas parece ser ilimitado; ta les atribuciones aparentemente ‘insensatas’ {non-sensicat) pueden tener sentido en algún contexto inesperado; el hombre que habla no termina jamás de agotar los recursos connotativos de sus pa labras” (Ricoeur 146-147). La metáfora no funcionaría más allá de la palabras sino en la medida en que un enunciado modifica su valencia en base a una denotación potencial y a una connotación inédita. La pala bra trae a la mano un capital semiótico establecido, que traspasa sus propios límites en contacto con los valores contextúales se dimentados en un área semántica que la contiene. El significado se vuelve sentido a partir de una textura abierta, que transforma las identidades del lenguaje en identidades plurales, y donde la ambivalencia potencial se vuelve efecto real. Todo cambio de sen tido dice relación con una connotación activa que atraviesa una denotación establecida y la modifica de un modo nuevo. Al mis mo tiempo que la denotación individualiza la significación, las connotaciones contextúales vuelven plural el sentido posible. Las palabras pierden algo de su identidad cuando son ubicadas en un enunciado, que se constituye como identidad variable y poten cial en la medida en que su sentido pasa a depender de connota ciones que no son internas a su estructura, sino que dependen de un contexto cambiante y potencialmente infinito. El proceso de creación del sentido hace necesario controlar el diferencial semántico de las palabras para que solo una acep ción sea posible, pero la metáfora destruye esa acepción y vuelve
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a reintegrar la polivalencia en el corazón mismo de una palabra articulada con las demás que componen el enunciado. El nivelpalabra y el nivel-enunciado se conjugan así recíprocamente y la metáfora pasa a ser una de las claves semánticas de dicha conju gación. Del mismo modo, el enunciado tomado en sí como una identidad completa se combina luego con las connotaciones del contexto, haciendo que la referencia a una exterioridad del len guaje aparezca en el mismo proceso en el que parece borrarse', “el sentido figurado no es un sentido ‘desviado’ de las palabras, sino el sentido de un enunciado entero resultante de la atribución al sujeto privilegiado de valores connotad vos del modificador. Si se continúa pues hablando del sentido figurado de las palabras, no se trata más que de significaciones enteramente contextúa les, de una ‘significación emergente’, que existe solamente aquí y ahora. Por otra parte, la colisión semántica que constriñe a un desplazamiento de la denotación a la connotación da a la atribución metafórica no sólo un carácter singular sino un ca rácter construido; no hay metáfora en el diccionario, solo existe en el discurso; en este sentido, la atribución metafórica revela mejor que cualquier otro empleo del lenguaje lo que es una palabra viviente; constituye por excelencia una ‘instancia del discurso’” (Ricoeur 148). El contexto abre así el campo de la significación al problema de la referencia, llevando al enunciado hasta los contornos de su propia y enigmática exterioridad. Una vez establecida la separa ción entre semiótica y semántica, la palabra parece ceder su lugar privilegiado a la articulación del enunciado como unidad de sen tido indivisible, de un sentido que traspasa y modifica la esfera acotada de cada uno de los términos singulares. Las diferencias entre los signos dejan su lugar a la semántica del sentido asociada a la frase. Pero ésta, a su vez, abre el espacio de la significación a la ubicuidad general de la referencia, lo que introduce en el campo propio del lenguaje la tensión entre su estatuto ontológico y su
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límite con el mundo. “La semiótica, en tanto se mantiene en la clausura del mundo de los signos, es una abstracción de la se mántica, que pone en relación la constitución interna del sentido con el objeto trascendente de la referencia” (Ricoeur 326). El objeto trascendente, el mundo como la totalidad de los he chos, los hechos como estados de cosas, etc. (Wittgenstein 1991: 15), resultan al final la premisa ontológica que subyace al lenguaje descriptivo y denotativo, y que debe ajustarse por tanto a ciertos procedimientos de verificación o falsación. Cuando se está frente a enunciados que escapan a un régimen de proposiciones suscep tibles de dichos procedimientos, la naturaleza de sus referentes puede establecerse únicamente en base a presupuestos lógicos u ontológicos, que descansan en última instancia en la aceptación a priori de una figura del sentido definida según las reglas de constitución del enunciado mismo. En dicho caso, “los elemen tos deícticos se refieren a las instancias del universo presentado por la proposición en que ellos están colocados según un origen temporoespacial actual’ llamado también ‘yo-aquí-ahora’. Esos elementos deícticos son designadores de la ‘realidad’. Designan su objeto como una permanencia extra-lingüística, como algo ‘dado’. Sin embargo, ese origen’, lejos de constituir él mismo una permanencia, está presentado o co-presentado con el universo de la proposición en cuestión. El origen’ aparece o desaparece con ese universo y, por tanto, con esa proposición” (Lyotard 48). Resulta claro, al final, que nombrar no es mostrar (Lyotard 48), y que la referencia como dimensión estructural define uno de los problemas más permanentes en la historia de la filosofía, que es el de los nexos entre lo lingüístico y lo no-lingüístico. Di chos nexos se hacen aún más complejos en el caso de la metáfora, precisamente porque ella implica por definición alterar la natura leza literal de las palabras y jugar con el desplazamiento y la sus titución de los significados. Cuando se deja atrás la función des
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criptiva o denotativa del lenguaje y se entra de lleno en el campo de los significados y sentidos ‘figurados’, la referencia se hace más indirecta y ambivalente, ya que se conecta con las singularidades connotativas de un contexto cuyas características son externas a los tropos, es decir, a las figuras y giros del lenguaje. Los desvíos respecto al significado literal que la metáfora ejecuta vuelcan el lenguaje no ‘hacia fuera’ sino ‘hacia dentro’, a los confines de su propia plasticidad semántica y a la alteración potencialmente infinita de sus usos establecidos. “Así como el enunciado meta fórico es aquel que conquista su sentido como metafórico sobre las ruinas del sentido literal, es también aquel que adquiere su referencia sobre las ruinas de aquello que podríamos llamar, por simetría, su referencia literal. Si es verdad que el sentido literal y el sentido metafórico se distinguen y se articulan en una inter pretación, es también en una interpretación que, a expensas de la suspensión de la denotación de primer orden, puede llegar a ser liberada una denotación de segundo orden, que es propiamente la denotación metafórica” (Ricoeur 332). Este punto es determinante y decisivo, ya que -a partir de él- la desconstrucción y la metáfora viva toman inevitablemente caminos diferentes. Para Derrida, la analogía entre el orden sen sible y el orden inteligible termina siendo la expresión prístina de una metafísica logocéntrica y hegemónica, articulada en torno a la equivalencia entre dos tipos de traspaso: “traspaso metafísico de lo sensible a lo no-sensible, traspaso metafórico de lo propio a lo figurado. El primero sería determinante (massgebend) para el pensamiento occidental; el segundo, determinante para la ma nera misma en que nos representamos el ser del lenguaje” (Ricoeur 424). Y este es, en opinión de Ricoeur, ‘el golpe maestro’ usado por Derrida para precipitar todo el análisis de la metáfora al campo de la metafísica occidental, y para afirmar que el conjunto de las dua lidades históricas que han acompañado a la metáfora desde Aris tóteles (literal-figurado, explícito-implícito, visible-invisible, etc.),
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no serían más que coartadas lógicas y retóricas de un platonismo trascendental ya plenamente consumado. En rigor, toda la escenifi cación que Derrida realiza en su análisis sobre la metáfora no sería para Ricoeur más que la derivada de una ‘premisa auto-implicante’, destinada a dar forma a una estrategia decidida de antemano, y cuyo núcleo basal puede resumirse en una sola sentencia: “allí don de la metáfora se borra, el concepto metafísico surge ’ (Ricoeur 430). La metáfora borrada, gastada por los procedimientos clásicos y modernos que hacen surgir la ilusión de un lenguaje ‘literal’, no haría más que confirmar su metafísica subyacente, en la medida en que deja intacta las dualidades trascendentales que la explican desde siempre. Todo estaría en Derrida elaborado con la finali dad ‘estratégica’ de fundir las nociones de metáfora y metafísica a partir de una insistencia que permite al concepto de lo propio anteponerse a todo ‘relieve posterior’ realizado por y desde el lenguaje. “En efecto, el ‘relieve’ por medio del cual la metáfora gastada se disimula en la figura del concepto no es un hecho cualquiera del lenguaje, es el gesto filosófico por excelencia que, en régimen ‘metafísico’, busca lo invisible a través de lo visible. Hay, pues, un ;relieve\ el ‘relieve’ metafórico sería también el ‘re lieve’ metafísico” (Ricoeur 431). La metáfora gastada, en síntesis, es para Ricoeur una metáfo ra literalmente muerta, infecunda en su capacidad de producir sentidos nuevos, ya que permanece anclada a una lógica donde todo nuevo ‘relieve’ semántico no sería más que otro síntoma del sustrato metafísico que la contiene y que, en última ins tancia, la explica. Suponer que no hay más metáfora que la metáfora borrada y que esa borradura es precisamente lo que hace surgir al concepto metafísico, implica para Ricoeur con denar a la metáfora a no existir salvo en su propia tumba, como colección de restos gastados por el uso y por el tiempo, solo disponibles para una arqueología del lenguaje que permitiría
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exponer y develar los vestigios de una metafísica ya en ruinas. No hay y no habría ya metáfora posible dado que toda imper tinencia e innovación semántica se encontraría condicionada por el fantasma de un logocentrismo que sigue insistiendo en su reencarnación, mucho tiempo después de sus últimos esterto res de vida. Nada de la metáfora podría quedar en pie cuando la propia epocalidad de la metafísica llega a su fin, y esa es la razón por la cual la desconstrucción no puede y no quiere dar un paso más allá de esa convicción. Rechazar esa convicción permite, contrariamente, reactivar una vitalidad inherente a lo metafórico en cuanto tal, una semán tica viviente asociada a un lenguaje que intuye en su propia ten sión y ambivalencia el germen de su continuidad trascendental. “En el discurso filosófico, el rejuvenecimiento de las metáforas muertas es particularmente interesante en el caso en que éstas ejercen una suplencia semántica; reanimada, la metáfora reviste de nuevo la función de fábula y de redescripción, característica de la metáfora viva, y abandona su función de simple suplencia en el plano de la denominación” (Ricoeur 437). Más que la mera sustitución de una presencia, la metáfora viva a la que aspira Ri coeur crearía una realidad de sentido nueva en el momento mis mo en que una impertinencia lingüística se vuelve significante para una connotación predicativa inédita. Así, lejos de quedar prisionera de su ‘desgaste’, todo uso emergente y todo cambio en sus condiciones de posibilidad hacen de la metáfora una nueva construcción de sentido, viva y reanimada por sí misma, ple namente vigente como campo de multiplicación sin fin de los matices y de los contrastes propios del lenguaje. La impertinencia y el desdoblamiento semántico no son, en tonces, rasgos que los usos lingüísticos pudieran rechazar o des prender de su funcionamiento. En rigor, los relieves propios de toda nueva connotación serán para Ricoeur inevitables, y
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hasta los malentendidos juegan un papel productivo que puede ser destacado desde la perspectiva de lo vivamente metafórico: “el juego de la impertinencia semántica se vuelve compatible con todos los errores calculados susceptibles de crear sentido. No es por tanto la metáfora la que sustenta el edificio de una ‘metafí sica platonizante’; es más bien ésta la que se apodera del proceso metafórico para hacerlo trabajar en su beneficio. Las metáforas del sol y de la permanencia (por ejemplo) solo reinan cuando el discurso filosófico las elige. El campo metafórico en su conjunto está abierto a todas las figuras que juegan con las relaciones de lo semejante y de lo desemejante en cualquier región de lo pensable” (Ricoeur 440-441). La metáfora viva se presenta, en definitiva, como una op ción teórica y filosófica que se resiste a dejar morir la vitalidad de lo semántico en los intramuros de una metafísica occiden tal ya develada a partir de Nietzsche como mera voluntad de poder1. La respuesta y el contra-argumento de la desconstrucción a esta perspectiva no pueden y no podrían ser otro que el pro ceso constituyente de la desconstrucción misma. De este modo, será necesario, por tanto, examinar en detalle las claves de dicho proceso, la travesía conceptual larga y compleja a partir de la cual se hará posible responder a la crítica y a la interpelación lanza da por Ricoeur. Este recorrido está, no obstante, marcado por una tensión y una ambivalencia inevitable, que expone en toda su profundidad el ir y venir de una fundación recíproca que va desde la desconstrucción de la metáfora a la metáfora de la propia desconstrucción.
Sobre la relación entre metafísica y voluntad de poder en Nietzsche Ver (Vattimo 23).
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CAPITULO 2 La hipótesis gramatológica
E structura y form a
Llevar el pensamiento desde el lenguaje que lo constituye has ta la escritura que lo formar, develar las vías ocultas que conectan al lenguaje y a la metafísica del signo con ese espacio sensible de inscripciones que definen al orden escrito; abrir el campo de la reflexión al universo de resonancias previas a toda codificación, es decir, a las estructuras implícitas que sostienen lo inteligible. Estas son, de algún modo, las tentativas amplias de la gramatología, una disciplina que nace desde las entrañas del estructuralismo lingüístico, seducida por la idea de que es imprescindible recorrer el subsuelo de las categorías y de los conceptos trascen dentales, para ilustrar en toda su profundidad estratégica el ope rar constituyente de las estructuras que dan origen al sentido y a la significación. En rigor, para la gramatología no habría más que eso: un universo que va desde lo infinitesimal de las huellas, los trazos gráficos o sonoros, hasta el infinito de la interpretación; un campo ocupado únicamente por eslabones y raíces que requieren del lenguaje, de la lectura y del pensamiento, para adquirir sig nificación y hacerse comunicables. Con todo, a lo largo de los siglos, la reflexión sobre el lenguaje habría estado sometida a una lógica esencialmente ‘logocéntrica : dominada por un modelo de la presencia del sentido y del ente, que nos habría dejado por de masiado tiempo sometidos a la idea de que la escritura solo ocu pa un tropo secundario y anexo, una subsidiaridad nada inocente en su relación con el lenguaje hablado y con el orden general de la significación.
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La premisa inicial de la gramatología -una disciplina ape nas esbozada aún como posibilidad histórica- buscaría poner en evidencia los límites de la lingüística, las fronteras del lenguaje y de la escritura como fenómenos humanos. La tensión hecha visible por esos límites, abriría el espacio del pensamiento a una interrogación sobre la antinomia lenguaje-escritura, para ini ciar luego un desplazamiento lento, pero finalmente observable, desde la aparente imposibilidad de seguir pensando al lenguaje como condición trascendental anterior a la escritura en cuanto tal. Dicho proceso ilustraría la evidencia del orden escrito como una formación de la que el lenguaje, la palabra hablada, sería más bien una de sus expresiones dominantes y omnipresentes. La centralidad del lenguaje hablado, la metafísica del signo que la gramatología intenta develar, tendría no obstante una larga his toria; una historia que en sus momentos sustantivos se confunde con la propia historicidad del ser, es decir, con el devenir del pen samiento filosófico occidental. Así, una de sus raíces principales se encontraría ya en el propio Aristóteles, para quien “los sonidos emitidos por la voz son los símbolos de los estados del alma, y las palabras escritas, los símbolos de las palabras emitidas por la voz” (Aristóteles, De la interpretación, I, XVI). La reflexión sobre el lenguaje -y la filosofía como su sistema de categorías- habría ido ocupando a partir de esta primera imagen la totalidad de lo representable, llegando a configurar una ecuación casi perfecta en tre una determinada noción del ser y sus posibilidades de repre sentación. El lenguaje deviene entonces el espacio privilegiado de la significación, el secreto ámbito donde la palabra hablada -el significante oral- llegará a ocuparlo todo, haciendo de la es critura la dimensión puramente gráfica, figurativa, de un signo verbal esencialmente autónomo en su configuración. Para dicho modelo, “entre el ser y el alma, las cosas y las afecciones, habría una relación de traducción o de significación natural; entre el alma y el logos, una relación de simbolización convencional. Y la convención primera, la que se vincularía inmediatamente con el
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orden de la significación natural y universal, se produciría como lenguaje hablado. El lenguaje escrito fijaría luego convenciones que ligan entre sí otras convenciones” (Derrida 1978: 17). Esta posición dominante del lenguaje hablado y la relega ción de la escritura a una subsidiariedad expresiva no sería, como se ha dicho, una cuestión inocente; supone, más bien, la más de cisiva de las fundaciones: la relegación de lo real, del ser y de lo inteligible, al campo de una presencia trascendental, a la cualidad de un sentido inmaterial e inmanente, que traspasaría las reali zaciones del tiempo para develarse como fundamento último de la objetividad. La esencia de la phoné guardaría así los tesoros del Espíritu y la palabra hablada quedaría instalada como el ámbito principal y decisivo de la Revelación, en la medida en que su pro pia naturaleza ‘inmaterial’ conjugaría la singularidad de todo lo que logra trascender la temporalidad. Verbo y realidad, finalmen te, aparecen en la historia como los dos rostros de una misma e inviolable Epifanía. Así, “con un éxito desigual y esencialmente precario, este movimiento habría tendido en apariencia, como hacia su telos, a confinar a la escritura en una función secundaria e instrumental: traductora de un habla plena y plenamente pre sente (presente consigo, en su significado, en el Otro, condición, incluso, del tema de la presencia en general), técnica al servicio del lenguaje, portavoz e intérprete de un habla originaria, en sí misma sustraída a la interpretación” (Derrida 1978: 13). Pareciera entonces que la posibilidad de la semántica -y a partir de ella, de la traducción-, solo existe cuando una diferencia ha entrado ya a operar como horizonte para el desdoblamiento del sentido, cuando el lenguaje ha logrado constituirse sobre la premisa de que significante y significado pueden ser distinguidos, y donde la palabra dispone como presencia a una realidad esen cialmente ausente. Solo bajo esta premisa inicial habría lengua je, y solo sobre este principio, la traducción y la interpretación
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podrán hacer del sentido algo constitutivamente interpretable y comunicable. La gramatologia, en este marco, no podía sino irse constituyendo en un doble movimiento, a la vez crítico y proposi tivo. En primer lugar, en el develamiento radical de la metafísica del signo, en el cuestionamiento a los presupuestos ontológicos de un lenguaje que se piensa a sí mismo como el imperio de la significación, como el espacio natural’ del habla y de su sobera nía sobre lo real. En segundo término, en el posicionamiento de la escritura como instancia estructural, como espacio fundante del ser, de un serya desconstruido en sus implicaciones metafísicas y, por tanto, develado en su complicidad histórica con el pensa miento de la presencia. Ambos pasos serían -de hecho- consti tutivos e inseparables de la hipótesis gramatológica. En rigor, no podría entenderse la centralidad de la escritura y las implicancias que esta nueva posición ocupará en el campo filosófico, si no se ha puesto en cuestión al lenguaje como sistema de signos, si no ha sido ya desocultada la palabra oral, ‘inmaterial’, como el reducto de esa presencia que la filosofía no ha dejado de buscar y que la explica desde su misma fundación. En los hechos, “el fonocentrismo se confunde con la determinación histórica del sentido del ser en general como presencia, con todas las sub-determinaciones que dependen de esta forma general y que organizan en ella su sistema y su encadenamiento histórico: (presencia de la cosa para la mirada como eidos, presencia como substancia/ esencia/existencia (ousía), presencia temporal como punta {stigme) del ahora o del instante {nun), presencia en sí del cogito, conciencia, subjetividad, co-presencia del otro y del sí mismo, inter-subjetividad como fenómeno intencional del ego, etc.) El logocentrismo sería, por tanto, solidario con la determinación del ser del ente como presencia” (Derrida 1978: 18-19). En la medida en que Derrida sitúa a la escritura como una formalidadprevia a toda irrupción del sentido, y desde la cual las pro pias distinciones que explican al signo deben a su vez ser explicadas,
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el vacíofundante que constituye a la escritura tendría la forma de una huella, de un espacio formal instituido por y desde sí mismo, el cual es ocupado luego por la distinción que define la dualidad constituyente del signo lingüístico. Así, la significación se articu laría en las premisas que justifican la distinción significante/significado, la cual está a su vez fundada en la diferencia ontológica que establece el pensamiento de la presencia. El movimiento de la diferencia realizaría entonces “una síntesis originaria a la que ninguna simplicidad absoluta precede. Tal sería la huella origi naria. Sin una retención en la unidad mínima de la experiencia temporal, sin una huella que retuviera al otro como Otro en lo Mismo, ninguna diferencia haría su obra y ningún sentido apare cería. Por lo tanto, aquí no se trata de una diferencia constituida, sino, previa a toda determinación de contenido, del movimiento puro que produce la diferencia. La huella (pura) sería la diferen cia (Derrida 1978: 81). Esta es, en definitiva, la condición esencial que explica el surgimiento del lenguaje y el resultado de la distinción trascen dental que lo hace posible. La ‘diferencia’que opera a nivel de los conceptos y de la sintaxis sería ya el síntoma de una inscripción -fónica o gráfica-, de una forma pura establecida por el quiebre radical que una marca genera sobre la continuidad del silencio o de una página en blanco. La huella aparecería como la irrupción de lo discontinuo sobre un plano de continuidad, como la pura ma terialidad de la inscripción en tanto diferencia y apertura hacia el universo de lecturas que ella permite. Las discontinuidades -ya sean sonoras, táctiles, visibles-, suponen vivencias, marcas inten cionales dejadas sobre un vacío originario que empieza a ser ocu pado a través de ellas. La huella inaugura un tiempo y un espacio, abre el campo de lo indeterminado a la afloración de los elemen tos, a las singularidades y sus sentidos posibles. “La huella es, en efecto, el origen absoluto del sentido en general. Lo cual equivale a decir, una vez más, que no hay origen absoluto del sentido.
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La huella es la diferencia que abre el aparecer y la significación. Articulando lo viviente sobre lo no-viviente en general, origen de toda repetición, origen de toda idealidad, ella no es más ideal que real, más inteligible que sensible, más una significación transpa rente que una energía opaca, y ningún concepto de la metafísica puede describirla” (Derrida 1978: 84-85). La escritura supone entonces un espaciamiento primero, la apertura de un campo a su propia formalización, el estableci miento de un orden y de una ley que define el modo como las inscripciones son fijadas en una linealidad y cómo esa ordenación lineal puede ser ‘leída’ y sometida luego a una interpretación. La ciencia gramatológica buscaría así develar la metafísica implícita en la naturaleza misma del signo y mostrar que, bajo cualquier condición, el signo supone ya una huella, una marca sensible, y su eventual articulación de sentido. La evidencia material de la escritura no es ni podría ser la lengua7, puesto que ella ya trae im plicada la idea de una presencia, de un hablante temporalmente situado y de una realidad expresada’. Más bien, para la gramatología, la escritura solo podría aspirar a ser evidencia de una forma constituyente, materialidad viva y a la vez muerta de un orden de discontinuidad y de diferencias, cuya única efectividad es su presencia en cuanto texto. El texto es, en última instancia, el reducto inaugural al cual toda intencionalidad remite, la forma pura de un orden anterior a la expresión y a la búsqueda de un sentido. Sin la presuposición de un texto no hay ni podría haber significación. Pero la posi bilidad del sentido y de la expresividad no sería parte del texto mismo, sino que implica ya la derivación a una subjetividad, a la constitución temporal e intencional que hace de la textualidad algo legible y significativo. El texto sería el ámbito genérico don de se realiza la escritura, donde se articulan las huellas, pero la significación no radicaría en el texto mismo, sino que remite a un
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momento lógicamente distinto y alterno que puede denominarse en esencia proceso de lectura. Así, todo lenguaje presupone la pre sencia de un texto, pero su forma de lectura y su interpretación nunca serían necesarias, únicas o excluyentes. “En su sintaxis y su léxico, en su espaciamiento, por su puntuación, sus lagunas, sus márgenes, la pertenencia histórica de un texto nunca es una lí nea recta. Ni causalidad por contagio. Ni simple acumulación de capas. Ni pura yuxtaposición de piezas tomadas en préstamo. Y si en un texto se da siempre una cierta representación de sus pro pias raíces, éstas no viven sino de esa representación, vale decir, del hecho de no tocar nunca el suelo, lo cual destruye sin duda su esencia radical, pero no la necesidad de su función enraizante” (Derrida 1978: 133). La escritura puede figurativamente definirse como una raíz, pero como una raíz todavía vacía de contenido, si sobre ella no hay ya un acto distinto que es la lectura. La escritura es la forma, la forma previa a un sentido y a una significación que se le adhie ren luego como la carne a los huesos en la conformación de los cuerpos. El lenguaje es corporal por definición, es decir, móvil, vital, activo, temporalmente situado. La escritura, sin embargo, es la estructura inmóvil que le subyace, que define una formali dad originaria sobre la cual el sentido adquiere singularidad y la significación se hace posible. La escritura no sería más ni menos que el entramado sen sible de las inscripciones, de las raíces que conforman un orden primario. No hay en ella ni contexto ni pretexto, sino solo una condición necesaria para una interpretación exterior y posterior en la que se buscará establecer un presunto querer-decir origina rio. Con todo, la huella originaria estaría, según Derrida, tachada desde el inicio, en la medida en que el autor’ y su contexto no existen para el ‘lector’, que siempre reescribe la obra desde una nueva posición y entretejiendo claves de interpretación inéditas.
