Mito, palabra e historia en la tradición literaria latinoamericana 9783954870998

El mito adquiere perseverancia en la tradición americana desde el mismo momento en que la Conquista significa la interru

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ÍNDICE
INTRODUCCIÓN. MITO, PALABRA E HISTORIA EN LA TRADICIÓN LITERARIA LATINOAMERICANA
I. MITOS PREHISPÁNICOS EN EL PERÍODO COLONIAL
PARA LEER LA HISTORIA DEL RENACIMIENTO. LA FUNCIÓN DEL MITO EN ALGUNAS CRÓNICAS DE LA CONQUISTA DEL PERÚ
EL REGRESO DE QUETZALCÓATL O EL AGÜERO DE LA CONQUISTA: LA APROPIACIÓN DEL MITO EN LA CRÓNICA DE LA NUEVA ESPAÑA DE FRANCISCO CERVANTES DE SALAZAR
LOS MITOS DE LOS TAYRONAS, LOS CHIBCHAS O MUISCAS Y SUS ANALOGÍAS CON LOS EUROPEOS O ASIÁTICOS
EL LEGADO MÍTICO PREHISPÁNICO EN LA LITERATURA DE EVANGELIZACIÓN DEL SIGLO XVI
CONFLICTO ENTRE DIVINIDADES POR EL ESPACIO SAGRADO
CAMINOS DE IDA Y VUELTA: MITOS SOBRE MUJERES EN LA AMÉRICA COLONIAL
JUAN JOSÉ DE EGUIARA Y EGUREN Y LA MITIFICACIÓN DEL PASADO MEXICANO
II. MITOS PREHISPÁNICOS EN LA LITERATURA LATINOAMERICANA CONTEMPORÁNEA
ENTRE LA POESÍA PREHISPÁNICA Y LA POESÍA CONTEMPORÁNEA: ITINERARIOS DE INVESTIGACIÓN
UN MUNDO SONORO: NATURALEZA, LENGUAJE Y RESISTENCIA EN LA POESÍA DE HUMBERTO AK’ABAL
LA LEYENDA DEL KUKUL: EL ORIGEN DE KUKULKÁN
VENUS O XURÁVET EN EL CANTO DE LA GRILLA, DE RAMÓN RUBÍN: DERROTERO PARA UN EPÍLOGO
LA HIEROFANÍA Y EL SÍMBOLO PREHISPÁNICO EN LA MODERNIDAD. LOS DÍAS ENMASCARADOS DE CARLOS FUENTES
MALINCHISMO POSMODERNO EN DIABLO GUARDIÁN, DE XAVIER VELASCO
RENOVACIÓN O MUERTE POR ACCIÓN DE LA LLORONA
LOS C’ANGANDHOS EN LA TRADICIÓN INDÍGENA HÑÄHÑU Y EN LA LITERATURA REGIONAL CONTEMPORÁNEA DEL VALLE DEL MEZQUITAL, MÉXICO
PERSPECTIVAS DEL ROMANTICISMO PARA UNA “MITOLOGÍA PERUANA”
EL MITO DE “LOS HERMANOS AYAR”: DE LAS CRÓNICAS DE INDIAS A LOS CUENTOS INCAICOS DE ABRAHAM VALDELOMAR
LA RECUPERACIÓN DEL INDÍGENA Y DE LA COSMOVISIÓN INCAICA EN LOS CUENTOS DE VENTURA GARCÍA CALDERÓN
EL INDÍGENA COMO MITO Y EL PAISAJE COMO REFERENTE EN LA VANGUARDIA PERUANA
MITOS ANDINOS EN EL PEZ DE ORO, DE GAMALIEL CHURATA
LA POLÍTICA DEL MIEDO EN EL PEZ DE ORO DE GAMALIEL CHURATA
SIGNIFICACIONES DE LA CULTURA QUECHUA EN “BOLETÍN Y ELEGÍA DE LAS MITAS” DE CÉSAR DÁVILA ANDRADE
TUTUPAKA LLAKKTA: CÓMO MEDEA LLEGÓ A LOS ANDES
PRESENCIAS MÍTICAS EN LA LITERATURA CHILENA, DESDE SU FUNDACIÓN HASTA HOY
LA BIOGRAFÍA DIFUSA DE SOMBRA CASTAÑEDA: SE OYEN LAS CARCAJADAS DE LOS EXTINGUIDOS ENTRE UNA DIFUSA OFICIALIDAD DE FONDO
LA MUERTE VIVA: MITO Y VIOLENCIA EN AMÉRICA LATINA
PEDRO BLANCO, EL NEGRERO DE LINO NOVÁS CALVO. SECUESTRO, TRATA Y ESCLAVITUD. SUPERSTICIÓN Y RELIGIOSIDAD EN LA FACTORÍA, EL BARCO NEGRERO Y EL INGENIO
EL MITO COMO ESTRATEGIA DE ACTUALIZACIÓN CULTURAL. ANÁLISIS DE LA PRESENCIA DE SHUMPALL EN LA POESÍA MAPUCHE
“LAS MÉNADES” DE JULIO CORTÁZAR, MITO CLÁSICO O PULSIÓN ANCESTRAL
III. VARIA
CONFIGURACIONES HETEROGÉNEAS DE LOS MITOS PREHISPÁNICOS EN LA NARRATIVA NEOINDIGENISTA
LEYENDA Y MITO: LA BARONESA DE WILSON Y LAS MARAVILLAS AMERICANAS
EL RECURSO DEL NARRADOR EXCLUIDO. UNA ESTRATEGIA NARRATIVA DE APROXIMACIÓN AL CHOQUE DE DOS MUNDOS
Desmantelamiento y reconstrucción del discurso histórico hispánico en La novela del Indio Tupinamba de Eugenio Granell
Mitos sí, indios no. La figura del indígena en la literatura de la Independencia y la construcción nacional
Mitos prehispánicos en viñetas. Una aproximación desde la didáctica de la literatura
SOBRE LOS AUTORES
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Mito, palabra e historia en la tradición literaria latinoamericana
 9783954870998

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José Carlos Rovira / Eva Valero Juan (eds.) Mito, palabra e historia en la tradición literaria latinoamericana

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MITO, PALABRA E HISTORIA EN LA TRADICIÓN LITERARIA LATINOAMERICANA

José Carlos Rovira y Eva Valero Juan (eds.) Colaboración editorial: M.ª Elena Martínez-Acacio Alonso y Benoît Filhol

Iberoamericana - Vervuert - 2013

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Este libro se enmarca en los proyectos de investigación financiados por el Ministerio de Ciencia e Innovación: “La formación de la tradición hispanoamericana: historiografía, documentos y recuperaciones textuales” (MCI FFI200803271/FILO), desarrollado entre 2008 y 2011; “La formación de la tradición literaria hispanoamericana: recuperaciones textuales y propuestas” (MCI FFI2011-25717), en desarrollo desde 2012 hasta 2014; Conselleria d’Educació (AORG/2011/075); y Ministerio de Ciencia e Innovación (FFI2011-12642-E).

Derechos Reservados © Iberoamericana, 2013 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 - Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2013 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 - Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net Depósito legal: M-2594-2013 ISBN 978-84-8489-712-5 (Iberoamericana) ISBN 978-3-86527-763-3 (Vervuert) Diseño de portada: Juan Carlos García Cabrera Ilustración de la portada: Códice borbónico, página 28 Impreso en España The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706

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ÍNDICE

Introducción Mito, palabra e historia en la tradición literaria latinoamericana José Carlos Rovira / Eva Valero Juan . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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I. MITOS PREHISPÁNICOS EN EL PERÍODO COLONIAL Para leer la historia del Renacimiento. La función del mito en algunas crónicas de la Conquista del Perú Martín Sozzi . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

33

El regreso de Quetzalcóatl o el agüero de la conquista: la apropiación del mito en la Crónica de la Nueva España de Francisco Cervantes de Salazar Víctor Manuel Sanchis Amat . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

45

Los mitos de los tayronas, los chibchas o muiscas y sus analogías con los europeos o asiáticos Mercedes Serna . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

57

El legado mítico prehispánico en la literatura de evangelización del siglo XVI Mónica Ruiz Bañuls . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

71

Conflicto entre divinidades por el espacio sagrado Ligia Rivera Domínguez . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

81

Caminos de ida y vuelta: mitos sobre mujeres en la América colonial Mar Langa Pizarro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

91

Juan José de Eguiara y Eguren y la mitificación del pasado mexicano Claudia Comes Peña . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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6 II. MITOS PREHISPÁNICOS EN LA LITERATURA LATINOAMERICANA CONTEMPORÁNEA MÉXICO Y GUATEMALA Entre la poesía prehispánica y la poesía contemporánea: itinerarios de investigación Stefano Tedeschi . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

117

Un mundo sonoro: naturaleza, lenguaje y resistencia en la poesía de Humberto Ak’abal Astvaldur Astvaldsson . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

133

La leyenda del Kukul: el origen de Kukulkán Sylvain Choin . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

153

Venus o Xurávet en El canto de la grilla, de Ramón Rubín: derrotero para un epílogo Edmer Calero del Mar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

163

La hierofanía y el símbolo prehispánico en la modernidad. Los días enmascarados de Carlos Fuentes Weselina Gacinska . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

177

Malinchismo posmoderno en Diablo Guardián, de Xavier Velasco Miguel Caballero . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

187

Renovación o muerte por acción de la Llorona Tanya González Zavala . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

197

Los c'angandhos en la tradición indígena hñähñu y en la literatura regional contemporánea del valle del Mezquital, México Verónica Kugel . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

213

PERÚ Y ECUADOR Perspectivas del romanticismo para una “Mitología peruana” Eva Valero Juan . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

223

El mito de “los hermanos Ayar”: de las crónicas de Indias a los cuentos incaicos de Abraham Valdelomar M.ª Elena Martínez-Acacio Alonso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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7 La recuperación del indígena y de la cosmovisión incaica en los cuentos de Ventura García Calderón Benoît Filhol . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

253

El indígena como mito y el paisaje como referente en la vanguardia peruana Marta Ortiz Canseco . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

267

Mitos andinos en El pez de oro, de Gamaliel Churata Helena Usandizaga . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

281

La política del miedo en El pez de oro de Gamaliel Churata Meritxell Hernando Marsal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

301

Significaciones de la cultura quechua en “Boletín y elegía de las mitas” de César Dávila Andrade Daniela Evangelina Chazarreta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

311

Tutupaka llakkta: cómo Medea llegó a los Andes Héctor Gómez Navarro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

319

OTROS PAÍSES Presencias míticas en la literatura chilena, desde su fundación hasta hoy Chiara Bolognese . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

331

La biografía difusa de Sombra Castañeda: se oyen las carcajadas de los extinguidos entre una difusa oficialidad de fondo Fernanda Bustamante Escalona . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

341

La muerte viva: mito y violencia en América Latina Benito Elías García . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

349

Pedro Blanco, el negrero de Lino Novás Calvo. Secuestro, trata y esclavitud. Superstición y religiosidad en la factoría, el barco negrero y el ingenio Jesús Gómez de Tejada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

365

El mito como estrategia de actualización cultural. Análisis de la presencia de Shumpall en la poesía mapuche Inmaculada María Lozano Olivas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

377

“Las Ménades” de Julio Cortázar, mito clásico o pulsión ancestral Rosa Serra Salvat . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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8 III. VARIA Configuraciones heterogéneas de los mitos prehispánicos en la narrativa neoindigenista Carmen Alemany Bay . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

403

Leyenda y mito: la Baronesa de Wilson y las Maravillas americanas Beatriz Ferrús Antón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

423

El recurso del narrador excluido. Una estrategia narrativa de aproximación al choque de dos mundos Marcin Kazmierczak . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

431

Desmantelamiento y reconstrucción del discurso histórico hispánico en La novela del Indio Tupinamba de Eugenio Granell Joaquín Lameiro Tenreiro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

447

Mitos sí, indios no. La figura del indígena en la literatura de la Independencia y la construcción nacional Remedios Mataix . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

469

Mitos prehispánicos en viñetas. Una aproximación desde la didáctica de la literatura José Rovira Collado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

495

Sobre los autores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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INTRODUCCIÓN MITO, PALABRA E HISTORIA EN LA TRADICIÓN LITERARIA LATINOAMERICANA

SOBRE

L A PE R S I S T E N C I A D E L M I TO

El mito, esencial en la tradición literaria europea desde el mundo clásico y el Renacimiento, adquiere relevancia en la tradición americana desde el momento en que la Conquista significa la interrupción de unas culturas sustentadas por narraciones cosmológicas y religiosas que se apropian del tiempo y el espacio para definirlo, para entrever orígenes y destinos, para explicar el pasado, el presente y el futuro. Hemos narrado alguna vez la experiencia de unos viajeros europeos en Chichén Itzá, en la explanada que está ante la pirámide principal, la llamada de Kukulkán, observando aquellos restos arquitectónicos y recordando en asociación distante un texto de Petrarca, aquel que nos sirve para explicar el humanismo europeo; se trata de un fragmento de una carta a Giovanni Colonna, el 15 de marzo de 1337, donde dice: ...pensabas que cuando estuviera en Roma habría de escribir algo grande. Quizá sí que haya recogido material suficiente para hacerlo más adelante; por ahora no me he sentido con fuerzas para comenzar nada, por lo muy impresionado que estoy por el milagro de cosas tan grandes, por la magnitud de mi admiración. Sólo hay una cosa que no quiero dejar en silencio, y es que sucedió lo contrario de lo que creías. Solías desaconsejarme, ¿recuerdas?, que viniese, sobre todo por el temor a que teniendo en cuenta el aspecto de las ruinas de la ciudad, que poco se correspondían con la fama y la opinión concebidas a partir de los libros, aquel entusiasmo que yo tenía viniese a enfriarse. Y yo mismo, aunque sentía un ardiente deseo, estaba de acuerdo en retardarlo por miedo a que, lo que yo había imaginado, la vista y la presencia no lo disminuyesen, pues esta visión y esta presencia resultan siempre dañosas para las cosas grandes. Pero en este caso, que hay que decir que es sorprendente, la vista en nada disminuyó, sino que incluso superó lo que esperaba. Y Roma me apareció aún más grande, y las ruinas me parecieron aún mayores de lo que había creído (Petrarca, Familiarum rerum, II, 14).

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La asociación de ruinas, sensaciones y recuerdos nos trasciende siempre, nos hace pensar —volvemos a Chichén Itzá o a las de la Plaza Mayor de México o a las de Teotihuacán o a las del Cuzco— que hubo unas civilizaciones que se expresaron en mitos, los cuales se intentaron extirpar de raíz en aquel proceso de conquista espiritual y material iniciado a comienzos del XVI; unas sociedades a las que la arqueología ha devuelto en los dos últimos siglos los restos de su esplendor y su memoria. Hay mitos grandes que se articulan con las ruinas, con los murales que vemos en ellas, con los objetos que pueblan museos, con los códices repletos de sombras y de luces, con las tradiciones que se transcribieron tras la conquista. Hay otros mitos más pequeños, reformulados en una oralidad cada vez más difícil de encontrar, pero actuante, todavía en nuestros días, reconstruidos en fiestas y tradiciones presentes. Los mitos grandes, los canónicos de la primera textualidad indígena, y los más pequeños, en la oralidad o el folclore, se articularon muy pronto como “cultura de vencidos” (a Miguel León-Portilla le debemos tantas cosas; entre ellas, esta formulación) y fueron penetrando en una tradición literaria, hasta convertirse en una de las estructuras de la misma, con timidez a lo largo de la Colonia, con expansión audaz a partir del siglo XIX y con casi insolencia estética desde el siglo XX. Recordamos siempre aquel ejemplo primigenio de la tradición maya que recibimos de la amplia elaboración textual, traductora y teórica de Miguel León-Portilla: La sagrada piedra roja, su piedra, el ser rojo oculto en la tierra, la ceiba roja primigenia, atributo principal del oriente, el árbol rojo del monte, su árbol, los frijoles rojos, sus aves rojas de cresta amarilla, el rojo maíz tostado. La sagrada piedra blanca, su piedra, la piedra del norte, la ceiba blanca primigenia, su atributo principal, el ser blanco oculto en la tierra, las aves blancas, los frijoles blancos, el maíz blanco, su maíz. La sagrada piedra negra, su piedra, la piedra del poniente, la ceiba negra primigenia, su principal atributo,

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el maíz negro, su maíz. El camote negro, su camote, las aves negras, sus aves, su casa, la noche oscura, el fríjol negro, su fríjol. la sagrada piedra amarilla, su piedra, la ceiba amarilla primigenia, su atributo principal, el árbol amarillo del monte, su árbol, su camote amarillo, las aves amarillas, sus aves, el fríjol amarillo, su fríjol (Chilam Balam de Chumayel, fol. 1)1.

Titubeamos ante los sentidos de un texto que para nosotros, inicialmente, tiene pocos significados claros, sólo los mismos objetos (la piedra, la ceiba, el camote, las aves, la casa, el fríjol) que van cambiando de color: rojo, blanco, negro y amarillo. Hay indicaciones espaciales que nos llaman la atención: el rojo nos remite al oriente (“la ceiba roja primigenia,/ atributo principal del oriente”); el blanco, al norte (“La sagrada piedra blanca, su piedra,/la piedra del norte”); el negro, al poniente (“La sagrada piedra negra, su piedra,/ la piedra del poniente”); nos queda un amarillo sin dirección precisa, pero necesariamente es el sur, aunque seguimos sin entender la construcción operada en el texto. Hablaremos quizá de “la imposibilidad de pensar esto” en relación al pensamiento expresado, pidiendo prestada la frase a Michel Foucault, dejando en la cabeza esos objetos naturales y cotidianos que cambian de color. Sin embargo, obtenemos inmediatamente una mediación contemporánea. Un día leemos “Los cazadores celestes”, aquel poema también extraño de Clarivigilia primaveral (1965), el último poemario de Miguel Ángel Asturias, y leemos los mismos colores, comenzando nosotros por el amarillo: Águila de Luciérnagas de Sol, el de las huellas amarillas pintadas en la tierra, saboreadora de las huellas amarillas que al andar dejan las estrellas fugaces…

Un cazador, en medio de la naturaleza (uno de los “Cuatrocientos Cazadores Luceros”) apunta su flecha hacia otra dirección, el Poniente: “De su flecha que se 1

En Miguel León-Portilla (2003): Tiempo y realidad en el pensamiento maya. México: Universidad Nacional Autónoma de México, p. 76.

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apaga y se enciende apuntada hacia el Poniente”, dice más adelante (en el texto citado antes era el negro el de esta dirección, pero no vamos a discutir por su inconcreta posición geográfica, pues veremos que tiene otro valor). El negro es el siguiente y, al final, el cazador dirige su flecha hacia la media noche: Águila de Sueños, el de las huellas negras pintadas no sobre la tierra, debajo de la tierra, Cazador que anda de cabeza bajo la tierra, saboreadora de huellas negras… […] de su flecha ciega apuntada hacia la media noche.

Sigue el rojo y el cazador (ahora sí coincide con el texto inicial) apunta su flecha hacia el Oriente: Águila de Fuego, el de las huellas rojas pintadas en la tierra saboreadora de las huellas de coral que al andar hacia el sol dejan los corazones, […] su flecha de licor de sol apuntada hacia el Oriente.

El blanco termina este juego cromático, sin disposición precisa del lugar adonde apuntar la flecha: Águila de Nubes, el de las huellas blancas, medias lunas pintadas en la tierra saboreadora de neblinas que van con pies de pluma, el viento alza su lengua y lame la cal viva, blancas sus plumas, blanco su piel, blancos sus dientes.

Leeremos además, en el poema de Asturias, un comienzo explicativo de su acción y un color más que es con el que inicia el texto. Los cazadores celestes van a la cacería de Cuatricielo, cuyas mansiones están “situadas en los cuatro pétalos de la rosa celeste”: Partimos a la cacería de Cuatricielo el Hombre de las Magias, el hombre de las Cuatro Magias, [...] Cazaremos a Cuatricielo,

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Introducción

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porque tiraniza en sus mansiones, situadas en los cuatro pétalos de la rosa celeste.

Y aparece en el comienzo un quinto color, anticipemos ya que es una quinta dirección del mundo, el verde: El Jefe de Cazadores, Águila de Árboles, el de las huellas verdes pintadas en la tierra, saboreadora de las huellas verdes que al andar dejan los árboles —el viento se levanta y no acaba de lamer las hojas, juntándolas, separándolas, arremolinándolas-huellas verdes del Jefe de Cazadores, Águila de Árboles, Águila de uñas en medio de una tempestad de hojas verdes, su cuerpo, membrillo de oro untado de grasa de ciervo, el escudo al brazo tatuado de serpientes verdes y la flecha de pluma de quetzal apuntada hacia mediodía.

El Jefe de Cazadores, rodeado y transmutado por el color verde, tiene además una identificación en los últimos versos que citamos: la flecha de pluma de quetzal y el brazo tatuado de serpientes nos remiten a Quetzalcóatl (en el caso de Asturias, realmente es el originario Kukulkán maya, a quien dedica además el cierre de las Leyendas de Guatemala). Miguel Ángel Asturias nos ha dado una clave interpretativa en cinco colores. Y nos ha dado la referencia precisa a la rosa de los vientos que nos sirve para descifrarlos. Volvamos a la visión originaria que utilizamos y veamos la disposición de los colores en la rosa de los vientos.

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El blanco, el rojo, el amarillo y el negro no son otra cosa que la diferente coloración del día por la posición del Sol en relación a la tierra: el blanco es el amanecer; el rojo, el sol en su plenitud; el amarillo, el atardecer; el negro, la noche. El Sol en relación a los puntos cardinales puede tener sus variantes y el poema de Miguel Ángel Asturias las contiene. Lo importante es que la relación temporal (el paso del Sol iluminando la Tierra durante un día) y temporal (la posición geográfica del Sol en relación a la Tierra) admite matices cromáticos. Esta relación espacio-tiempo marca una visión central del universo prehispánico en las áreas del antiguo México y Centroamérica. Los colores remiten a los puntos cardinales y estos a la visión cuatripartita del mundo. Las cuatro direcciones marcadas, más la dirección central, el verde, que conforma el hábitat, es el espacio desde el que salen las otras cuatro direcciones. Estaba ya, en el lenguaje pictográfico de los códices, en una pintura muy conocida del más completo de la tradición maya, el Códice Madrid, de donde recuperamos la siguiente imagen.

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Miguel León-Portilla la explicó suficientemente y damos aquí una versión reducida de su esclarecimiento: más que cuatro puntos cardinales, estamos ante cuatro sectores cósmicos que convergen en un punto, el centro, que es la quinta dirección del mundo. En el centro, un árbol cósmico y dos deidades que mantienen los glifos del viento y de la vida, rodeadas por un cuadrado que contiene los veinte signos de los días, desde el que se sale hacia cuatro cuadrantes señalados por huellas, que son las cuatro direcciones del mundo. Sobre la dirección central, marcada por el color verde, son varios los textos mayas los que nos pueden acompañar. En el Chilam Balam de Chumayel, en el texto referente al 11 Ahau2, una pelea entre dioses (las trece deidades celestes, Oxalahun ti ku, y las nueve del inframundo, Bolon ti ku) se pelean y destruyen el mundo para provocar luego, una vez terminado el arrasamiento, un nuevo renacer que comenzará con el resurgir de la ceiba roja; después, de la blanca, la negra y la amarilla, en las que se posará un ave del mismo color, hasta que al final: Se alzará también Yaax Imix che, la ceiba verde primigenia, en la región central, como señal y memoria de aniquilamiento. Ella es la que sostiene el plato y el vaso, la estera y el trono de los katunes que por ella viven.

Volvamos al texto de Miguel Ángel Asturias, al fragmento concreto en el que los cazadores celestes van a la cacería de Cuatricielo. Es evidente que la relación temporal y espacial de los cuatro colores nos lleva a esta divinidad, que es solamente del propio Asturias, pero que remite al espacio original de la misma creación. No vamos a explicarlo aquí; solo dejaremos hablar al texto originario maya, el Popol Vuh: Existía el libro original, escrito antiguamente, pero su vista está oculta […]. Grande era la descripción y el relato de cómo se acabó de formar todo el cielo y la tierra, como fue formado y repartido en cuatro partes, cómo fue señalado y el cielo fue medido y se trajo la cuerda de medir y fue extendida en el cielo y en la tierra, en los cuatro ángulos, en los cuatro rincones, como fue dicho por el Creador y el Formador...3.

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Versión de León-Portilla (ob. cit.: 81-83). En la versión de Adrián Recinos (1980): Literatura maya. Caracas: Biblioteca Ayacucho, p. 12.

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Hemos ofrecido un ejemplo de recuperaciones contemporáneas del mito, entre otras muchas posibilidades (el mismo Miguel Ángel Asturias jugó repetidamente con el simbolismo de los colores y la lectura de “Ahora que me acuerdo” —el segundo relato de las Leyendas de Guatemala— o la dramatización de Kukulkán que las cierra serían una buena forma de comprobarlas). Sin embargo, hemos buscado solo un ejemplo para hacer una llamada a seguir una propuesta de lectura que entrelaza los textos trasvasados de la oralidad, desde los orígenes prehispánicos, con textos contemporáneos. Es evidente que no es solo el recurso textual el que permite hablar de recuperaciones y de supervivencias. Será muy difícil que el lector no asocie la visión cuatripartita del mundo y el espacio central con las cuatro figuras que descienden cabeza abajo y girando del palo volador al ritmo que marca un danzante central: forman parte de la misma cosmovisión originaria y el mito entonces se recrea en el folclore y en los laberintos de la soledad, persiste, da sentido a un universo en el que la literatura lo reproduce también para adquirir dimensión mítica o estética. Lo hemos planteado en otras ocasiones en relación a mitos y tradiciones centrales de gran persistencia literaria, con algunos preferidos, como el de Quetzalcóatl de la tradición azteca. Pero nos debe interesar también la amplia difusión literaria y artística que asumen varias culturas y tradiciones, con especial relevancia, aparte de las citadas, la que surge del Incario, o todas las que pueblan el imaginario americano desde sus orígenes, las cuales, aunque se intentaron aniquilar, provocaron imágenes supervivientes. Con este sentido convocamos, en noviembre de 2011, en la Universidad de Alicante, el III Congreso Internacional “Mitos prehispánicos en la literatura latinoamericana. Homenaje a José María Arguedas en el centenario de su nacimiento”, cuyos materiales recoge, parcialmente, este volumen.

UNA

R E F L E X I Ó N A B I E RTA

Los trabajos que publicamos en el presente volumen vienen a sumarse a varias publicaciones previas sobre la pervivencia del mundo mítico prehispánico en el período colonial y su emergencia en la literatura actual; por un lado, a las realizadas por el grupo de investigación de la Universidad de Alicante en dos números de la revista América sin nombre4 y, por otro, a las desarrolladas como resultado de los congresos previos referidos al final de esta introducción: Helena Usandizaga 4

Carmen Alemany y Eva Valero (coords.) (2005): “Recuperaciones del mundo precolombino y colonial en los siglos XIX y XX hispanoamericanos”, en América sin nombre nº. 5-6; Beatriz Aracil (coord.) (2007): “En torno al personaje histórico”, América sin nombre, nº. 9-10.

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(ed.), La palabra recuperada. Mitos prehispánicos en la literatura latinoamericana (2006), y Magdalena Chocano, William Rowe y Helena Usandizaga (eds.), Huellas del mito prehispánico en la literatura latinoamericana (2010). Los nuevos desarrollos que aquí presentamos han sido ordenados en dos grandes secciones, siguiendo un criterio cronológico: la primera parte, referida al período colonial y la segunda, a la literatura contemporánea. Esta última, a su vez, ha sido clasificada por grandes áreas geográficas, con el fin de ofrecer al lector una organización que permite establecer vínculos claros entre los artículos dedicados a cada una de las literaturas nacionales abordadas. Concluye el libro con una sección que hemos titulado “Varia”, en la que se encuentran artículos dedicados al mismo argumento en varios autores de diferentes literaturas o que escapan a la clasificación anterior. El fin último ha sido el de ofrecer una estructura que optimice la búsqueda al lector interesado, si bien los diferentes períodos y temas abordados dialogan entre sí, creando un gran panorama en el que la historia, la antropología y la literatura se incardinan necesariamente. Con este objetivo, comenzamos con una primera parte dedicada a la pervivencia del mito prehispánico en el período colonial, con especial atención al siglo XVI, pero también a otros momentos clave de preocupación sobre ese pasado como es la segunda mitad del siglo XVIII. Estos trabajos dan muestra de cómo la ficcionalización de los mitos y las tradiciones prehispánicas, tan presente en la literatura latinoamericana del último siglo, comienza desde los primeros tiempos de la conquista y se desarrolla de forma continuada hasta nuestros días. En las crónicas del período renacentista se sitúan los trabajos de Martin Sozzi, Víctor Sanchis y Mercedes Serna, en los que se analiza la utilización del relato mítico para la interpretación y la construcción de la historia. Los trabajos abarcan las emergencias del mito prehispánico en los textos producidos durante la Colonia en el ámbito peruano, mexicano y de la actual Colombia. La funcionalidad del mito en las crónicas del Perú centra el primer trabajo. Desde la visión de los mitos como manifestaciones de una verdad oculta, el análisis de Sozzi sobre los relatos míticos en la obra del Inca Garcilaso de la Vega revela que estos aparecen como narraciones en las que hay una evidente alteración de los hechos. Sozzi plantea que no por ello los mitos pueden ser considerados como ahistóricos o irreales, sino que forman parte de la tradición histórica y de la cultura como indicadores de su verdad más profunda. El siguiente artículo, de Víctor Sanchis, nos sitúa en el ámbito novohispano, para analizar la presencia del mito del regreso de Quetzalcóatl en una de las crónicas menos conocidas del “ciclo de la conquista de México” de Francisco Cervantes de Salazar: la Crónica de la Nueva España (compuesta en torno a 1560). El que fuera cronista de la ciudad utiliza en la retórica de su obra los agüeros de las culturas mesoamericanas sobre el regreso de

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uno de sus dioses principales para justificar la conquista y la colonización española, tiñendo su interpretación sobre el mito de una predestinación divina propia de los relatos épicos. Por su parte, Mercedes Serna nos desplaza a otra área cultural prehispánica para analizar los mitos de los tayronas, los chibchas o muiscas y sus analogías con los europeos o asiáticos. El artículo visualiza la cultura dorada del pasado prehispánico de la actual Colombia, que comprende desde el 1200 hasta el 1510, y que estaba formada por sucesivos pueblos indígenas, entre los que destacan los tayronas, los chibchas o muiscas, los quimbayas, zenúes, la cultura Colima, la Nariño y la cultura Tumaco. Con la mirada atenta a ese pasado, Serna analiza algunos mitos de los chibchas o muiscas, como el de Bachué o el mito de Bochica, y sus coincidencias con los europeos o asiáticos, así como la leyenda de origen amazónico de Yurupary, la narración más representativa de la cultura colombiana. Asimismo, la autora estudia la presencia de los muiscas y sus relatos en algunas obras del tiempo de la conquista como la Historia general y natural de las Indias, de Gonzalo Fernández de Oviedo y, sobre todo, en dos obras de relieve histórico y literario: Elegías de Varones ilustres de Indias, del clérigo Juan de Castellanos y El carnero, de fray Juan Rodríguez Freyle. La recuperación del mito desde el tiempo de la conquista y después, durante los siglos de la Colonia, se canalizó a través del mestizaje religioso, que es abordado en los trabajos de Mónica Ruiz Bañuls y Ligia Rivera. Una de las manifestaciones más interesantes de dicho mestizaje se encuentra en los huehuetlatolli, textos en náhuatl que, preservados por los misioneros, acumularon una sabiduría vivencial entroncada con la primera evangelización novohispana. Mónica Ruiz Bañuls pone de manifiesto cómo en estos textos subyace un universo mítico, revelador de una manera de ser y de comprender la vida, una singular visión de lo que las fuerzas naturales y sobrenaturales significaban en la cosmovisión cultural precortesiana. A pesar de los intentos de “extirpación” de dicho universo cultural y mítico, existió una corriente evangelizadora que supo valorar tales elementos míticos, recuperando la memoria del pasado inmediato a la conquista. Ruiz Bañuls demuestra cómo, a través de los testimonios prehispánicos que algunos de los misioneros seráficos llegados al Nuevo Mundo conservaron como instrumentos eficaces de su proyecto evangelizador, es posible recuperar el rico legado mítico del pueblo nahua. A partir de la conquista, la suplantación de las deidades del panteón mexica por los santos y vírgenes católicos tiene un ejemplo paradigmático en Cholula, donde se instaló como divinidad reinante a la Virgen de los Remedios sobre una pirámide sagrada. Ligia Rivera recopila el discurso mítico presente en la oralidad, que muestra una historia reveladora de las dificultades que sortea la Virgen española para instalarse en ese espacio sagrado, lugar de veneración de la divinidad del agua y la lluvia (Tláloc o su advocación Choconauquiahuitl). El artículo muestra cómo a pesar de

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que la cosmovisión de los cholultecas refleja el impacto de la aculturación, también conserva en la memoria el recuerdo glorioso de sus antiguos dioses, en su resistencia a abandonar su templo. El recuerdo se transmite mediante mitos, los cuales subsisten con gran vitalidad mostrando la coexistencia de dos tradiciones culturales y, por tanto, de dos formas antagónicas de concebir el mundo. Si la recuperación del mito ha sido analizada en el ámbito histórico y en el religioso, el siguiente trabajo de Mar Langa nos abre otro ángulo de la vida colonial en el que lo prehispánico tiene también una funcionalidad destacada: los mitos sobre mujeres, en el caso concreto del Paraguay colonial. Este estudio nos sitúa ante un corpus textual formado por crónicas, cartas y documentos judiciales en los que el mito y la verdad histórica se entrecruzan. Desde el entramado que tal entrecruzamiento genera, resulta complejo deslindar ambas esferas. En este punto, el trabajo localiza los hilos que permiten plantear un acercamiento a la figura de la mujer durante la primera etapa colonial de Paraguay. Por último, la relevancia de la nueva mirada hacia el pasado prehispánico que protagonizan los intelectuales del siglo XVIII es estudiada por Claudia Comes a través de un ejemplo principal: el caso de Eguiara y Eguren en su Bibliotheca Mexicana (1755), que significó un nuevo diseño de la identidad cultural mexicana. En los prólogos o anteloquia que anteceden a la obra, su autor defiende la unidad de la historia y la cultura desarrollada en suelo mexicano, soslayando la ruptura que supuso la llegada de los españoles. Además, como defensa del valor intelectual de sus habitantes, realiza un recorrido por toda su historia cultural, que se iniciaría ya en el periodo precolombino. Con el objetivo de acallar las voces, sobre todo europeas, que incidían una y otra vez en la incultura y barbarie de los indígenas, Eguiara dedica los siete primeros prólogos de su obra a describir el desarrollo cultural del imperio azteca y el alto nivel que había alcanzado, de forma que lo convertía en digno predecesor de la cultura criolla posterior. Sin embargo, llama mucho la atención que Eguiara omita tratar sobre la religión prehispánica, que sí estaban tratando otros autores en su época. Claudia Comes plantea que con ello Eguiara pretendía quitar del primer plano todo lo que tuviera que ver con la idolatría y pudiera ser utilizado como argumento para poner en cuestión la sincera religiosidad cristiana de los nuevos conversos. Además, de forma paralela, suplió el vacío que este mundo mítico había dejado en su panorama cultural mitificando por diversas vías el pasado histórico precolombino. Con este trabajo se cierra el apartado sobre el período colonial para iniciar la parte más extensa del libro, dedicada a la presencia del mito prehispánico en la literatura latinoamericana contemporánea, con dos series de trabajos dedicados a la literatura mexicana-guatemalteca y a la peruana-ecuatoriana, y una última parte en la que se engloban otras literaturas nacionales.

