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Spanish; Castilian Pages 239 [238] Year 2008
Moros en la costa
Orientalismo en Latinoamérica Silvia Nagy-Zekmi (ed.)
Moros en la costa Orientalismo en Latinoamérica
Silvia Nagy-Zekmi (ed.)
Iberoamericana • Vervuert • 2008
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Reservados todos los derechos © Iberoamericana, 2008 Amor de Dios, 1 — E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2008 Elisabethenstr. 3-9 — D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 978-84-8489-403-2 (Iberoamericana) ISBN 978-3-86527-427-4 (Vervuert) Depósito Legal: S. 1.703-2008
Diseño de cubierta: W Pérez Ciño Ilustración de cubierta: iStockphoto #5834936
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INDICE
Agradecimientos
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INTRODUCCIÓN: BUSCANDO EL E S T E EN EL O E S T E : PRÁCTICAS ORIENTALISTAS EN LA L I T E R A T U R A LATINOAMERICANA SILVIA N A G Y - Z E K M I
Buscando el Este en el Oeste: Prácticas orientalistas en la literatura latinoamericana
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C A P Í T U L O I. E L PAPEL DE LO EXÓTICO EN EL PROYECTO COLONIZADOR H E R N Á N G . H . TABOADA
La sombra del Oriente en la independencia americana
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JORGE J . BARRUETO
El indio en las tarjetas postales: metáforas visuales del miedo y la ansiedad política en Latinoamérica
41
ISABEL D E SENA
Beduinos en la pampa: el espejo oriental de Sarmiento
69
MARILYN MILLER
«Tengo de árabes noble descendencia»: orientalismo y el retorno al país natal en Zafira de Juan Francisco Manzano
91
JORGE C H E N SHAM
Las limitaciones del exotismo: el bondadoso negro en Calypso de Tatiana Lobo
111
C A P Í T U L O II. L A S PRÁCTICAS NEO- Y POSTCOLONIALES DEL ORIENTALISMO ÉVA B Á N K I
Conexiones intertextuales entre Cien años de soledad y las narraciones orientalistas alemanas del siglo xix
125
CSILLA LADÁNYI-TÜRÓCZY
El Oriente según el Capitán Birobidjan: O exército de um homem só de Moacyr Scliar
141
DELMA WOOD
the dirty girls social club [sic]: resistencia a la orientalización de lo latino en los Estados Unidos
153
CAPÍTULO III. POÉTICAS DEL ORIENTALISMO JULIA A . KUSHIGIAN
El Primero sueño y Las mil y una noches-. Sor Juana Inés de la Cruz, orientalista
167
GLADYS ILARREGUI
El mono gramático: orientalismo y poética de Octavio Paz
187
PATRICIA V I L C H E S
«La más bella de Mandalay»: construcciones orientalistas de la feminidad en Residencia en la tierra de Neruda
201
GEORGINA J. WHITTINGHAM
El Japón de Hiroshigué en las pioneras innovaciones de Juan José Tablada Colaboradores
217 233
AGRADECIMIENTOS
Quisiera expresar mi sincero agradecimiento a los colaboradores de este libro por su paciencia y el entusiasmo al participar en este proyecto. Cualquier mérito de este libro les pertenece. Le quedo debiendo a mi crítico más severo y más generoso, Luis Correa-Díaz, por las conversaciones interminables respecto al debate sobre la postcolonialidad en Latinomérica y sus valiosas sugerencias que contribuyeron en gran medida a mi visión y perspectiva sobre el tema. Agradezco el apoyo institucional a la Universidad Villanova por brindarme un año sabático, y a la Comisión Fulbright la beca que me fue otorgada y la que contribuyó en gran medida al desarrollo de este proyecto. Mi gratitud va a Patricia Villamor por su ejemplar dedicación y minuciosa revisión del manuscrito y asimismo a Anne Wigger por su generosa ayuda con el proceso de la publicación. Finalmente, quisiera darle las gracias por su inmutable apoyo a Nadir, cuya presencia es una constante inspiración en mi vida.
Introducción: Buscando el Este en el Oeste: prácticas orientalistas en la literatura latinoamericana
B U S C A N D O EL E S T E E N E L O E S T E : P R Á C T I C A S ORIENTALISTAS E N LA L I T E R A T U R A LATINOAMERICANA
Silvia
Nagy-Zekmi
T h e p e r s o n w h o finds h i s h o m e l a n d s w e e t is still a t e n d e r b e g i n n e r ; h e t o w h o m e v e r y soil is a s h i s n a t i v e o n e is a l r e a d y s t r o n g ; b u t h e is p e r f e c t t o w h o m t h e e n t i r e w o r l d is a s a f o r e i g n p l a c e . T h e t e n d e r s o u l h a s fixed h i s love o n o n e s p o t i n t h e w o r l d ; t h e s t r o n g pers o n h a s e x t e n d e d h i s l o v e t o all p l a c e s ; t h e p e r f e c t m a n h a s e x t i n g u i s h e d his ( H u g o St.Victor, citado por E d w a r d Said, 1993: 4 0 7 ) P e s e a q u e h o y — d e b i d o a l a s f a t í d i c a s g u e r r a s e n el M e d i o O r i e n t e — s e o b s e r v a u n r e s u r g i m i e n t o d e l o s d e b a t e s s o b r e el c o n c e p t o d e l o r i e n t a l i s m o , 1 h a sido (y sigue siendo) u n m é t o d o 2 efectivo p a r a e x a m i n a r los d i s c u r s o s d e
1
H u b o diversas reacciones al orientalismo — o r i g i n a l m e n t e desarrollado por E d w a r d
S a i d — algunos sugieren que está «en crisis» (Abdel-Malek), otros hablan del post-orientalismo ( O ' H a n l o n , Washbrook), y algunos lo contraponen al «occidentalismo» (Xiaomei C h e n , J a m e s Carrier). M á s sobre el tema en: N a g y - Z e k m i ( 2 0 0 6 ) Paradoxical 2
Citizenship:
Edward
Said.
E n la presentación de su libro S a i d realiza u n a densa «meditación sobre el m é t o d o »
alineando el suyo con dos obras cardinales de Foucault, La arqueología
del saber y Vigilar y
castigar. El establecimiento de este nexo genealógico apunta hacia el análisis del discurso en el q u e Foucault centró las dos obras mencionadas.
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dominación en el contexto de la producción de saberes y la manera en la cual este conocimiento busca la consolidación de su poder. A partir de la publicación de Orientalism (1978), el estudio seminal de Edward Said3 este procedimiento se ha expandido más allá de las propuestas originales del crítico que se enfocaban en las relaciones del poder y conocimiento en los proyectos imperiales de Francia e Inglaterra que se desplegaron durante los siglos XVIII y XIX para convertirse en una herramienta teórica aplicable para el escrutinio de relaciones desiguales de poder y, sobre todo, de cuestiones de representación de estas relaciones que hoy día no sólo abarcan Europa y el Medio Oriente, sino que incluyen áreas postcoloniales en el mundo entero. La razón de esta «expansibilidad» del concepto del orientalismo es la fuente del que el mismo se nutre. Said sugiere dos aspectos fundamentales para considerar: por un lado, definir el contexto (del orientalismo, en este caso) y por otro, cambiarlo, porque opina que la crítica activa de la sociedad es una de las funciones cardinales del intelectual (Cf. Representaciones del intelectual) a quien el crítico ve como el erudito comprometido. Sin tener en cuenta esta perspectiva, según el crítico, elaborar una crítica del orientalismo es solamente «un pasatiempo efímero» (Said 2000: 359). En cuanto a la definición del orientalismo, Said propone tres postulados mayores: 1. Que se refiere a la forma en que se codifica el conocimiento en el contexto de un episteme específico. Said desmiente lo que se cree en general de la literatura de viajes, por ejemplo, y en particular, de las obras orientalistas, que parecen producir representaciones «objetivas» de un espacio geográfico, sin que los juegos de poder afecten esta representación. 2. El término se relaciona con una «institución corporativa» (la colonización) que domina sobre una «geografía imaginaria» que es construida oncológica y epistemológicamente4 para servir sus intereses. En efecto, este discurso faci3 Pese a la formidable crítica que se le ha hecho a la obra de Said en general y al orientalismo en particular, el modelo teórico sigue siendo ampliamente utilizado. Ziauddin Sardar publicó un libro con el mismo título, Oríentalism (1999), una revisión y crítica del concepto saidiano y análisis de las prácticas orientalistas a partir de la Edad Media incluyendo algunas consideraciones postmodernas de las mismas. No obstante, la crítica más vehemente viene de la pluma de Aijaz Ahmad In Theory (1994) y de Bret Levinson The Ends ofLiterature (2001), donde el autor plantea la «de-orientalización» de los estudios postcoloniales. Más detalles en Nagy-Zekmi (2003) «Estrategias postcoloniales». 4 En este sentido, sugiere Eduardo Mendieta, el orientalismo es «un dispositivo, es decir, un artefacto de poder-conocimiento que convierte las culturas y sus territorios en objetos de conquista y consumo imperiales».
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litó los cambios epistemológicos que jugaron un papel central en la «mission civilizatricei> de la empresa colonizadora. 3. Que está disfrazado como un marcador geográfico, pero que es parte de la historia humana en la cual el Occidente y el Oriente son cómplices en crear imágenes que se complementan. «Así es como las dos entidades geográficas se apoyan y en cierta medida se reflejan la una en la otra». (Said 1978: 5) De modo que el orientalismo no sólo «produce» (discursivamente) el Oriente (conquistado y oprimido), sino que también el Occidente «imperial», promoviendo discursos de auto—conocimiento, porque cada cultura requiere de un «alter—ego» diferente, ya que esta misma diferencia sirve de base para la autodefinición. El orientalismo no sólo enmarca al «otro» sino también es «una máquina de identidad» que produce ontología de sí mismo (cf. Mendieta). Es por medio del orientalismo que establece la imagen imperial que produce la necesidad y el deseo del «otro» exótico, no sólo en el Oriente, sino en cada representación tendenciosa de poderes desiguales (cf. Said: 1993). Para hablar del orientalismo en Latinoamérica, antes de todo se debe plantear la pregunta, si Latinoamérica, en efecto, puede considerarse como un área postcolonial5. Se sabe que, tanto en Latinoamérica, como entre algunos investigadores estadounidenses del área hay una formidable resistencia a las teorías postcoloniales, de las cuales el orientalismo se considera como parte, y sólo recientemente se han publicado textos que discuten en profundidad la postcolonialidad del continente, tales como El debate de la postcolonialidad en Latinoamérica editado por Alfonso y Fernando de Toro. Varios críticos coinciden en notar Bill Ashcroft (1999: 13), Mark Thurner (1007: 3-4), Jorge Klor de Alva (1994: 242), y Santiago Colás (1995: 386) que las razones de esta resistencia a la consideración de Latinoamérica como un espacio postcolonial se encuentran en el proceso de descolonización de Latinoamérica muy diferente a las de la India y África (donde hoy en día se genera gran parte de la producción de teorías postcoloniales). La mayoría de las luchas independentistas en América Latina se llevaron a cabo encabezadas por criollos de clases privilegiadas y no por mestizos e indígenas y, por lo tanto, la independencia no dio por resultado la restauración del control gubernamental a los habitantes originales, sino que cedió el poder —cuya estructura se basaba en el feudalismo «importado»— a la población criolla de origen europeo (Thurner 1997: 3-5). 5 Para un análisis de la problemática postcolonial en América Latina y el debate en torno a ella, véase Nagy-Zekmi (2004).
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De acuerdo con la definición de Said, el orientalismo es una práctica discursiva compleja por medio de la cual el Occidente «produjo» el Oriente a base de un sistema de conocimientos que enfatizaba las diferencias entre los dos. Tanto el motivo como el resultado de este discurso es categorizar el Oriente como atrasado, primitivo e inferior en comparación con el Occidente y representado como tal, queda justificada (moral y discursivamente) la «misión civilizadora» del último. De esta manera, en Latinoamérica normalmente no es el Oriente el que se representa, o el oriental que se esencializa, sino el indígena, o la mujer, o simplemente «lo latino» frente al europeo o al estadounidense. Lo que importa no es tanto la temática oriental de las obras que se discuten en este volumen —aunque sea en sí interesante— sino que es la construcción de la diferencia personificada en un ser exótico, y el gesto homogeneizante y esencialista que engendra esta imagen. Pero el mismo Said nos advierte de no concebir el orientalismo como una iniciativa malévola que los escritores (!) realizan en contra de la gente indefensa y victimizada, sino que el orientalismo se puede considerar como un mapa cognitivo del mundo, una manera de catalogar y contextualizar los conocimientos existentes. En el contexto literario latinoamericano 6 las raíces del orientalismo 7 se remontan al modernismo y posiblemente más allá, a Sor Juana, a la literatura de viaje, y específicamente a Humboldt quien «orientaliza» el continente por medio de numerosas «metáforas estereotipadas de comparaciones científicas y analogías económico—coloniales,» y perpetúa, a su vez, una especie de orientalismo filológico (Lubrich 2002). En su descripción del continente Humboldt se sirve de patrones eurocéntricas que luego él mismo deconstruye. «Lo que en un principio aparece como un síntoma, pasa luego a desestabilizar estratégicamente el concepto del Oriente como paradigma de la diferencia cultural y el orientalismo como discurso imperial» (Lubrich 2002). Al publicarse, el libro de Said se consideraba por algunos críticos como el mero cuestionamiento de la literatura de viajes y los modos de representación del Oriente, pero con el tiempo, el libro se volvió emblemático de una crítica coherente de la empresa colonizadora occidental dirigida hacia el Oriente y, por extensión, hacia el llamado «Tercer Mundo,» por haber desenmascarado el discurso colonial/ista 6 D e acuerdo con Julia Kushigian, «Hispanic Orientalism has been denied its rightful place in the contemporary revision of the concept of Orientalism» (1991: 1).
En el contexto histórico-cultural, se podría decir que el error espectacular de Colón de haber creído llegar a la India puede, quizás, considerarse como la raíz de una mentalidad orientalista (su definición véase en Said 1978: 7—10) existente en las sociedades occidentales. 7
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que, en primer lugar ha creado, y de manera autogenerativa ha reforzado la idea del Oriente exótico. La tendencia al exotismo en Latinoamérica se hace evidente al revisar el canon modernista, ya que muchos autores (poetas) tales como Juan José Tablada, Arturo Ambrogi, Efrén Rebolledo, Enrique Gómez Carrillo, Rubén Darío o Julián del Casal se inspiraron en la temática oriental (Cf. Tinajero 2004). Emblemático del modernismo es la poesía de Rubén Darío, que ostenta «tigres de Bengala» (1888: 160), «jarras de porcelana china» (1888: 176), un «biombo de seda del Japón» (1888: 176) y otro ejemplos representativos del orientalismo, se encuentra en su colección Medallones (1890): Tú del fakir conoces secretos y avatares a tu alma dio el Oriente misterios seculares visiones legendarias y espíritu Oriental (176).
Lo que aquí se resalta como praxis orientalista no es la temática oriental en sí, sino la tendencia de erotizar el referente: «secretos y avatares,» «misterios seculares,» «visiones legendarias» (el subrayado es mío). Puede interpretarse como el uso de un extravagante «orden simbólico inaudito» del que Roland Barthes (1982: 4) habla en The Empire ofSigns. No obstante, esto no excluye la posibilidad que el otro oriental (fakir) se represente como atemporal y ahistórico, plasmado en un vacío cultural, como parte del imaginario occidental que se recicla continuamente. Desde esta perspectiva (y reflejando las nociones de la Modernidad) el Occidente se ve como un lugar histórico y específico que se desarrolla y progresa, en cambio el Oriente queda suspendido en un plano atemporal. Por eso no es necesaria la experiencia directa del espacio geográfico para efectuar la representación literaria del Oriente, ya que la misma está sujeta a un propósito ideológico. Por ejemplo, Darío conocía bien algunos países de Europa (Francia, España) y de América Latina (Chile), pero no el Oriente, hecho sintomático de la inspiración romanticista de su orientalismo. Algunos críticos (cf. Gallo 2006) sugieren que el discurso poético modernista que se caracteriza por un discurso refinado en busca de lo exótico no se puede considerar como orientalista 8 en el sentido saidiano, porque carece de la motivación imperial del mismo. Yo sugiero que la visión eurocéntrica de estos 8
Pero el mismo Gallo (2006: 68) reconoce que en el habla popular mexicana la imagen de (lo) oriental tiene connotaciones negativas «tortura china», «la quinta China», «está en chino» que se originan de la imagen amenazante de la alteridad.
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poetas latinoamericanos indirectamente manifiesta la jerarquía establecida por el discurso colonial a favor de Europa y consecuentemente la diferencia se inscribe en las representaciones del mundo más allá de Europa, inclusive en Latinoamérica. El exotismo «local» se exhibe en la poesía de Chocano, «el cantor de América, autóctono y salvaje» según él mismo se caracterizó. Mi fantasía viene de un abolengo moro: los Andes son de plata, pero el León de oro: y las dos astas fundo con épico fragor. La sangre es española e incaico es el latido; ¡y de no ser poeta, quizás yo hubiese sido un blanco aventurero o un indio emperador! («Blasón»). Otros poetas que manifiestan tendencias orientalistas, como Octavio Paz y Pablo Neruda pasaron largas temporadas en varios países del Oriente (India, Indonesia, etc). En esta genealogía de la tradición orientalista se inscribe la poesía de Pablo Neruda 9 . El poeta conocía la India, y viajó por Indonesia, Laos y Cambodia, según él mismo lo relata en la sección titulada «La soledad luminosa» (103—145) de Confieso que he vivido (1974). Lo que llama la atención es su manera también romantizante de representar el Oriente en Confieso que he vivido, una especie de cruce entre la literatura de viajes y el diario. 1929. De noche. Veo la multitud agrupada en la calle. Es una fiesta musulmana. Han preparado una larga trinchera en medio de la calle y la han rellenado de brasas. Me acerco. Me enciende la cara el vigor de las brasas que se han acumulado, bajo una levísima capa de ceniza, sobre la cinta escarlata de fuego vivo. De pronto aparece un extraño personaje. Con el rostro tiznado de blanco y rojo viene en hombros de cuatro hombres vestidos también de rojo. Lo bajan, comienza a andar tambaleante por las brasas, y grita mientras camina: ¡Alá! ¡Alá! [...] Interminablemente van saliendo voluntarios. Algunos se detienen en la mitad de la trinchera para talonear en el fuego al grito de «¡Alá! ¡Alá!», aullando con horribles gestos, torciendo la mirada hacia el cielo (103-104). De acuerdo con Said, la mirada (occidental) oscila entre el deseo (el/la oriental sensual, lujurioso/a, enigmático/a, misterioso/a, exótico/a) y el desprecio (el/ 9 Evidentemente, sólo parte (y no muy extensa) de la poesía nerudiana puede considerarse orientalista. Para el trato más detallado de la poesía orientalista de Neruda, véase Nagy-Zekmi, «'Un licor extremo': tendencias orientalistas en Neruda.»
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la oriental primitivo/a, perezoso/a, fanático/a, poco o nada confiable, sucio/a). Ambas características se encuentran en el pasaje de Confieso que he vivido, cuyo discurso apunta hacia la representación del Oriente como atrasado, primitivo e inferior en comparación con el Occidente, que aparece en esta comparación como «civilizado» y superior, ya que el discurso orientalista funciona al servicio de la «misión civilizadora» de los poderes europeos — e n realidad— la misión colonizadora. Sin sugerir que Neruda fuera el autor de un discurso imperialista, me limito a postular que es el eurocentrismo del poeta que lo motiva a representar el Oriente de acuerdo a la formula clásica que revela una mezcla de deseo y desprecio. La visión eurocéntrica de la escritura orientalista se construye a partir de esta misma distancia entre el Uno (self) y el Otro que se establece para impedir la realización del deseo del observador y para permitir que las cualidades negativas del sujeto se subrayen y lo atractivo se represente como un extraño elemento de una cultura incomprensible e impenetrable. Las cualidades exóticas del Otro están determinadas por otro elemento negativo, invasivo, exagerado, como se supone que es el fanatismo 10 : «'¡Alá! ¡Alá!', aullando con horribles gestos, torciendo la mirada hacia el cielo» (Neruda 1994: 104). Entre los ejemplos más recientes de los acercamientos orientalistas a la literatura latinoamericana se encuentra una colección reciente de artículos titulada Alternative Orientalisms in Latin America and Beyond (2007) editado por Ignacio López Calvo, los libros de Julia Kushigian (1991) y de Aracelí Tinajero (2004) sobre poesía orientalista, además de un lúcido artículo de Rubén Gallo (2006) sobre el orientalismo mexicano. Los estudios de Kushighian y Tinajero indican el locus del discurso (poético) orientalista latinoamericano a partir de la poesía oriental/ista de la Modernidad, aunque también incluyen en su análisis del orientalismo practicado en el siglo XX, a Paz, Neruda y Borges. Francés R. Aparicio y Susana Chávez—Silverman ubican el equivalente del orientalismo latinoamericano en lo que llaman «tropicalismo» que definen como un sistema de ficciones ideológicas por medio de las cuales las culturas dominantes conciben la identidad latinoamericana y «latina» (1997: 1). Este concepto —según las editoras-— no sólo encierra el eurocentrismo del discurso del colonizador y las representaciones exóticas del americano «primitivo» (1997: 8), sino que se
10 Entre los ejemplos de fanatismo europeo recurro al nazismo para establecer que el fanatismo no emerge sólo en las colonias (áreas inhabitadas por la alteridad), sino que es una posibilidad humana por doquier, dadas las circunstancias históricas favorables.
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aprovecha para ilustrar la multiplicidad de discursos, perspectivas y agencias que constituyen el ámbito literario latinoamericano y «latino» (1997: 2), que a su vez, encierra la imagen de una «latinidad mítica» en el imaginario hegemónico, donde se proyecta el miedo de lo ajeno. Este tomo dirige una mirada crítica hacia Latinoamérica examinando las diversas estrategias de las prácticas orientalistas en diferentes épocas. La teoría saidiana ofrece un marco apropiado para el escrutinio del proceso de descolonización que comenzó mucho antes del siglo XIX, época en la cual todo el continente pasó por un proceso de auto—re/definición: la formación de los países que hoy constituyen Latinoamérica, cuya representación desde sus primeras relaciones con Europa ha estado atado al Oriente manifestado en el error capital de Colón: Indias Occidentales 11 (nomen est ornen). Siguiendo el razonamiento de la oposición Occidente/Oriente que aparece durante la Reconquista en España, para muchos colonizadores lo indígena americano equivalía a lo oriental (una presencia hostil condicionada por la Reconquista) que pasó a ser parte de la representación de Latinoamérica desde un principio. Cortés, por ejemplo, habla de las «mezquitas» de los mexicas. Por otro lado, los escritores latinoamericanos del siglo XIX recurrieron al orientalismo creando un espacio exótico a partir de una mirada ajena, eurocéntrica, ya que la preparación de la independencia no se caracterizaba por el surgimiento de multitudes indígenas luchando por su liberación del yugo colonizador, sino que más bien era un impulso de elites criollas que querían gobernarse y —al igual que los españoles— dominar las masas indígenas y establecer estados—naciones basados en ideales de homogeneidad lingüística y pureza racial. Este mismo eurocentrismo caracterizó el discurso sobre civilización y barbarie a lo largo del siglo XIX y parte del XX. El «bárbaro» latinoamericano frecuentemente se comparaba con el oriental (cf. el artículo de Isabel de Sena: «Beduinos en la pampa...» en este volumen). Algunos escritores contemporáneos (Severo Sarduy, José Lezama Lima, Octavio Paz) también aprovechan el orientalismo para crear un discurso doméstico latinoamericano y, en algunos casos, un discurso de resistencia contra los poderes dictatoriales (cf. Barbara Harlow 1987).
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Aunque la orientalización de América comenzó con la India de Colón, la independencia de Norteamérica (1776) abre las puertas para la expansión de la categoría de «Occidente» que conducirá luego a la palabra clave de «hemisferio occidental», que se usa hoy, cargada de cierto significado político que establece una dicotomía entre Occidente y Oriente, tomando como referencia a Europa (siempre occidental).
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Los artículos aquí reunidos retoman y analizan esta trayectoria ideológica en Latinoamérica e intentan establecer un diálogo académico sobre el tema. A la vez, dan una clara indicación de la relevancia del orientalismo en el imaginario latinoamericano. El tomo se divide en tres partes y en las tres el orientalismo se contextualiza en el marco de las teorías postcoloniales. La primera se centra en el papel del exotismo en la representación de lo americano, la segunda examina los orígenes de la representación orientalista en el siglo XX impregnada del romanticismo: de la nostalgia hacia un espacio imaginario; y la tercera explora las poéticas del orientalismo a lo largo de los siglos. En efecto, la teoría postcolonial en general y el orientalismo en especial sirven como soporte teórico a la evaluación crítica de las representaciones literarias y prácticas culturales de Latinoamérica Concluyo esta introducción con la advertencia de Walter Mignolo (1993: 131) con respecto al futuro de la teoría postcolonial para situar este proyecto una vez más, en el contexto de las teorías culturales. Según el crítico, Latinoamérica no debe considerarse sólo como una nueva área de estudio de donde se extrae información, sino que sería preferible comprenderla como una base donde se construyen nuevos espacios de enunciación. Por consiguiente, en los saberes académicos debe incluirse la producción cultural de los espacios postcoloniales, y aunque Latinoamérica no haya sido cabalmente definida como tal espacio en la mente de algunos críticos. Este volumen se presenta como una contribución a este debate.
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Buscando el Este en el Oeste
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Capítulo I El papel de lo exótico en el proyecto colonizador
L A SOMBRA DEL O R I E N T E EN LA INDEPENDENCIA AMERICANA Hernán G. H. Taboada
La representación del referente americano había sido teñida por la presencia del oriental (enemigo de la Reconquista) que reunía de las características negativas reservadas a los dominados en el discurso hegemónico. En términos saidianos, la imagen del otro americano oscilaba entre el deseo (de lo exótico) y la repugnancia (de lo inferior) por la carga ideológica de la empresa colonizadora. Cuando los europeos llegaron a América, destacaba en su arsenal simbólico la figura casi completamente negativa del moro: encarnación de la alteridad religiosa, había sido concebida en España y sirvió como modelo para trazar no pocos rasgos del amerindio. Tres siglos después el moro había desaparecido del imaginario en América (y aún de España): Humboldt hacía notar que las leyendas de Pelayo y de El Cid ya no se encontraban en la tradición oral de los criollos. En cambio había ganado lugar, por obra de la creciente influencia ultrapirenaica, su más complejo descendiente: el oriental. Encarnación de la alteridad cultural, menos temible, de alguna manera fascinante y a veces virtuosa, su figura, concebida en Francia, sirvió entre otras cosas para retratar al español. Más ubicuo que el moro, el oriental dominaba el imaginario hegemónico desde Japón hasta Hungría. Una de sus variedades, el chino, sólo fue construida por los europeos después de su llegada a América y había sido objeto de admiración durante los siglos XVII y XVIII. Aunque en Europa la xenofilia fue sustituida por la xenofobia de fines de este siglo, (cf. Étiemble y Spence 1998) en América fue más persistente: existe un estudio sobre su presencia en el Río
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de la Plata a fines de la colonia y hallamos numerosos testimonios también en la primera prensa independentista, donde China sigue siendo un reino admirable por la justicia, el manejo económico, la atención a la agricultura, el trato a los muertos o la falta de corrupción. La figura ejemplar del chino aparece en los capítulos del Periquillo Sarniento de José Joaquín Fernández de Lizardi, 1816 (Mariluz Urquijo 1984: 380), el pseudónimo de Confucio fue adoptado por el rioplatense Francisco de Paula Castañeda (Scroggins) y el despotismo chino que hace feliz a su pueblo aún aparece como digno de elogio en las páginas de ciencia política que hacia 1820 redactó el conservador chileno Juan Egaña (Collier 1967: 265). En cambio la variedad islámica del oriental apenas modificó sus rasgos negativos; también ella fue utilizada ampliamente en el discurso político de principios del siglo XIX, tanto que un neogranadino «Aviso al público» veía la necesidad de denunciar los espíritus fuertes que, solícitos de anécdotas, curiosos por saber «lo que hace el Can de Persia y lo que pasa entre los Cairos», descuidaban la religión católica. (Martínez Delgado / Ortiz 1960: 479). De esa imagen tratan los apartados que siguen.
I. ESPAÑA, AFRICANA Y DESPÓTICA
Tradicional entre italianos, franceses o ingleses había sido la identificación entre los españoles y sus antiguos enemigos muslimes, a pesar de que aquéllos insistían en remontar su origen a los godos y a los más lejanos guerreros de la Reconquista. Los criollos no dejaron de adoptar esta ascendencia ilustre: lo muestran las leyendas etimológicas ligadas a apellidos como Farfán de los Godos, Ladrón de Guevara o López Portillo que han llegado hasta la actualidad 1 . Ni siquiera una obra insurgente como el Memorial de agravios del neogranadino Camilo Torres (1809) olvida que los americanos son tan españoles como «los descendientes de Pelayo» (Romero 1977: 29). Pero durante las guerras de independencia la valoración cambió momentáneamente. Posiblemente se debió a alguna influencia mediada del clasicismo alemán —cuando Winckelmann acuñó el despectivo término «gótico», que 1
La duda y la burla debieron de asomar pronto: Machado de Assis (1880: 12) narra cómo el padre de Blas Cubas, descontento con el sabor tonelero de su apellido, inventó que el mismo había sido dado a un caballero héroe de las jornadas de África por la hazaña de haber arrebatado a los moros trescientas cubas.