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Y aún en el caso de un escritor ‘vivo’ cuya lectura de su pro pia obra pudiera ser directamente explicada y accesible, ello no cambia el hecho que el texto escrito existe con independencia de su propio autor, y que este se transforma, desde el momento mismo en que está situado en la posición de intérprete de su pro pia escritura, en un lector más, singularmente dispuesto en un contexto interpretativo particular e igualmente válido que el de cualquier otro lector. En rigor, un texto, un conjunto de signos escritos, comporta siempre una fuerza de ruptura con su contex to, con el conjunto de presencias que organizan el momento de la significación siempre desde fuera de su inscripción originaria. En realidad, las huellas son la única presencia’, la posibi lidad de constatar que hay algo, que nos encontramos frente al ser y no frente a la nada. Pero en lo que se refiere al significado y al sentido de dicha evidencia, todavía no habríamos dado un paso más, salvo la mera confirmación del íhay. La articulación de los significados ocurriría luego, cuando se produce ese fenómeno vital y sin rastro legible que es la afloración del sentido mismo, la atribución proyectiva y a la vez introspectiva de las intencio nalidades, que definen el ámbito único e irrepetible de la lectura, de la interpretación y de esa construcción inter-subjetiva llamada tentativamente comunicación humana.
El m o delo de la inscripción
La pregunta por el ente resume de algún modo la esencia de la cuestión ontológica, y la respuesta inicial de la gramatología a dicha pregunta no podría ser otra que la afirmación de la preeminencia de la escritura -de la inscripción- como instancia fundante de lo ontológico en cuanto tal. El modelo de la ins cripción aparece primeramente como la formalidad general de la
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huella, como el modo en que una intencionalidad presente, un presente vivo de raíz fenomenológica, busca dejar constancia de sí mismo en la forma de una presencia. El presente surge en dicho marco como la dimensión temporal de la intencionalidad, como el reducto a la vez irreductible en que el sentido destella en una idealidad pura adherida a la palabra pronunciada o escrita, para quedar inmediatamente tachado y ausente de cualquier forma que adquiera el signo en sí mismo. De alguna manera, el presente vivo, el instante infinitesimal en que el sentido asoma, está ya a la vez inmediatamente muerto, en la medida en que nace y fallece sin alcanzar nunca a cristalizar, salvo en la forma de una inscrip ción vacía, de una huella que es a la vez la presencia de una ausen cia. Así, este “presente viviente surge a partir de su no-identidad consigo, y a partir de la posibilidad de esta huella retencional. Es siempre ya una huella. Pero la huella aparece ‘impensable’ a partir de la simplicidad de un presente cuya vida sería interior a sí mismo (...) Como la huella es la relación de la intimidad del presente viviente con su afuera, la apertura a la exterioridad en general, a lo no-propio, etc., la temporalidad del sentido es desde el comienzo ‘espaciamiento\ Desde que se admite el espaciamiento a la vez como ‘intervalo’ o diferencia y como abertura al afuera, no hay ya interioridad absoluta, el ‘afuera’ se ha insinuado en el movimiento por el cual el adentro del no-espacio, lo que tiene como nombre ‘el tiempo’, se aparece, se constituye, ‘se presenta” (Derrida 1985: 144-145). La huella se configura en signo de una presencia que se ha hecho ya presente, pero que solo puede serlo en la forma de una ausencia, de un espaciamiento temporal articulado por marcas que son discontinuidades fónicas o gráficas. Ello implica que el sentido solo puede definirse como algo intangible y exterior a la formalidad de las huellas, siendo esa aparente exterioridad eidética del sentido algo también interior, que expresa una condición esencial de la entidad de la presencia. En rigor, la interioridad
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originaria del querer-decir no puede adquirir presencia, hacerse presente, si no hay ya la presuposición de un yo, de una concien cia que proyecta hacia afuera algo interior que, no obstante, no puede provenir primera ni únicamente desde dentro. La concien cia y la experiencia de la conciencia operan en base al encadena miento de las palabras aprendidas, en la articulación original de los fonemas, donde el yo se constituye como instancia consciente a través del espejo del lenguaje, desplegándose en el mundo como una interioridad exteriorizada y, también, como una exterioridad que se ha vuelto a la vez interna. La voz, la constitución de la phoné como lenguaje hablado, supone la mediación constituyente de una subjetividad dividida por esta tensión entre lo interior y lo exterior. “La phoné es, en efecto, la sustancia significante que presenta a la conciencia como lo más íntimamente unido al pensamiento y al concepto de sig nificado. La voz es, desde este punto de vista, no solo la concien cia de estar presente en lo que pienso, sino también de guardar en lo más íntimo de mi pensamiento o de su concepto’ un sig nificante que no cabe en el mundo, que oigo tan pronto como emito, que parece depender de mi pura y libre espontaneidad, no exigir el uso de ningún instrumento, de ningún accesorio, de ninguna fuerza establecida en el mundo. No solamente el signi ficado y el significante parecen unirse, sino que en esta confusión, el significante parece borrarse o hacerse transparente para dejar al concepto presentarse a sí mismo como lo que es, no remitiendo a nada más que a su presencia” (Derrida 1977: 30-31). En la expresión oral, la dualidad constituyente del signo pa reciera anularse en la plena transparencia de las palabras y de su sentido, en un acto del habla que tiene como cualidad temporal su puro existir en el presente de la alocución. La diferencia entre la intencionalidad propia del querer-decir y los significados efec tivos quedaría entonces diluida, haciendo que toda posibilidad
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de malentendido pueda confrontarse y corregirse en el proceso mismo de la comunicación lingüística, definida como sistema dinámico y auto-regulado de coordinaciones consensúales. En efecto, ello sería lo que permite articular y dar consistencia al imaginario trascendental del ‘fonocentrismo’ que la gramatología cuestiona en su base, en la medida en que dicho imaginario dispone a la phoné a una posición central donde la formalidad estructural del lenguaje, la grammé que la constituye en tanto sistema de inscripciones, queda cada vez más oculta y olvidada. La palabra hablada definiría de este modo un punto de par tida necesario para el análisis gramatológico, dado que la cualidad siempre presente del lenguaje oral pareciera hacer ‘desaparecer’ la diferencia entre significante y significado, entre inscripción y lectura. En rigor, el fluir constante del habla, la continuidad del texto verbal, está compuesta de sonidos que transitan uno tras otro, acompañados de un contexto no verbal de movimientos, tonos y gestos que no dejan trazas perennes que puedan ser reco gidas en diferido, salvo por algún dispositivo de registro exterior a la conciencia que los emite o que los escucha. En el lenguaje hablado, el significado y el sentido parecen existir solo en dicho entrelazamiento, en un fluido a la vez interior y exterior, donde se articula el horizonte puro de las intencionalidades. Las pala bras habladas poseerían entonces una transparencia vital con su significado, debido a que en ellas la diferencia del significante con su propio contenido queda anulada en el acto mismo de hablar y de escuchar, en el proceso continuo de su realización constituyente. “La voz se oye —sin duda es lo que se denomina conciencia- en la mayor proximidad de sí misma como el bo rrarse absoluto del significante: autoafección pura que necesaria mente adopta la forma del tiempo y que no toma prestado fuera de sí misma en el mundo o en la ‘realidad’ ningún significante accesorio, ninguna sustancia de expresión extraña a su propia es pontaneidad. Se trata de la experiencia única del significado que
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se produce espontáneamente, dentro de sí mismo y, no obstante, en tanto que concepto significado, en su idealidad y universali dad” (Derrida 1978: 33). Para este modelo ‘fonocéntrico’, la palabra hablada articula el escenario primordial de la presencia, dado que en ella y a través de ella el presente vivo adquiere un sentido pleno y actual, un estatuto donde la diferencia ontológica -es decir, la distinción entre significante y significado, entre escritura y lectura- parece quedar abolida en el acto mismo de su prosecución. Pero esta aparente auto-transparencia del lenguaje hablado, esta supuesta disolución en acto de la diferencia entre inscripción y sentido, es precisamente aquello que la gramatología busca develar en sus implicaciones trascendentales, como coartada estratégica de una metafísica centrada en la hegemonía de un sentido química mente puro. En efecto, para la hipótesis gramatológica, phoné y grammé, solo configuran dos modos de expresión de un mismo fenómeno: el de una escritura fundante, un universo de huellas que solo existe para ser leído y que sólo adquiere realidad en base a la lectura que lo reescribe. Toda lectura supone una forma de inscripción gráfica o fó nica, y toda inscripción hace referencia a una formalidad prelingiiística, una ‘archiescritura’ que opera como modelo general de la inscripción y una archihuella’, que otorga consistencia a un sistema formal de signos que sirve luego de base para un univer so de derivaciones lingüísticas. Para esta estructura, cada marca implica una discontinuidad a-sémica, un relieve que se consuma en la separación con otros signos y que articula un sistema de pliegues coherente consigo mismo, que no requiere para existir de ninguna exterioridad de sentido. Las huellas instituidas sobre la base de esta articulación son ya una escritura, sin importar si son orales o gráficas, audibles, visibles o táctiles como en el caso del lenguaje Braille. Lo que cambia, al final, es solo la dimensión
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material, la naturaleza específica del espaciamiento que provo can. Así, para la gramatología, el espaciamiento de las marcas será siempre la instancia decisiva, el plano material desde donde se proyecta el destino de la significación, y donde reside su consti tución determinante, su verdadero núcleo irreductible. “Si la es critura significa inscripción y ante todo institución durable de un signo, la escritura en general cubre todo el campo de los signos lingüísticos. En este campo puede aparecer luego una cierta espe cie de significantes instituidos, por lo tanto escritos’ aun cuando sean fónicos. La idea de institución —de lo arbitrario del signo- es impensable antes de la posibilidad de la escritura y fuera de su horizonte. Es decir, es ininteligible fuera del horizonte mismo, fuera del mundo como espacio de inscripción, apertura a la emi sión y a la distribución espacial de los signos, al juego regulado de sus diferencias, inclusive si éstas son fónicas” (Derrida 1978: 58). Toda expresión hablada o escrita -toda forma de textualidad- responde en última instancia a un modelo no contingente de inscripción, a una ‘archiescritura’. A su vez, todo modelo de inscripción tiene su raíz en un espacio significante, en un con junto enigmático de ausencias que se conmutan en torno a un arquetipo propio de la huella en general -una archihuella’-. En este sentido, las formas contingentes que necesariamente adquie re un texto hablado o escrito están siempre montadas y dispues tas sobre una premisa gramatológica: sobre la idea de un orden formal internamente coherente que hace posible que dichas ins cripciones puedan ser luego desconstruidas por los procedimien tos de lectura. La gramatología implica, de este modo, una confrontación crítica con la idea que el signo lingüístico construye de sí mismo a lo largo de toda la tradición del pensamiento occidental y, par ticularmente, de la vertiente estructuralista. Para el orden gramatológico, los signos del lenguaje no pueden aparecer constituidos
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bajo el supuesto de una presencia inherente a un significado ex terior y trascendental, que quedaría luego plasmado y adherido a la instancia material del lenguaje -la inscripción-. Más bien, este modelo del signo basado en la adherencia de un significante y un significado sería una cristalización más -quizá la versión últimade una metafísica consumada, la proyección ideal de un orden de realidad presupuesto y adosado al lenguaje desdefuera, desde una alteridad de principio cuya implicación principal es llevar la sig nificación al lugar de un sistema expresivo separado de esa misma ‘realidad’. Esencialmente, para la gramatología, la metafísica solo podría cristalizar allí: en el supuesto de una realidad significada previa al orden de las inscripciones, exterior al universo textual, y del que derivarían luego una instancia de expresión oral y una dimensión gráfica que sería, propiamente, el campo de los signos escritos. La gramatología como teoría general de la inscripción busca entonces desmontar en un sentido crítico la imagen de una rea lidad dotada de contenidos o significados propios e inmanentes, imponiendo un repliegue analítico hacia la mera formalidad de la inscripción y a la ubicuidad plena y sin reservas de laphonécomo parte del campo escrito. Las nociones de huella e inscripción re fuerzan esta ruptura fundante que las marcas suponen respecto de su origen, ya sea éste referido al velo de un sujeto consciente, a un presunto contexto significativo o a un eventual espacio in consciente, desde el cual se proyectarían hacia la superficialidad de las palabras los sentidos y contenidos preexistentes. La fuerza de ruptura de la inscripción con su contexto originario sería, en efecto, lo que hace del signo una huella, una instancia tachada cuyo núcleo atávico ha quedado para siempre perdido e irrecu perable, y del cual el único presente vivo y activo es la estructura autoreferente de las inscripciones.
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El cierre del horizonte trascendental que la gramatología in tenta realizar tiene de este modo una de sus claves en la idea de que el querer-decir y la intencionalidad última no han dejado nunca nada más que una huella, la sombra de que algo’ ha teni do lugar y se ha perdido inexorablemente, quedando de ello solo el rastro tachado por una marca que está ya ajuera, radicalmente extraviada de su origen. Nada existiría en el presente salvo la bo rradura impuesta por las inscripciones, por la articulación interna que un sistema de huellas mantiene consigo mismo a través del tiempo y que puede por tanto ser leído una y mil veces desde dis tintos contextos y claves interpretativas. La ruptura que la grama tología expone sería así profundamente distinta a la diferencia efec tuada por el estructuralismo entre significante y significado, por cuanto en ésta última siempre hay dos órdenes de presencias que confluyen en el signo, y que hacen de él un campo trascendental donde tales presencias tienen continuidad, es decir, conservan la idea de un referente ‘real’ que mantiene sus cualidades más allá de todo procedimiento de lectura. En el modelo de la inscrip ción, en cambio, la presencia viva -el sentido, el significado, el origen, etc.—es aquello que no tiene registro, eso que solo se des pliega en el instante presente en que el texto adquiere consisten cia a través de la lectura, pero que nunca traspasa hacia la esfera de la exterioridad sensible que constituyen las inscripciones. Las palabras y los textos serían por definición huérfanos o, más bien, poseerían tantos autores como lectores hay ejerciendo el oficio de decodificarlos en un tiempo determinado. Las inscripciones serían en esencia mudas, hasta que el ventrílocuo que las lee viene literalmente a ‘hacerlas hablar’. Y ello ocurre siempre en el pre sente, en un presente donde el origen de los signos, su tiempo y su ‘autor’ no son más que una huella por definición tachada y perdida para siempre.
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El afuera y el adentro
La escritura como forma primera de la expresión textual solo implicaría ese plano constituido por marcas gráficas o fónicas, un universo cerrado de huellas donde el sentido y la significación no tienen por principio referencia ni ubicuidad en los márgenes del texto mismo. Los enunciados y las reglas que los establecen serían en el fondo modelos sintácticos, conjunto de entidades sensibles que exponen singularidades dinámicas, es decir, un cierto orden de funcionamiento anterior a los propios signos. Así, en toda creación textual habría siempre un límite interno, generativo, so bre el que se constituye la escritura como un campo autónomo, como un espacio de realización abstracto desprendido de toda necesidad de interpretación y decodificación ulterior. “Todas las expresiones lingüísticas, ya se presenten en forma de fonemas o grafemas, son en cierto modo hechas operar por esta protoescritura que no está nunca presente. Esta cumple, al anteceder a todos los procesos de comunicación y a todos los sujetos implicados, la función de apertura del mundo, pero ella se reserva y se resiste a la parusía, dejando únicamente sus huellas en la escritura de remisiones a los textos engendrados” (Habermas 218-219). El campo escrito supone la remisión interminable de unos textos a otros, de unos sobre otros, en un proceso activo de lecturas inconmensurables donde la significación transita sin pausa entre la discontinuidad infinitesimal de las huellas, y el infinito del sentido que las trasciende y sobrepasa en diversas direcciones. Con todo, dicha imagen de la escritura -y del lenguaje como escritura- no sería un modelo estático, sino más bien el resultado de un largo proceso de cambios conceptuales, el producto una historia de discontinuidades y rupturas que van definiendo el tránsito hacia una época que termina mirándose a sí misma a tra vés del espejo del lenguaje y que concluye haciendo de las palabras su único rostro. En efecto, hasta bien entrado el Renacimiento, el
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lenguaje “no es un conjunto de signos independientes, uniforme y liso, en el que las cosas vendrían a reflejarse como en un espejo a fin de enunciar, una a una, su verdad singular. Es más bien una cosa opaca, misteriosa, cerrada sobre sí misma, masa fragmenta da y enigmática punto por punto, que se mezcla aquí o allá con las figuras del mundo y se enreda en ellas: tanto y también que, todas juntas, forman una red de marcas en la que cada una puede desempeñar, y desempeña de hecho, en relación con todas las demás, el papel de contenido o de signo, de secreto o de indicio. En su ser en bruto e histórico del siglo XVI, el lenguaje no es un sistema arbitrario; está depositado en el mundo y forma, a la vez, parte de él, porque las cosas mismas ocultan y manifiestan su enigma como un lenguaje y porque las palabras se proponen a los hombres como cosas que hay que descifrar. La gran metáfora del libro que se abre, que se deletrea y que se lee para conocer la naturaleza, no es sino el envés visible de otra transferencia, mucho más profunda, que obliga al lenguaje a residir al lado del mundo, entre las plantas, las hierbas, las piedras y los animales” (Foucault 1996: 42-43). Esta visión del lenguaje como componente natural del mun do partía de la premisa de un universo homogéneo, de similitu des y analogías inmanentes entre las palabras y las cosas. Las ideas y los conceptos aparecen en él como un rasgo de las entidades sensibles, como un medio a través del cual ellas se presentan re flejando una inteligibilidad inherente. La palabra era el lugar de las revelaciones, partiendo por la primera y primordial de ellas que es la presencia de Dios y la trascendencia de lo divino sobre todo lo demás. Así, hasta comienzos del siglo XVII, no hubo señales teóricas claras de una diferencia ontológica que permitiera distinguir entre los planos de lo real y lo ideal. La analogía, como forma general de la razón aristotélica, precede de manera cons tante a la idea de la significación, en la medida en que el orden de la naturaleza extendía su dominio simbólico sobre la esfera
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del pensamiento, haciendo de él un ámbito donde el valor del signo y el imperativo de la duplicación se cruzan y superponen constantemente. De cierta manera, lo que el hombre busca hasta fines del Renacimiento es ‘hacer hablar a las cosas mismas’, reco ger y develar la capa natural de significación que supuestamente reside en ellas, para restituir a través del pensamiento, el lazo privilegiado que conecta al hombre con el Creador y que lo hace participar, como especie superior, de la inteligibilidad del mundo y de sus vías de comprensión. No hay entonces en este universo de signos naturales distin ción posible entre el afuera y el adentro, entre la representación y el objeto representado. El mundo es, en su principio ontológico, una unidad indiferenciada, un todo coherente cuya razón última se esconde en el misterio mismo de la Creación, y donde el hombre está llamado, entre otras cosas, al develamiento de los signos divinos, signos que ocupan sin origen e intervención humana, un lugar propio y estable en el orden constituido. Para dicho imaginario “así como los signos naturales están ligados a lo que indican por una profunda relación de semejanza, así los discursos de los antiguos son una imagen de lo que enuncian; si tienen para nosotros el valor de un signo es porque, en el fon do de su ser, y por la luz que no deja de atravesarlos desde su nacimiento, se ajustan a las cosas mismas, en forma de espejo y emulación; son con respecto a la verdad eterna lo que estos signos a los secretos de la naturaleza (son la marca por descifrar de esta palabra); tienen, con las cosas que develan, una afinidad intemporal” (Foucault 1996: 42). De cierto modo, esta ubicuidad del lenguaje en el espacio de la naturaleza define un mundo sin quiebres ni abismos concep tuales, una totalidad orgánica donde las palabras participan de la tranquilidad de lo visible y reflejan, en origen, su comunión perfecta con todo lo que les rodea. Pero a partir de Descartes y
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de la ruptura provocada por él sobre el universo escolástico, esta construcción del mundo -y del lenguaje como parte del mun do—comienza a trizarse: va abriéndose lenta y progresivamente un abismo en el que la palabra va a asomarse como resultado de un desdoblamiento estructural, de un proceso de diferenciación donde el lenguaje adquiere para sí el estatuto de un campo de significación. Si hasta en el Renacimiento la palabra era concebi da como elemento de la naturaleza y su carácter de signo es una cualidad inmanente, a partir de la irrupción de la racionalidad cartesiana se produce un decisivo cambio de sentido y el lenguaje comienza a ser visualizado como un espacio autónomo, como un sistema heurístico dotado de funciones específicas y reglas de constitución propias. La palabra se separa del mundo de las enti dades sensibles y se desplaza a una esfera de realidad nueva, don de debe ser pensada y analizada según una matriz esencialmente binaria. “Cuando la Logique de Port-Royal afirmó que un signo podía ser inherente a lo que designa o estar separado de ello, mostró que el signo, en la época clásica, no está ya encargado de acercar el mundo a sí mismo y hacerlo inherente a sus formas, sino por el contrario, de desplegarlo, de yuxtaponerlo según una superficie indefinidamente abierta y de proseguir, a partir de él, el despliegue infinito de sustitutos según los cuales se lo piensa. Y por ello, se ofrece a la vez al análisis y al arte combinatoria y se le hace ordenable de un cabo a otro. El signo, en el pensamiento clásico, no borraba las distancias y no abolía el tiempo: por el contrario, permitía desarrollarlos y recorrerlos paso a paso. Gra cias a él, las cosas se hacen claras y distintas, conservan su iden tidad, se desatan y se ligan. La razón occidental entra en la edad deljuicio” (Foucault 1996: 67). Para el pensamiento de la modernidad, el lenguaje empie za así a constituirse como un plano de distinciones generativas, como el espacio donde se crean e intercambian los significantes que reflejan, a través de los procedimientos de la representación,
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a los significados adheridos a las cosas. Hasta fines del siglo XVI, los signos habían estado depositados en las entidades para que el hombre pudiera develar sus misterios, pero ellos existían inde pendientemente de si eran conocidos o no. A partir del raciona lismo cartesiano, los signos pasan a ocupar un lugar como ins trumentos del pensar, como forma constituyente de un acto del conocimiento. Los signos del lenguaje empiezan a tener un esta tuto propio, y son el resultado de un proceso donde lo singular ha pasado a lo general a través de una sustracción de contenidos realizada desde las cosas mismas. Las palabras poseen ahora una referencia innata, pero ella no se inscribe ya en la naturaleza, sino en la capacidad del signo lingüístico de expresar lo propio a tra vés de una forma universal. La separación entre el contenido em pírico y la elaboración abstracta viene entonces a ser la estructura constituyente del signo; las palabras y los enunciados conformados por ellas llegan a ser expresión de un desdoblamiento del sentido articulado en los signos, por medio del cual el significado remite a la universalidad de lo particular, y el significante a la estructura sintáctica por la que dicha universalidad se expresa a nivel de fonemas o grafemas. Así, a partir de esta nueva lógica dual, des aparece la “capa uniforme en la que se entrecruzaban indefinida mente lo visto y lo leído, lo visible y lo enunciable. Las cosas y las palabras van a separarse. El ojo será destinado a ver y solo a ver; el oído solo a oír. El discurso tendrá desde luego como tarea el decir lo que es, pero no será más que lo que dice” (Foucault 1996: 50). Las palabras quedan finalmente separadas del mundo, habitantes de una dimensión intangible, pero conectadas a las cosas a través de la abstracción de lo semejante, de la separación estructural entre un significado que ilumina los referentes y un significante que le otorga coherencia y funcionalidad a los significados. Desde este momento, se va constituyendo y solidificando la diferencia entre el afuera y el adentro, entre el mundo autónomo de las entidades y los fenómenos, y el lenguaje que lo refleja y
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articula a nivel del pensamiento. El signo pasa a ser un modelo de la representación, una figura verbal o escrita que expresa en su formalidad un consenso semántico respecto a sus contenidos. La palabra y el enunciado devienen objeto, entidad representable que da cuenta de lo representado, a través de un procedimiento donde lo semejante es abstraído y separado de lo concreto. El significante adquiere autonomía y transparencia, se despliega en un plano propio en función de las diferencias entre unos y otros. Esas diferencias imponen a su vez sus coordenadas, establecen cortes de significado que operan bajo la premisa de la referencialidad y conectan a nivel de lo imaginario las palabras y las cosas, las ideas con su contenido atribuido. La imagen gráfica o sonora deviene signo a través del nexo establecido por la representación, que vuelve singular y eidético al objeto presentado. “En su ser simple de idea, de imagen o de percepción, asociada o sustituida por otra, el elemento significante no es un signo. Solo llega a ser lo a condición de manifestar además la relación que lo liga con lo que significa. Es necesario que represente, pero también, que esta representación -a su vez- se encuentre representada en él” (Foucault 1996: 70). Las representaciones se ligan ahora entre sí como signos que expresan diferencias en movimiento, y estas diferencias estable cen, al conjugarse y ordenarse, significados que suponen un or den referencial. El lenguaje adquiere consistencia en un lento y progresivo juego de asociaciones, donde los hechos y las cosas nombradas desaparecen detrás de los signos mismos. De este modo, cuando se está en posesión de la palabra y de su uso, la presencia de lo representado pasa a ser una mera presuposición que hace posible el juego y la articulación de los significantes. Esta idea de la separación y de la diferencia, es decir, la disconti nuidad entre el adentro y el afuera, tendrá en el fondo una con secuencia decisiva: con el desarrollo del estructuralismo cristaliza en el siglo XX el distanciamiento entre los planos del significante y
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del significado, haciendo que la dimensión referencial del len guaje vaya diluyéndose como horizonte de significación. Las palabras adquieren un nuevo principio de autonomía y transpa rencia, donde el concepto mismo de las cosas pierde su cualidad ontológica y queda determinado como el ámbito de la presuposi ción en cuanto tal. El lenguaje se vuelve un sistema autoreferente, en el que los significantes remiten cada vez con más insistencia los unos a los otros. En su articulación interna, el signo comienza a operar en tonces bajo la hipótesis de una premisa -de un objeto, de un ha blante, de un mundo como horizonte de sentido, etc.-, lo que finalmente se ordena bajo la distinción significante-significado. El significante aparece como lo único indudable, como lo que ha sido dejado en calidad de huella de un acontecimiento o de una eventual existencia. Todo lo demás cae dentro de lo intangible, de lo indeterminable, de lo meramente presupuesto. En último término, la separación formal entre el significante y el significa do, que llega a ser el rasgo distintivo del signo mismo, no puede sino llevar a la disolución del universo del sentido (del mundo referido, de los objetos en cuanto tales). Las exigencias formales del análisis lingüístico dejan a las estructuras sintácticas -a la gra mática de las formas—, como lo único que puede ser mostrado y validado según sus propios imperativos. El reinado del signi ficante llega a someter y a anular todo residuo de realidad que no sea reducible a sus singulares principios de constitución y de funcionamiento. Este corolario es precisa y finalmente el motor de arranque de la gramatología como modelo explicativo del fenómeno lin güístico y de la escritura en general. En el umbral de su tensión inevitable, el lenguaje habría terminado por cerrarse sobre sí mis mo para transformarse en un sistema de reglas auto-constituyentes, donde el orden de la representación pasa a ser la evidencia
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originaria de una metafísica en acto. “Separado de la representa ción, el lenguaje no existe de ahora en adelante y hasta llegar a nosotros más que de un modo disperso: para los filólogos las pa labras son como otros tantos objetos constituidos y depositados por la historia; para quienes quieren formalizar, el lenguaje debe despojarse de su contenido concreto y no dejar aparecer más que las formas universalmente válidas del discurso; si se quiere inter pretar, entonces las palabras se convierten en un texto que hay que cortar para poder ver aparecer a plena luz ese otro sentido que ocultan; por último, el lenguaje llega a surgir para sí mis mo en un acto de escribir que no designa más que a sí mismo” (Foucault 1996: 296). Las palabras adquieren de esta manera un esencial derecho de autor respecto del mundo. Nada hay que pueda superar el velo tangible de las inscripciones, lo que hace del sentido y del sig nificado el horizonte inmaterial de los consensos presupuestos. Ha quedado abolida nuevamente la distinción entre el adentro y el afuera, pero a diferencia del universo premoderno, donde el lenguaje ocupaba también el espacio natural de las entidades sensibles, el imperio actual del significante cierra el mundo sobre sí y hace que todo lo que escapa a su orden pueda ser obviado del campo de lo evidente y de lo posible. La palabra y la escritura tienen desde ahora el camino libre para despojar al mundo de su esencialidad propia y para reconstituirlo de nuevo, paso a paso, a su singular imagen y semejanza.
