Negociaciones de sangre: dinámicas racializantes en el Puerto Rico decimonónico 9783954878307

Este trabajo postula que el proceso de racialización en el Puerto Rico del siglo XIX era muy fluido y se movía en comple

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Spanish; Castilian Pages 317 [318] Year 2015

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Índice
Prefacio
Introducción: Reflexión sobre los modos de pensar la raza en la modernidad tardía
Capítulo 1. Ambivalencias y contradicciones del discurso racial español
Capítulo 2. Matrimonio y racialización
Capítulo 3. Los marcadores raciales
Capítulo 4. Las rutas de la blancura o el destape del cofre de las gracias
Capítulo 5. El descenso a la devaluada esfera de las “castas ínfimas” o las rutas de la deshonra
Conclusión: La raza como un complejo proceso histórico, social y cultural
Bibliografía
Índice onomástico y conceptual
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Negociaciones de sangre: dinámicas racializantes en el Puerto Rico decimonónico
 9783954878307

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Tiempo emulado Historia de América y España La cita de Cervantes que convierte a la historia en “madre de la verdad, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir”, cita que Borges reproduce para ejemplificar la reescritura polémica de su “Pierre Menard, autor del Quijote”, nos sirve para dar nombre a esta colección de estudios históricos de uno y otro lado del Atlántico, en la seguridad de que son complementarias, que se precisan, se estimulan y se explican mutuamente las historias paralelas de América y España. Consejo editorial de la colección: Walther L. Bernecker (Universität Erlangen-Nürnberg) Jaime Contreras (Universidad de Alcalá de Henares) Pedro Guibovich Pérez (Pontifi cia Universidad Católica del Perú) Elena Hernández Sandoica (Universidad Complutense de Madrid) Clara E. Lida (El Colegio de México) Rosa María Martínez de Codes (Universidad Complutense de Madrid) Pedro Pérez Herrero (Universidad de Alcalá de Henares) Jean Piel (Université Paris VII) Barbara Potthast (Universität zu Köln) Hilda Sabato (Universidad de Buenos Aires) Nigel Townson (Universidad Complutense de Madrid)

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Iberoamericana - Vervuert - Ediciones Callejón Universidad de Puerto Rico - 2015

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«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47»

Reservados todos los derechos: © Iberoamericana, 2015 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2015 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 978-84-8489-798-9 (Iberoamericana) ISBN 978-3-95487-345-6 (Vervuert) E-ISBN 978-3-95487-830-7

Diseño de cubierta: Carlos Zamora Imagen de cubierta: José Campeche y Jordán, Dama a caballo (1785), óleo sobre madera, 40 x 30,1 cm. Cortesía del Museo de Arte de Ponce, Puerto Rico.

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A la memoria de Erick Pérez Velasco; entrañable amigo, hermano del alma…

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Índice

Prefacio.............................................................................. Introducción: Reflexión sobre los modos de pensar la raza en la modernidad tardía........................................................ Breve mirada a lo racial............................................................... El cuerpo como la frontera última de la naturalización de la raza..... Un primer atisbo al mundo de las nociones raciales en el Puerto Rico decimonónico................................................................. Aflojando amarras en la conceptuación de lo racial: Fundamentos teóricos de la investigación....................................................... Comentario en torno a las estrategias metodológicas del trabajo..... Una nota sobre las fuentes..........................................................

Capítulo 1: Ambivalencias y contradicciones del discurso racial español...................................................................... Antecedentes del ordenamiento social colonial.............................. El escurridizo terreno de la clasificación racial.............................. Claves del discurso racial colonial: entre la mácula imborrable y la mácula lavable........................................................................ La doctrina de la limpieza de sangre en el contexto Hispanoamericano colonial.................................................................. La apertura del tesoro de las honras del rey: la legislación social borbónica.............................................................................. El matrimonio como tropo de orden social...................................

Capítulo 2: Matrimonio y racialización................................ La “racionalidad” del matrimonio................................................ Edad, condición económica y patria potestad................................ La singular causa de disenso: desigualdad racial............................. La Iglesia local y los matrimonios racialmente desiguales............... La opacidad de los orígenes......................................................... Igualdad vs. desigualdad: cuestión de grados.................................

Capítulo 3: Los marcadores raciales..................................... Calidad, circunstancias y conducta............................................... Sexualidad y racialización........................................................... Legitimidad e ilegitimidad como dispositivo de racialización..........

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El diagnóstico de los cuerpos sociales........................................... La zona de negociación..............................................................

Capítulo 4: Las rutas de la blancura o el destape del cofre de las gracias .................................................................................. La borradura de la mancha: el caso de Juan Eugenio Serrallés.......... La masculinidad hegemónica y la transformación de las identidades raciales.................................................................................. Los avatares de la blancura: el cuerpo tornadizo de Ramón Emeterio Betances.................................................................. La condición racial de la familia Betances: una lectura contextualizada.......................................................................

Capítulo 5: El descenso a la devaluada esfera de las “castas ínfimas” o las rutas de la deshonra.........................................

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Los vericuetos del honor y el deshonor femenino.......................... Mujeres “de color” al filo del despeñadero.................................... Mujeres “blancas” frente al deshonor........................................... El menoscabo de la blancura o de cómo se mancha la gente............ Otras vías de “contagio”.............................................................

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Conclusión: La raza como un complejo proceso histórico, social y cultural...................................................................

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Bibliografía.........................................................................

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Índice onomástico y conceptual..............................................

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Prefacio

La idea de la raza como un fenómeno social, cultural e histórico se reitera constantemente casi a modo de mantra. A pesar de esto, los procesos específicos mediante los cuales se forjan los significados, identidades y jerarquías raciales permanecen –en la mayoría de los casos– aguardando el análisis ponderado de los investigadores e investigadoras. Muchos de los estudios históricos sobre las relaciones raciales no cuestionan el concepto de raza, sino que lo incorporan como algo obvio, según aparece en los censos, libros parroquiales u otros documentos oficiales. Sorprende la cantidad de investigaciones sobre este tema que no ofrece definición alguna del término. Aun aquellos trabajos que se embarcan en el proceso de analizar el impacto de los procesos sociales y culturales en la determinación de las categorizaciones raciales, a menudo tropiezan con el reto que representa rebasar los entendidos modernos, los cuales vinculan la diferencia racial a ciertas características somáticas. No obstante, si la raza es un constructo histórico y cultural, es posible pensar que podrían existir identidades raciales que no estuvieran vinculadas con características físicas. Como tal, lo racial podría manifestarse de distintas maneras a través del tiempo y del espacio. Más aún, estas manifestaciones no tendrían por qué estar vinculadas necesariamente con la biología. La raza no tiene una sola historia; de ahí que su estudio demande el desarrollo de acercamientos variados que den cuenta de fenómenos que son históricos, complejos y heterogéneos. Acercamientos como estos, sin embargo, requieren que nos desembaracemos de muchos de los presupuestos que fundamentan el pensamiento moderno y que acometamos el reto de cuestionar aquello que consideramos natural, inalterable y obvio. Este libro constituye un modesto esfuerzo en esa dirección. Deseo agradecer a la Universidad de Puerto Rico, específicamente a la Facultad de Humanidades y al Decanato de Estudios Graduados e Investigación (DEGI) del Recinto de Río Piedras por el apoyo brindado a este proyecto. Una beca FIPI me permitió adelantar considerablemente el proceso de consulta de fuentes primarias y secundarias. El tiempo liberado de mi tarea docente mediante el Programa de Des-

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taques Académicos de la Facultad de Humanidades me permitió leer y reflexionar sobre los materiales que fui recopilando. Un mini grant de verano otorgado por el DEGI me permitió desplazarme hasta España a consultar diversas fuentes en el Archivo Nacional de Madrid y en el Archivo de Indias en Sevilla. Por último, una licencia sabática de un año me proveyó el impulso necesario para redactar el primer borrador del manuscrito. Un agradecimiento especial le corresponde a Luis Ortiz, ex decano de la Facultad de Humanidades, quien acogió con mucho entusiasmo este proyecto en sus fases finales y ofreció el apoyo necesario para que pudiera completarse. Deseo reconocer también la ayuda prestada por todo el personal del Centro de Investigaciones Históricas del Recinto de Río Piedras, y en particular de su directora, María Dolores Luque, y de los profesores José Cruz y Josué Caamaño, quienes generosamente me brindaron todo tipo de asistencia. Mis colegas del Departamento de Historia, entre los cuales destaco a Fernando Picó y a Astrid Cubano, me estimularon de múltiples e inimaginables formas. Mi reconocimiento a los y las estudiantes del curso “Familia, raza y sexualidad en la Hispanoamérica colonial” que ofrezco en el Programa Graduado de Historia, particularmente César Salcedo Chirinos y Ruth García Pantaleón, con quienes me embarqué en el proceso de analizar la literatura existente. Nuestras discusiones dentro y fuera del salón de clase fueron muy estimulantes para mí y me ayudaron a entender muchos de los matices implicados en estos temas de estudio. Mi gratitud a las y los asistentes de investigación que he tenido a través de los años, en especial a Johama Padilla, Yamaira Muñiz y Oraliz Barreto. El personal del Archivo General de Puerto Rico, Archivo Histórico Arquidiocesano de San Juan y de la Colección Puertorriqueña de la Biblioteca José M. Lázaro también fue de gran ayuda. Su colaboración probó ser fundamental para la ubicación y consulta de una gran diversidad de fuentes. Una mención especial merece mi colega, amigo y maestro Ángel (Chuco) Quintero, quien leyó el manuscrito y me ofreció preciadas sugerencias. Además, su invaluable respaldo me abrió puertas y dirigió por caminos fructíferos. Arleen Díaz, Jesse Hoffnung-Garskof, Mario Cancel, Juan González Mendoza, Gervasio García y Elizardo Martínez también fueron de gran ayuda en diferentes etapas de este proyecto. Agradezco a mis inseparables cómplices Estrella, Kalitza y Paloma, quienes me brindan mucha alegría y hacen mi vida más placentera. Mi madre, Beba Santini, me sustentó con su inquebrantable fe. A mis ami-

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gas y amigos, especialmente aquellos con los que comparto aventuras marinas y culinarias, gracias por ayudarme a relajarme y a renovarme. Por último, tengo que expresar mi más honda gratitud a Lanny Thompson, quien estuvo presente en todo el proceso de producción de este trabajo. Ya fuese durante nuestros ejercicios matutinos, viajes a Rincón, caminatas por la playa o cenas en la terraza, siempre se involucró de buena gana en mis ejercicios de pensar en voz alta. Muchos de los argumentos de este libro tomaron forma en nuestras numerosas conversaciones; si alguna claridad hay en ellos, se la debo a su peculiar talento para retarme.

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Introducción: Reflexión sobre los modos de pensar la raza en la modernidad tardía

En el año 1837, don Domingo Estrada, un joven de 18 años natural de la villa de San Germán, deseaba consumar la promesa de matrimonio que le había hecho a doña María Gertrudis Ortiz Renta, quien a la sazón contaba con 16 años de edad.1 Como todo buen hijo obediente, exploró la voluntad de su legítima madre, “viuda de [su] indubitable padre don Bartolomé Estrada”, quien gustosamente impartió su consentimiento y otorgó la licencia necesaria para efectuar el enlace. Igualmente, se presentó ante el padre de su pretendida, don Francisco Ortiz Renta, para pedirle su aprobación y licencia, elemento indispensable para poder realizar su unión. Para ese entonces, el gobierno español prohibía a los sacerdotes que procedieran a efectuar ritos matrimoniales sin el permiso escrito de los padres de los contrayentes. Cual no sería la sorpresa del joven Domingo al confrontarse con la rotunda negativa del padre de su prometida. Perplejo ante el inesperado giro de los eventos, se retira sin cuestionar a su suegro. Pensaba que como hombre honrado debía proteger la reputación de su pretendida y evitar que esta se viera involucrada en un escándalo. No obstante, luego de meditarlo con más detenimiento, llega a la conclusión de que se le había desairado injustamente, por lo que decide interponer un 1. Caso de Domingo Estrada y María Gertrudis Ortiz, 1837. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonio 1821-39, caja 144. Todos los detalles que se discuten sobre este caso están contenidos en el citado expediente.

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recurso legal ante el gobernador de la isla con la intención de que se le concediera la preciada licencia. He reparado que el consentimiento pedido y negado carece de todo apoyo legal, porque no mediando ni interviniendo ninguna diferencia en las cualidades civiles de los contrayentes; porque gozan de aquella igualdad y limpieza de sangre que contribuye a la unión de los matrimonios para no impedirlos ni estorbarlos; es indubitable, que el disenso del Padre y su resistencia a[,] no está fundamentada con el concepto de la ley, que al parecer, es el único que puede bastar en casos de esta naturaleza.

El reclamo de don Domingo hacía perfecto sentido dentro de los parámetros de la legislación civil vigente. Varias décadas antes, en 1776, el rey Carlos III había emitido la “Pragmática Sanción contra Matrimonios Desiguales”, la cual establecía que los hijos e hijas de familia menores de edad necesitaban el consentimiento paterno –o en ausencia de este, el de la persona encargada– para poder contraer matrimonio.2 La intención de tal disposición era mantener el orden que estaba siendo amenazado por el aumento de alianzas matrimoniales entre personas que no gozaban del mismo “estado” y “condición” dentro de la jerarquía social.3 Domingo consideraba que no existía diferencia entre las cualidades civiles de su prometida y las de él, y presenta como prueba su certificado de bautismo y la licencia de su madre. Siguiendo el protocolo estipulado en estos casos, el gobernador ordena al alcalde del pueblo que cite al padre de la novia para que exponga los motivos de su negativa. Este expresa que la única razón que lo movía a resistirse al enlace de su hija con Domingo es “de ser éste habido, tenido y reputado en [la] Villa por pardo”. Ante el testimonio del padre de la novia, el gobernador da curso a una investigación más amplia mediante la cual se ordena tomar informes confidenciales de ciudadanos de probidad de la villa sobre la calidad de los contrayentes y así establecer si efectivamente existían diferencias entre los mismos. No obstante, cuando se reciben los informes, estos revelan que el matrimonio se había efectuado, ya que los 2. “Pragmática Sanción contra Matrimonios Desiguales, 1776”, Boletín de Historia Puertorriqueña, vol. 2, núm. 9, agosto de 1950, pp. 279-288. La misma se extiende a las colonias en 1778. 3. Patricia Seed, To Love, Honor, and Obey in Colonial Mexico: Conflicts over Marriage Choice, 1574-1821. Stanford, Stanford University Press, 1988, p. 203.

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Introducción

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padres de ambos contrayentes habían prestado su “libre y espontáneo consentimiento”. En su testimonio, el alcalde de San Germán, uno de los informantes, no solo se limita a participar las nuevas del enlace, sino que ofrece, además, una serie de jugosos detalles. Expone que mientras los padres y abuelos de la novia habían merecido siempre en esa villa y pueblos inmediatos el concepto de blancos de distinguido nacimiento, los del novio habían sido “tenidos y reputados en el concepto público, por pardos cuarterones”. A esto añade que cualquier desigualdad que resulte entre los expresados Domingo Estrada y Doña María Gertrudis Ortiz Rentas, se la han disimulado sus respectivos padres, en tal manera que se hallan casados a (sic) virtud de haber dado aquellos sus asentos (sic).

Otro informante, don Francisco Pimentel, expresa que el hecho de que los padres hubiesen permitido el matrimonio era prueba suficiente para él de que no existía una desigualdad notable entre los contrayentes, expresando: Por lo que me persuado no había entre ellos notable desigualdad, porque habiéndola no hubieran despreciado los recursos que le franquea la ley para disentir el matrimonio.

Por último, el tercer informante, el licenciado José Dolores de Acosta opina Que toda la desigualdad que pudiera haber, se halla subsanada con la celebración del matrimonio que ritualmente han contraído, a virtud de la licencia de los Padres de los Cónyuges, a consecuencia de la cual ha procedido el Padre Cura y Vicario a la unión conyugal.

Estas diversas opiniones en cuanto al significado del matrimonio de Domingo y María Gertrudis ponen de manifiesto la plasticidad –y disconformidad con respecto al presente– de las concepciones raciales que circulaban en el Puerto Rico del siglo xix. Para el alcalde la diferencia existía, estaba clara y no había duda en su mente de que el matrimonio quizás podía “disimularla” o perdonársele, pero no cambiarla; era una cualidad fija e inmutable. Para el segundo informante, aunque algunos estimasen que existía cierto grado de desigualdad entre los contrayentes, el hecho de que los padres hubiesen consentido al matrimonio lo convencía de que eran bá-

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sicamente iguales. Para él, el lazo matrimonial evidenciaba la igualdad de la pareja. Por último, el tercer informante concibe la alianza matrimonial como un proceso que corregía diferencias y transformaba la condición racial de por lo menos uno de los contrayentes. Esta opinión queda expresada de una manera mucho más gráfica por Antonio Cordero, quien en 1826 se desempeñaba como alcalde del pueblo de Loíza. A su juicio, …en algunas familias, ya sea por los enlaces, o por otras causas, como se ve muy a menudo, han pasado a blancos unos y otros permanecen en su primitiva esfera de morenos, o pardos libres…4

En síntesis, se plantea el matrimonio como un mecanismo racializador, es decir, como un proceso que producía o transformaba identidades raciales. La historia de Domingo y María Gertrudis nos ofrece una magnífica oportunidad para adentrarnos a lo que constituye el foco principal de este trabajo: el análisis del complicado terreno de las concepciones raciales que circularon en la América decimonónica y su encarnación particular en el contexto puertorriqueño. Tal empresa representa retos significativos dado que, como pone de manifiesto el caso que venimos discutiendo, las evaluaciones que se hacen sobre la pareja no se expresan en vocablos raciales que nos sean familiares en la actualidad. Por ejemplo, don Domingo insiste en el hecho de que no existía “ninguna diferencia en las cualidades civiles de los contrayentes” ya que ambos gozaban de “aquella igualdad y limpieza de sangre que contribu[ía] a la unión de los matrimonios para no impedirlos ni estorbarlos”. Como prueba de su paridad social presenta su partida de bautismo, la cual no ofrece ningún distintivo explícito sobre su estatus racial. El referido documento simplemente establece que Domingo es hijo legítimo y nombra a sus padres como don y doña. ¿Será que existen claves raciales en este entramado que se le escapan a la óptica moderna? Igualmente, el joven argumenta que goza de limpieza de sangre al igual que su prometida. ¿Cuál sería el significado de esta expresión en este contexto? ¿Cuáles eran los indicadores de limpieza de sangre de la época? ¿Cómo se establecía lo que era una desigualdad notable? ¿A qué se referían los contemporáneos de Domingo cuando expresan que 4. Caso Dionisio Pérez y Dominga Galvarín, 1826, Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonio 1821-39, caja 144.

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hay miembros de familias que han “pasado a blancos unos y otros permanecen en su primitiva esfera de morenos, o pardos libres…”? ¿Qué significaba ser pardo o blanco en tal contexto? ¿Será que el universo racial decimonónico isleño guardaba notables diferencias con el que emerge en el siglo xx?

Breve mirada a lo racial El estudio de las relaciones raciales en Puerto Rico ha sido relegado a un segundo plano por la historiografía local. Hay quienes atribuyen este fenómeno a la ampliamente difundida creencia de que en Puerto Rico no existe el racismo. Esta postura plantea que la mezcla cultural de indios, españoles y africanos engendró una sociedad predominantemente criolla, lo que redundó en la formación de una nación relativamente homogénea.5 De ahí que la mención de lo racial se haya dado predominantemente dentro del contexto de los estudios de la esclavitud.6 En este escenario, lo esclavo se asocia con lo foráneo –el otro africano– ajeno a lo criollo puertorriqueño. Es decir, que la raza es patrimonio del “otro” y ese otro parece residir eternamente en el ámbito de la esclavitud.7 Lo “africano” –o la “raza”– se concibe como un 5. Miriam Jiménez Román, “Un hombre (negro) del pueblo: José Celso Barbosa and the Puerto Rican ‘Race’ Toward Whiteness”, Centro de Estudios Puertorriqueños, vol. 8, núm. 1-2, 1996, p. 9. 6. Véase, por ejemplo, Luis Díaz Soler, Historia de la esclavitud negra en Puerto Rico, 1493-1890. Río Piedras, Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1953. Para una discusión crítica de los argumentos de Díaz Soler y de otros historiadores de su generación, véase, Raúl Mayo Santana, Mariano Negrón Portillo y Manuel Mayo López, Cadenas de esclavitud… y de solidaridad. Esclavos y libertos en San Juan, siglo xix. Río Piedras, Centro de Investigaciones Sociales Universidad de Puerto Rico, 1997 y Luis A. Figueroa, Sugar, Slavery, and Freedom in Nineteenth Centruy Puerto Rico. San Juan/Chapel Hill, Editorial de la Universidad de Puerto Rico/ The University of North Carolina Press, 2005. 7. La Nueva Historia se dio a la tarea de desmantelar el discurso de la “otredad” de los negros y las negras construido por la historiografía tradicional. La nueva generación no solo puso de relieve los graves conflictos de clase y políticos que permearon nuestro pasado, sino que además resaltó el carácter negro y mulato de las clases trabajadoras isleñas. No obstante, el marcado énfasis de la Nueva Historia en el estudio de las relaciones de producción y en los conflictos generados por dichas relaciones limitó el análisis de lo racial al estudio del prejuicio y cómo este era utilizado por las clases dominantes para explotar a la clase trabajadora, de una parte, o al estudio de la impugnación del prejuicio por parte de los y las trabajadoras y la creación de lazos de solidaridad clasista, de otra. Como se verá más adelante, la

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legado inscrito en la piel, pasado de generación en generación, siempre vinculado a unas características somáticas fijas. Conceptuaciones recientes plantean la raza como una categoría socialmente construida sin base alguna en la biología. No obstante, el hecho de que las razas sean construcciones sociales desprovistas de un anclaje concreto no significa que no sean “reales” en tanto constituyen polos alrededor de los cuales se construyen y resisten identidades.8 Autores tales como Michael Omi y Howard Winant conceptúan la raza como un fenómeno cuyo significado se disputa en el terreno de lo social. Desde esta perspectiva, la raza es un elemento constitutivo de las identidades individuales así como de las relaciones entre individuos y un componente irreducible de las identidades colectivas y de las estructuras sociales. De ahí que lo racial no pueda subsumirse en el estudio de otras dinámicas sociales, tales como la clasista, por ejemplo. Una vez se reconoce que la raza no es un atributo “natural”, sino uno social e históricamente construido, es posible analizar los procesos a través de los cuales los significados raciales son decididos y cómo se asignan las identidades sociales (procesos de racialización) en una sociedad en particular.9 Más aún, las identidades raciales no son prerrogativa exclusiva del “otro”; todo el mundo ostenta identidades raciales. La diferencia estriba en que algunas de ellas se construyen como hegemónicas –y se asocian con categorías universales tales como persona o humano–, mientras que otras llevan la marca de lo abyecto y deben señalizarse

conceptuación de lo racial exclusivamente en términos de presencia o ausencia de prejuicios deja sin interrogar el concepto de raza e inadvertidamente lo construye como algo estático, vinculado a la biología y ajeno al terreno de la acción social. Para una muestra de las posturas principales de la Nueva Historia, véase Gervasio L. García, Historia crítica, historia sin coartadas: Algunos problemas de la historia de Puerto Rico. San Juan, Ediciones Huracán, 1983; María de los Ángeles Castro, “De Salvador Brau hasta la ‘novísima’ historia: Un replanteamiento y una crítica”, Op. Cit. Revista del Centro de Investigaciones Históricas, vol. 4, 1988-1989, pp. 9-56; Ángel Quintero Rivera, “Socialista y tabaquero: la proletarización de los artesanos”, Sin Nombre vol. 8, núm. 4, 1978, pp. 100-137; Ángel Quintero Rivera, Patricios y plebeyos: Burgueses, hacendados, artesanos y obreros. Las relaciones de clase en el Puerto Rico de Cambio de siglo. San Juan, Ediciones Huracán, 1988. 8. Abdul R. JanMohamed, “Sexuality on/of the Racial Border: Foucault, Wright, and the Articulation of ‘Racialized Sexuality’”, en Domna Stanton, Discourses of Sexuality: From Aristotle to Aids.Ann Arbor, University of Michigan Press, 1992, pp. 94-116. 9. Michael Omi y Howard Winant, Racial Formation in the United States. New York, Routledge, 1994.

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para justificar su subyugación o, en casos extremos, su exterminio.10 Este punto lo ilustra magistralmente la escritora Toni Morrison cuando plantea que en la sociedad estadounidense, por ejemplo, la blancura es un estatus “no raciado” (nonraced). Su normatividad invisible se recrea constantemente en oposición a la intensa visibilidad de la negrura. Así, la blancura se simboliza mediante nociones que connotan lo habitual y acostumbrado –como, por ejemplo, lo humano–, mientras que la negrura se representa como lo inusual o insólito, es decir, como salvajismo. En pocas palabras, la raza es el patrimonio de los “de color” mientras que los blancos no tienen raza; son simplemente personas.11 Durante la década que comienza en 1990, la historiografía sobre Puerto Rico incorpora las contribuciones de Omi y Winant, así como las de otros muchos autores y autoras que esbozan posturas teóricas afines. Tomados en conjunto, estos trabajos desarrollan acercamientos que privilegian el análisis de lo racial como elemento central de la sociedad isleña, por lo que representan una contribución significativa a la historiografía.12 Sin embargo, la tarea de pensar la raza como una construcción social ha probado ser espinosa, 10. Esta aseveración merece ser matizada. En el caso de Puerto Rico, por ejemplo, los niveles de opresión y resistencia son múltiples y cambiantes. Para una discusión de las complejidades raciales y étnicas del Puerto Rico decimonónico, véase Ángel G. Quintero Rivera, “Vueltita con mantilla, al primer piso. Sociología de los santos”, en íd. (ed.), Vírgenes, magos y escapularios. Imaginería, etnicidad y religiosidad popular en Puerto Rico. San Juan, Centro de Investigaciones Sociales de la Universidad de Puerto Rico/Centro de Investigaciones Académicas de la Universidad del Sagrado Corazón, 1998, pp. 9-100. 11. Elizabeth Ann Beaulieu (ed.), The Toni Morrison Encyclopedia. Westport, Greenwood Press, 2003, p. 375. 12. Por ejemplo, el volumen 8, núm. 1-2, 1996 de la revista Centro de Estudios Puertorriqueños se dedicó íntegramente al tema de la raza. Véase, además, Mariano Negrón Portillo y Raúl Mayo Santana, La esclavitud urbana en San Juan de Puerto Rico. Estudio del Registro de Esclavos de 1872: primera parte. Río Piedras, Centro de Investigaciones Sociales/Ediciones Huracán, 1992; Raúl Mayo Santana, Mariano Negrón Portillo y Manuel Mayo López, Cadenas de esclavitud… y de solidaridad, ob. cit.; Mariano Negrón Portillo y Raúl Mayo Santana, La esclavitud menor. Estudio del Registro de Esclavos de 1872: Segunda parte. Río Piedras, Centro de Investigaciones Sociales Universidad de Puerto Rico, 2007; Jorge L. Chinea, “Race, Colonial Exploitation and West Indian Immigration in Nineteenth-Century Puerto Rico, 1800-1850”, The Americas, vol. 52, núm. 4, 1994, pp. 495-520; Jay Kinsbruner, Not of Pure Blood: The Free People of Color and Racial Prejudice in 19th Century Puerto Rico, Durham, Duke University Press, 1996; Félix Matos Rodríguez. Women and Change in San Juan ,Puerto Rico, 1820-1868, Gainesville, University Press of Florida, 1999; Eileen Suárez Findlay, Imposing Decency: The Politics of Sexuality and Race in Puerto Rico. Durham, Duke University Press, 1999.

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sobre todo, por la dificultad que entraña el disociar lo racial de las concepciones modernas del cuerpo. En la modernidad el cuerpo se piensa como una entidad con unas características definitorias. Es precisamente en esos elementos, los cuales se comprenden como designios de la naturaleza, donde se ubica la raza o las “diferencias inmanentes” entre seres humanos. Tales entendidos han sido elevados al rango de verdad científica, por lo que se han diseminado ampliamente hasta convertirse en sentido común. Al valorar la comprensión moderna de la raza como superior, no existe motivo para cuestionar sus premisas ni para examinar sus repercusiones. Así, conceptos relativamente recientes como fenotipo y genotipo, por ejemplo, se consideran instrumentos analíticos que reflejan una comprensión inédita de un fenómeno que hasta entonces no había sido descifrado en toda su complejidad. De ahí que resulte tan difícil teorizar la raza sin descansar en mayor o menor medida en presuposiciones biológicas. La relación intrínseca que teje el concepto moderno de raza entre la diferencia racial y la biología es muy difícil de dislocar, justamente porque se asienta en ideas ampliamente naturalizadas en nuestra sociedad. Como se verá a continuación, la concepción del cuerpo como un ente orgánico, evidente e inalterable se ha constituido en una frontera difícil de rebasar aun para aquellos y aquellas que se han embarcado en la empresa de analizar la raza como un fenómeno socialmente construido.

El cuerpo como la frontera última de la naturalización de la raza Eileen Suárez Findlay, en su importante trabajo sobre los vínculos entre la sexualidad, la raza y la política en el Puerto Rico de finales del siglo xix y principios del siglo xx, se pregunta porqué será que la mancuerna raza/sexualidad es una constante en las relaciones de poder. Alega, siguiendo a Joan Scott y Elaine Combs-Schilling, que al igual que ocurre con las nociones de género, lo racial frecuentemente se relaciona con características físicas, por lo que es fácilmente vinculado con el cuerpo y, como tal, se presume como “natural”.13 Concluye que “[t]ales afirmaciones de autoridad inalterable son aún más potentes cuando se unen con planteamientos acerca de la sexua13. Suárez Findlay, Imposing Decency…, ob. cit., p. 11.

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lidad y su supuesta necesidad biológica; son entonces, ‘indudablemente naturales’”.14 Aunque el argumento de Suárez Findlay es persuasivo, estimo que hay que agregarle ciertos matices de modo que podamos desmontar algunas de sus implicaciones. Tal y como señala Peter Wade, la relación entre género, raza y sexualidad resulta obvia a primera vista. El argumento usualmente se desenvuelve de la siguiente forma: si se entiende que ciertos grupos poseen unas características dadas –ya sean raciales, étnicas o nacionales– y que esas características gozan de cierta coherencia y continuidad a través del tiempo, entonces la reproducción de este grupo deberá involucrar la reproducción sexual, proceso que claramente comprende relaciones entre los géneros e implica ideas complejas sobre los hombres y las mujeres y sobre su comportamiento, particularmente en el ámbito del sexo y la sexualidad. De ahí que cualquier interés en lo racial involucre una preocupación por la sexualidad y el género. No obstante, aunque la lógica de este argumento es evidente, Wade opina que es demasiado simplista.15 Según este autor, es vital percatarse de que la reproducción de un grupo humano o de una institución no necesariamente depende de la reproducción sexual, como presupone el argumento anterior. En este sentido, ofrece como ejemplo el trabajo de Ann Stoler,16 en el cual esta autora evidencia cómo en el caso de las colonias holandesas y francesas existían preocupaciones no solo en torno al asunto de la reproducción sexual, sino también sobre lo que podría denominarse como “contagio”; es decir, la transmisión del carácter moral mediante la vida en el trópico y la convivencia con los nativos. Presumir que el sexo importa porque las “razas” deben reproducirse sexualmente sesga la comprensión de lo que se estima que constituye una “raza”.17 La reproducción racial mediante el acto sexual, nos remite inmediatamente al terreno de los entendidos de la biología moderna. Este es precisamente el caso de Verena Stolcke, quien al explicar las jerarquías socio-raciales que se construyen en la Hispanoamérica colonial y resaltar la centralidad de las mujeres en este proceso utiliza la 14. Eileen Suárez Findlay, “La raza y lo respetable: las políticas de la prostitución y la ciudadanía en Ponce en la última década del siglo xix”, Op. Cit. Revista del Centro de Investigaciones Históricas, vol. 16, 2005, p. 104. 15. Peter Wade, Race, Nature and Culture. An Anthropological Perspective. London, Pluto Press. 2002, p. 21. 16. Ann Laura Stoler, Race and the Education of Desire: Foucault’s ‘History of Sexuality’ and the Colonial order of things. Durham, Duke University Press, 1995. 17. Wade, Race, Nature, and Culture. An Anthropological Perspective, ob. cit., p. 23.

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siguiente frase de un médico inglés de mediados del siglo xix para ilustrar su argumento: “el útero es para la raza lo que el corazón es para el individuo: es el órgano para la circulación de la especie”.18 La sinécdoque del útero para simbolizar a la mujer encauza la comprensión de lo racial hacia los entendidos modernos en el cual las diferencias entre humanos se entienden como producto de la reproducción biológica. Según esta autora, el concepto de “raza” fue adoptado en España para legitimar la discriminación y el acoso a las comunidades no cristianas y a sus descendientes convertidos, basados en la creencia de que su fe era hereditaria.19 Sin embargo, no puede presuponerse que el significado del concepto de herencia en la España de los siglos xvi y xvii fuera igual al significado de herencia que se empieza a manejar hacia finales del siglo xix o al de los entendidos que sobre este concepto se tengan hoy. En efecto, la noción de herencia como un hecho biológico indisputable no emerge en Europa hasta el siglo xix.20 Antes de eso, la metáfora de la sangre como conductora de características que conformaban un linaje particular aludía a causas metafísicas, ambientalistas o distendidamente hereditarias.21 Es decir, que la transmisión de características particulares de padres a hijos –lo que hoy entendemos como herencia– no necesariamente se comprendía como un efecto de la reproducción biológica. Un buen ejemplo de esto lo ofrecen las ideas respecto a la “herencia” de la fe –y por ende, de la mancha o la pureza de sangre– en la España de los siglos xvi y xvii. En ese entonces, la creencia de que los padres pasaban sus pecados a los hijos estaba ampliamente difundida. No obstante, el traspaso de la mancha no necesariamente se pensaba como producto de la concepción y el nacimiento; existían otras formas de pensar el “contagio”, como, por ejemplo, mediante la leche materna. De ahí que se advirtiera a los padres cristianos que se abstuvieran de utilizar nodrizas conversas o moriscas porque estas mancharían a sus hijos permanentemente, aunque provinieran de cristianos viejos 18. Verena Stolcke, “Mujeres invadidas: La sangre de la conquista de América”, en Cuadernos Inacabados 12, Madrid, Horas y Horas, Editorial Feminista, 1990, p. 33. 19. Stolcke, “Mujeres invadidas:...”, ob. cit., p. 34. 20. Carlos López Beltrán, “De perfeccionar el cuerpo a limpiar la raza: sobre la sangre y la herencia (c. 1750-c.1870)”, Revista Relaciones, vol. 23, núm 91, 2002, p. 238. 21. López Beltrán, “De perfeccionar el cuerpo…”, ob. cit., p. 247. Este autor sostiene lo siguiente: “Es sobre todo en el marco de un hereditarismo determinista más estricto donde el río de sangre deja de ser una metáfora para convertirse en una fuerza materializada abrumadora que lo engloba todo, y que hace que las personas se vuelvan racistas, eugenistas y, dadas las circunstancias, en asesinas”.

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por los cuatro costados. El dicho popular “Lo que en la leche se mama en la mortaja se pierde” recoge precisamente esta convicción.22 Una observación crítica que se le ha hecho recientemente a la historiografía colonial Hispanoamericana en general es que tiende a estudiar las dinámicas raciales a partir de concepciones modernas. Los entendidos del siglo xx son históricamente específicos y no pueden forzarse sobre contextos históricos distintos. En los estudios sobre la Nueva España en el siglo xviii, por ejemplo, Magali M. Carrera observa cómo erróneamente, a su juicio, se introducen de forma implícita nociones raciales de los siglos xix y xx. Según ella, los usos de las construcciones raciales del siglo xviii en la Nueva España deben ser comprendidos a la luz del pensamiento europeo de esa época, así como de las condiciones culturales específicas de esa sociedad en particular. Por otra parte, el desarrollo de las teorías raciales de los siglos xix y xx estuvo íntimamente ligado a procesos históricos foráneos al mundo colonial hispánico, como, por ejemplo, los proyectos decimonónicos elaborados alrededor de la construcción de naciones, la colonización y las expediciones científicas.23 En este contexto, las nuevas disciplinas académicas –como la antropología, por ejemplo–, y el paradigma de la ciencia moderna, desarrollaron justificaciones para la incursión de las potencias europeas en África, Asia y el Cercano Oriente. De ahí que el imperialismo y las formas de entender la relación de Occidente con las otras partes del mundo sean dos dimensiones de un mismo proyecto.24 Es precisamente en esta coyuntura imperialista donde se forjan los entendidos modernos de la diferencia racial, como parte del proceso de construir el Occidente como superior, norma y canon. Las teorías raciales que germinaron en este entorno sostenían que los grupos humanos tenían características biológicas que los distinguían y se manifestaban no solo en la apariencia, sino en su comportamiento y en sus capacidades intelectuales. Estas teorías encauzaron la comprensión de lo racial hacia procesos biológicos, naturalizaron la diferencia entre grupos humanos y sustrajeron la discusión de lo racial de su historicidad.

22. María Elena Martínez, Genealogical Fictions: Limpieza de Sangre, Religión, and Gender in Colonial Mexico. Stanford, Stanford University Press, 2008, p. 55. 23. Magali M. Carrera, Imagining Identity in New Spain: Race, Lineage, and the Colonial Body in Portraiture and Casta Paintings. Austin, University of Texas Press, 2003, p.10. 24. Peter Wade, “‘Race,’ Nature, and Culture”. Man, New Series, vol. 28, núm. 1, 1993, pp. 17-34.

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Aunque es cierto que el concepto de raza implica diferencias “inmanentes” entre humanos de ambos géneros, esas diferencias se piensan de forma distinta en distintos momentos. De ahí que sea imposible que en la Nueva España del siglo xviii o en el Puerto Rico del temprano xix, las personas comunes y corrientes imaginaran las diferencias “esenciales” entre individuos de ambos géneros como producto de la biología o de la herencia del material genético, ya que el concepto de biología se acuña por primera vez en 1801 y el de genética, en 1906.25 De hecho, según Wade, el racismo biológico frecuentemente vinculado con las tipologías raciales decimonónicas y la llamada ciencia racista no era tan enteramente “biológico” ni en su pensamiento teórico ni en su práctica. No es hasta bien entrado el siglo xx, con el descubrimiento de la estructura del ADN, que sostiene que los genes son un tipo de mapa o código inalterable por procesos somáticos, cuando surge una verdadera teoría dura de la herencia.26 No obstante, al igual que plantea Carrera con respecto al mundo colonial novohispano, el grueso de la literatura que examina la raza en el Puerto Rico decimonónico enfatiza en mayor o menor medida la importancia de la variación fenotípica en la constitución de lo racial y la conciben predominantemente como producto de la reproducción biológica. 25. Wade, Race, Nature, and Culture. An Anthropological Perspective, ob. cit., p. 37. El concepto biología aparece por primera vez en el Diccionario de la Real Academia Española en la edición de 1884 y el de genética hace su aparición en 1936. Véase . 26. Wade, Race, Nature, and Culture. An Anthropological Perspective, ob. cit., p. 68. Es pertinente aclarar que la idea de la solidez de las definiciones biológicas de la raza proviene más bien de las concepciones populares derivadas de las teorías raciales de finales del siglo xix y principios del xx, que de un consenso dentro de la comunidad científica. En efecto, aunque todavía hay científicos que defienden la utilidad de las definiciones biológicas de la raza, la posición predominante es que tal idea como algo anclado en la biología está obsoleta precisamente porque no explica adecuadamente la variación humana. Véase Joseph L. Graves y Michael R. Rose, “Against Racial Medicine”, Patterns of Prejudice, vol. 40, núm. 4/5, sept. 2006, pp. 481-493 y Massimo Pigliucci y Jonathan Kaplan, “On the Concept of Biological Race and its Applicability to Humans”, Philosophy of Science, vol. 70, núm. 5, dic. 2003, pp. 1161-1172. Paradójicamente, una de las conclusiones del Proyecto del Genoma Humano completado en el 2003 es que no existen razas humanas biológicamente hablando. A pesar de esto, la variación genética se continúa utilizando para explicar diferencias raciales. Para una discusión de la invalidez de la relación raza/genética, véase Perry W. Payne y Charmaine Royal, “The Role of Genetic and Sociopolitical Definitions of Race”, Journal of the American Academy of Orthopedic Surgeons, vol. 15, Supplement 1, 2005, pp. 100-104 y Alan H. Goodman, “Why Genes Don’t Count (for Racial Differences in Health)”, American Journal of Public Health, vol. 90, núm. 11, 2000, pp. 1699-1702.

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Según Peter Wade, el fenotipo, comprendido como algo perteneciente a la esfera de la biología y, por ende, al terreno de lo natural, ha probado ser una frontera difícil de rebasar, aun para aquellos estudiosos cuyos trabajos han sido fundamentales en el proceso de plantear la raza como un fenómeno socialmente construido.27 Usualmente el fenotipo se concibe como un terreno neutral –un hecho biológico objetivo– sobre el cual se construyen significados sociales. En este sentido, la visión dualista que encierra esta postura es similar a la que desarrollaron las feministas de los ochenta con relación a la relación sexo/género. Para estas, las diferencias entre lo femenino y lo masculino eran de carácter social, en lugar de natural. De ahí que distinguieran entre género y sexo, como estrategia para mover el foco de análisis de lo biológico a lo social. No obstante, como han señalado las numerosas críticas a la díada sexo/género, esta maniobra deja sin interrogar la dimensión biológica de la diferencia sexual, facultando así la irrupción de ideas esencialistas por la puerta trasera.28 Lo mismo ocurre con el concepto de raza. Aunque es ampliamente aceptado en las diversas disciplinas que esta es una construcción cultural y que no hay nada de natural en ella, la variación fenotípica permanece sin interrogar, como el último bastión del mundo presocial. No obstante, como plantea Wade siguiendo a Donna Haraway, el fenotipo, como terreno neutral sobre el cual se construye la raza, es a su vez una construcción social que debe cuestionarse y desmantelarse.29 Al igual que ocurre en el caso de la mancuerna sexo/género, la dualidad raza/fenotipo está enmarcada dentro de una de las oposiciones 27. Wade, “‘Race,’ Nature, and Culture”, ob. cit., pp. 24-25. Un ejemplo que ilustra esta aseveración lo provee el trabajo de Aníbal Quijano. En su magnífico estudio sobre el poder y la colonialidad expresa lo siguiente: “The idea of race is literally an invention. It has nothing to do with the biological structure of the human species. Regarding phenotypic traits, those that are obviously found in the genetic code of individuals and groups are in that specific sense biological. However, they have no relation to the subsystems and biological processes of the human organism, including those involved in the neurological and mental subsystems and their functions” (“Coloniality of Power, Eurocentrism, and Latin America”, Nepantla: Views from the South, vol. 1, núm. 3, 2000, p. 575). Para este autor, la raza es un invento, mas no así las características fenotípicas contenidas en los códigos genéticos. 28. Judith Butler, Gender Trouble: Feminism and the Subversion of Identity. New York, Routledge, 1990; Jane Flax, “Postmodernism and Gender Relations in Feminist Theory”, en Linda J. Nicholson (ed.), Feminism and Postmodernism. New York/London, Routledge, 1990, p. 49; Anne Fausto-Sterling, Sexing the Body: Gender Politics and the Construction of Sexuality. New York, Basic Books, 2000. 29. Wade, Race, Nature, and Culture. An Anthropological Perspective, ob. cit., p. 4.

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binarias principales que ha estructurado el pensamiento moderno: la división entre naturaleza y cultura. La concepción de que el mundo natural existe independientemente de la intervención humana con sus propias leyes y dinámicas es culturalmente específica y solo hace sentido desde la perspectiva positivista que propone que lo natural se puede estudiar independientemente de lo social. La noción de variación fenotípica es históricamente constituida en el contexto del surgimiento y consolidación de las disciplinas académicas modernas, en lugar de ser una categoría universal y neutral, como implícitamente sugiere la falta de cuestionamiento de dicha noción en el grueso de los trabajos académicos. En efecto, según apunta Wade, el concepto de fenotipo es racializado en sí mismo, ya que cuando hablamos de características fenotípicas, solo reconocemos aquellas que tienen un significado racial. Es decir, aquellas a las que se les ha atribuido significados particulares en ciertos momentos específicos, como por ejemplo, la textura del pelo, el color de la piel y la forma de la nariz, entre otras. Inclusive, se ha llegado a plantear que reparar en estas diferencias es algo natural en el ser humano.30 ¿Por qué entonces no nos fijamos en los nudillos, los tipos de rodilla o en el largo de la lengua?

Un primer atisbo al mundo de las nociones raciales en el Puerto Rico decimonónico Resulta interesante y llama la atención en la documentación examinada para el presente libro que raramente contiene menciones de características fenotípicas para denotar la condición racial de una persona. En este sentido, las consideraciones raciales que se ventilan en 30. Un ejemplo de esto lo constituye el trabajo de James Sweet, quien argumenta que el racismo basado en el menosprecio de ciertas características fenotípicas antecedió por mucho al surgimiento de la categoría de raza en el siglo xv. Según este autor, en la modernidad temprana se hacía muy difícil distinguir entre la raza y la cultura. Formas de vida consideradas inferiores a las europeas se asociaban con “cualidades genéticas fijas” como, por ejemplo, el fenotipo y el color. De suerte que, aunque los “otros inferiores” adoptaran la cultura europea, sus características físicas proclamaban su inferioridad cultural. En otras palabras, las características fenotípicas, como realidad biológica, hablaban por sí solas. En su opinión, lo que hizo la llamada ciencia racista del siglo xix fue reforzar las viejas –y tal parecería, eternas– nociones ideológicas. Véase James Sweet, “The Iberian Roots of American Racist Thought”, The William and Mary Quarterly, vol. 54, núm. 1, 1997, pp. 143-166.

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las fuentes examinadas no exhiben influencias de las teorías raciales decimonónicas provenientes de Europa, las cuales privilegiaban las diferencias biológicas –sobre todo fenotípicas– en el proceso de asignación de identidades raciales. En lugar de esto, los discursos raciales esgrimidos por los y las puertorriqueñas en el siglo xix reflejan nociones más cercanas a las que circularon en los siglos xvii y xviii en la Hispanoamérica colonial. Conceptos tales como calidad y pureza de sangre eran los que se utilizaban para significar la condición racial de un individuo. La calidad o clase31 de una persona en la sociedad hispanoamericana colonial se expresaba típicamente en términos que hoy entendemos como raciales, por ejemplo, español, mestizo, mulato o indio. Mas estos términos no se referían a diferencias de color, como se interpretan en la actualidad, sino a una clasificación que designaba y separaba a los cristianos viejos, limpios de sangre, de los nuevos conversos e “infieles”, así como sus respectivos descendientes.32 Los primeros, aunque se consideraban “esencialmente” distintos a los dos últimos grupos, no se entendían a sí mismos como de una constitución “biológica” superior. Equiparar la obsesión por la limpieza de sangre de los españoles y sus descendientes en Hispanoamérica con una preocupación por las características fenotípicas o hasta genotípicas de las generaciones futuras, obnubila en lugar de iluminar la comprensión de los procesos de construcción de jerarquías e identidades sociales en el contexto colonial.33 La rigidez de la concepción moderna de la raza, la cual ancla esta última en el naturalizado terreno de la biología, por un lado, y la fluidez observada en la clasificación racial en la documentación colonial, en la 31. Los conceptos de clase y calidad se entendían como sinónimos en la sociedad puertorriqueña decimonónica. El Diccionario de la Real Academia Española de 1803 define el vocablo clase de la siguiente forma: “Órden, ó número de personas del mismo grado, calidad, u oficio; como: clase de los grandes, de los títulos, de los nobles…” (Diccionario de la Lengua Castellana. Madrid, Impresora de la Real Academia, 1803, p. 200, 1. Disponible en . 32. Kathryn Burns, “Unfixing Race”, en Margaret R. Greer, Walter D. Mignolo y Maureen Quilligan (eds.), Rereading the Black Legend: The Discourses of Religious and Racial Difference in the Renaissance Empires. Chicago, The University of Chicago Press, 2007, p. 191. 33. Andrew B. Fisher y Matthew D. O’Hara, “Introduction: Racial Identities and their Interpreters in Colonial Latin America”, en Andrew B. Fisher y Matthew D. O’Hara (eds.), Imperial Subjects: Race and Identity in Colonial Latin America. Durham, Duke University Press, 2009, p. 6.

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cual, por ejemplo, un mismo individuo podía aparecer con diferentes denominaciones raciales a lo largo de su vida o hasta simultáneamente, por el otro, ha llevado a muchos estudiosos de la Hispanoamérica colonial a cuestionar la pertinencia del análisis racial en la región dado la dudosa fiabilidad de las fuentes.34 Asimismo, el creciente mestizaje advertido en dicho contexto –a pesar de las restricciones sociales existentes– ha llevado a otros a concluir que el sistema de castas impuesto por España en las colonias era prácticamente inoperante y que lo que definía el estatus social de los individuos era su clase social.35 El debate sobre si lo que primaba en el contexto colonial hispanoamericano eran las jerarquías raciales o de clase ha cautivado a un buen número de estudiosos y estudiosas.36 No obstante, el concepto de clase social, definido ya sea en términos de educación o riqueza37 o a partir de la relación que se tenga con los medios de producción,38 sufre de males similares a los que aquejan al concepto moderno de raza en el contexto de la sociedad colonial hispanoamericana; es decir, que separa elementos que en dicha sociedad iban de la mano. Al igual que el concepto moderno de raza establece diferencias tajantes y fijas entre las características “biológicas” y excluye consideraciones de tipo moral, conductual y religioso, el concepto de clase social explica las diferencias entre individuos en términos exclusivamente socioeconómicos, sin tomar en cuenta los códigos culturales involucrados en la elaboración de dicha clasificación.39 En la sociedad colonial, las diferencias entre españoles, indios, negros o pardos no se imaginaban en el ámbito de la biología, sino que se pensaban como un cúmulo de atributos disímiles, tales como, ocupación, conducta, porte, color, sexualidad, forma de vestir y educación, 34. John K. Chance y William B. Taylor, “Estate and Class in a Colonial City: Oaxaca in 1792”, Comparative Studies in Society and History, vol. 19, núm. 4, 1977, pp. 421-33. 35. Steiner A. Saether, Identities and Independence in the Provinces of Santa Marta and Riohacha (Colombia), ca. 1750-ca. 1850. Doctoral Dissertation, University of Warwick, 2001, p.13. 36. Para un resumen del debate casta/clase que se desarrolla en la historiografía, véase Saether, ibíd., pp. 10-17. 37. Chance y Taylor, “Estate and Class…”, ob. cit. 38. Verena Martínez Alier, Marriage and Colour in Nineteenth-Century Cuba. Ann Arbor, The University of Michigan Press, 1989. 39. Trabajos recientes han demostrado cómo el ordenamiento social basado en jerarquías raciales estuvo vigente en la región tan tarde como el siglo xviii. Véase, por ejemplo, Aaron Althouse, “Contested Mestizos, Alleged Mulattoes: Racial Identities and Caste Hierarchy in Eighteenth Century Pátzcuaro, Mexico”, The Americas, vol. 62, núm. 2, October 2005, pp. 151-175.

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entre otros muchos. El pensamiento moderno usualmente tiende a separar estos atributos en categorías analíticas separadas y claramente delimitadas. De ahí que varios estudiosos y estudiosas hayan optado por utilizar el vocablo de “calidad”, voz empleada en la época, como una categoría descriptiva y abandonar la utilización de las categorías analíticas de clase y raza, para poder dar cuenta de la flexibilidad de la clasificación racial en la época colonial.40 Esta maniobra pone de manifiesto lo difícil que resulta el alcanzar una comprensión de las nociones raciales existentes en la Hispanoamérica colonial mediante la utilización acrítica de categorías de análisis modernas. Una vía para rebasar la rigidez de las categorías de análisis asociadas con el pensamiento moderno, de una parte, y los acercamientos puramente descriptivos, de otra, es la que ha adoptado la historiografía hispanoamericana colonial en los últimos tiempos, la cual se ha valido de las agudas observaciones inspiradas por el giro lingüístico para elaborar una estrategia analítica diferente.41 En lugar de presuponer que existen jerarquías sociales o económicas claramente configuradas o grupos sociales ordenados por unas características fijas y que de lo que se trata es de dar con las categorías analíticas adecuadas y las fuentes documentales apropiadas para descifrar estos fenómenos, las investigaciones recientes se han enfocado en el análisis de los procesos de construcción de identidades sociales. En otras palabras, este acercamiento se centra en la comprensión de las dimensiones culturales y cognitivas subyacentes a la construcción de la diferencia y la semejanza social.42 Según los proponentes del estudio de las identidades, las ventajas analíticas de este tipo de acercamiento son, por lo menos, dos. En primer lugar, permite entender las nociones sociales –sean raciales, clasistas, sexuales, de género o de otro tipo– que circulen en determinada sociedad como recursos discursivos en lugar de reflejos de grupos preconfigurados o de estructuras fijas. Así, las nociones contradictorias con las que frecuentemente nos topamos en la documentación y que antes eran descartadas por su dudoso poder descriptivo, se convierten 40. Fisher y O’Hara, “Introduction: Racial Identities and their Interpreters in Colonial Latin America”, ob. cit., p. 11. 41. Para una discusión clara y sucinta de los cambios paradigmáticos ocurridos en el campo de la historia de América Latina, véase Barbara Weinstein, “Buddy, can you Spare a Paradigm?: Reflections on Generational Shifts and Latin American History, The Americas, vol. 57, núm. 4, April 2001, pp. 453-466. 42. Fisher y O’Hara, “Introduction: Racial Identities and their Interpreters in Colonial Latin America”, ob. cit., pp. 9; 18.

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en herramientas útiles para entender cómo se pensaban a sí mismos –y a los otros–, los distintos sectores de esa sociedad. Además, esta estrategia posibilita el análisis de la interacción entre las identificaciones individuales y las categorizaciones normativas que dan pie a las aceptaciones, los acomodos y las subversiones involucradas en la elaboración de subjetividades sociales complejas.43 No se trata, entonces, de meramente de comprender las nociones hegemónicas dentro de un contexto social, sino, además, de cómo se resignifican las mismas al fragor de la interacción social. Desde esta perspectiva, aun aquellos sujetos ubicados a una considerable distancia social de la normativa participan en los procesos que configuran los discursos dominantes de una sociedad mediante, como se señaló anteriormente, sus resistencias, acomodos y negociaciones. En segundo lugar, el examen de las identidades permite una interpretación integrada de las dimensiones de raza, género, clase y sexualidad, entre otros factores que conforman a los sujetos sociales. Las elaboraciones modernas de estas categorías las plantean como variables independientes, lo que elide del panorama analítico las interacciones, los encabalgamientos e interdependencias de dichos factores.44 De esta forma, el estudio de las identidades no le brinda primacía a priori a ningún factor específico, como podría ser la posición socioeconómica, el género o la raza. De ahí que sea materia de investigación histórica el precisar cómo son significados estos elementos en un contexto dado, cuál de ellos tiene más o menos peso y de qué forma se vinculan entre sí en un determinado momento. En el caso del Puerto Rico decimonónico, al igual que en muchas de las otras sociedades de la Hispanoamérica colonial, una de las nociones principales en el complejo entramado de la construcción de identidades sociales era la de calidad. En términos generales, la calidad expresaba una impresión general que reflejaba la reputación que gozaba una persona en la sociedad. El color, la riqueza u ocupación podían influenciar la calidad de una persona tanto como la conducta, la pureza de sangre y su religiosidad.45 Características físicas tales 43. Ibíd., pp. 13, 19. 44. Fisher y O’Hara, “Introduction: Racial Identities and their Interpreters in Colonial Latin America”, ob. cit., p. 9. 45. Robert McCaa, “Calidad, Clase, and Marriage in Colonial Mexico: The Case of Parral”, Hispanic American Historical Review, vol. 64 núm. 3, 1984, p. 477. Sobre el concepto de calidad, véase, además, Richard Boyer, “Negotiating Calidad: The Every Day Struggle for Status in Mexico”, Historical Archeology, vol. 31, núm. 1, 1997, pp. 64-72.

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como el color o el porte podían ser desautorizadas o pasar a un segundo plano frente a características de tipo moral, como por ejemplo, la integridad y la piedad. Como se mencionó anteriormente, el concepto de calidad englobaba una serie de atributos que el pensamiento moderno tiende a separar. De suerte que es preciso preguntarse ¿de qué tipo de identidad estamos hablando cuando aludimos a la calidad? ¿Era esta, tal y como se concebía en la sociedad puertorriqueña decimonónica, una identidad racial o se trataba de otra cosa?

Aflojando amarras en la conceptuación de lo racial: fundamentos teóricos de la investigación Según George M. Fredrickson, “la ‘raza’ o ‘lo racial’ puede describirse como lo que sucede cuando la etnicidad46 se considera esencial, indeleble y jerárquica”.47 Es decir, que las razas existen siempre y cuando emerja un grupo definido a partir de un cúmulo de características consideradas permanentes –sean culturales, corpóreas o metafísicas– y que gracias a estas, guarden una posición de desigualdad con respecto a otros grupos. Aunque este es un buen comienzo para el esbozo de una definición del término que se aleje del determinismo biológico, todavía le hace falta una mayor depuración teórica. El problema principal de tal definición, a mi juicio, es su rigidez. Al enfatizar la imperturbabilidad de las características que definen a tal o cual grupo, se desvanece la posibilidad de explicar cambios; una vez un grupo racial surge o un individuo es racializado de una manera en particular es imposible explicar su transformación. Por ejemplo, a partir de esta definición sería imposible contestar preguntas como la que sugiere el título del libro de Noel Ignatiev: How the Irish Became White,48 o las variadas identidades raciales que un individuo podía ostentar en la sociedad hispanoamericana colonial. La fluidez que las identidades raciales exhiben en los diversos contextos históricos, demanda la elaboración de una definición que sea capaz de dar cuenta de ella. 46. Fredrickson define el término como una colectividad que se entiende como descendiente de un cúmulo de ancestros comunes. George M. Fredrickson, Racism: A Short History. Princeton/Oxford, Princeton University Press, 2002, p. 154. 47. Ibíd., pp. 154-55; traducción nuestra. 48. Noel Ignatiev, How the Irish Became White. New York, Routledge, 1995.

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Una explicación para la maleabilidad de las identidades raciales se halla justamente en el carácter nominalista de las clasificaciones raciales. Al no existir un método que permita establecer de forma definitiva los contornos específicos de los atributos raciales o la clara materialización de estos en individuos particulares, se abren fisuras que permiten la impugnación de los entendidos dominantes y que posibilitan su transformación. Las identidades raciales no son algo que se impone unilateralmente desde el poder, sino que se conforman al fragor de procesos de imposición, aceptación, impugnación, acomodo y subversión. Desde este punto de vista, toda identidad racial es inestable, contextual y negociada. Es a partir de lo anteriormente expresado que me atrevo a reformular la definición de raza ofrecida por Fredrickson. Tal definición será la que se utilizará a lo largo de este trabajo y se propone de la siguiente manera: la raza aparece cuando la etnicidad49 se considera esencial y jerárquica, y se fragua en una relación dialéctica entre la inmutabilidad y mutabilidad de los atributos que la definen. En este sentido, la raza no es una condición estática, sino un proceso. Es justamente a este proceso al que nos referimos cuando hablamos de racialización. Fundamentado en esta definición es como el presente trabajo argumenta que el concepto de calidad utilizado en el Puerto Rico decimonónico era una noción racial. La misma evocaba diferencias que se entendían inmanentes o “naturales” entre seres humanos de ambos géneros y esta compresión se hallaba en el centro del ordenamiento jerárquico de la sociedad. En este contexto el proceso de la dilucidación de la calidad de una persona involucraba la determinación de asuntos tales como el linaje, el comportamiento sexual de las mujeres, la legitimidad o ilegitimidad, los principios morales y la conducta privada y pública de individuos y familias, lo que abrió el asunto de la adjudicación de identidades raciales a discusión y a disputas. Ideas –algunas veces encontradas– sobre la sexualidad, el orden, el escándalo, las alianzas apropiadas e inapropiadas, entre otras, articulaban significados raciales particulares. Esto creó un espacio contencioso en el cual individuos y grupos sociales lucharon, negociaron y transaron identidades raciales. En estos pleitos, no solo participaron las élites metropolitanas y locales, sino que miembros de los grupos excluidos desarrollaron estrategias que propiciaron su participación en estos asuntos. 49. Identidad que se imagina como proveniente de un cúmulo arbitrario de ancestros.

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Apartándose de la noción del universo racial triple (blanco/negro/ pardo) que plantea la historiografía, este trabajo arguye que el proceso de racialización en el Puerto Rico del siglo xix fue mucho más dinámico, se movía en gradaciones dentro de un continuo en el cual no solo se dirimía la pertenencia a la condición de blanco, pardo o negro, sino que además se ventilaban diferencias al interior de cada una de estas categorías. En este sentido, el estatus racial de un individuo era negociado. De esta forma, convergían nociones divergentes sobre lo que constituía la calidad de una persona, ventilando, confrontando, negociando y forjando significados raciales complejos.

Comentario en torno a las estrategias metodológicas del trabajo Uno de los propósitos explícitos de este trabajo es contribuir a desarticular la lógica que forja la díada raza/biología. Los procesos de naturalización de la diferencia –la racialización– no tienen una sola historia como sugiere la concepción moderna de la raza; tampoco tienen estas historias porqué vincularse inexorablemente con la biología. En efecto, la raza demanda historiarse –o, quizás más bien, contrahistoriarse– de suerte que se disloque el razonamiento que establece una relación lineal entre la naturalización de la diferencia y la biología. Justamente porque esta singular lógica fue elevada a la categoría de ciencia y producida como conocimiento verdadero es que las disciplinas que intentan estudiarla han desempeñado un papel preponderante en su reproducción. De ahí, la importancia estratégica y urgencia de escribir historias de la raza de forma plural y polémica: contra historias que confronten la naturalización de estas ideas.50 Es por esta razón que, en lugar de contar una historia de afinidad entre la comprensión moderna de la raza y los procesos de racialización en la sociedad puertorriqueña decimonónica, he optado por contar una historia de disparidad. El acercamiento que orienta el análisis de las nociones raciales decimonónicas que propone este trabajo se aproxima al método histórico que formula Michel Foucault en su

50. Estos argumentos están guiados e inspirados por los esbozados en el artículo de David Niremberg, “Race in the Middle Ages: The Case of Spain and its Jews”, en Margaret R. Greer, Walter D. Mignolo y Maureen Quilligan (eds.), Rereading the Black Legend. Chigago, The University of Chicago Press, 2007, pp. 71-87.

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obra La arqueología del saber. El mismo enfoca en las discontinuidades de las condiciones del conocimiento humano para así rastrear las posibilidades de lo que es pensable o concebible en un momento dado, y revelar su alteridad con respecto a nuestras formas actuales de pensar.51 En este sentido, las condiciones del conocimiento humano –o episteme– constituyen una especie de “código de principios del saber subyacentes a una época dada y a una cultura dada”,52 el cual no guarda relación con los códigos de otras épocas o culturas. Evidentemente, tal método involucra una concepción distinta de la historia. En lugar de buscar patrones a través del tiempo, presumir que el saber es acumulativo o pretender erradicar toda discontinuidad de la narrativa –como tradicionalmente hace la historia–, la arqueología despliega un espacio de dispersión que sirve para cuestionar aquellas entidades discursivas que han sido comprendidas como naturales, inmediatas y universales.53 Una de las estrategias metodológicas que persigue el presente trabajo es, precisamente, privilegiar el examen de aquellas nociones raciales decimonónicas que difieren radicalmente de las que manejamos en la actualidad o de las que comúnmente se asocian al pensamiento moderno. El universo simbólico que se atisba en la documentación examinada parece corresponder a una estructura epistemológica distinta a la que orienta los entendidos raciales contemporáneos. Tal con51. Michel Foucault, The Archaeology of Knowledge. New York, Pantheon Books, 1972, pp. 3-17. 52. Carlos Rojas Osorio, Foucault y el posmodernismo. San José de Costa Rica, Universidad Nacional de Costa Rica, 2001, p. 42. La definición del concepto de espisteme que aparece en La arqueología del saber es la siguiente: “Por episteme se entiende, de hecho, el conjunto de las relaciones que pueden unir, en una época determinada, las prácticas discursivas que dan lucrar a unas figuras epistemológicas, a unas ciencias, eventualmente a unos sistemas formalizados; el modo según el cual en cada una de esas formaciones discursivas se sitúan y se operan los pasos a la epistemologización, a la cientificidad, a la formalización; la repartición de esos umbrales, que pueden entrar en coincidencia, estar subordinados los unos a los otros, o estar desfasados en el tiempo; las relaciones laterales que pueden existir entre unas figuras epistemológicas o unas ciencias en la medida en que dependen en prácticas discursivas contiguas pero distintas. La episteme no es una forma de conocimiento o un tipo de racionalidad que, atravesando las ciencias más diversas, manifestara la unidad soberana de un sujeto de un espíritu o de una época; es el conjunto de las relaciones que se pueden descubrir, para una época dada, entre las ciencias cuando se las analiza al nivel de las regularidades discursivas” (Michel Foucault, La arqueología del saber. México, Siglo XXI Editores, 1979, pp. 322-323). 53. Foucault, The Archaeology..., ob. cit. p. 29.

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traste es similar al que establece Michel Foucault en el volumen I de la Historia de la sexualidad cuando habla del dispositivo de alianza versus el dispositivo de sexualidad.54 Según Foucault, el racismo “en su forma moderna, estatal, biologizante”,55 que surge y se afianza en la segunda mitad del siglo xix, corresponde a un nuevo dispositivo –el de sexualidad– que las sociedades occidentales modernas se inventaron y erigieron, sobre todo a partir del siglo xviii, y que, al igual que el que precedió, el de alianza, está ligado a los compañeros sexuales, pero de formas totalmente diferentes.56 Según este autor, en las sociedades tradicionales …eran preponderantes los sistemas de alianza, la forma política del soberano, la diferenciación en órdenes y castas, el valor de los linajes, para una sociedad donde el hambre, las epidemias y las violencias hacían inminente la muerte, la sangre constituía uno de los valores esenciales: su precio provenía a la vez de su papel instrumental (poder derramar sangre), y también de su precariedad (fácil de difundir, sujeta a agotarse, demasiado pronta para mezclarse, rápidamente susceptible a corromperse). Sociedad de sangre –iba a decir de “sanguinidad”: honor de la guerra y miedo de las hambrunas, triunfo de la muerte, soberano con espada, verdugos y suplicios, el poder habla a través de la sangre; ésta es una realidad con función simbólica.57

El valor de la sangre, en su función simbólica, se conservaba y reproducía mediante las alianzas correctas, las cuales se articulaban, a su vez, por el sexo:

54. La obra de Michel Foucault ha sido criticada por su marcado eurocentrismo. Su tratamiento de lo racial es esporádico y no toma en cuenta el colonialismo. Una de las contadas ocasiones en las que discute el racismo es al final del volumen I de la Historia de la sexualidad. Para una discusión más amplia de esta crítica, véase Ann Stoler, Race and the Education of Desire. Foucault’s History of Sexuality and the Colonial Order of Things. Durham, Duke University Press; así como David Niremberg, “Race and The Middle Ages. The Case of Spain and Its Jews”, en Margaret R. Greer, Walter D. Mignolo y Maureen Quilligan (eds.), Rereading the Black Legend, ob. cit.; y Robert J. C. Young, “Foucault on Race and Colonialism”, New Formations, 25, 1995, 57-65, disponible en . Para una postura que minimiza esta crítica, véase Joan Scott, “History-Writing as Critique”, en Keith Jenkins, Sue Morgan y Alun Muslow (eds.), Manifestos for History, London/New York, Routledge, 2007, pp. 19-38. 55. Michel Foucault, Historia de la sexualidad 1. La voluntad de saber. México, Siglo XXI, 1999, p. 181. 56. Ibíd., p. 129. 57. Ibíd., p. 178.

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Sin duda puede admitirse que las relaciones de sexo dieron lugar, en toda sociedad, a un dispositivo de alianza: un sistema de matrimonio, de fijación y de desarrollo del parentesco, de transmisión de nombres y bienes.58

Mientras que el dispositivo de la alianza establece la especificidad del cuerpo mediante la sangre, “es decir, por la antigüedad de las ascendencias y el valor de las alianzas”, el de la sexualidad enfila hacia la descendencia y la salud del organismo:59 Los mecanismos del poder se dirigen al cuerpo, a la vida, a lo que la hace proliferar, a lo que refuerza la especie, su vigor, su capacidad de dominar o su aptitud para ser utilizada. Salud, progenitura, raza, porvenir de la especie, vitalidad del cuerpo social, el poder habla de la sexualidad y a la sexualidad; no es marca o símbolo, es objeto y blanco.60

La preocupación genealógica que obsesionaba a los vasallos de las sociedades tradicionales se transformó en la ansiedad burguesa por la herencia. En las sociedades modernas se temía, sobre todo, el legado biológico; “las familias llevaban y escondían una especie de blasón invertido y sobrio cuyos cuartos infamantes eran las enfermedades o las taras de la parentela…”61 Mientras, en las sociedades de sangre, en lugar de mirar hacia el futuro, se mira hacia el pasado; es decir, a los ancestros y el legado que estos transmitían, el cual fijaba la posición que el descendiente habría de ocupar dentro del cuerpo social. En estos dos contextos –de la sangre y la sexualidad– el sexo se concibe de forma distinta. En el dispositivo de alianza no se establece una diferencia clara entre “las infracciones a las reglas de alianza y las desviaciones referidas a la genitalidad”.62 Así, faltas como el adulterio, el incesto, el bestialismo o casarse sin el consentimiento de los padres, por ejemplo, eran similarmente condenadas. Según Foucault: Lo que se tomaba en cuenta, tanto en el orden civil como religioso, era una ilegalidad de conjunto… Las prohibiciones referidas al sexo eran fundamentalmente de naturaleza jurídica. La “naturaleza” sobre la cual se solía apoyarlas era todavía una especie de derecho.63 58. Ibíd., p. 129. 59. Ibíd., p. 151. 60. Ibíd., pp. 178-179. 61. Ibíd., p. 151. 62. Ibíd., p. 50. 63. Ibíd., p. 50.

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Lo “contra natura” era todo aquello que infringía las leyes de Dios y de los “hombres”. Lo fundamental no era, como en el caso del dispositivo de la sexualidad, las sensaciones del cuerpo o la calidad de los placeres, sino el vínculo entre personas de “estatuto definido”.64 El cuerpo importa en tanto portador de cierta calidad de sangre y esta es significativa en tanto define la posición social del descendiente en el ordenamiento social. El sexo era importante como fundamento de relaciones o alianzas asentidas o proscritas: …la cuestión planteada era la del comercio permitido o prohibido (adulterio, relaciones extramatrimoniales, o con una persona interdicta por la sangre o por su condición, carácter legítimo o no del acto de la cópula).65

La preocupación no era la progenie y si esta era lo suficientemente saludable o apta para llevar la “raza al triunfo”, como establece el pensamiento eugenésico de finales del siglo xix que orienta los entendidos raciales modernos. Se trata, más bien, de lo que Foucault ha señalado como un racismo conservador, cuyo fin principal era reproducir el orden social, en el cual cada individuo tenía su lugar dentro de la jerarquía sanguínea. Aquí, el sexo y el cuerpo importan, pero por razones distintas a las modernas, que se centran en la legitimidad de los placeres y los peligros o bonanzas de la reproducción biológica. Lejos de mostrar preocupaciones modernas en torno al cuerpo y la sexualidad, la sociedad colonial hispanoamericana estaba inmersa en lo que Foucault llamó la “simbólica de la sangre”.66 En efecto, los tres documentos más importantes en el mundo colonial hispánico eran el mote bautismal, el acta de matrimonio y el testamento, ya que estos registraban la historia personal de las generaciones pasadas.67 En los mismos no solo se consignaba la ascendencia y la antigüedad de esta, sino que también contenían un registro de las alianzas contraídas. De igual forma, reflejaban lo fugaz que podría resultar el tratar de trazar ciertas ascendencias y lo precario de sus alianzas. En pocas palabras, 64. Ibíd., p. 130 65. Ibíd., p. 131. 66. María Elena Rodríguez, “The Black Blood of New Spain: Limpieza de Sangre, Racial Violence, and Gendered Power in Early Colonial Mexico”, William and Mary Quarterly, vol. 61, núm. 3, 2004, p. 486. 67. Ann Twinam, “Honor, sexualidad e ilegitimidad en la Hispanoamérica colonial”, en Asunción Lavrin (comp.), Sexualidad y matrimonio en América hispánica: siglos xvi-xviii. México, Grijalbo, 1991, pp. 127-171.

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en estos documentos se inscriben las múltiples y variadas rutas recorridas por familias e individuos a través del escarpado entramado de las identidades sociales. En este trabajo nos adentraremos al mundo racial decimonónico americano a través de rastros documentales sobre Puerto Rico buscando identificar rupturas y divergencias respecto a las formas de pensar lo racial en la actualidad. Aunque puedan existir “encabalgamientos, interacciones o ecos” entre las nociones raciales modernas y las que estoy tratando de resaltar, mi interés primordial es enfocar en la alteridad de estas.68 La intención no es fijar una periodización distinta o reconfigurar un nuevo espacio conceptual permanente. Lo que se pretende es abrir un espacio para el escrutinio sistemático de aquellas entidades discursivas que nos llegan como si fueran imperecederas, estables y universales.

Una nota sobre las fuentes La espina dorsal de la investigación para este trabajo lo constituyen los documentos sobre matrimonios que están contenidos en el Archivo General de Puerto Rico. El grueso de esta documentación son juicios de disenso o juicios civiles entablados por individuos particulares a lo 68. La distinción dispositivo de alianza/dispositivo de sexualidad que guía el análisis de la alteridad de las nociones raciales decimonónicas en este trabajo pertenece a lo que se ha llamando la etapa genealógica de Foucault. Aunque resulta evidente que en esta etapa se repite la tendencia de este autor a construir la historia mediante la sustitución de estructuras epistemológicas, lo cierto es que en ningún momento se refiere a estas utilizando el concepto de episteme, sino de mecanismos de poder o regímenes de poder. Más aún, en esta etapa tardía de su trabajo, abandona la idea de ruptura epistemológica que propone en La arqueología y sugiere cierto traslapo en la transición de un régimen al otro, así como la coexistencia entre ambos (Robert J. C. Young, “Foucault on Race and Colonialism”, ob. cit.). Con respecto a la relación entre ambos dispositivos, Foucault plantea: “No sería exacto decir que el dispositivo de sexualidad sustituyó al dispositivo de alianza. Es posible imaginar que quizás un día lo remplace. Pero hoy, de hecho, si bien tiende a recubrirlo, no lo ha borrado ni lo ha tornado inútil. Históricamente, por lo demás, fue alrededor y a partir del dispositivo de alianza donde se erigió el de sexualidad”. Más adelante, acota lo siguiente: “En realidad, la analítica de la sexualidad y la simbólica de la sangre bien pueden depender en su principios de dos regímenes de poder muy distintos, de todos modos no se sucedieron (como tampoco eso poderes) sin encabalgamientos, interacciones o ecos. De diferentes maneras, la preocupación por la sangre y la ley obsesionó durante casi dos siglos la gestión de la sexualidad” (Historia de la sexualidad..., ob. cit., pp. 131, 181).

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largo del siglo xix con el propósito de circunvalar la oposición familiar a un matrimonio conceptuado como desigual. Para esta investigación, se transcribieron todos los casos de disenso conservados en el Archivo General de Puerto Rico, alrededor de 138, aunque lamentablemente no todos están completos o presentan un veredicto final.69 La “Pragmática Sanción contra Matrimonios Desiguales” de 1776, que circuló en las colonias en 1778, reconocía que la “diversidad de clases, y castas de sus habitantes, y por otras varias causas, que no concurr[ían] en España” hacían todavía más apremiante su observancia.70 A partir de ese entonces y durante los próximos años, se emitirían una serie de cédulas que especificaban mejor lo estipulado en 1776 y que dieron lugar a los llamados juicios de disenso, los cuales se ventilaban en tribunales civiles. Las modificaciones a la ley original surgen de los reclamos y consultas que realizan las distintas audiencias en un esfuerzo por ajustar la ley a sus realidades particulares y para poder deliberar en justicia los casos llevados ante ellas por ciudadanos que realizan interpretaciones particulares de dicha ley.71 Los cambios a la legislación matrimonial acaecidos en Hispanoamérica entre 1778 y 1803 no son solo indicativos de los límites de la autoridad de la Corona en la región, sino que, además, ponen de manifiesto cómo, en la práctica, el gobierno colonial fue más bien el resultado de una serie de negociaciones entre la Corona y sus súbditos de ultramar.72 Resulta interesante constatar que la ley no definía lo que constituía desigualdad social. De suerte que los actores sociales en cada jurisdicción procedían a oponerse al matrimonio de sus hijos e hijas o demás parientes partiendo de su comprensión específica de lo que precisaba la ley. Así, esta fascinante fuente abre una singular ventana para auscultar los entramados de significación de la diferencia social contextos particulares. A pesar de sus múltiples posibilidades, este es el primer 69. Para esta investigación se examinaron alrededor de 159 casos civiles que tenían que ver con matrimonios, de los cuales 138 eran juicios de disenso. Véase Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, cajas 143, 144, 145, entrada 45. 70. “Pragmática Sanción contra Matrimonios Desiguales, 1776”, ob. cit., p. 285. 71. Véase, por ejemplo, Richard Konetzke, Colección de documentos para la historia de la formación social de Hispanoamérica, 1493-1810. Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1962, 3 vols., II, pp. 465-472; 476-482; 509-515; 527530; 623-626; 670-671; 695-697; 711-714-; 623-626; 670-671; 695-697; 711-714; 759-766; 794-796. 72. Steinar A. Saether, “Bourbon Absolutism and Marriage Reform in Late Colonial Spanish America”, The Americas, vol. 59, núm. 4, 2003, pp. 475-509.

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trabajo que analiza este cuerpo documental de forma sistemática en el contexto puertorriqueño.73 Aunque los juicios de disenso constituyen una fuente rica en posibilidades, también adolecen de una serie de limitaciones. Entre las más importantes se puede señalar que solo una minoría de los casos en donde se daba un desacuerdo familiar llegaba a los tribunales. Además, dado que el proceso se desarrollaba dentro de los parámetros de los convencionalismos legales, la injerencia de abogados y otros funcionarios políticos en la forma en que se presenta el caso no puede ser subestimada.74 73. En el caso de Puerto Rico, Myriam Estévez estudia algunos de los casos en su trabajo sobre el amancebamiento en la isla durante el siglo xix, titulado La lepra que urge extirpar: amancebamiento y legitimación en Puerto Rico, 1840-1898. Tesis de maestría, Universidad de Puerto Rico, 2001. De otra parte, los casos de disenso ventilados ante cortes eclesiásticas previos a la promulgación de la pragmática de 1778 –y posteriores a esta, ante las cortes civiles– han probado ser una magnífica fuente documental, la cual ha generado excelentes estudios en otros contextos y desde diferentes ángulos. Por ejemplo, el excelente trabajo de Patricia Seed sobre el México colonial enfoca primordialmente en los cambios en las dinámicas matrimoniales y familiares. Su análisis gira en torno a los significados cambiantes de los conceptos de honor, amor y obediencia filial. La autora concluye que durante el período bajo estudio –del siglo xvi a principios del siglo xix– se observa un debilitamiento de la injerencia de la Iglesia en la vida social y la progresiva consolidación de un orden patriarcal en el cual los padres pasan a gozar de un mayor control de la vida de sus vástagos (Seed, To Love, Honor, and Obey, ob. cit.). En este renglón también sobresale el trabajo de Verena Martínez Alier, el cual se destaca no solo por ser el primero que explotó este cuerpo documental, sino por el complejo retrato que construye de la sociedad cubana decimonónica que estudia. No obstante, este trabajo, como es típico de mucha de la historia social producida en las décadas de 1970 y 1980, está influenciado por el materialismo histórico y la historia económica. De ahí que conceptúe lo racial como derivativo de dinámicas económicas (Martínez Alier, Marriage and Colour, ob. cit.). Este trabajo fue publicado originalmente en 1974. Otros trabajos que siguen la pauta establecida por Martínez Alier son los de Susan M. Socolow, “Acceptable Partners: Marriage Choice in Colonial Argentina, 1778-1810”, en Asunción Lavrin (ed.), Sexuality and Marriage in Colonial Latin America. Lincoln/London, University of Nebraska Press, 1989, pp. 209-246 y Jeffrey M. Shumway, “‘The Purity of my Blood Cannot Put Food on my Table’: Changing Attitudes Towards Interracial Marriage in NineteenthCentury Buenos Aires”, The Americas, vol. 56, núm. 2, 2001, pp. 201-220. Para una discusión de la literatura que utiliza los juicios de disenso como fuente, véase Diana Marre, “La aplicación de la Pragmática Sanción de Carlos III en América Latina. Una revisión”, Quaderns de l’Institut Catalá d’Antropologia Barcelona, núm. 10, hivern 1997, pp. 217-249. 74. Para una discusión a fondo de las posibilidades y limitaciones de esta fuente, véase Jeffrey M. Shumway, “‘The Purity of my Blood Cannot Put Food on my Table’”, ob. cit.