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mantuvo Andrés Bello en sus escritos— o del pensamiento jacobino, para el cual la revolución había sido una revancha de la población galorromana contra la nobleza descendiente de sus bárbaros conquistadores francos. En este ámbito de rechazo, el nombre de los godos fue usado como término despectivo para el bando realista. Pero al mismo tiempo, con poca coherencia, los independentistas retomaron el viejo motivo de los enemigos de España y recalcaron la cercanía y parentesco de ésta con África y el origen mezclado de los españoles, que en algún momento habían llegado a quemar incienso en las mezquitas 2 . El sentido político de tales pasajes era variado: diluir las acusaciones de mestizaje con indios o negros hechas a los criollos; alegar que, tan mezclados como los americanos, no podían aspirar los peninsulares a ninguna primacía en el gobierno de las Indias, como tampoco alegar derechos de conquista, pues en ese caso los árabes, como los godos, tendrían derechos sobre España. Insistiendo en este discurso de cristianos viejos, los americanos también criticaban las relaciones que los españoles de su época tenían con «judíos y moros» y el tratado que Carlos III había firmado con los otomanos, manteniendo una embajada inútil y tratos impíos 3 . N o extraña, en este viraje valorativo, que las preferencias divinas también cambiaran y que después de un eclipse secular Santiago reapareciera en América del lado de unos indios michoacanos insurgentes en contra de los realistas 4 . Por su origen y por su cercanía (o aún pertenencia plena) a África, España debía cargar con los principales atributos de los moros: la crueldad, el fanatismo, el despotismo, la ineptitud y aun la debilidad. La comparación —ya realizada por jesuítas exiliados como Clavijero o Pablo Vizcardo y Guzmán— se hizo común una vez que estallaron las hostilidades. Los españoles recibieron motes y comentarios adecuados: sus autoridades son «visires», «bajáes», «sátrapas», 2 Señalamientos de este carácter mezclado de los españoles en Camilo Torres, Memorial de agravios, de 1809, en Romero (1977: 30); Gaceta Ministerial de Chile, núm. 96, sáb. 9-vi-1821, y 97, sáb. 16-vi-1821: 175 y 178; El Editor Constitucional (Guatemala), lunes 21-viii-1820, en Molina 1954, tomo I, 75, nota. Que los españoles rezaron en mezquitas lo dice la memoria de Melchor de Talamantes, «Lo que conviene a las Américas», en García 1910/1985: tomo 5, 398. 3 Embajada inútil, Camilo Torres, ctdo. en Romero (1977: 39); denuncia la paz con la Puerta Otomana un bando publicado en la Gaceta del Gobierno Provisional Mexicano de las Provincias del Poniente, 30 de abril de 1817, en Vergés i Miquel (1985: 215). 4 El testimonio de esta aparición, al parecer de 1817, la recogió de la tradición oral Valle (1988: 33-34).
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«sultanes». Sus servilismos son «atenciones asiáticas», sus crueldades en la toma de Quito, dignas «de los discípulos de Mahoma»; Fernando VII es Muley Femando, su representante un «nuevo Mustafá». En Colombia, Ecuador, Perú y Chile, los realistas fueron calificados como «sarracenos», como vemos en el artículo de 1813 de Camilo Henríquez titulado «Diversos tipos de sarracenos» y en unos versos patrióticos peruanos: La gran causa va triunfando del despotismo infeliz. Los tiranos se confunden en la sanguinaria lid: y con todo el sarraceno persiste en su obstinación 5 .
Notemos que el cargo de «obstinación» —que coinciden en atribuir a sus enemigos estos versos y el artículo de Camilo Henríquez— retoma, al parecer inconscientemente, uno de los rasgos atribuidos al moro impío: su obstinada persistencia en el error. Podemos ver la recepción y ulterior elaboración de estos motivos en la obra de Bolívar. El islam es algo tan extraño que su libro sagrado es término de paradoja: adoptar la constitución de Estados Unidos sería como adoptar el Corán, señala. Pero sobre todo recogía las ideas ilustradas acerca del despotismo propio de las regiones asiáticas: «En los gobiernos absolutos, la autoridad de los funcionarios públicos no tiene límites: la ley reside en la voluntad del gran sultán, del khan, del dey y de otros soberanos despóticos». Sin embargo ahí había una «tiranía activa» en cuanto no son pueblos gobernados por el extranjero: «Al fin son persas los sátrapas de Persia, son turcos los bajáes del Gran señor, son tártaros los sultanes de la Tartaria». Notemos la ausencia de cortes temporales o geográficos en el reino del despotismo: Bolívar parece considerar contemporáneos suyos a los sátrapas, no ve diferencias entre turcos y chinos. Al mismo tiempo, los españoles han quedado contaminados por los gérmenes de este despotismo: los hispanoamericanos eran más un compuesto de sangres que una emanación de Europa «pues que hasta España misma deja de ser europea por su sangre africana, por sus instituciones y por su carácter». Y con ello «nos han transportado el Asia a América, nos han 5 Un testimonio de Ecuador en Miranda (1950: 518-519); el artículo aparece en Henríquez (1960: 145-146).
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enseñado el Alcorán con sus prácticas y nos han inspirado por el espíritu nacional el terror»6.
2 . L A INDEPENDENCIA GRIEGA
En este contexto, era natural que se ampliara la comparación entre la lucha independentista de griegos y americanos, pueblos hermanados en el combate contra dos despotismos semejantes. En nuestros días se ha notado la contemporaneidad de la lucha de independencia americana (1810-1824) y la griega (1821-1831), así como ciertos rasgos análogos. Incluso hubo algunos individuos que participaron, o quisieron participar, en ambas: junto a Byron —que viajó a Grecia a bordo del Bolívar—, Lord Cochrane, el portugués Antonio Figueira de Almeida, comandante de la caballería griega que luego combatió la independencia de Brasil, Christos Bosco, chileno de origen griego, y algunos españoles (Stadtmüller, passim). Los contemporáneos vieron las diferencias: no es la misma lucha, notaba la prensa francesa7, Gran Bretaña no tuvo idéntica actitud hacia ambas y tampoco los Estados Unidos. Pero la retórica era más imaginativa: desde Washington, el presidente Monroe señaló en un discurso ambas luchas a favor de «la independencia, la libertad y la humanidad» y en la imprenta independentista de la América española aparecen a menudo noticias de la guerra helénica, tomadas de periódicos ingleses o franceses, y siempre favorables a los griegos. También algunos libros sobre la guerra en Grecia figuran en catálogos americanos y hubo poetas que cantaron sus glorias: el argentino Juan Cruz Varela, el mexicano Manuel Carpió, el colombiano José Fernández Madrid (1822), el brasileño José Bonifácio de Andrada e Silva (1827) y hasta el mulato cubano Plácido (en torno a 1840)8. La comparación implícita, como en El Oriente de Jalapa (Galí 6 Las opiniones de Bolívar han merecido un estudio aparte, Vargas Martínez 87-90. Las citas pertenecen a la «Carta de Jamaica» (1815) y al «Discurso de Angostura» (1819), con muchas ediciones, véase por ejemplo, Mijares y Pérez Vila 1976. 7 «En suma, esta revolución no se puede comparar a las de la Península, de Ñapóles, de Piamonte ni aun a la de Grecia», La Estrella de París, 2-iii-1826, en Pando y Ortiz de Cevallos Paz Soldán (1974: 473); el mismo trozo reproduce El republicano de Arequipa, aunque datándolo del 23-xi-1825. 8 José Fernández Madrid, «A los pueblos de Europa en tiempos de la Santa Alianza» (1822?), vv. 110-123, en Carilla (1979: 190), donde también aparece traducida la «Oda a los griegos» de Bonifácio de Andrade y Silva (1979: 295).
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Boadella 2001), se hace a veces explícita: «Su ejemplo no será superfluo para el Perú», dice de los griegos la Gaceta del Gobierno del Perú-, «La ruina política es igual en ambos. La Turquía se halla tan imposibilitada de obrar contra Grecia como España contra la América», apunta el Correo de Arauco'.
3. L o s AMERICANOS: DESPOTISMO Y BARBARIE ASIÁTICA
Desde el bando realista el recurso a la imaginería orientalista parece haber sido menor, pero no estuvo ausente. Desde época temprana habían sido traspasados al amerindio rasgos propios del moro (Taboada 2004: cap. 9); durante la Conquista, abundan las anotaciones en este sentido de parte de los cronistas: los indios visten y se comportan como moros, y a las castas se les atribuyen nombres como «moriscos» y «jenízaros»; vemos que en el siglo XVIII el traspaso continuó y el teatro francés sitúa en América a héroes o heroínas con nombres orientales. Estas analogías se reforzaron al final de la colonia. En el «segundo descubrimiento» de América (1799-1804), Alexander von Humboldt echó mano de recursos ya ensayados en la descripción orientalista: el antiguo Egipto, India, China, México y Perú tuvieron formas de gobierno sobre el mismo modelo, en que los hombres constituyen masas sin voluntad individual (Lubrich 2003a y 2003b). Lector de las mismas fuentes europeas, Bolívar no dejó de poner en el mismo plano a los imperios orientales y los precolombinos: en una carta dirigida a Unanue habla del «lujo asiático» de las ruinas americanas y en otra carta a Santander desde Cuzco cita Las ruinas de Palmira del conde de Volney, porque probablemente se sintió ante las ruinas prehispánicas como Alejandro ante Persépolis o Bonaparte ante las pirámides10. En el mismo tono cantaba al Sol el poeta José María Heredia: así en los campos de la antigua Persia resplandeció tu altar, así en el Cuzco 1 1 .
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Otros ejemplos Gaceta del Gobierno del Perú, núm. 38, 10 de diciembre de 1823, núm.
8, 28 enero 1824, núm. 27, 2 6 de junio de 1824. 10 Favre (1987: 27-44), y Lavalle (1994: 160-161); el pasaje de la carta a Unanue del 22 de julio de 1825 figura en Lecuna 1929: 44. 11 José María de Heredia, «Al sol» (fragmento), en Miró Quesada Sosa (1971: 533).
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Se vieron otras semejanzas, además de las arqueológicas. En la descripción del entorno natural y humano Humboldt utiliza comparaciones, asociaciones, alusiones, citas y reminiscencias orientales en abundancia (cf. Lubrich 2003a, 2003b). No fue el único en hacerlo: que la generalización sobre los pueblos nómadas pastores estaba extendida lo muestra el parisiense Moniteur universel cuando supone que los jinetes americanos son como cosacos, o la prensa limeña que recuerda cómo los mamelucos, «en nada comparables con nuestros llaneros y nuestros gauchos», hicieron morder el polvo a las tropas de Bonaparte12. Unas décadas después algunos viajeros fueron más explícitos: Gaspard Mollien igualó al caudillo independentista Páez con un jeque árabe o un khan tártaro; Arsène Isabelle también habló de tártaros y beduinos para explicar al hombre de campo rioplatense. El inglés Francis Hall (1824) se refirió a «un cuerpo de caballería tártara» y a los «moros del desierto de la Nubia»13. Nos hallamos ante un motivo de gran arraigo posterior, que se convertirá en lugar común entre viajeros y observadores antes que Domingo Faustino Sarmiento le diera amplia circulación en el Facundo (1845). Esta modalidad se inspiraba en la primera literatura orientalista, que no era desconocida en América: los Viajes y las Ruinas de Volney no sólo fueron evocados por Bolívar, sino que aparecen citados, comentados y aun traducidos con frecuencia (Mariano Moreno, José de la Luz y Caballero), suministrando elementos de reflexión. La idea de un poblamiento asiático de América, y por consiguiente el posible paso de costumbres tártaras, ya era corriente. Otro factor puede haber influido: tras la toma de Orán por los argelinos (1792), muchos oficiales españoles (o americanos, como José de San Martín) que habían servido en esa plaza pasaron a América (Marchena Fernández 1992: 163-164). Es el caso de Francisco García Carrasco, capitán general de Chile desde 1808, nacido en África, de donde había llevado una favorita a tierra chilena (Mitre 1938 [1890]). No faltaron tampoco patriotas que como castigo fueron enviados a los presidios norteafricanos y de ellos lograron escapar en el desorden de esos años; de uno de tales fugitivos nos habla una crónica de Lizardi de 1823 (397); militares y fugitivos posiblemente vieron semejanzas entre las sociedades del norte de África y las americanas.
12
230);
Moniteur Universel, 2 sept. 1808, informe de un corresponsal, en Rosas Marcano Gaceta del Gobierno del Perú, 3-iii-1825.
(1964:
13 Véase Isabelle cita con aprobación a Mollien en Vallenilla Lanz (1919: 212). El texto de Francis Hall está reproducido en Sowell (49).
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El motivo fue utilizado una vez que estalló la independencia: recordemos que en el siglo X V I I I una vieja concepción de la historiografía hispana había hallado el nombre que hoy usamos para la lucha secular contra los moros, la Reconquista. L a imaginería de este enfrentamiento, omnipresente en la historia hispana, se había reforzado c o m o una forma de oposición a la influencia francesa y vemos que a raíz de la invasión francesa de 1808 hay una recuperación casticista (Torrecilla 2 0 0 4 : 2 2 ) , que asomó también en las luchas americanas. Ya en el Río de la Plata, Santiago de Liniers había sido llamado por su victoria sobre los ingleses «nuevo Pelayo» (Vicente López y Planes «El triunfo argentino», 1807, en La Lira Argentina 437). M á s tarde, una encomiástica O d a al virrey novohispano Calleja lo compara con Pelayo y con El Cid, recordando también a Lepanto, antes de mencionar a Paredes y a Cortés (Sierra ccviLw). D e 1814 es la desconcertante escultura que realizó el mexicano Pedro Patiño Ixtolinque del rey godo W a m b a (que reinó entre 672 y 6 8 0 y que se caracterizó por domar numerosas rebeliones) 14 . Descendientes de los héroes de la Reconquista, los realistas ven en sus enemigos a nuevos orientales y moros: en México, H i d a l g o es llamado «Sardanápalo sin honor y sin pudor», «nuestro pequeño M a h o m a , apático y voluptuoso» 1 5 . E n Perú, José de San M a r t í n recibió epíteto análogo, como canta una hoja volante limeña: Por Pasco, por Jauja y Tarma, conocen ya la verdad: ciudadanos, despertad, volad pronto cual paloma y al sucesor de Mahoma de vuestro suelo botad16.
4 . N U E V A VALORACIÓN
A partir de lo dicho, se desprende que la figura mítica del Oriental seguía siendo negativa, un modelo del enemigo. Pero son también perceptibles algunos cambios de valoración, que ya se habían hecho sentir en Europa e incluso estaban apareciendo en España: Carlos III entabló relaciones diplomáticas con 14
La escultura está exhibida en el Museo Nacional de Arte de la Ciudad de México.
15
Sierra 1985: ci; Edicto del obispo Abad y Q u e i p o relativo al movimiento de Hidalgo
(1812), en Torre Villar / González Navarro / Ross (1964: 97). 16
Hoja suelta realista de 1821, en Miró Q u e s a d a Sosa (1971: 226).
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el imperio otomano y profundizó las relaciones económicas con Marruecos. Alguna valoración positiva del islam español apareció con la obra del jesuita Juan Andrés (alrededor de 1780-1790) y en José Antonio Conde (1820). Aunque esta novedad llegaría a América sólo después de finalizadas las guerras de independencia, alguna señal precursora se dejó oír. En su paso por tierras turcas, Francisco de Miranda hizo anotaciones bastante elogiosas, así como, nuevamente, Fernández de Lizardi (Taboada 1998). También se retoma un tema de la Ilustración (ya presente en la biografía compuesta por Boulainvilliers en 1728), que hace de Mahoma un legislador prudente, en el mismo plano que Minos o Numa, y que usó la religión de pretexto para una buena causa como era introducir usos civilizados entre un pueblo bárbaro. Los muslimes tienen dotes positivas: son unidos entre sí, son fuertes militarmente; a diferencia de los «sarracenos» americanos antes aludidos, los que invadieron España «amaban las letras y a los sabios, como lo prueba elegantemente el abate Andrés»; en Turquía hay tolerancia religiosa17. Alguna comparación en este espíritu se hizo entre americanos y moros: si el sultán de Marruecos se convirtiera, ¿donaría el papa su reino a España? La acción inglesa y holandesa en ambas Indias es conocida y criticada por la prensa. El Moro aparece, siguiendo el modelo literario del siglo XVIII, como interlocutor en los diálogos ficticios que José María Blanco White escribía desde Londres en El Español y que tuvieron circulación en América. Pseudónimos «orientales» asoman por primera vez: como ya se dijo, el rioplatense Francisco de Paula Castañeda es «Confucio», y Lizardi «Fefaut el Argelino»; un periódico limeño se tituló El Sofi de Persia (1814), (Martínez Riaza 1985: 41 y 110). Tártaro se llamó una goleta independentista y los corsarios antiamericanos que aterrorizaron por algunos años las aguas del Caribe se denominaron a sí mismos «los musulmanes del mar», con lo cual La Habana vino a ser «el Argel de América», como lamentaba Félix Varela18. Después de la independencia, la moda de los romances moriscos, escasa en América, tuvo algún eco en Cuba y en otras regiones la hizo conocer José Joaquín de Mora.
17 Unidad entre ellos: Fernández de Lizardi (1974: 393); poder militar, El sol del Cuzco, 2-iv-1825; sarracenos en Henríquez (1960: 130) {El monitor araucano, sept. de 1813); tolerancia: El Centinela (Buenos Aires), 4 de agosto de 1822, en Biblioteca de Mayo, tomo 9, 79-46. 18 «Con dolor oigo /.../ que se la llama el Argel de América, puesto que los mismos que cometen estos atentados se han querido dar el nombre de musulmanes», Félix Varela (1824), en Gay Galbo y Emilio Roig (1945: 54).
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El acercamiento sentimental no careció de correspondencia en la realidad: las citadas relaciones económicas de España con Marruecos habían llevado a que su sultán mostrara interés en el comercio con Indias (Lourido 1989) interés que lo llevó a convertirse en el primer gobernante que reconoció al gobierno de Estados Unidos (1786), pero el gabinete español no permitió ninguna brecha a su monopolio y sólo en el desorden de las guerras de independencia una parte de las importaciones españolas se dirigió a Marruecos, que empezó a ser frecuentado por comerciantes americanos, manteniendo los moros estricta neutralidad, tal como en su momento hizo saber, una carta del sultán de Marruecos «en el Nombre de Dios Todopoderoso Al Agente de la república de Colombia en Gibraltar». Tras las dos restauraciones monárquicas, Tánger se convirtió en un refugio para los liberales españoles, cuya entrega pidió Fernando VII al sultán, que rehusó, ganando así la sobra alabanza de El republicano de Arequipa 19 . En este ambiente general se esbozó un plan de alianza entre los corsarios de la Gran Colombia y Marruecos, que serviría de base para éstos contra los barcos españoles (Miége 1964). Si bien esta alianza americano-marroquí no pudo concretarse, la idea de una coincidencia asomó ya en estos primeros tiempos. Hay un escrito burlesco que inexplicablemente ha sido tomado en serio en nuestros días, una hoja volante «reimpresa en Puebla, año de 1808», que contiene una «Proclama de los moros de Tetuán» escrita por Mehmet Alí en apoyo de la Junta de Sevilla, incitando a los españoles contra la invasión francesa: el moro es visto como aliado, no enemigo (Granillo Vázquez 1990). Comenzó también cierta reivindicación histórica. Desde el siglo x v m la bibliografía española sobre los árabes y los moriscos se había reducido casi a nada, y fueron franceses e ingleses quienes continuaron la tradición (Bunes Ibarra 1986, Candau 1997), en sentido reivindicador de los judíos y moriscos expulsados. En este ámbito había asomado la idea de una común desdicha de moros y amerindios a manos de los españoles, como interpreta un periódico londinense20. La reivindicación aparece en América durante la independencia: la prensa retoma el motivo, siguiendo las reflexiones de Guillermo Burke sobre la tolerancia religiosa (Grases y Becco 1988: 91), y el costado económico de la expulsión es subrayado por el mexicano fray Servando Teresa de Mier: el 19
«Esos que llamamos bárbaros dan en este punto una lección importante a naciones
civilizadas que prostituyendo sus principios han perseguido a lo liberales», El (Arequipa), núm. 53 (25-XÍ-1826). 20
Quarterly Review (London), julio 1817, citado en Landes (1998: 311).
republicano
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fanatismo español llevó a la expulsión de millones «de moros agricultores y de judíos comerciantes» 21 . El poema de Francisco de Paula Castañeda publicado en La Lira Argentina (1824) resume así la idea: Sobre un furioso alígero melado (según España hasta ahora lo pregona) saca Jacobo vibrando su tizona sarracenos sin fin ha degollado. Igual desaguisado sufrieron mexicanos y los nuestros peruanos22. D a d a esta común desventura, es de notar u n motivo final en la visión orientalista de la independencia. C o m o antes la Revolución Francesa — q u e había asentado el programa ecuménico de libertar a la humanidad de los despotismos—, parte de los criollos, que miraban a la orilla asiática del Pacífico más de lo que suele creerse, imaginaron que América era una isla de libertad en u n m u n d o de tiranía, bajo la cual gemían Asia y Europa, por lo cual la emancipación no se limitaría a América, sino que cruzaría el océano para libertar a las otras humanidades 2 3 . Semejante esperanza asoma en algunos artículos de la prensa y es aludida en u n poema a la victoria de Maipó: la humanidad vuelve los ojos con ternura saludando este asilo venturoso, desde Asia y la Europa, donde gime en medio de la paz de los sepulcros24. La misma idea es expresada con singular énfasis por José Cecilio del Valle en Centroamérica: «El asiático, el africano subyugados como el americano comenzarán a sentir sus derechos: proclamarán al fin su independencia en el
21
Fray Servando Teresa de Mier, extracto de su Historia de las revoluciones de Nueva España (1813: 149). Hay otras referencias a los moriscos en esa obra. 22
Vaticinios (de Fray Francisco de Paula Castañeda), en La lira argentina (1824/ 1960:
334). 23
La idea de un acercamiento de Bolívar al «Tercer Mundo» (!!!) aparece en Nweihed. Extraño libro, que nos dice mucho más sobre los extravíos de la razón latinoamericana que sobre Bolívar. 24
«A la victoria de Maipó», en La lira Argentina (1960: 226).
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transcurso del tiempo y la libertad de América hará por último que la tierra entera sea libre»25. No sólo de sus déspotas locales, porque la consideración de la opresión inglesa en la India o de los abusos de Bonaparte en Egipto asoma cada tanto en los escritos americanos 26 .
CONCLUSIÓN
Lo anterior ha querido esbozar lo que podríamos llamar el primer orientalismo auténticamente americano, que aun partiendo de información europea, pudo modificarla con vistas a sus propios fines. En las décadas posteriores iría adquiriendo mayor complejidad e información, constituyéndose en componente de cierta importancia de las ideologías criollas de la identidad. De más está agregar que tanto ahora como antes y después, tanto en América como en Europa siguió siendo una construcción que muy poco tenía que ver con los hombres, las mujeres, las sociedades y los usos de las extensas regiones del «Oriente».
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26
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EL INDIO EN LAS TARJETAS POSTALES: METÁFORAS VISUALES DEL MIEDO Y LA ANSIEDAD POLÍTICA EN LATINOAMERICA Jorge J. Barrueto
En la ocasión del quinto centenario de la llegada de Colón, Guillermo Gómez-Peña y Coco Fusco llevaron a cabo una exposición de indios primitivos provenientes de las Américas. La exhibición hizo una gira por muchos lugares en Europa y los Estados Unidos. Los indios eran de Guatinau, una isla perdida en México que nunca fue conquistada por los españoles o tocada por la sociedad moderna. En la exhibición, los indios hicieron sus cosas cotidianas usando su vestimenta típica e hicieron su magia, sus bailes tradicionales y quehaceres domésticos. El evento, sin embargo, fue también un éxito al revelar a los organizadores muchos estereotipos sobre los indios. Uno de ellos, fue la franca aceptación por parte del público de la vida del indio como un ser primitivo. Para Fusco, la actitud del público era esperada, pero el grado de aceptación fue imprevisto. En realidad, los indios no eran auténticos y su cultura «primitiva» había sido concebida para la exposición. Lo prehistórico como característica primordial del indio no fue cuestionado por el público en ningún momento (Fusco 1998: 363-365). Esta performance de Fusco y Peña ejemplifica el poder de la tecnología occidental de representar lo que se conoce como lo primitivo. Como vemos en exhibiciones etnográficas, fotografías, posters, cinema y tarjetas postales, el capital cultural occidental tiene la capacidad de edificar la ontología del indio en imágenes visuales y convertir éstas en comodidades comerciales. Ese deseo posesivo occidental, que sugiere conocer a la persona nativa: «I know my native» (Achebe 1995: 58) sirve para identificar —como en el caso de la
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Jorge J. Barrueto
exhibición mencionada— la gnoseología de ese poder que construye la imagen del nativo como un reflejo de su propia raza. Estas imágenes, encapsuladas en nociones de primitivismo, canibalismo y una sexualidad desviada, refuerzan las ideas europeas tradicionales sobre el Otro. Estas, a su vez, pertenecen a un discurso diacrónico que sirve de base para enfatizar la « d i j f é r a n c e » del Otro, para recordar a Jacques Derrida. La exhibición de imágenes étnicas es, como Spencer Crew y James Sims acertadamente señalan, la representación de una autoridad política, no de la realidad (1991: 163). Además, como Mark Wollaeger lo enfatiza, las tarjetas postales que describen sujetos colonializados no sólo han sido «scripted within the colonial genre of production» (escritas dentro de un discurso colonial), sino que se convirtieron en «token of exchange» (moneda de intercambio) en el sistema de comodidades culturales modernas (2001: 62). Esta forma de ver el mundo fuera de Europa es lo que Edward Said ha llamado el orientalismo (1979: 5-7). Este es un compedio de principios de naturaleza eurocéntrica en el cual el Otro es diferente, extraño, irracional, exótico, con una sexualidad extraña y la encarnación misma del peligro. Las ciencias, la política y las prácticas discursivas y, por supuesto, la literatura y otras artes como la fotografía que se discute aquí reflejan esa hegemonía que se empeña en señalar y enfatizar lo que se toma como diferente (Said 1979: 37-40). Aunque Said ve el orientalismo en la relación entre Europa y lo que se conoce como el Oriente, sus ideas son esenciales para estudiar la situación indígena en Latinoamérica. En ésta, desde el tiempo de la conquista, luego la colonia y en tiempos contemporáneos, el Otro ha sido el hombre aborigen. Naturalmente, el orientalismo se ha concentrado en el indio como un peligro multidimensional, la encarnación, como se ve en estas ilustraciones, de un primitivismo petrificado, de un canibalismo inherente, de una sexualidad anormal y una inclinación por la reducción de cabezas que se han asignado como intrínsecas a la identidad india. Estas ideas de constituir al Otro en literatura, arte y fotografía tienen otras ramificaciones en el mundo político. Si a los objetos de esta hegemonía no se les reconoce una humanidad completa tampoco se les reconoce los mismos derechos y habilidades de una humanidad cabal. Es decir, al Otro no se le reconoce como un ente de autodeterminación y capaz de producir una visión alterna al conocimiento dominante. Lógicamente, en la metodología de Said, el orientalismo no sólo produce el telos de la conquista, el mercantilismo y la imposición religiosa, sino que articula un sistema de conocimiento sobre el
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Otro (1979: 41). En tiempos contemporáneos, el poder del orientalismo es su prevalencia histórica. Aunque se sabe que la cultura del Otro es solamente una interpetación europea, esta visión se toma hoy en día como conocimiento objetivo (Said, 1979: 228-229). Recordemos que, en Latinoamérica, la percepción del indígena mostrada por Colón, Cortes y otros no es muy diferente de las ideas prevalentes en la actualidad. Así estas tarjetas postales reflejan una visión iterativa del indígena; reflejan el molde, la disciplina, la especialidad, el deseo, mas no la realidad. En el mundo moderno, el orientalismo funciona como una fijación dicotòmica. Como Homi Bhaba subraya, el Otro no puede sino ser lo que el discurso occidental postula cotidianamente y lo que que demanda es el reforzamiento constante de la diferencia. El estereotipo ha llegado a ser un principio político, el monstruo del pulpito visual, el fetiche que exacerba pero también tranquiliza la conciencia del mundo hegemónico (1997: 44-45). Así el Otro debe estar presente en la vida diaria, en la novela, en las noticias, en la fotografía, en la pintura, en la tarjeta postal, es decir, debe estar presente y consumirse como la Otredad perenne, visible, palpable. En nuestro caso, el indio, por definición, no debe ser sino panteista, primitivo, peligroso, un asunto a resolver, es decir lo que lo «normal» proclama como la antítesis a su ser. Mi intención en este ensayo es explorar la tarjeta postal como medio de representación del «primitivo,» específicamente, del indio latinoamericano. Como se lo demostrará a lo largo de este artículo, el indio en las postales, no es el indio auténtico; su cultura y su identidad han sido creadas con motivos ajenos. Como Edward Ball señala, la etnicidad india, la moral india y también el primitivismo repetido en la ficción y la etnografia, son concebidos y exhibidos «en la presencia del espectador y para su beneficio»1 (1995: 144). Esta exhibición de cultura, un «simulacro», (cf. Baudrillard 1983: 1-11) tiene, sin embargo, la potestad interesada de no sólo producir sino también de re/producir ese conocimiento en muchos campos discursivos, tales como la literatura, la política y otras expresiones, como la pintura, el cinema, terminando con las tarjetas postales. A mi parecer, los indios en las postales no pueden representar al indio auténtico y —pese a los esfuerzos etnográficos y literarios— el indio permanece desconocido debido a esta imposición unilateral de conocimiento (1983: 147). Como Jonathan Crary indica en su estudio sobre postales colo-
1 «[i]n the presence of, and for a spectator» (todas las traducciones al español son mías, a menos se indique lo contrario).