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El ámbito cultural mesoamericano es abordado en ocho trabajos sobre diversas obras y autores que utilizan sus mitos. Inicia la sección el artículo de Stefano Tedeschi, con una reflexión sobre las visiones cosmogónicas prehispánicas que aparecen en obras poéticas como Clarivigilia Primaveral (1965) y Parla il Gran Lengua de Miguel Ángel Asturias (1966) —una selección bilingüe en español e italiano de su producción poética más significativa—, Los ovnis de oro de Ernesto Cardenal (1992) y Poesía ignorada y olvidada de Jorge Zalamea (1986). La recuperación del universo maya en la literatura guatemalteca ocupa el espacio de los dos siguientes trabajos, de Astvaldur Astvaldsson y Sylvain Choin. Astvaldsson estudia la poesía de Humberto Ak’abal, en sus ejes principales: naturaleza, lenguaje y resistencia, y en concreto desde el punto de vista del papel que ‘un mundo sonoro’, estrechamente relacionado tanto con el bilingüismo como con la traducción, desempeña en la poética del autor Ak’abal, cuyo objetivo principal es el de “reconstruir y dignificar la memoria maya como principio epistemológico para el reconocimiento cultural del mundo indígena”. Las divinidades prehispánicas de México, y su recuperación contemporánea en la prosa, centran los estudios de Sylvain Choin y Edmer Calero. Sylvain Choin se centra en el origen de “Cuculcán” escenificado en la pieza teatral añadida a la segunda edición de las Leyendas de Guatemala (Buenos Aires, 1948). Los cuatro manuscritos desconocidos e inéditos que llevan por título “La leyenda de Kukul” y que fueron publicados en Cuentos y leyendas. Miguel Ángel Asturias (Madrid et al.: ALLCA XX-Colección Archivos, 2000) anticipan la pieza teatral, por lo que el trabajo parte de la consideración del texto narrativo (“La leyenda de Kukul”) como “borrador” de “Cuculcán” y analiza la relación entre ambos textos desde dos perspectivas: en primer lugar, coteja los manuscritos y la pieza teatral para analizar la evolución del pensamiento de Asturias; en segundo lugar, identifica y delimita la base indígena del argumento (la influencia del Popol Vuh y de las leyendas tradicionales guatemaltecas), desligándolo de elementos europeos (como el influjo del surrealismo o la influencia en la obra de El pájaro de fuego). Por su parte, Edmer Calero nos conduce a mediados del siglo XX, a una novela de Ramón Rubín, El canto de la grilla, de 1952, con el objetivo puesto en la divinidad de Venus o Xurávet. Partiendo de los trabajos antropológicos y etnológicos recientes sobre dicha divinidad en el área cultural del Gran Nayar, se propone una nueva lectura de esta novela y en concreto de su desenlace, considerado como defectuoso por algunos críticos. El estudio de las implicaciones de Xurávet en el principio, en el desarrollo y en el desenlace de la novela puede atenuar este juicio a través de una lectura basada en un encadenamiento o enfoque mítico. Desde Miguel Ángel Asturias llegamos a Carlos Fuentes, otro de los escritores paradigmáticos de esta literatura preocupada por la identidad, la historia y el pa-

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sado indígena de México. La presencia del mito prehispánico en el relato “Por boca de los dioses” (inserto en Los días enmascarados) es analizada por Weselina Gacinska desde el punto de vista de la crítica social y cultural, pero también como una clave para el entendimiento de la presencia del arquetipo en la modernidad (para lo cual se parte del concepto del mito y del símbolo de clásicos antropólogos y filósofos como E. Cassirer, N. Frye o M. Eliade). El Teotl, o “esencia divina” que se extrae de la presencia de los dioses en el cuento, se introduce en el mundo contemporáneo. Estas deidades, el tema de la cara y la presencia de la boca, dibujan un itinerario de búsqueda de la identidad que conduce al protagonista hacia la purificación. Un salto al siglo XXI nos lleva al estudio del “malinchismo” en Diablo Guardián, de Xavier Velasco, desde una perspectiva posmoderna. Miguel Caballero estudia en esta novela de 2003 la utilización del mito de la Malinche para explicar los fenómenos identitarios de la sociedad global. Desde la problematización del concepto del mestizaje que Diablo Guardián plantea, la trama argumental recrea una nueva Malinche moderna que no abandera ninguna de las causas simbolizadas por la Malinche en las últimas décadas: ni reivindica el mestizaje, ni denuncia el sometimiento de la mujer, ni la doble discriminación que padecen las chicanas. En el campo de la antropología literaria, y en el estudio de la oralidad, se sitúan los trabajos de Alejandra Gámez, Tanya González y, en buena medida, el de Verónica Kugel. En el primero, podemos seguir conociendo otras deidades del área mesoamericana y, en concreto, las nuevas configuraciones de la cosmovisión y la narrativa indígena en San Marcos Tlacoyalco, en Puebla. Alejandra Gámez se adentra en los pueblos ngiguás de Puebla y en sus expresiones de la visión del mundo que aluden a la matriz mesoamericana, pero que han sufrido cambios a través del tiempo, formando así nuevas configuraciones de la cosmovisión en las que conviven lo mesoamericano y lo católico. Históricamente, la cosmovisión mesoamericana ha tenido como fundamento central el medio ambiente y su interacción constante con él, debido a que las sociedades indígenas han basado su subsistencia en la agricultura, lo que las ha hecho altamente dependientes de los fenómenos naturales, como es el caso de la lluvia, de la cual depende el desarrollo de la agricultura. Por ello, muchas de las antiguas deidades mesoamericanas relacionadas con el agua siguen siendo símbolos dominantes en la cosmovisión de gran parte de los pueblos indígenas del país. Gámez Espinosa analiza las actuales configuraciones de la cosmovisión mesoamericana en torno a las entidades del agua (el señor del monte, la gran víbora, las sirenas y los duendes) entre los ngiguás de Puebla a través del estudio de la narrativa indígena y la ritualidad. Un caso más concreto es el de la leyenda de “la Llorona”, que encontramos en el trabajo de Tanya González Zavala, en el que conocemos que los informantes de Xicotepec de Juárez describen a este personaje en la

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tradición oral de una forma dual, como “una hermosa mujer, de cabello largo, ojos muy bonitos, vestida de blanco” y, en ocasiones, “como una calavera”. El análisis de este personaje demuestra que ejerce una importante función persuasiva pues es quien, mediante prácticas de seducción, e incluso pérdida de conciencia, “cambia la condición existencial de ebrios a abstemios después de sumergirlos en el agua o bien los conduce a la muerte tras precipitarlos a una barranca”. Tanya González, además, observa las coincidencias descriptivas entre la Llorona y Cihuacóatl (la “mujer serpiente” que aparece en la crónica de Sahagún y que realizaba acciones semejantes a las que se atribuyen a la Llorona en el discurso actual), y señala el significado que adquieren el agua y un “espacio sagrado” como la barranca dentro de la cosmovisión del mundo prehispánico. Cierra la sección dedicada al área cultural mexicana el artículo de Verónica Kugel sobre el tema de los c’angandhos, tanto en la tradición hñähñu como en la literatura regional del valle del Mezquital, México. El trabajo revela cómo estas piedras benéficas, que figuran como “piedra preciosa” en el Arte breve de la lengua otomí y vocabulario trilingüe de Alonso Urbano (fechado en 1605), se encuentran nuevamente en una Diligencia de justicia en asunto a idolatría (Real del Cardonal, Hidalgo, México) del año 1790; y reaparecen, en ocasiones bajo su nombre antiguo y en otras como piedras especiales o sagradas, en la literatura regional moderna, bien sea como leyendas, bien en relatos de ficción. De estos últimos, Kugel analiza “Xaxni; la llorona del jagüey”, de José Luis López Vargas (2009) y “María Cangandhó”, de Abel Pérez Ángeles (2009). El análisis de las características de los c’angandhos en todas estas manifestaciones escritas del pasado y del presente, permite finalmente ubicarlos en el universo indígena otomí o hñähñu del valle del Mezquital. De México nos trasladamos a continuación a la otra área principal del mundo prehispánico para ver sus recuperaciones en la literatura contemporánea del Perú y Ecuador. La ordenación de los ocho artículos comprendidos en este apartado obedece a un criterio cronológico, con el fin de ofrecer al lector una perspectiva histórica en la evolución del tratamiento de la temática incaica e indígena en la literatura peruana —fundamentalmente— desde mediados del siglo XIX hasta la primera mitad del siglo XX. Inicia así la sección el trabajo de Eva Valero sobre los primeros intentos de recuperación del pasado incaico por parte de los románticos peruanos, quienes, a pesar de haberse quedado en la tentativa para la creación de una literatura nacional, y del malogrado estilo imitativo, apuntaron las primeras perspectivas para la creación de una “mitología peruana”. El estudio de los fragmentos poéticos dedicados por algunos autores como José Arnaldo Márquez o Pedro Paz Soldán y Unanúe (“Juan de Arona”) a la recuperación incipiente del pasado prehispánico, así como los textos en prosa sobre este mismo pasado producidos por Ricardo Palma en algunas de sus “tradiciones” (“Palla-Huar-

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cuna”, “La gruta de las maravillas”, “La achirana del Inca”…), o en una obra inicial titulada Corona patriótica (1853), revela la necesaria matización a la opinión generalizadora de la crítica sobre el desarraigo del Romanticismo peruano respecto a la historia propia y al contexto nacional. Abordar estos textos permite reconsiderar dicho Romanticismo en la parte que tuvo de anclaje en lo nativo y en la propia historia, y revalorizar su papel en el proceso de construcción de la tradición literaria del Perú tras la emancipación. En esta línea de recuperación del pasado para la acuciante necesidad de consolidación de una literatura nacional se sitúa el siguiente autor abordado en el libro, Abraham Valdelomar. El fundador del “Grupo Colónida” y de la revista de título homónimo en 1916 (que aglutinó a una serie de jóvenes escritores preocupados por promover un cambio en el panorama cultural peruano) protagonizó en las primeras décadas del siglo XX la búsqueda de nuevos temas y modos de expresión en la dirección apuntada. Como plantea M.ª Elena Martínez-Acacio Alonso, para lograr este objetivo, Abraham Valdelomar volvió su mirada hacia el pasado prehispánico en los relatos compilados bajo el título de Los hijos del Sol (publicado de forma póstuma en 1921), construyendo así una serie de cuentos de tema incaico entre los que se encuentra el titulado “Los hermanos Ayar”. MartínezAcacio analiza las versiones del mito en diferentes crónicas de Indias, para llegar después al relato de Abraham Valdelomar y estudiar esta recuperación contemporánea del que es un mito fundacional de la cultura inca. El estudio concluye con la significación que dicha recuperación cumple en la propia trayectoria literaria de Valdelomar, pero también en el panorama cultural y literario del Perú de comienzos de siglo: “el redescubrimiento y la revalorización de lo incaico en el ámbito cultural” todavía en los límites del Modernismo. La reivindicación social de la figura del indígena, que ya había estado en el objetivo de escritores anteriores como Clorinda Matto de Turner o Manuel González Prada, quedaba fuera de los límites de un libro como Los hijos del Sol, si bien la mirada hacia el pasado incaico contenía también la preocupación por la integración nacional, y las posiciones más reivindicativas y comprometidas no se harían esperar. Tres años después de la publicación de Los hijos del Sol aparece un libro fundamental en esta misma línea de presencia literaria del mundo indígena, que se ubica en los límites difusos del exotismo y la preocupación social. Nos referimos a La venganza del cóndor de Ventura García Calderón, publicado en 1924. Partiendo de la problemática recepción crítica de este autor, Benoit Filhol trata de sacar al autor del “encasillamiento injusto y reductor” al que ha sido sometido en relación a su visión exotista del indígena. Para ello, Filhol se adentra en la imagen del indígena y en la cosmovisión incaica que plasmó el escritor en sus cuentos para tratar de esclarecer las intenciones de García Calderón en sus relatos de te-

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mática indígena y el lugar que, en relación a ellas, ocupa en la historia de la literatura peruana. Desde la generación romántica, el camino trazado nos conduce por el Modernismo y el primer indigenismo para desembocar en la vanguardia peruana y la utilización del indígena como mito por parte de algunos de sus protagonistas. Marta Ortiz estudia algunos textos indigenistas publicados en revistas peruanas de los años veinte. A través de su lectura se busca la manera en que se ha representado el paisaje andino y la figura del indígena, y se analiza si ambos funcionan como mito, como referente o si los autores van más allá. El tratamiento del paisaje y del indígena como referentes literarios lleva a concluir que lo que ciertos autores indigenistas crearon no fue una identidad homogénea que definiera la nación peruana, sino una identidad de clase que los integrara como intelectuales emergentes. Estos autores necesitaron identificarse con el indio para alegar ciertos rasgos autóctonos y originales de su nacionalidad, pero al mismo tiempo se esforzaron por demostrar y defender una racionalidad estrictamente occidental. Avanzando en el siglo (y en el libro), prosiguen la línea cronológica dos artículos dedicados a una misma obra: El pez de oro de Gamaliel Churata, publicada en 1957. En el primero, Helena Usandizaga propone un estudio sobre la reconstrucción y reinvención de los mitos andinos en esta obra para responder a las siguientes preguntas: ¿tienen los mitos que en ella aparecen una conexión directa con la cultura andina? ¿Cuál es la situación del autor respecto a ella? ¿Qué tipo de mitos aparecen en El pez de oro y cuál es su relación con las fuentes? Usandizaga responde a estas interrogantes para concluir que lo mítico y lo simbólico trascienden lo puramente narrativo con el fin último de expresar un “valor filosófico alternativo”, que “puede interactuar con modos más conocidos y en esa discusión generar un nuevo conocimiento”. Por su parte, Meritxell Hernando Marsal complementa el estudio de la obra ofreciendo otro enfoque basado en la utilización de la política del miedo a través de la articulación realizada por Churata entre la tradición mítica y la reflexión política. El trabajo estudia a los personajes míticos del Puma y el Pez de Oro en su vinculación con el retorno del Inca, presente en tradiciones andinas poscoloniales como la leyenda de Inkarrí, para debatir la constitución posible del buen gobierno andino. En este debate, el miedo es encarnado por Churata en la figura de un monstruo atroz, mecanismo con el que cuestiona el instrumento de sumisión en que se funda la autoridad hispánica de América. El autor de El pez de oro reflexiona sobre la existencia del miedo a través de sus personajes míticos y decide oponerse al mismo mediante una batalla colectiva. Con tal reflexión, Meritxell Hernando concluye en la idea de que en El pez de oro mito e imaginación popular se vinculan con la reflexión sobre el poder y con una reescritura imaginativa de la historia, que traslada la guerra colonial al entorno sumergido del lago Titicaca.

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Por los mismos años en que se publicó El pez de oro, aparece el poema “Boletín y elegía de las mitas” (1959), del escritor ecuatoriano César Dávila Andrade, incluido en el poemario Arco de instantes. Daniela Evangelina Chazarreta analiza las significaciones que el universo quechua alcanza en este poema, desde la idea de la escritura constructora del espacio de la otredad. Chazarreta plantea este espacio como heredero de “Alturas de Macchu Picchu” (1948) de Pablo Neruda —a pesar de sustanciales diferencias—, y el discurso de denuncia de Poemas humanos (1938) y España aparta de mí este cáliz (1937) de César Vallejo; y como texto que asume la heterogeneidad (entendida en el sentido planteado por Cornejo Polar) desde lo lingüístico, desde su cosmovisión y desde el locus, por momentos migrante, que traza el sujeto poético. Por último, nos trasladamos a 1974 para conocer un texto anónimo quechua que, según el autor del trabajo, Héctor Gómez Navarro, es una de las más bellas expresiones de narrativa oral andina. El texto lleva por título Tutupaka llakkta o El mancebo que venció al diablo: anónimo quechua, y fue publicado en 1974 por Jorge A. Lira, colaborador durante años del trabajo etnográfico de José María Arguedas. En el artículo de Gómez Navarro conocemos que el relato, recogido en quechua en Maranganí (Cuzco) y traducido al español, contiene componentes narrativos que apuntan a que se trata de una versión quechua del cuento español de Blancaflor, proveniente a su vez del mito de Medea. En este trasvase, Héctor Navarro estudia cómo los elementos del mito griego transitan hasta el relato andino y por qué unos permanecen intactos mientras que otros han variado, concluyendo con el trazo del mapa de dichas variantes y de los caminos que conducen a la actual configuración de la narración andina. La utilización de los mitos prehispánicos en la literatura latinoamericana contemporánea tiene, por supuesto, carácter continental, y en el libro que presentamos no faltan trabajos dedicados a otras literaturas nacionales en las que se encuentran muchos ejemplos que realizaron el mismo viaje literario a los orígenes. Abrimos así otra sección en la que se agrupan estudios sobre obras de la literatura chilena, argentina, colombiana, dominicana y cubana. La primera de ellas es analizada desde el punto de vista de las presencias míticas que recorren su historia, desde sus orígenes hasta nuestros días. A ese recorrido dedica su estudio Chiara Bolognese, que analiza la presencia de elementos relacionados con los mitos prehispánicos de la Patagonia y Chiloé en la literatura chilena desde el punto de vista de la otredad. Esta perspectiva le permite observar cómo los escritores latinoamericanos incorporan el legado de su pasado a su obra, concretando su análisis en las obras de José Victorino Lastarria, José Donoso, Carlos Franz y, de forma diferenciada, Patricio Manns, para mostrar cómo estos autores dan cabida y elaboran la herencia mítica en sus textos. De Chile nos desplazamos a la República Dominicana con el trabajo de Fernanda Bustamante Escalona, en el que se analizan las divinidades, el animalismo, la

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mitología y los ritos dominicanos presentes en la novela La biografía difusa de Sombra Castañeda de Marcio Veloz Maggiolo; elementos todos ellos fundamentales de la cultura dominicana que son rescatados del silencio en esta novela. Con esta recuperación el autor hace visible el negado sincretismo entre las culturas blanca-castellana, indígena-taína y afro-haitiana, que conforman lo dominicano, por medio de una heteroglosia que permite el diálogo entre diversas voces; y logra un reto mayor: poner en tensión el discurso oficial y unificador de lo dominicano. El viaje continental nos conduce a continuación a Colombia, para conocer la incidencia del mito en las producciones literarias de la violencia colombiana. Benito Elías García estudia en la literatura colombiana la preocupación acerca de un fenómeno bien conocido: el continuo empleo de la violencia en la región. Esta violencia ha entrado a formar parte del folclore y es relatada en las artes desde una clara perspectiva mítica, en la cual se encuentran arquetipos universales que actúan en la forma de expresar la realidad cotidiana por parte de los escritores. El trabajo desentraña algunos de esos esquemas míticos de los que aún se sirven los autores colombianos para dar muestra del vivir diario americano, tales como los poetas Omar Ortiz, Juan Manuel de Roca, o el novelista Jorge Franco Ramos, cuya novela Rosario Tijeras centra la disertación. Una actualización de la novela esclavista decimonónica llega a través del cubano Lino Novás Blanco y su obra Pedro Blanco, el negrero, biografía del tratante malagueño Pedro Blanco Fernández de Trava aparecida en Madrid en 1933. Jesús Gómez de Tejada enfoca la obra a partir de esta actualización que supuso un nuevo tratamiento y un enfoque más amplio del género. Novás muestra en la obra rasgos de las creencias míticas de los personajes, a menudo utilizadas por los esclavistas para mantenerlos bajo su dominio. Otro ejemplo de emergencia del mito como mecanismo de “actualización cultural” lo encontramos en el ámbito chileno, en concreto en la poesía mapuche, a través de la presencia en la misma del Shumpall o el señor de las aguas, analizada por Inmaculada María Lozano Olivas a través de las antologías, editadas por Jaime Huenún, La memoria iluminada (2007) y 20 poetas mapuches contemporáneos (2003), así como en la obra de Adriana Paredes Pinda, Üi (2005). Finalizamos el viaje continental en Argentina con un escritor principal y un problema básico de la literatura latinoamericana para entender la relación entre el mito y tal escritor: Julio Cortázar y la dialéctica entre civilización y barbarie. Rosa Serra analiza el relato “Las Ménades” (Final del juego, 1956) para observar en el mismo la presencia del mito clásico o bien de una pulsión ancestral. En el cuento se escenifica un espectáculo, en principio cultural: un concierto que finaliza en la barbarie más exacerbada. Generalmente, la crítica ha considerado el cuento desde la óptica de un mito clásico: una orgía dionisíaca que desemboca en un estado de paroxismo, con

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desenlace trágico que insinúa una escena de canibalismo. Serra profundiza en este desenlace de un relato que refleja la contradicción planteada por Cortázar y que anula la oposición entre civilización y barbarie. Ello lleva a consideraciones sobre otros cuentos como “La noche boca arriba” y “Axololt”, del mismo libro, y el guión radiofónico “Adiós Robinsón”, de 1971, donde Cortázar se refiere al canibalismo. Por último, la sección “Varia” contiene una serie de artículos en los que se abordan varios autores de diferentes tradiciones o cuestiones transversales. Así, el trabajo de Carmen Alemany sobre las “configuraciones heterogéneas de los mitos prehispánicos en la narrativa neoindigenista”, se centra fundamentalmente en cómo autores principales de la narrativa neoindigenista —Augusto Roa Bastos, José María Arguedas, Manuel Scorza y Gioconda Belli— han utilizado los mitos precolombinos en sus ficciones. Este acercamiento lleva a la autora a concluir que la presencia de esos mitos es una clave fundamental en las novelas y relatos de los dos primeros autores citados. Sin embargo, en la obra de Scorza se produce un viraje que tendrá importantes consecuencias, entre otras, que las creencias en esos mitos han impedido la normal adecuación del indígena en las sociedades modernas. Como fruto de este cambio y de otros, la narrativa posterior sobre el indígena amortiguará la presencia de los mitos y estos dejarán de ser un referente indispensable. Otro siglo y diferente contexto encontramos en el siguiente trabajo, sobre la utilización de la materia legendario-mítica en las Maravillas americanas de Emilia Serrano (“Baronesa de Wilson”). Beatriz Ferrús Antón nos conduce al siglo XIX, el de los viajes, que se configura como una “época de redescubrimiento y de redefinición ideológica de América Latina”. En este contexto aparecen publicados numerosos libros de viajes (muchos de los cuales fueron escritos por mujeres), que adoptan en muchos casos la forma de diario personal, de manera que el “yo” del autor articula el desarrollo de una historia. Asimismo, el género costumbrista-romántico de la literatura de la época se adapta a las necesidades de este nuevo formato de escritura, de modo que leyenda romántica y mito prehispánico se entrelazan. Así, Emilia Serrano lleva a cabo una reimaginación ideológica del continente, confluyendo a su vez con el discurso científico, pero también con el independentista, a los que aporta nuevos sentidos con esta obra. El “narrador excluido” como estrategia narrativa utilizada por diferentes autores para su plasmación del choque de dos mundos es el punto de vista que nos propone Marcin Kazmierczak. A través del estudio de la técnica del ‘narrador excluido’ en El obsceno pájaro de la noche de José Donoso, se observa la percepción del mundo que presenta un personaje excluido de su entorno social. Debido a esta condición, el personaje refleja una percepción que puede ser entendida a priori como “inferior” a la conciencia colectiva de su comunidad. Sin embargo, esta funciona en la obra como un elemento de “superioridad”, ya que precisamente debido a dicha exclu-

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sión, desarrolla una mayor sensibilidad para ofrecer enfoques inusitados con los que perfila un retrato especialmente interesante desde el punto de vista artístico-literario de la sociedad en que se inserta dicho personaje. Otro salto en el tiempo y en el espacio nos lleva a una novela histórica escrita desde España. Joaquín Lameiro Tenreiro nos propone una lectura de la novela de Eugenio Granell titulada La novela del Indio Tupinamba. El trabajo analiza la obra desde la perspectiva histórica para observar el modo en que, a través de la misma, se logra establecer una distancia entre el sujeto histórico y la historia mediante el juego entre narrador —autor— protagonista, de forma que se produce un enfrentamiento contra la jerarquización impuesta por el discurso histórico. Así, al enfrentarse a dicho discurso histórico, la novela contradice a la historia, la corrige y formula su propia verdad en un plano de igualdad con el discurso histórico que se considera oficial. Este enfrentamiento responde a la necesidad de ofrecer una explicación de lo real que sea válida para el sujeto. De este modo, La novela del Indio Tupinamba ofrece, por un lado, la historia del mundo mantenida por el régimen franquista frente a la propia experiencia de Granell como exiliado en América y así, en sucesivas lecturas concéntricas cada vez más amplias, la del sujeto escindido de su autenticidad, exiliado en una especulación de su realidad. Pero la figura del indígena, en todos estos recorridos, tiene un momento clave e inicial de recuperación en lo que serían las literaturas nacionales propiamente dichas. Nos referimos a la literatura de la Independencia, en la que surgió la necesidad de dicha recuperación desde un punto de vista mitológico para la construcción nacional de las diferentes repúblicas. El problema que surge en este momento entre la recuperación del mito frente a la exclusión del indígena del presente es analizado por Remedios Mataix a través de una serie de ejemplos literarios y plásticos (pintura de la historia, arte de propaganda, poesía patriótica), que evidencia la instrumentalización de la que fue víctima el indígena peruano; una instrumentalización realizada a través de los discursos ideológicos, literarios y plásticos que construyeron y difundieron nociones como “patria” o “nación” en el siglo XIX. Así, la figura del indígena es interpretada de acuerdo con los ideogramas de cada coyuntura, siendo de este modo entendido como “buen salvaje” en unas ocasiones, al tiempo que demonizado en otras; de la misma forma, es asumido unas veces como parte fundamental de la resistencia frente a la dominación española y en otras ocasiones se insiste en su papel como parte fundacional de la identidad nacional. Los ejemplos literarios y plásticos manejados por la autora corresponden a la etapa de la Independencia y muestran la intervención de la política en la elaboración de la identidad nacional durante sus primeros tiempos. Concluye la sección “Varia” —y el libro en su totalidad— un trabajo que aporta un sentido esencial de actualidad a la temática abordada en el volumen.

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José Rovira Collado relaciona, por un lado, la literatura hispanoamericana con la didáctica de la lengua y la literatura, centrándose en la transmisión de mitos y sus posibilidades pedagógicas en la actualidad; y por otro, explora este potencial a través de la presencia de las distintas mitologías prehispánicas en el noveno arte: el cómic. Partiendo de los modelos de superhéroes, el trabajo recorre la presencia de los mitos precolombinos en propuestas infantiles, cómics en Internet o cómic internacional, hasta repasar las propuestas de homenaje a José María Arguedas. Para finalizar se presentan las adaptaciones literarias recogidas en la colección “Relatos del Nuevo Mundo”, publicada en 1992, en cuyos volúmenes participan grandes autores de cómic (escritores o ilustradores) y figuras principales de la crítica especializada en la literatura prehispánica. ***

Este libro, como ya hemos adelantado, contiene buena parte de las ponencias que se presentaron en el III Congreso Internacional “Mitos prehispánicos en la literatura latinoamericana. Homenaje a José María Arguedas en el centenario de su nacimiento”, celebrado en la Universidad de Alicante del 21 al 23 de noviembre de 2011. El congreso dio continuidad a los celebrados en Barcelona (2006) y Liverpool (2008), y en él se retomaron las líneas de análisis allí desarrolladas para proponer nuevos estudios de una temática que sigue arrojando sus frutos dada la amplitud con la que los creadores han abarcado el mito prehispánico en sus obras. Respecto a los trabajos realizados sobre la obra de Arguedas, estos han conformado el volumen monográfico dedicado al autor en la revista América sin nombre del año 2012, nº. 17. El congreso se planteó en el seno del proyecto de investigación financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación “La formación de la tradición hispanoamericana: historiografía, documentos y recuperaciones textuales” (MCI FFI2008-03271/FILO) y de su continuidad desde 2012 (MCI FFI2011-25717), dirigidos ambos por el Dr. José Carlos Rovira y desarrollados por la Unidad de Investigación de la Universidad de Alicante, “Recuperaciones del mundo prehispánico y colonial en la literatura latinoamericana”. La confluencia existente entre una parte de este proyecto y el dirigido por la profesora Helena Usandizaga en la Universidad de Barcelona con el título “Mitos prehispánicos en la literatura latinoamericana”, dio lugar a la idea del congreso con el fin de intercambiar resultados de investigación de ambos grupos, así como con todos aquellos investigadores que han aportado, con sus propuestas, importantes avances para el estudio sobre las relaciones que establece la literatura latinoamericana con la mitología prehispánica.

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El congreso se realizó con la financiación de la Generalitat Valenciana, en su programa de ayudas para la organización y difusión de congresos (AORG/2011) y del Ministerio de Ciencia e Innovación (FFI2011-12642-E), que asimismo aportó la ayuda económica necesaria para la edición de este volumen. José Carlos Rovira Eva Valero Juan

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PARA LEER LA HISTORIA DEL RENACIMIENTO. LA FUNCIÓN DEL MITO EN ALGUNAS CRÓNICAS DE LA CONQUISTA DEL PERÚ Martín Sozzi Universidad de Buenos Aires/Universidad Nacional de General Sarmiento

El trabajo que presentamos a continuación se propone estudiar los mitos sobre el origen del incario tal como aparecen en tres crónicas de la conquista del Perú: Notables daños de no guardar a los indios sus fueros del licenciado Polo de Ondegardo, la Historia de los Incas de Pedro Sarmiento de Gamboa y, fundamentalmente, los Comentarios reales del Inca Garcilaso de la Vega. Analizaremos cómo esos relatos del inicio de una civilización son elegidos en función del origen que se pretende restituir y de los elementos que se buscan generar y destacar. Me refiero a que la elección de un relato del inicio no constituye un hecho inocente y desinteresado, sino que se fija ese origen en función de la historia que se busca organizar, de la coherencia de un relato en el que el inicio de la narración busca coherencia con la totalidad de lo que se va a contar. Debemos establecer una diferencia importante, además, entre la existencia del mito en las comunidades predominantemente orales y la transformación que sufre en las sociedades y en los historiadores europeos y mestizos a los que nos estamos refiriendo. Al respecto, afirma Hugo Bauzá: El mito hace posible a quien lo percibe como realidad operativa conectarse —mientras dura la magia de la narración— con los orígenes; por esa circunstancia toda vez que se piensa en un mito no debe atenderse a su forma escrita o literaria, ya que ésta no es otra cosa que un sucedáneo falaz de su genuina naturaleza oral (el mito se corrompe en el mundo de la escritura) (2005: 19).

Los tres autores que hemos citado, si bien —como ya mencionamos— recurren a explicaciones míticas respecto de los orígenes, son historiadores del Rena-

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cimiento, o influidos por concepciones renacentistas del relato histórico, época en la que, como explica Víctor Frankl en El Antijovio de Gonzalo Jiménez de Quesada y las concepciones de realidad y verdad en la época de la Contrarreforma y el manierismo: [...] el pensamiento histórico estaba fuertemente ligado a las concepciones legendarias del pasado. La verdad histórica tenía mucho que ver con el recuerdo, con la evocación, con una realidad espiritual oculta a los ojos de los hombres vulgares, pero accesible a los dotados de una visión poética [...]. La historiografía, por tanto, se nutre de leyendas antiquísimas, de profecías, de la tradición bíblica o del pensamiento platónico. Un ejemplo lo hallamos en la obra historiográfica de Alfonso X el Sabio. Sus fuentes recogen desde la mitología, pasando por los viajeros y geógrafos de la Antigüedad [...], los historiadores latinos [...], hasta llegar a los cantares de gesta. Se funden pasado y presente, lo maravilloso y lo cotidiano, lo real y lo irreal1.

Los mitos, en los relatos que nosotros consideramos, no operan como en las sociedades donde existe un tipo de oralidad primaria, sino que son incorporados al discurso de la historia. Pero vayamos a los textos que vamos a considerar. En los capítulos iniciales de sus Comentarios reales, el Inca Garcilaso de la Vega presenta los rasgos de los primeros pobladores de lo que luego sería el imperio incaico. Era esta edad originaria —en la versión del Inca— momento nefasto en el que los pueblos no sometidos aún a la dominación incaica se caracterizaban por adoptar una multiplicidad de dioses, por la práctica de sacrificios humanos y de comportamientos bestiales como la antropofagia, por la falta de una organización política básica, por la carencia de elementos manufacturados como vestimentas, comidas y utensilios. A esta primera edad sumida en la barbarie, la continúa —siempre en la versión del Inca Garcilaso— una segunda en la que se buscan aplacar todos los comportamientos bárbaros correspondientes a la primera. Esta segunda edad es la del reinado del pueblo inca, que encauzará esos comportamientos descarriados, a la vez que preparará el pasaje a una tercera: la de la conquista española. El reinado de los incas, entonces, la segunda edad, constituye un espacio de pasaje que permitirá un devenir sin sobresaltos desde el momento primigenio a esta tercera etapa caracterizada por la llegada de las costumbres occidentales y, fundamentalmente, de la religión católica2. Este hecho refuerza la idea de que en el Inca

1

Tomo la cita de Mercedes Serna (2000: 15). Esta consideración de dos edades cuenta con antecedentes como se ha encargado de demostrar la profesora De Mora: “La legitimación cultural e histórica que se propone llevar a cabo Garcilaso del Tahuantinsuyu al establecer dos edades ya se había planteado, en otros términos, a 2

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Garcilaso aparece una concepción de la historia vinculada con el providencialismo, con una intervención de la Providencia en el mundo histórico. La dificultad que encuentran los historiadores a los que nos dedicaremos, consiste en explicar el modo en el que se articulan esas dos primeras edades, el momento de pasaje de una a otra. Algunos de quienes escriben hacia finales del siglo XVI y comienzos del XVII —nos referimos, como ya mencionamos, fundamentalmente al Inca Garcilaso de la Vega, pero también a Polo de Ondegardo y a Pedro Sarmiento de Gamboa— se ven en la obligación de rastrear los comienzos de la segunda edad y deben, por lo tanto, aportar un relato del surgimiento del pueblo inca. Y recurren al camino alternativo que brinda el mito en la versión que han podido recopilar de los propios habitantes del incario. Mircea Eliade afirma que el mito cuenta una historia sagrada; relata un acontecimiento que ha tenido lugar en el tiempo primordial, el tiempo fabuloso de los ‘comienzos’. Dicho de otro modo: el mito cuenta cómo, gracias a las hazañas de los Seres Sobrenaturales, una realidad ha venido a la existencia, sea esta la realidad total, el Cosmos, o solamente un fragmento, una especie vegetal, un comportamiento humano, una institución. Es, pues, siempre, el relato de una ‘creación’: se narra cómo algo ha sido producido, ha comenzado a ser... (1968: 18-19).

Estamos, para el Inca, “a la puerta de este gran laberinto” (1985: 36). Podemos considerar que los distintos caminos que componen ese laberinto lo constituyen las diversas explicaciones posibles, las diferentes “trazas”, para utilizar la palabra a la que el Inca recurre: por un lado, las que brindan los “autores extraños”; por otro, la explicación que aportan a través del discurso oral los propios incas. Y aquí existe una primera controversia, un elemento de confrontación, ya que las versiones respecto del origen de los incas difieren según sean tomadas de los historiadores que escribieron sobre ellos o de algunas de las versiones orales aportadas por los propios incas y que nos llegan a través de la letra del Inca Garcilaso. O, para aumentar aún más la controversia: las versiones sobre el surgimiento de los incas difieren según quiénes las brinden dentro del incario. Resuenan las pala-

finales del siglo XV y principios del XVI, en España, ante la necesidad de legitimar la política imperialista emprendida por la monarquía española. Si Garcilaso se esforzó por presentar una imagen idealizada de la acción civilizadora del imperio incaico que prefiguraba el papel evangelizador que más tarde desempeñaron los españoles, en España, dado el prestigio de que gozaba por entonces la época clásica, se intentaba demostrar que el imperialismo hispánico era una continuidad del romano; es decir, en ambos casos aparece la idea de continuidad entre dos imperios con una intención legitimadora” (De Mora 2010: 105).

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bras de Margarita Zamora, quien sostiene que “para Garcilaso la conquista y colonización del Nuevo Mundo, representan ante todo un conflicto de discursos”3. El origen mítico del pueblo inca lo relata Garcilaso en unos pocos capítulos. Presenta tres versiones diferentes de ese origen. La primera, que se desarrolla en los capítulos XV a XVII del Libro I de los Comentarios reales, proviene de las élites cuzqueñas y la constituye el famoso relato del tío; la segunda, contenida en el capítulo XVIII, también del Libro I, es la que inaugura la versión cuatripartita del Tahuantinsuyu y retrotrae el origen a un diluvio. La tercera versión, contenida en este mismo capítulo, es la de los hermanos Ayar. Tres versiones diferentes del mito, pero el Inca rescatará la primera como la mejor, como la más genuina: la que procede del relato familiar que recibe a través de su rama materna. Las versiones europeas, en este caso las de Polo de Ondegardo o Pedro Sarmiento de Gamboa —cronistas toledanos4 ambos— coinciden con las que presentan ciertos sectores del pueblo inca, pero no con la versión más prestigiosa: la de la nobleza incaica, que es aquella a la que más atención prestará nuestro mestizo cuzqueño5. En realidad hablar de coincidencia aquí es un error, ya que son relatos que los historiadores españoles conocen por otras vías, fundamentalmente a través de las entrevistas efectuadas con representantes del pueblo inca. En todo caso, podría ser Garcilaso quien estuviera en conocimiento de los relatos de los españoles, tema que desarrollaremos más adelante. Notables daños de no guardar a los indios sus fueros, del licenciado Polo de Ondegardo está fechado el 26 de junio de 1571. Es un escrito que no estaba destinado a la imprenta, sino que constituye un testimonio del autor en el que se muestran aspectos de las relaciones entre la administración indiana y la vida tradicional de los indios. Constituye un trabajo que —como afirman Laura Gonzá3

Citado de María Antonia Garcés Arellano (1992). Raúl Porras Barrenechea (1994: 69) señala que “entre los objetivos de la visita que Toledo hizo por el territorio del Perú durante 5 años, estuvo el de hacer una vasta encuesta sobre la historia y las leyes del pueblo conquistado. Aquel empeño difícil halló su cristalización en dos obras igualmente monumentales; las Ordenanzas de Toledo, inspiradas en el antiguo engranaje de la administración incaica (…) y la Historia Índica de Sarmiento de Gamboa. Toledo hizo reunir en el Cuzco a todos los antiguos quipucamayocs depositarios de la tradición incaica, en número de más de cien y les tomó declaración jurada sobre las costumbres, ritos, dinastías y hechos de sus antepasados. Aquella formidable encuesta tuvo una finalidad inmediata y tendenciosa: restablecer sólidamente el tributo pagado por los indios y justificar el señorío del Rey de España, demostrando el poderío reciente de los Incas sobre los otros pueblos del Perú y la forma tiránica como los dominaban”. 5 Jorge Cañizares Esguerra (2007: 50) afirma que “el arte humanista de la lectura […] hacía énfasis en evaluar la posición social del testigo”. Esto se corresponde con la operación del Inca de considerar de mayor valor los relatos obtenidos de la nobleza incaica. 4

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lez y Alicia Alonso (1990: 7)— sin duda sirvió de base a las ordenanzas del virrey Toledo. Se publica por primera vez hacia finales del siglo XIX, en 1872. Ondegardo comienza su texto aportando diferentes posibilidades respecto del surgimiento del pueblo inca. Efectúa indagaciones variadas y hasta un trabajo que podríamos pensar como cercano a la entrevista antropológica —eso es lo que surge del texto— para rastrear esos orígenes. En el capítulo I, titulado “El origen de los incas”, afirma: Lo primero que estos incas propusieron aunque no fue este el título que acabaron y el que les hizo señores, fue una imaginación que se les asentó o que ellos fingieron a los principios, que, después del Diluvio, habían salido de una cueva que ellos llaman de Paucartambo, cinco leguas del Cuzco, donde está labrada antiquísimamente una ventana de cantería arrimada a un cerro que fue antiguo adoratorio suyo, siete personas, hombres-mujeres de los cuales se había multiplicado todo el mundo, en lo cual difieren, porque yo lo quisiera averiguar y unos de ellos dicen que estos siete se escaparon en aquella cueva y otros que los creó nuevamente el Creador para que tornasen a multiplicar el mundo (1990: 43).

El relato del licenciado Ondegardo coincide con el primero de los relatos que presenta el Inca en el capítulo XVIII del Libro I de sus Comentarios: el del diluvio. Ondegardo aporta este comienzo vinculado con un relato ancestral, un origen que no es unívoco. A diferencia del principal relato que nos presenta el Inca, el que proviene de “mi madre y sus hermanos y tíos”, es decir, de la nobleza incaica, en el que no existen fracturas y se presenta como un discurso verosímil y bien construido, coherente y con una fuerte impronta narrativa, la versión que presenta el licenciado español se tiñe de incertidumbre y de dudas, como si no existiera univocidad en el origen: los siete del origen escaparon de la cueva o fueron nuevamente creados. El relato que Ondegardo presenta sobre el origen del incario demuestra que los incas no pueden acordar el establecimiento de un relato que dé cuenta de su constitución como pueblo. Otro texto que relata el comienzo al que venimos haciendo referencia es la Historia de los Incas de Pedro Sarmiento de Gamboa, historia que forma parte de un proyecto mayor, una Historia Índica que nunca llegó a concretar en su totalidad y de la que sólo llegó a escribir el libro que mencionamos. En esta su empresa peruana, Sarmiento de Gamboa acompaña al virrey Toledo y escribe por encargo suyo la Historia de los Incas. El virrey encargó a Sarmiento que averiguase todo lo que estuviera a su alcance respecto del pasado del Perú, cosa que Sarmiento cumplió, ya que su relato abarca desde la vida preincaica hasta el dominio de los incas. La obra, que fue acusada en diversas oportunidades de ser un anti-

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Garcilaso6, fue enviada a Felipe II en 1572 junto con las Informaciones del virrey Toledo. Permaneció oculta hasta 1893, momento en que fue encontrada en la Biblioteca Universitaria de Gotinga, y fue publicada en 1906 por el alemán Richard Pietschmann. Sarmiento comienza relatando las fábulas del origen de los indios de la primera edad. El mundo creado por Viracocha, el mundo de los gigantes y el diluvio primigenio que genera la destrucción. Muestra la multiplicidad de fábulas originadas en cada comunidad. Relata luego una segunda creación de Viracocha, posterior al diluvio. Al finalizar su relato, concluye Sarmiento: “Esta fábula ridícula tienen estos bárbaros de su creación y afírmanla y créenla, como si realmente así la vieran ser y pasar” (1942: 43). Pero acerquémonos al origen de los incas, tema específico de nuestro interés. Sarmiento estipula que luego de 3.519 años del diluvio se produjo el surgimiento de los incas, momento hasta el cual “[...] todos los naturales destos reinos vivieron en behetrías sin reconocer señor natural ni elegido, procurando conservarse, como dicho es, en una simple libertad, viviendo en chozas y en unas cuevas y humildes casillas” (1942: 44). En opinión de Sarmiento el advenimiento de los incas no implica, como en Garcilaso, un proceso civilizatorio, sino el surgimiento de la tiranía: “Sabido cómo en las antiguas edades toda esta tierra era behetría, es necesario decir cómo los ingas empezaron su tiranía” (1942: 48). La explicación de Sarmiento de Gamboa, dista de ser mítica, un mito en sentido real, un mito de origen, sino que constituye un ejemplo de manipulación por parte de un pueblo fuerte y especulador sobre otros que tenían “facilidad de creer en cualquier cosa” (Sarmiento 1942: 48). Dice Sarmiento: Y entendiendo que la generalidad destos naturales es ignorante, y con facilidad creen lo que se les dice, mayormente si se les propone con alguna aspereza, rigor y autoridad, contra lo cual no tiene réplica ni resistencia, porque son de su natural tímidos, y para ser tenidos y temidos fingieron ciertas fábulas de su nascimiento, diciendo que ellos eran los hijos del Viracocha Pachayachachi, su criador, y que habían salido de unas ventanas para mandar a los demás. Y como eran feroces, hiciéronse creer, temer y tener por más que hombres y aun adorarse por dioses. Y así introdujeron la religión que quisieron. Y el orden y fábula que deste principio cuentan es el siguiente (1942: 49).

6 “La visión del Imperio de Sarmiento de Gamboa es ruda, vital, plena de poderío, de barbarie y de fuerza, en oposición a la de Garcilaso, creador de un Imperio manso, dulce e idílico, dirigido por unos Incas, si bien muy paternales, algo entre pérfidos e hipócritas, que conquistan toda la América del Sur sin romper un plato” (Porras Barrenechea 1997: p. 73).