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El examen de los juicios de disenso conservados para Puerto Rico pone de manifiesto que en el contexto local la desigualdad social se concebía en términos raciales. En la mayoría de los casos, lo que se objetaba era la calidad inferior que se percibía en alguno de los consortes. Abundan en la documentación objeciones basadas en juicios absolutos tales como que alguno de los contrayentes era “de conocida y notoria clase de mulatos”, o perteneciente a la categoría de “verdaderos pardos”. También abundan opiniones sobre la condición racial de uno u otro contrayente expresada en enunciados menos determinados tales como “en el día se representa por persona blanca”, “aunque en los libros parroquiales figura en la clase blanca no es tenido en el pueblo puramente como tal”, “pasa como blanco”, “manifiesta no ser de mal origen o calidad”, entre muchos otras. Más aún, esta documentación está repleta de pistas que permiten desentrañar las significaciones que se le otorgaban en la época a tales enunciados. La pragmática sobre los matrimonios proveía, además, para que en aquellos casos en los que la pareja estimase que la oposición familiar era injusta, se pudiera recurrir a las autoridades políticas para obtener la autorización necesaria para la realización del matrimonio. Las autoridades llevaban a cabo una serie de averiguaciones en las cuales exploraban las alegaciones de uno y otro bando, y ordenaban investigaciones confidenciales en las cuales se le pedía a ciudadanos prominentes del vecindario que brindaran información sobre los contrayentes, sus padres, abuelos y otros antepasados. Los resultados de tales pesquisas constituyen cartografías que trazan el proceso de construcción de identidades a través de las vidas de individuos particulares y de sus familias. Junto a esta documentación también se examinaron una variedad de fuentes adicionales, tales como enmiendas a las partidas sacramentales, casos de legitimaciones de hijos habidos fuera del matrimonio, justificaciones de limpieza de sangre, dispensas matrimoniales, testamentos y visitas pastorales, entre otras. Al igual que los juicios de disenso, la mayoría de estas fuentes registra hitos en las vidas de ciertos individuos, en los cuales, por razones complejas, se hace balance de las trayectorias recorridas y de los peldaños escalados o descendidos. Estas fuentes contienen una cantera de declaraciones, argumentaciones, justificaciones y juicios que permiten el análisis de las identidades raciales como procesos y no como hechos consumados. Las enmiendas a las partidas sacramentales, por ejemplo, se solicitaban, entre otras razones, cuando se estimaba que existían errores

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que perjudicaban a un individuo o a una familia, como el haber sido anotado en el libro de pardos en lugar de en el de blancos. En estas instancias, el peticionario debía explicar las razones por las cuales no le correspondía estar a él o algún familiar en el susodicho libro. En otros casos, se solicitaba la enmienda porque se había omitido el título de don o doña en el acta o porque un hijo que aparecía como de padre desconocido había sido reconocido posteriormente. Todos estos elementos, como veremos a través de este trabajo, servían para señalizar la condición racial de un individuo. Algo similar ocurría con las legitimaciones de hijos habidos fuera del matrimonio. La condición de ilegitimidad se asociaba al sexo ilícito y a la ambigüedad racial. La mayoría de los ilegítimos figuraba en los libros parroquiales como hijos de padres desconocidos, lo que se veía como secuela de una vida desordenada e inmoral, casi siempre por parte de mujeres indignas de ser llevadas al altar. Este era el tipo de conducta que ordinariamente se le atribuía a las mujeres negras y mulatas. No obstante, había casos en que los ilegítimos estimaban que no les correspondía tal estatus aunque sus padres nunca hubiesen contraído matrimonio, por lo que acudían al monarca para recibir la gracia de la legitimación. El proceso de justificar por qué una persona merecía desembarazarse del estigma de la ilegitimidad a pesar de no provenir de una relación matrimonial es muy revelador de las ideas que se manejaban en ese contexto sobre la jerarquización y diferenciación social. Las justificaciones de limpieza de sangre, de otra parte, nos ayudan a comprender los significados de este peculiar concepto en el contexto particular del Puerto Rico decimonónico. Usualmente este trámite era requerido para poder aspirar a ciertas profesiones, ocupaciones o puestos políticos. En otras ocasiones, era una gestión que se realizaba para encarar ofensas a la reputación familiar o personal. La justificación constaba de una serie de preguntas en las cuales se establecía, mediante una serie de peculiares elementos, “la genealogía, limpieza de sangre y distinguida calidad” de los ancestros de un individuo. Para ello se valían de las respuestas de una serie de testigos a las preguntas formuladas, las cuales eran analizadas por un funcionario del tribunal, quien finalmente elaboraba un documento legal que acreditaba la limpieza de sangre de la familia. Resulta interesante que, en todas las instancias descritas arriba, el gobierno o algún tribunal civil o eclesiástico se veían precisados a establecer la calidad o condición racial de individuos y familias ya fuese

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para poder emitir un veredicto o para negar o conceder las peticiones solicitadas. El análisis de estos intercambios nos ayuda a comprender no solo las características del sistema de clasificación racial colonial, sino las formas en que el mismo se va modificando a partir de las interacciones entre las autoridades metropolitanas, los funcionarios coloniales, las élites locales y las personas comunes y corrientes que acudían a esos foros buscando solución a algún problema. El capítulo 1 analiza los antecedentes de la clasificación racial colonial y pone de relieve que la misma no es más que el movedizo resultado de una multiplicidad de debates. Justamente porque no existía un consenso generalizado sobre en qué residía la diferencia fundamental entre los españoles y sus descendientes y los otros grupos, y mucho menos un cúmulo de criterios comunes o sistema que sirviera para clasificar de forma inequívoca a individuos particulares, el proceso de adjudicación de identidades raciales en el contexto colonial se caracterizó por estar sujeto a impugnaciones y a negociaciones. El capítulo 2 examina uno de los escenarios predilectos de intercambio y discusión de significados raciales: el matrimonio canónico. El análisis ponderado de las disputas matrimoniales en el Puerto Rico decimonónico desvela que existía un consenso social bastante generalizado en cuando a la poca deseabilidad de los matrimonios racialmente mixtos. Esto incluía no solo a las autoridades políticas y a las élites locales; la Iglesia católica y las personas comunes y corrientes también participaban de este acuerdo tácito. No obstante, son pocos los casos que involucran diferencias tajantes o contundentes. La mayoría de las parejas implicadas en las disputas matrimoniales se encontraban dentro de cierta proximidad social. Si a esto se le añade el hecho de que la dilucidación de los orígenes de las personas no siempre era un ejercicio sencillo e incontrovertible, podemos entender mejor que más que revelar la “verdadera” condición racial de los involucrados, en el proceso de dilucidación de las calidades de los contrayentes se forjaban identidades raciales complejas. En otras palabras, en este contexto el matrimonio funcionaba como un dispositivo de racialización. En el capítulo 3 se analizan los significados que se le otorgaba al concepto de calidad en el contexto local y los elementos que se utilizaban para señalizarla. Algo que llama la atención es que factores tales como las características fenotípicas se hallan conspicuamente ausentes de las discusiones sobre la calidad de los individuos. Otro tipo de marcadores raciales, tales como las circunstancias del nacimiento de una persona, así como su conducta y la de su familia, tenían más peso

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a la hora de ponderar el estatus racial de los individuos. Por ejemplo, el prototipo de la blancura se simbolizaba mediante los matrimonios eclesiásticos, la prole legítima y las distinciones de que hubieran recibido los miembros del grupo familiar en términos de posiciones en el gobierno, la milicia, la Iglesia y las profesiones. Del lado opuesto se encontraban los arquetipos de la negritud, los cuales se asociaban con la esclavitud, los oficios viles o manuales, la mala conducta y las sexualidades ilícitas. Frecuentemente elementos asociados con una u otra condición racial se entremezclaban en un mismo individuo, lo que hacía necesario el despliegue de estrategias múltiples de negociación que redundaban en la reformulación de las identidades raciales de individuos particulares. El cuarto capítulo examina las complejas tramas a través de las cuales diversas personas podían alcanzar el estatus de blanco mediante rutas socialmente autorizadas. Entre estos casos se encuentran familias muy conocidas en la isla, como, por ejemplo, los Serrallés y los Betances. No obstante, lo opuesto también podía ocurrir. Personas consideradas blancas podían descender a condiciones raciales inferiores en el transcurso de su vida. De la misma forma, la mancha que podía portar algún individuo se podía acrecentar hasta impelerlo a posiciones de mayor deshonra. El análisis de estos procesos es el foco del quinto capítulo. Como se verá en estos dos capítulos, mientras que la ruta hacia la blancura estaba pavimentada por los privilegios de la masculinidad blanca, el descenso a la devaluada esfera de las “castas ínfimas” estaba salpicado por la deshonra femenina. La conclusión recoge los argumentos presentados y sugiere formas alternas de pensar la raza en la sociedad hispanoamericana colonial. .

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Capítulo 1 Ambivalencias y contradicciones del discurso racial español

En los albores del siglo xix, Francisco Vergara, vecino de la isla de Puerto Rico, presenta una peculiar petición ante el Consejo de Indias. Imploraba que se autorice el traslado de las partidas de bautismo de su padre y abuela del libro de pardos al libro de blancos. En su solicitud aducía que algunos párrocos procedían a asentar la calidad del bautizado motivados “por su antojo, capricho y pasión” y que estimaba inadecuadas las estrategias “que adopta[ban] la[s] parroquia[s] para distinguir la calidad y estado de los vecinos”.1 La solicitud de Vergara dio lugar a una real cédula promulgada en 1814 en la cual se le pedía a los virreyes, capitanes generales, arzobispos y obispos de los dominios de América que informaran sobre las clases de libros que se usaban en sus distritos para registrar los bautismos y matrimonios, el fundamento o principio de esa práctica, las “reglas establecidas en orden a su exactitud y pureza”, y cualquiera otra información que tuvieran a bien comunicar.2 Ante los abusos reportados, la Corona se cuestionaba si 1. Citado en Richard Konetzke, “Documentos para la historia y crítica de los registros parroquiales en Indias”, Revista de Indias, vol. 7, núm. 25, 1946, pp. 581-586. 2. Tan tarde como en el siglo xix, el imperio español estaba organizado a partir de un modelo político en el cual el poder último residía –por lo menos simbólicamente– en la figura del monarca. De ahí que los súbditos apelaran comúnmente a su buena voluntad, sabiduría y justicia para revertir decisiones injustas de instancias subalternas o para solicitar gracias. Este tipo de relación soberano-súbdito se hallaba en el centro de la organización política de las colonias, de ahí que no debe extrañar que los monarcas atendieran diligentemente cada una de las solicitudes in-

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convendría seguir con la práctica de mantener los libros separados, o si debía abolirla o modificarla. Después de todo, acotaba la real orden, para lo único que servían dichos libros era como constancia de los actos bautismo y matrimonio y “de ningún modo [era] extensiva a la calificación de blancos o pardos”, cuya declaración correspondía a la jurisdicción real.3 Llama la atención que las máximas autoridades metropolitanas se mostraran ignorantes no solo sobre la práctica de mantener libros separados, sino sobre el hecho de que tales partidas se utilizaran para acreditar la calidad de las personas ante los tribunales y otras instancias formales. Esta era una práctica común en la Hispanoamérica colonial, en donde ordinariamente se aceptaban los motes bautismales como garantes de limpieza de sangre para entrar a las universidades o al sacerdocio.4 En su repuesta a la real orden, los arzobispos de Cuba, Caracas y México informan que la práctica de mantener los libros parroquiales separados se debía, en el caso de Cuba, a la Constitución Sinodal; en el de Caracas, al uso desde tiempos inmemoriales y, en el de México, al celo de los obispos “que han cuidado siempre que se haga esta distinción de clases”.5 Es decir, que no había un trasfondo uniforme que diera origen a la práctica o que estableciera los parámetros que debía regirla. El registro de bautismos, matrimonios y defunciones en el libro de blancos, de una parte, y el de pardos y negros, de otra, que comúnmente se utilizaba para deslindar las posiciones que los vecinos debían ocupar dentro del ordenamiento social, se llevaba a cabo dividuales. Véase Frank Jay Moreno, “The Spanish Colonial System: A Functional Approach”, The Western Political Quarterly, vol. 20, núm. 2, Part 1, June, 1967, pp. 311-317 y J. H. Elliot, “The Spanish Conquest and settlement of America”, en Leslie Bethell (ed.), The Cambridge History of Latin America, vol. 1 Colonial Latin America. Cambridge, Cambridge University Press, 1997, pp. 157-158. 3. Konetzke, “Documentos para la historia y crítica”, ob. cit., p. 583. 4. R. Douglas Cope, The Limits of Racial Domination. Plebeian Society in Colonial Mexico City, 1660-1720. Madison, University of Wisconsin Press, p. 55. En el caso de Puerto Rico, por ejemplo, las partidas de bautismo no solo se utilizaban para establecer la condición racial de un individuo, sino también como constancia de su condición de libre o esclavo. En el Archivo Diocesano se conservan varias peticiones de dueños de esclavos o de lo mismos esclavos o esclavas, que tras alcanzar la libertad por varios medios solicitan se añada esta información en su partida de bautismo (Archivo Histórico Diocesano, Arquidiócesis de San Juan, Archivo Histórico Diocesano Justicia: Asuntos Sacramentales, Enmiendas, 1854-19, J-227). 5. Estos documentos aparecen transcritos en Konetzke, “Documentos para la historia y crítica”, ob. cit., p. 585.

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arbitrariamente según tradiciones no del todo esclarecidas. Aparentemente, tal multiplicidad de prácticas fue el resultado de apreciaciones particulares que se hicieron en distintos momentos y contextos, y no el producto de una política claramente establecida.

Antecedentes del ordenamiento social colonial Fundamentada en la premisa de que los españoles e indígenas eran personas esencialmente diferentes y que debían vivir separados, desde muy temprano en el proceso de colonización, la Corona se propuso establecer un orden en el cual los españoles gobernaran y los indios obedecieran. Tal ordenamiento se consolidó en el establecimiento de una sociedad dual, dividida en una república española y otra de indios.6 Sin embargo, este ordenamiento fue socavado desde sus inicios, ya que los grupos españoles, indígenas y, un poco más tarde, africanos, comenzaron a interactuar de diversas formas y en distintos espacios sociales, dando lugar a uno de los fenómenos más subversivos de la época colonial: el mestizaje.7 En la colonia temprana, los hijos e hijas de españoles e indias eran considerados españoles y gozaban de todos los privilegios legales que tal distinción acarreaba, aun cuando no provinieran de legítimo matrimonio.8 Evidentemente, en ese momento no existía la noción de mestizaje, lo que pone de relieve que dicho fenómeno no es algo 6. Magnus Mörner, La mezcla de razas en la historia de América Latina. Buenos Aires, Paidós, 1969, p.53. 7. El mestizaje se define comúnmente como una compleja mezcla racial o cultural. Véase Javier Sanjinés C., “Mestizaje Upside Down: Subaltern Knowledges and the Known”, Nepantla: Views from South, vol. 3, núm., 2002, pp. 39-60. Serge Gruzinski, por su parte, cuestiona este concepto, ya que el mismo presupone la mezcla de razas o culturas puras, lo cual, según él, es una imposibilidad tanto histórica como biológica (Serge Gruzinski, El pensamiento mestizo. Barcelona, Editorial Paidós, 2000, p. 60). Para una discusión de la dimensión subversiva del mestizaje en términos analíticos, véase Elisabeth Cunin, “Asimilación, multiculturalismo y mestizaje: Formas y transformaciones de la relación con el otro en Cartagena”, en Claudia Mosquera, Mauricio Pardo y Odile Hoffman (eds.), Afrodescendiantes en las Américas. Trayectorias sociales e identitarias. Bogotá, Universidad Nacional de Colombia/Instituto Colombiano de Antropología e Historia/Institut de Recherche pour le Devélopment/Instituto Latinoamericano de Servicio Legales Alternativos, 2002, pp. 279-294. 8. Dennis Nodin Valdés, The Decline of the Sociedad de Castas in Mexico City. Tesis doctoral, Universidad de Michigan, 1978, p. 18.

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que se pueda reducir a la mera reproducción biológica. En el caso de la Hispanoamérica colonial, no fue hasta que el número de personas consideradas de ascendencia mixta aumentó notablemente cuando el concepto de mestizo comenzó a emerger lentamente.9 Esto ocurre cuando los vástagos comienzan a competir con sus padres españoles por las cada vez más escasas distinciones y privilegios. Como es de suponer, la amenaza mayor la representaban los hijos varones, por lo que el concepto de mestizo se utilizó para simbolizar el peligro que estos representaban para sus padres españoles.10 En este contexto, era menester marcar la diferencia de sus descendientes americanos con respecto a lo español. La ilegitimidad se convirtió en uno de los marcadores de esa disimilitud. De ahí, que ser ilegítimo se constituyese en sinónimo de mezclado.11 9. Ibíd., p. 18. 10. El trabajo de Katryn Burns sobre la fundación del convento de Santa Clara en el Cuzco, en 1551, documenta claramente cómo los procesos de racialización que ocurren en el Perú durante los primeros años de la colonia estuvieron íntimamente ligados a nociones de género particulares. Según Burns, en tal contexto, ser mujer de ascendencia mixta tenía connotaciones distintas a las de ser varón del mismo origen. Santa Clara y sus primeras “novicias” –las hijas de ascendencia mixta de los conquistadores– fueron vitales en la producción y reproducción de la hegemonía española en el Cuzco, contribuyendo a transformar la antigua capital incaica en un centro de colonialismo español. Para alcanzar esta meta no bastaba tomar las tierras y el patrimonio de los Incas. Eran necesario forjar los medios para reproducir el linaje, cultura y autoridad española. El enclaustramiento de las hijas de ascendencia mixta en este momento particular de la conquista le permitió a los conquistadores lograr esa meta y perpetrar un reclamo permanente al poder. Estos libraban una lucha feroz por controlar las encomiendas, lo que los ponía a competir no solo entre ellos y otros españoles recién llegados, sino con sus hijos varones de ascendencia mixta, quienes entendían que tenían un derecho mayor que sus padres, ya que reclamaban los privilegios que les correspondían por parte de sus padres y, además, los que les correspondían por parte de sus madres andinas. A su juicio, el nuevo orden le pertenecía más a ellos que a sus padres. Los mestizos comenzaron a ser vistos como enemigos de los conquistadores, mientras que las hijas del mismo origen se convirtieron en la esperanza para reproducir su linaje y la sociedad española. La educación que recibían en el convento las habilitaba para contraer alianzas matrimoniales ventajosas, tomar los hábitos y convertirse en educadoras de las generaciones venideras o tomar algún otro estado en los hogares cristianos de la ciudad. Así, actuaban como agentes aculturadores europeos. Véase Kathryn Burns “Gender and the Politics of Mestizaje: The Convent of Santa Clara in Peru”. The Hispanic American Historical Review, vol. 78, núm. 1, 1998, pp. 5-44. También, de la misma autora, Colonial Habits: Convents and the Spiritual Economy of Cuzco, Peru. Durham, Duke University Press, 1999. 11. Magnus Mörner, “The History of Race Relations in Latin America: Some Comments on the State of Research”, Latin American Research Review vol. 1, núm. 3,

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En el caso de los y las mulatas, su diferencia tardó aún más en establecerse dado que el grueso de la inmigración femenina proveniente de África se dio en el contexto de la esclavitud. Los hijos e hijas de las esclavas heredaban el estatus de la madre, por lo que estos –independientemente del rango que ostentara el padre– se convertían automáticamente en esclavos y eran absorbidos en la cultura materna. Sin embargo, hacia finales del siglo xvi, ya existía un corpus de leyes que establecía diferencias entre mestizos y mulatos, y aunque ambos grupos eran discriminados, estos últimos fueron sujetos a una mayor exclusión debido a su presunto estrecho vínculo con la esclavitud y el origen africano.12 La necesidad de marcar la diferencia con respecto a lo español emanaba de la pretensión de los conquistadores de monopolizar el poder y el privilegio en todas sus manifestaciones. Tal diferencia, concebida como una disimilitud fundamental entre españoles, indios, africanos y los descendientes de estos, vino a formar la piedra angular de la organización social del mundo colonial. No obstante, no existía un consenso y mucho menos un criterio común que marcara esta diferencia de forma clara y contundente, y que pudiese ser aplicado en todos los casos.13 Esta ambivalencia permeó todo el período colonial español.

El escurridizo terreno de la clasificación racial La indeterminación que rodeaba la asignación de calidades en las colonias se hace patente en la siguiente expresión del arzobispo de Cuba, quien, en 1814, enumera los contratiempos involucrados en la faena de mantener libros parroquiales para los españoles y sus descendientes separados de los de otros grupos: 1966, p. 26. Según Ildefonso Gutiérrez Azopardo, los mestizos nacidos de legítimo matrimonio siguieron conceptuándose como criollos, por lo menos, durante todo el siglo xvi (Ildefonso Gutiérrez Azopardo, “Los libros de registro de pardos y morenos en los archivos parroquiales de Cartagena de Indias”, Revista Española de Antropología Americana, vol. 13, 1983, p. 124). En los capítulos 3 y 4 se discute con más detenimiento el vínculo entre racialización e ilegitimidad. 12. Valdés, The Decline of the Sociedad de Castas, ob. cit., p. 19. Al igual que en el caso de los mestizos, consideraciones de género impactaron la forma en que se va construyendo la categoría de mulato. Para una discusión de los significados evocados por el concepto de mulata, véase Susan Kellogg, “Depicting Mestizaje: Gendered Images of Ethnorace in Colonial Mexican Texts”, Journal of Women’s History, vol. 12, núm. 3, 2000, pp. 69-92. 13. Valdés, The Decline of the Sociedad de Castas, ob. cit., p. 15.

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Inconvenientes de la investigación arbitraria de los párrocos; inconvenientes de arreglarse éstos a las noticias arbitrarias de los interesados; inconvenientes quizás mayores en abolir la variedad de libros establecidas por Constitución Sinodal; inconvenientes todavía mayores en que las noticias de los interesados lleven simultáneamente la calificación de Juez competente a que deba sujetarse el párroco para los asientos; por manera, que no alcanzándose un método que no esté sujeto a otros mayores, y que el caso de ser preciso adoptar alguno de ellos, la preferencia por el que los produce menos, cree el exponente, ser el actual, fiado a la prudencia de los párrocos; porque aunque como hombres pueden faltar una u otra vez, queda el recurso al tribunal competente para la calificación de su clase y su correspondiente reforma en los asientos de los libros parroquiales, como se practica.14

Las múltiples dificultades que involucraba la práctica de registrar las calidades de los feligreses, emanaban precisamente de la carencia de un método sistemático y uniforme. En algunos casos era el párroco quien decidía; en otros, simplemente se limitaba a asentar lo que le decían los involucrados. Según el arzobispo, en ocasiones se obligaba judicialmente al párroco a inscribir lo que algún tribunal competente disponía. En su opinión, lo más adecuado era dejarlo a la “discreción” de los párrocos, quienes aunque falibles, eran los más prudentes. En el caso de incurrir estos en algún error, existía el recurso de acudir a algún tribunal hábil, como ordinariamente se acostumbraba en esos días. Es precisamente “la discreción” de los párrocos a cargo de los libros parroquiales de Yauco lo que lleva a don Ramón Montezuma a solicitar una enmienda a las partidas sacramentales de sus siete hijos en 1867.15 En su petición, expresa que en ninguna de las actas aparecen él y su legítima esposa con el distintivo de don que les correspondía. Señala, además, que en la partida de su hija menor aparecen su consorte y él con el calificativo de “pardos libres”, el cual naturalmente solicita que elimine. Curiosamente, al examinar las partidas de bautismo que acompañan la petición, resulta que las de tres de sus hijos aparecen asentadas en el libro de blancos, mientras que las de los otros cuatro aparecen en el libro de pardos. Evidentemente, el parecer de los párrocos involucrados no era el mismo con respecto a la condición racial de la familia Montezuma. Afortunadamente para 14. Archivo General de Indias, Indiferente, legajo 1534, citado en Konetzke, “Documentos para la historia y crítica”, ob. cit., pp. 583-584. 15. Archivo Histórico Diocesano, Arquidiócesis de San Juan, Justicia: Asuntos Sacramentales, Enmiendas, 1854-1960, J-22.

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estos, las autoridades eclesiásticas, luego de examinar la documentación presentada, les conceden su petición. Esta no es la misma suerte que corre Francisco Vergara, cuya petición a la Corona se discute al comienzo de este capítulo. Antes de solicitar la traslación de las partidas de bautismo de su padre y abuela del libro de pardos al de blancos en 1809, Francisco había solicitado a las autoridades eclesiásticas de la isla que trasladaran las partidas de matrimonio de su abuelo Francisco Antonio Vergara con Ana Petrona de la Peña, y del hermano de esta, José Manuel de la Peña con doña María de la Concepción Fernández de Silva, del libro de pardos al de blancos. Dicha petición se discute en un auto emitido por Juan Alejo de Arizmendi, primer obispo puertorriqueño, a raíz de su visita pastoral del 21 de octubre de 1805.16 En el mismo, el prelado afirma que estaba claramente establecido por sus “dignos predecesores” la forma en que los padres curas debían entrar las partidas en los libros a su cargo con respecto a las calidades de los bautizados como de los que arrebatados de su pasión sin consultar con los derechos de su familia, se casan con otras desiguales, queriendo después que se repongan a pretexto de ser extendidas con equivocación o enemistad de los párrocos…

Arizmendi expresa que las partidas de matrimonio en cuestión estaban en los libros adecuados, ya que el abuelo de Vergara había contraído matrimonio con “desigualdad notable” con una parda libre llamada Ana Petrona de la Peña. Aparentemente, Vergara llevó el caso de sus abuelos al tribunal eclesiástico, el cual ordena la traslación de las antes mencionadas partidas de matrimonio. Esta determinación de 1803 es a la que reacciona Arizmendi, prohibiendo el traslado de las partidas arguyendo que no se había probado ni equivocación ni enemistad por parte del párroco y que, según lo establecido por sus predecesores, las partidas habían sido asentadas correctamente en el libro de pardos. No obstante, cabría preguntar, ¿era el asunto tan diáfano como lo juzga Arizmendi? Si nos dejamos llevar por las instrucciones que uno de sus “dignos predecesores” imparte en su visita pastoral de 1757, la contestación es 16. Lamentablemente este documento está incompleto y en muy malas condiciones, por lo que no contiene rúbricas ni otros distintivos. Se presume que las instrucciones son de Arizmendi ya que este se desempeñó como obispo de Puerto Rico entre 1803 y 1814 (Archivo Histórico Diocesano, Arquidiócesis de San Juan, Archivo Catedral, Cabildo, Secretaría Capitular, caja 16).

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negativa. En esa ocasión, el obispo Pedro Martínez de Oneca instruye a los sacerdotes que, en los casos de matrimonios mixtos, se adhirieran a las siguientes reglas que cuando uno de los contrayentes es esclavo y absolutamente y del todo negro haya de asentarse la partida de casamiento en el libro de negros, aunque el otro contrayente sea blanco. Que si uno de los contrayentes fuera blanco y pardo pero libres hijo e hija que no fueron esclavos, sino siempre libres, ambos deben asentarse la partida en el libro de los blancos sean la mujer o el varón blancos. Que si el matrimonio se contrae entre pardo y libre, pero hijo de esclavo o que lo había sido alguno de sus padres, en este caso si el varón fuese blanco se sentará en el libro de los blancos, y si el varón fuese negro, en el de los negros. En cuanto a las partidas de bautismo el matrimonio de los pardos servirá de regla, sentando en el libro de los negros el hijo del matrimonio que se trae en el libro de negros y el de blanco, si el matrimonio está en los blancos.17

En el esquema propuesto por Martínez de Oneca, la condición de esclavitud de uno de los contrayentes subsumía al otro, y a su descendencia, en la categoría inferior. No así en el caso de personas pardas descendientes de siempre libres. Su matrimonio con una persona blanca la elevaba, así como a su descendencia, al rango de blanco. En las circunstancias descritas anteriormente, el género de los contrayentes no imprimía ninguna diferencia; lo que estaba en juego primordialmente era si el contrayente de ascendencia mixta estaba vinculado o no con la institución de la esclavitud. De otra parte, el género de los contrayentes efectivamente desempeña un papel importante en el caso de las personas pardas libres de padres esclavos. En este tipo de unión, el matrimonio le imprimía a la mujer la identidad racial de su cónyuge. Es decir, la mujer parda hija de esclavos que se casara con un blanco aseguraba la condición de blanca para ella y sus hijos, mientras que la blanca que se casara con un pardo libre hijo de esclavo o esclava descendía, junto a sus hijos, a la condición racial del marido. En efecto, la tendencia a que la esposa adoptara el mismo estatus racial que el esposo en la sociedad colonial hispanoamericana es una que ha sido señalada por algunos de los especialistas de este campo de estudio.18 Evidentemente, la construcción de lo racial 17. Citado en Jalil Sued Badillo y Ángel López Cantos, Puerto Rico negro. San Juan, Editorial Cultural, 1986, p. 260. 18. Valdés, The Decline of the Sociedad de Castas, ob. cit., p. 25 y Woodrow Borah y Sherburne F. Cook, “Sobre las posibilidades de hacer un estudio histórico del

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en la sociedad colonial no se asociaba exclusivamente con la condición de los ancestros de una persona. Como demuestra esta instancia, el matrimonio actuaba también como un elemento racializador. Desde el punto de vista de las reglas dictadas por Martínez de Oneca en 1757, la petición de Vergara hacía perfecto sentido. Al contraer matrimonio Ana Petrona, parda libre, con su abuelo Francisco Antonio, reconocido como blanco, su acta de matrimonio debió haber sido asentada en el libro de blancos. Obviamente, las ideas de Martínez de Oneca sobre la condición racial de los involucrados en enlaces mixtos eran distintas a las de Arizmendi y a las del párroco que asentó la partida de matrimonio de los abuelos de Vergara. Tales discrepancias han llevado a algunos historiadores del siglo xx a cuestionar la idoneidad de los registros parroquiales como fuente para el estudio de la composición racial de poblaciones hispanoamericanas. Richard Konetzke, por ejemplo, cuestiona la utilidad de estos documentos como “base firme en la valoración estadística de las poblaciones blancas y mestizas de las Indias”.19 De otra parte, Magnus Mörner, en su ya clásica obra La mezcla de razas en la historia de América Latina, señala que mediante su investigación de los libros parroquiales pudo apreciar que las nomenclaturas raciales utilizadas por los sacerdotes variaban de parroquia y de época en época, y que los sacerdotes encargados de registrar en libros parroquiales los matrimonios y bautismos de sus feligreses según su raza, se basaban en las declaraciones de las partes interesadas para atribuirles la misma.20 Esto mestizaje sobre una base demográfica”, Revista de Historia de América, vols. 53-54, 1962, p. 186. 19. Konetzke, “Documentos para la historia y crítica”, ob. cit., p. 581. 20. Mörner, La mezcla de razas, ob. cit., p. 71. Este autor establece una distinción entre la condición legal de los individuos y su condición racial. Según argumenta, la condición racial que las autoridades políticas le podían adscribir a una persona podía ser diferente a su raza. Mörner define esta última como “cada una de las grandes divisiones de la humanidad cuyos miembros comparte ciertos rasgos bien definidos; las poblaciones caracterizadas por la frecuencia con que recurren ciertos genes” (p. 17). Aunque su definición incluye el fenotipo y el genotipo, al momento de demarcar el propósito de su libro, reduce la raza a un solo rasgo fenotípico –el color de piel– dejando de lado el resto de su definición. Después de todo, ¿cómo estudiar la forma que opera el genotipo en una sociedad en la cual no existía ni remotamente la idea de los genes? Por tanto, lo que considera pertinente es estudiar “la relación que existió en la América hispana entre el status social (e incluso legal) y el color de la piel” (p. 63).Otra autora que sigue esta misma línea es Verena Martínez Alier. Según esta, la apariencia física o la “raza real” y el origen familiar o la “raza legal” –consignado en el acta de bautismo– simbolizaban el estatus social de un individuo. De suerte que, según Martínez Alier, la sociedad cubana deci-

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lo lleva a concluir que la clasificación racial de los registros parroquiales carecía de valor. Tanto Konetzke como Mörner, influenciados por el pensamiento racial predominante en el siglo xx, presumen que en la sociedad colonial hispanoamericana existían criterios sistemáticos y coherentes para designar la condición racial de las personas y que estas fuentes simplemente no reflejaban estos criterios de manera adecuada. No solo no existía en la sociedad colonial un método o criterio uniforme para designar la condición racial o calidad de las personas, sino que tampoco existía un consenso social, como lo atestiguan las divergencias de Martínez de Oneca y Arizmendi, sobre cuáles podían ser esos criterios. Tal y como expresa la real orden de 1814, y confirman las contestaciones de los obispos de Cuba, Caracas y México, la autoridad máxima que certificaba la condición racial o calidad de los súbditos era la Corona. Sin embargo, esta tampoco contaba con un método que rebasara las nociones y opiniones de los involucrados. La Corona dependía de las informaciones de pureza de sangre que practicaban los tribunales, las cuales se basaban en un cuestionario que interrogaba a testigos sobre los ancestros y las alianzas establecidas entre estos, así como los puestos y distinciones que hubiesen obtenido. Esto queda claramente evidenciado en el siguiente caso. Don Tiburcio Durán Villafañe, teniente retirado de las Milicias de Caguas y regidor de la ciudad de San Juan solicita a la Cámara de Indias en 1816 que les reconociese a sus dos hijos el privilegio de hidalguía. Estos servían como miembros del Regimiento de Milicias Urbanas de Puerto Rico, pero el gobernador de la isla se negaba a concederles la condición de cadetes con distinción que el padre entendía que les correspondía. Según este, las Leyes de Indias concedían el privilegio de “hijodalgo de solar conocido con las honras y preeminencias que debe[n] gozar los Caballeros de los Reinos de Castilla”21 a monónica colapsaba ideológicamente el fenotipo, el genotipo y el estatus social (Martínez Alier, Marriage and Colour, ob. cit., pp. 74, xiii). Ambos autores parten de la premisa de que la raza es un fenómeno inequívoco dictado por la biología y, mediante esta maniobra, elevan la compresión moderna de lo racial al rango de verdad incontestable. 21. El concepto de hijodalgo es sinónimo de hidalgo –conocido antiguamente como fidalgo– y se refiere a un hombre conocido ya sea por su abolengo o por los cargos honoríficos o empleos decentes que ostente, los cuales le distinguen del resto. Los hidalgos estaban exentos de pagar tributo. En Hispanoamérica tanto los españoles como sus descendientes usualmente reclamaban el estatus de hijodalgo. Véase Marta Canessa de Sanguinetti, El bien nacer. Limpieza de oficios y limpieza de sangre. Raíces ibéricas de un mal latinoamericano. Madrid, Taurus, 2000, pp. 37-41.

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los pobladores fundadores y sus descendientes. Don Tiburcio alegaba que descendía tanto por línea paterna como materna de los fundadores de los pueblos de Manatí y Arecibo, y como tal, correspondía que se aceptara a sus descendientes al “goce y posesión de Nobleza” en la que se hallaban. Para probar este hecho, don Tiburcio somete a la consideración de las autoridades metropolitanas las informaciones que había practicado ante las autoridades políticas de la Villa de Arecibo, las cuales acreditaban la “genealogía, limpieza de sangre y distinguida calidad” de sus ancestros por línea paterna y materna, así como la de su consorte, doña Antonia Silva de Irizarry.22 El proceso reunió la cantidad de treinta y tres testigos, “la mayor parte de ellos de conocida excepción, y los demás al parecer de buena conducta, naturales y vecinos de la Isla”, cuyas edades fluctuaban entre los 64 y 130 (sic) años. Estos respondieron ante las autoridades una serie de preguntas vinculadas a los empleos políticos y militares en la que habían servido el “tronco y colaterales” de la pareja, así como los enlaces que habían contraído y las altas dignidades sacerdotales conferidas a miembros de la familia. Apoyado en la evidencia recogida, las autoridades políticas de Arecibo concluyen que la familia de Durán Villafañe merecía ser conceptuada como cristiana, blanca y acreedora a todas las honras, loable fama y buen nombre. A esto, se le agregaba el descender de pobladores y fundadores, por lo que se estimaba aún más dignos de aprecio. El procedimiento utilizado para establecer la posesión de limpieza de sangre y nobleza descrito arriba, se basaba en lo que testigos que conocían a la familia –y a sus antepasados inmediatos– contestaban a preguntas previamente formuladas. En el caso de don Tiburcio, la investigación se amplió para incluir hasta los consortes del abuelo y bisabuelo paterno, con el propósito de “clarificar más la posesión de limpieza de sangre”. Obviamente, las averiguaciones no podían extenderse a más de tres o cuatro generaciones pasadas ya que dependían de testimonios de sujetos que hubiesen conocido personalmente a los antecesores. El sistema utilizado en las justificaciones de limpieza de sangre y nobleza se asemeja bastante al discutido anteriormente con respecto al utilizado en los libros parroquiales en tanto dependía de la valoración que ejecutaban miembros de la comunidad. La diferencia era que en los procesos judiciales se citaban a personas conceptuadas como intachables, las cuales ofrecían su testimonio bajo juramento. Aunque 22. Archivo General de Indias, Santo Domingo, 2680.

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esto definitivamente tornaba el proceso en uno más formal y serio, no aseguraba la uniformidad de criterios, tal y como ocurría en el caso de los libros parroquiales. La Cámara de Indias refirió a la Contaduría General la petición de don Tiburcio junto a la evidencia ofrecida y las opiniones favorables de las autoridades políticas de la villa de Arecibo. No obstante, la evaluación que rinde este organismo no es propicia a Villafañe ya que juzga que la información o justificación que realizó el peticionario no ofrece mérito porque es bien sabido la facilidad con que se hacen éstas en los pueblos, y porque para tal clase de gracias, ha debido clasificar Villafañe su derecho en la Capital de la Isla ante los jefes superiores de ella, o que hubiera sido más acertado, en la Real Audiencia de Distrito, según la estipulación y espíritu de la ley…

Es decir, que la Contaduría General no cuestiona el método, ya que era el único disponible, sino que objetaba que este fuera puesto en marcha por las autoridades de Arecibo, en lugar de haber sido ejecutado por las autoridades superiores de la isla o por la Audiencia de distrito, como lo estipulaba la ley. La gesta de don Tiburcio por escalar peldaños dentro de la sociedad decimonónica había comenzado antes de solicitar que se le reconociese la condición de nobleza a su familia. Previamente había logrado que la Corona ratificara que descendía de prosapia limpia y honorífica. Esto sucede en 1809, cuando se propone comprar el puesto de regidor de la ciudad de San Juan. En esta ocasión, se vio obligado a practicar una serie de diligencias para acreditar sus “buenas cualidades y circunstancias”, que no era otra cosa que demostrar que provenía de una familia que gozaba de limpieza de sangre.23 Tales 23. Actas del Cabildo de San Juan Bautista de Puerto Rico (ACSJ). San Juan, Municipio de San Juan, 1968, tomo 1810-12, p. 65. Jay Kinsbruner discute la disputa que tuvo lugar en el Cabildo de San Juan cuando don Tiburcio aspira al puesto de regidor de esa ciudad. Para este autor el racismo en Puerto Rico era de tipo biológico; es decir, prejuicio y discriminación basado en fenotipo y color de piel. Su interés principal es comprobar la presencia o ausencia de prejuicio en contra de las personas libres no blancas en la zona urbana de San Juan durante el siglo xix. De ahí que interprete las discusiones que tienen lugar en el Cabildo de San Juan como una mera muestra del racismo que existía entre los miembros de las élites del país. El hecho de que las autoridades metropolitanas hubiesen habilitado a don Tiburcio como regidor se juzga como un indicio de la mayor tolerancia de estas autoridades con respecto a los asuntos raciales. Es decir, que su comprensión de lo racial no va más allá del simple reconocimiento de mayor o menor racismo o de las diversas

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gestiones rindieron fruto, ya que el rey Fernando VII le concede el título de regidor.24 No obstante, al momento de ser instaurado en el mismo, algunos de los miembros del cabildo impugnan su designación por juzgar que no tenía las cualidades requeridas para el puesto. Según sus adversarios, don Tiburcio no solo debía “a la naturaleza el desgraciado origen de mulato, sino que generalmente permanec[ía] en este concepto en su mismo pueblo….”.25 En otras palabras, no solo tenía un origen manchado, sino que había sido incapaz de rebasarlo. Ante tal agravio, don Tiburcio lleva su caso a la Audiencia de distrito, en donde se queja de que siendo un honrado padre de familia y habiendo nacido en una cuna distinguida, ve a otros audaces que se empeñan por quitarle esta distinción, amancillarlo (sic) y dejarlo a él y a todos los suyos marcados para siempre con la nota del vituperio.26

Desde el punto de vista del injuriado, la única forma de contaminar a una familia no era solo mediante ancestros impuros, sino también mediante el escarnio y el vilipendio, como era su caso. Tal deshonra dejaba una mancha que, a su juicio, era imposible de borrar. En efecto, el mero rumor era en ocasiones suficiente para provocar el desprecio de las familias más distinguidas.27 Este era, según don Tiburcio, el origen de las alegaciones en su contra. Según el escrito que somete a la Audiencia, sus opositores principales en el cabildo eran don Fernando y José María Dávila, cuya familia se había constituido en rival de los Villafañe desde que un primo segundo de don Tiburcio le había ganado un “ruidoso pleito” de disenso matrimonial a don Casimiro Dávila, primo hermano de don Fernando y tío carnal de don José María.28 Desde ese entonces, las dos familias se hallaban enemistadas, a pesar de que, como documenta el escrito, miembros de ambas habían contraído matrimonio y reacciones que puede suscitar un hecho natural incontestable (Kinsbruner, Not of Pure Blood…, ob. cit., pp. 39-40). 24. Archivo General de Indias, Santo Domingo, 2680. El título de regidor llano de la ciudad de Puerto Rico se remató por la cantidad de 150 pesos más la correspondiente media anata del 18%. 25. ACSJ, 1810-12, p. 71. 26. ACSJ, 1810-12, p. 68. 27. Irene Diggs, “Color in Colonial Spanish America”, The Journal of Negro History, vol. 38, núm. 4, 1953, p. 405. 28. Lamentablemente, el expediente de este caso en particular no pudo ser localizado en el transcurso de la presente investigación.

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que “los mismos hijos e inmediatos consanguíneos del regidor Durán de Villafañe, esta[ban] ligados con la familia de Dávila y que varios individuos que lleva[ban] este mismo apellido” denominaban a este como “tío, primo, sobrino y abuelo”.29 Más aún, el propio don Fernando había actuado como testigo de uno de los matrimonios entre miembros de ambas familias. Por tal razón, consideraba las acciones de los Dávila harto reprochables, ya que se trataba de una “conspiración contra su misma sangre”.30 Según el escrito que llega a la Audiencia, las objeciones de los Dávila brotaban de una confusión entre “el rumor indeterminado” y “la fama pública”. Se argüía que era posible que algunos de los Dávila hubiesen oído ciertos comentarios de sus mayores, pero que estos eran solo el producto de la pasión o la enemistad. Lamentan que no hubiesen acudido a fuentes confiables antes de lanzar sus acusaciones: Ellos, en lugar de ocurrir a los archivos y documentos auténticos a imponerse de la calidad y concepto en que se hallaba la familia de Villafañe, que son las únicas fuentes limpias en donde pueden beberse las verdaderas noticias, se acogieron (raro capricho) al pasquín anónimo que se había puesto aquel año por San Juan en la plaza y en el cual se amulateaba a cierta persona del pueblo por estar casado con una de la familia Villafañe.31

Son varias las cosas que resaltan de esta interesante explicación. De una parte, el rumor, con o sin fundamento, operaba como un dispositivo racializador, como lo atestigua la práctica de colocar pasquines en lugares céntricos de los pueblos, con la intención de imprimir una identidad a ciertos sujetos. En este caso en particular, se le imputaba una transformación racial a un individuo por haberse casado con una mujer de la familia Villafañe. Resulta interesante que esta instancia específica muestre de forma manifiesta que la mancha en el Puerto Rico decimonónico no necesariamente se concebía como heredada exclusivamente de algún ancestro. Como lo atestigua el pasquín, el matrimonio con alguien manchado le transmitía ese borrón al cónyuge. Para arrostrar esta delación, don Tiburcio expande la investigación y convoca a siete testigos adicionales, “naturales y vecinos septuagenarios y octogenarios”, para que atestiguaran sobre los enlaces distinguidos

29. ACSJ, 1810-12, p. 68. 30. ACSJ, 1810-12, p. 68 31. ACSJ, 1810-12, p. 67.

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contraídos por las Villafañe, así como los puestos sobresalientes que disfrutaban los cónyuges de estas.32 De otra parte, en el extracto citado arriba, se exhorta a los acusadores de don Tiburcio a que acudan a los “archivos” y a los “documentos auténticos” para que se informen sobre la “calidad y concepto” en los cuales se hallaba la familia Villafañe. Pero, ¿cuáles eran los archivos y documentos a los que se aluden? Como se ha venido planteando, los tribunales dependían de las justificaciones de limpieza de sangre que se practicaban a petición de los interesados, así como de las actas de bautismo y matrimonio que producían las parroquias. En este sentido, hay cierto grado de circularidad en todo el asunto de la dilucidación de identidades raciales en este contexto ya que, entre otras cosas, los tribunales dependían de los documentos conservados en los archivos parroquiales como evidencia que respaldara las reclamaciones que hacían los individuos ante ellos. De la misma forma, en ocasiones, los documentos eclesiásticos o civiles eran alterados por mandato de los tribunales. En efecto, cuando don Tiburcio gana su caso, la Real Audiencia y Chancillería de Cuba ordena eliminar de los libros capitulares “las expresiones injuriosas y denigrativas” lanzadas por sus opositores, para que “nunca [quedase] vestigio ni señal de la calumnia irrogada”.33 Trabajos como el de Ann Twinam han documentado de forma convincente que el concepto de raza en la sociedad colonial era altamente flexible, que permitía que un individuo ostentara más de un estatus racial simultáneamente. Según esta autora, factores tales como la raza o la legitimidad no eran necesariamente características inmutables asignadas al momento de nacer, sino que eran elementos que podían ser transformados, e incluso, alcanzados en el transcurso de la vida de una persona.34 Esta maleabilidad era posible porque las élites coloniales vivían en dos esferas. De un lado, estaba el mundo privado de la familia, los parientes y los amigos íntimos, los cuales compartían confidencias y gozaban de confianza, se apoyaban mutuamente y se promocionaban para alcanzar un mayor estatus en el mundo exterior. Del otro lado, se encontraba el mundo público, habitado por el resto de las personas, en el cual la conservación, adquisición o pérdida de la reputación estaba en las manos de las élites locales e imperiales. Tal escisión era lo suficientemente marcada para permitir que un individuo tuviera posiciones diferentes en una y 32. ACSJ, 1810-12, p. 65. 33. ACSA, 1810-12, pp. 77-78. 34. Ann Twinam, Public Lives, Private Secrets: Gender, Honor, Sexuality, and Illegitimacy in Colonial Spanish America. Stanford, Stanford University Press, 1999, p. 25.

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otra esfera. Es decir, que la habilidad que exhibían ciertos individuos para acrecentar su reputación, les permitía “pasar” como una persona de honor en la esfera pública, aunque privadamente no contara con todas las cualidades necesarias para gozar de esa posición.35 Twinam sitúa los antecedentes de esta práctica en España, en donde, siguiendo al historiador Antonio Domínguez Ortiz, señala que no todos los conversos eran discriminados de la misma forma. Riqueza o logros personales podían hacer que un converso creara una personalidad pública ampliamente aceptada, distinta a su realidad privada. Después de todo, conceptos tales como el de pureza de sangre o nobleza eran algo intangible, producto de la opinión humana. Un testigo podía jurar que una persona era de limpia y noble prosapia –aunque creyera lo contrario– siempre y cuando el borrón no fuera de dominio público. Para Twinam, la opinión pública era quien dictaba la última palabra, independientemente de cuáles fueran los hechos privados de la persona. La clara separación entre “la reputación pública” y “la realidad escondida” era lo que permitía que algunas personas “pasaran”, sin que se les tomara en cuenta los hechos de su nacimiento u origen.36 Aunque en términos generales el argumento de Twinam es muy persuasivo, sostengo algunas diferencias de importancia con el mismo, sobre todo en relación al concepto de “pasar”. Este se erige sobre la distinción opiniones públicas versus realidad escondida, lo parece sugerir que hay unos hechos inequívocos que anclan con certeza la identidad de los sujetos. Así, se presupone que los pormenores vinculados al nacimiento de las personas son fáciles de establecer, se prestan a una sola interpretación y que no son motivos de controversia o de apreciaciones distintas.37 Como se verá en los capítulos subsiguientes, este no siempre era es el caso. 35. Ibíd., p. 29. 36. Ibíd., pp. 49-50. 37. Véase, por ejemplo, Noble David Cook, “The Mysterious Catalina: Indian or Spaniard”, en Kenneth J. Adrien, The Human Tradition in Colonial Latin America. Wilmington, Scholarly Resources Books, 2004, pp. 77-94. En este artículo, Cook discute la polémica que surge en torno a los orígenes de Catalina, una joven criada que termina en medio de una gran controversia cuando su patrón, quien viajaba junto a su familia de Cartagena de Indias a España a comienzos del siglo xvii, es acusado a su paso por La Habana de tratar de introducir una india a la península, acción que estaba prohibida por la ley. Los acusadores del patrón alegaban que Catalina era una india de Cartagena mientras que este aducía que era una española que estaba bajo su cuidado. Luego de varios años de litigio, el patrón prevalece aunque la identidad u origen de Catalina nunca se establece con certeza. Según Cook, este caso demuestra lo difícil que resultaba mantener categorías de raza, casta y etnicidad claras e inequívocas en el volátil mundo colonial.

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De igual forma, la tajante separación entre la esfera pública y la privada que postula esta autora debe ser matizada. La documentación examinada en este trabajo sugiere de manera contundente que la frontera entre una y otra era permeable. Por ejemplo, tanto las autoridades metropolitanas como las autoridades locales dependían de informes confidenciales –reservados, se les llamaba en la época– para indagar sobre los pormenores de los casos y poder dictar una resolución. Estas averiguaciones trataban de establecer con certeza las circunstancias específicas de las personas involucradas y se adentraban en el mundo íntimo de los investigados. Las especificaciones que se hacían de las circunstancias de los individuos eran, en muchos casos, materia de debate y desacuerdos.38 En este sentido, la esfera privada no necesariamente proveía el terreno firme en el cual anclar los contenciosos procesos de asignación de identidades. En estos últimos, intervenían nociones encontradas sobre la posición que debía ocupar un individuo en la sociedad y valoraciones distintas de hechos particulares.39 En otras palabras, lo que posibilitaba que una persona transformara su condición social en el transcurso de su vida no era necesariamente el efecto de una “conspiración social” que ocultaba exitosamente una realidad contundente que le permitía “pasar” por lo que no “era”. Lo que facultaba la transformación de identidades era la existencia de nociones raciales fluidas e inestables, las cuales eran ordinariamente impugnadas y cuestionadas, lo que abría fisuras que posibilitaban que algunos individuos transmutaran su identidad racial.

Claves del discurso racial colonial: entre la mácula imborrable y la mácula lavable Para poder comprender la fluidez de los procesos de racialización en la Hispanoamérica colonial es preciso alcanzar a discernir el discurso racial que se gesta en España durante los siglos xv al xvii, el cual oscilaba entre dos polos opuestos: el de la mácula imborrable y el de la mácula lavable. Ambos extremos, los cuales marcaron los parámetros de la clasificación racial colonial, se remontan a la doctrina de pureza de sangre, la cual emergió en España en el siglo xv. La misma hacía referencia a la 38. Véase, por ejemplo, el caso de Valentín Pardo, que se discute en el capítulo 3 (p. 181). 39. Véase, por ejemplo, la sección titulada “La opacidad de los orígenes” en el próximo capítulo (p. 133).

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condición de ser libre de ascendencia judía, mora y hereje condenado por la Inquisición. En América, dicha noción fue ampliada para incluir a aquellas personas que descendían de negros o de una mezcla con estos.40 La importancia de probar la condición de puro se relacionaba con el hecho de que las posiciones de privilegio en la sociedad colonial, como por ejemplo, los puestos en el gobierno, la milicia y la Iglesia, así como la entrada a universidades y a las profesiones, se reservaban para los que gozaban de la condición de puros de sangre. Los impuros se consideraban indignos de alternar en esos espacios y su presencia resultaba ofensiva a los hombres decentes, tal y como se desprende de la real cédula que prohibía su entrada a colegios y universidades, así como graduarse de abogado: deseando remediar en su raíz este daño tan nocivo al público, como vergonzoso a los que no se hallan manchados con el feo borrón de un vilísimo nacimiento de zambos, mulatos y otras peores castas con quienes se avergüenzan de alternar y rozarse los hombres de la más mediana esfera…41

Además, se conceptuaban como portadores de las peores semillas y causantes de todos los males sociales, como expresa la Cámara de Indias en 1772 a raíz de una consulta que se le hace: a causa de las mezclas de negros, mulatos y otras castas, que suelen salir de tan mala índole, que parecen que son la raíz de todos los mayores excesos en América.42

En este sentido, los impuros parecen cargar una mancha imborrable que los descalificaba para ascender en la jerarquía social colonial y aspirar a alguna distinción social. 40. María Elena Martínez, “The Language, Genalogy, and Classification of ‘Race’ in Colonial Mexico”, en Ilona Katzew y Susan Deans-Smith (eds.), Race and Classification. The Case of Mexican America. Stanford, Stanford University Press, 2009, pp. 25-42. La Corona española le reconoció la condición de pureza de sangre a los indios. Véase “R. C. que se considere a los descendientes de caciques como nobles en su raza”, 1697, en Konetzke, Colección de documentos para la historia de la formación social, ob. cit., tomo I, pp. 66-69. 41. “R. O. sobre lo propuesto en cuanto a estatuto de legitimidad y limpieza de sangre para entrar en colegios y graduarse en las universidades y recibirse de abogados”, en Konetzke, Colección de documentos para la historia de la formación social, ob. cit., tomo I, p. 340. 42. “Consulta de la Cámara de Indias sobre habilitar a un expósito para obtener curatos y prebendas”, en ibíd., tomo I, p. 302.

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a los que con nombre de pardos o morenos se conocen en ambas Américas, todos provenientes de mezclas infectas, viciadas, con malos ejemplos y conducta réproba, que por lo mismo se han considerado, se estiman y tendrán en todos los tiempos por indignos e ineptos para los destinos que el estatuto, orden o práctica requieren la nobleza o legitimidad…43

La práctica de excluir a ciertos individuos de cargos públicos y otras distinciones se remonta a mediados del siglo xv en España. Aun antes de la promulgación de la primera sentencia-estatuto de 1449 en Toledo, en la cual se impedía el acceso de los conversos y sus descendientes a todo cargo público y privado, ya para 1437 en Aragón se había registrado una serie de quejas al papa sobre la exclusión de conversos de ciertos cargos. De igual forma, en Castilla varias minorías urbanas comienzan a aludir a la prosapia de sus rivales como estrategia para frenar la entrada de ciertas familias a puestos específicos.44 La sublevación anticonversa que da origen al estatuto de Toledo de 1449 sirvió de preludio a una serie de motines violentos en contra de los cristianos de origen judío en España que culminaron en la propagación de los estatutos de limpieza de sangre en diversas órdenes religiosas, universidades y oficios públicos y privados.45 Según Albert A. Sicroff, una de las máximas autoridades en el estudio de los estatutos, una de las razones subyacentes al surgimiento de dicha disposición fue el “redescubrimiento del judío en la persona del converso, que por este hecho, heredaba todas las acusaciones tradicionales dirigida en contra de los judíos…”.46 Esto, unido al surgimiento del resentimiento que provocaba en los llamados cristianos viejos el ascenso de los conversos en la pirámide social, económica e, incluso, religiosa de la época, creó una situación en la cual estos últimos se convirtieron en los “enemigos internos”.47 La expulsión del “enemigo externo” ocurre en el contexto de la caída de Granada y la expulsión de los judíos en 1492. Antes de eso, argumenta el reconocido filólogo español Américo Castro, no exis43. “Consulta del Consejo sobre la habilitación de pardos para empleos y matrimonios”, en ibíd., tomo II, pp. 824-825. 44. Henry Kamen, “Una crisis de conciencia en la Edad de Oro en España: Inquisición contra ‘limpieza de sangre’”, Bulletin Hispanique, vol. 88, núm. 3-4, 1986, p. 322. 45. Albert A. Sicroff, Los estatutos de limpieza de sangre. Controversias entre los siglos xv y xvii. Madrid, Taurus, 1985, p. 52. 46. Ibíd., 56. 47. Ibíd.

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tía España tal y como se conoce hoy. El territorio estaba compuesto de un conglomerado de personas de diversas religiones, las cuales dependían unas de otras para sobrevivir. No fue hasta que uno de esos grupos –los alegados cristianos viejos– echó mano de la noción hebrea de pureza de sangre, cuando la idea de que la autoridad emanaba de la sangre comenzó a emerger.48 La pureza de esta, en un sentido místico y mágico, en lugar de biológico, vino a justificar la superioridad del linaje cristiano.49 La interacción entre cristianos, judíos y musulmanes en la España medieval ha sido ampliamente debatida por los historiadores del siglo xx, sobre todo después de los excesos cometidos en contra de los judíos en la Alemania nazi. Aunque la tesis de la “convivencia” entre cristianos, judíos y moros identificada con Américo Castro ha sido rebatida por la de la “persecución” de Claudio Sánchez Albornoz, lo cierto es que lo extendido de las alianzas entre familias cristianas y judías en la Península Ibérica, así como las posiciones escaladas por muchos judíos, al menos antes de las conversiones forzadas de 1391, apuntan hacia un clima de tolerancia entre los tres grupos, aunque no necesariamente desprovisto de tensiones.50 Este clima de tensa convivencia culmina en 1492. Para ese entonces, los naturales que practicaban el islamismo se convierten en infieles y son expelidos figurativa y literalmente de la comunidad de la que habían formado parte anteriormente.51 Otro tanto ocurre con los judíos, quienes se ven obligados a convertirse o abandonar el país. Es precisamente en este contexto donde los conceptos católico y español se convierten en sinónimos.52 En efecto, hacia finales del siglo xv, España difería considerablemente del resto de Europa. No solo administraba grandes minorías religiosas en sus confines peninsulares, sino que, además, debía gobernar sobre las poblaciones no cristianas de su imperio ultramarino.53 El apercibimiento de su “rareza” con respecto al resto de Europa, lleva 48. Américo Castro, La realidad histórica de España. México, Editorial Porrúa, 1978. 49. Ivan Hannaford, Race. The History of an Idea in the West, Washington, The Woodrow Wilson Center Press, 1996, p. 149. 50. Jonathan Ray, “Beyond Tolerance and Persecution: Reassessing Our Approach to Medieval Convivencia”, Jewish Social Studies, vol. 11, núm. 2, 2005, pp. 1-18. 51. Deborah Root, “Speaking Christian: Orthodoxy and Difference in Sixteenth-Century Spain”, Representations, vol. 23, 1998, p. 119. 52. Ignacio Tofiño-Quesada, “Spanish Orientalism: Uses of the Past in Spain Colonization in Africa”, Comparative Studies of South Asia, Africa and the Middle East, vol. 23, núm. 1-2, 2003, p. 141. 53. Root, “Speaking Christian”, ob. cit., p. 119.

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la metafísica de la sangre a nuevos niveles de complejidad y abstracción.54 Así, el proceso de inventar una España blanca y católica, más cercana al imaginario de sus vecinos continentales, involucró la abyección de los otros con quienes habían convivido en comunidad anteriormente.55 Lo judío y lo moro se convierten en signo de lo foráneo y corrupto; de aquello que había que expeler para que la España blanca y católica emergiera. La invención de diferencias inmanentes entre los cristianos viejos, de una parte, y los infieles y herejes, de otra, es lo que permite que España se reinvente como un Estado ortodoxo digno de integrarse a la normatividad paneuropea.56 Es precisamente en este contexto, en el período que se extiende entre la expulsión de los moros y judíos de España y la llegada del primer negro a las colonias americanas en 1619, donde la palabra raza como una forma de designar al otro entró en las lenguas occidentales.57 En el idioma español la primera constancia que se tiene del vocablo ‘raza’ data de 1438, cuando el arcipreste Alonso Martínez Toledo la utiliza en su obra Corvacho como sinónimo de linaje. El empleo del concepto en este contexto no involucraba una carga ni positiva ni negativa.58 Simplemente se refería a la progenie de un individuo. No obstante, esta acepción no era la que se le otorgaba cotidianamente al término en la época. Antonio Nebrija, en su gramática de 1492 incluye dos significados para este vocablo. El primero es el de rayo de sol –“raça de sol”–, y el segundo, el de “raça del paño”, en el sentido 54. Gregory S. Hutcheson, “The Sodomitic Moor. Queerness in the Narrative of Reconquista”, en Glenn Burger y Steven F. Kruger (eds.), Queering the Middle Age. Minneapolis, University of Minnesota Press, 2001, pp. 99-122; George Maris cal, “Persiles and the Remaking of the Spanish Culture”, Cervantes: Bulletin of the Cervantes Society of America, vol. 10, núm. 1, 1990, p. 96. 55. Hutcheson, “The Sodomitic Moor”, ob. cit., pp. 116-117. 56. Hutcheson argumenta que uno de los tropos preferidos de la época para marcar la vileza de los infieles, por un lado, y la pureza de lo español, por el otro, era el de “moro sodomita”. Es justamente en el contexto de la modernidad temprana en España donde la sodomía se empieza a conceptuar como un pecado exclusivo del otro racial. Véase Hutcheson, ibíd. 57. Hannaford, Race, ob. cit., p. 147. 58. La discusión del origen etimológico de la palabra raza está basada en Max Sebastián Hering Torres, “‘Limpieza de sangre’ ¿Racismo en la Edad Moderna?”, Tiempos Modernos: Revista Electrónica, vol. 9, 2003-2004, disponible en y en David Niremberg, “Race in the Middle Ages: The Case of Spain and its Jews”, en Walter Mignolo y Maureen Quilligan (eds.), Rereading the Black Legend: The Discourses of Religious and Racial Difference in the Renaissance Empires, ob. cit., p. 78. Sobre la etimología del concepto raza en diversos idiomas, véase Hannaford, Race, ob. cit., p. 5.

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de defecto en la tela. Esta idea de raça como falta o imperfección aparece en el siglo xiv en el célebre Libro del buen amor del Arcipreste de Hita, cuando expresa: “non ay paño sin raça” y “[los monjes] con el dinero cumplen sus menguas e sus raças”.59 Asimismo, la idea de imperfección en la tela es la que recoge Covarrubias en el Tesoro de la lengua castellana, cuando incluye la siguiente definición: “raza en el paño, la hilaza que diferencia de los demás hilos de la trama”.60 La idea de raza como defecto o imperfección es justamente la que emerge en el contexto de las discusiones sobre limpieza de sangre en los albores del siglo xvii en España. La primera evidencia del uso del concepto raza en el ámbito de las discusiones de pureza de sangre se remonta a 1547, cuando el arzobispo Juan Martínez Silíceo la utiliza en el contexto de los debates en torno a los estatutos. En esa ocasión, la utiliza para referirse a los que tenían linaje de judíos o moros. No fue hasta 1599 cuando se tiene constancia del uso de esta palabra para denotar mancha o defecto en el linaje. Este dudoso honor le corresponde a fray Agustín de Salucio, quien para esa fecha redacta un escrito en el cual propone enmendar los estatutos. En el mismo utiliza numerosas veces el vocablo raça para referirse a los manchados, como cuando comenta la creencia generalizada de que “para tener raça basta un rebifsabuelo judío, aunque los otros 15 sean Cristianísimos y nobilísimos”.61 Ya para el siglo xvii muchos teólogos y estudiosos utilizaban el concepto de raza como sinónimo de “mácula” y de “sangre impura”. Dentro de este esquema, no importaba la proporción de sangre judía que tuviese un cristiano: una vez manchado, siempre permanecería así. Este es precisamente el significado que le otorga fray Francisco de Torrejoncillos en su obra Centinela de los judíos publicada en 1673, y reimpresa en 1728 y 1731.62 Según este, [Para] ser enemigos de Christianos […] no es necessario ser padre, y madre Iudios, uno solo basta: no importa que no lo sea el padre, 59. Leo Spitzer, “Raza del sol”, Hispanic Review, vol. 10, núm. 1, enero 1942, pp. 64-66. 60. Sebastián de Covarrubias Orozco, Tesoro de la lengua castellana o española, Madrid, 1674, folio 155v. Disponible en . 61. Fray Agustín Salucio, Discurso sobre los estatutos de limpieza de sangre (s. l. n. a. ¿1600?), edición facsimilar, Cieza, Antonio Pérez y Gómez, 1975, p. 13. 62. Henry Charles Lea, A History of the Inquisition of Spain, vol. 3, The Library of Iberian Resources Online, disponible en: .

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basta la madre, y esta aun no entera, hasta la mitad, y ni aun tanto, basta un quarto, y aun octavo, y la Inquisición Santa ha descubierto en nuestros tiempos que hasta distantes veinte un grados se han conocido judaiçar.63

Los manchados, es decir, los que tenían raza, eran conceptuados como una amenaza para la paz y prosperidad del reino. De ahí que la expulsión de los judíos de España, y más tarde de los moriscos, se juzgara como un paso vital para erradicar la mala semilla de la infidelidad. Dios había premiado a los españoles con el “descubrimiento” de las Indias por esta expulsión, según uno de los defensores de los estatutos de limpieza de sangre. Sin embargo, era menester mantener a raya a los descendientes de judíos, moros, luteranos y otras sectas, nuevamente convertidos, de modo que su “infecta raíz” no contaminase la “República cristiana” y se marginara a los que por derecho les correspondía manejar el gobierno; es decir, a los “limpios Cristianos viejos, sin raza, mácula, ni descendencia, ni fama, ni rumor de ello”.64 Para los propulsores de los estatutos, el mero rumor de mancha era tan malo como la mancha misma.65 Los descendientes de infieles, aun convertidos y guardando la fe, no podían escapar de la maldición de su origen. Cuenta Bartolomé Jiménez Patón de tres conversos, uno de los cuales, aunque esforzado en vivir la fe cristiana, contaba a sus amigos cómo tenía que vencer constantemente la tentación de judaizar que le venía de sus antepasados. Otro, no tan dedicado como el anterior, añoraba deshacerse de la parte judía en él, “porque conocía que lo que desdecía de hombre de bien en lo político, y civil, le procedía de ella”. El tercero dejó instrucciones a su albacea para que su hija no se casase con los de su casta, sino con hombre limpio de sangre, “porque conocía la ventaja que los así nacidos hacen a los afectos”.66 Curiosamente, hasta los defensores más acérrimos de la postura de la mancha perpetua, como era el caso de Jiménez Patón, admitían que emparentar con limpios de sangre beneficiaba a los manchados. Así, cuenta la historia de tres hermanos conversos, de los cuales uno se casa 63. Francisco Torencillos, Centinela contra los judíos, Pamplona, 1691. Citado en Hering Torres, “‘Limpieza de sangre’”, ob. cit., p. 1. 64. Bartolomé Jiménez Patón, Discurso en favor del santo y loable estatuto de limpieza de sangre (Granada 1638), edición facsimilar, Cieza, Antonio Pérez y Gómez, 1971, pp. 2, 8. 65. Kamen, “Una crisis de conciencia en la Edad de Oro en España”, ob. cit., p. 327. 66. Jiménez Patón, Discurso en favor, ob. cit., p. 4.

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con una mujer cristiana limpia de sangre, mientras que los otros dos lo hacen con conversas. Los casados con conversas regresan a su antigua fe y terminan todos quemados por la Inquisición. En contraste, el casado con la cristiana permanece en la fe. No obstante, a su juicio, la única retribución que podían esperar los cristianos viejos emparentados con conversos por la obra de mantenerlos en el redil era la divina, una vez llegaran a la eternidad. En el aquí y el ahora debían aceptar con humildad verse privados –así como sus descendientes– de honras y distinciones temporales. Es decir, que al pasar por alto los premios terrenales, obtendrían los eternos.67 El asunto del grado o la extensión de la maldición de la mancha mantenía divididos a los defensores de los estatutos y a los que reclamaban modificaciones en los mismos.68 Para los reformistas, el principio de la perpetuidad de la infamia era excesivo e injusto, sobre todo porque discriminaba a las principales familias del reino, las cuales se habían mezclado libremente con familias descendientes de judíos.69 Este es el caso del fraile dominico Agustín Salucio, quien en 1599 redacta un tratado en el cual aboga por imponer un término de prescrip-

67. Ibíd., p. 9. 68. El hecho de que los estatutos de limpieza de sangre recibieran muchas críticas en la época en que fueron promulgados ha sido interpretado por el hispanista Henry Kamen como un rechazo de la doctrina que los inspiró. De ahí que difiera de autores como Américo Castro y Albert Sicroff, los cuales le atribuyen una importancia considerable a los mismos en la historia de la nación española. A mi juicio, Kamen falla en comprender que muchos de los críticos de los estatutos, como, por ejemplo, fray Agustín de Salucio, no abogaban por su abolición, sino por su modificación. Como se verá más adelante, Salucio estaba de acuerdo con la exclusión de los nuevos conversos. Con lo que no estaba de acuerdo era con que esa exclusión fuera perpetua. Además, si la doctrina de la limpieza de sangre hubiese sido una ideología marginal en España, cómo explicar que la misma alcanzara tanto arraigo en la Hispanoamérica colonial. Este es un aspecto que Kamen no aborda. Para una discusión de la postura de Kamen, véase, de este mismo autor, “Una crisis de conciencia en la Edad de Oro en España”, ob. cit., pp. 322-356 y “Limpieza and the Ghost of Americo Castro: Racism as a Tool of Literary Analysis”, Hispanic Review, vol. 64, núm.1, 1996, pp. 19-29. Para una discusión sobre la importancia de las doctrinas de limpieza de sangre en Hispanoamérica, véase Martínez, Genealogical Fictions, ob. cit., pp. 7-17. 69. Según Sicroff, antes de la instauración de los estatutos, la nobleza de los cristianos viejos no dudaba en casarse con conversos, porque este tipo de alianza ofrecía la doble ventaja de ser una expresión de la caridad evangélica y de ofrecer, al mismo tiempo, la posibilidad de recuperar su situación económica. Además, no existía ningún obstáculo religioso ni civil para este tipo de enlace (Sicroff, Los estatutos de limpieza de sangre, ob. cit., p. 48).

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ción a los estatutos de limpieza de sangre.70 Su discurso, que recibió el respaldo de las más altas autoridades civiles y eclesiásticas –tales como los arzobispos de Toledo, Burgos y Valencia, el duque de Lerma y el inquisidor general, cardenal Niño de Guevara– abogaba por la unidad de España y la importancia de asimilar al otro religioso como estrategia para neutralizar la amenaza interna.71 El ideal de asimilar al “otro” –es decir, de convertirlo en “nosotros”– circuló ampliamente en la España del siglo xvi, como lo atestiguan los escritos de fray Bartolomé de Las Casas con respecto a los habitantes de las Indias Occidentales. En efecto, la dos posturas que animan la famosa Controversia de Valladolid que tuvo lugar entre el “Apóstol de los Indios” y el erudito y filósofo Juan Ginés de Sepúlveda en 1550, son similares a las esbozadas por los defensores de los estatutos y los que abogaban por reformarlos. De una parte, se encuentra la perspectiva de Ginés de Sepúlveda y la de los defensores de los estatutos, que postula diferencias infranqueables entre los indígenas/manchados y los cristianos/limpios de sangre. De otra parte, está el punto de vista de Las Casas y de los reformadores, que concibe la diferencia entre ambos pares como algo redimible, que podía salvarse. Sin embargo, esta exoneración no estaba exenta de cierta violencia, ya que la asimilación involucraba la supresión de la alteridad. El “otro” debía cesar de existir para convertirse en el “nosotros”.72 Tal máxima se aplicaba tanto al caso de los indígenas en América como al de los que tenían alguna raza en España. Aunque la polémica de Valladolid no redundó en un veredicto definitivo, son los argumentos de Las Casas los que guían las acciones de la Corona española con respecto a los indígenas. Más aún, según algunos estudiosos del tema, las ideas del dominico, que circularon ampliamente por España, sirvieron para atemperar los peores aspectos de la doctrina metropolitana de la pureza de sangre.73 El reto que supuso el enfrentamiento de “cristianos viejos” y la multitud de “cristianos nuevos” engendrados por la conquista y colonización de América no puede ser subestimado. En el centro de la 70. Salucio, Discurso sobre los estatutos de limpieza de sangre, ob. cit. 71. Vincent Parello, “Entre honra y deshonra: El Discurso de fray Agustín Salucio acerca de los estatutos de limpieza de sangre (1599)”, Criticón, vol. 80, 2000, pp. 139-153. 72. Tzvetan Todorov, La conquistad e América. El problema del otro. México, Siglo XXI Editores, 1998, pp. 157-181. 73. Hannaford, Race, ob. cit., pp. 149-150; Silvio Zavala, New Viewpoints on the Spanish Colonization of America, Philadelphia, University of Pennsylvania Press, 1943.

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rearticulación del nuevo circuito comercial que marcó la emergencia del dominio de Occidente, se hallaba también la reorquestación del imaginario racial y patriarcal.74 La idea de la impureza de sangre como una cualidad indeleble se topó con el desafío que suponía una conquista cuya misión explícita era la creación de cristianos nuevos.75 De ahí que el complejo problema de la asimilación del “otro” no solo cautivó a Las Casas, sino que inspiró profundas reflexiones teológicas y filosóficas, como por ejemplo las que tuvieron lugar en la Universidad de Salamanca en el siglo xvi.76 Ello fue estimulado en gran medida no solo por preocupaciones de tipo moral, sino por la urgencia de contrarrestar la llamada Leyenda Negra que achacaba a España la misma condición de bárbaros que los españoles adjudicaban a los indígenas y africanos.77 Tal es el contexto que aviva la discusión sobre los estatutos de limpieza de sangre en España durante el siglo xvii y que, sin duda, influye en el pensamiento de reformadores tales como fray Agustín de Salucio. El discurso reformador de Salucio exaltaba la importancia de mantener la estabilidad y honor de la república y de su cabeza, la monarquía. Una nación era tan virtuosa como sus habitantes. Para él era inaceptable que sus vecinos europeos, los cuales también se habían mezclado libremente con los judíos en el pasado, se consideraran cristianos viejos indubitables, mientras despreciaban a los españoles por considerarlos manchados. Esto era, en su opinión, consecuencia de los estatutos. 74. Walter D. Mignolo, Historias locales/diseños globales: Colonialidad, conocimientos subalternos y pensamiento fronterizo. Madrid, Akal, 2003, p. 88. 75. Thomas Ward, “Expanding Ethnicity in Sixteenth-Century Anahuac: Ideologies of Ethnicity and Gender in the Nation-Building Process”, MLA, vol. 16, núm. 2, 2001, p. 434. 76. Dominique de Courcelles, “Managing the World: The Development of Jus Gentium by the Theologians of Salamanca in the Sixteenth Century”, Philosophy and Rhetoric, vol. 38, núm. 1, 2005, pp. 1-15. Para una discusión de los debates jurídicos y teológicos en torno a la esclavitud, véase Liliana Obregón, “Críticas tempranas a la esclavización de los africanos”, en Claudia Mosquera, Mauricio Pardo y Odile Hoffman (eds.), Afrodescendiantes en las Américas. Trayectorias sociales e identitarias. Bogotá, Universidad Nacional de Colombia/Instituto Colombiano de Antropología e Historia/Institut de Recherche pour le Devélopment/Instituto Latinoamericano de Servicio Legales Alternativos, 2002, pp. 423-452. 77. La “Leyenda Negra” es el nombre que se le otorga en el siglo xx a la forma en que las demás potencias europeas caracterizaban a España en el siglo xvi. Según reza esta leyenda, la brutalidad desplegada por los españoles en el proceso de colonización de los territorios americanos no era otra cosa que producto de su ignorancia, atraso y fanatismo religioso. Véase Margaret R. Greer, Walter D. Mignolo y Maureen Quilligan, “Introduction”, en íd. (eds.), Rereading the Black Legend, ob. cit., pp. 1-3.

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En Francia, por ejemplo, no se distinguía entre los cristianos; todos eran conceptuados como viejos y fieles. No existía memoria de lo que pudo haber pasado anteriormente. En España, de otra parte, el hecho de que se excluyera a muchos por manchas que en ocasiones databan de siglos atrás, hacía que en el extranjero se pensara “que eran gente baja, al talle de los moriscos”.78 La consecuencia de esta práctica era que el resto de Europa mirara a los españoles como inferiores. Lo que de aquí fe colige con evidencia es, que cõmunmente los eftrageros toman ocafiõ de nueftros eftatutos para defpreciar nuestra nació, y para hazer fuertes en ella, y llamar a los Españoles marranos a boca llena, y recartarse de ellos.79

Según Salucio, era impensable que se excluyera de la religión a “caballeros principales y de gran cristiandad y valor, la gente más católica del mundo” por el mero hecho de tener algún “rebisabuelo” con raza. Se preguntaba cómo era posible que un individuo que tuviera quince rebisabuelos nobles y calificados, y solo uno de casta de moros o judíos, “pierda por el uno, más de lo que gana por los quince”.80 No le parecía justo deshonrar “quince beneméritos” por castigar a “un miserable”. Así, debían pesar más los quince antepasados limpios para honrar y calificar al nieto, que uno para deshonrarle. La sangre limpia debía pesar más que la contaminada. Para Salucio, gran parte del problema con el asunto del linaje residía en la memoria. Por ejemplo, muchos de los conceptuados como limpios en España descendían de los hijos y nietos de los moros y judíos convertidos en tiempos de los reyes Alfonso X el Sabio, Enrique II de Trastámara y Juan II de Castilla. En ese entonces, los conversos fueron admitidos con todas las honras, por lo que no se tenía memoria de su mancha y eran considerados cristianos viejos. Tampoco se aplicaba la regla de la mancha a los convertidos antes de los tiempos de Alfonso X porque la limpieza consiste en cristiandad inmemorial de los ascendientes, y no hay memoria de quien son los que descienden del que á tanto que se convirtió: porque como entonces no eran inhábiles sus hijos, ni habían estatutos, ni Inquisición, no se paraba tanto en estas notas y diferencias, y así el tiempo las ha cubierto con la capa del olvido.81 78. Salucio, Discurso sobre los estatutos de limpieza de sangre, ob. cit., p. 45. 79. Ibíd. 80. Ibíd., p. 31. 81. Ibíd., p. 5.

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Lo mismo ocurría con la “gente baja” u “ordinaria”: como no se sabía quiénes eran sus abuelos o tatarabuelos, se presumía que eran limpios y, en muchas ocasiones, se consideraban mejores que los descendientes de grandes, nobles y padres honrados, por el simple hecho tener estos algún tatarabuelo infame. El inconveniente con estos últimos era que descendían de antepasados reconocidos, con linajes ampliamente esclarecidos. De ahí, que se tuviera constancia del más mínimo demérito. Estos, a juicio de Salucio, eran personas honradas, distinguidas y de buenos principios cristianos. Su afrenta no era la mancha en sí, sino más bien que se tuviese constancia de ella. Después de todo, según Salucio, el grueso de los españoles descendía de “moros, judíos, y de todo lo asqueroso del mundo”.82 El distinguido fraile dominico llega a esta conclusión mediante un ejercicio matemático. Suponía una pareja que tenía 30 años al momento de concebir su primer hijo, conjetura que reconocía como bastante conservadora, ya que para esa época la gente comenzaba a reproducirse desde edades más tempranas. Al cabo de 600 años se habrían procreado veinte generaciones; es decir, más de un millón de descendientes. ¿Podría alguien jurar que entre ese enorme cúmulo habrían únicamente limpios de sangre? Aparte de que Salucio lo encuentra altamente improbable, es un reclamo que resultaba imposible de documentar con certeza. Por un lado, Salucio temía que los escrúpulos de los defensores de los estatutos pusieran en juego la seguridad del reino, pues el caudal de limpios se iría reduciendo cada día más, ya que los descendientes de los manchados se mantendrían siempre manchados, mientras que los de los limpios terminarían también manchándose. Según él, no había “peste en el mundo tan contagiosa, y el aire de ella solo basta para inficionar, y donde quiera que entra la mancha no es posible que salga, y la poquita levadura corrompe toda la masa”.83 No había forma de evitar, ya fuese por afición, necesidad o ignorancia, que los limpios terminaran machándose. Por otro lado, el número de enemigos internos crecía día a día en el caso de los moriscos, quienes vivían dentro de comunidades cerradas y continuaban multiplicándose, “porque no hay persona de ellos, que no se case antes de los 20 años, y ni los consumen las guerras, ni las

82. Ibíd., p. 3. 83. Ibíd., pp. 25-26.

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Indias, ni los presidios del Flandes, ni de Italia, ni de su casta hay fraile, ni monja, ni clérigo, ni beata: todos multiplican como conejos”.84 Al ritmo que iba la cosa, en pocos años el número de limpios se iría extinguiendo y la calamidad caería sobre España. La única forma de cambiar el curso de estos eventos era señalando un término de prescripción –una “traza”– a partir del cual no se hurgaría en el pasado de la gente. Los estatutos, argumentaba Salucio, eran consecuencia del “justo recelo” que inspiraban los individuos pertenecientes a la casta de judíos y moros. Sin embargo, había que distinguir entre los “cristianos de corazón” y “seguros en la fe” de los “peligrosos y de mala sospecha”. Entre estos últimos se encontraban los moriscos de Granada, Aragón y Valencia, así como los judíos provenientes de Portugal. Esta clase de moriscos, por ejemplo, no daba muestra de una conversión sincera, ni ofrecía señal alguna de sus creencias, ni de piedad cristiana. Peor aún, rehusaba mezclarse con los cristianos viejos. En casos como este, se justificaba totalmente el recelo. La república no debía fiarse de ellos, ni honrarlos, ni darles armas en su contra, hasta que no actuasen de forma convincente como verdaderos cristianos. Por tal razón, Salucio no abogaba por la erradicación total de los estatutos. Lo que proponía era un período razonable de exclusión en el cual los manchados pudiesen enmendar sus errores y probar que eran dignos de ser parte integral del cuerpo social. Aunque no propone un plazo específico, un lapso de cien a ciento cincuenta años le parecía razonable.85 Después de todo, el propio Creador había fijado un plazo de cuatro generaciones para castigar a los que le habían sido infieles.86 Aun así, le preocupaba que el aislamiento de los moriscos fuese indicio de un deseo secreto de que los moros volviesen a España y fuesen premiados por haberse mantenido diferenciados del resto de la población. Una solución a esta amenaza había sido propuesta por el arzobispo de Toledo, García Loaysa y Girón, quien apoyándose en un concilio antiguo, opinaba que el mejor remedio para obligar a los moriscos a integrarse a la comunidad cristiana era prohibiendo el matrimonio entre ellos, compeliéndoles así a que se casaran fuera de su 84. Ibíd., p. 25. 85. Ibíd., p. 19. 86. Salucio se refiere a las menciones que se hacen en el Antiguo Testamento acerca del castigo de Dios a los padres malvados, el cual se extiende hasta la tercera y cuarta generación. Véase Éxodo 20:5 y 34:7; Números 14:18 y Deuteronomio 5:9, Sagrada Biblia, edición de Reina Valera, 1960.

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grupo. Aunque Salucio admitía que este era un gran “remedio para la religión; no sólo por la amistad, sino también por el testimonio de tan estrecha compañía”, opinaba que podía ofrecer otros inconvenientes, como por ejemplo, afrentar a los que emparentaran con ellos. Por eso prefería la limitación de los estatutos, porque sin establecer prohibiciones sobre el casamiento, alentaba el matrimonio exógeno. Y así parece que haría mejor efecto el favor, si se diese traza como a los mismos moriscos les estuviese bien para honra y comodidad de sus hijos y nietos, como si de aquí en adelante no le obstase, para las honras comunes al nieto, el tener dos abuelos moriscos, si los otros dos no lo fuesen, y poco a poco se fuese tomando seguridad de ellos, y juntamente se les fuese abriendo las puertas a honras mayores. Y si con esta traza, se viese que no se valen del favor, justamente se podría usar del rigor que dice el Señor Arzobispo. Y no le faltaría con quien casar: que la misma traza serviría de que no se despreciase la demás gente pobre de casar con ellos: y dentro de 100 años no habría memoria de quien lo fue, ni de quien desciende de ellos: al modo que los más de los judíos (que no eran menos infames) se convirtieron en cristianos viejos con gran provecho de sus almas y utilidad de la república.87

La mezcla que proponen tanto Salucio como el arzobispo de Toledo no es biológica, en el sentido moderno, sino de personas que mediante el ejemplo, los buenos hábitos y la convivencia cercana fueran olvidando sus ancestros infames y se transformaran en “cristianos de corazón”. Así, la sangre cristiana terminaría lavando la mancha. Según Salucio, no existía nobleza que no tuviera algún principio, ya que esta se originaba siempre por merced del rey. El monarca debía abrir su “tesoro de honras” no solo para reconocer a los limpios de sangre, sino para premiar a los vasallos que le hubiesen servido bien. Esto solo podía redundar en el beneficio de la república. ¿Quién habría de esforzarse y brillar en el servicio a sabiendas de que no obtendría nada a cambio por culpa de algún ancestro? Más aún, la conducta excelente de los vasallos servía como señal de su valía; es decir, como evidencia de que lo noble que tenía en sí pesaba más que lo indigno que pudiese venirle de algún antepasado. Y cuando hay evidencia, de que un caballo es admirable de talle y de obras, sería desatino atenerse a la presunción, de que la casta era ruin. Pues quien no ve, que es mayor disparate, querer que a la presunción 87. Salucio, Discurso sobre los estatutos de limpieza de sangre, ob. cit., p. 23.