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niales, esta producción pictográfica se usa para «esconder, invertir y mistificar» la verdad sobre grupos étnicos sin poder (1990: 29). Muchas tarjetas postales, como las que vemos más abajo, son reproducciones fotográficas y por esta condición manifiestan rasgos de la fotografía que tienen su origen en el desarrollo histórico de la fotografía en Europa en el siglo XIX, especialmente en el uso de la fotografía como instrumento primordial en la búsqueda del realismo social. En esa época se creía que la fotografía era lo ideal para representar la realidad que había sido un objeto elusivo para la camera oscura y la pintura (Crary 1990: 41, Valery 1980: 196-197). Después en el mismo siglo, a la fotografía se le asigna otro papel: no solamente se la considera como el mecanismo apropiado para capturar eventos reales y como un medio para preservar la realidad, sino también como un elemento para retratar la cercanía del hombre a la naturaleza (Wright 1992: 20-25). La fotografía igualmente se utiliza de manera extensiva para retratar los profundos cambios sociales del siglo XIX, como lo afirma Walter Benjamín (1980: 203). En este siglo de industria, de explotación laboral, de tugurización urbana y de fuerte influencia del darwinismo social, la fotografía cambia cualitativamente. Desde su adopción como el instrumento preferido para representar la realidad cotidiana, la fotografía llega ser el mecanismo del momento en el estudio de los problemas sociales. De hecho, la fotografía, como recipiente de una profunda influencia darwinista, es empleada para documentar la vida del pobre en las urbes europeas. Sin la fotografía, la ciencia no tiene pruebas para documentar las teorías sobre la supuesta deficiencia mental y moral del pobre (Street 1992: 130). Este interés científico del indigente, de lo considerado extraño y anormal no se limita a Europa, sino que pronto se materializa en el estudio del Otro fuera del continente europeo. Desde su inicio como un mecanismo que captura la realidad, la fotografía se transforma en un fenómeno eminentemente ideológico. Al final del siglo XIX y principios del XX, la fotografía llega ser un instrumento científico imprecindible en el estudio de grupos étnicos no europeos. De hecho, tal fue la importancia dada a la fotografía que el estudio etnográfico del nativo se considera incompleto sin corroboración fotográfica. Con este tipo de mentalidad, los europeos se interesan en captar para la posteridad lo que se juzga como culturas estáticas y sin historia (Edwards 1992: 3). La fotografía, en esta coyuntura, llega a ser una adición moderna al arsenal del poder europeo en la situación, por demás, ya compleja del mundo colonial. Es en este momento cuando la fotografía deviene un instrumento crítico para documentar no sólo etnográ-
El indio en las tarjetas postales
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fica— sino política— y económicamente el mundo bajo influencia europea (Edwards 1992:4). El prejuicio racial como conocimiento humano, siguiendo la idea de Stephen Gould, se convierte en sí en una actividad científica. Anne-Marie Willis opina que esta idea del siglo XIX (en la cual la fotografía es percibida como un instrumento científico y estético necesario para captar la realidad cotidiana) no ha cambiado, es más, subsiste la alianza de la fotografía con el poder político. Para Willis, la tecnología ha sido una antigua socia de la política, y así, la fotografía ha permanecido como parte epistemológica de la ideología del primitivismo (1995: 79). Este poder para exhibir lo considerado primitivo, sin embargo, no sólo es útil en relaciones internacionales, sino que es igualmente exitoso en actividades domésticas. Muchas veces, no es la visión europea la que inscribe al nativo como primitivo, sino el poder local quien le asigna las características culturales2. En Latinoamérica, el desarrollo de la fotografía ocurre en el siglo XIX, que es asimismo la era de consolidación política en la región. El tipo de fotografía prácticada por fotógrafos inmigrantes y locales refleja una inspiración europea clara, no solamente en estética sino también en el tipo de sujeto fotográfico. Los usos de la fotografía, en un primer momento, fueron varios, aunque pronto esta práctica identifica objetos de explotación económica, la ilustración de experiencias de viaje, y se ve usada por el gobierno como mecanismo de clasificación del criminal y el indio (Hopkinson 2001: 521). La fotografía en el Perú, por ejemplo, donde el indio como sujeto fotográfico es común, crece rápidamente como profesión, especialmente como fuente de iconos reales de la vida cotidiana. Por un lado, en el siglo XIX la fotografía es popular entre los peruanos de extracción europea, quienes desarrollan un gusto por el retrato, una novedad europea del momento. Por otro lado, los mismos fotógrafos son expertos productores de imágenes de indios que en esa época son parte de la novedad mundial del exotismo en fotografía (McElroy 1985: 28-29, 39). Este interés en el indio, sin embargo, no estaba restringido al Perú y se reitera en otros países. En Ecuador, donde el indio también es visible, la fotografía local hace uso del indio como una comodidad exótica y primitiva. Por supuesto, toda esta producción es firmemente establecida dentro de las tradiciones estéticas, donde
2 En el Japón a principios del siglo XX, por ejemplo, son las autoridades locales, quienes por la necesidad de una exhibición, rotulan a los Ainu como los salvajes estáticos del país (Street 1992: 123-125).
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los fotógrafos manipulan sus sujetos indios para enfatizar su primitivismo en las fotografías. Estas, a su vez, aparecen en tarjetas postales que circulan en el mentado comercio international del exotismo (Abram 1994: 38). En el Perú, los parámetros estéticos dentro de los cuales la práctica fotográfica es llevada a cabo, reverberan las viejas dicotomías de blanco/indio, moral/inmoral y civilizado/salvaje que caracterizan la formación de la identidad indígena desde los tiempos coloniales. La construcción occidental del no europeo en la tarjeta postal dentro de estas estructuras binarias no ha sido restringrida a Latinoamérica. En tiempos modernos, las articulaciones de identidad de africanos, indios norteamericanos, nativos de las islas del Pacífico, para dar algunos ejemplos, se realizaron parcialmente con tarjetas postales. Estos grupos, como el indio en Latinoamérica, han sufrido la apropiación de sus imágenes por motivos económicos y políticos y esa explotación ha sobrevivido hasta nuestros días. El estudio del «salvaje» africano en las postales hecho por Christraud Geary, el análisis de los Indios de América del Norte en las postales por Patricia Albers y el estudio del nativo de las islas del Pacifico por Virginia-Lee Webb señalan esa teleología transnacional presente en la edificación de la persona no europea. Estos estudios nos muestran que la ideas del primitivismo, exoticismo, violencia, sexo, canibalismo y vida estática forman parte de un sistema visual que, como dice Terry Goldie, encarnan ese «campo semiótico» dentro del cual se ubica el nativo (1995: 236). Este campo de significado en Latinoamérica tiene la fuerza de aceptación social y es la base de los códigos espistemológicos de la persona india. La circulación de tarjetas postales, debido a su papel preponderante en el sistema de identificación cultural, no es un fenómeno sincrónico. Además de su poder ontólogico, las tarjetas tienen como característica la iterabilidad histórica, que es la reproducción concisa de una representación como una verdad inmanente. La tarjeta postal encarna en sí el conocimiento de un sujeto particular, y al mismo tiempo, refuerza y mantiene en circulación el deseo original que ha producido la tarjeta en un momento anterior. Para Zdzislaw Wasik, la tarjeta postal no sólo es una manera de mantener contacto personal, sino más bien un «signo e índice, síntoma y señal, imagen y símbolo, sistema y texto»3 de una verdad sobre eventos específicos (1992: 1696-1697). En el caso de Latinoamérica, este conocimiento local de inspiración europea es plasmado
3
«[s] ign and index, symptom and signal, icon and symbol, system and text».
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en postales que son un eco de ese viejo deseo político que aparece en las costas del continente algunos siglos atrás. Iris Zavala afirma que los criollos (españoles nacidos en las colonias) han retenido, a través de la historia de Latinoamérica, el poder de generar el discurso que define el cuerpo social y los papeles de los grupos raciales en él, el cual está presente en la producción, mantenimiento y difusión de lo que se llama la realidad latinoamericana (1992: 52). Hoy en día, esta representación étnica visual, presente en la tarjeta postal, refleja las ideas e intereses de las élites locales que dominan la nación, en donde los indios son sujetos subalternos en el escenario político nacional. Esta tradición en el continente ha influido la obra de escritores, pintores y en la actitud de políticos que están comprometidos —muchas veces involuntariamente— en la aplicación y énfasis de la Otredad del indio 4 . La creación criolla de la identidad del indio manifiesta la práctica social preeminente en la región en donde la cultura europea se ve como inherente al criollo y la cultura india como intrusa (Beardsell 2000: 18). Así, la tarjeta postal hoy en día es parte de un cuerpo social que revela en sí misma el poder que la ha producido. El indio en las postales, por definición, tiene que reflejar el interés del criollo. El concepto de ideología de Louis Althusser esclarece esta idea del arte como un reflejo del poder político. Para él, la éstetica del arte es un reflejo de los intereses «religiosos, éticos y políticos» que permiten que prácticas sociales (como la producción de tarjetas postales, por ejemplo) se convierten en un «espejo» y una justificación de esos réditos (Callinicos 1976: 38). Si los indios de la región, como en este caso, han sido la encarnación del mal en las crónicas coloniales, en tiempos de la independencia todavía sufren esa violencia discursiva. Este fenómeno ocurre en muchos lugares donde los indios son considerados si no una amenaza, un estorbo étnico. En el Ecuador, por ejemplo, la popularización de las imágenes de los indios en tarjetas postales es uno de los medios a través del cual el mundo criollo continuamente define verdades científicas sobre los indios 5 . El indio ecuatoriano, por consiguiente, no está presente, aunque su
4
La práctica de atribuir Otredad se refiere a la aplicación de estereotipos étnicos que sirven como pretexto para oprimir al indio. Ver el concepto de «Othering» en Spivak (1995: 132-135). 5 Chiriboga y Caparrini ofrecen un amplio compendio fotográfico de indios ecuatorianos.
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fotografía esté en la tarjeta postal 6 . En Latinoamérica, este deseo, además de mantener un catálogo histórico del indio, también ha sido exitoso en el mantenimiento de conexiones ideológicas duraderas. Zdzislaw Wazik comenta que los valores semióticos de la tarjeta postal reflejan una vinculación ideológica que mantiene un estrecho sistema de producción y consumo (1992: 1696). En Latinoamérica esto es patente si vemos la afinidad entre la política y el arte que beben de la misma fuente y no es extraño que la teleología de explotación histórica del indio, el desarrollo de la fotografía y la popularidad del darwinismo engendren tales visualizaciones del indio. Como Lewis Hanke reitera, el sistema reinante de política en la región es una combinación de idearios, en los cuales el indio por su «naturaleza» ha sido considerado como el esclavo natural del europeo (1959: 101-103, 114). Como en las crónicas coloniales donde el sujeto indígena fue manipulado de acuerdo a los intereses europeos, en la edad de la fotografía, el indio es mangoneado para corresponder a las necesidades fotográficas y culturales de la clase dominante. Esto es aun más patente en el siglo XX, donde esas ideas antiguas conexas con un positivismo regional dan a luz singulares teorías sobre los indios. Robert Berkhofer, en su análisis de la representación del indio en el pensamiento europeo, entrevé que europeos han visto al indio de dos maneras fundamentales: Primero, el indio es retratado en su ambiente geográfico, donde el mundo natural es la base de su moralidad. Segundo, el indio es percibido como un ente atávico de una historia pasada, cuyas cualidades personales están grabadas en su cultura (1978: 42-43). El indio está clasificado como una entidad que refleja su ambiente, especialmente el clima que predispone sus características físicas y rasgos morales: de manera que el indio resulta ser un degenerado, cobarde y poseedor de un espíritu cruel. Todo esto complementa la posición evolucionista que defiende el concepto de la poligénesis del origen del hombre que sugiere que los humanos nos son iguales debido a sus diversos orígenes raciales. La base de todas estas posiciones es que la humanidad está dividida entre «razas superiores e inferiores» que reflejan diferentes grados de civilización (Berkhofer 1978: 55). En el Perú, cabe informar, Francisco García Calderón hace eco de esas especulaciones europeas al afirmar que la supuesta
6 Esta presencia, de acuerdo con Malek Alloula —quien estudia las postales en otra coyuntura colonial—, es usualmente un substituto por algo o alguien que sólo existe como aspiración política (1986: 129).
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inmoralidad, odio, y canibalismo del indio peruano son características propias, porque son parte de la cultura india debido a su habitat geográfico (2001: 71). Para José de la Riva Agüero, otro intelectual peruano de la época, la cultura y el ambiente es la base de la moralidad débil, su dejadez y el primitivismo de los indios (1966: 38). Debido a estos conceptos, se hace evidente lo que motiva la imagen del indio sobre tarjetas postales. En la tarjeta postal, así como en la literatura y otros fenómenos sociales, ha sido imposible cambiar la representación del indio dentro de esas paredes ideológicas que han delimitado su rol en la historia. Como en la exhibición de Fusco y Peña, el indio es percibido como un ente que vive en relación cercana al medio ambiente, gozando de su cultura estática, usando su vestimenta tradicional y urdiendo su magia primitiva. En la fotografía, para asegurarse del mensaje del primitivismo, la imagen del indio es construida a base de una postura fotográfica que satisface esa doctrina europea y que garantiza su éxito comercial. En esta situación, el control de la imagen del indio en el marco fotográfico ha sido simétrico al control político. Para Jonathan Crary, el objetivo mayor de este tipo de medida es el de dirigir la atención del espectador hacia características específicas del sujeto en el marco de la fotografía, que se alcanza a través del «arreglo de los cuerpos en el espacio»7 y la coreografía de las actividades y el uso de objetos representativos (1990: 18). Una pluma, una flecha, una lanza y la posición del cuerpo del sujeto se emplean como representaciones metonímicas de ese mundo «extraño» del indio. El resultado final muestra a un indio de-contextualizado de su propia historia y su ambiente cultural. El indio, como Berkhofer sugiere anteriormente, es considerado como un producto indudable de la naturaleza. El «primitivismo indio» es recurrente y osificado desde tiempos inmemoriales cuando se supone que el canibalismo era una práctica común. En la imagen 8 1, por ejemplo, los antropófagos peruanos exhiben esa esencia ideológica. La simple mención del canibalismo en la tarjeta intenta despertar sensaciones de miedo y terror, pero rápidamente y debido a que el indio está circunscrito a una imagen fotográfica, estos temores se convierten en curiosidad. La tarjeta sugiere que estos caníbales son los mismos héroes de las leyendas de antaño. Su disposición es siniestra; están armados y parece
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«[arrangement of bodies in space»
Todas las postales usadas para ilustración son propiedad del autor; la excepción es la fig. 4, por la cual doy gracias a The Latin American Library at Tulane University. 8
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que están listos para atacar. Los caníbales miran directamente a la cámara que muestra al espectador como víctima incauta. La selva oscura y siniestra en la parte posterior sirve como transfondo a la postura de los caníbales; los indios y la naturaleza se unen en una masa oscura y pérfida. Sin embargo, una mirada más equilibrada nos permite ver la inautenticidad de esta tarjeta. En la imagen 1, la sugerencia del canibalismo es sutil, sin embargo, ejemplifica la manipulación de la imagen para crear un «mensaje». Primero, vemos la debilidad de estos caníbales en su relación con el fotógrafo, debido a que es él quien crea la imagen. La idea misma del caníbal posando para una foto traiciona en sí el intento original de producir la imagen: mostrar el canibalismo salvaje de los indios, peruanos, en este caso. El objetivo es claro: el Otro es el salvaje, nosotros, los criollos, no. Esta diferencia se aprecia también en la posición espacial de los indios en una fila frontal, llevando sus atuendos supuestamente tradicionales con sus armas listas. De hecho, cada uno tiene armas y posiciones agresivas diferentes. Sin embargo, la postura amenazadora de los caníbales no es auténica. Además de las posturas, la tarjeta tiene más bien connotaciones ideológicas familiares que reverberan sensibilidades europeas. Véase, por ejemplo, la metáfora europea de la familia patriarcal —los esposos en el centro y los jóvenes caníbales al lado—. Sin ir más lejos, ésta es una estirpe de caníbales que sólo tiene sentido en el retrato fotográfico europeo. Algo muy significante de la imagen 1, que se percibe al mirar detenidamente las caras, es el miedo mismo de los propios caníbales, no el miedo que ellos inspiran. Es evidente quién teme a quién en la relación caníbal-fotógrafo. Este último está a cargo de la situación y está culturalmente canibalizando a estos seres humanos. Como Crary observa, la fotografía ha sido un antiguo espejo de esos deseos de «control y sometimiento» del cuerpo humano (1990: 81), y las caras de los caníbales en nuestro caso revelan la ironía de esta tarjeta. Los caníbales están tan temerosos del fotógrafo y lo que representa para ellos que algunos quieren taparse la cara. Esta estrategia de asignar al indio cualidades antropófagas se remonta al tiempo de Colón, quien fetichiza al indio como un caníbal y lo presenta como un obstáculo a sus objetivos (Columbus 1990 [1492]: 68). De hecho, estas cualidades de diferencia del indio da a Colón, Vespucio y otros el proponer violencia contra los indígenas (Colin 1989: 18-19). Como se ve en la historia, es en el interés de los poderes coloniales la deshumanización del Otro, y esas propuestas de violencia política no son sino un epifenómeno
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de estas prácticas dicursivas. Después en tiempos coloniales, el canibalismo continúa siendo un proceso psicológico en la mente de los europeos quienes atribuyen indiscriminadamente prácticas canibalísticas al nativo del Nuevo Mundo (Pagden 1982: 80-81). El indio, sin embargo, no desaparece y todavía subsiste como una fuerza política potencial. Y es así que tenemos este miedo latente en las minorías europeas en la región: la toma del poder por el indio latinoamericano. El miedo de ser consumidos por el caníbal no es un aspecto antropófago, sino que es más bien una metáfora de esa aprensión de ser dominado (políticamente) por la mayoría indígena. Recordando el comentario de Franz Fanón sobre el supuesto canibalismo africano en la mente del europeo, la voz de alarma está clara: «mamá, el indio me está mirando y me va a comer» (1986: 114). Aun hoy en día, esa idea del indio como caníbal subsiste como la metáfora preferida de ese miedo y como vemos en la novela Lituma en los Andes de Vargas Llosa, el canibalismo se toma como parte de la identidad india. Como se ha mencionado, atribuir el canibalismo a los indios es una vieja metáfora en Latinomérica que se remonta a los tiempos de la colonización que esclarece la esencia de la filosofía colonial inmanente en la región. Más que nada, la metáfora del canibalismo identifica en verdad quién es el caníbal en las relaciones del indio con el europeo. El discurso del canibalismo, sin ir muy lejos, parece ser más bien un reflejo de hábitos discursivos conocidos antes que prácticas antropófagas desconocidas. De lo contrario no podemos explicar cómo se aplica canibalismo a priori al indio a partir del primer encuentro de los dos mundos. Así vemos que la imagen del caníbal muestra una dualidad histórica. Por un lado, refleja un uso anterior del canibalismo como un instrumento político. Por el otro, el canibalismo encarna un motivo utilitario en el asignar antropofagia al indio y no a prácticas explotativas, por ejemplo. Pero esta máscara (la etiqueta de canibalismo), como Freud podría decir, es el fetiche de un peligro y una necesidad. Los dos son imaginarios, pero en la práctica, entidades reales, al menos en la mente de las elites. Pero hay algo más en esta metáfora del caníbal. La máscara del caníbal, la cara del colonizador, se materializa en el mundo colonial en objetivos reales. Por un ladof los europeos justifican la explotación del Nuevo Mundo con el canibalismo indio debido a que robarle a un caníbal imposibilita sanciones morales. En las palabras de Jerry Phillips, el canibalismo es el pretexto para que la explotación del indio «proceda sin vergüenza [alguna]» (1998: 193). Además, la imagen del caníbal plasmada en el indio y la idea de ser consu-
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mido por éste produce ese dualismo repetitivo en la mente criolla. La imagen del caníbal refuerza continuamente el temor del indio mientras que al mismo tiempo previene la examinación y autocrítica del canibalismo verdadero, ese que viene de uno mismo. El consumo del cuerpo humano o el abuso de él con objetivos malévolos son una costumbre única de los indios. Al menos ésta es la idea prevalente. Además del canibalismo, nada ha sido más sombrío en la tradición latinoamericana que la habilidad diabólica del indio jívaro de reducir cabezas humanas9 como se ve en la imagen 2. Estas cabezas son metonimias de ese mundo extraño del jívaro. El tamaño, color y fealdad de las cabezas evocan lo oculto y lo mágico, por lo tanto, el poder secreto del jívaro. Sin embargo, observando de cerca a la imagen 2, estas cabezas reducidas son más bien unas piezas inofensivas de exhibición antes que el ente diabólico que supuestamente representan. Aisladas de su contexto cultural, estas cabezas están llenas de un sinfín de connotaciones. El trasfondo blanco, por ejemplo, ilumina la intención de manipulación y exhibición, lo cual junto a la ausencia de un referente cultural hacen difícil aceptar que las cabezas reducidas representen a un diabólico jívaro. Esa costumbre de los indios jívaros de alterar la naturaleza ha sido, sin embargo, el pretexto de exclusión de estos indios en el Ecuador, y hoy día esa visión ha trascendido las fronteras ecuatorianas. Es más, la habilidad del jívaro de reducir cabezas no sólo es parte de las leyendas ecuatorianas, sino que se ha convertido en un componente casi indispensable del turismo internacional10. El jívaro es una variedad única de indio en la imaginación latinoamericana. El jívaro no es el salvaje noble de Alonso de Ercilla, el caníbal del Diario de Colón, el sodomita de Bernal Díaz de Castillo o el común idiota de las novelas de Mario Vargas Llosa. El jívaro, se cree aun más peligroso que el mismo caníbal. Un caníbal en la mente occidental puede consumir al incauto, pero el jívaro no sólo toma la vida (el cuerpo) del mismo, sino que también la transforma. Se supone que el jívaro tiene una habilidad única entre los indios: incorpora ciencia moderna en sus prácticas malignas. La creencia en la proclividad del jívaro en usar tecnología moderna (es sorprendente que los indios puedan hacer esto debido a su mentado primiti-
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Se sabe de la reducción de cabezas y la preparación de las llamadas tsantsas por los indí-
genas jívaros (o shuar) en el Ecuador y en otras partes del Amazonas (Perú, Brasil). 10
El reporte de Tahir Shah sobre el jívaro en el mundo moderno es novedoso (54-55).
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vismo) hace del jívaro el científico demente de la cultura popular. Y como todo fantasma, la imaginación ha jugado un papel importante en la construcción del jívaro como un peligro latente. Para Ann Taylor, sin embargo, el jívaro, como ente perverso en Ecuador, ha sido una invención de colonizadores que han codiciado sus tierras y han inventado al jívaro en una manera entendible en el mundo occidental. El peligro que se le atribuye al jívaro viene de su capacidad de usar la ciencia con «objetivos siniestros,» especialmente en su habilidad de reducir cabezas (1985: 259). De acuerdo con Taylor, en la época de la Colonia y también de la Independencia, lo que ha provocado suspicacia en los europeos no sólo ha sido la ciencia «mala» del jívaro, sino también el «frío racionalismo» de su conducta (1985: 261). (Cf. también Steel 1999: 745-747). Tanto se ha dicho e imaginado sobre el jívaro que hoy en día es sujeto de mitos que van más allá de lo creíble. Su figura «malevolente» ha llegado a ser un objeto beneficioso en muchos campos culturales. Este jívaro es, entre otras cosas, el espectro de cuentos de niños, el sujeto de teorías extravagantes de antropología y un objeto inequívoco en el negocio turístico. Este conocimiento del jívaro es tan admisible y tan verosímil que hoy en día es un accesorio pedagógico en el sistema educacional ecuatoriano (Taylor 1985: 260). Estas postales ilustran esa idea que proclama que el caníbal y el jívaro, siempre al acecho en la sombra, conspiran contra el «civilizado» mundo criollo. Este discurso que encarna la vida estática, lo inmemorial y lo salvaje no sólo se aplica al caníbal y al jívaro, también se usa para identificar lo que se conoce como indios semi-civilizados. La intemporalidad del indio es una de las características identificables en la tarjeta postal. En la imagen 3, por ejemplo, la tarjeta muestra unos indios en las alturas de Macchu Picchu mirando un avión que pasa en lo alto". En esta tarjeta el centro de atención no es el indio como individuo de carne y hueso, sino el atavismo de la vida india que se toma como una realidad, aunque esto no sea inmediatamente dicernible. Una manera de construir esta realidad estática es mostrar al sujeto, supuestamente arcaico, conjuntamente con objetos modernos. Esta tarjeta, por ejemplo, se titula «Incas of Perú», aludiendo a lo histórico (el indio) en un marco fotográfico compartido con la modernidad (el avión). Como observa Berkhofer anteriormente, la representación estática del indio está asegurada si se lo posiciona dentro de un ambiente geográfico específico. En este caso, las montañas de los Andes sirven para escenificar este 11
Esta tarjeta es una reproducción del afiche de Paul George Lawler.
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pensamiento con sus nevados milenarios, que proporcionan el trasfondo del atavismo indio. Los indios mismos están vestidos en sus trajes tradicionales, su carga está perfecta sobre los animales y están concentrados en el avión blanco en las alturas en su eterna compañía, sus llamas. El subtexto de esta imagen es que lo moderno vive al lado de lo prehistórico y que el mundo está dividido en lo superior y lo inferior. El indio está consciente de su posición en la sociedad peruana. De lo contrario para qué parar a observar el avión (¿venerarlo?). El avión blanco (¿puro?) vuela solo, sin ninguna referencia a los elementos oscuros abajo. No es difícil de adivinar cuál es el intento del artista (Lawler pintaba afiches para el uso de la industria viajera) y el producto habla por sí solo de la diferencia entre estos dos mundos. Uno blanco, celestial, en movimiento (denota candor, pureza, avance tecnológico) y por encima de ese mundo indio que se retrata como oscuro, inpuro, estático y primitivo. La différance, para recordar a Derrida, se logra visualmente sin ningún esfuerzo, como algo natural. Según sugieren estas tarjetas, los indios no han cambiado desde la llegada de los europeos a la región hace varios siglos. Esta idea de la vida estática del indio ha tomado un auge enorme, aun entre organizaciones de prestigio, tales como el National Geographic. En un informe de viaje, Loren Mclntyre utiliza un compendio de fotografías y dibujos para substanciar su opinión sobre los indios peruanos. Entre las muchas características que Mclntyre encuentra en los indios se resalta su capacidad guerrera, su salvajismo, su inescrutabilidad, aunque también los ve como gente orgullosa y noble. Para Mclntyre, las características personales y la visión del mundo de los indios no ha cambiado en milenios. Mclntyre mismo afirma que, como el «yo» testigo de las crónicas europeas, los indios peruanos todavía viven en cuevas en donde la magia reina en su vida (1975: 187). Para Mclntyre, estos indios no tienen noción del tiempo y todavía identifican a los europeos (incluyendo a Mclntyre) como Viracocha, el nombre de su dios, con el que —de acuerdo a la leyenda— los indios identificaron a los españoles quinientos años atrás (1975: 194)12. El indio —según estas tarjetas— nunca ha perdido el contacto con la naturaleza, ni tampoco se ha considerado superior a ella, sino que siguen siendo
12 Apu Kun Tijsi Wiraqocha era el dios creador del mundo andino según varias fuentes (cf. Lumbreras 1969 Manga Quispe 2002, etc.), pero en el uso cotidiano, significa simplemente, señor, al igual que la usanza española que puede designar a Dios, o a un semejante.
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parte de la misma, de ahí viene su visión panteísta. Esta idea ha sido muy útil para deshumanizarlo históricamente: antaño defendido por Bartolomé de Las Casas contra Ginés de Sepúlveda (Hanke 1950: 60-61) quien había postulado que los indios no tenían alma, ni religión; y más tarde ha sido recreada en literatura indigenista en obras como el Huasipungo de Jorge Icaza y Los ríos profundos de José María Arguedas. Por incomparecencia narrativa, los dos sugieren que el hombre occidental ha superado sus vínculos con la naturaleza por haberla vencido y dominado, es su amo y señor. Lo entiende, lo forma: el m u n d o físico (las montañas, los ríos, la tierra y los animales) están subyugados al hombre «civilizado». Por contraste, el indio — c o m o se sugiere en esta tarjeta (3)— sigue siendo parte de la naturaleza y aun no ha podido superar su dependencia de ella y alcanzar u n alto grado de civilización, de modo que ha permanecido como parte del m u n d o físico, no h u m a n o y se mezcla fácilmente con las montañas, es parte de la oscura naturaleza abajo, junto a sus llamas, y no del m u n d o simbolizado por el avión. Montañas, llamas e indios forman parte del medio ambiente, todos con características comunes: intemporales, estáticos y antiguos. En estas tarjetas, las imágenes que encarnan la identidad del indio han sido apropiadas y re/producidas para reflejar esas antiguas ideas del binarismo civilizado/salvaje. De la misma manera que las exposiciones de museo muestran la inautenticidad del estereotipo étnico, las tarjetas postales asimismo son un reflejo de ese deseo de enfatizar la diferencia. C o m o Spencer Crew y James Sims subrayan, las exhibiciones étnicas, de fotografías y tarjetas postales, siempre intentan representar algo «which is no usually present» (algo que no está presente), pero algo que se desea ver (1991: 173). Es precisamente este deseo que ha motivado la sugerencia visual (por sutil que sea) del canibalismo, la ciencia malévola y la intemporabilidad del indio, y que, además, tiene una dimensión sexual que se pone de manifiesto en la representación de la mujeres indígenas. La historia demuestra que los indios, y las indias con ellos, fueron considerados desde un primer momento como entidades serviles, una práctica que ha subsistido hasta nuestros días. La mujer india ha encarnado la otredad laboral y sexual que refleja históricamente ese viejo maniqueísmo de uso sexual y explotación económica (véase Skidmore / Smith 2000: 19-21; también Butterworth / Chance 1998: 54-58). C o m o vemos en la imagen 4, este deseo ambivalente no sólo sobrevevive socialmente, sino que también tiene influencia en la representación artística de la mujer india. Esta tarjeta personifica esa idea binaria de la inmoralidad sexual de la india junto con la
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posible singularidad materna que ella ofrece. Esta representación, debemos señalar, no es inocente y conjuga prácticas culturales del medioevo y nociones populares del exotismo indio. Las mujeres en la imagen 4 representan lo que Margaret Miles ha identificado como las imágenes típicas en la imaginación europea: la mujer sumisa, servil, maternal y sexual (1985: 193-198). La mujer vestida a la izquierda puede interpretarse como la imagen de la Virgen, cuya vestimenta sugiere la moralidad cristiana. La del medio, con el machete en la mano, representa la trabajadora de las plantaciones, aunque podría ser también la castradora de las leyendas. La última a la derecha es la mujer sexual, lista para satisfacer al ojo y apetito occidental. Ella también simboliza las viejas imágenes de maternidad y nutrición. Esta tarjeta sugiere, entre otras cosas, que la sexualidad de la mujer es un peligro, y por ello, la necesidad de la indumentaria. El cuerpo de la mujer, se entiende, requiere control y este deseo se transforma en una necesidad estética. L a vestimenta de la mujer en esta tarjeta es el instrumento para apaciaguar una tentación potencial y para controlar un cuerpo históricamente considerado como un peligro moral. Esa idea del cuerpo de la mujer como aposento diabólico no es nuevo en prácticas artísticas occidentales; tampoco lo es la idea de que la mujer esté predispuesta al pecado (Miles 1979: 68-69). Para los conquistadores, después de todo, la mujer india exhibe una sexualidad sin límites que provoca que el hombre cometa actos inmorales y peor aún, que se encuentre impotente ante la sexualidad desbordante de las indias (Masón 1990: 48-49). Esta idea de la sexualidad de la mujer nativa es común en otras colonias europeas, no sólo las españolas, en donde el control del cuerpo femenino se persigue con un esfuerzo inusitado. Julia Douthwaite señala, por ejemplo, que el deseo occidental de controlar a la mujer es un objetivo político que tiene una connotación más allá de la mera sexualidad, que la mirada inquisicional sobre la mujer es más fuerte, debido a la anarquía potencial en las colonias. En la mente colonial la represión de la sexualidad de la mujer nativa era parte del control político (1992: 17). Estas observaciones son importantes, debido al patriarcado con toques misóginos reinante en Latinoamérica, que ha determinado la posición sumisa de la mujer. Como vemos en la imagen 4, la ambivalencia de la mente colonial con respecto al cuerpo de la mujer se revela en su deseo de mostrar simultáneamente el temor y deseo del cuerpo femenino. Así el sexo tiene que ser reprimido, escondido, ya que el discurso no puede deshacerse del sexo como práctica
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biológica, por eso éste tiene que desaparecer debajo de la vestimenta. Después de todo, en el Occidente, un alma diabólica sólo puede manifestarse en actividades igualmente perversas (Miles 1979: 55). Con el tiempo, esta idea sobre la mujer va cambiando, aunque menos con respecto a la mujer india. Veamos, por ejemplo, las indias mapuches de la imagen 5, que están vestidas, usando ropajes más parecidas a una mujer europea que a las otras representaciones de indias. Pero prestemos atención a la leyenda de la tarjeta, «Cazique anciano con sus mujeres favoritas» que sugiere, aunque discretamente, que la promiscuidad india es prevalente, a pesar de que las indias han abrazado la religión y civilización europeas. La vestimenta en esta tarjeta si bien sirve para insinuar el binarismo salvaje/civilizado, es a la vez una metonimia del antiguo temor de la sexualidad de la india. En la tarjeta, ya sea desnuda o vestida, es retratada como una mercancía, cuya representación se construye a base de prácticas discursivas. Tales prácticas edifican el cuerpo indígena manipulando su representación según ciertos principios de la política sexual. Estas tarjetas revelan la yustaposición de referentes históricos y prácticas políticas que hacen eco a la doctrina que sustenta la estructura social en Latinoamérica. Recordando a Crew y Sims, la producción de la tarjeta es un ejercicio de autoridad, no es arte, ni mucho menos realismo. Esta autoridad, en el caso de la región, tiene sus raíces en la conquista y ha sido fortificada por el darwinismo social del siglo XIX que llega a ser la base epistemológica de las naciones de la región. Los indios, quienes —desde un primer momento fueron clasificados como los salvajes, los sodomitas y los caníbales— sufren los mismos estereotipos en la época de la Independencia y en el presente. Los diarios, crónicas, poemas, novelas, fotografías y tarjetas postales perpetúan estas imágenes del indio. Como Peter Hulme señala, estos conceptos europeos de los sujetos indios son invenciones históricas, un palimpsesto de s u p e r p o s i ciones étnicas (1995: 367). La durabilidad de esta práctica es evidente ahora en estrategias políticas, modelos económicos y movimientos artísticos. Todos ellos han confinado al indio dentro de una política social que es denigrante tanto para él como para su cultura. Finalmente, la imagen del indio en Latinoamérica está creada en el contexto de una ideología y aparataje político, cuya base: la misión civilizadora les asigna una posición inferior en la jerarquía social justificando así la colonización y la continua opresión. Evocando la idea de Althusser sobre ideología, el primitivismo del indio es el único paradigma mediante el cual el cuerpo político lo (re)conoce. Las metáforas literarias y fotográficas destacan que el indio
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representa un peligro para el sistema social, como hereje, un ente panteísta, un sujeto atávico y un obstáculo al progreso. Su exclusión política13, como vemos históricamente en el Perú, Bolivia, Ecuador, México, y en muchos otros lugares, se admite como algo necesario y natural. A veces, en casos extremos, muchos simplemente niegan la existencia de los indios en sus países. Cuando el gobierno ecuatoriano, por ejemplo, trata en un momento de publicar fotografías del Ecuador como un país «civilizado», simplemente opta por excluirlo de las mismas. Las autoridades gobernantes deciden que el incluir al indio en una fotografía representando al Ecuador sería una monstruosidad estética (Abram 1994: 43). Estas tarjetas postales no reflejan la realidad, sino que construyen una imagen por medio de accesorios culturales, la manipulación del espacio fotográfico y la postura corporal: detalles que contribuyen a la producción de imágenes de los indios para dar una impresión específica al público en servicio de una ideología esbozada arriba. La producción y comercio de las fotografías, así como las tarjetas postales, combinan la tecnología y la ideología para hacer del indio una mercancía, un ser comerciable.