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La versión que Sarmiento de Gamboa aporta en el capítulo 13 de su Historia, “Entrada de los Ingas en el valle del Cuzco y fábulas que en ella cuentan”, coincide en líneas generales con el tercero de los relatos del Inca Garcilaso: el del mito de los hermanos Ayar. Pero en el caso del historiador español, los incas, lejos de conducir la civilidad a los pueblos conquistados y de sacarlos de su etapa de tinieblas, colonizan utilizando procedimientos bárbaros: [...] Mango Cápac y Mama Guaco comenzaron a poblar y tomarles las tierras y aguas contra su voluntad de los Guallas. Y sobre esto les hacían muchos males y fuerzas, y como los Guallas por esto se pusiesen en defensa por sus vidas y tierras, Mama Guaco y Mango Cápac hicieron en ellos muchas crueldades. Y cuentan que Mama Guaco era tan feroz, que matando un indio Gualla le hizo pedazos y le sacó el asadura y tomó el corazón y bofes en la boca y con su haybinto —que es una piedra atada en una soga, con que ella peleaba— en las manos, se fué contra los Guallas con diabólica determinación (Sarmiento de Gamboa 1942: 58).

El Inca Garcilaso no conoce de modo directo las crónicas de Polo de Ondegardo ni la de Pedro Sarmiento de Gamboa. Ninguna de ellas había sido publicada en el momento en el que Garcilaso escribe —un largo proceso de escritura— sus Comentarios reales. ¿Cómo relacionar, entonces, estas historias de los cronistas toledanos con la obra del Inca Garcilaso? ¿Cómo pensar que el Inca está polemizando con ellos? Sabemos de la cercanía del Inca con el licenciado Ondegardo. Al relatar en los Comentarios la muerte del Inca Viracocha, nos cuenta Garcilaso: ...habiendo de venirme a España, fui a la posada del licenciado Polo Ondegardo, natural de Salamanca, que era corregidor de aquella ciudad, a besarle las manos y despedirme de él para mi viaje. El cual entre otros favores que me hizo, me dijo: “Pues que vais a España, entrad en ese aposento; veréis algunos de los vuestros que he sacado a luz para que llevéis que contar por allá” (Garcilaso, 1985: 273).

Y en ese encuentro Ondegardo le muestra las momias de los antepasados incas: revelación de un secreto nada menor. Por otro lado, en relación con el conocimiento de las obras toledanas, sabemos que el Inca, si bien no conoció —como señalamos— las obras de Ondegardo y de Pedro Sarmiento de Gamboa, estaba profundamente imbuido de sus ideas y opiniones, y escribe los Comentarios, en buena medida, en contra de ellas. Pero lo que nos interesa resaltar aquí son las causas de esta controversia, de esta confrontación en torno a las versiones de los mitos y en torno a su procedencia —confrontación no directa, claro, sino lateral y que nos resulta posible reconstruir—. La pregunta simple sería, ¿qué es lo que se está jugando en estos re-

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latos en apariencia inocentes, pero que el Inca busca defender a través de su contacto directo con las fuentes prestigiosas, con la nobleza incaica? Creo posible considerar dos cosas. Por un lado, lo que implica rescatar un mito de origen que resulte verosímil y que presente un inicio prestigioso del surgimiento de su pueblo: al retrotraer el origen del incario a ese tiempo del mito, otorga a su civilización un prestigio del que de otra forma carecería. Helena Usandizaga ya ha postulado que los mitos autóctonos presentan “...un valor de resistencia y de construcción de la identidad, para nada despreciable”, además de ser “un modo de expresar los enfrentamientos y las alianzas simbólicas” (2006: 8). Desde esta perspectiva, entonces, el mito —el mito de origen en este caso— no resulta un inocente relato de los comienzos de una civilización, sino que al constituirse en uno de los probables orígenes determina las etapas posteriores de un pueblo, de una organización social, de un imperio. Los casos extremos propuestos por el Inca Garcilaso y por Pedro Sarmiento de Gamboa ejemplifican lo que queremos señalar: la concordia y bondad de los primeros fundadores del incario que aparece en la versión del Inca dista de la actitud cruel y feroz de la que presenta Sarmiento. Por otro, es necesario apreciar la utilización de ese sustrato mítico en el ámbito de la historiografía propia del Renacimiento, historiografía dentro de la cual la obra del Inca se encuentra inserta. En relación con esto último, nos basamos en palabras de Enrique Pupo-Walker: El Inca intuyó correctamente que en ese corpus de narraciones estaba sedimentada una concepción antiquísima de la historia y de la vida misma. Como Heródoto y Tucídides muchos siglos antes, Garcilaso comprendió con agudeza ejemplar que el valor de aquellas fábulas no radicaba en la historicidad rigurosa de lo narrado. Apoyándose tanto en sus conocimientos historiográficos, como en su intuición, Garcilaso entendió que en el mito y la leyenda subyace una vivencia colectiva y un concepto de la sabiduría que sí puede tener sentido histórico... (1978: 387).

Y con esta intuición lo que Garcilaso hace no es sino rescatar y retomar los procedimientos que habían sido utilizados por la historiografía renacentista en cuanto a la revalorización de estos relatos como fuente de conocimiento. Pero retomemos una de las frases que acabamos de citar de Pupo Walker: “Garcilaso comprendió con agudeza ejemplar que el valor de aquellas fábulas no radicaba en la historicidad rigurosa de lo narrado”. Idea que podemos rescatar casi textualmente de la obra del Inca: No hay que espantarnos de que gente que no tuvo letras con que conservar la memoria de sus antiguallas trate de aquellos principios tan confusamente, pues los de la gen-

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tilidad del mundo viejo, con tener letras y ser tan curiosos en ellas inventaron fábulas tan dignas de risa y más que estotras... (1985: 43).

E introduce como ejemplo de las fábulas del “mundo viejo” la de Pirra y Deucalión, es decir, toma el mito que podríamos considerar la versión griega del Diluvio: Zeus decide destruir a la raza humana anegando el mundo. Prometeo, padre de Deucalión, aconseja a su hijo que construya un arca, la llene de provisiones y se refugie allí con su esposa Pirra. Navegan por nueve días a la deriva hasta que por fin se establecen en el monte Parnaso. Únicos sobrevivientes, el oráculo de Apolo en Delfos les aconseja que lancen los huesos de su madre. Lanzan tras de sí piedras y, de las lanzadas por Deucalión nacen hombres y de las lanzadas por Pirra, mujeres (Falcón Martínez, 1996: 177). Un auténtico mito de origen, acorde con una de las versiones que presenta el Inca y con la que relata Polo de Ondegardo. Podemos ver aquí cómo el Inca traza una línea que vincula el mundo clásico, las sagradas escrituras y los mitos de los incas. Pero Garcilaso va aún más allá. No sólo coteja esta fábula del origen del incario, una fábula marginal y a la que no presta excesiva consideración, sino que dinamita desde su propio centro el mito de origen fundamental, el del surgimiento de Manco Cápac y Mama Ocllo como hijos del Sol surgidos del lago Titicaca. Afirma el Inca en el capítulo XXV del Libro I: Lo que yo conforme a lo que ví de la condición y naturaleza de aquellas gentes, puedo conjeturar del origen de este príncipe Manco Inca [...] es que debió ser algún indio de buen entendimiento, prudencia y consejo, y que alcanzó bien la mucha simplicidad de aquellas naciones y vio la necesidad que tenían de doctrina y enseñanza para la vida natural, y con astucia y sagacidad, para ser estimado, fingió aquella fábula, diciendo que él y su mujer eran hijos del Sol, que venían del cielo y que su padre los enviaba para que doctrinasen y hiciesen bien a aquellas gentes (1985: 56).

¿Cuál es el motivo para que el Inca relativice y racionalice de esta forma el relato del origen de su pueblo? Nuevamente debemos recurrir a la vertiente europea del Inca, a su conocimiento de los cánones propios de la historiografía del Renacimiento. Reiteramos las palabras de Pupo Walker: Como Heródoto y Tucídides muchos siglos antes, Garcilaso comprendió con agudeza ejemplar que el valor de aquellas fábulas no radicaba en la historicidad rigurosa de lo narrado. Apoyándose tanto en sus conocimientos historiográficos, como en su intuición, Garcilaso entendió que en el mito y la leyenda subyace una vivencia colectiva y un concepto de la sabiduría que sí puede tener sentido histórico... (1978: 387).

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El Inca aplica uno de los procedimientos a los que asiduamente había recurrido el modelo historiográfico renacentista: aprovecharse de leyendas y de fuentes literarias. Estos modelos literarios asumen en su obra un doble papel: constituyen, por un lado, fuente documental; por otro, modelo de expresividad y de organización. Esta amplitud de criterios —presente en la historiografía clásica y en la del Renacimiento— permitía una manipulación más amplia del material documental. En este sentido, el Inca sigue concepciones presentes en la obra de Jean Bodin, a quien consultó, como podemos apreciar por los libros de su biblioteca y por la mención que efectúa al autor francés en la Historia General del Perú. Lo que preocupa al Inca, entonces, no es librar una batalla por la verdad del mito, pero sí establecer que la elección de la leyenda permite organizar una narración de la historia inca. Es en este sentido como la disputa cobra sentido. El mito de origen que se ha elegido como el comienzo determina el relato que se va a construir a partir de él. Creemos, entonces, posible afirmar que el Inca libra una batalla de manera velada en torno al establecimiento de un origen mítico prestigioso, y que esa batalla constituye, paradójicamente, un combate por el establecimiento de una historia — de un relato histórico—, de la organización de un discurso que le permita restituir un origen y, de esa forma, generar una historia posible. Otro de los combates que el Inca libra y en el que —como no podía ser de otra forma— busca triunfar.

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EL REGRESO DE QUETZALCÓATL O EL AGÜERO DE LA CONQUISTA: LA APROPIACIÓN DEL MITO EN LA CRÓNICA DE LA NUEVA ESPAÑA DE FRANCISCO CERVANTES DE SALAZAR Víctor Manuel Sanchis Amat Universidad de Alicante

En el marco temático sobre la recuperación de los mitos prehispánicos puede haber espacio también para proponer otras miradas de interpretación que contribuyan al estudio del complejo universo del mundo precolombino. Además de los dos grandes espacios de investigación tradicionales, concentrados en la investigación sobre las culturas amerindias y en las influencias de éstas en la formación y en el desarrollo de la cultura de la América independiente, el auge de los estudios sobre las manifestaciones culturales de la sociedad virreinal, marginada en muchas ocasiones frente al discurso indigenista, puede aportar un interesante camino para la comprensión de las sociedades nativas. En este sentido, las líneas que siguen pretenden dar cuenta brevemente de un episodio sintomático sobre la visión del mundo precolombino de uno de los primeros intelectuales instalados en la Nueva España del siglo XVI, Francisco Cervantes de Salazar (García Icazbalceta 1981; Millares Carlo 1986), que en la Crónica de la Nueva España —una de las crónicas menos conocidas de la conquista de México, compuesta hacia 1560 y editada por primera vez en 1914—, ofrece una de las más completas proyecciones de la metodología y el pensamiento del humanismo renacentista en territorio mexicano. El humanista toledano recupera argumentos y personajes de la cosmogonía indígena para justificar la empresa colonizadora española y la necesidad de la misión civilizadora, actualizando, reescribiendo y apropiándose, como veremos, de los agüeros sobre el regreso de Quetzalcóatl y la asimilación con la llegada de la expedición española. El que fuera primer catedrático de Retórica de la universidad novohispana, dedica el libro I de la Crónica a presentar ante el lector una descripción porme-

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norizada de los nuevos territorios que los escritores de Indias habían denominado como orbus novus: [...] tractar copiosamente las cosas memorables, así las que tocan al suelo como las que pertenescen al cielo y temple de las provincias de Nueva España, brevemente, por los capítulos siguientes, antes que tracte de la conquista, escrebiré, en general, así el temple y calidad destas tierras como los rictos, leyes y costumbres de los naturales della... (Cervantes de Salazar 1975: Libro I, cap. I)1.

La Crónica de la Nueva España la componen cinco libros que, como indica el propio Cervantes, fueron sólo una pequeña parte, la referida a la conquista de México, de un proyecto más ambicioso de redacción de la historia del descubrimiento y colonización del continente americano que quedó inconcluso (José Luis Martínez 1993). De los cinco libros redactados, el humanista dedicó todo el libro I, el inicio de la crónica, a presentar ante el lector una descripción pormenorizada de los nuevos territorios descubiertos. El cronista redacta XXXII capítulos referidos a la geografía y a los usos y costumbres de la población autóctona mesoamericana como antesala narrativa de la narración de la conquista de México, en los que muestra una sensibilidad en permanente conflicto entre los intereses de la conquista y la afirmación de la superioridad europea y su formación universalista, capaz de focalizar la especificidad de las culturas autóctonas. Aun cuando Cervantes de Salazar era un hombre pagado por la oficialidad del Cabildo de la Ciudad de México2, a lo largo de su producción muestra un cierto aperturismo hacia el mundo indígena (María Caballero 2003: 374), como en sus diálogos latinos sobre la Ciudad de México (Cervantes de Salazar 1985), aunque sólo fuera fruto de esa necesidad que los primeros escritores de América tuvieron de dar cuenta de los nuevos territorios colonizados. No formó parte de las órdenes religiosas encargadas de la evangelización, y su tardía y obligada vocación religiosa, al 1

Cito el libro y el capítulo a partir de la edición digital: Cervantes de Salazar, Francisco (1971): Crónica de la Nueva España, edición digital en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes a partir de la edición de Madrid: Atlas, 1971 de Manuel Magallón, disponible en (10/02/2012). 2 Nunca recibió la confirmación real del cargo, pero ocupó las funciones de cronista de la ciudad durante algunos años, en los que no sólo se encargó de redactar la Crónica de Nueva España, requisada por el visitador Valderrama antes de su finalización, sino que llevó a las prensas de Antonio de Espinosa la relación de las honras fúnebres de la Ciudad de México en la obra titulada Túmulo Imperial de la gran ciudad de México y existen indicios de que pudiera haber publicado en 1558 otra relación de fiestas de la Ciudad de México vinculada con la jura de la capital novohispana de Felipe II.

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igual que su trabajo en la universidad y en el cabildo, le sitúan en una posición vinculada con la ideología de los altos estamentos de la sociedad virreinal. Por tanto, su visión del otro no podía partir de ningún argumento que no fuera la justificación de la conquista y la colonización y la necesidad de la evangelización como punto de partida para acercar a los naturales al dogma moral de un programa ético-humanístico, basado en el estudio y en las buenas costumbres, que no podía aceptar unas manifestaciones culturales mesoamericanas tan alejadas de la concepción del mundo del hombre renacentista. No obstante, y pese a que el acercamiento a las culturas autóctonas no estuvo entre sus prioridades, los testimonios de Cervantes de Salazar en torno al mundo indígena ofrecen uno de los primeros intentos de afirmación de la tradición europea en tierras americanas, a partir de la descripción de la geografía, la naturaleza y de la cultura de la población nativa. El humanista toledano, frente a los autores de otros textos canónicos del siglo XVI novohispano, no sólo se formó en la tradición filológica de la recuperación mitológica clásica del humanismo, sino que habitó y viajó durante veinticinco años por unos territorios que inevitablemente despertaron la curiosidad y las reflexiones del científico.

EL

REGRESO DE

Q U E T Z A LC ÓAT L ,

U N A P RO F E C Í A C O N F U S A

Entre los ritos y costumbres de la cultura náhuatl que recoge Cervantes en el Libro I de la Crónica, hay un espacio muy concreto para un mito principal de la tradición mesoamericana que los españoles, ya desde la expedición de Cortés, supieron explotar y adaptar a los intereses de la conquista durante todo el siglo XVI: el regreso de Quetzalcóatl. La profecía del regreso de la serpiente emplumada, vinculada con la peregrinación del pueblo azteca, tiene un origen equívoco, igual que la propia figura del dios (Florescano 1995: 13). Desde su nomenclatura, mitad terrestre, mitad celeste, el nombre de Quetzalcóatl refiere a la doble caracterización de una figura representada, entre otras cosas, como dios principal de la cosmogonía mesoamericana, pero también como personaje histórico: sacerdote, guerrero, gobernador de la Tula de los toltecas. La diversidad de las tradiciones prehispánicas en contacto durante varios siglos han motivado una recuperación contemporánea de la simbología mítica asociada a Quetzalcóatl confusa y en gran medida contradictoria, relacionada en muchas ocasiones con la problemática de la invención de las tradiciones (Rovira 2007), que ha llevado incluso a conclusiones como las del investigador Antonio Aimi (2001), que apunta hacia la posibilidad de que el mito del regreso de Quet-

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zalcóatl no fue más que una invención del propio Hernán Cortés. Sin embargo, trabajos como los de Antonio Florescano (1995) o León-Portilla (2005) delimitan las diferentes versiones del mito a partir de testimonios como los de los informantes de Sahagún (León-Portilla 2005: 41 ss.), y concluyen que efectivamente el mito del regreso de la divinidad tiene sus fuentes en la tradición como uno de los símbolos centrales de la concepción circular del tiempo y de los sucesos característica de las religiones mesoamericanas. Las fuentes iniciales del mito asimilan la huida y el retorno de Quetzalcóatl con el ciclo astronómico del Sol y de la estrella Venus (Caso 1953: 29). No obstante, entre las diferentes versiones, la configuración del relato más aceptada, y la que verbalizan Hernán Cortés y Cervantes de Salazar, parte del renacimiento del dios como sacerdote-gobernador de la ciudad de Tula, donde fue engañado por algunos hechiceros dominados por la fuerza de Tezcatlipoca. La disputa, con incestos de por medio, acabó en algunas versiones con la muerte de Quetzalcóatl y su ascensión al firmamento como estrella Venus —esta es la versión, por ejemplo, que León-Portilla llevó al teatro en su obra La huida de Quetzalcóatl— y, en otras, con la marcha por mar hacia el oriente y la promesa de un futuro regreso3. La recuperación, reinvención y aprovechamiento de la profecía de Quetzalcóatl por parte de Hernán Cortés en la escritura de las Cartas de relación ha sido el punto inicial para la investigación sobre este mito prehispánico fundacional que ha despertado también, en su vinculación con la figura de Cortés, una serie de análisis contradictorios sobre sus fuentes y sus diferentes manifestaciones. En un trabajo reciente, Beatriz Aracil (2008) sintetiza la tradición bibliográfica sobre la vinculación del mito de Quetzalcóatl y la figura de Cortés, antes de analizar el pasaje de la Segunda carta de relación en el que el conquistador pone en boca de Moctezuma la profecía del regreso. La argumentación atiende a la reinterpretación inmediata del relato mítico prehispánico que Hernán Cortés plantea en su escritura al vincular los personajes del dios azteca y de Carlos V, debido a las res-

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León-Portilla (2005) recoge algunos testimonios de la historia de la huida del sacerdote-gobernador de Tula extraídos principalmente de las fuentes indígenas de los Anales de Cuauhtitlán y de los informantes de Sahagún del Códice matritense de la Real Academia de la Historia. El poema que transcribimos es un buen ejemplo de la versión de la huida y muerte de Quetzalcóatl: “Se dice que cuando vivió allí Quetzalcóatl,/ Muchas veces los hechiceros quisieron engañarlo,/ Para que hiciera sacrificios humanos,/ Para que sacrificara hombres./ Pero él nunca quiso, porque quería mucho a su pueblo,/ Que eran los toltecas.../ Y se dice, se refiere,/ Que esto enojó a los magos:/ Así éstos empezaron a escanecerlo,/ A burlarse de él./ Decían los magos y hechiceros,/ Que querían afligir a Quetzalcóatl,/ Para que éste al fin se fuera,/ Como en verdad sucedió./ En el año 1-Caña murió Quetzalcóatl:/ Se dice en verdad/ Que se fue a morir allá,/ A la Tierra del color negro y rojo...” (León-Portilla 2005: 44, AC, fol. 5).

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ponsabilidades políticas que “obligan” al conquistador a mostrarse como vasallo ejemplar del emperador (Aracil 2008: 153 ss.), frente a las fuentes indígenas, editadas por León-Portilla (1999), que identifican a Cortés con Quetzalcóatl. Hernán Cortés, por tanto, conoce las resonancias de la asimilación temprana que los aztecas hacen de la llegada de los españoles y el regreso de Quetzalcóatl, aunque no cita el nombre del dios, por las palabras de Moctezuma y, más allá de la identificación con el emperador, aprovecha la circunstancia y se apropia del mito como estrategia militar para entrar a la ciudad, llegar incluso a sentarse en el trono de Moctezuma y utilizar sus aposentos durante algunas semanas, más o menos hasta la matanza del Templo Mayor (Aracil 2008: 151).

LOS

AG Ü E RO S D E L A C O N QU I S TA : L A A P RO PI AC I Ó N D E L M I TO

Para el momento en el que Cervantes redacta el Libro I, en torno a 1560, habían transcurrido ya casi cuatro décadas desde la expedición de Cortés. En general, el objetivo de la escritura de la Crónica era el mismo que el de las relaciones cortesianas: la justificación de la empresa española en territorios americanos. No obstante, tanto el contexto de escritura, los potenciales lectores, como el conocimiento sobre las culturas autóctonas había evolucionado considerablemente desde la mirada inicial de las Cartas de relación. La redacción del Libro I es quizá el ejemplo más evidente en el que afloran las tensiones personales, como decíamos, de un autor formado en una tradición, la del humanismo, que ya en 1560, con Felipe II a la cabeza del gobierno, había perdido buena parte de la reputación que le había precedido durante la primera mitad del siglo. La redacción de la Crónica parte de una escritura conflictiva que debe enfrentarse a las peculiaridades del mundo nuevo, sobro todo en el tema de la valoración de la población autóctona, en la que chocan los diferentes perfiles intelectuales del humanista toledano. En primer lugar, es evidente que Cervantes se debe a quien le paga un sueldo anual de doscientos pesos de tepuzque. La Crónica asume inevitablemente la visión oficialista del cabildo de la ciudad, representante de una corriente descontenta no sólo por la visión cortesiana de la conquista que había proyectado López de Gómara desde la Península en 1554, sino también por el efecto causado por el debate de los derechos sobre la población indígena y la posterior restricción de poder que en la teoría y en la práctica había supuesto la promulgación de las Leyes Nuevas en la década anterior. Por otro lado, los potenciales lectores y receptores de la Crónica de Cervantes serían los participantes de este sector del poder civil que habían encargado un texto histórico que defendiera sus intereses. No obstante, la escritura del texto no parte de

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la comunicación oficial y unidireccional con el emperador que movía la redacción de Cortés, sino que se inserta en la tradición de la historiografía renacentista, que el humanismo había impregnado del universalismo y la búsqueda de la posteridad de las culturas grecolatina, y que tenía en este sentido un lector universal. Un síntoma del cambio de los tiempos, del férreo control sobre el humanismo que caracterizó el reinado de Felipe II, fue la paradójica situación de una Crónica escrita para la posteridad, requisada por el visitador Valderrama, y que probablemente acabó en el despacho del monarca, inconclusa, manuscrita y abocada al olvido. El humanismo, aunque filtrado por las distintas visiones de las órdenes religiosas, y supeditado al objetivo principal de la evangelización, había llevado a territorios americanos una metodología pedagógica y filológica que pasaba por el aperturismo hacia lo desconocido como único medio para llevar a cabo la empresa evangelizadora. La orden franciscana promovió la investigación, el estudio y la asimilación de las culturas mesoamericanas como único punto de partida posible para transmitir la nueva religión. Las investigaciones, que desde 1536 tenían el centro de estudios del colegio de Tlatelolco, planteaban las primeras explicaciones sobre las culturas que poblaban el valle de México asumiendo la especificidad de sus ritos, costumbres y tradiciones. En esta línea, el perfil humanista se filtra además en la escritura del Libro I de la Crónica de Cervantes, no sólo en la curiosidad científica de la descripción de geografías y costumbres, sino también en la valoración que el cronista proyecta de ese nuevo mundo que describe. El cronista asume la especificidad de la población indígena —describe su carácter, sus costumbres, sus ritos y hasta sus profecías—, precisamente para utilizarla como justificación de la empresa española. En este sentido, y partiendo de la consideración de que la escritura de Cervantes es otro instrumento de los intereses del poder dominante, en la redacción del Libro I aparece, además —y creo que aquí radica la aportación de Cervantes—, una perspectiva civilizadora, en buena medida cercana a la planteada por los frailes misioneros (María Caballero 2003: 373), que aboga por la reforma de las costumbres de una población bárbara ante los ojos de un humanista formado en los libros y en la tradición moral renacentista del perfeccionamiento del hombre en términos de virtud, muy alejados de los comportamientos antropológicos de las culturas mesoamericanas. En la reinterpretación del mito del regreso de Quetzalcóatl que plantea Cervantes al final del Libro I encontramos un buen ejemplo de esa doble perspectiva de justificación política y visión civilizadora, configurada a partir de un engranaje narrativo en el que en muchas ocasiones la brillantez retórica del relato sobrepasa la historicidad de los hechos que narra.

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En este sentido, la reconstrucción de la profecía se configura a partir del objetivo principal de la justificación de la colonización española, al servicio del cual el humanista ofrece su madurez retórica. Cervantes ensambla las piezas de la argumentación narrativa de tal manera que la estructura del libro concluye con la reelaboración de los agüeros de la tradición prehispánica que ya justificaban la llegada de los españoles, aludiendo para ello a las palabras de Quetzalcóatl y a las afirmaciones de un sacerdote azteca que está a punto de morir, sobre las que basaremos nuestro comentario. Situando estas profecías en el momento narrativo inmediatamente anterior al relato de la conquista, Cervantes utiliza el pasaje para apuntalar su justificación ideológica, sumando los indicios reescritos sobre la sumisión de la población autóctona a la llegada y al gobierno de los españoles ya desde lo más profundo de sus creencias, pues tanto los mitos como los hombres sabios habrían aludido ya al hito del choque cultural que supondría la dominación española. La peculiaridad del texto de Cervantes radica en la caracterización dramática del pasaje, la retorización del retórico, aspecto definitorio de la escritura de la Crónica —que le ha valido a su autor calificaciones como la de “dramaturgo de la conquista” (Irma Plancarte 1963)—, que crea un marco teatral que facilita la reconstrucción ideológica del pasaje. Así, la elección de unos personajes tan principales como reconocibles en la cosmogonía indígena y la utilización del recurso retórico del estilo directo logran recrear una escena de fuentes imprecisas en la que la pluma del humanista está mediatizada por los objetivos narrativos hasta el extremo de ficcionalizar el relato. Cervantes recoge la fuente del regreso de Quetzalcóatl vinculada a la historia de la peregrinación mexica por tierras mesoamericanas y los deseos del sacerdotegobernador de volver a su antigua tierra. El humanista recrea la escena de la tradición tolteca ficcionalizada hasta tal punto que no solamente recuerda la despedida del guerrero entre las lágrimas de su pueblo, sino que pone en boca del protagonista un largo discurso premonitorio y mediatizado por los objetivos de la escritura de la Crónica sobre la llegada de los españoles: La primera profecía y adevinación desto fue de aquel Capitán y caudillo que de la antiguo México traxeron cuando comenzaron a conquistar y poblar esta tierra, el cual, como dixe en el capítulo (anterior), viendo que los suyos no querían volverse a su antigua tierra, les dixo: “Aunque pasen muchos años en medio, del occidente vendrán hombres barbudos y muy valientes, los cuales, por fuerza de armas, aunque no sean tantos como vosotros, os vencerán y subjectarán, poniéndoos debaxo del imperio y señorío de otro mejor y más provechoso señor que yo; tomaréis nueva ley, conoscereéis un solo Dios y no muchos; cesarán los sacrificios de los hombres; en vuestro vivir siguiréis su manera y modo; quebrantarán y desharán los ídolos de piedra y madera que tenéis y no se derra-

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Víctor Manuel Sanchis Amat mará más sangre humana; porque el Dios que conosceréis es muy grande y piadoso. Esta gente vendrá después, poco a poco, a nosotros, y de ahí adelante ser irá dilatando por muchas gentes y lugares de toda esta tierra; estad advertidos, aunque no faltará después quien os lo diga, y se ciertos de que será así”. Acabada esta breve plática, no sin lágrimas de los que bien le querían, se despidió y volvió a su tierra con algunos que le acompañaron (Cervantes de Salazar 1971: Libro I, cap. XXXII).

La siguiente escena incide en la configuración teatral del pasaje y en la especificidad y conocimiento que los primeros humanistas tenían de la cultura azteca, conocedores de los personajes principales y de su carácter supersticioso, y viene a completar la dramatización del discurso oficialista y civilizador del humanista. Cervantes recrea un espacio en el que un sacerdote “de un demonio que se decía Ocilophclitli”, ya moribundo, declamó “con palabras muy claras”, de nuevo con estilo directo: vendrán del occidente hombres con largas barbas, que uno valdrá más que ciento de vosotros; vendrán por la mar en unos acales muy grandes, y después que estén en tierra, plearán en unos grandes animales, muy mayores que venados, y serán sus armas más fuertes que las nuestras; daros han nueva ley y desharán nuestros templos y edificarán otros de otra manera; no habrá en ellos más de un Dios, el cual adoraréis todos; no derramaréis vuestra sangre ni os sacarán los corazones; no tendréis muchas mujeres; viviréis libres del poder de los caciques que tanto os oprimen, y aunque al principio se os hará de mal, después entenderéis el gran bien que os seguirá (Cervantes de Salazar 1971: Libro I, cap. XXXII).

Ambos discursos recogen la argumentación general de las palabras que Cortés puso en boca de Moctezuma, dramatizados en este caso en el contexto de la descripción de las costumbres de las poblaciones autóctonas. Estas profecías a posteriori, muy propias por cierto de la concepción temporal de los pueblos prehispánicos, configuran el discurso oficialista de la superioridad militar, política y religiosa de los nuevos gobernadores. Los discursos anticipan elementos narrativos de la propia conquista de México que el cronista relatará en las siguientes páginas y que remiten ineludiblemente a la escritura cortesiana. En primer lugar, tanto Quetzalcóatl como el sacerdote de Huitzilopochtli vaticinan la superioridad militar de “los hombres con largas barbas”, caracterizados por el capitán mexica como “valientes”, ganadores en la batalla y depositarios del poder “del imperio y señorío de otro mejor y más provechoso señor que yo”. Cervantes ya no necesita asimilar la figura de Quetzalcóatl con la de Carlos V, en tanto en cuanto su reflexión no está vinculada a la estrategia militar de conquista, como en el caso de Cortés, sino a la justificación de la necesidad de la empresa colonizadora: “Esta gente vendrá después, poco a

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poco, a nosotros, y de ahí adelante ser irá dilatando por muchas gentes y lugares de toda esta tierra”. La misión civilizadora de los españoles aparece en los dos discursos como necesaria “aunque al principio se os hará de mal, después entenderéis el gran bien que os seguirá”, ante unas costumbres y unos ritos alejados del refinamiento cortesano de las élites intelectuales del Renacimiento europeo. Para el humanista, como para los encargados de la evangelización, la conciencia religiosa era uno de los aspectos esenciales de los “errores” de las civilizaciones indígenas, movidos por fuerzas demoníacas4. Cervantes pone en boca de Quetzalcóatl y del sacerdote la necesaria renuncia de la cosmogonía politeísta, en favor de la creencia verdadera en un solo dios que traerán los nuevos hombres, anticipando el derrocamiento de los ídolos de madera y la destrucción de los templos que llevó a cabo Cortés semanas antes de la Noche Triste, e insistiendo en la reconstrucción de los templos en concordancia a la nueva religión. Uno de los aspectos destacados en los que incide de manera más evidente la mirada civilizadora del humanista está vinculado a la concepción renacentista, con claras resonancias clásicas, de la justicia como pilar fundamental de las sociedades modernas. Es curioso cómo los dos personajes indígenas insisten en la llegada de unos pobladores que traerán consigo una nueva ley. Para el intelectual del Renacimiento era sorprendente toparse con unas culturas que carecían de leyes en términos de justicia tal y como se conocía en Occidente. Cervantes ya lo había manifestado capítulos atrás al abordar el tema de la justicia indígena: En su idolatría no se halla por sus pinturas (que servían de memoriales) los indios haber tenido jueces que los gobernasen y mantuviesen en justicia, que es lo que de ninguna nasción he leído, y lo que más arguye y prueba ser bárbaros y poco políticos, es ver que obedescían en todo al señor a quien eran subjectos, y tenía en ello tanto poder que, sin contradicción, mandaba lo que quería, de manera que por injusto que fuese se cumplía, sin apellación ni otro remedio alguno, que no era pequeña tiranía. Tenían estos señores y caciques a esta causa tan avasallados a sus súbditos, que dellos y de sus mujeres, hijos y haciendas disponían a su parescer (Cervantes de Salazar 1971: Libro I, cap. XXV).

El humanista, sin referirse al nuevo yugo en que se convirtió la dominación española, plantea la llegada de los colonizadores como depositarios de una justi-

4 La conciencia de que el demonio estaba detrás de las creencias autóctonas estuvo muy extendida desde el primer momento entre la población española, también entre los principales intelectuales, misioneros o no. María Caballero (2003: 373) argumenta sobre la coincidencia de los objetivos de la escritura de Cervantes y la de Motolinía, por ejemplo, cuando ambos inciden en la necesidad de sacar de la oscuridad y las tinieblas de sus ritos a la población autóctona.

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cia que sería beneficiosa para una población que carecía de jueces, “que es lo que de ninguna nasción he leído” y que, según la perspectiva del cronista, era propicia a las injusticias sociales de los tiranos caciquiles. Cervantes insiste en la procedencia demoníaca que controla buena parte de los ritos prehispánicos en la escenificación del agüero del sacerdote de Huitzilopotli y completa la mirada civilizadora que justifica la empresa española en el Nuevo Mundo focalizando la atención sobre las costumbres que más chocaban con el imaginario europeo, como eran los sacrificios humanos: “cesarán los sacrificios de los hombres”; “no derramaréis vuestra sangre ni os sacarán los corazones”; y la poligamia: “no tendréis muchas mujeres”.

E PÍ LO G O El humanista, por tanto, reinterpreta el mito del regreso de Quetzalcóatl de acuerdo con los intereses políticos y civilizadores de la élite novohispana y su formación humanista, a través de la ficcionalización de unos discursos indígenas en los que se apropia del conocimiento de las supersticiones y profecías que hablaban de la llegada de nuevos señores. El humanismo alcanzó en este caso para observar la especificidad del otro, quizá para matizar la perspectiva jerárquica desde una posición civilizadora —“en vuestro vivir seguiréis su manera y modo”—, pero no para superar las obligaciones políticas de la nueva clase dirigente. Como hemos tratado de recuperar en estas líneas a través del ejemplo de Cervantes de Salazar, las proyecciones de las culturas americanas en la literatura occidental comenzaron en los momentos inmediatamente posteriores al choque cultural que supuso el descubrimiento de América. Los objetivos, las intenciones, las necesidades eran otras, claro, y estuvieron vinculadas con la justificación de la empresa colonizadora. Aun así, los primeros cronistas ofrecieron sus miradas ante un universo cultural al que el imaginario colonizador se enfrentaba por primera vez. En sus testimonios, también entre los más letrados, hubo un espacio entre la ciencia y la imaginación en el que se filtraron, se reescribieron y se confundieron los mitos de las culturas americanas, que más tarde terminarían por germinar en la tradición de la literatura hispanoamericana contemporánea. Cervantes de Salazar, por su parte, se apropió del mito de la figura central del príncipe de Tula y su regreso como paradigma mítico de la llegada de los españoles, como un argumento retórico más que justificara la empresa conquistadora y colonizadora, transformadora de las costumbres autóctonas. Sin embargo, la virtud del cronista emerge de una primera aproximación a la cultura del otro y de la

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ficcionalización de una mitología totalmente desconocida para la tradición literaria contemporánea. En fin, si los humanistas del Renacimiento fueron los encargados de recuperar para la modernidad las tradiciones literarias y mitológicas de Grecia y de Roma, en el libro I de la Crónica de Cervantes Salazar, debido fundamentalmente al trabajo de los franciscanos de Tlatelolco, al igual que en los textos de Gómara, Las Casas y otros tantos, se inserta para siempre en la modernidad el fabuloso imaginario de la América prehispánica.

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LOS MITOS DE LOS TAYRONAS, LOS CHIBCHAS O MUISCAS Y SUS ANALOGÍAS CON LOS EUROPEOS O ASIÁTICOS1 Mercedes Serna Universidad de Barcelona

Según cuenta la historia, Jiménez de Quesada y sus hombres ascendieron por el río Opón hasta la cordillera Oriental colombiana, a donde arribaron a la actual provincia de Vélez, Santander. Pasaron luego por las lagunas de Fúquene y Suesca, y hallaron las poblaciones muiscas de Nemocón y Zipaquirá. Desde allí entraron a las tierras del Zipa, uno de los reyes muiscas, en la actual Sabana de Bogotá, fundando la ciudad de Santa Fe de Bogotá el 6 de agosto de 1538. También atacaron al Zaque, rey muisca de Hunza, hoy Tunja, e incendiaron el templo del Sol, el más grande de la religión chibcha, en el poblado de Suamox o Sugamuxi, al que llamaron Sogamoso. Jiménez de Quesada coincidió en la planicie con Sebastián de Belalcázar, fundador de Quito, y con Nicolás de Federman, quien fundó Riohacha. Jiménez de Quesada llamó a las tierras conquistadas Nuevo Reino de Granada, en honor a la ciudad de España. El conquistador regresaría a la Península en 1549, con el título honorífico de “gobernador de El Dorado”. El Nuevo Reino de Granada, fundado en 1538, formará parte hasta 1717 del Virreinato del Perú, constituido éste en 1542. Este Virreinato del Perú llegó a abarcar prácticamente toda Sudamérica, excepto Venezuela, que dependía del otro grande Virreinato, el de Nueva España. El título de virrey se le otorgó por primera vez a Cristóbal Colón, en las Capitulaciones que firmaron los Reyes Católicos, previo al primer viaje del descubrimiento de América. Por estas, Colón fue nombrado virrey, gobernador y almirante: 1

Este estudio se inscribe en el marco del proyecto de investigación, del Ministerio de Ciencia e investigación, Diccionario histórico de la traducción en Hispanoamérica (con código de referencia FFI2009-13326-C02-01).

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Mercedes Serna Otrosi, que Vuestras Altezas fazen al dicho don Christoual su visorey e gouernador general en todas las dichas tierras firmes e islas, que, como dicho es, el descubriere o ganare en las dichas mares; e que, para el regimiento de cada huna e qualquiere dellas, faga el election de tres personas para cada oficio, e que vuestras altezas tomen y scojan uno, el que mas fuere su seruicio; e assi seran mejor regidas las tierras, que Nuestro Sennor le dexara fallar e ganar a seruicio de vuestras altezas (Capitulaciones de Santa Fe, Archivo General de Indias).

No haría mucho caso Colón del título de virrey, prefiriendo el de almirante. Su hijo Diego sería el segundo virrey, en 1511. Es así como este cargo se institucionalizaría en 1535, con la creación del Virreinato de Nueva España (Antonio de Mendoza será su primer virrey), y en 1542 con la creación del Virreinato del Perú (con Blasco Núñez de Vela). Puede decirse que de esta manera comenzó para España el sistema del “funcionariado”, pues los Borbones entendieron que los virreyes debían ser letrados de clase media. Prácticamente, podemos hablar, en este primer periodo colonial, de la ubicación de dos grandes virreinatos: el de Nueva España y el de Perú, con sus ciudades urbanas, México-Tenochtitlan y Lima. Debido a los problemas con el Virreinato de Perú, el rey Felipe V decidió establecer el Virreinato de Nueva Granada. Así, a los dos grandes centros urbanos, Lima y México, se añadirá el de la ciudad de Santa Fe de Bogotá. El Virreinato de Santa Fe de Bogotá, Virreinato de Granada o Virreinato del Nuevo Reino de Granada se crearía a partir de 1717, aunque con algunas suspensiones de por medio (entre 1724 y 1739 desaparecería), debido a problemas económicos, y llegaría hasta 1810, año en que se disuelve con los movimientos independentistas. Las causas de su instauración son diversas, pero parece que fue decisiva la de su situación estratégica entre los dos océanos, así como también la de su riqueza en oro. Es harto complicado ubicar territorios, ciudades o lugares que pertenecen a un virreinato que puede ser llamado, a su vez, con nombres distintos. Todo ello nos lleva a imaginar, y como ocurriría con las sucesivas constituciones independentistas, un territorio bien inestable, sin una clara identidad, y con intereses múltiples. En cualquier caso, el Virreinato de Granada, Nuevo Reino de Granada o Santa Fe de Bogotá comprendía los actuales territorios de Colombia, Ecuador, Panamá, Venezuela y algunas regiones de Perú norte, Brasil y el oeste de Guayana. A lo largo de los años siguientes se irán desgajando o anexionando distintos territorios. Destaca sobre todo la fecha de 1742 en que Venezuela se separa del Virreinato de Granada. A partir de las independencias, entre 1819 y 1822, el Nuevo Reino de Granada pasará a denominarse la Gran Colombia, a propuesta de Simón Bolívar en su “Carta de Jamaica”. Más tarde, en 1830, tomará el nombre de República de la Nueva Granada (desgajadas ya Ecuador y Venezuela) y poco después se convirtió

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en un Estado federal bajo el nombre de Confederación Granadina, en 1858. En 1863 pasará a adoptar el nombre de Estados Unidos de Colombia y, a partir de 1866, el de República de Colombia.