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ruin que podía haber de un hombre por su abuelo, se dé más crédito que a la evidencia, de que es hombre para estimar en mucho.88

88. Ibíd., p. 33. Autores como Nirenberg argumentan que el uso frecuente de vocablos como raza y casta, los cuales se asociaban en la España de los siglos xvi y xvii, entre otras cosas, con la cría de ganado, evidencia que las nociones raciales premodernas que circularon en ese contexto, aunque distintas de las modernas, vinculaban el comportamiento y la apariencia con la naturaleza y la reproducción biológica. Añade que, aunque las ciencias naturales sobre las cuales se basaban dichas asociaciones no eran las del siglo xix, las conclusiones que generan son sorprendentemente similares a las de la época moderna. Para él, la utilización de figuras retóricas que asociaban el engendramiento de animales con la generación de individuos evidencia que la idea de la reproducción de la cultura se hallaba inserta en la reproducción de la carne, y por ende, que en esa sociedad existía una relación entre “biología” y “cultura”. Véase Nirenberg, “Race and the Middle Ages”, ob. cit., pp. 77-79. Personalmente no comparto esta interpretación. Para comenzar, los diccionarios de la época, como por ejemplo, el Tesoro de la lengua castellana o española (1611) de Sebastián de Covarrubias, no presentan entradas para los conceptos de procreación, reproducción y, muchísimo menos, para el de biología, el cual es bien sabido que es una noción decimonónica. De hecho, la acepción biológica de la herencia no aparece en el Diccionario de la Real Academia hasta bien entrado el siglo xx. Todo esto sugiere que las nociones de procreación en términos biológicos no formaban parte de los imaginarios de la primera modernidad. Aunque es cierto, como bien apunta Nirenberg, que el Tesoro de la lengua castellana de Covarrubias ofrece como primera definición de raza la que él cita en su texto –“casta de caballos castizos a los que señalan con hierro para que sean conocidos”–, en mi opinión, concluir que esta definición o que metáforas que aludan al “talle” o a los “orígenes” de individuos o animales, como ocurre en la cita de arriba, evocan diferencias biológicas y/o somáticas es producto de una lectura moderna –o, mas bien, anacrónica– de las fuentes. Para comenzar, él mismo admite que las gentes medievales tenían muchísimas formas de pensar la transmisión de características culturales de generación en generación sin la necesidad de invocar la naturaleza o a la reproducción biológica (p. 81). Pensar que alusiones a la genealogía remiten indefectiblemente a la carne y a la biología es, como apunté anteriormente, un sesgo moderno. En segundo lugar, si los resultados del engendramiento tanto de animales como de individuos se consideraban en la época claramente inscritos en el cuerpo, ¿por qué marcar a los caballos castizos con hierro o porqué sumergirse en investigaciones genealógicas para tratar de determinar el linaje de un individuo? De otra parte, el diccionario de Covarrubias ofrece una segunda definición del concepto de raza que, a mi juicio, es más acorde con las concepciones raciales de la primera modernidad. La misma lee: “la hilaza que diferencia de los demás hilos de la trama”, refiriéndose a un defecto o imperfección en la tela o el paño (véase discusión anterior en este capítulo). Asimismo, el propio Covarrubias establece que “la raza en los linajes se toma en mala parte, como tener alguna raza de Moro, o Judío”. Es decir, que tener ancestros moros o judíos se consideraba una imperfección o defecto. Este significado se aleja de la definición que privilegia Nirenberg, en la cual la casta remite a la buena descendencia. En la Hispanoamérica colonial las castas eran los grupos manchados o que portaban defectos de sus ancestros.

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De ahí que la conducta de los individuos no pudiera separarse de los conceptos de honor de la época. El proceder de estos, tanto pública como privadamente, era una señal de la nobleza o infamia que podían llevar en sí. En España había muchas personas de valor que podían aumentar el honor y la dignidad de la monarquía y de la república. Sin embargo, se hallaban marginadas por el rigor de los estatutos, lo que resultaba perjudicial para la nación. Como fundamento para reconciliar esta discordancia, Salucio proponía la disimulación y el perdón.89 Es decir, que era menester tirar una línea, una raya, que marcara un nuevo comienzo para los manchados que se hubiesen asimilado. De existir alguna memoria de lo ocurrido anteriormente, debía perdonarse y disimularse, por el bien de todos, hasta que se disipara el totalmente el recuerdo. Aunque el Discurso de Salucio nunca fue aprobado formalmente –de hecho, se ordenó recoger todos los ejemplares en circulación–,90 las ideas que discute circularon ampliamente, no solo en España, sino también en el llamado Nuevo Mundo. En efecto, como ya ha sido señalado, las reformulaciones de la doctrina de pureza de sangre se gestaron en conjunción con los desafíos filosóficos y prácticos que conllevó la gesta colonial. Más aún, voces subalternas, como las del Inca Garcilaso de la Vega, por ejemplo, han sido destacadas como importantes contribuciones al debate sobre los estatutos de limpieza de sangre.91 Así, dicha doctrina, con sus polos que fluctuaban entre la idea de la mácula imborrable y la mancha lavable, cobró vida propia en las colonias, sirviendo de base para las ideas raciales que se gestaron en la región.

La doctrina de la limpieza de sangre en el contexto Hispanoamericano colonial La visión de raza como sinónimo de sangre impura o de mancha en la ascendencia circuló ampliamente en Puerto Rico durante el siglo xix. Curiosamente, el procedimiento utilizado por las autoridades políticas 89. Salucio, Discurso sobre los estatutos de limpieza de sangre, ob. cit., p. 32. 90. Antonio Pérez Gómez, “Noticia bibliográfica”, en Salucio, Discurso sobre los estatutos de limpieza de sangre, ob. cit. 91. José Rabasa, Writing Violence on the Northern Frontier: The Historiography of Sixteenth-Century New Mexico and Florida and the Legacy of Conquest. Durham, Duke University Press, 2000, p. 219.

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de la isla para establecer si una pareja era de “igual condición y clase” cuando surgía oposición paterna al matrimonio, era una copia del que se instituyó en España para presentar las pruebas de sangre necesarias para ingresar en las instituciones regidas por los estatutos. En el caso de España, el proceso consistía en una investigación genealógica en la cual los informantes de la institución en cuestión viajaban a los lugares de origen de los solicitantes y sus familias e inquirían de testigos sobre un posible antepasado judío o musulmán. En caso de que los testigos no tuviesen conocimiento personal de la reputación del solicitante y su familia, entonces se recurría a la “voz pública y fama”, es decir, al concepto del que gozaran dentro de su comunidad.92 En Puerto Rico, el gobernador ordenaba que se tomaran informes reservados, solicitando información sobre la “calidad” y “circunstancias” de los novios a hombres distinguidos y de antigüedad en el pueblo de origen de los contrayentes. Usualmente, se le ordenaban estos informes al alcalde, párroco, jefe de milicias o síndico del pueblo. De no tener ellos conocimiento de primera mano sobre las personas involucradas, contactaban con hombres decentes y de probidad, preferiblemente ancianos que conocieran a los padres y abuelos de los contrayentes por ambas líneas, quienes informaban sobre la “clase” o grupo racial al que pertenecían las familias y si había algún “borrón” o “mala nota” en su genealogía. Asimismo, era usual que los informantes aludiesen a la “reputación” y “fama” de las familias en cuestión. El tema de la maldición de una genealogía manchada es tratado por Alejandro Tapia y Rivera en su obra La cuarterona. Este drama, publicado por primera vez en 1867, narra las vicisitudes de un amor malogrado entre una cuarterona llamada Julia y Carlos, el hijo de una condesa. En un momento de desesperación, cuando Julia se da cuenta de que su amado se va a casar con otra mujer de su mismo nivel social exclama: Una mancha que debe ser muy visible, porque todos la ven, todos me la echan en cara. ¡Cuando todos lo dicen!... Y sin embargo, esta mancha no es la del crimen: la tuve desde mi primer instante, nací con

92. Hering Torres, “Limpieza de sangre”, ob. cit., p. 8. Para una exposición del procedimiento para juzgar la limpieza de sangre establecido por la Iglesia de Córdoba, véase Sicroff, Los estatutos de limpieza de sangre, ob. cit., p. 121. Para una discusión del antes mencionado proceso en el caso de la Nueva España, Martínez, Genealogical Fictions, ob. cit., pp. 65-70.

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ella… ¡ah! ¡Si pudiese borrarla! ¡Dicen que soy bella… ja… ja… ja…! ¿Cómo puede serlo con esta mancha? Ella es mi pecado original, ¡pero sin redención, sin redención!...93

Aquí se aprecia claramente la idea de raza como una mancha imborrable, de la que no se puede escapar; un pecado irredimible. El segundo polo en el cual se ancla la clasificación racial en las colonias españolas está vinculado con la necesidad que tenía la Corona de contar con la lealtad incondicional de todos sus súbditos, incluyendo aquellos que provenían de un origen manchado, y de beneficiarse de sus esfuerzos y logros. En otras palabras, como había señalado Salucio dos siglos antes, la fortaleza de la nación española demandaba la asimilación del “enemigo interno”. Las llamadas “castas ínfimas”, como ya se ha visto, estaban excluidas de ascender socialmente. Desde esa perspectiva, no tenían ningún incentivo para contribuir al bienestar social general ni para alejarse –en el plano personal– de aquellas prácticas y conductas que los definían en la opinión de algunos como las “heces de la República”.94 En una opinión emitida por el Consejo de Indias en 1806, esta situación se plantea de manera clara: Bajo esta situación es cierto que destituidos de toda esperanza de mejorar de suerte, de contrastarse en la esfera general de los demás vasallos y de recibir el galardón proporcionado a sus virtudes morales, políticas y civiles, cabe se retraigan de practicarlas y arraiguen y afiancen en sus naturales desórdenes y malas inclinaciones, muchos de ellos que con el estímulo del premio y recompensa las destruyeran, haciéndose ciudadanos útiles al Estado y a la patria por un triunfo nada extraño al poderoso imperio que ejerce en el corazón del hombre la ambición y el deseo de adelantar fortuna y adquirir empleos, honras y dignidades…95

Sin embargo, eliminar las barreras que establecían diferencias entre grupos raciales resultaba impensable dentro una sociedad en la cual la 93. Alejandro Tapia y Rivera, La cuarterona. San Juan, Instituto de Cultura Puertorriqueña/Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 2003, p. 138. 94. El provincial de Religiosos Observantes de Guatemala en una comunicación enviada al rey de España el 3 de octubre de 1802 se refiere de esa forma a los zambos y mulatos. “Consulta del Consejo sobre la habilitación de pardos para empleos y matrimonios”, en Konetzke, Colección de documentos para la historia de la formación social, ob. cit., tomo II, p. 827. 95. Ibíd.

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seguridad, el orden y el buen gobierno estaba fundado precisamente sobre ese sistema de clasificación: se ha conservado y se conserva en aquellos dominios ultramarinos la firme idea del origen o nacimiento manchado con semejantes notas, para no alternar con los sujetos que las padecen, ni admitirlos a ciertos actos y destinos, y si es innegable que en el estado monárquico son de una suma importancia a su subsistencia y buen régimen las diversas jerarquías y esferas, por cuya gradual y eslabonada dependencia y subordinación se sostiene y verifica la obediencia y respeto del último vasallo a la autoridad del soberano, con mucha más razón es necesario este sistema en América, así por la mayor distancia del trono, como por lo numeroso de esta clase de gentes que por su viciosa derivación y naturaleza no es comparable a la del estado llano de España y constituye una especie muy inferior, ofreciéndose en extremo reparable que los hijos o descendientes de esclavos conocidos como tales, se sientan y alternen con los que derivan de los primeros conquistadores o de familias nobles, legítimas, blancas y limpias de toda fea mancha.96

De otra parte, mantener totalmente excluidos a estos grupos era riesgoso para la Corona, ya que este repudio no hacía sino alimentar la displicencia del “enemigo interno”. El Consejo reconocía esta contradicción y decide resolverla creando un sistema en el cual aquellos miembros de las castas que se destacasen y que rindiesen servicios especiales a la Corona y a la sociedad serían distinguidos del resto de su grupo: Con estas miras para conciliar los dos opuestos extremos, de no admitirlos absolutamente a las gracias o de hacerlos indistintamente capaces de todas las honras que disfrutan los blancos en América, parecía conveniente dejarlos en disposición de solicitarlas a la piedad del soberano, en virtud de sus méritos y servicios singulares y extraordinarios … y en cuanto a los morenos y pardos que los que acrediten en toda forma y solemnidad con documentos fehacientes y no por información de testigos, su libre y legítima descendencia en cuatro generaciones, son capaces de todo oficio legítimo o cargo que sirve cualquiera del estado general o llano en España.97

De esta forma, la Corona crea el mecanismo para que individuos que se distinguieran dentro de su grupo racial tuvieran la oportunidad de solicitar gracias y reconocimientos al monarca, quien hacien96. Ibíd., p. 825. 97. Ibíd., p. 828.

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do uso de su piedad y sabiduría, las otorgaría a aquellos súbditos que, a su juicio, las mereciesen. No obstante, en una sociedad donde la organización y el orden social descansaban sobre categorías raciales explícitas y cuyo sistema de clasificación se realizaba dentro de los parámetros de blanco (entendido como superior) y negro (entendido como inferior), cualquier distinción positiva que se le hiciera a un individuo lo movía irremediablemente hacia la blancura, como demuestra la cita anterior. En ella se indica que aquellos morenos o pardos que pudieran acreditar formalmente descendencia legítima (“hijos legítimos” de “legítimo matrimonio”) y libre de esclavitud por cuatro generaciones podían aspirar a todos los oficios o cargos disponibles a las personas del estado general en España. A todos los efectos, esto los convertía en españoles del estado llano, los cuales eran conceptuados como blancos. Cabría preguntarse cómo podría imaginarse dentro de esta discursividad racial la posibilidad de que las “castas ínfimas”, manchadas por una estirpe a la que se le achacaban los peores defectos, pudiesen producir individuos que se distinguieran y dejaran atrás su terrible origen, máxime cuando su mancha era algo que los marcaba a ellos y a su descendencia de forma permanente. Después de todo, el propio Consejo de Indias, en la opinión discutida arriba, plantea, de una parte, que los negros y mulatos “por su viciosa derivación y naturaleza” no se podían comparar con las personas del estado llano de España por constituir “una especie muy inferior”. No obstante, en la misma opinión se abre la posibilidad para que aquellos que mantuviesen una descendencia “libre” y “legítima” por cuatro generaciones, fuesen aceptados en los oficios legítimos o cargos a la disposición de las personas del estado general en España, convirtiéndose a todos los efectos en españoles del estado llano. ¿De dónde saldrían estos individuos? ¿Qué proceso facilitarían su mejoramiento? Una clave para contestar esta pregunta la encontramos en la obra del destacado jurista del siglo xvii Juan de Solórzano y Pereira. En su libro Política indiana, este autor critica la opinión de aquéllos que sostenían que los criollos98 no debían participar del “derecho” y “estimación” que gozaban los españoles, ya que “degenera[ban] tanto con el cielo y temperamento de aquellas provincias que perd[ían] cuanto bueno les pudo influir la sangre de España”.99 En un lenguaje altamen98. Este autor define ‘criollo’ como hijos de españoles nacidos en las colonias. 99. Juan de Solórzano y Pereira, Política indiana. Madrid, Biblioteca Castro, 1996, 3 vols., I, p. 609.

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te metafórico, Solórzano refuta a sus oponentes alegando que ninguna región por destemplada que fuese dejaba de producir algunas virtudes; y más en el caso de América, que contaba con la sangre buena que los españoles dispersaban en la región: Y esto es aún más cierto, cuando a la región destemplada o viciosa se trasplanta el origen de otras mejores costumbres, porque entonces con esta mezcla se mejora mucho lo que se va propagando, y como el agua templa la fuerza del vino, así la sangre buena que se va derivando hace que pierda en todo o en parte la suya lo nocivo del cielo y suelo adonde se pasa…100

Si la sangre española tenía la suficiente vitalidad para transformar lo negativo que le pudiera representar el medioambiente americano, cuánto más regeneraría aquellas sangres manchadas por un origen viciado. En efecto, el cálculo de la proporción de sangre pura versus sangre contaminada que utilizaban los defensores de los estatutos en España para señalar la impureza de los manchados, se convirtió en un mecanismo para determinar la distancia de estos con respecto a la infamia de su pasado. Así, mientras más alejado se estuviera de la tacha, más cercano se estaba de la pureza. Esta es la óptica que reflejan los sevillanos Jorge Juan y Antonio de Ulloa durante su viaje a la Nueva Granada en 1735: El vecindario se divide en varias Castas producida por la unión de Blancos, Negros e Indios. El vecindario blanco se puede dividir en dos especies: una de los Europeos y otra de los criollos o Hijos del país. En las otras especies de Gente, las que se originan de la mezcla de Blancos y Negros, podemos contar la primera la de mulatos, después la de Tercerones, que proviene de Mulato y Blanco: los Cuarterones de Blanco y Tercerón y los Quinterones de Blanco y Cuarterón; ésta es la última que participa de las Castas del Negro. La generación de Blanco y Quinterón se llama Español. Antes de llegar al grado de Quinterones, se ofrece muchas intercadencias, porque entre el Mulato y el Negro hay otra casta que llaman Zambo, originada de mezcla de alguno de estos dos con Indio o entre sí; y se distinguen también según las Castas de donde fueron los Padres; entre el tercerón y mulato, cuarterón y tercerón y así en adelante son los hijos de Tente al Aire, porque ni abanzan (sic) a salir ni retroceden: Los hijos de Cuarterones o Quinterones por la junta con Mulatos o Tercerones, lo mismo que éstos y Negros tienen el nombre de salto100. Ibíd., vol. I, p. 611.

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atrás, porque en lugar de adelantarse a ser blancos han retrocedido. También todas las mezclas desde Negro hasta Quinterón con Indio se denominan zambo, de Negro, Mulato, Tercerón, etcétera. Estas son las Castas más conocidas y comunes; no porque deje de haber otras muchos (sic) que proviene de la unión de unos con otros y son de tantas especies y en tan grande abundancia que ni ellos saben discernirlas.101

El trayecto a la pureza estaba salpicado de sangre española. Cualquier desvío –entendido como cualquier unión que no involucrara a un español– hacía que se permaneciera en la infamia o que se hundiera aún más en ella. Esta noción es la que parece animar a la Audiencia de Santo Domingo cuando, en 1785, redacta el llamado Código Negro Carolino. En el mismo se describe el proceso de purificación de la sangre manchada o la ruta hacia la blancura: …y así se divide la población en negros esclavos y libres; éstos en negros y mulatos o pardos; los hijos de blanco y negra legítimamente casados, será la primera generación y segundo grado respecto al pardo; del matrimonio de éste con blanca resultará el tercero, llamándose sus hijos tercerones, cuarterones los de éstos con persona blanca; e hijos de mestizos los bisnietos, que se hallan en sexto grado de generación legítima, que deberán ser reputados por blancos si no se hubiese interrumpido el orden, en cuyo caso la persona retrocederá la generación según la calidad de la persona que la invirtiere.102

La diferenciación entre pardos en primer, segundo, tercero, cuarto y quinto grado en las sociedades coloniales de Hispanoamérica estaba bastante generalizada, lo que atestigua que la concepción de la “mácula imborrable” coexistía con la “mácula lavable” mediante las alianzas matrimoniales apropiadas.103 101. Jorge Juan y Antonio de Ulloa, Relación histórica del viaje a la América meridional, citado en Gutiérrez Azopardo, “Los libros de registro de pardos y morenos”, ob. cit., p. 127. 102. Konetzke, Colección de documentos para la historia de la formación social, ob. cit., tomo II, pp. 553-573. Aunque este código nunca llegó a implantarse, es útil para analizar las nociones raciales que circulaban en la época. 103. R. Douglas Cope describe el sistema de castas que emergió en México en el siglo xvii como un ordenamiento jerárquico basado en la proporción de sangre española que tuviese determinado grupo. Dicho sistema clasificatorio llegó a distinguir entre más de 40 grupos raciales o castas (R. Douglas Cope, The Limits of Racial Domination, ob. cit., p. 24). Según María Elena Martínez, en la sociedad

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Tal es la lógica que exhibe Bernardo Ramírez, maestro mayor de obras y fontanero de la Ciudad de Guatemala, quien, en 1783, solicita al rey le dispense a él y a sus hijos de la calidad de pardo. En su petición, Bernardo resalta sus ejecutorias en la arquitectura e hidráulica, y recalca cómo su inteligencia en el arte le había ahorrado una cantidad sustancial al erario público. Sin embargo, su argumento principal gira en torno a lo distante que se hallaba la mancha en su ascendencia, por lo que no tenía “nota” o señal que lo distinguiese de los españoles: si bien se hallaban tan distantes del exponente, que aun en la misma existimación no tenía nota que lo distinguiese de los mismos españoles, porque ni sus padres, ni abuelos fueron de color y nombre de negros y pardos, ni aun cuando de ellos tuviere alguna causa que le alcanzaba a él, por ser notorio el parto de mulata y blanco verificado en su abuela paterna salió ya en el concepto de tercerón; cuya sucesión con blanca produce el cuarterón, y borrando toda la nota pasada constituye la progenie, generación y familia en la clase de españoles, aun cuando mezclándose con la negrura perdiesen el rumbo que llevaban a lo blanco.104

En su opinión, el que se le considerara pardo nace “del error común de que cualquiera mancha en uno u otro individuo de la ascendencia es trascendental a toda la generación”.105 Para él, esa mancha se había lavado y por eso estimaba que le correspondía ser reconocido legalmente como blanco. novohispana, la mancha de la esclavitud era concebida como indeleble debido a la asociación que se hacía entre lo africano, la infidelidad y el pecado ancestral, razón por la cual la “sangre negra” se concebía como imposible de ser absorbida en el linaje puro y redimido de los cristianos viejos. Sin embargo, no ocurría así con la “sangre indígena”, la cual se consideraba redimible y capaz de ser integrada a la de los “cristianos viejos”. En efecto, la clasificación racial de las castas de la sociedad novohispana establecía claramente que la mezcla de un “castizo” y un “español” producía un español. En contraste, tal sistema no ofrecía alternativas para que personas con ancestros africanos pudieran alcanzar la condición de español. En otras palabras: en ese contexto el blanqueamiento era posible en el caso de los indígenas, pero no de los africanos y sus descendientes (Martínez, “The Language, Genealogy, and Classification of ‘Race’”, ob. cit., pp. 30-33). 104. “Consulta del Consejo de las Indias sobre la instancia de Bernardo Ramírez de que mediante hallarse infecta su prosapia con la nota de algunos enlaces con hembras mulatas, se digne V. M. declararle como a sus hijos y descendientes por ciudadanos capaces de obtener los empleos y honores que son propios de españoles y artesanos honrados”, en Konetzke, Colección de documentos para la historia de la formación social, ob. cit., tomo II, p. 531. 105. Ibíd., tomo II, p. 533.

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Las expresiones de Bernardo revelan un mundo social profundamente racializado. Ni sus padres ni abuelos exhibían color de negro ni de pardo, según él. A esto añade, que estos tampoco tenían nombres de negros o pardos, lo que sugiere la existencia de una mayor diversidad de marcadores raciales más allá de las meras características fenotípicas. En su caso particular, el Consejo revisa cuidadosamente su genealogía mediante un análisis de partidas de bautismo y casamiento. Del mismo se desprende que aunque muchos de sus ascendientes fueron “españoles legítimos”, tuvieron diferentes entronques con hembras mulatas y otras nacidas de ilegítimo consorcio, resultando además el que todas las referidas partidas se hallaban puestas en los libros donde se sientan las de los feligreses ordinarios, y con particularidad la de casamiento del mismo Bernardino Ramírez con Albina de Rivera, en la cual se da a uno y otro el título y denominación de mulatos libres.106

En este sentido, el rumbo hacia la blancura se había interrumpido en varias ocasiones, incluyendo su matrimonio con una parda libre. Sin embargo, el Consejo reconoce que sus ejecutorias en el campo de la arquitectura e hidráulica le merecían cierto tipo de distinción, pero no la de ser dispensado de la calidad de pardo, como había solicitado. Después de todo, este era el tipo de gracia que podía ser pasada a su descendencia y provocar “malas consecuencias y peores resultas entre los españoles notorios y los americanos de distinción”. Finalmente, le aconsejan al rey que le digne algún distintivo “puramente personal”, como una oficialía en el Batallón de Milicias de Pardos o una de las medallas que la Real Academia de las Artes ofrecía, a lo que accede el rey. En el caso de Bernardo, aunque se le distingue entre los de su grupo, la transformación a blanco no se completa.

La apertura del tesoro de las honras del rey: la legislación social borbónica La potestad para dispensar a una persona de su “oscuro origen” fue ejercida por los monarcas españoles desde mucho antes de que se institucionalizara en todo el imperio como parte de las Reformas Borbó-

106. Ibíd.

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nicas.107 Durante siglos, los monarcas españoles habían transformado conversos en cristianos viejos, plebeyos en nobles, descendencia ilegítima en legítima y no blancos en blancos.108 La administración borbónica lo que hace es organizar y sistematizar esta práctica. En 1795, por ejemplo, se promulga la Real Cédula de Gracias al Sacar, que añadía la dispensación de la calidad de pardo y quinterón a una serie de gracias que ya habían sido codificadas en decretos anteriores, comenzando en 1773.109 La misma establecía tarifas claras y uniformes para todo el imperio. Usualmente, esta legislación se interpreta como un ejemplo de lo liberal y hasta radical de las políticas sociales borbónicas. No obstante, investigaciones recientes realizan una evaluación mucho más cautelosa de la misma.110 Según Ann Twinam, las cláusulas raciales de la cédula de 1795 fueron añadidas al final, lo que parece corresponder más a un esfuerzo por incluir todas las gracias que tradicionalmente se concedían –y por aumentar y sistematizar los precios que se pagaban por las mismas– que a provocar una reforma racial. Esto queda evidenciado por el hecho de que la interpretación que hace el Consejo de Indias de la ley fue muy conservadora, inclinándose más a dificultar el paso hacia la blancura que a facilitarlo. Asimismo, el procedimiento utilizado por el Consejo para determinar si se otorgaba la gracia o no, se mantuvo igual al utilizado anteriormente. En el mismo se sopesaba cada caso según sus méritos y la decisión se tomaba según las circunstancias particulares de cada solicitante. Para esta autora, dicha legislación equiva-

107. Twinam, Public Lives, Privates Secrets, ob. cit., p. 307. Un ejemplo de esto lo hallamos en una comunicación que la reina de España le envía al obispo de Santo Domingo en 1529. En ella enumera las “grandes y continuas guerras” en las que el rey estaba embarcado para defender sus reinos de los turcos y moros, y la necesidad de recaudar fondos para sufragarlas. Entre las alternativas que menciona, le señala al obispo que existía la posibilidad de legitimar a personas bastardas y habilitarlas para heredar honras y oficios a cambio de que pagasen alguna cantidad de dinero a ser determinada en un futuro, según la “calidad de bastardía”. La oferta incluía la legitimación de hijos adulterinos y sacrílegos. AGI, Audiencia de Santo Domingo, 2280, Libro 1, fols. 11-13vo. Agradezco al doctor José Cruz Arrigoitia, del Centro de Investigaciones Históricas de la Universidad de Puerto Rico, que me facilitara una transcripción de este documento. 108. Twinam, “Pedro de Ayarza. The Purchase of Whiteness”, en Adrien, Colonial Latina America, ob. cit., p. 197. 109. Estelle Lau, “Can Money Whiten? Exploring Race Practice in Colonial Venezuela and its Implications for Contemporary Race Discourse”, Michigan Journal of Race & Law, vol. 3, núm. 2, 1998, pp. 432 ss. 110. Ann Twinam, Public Lives, Private Secrets, ob. cit., pp. 16-20.

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lió a letra muerta, sobre todo si se toma en cuenta la poca cantidad de gracias que el Consejo de Indias otorgó en ese renglón.111 Uno de los casos más conocidos de la compra de blancura mediante el mecanismo de gracias al sacar es el de José Ponceano de Ayarza, quien en 1794 solicita al rey que autorice la obtención de su grado de abogacía luego de haber completado estudios en la Universidad de Santa Fe de Bogotá.112 Aunque José Ponceano no menciona en su petición inicial la razón por la que las autoridades universitarias se negaron a concederle el grado, la investigación que realizan los funcionarios madrileños revela que lo que motivó dicha resolución fue su condición de mulato. La Universidad argüía que solo se limitaba a obedecer las leyes, ya que existía una cédula real de 1765 que excluía a los mulatos de obtener grados universitarios. La misma se promulgó a raíz de la petición que hiciera don Cristóbal Polo a la Corona para que se le reconociera su título de abogado, a lo que se negaban algunos abogados y miembros del Cabildo de Cartagena por reconocerlo como mulato. En esa ocasión, el rey, luego de tomar en cuenta los servicios y cualidades del peticionario, le concede el título de abogado, dejando claro que de ahí en adelante ninguna persona que careciese de “las calidades correspondientes” podía aspirar a obtener un grado universitario. A la luz de ese precedente, Madrid secunda la actuación de las autoridades universitarias con respecto a José Ponceano.113 111. Ibíd., pp. 306-311. 112. “The Case of Jose Ponseano de Ayarza: A Document on the Negro in Higher Education”, The Hispanic American Research Review, vol. 24, núm. 3, 1944, pp. 432-451. Según James F. King, el responsable de la publicación de este documento fue el profesor John Tate Lanning, quien lo encontró en el Archivo Histórico Nacional de Madrid (AHN, Archivo Colonial, Colegios, II, fols. 229-263). Unos años más tarde, mientras investigaba en el Archivo de Indias, el profesor King encuentra la dispensa de calidad de pardo de José Ponceano y la publica en James F. King, “The Case of José Ponciano de Ayarza: A Document on Gracias al Sacar”, The Hispanic American Historical Review, vol. 31, núm. 4, 1951, pp. 640-647. Porciones del caso Ayarza aparecen también publicadas en Rodulfo Cortés Santos, El régimen de “las gracias al sacar” en Venezuela durante el período hispánico. Caracas, Academia Nacional de Historia, 1978, 2 vols. Recientemente, Ann Twinam ubicó otros documentos relacionados con este caso en el Archivo de Indias (Archivo General de Indias, Panamá 292, núm. 2, 1803). Los mismos constan de tres peticiones posteriores a la de 1795, publicada por Lanning en 1944. Véase Ann Twinam, “Pedro de Ayarza”, ob. cit., p.2 08, nota 1. Desafortunadamente, solo he tenido acceso a las porciones publicadas del expediente. 113. Resulta interesante que en Madrid no se encontrara copia de la cédula de 1765, por lo que se solicita al rector de la Universidad de Santa Fe que proporcione un duplicado de la misma. Véase “The Case of Jose Ponseano de Ayarza”, ob. cit., p. 437.

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No obstante, un año después, en 1795, se promulga la Real Cédula de Gracias al Sacar, oportunidad que aprovecha Pedro Antonio de Ayarza, padre de José Ponceano, para presentar otra petición al rey. Pedro Antonio era un acaudalado comerciante de Portobelo, que había rendido servicios importantes a la Corona. Se había desempeñado como capitán de las milicias de pardos de su localidad por 20 años. Además, manejaba las finanzas de su parroquia, así como algunos negocios de la Orden de San Francisco en Panamá y había donado su sueldo para contribuir a la causa española en su guerra contra Francia. Era altamente estimado por las personas principales de Portobelo y tenía relaciones con comerciantes de Cádiz, Panamá y Cartagena. Era padre de tres hijos legítimos –José Ponceano, Pedro y Gaspar–, quienes desde muy jóvenes habían demostrado aptitudes especiales para las letras, por lo que los había enviado a Cartagena a estudiar. Cuando José Ponceano cumple veintiún años, deja esa ciudad junto a sus hermanos, a la sazón de doce y nueve años, para establecerse en Santa Fe de Bogotá y proseguir sus estudios. Allí, José Ponceano se granjea la estimación y el respeto de las élites bogotanas. A pesar de que alternaba con la flor y nata de Bogotá, Cartagena y Portobelo, y de que habitaba los espacios sociales reservados para los blancos limpios de sangre, tales como la universidad y los hogares de las familias principales, su condición de pardo no le permitía graduarse ni ejercer como abogado, profesión a la que aspiraba. Es este sentido, su trayecto hacia la blancura no se había completado. De ahí que su padre aprovechara las bondades que ofrecía la cédula de 1795. La solicitud de gracia de Pedro Antonio pone de manifiesto las complejidades de construcción de lo racial en la sociedad colonial. En su petición al rey, este suplica que se les permitiese a sus hijos la obtención de los grados a los cuales aspiraban y que se le otorgase la distinción de don, tanto a él como a sus hijos. Tal pretensión equivalía a alcanzar la dispensación de la calidad de pardo, ya que solo los blancos limpios de sangre –personas de honor– eran dignos de ser llamados don, graduarse en universidades y ejercer profesiones. Esta circunstancia no pasa desapercibida para autoras como Twinam, quien agudamente señala que para pasar al estado de blanco no era necesario contar con una cédula de blanqueamiento exclusivamente. Don Cristóbal Polo, por ejemplo, cuya petición para ejercer la abogacía es la que da pie a la cédula de 1765 que obstaculiza la graduación de José Ponceano, se convierte en “don” y en blanco desde

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el momento en que el rey le reconoce su educación y lo habilita para practicar su profesión.114 Y es que en la sociedad colonial era imposible separar asuntos tales como la educación, el honor y las ocupaciones de la cuestión racial, ya que estos elementos, entre otros, eran los que efectivamente articulaban el significado de lo racial. En efecto, los funcionarios de Madrid que reciben la petición del padre de José Ponceano –Pedro Antonio Ayarza– entienden cabalmente lo que esta involucra, como lo atestigua el hecho de que en el margen del documento de petición el fiscal incluyera una nota que puntualizaba que el precio para la distinción de “don” era de 1.000 reales y el de la dispensación de pardo, de 500 reales, a pesar de que lo que se solicita es el derecho a graduarse de los tres jóvenes y el distintivo de don para todos los varones de la familia.115 Mas, ¿por qué se merecían los Ayarza ser blancos o, en palabras de fray Salucio, participar del “tesoro de las honras del Rey”? Como se mencionó anteriormente, en su petición Pedro Antonio pormenoriza los servicios que había prestado desinteresadamente al rey y a la república. Además, envía las partidas de bautismo de sus hijos, que evidenciaban que estos eran legítimos y una serie de expresiones de apoyo de ciudadanos distinguidos del Nuevo Reino de Granada. Estas últimas se centran particularmente en la figura de José Ponceano. Llama la atención que, de las diez cartas de endoso publicadas, solo dos mencionan someramente el asunto de la calidad y no nombran explícitamente la condición de pardo que el propio Ayarza reconoce en su petición. Más bien, se limitan a advertir que “sin embargo” o “a pesar de” su “calidad”, José Ponceano se había ganado la estimación y el respeto de todos por sus cualidades excepcionales. Hay una tercera carta que, sin mencionar el asunto de la calidad, la sugiere al acotar que “sus operaciones, modo, y trato suplen muy bien todo defecto que pudiera notársele...”.116 Dado que el joven manifestaba el grueso de los atributos de la blancura, los defectos que lo excluían de esta no eran suficientes para inclinar la balanza. Su tacha se hallaba más que compensada por sus aptitudes, carácter y moral. De los documentos del caso que pude examinar, no me queda claro en qué consistía la mancha de los Ayarza. No se menciona si tenían vínculos inmediatos con la esclavitud o si el mayor de los Ayarza, es decir, el padre, era hijo ilegítimo. Según Twinam, en una de las cartas 114. Twinam, “Pedro Ayarza”, ob. cit., pp. 198-199. 115. Ibíd., p. 200. 116. “The Case of José Ponseano de Ayarza”, ob. cit., p. 442.

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de los pocos detractores que tienen los Ayarza se menciona que el color de su piel no era claro y que no tenían pelo lacio; que su apariencia no era de blancos.117 No obstante, esto no parece importunar a sus defensores. En el resto de las cartas de endoso, no se hace mención alguna de la condición racial de los Ayarza; simplemente se dedican a resaltar las cualidades del joven Ayarza sin hacer ninguna alusión a defectos visibles o invisibles. Tal silencio evoca la postura de “disimulo” y “perdón” por la que aboga fray Salucio en su gesta por reformar los estatutos de limpieza de sangre. La contestación de Madrid a la solicitud de Pedro Antonio resulta, desde la perspectiva actual, difícil de comprender. Aunque, como documenta Twinam, en el Archivo de Indias se encuentra un borrador de la cédula de extinción de la calidad de pardo que incluía a los tres hermanos, finalmente el rey solo le concede esta gracia a José Ponceano. Ni su padre recibe el distintivo de don, ni los hermanos menores logran la habilitación para conseguir un grado universitario. Según Twinam, el elemento disuasivo parecer haber sido el virrey de Bogotá, quien como buen burócrata, ofrece una serie de elementos para la ponderación de las autoridades madrileñas. De una parte admite que ni las autoridades universitarias ni el fiscal de su Audiencia tenían ningún inconveniente en blanquear a José Ponceano. De otra, muestra preocupación con respecto a los dos hermanos menores, los cuales por su tierna edad no ofrecían seguridad de qué tipo de personas serían de adultos. Además, resalta los inconvenientes que podían surgir al abrir la puerta de par en par, de modo que otros en la misma condición que los Ayarza cruzasen fácilmente el umbral que los separaba del ámbito del privilegio. Después de todo, la cédula de blancura permitía a su titular aspirar a puestos políticos y a toda honra que avalaba la limpieza de sangre. La tensión entre abrir y cerrar “el tesoro de honras del Rey”, permite la inclusión de José Ponceano y la exclusión de su padre y hermanos. Aunque Pedro Antonio sometió otras tres peticiones insistiendo en obtener el distintivo de don para sí y el privilegio de que sus otros dos hijos pudieran graduarse de la universidad, no tuvo éxito. Así, su familia terminó dividida; José Ponceano alcanzó la blancura, mientras que su padre y hermanos permanecieron en su condición de pardos. Independiente de que la Corona fuera generosa o parca en su concesión de favores raciales, lo importante para efectos de esta discusión es que el sistema de Gracias al Sacar pone de relieve el carácter nego117. Twinam, “Pedro Ayarza”, ob. cit., p. 201

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ciado de la clasificación racial española, y cómo esa negociación -aunque entre desiguales- se daba dentro de los parámetros de un discurso racial ambivalente y contradictorio. De una parte, el orden social se fundamentaba en la clara separación de los grupos sociales, los cuales se organizaban a partir de la creencia de que existían diferencias inmanentes entre estos. Por otro lado, no contaban con un método uniforme que permitiera la clasificación clara y precisa de los individuos en los distintos grupos sociales, ni existía consenso general en cuanto a cuáles podían ser esos parámetros de clasificación. Por último, aunque el sistema estaba basado en la separación de los grupos, se reconocía que era menester, precisamente para proteger ese orden, ofrecer vías para que algunos individuos ascendieran en la jerarquía social. Esto definitivamente torna poroso el sistema de clasificación racial, abierto a la disputa y a la negociación. Twinam señala que a primera vista pueda pensarse que la legislación racial contenida en la cédula de gracias al sacar contradecía en letra y espíritu otras leyes borbónicas, como por ejemplo, la Real Pragmática en contra de Matrimonios Desiguales de 1778. Por una lado, el Estado permitía a los pardos y quinterones comprar la blancura, lo que sugiere una política racial más democrática, mientras que por el otro, prohibía el matrimonio entre desiguales raciales. No obstante, un examen más profundo de ambas legislaciones pone de manifiesto que parten de premisas similares. Es decir, que las reformas sociales borbónicas operaban a nivel del individuo y, como tal, eran compatibles con la tradición y con las actitudes populares y oficiales sobre cómo debía concederse la movilidad social y racial.118 Así, la apertura del “cofre de las honras” era vista con buenos ojos tanto por las élites locales como por las autoridades metropolitanas y coloniales en casos específicos de personas sobre las cuales existía un consenso de que poseían las cualidades necesarias para desempeñarse con decoro y decencia en los espacios sociales a los que se les elevaba, independientemente de que existiera algún borrón o tacha en su pasado. En este sentido, el dispensar a una persona de la calidad de quinterón o pardo y permitir el matrimonio entre una persona blanca y otra mulata tenía el mismo efecto: aupar a la de calidad inferior a una superior. Asimismo, esta transacción ocurría mediante un proceso similar; es decir, mediante la ponderación de una serie de elementos complejos por parte de diversos grupos de actores sociales. 118. Twinam, “Pedro Ayarza”, ob. cit., p. 311.

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La única legislación social borbónica que se aparta de este modelo es la Ley de Expósitos, promulgada por Carlos IV en 1794, la cual se aplicaba tanto en España como en las Indias. En ella se estipulaba que todo niño o niña sin padres conocidos habría de ser considerado, mientras no constasen sus “verdaderos padres, en la clase de hombres buenos del estado llano general, gozando los propios honores, y llevando las cargas sin diferencia de los demás vasallos honrados de la misma clase”.119 Es decir, que este era un decreto que elevaba socialmente a una población en su totalidad y no a individuos, como típicamente se acostumbraba en la sociedad estamental española, lo cual tuvo consecuencias de gran alcance. Como se mencionó anteriormente, en Hispanoamérica ser vasallo honrado del estado llano equivalía a ser considerado blanco. De manera que, mediante decreto real, se blanqueaba a toda una población sin que mediara pormenorización alguna. Así, individuos sobre los cuales no se tenía conocimiento si se desarrollarían como personas dignas de alternar en los espacios sociales a los que la gracia real los elevaría, eran enaltecidos como grupo sin que mediara ninguna ponderación de sus características particulares. Justamente porque era un dictamen basado en unas premisas que contradecían la forma en que usualmente se daba la movilidad social, la Ley de Expósitos fue la que más resistencia encontró tanto en España como en Hispanoamérica, y fracasó rotundamente.120 De otra parte, el resto de la legislación social borbónica se ceñía a los criterios ordinarios de cómo debía darse la movilidad social en el imperio español. Por ejemplo, la Ley de Gracias al Sacar de 1795 permitía a los ilegítimos solicitar la gracia de la legitimidad al monarca mediante peticiones individuales. Como se verá en el capítulo 4, la solicitud tenía que ir acompañada de una serie de documentos oficiales, así como por endosos de miembros de las élites locales que testimoniaran las circunstancias particulares de los peticionarios y que justificaran porqué se merecía ser legitimado. De igual forma, la Pragmática sobre Matrimonios otorgaba la potestad a los padres de familia de sopesar si el enlace de sus hi119. Novísima Recopilación de las Leyes de España (Dividida en XII Libros), Tomo III, Libro VII, Título XXXVII, Madrid, 1805, pp. 688-689, disponible en . 120. Ann Twinam, “Las reformas sociales de los Borbones: una interpretación revisionista”, en Luis Javier Ortiz Mesa y Víctor Manuel Uribe Urán (eds.), Naciones, gentes y territorios: Ensayos de historia e historiografía comparada de América Latina y el Caribe. Medellín, Universidad de Antioquia/Universidad Nacional de Colombia-Sede Medellín, 2000, pp. 73-102.

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jos era beneficioso o perjudicial tanto para estos, como para el resto de la familia. En lugar de ser una ley que prohibía los matrimonios desiguales de forma general, permitía que los padres evaluaran los pormenores de la situación y llegaran a una conclusión. De ahí que muchos de los involucrados en estas disputas pensaran que valía la pena argumentar sus casos y exponer su visión particular sobre el asunto. Después de todo, la ley prohibía matrimonios en los cuales la desigualdad fuera notable, “de aquellas que causa[ran] difamación en las familias”,121 lo que convertía el asunto en algo poroso que había que ponderar: era menester sopesar, en tal contexto, qué constituía una desigualdad notable. La idea de que cada situación tenía que ser evaluada en su particularidad queda expresada en la opinión rendida por el licenciado Joseph María Gragirena, quien, en 1826, fungía como asesor del gobernador de Puerto Rico en los juicios de disenso. En su opinión, la ley no prohibía los matrimonios desiguales, sino que proveía –en caso de que surgiera algún disenso familiar– para que fuesen las autoridades las que decidiesen basándose en los méritos de los aspirantes al matrimonio.122 Los negros y mulatos [libres] no están absolutamente exceptuados de las reglas contenidas en el Real Decreto de matrimonios; ni están tampoco prohibidos los enlaces de conocida nobleza y notoria limpieza de sangre con las castas, quienes para efectuarlos deben solicitar el correspondiente permiso y habilitación de la autoridad competente, que la concederá o negará, según lo que resulta de los informes que se tomen.123

Las autoridades, por su parte, dependían de los informes que brindaban tanto los concernidos como otros vecinos y dirigentes locales, 121. Caso Juan Felipe de Figueroa y Juana Julia de Guzmán, 1816. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 143, entrada 45. 122. Steinar A. Saether argumenta que los historiadores del presente han malinterpretado el texto de la pragmática al leerla como una prohibición tajante de los matrimonios interraciales. Según este autor, la ley reconocía la complejidad de la desigualdad social y disponía para que las autoridades locales sortearan la misma y decidieran si permitir o prohibir el matrimonio. Véase Saether, “Bourbon Absolutism and Marriage Reform“, ob. cit., pp. 494-495. 123. Caso Dionisio Pérez y Dominga Galvarín, 1826. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 144, entrada 45.

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cuyas opiniones eran requeridas. En este sentido, la decisión final era negociada y en ella intervenían miembros importantes de la comunidad, tales como el párroco, el alcalde, parientes y vecinos de probidad. En ese proceso, convergían nociones divergentes sobre lo que constituía igualdad o desigualdad en una pareja, ventilando, confrontando, negociando y forjando significados raciales.

El matrimonio como tropo de orden social Llama la atención la importancia que las familias le otorgaban a los enlaces de sus hijos, hijas u otros parientes cercanos en una sociedad en la cual una buena parte de sus miembros no participaba de la institución matrimonial. Un somero examen de los contornos demográficos de la sociedad decimonónica puertorriqueña, por ejemplo, revela que el matrimonio eclesiástico no gozaba de muchos adeptos, sobre todo, entre aquéllos que no disfrutaban de una posición social encumbrada. De ahí que los conceptuados como blancos fuesen hasta casi tres veces más propensos a contraer nupcias que los considerados de color, mientras que los esclavos casi no participaban de este sacramento.124 Con todo, la proporción entre nacimientos y matrimonios para 1830 era de alrededor de 7 a 1. Es decir, que los habitantes de la isla estaban mucho más dispuestos a bautizar sus hijos e hijas que a contraer matrimonio eclesiástico.125 No obstante, esto no quiere decir que el matrimonio canónico no desempeñara un papel central en la configuración de las sociedades coloniales en Hispanoamérica. La importancia del matrimonio eclesiástico radicaba, más que nada, en el valor simbólico y en los significados que este articulaba, los cuales impactaban profundamente tanto la vida de los que participaban de este sacramento como la de los que no lo hacían. Por ejemplo, en los albores de la Conquista sirvió para luchar contra la poligamia e idolatría de los indígenas. La imposición del matrimonio católico exigía la conversión y el abandono de las prácticas idólatras, incluyendo las 124. Luis Martínez-Fernández, “Marriage, Protestantism, and Religious Conflict in Nineteenth-Century Puerto Rico”, The Journal of Religious History, Vol. 24, núm. 3, 2000, pp. 263-278; Fernando Picó, Libertad y servidumbre en el Puerto Rico del siglo xix, San Juan, Ediciones Huracán, 1979, pp. 123-144. Negrón Portillo y Mayo Santana, La esclavitud menor, ob. cit., capítulo 3. 125. Martínez-Fernández, “Marriage, Protestantism, and Religious Conflict in Nineteenth-Century Puerto Rico”, ob. cit., p. 269.

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de carácter sexual, como por ejemplo, la sodomía. Aquellos que se resistían a aceptar el sacramento e insistían en sus prácticas “barbáricas” eran demonizados y considerados culpables de faltas que merecían ser castigadas duramente.126 Durante los siglos xvii y xviii –y aun desde antes– sirvió para el establecimiento de alianzas y compromisos entre las élites locales, y –más que nada– para marcar la distancia entre los grupos sociales. La gente decente era la que provenía de familias constituidas mediante el vínculo matrimonial; los plebeyos eran el producto de relaciones ilícitas y pecaminosas.127 Más importante aún, el matrimonio católico fue el conducto principal para la difusión de las nociones morales y culturales de Occidente en el Nuevo Mundo.128 Valores propiamente europeos, como, por ejemplo, el honor, la obediencia a la autoridad, la catolicidad y la pureza sexual femenina se encarnaron en la institución matrimonial. Así, la oposición matrimonio/sexualidades ilícitas se convirtió en el tropo por excelencia en las sociedades coloniales para significar el orden y el desorden, lo bueno y lo malo, lo puro y lo pecaminoso, lo decente y lo indecoroso; en fin, lo español y lo foráneo. El matrimonio era blanco, en tanto evocaba orden, virtud, pureza sexual y honor; las sexualidades ilícitas eran negras en tanto evocaban desorden, pecado e infidelidad. Así, esta oposición se utilizó para precisar y crear significados raciales, sobre todo, en el escurridizo terreno de la clasificación racial colonial. Tales significados circularon profusamente en el mundo colonial y la sociedad decimonónica puertorriqueña no fue la excepción. Así lo evidencia la siguiente alocución de un párroco de Río Piedras en 1837, quien razona sobre el cometido que desempeñaba el matrimonio en la sociedad de su época: Los Estados se aumentan por medio de los matrimonios que se celebran legalmente y en esto se interesa el bien general y cuando la sociedad crece de este modo, se ven en ella el buen orden y la prosperidad que son consiguientes de la buena moral. Si ésta (sic) falta[,] todo cede al mismo pulso del desorden que se entroniza en su lugar, y entonces comienza la sociedad á sentir terribles efectos.... Los bie126. Asunción Lavrin, “Introduction: The Scenario, the Actors, and the Issues”, en Asunción Lavrin (ed.), Sexuality and Marriage, ob. cit., pp. 1-43. 127. Susan M. Socolow, “Acceptable Partners”, ob. cit., pp. 211-251. 128. Pablo Rodríguez, Sentimientos y vida familiar en el Nuevo Reino de Granada, siglo xviii, Bogotá, Editorial Ariel, 1997, pp. 141-158.

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nes que trae consigo el matrimonio son muchos y ellos por sí mismos bastan [para] sobrellevar la vida maridable, y cuando la prudencia de los contrayentes resplandece en cada uno de sus actos, trae la abundancia y cuanto se necesita para la vida… Así es como (sic) se fomentan los Pueblos compuestos en lo común de pobres jornaleros, y el modo con que únicamente se evita la inmoralidad y la relajación de costumbres, al mismo tiempo que disminuyen otros vicios y defectos á que son conducidas muchas mujeres cuando se ven deshonradas de sus pretendientes…129

Los “pobres jornaleros” y las mujeres que comúnmente eran “deshonradas” por estos eran conducidos a la esfera de la moral y el orden mediante el trabajo y el matrimonio. Es decir, que la dedicación al trabajo manual por parte de los hombres plebeyos, así como sus esponsales con mujeres de su propia condición, eran elementos indispensables para arrancarlos de los vicios, la inmoralidad y las malas costumbres que ordinariamente exhibían, y para que ocuparan el lugar apropiado dentro del orden establecido. No es pura casualidad que las autoridades decimonónicas persiguieran con gran celo a los vagos y amancebados. Así, en 1838, el gobernador Miguel López de Baños los homologa al decretar la organización de Juntas de Vagos y Amancebados en los diversos pueblos para corregir a los que incurrieran en tales vicios.130 De igual forma, el gobernador Rafael de Aristegui conminaba en una circular de 1847 a que se persiguiera a los “amancebados” como “vagos”.131 A la fusión de vagos y amancebados, se le añade otra dimensión: la de la diferencia racial. Por ejemplo, en 1839, la Real Audiencia de Puerto Rico informaba al ministro de Justicia y Gracia en Madrid que la real ordenanza contra vagos de 1775, la cual los destinaba al servicio de armas, no había podido implantarse en Puerto Rico debido a su diferente población compuesta en la mayor parte de negros y mulatos esclavos y libres: que sin duda por esto se estableció el año 1809 en PR el presidio que se conoce con el título Correccional de la Puntilla; habiendo [sido] destinado a él por el tiempo de tres meses hasta un 129. Caso Victoriano Fructosa y Victoriana Falú, 1837. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 44, entrada 45. 130. Luis Martínez-Fernández, Protestantism and Political Conflict in the NineteenthCentury Hispanic Caribbean. New Jersey, RutgersUniversity Press, 2002, p. 32. 131. Gervasio Luis García, “Economía y trabajo en el Puerto Rico del siglo xix”, HMex, vol. 38, núm. 4, 1989, pp. 855-878.

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año no solo los simples vagos; sino también los rateros y reos de otros delitos contra los cuales se procedía en virtud sumaria…132

En pocas palabras, la alteridad racial de los vagos/amancebados isleños impedía su entrada a los grupos militares –entiéndase a la normatividad–, pero los convertía en candidatos idóneos para convertirse en reos, junto con los rateros y otros delincuentes, los cuales eran llevados al presidio por la vía rápida. El gobernador López de Baños, por su parte, los caracterizaba de forma similar. Sobre los vagos decía que la mayor parte son de color, viven en una choza que ellos mismos forman con cuatro estacas y unas cortezas de árboles, se mantiene con frutas y con raíces silvestres y que la naturaleza produce por sí sola y sin cultivo alguno, andan siempre descalzos y visten cuando más camisa y pantalón de lienzo grueso, su cama es una hamaca o una estera que ellos mismos fabrican, y que por último como no hay allá invierno no existe necesidades que les obliguen a precaverse de las estaciones como en otras partes; todo lo cual es el origen de la ociosidad y de aquí nacen también en los delitos.133

Es decir, que el estado primitivo de los plebeyos en la isla, el cual emanaba de su condición racial y estilo de vida, era el origen de los delitos que amenazaban el orden social. Por tal razón es que las leyes de la época criminalizaban por igual a los conceptuados manchados racialmente, a los vagos y amancebados, así como a los rateros y delincuentes. En una misma maniobra se les fundía discursivamente convirtiéndolos en el “otro” siempre presente, necesario para que el ordenamiento social blanco y español emergiera de forma contundente. El historiador Fernando Picó ha señalado perspicazmente que el “matrimonio era el más caro y traumático de los sacramentos”,134 refiriéndose a lo costoso y complicado de sus trámites.135 Aunque evidentemente ese era el caso, también se puede añadir que era “caro” 132. Jurisdicción sobre vagos de la Audiencia, Archivo Histórico Nacional, Ultramar, 5063, exp. 1. En realidad la ley data de 1733. Véase “Observancia de las leyes contra los vagamundos y holgazanes; y su destino á los Regimientos”, Novísima recopilación de las leyes de España, ob. cit., Tomo V, Libro XXI, Título XXXI, p. 431. 133. Jurisdicción sobre vagos de la Audiencia, Archivo Histórico Nacional, Ultramar, 5063, exp. 1. 134. Picó, Libertad y servidumbre, ob. cit., p. 128 135. Para una discusión de los trámites y costos involucrados en los enlaces eclesiásticos, véase Martínez-Fernández, Protestantism and Political Conflict, ob. cit., pp. 30-32.

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en el sentido de apreciado y reputado. Entrar al espacio social del matrimonio significaba adentrarse en el terreno de la normatividad; es decir, de la blancura y la españolidad. Para las autoridades políticas y eclesiásticas era insignia de moralidad, orden y decencia, pero más importante aún, de aquello que distinguía lo español. Así, se hallaban en el medio de una gran contradicción: de una parte, debían fomentar el orden social promoviendo el matrimonio, mientras que de otra parte, de lograr su cometido, terminarían borrando la diferencia entre lo español y lo no español. Tal discordancia tenía la capacidad de “traumar” a cualquiera. En el Puerto Rico decimonónico, el tropo del matrimonio –junto a los significados antagónicos que movilizaba–, surgió como una de las estrategias principales de racialización. La forma en que el matrimonio, en tanto campo semántico, sirvió de escenario para la configuración de significados raciales, será el foco del próximo capítulo.

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Capítulo 2 Matrimonio y racialización

Justo Torres y Cándida Natal eran dos jóvenes del pueblo de Aguada que, en 1822, comienzan los trámites para efectuar su matrimonio.1 La pareja confiaba que el proceso estaría libre de escollos, ya que ambos eran hijos legítimos, reputados por blancos y sus partidas bautismales estaban asentadas en el “libro de blancos procedentes de españoles”. ¿Quién podía oponerse a una unión tan compatible socialmente? No obstante, los obstáculos no se hicieron esperar. El padre de la novia objeta el enlace basándose en que su hija era muy joven para involucrarse en tan serio compromiso. En efecto, Cándida contaba con unos escasos 17 años, mientras que su novio tenía 23. Según la ley de matrimonios, ambos eran menores. La misma estipulaba la mayoría de edad al cumplir los 23 años en el caso de las mujeres y 25 en el caso de los hombres.2 El panorama de la pareja se complica aún más si se toma en cuenta que la legislación existente favorecía las actuaciones del padre. La Pragmática de Matrimonios de 1803, la cual tuvo como propósito especificar y atender las dudas suscitadas en las colonias por la Real Pragmática Sanción contra Matrimonios Desiguales de 1778, establecía que todos los menores de edad, independientemente de su condición social o calidad, estaban obligados a obtener la autorización 1. Todos los detalles sobre esta caso están contenidos en el expediente de Justo de Torres y Cándida Natal, 1822. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 143, entrada 45. 2. Marcelo Martínez Alcubilla, Diccionario de la Administración Española Peninsular y Ultramarina, Madrid, 1869, Tomo IX, p. 36.

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escrita del padre –y de faltar este, de la madre o tutor– para que los sacerdotes pudiesen darle curso a la causa esponsalicia.3 Más aún, dicha pragmática dictaminaba que, en caso de resistirse al matrimonio de un vástago, el padre no estaba obligado a expresar las razones de su disenso. Ante tal disposición, es difícil pensar que Justo y Cándida hubiesen podido realizar sus planes matrimoniales. Sin embargo, al presentar su caso ante las autoridades políticas tildando de “irracional” la oposición paterna, el gobernador les da la licencia para que sigan adelante con sus planes. ¿En qué criterios se habrá basado este para llegar a su decisión? ¿Es que la edad no constituía una causa de disenso justa? De ser así, ¿cuáles eran los motivos de disenso “racionales”? ¿Qué papel desempeñaba la patria potestad en todo este asunto?

La “racionalidad” del matrimonio La extensión de la Pragmática Sanción contra Matrimonios Desiguales a las colonias americanas en 1778 ha desatado mucha discusión entre los historiadores del presente en torno a las intenciones de la misma. Hay quienes argumentan que el propósito principal de este decreto era restarle poder a la Iglesia, la cual, mediante sus tribunales eclesiásticos y obispados, había tenido hasta ese momento la autoridad para decidir sobre los matrimonios cuando se presentaban objeciones familiares.4 Otros, aunque reconocen la vulneración del espacio de acción social de la Iglesia, arguyen que la pragmática tenía como propósito adicional controlar el desorden social que provocaban las uniones des3. El texto de la pragmática se lee de la siguiente forma: “(Don Carlos 1V por decreto de 10 de abril de 1803, inserto en pragmática de 28.) Con presencia de las consultas que me ha han hecho mis Consejos de Castilla é Indias sobre la pragmática de matrimonios de 23 de marzo de 1776 (ley 9. a) órdenes y resoluciones posteriores, y varios informes que he tenido á bien tomar; mando, que ni los hijos de familia menores de 25 años, ni las hijas menores de 23, á cualquiera clase del Estado que pertenezcan, puedan contraer matrimonio sin licencia de su padre; quien, en caso de resistir el que sus hijos ó hijas intentaren, no estará obligado á dar la razón, ni explicar la causa de su resistencia ó disenso”. La pragmática establecía que, en caso de estar bajo la tutela de la madre, la mayoría de edad se alcanzaba, para los varones, a los 24 años y, para las mujeres, a los 22. Estas edades se reducían aún más en caso de estar bajo la tutela de abuelos u otras personas. Marcelo Martínez Alcubilla. Códigos Antiguas de España. Madrid, 1885, p. 1717. 4. Rípodaz Ardanaz, El matrimonio en Indias. Realidad social y regulación jurídica, Buenos Aires, FECIC, 1977, pp. 259-315; Seed, To Love, Honor, and Obey, ob. cit., pp. 200-201.

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iguales, las cuales se conceptuaban como perjudiciales a la familia y a la sociedad en general. Para asegurar la estabilidad de la jerarquía estamental era preciso evitar la confusión de los grupos sociales.5 Dado a que era imposible que el Estado supervisara cada unión que habría de tomar lugar, se dejaba en manos de los padres de familia, quienes se estimaban como personas serias y de honor, el sopesar si el matrimonio de un hijo o hija era nocivo o beneficioso al ordenamiento social. Para autoras como Asunción Lavrin, la pragmática constituía una expresión del patriarcalismo sociopolítico de la Corona española, el cual exaltaba de forma desmedida la figura masculina en menoscabo del género femenino.6 Steinar A. Saether, por su parte, ha argumentado que la intención principal de la pragmática sobre matrimonios, en tanto expresión de una perspectiva ilustrada, absolutista y patriarcal, era fortalecer la obediencia filial como medio de robustecer la autoridad de la Corona y de consolidar la figura del rey en tanto padre supremo de la monarquía. En este sentido, la prohibición de matrimonios entre desiguales sociales constituyó una forma de garantizar el orden social y asegurar que los hijos e hijas, tanto en su calidad de vástagos como de súbditos, respetaran a sus respectivos padres, pero sobre todo al rey, como padre soberano de su reino.7 La extensión de la real pragmática a las colonias de América también ha desatado un debate en cuanto a si la intención de la misma era contener la desigualdad social o racial. De un lado están los que alegan que la intención principal era proteger la posición socioeconómica de las élites. Es decir, preservar el monopolio social y económico que ejercían estos grupos ante la amenaza que presentaban los miembros de clases sociales inferiores.8 De otro lado, autoras como Patricia Seed argumentan que la intención de la pragmática era primordialmente racial. Es decir, que concebía la desigualdad social puramente en tales términos.9 Independiente de las intenciones de la Corona, lo cierto es que las élites locales así como los demás grupos que se vieron involucrados en

5. Socolow, “Acceptable Partners”, ob. cit., p. 212. 6. Lavrin, “Introduction: The Scenario, the Actors, and the Issues”, ob. cit., p. 18. 7. Saether, “Bourbon Absolutism and Marriage Reform”, ob. cit., pp. 475-509. Socolow, “Acceptable Partners”, ob. cit., p. 212. 8. Rípodaz Ardanaz, El matrimonio en Indias, ob. cit.; Lavrin, “Introduction: The Scenario, the Actors, and the Issues”, ob. cit., pp. 17-19; 9. Seed, To Love, Honor, and Obey, ob. cit., p. 205.

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estas disputas realizaron interpretaciones particulares de esta legislación. Como se verá en lo que resta del capítulo, en el Puerto Rico decimonónico la desigualdad social se comprendía como diferencia racial. Asuntos como la edad o condición económica de los individuos parecían no importar, siempre y cuando los involucrados fueran blancos. Casos como el de Justo y Cándida, y otros tantos que veremos a través de estas páginas, nos permitirán palpar la textura de estas dinámicas en el contexto local.

Edad, condición económica y patria potestad Es preciso reconocer que la oposición paterna en el caso de Justo y Cándida no estaba basada en consideraciones de desigualdad social o racial. Cuando el padre de la novia se presenta en juicio conciliatorio ante el alcalde constitucional de segunda nominación de Aguada, la razón que expresa para denegar su permiso es la juventud de su hija. Este último le pasa el caso al gobernador, quien ordena la acostumbrada investigación. Siguiendo el proceso usual, el gobernador envía una comunicación al alcalde constitucional, al señor síndico del Ayuntamiento y al cura párroco de Aguada en la que les pedía que le informaran reservadamente si entre la pareja mediaba alguna desigualdad que pudiera impedirle el matrimonio y les advierte que debían efectuar la encomienda con la “prontitud e imparcialidad” que correspondía en estos casos. A pesar de que, como se mencionó anteriormente, la Pragmática de Matrimonios de 1803 estipulaba claramente que cuando los contrayentes fuesen menores de edad el padre opositor no estaba obligado a dar las razones de su disenso, el gobernador sigue adelante con el proceso, lo saca de la jurisdicción paterna y lo abre a la consideración de los miembros de la comunidad. Los informes recibidos no hacen ninguna alusión al asunto de las edades de los contrayentes, más bien se concentran en el asunto de la paridad racial. Después de todo, lo que el gobernador les había requerido, siguiendo la letra de la ley, era que le indicaran si existía desigualdad entre la pareja. Todos coinciden en que los novios gozaban de la misma calidad, según lo atestiguaban sus actas bautismales. A esa información añaden que, por “noticias adquiridas” de “personas antiguas”, se sabía que el bisabuelo por línea materna de Cándida era pardo de condición. Por último, expresan que Justo exhibía una conducta “acrisolada”. Por tales razones, en la comunidad de Aguada se

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consideraba el disenso del padre de Cándida como “caviloso” (quisquilloso) y no del tipo que podía entorpecer un enlace. El asesor del gobierno recomienda, basándose en los informes recibidos y en el examen de las razones en que fundaba su disenso el padre de la novia, que se le concediese la licencia. Aunque los informes mencionan un bisabuelo pardo en el caso de la novia, se estimaba que Justo y Cándida eran básicamente iguales. Ante el consenso expresado, el gobernador les otorga la licencia. Hay un aspecto de este caso que llama la atención. El hecho de que el gobernador le supliera el permiso paterno a la pareja, en lugar de afirmar la autoridad paterna, parece debilitarla. Esta es una posibilidad que autores como Saether y Lavrin no contemplan cuando argumentan que la pragmática sanción perseguía primordialmente reforzar la autoridad de los padres frente a sus hijos, ya fuese como estrategia patriarcal o como una forma indirecta de fortalecer la figura del rey. Sus argumentos presumen que el gobierno siempre apoyaría la postura de los padres, cuando no necesariamente este tenía que ser el caso. Por el contrario, en el contexto local la ley se interpretaba como una forma de frenar el poder paterno, sobre todo, cuando este era ejercido de forma abusiva. Así lo reconoce Francisco Izquierdo, joven de 21 años que, en 1836, desea contraer nupcias con Leonor Cotto, una viuda de medios, que esperaba un hijo suyo.10 En su comunicación al Gobernador Francisco expresa: Pero considero que esta facultad de los padres debe tener sus coartaciones según lo exija el orden del Estado, y algunas circunstancias graves como la presente en cuyos casos podrá [entrar] el arbitrio de la primera autoridad a suplir el consentimiento que el padre [ilegible] le niega al hijo.

En este caso en particular, el padre del novio, don Antonio Izquierdo, alférez de Caballería de la Isla de Puerto Rico, se oponía por considerar que la novia no igualaba en calidad a su hijo. Además, alegaba que su hijo deseaba casarse por interés, ya que la novia poseía un capital de “más de cuarenta mil pesos”. Resulta interesante que la desahogada posición económica de la novia no la hiciera atractiva a los ojos del padre, quien comunica a las autoridades que su hijo había desoído 10. Todos los detalles que se discuten de este caso se encuentran en el Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 144, entrada 45. Caso Francisco Izquierdo y Leonor Cotto, 1836.

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sus reparos, manifestando “que aunque el vulgo hablase en los primeros días, se contendrían”. Ante la negativa del padre, el hijo lo vuelve a increpar para que le otorgase el permiso o, en su defecto, dotara a la novia rechazada de la cantidad de tres o cuatro mil pesos. El padre se niega y, confrontado con su incapacidad de recabar la obediencia filial, le cede su autoridad al Estado: Si la pretendida reúne las circunstancias de ser blanca y [ilegible] ser porte decente, Vuestra Excelencia podrá acceder a la solicitud de mi enunciado hijo, a quien dejo desde este día a disposición de la justicia negándolo por tal mi hijo por ser el primero que ha tomado mi nombre en su boca para indisponerme, pues Vuestra Excelencia debe estar al tanto de mi buen comportamiento, y aunque un infeliz toda mi vida, me he portado y me portaré con honor propio a mi carácter…

El padre considera la desobediencia de su hijo como una afrenta a su honor. No obstante, en lugar de mostrar una actitud defensiva de la dignidad agraviada, se muestra abatido. Los informes rendidos desvelan que el acta de bautismo de Leonor, la novia, se hallaba en el libro de blancos y su familia había hecho información de blancura ante el tribunal eclesiástico. Su padre había ejercido por muchos años la profesión de médico cirujano.11 No obstante, en el pueblo de Caguas, donde residía la pareja, los padres de Leonor eran considerados pardos. Según los informes, estos decían descender de indios. Como a los indígenas se les reconocía pureza de sangre, es posible que esto explicara porqué sus actas de bautismo aparecían registradas en el libro de blancos. Lamentablemente, el expediente no ofrece pistas sobre cómo habían argumentado los padres de Leonor su ascendencia indígena o su pertenencia a la categoría de blancos. De los documentos conservados puede inferirse que el hijo se salió con la suya, ya que un año después, en 1837, aparece una nota de don Antonio –padre del novio– concediendo la licencia. No sabemos si hubo intervención de miembros de la comunidad o si decidió retirar su oposición para salvar en algo su debilitada patria potestad. Lo que sí queda claro es que la figura de don Antonio, en tanto cabeza de familia, termina bastante maltrecha. 11. La profesión de cirujano demandaba gozar de limpieza de sangre. Véase Ann Twinam, “Purchasing Whiteness: Conversations on the Essence of Pardo-ness and Mulatto-ness at the End of the Empire”, en Andrew B. Fisher y Matthew D. O’Hara (eds.), Imperial Subjects, ob. cit., p. 150.

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También en 1861, otro padre se quejaba ante el gobernador sobre la forma altanera en que su hijo lo retó cuando este le recordó que tenía un compromiso formal ante el señor obispo de enlazarse, previo dispensa, con una prima suya, por lo que no podía casarse con la joven que pretendía. A esto, el joven “le contestó altivamente que si no quería otorgársela[,] no la necesitaba porque el gobierno… se la supliría”.12 En efecto, muchos de los jóvenes que aspiraban a contraer nupcias en contra de las preferencias familiares percibían la ley como una de avanzada que los libraba de las arbitrariedades de sus parientes. Esta es la visión que expresa Juan Álamo, un residente de Caguas, quien en 1820 se enfrenta a la oposición de la abuela a su prometida menor de edad: No está conocido que el ánimo de esta mujer es [abusar] abiertamente de una ley que respira liberalidad y que por esto mismo es tan conforme con el nuevo orden de cosas que felizmente hemos adoptado.13

Por su parte, en 1823, José Antonio Rodríguez, del pueblo de Yauco, ensalzaba las virtudes de la libertad de elección en el matrimonio y agradece al Estado que la ley garantizara a los contrayentes la posibilidad de ejercitarla: nos enseña la experiencia con repetidas lecciones que las nupcias celebradas por voluntad propia de los contrayentes son unas felices que las que se efectúan por la fuerza, en cuyo extremo no existen unidas las voluntades que es el principal vínculo del contrato. Afortunadamente unas leyes aún en tiempos tenebrosos, se han esmerado en protegernos contra las cavilosidades paternas. Tenemos la famosa pragmática de… 1776…, cuyo espíritu es bien conocido, según el cual estoy seguro que Vuestro Señor me administrará justicia.14

La perspectiva de que el espíritu de la ley era aplacar la autoridad paterna no solo era exhibida por los hijos de familia, sino que también 12. Caso Francisco Javier Robles y Paula Laluz, 1861. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 145, entrada 45. 13. Caso Juan Álamo y María de la Paz Sánchez, 1820. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 143, entrada 45. 14. Caso José Antonio Rodríguez y María Gregoria Vázquez, 1823. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 143, entrada 45.

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era la que mostraba el gobierno. En 1864, el presidente del Consejo de Administración del Gobierno de Puerto Rico reconocía que “la ley le conce[día] sabiamente a la autoridad administrativa la facultad de amenguar el poder paterno con su prudente arbitrio”.15 Así también lo sostiene un asesor del gobierno, quien en 1862 analiza la jurisprudencia existente con respecto a la ley de matrimonios. En esa ocasión expresa: La autoridad administrativa se presenta en estos casos moderando el poder paterno y ejerciendo un verdadero acto de tutela a favor de un miembro oprimido de la sociedad democrática; encargo tan grave y delicado que la ley no confía á ningún agente subalterno.16

Una vez tras otra, como atestiguan los diversos casos de disenso, el gobierno interviene para respaldar las acciones de los hijos y frenar las aspiraciones de sus padres y demás familiares. De los 106 juicios de disenso examinados que presentan un desenlace claro, en solo 19 (20,14%) casos el gobierno le niega el permiso a las parejas. En contraste, otorga la preciada licencia en 64 ocasiones, un 63,6% de los casos.17 Esto ocurre hasta en una oportunidad en la 15. Caso Laureano Robles y Petrona Mercado, 1864. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 145, entrada 45. 16. Caso José Dolores Ríos y Beatriz Torres, 1862. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 145, entrada 45. 17. Estas cifras demuestran mas bien una tendencia, ya que, aunque para este trabajo se consultaron todos los juicios de disenso conservados en el Archivo General de Puerto Rico, estos no constituyen el universo total de casos que tuvieron lugar en Puerto Rico en los siglos xviii y xix. Existe evidencia de que algunos de los rastros documentales de estos casos se han perdido o han sido destruidos, ya que en el transcurso de esta investigación se encontraron referencias a casos de disenso los cuales no pudimos localizar entre los documentos conservados. Para esta investigación se examinó un total de 159 casos, de los cuales 138 eran juicios de disenso. Los restante 21 eran casos que tenía que ver con causas matrimoniales, como juicios de conciliación o asuntos que se relacionaban con matrimonios que involucraban a algún extranjero. De los 138 casos de disenso como tal, 32 están incompletos, por lo que no presentan una resolución. Entre los 106 (100%) que presentan un desenlace claro, en 7 casos (7,4%) el novio o la novia se arrepienten, lo que sugiere que ceden ante la presión familiar; en 15 casos (15,9%) el opositor retira sus reparos, lo que sugiere que la pareja consigue ejercer presión y modificar la opinión familiar; en 19 casos (20,1%) se les niega la licencia a la pareja; en 64 casos (67,8%) se le brinda la licencia a la pareja y en 1 caso (1,06%) se indica que el novio es el que debe hacer la petición, ya que era su padre el que se oponía.

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cual los asesores validan los argumentos de la madre y aconsejan al gobernador que no le expidiese la licencia a la pareja.18 La antes mencionada madre, doña Tomasa Maldonado, residente en el pueblo de Ciales, se oponía al matrimonio que su hijo menor de edad, José Dolores Ríos, de 19 años, quería contraer con Beatriz Torres, de 22, también menor de edad. Doña Tomasa alegaba que su hijo era demasiado joven y que no poseía medios económicos para sostener el compromiso que quería contraer. Para rematar su listado de razones, menciona la desigualdad de sangre, pero más como un argumento para darle peso a su disconformidad que como una razón fundamental de su disenso. La queja principal de la madre era que su hijo había heredado algunos bienes de su difunto marido y en lugar de utilizarlos para ayudarla a ella, viuda pobre, y a su hija “idiota”, se había desentendido de su familia y vivía bajo la “seducción” de un tal don Manuel Cuadro, quien quería convertirse en apoderado de sus bienes. Doña Tomasa pide al gobernador que le exija a su hijo que le guardara el respeto que como madre merece y, de negarse a ello, que lo traslade a la capital para ingresarlo en la Casa de Beneficencia. Para demostrar la ingratitud de su hijo, presenta constancia de la buena educación que le había proporcionado. Además, suministra un par de cartas que la novia le había escrito a su hijo en las cuales le reclamaba su falta de atención, como prueba de que su hijo no le profesaba a aquella el cariño que movía a los hombres a contraer la “pesada carga” del matrimonio. En efecto, en una de sus cartas, la chica, Beatriz, le reprocha a José Dolores que su madre no solo tuviese las cartas que ella le mandaba, sino que las llevara al pueblo para que se las leyeran. La ola de murmuraciones que esto había ocasionado había hecho que su padre se enfadara y decidiera llevársela a otra localidad. Los informes que llegan de Ciales señalan que ambos contrayentes eran hijos legítimos, conceptuados como blancos y de buena conducta. Beatriz era hija de unos estancieros acomodados y sabía leer y escribir. Era considerada como “una joven de buena nota por su educación, recato y honradez”. El chico había recibido una buena educación formal y tenía, en palabras de su madre, “habilidades de pluma y contabilidad”. En efecto, varias personas testificaron que el joven le llevaba los libros a varios comerciantes, ayudaba al sacerdote en su despacho y 18. Los casos ventilados en la década que comienza en 1860 fueron vistos por los miembros del Consejo de Administración del Gobierno de Puerto Rico. Antes de esa fecha, el gobernador le pasaba los casos para consultar a asesores particulares versados en materia de Derecho.

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en numerosas ocasiones había auxiliado al secretario de la Alcaldía. Además, era socio en una casa de comercio. En este sentido, las alegaciones de la madre en torno a su falta de recursos económicos y de su mala conducta –lo acusaba de andar todo el tiempo en “jaranas” y en “correntinas”– es desmentida por los miembros de la comunidad. Estos también desmienten su alegación de que la prometida de su hijo carecía de pureza de sangre “en todos los grados”. El Consejo de Administración, en la opinión que le remite al gobernador, admite que las alegaciones de la madre no habían sido respaldadas por la investigación realizada. Lo único que resultaba cierto de todo lo que esta había aducido era la corta edad de la pareja, y ni eso, ni la escasa fortuna eran “suficientes motivos para fundar la madre oposición legítima cuando ya la mujer [era] púber”. Ahora bien, aunque se aceptaba que la madre no tenía un fundamento legal en el cual basar su disenso, se señalaba que existía una dimensión moral que debía ser tomada en cuenta. Según el Consejo, no podía ser buen esposo el que no era un buen hijo. De ahí que recomendara al gobernador que no le supliera el permiso y que obligara al hijo a devolverse al hogar materno para hacerse cargo de la familia. Curiosamente, el gobernador hace caso omiso de esta recomendación y concede la licencia. Las autoridades locales no veían la edad de los contrayentes como un obstáculo, siempre y cuando los miembros de la pareja no fuesen impúberes. La ley inhabilitaba para el matrimonio a las menores de doce años, en el caso de las mujeres, y a los menores de catorce años, en el caso de los varones.19 En efecto, la peticionaria más joven en los disensos conservados fue María Antonia Orellana, quien en 1823, cuando impetra el permiso al Gobernador, contaba con unos escasos doce años y nueve meses de edad.20 La niña vivía al abrigo de su abuelo, ya que su padre había muerto y su madre no podía sostenerla. La oposición proviene de esta última, quien al ser abordada para que le concediese el permiso se niega por razón de la juventud de su hija.

19. Martínez Alcubilla, Diccionario de la Administración española, ob. cit., tomo IX, p. 32. 20. Caso José Martínez y María Antonia Orellana, 1823. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 144, entrada 45.Según la ley que regía los matrimonios, la petición debía hacerse por aquel miembro de la pareja cuyos padres o encargados se opusieran al matrimonio.

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Aunque existe una gran probabilidad de que no haya sido la niña la que elaboró el pedido –es difícil pensar que alguien de su edad pudiese desarrollar semejante argumentación– la justificación que presenta para recabar el permiso materno del gobernador resulta muy interesante. María Antonia aduce que “[s]e sabe que la mujer no se casa cuando quiere, sino cuando se le proporciona sujeto con quien poder hacerlo”. Le preocupaba que la negativa de su madre la privara de aprovechar una oportunidad extremadamente beneficiosa y que en un futuro no se le ofreciera un matrimonio “tan ventajoso, tan racional, y tan útil…”. Tales argumentos contrastan notablemente con las razones que usualmente ofrecían los peticionarios varones, quienes ordinariamente expresaban que deseaban casarse porque “era su voluntad”. A su tierna edad, esta niña –o quizás los adultos que la aconsejaban– pensaba que esa era su mejor salida. Es obvio que tanto el abuelo como el resto de la comunidad veían el enlace con buenos ojos, ya que la niña recibe el apoyo necesario para llevar su caso ante el gobierno superior. Aunque no se ofrecen muchos detalles sobre las características de los novios, está claro en el expediente que la comunidad consideraba que no mediaba desigualdad alguna entre ambos que pudiera impedir el matrimonio. El caso no presenta una decisión del gobierno, ya que pasado muy poco tiempo, la madre retira su oposición y brinda el permiso para que su hija pudiera contraer nupcias. Llama la atención que el común denominador en todos los casos en que la minoría de edad de un vástago era la causa principal del disenso paterno y el gobierno les provee el permiso es que los contrayentes involucrados eran, sin excepción, considerados como blancos.21 Por el contrario, en aquellos casos en que la causa de disenso era similar pero el gobierno les niega el permiso, uno o ambos miembros de la pareja eran conceptuados como pardos o morenos. Estos últimos casos, aunque mucho menos frecuente que los discutidos anteriormente que involucraban a parejas blancas, ofrecen un contraste interesante. 21. En la caja 143, véanse, por ejemplo, los casos de Ramón Martín y Gerónima Piera, 1823; Justo de Torres y Cándida Natal, 1822; Juan Reyes y Juana Medina, 1821; José Vergara y Gregoria Flores, 1822-1823; Manuel Elías y Fermina de Jesús García, 1820. En la caja 145, véanse los casos de Eusebio Rosario y Dolores González, 1870; Vicente Negrón y Altagracia de Sárraga, 1861; Etanislao Rodríguez y Ezequiela Roche, 1856; Carlos Rodríguez y Abida de Santiago, 1857; Bernardo Navarro y María Isabel Brugman, 1863; José Dolores Río y Beatriz Torres, 1862; Manuel Rosa y Julia Hernández, 1856 (Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, cajas 143 y 145, entrada 45).

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Un episodio ejemplar en este sentido es el de Emiliano Raldiris, pardo liberto de aproximadamente 15 años, quien en 1864 deseaba enlazarse con María Eufrasia, sin apellido, una empleada doméstica de 16 años e hija natural de Juana Liberta.22 La oposición viene de la abuela y la tía del novio. Esta última no solo había criado a Emiliano al morir su madre, sino que había comprado su libertad apenas nació. La mujer aduce que, además, lo había educado en el oficio de albañil y lo justo era que en el presente las mantuviera a ella y a su madre. El Consejo de Administración que ve el caso, reacciona de la misma forma que en el caso de José Dolores Ríos discutido anteriormente, expresando que “no puede ser esposo quien no abriga con sentimiento de gratitud y afecto para aquellos de su familia que hicieron sacrificios de la clase a que Raldiris su tía le hizo”. La única diferencia es que en el caso de Raldiris, el gobernador desestima su solicitud y no concede la licencia. En otros casos de menores que no son blancos o intentan enlazarse con alguien que no lo era, la respuesta del gobierno fue la misma; debían esperar hasta alcanzar la mayoría de edad para volver a solicitar el permiso.23 En este renglón es bastante revelador el episodio en que se ve involucrado Juan Zenón en 1828.24 En su petición aduce que es mayor de edad, pero que no puede probarlo porque nació en Santo Domingo y su madre, quien se oponía al matrimonio, se negaba a facilitarle su acta de bautismo. Juan arguye que podía casarse libremente, ya que, según la pragmática de 1803, los mayores de edad no necesitaban el consentimiento paterno. Juan pertenecía a una familia venida a menos, pero con ínfulas, por descender de personas de distinción. Aunque era un simple “fumacero”25 que vivía pobremente de su oficio, su madre se oponía a su matrimonio por considerar que existía una “desigualdad mons-

22. Todos los detalles se este caso se encuentran en el expediente de Emiliano Raldiris y Eufrasia, 1864. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 145, entrada 45. 23. Véase el caso de Laureano Pérez y Florencia Fonseca ,1827. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 144, entrada 45. 24. Caso de Juan Zenón y Micaela Rodríguez, 1828. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 144, entrada 45. 25. La categoría de fumacero aparece en los censos del siglo xix y hace referencia a las personas que confeccionaban cigarros. Véase Matos-Rodríguez, Women and Change in San Juan, ob. cit., p. 81. Agradezco a Juan José Baldrich que me aclarara este punto.

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truosa” entre la novia y su hijo. La madre era hija de peninsulares, así como su difunto esposo, quien había ejercido como administrador general de correos en la ciudad de Santo Domingo y en la de Caracas. La novia, Micaela Rodríguez, era una cuarterona considerada como parda. Por línea paterna provenía de lo que “llaman mestizos, o de mediana calidad; pero por la materna e[ra] notoriamente conocida con la reputación de parda”. Cuando finalmente las autoridades tienen acceso al acta de bautismo de Juan, se dan cuenta de que le faltaban cinco meses para alcanzar los 24 años, edad en que la ley fijaba la mayoría de edad para los huérfanos de padre. El gobierno desestima su petición y le aconseja que espere a cumplir la edad necesaria para volver a intentar su matrimonio. Una vez Juan llega a la mayoría de edad, vuelve a solicitar la licencia de su madre, quien contesta que no se la daría nunca. Para ese entonces, el joven vivía en concubinato con su novia. A pesar de que toda esta información llega al conocimiento de las autoridades, el asesor del gobernador aconseja que se le niegue la licencia y que se le prohíba vivir con su concubina so pena de destierro. El gobernador concuerda con la opinión del asesor y sigue su recomendación. Llama la atención que, de un lado, el gobierno no encuentra falta en los matrimonios de menores de edad cuando los contrayentes son blancos, pero del otro lado, cuando hay miembros de otros grupos raciales involucrados, la cosa se complica. Juan, al igual que otros que desean casarse con desiguales, invoca la pragmática de 1803, la cual efectivamente establecía claramente que los mayores de edad eran libres para contraer matrimonio.26 Sin embargo, como se verá más adelante, el gobierno ordinariamente denegaba el permiso a mayores de edad que intentaban enlazarse con parejas que juzgaban notablemente desiguales. En este sentido, la edad se considera irrelevante; más bien era la presencia o ausencia de desigualdad racial lo que a juicio de los miembros de la comunidad y de las autoridades políticas lograba o malograba un matrimonio. Algo similar ocurría en aquellos casos en que los familiares se oponían al matrimonio de uno de sus vástagos por considerar que el o la pretendiente no estaba a la altura de su condición económica o simplemente porque estimaban que la pareja no contaba con los recursos 26. Sobre este asunto, la pragmática estipula: “Los hijos que hayan cumplido 25 años y las hijas que hayan cumplido 23, podrán casarse á su arbitrio, sin necesidad de pedir ni obtener consejo ni consentimiento de su padre” (Martínez Alcubilla, Códigos antiguos de España, ob. cit., p. 1717).