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H a y ejemplos que demuestran lo contrario, Benito Juárez en M é x i c o y recientemente,
Evo M o r a l e s en Bolivia, pero la tendencia general es la exclusión del indígena del proceso político.
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Imagen 1
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Imagen 2
Imagen 3
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Imagen 4
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B E D U I N O S E N LA PAMPA: EL ESPEJO O R I E N T A L D E S A R M I E N T O Isabel D e S e n a
Il n'y a pas de voyageur qui ne croie devoir rendre compte à ses lecteurs des motifs de son voyage. Je suis trop respectueux envers mes célèbres devanciers, depuis M . de Bougainville qui fit le tour du monde, jusqu'à M . de Maistre qui fit le tour de sa chambre, pour ne pas suivre leur exemple (Alexandre Dumas, Bruxelles, 1841,1) N i todos viajan del mismo modo, ni por las mismas razones, ni con el mismo resultado (Lucio V. Mansilla, 40) E n su c a r t a desde R í o de J a n e i r o del 1 8 4 6 , la tercera d e las q u e constituyen sus Viajes 1, y la ú l t i m a q u e escribe antes d e cruzar el A t l á n t i c o hacia Francia, D o m i n g o F. S a r m i e n t o habla con particular cariño de d o s figuras involucradas en ese m o m e n t o , d e distintas m a n e r a s , en la re/presentación d e A m é r i c a . U n a d e ellas es el p o e t a J o s é M á r m o l , c o m o él argentino, correligionario político y exiliado, a q u i e n a c a b a d e conocer. M á r m o l le leyó u n p o e m a q u e estaba
1 Todas las citas y referencias a estas cartas se remiten a la esmerada edición crítica coordinada por Javier Fernández (1993). Se mantiene la ortografía original en todas las citas, aun cuando sea idiosincrática.
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entonces componiendo, oportunamente titulado Cantos delperegrino, que Sarmiento comenta y cita abundantemente. La otra figura es su «antiguo amigo Rugendas» 2 , el pintor alemán del paisaje americano y su gente que acompaña a Sarmiento en una visita al Jardín Botánico de Río, el «Jardín del Emperador.» (1993:63) Al mencionarle, Sarmiento no puede menos que recordar a Alexander von Humboldt, mentor y gran amigo del mismo Rugendas: «Humboldt con la pluma i Ruguendas con el lápiz son los dos europeos que más a lo vivo han descrito America» (74). Dos exiliados argentinos y dos viajeros alemanes, los cuatro extranjeros que en este texto se encuentran son de diferentes formas fruto del cientifismo y del romanticismo decimonónico trasladados a América. Sarmiento hace que sus miradas se crucen en un mismo sitio, una ciudad americana cosmopolita y moderna, Río de Janeiro (pese a todo lo que Sarmiento halle en ella para zaherir, desde el lastre de la esclavitud hasta la molicie del europeo transplantado a los trópicos). Además, el hecho de que Sarmiento elija como escenario para introducir a Rugendas en su texto el carioca Jardín del Emperador, uno de tantos jardines/museos botánicos decimonónicos donde conviven plantas exóticas o exotificadas de variopinto origen, regentado por otro alemán, Mr. König, resulta particularmente feliz, si consideramos que todo jardín botánico es lugar de encuentro entre culturas dominantes y dominadas. En este caso, el paisaje americano, clasificado, domesticado (y despoblado por el cientifismo europeo), se convierte en microcosmo o metonimia del paisaje argentino imaginado por Sarmiento, de un posible paisaje bajo control de la ciencia y tecnología (europeas) modernas y regentado por una nueva clase dominante, la que integra el mismo Sarmiento. Mármol, exiliado en Brasil como Sarmiento lo ha estado en Chile, es el poeta de lo «incantabile», el término aplicado por Sarmiento para designar Argentina, la patria degradada por la dictadura de Rosas. Tal y como Sarmiento en sus Viajes, Mármol busca los orígenes del retraso de su país «en nuestros tristes antecedentes históricos de España», dice Sarmiento (carta de Brasil, 72). Para ambos autores, al igual que otros en su época, la tenaz oposición al progreso y a la civilización que caracteriza lo español, cobra características específicamente raciales, o de una cultura racializada, española y árabe por antonomasia: 2
Sarmiento y Rugendas se conocieron en Chile, que Rugendas había visitado por vez primera en 1837. Rugendas llega a Brasil en 1846, donde Félix Emile Taunay lo presenta al emperador brasileño, D. Pedro II, quien le comprará una serie de pinturas, entre ellas una sobre el tema del rapto de la cautiva, comentado por Sarmiento en la carta de Brasil.
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En la imaginación española no entra el progreso rápido, súbito, que transforma en los Estados Unidos un bosque en una capital [...]. Lo que antes fue, será siempre, i tienen razón; el rei i la república, la libertad y el despotismo, todos pueden pasar sobre los pueblos españoles, sin cambiarles la fisonomía árabe, berberisca, estereotipada indeleblemente. (Carta de Montevideo, 56. Subrayado mío).
El español y su prole americana, son ab ovo reacios a cualquier cambio, antidemocráticos por su naturaleza (o herencia)3, en contraste marcado con la índole del norteamericano (cuyo país Sarmiento todavía no había visitado en 1846, cuando escribe esta carta), que no ha sufrido la influencia del colonialismo español. Sarmiento, como otros escritores latinoamericanos decimonónicos, no tiene en mente los estados del sur antes de la guerra civil, predominantemente agrícolas y todavía esclavistas, al equiparar Estados Unidos y progreso 4 . En Rugendas, el otro amigo que le acompaña al Jardín Botánico de Río de Janeiro, a quien caracteriza como «un historiador más que un paisajista» (73), Sarmiento alaba la fidelidad de sus pinturas, verdaderos «documentos», dice, en [las] que se revelan las transformaciones, imperceptibles para otro que él, que la raza española ha esperimentado [sic] en América. El chileno no es semejante al argentino que es más árabe que español, como el caballo se distingue de a leguas del caballo del otro lado de los Andes. (Carta de Brasil, 73. Subrayado mío).
El exotismo y el orientalismo que caracterizaban la mirada europea sobre España eran práctica común en la época (véase Carrasco Urgoiti) y probablemente formaba parte del bagaje de Rugendas cuando cruzó el Atlántico ya en su primer viaje5. No sabemos hasta qué punto la representación de lo árabe-español 3
La tendencia de Sarmiento a polemizar en tomo a teorías dudosas sobre el pasado en vez de formular una política para el futuro fue criticada ya por sus contemporáneos, entre ellos Esteban Echeverría, en su Ojeada retrospectiva sobre el movimiento intelectual en el Plata desde el año '37(1846), citado por Shumway (1991: 135). 4
Para un resumen de la actitud de varios intelectuales y políticos argentinos hacia Europa y España en particular, sus paradojas y ambivalencias, v. Shumway (1991), especialmente los capítulos 5-7. 5 Rugendas conoce a Humboldt en París al regresar de su primer viaje a América (1825). Humboldt se convierte en su mentor y parece ser que fue por sugerencia de éste por lo que Rugendas se dedica al dibujo, que le permite agilizar la reproducción de los paisajes visitados. A su vez, Humboldt introduce a Rugendas en el círculo de François Gérard en París y, a través de éste, conoce también, entre otros, a Eugène Delacroix. Sin embargo, aunque el tema no le es
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como distintivamente argentino precede a, o procede de, sus conversaciones con Sarmiento —recuérdese que ya se conocían antes de pasear por el Jardín Botánico de Río en 1 8 4 6 — o si es Sarmiento quien sencillamente está proyectando sus ideas sobre los dibujos de su amigo. Si nos detenemos a analizar los dibujos de Rugendas sobre Argentina, y específicamente las pinturas a las que se refiere Sarmiento a continuación en su carta, es evidente que el pintor alemán encontró en Argentina, y más precisamente en una novela argentina, uno de los temas preferidos de la pintura orientalista decimonónica en Europa, o uno de los tópicos del género: el del rapto, e implícita violación, de la mujer — b l a n c a — por un salvaje de color cobrizo o moreno, tema que Sarmiento tilda de «poema épico de la pampa» (77). Rugendas hizo esta serie de pinturas para ilustrar La cautiva, poema narrativo costumbrista de otro correligionario de Sarmiento, el igualmente exiliado Echeverría 6 . D e hecho, el emperador brasileño le compró una serie de ellas, dato consignado por el mismo Sarmiento (74), quien describe las escenas de rapto de cristianas pintadas por Rugendas
ajeno (véase La muerte de Saradanápolos de 1827, por ejemplo), es sobre todo a partir de 1832, fecha en la que se incorpora a una misión diplomática en Marruecos que le permite viajar por el norte de África, que se acentúa la fascinación del pintor francés por el mundo árabe. Es decir, el orientalismo de Delacroix se acentúa un año después de la partida de Rugendas hacia México. U n evento histórico, sin embargo, marca la década indeleblemente y repercute en el imaginario europeo, estimulando el orientalismo: la guerra de independencia de Grecia (1821-1829) y los relatos que se difundieron entonces sobre atrocidades cometidas por los turcos. Recuérdese que para Europa occidental, desde el siglo X V I el Oriente/Otro es con frecuencia el imperio otomano, principal antagonista en la lucha por la hegemonía del Mediterráneo. Después de su paso por México, Rugendas empieza a dedicar menos tiempo a los paisajes, y más a escenas de tipo etnográfico y a la pintura. E s durante esta segunda etapa de su trayectoria artística que Rugendas conoce a Sarmiento en Chile. El paso de Rugendas por Río de Janeiro marca la última etapa de su estancia en América. Sarmiento florea a Rugendas con finura, al decir que es alemán y cosmopolita, y a la vez «arjentino y gaucho» (74). A continuación, y después de describir minuciosamente el talento del pintor para captar la figura del gaucho, subraya sus predilecciones, variadas «al infinito»: « L a escena de bolear caballos, i el rapto de las cristianas» (74). Sarmiento ve el rapto de las cristianas como una representación literal de la vida en la frontera: un drama, dice, «en que mil familias de los pueblos fronterizos pueden creerse penosamente interesadas» (74). pero no 6
queda claro si Rugendas fue testigo presencial de algún rapto o si eso le llega más bien a través de la literatura. Se sabe que le causó gran impresión la lectura de La cautiva. L o cierto es que Rugendas, quien a partir de mediados de la década de 1830 se dedica paulatinamente a la pintura, completó varias obras sobre el tema. Se puede ver una de ellas, fechada en 1845, en G u i ñ a z ú y Haydu, y tres de la serie, una de ellas variante de la mentada pintura, en «chttp:// www.ceveh.com.br/imagens/rugendas/> nos. 5, 12 y 15.
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con lujo de detalles. Al concluir su descripción agrega que estas imágenes suministran «contrastes en las razas, de trajes en la civilización de la víctima i la barbarie del raptor» (74). Así la orientalización del paisaje y la reflexión sobre el conflicto entre civilización y barbarie se entretejen inextricablemente. Rugendas sirve de pretexto para introducir y legitimar la noción del carácter árabe inscrito en el paisaje geográfico y humano de Argentina, validado por la mirada de un europeo, en particular tratándose de un europeo que, al igual que Humboldt (frecuentemente designado por historiadores latinoamericanos como el «segundo descubridor de Cuba» o «de América»), destaca por revelar América tanto a Europa como a sí misma. Lo que llama la atención, por lo tanto, es precisamente cómo a lo largo de las cartas se va construyendo esta «fisonomía árabe» de España y de Argentina, y cómo esto le sirve a Sarmiento de base para una doble postura textual, que le permite convertirse de sujeto colonizado en colonizador, capaz de dictar la transformación utópica de la incantabile Argentina. Sarmiento es consciente de que escribe dentro de una extensa tradición. América (y España) ha sido visitada durante el siglo XIX por viajeros que o no pueden resistir el impulso de describir sus impresiones, o lo hacen desde una perspectiva de sistematización del conocimiento del continente americano, entre los cuales Humboldt y Rugendas son destacados ejemplos. Durante su estancia en España, Sarmiento coincide con Alexandre Dumas, autor él mismo de unas Impressions de Voyage, y que publicará relatos sobre los mismos hechos (la boda de Isabel II con Francisco de Asís, por ejemplo) de que Sarmiento fue testigo, descritos en su carta de España. Además de lector y escritor, Sarmiento es él mismo gran consumidor y coleccionista de guías de viajeros, de los que a veces copia párrafos enteros (véase Verdevoye 1993: 641-61 passim). Por lo tanto, al buscar entender la sistemática arabización, u orientalización, de Argentina (y de España) en un análisis de estas cartas, hay que entender simultáneamente que Sarmiento maneja un género cuyas ventajas y convenciones no le son ajenas. Los aspectos literarios de las cartas de Viajes por Europa, Africa y América se textualizan desde el principio. Consciente de los géneros y sus implicaciones, en el prólogo el autor sopesa los que él podría utilizar (libro o relato de viaje, etc.), rechazando de plano el «viaje escrito» (3), por apropiado para quien está desarrollando «algún tema científico, o haciendo exploración de países poco conocidos», y las muy populares «impresiones de viajes» («lectura
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amena»), explotadas precisamente por Dumas 7 , por inadecuadas para sus propósitos, ya que este género mezcla hechos y ficción, hasta el punto de que no se sabe si se está leyendo una «novela caprichosa o un viaje real sobre un punto edénico de la tierra» (3). Rechaza, pues, tanto la idealización como el costumbrismo pintoresco, pero tampoco le interesa el cientifismo impersonal del tratado al estilo de Humboldt. Finalmente, elige la carta como el género literario idóneo, en vista de su flexibilidad expresiva: «He escrito, pues, lo que he escrito, porque no sabría como clasificarlo de otro modo, obedeciendo a instintos i a impulsos que vienen de adentro, i que a veces la razón misma no es parte a refrenar» (4-5). Sarmiento se arroga de este modo el derecho de expresar sus opiniones sin trabas, sin tener que presentar pruebas ni atenerse al marco del discurso científico, objetivo. La supuesta inmediatez de la carta le brinda la ficción de transparencia que legitima o justifica la especulación, la conjetura histórica, sin hablar de la bouta.de o de los vuelos de la imaginación. Pero el drama textual del escritor en busca del género más adecuado a sus fines ensaya la tesitura del subalterno mientras pone de manifiesto un conocimiento de los géneros literarios (de origen europeo, manejados por europeos) que la contradice y su estrecha relación con el sujeto (colonizador/ colonizado: «países menos conocidos»). Es su forma sumamente irónica de pedir permiso para narrar. Captando la benevolencia del lector con la (¿falsa?) modestia del humilde viajero de un país atrasado que se atreve a visitar a los más avanzados, para mejor escribir sobre los que no lo son («[...] mayor se hace la dificultad de escribir viajes, si el viajero sale de las sociedades menos adelantadas, para darse cuenta de otras que lo son más» (4), Sarmiento parte en busca de lo que él designa «el espíritu que ajita a las naciones» [sic], las instituciones que estimulan o refrenan 7
Sarmiento ya conocía la obra de Dumas antes de viajar a España, por lo menos desde 1838 (v. Cronología en Viajes 620). En 1842 había publicado un artículo sobre su drama El mulato. Dumas era mulato, hecho que Sarmiento señala en la carta de Brasil, al hablar positivamente de la capacidad de superación de los mulatos (59) y en la carta de España. La relación entre Dumas y Sarmiento merece un estudio aparte. Como mínimo, la ironía que frecuentemente aflora al mencionar a Dumas en la carta de España indica que el escritor francés le provocaba sentimientos contradictorios. La obra de Dumas sobre el viaje paralelo se tradujo al español inmediatamente después de su aparición en francés, en 1847, es decir, aún antes de la publicación de las cartas de Sarmiento, y probablemente de la composición de su prefacio. N o menos interesante es que el mismo traductor, Ayguals de Izco, la criticara: «[...] ese escritor venal que tuvo la avilantez de zaherirnos groseramente con sus estúpidas cartas selectas sobre España y África.» (cit. Benítez, Viajes, 1993: 746).
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el progreso, y las preocupaciones del momento que empapan su narrativa con el color de una época (5)8. Sarmiento constata, entre triunfo y desilusión, según el momento, que no todas las naciones (americanas, europeas, africanas) se ven igualmente agitadas por el espíritu de progreso. Pero lo que se conceptualiza como un estatismo reacio a ese progreso tiende a desplazarse hacia un esencialismo o maniqueísmo de cariz étnico, un estereotipo —lo árabe9. El estereotipo del árabe, que a veces sirve para esencializar no apenas lo argentino sino también toda la América española (y portuguesa), es un signo resbaladizo. Se encuentra aplicado al gaucho como clase o a las preexistentes «hordas salvajes». Gauchos e indígenas además conviven, y ambos marginados en esa asociación, en un territorio homologado a la Argelia que Sarmiento no había visto nunca, ni cuando escribió Facundo, ni cuando escribe la carta de Río. Tampoco había visto la pampa todavía (Shumway 1991: 136). Pero lo que sí le interesa es que Argelia está en ese momento bajo el proceso de sistemática colonización europea (francesa), de que dará cuenta en carta posterior. De forma análoga, se puede decir que América está en el proceso de ser neocolonizada por sus élites criollas, que teorizan explicaciones y buscan soluciones, entre las que se sitúa la cuestión de los indígenas que ocupan la codiciada tierra. Es útil recordar que Sarmiento es uno de los más elocuentes defensores de la ocupación del territorio americano por inmigrantes europeos, siempre «industriosos», en particular, los alemanes, concepto que defiende en Facundo, Civilización y Barbarie10.
En principio, el motivo del viaje de Sarmiento fue un encargo del gobierno chileno, que le encomienda «una misión de estudio de los sistemas educativos y de colonización en los países europeos» (622). 9 Utilizo el término en el sentido que le da Homi Bhabha (1994): más que una imagen falsa, el estereotipo facilita una serie de prácticas discriminatorias, es «an ambivalent text of projection and introjection, metaphoric and metonymic strategies, displacement, overdetermination, guilt, aggressivity; the masking and splitting of'official' and fantasmal knowledges to construct positionalities and oppositionalities» (81-82). También útil en esta perspectiva es el concepto de la alegoría maniqueísta propuesta por JanMohamed. 8
10 Para un resumen de las actitudes dominantes respecto a la construcción de la figura —cultural, política, legal— del argentino como blanco y europeo, particularmente con respecto a Sarmiento y Alberdi, y concomitante rechazo de la miscegenación, véase Shumway, en particular los capítulos 5 y 6. Sarmiento tergiversa en la formulación de sus ideas: en el mismo texto puede a veces atribuir la degeneración de la «raza española» a la separación del blanco con el indígena supuestamente incapaz de industria, condición que la importación del esclavo africano viene a agudizar, a una degeneración del español/europeo por el simple contacto con
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Sarmiento no es el único escritor o político en el siglo XIX en utilizar un signo tan mutable como el estereotipo del árabe, que puede servir para revelar ambivalencias hacia el legado español, ese antecedente cultural e histórico que Sarmiento, ni más ni menos que otros, rehusa o reclama cuando la retórica o la ideología de un texto así lo requieren". El propósito así declarado, el entramado metafórico, y el hecho de que se exprese en cartas, género que le permite, ya se ha comentado, la boutade y la libre expresión de sus ideas, es coherente con su auto imagen de protagonista de un destino americano, reivindicado pocos años antes, en Mi defensa (1843) y de un hombre que se está forjando como estadista. Por otro lado, la epopeya del sufrimiento, de la victimización de los inmigrantes y viajeros que se internan en territorio indígena a manos de demonizados malones oculta el hecho de que es el sujeto autóctono —el indígena— quien está siendo sistemáticamente desplazado por una política que busca emblanquecer (o europeizar) el país para asegurar su progreso. Es la narrativa de esa victimización la que vemos plasmada en las escenas de raptos pintadas por Rugendas, alabadas por Sarmiento y compradas por el emperador brasileño.
razas inferiores, y otras veces lo atribuye a un determinismo impuesto por la misma tierra, la pampa. Facundo brinda numerosos ejemplos de esta aparente contradicción. 11 Es curioso que Sarmiento eligiera a Victorino Lastarria como receptor de su carta de España. El chileno Lastarria fue también el autor de un libro sobre las prácticas coloniales españolas (Investigaciones sobre el sistema colonial ¿le los españoles, 1844), apología de la resistencia indígena a la conquista española, personificada por los Araucas, celebrados por Ercilla en La Araucana (v. Alazraki 1963: 142). En su reseña de dicho libro, Sarmiento castiga la postura indigenista de Lastarria, en un pasaje significativo por su lúcido análisis de la evolución histórica de este mito, que Sarmiento caracteriza en términos de su utilidad para la legitimación de la hegemonía criolla, no menos que por su truculenta opinión respecto a la América indígena: «El autor no ha podido en estos conceptos emanciparse de las ideas que puso en boga la revolución de la independencia para azuzar los ánimos contra la dominación española, mintiendo una pretendida fraternidad con los indios, a fin de ponernos en hostilidad con nuestros padres a quienes queríamos arrojar de América» (Obras II, 213, citado por Alazraki 1963:142). Y más adelante agrega: «[...] para nosotros Colocolo, Lautaro y Caupolicán, no obstante los ropajes nobles y civilizados que los revistiera Ercilla, no son más que unos indios asquerosos, a quienes habríamos hecho colgar ahora, si reaparecieran en una guerra de los araucanos contra Chile, que nada tiene que ver con esa canalla» (Obras II, 214, cit. Alazraki 1963:142). Pero al tiempo que identifica el proceso mitificador, fetichista, de Lastarria, Sarmiento rechaza la posibilidad de la nación híbrida creada por la colonización española. El hecho de que lo haga en nombre de la prole de «nuestros padres españoles» apunta, como siempre sucede en Sarmiento, el carácter contingente, polémico, de sus textos.
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Sarmiento no es ni el primero ni el único en homologar África y América (Verdevoye, Pratt). La asociación estriba en un término —bárbaro— y su familia semántica, horda, salvaje, etc., cuyo significado moderno resulta impreciso, ya que designan tanto un rasgo moral ahistórico como una esencialización de cualquiera de las comunidades que se resistan a la colonización. Pratt ha demostrado (1992) que este proceso se desarrolla con la acumulación de conocimiento producida por europeos, ya sea bajo la forma de relatos de viajeros (recordemos los de Dumas, por ejemplo, contemporáneo y co-viajero de Sarmiento en España y África, cuya forma narrativa paradigmática —«impresiones»— éste ha rechazado en su prefacio) y el informe científico (representado por Humboldt) que establece dos conceptos centrales: el de la mirada científica objetiva y el mito del continente como objeto de observación. Es un continente conceptualizado como primariamente naturaleza, independiente de toda acción del ser humano, de la acción de la historia. Consciente o inconscientemente, esta postura emula paradigmas previos, como el de Colón. Sobre un continente (nuevamente) vacío se puede escribir la epopeya del progreso dictada por la Europa decimonónica12. La resistencia al proyecto hegemónico es desplazada en este tipo de narrativa, designada como retrógrada, refractaria a la civilización, lo cual conlleva un proceso de metaforización paulatina que elimina la conexión histórica de la comunidad autóctona con su tierra. Es decir, la resistencia, o negación, a ser naturalizado e instrumentalizado junto a la naturaleza que habita convierte a la población autóctona en anacronismo. Es en este contexto donde el uso del estereotipo del árabe como salvaje cobra significado, y explica la relación establecida por Sarmiento entre el Sahara y la Pampa en la visión final de su carta de Argelia. Pero veamos lo que Sarmiento ha dicho antes de su visita a Argel. Poco después de la conquista francesa, y antes de escribir Facundo, Argel irrumpía en la imaginación de Sarmiento, que escribe un ensayo estableciendo un paralelo entre la colonización francesa y las medidas análogas que se debían aplicar a los indígenas de las zonas fronterizas de América, los «bárbaros» que amenazan y capturan a los colonos blancos (Verdevoye
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En su análisis de varios textos, Pratt llama la atención a una particularidad: frecuentemente las visiones forman parte de la descripción del paisaje, que se ve como vacío, es decir, el paisaje como disponibilitésobre el que se escribe esa narrativa del progreso. Entre otros ejemplos, Pratt menciona a Bello, Bolívar y numerosos viajeros europeos. A éstos se pudiera agregar la visión de Sarmiento, en particular la que aparece en la última parte de la carta de África.
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1993: 691)13. Ésta es la primera etapa del proceso de homologación: los indígenas son como los árabes porque ambos son bárbaros. Pero en Facundo el ámbito referencial de la metáfora se ensancha y el «árabe» (o beduino) ya no caracteriza sólo a los indígenas (casi siempre asociados a malones, los ataques a viajeros o poblaciones), sino que es un estereotipo que abarca la herencia genética y cultural de España asimilada al árabe —España devenida el Otro de Europa— e incluye también ahora el paisaje que retroactivamente se vuelve determinante de la dimensión moral de sus habitantes naturalizados: los gauchos y la vida pastoril que representan ambos, asociados en el marco de la situación política argentina, con el dictador Rosas. «Bárbaros» son Argelia, Túnez, Japón, Marruecos, Turquía, Siam, y también Rosas, por su afición al color rojo {Facundo Cap. 7). El entorno geográfico argentino se hace difuso: La vida pastoril nos vuelve impensadamente a traer a la imaginación el recuerdo de Asia, cuyas llanuras nos imaginamos siempre cubiertas aquí y allá de las tiendas del calmuco, del cosaco, o del árabe. La vida primitiva de los pueblos, la vida eminentemente bárbara y estacionaria, la vida de Abraham, que es la del beduino de hoy, asoma en los campos argentinos aunque modificada por la civilización de un modo estraño. (cit. Verdevoye 1993: 693).
Ésta es una Asia vasta y ahistórica (abarca desde el bíblico Abrahám hasta el beduino del presente narrativo), y tal vez no sea del todo sorprendente que este abigarrado paisaje sea un pasaje que Sarmiento adaptó de una descripción de Palestina escrita por un viajero escocés. Les motivó —al escocés y al argentino— un idéntico rechazo de la vida pastoril (Verdevoye 1993: 694) que permite a Sarmiento homologar Argel y Argentina: Las hordas beduinas que hoy importunan con sus algaradas y depredaciones las fronteras de Argelia, dan una idea exacta de la montonera argentina [...] La misma lucha de civilización y barbarie, de la ciudad y el desierto existe hoy en África; los mismos personajes, el mismo espíritu, la misma estrategia indisciplinada entre la horda y la montonera (Facundo, cit. Verdevoye 1993: 694).
13 El ensayo, publicado en septiembre de 1844, celebra la conquista francesa. Los ensayos que van a conformar Facundo empiezan a publicarse en mayo de 1845, cinco meses antes de su partida para Europa.