ÉPOCA

P R E C O LO M B I N A

A pesar de que hay pocos documentos que nos informen acerca de estos territorios indígenas, puede hablarse de una cultura dorada que comprende desde el 1200 hasta el 1510, formada por sucesivos pueblos entre los que destacan los tayronas, los chibchas o muiscas, los quimbayas, los zenúes, la cultura Colima, la Nariño y la cultura Tumaco. Sabemos muy poco de los mitos y tradiciones de los tayronas porque los españoles no se adentraron en la sierra y por tanto no nos han quedado testimonios escritos, ni textos transliterados. Sin embargo, se sabe, no por los cronistas sino por lo que cuentan otras tribus que hoy sobreviven en la sierra, que los tayronas creían que el mundo estaba cubierto por tinieblas y todo estaba oscuro. Vivía entonces una mujer, la “Madre del Universo”, de quien nació el primer hombre, llamado Sintana, héroe que organizó el primer ejército. Dicha mujer clavó su huso de hilar en lo más alto de un pico de la sierra y, sacando el hilo, conformó un círculo que sería la forma del mundo. Como otros mitos, éste incorpora aspectos simbólicos o mágicos con episodios domésticos, en este caso una costurera crea el mundo con sus materiales de trabajo, a modo de Ariadna. Es ésta una leyenda poco elaborada, fruto de un recuerdo puramente oral, pues no da explicación ni responde a preguntas esenciales, como lo hacen los mitos universales. En este episodio, cabría preguntarse de dónde proviene la Madre del Universo o cómo hizo para engendrar a su hijo Sintana. Por otro lado, este mito tiene con los mitos de creación unos rasgos comunes, como el origen del universo a partir de un espacio cubierto por tinieblas y oscuro, el sentido “hierogámico” de la tierra y la idea de la patogénesis, es decir, la mujer que concibe sin contacto con varón. El ocaso de los tayronas comenzó con la llegada de Rodrigo de Bastidas en 1528, y en 1550 prácticamente habían desaparecido. A pesar de que se trataba de una cultura desarrollada, no nos han quedado textos escritos, tal vez por la ausencia de órdenes religiosas que se encargaran de la evangelización de ese territorio. Esta situación nos lleva a reconocer, una vez más, la capital importancia que tuvieron las misiones en América que, además de difundir las lenguas indígenas, propiciaron el conocimiento de estas civilizaciones.

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De los chibchas o muiscas, apodo este último dado por los españoles por ser un pueblo que en las emboscadas salía como moscas a defender el territorio, nos han llegado algunos mitos como el de Bachué (cf. Piedrahita 1942), o el de Bochica. Ambos mitos coinciden con los motivos y características de otros europeos o asiáticos: el diluvio universal, el incesto (en el mito de Bachué la primera mujer se casa con su hijo y de ellos surge el pueblo muisca), la transformación y la perennidad (siendo vieja, en el mito de Bachué, la mujer se convierte en serpiente y se sumerge en el lago). El mito del diluvio hace referencia al ritmo cósmico y al mito de las edades. El diluvio es causa de la destrucción de generaciones de hombres en muchas mitologías. La humanidad es decadente y el mundo ha envejecido por lo que el diluvio sirve para que la humanidad se renueve. El hombre actual aprende, tras el castigo, a seguir una conducta correcta para no ser destruido. El mito del diluvio sirve, asimismo, para marcar un orden cronológico: la época en la que se da la transformación del hombre pasado al presente. El mito de Bochica guarda paralelismos con otros mitos grecolatinos o bíblicos. En él se trata de la creación del mundo o de partes específicas de la tierra a partir de una materia preexistente, de los distintos accidentes geográficos o cataclismos como los terremotos o volcanes, del surgimiento de las estructuras conservadoras por las que se rige la sociedad naciente, del castigo como un aviso ante la soberbia de los hombres, de la transformación de la naturaleza y de los hombres o de la aparición del milagro o la transfiguración2: En la sabana vivían los Muiscas pero ellos se habían cansado de las inundaciones, que podían ser causadas por Huitaca, la hermosa y malvada mujer o Chibchacum, el protector de los agricultores. Entonces, del cielo salió un arco iris, y de él bajó un hombre blanco, con barbas blancas y túnica. Este dijo llamarse Bochica y les enseñó a tejer. Bochica escuchó las quejas de los Muiscas sobre las inundaciones, y con su bastón de oro partió dos piedras al borde del precipicio donde terminaba la Sabana y salió toda el agua, creándose el Salto de Tequendama. Bochica castigó a Huitaca y Chibchacum, a la primera convirtiéndola en lechuza, y obligándola a cargar el cielo. A Chibchacum lo obligó a cargar la tierra, y cada vez que él se cambia de hombro, la tierra tiembla.

Esta leyenda nos trae a la memoria la de Aracné, que fue convertida en araña. El guía del pueblo o de una civilización, en este caso un hombre blanco con barbas blancas y túnica, nos remite al Apóstol Santiago, elegido tradicionalmente para ese papel; el gesto de cargar la tierra tiene concomitancias con Atlas y la le2

Para la versión del cronista fray Pedro Simón, se puede ver su obra Noticias Historiales de las Conquistas de Tierra en las Indias Occidentales (1981), recopilación, introducción y notas de Juan Friede, Biblioteca Banco Popular, Bogotá, tomo III.

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chuza con la doncella de Lesbos, Nictimene. Asimismo, el partir las piedras para cambiar el cauce del agua es un tipo de acción propia de los hombres que han sido elegidos para ser guías del pueblo, como Moisés o Manco Cápac. Los muiscas, con los que se encontró Jiménez de Quesada, eran animistas, antropófagos e idólatras (tenían al Sol como dios principal). Es posible que todos estos pueblos provengan de México, América Central o del Caribe. Así, como explica Vicente Restrepo con respecto a Colombia, “una serie de invasiones de pueblos y parcialidades de la América septentrional y de la central llegaron a nuestras costas por el Atlántico y el Pacífico y penetraron en nuestro territorio por los ríos navegables; durante un número de siglos difícil de determinar” (1895: 41). Eran pueblos vencidos por otros más fuertes, que seguían al Sur en busca de nuevas tierras; naciones aventureras avezadas a los peligros de la navegación y ávidas de rapiña, como los caribes; tribus que peregrinaban hasta encontrar suelo y clima propicios. Así se explica la diversidad tan grande que existía de lenguas, costumbres, idolatrías y grados de barbarie, en el crecido número de naciones y de tribus que poblaban el suelo colombiano: procedían probablemente las unas de algunos de los diferentes pueblos que invadieron las comarcas de México y la América Central; venían las otras de naciones caribes, dadas a la antropofagia. Cuenta el Inca Garcilaso de la Vega en sus Comentarios reales, en el capítulo XI, que el jesuita Blas Valera, refiriéndose a la edad primera, la edad de la barbarie e idolatría, señalaba: Esta generación de hombres, tan terribles y crueles, salió de la región mexicana, y pobló la de Panamá, y la del Darién, y todas aquellas grandes montañas que van hasta el Nuevo Reino de Granada, y por la otra parte hasta Santa Marta (2000: 133).

De todas formas, y aunque encontremos algunas informaciones de estos pueblos en los Comentarios reales o en la crónica de Juan de Castellanos, Elegía de varones ilustres, la voz indígena pobladora original de lo que hoy es Colombia es paradójicamente la que menos sobrevive. Como causa principal de dicha ausencia se ha señalado el clima de violencia desatado por los conquistadores, si bien no fue menos violento el choque entre los españoles y aztecas o mexicas y sin embargo conservamos diversas manifestaciones de esos pueblos. El único texto escrito que nos ha llegado es la leyenda de Yurupary, la narración más representativa del territorio colombiano. De origen amazónico, y transmitida de forma oral por las tribus de la selva amazónica, con múltiples variantes, alcanzaría hasta el indio Maximiano José Roberto, que la escribiría en su idioma ñengatú, en caracteres latinos, en el siglo XIX, y que sería traducida al italiano en 1890. Es decir, que la génesis del texto es la misma que la del Popol Vuh o Libro de las antiguas leyendas del pueblo quiché, la obra de mayor relieve de la literatura maya.

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Perdido el manuscrito original en ñengatú de la leyenda de Yurupary, el texto en italiano pasó desapercibido hasta los años cincuenta, cuando se tradujo al español: En Colombia, que —como Brasil—, reclama para sí la leyenda, surgida entre los indios de la zona del Vaupés en territorio nacional, el primero en dar noticias sobre Yurupary fue el crítico antioqueño Javier Arango Ferrer en un artículo aparecido en 1959 en la revista Mito: “Dioses, brujos y héroes precolombinos” y en su obra posterior Raíz y desarrollo de la literatura colombiana (1965). Allí se incluyen fragmentos de una traducción española del texto de Stradelli, hecha por el historiador Pastor Restrepo Lince y comentarios explicativos de Arango Ferrer. A pesar del interés que despertó la revelación del crítico antioqueño, la traducción nunca se publicó (Héctor H. Orjuela 1986: 20).

La versión más divulgada es la del Instituto Caro y Cuervo, de Héctor Orjuela, publicada en 1983 y traducida por Susana N. Salessi. El texto está ubicado temporalmente “en los principios del mundo” y pretende dar una respuesta, como los mitos universales, a los misterios de la creación, de la vida y del hombre. Como la mayoría de los mitos, éste nace de plantearse cuestiones religiosas, filosóficas, morales y psicológicas. El argumento, a pesar de las variantes que tiene, puede resumirse del siguiente modo: Seucy, una bella mujer nacida de un varón, quien había fecundado a múltiples mujeres para que no se extinguiera la raza (mito de las edades), prácticamente desaparecida por una epidemia, queda embarazada gracias a los jugos de unas frutas, y de ella nacerá Yurupary, que quiere decir “engendrado por la fruta”. Yurupary fue proclamado jefe de los tenuinas. Entre las discusiones de las mujeres sobre si tenían que ir solo los hombres o todo el pueblo conjuntamente a buscar una piedra que haría jefe a Yurupary, éste desaparece. Las mujeres culparon a los viejos de lo ocurrido y pensaron en castigarlos a través del suplicio de los peces, que consistía en atar el cuerpo de la víctima dentro del agua para que los peces lo devoraran. Durante noches sucesivas, en un árbol se oía el llanto de Yurupary, pero era tan aterrador que el pueblo decidió olvidarlo. Todos borraron a Yurupary del recuerdo, excepto su madre, que lloraba su ausencia y, dormida, amamantaba a su hijo perdido. Quince años después, en una noche de Luna en la que la Seucy celeste fue a bañarse al lago, reapareció Yurupary en el pueblo, de la mano de su madre, la Seucy terrenal. Los tenuitas se apresuraron a darle los ornamentos de cacique, aunque todavía faltara la itá-tuixáua. Yurupary civilizará al pueblo mediante instrumentos musicales, encontrará el amor en una mujer llamada Carumá y, al final del relato, se alejará por el Oriente para buscar a una mujer que sea digna del Sol. Como señala Joseph Campbell, en Las máscaras de Dios. Mitología primitiva, hay un único fondo de motivos mitológicos, seleccionados, organizados, interpretados y ritualizados de diversas maneras, de acuerdo con las necesidades loca-

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les, pero reverenciados por todos los pueblos de la Tierra. Mitos que se parecen por una historia o por una forma psicológica comunes a la hora de interpretar los conceptos. En este caso, en el mito amazónico se dan la patogénesis (Seucy queda embarazada gracias al fruto “Pihycan”), el nacimiento sobrenatural de los semidioses (Yurupary, como Cristo o Huitzilopochtli, nace milagrosamente, sin contacto carnal), la desaparición o inmolación del héroe y el anuncio de su retorno, la imposición de las primeras leyes (leyes del Sol), el surgimiento de la épica (luchas entre el propio pueblo) y de la civilización (Yurupary visita diferentes tribus para instruirlas sobre las nuevas leyes y en cada tribu se le presenta resistencia por parte de las mujeres). Podemos advertir, asimismo, otras analogías: Hunahpú e Ixbalanqué, en el Popol Vuh, nacen de la doncella Ixquic, que es fecundada por la saliva de Hun Hunahpú; Seucy es fecundada por la fruta. La desaparición misteriosa de Yurupary y su posterior resurrección o vuelta tiene claras concomitancias con el papel que desempeñan Quetzalcóatl o Cristo, los cuales, como Manco Cápac, regresarán al mundo para imponer el orden. Yurupary implanta las leyes del Sol y elimina las caóticas leyes maternales, ajustándose, de esta manera, al mito universal de las edades, de origen mesopotámico. Los instrumentos que otorgan el poder son en el Popol Vuh un episodio fundamental pues desencadenará las guerras entre los dioses de Xibalbá y los héroes mayas. Yurupary es un héroe nacido de una virgen, su cuerpo irradia luz y fuego y está dotado de agujeros que producen sonidos musicales. Enviado del Sol, como Manco Cápac, busca una mujer pura y tiene una misión que cumplir: civilizar a su pueblo. Es una especie de enviado de los dioses, mensajero al modo de Hermes Trismegisto. Hay una versión por la que Yurupary castiga a las mujeres que querían descubrir sus poderes secretos, convirtiéndolas en piedras (Pirra y Deucalión). Los ancianos arrojan, entonces, a Yurupary a la hoguera. Pero éste, a través de las palmas que brotan de su cuerpo, llega hasta el cielo. Yurupary vuelve y reestablece el predominio masculino. Quetzalcóatl será castigado también, en su caso por otros dioses, por la pretensión de ayudar a la humanidad. Según Reichel-Dolmatoff3 y Roberto Pineda Camacho (1968: 203), el Yurupary no es una persona sino un estado y su leyenda es una advertencia a no cometer incesto. La música que toca el Yurupary es una denuncia pública del incesto que el Padre Sol comete con su hija. Así se establece un código moral. Los mitos son la explicación de la existencia de la religión, de la conciencia del mal y del bien, del establecimiento de la ley y de la civilidad.

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Véase también de Gerardo Reichel-Dolmatoff (1996), el estudio Yuruparí: studies of an Amazonian foundation mith, Harvard University Center.

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LOS

M U I S C A S E N E L T I E M P O D E L A C O N QU I S TA

Las obras escritas en la época colonial que nos informan sobre el territorio colombiano y los muiscas son escasas, destacándose, además de la gran Historia general y natural de las Indias, de Gonzalo Fernández de Oviedo, dos obras de relieve histórico y literario: Elegías de varones ilustres de Indias, del clérigo Juan de Castellanos y El carnero, de fray Juan Rodríguez Freyle. Terminada en Colombia, en 1607, las Elegías de varones ilustres de Indias están divididas en cuatro partes: la primera hace referencia a los viajes de Colón; la segunda, al territorio venezolano y a Santa Marta; la tercera, a las gobernaciones de Cartagena (se narra el ataque de Francis Drake), Antioquia y Popayán; y la cuarta, a los conflictos de los muiscas antes de la llegada de los españoles y la entrada de Jiménez de Quesada. El eje espacial de las Elegías es el Nuevo Reino y Tunja, donde vive Juan de Castellanos. Desde el principio, se nombra al conquistador Jiménez de Quesada y su llegada a la sabana de Bogotá: Veréis romper caminos no sabidos Montañas bravas y nublosas cumbres Veréis pocos y ya cuasi perdidos Sujetar increíbles muchedumbres De bárbaros, crueles y atrevidos (Juan de Castellanos 1852: 5).

Como señala Fernando Restrepo (Juan de Castellanos 2004), las Elegías son el resultado de las discusiones sobre la guerra justa que surgieron como consecuencia del exterminio de la población caribeña. La posición del fraile sevillano, Juan de Castellanos, es determinante en este sentido: la guerra es justa pero condena los abusos de los encomenderos. Vale anotar que dicha condena no fue única y que aparece en muchas crónicas de Indias escritas por españoles. Juan de Castellanos sigue al pie de la letra la política de los Reyes Católicos. Hay que tener en cuenta que las Elegías comenzaron a escribirse en 1522, esto es, tras la promulgación de las Leyes de Burgos y en plena discusión política sobre la legalidad de la conquista. Castellanos, en la cuarta parte, condena los abusos cometidos por los españoles, poniendo en boca del indígena Tundama un discurso lascasiano. El autor se ajusta a la política imperial del buen tratamiento de los indígenas, pero defiende la encomienda: Dándoles facultad que si prendiesen Algunas destas gentes divertidas Dellos en encomienda se sirviesen

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Por el tiempo y espacio de dos vidas Con que reales quintos se le diesen Al rey, nuestro señor, de las partidas Y preseas, como suelen a los reyes Por justos fueros y modestas leyes (Juan de Castellanos 1886: II, 327-328).

Aunque es un texto de épica neogranadina, en las Elegías de varones ilustres de Indias aparecen muchos elementos novelescos vinculados a las novelas de caballerías. Muy influido por éstas, el texto destaca, como La Araucana, de Alonso de Ercilla, por la presentación de un mundo idílico y sentimental. A ello se une la intención idealizadora de las hazañas de los protagonistas, la visión apoteósica del conquistador y la estilización mitológica. Las caracterizaciones que Castellanos da del indio son novelescas. El caso más claro de esta idealización, propia de la épica culta, es la descripción de Tundama, indio que cumple con las características aristotélicas, al modo del Caupolicán o del Lautaro de La Araucana. Tundama se enfrenta a un encomendero vil, despiadado y codicioso, personalizado en Añasco. Son muy interesantes tanto las descripciones domésticas en las que se detiene Castellanos —la referida a los dientes de los muiscas, siempre blancos y perfectos gracias a que mascaban hojas de coca—, como las más graves, por ejemplo informa acerca de los rituales funerales de los muiscas, sus cantos y endechas. No esconde tampoco Castellanos la codicia de los españoles, los cuales profanaban las tumbas de los “moscas” en busca de riqueza. El carnero (1638), escrito por el criollo de Bogotá, Juan Rodríguez Freyle, destaca también por las interpolaciones entre ficción y realidad, mezclas propias de los textos prosísticos del periodo colonial. Rodríguez Freyle, a camino entre la crónica de Indias y la narración costumbrista, presenta en El carnero un panorama del primer siglo de vida colonial, de la ciudad de Santafé de Bogotá. Pero lo que tiene de peculiar dicho texto es que Rodríguez Freyle no se queda en el relato histórico, sino que describe la vida íntima y secreta de ese pueblo, es decir, que sus relatos están salpicados de adulterios, artimañas, magias, o brujerías, al modo del Libro de buen amor y de las humoradas medievales de los goliardos. Publicado por primera vez en el siglo XIX, El carnero fue muy leído en su época (a través de copias del manuscrito) por la amenidad de las anécdotas y el humor picaresco y socarrón. El mismo autor señala al inicio que su historia nada tiene que ver con la pomposa epopeya de Juan de Castellanos y menos con la versión prosificada que hizo de las Elegías fray Pedro Simón. Frente a estos textos, El carnero, como señala bien Darío Achuri en la edición que prologa para Ayacucho, es una versión heterodoxa, escrita en una prosa que en su misma incorrección halla su gracia y donaire, su despejo y su fluidez (Juan Rodríguez Freyle 1979: XXXV).

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Desde el punto de vista histórico, es fundamental la historia que cuenta Rodríguez Freyle sobre los muiscas y el cacicazgo de Guatavita, antes de la llegada de los conquistadores. De esta manera, Juan, cacique, señor y sobrino de Guatavita, le habría narrado a Rodríguez Freyle las antigüedades que cuenta, así como la historia de su tío Guatavita, a quien rendían tributo y vasallaje el Zaque (rey muisca de Tunja, adonde llegó Jiménez de Quesada) y el Zipa (rey muisca de la sabana de Bogotá). Según la historia, alrededor de la laguna de Guatavita, que está a unos 80 kilómetros de Santafé de Bogotá, vivía un pueblo de etnia chibcha, cuyo Zipa era Guatavita. Para el cacique Juan, el soberano señor, rey o emperador del imperio chibcha o muisca fue el cacique de Guatavita, a quien los demás (el Tundama, el Sugamuxi, el Zaque de Tunja y el Zipa de Bacatá) le rendían cumplida pleitesía. Rodríguez Freyle adopta, sin duda alguna, el punto de vista del cacique Juan sobre la historia del imperio chibcha antes de la llegada de los españoles. Este punto de vista echa por tierra la importancia que la leyenda ha dado al cacique Zipa o señor de Bacatá. Para el cacique Juan, Zipa era un descastado que traicionó a Guatavita al que pretendió hacerle la guerra, de forma desprevenida, por lo que hubo de retirarse Guatavita hacia Gachetá. Rodríguez Freyle, portavoz de la narración de Juan, escribe una versión heterodoxa de la prehistoria de Colombia que se contrapone a lo contado por Aguado, Castellanos, Simón o Zamora. Comienza a explicar Rodríguez Freyle la historia del cacique de Guatavita, dando entera razón de sus informes, de la manera siguiente: Paréceme que algún curioso me apunta con el dedo y me pregunta que, de dónde supe estas antigüedades; pues tengo dicho que entre estos naturales no hubo quien escribiera, ni cronistas. Respondo presto por no me detener en esto, que nací en esta ciudad de Santafé, y al tiempo que escribo esto me hallo con edad de setenta años, que los cumplo la noche que estoy escribiendo este capítulo, que son los 25 de abril y día de San Marcos del dicho año de seiscientos treinta y tres. Mis padres fueron de los primeros pobladores y conquistadores de este Nuevo Reino.

Y prosigue: Fue mi padre soldado de Pedro de Ursúa, aquél a quien Lope de Aguirre mató después, en el Marañón aunque no se halló con él en este Reino sino mucho antes, en las jornadas de Tayrona, Valle Dupar, Río de la Hacha, Pamplona y otras partes. Yo, en mi mocedad, pasé de este Reino a los de Castilla, a donde estuve seis años. Volví a él y he corrido mucha parte de él, y entre los muchos amigos que tuve fue uno don Juan, cacique y señor de Guatavita, sobrino de aquél que hallaron los conquistadores en la silla al tiempo que conquistaron este Reino; el cual sucedió luego a su tío y me contó estas antigüedades y las siguientes (Rodríguez Freyle 1979: 17).

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Entrelazando el relato histórico y las historietas con los datos autobiográficos, Rodríguez Freyle cuenta cómo era costumbre entre los naturales que el que había de ser sucesor del cacicazgo no sólo tenía que ayunar seis años sino que tampoco podía ver el sol, por lo que sólo salía de la cueva en donde habitaba cuando caía la noche. De esta manera tan coloquial, Rodríguez Freyle da fe del origen de uno de los mitos más famosos y divulgados en la historia de la humanidad: el mito del Dorado. Estas páginas dedicadas al relato de las ceremonias y ritos de los muiscas, en sus años de jubileo, y que culminan con el mito del Dorado, son bellas y cruciales desde un punto de vista histórico. Así, explica nuestro autor cómo, al elegido para reinar, cumplido el ayuno, le hacían poseedor del cacicazgo, teniendo en su primera jornada que ir a la gran laguna de Guatavita a realizar sacrificios al demonio, al cual tenían por dios y señor. Completamente desnudo, untado con una tierra pegajosa y espolvoreado de oro en polvo y molido, el elegido era introducido en una balsa repleta de oro y esmeraldas para ofrecerlas a su dios: Entraban con él en la balsa cuatro caciques, los más principales, sus sujetos, muy aderezados de plumería, coronas de oro, brazales y chagualas y orejeras de oro, también desnudos, y cada cual llevaba su ofrecimiento. En partiendo la balsa de tierra, comenzaban los instrumentos, cornetas, fotutos y otros instrumentos, y con esto una gran vocería que atronaban montes y valles, y duraba hasta que la balsa llegaba al medio de la laguna, de donde, con una bandera se hacía señal para el silencio. Hacía el indio dorado su ofrecimiento echando todo el oro, que llevaba a los pies, en el medio de la laguna, y los demás caciques que iban con él y le acompañaban hacían lo propio, lo cual acabado abatían la bandera que en todo el tiempo que gastaban en el ofrecimiento la tenían levantada, y partiendo la balsa a tierra comenzaba la grita, gaitas y fotutos, con muy largos corros de bailes y danzas a su modo; con la cual ceremonia recibían al nuevo electo y quedaba reconocido por señor y príncipe (Rodríguez Freyle 1979: 18).

De esta ceremonia, señala Rodríguez Freyle, se tomó aquel nombre tan celebrado de “El Dorado”, “que tantas vidas y haciendas ha costado”. Otra versión más popular defiende que la cacica de Guatavita, harta de las orgías de su marido, tomó a un guerrero como amante. Descubierta en pleno acto amoroso por el marido, se arrojó a la laguna, muriendo con ella el hijo recién nacido que llevaba en los brazos. Guatavita, arrepentido, se dedicó a honrar a su mujer y a su hijo muertos, e inició un ritual arrojando esmeraldas y oro a la laguna. Como haría siglos después Ricardo Palma, Rodríguez Freyle, tras los primeros capítulos, se detiene en la anécdota cotidiana, en la intrahistoria. Es un cuadro, su crónica, abigarrado de gentes y episodios en los que se mezcla el amor, la codicia, la intriga, los celos o las muertes por venganza y en el que Rodríguez Freyle no se queda fuera de la narración sino que la salpica de datos autobiográficos,

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opina, se burla o se entromete. Un ejemplo de ello son las reflexiones y los comentarios socarrones que le inspira el caso de una mujer que sobresalía por su belleza. En un tono amargo, exclamará el autor, ya en su vejez: Déjame hermosa que ya tienes por flor el encontrarte conmigo a cada paso, que como me coges viejo, lo haces por darme pasagonzalos, pero bien está. La hermosura es red, que si la que alcanza este don la tiende cual o cual pájaro se le irá, porque es red barredera de voluntades y obras. La hermosura es un don de naturaleza, que tiene gran fuerza de atraer a sí los corazones y benevolencias de los que la miran. Pocas veces están juntas la hermosura y la castidad, como dice Juvenal (Rodríguez Freyle, 1979: 354).

Rodríguez Freyle, como señala Hugo Achuri en el prólogo a su edición, nos deja en su obra un catálogo de ciudades, arzobispos, visitadores, fiscales, canónigos, deanes, mandatarios del Nuevo Reino de Granada, de la primera centuria de su conquista (desde 1538, año en el que llega Jiménez de Quesada, hasta 1638). Pero también es un retablo de los viejos, los hombres arruinados, cansados, o vagos; de los macheteros, arcabuceros, ballesteros, o soldados; de los españoles conquistadores, los indios y los criollos; y también de las brujas, las malmaridadas, las celosas, los adúlteros, las perfectas casadas, los asesinos, curanderos, clérigos codiciosos o frailes rijosos. El carnero, a caballo entre el cuento, el cuadro de costumbres, la novela picaresca y la literatura carnavalesca medieval, y en un tono presuntamente didáctico y moralizante propio de la literatura de la época, relata una historia que ralla a veces en lo escandaloso, por la truhanería y la bufonada, con dobles sentidos y juegos de palabras. Rodríguez Freyle, no obstante, siente simpatía por el indio y critica al conquistador por los abusos cometidos, su codicia, injusticia y crueldad.

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(1864-1884). Colección de documentos inéditos relativos al descubrimiento, conquista y organización de las antiguas posesiones españolas en América y Oceanía, sacados en su mayor parte del Real Archivo de Indias. Madrid: Imprenta M. Bernaldo de Quirós, 42 vols. FRIEDE, Juan (1961): Los chibchas bajo la dominación española. Bogotá: La Carreta. GARCILASO DE LA VEGA, Inca (2000): Comentarios reales. Edición de Mercedes Serna. Madrid: Castalia. HERNÁNDEZ RODRÍGUEZ, Guillermo (1991): De los chibchas a la colonia y la república. Bogotá: Ediciones Paraninfo. — (1978): Literatura de Colombia aborigen. Bogotá: Instituto Colombiano de Cultura. ORJUELA, Héctor H. (1983): “Yurupary: Mito, leyenda y epopeya del Vaupés, con la traducción de la ‘Leggenda dell Jurupary’ del conde Ermanno Stradelli”, por Susana N. Salessi. Bogotá: Publicaciones del Instituto Caro y Cuervo, LXIV. — (1986): Estudios sobre literatura colonial. Bogotá: Instituto Caro y Cuervo, disponible en [consultado el 20 de octubre de 2011]. PIEDRAHÍTA FERNÁNDEZ, Lucas de (1942): Historia General del Nuevo Reino de Granada. Bogotá: Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, t. 1. REICHEL-DOLMATOFF, Gerardo de (1968): Simbolismo de los indios Tukano del Vaupés. Bogotá: Universidad de los Andes, 1968. RESTREPO, Vicente (1895): Los Chibchas antes de la conquista española. Bogota: Imp. de la Luz. RODRÍGUEZ FREYLE, Juan (1979): El carnero. Prólogo, notas y cronología de Darío Achuri, Caracas, Ayacucho, [consultado el 20 de octubre de 2011].

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Detrás de los huehuetlatolli (textos en náhuatl que, preservados por los misioneros, acumularon una sabiduría vivencial entroncada a la primera evangelización novohispana) subyace un rico universo mítico, una manera de ser y de comprender la vida, una singular visión de lo que las fuerzas naturales y sobrenaturales significaban en la cosmovisión cultural precortesiana. Durante el siglo XVI, dicha concepción fue a menudo denostada y destruida. Sin embargo, existió una corriente evangelizadora que supo valorar tales elementos míticos, recuperando la memoria de un pasado inmediato y valioso en la conciencia de los naturales. A través de los testimonios prehispánicos que algunos de los misioneros seráficos llegados al Nuevo Mundo conservaron como instrumentos eficaces de su proyecto evangelizador se podrá contemplar el rico legado mítico del pueblo náhuatl. En la década de los treinta, transcurridos algunos años del proceso de conquista espiritual llevado a cabo por los misioneros en Nueva España1 se percibe un notorio inconveniente en toda la empresa evangelizadora: el desconocimiento de las costumbres de los naturales, de sus creencias y de su lenguaje. Estos problemas llevaron a los frailes a emprender un estudio minucioso de la lengua y la religión prehispánicas, que se vio reflejado en numerosos trabajos. De este modo, la revisión de los métodos misionales hasta entonces empleados implicó a su vez toda una re-

1

Cabe recordar que es a partir de 1524, con la llegada de los doce primeros franciscanos españoles cuando se inicia todo este proceso. Junto a fray Martín de Valencia, que encabezó esta misión y creó la primera custodia franciscana en Nueva España, viajaron los sacerdotes Francisco de Soto, Martín de la Coruña, Antonio de Ciudad Rodrigo, García de Cisneros, Juan de Ribas, Francisco Jiménez, Juan Juárez, Luis de Fuensalida y Toribio Motolinía y los legos Juan de Palos y Andrés de Córdoba (véase Motolinía 1985: 293-294).

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cuperación de la tradición cultural indígena, la recopilación de los diversos discursos por parte de los evangelizadores es, sin duda, la manifestación de ese proceso de rescate de la antigua palabra náhuatl, en el que hubo frailes que apreciaron el hondo valor literario de la cultura de los vencidos. Entre esos elementos valiosos de la cultura indígena dignos de preservarse y conservarse como instrumentos eficaces en el proyecto evangelizador destacan, de modo especial, los discursos prehispánicos conocidos con el nombre de huehuetlatolli que figuran como una de las creaciones de la literatura prehispánica que más fascinarían a los misioneros del siglo XVI. A diferencia de muchas de las composiciones literarias creadas por los aztecas en tiempos precortesianos, explícitamente rechazadas por los evangelizadores cuando éstos llegaron a conocerlas; las manifestaciones de este género literario no sólo no fueron objeto de prohibición, sino que se convirtieron en los únicos textos de tradición prehispánica publicados durante la época colonial. En términos generales, se puede afirmar que son composiciones que evocan una determinada modalidad de discurso en lengua náhuatl, proveniente de la tradición oral, que informantes indígenas proporcionaron a algunos frailes durante el proceso evangelizador de Nueva España en el siglo XVI. Han sido considerados tradicionalmente parte de la prosa didáctica, documentos de instrucción con que los antiguos mexicas educaban a sus hijos en la buena conducta moral y la práctica de las fórmulas sociales2. Desde estas observaciones, se deduce que los huehuetlatolli son los testimonios de la tradicional sabiduría náhuatl, expresados con “un lenguaje que tiene grandes primores. Su contenido concierne a los principios y normas vigentes en el orden social, político y religioso del mundo náhuatl”. Podría decirse, en suma, que “son estos textos la expresión más profunda del saber náhuatl acerca de lo que es y debe ser la vida humana en la tierra” (Portilla 1983: 37). El huehuetlatolli se convirtió en un breve período de tiempo en un eficaz instrumento al servicio de los amplios objetivos de la evangelización en el Nuevo Mundo. No debemos olvidar, por otra parte, que el proceso evangelizador novohispano no sólo trató de educar al indígena en los principios de la fe católica: otro de los objetivos primordiales fue, como se ha venido apuntando, infundir en la población náhuatl los valores morales de la religión cristiana. Resulta evidente que, para el cumplimiento de este objetivo, el huehuetlatolli se convirtió en un mecanismo prehispánico válido que, una vez adaptado a las necesidades de los evangelizadores, posibilitó una mayor incidencia en la cosmovisión indígena.

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Sobre las diversas modalidades de la prosa náhuatl y la significación y delimitación del huehuetlatolli véase (Ruiz Bañuls 2009: 60-71).

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De esta forma, como explica Javier Garibay, cuando ya fueron capaces de enseñar directamente en náhuatl, “los religiosos no vacilaron en utilizar fragmentos de los huehuetlatolli, dada su insistencia casi obsesiva en el trabajo, la retribución y el castigo” (Garibay 2000: 230). De hecho, si descartamos los valores religiosos indígenas subyacentes, el contenido de estas pláticas que, como se ha señalado, exhortan a las buenas costumbres, a la castidad, a la fortaleza, a las virtudes y al respeto a los mayores, que recomiendan dedicarse al trabajo y a los deberes familiares y exigen la sumisión a la voluntad del Tloque Nahuaque, se parecían lo bastante a las reglas de la moral cristiana como para considerarse unos valiosos testimonios que se debían recuperar. Asimismo, semejante procedimiento tenía la ventaja de continuar una tradición ya antigua y, en consecuencia, de no desconcertar a la población indígena. En este sentido, tal como ha subrayado Pedro Borges al abordar los métodos misionales empleados en la cristianización de América en el siglo XVI, se ha de tener muy presente que Abandonar, en un momento cuanto desde antiguo se venía creyendo y practicando, y romper definitivamente con todas las tradiciones familiares y nacionales para abrazar las importadas por unos extranjeros desconocidos, es siempre un paso duro, y para los indios, como para todo pueblo pagano, entrañaba una especial dificultad tratándose de materia de religión. El cariño de los indios a sus tradiciones era inconmensurable, bastaba que las hubiera heredado de sus antepasados, cuyos hechos y recuerdos era para ellos sacro (Borges 1960: 266).

De este modo, los misioneros franciscanos que utilizaron tales discursos vieron en los huehuetlatolli un excelente vehículo para sus prédicas y, modificando en parte el contenido de los mismos para adaptarlos a sus propios valores, emplearon unos testimonios que habían pertenecido a la cultura ancestral de los naturales que ahora pretendían evangelizar3. En mi opinión, con tal procedimiento los religiosos solucionaban la considerable dificultad que representaban la difusión e inculcación de un edificio conceptual y ético profundamente extraño a la mente indígena como era el de la religión cristiana.

3

No obstante, me gustaría volver a destacar, tal como ya planteé en mi introducción, que esta concepción de evangelización debe vincularse necesariamente a otros conceptos acuñados por León-Portilla, como el de “culturas en peligro” o el de “nepantlismo”. El método evangelizador introducido por los franciscanos al emplear para sus prédicas el huehuetlatolli se inserta en un proceso en el que se está atacando la religión y las tradiciones indígenas, planteando a los naturales una gran dificultad para aceptar como verdaderas las nuevas enseñanzas de los misioneros (sobre dicho concepto de “nepantlismo” véase León-Portilla 1978: 117-129).

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En definitiva, tal como ha apuntado Walter Mignolo, el huehuetlatolli en tanto que vehículo para la inclinación de valores morales y sociales en la población indígena, “proveía a los frailes de un molde ya conocido, entendido y gustado por sus oyentes nahuas para la presentación de los conceptos de la nueva religión” (Mignolo 1994: 23), convirtiéndose así en una herramienta idónea para llevar a cabo la enseñanza moral y doctrinal de la fe católica entre los naturales. Así pues, misioneros franciscanos como fray Andrés de Olmos, fray Bernardino de Sahagún o fray Juan Bautista decidieron que dichas pláticas fueran conservadas no sólo como testimonios de la antigua cultura, sino como instrumentos valiosos para la cristianización de aquellos que las habían conservado y transmitido4. Ahora bien, una vez delimitado muy brevemente el contexto del huehuetlatolli me gustaría centrarme en la proyección del mundo náhuatl en estos discursos, es decir, en el legado mítico prehispánico que nos ha llegado a través de estos textos gracias a esa corriente evangelizadora a la que he hecho referencia. Como ya he señalado, detrás de cada huehuetlatolli subyace un rico universo cultural, una manera de ser y de comprender la vida, una singular visión de lo que las fuerzas naturales y sobrenaturales significaban para los nahuas y los recursos de orden moral y social que éstos generaron ante ellas. La variedad de información contenida en la antigua palabra abarca ricos aspectos de las diferentes instituciones, la vida social y religiosa, la organización política y económica o la normativa moral. Todo ello nos lleva a plantear la necesidad de reconocer la importancia de las nociones que dichas composiciones pueden aportar como fuentes para la historia sociocultural del pueblo mexica. Si es cierto que algunos investigadores han apuntado brevemente la condición de dichos discursos como fuente imprescindible para el conocimiento del mundo azteca (García Quintana 1976: 61-71), estas indagaciones no se han llegado a sistematizar todavía de modo completo. Por ello, considero necesario establecer una visión de conjunto de aquellos elementos configuradores del universo náhuatl cuya presencia en los huehuetlatolli resulta relativamente frecuente. Dado el espacio limitado, aquí me centraré únicamente en aquellos mitos vinculados a la religiosidad prehispánica, divinidades y creencias conservadas a través de los huehuetlatolli. En esta dirección es interesante destacar el testimonio que recoge fray Bernardino de Sahagún en el prólogo de su Historia general, cuando afirma: En lo que toca a la religión y cultura de sus dioses, no creo ha habido idólatras tan reverenciadores de sus dioses, ni tan a su costa, como estos de esta Nueva España; ni los

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Sobre la labor de recopilación de los discursos prehispánicos por parte de estos frailes seráficos véase Ruiz Bañuls (2009: 103-128).

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judíos ni ninguna otra nación tuvo tan pesado y de tantas ceremonias como le han tenido estos naturales por espacio de muchos años, como parece por toda esta obra (Sahagún 1988: 31-36).