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necesarios para sostenerse. Un episodio que resulta revelador a este respecto es el que involucra a don Manuel Marín, “propietario honrado y laborioso” de Utuado, quien en 1860 se opone al matrimonio que su hija menor de edad, Estebanía Marín, pretende con don Emenegildo Román, menor de edad también.27 Ante la oposición del suegro, el pretendiente eleva una petición de licencia a las autoridades políticas. Según el informe de la Comandancia del Cuartel de Utuado, el novio –a quien se le reconocía como blanco– había llegado al barrio donde residía la familia Marín con un pasaporte que lo acreditaba como jornalero, aunque no se le conocía ocupación en la localidad. El padre de la joven lo rechazaba por pobre y por no ocuparse de otra cosa que no fuera “tocar el violín” en “todos los bailes”, razones con las que concordaba la Comandancia del Cuartel de Utuado. Otro de los informantes, sin embargo, reconoce al joven como trabajador y honrado. Independientemente de las opiniones encontradas sobre la conducta del novio, había un hecho que nadie disputaba: que la novia era hija de un propietario de “conducta intachable” y que el novio era un simple jornalero. Aun así, el gobierno otorga el permiso para que contraigan nupcias argumentando que la pobreza era una excusa “poco racional” para impedir el matrimonio. Un ejemplo que contrasta sugerentemente con el anterior es el de Juan de Rivera y María Cipriana Rivera, quienes en 1853 desean contraer nupcias en el pueblo de Coamo.28 A pesar de que el pretendiente era hijo de uno de los vecinos más ricos de la localidad, es el padre de la pretendida quien se opone al enlace. La familia de la novia, según la opinión general, no pertenecía a las familias blancas de la villa. Aun así, los padres de María Cipriana objetan el matrimonio por considerar que el pretendiente no los iguala en calidad. Estos reconocen que se trata de un joven honrado, trabajador y con los medios necesarios para sostener a una esposa “con decencia”. Sin embargo, lo rechazan porque era “hijo de un liberto”. Tal como ocurre con el caso anterior, en el que pretendiente eleva una petición al gobernador por enfrentar la oposición del padre de su pretendida, en el caso de Juan y María Cipriana, es el novio rechazado 27. Todos los detalles de este caso aparecen en el expediente de Emenegildo Román y Estebanía Marín, 1860. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 145, entrada 45. 28. Todos los detalles de este caso aparecen en el expediente de Juan de Rivera y María Cipriana Rivera, 1853. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 145, entrada 45.

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quien presenta la solicitud de licencia a las autoridades políticas. La gran diferencia es que en el caso de Emenegildo y Estabanía –pareja blanca– se le da curso a la investigación y a la eventual concesión de la licencia, mientras que en el de Juan y María Cipriana –hijo de liberto e hija de familia no blanca– devuelven la petición, argumentando que, según la ley, quien debe interponer la petición era María Cipriana, ya que su padre es el que se opone. Unos días después, María Cipriana presenta la petición, como se le había indicado. En esta ocasión lo que se objeta es la firma que acompaña su solicitud. Al igual que hacían muchos de los peticionarios que eran iletrados, María Cipriana le pide a una tercera persona que firme en nombre suyo. Las autoridades superiores, por su parte, devuelven nuevamente la petición arguyendo que ellos no sabían quién era el tal Juan de la Rosa Espada que firmaba en nombre de la joven. Añaden que esta pronto cumpliría la mayoría de edad y que para ese entonces no necesitará la licencia paterna. María Cipriana interpreta esta respuesta como que el gobierno aprueba su matrimonio una vez cumpliera su mayoría de edad, por lo que espera a cumplir los veintitrés años. Sin embargo, tal parece que las autoridades políticas de su pueblo no lo veían así, porque una vez más, luego de alcanzar la mayoría de edad, vuelve a someter su petición al gobernador, esta vez firmada por don Tomás de Blasini, un sujeto bastante conocido en la isla por sus relaciones mercantiles, según consigna el escrito. Lamentablemente, el expediente no incluye ninguna comunicación posterior, por lo que no se sabe con certeza si María Cipriana y Juan llegaron a conseguir la licencia para poder realizar sus planes. Lo que sí está claro es que el gobierno le pone numerosos obstáculos al matrimonio, a pesar de que el novio goza de una posición económica desahogada. Varias parejas blancas, en ocasiones menores de edad, obtienen el permiso del gobierno para efectuar enlaces frente a las objeciones paternas por causa de falta de recursos para sobrellevar las cargas del matrimonio.29 Expresiones tales como “desgraciados los pobres si por esta causa ajena de su voluntad fueren condenados a vivir en perpetuo 29. En la caja 144, véase, por ejemplo, los casos de Eusebio Cabrera y María Florencia Román, 1826; Saturnino González y Juana María Lázaro, 1829. En la caja 145, los casos de Pablo Rodríguez y Leonor Pagán, 1859; José Etanislao Rosario y Fabriciana Machuca, 1859; Juan José Nogueras y Josefa María Collazo; Carlos Rodríguez y Abida de Santiago, 1857; Juan de Rivera y María Cipriana Rivera, 1853; Emenegildo Román y Estebanía Marín, 1860. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, cajas 144 y 145, entrada 45.

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celibato”30 o “¡[c]uántos contraen [pues] este sagrado lazo y unión sin tener en su porvenir más que la providencia y sus brazos!”31 fueron utilizadas para justificar la concesión de licencias de matrimonio por parte del gobierno. Lo opuesto ocurría cuando uno o ambos contrayentes eran pardos o mulatos. Como se vio anteriormente, aun cuando contaban con los recursos económicos suficientes para sostener el matrimonio, se les ponían trabas. Igualmente, cuando eran menores y la familia objetaba el matrimonio por falta de recursos económicos, se les mandaba que esperaran a llegar a la mayoría de edad para volver a intentarlo. Es decir, que la edad y la condición económica no obstaculizaban el matrimonio de las parejas blancas, pero se veían como causas de peso para desalentar el matrimonio entre los pardos y morenos. Si la edad y condición socioeconómica no eran causas que obstaculizaban el matrimonio desde el punto de vista del Estado, cabría preguntarse entonces, ¿cuáles eran las causas que se estimaban racionales para impedir un enlace?

La singular causa de disenso: desigualdad racial Don Alonso Ramírez de Arellano era un sexagenario de San Germán que en 1829 deseaba casarse con María del Carmen Sales, de 28 años, de padre europeo y madre mulata. Este consideraba la oposición que interpone su hermana al enlace como una absurda ya que él era una persona libre, mayor edad, viudo, padre de familia e independiente de la autoridad de su hermana.32 Opinaba que el alcalde se había extralimitado al prohibir que se efectuara su matrimonio, razón por la cual acude al gobernador. El gobernador le da curso a la pesquisa y la misma revela que don Alonso era blanco por ambas líneas, pertenecía a una de las familias más distinguidas de la villa y un sinnúmero de sus parientes habían obteni-

30. Caso Pablo Rodríguez y Leonor Pagán, 1859. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 145, entrada 45. 31. Caso Etanislao Rosario y Fabriciana Machuca, 1859. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 145, entrada 45. 32. Caso Alonso Ramírez y María del Carmen Sales, 1829. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 144, entrada 45.

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do puestos honoríficos. Don Alonso mismo se había desempeñado por muchos años, hasta su retiro, como sargento de Milicias Urbanas. Los antecedentes familiares de la novia, de otra parte, no eran tan diáfanos como los del novio. María del Carmen era hija legítima de un natural de Cataluña que llegó a la isla destinado al presidio de San Juan y que salió para la época del asedio inglés. Transcurrido algún tiempo, se casó con María Socorro Martín, conceptuada como parda notoria. De este matrimonio nace María del Carmen. Nadie notifica haber conocido al abuelo materno de María del Carmen, aunque la voz popular nombraba a su madre, María Socorro, como hija legítima. Esta última había sido sostenida y educada desde muy pequeña, como si fuera su hija natural, por Juan Francisco Velázquez, pardo casado con una mulata liberta. Es decir, que los orígenes de la madre de la contrayente resultan bastante nebulosos no solo porque no estaba claro quiénes eran sus padres, sino porque había sido criada en un entorno mulato y rústico. La … pretendida la conozco sin distintivos hasta ahora, por hija de Salvador Sales, que vino de la Península destinado al Presidio de esa capital, y salió de él cuando lo ingleses sitiaron la Plaza de Puerto Rico; pasó aquí después de algún tiempo casó con María del Socorro Martin parda notoria, la cual aunque se dice fue procreada bajo de matrimonio cuyo padre no conocí, ha sido reputada públicamente, sostenida desde muy pequeña en esta población y educada por respecto de Juan Francisco Velásquez hasta que le proporcionó dicho casamiento teniendo como hija natural, siendo también éste, pardo que casó sin discrepancia con Manuela Ignacia mulata liberta del Padre Cura y vicario difunto... La madre de la María Socorro de familia de la plebe ordinaria habida por parda, y de mala nota pública; en tales términos que por las predichas razones [gradúo] desigualdad muy notable para que no deba tener éxito el matrimonio de que se trata sin afrenta a las familias de que desciende Don Alonso, y resentimiento de otras del mismo rango enlazadas con ellas…

En realidad no queda claro en los documentos si María Socorro era hija natural del hombre que la crió o si, efectivamente, era hija legítima de otro hombre, como se comentaba públicamente. Como no mencionan a su madre por nombre, no queda claro si cuando dicen que esta era parda de la “plebe ordinaria”, se refieren a la esposa del hombre que la crió o a la mujer que le dio la vida, o si ambas eran la misma persona. Resulta interesante que, con más frecuencia de lo se podría imaginar en el presente, esclarecer los orígenes de las personas

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no siempre era una tarea sencilla. En efecto, los informes que se recogen para este caso no esclarecen de forma convincente la procedencia de la madre de la pretendida. Sin embargo, el hecho de que María Socorro hubiese sido criada por una pareja “casada sin discrepancia”, en la que uno de los cónyuges era una liberta, constituyó evidencia suficiente de desigualdad para el gobierno, que le niega la licencia a don Alonso por considerar que su pretendida descendía de esclavos y gente de mala nota pública por línea materna. No obstante, lo crucial en esta discusión no es si existía o no desigualdad entre la pareja, sino la autonomía de un hombre adulto para contraer matrimonio con quien le placiera. Como se mencionó anteriormente, la pragmática de 1803 exponía claramente que una vez los hijos de familia alcanzaran su mayoría de edad podían casarse sin solicitar licencia a sus padres. Esto es lo que arguye don Alonso, así como otros adultos que intentan matrimonios. No obstante, cuando se estimaba que existía diferencia notable entre los aspirantes al matrimonio, el gobierno fallaba en su contra sin importar la edad que tuvieran. La legalidad de las actuaciones del gobierno es discutida por don Francisco Marcos Santaella, asesor del gobernador Miguel de la Torre, quien en 1829 analiza el asunto: Es verdad que por la Real Cedula de 10 de abril de 1803 se faculta a los hijos de familia para casarse a su arbitrio excediendo de las edades que aquella prescribe, pero como de su observancia resultaron inmediatamente porción de matrimonios desiguales, fueron repetidas [las quejas] que se elevaron al Rey por la Real Audiencia de Cuba que reside en la Villa de Puerto Príncipe y tuvo SM a bien expedir otra Real Cédula fha en San Lorenzo a 15 de octubre de 1805 para que cuando las personas de mayor edad, conocida nobleza ó notoria limpieza de sangre quisieren contraer matrimonio con negros mulatos y demás castas, pudiesen los mayores de edad oponerse y ocurrir a los Virreyes, presidentes y Audiencia de estos dominios para que precedidos los informes que hubieren por conveniente tomar, concedieran o negaran el permiso o habilitación correspondiente según lo que resultase sin cuya circunstancia no se pudieran efectuar los tales matrimonios.33

Es decir, que a partir de protestas elevadas ante la Audiencia de Cuba, se modifica la pragmática de Carlos IV para incluir los matri33. Caso Juan Zenón y Micaela Rodríguez, 1828. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 144, entrada 45.

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monios de los mayores de edad cuando en estos mediaba desigualdad racial, sobre todo, del tipo que causaba vergüenza y escarnio público a las familias honoríficas. Cualquier pariente estaba facultado para oponerse, más allá de los padres o encargados. La idea de que la desigualdad que impedía matrimonios era estrictamente racial queda evidenciada en una opinión del Consejo de Indias, quien en 1835 responde a una consulta que le hace el capitán general de Puerto Rico sobre sus poderes para decidir sobre los matrimonios desiguales. La misma ratifica la autoridad final del gobernador para decidir en los casos de mayores que pretendiesen contraer matrimonio “con castas desiguales”.34 El caso bajo apelación era el de Bernardino Sanjurjo, residente en el pueblo de Loíza, quien en 1831 deseaba contraer nupcias con Tomasa de Rivera.35 La familia del novio –reconocida como muy distinguida y en consecuencia, blanca– objetaba el enlace por razones de desigualdad racial considerable. La madre de la novia apela ante la Audiencia la negativa del gobernador a conceder la licencia para el matrimonio, pero el Consejo de Indias dictamina la irrevocabilidad de las decisiones del gobernador como autoridad política máxima de la isla. Los familiares de Bernardino alegaban que toda familia noble o de limpieza de sangre tenía derechos incuestionables para oponerse a los enlaces con personas pardas sin importar la edad de los involucrados. Reconocían lo establecido por la pragmática de 1803, sin embargo señalan que algunas audiencias de América, así como virreyes y capitanes generales, habían pedido a la Corona que clarificase el propósito de la ley, ya que dudaban que la intención de la misma fuese permitir la confusión de familias. Según ellos: …pudiendo todos casarse a su arbitrio no era posible poner un antemural a los matrimonios ni evitar esa confusión en los países de América fundados en castas y con las que se confundirían las familias más ilustres.

Por tal razón se habían emitido las ordenanzas de 1805 que dictaban que las reglas contenidas en la pragmática de 1803 se extendieran a los mayores de edad que pretendían casarse en detrimento de sus familias. 34. Archivo Histórico Nacional, Ultramar 2012, exp. 2. El gobernador de la Audiencia consulta sobre sus facultades en expte. de disenso para contraer matrimonio (1830-1834). 35. Caso Bernardino Sanjurjo y Tomasa de Rivera, 1931. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 144, entrada 45.

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En este sentido, existía una convergencia entre los valores culturales que circulaban en el Puerto Rico decimonónico y las posturas oficiales de las autoridades políticas sobre lo indeseable de los matrimonios racialmente mixtos y los problemas que estos acarreaban. Cabría preguntar, ¿participaba la Iglesia local de tal confluencia de valores culturales?

La Iglesia local y los matrimonios racialmente desiguales A raíz del Concilio de Trento, el cual fijó los fundamentos de la normatividad matrimonial, la Iglesia española padeció la tensión que producía la defensa del libre albedrío versus el mandamiento de obediencia a los padres.36 Por un lado, reconocían el valor supremo de la libertad de conciencia de la pareja a la hora de contraer el vínculo matrimonial. Por otro, no estaba claro cómo debían actuar cuando la libertad de elección colisionaba con el respeto y deferencia que los hijos le debían a los padres, si es que estos no aprobaban su elección matrimonial. Lo cierto es que los preceptos establecidos por Trento a este respecto fueron bastante ambiguos, ya que no dilucidaban adecuadamente lo que constituía una intervención paterna justificada.37 Desde el punto de vista de la Iglesia católica lo único que podía frenar un matrimonio eran los impedimentos prohibitorios y dirimentes, y la desigualdad racial no se encontraba entre estos.38 No obstante, la pragmática de 1803 era muy clara en cuanto a lo que le ocurriría a aquellos sacerdotes que realizaran matrimonios que contradijeran las estipulaciones contenidas en ella; serían expatriados y sus bienes serían confiscados.39 Así, se creaba un espacio de ambigüedad que proveía para que las parejas perseveraran en su meta de llevar a cabo sus enlaces y lucharan contra la oposición familiar. La ley de 1803 obligaba a los sacerdotes a pedir un permiso escrito de los padres o encargados para poder efectuar el enlace. Asimismo,

36. Para una discusión del trasfondo y alcance de esta contradicción, véase Seed, To Love, Honor, and Obey, ob. cit., pp. 32-40. 37. Rodríguez, Sentimientos y vida familiar en el Nuevo Reino de Granada, ob. cit., pp. 139-221. 38. La principal división que distingue los impedimentos prohibitorios de los dirimentes es que los primeros hacen el matrimonio ilícito, mientras que los segundos lo hacen inválido. Para una definición de estos, véase la Enciclopedia Católica. Disponible en . 39. Martínez Alcubilla. Códigos Antiguas de España, ob. cit., p. 1717.

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las revisiones posteriores que se le hacen a esta ley, los comprometía a informar a los padres o parientes de los mayores de edad que intentasen contraer matrimonio, de suerte que tuvieran tiempo para interponer los recursos que les brindaba la ley para impedir aquellos enlaces que juzgasen perjudiciales. Así lo expone el asesor Francisco Marcos Santaella cuando analiza la legalidad del proceder del gobernador al negar licencias a mayores de edad: A consecuencia de esta Soberana disposición [Cédula de 1805] habiendo oído la Real Audiencia del Distrito a su Fiscal libró una Real Provisión con fecha de 17 de junio de 1806 a todas las autoridades Eclesiásticas y civiles de su distrito para su observancia en la que dispone entre otras cosas que los Provisores y Vicarios antes de proceder a los matrimonios que intentasen los mayores de edad, lo hagan saber á sus padres ó parientes y que firmen la diligencia de notificación para que estos puedan hacer los recursos que tengan por conveniente ante los Alcaldes Ordinarios con arreglo a la Real Cedula de 1805 citada y requeridos que sean los Provisores ó Vicarios por el Alcalde [ilegible] que se presente la parte disensiente (sic) manden inmediatamente suspender la celebración del Matrimonio, concediendo el referido Juez Ordinario el termino necesario para hacer el recurso conveniente á las autoridades que pueden conceder o negar el permiso. Cuya Real Provisión se circuló aquí en 21 de octubre de 1806 por el Ilustrísimo Señor Obispo a todos los curas párrocos de la Isla para su observancia dejando una copia certificada en el libro de órdenes.40

Aunque se podría argumentar que la Iglesia era un cómplice reacio en todo este asunto –más bien obligada a actuar de acuerdo a la legislación vigente–, lo cierto es que estuvo implicada más allá de lo que le requería la ley. Por ejemplo, la primera ordenanza de que se tiene constancia en la isla en contra de los matrimonios racialmente dispares no provino del gobierno, sino de la Iglesia. En 1738, antes de que se promulgara la Real Pragmática Sanción contra Matrimonios Desiguales, el obispo Francisco Pérez Lozano publicó un edicto para que no se expidieran licencias para la realización de matrimonios entre personas disímiles.41 En el mismo no solo prevenía a los presbíteros en 40. Caso Juan Zenón y Micaela Rodríguez, 1828. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 144, entrada 45. 41. “Sobre el edicto del Obispo Lozano prohibiendo licencias matrimoniales entre personas desiguales, 1738”, Boletín de Historia Puertorriqueña, vol. 1, núm. 10, sept. 1949, p. 320.

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la isla para que no realizasen este tipo de enlace, sino que, además, los obligaba a informar al Obispado sobre la calidad de todas las personas que intentaran casarse. Es este mismo obispo quien, en 1741, reitera una petición hecha por su predecesor a la Corona española para que efectuara gestiones en Roma con la intención de lograr que el obispo de San Juan de Puerto Rico tuviese la facultad de dispensar matrimonios entre parientes en segundo grado de consanguinidad o afinidad. Esta potestad se le había otorgado al obispo de Caracas y, a juicio de Pérez Lozano, en esa diócesis “no concurr[ían] tan urgentes razones” como las existentes en la suya. Según el prelado: …el número de familias nobles que la ilustran, es contissimo (sic), y se hallan los más ligados con inmediato parentesco regularmente en segundo grado, o ya sea de consanguinidad, o de afinidad, y fuera de la parentela no verifican casamientos iguales y no habiendo esta facultad en los prelados, o se casan con personas desiguales se extraga (sic) el decoro de las familias, que tanto conduce al lustre de la República, o se abrazan con inconvenientes y daños espirituales sin remedio, por no hallarse el Diocesano para habilitarlos a fin de matrimonio, y asimismo de ser todas estas provincias sumamente pobres, que no se halla una familia acaudalada para poder ocurrir a Roma a impetrarla…42

Dado a que eran muy pocas las personas de reconocida nobleza,43 casarse fuera de su grupo familiar equivalía a mancharse; el prelado quería evitar que esto sucediera. Resulta interesante que no se tratara de familias pudientes o con títulos nobiliarios, sino de familias pobres o de ingresos moderados que no podían costear el trámite en Roma. Mark Burkholder argumenta que, independientemente de su posición económica, los españoles juzgaban que el hecho de descender de “sangre pura” era razón suficiente para merecer una posición social superior y el estatus de noble en la sociedad multirracial ameri42. Archivo General de Indias, Santo Domingo, 582, Expediente de la visita del Obispo Don Francisco Pérez Lozano al Obispado: años 1743-1744, Auto 17 sobre consulta representando sería muy conveniente, el que el Prelado de es diócesis tenga facultad de dispensar en segundo grado como la tiene otros en esta América. 43. Según el Diccionario de la Real Academia Española de 1734 la nobleza se refiera al “lustre, esplendor o claridad de sangre, por la cual se distinguen los nobles de los demás del Pueblo, la cual o viene por sucesión heredada de sus mayores, o se adquiere por las acciones gloriosas”. Disponible en .

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cana.44 La heterogeneidad racial en las colonias alteró las distinciones entre nobles y plebeyos que se importaron de España y contribuyó a cimentar la idea de que todos los españoles eran fundamentalmente iguales.45 En otras palabras, que todos eran nobles. A estos se le oponían los indios, los negros y las castas –lo no español–, los cuales pasan a ser denotados como plebeyos. Así, las categorías que expresaban estatus social en España se transforman para representar diferencia racial en las colonias.46 El obispo Pérez Lozano deseaba preservar esta jerarquía racial, por lo que le era menester promover el matrimonio entre los blancos limpios de sangre e impedir que se enlazasen con individuos de otros grupos raciales. En efecto, un trabajo de investigación inédito que estudia 1.867 casos de dispensas matrimoniales de mediados del siglo xix (1844 a 1867) conservadas en el Archivo de la Catedral de San Juan, concluye que la historia que se desprende del estudio de estos documentos es la de “blancos” luchando por mantenerse apartados de los de “sangre manchada”.47 Solo en muy contadas excepciones se encuentran mulatos que solicitan dispensas matrimoniales en la muestra revisada, en la cual no se encuentra ninguna petición de negros. Comúnmente, las peticiones de dispensa exhibían frases como las siguientes: Por ser la oratriz (sic) de notoria limpieza de sangre, no halla cómodamente en el lugar ni en los vecinos pueblos persona alguna con quien casarse que no sea pariente.48 Las familias blancas de nuestro lugar se encuentran tan ligadas que difícilmente se verifica matrimonio in recurrir al beneficio de la dispensa.49 44. Mark A. Burkholder, “Honor and Honors in Colonial Spanish America”, en Lyman Johnson y Sonya Lipsett-Rivera (eds.), The Faces of Honor: Sex, Shame, and Violence in Colonial Latin America. Albuquerque, University of New Mexico Press, 1998, p. 28. 45. En realidad, el reclamo de que todos los españoles y sus descendientes eran iguales era impugnado constantemente en la sociedad colonial. 46. Seed, To Love, Honor, and Obey, ob. cit., pp. 22-24. 47. José María Eizaguirre, “Endogamia o matrimonios entre parientes en Puerto Rico”. Trabajo inédito presentado en el curso de Historia 225, segundo semestre año académico 1972-1973, p. 27. Agradezco al profesor Gervasio García, quien me facilitó este trabajo. 48. Archivo de la Catedral de San Juan (ACSJ), 1860, E. 3, C. 4, n. 184. Citado en Eizaguirre, “Endogamia o matrimonio entre parientes”, p. 30. 49. Archivo de la Catedral de San Juan (ACSJ), 1860, E. 3, C. 4, n. 200. Citado en Eizaguirre, “Endogamia o matrimonio entre parientes”, p. 31.

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Es cierto que los matrimonios entre blancos son casi siempre mediante dispensa, por estar tan ligadas las familias por parentesco…50 Nosotros, los aspirantes a este matrimonio procedemos de familias blancas decentes muy enlazadas con las demás por ser extenso nuestro linaje y no encontraría la oratriz persona de igual linaje para casarse que no fuera pariente.51

Aunque es cierto que existían otras razones de peso para desear el matrimonio entre parientes, como, por ejemplo, mantener las propiedades en manos de una misma familia,52 resulta evidente que la igualdad racial se consideraba una razón de peso en la sociedad de la época y que la Iglesia la reconocía como una forma de ameritar la dispensación del impedimento matrimonial. De ahí que, una vez tras otras las parejas entre las cuales mediaba algún parentesco, recurrieran a tal justificación. Desde el punto de vista de la Iglesia, lo ideal era mantener una sociedad estamental en la cual lo español, simbolizado como blanco, se colocara en el ápice del escalafón social, mientras que lo negro y mulato debía mantenerse en la base, claramente diferenciado de los niveles superiores. Este era el orden que debía prevalecer en el entorno social, aun en aquellos espacios sacros. Tal visión del mundo es la que refleja el obispo Francisco Julián Antolino cuando ofrece instrucciones muy precisas sobre cómo debían ser ocupados los escaños en la parroquia y el orden que debía prevalecer en las procesiones: Y así como en el cielo hay según las Jerarquías Angélicas sus graduaciones, así también en la Iglesia Militante debe guardarse el orden según la calidad de las personas, en los asientos y lugar: Mandamos que los primeros ocupen los ejercen Justicia en los que les están destinados, después de ello las personas principales y de distinción, y en lo restante de la Iglesia, sin preferencia alguna, los mulatos y negros; y este mismo orden se llevará en [las] procesiones que se celebraren…53

50. Archivo de la Catedral de San Juan (ACSJ), 1844, E. 3, C. “variada”, n. 480. Citado en Eizaguirre, “Endogamia o matrimonio entre parientes”, p. 33. 51. Archivo de la Catedral de San Juan (ACSJ), 1860, E. 3, C. 5, n. 55. Citado en Eizaguirre, “Endogamia o matrimonio entre parientes”, ob. cit., p. 38. 52. Fernando Picó, Amargo café: los pequeños y medianos caficultores de Utuado en la segunda mitad del siglo xix, San Juan, Ediciones Huracán, 1985, pp. 54-55. 53. “Primera Visita Pastoral del Obispo Antolino al Pueblo de la Ribera de Arecibo, 1750”, Boletín de Historia Puertorriqueña, vol. I, núm. 8, julio 1949, p. 251

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La jerarquía racial que debía observarse en el recinto eclesial como tropo de la sociedad puertorriqueña pone de manifiesto lo subversivo del matrimonio interracial. De permitirse este, ¿cuál sería el efecto de que una pareja mixta se sentara junta en la iglesia? ¿Qué espacio ocuparían? ¿En dónde se sentarían sus hijos? El resultado inevitable sería la confusión de “calidades” y el desmoronamiento de un régimen que estaba fundamentado en la clara separación de estas. Así que, aunque el Concilio de Trento prohibiera el matrimonio entre parientes hasta el cuarto grado de consanguinidad y afinidad, y bajo ninguna circunstancia proscribiera el matrimonio entre desiguales raciales, en el Puerto Rico de los siglos xviii y xix era más fácil conseguir una dispensa de parentesco que el permiso de las autoridades eclesiásticas o gubernamentales para llevar a cabo un matrimonio racialmente mezclado. Así lo manifiesta el obispo Antolino cuando, en 1750, reitera la prohibición que enunciara su predecesor, Pérez Lozano, en 1738 sobre los matrimonios desiguales: …experimentándose en esta Isla notable falta de familias de lustre y de limpia generación, siendo la causa haberse unido en matrimonio con personas de inferior calidad, de que resulta irse acabando y extinguiendo las de la gente blanca, y por consiguiente temerse llegaría el caso de que no hubiese sujetos en quienes recayesen las elecciones de los oficios políticos, ni pudiesen ser admitidos a los hábitos clericales, ni de las religiones; por lo que había providenciado en su audiencia Eclesiástica suspender las licencias para que se hiciesen casamientos entre personas desiguales, mandando que en los casos que se ofreciesen se hiciese primero informe de la calidad de los sujetos, y habiendo notable desigualdad no se concediesen despachos para semejantes casamientos, para que de este modo los de inferior calidad se viesen precisados a casar con sus iguales.54

Tal postura colocaba a la Iglesia en una situación paradójica. De una parte, el propósito de las autoridades tanto civiles como eclesiásticas era mantener el orden social. Desde esa perspectiva, la existencia de muchas parejas en situaciones irregulares se veía como algo escandaloso que violentaba el orden y la moral que querían promover. De otra parte, el autorizar matrimonios entre personas de diferente 54. “Visita Pastoral única del Obispo Antolino a la Ribera de Santa Cruz de Bayamón”, Boletín de Historia Puertorriqueña, vol. II, núm. 4, julio 1950, p. 114. Una admonición similar se encuentra en la “Primera Visita Pastoral del Obispo Antolino al Pueblo de la Ribera de Arecibo, 1750”, p. 251.

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calidad también atentaba contra el orden y la moral. De ahí que se encontraran en la incómoda posición de fomentar activamente ciertos tipos de matrimonios a la vez que se veían forzados a evitar otros. El castigo principal para quienes intentaran violar tales disposiciones recaía sobre las mujeres no blancas, las que debían expiar su falta, según el prelado Antolino: … que muchas mujeres, con conocimiento de no poderse casar por su ínfima calidad, se entregan con infamia sabia, escándalo del pueblo, y grave ofensa a Dios…, a hombres de la principal y mediana esfera, por el vil interés de que ya que no se casan serán dotadas por ellos: Procurando extinguir tan grave delito y abominables máximas, con que el demonio sugiere a tales mujeres para su perdición eterna y temporal, no sólo confirmamos dicho decreto [el de la prohibición de matrimonios desiguales] para que se guarde en todo, sino que ordenamos, y mandamos al cura … que no pase a casar mujeres cuya calidad es notoriamente inferior a la de los hombres con quienes solicitan matrimonio, aunque haya habido palabra y daño…55

No solo no era acreedora al matrimonio este tipo de mujer, tampoco era merecedora de que se le resarciera por daños a su reputación, acción que se veía imprescindible en el caso de las mujeres blancas. Este aspecto queda ilustrado en el siguiente episodio. Juan Felipe Figueroa era un sexagenario de distinguidísima familia, quien, en 1816, desea casarse con su concubina, quien lo había cuidado por varios años y, además, le había dado prole.56 Juana Julia de Guzmán, la futura contrayente, era conceptuada como parda y se decía de ella que había escapado anteriormente con otro hombre, con el que vivió en concubinato alrededor de un año. Cuando la familia de Juan Felipe, quien se desempeñaba como maestro de primeras letras en el pueblo de Sabana Grande, se entera del proyectado matrimonio, se forma tremendo escándalo que da pie a un proceso legal que dura por lo menos cinco años. Después de todo, Juan Felipe no solo era miembro de una de las mejores familias del pueblo, sino que además, era el viudo de una mujer de mucha distinción y buenísima reputación. El novio alega que el matrimonio era un asunto de conciencia ya que él 55. “Primera Visita Pastoral del Obispo Antolino al Pueblo de la Ribera de Arecibo, 1750”, p. 251. 56. Caso Juan Felipe Figueroa y Julia de Guzmán, 1816. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 143, entrada 45.

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quería legitimar a su prole y no morir en pecado, como iba a suceder si el gobierno no le concedía la licencia. Cuando se le pregunta al párroco de Sabana Grande si el caso en cuestión era un asunto de conciencia, este responde: …a nada es acreedora en conciencia la pretendida, tanto por su mala reputación, y prostituciones pasadas, cuanto que por su calidad, es muy inferior, y del todo desigual al pretendiente.

En otras palabras: ser parda y de mala reputación se consideraba básicamente como la misma cosa, de ahí que no hubiese que intervenir para reparar su honor porque, para comenzar, no contaba con ningún honor que defender. Para que se le reconociera honor a una mujer parda, tenía que distinguirse dentro de su grupo exhibiendo una conducta que diera de qué hablar en el sentido positivo. Para este sacerdote, el asunto de conciencia se reducía a prevenir que el orden social se socavara permitiendo que a una mujer de tan baja calaña se le brindara la gracia de pasar a formar parte, mediante su matrimonio, de una familia distinguida. Algunas de las parejas que confrontaban oposición paterna recurrían a la Iglesia o a sus sacerdotes buscando el apoyo necesario para llevar a cabo sus planes. No obstante, generalmente, tanto el tribunal eclesiástico como los sacerdotes particulares se mostraban respetuosos y en consenso con las leyes civiles, aunque en algunas ocasiones trataran de intervenir a favor de la pareja. Un caso ejemplar en este sentido es el de un cura de Las Piedras, Francisco Carrañón, quien, en 1821, se ve obligado a tomar partido en un caso de disenso. El sacerdote le envía un oficio al gobernador relatando el siguiente incidente. Un día, cerca de la medianoche, tocaron a la puerta de su casa María Manuela Rodríguez, de 22 años, y su novio Juan Ruperto Velázquez. La pareja alegaba que tenían planes de matrimonio a los cuales se oponía vehementemente el padre de la novia. Por tal motivo, le suplicaron al sacerdote que le permitiera a la chica quedarse bajo su cuidado de modo que el hecho de haber dejado la casa paterna no perjudicara su reputación. El sacerdote alberga a la chica, pero el siguiente día informa al alcalde del pueblo sobre los acontecimientos. Este último le pide que se haga cargo de la joven hasta que él pueda encontrar una casa de respeto para depositarla.57 Pasados los días, el sacerdote recibe un 57. El concepto de depósito aparece en los escritos eclesiásticos medievales en referencia a la custodia temporera de personas. Tradicionalmente, la Iglesia “depositaba” a las mujeres que se hallaban en medio de alguna controversia con respecto a un

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oficio del juez de Letras del pueblo en el cual se le ordena que entregue la chica a su padre. Al sacerdote le parece inapropiada esa solución, ya que teme que la furia del padre recayera sobre la hija, de modo que acude nuevamente al alcalde, quien le asegura que la depositaría en una casa honesta. En realidad lo que hace el alcalde es entregarla al padre. Según informa el sacerdote, cuando el padre se encuentra con la chica, comienza a castigarla físicamente, lo que continúa haciendo hasta llegar a su casa. El sacerdote, claramente preocupado por el abuso físico, solicita al gobernador, como magistrado principal de la provincia, que intervenga. El gobernador manda que se investigue el incidente. La pesquisa confirma todo lo notificado por el sacerdote, con excepción del maltrato físico, el cual es desmentido bajo juramento por la propia María Manuela y por su padre. Ella testifica que efectivamente estuvo en casa del señor cura y que de allí la mandó a buscar el sargento mayor don Esteban Martínez, quien le dijo que la albergaría en su casa hasta que se casara. Una vez llega a la residencia, se encuentra a su padre, a quien el sargento mayor se la entrega manifestándole: “tome a su hija y llévesela dándole una [tunda]”. No obstante, a preguntas sobre si su padre la había castigado, María Manuela responde que no le habían dado el menor castigo. El padre, por su parte, declara lo siguiente: Que no le ha puesto un dedo encima cuando se la llevó y si la ha reprendido aconsejándola por el extravío de su enlace con un hombre que [desciende] de esclavos, desaplicado a la agricultura y con nota de ratero.

El padre de María Manuela era un labrador de 58 años que no sabía firmar con su nombre. No obstante, para él –hombre blanco– era una afrenta que su hija, conceptuada por todos en el pueblo como blanca, se enlazara con alguien que provenía de la esclavitud. Los miembros de la comunidad parecen concordar con él, ya que los informes que recibe el gobierno confirman el testimonio del padre de la chica y no la historia de maltrato físico que tanto parece preocupar al sacerdote. Aun así, luego de que el caso llegara a las autoridades superiores, el cura se desentiende y deja que el asunto en las manos del gobierno civil. proyectado matrimonio, de modo que pudieran decidir, lejos de presiones familiares o de su pareja, si querían casarse o no. Para una discusión de esta práctica en el contexto hispanoamericano colonial, véase Seed, To Love, Honor, and Obey, ob. cit, pp. 78-79 y Lee M. Penyak, “Safe Harbors and Compulsory Custody: Casas de Depósito in Mexico, 1750-1865”, Hispanic American Historical Review, vol. 79, núm. 1, 1999, pp. 83-99.

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Otro caso interesante es el del cura de Cayey, a quien acuden Alejo Vázquez y María del Pilar López en 1836, para que diera inicio a los trámites necesarios para llevar a cabo su enlace.58 Estos se presentaron una noche en la casa del sacerdote, junto a un hermano de la novia. Expresaron que los padres de la chica estaban de acuerdo y como ambos eran mayores de edad, no necesitan traer la licencia. El sacerdote explora sus voluntades, pero se niega a proclamarlos, indicándoles que debían presentar su caso ante el gobernador. Además, informa a los padres de los contrayentes, lo que hace posible que la madre del novio, junto a sus hijas y yernos, presenten su disenso. En su escrito a las autoridades políticas, el novio admite que su novia era parda de calidad, pero que también era una joven de honestidad y recogimiento. Aunque él era blanco, entendía que podía casarse libremente con quien quisiera por ser mayor de edad. En efecto, la investigación revela que la opinión generalizada era que don Alejo pertenecía por las dos líneas a las familias principales del pueblo. María del Pilar, por su parte, aunque de padre blanco “limpio de origen”, por parte de su madre era parda y descendiente de esclavos, “aunque en grado remoto”. El asesor del gobernador opina que no debe accederse a la petición de don Alejo. Lamentablemente este caso no presenta un desenlace claro. Sin embargo, resulta evidente que el sacerdote estaba muy consciente de lo que decía la ley y sus actuaciones estuvieron orientadas por los dictámenes de la misma. Otro incidente sugestivo lo protagonizan el cura de Maunabo y el alcalde mayor de Humacao, quienes en 1841 entran en conflicto por causa de un matrimonio desigual. A primera vista podría pensarse que se trataba de un sacerdote tratando de ayudar a una pareja a realizar sus planes frente a un alcalde celoso porque se cumpliese la ley. No obstante, ocurre todo lo contrario; el sacerdote sigue diligentemente la letra de la ley y demuestra estar mejor versado en esta que el alcalde mayor. Relata el cura de Maunabo, don José Jesús Delgado, que un día se presentaron ante él Juan José Ramos, de las principales familias del partido, y Dámasa García, parda descendiente de esclavos,59 pidiendo

58. Caso Alejo Vázquez y María del Pilar López, 1836. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 144, entrada 45. 59. La caracterización de la condición racial de los pretendientes la hace el sacerdote.

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que se explorase sus voluntades con miras a contraer matrimonio.60 El sacerdote les exige los consentimientos paternos y el novio contesta que no los tenían, ya que su madre se oponía al matrimonio por la notable diferencia que existía entre su pretendida y él. El cura se niega a explorar sus voluntades y les comunica que no lo hará hasta que le proporcionen los consentimientos paternos o una licencia de un tribunal competente. Al no tener éxito con el párroco, Juan José se dirige al alcalde mayor de Humacao. Este le extiende un auto en el que argumenta que la ley de 1803 permite a los mayores de edad casarse libremente y decreta que no ha lugar el disenso de la madre del novio. Así, ordena al alcalde de Maunabo que le haga saber a la madre y al párroco que la pareja estaba habilitada para contraer nupcias por ser mayores de edad. Frente a esta ordenanza, el religioso de Maunabo reacciona airado, y en carta al provisor eclesiástico informa de lo errado del auto, ya que estimaba que no era al juez de primera instancia a quien le correspondía dictarle al párroco cómo debía cumplir con sus obligaciones. De ahí pasa a citar las enmiendas posteriores a la ley que extendían la disposición del consentimiento paterno a los mayores de edad. Por tal razón, le solicita al provisor que intervenga para que le haga saber al alcalde que él ha cumplido diligentemente con su deber. En algunas instancias las parejas tratan de circunvalar la oposición paterna y las leyes vigentes acudiendo a los obispos y la alta jerarquía de la Iglesia, pero sin alcanzar mucho éxito. Esto fue lo que ocurrió con Juan Zenón y Micaela Rodríguez de Caguas, cuyo caso se discutió anteriormente.61 Luego de haber recibido la negativa de su madre para que contrajera matrimonio con su novia –considerada como cuarterona– y la del gobernador declarando racional el disenso de la madre, Juan aprovecha una visita pastoral que hace el obispo diocesano a su pueblo, ya que “obligado por su conciencia”, seguía obstinado en su propósito de casarse con Micaela. Al comunicarle sus intenciones, el obispo le pide su partida de bautismo para corroborar si es mayor de edad. Como este era efectivamente el caso, el obispo, equivocadamente, le comunica que lo único que necesita es la información de soltería. El joven realiza la gestión y el tribunal eclesiástico le libra un despacho 60. Caso Juan José Ramos y Dámasa García, 1848. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 145, entrada 45. 61. Caso Juan Zenón y Micaela Rodríguez, 1828. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 144, entrada 45.

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para que el cura de su parroquia comience con las proclamas. Cuando iban corridas dos de las tres proclamas requeridas, se aparece el teniente a Guerra de la localidad y le inquiere al párroco si había recibido alguna autorización del gobierno civil para realizar ese matrimonio. El cura responde que por orden del superior eclesiástico iba a proceder hasta completar el proceso matrimonial, siempre y cuando no recibiese un mandato contrario de las autoridades eclesiásticas. Es entonces cuando el teniente a Guerra, don Francisco Capó, encarcela al novio, dictando que debía permanecer encerrado hasta que desistiera de su intención de enlazarse con Micaela. El párroco se escandaliza ante las acciones del teniente y se presenta en la prisión para ofrecer su ayuda a Juan, quien le pide le haga llegar una nota de su puño y letra al teniente Capó comunicándole que ha desistido de su afán de casarse hasta que se aclarara el asunto. Juan se lamentaba de que su reputación estaba “padeciendo criminalmente” ante el público, mientras que el comandante del Departamento y Batallón de Caguas no daba crédito a que el “hijo de un caballero [estuviera] en el calabozo como si fuera un delincuente”. No obstante, tanto el gobernador como su asesor aprobaron la medida tomada por el teniente a Guerra y ordenaron que se mantuviese encarcelado hasta la próxima disposición del gobierno. El señor provisor y gobernador del Obispado trata de defender las acciones de los religiosos involucrados y se enfrasca en una discusión con el asesor del gobernador en la cual argumenta que la pareja había presentado la licencia de los padres de la novia, la cual estaba autorizada por el juez del partido, el cual tenía conocimiento de la calidad de esta y de la oposición de la madre del novio, aunque no lo había señalado en el documento. Además, censura la “intención dolosa” del novio, la cual pretendía circunvalar la prohibición matrimonial acudiendo a las autoridades eclesiásticas. Estas no tenían forma de saber lo que estaba ocurriendo. No obstante, hasta ahí llega la defensa de las acciones de los eclesiásticos involucrados. Aunque no hay duda de que existía cierta complicidad con la pareja, por lo menos en el caso del párroco, quien debía conocer bien los detalles del asunto, en ningún momento la Iglesia cuestiona ni objeta la ley ni las acciones del gobierno civil. En este sentido se puede afirmar que existía un consenso bastante generalizado –del que participaban las personas comunes y corrientes, las autoridades políticas y eclesiásticas– sobre lo inconveniente de los matrimonios mixtos. Eso no quiere decir que algunas personas no aspiraran a los mismos, como lo demuestran las parejas que

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luchan por casarse en contra de las negativas paternas y la legislación vigente. Sin embargo, son pocos los aspirantes al matrimonio que admitían abiertamente que existía desigualdad considerable entre ellos y su pareja. Para la mayoría, era más bien un asunto de matices. Tal gradación alcanzaba progresiones que para algunos –los opositores a los matrimonios– eran inadmisibles, mientras que para otros eran totalmente franqueables. De otra parte, había quienes sostenían nociones extremadamente tajantes y estrechas de lo que constituía ser blanco, de modo que, desde su punto de vista, los limpios de sangre eran un grupo en vías de extinción. Así parece expresarlo en 1853 el párroco de Coamo, quien opina en cuanto al enlace de unos de sus feligreses lo siguiente: …la razón que asiste a Juan Ángel de Rivera para oponerse al matrimonio que su hija María Cipriana intenta con Juan de Rivera, es la de no ser éste igual en calidad a aquella, no obstante de que tampoco pertenece a las familias blancas de esta villa; pero aunque así sea, estos matrimonios en que ambos no son iguales en calidad, son muy frecuentes en la Isla, y mucho más en este vecindario en que la mayor parte de sus moradores son pardos o morenos libres, siendo pocas las familias blancas.62

Para este religioso, la ola de matrimonios interraciales era una incontenible. En efecto, la realización de matrimonios entre personas “exactamente” iguales era una imposibilidad dada la carencia de consenso social sobre lo que constituía la diferencia racial. No importa cuál fuera el parecer personal con respecto a lo que caracterizaba a las razas, lo cierto es que la ley sobre matrimonios impelía a las personas a expresar lo que a su juicio constituía una diferencia notable. Tal exteriorización tornaba el proceso en necesariamente contencioso y lo abría a disputas e impugnaciones, sobre todo, en un contexto en el cual las nociones raciales así como los orígenes de las personas permanecían, comúnmente, difusos e imprecisos y abiertos a refutación.

62. Caso Juan de Rivera y María Cipriana Rivera, 1853. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 145, entrada 45.

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La opacidad de los orígenes La nebulosidad del linaje se debía en muchos casos a la escasez de registros escritos en una sociedad en donde el grueso de las personas no sabía leer ni escribir. Esto tenía como consecuencia que no pudiesen detectar errores ni omisiones en los pocos registros que existían, como por ejemplo, los libros parroquiales.63 Asimismo, las partidas de bautismo en el caso de los hijos ilegítimos –quienes constituían la mayoría de los nacimientos– usualmente registraban solo el nombre de uno de los padres, casi siempre el de la madre. En este sentido, la ascendencia de las personas generalmente se trazaba a partir de lo que recordaban los mayores y conocidos de las familias o de los que habían oído sus descendientes de estos. Más aún, existían personas que intencionalmente obnubilaban sus orígenes o los de sus hijos con el propósito de modificar su pasado o el de sus ancestros. Margarita Renó,64 a quien en párrafos anteriores se aludió como la madre que había apelado la decisión del gobernador de la isla cuando le negó el permiso a su hija, Tomasa de Rivera, para casarse con Bernardino Sanjurjo en 1831, ofrece un buen ejemplo de lo espinoso que podía resultar el establecer los orígenes de una persona.65 Cuando el novio presenta su caso ante el gobernador menciona que Tomasa es hija natural de don Antonio y doña Margarita Regno de Galán. Indica que no había desigualdad entre la pareja por provenir de “familias notoriamente conocidas por blancas y limpias de toda mancha ni mezcla de ninguna raza”. Bernardino incluye su partida de bautismo, la cual estaba asentada en el libro de blancos. La de su novia no aparece en el expediente. Cuando se mandan a tomar los informes reservados todo el mundo concuerda que la familia del novio es de las mejores de la isla, de las “que se hallan enlazadas con las de primer rango”. En contraste, nadie expresa conocer a la familia de la novia, ya que no era oriunda del partido de Loíza, en donde todos residían. Algunos mencionan que habían oído que Tomasa era hija de una mujer cono63. Esto no significa que los registros escritos presentaran un retrato fiel de los ancestros de las personas. Los mismos estaban plagados de dificultades y, como se discutió en el capítulo 2, solo plasmaban las opiniones de algunos de los involucrados. 64. El apellido de Margarita aparece escrito de distintas formas a través del expediente. Esto es algo común, aun en los casos de nombres en español. Esta es otra instancia que abona a la obnubilación de los orígenes. 65. Caso Bernardino Sanjurjo y Tomasa de Rivera, 1831. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 144, entrada 45.

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cida como “Seña Margarita La Francesa”. Otros dicen que algunas personas opinaban que Tomasa era “de inferior clase” y “que jamás [podía] competir con don Bernardino Fernández Sanjurjo”. Uno de los informantes indica que se decía que la madre de la pretendiente era una mulata procedente de la isla de Santo Domingo. Ante tan exiguos informes, el asesor del gobernador opina que …en cuanto a la pretendida…ninguno conoce su genealogía o ascendencia ni da noticia positiva de su [calidad]… Lo que no obsta para que sea blanca y acreedora del enlace; y únicamente don Pedro Calderón afirma [ilegible] mulata cuarterona de la isla de Santo Domingo [ilegible] fundado en la opinión pública. Mas como el dicho de uno solo no es suficiente prueba para inducir a la credulidad ni [poder] condenar o decidirse por el asunto alguno, sino que es preciso por lo menos dos o tres testigos…

Por tal razón el asesor recomienda ampliar la investigación, lo que efectivamente se hace. Llama la atención la cautela que exhibe el asesor antes de aventurarse a llegar a una conclusión ante la falta de información confiable. En efecto, la seriedad y meticulosidad que desplegaba el gobierno en los casos de disenso resultan sorprendentes si se toma en cuenta que muchas de las familias involucradas en estos casos no eran miembros de la élite isleña. Este hecho podía estar vinculado a los esfuerzos del Estado borbónico por crear un gobierno centralizado que trabajara de forma eficiente, lo que a su vez conllevaba la funcionalidad y utilidad del aparato colonial español.66 No obstante, esta meticulosidad y cautela testimonia, además, lo complicado de asignar identidades raciales y el papel crucial que desempeñaban estas últimas en el ordenamiento social español. Los nuevos informes complican todavía más el panorama, ya que hay una serie de personas que testifican que alrededor de 25 años atrás habían oído de una tal Margarita que vivía en la hacienda que Monsieur Raiffert tenía en el partido de Bayamón. Según uno de los informantes, de apellido Daubon, la hacienda le pertenecía a él y a Monsieur Raiffert. Este último vivía permanentemente en la hacien66. Astrid Cubano argumenta que durante el siglo xix se dio un proceso de modernización del aparato colonial español, el cual se acelera en la década que comienza en 1860. Astrid Cubano, Rituals of Violence in Nineteenth-Century Puerto Rico: Individual Conflict, Gender, and the Law. Miami, University of Florida Press, 2006, pp. 10-18.

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da, mientras que Daubon pasaba solo algunos días allí. En la hacienda también vivía un mayordomo de apellido Galart y un hermano de este. Daubon testifica que había oído de una tal Margarita Galart, pero que no sabía la relación que existía entre esta y los Galart. Otro informante amigo de Monsieur Raiffert, que visitaba con frecuencia “la casa de campo” que tenía este en Bayamón, asegura que había oído a Reiffert y a otros amigos expresar que “la mestiza Margarita… era una mulata francesa”. Galart, quien según el informante, mantenía una amistad ilícita con Margarita, estaba enfermo y sus amigos le decían que esta iba acabar con él. Ante estos informes, de los cuales se deduce que la madre de Tomasa era una francesa de calidad parda, el gobernador le niega la licencia. Es en esta coyuntura que Margarita apela la decisión ante la Audiencia y somete su partida de nacimiento, en la cual aparece como Rosa Margarita, nacida en 1795 e hija legítima de don Carlos Renó y doña Antonia [Laervin], naturales de Burdeos, Francia. La partida es una traducción al español emitida en 1804 y autenticada por los notarios públicos del Tribunal de Primera Instancia de San Luis, en la isla de Santo Domingo. La Audiencia le devuelve el caso al gobernador para que lo revise nuevamente en vista de la nueva evidencia presentada, ya que la misma contradecía “los diminutos y vagos informes sobre la calidad de ésta [Margarita], siendo sus padres europeos naturales de Burdeos…”. El asesor del gobernador vuelve a analizar el caso y decide que hay que ampliar la investigación y establecer si Reiffert había traído a Margarita a Puerto Rico, qué edad tenía en la época que vivía en Bayamón y si había tenido hijos. Entre los documentos que se añaden al expediente, aparece un acta de defunción de un hijo natural de Margarita Rena, quien falleció en Bayamón a los 14 meses, en 1804. Luego de analizar toda la información recopilada, el asesor del gobernador llega a la conclusión de que la partida de nacimiento que presentó Margarita es falsa. Las razones que presenta para sustentar su determinación son las siguientes. En primer lugar, la partida la denomina como Rosa Margarita y ninguno de los entrevistados menciona el nombre de Rosa. En segundo lugar, la partida establece como su fecha de nacimiento el año de 1795 y habían testigos que la ubicaban en 1805 viviendo en la hacienda de Rieffert llevando tratos con don Tomás Galart. En ese entonces calculaban estos que Margarita tendría unos 24 o 25 años. Por último, el golpe de gracia a las aspiraciones de Margarita lo encuentra el asesor en el acta de defunción del hijo. Según la partida de bautismo que presenta Margarita, ella había nacido en 1795. El acta de defunción

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del niño dice que falleció en 1804 a los 14 meses de edad, lo que supondría decir que, cuando lo concibió, Margarita tenía siete años y un mes. Esta conjunción de eventos le parece imposible al asesor, por lo que juzga la partida de bautismo como falsa y por supuesto, vuelven a negarle la licencia a la pareja. Al cabo de dos años de gestiones legales, Tomasa y Bernardino ya habían procreado un hijo. Sin embargo, lo único que el gobierno considera apropiado en este caso es al pago de una dote para reparación de los daños en el caso de Tomasa. Es imposible establecer con certeza si Margarita estaba tratando de defraudar al gobierno e intencionalmente alterar sus orígenes. Después de todo, su partida de bautismo era una copia traducida del original en francés y la fecha de nacimiento bien pudo haber sido permutada accidentalmente. Asimismo, el hecho de que esa no fuese su partida de bautismo no constituía prueba absoluta de que su origen no fuera el que expresaba. Quizás, su partida real se había extraviado o no tenía acceso a ella por haber sido expedida en un país extranjero. De otra parte, también es cierto que Margarita tenía mucho que ganar al tratar de forjarse unos orígenes distintos a los que se le achacaban. El matrimonio de su hija con un miembro de las principales familias de la isla tendría como corolario su desplazamiento hacia la blancura y la honorabilidad. En este sentido, resulta totalmente compresible que las personas trataran de forjarse antecedentes dignos, sobre todo, al mudarse a lugares en los cuales su historia familiar era desconocida. Esta posibilidad permite comprender mejor expresiones de la época tales como “en el partido se le considera como blanco”. Este tipo de afirmación sugiere el reconocimiento de la existencia de un espacio de impugnación y de la posibilidad de que un individuo ocupara distintas identidades raciales según el conocimiento que se tuviese de su historia personal. Más común que el tipo de patraña que se adjudica “la francesa Margarita” son las situaciones en las cuales las autoridades se enfrentan a una maraña de informes contradictorios y por más que se trate de establecer los hechos mediante nuevas indagaciones, las confidencias recibidas simplemente no cuadran. En esta categoría se encuentran José Morales y Ana María Sandalia Atienza, quienes en 1836 intentan enlazarse ante la inminente llegada de su primer hijo.67 Al igual que en otros tantos casos, el padre del novio se opone alegando que la unión 67. Caso José Morales y Ana María Sandalia Atienza, 1836. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 144, entrada 45.

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le resultaba desventajosa y desigual. Este narra que su hijo había llevado esa relación por tres años en contra de su voluntad, con la anuencia de la madre de la novia, quien guardaba “la imaginaria ilusión” de que su hijo estaba obligado a “cumplir la palabra matrimonial que violentamente le ha[bían] arrancado” mediante artimañas y engaños. Cuando se reciben los informes, todos concuerdan en el hecho de que el padre del novio, don Francisco, era natural de las Islas Canarias y, por consiguiente, blanco. Así también se considera el padre de la esposa de don Francisco, “natural de Mahón, y naturalmente blanco”, como literalmente expresa uno de los informes. Es decir, que la procedencia de España se entendía más allá de todo cuestionamiento como sinónimo de blancura. Aun así, hay quienes veladamente trataban de socavar este acuerdo tácito. Uno de los informantes, por ejemplo, expresa sobre el padre del novio: “es natural de las Islas Canarias, y generalmente se reputan aquí por blancos todos los isleños, aunque allá hay de las mismas castas que por acá”. Aunque la anterior aseveración es cierta para la gran mayoría del territorio español y no solo para las Islas Canarias, las complicaciones, sin embargo, se suscitaban alrededor del linaje de aquellos parientes nacidos en territorio americano. A diferencia de lo que sucedía en el caso de los españoles, en donde las averiguaciones paraban tan pronto se llegaba a un antecesor peninsular o europeo y cuya blancura se aceptaba sin detracción, lo contrario ocurría con la parentela criolla, la cual se examinaba minuciosamente bajo un velo de sospecha. Tanto el padre del novio como el de la novia –ambos españoles– se hallaban casados con criollas y es precisamente por la línea materna de ambos contrayentes que algunos exteriorizan dudas. Reaccionando a los informes que se reciben, el asesor del gobernador expresa lo siguiente: De los informes reservados que se han tomado resulta, que dos de ellos (cuales son D. Vicente Pizarro y D. Esteban Fdz.) expresan que don José María Morales y doña Ana María Sandalio Atienza son iguales en calidad, y pueden contraer matrimonio; porque el primero los supone pardos por línea materna y el segundo blancos, pero Santos Puentes y José Nicolás Cestero dicen que el pretendiente es bueno por ambas líneas, y la pretendida es parda por la materna. En semejante estado de duda o perplejidad me parece lo más acertado pedir uno o dos informes más…

Es decir, que dos de los informantes consideraban a la pareja como iguales, pero por diferentes razones; mientras que uno decía que am-

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bos eran blancos, el otro dice que ambos tienen algo de pardo. Los otros dos informantes consideraban blanco al novio y le achacan algo de parda a la novia por la línea materna. Ante tales reportes, no es de sorprender que el asesor expresara cierta confusión. Algunos de los informantes no conocían a las familias, por lo que se veían obligados a realizar su propia investigación y reportar lo que terceros les revelaban. Otros, como es el caso del señor Arcediano don José Gutiérrez del Arroyo, tenían que hacer grandes esfuerzos para recordar con precisión: He dilatado la contestación del oficio… porque el transcurso de años y mis separaciones accidentales de la Capital me han confundido la memoria de los Sujetos que litigan sobre el matrimonio que aspiran… y me ha sido preciso reflexionar para poder informar sencillamente poniendo a salvo la conciencia y honor de VE y míos.

En la conclusión de este caso, el gobierno nunca obtiene respuestas congruentes y finalmente decide, basado en las opiniones de aquellos informantes de mayor prestigio, como lo era el antes mencionado señor Arcediano, quien conocía a las familias maternas tanto del novio como de la novia e identifica varios presbíteros en ambas líneas, los cuales habían acreditado su limpieza de sangre para poder ser ordenados. De ahí que concluya que no encontraba diferencia notable entre la pareja ni entre sus parientes por línea materna. Basado primordialmente en esta opinión, el gobierno les otorga la licencia. Aunque las personas a las que se les requería informes eran muy respetadas y ellas mismas expresaban tomarse la encomienda con mucha seriedad e imparcialidad, eso no impedía que algunas personas pusieran en duda sus opiniones, aduciendo que estaban matizadas por la amistad o estima que le tuviesen a algunos de los involucrados. Esto es lo que argumenta doña María Josefa Lecrel, quien se opone al matrimonio de su hijo con María de la Cruz Vargas en 1828.68 Doña María Josefa marca la diferencia entre su hijo y la novia basada en su procedencia española; tanto ella como su difunto esposo eran peninsulares. En su opinión, la chica era parda y lo único que podía convencerla de lo contrario era un juicio informativo y pruebas legales que le demostraran que estaba equivocada. A medida que va creciendo la exaspe68. Caso Santiago París y María de la Cruz Vargas, 1828. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 144, entrada 45.

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ración de doña María Josefa, quien no se sabe cómo, se entera de que los informes reservados presentan a la novia como blanca, la caracterización que esta hace de la novia de su hijo la va ennegreciendo progresivamente. En su comunicación inicial la denomina como “parda”, luego pasa a caracterizarla como “cuasi negra” y termina adjudicándole la condición de “parda procedente próximamente de esclavos”. En ningún momento ofrece evidencia que apoye sus argumentos, sino que insiste que la condición racial de la novia era conocida por todos. Los informes narran que las familias de la madre y del padre de María de la Cruz eran consideradas blancas, aunque por parte del padre había quienes opinaban que tenían algo de indios. El informante parece no darle mucho crédito a tales testimonios, ya que tanto la madre de la novia como su familia eran “reconocidas por blancas, de buena opinión y fama”. Sobre el padre apunta: …es hijo de Antonio, los vi de color blanco, reputados y tenidos por tales en esta Rivera; aunque no falta opiniones de que tiene algo de pardos, y también hay quien diga que es falso, porque su descendencia viene de indios, a los cuales en esta isla les dan el tacho de pardos. Que María de la Cruz tenga algo de parda o de indio como se dice, puede disimulársele, atendida las perfecciones con que la ha favorecido la naturaleza, y su honrada conducta, pues hasta ahora nadie la ha nombrado…

En la comunidad no existía un consenso absoluto sobre la blancura de la familia paterna de la novia. A pesar de esto, según el informante, tanto el padre como el abuelo eran reputados y tenidos por tal, y así los veía él. En la eventualidad de que tuvieran algo de cierto los rumores que circulaban, debía tolerarse y disculparse, ya que no había nada en la persona de María de la Cruz que apuntara en la dirección de los rumores. Sin duda alguna, estas expresiones evocan las pronunciadas por fray Agustín de Salucio dos siglos antes sobre la necesidad de ponerle un límite a la mancha.69 Para este informante no representaba un problema que María de la Cruz pudiese tener algo de sangre parda, ya que esa tacha había sido atenuada hasta el punto de que no pesaba nada para él. No obstante, es precisamente la existencia de esos rumores lo que inquietaba a la madre del novio al punto de que estimaba que ese matrimonio le iba a causar a ella “y a toda su estirpe un irreparable agravio y una ignominia”. En otras palabras, iba a corromper a toda su parentela. 69. Véase capítulo 2.

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Ante las acusaciones de amiguismo que hace la madre del novio de los informantes involucrados en el proceso y su petición de que se tomen nuevos informes, el gobierno dictamina lo siguiente: No deben tener lugar los nuevos informes… porque esto sería constituir los asuntos interminables sujetándolos a las ideas o caprichos de los litigantes. VE se ha informado ya de personas desapasionadas, principales, íntegras, y de carácter, y ha practicado lo que disponen las Reales disposiciones de la materia…

En otras palabras, no había forma de zanjar la diferencia de opinión entre la madre del novio y los que entendían que María de la Cruz era acreedora del matrimonio con un descendiente de españoles. La divergencia de ideas o el simple capricho podía tornar el proceso en uno interminable. En última instancia, lo que contaba era la evaluación que hacían las personas “principales” y de “carácter” de la calidad de las personas. El peso que tenía las personas principales y sus familias en los procesos de asignación de identidades raciales queda evidenciado en el caso de Francisco Rodríguez, de 23 años, quien en 1856 intenta contraer nupcias con Juana Lorenza Lugo, de 22 años.70 A primera vista, Juan no parece pertenecer a las familias importantes de la villa de San Germán. Era un albañil pobre, hermano de un “fumacero”, que vivía en el campo, alejado del centro urbano y de la vida social que allí tenía lugar. Sin embargo, la oposición a su matrimonio que interpone su tío, don Sebastián Rodríguez, abogado de los Tribunales del Reino, saca a la luz la forma en que los ancestros distinguidos enaltecían la posición social de un individuo, aunque este no tuviera muchos méritos personales a su haber. Don Sebastián juzgaba el matrimonio que pretendía su sobrino como muy nocivo a su familia debido al “triste y desgraciado origen de la pretendida”. Aquello que horrorizaba tanto a don Sebastián era que la novia era hija ilegítima, de la peor índole que se podía ser en ese entonces; es decir, era una espuria.71 Juana Lorenza era hija natural de 70. Caso Juan Rodríguez y Juana Lorenza Lugo, 1856. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 145, entrada 45. 71. Según el Diccionario razonado de legislación y jurisprudencia de don Joaquín Escriche, se consideraba espurio “al hijo nacido de mujer soltera y padre incierto y no conocido, por haber tenido la madre ayuntamiento con muchos. Según el derecho canónico, los espurios eran aquellos hijos cuyos padres estaban imposibilitados

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doña Petrona Lugo y de padre desconocido. Los rumores que circulaban en el pueblo y que tanto escandalizaban al tío del novio eran que el verdadero padre de Juana Lorenza era un esclavo de la propia casa de doña Petrona, de nombre Fernando. Para esas fechas, Fernando había obtenido su libertad y trabajaba como carnicero en el pueblo. Don Sebastián le reprocha a su cuñada, viuda de su difunto hermano, que apoyara tal enlace, que solo serviría para manchar a la familia. Su sobrino, además de ser su consanguíneo inmediato, era nieto de un coronel y, según don Sebastián, “digno de otra elección que [hiciera] honor a su jerarquía, esclarecida sin género alguno de duda”. Doña Petrona, madre de la novia, reacciona airada al ser notificada de la oposición del tío y de los argumentos que este presenta. Arguye que, si bien Francisco era nieto de un coronel y de cuna esclarecida …la familia de los Lugo son también muy bien nacidos y honrados labradores que ocupan en la sociedad el lugar de una de las primeras clases en sanguinidad (sic), y demás requisitos necesarios de una decente familia…

Añade que su hija había sido procreada por un europeo, que desgraciadamente había fallecido, como comúnmente le ocurría a aquéllos por estas latitudes. Aunque la niña había sido criada en el campo, reunía las cualidades de honradez, virtud y “demás circunstancias dignas de su estado”, lo que la había hecho acreedora de la estima de la madre de su novio, quien estaba convencida de su buen nacimiento y otras virtudes, al punto de otorgar el permiso para que se realizara el matrimonio. Por último, reta a don Sebastián para que fundamentara las acusaciones que hace con respecto a los orígenes de su hija y de no poder hacerlo, solicita a las autoridades que le obligue a retractarse públicamente. En un paréntesis al final de su comunicación, le pide al gobernador que le preste particular atención al mote bautismal de su hija, resaltando los siguientes elementos del texto: “Juana hija de casarse al momento de la concepción o el nacimiento ya fuese por haber hecho votos de celibato, como en el caso de los clérigos, frailes o monjas, por existir parentesco entre la pareja o por hallarse casados con otras personas uno o ambos miembros de la pareja” (Joaquín Escriche, Diccionario razonado de legislación y jurisprudencia. París, Librería de Rosa, Bournet y Co., 1951, p. 646). Como se discutirá en el próximo capítulo, existía una jerarquía entre los ilegítimos o los hijos nacidos fuera del matrimonio. Algunos orígenes se consideraban más vergonzosos que otros. Por ejemplo, ser hijo natural de padres que no tuvieran impedimento para enlazarse era generalmente aceptado, sobre todo entre las parejas blancas.

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de Petrona Lugo; mientras que los padrinos son hermanos de la que expone y se nombran Don Sebastián y Doña María José de Lugo”.72 La insistencia de doña Petrona en los detalles del mote pone de manifiesto que los mismos contenían claves que arrojaban información que apoyaban sus alegaciones. En primer lugar, si su hermana y hermano eran distinguidos como don y doña, esta distinción también le correspondía a ella. Más aún, si su hija hubiese sido procreada con un esclavo de la casa de la familia Lugo, sus hermanos, que eran personas honorables, no habrían accedido a apadrinar a la niña. Por último, una mujer procedente de una familia decente como lo era ella, jamás hubiese procreado un hijo de un esclavo.73 Los informes que se reciben confirman que don Francisco pertenecía a una familia distinguida, provenientes todos de matrimonios legítimos y con varios antecesores con puestos importantes dentro de la milicia, además de tener un tío abogado. El padre de Francisco había sufrido algunos reveses de fortuna antes de fallecer y por eso se había mudado al campo con su familia. Al morir este, su viuda e hijos quedaron desamparados y abandonados a su suerte. De ahí que Francisco no fuese “conocido en sociedad”. Doña Petrona, por su parte, provenía de una familia que tenía características similares a las de los Rodríguez. La única diferencia es que la conducta que esta había desplegado en sus años de mocedad dejaba mucho que desear; había tenido hijos sin haber estado casada, se decía que estos eran de padres diferentes, que había procreado una hija con un esclavo de su padre y que tenía el “detestable vicio de la embriaguez”. Los informantes están de acuerdo en que la oposición del tío era legítima y desaprueban el matrimonio. Resulta interesante que, aunque los informantes repiten los rumores sobre la paternidad de Juana Lorenza, las autoridades los descartan como murmuraciones sin fundamento: …los informes emitidos no son bastantes a comprobar la oposición del licenciado Rodríguez, pues si bien se examinan hasta son contradictorios y ninguno fija hechos siquiera que den indicios de la existencia de esas relaciones ilícitas de que se supone fuese fruto doña Lorenza, pues nada quiere decir la notoriedad pública que se invoca, sin hechos que robustezcan esa opinión. Y mientras esto, todos los mismos informes

72. Destacado en el original. 73. El tema de las claves contenidas en los motes bautismales se discutirá más adelante con mayor detenimiento.

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convienen en que tan principal es la familia de la pretendida como la del pretendido, y por lo tanto no existe la distinción o diferencia de clases que es la que exige la pragmática de la materia… Que la conducta de la madre de aquella antes y aun en la actualidad no fuese la mejor, tampoco sería impedimento, porque los hijos no pueden ser responsables de las faltas de los padres; ni tampoco [lo es], el que la joven pretendida sea hija natural, porque nada dicen sobre esto las Reales disposiciones citadas. Por todas estas consideraciones á que se agrega la muy poderosa del asentimiento de la madre del pretendiente don Francisco…. es de opinión la asesoría, que se declare irracional el disenso…

A primera vista, las expresiones del asesor parecen poner de manifiesto una mentalidad similar a la moderna, en tanto que separa la individualidad de la hija de la de la madre; la primera no podía ser juzgada responsable por los errores de la segunda. No obstante, lo que parece estar en juego aquí, más que nada, es la forma diferenciada en la que se enjuiciaba en la época la conducta de las mujeres blancas versus la conducta de las no blancas. Comúnmente a las mujeres blancas procedentes de familias decentes se les otorgaba el beneficio de la duda. Estas eran consideradas puras y honestas hasta que se probara lo contrario. No obstante, aunque la madre de la novia parece haber transgredido las nociones de lo que era una mujer decente al tener hijos fuera del matrimonio, el asesor se muestra cauteloso en juzgarla. Para este, no era suficiente lanzar rumores sobre la relación de Petrona con el esclavo Fernando. Una acusación de ese tamaño debía ser corroborada y, a su juicio, esto no había sucedido. Curiosamente, la “notoriedad pública” del rumor parece pesar menos que el hecho de que Petrona fuese miembro de una familia principal. En este sentido, el argumento de Ann Twinam que propone que la opinión pública era lo que definía la posición social de una persona independientemente de los hechos privados parece no aplicarse con respecto al análisis que hace el asesor.74 Es como si para él resultara impensable que una relación de ese tipo hubiese podido haber tenido lugar entre una mujer blanca proveniente de una familia decente y un esclavo. De ahí que el asesor descarte esta posibilidad y suprima la filiación paterna de doña Juana Lorenza. Así, establece la condición racial de la joven mediante la línea materna exclusivamente. En este caso la imposibilidad de establecer los orígenes paternos de Juana Lorenza, obra a su favor y el gobierno le otorga la licencia. La tolerancia que muestra el asesor 74. Véase discusión sobre la dicotomía público/privado en el capítulo anterior.

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con respecto a la conducta sexual de doña Petrona contrasta agudamente con el recelo y la desconfianza que usualmente mostraban las autoridades al juzgar la conducta sexual de las mujeres no blancas. Es como si el mestizaje, lo ilícito y lo pecaminoso fuesen abrojos que germinaran exclusivamente en el entorno de las relaciones íntimas entre hombres blancos y mujeres no blancas. La opacidad de los orígenes toma un giro interesante en el caso de los expósitos y expósitas. Como se mencionó en el capítulo anterior, los expósitos eran aquellos niños o niñas abandonados por sus padres o alguna otra persona en las puertas de las iglesias, en alguna casa o paraje público. En 1794, mediante una de las disposiciones más controversiales de la legislación social borbónica, el rey de España les concede el derecho a ser conceptuados como hijos legítimos. Ello suponía, entre otras cosas, gozar de todos los privilegios acordados a los que disfrutaban de un nacimiento privilegiado, incluyendo las ventajas de poder contraer nupcias sin discrepancia con hijos procreados de legítimo matrimonio.75 En América, tal legislación tuvo efectos de gran alcance ya que, como se mencionó en el capítulo anterior, existía un vínculo muy íntimo entre el nacimiento privilegiado y la blancura. A los expósitos, tal y como ordenaba la ley, se les daba el beneficio de la duda sobre sus orígenes por lo que sus partidas de nacimiento eran comúnmente asentadas en los libros de blancos. Esta ventana de oportunidades no pasa desapercibida para algunos, ya que, en 1815, el arzobispo de Cuba se quejaba sobre cómo algunos padres se aprovechaban de la legislación para mejorar el estatus social de sus hijos: Es indecible el empeño de los interesados de humilde condición por verse colocados en la primera clase de estos Libros parroquiales… y los arbitrios de que se valen especialmente desde que se publicó la Real Cédula Circular de 3 del (sic) Mayo de 1797 que manda observar el reglamento inserto para la Policía general de expósitos, como que para gozar de sus privilegios mudan de Parroquia las Madres antes del parto con la idea de sorprender a los Párrocos de menos conocimiento para que los asienten con la calidad de expósito, aunque sea de legítimo matrimonio hasta el extremo de pretender cohecharlos y corromperlos con el dinero, de que de seguros informes.76

75. Véase discusión sobre la legislación social borbónica en el capítulo anterior. 76. Archivo General de Indias, Indiferente, Legajo 1534. Citado en Konetzke, “Documentos para la historia y crítica de los registros parroquiales”, ob. cit., p. 583.

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La desconfianza mostrada por el arzobispo de Cuba con respecto a los orígenes de los expósitos es reflejada en la oposición que interponen los padres en dos casos de disenso en los cuales las novias de sus hijos aparecen con la designación de expósitas en sus partidas de bautismo. Según estos, la calificación de expósitas era una mera artimaña para ofuscar sus lastimosos orígenes. Así lo expresa don Benito Carreras, de la ciudad de San Juan, quien en 1837 se niega a ofrecer su permiso para la boda de su hijo José con la expósita Ana Joaquina: …pues aunque se pretende que Ana Joaquina es expósita, nadie duda en el público que no le es dado adoptar semejante título, ni hay en el país este establecimiento; y que esta voz se ha propagado con el objeto de atenuar su desgraciada suerte; que su verdadero origen, según la voz pública es dimanado de un adulterio y un incesto…77

Curiosamente, en los casos que involucran expósitas, todo el mundo alega saber los “verdaderos” orígenes de las chicas. No obstante, los distintos relatos que se elaboran sobre estos no coinciden. Así, en el caso de doña Ana Joaquina su renuente suegro aduce que es hija de una mujer viuda de nombre Olaya, quien tuvo a Ana Joaquina con el esposo de su hermana, Juan Pablo Lozada. La niña fue criada por una hermana de su alegado padre. Según don Benito, la abuela paterna de Ana Joaquina era tenida y reputada por parda. Este opinaba que la chica: “...tenía un origen reprobado por las leyes, cual es de incesto y adulterio: que sus ascendentes son de color como es público y de fácil averiguación si se examinan las personas citadas...”. La “averiguación” no resulta tan “fácil” ya que los informes que se recogen en este caso ofrecen relatos variados de la procedencia de la chica. Uno de los informantes alega que el abuelo de la niña era un soldado extranjero, “hombre blanco”, que contrajo matrimonio con “la negra María Lozada”. De este matrimonio nació Maurina, quien fue “fecundada por uno de tres mozos con quien se correspondía”, dando a luz a Ana Joaquina. Otro de los relatos detalla que la niña había pasado su infancia en la casa de la familia Amadeo, por lo que algunos sospechaban que la niña estaba emparentada con ellos. El cura de la parroquia, por su parte, expone que solo había podido averiguar “oblicuamente” que la que se sospechaba era la madre de Ana Joa77. Caso José Carreras y Ana Joaquina, 1837. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 144, entrada 45.

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quina era blanca, ignorándose quién era su padre y mucho menos sus abuelos. Para otro de los informantes, quien admite que ignoraba la procedencia de la chica, la circunstancia de expósita la hacía acreedora a cualquier estado y consideración. Así también opinaba el alcalde de Primera Elección, para quien la calidad de la chica estaba comprobada por su mote bautismal de expósita ya que nadie podía asegurar con propiedad su ascendencia. El otro caso que involucra a una expósita es el de Francisco Ramos de Trujillo Alto, quien en 1830 desea contraer nupcias con Vicenta Castro, unión a la que se opone el padre del primero. Este arguye que La pretendida es una mujer mal conceptuada, hija espuria, como habida entre mujer casada, y un hombre igualmente impedido, sin que se le conozca por otro dictado, que el de Vicenta, dándosele a veces el apellido de Castro, por la sola razón de haberla recogido en su morada Cosme Castro, a donde fue arrojada por sus licenciosos padres…78

Los informes que se recogen en este caso resultan todavía más vagos. Uno de los informantes expresa que de “oídas” tenía un “conocimiento exacto” de quiénes eran los padres de la novia. Según este, la voz general en los pueblos de Trujillo Alto, de donde procedía el novio, y en Río Piedras, donde se había criado la novia, era que esta última era el resultado de los tratos “ilegítimos” que había sostenido don Juan de Castro, conceptuado como blanco, con una mujer de apellido Córdova, quien provenía de familia principal. El resto de los informes no pueden precisar quiénes son los padres de la novia concretamente. Ante tanta imprecisión y hasta contradicciones, el gobierno le otorga la licencia a ambas parejas, citando la ley de expósitos de 1794, la cual ordenaba que se les tratase como hijos legítimos para todos los efectos civiles. Como ponen de manifiesto los ejemplos arriba reseñados, el asunto de los orígenes no era una cuestión diáfana como se tiende a considerar en el presente. Si a esto le añadimos la carencia de consenso social sobre las características que definían una raza, así como la ausencia de un método uniforme para determinar las fronteras entre grupos raciales, el ejercicio que demandaba la ley de matrimonios de evaluar si entre las parejas existía o no una desigualdad notable se torna sumamente poroso y abierto a refutación. Es precisamente esta plasticidad 78. Caso Francisco Ramos y Vicenta Castro, 1830. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 144, entrada 45.

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la que anima a muchas parejas a llevar sus casos ante las autoridades, quienes presionados por la situación enfrentaban el reto de dilucidar lo que constituía una desigualdad racial notable. Más que tratarse de un asunto en el que se sopesaban elementos claramente discernibles, la tarea de discriminar las desigualdades raciales estaba colmada de zonas grises, como se verá en la próxima sección.

Igualdad vs. desigualdad: cuestión de grados Las parejas que exhibían desigualdades abismales, según los criterios de la época, no aparecen tan comúnmente en los juicios de disenso como aquellas cuyas diferencias eran más difíciles de desentrañar por no ser tan tajantes. Aun así, se daban casos en los cuales uno se pregunta cómo personas de tan lejanos antecedentes llegan a conocerse y, más aun, a desear enlazarse. Estas son las circunstancias que rodean la relación de Celedonio Montes y Juana Álvarez, quienes en 1820 deciden contraer nupcias.79 Doña Juana Álvarez, natural de Mayagüez, era una viuda perteneciente a unas de las mejores familias del pueblo. Su hermano legítimo, don Carlos Álvarez, se había desempeñado como regidor constitucional de Mayagüez, en donde había servido “en clase de distinguido”. Su difunto marido tenía características similares a las suyas, es decir, provenía de una familia decente y apreciada por todos en el pueblo. Además, habían procreado un hijo que seguía la carrera eclesiástica. Doña Juana había vivido su estado de viudedad en perfecta armonía con lo que de ella se esperaba. Su único “desvarío” hasta ese momento había sido tratar de contraer un matrimonio que resultaba indecoroso a su familia por la alegada ínfima calidad de su pretendiente. Por tal razón, su hermano, el regidor, se opone vehementemente a dicho enlace. Celedonio Montes, natural de Arecibo, tenía todas las características que definían a la masculinidad desprestigiada en la sociedad de la época. Según los informes que se reciben, Celedonio era “un pardo de mala conducta”. A diferencia de otros casos, en los cuales comúnmente se señalaba –aunque fuera difusamente– la procedencia de la mancha, en esta ocasión solo se menciona que el pretendiente era un pardo 79. Caso Celedonio Montes y Juana Álvarez, 1820. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 143, entrada 45.

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notorio y que había estado involucrado en dos incidentes de robo de reses, uno junto al esclavo moreno Francisco Rodríguez y otro junto a Francisco Pérez, mejor conocido como “Caricortado”. Antecedentes como esos eran suficientes para confirmar su calidad de pardo sin mayor indagación. Así lo expresa uno de los informantes cuando comenta: “tales operaciones hacen inferir las circunstancias que pueden adornarle con tan malas compañías”. Celedonio había estado preso dos años antes por estos incidentes y había recibido varias amonestaciones de parte del juez territorial por su comportamiento reprobado. La voz general era que Celedonio era “perverso en su proceder”. Es justamente su conducta y el tipo de persona con quien se relacionaba lo que confirmaba sin lugar a duda su calidad de pardo. De más está decir que el gobierno le niega la licencia. Todos los informes recibidos concuerdan en que tal enlace involucraba una disparidad monumental y que sería perjudicial, no solo para la familia de la novia, sino para la sociedad en general. De cualquier forma, resulta sorprendente que una mujer de las características de doña Juana hallara oportunidad de relacionarse con un hombre como Celedonio. Lamentablemente la fuente no ofrece pistas sobre las circunstancias que pudieron facilitar el que se desarrollara entre ellos una relación de pareja. Los privilegios que gozaban las mujeres de la élite se expresaban, entre otras cosas, en transigencia para establecer variadas relaciones con miembros del género opuesto sin que por esto se les señalara o condenara, como ocurría en el caso de las mujeres no blancas. De otra parte, la mayoría de los casos de disenso no conllevaban diferencias abismales como las de Celedonio y Juana. Más bien involucraban a parejas que se hallaban dentro de cierta proximidad social; el asunto a ventilar era si la disparidad que mediaba era infranqueable o salvable. En otras palabras: era cuestión de establecer grados de diferencia. El próximo ejemplo ilustra mejor este punto. En 1826, Dionisio Pérez y Dominga Galvarín, vecinos del pueblo de Loíza, llevan su caso ante el gobernador, ya que los padres de la novia se negaban a dar el consentimiento para la boda por considerar al novio inferior a ellos en calidad, a pesar de que la pareja llevaba cuatro años de relaciones y habían procreado una hija.80 En el momento que 80. Caso Dionisio Pérez y Dominga Galvarín, 1826. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 144, entrada 45.Todos los detalles que se discuten sobre este caso están contenidos en citado expediente.