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Mi objetivo, debo insistir, no es sugerir que Sarmiento conceptualiza al árabe como entidad exclusivamente negativa. También podríamos citar un sinnúmero de ejemplos de una visión más positiva e incluso admiradora de otros aspectos de la cultura árabe (atuendo, circunspección, hospitalidad, etc.). Podría pensarse que esos aspectos positivos atenúan lo negativo, pero en realidad son tan sólo una forma de completarlo, ya que el efecto combinado es el esbozo de un otro exoticizado, y el propósito del estereotipo aislar lo que, desde la perspectiva del político y pensador social, es necesario exorcizar. Es más, una vez establecido el nexo entre «árabe» y vida pastoril que representa el gaucho, el indígena americano, que parecía ocupar ese lugar al principio, pierde su posición en el razonamiento14. La oposición esencial —o la postura retórica antagónica— se fija entre las fuerzas a favor y contra Europa, entre la luz de la civilización y la oscuridad del despotismo y el fanatismo (Turquía, Islam, beduinos, etc.). Y el empuje de la metáfora se dirige, al fin y al cabo, no solamente al gaucho, cuyas virtudes Sarmiento tal vez sea el primero en elevar a mito, en ese mismo Facundo, sino a Rosas y su horda de bárbaros. Mazorcas, la policía secreta de Rosas y el espectáculo público de la persecución de sus enemigos políticos, no los malones de los indígenas que habitan la pampa, son a menudo los verdaderos objetos de su análisis. Desde esta perspectiva, en el viaje textual de Sarmiento se plasma el tácito propósito de construir una alegoría sobre Argentina y su drama político. El viaje textual (y literal) de Sarmiento se puede dividir en tres núcleos: en primer lugar está el recorrido por América, no la del norte, sino la del sur. Así, el punto de partida del viaje tiene nombre sugestivo: la isla chilena de Más-a-Fuera —que Sarmiento parece haber confundido con Más-a-Tierra— celebrada en el Robinson Crusoe de Defoe; y de allí para en Montevideo y Río de Janeiro, donde termina la primera etapa de su periplo americano. Esta secuencia de cartas concluye con la mención del motivo del viaje: rastrear el «mal de América» (159), anteriormente comentado, dejando claro que tanto Portugal como España, los países menos civilizados de Europa, producen descendientes enfermizos. En la segunda secuencia de cartas el viajero/escritor cruza el Atlántico, siguiendo una trayectoria que lo lleva hacia «el norte», y que 14
Los estudios de K. Jones (1993, 1994) son fundamentales entre los más recientes sobre las relaciones entre las razas en la Argentina decimonónica y el pensamiento y el papel de Sarmiento en la política del país al respecto. Véase también Garrels, para un buen resumen de la cuestión y estudio matizado de la actitud de Sarmiento hacia indígenas y negros vista cronológicamente a través de sus escritos.
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simbólicamente significa el viaje hacia el progreso, llega a Europa, a Francia, que para Sarmiento representa el punto álgido de la civilización. Desde allí va a viajar en la dirección opuesta para llegar a España, punto intermedio del camino norte-sur/civilización-barbarie, antes de embarcar hacia Argel, con el objetivo de observar de cerca el proceso colonizador francés15, único aspecto de África que le interesa, de modo que no querrá visitar ningún otro país en ese continente. Como cualquier turista decimonónico haciendo su Grand Tour, de regreso al norte pasa por Italia en busca de las raíces de la civilización europea, que estriban en la noción de Roma y el cristianismo como vectores de la democracia (aunque también trata con cierta ambivalencia del imperio romano), y después de breves estancias en Suiza y Alemania, regresa a su querida Francia. Finalmente, al cruzar el Atlántico en sentido inverso, visita por primera vez los Estados Unidos, que dan pie a una verdadera revolución en su forma de pensar. En los Estados Unidos Sarmiento, deslumhrado, no sólo encuentra la confirmación de sus ideas sobre el norte, también adquiere otras que van a influir de forma definitiva en su concepción del futuro americano para su país e incluso de su propio papel en realizar ese futuro 16 . Aquí nos interesa esa oposición norte-sur, para rastrear su construcción de una identidad argentina, y a partir de ella, una política. Al salir de Francia en dirección al «sur», el mismo Sarmiento deja claro que él no ha ido a España para «ver» España, sino para «desquitarse»17. En la carta dirigida a Lastarria, dice, no sin cierta picardía: H e venido a España con el santo propósito de levantarla el proceso verbal, para fundar una acusación, que, como fiscal reconocido ya, tengo de hacerla ante el tribunal de la opinión en América (128).
Si hay que conocer Francia para conocer Europa y la civilización y el progreso, en España Sarmiento va a buscar «el mal de América» y lo encuentra por doquier. Por ejemplo, la barbarie se convierte en leitmotiv en su descripción de la corrida de toros, y le sirve de fundamento para afirmar que el pueblo español 15
En el paso y transición de la civilización (Europa) a la barbarie (África) le toca a Sarmiento una tormenta en el mar (Mediterráneo) que describe con humor e ironía. 16 Varios críticos han comentado el hecho de que Sarmiento hace caso omiso en sus cartas de la visita que hizo a Cuba, después de pasar por los Estados Unidos. 17 Véase Benítez (1993) y Kovadloff (1993), sobre Sarmiento y España.
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no está preparado para oír hablar de elecciones, constituciones, etc. Donde su compañero de viaje francés, Dumas, ve variedad y color pintorescos, Sarmiento ve ruina. Critica las raíces feudales que aún alimentan en la cultura española y sus costumbres, la abominable Inquisición (una vez más con despliegue de su término preferido, «bárbaro»), y por todas partes encuentra indicios de lo árabe, incluso donde nunca lo hubo. Por ejemplo, uno de los signos del primitivismo español es, para Sarmiento, el uso múltiple del esparto, desde la confección de sandalias hasta la de sogas, y que él atribuye sin dudarlo a la herencia árabe a pesar de ser prerromano. De hecho, y Sarmiento no apreciaría la ironía, la abundancia en esparto de la península ibérica fue uno de los motivos del interés colonizador de Roma. Como para tantos otros antes y después, España es para Sarmiento a menudo sinónimo de Andalucía, donde la identidad con lo árabe es más sencilla, pero a su paso por Burgos no deja de evocar, a partir de una visita nocturna a la catedral, el potencial de resistencia a la horda bárbara que se puso a prueba durante el medioevo, en la Reconquista. Pero no fue más que una visión que se esfuma con la noche pues el glorioso e irrevocable pasado en que el enemigo es derrotado queda superado por éste, que vence desde el punto de vista cultural. En la Edad Media España puede haber sido baluarte contra las fuerzas de la oscuridad pero a la luz del siglo XIX, es un país derrotado. De hecho, se puede decir que el texto de la carta de España se construye como un proceso de defamiliarización. Así, esos mismos elementos pintorescos («dignos de pincel» 138) que llaman la atención de Dumas, representan para Sarmiento «un aspecto tan peculiar que bastara por sí solo, a no haber tantas otras singularidades, para colocarlo fuera de la familia europea» (138). Resulta sorprendente, sin embargo, aparte del elemento de verdad intrínseca que pueda contener el aserto, que Sarmiento, al retratar la familia europea de la que España ha sido desheredada, des-legitimada, no puede resistir el impulso de usar una metáfora botánica, típica de todas esas descripciones de la naturaleza como objeto disponible de estudio científico: compara a los españoles con «aquellos subgéneros que descubren en plantas y animales los naturalistas» (138). Es decir, el texto sugiere que hace falta en España la mirada científica que empieza a volcarse sobre el continente americano, pero que sólo otros países europeos pueden suplir (Humboldt, la expedición de
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LangsdorfF 8 ), la mirada que sirve de base para la narrativa del progreso, de la nueva colonización. Inevitablemente, cuanto más se adentra por sus senderos esencialistas y racializados, más confusión va sembrando. El palimpsesto cultural ibérico, aporte de tantas civilizaciones que han dejado su impronta en la Península — y a sea en forma de los mosaicos romanos, el empedrado de Córdoba, los arabescos de la arquitectura, los naranjos de Valencia, o las andaluzas («locas por el placer como las orientales» 163), o sus hipérboles (que «dejarían atónitos a los más hiperbólicos asiáticos» 163)— nada de esto ha podido sobrevivir la destrucción de «los cristianos bárbaros» (163). España produce signos ambivalentes, y no todos se subordinan dócilmente a una estructura metafórica coherente. Sólo el barbarismo, la intolerancia y el fanatismo destacan como los predominantes rasgos caracterológicos o morales del español. A España, paulatinamente beduinizada, no le queda más opción: «Opino porque se colonice la España; i ya lo han propuesto compañías belgas» (166). Es más, España se está convirtiendo en espacio vacío, colonizable, por el mismo movimiento de la emigración. Este núcleo de los Viajes termina así: «Los españoles emigran a América i a África. La despoblación continúa» (166). Espacio vacío, en espera de la mano viril de un nuevo colonizador que lo llene de industria y movimiento. Sólo Cataluña escapa al proceso textual de arabización porque según Sarmiento sencillamente no forma parte de España. Al llegar a Barcelona, exclama: «Estoi, por fin, fuera de la España; como sabéis, nosotros somos americanos i los barceloneses catalanes» (166). Las Ramblas le parecen bulevares, «[a]qui hai ómnibus, gas, vapor, seguro, tejidos, imprenta, humo i ruido; hai, pues, un pueblo europeo» (167). Cataluña se integra en la familia europea ideada por Sarmiento (que, como tantos otros, se olvida que esa Europa, en esa época, es minúscula) por su afán de civilizarse, es decir, su apertura a la industrialización
18 LangsdorfF (1774-1852) fue el coordinador de la expedición científica que brindó a Rugendas (entonces de 19 años) la oportunidad de visitar el Brasil (1822-1825). LangsdorfF era un cuentista de renombre vinculado a la Universidad de Gotingen, que había ocupado el cargo de cónsul general al servicio del zar ruso en Río de Janeiro (desde 1813). La expedición era un proyecto ambicioso ya que incluía, además de LangsdorfF, un zoólogo, un botánico y un cartógrafo. El papel de Rugendas era documentar la fauna y flora, y llegó a concluir una serie de dibujos antes de desvincularse de la expedición, pocos meses después de llegar. Probablemente se asoció a otro grupo, la Misión Artística Francesa, y así conoce a Debret y una serie de otros artistas franceses (Theodoro).
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y el capitalismo. Aprovecha para aludir a las aspiraciones independentistas catalanas y establecer un vínculo ideológico entre ambas regiones —Cataluña y América— fundado en la diferencia compartida con respecto a España, en el afán compartido de un cambio rápido, con base en la alteridad. No, al fin y al cabo, una cultura distinta, sino el propósito de ser otro (ser moderno). El propósito de ser otro como virtud cultural choca violentamente con la realidad una vez cruzado el Mediterráneo en dirección a Argel. La carta de Argelia, ya se ha dicho antes, es una apología del colonialismo francés. Aunque en ese momento se debatían intensamente en Francia los métodos del aparato colonizador y sus consecuencias para la presencia francesa en África (Verdevoye 1993: 661-66), Sarmiento omite cualquier alusión a ese debate, a pesar de haber asistido al mismo en el tiempo que pasó en Francia antes de viajar a Argel. Al contrario, en todos los aspectos de la presencia francesa en África lo que ve, o lo que escribe, es cómo «la Europa se presenta de golpe en el plantel del futuro Paris africano» (173). El avance de la civilización, o de la colonización, es sistemáticamente metaforizado como movimiento, frente al cual el inmovilismo autóctono se convierte en resistencia irracional: de un lado están las calles árabes, estrechas, húmedas y oscuras, donde se sientan los árabes en el suelo fumando o tejiendo en sus actitudes ancestrales, inmutables; del otro lado se ve el bullicio: «[...] transformación y movimiento; i al paso que van las cosas, dentro de poco podrá sin impropiedad llamarse este país la Francia africana» (173). El avance francés en territorio africano, en el lenguaje típico del viajero occidental en África o en América, se asocia a la pulcritud, la luz, el movimiento, el esplendor, le recuerda la imagen del viejo imperio romano, una translatio imperii moderna. El campo semántico de lo árabe está, al contrario, marcado por la oscuridad, la credulidad, irracionalismo, primitivismo, fanatismo religioso y, obviamente, barbarie. Son «la serpiente en la hierba» (175), «una plaga» (175). Hijos de una misma especie, de un mismo «tronco» (177) que los judíos, han degenerado, y personifican los aspectos nefastos de su cultura pastoril de origen: Arabe era Abraham i por más que los descendientes de Ismael odien i desprecien a sus primos los judíos, una es la fuente de donde parten estos dos raudales relijiosos que han trastornado la faz del mundo; del mismo tronco ha salido el Evangelio i el Koran; el primero preparando los progresos de la especie humana, i continuando las puras tradiciones primitivas; el segundo, como una protesta de las razas pastoras, inmovilizando la intelijencia i estereotipando las costumbres bárbaras de las primeras edades del mundo (177).
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La Providencia, en forma de Historia, intervino para dispersar a los hebreos cuando dejaron de tener un papel que desempeñar en el mundo (177), reemplazados en el lineal movimiento hacia adelante por el cristianismo, pero los árabes, que han mantenido sus costumbres pastoriles, se convierten en estorbo, un obstáculo a la civilización: «[...] estorban hoi en Arjel o retardan la pacificación del país» (177). El tópico de la tierra como disponibilité reaparece, en la forma en que Sarmiento y sus contemporáneos conceptualizan la relación con la tierra: «[...] el árabe no toma posesión de la tierra, i gracias si en la vecindad de Oran, arroja algunos puñados de trigo sobre la tierra más bien rasguñada que arada» (185). La enfermedad y la pobreza se convierten en metáforas de degradación moral (185), ocultando la historia de una indómita resistencia árabe y berebere al colonizador europeo, a pesar de la luz de la cultura francesa. Ante tal resistencia, la solución final se hace evidente para Sarmiento: «Para los europeos i los árabes en África, no hai ahora ni nunca habrá amalgama ni asimilación posible; el uno o el otro pueblo tendrá que desaparecer, retirarse o disolverse» (185)19. Sarmiento, republicano y educador, que en su momento incluso ha enseñado a leer y escribir a indígenas, luchador por la independencia de su país, aquí aboga por la imposición de la civilización a través de la violencia: [...] pidamos a Dios que afiance la dominación europea en esta tierra de bandidos devotos. Que la Francia aplique a ellos la máxima musulmana. La tierra pertenece al que mejor sabe fecundarla. ¿Por qué ha de haber prescripción en favor de la barbarie, i la civilización no ha de poder en todo tiempo reclamar las hermosas comarcas segregadas algunos siglos antes, por el derecho del sable, de la escasa porción culta de la tierra? Ella debe pedirles cuenta de aquella brillante África Romana, cuyos vestijios se ven por todas partes aun (184).
Nótese de paso la obligada feminización de la tierra «fecundada» por la viril civilización, también implícita en la idea de la tierra mal arada citada arriba, bien como la invocación del destino manifiesto del europeo, llamado a pacificar al árabe insumiso. Así y todo, no deja Sarmiento de alertar a los 19 No se trata aquí de caracterizar lo que pasaba entonces, y pasa hoy día, como un choque de civilizaciones, concepto que no cuadra con el marco analítico utilizado en este ensayo, sino tan sólo de recordar que al final bien poco han cambiado los argumentos esgrimidos para legitimar contingencias o posturas políticas que puedan o no homologarse. Como punto de partida y marco teórico, véanse los números especiales de Critical Inquiry editado por Henry Louis Gates, Jr. (1985) y Edward Said (1982), respectivamente.
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franceses de que no podrán comportarse como «gauchos árabes» en su afán de superioridad militar, sin comprometer su dignidad en tanto que civilización superior (186). Sin embargo, a medida que Sarmiento se aleja de O r á n y del bullicio militar francés para adentrarse por el desierto y visitar una tribu árabe 20 ,los «instintos gauchos que duermen en nosotros» (188) y laten en el escritor se hacen más visibles. La inmensidad del paisaje africano le recuerda la pampa, o la pampa de la imaginación de Sarmiento (como lo había hecho la Mancha anteriormente), y por un momento abandona entusiasmado la capa de civilización europea para deleitarse en la afinidad encontrada. Al ponerse el albornoz, la vida se convierte en teatro para un americano que se deleita con una «enérjica figura del pueblo de América» (188) e irrumpe la hipérbole «oriental por el fondo i la forma» (188) con que ahora viste gustosamente su lenguaje. Le fascinan la agilidad y destreza en el manejo del caballo que el gaucho sabe montar con pericia igual a la del jinete argelino, un arte que resuena en los rejoneadores de España y que los franceses no pueden aspirar a emular. Si la realidad (la pobreza y simplicidad de la vida del desierto) resulta más prosaica que las descripciones que este inveterado lector de guías había previamente asimilado (190), ello no le impide el hallazgo de una afinidad que, un día, irá a recuperar y elaborar a través de la genealogía materna, los Albarracín, como adelante se verá. Al acercarse el final de la carta de Argel, regresa de nuevo la urgencia de su preocupación con Argentina, que se despliega en una serie de símiles que en su conjunto constituyen una visión, señalada por la deliberada yuxtaposición de referentes: Sig, uno de los puestos franceses cuyo «furor de edificar» Sarmiento tanto admira, es la semilla que se debe transplantar a América (196); el desierto argelino, «páramo llano i estéril, [es] verdadera pampa elevada en que pacen millares de rebaños» (197); «baqueanos árabes» llaman la atención por su «singular identidad con los nuestros de la pampa» (198). Parece casi fabulosa casualidad que, a su regreso del desierto, el general Arnaud, jefe de la misión francesa en África, le haya enseñado u n ejemplar de la Révue de Deux Mondes en la que aparece un artículo sobre Facundo, bajo el título «Civilización i Barbarie» (198). De hecho, comenta Sarmiento, «barbarie» y «desierto» son
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Sarmiento no distingue nunca entre los grupos étnicos. Abraham, que era de Ur, hoy en Irak, sí fue beduino, pero la tribu que Sarmiento visitó en el desierto argelino no era «árabe», sino berebere.
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los «límites naturales de mi viaje en derredor del mundo civilizado» (199). Sobre este desierto, ya retroactivamente vaciado del estorbo árabe, Sarmiento inscribe su visión de la civilización de América, brillante «como los fragmentos dispersos de un espejo» (200), espejo que cierra con su reflejo la inevitable inversión metafórica: ¿Por qué la corriente del Atlántico, que desde Europa acarrea hacia el Norte la población, no puede inclinarse hacia el Sur de la América, i por qué no veremos Ud. y yo en nuestra lejana patria, surjir villas i ciudades del haz de la tierra, por una impulsión poderosa de la sociedad i el gobierno; i penetrar las poblaciones escalonándose para prestarse mutuo apoyo, desde el Plata a los Andes; o siguiendo la márjen de los grandes ríos, llegar con la civilización i la industria hasta el borde de los incógnitos Saharas que bajo la zona tórrida esconde la América? (202).
Al cerrarse el círculo con la vuelta al paisaje americano, bajo el cual acaba de encontrar el desierto (africano y francés), cabe preguntar: ¿Sarmiento ha visto Argelia? Porque en cierta forma, como M. de Maistre, que nunca salió de su cuarto, el viaje de circunnavegación de Sarmiento es una extensa alegoría sobre un centro (la civilización e industria del Norte) y sus márgenes (los desiertos, literales o metafóricos, del Sur) y su búsqueda de medios para integrarlos. En este sentido, norte y sur no corresponden a una geografía, sino a una etiología de la marginalidad. También se podría decir que, al estar exiliado, escribir «sobre» es su forma de estar en su país, recuperar la voz que le es negada allá. El orientalismo, la arabización, le han servido de estrategia descolonizadora con respecto de España y de Rosas a la vez, permitiéndole vislumbrar alternativas para el futuro. Sarmiento «volvió a casa» poco después de la publicación de sus Viajes, en 1849, aunque la dictadura de Rosas sólo terminó en 1852. Con el tiempo, llegó a presidente de la República, envidiable posición para re/imaginar y actuar sobre el paisaje argentino, el físico y el metafórico, sobre el que había pasado su vida escribiendo, y con el poder así alcanzado implemento otras medidas «colonizadoras», esas sí aprendidas en Estados Unidos, no sólo en Francia o Argelia. Entre ellas se contará el exterminio sistemático de los indígenas de su país en nombre del progreso y de la civilización, según el modelo de Estados Unidos, aliado a una intensa política de inmigración europea para colonizar la nueva frontera21. 21
V. Rock (1987), esp. cap. IV, respecto a la inmigración europea en Argentina en la segunda mitad del siglo XIX. La política del gobierno de Sarmiento, elegido en 1868, respecto
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Así las cosas, en 1849 Sarmiento ya no necesita del entramado metafórico aquí someramente rastreado, y puede proceder a rescatar con ternura algo del legado árabe. En el capítulo de Recuerdos de provincia (1850) titulado «El hogar paterno», lo árabe se recupera en el ámbito familiar, integrado en una visión de industria casera, encarnado en su madre, de apellido árabe en origen: Albarracín. De hecho, el capítulo empieza con las palabras «la casa de mi madre» (183). La metáfora orientalizante, allí, si bien como siempre signo del embate de la civilización, se ve domesticada: a la madre le gusta sentarse en una tarima, «resto de las tradiciones del diván árabe que han conservado los pueblos españoles» (183). Sus hermanas, en su afán de modernidad y elegancia, remplazan la tarima materna con sillas, hecho que Sarmiento lamenta como uno de los efectos nefastos de las revoluciones sociales operadas por las teorías francesas, que han «trastornado los gobiernos, desligado a América de España, y abierto sus colonias a nuevas costumbres y nuevos hábitos de vida» (190). 'Diván', 'almohadones', 'almácigo', Sarmiento se deleita —como le había sucedido en África— con las voces árabes cuyo referente «se ha consentido en dejar desaparecer» (185). La que ahora llama la «poética costumbre oriental» de sentarse en el suelo, feminizada como espacio en el hogar, apunta hacia una nueva construcción de los orígenes de la identidad americana, retrotraída al pasado familiar y reinscrita con nostalgia, en la que lo árabe aflora una vez más, pero como elemento integrador de lo más auténtico y entrañable que (le) ha transmitido la colonización española, desaparecida ante el empuje de nuevas formas de vida, la modernidad que el mismo Sarmiento, al igual que sus hermanas, ha pugnado por establecer en América. Quién sabe cómo Rugendas — o Dumas— hubiera pintado ese cuadro.
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a los indios
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«TENGO DE ÁRABES NOBLE DESCENDENCIA»: O R I E N T A L I S M O Y E L R E T O R N O A L PAÍS NATAL E N ZAFIRA D E J U A N F R A N C I S C O M A N Z A N O Marilyn Miller
ORIENTALISMO AMERICANO Y TRANSCULTURACIÓN
En el ambiente sumamente tenso que vivía Cuba como colonia española a mediados del siglo X I X , el reconocido poeta Juan Francisco Manzano escribe Zafira, tragedia en cinco actos, obra dramática en verso aparentemente distante, en términos temáticos, de su experiencia personal de la esclavitud. Según su autor, la obra se sitúa «en Mauritania, hoy Argel, y pertenece al siglo décimo sexto» (25). Pese a no poder declarar con exactitud la fecha en que fue escrito, sabemos que Zafira fue publicado en 1842, en el contexto de la vida del dramaturgo como «hombre libre», o sea, después del momento en que la declamación de su soneto «Mis treinta años» había conmovido a un grupo de letrados blancos a sumar los pesos necesarios a comprarle a Manzano su libertad. Zafira va dedicado a Ignacio Valdés Machuca, uno de los admiradores que en esa tarde de 1836 cambiaron la condición legal — s i no cotidiana— del escritor1. Esta obra, tan elogiada en el momento en que apareció, ha representado el mayor de los enigmas en cuanto a la producción de Manzano para los estudiosos contemporáneos, quienes careciendo de información relevante del texto, lo han 1
N o obstante esa extraordinaria historia y el papel central de la escritura en ella, esa
libertad f u e siempre sujeta a varios lazos, varias restricciones, y varios silencios impuestos, c o m o he planteado en otros trabajos sobre M a n z a n o . C o m o ha dicho con agudeza A b d e s l a m Azougarh, «se liberó al esclavo, no al hombre» ( 2 0 0 0 : 60).
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ignorado casi por completo, prefiriendo concentrarse en la obra autobiografía de Manzano 2 . Como resultado, se ha descuidado una fuente cuyo valor es múltiple. Zafira demuestra otra faceta intelectual de un autor obligado a narrar su vida dolorosa de esclavo aunque prefiriera escribir poemas, y comprueba que no perdió su don poético al adquirir su libertad, como se ha aseverado3. Pero ya desde el inicio de un estudio preliminar, salta a la vista algo hasta ahora inadvertido por los críticos: con Zafira, Manzano participa de forma vital en una tradición «orientalista» en Latinoamérica que se extiende desde Colón (si no antes) hasta la época actual4. Su Zafira revela un deber con el orientalismo europeo, especialmente el español, pero también sugiere intrigantes preguntas respecto al acercamiento por parte de los intelectuales cubanos a los autores y obras orientalistas surgidos de Europa, además de la subsiguiente adaptación y modificación de esas ideas en el entorno de la colonia en crisis. Además, el orientalismo de Manzano, al situarse en un contexto árabe, implica también el referirse al continente africano, y a ciertos antecedentes históricos del poeta criollo. Por lo tanto, se puede leer, quizás, como antecedente de la vanguardia de la négritude, emblematizada en el texto Cuaderno de un retorno alpaís natal del poeta martinico Aimé Césaire (1939), quien a pesar de haber nacido en las Antillas, reconoce con otras figuras del negrismo su conexión cultural con África. Por cierto, dada la ausencia de trabajos críticos y aun datos históricos básicos sobre esta obra, estudiar las posibles implicaciones o consecuencias de un orientalismo o africanismo practicado por un ex-esclavo a medianos del siglo XIX en la colonia de Cuba nos puede dejar con más inquietudes que respuestas contundentes. En el mejor estudio que hasta ahora se ha hecho de la obra de Manzano, Roberto Friol notó en 1977 que «Zafira es para la crítica el enigma mayor en la producción de Manzano»; todavía en 2000, concordó Abdeslam Azougarh que el drama «sigue siendo un enigma en la producción de Manzano» (57). Se desconoce el manuscrito original, no se sabe con certidumbre la fecha
2 Manzano es autor del único testimonio de la esclavitud hispanoamericana escrito antes de la abolición, Autobiografía de un Esclavo, publicada por primera vez en inglés en 1840. 3 Trabajamos el tema de la producción poética de Manzano en «Rebeldía narrativa, resistencia poética y expresión 'libre' en Juan Francisco Manzano». 4 Aunque manejamos las definiciones generales del orientalismo que elabora Edward Said en Orientalism (1978), también señalamos ciertos aspectos que Said no contempla, dado que su proyecto no hace referencia a América Latina.
«Tengo de árabes noble descendencia»
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de su creación5, ni si en algún momento fue puesta en escena. El hallazgo de una anónima obra dramática española, sin fecha, incluida en un volumen de la colección de Teatro Antiguo Borrás de obras escritas entre el siglo XVII tardío y el siglo XIX temprano, también titulada Zafira. Tragedia en cinco actos, nos sugiere un antecedente literario, pero no resuelve nuestras preguntas en cuanto a su inserción en el contexto cubano o latinoamericano6. Sin embargo, considerar la vida y obra de Manzano, revisar las corrientes romanticistas de la Cuba del siglo XIX, o resumir el orientalismo hispanoamericano como tradición intelectual temporalmente amplia y multidimensional serán tareas inacabadas sin tomar en cuenta Zafira. Edward Said en su clásico estudio del orientalismo (1978) nos ofrece pocas pistas para esa empresa, dado que él lo define como un discurso hegemónico, principalmente francobritánico, que opera en los pueblos previamente colonizados para enmarcar al colonizado y sus descendientes desde una óptica perjudicada y controladora, o sea, como espacio de representación en el cual el colonialismo mantiene su poder. El caso de los territorios americanos colonizados por los españoles no cabe del todo en esta definición, sobre todo porque el papel del sujeto oriental en la historia española era sumamente complejo, y por lo tanto, su rol en el imaginario cultural mucho más ambiguo. Si el imperio español en vísperas de la colonización de América entendía «Oriente» no sólo como un conjunto de tierras, gentes, productos y prácticas surgidos de Asia sino también del norte de África, el «orientalismo» que llevaban con ellos los primeros colonizadores combinaba el repudio con el respeto, el deseo de dominar con la experiencia de haber sido dominado por el mundo musulmán por unos setecientos años que culminaban, justamente, en la expulsión de los moros y los judíos del territorio español en 1492. La fracasada empresa de Cristóbal Colón de encontrar otro (camino al) Oriente, en que el emergente imperio español pretendía conseguir lucrativos beneficios económicos relacionados con el manejo del comercio de especias, se convirtió después en el éxito inesperado de ejercer en América un grado de poder semejante al que había gozado el mundo islámico en España en siglos anteriores, pero ahora
5 . «Lo más probable es que Manzano la escribiera después de obtenida su libertad, entre 1836 y 1842» (Friol 1977: 69). Se debate la fecha de la manumisión de Manzano entre 1836 y 1837. 6 Profundizamos más en las conexiones entre estas dos obras en «Imitation and Improvization in Juan Francisco Manzanos Zafira», una versión diferente del presente ensayo, preparada para la revista Colonial Latín American Review, que está por publicarse.