Esta admiración hacia las creencias prehispánicas, manifestada por Sahagún a su llegada a territorio novohispano en el siglo XVI, ilustra cabalmente la importancia que la religiosidad debió de tener para el pueblo mexica en tiempos precortesianos. Como señalaba el franciscano, uno de los factores preponderantes de la sociedad azteca fue sin duda el de la religión: regulaba el comercio, la política, la organización social, la educación, la guerra y hasta aquellas actividades que pueden parecer ajenas al sentimiento religioso como el deporte o los juegos. Intervenía en todos los actos del individuo, desde que nacía hasta su muerte, convirtiéndose de este modo en la suprema razón de las acciones no sólo individuales sino también las colectivas. Este sentido de la vida vinculado al abandono de la voluntad divina es el que se proyecta en muchos de los huehuetlatolli que conforman mi corpus de estudio. Nada existe que no sea obra de los dioses, nada se mueve sin el designio de la divinidad; ya que la vida y el fin de cada ser humano, desde el emperador hasta el más humilde de los campesinos, están determinadas desde antes de su inicio por dios. Dicha concepción es la que determina, antes que cualquier obligación social o moral, el deber hacia las divinidades entre los mexicas: es necesario dirigirles plegarias e invocaciones, ayunos, penitencias y sacrificios5; mostrar respeto y temor hacia ellas, procurar su amistad a través de la observancia de sus leyes, del ofrecimiento de incienso o del cuidado de aquellos lugares donde son adorados; llorar, cantar, afligirse, alabarles y abandonarse a su voluntad (Sahagún 1998: 362-365 y Bautista en León-Portilla, 1990: 127). Es el primer consejo y regla que los sabios ancianos dan a los gobernantes y monarcas6; éstos, a sus súbditos y, de modo especial, los progenitores, a sus hijos adolescentes7. Así pues, cuando los primeros evangelizadores llegan a Nueva España lo que se encuentran es una religión politeísta fundada en la adoración de una multitud de 5

Las oraciones testimonian igualmente la profunda religiosidad de los mexicanos, la cercanía y afinidad, el diálogo continuo que mantenían con sus dioses en busca de protección y supervivencia. Sobre la súplica a los dioses mediante la práctica de la oración (Cfr. Espinosa Maldonado 1997: 77-80). 6 En muchos de estos discursos, los sabios ponderan al rey los beneficios de la oración y le recuerdan la actitud de súplica y respeto que deben a los dioses (Sahagún 1988: 336-334 y 392-395). 7 A partir del análisis de los huehuetlatolli se observa una honda preocupación en los padres nahuas por inculcar a los jóvenes la conciencia de la presencia de la divinidad en sus vidas, la necesidad de vivir conforme a esta experiencia y la permanente actitud de agradecimiento por los dones recibidos (véase ibíd.: 364).

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dioses personales8, un complejo panteón de deidades con diferentes atributos bien definidos, Si es cierto, como ha explicado León-Portilla, que en los antiguos códices y textos mesoamericanos no hay lo que pudiera describirse como un tratado o exposición teológica acerca del panteón azteca, son numerosos los testimonios prehispánicos y de modo particular los huehuetlatolli, a partir de los cuales se puede reconstruir el catálogo de las divinidades veneradas por los indígenas y muchas de las propiedades que se les atribuían en tiempos anteriores a la conquista (LeónPortilla 1999: 136) y de ahí la importancia de estos textos para el conocimiento del legado mítico prehispánico y mi reivindicación personal por su estudio. Cabe señalar asimismo que el politeísmo mexicano corresponde a una concepción cabalmente funcional de la religión. Es decir, las diferentes deidades tienen por misión labores concretas de asistencia a los seres humanos en cada situación vital y estrechamente vinculada a su condición social o profesional. De este modo, encontramos una divinidad tutelar del barrido, del tejido, del juego de pelota, de los partos, de los entierros, de los comerciantes, los lapidarios, para los esclavos, para los escribas, para los nuevos guerreros, para los guerreros veteranos, los jefes, los jueces y los señores. Así pues, el poder divino se fragmenta y los dioses están tan especializados en su terreno que ninguno concentra el poder de autoridad de modo absoluto. Dicha multiplicidad de funciones que cada deidad debe asumir “entraña la atomización de esas responsabilidades y engendra un politeísmo ilimitado” (León-Portilla 1999: 93). Esta complejidad del panteón mexica viene motivada en gran medida por la inexistencia en el mundo cultural prehispánico del principio de tabula rasa. Recordemos que el México precortesiano fue ocupado en el curso de su historia por grupos humanos muy diversos y heterogéneos. La tradición mesoamericana vigiló que los vencedores no destruyesen las creencias de los vencidos, sino que las asimilaran dentro de su ámbito ceremonial. Considero que dicha aptitud del pueblo mexica para el sincretismo religioso resultó un factor determinante en la rápida asimilación inicial de las nuevas creencias que los misioneros pretendieron imponer a los indígenas de Nueva España: para los aztecas, el dios de los españoles era una desconocida divinidad más que venía a enriquecer el complejo conjunto de deidades prehispánicas. Por ello, no tuvieron inconveniente en rendirle culto oficial junto a la pléyade de seres divinos que veneraban. El problema surgió en el momento que los evangelizadores intentaron implantar la unicidad y la superioridad de la divinidad cristiana sobre todo el panteón mesoamericano. 8 Sobre las divinidades aztecas, además del trabajo mencionado en la nota anterior, considero de obligada consulta las clásicas monografías de Caso (1983) y López Austin (1989); así como los trabajos de Vaillant (1994: 140-169) y de Trejo (2004). Acerca del politeísmo mexica véase también la crónica de Mendieta (1973: 47-68).

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Insistiré a continuación brevemente en aquellas deidades del panteón azteca que mayor relevancia y presencia tienen en las composiciones a las que estoy haciendo referencia. En primer lugar, destaca la invocación frecuente a Tezcatlipoca (también bajo las advocaciones de Titlacahuan, Moyocoyatzin, Nécoc Yáutl y Nezahualpilli)9, divinidad principal de la religiosidad nahua que aparece en los huehuetlatolli con atributos como los de ser “dador de la vida” (Ipalnemohuani), “dueño de la cercanía y la proximidad” (Tloque Nahuaque) o inventor de los hombres (Teyocayani)10. Los nahuas se dirigen a esta deidad como “dueño de sus destinos y protector de sus familias, gobernador del imperio y bienhechor de los jóvenes guerreros”. A Tezcatlipoca se dirigen los sacerdotes pidiendo el favor para el gobernante recién electo, luz y protección para que el nuevo señor pudiera realizar con dignidad y nobleza este difícil oficio. Tezcatlipoca es también la divinidad que recibe la confesión auricular del penitente indígena; práctica que fue valorada con gran satisfacción por parte de los evangelizadores novohispanos por sus múltiples paralelismos con el sacramento cristiano. Ahora bien, a pesar de ser Tezcatlipoca la divinidad más invocada en los huehuetlatolli, encontramos asimismo diversas alusiones a otras deidades primordiales del panteón azteca. Dioses como Huitzilopochtli, numen solar y de la guerra cuya voluntad determinaba la victoria de los aztecas en el campo de batalla o Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, cargado de un sinnúmero de significados en el transcurrir del tiempo y representado en dichos discursos como símbolo de la sabiduría y el sacerdocio indígenas11. Identificamos también en estos testimonios algunas referencias al dios dual Ometeotl, principio supremo y origen de cuanto existe en el universo para los mexica12. Por su naturaleza misma, esta divi9

Fray Bernardino de Sahagún explica las significaciones de estos nombres en su Historia de forma muy detallada (Sahagún 1988: 206-208). Miguel León-Portilla ha apuntado que estamos ante una divinidad específica del ámbito nahua, probablemente del período posclásico que no parece haber tenido una presencia semejante en distintos lugares y épocas de Mesoamérica (León-Portilla 1999: 145). 10 Véanse algunas referencias a Tezcatlipoca bajo diversas advocaciones en Sahagún (1999: Libro I, cap. 12, p. 45; Libro III, cap. 2, pp. 206-207; Libro VI, caps. 1-7, pp. 307-325; cap. 9, pp. 333-335; cap. 18, p. 367). 11 Sobre los atavíos, atributos y propiedades de Huitzilopochtli y Quetzalcóatl, véase Caso (1983: 24-46) y López Austin (1989: 9-43). 12 Para tener una visión competa de Ometeotl, considero de obligada consulta un interesante trabajo León-Portilla, publicado en 1999, donde el autor trata de esclarecer la naturaleza y los atributos de esta suprema deidad, que es madre y padre, abriendo su investigación para abarcar no sólo lo que sabemos en el contexto de los pueblos nahuas sino, más ampliamente, en el de la civilización mesoamericana y en diversos momentos de su desarrollo desde el preclásico hasta lo que

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nidad es masculina y femenina y de este modo se manifiesta simultáneamente como Ometecuhtli (“señor de la dualidad”) y Omecihuatl (“señora de la dualidad”). Tal como plantea León-Portilla, esta pareja creadora en su ser unitario, “no sólo es madre y padre de los dioses, sino que, en última instancia, es también para los humanos el origen de la vida” (León-Portilla 1999: 140). Ahora bien, cabe señalar que no únicamente los dioses principales y creadores del panteón azteca figuran en los testimonios de la antigua palabra; la mitología nahua que se proyecta en los huehuetlatolli se enriquece con menciones a diversas divinidades secundarias como las de la fecundidad, el agua, el fuego y la muerte13. De este modo, encontramos referencias a las diosas femeninas de la fertilidad: a Tlazolteolt, inspiradora del deseo sexual y protectora de las embarazadas y parteras que se encarga simultáneamente de provocar pasiones y perdonar las transgresiones morales (Sahagún 1988: 43-44 y 328) y a Cihuacoatl, mujer serpiente y diosa de la tierra que, al ser la divinidad que rige los nacimientos, es invocada con mayor frecuencia en los huehuetlatolli que las diosas anteriores, de modo especial en aquellos discursos referidos al ciclo de la vida14. Los dioses de la muerte tienen también una relevante presencia en estas composiciones, particularmente Mictlantecutli, señor del oscuro reino de los muertos, el Mictlan15, y Tlaltecutli, monstruo de la tierra y devorador de los cadáveres de los guerreros caídos en combate (Sahagún 1988: 380-381 y 415). Asimismo, se hace presente el dios del fuego Huehueteotl o Xiuhtecutli, considerado la primera manifestación del principio creador dual como síntoma de calor y vida, tan antiguo que por ello recibe el nombre del “dios viejo”. Tal como explica Alfonso Caso, “representa una de las concepciones más antiguas del hombre mesoamericano, relevante ya que es el dios del centro en relación con los puntos cardinales” (Caso 1983: 56). Las divinidades relacionadas con el agua y la humedad figuran también de modo notable en los huehuetlatolli. Tlaloc dios azteca de la lluvia y señor de los fenómenos atmosféricos, queda representado como un ser muy temido: podía provocar sequía y hambre y un sinfín de desgracias a los hombres. Dirigía sus relámpagos a la tierra y desataba devastadores huracanes. Podía ocasionar diferentes tipos de lluvia, beneficiando de este modo a las cosechas o destruyéndolas16.

de ella sobrevive en el presente. Asimismo, analiza las relaciones existentes entre dicha divinidad y Tezcatlipoca (León-Portilla 1999: 133-152). Consúltese también Caso (1983: 19-34). 13 Sobre los atavíos, propiedades y atributos de estas divinidades que aparecerán en los diversos huehuetlatolli véase Vaillant, 1994, pp. 149-154 y Fernández, 1992, pp. 14-142 y Sahagún, 1988, pp. 37-75. 14 Cf. Sahagún, 1988, pp. 408-409; 411-412; 418-419 y 429-430. 15 Ibíd., pp. 342-343; 403-404; 426-427 y pp. 219-220. 16 Ibíd., pp. 38-39; 128-12 y pp. 328-330.

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Igualmente es invocada su compañera Chalchiuhtlicue, diosa que representa el agua bajo distintos fenómenos: niebla, bruma, lagos, ríos y mares (Sahagún 1988: 416-418; 434-436). Así pues, podemos afirmar que el huehuetlatolli, a través de una representativa presencia de dioses creadores y secundarios, proyecta de modo privilegiado (como no lo encontramos en ningún otro discurso colonial) el complejo mundo del legado mítico de las divinidades aztecas y de sus atributos. De este modo, se convierte en fuente relevante donde reconocer la religiosidad prehispánica (un eje primordial de la sociedad nahua del siglo XVI) y que algunos misioneros supieron valorar y decidieron conservar.

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Los mitos prehispánicos, como discursos que rememoran el origen, dan cuenta del momento primordial del mundo, así como del surgimiento de animales, alimentos o seres humanos, revelando su presencia en el universo como consecuencia de la labor divina (López Austin 1990). El mito, por otro lado, da vida a actores que provienen del otro espacio-tiempo (Kirk 1990), de los mundos supra o infrahumanos, son divinidades, demonios, hombres-dioses, animales humanizados, hombres con poderes divinos, santos o vírgenes; al mismo tiempo, en su trama narrativa, el lugar donde se lleva a cabo la acción referencializa lugares sociales, los que coinciden con lugares narrativos (Greimas y Courtés 1982). El mito alude a la práctica social, pero desde el terreno de la narratividad, por lo que frecuentemente se erige en modelo de comportamiento social, particularmente en torno a las concepciones sagradas. Como discurso oral, formulado de manera colectiva y, en consecuencia, íntimamente vinculado con la cultura, activa una pluralidad de códigos: el cosmológico, el acústico, el culinario, el cromático (Greimas 1985), entre otros. Por otra parte, los mitos no sólo recuentan un pasado remoto, pues de acuerdo con Octavio Paz, también describen el origen de nuevas situaciones, de nuevas creencias, de cultos adoptados por una comunidad o impuestos por dominio de un grupo sobre otro, como en el caso de conflicto o incursión bélica. Por esta razón, en el imaginario actual de los pueblos de raíz mesoamericana encontramos nuevos discursos míticos que justifican la presencia de divinidades extranjeras en varias regiones de México, pero desempeñando funciones de viejas deidades prehispánicas o descubrimos a santos y vírgenes entronizados en el espacio de veneración de Tláloc, de Quetzalcóatl, de Huitzilopochtli, encima de añosos centros ceremoniales.

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La devastación de las religiones antiguas en el México prehispánico fue inmediata durante el proceso de conquista y evangelización. Se derrumbaron centros ceremoniales, se destruyeron representaciones de dioses y el clero fue eliminado para evitar la transmisión del dogma. Acto seguido, los evangelizadores franciscanos, dominicos y agustinos erigieron innumerables conventos y templos. La nueva fe parecía extenderse rápidamente y suplantar a las religiones autóctonas. No obstante, la sustitución de una divinidad por otra podía ser aparente, pues los indígenas frecuentemente simulaban venerar nuevos dioses, cuando en realidad reverenciaban a sus antiguas deidades (Motolinía 1984; Ricard 1995; Gruzinski 2000). Ante la persistencia de la población por mantener sus creencias religiosas y la veneración a sus divinidades, los evangelizadores impusieron en su lugar a santos y vírgenes. Usualmente buscaron cierta equivalencia en la esfera de acción numinosa y en las acciones sagradas de ambos personajes. En Cholula, Puebla, comunidad en la cual recopilamos mitos y tradición oral, se reemplazó a un dios vinculado con el agua, la lluvia y la fertilidad llamado Chiconauquiáhuitl, “Nueve Lluvias”, advocación de Tláloc, por la Virgen de los Remedios, a quien se erigió un santuario sobre los vestigios del templo prehispánico mesoamericano afamado por poseer la base de mayores dimensiones del mundo1. Un total de 28 relatos nos permiten restaurar la estructura narrativa de la historia sagrada alrededor de la Virgen en su ascenso a la posición dominante, el espacio santificado de la pirámide de Cholula. En estas líneas mostramos una fase del análisis semiótico greimasiano canónico, especialmente la fase de manipulación —el hacer-hacer de la virgen a otros actores de la historia— de las estructuras semionarrativas de la historia.

CONSTITUCIÓN

D E L A H I S TO R I A D E L A

V I RG E N

D E LO S

REMEDIOS

Resultan abundantes los testimonios alrededor de la Virgen de los Remedios en la tradición oral. Alrededor de 28 relatos, más sus variantes, ricos en anécdotas2, nos permiten restaurar la estructura de la historia sagrada de la Virgen.

1 La pirámide de Cholula posee dimensiones majestuosas: tiene una base de 400 m. por lado, mientras que su altura es de 65 m., aun cuando el propósito era que alcanzara los 100. Su estructura arquitectónica presenta una superposición de cuatro templos, edificados cada uno sobre el anterior, en una labor constructiva que duró mil años. 2 Las historias pueden encontrarse en la antología de relatos en tres apartados: La Virgen de los Remedios, El templo y La serpiente. El encadenamiento lógico sigue esta sucesión: “La Virgen de los Remedios”, “La llegada de la Virgen a Cholula”, “La Virgen en la manga”, “Las escapatorias de la Virgen”, “La divinidad de la Virgen”, “La luz divina”, “La Virgen en la casita”, “La Vir-

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En el relato resalta la legitimación de las creencias en una deidad extranjera, una contienda de la Virgen con los dioses prehispánicos por apropiarse del dominio del antiguo templo, la milenaria pirámide de Cholula y, finalmente, la manera de imponerse como santo patrón y divinidad mandataria de los destinos de los cholultecas. Las acciones del relato prolongan una historia previa, un mito de origen recopilado entre los habitantes de San Andrés Cholula, el cual da cuenta de la construcción portentosa de su pirámide a manos de unos gigantes reconocidos como sus antepasados (Rivera 1995: 199-284). De esta forma, la primera acción de la historia de la Virgen de los Remedios se enlaza con el mito precedente. Nuestra historia se condensa en once acciones narrativas, en las cuales la Virgen es el destinador o manipulador, además del actor central. Las acciones narrativas son: 1. Apropiación del poder sagrado, 2. La llegada de la Virgen a Cholula, 3. Apariciones en el lugar elegido, 4. Una nueva manipulación: otras escapatorias de la Virgen, 5. Solicitud de construcción del templo, 6. Santificación del lugar, 7. Construcción del templo y entronización de la Virgen, 8. Un acto fallido: el traslado del cerro, 9. Permanencia en el lugar, 10. Milagros de la Virgen y 11. Castigos de la Virgen. La narración de la Virgen se inicia en España, cuando se halla abandonada entre trebejos o en lo alto de un pilar, sin recibir culto, según las versiones. Disgustada, decide trasladarse a México. Subrepticiamente se introduce en el mangón del hábito de un franciscano que navega hacia México o pacta con un soldado —según otra variante del relato— para el traslado a cambio de vencer en una guerra. Una vez en América, y en particular en el territorio mexicano, el misionero la lleva por varios sitios sin encontrar el punto adecuado para depositarla, provocando su enfado. Finalmente, arriban al “cerro de mano”, designación coloquial de la pirámide de Cholula que alude a su confección humana, el que por cierto es evaluado negativamente por la divinidad por su apariencia de abandono. Ya en las inmediaciones del cerro, la virgen exhorta al misionero para que le construya un templo en la cúspide del “cerro de mano”, pero al no obtener respuesta, reitera la exigencia en varias ocasiones. El misionero contraviene el mandato y finalmente dona la imagen a un convento cercano, donde los curas la guardan en un baúl, junto con otros objetos sagrados. La Virgen misteriosamente deja el baúl gen en la mulita”, “La Virgen entronizada”, “El puente de la Virgen”, “El temblor”, “Castigos de la Virgen”, “Los aretes de la Virgen”, “La Virgen desnuda”, “Los tronidos divinos”, “La cicatriz de la Virgen”, “La Virgen viejita”, “La aureola de oro”, “Se la llevaban los gringos”, “Mañanitas a la Virgen”, “Lucha por la Virgen”, “Se roban a la Virgen”, “La Virgen protege”, “Milagros de fe”, “El cacique profanador del templo”, “La víbora guardiana”, “La víbora diabólica” y “Sin devoción a misa”.

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para repetir su demanda, pero los franciscanos tampoco acatan su mandato de edificación de un recinto sagrado. Así, la Virgen se aparece montada en una mula a los indios de la región para solicitarles a ellos el templo. Después de innumerables trabajos, le construyen una casita modesta, ocasionando su enojo, pues ella desea un templo grandioso. Cuando persuade a todos para la edificación de la iglesia, debe realizar milagros y castigos. Pero los españoles que la perdieron deciden recuperarla. Toman la imagen de la iglesia e intentan trasladarla a su lugar de origen en España. Indignada, la Virgen impide la partida poniéndose “pesada” o provocando que las mulas de la carreta donde la transportan regresen hacia Cholula en el “puente de la Virgen”. De esta manera, la imagen es devuelta a su templo, donde la veneran los cholultecas desde tiempos de la conquista. Desde este punto, realiza milagros y sanciona a los transgresores de sus designios. Procediendo al examen del relato, hallamos que en la primera acción narrativa, Apropiación del poder sagrado, cuyo actor central es la divinidad, se justifica su presencia en Cholula porque supuestamente se veneraba al Diablo en forma de serpiente en el “cerro de mano”: “La venida de la Santísima Virgen que vino es porque… se creó el Diablo. El Diablo, mejor dicho, agarró base… que era una viborota, la serpiente”3, asevera don Manuel, habitante de San Andrés Cholula4. Mientras tanto, la Virgen se hallaba abandona: “los padres la mandaron arrumbar porque decían que estorbaba —cuenta un informante—, les estorbaba porque era muy pequeñita [...] y la mandaron a arrumbar a una bodega, en los trebejos, entonces… mucho tiempo estuvo abandonada la imagencita, porque es pequeñita”. La Virgen debe llegar al cerro de mano, según esto, para preservar a los cholultecas del mal. Además, debe cumplir varias acciones para obtener la posición de mando del milenario centro ceremonial y para ser aceptada por la población. En cada acción del relato desempaña el papel de destinador; esto es, hace-hacer cosas a otros personajes, por lo que su función primordial gira alrededor de la manipulación. En La llegada de la Virgen a Cholula, segunda acción narrativa del relato, la divinidad inicia una cadena de manipulaciones con el soldado o el misionero. Ambos personajes cumplen, no sin dificultades, sus designios: trasladarla de España a Cholula, bien mediante disposiciones ordenadas durante el sueño, bien enunciadas di3 Cabe mencionar que la antigua divinidad venerada en la pirámide de Cholula, Chiconauquiáhuitl, “Nueve Lluvias”, está vinculada con el mundo serpentino y con los poderes de la fertilidad y la tierra. 4 Presentamos los relatos en su transcripción textual original, respetando los giros del lenguaje, las muletillas, las repeticiones o los silencios del informante.

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rectamente. A pesar de exponer claramente sus designios, los actores no cumplen la tarea y no responden a la manipulación. La Virgen no logra convencer al misionero, pues los seres divinos gozan de atributos restringidos. El misionero finalmente consuma a su pesar el traslado, influido por los procedimientos manipuladores de la deidad. La Virgen expresa mediante sus acciones inseguridad, ira, pasiones desbordadas. Reprende verbalmente al misionero porque no acata sus deseos, pues la pasea por todo México sin encontrar el espacio elegido; cuando encuentran su destino, cambia de idea al evaluar negativamente el “cerro de mano”: [...] le decía nuestra Virgen [al misionero] que cuándo la llevaba. Por fin que se lo metió en las sabijas, así sería de grande que nomás se lo metió en el mangón del hábito que tienen, se lo metió y así se lo trajo por Francia, por ahí, por donde le gustaba, por ahí no quiso… por ahí vino así, recorriendo, llegó a Veracruz y buscaba un lugar, un cerro onde le gustara y no. Por fin que llegó hasta el norte, ya al norte, dice: —¡Nooo! ¡Te pasaste mucho! Tos no había aviones, ni camiones como ahorita, solamente Dios o cómo se transportaban pronto, entonces del Golfo se vino así, ya por... así, caminando. Dice: —¡No! ¡Lárgate para este lado!, ¡Fíjate! Hasta que lo trajo de nuevo. Llegó hasta acá, por Tlaxcala lo llevaron: —Ya, ya está cerca, vete un poquito al sur. Cuando llegó aquí, aquí al “cerro de mano”, llegó muy cansada, dice: —¡Este cerro está muy re feo! (Manuel Tlachi, “La llegada de la virgen a Cholula”).

De esta forma, la Virgen de los Remedios arriba a la pirámide de Cholula y despoja del centro ceremonial y del poder sagrado a los dioses prehispánicos; “este misionero lo trajo y lo donó en el templo, y entonces ya no reinó Quetzalcóatl sino que ya reinó la Virgen de los Remedios”, concluye don Tomás. Se ha cumplido la primera fase de manipulación, de hacer que el misionero la traslade, iniciando así la cadena de manipulaciones que anunciamos. En la acción siguiente, Apariciones en el lugar elegido, principia una nueva secuencia. La virgen, ya en Cholula, debe mostrar a toda la comunidad el punto preciso de la geografía sagrada para edificarle un templo: la cúspide de la pirámide. Lo alto del cerro se acredita como el espacio propicio para la construcción de un templo católico. Ahora la divinidad pone en práctica complejas acciones sobrenaturales, como escapatorias milagrosas, apariciones de objetos sagrados en el cerro, proyección de una luz desde el cielo y apariciones ante los pobladores de Cholula. Mientras tanto, intenta convencer inútilmente al misionero para la erección de su templo. El misionero, cansado del viaje, reposa a la sombra de un árbol de zapote dejando la imagen a su lado; al despertar, la Virgen ha desaparecido. En ese instante,

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una intensa luz se fija en la cúspide del cerro provocando estupor en el misionero, quien se encamina al sitio donde encuentra la imagen perdida. Después de otra pérdida, el misionero la halla nuevamente en el cerro, colocada en un altar sencillo y rústico, adornado de flores y velas, en alusión al deseo de recibir culto. El misionero paulatinamente ha adquirido el querer-hacer el templo, pero de momento responde negativamente a la manipulación. En la siguiente acción, Una nueva manipulación: otras escapatorias de la Virgen, la divinidad ejecuta nuevas argucias, pero dirigidas a otros actores: a los franciscanos de un convento y al pueblo de Cholula. La Virgen debe insistir para que misionero y franciscanos interpreten sus designios. Las acciones del misionero aún contravienen los deseos de la Virgen, pues supone adecuado el convento franciscano como morada y no el “cerro de mano”; así, la confía a los frailes, quienes la cobijan junto a los objetos sagrados, “donde está la preciosa sangre”, pero sin éxito, pues la divinidad continuamente desaparece. La Virgen debe insistir en su manipulación al misionero, que puede dejarla pero no quiere, y en seguida a los franciscanos, que aún no quieren ni pueden dejarla en el cerro: Salió [el misionero] y contempla la punta del cerro y ve que en la punta del cerro estaba una luz, una estrella que estaba ahí, estaba ahí. Bajó [a la Virgen de los Remedios] y se la llevó, la puso en el altar. Se iba a acostar. Sube otra vez, [de] nuevo volvió y que sale a ver. Con que está allá, se ve de nuevo, otra vez. Sube otra vez a traerla y la vuelve a regresar, la vuelve a regresar y, este, vuelve a regresar y la vuelve a guardar. Vuelve a salir, con que allá está, vuelve de nuevo ahí y entonces que la sube a traer y entonces que la guarda en el Sagrario, tons al guardarla en el Sagrario, este, pues volvió de nuevo, sale a ver, ¡con que allá está la luz! Entonces ya no tuvo remedio, que agarró y que la deja, que sube a pedirle permiso, que la deja allá y entonces ya hicieron, emparejaron aquel lugar para hacerle una pequeña capillita. (Ricardo Tlachi Aca, “Las escapatorias de la Virgen”).

Finalmente, la Virgen consigue que el misionero y los franciscanos “quieran” hacer su templo. En la acción de Solicitud de construcción del templo, la Virgen debe extender su cadena de colaboración, pues el misionero y los franciscanos no consiguen consumar la edificación del templo. La divinidad ha de incorporar al pueblo de Cholula, que debe querer-construirle su santuario. La población puede edificar el templo, pero no quiere. Los cholultecas han de adquirir el querer-hacer el templo, encumbrarla sobre su pirámide y rendirle culto. Este giro dará origen a otra complicada secuencia de acciones, porque como ocurrió con el misionero, las peticiones de la divinidad son ignoradas. Misionero y franciscanos deberán convencer al pueblo para construir el templo, justamente

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donde eran veneradas sus antiguas deidades. El pueblo, religioso desde tiempos inmemoriales, debe querer suplantar a sus deidades y reverenciar a una nueva imagen. La Virgen despliega tácticas persuasivas que consisten en apariciones milagrosas en el cerro o solicitudes expresas a habitantes de San Andrés. El pueblo de Cholula adquiere finalmente el querer-hacer un templo a la Virgen sobre la casa de sus antiguos dioses cuando la virgen se lo solicita personalmente. No obstante, no se edifica un santuario acorde a su jerarquía. El pueblo sólo erige una casita humilde, por lo que debe mostrarse para recordarles la tarea original. En la acción de Santificación del lugar la Virgen precisa el espacio sagrado mediante una luz, programa imprescindible para continuar con su labor manipuladora. Este programa se halla disperso en varios relatos. Con él se pretende reorientar la sacralidad en beneficio de la religión católica. La condición del espacio cambia cuando la luz prepara el sitio para la entronización de la Virgen. Paulatinamente se ha dispuesto el ánimo de ciertos actores para querer construir la morada de la deidad. Una cadena de manipulaciones eslabonada por la Virgen, que contiene al misionero, los franciscanos y el pueblo de Cholula, le permite lograr su objetivo. Con la acción Construcción del templo y entronización de la Virgen se consuma la tarea. Ahora, desde las alturas del “cerro de mano”, réplica terrestre de la Montaña Sagrada en el imaginario de los habitantes de Cholula, protege y sanciona a sus fieles. No obstante, su permanencia, inestable, mantiene la posibilidad de un cambio de posiciones con las antiguas deidades, ya que el pueblo aún la considera extranjera. La Virgen debe sojuzgar permanentemente a una serpiente que merodea por el templo, representante de la antigua deidad, de Tláloc. El animal ha de mantenerse sojuzgado, pues el dominio de la Virgen parece vacilante porque existe un hacer contrario de la víbora para recuperar el espacio y el poder sagrados. Aún la Virgen debe cumplir tareas para asegurar su permanencia, amenazada por los dioses e incluso por los propios españoles, que intentan recuperar su imagen para reintegrarla a España. Un recurso persuasivo radica en mantener la luz santificadora y someter a las viejas deidades y a los españoles. En la acción Un acto fallido: el traslado del cerro se condensa una de las estrategias de la divinidad para consolidar su estancia en el “cerro de mano”. Como mencionamos, los españoles pretenden recuperarla. En un relato de amplia vitalidad en la región, llamado “El puente de la Virgen”, presenciamos el despliegue de recursos divinos para consolidar su posición hegemónica: Los españoles la trajeron a México, acá a Cholula, a esta iglesia, a la Santísima Virgen, es española […], según la historia nos narra así... los españoles se llevaban a la Santísima Virgen, que la agarran y que la bajan y ¡puuun!, hasta ese puente llegó, ¡cuando la buscaron ya no iba! ¡Hasta ahí llegó! Cuando la buscaron los españoles ya no iba. Se regresaron, pero como que no:

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Ligia Rivera Domínguez —¿A dónde está, si aquí venía? Pero ¿a dónde está? La vinieron encontrar ya estaba, dicen: —¿A dónde está? La volvieron a bajar los necios, se la volvieron a llevar y llegaban nomás hasta el puente ese, El puente de la Virgen. Ese puente no estaba, nomás hasta ahí llegó, por eso le pusieron el puente de la Virgen […]. Cuando regresaron de nuevo los españoles, la encontraron de nuevo aquí: —¡No mano, ya no se quiere ir!, ¡Ahí que se quede! Y ahí se quedó. (Fortunato Campos Panécatl, “El puente de la Virgen”).

La Virgen frustra el programa de recuperación de los españoles, quienes obtienen la imagen sólo temporalmente. A la cadena de manipulaciones de la Virgen se suman los españoles e incluso los animales que tiran de la carreta. En la siguiente acción, Permanencia en el lugar, la Virgen debe hacer su estancia perdurable para lograr la aceptación definitiva. La ejecución del programa incumbe a los cholultecas, quienes pueden proteger la imagen (de la serpiente, de los dioses prehispánicos y de los españoles) para conservarla como patrona de la comunidad. De esta forma, ofrece dones como salud, riqueza, curaciones milagrosas a cambio de fidelidad, culto, ofrendas y veneración. Los recursos de la divinidad son kratofanías y pueden ser variados: invisibilidad para lograr objetivos, “ponerse pesada” para evitar el traslado, auxiliarse de animales, entre otros. Así, la Virgen por diversos medios logra mantenerse, pero aun cuando sus acciones logran una resolución positiva, ésta es temporal. El pueblo de Cholula y la Virgen deben intercambiar protección por aprobación. En este momento, la divinidad debe implementar un programa de milagros y castigos para tejer una cerrada red de interdependencias. En la acción Milagros de la Virgen lleva a cabo cura de enfermedades, apoyo en conflictos políticos, respaldo para la fertilidad de humanos, animales y campos de cultivo, recibir en su cuerpo el impacto de movimientos telúricos, entre otros. Como parte de su hacer sancionador, en cambio, implementa una nueva acción, Castigos de la Virgen. Resaltan el provocar la aparición de la serpiente a quien acude sin devoción al templo, provocándole susto, mareo o vómito, castigo a trasnochadores, ocasionar caídas o la muerte a quien sustrae bienes del templo o viola su espacio sagrado. Con estas acciones, la Virgen logra mantenerse activa en la fe de los cholultecas.

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Conflicto entre divinidades por el espacio sagrado

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FINALES

Concluyendo, durante la Historia de la Virgen de los Remedios observamos un despliegue de acciones emprendidas por la divinidad, quien integra una cadena persuasiva constituida por el misionero, los franciscanos, el pueblo y los animales (caballos, burros y la serpiente) para que efectúen acciones estipuladas, usualmente en su beneficio. Debe instaurar, además, un contrato con el pueblo, que implica el reconocimiento de que el manipulador puede desarrollar ciertas operaciones que el manipulado no es capaz de hacer. En ese contrato, la Virgen es también juez de las acciones, y ofrece protección a cambio de ser aceptada como divinidad reinante. Como contrato asimétrico, se funda en la seducción (ofrecimiento de acciones u objetos valiosos culturalmente) tanto como en la intimidación (castigos, sanciones, amenazas), y su incumplimiento abre la posibilidad a otros dioses para obtener el poder sagrado perdido. Tanto las acciones milagrosas como las justicieras constituyen refuerzos pragmáticos implementados por la Virgen para conservar la fe; también son manifestaciones de su poder o kratofanías. Por otra parte, la cadena de manipulaciones permite unir el mundo divino, sobrenatural, con el mundo natural. Tenemos cercano a la Virgen al misionero, muy estimado por su labor; en seguida, a los frailes franciscanos, reputados por sus votos de pobreza, ambos próximos al ámbito divino. La cadena continúa con el pueblo de Cholula, eslabón imprescindible en el desarrollo de la trama, y concluye con animales y objetos. Todos auxilian, por el momento, a la Virgen para sostener un tenue e inestable dominio. El cerro-templo ordena un espacio que condensa enorme fuerza sagrada. Por ello, quien detenta el dominio del cerro estará autorizado como divinidad tutelar, “corazón del cerro”, “alma del cerro”, protector de la fertilidad, las aguas y los alimentos que se resguardan en su interior. Por ahora, es la Virgen de los Remedios quien ocupa la posición dominante.

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CAMINOS DE IDA Y VUELTA: MITOS SOBRE MUJERES EN LA AMÉRICA COLONIAL Mar Langa Pizarro Universidad de Alicante

Como afirmó el antropólogo polaco Bronislaw Malinowski, “todo cambio histórico crea su mitología” (1994: 171). Así, en un intento de explicar el cúmulo de novedades que supuso el “descubrimiento” de América, quienes las vivieron y las relataron incluyeron a menudo episodios de carácter mítico en sus escritos, sin que se intuya que al hacerlo cambiaran de perspectiva o asumieran un posicionamiento crítico diferente del que adoptaban cuando hacían descripciones geográficas, bélicas o políticas. Acercarnos a esas narraciones supone acometer un recorrido mediante el cual se trasplantaron hasta las nuevas tierras antiguos mitos europeos, para regresar al Viejo Continente renovados y revividos, envueltos en testimonios personales que se pretendían verdaderos. Pero, además, existe en ese proceso otro camino de ida y vuelta: al tiempo que la Historia se convertía en generadora y valedora de mitos americanos, estos inflamaron en Europa la imaginación de las gentes, su deseo de poder, riquezas y honor. Y, movidas por esas aspiraciones que alimentaban los mitos, se lanzaron a la Conquista, impulsando así el devenir histórico. Para entender esta última afirmación, conviene no olvidar que, en 1492, confluyeron varios acontecimientos fundamentales, además del descubrimiento oficial de América: la toma de Granada, con la consiguiente conversión masiva al cristianismo de personas moriscas; la expulsión judía de los territorios gobernados por los Reyes Católicos; y la publicación de la primera gramática de la Lengua Española, redactada por Nebrija a instancias de Isabel de Castilla. Por tanto, la lengua se tornó compañera de un imperio que se identificaba con la religión católica, y mantenía una obcecada persecución de herejías a través de la Inquisición. En cierto modo, para un pueblo como el español, habituado entonces a las guerras religiosas, “la conquista de América [...] fue la última cruzada” (Blanco-Fombona 1981: 111).

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Ansiosos de aventuras, de reconocimiento y de fortuna, quienes pasaron al Nuevo Continente tenían muy cercana la experiencia bélica de la Reconquista. Y sus fantasías se veían alentadas por el subgénero narrativo de más éxito en ese momento: los libros de caballerías, que glorifican la violencia y la fuerza en personajes que aspiran a la honra y la fama. Arturo Uslar Pietri destacó: El gran auge de los libros de caballería coincide con el comienzo de la empresa de Indias. [...] En las cartas y documentos de los conquistadores aparece con frecuencia el recuerdo de los libros de caballería (1996: 408).

Los documentos nos muestran a conquistadores que, a menudo, parecen emular a los caballeros literarios, a la vez que reproducen sin distancia crítica los grandes mitos americanos: El Dorado, la Edad de Oro, las amazonas... Es fácil observar cómo todos ellos alientan la esperanza de alcanzar riquezas y felicidad en territorios ignotos y lejanos. La mezcla de realidad y ficción, de promesas y verdades, de avaricia y altruismo fue un acicate para quienes decidieron atravesar el Atlántico en busca de prometedores horizontes. La novela Lope de Aguirre, príncipe de la libertad lo recoge perfectamente, cuando diversos personajes instan al protagonista a que emprenda su hazaña: Vete a Las Indias, hijo mío. No son mentiras las hazañas de Amadises y los Galaores que eternamente habíamos tenido por invenciones [...] hay oro: no el oro brujo de los alquimistas, ni el oro que fabrican los judíos y catalanes en sus cazuelas [...]. Templos de oro macizo, [...] pesados collares de oro que los indios te truecan por un espejo [...] hay sirenas emplumadas que seducen al viajero [...], y amazonas bravías que violan todas las noches a sus presos [...] hay enanos chicos como dedales que se baten a flechazos [...], y gigantes que arrancan de cuajo enormes árboles [...]. Hay un elixir blanco como la leche que el beberlo [sic] devuelve a los viejos la inaccesible juventud, y vírgenes color de canela que corren desnudas por las playas al encuentro de los conquistadores (Otero Silva 1985: 106-107).

Aventuras como las de los héroes caballerescos, seres extraordinarios, riquezas infinitas, juventud eterna... y mujeres que seducen y se entregan. Carlos Fuentes apunta: Colón, más que oro, le ofreció a Europa una visión de la Edad de Oro restaurada: éstas eran las tierras de la Utopía; el tiempo feliz del hombre natural. Colón había descubierto el paraíso terrenal y el buen salvaje que lo habitaba (1997: 12).