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el caso llega a la consideración del gobernador, Dionisio se encontraba en la cárcel acusado de haber atacado con un cuchillo al hermano de su novia. El alcalde de Loíza, respondiendo a una petición de informes reservados que le hace el gobernador, relata la accidentada historia del noviazgo de la pareja. Según este, los padres de Dominga se oponían al noviazgo de su hija, por lo que la habían enviado a casa de una tía, de donde sale encinta. Una vez alumbra a la criatura, los padres la regresan a su hogar, donde Dionisio la continúa visitando a escondidas. En las noches se colaba en su aposento, el cual quedaba fuera de la estructura principal de la casa. El día en que se produce la alegada agresión, Dionisio estaba saliendo del cuarto de su novia alrededor de la medianoche, cuando lo sorprende el hermano de esta que regresaba al hogar a esa hora. Al ver de quién se trataba, se esconde en la sala de la residencia, con la mala suerte de que Manuel Galvarín, hermano de su novia, llevaba un cigarro en la mano y con la escasa claridad que este despide, lo divisa y agrede con sus puños. El alboroto de la trifulca despierta a la madre, quien se une a su hijo en su ataque al intruso. Dionisio logra finalmente zafarse de la ira de sus atacadores, aunque no sin dejar un pedazo de su chaqueta en la mano de la madre de Dominga. Los familiares de la chica acuden al alcalde del barrio, quien arresta a Dionisio, ya que estos lo acusan de haberlos agredido con un cuchillo. El frustrado novio alega que solo estaba tratando de escapar de la furia de sus atacantes. En cuanto a la calidad de los novios, el alcalde informa que nada le constaba, que solo podía decir que un primo hermano de la madre de la novia estaba casado con una sobrina carnal de Dionisio, sin haberse reportado ninguna oposición familiar. Sobre la conducta de este último, apunta que nada que lo perjudicase había oído de él. Recibido el informe, el asesor legal del gobernador para estos asuntos rinde su opinión. Dictamina que el único crimen que había cometido Dionisio era “quebrantar la seguridad de la casa de un padre de familia” para poder visitar a su hija. Estima que la joven también incurre en una conducta reprobada ya que allanaba y proporcionaba la entrada al infractor. Achaca los excesos cometidos por la pareja a su ignorancia de los medios legales disponibles para estos casos y argumenta que el remedio más apropiado para arreglar el asunto es que se celebre el matrimonio, puesto que ambos son de una misma calidad y nada hay en la conducta del novio que le perjudique. De ahí que le recomiende al gobernador que les conceda la licencia para el matrimonio, una vez que Dionisio hubiese cumplido un mes de cárcel para resarcir su crimen.

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El alcalde de Loíza recibe el dictamen del gobierno, pero no concuerda con el análisis del asesor con respecto a las calidades de los contrayentes: El señor Asesor en su consulta desenlaza muy bien toda la criminalidad, que Bonifacio Galvarín, y su mujer le han querido suponer a Dionisio, y manifiesta clara, y sucintamente la verdad del hecho; mas si la igualdad en calidad de Dominga Galvarín y Dionisio Pérez le deduce de mi anterior informe, me [ilegible] por un momento que yo no he asegurado esto; pues sólo digo, que un primo hermano de Juana Ruiz Ramos, madre de Dominga Galvarín está casado con una sobrina carnal de Dionisio Pérez; y que para este enlace no hubo oposiciones de familia, a lo menos públicas; pero como en algunas familias, ya sea por los enlaces, o por otras causas, como se ve muy a menudo, han pasado a blancos unos y otros permanecen en su primitiva esfera de morenos, o pardos libres, sería aventurarme demasiado en calificar la calidad de los contrayentes en el caso presente.

Ante el cuestionamiento del alcalde, el gobernador envía el caso nuevamente al asesor, quien ordena se tomen nuevos informes del ya mencionado alcalde, y del cura párroco del pueblo, para determinar si había diferencia en la calidad de Dominga Galvarín y Dionisio Pérez, según el concepto y estimación en que los tenga el público. En el caso de haberla cuál sea el rango, lugar, y consideraciones de que goce la Galvarín dentro de su clase: si sea de las blancas comunes, o es mirada en el pueblo con alguna distinción: y en fin si su enlace con Pérez, atendidas las circunstancias de ambos, y teniendo presente las ocurrencias que ha habido, pueda o no ser conveniente, o traer algún perjuicio: o si por el contrario, sea conveniente, y produzca algunas ventajas o beneficios a la Galvarín para en su vista resolver lo que corresponda…

Lo interesante de este caso es que pone de manifiesto las complejidades que intervenían en la evaluación de la desigualdad de calidades. En primer lugar, vemos que tanto el alcalde como el asesor realizan lecturas raciales distintas. Para este último, el hecho de que hubiera miembros de ambas familias casados entre sí evidenciaba que los pretendientes eran de igual calidad. No obstante, el alcalde refuta esta visión. Él cumple con informar lo que sabe de las familias, pero esto no debe interpretarse como que eran de la misma calidad, ya que, a su juicio, dentro de una misma familia había miembros que alcanzaban una mejor posición racial que otros mediante matrimonios y “otras causas”. Cabe preguntarse, ¿cuáles serían algunas de esas otras causas?

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Como veremos en el próximo capítulo, la “conducta” y “circunstancias” del nacimiento de un individuo eran algunos de los muchos marcadores raciales utilizados en la época. En segundo lugar, la opinión del asesor pone de manifiesto que no solo existían diferencias entre grupos raciales (blanco/negro/pardo), sino dentro de los grupos raciales también. En el caso de Dominga, su posición racial era cuestión del rango, lugar y consideraciones que gozara dentro de su clase o grupo. No era lo mismo ser una blanca común que una blanca distinguida, lo que pone de manifiesto que la blancura, categoría que raramente se interroga, era cuestión de grados también. Los informes tomados revelan que, en términos generales, Dominga era conceptuada como blanca común en su comunidad. Además, según el cura del pueblo, la chica era tenida por persona de mejor calidad que Dionisio Pérez, gozando en el público esta distinción, por cuanto los padres de la Galvarín proceden de mejores principios en calidad, que los de Dionisio Pérez, que por todas las líneas descienden de gente de color.

El padre de Dominga provenía de las Islas Canarias, mientras que su madre “parecía” descender de personas pardas. Dionisio, por su parte, descendía de pardos por todas las líneas. Sin embargo, aunque el asesor legal del gobernador encuentra que hay alguna desigualdad, no la considera notable, por lo que recomienda que se les dé la licencia. La desigualdad que existía quedaba salvada por otros atenuantes: Aparece de los nuevos informes que se han tomado… que aunque hay alguna desigualdad, ésta no es notable, respecto a que si el padre de Dominga es hombre blanco, la madre desciende de personas pardas. En atención a lo cual a la buena conducta de Dionisio Pérez, según informó anteriormente el Sr. Alcalde de Loíza; y a que habiendo llevado ambos una correspondencia torpe por mucho tiempo, y resultando una prole, ha desmerecido Dominga con esto solo para otro matrimonio.

Tal parece que las fronteras entre grupos raciales, en este caso blancos comunes y pardos de buena conducta, eran espacios porosos en los cuales se movía la gente hacia arriba o hacia abajo según las circunstancias que los rodearan. Aunque el caso no brinda información explícita de la clase social de los contrayentes, aparentemente ambas familias venían del mundo artesanal. Manuel, el hermano de Dominga, era fumacero. De otra parte, cuando Dionisio huye del ataque de la familia de su novia, se refugia en la casa de un amigo suyo platero. De

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suerte que es razonable concluir que ambas familias pertenecían a la clase de trabajadores diestros. La condición racial de Dominga le hubiese permitido quizás aspirar a un mejor matrimonio. No obstante, el hecho de que había tenido una hija con Dionisio la descalificaba para aspirar a un mejor enlace, en la opinión del asesor. No así en el caso de su familia, que empero la deshonra sufrida por la hija, continuaron oponiéndose al enlace. La conducta de Dionisio, de otra parte, lo distinguía del resto de los de su condición, lo que lo hacía acreedor a los ojos de la comunidad de contraer matrimonio con alguien que era un poco mejor que él. Es razonable concluir que, de Dionisio y Dominga llevar un matrimonio estable, cumpliendo con lo que se esperaba de cada uno de ellos según su género, es muy probable que al pasar de los años fueran considerados blancos comunes. No obstante, de protagonizar algún escándalo o no cumplir con las normas sociales, es probable que emprendiesen un movimiento hacia abajo y tanto ellos como sus hijos fuesen conceptuados como pardos de mala conducta, lo que los dirigiría a una posición peor en el escalafón social de la que habían gozado de solteros. Es interesante que la condición de blanca de Dominga parezca provenirle por parte de padre, quien procedía de “isleños”. El hecho de que su madre descendiese de personas pardas, parece no tener un impacto en la clasificación racial que se hace de la chica. Es la raza de su padre la que la define. Un caso que ayuda a calibrar mejor estas complejidades es el de José Xavier de Acevedo, del pueblo de San Sebastián, quien era hijo legítimo de padre blanco y madre parda, y cuyo mote bautismal –a diferencia del de Dominga– aparece asentado en el libro de pardos. Cuando en 1822 intenta este joven contraer nupcias con María Monserrate Reyes, su padre se opone, expresando que el matrimonio no era de su agrado. Cuando se piden los informes, el cura de la parroquia del pueblo expresa que el acta bautismal de la chica se encontraba en el libro de blancos, “sin más requisito ni expresión” y que esta gozaba de un buen concepto “casi general” en el vecindario. En el caso de José Xavier, este declara que su mote se hallaba en el libro de pardos “con la especificación de ser el padre blanco y la madre parda”. Curiosamente, todos los informes que se reciben expresan que no encuentran desigualdad entre la pareja. Así también, el propio José Xavier afirma en su petición, de manera contundente, que no existía “desigualdad alguna legal” que pudiese obstaculizar el matrimonio. Es decir, que la comunidad los conceptuaba a ambos como blancos a pesar de que se

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conocía que la madre del novio era parda y que el acta bautismal de este estaba inscrita en el libro de pardos. La elasticidad de la categoría de blanco en la sociedad puertorriqueña decimonónica queda demostrada en el caso de Toribio Ramírez y María del Carmen Martínez de San Sebastián, quienes en 1872 presentan como prueba de blancura de la novia su certificado de bautismo, el cual estaba asentado en el libro de personas blancas y pardas. El hecho de que se registraran los nacimientos de pardos y blancos en el mismo libro demuestra que, en algunas instancias, no se veía una diferencia notable entre ambas categorías.81 Tal elasticidad permitía que personas con ancestros pardos reconocidos fueran conceptuadas como blancas. Asimismo, nos ayuda a entender expresiones tales como la siguiente, encontrada en uno de los juicios de disenso: “Efectivamente, el representante pertenece a la clase de pardos aunque libres no está reputado por blanco”.82 En otras palabras: había descendientes de pardos libres que eran conceptuados como blancos. En efecto, el oxímoron “pardo que es blanco” que contiene implícitamente la citada expresión apunta hacia una madeja de significados raciales distintos a los que se manejan hoy. En conclusión, resulta evidente que el matrimonio era un dispositivo de racialización importante en la época. Como dejan al descubierto los juicios de disenso, la unión matrimonial apropiada tenía la capacidad de trasformar la condición racial, no solo del cónyuge de “inferior” calidad, sino la de sus parientes inmediatos. Esta era la tendencia, sobre todo en el caso de hombres de mejor calidad con mujeres de inferior calidad. Asimismo, un enlace inoportuno lanzaba a las dos familias hacia abajo en el escalafón social. De ahí que la elección matrimonial se convirtiera en un asunto puntilloso en donde todos –desde la pareja, la familia, los vecinos y las autoridades– querían opinar y decidir. Es cierto que la mayoría de los matrimonios convenidos no llegaba al extremo de ventilar sus desavenencias familiares en la esfera legal. Sin embargo, esto no quiere decir que tales casos estuvieran libres de disputas. Un informante de un caso dilucidado en 1821 comenta lo siguiente al respecto: 81. Caso Toribio Ramírez y María del Carmen Martínez, 1872. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 145, entrada 45. 82. Caso Florentino Ruiz y Candelaria Pagán, 1850. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 145, entrada 45.

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La experiencia ha enseñado ser raros los padres y [ilegible] que voluntariamente cooperen con su asenso (sic) a la libre elección del matrimonio en las mujeres, si no es con hombres de riqueza, o de mejor nacimiento: entre iguales, o casi iguales las más veces media la persuasión de personas respetables o permiso del superior gobierno.83

De esta cita se desprende que las familias apostaban al matrimonio de sus hijas como vía para ascender socialmente, ya que eran estas las que tenían más posibilidades lograrlo. No bastaba que esta se casara con un igual o casi igual, debía aspirar a casarse con alguien mejor. Asimismo, pone de manifiesto el carácter social de la elección matrimonial, en donde no solo intervenían los familiares más cercanos, sino que las personas respetables de la comunidad desempeñaban un papel importante en el proceso de negociación y de decisión. De ahí, que el acto matrimonial se convirtiera en un espacio polémico que era aprovechado por algunos individuos para afirmar su superioridad social en relación con otros de su entorno inmediato. En este sentido, una parte importante de los juicios de disenso no trata de desigualdades abismales, sino más bien de “pequeñas” desigualdades, como atestiguan los casos discutidos arriba. No obstante, el matrimonio no era el único signo de la posición social de los individuos. El próximo capítulo analizará otros marcadores raciales utilizados en la época, tales como las circunstancias del nacimiento y la conducta de los individuos. Las maniobras tejidas en torno a estos elementos posibilitaban que algunos individuos transitaran por más de una identidad racial en el transcurso de sus vidas.

83. Caso Juan Álamo y María de la Paz Sánchez, 1820. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 143, entrada 45.

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Capítulo 3 Los marcadores raciales

Mis ascendientes todos… han sido limpios desangre lo mismo que los de mi esposo finado, mientras que los de la pretendida de mi hijo, carecen en todos los grados de esas cualidades y a mayor abundamiento sus ascendientes han tenido una reprehensible conducta pública y privada en el círculo de la sociedad a que pertenecen; por cuya razón, triste y muy triste me sería ver unido mi hijo a una persona de desdorado nacimiento…1

Indudablemente, el mundo de la significación racial en el Puerto Rico decimonónico se expresaba en vocablos que hoy nos resultan bastante foráneos. Así lo atestigua el anterior alegato esgrimido en 1862 por una madre que se oponía al matrimonio de su hijo. Para esta mujer, la prometida de su hijo era cualitativamente distinta a su hijo por carecer de limpieza de sangre en “todos los grados”. Como constancia de su ínfima calidad, señala el mal comportamiento público y privado de sus antepasados, lo que la colocaba en un orden social completamente diferente al suyo. En efecto, en el proceso de establecer la condición racial de las parejas para determinar si había o no disparidad, ordinariamente se pedía a los informantes que opinaran no solo sobre la calidad de los involucraos, sino, además, sobre sus circunstancias y conducta. Estos tres elementos parecen ser cosas distintas, como efectivamente eran distinguidos en algunos casos. Sin embargo, en otros, como veremos más adelante, se confunden y mezclan, utilizándose indistintamente como si uno fuera sinónimo del otro. Esto se debe a que las calibraciones sobre la conducta de individuos, así como de su condición social, eran algunas de las estrategias culturales disponibles para dotar de contenido al concepto de calidad. 1. Testimonio de Tomasa Maldonado. Caso Juan Dolores Río y Beatriz Torres, 1862. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 145, entrada 45.

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En términos generales, la calidad hacía referencia a la condición de disfrutar o no de pureza de sangre, es decir, de no tener mancha de mulato ni negro. Las circunstancias, de otra parte, estaban relacionadas con el nacimiento. No era lo mismo haber nacido de padres que se encontraban legítimamente casados al momento del nacimiento, que haber sido legitimado por el subsiguiente matrimonio de los padres. Tampoco era lo mismo ser hijo natural de padres conocidos que ser hijo ilegítimo de padre desconocido o de una relación adúltera. Por último, la conducta tenía que ver con el comportamiento y carácter que exhibieran las personas tanto a nivel público como privado. A primera vista, resulta fácil observar las fronteras entre las tres. Sin embargo, al ser examinadas con más detenimiento –como veremos a continuación– las líneas divisorias comienzan a tornarse algo borrosas.

Calidad, circunstancias y conducta El Diccionario de la Real Academia Española, en sus diversas versiones de los siglos xviii y xix, ofrece como una de sus definiciones de calidad “nobleza y lustre de la sangre”. En la versión de 1729, por ejemplo, se abunda sobre el asunto y se añade: “y así el Caballero ó hidalgo antiguo se dice que es Hombre de calidad”.2 Es decir, que desde esa perspectiva, solo los “puros de sangre” poseían calidad. No obstante, ese no es exactamente el sentido que se le da a este concepto en la Hispanoamérica colonial. Es cierto que los españoles y sus descendientes se consideraban como personas de calidad. Pero casi siempre, esta iba acompañada de un adjetivo, como por ejemplo, buena, blanca o distinguida. Así ocurría también con los otros grupos, quienes también poseían calidad, pero eran calibrados mediante adjetivos distintos, tales como malo, pardo, negro o cuarterón. En ese sentido, la acepción que se le daba a este vocablo en Hispanoamérica, por lo menos durante los siglos xviii y xix, contenía otros significados adicionales a la mera pureza de sangre. En el Diccionario de la Real Academia Española de 1729, el concepto de calidad presenta una segunda definición, la cual se refiere “al 2. Real Academia Española, Diccionario de la lengua castellana, en que se explica el verdadero sentido de las voces, su naturaleza y calidad, con las phrases o modos de hablar, los proverbios o refranes, y otras cosas convenientes al uso de la lengua […]. Tomo segundo, p. 67,1. Madrid, Imprenta de Francisco del Hierro, 1729. Disponible en .

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ser y bondad de las cosas, el estado actual, como en otros requisitos y circunstancias que concurren para ser buenas, o no reputadas por tales. Úsase con especialidad de esta voz en este sentido, hablando de las cosas vendibles”. Curiosamente, esta segunda definición coincide con otra de las acepciones que se le daba al concepto de raza en la misma época, el cual establece que “Por extensión se dice de la calidad de las cosas, especialmente las que contrahen (sic) en su formación, como la del paño”.3 Es decir, que desde este punto de vista, tanto la calidad como la raza tienen que ver con la calaña de las cosas; es decir, con las condiciones y circunstancias que estas encierran para ser conceptuadas buenas o no. Si contraponemos a esto otras acepciones del término raza que se manejaban en la época, se comienza a entender mejor la forma en que se utilizaba el concepto de calidad en el contexto hispanoamericano. En los diccionarios de los siglos xviii y xix, raza se definía como “casta o calidad del origen o linaje. Hablando de hombres, se toma muy regularmente en mala parte”.4 Es decir, que la raza se refería a la calidad de los ancestros; en otras palabras, las circunstancias que definían a estos como buenos o no. En este sentido se podría decir que todo el mundo tenía raza. No obstante, no era así; el concepto de raza se limitaba a los impuros de sangre o a los que portaban alguna “mala parte”. Así, cuando los conceptos de calidad y raza se utilizaban como sustantivo sin ninguna adjetivación adicional se referían a los limpios de sangre y a los manchados, respectivamente. Este juego de significados se pone de manifiesto en el ejemplo que ilustra el uso convencional del concepto de raza en el Diccionario de la Real Academia Española de 1737. Allí se cita directamente de la Orden de Calatrava5 el siguiente precepto, a modo de ejemplo de los 3. Real Academia Española, Diccionario de la lengua castellana, en que se explica el verdadero sentido de las voces, su naturaleza y calidad, con las phrases o modos de hablar, los proverbios o refranes, y otras cosas convenientes al uso de la lengua […]. Tomo quinto, p. 500,1. Madrid, Imprenta de la Real Academia Española, por los herederos de Francisco del Hierro, 1737. 4. Nuevo Tesoro Lexicográfico de la Lengua Española. Disponible en . 5. La de Calatrava fue una orden militar y religiosa del Reino de Castilla fundada en el siglo xii, cuya función principal fue apoyar a los reyes cristianos del norte de España en su lucha por arrebatarle a los árabes el dominio de la península. Sobre este tema véase, L. P. Wright, “The Military Orders in Sixteenth and Seventeenth Century Spanish Society. The Institutional Embodiment of a Historical Tradition”, Past and Present, núm. 43, mayo 1969, pp. 34-70; Alan Forey, The Military Orders: From the Twelfth to the Early Fourteenth Centuries, Toronto/Buffalo, University

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usos comunes del término: “Ordenamos y mandamos que ninguna persona, de cualquier calidad y condición que fuere, sea recibido a la dicha orden, ni se le de (sic) el hábito, sino fuese Hijodealgo, al fuero de España, de parte de padre y madre y avuelos (sic) de entramabas partes, y de legítimo matrimonio nacido, y que no le toque raza de Judío, Moro, Herége (sic), ni Villano”.6 Los limpios de sangre eran los nobles –hijosdealgo– por las cuatro líneas que descendiesen de españoles legítimamente casados sin ningún ancestro judío, moro, plebeyo, rústico, ruin o indecoroso.7 En otras palabras, estos eran los que tenían calidad a secas, sin otra calificación. Las circunstancias opuestas, es decir, poseer ancestros no europeos, infieles, plebeyos, aldeanos, ilegítimos, de poca fibra moral y de mal comportamiento, coincidían para configurar una índole o calaña inherentemente inferior.8 Estos, se podría argumentar, eran los que no tenían calidad. Sin embargo, como se ha demostrado en los capítulos anteriores, las nociones raciales españolas no establecían distinciones tajantes, sino que tomaban en cuenta la evaluación de una serie de elementos, lo que proveía para la ponderación y el establecimiento de grados de mayor y menor calidad. De ahí que se juzgara cuidadosamente las of Toronto Press, 1992 y Enrique Rodríguez-Picavea, La formación del feudalismo en la meseta meridional castellana: Los señoríos de la Orden de Calatrava en los siglos xii-xiii, México/Madrid, Siglo XXI, 1994. 6. Real Academia Española. Diccionario de la lengua castellana, en que se explica el verdadero sentido de las voces, su naturaleza y calidad, con las phrases o modos de hablar, los proverbios o refranes, y otras cosas convenientes al uso de la lengua […]. Tomo quinto, p. 500, 1. Madrid, Imprenta de la Real Academia Española, por los herederos de Francisco del Hierro, 1737. Disponible en . 7. El Diccionario de 1739 ofrece como definición de villano conceptos tales como ruin, descortés, indigno e indecoroso. Véase Real Academia Española. Diccionario de la lengua castellana, en que se explica el verdadero sentido de las voces, su naturaleza y calidad, con las phrases o modos de hablar, los proverbios o refranes, y otras cosas convenientes al uso de la lengua […]. Tomo sexto, p. 488. Madrid, Imprenta de Francisco del Hierro, 1739. Disponible en . 8. María Elena Martínez argumenta que la nobleza española en el siglo xvi, ansiosa por disipar la creencia popular de que muchas de sus familias se habían enlazado con conversos, empieza a exigir pureza de sangre como muestra de abolengo y distinción. Asimismo, para el siglo xvii, muchas de las instituciones que demandaban limpieza de sangre investigaban si las familias de los aspirantes gozaban de “limpieza de oficios” o, en otras palabras, que ningún antepasado se hubiese dedicado al trabajo manual. Martínez, “The Language, Genealogy, and Classification of ‘Race’”, ob. cit., p. 28. Así, la nobleza de sangre y la limpieza de oficios se convierten en indicadores de limpieza de sangre y viceversa.

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circunstancias de las personas, se calibraran las mismas y se establecieran grados de diferencia mediante la utilización de diferentes calificativos. El concepto de calidad en el contexto hispanoamericano, en su acepción más amplia, aludía al resultado de ese proceso de ponderación y evaluación de las circunstancias y requerimientos necesarios para pertenecer a tal o cual categoría racial, el cual frecuentemente se hallaba matizado por contiendas y falta de consenso social. En este sentido, el concepto de calidad amalgamaba una serie de elementos, tales como los ancestros, las circunstancias del nacimiento, la conducta y moral de los individuos particulares y su parentela, a la hora de decidir la condición racial de una persona. La procedencia, por ejemplo, incluía no solo asuntos tales como si una persona descendía de españoles, indios o africanos, sino que también involucraba detalles como si la parentela provenía de un ambiente tosco o rústico, la forma en que hablaba, modales y vestimenta, entre otras cosas. Todos estos elementos incidían en la determinación de la calidad de una persona. De ahí, que lo que podrían parecer elementos separados –calidad, circunstancias y conducta–, eran facetas distintas que componían una misma entidad. Si a esto se le añade que la elucidación de estos elementos constituía un derrotero azaroso por demás, resulta fácil entender por qué el proceso de asignación de identidades raciales en la sociedad hispanoamericana colonial fue tan fluido y maleable. Tomemos, por ejemplo, la noción de pureza de sangre en el contexto del Puerto Rico decimonónico. Este era un concepto altamente metafórico que no tenía referentes concretos específicos. Desde una mentalidad moderna, uno quizás podría apresurarse a contestar que las características fenotípicas podrían constituir ese referente específico. De hecho, mucha de la literatura que toca asuntos raciales en el Puerto Rico decimonónico singulariza el color como la característica principal que denotaba la condición racial de una persona. Cierto es que algunos de los testimonios recogidos en los juicios de disenso mencionan el color en su diagnosis de la calidad de determinada persona, pero resulta interesante que no lo presenten como un signo irrefutable. En su investigación de las gracias al sacar raciales, es decir, aquellas solicitadas para que el rey eximiera a un individuo de su condición de pardo o quinterón durante la segunda mitad del siglo xviii, Ann Twinam comenta que las alusiones a características fenotípicas están conspicuamente ausentes de la documentación consultada. No es hasta finales del siglo cuando comienzan a surgir en los expedientes

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unas cuantas referencias al color. Es interesante que estas expresiones vengan invariablemente de los propios peticionarios y no de las élites locales ni de autoridades españolas. Estas últimas rechazaron consistentemente el color como un significante racial.9 En el contexto local, el color no se veía necesariamente como algo confiable. Así lo expresa un confidente en un caso ventilado en 1837: …de [María] Negrón, como de sus descendientes, siempre han sido reputados y vistos en la clase de pardos libres, lo mismo que los de Benito García, sólo con la diferencia de color que sabe S. E. que éste es accidental…10

En este sentido, características fenotípicas como el color de la piel se reconocían como algo fortuito que no ofrecía una clave inexorable de la condición racial de la persona: …que Luis de Jesús es hijo natural de Juana de este vecindario, y aunque de color blanco de origen pardo en cuarto grado…11

El color se apreciaba, en ocasiones, como un signo doloso que ocultaba los verdaderos orígenes de las personas. Tal punto de vista es exteriorizado por un informante, quien describe a una chica involucrada en una disputa matrimonial como una “samba de buen color, pero de oscuros principios”, en clara referencia a sus orígenes.12 Aunque es imposible saber con certeza a qué se refería exactamente el informante cuando menciona sus “oscuros principios”, resulta evidente que los orígenes involucraban más que la procedencia de sus ancestros. Incluían, además, la conducta de éstos así como su fibra moral y estatus social, entre otras cosas.

9. Ann Twinam, “Purchasing Whiteness: Conversations on the Essence of Pardoness and Mulatto-ness at the End of the Empire”, en Andrew B. Fisher y Matthew D. O’Hara (eds.), Imperial Subjects: Race and Identity in Colonial Latin America, ob. cit., p. 155. 10. Caso Benito García y María Negrón, 1837. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 144, entrada 45. 11. Caso Luis de Jesús y Petrona Andújar, 1823. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 143, entrada 45. 12. Caso Santiago París y María de la Cruz Vargas, 1828. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 144, entrada 45.

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El matiz de la piel podía denotar blancura pero eso no decidía la condición racial de un individuo. Esto es precisamente lo que le ocurre a Carlos Martínez, quien en 1823 desea contraer nupcias con Luisa Román. Cuando el padre de su prometida se entera de las intenciones de la pareja, castiga severamente en varias ocasiones a su hija, dejándole el cuerpo lleno de heridas de látigo y amenazando, en un juicio de conciliación, que si el gobierno consentía a tal unión, “tendría la bárbara satisfacción, de ahorcarla y ahorcarse él después”.13 La oposición paterna y el consiguiente abuso físico ocurren a pesar de que la chica se encontraba esperando un hijo de su pretendiente. Carlos era considerado por todos como un “pardo de color regular”, es decir, de apariencia común u ordinaria. Su físico no denotaba su condición de pardo, sin embargo, así era “tenido y reputado” en el pueblo de Guaynabo, de donde era originario. Aunque el cura que lo había bautizado había hecho una anotación en su mote bautismal indicando que su madre era blanca, había sido expulsado de las milicias disciplinadas de su pueblo por pardo. Tal parece, ya que la documentación no lo hace explícito, que en algún momento se le había estimado como digno de ser admitido en un cuerpo que exigía pureza de sangre, pero esta apreciación aparentemente cambia, lo que explicaría su expulsión de la compañía. El expediente no abunda en las razones que tenía la comunidad para considerarlo pardo. En esta ocasión el gobierno toma por buenos los testimonios de los informantes, los cuales exhiben un alto grado de consenso en cuanto a condición del novio y al hecho de que existía una desigualdad considerable entre la pareja. Aunque el novio era un joven laborioso y de buena conducta, el padre de su pretendida era “tenido por ciudadano en el goce de sus derechos” ya que había “concurrido a elecciones”. De suerte que era considerado como un blanco de cierta distinción. De ahí que el gobierno les negara la licencia a la pareja para llevar a cabo sus planes matrimoniales. En claro contraste con la situación descrita arriba, en una sola ocasión el color es lo que parece decidir la condición racial de una joven involucrada en una disputa matrimonial, por lo menos a los ojos de su comunidad. Curiosamente, el color que la define no es el de ella, sino el de su padre. La chica, de nombre Petrona Mercado, era conceptuada como perteneciente a la clase de pardos, “toda vez de ser … su padre,

13. Caso Carlos Martínez y Luisa Román, 1823. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 144, entrada 45.

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de este color”.14 Según el parecer de uno de los informantes, aunque la madre de la joven, en su opinión, pertenecía a la clase de blancos, no consideraba así al padre “por tener el color pardo, y cre[ía] por lo tanto pertenec[ía] ella a la misma clase…”. Es decir, que la joven hereda la condición racial de su padre, según la opinión de los miembros de la comunidad. Curiosamente, en ningún momento se hace referencia al color de la chica ni a ningún rasgo de su apariencia. Los informes resaltan, además, la buena conducta de ambos contrayentes, así como la de sus familias. Aunque los ascendientes del novio –Laureano Robles– eran desconocidos, en el “concepto público”, se les había tenido “siempre” como blancos a sus padres por lo que así se consideraba también al novio. A diferencia de lo que ocurre en el caso anterior, donde el gobierno les niega la licencia, en esta ocasión se la concede. Aunque la sección que examina el caso reconoce desigualdad entre la pareja, esta no parece ser tan notable como para impedir el matrimonio: que es verdad que la clase de éste puede considerarse acaso como distinta a la de la prometida, y aunque la Sección se ha opuesto siempre a enlaces de personas de clases desiguales por razones de conciencia social, atendiendo al estado de este asunto, y a que Robles no es más que un simple jornalero, y que su novia aunque por parte de padre es procedente de pardos, por la madre es de blancos, cree la referida Sección, que debe accederse a la pretensión que es objeto del informe.

El “estado de este asunto” involucraba, además, el escándalo que había dado la pareja al haberse escapado juntos. Esto, junto al hecho de que el novio era un simple jornalero que, aunque considerado blanco, no tenía un linaje esclarecido, parece haber inclinado la balanza a favor de la pareja. Resulta interesante que, en el caso discutido anteriormente, el de Carlos y Luisa, el cual es decidido de forma contraria por el gobierno, el hecho de que la madre del novio fuera blanca no resultó un elemento que se tomara en consideración a favor de este. En el de Petrona, el hecho de que su madre fuera blanca, parece acercarla a la clase de blanco común de su prometido Laureano. La diferencia estribaba, quizás, en que la familia de la novia de Carlos era blanca de cierta distinción, mientras que la de Laureano era del tipo de blancos

14. Caso Laureano Robles y Petrona Mercado, 1864. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 145, entrada 45.

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que pasaba por tal, pero sin ningún esclarecimiento, lo que podía o no incluir algún ancestro pardo o mulato. De otra parte, los matrimonios de hombres blancos con mujeres pardas eran más fácilmente aceptados que los de hombres pardos con mujeres blancas. Como se discutió en el Capítulo 2, la tendencia era a que la mujer adoptara la condición racial del esposo, por lo que el matrimonio de Carlos (pardo) y Luisa (blanca) resultaba más ofensivo que el de Laureano (blanco) y Petrona (parda). De todos modos, lo que llama la atención de estos ejemplos es que el asunto del color, elemento que se menciona entre muchos otros, desaparece en la madeja de consideraciones que se barajan. Esto no quiere decir que las características fenotípicas no fuesen consideradas en absoluto, pero se veían mediante el lente de otras consideraciones. Algo que llama la atención de la documentación revisada son las pocas alusiones abiertas y específicas a características físicas que se encuentran, las cuales invariablemente se refieren al color. En una sola ocasión se menciona la textura del pelo de un individuo, como se verá un poco más adelante, pero se alude a esta característica junto a otras consideraciones. Es posible que para ellos fuera algo tan obvio que no necesitaba mayor discusión. Sin embargo, el estudio de Verena Martínez Alier, realizado con una documentación similar a la utilizada en esta investigación, revela que en la Cuba decimonónica los juicios de disenso contenían numerosas alusiones a la apariencia física y que esta se usaba como un criterio social de importancia en el proceso de clasificación racial.15 En una sola ocasión se presenta la apariencia como el criterio racial determinante y quien lo esgrime es una madre que se opone al matrimonio de su hijo blanco con una mujer parda. Por razón de madre yo lo soy suya constituida en una mujer blanca sin mezcla de otra raza, hija de don Miguel Pérez, y de doña Gabriela Ortiz, ambos peninsulares con grande caudal en Sto. Domingo, y no poca representación. Estas circunstancias son hijas de la misma notoriedad, y del público testimonio, lacónicamente explicadas, cuales intenta mi delirante hijo igualar con la hija de Fareque [apodo del padre de la novia], conocida sin discrepancia por la calidad parda, en tanto cuarto grado que no se necesita otra investigación que mirarla.16

15. Martínez Alier, Marriage and Colour in Nineteenth-Century, ob. cit., p. 72. 16. Caso Juan Zenón y Micaela Rodríguez, 1828. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 144, entrada 45.

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Resultaría sencillo lanzarse a suponer que la madre estaba aludiendo a características fenotípicas cuando expresa que la calidad de cuarterona de la novia de su hijo se veía a simple vista. Sin embargo, la apariencia física no es algo transparente; se interpreta en el contexto social más amplio de la vestimenta, los ademanes, los modales y el entorno en que se desempeñan las personas, entre otras cosas. En efecto, lo primero que contrapone la madre como estrategia para marcar la diferencia entre su hijo y la novia es el mote de “la hija de Fareque”. De entrada está dejando ver que la chica no viene de una familia honorable, ya que a su padre todo el mundo lo conoce por un apodo a secas, sin apellido y, muchísimo menos, sin los distintivos de don o señor. Este solo hecho alejaba a la familia del ámbito de la distinción, y por lo tanto, de la blancura. Lo que posiblemente denotaba la facha de la chica era su falta de refinamiento y privilegio más que poseer unas características fenotípicas particulares. Los otros pocos casos en los cuales se utilizan las características físicas como indicador, lo hacen cuando existen dudas sobre la calidad de la persona y generalmente las presentan junto a otras consideraciones: …que hace largo tiempo que conozco a los padres de ambos sujetos, y he tenido a la vista las fe de bautismo, y no se encuentra más diferencia entre ellos que es que la madre de don José María Rivera se titula Doña [ilegible], por herencia de sus antecesores, pues carezco de otro conocimiento que pueda decir a VS por [si] se desea juzgar por su fisonomía y carácter los reconozco iguales…17

Si los rasgos fenotípicos no eran un indicador definitivo, ¿cuáles eran, entonces, los marcadores raciales más comúnmente utilizados en la época? Del lado de la blancura, la genealogía se trazaba a partir de las distinciones que hubiesen recibido los miembros de la familia en términos de posiciones en el gobierno, la Iglesia y las profesiones: …es tenido, y reputado por una de las mejores familias del país, y en prueba de ello, se patentiza con los empleos honoríficos que disfrutan, y [han] disfrutado sus consanguíneos, como monjas, Deán, clérigos, oficiales de milicia, alcaldes ordinarios y regidores de este Ilustre 17. Caso José María Rivera y Juana Colón, 1821. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 144, entrada 45.

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Ayuntamiento como lo es el Caballero don Gregorio del Olmo y Matos su tío carnal...18

A esto se le añadían los matrimonios que contrajeran y la descendencia legítima que procrearan: Yo por la gracia de Dios soy vizcayo, y no de aquellos tan abatidos que no hubiesen pensado mis padres en darme carrera decente, como fue la de Pilotaje o Náutica de que soy profesor documentalmente, y mi esposa doña María Agustina González prosapia limpia sin contradicción. Su padre don Antonio era de una familia respetable de Santo Domingo, y como tal casó con doña María Manuela Baptista, cuyas hermanas doña Juana Constanza y doña Felipa están casadas con José Benítez Administrador de la Hacienda Nacional y con Nicolás de [ilegible] sujeto de calidad distinguida en la Aguadilla...19

En ninguna de las fuentes consultadas se establece la blancura a partir de características físicas o de rasgos específicos. Más bien se trataba de las relaciones que establecieran las familias y de las distinciones que recibieran sus miembros.20 Así lo deja establecido un informante que en 1821 articula por qué estaba convencido de que el joven Domingo Odulio Cortés era blanco: Doña María Negrón fue abuela de la madre de Odulio y esta Negrón es de las familias principales de aquí según me informan los declarantes. Su abuelo fue Toribio de León que como [depuso] otro han hecho informaciones de blancos y la prueba es que uno de éstos Leonel murió el año pasado de Alcalde Constitucional de Patillas, otro hermano de éste murió también muy próximo a ordenarse de [cura], y los demás de esta familia gozan aquí un concepto regular: Por lo que toca a Paulino Cortés[,] padre de Odulio éste es hijo de Domingo natural de esta ciudad y es tenido por blanco la prueba es

18. Caso José Betancourt y Felipa Sánchez, 1835. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 144, entrada 45. 19. Caso Juan José Matheu y Francisca Xavier Alcántara, 1822. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 144, entrada 45. 20. Para una discusión de los marcadores de blancura en Puerto Rico a finales del siglo xviii, véase Roberto Vizcarrondo, Los españoles hidalgos de Puerto Rico: Estudio sobre la ideología dominante en la Ciudad durante el segundo tercio del siglo dieciocho. Tesis de Maestría, Centro de Estudios Puertorriqueños, San Juan, 1978.

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haber presentado una partida bautismal de un nieto suyo, asentada en el libro de personas blancas de esa Iglesia Catedral.21

Odulio era blanco porque sus ancestros se habían enlazado con familias importantes dentro de la comunidad y habían ostentado puestos dentro de la jerarquía religiosa y política de la isla. De otra parte, resalta el hecho de que el padre del joven presentara el acta bautismal de su nieto como prueba de blancura. En una lógica invertida, en lugar de mirar hacia los ancestros para establecer su condición racial, este utiliza la condición racial de su nieto para documentar su blancura. Después de todo, si el nieto era conceptuado blanco, era porque él había establecido las alianzas familiares adecuadas. No obstante, cabría preguntarse por qué no presentar su propia acta en lugar de la de su nieto. Es posible que su nieto hubiese alcanzado una condición racial superior a la suya y, en un giro interesante, reflejara su mejoramiento en sus ancestros. De ahí que los familiares fueran tan quisquillosos con respecto a las decisiones que podían manchar la honra de algún pariente, ya que esa tacha se hacía extensiva al grupo familiar. En el extremo opuesto del continuo racial, la peor mancha que se podía tener era la de estar vinculado con la esclavitud. Tal tacha era una tan contundente, que marcaba diferencias entre personas que pertenecían a una misma calidad y hasta una misma familia, como ocurre en el caso de María Jacobo López. Esta última era hija legítima de José López, cuyos padres habían sido esclavos. La madre de María Jacob –María Laureana– descendía de pardos libres por ambas líneas. No obstante, ello no necesariamente equiparaba a la madre con la hija: …María Laureana hija de José y María González naturales según se dice de la Villa de Arecibo, ignoro la procedencia de ellos pero en los muchos años [ilegible] y [permaneció] hasta su fallecimiento en este pueblo María González fue tenida y reputada sin condición alguna por parda, en cuya clase se halla su hija María Laureana, y en peor condición la hija de ella María Jacob por el yugo de esclavitud que han arrastrado sus abuelos.22

21. Caso Domingo Odulio Cortés y Soledad Mage, 1821. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 144, entrada 45. 22. Caso José Ramón Correa y María Jacobo López, 1830. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 144, entrada 45.

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En este caso, aunque tanto María Jacob como su madre María Laureana eran de clase parda, la condición de la hija era peor que la de su madre por la mancha que le aportaban sus abuelos paternos, quienes fueron esclavos. En contraste con la situación que describe Verena Martínez Alier en el caso de Cuba, en la cual, sin excepción, siempre uno de los contrayentes involucrados en los disensos era blanco y la familia de este era quien presentaba las objeciones al matrimonio,23 en la documentación examinada hay varios ejemplos de familias pardas que objetan el matrimonio de un hijo o hija con otra persona parda. Un caso ejemplar en este sentido es el de Manuel Delgado y María Eugenia Carrasco de Caguas, quienes en 1823 concertaron su matrimonio.24 En su petición al tribunal, Manuel, quien se representa como mulato, declara que había estado pretendiendo a María Eugenia, hija legítima de Carlos Carrasco y María Fonseca, y que el padre de esta había consentido al matrimonio. A partir de ese momento había comenzado suministrarle su vestuario, y por dos meses se había hecho cargo de su subsistencia, ya que los padres de la chica le habían “ordenado” que se encargara de ella para que le enseñarse a rezar ya que esta no sabía. Con ese propósito, la puso al cuidado de los tíos de la joven, donde se hallaba residiendo en ese momento. Con el permiso escrito del padre de María Eugenia en mano, Manuel se presenta ante el cura de San Lorenzo, quien explora sus voluntades y comienza a correr las proclamas. Una vez se anuncia públicamente el matrimonio, el tío materno de María Eugenia se opone al enlace alegando que había desigualdad entre los contrayentes debido a que el novio era liberto. Manuel se expresa perplejo ante tal oposición ya que, según expresa, María Eugenia tenía tías casadas con esclavos. Las autoridades le dan curso a la investigación y llaman al padre de la novia a testificar, quien expone: …que el principal motivo que ha tenido y tiene, para impedir el matrimonio que intenta… su hija…, es el no tener a esta fecha más que de 13 a 14 años; de la cual inocencia resulta, consentir ésta con casarse, pues el pretendiente Manuel Delgado, es una persona, que aunque libre al parecer es notoriamente conocido por negro; fundándose en que

23. Martínez Alier, Marriage and Colour in Nineteenth-Century, ob. cit., p. 15. 24. Caso de Manuel Delgado y María Eugenia Carrasco, 1823. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 143, entrada 45.

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aunque su hija no es de la primera clase a lo menos no se encuentra en la clase de esclavo, como el contrayente que lo ha sido: añadiendo que no le obstaría este defecto para impedirlo, siempre que la conducta de Manuel no fuese reprobada.

El alcalde de San Lorenzo considera lo testificado por el padre de María Eugenia como “poderosas razones” y para seguir ahondando en el asunto entrevista al tío de la chica, cuya declaración añade otro elemento de importancia: …que su sobrina María Eugenia aunque no limpia de sangre, según [se versa], no está en el caso de poder enlazar en matrimonio, con un hombre que aunque libre no se cree del todo liberto, (esto es) que aún debe dineros de su esclavitud…

Al testimonio de ambos parientes, el alcalde añade lo que a su juicio ha quedado claro de la investigación. …que los padres de la pretendida, fue uno europeo, y la otra parda, pero no esclava, siendo la María Eugenia no mal parecido su color: y el pretendido si se halla del todo libre en la esclavitud que tenía, lo ha logrado de poco tiempo a esta parte. La conducta de éste no es de las mejores, pues a más, que en otros jueces ha habido reclamos, la voz común contra éste, no es buena, y tal vez, calificado podrá [resultar] y quedar la niña, después de novia abandonada.

En términos generales, existía un consenso entre los informantes y los parientes de María Eugenia de que esta, aunque parda, no era igual a Manuel, quien era un liberto que aún debía parte del dinero de su emancipación. Aunque hay testimonios contradictorios en la información disponible, tal parece que Carlos, el padre de María Eugenia, era peninsular, lo que según el alcalde, explica el “no mal parecido color” de la chica. La preocupación principal del alcalde estriba en que, dado que Manuel no era una persona decente, se podía aprovechar de la situación para avanzar socialmente por medio de un matrimonio con alguien mejor que él y luego abandonar a la chica. Los dos aspectos que parecen hundir a Manuel son su condición de esclavo y su mala conducta. Tal parece que esto último es lo que parece confirmar su mala procedencia: Manuel Delgado … pretendiente de María Eugenia está acabado de libertar y aun se dice que [debe] parte de su esclavitud y por con-

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siguiente está conocido porque tiene algunas notas viciosas en este partido y fuera de él…

El síndico de San Lorenzo, quien formula los comentarios que aparecen arriba, añade que el carácter de María Eugenia no era malo; si nació algún trato entre ellos fue por la inocencia y tierna edad de la joven, y porque la “ha servido con máximas el contrayente que es de una edad madura”. En otras palabras, Manuel logra que la novia consienta al matrimonio mediante el artificio. Como es de esperarse, el gobierno le niega la licencia. La asociación entre mala conducta y mala procedencia puede trazarse hasta la doctrina de la pureza de sangre. Según Hering Torres, los ideólogos de esta doctrina en España argumentaban que “lo moralmente reprochable” era un rasgo judío heredable. Peor aún, los cristianos viejos podían mancharse al mamar o entrar en contacto con la leche de nodrizas judías o conversas. Se pensaba que el origen impuro de la leche solo podía provocar inclinaciones perversas.25 Asimismo, se puede observar que en América se barajaban nociones similares. Según Solórzano y Pereira, en la Recopilación de las Leyes de Indias había una admonición para que los negros se casaran con negras, “porque de las dos mezclas [solían] salir peores” los descendientes.26 Este mismo autor pensaba que los mestizos eran gente viciosa y que se debía temer su propagación debido a sus depravadas costumbres.27 Pero, ¿de dónde brotaba tanta infamia? Según Solórzano, lo malo venía precisamente de su origen, de la forma en que habían sido concebidos. Porque lo más ordinario es que nacen de adulterio o de otros ilícitos y punibles ayuntamientos, porque pocos españoles de honra hay que casen con indias o negras, el cual defecto de los natales le hace infames, por lo menos “infamia facti”, ... sobre él cae la mancha del color vario y otros vicios que suelen ser como naturales y mamados en la leche…28

Su discurso funde concepciones conductuales y religiosas, y transforma la impureza racial en una cuestión moral.29 En el sentido canó25. Hering Torres, “‘Limpieza de sangre’”, ob cit. 26. Solórzano y Pereira, Política indiana, ob. cit., vol. I, p. 617. 27. Ibíd., vol. I, pp. 607; 615. 28. Ibíd., vol. I, pp. 612-613. 29. María Eugenia Chaves, “Color, inferioridad y esclavización: la invención de la diferencia en los discursos de la colonialidad temprana”, en Claudia Mosquera

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nico, un infamia tiene que ver con la pérdida del buen nombre a partir de las malas opiniones que puedan tener “hombres prudentes” sobre una persona en específico. La “infamia facti” o infamia de hecho resulta cuando la opinión general le atribuye a un individuo un delito moral serio, el cual tiene que ver con una incapacidad, incompetencia o falta de aptitud. En el marco del Derecho Canónico la única forma de dejar atrás una infamia de hecho es mediante un cambio de conducta que perdure por un largo tiempo.30 En el caso de los “mezclados”, su defecto natal es doble. De una parte, tienen lo negativo que les pasa su ascendencia no europea (negra e india), la cual era considerada infiel, y en el caso de los negros, particularmente, con escasas esperanzas de redención. En la modernidad temprana, la servidumbre y la opresión se comprendían como resultado de la infidelidad religiosa y el pecado ancestral. Así, en España y Portugal se achacaba la esclavitud y el color oscuro de la piel a que los africanos eran descendientes de Cam y estaban arropados por la maldición de Noé. Además, desde la perspectiva de las tradiciones legales castellanas, los descendientes de esclavos se hallaban imposibilitados de trazar la genealogía de su fe, ya que, en muchos casos, la esclavitud cercenaba las relaciones de parentesco, lo que imposibilitaba la identificación de los ancestros. Por último, también se pensaba que no había forma de probar si la conversión de los africanos era de corazón o forzada, por lo que recaía sobre ellos la sospecha de la infidelidad.31 La infidelidad de los no europeos se manifestaba en las conductas sexuales que exhibían, concibiendo hijos fuera del matrimonio y manchando su descendencia con la tacha de un nacimiento pecaminoso, signo de la naturaleza viciosa tanto de los padres como de sus hijos. Si a esto se le añade que lo nocivo también se recibía mediante la leche materna, es fácil comprender cómo la conducta, fundida discursivamente con la impureza de sangre y la ilegitimidad, se convierte en un marcador racial importante. La ironía en todo esto es que esta discursividad no se aplicaba a los españoles que sostenían relaciones sexuales con mujeres indias y negras. De ahí que resulte evidente que todo este Rosero-Labbé, Luiz Claudio Barcelos y Andrés Gabriel Arévalo Robles (eds.), Afro-reparaciones: Memorias de la esclavitud y Justicia Reparativa para negros, afrocolombianos y raizales. Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, Facultad de Ciencias Humanas, Centro de Estudios Sociales (CES), 2007, p. 80. 30. Catholic Encyclopedia. Disponible en . 31. Martínez, “The Language, Genealogy, and Classification of ‘Race’”, ob. cit., pp. 30-31, 33.

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discurso racial estaba atravesado por nociones de género. En el mismo se construye a los cuerpos femeninos no europeos como focos de contaminación racial/moral. Estas nociones son reproducidas en una opinión del Consejo de Indias de 1806, en la cual se establece la diferencia que existe entre los mestizos legítimos y el resto de las castas: …los ilegítimos que forman otra clase subdividida en las otras especies viciadas e incapaces de disfrutar las gracias, indultos y exenciones justamente dispensados a los verdaderos mestizos [los nacidos de legítimo matrimonio], de modo que a los primeros no los distingue la diferencia de color sino su origen y naturaleza nunca confundible en la división de los mulatos, pardos, zambos, zambaigos y otras castas de principios viciados y costumbres corrompidas, siendo los más espurios, adulterinos e ilegítimos [Juan de Solórzano, Política indiana, libro 2, cap. 30].32

Lo vil en las castas no viene de su color, sino de su origen y naturaleza. De ahí que la conducta y las circunstancias del nacimiento se concibieran como indicadores raciales de más confiabilidad que los rasgos físicos, los cuales muy bien podían esconder alguna impureza oculta. Dentro de este esquema, la conducta se tornaba un signo de la calidad de la persona, sobre todo en el contexto de los “mezclados”. En este sentido, a una persona perteneciente a las castas que mostrara un buen comportamiento automáticamente se le distinguía del resto de su grupo, ya que se podía deducir que la “buena sangre” que pudiera tener esa persona dominara sobre su “mala sangre”. Es decir, que se recurría a la buena conducta de un individuo como prueba de que no era lo que algunas personas pensaban. Esto es lo que parece implicar un informante cuando se refiere a un pariente de uno de los contrayentes como que “observa una buena conducta, y al parecer manifiesta no ser de mal origen o calidad”.33 En otra ocasión, otro informante expresa su opinión sobre un contrayente en los siguientes términos: 32. “Consulta del Consejo sobre la habilitación de pardos para empleos y matrimonios”, en Konetzke, Colección de documentos para la historia de la formación social, ob. cit., tomo II, p. 824. Como se aprecia este extracto, el Consejo refuerza su opinión con una referencia a la parte del libro de Solórzano citada anteriormente en este trabajo. 33. Caso Francisco Javier Robles y Paula Laluz. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 145, entrada 45.

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…aunque el pretendiente es de color moreno, su pelo es lacio aindiado, y no demuestra proceder, como no procede de negro, pues su familia es conocida en toda la generalidad, teniendo un sobrino suyo en las milicias de San Germán en clase de tambor; goza de buena conducta, sin que se haya oído decir nada en contrario…34

Es decir que, cuando la procedencia de los ancestros no estaba clara, la conducta se constituía en una señal confiable. Tal precepto aparece claramente expresado en el siguiente comentario: …que aquel es hijo legítimo de Basilio y de Juana … y como fueron venidos a este Pueblo ya hace algunos años su calidad, no puede ser ilustrada con la solidez que se desea: pero el carácter de Andrés no manifiesta ser de peores nacimientos, así como los de sus Padres. Las circunstancias que le revisten, son buenas, pues no ha desdicho en sus opiniones, y conducta.35

De suerte que, la conducta podía mejorar la calidad de una persona. Lo opuesto también podía ocurrir, que la calidad de una persona empeorara por la conducta exhibida. Este parece ser el caso de doña Elvira Martí, quien en 1855 intenta casarse con don Domingo Núñez.36 El padre del novio le niega la licencia a su hijo y solicita un pasaporte para enviarlo a la isla de Cuba, el cual se le niega por hallarse el caso de disenso ante la consideración de las autoridades locales. Al enterarse de los planes de su padre, Domingo accede a irse a Cuba, aunque no desiste de sus planes de matrimonio, el cual queda pospuesto por “seis u ocho meses”. El caso continúa porque la madre de Elvira, una “parda” llamada Carlina, interviene exigiendo el matrimonio de su hija, ya que esta se encontraba fecundada. Las autoridades le dan curso a la investigación y de la misma se desprenden varios asuntos interesantes. En primer lugar, el cura expone que no conoce a la novia, pero que sí conoce el novio, de quien expresa: 34. Caso Juan Roberto Santiago y Juana Bautista Muñiz, 1851. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 145, entrada 45. Esta es la única instancia en que se menciona otra característica fenotípica más allá del color. 35. Caso Andrés Mendoza y María Mateo Martínez, 1823. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 144, entrada 45. 36. Caso Domingo Núñez y Elvira Martí, 1855. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 145, entrada 45.

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…por lo que respecta al segundo, sin embargo de que el día se reputa por persona blanca, en virtud de haber casado el padre con familia de tal calidad, [mas] la abuela del aspirante en mi concepto no lo es.

Una vez más se afirma el matrimonio como mecanismo de racialización, aunque no es algo que convenza totalmente al cura, quien muestra algunas dudas respecto la calidad del novio. Sobre la novia, en cambio, no se expresan muchas dudas sobre su mala calidad, la cual se da por sentado, debido a sus características particulares. Elvira es conceptuada como parda, hija natural de una familia que gozaba de la mala fama (“de no buena nota”). Además, su madre Carlina hasta poco antes había sido esclava. Para rematar, la conducta de Elvira no era particularmente buena: …que Núñez hijo de matrimonio y joven laborioso de buena conducta es tenido por blanco; y la Elvira, hija natural, de familia de no buena nota se la tiene por parda; estimándose que el padre del Núñez hace bien en impedir el casamiento ya en razón de clase ya en razón de la mala nota de la familia de la Elvira, de quien en particular tampoco se me ha dicho que sea virtuosa.

No queda claro de la información revisada si la mala fama de Elvira y su familia tenía que ver con el hecho de que su mamá había sido esclava, que había procreado a Elvira fuera del matrimonio o que la propia Elvira se había involucrado sexualmente con su novio. Probablemente la reputación de la que gozaba en su comunidad tenía que ver con todos los factores mencionados, ya que, como se discutió anteriormente, dentro de la mentalidad de la época, ser parda e ilegítima se constituía en sinónimo de poseer vicios morales.37 Esa es precisamente la forma en que el asesor del gobierno lee el informe anterior: Por el presente oficio se ve que el joven Núñez es laborioso, de buena conducta y tenido por blanco, y la Elvira si se fija la atención en la comunicación citada adolece de la igualdad de circunstancias, y aun desciende mucho más si se atiende al final del primer párrafo de la misma comunicación.

37. Resulta interesante que, aunque Domingo, en su petición menciona que Elvira es hija natural de don Isidro Martí y de Carlina Tañón, los informes no dicen nada del padre, como si fuera hija de padre desconocido.

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Para el asesor, la calidad de parda de Elvira “desciende mucho más” por no tener fama de virtuosa. En otras palabras, su conducta parece revelar su “verdadera” prosapia. Aunque se hallaba encinta de su novio, el asesor no la estima acreedora a un matrimonio de conciencia, ya que recomienda que se le niegue la licencia. El vínculo sexo ilícito, ilegitimidad y racialización era muy fuerte en la sociedad puertorriqueña decimonónica. La ilegitimidad se asociaba con la conducta disoluta de las mujeres no blancas. No obstante, como se verá en la próxima sección, mujeres blancas conceptuadas decentes también procreaban hijos fuera del matrimonio. En estos casos, se recurría a medidas extremas para corregir tal desalineación de factores.

Sexualidad y racialización En un comunicado formal de la Audiencia de Puerto Rico, de 1853, este respetable cuerpo avala sin reservas la petición que le hace una viuda pobre de la ciudad de San Juan a la reina de España. La misma solicitaba se le concediese la calidad de legítimo a un hijo habido fuera del matrimonio. Según su propio testimonio, ella “vivía honesta y recatadamente en su estado de viudedad hasta que por una de las debilidades inherentes la especie humana entró en relaciones amorosas con don Casimiro de Alegría [,] Capitán de Ejército agregado al Estado Mayor” de la plaza de San Juan. De esta relación nació un hijo, Juan Bautista, que a la sazón contaba con dieciséis años de edad.38 La petición de doña María de Jesús Capote –la viuda en cuestión– podía ser repetida por una gran cantidad de mujeres de la época. Después de todo, el grueso de la población adulta del país vivía al margen de la institución del matrimonio canónico, por lo que el fenómeno de la ilegitimidad estaba bastante generalizado en la Hispanoamérica colonial en general.39 De ahí que el anhelo de que se le borrara la mancha de origen que portaba su hijo expresado por María de Jesús, era uno que potencialmente podían enunciar miles de mujeres de la época. No obstante, son pocos los casos de este tipo que llegaron a los oídos de 38. Estos, y los otros elementos del caso que se discuten más adelante, se encuentran en el Archivo Histórico Nacional de Madrid, Ultramar, 2043, exp. 20, “María de Jesús Capote pide legitimación de su hijo Sr. Alegría”. 39. Estévez Martínez, La lepra que urge extirpar: amancebamiento y legitimación en Puerto Rico, ob. cit.; Twinam, Public Lives, Private Secrets, ob. cit., pp. 11-16.

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los monarcas y muchos menos los que llegaron avalados por las audiencias de la región. ¿Qué elementos tornan esta petición particular en exitosa? Más importante aún, ¿qué nos revela este caso del proceso de construcción identidades y de las dinámicas sociales? El reclamo de vivir honesta y recatadamente podría pensarse que era general para todas las mujeres hasta que experimentaran su primer tropiezo; es decir, hasta que transgredieran alguna de las instancias que conformaban el concepto de mujer decente. Sin embargo, este no era necesariamente el caso. La decencia y el decoro eran atributos que se consideraban prerrogativas exclusivas de las élites de la región. En el caso de las mujeres de la élite, la pureza y el buen comportamiento sexual era algo que se daba por descontado. En otras palabras, estas eran consideradas decentes y respetables hasta que se probara lo contrario. En contraste, sus contrapartidas de otros grupos sociales –especialmente las mujeres no blancas– se consideraban sexualmente sospechosas y de mala reputación, independientemente de su comportamiento.40 La ilegitimidad se asociaba con encuentros sexuales ilícitos; es decir, entre personas que por distintas razones no podían llegar al matrimonio. De ahí que las relaciones entre desiguales raciales se conceptuaran como escandalosas y vergonzosas.41 El mestizaje llevaba en sí mismo el signo de lo inmoral de su generación; se concebía mediante nociones de género que lo construían como el resultado de la unión pecaminosa entre mujeres no blancas de condición inferior y hombres españoles de condición superior. Los hijos heredaban el estatus racial de la madre,42 por lo que se presumía que las personas mulatas eran ilegítimas y, viceversa, que las ilegítimas eran mulatas o estaban contaminadas de alguna manera. Durante la mayor parte de la época colonial española, la esclavitud y el origen africano se constituyeron en marcadores raciales de 40. Susan Midgen Socolow, The Women of Colonial Latin America. Cambridge, Cambridge University Press, 2000, p. 134. 41. El Estado español no prohibía explícitamente el matrimonio entre desiguales raciales, pero lo desalentaba. Por ejemplo, en 1527, se publica un decreto que instruye a las autoridades políticas que, en la medida de lo posible, procurase que los negros –libres o esclavos– se casasen dentro de su grupo. “De mulatos, negros, berberiscos é indios”, Leyes de Indias, libro VII, título V. Consultado el 18 de agosto de 2007. Disponible en . Asimismo, en 1778, el rey Carlos III promulga la Real Pragmática sobre Matrimonios, que le brinda la potestad a los padres de familia de oponerse a la unión de sus hijos con personas que conceptuaran como desiguales. Véase el capítulo anterior. 42. Kinsbruner, Not of Pure Blood, ob. cit., pp. 21-22.

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importancia. Las élites probaban su “linaje” e “integridad” familiar, en oposición a otros grupos, impidiendo el matrimonio de miembros de sus familias con individuos que tuvieran ancestros de origen africano y/o esclavo. Por otra parte, valoraban sobre todo los matrimonios ventajosos y fomentaban las alianzas entre iguales. Estas ideas se hallaban codificadas en la noción de “pureza de sangre”, uno de los fundamentos del pensamiento colonial español. Dentro de este esquema, los dos focos principales de contaminación eran la esclavitud y los nacimientos ilegítimos. En el caso de Cuba, por ejemplo, “impureza de sangre” significaba “mala raza”, origen africano y condición de esclavitud. La esclavitud se consideraba como una mancha que contaminaba la descendencia de los esclavos, más allá de la apariencia física.43 De igual forma, en el Puerto Rico del siglo xix, el concepto de pureza de sangre se utilizaba como sinónimo de “blancura”.44 La importancia de probar que un individuo gozaba de pureza de sangre estribaba en el hecho que las posiciones de privilegio en la sociedad colonial –como por ejemplo puestos en el gobierno, la milicia o la Iglesia– se reservaban para aquellos que gozaban de la condición de blancos.45 Como ya se ha demostrado, la cualidad de ser blanco, es decir, de ostentar pureza de sangre, se evidenciaba mediante los vínculos familiares correctos y las alianzas apropiadas. El matrimonio y el nacimiento legítimo eran fundamentales para acreditar un “linaje esclarecido”. En este contexto, las identidades raciales se producían mediante relaciones particulares entre cuerpos: la blancura mediante matrimonio canónico y descendencia legítima, y la negrura mediante el sexo ilícito y la ilegitimidad. Tener un hijo fuera del vínculo matrimonial evocaba relaciones carnales ilícitas, por lo que la existencia de Juan Bautista arrojaba a María de Jesús al ámbito de la impureza sexual y de la ambigüedad racial. ¿Cómo justifica ella su extranjería en este ámbito? 43. Martínez Alier, Marriage, Class and Colour, ob. cit., p. 16. 44. El estrecho vínculo entre ambos conceptos resulta evidente en una carta que el famoso abolicionista Ramón Emeterio Betances le envía a una de sus hermanas en 1879. En la misma utiliza el concepto de blancura de sangre en lugar del más formal concepto de pureza de sangre. Citado en Roberto H. Todd, “La vida gloriosa de Ramón Emeterio Betances”, El Mundo, 11 de abril de 1937, p. 10. Para una discusión a profundidad de la condición racial de la familia Betances, véase el próximo capítulo. 45. Jay Kinsbruner, “Caste and Capitalism in the Caribbean: Residential Patterns and House Ownership among Free People of Color of San Juan, Puerto Rico, 182346”, HAHR, vol. 70, núm. 3, 1990, p. 436.

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Legitimidad e ilegitimidad como dispositivo de racialización En 1852, cuando María de Jesús interpone su caso, el arancel para la legitimación de hijos naturales46 era de 5.500 reales, según lo estipulado en la Cédula de Gracias al Sacar de 1801.47 Como parte de su expediente, María de Jesús somete un certificado de insolvencia y solicita que se le exima del pago de dicho arancel por ser pobre. La interrogante sobre si la dispensa de gracias sociales por la Corona durante la era borbónica fue simplemente una estrategia para allegar fondos a las desangradas arcas reales es abordada por Ann Twinam en su excelente trabajo sobre la ilegitimidad en la Hispanoamérica colonial. Según esta autora, las preocupaciones que exhibían los oficiales de la Cámara de Indias en sus decisiones eran más bien de índole social en lugar de económicas. Estos se veían a sí mismos como guardianes o porteros sociales; es decir, como los que decidían quién entraba o no a espacios sociales de mayor privilegio.48Acceder al mundo de la legitimidad abría puertas hasta entonces cerradas para los marcados por este tipo de tacha social. La ilegitimidad constituía un obstáculo para la entrada a colegios, órdenes religiosas y profesiones, entre otras cosas. Además, era un factor que inhibía la posibilidad de aspirar a puestos políticos o a contraer un matrimonio ventajoso.49 En efecto, una de las razones que ofrece María de Jesús para desear la legitimación de su hijo es que este pudiese entrar en la carrera militar, como lo había hecho su difunto padre. La insolvencia declarada por la peticionaria no se constituyó en un obstáculo para su aspiración. ¿Qué elemento, entonces, son los que convencen a los miembros de la Audiencia de Puerto Rico y eventualmente al Consejo de Indias y a la reina de España, quien le otorga la gracia que solicita, que su caso era diferente? Lo primero que hace María de Jesús es establecer su honorabilidad. En su expediente, acredita que estuvo casada legítimamente con don José Antonio Rodríguez, del cual enviudó en el año 1827. En 1834, 46. Aquellos vástagos de padres que al momento de la concepción y el alumbramiento se hallaban en condición de contraer matrimonio sin dispensa de clase alguna. Archivo Histórico Nacional de Madrid, Ultramar 2059, exp. 17, “El Sr. Seguí pide la legitimación de su hija Gloria”. Véase, además, Ann Twinam, Public Lives, Private Secrets, ob. cit., pp. 128-130. 47. Archivo Nacional de Madrid, Ultramar 2013, exp. 6, “María de la O. Bacener pide la legitimación de un hijo”. 48. Twinam, Public Lives, Private Secrets, ob. cit., pp. 245-247. 49. Burkholder, “Honor and Honors in colonial Spanish America”, en Lyman Johnson y Sonya Lipsett-Rivera (eds.), The faces of Honor, ob. cit., pp. 34-37.

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entabló relaciones amorosas con don Casimiro de Alegría, capitán del ejército destacado en San Juan y si incurrió en debilidades de la carne “fue bajo la oferta de conducirla al altar como lo hubiese cumplido á no ser por haber pasado a la eternidad súbitamente”. El matrimonio religioso y la procreación de hijos legítimos se conceptuaban como un signo de estatus en la sociedad hispanoamericana colonial. Esta era una institución que marcaba la diferencia entre lo español y lo racialmente ambiguo.50 El que un “don”, como lo fue su legítimo esposo, hubiese consentido llevarla al altar significaba que María de Jesús era una mujer de honor, porque en palabras de un jurista español del siglo xvii, existían pocos españoles de honra que se casaran con indias o negras.51 De ahí que, en la sociedad colonial, la ilegitimidad evocara la mezcla entre desiguales y, por ende, la impureza racial. Asimismo, el hecho de que el padre de su hijo, un hombre de honor y limpio de sangre, como se requería para ser parte del ejército español, estuviese dispuesto a casarse con ella, pone de manifiesto su diferencia respecto a las mujeres comunes y corrientes sobre las cuales recaía la sospecha sexual y racial. Aunque el matrimonio no llegó a efectuarse debido al fallecimiento de don Casimiro siete u ocho años después del nacimiento de su hijo, doña María de Jesús insiste en que su caso es distinto porque la relación sexual se dio en el contexto de una promesa de matrimonio. Aun así, su palabra no es suficiente para acreditar lo expresado, por lo que María de Jesús somete un certificado del párroco de la catedral de San Juan en el que atestigua que “había vivido su estado de viudedad en honestidad”, a pesar de que fue durante ese periodo cuando engendró a su hijo ilegítimo. La historiografía sobre la sexualidad en la época colonial ha develado que era una práctica común entre las parejas comprometidas comenzar las relaciones sexuales tan pronto se otorgaba la promesa de matrimonio.52 Dado que el honor masculino estaba involucrado en la promesa de matrimonio, se presuponía que la palabra de un hombre decente era tan buena como la acción misma.53 50. Socolow, The Women of Colonial Latin America, ob. cit., p. 60. Véase, además, la última sección del capítulo 1 de este trabajo. 51. Solórzano y Pereira, Política indiana, ob. cit., vol. 1, p. 617. 52. Ann Twinam, “Honor, Sexuality, and Illegitimacy in Colonial Spanish America”, en Asunción Lavrin, Sexuality and Marriage in Colonial Latin America. Lincoln/ London, University of Nebraska Press, 1989, pp. 118-155. 53. Elizabeth Anne Kuznesof, “Ethnic and Gender Influences on “Spanish” Creole Society in Colonial Hispanic America”, Colonial Latin America Review, vol. 4, núm. 1, 1995, pp. 161-162.

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Para el siglo xviii, período en que las mujeres de las castas comienzan a acceder en mayor número a la institución matrimonial, la palabra de matrimonio solo tiene peso en el contexto de relaciones entre iguales; es decir, en el caso de matrimonios que no deslucieran el linaje y posición social de la familia del proponente.54 Resulta evidente que el concepto de sexo ilícito no necesariamente implicaba sexo fuera del matrimonio, como evidencia el certificado expedido por el párroco de la catedral de San Juan. Se refiere más bien a relaciones carnales entre personas que, debido a su condición particular, no podían albergar esperanzas de matrimonio.55 Es decir, relaciones entre personas racialmente desiguales, adúlteras, que estuvieran emparentadas (incestuosas) o que hubiesen hecho voto de castidad, como en el caso de sacerdotes y monjas. De ahí que tener ancestros africanos o ser ilegítimo comprendiesen una misma categoría; se conceptuaban manchas de nacimiento imborrables que solo una dispensa papal o real podía atenuar.56 En contextos de ambigüedad racial considerable, como era el del Puerto Rico decimonónico, la mezcla racial y la ilegitimidad se funden discursivamente. Desde esa perspectiva era difícil conciliar el que una mujer descendiente de españoles y, por ende, de honor, tuviera un hijo ilegítimo. Además del antes mencionado certificado, doña María de Jesús realiza una justificación legal para acreditar su buena vida y costumbres, así como la paternidad de su hijo. Como parte de este proceso legal comparecen a testificar “personas de conocida reputación y fama y dignos del mayor crédito”, tales como los señores coronel teniente del rey de la Plaza de San Juan, el brigadier de los Reales Ejércitos y el teniente coronel de Infantería retirado comandante de resguardo de la Plaza de San Juan. Todos ellos confirman los puntos que María de Jesús consigna en la justificación. Aparte de acreditar su viudez y “acrisolada conducta en todos los conceptos” antes y después de enviudar, los otros puntos de la justificación tienen que ver con las intenciones matrimoniales que públicamente desplegó don Casimiro y con las diversas formas en que públicamente reconoció a su hijo. Con respecto a este último punto, 54. Kuznesof, “Ethnic and Gender Influences”, ob. cit., pp. 161-162. Véase, además, Seed, To Love, Honor, and Obey, ob. cit., pp. 95-108 y Ramón Gutiérrez, When Jesus Came, the Corn Mother Went Away: Marriage, Sexuality and Power in New Mexico, 1500-1846. Stanford, Stanford University Press, 1992, p. 234. 55. Twinam, Public Lives, Private Secrets, ob. cit., p. 83. 56. Rodríguez, “The Black Blood of New Spain”, ob. cit., p. 48, nota 23.

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María de Jesús destaca que don Casimiro reconoce su paternidad al momento del bautismo de su hijo, razón por la cual en el mote bautismal se le inscribe como hijo natural de ambos.57 El acta en cuestión aparece asentada en el libro de blancos, lo que sugiere que tanto don Casimiro como doña María de Jesús eran considerados blancos descendientes de españoles. Además, la justificación interroga a los testigos sobre si les constaba que don Casimiro siempre tuvo por su hijo a Juan Bautista, “manifestándolo francamente a todos haciéndolo llevar por nuestros sirvientes y criados a donde quiera que se hallaba, dándole el más acendrado cariño de la manera más notoria”. Por último, la justificación destaca las “sanas y religiosas ideas” que su madre inculcó al niño al tiempo que lo hizo educar de forma esmerada y cuidadosa. A todos estos desvelos, el joven Juan Bautista respondió de una forma tan correcta “que por sus buenas maneras y circunstancias se ha hecho un joven apreciable en la sociedad”. En otras palabras, Juan Bautista era hijo de descendientes de españoles, cuyo padre había sido militar, había recibido una formación religiosa y moral además de una educación esmerada. Asimismo, era un joven que exhibía buena conducta y modales. Lo único que obraba en su contra y que le impedía acceder a los privilegios acordados a su posición de descendiente de español era su ilegitimidad. De ahí que María de Jesús expresara anhelo de “no bajar al sepulcro con el sentimiento de no verlo antes colocado de una manera compatible con su calidad y educación por oponerse a ello el hecho de no ser hijo legítimo”. Por su descendencia y circunstancias, a Juan Bautista le correspondían todos los privilegios otorgados a los blancos en la sociedad colonial, como por ejemplo, poder entrar a la carrera militar. Después de todo, tal y como expresa su madre, Juan Bautista era “muy digno de ser hijo legítimo del oficial que le dio su existencia”. Miembros importantes de las élites locales concordaron con esta apreciación lo que abonó en la dirección de que se le otorgara la preciada legitimidad a Juan Bautista. El argumento aquí planteado –que la legitimidad e ilegitimidad actuaban como dispositivos racializantes en la sociedad colonial– queda mejor evidenciado en los esfuerzos de legitimación de su hijo que per-

57. Como se discutirá más adelante, la ausencia de reconocimiento paterno en la pila bautismal colocaba al o la recién nacido bajo la categoría de padre desconocido, lo que debilitaba su posición social y levantaba cuestionamientos sobre su pureza racial.

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sigue don Lorenzo Pardo, quien en 1841 eleva su caso a la Corona.58 El peticionario expone que don Valentín Pardo, su hijo natural reconocido, nació en La Guaira de padres españoles, siendo ambos solteros. Su madre, doña Dolores Betancourt, oriunda de Santa Cruz de Tenerife, murió pocos días luego de haber dado a luz, frustrándose así la legitimación del niño por el subsiguiente matrimonio. Don Lorenzo, natural de San Sebastián y capitán de un buque mercante, se hizo cargo de su hijo, llegando a Puerto Rico en 1823 luego de verse obligado a abandonar la costa continental debido a las gestas independentistas libradas allí. Al momento de la petición, don Lorenzo, quien ofrece pagar lo estipulado por la ley en estos casos, era un anciano cuyo deseo era “poderle legar un nombre sin mancha” a su hijo para que pudiese disfrutar de todos “los efectos civiles” que confería la legitimidad. El caso no hubiese presentado mayores complicaciones a no ser por la oposición férrea que manifiesta la Audiencia de Puerto Rico, la cual aduce que la información ofrecida por don Lorenzo en su petición era falsa. El capitán general de Puerto Rico, en un comunicado a la Sala de Indias del Ministerio de Justicia y Gracia afirma que Valentín no era hijo de doña Dolores Betancourt, como informaba el padre, sino de una esclava llamada Carmen. Según los informes recogidos por la Audiencia de Puerto Rico de personas que conocían a Valentín desde pequeño, y algunos desde que nació en La Guaira: Don Valentín Pardo era hijo natural de Don Lorenzo Pardo, español, capitán de un Buque mercante, habido en una mulata esclava, nombrada Carmen [Aritiguata], cuya madre y como tal abuela de Pardo fue también … esclava y existía en una Hacienda del informante Don Miguel [Campanón], ya muy avanzada de edad y muy quejosa de que su nieto pretendiera ahora desconocerla, no obstante que le tenía puesto un negro esclavo que la atendiera; y que a la muerte de su hija Carmen se apoderó de los bienes que esta dejó por el derecho que le daba ser hijo, quedando por ello privada [de lo] heredado la referida … anciana madre.

El capitán general remite este informe junto con otro que ya había sido evacuado en 1839, con ocasión de haber solicitado don Valentín que se le distinguiera con la Cruz de Caballero de la Orden de Isabel la Católica, algo que este jefe político consideraba escandaloso. Añade que 58. Todos los elementos de este caso que se discuten en esta sección se encuentran en el Archivo Histórico Nacional de Madrid, Ultramar 2028, exp. 6, “Lorenzo Pardo pide la legitimación de su hijo natural”.

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…no sería extraño que los favorecedores de aquel, que ya habían conseguido en la corte, con admisión en todo se le empleara en el ramo de Hacienda… también [decorar] a [un] hijo de una esclava negra con distinciones que solo se conceden a personas de distinguido nacimiento…

En efecto, don Valentín había logrado un puesto en el gobierno –probablemente mediante las conexiones de su padre–, ya que en 1837 fue nombrado por orden real para que se colocase como empleado de la Real Hacienda de Puerto Rico, con un sueldo de 40 pesos mensuales. Poco tiempo después, el intendente de turno lo nombró oficial auxiliar de Rezagos de la Contaduría Principal de Ejército y Real Hacienda de la Isla.59 Según el capitán general, aquellos que lo favorecían y que habían logrado colocarlo como empleado de la Real Hacienda eran los que probablemente habían impulsado el que se le concediera un reconocimiento que solo se otorgaba a gente de distinguido nacimiento. Resulta interesante que la indignación del ilustre jefe político no estaba causada por su condición de ilegítimo, sino porque era hijo de una esclava. Por tal razón, era del parecer que la Corona no debía acceder a la gracia de legitimación en los términos que se había solicitado. Don Lorenzo, por supuesto, negó lo comunicado por la Audiencia de Puerto Rico y achacó los informes negativos a un problema que tuvo don Valentín con las autoridades militares de la isla, lo que le acarreó caer en desgracia. Según don Lorenzo, Valentín “no había querido descubrir los autores de una conspiración que había oído y habiendo acaecido poco tiempo después el tener que informar esta misma Autoridad Militar sobre la cruz de Isabel la Católica que solicitaba…, dicha Autoridad, o más bien un subalterno suyo, aprovechó la oportunidad para hacerle todo el daño posible diciendo que la voz pública… le consideraba como hijo de Carmen…”. De ahí que no le extrañaba que el actual capitán general se estuviese refiriendo a esos antecedentes. Don Lorenzo abunda en la historia al relatar que al morir la madre del niño poco después del alumbramiento y verse obligado a emigrar a Puerto Rico, trajo consigo a Carmen, quien había sido esclava de su mujer. A ella le encomendó la criatura y le pasaba dinero para que la criase, por tener que estar él viajando de un lado para otro. A juicio suyo, ese era el origen de la idea equivocada sobre la madre de Valen59. Archivo Histórico Nacional de Madrid, Ultramar 1074, exp. 54, “Solicitud de licencia para pasar a la península”.

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tín, añadiendo, además, “que nada tendría de particular que el niño le diere este título a la que lo cuidaba y asistía”. La Sala de Indias ordena a la Audiencia de Puerto Rico en 1842 que continuase con la investigación, ya que si era cierto lo que este cuerpo alegaba, don Lorenzo había cometido faltas graves. La Audiencia de Puerto Rico amplía la investigación y confirma lo anteriormente informado. En 1846, este cuerpo envía el caso a la Comandancia de Marina, ya que don Lorenzo Pardo gozaba de fuero de Marina.60 Con esta gestión la Audiencia de Puerto Rico entiende que había cumplido con la orden de 1842 y se desentiende de caso. Durante el período de inacción del caso, fallece don Lorenzo, pero su sobrino, don Ramón Pardo, se hace cargo del mismo. En 1848 escribe una carta a las autoridades españolas denunciado la apatía de la Audiencia de Puerto Rico y solicitando que mientras se llevasen a cabo todas las averiguaciones del caso, se le otorgara la legitimación a su primo. Para esas fechas, don Valentín, que había alcanzado la edad de 38 años, vivía en La Habana a punto de contraer matrimonio, cosa que no había podido realizar por no habérsele otorgado la legitimidad. Don Ramón no logra entender cómo la Audiencia de Puerto Rico no había tomado por buena la palabra de su tío: Si pues Don Lorenzo ha fallecido diciendo bajo su firma, antes de su muerte, que hubo a Valentín de Dolores de Betancourt; si en costa firme, Puerto Rico y Gíbara [Cuba] era tenido Don Lorenzo Pardo por hombre muy justificado y honrado hasta el extremo de ser buscado para albacea de diferentes testamentarias, ¿qué pruebas en este mundo pueden presentarse para hacer ver a un anciano y honrado padre que no es cierto lo que dice y que aquel hijo no lo hubo de la mujer que designa, sino de otra que la opinión de unos cuantos señala?

60. En la época de la colonia temprana, el fuero militar solo se aplicaba a los oficiales y soldados del Ejército Real. Durante la época borbónica el mismo se extendió a todos los miembros de la milicia colonial. James A. Word, “The Burden of Citizenship: Artisans, Elections, and the Fuero Militar in Santiago de Chile, 1822-1851”, The Americas vol. 58, núm. 3, 2002, p. 444. Las Cortes de 1812 no derogan el fuero militar, decretando el establecimiento de un tribunal especial de guerra y marina a cargo de dilucidar las causas y negocios del fuero militar, así como los demás pleitos y causas de individuos que gozaran del fuero militar de guerra y marina. “Decreto. Establecimiento del tribunal especial de guerra y marina. Junio 1º de 1812”, en Colección de lo decretos y órdenes de las Cortes de España, que se reputan vigentes en la República de los Estados Unidos Mexicanos. México, Imprenta de Galván á cargo de Mariano Arévalo, 1929, pp. 30-32.

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Opinaba que los que debían ser acusados eran los que contradecían el testimonio de su tío, quien como hombre honorable merecía deferencia y cuya palabra debía respetarse. Además, no ve en qué podía resultar perjudicial que se le otorgase la legitimación a su primo: Don Valentín Pardo hoy tiene una posición ventajosa en la Habana adquirida por la herencia de su padre, por las muchas relaciones que le proporcionó, y por los muchos servicios que ha hecho al Estado de quien depende, y, entre otras distinciones tiene la de ser Gentil hombre de la Real Casa. Por estas circunstancias está comprometido a servir al Gobierno Español… El Gobierno Español está interesado a no disgustar a un servidor tan fiel en una cosa que á nadie perjudica porque aun cuando fuera cierto que fuese hijo de la mulata Carmen, que ya murió lo mismo que su verdadera madre, siendo soltera, y su padre que también murió siendo soltero, no se alcanza á concebir que prejuicios pudieran originarse de esta concesión en circunstancias políticas como las del día.