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acompañado de un fundamentalismo religioso que no habían impuesto los moros. Es por eso que Julia Kushigian, entre otros estudiosos del orientalismo en América Latina, ha insistido en recordarnos «un espíritu de veneración y respeto por el Oriente» que caracterizaba la actitud española (1991: 3), espíritu que infiltraba sus colonias del Nuevo Mundo. Pese a la reconquista religiosa y cultural de España que producía la búsqueda de nuevas entradas a las «Indias», los exploradores y navegadores que viajaban en nombre de los Reyes Católicos no podían ignorar que su historia, su lengua, y su cultura quedaban marcadas por la presencia de ese Otro oriental/africano musulmán. Como resultado, el sujeto oriental podía estar simultáneamente dentro y fuera de la emergente identidad imperial. Esta compleja relación entre España y sus otros se complicó, obviamente, con la intervención en las Indias occidentales, en que muy pronto se realizó una transferencia de valores entre el vituperado musulmán y el «indio» pagano, para que la apropiación económica de América y sus habitantes se representara como parte de la misma guerra justa contra el Islam, y el santo patrón de España Santiago Matamoros se convirtiera —sin notables cambios de postura o aspecto— en Santiago Mataindios (Enciclopedia libre). Estos procesos de reformación y contrareformismo simultáneamente simbólicos y materiales bien podrían contarse entre los potentes ingredientes de la transculturación, término que utiliza Fernando Ortiz para hablar de las complejas formaciones culturales que se dan como resultado del choque entre las culturas de España y Occidente con las de América y África en Cuba y en otras partes de América Latina. Mientras no niega la incorporación e integración de aportes europeos en el desarrollo de la cultura cubana, en su conocida obra Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (1940), insiste Ortiz en situarlos en un campo más amplio de influencias muy variadas, primero dentro del mismo contexto español o europeo de donde surgen, y después en contacto con una multitud de factores más en el escenario cubano. La naturaleza ya transcultural y transculturada del carácter español, impactado y matizado por las diversas interacciones con los moros, los italianos, los genoveses, y muchos otros pueblos, prohibe la posibilidad de una mera aculturación o imposición cultural de España en América, y añade a los procesos de compenetración, sincretismo y mestizaje dados por los encuentros y desencuentros de influencias locales y ajenas en el suelo cubano. El orientalismo español o en español se transcultura aún más cuando, siglos después, los sujetos americanos de la corona española empiezan a cuestionar
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el mandato imperial europeo y todos los apoyos ideológicos que lo edifican. Arguye Víctor Morales Lezcano en su estudio Africanismo y Orientalismo Españolen el Siglo XIX {1989) que ya para comienzos del siglo XIX, cuando se concentran los esfuerzos independentistas en Hispanoamérica, las tendencias africanistas y orientalistas de los pensadores y productores culturales españoles se habían convergido. Queda claro que en ese momento los hispanoamericanos asumen una tarea sumamente compleja al cuestionar e intentar reemplazar un orientalismo español que había definido «Oriente» de una forma amplia y ambivalente, a veces extendiendo ese territorio hacia el este para incluir todo el imperio otomano, a veces hacia el sur, incluyendo países del norte de África como Marruecos y Argel, y en última instancia, a través del Atlántico en la equivocada convicción de Colón de haber llegado a las Indias, error que se institucionalizó en una nomenclatura que nunca se corrigió y en que hasta el momento actual, siguen viviendo pueblos originarios «indios»7. Teniendo presentes las limitaciones de las propuestas teóricas de Said, Nancy Vogeley ha estudiado los usos del orientalismo en el México del temprano siglo XIX. Sostiene que «Orientalism, in both its Spanish and non-Spanish versions, led individuáis in Spain's former colonies at a much earlier date to analyze their combined identity as Self and Other, as part of the inquiry into the rationale for the Spanish Conquest and their countries' ties to the Spanish Crown and people» (1995: 9). Como otro ejemplo más de la muy debatida tarea de adoptar y simultáneamente rechazar modelos europeos en la construcción de nuevas entidades político-culturales, la elite intelectual de las colonias hispanoamericanas tardías usaban el discurso orientalista para pensar su yaciente identidad como sujetos coloniales y su naciente identidad latinoamericana. En el caso mexicano, eso significaba interpretar, por ejemplo, los dramas orientales de las óperas de Rossini (que generalmente se ponían en escena en México después de pasar primero por escenarios cubanos), como alegoría de las tensiones entre criollos e indígenas
7 Nota Rafael Rojas que Fernando Ortiz le daba la razón a Colón en su ensayo de 1935, «Cómo eran los inducubanos», en que defiende la tesis «de que los primeros pobladores de América habían sido asiáticos que llegaron al continente a través del Estrecho de Behring» y cita a Ortiz: «Las Antillas fueron, etnográficamente, como las imaginó Colón, 'las tierras últimas de las Indias Orientales', o mejor la ribera oriental de las Indias, las cuales miran a las tierras de Occidente desde la otra orilla de ese mar Atlántico, que ayer dividía el mundo, del uno al otro polo, y hoy une sus continentes como un lago, un Nuevo Mediterráneo de la civilización» (Ortiz 1935: 5).
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en el territorio nuevamente independiente del dominio español (Vogeley 1995: 10). El caso cubano de la primera mitad del siglo XIX era distinto no sólo por su status como colonia tardía, sino también porque sus «otros» más importantes en la larga lucha por la independencia y la definición pendiente de la cubanía eran los esclavos, no los indígenas. Y aunque José Martí, en sus famosos ensayos escritos al final de ese siglo hablara del esfuerzo compartido entre blanco y negro en la prolongada empresa independentista, era imposible hablar en esos términos en Cuba cuando Manzano se pone a escribir Zafira, es decir, en plena época de rígidas censuras por parte del gobierno español. El orientalismo de Manzano, implicado en esos cuestionamientos proto-nacionales a veces disfrazados o escondidos en dramas y óperas antiguos, es aún más provocador, ya que un esclavo o ex-esclavo que escribe en un marco orientalista-africanista implícitamente se conecta con su propia historia africana, y posiblemente, con una herencia árabe y/o musulmana. Aunque en su conmovedora Autobiografía, Manzano haga hincapié en su estatus como esclavo criollo, nacido y bautizado en Cuba, enfatizando su formación cristiana y fe católica, otras pruebas de su condición no-bozal, Fernando Ortiz ha demostrado que el habitus del ingenio cubano se caracterizaba por muchos elementos del mundo árabe, evidentes sobre todo en las prácticas de los esclavos islamizados que llegaban a Cuba en esa época, pero también vigentes en los residuos de esas prácticas integrados al comportamiento de los descendientes y prójimos de ellos (1986: 38).
ZAFIRA Y LA CRÍTICA
Antes de empezar el análisis de la trama de Zafira y su participación en esa ambigua apropiación del orientalismo español, conviene señalar algunos detalles del contexto sociohistórico y literario de la obra. En la introducción de su reimpresión cubana en 1962 por el Consejo Nacional de Cultura, el autor anónimo decreta que «desde luego: Zafira no se distingue por su alta calidad poética o dramática» (Manzano 1962: 8)8. Este criterio es representativo, no sólo de la mirada de los críticos contemporáneos en cuanto a Zafira, sino en cuanto a toda la obra poética de Manzano. Sorprende, por lo tanto, 8 Después de un análisis del desarrollo del proyecto métrico o poético, de los personajes, y del tema, Friol también concuerda que Zafira es «una obra muy menor, aunque no de las peores del teatro cubano de sus días» (1977: 81).
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descubrir que la pieza teatral de Manzano, olvidada o desacreditada por los lectores recientes, constituyó un evento importante en el milieu intelectual y social de los años 40 del siglo XIX en Cuba. Como corrobora Friol, fue publicada gracias a una suscripción que juntó las donaciones de más de 300 personas de alto rango social e intelectual y del pueblo en general, incluyendo a algunos extranjeros que aparecen en la lista con el título de mister. Entre esos suscriptores, aparecen figuras fundamentales en la vida de Manzano, como el hacendado Domingo del Monte, quien había gestionado la publicación de varios textos del poeta, el mismo Ignacio Valdés Machuca a quien se dedica el drama, Cirilo Villaverde, el conocido autor de Cecilia Valdés o la loma del Angel (1839) e incluso, los antiguos amos del poeta, Francisco de Cárdenas y Manzano y Concepción Manzano (Friol 1977: 68). El anuncio que abre la suscripción para Zafira en la revista Noticioso y Lucero de la Habana el 4 de julio de 1842, nota lo siguiente: Con este título se está imprimiendo una tragedia en cinco actos y en verso, cuyo autor es el pardo Juan Francisco Manzano. No es ahora ocasión de encarecer su mérito. Los amantes de las letras en Cuba saben sobrado, si Manzano es o no acreedor al título de poeta, hoy tan profusamente concedido, pero tan pocas veces con justicia alcanzado. Manzano ha pulsado más de una vez las cuerdas de su lira, cuando su posición, sus ningunos estudios debieron mas bien habérsela arrancado de las manos, porque los que nacen poetas han de inundar el mundo de sus armonías, como el sol inunda de luz la tierra. Si estas circunstancias no bastasen para que el público alentara tan felices disposiciones, sobraría sin duda la consideración de la tragedia que se está imprimiendo: es la primera obra de su género escrita en la isla por un hombre de color (4, también citado en Friol 1977: 67-68).
Este anuncio subraya varios factores de la producción de la obra: el nombre y color de su autor, el verdadero carácter o naturaleza del autor como poeta, y el hecho de que su obra constituirá el primer ejemplo del teatro escrito en Cuba por «un hombre de color». Es decir, insiste en la categorización racial como un hecho íntimamente conectado con el proyecto estético y sugiere que la obra merece apoyo y lectura por esa conexión. Las implicaciones de esa representación son muchas, una siendo que con tal anuncio, se está señalando una tendencia crítica y social de construir una literatura subalterna
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o de minoría en Cuba desde una fecha anterior a su independencia9. Otra implicación es más sutil: a pesar de afirmar la calidad literaria de la obra, el anuncio reconoce que uno de los motivos para la suscripción y la lectura de ella será no la curiosidad intelectual sino la curiosidad social, el deseo de ver qué puede escribir un «pardo» que había sido antes esclavo. Para esos lectores, «era casi un milagro que un ex esclavo pudiera haber creado esa obra», como dice Friol (1977: 81)10. Cuando sale impresa Zafira en 1842, es alabada por varios poetas que componen poemas «al cantor de la Zafira», poemas que se incluyen como material introductorio en la edición de 1962. Todos son sonetos que reconocen el éxito del «gran Manzano» («La voz discurra del aplauso mío», 11) y celebran su «obra maestra encantadora» (16). Uno de los temas fundamentales en esa alabanza es la «cuna infortunada» o escasa del autor, y su valor en superar su «existir penoso» (12)11. En por lo menos dos de los poemas que bendicen la 9 Tal forma de categorización sería en cierta forma irónica, dado que ya para esa época, la población de color en Cuba crecía enormemente, para constituir casi la mitad de la población en la colonia para el año 1840, según ciertos historiadores. 10 También se ve esta tendencia en Poetas de color, publicado por Francisco Calcagno en 1878. C o m o es obvio por su título, Calcagno reúne a los autores por su condición étnica, en muchos casos enfocándose más en los elementos de sus historias personales que en su producción literaria. Su sección sobre M a n z a n o se arma sobre todo de una selección comentada de la Autobiografía, pero también reconoce la publicación de Zafira. Respecto a ella, dictamina que a pesar de los sonetos de los amigos que elogiaban la obra, «estamos con Suárez que llama á Manzano 'mal dramático y excelente lírico'. N o debía ser de otro modo, porque para la lírica podía bastarle su astro y lo poco que había leído; mientras que para la dramática necesitaba el estudio, requería una escuela de que el infeliz nunca pudo disfrutar: porque como advierte en su libro inédito el mismo crítico, en Cuba un hombre de color liberto es casi lo mismo, en cuanto a medios de instruirse y remontar el vuelo, que un hombre de color esclavo. Mucho tiempo se les prohibió escribir y si algo imprimían era clandestinamente y por anónimo. El drama se imprimió en 1842 en la imprenta de Mier y Terán, Habana» (1878: 43-44). 11 En esta caracterización del Genio arrancado de un destino poco auspicioso, un símbolo recurrente es el velo. En su soneto precediendo el drama, Domingo Sentez escribe, por ejemplo:
Si tan inerte fuiste porque al Cielo Plugo darte una cuna infortunada Donde te fuera ilustración vedada Para seguir del sabio el noble vuelo: Compadecióse al fin de tanto duelo El Dios que todo lo formó de nada
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apariencia de Zafira, la tarea poética se caracteriza como una iluminación, la luz de ella representando la naciente patria, el «numen fecundo de la patria mía» (12). Viendo que Manzano es nombrado como el cantor o bardo de esa luz, reconocemos que de forma implícita, entonces, Zafira enmarca al autor en el proyecto independentista y anticolonial, aunque sea con una obra que trata de turcos y árabes, y que toma lugar en Argelia en el siglo XVI. Cuando nuestra lectura contemporánea de la obra toma en cuenta estos metatextos, vemos que algunos de los suscriptores y los otros lectores de Zafira parecen relacionar el drama con la situación opresiva que se experimentaba en Cuba. Como proclama un soneto firmado por Elino, ¡Tú sabes c o n m o v e r al p e c h o h u m a n o C u a n d o a Z a f i r a desgraciada llora, T ú levantas la espada v e n g a d o r a Q u e baja la cabeza del tirano! (26).
Para por lo menos algunos de sus contemporáneos, Manzano es «el bardo que el cubano suelo / Aplaude y goza» (17), un poeta asociado con una incipiente identidad criolla y nacional. Descartado por los críticos del siglo XX como mediocre poeta y peor dramaturgo, los de su círculo lo declaran un genio; uno incluso lo compara con José María Heredia, el poeta más famoso del período colonial y uno de los pilares de la literatura nacional. E iluminó tu frente inmaculada Porque rasgaras de la ciencia el velo; Entonces el velo levantaste como Canoro ruiseñor que en la pradera Huye medroso del insano plomo; El destino la acción te remunera Pulsas en Cuba la armoniosa lira Ysorprendes cantando a la Zafira (9). El verso en que Dios por fin se compadece del poeta, porque «rasgaras de la ciencia el velo» ofrece interesantes posibilidades para la interpretación. El poeta quita o levanta ese velo de la ciencia como «canoro ruiseñor que en la pradera / Huye medroso del insano plomo,» o sea, como una criatura cazada y amenazada injustamente, porque su naturaleza es de brindar canto y dulzura a su alrededor. Un velo aparece también en los sonetos firmados por J. Peñalver y R.V.H., en los dos casos en relación con un sol que queda cubierto o ensombrecido, pero que luego brillará.
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Pero ¿qué elementos de Zafira producen tanto entusiasmo y tanta identificación por parte de sus lectores contemporáneos, siendo una obra que no guarda ninguna conexión explícita con el entorno cubano? Y para los lectores actuales, acostumbrados afijarseen su proyecto autobiográfico, ¿por qué escoge Manzano una escena tan aparentemente lejana de su propia experiencia? ¿Será que la trama oculta o disfraza realidades mucho más cercanas, e incluso, autobiográficas? ¿Cuál es el velo que nosotros, como lectores, tendríamos que quitar del texto para entender los aplausos que recibió, olvidados casi por completo en los tomos de la historia literaria latinoamericana?
L o s T R A U M A S D E LA T R A M A
Los personajes principales de Zafira son la princesa árabe cuyo nombre le da título a la obra, Selim, su hijo y un príncipe árabe, Barbarroja, el rey usurpador de Mauritania, su hermano Isaac, y Dalí, un príncipe «jerife descendiente de Mahoma». También tienen papeles importantes varios personajes secundarios: Colifa, una «noble y joven árabe amiga de Zafira», Danme, el lugarteniente de Barbarroja, el gran Muftí, y Noemí, un eunuco negro. A pesar de su papel secundario, este último va a tener una importancia primordial no sólo por su actuación en la trama, sino por su asociación biográfica con Manzano por parte de los lectores del texto. La trama se basa en eventos reales relacionados con el conflicto del turco Arruch Barbarroja con Selim, rey de Mauritania. Cinco años después del homicidio de Selim, su esposa Zafira por fin cede a la propuesta de matrimonio del temido Barbarroja, no sabiendo que fue su mano la que le quitó la vida a su marido. Desolada no sólo por su muerte sino también por la ausencia de su hijo, que desapareció la noche del asesinato, Zafira se resigna al deseo del déspota. Pero confiesa a su amiga Colifa que ha soñado con su difunto esposo, quien ha mostrado su disgusto con la boda, pidiéndole a Zafira que se mantenga fiel a su memoria. Colifa le recuerda a su amiga que su hijo, aunque fuese declarado muerto por un esclavo que ha regresado, puede estar vivo todavía. Isaac, hermano del poderoso Barbarroja, también indica su interés con Zafira, ofreciendo rescatarla de la boda con su hermano y llevarla a Mustigia, territorio del padre de la princesa árabe. En ese momento aparece por primera vez en el escenario Selim hijo, vuelto del lugar a donde un esclavo fiel lo llevó hace diez años para salvarle la vida.
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Aparece «en traje de noble asiático viajero». Aunque viene así disfrazado, es reconocido por Noemí, un fiel esclavo negro, y también por Isaac, que se da cuenta que es el hijo del difunto rey Selim. En una escena crucial para nuestro estudio, sale Isaac en busca del joven, pero Noemí, consciente del peligro de la revelación de la identidad de Selim, detiene a éste, indicándole que sabe quien es: NOEMI SELIM NOEMÍ
Le conozco Oíd señor. ¿Qué quieres? Libertaros. Los guardas de la puerta que allá quedan Os vieron cuando entrasteis en palacio Y os esperan allí, sin duda alguna Vais a ser sorprendido e interrogado. Yo os conozco, a fe mía; van dos lustros Q u e de una noche en el espeso manto, Os salvaron de aquí, y aquel turbante En vuestra joven frente colocado...
SELIM NOEMI
Callad. Pues habéis visto en mí una prueba Y que otro puede como yo notaros, Esta llave tomad, y hacia esta parte Siguiendo por el pie de este rejado Una puerto hallaréis, abridla e idos.
SELIM
(Sacando un bolsillo.) Tomad ese bolsillo. No: guardarlo, Para comprar aquellos que se venden Al infame interés. ¿No eres esclavo? Soy superior en todo a la fortuna, Mas tesoro no quiero, yo la canto Según la encuentro, próspera, o adversa
NOEMÍ
SELIM NOEMI
SELIM NOEMÍ
Y así de sus caprichos nada extraño. (Conmovido.) Hombre feliz ¿quién eres? Yo... un árabe A quien negó la suerte vuestro rango. Pero no una alma ardiente y compasiva (44-45).
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Tanto Friol como Azougarh han encontrado en esta escena del primer acto elementos autobiográficos 12 . Azougarh opina que por el astuto uso del disfraz en Zafira, «el lector no sabe cuándo habla el personaje y cuándo lo hace el autor» y lee esta escena como «una continuación de la confesión autobiográfica contenida en el famoso soneto 'Treinta años'», los versos más famosos de Manzano (2000: 59). Apoyado por Noemí, Selim se escapa, y al volver Zafira e Issac sólo encuentran al esclavo fiel y el turbante que ha dejado el joven príncipe. En el segundo acto, Dalí anuncia a Zafira que su hijo vive y ha vuelto para recuperar el trono, y ella luego se encuentra con Selim, ya sospechando que a pesar de su disfraz de «noble asiático viajero», es su amado hijo. Le pregunta por su linaje, y Selim responde, Tengo de árabes noble descendencia Y a mis padres conozco ¡desgraciados! Cuantos desastres la fortuna adversa (Aparte) Deparó contra ellos...! (52-53). Pese a que en ese momento todavía mantiene su disfraz como extranjero, no oculta su noble descendencia, y su madre pronto cree estar hablando con su hijo. Acto seguido, Selim revela su identidad al noble Dalí, que, recordemos, es un «príncipe gerife descendiente de Mahoma». En esa revelación, Selim
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Dice Friol: «Hemos dado ya en las palabras de Noemí con una de las grandes verdades de la obra: la presencia de la fortuna, del hado, del destino, del fatum que hace de la tragedia lo que es y también —creer de Manzano y de tantos— de la vida de los hombres. A cada vuelta de página nos hemos de encontrar con ellos en los parlamentos de cada quien, que son asimismo los de Juan Francisco Manzano...» (1977: 83—84). No obstante ese comentario, Friol cree que el personaje de Noemí debe más al personaje de Salvador Golomón, el esclavo fiel que aparece en el poema Espejo depaciencia de Silvestre de Balboa que a la biografía de Manzano (1977: 69). Nota que en un número de El Plantel de 1838, José Antonio Echeverría, escritor del círculo de Del Monte y uno de los suscriptores de Zafira, publicó una presentación del Espejo que incluyó la transcripción de varias octavas del poema. El papel central del Espejo en las discusiones de la incipiente nacionalidad es bien conocido, sea o no una obra escrita en el siglo XVII. Lo que sí importa para esta discusión es el efecto que pudo haber tenido su lectura para Manzano. Si Friol tiene razón, es muy posible que Manzano encuentre en Salvador Golomón un modelo literario de color en la literatura «nacional» anterior que renueva en la figura de Noemí. Pero no señala Friol que mientras Golomón es un «etíope», Noemí es un árabe, o sea, que Manzano habría elegido modificar de manera importante la naturaleza del esclavo.
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lamenta su «cuna infeliz», y muestra su sed de venganza, temas que ya hemos visto en los elogios de Manzano escritos por sus contemporáneos. Selim termina su parlamento: Quiero... quiero llorar, y corra el llanto Por mi cuna infeliz. ¡Oh si yo hubiera En la infancia acabado el primer día Con que la suerte me engolfó cruenta En ese mundo de amargura llena! Nunca mi alma la impiedad funesta Probara de las bárbaras pasiones, Que traban en mi pecho lid horrenda. Cuando sólo un mortal respira esclavo Del terrible rencor que le condena, Cuando vive cual yo por la venganza, ¿No es el más infelice [sic] de la tierra? (60).
Aquí, Selim se representa como un esclavo, no de un amo, sino del rencor, de su deseo «bárbaro» por la venganza. Es una frustración que no se resuelve en el drama, ya que Zafira y Dalí son encarcelados y condenados a muerte por el celoso Barbarroja. Barbarroja y Selim entran en un duelo del cual el joven saldrá victorioso, pero la presentación de un turbante y un manto ensangrentados por el lugarteniente de Barbarroja le hacen creer a Zafira que su hijo ha muerto, y ella se envenena. Selim, desilusionado por la sangre de su madre derramada en el palacio, se niega a aceptar el trono de Mauritania.
C Ó M O LEER EL ORIENTALISMO DE M A N Z A N O
Notemos unos elementos fundamentales para una lectura «orientalista» de Zafira. Primero, habría que revisar el trasfondo histórico de la obra de Manzano, recuperando acontecimientos de las contiendas entre España y dos «otros» orientales, los árabes y los turcos. Zafira y Selim padre e hijo representan a los árabes, mientras que Barbarroja e Isaac simbolizan el poder turco. Importante personaje literario en el Siglo de Oro, sobre todo en el teatro, Barbarroja fue también un protagonista principal en las históricas luchas del poder en la península ibérica y el norte de África durante la última parte del siglo XV
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y los primeros años del XVI13. En 1516, se va a Argel, donde el rey Selim lo ha llamado, buscando ayuda para resistir el pago de tributo a los españoles. Barbarroja degüelle a Selim en el baño y se proclama sultán. Sugiere Friol que Manzano puede haber conocido al personaje de Barbarroja en 1827, cuando se presentó «el hermoso drama titulado Aaradin Barbarroja» en el Teatro Mecánico y Pintoresco de la Habana (1977: 69)14. Sea o no el hecho, las figuras exóticas de Barbarroja, Selim, Zafira y Noemí señalan la participación de Manzano en la recuperación del Oriente y la relación cercana entre literatura y política, dos elementos típicos del romanticismo.15 Pero aparte de esas influencias románticas en la elaboración de una obra orientalista, «tal vez lo decisivo de la elección fuera el sentido del fatalismo islámico, tan naturalmente afín al de Manzano», sugiere Friol (1977: 71). Pero hay otro enlace muy sugerente en la apropiación del tema oriental por parte de Manzano, uno que nos da otros motivos para leer a Zafira como referencia de la situación política en la colonia cubana. Richard Robert Madden, el responsable de la publicación de la primera edición de la autobiografía de Manzano en Londres (1840), también publicó varios textos en que contaba sus viajes como asistente médico del soberano egipcio Mohamed Ali, en que fue testigo de las condiciones de la esclavitud en el imperio otomano. Algunas de sus reflexiones de tomos como Travels in Turkey, Egypt, Nubia, and Palestine,
13 Barbarroja llega con su hermano al norte de África, y de allí, lucha por el control de las costas del Mediterráneo español, sin ser suprimido eficazmente, a pesar de varios asaltos de los españoles, que buscaban pasar el estrecho y conquistar la región. Aunque los ejércitos de los Reyes Católicos sí contaban algunas victorias y sometimientos entre 1497 y 1510, «los intentos de ampliar los reinos se ven siempre frustrados», según Ramiro Feijoo. El sitio artehistoria.com describe a Barbarrosa así: «Pirata turco nacido hacia 1465, Hayr al—Din, de sobrenombre Barbarroja, reconoció sumisión al sultán otomano Selim II y se alió con éste para combatir la potencia española en el Mediterráneo, tomando parte en la batalla de Lepanto. Así, tomaron Argel en 1529 y edificó el puerto de la ciudad, estableciendo un importante punto estratégico. Tras ser nombrado almirante de la flota otomana por Solimán el Magnífico en 1533, asoló Túnez en 1534 y Mahón un año más tarde, aliándose con Francia en contra de Carlos V entre 1543—44. La paz de Crépy de 1544 lo obligó a retirarse» Marzo de 2007. 14
Aunque nunca deja registro de las obras que vio, Manzano sí cuenta en la historia de su vida haber asistido al teatro con sus amos. Cuenta también que tenía talento para reproducir esas obras en casa con mucho éxito. 15 José de la Luz y Caballero, uno de los suscriptores de Zafira, es una de las voces más frecuentemente asociadas con el romanticismo en Cuba. En cuanto al romanticismo en Hispanoamérica en general, véase el quinto y el sexto capítulo de Pena de Matsushita.
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in 1824, 1825, 1826, and 1827 (1829) fueron publicadas en traducción en los periódicos cubanos. La edición del 16 de octubre de 1829 de La Aurora de Matanzas imprimió una nota de «la divertida obra de Mr. Madden» titulada «Estado de la medicina entre los turcos». Allí, Madden recuerda su reacción al ver una esclava griega vendida en una subasta: Ha sido la primera vez que he visto en mi vida vender un racional como una bestia de carga, y en vano me propondría esplicar la chocante sensación que produjo en mí este espectáculo, que por sus circunstancias inspiraba un interés particular... Causaba compasión y horror ver a la inocente abandonada en medio de un grupo de turcos, que la manoseaban y la registraban por todas partes, del mismo modo que los traficantes en caballos hacen con un potro... ¡Ah! N o me atrevo á referir a los pormenores de la escena y me doy prisa á llegar al fin de ella (2-3).
Aunque el texto de Madden no hiciera ninguna comparación con la situación contemporánea en Cuba —alusión que seguramente no habría pasado inadvertida por los censores— esta escena no era nada ajena a los lectores cubanos, y aunque se refiera a los turcos y no a s españoles, su condena de la esclavitud como institución es tajante. Como nota Gera Burton en su estudio de los vínculos entre Manzano y Madden, fue después de sus viajes al Medio Oriente que este último se unió almovimiento antiesclavista (2004: 28). Otra experiencia determinante fue su ejercicio como juez en la Corte de Arbitración en Jamaica, donde Madden conoció al esclavo Abnan Bakr, un estudioso árabe que había sido secuestrado en Timbuktu antes de ser vendido en Jamaica. Las gestiones de Madden para Bakr con la British and Foreign Anti-Slavery Society, que incluyeron conseguirle su libertad y su retorno a África, se parecen mucho a sus esfuerzos para ayudar a Manzano después, y sugieren que vio como paralelas las situaciones de las dos figuras. Tal vez conversó con Manzano de sus experiencas con la esclavitud en el Medio Oriente o de su amistad con Bakr, o quizá le dio algo para leer que tuviera rasgos orientalistas. En todo caso, Madden, al lado de los otros miembros de la tertulia de Del Monte que apoyaban a Manzano como poeta y contribuyeron a su manumisión antes de la composición de Zafira, ofrece importantes claves hacia una comprensión de la postura anticolonial de los letrados cubanos de la época, una postura a veces expresada como parte de un discurso orientalista.
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Es sorprendente que Azougarh, a pesar de sus cuidadosos estudios de la obra de Manzano, y también del orientalismo en la obra de José Martí, nunca comente el elemento orientalista de Zafira. Al parecer, él comparte con Ivan Schulman una tendencia crítica de ver el orientalismo en las tempranas crónicas y cartas de la conquista, y de nuevo en el modernismo, que comienza al final del siglo X I X , pero no en el período que cae entre esos dos momentos 16 . Si seguimos el análisis del referente oriental que elabora Azougarh en cuanto a la obra de Martí, vemos que lo que aquí se ha propuesto como un orientalismo en Manzano es muy distinto del perfil que asume en la obra de los poetas modernistas posteriores. Si para Azougarh el orientalismo hispanoamericano es el privilegiar la dimensión imaginaria por encima de la histórica, y la negación del Oriente actual al apropiarse de su pasado (1998: 12—14), es un fenómeno que podemos reconocer sin dificultad en la obra de Manzano. Pero si ese orientalismo llega a ser en la obra de Martí y otros poetas modernistas la cultivación de la diferencia y la hostilidad de la relación entre Oriente y Occidente, es una reducción de la complejidad de la visión orientalista que se encuentra en Zafira, donde los partidos orientales luchan contra Europa tanto como con Europa y entre sí. Es decir, la variedad de personajes y posturas políticas asociadas con el Oriente en Zafira crea una categoría estética y política ambigua y cambiante, abierta a varias interpretaciones y lecturas alegóricas. Esta identidad flotante parece servirle a Manzano en dos empresas: funciona como símbolo de la identidad cubana en su propia relación con España y/o Europa, y ofrece una reconsideración del carácter africano para un autor consciente de ser afro—americano. Schulman, en su estudio del orientalismo en Martí y sus contemporáneos, nota que: E s t a m o s convencidos de que el proyecto de apropiar los orientalismos en la literatura m o d e r n i s t a implica la existencia, entre los escritores del período, de una revaloración cultural d i n á m i c a en la que el deseo de insertar el O t r o oriental debe verse no c o m o u n sencillo f e n ó m e n o de intertextualidad, sino c o m o u n f e n ó m e n o social. E n otras palabras, los orientalismos discursivos constituyen u n a red de representaciones heterogéneas de la cultura, generadas por la fuerza de la autoridad social y las prácticas estéticas de la época (33-34).