La diseminación
La in-distinción entre el adentro y el afuera impone desde ahora una exterioridad en principio infinita, interminable, entre la inscripción y su horizonte de sentido. Es ella, la exterioridad, la
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que invoca el imperativo de un límite, de un rastro legible o una marca física. Todo lo que transgrede o es irreductible al lenguaje puede ser asumido desde ya como lo trascendental en sí, como el espacio de lo ilegible, universo de las no-inscripciones que se ubica del otro lado del muro, a extramuros, fuera de la frontera de lo sensible y de lo comunicable. La escritura es llevada entonces a la posición de un suplemento, de un fármakon que alivia del olvido y de la ausencia, de la inevitable pérdida de ubicuidad y pertinencia que ‘sufre’ todo pensamiento vivo encarnado en la phoné. En rigor, “el exterior no comienza en la juntura de lo que en la actualidad denominamos lo psíquico y lo físico, sino en el punto en que la mneme, en lugar de estar presente en sí en su vida, como movimiento de la verdad, se deja suplantar por el archivo, se deja expulsar por un signo de re-memoración y de con memoración. El espacio de la escritura, el espacio como escritura, se abre en el movimiento violento de esa suplencia, de la diferen cia entre mneme e hipomnesis. El exterior está ya en el trabajo de la memoria. La enfermedad se insinúa en la relación consigo de la memoria, en la organización general de la actividad mnésica (Derrida 1975: 163). Esta pervivencia de la memoria está por definición acotada en el tiempo y requiere por tanto de un suplemento para sobrevivir a los efectos de su finitud. Se necesita de un ‘remedio’ que la salve de la incertidumbre, que la retenga y no la deje perecer en el abismo de lo impensado o, peor aún, de lo pensado, dicho, escuchado y luego olvidado. El imperativo del registro se transfor ma así en la utopía de la memoria, en el horizonte sin el cual el pensamiento vivo pierde su cualidad esencial y se ve amenazado por la recaída en el olvido. El otro sueño, la ilusión platónica de una memoria sin registro, siempre activa y actual, quedará en el fondo solo como eso: un sueño, la apuesta de la inteligencia por su actualización constante, el deseo de superar la finitud y de abarcar la totalidad de una inmanencia que traspasa cualquier
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contexto de sentido. Jorge Luis Borges nos ilustra maravillosa mente ese sueño y lo denomina Funes, el memorioso, hombre que ha superado las secuelas humanas del olvido y que retiene en su vertiginosa actualidad todo lo vivido, todo lo dicho, oído y soñado que ha sido dado a la experiencia de una vida. Pero más allá del sueño y de la utopía, lo que devela esa imagen en toda su fuerza es la precariedad de la memoria, su debilidad inherente y su necesidad de registro para permanecer y superar las inclemen cias del tiempo. No hay entonces memoria sin archivo, sin ese fdrmakon que la alivia de su principal amenaza de muerte. Para el orden fonocéntrico no existe rodeo o sutileza posible: elfdrmakon no puede ser sino la escritura, el universo de signos in delebles dejados a extramuros del lenguaje hablado, y conservado como marcas inscritas sobre una superficie de la physis. La escri tura es ya la expresión de este original desdoblamiento, signo de un signo, que se alza sobre la inmediatez dinámica del significante fónico para situarse como un suplemento fuera de sus márgenes: quieto y legible, liberado de la fugacidad que acompaña de modo natural al habla. La escritura aparece, en efecto, como “la posi bilidad para el significante de repetirse solo, maquinalmente, sin alma que viva para sostenerle y ayudarle en su repetición, es de cir, sin que la verdad se presente en ninguna parte. La sofística, la hipomnesis, la escritura, no estarían, pues, separadas de la filoso fía, de la dialéctica, de la anamnesis y del habla viva más que por el espesor invisible, casi nulo, de una hoja entre el significante y el significado; la ‘hoja’: metáfora significante, advirtámoslo, o más bien tomada a la cara del significante, puesto que implica un haz y un envés, la hoja se anuncia en primer lugar como superficie y soporte de la escritura” (Derrida 1975: 167). Es entonces ella, la hoja, la que ahora establece los márgenes físicos y también simbólicos, la que instituye el espacio sensible —y por tanto legible—de los signos. Estos, para ser escritos, deben
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traspasar el velo de su propia muerte, haber sido embalsamados en tipos y marcas gráficas, que han logrado ya dejar atrás la con dición viviente y en apariencia inmaterial del lenguaje fónico. En esta imagen, sutilmente dejada sobre el camino, y donde parecie ra quedar sólidamente establecida la separación entre lo sensible y lo no sensible, lo vivo y lo muerto, lo presente y lo ausente, es donde radica en toda su fuerza estratégica el modelo de la escri tura como fdrmakon y suplemento. Y es en función de este prin cipio que la estabilidad de la presencia es radicada en ahora en lo físico, en huellas que han quedado inscritas e indelebles en la superficie de una hoja en blanco. De este modo, lo que solo logra llegar a la cualidad sonora y fónica se pierde, se diluye en el aire, no posee las condiciones materiales que la retengan, que la hagan permanecer estable en el tiempo. No sin indolencia se concede que la pureza del sentido, la vivencia de la intencionalidad, está en el habla, en esa inmediatez donde no sería necesaria la lectura, puesto que no habría polisemia posible. La escritura, en cambio, será el ámbito de un signo muerto, el espacio donde la fuerza vi tal del sentido ya ha desaparecido, dejando tras de sí únicamente un recurso limitado y limitante, un fdrmakon que logra apenas compensar el vacío de una memoria muerta, de una palabra que habla en ausencia. “La escritura es dada como suplente sensible, visible, espacial de la mneme: se revela a continuación perjudicial y embotadora para el interior invisible del alma, la memoria y la verdad (...) El fdrmakon es el movimiento, el lugar y el juego de la diferencia. Es la diferencia de la diferencia. Tiene en reserva, en su sombra y vigilia indecisas, a los diferentes y a las desavenencias que la discriminación vendrá a recortar. Las contradicciones y las parejas de opuestos se levantan sobre el fondo de esa reserva dia crítica y diferente. Ya diferenciada, esa reserva, para preceder a la oposición de los efectos diferentes, para preceder a las diferencias como efectos, no tiene pues la simplicidad puntual de una coincidentia oppositorum. De ese fondo viene la dialéctica a extraer sus filosofemas. El fdrmakon, sin ser nada por sí mismo, los excede
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siempre como su fundo sin fondo. Se mantiene siempre en reser va aunque no tenga profundidad fundamental ni última locali dad. Vamos a verle prometerse al infinito y escaparse siempre por puertas ocultas, brillantes como espejos y abiertas a un laberinto” (Derrida 1975: 191-192). La escritura, en todo caso, parece no querer resignarse a ser simplemente eso: un juego de espejos y de laberintos, un simu lacro infinito como el agua, donde dice reflejarse y transitar la palabra viva, el sentido puro. La inscripción no puede dejar de intuir que la palabra hablada ha montado una escena prodigiosa, donde es ella misma la que efectúa su re-presentación a través de una máscara y de una coartada. La articulación del lenguaje oral es ya, en sí mismo, un movimiento exterior, una escenificación dispuesta por el orden nominal dominante y en el que se des plaza a la escritura, no sin fuerza y no sin un sentido ‘político’, a ocupar el margen exterior, a presentarse frente al lenguaje vivo como un ropaje muerto, como los harapos de un sentido y de una memoria que no habrían podido permanecer vitales y des nudos a la intemperie. De algún modo, la escritura se resignaría a este lugar del suplemento y del fármakon porque sabe ya desde siempre que la paternidad le pertenece, que la voz de la palabra solo puede sostenerse en su eterna adolescencia, en los marcos formales y formativos que la escritura ha fijado desde el principio de los tiempos, desde la articulación de ese primer sonido humano que fue más que sí mismo. El signo escrito sabe, en el fondo, que su vida no depende de una hoja en blanco o, más bien, tiene la certeza que esa hoja pueden ser también las nubes, las estrellas, el conjunto universal de los elementos y todos los grados y matices de sus intensidades.
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En ese marco, la apuesta final de la hipótesis gramatológica es una y decisiva: cuando la travesía interminable del sentido hace llegar finalmente la hora del lector, todo pasa irremediablemente a ser un signo escrito, una inscripción dejada en el firmamento para ser leída y pensada, reflexionada sin límites hasta la última gota de sangre o hasta el último aliento. Todo orden sensible po see para la conciencia humana la cualidad de los símbolos, y aún los sueños tienen -mucho antes de Freud- la condición de ser interpretables, infinitamente descifrables, como todo lo demás. La ilusión del lenguaje hablado, de un lenguaje que fue cayendo una y otra vez en las trampas que él mismo fue poniendo en su camino, es haber alimentado incansablemente la imagen de su paternidad sobre la escritura, sin llegar a entender ni a analizar hasta hoy las singularidades de esa filiación. En rigor, la palabra hablada llega bastante tarde a descubrir su propia gramatología interna, su ancestral condición de signo legible. Ello ocurre cuan do un destello de lucidez la hizo percatarse de que toda forma de escritura fonética “se encuentra injertada en escrituras de tipo no-fonético y que el texto es penetrado de modos diversos, sa cando su fuerza de una grafía que la invade, la enmarca de forma regular, obsesiva, cada vez más masiva, incontorneable, venida de más allá del espejo, y que actúa en la propia secuencia lla mada fonética, trabajándola, traduciéndose en ella antes incluso de aparecer, de dejarse reconocer a posteriori, en el momento en que cae a la cola del texto, como un resto y como una sentencia” (Derrida 1975: 535). El modelo de la phoné posee, pues, en su origen, al ser escrito, ya que todo signo ocuparía desde siempre un lugar en el orden gramatológico y estaría dispuesto para la lectura, para ser sometido al espaciamiento interminable del sentido y de la interpretación del sentido. En los hechos, el oyente de un discurso o el hablante de una conversación no dejan de estar sometidos a una lógica de percepciones en la que debe ir ‘leyendo’ lo que se presenta a sus
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sentidos. Ya sean las palabras, imágenes en un papel o sonidos al viento, el lector no tiene acceso al universo simbólico de la fuen te, más que por lo que ella exterioriza y emite. El autor está irre mediablemente perdido detrás de las palabras, nuevamente fuera de los márgenes, aunque en el caso del hablante las posibilidades de contraste que ofrece el diálogo sean más inmediatas y efectivas que en el texto escrito. Con todo, en ambos casos no habría más que textualidad, inmanencia autoreferida, en la que el receptor no tiene más alcance que los propios signos, aunque en la inte racción dialógica estos puedan abarcar incluso la comunicación no-verbal. El universo de la intencionalidad es en todos los casos inabarcable, mudo y oscuro, aunque el texto gire una y otra vez sobre él con su fuerza lumínica. “El espesor del texto se abre en rigor sobre el más-allá de un todo, la nada o el absoluto exterior. Por lo que su profundidad resulta a la vez nula e infinita. Infinita, porque cada capa abriga otra. La lectura se parece entonces a esas radiografías que descubren, bajo la epidermis de la última pin tura, otro cuadro escondido: del mismo pintor o de otro pintor, poco importa, que habría, a falta de materiales o por buscar un nuevo efecto, utilizado la sustancia de una antigua tela o conser vado el fragmento de un primer esbozo” (Derrida 1975: 536). El texto y sus pliegues se vuelven interminables en la medida en que toda nueva lectura, toda posibilidad de lectura, circuns cribe en él los giros del sentido, una capa que se agrega sobre una densidad casi nula y que se desprende de lo puramente sintácti co. La diseminación, la extensión sin límites de la polisemia, no reconocería formas predeterminadas o vías a priori, en la medida en que su realización es siempre actual y contingente. No hay ni puede haber nunca trascendencia del sentido, en la medida en que la diseminación es un movimiento infranqueable, que solo parece detenerse frente a la individualidad, o más bien, frente a un roce subjetivo que la mayoría de las veces escapa incluso a la esfera puramente consciente. El orden textual tiende naturalmente
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a la diseminación debido a que cada ‘lector’ es un universo abier to, conformado tanto por las instancias materiales del lenguaje, como por lugares de indeterminación que permanecen implícitos y no tienen nunca una sola lectura posible. En cada contexto y frente a cada texto, “el lector lee entre líneas’ e involuntariamen te complementa diversos aspectos de las objetividades represen tadas, no determinadas en el texto mismo, mediante una com prensión sobreexplícita” (Ingarden 38). En la afirmación del sentido siempre hay operando correlatos intencionales, que tienden a desplazarse y a diseminarse preferen temente hacia esos lugares de indeterminación que el texto oral o escrito deja abiertos. La configuración del sentido posee, de este modo, un alto grado indeterminación, asociado a los actos de concreción que el lector va efectuando en cada momento de la lectura. Hay, en efecto, un conjunto impreciso de decisiones implícitas, conscientes e inconscientes, en las que se produce una objetivación dinámica entre la sintaxis y los contenidos proyecta dos por el proceso de lectura. El correlato intencional generado por el autor queda entonces inmediatamente fuera de las formali dades del texto mismo, siendo el sentido una construcción de co rrelatos sucesivos realizado por un lector en función de determi naciones múltiples y la mayoría de las veces, incontrastables. Así, “cada correlato individual de enunciados prefigura un horizonte determinado, el cual se convierte enseguida en una pantalla sobre la que se proyecta el correlato siguiente, transformándose ine vitablemente el horizonte del sentido. Como quiera que cada correlato de enunciados no prefigura lo que va a venir más que con un alcance restringido, el horizonte despertado por ellos presenta una perspectiva que, pese a su concreción, contiene ciertos elementos indeterminados que poseen el carácter de la espera cuyo cumplimiento anticipan. Cada correlato consiste, al mismo tiempo, en intuiciones satisfechas y representaciones va cías” (Iser 1989:151).
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El orden de la diseminación es, al final, la poética del espacio, el universo de las intencionalidades, de lo proyectado y a la vez introyectado, donde la palabra se pierde sin tregua en su alteridad irreductible. En los hechos, la gramatología como hipótesis solo habría podido hacer avanzar al lenguaje un paso más, un tímido paso, en la convicción de que la palabra no es otra cosa que escritura, una conjunto de marcas dejadas sobre la continui dad del vacío, y que dan origen al abismo de la totalidad, a un espacio en el que es posible descubrir todo y nada, desde la más lejana nebulosa en el firmamento hasta la más imperceptible gota de rocío.