Según don Ramón, Valentín había rendido muchos servicios al Estado, había sido distinguido por este y había probado con creces su lealtad a la Corona. ¿Para qué antagonizar a un vasallo que había servido bien a la Monarquía? Además, sugiere que la concesión de la gracia de legitimidad no estaba relacionada con “la calidad” de los padres, sino con su estado civil al momento de la concepción y nacimiento del vástago, al argumentar que tanto doña Dolores como Carmen no se habían casado nunca y que en ese sentido las condiciones de la legitimación serían las mismas. Es difícil dilucidar a qué circunstancias políticas se refiere don Ramón cuando afirma que la legitimación no perjudicaría a nadie. Quizás se refiera al hecho de que Valentín ya gozaba de los privilegios que otorgaba la legitimidad –tenía fortuna, trabajaba para el Estado y se le habían concedido distinciones–. De ahí que juzgue que el reconocimiento de dicha condición no alteraba en nada el ordenamiento social español. No obstante, para las autoridades madrileñas las circunstancias del nacimiento de don Valentín o quién era realmente su madre, era lo fundamental. Por tal razón, continúan insistiendo en que se averigüe en dónde radicaba la falsedad de toda esta cuestión, de suerte que se pudiese proceder legalmente en contra de los responsables. En este punto, el asunto de la legitimidad de don Valentín pasa a un segundo plano; no se vuelve a mencionar en los escritos de la Sala de Indias. Dicho tribunal advierte a la reina que debe amonestar a la Audiencia

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de Puerto Rico por las demoras, descuidos y omisiones. Además, le sugiere que le ordene a dicha Audiencia que remita la contestación de la Comandancia de Marina sobre las informaciones que se le habían solicitado y si habían hallado causa para acusar a los que habían ofrecido falso testimonio. En 1851, 10 años después de la petición original de don Lorenzo, el caso queda inconcluso. Luego del documento de amonestación a la Audiencia, no hay ninguna otra respuesta, lo que sugiere que don Valentín jamás pudo conseguir su legitimación ya fuese porque la Audiencia de Puerto Rico se mantuvo en su actitud de “obedezco pero no cumplo”, porque la familia de don Valentín se dio por vencida, o por ambas razones. El caso es que su expediente finaliza con esta última comunicación.61 Hay varios interrogantes interesantes que surgen del análisis de estos dos casos. ¿Por qué a pesar de que don Lorenzo, padre de Valentín, era un hombre de honor, con recursos económicos y prestigio social no logra su deseo, mientras que doña María de Jesús, quien tiene una posición más vulnerable por ser mujer y carecer de recursos económicos, aunque no de conexiones sociales, logra su objetivo? Es obvio que consideraciones de carácter racial en lugar de las de tipo económico son las que predominan en la forma en que se evalúan ambas peticiones, tanto localmente como en Madrid. No obstante, cabe preguntar, ¿qué tipo de nociones raciales son las que se están dilucidando en este contexto? Llama la atención por demás que, a pesar de que don Valentín era un adulto mayor de edad al momento en que su padre interpone la petición, en ningún momento se le pide que comparezca ante las personas que están llevando a cabo la investigación ni se solicita su testimonio. Valentín, en tanto individuo no es tomado en cuenta. Lo que parece importar, tanto en el caso de Valentín como en el de Juan Bautista, es establecer su identidad española.62 La misma aparenta estar primordialmente relacionada con el linaje, la educación, la ocupación, las cualidades morales y la formación religiosa de las familias involucradas, en lugar de con las características físicas de los ilegítimos en cuestión. 61. Un rastro documental ubica a don Valentín Pardo y Betancourt en La Habana en 1865, recibiendo un ascenso como empleado de la Contaduría de Hacienda. La Época, lunes, 11 de septiembre de 1865, p. 1. Disponible en la Hemeroteca Nacional de España, . 62. Kuznesof señala que, aunque el concepto de la identidad española es algo que raramente se interroga en la literatura, el mismo involucra diversas visiones y es altamente inestable en el contexto de la Hispanoamérica colonial. Kuznesof, “Ethnic and Gender Influences”, ob. cit., p. 153.

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Desde una perspectiva moderna, se podría argumentar que el caso de Valentín era de fácil solución: solo había que observar su físico para determinar si era hijo de doña Dolores, la española, o de Carmen, la esclava. Es decir, solo había que leer su fenotipo para establecer su procedencia racial. No obstante, esa posibilidad ni siquiera se contempla. Ser español no tenía que ver con ciertas características físicas, aunque existieran algunas que se asociaran a esta identidad. Más bien se refería a poseer una posición de distinción en la sociedad, que se manifestaba mediante un cúmulo de características, tales como los ancestros, la educación, así como otros atributos sociales y morales.63 En el caso de Valentín no se trataba de sus rasgos fenotípicos; de hecho, estos no se mencionan ni una sola vez en los documentos examinados, sino de que su persona social fuese cónsona con la posición que su padre aspiraba a darle mediante la legitimación. Según Magali M. Carrera, el concepto de calidad operaba como un discurso diagnóstico del cuerpo social de la persona. Tal diagnosis desempeñaba un papel vital en los procesos de construir y mantener el orden de la sociedad colonial, el cual era estamental. Como tal, no se centraba en el individuo –como recipiente de deberes y derechos–, sino que se organizaba, en tanto comunidad política, a partir de los diversos estamentos y los prerrequisitos y prerrogativas correspondientes a cada uno. Desde esta perspectiva, el orden social dependía del alineamiento de los cuerpos sociales en sus respectivos estamentos. El diagnóstico de los cuerpos sociales garantizaba dicha alineación.64

El diagnóstico de los cuerpos sociales Cabría preguntarse entonces, a cargo de quién estaba este diagnóstico. Algo que queda claro en los casos aquí analizados es que aunque el monarca era quien en última instancia tenía la potestad de alterar el linaje o el rango de una persona, las élites locales desempeñaban un papel vital en el proceso de calificación de cuerpos. En los casos examinados, las recomendaciones de la Audiencia local son fundamentales, al punto de posponer decisiones por años hasta no recibir mayores detalles por parte de los organismos locales, como ocurrió en el caso de don Valentín. A pesar de que los funcionarios de Madrid expresan 63. Carrera, Imagining Identity in New Spain, ob. cit., p. 6. 64. Ibíd., p. 7; Canessa de Sanguinetti, El bien nacer, ob. cit., pp. 35-43.

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insatisfacción con la forma en que la Audiencia de Puerto Rico maneja el caso, prefieren continuar esperando las informaciones que debía remitir dicho organismo en lugar de actuar a favor del peticionario. Tamar Herzog, en su libro sobre la ciudadanía y la formación de la nación en los siglos xvii y xviii en España y en la Hispanoamérica colonial, destaca la importancia de las dinámicas locales en los procesos de determinación de pertenencia a la comunidad. La aceptación de un individuo como vecino no se establecía simplemente mediante una definición legal, como ocurre en la actualidad. Factores tales como la reputación de la persona, el compromiso que demostrara hacia los deberes comunales, así como al monarca y al reino, era lo que movía a los locales a aceptar a un individuo como vecino y natural del territorio. Las autoridades superiores intervenían solo en caso de disputas, y como ya se ha visto en el caso de las legitimaciones, los pareceres de los locales desempeñaban un papel importante en las decisiones reales. Para los siglos xvii y xviii, mecanismos de exclusión e inclusión habían configurado comunidades locales firmemente establecidas, tradición que se reconoce e incorpora en la Constitución de 1812.65 La lógica de la Monarquía española no era de centralización y uniformidad, sino más bien de asociación de todos los territorios y de los cuerpos sociales que los habitaban, mediante la fidelidad simbólica a la Corona.66 De ahí que las dinámicas locales desempeñaran un papel central en los procesos de calificación de los cuerpos y en las decisiones sobre quiénes habrían de gozar privilegios y quiénes quedarían excluidos de los mismos. No obstante, los procesos locales eran sumamente complejos y hasta aquellos que estaban excluidos del ámbito político y de las esferas de privilegio social desarrollaron estrategias para hacer sentir su parecer e influenciar las dinámicas de inclusión y exclusión.67 Una de las vías de preferidas por estos grupos fue a través de los tribunales.68 65. Tamar Herzog, Defining Nations: Immigrants and Citizens in Early Modern Spain and Spanish America. New Haven, Yale University Press, 2003, pp. 17-42. 66. Carrera, Imagining Identity in New Spain, ob. cit., p. 7; Jorge Cañizares-Esguerra, “Racial, Religious, and Civic Creole Identity in Colonial Spanish America”, American Literary History, Vol. 17, núm. 3, 2005, pp. 423-24. 67. Tatiana Hidrovo Quiñónez, “Los ‘alucinados’ de Puerto Viejo. Nociones de soberanía de Manabí, 1812-1822”, en Heraclio Bonilla (ed.), Indios, negros y mestizos en la independencia. Bogotá, Editorial Planeta Colombiana/Facultad Ciencias Humanas, Universidad Nacional de Colombia, 2010. 68. Lyman L. Jonson y Sonya Lipsett-Rivera ofrecen varios ejemplos de esto en su antología The Faces of Honor, ob. cit.

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A pesar de ocupar una posición social ambigua –lo que Ben Vinson ha denominado como ciudadanía parcial–, negros, mestizos y mulatos libres fueron declarados por el Estado responsables de sus actos ante la ley, por lo que fueron sujetados a la misma esfera legal que los españoles y sus descendientes.69 Lo que pudo ser concebido como un mecanismo de disciplina y control para estos grupos se constituyó, además, en una ruta para avanzar reclamos y solicitar reconocimiento, protección y alguna deferencia por parte del Estado, de cuyo ámbito de gracias estaban habitualmente excluidos. De esta forma, los “ciudadanos parciales” empezaron a acudir a los tribunales no solo para ser acusados y procesados por faltas, sino para exigir derechos, protección y representación por parte del Estado.70 En 1821, Juan del Rosario, un trabajador agrícola de Manatí, lleva un pleito ante el gobernador ya que su suegra, Francisca Sánchez, se oponía al matrimonio de este con su hija Gabriela.71 Convocada a testificar, la madre responde que se oponía al matrimonio de su hija con Rosario por que “éste es un pardo que no se iguala en calidad a su hija”. Los informes tomados del cura párroco, del alcalde de Manatí y de otras personas de probidad del pueblo, confirman que Gabriela era “tenida y reputada [por blanca] aunque hija natural” y que Juan era “de calidad pardo… pero que [por] la conducta de aquel y su amor al trabajo”, lo recomendaban. En otras palabras, Juan podía ser pardo, pero su comportamiento contradecía este hecho, ya que exhibía buenas cualidades y dedicación al trabajo. De ahí que se le estimase superior a los pardos comunes y corrientes. La recomendación de las autoridades del pueblo equivalía a una calificación o diagnóstico que lo ubicaba más cercano a la calidad inestable de “blanca aunque hija natural” de Gabriela, que a la de los pardos ordinarios. 69. Ben Vinson III, “Articulating Space: The Free-Colored Military Establishment in Colonial Mexico from the Conquest to Independence”, Callaloo, vol. 27, núm. 1, 2004, pp. 150-171; Jay Kinsbruner, “Caste and Capitalism in the Caribbean”, ob. cit., p. 441. 70. Para una discusión del desarrollo del sistema judicial en Puerto Rico durante el siglo xix y cómo fue utilizado por las clases subalternas, véase Cubano Iguina, Rituals of Violence in Nineteenth-Century Puerto Rico, ob. cit. Para el caso de Cuba, véase Camillia Cowling, “Negotiating Freedom: Women of Colour and the Transition to Free Labour in Cuba, 1870-1886”, Slavery and Abolition, vol. 26, núm. 3, 2005, pp. 373-387. 71. Caso Juan del Rosario y Gabriela Sánchez, 1821. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 144, entrada 45. Todos los detalles que se discuten de este caso están contenidos en el antes mencionado expediente.

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Más interesante aún es la argumentación que Juan expone ante las autoridades. En la misma, efectúa una lectura muy particular del acta de nacimiento de su novia, la cual es incluida como parte del expediente. Aunque el acta no revela explícitamente nada sobre la calidad de su prometida, Juan decodifica sus significados raciales de la siguiente forma: …y sin embargo de que ni de la partida de bautismo de mi prometida que solemnemente manifiesto, ni de su desconocida procedencia por parte de padre, la distinguen de mi calidad de pardo libre, se interesa su madre en sostener que es blanca…

Gabriela era reconocida como blanca, pero él impugna este hecho dada su procedencia de padre desconocido. La calidad de ilegítima la colocaba en el ámbito de la ambigüedad racial, a pesar de lo que afirmara la madre y los testimonios de las autoridades del pueblo. Pero Juan no solo impugna la calidad de la hija, sino la de la madre también al afirmar que por lo que se desprendía del mote bautismal, la condición de la Francisca no estaba muy lejos de la suya: Si la calidad de la madre fuera distinta a la mía, se habría nombrado con Don en la adjunta partida; y cuando no hubiese este reparo, la incertidumbre del padre sería bastante para que no pudiese sostener que Gabriela Sánchez es persona blanca.72

En efecto, el acta bautismal no registra a nadie como don o doña. Tanto el nombre de la madre como el de los padrinos aparecen sin ningún distintivo, lo que apunta hacia el hecho de que la familia de Francisca no era considerada como de honor en el pueblo. La vinculación que hace Juan entre la carencia de distintivos de la madre con la circunstancia de que su hija era ilegítima de padre desconocido, coloca inmediatamente a la madre en el ámbito de la sospecha sexual que recaía sobre las mujeres no blancas. En pocas palabras, el argumento de Juan era de que, a pesar que la madre decía que su hija era blanca y que esta era tenida y reputada en el pueblo como tal, a la hora de la verdad, la familia no contaba con los marcadores de la blancura: matrimonio canónico, hijos legítimos, distintivos honoríficos y linaje esclarecido. En ese sentido, la calidad de Gabriela y su familia no distaba tanto de la suya. Después de todo, el tipo de matrimonio que desalentaba la ley era aquel que involucraba diferencias notables y ese no era su caso.

72. Destacado en el original.

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El diagnóstico que hace Juan del cuerpo social de su prometida rinde frutos, ya que el gobernador le otorga la licencia para que pudiese contraer matrimonio con ella. Juan, un trabajador agrícola de Manatí, pardo de calidad, entra en diálogo con las autoridades mediante la fisura que le concede la ley. Es interesante que esta interlocución le sirva a Juan de vehículo para participar activamente en los procesos de construcción de identidades racializadas. Otros diagnósticos no resultaban tan convincentes ante los ojos de los miembros de la comunidad. Este fue el caso de la madre de Luis de Jesús, quien se oponía al matrimonio que su hijo deseaba contraer con Petrona Andújar en 1823, ambos considerados pardos en su pueblo.73 Cuando las autoridades la entrevistan, esta arguye que Petrona y su hijo no era “iguales de sangre” y que este no tenía medios para mantenerla. Además, alega que la calidad de su hijo era mejor que la de su novia por ser hijo natural de padre blanco no conocido. En este sentido, la madre de Luis utiliza la ilegitimidad de su hijo para distinguirlo positivamente de su novia. No obstante, miembros de la comunidad realizan un análisis más ponderado, que toma en cuenta la diversidad de factores que definían el estatus racial de una persona, como queda expresado en el informe del síndico del pueblo: …que Luis de Jesús es hijo natural de Juana de este vecindario, y aunque de color blanco de origen pardo en cuarto grado; y Petrona Andújar joven y huérfana de padres, aunque parda en primer grado, es de la más apreciable conducta; y es hija legítima de Antonio y Micaela liberta que fue; no considerando por estas circunstancias el que informa que haya desigualdad entre los contrayentes, opinión contraria a la oposición de la madre de Luis, alegando la calidad de por ser natural según dice de padre blanco no conocido.

Aunque Luis era cuarterón y Petrona era parda en primer grado, el primero era hijo ilegítimo de padre desconocido mientras que la segunda era hija de legítimo matrimonio, lo que la acercaba a la blancura. El hecho de que Petrona exhibiera una conducta excelente, cerraba todavía más la brecha que podía existir entre la pareja. Dentro de esta visión compensatoria, la ponderación de los distintos elementos que definían la condición racial de una persona los equipara y, por supuesto, se le otorga la licencia. 73. Caso Luis de Jesús y Petrona Andújar, 1823. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 143, entrada 45.

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La zona de negociación La complejidad de las nociones raciales que se manejaban en la época, así como su naturaleza ponderativa, abrieron un espacio social para que individuos particulares, representantes del Estado y la Iglesia, y miembros de la comunidad, impugnaran aquellos significados raciales que consideraban perjudiciales, de una parte, o de otra, concertaran acuerdos alrededor de aquellos con los cuales podían coexistir. Esto, unido a la carencia de un método sistemático para determinar la calidad de las personas, tornaba la situación de una fluidez que permitía que ciertos individuos transitaran por identidades diversas a través de su vida. La postura del Estado español, que era el que se arrogaba la potestad última para calificar la calidad de los habitantes de sus dominios, era consistentemente vacilante. Por ejemplo, en la Real Cédula del 26 de noviembre de 1814, dirigida a los virreyes, capitanes generales, arzobispos y obispos de los dominios de América, se establecía sobre las partidas de bautismos o matrimonio, que el objeto de estas no era “otro que la constancia de estos actos, y de ningún modo, extensiva a la calificación de blancos o pardos, cuya declaración corresponde a mi jurisdicción Real…”.74 No obstante, en los casos en los cuales el Estado tenía que ofrecer expresamente una calificación final y firme, no solo recurría a las partidas de bautismo, sino que además, tomaba en cuenta la variedad de elementos que usualmente barajaban las personas comunes y corrientes en el proceso de forjar juicios raciales. El próximo caso ilustra muy bien este punto. En 1856, don Manuel Rosa deseaba contraer nupcias con doña Julia Hernández, el primero de Humacao y la segunda de Juncos. El padre de la chica inicialmente otorga su consentimiento, ya que el pretendiente era considerado blanco dentro de su comunidad y gozaba de una estima similar a la de su hija. A medida de que los planes avanzan y es necesario presentar los documentos oficiales, el padre de la novia se percata de que don Manuel era hijo ilegítimo. Una vez el potencial suegro se entera de este detalle, retira su consentimiento, por lo que don Manuel se ve obligado a llevar su caso al tribunal. Cuando se interroga al padre de la novia sobre los motivos de su oposición, este enumera una serie de objeciones, como por ejemplo, 74. “Real Cédula a los Virreyes, Capitanes Generales, y M. R. Arzpos. y R. Obispos de los Dominios de América, 26 de noviembre de 1814”. Archivo General de Indias, Indiferente, legajo 1534. Publicada en Konetzke, “Documentos para la historia y crítica de los registros parroquiales en las Indias”, ob. cit., pp. 582-583.

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que su hija era miope y necesitaba ser servida en todo tiempo, que el novio no tenía medios para sostener el matrimonio y que a penas lo conocía. No obstante, termina admitiendo “…que el pretendiente D. Manuel Inocencio Rosa le ha presentado su partida de bautismo en la que ni consta ser hijo legítimo, ni aun natural…”75 En efecto, el acta de bautismo de don Manuel, aunque asentada en el libro de blancos, solo menciona que era hijo de doña Matías Rosa y que sus padrinos habían sido el teniente coronel de Caballería don José María Catan y doña Carmen López. La partida no hace mención de su padre. El informe que envía el alcalde de Juncos establece que don Manuel se había desempeñado como dependiente de una casa de comercio de ese pueblo y que se distinguía por su buena conducta, decencia y honradez. Tal caracterización equivalía a expresar que don Manuel era considerado una persona blanca ya que la forma en que lo representa el funcionario coincide con los distintivos que delimitaban la masculinidad blanca en la época. De otra parte, el análisis que hace el asesor del gobierno de los detalles de este caso corrobora una vez más el hecho de que el gobierno no poseía una política sistemática y coherente para evaluar la condición racial de los individuos. A falta de ella, recurría a los mismos procedimientos que en otros contextos desautorizaba; es decir, a las partidas de nacimiento y a las nociones raciales que circulaban en la sociedad civil. Probada está la igualdad de clases según se deduce de los motes bautismales … el padre … don Pascual Hernández funda su oposición en la menor edad de aquella [su hija], y ser miope, así como que el recurrente en la partida de su bautismo que dice que le entregó, no acredita ser hijo legítimo ni natural reconocido, y por último que no tiene con qué mantenerse. La Real Pragmática de la materia solamente exige la igualdad de clase y ésta está conformada con los motes bautismales que ambos dicen ser blancos los contrayentes. Obsérvese a más de esto que Rosa es hijo de doña Matías Rosa, persona blanca y lo corrobora así las personas caracterizadas que aparecen ser sus padrinos. También el informe del Alcalde desvanece la circunstancia puesta por Hernández, la falta de recursos para la subsistencia; aparte de que, esto no es del caso, por aquel principio que cuando la ley no distingue nadie debe distinguir. 75. Caso Manuel Rosa y Julia Hernández, 1856. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 145, entrada 45.

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En opinión del asesor del gobernador, cuando la ley no distinguía, nadie debía distinguir. En otras palabras, lo que exigía la ley era “la igualdad de clases”, es decir, paridad racial, y esta –según él– estaba consignada en las partidas de nacimiento, las cuales manifestaban que ambos contrayentes eran blancos. Si todavía existía alguna duda, no había más que mirar quién era la madre del contrayente, una mujer reconocida con el distintivo de doña. A esto se le sumaba la posición social de las personas que habían accedido a apadrinar al chico, gente también distinguida, las cuales no se hubiesen emparentado con otros que no fueran sus iguales. Así, en los términos que usualmente se dilucidaba lo racial en el Puerto Rico decimonónico y en contradicción con su dictamen de que el acta de bautismo solo servía como constancia de dicho acto exclusivamente, el gobierno establece la igualdad de la pareja y les concede la licencia para realizar el matrimonio. Tal indeterminación favorecía a los miembros de la sociedad civil, quienes argumentaban sus casos afanosamente con el propósito de inclinar la balanza a su favor. Así lo hace Antonia Martínez, del pueblo de Trujillo, quien en 1821 se opone al matrimonio de su hija María Ruiz con Julián Alexandro.76 Antonia argumentaba que la calidad de pardo del pretendiente de su hija desmerecía por mucho su “calidad de ciudadana”, y por consiguiente, la de su legítima hija. Julián Alexandro, ni corto ni perezoso, presenta el acta de bautismo de su prometida, la cual se hallaba asentada en el libro de pardos, aduciendo que a pesar de ser la realidad contraria a la que describía la madre –es decir, que la parda era su hija– él estaba dispuesto a realizar los esponsales. Cuando la madre se entera de que el mote bautismal de su hija forma parte de la petición formal del Julián Alexandro, solicita que se extraiga y se anule, ya que, según ella, la fe de bautismo no tenía “ningún valor ni efecto con respecto a la calidad y clase de las personas”, ya que solo servía para establecer “la filiación y congregación de los fieles”. En contraste, a la hora de evidenciar la desigualdad existente entre el novio y su hija, Antonia, la madre de la novia, fundamenta su reclamo de blancura presentando su propia acta de bautismo, la cual se hallaba asentada en el libro de blancos. De esta forma, la estrategia que despliega la madre se dirige a demostrar la desigualdad que existía entre ella –la suegra en potencia– y el novio de su hija. El hecho de 76. Caso Julián Alexandro y María Ruiz, 1821. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 143, entrada 45. Todos los detalles que se discuten sobre este caso están contenidos en el citado expediente.

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que ella era conceptuada como blanca era justificación suficiente para inferir la blancura de su hija. Los informes que se recogen en cuanto al caso no aportan demasiado, ya que son contradictorios; uno dice que el padre de María Ruiz era pardo y la madre blanca, mientras que el otro dice que ambos, el padre y la madre de la novia, eran blancos. Ante esta discordancia, el asesor del gobernador vuelve a requerir el acta de nacimiento de la novia, lo que pone en evidencia una vez más la circularidad del sistema racial español, el cual oscilaba entre los escasos documentos escritos y las opiniones de los miembros de la comunidad. Desafortunadamente, este caso no presenta un desenlace claro por hallarse incompleto, de suerte que no podemos saber con certeza si la estrategia de Antonia rindió fruto. En otros casos, resulta evidente que los intentos de colarse por las fisuras de las incongruencias del discurso racial no prosperan, como lo atestigua el siguiente caso. Andrés Avelino Rodríguez era un joven de 25 años de “conducta arreglada” quien, en 1855, persigue con ahínco el matrimonio con Amelia López, de 15 años.77 La chica era hija legítima de una familia considerada como esclarecida tanto en Río Grande –donde residían– como en Loíza, de donde provenían. Andrés, cuyo mote bautismal se hallaba asentado en el libro de pardos, era hijo natural de una mujer conocida como parda libre. Hacía poco, la madre de Andrés había contraído nupcias con un “don”. Es posible que este matrimonio hubiese alentado al joven a tratar de segar los beneficios sociales que un enlace ventajoso dispensaba sobre el grupo familiar, persiguiendo para sí mismo un matrimonio que le ayudara en su trayectoria ascendente en la jerarquía social. No obstante, el padre de la novia, quien se oponía al enlace basado en la notoria desigualdad que existía entre su hija y el susodicho pretendiente, aclara prontamente que el matrimonio de la madre de Andrés se había realizado “a causa de [la pareja] estar perseguidos como amancebados”, y que el mismo había sido motivo de grandes disgustos para la familia de don Vicente Rodríguez, el recién estrenado esposo de la madre de Andrés. Quizás Andrés era consciente de que estaba en terreno poco firme al perseguir el matrimonio con Amelia, ya que en su petición despliega 77. Caso Andrés Avelino Rodríguez y Amelia López, 1855. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 145, entrada 45.Todos los detalles que se discuten sobre este caso están contenidos en el citado expediente.

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estrategias para igualarse a la familia de la pretendida, por lo menos a juicio del funcionario político de Río Grande que eleva sus diligencias al señor gobernador: Que don Pedro López de Victoria y su esposa no sólo en este partido sino en el de Loíza de donde vinieron, son considerados como familia esclarecida, circunstancia que hábilmente ha querido obscurecer el mentor del Rodríguez al hacerle el escrito tratando de “Pedro” y “Manuela” a los padres de su pretendida y digo ser obra del expresado mentor porque el Rodríguez aunque aparece firmando el escrito no sabe hacerlo y es hombre a quien juzgo lleno de sencillez campesina.

Andrés, supuestamente, firma su escrito y trata a los padres de su pretendida con familiaridad, como si pertenecieran al mismo círculo social. En opinión del funcionario, tal sagacidad era inconcebible en un hombre, que aunque vivía “arregladamente”, es decir, conforme a las reglas establecidas, era un simple campesino rústico y sin educación. De ahí que responsabilizara a la persona que lo estaba asesorando –su mentor– de ser quien había diseñado la estrategia. Según la versión del funcionario, una tercera persona había estado instruyendo a Andrés en su intento por asegurarse un matrimonio ventajoso. La intervención de personas más allá del círculo familiar de las parejas era algo común en la época. En el caso particular que estamos discutiendo, es precisamente esta intervención la que decide el caso, ya que cuando se interroga a la chica en la Sala de Familia de la Alcaldía de Río Grande, esta admite que se había convencido del que el matrimonio no le convenía, por lo que decide desistir del mismo. Seguramente, tal decisión fue el resultado de la considerable presión ejercida por la familia y los vecinos de la novia en cuestión. Ante su negativa, el gobierno suspende la investigación y declara sin lugar la petición de Andrés. En ocasiones, el proceso de intervención de terceras personas resulta más importante que la opinión que hubiese podido rendir el gobierno, como atestigua el siguiente caso. Don José Betancourt, mayor de edad, y Felipa Sánchez, vecinos de la villa de Arecibo, expresaron su deseo de contraer nupcias en 1835.78 La hermana del novio, doña María José Betancourt, se opuso vehementemente alegando que su 78. Caso José Betancourt y Felipa Sánchez, 1835. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 144, entrada 45.Todos los detalles que se discuten sobre este caso están contenidos en el citado expediente.

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hermano procedía de una clase distinguida por su limpieza de sangre y empleos honoríficos que habían y continuaban desempeñado los miembros de la familia. Felipa Sánchez, en contraste, era de clase parda y descendiente de esclavos por ambas líneas. Una vez tomados los informes, estos revelan que efectivamente don José descendía de una de las familias más distinguidas y antiguas de la villa, mientras que Felipa, aunque nacida de legítimo matrimonio, de padres honrados, pacíficos y laboriosos, eran “habidos y reputados” por pardos, con el agravante de que su abuelo paterno había sido esclavo. Este era, sin duda, el tipo de unión que el gobierno estimaba como desigual, que traía deshonra a la familia y, por supuesto, le niega la licencia. Sin embargo, un año más tarde, doña María José retira su oposición exponiendo que …habiendo intervenido personas de respeto para que yo condescienda en dar la licencia para el indicado matrimonio, he venido en apartarme y desistir de la oposición que tenía hecha, y a dar por este la licencia necesaria para que mi referido hermano Don José, pueda libremente pasar a celebrar su convenido matrimonio con la consabida Felipa Sánchez,…

Aunque el documento no especifica los argumentos que utilizaron las “personas de respeto” para persuadirla, es claro que ejercían el poder de decidir quién entraba en sus círculos y quién no. Felipa, una chica parda cuyo abuelo paterno había sido esclavo, entra al espacio social del matrimonio canónico del brazo de un “don” procedente de una familia distinguida, con el aval de las personas de respeto del pueblo. Con toda probabilidad este matrimonio transformó a la joven en “doña” Felipa y le permitió disfrutar de los privilegios de la blancura. Resulta evidente que el estatus racial de una persona no era algo que se decidía basándose en un acta de bautismo o al momento de su nacimiento, sino que era un proceso delicado en el que intervenían muchas variables y que tenía el potencial de transformar la condición racial de una persona en el transcurso de su vida. En el próximo capítulo se analizarán casos específicos de personas y familias que logran transformar su estatus racial y gozar de la bonanza del “tesoro de las gracias”.

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Capítulo 4 Las rutas de la blancura o el destape del cofre de las gracias

Juan Eugenio Serrallés era uno de los ciudadanos más honorables y distinguidos de Ponce en la segunda mitad del xix. Reconocido como el fundador de la próspera Hacienda Mercedita, se le atribuía la introducción de numerosos avances tecnológicos en la producción azucarera del país, así como la invención de un sistema para clarificar los jugos extraídos de la caña de azúcar, el cual modificaba y mejoraba los existentes en la industria a nivel internacional.1 Su padre –don Sebastián Serrallés– era un inmigrante español procedente de Gerona que había arribado a la isla en la década de 1820. Unos años después fundó una hacienda cañera, la cual llamó Teresa, en homenaje a su esposa catalana, doña Teresa Pont y Puig.2 Aunque el joven Serrallés se desempeñó muchos años como administrador de la hacienda de su padre,3 en la década de 1860 adquiere una hacienda y, emulando a su progenitor, la nombra Mercedita en honor a su esposa ponceña.4 Esta hacienda es la que hacia finales del siglo se convertiría en la primera 1. Andrés Ramos Mattei, La hacienda azucarera, su crecimiento y crisis en Puerto Rico (siglo xix). San Juan, CEREP, 1981. Gaceta de Puerto Rico, 16 de mayo de 1876, p. 1. Historic American Engineering Record, “Photographs, Written Historical and Descriptive Data, Hacienda Mercedita Foundry”, HAER núm. PR-8, s. f. Disponible en . 2. Historic American Engineering Record, “Photographs, Written Historical and Descriptive Data”, ob. cit. 3. Archivo Histórico Nacional, Ultramar, 361, exp. 7. 4. Entrevista a Julio Juan Serrallés realizada por Humberto García, 9 de mayo de 1991. Centro de Investigaciones Históricas, Colección Material Audiovisual, Cassettes, caja 2, núm. 7.

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central de la isla. A través de los años fue creando un emporio propio que incluía varias haciendas y terrenos en las áreas de Ponce, Juana Díaz, Utuado y Jayuya. Además, fue dueño de una fábrica de ladrillos y de un ingenio en San Pedro de Macorís. También formó una sociedad industrial para la producción de cal destinada a la elaboración de azúcar, y aparece involucrado en un cúmulo de actividades financieras.5 Con el traslado definitivo de su padre a Barcelona a principios de la década de 1860, se convierte en el patriarca indiscutible de una empresa familiar que se convirtió en símbolo de lo más granado de la sociedad criolla.6 El famoso Castillo Serrallés –mandado construir por uno de sus hijos– se mantiene hasta el día de hoy como un signo del lustre y esplendor de la “aristocracia” ponceña. Como hombre respetable, no es de extrañar que en 1872 apareciera como concejal regidor de la ciudad de Ponce, posición reservada para los descendientes de las familias principales del pueblo –limpias de sangre–, las cuales supuestamente estaban exentas de “borrones” o “tachas” que deslustraran las insignes instituciones coloniales.7 Además, se le reconocía como un respetado padre de familia, hombre de carácter y moral intachable.8 Lo asombroso del caso de don Juan Serrallés es que su distinguido nacimiento y posición no fueron características que lo acompañaron durante toda su existencia; más bien fue un estatus que adquirió a través del derrotero de su vida.

La borradura de la mancha: el caso de Juan Eugenio Serrallés Desde una óptica moderna resulta difícil imaginar que el destacado don Juan Serrallés no hubiera empezado su vida en una cuna de oro. En realidad, sus orígenes estaban mucho más cerca del de tantos niños y niñas nacidos en la época, cuya filiación paterna se omitía del mote bautismal. Su partida –asentada en el libro de pardos– lo nombra como hijo natural de Juana Colón y no hace ninguna alusión explícita 5. Historic American Engineering Record, “Photographs, Written Historical and Descriptive Data”, ob. cit. 6. Edwin José Mattei, “La Central Mercedita y su supervivencia al 1898”, en Mario Cancel, (ed.), Ponce, 1898: Panoramas. Ponce, Museo de Arte de Ponce/Fundación Puertorriqueña de las Humanidades/Museo de la Historia de Ponce, 2000. 7. Gaceta de Puerto Rico, 31 de agosto de 1872, p. 2. 8. Félix Matos Bernier, Cromos ponceños por Fray Justo. Ponce, Imprenta La Libertad, 1896, p. 26.

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a algún reconocimiento paterno.9 El hecho de que dicha acta se hubiese registrado en el libro de pardos parece sugerir que su madre era públicamente considerada como tal. En efecto, la carencia de distintivos al referirse a ella –es decir, la omisión del título de doña– es un signo de que Juana no pertenecía a las familias distinguidas de la ciudad. Es factible suponer que Juana era el tipo de parda que de haber contraído legítimo matrimonio con un hombre como Sebastián Serrallés, hubiese ascendido a la posición de doña y blanca. Pero eso nunca sucedió. ¿Quiere decir esto que tanto Juana como su hijo permanecerían toda su vida en la devaluada esfera de los pardos? Otra posible explicación para la ubicación del acta en el libro de pardos pudiera ser la calidad de ilegítimo de padre desconocido del niño, lo que automáticamente lo refería al ámbito de la ambigüedad racial. No obstante, esta interpretación es difícil de sostener si tomamos en cuenta otros elementos presentes en el acta. Regularmente los padrinos de los hijos e hijas de padre desconocido eran familiares o conocidos que gozaban de la misma posición social de la madre. No así en el caso de Juan, cuyo padrino y madrina aparecen con el distintivo de don y doña. Tal detalle parece indicar que el niño gozaba de la protección indirecta de su padre, quien así aseguraba que contara con personas respetables que supervisaran su crianza y estuvieran pendientes de sus necesidades. Quizás, el designar padrinos de su propia esfera social fuera una vía para proveer de todo lo necesario a su hijo de forma anónima, sin tener que reconocer públicamente su paternidad. Esta última apreciación parece confirmarse por eventos posteriores en la vida del joven Serrallés. En 1850, año en que Juan cumple sus dieciséis años, don Sebastián Serrallés interpone un recurso legal para reconocerlo como su hijo natural.10 La aceptación de la paternidad por parte de don Sebastián seguramente le permitió continuar su educación e involucrarse formalmente en los negocios de su padre. Asimismo, dicho reconocimiento le debe haber granjeado la entrada a espacios sociales de mayor prestigio. 9. La partida de nacimiento de Juan Serrallés se registró en la parroquia Guadalupe de Ponce, libro 23 de pardos, folio 114. Lamentablemente no pude ubicar el documento original. Todos los datos discutidos concernientes a dicha partida se encuentran en el Archivo Histórico Diocesano, Arquidiócesis de San Juan, Justicia, Legitimación 1861-1899, J-223. 10. Según la ley, los hijos naturales eran los “ilegítimos que fuesen habidos de personas no impedidas de contraer matrimonio entre sí por razón de su estado ni por parentesco” al momento de la concepción o del nacimiento, con tal de que el padre los reconociese como propios (Escriche, Diccionario razonado, ob. cit., pp. 775-776).

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La coronación de la carrera social ascendente del joven Serrallés se cumple en el año 1867, cuando la reina de España le otorga la gracia de la legitimación.11 Aunque sus padres nunca contrajeron matrimonio eclesiástico, la Ley de Gracias al Sacar de 1773, así como sus revisiones posteriores, proveían para la legitimación real de hijos nacidos fuera del matrimonio, siempre y cuando las circunstancias que rodearan el caso cumplieran con ciertos requisitos.12 Lamentablemente, no fue posible encontrar el expediente de legitimación de Serrallés entre los examinados en el Archivo Nacional de Madrid, por lo que es imposible saber cómo don Juan Serrallés presentó su caso y quiénes apoyaron y justificaron su reclamo a la legitimidad. Aunque la documentación disponible es escasa, no hay duda de que Juan Serrallés siempre contó con el apoyo paterno, lo que le permitió logros considerables aun antes de alcanzar la legitimación. Es justamente a comienzos de la década de 1860, cuando don Sebastián se marcha a España y deja sus negocios en manos de su hijo natural, cuando este funda la Hacienda Mercedita.13 No obstante, es a partir del 11 de enero de 1867, fecha inscrita en el rescripto real concediéndole la legitimidad,14 cuando su vida se transforma radicalmente.15 11. Archivo Histórico Diocesano, Arquidiócesis de San Juan, Justicia, Legitimación 1861-1899, J-223, “Legitimación de D. Juan Serrallés en virtud de Real Rescripto de S. M la Reyna Ntra. Alz.”. Findlay menciona el caso de Juan Serrallés como un ejemplo de transición de negro a blanco, pero no explica cómo ocurre este proceso. Este es precisamente el objetivo de la presente discusión. Véase Findlay, Imposing Decency, ob. cit., p. 23. 12. Según la ley de Cortes del 14 de abril de 1838 el rey podía legitimar: “1º al hijo de soltero y soltera que no tuviesen entre si relaciones de parentesco en grado prohibido 2º al hijo adulterino de personas casadas que al tiempo del nacimiento se hubieran hallado en aptitud para casarse entre si por haber muerto los cónyuges con quien respectivamente estaban ligadas al tiempo de la concepción” (Escriche, Diccionario razonado de legislación, ob. cit., pp. 795-796). 13. Ramos Mattei, La hacienda azucarera, su crecimiento y crisis en Puerto Rico, ob. cit., p. 17. 14. Archivo Histórico Diocesano, Arquidiócesis de San Juan, Justicia, Legitimación 1861-1899, J-223, “Legitimación de D. Juan Serrallés en virtud de Real Rescripto de S. M la Reyna Ntra. Alz.”. 15. Un análisis de la recopilación de transacciones de compra de tierras de los Serrallés que efectúan los historiadores Bejamín Nistal-Moret y Héctor Sánchez entre los años 1846 y 1879, reflejadas en los protocolos notariales de Ponce, dejan ver claramente que estas se triplican a partir de 1867, año en que Juan es legitimado. Entre 1848 y 1866 solo se reportan 10 transacciones, de las cuales 5 ocurren entre 1846 y 1860, y 5 entre 1861 y 1866. En cambio, entre 1867 y 1879 se reportan un total de 29 (Historic American Engineering Record, “Photographs, Written Historical and Descriptive Data”, ob. cit., nota al calce núm. 3).

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El 21 de agosto de ese mismo año, su padre le cede 46 cuerdas y 12 céntimos en el barrio Cotto y 19 cuerdas y 3 céntimos en el barrio Sabanetas de Ponce que acababa de adquir, las cuales don Juan reclama haber comprado de este.16 El 17 de diciembre de ese mismo año, compra la Hacienda Laurel, y de ahí en adelante adquiere cinco haciendas más, todas contiguas a la Hacienda Mercedita con excepción de una propiedad que adquiere en San Pedro de Macorís.17 16. Archivo General de Puerto Rico, Fondo Protocolos Notariales, Serie: Ponce, Pueblo: Ponce, Escribano: De león, Rafael, Fecha: 1875, caja: 1978, folios 436-441. Posiblemente, esta transacción, que don Juan describe como de compra-venta, fue en realidad una forma indirecta de pasar los bienes del padre al hijo, ya que los hijos legitimados solo podían heredar, según la ley, la quinta parte discrecional del caudal paterno, a menos que el rey le otorgara el derecho a heredar en igualdad de condiciones con hijos nacidos de legítimo matrimonio en la cédula de legitimación. Véase Escriche, Diccionario razonado, ob. cit., p. 797. Cuando muere don Sebastián Serrallés en 1874, deja como heredera vitalicia de la universalidad de sus bienes a su esposa legítima, doña Teresa Pont y Puig. Esta última aparece, además, como administradora de la herencia de los cinco hijos menores de edad nacidos del matrimonio de ambos (Archivo General de Puerto Rico, Fondo Protocolos Notariales, Serie: Ponce, Pueblo: Ponce, Escribano: De león, Rafael, Fecha: 1875, caja: 1978, folios 436-441). Resulta interesante que don Sebastián tuviera otros dos hijos –Sebastián Marcial y Félix–, los cuales Nistal-Moret y Sánchez identifican erróneamente como hijos de doña Teresa (Historic American Engineering Record, “Photographs, Written Historical and Descriptive Data”, ob. cit.). Estos últimos se apedillaban Serrallés y Colón, por lo que es razonable inferir que eran hermanos de padre y madre de don Juan. Véase Archivo General de Puerto Rico, Fondo Protocolos Notariales, Serie: Ponce, Pueblo: Ponce, Escribano: Mayoral, Joaquín, Fecha: 1876, Tomo: enero-marzo, caja: 224, folio 63. El documento de percibo de herencia que aparece inscrito en los protocolos notariales de Ponce de 1875 registra que en su testamento don Sebastián divide la Hacienda Teresa en ocho partes, legándole un octavo a Sebastián y otro a Félix. Los restantes seis octavos se dividen en partes iguales entre doña Teresa y sus cinco hijos menores. Sebastián y Félix reciben, además, una cantidad en efectivo. El documento registra a estos últimos como hijos de don Sebastián, pero no específica si eran hijos naturales o legitimados. Esta falta de especificación sugiere que ambos eran hijos naturales y que posiblemente estaban recibiendo el llamado quinto, o la quinta parte del caudal que la ley establecía se podía disponer discrecionalmente. Véase Novísima Recopilación, ob. cit., libro X, título XX, ley VI, pp. 125-126. Don Juan no figura en esta repartición de bienes como no sea para mencionar que como administrador de la Hacienda Teresa, se debían entender con él para recibir la parte proporcional que le correspondía de la producción de tal hacienda (Archivo General de Puerto Rico, Fondo Protocolos Notariales, Serie: Ponce, Pueblo: Ponce, Escribano: De León, Rafael, Fecha: 1875, caja 1878, folios 432-435). El hecho de que Juan, y probablemente sus hermanos, fueran hijos naturales sugiere que don Sebastián se casó con doña Teresa después de haber nacido estos, ya que de lo contrario habrían sido hijos adulterinos y la posterior legitimación de Juan hubiese sido muy difícil, como se verá más adelante. 17. Archivo General de Puerto Rico, Fondo Protocolos Notariales, Serie: Ponce, Pueblo: Ponce, Escribano: De León, Rafael, Fecha: 1866-67, caja: 1972, folios 360-364.

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La expansión de los negocios de don Juan a la República Dominicana, así como su invento para mejorar la producción azucarera y su incursión en el ámbito político, entre otras cosas, son todos eventos que ocurren luego de ser legitimado. Todo esto sugiere que, aunque contaba con el respaldo de su padre, la sociedad ponceña no le abrió sus puertas de par en par, lo que posiblemente lo motivó a gestionar la gracia real. Otra razón que con toda probabilidad lo llevó a buscar la legitimidad fue su deseo de casarse con Mercedes Pérez. Aunque don Juan adquiere su primera hacienda en 1861,18 y la nombra Mercedita, la realidad es que doña Mercedes Pérez no se convierte en su legítima esposa hasta después de que él alcanza su legitimación. Así queda constatado en el testamento que don Juan manda preparar en 1876, en el cual expone que al momento de su matrimonio con doña Mercedes ya contaba con un capital de 70.000 pesos en moneda corriente americana y varias fincas rurales y urbanas. Como ya se mencionó, su estrategia de comprar fincas contiguas a la Hacienda Mercedita comenzó luego de su legitimación, a principios del año 1867. Según él mismo lo consigna en su testamento, su esposa era una mujer que provenía de una buena crianza y educación, y probablemente su familia no hubiese accedido a su matrimonio con un hijo natural.19 Una vez don Juan alcanza su legitimación y contrae matrimonio eclesiástico, sus negocios se disparan hasta alcanzar él y su familia una posición cimera dentro de la élite ponceña. De ser un niño pardo de padre desconocido, don Juan Serrallés se alzó a patriarca de una de las familias principales del pueblo, y desde allí disfrutó de los privilegios que concedían la blancura y la pureza de sangre. Algo que aparta el caso del joven Serrallés de los otros casos de legitimación de los que tenemos conocimiento hoy20 es que en ninguno de ellos se legitima al hijo de una parda, como ocurre con don Juan. El mundo de la legitimación por rescripto era de los españoles y sus descendientes; la ilegitimidad era patrimonio de las castas y los descendientes de 18. Ramos Mattei, La hacienda azucarera, su crecimiento y crisis en Puerto Rico, ob. cit., p. 17. 19. Archivo General de Puerto Rico, Protocolos Notariales, Serie: Ponce, Escribano: Mayoral, Joaquín, año: 1876, Tomo: enero-marzo, caja 2224, folios 60-63. Su hija mayor contaba en 1876 con 7 años de edad, por lo que calculo que el matrimonio se efectuó entre 1867 y 1869. Lamentablemente no pude ubicar la partida de matrimonio de la pareja. 20. Me refiero a los que estudia Twinam en su libro y los casos de legitimación de Puerto Rico que consulté en el Archivo Histórico Nacional de Madrid. Véase Twinam, Public Lives, Private Secrets, ob. cit.

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africanos. Qué elementos se conjugaron para que este caso fuera distinto es un asunto que no se puede dilucidar a menos que alguna vez tengamos acceso al expediente de legitimación. Sin embargo, las consecuencias de la legitimación son claras: Juan ascendió a la esfera de la distinción. Cabe preguntarse, ¿habría alguna consecuencia para su madre? Una mirada a otro caso de legitimación puede brindarnos algunas pistas.

La masculinidad hegemónica y la transformación de las identidades raciales En la solicitud de legitimación que don José Demetrio Ramos García de San Germán presentó ante la Corona en 1856, el fiscal de la reina levanta una serie de objeciones que, según él, debían aclararse antes de tomar una decisión sobre el caso. Entre estas, destaca que no se había oído testimonio ni ningún otro tipo de expresión de la madre del implorante… “a quien interesa hoy más que a nadie la legitimación”.21 A primera vista no resulta evidente porqué tendría que ser la madre la más interesada en la legitimación del hijo. Después de todo, los frutos de la gestión recaerían sobre este, quien transformaría su estatus de hijo natural al de legítimo. No obstante, un análisis más profundo de la ley nos deja ver claramente que tanto el reconocimiento de un hijo natural como la legitimación por rescripto real de este acarreaban beneficios que se extendían más allá del destinatario del reconocimiento o la gracia. Según las leyes españolas que regían en el Puerto Rico decimonónico, los hijos naturales eran aquellos cuyos padres, al momento de su concepción o nacimiento, se hallaban en condiciones de contraer nupcias sin necesidad de dispensa eclesiástica. Es decir, se consideraban naturales a los vástagos de parejas solteras que no estuvieran relacionadas por grados de parentesco prohibidos por la Iglesia católica.22 El precedente para esta disposición se remonta a la Ley 11 de Toro, de 1505,23 la cual le permitía al varón reconocer a un vástago inde21. Archivo Histórico Nacional de Madrid, Ultramar, 2050, exp. 1. 22. Escriche, Diccionario razonado, ob. cit., pp. 775-776. 23. Las Leyes de Toro constituyen un esfuerzo de recopilación de las leyes vigentes en España que comenzó en 1502 y culminó en 1505, cuando fueron promulgadas. Compilaciones posteriores, como por ejemplo la Nueva recopilación de 1567 o la Novísima recopilación de 1805 incorporan íntegramente las 83 leyes que componían las de Toro. Véase Rufus B. Rodríguez, The History of the Judicial System of the Philippines (Spanish Period, 1565-1898). Manila, Philippines Rex Book Store, 1999, pp. 15-16.

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pendientemente de que conviviera o no con la madre del niño o tuviera más de una mujer conocida, siempre y cuando se cumpliera con los requisitos ya mencionados.24 Esta ley, la cual exudaba privilegio masculino, aceptaba la posibilidad de que un hombre pudiese relacionarse sexualmente con más de una mujer a la misma vez, sin obvios fines matrimoniales. No obstante, y aunque por defecto, también le reconocía a la madre del vástago natural la condición de ser una mujer digna de un matrimonio eclesiástico, independientemente de que este se llevase a cabo o no. Es obvio que el reconocimiento paterno llevaba en sí una carga ideológica distinta a la del reconocimiento materno. Ser hijo de natural de una mujer a secas evocaba las más sórdidas de las posibilidades. Para comenzar, implicaba el desconocimiento del padre. Tal desafección podía ser producto de una o más de las siguientes calamidades: que la madre no era digna de ser públicamente asociada con el padre y, mucho menos, de un matrimonio eclesiástico con este, que el vástago era el resultado de relaciones ilícitas y pecaminosas que obstaculizaban el matrimonio eclesiástico, que la mala calaña del padre lo hacía incapaz de reconocer al hijo, ya fuese por iniciativa propia o por el deseo de la madre y su familia de suprimirlo de la vida del hijo. En contraste, el reconocimiento paterno involucraba, además de asumir cierto grado de responsabilidad con respecto al hijo, una aceptación pública de la asociación del padre con la madre del niño.25 Esto era de particular importancia, sobre todo, si el padre gozaba de cierto prestigio social. Por ejemplo, en el año de 1892, don Luis Vergne y Marqueti, de 55 años de edad y residente en el pueblo de Patillas, se presenta ante las autoridades eclesiásticas para reconocer como hijas naturales a dos niñas nacidas en 1870 y 1874, respectivamente, producto de sus “tratos ilícitos” con Florencia Meléndez y Torres.26 Aunque ambos permanecían solteros y estaban vivos, don Luis testifica que no podía contraer 24. Juan Álvarez Posadilla, Comentarios a Las Leyes de Toro según su espíritu y el de la legislación de España. Madrid, Imprenta de Don Antonio Martínez, 1826, pp. 110-111. 25. La condición de hijo natural de padre conocido y madre desconocida es una con la que no me he topado en el curso de esta investigación. No obstante, Twinam menciona que en algunas ocasiones se daba el caso de que hombres, con la complicidad de las familias y del sacerdote, bautizaban hijos sin hacer mención del nombre de la madre para proteger su reputación. Simplemente decían que el niño o niña era hijo de una “dama española” (Twinam, Public Lives, ob. cit., pp. 67, 71). 26. Archivo Histórico Diocesano, Arquidiócesis de San Juan, Archivo Histórico Diocesano, Justicia, Legitimación 1861-1899, J-223.

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nupcias “con tal señora” por la desigualdad en condiciones que existía entre ambos y por la “gran oposición” de sus parientes más cercanos. Arguye que siempre había provisto para el sostenimiento y educación de sus hijas y que deseaba que algún día las niñas, quienes a la sazón contaban con 18 y 22 años de edad, pudiesen aspirar a un mejor matrimonio. Es decir, que el reconocimiento paterno por parte de un “don” les granjearía una mayor distinción social a las hijas que, aunque continuaban siendo ilegítimas, subían un peldaño al quedar separadas de la pila de hijos e hijas de padres desconocidos. A pesar de que don Luis se había involucrado en una relación que evidentemente no iba a culminar en matrimonio, transgrediendo así las normas sociales y eclesiásticas existentes, la ley le concedía el derecho a que sus hijas se beneficiaran de su reconocimiento. Tal reconocimiento redundaba, además, en beneficios para la madre, ya que su vinculación pública con don Luis reflejaba positivamente sobre ella. Esta reverberación no estaba exenta de contradicciones. Por ejemplo, cuando las autoridades revisan la petición de don Luis, en lugar de sugerirle a la pareja que contrajese nupcias para así legitimar automáticamente a las niñas –como hubiese sido el caso de tratarse de iguales sociales–, simplemente se dan a la tarea de investigar si era cierto que ambos eran solteros y que no estaban relacionados por grados de parentesco prohibidos por la Iglesia. Aparentemente, conscientes de la imposibilidad del matrimonio por razón de la oposición familiar, las autoridades eclesiásticas proceden a autorizar la enmienda a las partidas sacramentales de las niñas, una vez comprueban que lo que había testificado don Luis era cierto. Los privilegios de la masculinidad blanca absuelven a don Luis, ante los ojos de la Iglesia y de la sociedad, de la transgresión en la que obviamente incurrió y no solo no sufre ninguna consecuencia por esta, sino que, como corolario, le transfiere a sus hijas y a la madre de estas los beneficios de la pública asociación con él. Es interesante que, en las partidas de bautismo de las niñas, la madre aparezca sin el distintivo de “doña”. Sin embargo, en la petición de don Luis, este se refiere a ella con tal distintivo, y la llama “señora”, dispensándole discursivamente un tratamiento especial. Es como si la posición de privilegio que él tenía –en tanto hombre decente y don– lo facultara para dispensar gracias sociales no solo sobre sus hijas, sino sobre la madre de estas también. Así –y de una forma algo contradictoria– el privilegio de la masculinidad blanca que gozaba don Luis, lo absuelve de tener que casarse con Florencia pero a la misma vez, me-

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diante la revalidación de las hijas y la madre que conlleva el reconocimiento paterno, estas pasan a gozar de la gracia social que involucraba estar públicamente relacionadas con un “don”. Ahora bien, si el reconocimiento de un hijo o hija natural garantizaba ciertas indulgencias sociales para la madre, la legitimación de un hijo o hija por rescripto real tenía la capacidad de auparla a una posición de mayor reconocimiento social, similar a la de una esposa legítima. La autoridad real para legitimar a un hijo habido fuera del matrimonio era algo que nadie discutía. Esta era una práctica que se remontaba a las leyes romanas y que prevaleció, por lo menos, hasta finales del siglo xix.27 Lo que sí constituía materia de discrepancia era qué tipos de hijos ilegítimos merecían elevarse a la categoría de legítimos. Hasta aproximadamente 1800, las leyes le reconocían al soberano la autoridad de legitimar cualquier tipo de hijo ilegítimo. No obstante, en 1838, las Cortes facultaron al rey para decidir sobre la legitimación de hijos habidos fuera del matrimonio según los definía la Novísima recopilación de las Leyes de España, la cual recogía la definición de la Ley 11 de Toro discutida anteriormente.28 Aquellos juristas que defendían la legitimación de hijos naturales exclusivamente argüían que la legitimación era una imagen del matrimonio y que no [podía] por lo tanto tener lugar en los casos en que el padre y la madre eran incapaces de casarse entre sí al tiempo de la concepción de los hijos…29

Es decir, que para todos los efectos, la legitimación no solo borraba la mancha de nacimiento del niño, sino que automáticamente le confería a la mujer la posición de madre legítima, reflejo de la que gozaba la esposa lícita que procreaba hijos legítimos. Estas complejidades no pasaban desapercibidas para los involucrados en las embrolladas dinámicas sociales de la época, como lo eviden27. Escriche, Diccionario razonado, ob. cit., pp. 795-796. En 1880, don José Pons y Bernard, de la ciudad de San Juan, obtuvo la legitimación por rescripto real para sus hijos Catalina y José. Sin embargo, aduce no contar con los recursos para cumplir con el pago de la gracia, por lo que la misma no entró en efecto. Trece años después, en 1893, paga el monto correspondiente a la legitimación de un hijo y al año siguiente, en 1894, abona la cuota para legitimar a su segundo vástago. Llama la atención que, después de tantos años, y en los albores del siglo xx, este padre continuara persiguiendo la legitimación para sus hijos. Archivo Histórico Nacional de Madrid, Ultramar 2083, Exp. 24. 28. Escriche, Diccionario razonado, ob. cit., p. 795. 29. Ibíd., p. 795.

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cia la petición de legitimación de una hija que hace don Augusto Seguí y García en 1863.30 La misma revela que este llega a la isla procedente de la península en 1855 como ayudante de campo del capitán general, y comienza a frecuentar la casa de una de las familias principales de la ciudad, la del señor coronel Sevilla. Con el tiempo, establece una relación con la hija mayor del coronel, de la que nace, en 1857, una niña llamada María de la Gloria. Lo que impide la unión legítima entre ambos es que don Augusto estaba casado desde el año 1846 con doña Celeste Marty, quien se hallaba en España cuando todo esto ocurre. Años después, su esposa llega a Puerto Rico e “indulgente” con su “debilidad” viven desde ese momento en la más “completa paz conyugal”. No obstante, aduce que su “conciencia” y “bondad” no hallarían sosiego hasta que no se reparase el daño que su “incontinencia” había ocasionado. De ahí que implore “la gracia de legitimación para aquella criatura al solo objeto de estimársela como tal hija legítima de Doña Carmen de Sevilla y del exponente a los efectos sociales”. Es decir, que la legitimación vendría a tener el mismo efecto social que si hubiese contraído matrimonio legítimo con la madre de su hija adulterina. De esta forma, no solo se le otorgaba a la niña la posición social que le correspondía como hija de familia decente, sino que también se restauraba, en la medida de lo posible, el honor de la madre y del resto de su familia. Así lo asevera don Augusto cuando manifiesta que “[l]a familia toda lo desea para reparar en cuanto es dable la pena que sufren….”. Obviamente, don Augusto no se podía casar con la madre de su hija, pero la legitimación de esta última le conferiría ventajas semejantes a la de haber contraído matrimonio legítimo a la primera. Desafortunadamente para don Augusto, su hija, la madre de esta y el resto de su familia, la ley de 1838 proveía la legitimación solo para los vástagos conceptuados como naturales, por lo que la Corona le niega su petición por tratarse de una hija adulterina.31 30. Archivo Histórico Nacional de Madrid, Ultramar 2059, Exp. 17. “El Sr. Seguí pide la legitimación de su hija Gloria (1863-64)”. 31. Es interesante que don Augusto no invoque la ley de 1838 en su petición, sino una real cédula de 1801, que incluía tarifas para la legitimación de hijos adulterinos de padres casados y madres solteras. Argumenta que la ley de 1838 no se había hecho extensiva a ultramar, por lo que la que regía era la antes mencionada real cédula. Después de mucho debate, Madrid decide que la que rige es la ley de 1838, por lo que la petición es denegada. Según la Sala de Indias, “[e]l objeto de la ley de 14 de abril de 1838, según la cual solo pueden ser legitimados los hijos naturales, fue el de poner coto al abuso demasiado notorio y siendo este mayor en las provincias de ultramar cree la Sala que para aquellas principalmente se dio esta ley puesto que

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No sucede así en el caso de don Juan Serrallés, cuya madre, Juana Colón, a secas, se convierte en doña Juana, madre legítima de un hijo de don Sebastián Serrallés en 1867. Es difícil saber cuánto tiempo gozó doña Juana de su recién estrenada honorabilidad. En 1876, cuando su hijo Juan prepara su testamento, tanto su padre como su madre habían fallecido. Sin embargo, resulta profundamente reveladora la forma en que la familia queda cincelada en el documento. Además de ofrecer una extensa declaración de su fe católica, lo que discursivamente los ancla en la españolidad y la blancura, don Juan Serrallés queda refrendado como hijo legítimo de don Juan Serrallés y doña Juana Colón.32 Sin duda, como apuntaban los juristas de la época, la legitimación de don Juan constituyó una familia a imagen y semejanza de la instituida mediante el matrimonio canónico, la cual denotaba decencia, religiosidad, españolidad y, por ende, blancura. Así, don Juan, como hijo legítimo de un don y una doña, reflejaba honorabilidad y la irradiaba a su vez a sus hijos, quienes aparecían en sus certificados de bautismo como hijos legítimos de don Juan Serrallés y doña Mercedes Pérez y nietos de don Sebastián Serrallés y doña Juana Colón.33 En su recorrido de niño pardo de padre desconocido a hombre decente e hijo legítimo de un “don” español, Juan no transitó solo; los privilegios de la blancura y la españolidad que ostentaba su padre no solo se desbordaron sobre él, sino sobre su madre también. De ahí que sea apropiado concluir que en el centro de los complejos procesos de construcción de identidades raciales en la sociedad decimonónica puertorriqueña se hallaban los favores de la masculinidad blanca, tal y como se manifestaban en ese contexto específico. Estos matizaban, concebida en términos generales no hay motivo fundado para limitar su fuerza y vigor á la Península, antes bien hay razones muy poderosas para todo lo contrario” (Archivo Histórico Nacional de Madrid, Ultramar 2059, Exp. 17. “El Sr. Seguí pide la legitimación de su hija Gloria [1863-64]”). Un caso parecido es el de Marciala Saleses de Bayamón, quien pide la legitimación de dos hijos habidos con su cuñado. El padre de los niños, don Martín Goenaga, falleció antes de que recibieran la dispensa eclesiástica para poder contraer matrimonio. Aquí también se invoca el argumento de que la ley de 1838 no había sido hecha extensiva a ultramar, pero el mismo se rechaza y se deniega la legitimación (Archivo Histórico Nacional de Madrid, Ultramar 2043, exp. 8. “Caso de Marciala Saleces, pide la legitimación de los hijos tenidos con su cuñado [1845-52]”). 32. Archivo General de Puerto Rico, Protocolos Notariales, Serie: Ponce, Escribano: Mayoral, Joaquín, Año: 1876, Tomo: enero-marzo, caja 2224, folio 60. 33. Véase, por ejemplo, el certificado de bautismo de Jorge Juan Serrallés Pérez, nacido en Ponce en 1886 (Centro de Investigaciones Históricas, Archivos Parroquiales Diócesis de Ponce, Ponce-Bautismos: 1880-1887).

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no solo las relaciones entre individuos, sino también las leyes civiles y eclesiásticas, así como las interpretaciones que se hacían de estas. A pesar de que Juan Colón, a secas, nació de la relación transgresiva entre una parda y un inmigrante español, las gracias de la masculinidad dominante no solo eximieron a su padre de afrontar las consecuencias de su infracción, sino que irradiaron sobre el hijo la legitimidad y honorabilidad necesarias para transformarse en don Juan Serrallés, católico, español y, por supuesto, hijo de blancos.

Los avatares de la blancura: el cuerpo tornadizo de Ramón Emeterio Betances Las rutas de la blancura, aunque allanadas por los atributos de la masculinidad blanca, no siempre resultaban ser recorridos lisos, desprovistos de escollos. Así queda demostrado en el caso de don Felipe Betances –padre del reconocido patriota Ramón Emeterio Betances– y de la familia que este funda junto a su legítima esposa, María del Carmen Alacán. Felipe Betances y sus padres, oriundos todos de La Española, inmigraron a Puerto Rico a principios del siglo xix, como tantas otras familias procedentes de esa isla que huyeron a raíz de la inestabilidad política que allí reinaba. Estas familias gozaban de poder económico y prestigio social y, al establecerse en la costa oeste del país, le insuflan nuevos aires a la región. Se involucran mayormente en el cultivo de la caña y en la fundación de casas comerciales. Además, exhibían inquietudes intelectuales, las cuales se manifestaban en la atención que prestaban a la educación de sus hijos, en la riqueza de sus bibliotecas particulares y en la celebración de tertulias y otras veladas culturales en sus hogares.34 En otras palabras, se trató de una migración de familias que ostentaban todos los marcadores de la españolidad y la blancura. La familia Betances, la cual se establece en el pueblo de Cabo Rojo, era públicamente reconocida como parte de esa oleada migratoria y se insertó rápidamente en la vida social, económica y cultural de la región. Prueba de ello es el matrimonio que eventualmente contrae don Felipe con doña María del Carmen Alacán, una joven caborroje34. Eduardo Rodríguez Vázquez, “Un médico distinguido en la historia de Puerto Rico”, en Félix Ojeda Reyes y Paul Estrade, Ramón Emeterio Betances. Obras completas, vol. I. San Juan, Ediciones Puerto, 2008, pp. 26-29.

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ña procedente de una de las familias principales del pueblo. El hogar de los Betances Alacán se convirtió en uno de los centros de tertulias más prominentes del área oeste, en donde se reunía la flor y nata de la intelectualidad de la región para discutir temas políticos, científicos y filosóficos. Don Felipe Betances fue miembro fundador del movimiento francmasónico y contaba con una de las bibliotecas más completas de la zona.35 El desafío a la posición social que disfrutaba la familia Betances Alacán se suscitó a raíz de los planes matrimoniales de la hija mayor, doña Ana, con un joven de origen catalán llamado José Tió en el año 1840. Los detalles del incidente los relata el propio Ramón Emeterio Betances en una carta que le envía a su hermana menor, Demetria, en 1879: En cuanto a la partida de bautismo, yo creía que estabas al corriente, como los demás, de lo que había pasado. Cuando se verificó el matrimonio de doña Ana con don Pepe, como había muchos padres envidiosos –¿de qué? ¡oh dioses!– sacáronle en cara a la familia la sangre africana –que ningún Betances, que haya tenido sentido común, ha negado jamás. Sin embargo, entonces parece que fue preciso negarla o que por estar en regla con la ley española, hubo que hacerse información de blancura de sangre y de probarse, a los ojos de todo, que nosotros, gente prieta, éramos tan blancos como cualquier Pelayo y hasta como cualquier irlandés, si era necesario, lo que quedó probado al fin según la ley, que pone a media noche las doce del día.36

Esta narración de Betances es su respuesta a las interrogantes que le plantea su hermana menor en una carta anterior. En la misma, esta le cuenta de un incidente que tuvo en Barcelona con una dama no identificada, la cual rechaza asociarse públicamente con ella. La dama en cuestión le refiere noticias perturbadoras sobre su origen. Esto la lleva a suponer que no era hija de la que creía su madre, doña María del Carmen Alacán. Es imposible precisar con exactitud cómo llega Demetria a esta conclusión, pero es prudente deducir que, en vista de que la familia Betances Alacán era una de las principales de Cabo Rojo, la única cosa que podía explicar su supuesta procedencia era que fuera ella el fruto de una relación ilícita de su padre. 35. Emma Rivera-Rábago, Amor prohibido: La mujer y la patria en Ramón Emeterio Betances, Ph.D. Dissertation, University of Massachusetts Amherst, mayo 1998, p. 13. 36. “Carta núm. 67, A su hermana Demetria Betances Alacán”, en Félix Ojeda Reyes y Paul Estrade (eds.), Ramón Emeterio Betances. Obras completas, vol. II. San Juan, Ediciones Puerto, 2008, pp. 164-167.

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Su hermano mayor trata de tranquilizarla desvelándole que años antes, al solicitar copia de las partidas de bautismo de la familia con motivo del matrimonio de la hermana mayor, se habían enterado de que, no solo Ana, sino todos los demás vástagos de la familia Betances-Alacán, aparecían asentados como “negros y bastardos”.37 Es por esta razón que el padre –don Felipe– se ve obligado a llevar un proceso legal ante los tribunales para justificar su calidad de blanco y limpieza de sangre de modo que el enlace de su hija pudiese realizarse. Aunque el padre logra su propósito, Ramón Emeterio le reitera a su hermana que “[q]ueda, pues, bien entendido, que somos prietuzcos, y no lo negamos; pero como dice Luis Betances: ¡más honrados!...”38 Este rico episodio ha sido reseñado por muchos de los estudiosos del insigne Ramón Emeterio Betances como un ejemplo inequívoco de la identidad racial que este ostentaba. Quien quizás representa mejor esta postura es una de sus principales estudiosas y cuyo juicio continúa reiterándose hoy sin mayores revisiones. Me refiero a la historiadora Ada Suárez Díaz, quien en su obra El doctor Ramón Emeterio Betances y la abolición de la esclavitud concluye lo siguiente: Es Betances, probablemente, el primer puertorriqueño mixto, con clara conciencia de lo que es en términos raciales; el primero en aceptar su condición de mulato, sin que el hecho de llevar algún porcentaje de sangre negra en sus venas le cause desgarres psicológicos; es el primero, no hay duda, en tener conciencia de su negritud. Para él, su realidad racial está en igual categoría que la blancura de los blancos.39

Para la profesora Suárez, el hecho de que Betances reconociera que llevaba alguna proporción de “sangre africana” en “sus venas” lo define indubitablemente como mulato, como si esto fuera un hecho natural incontestable.40 Más aún, la admisión del distinguido médico de su “negritud” es interpretada como una expresión sin precedente de una 37. Ibíd., p. 166. 38. Ibíd., p. 166. Destacado en el original. 39. Ada Suárez Díaz, El doctor Ramón Emeterio Betances y la abolición de la esclavitud. San Juan, Instituto de Cultura Puertorriqueña, 1980, p. 9. Destacado en el original. 40. Como se ha argumentado en capítulos anteriores, el fenómeno del mestizaje es histórico, y se concibe de distintas formas en distintos contextos. La idea de la mezcla racial como producto de la reproducción biológica está íntimamente vinculada a las nociones raciales modernas y no puede generalizarse sin correr el riesgo de naturalizar el concepto de raza. La postura de Suárez Díaz es un claro ejemplo de esto último.

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clara conciencia de lo que “era” racialmente hablando. En otras palabras, la condición racial de los Betances era manifiesta y si la negaban era a causa de la sociedad racista que los discriminaba: …cuán irrazonables las divisiones por colores, las que obligan a un hombre de la sensibilidad de Don Felipe Betances a humillarse ante todo un pueblo, reclutando testigos que juran lo que ellos y las autoridades saben que es falso. Pero ésa es una de las contradicciones del sistema –no importa tanto ser, sino parecer ser.41

La óptica moderna sobre lo racial que despliega el análisis de la profesora Suárez no está muy lejos de la que manifiesta Betances en las expresiones que le hace a su hermana. Después de todo, este alega que la ley española lo que hizo fue oscurecer una verdad que debía estar clara para todos: que los Betances eran “gente prieta” aunque tuvieran que verse forzados a negarlo. Para el ilustre médico las razones del desprecio de la antes mencionada dama estaban meridianamente claras: Tú conoces, teniendo mundo, la preocupación del color en ciertos círculos; y eso, en mi sentir, bastó para que siendo tú y yo más prietos que los demás, esa persona se apartara de ti, sobre todo, que estabas más cerca de ella, y te negara en medio de la gente, cuyo delirio preferente es el de ser azul.42

El énfasis que le otorga Betances a las nociones raciales modernas basadas en el color de la piel hace que muchos de sus estudiosos del presente pasen por alto otros elementos involucrados en este episodio que apuntan hacia unas dinámicas raciales mucho más complejas y variadas que las que se anclan en el mero color de la piel. Para comenzar, si la condición de mulatos de los Betances era tan evidente, cómo explicar que Demetria no estuviera al corriente. Curiosamente, la historiografía contemporánea exalta en extremo “la conciencia de negritud” que exhibía Betances, pero no repara en el hecho que esta era desconocida para su hermana menor, lo que sugiere, entre otras cosas, que la identificación de los Betances con la negritud no era materia de dominio público. De no ser así, ¿cómo explicar que Ramón Emeterio pensara a su familia racialmente de una forma y su hermana de otra? 41. Ibíd., p. 8. 42. “Carta núm. 67, A su hermana Demetria Betances Alacán”, en Félix Ojeda Reyes y Paul Estrade (eds.), Ramón Emeterio Betances, ob. cit., pp. 164-165.

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Resulta interesante que todas las referencias a la identidad racial de Ramón Emeterio Betances emanen de una misma fuente: la obra que su amigo y biógrafo Luis Bonafoux publica en 1901 en Barcelona.43 La misma constituye una compilación de los escritos de Betances, acompañada de un jugoso prólogo escrito por el propio Bonafoux, en el cual intercala la célebre carta a su hermana Demetria y elabora una serie de comentarios sobre la condición racial de su amigo. Esta obra, titulada Betances, ha sido reconocida como “una mirada desde afuera” de las acciones del afamado abolicionista, la cual construye una “imagen racial, combativa, sufrida y humorística” de este.44 Desde esta perspectiva, es menester preguntarse hasta qué punto la representación racial que elabora Bonafoux guardaba alguna relación con la forma en que Ramón Emeterio se entendía a sí mismo o con las ideas raciales que se tenían en la isla sobre la familia Betances. Habría que cuestionar si la caracterización que confecciona Bonafoux no sería el producto de la imagen póstuma que quería pintar de su estimado amigo, coloreada, claro está, por las concepciones sociales, políticas y culturales que circulaban Europa en los albores del siglo xx. Si bien es cierto que Betances, quien vivió la mayor parte de su vida en Europa y recibió el grueso de su educación en ese continente, exhibe en sus escritos ideas raciales de tenor moderno, este aspecto, así como el proceso mediante el cual este desarrolla su identidad racial, aguardan aún una investigación profunda y sistemática. Baste con decir que la única alusión de Betances a su negritud que queda registrada aparece en la antes mencionada carta a su hermana Demetria, en donde, además, le indica que queme la misiva que él le envía y que no pida ninguna información sobre las partidas de bautismo al cura de Cabo Rojo por escrito. Aunque Betances podía tener ideas modernas de las razas y la igualdad de estas, evidentemente entendía las complicadas dinámicas raciales del Puerto Rico decimonónico y las consecuencias de ocupar un estatus racial inferior. La implicación de Bonafoux en este asunto es distinta. Su libro es un homenaje póstumo a un amigo que empeñó toda su vida en la defensa de unos ideales, que aunque no compartía, respetaba. La pasión betanciana por la independencia de Puerto Rico y de las demás An43. Luis Bonafoux, Betances, Barcelona, Imprenta Modelo, 1901. 44. Félix Ojeda Reyes y Paul Estrade, Pasión por la libertad. Actas, Coloquio Internacional “El Independentismo Puertorriqueño, de Betances a Nuestros Días”: Paris, septiembre de 1998. San Juan, Instituto de Estudios del Caribe/Universidad de Puerto Rico, 2000, pp. 120, 122.

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tillas del yugo colonial español se simboliza mediante su repudio a la institución de la esclavitud y la lucha por los derechos de los miembros de la raza negra. En el texto de Bonafoux, ambas causas se encarnan en el cuerpo mulato de Betances. La condición de mulato de Betances es remarcada como una forma de simbolizar su alteridad con relación a España y su “natural” desafección por esta. El mensaje que Bonafoux quiere propalar es que Betances, a pesar de ser educado, provenir de una familia honorable y ser ducho en la cultura europea, no era español. Esto es precisamente lo que explica su praxis revolucionaria. No es casualidad que Bonafoux elija comenzar su obra sobre Betances con dos cartas íntimas del destacado prócer, en lugar de con alguno de sus escritos políticos o médicos, como podría esperarse. Después de todo, Betances se distinguió por sus ejecutorias en al campo de la política y de la medicina. En la primera carta, redactada en un tono ligero y dirigida a su parienta Teresita Tió en 1878, Betances achaca la precariedad económica de la familia a las faltas de algún antepasado. Cuenta de forma jocosa que en tiempos de la conquista habitó en La Española un fraile gallego de apellido Betanzos, quien despreciaba la riqueza y la pompa. Creyendo este rechazo como producto de la soberbia, Dios había castigado a toda su descendencia, entre la cual –posiblemente– se encontraban Teresita y él. “Algo de la humildad del fraile gallego debe haberle quedado a los Betanzes o Betanzos de hoy porque no conozco a ninguno de quien podamos esperar herencia”, le escribe Betances a su parienta. A pesar de que muchos miembros de la familia habían obtenido bienes, ninguno había logrado retenerlos por lo que, bromeaba, todos los Betances parecían frailes. La segunda carta que da inicio a la obra de Bonafoux es la antes mencionada carta a su hermana Demetria. Vistas es su conjunto, ambas cartas establecen, entre otras cosas, la calidad de criollo de Ramón Emeterio. La primera deja claro que el médico no era rico; sin embargo, su pobreza no provenía de la esclavitud o de antepasados que realizaran “trabajos viles”, sino de las excentricidades de sus ascendientes españoles, fundadores de la familia Betances. La segunda lo marca indefectiblemente como mulato; el propio Betances admite que por sus “venas” corría “sangre” africana, probablemente producto de las “andanzas” de antepasados como el fraile gallego, quien, según Betances le relata Teresita, “se echó a tener hijos a pares”.45 Así, aunque 45. Carta a Teresita Tió, en Bonafoux, Betances, ob. cit., p. VII.

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muchos pudieran pensar lo contrario, Betances no era europeo. Mas cabe preguntarse, ¿qué clase de mulato era Betances? Según Bonafoux, se trataba de un “prieto” con fisonomía europea: Sí, el doctor Betances no tenía necesidad de declararse prietuzco, por la sencilla razón de que son pocos los blancos que tienen una fisonomía tan fina como la que tenía él.46

Es decir, que para Bonafoux, Betances era, y a la misma vez no era, prietuzco. El repetido uso de la frase “el valor de la piel” para representar la grandeza de Betances, abona esta discordancia al remitir lo racial al color a pesar de remarcar que su apariencia es europea: El doctor Betances demostró todas las clases de valor que se conocen, hasta el valor de la piel; y cuenta que si alguien pudo ocultar la raza, ese fue Betances. Lo que más nos sorprendió al verle –ha dicho L’Amérique fue la belleza de su fisonomía: una de las fisonomías más nobles de pensador y hombre de Estado que sea dable ver.47

Cabría preguntarse entonces en dónde residen las claves de la “mulatería” de Betances en el contradictorio discurso de Bonafoux. Curiosamente, este las ubica en el mismo sitio, en su piel, pero de una manera bastante peculiar. Al detallar los atributos de su fisonomía, su descripción evoca uno de los tantos bustos de hombres de Estado que adornan los museos europeos, pero que poco tienen que ver con un mulato caribeño: 46. Ibíd., p. XII. Destacado en el original. En una publicación reciente, el historiador José Manuel García Leduc le atribuye esta expresión al periódico El Liberal de Madrid. No obstante, una lectura cuidadosa del documento revela que esta expresión es de Bonafoux. García Leduc no se apercibe de que la cita del antes mencionado periódico que inserta Bonafoux en su texto finaliza en la última oración del párrafo anterior. Igual ocurre en otra ocasión que se discutirá más adelante en este capítulo, en la cual García Leduc le atribuye erróneamente una expresión sobre la condición racial de Betances al periodista español Juan B. Enseñat, cuando en realidad es Bonafoux el que está hablando. Es importante señalar estas inadvertencias por parte de García Leduc, ya que al leer su texto uno se lleva la impresión de que los comentarios sobre la condición racial de Betances emanan de diferentes fuentes, cuando en realidad no es así. Hasta donde tengo conocimiento, las únicas alusiones de esta naturaleza se encuentran en el texto de Bonafoux. (José Manuel García Leduc, Betances heterodoxo: contextos y pensamientos. San Juan, Ediciones Puerto, 2007, pp. 93, 95). 47. Bonafoux, Betances, ob. cit., p. XI.

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El perfil es más bien árabe que romano, lleno de energía y orgullo. La tez, de un bello color atezado, tiene la apariencia del basalto. Una expresión de piedad generosa relampaguea en las pupilas serenas. La frente ancha y cuadrada, indica la voluntad dentro de la inteligencia. Cabellos negros y encrespados orlean esa frente cual una venda de rizos, y una barba larga y plateada baja sobre el pecho y da a esa fisonomía severa el aspecto de una cabeza patriarcal. Y de toda ella se desprende algo dulce y poderoso –la bondad dentro de la inteligencia, la ternura dentro de la fuerza. Sí; esa es bien la cabeza de un hombre de Estado, de un escritor, de un sacerdote de la Ciencia.48

La caracterización de su perfil como “más árabe que romano” sugiere, que a pesar de la particularidad de este rasgo, su apariencia general era romana. El contraste de rasgos eminentemente europeos –como por ejemplo, la cabeza patriarcal, la inteligencia y la frente ancha y cuadrada, entre otros– con la “apariencia de basalto” de su piel, cincela una imagen tipo estatua de museo. La idea que nos invade la mente no es la de un descendiente de africanos, sino la de algún patriarca romano, como las que exhiben los museos europeos en la actualidad. La ambigüedad del discurso racial que articula Bonafoux le permite establecer claramente lo que su amigo no es –español–, mientras que, a la vez, le ofrece la elasticidad necesaria para rehuir especificar qué es. La plasticidad de su caracterización amalgama en el cuerpo del insigne revolucionario las tres raíces que supuestamente conforman la “raza americana”: la española, la negra y la indígena. Cierto que era atezado, hermosamente atezado el color de su semblante; pero tenía la aguileña la nariz, que es la facción donde más se enseñorea el carácter africano, finísima la boca, perfecto el óvalo de la cara. No obstante, en vez de proceder igual a un coterráneo suyo, que hallándose de diputado en Madrid, se preocupaba de su mandato electoral bastante menos que de embadurnarse la cara con blanco de España, y que, todo mohino (sic) y avergonzado de su figura, no pudo acabar su primero y único discurso en el Congreso, porque saliéndole al paso el general Sanz interrumpióle con vulgarísima alusión a la mulatería, el doctor Betances, que mi ver tenía de indio mucho más que de la raza negra, tuvo el valor de su piel, en todas partes y en todas las situaciones de su accidentada vida.49

48. Ibíd., p. XI. 49. Ibíd., p. XII. Énfasis añadido.

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Para Bonafoux todos los puertorriqueños eran mulatos, la diferencia era si demostraban o no “el valor de la piel”. A diferencia del compatriota con la cara “embadurnada de blanco de España” que hizo el ridículo en las cortes por avergonzarse de su origen, Betances –ahora representado por Bonafoux como indio– nunca dio un paso atrás. Su discurso fragua un cuerpo camaleónico que se desplaza de la blancura a la mulatería y de la mulatería al indigenismo sin mayores inconvenientes. Es interesante que las alusiones a la fisionomía tornadiza de Betances se trabajen en las primeras páginas del prólogo. A medida que este avanza, las menciones sobre la condición racial de Betances escasean, con la excepción del recuento que hace Bonafoux de una entrevista que le realizara el periodista español Juan B. Enseñat con motivo de la participación de Betances en la Junta Revolucionaria de Nueva York.50 Bonafoux, quien para ese entonces admite que no había tratado personalmente a Betances, conversa con el periodista español sobre las ejecutorias políticas de este.51 Recuerda haberlo visto en Puerto Rico, siendo él muy niño todavía, en la casa de su tío don José Julián Acosta. Desde ese entonces, lo advertía como un independentista consumado y un revolucionario por convicción. “Un viento de la manigua corría por la casa cuando el doctor Betances agitaba su atezada cabeza de raras tonalidades”, le manifiesta Bonafoux a su amigo periodista. Enseñat no puede comprender cómo alguien que se preciaba de ser amigo de los españoles realizaba una campaña activa en la prensa parisina a favor de la independencia cubana. Bonafoux explica el fervor revolucionario de Betances en los siguientes términos: El doctor Betances nació en Mayagüez, país amigo de la Metrópoli, lo cual es casi en su totalidad la población puertorriqueña, pero pertenece a una raza que fue zamarreada y envilecida en la época que vivía en la pequeña Antilla. Tales agravios debieron hacer germinar sentimientos de rebelión en ese hombre de bien, perteneciente a una familia muy honorable. El Señor Betances es un médico muy distinguido…52

50. Ibíd., pp. LXV-LXIX. 51. Bonafoux forja vínculos de amistad con Betances cuando se muda a París en 1894, unos pocos años antes de la muerte del revolucionario. Véase el prólogo de Soledad Girón en Luis Bonafoux, Literatura de Bonafoux. San Juan, Instituto de Cultura Puertorriqueña/Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1989, p. 20. 52. Ibíd., p. LXVII. Como se mencionó anteriormente, el historiador García Leduc le atribuye erróneamente esta expresión a Enseñat, cuando en realidad es Bonafoux el que está hablando. Véase la nota núm. 46, p. 215.

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En esta porción del texto, Bonafoux va más lejos. En lugar de evocar su condición de prietuzco, como hace anteriormente, en esta ocasión lo vincula directamente con la esclavitud. A pesar de pertenecer a una familia honorable y de ser un médico muy distinguido, Betances llevaba en su piel los vejámenes de la ominosa institución. El cuerpo camaleónico se Betances se trasmuta en el de un esclavo. Su lucha contra España es su repudio a la esclavitud, y su repudio a la esclavitud se ancla en su piel. Sin embargo, esta vinculación es efímera. En la parte final del prólogo, Bonafoux relata el contenido de la última entrevista que le hace a su amigo antes de morir. Una vez concluyen su conversación, Bonafoux le expresa a su amigo: –Después de todo, doctor –le dije al despedirme– el lenguaje de usted es el mismo de los patriotas tan acendrados como Pi y Margall. ¡Sólo que usted habla a título de indígena y Pi y Margall habla como Catalán!...53

El cuerpo camaleónico de Betances se transmuta una vez más, pero ahora para encarnar el símbolo más granado de alteridad americana: el indígena. Así, Betances se desplaza por la tres raíces de la “raza americana” como un presagio viviente de la “raza cósmica”, como un “otro” tornadizo que encarna la diferencia criolla en oposición a la “uniformidad” europea. Un contraste interesante a la mirada “desde afuera” de Bonafoux, lo ofrece Salvador Brau, compueblano y contemporáneo de Ramón Emeterio, cuando trata de explicar el antiespañolismo de este y su adhesión a la causa dominicana durante la guerra en contra de España durante la década de los 1860. Hijo de dominicano, relacionado con dominicanos prominentes, y atraído por sus principios genuinamente democráticos a simpatizar con la justísima causa que el pueblo sostenía, presto fue la casa del doctor Betances señalada como cenáculo donde se congregaban los apóstoles de una doctrina antiespañola a la que no faltaban prosélitos… en nuestra Isla...54

La opinión de Brau, conformada al interior de la sociedad puertorriqueña decimonónica, atribuía la identificación de Betances con la lucha dominicana a los lazos de parentesco que guardaba con personas 53. Ibíd., p. LXXIII. 54. Salvador Brau, “Vigilia de los difuntos”, citado en Suárez Díaz, El doctor Ramón Emeterio Betances, ob. cit., pp. 18-19.