Un estudio que presenta una excepción a esta práctica es Orientalism in the Hispanic Literary Tradition. In Dialogue with Borges, Paz, and Sarduy de Julia A. Kushigian. Aunque la autora no profundiza en el orientalismo del siglo X I X , reconoce algunos rasgos importantes en su introducción (6-8). 16
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Este acierto crucial ignora, lamentablemente, el hecho de que tales negociaciones identitarias de los modernistas seguían procesos anteriores muy parecidos. El «fenómeno social» a que se refiere el orientalismo de Manzano es la colonia azucarera y no la independencia recientemente adquirida, y por lo tanto, asume un carácter distinto. Como los árabes de Mauritania o Argelia en el siglo XVI, hay cubanos que quieren liberarse del tributo y la sumisión a los españoles, pero cuando piden ayuda a sus hermanos orientales los turcos, son traicionados por éstos, que practican una opresión aún más bárbara. Los turcos en Zafira serían, según esa lectura alegórica, los criollos o españoles residentes en Cuba que con sus prácticas bárbaras, es decir, por su participación en los abusos de la esclavitud, estorban la liberación de la isla. La lectura alegórica del turco Arruch Barbarroja como un español negrero, y los árabes como sus víctimas africanas, no es del todo inverosímil. Cuando su amiga Colifa le recuerda a Zafira que «siete tronos Africanos» le han rendido la cerviz a Barbarroja, reconoce una tradición europea que divide al mundo oriental en malos y buenos, los turcos generalmente representando la barbarie y el salvajismo, y los árabes la alta civilización. Este orientalismo ambivalente es aparente en uno de los contemporáneos más importantes de Manzano, Alejandro de Humboldt. En su relato de su viaje por Cuba, Humboldt asocia la esclavitud colonial española con el dominio turco sobre la Grecia, y en ese retrato los turcos adoptan el papel de los traficantes de esclavos de las colonias españolas, mientras los indios y en este caso específico los negros esclavos asumen el de los oprimidos griegos, en tanto el Occidente se llena de «oprobio» al no poner fin a tales prácticas, lo cual estaría en condiciones de hacer apoyando la lucha de liberación de los griegos o — a l g o que se deja a la libre interpretación del lector—, poniendo en práctica la abolición de la esclavitud (Lubrich 2 0 0 2 : 1-2).
Como dice Oliver Lubrich al comentar la obra de Humboldt, «en contraposición al ennoblecimiento del Oriente como cultura de la Antigüedad clásica, aparece la historia de los enfrentamientos entre los países de Europa y un Islam en expansión» (2002: l)17. Obviamente, para Humboldt el orientalismo ofrece
17
H u m b o l d t , quien terminó el último t o m o de su relación de viaje en 1831, a u n q u e viajó
por la isla al comienzo del siglo, se refiere a eventos cercanos en las luchas entre facciones orientales, mencionando atrocidades de los turcos en C h i o (1822) y la caída de M i s o l o n g u i en 1826. Estos antecedentes parecen influenciar su análisis de la situación en C u b a del m i s m o período,
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u n espacio en el cual se puede construir una postura no principalmente imperialista, sino anticolonial. Por lo tanto, Lubrich cree encontrar en los escritos de H u m b o l d t lo que hoy «podríamos intentar definir como 'postcolonial'» (2002: 3). La pregunta ahora es si, leyendo a Zafira, podríamos decir lo mismo de Manzano. Y obviamente, esta pregunta se junta con muchas mas: ¿por qué escoge u n escenario y unos personajes orientales y africanos Manzano?, ¿qué relación posible guardan esas elecciones con su propia condición como hombre de color?, ¿por qué escogió este tema y este género en un momento (después de su manumisión) cuando los disfraces o las máscaras parecerían ser menos necesarios?, ¿por qué escribió una obra que incluyera personajes que ni siquiera se tomaran en serio en la roducción, dados los prejuicios del público cubano en esa época? 18 . Todas estas preguntas nos atraen a la lectura y revisión de una de las obras más interesantes, y tal vez más importantes, de la tradición orientalista en América Latina.
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L A S LIMITACIONES D E L E X O T I S M O : EL BONDADOSO NEGRO EN
CALYPSO
DE TATIANA L O B O Jorge Chen Sham
Los alcances del trabajo de Edward W. Said en la constitución de los estudios subalternos sobre la experiencia colonial y las representaciones de Oriente, por parte de un Occidente que categoriza por medio de la razón instrumental, tienen un valor heurístico de primer orden para quien desea estudiar las bases ontológicas y epistemológicas definitorias de las sociedades latinoamericanas. En su fundamental Orientalism (1978), Said se interesa por comprender los modos de representación del otro exótico, distante y lejano a través de un discurso que, basado en la historia de dominación político-cultural que Europa y los EEUU, desarrollan para justificar el imperialismo expansionista del siglo XIX, lo domestica y lo naturaliza. Precisamente, Said explica que tales categorías no se desarrollan simplemente por un afán de imaginación o de integración del otro no-occidental, sino que son el producto de «a relationship of power, of domination, of varying degrees of a complexity hegemony» (1979: 5). La finalidad de este conocimiento sobre Oriente, sigue explicando Said, desemboca en una estrategia productiva que permite consumir (asimilar y utilizar) con criterios antropológicos, biológicos o artísticos (1979: 7) y hacer comprensible para el mundo occidental la cultura oriental: [...] it is, rather than expresses, a certain will or intention to understand, in some cases to control, manipulate, even incorporate, what is a manifestly different (or alternative or novel) world; it is, above all, a discourse that is by no means in direct, corresponding relationship with political power in the raw, but rather
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Jorge Chen Sham is produced and exists in an uneven exchange with various kinds of power [...] (1979: 12).
De manera que al descubrir el vínculo solidario entre poder y conocimiento, Said no sólo realiza una verdadera arqueología del saber del otro oriental, sino también descubre que su discurso se rige por un régimen de verdad, el cual involucra según Michel Foucault en su ensayo «Verdad y poder», definiciones, instancias y mecanismos, técnicas y procedimientos para producir las certidumbres de una época con arreglo a la verdad que se quiera construir (1979: 53). Tal es el caso del Orientalismo en donde se conjugan posición hegemónica y visión eurocéntrica, cuyo régimen de verdad tiene su asidero en criterios de distinción y de diferenciación para «limpiar, fijar y dar esplendor»1 a Occidente. Pero ello desemboca en un punto de vista parcializado, deformador o impreciso de Oriente, lo que Said denomina las limitaciones del Orientalismo: [...] the limitations that follows upon disregarding, essentializing, denuding the humanity of another culture, people, or geographical region. But Orientalism has taken a further step than that: it views the Orient as something whose existence is not only displayed but has remained fixed in time and place for the West (1979: 108).
Las relaciones que surgen de esta mirada del otro son asimétricas y verticales; por ello Said desmonta el Orientalismo como parte de un discurso colonialista que no sólo ubica a Oriente en posición inferior y marginal, sino que también forja una perspectiva etnocéntrica, «a more knowlesgeable attitude towards the alien and exotic» (1979: 117), con representaciones que promueven las categorías de «sensuality, promise, terror, sublimity, idyllic pleasure, intense energy» (1979: 118). Siguiendo a Nancy Vogeley, Silvia Nagy-Zekmi se vale de esta superioridad de Occidente y de las implicaciones de esta representación del Otro subalterno y marginal, para enunciar las posibilidades de trasladar la noción de Orientalismo a un contexto latinoamericano (1996: 24). De esta manera, el enfoque de Said se impone como una estrategia útil para comprender también procesos socio-culturales de hegemonía y de aculturación que se arraigaron durante la colonia y pervivieron en la constitución de nuestros países, haciendo que los estados nacionales se forjaran bajo proyectos que marginaban grupos étnicos o sectores sociales. 1
Reconocerá el lector el lema de la Academia de la Lengua Española.
L a s l i m i t a c i o n e s del e x o t i s m o
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En el caso de Costa Rica, el componente africano en los orígenes del país ha sido resaltado recientemente en un trabajo que relaciona la genealogía y la antropología. En su sugestivo libro Negros y Blancos: Todo mezclado (1999), Tatiana Lobo Wiehoff y Mauricio Meléndez Obando vienen a destruir, de una vez por todas, el mito de una Costa Rica de origen blanco y de campesinos parceleros que el proyecto liberal a finales del siglo XIX había forjado como base de la democracia costarricense y que invisibilizaba los componentes étnicos indígenas y africanos en la historia de la provincia de Costa Rica. Con el estudio de la genealogía, Lobo y Meléndez dan seguimiento a la presencia de sangre de esclavos africanos en familias de Cartago, capital de la provincia de Costa Rica, durante el siglo XVIII, en el momento del auge cacaotero y de un «comercio esclavista en Costa Rica [que] ha sido minimizado» (1999: 89) y que, desde el punto de vista de la trata de esclavos, « [debe hacer emerger] el proceso de mestizaje y de integración de los negros durante la Colonia con el resto de la población» (1999: 90). Esta presencia de zambos esclavos o cimarrones corresponde a la segunda oleada de la presencia africana en Costa Rica 2 ; la tercera se relaciona con la traída de trabajadores jamaiquinos para la construcción del ferrocarril al Atlántico a partir de diciembre de 1872 cuando arribó el primer barco a las playas de Limón (Meléndez y Duncan 1972: 7). Tal y como lo plantea Mariela Gutiérrez, estas dos últimas inmigraciones son las que han dejado «una marca ya indeleble en la historia de la nación» (1999: 519) pero que solamente hasta la segunda mitad del siglo X X ha empezado a reconocerse oficialmente y a integrarse tangencialmente en el proyecto de nación. Venidos con la esperanza de ahorrar lo suficiente para regresar a su patria, luego del término de la construcción del ferrocarril para 1890, los jamaiquinos se quedaron en territorio costarricense para trabajar en las plantaciones bananeras, cuyos enclaves tuvieron su mayor apogeo durante las décadas veinte y treinta del siglo X X , de manera que ellos y sus descendientes se establecieron en la costa atlántica costarricense sin que tuvieran ninguna relación con el resto del país a causa de su religión y lengua, que los hacía diferentes y extraños para el resto del país3. No es casual que el miedo y el temor entre ambos grupos, los 2
L a presencia de negros en la provincia de C o s t a R i c a consta ya en las crónicas coloniales
y constituye la primera oleada de su presencia en el territorio nacional. 3
L e n g u a española y religión católica, a d e m á s del «supuesto» color de la piel, serían
los rasgos que definen a este centro, frente a la periferia, lo que viene a legitimarse desde un punto de vista orogràfico y climático. Por esto, la costa atlántica pervive c o m o una isla alejada
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mestizos y blancos del Valle Central y frente a los negros de la costa caribeña, crearan incomprensiones culturales y ciertos interdictos sociales, como la prohibición más o menos explícita de no aventurarse después de Turrialba, el punto geográfico imaginario que servía de línea de división entre el Valle Central y la zona atlántica. Este aislamiento empieza a revertirse con la Revolución del 48 y con la decisión de la Segunda República gracias al decreto del presidente José María Figueres Ferrer, en 1953, de otorgar la ciudadanía costarricense a los negros limonenses y darles el derecho al voto, con la posibilidad abierta de acceder a una educación superior y de facilitarles los desplazamientos por el territorio nacional. El aislamiento de la comunidad afrocaribeña y su incorporación en el desarrollo de Costa Rica es una tarea que se gesta en la segunda mitad del siglo XX; su agenda política es propia de un estado que desea incorporar las zonas periféricas del país dentro de una economía agroexportadora. Un hito en esta comprensión de la realidad afrocaribeña es la aparición en 1972 del libro El negro en Costa Rica, firmado por uno de los más prestigiosos historiadores del país, Carlos Meléndez, y por un joven profesor universitario y escritor de ascendencia afrocaribeña, Quince Duncan. Se trata del primer trabajo de conjunto cuya finalidad es «recoger materiales básicos que conduzcan, tarde o temprano, a una más precisa, justa y clara comprensión del problema [del negro y su incorporación a la vida nacional]» (1972: 8). Vinculado a esa corriente que Jerome Branche denomina «movimiento negrista» del período de entreguerras. El trabajo de Meléndez y Duncan se ubica en esa línea de reivindicación del aporte africano en las sociedades latinamericanas, con el fin de valorar su contribución y celebrar «el mestizaje racial y cultural» (Branche 1999: 484), pero sin caer en el carácter utópico de «la negritud» como si fuera el «producto de un proceso histórico de síntesis cultural armoniosa, de relaciones raciales congéniales y de una historia esclavista que fue paternalista y benigna» (1999: 484-5) 4 .
del centro geográfico. En este sentido, dignos de alabar y de reconocimiento institucional, durante la primera mitad del siglo XX, las iglesias protestantes y sus escuelas desempeñaron un papel fundamental en el mantenimiento de la cultura afrocaribeña y la lengua inglesa, frente a esa mirada inhóspita y exótica del negro inculto e ignorante, con ritos extraños como los funerarios. 4 Tal idealización se produce, como señala Branche, en pensadores del «negrismo» que son «no-negros» y adoptan un punto de vista armónico e idealista, totalmente contrario a un punto de vista colonialista y, si se quiere, orientalista en el sentido saidiano. Branche cita,
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Ahora bien, sirva lo anterior para situar esta necesidad de comprender el papel del negro y las representaciones literarias que de él se desprenden dentro de esta arqueología del discurso colonial que nos proporciona Edward Said y del proceso de visibilización del negro en Costa Rica. La representación del negro y sus luchas de reconocimiento son propias de una agenda política del estado benefactor, que se caracteriza por la intervención del Estado como actor principal en desarrollo socio-cultural de los años sesenta y setenta; los escritores que adoptan esta agenda están ligados a las izquierda, y todavía lo están. Tatiana Lobo (nacida en Puerto Montt, Chile, 1939 pero radicada desde 1967 en Costa Rica), de la que ya habíamos hablado, se propone precisamente conducir su escritura hacia esa necesidad de destruir los mitos fundadores de la nacionalidad costarricense (Seager 99) y, con tal propósito de incorporar la voz del otro, escribe la novela Calypso (1996) en la que la referencia directa del título al ritmo afrocaribeño por excelencia, describe esta temática y la reivindicación del negro limonense. Sin embargo, a la luz de los postulados de Said, emerge una contradicción que solamente desde la posición del orientalismo saidiano puede comprenderse. Para plantear la hegemonía del mundo blanco sobre la zona caribeña, Tatiana Lobo se nutre del maniqueísmo de la dicotomía civilización/barbarie, que proporciona el fundamento del proyecto decimonónico de nación y permanece en Calypso en la oposición entre Lorenzo Parima, el blanco meseteño, y Alphaeus Robinson, alias Plantitáh, el negro limonense. Ambos personajes representan a los dos grupos forjadores de la historia oficial caribeña 5 , cuando se asocian para crear un comisariato y dar empuje a la región. Desde el principio de la novela, llama la atención la etopeya, un retrato físico y moral, que los opone diametralmente hablando. Veamos cómo se describe a Plantitáh: E n otro orden de cosas, sus poderosas p a l m a d a s en las espaldas, sus carcajadas de piano, la m i r a d a b o n d a d o s a y cálida de sus ojos redondos, eran tan irresistibles c o m o la elegancia de su cuerpo elástico, a d m i r a b l e m e n t e f o r m a d o , de su cabeza p e q u e ñ a que tenía las facciones armoniosas y bien trazadas de u n somalí (13).
por ejemplo, los trabajos pioneros de Emilio Ballagas, Cuaderno de poesía negra americana, 1934 y Antología de la poesía negra americana, 1935), los cuales tienen muchos seguidores en el ámbito latinoamericano. 5 Obsérvese que se invisibiliza el aporte indígena. Recordemos que, en las regiones de la Cordillera de Talamanca (sur de Limón) viven los grupos bribríes de origen chibcha y, desde muy temprano, se ha constatado la presencia china o asiática.
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Un cuerpo armonioso y bello en que se subraya su «mirada bondadosa y cálida» que hace pensar en el tópico del buen salvaje, fuerte y robusto. La idealización del negro surge para presentarlo como bello, bueno y de un «dechado de perfecciones» (14) y de virtudes, es decir, ingenuo y sin malicia. Por el contrario, Lorenzo Parima se presenta desde el inicio como un hombre codicioso e interesado, que quiere aprovecharse del «bondadoso» Platintáh: Como hombre de montaña, campesino de tierra adentro, Lorenzo Parima tenía una facultad especial para acogerse al árbol de la mejor sombra [...] Bajo de estatura, nada corpulento, algo desmañado y sin ninguna habilidad notable, el blanco suplió su falta de atractivo y su carencia de gracias profitando de las virtudes del negro (14).
Las notaciones orográficas («hombre de montaña») permiten que la instancia narrativa categorice moralmente, de modo que la sanción moral pesa de una vez por todas sobre Lorenzo como un ser carente y con complejos, y quien más adelante, cuando conoce a la enamorada de Plantitáh, se descubre como un hombre concupiscible y de bajas pasiones, pues Lorenzo no solo la mira de manera impropia, dice el texto, sino que la ha poseído ya con sus ojos (en su imaginación): Lorenzo Parima se dejó enredar en el vestido de Amanda Scarlet, metió las manos bajo los vuelos y subió la boca ansiosa por las piernas largas, a beber la miel de su esencia. Ella, sin tener la menor idea de los pensamientos que su cuerpo estaba produciendo en la fantasía del invitado blanco, ajena a la pasión obsesiva que en ese momento brotaba como mala hierba, bailaba versátil [...] (25-6).
Se trata de una violación del cuerpo de la «virgen» salvaje y bella, por el miserable y execrable blanco, que no puede sustraerse a la sensualidad y al placer despertados por Amanda. Lorenzo empieza a asechar a la víctima y su obsesiva pasión lo convierte en un voyeur, ya sea cuando la pareja hace el amor en su casa y se pone debajo del piso para escuchar sus escarceos amorosos (31), ya sea cuando los sigue y, en una descripción paradisíaca, los encuentra fogosos en medio del agua (33). Desde este momento, la armonía y la intensidad del idilio selvático contrastan con los malos propósitos de Lorenzo, dentro del tópico del amo blanco y lascivo que entorpece un amor de corazones generosos. La representación del negro funciona con un cliché que lo reduce a ser sensualidad y energía pura; ése es el exotismo parcializador
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del que nos habla Said (1979: 118). Lo anterior conduce a que el texto presente a Lorenzo dentro de un sistema compensatorio, como no puede tener al objeto sexual, el comerciante blanco se aprovecha de su ingenio y lucidez para los negocios para robarle a su socio Plantitáh: «Esta fue la manera más efectiva que encontró la perversidad de Lorenzo para vengarse y así atenuar el insoportable mordisco de la envidia y de los celos» (30). Aquí la codicia económica es una manera de sublimar la codicia sexual, por lo cual Calypso presenta la historia de la expoliación del negro en términos de una transacción simbólica. Sin embargo, Plantitáh no muestra interés por el negocio y se despreocupa de él, dejando toda la carga de trabajo en manos de Lorenzo, mientras que Amanda y Plantitáh se dedican a ser «dos avecillas extasiadas en su mutua contemplación, periquitos de amor que pasaban el tiempo aseándose las plumas el uno al otro» (30). En el esquema dicotòmico, Lorenzo es el calculador y trabajador; Plantitáh, por desgracia, no tiene cabeza para los números ni es nada emprendedor.6 Sin ningún interés por el sustento económico y solamente dedicados al amor y a vivir el momento, el texto consuma la usurpación del comisariato y Lorenzo le anuncia a Plantitáh la pérdida de su mitad del negocio (33). De esta manera, ya convertido en el único propietario del comisariato, sinécdoque aquí de la región caribeña y de su posición de terrateniente y colonizador, Lorenzo se da a la tarea de continuar sus propósitos, seducir a Amanda: «Era el momento de la espera, agazaparse para capturar la próxima oportunidad» (36). Así, quien tiene malas intenciones en la novela es el blanco meseteño, mientras que al bondadoso negro no le pasa por su mente ni puede calcular las intenciones de quien es su verdadero agresor. La cacería de la presa está abierta y todos sus empeños y astucia estarán dirigidos para su consecución con las constantes maquinaciones mentales por parte de Lorenzo, ávido «[c]omo un tigrillo de montaña al acecho» (39). Calypso presenta así a Amanda y a Plantitáh como las víctimas en potencia, pues las atenciones y regalos hacia Amanda se suceden y se gana la confianza de parte de Plantitáh. Lorenzo encuentra la oportunidad de eliminar a su rival, cuando en la confusión de la noche mata, según él por equivocación, a su amigo pues lo ha confundido con una pantera (45). El crimen queda impune y las sospechas quedan en el olvido, cuando todos creen en la sinceridad de Lorenzo, quien ahora se ocupa de la viuda y de
6 Éstas son, desde nuestro punto de vista, unas de las contradicciones del propio esquema maniqueísta de Calypso.
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la hija. Las asechanzas de Lorenzo continúan, pero Amanda no cede; un día al regreso de su baño, el hombre se avalanza forcejeando con la mujer; en ese instante ella interpela a su amado esposo y su espíritu se aparece (53), a lo que Lorenzo «[h]uyó despavorido y desde ese día sus sospechas de que el fantasma del muerto rondaba a su mujer, se le enclavó» (54)7. Por un lado, Lorenzo Parima representa al blanco colonizador que usurpa el territorio caribeño con sus mañas y argucias, frente al indolente y bondadoso negro al que no se le dan las armas ideológicas para pensar en las motivaciones y también malévolas intenciones del blanco meseteño, que ejerce su hegemonía y poder cacical sobre Parima Bay. He aquí donde se encuentra la contradicción ideológica de la novela, pues, al inscribir a los negros dentro del tópico del buen y bondadoso salvaje, Calypso no nos narra la historia desde una perspectiva subalterna en la que haya resistencia y toma de conciencia abierta: nadie se opone de frente al gobernador don Lorenzo Parima. En Calypso, la resistencia es alternativa y los únicos oponentes son: a) Miss Emily, quien «detestaba al dueño del almacén» (51) porque cree que actuó premeditadamente matando a Plantitáh; b) la hija adoptiva de Miss Emily, Stella; hereda esta función que le otorgará el papel de cómplice de Eudora, la hija de Amanda, quien busca amantes en la noche para poder satisfacer la intensidad de su cuerpo; c) un predicador, el Africano, quien valiéndose del discurso religioso, denuncia vicios y llama al arrepentimiento (59); pero ninguno de los tres actúa en franca oposición ni ven a Lorenzo como un verdadero peligro. No hay, pues, lucha ni reacción frontal en contra del «conquistador». Las resistencias se minimizan, como la amenaza de la escuela en lengua inglesa que abre un pensionado de Gran Caimán (86) y su primera lección en la que sintetiza la historia de la esclavitud y de la diàspora sufrida por los africanos (88). A pesar de su llamado a la resistencia lingüística, no hay ningún tipo de sublevación en la novela ni conflicto entre lo blanco y lo negro, como tampoco un testimonio de injusticias o de la violencia del colonizador desde el punto de vista del marginado, a quien nunca ven como un peligro real o inminente; prueba de ello es que Eudora acepte casarse con Lorenzo, el asesino de su padre (144) y ella se deje sobornar con sus regalos y dádivas (151). Sin embargo, aunque Lorenzo representa al blanco que desea conquistar el cuerpo de la mujer negra, sinécdoque del territorio afrocaribeño, no
7 Los remordimientos de culpabilidad y la imagen de Plantitáh inundan sus sueños y no dejan en paz a Parima.
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puede consumar la posesión de Eudora. En Calypso el cuerpo de la mujer negra es voluptuoso y tentador y representa para Lorenzo «la malsana pasión de su tormento» (108) que lo obsesiona como «maléfico tormento» (109); es su perdición e infierno. Ante Eudora, Lorenzo se muestra impotente para consumar el matrimonio, lo cual la obligará a «perseguir el amor toda tu vida» (157), según la condena de Amanda; por eso, Eudora, «insatisfecha e inquieta» (160), buscará como satisfacer los requerimientos de su sexualidad y su vitalidad: [...] fue presa de rinitis nocturna y de intensos y agudos ataques ambulatorios que la obligaban a vagar por la playa [...], inquieta y perturbada por una comezón en la nariz, alterados el ritmo del corazón y la circulación de la sangre, con grandes lamparones enrojecidos en todo el cuerpo (169).
Como verdadera ninfómana cuyo deseo de la cópula es insaciable (Alarcón 1992: 9), gracias a las reacciones somáticas comprendemos que Eudora responde al atavismo biológico, la voluptuosidad y la energía de su cuerpo la conducen a satisfacerse con encuentros más o menos fugaces, sin que ella tenga ningún control sobre «su extraña enfermedad» (171), su compulsión sexual, y tenga unos amoríos adúlteros con un negro norteamericano de los que nace Matilda. He aquí otro de esos rasgos del exotismo de lo negro con el que Occidente siempre se ha diferenciado del otro. Por otra parte, ahondando en la única posible resistencia del texto, Lorenzo se entera del adulterio de Eudora a través de su relación con un teólogo brasileño (173) y, queriendo vengarse de ella, hace que nombren a Abelardo Brenes, un blanco meseteño, como maestro de la escuela. Postrada en la cama, Eudora renuncia a dar clases; pero los cantos y bailes de Stella en forma de un conjuro le devuelven las ganas de vivir: «[...] bailando le quitó la melancolía a Eudora y con la magistral idea la curó, para siempre, de las rinitis y las alergias» (179). Ellas responden con un saber ancestral a las amenazas de Lorenzo, de manera que, con nuevos bríos, Eudora se entiende amorosamente con Abelardo y los dos se encargan de la escuela. Lorenzo de nuevo no puede «domar» a la fierecilla salvaje de Eudora ni luchar contra esas fuerzas sobrenaturales representadas por la maldición que lo ata a las Scarlet y por la aparición de Plantitáh en forma de un gallo negro (198). Las recriminaciones y el sentimiento de culpabilidad obnubilan a Lorenzo, cuya causa, le explica Olga a su concubina en el puerto, se debe a «ese lugar
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embrujado» (184), «Ahí estaba la misma mujer, como una negación del tiempo, como un eterno presente, siempre inalcanzable» (227). Mientras tanto, Lorenzo crece como empresario con la ruina de los cacaoteros (187) y sus otros negocios, el hotel, el salón de baile y el comisariato; él hace de Parima Bay un pueblo próspero al traer la carretera (117) y la electricidad (221). A causa de los malos consejos de Olga, cae en el mundo del narcotráfico (231) y, para olvidarse de la adolescente Matilda, se introduce desesperado en el mundo de la prostitución infantil (235). Por su parte, Matilda crece como un espíritu libre, en compañía de otros amigos de juegos y aventuras marinas. Aquí se produce el desenlace de la novela, pues trágicamente se entromete en un cargamento de drogas y los asesinan; todo ello orquestado por el capo don Lorenzo quien da la orden de destruir la mercancía y a los posibles testigos (259). En este paroxismo de la corrupción y del poder amasado por Lorenzo, la novela anuncia los signos del Apocalipsis (247), con este aciago suceso que traerá el fin del mundo. El crimen queda de nuevo impune; Lorenzo huye de Parima Bay, mientras que Omfí y Eudora, el tío de Matilda y su amiga, quedan desconsolados. Para aplacar la tristeza, Stella conduce a Omfí a la playa en donde empieza su danza: [...] balanceando las caderas, abandonando el cuerpo a la palpitación de las ocultas venas que recorren las profundidades de la tierra, tarareando la canción monótona y aturdidora que había escuchado a las majestuosas negras en su viaje al otro lado de la vida (263-4).
Al apelar a los espíritus ancestrales y a los ritos de la vida y de la muerte, Stella convoca a las fuerzas de la naturaleza, la tierra retumba y se produce un maremoto que inunda la costa y todo el pueblo. Como si fuera un deus ex machina que anuncia una justicia divina o poética, el único edificio devastado es el comisariato de Lorenzo, emblema de su poder y jurisdicción territorial, como reconocen los parimanos: «[...] la gente comprendió que el nombre del pueblo ya no tenía sentido puesto que el rótulo que le había dado identidad desaparecía» (266). El cataclismo destruye el símbolo del poder del conquistador, ahí en donde el orden humano deja sin castigo al villano y al perturbador del paraíso ideal que era Parima Bay, antes de su llegada. Por lo tanto, el exotismo (lo inexplicable) vuelve a aparecer para dar solución, con lo sobrenatural y lo extraño, a las realidades humanas, para desconocer las relaciones de poder y la violencia del conquistador blanco, con las mismas categorías irracionales
Las limitaciones del exotismo
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con que Occidente ha caracterizado al otro africano sensual y voluptuoso. De este modo, se otorga a la novela un desenlace pletórico, bello poéticamente y de una energía intensa. Sin embargo, Calypso deja intacta la esencia del mítico salvaje africano, con su estereotipo de «bondadoso», «natural» y «auténtico», lo que de alguna manera sirve para enmascarar la compleja realidad colonial y las luchas vindicativas del negro limonense. Si como pretende la escritora y de ello se hace eco el crítico Denis Seager, la novela pone sobre la escena narrativa a la región caribeña de Costa Rica, con el fin de «ampliar las fronteras culturales del país para mejor definir la identidad nacional» (Seager 2004: 116), ¿tal reivindicación, aunque se haga con un esquema tan maniqueo dentro de la dicotomía explotadores (perversos)/explotados (ingenuos), es suficiente desde una perspectiva descolonizadora? Es decir, acaso la incorporación de la voz del otro puede justificarse donde no hay toma de conciencia hacia la sublevación y donde no se ven las luchas de los negros limonenses desde una perspectiva histórica para acceder al reconocimiento nacional. Al contrario, la representación del negro, bondadoso y exótico por su voluptuosidad del cuerpo, no plantea una subversión de esa mirada orientalista con la que Occidente niega el derecho del subalterno a que se le reconozca como un sujeto de la Historia, ni tampoco sus derechos a erigir otro modelo de vida y de proyecto cultural frente a la norma imperante (Berverly 2004: 54-55). En ningún momento se le dota al «negro» de las estrategias para desarticular al blanco colonizador, ni los antagonismos entre blanco y negro emergen con la subsecuente toma de conciencia, con lo cual se produce una suerte de impunidad cuando no se somete a juicio a Lorenzo Parima y solamente se destruye, bajo los efectos de fuerzas sobrenaturales, el signo de su poder, el comisariato. Calypso no destruye las trampas de la colonización ni permite recuperar al negro en tanto actor de la Historia, de modo que la subversión del modo orientalista no puede llevarse a cabo ante el punto de vista deformador e impreciso del texto; ésas son las limitaciones que Said encuentra en el Orientalismo, cuando se sigue reproduciendo, en nuestro caso, el cliché del negro voluptuoso, sin ningún interés por el dinero ni el trabajo, bueno y bondadoso, como si fuera una característica esencial (Said 1979: 108). Al fin y al cabo es así como Occidente sigue perpetuando su discurso de hegemonía cultural y unas relaciones asimétricas en la esfera del amo y del esclavo.