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CAPÍTULO 3 Escritura y diferencia ontológica
La diferencia originaria
No existiría categoría o concepto que no implique un suple mento legible, un pliegue significante que logra elevarse y destacar desde un campo originario de indeterminación semántica. Los conceptos son, en efecto, los relieves que sobresalen de la con tinuidad indiferenciada de un plano de inmanencia, es decir, de un horizonte de sentido que constituye el ámbito de consistencia y de ubicuidad de los propios conceptos. A partir de este plano de in manencia, se podría ya ubicar en un eje espaciotemporal aquello que la desconstrucción define como el quiebre fundante de la di ferencia, la visualización primera de la forma del concepto sobre un fondo de sentidos informe. En rigor, la posibilidad de efectuar distinciones conceptuales, de separar, por ejemplo, materia y for ma en el ámbito de las entidades como lo hace Aristóteles en la Metafísica, estaría ya asociada a esa capacidad del lenguaje de establecer cortes sintácticos sobre un campo semántico no dife renciado, aun sin escisiones ni pliegues significantes. El primer despliegue de la diferencia sería entonces previo a la instauración misma de las inscripciones, el resultado de un desdoblamiento implícito que lleva los conceptos a su separación respecto del plano de inmanencia, y que da luego inicio a su funcionamiento significante. El concepto y el plano de inmanencia aparecen así como la primera distinción que dispone la diferencia, esa dua lidad de origen donde los conceptos y las categorías aparecen “como superficies o volúmenes absolutos, deformes y fragmen tarios, mientras que el plano es lo absoluto ilimitado, informe, ni superficie ni volumen, pero siempre fractal. Los conceptos son
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Ortología de la ausencia La metáfora en el horizonte de la desconstrucción / MAX COLODRO
disposiciones concretas como configuraciones de una máquina, pero el plano es la máquina abstracta cuyas disposiciones son las piezas. Los conceptos son acontecimientos, pero el plano es el horizonte de los acontecimientos, el depósito o la reserva de los acontecimientos puramente conceptuales: no el horizonte rela tivo que funciona como un límite, que cambia con un observa dor y que engloba estados de cosas observables, sino el horizonte absoluto, independiente de cualquier observador, y que traduce el acontecimiento como concepto independiente del estado de cosas visible donde se llevaría a cabo” (Deleuze y Guattari 40). En los hechos, la diferencia en su estado inicial no implicaría más que eso: una abertura, la latencia de una exterioridad aun no constituida en función de distinciones conceptuales. Heidegger ve esa diferencia como un ocultamiento de la dicotomía entre el ser y el ente, es decir, a partir del olvido que supone llevar el pensamiento hacia las cosas, sin interrogarse por el universo de sentido en el que dichas cosas se hacen existencialmente posibles. Hay, sin duda, en la dualidad heideggeriana toda una coreografía ontológica, una puesta en escena de la historia del ser entendida como temporalidad de la metafísica, como travesía trascendental del concepto. Pero hay, también, una marca ya visible operando en el fondo de esa distinción, una marca que hace de la diferencia ontológica una huella, el rastro de la dualidad significante que permite aflorar a dichas categorías (el ser y el ente) en función de una subsidiaridad binaria. Para Heidegger, el lugar originario del ser sería siempre un no-lugar, la alteridad de ese ámbito contin gente donde las entidades se hacen visibles, pero donde la luz que las ilumina, la lichtung del ser, permanece en sí misma invisible. La superficie categorial donde se configuran las entidades se sostiene en la filosofía de Heidegger sobre una profundidad lumínica, del mismo modo como la materia se conjuga en la forma aristotélica y la parusía en la participación de la idea según
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el modelo platónico. La diferencia devela su naturaleza dual en el acto mismo de su fundación, en el proceso de distinción entre un fundamento {grund) y aquello que es fundado por él. Para la metafísica, la diferencia tendrá entonces como condición de posibilidad la tarea de empezar a determinar lo originariamente indeterminado, de exponer a la presencia como la alteridad de esa nada que se mantiene oculta y olvidada en el ser. Así, “cuando la determinación se ejerce, no se contenta con otorgar una forma, con dar una forma a las materias bajo la condición de las cate gorías. Algo del fondo sube a la superficie, sube allí sin tomar forma, más bien se insinúa entre las formas; existencia autónoma sin rostros, base informal. Ese fondo, en tanto está ahora en la superficie, se llama lo profundo, lo sin fondo. Inversamente, las formas se descomponen cuando se reflejan en él; todo lo mode lado se deshace, todos los rostros mueren, solo subsiste la línea abstracta como determinación absolutamente adecuada a lo in determinado, como rayo igual a la noche, ácido igual a la base, distinción adecuada a la más completa oscuridad: el monstruo (una determinación que no se opone a lo indeterminado, y que no lo limita.) Por esta razón, la pareja materia-forma es muy in suficiente para describir el mecanismo de la determinación; la materia ya está conformada, la forma es inseparable del modelado de la species o de la morphé, el conjunto está bajo la protección de las categorías” (Deleuze 2002: 406). En el origen de la desconstrucción como procedimiento de lectura, operaría ya a plenitud el juego ambivalente de estas dos dimensiones de la diferencia: la primera, apuntando a la distinción entre el ser y el ente, el fundamento y lo fundado, la estructura trascendental de la metafísica; la segunda, partiendo del imagi nario establecido por la primera, pero acotándola a un espacio de sentido donde la presencia solo puede ser establecida como resultado de su propia presuposición. En efecto, el universo de remisiones proyectado por la separación entre el ser y el ente
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deviene para la desconstrucción una cuestión de estructura, una diferencia activa en la constitución basal de la textualidad, que se vuelve significativa solo y únicamente a partir del momento en que sobre ella se efectúa un procedimiento de lectura. Si para Heidegger la diferencia hace aparecer al ser como fundamento y al ente como fundado (1990: 151), para la desconstrucción toda actividad fundante se explica a partir de una distinción interna entre escritura y lectura. En el origen de las inscripciones habría siempre una diferencia haciendo posible que ellas existan como elemento legible, que se reproduzcan como tales en un universo de sentido. Las inscripciones se volverían signos en la medida en que “todo concepto está por derecho esencialmente inscrito en una cadena o en un sistema en el interior del cual remite a otro, a los otros conceptos, por un juego sistemático de diferencias. Un juego tal -la ‘diferencia7- ya no es entonces simplemente un concepto, sino la posibilidad de una conceptualidad, del pro ceso y del sistema conceptual en general. Por la misma razón, la diferencia, que no es un concepto, no es tampoco una mera palabra, es decir, lo que se representa como la unidad tranquila y presente, autorreferente, de un concepto y una fonía” (Derrida 1989: 46-47). La diferencia despliega el espacio lógico que media entre el concepto y el plano de inmanencia, entre la inscripción y el sen tido, entre el ente y el ser. Es un origen que une en la medida que divide, que unifica en el momento en que individualiza. Como un cordón umbilical, que transmite y alimenta la vida, pero que requiere ser cortado para fundar una nueva corporalidad, un nue vo ser. La diferencia es, en rigor, solo la huella de ese corte, la evi dencia de que algo ha tenido lugar y que hace posible la fundación del concepto y del plano como dimensiones distinguibles. En Heidegger, la presencia del ente lleva a olvidar al ser como funda mento en la medida en que oculta el presupuesto que hace a los entes adquirir significación en el mundo, que los lleva a tener un
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sentido propiamente existencial. El eje de esa diferencia expone el supuesto de unos entes que poseen la condición de presentes, de disposiciones dadas a través de los diversos modos de la pre sencia. Sin embargo, a la luz de este supuesto no hay todavía una instancia que permita explicar cómo el ente puede llegar a ocupar un lugar en el tiempo, un espacio en el presente. El modelo de la presencia que define al ser del ente está de algún modo ya ahí, inmediatamente presupuesto, en la medida en que su condición de posibilidad permanece olvidada, dejada en el lugar ya no del presente, sino de la presuposición en cuanto tal. La desconstruc ción daría entonces un paso atrás, buscando observar la distinción ente-ser como estructura conceptual en sí misma, como un cam po de sentido donde los entes quedan únicamente vestidos con el ropaje de los significantes, pero donde el ser permanece desnudo, diluido en el océano indeterminable de la metafísica del sentido. La crítica de Heidegger a la metafísica posee de este modo un inevitable correlato gramatológico, articulado por el traspaso des de la presencia del ente a la inscripción, y por el desplazamiento del ser hacia su intangibilidad como sentido químicamente puro. En el mismo proceso donde la presencia de los entes deviene un universo de huellas, el ser de la metafísica pasa a ocupar el espacio de la semántica y de sus raíces intencionales, la vastedad de las proyecciones e introyecciones del sentido. A partir de este giro, ya no será posible dar cuenta de ‘hechos’ o de ‘entidades’, sino únicamente de signos ubicados en el margen interno del propio texto. Y toda forma de realidad que busque traspasar dicho mar gen y ubicarse en un plano de exterioridad trascendental respecto del signo, quedará relegado por razón de principio al ámbito de la presuposición ontológica. La gramatología opera, a través de este presupuesto, una ra dical des-sustanciación en el núcleo de la crítica heideggeriana a la metafísica, un paso decisivo desde el modelo del ente a la
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semiotización de la presencia. El desplazamiento desde el hori zonte de las entidades hacia el universo de las inscripciones su pone redefinir las premisas desde las cuales se evalúa el estatuto de realidad de los signos y los límites del orden textual. La gramatología realiza así un aparente repliegue táctico desde la princi pal distinción de la diferencia ontológica (la dualidad ente-ser), para efectuar luego un despliegue estratégico, que permite hacer de esa diferencia una estructura de lenguaje sobre-implicada en la relación del signo lingüístico con la escritura originaria. Para hacer posible esta inflexión, la gramatología deberá, no obstante, elevarse sobre los hombros de la arquitectura propia del signo, no pudiendo abandonar sin más el horizonte de referencia de la distinción ente-ser, tal cual ella es definida en la crítica a la meta física efectuada por Heidegger. De este modo, en el correlato que la desconstrucción elabora para explicar su lugar y su posición en la historia de la filosofía, la crítica al modelo de la presencia vendría a ser una instancia decisiva, la clave conceptual que anticipa el paso desde el análisis de la metafísica entendida como diferencia entre el ser y el ente, al espacio interno de la significación, es decir, a la diferencia en tendida como distinción entre el significante y el significado. Este desplazamiento que va desde la ‘metafísica de la presencia’ a la ‘metafísica del signo’ es de hecho un paso fundacional, un giro ontológico que permite reconstituir la historia del pensamiento filosófico desde un nuevo horizonte, reelaborarla en función de ese conjunto de premisas y desarrollos a partir de los cuales la gramatología y la desconstrucción terminan al final explicándose a sí mismas. La desconstrucción inicia entonces su travesía dejan do atrás la distinción ente-ser, para ubicar en su lugar al signo mismo, tal cual ha quedado definido según los axiomas de la lingüística estructural. De esta manera, “partimos, puesto que ya estamos instalados en ella, de la problemática del signo y de la escritura. El signo, se suele decir, se pone en lugar de la cosa
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misma, de la cosa presente, cosa’ vale aquí tanto por su sentido como por el referente. El signo representa lo presente en su au sencia. Tiene lugar en ello. Cuando no podemos tomar o mostrar la cosa, digamos lo presente, el ser-presente, cuando lo presente no se presenta, significamos, pasamos por el rodeo del signo. To mamos o damos un signo. Hacemos signo. El signo sería, pues, la presencia diferida. Bien se trate de signo verbal o escrito, de signo monetario, de delegación electoral o de representación po lítica, la circulación de los signos difiere el momento en el que podríamos encontrarnos con la cosa misma, adueñarnos de ella, consumirla o guardarla, tocarla, verla, tener intuición presente” (Derrida 1989: 44-45). La cosa ocupa en esta elaboración el lugar del ente en la crí tica a la metafísica de Heidegger, o sea, de la entidad sensible en su acepción aristotélica, aquella que puede ser consumida, guar dada, tocada, vista, y de la que podemos tener una intuición presen te. Pero la clave de la lingüística estructural es ir un paso más allá e iniciar la elaboración de su sistema ya no desde un modelo de la presencia —del ente entendido como presencia—, sino más bien desde la premisa de una ausencia, de la ausencia de la cosa signifi cada. El signo solo puede tener sentido y función a partir de un principio de sustitución, de la puesta en escena de una presencia ausente, traída hasta el presente a través del rodeo de la significa ción. Se llega así a la idea del suplemento, a una transferencia de sentido que va desde el referente sensible al significado, y del significado al significante, entendido este último como la expre sión oral o escrita que lo representa. “La conexión regular entre un signo, su sentido y su referencia es de tal clase que al signo le corresponde un sentido definido, al cual a su vez le corresponde una referencia definida, en tanto que a una referencia dada (un objeto) no solo le pertenece un único signo. El mismo sentido tiene expresiones diferentes en diferentes lenguajes o inclusive en el mismo lenguaje. Naturalmente, puede haber excepciones
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a esta conducta regular. A toda expresión que pertenezca a una totalidad completa de signos le debería ciertamente correspon der un sentido definido; pero los lenguajes naturales a menudo no satisfacen esta condición y debemos contentarnos con que la misma palabra tenga al menos el mismo sentido en el mismo contexto” (Frege 14). El umbral instituido por el análisis lingüístico diluye el espa cio de los entes en un ámbito de singularidades que tiene como premisa la idea de referencia. Pero esta noción de referencia con serva todavía una gran fuerza de realidad y de objetividad en el campo del lenguaje, en la medida en que parte del supuesto establecido por el principio de la denotación: “la referencia de un nombre propio es el objeto mismo al que por medio de él desig namos; la idea que en este caso tenemos es totalmente subjetiva; entre ellas se encuentra el sentido, el cual ciertamente ya no es subjetivo como la idea, si bien tampoco es el objeto mismo toda vía” (Frege 17). En efecto, el objeto mismo es lo que va camino a desdibujarse del imaginario conceptual a partir de la sustitución de la entidad por el referente. Y ello tiene una implicancia filo sófica decisiva, ya que dicho paso es lo que permite llevar a la metafísica y a la diferencia ontológica hacia los patios interiores del orden textual, ya no al olvido de un ser que se oculta en el modelo de la presencia del ente, sino más bien, al reemplazo de los entes y del ser mismo por referentes lingüísticos, a un univer so físico y metafísico degradado al final a la condición de con junto sistemático de inscripciones. Este giro implicará, en rigor, una radical des-sustanciación de lo real, donde la naturaleza de las entidades, como quiera que se las defina, va quedando suprimida por la resonancia general de los procesos de significación, diluida en la ampliación sin límites y en todas direcciones del espacio universal de los signos.
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El modelo estructuralista del lenguaje vendrá luego a esta blecer un orden de dualidades que no hace sino reforzar este ca rácter eidético del signo en general: “lo que el signo lingüístico une no es una cosa y un nombre, sino un concepto y una ima gen acústica. La imagen acústica no es el sonido material, cosa puramente física, sino su huella psíquica, la representación que de él nos da el testimonio de nuestros sentidos; esa imagen es sensorial, y si llegamos a llamarla ‘material’ es solamente en este sentido y por oposición al otro término de la asociación, el con cepto, generalmente más abstracto” (Saussure 91-92). El análisis estructural del lenguaje deja entonces en el camino la noción de referente, debilitando así la última conexión con el ente tal cual este había sido establecido por la diferencia ontológica. A partir de dicho momento, el lenguaje queda literalmente sin referencias, abstraído de todo principio de denotación y constituido como un sistema de signos cuya estructura está articulada en torno a una nueva distinción, a la diferencia formal entre una instancia “física” -el significante- y un significado que no remite ya a co sas o estados de cosas, sino a una huella psíquica, es decir, a una dimensión cuya resonancia intrasubjetiva hace mucho más com pleja su determinación ontológica. La huella psíquica, el abismo infinito donde el sentido se produce y se condensa, se sitúa a partir de la obra de Saussure como el último vínculo entre lenguaje y realidad. A partir de ella, el mundo de ‘los hechos’ y de las ‘entidades sensibles’ va desapareciendo bajo el velo de los signos, de un orden textual que ocupa ahora la totalidad de lo real hasta el punto de poder obviar cualquier reminiscencia que no sea la que instituye y permite funcionar a los propios significantes. La idea de un referente, úl tima reserva material que hacía posible una definición ostensiva, abandona la escena, dejando como única expresión sensible a los fonemas y grafemas, es decir, a la dimensión física de los signos mismos. Paralelamente, el sentido y el significado, el universo
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semántico que acompaña a la inscripción, queda relegado a la intangibilidad pura y espectral de la huella psíquica y el lengua je puede obviar a partir de este momento toda determinación y todo alcance que no provenga de sí mismo, llegando a des plazar al conjunto del pensamiento hacia un campo de realidad puramente lingüístico. Al final, a partir del giro realizado por Saussure, “lejos de preceder el objeto al punto de vista, se diría que es el punto de vista el que crea el objeto” (Saussure 36). El universo del significado se pierde entonces en las profundidades del sen tido, en la hondura geológica de una huella psíquica cuyas claves de interpretación exceden la formalidad audible o visible de los significantes. Lo que queda del mundo no es nada más que una huella o -más bien-, el universo de huellas que opera a través de las inscripciones, de fonemas echados al viento o grafemas impresos sobre una hoja de papel. En la actualidad, la tecnolo gía permite incluso que dichas inscripciones recorran el espacio interconectado de las redes de información, para hacerse imagen en una pantalla. Este cambio de médium, sin embargo, en nada modifica el principio por el cual se establece que el único signi ficado o sentido del que es posible dar testimonio es aquel que se devela como significante, el que se viste con sus ropajes y actúa en su nombre. El debilitamiento de la noción de referente genera, por úl timo, las condiciones que hacen posible el establecimiento de la diferencia, según ella es presentada ahora por la gramatología. La clave del paso de la lingüística a la desconstrucción es precisa mente la idea de que el significante y el significado no son dos dimensiones separadas o distinguibles en la estructura del signo, es decir, que el significado no tendría existencia ni singularidad al margen del significante, fuera de su horizonte de constitución. Si bien es cierto que en el estructuralismo de Saussure ya estaba presente la idea de que en la lengua no hay más que diferencias (Saus sure 144), y que ellas operan antes que nada a nivel sintáctico, la
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verdad es que el análisis estructural del signo no abandona nunca el principio de un orden formal, donde el significado define en cuanto remisión a una huella psíquica el espacio de un lengua je que ‘se conecta con el universo de lo no-lingüístico y de lo extra-lingüístico. Para la gramatología, en cambio, las diferencias a nivel de significantes, la economía de las inscripciones, es ya la única dimensión efectiva del lenguaje, y cualquier proyección de algo definible como sentido o significado tendrá su origen en un efecto generado por los propios significantes, como resultado de los procesos de lectura. Para el orden gramatológico, no hay en rigor nada más que textualidad, es decir, inscripciones y lecturas, pero ello es lo suficientemente amplio y abarcador en sus alcan ces ontológicos como para fundar el universo simbólico de los intercambios humanos. La significación como proceso tiene entonces su principio en la diferencia, pero ésta debe ser entendida ahora como el juego de las inscripciones que dinámicamente se articulan generando intervalos de sentido, que van desde lo explícito a lo implícito y viceversa. Las letras son, en esencia, discontinuidades, marcas legibles, que al relacionarse y conjugarse forman palabras, forma ciones nominales que solo existen en cuanto son también defini das en función de sus diferencias con otras. Luego, las palabras se unen formando enunciados y proposiciones, momento clave donde el significado empieza a ponerse en movimiento y hace posible las proyecciones y cristalizaciones del sentido. Antes de eso, las letras no tienen en sí mismas significado; las palabras, en cambio, pueden tenerlo en la medida en que hayamos aprendido a utilizarlas y que su uso sea coherente con nuestras propias ex periencias de adscripción. Con todo, el alcance de significado de una palabra estará siempre acotado al contexto de su uso, contexto donde el significado se materializa a partir de un relativo con senso comunicativo. Relativo, en efecto, porque el lenguaje solo existe y opera sobre la base de acuerdos tácitos sobre el uso de los
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significantes y sus formas gramaticales, ámbito donde los signifi cados asociados o las construcciones de sentido sugeridas están siempre más allá del umbral explícito y solo remiten a un virtual mínimo común denominador. En su formalidad más general, las letras son inscripciones físicas, que se reproducen gráfica o fonéticamente. Cuando las palabras han llegado ya a la articulación de una sintaxis, el fe nómeno semántico aflora como la apertura de lo implícito, como un intervalo de sentido que se proyecta desde aquello que Saus sure define como la huella psíquica, dotando de un significado posible a un conjunto dinámico de significantes. Es, en esen cia, un proceso muy similar al que se desarrolla en la creación y recepción musical, donde cada nota por separado no tiene un significado, sino que simplemente expresa un sonido monotonal inerte. Al conjugarse, sin embargo, las notas unas con otras, al intercalarse el intervalo entre sonidos y silencio, al adquirir un tiempo y un ritmo propios y, finalmente, al confluir los distintos instrumentos musicales en un conjunto armónico, los sonidos también ellos inscripciones físicas cuantificables en longitudes de onda-, llegan a constituir música, es decir, adquieren un sentido que es capaz de hacer nacer el hecho estético y generar las más hondas y complejas emociones humanas. Dicho proceso, a la vez creativo y receptivo, es de algún modo algo más que una buena analogía para el proceso del lenguaje: en ambos casos las formas se conjugan en el espaciotiempo generando entrelazamientos que, a la manera de un te jido, crean un campo semántico, ámbito donde se proyectan sentidos y resonancias en función de un cierto aprendizaje inter-subjetivo. Así, “el entrelazamiento (Verwebung) del len guaje, de lo que en el lenguaje es puramente lenguaje, y de los otros hilos de la experiencia, constituye un tejido. La palabra Verwebung conduce a esta zona metafórica: los ‘estratos’ están
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‘tejidos’, su imbricación es tal que no se puede discernir la tra ma de la urdimbre. Si el estrato del logos estuviera simplemente echado encima podría levantarse y dejar aparecer bajo él el es trato subyacente de los actos y de los contenidos no-expresivos. Pero puesto que esta superestructura actúa a cambio, de manera esencial y decisiva, sobre la Unterschicht (capa subyacente), es tamos obligados, desde la entrada de la descripción, a asociar la metáfora geológica como una metáfora propiamente textual; pues tejido quiere decir texto. Verweben aquí quiere decir texere. Lo discursivo se relaciona con lo no-discursivo, el ‘estrato’ lingüísti co se entremezcla con el ‘estrato’ pre-lingüístico según el sistema regulado de una especie de texto” (Derrida 1989: 198-199). La textualidad es esa textura del mundo que al final resul ta ser -para la desconstrucción— su única evidencia. El principio de realidad instaurado a partir de la gramatología opera sobre la premisa de un universo donde el residuo último de una verdad contrastable no tiene más componente que sus huellas, es decir, ‘textos’ que han quedado a lo largo del tiempo como único tes timonio de que algo ha existido. La convicción de que la marca no implica una presencia, define el horizonte de finalización de una diferencia ontológica llevada desde la certeza de la dualidad ente-ser al paroxismo del orden textual, fuera del cual no hay nada más salvo la tensión inevitable de su propio límite. Texto sobre texto en un proceso infinito de pliegues y repliegues, el universo no dejaría a su paso nada que no sea una mera huella de sí mismo, una huella de sentido susceptible de ser leída una y mil veces. El acto de la creación es en realidad un proceso de lectura, reescritura a la deriva en un ir y venir interminable de nuevas fundaciones. De cierta manera, el ser se reproduce en cada acto humano que funda al mundo al intentar nombrarlo. El límite decisivo e insuperable, la frontera que define la última epifanía del ser, no sería otra cosa que el margen del texto mismo.
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La inversión de la grammé
El ejercicio de la desconstrucción supone esta interminable recreación y refundación de la textualidad a través de los proce dimientos de lectura. En rigor, no habría lenguaje que no sea en esencia la articulación dinámica de un orden escrito y de las lec turas que se efectúan sobre él. La posibilidad de establecer cierta continuidad histórica en la recepción de los textos implicaría, ya de algún modo, la existencia de una estructura estable, la inma nencia de un conjunto de inscripciones físicas que se constituyen en la raíz gramatológica de todo lenguaje. Así, la concatenación de unos textos sobre otros, el juego caleidoscópico de la intertextualidad, tendría su base en la persistencia de una forma, en un sistema legible de huellas significantes que no es otro que la escritura misma, la articulación de grafemas y fonemas sobre las cuales opera la concreción de un lenguaje, la conjunción entre una base escrita y los procesos de lectura que a lo largo del tiem po se plasman en ella. La idea de un lenguaje hablado que sería anterior a la escritura en cuanto tal, es precisamente lo que la gramatología ha querido desmontar, para que aparezca en toda su implicancia estratégica la naturaleza hegemónica que supone dicha noción de anterioridad. El momento de dicha inversión, que es más bien el acto de una transfiguración, permitiría que la fenomenología del lenguaje pueda ir haciendo plenamente inte ligible, ahora desde sí misma, la estructura originaria que desde el principio la constituye. Con todo, este ‘momento’ sería más bien un proceso, el devenir histórico del pensamiento que confluye en la temporalidad del logos occidental, hasta el instante en que su propio imperativo de auto-transparencia, de autodevelamiento, hace aflorar al signo lingüístico como la instancia a través de la cual él mismo se re-presenta. “Que este movimiento haga nece sario el paso por la etapa logocéntrica, no es sino una aparente paradoja: el privilegio del logos es el de la escritura fonética, de una escritura provisionalmente más económica, más algebraica,
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en razón de un cierto estado del saber. La época del logocentrismo es un momento de la borradura mundial del significante: enton ces se cree proteger y exaltar el habla, pero solo se está fascinado por una figura de la techne. Al mismo tiempo, se menosprecia la escritura porque tiene la ventaja de asegurar un mayor dominio al borrarse: al traducir lo mejor posible un significante (oral) para un tiempo más universal y más cómodo; la auto-afección fónica, absteniéndose de todo recurso exterior’, permite a cierta época de la historia del mundo y de lo que se llama, entonces, el hom bre, el mayor dominio posible, la mayor presencia consigo de la vida, la mayor libertad” (Derrida 1978: 360). El logocentrismo habría podido cobijarse en el habla durante siglos, en la aparente supremacía de la escritura fónica -entre otras cosas-, porque en ella la premisa del suplemento parece diluida en su absoluta trasparencia, en su mera idealidad. La imagen de una escritura oral donde creación y recepción son actos casi simultá neos, permitiría pasar por alto el imperativo del intervalo vital, la separación entre el tiempo y el espacio que implica necesaria mente el dispositivo de la significación. La lectura se muestra en el habla borrando aparentemente su propio límite, como la huella de una representación no diferida, posibilidad plena de la repe tición y, a su vez, de la transferencia y la des-contextualización. La hegemonía de la palabra hablada habría permitido así que todas estas implicaciones quedaran subsumidas, olvidadas, en la medida en que la suplementariedad de la escritura (fónica) y de la lectura pareciera anularse en su mera efectividad. La disposición estratégica del logocentrismo consistiría de este modo en negar que “el acceso a la escritura fonética constituye a la vez un grado suplementario de la representatividad y una revolución total den tro de la estructura de la representación. La pictografía directa —o jeroglífica- representa la cosa, o el significado. El ideofonograma ya representa un mixto de significante y significado; ya repre senta la lengua (...) Un signo que representa una cosa nombrada
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en su concepto deja de remitir al concepto y no conserva sino el valor de un significante fónico. Su significado ya no es más que un fonema desprovisto por sí mismo de todo sentido. Pero antes de esta descomposición, y a pesar de la ‘doble convención, la representación esya reproducción: repite en bloque, sin analizarlas, la masa significante y la masa significada. Ese carácter sintético de la representación es el residuo pictográfico del ideofonograma que representan las voces. Es para reducirlo que trabaja la escritura fonética. En lugar de servirse de significantes que tienen una rela ción inmediata con un significado conceptual, utiliza, por análi sis de los sonidos, significantes de algún modo insignificantes. Las letras que por sí mismas no tienen ningún sentido, no significan sino significantes fónicos elementales que solo adquieren sentido al unirse según ciertas reglas” (Derrida 1978: 376-377). El habla sería en esencia y por todas sus condiciones una escritura, un conjunto potencial y efectivo de inscripciones fóni cas, aunque por el hecho de ser acompañado desde el nacimiento por su propia lectura, se haga más difícil la distinción e inteligi bilidad de ambos procesos. Las palabras adquieren la condición de signos en la medida en que representan ya en origen a este des doblamiento, una funcionalidad arbitraria donde el significado y el sentido no están ni nunca han estado en la inscripción misma. De hecho, la sola noción de suplemento que nace de manera invertida con el logocentrismo, implica que la duplicación ha sido consumada, que la cosa nombrada ha desaparecido tras el hori zonte del nombre, y que el significado de ese nombre tampoco permanece ya en él. Así, llevar el lenguaje hasta la huella de su ser escrito supondría una doble borradura: la de un objeto presunto que desaparece tras el velo de su nombre, y la de un significado que nunca se deja alcanzar ni abarcar por la palabra que intenta contenerlo. Este doblez de la borradura testimoniaría, en último caso, que la escritura posee una carga suplementaria que la man tiene estructuralmente separada del mundo, pero sobretodo, que
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su ámbito de realización no puede ser otro que la mera idealidad, el espacio de los procesos de lectura, que son también suplemen tarios respecto a la constitución basal del signo escrito. De esta manera, en todo contexto simbólico hay operando una figura, una forma que suple a lo informe y que dota de sin gularidad a lo indeterminado. El suplemento no podría ser en su origen más una imagen, la marca de una marca que rompe una continuidad física, reenfocando la mirada e imponiendo un contorno. Así, “la primera escritura es una imagen pintada (...) Una y otra, en un primer momento, se han confundido: sistema cerrado y mudo dentro del cual el habla aún no tenía ningún de recho de entrada y estaba sustraído a cualquier carga simbólica” (Derrida 1978: 357). Antes de esa ‘imagen fónica que es la pa labra hablada, la pintura rupestre inaugura entonces la suplencia a partir de una discontinuidad visible, ubicándola en un espacio sensorial que expresa el deseo humano de imitación, la necesidad de sacar a la realidad de los férreos barrotes del espacio mental. La escritura aparece en dicho momento inaugural no como un su plemento, sino más bien como el principio mismo de la alteridad: signo de un signo ausente desde su origen, huella indócil de una falta y no de una presencia por significar. La imagen sería ya una marca en una continuidad infor me, síntoma visual de una ausencia irredimible que, no obstante, llega a ser olvidada gracias a la presencia del suplemento. En el principio, no hay ni podría haber aún fonema, voz viviente, dado que la imagen ‘habla en primer lugar por sí misma, acotando el campo de lo sensible y sin requerir aún de la suplencia del sonido. El lenguaje oral necesitará para existir luego de un largo proceso: el que se haya consumado un nuevo suplemento, el paso desde la imagen a su nombramiento, lo cual implica un aprendizaje vocal y auditivo largo y altamente complejo. Con todo, la ima gen no llama por sí misma a la palabra, sino solo cuando aquella
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ha podido exteriorizarse hasta el punto de borrarse a sí misma, de separarse completamente de sí, haciendo necesaria, por tan to, una huella de sonidos que la suplan ahora desde lo invisible. De este modo, para el tránsito que permite llegar finalmente a este nuevo suplemento oral, “la representación pura, sin des plazamiento metafórico, la pintura puramente reflejante, es la primera figura. En ella, la cosa más fielmente representada ya no está propiamente presente. El proyecto de repetir la cosa ya corresponde a una pasión social y comporta, por tanto, una metaforicidad, una traslación elemental. Se trasporta la cosa a su doble (es decir, ya a una idealidad) para un otro, y la represen tación perfecta es desde el principio otra con respecto a lo que ella duplica y re-presenta. Allí comienza la alegoría. La pintura ‘directa ya es alegórica y apasionada. Por eso no hay escritura verdadera. La duplicación de la cosa en la pintura, y en el deste llo del fenómeno donde está presente, guardada y mirada, man teniéndose por poco que sea enfrente y bajo la mirada, abre el aparecer como ausencia de la cosa a su propiedad y a su verdad. Nunca hay pintura de la cosa misma, en primer lugar, porque no hay cosa misma ’ (Derrida 1978: 367). La escritura no puede ser originaria’ sino en la medida en que, al ser establecida por la primera marca, permite la fundación y el despliegue de la exterioridad, abriendo el espacio que canaliza las visibilidades hacia el mundo. Esa marca es ya la huella misma, exponente puro del peso de la diferencia y de las fundaciones que ella sucesivamente genera: en primer término, de la diferencia entre presencia y ausencia, motivo constituyente de la metafísica en cuanto tal, y que, en la terminología de Heidegger, se repre senta en la dualidad ente-ser. En segundo lugar, de la distinción de la palabra con su objeto; distinción que para la lingüística constituye la estructura misma del signo, y que permite diferir entre el plano de los significantes y el plano de los significados. Por último, de la separación entre el campo de la escritura y las
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esferas de la lectura; separación donde se articula el intervalo vital del orden gramatológico, y donde las inscripciones quedan defini das como la única dimensión de realidad susceptible de ser ver daderamente confrontada. Así, el continuo de este tránsito que va desde la diferencia ontológica a la dualidad gramatológica impli caría un giro radical en la travesía de la metafísica misma, en esa concepción del ser que, precisamente a partir de Heidegger y de la diferencia ontológica, comienza a develarse plenamente como el esclarecimiento de su propio olvido. Al final, “la marca de esta marca que es la diferencia no podría sobre todo aparecer ni ser nombrada como tal, es decir, en su presencia. Es el como tal lo que precisamente y como tal se hurta para siempre. También las determinaciones que nombran la diferencia son de orden metafíi sico. Y no solo la determinación de la diferencia en la diferencia de la presencia y el presente (Anwesen/Anwesend), sino ya en la determinación de la diferencia en la diferencia del ser y lo que es. Si el ser, según este olvido que habría sido la forma misma de su venida, no ha querido nunca decir más de lo que es, entonces la diferencia es quizá más vieja que el ser mismo. Habría una diferencia más impensada todavía que la diferencia entre el ser y lo que es. Sin duda no se puede nombrarla más como tal en nuestra lengua. Más allá del ser y de lo que es, esta diferencia, difiriendo(se) sin cesar, (se) marcaría (a sí misma); esta diferencia sería la primera o la última marca, si se pudiera todavía hablar aquí de origen o de fin” (Derrida 1989: 101-102). La marca de la escritura no podría entonces asociarse sin más a la idea de la presencia, ni siquiera de una presencia que habla en ausencia. La toma de posición de la gramatología apuntaría aquí a develar a la presencia como marca, como signo de un signo. Por eso, la duplicación que la define no podría seguir permaneciendo inocente en los marcos de la metafísica, en la histórica consti tución de la diferencia entre el ser y lo que es. Y ello por una razón muy simple: la diferencia ontológica cumplía en realidad
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la función prodigiosa de encubrir que la huella está vacía desde siempre, que posee una ausencia de origen y que por lo tanto, no es ni podrá ser nunca el exponente de una presencia. El acto de recubrimiento de la huella habría sido a lo largo de la historia de la metafísica un acto de encubrimiento, un modelo de representación donde la ausencia aparece enmascarada por el espectro de una presencia, y donde la presencia queda finalmente encubierta por la aparente epifanía de un olvido. “La presencia, lejos de ser, como comúnmente se cree, lo que significa el signo, eso a lo que remite una marca, la presencia sería más bien la marca de una marca, la marca del borrarse de la marca. Así es para nosotros el texto de la metafísica, así es para nosotros la lengua que hablamos. Con esta condición solamente la metafísica y nuestra lengua pueden hacer signo hacia su propia trasgresión. Y es la razón por la que no hay contradicción en pensar juntos lo borrado y lo marcado de la marca. Y es la razón por la que no hay contradicción entre el borrarse absoluto de la marca matinal de la diferencia y lo que la mantiene, como marca, abrigada y mirada en la presencia” (Derrida 1989: 101). La falta de una presencia que otorgue referencia a las marcas, hace del lenguaje un espacio donde los significantes no poseen ya significados, y donde los fonemas son sencillamente inscrip ciones físicas sin conexión funcional a ninguna ‘supuesta exte rioridad. La gramatología solo podría sostenerse en la premisa de que las marcas han quedado como el único testimonio de la temporalidad, como huellas presentes de una ausencia constituyente. Pero las palabras guardan también la posibilidad del sentido y de la significación, en la medida en que solo existen para ser leídas, desconstruidas y reconstruidas una y mil veces desde el eterno pre sente de los procesos de lectura. La articulación que conjuga a la gramatología con la desconstrucción supone al final esta aparente contradicción: el énfasis en el principio de realidad de las inscrip ciones deviene en centralidad de la lectura. Luego de instituir a
CAPÍTULO 3 1 Escritura y diferencia ontológica
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la escritura y sus reglas de funcionamiento como único vestigio propiamente humano, la gramatología da paso a los procesos que hacen legible dicho vestigio, abriendo el horizonte del sentido y de la recreación significante. La desconstrucción operaría, por último, en el espacio que hace fluir al ser por su intervalo cons tituyente, por esa delgada y tenue línea donde lo físico y lo metafísico pasan a consumar una única e insondable inmanencia.