Falta decir que, junto al “buen salvaje” estaba “la buena salvaje”, que rompía con la pacata moralidad europea: nativas con usos sexuales muy distintos de los españoles, a las que describieron como accesibles, ardientes y complacientes. En el te-

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rritorio paraguayo y rioplatense, las cartas y crónicas enviadas a España no cesan de referirse al desenfreno erótico de los conquistadores, llegando incluso a jugar con la ambigüedad de este término. La Provincia Gigante de las Indias superó en ese aspecto la utopía: se identificó con un terrenal Paraíso de Mahoma, en el que cada varón podía disponer de cuantas féminas quisiera. Posteriormente, la Historia se encargó de transformar las violaciones y los abusos padecidos por las indígenas en una fábula de tintes románticos: según esta versión de los hechos, todavía bastante difundida, la conquista de esa zona no se llevó a cabo por medio de las armas sino gracias al mestizaje, producto del amor entre conquistadores y conquistadas. No se sabe a ciencia cierta si el “descubridor” de ese territorio, Juan Díaz de Solís, hizo uno o dos viajes con tal destino, pero sí está claro que, en 1516, murió a manos de los nativos (y, según los relatos de la época, fue devorado por ellos). Tan aciago final retrasó la siguiente expedición hasta 1526, cuando Sebastián Caboto abandonó su plan original de dirigirse a La Especiería: contraviniendo lo firmado en las capitulaciones, se internó por el Río de la Plata en busca de riquezas, y fundó Sancti Spíritus, el primer fuerte español en la zona, pronto destruido por los indígenas. Cuando trataban de regresar a España, una de las naves naufragó, y sus supervivientes emprendieron la búsqueda de la Sierra de la Plata. El mismo objetivo perseguiría, diez años después, el integrante de la armada de Pedro de Mendoza, Juan de Ayolas, cuando pereció en su intento. Nada de ello disuadió al nuevo adelantado, Álvar Núñez Cabeza de Vaca, para que ordenara nuevas incursiones. La búsqueda de un espacio mítico plagado de metales preciosos (la Sierra de la Plata, el Dorado...) puso en contacto a los españoles con distintos pueblos aborígenes, cuyas descripciones parecen sacadas de un libro de fábulas medievales. En la carta reproducida por Juan Francisco Maura (2007), y escrita el 10 de julio de 1528, Luis Ramírez le decía a su padre: ...se dicen quirandíes. [...] Esta generación nos dio muy buena relación de la Sierra y del Rey Blanco [...]. Estos quirandíes son tan ligeros que alcanzan un venado por pies; nos dieron mucha relación [...] de una generación [...] que de la rodilla abajo [...] tienen los pies de avestruz1.

Seres humanos con patas de ave, hombres que corren más que los cérvidos... el catálogo de gentes extraordinarias resulta tan atractivo como desconcertante. ¿Realmente los conquistadores creían lo que narraban? ¿Eran tan ingenuos como

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Para las citas en las que no se indica la página, véase en la bibliografía final la dirección electrónica.

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aparentaban? ¿Se dejaban llevar por una imaginación desbordada ante tantas novedades? ¿Pretendían obtener beneficios? Probablemente fue una mezcla de todo ello lo que los impulsó a dejar por escrito esas curiosas descripciones, y darles valor de verdad. Además, creo que tampoco debe descartarse completamente la posibilidad de que, en una época tan condicionada por el prestigio, el hecho de incluirse a sí mismos entre esos personajes fabulosos tuviera por objeto causar admiración, integrarse en el mito. Para centrarnos en los mitos sobre mujeres durante la conquista paraguaya y rioplatense, conviene que las separemos en dos grandes grupos: españolas e indígenas. Sobre las primeras, las noticias de los expedicionarios son tan escasas que Félix de Azara llegó a afirmar: “los conquistadores llevaron pocas o ninguna mujer al Paraguay” (1943 [1847]: 192). Es una tesis que seguimos encontrando incluso en libros de Historia actuales. Como ya hemos abordado el tema en varios artículos recientes (Langa 2007, 2010, 2011), no nos detendremos ahora en exponer que las féminas participaron en las empresas americanas desde sus inicios, y que su número fue cada vez mayor: se constata su presencia ya en el segundo viaje colombino; y fueron, al menos, un tercio del pasaje total a América durante del siglo XVI2. A pesar de todo, las crónicas recogen poco más que algunas historias dudosamente legendarias, como la de la cautiva mártir Lucía Miranda, que habría viajado, con algunas otras féminas, en la expedición de Caboto: su belleza habría desatado la pasión del cacique que mandó destruir Sancti Spíritus para secuestrarla, y su fidelidad la habría conducido a la muerte en una hoguera por no entregarse sexualmente a su captor. A esa historia dieron crédito numerosos autores (Ruy Díaz de Guzmán, Félix de Azara, Nicolás del Techo...), hasta que la cuestionara Eduardo Madero (1955 [1892]): desde entonces, la polémica sigue vigente. Más inverosímiles resultan los avatares de La Maldonada, participante en la armada de Pedro de Mendoza: según Díaz de Guzmán (1835 [1612]), esta mujer huyó de la hambruna de Buenos Aires, ayudó a una leona, convivió con los indígenas y, cuando sus compañeros de expedición la condenaron por ello, atándola a un árbol para que la devoraran las fieras, sobrevivió gracias a la protección de la félida. Respecto a las indígenas, casi siempre lo ignoramos todo de ellas: ni siquiera cuando sus actuaciones resultan decisivas para la conquista se nos dice ni cómo se llamaban. Es lo que sucede, por ejemplo, con la criada (o amante) del fundador de Asunción, Juan de Salazar, gracias al testimonio de la cual pudieron los españoles sofocar una sublevación que tenía todos los visos de acabar con la ciudad y

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Entre los ya varios trabajos existentes sobre este tema, recomendamos consultar la tesis doctoral de María Montserrat León Guerrero (2000).

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con la vida de quienes la habitaban. El anonimato, sin embargo, no impide que se las juzgue: fieles o traidoras, hermosas o repugnantes, la mayoría son presentadas como muy ardientes. Así lo hace el bávaro Ulrico Schmidl, entre otros lugares, en el capítulo 36 de su Viaje al Río de la Plata: ...estos scherues [jarayes] [...] las mujeres [...] andan como las echó al mundo la madre, y son hermosas a su manera, y muy bien que saben pecar en la obscuridad [...]. Esta gente se parece a los scherues [...]. Estas mujeres son muy hermosas y grandes enamoradas [...] y de naturaleza muy ardiente a mi modo de ver.

En ese mismo capítulo y en el siguiente, Schmidl da cabida a un mito al que ya habían aludido Colón y Hernán Cortés, entre otros: el de las amazonas. Las riquezas de estas mujeres guerreras impulsan a los expedicionarios a salir en su busca: ...le dio el rey una corona de oro [...] y otras cosas más de plata, y dijo [...] que estas susodichas piezas las había tomado de los amossenes [amazonas] [...] y nos dio a entender cuán grande era su riqueza, [...] tendríamos que marchar por tierra y habría que andar 2 meses [...]. Las mujeres [...] no tienen más que un pecho y solo se juntan con sus maridos 3 o 4 veces en el año, y si de este contacto con el marido quedan preñadas de varón, se lo mandan ellas a que se esté con el marido; mas si resulta mujer, la conservan a su lado [...] son mujeres de pelea y hacen guerra contra sus enemigos.

Más de cincuenta hombres participaron en esa incursión hacia las tierras de los jarayes, emprendida el 20 de diciembre de 1543. Entre ellos, además de Schmidl y el escribano Juan Valderas, se encontraba Hernando de Ribera, quien había llegado al Río de la Plata con Caboto, había ayudado a la armada de Pedro de Mendoza y, según Valderas, estuvo con Cabeza de Vaca en el Puerto de los Reyes. En su Relación dirigida al Rey (y enviada a España a la vez que el segundo adelantado), Ribera utilizó todos los medios a su alcance para ser creído: ...porque a la dicha su relación se pueda dar y dé toda fe y crédito, y no se pueda poner ni ponga ninguna duda en ello ni en parte de ello, dijo que juraba, y juró por Dios y por Santa María y por las palabras de los santos cuatro Evangelios, donde corporalmente puso su mano derecha en un libro misal, que al presente en sus manos tenía el reverendo padre Francisco González de Paniagua.

No obstante, tal pretensión de ceñirse fielmente a la verdad no evita que también él dé por cierta la historia de las amazonas: ...los dichos indios, en conformidad, sin discrepar, le dijeron que a diez jornadas [...] habitaban y tenían muy grandes pueblos unas mujeres que tenían mucho metal blan-

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Mar Langa Pizarro co y amarillo, [...], y que es gente de guerra [...]; y que antes [...] estaba una generación de los indios (que es gente muy pequeña), con los cuales [...] pelean las dichas mujeres [...], y que en cierto tiempo del año [...] tienen con ellos su comunicación carnal; y si las que quedan preñadas paren hijas, tiénenselas consigo, y los hijos los crían hasta que dejan de mamar, y los envían a sus padres [...] está parte de un lago [...] muy grande, que los indios nombraron la casa del Sol; [...] entre las espaldas de Santa Marta y el dicho lago habitan las dichas mujeres.

Remedios Mataix (2010) estudió la presencia de este mito en América: procedentes de la mitología griega (Hércules va al País de las Amazonas en busca del cinturón de oro), la existencia de estas mujeres guerreras se difundió a través de numerosas obras literarias (Roman d’Eneas, Roman de Troie, Roman d’Alexandre...), y llegó hasta Las sergas de Esplandián (1511), donde se habla de “una isla llamada California [...] poblada de mugeres negras [...]. Las sus armas eran todas de oro [...] avían sus ayuntamientos, [...] y si parían hembra guardávanla, y si varón luego era muerto” (Rodrígez de Montalvo 2003: 727). Al pasar al sur de América, el mito de las amazonas se fundió con el del Rey Blanco y el de la Sierra de la Plata... y, probablemente, con las noticias que llegaban sobre el riquísimo imperio incaico. De ese modo, realidad y ficción se unieron una vez más en cartas, crónicas y documentos. Parece que los conquistadores actuaron como el personaje de Umberto Eco, Baudolino: inventé, le hablé de ciudades que nunca había visitado, de batallas que nunca había combatido, de princesas que nunca había poseído. Le contaba las maravillas de las tierras donde muere el sol [...] le hice temblar navegando mares que nunca había navegado (2001: 408-409).

Alentadas por los relatos sobre riquezas (míticas o no), muchas personas abandonaron sus hogares, se lanzaron a la aventura de conquistar el Nuevo Mundo, y contribuyeron con sus testimonios a seguir construyendo la Historia, al tiempo que alimentaban las ficciones, y dificultaban así la posibilidad de que diferenciemos entre lo acontecido y lo imaginado. Los mitos de la conquista rioplatense referidos a mujeres no narran las causas que generaron una institución social, un ritual o una costumbre, ni explican el presente en el que se crearon. Por el contrario, se transforman en elementos forjados para ignorar la verdad. Adoptando la clasificación de Gustavo Bueno3, podríamos

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Como me apuntó generosamente Elvira García Alarcón, el filósofo Gustavo Bueno (2003: 15-16) clasifica los mitos atendiendo a sus efectos: por una parte, estarían los mitos luminosos

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decir que estamos ante “mitos oscurantistas”, destinados a distorsionar, bloquear y estorbar esas explicaciones. En muchos testimonios de los conquistadores, las mujeres tienen más que ver con creaciones míticas y literarias que con seres humanos reales. Ya hemos mencionado que, sobre las españolas, reinan los silencios, que inducen a pensar en su inexistencia, aunque ésta haya sido ya desmentida por numerosas investigaciones. Y, cuando el silencio se rompe, aparecen las figuras de resonancias legendarias. Respecto a las indígenas, son seres anónimos a los que se juzga; objetos sexuales; personajes míticos ligados al oro. Como sabemos, el análisis funcionalista entiende el mito como una codificación del sentir social, y considera que su cometido es reforzar la cohesión del grupo, transmitiendo sus normas tradicionales. El ya mencionado Malinowski estableció que el mito “no puede ser historia puramente desapasionada, puesto que siempre está hecho ad hoc para cumplir alguna función sociológica, para glorificar a un cierto grupo o para justificar un estado de cosas anómalo” (1994: 145). Deberíamos, por tanto, preguntarnos por qué las crónicas (y muchos libros de Historia) sustituyen por mitos a las mujeres que padecieron la conquista, o que participaron en ella. Tal vez esa expulsión desde la categoría de personas reales hacia el universo de lo inexistente, lo innombrable, lo mítico, cumpla una finalidad bien precisa: quienes escriben, elaboran, reinventan y asumen los hechos narrados, evitan así cuestionarse sus ideas preconcebidas y su concepción ideal del mundo. Según Mercedes Madrid Navarro, “en la cultura occidental la palabra mito suele ir asociada a los relatos de las hazañas de las divinidades y héroes del mundo antiguo y suele sugerir un tiempo fabuloso y lleno de encanto” (1991: 15). Es decir, un tiempo lejano, poblado por seres fantásticos capaces de actos admirables. En la misma dirección apunta la definición de Carlos García Gual, cuando establece que el mito “refiere la actuación memorable y ejemplar de unos personajes extraordinarios en un tiempo prestigioso y lejano” (1989: 12). La conquista de América se desarrolló en un momento en el que Europa estaba en plena transformación: las mujeres habían perdido gran parte de los espacios públicos que ocuparan durante la Edad Media4; moralistas, filósofos y juristas las impelían a que desarrollaran la única función para las que se las consideraba dota-

y esclarecedores, que permiten diseñar una Gnoseología (entre ellos, el de la caverna de Platón); por otra, los mitos oscurantistas, que, en lugar de aportar una explicación científica o filosófica, la bloquean o la estorban (como los relatados en la Biblia); y finalmente, los mitos ambiguos, que admiten interpretaciones opuestas (ejemplificados por el de los tres anillos de la obra teatral de Lessing, Nathan el Sabio). 4 Hace ya años que cayó el tópico de la “oscura Edad Media” y del avance que el Renacimiento supuso para la situación de las mujeres. De hecho, Adeline Rucquoi llegó a afirmar que

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das por naturaleza (la maternidad); para que se sometieran a sus padres y a sus maridos; para que dejaran de leer, especialmente libros de caballerías5, que podían alentar sus ansias de libertad y de protagonismo. Lejos de esas pretensiones masculinas, muchas españolas viajaron al Nuevo Mundo, algunas montaron empresas, otras tomaron las armas, y las hubo que destacaron en distintas disciplinas del saber. Al otro lado del Atlántico, no todas las indígenas acogieron a los conquistadores con los brazos abiertos, ni se resignaron a convertirse en premio merecido, solaz del guerrero y siervas abnegadas: lejos de subordinarse, muchas lucharon contra los invasores; otras decidieron incluso suicidarse o abortar6, en un intento desesperado de rebeldía. En lugar de dar cuenta de esas realidades, los conquistadores prefirieron aferrarse a los mitos sobre mujeres, y los incluyeron en sus crónicas, sus cartas, sus relaciones, sus testimonios. Desde el materialismo filosófico, Bueno apunta algunos conceptos que nos resultan muy útiles para concluir este estudio: ...entendemos por ideología [...] un sistema de ideas socializadas cuya pretensión de verdad es mantenida en la medida en que representan o canalizan los intereses de un grupo social en tanto éste se opone a otros grupos sociales [...]; una ideología partidista puede pretender ser verdadera si la parte (o el partido) al que representa es la parte más poderosa [...] si bien las ideologías no tienen por qué adoptar la forma mítica, [...] lo más probable es que los mitos, o las fabulaciones míticas, creadas en los estados avanzados de la civilización, queden incorporadas a algún tipo de ideología. Dicho de otro modo, cada ideología asimilará sus propios mitos (2003: 17).

Resulta fácil comprender que los conquistadores constituyen un grupo social opuesto a otros: en tanto que europeos, a los pueblos indígenas; en tanto que varones, a las mujeres. La ideología impregna sus testimonios, adecuándolos a sus deseos, intereses e imaginaciones. Por eso, sus textos reflejan una realidad trans-

el Renacimiento “es la muerte intelectual y artística de la mujer” (1976: 110). Sobre el papel femenino en la sociedad medieval y renacentista, puede consultarse los trabajos de Ferrús (2006), Hufton (2006) y Pernoud (1998). Existen también otros interesantes estudios, centrados en profesiones determinadas, como el de Cabré y Ortiz (2001). 5 El significado y la evolución de las figuras femeninas en los libros de caballerías ha sido analizado por Mª Carmen Marín Pina (1991, 2007, 2010) y Ana Carmen Bueno Serrano (2008). 6 Entre otros, dejó constancia de ello el oidor de Nueva Galicia y visitador de Nueva España Lorenzo Lebrón de Quiñones: “si algunas había que concebían, procuraban matar las criaturas antes que saliesen a luz, diciendo que no querían ver a sus hijos en cautiverio y servidumbre en el que ellos estaban” (1977 [1554]).

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formada, moldeada: quienes escriben se presentan a sí mismos como héroes en un espacio asombroso y utópico, al tiempo que ocultan a las mujeres o las convierten en mitos. Desde su posición de poder, hacen todo lo que está en su mano para dar categoría de verdad a sus relatos; y logran que éstos sean asimilados por la ideología dominante. En quienes están influidos por ella, las fabulosas informaciones de los conquistadores despiertan el deseo de imitarlos, impeliendo la Historia, y plasmándola en nuevos documentos de contenido mítico. BIBLIOGRAFÍA AZARA, Félix de (1943 [1847]): Descripción e historia del Paraguay y del Río de la Plata. Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2002. Edición digital basada en la de Buenos Aires, Editorial Bajel, 1943, [consultado el 10 de octubre de 2011]. BIDEGAIN, Ana María (2005): “Sexualidad, estado, sociedad y religión: los controles de la sexualidad y la imposición del matrimonio monogámico en el mundo colonial hispanoamericano”, en Revista de Estudos da Religião (São Paulo, Brasil), 3, pp. 40-62. BLANCO-FOMBONA, Rufino (1981): Ensayos históricos. Caracas: Fundación Biblioteca Ayacucho. BUENO MARTÍNEZ, Gustavo (2003): El mito de la izquierda. Barcelona: Ediciones B. BUENO SERRANO, Ana Carmen (2008): “Carmela, la de las Sergas”, en José Manuel Lucía Megías y Mª Carmen Marín Pina (eds.), Amadís de Gaula: quinientos años después. Alcalá de Henares: Centro de Estudios Cervantinos, pp. 91-115. CABRÉ I PAIRET, Montserrat/ORTIZ GÓMEZ, Teresa (2001): Sanadoras, matronas y médicas en Europa: Siglos XII-XX. Barcelona: Icaria. DÍAZ DE GUZMÁN, Ruy (1835 [1612]): Historia argentina del descubrimiento, población y conquista de las provincias del Río de la Plata, en Pedro de Angelis, Colección de obras y documentos relativos a la Historia Antigua y Moderna de las provincias del Río de La Plata. Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001. Edición digital basada en la edición digital a partir de Pedro de Angelis, Colección de obras y documentos relativos a la Historia Antigua y Moderna de las provincias del Río de La Plata. Tomo Primero. Buenos Aires: Imprenta del Estado, 1835, [consultado el 10 de octubre de 2011]. ECO, Umberto (2001): Baudolino. Barcelona: Lumen. FERRÚS, Beatriz (2006): “Porque fuimos monjas. Mujer y silencio en el Barroco de Indias”, en Voz y letra: Revista de literatura, 17: 2, pp. 59-76. FUENTES, Carlos (1997): El espejo enterrado. México: Taurus. GARCÍA GUAL, Carlos (1989): La mitología. Interpretaciones del pensamiento mítico. Barcelona: Montesinos.

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JUAN JOSÉ DE EGUIARA Y EGUREN Y LA MITIFICACIÓN DEL PASADO MEXICANO Claudia Comes Peña Universidad de Alicante

Desde su publicación en 1755 hasta hoy en día, la Bibliotheca Mexicana de Juan José de Eguiara y Eguren ha sido considerada, con su descripción y defensa del mundo cultural americano, como uno de los pilares en los que se asentó la configuración de la identidad criolla. La obra es formalmente un catálogo biobibliográfico que recoge la vida y la labor de los escritores “mexicanos” y está precedida de veinte prólogos o anteloquia que la explican y justifican. En ellos, ha dicho la crítica1, se establecen no sólo los criterios de inclusión y exclusión de un determinado grupo, sino que se le da un nuevo nombre. Según el autor de esta monumental obra, bajo la denominación de “mexicanos” debía aparecer tanto la población originaria de la zona, los indígenas, como los españoles nacidos allí o los que, aunque hubieran nacido en otro lugar, habían residido largo tiempo en tierras americanas. Tal como reza el subtítulo, la obra está dedicada a la “historia de los varones eruditos que en la América Boreal nacidos o que, en otra tierra procreados, por virtud de su mansión o estudios en ésta arraigados, en cualquier lengua algo por escrito legaron”. En este sentido, la Bibliotheca Mexicana es una obra totalmente pionera, ya que con este criterio de selección de los autores2, y con la argumentación que para justificarlo desarrolla en los anteloquia, soslaya la ruptura cultural que efectivamente su-

1

Sería muy prolijo relatar aquí todos los estudios que se han dedicado a la figura de Eguiara y Eguren y su Bibliotheca Mexicana en relación con el “nacionalismo” mexicano. Citaremos solamente a tres de los que nos parecen imprescindibles: Ernesto de la Torre Villar, Roberto Heredia Correa y D. A. Brading, especialmente en las obras que citamos en el apartado bibliográfico de este artículo. 2 De la misma opinión es D. A. Brading (1991: 424).

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puso la llegada de los españoles al Nuevo Mundo y establece un continuum entre ambos periodos. Según el juicio de Roberto Heredia Correa, para Eguiara la cultura mexicana es toda una: comprende la que floreció entre los pueblos indígenas antes de la llegada de Cortés, y la que, a partir de la conquista, se ha extendido por toda la Nueva España y ha ido incorporando a todos los habitantes. Porque, además, la cultura europea no fue simplemente trasplantada a un terreno desierto y entre pueblos bárbaros, sino injertada en el tronco robusto de una larga y rica tradición. Es indudable que remediar la solución de continuidad que implica la conquista exige de Eguiara un esfuerzo extraordinario. [Para él] la conquista y la evangelización fueron un proceso doloroso, sí, pero suave y casi natural, como obra de un designio divino (2000: 3-6).

Visto esto, evidentemente nos asalta la pregunta sobre las circunstancias que provocaron este cambio de perspectiva. ¿Qué impulsó a Eguiara a negar la separación que tradicionalmente se había hecho entre la cultura indígena y la española-europea a la hora de tratar a los habitantes del Nuevo Mundo? La clave para hallar la respuesta, posiblemente, está en los propios anteloquia y en la referencia explícita a diversos escritos muy críticos con los americanos que estaban generando una amplia polémica. No debemos olvidar que el propio concepto de polémica nos sitúa frente a una estructura de carácter dialógico en la que los enunciados se implican mutuamente, se responden, se critican, se contestan e incluso se citan de forma abierta o encubierta. Los argumentos de una respuesta toman, necesariamente, la forma de los argumentos que la han causado. En este caso, es el propio Eguiara el que ya en el título del primer prólogo nos avanza a quién está respondiendo con la Biblioteca Mexicana: Con objeto de divulgar la causa determinante de este escrito, tráese a colación la carta 16 del libro 7, incluida por el deán de Alicante don Manuel Martí en el tomo 2 de sus Epístolas3 (1986 [1755]: 49)4.

Como explica a continuación, fue la ácida pluma del alicantino y las negras tintas que cargó sobre el nivel cultural americano lo que le movió a escribir su Bibliotheca. Además, reproduce literalmente las palabras de Martí que se sintieron como injusto ataque a los mexicanos:

3 Se refiere al Epistolarum libri duodecim. Madrid: Juan Estúñiga, 1735, 2 vols., reeditado en Ámsterdam tres años más tarde. 4 A partir de ahora, y para evitar ser farragosos, las citas de la Bibliotheca Mexicana aparecerán simplemente con el número de página y se entenderá que provienen de la edición de Ernesto de la Torre Villar que citamos en la bibliografía.

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Pero vamos a cuentas —había escrito Martí—. ¿A dónde volverás los ojos en medio de tan horrenda soledad como en la que en punto a letras reina entre los indios. ¿Encontrarás, por ventura, no diré maestros que te instruyan, pero ni siquiera estudiantes? [...] ¿Qué libros consultarás? ¿Qué bibliotecas tendrás posibilidad de frecuentar? (ibíd.: 50-51)

Sin embargo, las palabras de Eguiara líneas más abajo nos dan pie a pensar que no era éste el único ataque al que quería dar respuesta: [Martí] se atrevió a señalar a México (si place al cielo) como el sitio de mayor barbarie del mundo entero, como país envuelto en las más espesas tinieblas de la ignorancia y como asiento y residencia del pueblo más salvaje que nunca existió o podrá existir en lo futuro; de un pueblo que con solo presentar, cual cabeza de Medusa, sus nunca oídas artes mágicas de antaño, haría enloquecer del todo a cualquier español o francés o belga o alemán o italiano o habitante de no importa qué nación europea, incluso a los más ilustrados y cultos, transformándolos con lastimosa metamorfosis en seres muy semejantes a ignorantísimos animales (ibíd.).

Pese a las afirmaciones de Eguiara, hay que ser conscientes de que el alicantino en ningún lugar hacía referencia ni a las “artes mágicas” de los indígenas ni a la posible “degeneración” que sufrían los intelectos una vez que pisaban suelo americano. Martí en su escrito criticó a los indios por ser salvajes, bárbaros —adjetivo que, por cierto, también utilizaba para describir a los españoles peninsulares—, y a los españoles emigrados por perseguir sólo el lucro económico, pero no fue más allá en sus afirmaciones. Por lo tanto, las acusaciones a las que Eguiara estaba respondiendo hay que buscarlas en otros lugares y lo cierto es que no son difíciles de encontrar. Para empezar, en los propios anteloquia se citan dos “denigradores” más del Nuevo Mundo. Se trata de Pedro Murillo Valverde (prólogo XV) y Juan de la Puente (prólogo XX), aunque a ellos no les dedica, en absoluto, tanto espacio como a Martí. Además de los citados por Eguiara, la nómina se podría ampliar considerablemente si rastreamos, aunque sea someramente, la historia de las obras dedicadas a este tema. Podríamos mencionar las afirmaciones de Sepúlveda en su polémica con el padre Las Casas, las de Suárez de Figueroa en su libro El Pasajero, o los argumentos recogidos por Benito Jerónimo Feijoo (aunque no necesariamente defendidos por él) pocos años antes en varios escritos5. Estos artículos son de suma importancia debido a la capacidad del benedictino de ser altavoz de las ideas de su tiempo y porque en ellos retrata muchas de las ideas que estaban extendidas en estas décadas. Tanto es así que a él dedica Eguiara el prólogo XII.

5

En concreto me refiero a “Mapa intelectual y cotejo de naciones” (1728), “Españoles americanos” (1730) y “Fábulas de las Batuecas y Países imaginarios” (1730) de su Teatro crítico universal.

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El estado de opinión que se refleja en estas obras nos muestra una visión muy negativa de las Indias que, en lo referente a sus habitantes, podría resumirse en dos aspectos básicos. Por un lado, los españoles que se han trasladado a aquellas tierras lo han hecho movidos por la codicia y una vez allí se han visto aquejados por la mala influencia del entorno, tanto físico como moral que les rodea. Esta influencia podía venir tanto del contacto con los indios, por el que pasaban a ser partícipes “de los prejuicios de que [éstos] eran víctimas” (Lavallé 1990: 319). O, según otros autores ya presentes desde el siglo XVI pero especialmente activos a partir del siglo XVIII, era el clima reinante en aquellas latitudes el que abocaba a sus habitantes, ya fueran indios o europeos, a una degeneración irremisible. En pocas palabras, e independientemente de los motivos, los rasgos aplicados a las comunidades indígenas acababan por hacerse extensivos a todos los que allí vivían, especialmente si habían nacido allí. La sospecha de mestizaje era de por sí envilecedora, ya se diera este por sangre, ya fuera por la leche de las amas de cría o tan sólo por el contacto causado por compartir un espacio físico. En cuanto a los indios, aunque suelen ser tratados de forma secundaria en comparación con los habitantes de origen español, abunda la duda sobre su racionalidad y, sobre todo, sobre la sinceridad de sus conversiones. Como decíamos antes, este contexto polémico influyó poderosamente tanto en el contenido como en los aspectos que se destacan o se soslayan de la población americana. En primer lugar, en las biografías de los autores que incluye en su obra da una gran importancia a la descripción de sus virtudes morales y religiosas. Tanto es así, que a veces nos da la impresión de estar leyendo una recopilación de vidas ejemplares, un volumen de hagiografías, en lugar de una biobibliografía. Esto, que afecta especialmente a los habitantes de origen español, vendría a rebatir las acusaciones contra la moralidad de la Colonia. De la necesidad de insistir en ello para restaurar su buena imagen nos da cuenta la frase “ser más ancho que una conciencia de Indias”, cuyo uso, según Brioso Santos (1998: 228) se había extendido por el ámbito hispánico desde el Siglo de Oro. Además, como ya hemos comentado, en muchos casos se achacaba la inmoralidad de los criollos a la influencia de las naciones indígenas, quienes habrían contagiado sus defectos a los españoles. De esto fácilmente se deriva que una defensa de los criollos debía pasar necesariamente por una defensa de los indígenas con los que todo el mundo los identificaba. Además, también estaba extendida la idea de América como un continente sin historia, sin una base cultural comparable a la que proporcionaron los pueblos antiguos (Egipto, Grecia o Roma) que, por otro lado, tantas relaciones tenían con la historia sagrada católica. Por lo tanto, resultaba fundamental restaurar también la imagen de los indígenas y especialmente de su pasado. Esta tarea es la que emprende Eguiara en los prólogos de la Bibliotheca Mexicana.

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¿Y cómo son los antiguos indígenas que retrata en sus anteloquia? O mejor dicho, ¿qué rasgos destaca de la historia prehispánica de los indígenas y de qué forma la articula con el presente colonial? A este tema dedica la nada desdeñable cantidad de seis prólogos. Hagamos, pues, un breve repaso del contenido de cada uno de ellos. Este desarrollo se inicia en el prólogo segundo, donde, en diálogo retórico con Manuel Martí, le acusa de ignorar las “antigüedades” mexicanas, estableciendo de esta manera el primer paralelismo entre la cultura antigua europea y la mexicana. En concreto, se refiere en este capítulo a los códices y las bibliotecas que tuvieron. En cuanto a los primeros, explica los diferentes tipos comparándolos con sus “equivalentes” europeos: los tonalámatl son códices “semejantes a las profecías caldeas”, otros volúmenes son “a la manera de lo que nosotros llamamos Martirilogios y Calendarios Sagrados”, así como otros están dedicados a la retórica, la oratoria o la aritmética. En cuanto a las bibliotecas, cuya falta era uno de los argumentos centrales de Martí para afirmar la barbarie de aquellas tierras, defiende su abundancia y su calidad: Prueba de su existencia son las que habían sobrevivido largo tiempo después de la conquista de México, salvadas de las llamas por la diligencia de algunos ilustrados señores indios, que juntaron historias y calendarios en sus mansiones de México, Texcoco y Tula y se las mostraron y explicaron [...] a uno de la Compañía de Jesús, que si nuestra suposición no es equivocada, fue el padre Juan de Tovar, persona competentísima en tales asuntos (p. 59).

Y para acabar de rematar el argumento sobre la ignorancia del alicantino, cita libros difundidos por Europa en los que se explicaban estos aspectos. En el prólogo tercero abre la discusión, muy en boga sobre todo en el siglo XVII, sobre si “puede llamarse propiamente jeroglífica la escritura de los mexicanos”. Para ello trae a colación en primer lugar el Oedipus aegypctiacus o Theatro hieroglyphicorum de Atanasio Kircher, quien niega precisamente ese carácter jeroglífico y reduce los dibujos de sus códices a meras representaciones de la realidad. Para Eguiara, el motivo de su yerro es bastante sencillo y muy comprensible: no ha consultado a los criollos, que son los que realmente saben sobre estos asuntos. No es, por consiguiente, de admirar que un hombre tan versado en la interpretación de los jeroglíficos y tan sagaz como Kircher, pero desconocedor de nuestra historia y falto de la colaboración y consejo de personas peritas en ellas, no sospechase debajo del aludido símbolo otra cosa [...]. Otra hubiese sido la opinión de este hombre, erudito hasta el asombro, de haber tenido a mano los códices escritos por los nuestros, en que se dilucida el sentido de las pinturas, o si hubiese encontrado un intérprete que de viva voz le hubiese explicado éste y otros puntos en cuya interpretación se equivocó, como sin acritud, por otra parte, lo hizo notar D. Carlos de Sigüenza y Góngora (pp. 66-67).

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Afirmando que su escritura sí es jeroglífica, no sólo pone de manifiesto la ignorancia europea de las cosas americanas, sino que, además, equipara de nuevo el nivel de desarrollo indígena con el de las antiguas culturas indoeuropeas en el seno de las cuales se pudo desarrollar el cristianismo. De hecho, llega a afirmar, siguiendo los argumentos de Carlos de Sigüenza y Góngora, que los indios mexicanos “traen su origen de los egipcios y recibieron de estos no solo su sangre, sino lo demás” (p. 68), es decir, su cultura, con lo que los vincula originalmente al Viejo Mundo. En el cuarto prólogo “se ponen de manifiesto algunos insignes monumentos que no sólo ilustran y corroboran cuanto precede, sino que hacen más patente la cultura de los antiguos mexicanos” (p. 69). Sin embargo, no trata directamente estas reliquias del pasado, sino que cita a autores que han escrito sobre ellas. De nuevo, los elegidos para dar voz libresca al pasado prehispánico son autores que lo han conocido de primera mano. En esta misma línea se inicia el prólogo V, en el que ofrece “testimonios de escritores muy autorizados [que] traen a plena luz los colegios y centros de enseñanza de los indios mexicanos” (p. 72). En este caso recurre a la autoridad de autores extranjeros, como Justo Lipsio o Gerardo Mercator, de cuya imparcialidad, dice, no se puede dudar. Sin embargo, no se olvida de remarcar que estos “autores extranjeros tomaron de los nuestros estas noticias” (p. 74), es decir, de los mexicanos —entendidos en el sentido amplio con que lo utiliza Eguiara— quienes son, de nuevo, la referencia última sobre el conocimiento del continente. Una vez destacadas sus instituciones educativas, en el prólogo VI se dedica a explicar “la afición de los mexicanos por la poesía y la oratoria” (p. 76) y otras disciplinas que demuestran su “inteligencia”. De hecho, es significativo que como prueba del cuidado que ponían en la enseñanza de la retórica aduzca lo siguiente: [...] los cuidados discursos que hoy leemos en las historias mexicanas debidas a la pluma de los españoles [ya que] tales discursos fueron fruto de los propios indios que los pronunciaron y no invenciones de los cronistas (p. 77).

Y ya para cerrar la parte dedicada a la defensa de los antiguos mexicanos, vuelve a hacer referencia a todos los que han escrito ensalzándolos, [...] quedando así de manifiesto la enorme injusticia que cometen quienes los consideran como bestias, y el absoluto desconocimiento, así de las antigüedades mexicanas, como de los historiadores europeos más famosos y conspicuos que demuestra el deán alicantino en sus duros ataques a los indios y a todos los indígenas de este Nuevo Mundo (p. 82).

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Como vemos, Eguiara ha dedicado estos primeros capítulos a describir el desarrollo cultural del imperio azteca y el alto nivel que había alcanzado. Con ello ha conseguido dos objetivos clave en su argumentación. Por un lado, ha convertido este pasado en culturalmente semejante al europeo y, por lo tanto, en muy digno predecesor de la cultura criolla posterior. Por otro, ha situado a los criollos (o, en general, a todos aquellos que han tenido una vinculación directa y duradera con México) en los únicos capacitados y autorizados para interpretarlo. Este argumento, aunque aquí no es de especial relevancia, desempeñará un papel fundamental en la conformación de la identidad criolla frente a la metrópoli. Como vemos, el objetivo principal de negar las acusaciones de barbarie y falta de desarrollo cultural se ha cumplido. Sin embargo, llama mucho la atención que en esa descripción de la cultura prehispánica prácticamente no haga mención de la religión practicada antes de la llegada de los españoles. Es significativo que, incluso en los escasísimos lugares en los que menciona el tratamiento de la religión, escamotee completamente el contenido de esta, tal como ocurre en el prólogo VII, cuando habla de los “libros” dedicados a diferentes disciplinas, entre las que menciona la teología: Escrútense los monumentos que escritos en jeroglíficos nos han legado y se hallarán numerosos volúmenes a los que conviene el calificativo de teológicos, con el mismo derecho que se llama así a los que conservamos referentes a las supersticiones egipcias, es decir, los símbolos y representaciones de sus ídolos y dioses y demás que conciernen a esta clase de religión y culto (p. 81).

El tratamiento de esta materia queda de este modo reducido a su faceta de “estudio teológico”, pero no se describe su contenido. Con ello, pensamos, cumple de nuevo dos objetivos importantes en el ideario criollista. Por una parte, al afirmar que han cultivado esta disciplina, está rebatiendo a los que defendían la barbarie de estos pueblos y su incapacidad innata para la cultura y el desarrollo intelectual, tal como se lee en el propio título de este prólogo: Que de todo lo anterior expuesto se deduce, como lógica consecuencia, que los mexicanos deben ser con razón contados entre los pueblos cultos, y que fue injusto el deán de Alicante al censurarlos en su Epístola y zaherirlos con su pluma ([1755] 1986, p. 80).

Efectivamente, el hecho de que tuvieran una religión tan elaborada, que cultivaran esa “sabiduría más abstrusa” (p. 82) era ya, por sí misma, una prueba de su civilidad. Además, en diversos lugares se encarga de resaltar que no la practicaban de forma laxa, sino que esta faceta de la vida, la religiosa, era otra más en la que se apreciaba el rigor y el desarrollo de estas gentes. Hablando de la calidad de

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su poesía, Eguiara nos menciona “la aguda inteligencia que caracterizaba a sus hombres principales, insignes por su calidad sacerdotal y cargos públicos” (p. 56), lo que demuestra la valía y honestidad religiosa de estas gentes, aunque sea dentro de su propia (y errada) religión. Y, siguiendo el rastro de la cita, de este argumento, también como lógica consecuencia, se deduce que si los egipcios y demás pueblos paganos con los que se los compara fueron buenos como base sobre la que se desarrolló la moderna (y cristiana) cultura europea, también lo eran los aztecas para con la cultura criolla (y cristiana) posterior. Es decir, con esta construcción argumental está defendiendo que tener un pasado pagano, idólatra, no tiene por qué significar un presente “contaminado”, cosa de la que tantas veces se les había acusado. Este procedimiento de elisión de los contenidos religiosos contrasta mucho con lo que habían estado haciendo otros estudiosos del mundo precolombino desde los inicios de la Conquista y lo que se seguiría haciendo después. Por ceñirnos sólo a los dos extremos temporales de los autores expertos en antigüedades mexicanas que Eguiara cita en su prólogo IV, ya fray Juan de Torquemada en la segunda parte de su Monarquía indiana (Sevilla, 1615), describe, entre otros muchos aspectos de los pueblos del antiguo México, su sistema religioso. Y en el siglo XVIII, lo mismo ocurre con la obra del caballero Lorenzo Boturini. En la descripción que realiza en el tomo primero de su Historia general de la América septentrional, no sólo se da amplia cuenta de los dioses y la mitología azteca, sino también de los rituales y su imbricación en las costumbres de la vida cotidiana de los habitantes de México, hilando de forma conjunta una historia teológica y social del Anáhuac. Por ejemplo, a la hora de describir las “fiestas movile”, nos habla tanto del sistema mitológico de las deidades como de los rituales que se llevaban a cabo para su veneración: [14] La once fiesta movile se celebrava en honor de las preciosas y muy estimadas vestiduras de Huitzilipochtli, dios de la guerra, que en este día se manifestaba al público. También se dava particular culto al simulacro de Camaxtli, tenido por padre de los dioses. Corría el gasto por cuenta de la corte, y la ofrenda común era de codornices descavezadas, con cuya sangre se untaban los rostros de los dioses. Pero el monarca, vestido de una pobre manta, en señal del más humilde rendimiento, ofrecía cantidad de diversas flores, que había mandado traer de sus provincias súbditas6 (1990: 212).

6 En el prólogo cuarto Eguiara cita las dos obras de Boturini sobre el pasado prehispánico que, a su juicio, resultaban más relevantes: Idea de una nueva historia general de nuestra América (1746) y el Catálogo del Museo Histórico Indiano. La obra que citamos nosotros, Historia general..., ha permanecido inédita hasta el siglo XX, aunque la Idea... consistía precisamente en el resumen de sus principales líneas de desarrollo.