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prominentes de ese país, así como a las ideas democráticas que lo movían –al igual que a una buena cantidad de miembros de la élite criolla– a sostener posturas claramente antiespañolas. Es decir, que desde el punto de vista de Brau, el antiespañolismo de Betances era el típico de las élites criollas que aspiraban a una sociedad más democrática. Quizás quien ofrece el mayor contraste al retrato que pinta Bonafoux es el propio Betances. El biógrafo afirmaba que el afamado abolicionista exhibía “el valor de su piel, en todas partes y en todas las situaciones…”. No obstante, hay cuando menos una ocasión en la que Betances pudo haber hecho pública su “raza”, sin embargo, no lo hace. Se trata de un evento que el propio Bonafoux relata en su prólogo,55 en el que Betances organiza un banquete en un restaurante parisino con motivo de la visita a la ciudad del marqués de Santa Marta, un afamado republicano español. A la invitación respondieron hombres de ciencia, intelectuales, políticos y diplomáticos. Entre tanta gente distinguida, los brindis no se hicieron esperar. El primero, por supuesto, lo ofreció el doctor Betances, quien mediante un “discurso elegantísimo” saludó a las “eminencias” allí reunidas y elogió las capacidades de la ciencia y del republicanismo a favor de la perfección humana. Entre los discursos que siguieron, reviste de interés especial para esta discusión el ofrecido por el cónsul de México en París, el señor Altamirano. En un momento de su alocución, el cónsul expresa: Yo pertenezco… a la raza india, a una raza inferior; no tengo pues, ningún mérito en ser republicano, porque como la República es igualitaria y traza el mismo nivel yo ganaba con llegar hasta el nivel medio social.56

Altamirano abraza abiertamente la condición de indio para añadir que los que realmente eran republicanos dignos de admirar eran los hombres nacidos en las altas esferas y en posiciones de privilegio. Dentro de estos, resalta de manera especial al marqués de Santa Marta, quien, aunque aristócrata, creía en la democracia. Acto seguido, brinda por Betances, a quien representa como un hombre que reunía el “sentimiento americano y la reflexión del espíritu europeo”.57 Curiosamente, ni Altamirano ni ninguno de los asistentes que ofrecieron discursos señalan a Betances como racialmente mezclado. Las cualida55. Bonafoux, Betances, ob. cit., pp. XIV-XV. 56. La República, 4 de mayo de 1890, p. 1. Disponible en la Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional de España . 57. Ibíd.

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des que se resaltan en su caso son su prestigio como hombre de ciencia, sus ideas republicanas y su compromiso con ambas causas. Hay que admitir que el discurso de Altamirano ofrecía una gran oportunidad para que Betances desplegara públicamente el alegado “valor de su piel” del que habla Bonafoux; sin embargo, no lo hace. Cabría preguntar, ¿por qué? La respuesta es simple: sencillamente porque en España y en París nadie conceptuaba a Betances como mulato. Prueba de ello es la forma en que caracteriza a Betances una nota que relata el mismo evento y que sale publicada en El País, periódico del Partido Republicano Progresista. En la misma se refieren a Betances como “español, nacido en Puerto Rico”.58 En decenas de notas en periódicos españoles que mencionan a Betances durante la segunda mitad del siglo xix, no hay evidencia de que se pensara que este era mulato. Sus enemigos políticos en España lo representaban como “borinqueño renegado”,59 “médico con escasa clientela”,60 “médico fantasmón”,61 “jefe de los filibusteros de Lares”,62 “clérigo liberal, y masón probablemente”,63 “vividor”64 y “ridículo”.65 Se mofaban de su apariencia de revolucionario y su oportunismo, pero en ningún momento lo tildan de negro o mulato, como lo hacen con otras personas: Le va bien representando en París el papel de revolucionario, y para que le ayude el físico, no se rasura las barbas y se corta los cabellos muy de tarde en tarde. Es un revolucionario del sistema antiguo, tanto, que ni mulatos que de PR han pasado a los EU a echárselas de personas, tal vez porque en la Antilla no pasaban de ser malos cajistas de imprenta, no ven ya en el doctor Betances un apóstol sino un mercantilista.66 58. Ibíd. 59. La Época, 21 de julio de 1896, p. 1. Disponible en la Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional de España . 60. Ibíd. 61. El Globo, 28 de marzo de 1897, p. 3. Disponible en la Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional de España, . 62. La Época, 6 de marzo de 1873, p. 2. Disponible en la Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional de España, . 63. El Siglo Futuro, 16 de mayo de 1882, p. 3. Disponible en la Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional de España, . 64. La Iberia, 25 de febrero de 1897, p. 3. Disponible en la Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional de España, . 65. La Lectura Dominical, 10 de octubre de 1897, p 6. Disponible en la Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional de España, . 66. La Iberia, 25 de febrero de 1897, p. 3. Otra nota similar a esta fue publicada en La Época, 25 de febrero de 1897, p. 4. Disponible en la Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional de España, .

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Aunque la nota no menciona el nombre del alegado mulato, probablemente se refiera a Sotero Figueroa, un tipógrafo que emigró a Nueva York a finales del siglo xix y se unió al Partido Revolucionario Cubano, desde el cual también luchó por la independencia de Puerto Rico.67 Evidentemente, los enemigos españoles de los revolucionarios puertorriqueños no mostraban ningún empacho en ningunear a sus opositores políticos, hasta el punto de negarse a reconocer la condición de persona del “tipógrafo mulato”. En el caso de Betances critican su arribismo y su anacronismo, pero se detienen ahí. De haber tenido otras municiones en su contra, con toda seguridad las hubiesen utilizado. Resulta interesante que periódicos conservadores como La Época, en una nota no relacionada con las actividades políticas de Betances, lo llamara “médico español”.68 Otros periódicos lo representan como un “doctor cubano, establecido en París”69 o como un “médico y escritor dominicano”,70 pero en ningún momento hacen referencia a alguna ascendencia africana. De otra parte, las notas periodísticas que enfatizan lo positivo lo representan como un prestigioso hombre de ciencia. Por ejemplo, El Americano, periódico publicado en París con el objetivo de dar a conocer en Europa los intereses de las élites latinoamericanas, lo define como un hombre ilustre, republicano ardiente, proveniente de una familia muy conocida en las Antillas y brillante en el ejercicio de su profesión.71 Otros mencionan que era caballero de la Legión de Honor de Francia, director de un establecimiento español de aguas azoadas en Francia, un personaje en Puerto Rico que prestó valiosos

67. La Iberia, 11 de abril de 1895, p. 1. El periódico El Globo, 28 de marzo de 1897, p. 3, hace alusión a un “tipógrafo mulato que padece de la monomanía de grandeza”. Expresa “que, pese a todos los Betances de París y a todos los Loteros (sic) de Nueva York” no tendrá éxito la intención de separar Puerto Rico de España. Pese al error tipográfico, es claro que se referían a Sotero Figueroa. Para una discusión de la contribución de Sotero Figueroa, así como de otros hombres trabajadores, a las luchas políticas de finales del siglo xix en Puerto Rico y Nueva York, véase Jesse Hoffnung-Garskof, “To abolish the law of castes: merit, manhood and the problem of color in the Puerto Rican liberal movement, 1873-92”, Social History, vol. 36, núm.3, 2011, pp. 312-342. 68. La Época, 20 de diciembre de 1888, p. 3. Disponible en la Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional de España, . 69. La Dinastía (Barcelona), 5 de enero de 1889, p. 3. Disponible en la Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional de España, . 70. El Siglo Futuro, 28 de abril de 1882, p. 3. Disponible en la Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional de España, . 71. El Americano (París), 27 de enero de 1873, p. 1. Disponible en la Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional de España, .

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servicios a Francia, sabio, profesional exitoso, conocido por sus notables trabajos científicos, poeta, orador; en fin, lo representan como un hombre distinguido.72 El País reproduce una nota publicada originalmente en el periódico La Nación de Argentina en la cual se refieren a Betances como una de las “más simpáticas fisonomías de la colonia americana de París”.73 La misma explica su “amor a la libertad y a todas las ideas generosas” como producto de su relación con la juventud parisina y de su educación en Francia. El artículo, luego de exaltar todas sus cualidades personales y profesionales, concluye manifestando: “El doctor Betances es una fisonomía parisiense animada por un corazón americano”.74 En síntesis, los periódicos europeos publican múltiples representaciones de Betances, pero ninguna de ellas contiene alusiones a ascendencia africana o a ambigüedad racial. Por el contrario, el consenso aparenta ser que Betances era un americano de ascendencia europea.75

La condición racial de la familia Betances: una lectura contextualizada Betances se consideraba a sí mismo un auténtico criollo. Prueba de ello es que cuando describe la lucha por la abolición de la esclavitud en las Antillas, la caracteriza como un enfrentamiento entre criollos y españoles. Eran los hombres “más esclarecidos del país” los que, según Betances, demostraban una “vigorosa aversión” hacia la esclavitud.76 Estos hombres de avanzada eran, antes que nada, criollos: 72. El País, 14 de mayo de 1888, p. 3; La Iberia, 6 de enero de 1889, p. 2; La Monarquía, 7 de enero de 1889, p. 2; La Época, 5 de diciembre de 1888, p. 2. Disponibles en la Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional de España, . 73. El País, 29 de junio de 1890, p. 2. Disponible en la Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional de España, . 74. El País, 29 de junio de 1890, p. 2. Disponible en la Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional de España, . 75. En el libro del cubano Juan F. Risquet, Rectificaciones. La cuestión político social en la isla de Cuba, La Habana, Tipografía “América”, 1900, se ofrecen varios listados de hombres “de color” notables tanto en el Caribe como en algunos lugares de Europa. Betances no aparece en ninguno de ellos, los cuales incluyen Puerto Rico y Francia. Véase específicamente las pp. 155-165. Agradezco al Dr. Jesse HoffnungGarskof, quien me alertó sobre esta fuente. 76. Ramón Emeterio Betances, “Nota del traductor”, reproducida en El doctor Ramón Emeterio Betances, ob. cit., p. 134.

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“El Boletín Mercantil, órgano de los españoles, sin condiciones”, después de reclamar las garantías que a la propiedad reconoce la Constitución, añade que si alguna ley contra esa propiedad (los esclavos) pasa por encima de la Constitución, los conservadores pasarán por encima de la ley… Dos conservadores (de la esclavitud), dos peninsulares, los señores R. Chavarri y Díaz Romero, recorren la Isla reuniendo fondos para oponerse a la ley… Déjeme usted citar dos nombres que honran a Puerto Rico. Los señores Cortada y Cabrera, criollos, grandes propietarios, han contestado a los emisarios del Centro Ultramarino que “la ley tiene que cumplirse, que es tiempo ya de que Puerto Rico salga de la abyección en que le sume la esclavitud, y que, si por una injusticia incalificable…, la ley de la abolición se suspendiera, ellos dejarían libres a sus esclavos, cuyo ejemplo seguiría todo el partido radical (formado casi todo de criollos), y consumirían sus fortunas, si preciso fuera, en destruir esa iniquidad.77

Pero, ¿qué tipo de criollo es el que, según Betances, se hallaba a la vanguardia de esta lucha? Se trataba de propietarios y hacendados acaudalados, los cuales constituían el círculo de apoyo y amistad de Betances: …los esfuerzos realizados por los ricos propietarios criollos de Puerto Rico que, –a pesar de sus frecuentes intentos, frustrados por la resistencia de la metrópoli–, pidieron en 1866 al gobierno de Madrid y han continuado después reclamando a las cortes monárquicas o republicanas “la abolición inmediata de la esclavitud, incluso sin indemnización”.78

Para Betances este grupo criollo constituía la flor y nata de las Antillas. Según las nociones dominantes en el Puerto Rico decimonónico, los propietarios y hacendados –es decir, el grupo al que Betances alude y del que forma parte– eran considerados como personas limpias de sangre. Eso no quiere decir que no existieran disputas sobre quiénes podían o no ser parte de ese grupo selecto, pero esto no invalidaba la clara correspondencia que existía entre las llamadas familias principales de una ciudad o pueblo y la condición de blancura y limpieza de sangre. 77. El Antillano, “Antillas”, citado en Suárez Díaz, El doctor Ramón Emeterio Betances, ob. cit., pp. 41-42. 78. Ramón Emeterio Betances, “Nota del traductor”, reproducida en ibíd., p. 137. Destacado del original.

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Como miembro de la élite criolla, Betances no solo se relacionaba con lo más granado de la sociedad puertorriqueña, sino que además participaba plenamente del imaginario social criollo, el cual estaba conformado por claros matices sexuales, raciales y de género.79 En una carta enviada a su pariente Lola Rodríguez de Tió, Betances expone el concepto liberal de su época sobre la participación política de la mujer. Como muchos de sus contemporáneos, Betances concebía a las mujeres de la élite como recursos importantes de la lucha, siempre y cuando su participación estuviese encuadrada en el espacio de la domesticidad:80 Ud. hace mui bien en seguir sembrando, por la propaganda, la buena semilla; i Patria hará mui bien en continuar luego esa ruda tarea. El dia (sic) en que nuestras mujeres sepan imponerle á sus maridos/ y á sus hijos el amor del país i de la libertad, nuestra salvación está hecha.81

Es decir, que las mujeres educadas como ella y posteriormente su hija Patria tenían la responsabilidad de propagar la semilla en sus hogares, criando hijos e imponiéndoles a sus maridos las ideas de libertad y amor patrio. Al igual que muchos de sus coetáneos liberales, Betances significaba el progreso y la libertad mediante nociones de género que presuponían una familia formalmente constituida en la que cada cónyuge tenía unos roles que realizar. La responsabilidad de las mujeres de la élite estaba claramente anclada en el espacio doméstico. Es interesante que, más adelante en su carta, Betances recurra nuevamente a nociones de género, sexo y raza, esta vez para comunicar su desprecio hacia un enemigo político. En esta ocasión expresa su encono y desdeño en los siguientes términos: A los miserables como el libelista i sin patrocinadores se les limpia todavía la cara con la chancleta sucia de una negra prostituta; que esa es seguramente la única sociedad que ellos hayan frecuentado en Pto. Rico.82 79. Findlay, Imposing Decency, ob. cit.; Jesse Hoffnung-Garskof, “To abolish the law of castes”, ob cit. 80. Para una discusión del imaginario liberal de finales del siglo xviii desde una perspectiva de género, véase María de Fátima Barceló Miller, La lucha por el sufragio femenino en Puerto Rico, 1896-1935. San Juan, Ediciones Huracán/Centro de Investigaciones Sociales, 1997. 81. Archivo de la Universidad Interamericana de Puerto Rico, Casa Museo Aurelio Tió (CMAT), [63], “Cartas a Lola”, 1880. C. 001. Agradezco al profesor Mario Cancel quien me alertó sobre este documento y me facilitó una transcripción del mismo. 82. Ibíd.

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La vileza de su enemigo político era tal que para Betances no se encontraba ni siquiera al nivel de una prostituta negra –tropo de la máxima infamia en la época–, sino de su sucia chinela. Tanta indignidad solo podía provenir de codearse asiduamente con negras promiscuas. Para el grueso de los hombres liberales de su época las únicas mujeres que ameritaban cierto respeto eran sus hijas y sus esposas; el resto era mera basura. Betances, como miembro de la élite criolla, compartía estas visiones raciales, sexuales y de género, o por lo menos, echaba mano de ellas para comunicarse con las personas que compartían su círculo social. En este sentido, era un hombre de su época, y es en este contexto en el que la ya célebre carta a Demetria debe ser analizada. Tanto Bonafoux, como los que posteriormente estudian la figura de Betances, interpretan algunos comentarios allí vertidos de forma literal –es decir, a partir de la letra del texto y su significación vigente–, a la vez que ignoran otros, posiblemente por no poder hacer sentido de ellos en la literalidad de su análisis. Me refiero, por ejemplo, al comentario del propio Betances cuando exclama que en los libros parroquiales aparecen él y sus hermanas como “negros y bastardos”. Los autores y autoras que discuten esta porción del texto, usualmente aluden a la condición de “negros” de los Betances y al racismo de que era objeto la familia. No obstante, pasan por alto el comentario del alegado estatus de bastardos de los hermanos, el cual queda invalidado por un somero examen de la partida de Bautismo de Betances. En la misma –asentada en el libro de pardos y trasladada al de blancos en 1840–, Betances aparece como hijo legítimo de Felipe Betances y María del Carmen Alacán.83 ¿Por qué, entonces, manifiesta Betances que aparecían como bastardos? Evidentemente, esta expresión no constituye una afirmación fáctica; su inteligibilidad emerge cuando se inserta en el universo simbólico de las nociones raciales que se manejaban en el Puerto Rico decimonónico. Como ya se ha demostrado, en la sociedad colonial existía una estrecha correspondencia entre la 83. Una transcripción del acta de bautismo de Betances aparece en José A. Romeu, “Nuestros próceres, Ramón Emeterio Betances”, Isla Literaria, núms. 8-9, 1970, p. 9. La original se encuentra en la Parroquia de Cabo Rojo, Libro núm. 6, Bautismos de Pardos, 1826-1828; empezó el 22 de julio de 1826 y terminó el 1 de noviembre de 1828. Las partidas de bautismo Betances y sus hermanas se trasladan al libro de blancos en 1840 por orden del gobierno superior. Las mismas aparecen originalmente en la Parroquia de Cabo Rojo, Libro de Bautismos núm. 15, 18351842, Libro de aciento (sic) de partida de Bautismo de Calidad blancos, 1838-1842. Romeu ofrece una transcripción de las mismas en el antes citado artículo.

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ilegitimidad y la procedencia africana. En un talante definitivamente efectista, Betances equipara el aparecer anotados en el libro de pardos con ser considerados como negros y bastardos en su entorno social. No obstante, ¿existe evidencia que sostenga tal aseveración? ¿Eran considerados los Betances Alacán como tales? ¿Estaba el universo racial puertorriqueño del siglo xix dividido estrictamente entre blancos y negros, legítimos y bastardos? ¿Se trataba esta de una familia que no gozaba de los privilegios de la blancura? Evidentemente este no era el caso. La familia Betances Alacán no era considerada negra y mucho menos de ínfima calidad. Prueba de ello lo constituyen los matrimonios que contrajeron sus hermanas. Aunque es cierto que el matrimonio de Ana, la mayor de ellas, suscitó cierta oposición, también es cierto que este matrimonio emparentó a los Betances con una distinguidísima familia en la isla y que ambas mantenían estrechos lazos, como lo demuestra, entre otras cosas, la antes discutida carta que Ramón Emeterio le envía a su pariente Teresita Tió. Asimismo, otra de sus hermanas, Clara de los Santos, contrajo matrimonio con el francés Justino Henri,84 sin que se conozca oposición a este enlace. De otra parte, el propio Ramón Emeterio admitía que gozaba de la estimación y el respeto de su sociedad. En una carta que le escribe a un amigo cercano en 1860, confiesa: “Yo trabajo mucho aquí, gano dinero, todos me tratan con consideración”.85 Asimismo, cuando se convoca la elección a una Junta de Información en Madrid en 1865 para discutir las famosas leyes especiales, argumenta la profesora Suárez Díaz que Betances era el “candidato lógico” por la región oeste ya que contaba con el “favor popular”. A pesar de esto, decidió no participar en la elección para no comprometer el proceso debido a su reputación de antiespañol.86 Es decir, que no solo contaba con la estimación de sus compueblanos sino que disfrutaba plenamente de los derechos ciudadanos que le permitían, entre otras cosas, presentarse como candidato a una elección. Tales derechos estaban reservados exclusivamente para los considerados limpios de sangre. Por último, la propia profesora Suárez Díaz admite que el entierro de don Felipe Betances, padre de Ramón Emeterio, “fue digno de todo

84. Rivera-Rábago, Amor prohibido: La mujer y la patria, ob. cit., p. 17. 85. “Carta núm. 58”, en Ojeda Reyes y Estrade, Ramón Emeterio Betances, ob. cit., vol. II, p. 149. 86. Suárez Díaz, El doctor Ramón Emeterio Betances, ob. cit., p. 22.

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un hacendado”.87 Enfrentada a la pompa del ritual en el que participaron dos sacerdotes, exclama sorprendida Suárez Díaz: “Ya nadie parec[ía] recordar la sangre africana del emigrado dominicano”.88 ¿Se trataba el caso de los Betances de una familia indisputablemente negra que se hacía pasar mediante engaño por lo que no era? ¿O se trataba más bien de una familia que había alcanzado una posición racial privilegiada mediante las rutas socialmente autorizadas? ¿Fue la justificación de limpieza de sangre que realiza don Felipe Betances en 1840 un evento que lo obligó “a humillarse ante todo un pueblo, reclutando testigos que jura[ran] lo que ellos y las autoridades del pueblo sab[ían] que era falso”, como postula Ada Suárez Díaz?89 ¿O más bien una movida dirigida a defender la dignidad y respetabilidad de la familia, puesta en duda por aquellos que pretendían mancillarlos? En efecto, la oposición al matrimonio de doña Ana y don José constituyó una clara afrenta al honor, no solo de los Betances, sino también de la familia Alacán. Agravios como este no podían pasarse por alto sin que el prestigio de las familias se viera seriamente menguado. En realidad, la humillación les hubiese sobrevenido de haber permanecido pasivos ante la ofensa. Es por esta razón que para las mismas fechas en que don Felipe gestiona su justificación ante los tribunales, don Pedro Alacán, hermano de la esposa de don Felipe, hace lo propio para su lado de la familia.90 Ahora bien, es preciso analizar cuáles son los asuntos concretos que don Felipe solicita que sean refrendados y para lo cual se presentan 19 hombres de reconocida honorabilidad a ofrecer testimonio. Los mismos delinean la trayectoria recorrida por la familia y establecen la forma en que esta adquiere su prestigio y honorabilidad, hechos que algunos intentaban oscurecer. Justamente es por esto que don Felipe los interpela en los siguientes términos:

87. Suárez Díaz, El Antillano, ob. cit., p. 21. Para un análisis de la posición socioeconómica de la familia Betances Alacán, véase Francisco Moscoso, El Cabo Rojo de Betances. Cabo Rojo/San Juan, Jornada Pro Betances, Inc./Fundación Manrique Cabrera, 2007. Este autor concluye que Betances era claramente parte de la burguesía hacendada puertorriqueña. 88. Suárez Díaz, El Antillano, ob. cit., p. 21. 89. Suárez Díaz, El doctor Ramón Emeterio Betances, ob. cit. p. 8. 90. Para ese entonces, el padre de doña María del Carmen había fallecido, por lo que le correspondió a su hermano Pedro defender el honor familiar. Ojeda, El desterrado de París, ob. cit., p. 6. Archivo General de Puerto Rico. “Información de genealogía y limpieza de sangre de Don José Alacán vecino de Cabo Rojo”. Fondo Judicial: Tribunal Superior de Mayagüez. Serie Expedientes Civiles. Juzgado de San Germán, 1940, caja 39.

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…digan si he disfrutado en el pueblo de mi residencia, en los vecinos y en el de mi nacimiento la consideración y estimación a que he sido acreedor por el comportamiento en la clase que disfruto… …digan si soy hijo legítimo de legítimo matrimonio de doña Clara Ponce de León y de Francisco Betances aquella de las familias más distinguidas de Santo Domingo, y éste blanco del estado llano en el goce y posesión de esta cualidad… …respondan si es constante que doña Clara mi madre estaba enlazada en parentesco inmediato con sujetos de alta categoría, como sobrina que era del señor Arzobispo del mismo Santo Domingo D. Pedro Varela, que lo fue después de La Habana, expresando los demás que conozcan y sepan con designación de los puestos que obtenían y condecoraciones que los distinguían… …expongan si es cierto que mi padre en la enunciada clase servía al Rey en la de Sargento primero de que se retiró o separó después, consecuente a las vicisitudes de aquel país, calculando que más le convenía retirarse para trabajar en el comercio [ilegible] [para] sostener la cuantiosa familia con que contaba, que continuar a pesar del ascenso que pudiera tener… …digan si han conocido a mi tío carnal José Betances hermano de mi padre, y si es cierto que éste tiene una hija y un hijo, así como si el último ha sido dedicado a la Iglesia, vistiendo el hábito de San Pedro mejores órdenes disponiéndose para el Presbiterado… …que respondan si conocieron a doña María Yrujo y don José Ponce mis abuelos maternos sujetos ambos de no la clase de blancos llanos, sino de personas de notoria distinción en todos los conceptos, y de la clase distinguida de Santo Domingo de donde eran naturales… …que contesten si conocieron a José Betances y Juana Núñez, mis abuelos paternos, y si éstos eran tenidos y reputados en Santo Domingo como personas decentes y blancas del estado llano, mereciendo por tanto y por su arreglado porte la consideración, aprecio y estimación de todos… 91

Lejos de constituir una conspiración pública para ocultar la “negritud” de la familia Betances, la justificación de limpieza de sangre librada por don Felipe constituye un acto de descubrimiento de prueba. 91. Archivo General de Puerto Rico, Juez de Letras-Masones, Entradas 41-44m, caja 142.

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Para empezar, si se tratara de un vil engaño o de un ardid para ocultar una verdad inequívoca, todos los testigos hubiesen ratificado todos los puntos sobre los cuales se presentan a declarar. Sin embargo, en varias ocasiones los testigos admiten no tener conocimiento sobre algún punto y, en otras, que solo tenían conocimiento del mismo “de oídas”. Asimismo, el propio don Felipe hubiese podido alegar que ambas ramas de su familia de procedencia eran igualmente distinguidas. Sin embargo, no lo hace así. De entrada deja establecida la disparidad de ambas cepas otorgándole a su madre y al resto de la familia Ponce de León la distinción de “don” y doña”, mientras que no le dispensa esa deferencia a los Betances. De estos dice que son “blancos del estado llano en el goce y posesión de esta cualidad”. Como se mencionado en capítulos anteriores, la calidad de blanco del estado llano se le confería a personas cuyo linaje no estaba del todo esclarecido, ya fuese porque no se tenía conocimiento de ciertos antepasados o porque alguno de estos portaba cierta mancha o tacha. Aun así, eran personas cuya mancha –ya fuese constatada o imaginada– se había atenuado mediante estrategias socialmente aceptadas. Los blancos sin distinción –es decir, del estado llano– testimoniaban su blancura y hasta ganaban una mayor consideración social dentro de ese grupo exhibiendo un comportamiento refinado. De esta forma, ratificaban que su ascendencia blanca pesaba más en su carácter que algún antepasado nebuloso y que eran dignos de pertenecer a la categoría en la que se les reputaba. Por esta razón no es de extrañar que el primer punto que don Felipe intenta refrendar en su justificación estuviera relacionado con su conducta. De ahí, que solicitase testimonios que acreditaran que disfrutaba en su pueblo de residencia y en los adyacentes, así como en el de origen, “la consideración y estimación” a que era “acreedor por el comportamiento en la clase que disfrutaba”. Es decir, si todo el mundo lo distinguía y respetaba era porque él era merecedor de la posición que gozaba por su conducta depurada. Esta última era el barómetro que medía su carácter y atestiguaba la predominancia de la blancura en su persona. El vínculo entre la condición racial de una persona y su comportamiento vuelve a aflorar en la forma en que don Felipe caracteriza a sus abuelos paternos, José Betances y Juana Núñez. Estos, aunque del estado llano, según don Felipe, exhibían un “arreglado porte” que les hacía acreedores de “la consideración, aprecio y estimación de todos”. Según el Diccionario de la Real Academia Española en su edición de 1803, así como en las posteriores, el concepto porte se refería a:

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1) El modo de gobernarse y portarse en la conducta de su vida y acciones; 2) La buena, o mala disposición de una persona, y la mayor o menor decencia y lucimiento con que se trata; 3) Calidad, nobleza y lustre de la sangre.92

Es decir, que el porte no solo manifestaba la forma en que la gente se comportaba, sino que, más importante aún, revelaba sus inclinaciones y pautaba la clase de trato que merecían de los demás. El concepto de porte también era sinónimo de la calidad de la persona. Dicho de otra forma, una persona con porte era la que gozaba de nobleza o pureza de sangre. No obstante, al igual que ocurría con el concepto de calidad en el contexto hispanoamericano colonial, al que se le añadían calificativos particulares para denotar la condición racial de un individuo,93 la noción de “porte” era también matizada mediante adjetivos para connotar distintas condiciones raciales. Así, el concepto de porte adjetivado desvelaba la verdadera prosapia de un individuo o su calidad. En el caso que llevamos discutiendo, su porte era “arreglado”, adjetivo que aludía al “que guarda regla, orden, o moderación”.94 En otras palabras, los Betances eran personas que encarnaban la norma, que respetaban el orden social. De ahí que fuera lógico inferir que su “arreglado” porte exteriorizaba su prosapia predominantemente limpia de sangre o blanca. Tal parece que la élite dominicana concordaba esta apreciación, ya que Francisco, uno de los hijos de José y Juana –y padre de don Felipe– pudo enlazarse con doña Clara Ponce de León, quien provenía de una familia distinguidísima. Don Felipe acredita la distinción de su madre, doña Clara Ponce de León, en los términos típicos de la época, mediante los puestos ocupados por sus parientes y las distinciones obtenidas por parientes de “alta categoría”. Doña Clara no solo era sobrina del señor arzobispo de Santo Domingo y, más tarde, de La Habana, don Pedro Varela, como aduce don Felipe en su justificación. Varios de los testigos alegaron que, además, era sobrina del canónigo penitenciario, don Francisco González Carrasco y del gobernador de Samaná, don Pedro Yrujo.

92. Para consultar las diversas ediciones del Diccionario de la Real Academia Española, véase . 93. Véase discusión en el capítulo 4. 94. Diccionario de la Lengua Castellana, Madrid, Impresora de la Real Academia, 1803, p. 89, 2. Disponible en .

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También estaba emparentada con el capitán Martínez y con el escribano del pueblo de San Carlos, así como con los doctores en leyes don Manuel y don Gregorio Quiñones, entre otras personas. La intención involucrada en el desvelamiento de toda la parentela de doña Clara era dejar establecido que una mujer tan distinguida como ella no hubiese accedido a enlazarse con Francisco Betances si él y su familia no hubiesen ocupado una posición social sólida en la ciudad de Santo Domingo. Como prueba de ello don Felipe subraya su condición de “hijo legítimo de legítimo matrimonio”. Desde una perspectiva actual esta expresión puede parecer algo redundante, pero en ese entonces no era así. Como ya se ha demostrado en este capítulo, había formas de legitimación que no incluían el que los padres estuviesen casados al momento de la concepción y nacimiento del vástago o, más aún, que excluían el matrimonio de los padres totalmente. La “doble legitimidad” de don Felipe connotaba que su madre no había sido obligada a casarse o accedido a un matrimonio desventajoso a causa de algún traspié. En efecto, algunos de los testigos presentan el matrimonio de Francisco con doña Clara como evidencia de la blancura de este último y, por ende, de don Felipe. Por ejemplo, el doctor don Andrés López de Medrano, médico de sanidad de Mayagüez y cuya esposa –doña Francisca Flores– estaba emparentada con doña Clara, expone en su declaración: …el don Francisco reputado por persona blanca del estado llano al menos el que declara, no ha oído otra cosa en contrario, ni sabe hubiese habido oposición para su enlace con doña Clara, y ésta de las familias más distinguidas de Santo Domingo, debiendo afirmar que por la parte materna es no sólo blanco [don Felipe] sino decente o hijo-dalgo.95

Utilizando una lógica similar, don Fermín Peña, quien residió muchos años en la ciudad de Santo Domingo por haber estudiado en ese lugar, declara: Que no le queda duda de que el exponente [don Felipe] es el hijo legítimo y de legítimo matrimonio de doña Clara Ponce de León y de don Francisco Betances[,] la primera de las familias más distinguidas de Santo Domingo, y el último perteneciente a la clase de blancos tanto en el goce y posesión de esta cualidad, tanto que pudo enlazarse con 95. Archivo General de Puerto Rico, Juez de Letras-Masones, Entries 41-44m, caja 142.

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la doña Clara en la indicada ciudad de Santo Domingo en donde se obrara escrupulosamente en esta materia para los enlaces.96

Como prueba de que el matrimonio de doña Clara y Francisco Betances no desmereció el estatus social de la distinguidísima esposa, algunos de los testigos comentan la vida social de la pareja. Así lo testifica don Leonardo Morel, escribano público y real, al señalar que de público y notorio se sabe que su presentante [don Felipe] goza en el pueblo de su residencia que es Cabo Rojo, de todas las consideraciones a que es acreedor un hombre de bien, y que en la Ciudad de Santo Domingo la gozaron también sus padres, mereciendo el trato y el aprecio de las personas de la primera clase, pues veía que a su casa concurrían como visita particular algunos señores de la Real Audiencia de aquella plaza y otras de la primera distinción.97

Una de las formas en que los miembros de las élites se legitimaban unos a otros era estableciendo relaciones de amistad entre sí. Las reuniones sociales en hogares particulares o las visitas informales constituían un ritual mediante el cual se hacía pública la cercanía y el afecto que existían entre individuos y familias. Estos actos se reservaban exclusivamente para los se consideraban iguales. Aun antes de contraer matrimonio con doña Clara, los hijos del matrimonio Betances Núñez se codeaban con la crema y nata de la ciudad. De este modo lo confirma don Agustín Martínez de Santelices, abogado de los Tribunales del Reino, quien declaró que su padre, quien era oriundo de la Ciudad de Santo Domingo y que conocía muy minuciosamente el origen de todas las familias de aquel país y que era sobremanera escrupuloso en las compañías con [los] jóvenes de su edad, le manifestó que no le repugnaba su unión con el joven Luis hijo de don José Betanzos (sic), porque [a]demás de la honradez de su padre le constaba que pertenecía a una familia que aunque del estado llano eran blancos sin mezcla.98

Es decir, que José, así como su hermano Francisco, gozaban de la aceptación de los miembros de la élite de la ciudad de Santo Domingo, lo que explica que ambos hubiesen constituido sus propias familias de

96. Ibíd. 97. Ibíd. 98. Ibíd.

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forma honorable. Por ejemplo, Luis Betances, hijo de José y sobrino de Francisco, pudo tomar los hábitos, opción disponible solo a los limpios de sangre. El propio Francisco, según declararon los testigos, sirvió al rey como sargento primero en “la enunciada clase” de blanco del estado llano. En pocas palabras, los Betances habían alcanzado los marcadores de la blancura, hecho que algunos pretendían obnubilar. Es decir, que la vía que toma don Felipe para resarcir el honor de su familia era la acostumbrada en caso de afrentas como la perpetrada por los que se opusieron al casamiento de su hija. Después de todo, el Estado –que era el poder que en última instancia calificaba formalmente la calidad de las personas– dependía de las opiniones de los “hombres de bien”. Estos eran lo que decidían quién entraba o salía de su selecto grupo. La palabra de los hombres decentes se equiparaba con la verdad. Así lo reconoce don Miguel [Valdivieso] cuando declara sobre don Felipe lo siguiente: …siempre lo he tenido como sujeto de linaje esclarecido y dándole más crédito en razón a que siempre lo ha oído decir a sujetos de su país con edad para poderlo saber e incapaces de mentir, añadiendo además que su dicho producente jamás ha dado motivos que le haga [desmerecer] su buena fama.99

¿Mintieron los 19 hombres de distinción que declararon sobre el linaje de don Felipe? ¿Amañaron la historia de la familia al concluir, como lo hicieron algunos de los declarantes explícitamente, que don Felipe “era blanco por los cuatro costados” o que era “blanco sin mezcla”?100 No necesariamente. Como ya se ha argumentado y documentado anteriormente, la limpieza de sangre o la blancura era una condición que era asequible no solo de una generación a otra, sino también durante el transcurso de la vida de un individuo. Es muy probable, aunque no existe evidencia más allá de las revelaciones que le hace Ramón Emeterio a su hermana Demetria, que la familia Betances tuviera un antepasado racialmente ambiguo. Es decir, que fuera ilegítimo, o que hubiese contraído un matrimonio desventajoso, que exhibiera una mala conducta, o que se desempeñara en un oficio vil, que fuera tosco o que estuviera 99. Ibíd. 100. Félix Ojeda, por ejemplo, opina lo siguiente sobre el expediente que inicia don Felipe Betanes: “Luego de dos meses de falsos testimonios hilvanados en el Tribunal Superior de Mayagüez, don Felipe Betances, uno de los grandes hacendados de la región, logra que se decrete la limpieza de sangre” (El desterrado de París, ob. cit., p. 16).

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de alguna forma o manera vinculado con la esclavitud o que tuviera alguna ascendencia africana. Cualquiera que fuera el caso, ello no suponía automáticamente que esa persona o sus descendiente estuvieran condenados perpetuamente a permanecer en esa “devaluada” esfera. Existían vías socialmente aceptadas para transformar esa condición y, una vez logrado esto, reclamar que se les reconociera legítimamente la condición de blanco y limpio de sangre para ellos y sus descendientes. Esto es precisamente lo que acredita la justificación de limpieza de sangre que realiza don Felipe y así lo reconoce el señor juez letrado que evalúa los testimonios recogidos: …ciertamente un considerable número de testigos todos intachables … dan razón circunstanciada de los antecedentes y troncos de que emana este individuo con relación a ambas líneas: todos refiriéndose a él y sus padres, y algunos a sus abuelos maternos y paternos descubriendo la parentela con que estaban enlazados, los puestos que ocupaban, distinciones que los decoraban, clase a que correspondían y general aprecio que disfrutaban, no dejan duda de que gozaban la estimación pública y aprecio general que persuaden la clase en que estaban y a que correspondían, sino además que la conducta con que se portaban no [desdeñaba la] esfera a que correspondieron.

Los Betances habían adquirido los marcadores de la blancura, tal y como los desglosa el juez, por lo que se habían ganado el privilegio de ser considerados blancos y limpios de sangre. Este hecho no descarta que en efecto tuvieran algún antepasado conceptuado como no blanco; no obstante, esa mancha había sido lavada. Lo anterior tampoco excluye que existieran miembros de la élite que no compartieran esta visión; es decir, que estimaran que la tacha no se había aminorado suficientemente o que, simplemente, era imborrable. Esto explica las objeciones de algunos al matrimonio de doña Ana y don José. Quiénes fueron estas personas y cómo conceptuaban concretamente la mancha de los Betances es una parte de esta historia que desafortunadamente se desconoce. No obstante, el propio Ramón Emeterio ofrece algunas pistas en la carta a Demetria. Un ejemplo es cuando afirma: “Cuando se verificó el matrimonio de doña Ana con don Pepe, como había muchos padres envidiosos –¿de qué? ¡oh dioses!– sacáronle en cara a la familia la sangre africana”.101 Es difícil precisar a qué padres concretamente se refería en este comentario. No está claro 101. “Carta núm. 67, A su hermana Demetria Betances Alacán”, en Félix Ojeda Reyes y Paul Estrade, Ramón Emeterio Betances, ob. cit., pp. 164-165.

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si se trata de los padres del novio, de los padres de familia del pueblo o los padres curas. Como ya se ha mencionado, la ley le reconocía el derecho a oponerse al padre del o de la contrayente y, en ausencia de este, a la madre u otros parientes. En ocasiones, padres cuyos vástagos se iban a emparentar con familias que no gozaban de un esclarecimiento total, presentaban oposición al matrimonio como estrategia para obligar a la parte cuestionada a practicar una justificación que, de resultar airosa, servía para despejar dudas y neutralizar a los enemigos. No obstante, este no parece haber sido el caso, ya que los padres de don José no tenían porqué sentir envidia por el matrimonio de su hijo. Tal sentimiento hubiese sido más factible entre algunos de los padres de las familias principales del pueblo, quienes muy bien hubiesen podido sentir resentimiento por el hecho de que don José se enlazara con la hija de los Betances Alacán y no con la suya. De haber sido así, la ley no proveía para que estos pudiesen presentar una oposición formal al matrimonio. En estos casos, los objetores solo podían lanzar rumores, hacer circular pasquines u otras hojas de carácter anónimo o proferir insultos públicos. Este escenario, aunque plausible, no aparece respaldado por vestigio alguno de la evidencia conocida. A los que sí señala abiertamente Ramón Emeterio y les achaca motivos concretos para querer perjudicar a la familia es a los curas de Cabo Rojo. Relata que en las diligencias realizadas por su padre don Felipe –no queda claro si se trataba de las gestiones ordinarias para el enlace o a raíz de la afrenta hecha a la familia– tuvo que acudir a la parroquia del pueblo a solicitar las partidas de bautismo. Es en ese momento cuando descubren que el sacerdote los había inscrito en los libros parroquiales como “negros y bastardos”. En esas diligencias se tuvo que acudir al señor cura; y este buen señor, el padre Vélez –que Dios lo haya perdonado– no sé porqué era enemigo de la familia. (Ahora recuerdo que mi madre no fue nunca, que yo sepa, ni a misa ni a confesarse, y murió sin llamar al confesor. Ningún cura, excepto el padre Durán, visitó nunca la casa. Mi padre no tenía relación con ninguno de ellos, ni formó nunca parte de ninguna cofradía. Era masón. Asistía a misa rezada los domingos, muy retirado hacia atrás en la Iglesia, sin sentarse nunca ni acudir a los bancos principales y me llevaba de la mano). El cura, pues, presentó las partidas de bautismo en que todos, Ana y demás, figurábamos como negros y bastardos.102

102. Ibíd.

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Resulta interesante que, en esta parte de la carta a Demetria, Ramón Emeterio hable sobre la desafección que demostraban sus padres por la Iglesia. Su madre no asistía a misa y murió sin confesarse. El padre, por su parte, aunque tenía la potestad de sentarse en los bancos principales –hecho en el que no reparan aquellos historiadores e historiadoras que insisten en la “negritud” de los Betances– rehusaba hacerlo, así como también evita socializar con el clero o formar parte de asociaciones religiosas. Desde este punto de vista, los Betances transgredían uno de los marcadores de españolidad y blancura de la época y, no es de extrañar, que fueran los representes de la Iglesia en la comunidad los que se lo señalaran. Los Betances Alacán podían haber alcanzado la posición de blancos limpios de sangre, pero su proceder con respecto a la Iglesia la desdecía. De ahí la renuencia de los curas de Cabo Rojo a reconocerles el prestigio adquirido. Tan tenaz era su reticencia que aun cuando las autoridades políticas le reconocieron la blancura y limpieza de sangre a la familia, el sacerdote que inscribió el matrimonio de doña Ana con don José en los libros parroquiales, le niega la distinción de “don” a la novia y a sus padres mientras que se la reconoce al novio y a sus padres.103 El pasar del tiempo no suavizó la postura de los curas de Cabo Rojo con respecto a la familia Betances Alacán. Cuando en 1879 Demetria se acerca a estos para inquirir sobre su partida de bautismo, no corre mejor suerte que la que corrió su padre cerca de cuarenta años antes, a juzgar por las afirmaciones que hace Ramón Emeterio en la carta que le envía. No sería extraño que el cura de Cabo-Rojo hubiera querido saborear el placer de hacerte pasar un mal rato, para seguir la venganza del padre Vélez. –Dame una copia exacta de la fe de bautismo que te ha mandado, infórmate dónde está el archivo de donde la ha sacado, si en su casa y en qué aposento o en la Sacristía. ¿Cómo se llama el cura? ¿No tiene algún pique con la familia? ¿Quién guarda el archivo?– No pidas ningún informe por escrito.104

Evidentemente, los curas de Cabo Rojo tenían pugnas con la familia que el correr del tiempo no habían aminorado. Aunque los Betances Alacán habían prevalecido –es decir, que mantuvieron su posición

103. Suárez Díaz, El doctor Ramón Emeterio Betances, ob. cit., p. 7. 104. “Carta núm. 67, A su hermana Demetria Betances Alacán”, en Félix Ojeda Reyes y Paul Estrade, Ramón Emeterio Betances. Obras completas, ob. cit., pp. 164-165.

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como familia principal del pueblo–, sus opositores no cejaron en su desafío. Después de muchos años, tal parece que continuaban retando la posición adquirida por esta familia. No obstante, aunque el trayecto familiar hacia la blancura enfrentara algunos escollos y trabas, ello no significa que no lo completaran exitosamente o que no disfrutaran los beneficios de haber accedido al “tesoro de las honras”. Después de todo, la identidad blanca era tan inestable y escurridiza como otras identidades raciales de la época. La representación racial de los Betances elaborada por la historiografía contemporánea –y basada exclusivamente en una fuente, el texto de Bonafoux– es el resultado de la aplicación de nociones ajenas a las complejas dinámicas racializantes que predominaron durante buena parte del siglo xix y de la lectura selectiva de la antes mencionada obra. La idea de que la condición racial de las personas estaba predeterminada por una herencia biológica claramente definida era foránea a la formación racial decimonónica puertorriqueña, sobre todo en la primera mitad del siglo xix, cuando ocurre el incidente alrededor del matrimonio de la hermana mayor de Betances. Es cierto que algunas de las manifestaciones de Ramón Emeterio en 1879 sobre este incidente manifiestan una óptica moderna sobre la raza. Después de todo, este vivió la mayor parte de su vida en Europa y recibió prácticamente toda su educación en ese continente. No obstante, también es cierto que otras de sus expresiones son imposibles de dilucidar desde tal óptica. Son precisamente las expresiones de Betances que se resisten a la lógica racial moderna las que historiografía contemporánea ha ignorado y excluido del análisis. Esta lectura selectiva ha llevado a algunos –como, por ejemplo, Ada Suárez Díaz y José M. García Leduc, entre otros– a concluir que Betances poseía una identidad racial estable y evidente.105 Este argumento es difícil de sostener en vista de las patentes exageraciones que contiene la carta, el desconocimiento de la hermana menor del incidente suscitado por la boda de la hermana mayor casi cuarenta años antes, las advertencias que el propio Betances le hace a Demetria para que destruya la carta y para que no pida ningún informe escrito a

105. Otros que parecen reproducir esta misma postura son Andrés Ramos Mattei, Carlos M. Rama, Félix Ojeda y Manuel Maldonado Denis. Véase Andrés Ramos Mattei, Betances en el ciclo revolucionario antillano: 1867-1875. San Juan, Instituto de Cultura Puertorriqueña, 1897; Carlos M. Rama, La independencia de las Antillas y Ramón Emeterio Betances. San Juan, Instituto de Cultura Puertorriqueña, 1980; Ojeda, El desterrado de París, ob. cit.; Manuel Maldonado Denis, Betances, revolucionario antillano y otros ensayos. Río Piedras, Editorial Antillana, 1978.

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los curas de Cabo Rojo y el hecho de que los varones Betances gozaran de derechos ciudadanos. Si a esto se le añade la ausencia de expresiones públicas de Betances sobre su identidad racial, resulta evidente que este es un tema que demanda una mayor reflexión teórica y una investigación más amplia. En todo caso, las expresiones de Betances contenidas en la carta a Demetria sugieren que este se movía cómodamente entre dos concepciones raciales diferentes. De una parte, su discurso despliega nociones raciales modernas ancladas en la biología y en el color. De otra, expresa ideas ajenas a la óptica moderna al privilegiar asuntos como la ilegitimidad, las pugnas intra élites y el rechazo familiar al catolicismo. En efecto, el carácter flexible y negociado del sistema racial decimonónico, justamente porque desempeñaba un papel determinante en los procesos de jerarquización social, de una parte, y por ser un régimen poroso basado en la ponderación de criterios complejos, de otra parte, se erigió como un espacio social ideal para dirimir las pugnas entre miembros de las élites locales. En numerosas ocasiones, contiendas de múltiple índole se significaban como disputas sobre identidades raciales. Esta era una forma efectiva de arrojar dudas sobre la reputación del adversario y, de resultar este derrotado, de aniquilarlo socialmente.106 Como se ha reiterado en varias ocasiones, los hombres decentes, es decir, los cabezas de las familias principales de un pueblo o ciudad se erigían como porteros sociales que dificultaban o facilitaban la entrada o salida a la esfera del privilegio. Ramón Emeterio Betances era miembro de una de las familias principales de la isla y, como tal, gozaba de los privilegios y el estatus social de un hombre blanco, posición de la que nunca renegó públicamente. Aunque Ramón Emeterio haya manifestado algunas ideas raciales modernas eso no quiere decir que esa mentalidad era la que operaba en el resto de la familia o entre los miembros de la élite encargados de abrirles o cerrarles las puertas al espacio social del privilegio. 106. Por ejemplo, el Boletín Mercantil, periódico conservador publicado en Puerto Rico, en una nota en la cual critica los movimientos independentistas de Cuba y Puerto Rico, reacciona a una publicación que llama “honra” de Puerto Rico “al oscuro Dr. R.E. Betances...”. La alusión sobre lo “oscuro” de Betances, sin suda tiene matices raciales. No obstante, no pienso que se esté refiriendo a su color, sino más bien a la falta de esclarecimiento de su linaje por haber nacido en la República Dominicana. En todo caso, la estrategia de disminuir socialmente al adversario político era una común en la política de la época (“España y Santo Domingo”, Boletín Mercantil de Puerto Rico, 23 de junio de 1875, p. 2).

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Las rutas de la blancura tomaban frecuentemente la forma de vericuetos complejos imposibles de discernir a partir de criterios ajenos al contexto particular en donde discurrían. Lo mismo puede decirse con respecto a los caminos que conducían a la devaluada esfera de las llamadas castas o las calidades ínfimas. Aunque ordinariamente se comprende la condición de negro o pardo como producto de uno o más antepasados de origen “africano”, lo cierto es que una persona podía mancharse de otras maneras también, como se verá en el próximo capítulo.

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Capítulo 5 El descenso a la devaluada esfera de las “castas ínfimas” o las rutas de la deshonra

Nada es más público… que la honradez de mi pretendida, y la palabra que le di de casarme con ella desde el momento que empecé a tratarla: palabra que sostiene su reputación, y que si dejase de cumplirla, resultaría en desdoro de su honor, y por consiguiente en su total desgracia.1

Estas afirmaciones, realizadas en 1828 por Juan Zenón, un fumacero de Caguas, ponen de manifiesto que la cultura del honor, piedra angular del ordenamiento social de la Hispanoamérica colonial, había calado hondo en la sociedad puertorriqueña decimonónica. Esto ocurría hasta en sectores que desde la perspectiva de los grupos principales carecían de honra, como aparentemente era el caso de Zenón, quien se desempeñaba en un oficio manual y, según él mismo reconocía, era una persona pobre. Su novia, una joven “decente”, se arriesgaba a perder su honor si el gobierno no les concedía la licencia para contraer matrimonio.2 A pesar de que la chica era considerada parda en la comunidad en la que vivían –condición que motivó la oposición de la madre del novio al matrimonio–, Zenón entendía que su prometida disfrutaba de una cierta honorabilidad que pendía de la promesa de matrimonio que él le había conferido. La palabra empeñada involucraba un reconocimiento que, de ser negado, lanzaría a la chica al vacío de la calamidad social. La relación de las mujeres no blancas con el honor era complicada. Ordinariamente los conceptos de parda, morena, mulata o negra no se estimaban consustanciales a los conceptos de honor, decencia u 1. Caso Juan Zenón y Micaela Rodríguez, 1828. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 144, entrada 45. Énfasis añadido. 2. Los detalles de este caso se discutieron en el capítulo 3.

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honra. Como se ha argumentado en capítulos anteriores, las mujeres “manchadas” eran vistas con sospecha indistintamente de sus conductas individuales. A diferencia de las mujeres blancas, a las “de color” se le reconocía cierta honorabilidad solo si esta era acreditada por un hombre que estuviera dispuesto a ratificarla mediante el matrimonio. Mientras más honor se le reconociera al hombre dispuesto a llevarla al altar, mayor era el grado de honorabilidad que este le traspasaría a quien, para empezar, se estimaba foránea –por lo menos desde la perspectiva de los grupos principales– a dicha esfera. Esto es lo que parece sugerir el alcalde de Río Piedras y Cangrejos, cuando en 1837 describe la situación de Victoria Falú, morena libre de 20 años que se encontraba encinta y en condición de casarse, sin poderlo ejecutar por la oposición de la madre de su novio. El estado de probidad en que se encuentra la pretendida reclama que su causante le cumpla la palabra bajo cuya fe comprometió lo único que tenía de bien, que era su honestidad, en la que ha permanecido hasta el presente caso, y si se abandona o burla sus esperanzas sería exponerla a prostitución que siempre es perjudicial a los pueblos, y al estado mismo.3

En otras palabras, lo único de bien que tenía la chica era su honestidad o decencia, confirmada por la inclinación de su novio a casarse con ella. La modestia que la joven hubiese podido manifestar durante su mocedad y adultez poco parece importar. Esto era algo que no quedaba registrado hasta que un hombre hiciese un reconocimiento público de ello mediante el compromiso matrimonial. Resulta interesante que el hecho de que la chica se encontrara embarazada no disminuyera su “estado de probidad” o rectitud ante los ojos del alcalde. Evidentemente, el mismo no dependía de su conducta, sino de la intención de su novio de llevarla al altar y de la ratificación de su virtud que este acto involucraba. De ahí que si este abjurase del compromiso, el único destino al que podría aspirar la chica sería a una vida indigna e infame.4 3. Caso Victoriano Fructosa y Victoria Falú, 1837. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 144, entrada 45. 4. La definición de prostitución como una actividad a la que se dedica la persona que mantiene relaciones sexuales con otras a cambio de dinero se registra en el Diccionario de la Real Academia Española bien entrado el siglo xx. Durante los siglos xviii y xix, y buena parte del xx, la palabra “prostituir” se refería a la exposición pública de todo tipo de torpeza y sensualidad. Involucrarse en relaciones

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Mientras que el matrimonio canónico acercaba a las mujeres “de color” a la esfera del honor y, por ende, de la blancura, la carencia de un hombre que ratificara sus virtudes tenía el efecto de arrojarlas a planos más profundos de indignidad. Es decir, que el honor y el deshonor eran calles que transitaban en ambas direcciones. De manera que, aunque las “manchadas” podían ganar honor y atenuar o hasta llegar a borrar su mácula, también era cierto que podían aumentarla y acrecentarla. Otro tanto ocurría con las mujeres “blancas” o descendientes de españoles, quienes podían apostar a acrecentar su honor o mancharse al punto de descender a la devaluada esfera de las “castas ínfimas”. Investigaciones recientes han documentado las diversas caras del honor.5 De ahí que resulte difícil brindar una definición que dé cuenta de todas sus manifestaciones. Después de todo, los significados del honor se dirimen en contextos sociales e históricos particulares.6 A pesar de esto, existe cierto consenso sobre el hecho de que el honor debe ser entendido como un complejo y variado cúmulo de valores y prácticas, el cual, a nivel retórico, se presenta como rígido y consolidado, pero, en la práctica, raras veces es absoluto y comúnmente está sujeto a intensa negociación.7 Así, también es ampliamente aceptado que los variados códigos de honor en el contexto hispanoamericano colonial fueron impactados por los valores y prácticas que regían el honor en la península. De ahí que asuntos tales como la limpieza de sangre y de oficios, la nobleza, la catolicidad, la precedencia, el linaje, la forma de vestir y el estilo de vida, entre otras cosas, figuraran de forma prominente en las discusiones sobre el honor en el contexto hispanoamericano.8 No obstante, es importante recalcar que todos estos elementos fueron resignificados al fragor de lu-

5.

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sexuales que no culminaran en matrimonio constituía un proceder que denotaba una inclinación hacia los placeres carnales y las acciones indignas, las cuales eran consideradas infames. En este contexto no tenía nada que ver con el ofrecimiento de favores sexuales a cambio de dinero. Véase las definiciones de este concepto en el portal de la Real Academia Española, el cual ofrece las distintas versiones de su diccionario desde el siglo xviii en adelante. Disponible en . Johnson y Lipsett-Rivera, The faces of Honor, ob. cit.; Twinam, Public Lives, Private Secrets, ob. cit.; Seed, To honor, Love, and Obey, ob. cit.; Sueann Caulfield, In Defense of Honor: Sexual Morality, Modernity, and Nation in Early TwentiethCentury Brazil. Durham: Duke University Press, 2000. Johnson y Lipsett-Rivera, The faces of Honor, ob. cit., p. 2. Ann Twinam, “The Negotiation of Honor. Elites, Sexuality, and Illegitimacy in Eighteenth-Century Spanish America”, en ibíd., p. 72. Burkholder, “Honor and Honors in colonial Spanish America”, en ibíd., p. 18.

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chas sociales y culturales que, por un lado, intentaron crear y propagar un ordenamiento social jerárquico con los españoles y sus descendientes inmediatos a la cabeza, y que, por otro, fue resistido desde distintos flancos y mediante múltiples estrategias por aquellos grupos que se pretendía excluir o marginar de dicho ordenamiento social o hasta por individuos de los sectores dominantes cuyos intereses particulares se veían afectados por los valores y prácticas que se trataban de imponer. De ahí que los asuntos del honor y el deshonor estén íntimamente ligados en el contexto hispanoamericano colonial a las dinámicas de racialización; es decir, a los procesos de construcción, asignación, acatamiento y resistencia de una diversidad de identidades raciales. El honor en la sociedad hispanoamericana colonial era blanco; estaba aunado al privilegio y prestigio social. Por consiguiente, el deshonor o la infamia se vinculaba con lo degradado y bajo, lo cual se significaba comúnmente en aquello que se oponía a lo español. Desde esta perspectiva, resulta sencillo comprender por qué aun los individuos a los que no se les reconocía honra, no cejaran en su empeño por acercarse a las esferas de prestigio. No solo se trataba de lograr que se le reconociese alguna dimensión del honor, sino que, además, era cuestión de continuar perseverando hasta lograr acrecentarlo. Mientras más honor pudiera alcanzar un individuo, más se acercaba a la blancura. No obstante, lo opuesto también podía ocurrir. Una persona de honor podía ser impelida al ámbito del deshonor, y por ende al de la negrura. Las mujeres, sobre todo las “de color”, se hallaban al borde del precipicio del deshonor, sostenidas precariamente por la palabra masculina otorgada en promesa de matrimonio.

Los vericuetos del honor y el deshonor femenino Había ocasiones en que la palabra masculina acarreaba suficiente peso como para lograr cristalizar aquello que nombraba, como se atestigua en el siguiente caso, el cual puede considerarse como ejemplar, ya que es la única instancia entre los casos que presentan un desenlace claro, en la que el gobierno avala una unión que involucraba una desigualdad en extremo “notable”. Don José Rabasa era un peninsular oriundo de Cataluña que había vivido durante los últimos dieciocho años de su vida junto a la parda libre Juana Vicenta Perdomo, con quien había procreado once hijos, de los cuales solo siete habían sobrevivido. Rabasa temía morir sin haber redimido “su mala conciencia” y protegido a sus hijos. Por

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tal razón, se animó a enlazarse con “la honrada parda” Juana Vicenta “sin el menor ruido ni [estrépito] que diera lugar a habladurías”.9 Sin embargo, como era de esperarse, surgió oposición. El hijo legítimo de don José no solo se opuso al matrimonio de su padre, sino que, según este último, indispuso la opinión de algunos “sujetos preponderantes” del pueblo con respecto al matrimonio, alegando que la prometida era esclava de su padre y que varios de los hijos de la pareja eran adulterinos porque habían nacido cuando todavía vivía en Cataluña la difunta esposa legítima de don José. Don José, como era de esperarse, le envía una carta al gobernador, defendiendo su proceder, explicando los motivos que movían a su hijo a actuar de la forma en que lo estaba haciendo y solicitando la licencia para llevar a cabo su matrimonio. Alega, en primer lugar, que lo que pretendía su hijo era quedar como único heredero de los modestos bienes que, “en sociedad con su pretendida”, había acumulado con muchísimo esfuerzo. Expresa, en segundo lugar, que si su hijo legítimo tenía una buena posición social era gracias a que Juana Vicenta, años antes, lo había convencido para que lo apoyara económicamente en el establecimiento de una tienda de mercería, por la que era conocido en aquel partido e “instrumento de la representación” que gozaba en ese momento. En tercer lugar, aduce que él le había negado la licencia para que su hijo contrajera nupcias con su actual esposa y que después de obtener el permiso del gobernador para realizarlo, formó su familia separadamente de la de su padre. Por último, afirma que si su hijo aspiraba “a los grandes empleos y oropel de mundo” no porque su padre estuviera casado con la madre de sus muy hijos queridos, y una buena compañera, dejará de obtenerlos, porque tanto las autoridades como el público saben distinguir las circunstancias, y conocer que Juana Vicenta Perdomo no le contagiará con su calidad, al paso que asegurará el reposo de su padre, y los derechos de los pobres hijos, que ninguna culpa han cometido en nacer de tales padres.

Es decir, que el matrimonio del padre bajo ninguna circunstancia perjudicaría al hijo, a la vez que beneficiaría a los vástagos ilegítimos y calmaría la conciencia del padre. 9. Caso José Rabasa y Juana Vicenta Perdomo, Caguas, 1823. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 144, entrada 45. Todos los detalles que se discuten sobre este caso están contenidos en el citado expediente.

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Juana Vicenta Perdomo, en efecto, había sido esclava de don José. Este la adquiere el 2 de marzo de 1807 y el 14 de septiembre de ese mismo año la manumite, según él, quedando libre del cautiverio, y con iguales derechos desde aquel acto a todos los demás nacidos libres, pudiendo tratar, contratar, comparecer en juicio, hacer su testamento, y en fin tan corriente como las demás personas que han tenido su origen de padres blancos y honrados…

Resulta interesante que, a todos los efectos, don José, no solo equipara la libertad con la blancura, sino que sugiere que la libertad concedida a Juana Vicenta la coloca al mismo nivel de aquellos que habían nacido de “padres blancos y honrados”. Evidentemente, las cosas no eran necesariamente como las presenta don José. Es bien sabido que los y las libertos, al igual que los demás “manchados”, no gozaban de derechos ciudadanos. Tampoco era cierta su afirmación de que Juana Vicenta no le “contagiaría” su calidad al hijo de contraer matrimonio con el padre. En numerosas ocasiones a través de las páginas de este trabajo se ha ofrecido evidencia de que efectivamente, el matrimonio desventajoso de un miembro de una familia se reflejaba en el resto del grupo, estuvieran estos emparentados por lazos sanguíneos o de afinidad. De hecho, este era el tipo de borrón que comúnmente se traía a la palestra pública al momento de que algún miembro de la élite aspirara a un puesto político o a una posición de envergadura dentro de la sociedad para descalificarlos. ¿Cómo comprender, entonces, las expresiones de don José? El alegato de don José constituye lo que podría denominarse como una especie de tour de force masculino; como un intenso esfuerzo por materializar aquello que nombraba, como si en efecto, fuese una verdad incontestable. Como ya fue señalado, en su discurso, don José iguala a Juana Vicenta a las personas nacidas de padres “blancos y decentes” por la mera manumisión que él le confiere. Asimismo, arguye con toda seguridad que su hijo no tenía por qué temer el “contagio” con la calidad de la que se convertiría en su madrastra, simplemente porque él así lo afirmaba. Pero su tour de force no finaliza ahí. Como hombre español, tenía el derecho de llevar a cabo sus planes, como lo había hecho el año anterior otro compatriota suyo, don Ildefonso Laguna. Rabasa relata cómo el padre cura de Caguas había casado a Laguna con Blasina Meléndez, una liberta la cual Laguna manumitió uniéndose a ella en concubinato hasta el día de su fallecimiento y procreando varios hijos. Hallándose en su lecho de muerte, le pidió al

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cura de Caguas que realizara el matrimonio, a lo que este último accedió. Esa misma noche expiró. ¿Acaso era su caso diferente? Tan idéntico es el caso relacionado con el del exponente, como que en ellos no se versa la más leve razón de disparidad. Si José Rabasa es catalán peninsular, Laguna era manchego peninsular, y si Juana Vicenta Perdomo ha sido esclava del difunto teniente coronel don Manuel Benecen, Blasina Meléndez lo fue hasta los diez y ocho o veinte años de su edad del difunto señor deán don José de Rivera. Laguna murió, y por medio del subsiguiente matrimonio legitimó su desgraciada sucesión, caminando a la noche de la eternidad bajo esa dulce consolación, y de que los bienes que había adquirido pasasen al goce de sus tiernos hijos. Tal caso hace creer al suplicante, que en los últimos instantes de su vida gozaría igual privilegio al de Laguna, a menos que para él rigiesen distintas leyes: ¿y si después de vivir bajo una mala conciencia, de no poder francamente dar educación a sus hijos, y estar expuesto a los cargos de la autoridad pública, es atacado de una accidente repentino o de una aguda enfermedad que no le conceda tiempo para tales diligencias, cuál sería la suerte del suplicante? ¿Qué convulsiones tan dolorosas no sufrirá su alma en aquellos tristes momentos? ¿Y cuáles amarguras no se prepararán a sus desgraciados hijos teniendo por antagonista a un hijo legítimo aspirante exclusivamente al todo de los intereses?

Rabasa deja ver claramente que la paz espiritual y el deseo de proteger a sus hijos de los hombres españoles estaban por encima de cualquier otra consideración. Esto incluía contradecir el ordenamiento social que los propios españoles habían procurado imponer. Según él, los privilegios conferidos a los hombres españoles se constituían en derechos; él era tan español como Laguna y si no se le permitía casarse con la mujer que él había escogido, esto equivalía a una gran injusticia. Como demuestran las acciones de Rabasa y su compatriota Laguna, el ordenamiento estamental impuesto por los españoles era constantemente cuestionado y subvertido desde adentro; es decir, por los propios españoles cuyos intereses personales contradecían los de su colectividad. Después de todo, ¿no es el privilegio una ventaja especial o la exención de una obligación? La posición dominante de los españoles en las colonias estaba predicada precisamente sobre los privilegios que se les otorgaban. El caso de Rabasa o de Laguna son solo algunos ejemplos de cómo ese privilegio se manifestaba concretamente en la cotidianidad. Asombrosamente, el gobierno concuerda con la apreciación de don José y le otorga la licencia. Es como si la palabra de un hombre español adulto llevara en sí la fuerza de la ley. En el expediente de este caso

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no se encontró evidencia de ninguna investigación que llevara a cabo el gobierno, como se solía hacer ordinariamente, o de haber realizado algún intento para explorar el parecer del hijo legítimo. El gobernador José González Linares le otorga la licencia, argumentando que dado que Rabasa había vivido con Juana Vicenta “el dilatado tiempo de dieciocho años en una amistad ilícita lo mismo que si hubiese sido su legítima esposa” y procreado hijos, el matrimonio era necesario, pues así lo exigían “los principios de moral pública y el bienestar de las familias”. Tal parece que el bienestar de las familias descansaba sobre el confort y paz de los hombres españoles y si uno de estos, luego de tantos años de “tratos ilícitos”, se mostraba dispuesto a casarse con una mujer de una calidad inferior era porque tenía que ser distinta a las de su calaña. En efecto, uno de los elementos que resalta de la documentación examinada es lo apercibidos que parecían estar los hombres blancos de la fuerza que acarreaba su palabra. De ahí, que al igual que don José Rabasa, muchos de ellos no escatimaran elogios para representar a las mujeres con las cuales deseaban casarse. Es como si una parte integral de la construcción del estatus de una mujer recayera en la imagen que su prometido pintara de ella. Involucrado aquí se hallaba también el ejercicio de la voluntad masculina. En otras palabras, el que un hombre pudiera hacer su voluntad con la anuencia de las autoridades, aun cuando esta contradijera el ordenamiento social instituido, constituía una manifestación ostensible de la posición de honor y privilegio que este disfrutaba. De ahí, que un hombre de honor que lograra contraer nupcias con una mujer inferior no necesariamente perdía su honor individual; en ocasiones hasta era una forma de apuntalarlo.10 Así, también es en esta compleja dinámica donde se halla parte de la explicación a la espinosa pregunta de por qué un hombre de honor perseguiría con ahínco el matrimonio con una mujer de inferior condición, cuando podía tener acceso a ella sin pasar por la vicaría. Como ya se ha visto, además de asuntos de conciencia y del deseo de proteger la descendencia, también existía la dimensión del despliegue de la voluntad masculina como signo del poder y prestigio social del ejecutante. Quizás quien expresa mejor este punto de vista es precisamente un joven que no logra imponer su voluntad. Don José Ramón Correa, del pueblo de Fajardo, desea enlazarse con una joven a la cual le debía su honor. Este, aunque de una de las familias principales del

10. Eso no quiere decir que tal acción no se reflejara negativamente en el resto de la familia.

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pueblo, no poseía dinero para subsanar el daño que le había ocasionado a su novia mediante el pago de una dote, como estipulaba la ley. De ahí que se vea obligado a recurrir a las autoridades para que le suplieran el permiso que su madre se negaba a otorgarle. El joven expresa: Es bien notorio que la contrayente Excelentísimo Señor no es de las que se cuentan en el primer rango de nobleza, pero sí, es en y ha sido en todos los tiempos habida y tenida como una blanca del estado o clase plebeyo como lo soy yo. Además, sus más sanos sentimientos que siempre se la ha conocido, la presentan en la sociedad como un miembro resplandeciente y digno de merecer, y ser acreedora a cualesquiera favor que se le quiera dispensar, y finalmente la considero entre las mujeres muy digna para la elección que he hecho de consorte, a pesar de que, si atendemos a otras circunstancias, debe reflexionarse que es mi voluntad sólo a ella, y no a otra alguna dirigida por los servicios que me dispensado.11

En su exposición, don José Ramón Correa iguala la condición de su prometida a la suya y exalta sus cualidades personales. Estas sirven para corroborar su condición de blanca o, en el peor de los casos, para acreditar su estado de ser merecedora de cualquier gracia o favor que se le tuviese a bien otorgar, como, por ejemplo, permitir su matrimonio con un joven de una familia blanca y distinguida. Desafortunadamente para la pareja, la palabra de don José Ramón, un hombre joven de unos 25 años, no portaba la suficiente fuerza social para neutralizar la oposición de su madre y recibir el privilegio de realizar su voluntad aun cuando esta fuera en contra del orden establecido, como ocurrió en el antes discutido caso de don José Rabasa. De ahí, que no se le otorgara la licencia para poder contraer matrimonio con su prometida María Jacob y se frustrara su intento de elevar a su prometida a su propio nivel. De igual forma, aunque Juan Zenón, hombre de 23 años cuyas declaraciones dieron comienzo a este capítulo, trató infructuosamente por más de un año de contraer matrimonio con su novia Micaela Rodríguez, joven parda que había comprometido su honor apostando a un matrimonio con un hombre, que aunque pobre era considerado blanco, la oposición materna avalada por la decisión del gobierno impidió que el mismo se llevara a cabo. La determinación del gobierno, no solo vetó el matrimonio, sino que le prohibió a Zenón, so pena 11. Caso José Ramón Correa y María Jacob López, 1830. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 144, entrada 45.

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de destierro, que vivera en concubinato con Micaela. Así, el Estado, le niega la oportunidad de vivir en estado matrimonial y la expone a una vida de “prostitución” o infamia. La palabra de su novio tampoco acarreó la fuerza necesaria para sostener la reputación de la chica y elevarla a su posición de blanco. Micaela, cuyo honor pendía de la palabra de su novio, es lanzada pendiente abajo al precipicio del deshonor por el Estado, quien cercena sus posibilidades de alcanzar una mejor posición y, como corolario, empeora su condición social.12 Las instancias arriba discutidas ponen de manifiesto que los privilegios de la masculinidad blanca estaban atravesados por otras consideraciones, tales como la edad y la procedencia de los individuos. Resulta evidente que la palabra de un hombre mayor tenía más peso que la de uno joven. Igualmente, el hecho de ser peninsular colocaba a un individuo en una posición social mucho más sólida que la de los blancos criollos. Esto explica por qué ciertos hombres de distinción podían realizar su voluntad, mientras que otros enfrentaban escollos que le impedían realizar la misma. Obviamente, ello conllevaba resultados diferenciados para las mujeres asociadas con ellos.

Mujeres “de color” al filo del despeñadero Las mujeres no blancas también conocían el leguaje del honor y lo utilizaban ante las autoridades gubernamentales para obtener el respaldo necesario para llevar a cabo sus planes y realizar su voluntad. Así lo demuestra el caso de María San Diego de Castro, una chica de diecinueve años de Caguas, de “estado honesto”, quien en 1822 solicita al gobernador permiso para contraer matrimonio con don Apolinario López. Aunque el pretendiente era “tenido y reputado” por blanco, lo que representaba un matrimonio “ventajoso” para la chica, quien era considerada parda en su comunidad, el padre de esta última se oponía vehementemente a dicha unión. María San Diego le ruega al gobernador que le brinde el permiso que su padre por “temeridad” y “capricho” le había negado. La pareja había contraído esponsales de futuro hacía dos años y seguir dilatando el matrimonio la exponía a toda suerte de calamidades. Según ella, el permiso del gobernador evitaría 12. Caso Juan Zenón y Micaela Rodríguez, 1828. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 144, entrada 45.

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acontecimientos desgraciados que las dilaciones traen aparejados en semejantes casos, como se acredita por el grande libro de la experiencia que nos presenta una multitud de ejemplares en que han llorado no pocas mujeres lágrimas muy amargas para toda su vida por haber marchado lentamente en materia tan delicada. Tal podría sucederme si por andar con morosidad en el asunto a que aspiro…13

María San Diego temía que su futuro esposo se retractase o que falleciese y quedara ella llorando “lágrimas muy amargas” por el resto de su vida. Además, en su opinión, todo este suceso había lacerado su reputación “en tanto grado que solo el matrimonio de presente [podía] servir de remedio”. Ella era consciente de que, como se ha venido argumentando, su reputación pendía de la palabra de matrimonio que le había dado don Apolinario, hombre que aunque de escasos recursos económicos era conceptuado como blanco. Un enlace de este tipo le transferiría honor, por lo que no debe sorprender que la chica insistiera en el matrimonio, aun cuando ello significara contradecir la voluntad paterna. Curiosamente, su padre no veía el matrimonio con buenos ojos, precisamente porque reconocía que existía una desigualdad de “clase” –es decir, de calidad– entre su hija y el pretendiente. Dicha desigualdad, en lugar de beneficiar a la chica como comúnmente se pensaría, terminaría por perjudicarla. Este declara que su oposición dimana de que siendo su hija parda de calidad y su pretendiente notoriamente blanco con don[,] no quiere exponerla a que después de casada tenga el marido este motivo de vituperarla en caso de cualquiera de las incomodidades que ocurren entre los casados; que el pretendiente carece para subsistir y sostener seis hijos de su primer matrimonio; y que le es [ilegible] entregarle su hija cuando la experiencia le tiene enseñado que la primera [mujer] murió hética de [trabajar] para mantenerse y mantenerlo a él…

La declaración del padre pone de manifiesto un ángulo diferente involucrado en los matrimonios entre hombres blancos y mujeres de un estatus racial inferior. Hasta el momento se ha venido argumentando que este tipo de matrimonio le transfería honor a la mujer, sin embargo, tal transferencia involucraba un precio que la mujer debía

13. Caso Apolinario López y María San Diego de Castro, 1822. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 143, entrada 45. Todos los detalles que se discuten sobre este caso están contenidos en el citado expediente.

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pagar más allá de la usual subordinación de la esposa al esposo que se estilaba en las uniones entre iguales. Las mujeres de un estatus racial inferior que se casaran con hombres de uno superior estaban a merced de sufrir mayores agravios y ofensas por parte de sus maridos, sobre todo, en caso de que las cosas no marcharan bien entre ellos. En el caso de María San Diego, la situación era peor ya que no solo el pretendiente no poseía recursos, sino que era viudo con seis hijos y su esposa anterior había tenido que mantener a la familia, esfuerzo que le había consumido hasta perder la vida. Es común observar entre los casos examinados, hombres mayores de algún estatus que deciden contraer nupcias con mujeres de un estatus inferior en agradecimiento por haberlos cuidado o justamente porque precisaban cuidados y no tenían medios para asegurarlos. Este parece ser el caso de don Apolinario y María San Diego. He aquí otra razón que explica el por qué un hombre de mayor estatus decide casarse con una mujer de un estatus inferior. En el caso de la mujer, la transferencia de honor se da a un precio. María San Diego estaba consciente de ello y, aun así, perseveró en este matrimonio. Lamentablemente, el caso no presenta una conclusión, por lo que no se sabe con certeza si el gobierno le otorgó el permiso o no. Cualquiera que haya sido la decisión de este, María San Diego debía pagar un precio; llorar lágrimas amargas por el resto de sus días en caso de no poder realizar su matrimonio debido al deshonor que tal ruptura involucraba o casarse con un hombre de mayor posición social que le transferiría algún honor a cambio de cuidarlo a él y a sus seis hijos, bajo el riesgo de ser vituperada en caso de no llenar las expectativas de su esposo. Quizás el caso que ejemplifica mejor la vulnerabilidad social de las mujeres no blancas es el promovido por María Monserrate Delgado, de Naguabo, quien en 1821 solicita a las autoridades permiso para vivir con su prometido Juan Sánchez. María Monserrate conocía bien el lenguaje del honor, como lo demuestra la forma en que articula su petición a las autoridades políticas. Según relata, ella había llegado a Fajardo “en compañía de toda su familia”, la cual consistía de ella y sus tres hijos. Al poco tiempo, “trató esponsales” con Juan y se fue a vivir a la casa de este bajo promesa de matrimonio. El enlace no se había podido realizar por los achaques crónicos del novio, aunque “siempre ha[bía] vivido en la casa con esa misma fe”.14 Durante el tiempo que 14. Caso Juan Sánchez y María Monserrate Delgado, 1821. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 144, entrada 45. Todos los detalles que se discuten sobre este caso

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permaneció allí, ninguna de las autoridades políticas había objetado el tenor de la relación “por constarles del modo y forma que habitaba” con Juan. Pero en el último año, “sin saber ni haber un motivo que desdi[jera] de la conducta que siempre ha[bía] observado en la vecindad”, el nuevo alcalde constitucional ordenó la separación de la pareja. Según María Monserrate, tal orden era una totalmente arbitraria ya que, en primer lugar, Juan se hallaba gravemente enfermo y no se podía valer por sí mismo, y, en segundo lugar, la promesa de matrimonio no había sido retirada por lo que, tan pronto la salud del novio lo permitiera, el enlace se llevaría a cabo. De ahí que solicitara el permiso para continuar habitando en la misma residencia que su prometido hasta que se realizara la boda. La petición de María Monserrate no era una descabellada. En efecto, muchas parejas convivían bajo promesa de matrimonio sin que esto le restara honor o decencia ante los ojos de la sociedad. Los trámites matrimoniales tomaban tiempo y recursos, y las parejas enfrentaban varios escollos que dilataban la conclusión del proceso.15 En este sentido, convivir fuera del matrimonio no necesariamente se consideraba escandaloso. Lo inmoral era que esta situación se suscitara entre personas entre las cuales no existiera la intención de llegar al altar, o entre aquellos que por los convencionalismos sociales se veían imposibilitados de hacerlo. Esta última posibilidad parece ser la que rige en el caso de María Monserrate y Juan, por lo menos, en la opinión del alcalde de Fajardo, quien reacciona airado ante la petición de la mujer. Este refiere que desde que se había iniciado en su puesto unos meses antes, había dedicado parte de su tiempo a “cortar abusos y desórdenes semejantes, llamando a unos y exhortando a otros y cumpliendo vigorosamente con el contenido del bando de buen gobierno” que se había promulgado desde enero de ese mismo año. Como parte de esas gestiones fue que le señaló a la pareja lo escandaloso de su situación y le comunicó a la mujer que debía abandonar la residencia que compartía con Juan. Para él, tal relación era inaceptable por la sencilla razón de que esta jamás culminaría en matrimonio. De ahí su indignación ante la petición de la mujer:

están contenidos en el citado expediente. Algunos folios relacionados con este caso se encuentran en el Archivo Gneral de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 143, entrada 45. 15. Fernando Picó, Libertad y servidumbre. San Juan, Ediciones Huracán, 1983, pp. 136-137; María de Fátima Barceló Miller, “De la polilla a la virtud: visión de la mujer de la Iglesia jerárquica de Puerto Rico”, en Yamila Azize, La mujer en Puerto Rico. San Juan, Ediciones Huracán, 1987, p. 61.

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…me sorprendió el contenido de dicho escrito atreviéndose la que representa a querer tildar el comportamiento y disposición paleando y sincerando su conducta hasta el caso de solicitar se le permita la continuación de una vida detestable y escandalosa[,] añade para ello el débil pretexto de tener contraído esponsales de futuro con el susodicho Sánchez, es incierto absolutamente[,] él nunca lo ha pensado ni lo piensa por la diferencia que encuentra de su persona al de (sic) la morena que representa y tampoco nadie de esto me manifestó uno ni otro, cuando personalmente les intimé en su casa…16

En contraste con el discurso sobre el honor articulado por la mujer, el alcalde pinta un cuadro de indecencia en los términos típicos de la época: una morena que tiene tratos ilícitos con un hombre de un estatus racial superior entre los cuales no mediaba, ni podía mediar, la posibilidad de llegar al altar. Para empezar, expone el alcalde, Juan Sánchez nunca había manifestado intención de casarse con ella. Además, la supuesta enfermedad del “novio” jamás le había impedido ejercer su oficio de zapatero ni, mucho menos, “concurrir todas las noche a tocar guitarra en los bailes” del pueblo. Por último, no era cierto que la familia a la que la mujer alude fuera decente, en opinión del alcalde. En su petición, María Monserrate menciona que tenía tres hijos, dos de los cuales –un varón y una hembra– se habían casado y formado sus propias familias. El más pequeño, un joven de trece o catorce años, se hallaba cuidando a su abuelo anciano en otro pueblo. No obstante, el alcalde refuta el cuadro familiar de honorabilidad que pinta la mujer, señalando que el hijo mayor, antes de abandonar el pueblo se había robado dos o tres caballos. Al ser alcanzado por los dueños, se había dado a la fuga. El más pequeño, también había cometido un robo, pero por su edad se le había “disimulado” el hecho. Más recientemente, el niño había abandonada la casa materna y no se sabía su paradero. El alcalde atribuía la “conducta” y los “vicios” de los hijos al mal ejemplo que le había dado la madre, ya que “distraída de sí misma ha[bía] olvidado la corrección que le correspondía y sujeción en su familia”. Tanto desaprobaba el alcalde las circunstancias de María Monserrate que no solo la sacó de la casa de Juan, sino que se la entregó “a

16. Caso Juan Sánchez y María Monserrate Delgado, 1821. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 144, entrada 45.

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un amo”. Ante tal acción, Juan Sánchez se ve precisado a denunciar el atropello. No obstante, en su carta a las autoridades pinta un cuadro algo distinto al de María Monserrate: Hallándome sumamente afligido por no poderme valer ni tener parientes ni sirviente que me asista, recogí en mi casa a esa mujer viuda con tres hijos para que me asistiera; y le he prometido que en todo tiempo que la Divina Majestad me dé la salud y que pueda trabajar, el ampararla. Ahora sin ningún motivo, el señor Alcalde la saca de mi casa y la pone con amo siendo una persona libre; y preguntándole yo los motivos no me da ningunos, le pregunto si he sido acusado que se me hiciese saber mi contrario, para que me lo justificara, y me da por respuesta que por la crítica.17

Según Juan, la relación que mediaba entre su persona y María Monserrate era una casta. Se trataba de un trueque; ella lo cuidaba a cambio de su manutención. En ningún momento menciona intenciones matrimoniales ni sugiere que entre ellos existiera una relación de pareja. En otras palabras, no había una promesa de matrimonio que sostuviera la reputación de María Monserrate. Ante esto, el alcalde no solo la saca de la casa de Juan, sino que la esclaviza –“la pone con amo”–, aunque ella era una persona libre. De esta forma, María Monserrate es lanzada al fondo del despeñadero, al nivel más bajo de degradación, el cual era simbolizado en la sociedad puertorriqueña decimonónica precisamente por el estado de esclavitud. Ante estos sucesos, el gobernador simplemente dictamina que se proceda según lo dicte la ley, la cual –por supuesto– estaba del lado del alcalde. Es imposible saber cuánto tiempo permaneció María Monserrate esclavizada. No obstante, su caso pone de manifiesto cómo las mujeres no blancas se hallaban en el filo del precipicio del deshonor, del cual podían librarse y moverse hacia terreno más firme, siempre y cuando existiera algún hombre de cierto honor que las resguardara. De ahí que algunas mujeres persiguieran vigorosamente relaciones con ciertos hombres, aunque ello involucrara un precio que pagar. No obstante, frecuentemente estas apuestas no devengaban las ganancias anticipadas, por lo que muchas de ellas terminaban en una peor posición social, como lo atestigua el caso de María Monserrate. 17. Caso Juan Sánchez y María Monserrate Delgado, 1821. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 144, entrada 45.