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CAPÍTULO 4 Premisas en desconstrucción
Autor y lector
Tras el umbral de la crítica a la historia de la diferencia, y de la diferencia entendida como historia (de la metafísica, del ser, del olvido del ser), la desconstrucción no habría hecho más que intentar establecer desde el inicio sus condiciones de posibilidad; definir un rumbo para su despliegue analítico e ilustrar, a lo lar go de este recorrido, sus premisas generativas. En rigor, todo el andamiaje conceptual armado por la gramatología apuntaba a la necesidad de precisar un nuevo punto de partida, un momento inaugural marcado por el develamiento de la forma escrita que subyace a cualquier posibilidad de lenguaje. Entre otras cosas, se hacía imprescindible dejar en evidencia el nexo entre grammé y phoné; esa dualidad adherida a la tradición del pensamiento metafísico occidental, y de la cual la propia desconstrucción no podría prescindir del todo, aún a riesgo de terminar en un gesto parado jal similar a aquel que baja el telón al recorrido lógico efectuado por Wittgenstein en el Tractatus: de Lo que no se puede hablar hay que callar (1991: 183). Sin remedio aparente, esta dualidad que sostiene la separa ción entre formaciones escritas y habladas se sustentaría ahora en una recursividad casi tautológica, en la articulación binaria que se origina a partir de la propia diferencia establecida entre escritura y oralidad. Así, el ejercicio de des-construir las impli caciones estratégicas de un lenguaje ya analíticamente separado de la escritura solo podría efectuarse desde dentro, ocupando el espacio significante que él mismo ha establecido en el acto de
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definirse. La desconstrucción no tiene entonces más alternativa que moverse inicialmente desde el interior de los márgenes que la teoría del lenguaje genera como horizonte conceptual, hacien do uso precisamente de los fundamentos de aquello que critica. Utilizando de este modo la lógica y las categorías elaboradas a lo largo del tiempo por dicha teoría, se llegaría a fijar el pen samiento en un orden de estructuras, en tropos de lenguaje en principio formales, pero cuyo análisis devela en último término implicaciones ontológicas que tensionan esos márgenes. De una manera quizá a primera vista contradictoria, la búsqueda de un desplazamiento analítico hacia los límites exteriores de la lingüís tica solo habría sido posible y eficaz ocupando su arquitectura categorial, recreándola en un trayecto donde sus alcances más radicales son devueltos al final al análisis de sus propios axiomas. Solo habitando y recorriendo dichas formaciones, ellas podrían ser tensionadas hasta el punto de exponer su voluntad estraté gica; solo desde su interior y abusando en algo de su ‘inocencia objetivante, podrían ellas develar la naturaleza de su origen, y la finalidad -nada inocente- de su consistencia. “Habitándolas de una determinada manera, puesto que se habita siempre y más aún cuando no se lo advierte. Obrando necesariamente desde el interior, extrayendo de la antigua estructura todos los recursos estratégicos y económicos de la subversión, extrayéndoselos es tructuralmente, vale decir, sin poder aislar en ellos sus elementos y átomos constituyentes, la empresa de la desconstrucción siem pre es en cierto modo arrastrada por su propio trabajo” (Derrida 1978: 32-33). La desconstrucción supone entonces como intención inicial el esclarecimiento de sus propias premisas, la necesidad de des nudarse a sí misma en un giro a la vez teórico y práctico, para mostrar en él toda la fuerza de las claves ontológicas que subyacen en la estructura del signo lingüístico. En la medida en que su primera vocación, su telos vital, es interrogar sus propios implí
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citos, no habría nunca para la desconstrucción una lectura neutra o inocente, sino más bien un constante esfuerzo por acceder a los excedentes de sentido que definen a la escritura como proceso; excedentes que se mueven inevitablemente en el margen ambi guo donde se intersectan las esferas del autor, el texto y el lector. En ese marco, la articulación de dichas referencias solo puede aspirar a su formalidad ocupando ya un espacio en la lectura, un horizonte constituido y atravesado por encadenamientos activos, por fuerzas, voces y tensiones que van definiendo a cada instante el universo implícito que rodea la producción y la recepción de los textos. El primer axioma de la desconstrucción es, por tanto, asu mir que no hay posibilidad de situarse ante la escritura sin haber efectuado ya una lectura, sin proyectar un sentido y un signifi cado que no se encuentra en estricto rigor fuera de los márge nes internos del texto mismo, pero que no posee, a su vez, una existencia autónoma fuera de él. De cierta manera, ahí radica precisamente su tensión y su dialéctica inherente: en saber que no puede recorrer ningún sendero ni fundar ninguna atribución ‘inteligible’, si no es activando su propia singularidad ‘legible’, haciendo aflorar el horizonte de la interpretación en el acto mis mo en el que ella se auto-atribuye esa funcionalidad. En rigor, la desconstrucción no podría aspirar más que a eso: al imperativo de develar el sentido de la textualidad a partir de sus procedi mientos constituyentes; en buscar la retórica fundante de toda distinción significativa, para re-crear a la escritura en función de sus lecturas posibles, de aquellas que han llegado a cristalizar a lo largo del tiempo y -por razones también a precisar-, de las que no han podido serlo. Des-construir implica así un doble proceso: movimiento en espiral donde leer supone escribir y en el que no hay escritura efec tiva sin un procedimiento de lectura que la acompañe. La evidencia
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de esa no-dualidad es entonces un verdadero principio de reali dad para la desconstrucción, el motivo y la consecuencia por las que el recorrido iniciado a partir de la hipótesis gramatológica llega a tener un sentido claramente definido: “la desconstruc ción emerge en la deriva de un pensamiento que tiene como hilo conductor a la escritura, y se despliega como una escritura de la escritura, que implica e insiste en otra’ lectura, no sometida a un campo de legibilidad dominado por la imprenta hermenéutica del sentido y del querer-decir de un discurso; una lectura que revela su fondo de ilegibilidad, es decir, a las instancias no inten cionales inscritas en los sistemas significantes de un discurso que se configura como texto, una lectura que trastorna la posibilidad de ser compactada como expresión de un sentido, o que delibera damente se presenta como efecto, no sometiéndose a la legalidad forzada de la doble ilusión metafísica: la de la conciencia cons titutiva del sentido y la ilusión de la plenitud de la presencia del referente” (Ferro 117). Con intención manifiesta, el esfuerzo de des-fundamentación realizado por la gramatología debería hacer caer al final esa plétora de velos que impiden observar al desnudo la forma logocéntrica, un modelo de lenguaje dominante cuya expresión nítida y concluyente no sería más que una cadena de distincio nes sutilmente articulada. El primer eslabón de esa cadena sería entonces la diferencia misma entre escritura y lenguaje, instancia decisiva para establecer la supremacía de la palabra hablada, dua lidad donde se ve encarnada y consumada, antes que en cualquier otro lugar, el fonocentrismo que define a la metafísica occidental. El desacoplamiento de dicha jerarquía habría requerido, por tan to, invertir esta relación originaria, subvirtiendo la preeminencia de la expresión oral por sobre el orden escrito. Dicho proceso de ‘inversión’ tendría como resultado el develamiento de la diferen cia impuesta por la estructura formal de la significación, de la cual deriva, luego, el sometimiento de la escritura a un modelo
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del signo centrado en la oralidad, es decir, en la aparente autotransparencia’ de un significante que dice preexistir más allá de toda forma de inscripción física. En los hechos, para el fonocentrismo “el habla se concibe en contacto directo con el significado, y las palabras que emite el hablante como signos espontáneos y casi trasparentes de su pensamiento actual, que el receptor que escucha espera captar. La escritura, por su parte, se compone de marcas físicas que están divorciadas del pensamiento que puede haberlas producido. Funciona característicamente en ausencia de un hablante, ofrece un acceso incierto al pensamiento y puede aparecer incluso del todo anónima, ajena a cualquier hablante o autor. La escritura, así, parece ser habla. Este juicio de la escritura es tan viejo como la filosofía misma. En el Fedro, Platón condena la escritura como forma bastarda de comunicación; separada del padre o del momento de origen, la escritura no estaría nunca ahí para explicar al oyente lo que tiene en mente” (Culler 92). Esta primacía de la oralidad tiene su fundamento en *una imagen del lenguaje y de la transparencia del significado que solo estaría genuinamente presente en la palabra hablada. El lenguaje oral implicaría una fusión en acto de significante y significado, que termina por relegar a la escritura al rol subsidiario de una mera trascripción exterior y posterior. La parusía de un supuesto significado primero o inmanente tendría su lugar propio solo en el seno de la expresión oral; el Verbo realizaría el acto prístino de su encarnación en el instante decisivo en que los hombres empie zan a ser hablados a través del lenguaje. El segundo momento de esta forma idealizada está ocupado por la separación entre significante y significado, dualidad cuya hondura y resonancia instala la noción de presencia como sin gularidad fundante del elemento lingüístico. La confianza en la anterioridad del significado frente al significante —y en la preexis tencia del referente ante el significado-, supone acotar los riesgos
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de un uso arbitrario de las palabras, ya que el hecho que exista comunicación lingüística entre los hombres, que los significados y su sentido puedan ser trasferidos entre los hablantes, implicaría que hay presencia más allá de la formalidad sintáctica. En estricto rigor, es indiferente la naturaleza de la presencia, ya que para el imaginario del signo basta con postular su trascendencia respec to de la idealidad misma. Esa premisa es ya lo suficientemente decisiva como para justificar que, si hay efectividad en el uso del lenguaje, es porque hay algo que está más allá de él, y porque ese algo logra expresarse y re-presentarse en su funcionamiento. “La aceptación y el mantenimiento de la distinción rigurosa, esen cial y jurídica, entre el signans y el signatum, la ecuación entre el signatum y el concepto abre la posibilidad de pensar un concep to de significado en sí mismo, en su presencia simple al pensa miento, independiente con relación a la lengua, que lo sitúa en un orden de independencia con relación a cualquier sistema de significantes. De este modo, la diferencia entre el significante y el significado sería solidaria con la diferencia entre lo sensible y lo inteligible” (Ferro 61). Dicha dualidad se vuelve entonces la base determinante que permite al lenguaje oral presentarse a sí mismo como una opera ción de la idealidad, como un reducto inmaterial donde la cua lidad eidética de los significados puede aflorar sin interferencia o ruido físico. Así, para el orden constituido en torno al signo, claramente el reino del sentido es el de este mundo. Las palabras tienen un significado inteligible precisamente porque en ellas o, más bien, a través de ellas, se expresan las entidades sensibles. Y esa diferencia es el núcleo decisivo de la metafísica, la premisa histórico-trascendental sobre la que se construyen después to das las demás dicotomías fundantes de la lingüística y del pen samiento de la presencia. Para la gramatología, por tanto, es di cha diferencia la que debe ser necesariamente invertida para que pueda abrirse el campo analítico desde su dualidad originaria al
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cuestionamiento de la hegemonía del lenguaje sobre la escritura. A partir de ello, quedaría dispuesto el horizonte de la descons trucción para desmontar el último residuo de la jerarquía logocéntrica: la lógica binaria que explica la diferencia entre escribir y leer, la abertura vital donde se expone en toda su complejidad la articulación del texto, el contexto y el pretexto. La inversión de esa diferencia entre leer y escribir, entre lec tor y autor, es la instancia concluyente del proyecto integral e integrador de la desconstrucción. Toda la genealogía conceptual iniciada a partir de la hipótesis gramatológica tiene aquí su coro lario concomitante, un final paradójico, donde el mismo movi miento que conduce la escritura y la inscripción a una posición de centralidad, termina por desplazar la esfera del autor a una posición subordinada’ frente al lector. La ‘dependencia’ que la inscripción pareciera adquirir al develarse a la lectura como una escritura original, permite levantar el último velo de la presencia, haciendo finalmente visible en toda su riqueza el proceso de fun dación de lo real desde la textualidad. Escribir sería, en último término, el intento de llenar el infi nito de un espacio continuo, ‘en blanco’, a través de un conjunto finito de inscripciones y discontinuidades; el proceso donde el fundamento intencional que explica a la escritura queda a la larga inevitablemente perdido. La huella del sentido que subyace al proceso de la creación escrita no dejaría más evidencia de sí que el texto mismo, es decir, un conjunto de marcas físicas donde el significado y el sentido no existen como tales, sino únicamente a partir de una lectura que los recrea y los pone en ‘actividad’. Desde ese momento, lo que se sucede interminable mente son reescrituras del texto efectuadas en la lectura, pro ceso cuyo rastro termina por perderse en el vasto océano de las determinaciones no-lingüísticas. Y dado que ese universo del sentido y de las intencionalidades permanece siempre ausente
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e ininteligible, lo que queda para ser sometido a la lectura es, en definitiva, solo la posibilidad de reproducir el sistema de las inscripciones, las marcas de una escritura originaria, huellas de un paraíso perdido incluso para su propio autor, que a partir de ese momento pasa a ser también un lector más. En rigor, “para que un escrito sea un escrito es necesario que siga funcionando y siendo legible incluso si lo que se llama el autor’ del escri to no responde ya de lo que ha escrito, de lo que parece haber firmado; ya esté ausente provisionalmente o ya esté muerto o, en general, aunque haya sostenido con su intención o atención absolutamente actual o presente la plenitud de su querer-decir, aquello que parece haberse escrito en su nombre (...) La situación del escritor y del firmante es, en lo que respecta al escrito, funda mentalmente la misma que la del lector. Esta desviación esencial considera a la escritura como estructura reiterativa, separada de toda responsabilidad absoluta, de la conciencia como autoridad de última instancia, huérfana y separada desde su nacimiento de la asistencia de su padre” (Derrida 1989, 357). La aporía de origen de la desconstrucción tiene su núcleo vital en esta desaparición del horizonte del autor, proceso en el que la escritura se funda y se despliega solo como resultado de una lectura. A partir de esa unidad en apariencia contradicto ria, el eje del análisis comienza finalmente a desplazarse desde la esfera de la inscripción y de la marca al análisis de la lectura, a un reducto eidético donde el sentido y la significación llega rán a ser conceptualmente reactivados por cada nuevo acto de leer. El carácter interminable de la lectura, de sus posibilidades y resultados, reduce el espacio del autor al mínimo potencial, para dejarlo convertido, por último, en un origen mudo, en una huella textual que solo puede ser llenada de significación a partir de ese acto inaugural que implica la lectura, escribir recreando a cada paso la profundidad de un sentido que escapa al conjunto de las inscripciones que lo hacen posible. “La lectura es siempre,
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o debería ser siempre, una cuestión activa y participante. En ella nunca es posible acotar la posición del lector. Y las ocasiones en que eso parece viable son simplemente aquellas en que los mo vimientos interpretativos pretenden separarse de los prejuicios existentes en el lector. Existe, en realidad, una certera y venturosa introspección en cada acto de lectura” (Wood 148). Ese universo de introspecciones que la lectura trae a la mano es el que define en último término al acto creativo, una escritura originaria donde, en palabras de Sartre, se crea descubriendo y se descubre creando (Sartre 55). El proceso de la lectura expone en su totalidad las claves que participan en la fundación de los signos, el microcosmos de remisiones donde un conjunto infini to de pliegues intencionales gesta el momento en que el sentido alumbra las palabras, y donde los signos logran traspasar, aunque sea fugazmente, la inapelable esfera de su propia materialidad.