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122 OBRAS CITADAS
ALARCÓN, Norma (1992): Ninfomanía: El discurso feminista en la obra poética de Rosario Castellanos. Madrid: Editorial Pliegos. BEVERLY, John (2004): Subalternidady representación. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert. BRANCHE, Jerome (1999): «Hibridez cultural, autoridad y la cuestión de la nación», e n : Revista
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FOUCAULT, Michel (1999): «Verdad y Poder», en: Estrategias de poder. Obras esenciales, Volumen II. Barcelona: Ediciones Paidós, 41-55. GUTIÉRREZ, Mariela A. (1999): «La herencia afrocaribeña de Anansi, el hermano Araña, en Costa Rica», en: Revista Iberoamericana 65, 188-189, 519-34. LOBO, Tatiana (1996): Calypso. San José: Ediciones Farben. LOBO WIEHOFF, Tatiana/Meléndez Obando, Mauricio (1999): Negros y Blancos: Todo mezclado. San José: Editorial de la Universidad de Costa Rica. MELÉNDEZ, Carlos/DuNCAN, Quince (1972): El negro en Costa Rica. San José: Editorial Costa Rica. NAGY-ZEKMI, Silvia (1996): Paralelismos transatlánticos: Postcolonialismo y narrativa femenina en América Latina y Africa del Norte. Providende: Ediciones Inti. SAID, Edward W. (1979): Orientalism. New York: Vintage Books. SEAGER, Denis (2004): «Tatiana Lobo y la resistencia al dominio patriarcal», en: Chen Sham, Jorge/Chiu-Olivares, Isela (eds.), De márgenes y adiciones: Novelistas latinoamericanas de los 90. San José: Ediciones Perro Azul, 97-117.
Capítulo II Las prácticas neo- y postcoloniales del orientalismo
CONEXIONES INTERTEXTUALES E N T R E ClEN AÑOS DE
SOLEDAD
Y LAS NARRACIONES ORIENTALISTAS ALEMANAS DEL SIGLO X I X Éva Bánki
En su estudio fundamental sobre el orientalismo (Orientalism 1978) Edward Said postula —además de señalar la estrecha vinculación entre orientalismo y colonialismo— que el Oriente no era más que una idea construida a partir de una concepción esencialista del mundo que servía para justificar la colonización. Según Bravo López, «el orientalismo [alemán] no fue más que un hijo de su tiempo, de un tiempo en el que los académicos estaban obsesionados con el carácter de los pueblos', ese 'carácter' que las ciencias humanas y sociales creían ver manifestarse en cada una de las realizaciones artísticas, políticas, filosóficas... de los pueblos que estudiaban». Pese a ello, Said ofrece sendos ejemplos de orientalismo alemán (Goethe, Schiller, Novalis, Schlegel) que representaba una «autoridad intelectual sobre Oriente dentro de la cultura occidental» (1997: iii). El surgimiento del orientalismo alemán coincidía con el precursor del romanticismo, el Sturm und Drang, que le dio ímpetu a las primeras tentativas que desafiaran la representación mimètica. En este contexto aparece el Magischer Realismus, término inventado por un crítico de arte alemán, llamado Franz Roh (1927) para diferenciar del expresionismo las nuevas corrientes de la pintura y para definir un nuevo objetivo artístico, cuya meta es «reconstruir el objeto partiendo exclusivamente de nuestra interioridad» expresando así el espíritu mágico del mundo exterior. El transplante del término a Latinoamérica se detecta en el artículo de Ángel Flores (1955) que define el realismo mágico latinoamericano como «amalgama de realismo y
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fantasía» (189). Este concepto dista mucho de la definición que propuso Alejo Carpentier sobre «lo real maravilloso» en el prólogo de El reino de este mundo (1949), que permitió separar lo que hoy se considera el «realismo mágico» de la literatura fantástica. Carpentier rechaza el nexo entre lo real maravilloso y el surrealismo: «De ahí que lo maravilloso invocado en el descreimiento —como lo hicieron los surrealistas durante tantos años— nunca fue sino una artimaña literaria, tan aburrida, al prolongarse, como cierta literatura onírica 'arreglada', ciertos elogios de la locura, de los que estamos muy de vuelta» (8). Al contario, Carpentier nos proporciona una descripción del modus operandi de lo real maravilloso: [...] con disfrazarse de magos a poco costo, que lo maravilloso comienza a serlo de manera inequívoca cuando surge de una inesperada alteración de la realidad (el milagro) de una revelación privilegiada de la realidad, de una iluminación inhabitual o singularmente favorecedora de las inadvertidas riquezas de la realidad, de una ampliación de las escalas y categorías de la realidad, percibidas con particular intensidad en virtud de una exaltación del espíritu que lo conduce a un modo de «estado limite». Para empezar, la sensación de lo maravilloso presupone una f e (la cursiva es mía, 2 0 0 4 : 7-8).
De manera que la clave del funcionamiento de lo que posteriormente se ha llamado «realismo mágico» en América Latina es la fe. De esta manera podemos comprender el rol que juegan de seres exóticos —que representan una fusión del romanticismo y del realismo mágico— en la orientalización de la literatura, tema de este estudio que se examina comparando Cien años de soledad de. Gabriel García Márquez (1982) con Michael Kohlhaas (1902) de Heinrich von Kleist. El primer elemento de comparación entre el romanticismo y el realismo mágico será el rol de los vaticinadores y el de los presagios. Mientras que en las obras antiguas la profecía es absolutamente pública, en la mayoría de los casos se realiza de manera oral y los vaticinadores son oráculos respetables y de considerable prestigio social. El romanticismo y el realismo mágico tratan el fenómeno de manera muy diferente. Tanto el vaticinio y el contenido de la predicción, como la figura del vaticinador están rodeados por tabúes mágico-rituales. Puesto que la mayoría de las novelas mágico-realistas son de carácter autorreflexivo, la función narratológica de los vaticinadores es interpretar las características del motivo de la escritura que se revela ante un personaje privilegiado una sola vez, en el instante de la muerte. Este
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elemento que determina toda la estructura de Cien años de soledad tiene un papel parecido en las obras narrativas alemanas (románticas) del siglo XIX. Analizando el motivo del vaticinio, cuyo sentido se revela únicamente en el instante de la muerte (en un gesto metaficcional) en Michael Kohlhaas y Cien años de soledad, trataré de paso el motivo de gitanos, los ejes temporales de la narración, las conexiones entre el cuerpo y la escritura, y entre la historia familiar y la (H)historia ubicando la representación de los gitanos dentro de los marcos teóricos del orientalismo usando los postulados de Edward Said. El elemento de la marginación se representa en la figura de la vaticinadora gitana, figura misteriosa y periférica que se inserta en la narración como un elemento exótico el cual, sin embargo, determina el destino de los protagonistas. La inclusión del elemento «primitivo» resalta el refinamiento del medio cultural europeo, y así sirve como punto de referencia. Lo exótico y lejano sirve de trasfondo a la representación de los saberes cotidianos y familiares del episteme europeo. Melquíades de Cien años es dueño de los manuscritos que encierran el destino de los Buendía. ¿Por qué el autor recurre a esta figura exótica y mítica para darle eterna presencia en la saga de los Buendía? Acaso es un gesto de subversión del mito de origen (siempre europeo) que se inserta en la conciencia americana? En los valores culturales que se les asigna a los gitanos, como «volteadores de tiempo», por ejemplo, se ven reflejados los fundamentos europeos del mito de origen americano, ya que «voltear» se desvía de la norma eurocéntrica. El llamado realismo mágico de Márquez se ha comentado por muchos, pero poco se ha escrito sobre lo que Faris llama «un estilo significante de decolonización»1, que contrapone la representación del 'uno' (self) y el otro' marginado, privado de poder. Sin embargo, en estas dos novelas adquiere el poder mediante una forma particular de discurso: el vaticinio. La relación ambigua que tienen los demás con la figura del gitano refleja la ambigüedad del mismo discurso orientalista, ya que los elementos de seducción y repulsión aparecen inseparables.
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«The status of magical realism, its widespread popularity, and the critical use of the term are the subject of debate because at the same time that it is acknowledged by some as a significant decolonizing style, permitting new voices and traditions to be heard within the main-stream, it is denigrated by others as a commodifying kind of primitivism that, like the orientalism analyzed by Edward Said and his successors, relegates colonies and their traditions to the role of cute, exotic psychological fantasies—visions of the colonizer's ever more distant, desirable, and/or despised self projected onto colonized others» (Faris, Internet source).
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Debido a su concepción diferente del tiempo, discordante con lo convencional se puede pensar en los gitanos como los «volteadores del tiempo», los vaticinadores «profesionales» de las narraciones del siglo XIX. (Naturalmente, no sólo en las obras narrativas alemanas, sino en otras de la época también: Carmen también «voltea» el tiempo cuando al predecirle el futuro, le roba el reloj al narrador.) La esposa joven de Kohlhaas, que regresa de la muerte, aparece como una arrugada vieja gitana al final de la narración; el protagonista logra identificarlas por el lunar (Muttermal). El canto de la gitana joven en la narración titulada Immensee de Theodor Storm y sus palabras dirigidas a Reinhard en la taberna predicen el último encuentro de Reinhard y Elisabeth, y tal vez, el fin de la antología de poemas que también se puede considerar como la autobiografía lírica de Reinhard. En Cien años de soledad, quien aparece a veces como un joven, a veces como un viejo cada marzo, representa también el tiempo inconvencional (acronológico) en esta obra. A diferencia de los Buendía rebosantes de salud, él siempre padece un montón de males corporales, siendo el más enfermizo de la casa de los Buendía, él es el primer muerto de Macondo, y es él quien logra convertirse en «inmortal». En su despensa siempre reinan los lunes, un tiempo diferente, y una limpieza extraña, también es esta sala donde apestan los setenta y dos bacines. La(s) muerte(s) y resurrecciones) pueden plantear la siguiente pregunta: ¿acaso él no es un fantasma desde el comienzo al igual que la gitana misteriosa en Kohlhaas? Por lo demás, el cronista erudito de la familia cuya lengua materna es el sánscrito, no es un personaje menos real en Cien años de soledad que la vieja de Kohlhaas que legitima sus profecías escritas con su anillo de sello. Michael Kohlhaas se venga de su adversario, el príncipe elector sajón, con la ayuda de la gitana prodigiosa, quien le entrega al protagonista (al cual, sin conocerlo, llama por su nombre) une especie de amuleto: una cédula que de una manera vaga se refiere a la historia del pueblo alemán, y en concreto (según las palabras de la gitana) al linaje del príncipe elector: «cuídala bien, un día te salvará la vida». La gitana parece ser una adivina bastante mala, porque a Kohlhaas lo ejecutan al final, pero hasta ese momento el héroe no puede abrir el sello. La referencia al amuleto o la cédula salvadora tiene una sola interpretación: al tragar la cédula, Kohlhaas entierra en su cuerpo no sólo la escritura sino también el futuro, ganando así la lucha, la «guerra del tiempo» mantenida contra el príncipe elector. Si bien en Michael Kohlhaas el narrador hace referencias al material escrito abundante, es justamente la cédula decisiva lo que no se cita y, a pesar de que
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se habla mucho de ello, nunca llegamos a conocer su contenido exacto. En Kohlhaas esta escritura-amuleto no es un legajo de manuscritos aureolado de respeto ritual, sino solamente una cédula (Zettel). Si bien se citan otras obras inherentemente autoritarias, como la Biblia, a la cual frecuentemente se hace referencia, al igual que a la historia (Geschichte) que también justifica los sucesos, puesto que se trata de la versión oficial accesible en forma escrita (al final de la narración —según las palabras del narrador— «[...] wo man das Weitere in der Geschichte nachlesen muss» (Kleist 1964: 147)2. De modo que en Kohlhaas no solamente la cédula puede ejemplificar la «escritura trascendental». Por otra parte, el infranqueable manuscrito en clave hecho por Melquíades, cuyo significado se revela para el último Buendía sólo en el instante de la muerte, del Apocalipsis destructor, sin duda alguna se trata de la historia de la familia que está detallada con minuciosidad increíble por su autor (sobre el último Buendía sabemos que por su impaciencia salta unas páginas). En la casa de los Buendía la escritura misma tiene carácter esotérico, cada obra escrita está penetrada de algún misterio, como la enciclopedia extraña redactada por José Arcadio Buendía (con la cual piensan vencer la enfermedad del olvido en Macondo), su tratado escrito sobre el arte de la lucha del rayo solar y los poemas líricos de Aureliano, el coronel liberal, que durante las guerras fueron mudados de aquí para allí en arcas cerradas. Pero el libro de la familia es el manuscrito, la historia de Melquíades que durante mucho tiempo resiste todo tipo de tentativas de desciframiento. Parece que ni siquiera José Arcadio Buendía I, quien tiene momentos de particular iluminación, tiene biblioteca propia. La escritura es la parte más sobrentendida y natural del texto de la novela alemana que tiene lugar en la época de la Escritura (la reforma). En Kohlhaas se escribe con una constancia maniaca (cartas, testamentos, panfletos políticos), la escritura, así como las citas bíblicas, casi bloquean la comunicación en vivo. Como Kohlhaas se va perdiendo en el laberinto de la Escritura —cambiando su nombre por el del Arcángel Gabriel, inspirado por la Sagrada Escritura—, la dimensión temporal de la novela se convierte paulatinamente en los plazos de tramitación de solicitudes, documentos oficiales, testamentos, cartas oficiales, actas. La última escritura oculta que la gitana misteriosa le entrega a Kohlhaas,
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«[...] todos pueden informarse de los sucesos en la historia». Todas las citas vienen de la misma edición de Kleist (1964) y todas las traducciones son mías, a menos que se indique lo contrario.
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al igual que la historia de los Buendía, los manuscritos de Melquíades, se refiere a la historia del Linaje (de la familia del príncipe elector sajón y de Brandenburg) y se escribe y se lee bajo el signo de la muerte y la irrepetibilidad. La acción mágica —la entrega del amuleto-cédula— es también acto de habla que se expresa en la escritura y la lectura. Pero, ¿qué escribe la gitana misteriosa —destinada para Elisabeth, la esposa que regresa de la muerte— sobre la cédula cuyo significado se revela sólo en el instante de la muerte? No lo sabemos, como tampoco sabemos si Kohlhaas lo había entendido o no. De todas formas, la gitana le promete lo siguiente: «.. .auf Wiedersehen Kohlhaas, auf Wiedersehn! Es soll dir, wenn wir uns wiedertrefFen, an Kenntnis über dies alles nicht fehlen.» (142)3. Pero como no sabemos si ella está presente o no en la ejecución, tampoco tenemos la certeza de si el Apocalipsis, el momento de la revelación del significado se produce en el momento de la resurrección o antes de la ejecución. Comoquiera que sea, Kohlhaas no tuvo largas décadas para encontrar la solución, tuvo que leer la cédula de inmediato, por eso es poco probable que la gitana hubiera escrito su mensaje en clave, como lo hizo Melquíades de manera tan astuta: él había redactado la historia en sánscrito, su lengua materna y había cifrado los versos pares con la clave privada del emperador Augusto, y los impares con claves militares lacedemonias (493-494). Pero ambos escritos —tanto la de Melquíades como la de la gitana— son historias familiares, y el desciframiento de la cédula de Kohlhaas también está rodeado de orientalismo y sinuosidad esotérica. Mientras tanto, el príncipe elector sajón —padeciendo de remordimientos funestos— mandó llamar a dos astrólogos de nombre Oldenholm y Olearius cuya reputación en el país sajón era insuperable y les pidió información sobre esta cédula, tan enigmática y ominosa para las futuras generaciones de su familia. Los dos sabios —aun después de reexaminaciones intensas que duraron varios días en la torre del palacio de Dresden— no pudieron concluir si la profecía se refería a siglos venideros, o bien al tiempo presente y si acaso se trataba de la Corona de Polonia con la que el nexo seguía siendo muy tenso. (Kleist 1964: 90, Traducción de la editora).
Pero ¿realmente se trata de la familia del príncipe elector sajón, el final o la continuidad de su linaje? La historia de la familia del príncipe elector no puede 3
«[...] ¡adiós Kohlhaas, adiós! La próxima vez que nos veamos, nada se quedará oculto
ante ti».
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ser ningún secreto, eso nos asegura el narrador: «Der Kurfürst von Sachsen kam bald darauf, zerrissen an Leib und Seele, nach Dresden zurück, wo man das Weitere in der Geschichte nachlesen muss» (94)4. En la última frase de la narración se mencionan los descendientes de Kohlhaas: «Vom Kohlhaas aber haben noch im vergangenen Jahrhundert, im Mecklenburgischen einige frohe und rüstige Nachkommen gelebt» (147)5. La cédula probablemente revela la identidad de los descendientes de Kohlhaas en el futuro, en una realidad ya escrita, que forma parte de la historia alemana. Esos descendientes de aquel Kohlhaas que en el texto se (re)presenta enfáticamente como padre, esposo, fundador (de familia) que, incluso en los últimos momentos, intenta deletrear las palabras de su esposa, la «madre», y es por esta misma razón no es factible que la cédula de la gitana a la mujer de Kohlhaas, se pudiera ver como una referencia metaficcional a la obra misma y a la propia historia de la familia de Kohlhaas. Conforme con las pautas de una historia familiar mística, es la madre (capaz de regresar de la muerte) quien transmite el futuro a la cabeza de la familia. (Rompiendo así con la tradición europea donde —desde la lírica trovadoresca— la mujer es la intérprete que «tiene que interpretar/entender de manera adecuada» el poema (Bánki 2002: 21-23). Pero, ¿quién es el espíritu de la Escritura en Cien años de soledad? Melquíades es puro como un ángel, su figura sin sexo está fuera de la circulación de los deseos6, por tanto de la circulación de la familia y el tiempo (quizás por eso sea él el único en la novela que no tiene nombre y apellidos), pero en Macondo —en este extraño pueblo universal que está en el fin del mundo— donde aparecen representantes de casi todas las naciones (excepto los alemanes), son otros gitanos, menos avivados e iluminados, los que aportan el «hilo erótico» que es casi obligatorio en el tema gitano. Es gitana la amante de José Arcadio Buendía II junto a quien abandona su familia para largas décadas, son «babilonias» (esta denominación de los gitanos alude a la tendencia premonitoria y esotérica en Cien años de soledad) las prostitutas más astutas y refinadas de la calle de Turcos, y también es gitano el padre del último Buendía (quien descifra 4
«El príncipe elector volvió a Dresden, según se ha registrado en varios documentos»
(94). 5
«[...] unos descendientes felices y enérgicos que viven en la región de Mecklenburg»
(147). 6 No sólo de los deseos sexuales, sino también del Eros familiar, la añoranza por el «mundo desaparecido». (Cf. Kulin 1977: 136-142).
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el manuscrito), el seductor de Memé Buendía y el padre de su hijo natural. Mauricio Babilonia, el obrero, aparentemente no se parece a Melquíades, el cultísimo nigromante gitano, sin embargo, está rodeado por mariposas amarillas que lo siguen por doquier, mientras que flores amarillas brotan de la dentadura postiza de Melquíades. Apenas se empieza a divulgar la noticia falsa de la muerte de Melquíades, éste aparece sano y salvo al igual que después de su muerte «verdadera», siendo ya un fantasma. De la muerte de la última mariposa amarilla Memé deduce la muerte de Mauricio, pero tal vez esta deducción sea errada porque el narrador nos informa de que Mauricio Babilonia moriría muy viejo «públicamente repudiado como ladrón de gallinas» (349). Éste es uno de los numerosos ejemplos de uso irónico de los «elementos maravillosos» en la novela que reflejan intentos de descifrar el manuscrito. El «manuscrito que se puede leer sólo una vez» en Cien años de soledad también hace referencia a los descendientes, el desciframiento del Nombre, la generación, el nacimiento y la muerte. La piel del bebé muerto, el último Buendía, al parecerse a un «odre hinchado y desecado», también recuerda a las hojas del pergamino. A diferencia de Kohlhaas, la escritura «enterrada» en el cuerpo y convertida en cuerpo, en Cien años de soledad se entiende como la metáfora de la hermeticidad del texto y de la historia cíclica. Lo que existe se puede soslayar, afirma triunfalmente el último Aureliano, el descifrador del manuscrito, que hasta el último momento ignora su propio nombre. El narrador sólo después del desciframiento del manuscrito llama a Aureliano el Lector por su «verdadero nombre», o sea, Aureliano Babilonia, como si el desciframiento del manuscrito implicara también la pronunciación del Nombre Verdadero. El nombre «Babilonia» se parece mucho a Buendía reforzando la sensación de que Melquíades (el «babilonio») logró inscribirse dentro de la historia de la familia por medio de la Escritura, del manuscrito misterioso. Como en Kohlhaas, la lectura aquí también es la ruptura agresiva con el pasado y el futuro. La transcripción del nombre también aparece en Kohlhaas. En una de sus cartas Michael Kohlhaas cambia su propio nombre por el del arcángel Miguel (San Miguel es el patrón de Alemania); la narración, la información ofrecida por el narrador termina con sus «descendientes». Kohlhaas, el padre, justamente a la hora de la ejecución llama por primera vez por su nombre a sus hijos, Leopold y Heinrich. Pero la cédula de Kohlhaas es la historia de la/su vida, se refiere a la supervivencia del linaje y supuestamente al futuro mismo
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(al futuro, en el que lograron inscribirse los Kohlhaas), mientras que el futuro, los vaticinios de Melquíades pueden revelarse ante los ojos del último Aureliano sólo en el momento en que el hijo de cola de cerdo se muere y el tiempo termina. De manera extraña, la comprensión del pasado requiere décadas, largos y fatigantes estudios esotéricos preliminares, mientras que el futuro, el tiempo leído por Kohlhaas se revela de inmediato suponiendo que Kohlhaas entiende lo que está leyendo. Así que el extraño orientalismo de Cien años de soledad (gitanos, «babilonios», Persia, Macedonia, «la playa de Singapore», la astrología y, tal vez, el color amarillo) no se refiere a los lugares maravillosos del Lejano Oriente, sino al lugar de origen del romanticismo alemán (que también se encuentra al este de Macondo). Es interesante que en los pasajes donde realmente puede surgir la influencia de la filosofía oriental, como es el caso de la rueda giratoria que aparece en la visión de Pilar Ternera, y que también se puede considerar como una metáfora de la escritura, el contexto nunca da indicios directos referentes al orientalismo7. Pero la coherencia de este motivo de gitanos-manuscrito-vaticinadores es llamativa al lado de la interpretabilidad de los otros motivos yuxtapuestos de Cien años de soledad que se nos revelan como una confusión de colores. Pues, ¿qué significan en Cien años de soledad los barcos, los fantasmas, los animales, o los almendros que José Arcadio Buendía I convirtió en inmortales? Los personajes mismos, a veces incluso el narrador, andan a tientas entre las señales que no pueden interpretar o tienen múltiples interpretaciones: motivados por la pasión, por la hermenéutica, los héroes y, particularmente las heroínas (sobre todo las primeras madres), siempre cambian sus ideas sobre la repetición de las señales, no es nada casual que una de los intérpretes y genealogistas más tenaces, Úrsula, se quede ciega al final de la novela. Los motivos relacionados con la escritura y la lectura8, que —en mi opinión— se pueden entenderse en el contexto del romanticismo alemán también, que provee otra posibilidad de interpretación de la novela9. 7 «Cuando Aureliano se lo dijo, Pilar ternera emitió una risa profunda, la antigua risa expansiva que había terminado por parecer un cucurrucuteo de palomas. No había ningún misterio en el corazón de un Buendía que fuera impenetrable para ella, porque un siglo de naipes y de experiencias le había enseñado que la historia de la familia era un engranaje de repeticiones irreparables, una rueda giratoria que hubiera seguido dando vueltas hasta la eternidad, de no haber sido por el desgaste progresivo e irremediable del eje» (Cien años de soledad ATX).
En esto se basa la interpretación de Tamás Bényei (1997). Por otro lado, Tamás Bényei opina que en la novela la memoria escrita desplaza la «memoria viva» que forma parte del «habla viva». Si esto fuera así, el último Buendía se enteraría de la huelga del plátano por el manuscrito, y no por comunicación oral. (1997) 8 9
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Cien años de soledad se la puede leer como la inversión de Kohlhaas que también se puede interpretar como novela familiar, una «guerra de tiempo». El príncipe elector sajón sufre por no saber nada sobre la cédula (y a él no le pueden ayudar ni los sabios «babilonios», él sabe que no sabe nada), mientras que los «malos lectores» de la historia de los Buendía, que no poseen ni el desciframiento de los pergaminos, en realidad vagan entre sus propias leyendas y lecturas (naipes, recordación, augurios) aceptadas de manera espontánea. Sin embargo, el enredo de las interpretaciones «malas» o «medio malas» en el fondo no se difiere del manuscrito de Melquíades, la novela familiar descifrada por el último Buendía. No es una cifra trascendental o código maravilloso que legítima la validez del manuscrito de Melquíades y su interpretación sino el hecho de que su lectura sólo puede suceder al final, en el instante del derrumbamiento del tiempo. El hecho de que al llegar al final del manuscrito Aureliano se quede fuera de la genealogía, la familia por su propio nombre (Babilonia) descubierto en el manuscrito, le da todavía más énfasis a la absurdidad del «instante final». (Las chicas Buendía —excepto la madre de Aureliano, Memé— son incapaces de echar al mundo a descendientes viables. Sólo se puede entrar en la familia, es imposible quedarse fuera de ella. La única excepción es el lector, el último Buendía, quien descifra el manuscrito.) Sospechamos que si Aureliano Babilonia no muriera en el instante de leer el manuscrito, estaría muy decepcionado. A pesar del patetismo reflejado en el texto que promete cierta trascendencia, en la historia familiar de Melquíades tampoco podemos encontrar ningún tipo de leitmotiv trascendental. Los comentarios, «la historia» de Melquíades no son más profundos, no dan un punto de vista más abarcador y convincente que las afirmaciones referentes a la familia de las primeras madres, Ursula y Pilar, que tienen la obsesión de interpretar. (Hay una formidable contradicción entre el código bastante complicado del manuscrito y la trivialidad de las afirmaciones referentes a la familia.) Aunque los comentarios de Melquíades sobre los acontecimientos familiares, en algunos sentidos, difieran de los de los Buendía, éstos son meramente otra interpretación ni siquiera más convincente que la de los Buendía, debido a la falta de un centro, la yuxtaposición sin comentarios de las diferentes historias implican una interpretación que toma cada elemento de la historia por una señal cargada de significado. No existe una explicación válida que ilumine cada detalle de la historia de la familia, mejor dicho sí, existe una: la última, o sea, no habrá más interpretaciones; Aureliano Babilonia lee como válida esta interpretación. García Márquez abre el sello de la escritura-talismán manifes-
Conexiones intertextuales entre Cien años de soledad
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tada en el romanticismo alemán, pero de manera peculiar lo vacía también. El manuscrito maravillosamente adquirido-descifrado es válido porque lo legitima la muerte, el último instante. Haya lo que hubiere en la cédula que la gitana le entrega a Kohlhaas, como el vaticinio no se nos descubre y la mera existencia de la escritura-talismán radica en la causalidad estricta de la novela, podemos llegar a creer —y esto lo apoyan también las circunstancias, la solemnidad increíble de la «lectura»— que el «Zettel» acentúa la concernencia trascendental del destino personal y la historia familiar. Kohlhaas, a quien metafóricamente podemos considerar como el representante del «pueblo», al transgredir las normas —a diferencia de los Buendía— se inscribió en la «historia». El Geschichte mencionado al final de la narración justificaría eso, pero sólo la composición propia y la retórica lo hacen posible. En Michael Kohlhaas la coacción de interpretar y elegir se materializa en simples oposiciones binarias, pues en la obra todo está duplicado de manera maravillosa: los caballos (el casus belli), los chicos, los príncipes, los «bandidos» (Kohlhaas y Nagelschmidt), los astrónomos (Oldenholm y Olearius), los sacerdotes (Luther quien le niega a Kohlhaas los sacramentos, y Jakob Freising quien se los administra) y las dos «mujeres maravillosas» que le ayudan. Los elementos de las oposiciones a menudo se nombran por separado porque Kohlhaas se ve obligado a distinguir, a elegir entre los dos, de todos modos, los componentes de las parejas de dos elementos o son absolutamente parecidos, como los caballos y los astrónomos, o son buenos o malos, como los príncipes electores. Pero no hay nada que sin duda alguna sea idéntico a sí mismo, excepto las dos mujeres, distinguir entre ellas por medio de la denominación no tiene sentido: la gitana firma la última carta enviada a Kohlhaas con un «tu Elisabeth», así que el administrador no puede continuar la frase que comienza con la mujer: «[...] fragte ihn, ob er das wunderbare Weib, das ihm den Zettel übergeben, kenne. Doch da der Kastellan antwortete: » Kohlhaas, das Weib-« und inmitten der Rede auf der sonderbare Weise stockte» (145)10. (Aquella mujer es aquella mujer.) Esta autonomía moral, el aplomo firme de las elecciones no deja ninguna duda: la historia de Kohlhaas sería igualmente perfecta sin el detalle de la venganza (el ocultamiento del futuro, la lectura) porque él ya firmó-pronunció su nombre,
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[...] preguntó si conocía a aquella maravillosa mujer quien le había dado la cédula. Pero cuando el administrador le contestó que aquella mujer era Kolhaas, comenzó a tartamuedar de una manera rara (145).
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así que la lectura (el desellar la escritura-talismán) no es sino una simple exageración, una hipérbole, el colmo de la venganza del príncipe elector y la transcripción de la historia (Geschichte). Lo que podemos observar en Cien años de soledad es casi la parodia de estas distinciones y elecciones simples (y de la gravedad moral de la orientación entre ellas). ¿Cómo son los José Arcadios? ¿Cómo son los Aurelianos? ¿Quién es la mejor, «más verdadera» Buendía: Amaranta o Rebeca? En Cien años de soledad no funcionan las oposiciones binarias tradicionales (vida (febrero 2005).
COLABORADORES
es escritora, crítica y profesora titular de literatura en la ELTE y en la Universidad Károlyi (Budapest). Su Ph.D. en literatura medieval es de la Universidad Eótvós Loránd (ELTE, Budapest). Fue una de los fundadores de Palimpszeszt, la primera revista electrónica de literatura, y de la revista de la literatura contemporánea Uj Nautilus, redactó dos antologías de la poesía medieval: Udvariatlan szerelem (2007) (El amor (des)cortes(ano) y Magyar Dekameron (2007) (Decamerón Húngaro). Ha publicado dos novelas: Esóváros (2004) (Ciudad de la Lluvia), que fue traducida al eslovaco y Aranyhímzés (2005) (Bordado dorado), que pronto aparecerá en italiano.
EVA B Á N K I
se desempeña como profesor de lengua y literatura española e hispano-americana y estudios culturales en Walsh University. Ha publicado artículos en temas de género, raza y lo postcolonial en la literatura latinoamericana y un libro, titulado: Primitivismo, racismo y misoginismo en el cine Latinoamericano (Mellen Press 2008)