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Y lo mismo harán autores posteriores a nuestro mexicano como el jesuita expulso Francisco Javier Clavijero, quien dedica el libro sexto de su Storia antica del Messico (1780) íntegramente “a la religión recorriendo la presentación de las divinidades, los ritos, las metamorfosis o el templo mayor y los espacios adyacentes al mismo” (Rovira 2001: 108). Como vemos, el tratamiento de la religiosidad azteca se consideraba un elemento imprescindible dentro de cualquier volumen dedicado al pasado indígena y marca un fuerte contraste con la obra de Eguiara en la que, a modo de ejemplo que habla por sí solo, no se da el nombre de ni una sola de las deidades de su panteón. Literalmente, los dioses prehispánicos desaparecen del panorama cultural. Incluso hay elementos que nos dan pie a pensar que ese espacio mitológico que Eguiara elimina, viene a ser ocupado por la historia. En otras palabras, es la realidad histórica la que pasa a desempeñar las funciones que en Europa, por ejemplo, podía tener la mitología grecolatina. Este elemento sería el “hecho diferencial” más importante de la comunidad criolla y ya había sido utilizado por un escritor tan admirado y citado por Eguiara como el también criollo Carlos de Sigüenza y Góngora, quien, en el Preludio II de su Theatro de Virtudes Políticas (1680) realiza la siguiente afirmación: En los Mexicanos Emperadores, que en la realidad subsistieron en este emporio celebérrimo de la América, hallé sin violencia lo que otros tuvieron necesidad de mendigar en las fábulas (p. 8).

Contrapone, como vemos, realidad mexicana frente a fábulas europeas. Esas fábulas, evidentemente, hacen referencia a las mitologías que tan frecuentemente se utilizaban en estos casos, con lo que pone al mismo nivel mundo mitológico europeo con historia antigua mexicana. De hecho, como ha afirmado Antonio Lorente Medina, Sigüenza y Góngora equipara [...] la historia de los príncipes aztecas a la historia de los reyes de Roma (y las respectivas cronologías fundacionales), con el claro propósito de dignificar el pasado prehispánico. Para ello elabora una genealogía heroica de los indios americanos, a quienes hace sucesores de Neptuno e identifica con los descendientes de las colonias que —según Platón— emigraron de la Atlántida cuando se sumergió. Su ferviente patriotismo, manifestado ya en el epígrafe latino con que encabeza el libro, le lleva a rechazar las “mentirosas fábulas”, utilizadas con profusión en los arcos de triunfo, para proponer —en claro sincretismo religioso-cultural— a los príncipes aztecas como modelos de virtud, en los que el virrey debía mirarse si quería realizar un gobierno ejemplar (Lorente Medina 2009: 16).

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Eguiara, aunque no realiza este ejercicio de comparación de manera tan evidente, sí que nos muestra un mundo tan idealizado, tan dignificado frente a las calumnias que, de alguna manera, pasa a tener rasgos de pasado “mitificado”. Y en este lugar, indudablemente, se ha de mencionar el providencialismo guadalupano que defendía. El nacionalismo de nuestro autor, como bien ha visto Ana de Zaballa (1996: 791), estaba basado en dos pilares: la cultura y la religión. Sobre su defensa polémica de la cultura desarrollada en suelo mexicano, poco más nos cabe decir. En cuanto a la religión, sin embargo, sí que necesitamos ampliar un poco la explicación. Ya hemos mencionado que Eguiara insiste una y otra vez en defender la ortodoxia religiosa de los habitantes de México. Esto se debe a que, para él, “una sociedad no se debía apreciar sólo por su cultura, por sus aciertos del pensamiento, sino también por la calidad moral y espiritual de sus componentes” (Torre Villar 1992: 342), es decir, que México no se había conformado sólo a través del esfuerzo intelectual y cultural, sino “principalmente de la dirección espiritual que se le imprimió” (Torre Villar 1986: CCLXXVII). Esto explica que los autores incluidos no sólo fueran destacados literatos o intelectuales sino, sobre todo, personas virtuosas, como ya anunciaba en el subtítulo: [...] principalmente de aquellos que en dilatar y favorecer la fe católica y la piedad con sus hazañas y con cualquier género de escritos publicados o inéditos, egregiamente florecieron.

El origen diferenciador respecto a Europa de la religión resulta bastante evidente para Eguiara: el proceso de evangelización y, más importante aún, la aparición de la Virgen de Guadalupe. En sus sermones vuelve una y otra vez sobre este tema: Así como María es libro de la generación de Jesucristo, porque es en su persona libro de la formación de la Iglesia, nuevo mundo dentro del viejo mundo, [así la Virgen] bajo su imagen de Guadalupe es libro de la generación de la Iglesia del nuevo mundo, e imperio mexicano (1986: anexo IX, 505).

De hecho, ha sido el especial cuidado que la Virgen ha tenido sobre estas tierras, incluso (y esto es importante para el asunto que nos ocupa) antes de la llegada de los españoles, lo que les ha proporcionado los rasgos de inteligencia, virtud y religiosidad que les caracterizan. Llegados a este punto, resulta más comprensible una aparente incongruencia que aparecía en los prólogos. En ellos, rebatía con su acostumbrado fervor los argumentos de quienes sostenían una influencia negativa del clima americano sobre sus habitantes. Pero si esperábamos unos argumentos cercanos a los citados por Feijoo, quien negaba rotundamente su influencia, estamos muy equivocados. Muy al contrario, de-

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Juan José de Eguiara y Eguren y la mitificación del pasado mexicano

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fiende ese influjo climático en las personas, pero invierte los términos y sitúa a los mexicanos como beneficiarios de sus consecuencias más positivas: D. Juan de Cárdenas, [...] tiene por evidente y fuera de toda duda que los españoles nacidos en América sobresalen por su ingenio agudo, delicado y vivo, explicando largamente las causas y principios naturales de esto. Enrique Martín [...] se expresa en términos análogos, y, ambos, al igual que otros autores, atribuyen a la naturaleza del clima, del sol y del suelo americanos, no solo la mayor vivacidad de ingenio de los naturales de estas partes, sino también el hecho de que los nacidos en otros países se hagan más dispuestos e ingeniosos cuando habitan las regiones mexicanas o se trasladan a las del Perú (p. 104).

Frente a los que decían que los ingenios americanos o nunca florecían o declinaban tempranamente, Eguiara aduce autoridades que indican justamente lo contrario, hecho que, en su cosmovisión eminentemente religiosa, sólo podía ser fruto del una especial gracia divina. Para confirmar esta idea mediante una “autoridad”, cita prolijamente al padre Jerónimo Pérez de Nueros: ¿Quién, a menos de ser más ciego que un topo, no se da cuenta de que los cielos han contemplado a América con rostro gozoso y agradable, boca sonriente y alegres ojos? [...] ¿Quién no percibe cómo el clima, el sol y el suelo han competido a porfía a embellecerla, perfeccionarla y enriquecerla? ¿Quién negará que, merced a estos tres factores, este amenísimo lugar de la tierra, favorecido por la generosa bendición de Dios y por una temperatura siempre deliciosa, ha agotado los principales tesoros del riquísimo venero de la omnipotencia divina? [...] El influjo de la naturaleza, con la humedad de su clima y las irradiaciones de su sol ha adornado el genio y talento de los españoles nacidos en suelo americano de una penetración aguda, viva y al mismo tiempo brillante (pp. 106-108).

Por todo ello vemos que, aunque en la Bibliotheca Mexicana se ensalza la recuperación del pasado histórico prehispánico, ésta se realiza de acuerdo con el programa identitario criollo y pliega todas sus características a los objetivos que persigue. El primero de ellos, como acabamos de ver, sería el de proclamar la profunda racionalidad de los americanos en su conjunto. Para ello también ha de rescatar el pasado prehispánico de la sombra en la que se le había colocado y mostrar su similitud al pasado del Viejo Mundo. El segundo objetivo sería afirmar la sincera y ortodoxa catolicidad de sus habitantes. Sobre los mexicanos posteriores a la Conquista, sus propias vidas retratadas en la Bibliotheca se muestran como un inmejorable ejemplo de virtud; en cuanto a los antiguos indígenas, elimina de su pasado cualquier referencia demasiado explícita de las antiguas idolatrías y convierte su historia en un “espejo de príncipes” en lo que a cultura y buenas costumbres se refiere.

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Claudia Comes Peña

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ENTRE LA POESÍA PREHISPÁNICA Y LA POESÍA CONTEMPORÁNEA: ITINERARIOS DE INVESTIGACIÓN Stefano Tedeschi La Sapienza-Università di Roma

La idea de esta reflexión nace a partir del interés suscitado por la lectura de algunos libros del siglo pasado en los cuales se proponen visiones cosmogónicas prehispánicas en forma de poemas contemporáneos: Clarivigilia Primaveral (1965) y Parla il Gran Lengua de Miguel Ángel Asturias (1966) —una selección bilingüe en español e italiano de su producción poética más significativa—, Los ovnis de oro de Ernesto Cardenal (1992)1 y un libro probablemente menos conocido, Poesía ignorada y olvidada de Jorge Zalamea (1986), que se presenta como una especie de ensayo en forma de antología comentada de poemas recogidos a lo largo de toda la historia y del mundo entero. Los tres libros considerados se imaginan a partir del diseño de una figura autoral que resulta ser la consecuencia de un postulado: el sujeto poético puede volver a redactar antiguos mitos y antiguas cosmogonías en cuanto heredero reconocido de una tradición que enlaza directamente lo que León-Portilla define como la “Antigua Palabra” con la poesía contemporánea, prácticamente casi sin solución de continuidad. Se comparte en este sentido una idea básica: desde siempre existieron formas de poesía en las culturas prehispánicas que fueron trágicamente destruidas, como muchas otras formas de expresión cultural, al momento de la conquista, y a pesar de esto sería posible intentar reproducir aquellos versos, para reescribir especialmente antiguos mitos y antiguas creencias: de hecho el subtitulo del libro de Cardenal propone una colección de poemas indios y, sin embargo, esta pareja termi-

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Este libro es la versión ampliada del volumen Homenaje a los indios americanos, publicado en 1972.

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nológica se impuso como un problema hermenéutico: ¿es posible asociar estas dos palabras, poesía e indígena, refiriéndose al periodo prehispánico, para construir una escena de enunciación2 que parece tan inevitable como escurridiza? En los libros analizados se encuentran, sólo para citar algunos títulos, poemas como “Tecún-Umán”, “Dioses de Copán”, “Danza guerrera”, “Habla el Gran Lengua”, en Asturias; o “Cantares Mexicanos”, Nezahualcóyotl”, “Los tlamatinimes”, “In xóchitl in cuicatl”, “Quetzalcóatl”, —los títulos de los primeros cinco poemas de Cardenal— mientras Zalamea dedica una sección de su libro a una “Flora de varia poesía” que, junto con textos de la más variada procedencia, presenta algunos poemas de la literatura de los aztecas y de los incas3. El sujeto poético, como se verá en detalle más adelante, en las páginas de Asturias y Cardenal se coloca al lado de un hipotético sujeto prehispánico (el Gran Lengua, el rey-poeta Nezahualcóyotl, etc.) mientras Zalamea se propone como una especie de guía que quiere orientar al lector en una recolección de textos “poéticos” que comparten la característica de ser “ignorados e olvidados” como recita el título y demuestran las secciones del libro4. Por esta razón muchos de los poemas incluidos en estos libros se pueden definir como reescrituras, algunas explícitas, otras más encubiertas, de hipotextos poéticos relacionados con el tiempo prehispánico, cuando no producidos en aquel pasado remoto. Volviendo entonces al adjetivo del subtítulo de Los ovnis de oro: ¿cómo se puede interpretar el adjetivo “indio” en este contexto? ¿El sujeto poético puede autoadjudicarse este calificativo sin apropiarse de una identidad que no es la suya? ¿De qué manera esta autodenominación influye sobre la retransmisión de los mitos sumariamente resumidos en los títulos citados? Para responder, aunque de forma provisional, a estas preguntas, habrá que reconstruir la formación de los hipotextos a los cuales se refieren, directa e indirectamente, los poemas contemporáneos. Me limitaré aquí al área mesoamericana, ya que los libros considerados se refieren esencialmente a los aztecas y a los mayas (sólo en el libro de Zalamea se citan pocos textos incas, pero sin conexiones directas con la historia antigua). Una primera fase corresponde evidentemente a la época prehispánica, cuando se producen expresiones culturales de tipo rítmico, conexas a ritos colectivos y en

2 Voy a referirme en este ensayo al concepto de ‘escena de enunciación’ elaborado por Dominique Maingueneau y presentado en Charaudeau-Mainguenau (2005). 3 Se puede notar cómo Zalamea juega con el titulo de esta sección: la “Flora de varia poesía”, de clara referencia colonial, quiere aquí transformarse en “la flor y canto” de los aztecas. 4 Los titulos de los diferentes capítulos demuestran la singular heterogeneidad del libro: “Magia y Poesía”; “Rito y Poesía”; “El Guía hace una pausa”; “Mito y Poesía”; “Flora de varia poesía”; “Poesía Ceremonial”; “Profecía y Poesía”, para terminar con dos capítulos sobre el Cantar de los Cantares y otros dos sobre la poesía de Saint-John Perse.

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forma oral, que es posible reconstruir hipotéticamente sólo gracias a las palabras de los primeros testimonios, como Durán y Sahagún, que describen estos cantares como muy obscuros y difíciles de entender: el concepto de poesía indígena parece desconocido a lo largo de todo el siglo XVI, y los términos utilizados por los misioneros de la primera generación son normalmente los de cantares, cantos, danzas, y Sahagún introduce la palabra náhuatl cuicatl, traducido como “canto”. El mismo vocablo utilizará Juan Bautista Pomar, que es el primero en presentar la figura de Nezahualcóyotl como protagonista individual de la cultura prehispánica5, perteneciendo el mismo Pomar a la antigua familia real de Texcoco. Será sucesivamente Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, algunos años más tarde, el primero que hablará de poesía, “inventando” en sus obras la figura del rey-poeta, del cual él también era un lejano descendiente: a partir de este momento toda referencia a la poesía prehispánica en lengua náhuatl se entrelazará con la evocación de este personaje. Ixtlilxóchitl lo describe en su obra histórica, y le dedica también sus textos poéticos, titulados justamente “Liras de Nezahualcóyotl” donde, como escribe Patrick Johansson “tiende a alinearse sobre pautas culturales europeas de un pasado que se reivindica y a la vez se critica en función de parámetros axiológicos cristianos. Los poemas en español de Ixtlilxóchitl son parte de esta ambigua reivindicación” (2009: 64). Entrando en una consideración más ponderada del texto Johansson continúa: Sin embargo su versión en español de lo que él llamó ‘Liras de Nezahualcóyotl’ manifiesta una clara transculturación en diferentes niveles. Las “Liras de Nezahualcóyotl” así como el “Romance” del mismo nombre no son la traducción de cantares nahuas específicos, sino que reúnen y sintetizan, de alguna manera, tendencias expresivas e ideas propias del Tlahtoani acolhua presentes en toda su obra [...]. Sin embargo el ‘lirismo’ náhuatl prehispánico no es del todo parecido al lirismo europeo tal como se manifiesta a principios del siglo XVII [...]. En términos formales, los patrones culturales renacentistas fueron los que confirieron ‘autenticidad’ a lo que se expresaba. Las formas expresivas indígenas y sus contenidos, aunque habían sido exaltados por los frailes, tuvieron que ser fundidos y colados en moldes poéticos renacentistas de corte greco-latino para alcanzar un estatuto literario en este nuevo contexto cultural. Nezahualcóyotl tuvo que dejar el tambor y coger la lira para que su voz, algo quebrantada, siguiera resonando durante el periodo colonial (2009: 68, 72).

La supuesta poesía del rey de Texcoco entraría así integralmente en el complicado proyecto de Ixtlilxóchitl, que quiere presentar la ciudad y el reino acolhua

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Para una revisión de la figura de Nezahualcóyotl en la cultura mexicana, véase Rovira (2007).

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utilizando patrones culturales esencialmente europeos, a partir de una situación personal, la del intérprete oficial, que es la situación fronteriza más evidente del mundo colonial, como nos recuerda, entre otros, Payás Puigarnau: El que siendo indígena, hace de intérprete para el enemigo, está condenado a vivir para siempre en la frontera. Desde ese lugar fronterizo, jugando con el conocimiento privilegiado que posee de las dos culturas, trabado del conflicto de identidad que significa estar enajenado de sus orígenes sin haber echado aun raíces nuevas el hombre cuya personalidad está definida por la traducción [...] recoge los códices, recuerda los relatos de los antepasados, escucha a los ancianos, y aprovechando el nuevo mecanismo de la escritura, traduce haciendo un síntesis entre sus nostalgias y deseos y los modos de decir europeos, manifestando resistencias y ofreciendo concesiones (2010a: 179).

La poesía prehispánica de Nezahualcóyotl sería entonces uno de los resultados de esta síntesis transcultural, donde sin embargo el molde renacentista parece haber ganado la partida frente a los supuestos contenidos indígenas. Nos encontramos entonces delante de una transformación radical de la situación de partida: los textos atribuidos al rey de Texcoco se presentan como un producto escrito, de un autor individual reconocible, aunque todavía no forman parte de una literatura, ya que ninguno de los dos autores mencionados habla de un corpus consistente de textos6. Cambia consecuentemente la escena de enunciación, en doble sentido: por un lado se crea una escena autoral, la de Nezahualcóyotl, que es la de un rey sabio y culto, animador de una corte que viene descrita como un centro de producción cultural absolutamente original y como un innovador respecto al resto del mundo azteca. Del otro lado Ixtlilxóchitl se sitúa en un lugar de enunciación que podemos definir como nepantla, “en medio”7, un espacio frágil, donde el autor necesita figuras de apoyo para elaborar su discurso histórico y cultural: se puede afirmar que el ethos del autor implicado influye enormemente sobre la composición de los supuestos poemas de Nezahualcóyotl8, como nos recuerda Johansson: “El ‘indigenismo’ tal y como se manifiesta en las ‘Liras de Nezahualcóyotl’ consiste en predecir este fin justo, ya que anticipado, y en colar la poesía del tlahtoani de Texcoco en un molde formal renacentista, lo cual le confiere su autenticidad. Se reivindica y exalta el pasado en una forma europea” (Johansson 2009: 72). 6

Habrá que recordar cómo el concepto moderno de “literatura” empieza a desarrollarse en Italia no antes del siglo XIV mientras la idea de historia literaria, con su añadido de un corpus fiable de textos, verá la luz solo en el siglo XVII. 7 La descripción del nepantlismo ha sido abordada ya por numerosos autores, como Rolena Adorno para el caso andino, Beatriz Pastor, Miguel León-Portilla y J. Jorge Klor de Alva para el mundo azteca. 8 Para la noción de ethos aquí utilizada cfr. Maingueneau (2005: 247).

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Algunas décadas antes de la composición de las obras de Ixtlilxóchitl, unos anónimos copistas nahuas habían recogido y fijado el llamado manuscrito de los Cantares Mexicanos, mientras unos años más tarde se escribirá el manuscrito de los Romances de los Señores de la Nueva España, manuscritos que servirán de base a todo discurso futuro sobre poesía azteca. En realidad la forma de estos manuscritos9 —hoy conservados en la Biblioteca Nacional de México y en la Biblioteca de Austin, Texas, respectivamente— no muestra una pertenencia a un genero literario claro y reconocible, y sin embargo la mayoría de los estudiosos que se han dedicado a ellos coincidieron en definirlos como poesía, por lo menos hasta la traducción al inglés de John Bierhorst, precedida por una introducción que proponía una teoría interpretativa totalmente diversa. Sin entrar en el mérito de la polémica desencadenada a raíz de aquella propuesta10, cabe recordar aquí la posición de James Lockhart, que resume en breves líneas la cuestión terminológica: Scholars have often used the word poetry to classify Nahuatl song. In many respects, the category is extremely appropriate: the compositions employ a special, artificial or refined language full of metaphor and allusion; they are rigorously structured in ways not found in ordinary speech or even in oratory; and their themes bear a close resemblance to those we associate with European poetry. Yet I prefer the category song. The traditional European notion of poetry is closely associated with such characteristics as regular meter, fixed line, rhyme, the primacy of the written form, and a relative divorce from music and dance, none of which apply to Nahuatl song. The songs refer repeatedly to the speakers’ dancing, singing and playing musical instruments. [...] They appear to have been performed before an audience (idealized as a noble company) and at times have a strong flavor of theater or pageant. Moreover Nahuatl seems to have had no word closely analogous to “poetry” (Lockhart 1992: 394).

Por otro lado, el mismo León-Portilla, en un artículo quizás menos conocido respecto a sus obras mayores reconoce: Al elaborar el presente estudio quiero reconocer que, en la preparación de transcripciones paleográficas y traducciones de los ‘cuicatl’, que se deseen llevar a cabo con apego riguroso a lo que aportan los manuscritos, deberán conservarse las unidades de expresión que registran. Esto, aunque en algunos casos impedirá destacar los paralelismos y otros rasgos estilísticos propios de esta literatura, implicará la máxima fidelidad a composicio-

9 Encontramos una descripción detallada de los manuscritos en Bierhorst (1985: 7-15). La edición de Bierhorst propone una teoría interpretativa ligada a los ritos de los indios de Norteamérica, una interpretación que ha abierto una fuerte polémica entre los estudiosos. 10 Una reconstrucción de la polémica se encuentra en Segala (1989: 213-254).

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Esto significa, como recuerda Amos Segala, que se tendría que abandonar cualquier intento de reproducir los cantares en una forma versificada de estilo europeo, “que es particularmente alienante e inexacta” (Segala 1989: 110) y al mismo tiempo utilizar el termino poesía con mucha atención al referirse a productos culturales que en todo caso no representan ejemplos de poesía prehispánica, y son más bien una forma de reproducción colonial11 de un recuerdo cultural ya bastante lejano en el tiempo. No sería ilógico pensar entonces que el concepto de poesía indígena prehispánica vaya naciendo gracias a un conjunto de motivos culturales que poco tienen que ver con los textos antiguos, y por otro lado estos mismos textos se compendian en dos manuscritos redactados a mitad del siglo XVI, cuyos títulos (Cantares y Romances) fueron introducidos por copistas que querían identificarlos según una terminología de evidente derivación europea. Podemos intuir que probablemente a una inicial noción de canto se sobrepone una idea de poesía que pertenece totalmente a la tradición europea grecolatina. A pesar de todo esto, la noción de poesía azteca (o náhuatl, según la definición más acertada de Garibay) se fue imponiendo a lo largo de tres siglos, siguiendo una trayectoria histórica de notable relevancia. Resumiendo las pautas principales de este recorrido histórico, se puede observar que, ya en pleno siglo XVIII, Eguiara y Eguren —en uno de sus ‘Prólogos’— celebrará “la afición de los mexicanos por la poesía y la oratoria” (citado en Keen 1984: 235) y volverá a recordar al rey-poeta de Texcoco como ejemplo de sabiduría y de cultura. Habrá que recordar que unos años antes Boturini ya había publicado su Idea de una nueva historia general de la América Septentrional, donde por primera vez se aplica una filosofía de la historia, representada por las teorías de Vico y de su Scienza Nuova, al mundo azteca; el concepto de “sabiduría poética”, típica de la “edad heroica”, sirve a Boturini para situar a los aztecas en la escala de las civilizaciones y en este cuadro la poesía prehispánica se impone como una exigencia histórica:

11 Como nos recuerda Rolena Adorno: “Produced in the colonial period, most often with reference to the pre-Columbian, and created by individuals who preserved and communicated their native traditions through recourse to the foreign, the traditions under consideration here bring together diverse cultural formulations and symbolizing activities both oral and written. Diverse systems of thought and expression come together in these cultural productions yet the resultant reformulations of native experience tend not so much to resolve tension or conflict between the donor cultures as to create new cultural syntheses whose hallmark is the uneasy coexistence of their diverse and sometimes contradictory components” (1996: 35).

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Hay otro vergel de erudición en los Cantares que por haber sido obras de poetas héroes cuidaron de historiar no solo el origen y ministerios de los dioses de ambos tiempos, sino también las hazañas políticas y militares de los demás héroes de la segunda edad. Quién se pusiere a reflexionarlos con atención, hallará en ellos unas sutilísimas fábulas tejidas con elevadas metáforas y alegorías, y que al mismo modo de las demás naciones se componen en verso heroico, nacido en esta edad al par de la lengua articulada, y con frase propia del heroísmo desde su principio de inciertas medidas no por arte sino por naturaleza, según el concepto que se les ofrecía explicar a los poetas [...]. y aun después de la conquista fueron célebres los sesenta cantares que el emperador Nezahlcuayotl compuso en alabanza del Criador del cielo y de la tierra (Boturini 1871 [1746]: 140-141, 143)12.

Unos años más tarde, durante el mismo siglo XVIII, serán Clavijero, Veytia, o un autor singular como José Joaquín Granados quienes reivindiquen el valor de la poesía azteca, y usarán este argumento, entre muchos otros, para responder a sus adversarios en la famosa “disputa del nuevo mundo” y el tema se volverá una pieza indispensable para todos los que quieran construir un “pasado azteca” del mismo valor de las antiguas civilizaciones mediterráneas. Escribe Clavijero: En sus versos observaban el metro y la cadencia [...]. El lenguaje de su poesía era puro, ameno, brillante, figurado y adornado de frecuentes símiles tomados de las cosas naturales [...]. En otro lugar hicimos ya mención de las composiciones poéticas del celebre Nezahualcóyotl; el aprecio que este rey hizo de la poesía introdujo ese gusto y multiplicó los poetas en la corte (Clavijero 1982 [1779]: 241-242)13.

El siglo XVIII marca así otro cambio importante de perspectiva: como se puede observar claramente en Clavijero, los poetas antiguos entran con pleno derecho en una “historia común”, que es una “historia mexicana”, aún sin rasgos nacionalistas pero en una posición de diferenciación y polémica respecto a la historia europea. La escena de enunciación se modifica otra vez: el autor moderno, que desde la lejanía del exilio reconstruye la historia antigua, y el poeta prehispánico se sitúan en el mismo plano, como si ambos fueran llamados a defender la dignidad cultural americana14. Por otro lado, a través de las teorías de Vico,

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Todos los ejemplos presentados por Boturini se acoplan perfectamente a las ideas de Vico, como ha demostrado Nicola Badaloni en su edición italiana del texto de Boturini (Badaloni 1990). 13 Las fuentes de Clavijero son en gran parte las que hemos recordado hasta ahora: Durán, Pomar, Alva Ixtlilxóchitl y, sobre todo, Torquemada, que recoge y organiza todos estos datos. 14 El poema de Granados es un apócrifo del siglo XVIII, como ha demostrado claramente Garibay y como recuerda Rovira en el articulo citado.

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que Boturini aplica al México antiguo, los mitos aztecas entran en una visión filosófica de corte universal, y la poesía de la “edad heroica” no podrá hacer otra cosa que contar las cosmogonías de los antepasados, sin sobreponerles ya juicios morales o de una supuesta superioridad cultural. Ya entrados en el siglo XIX, en la galería de antepasados ilustres que el México independiente quiere presentar al mundo, el rey-poeta de Texcoco será uno de los personajes principales, empezando por los poemas aztecas de José Joaquín Pesado15, las obras de Carlos María Bustamante, pasando por la historia de Prescott, hasta llegar a los versos de Darío. En todos estos textos la transformación de Nezahualcóyotl en “poeta nacional” se va cumpliendo cabalmente: desvinculados de su primitivo lugar de enunciación16, los Cantares Mexicanos, finalmente redescubiertos y publicados, se vuelven un texto literario según los cánones “universales” del siglo XIX, con autores ya reconocibles y un campo cultural defendible como propio. Ya en el siglo XX las abundantes ediciones, traducciones y trabajos críticos de Ángel M. Garibay y Miguel León-Portilla se van afirmando como la versión autorizada de aquella tradición, y sin embargo una visión más desencantada pone en evidencia cómo aquel admirable esfuerzo se entreteje con el desarrollo del nacionalismo mexicano posrevolucionario, como afirma Payás Puigarnau: De Torquemada a Clavijero y de éste hasta hoy, reforzándose sobre todo en el periodo del nacionalismo antropológico de Manuel Gamio, y apoyándose luego fuertemente (e injustamente también) en Ángel María Garibay, la historiografía oficial y la historia para uso masivo, es decir, la que se transmite por la educación formal y la recepción de ceremoniales cívicos, han cimentado la comprensión del pasado prehispánico en esta estrategia de carácter enunciativo que consiste en la conjunción entre traducción y cita, sea en forma acumulativa o consecutiva (Payás Puigarnau 2010: 280).

Para completar la metamorfosis que se ha delineado rápidamente en las líneas anteriores, faltaba sólo la introducción de una dimensión “filosófica” de los presuntos poetas aztecas, y esto se produce en la segunda mitad del siglo XX, cuando, recuperando afirmaciones ya presentes en Ixtlilxóchitl, Boturini y parcialmente en Clavijero, se va construyendo la imagen de un rey Nezahualcóyotl contrario a los sacrificios humanos e iniciador de una forma de religiosidad monoteísta que sería una anticipación del cristianismo traído a América por los españoles. Los sapientes de Texcoco, los tlamatinime, contrapuestos a los militares de Tenochti-

15

Para un comentario sobre los textos de Pesado y de Bustamante, véase Rovira (2007). En realidad la existencia real de un Nezahualcóyotl poeta ya es discutida, cfr. por ejemplo Jogsoon Lee (2003). 16

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tlán, serían aquí la adecuada contraparte de un diálogo entre sabios que puede desenvolverse más allá de toda distancia temporal. Sin embargo, esta visión aleja la figura del rey texcocano de las tradiciones de su pueblo, como ha señalado Jongsoo Lee: León Portilla does find the Divine origin of Nahuatl poetry, but he does not relate it to the indigenous tradition. For him, in xochitlin cuicatl is always a peaceful and nonviolent act and hence it is impossible for him to identify the Divine with the indigenous sun god. Rather, like Ixtlilxochitl, he divorces Nezahualcoyotl’s poetry from its original historical context; he interprets this Divine as something unknown, a different god that does not require human sacrifice, but accepts only a peaceful act of in xochitl in cuicatl. [...] León-Portilla presents all of these poets as Tlamatinime (wise men) who view human life as brief and transitory, but he argues that this attitude towards life contrasts sharply with the dominant Mexican philosophy. This contrast, however, is not consistent with the historical and political context in which each of these rulers lived (2003: 240).

En todo caso la propuesta del estudioso mexicano se difunde rápidamente y es posible encontrarla, expresada en formas diferentes, en innumerables publicaciones que han tenido el merito de haber divulgado la “poesía azteca” (mucho menos la “poesía maya”) a nivel de masas, y serán estas ideas las que más influencia tendrán sobre los poetas contemporáneos que nos interesan17. Habrá que volver, en efecto, a los libros desde donde empezó esta reflexión, y una pregunta se impone como ineludible: ¿será posible apoyarse en la cadena de hipotextos que se ha ido perfilando para reescribir los mitos antiguos, interpretándola como una fuente primaria y original? Los autores implicados, y sus editores, no tienen dudas respecto a esto: el primer título de los poemas de Los ovnis de oro es “Cantares Mexicanos”, mientras Asturias se refiere de manera genérica a la literatura maya (en 1961 él mismo publicará una Antología de la poesía maya precolombina) y Zalamea pone una bibliografía de referencia en las últimas paginas del libro, en la cual aparecen los nombres de Garibay y León-Portilla, entre otros. Los paratextos de estos libros remiten además claramente al mundo precolombino: ya se ha recordado el subtítulo del libro de Cardenal, mientras las portadas de las ediciones italianas de Asturias reproducen figuras mayas estilizadas y el contexto general de todas las introducciones remite de manera evidente al pasado prehispánico. Es evidente que nos encontramos frente a formas de reescrituras donde los hipotextos de referencia son en realidad ellos también una traducción-reescritura,

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Como demuestra claramente Jogsoon Lee (2004).

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y las reescrituras contemporáneas corren el riesgo de ser unas versiones al cuadrado, ellas también alienantes e inexactas. Los instrumentos del análisis del discurso nos pueden venir otra vez en ayuda para establecer un cuadro de referencia más claro; la escena de enunciación que los libros de Cardenal, Asturias y Zalamea construyen se puede resumir en estos términos: - Una escena englobante, considerada ya como generalmente americana, en la cual se produce un discurso que inicia como homenaje para volverse reivindicación y proyecto: en este sentido los cambios que se pueden observar en la nueva edición del libro de Cardenal de 1992 son bastante significativos: se pasa de un Homenaje a los indios americanos a un titulo que mira hacia el futuro18, y el recuento de los poemas ya cubre toda la geografía americana. - Una escena genérica: la inclusión de la poesía indígena en la poesía universal ya se ha cumplido, como recuerda Zalamea en las primeras paginas de su libro: He escogido, pues, de preferencia aquellos textos que no suelen aparecer en las historias de la literatura; textos anónimos que [...], permitan decidir al propio lector si es correcta o arbitraria aquella proposición que me sirvió de punto de partida y que es la razón esencial de este libro: ‘en poesía no hay pueblos subdesarrollados’ [...]. Es preciso advertir también que estos textos, al ser traducidos, han perdido buena parte de sus valores básicos [...]. No obstante esta considerable merma de los valores fonéticos, rítmicos y musicales, tan importantes en la magia verbal, puede decirse que estos poemas conservan intactos su naturalidad, por una parte, y su misterioso poder, por la otra (1985: 10-11).

Sin embargo, quedan todas las dudas sobre los hipotextos de referencia y su procedencia colonial, dudas que se pueden resumir con las palabras que Jogsoon Lee utiliza en su análisis de la poesía de Cardenal: In addition, Cardenal utilizes major contemporary historical, archeological, and literary scholarly research on pre-Hispanic Mexico such as the works of Angel Maria Garibay, Miguel León-Portilla, and David Carrasco [...]. Thus, by simply following his secondary sources without examining them in relation to their original sources, or in some cases misinterpreting these sources, Cardenal engages in a colonization of indigenous culture that distorts the images of Quetzalcoatl, Nezahualcoyotl, and the Aztecs, the very kind of injustice he criticizes so severely (2004: 23).

18 La referencia a los “ovnis” no remite evidentemente a las numerosas teorías sobre presencias extraterrestres en Mesoamérica, sino más bien a una mirada abierta hacia el futuro: las civilizaciones de los antepasados habían elaborado formas de vivir que anticipaban, según Cardenal, las necesidades del presente, y no sólo para los pueblos indígenas.

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Una mirada más analítica revela también que los textos de Asturias y Cardenal acogen evidentes influencias contemporáneas: las anáforas e iteraciones de Asturias tienen antecedentes más bien surrealistas, y la forma de los poemas de Cardenal recuerda su itinerario de “poesía conversacional” más que las ritualidades prehispánicas. A pesar de todo esto la inserción de estos textos en la escena genérica de la poesía sirve para englobar otros campos culturales (lo antropológico, la cultura popular, etc.) en la poesía contemporánea, con efectos cuyo interés observaremos más adelante. - una escenografía: como se ha anticipado la escenografía elaborada por los libros analizados prevé una figura de enunciador que en el caso de Cardenal y de Asturias es el poeta recitante, que enlaza la del sacerdote antiguo (los tlamatinimes en Cardenal, el Gran Lengua en Asturias) con el moderno cantor, mientras en Zalamea es el guía, en una dimensión que quiere sobrepasar “esa especie de momificación a que la reduce la letra impresa” (1985: 51). Esta misma escenografía construye una cronografía según la cual es posible incorporar el tiempo antiguo en el tiempo presente para crear una dimensión atemporal donde la voz del enunciador puede dominar el desarrollo de la historia, y una topografía que en Zalamea es universal, en Cardenal americana y en Asturias guatemalteca y americana. Sin embargo, en los tres autores es posible leer una tendencia común: asumir el destino de los pueblos indígenas permite abrirse a un camino de liberación universal. En este sentido, el ethos del enunciador cambia otra vez, alcanzando una dimensión revolucionaria que no estaba presente en las fases anteriores. Lo que afirma Jorge Valdés a propósito de Cardenal se puede encontrar también en la introducción de Giuseppe Bellini a la antología italiana de los poemas de Asturias y en las primeras líneas de Zalamea: In Homage, while not entirely abandoning the apocalyptical tendency of the Psalms, Cardenal largely exalts the values of the American Indians in order to guide us toward a new society and system of values which he is confident will come about (Valdés 1983: 29). Il poeta vibra di ribellione nei canti epici al Guatemala, soffia spirito ribelle sull’atteggiamento rassegnato e spento della sua gente. Lo rafforzano nella sua speranza i grandi spettacoli della natura americana, [...] crede negli eroi che si comunicano con il popolo e ha fede nel futuro (Bellini, en Asturias,1968: XIX-XX). Después de un número de años ya difícilmente confesable de lecturas, estudios, cotejos, traducciones y viajes por los cinco continentes he llegado a la conclusión consoladora de que en poesía no existen pueblos subdesarrollados. Seguramente esta afirmación, que procuraré probar en las páginas de este libro, no aliviará a los gobernantes, a los hombres de empresa y a las masas que soportan la dura carga del subdesarrollo técnico y económico; pero acaso esos mismos pueblos y desde luego

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Stefano Tedeschi sus hombres de cultura hallen una especie modesta revancha espiritual en aquel hecho que aquí anuncio (Zalamea 1985: 7).

Establecido este cuadro de referencia, ¿qué pasa con los mitos? ¿Cómo se reescriben y se transmiten al lector? Los resultados de una lectura analítica —que en estas páginas sólo se puede resumir— son desiguales y muestran por lo menos dos tendencias contrapuestas. Por un lado se nota una especie de condescendencia con la tradición de la transmisión de la poesía azteca que se ha ido recordando a lo largo de esta reflexión. Los textos de Cardenal remiten aquí a las teorías de León-Portilla, mientras Asturias no puede desligarse de los trabajos existentes, suyos y de otros, sobre los textos maya, y Zalamea acoge todas estas referencias en su “Bibliografía”. En estos casos no se podrá coincidir con los severos juicios de Jogsoon Lee antes recordados, o con las consideraciones de Brotherston sobre la presencia de la cultura maya en la obra de Asturias19. Por otro lado, en algunos de los textos de Cardenal y Asturias, habría que sobrepasar los proyectos autorales para leerlos como productos modernos transculturados en los cuales los dioses y los mitos de origen prehispánico ya nada tienen que ver con las fuentes originarias, para proponerse como mitos contemporáneos. El mismo Cardenal, en el poema dedicado a Quetzalcóatl, se pregunta: Pero: ¿Qué Quetzalcóatl? ¿Cuál Quetzalcóatl? En este enredo ¿Con cuál Quetzalcóatl nos quedamos? (1992: 50).

A lo largo del poema se suceden todas las imágenes del antiguo dios prehispánico en forma interrogativa, en la consabida forma conversacional del poeta nicaragüense, que parece querer alejarse de toda pretensión de reproducir imposibles formas históricas de una Antigua Palabra ya inalcanzable, y lo mismo ocurre en algunos de los poemas añadidos a la edición de 1992, como por ejemplo en “El secreto de Machu-Picchu”, que empieza con estos versos:

19 Brotherston escribe: “But Asturias generally insulates his Mayan characters further: he makes of their activity a dream ballet of considerable charm but which turns all their mythical and historical force into spectacle, into exquisite movement on a small stage [...]. Advantage is taken of exotic detail, bullet-trees, turkeys, ceibas and so on, while the basic myth is forfeited to a private idea, elegant as this may be” (1975: 69).

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En aquel tiempo en el Cuzco había hippies. Los indios les llamaban Huajcha hipi («hippie pobre»). Nunca habían visto antes rubios pobres (1992: 163)20.