Des-construir
Explicitar los implícitos, develar sus determinaciones múlti ples, exponiendo sus razones estratégicas, sus giros retóricos, sus intencionalidades reales o presuntas e, incluso, aquellas llamadas inconscientes. En rigor, una labor interminable, como intermi nable era para Freud el proceso analítico, el desenmascaramiento del yo.. Una tarea donde se busca hacer caer todas las vendas, los ropajes, incluso, el de la propia piel. Las razones profundas del yo parecieran estar siempre en otro lugar, antes o más allá de las ven das, orbitando los campos gravitacionales de ese otro-yo que es el inconsciente. Paralelamente, el sentido estaría por definición fue ra de los márgenes, habitante de una provincia donde se articulan las inscripciones y sus proyecciones espectrales, conjunciones en que conviven las dimensiones formales del discurso y las esferas
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de poder. En efecto, las formas son siempre el resultado de un disciplinamiento de los contenidos, de un proceso que remite a espacios de sentido donde se funden el texto y sus condiciones de recepción. Develar la singularidad de esas condiciones es, en el fondo, el objetivo último de la desconstrucción, un proyecto donde el texto se devela en función de sus propios límites y don de se busca reconstituirlo —releerlo-, a partir no solo de ‘lo que dice, sino también y fundamentalmente, de ‘lo que no dice, de sus instancias mudas, de sus silencios inconscientes y voluntarios. La desconstrucción implica una constante relectura de sus propios axiomas, llevar el fondo escrito que subyace a toda lec tura hasta la última consecuencia, al develamiento de su propia economía textual. Des-construir supone ascender y descender a la vez, en un doble movimiento donde la evidencia constante de la inscripción es solo el motor de arranque, la propulsión hacia ese margen del texto que abre el universo del sentido. Luego de ese instante inicial en que una marca visible, sonora o táctil es dada a los sentidos, queda inaugurado el espacio de la lectura, instancia de entrada a un mundo sin bordes precisos, puerta de un laberinto cuyos muros -entre otros, las palabras- son entes finitos, pero donde sus trayectorias y recorridos internos son en verdad interminables. En rigor, al interior del texto está todo, cabe todo, pero a la vez no hay nada: estructura sin lado de afue ra, conjunto de formaciones cuyas capas y sedimentos son parte de una arquitectura y de una economía donde el significado y el sentido no se producen sino a partir de ese acto de creación exterior que es la lectura, la reescritura sin fin. “La posibilidad de pensar a la desconstrucción como estrategia textual que des encadena la deriva, el deslizamiento y la insistencia del trabajo de escritura y el trabajo de lectura -cada uno como gesto doble que aplaza, injerta y disuelve la diferencia que los constituye y reduce-, articula los movimientos de inversión y corrimiento con la irrupción de otros conceptos que no se dejan subsumir
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en la rejilla del sistema desconstruido. Conceptos nuevos que se abordan en los márgenes, bordeando los márgenes, instalados en perpetua inquietud entre ellos, conjurando la asimilación a un tercer término hegeliano, insistiendo en la vacilación de lo indecidible para que la diferencia quede sin captura en una síntesis dialéctica” (Ferro 129). Esa densidad no-física que ocuparía la línea divisoria entre escritura y lectura es la frontera de los implícitos, el espacio mudo e invisible donde se condensan las singularidades y se proyecta lo inteligible. El desafío de la desconstrucción sería, entonces, in ternarse en esos pasos fronterizos, denunciando las jugadas de esa ‘inocencia en la que el texto dice ser fiel a sí mismo, a su aparentemente inviolable función expresiva. En el fondo, el tex to es una sola huella, el vértigo de una distancia, el vacío sin límites que separa al lector del fantasma del autor, de la firma y del nombre propio que las inscripciones aparentan delatar. No habría en ello, sin embargo, más referencia que el aquí y el ahora de las palabras desplegadas, el destello mágico en que la lectura parece anular las discontinuidades formales del texto y donde el lector queda, como siempre, prisionero de sus encadenamientos internos. Los implícitos que plasman dichos encadenamientos son desde el origen huérfanos, proyecciones de sentido sin fi liación precisa, ya que ni el lector mismo puede dar cuenta de la razón profunda de sus creaciones, es decir, de la razón de sus sinrazones activas. En un doble proceso, descubrir y crear se im brican en márgenes contextúales inéditos, irrepetibles, donde la propia identidad del lector termina siendo también una criatura, una idealidad simulada que no tiene estabilidad ni trascendencia ninguna, salvo la de esas sinrazones que definen cada uno de sus pasos en la lectura. Habría, en primer lugar, implícitos formales —idiomáticos, gramaticales, retóricos—, que son los más cercanos a la superficie,
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al encadenamiento visible del texto como sistema autoreferente de inscripciones. Ellos exponen, de algún modo, los lazos que atan y someten al lector a las singularidades de una lengua, de finiendo límites para lo permitido y lo prohibido, y dejando en trever un trasfondo de sentido que cambia a partir de la historia de sus formaciones y sus reglas de constitución. En rigor, hay palabras que existen y palabras que no, usos y expresiones que vienen a la mente del lector porque son parte de él, de una identi dad históricamente constituida a través de una herencia hecha en esencia de palabras. En ese proceso, las dimensiones de la lógica y de la retórica confluyen en el acto de una misma fundación solidaria, en un continuo dinámico en que cada forma y cada sentido atribuido develan la hondura cultural de un lenguaje, las complicidades subterráneas que entrelazan sus formas sintácticas y sus particularidades semánticas. “La dicotomía lógica-retórica apuntaría de hecho a otra expresión de la dicotomía materia-for ma. (Y esta sentencia nos recuerda que negar esa distinción sobre la base de un pretendido ‘logos único’ no implica que ella no tenga sentido). En efecto, una misma forma puede expresar ma terias distintas, y la conexión retórica puede llegar a diferenciarse de la conexión lógica. La necesidad de esta dicotomía requiere no desconocer que existen nexos lógicos al margen de la ‘retórica’, en la medida en que efectivamente existen formas puras, es decir, palabras que no poseen nada salvo el significado que comparten con otras” (Wheeler 58-59). Lógica de las formas y giros de la retórica, que se entrecru zan en todas direcciones, haciendo visible que la sintaxis está en su origen vacía de significados, si en ella y sobre ella no se ha realizado aún ese acto de creación que es escribir leyendo y leer escribiendo. Mecanismo donde las inscripciones y sus reglas son solo una referencia más, importante sin duda, pero no la única y menos aún, la decisiva. Casi sin presentirlo, la cristalización del sentido ocurriría siempre en otro lugar, a extramuros de esa
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virginidad sintáctica que es el texto mismo, marca física que el lector captura a partir de determinaciones ajenas’ a la mera textualidad. Así, detrás de las ‘formas puras’ se ubican pues los encadenamientos históricos, las herencias y adherencias que el lector conjuga con sus propias interferencias vitales. Las formas sintácticas no pueden llegar a plasmarse en sentidos o significa dos si no se entrecruzan con las singularidades que el lector im porta desde sí mismo, de su idioma, su cultura, sus afectos y sus traumas. Los explícitos formales devienen entonces en implícitos conceptuales, historia viva que se encarna en palabras muertas, fijando los marcos para el despliegue creativo de la traducción y la interpretación. Reescribir un texto en otro idioma o inter pretarlo desde coordenadas históricas distintas inevitablemente supone espacios de infidelidad respecto de la inscripción origi naria. La traducción ‘literal’ es en sí misma la metáfora de un atrevimiento, de una impostura, el horizonte imposible donde la traducción insiste en hacer aflorar un significado y un sentido que no pueden existir sino más allá de lo literal. En este proceso, el traductor no logra evitar dejar sus huellas sobre un texto en que el autor tampoco existe más que como una referencia pura mente formal, como el nombre propio de un encadenamiento de inscripciones originario, pero del cual los eventuales significados y sentidos primeros han quedado ya extraviados sin remedio. El sendero que va desde la superficie del texto a la profundi dad del sentido está mediado, de este modo, por ese conjunto de premisas y núcleos subyacentes que refieren a las distinciones no señaladas en el texto mismo. Es lo que se denomina la lógica del suplemento, la instancia que remite al universo de determinacio nes que trascienden la textualidad y que hacen posible la irrup ción en ella del sentido y de los significados. “El juego del signi ficante deriva de una doble matriz, de una analogía que consuma la mutua interpenetración de la función denotativa y la función figurativa. En términos del texto esa analogía es el suplemento;
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en términos del receptor, ella es una guía que permite concebir lo que el texto recubre. Así, en el proceso en que esa dimensión encubierta se hace inteligible, el lector va otorgando significado al suplemento y el texto empieza a ser traducido en función de las disposiciones intencionales del lector individual. La escisión propia de la analogía queda resuelta en el instante en que el signo adquiere significado. Y en la medida en que el sentido del texto nunca le es inherente sino que está adscrito al proceso de lectura, el sentido llega a aparecer como un meta-texto acerca del texto e, incluso, como una meta-comunicación acerca de lo que se supo ne debe ser comunicado” (Iser 330-331). La lectura abre el universo del sentido en el mismo proceso en que cierra el horizonte de la interpretación. Los flujos inten cionales pasan y traspasan la subjetividad del lector hasta el ins tante en que alguno llega a fijarse como significado, alcanzando a brillar fugazmente en el firmamento del yo consciente. Es el momento estable del lenguaje, aquel donde las discontinuidades y arritmias del sentido logran cristalizar y estabilizarse en una sola imagen o construcción intencional. Cada etapa de dicho proceso es única e indivisible, como en la Física de Lucrecio, cada átomo es la unidad mínima del pensamiento y cada objeto, la unidad mínima de la percepción (Deleuze 269). O como en la sucesión de imágenes fijas que compone una grabación fílmica, que debe luego proyectarse en movimiento transitivo y constante para generar la ‘sensación de realidad’. Del mismo modo, el sig nificado no está en cada uno de esos cortes por separado, en la singularidad de los instantes indivisibles que son las marcas, sino en la sucesión creativa que hace posible el fluir de la lectura, la elevación hasta la esfera del sentido de ese meta-texto que gira en torno al texto, que lo trasciende como horizonte de concreción inmaterial constitutivamente suplementario.
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Todo lector es traspasado y recorrido por la lectura, como un filtro o un lente activo que a través de la duplicación de las imágenes, recíprocamente genera tanto el texto como su rees critura. Todo ocurre, de hecho, en ese nexo dinámico, puente sobre el abismo inmaterial que las palabras proyectan fuera de sí, para concretarse luego en una región del espacio-tiempo que es a la vez interna y externa a sus propias huellas materiales. “Las intencionalidades requieren del lenguaje para articularse, al tiempo que el lenguaje requiere de las intencionalidades para hacer dis tinguibles las inscripciones propiamente textuales. En la medida en que ni el lenguaje ni las intencionalidades pueden existir sin el otro, no hay espacio de significación que pueda surgir de textos no intencionales o de intencionalidades no textualmente expresadas” (Wheeler 83-84). El velo del sentido es una proyección intencio nal que nace de la marca, pero solo adquiere vida propia cuando la ha dejado atrás. El campo de las mediaciones entre lo explícito y lo implícito es el sustento último de todo modelo de significa ción, pero este campo, en su propia insustancialidad, solo puede hacerse inteligible desde lo explícito, nunca al revés. En rigor, no hay más alternativa que aceptar la inevitable precipitación de lo implícito en lo explícito, la evidencia propia de la mudez de las inscripciones, que solo pueden comenzar a hablar cuando se ha puesto en movimiento un proceso de lectura, es decir, un espacio de determinaciones por definición externo a la materialidad de los signos. En ese punto, la mediación ya no aparece solo como un suplemento, sino más bien como el intervalo vital entre lo nombrado y lo no-nombrado, como el espacio ontológico que media entre el texto y su sentido. Con todo, la formalidad de esa mediación permanece también condenada al campo de lo inexpresable, obligada por su propia naturaleza a recluirse en el más allá del texto mismo, en el espacio inefable en que lo explí cito sale a la búsqueda de su objeto a través de ese ropaje siempre demasiado rígido que es el lenguaje.
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La mediación entre lo explícito y lo implícito ocupa un lugar que está por definición más allá de lo físico, y que puede ser defini do como el ámbito estricto de lo meta-físico. En rigor, toda lectura opera sobre esos condicionamientos y determinaciones inmateria les, demasiado vastas y variables como para poder formalizarse. Los condicionamientos de la memoria individual actúan en el lector como dispositivos retencionales, como reminiscencias de sentidos que el presente rescata del tiempo, construyendo a par tir de su a-perceptividad la vivencia de una rememoración. Leer también es aprender a ordenar los elementos de una experiencia individual, aquellos consientes y los que el ejercicio de la lectura hace aflorar desde las profundidades del inconsciente. Nunca se ría posible saber qué sedimentos o dimensiones internas se han puesto en movimiento al iniciar una lectura. Y dado que esos fac tores internos son inconmensurables y se articulan contingente mente con los elementos de un contexto y un momento singular, cada proceso de lectura se vuelve al final único e irrepetible. Da igual que el sedimento, es decir, el conjunto físico de inscripcio nes sea el mismo: al final, cada nueva lectura genera cristalizacio nes de sentido inéditas, conjunciones de significados originales que exponen en sí mismos toda la complejidad y la riqueza que supone leer. Nunca habría dos lecturas iguales de un texto, preci samente porque no hay momentos vitales idénticos en la travesía existencial de un lector. Cada proyección y recreación de sentido es única e irrepetible. No solo hay lectores distintos para un mis mo texto; cada lector atrae a la mano la posibilidad y la potencia de infinitas lecturas a lo largo del tiempo. Desde esta perspectiva, desconstruir implica siempre develar y explicitar las particularidades irreductibles de un conjunto de inscripciones, para llegar al final a esa declinación inasignable que constituye el clinamen, tal cual es definido en la Física de Lucrecio. Ello supone adentrarse en ese margen de variabilidad que, en conjunto con lo constante de la inscripción, hace posible
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observar el efecto de lo particular, el espacio siempre inabarcable donde confluyen lo intencional y lo indeterminado, lo inmanen te del yo y la trascendencia del universo existencial que lo abarca. “Un crucial aspecto de esta tendencia a la particularización es la teoría del error en la lectura (misreading), que no solo niega la existencia de constantes textuales universales, sino que parte de la idea de que cada interpretación solo puede ser la distorsión subjetiva de un original. Esta distorsión, que conduce por las diversas etapas desde el clinamen al apophrades del caso ideal, no es únicamente característica del escritor en cuanto creador, sino también, de la reproducción crítica que singulariza al lector. En otros términos, cada lectura sería por definición un malentendi do, un misreading respecto a un original perdido” (Zima 163). Así, no habría más texto que el texto leído, lo que implica que cada nueva lectura trae a la mano la originalidad de un lector o, más bien, de ese momento singular en el que ‘se’ realiza una lectura. La pretensión de la metafísica y del logocentrismo ha bría sido desde siempre intentar fundarse en la idea de un texto inmanente, auténtico, fiel a sí mismo y transparente en cuanto objeto. Esa imagen llega a hacer del lector un filtro pasivo, un velo de conciencia subjetiva donde el texto puede y debe ‘refle jarse’ objetivamente. La desconstrucción, en cambio, pondrá en movimiento premisas que hacen posible mirar a la lectura como un espacio in-asignable, como un universo de causas y azares co nexos hasta el vértigo, eje infinitesimal que define cada momento en la lectura como un peldaño más en la constante reescritura del hombre y del universo.
Intertextualidad
La idea de la lectura como un horizonte de creación intangi ble no hará sino dejar al texto sometido a la evidencia de su propia
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insustancialidad. Pero más que un mero vacío, lo que parece ha cerse visible en dicho proceso es un texto sin fondo: fermentos de sentido y de conexiones sin límite; escritura en última instan cia interminable y a la vez auto-referencial; conjunción activa de texto, pretexto y contexto; redes por definición internas de una construcción única y, en esencia, indivisible. “En este texto ‘ideal’, las redes son múltiples y juegan entre ellas sin que ningu na pueda reinar sobre las demás; este texto no es una estructura de significados, es una galaxia de significantes; no tiene comien zo, es reversible; se accede a él a través de múltiples entradas sin que ninguna de ellas pueda ser declarada con toda seguridad la principal; los códigos que moviliza se perfilan hasta perderse de vista, son indecidibles (el sentido no está nunca sometido a un principio de decisión sino al azar): los sistemas de sentido pueden apoderarse de un texto absolutamente plural, pero su número no se cierra nunca, al tener como medida el infinito del lenguaje” (Barthes 3). La premisa que sostiene esta imagen se encuentra claramen te atada al imperativo de la pluralidad; y no solo porque el singu lar por definición llama al plural, sino sobre todo, porque el texto es en esencia una reescritura, una convergencia indeterminada de voces propias y ajenas. Los trazos, retazos y conexiones que definen al orden textual son en efecto inabarcables porque en su origen ya suponen un trasfondo de polifonía, un universo de sentidos trasmitidos a través de las determinaciones propias de un lenguaje compartido; son, en el fondo, los puntos en fuga que definen las particularidades de una cultura y de un tiempo his tórico, los tonos y sobre tonos que cambian al mismo momento de cristalizar y de traspasar las fronteras de un individuo-lector, la inmaterialidad propia de ese presente móvil que es la lectura: presente único e indivisible constituido por referencias escritas y no escritas, y en el que casi siempre se intersectan huellas sin paternidad o filiación explícita.
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Un texto siembre habita otros textos. Como un palimpsesto sin fondo; reescritura en voz alta o en voz baja, que pareciera en principio acotada a la mera sustancialidad de sus trazas, a los bordes de un medio físico y al conjunto de las inscripciones que lo componen. Pero en último término, el fantasma de los límites será solo eso: un espectro aparentemente físico, cruzado y entre cortado por sentidos que se mueven siempre en los bordes, en la hondura de las redes que conectan la totalidad del texto con la ilusión de su exterioridad. A simple vista, el texto es un objeto cortado, constituido en función de sus dimensiones materiales; en lo profundo, está siempre traspasado por la extensión inmate rial de las cristalizaciones de sentido que lo recomponen, por las redes simbólicas que articulan ese espacio de significados que lo hacen provisoriamente inteligible. En el caso de los libros -ver bigracia-, los textos se muestran claramente establecidos sobre el imaginario de la objetualidad, un campo donde los entes legibles se descubren en su propia inmanencia sensible y mundana. Sin embargo, nada hay en ellos que escape al entramado de la invi sible conjunción semántica, al universo de huellas que definen cadenas textuales e indeterminaciones extra-textuales. “Los már genes de un libro no están jamás neta ni rigurosamente cortados: más allá del título, de las primeras líneas y el punto final, más allá de su configuración interna y de la forma que lo autonomiza, el libro está envuelto en un sistema de citas de otros libros, de otros textos, de otras frases, como un nudo en una red” (Foucault 1979, 37). Este sistema de citas y de referencias no abarca única ni prin cipalmente las notaciones explícitas; más bien, es el racimo plural de las conexiones de sentido en que participa; rizoma de signos y de significaciones implícitas donde se conjugan de modo siempre inédito los procesos de escritura, reescritura y lectura. En efecto, más allá de sus determinaciones materiales un libro es un texto, es decir, un sistema de consonancias y de resonancias, de herencias
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físicas y metafísicas que transitan a través de las palabras, que se visten con sus ropajes y sus máscaras, remitiendo de modo inevi table a algo que no está ni puede estar únicamente en ellas. Así, la gran tensión que para la lógica desconstructivista termina por trizar la imagen de la intertextualidad es aquella que prefigura la orfandad de todo texto y, paralelamente, la consanguinidad filial que une y abarca al conjunto del lenguaje. No habría, según esta fractura originaria, frase o proposición que no deba algo a un texto previo, a una lectura anterior -anterior a la anterior-, a un núcleo de pulsiones que activa una reminiscencia de sentido aparentemente extraviada en el tiempo. Toda lectura es, en prin cipio, una segunda lectura, duplicación de un infinito perdido pero siempre presente a través de sus huellas y sus máscaras, de los implícitos que va dejando en una construcción única y a la vez multidimensional. “Esta segunda lectura, con un movimien to al revés, revela lo que está velado en el propio texto, leído primero y escrito después. Dos textos de los cuales la ausencia del primero es necesariamente la presencia del segundo. Porque lo que escribes ahora ya está contenido, anticipado en el texto leíble, la parte de su propio lado invisible” (Roa Bastos 421). Este lado invisible del texto es precisamente la huella, el fon do de continuidad y discontinuidad que hace aflorar el sentido como un eslabón irreductible, adscrito a la química de ese instan te pleno y absoluto que es la lectura. Una vivencia eternamente actual como todas las demás, pero que se vuelve en sí misma inabarcable al no tener baza de transferencia, al quedar desde ese primer instante que es su origen y su destino -su simultaneidad constituyente—retenida en un presente vacío y totalmente lleno, en un acto sin más herencia que su huella y sin más permanencia que su propia desfiguración. “Esta imposibilidad de reanimar ab solutamente la evidencia de una presencia originaria nos remite entonces a un pasado absoluto. Esto es lo que nos autoriza a llamar huella a aquello que no se deja resumir en la simplicidad
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de un presente. Se nos podría haber objetado, en efecto, que en la síntesis indivisible de la temporalización, la protensión es tan indispensable como la retención. Y sus dos dimensiones no se agregan, sino que se implican una a la otra de una extraña manera. Lo que se anticipa en la protensión no disocia menos al presente de su identidad consigo que aquello que se retiene en la huella. Por cierto. Pero al privilegiar la anticipación se correría el riesgo de cancelar la irreductibilidad del allí-desde-siempre y esa pasividad fundamental que se llama tiempo” (Derrida 1978: 86). El espacio irreductiblemente actual de cada lectura hace de la intertextualidad una cuestión en verdad indeterminable. Salvo en el caso de un margen acotado solo al problema de su forma lidad, y en el cual afloran las imágenes de la presencia literal y la convocación explícita de un texto, el sentido no posee de hecho continuidades observables a través de la inscripción. Por eso, la inscripción es en sí misma una huella. La idea de que sería po sible detenerse a analizar el rostro desnudo de la analogía y de la filiación literal deja al texto sometido a la mera constatación de una repitencia, al vacío de una forma. En el procedimiento intertextual, la huella misma quedaría entonces suplantada por el injerto, por la juntura, por la transposición formal de las ins cripciones, que no se enfrentan nunca al abismo de su propia genealogía. Lo insondable, lo irrepetible, en cambio, es para la desconstrucción lo único que traspasa el fantasma de la mera repetición. La lógica del injerto no hace en rigor más que cerrar por fuera todo esfuerzo de vislumbrar los bordes de un lenguaje desencadenado, los límites de aquello ilimitado que circunscribe el campo de lo simbólico y la epifanía subsidiaria de lo real. La huella subvierte entonces la lógica de la juntura y del injerto, precisamente en el punto en que proyecta a la escritura como premisa de la lectura, de esa no-presencia de lo otro inscri ta en el sentido del presente. El rastro de lo otro es en el fondo
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solo una huella más de la muerte, la clausura de un tiempo de terminado y la apertura a la fuerza vital del presente. En efecto, todo está en él entrecortado por los injertos, pero no hay ahí nada salvo el ropaje de una forma sin contenido. Así, se puede leer una y mil veces un texto porque nunca es el mismo, porque siempre hay algo más: un trozo del infinito, que en cada lectura se agrega a la hondura del sentido, reescribiéndolo a partir de un presente sin fin. Como en el síntoma lacaniano: las huellas se muestran y se ocultan a través del texto; lo escrito se deshace y se rehace en cada acto de la lectura, y la mecánica de las homologías formales no devela nada salvo la mera singularidad de la ins cripción y de su muerte. En estricto rigor, el Quijote escrito por Miguel de Cervantes y aquel ‘Quijote’ escrito por Pierre Menard (Borges 1981) no difieren en una sola frase, en una sola palabra, ni siquiera en una coma, pero son, en lo más profundo de su ser, textos distintos.
La metáfora originaria
Cuando se ha dejado finalmente atrás la idea de que es po sible escribir sin leer o leer sin escribir, el universo simbólico de las inscripciones devela a plenitud su exterioridad irreductible, su ausencia fundante. En última instancia, el horizonte del sen tido termina por quedar fuera de todo margen sintáctico en el mismo proceso en que la distinción entre lenguaje y escritura se hace difusa, en el vértice donde lo físico y lo metafísico llegan a confluir haciéndose indistinguibles. En rigor, nada podría borrar el límite de dicho campo sin restablecer en el acto la premisa de la diferencia, sin dejarse llevar por el torrente bipolar de unos signos ya en funcionamiento. La separación entre lo sensible y lo inteligible es, de hecho, el único escenario donde el proceso de la significación puede llegar a proyectarse, el espacio donde
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su corporalidad aspira a ser espíritu y a constituirse a partir de su propia alteridad, es decir, de aquello que en el fondo no es. Si esa diferencia ha podido arribar a una forma lingüística, si el orden binario que la expresa ha sido capaz de significarse como contenido histórico que habla a través de sus síntomas, es porque -de algún modo- dicha imagen ya suponía una metáfora, una figura del lenguaje donde la dualidad ontológica se muestra y a la vez se oculta. En efecto, antes de su origen “en el no-sentido, el lenguaje no ha nacido todavía. En la verdad, el lenguaje debería llenarse, cumplirse, actualizarse hasta borrarse, sin ningún juego posible, ante la cosa (pensada) que en él se manifiesta propia mente. La lexis no es, si así puede decirse, ella misma más que la instancia en que ha aparecido el sentido, pero donde la verdad puede todavía perderse, cuando la cosa no se manifiesta todavía en acto. Momento del sentido posible como posibilidad de la no-verdad. Momento del rodeo donde la verdad puede perderse todavía; la metáfora pertenece a la mimesis, a este pliegue de la physis, a ese momento en que la naturaleza, velándose a sí mis ma, no se ha encontrado todavía en su propia desnudez, en el acto de su propiedad” (Derrida 1989a: 280-281). Este carácter esencialmente metafórico del lenguaje adscrito a los procesos de lectura, es la premisa que sostiene el sendero que va desde la gramatología a la desconstrucción. Dicho reco rrido histórico y teórico deviene en una nueva fundamentación del nexo entre escritura y lenguaje, inscripción y sentido; proceso marcado por el re-posicionamiento de la metáfora en el imagina rio del signo o, más bien, por la irrupción de lo metafórico como estructura misma de lo significante y de lo significable. De este modo, a partir de los axiomas fundados en su propia genealogía, la desconstrucción vuelve ahora sobre su sombra, intentando de velar sus distinciones constituyentes: la idea de que no hay con cepto o categoría que no resulte de un procedimiento estratégico; la insistencia en que la dualidad del lenguaje está elaborada sobre
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una estructura esencialmente ‘retórica, donde las expresiones son ya en sí mismas una metáfora sobre lo implícito; la evidencia final de que todo lenguaje es una forma de escritura y que no hay más alternativa que leer desde los presupuestos, es decir, desde aquello que excede a las inscripciones. Estas serían, entre otras, las evidencias que la desconstrucción expone en su movimiento inicial, no partiendo de ahí más alternativa que permanecer en las esferas de un lenguaje constituido, en el espacio puramente interno desde donde se proyectan los encadenamientos externos que su objeto de análisis hace posibles. “Que haya que decir en el lenguaje de la totalidad el exceso de lo infinito sobre la totali dad; que haya que decir lo Otro en el lenguaje de lo Mismo; que haya que pensar la verdadera exterioridad como no-exterioridad, es decir, de nuevo a través de la estructura Dentro-Fuera y de la metáfora espacial; que haya que habitar todavía la metáfora en ruinas, vestirse con los jirones de la tradición y los harapos del dia blo: todo esto significa, quizás, que no hay logos filosófico que no deba en primer término dejarse expatriar en la estructura DentroFuera. Esta deportación fuera de su lugar hacia el Lugar, hacia la localidad espacial, esta metáfora sería congénita de tal logos. Antes de ser un procedimiento retórico en el lenguaje, la metáfora sería el surgimiento del lenguaje mismo” (Derrida 1989b: 151). En definitiva, las distinciones dentro-fuera, propio-figurado, sensible-inteligible, etc., se develan a sí mismas como los funda mentos de un orden constituido, universo de sentidos que evoca a su vez una metáfora, la metaforización con que el lenguaje y, más extensivamente, el espacio significante, viene a dar cuenta de su propia singularidad. En la medida en que la desconstrucción intenta ilustrar la lógica implícita en cada dualidad, y la premisa retórica que las constituye, va quedando en evidencia la esencia metafórica del lenguaje, el juego de espejos en que se proyectan sus imágenes y sus resultados, e incluso aquel que explica a la diferencia misma entre escritura y lenguaje. La pulsión inicial
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de este recorrido no podría ser, por tanto, más que una tentativa de esclarecimiento de lo metafórico en sí, de su estructura y sus articulaciones. La escena original de la diferencia, la distancia abismal entre la huella y su lectura, la palabra y su sentido, ten dría para la desconstrucción un carácter irrevocable, de motivo constante y a la vez imposible. La complicidad entre metáfora y metafísica aparece en este punto en toda su verdad y fuerza histórica, como expresión de un encadenamiento que va más allá del tiempo mismo, y que inaugura, de hecho, a la temporalidad como horizonte de la pre sencia. Así, la distinción entre el ser y el ente, la diferencia entre el ser y el sentido del ser, supondría ya el funcionamiento de lo metafórico tal cual es proyectado desde la metafísica, en el cobijamiento del olvido del ser tras los muros de esa morada ín tima que es el lenguaje como fenómeno histórico-temporal. En efecto, “lo que Heidegger llama la metafísica corresponde a una retirada del ser. En consecuencia, la metáfora en cuanto concepto llamado metafísico corresponde a una retirada del ser. El discur so metafísico, que produce y contiene el concepto de metáfora, es él mismo quasi metafórico con respecto al ser: es, pues, una metáfora que engloba el concepto estrecho-restringido-estricto de metáfora que, por sí mismo, no tiene otro sentido que el es trictamente metafórico” (Derrida 1989c: 58). En la medida en que todo presupuesto ontológico opera so bre la diferencia entre presencia y ausencia, entre lo sensible y lo inteligible, no habría más metáfora que aquella que es producida y contenida en la metafísica. Lo metafórico deja de manifiesto el olvido-retirada del ser a partir de la idea misma de su re-presen tación, en el acontecimiento en que se manifiesta la singularidad de un modelo histórico-trascendental de la presencia, y en las condiciones a través de las cuales esta presencia accede a ser deve lada y re-presentada. En los hechos, la metáfora aparece como la
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figura fundante de una cierta epocalidad en la historia del ser, de un darse originario que deviene precisamente significable a partir del principio de la representación, y que hace a la exterioridad de la diferencia salir de esa condición que es el estar-presente, para ilustrar en dicho proceso la esencia de su propia temporalidad. De cierta manera, la idea de la representación se devela ya como un elemento decisivo en la historia de la metafísica, y la metáfora no sería sino la forma general que esa representación adquiere a nivel del lenguaje. La posibilidad de re-presentar, de llevar el ser del ente al imperio de la presencia a través de la palabra, haría, en definitiva, de la metáfora la estructura que sostiene a la metafísica en su dimensión propiamente lingüística. “La noción de ‘trans posición y de metáfora reposa sobre la distinción, por no decir la separación, de lo sensible y de lo no-sensible como dos domi nios que subsisten cada uno por sí mismo (...) Una separación semejante, establecida así entre lo sensible y lo no-sensible, entre lo físico y lo no-físico es un rasgo fundamental de lo que se llama ‘metafísica’ y confiere al pensamiento occidental sus rasgos esencia les (...) Desde el momento en que esta limitación de la metafísica ha sido vista, la concepción determinante de la ‘metáfora’ cae por su propio peso (...) Lo metafórico no existe, entonces, sino en el interior de las fronteras de la metafísica” (Heidegger 1983: 126). No habría, entonces, metáfora propiamente dicha más allá de las fronteras de la metafísica, y no sería posible la metafísica sin una diferencia originaria que se articula en un principio de representación metafórico. En el lenguaje se expresaría ya a ple nitud la esencia misma de la escritura, un modo de la representa ción, un recurso significante que permite hacer presente aquello que está ausente, ilustrar lo propio a través de su ausencia en lo figurado. La necesidad de representar, de traer a la presencia, es un rasgo singular del lenguaje, de un sistema estructuralmente binario donde las inscripciones adquieren significado a partir de una lectura sobre los signos. Esta distancia, entre inscripción y
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sentido, sería así lo propio del lenguaje, es decir, de un sistema elaborado en base a la ambivalencia que hace a cada palabra sin gularmente funcional en su articulación con las demás. Lo que Saussure había llamado las ‘diferencias entre significantes’, es en el fondo para la desconstrucción la premisa gramatológica de la distinción entre el significante y el significado, es decir, el axio ma histórico de la diferencia y de un sistema de representación que termina mostrándose como un rasgo distintivo del ser del ente que define a la metafísica. La historia de la metáfora tiende de este modo a confluir en la temporalidad del ser, en un largo proceso que lleva la idea de la representación a su predominio epocal. La representación como modelo de la presencia y del ente tendría en la genealogía de la metáfora una dimensión clave de su particular historia, el devenir que lleva a este modelo de la presencia hasta la consumación y radicalización que es propia del pensamiento moderno. Con todo, “el hecho de que haya re presentación o Vorstellung no es, según Heidegger, un fenómeno reciente y característico de la época moderna de la ciencia, de la técnica y de la subjetividad de tipo cartesiano-hegeliana. Lo que sí sería característico de esta época es la autoridad, la domina ción general de la representación, la interpretación de la esencia del ente como objeto de representación. Todo lo que deviene presente, todo lo que es, es decir, todo lo que es presente, se presenta; todo lo que sucede es aprehendido en la forma de la representación. La experiencia del ente deviene esencialmente representación. Representación deviene la categoría más general para determinar la aprehensión de cualquier cosa que concierna o interese en una relación cualquiera” (Derrida 1989c: 93-94). La idea de la representación expone así en sus premisas una cualidad esencial de la metafísica, que tiene a su vez en la metá fora una figura clave —y quizá única—del ser del ente a nivel del lenguaje. De un modo que sería necesario precisar un poco más, la genealogía de la metáfora ilustra una dimensión decisiva en
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la temporalidad de la metafísica. Los conceptos y dispositivos a través de los cuales la idea de metáfora va elaborándose a lo largo de la historia, llevan a la metafísica a su consumación plena y radical en el mundo de la modernidad. Y esta coincidencia en tre ambas nociones es también la expresión de una complicidad trascendental, de un nexo que hace imprescindible volcar la des construcción a los estadios que ha recorrido la reflexión sobre la metáfora en la historia del pensamiento, hasta el instante pleno en que su concepto y actividad llegarían a develarla en su propia esencia.