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Las mujeres “de color” no eran las únicas que podían despeñarse hacia la “devaluada esfera de las castas ínfimas”. Mujeres blancas, descendientes de españoles también podían precipitarse pendiente abajo, como se verá en la próxima sección.

Mujeres “blancas” frente al deshonor Contrario a lo que comúnmente se piensa, las mujeres blancas no necesariamente perdían su honor al perder la virginidad o procrear un hijo fuera del matrimonio. Al igual que ocurría con las mujeres no blancas, la palabra de matrimonio de su prometido sostenía su reputación y conservaba su honor. Aun en la eventualidad de no llegar a contraer nupcias con el padre de su hijo o hija, su reputación tampoco tenía porqué sufrir un daño irreparable. En capítulos anteriores vimos cómo el reconocimiento de un hijo natural por parte de un hombre o la legitimación por rescripto real de un vástago habido fuera del matrimonio elevaba a la madre y le trasfería honor. Incluso, en los casos en los cuales no mediaba palabra de matrimonio, la pérdida de virginidad y un embarazo público no necesariamente impelía a las mujeres blancas a la esfera del deshonor. Quizás el caso que mejor ejemplifica este punto es el de doña Belén de Andino, una joven de 17 años, miembro de una de las familias principales de San Juan, quien en 1830 tiene un hijo ilegítimo. Ante la negativa del padre del niño a reconocerlo en la pila de bautismo, el padre de doña Belén, don Manuel de Andino, un subteniente retirado de Infantería, junto a su legítima esposa, doña María del Carmen Casado, lleva el caso de su hija hasta la Corona española.18 Lo singular de esta historia es que el embaucador era nada más y nada menos que don Mariano Sixto, intendente de Ejército y Hacienda de la isla de Puerto Rico, natural de la villa de Madrid y segundo en mando en el orden civil de la isla. Según el padre de doña Belén, él y su familia le habían abierto las puertas de hogar al intendente Sixto “con la urbanidad y atención que la buena educación prescrib[ía]”.19 No obstante, este había abusado de la hospitalidad de la familia, seduciendo y embarazando a una menor de edad. Para don

18. Para una breve historia de la familia de Andino Casado, véase José G. Rigau, Puerto Rico en la conmoción de Hispanoamérica. Historia y cartas íntima, 1820-1823. San Juan, Editorial Revés, 2013, pp. 51-52; 300-304. 19. Archivo Histórico de Madrid, Ultramar, 2013, exp. 12.

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Manuel, el intendente era del tipo de “jefes que degradando sus altas funciones se conv[ertían] en lobos rapaces y enemigo del reposo y el honor de los demás hombres”.20 Es decir, que el honor de doña Belén no era el único que había sido afrentado, sino el de la familia y, sobre todo, el suyo propio: Creían, señor, los consortes exponentes, que una familia de las principales y más distinguidas, de buenas costumbres, recogida en su casa, emparentada por ambos con casi todas las del primer rango en esta Isla, y presidida por un padre anciano, de edad venerable, estaba al abrigo de todo insulto y de toda injuria; y mucho menos podían racionalmente temer que un hombre, fuera ya de la edad de las pasiones, funcionario de categoría y jefe superior de uno de los ramos de la administración, emplease todos los recursos y la más refinada astucia, en deshonrar la vejez, llenando sus últimos días de lágrimas, luto y desolación. Creían, señor, que las personas constituidas en dignidad y autoridad, debían dar el ejemplo de respeto a las buenas costumbres de veneración a las leyes divinas y humanas, y de decencia y decoro en la sociedad, en su vida pública y privada; mas todos estos fundados principios los ha echado por tierra con el mayor escándalo, la inmoralidad torpe y desenfrenada el Intendente del Ejército y de Real Hacienda de esta isla…21

En efecto, tal y como narra don Manuel de Andino, las familias de honor se suponían por encima de cualquier afrenta u ofensa debido a su alta moral y excelente conducta. De igual forma, era inimaginable que una persona de la posición del intendente realizara un acto de tal calaña. Es precisamente esa confianza excesiva en el orden establecido y en las cualidades innatas de las personas principales –entiéndase españolas y blancas– lo que explica que una joven de 17 años y un hombre adulto, amigo de sus padres y funcionario político, encontraran el espacio propicio para intimar y establecer una relación amorosa de carácter sexual. Generalmente se piensa que las jóvenes y mujeres de la élite eran cercanamente vigiladas y que cada paso que daban estaba supervisado por algún miembro del entorno familiar. El caso de doña Belén demuestra que esto no necesariamente era así. Precisamente porque las mujeres y jóvenes de la élite estaban más allá de toda duda se daba por descontado su buena conducta y moralidad. Sus relaciones sociales se veían como ingenuas y virtuosas. Ello ex20. Ibíd. 21. Ibíd.

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plica porqué se daba cierta laxitud en la supervisión de las mujeres, sobre todo, en medio del entorno familiar. Después de todo, ¿quién se atrevería a burlar la santidad de un hogar celosamente guardado por un “patriarca venerado”? Sin embargo, esto es justamente lo que ocurre en el hogar de los de Andino Casado y no es pura casualidad que quien se atreviera a ejecutarlo fuera un peninsular que ostentaba uno de los puestos de mayor autoridad dentro del gobierno civil de la isla. Al fin y al cabo, en cuestiones de honor, con excepción del papa o el rey, siempre hay alguien por encima de uno.22 Los De Andino Casado se conceptuaban en la cima de la pirámide del honor, pero se toparon con alguien que se estimaba superior a ellos y con la suficiente audacia para saltarse los convencionalismos sociales. El padre agraviado, por su parte, no se queda de brazos cruzados. Después de todo, eran su autoridad, honor y prestigio los que en última instancia habían sido afrentados, y así se lo deja saber al rey. Una queja común articulada por los padres y madres de hijos varones que pretendían enlazarse con alguien de una condición inferior a la de su hijo era que los padres de la chica hacían la vista larga o, inclusive, propiciaban la relación sexual entre la pareja como un medio para atrapar al novio. Es imposible saber si esta era la intención de la familia de Andino Casado al permitir que su hija se relacionara con el intendente; empero, este no parece ser el caso. En primer lugar, los padres de la chica nunca mencionan que la relación de la pareja estuviera mediada por una promesa de matrimonio. En segundo lugar, en ningún momento solicitan que se repare el daño hecho a la reputación de su hija mediante el matrimonio. No piden, señor, a VM los exponentes, que obligue al seductor a enlazarse en matrimonio con su desgraciada hija, y ni aun lo desean, porque calculan que un hombre que profesa tan abominables principios, no es a propósito para hacer la felicidad de una esposa, y educar sus hijos con honra y virtud…23

Para don Manuel, el intendente carecía de toda virtud y honorabilidad. Lo único que pedían era que se obligara a este a reconocer al niño como su hijo natural y que fuese expulsado de la isla y castigado severamente. 22. Sandra Lauderdale Graham, “Honor among Slaves”, en Lyman L. Johnson y Sonya Lipsett-Rivera, The Faces of Honor, ob. cit., p. 203. 23. Archivo Histórico de Madrid, Ultramar, 2013, exp. 12.

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El Consejo de Indias reconoce el suceso como “escandaloso y transcendental” y en lugar de enviarlo al tribunal competente ordena se le remite el caso al capitán general de Puerto Rico, don Miguel de la Torre, para que junto a su teniente asesor determinara la demanda. El gobernador, tomando en cuenta la “dignidad, clase y jerarquía” de las personas involucradas, les recomienda una “conciliación amistosa”. Meses después, De la Torre envía un escueto comunicado a las autoridades madrileñas en el cual informa que el asunto se había solucionado “por medios decorosos y honrosos” y que las quejas habían sido retiradas. Envía, además, una exposición documentada del intendente Sixto sobre cómo había cumplido con su trabajo a cabalidad, así como testimonios del obispo y de algunos ayuntamientos de la isla, los cuales concluyen “que en lo moral no tiene Sixto nota depresiva de su buen concepto”.24 Resulta evidente que el gobernador estaba protegiendo al intendente. No solo era este peninsular y funcionario de su gobierno, sino que don Manuel de Andino no era precisamente su aliado político. Unos años antes –en 1824 específicamente– De la Torre incluye a De Andino en una lista de sospechosos de “conspiradores endógenos” y ordena una investigación detallada de sus actividades cotidianas.25 A primera vista parecería que el escenario estaba dado para que el intendente se saliera con la suya. Al fin y al cabo, era un funcionario político del círculo íntimo del gobernador. Además, las quejas habían sido retiradas y su reputación se mantenía íntegra. Sin embargo, lo que resulta muy interesante, el Consejo de Indias no queda conforme. Estima que el oficio del gobernador no ofrece suficiente información y se muestra extrañado de que este no hubiese enviado copia íntegra de la transacción, por lo que se le solicita que la envíe a vuelta de correo. Aunque la copia íntegra de la transacción nunca llega al Consejo –lo que hace el gobernador es volver a mandar un escueto informe–, lo que sí llega es una comunicación de don Manuel de Andino y su esposa reiterando su queja contra el intendente y ofreciendo prueba de que cuanto habían dicho era cierto. La evidencia que ofrecen es el documento de reconocimiento del niño por parte del intendente y la subsiguiente partida de bautismo donde aparece como 24. Ibíd. 25. Archivo General de Puerto Rico, FGE, SP. C. 371, Oficio reservado de 6 de marzo de 1824 citado en Carlos D. Altagracia, “‘De jefe de gobierno a jefe de familia’: prácticas del poder en la época de Miguel de la Torre (Puerto Rico, 1822-1837)”, Historia y Sociedad, vol. 14, 2003, p. 26.

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hijo natural de este último. Solicitan, una vez más, que se expulse al intendente del país y que sea castigado. En el documento de reconocimiento, don Mariano Sixto establece la filiación del niño y reconoce como madre del mismo a doña Belén de Andino y Casado. El mero hecho de referirse en dicho documento a la madre del niño como “doña” y registrar sus dos apellidos, los cuales eran muy conocidos en la isla, constituía una admisión clara del intendente de que se trataba de una mujer decente e hija de una familia importante. Más aún, como se discutió en capítulo anterior, el reconocimiento público de un hijo natural por parte de un hombre de reputación, le transfería honor a la madre, ya que ello equiparaba a admitir que la madre era digna del matrimonio eclesiástico. No obstante, el asunto no se detiene allí. El antes mencionado documento también afirma que el padre se reservaba el derecho “a su tiempo” para la educación y consecución de la habilitación legal del niño. Es decir, que no solo admitía su responsabilidad en el caso seducción y fecundación, sino que además se responsabilizaba de su educación y futura habilitación como hijo legítimo mediante rescripto real. Como también se discutió en el capítulo anterior, la habilitación real no solo restablecía al hijo como legítimo, sino que, además, elevaba a la madre a un nivel similar al de esposa legítima. De ahí que la familia De Andino Casado no cejara en su intento por lograr el reconocimiento del niño. De esta forma, tanto doña Belén como su hijo quedaban socialmente restaurados, mientras que, a la vez, se humillaba al intendente al rechazarlo públicamente como un esposo apropiado para su hija. El propio don Manuel admite en su comunicación que había tenido que contener a su numerosa y distinguida parentela, la cual se hallaba “justamente irritada y ofendida” y dispuesta a resarcir el daño infligido por sus propios medios. No obstante, el matrimonio De Andino Casado decidió optar por la solución legal como una vía más segura y efectiva.26 El documento de reconocimiento fue firmado y notariado ante el gobernador de la isla, y enviado para la debida fijación en los libros parroquiales. El bautismo del niño fue asentado en el libro de blancos e incluye casi íntegramente el texto del documento de reconocimiento, lo que era inusual, ya que la costumbre era inscribir los nombres del padre y la madre, con los distintivos que ostentaran y si era legítimo o hijo natural. En cambio, en la partida del hijo del intendente se lee:

26. Archivo Histórico de Madrid, Ultramar, 2013, exp. 12.

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Manuel, hijo natural reconocido del señor don Mariano Sixto de Prados, natural de la villa y corte de Madrid, Intendente de Ejército y Real Hacienda de esta Provincia, como consta en el testimonio de un documento autorizado por el Escribano Real Público y de Guerra don Francisco Acosta, su fecha el día diez y ocho de marzo del corriente año, firmado y entregado por dicho señor don Mariano Sixto, al Excelentísimo señor Gobernador y Capitán General don Miguel de la Torre, y de doña María Belén Andino y Casado natural de esta Ciudad…27

El Consejo de Indias concuerda con los De Andino Casado en cuanto a que el reconocimiento del niño comprobaba que la quejas de los padres de doña Belén eran justas y fundadas, y añade que a la joven …se le debe reservar su derecho para que use de él donde o como le convenga, en desagravio de los daños y perjuicios inferidos en su honor y buena reputación. Y que no pudiendo quedar impune el atentado de don Mariano Sixto, por el escándalo que ha debido ocasionar en Puerto Rico, corresponde se la haga entender reservadamente el Real desagrado de VM para que en lo sucesivo se comporte del modo que exige la autoridad de que se halla revestido…28

El Estado se coloca del lado de doña Belén, garantizando su derecho a proceder legalmente en contra del intendente de la forma que le pareciera más adecuada y reconociendo la seria falta en que había incurrido este último. Además, amonesta a don Mariano Sixto y le hace patente el disgusto del rey ante su conducta. Luego de esta comunicación, la única novedad que incluye el expediente es la petición del intendente de que cualquier caso que se llevara en su contra se viera en el Tribunal de Guerra, privilegio que le fue concedido. El caso de doña Belén es ejemplar, ya que pone de manifiesto la forma en que se entendía la sexualidad blanca en el Puerto Rico decimonónico. La joven es vista como una víctima de la audacia y la falta de escrúpulos del intendente. Después de todo, fue seducida en su propia casa bajo la supervisión paterna. Tanto su honor como el de su familia, y sobre todo el de su padre, fueron mancillados por la temeridad del intendente. Sin embargo, este no se salió con la suya. El Estado lo obligó a reconocer al niño, haciendo pública su relación con la madre. Esto ocurre aun cuando era evidente que el gobernador 27. Ibíd. 28. Ibíd.

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estaba protegiendo al intendente. Quizás su renuencia a enviar copia fiel de la negociación al Consejo de Indias pretendía ocultar la resistencia del intendente a actuar como lo demandaban los códigos de honor prevalecientes, lo que definitivamente perjudicaría a este último. Cualquiera que haya sido el caso, el reconocimiento constituyó una admisión pública por parte del intendente de que doña Belén era una mujer decente y lo comprometió a velar por la educación de su hijo y a obtener su legitimación por rescripto real. Es imposible saber si la legitimación real del niño finalmente ocurrió.29 Su caso no aparece registrado entre los consultados en el Archivo Histórico Nacional de Madrid. No obstante, rastros documentales evidencian que el hijo, en su adultez, utilizaba el apellido de su padre y de su madre y era reconocido como don, al igual que cualquier hijo legítimo. En efecto, en 1863, don Manuel Sixto de Andino –el hijo de doña Belén y el intendente– aparece residiendo en Vieques y solicitando la plaza de boticario mayor del Hospital Militar de esa localidad. En ese entonces contaba con suficientes recursos para agenciarse un representante en Madrid que llevara su solicitud ante el Ministerio de Ultramar.30 El representante en Madrid de don Manuel Sixto de Andino indica que este provenía de “una de las principales familias de la Isla de Puerto Rico”, pero que debido a las vicisitudes que ésta pasara le pusieron en el caso de procurarse su sustento y el de una hermana que tenía, con su propio y material trabajo. Entró … a servir en una botica, pero con la aspiración de un porvenir más lisonjero, solicitó y obtuvo de la Real Subdelegación de Farmacia de Puerto Rico que se le inscribiese en el número de los alumnos para seguir el curso y aspirar a obtener el título de Boticario conforme al reglamento. En estas circunstancias quedó vacante la plaza de Boticario Mayor del Hospital Militar de Vieques y consiguió pasar a servirla con la consideración y sueldo de practicante…31

Doce años antes –a la edad de 21– don Manuel Sixto de Andino se había trasladado a Vieques. No había podido completar su edu-

29. Tal parece que el hijo nunca tuvo una relación cercana con su padre, ya que en el obituario del intendente Sixto, solo se menciona a sus sobrinos, testamentarios y amigos. Véase el Diario Oficial de Avisos de Madrid, 15 de mayo de 1849, p. 2. Disponible en la Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional de España, . 30. Archivo Histórico Nacional de Madrid, Ultramar, 5087, exp. 16. 31. Ibíd.

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cación formal, ya que la misma requería la supervisión de un boticario mayor, plaza que informalmente ocupaba él. De hecho, en una comunicación que le envía al capitán general se presenta como farmacéutico.32 En Vieques era respetado y admirado por todos, según lo evidencia las certificaciones que envían el médico y las diversas autoridades políticas del pueblo. Las mismas exaltan sus cualidades profesionales y personales y lo apoyan en su gestión de formalizar el puesto que en la práctica ocupaba. Desafortunadamente para él, la Corona española no aprobó su petición de ocupar formalmente la plaza de boticario mayor. De niño, don Manuel Sixto recibió una educación que le permitió proseguir la carrera de farmacia. Según el Reglamento de la Subdelegación de Farmacia de Puerto Rico, los aspirantes a esta carrera debían presentar una fe original de bautismo y una certificación de haber cursado estudios en gramática, lógica, latín y matemáticas, así como otra que avalara su buena conducta y moral.33 En otras palabras, debían demostrar que procedían de una familia decente. Aunque su mudanza a Vieques no le permitió completar su adiestramiento formal, su desempeño como farmacéutico –aunque nunca terminó la carrera– estaba en conformidad con su posición de hijo de familia principal. El rastro documental de doña Belén de Andino se pierde luego del incidente con el intendente, pero por medio de su hijo Manuel Sixto nos enteramos de que tuvo otra hija. Desafortunadamente, la documentación disponible no permite precisar si contrajo matrimonio con el padre de su hija o si la misma fue producto de otro tipo de relación. No debe sorprender, sin embargo, que se hubiese enlazado en matrimonio con un hombre de su misma condición. El intendente Sixto, por su parte, sale de Puerto Rico en 1833.34 Es posible que el escándalo y la presión ejercida por la familia De Andino Casado tuvieran algo que ver. Su carrera finaliza tres años después, en 1836, cuando se jubila.35 En esta historia, la honra de la familia no sufre mayores consecuencias. Otra de las hijas, María Teresa de Andino Casado, aparece como viuda del coronel graduado don Bartolomé Villalón. Una hija de este matrimonio, doña María Teresa, contrae nupcias con el teniente coronel

32. Ibíd. 33. Archivo Histórico Nacional de Madrid, Ultramar, 1071, exp. 33, artículo 11. 34. Archivo General de Indias, Ultramar, 457. 35. Archivo Histórico Nacional de Madrid, Mo. Hacienda, 1572, exp. 74.

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graduado, don Julio O’Neill.36 Si un tropiezo como el que sufrió doña Belén no la despoja a ella y a su familia de su posición social, cabría preguntarse entonces, ¿cómo era que se manchaban las mujeres blancas?

El menoscabo de la blancura o de cómo se mancha la gente La experiencia de María Ramona Lugo, quien vivía en San Germán, pone en evidencia que había cosas peores que procrear un hijo fuera del matrimonio. La mujer, hija legítima y mayor de edad, sostenía una relación amorosa con su vecino, Juan Ramos. Según este último, su noviazgo se había conducido a “ciencia y a paciencia” del padre de la joven, al punto de que la muchacha se hallaba esperando un hijo suyo. Sin embargo, a pesar del embarazo, el padre de la mujer se oponía al matrimonio argumentado diferencias en la calidad de la pareja. Según el novio: Eugenio Lugo, padre de la pretendida, quien a pesar del estado en que se encuentra ésta, parece pretende mejor verla deshonrada que asentir a nuestro enlace matrimonial, sólo por decir no iguales las familias (sic), sin tener presente Lugo, no es otra cosa en la sociedad, que un pobre hombre como yo, y que arrimado como está a otro, no le es posible entregarse al trabajo por sus años, al paso que el que representa está en mejor actitud por ser joven trabajador y puede mantener a aquella y tal vez ayudarlos, a pesar de su oposición fundada en frívolos pretextos de familia, que a nada aluden, pues en mi concepto no media semejante desigualdad…37

Para el joven resultaba desconcertante que un padre prefiriera ver a su hija desprestigiada antes que casada con él. Al cabo, no eran tan distintos; provenían del mismo vecindario y compartían una situación económica similar. Además, estaba dispuesto a auxiliar económicamente a la familia de la mujer, una vez se convirtiera en su esposa. Sus razones sonaban lo suficientemente persuasivas como para convencer a cualquier padre, sin embargo, no ocurre así. Cuando las autoridades políticas del pueblo hacen comparecer al oponente y a su hija para ofrecer su testimonio, el padre no solo se reafirma en su negativa, sino 36. Archivo Histórico Nacional de Madrid, Ultramar, 1110, exp. 58. 37. Caso Juan N. Ramos y María Ramona Lugo, 1859. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 145, entrada 45.

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que anuncia que su hija había desistido del matrimonio. La chica ratifica su decisión en frente de todos. Ante el rechazo de su enamorada, el joven, airado, retira su reclamo. La historia de María Ramona evidencia, un vez más, la complejidad de las dinámicas de honor. Es obvio que su padre pensaba que la deshonra de tener un hijo fuera del matrimonio era preferible a la deshonra que implicaba casarse con alguien de una condición racial inferior. Es interesante que, mientras que algunos hombres blancos luchaban por enlazarse con mujeres de inferior calidad, en el caso bajo discusión la joven cede a las presiones familiares y renuncia al matrimonio. No hay duda de que la negativa de la joven al matrimonio propuesto, le atestó un rudo golpe a la reputación del novio; este, dolido en su amor propio, se retira. El celo que en muchos casos exhibían los parientes de mujeres blancas que pretendían enlazarse con hombres de otros grupos raciales parece sugerir que un matrimonio con un inferior racial perjudicaba más a las mujeres y a sus familias que a los hombres, de ahí que fueran menos frecuentes. La férrea oposición a este tipo de unión hacía que algunas familias tomaran medidas extremas, como lo documenta el siguiente caso. Calisto Rivera y María Rita de Jesús Vázquez, ambos de 24 años y residentes en el pueblo de Adjuntas, vivían en concubinato y habían procreado un hijo.38 Al ser denunciados como amancebados, toman la decisión de formalizar su unión, pero se enfrentan a la oposición del padre de la novia. La diferencia “notable” que existía entre la joven, hija legítima y perteneciente a una de “las primeras familias” del pueblo, y el novio, hijo natural de una parda libre, era lo que el padre objetaba. No obstante, el alcalde y el cura del pueblo persuaden al padre de la necesidad del matrimonio, y este termina otorgando la licencia. Cuando ya iban por la segunda proclama, se presentan los hermanos de la novia e impugnan el matrimonio, alegando que el novio era hijo natural de uno de ellos, por lo que existía parentesco entre la pareja. Tal revelación, naturalmente, forma un enorme revuelo y, por supuesto, se suspende la boda. Tanto el novio, como la madre de este, niegan enfáticamente las alegaciones de paternidad por parte de los hermanos de María Rita. 38. Caso Calisto Rivera y María Rita de Jesús, 1861. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 145, entrada 45. Todos los detalles de este caso se encuentran en el mencionado expediente.

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Según Calisto, su progenitora era una mujer religiosa y juraba que lo que se decía era falso. Para él, los hermanos de María Rita preferían “ver[l]os en la mala vida, que unidos en el Santo vínculo del matrimonio”. En el vecindario, los rumores iban en ambas direcciones; algunos daban por cierto las alegaciones de los hermanos de María Rita y otros creían lo que decía la madre del novio. Ante la imposibilidad de precisar los orígenes paternos del novio, el párroco decide enviar a Roma la solicitud de dispensa, junto a las de otros “pobres de solemnidad”, lo que equivalía a posponer indefinidamente la boda. Llama la atención que las alegaciones de paternidad no hubiesen emergido hasta el momento del matrimonio canónico. Al cabo, la pareja había estado públicamente amancebada por algún tiempo y hasta había procreado. ¿Por qué esperar hasta que estuviera a punto de materializarse la boda para revelar el parentesco que supuestamente existía entre ellos? Da la sensación que de lo que se trataba era de una patraña para impedir un matrimonio que hubiese traído una mayor deshonra a la familia. A pesar de que María Rita provenía de una de las “primeras familias” del pueblo, nadie se refiere a ella con el distintivo de “doña”. Es decir, que su amancebamiento con un labrador pardo la había despojado de la respetabilidad que hubiese podido gozar como hija de familia decente. Ahora era simplemente María Rita, la concubina de Calisto. Así lo confirma el propio alcalde del pueblo cuando comunica a las autoridades políticas que había recibido informes que culpaban a la familia de la chica de su “deshonra”. Es decir, que al momento de intentar realizar su matrimonio se encontraba deshonrada, pero no necesariamente por haber tenido un hijo fuera del matrimonio. Como se mencionó anteriormente, era bastante común que algunas mujeres vivieran o sostuvieran relaciones sexuales con sus parejas bajo promesa de matrimonio, sin que ello perjudicara su reputación. La gravedad del caso de María Rita estribaba en que se había ido a vivir con alguien racialmente desigual en contra de la voluntad de sus familiares. Este tipo de unión, como se ha apuntado anteriormente, era vista como pecaminosa y escandalosa, dada su escasa o nula posibilidad de llegar a altar. De otra parte, la familia de María Rita –sobre todo el padre– había fallado en sojuzgarla a las normas de decencia y decoro que su posición social exigía. Los jefes de las “familias principales” ejercían su autoridad para proteger y controlar a aquellos y aquellas bajo su potestad. El padre de María Rita, aunque objetaba la relación de su hija, no había sido capaz de impedirla. Esto de por sí constituía un deshonor para la

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familia. Quizás esa fue la razón que le hizo aceptar los argumentos del alcalde y del párroco para que otorgara el permiso para el matrimonio. Aunque con su honra menguada por una unión desigual, por lo menos aseguraba que su hija viviría bajo la cobertura del matrimonio, lo que le garantizaría cierto aire de respetabilidad a la familia. Aparentemente, los hermanos no lo veían así. Para ellos, la unión matrimonial de María Rita con Calisto era el mal mayor que había que evitar a toda costa; al cabo, esta ya se hallaba deshonrada. Es posible que pensaran que a la postre la familia saldría mejor librada con una hermana descarriada que contrayendo un vínculo de parentesco con un labrador pardo. Así, esta terminaría siendo la principal perjudicada, aunque algunos continuaran culpando a la familia por no haberla protegido de la desgracia. El matrimonio, de otra parte, hubiese tenido el efecto de extender la mancha sobre toda la parentela. De ahí que los hermanos hicieran lo que estuviera a su alcance para impedir el mismo. Ya fuese como concubina o esposa, lo que sí queda claro es que la relación de María Rita con Calisto la lanzó hacia el turbio entorno de las castas ínfimas, quedando manchada por la calidad de su concubino. Quizás uno de los ejemplos más claros de cómo se manchaba la gente es el caso de María Torrens. Esta mujer, considerada blanca y residente del pueblo de Toa Baja, vivía desde hacía nueve años con Juan Álamo, un pardo libre. En 1822, después de haber procreado dos hijos y experimentado un sinnúmero de “malos partos”, ceden a la presión de las autoridades locales y deciden casarse. No obstante, se ven imposibilitados de realizarlo por el desacuerdo del padre de la novia, quien se niega a otorgar el permiso. El novio cuestiona la intromisión del padre de la mujer, ya que este nunca había mostrado ningún interés por ella o por la vida que llevaba junto a él: …cuyo trato he tenido y tengo a sabiendas del dicho su padre, sin que jamás me haya reconvenido a cerca de él, ni menos a ella, antes por el contrario ha guardado silencio permitiéndole que habite separada de su lado pues él reside en el Pueblo, y aquella en el campo en una estancia unida con sus hermanos que como jóvenes la dejan sola y en abandono, prestando estas ocasiones la facilidad de llevar adelante nuestra vida [torpe] como se ha ejecutado; deduciéndose de aquí la poca vigilancia; e indiferencia de su padre en el cumplimiento de sus deberes.39

39. Caso Juan Álamo y María Torrens, 1822. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 144, entrada 45. Todos los detalles de este caso se encuentran en el citado expediente.

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Evidentemente, el abandono familiar era el primer paso en el camino a la deshonra. Mientras que el ejercicio de una estricta autoridad paterna sobre las hijas se interpretaba como un signo de decencia y honorabilidad familiar, la desatención y falta de interés por el bienestar de estas operaba en la dirección contraria. María vivía al margen del dominio paterno; su padre moraba en el pueblo mientras que ella residía en el campo con sus hermanos, los cuales reparaban poco en ella. Este escenario le brindaba la flexibilidad necesaria para hacer lo que le apeteciera aun si ello contradecía las buenas costumbres y las normas de decencia. Así lo reconocen los informantes, quienes culpaban al padre por la deshonra de la hija. Yo prescindo de si será o no la más convenible la expulsión de un individuo que sólo presenta por tacha la debilidad a que ha podido arrastrarle la naturaleza humana con la referida María Torrens, de condición blanca; pero ¿es posible que sólo para dar o negar licencia matrimonial se ostente derecho paterno y no para dirigir a los hijos por el camino de la salvación y precaverlos de todo cuanto pueda ser ocasión de contagio en sus [almas]?

El informante pondera qué provecho, si alguno había, obraría castigar al novio. La providencia que usualmente se ejecutaba cuando una pareja estaba imposibilitada de casarse por motivos insuperables –como, por ejemplo, parentesco cercano, votos de castidad o diferencia racial–, era separarlos físicamente por medio del destierro del hombre. Pero, en este caso, el informante opinaba que ello nada resolvería. La mujer ya estaba “contagiada” y el único responsable era su padre, que no la había protegido. La separación nada remediaría; el daño estaba hecho. Resulta interesante que la lacra que portaba María no pudiera subsanarse mediante el matrimonio, como ocurría en los casos de relaciones consensuales entre iguales. Su “alma” o esencia estaba viciada. El matrimonio o el destierro tendrían el efecto de librar al vecindario del escándalo, pero no de redimir la “naturaleza” corrupta de María. No solo estaba contagiada María por su relación ilícita con Juan, sino que la familia se hallaba manchada también, y no necesariamente por las “impertinencias” de esta. Resulta que una hermana suya se hallaba casada con un pardo libre. Esta circunstancia la destacan tanto los informantes como el propio novio, quien resume la situación de la siguiente forma: Mas deseando tanto la María Torrens como yo, separarnos de esta vida pecaminosa, hemos deliberado contraer esponsales, y al exigir … el consentimiento de su padre, se lo ha negado a pretexto de que mi cali-

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dad no guarda proporción con la suya; y aunque confieso que es constante, no cabe duda en que el padre debe asentir y disimular este defecto, ya por que el que sirve para cortejo o querido puede ser esposo, y ya por que quede cubierto su honor, expedita su conciencia y tranquila su alma de las ofensas que hasta la presente ha cometido, pero obcecado en caprichos olvida el grito de la naturaleza, y quiere ver a su hija con la nota de concubina, y no con el timbre de legítima consorte; siendo así que antes ha permitido el enlace de su otra hija nombrada Catalina con uno de igual clase, y nacimiento que el mío, y por consiguiente sin negativa temeraria porque no tiene fundamentos en que la estribe, ya que ha consentido la vida torpe e ilícita que su hija ha llevado conmigo, y ya porque tiene otra casada con su anuencia con un pardo como yo.

De acuerdo con Juan, la oposición del padre de María no tenía fundamentos. En primer lugar –y como ya se había mencionado anteriormente–, porque permitió a sabiendas la relación ilícita de su hija con un individuo de una calidad inferior. En segundo lugar, porque había asentido al matrimonio de otra de sus hijas con un individuo de igual condición que él. Es interesante que el gobierno concuerde con las apreciaciones del novio y los vecinos, y permita el matrimonio. María, ya fuese como concubina o esposa legítima de un labrador pardo, pasó a engrosar las filas de los impuros. El abandono familiar no siempre era intencional, como en los casos discutidos arriba. Había mujeres que estaban solas en el mundo y no tenían muchas opciones a la hora de decidir si aceptaban o no a determinado pretendiente. Una situación semejante es la que relata María Catalina Pérez, quien en 1821 solicita permiso para casarse con un negro llamado Manuel de Jesús. Esta mujer, oriunda de las Islas Canarias, había llegado a Puerto Rico con su padre, quien al poco tiempo falleció. Al quedar desamparada, es recogida por una morena, quien voluntariamente le ofreció auxilio. Esta tenía un hijo –conceptuado como moreno, al igual que ella–, que comienza a pretenderla y con el trato comensal, y los favores recibidos, hube de conceder con el dicho Manuel de Jesús a su solicitud amorosa, de que me ha resultado tener tres hijos, y estar en su unión tres años él está convenido conmigo, a que nos casemos, mas, como hay la diferencia de color no se nos quiere casar…40 40. Caso Manuel de Jesús y María Catalina Pérez, 1821. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 143, entrada 45. Todos los detalles de este caso se encuentran en el citado expediente.

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Para ese entonces, nadie se refería a ella con el distintivo de “doña”. A pesar del deshonor que involucraba el relacionarse íntimamente con un inferior racial, no encuentra persona alguna dispuesta a realizar el matrimonio. Evidentemente, el enlace de una española con un moreno ofendía la sensibilidad social de algunos. María Catalina no tenía parientes en la isla que se pudieran oponer, pero tampoco tenía a nadie que la respaldara, de ahí que solicitara la intervención de las autoridades políticas para que le otorgaran el permiso para el enlace. En su petición no menciona si era menor de edad o quiénes eran los que estaban obstaculizando el matrimonio. Lo que está claro es que el mismo le urgía porque de no efectuarse ella quedaría “como una mujer en el mundo, sin honra, ni con qué poder vivir, pues él es quien me mantiene; y con tres hijos…”. La vulnerabilidad social de las mujeres, sobre todo las que no tenían quién las representara, queda evidenciada en la experiencia de María Catalina, para quien contraer matrimonio con un moreno representaba una mejor alternativa que permanecer sola y sin protección masculina. Es imposible saber si el matrimonio finalmente se efectuó, ya que el gobierno central le indicó que debía solicitar el permiso del alcalde de Río Piedras, pueblo en el que residía y donde no había hallado a nadie que estuviera dispuesto a realizar el matrimonio. De cualquier forma, su convivencia en un entorno tosco, integrada a una familia de morenos, no hay duda de que contaminó su condición de española y la lanzó a la ambigua esfera de las castas ínfimas.41

Otras vías de “contagio” Las formas de contagio con castas inferiores no solo eran activadas mediante los vínculos íntimos que pudieran establecer ciertas mujeres blancas con desiguales raciales, sino que también incluían los que constituían otros miembros de su familia. En algunas instancias, hasta parentescos políticos lejanos emergían para desvelar la plasticidad de las nociones raciales que se manejaban en la sociedad puertorriqueña decimonónica y su divergencia con respecto a las nociones modernas. El siguiente caso constituye un buen ejemplo de esto. 41. Kinsbruner argumenta que personas blancas de bajo nivel socioeconómico que cohabitaban o se casaban con personas libres “de color” se presumían no blancas por las autoridades locales. Kinsbruner, Not of Pure Blood, ob. cit., p. 26.

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En el año de 1859, un joven de 24 años y residente en Utuado, el cual se representa a sí mismo como don Juan Romualdo Montero, solicita el permiso del gobernador para enlazarse con doña María Gutiérrez. Cuando se le pregunta a la madre de la novia por qué se oponía al matrimonio, esta replica que, aunque reconocía que el pretendiente era un hombre honesto y trabajador, lo único que objetaba era su condición de pardo. El gobierno central ordena una investigación y se muestra alarmado por unas contradicciones que hallan en la documentación ofrecida por el novio en su petición. Según el asesor del gobernador, la pesquisa era vital “muy más cuando … se llama hijo de don Pedro Montero y en la partida aparece como hijo natural y pardo”.42 Es decir, que el novio no solo se representa como “don”, sino que, además, se dice hijo legítimo de un “don”, mientras que su acta de nacimiento lo muestra como pardo e hijo natural de Hipólita Rivera exclusivamente.43 Los informes que llegan de Utuado presentan un complejo cuadro. De una parte, resuelven la incógnita de la procedencia de Juan Romualdo al advertir que este había sido legitimado por el subsiguiente matrimonio de sus padres. No obstante, aunque reconocen que Juan Romualdo provenía de una familia honrada y laboriosa, y que este último era cabal, trabajador y que tenía con qué mantenerse, confirman que no gozaba de la condición de blanco. En un escueto comentario, el alcalde indica que Juan Romualdo era juzgado como “mestizo” en el pueblo. Un segundo informante advierte que “el Romualdo e[ra] considerado como de color”, pues su abuelo había sido “esclavo liberto”. Un tercer informante se limita a decir que el abuelo del joven había sido un “esclavo negro”, dejando que las autoridades políticas llegaran a sus propias conclusiones. De otra parte, los informes sobre la novia coinciden en el hecho de que esta era hija legítima reputada como blanca. De la familia de la chica se decía que era “de intachable reputación, ya por limpieza de sangre, ya por honradez y demás costumbres”. No obstante, los informes también puntualizan que el pretendiente era “sobrino segundo” de la madre de la novia. El alcalde de Utuado va más lejos aún cuando afirma claramente: 42. Caso Juan Romualdo Montero y María Gutiérrez, 1859. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 145, entrada 45. Todos los detalles de este caso se encuentran en el citado expediente. 43. La partida de bautismo nombra a la madre como Hipólita, pero en el pueblo los informantes se refieren a ella como Apolonia.

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…y como quiera que Juan Romualdo el suplicante, es sobrino segundo de la María Díaz, considero son iguales, e infundadas las razones porque se le niega la licencia.

Aunque todos coincidían en que el novio no era blanco y la novia sí lo era, se les juzgaba como iguales para contraer matrimonio por el parentesco que los unía. El vínculo familiar venía por parte del padre de Juan Romualdo, quien era primo segundo de la madre de María. La mancha de Juan Romualdo le venía por la línea materna, por lo que desde las nociones raciales modernas es perfectamente comprensible que María fuera considerada blanca y Juan Romualdo, no. Sin embargo, esta no es la lógica que gobierna la ponderación en este caso. Desde el punto de vista de los informantes, el parentesco –político o por afinidad– no solo lo acercaba socialmente a la pareja, sino que lo igualaba. Quizás quien mejor expresa esta perspectiva es el asesor del gobernador, quien acota lo siguiente: En vista de los informes que se han tomado, de los cuales aparece parentesco entre los futuros contrayentes… no puede calificarse de racional el disenso de la madre de ésta [la novia], puesto que la misma sangre casi debe correr entre los futuros esposos.

Es decir, que María era lo suficientemente limpia de sangre como para figurar ella y su familia como blancos; sin embargo, su sangre estaba lo suficientemente contaminada como para poder casarse sin discrepancia con un pardo. El matrimonio del primo segundo de su madre con una mujer hija de un liberto la había marcado al punto de que el asesor del gobernador recomienda que se le diera la licencia para el matrimonio dado que la misma sangre “casi” corría por las venas de la pareja. El gobernador concurre y le otorga el permiso para el matrimonio. Es decir, que no solo los parientes consanguíneos manchaban a las familias, sino que los adquiridos por afinidad también actuaban como fuentes de contaminación. El próximo caso ilustra esta forma de contagio de una manera mucho más contundente. Juan Francisco Vélez era un barbero y cigarrero de 31 años residente en Sabana Grande, quien en 1857 había contraído esponsales de futuro con una joven de 23 años llamada Enriqueta del Carmen Toro. El padre de la joven se oponía vehementemente a la unión. Aunque Enriqueta era hija legítima y su acta de bautismo aparecía en el libro de blancos y Juan Francisco era hijo natural de padre desconocido ins-

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crito en el libro de pardos, la objeción principal del padre de la novia no tenía que ver con la desigualdad racial, sino con las frágiles bases sobre las cuales se constituiría el matrimonio. Según este último, Juan Francisco había tenido una amante mientras se hallaba casado con su primera esposa y había persistido más íntimamente en esa relación una vez había enviudado. Añade el padre que le constaba que la amante de Juan Francisco había anunciado sus intenciones de continuar con la relación una vez este se casara con Enriqueta y que temía que la vida matrimonial que le aguardaba a su hija fuera “azarosa e intranquila”. A esto le añadía el hecho de que no eran iguales en calidad, sin abundar en mayores explicaciones sobre este aspecto. Al explorar la voluntad de la novia, esta afirma frente a su padre y las autoridades del pueblo que después de bien reflexionadas las conveniencias que le ofrece llevar a cabo su enlace…, ha resuelto realizarlo satisfecha como se encuentra de que la hará feliz, sin ser obstáculo cualquiera otra relación que haya tenido anteriormente por la seguridad en que está de que desde el día en que se una … [a ella] relegará al olvido todo cariño extraño a los deberes del matrimonio…44

Evidentemente, Enriqueta había ponderado su situación y optado por el matrimonio confiada en que su futuro marido cortaría la relación una vez se uniera a ella. El gobierno central, por su parte, no muestra ningún interés por la trama del triángulo amoroso y solo se limita a ordenar que se investigue si en efecto existía desigualdad entre la pareja. El alcalde ordinario del pueblo, a quien se le pide el informe, tampoco parece interesado en el drama amoroso. Por el contrario, parece sugerir que nada tenía que ver en la ecuación cuando responde que Juan Francisco vestía y vivía con decencia, y exhibía una conducta ordenada. Revela, además, que mientras estuvo casado le había dado una excelente vida a su esposa de acuerdo con sus posibilidades económicas. Es decir, que poco importaba que tuviera una amante si cumplía con sus deberes económicos hacia su esposa y se conformaba a las normas de decencia social, las cuales definitivamente no incluían la fidelidad masculina. 44. Caso Juan Francisco Vélez y Enriqueta del Carmen Toro, 1857. Archivo General de Puerto Rico, Fondo de los Gobernadores Españoles, Asuntos políticos y civiles, Matrimonios, caja 145, entrada 45. Todos los detalles de este caso se encuentran en el citado expediente.

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Ahora bien, sobre si existía o no desigualdad racial entre la pareja, los comentarios del alcalde son harto reveladores. De hecho, este es el primer asunto que atiende en su comunicación al gobernador. El argumento que desarrolla nos adentra a la madeja de ideas que conformaban el pensamiento racial decimonónico y nos desvela la alteridad de estas con respecto a las del presente. Para él, la alegada desigualdad racial no existía debido a que don José Antonio Toro (a) don Santos, viudo de doña María Mercedes Ortiz Peña, de cuyo enlace nace la joven doña Enriqueta del Carmen, que pretende en matrimonio Juan Francisco Vélez, se encuentra hoy casado con la mulata Monserrate Sánchez, y al empañar así su linaje eligiendo una compañera desigual en nacimiento, ha entrado tácitamente en una raza que no tiene origen franco en el mundo, y a la cual pertenece sin duda el promovente (sic) Vélez.

En otras palabras, Enriqueta del Carmen había nacido de padres legítimamente casados, conceptuados como blancos y distinguidos con el calificativo de “don” y “doña”. De ahí, que la partida de bautismo de Enriqueta hubiese sido asentada en el libro de blancos. No obstante, el posterior matrimonio de su padre con una mujer mulata había transformado la condición racial del padre y por ende de la hija. Ambos habían entrado “tácitamente” –es decir, informalmente– a una raza que no gozaba ni de libertad ni privilegios en el mundo, a la que también pertenecía el pretendiente. Por tal razón los consideraba iguales. Pero esto no era todo; Enriqueta del Carmen y su padre se hallaban igualmente racializados por otras circunstancias. Así lo dilucida el alcalde cuando declara: Séase por esta circunstancia, séase por que el oficio de carpintero en que se ejercita Toro, no le ve figurar en la sociedad, ni tampoco su virtuosa hija; y por el contrario[,] ambos no salen de sus ocupaciones habituales: el padre en la carpintería, y la hija en el planchado, en cuyo trabajo libra los medios de ayudarse a sostener… y aliviar las cargas domésticas que gravitan sobre el ímprobo jornal de su padre.

Su testimonio pone de manifiesto muchas de las consideraciones que entraban en juego a la hora de ponderar la condición racial de una persona. En este caso en particular, la entrada de Enriqueta del Carmen a la devaluada esfera de las “castas ínfimas” no se dio al momento de su nacimiento. Ello sobrevino luego del matrimonio del padre, el cual actuó como una fuente de contaminación significativa. Sin embargo,

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El descenso a la devaluada esfera de las “castas ínfimas”

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este no fue el único factor que la alejó de la blancura. El hecho de que ambos se desempeñaran en oficios manuales –el padre como carpintero y ella como planchadora– constituía otra fuente de contagio. Tradicionalmente los oficios manuales se conceptuaban como viles, es decir, ocupaciones bajas, humildes y de poca estimación para las cuales no se necesitaba ingenio. De ahí que se reservaran para los plebeyos, en oposición a los oficios liberales o nobles, que se consideraban dignos de los estratos superiores. En Hispanoamérica la dicotomía noble/plebeyo toma la forma de la dualidad españolblanco/no español-casta. Por tal razón, el trabajo manual era uno de los elementos que definía a las castas inferiores. La ocupación de planchadora de Enriqueta la contaminaba, ya que era un oficio que se calificaba como de mujeres pobres y negras o pardas. Desde esta perspectiva es fácil entender porqué un matrimonio con un hombre que podía alejarla de su oficio de planchadora constituía una opción superior para la chica, aunque fuese con un hombre pardo. Por último, el hecho de que la chica y su padre se desenvolvieran en un ambiente tosco, alejado de los círculos sociales de las personas principales en su pueblo también los racializaba. Su convivencia en un espacio social imaginado de negros y pardos se constituía en otra fuente de polución. Es como si el intercambio cotidiano con aquello que se consideraba bajo o inferior adulterara o minara inmanentemente al individuo. Si bien es cierto que hay una dimensión económica involucrada en toda esta compleja ponderación de la condición racial de Enriqueta del Carmen y su padre, su expulsión de la esfera de la blancura no puede reducirse al hecho de que eran personas pobres. Como se ha visto, su descenso a la esfera de las castas ocurre en medio de un entramado de significaciones que es irreductible a lo económico exclusivamente. El matrimonio del padre, por ejemplo, se discierne como una alianza que transforma no solo la condición racial del esposo, sino también la de su hija. Curiosamente, aunque el consenso general en la literatura es que el matrimonio tendía a transformar a la condición racial de la esposa, adquiriendo esta última la calidad de su marido, en el caso del padre de Enriqueta ocurre a la inversa: es el esposo el que termina contaminado. Tal trasposición, no hay duda, se debe a los otros significados que tejían la condición social del padre de Enriqueta. Su cualidad de trabajador manual y morador de un entorno rústico terminó por sellar su extranjería con respecto al ámbito de la blancura.

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Cuando se afirmaba en capítulos anteriores que el estatus racial o la calidad de una persona era irreductible a un acta de bautismo, se aludía concretamente a la cualidad mutante de la condición racial de las personas, tal y como se concebía en el contexto de la sociedad puertorriqueña de la época. De ahí que fuera completamente comprensible que una persona naciera en el ámbito de la blancura y muriera en el de la negrura o viceversa. Igualmente, podían existir blancos cuya blancura fuera disputada por algunos y afirmada por otros, pardos que se estimaran dignos de ser bienvenidos al ámbito de la blancura o personas a las cuales no se les pudiera atribuir con seguridad una identidad racial. Lejos de ser realidades acabadas y firmemente establecidas, las identidades raciales en la sociedad puertorriqueña decimonónica se asemejaban más a trayectos sinuosos colmados de peripecias, cuyos contornos comenzamos a vislumbrar cuando son históricamente discernidos.

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Conclusión La raza como un complejo proceso histórico, social y cultural

Las páginas que anteceden narran una historia de lo racial que se aleja de las nociones modernas de la raza. Tal distanciamiento ha sido posible mediante el uso de categorías analíticas de un tenor diferente a las que usualmente encontramos en los trabajos sobre el tema. Estas últimas tienden a naturalizar unas dinámicas que son complejas, contradictorias, y –sobre todo– históricas. La historiografía orientada por los entendidos teóricos modernos a menudo presume que las ideas raciales que existen en una sociedad son el reflejo de grupos claramente preconfigurados por la biología, el producto consolidado de unas estructuras sociales o económicas injustas, o el resultado de valoraciones culturales sobre un hecho biológico objetivo, sea el color o cualquier otra característica física. En contraste, en este trabajo he conceptuado lo racial como un proceso dinámico de carácter histórico y cultural que construye diferencias esenciales entre individuos de ambos géneros. Este proceso es contradictorio y contencioso, en él participan diversos actores desde distintos espacios sociales y su resultado es constantemente disputado y negociado. La propuesta que avanza este trabajo es que la raza sucede cuando la etnicidad –o la idea de un cúmulo arbitrario de ancestros– se considera esencial y jerárquica, y se fragua en una relación dialéctica entre la inmutabilidad y la mutabilidad de los atributos que la definen. Justamente porque no existe un método incontestable que permita fijar parámetros inequívocos de clasificación racial, se crean brechas que facultan la impugnación de las ideas y sistemas de ordenación racial, lo

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que a su vez hace posible su transformación. Desde esta perspectiva, la raza es un proceso en lugar de un fenómeno estático. Cuando comencé mi investigación pensé que me iba a topar con ideas raciales de tenor moderno, como las que estaban circulando en Europa para esa misma época. Para mi sorpresa, en las fuentes consultadas raramente se hacía alusión a características fenotípicas para denotar la condición racial de los individuos. Expresiones que hoy día nos resultan ajenas, como por ejemplo, limpieza de sangre y calidad, permeaban las evaluaciones raciales que se realizaban sobre individuos particulares. El concepto de calidad era el que comúnmente se utilizaba en la sociedad puertorriqueña decimonónica para señalizar la condición social de una persona y fijar su posición en el ordenamiento social. La calidad era una apreciación racial en tanto que construía diferencias esenciales entre individuos de ambos géneros mediante un cúmulo de criterios complejos, tales como el linaje, las circunstancias del nacimiento (legitimidad/ilegitimidad), el honor, el comportamiento sexual (en el caso de las mujeres), los principios morales, la religiosidad, la ocupación, la educación, los modales y la conducta pública y privada, entre otros. El color era mencionado en contadas ocasiones, pero como uno más de los muchos elementos que debían ser ponderados para poder establecer la calidad de una persona. Este se miraba con desconfianza porque se juzgaba como un signo engañoso que podía ocultar la verdadera prosapia de las personas. Estimaciones particulares sobre este complejo cúmulo de elementos eran las que producían los significados que construían las diferencias entre españoles, indios, mestizos, pardos y negros en la sociedad colonial. El hecho de que algunos de los criterios que se ponderaban en estos procesos, como por ejemplo, ocupación, educación o modales, y que el vocabulario que se empleaba –blanco, negro, pardo, indio– se asocian en la actualidad con los contenidos modernos de las categorías de clase y raza, ha llevado a muchos estudiosos y estudiosas de la época colonial a debatir si el elemento principal que organizaba la sociedad colonial era la raza o la clase social. De igual forma, otros trabajos han argumentado la importancia de las dinámicas de género para comprender el ordenamiento social colonial. No obstante, estas discusiones soslayan el hecho de que las acepciones modernas de estas categorías separan asuntos que en la sociedad colonial se hallaban íntimamente ligados. Como se ha demostrado a través de este trabajo, nociones específicas de género, sexualidad, tipos de ocupación,

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religiosidad, educación y conducta, entre otras, son las que articulan los significados raciales en la época. Separarlos equivaldría a imponer la óptica moderna sobre un contexto histórico organizado por una lógica diferente. Subyacente a las valoraciones raciales que se efectuaban en el contexto decimonónico puertorriqueño se encontraban las tensiones y contradicciones sobre las cuales se erigió el proyecto colonial hispanoamericano. Los eventos que marcaron el año de 1492 pusieron de manifiesto las estrategias que la sociedad ibérica configuró frente a la amenaza del “otro”. En el caso de los “enemigos externos” –es decir, los judíos, moros, africanos e indios– se optó, aunque no siempre de forma consecuente, por excluirlos; es decir, por expelerlos literal y figurativamente del cuerpo social español. No obstante, el reto de los “enemigos internos”, como los conversos y las castas, probó ser más complicado. La urgencia española por producirse como una nación católica y blanca, más cercana a las formas en que se representaban las demás potencia europeas de la época se tradujo en una obsesión por la pureza de sangre. Sin embargo, este proyecto se hallaba constantemente importunado por el desafío de tener dentro sus confines nacionales un sinfín de “manchados”: los descendientes de conversos del judaísmo e islamismo, los cristianos “nuevos” engendrados por la conquista y la colonización, y las castas, cuyo linaje de cristianos viejos era solo parcial. El desafío que representaban estos grupos no puede ser subestimado, sobre todo, si se toma en cuenta que como país católico debía sortear la disyuntiva de excluir o incluir a estos elementos, los cuales, aunque cristianos, portaban en mayor o menor grado la mancha de la infidelidad. La idea de la impureza de sangre como una mancha imborrable y vil se confrontó con la necesidad imperiosa de asimilar al “enemigo interno”, táctica indispensable para producir una España fuerte y homogénea, a la talla de sus vecinos europeos. El álgido debate sobre los estatutos de limpieza de sangre, el cual se recrudece en el siglo xvii, hizo evidente la falta de consenso social en cuanto a cómo se debía manejar el problema de los “manchados”. De una parte estaban los que abogaban por la exclusión total; es decir, que se trataran como enemigos externos ya que entendían que la mancha constituía una brecha infranqueable. De otra parte, estaban los que pensaban que unos pocos ancestros infieles no podían ni debían anular la buena influencia de una multiplicidad de ancestros fieles. Además, existía el temor

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de que, de prevalecer la postura de la perpetuidad de la mancha, a la postre, todos terminarían contaminados. Por tal razón, argumentaban que era preciso asimilar a aquellos que probaran que su fe era sincera y manifestaran, mediante servicios a la nación y un comportamiento apropiado, que eran dignos de ser parte integral del cuerpo social. De esta forma, el discurso racial español se va configurando entre dos polos opuestos: el de la mácula imborrable y el de la mácula lavable. El proyecto colonizador americano se fue desplegando dentro de los parámetros de esta tensión. La vertiente excluyente española se manifestó en las colonias en su pretensión de mantener dos repúblicas estrictamente separadas: la española y la de indios. La finalidad era la creación de un espacio social superior, en el cual todo privilegio, honor y riqueza estuviese reservado para aquellos que gozaran de limpieza de sangre; es decir, para los españoles. Es justamente esta rígida separación lo que abre la polémica sobre cómo definir lo español dentro del enrevesado contexto colonial. Tal debate evidenció la carencia de consenso y de criterios comunes que marcaran la diferencia entre lo español y lo no español de forma clara y contundente, y que pudiese ser aplicado en todos los casos. De una parte, el orden social se fundamentaba en la clara separación de los grupos sociales, los cuales se organizaban a partir de la creencia de que existían diferencias inmanentes entre estos. Por otro lado, no contaban con un método uniforme que permitiera la clasificación clara y precisa de los individuos en los distintos grupos sociales, ni existía consenso general en cuanto a cuáles podían ser esos parámetros de clasificación. Por último, aunque el sistema estaba basado en la separación de los grupos, se reconocía que era menester, precisamente para proteger ese orden, ofrecer vías para que algunos individuos ascendieran en la jerarquía social. Esto definitivamente torna el sistema de clasificación racial en poroso, abierto a la disputa y a la negociación. Estas contradicciones permearon todo el período colonial español y, como ha quedado evidenciado, son ostensibles en el Puerto Rico decimonónico. La tradición de movilidad social individual contaba con sólidos precedentes en la cultura ibérica. Durante siglos, se había reconocido la potestad de los monarcas para dispensar manchas de nacimiento a individuos particulares. Estos eran procesos complejos los cuales involucraban las evaluaciones realizadas por miembros de las élites políticas y sociales sobre la valía de la persona que solicitaba la gracia. De esta forma, a ciertos individuos se les concedía la facultad de pasar de una condición inferior a una superior y gozar de todos los privilegios

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que su nueva posición le otorgaba. No obstante, las dispensas reales no eran la única vía para ascender socialmente. En el caso de la sociedad colonial, por ejemplo, las alianzas nupciales también abrían una brecha para la movilidad social. El matrimonio en las colonias hispanoamericanas articulaba una serie de significados complejos y contradictorios que rebasaban la experiencia marital en sí. Entre otras cosas, signaba la diferencia ente lo puro y lo pecaminoso, el orden y el desorden, lo lícito y lo ilícito; es decir, entre lo español y lo foráneo. El matrimonio era blanco, en tanto evocaba orden, virtud, pureza sexual y honor; las sexualidades ilícitas eran negras, en tanto evocaban desorden, pecado e infidelidad. Las contradicciones involucradas en los significados que movilizaba esta institución se hallaban en el centro del ordenamiento social colonial. De una parte, era menester promover las nupcias como una forma de afianzar el dominio español sobre los colonizados. Las deficiencias de estos últimos se evidenciaban en su estilo de vida plagado de sexualidades ilícitas, vagancia y delincuencia. Esto explica el celo con el que las autoridades políticas perseguían a los amancebados, vagos y toda suerte de “desviados” sociales. La pretensión era la promoción de uniones entre iguales sociales que obedecieran a las élites dominantes y trabajaran para estas. De otra parte, y es ahí donde reside la gran contradicción, de lograr éxito en su propósito de someter al orden a los “otros” colonizados mediante el matrimonio, el trabajo y la buena conducta, terminarían borrando aquellas características que marcaban la diferencia entre lo español y lo no español. En este sentido, el ideal promovido por las autoridades políticas y eclesiásticas era inalcanzable; su legitimidad estaba predicada en la existencia del desorden de los “otros”. Lo no español era una premisa inescapable para la producción de lo español. Imposible, además, era la aspiración de enlazar a personas socialmente iguales. Como ya se ha demostrado, la sociedad colonial no contaba con un método para establecer la paridad entre individuos, ni con un consenso social en cuanto a lo que esto significaba. Más aún, era menester, para la sobrevivencia misma del orden social, que existieran fisuras mediante las cuales se propiciara la movilidad social de suerte que no se viniera abajo la endeble estructura social. Es en esta compleja dinámica donde el tropo del matrimonio –junto a los significados antagónicos que movilizaba– surgió como una de las estrategias principales de racialización. En el caso de la sociedad puertorriqueña decimonónica, el matrimonio era el estado ideal para

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las personas consideradas blancas. Como evidencia la documentación consultada, la oposición paterna, la minoría de edad o la falta de recursos económicos no se entendían como causas válidas para prohibir un matrimonio, siempre y cuando los contrayentes involucrados en la disputa fueran considerados blancos. En contraste, si los contrayentes –o por lo menos uno de ellos– eran negros o pardos, estas mismas causas se consideraban como válidas para impedir su matrimonio. Asimismo, en los casos que involucraban disparidad racial, la posición económica desahogada ya fuese del novio o de la novia, o la mayoría de edad, no constituía una razón válida para que el gobierno les otorgara el permiso para celebrar el matrimonio; igualmente se les denegaba. Es decir, que el matrimonio era un estado “natural” para los blancos, pero en el caso de los pardos y negros se veía como un estado de excepción. Este signaba un estado de decencia asociado ordinariamente a la españolidad. No hay duda de que aquellos y aquellas que participaban de esta institución se acercaban a las esferas de honorabilidad y, por ende, de la blancura. Es por esta razón que en términos generales todo el mundo coincidía en que la ola de matrimonios interraciales debía ser contenida. Solo era permisible en contadas excepciones, cuando mediante un examen minucioso del caso particular se diagnosticara que el paso de una persona a una condición social superior no perturbaría el ordenamiento social. La única instancia en las que el matrimonio entre personas no blancas no levantaba objeciones era cuando los desposados eran personas adultas, trabajadoras, de buena conducta, y por supuesto, de la misma calidad. Desde este punto de vista, es posible concluir con bastante seguridad que la principal causa de disenso matrimonial y la que socialmente era estimada como un disuasivo para el matrimonio era la desigualdad racial o, como se expresaba en la época, la diferencia notable en la calidad de los contrayentes. La documentación examinada evidencia que existía un consenso social bastante generalizado sobre lo objetable de los matrimonios interraciales. No solo las élites y la gente común eran partícipes de este acuerdo, sino que las autoridades políticas y hasta la Iglesia compartían este convenio. En efecto, en esa época era más fácil conseguir una dispensa eclesiástica para celebrar un matrimonio entre parientes en segundo grado de consanguinidad o afinidad que el permiso de los padres o del gobierno para celebrar un matrimonio interracial. Más aún, las dispensas de parentesco se justificaban en términos raciales; es decir, se solicitaban y se otorgaban para facilitar el matrimonio en-

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tre blancos y así prevenir que estos se siguieran manchando. Aunque en principio el propósito de la Iglesia era el de diseminar el sacramento matrimonial entre los miembros de la sociedad colonial, en la práctica y contradictoriamente, fomentaba ciertos tipos de matrimonio (entre iguales raciales), a la vez que obstaculizaba activamente otros tipos de matrimonios (entre desiguales raciales). Así, esta institución desempeñó un papel importante en la significación del matrimonio como blanco y español. Ante este panorama, valdría la pena preguntarse porqué algunas personas, a pesar de la desaprobación bastante generalizada que confrontaba, intentaban embarcarse en la empresa de contraer matrimonio con un desigual social. La respuesta a esta pregunta es compleja e involucra distintos ángulos. Desde el punto de vista del o la contrayente que gozaba de una condición inferior la deseabilidad de contraer un matrimonio socialmente ventajoso resulta obvia. Esto era particularmente cierto en el caso de las mujeres, ya que casarse con alguien de un estatus social superior era una aspiración socialmente sancionada; los padres apostaban al matrimonio ventajoso de sus hijas para mejorar su posición social. Además, como demuestra mucha de la documentación analizada, la tendencia era que las mujeres adoptaran el estatus social del esposo, de suerte que el matrimonio de estas con personas de un mayor estatus social repercutía positivamente sobre ellas y sus familias. Lo contrario ocurría en el caso de las mujeres que se casaban con un inferior social. Ello era nefasto para ellas y sus familias, lo que explica la oposición férrea de los padres aun en los casos en que había prole de por medio. En el caso de los hombres, el poder realizar su voluntad aun cuando esta socavara las bases más preciadas del ordenamiento social español en las colonias era un asunto vinculado a los privilegios de la masculinidad blanca. Los hombres españoles y sus descendientes estaban acostumbrados a hacer su voluntad, aun cuando ello involucrara enlazarse a una mujer racialmente inferior a ellos. De esta forma, algunos de ellos desplegaban su voluntad persiguiendo matrimonios que provocaban disputas y ponían en riesgo el honor familiar. Muy pocos de ellos lograron salirse con la suya, y los pocos que así lo hicieron eran hombres mayores y peninsulares, lo que pone en evidencia que la masculinidad blanca estaba atravesada por variables de edad y de procedencia. En realidad, son pocos los casos de disenso que llegan a las autoridades que involucraban diferencias abismales entre los contrayentes, y estos eran consistentemente decididos en contra de la pareja, con muy

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escasas excepciones. La mayoría de las disputas matrimoniales que llegan a la atención de las autoridades involucraban a parejas que se hallaban dentro de cierta proximidad social. Tal cercanía evidencia que la desigualdad racial en el Puerto Rico de ese entonces no era tan tajante que clasificara a los individuos en tres grupos claramente diferenciados –blancos, negros y mulatos–, sino que se desplegaba en términos graduales, mediante la ponderación de una multiplicidad de elementos. Ello redundó en un ordenamiento racial sumamente complejo en donde muchas veces lo que se dilucidaba eran grados de desigualdad. Tal tarea no era sencilla, ya que asuntos que en el presente se piensan diáfanos, como, por ejemplo, la procedencia familiar de las personas, no siempre eran fáciles de discernir. Las parejas involucradas raramente admitían que existieran diferencias notables entre ellos. Eran los familiares u otros interesados los que, en su empeño por promover u obstaculizar un matrimonio, magnificaban o aminoraban las diferencias entre la pareja, sacando a la superficie las concepciones sociales mediante las cuales se construía la diferencia racial en el contexto local. Muchas veces la oposición emanaba del deseo de los padres de acrecentar su capital social mediante el menoscabo de la posición social de la familia del novio o la novia rechazada. Después de todo, el honor y la posición era algo que se dirimía en relación con los demás. Puesto que las apuestas involucradas en los enlaces –tanto para la parte que apoyaba el matrimonio como para la que se oponía– eran altas, la cuestión giraba en muchas ocasiones en torno a matices. Por un lado estaba la identidad blanca, la cual se definía a partir de la procedencia española, ancestros limpios de sangre, buena educación, modales, religiosidad, moralidad y acendrada conducta. Todas estas cualidades garantizaban una posición social de privilegio, la cual permitía el acceso a puestos honoríficos dentro del ámbito eclesiástico, político y civil. Del mismo modo, el ostentar dichos puestos constituía un indicador de las cualidades que definían la identidad española. Del otro lado, se hallaban la identidad negra, la cual se articulaba mediante indicadores tales como la procedencia africana, la esclavitud, la ausencia de educación y modales, los trabajos “viles” o manuales, la infidelidad o impureza de sangre, la vagancia, el concubinato y el mal comportamiento. Todas estas características se entendían como indicadores de negritud. Ambas identidades constituían polos opuestos que marcaban una diferencia fundamental. No obstante, la diafanidad de esta antítesis era constantemente empañada por la existencia de una

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multiplicidad de individuos que exhibían una mezcla de características de identidades que se entendían incongruentes. En efecto, a menos que se descendiera de peninsulares por los cuatro costados, todo criollo estaba bajo sospecha. En este sentido, más que un sistema de polaridad, lo que operaba en el Puerto Rico decimonónico era un continuo o escala. Dentro de esta gran gama, existían gradaciones que alcanzaban progresiones que para algunos eran inadmisibles, mientras que para otros eran totalmente franqueables. Esta falta de consenso social con respecto a dónde tirar la línea entre lo admisible y lo inadmisible abría un espacio para la disputa y negociación. En otras palabras, el ordenamiento racial que era de naturaleza ponderativa y sopesaba la multiplicidad de elementos que incidían en la calidad de una persona. Este diagnóstico tenía lugar en un contexto en el que no existía consenso en cuanto a los elementos esenciales que definían la diferencia racial. Las evaluaciones se basaban en las opiniones de los miembros reconocidos de la comunidad, los cuales llegaban a conclusiones a partir de lo que conocían de las familias o de lo que habían oído sobre estas. Los documentos escritos también eran tomados en cuenta, pero los mismos eran exiguos e igualmente reflejaban los juicios de las personas que habían participado en su producción. Cuando existían versiones encontradas sobre la calidad de una persona, las apreciaciones que se imponían eran las de los miembros más respetados en la comunidad. Las autoridades políticas, quienes en teoría eran las únicas autorizadas para establecer la calidad de una persona, dependían de las apreciaciones de los miembros distinguidos de la comunidad para adjudicar los casos que llegaban a su atención. Frecuentemente los diagnósticos realizados eran impugnados y, en algunos casos, modificados. De ahí que la condición racial de las personas no era algo que se fijase al momento del nacimiento o que quedara inscrito en el acta de bautismo, sino que podía transformarse a través de su existencia. Existían vías socialmente sancionadas para atenuar y hasta borrar la mancha de una persona o de familias completas. Ello incluía una diversidad de estrategias tanto formales como informales. Entre estas últimas se encontraba el vivir una vida libre de escándalos en obediencia a las normas sociales y religiosas, exhibir buenos modales, conducirse con mesura, codearse con superiores sociales y respetar las jerarquías sociales, políticas y eclesiásticas. Estas se combinaban frecuentemente con estrategias formales tales como el matrimonio eclesiástico, la producción de hijos legítimos, el establecimiento de la-

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zos de parentesco con superiores sociales, la vinculación pública con hombres de prestigio, la adquisición de educación formal, el desempeño de ocupaciones no manuales y la obtención de alguna distinción o gracia de las autoridades políticas o eclesiásticas. Todas estas maniobras se expresaban de formas variadas según el género y la posición social de las personas involucradas. Si alguna generalización puede hacerse de estos complejos procesos es que la ruta hacia la blancura estaba pavimentada por los privilegios de la masculinidad blanca. La asociación pública con hombres “decentes” tenía el efecto de transferir gracias sociales a aquellos y aquellas con las que estos se relacionaban, como queda claramente evidenciado en los procesos de reconocimiento o legitimación de hijos habidos fuera del matrimonio y de las madres de estos, así como en los casos de matrimonios entre hombres de la élite y pardas de buena reputación, entre otros. De otra parte, la gama que caracterizaba el universo racial era una vía que discurría en dos direcciones. Si bien era cierto que existía una serie de estrategias que acercaba a las personas a las esferas del honor y, por ende, de la blancura, también era cierto que existían una serie de agravantes que tenían el efecto de impeler a las personas hacia las esferas del deshonor y, por ende, al espacio social de las “castas ínfimas”. Curiosamente, mientras que el camino a la blancura estaba pavimentado por los privilegios de la masculinidad blanca, el camino hacia la ignominia estaba pavimentado por la deshonra femenina. Las que sufrían de mayor vulnerabilidad social eran las mujeres no blancas. De estas se presumía siempre lo peor, independientemente de su situación particular. De ahí que para poder ostentar un estatus social que denotara cierto grado de honorabilidad dependían de la protección de un hombre que ratificara sus virtudes. Jóvenes bajo la protección de sus padres, algún familiar varón, esposo o pretendiente que expresara públicamente su deseo de contraer nupcias con ellas, eran distinguidas de la pila de mujeres no blancas “desamparadas”, las cuales gozaban de muy poca estima social. Es decir, que su reputación pendía de la palabra de un hombre que las revalidara. Si este hombre era uno de reputación y prestigio, mejor todavía. No obstante, si ese respaldo era retirado, ya fuese intencionalmente o por presiones externas, como en el caso de las mujeres no blancas que eran abandonadas por sus parejas, descendían a dimensiones más profundas de descrédito, lo que las desplazaba a planos más cercanos a la negrura. Como evidencia uno de los casos discutidos anteriormente, la deserción masculina en el caso

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de las mujeres no blancas podía sumergirlas en la mayor ignominia conocida en la sociedad de la época: la esclavitud. Empero, las mujeres no blancas no eran las únicas que podían descender en la jerarquía social; las blancas también podían mancharse hasta el punto de llegar, ellas y su descendencia, a la esfera de las llamadas castas ínfimas. El abandono familiar o la falta de protección masculina era el primer paso hacia la deshonra de las mujeres blancas. Ordinariamente se piensa que la deshonra femenina estaba vinculada a la pérdida de la virginidad o a la práctica de sexo fuera del matrimonio. Sin embargo, ese no era el caso. Como evidencian muchos de los casos discutidos, el descrédito no lo ocasionaba el involucrarse abiertamente en relaciones sexuales fuera del matrimonio, sino en que públicamente no se reconociera o se retirara la promesa matrimonial. Las mujeres blancas no perdían su honor mientras se relacionaban con hombres bajo promesa de matrimonio, aunque por diversas razones este nunca llegara a realizarse. Tampoco lo perdían si eran seducidas mientras se hallaban bajo una autoridad paterna responsable y honorable. En estos casos, el que perdía honor era el que se atrevía a violar la santidad de un hogar cristiano. Entonces, ¿cómo era que se manchaban las mujeres blancas? Una de las peores afrentas que podía cometer una mujer blanca era vivir públicamente con un inferior racial en contra de la voluntad de sus familiares. Asimismo, existían mujeres blancas, incluso españolas, que por razón de muerte de sus progenitores o abandono familiar se veían obligadas a entablar relaciones con desiguales raciales. Estas mujeres se hallaban contaminadas a los ojos de muchos y el gobierno tendía a permitir esos matrimonios por considerar que ya estaban manchadas. Otras eran degradadas, no por sus propias acciones, sino por las de sus familiares cercanos. Había matrimonios desventajosos que emparentaban personas consideradas blancas con personas consideradas de mala reputación y orígenes oscuros. Generalmente, estos casos involucraban a individuos que, aunque considerados blancos, no portaban todos los signos de la blancura; es decir, blancos de bajo estatus que realizaban trabajos manuales y que vivían lejos de los círculos de prestigio social. En estas instancias, el vivir en ambientes toscos, rodeados de parientes –ya fuesen consanguíneos o por afinidad– de “mala” prosapia, los manchaban hasta llegar a perder su estatus de blancos. En conclusión, la evidencia presentada en estas páginas demuestra que la condición racial de las personas no era fija; se podía transformar a lo largo de sus vidas. De ahí que fuera completamente comprensible que una persona naciera en el ámbito de la blancura y muriera en el de

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la negrura o viceversa. Igualmente, podían existir blancos cuya blancura fuera disputada por algunos y afirmada por otros, blancos a los que se le reconociera algún ancestro pardo o negro, pardos que se estimaran dignos de ser bienvenidos al ámbito de la blancura o personas a las cuales no se les pudiera atribuir con seguridad una identidad racial. Lejos de ser realidades acabadas y firmemente establecidas, las identidades raciales en la sociedad puertorriqueña decimonónica se asemejaban más a trayectos sinuosos colmados de peripecias, cuyos contornos comenzamos a vislumbrar cuando son históricamente discernidos. Es justamente cuando se coloca dentro de su contexto histórico que la frase enunciada por el alcalde de Loíza en 1826 – “en algunas familias … han pasado a blancos unos y otros permanecen en su primitiva esfera de morenos, o pardos libres”– se nos hace inteligible.

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Bibliografía

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Índice onomástico y conceptual

A Amancebados, 97-98, 194, 265, 281 Ayarza, José Ponceano de, 88-91 B Betances, Félix, 209-10, 211, 212, 225, 226-234 Betances, Ramón Emeterio, 176 n. 44, 209-227, 233-238 blancura, 21, 46, 82, 84, 87, 88-91, 92, 99, 106, 136, 137, 139, 144, 151, 153, 161, 164-166, 176, 189, 190, 193-194, 196, 197, 202, 208, 209, 210, 211, 217, 223, 226, 229, 231, 233-234, 239, 236- 237, 243, 244, 246, 264, 275, 276, 282, 286, 287, 288 blanqueamiento / blanquear, 85 n. 103, 89, 91 Bonafoux, Luis, 213-220, 225, 237 Brau, Salvador, 218-219 C calidad(es) y jerarquías religiosas, 122, 124-126, 127 y registro/asignación de, 4749, 51-56, 140, 150, 155, 191, 229, 233, 285

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significados, 29, 31, 32-33, 34, 35, 45, 155-159, 186, 230, 278 Carrera, Magali M., 25, 26, 186 Casta(s), 30, 37, 41, 46, 62 n. 37, 64, 69, 73, 75, 76, 77 n. 88, 8084, 94, 118, 119, 123, 137, 157, 171, 179, 202, 239, 241, 243, 256, 267, 270, 274, 275, 279, 286, 287 concubinato, 113, 126, 246, 250, 265, 266, 285. Véase además amancebados. criollo(s), 19, 51 n. 11, 82, 83, 214, 222-224, 250, 285

D deshonra, 46, 59, 73, 97, 152, 196, 241, 257, 264, 265, 266, 267, 268, 286, 287 dispensas matrimoniales, 43, 107, 122125, 203, 208 n. 31, 266, 282 raciales, 86-92, 159, 171, 179, 280-281 Durán Villafañe, Tiburcio, 56-61 E esclavitud, 19, 46, 51, 54, 72 n. 76, 82, 85 n. 103, 90, 128, 166, 168, 170, 175, 176, 214, 218, 222223, 234, 255, 284, 287 expósitos, 93, 144-146

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F Findlay Suárez, Eileen, 22-23, 200 n. 11, Foucault, Michel, 35-39 Fredrickson, George M., 33, 34 G García Leduc, José Manuel, 215 n. 46, 217 n. 52, 237 Gracias al Sacar, Real Cédula de, 87-95, 159-160, 177, 200 H Herzog, Tamar, 187 hidalguía, 56-57, 156, 165 n. 20, 232 hijos(as) adulterinos, 87 n. 107, 171, 200 n. 12, 201 n. 16, 207, 245 espurios 140, 146, 171 ilegítimos, 44, 50, 87, 90, 93, 133, 140, 141 n. 71, 156, 158, 171, 173, 175, 176, 178, 179, 182, 185, 189, 190, 191, 199, 205, 206, 233, 245, 256, legítimos, 18, 46, 51 n. 11, 82, 87, 89, 90, 101, 109, 117, 135, 144, 146, 152, 158, 165, 166, 167, 172, 176, 178, 180, 189, 190, 192, 193, 194, 196, 201 n. 16, 203, 206, 207, 208, 225, 226, 228, 231, 245, 247, 248, 260, 262, 264, 265, 271, 272, 285 naturales, 112, 117, 133, 135, 140, 141 n. 71, 143, 156, 160, 173, 177, 180, 181, 188, 190, 192, 194, 198, 199, 200, 201 n.

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16, 202, 203-204, 206, 207, 256, 258, 260-261, 265, 271, 272 honor, 42 n. 73, 62, 72, 78, 89, 90, 93, 96, 103, 106, 127, 136, 138, 141, 142, 178, 179, 184, 185, 189, 197, 207, 208, 209, 214, 217, 218, 227, 233, 241-270, 278, 280, 281, 282, 283, 284, 286, 287 I identidades, 18, 20, 29, 31-32, 33, 34, 40, 43, 45-46, 54, 60, 61, 62, 63, 134, 136, 140, 154, 159, 175, 176, 185, 186, 190, 191, 203, 208, 211, 213, 237, 238, 244, 276, 284, 285, 288 ilegitimidad, 34, 44, 50, 51 n. 11, 170, 174, 175, 176, 177-186, 190, 202, 226, 238, 278 J juicios de disenso, 40, 41-43, 94, 108, 147, 153, 154, 159, 163 K Kinsbruner, Jay, 58 n. 23, 270 n. 41 Konetzke, Richard, 55-56 L Lavrin, Asunción, 103,105 Legislación social borbónica, 8695, 144, 177 legitimación, 44, 87 n. 107, 177, 180-186, 200-208, 231, 256, 262, 286,

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legitimidad, 34, 61, 65, 93, 177186, 200, 202, 209, 231, 278 Leyenda Negra, 72 libros parroquiales, 43-44, 47-48, 51-56, 57-58, 86, 133, 144, 225, 235, 236, 260 linaje, 24, 34, 37, 50 n. 10, 66, 67, 68, 73, 74, 77 n. 88, 85 n. 103, 124, 133, 137, 157, 162, 176, 179, 185, 186, 189, 229, 233, 238 n. 106, 243, 247, 278, 279 limpieza/ pureza de sangre, doctrina de, 63, 68-78, 169 estatutos de, 65, 68-78, 79, 83, 91, 279 y fe, 24, 32, 66, 72, 169, 170 Hispanoamérica, 29, 78-106 justificaciones de, 43, 44, 56, 57-58, 61, 211, 227-234, 235, 236 y matrimonio, 16, 18, 94, 110, 118, 119, 123, 155, 158 n. 8, 196, 271 y posición social, 176, 223, 243, 280 y profesiones y oficios, 48, 91, 106 n. 11, 138, 158 n. 8, 161, 176, 196 y raza, 29, 64 n. 40, 68, 83, 84, 106, 171, 176, 202, 230, 278, 284 significados, 62, 66, 67 n. 56, 156, 159, 176 M Martínez Aliers, Verena, 42 n. 73, 55 n. 20, 163, 167 masculinidad blanca, 46, 192, 205, 208, 209, 250, 283, 286

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matrimonio y desigualdad racial, 53, 92, 113, 116, 119, 120, 122, 125126, 147, 162, 175 n. 41, 273, 274, 282, 283, 284 impedimentos, 75, 79, 92, 94, 114, 116, 120 interracial, 94 n. 122, 125, 282 y libre albedrío, 120, 132 y racialización, 18, 45, 55, 99, 153, 173, 274, 281 significados, 17-18, 95-99, 178, 281 mestizaje, 30, 49-51, 144, 175, 212 n. 40 Mörner, Magnus, 55-56 N nacimiento, circunstancias del, 45, 58, 154, 156, 159, 171,184, 278 negritud, 46, 211, 212, 213, 228, 236, 284 negrura, 21, 85, 176, 244, 276, 286, 288 nobleza, 57, 58, 62, 65, 70 n. 69, 76, 78, 94, 118, 122-123, 156, 158 n. 8, 230, 243, 249 Nueva Historia, 19 n. 7 O Ojeda, Félix, 223 n. 100 P patria potestad, 102, 104, 105-110 partidas sacramentales, 43, 48 n. 4, 52, 205

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Picó, Fernando, 98 Pragmática Sanción contra de Matrimonios Desiguales, 16, 41, 43, 92, 93-94, 101-104, 107, 112, 113, 118-119, 120-121 promesa de matrimonio,15, 178, 179, 241, 244, 251, 252-253, 255, 256, 258, 266, 287 prostitución, 127, 224-225, 242 n. 4, 250 Q Quijano, Aníbal, 27 n. 27 R racialización, 20, 34-35, 45, 50 n. 10, 51 n. 11, 63, 99, 101, 153, 173, 174, 177, 244, 281 raza y biología, 11, 20, 22-23, 2627, 29, 30, 35, 56 n. 20, 58 n. 23, 77 n. 88, 238, 277 y clase, 30, 32, 42 n. 73, 104, 105, 113, 115, 116, 122, 264, 275, 277, 278, 282 y conducta, 30, 32, 34, 44, 45, 46, 65, 76, 80, 109, 127, 139, 143, 144, 147, 148, 151, 152, 154, 155, 156, 159, 160, 168174, 188, 190, 192, 229-230, 233, 234, 242, 257, 278, 279, 281, 284 y contagio, 23, 24, 74, 245, 246, 268, 270, 272, 275 definiciones, 20, 22, 24-31, 33-35, 55 n. 20, 61, 77 n. 88, 78, 80, 146, 157-158, 176, 275, 277-278

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etimología, 67-71 y fenotipo, 21, 22, 27-29, 3033, 45, 55 n. 20, 58 n. 23, 85, 86, 91, 139, 159-164, 168, 170, 171, 172, 190, 212, 215-216, 238, 277, 278 y género, 22-23, 27, 31, 32, 50 n. 10, 51 n. 12, 54, 152, 171, 175, 224-225, 278-279, 286 historiografía 19-28 y parentesco, 38, 73, 122-124, 125, 170, 228, 246, 270, 272, 274, 282, 286, 287 y sexualidad, 22-24, 30, 32, 34, 37-40, 46, 96, 174, 261, 278279 Rodríguez de Tió, Lola, 224 S Saether, Steinar A., 94 n. 122, 103, 105 Salucio, fray Agustín, 69, 70-78, 80, 90, 91, 139 Seed, Patricia, 42 n. 73, 103 Serrallés, Juan Eugenio, 197-203, 208-209 sexo ilícito, 44, 46, 96, 169, 174, 175, 176, 179, 204, 248, 254, 281 sexualidad, 178, 278-279 Solórzano y Pereira, Juan de, 8283, 169, 171 Stolcke, Verena, 23-24 Stoler, Ann, 23 Suárez Díaz, Ada, 211-212, 226227, 237 Sweet, James, 28 n. 30

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T Tapia y Rivera, Alejandro, 79 Trento, Concilio, 120, 125 Twinam, Ann, 61-63, 87, 88 n. 112, 89, 90, 91, 92, 143, 159, 177, 202 n. 20, 204 n. 25 V vagos, 97-98, 281 Vinson, Ben, 188 virginidad, 256, 287 W Wade, Peter, 23, 26-28

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