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C APITU LO 5 La desconstrucción de la metáfora
Metáfora y retirada del ser
Para Derrida, no hay ni habría metáfora posible fuera de los límites de su constitución histórica, de una estructura dual articulada por la lógica de los desplazamientos de sentido; a su vez, no es ni sería posible superar o ‘des-construir’ la noción de metáfora si no es asumiéndola como una categoría establecida a partir de la teoría los tropos, como resultado de su funciona miento en cuanto figura del lenguaje. Dicho tropo ya implicaría -de hecho- toda una arquitectura conceptual y toda una meta física adscrita, la formalidad de una analogía que opera sobre la distinción entre lo propio y lo figurado, lo explícito y lo implí cito, y que a lo largo del tiempo se ha vestido con el ropaje de categorías y nociones diversas. La desconstrucción de la metáfora se ubica, de este modo, en el espacio inevitable que configura al ser mismo como categoría filosófica, como metáfora -también él- de una presencia y de una ausencia que definen su propia historicidad y que, al hacerlo, marca y recubre la totalidad del campo conceptual de lo metafórico. En los hechos, “toda la lla mada historia de la metafísica occidental sería un vasto proceso estructural en el que la epoché del ser, al retenerse, al mantenerse éste retirado, tomaría o más bien presentaría una serie (entrelaza da) de maneras, de giros, de modos, es decir, de figuras o de pasos trópicos, que se podría estar tentado de describir con ayuda de una conceptualidad retórica. Cada una de estas palabras -forma, manera, giro, modo, figura—estaría ya en ‘situación trópica. En la medida de esta tentación, ‘la metafísica no sería solamente el recinto en el que se habría producido y encerrado el concepto de
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la metáfora, por ejemplo, a partir de una determinación del ser como eidos: ella misma estaría en situación trópica con respecto al ser o al pensamiento del ser. Esta metafísica como trópica, y singularmente como desvío metafórico, correspondería a una retirada esencial del ser: como no puede revelarse, presentarse, si no es disimulándose bajo la especie’ de una determinación epocal, bajo la especie de un como que borra su como tal (el ser como eidos, como subjetividad, como voluntad, como traba jo, etc.), el ser solo podría nombrarse dentro de una separación metafórico-metonímica. Estaríamos tentados entonces de decir: lo metafísico, que corresponde en su discurso a la retirada del ser, tiende a concentrar, en la semejanza, todas sus separaciones metonímicas en una gran metáfora del ser o de la verdad del ser. Esa concentración sería la lengua de la metafísica” (Derrida 1989c: 56-57). La metafísica -según esta definición heideggeriana que De rrida retoma aquí—supone una retirada del ser, un retraimiento que oculta su sentido y su temporalidad, y que deja a los entes ocupando su núcleo conceptual. La metáfora, por tanto, no sería más que un síntoma de esa retirada, una figura del lenguaje que a través de sus giros y de sus modos expresa la diferencia entre lo retirado y lo que permanece, entre el ser y el ente, entre lo visi ble y lo invisible. La metáfora juega así con el desplazamiento y con la analogía, con la ambivalencia propia del significado, pero se mueve principalmente en el espacio de los entes, de las ins cripciones, es decir, en la condición estructural de un retiro del ser que permanece oculto en el darse mismo de los signos. Esta concentración’ del sentido provocada a partir de la semejanza y la desemejanza entre las palabras, deja al ser retirado, olvidado por el efecto de la presencia de los significados que sería puesta en juego en el operar de los significantes. De esta manera, del ser no puede hablarse propiamente, dado que se presenta en la forma general de un olvido; pero de él tampoco podría hablarse
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metafóricamente, ya que el desplazamiento que define a la metá fora no tiene aquí una presencia posible de exponer, sino solo una ausencia y un olvido que habla a través de sus síntomas, de sus signos vitales. En efecto, en la época de la metafísica, el ser se expresa y se expone a través de su ‘retirada, de una ausencia que hace imposible su nombramiento como algo propio y como algo metafórico. Esta doble imposibilidad sería conducida, por tanto, hasta el concepto mismo de la metáfora, que dispone su diferen cia constituyente únicamente sobre el campo delimitable de la presencia y de la ausencia, que es por definición el espacio de los entes que resulta a partir de la retirada del ser. “La retirada del ser no puede tener un sentido literal o propio en la medida en que el ser no es algo, un ente determinado que se pueda designar. Por la misma razón, como la retirada del ser da lugar tanto al concepto metafísico de la metáfora como a su retirada, la expresión ‘reti rada del ser’ no es stricto sensu metafórica” (Derrida 1989c: 59). La retirada de la metáfora parece coincidir entonces con la retirada del ser, al menos en su temporalidad y en su forma. Sin embargo, la retirada de la metáfora solo tendría posibilidad de develarse a partir del momento en que la retirada del ser deviene concepto, cuando su propio olvido empieza a hacerse inteligible en su manifestación histórica. La metáfora sería, en sentido es tricto, la expresión de una retirada, pero cuando aquello que per manecía retirado se devela, la metáfora llega al nivel de su propia imposibilidad. La retirada del ser -la metafísica-, hace posible la metáfora; la retirada de la retirada del ser hace posible, a su vez, que la metáfora experimente las consecuencias de su propio ‘reti ro’. ¿Se puede hablar ‘propiamente’ del ser? ¿Se puede hablar del ser ‘metafóricamente’? Ambas alternativas implican a la metáfora como estructura y, sobretodo, como presuposición ontológica. Y la única respuesta posible para ambas preguntas es sí y no. Sí, en la medida en que fuera de la distinción entre lo propio y lo figu rado no hay aproximación posible al ser y a su sentido. No, en la
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medida en que la propia dualidad entre lo propio y lo figurado supone a la metáfora y, por tanto, implica a la retirada del ser más que a su ‘darse’ como develamiento. Des-construir a la metáfora deviene entonces des-construir al ser en su epocalidad, a la metafísica en cuanto estructura ge neral de la retirada del ser. ¿Qué queda luego de ‘la retirada’ de la retirada del ser? ¿Qué queda luego de una metáfora en retirada que intenta expresar lo por definición inexpresable de la retirada del ser? Otra vez, la única respuesta no puede ser única en la me dida en que su evidencia supone en sí misma su antípoda: luego de la retirada del ser queda todo y nada. Luego de la retirada de la metáfora queda nada y todo. La escritura, las posibilidades infinitas de la inscripción y de la palabra cruzan y entre-cruzan ambas respuestas. La desconstrucción de la metáfora es en esen cia una desconstrucción del ser, del ser en su retirada, que es la condición a partir de la cual el ser puede ser pensado. La retirada de la metáfora es a su vez la condición’ que hace posible que el ser se muestre en su retirada, y esa retirada es la condición para que sea posible des-construir a la metáfora en el momento y en el proceso de su ‘retiro’. “Si se pretendiese que la ‘retirada-de’ se entendiera como una metáfora, se trataría de una metáfora curio sa, trastornadora, se diría casi catastrófica, catastrópica: tendría por objetivo enunciar algo nuevo, todavía inaudito, acerca del vehículo y no acerca del aparente tema del tropo. La retirada del ser o de la metáfora estaría en vías de permitirnos pensar menos el ser o la metáfora que el ser o la metáfora de la retirada, en vías de permitirnos pensar la vía y el vehículo, o su abrirse-paso. Ha bitualmente, usualmente, una metáfora pretende procurarnos un acceso a lo desconocido y a lo indeterminado a través del desvío por algo familiar reconocible. ‘El atardecer’, experiencia común, nos ayuda a pensar la vejez, cosa más difícil de pensar o de vivir, como ‘atardecer de la vida’, etc. Según ese esquema corriente, nosotros sabríamos con familiaridad lo que quiere decir retirada,
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y a partir de ahí intentaríamos pensar la retirada del ser o de la metáfora. Pero lo que sobreviene aquí es que, por una vez, no podemos pensar el trazo del re-trazo si no es a partir del pensa miento de esa diferencia óntico-ontológica sobre cuya retirada se habría trazado, junto con el reborde de la metafísica, la estructu ra corriente del uso metafórico” (Derrida 1989c: 60). La metáfora es en sí misma una ‘retirada, el retiro de lo pro pio hacia lo figurado, que solo es posible a partir de una precondición ontológica que es el retiro o la retirada del ser. La retirada es en esencia un desplazamiento (epífora), un desplazamiento del sentido desde lo propio (el ser) a lo figurado (la inscripción, el signo, el ente). La retirada de la retirada del ser supone, por tan to, un desplazamiento a la manera de un ‘retorno’, una vuelta del ser hacia sí mismo, a partir de la clausura del universo de sentido construido sobre la diferencia entre el ser y el ente (meta física), entre lo propio y lo figurado (metáfora). Una retirada de la metáfora implicaría así la imposibilidad de seguir pensando al lenguaje y al ser mismo en función de esa diferencia que es pro pia de la metafísica, del retiro del ser, y que se presenta a lo largo de su propia historicidad como desplazamiento metafórico de lo propio a lo figurado, como diferencia ontológica entre el ser y el ente. De algún modo, podría decirse que, fuera de los límites de la metafísica, el ser retorna a la propiedad de lo propio, pero ello no sería del todo adecuado, ya que dicha metáfora supone tam bién una permanencia en el marco de esa distinción que funda al ser como lo propio, y a su olvido como la condición para el desplazamiento hacia lo figurado. De cierta manera, la desconstrucción no podría entonces de jar de insistir en su aporía: en su retirada, en su desplazamiento hacia sí misma, la metáfora pone en evidencia finalmente la metaforicidad de esa diferencia originaria. Las palabras y el lenguaje en su conjunto dejarían de pensarse a partir de un desplazamiento
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entre lo propio y lo figurado; la desconstrucción ‘des-construye’ dicha diferencia y la expone en toda su fuerza metafórica, pero a partir de una metáfora en retirada’, que no puede seguir operan do indefinidamente sobre la premisa de la estabilidad y la per manencia de su propio concepto. La desconstrucción asume así que no es posible pensar dicha metáfora fundante sino es desde el horizonte de lo metafórico, aunque sea el de una metáfora en retirada. Dicha metáfora, la metáfora de la metáfora, quedaría finalmente develada como resultado de su propio desplazamien to, cruzada, o más bien atravesada, por su límite. “Bajo su forma más pobre, más abstracta, el límite sería el siguiente: la metáfora sigue siendo por todos sus rasgos esenciales, un filosofema clá sico, un concepto metafísico. Es tomada pues como el campo de una metaforología general que la filosofía querría dominar. Es el resultado de una red de filosofemas que corresponden en sí mismos a tropos o a figuras y que son contemporáneos o sis temáticamente solidarios entre ellos. (...) Si se quisiera concebir y clasificar todas las posibilidades metafóricas de la filosofía, una metáfora, al menos, seguiría siendo siempre excluida, fuera del sistema: aquella, al menos, sin la cual no sería construido el con cepto de metáfora, o, para sincopar toda una cadena, la metáfora de la metáfora. Esta metáfora, además, permaneciendo fuera del campo que permite circunscribir, se extrae o se abstrae una vez más de ese campo, se sustrae a él pues como una metáfora me nos” (Derrida 1989a: 259). Bajo el imperio aún de esta aporía histórica, la desconstruc ción solo habría podido moverse en el campo de ‘lo figurado’, buscando dejar atrás la presuposición metafísica de que es posible un desplazamiento a partir de lo propio, y que sería posible, por tanto, detener dicho desplazamiento y ubicarse en la plenitud de lo propio como tal, en el ser como presencia plena, más allá de la epífora que define su desplazamiento inicial. En rigor, para la desconstrucción no existe’ lo propio en sentido estricto, solo
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lo figurado, es decir, aquello que es puesto en juego en ese vasto proceso en el que se articulan la escritura y la lectura. Pero cuan do la premisa ontológica de ‘lo propio’ deja de existir, desapare ce también su diferencia con ‘lo figurado’, se diluye la dualidad misma que constituye ambas categorías y se abre el universo de la creación y recreación infinita de lo textual a partir de la escritura y de la lectura. Sin la premisa de esa diferencia, la metáfora cae definitivamente en la plenitud de su retirada, del mismo modo como el cierre histórico de la metafísica hace posible pensar el sentido del ser más allá de la diferencia ontológica: pre-sintiendo el límite innombrable impuesto por la dualidad constituida en torno a la separación del ser y el ente, y de su posterior olvido. Signos que remiten a signos: desplazamiento interminable de inscripciones creadas y recreadas en el proceso de escribir-leer. Como en la Biblioteca de Babel, un mundo puramente textual, conformado en el proceso infinito de escribir leyendo y de leer escribiendo. No sin un cierto vértigo, esa ‘diferencia’ entre escri tura y lectura cae también a partir de la hipótesis gramatológica que la desconstrucción pone en movimiento. No habría ya dife rencia entre escribir y leer. La huella define un universo textual sin alteridad. El ser, esa metáfora constantemente recreada en la historia de la filosofía, no sería al final nada más que el desplaza miento inicial que recorre a los signos desde el momento mismo en que son puestos en circulación en cada acto de escribir-leer. De cierta manera, la desconstrucción busca sacar a los signos de su alteridad fundante, hacer del desplazamiento que define a lo figurado del signo un espacio de indistinción entre lo propio y lo figurado, entre lo que permanece y lo que se desplaza. Y es preci samente en ese desplazamiento que define al acto de escribir-leer donde esa diferencia se borra, donde ya no es posible establecer la distinción entre lo que permanece (la escritura) y lo que se desplaza (la lectura).
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En su originalidad constituyente, la desconstrucción no se ría más que una lectura de la escritura, una reescritura que se lee a sí misma en función de sus claves retóricas, y una relectura que se escribe a sí misma como potencialidad interminable. Dado que el signo como tal es, en el fondo, una huella, la evidencia de un desplazamiento, solo a partir de su desaparición como metáfora de una presencia y de una propiedad, podría hacerse evidente que no hay escritura sin lectura, y que no se puede leer sin estar a su vez escribiendo. Lo propio del signo, la escritura misma, nunca existiría por sí sola, separada de los procesos de lectura. Pero en la medida en que la lectura no es una propiedad ni una presencia sino solo un desplazamiento, la huella de una huella, únicamente sobre esa doble ‘borradura sería posible la descons trucción como procedimiento de escribir y de leer. La estructura aparente de lo escrito requiere entonces el estar des-estructurada por una lectura, para que el sentido pueda aflorar como un acon tecimiento irreductible. Todo estaría puesto en juego en ese ins tante precioso en el que escritura y lectura se diluyen al tocarse una a la otra. La totalidad del ser y de lo real no sería más que ese instante de comunión y de disolución del sentido en su propia metaforicidad, en su desplazamiento inevitable: “presencia que desaparece en su propio resplandor, fuente oculta de la luz, de la verdad y del sentido, borradura del rostro del ser, éste sería el retorno insistente de lo que sujeta la metafísica a la metáfora” (Derrida 1989a: 307).
La muerte de la representación
La retirada de la metáfora, su disolución en la formalidad abstracta de la escritura, es un paso que ocupa un lugar central en la ‘retirada’ de la retirada del ser, en el proceso concluyente de la metafísica entendida como retiro y olvido de las condiciones
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que definen la temporalidad de la presencia. La metáfora alcanza así su imposibilidad en el instante paradójico de su extensividad transgresora, cuando sus efectos sobre la escritura y el lenguaje rompen finalmente con su causa y con su razón histórica, cuando se ha trizado el principio metafísico que la sostiene desde su ori gen como concepto. El orden metafórico termina de este modo por abstraerse de la estructura lingüística y “se retira de ésta en el momento de su más invasora extensión, en el instante en que desborda todo límite. Su retirada tendría entonces la forma pa radójica de una insistencia indiscreta y desbordante, de una re manencia sobre-abundante, de una repetición intrusiva, dejando siempre la señal de un trazo suplementario, de un giro más, de un re-torno y de un re-trazo en el trazo que habrá dejado en el mismo texto” (Derrida 1989c: 37-38). La retirada de la metáfora viene a exponer en su generalidad la crisis de un modelo de la presencia, el debilitamiento de un concepto de propiedad que se había configurado según los mo dos histórico-temporales de la representación como forma del pensamiento metafísico. La idea de la re-presentación supone ya, de hecho, una puesta en el presente, un disponer a la presen cia (lo propio) como re-presentada por la presentación, en un desplazamiento significante que va desde la inmanencia de esa propiedad hasta la trascendencia de su figura o imagen represen tante. La estructura de esta representación habría conducido en tonces bajo su alero todo el recorrido histórico de la metáfora en cuanto tropo del lenguaje, como dispositivo de un deslizamiento del sentido que transita entre lo propio y su presentación, entre la presencia y su figura representante. La metáfora queda, de este modo, inevitablemente sometida al orden de la representación, a una lógica del signo que fija la frontera entre lo metafórico y lo no-metafórico, entre el sujeto de la representación y el objeto representado. La metáfora es, en esencia, un tropo donde la sin gularidad del desplazamiento que define al signo busca hacerse
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evidente por sí mismo, pero donde a su vez se oculta y se olvida la naturaleza tropológlca del signo como tal. Su finalidad consistía así en hacer posible que el campo de lo propio y de lo figurado puedan configurarse y permanecer como un reducto inviolable, como una premisa ontológica que se mantiene bajo el manto de su propio olvido, en la medida en que la diferencia entre lo pro pio y lo figurado queda acotada y reducida a la distinción formal entre lo metafórico y lo no-metafórico. Con todo, si la metáfora es todavía posible, si fuera aún per tinente pensar la diferencia entre lo metafórico y lo no-metafó rico en el horizonte del lenguaje, sería porque la metáfora sigue exponiendo en toda su evidencia un desarraigo constituyente, y porque logra mantener relegado dicho desarraigo a una condi ción olvidada en su fundamento. En ello radicaría el secreto de la implicación estratégica que es propia de lo metafórico: en mos trarse como un tropo singular y diferenciado en el campo general de la significación, haciendo que la diferencia entre lo propio y lo figurado, entre lo implícito y lo explícito, quede únicamente acotada y reducida a la metáfora en cuanto tal. La desconstrucción de la metáfora no habría tenido enton ces más alternativa que avanzar hacia una crítica de la metafísi ca del signo como instancia determinante en la disolución de la metáfora. Solo en dicho proceso el signo habría podido traspasar el umbral de su propia constitución metafórica, para poner en evidencia la singularidad de la metafísica como estructura ge neral de la representación. La extensión de este desplazamiento que es propio de la representación hacia la formalidad misma del signo llevaría necesariamente a concluir que éste no es tam bién más que una metáfora, una metáfora de la metáfora, cuya particularidad semántica es acotar la epífora entre lo propio y lo figurado a los límites del lenguaje metafórico, logrando eludir así el develamiento de la naturaleza metafórica de los procesos
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de significación en general. En efecto, “la astucia de la forma (el signo) consiste en ocultarse continuamente en la ‘evidencia’ de sus contenidos. La astucia del código es ocultarse y manifestarse en la evidencia del valor. En la ‘materialidad’ del contenido es donde la forma consuma su abstracción y se reproduce como forma. En esto consiste su magia: jugando a la vez sobre la pro ducción de los contenidos y de las conciencias para recibirlos (del mismo modo que la ‘producción’ produce a la vez los ‘pro ductos’ y las necesidades’ que a éstos corresponden), instalando una trascendencia dual de los valores (de los contenidos) y de las conciencias, genera al final toda una metafísica del intercambio entre ambos términos” (Baudrillard 169). El signo lingüístico tiene su fundamento en el principio de la representación, en una diferencia trascendental que opera al interior del signo mismo y que hace posible la separación entre lo metafórico y lo no-metafórico. El olvido del ser posee, de este modo, uno de sus ‘síntomas’ en la imposibilidad de ver dicho desplazamiento como un resultado inherente al signo mismo, como un elemento de la estructura binaria sobre la cual se gesta un orden sin fin, como diferencia entre la presencia y su repre sentación, entre lo propio y lo figurado. Así, para que exista me táfora, para que la epífora que define al deslizamiento semántico sea posible como singularidad lingüística, es necesario que di cho deslizamiento quede reducido a la metáfora, y que el signo pueda conservar para sí la fuerza de un principio de represen tación que salva a la presencia de su propio abismo (ab-grund). De alguna manera, toda la complicidad histórico-trascendental que Heidegger observa entre metáfora y metafísica tendría allí su sustento culminante. La deriva concluyente a la que llega la desconstrucción es, en este punto, categórica y decisiva: sin metáfora no hay signo po sible, ya que el signo es, en esencia, una metáfora de la metáfora.
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A su vez, la retirada de la metáfora debe permitir que las catego rías propias de la estructura del signo (significante, significado, referente) se abran a su análisis crítico, a su develamiento estraté gico, lo que conduce a la metafísica a observar las implicaciones que su olvido trascendental tienen sobre el campo lingüístico. Lo que se hace al fin visible en síntesis es que “la distinción entre el signo y el referente fenoménico no existe sino solo para la visión metafísica que idealiza y abstrae a la vez el signo y el mundo vivi do, el uno como forma, el otro como contenido, en su oposición formal. Al pretender falsas distinciones, no puede resolverlas sino por falsos conceptos. Pero estas distinciones son estratégicas y eficaces, y resolverlas (romper la irrealidad mágica de estos con ceptos), que sería la única manera de resolver el falso problema de lo arbitrario y de la motivación del signo, es también rom per la posibilidad de toda semiología” (Baudrillard 180-181). La desconstrucción de la metafísica del signo tiene entonces, como corolario inevitable, a la crítica de la metáfora y a su fundamento ontológico. Y este ‘desgaste crítico’ del modelo de la represen tación compromete a la larga no solo a la metáfora, sino a la semántica misma como estructura binaria, como premisa de toda proyección de sentidos fundada en presuntos referentes ‘reales’. La retirada de la metáfora se transforma, de esta manera, en la condición histórica que hace posible des-ocultar la temporali dad de la representación como forma general del deslizamiento metafórico. Si la diferencia ontológica había tendido a reprodu cirse no solo como ámbito de la dualidad de lo metafórico y lo no-metafórico, sino principalmente como diferencia entre signi ficante y significado, es porque toda su arquitectura conceptual se resumía en el principio de dicha posibilidad. La metafísica como olvido de la diferencia no solo mantiene siempre implí citos sus alcances decisivos, sino también a la temporalidad que explica la tensión y el dinamismo de su epífora constituyente. Al proyectar la imagen de una presencia ‘inmóvil’, a-temporal,
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la diferencia ontológica borra toda posibilidad de aproximarse a la lógica del desplazamiento como tal. Pero la diferencia no puede seguir siendo pensada como un principio originario, ya que quedaría de nuevo sometida al olvido del cual proviene, a la necesidad de un fundamento trascendental para lo ya diferen ciado. “Cuando la diferencia se halla subordinada por el sujeto pensante a la identidad del concepto (aunque esa identidad fuera sintética), lo que desaparece es la diferencia en el pensamiento, esa diferencia de pensar con el pensamiento, esa genitalidad de pensar, esa profunda fisura del yo que lo lleva a pensar tan solo su propia pasión y hasta su propia muerte en la forma pura y vacía del tiempo. Restaurar la diferencia en el pensamiento es entonces deshacer ese primer nudo que consiste en representar la diferencia bajo la identidad del concepto y del sujeto pensante” (Deleuze 2002: 394). En efecto, si hay un espacio en el campo conceptual para que la identidad de lo propio pueda desplazarse y ‘repetirse’ en la forma de una representación, es porque la di ferencia ya está activada por el pensamiento, por un dispositivo abstracto que singulariza a las entidades en función de su princi pio de identidad y, simultáneamente, porque es todavía posible que la abstracción opere sobre la semejanza y la desemejanza, estableciendo las condiciones lógicas que hacen viable los despla zamientos de significados. La premisa de que el desplazamiento y la repetición son rea lizables trae a la mano la dualidad entre una identidad ‘fija y sus posibles representaciones. Inaugurar la operatividad de un deslizamiento ya supone, de hecho, proyectar un modelo de lo propio y las formas de su repetición. Para la lógica de la huella, en cambio, la repetición no podría ser el resultado de un despla zamiento desde lo propio a sus expresiones y sus metáforas, sino el acto mismo que define a la propiedad de lo propio. Lo propio ya sería en su origen una repetición, el acto inaugural que funda a la inscripción a partir de su repitencia semántica y no de su
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‘quietud pre-lingüística’, un desplazamiento que no posee prin cipio ni conclusión en las singularidades de una presencia origi nal’. En la medida que ‘el origen’ es ya en sí mismo una huella, un repitencia sin fondo, el signo como inscripción solo buscaría llenar una ausencia ancestral, no logrando sin embargo fundarla ni explicarla a partir de esa presencia que es el signo mismo. En rigor, lo repite una y otra vez interminablemente y al hacerlo, funda al desplazamiento semántico como la forma general del ser y del lenguaje. La repetición no sería en sí misma más que un desplazamiento sin objeto, la forma pura del movimiento del sentido, por lo que el signo no podría ser sino un síntoma y una expresión de sí mismo, la metáfora de un ser que es también, en el mismo proceso, el ser de una metáfora. La repetición tiende a plasmar a la realidad a través del mo vimiento y la insistencia de los signos sobre su propia mecánica binaria. Pero no porque ellos se realicen sobre algo (la presencia, lo propio), sino porque dicho movimiento e insistencia logran al final cristalizar una realidad cuyo cuerpo, cuya forma general, son las representaciones mismas, es decir, el deslizamiento puro. La repetición no tendría entonces otra forma de ‘aparecer’, de acontecer, que no sea su propio desarraigo original, el ser signo de un signo que se repite sin fin, y que recorre la totalidad de lo real en una fusión dinámica y constante entre forma y contenido. Cruce y entrecruzamiento de repeticiones que fundan el espacio-tiempo y no ya copias que aspiran a reflejar un original. La repetición implicaría ya a la diferencia, pero ésta no acon tece como distancia entre el original y la copia, sino entre las repeticiones puras. El ser del lenguaje no es una inmanencia que refleja a un ser no-lingüístico, sino una diferencia que es ya una repetición del acto diferencial que funda al lenguaje como mera repetición. Bajo el imperio de la metafísica, la repetición sueña incansablemente con el fantasma de una presencia originaria y
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“lo negativo se hace principio y agente. Cada producto del fun cionamiento adquiere autonomía. Entonces se supone que la di ferencia no vale, no existe y no es pensable sino en un Mismo preexistente que la comprende como diferencia conceptual, y que la determina por oposición a los predicados. Se supone que la repetición no vale, no existe y no es pensable sino bajo un Idén tico que la plantee a su vez como diferencia sin concepto y que la explique negativamente. En vez de captar la repetición desnuda como el producto de la repetición vestida, y a ésta, como la po tencia de la diferencia, se hace de la diferencia un subproducto de lo Mismo en el concepto; de la repetición vestida, un derivado de la desnuda, un subproducto de lo idéntico fuera del concepto. Es en un mismo medio, el de la representación, donde la diferencia es planteada, por una parte, como diferencia conceptual; y la re petición, por otra parte, como diferencia sin concepto” (Deleuze 2002: 443). La diferencia y la repetición se vuelven de este modo inter cambiables en un eterno juego de espejos contrarios, donde el desplazamiento y el entrecruce del sentido hace de la metáfora un signo y del signo una metáfora. Idas y venidas entre fundacio nes recíprocas, huellas que se intersectan y se acompañan hasta el punto de constituirse en identidades y en diferencias. Pero la repetición insiste en su ser: el cuerpo no es anterior a sus gestos, el sentido no es anterior a las palabras, el signo no es anterior a la metáfora. El exceso es la diferencia que se repite como alteridad de lo propio en la diferencia, el desplazamiento fundante de la repetición y de su exceso interminable. Una primera repetición ya es en sí misma una segunda, la segunda es ya la tercera, etc., puesto que no puede haber repeticiones originales’, es decir, an teriores a la huella misma. La diferencia solo se da en el lenguaje, ya que éste es el campo propio de la repetición, del desplazamien to y del exceso que funda a la diferencia: “una sola y misma voz para todo lo múltiple de mil caminos, un solo y mismo Océano
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para todas las gotas, un solo clamor del ser para todos los entes. Siempre que se haya alcanzado para cada ente, para cada gota y en cada camino, el estado del exceso, es decir, la diferencia que los desplaza y los disfraza, y los hace retornar, volviéndolos sobre su extremidad móvil” (Deleuze 2002: 446). Esa extremidad móvil, ese cuerpo activo y reactivo del ser que es a la vez su rostro y su máscara, su desnudez y su vestimen ta, no sería otro que la escritura misma.
Corolario: respuesta a Ricoeur
La metáfora viva no se resigna a dejarse llevar por la evanescencia inevitable de una metáfora muerta o ‘gastada’. Epifanía de una nostalgia que no termina de aceptar que no haya más que palabras o que -al final- dé lo mismo, si lo que hay no puede expresarse sino a través de ellas. O la realidad existe y es intrínse camente expresable o estamos en el desvarío de la nada: destino nihilista que, en opinión de Ricoeur, nos dejaría prisioneros de las rigideces de la deducción analógica, encerrados en la circularidad de la semejanza y la desemejanza, en la tautológica remisión de significados que hablan de sí mismos. No: la metáfora viva no acepta que todo presupuesto ontológico pueda ser desconstruido porque ello implicaría abrir las puertas al infinito de una nada irreductible; perder la substancialidad de lo propio que está im plicada en la distinción aristotélica entre potencia y acto, entre esencia y accidente, para concluir que las palabras solo remiten unas a otras. Frente a ello, en cambio, la metáfora viva apela a un principio generativo donde “la polisemia reglada del ser ordena la polisemia en apariencia desordenada de la función predicativa como tal. De la misma manera que las categorías distintas de la sustancia son ‘predicables’ de la sustancia y -así- aumentan
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el sentido primero del ser, de la misma manera, para cada ser dado, la esfera de la predicabilidad presenta la misma estructura concéntrica de alejamiento a partir de un centro ‘sustancial’, y de crecimiento del sentido por adjunción de determinaciones” (Ricoeur 388). Para Ricoeur, en el fondo, si es todavía posible pensar a la metáfora como ‘viviente’ es precisamente porque dicha figura no puede ser relegada y restringida a una mera distribución lógica de referencias, sino que mantiene en su horizonte una referencialidad que insiste en la estabilidad de una base ontológica. Esta base saltaría de hecho por encima de la analogía, de la atribución y la proporción a partir de las semejanzas, para terminar remitiendo por participación a un ‘centro sustancial’ que permanece estable y neutro, más allá de las diferencias que el mismo procedimiento analógico dejaría al descubierto. Para el trabajo que la metáfora viva pone en movimiento, “se trataría de demostrar que el paso a la ontología explícita, requerido por el postulado de la referencia, es inseparable del paso al concepto, requerido por la estructura de sentido del enunciado metafórico” (Ricoeur 443). Contra esa premisa, la desconstrucción opera un giro lógico que es, a la vez, un giro conceptual: el postulado de una on tología explícita que sostiene al principio de referencia sería en sí mismo un efecto de sentido, una estructura significante que busca justificar el encadenamiento de la polisemia a una unidad de contenidos referencial. Si para Ricoeur “los recursos de sistematicidad implicados por el juego de las articulaciones del pensa miento especulativo sustituyen a los recursos de esquematización implicados por el juego de la asimilación predicativa” (Ricoeur 450), para la desconstrucción es este último juego de ‘asimilación predicativa’ lo que requiere al final de un conjunto de recursos cuyo fundamento se encuentra únicamente en la ‘esquematización propia del pensamiento especulativo’. La asimilación predicativa
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presupone un ‘sujeto implícito’, que Ricoeur no hace sino remi tir por analogía a un ‘núcleo sustancial’ que define el horizonte de la referencia, y es esa ‘ontología explícita’ la que termina por ‘esquematizar’ al conjunto del orden metafórico. De alguna ma nera, Ricoeur asume ‘explícitamente’ su negativa a renunciar a dicho presupuesto, en la medida en que considera que pensar o desconstruir dicha ontología explícita limitaría a la larga las po sibilidades de una metáfora que responda a las reglamentaciones de un orden especulativo: “en efecto, la relación del lenguaje con su otro -la realidad—, concierne a las condiciones de posibili dad de la referencia en general, por lo tanto, de la significación del lenguaje en su conjunto. Pero la semántica solo puede alegar la relación del lenguaje con la realidad, no pensar esta relación como tal” (Ricoeur 452). Este punto es decisivo ya que a partir de él la desconstruc ción gira hacia la pregunta por los implícitos de todo presupuesto ontológico, mientras la metáfora viva decide descansar sobre la solvencia a priori de dicho presupuesto. La desconstrucción ve en él un límite formal impuesto al lenguaje ‘desde fuera’, desde lo ‘otro’, que resta potencia creadora al trabajo de la reescritura, que, por definición, es siempre inaugural e inédito. Así, si hay un antecedente que pueda ser entendido como una esquematización a priori en dicho proceso, este procedería no de un ‘núcleo sustancial’ u ‘ontología explícita’, sino únicamente de un hori zonte de sentidos articulado en torno a las singularidades de un lenguaje y de sus juegos posibles. Si para Ricoeur “la pretensión de mantener el análisis semántico en una suerte de neutralidad metafísica expresa solamente la ignorancia del juego simultáneo de la metafísica inconfesada y de la metáfora usada” (Ricoeur 428), para la desconstrucción, todo orden metafórico debe aspirar a la confesión de su metafísica implícita y explícita, único camino en el que se hace posible entender la naturaleza de lo metafórico en general, y de sus inevitables conexiones y resonancias ontológicas.
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La diferencia primera entre desconstrucción y metáfora viva radicaría entonces en el valor ontológico de dicho presupuesto, en su aceptación o rechazo como premisa de una realidad significable y significada, aunque sea metafóricamente; o, de una signi ficación que no requiere de una realidad extralingüística para jus tificarse como tal. Frente a esta disyuntiva, la opción de Ricoeur no deja lugar a dudas: “cuando hablo, sé que algo es traído al len guaje. Este saber ya no es intralingüístico, sino extra-lingüístico: va del ser al ser dicho, al mismo tiempo en que el lenguaje mismo va del ser a la referencia. Kant escribía: es necesario que algo sea para que algo aparezca’; nosotros decimos: es necesario que algo sea para que algo sea dicho’ (...) Esta proposición hace de la rea lidad la categoría última a partir de la cual el todo del lenguaje puede ser pensado, aunque no conocido, como el ser-dicho de la realidad” (Ricoeur 454). Para la desconstrucción, por su parte, no se requiere de nin guna realidad intrínseca o trascendental para que algo pueda ser dicho’, y esa es en el fondo la razón que hace posible la infinita plasticidad creadora del lenguaje, de un lenguaje que, finalmen te, ya no tiene sentido seguir distinguiendo corno metafórico o no-metafórico: no habría más realidad que la escritura que se lee a sí misma, que la lectura que se reescribe interminablemente. Por ello, no se necesita de la substancialidad de una realidad le gible ni de un yo a priori escritor o lector; basta con la evidencia del acto de leer y de escribir a la vez, del acto puro, ya que en cada oportunidad que salimos a buscar un ‘núcleo sustancial’, lo único que encontramos es el acto de releer y reescribir, un acto en el cual no es necesario establecer como premisa la idea de una rea lidad leída o de un sujeto que la escribe. Para la desconstrucción, en definitiva, tal presupuesto no es necesario ni menos, inevita ble, sino solo como expresión de una presencia metafísica justifi cada en función de intencionalidades exteriores al propio texto, y que dan origen a un texto nuevo y distinto. Ese presupuesto que
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la metáfora viva acoge y requiere para su propia explicación, es algo que la desconstrucción no acepta sino como algo que debe, a su vez, ser explicado y explicitado. Ahí donde la metáfora viva afirma que “es necesario, pues, quebrantar el reino del objeto para dejar ser y dejar decirse nuestra pertenencia primordial a un mundo que habitamos” (Ricoeur 456), la desconstrucción no ve más que el último reducto de una nostalgia trascendental, de una exterioridad inmanente, en la que se mantiene y se reproduce al final un orden de coordenadas contextúales, únicamente justifi cadas para dar cuenta a posteriori de los resultados de un juego de lenguaje. Entre estos juegos de lenguaje está también, y sin duda, la denotación, la premisa de una realidad denotada, propia y exte rior a las palabras que la nombran. Pero cuando esa premisa es puesta en juego, deja de ser objeto de interrogación y se convierte en una mera formalidad activa, es decir, en una forma que es al mismo tiempo su propio contenido, un sistema significante que al llenar la totalidad de su campo, pasa a ser él mismo su significado presupuesto. Lo denotado se viste así con el ropaje de lo propio y proyecta al lenguaje como su copia, como su des doblamiento posible y su desplazamiento constante. El lenguaje establece, entonces, las coordenadas semánticas de un acto fun dante: del referente a su original y del original a la copia. Así, sobre los signos se presupone aquello que está bajo los signos; las inscripciones pasan a conformar un pliegue que la conciencia vuelve significante en la medida en que la refiere a una exterio ridad para sí misma, pero cuya mediación está atrapada por una cadena hecha únicamente de palabras. La proyección del signi ficante borra la introyección del significado y con ello, el hecho decisivo de que la conciencia se ha vuelto conciencia solo de sí misma. “En este sentido, cualquier conciencia, incluida la percep ción, es alucinatoria: uno nunca tiene una alucinación del modo como uno tiene un pie dolorido por haber dado una patada a la
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piedra proverbial. Al igual que la hipótesis del ensueño deshace la certeza del estar dormido, la hipótesis, o la figura, de la aluci nación deshace la certeza sensorial. Esto significa —en términos lingüísticos-, que es imposible decir si la prosopopeya es plau sible debido a la existencia empírica de sueños y alucinaciones, o si uno cree que cosas tales como los sueños y las alucinaciones existen porque el lenguaje permite la figura de la prosopopeya” (De Man 80-81). La desconstrucción opera precisamente sobre esta hipótesis y condena toda proyección significante de un supuesto núcleo sustancial’ a la imposibilidad de establecer su condición real o alucinatoria. De alguna manera, lo que intuye es que las palabras, en su articulación dinámica, introyectan su propia exterioridad, fundan el sentido como una realidad desdoblada y hacen pasar por alto la singular alucinación en que resulta este proceso crea tivo. Letra a letra y palabra a palabra, el lenguaje elabora una extensión paralela, que la conciencia remite luego en su propia operación a un paralelismo fundante. El significado no sería en tonces algo encontrado’ sino algo creado’ por dicho procedi miento, y por tanto, ello puede ser alterado en la medida en que el procedimiento mismo es alterado por otro: “la relación entre la palabra y la frase es como la relación entre la letra y la palabra, esto es, la letra no tiene significado en relación a la palabra, es asemos, no tiene significado. Cuando deletreas una palabra dices un cierto número de letras sin significado que luego se unen en la palabra, pero la palabra no está presente en cada una de las letras. Las dos son absolutamente independientes entre sí. Lo que se nombra aquí es la disyunción entre gramática y significado, Wort y Satz, es la materialidad de la letra, la independencia o el modo en que la letra puede alterar el significado ostensiblemente esta ble de una frase e introducir en ella un desliz por medio del cual ese significado desaparece, se desvanece, y por medio del cual se pierde todo control sobre ese significado” (De Man 137-138).
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El significado es, en definitiva, la ambivalencia y la polisemia que se expresa en dicha pérdida de control, en el paso a-sémico de la letra a la palabra, de la palabra a la frase y, por último, de la frase a la actividad des-constructiva que define y supone un proce dimiento de lectura. Cada uno de esos elementos y cada uno de los pasos va entretejiendo una totalidad de sentidos que no existe en cada una de las partes y procedimientos por separado, y que menos puede existir aún en una realidad separada y exterior a esa totalidad dinámica y siempre contingente que es el lenguaje usado. Si hay una realidad material irreductible a la cual hacer re ferencia, esa no sería otra que la construida por las propias ins cripciones, por las huellas físicas, oídas, observadas, palpadas, que se reescriben en el proceso de la lectura, proceso donde “los ojos, los oídos y la piel se tratan como separados pero iguales, sin tensión dialéctica entre ellos” (De Man 81). La materialidad del lenguaje no clausura sino, por el contrario, abre la plasticidad inefable de la significación, hace posible que cada nueva lectura suponga siempre un nuevo desliz, que a cada paso va borrando la línea que aparentemente separa lo literal de lo no-literal. En este punto, a la vez infinito e infinitesimal, la metáfora encuentra su epífora constituyente, los ecos de su desplazamiento sin fin, su ecuación perfecta con la literalidad presunta, con esa lectura que, asumiéndose siempre como la primera, descubre al final que nunca puede ser la última. Y una de las consecuencias de esto es que “mientras hemos estado acostumbrados tradicionalmente a leer la literatura por analogía con las artes plásticas y la música, ahora debemos reconocer la necesidad de un momento no per ceptivo, lingüístico, en la pintura y en la música, y aprender a leer cuadros en lugar de imaginar significados (...) Si la literalidad no es una cualidad estética, tampoco es principalmente mimética. La mimesis se vuelve un tropo entre otros, donde el lenguaje decide imitar una entidad no verbal como la paronomasia ‘imita’ un sonido sin ninguna pretensión de identidad (o reflexión sobre
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la diferencia) entre los elementos verbales y los no verbales” (De Man 22). Sobre esa in-diferencia entre lo escrito y lo leído, entre lo verbal y lo no verbal, la desconstrucción se desplaza haciendo que el acto de la lectura solo pueda dar cuenta de sus efectos, de sus efectos sin causa, y por tanto, sin necesidad de plantearse una supuesta substancialidad del autor, del lector y, menos aún, de un referente no-textual. Del imperativo metafísico de la identidad y de la necesidad de un nombre para el ente, la desconstrucción se traslada a la mera evidencia de una actividad, a una dinámica ‘in sustancial’ donde las palabras ya no alucinan con su exterioridad, sino que se refieren circularmente unas a otras, en un acto úni co, irrepetible y por definición, irreductible. Nada ya de referentes sensibles o textuales, de exterioridades contrastables o de ‘núcleos sustanciales’: sólo escrituras sin autor que devienen en lecturas sin lector; anulación del espacio y del tiempo entre el decir y el quererdecir, fin de la nostalgia de una literalidad demasiado segura de sí misma y de una epífora que podría detener en algún punto su desplazamiento y retornar a la tranquilidad de su lugar propio. La referencia no es, en definitiva, algo que pueda ser explíci tamente mostrado por las palabras, sino un implícito que circula entre ellas. Y la circulación es la condición propia del sentido, el desplazamiento que funda a la metáfora como aquella in-quietud que acompaña al acto de leer. La epífora es, al final, la evidencia de la imposibilidad de una escritura sin lectura, el destello irrepe tible de una lectura sin rostro y sin espejo, que solo puede aspirar a ser fiel a su propia genealogía. La metáfora es el acto de una lectura en movimiento, el no-lugar donde el sentido se devela como el ser de la nada, pero también, como la nada del ser, su colusión, su unidad fragmentaria, el fragmento de una acción sólo infinitesimalmente unitaria. En rigor, la metafísica obtenía su consistencia al creer que un texto podía hacer referencia a una realidad no textual. La desconstrucción, en cambio, fusiona esa dualidad entre la nada y el ser haciendo que toda referencia sea
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horizontal e interna, y que toda explicación respecto a las con diciones o resultados de una lectura sea ya una ‘lectura’ nueva, que puede o podría ser explicada hasta el infinito. Es cierto: nada impide que juguemos a establecer las condiciones extratextuales de un texto, su pretexto y su contexto. Pero ese juego de lenguaje es ya en sentido estricto otra lectura, un procedimiento aceptado en función de una cierta regla que hace que la lectura se reinicie definiendo un nuevo marco y constituyendo un nuevo ‘objeto’. Y así como nada impide dicho paso, nada lo obliga ni lo hace necesario, lo que implica que cualquier otra lectura, cualquier otro juego y cualquier otra regla, puede ser utilizado para leer y desconstruir una nueva textualidad. Quizá, la única exigencia mínima es una soportable consistencia en el uso de la regla, pero incluso dicha exigencia o dicha consistencia puede ser también objeto de una lectura y de una desconstrucción de sus implíci tos. He ahí un límite que más que exigir o imponer una clausu ra, supone más bien una apertura de horizontes, donde nuevos sentidos e inéditos significados pueden ir haciéndose visibles y alimentando la riqueza del ser escrito. Así, cuando hemos llegado ya al límite de lo indecible, cuan do hemos golpeado el último muro de lo que puede ser dicho, no surge la necesidad de callar como creía el Wittgenstein del Tractatus, sino de volver a leer una vez más, de volver a poner en juego reglas inéditas y procedimientos originales. Desconstruir implicaría, entonces, fundar y desfundar al mundo a través de esa constante reescritura que se lee interminablemente, y donde todo cabe porque no contiene en esencia nada salvo a sí misma. La desconstrucción buscaría leer desde esos presupuestos, desde lo implícito, no para agotar y contrastar una lectura, sino para llevarla a una espiral sin término predefinido. Ello es también una puesta en juego, el despliegue de una regla que más que la última atadura del ser, puede ser pensada o ‘leída’ simplemente como la máxima potencia de su soberanía.
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