En estos textos, en algunas partes de Clarivigilia Primaveral de Asturias, en las singulares asociaciones extratemporales de Zalamea se asiste a una deconstrucción de los mitos que permite nuevas lecturas, nuevos usos de los mismos, una nueva dimensión de los mitos prehispánicos, que es la que nos recuerda Helena Usandizaga: El mito puede aparecer como una pieza ornamental y lúdica en el contexto de la obra; pero sus funciones suelen ser más profundas, bien para crear un efecto expresivo relacionado con el tema, que puede ser contrastivo o de apoyo, o para conducir al espacio de la veridicción hacia lo maravilloso, o para ilustrar, a la manera de un episodio emblemático, alguna idea presentada en la ficción [...]; el mito puede usarse además con un valor irónico o paródico, socavando así un posible discurso o uso autoritario de las imágenes míticas (2006: 11).

Se podría entonces afirmar, a partir de un sondeo más profundizado en los textos21, que sólo la interrupción de la cadena de transmisión de corte exasperadamente identitario y nacionalista lograría liberar la fuerza de los mitos antiguos y sólo la desmitificación del discurso sobre la poesía azteca —o generalmente prehispánica— permitiría de alguna manera rescatar las figuras míticas para su transmutación en el verso contemporáneo, de pasar del “Machu-Picchu ahora es turismo” a “los caminos de Machu-Picchu son interiores”, el salto que propone Cardenal al final de su poema sobre la ciudad de los Incas22.

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20 Para un análisis de este poema en relación con “Alturas de Machu-Picchu” de Pablo Neruda, véase el articulo de Jill Kuhnheim (2002). 21 El sondeo analítico de los textos no puede ser presentado en los límites de esta reflexión, y será materia de un trabajo ya programado para el inmediato futuro. 22 Cardenal (1992: 173).

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UN MUNDO SONORO: NATURALEZA, LENGUAJE Y RESISTENCIA EN LA POESÍA DE HUMBERTO AK’ABAL Astvaldur Astvaldsson Universidad de Liverpool

Humberto Ak’abal es un poeta/músico que recoge en su palabra los sonidos del agua; el rumor del bosque solitario, los cantos de las aves; el viento en las alturas y en las profundidades del abismo (Arango 2004: 13).

El objetivo de este trabajo es estudiar algunos aspectos clave de la poesía del escritor guatemalteco-maya k’iche’ Humberto Ak’abal, lo cual me permitirá ampliar y profundizar en elementos de lo que hasta el momento he publicado sobre los mitos prehispánicos en la literatura latinoamericana. En particular, si en otros trabajos he enfatizado la idea de que los objetos y los paisajes simbólicos se pueden ver como repositorios de textos, inscritos en ellos por los seres humanos, que en el devenir temporal son susceptibles de ser interpretados y reinterpretados, al estudiar la obra de Ak’abal he constatado que otros fenómenos, menos tangibles, también pueden funcionar de modo similar: de hecho, todos los sonidos asociados con la naturaleza se pueden ver como símbolos sonoros por derecho propio. Y cuando hablamos de lenguaje, no sólo nos referimos al habla y a la escritura alfabética, sino a la comunicación en el sentido más amplio posible, aquella que abarca tanto lo racional como lo intuitivo, incluidos los elementos sonoros, como la música, el canto de los pájaros, el ruido del viento en los árboles y otros símbolos naturales, así como los generados por los seres humanos. Me centraré especialmente en el papel que “un mundo sonoro”, estrechamente relacionado tanto con el bilingüismo como con la traducción, desempeña en la poética de Ak’abal y su esfuerzo por reconstruir y dignificar la memoria maya como principio epistemológico para el reconocimiento cultural del mundo indígena.

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Esa labor poética consciente está anudada a una necesidad ampliamente identificada en la literatura latinoamericana “de recuperar y restablecer realidades históricas perdidas, así como el lenguaje en el cual expresarlas” (Astvaldsson 2011a: 67). Como he sostenido en trabajos anteriores, para los escritores que se interesan por el futuro de sus pueblos, el quehacer artístico comprometido lleva implícita “una evaluación creativa del pasado histórico: de los valores culturales y sociopolíticos inscritos en los mitos y el paisaje natural de sus comunidades” (2011a: 6768). Sin perder esta consideración de vista, se trata de explorar el proceso de rescate creativo del pasado indígena que vertebra la obra de Ak’abal y que se inscribe en esa tradición, lo cual lleva implícito el examen de la epistemología maya, cuya percepción del conocimiento y del lenguaje difiere en lo esencial de la occidental contemporánea. En el caso maya el rescate creativo del pasado se centra en varios textos coloniales escritos; por ejemplo, el Popol Vuh, como acertadamente advierte Nigel Leask: “Like Ak’abal’s poetry, the Popol Vuh was itself written as an act of resistance, under the proscription of a foreign language and religion” (“al igual que la poesía de Ak’abal, el Popol Vuh en sí mismo fue escrito como un acto de resistencia, bajo la proscripción de una lengua y religión extranjeras”) (2010: 4). Lo cual prueba que es indefendible la teoría moderna que sostiene que “if articulation of the past is forbidden by political or religious pressures [...], then the past is erased from memory” [si la articulación del pasado está prohibida por presiones políticas o religiosas [...], entonces el pasado se borra de la memoria)1. Efectivamente, la obra de Ak’abal se inscribe dentro de un corpus literario maya contemporáneo que empieza a emerger como parte de una nueva intelectualidad indígena en los años sesenta y que contribuye al surgimiento del movimiento maya en Guatemala en los años noventa, al fin de la guerra civil. Como señala Emilio del Valle Escalante en la introducción a su reciente Uk’u’x kaj, uk’u’k ulew: Antología de poesía maya guatemalteca contemporánea (2010), este nuevo corpus literario no surge de la nada, sino que se proyecta como continuidad entre la obra y la lucha de los escritores contemporáneos y la de los letrados indígenas de la época colonial; de hecho, el legado ancestral, tanto la literatura maya como la colonial es, en sus palabras, “uno de los protagonistas centrales de mucha de la producción poética, lo cual manifiesta el deseo conciente de los autores por establecer una conexión y continuidad discursiva entre el pasado ancestral y el pre-

1 Huyssen 1995, citado en el “Circular” de “Cultural Memory: Forgetting to Remember/Remembering to Forget”, un congreso internacional que se llevó a cabo en el Kent Institute for Advanced Studies in the Humanities, University of Kent, en septiembre de 2008. Para una crítica detallada de esta teoría, véase Astvaldsson (2010b).

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sente” (p. 11). Crucialmente, sin embargo, matiza que esa continuidad no significa “ningún regreso al pasado milenario ni de reconstruirlo exactamente igual, sino, más bien, de dignificar nuestra memoria colectiva y de abrir paso a un futuro intercultural equitativo” (p. 19), lo cual forma parte integral del proyecto poético de Ak’abal. Si bien, para evitar malos entendidos, debo puntualizar que, cuando hablo de valores culturales y sociopolíticos inscritos en los mitos, los símbolos y los paisajes de las comunidades indígenas, no me refiero sólo a mitos específicos, los que han sido verbalizados y viven en las tradiciones orales, sino a lo que en otro lugar, tentativamente, he llamado “atmósfera cósmica” (Astvaldsson 2011a: 69). Otra manera de acercarse al mismo fenómeno es tomando en cuenta que, cuando hablamos de memoria cultural, no sólo nos referimos a lo que recordamos racionalmente —con memoria consciente— sino también a procesos que se relacionan de una manera igualmente destacada con la acción y la intuición. Se trata en muchos casos de una memorización física, que no siempre se expresa en palabras. Esto sucede en diferentes modalidades de performance, como ritos y bailes, dado que la memoria cultural combina tanto prácticas discursivas como no discursivas. Como anoté en otro lugar, los dos tipos de práctica suelen estar vinculados y es a menudo difícil fijar los límites entre ambos (Astvaldsson 2011b: 622). Esto es válido para ritos y prácticas que han inspirado gran parte de la poesía de Ak’abal: muchas de ellas actividades que el poeta experimentó, bien como observador, bien como participante. Ahora, cuando hablamos de “atmósfera cósmica”, nos referimos a una manera particular de relacionarse con el mundo, de aprehenderlo, que combina la intuición con el análisis, un acto susceptible de ser definido como un proceso de ensoñación, o como lo que Roa Bastos una vez denominó la “imaginación mítica” vertida a palabras. Mientras que por un lado, Ak’abal escribe en su lengua materna, el maya k’iche’, y luego se traduce él mismo al español, transita por un complejo proceso previo que puede ser conceptualizado como traducción, en razón del cual el poeta expresa de una manera creativa una serie de valores y prácticas de su pueblo que antes no habían sido verbalizados, o por lo menos no del mismo modo, aunque este proceso nunca llega a ser completo. En 2011, cuando inicié este trabajo, se conmemoró a José María Arguedas en su centenario y dado que la imagen de “un mundo sonoro” que contiene el título deriva del trabajo crítico de William Rowe sobre Arguedas, parece oportuno traer al texto algunos aspectos de la obra del escritor peruano que guardan concomitancias con la poética de Ak’abal. Rowe ha señalado que “dos grandes rasgos [...] recorren la mayor parte de la obra” de Arguedas: “uno [...] tiene que ver con la revelación de formaciones culturales de larga duración [...], por ejemplo, la persis-

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tencia de formas de sensibilidad que se remontan al siglo XVI o, en el caso de la cultura nativa, hasta antes [...]. El otro [...] se refiere al aspecto ‘profético’ de la obra, su capacidad para hablar del futuro” (1996: 13-14). Sobre las traducciones de Arguedas, afirma que “forman parte de una tradición de rescate de los significados andinos que comienza con Guamán Poma de Ayala y el Inca Garcilaso” (ibíd.: 15). Quizá respondiendo a la crítica que ha hecho Vargas-Llosa de que Arguedas era un pasadista o tradicionalista nostálgico sumido en una utopía arcaica, Rowe enfatiza que no se trata de “un retorno al pasado”, sino de “la posibilidad de reinstalar una historicidad andina dentro de una modernidad alternativa” (ibíd.: 16). Rowe subraya que “la música en Arguedas se maneja como la creación de un espacio sonoro, con el cual la imaginación compone las percepciones y posibilita la comprensión”; y añade: “el espacio sonoro da acceso a momentos privilegiados de comprensión que combinan el análisis con la intuición” (ibíd.: 17)2. Consideraciones muy similares pueden desprenderse de la poesía de Humberto Ak’abal. Bajo esta afirmación no late la idea velada de que el poeta maya k’iche’ haya sido abierta y directamente influenciado por Arguedas, pues hasta el momento carezco de pruebas concluyentes que lo indiquen. No obstante, encontramos ciertas semejanzas que conllevan que hay cierta hermandad espiritual e intelectual en la obra de Arguedas y Ak’abal que merece ser explorada3. Como nota Robert Bly en una corta intervención sobre una de las antologías bilingües de Ak’abal, Poems I brought down from the mountain [Poemas que bajé de la montaña], que llama “The Owls that Desire the Stars” [“Tecolotes que desean a las estrellas”], mientras cabría esperar que los poetas indígenas de Guatemala tuvieran razones justificadas para estar llenos de rencor e ira por cómo ha sido tratada su gente, “apparently Ak’abal is not one of those” [aparentemente Ak’abal no es uno de aquellos] (1999: 13). Pero, sí, como veremos con más detalle, hay una 2

Yo diría, sin contradecir a Rowe, que el espacio sonoro existe a priori y que, tanto para Arguedas como para Ak’abal, el verdadero desafío poético es usar la imaginación —su capacidad creativa que combina el análisis con la intuición— para darle sentido a —o componer las percepciones y posibilitar la comprensión de— este espacio. También hay que destacar que la “música” tiene un significado muy especial en los Andes y en la obra de Arguedas, pues los sonidos naturales y la música son inseparables. Por ejemplo, para el protagonista de los Ríos profundos, Ernesto, quien, al escuchar el canto de las calandrias de Abancay, exclama: “es, seguramente, la materia de que estoy hecho” (Arguedas 1973: 154), “todos los elementos que constituyen el mundo tienen ‘voz’ y, aunque tal vez parezca a veces que esta voz suena sólo en su mente, resulta que siempre tiene una expresión sonora de algún tipo, que normalmente se asocia con la ‘música’’’ (Astvaldsson 2003: 270; y véase Rowe 1996: caps. II y III). 3 No es por casualidad que el escritor guatemalteco Mario Monteforte Toledo compare la interioridad de la poesía de Ak’abal con la de la obra Arguedas y Vallejo (Monteforte Toledo 2009: 19).

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serie de poemas en los cuales no deja de expresar abiertamente inquietud y tristeza ante las injusticias que ha sufrido su pueblo4. De manera parecida, Leask ha observado que Ak’abal ha manifestado que no guarda ningún resentimiento contra los opresores y su medio de expresión; en cambio, “Ak’abal’s characteristic mode is one of lyrical intensity rather tan direct political protest” [el talante característico de Ak’abal es más bien de intensidad lírica que de protesta política directa] (2010: 2). Esta postura queda reflejada en su poesía que, aunque en ocasiones aborda asuntos sociopolíticos, se enfoca sobre todo en la conservación y el rescate de aspectos primordiales de su cultura que están en peligro de perderse, y que él considera fundamentales como contrapunto a la cultura de violencia que ha predominado en Guatemala desde la conquista. De ahí que en sus versos —en general, cortos y concisos— en vez de una argumentación discursiva obvia, abunden imágenes relacionadas con su gente, la naturaleza y la relación entre ambos. Pero esto en ningún caso implica que la obra de Ak’abal tienda a ser apolítica, como observa Leask, citando el poema “Hablo” —“Hablo / para taparle / la boca / al silencio” (2001: 146)—: “The very act of utterance is itself a political act” [El propio acto de expresión es en sí mismo un acto político] (2010: 4); pues lo político bien puede residir en lo poético, y cabría preguntarse si no es posible que la aparente falta de discursividad sea simplemente sintomática del hecho de que la epistemología maya es radicalmente diferente de la occidental. En este contexto se podría sugerir que el hecho de que Ak’abal habitualmente se niegue a entrar “directamente” en un debate sobre la represión indígena es una consciente interrupción y desarticulación del statu quo, ya que éste es un debate dominado por la racionalidad política occidental y omite el pensamiento y la cosmología indígenas, que integran lo político con lo cultural y lo natural, y el análisis con la intuición. Algo parecido sucede en la obra de Arguedas y en la cultura andina, como explica Rowe: Para Arguedas, es sobre todo la música lo que suministra una modalidad del conocimiento alternativo al racionalismo occidental [...]. El modelo del conocimiento suministrado por la cultura indígena, necesita, para que se realice plenamente, transcender las limitaciones de la resistencia y participar en una transformación revolucionaria de la sociedad global (Rowe 1996: 60).

4 Justamente, el título de la nota de Bly deriva del poema “Altas horas”, que ejemplifica la brevedad, el estilo y la actitud lúdica que caracterizan gran parte de la obra del poeta, y que suena así: “En las altas horas de la noche / las estrellas se desnudan / y se bañan en los ríos. // Los tecolotes las desean, / se les paran las plumitas / que tienen en la cabeza” (1999: 110).

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Entonces, no es que Ak’abal no quiera participar en un debate político sobre el futuro de los pueblos mayas de Guatemala, sino que insiste en que este debate tome en cuenta el punto de vista y la epistemología de dichos pueblos. Para subrayar su postura usa a menudo cierta desfachatez y/o una afilada ironía. Valga como ejemplo un poema titulado “Libertad”, que combina lo político, la irreverencia hacia los opresores y el orgullo por lo propio, con el deseo más sutil de rescatar creativamente aspectos culturales en peligro de perderse: Sanates, zopes, y palomas se paran sobre catedrales y palacios tan igual como sobre piedras, árboles y corrales... y se cagan sobre ellos con toda la libertad de quien sabe que dios y la justicia se llevan en el alma (1999: 86; 2009: 82).

Ingeniosamente, Ak’abal convierte algo natural —el hecho de que los pájaros y las aves, con toda libertad, se caguen en lo que les dé la gana— en una denuncia política, que es a la vez irónica y seria. Mientras que no recurre al rencor y a la ira, sutilmente resalta que la gente indígena no solamente no le debe nada a la Iglesia cristiana ni a los gobernadores de Guatemala, sino que los verdaderos valores humanos residen en la cultura de los que viven en armonía con su medio ambiente y respetan a los demás. En el poema “La flor amarilla de los sepulcros”, uno de los más largos y más explícitos políticamente, el poeta desea: “Si pudiéramos regresar / a aquellos tiempos / cuando la tierra cantaba / con los hombres” (2009: 172). Tenemos de nuevo una indicación de la diferencia entre la epistemología maya k’iche’ y la occidental moderna, que guarda relación con su modo de concebir la naturaleza y el lenguaje. Como indica Jorge R. Rogachevsky en un artículo que titula “La voz de la naturaleza en la poesía de Humberto Ak’abal” (1994), mientras que el mundo occidental tiende a imponerse a la naturaleza, que considera muda, los k’iche’ se sienten parte integral de una naturaleza altamente expresiva, de la cual su propio lenguaje se nutre y participa. Cuatro poemas bastan para ilustrar este aspecto. El primero, “Quisiera”, termina: “¡Cómo quisiera ser pájaro / y volar, volar, volar, / y cantar, cantar, cantar, / y cagarme —de buena gana—, / sobre algunos / y algunas / cosas”, y el segundo, “Esperanza”, centrada temáticamente en la visita del poeta a un cementerio, donde se acuerda de los que, aunque muertos y sin tumba, “no se llevaron la esperanza”, así: “Los pájaros oyeron / la voz de mi corazón, // y contentos / cantaron sus cantos / de justicia y libertad” (2009: 64 y 84). El conte-

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nido de ambos no sólo se relaciona estrechamente con el de “Libertad”, sino que nos muestra con más precisión cómo el poeta se identifica con los pájaros, con los cuales se comunica —ellos escuchan la voz de su corazón y él entiende su canto— y cuya libertad anhela. La noción de que todas las manifestaciones de la naturaleza forman parte del mismo lenguaje se confirma en los poemas “La voz” —“La vida de las montañas / está en la voz de los pájaros. // La voz de los pueblos / son sus cantores: / un pueblo mudo / es un pueblo muerto”— y “En la voz” —“En las voces / de los árboles viejos / reconozco las de mis abuelos. // Veladores de siglos. / Su sueño está en las raíces” (2009: 98 y 113)—, donde “las raíces” representan la cultura y la naturaleza que nutren la comunidad maya, su lenguaje y, últimamente, como nota Rogachevsky (1994: 30), la flor de la poesía. También hay poemas en los cuales la crítica de Ak’abal se expresa con ira explícita. En “Raíz y sangre” exclama: “Hemos recorrido un largo camino / de sangre y despojo, / nos arrastran a sistemas extranjeros / con la intención de quebrar / nuestra antigua unidad, / nos llaman ‘nuestros indígenas’ / ¡ah, paternalismo hipócrita!” (2009: 205). Pero mucho más frecuente es el uso de una ironía que expresa u oculta, según se vea, un profundo dolor por el cruel sufrimiento de los despojados. Ejemplos suficientemente ilustrativos son dos poemas cortos: “Lejanía” —“En este país pequeño / todo queda lejos: // la comida, / las letras / la ropa…”—, y “El sabor” — “Aprendí el sabor de la vida / como cualquier indio pobre. // Los demás sabores / me vienen sobrando” (2009: 76 y 94)—. Y a pesar de la denuncia de la violencia inhumana que los indígenas de Guatemala han sufrido y que recoge en varios poemas, notamos un gesto sorprendente de reconciliación y optimismo, como en la última estrofa de “La flor amarilla de los sepulcros”: Todo esto me desgarra el corazón. Hermano, tomémonos este vaso de agua clara, cantemos aquel cantito del sanate, démonos un abrazo, olvidá tu tristeza. Apenas te puedo mirar entre mis lágrimas, buscá hoy tu contento porque mañana... ¡quién sabe! (2009: 189-190).

En la poesía de Ak’abal, “agua clara”, justamente, parece ser una metáfora que manifiesta que los verdaderos valores humanos residen en la cultura de los que vi-

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ven en armonía con la naturaleza y sus vecinos, y aquí el poeta parece extender un gesto reconciliador a todos los guatemaltecos. Como ya he indicado, una lectura atenta de la poesía de Ak’abal pone de manifiesto que su manera de entender y expresar el mundo, de leerlo y escribirlo, mecanismos creativos que en otro trabajo he argumentado que emplea Arguedas (Astvaldsson 2003), depende más de la intuición que del tipo de racionalidad a la cual estamos acostumbrados en el mundo occidental. Esto se debe a que en la tradición maya tiende a predominar lo que Pierre Bourdieu (1977; 1990) ha denominado el conocimiento o la lógica práctica y que sirve a un propósito particular: hacer frente, de una manera práctica e intuitiva, a “las situaciones de emergencia de la vida diaria” (Astvaldsson 2002: 114). Y, en realidad, es a través de la intuición como abarcamos los aspectos más complejos de la vida, fenómenos que no tienen explicación por cauces racionales. Además, como nota Rowe (1996), refiriéndose a la obra de Arguedas, el conocimiento intuitivo es instantáneo5 y, por eso, va en contra de la racionalidad, un aspecto que a menudo parece haber desconcertado a los analistas occidentales6. Una percepción que se refleja en el lenguaje poético que elije Ak’abal, a partir del cual transmite una cosmología y un discurso propios que son esencialmente diferentes de los que caracterizan la sensibilidad postilustrada occidental. Como Arguedas, Ak’abal expresa su deseo de rescatar la sensibilidad de tiempos lejanos, del siglo XVI y hasta de antes, una ética y una estética que encuentra en los escritos coloniales mayas, como el Popol Vuh, y en las tradiciones orales de su pueblo, y que considera deben influir en una modernidad alternativa, no sólo para los pueblos indígenas sino para todos los guatemaltecos. E igualmente como Arguedas, Ak’abal no puede ser considerado un pasadista o un tradicionalista nostálgico, pues en su caso tampoco se trata de un mero retorno al pasado para recrearlo, sino de un deseo consciente de crear una modernidad alternativa. Su objetivo no es trasladarlo al presente como una reliquia estática, sino funcionalizarlo como fuente de sabiduría relevante para llegar a obtener una óptima resolución de los problemas de Guatemala que conduzcan al avance del proyecto nacional moderno de humanizar la realidad guatemalteca y formar un país de carácter intercultural en que todos tengan los mismos derechos. Este aspecto está intrínsecamente ligado al hecho de que él mismo traduzca sus poemas, escritos en maya k’iche’, al español para dar a los hablantes de esta lengua acceso al mundo

5 Como nota Rogachevsky, encontramos esta misma instantaneidad en la obra de Ak’abal: “la naturaleza es sencilla, porque su capacidad de comunicación es inmediata” (1994: 27). 6 Para una discusión más detallada sobre la “Teoría de la práctica” de Bourdieu, véase Astvaldsson (2002).

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de una cultura que a menudo desconocen por completo, o no conocen con la profundidad que sería deseable. Su bilingüismo responde a esa voluntad comunicativa de hacer llegar a aquellos que no hablan maya k’iche’ la esencia de una filosofía maya propia7. Este aspecto va unido al hecho de que a menudo cante sus poemas y que, igual que Arguedas, se inspire en un espacio sonoro que le proporciona momentos privilegiados de comprensión. En el prólogo a uno de sus poemarios más recientes, sugerentemente titulado “Una poesía de confluencias”, Ak’abal lo explica: El castellano que uso como puente de comunicación tiene como base la cosmogonía de mis raíces. El bilingüismo me ha dado la oportunidad de ver mi entorno desde otra perspectiva [...]. No tengo ningún complejo porque me sirvo de igual manera de las dos lenguas, cada una en su sitio: hablo maya-k’iche’ en mi pueblo, con mi gente, con quien lo hable y con quien quiera escucharla; y en español con los hablantes de esta lengua. Sé que esto no es un gran descubrimiento. Sencillamente comparto la manera de cómo encamino mis esfuerzos para dejar testimonio de mis intentos por mantener el sentido de la proporción en el empleo de las dos lenguas, cada una con sus posibilidades; y que, en algún momento, se funden en mí, alimentándose una a la otra. Así que quizá yo no sólo sea un escritor con influencias sino también de confluencias (2010: 12-13).

En otro momento aclara que el esfuerzo por aprender a pensar en español le ha servido para comprender a su gente y a él mismo desde otra perspectiva, algo que asemeja a contemplarse de espaldas o de lejos (2006: xxiv). Como sus palabras indican, mientras que su lengua materna es el maya k’iche’, que usa en la comunicación diaria y en la creativa, Ak’abal ha sentido la necesidad de traducirse al español para comunicar su mundo, no solamente para los que hablan este idioma, sino a los que no lo hacen: ya que, como resultado de la autotraducción, su obra ha sido igualmente vertida a inglés, francés, alemán, italiano, portugués, hebreo, árabe y vietnamita. Cuando Ak’abal se refiere a sus orígenes, sus raíces como él intencionalmente los nombra, a su labor como poeta y a de dónde proviene la inspiración para escribir, sus palabras resultan sumamente reveladoras a la hora de entender esta preocupación por rescatar las formas de sensibilidad de su pueblo. En el prólogo mencionado explica:

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Rogachevsky llega a una conclusión que es esencialmente la misma: “La poesía que Ak’abal publica en español se nutre de la visión del mundo de la lengua k’iche’ para incorporar valores que generalmente están marginados dentro del mundo occidental” (1994: 30).

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Astvaldur Astvaldsson Soy cantor maya-k’iche’, pertenezco a una nación con historia y lengua. Soy una voz sin más dirección que el instinto y, como primera influencia, la tierra donde nací. Mis abuelos y mis padres fueron personas indígenas apegadas a nuestros ritos y tradiciones, marimbistas y cantores, tejedores y agricultores. Sigo viviendo en mi pueblo y mi contacto y relación es con la población indígena (2010b: 11).

Sin embargo, matiza: “se han fundido en mi cultura general diversas fuentes [...] tengo una cultura mixta. Mis lecturas de la literatura universal no han sido en vano...” (ibíd.: 11), aunque, sí, sus raíces mayas pesan más, y de ahí que enfatice: “mi poesía está marcada por el sentir, el ver y el entender de mi lengua materna...” (ibíd.: 12). Estas palabras nos recuerdan que Arguedas dijo algo parejo sobre el propósito de su obra en el discurso que dio al recibir el premio Inca Garcilaso de la Vega en 1968, al reconocer que “pretendió difundir y contagiar en el espíritu de los lectores el arte de un individuo quechua moderno que, gracias a la conciencia que tenía del valor de su cultura, pudo ampliarla y enriquecerla con el conocimiento, la asimilación del arte creado por otros pueblos que dispusieron de medios más vasto para expresarse” (Arguedas 1990: 256). Ak’abal añade que en sus versos “todo el intento es llevar pedazo a pedazo el pueblo de mis recuerdos, surco a surco, amores y desamores, encantos y desencantos” (2010b: 12). Y expresa igualmente su mayor deseo: conseguir que la experiencia de lectura de su poesía sea para el lector pareja a haber visitado su pueblo, experimentándolo en toda su complejidad, no como una utopía, sino “que libremente pueda decir qué le gusta y qué no le gusta, hacer lo que haría cualquier visitante en cualquier parte del mundo: recordar lo que más le atrajo, olvidar las cosas que no le gustaron y criticar lo que le hubiera gustado ver de otro modo” (ibíd.: 12). A la luz de esa inquietud podríamos interpretar el poema “Esfuerzo”, que dice: “El esfuerzo por olvidar / también es poesía” (2001: 50). En un poema en prosa titulado “A un lado del camino”, susceptible de ser considerado su ars poética, pues lo dedica a reflexionar sobre su labor creativa, el poeta relata un sueño que tuvo de niño en el que se contemplaba a sí mismo llegando de parajes lejanos a la orilla de un barranco. Sigue: Sentía sed. Comencé a abrir un hoyo con mis manos; a medida que sacaba tierra fui encontrando humedad [...]; luego mis manos sacaron lodo, hasta que finalmente di con un nacimiento de agua. El brotecito parecía un gusano moviéndose entre la tierra removida. Dejé que reposara. El agua turbia comenzó a aclararse, el lodo se fue asentando en el fondo del pequeño pozo. Aguacalé mis manos, tomé agua y bebí (1999: 78).

Justifica la rememoración detallada del mismo porque lo identifica como una revelación que lo puso frente a la creación poética: “marcó mi vida con la poesía, o mejor dicho, despertó la poesía en mí” (1999: 78). ¿Cómo? En realidad, no lo

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racionaliza, muy probablemente porque considera que la respuesta yace en la anécdota, pero continúa explicando que “Caminar, excavar, esperar, es justamente el proceso que me lleva a escribir un poema. Buscar la palabra necesaria, encontrar la palabra deseada [...]. las de uso comunitario”, que no encuentra en los diccionarios, sino recurriendo “a los mercados, a las plazas, a las calles” (1999: 78). ¿Cómo profundizar en lo que cuenta? Parecería acertado sugerir que la experiencia soñada se puede entender como una comunión con la naturaleza, como un cuento de creación en el cual el niño experimenta una vivencia que asume como un “milagro”. Asiste a cómo la textura de la tierra va cambiando para, luego, proveerlo con agua —líquido vital— para saciar su sed: la cual se puede entender metafóricamente como la sed por comunicarse con el mundo, comprenderlo y expresarlo. Es una vivencia que le provee acceso a un entendimiento intuitivo, y que crea entre él y la naturaleza una íntima relación, casi de orden místico, que ya como adulto elige preservar en su poesía. En el mismo texto se refiere a otra anécdota que nos permite profundizar en su mundo poético: “[...] cierto día tropecé con una piedra; ésta habló; en ese momento olvidé mi dolor y me acerqué a escucharla y la piedra ya no dijo nada más” (1999: 78). Como en los Andes, en el mundo maya las piedras y las rocas se asocian frecuentemente con el poder ancestral, algo que Ak’abal resalta en varios poemas. He aquí tres ejemplos que reflejan la experiencia del poeta con esta materia dura, tan estrechamente ligada a la percepción indígena americana, en general, sobre el mundo ancestral y sus poderes. Aunque los tres poemas son breves, se atienen a una alta densidad expresiva, un recurso estilístico muy recurrente en su caso. Los dos primeros se titulan “Piedras” y el último “Ojos viejos”: Altares de los abuelos, —escuchas eternos, duras en su silencio, durísimas en sus respuestas (1999: 36). No es que las piedras sean mudas: sólo guardan silencio (2001: 32). Las piedras tienen ojos tan viejos que con sólo contemplarlos uno descubre su sabiduría (2001: 76)8.

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En “Peñascos” (2009: 116), Ak’abal anuncia: “Llegará otro día / [cuando los peñascos sabios] retomarán su voz”.

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En el primero notamos que “altar” y “piedra” son sinónimos, ya que los “altares” de los dos primeros versos se convierten en “piedras” en el tercero y el cuarto. El segundo indica que aunque por ahora las piedras guardan silencio, esto no significa que hayan perdido su poder expresivo; mientras que el tercero confirma su existencia milenaria como repositorios de la sabiduría ancestral y comunal. En otras palabras y como en otras sociedades nativas americanas, las piedras forman parte de un vasto panteón de objetos, lugares y fenómenos simbólicos que sirven como aparatos mnemotécnicos evocadores de cuentos, historias, fábulas, parábolas, etc., en la mente de la gente, como el poeta confirma cuando prosigue con las siguientes observaciones: A partir de allí me di cuenta que todo tiene habla: las arrugas del rostro de mi abuela, la risa de la llovizna, la palidez de mi padre muerto, el silencio de mi madre. Comencé a recordar las enseñanzas de mi abuelo, sacerdote maya-k’iche’. Él me enseñó a leer las tempestades, a calibrar el viento con las yemas de los dedos, a interpretar el canto de los pájaros, conocer la voz del fuego y el comportamiento de los animales. Comprendí que la poesía es el relámpago que rompe la noche del poeta; no dura mucho tiempo pero sí lo suficiente para avanzar un poco en el camino (1999: 78).

Para Ak’abal, sin lugar a dudas la poesía es una vía de revelación que le da acceso a momentos privilegiados de comprensión del mundo. De sus palabras se hace eco el primer párrafo del “Prefacio” de Dennis Tedlock a la primera edición de su libro Breath on the Mirror: Mythic Voices and Visions of the Living Maya [Aliento en el espejo: voces y visiones míticas de los maya actuales]: Myths, and the characters whose stories they are, live in the quiet of mountains and valleys, forests and meadows, rocks and springs, until someone comes along and thinks to tell them. They have other hiding places too, inside the language we use every day, in the names of the places where they happened, or the names of trees or days on the calendar. Sometimes myths try to catch our eye [...]. In dreams they show us their scenes and characters directly, but only long enough to make us wonder, afterward, which story we are in (Tedlock 1997: ix). [Los mitos, y los personajes cuyas historias son, habitan en el silencio de las montañas y los valles, los bosques y las praderas, las rocas y los manantiales, hasta que alguien viene y se le ocurre contarlos. También tienen otros lugares donde ocultarse, dentro de la lengua que usamos cada día, en los nombres de los lugares donde acaecieron, o los nombres de los árboles y los días del calendario. A veces los mitos tratan de capturar nuestra atención [...]. En sueños nos muestran sus escenas y personajes llanamente, pero sólo por tiempo suficiente para hacernos pensar, después, en qué cuento estamos.]

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Volviendo a las palabras de Ak’abal, de ellas se deduce que antes de escribir y traducir sus poemas, ha debido realizar una operación previa que igualmente podría considerarse “traducción”: expresar, o leer y escribir, una cultura que se caracteriza por una epistemología muy diferente a aquella con la que están familiarizados la mayor parte de sus lectores. Se trata de una comprensión de la realidad que privilegia la intuición frente a la razón: motivo por el cual en muchos casos sólo puede ser parcialmente articulada. En otras palabras, es una aprehensión y expresión del mundo que dependen de modo imperativo de un lenguaje lírico, de honda filiación estética. De ahí que Ak’abal enfatice: “Mis poemas sólo son hechos humanos: algunos son pinceladas de paisajes, otros son poemas-relatos, uno que otro con alguna metáfora lograda y las onomatopeyas son un intento de pintura hablada [...]” (2006: xx). Con el eco de las palabras de Ak’abal citadas, en las que rememora las enseñanzas de su abuelo, no nos sorprende que el poeta Luis Alfredo Arango, que proviene de la misma zona geográfica que Ak’abal, aunque no es maya k’iche’, lo compare con un sacerdote maya: “En el mundo indígena, cuando un hombre está predestinado para ser sacerdote, oficiante de los ritos ancestrales de su pueblo, tiene una serie de sueños iniciáticos que le revelan su destino [...]” (Arango 2004: 13), que es precisamente lo que parece haber sucedido en el caso del sueño de Ak’abal, y lo que también nos hace recordar lo que escribe Tedlock. Arango prosigue: No cabe duda que Humberto Ak’abal estaba destinado para ser cargador de los signos del tiempo, portavoz de su pueblo en un momento crucial de la historia [...]. [...] encontramos en la obra de Humberto la voz de la tierra [...]; las señales que rodearon nuestra infancia y nuestra juventud [...]; no tenemos dificultad para reconocer los signos de nuestra identidad, trastrocados en materia lírica, en sus breves poemas, muy condensados pero cargados de significación. Humberto Ak’abal es un poeta/músico que recoge en su palabra los sonidos del agua; el rumor del bosque solitario, los cantos de las aves; el viento en las alturas y en las profundidades del abismo (ibíd.: 13).

He aquí un poema que ejemplifica perfectamente la sencillez formal de los versos de Ak’abal y la profunda complejidad de su contenido, aunque esto no siempre sea evidente en la primera lectura. El poema titulado “Canto” evoca la relación del poeta con su abuelo: El abuelo, de la mano, lleva a su nieto a saludar a los árboles, a platicar con ellos,

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Astvaldur Astvaldsson a acariciar su piel, a oler sus hojas... Y los árboles cantan sus nombres (2002: 27).

Los dos primeros versos, a manera de contexto, no nos sorprenden, mientras que los cuatro siguientes corren el riesgo de parecernos infantiles: como si dependieran enteramente de la imaginación de un niño, aunque no sea así. En este punto, vale la pena recordar el primer capítulo de Los ríos profundos. Cuando Ernesto le dice a su padre que las piedras del muro incaico hablan y caminan, éste le responde cariñosamente: “Tú ves, como un niño, algunas cosas que los mayores no vemos” (p. 9). La sensibilidad de Ernesto se confirma como propia del mundo nativo cuando salen de Cuzco y llegan al río Apurímac, cuyo nombre significa “Dios que habla” en quechua. Algo muy similar sucede en el poema de Ak’abal: con su abuelo como guía, el niño se comunica sensorialmente con los árboles. Se pone entonces de manifiesto que su relación con el mundo natural no sólo depende de la palabra o de una lógica racionalizada, sino, como en el caso de Ernesto, de otros sentidos, el táctil y olfativo en este caso, que están estrechamente ligados a la intuición, a un modo de entender y relacionarse con el mundo que no es necesario racionalizar de manera explícita9. Lo cual se hace más patente cuando los árboles le responden cantando sus nombres, un canto que cumple un rol parejo al cual desempeña la música en la obra de Arguedas. En otros poemas es el ruido del viento, cuando sopla, el que hace hablar a los árboles, al igual que lo hacen sus formas, colores y aromas. Es, en definitiva, un modo de afirmar que a través de sus sonidos, formas, texturas, olores y gama cromática, de hecho, de todas sus manifestaciones, el mundo no solamente se expresa, habla, sino que se hace entender si el ser humano está dispuesto a confiar en su intuición. Además, el canto de los árboles resulta más significativo si tenemos presente que en las culturas nativas americanas tener nombre suele enunciar que un lugar u objeto está vivo, que tiene alma y poder, algo que decir, y que conocer su nombre y nombrarlo significa entendimiento y complicidad. Para ahondar en la capacidad expresiva de la naturaleza es útil retomar el artículo de Rogachevsky para matizar algunos aspectos de su contenido. Rogachevsky comienza su trabajo resaltando 1) que “en los comentarios que uno encuentra sobre la obra del poeta k’iche’ [...] se hace mención reiterada de la sencillez y simplicidad de su trabajo”; y 2) que, hasta cuando se reconoce que su lenguaje tiene una fuerza na9

Para una elaboración más amplia de estos aspectos de la novela de Arguedas, véase Astvaldsson (2003) y Rowe (1996, capítulos II y III).

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tural, ésta es “caracterizada por la ingenuidad infantil” (1994: 23-24). Rogachevsky considera que en estos comentarios, aunque incompletos, “se expresan dos elementos que son básicos para una compresión de la poesía de Ak’abal” (ibíd.: 24). El primer elemento se relaciona con la expresión poética de Ak’abal, que Rogachevsky sostiene que, al contrario de la occidental, no “necesita ser descifrada, porque no se vale de un código cifrado que intenta materializarse como poema a través de la complejidad retórica de su expresión” (ibíd.: 24). En ese sentido, la poesía de Ak’abal “es abierta” (ibíd.: 24) y para comprenderla el lector “no necesita de una erudición especializada”, sino más bien “dejar que [a la vez racional e intuitivamente] el texto le permita vivir una realidad en la cual el lenguaje [...] sirve [...] para ratificar la propia naturalidad del lenguaje humano” (ibíd.: 24). En otras palabras, para los k’iche’, el lenguaje humano forma parte de otro, más amplio, de la naturaleza: “antes de nombrar [la gente] escucha y admite que el resto de la naturaleza también está regida por una vitalidad comunicativa y que hay que constituir el lenguaje humano en base a ese lenguaje más amplio, y no en contra de él” (ibíd.: 24). Esto es marcadamente diferente a la actitud occidental10, que “le proporciona al lenguaje humano la característica privilegiada de ser el único sonido capaz de ser al mismo tiempo expresivo y reflexivo”, y que “se constituye en oposición con lo natural, y con propósito de poder apropiarse de la naturaleza...” (ibíd.: 24). En contraste, el lenguaje maya k’iche’: “[...] se constituye como parte de un universo natural altamente comunicativo —expresivo y reflexivo a la vez— y por consiguiente el lenguaje humano se manifiesta como un diálogo con y no una apropiación de la naturaleza” (ibíd.: 24). Concluye: Cuando leemos entonces sobre la sencillez de la poesía de Ak’abal, lo que encontramos es la reacción a un lenguaje que no marca su material en base a sus artificios lingüísticos, porque se vale de una sensibilidad comunicativa que afirma que la palabra es tan real y tan material como el canto de los pájaros, o como el silbido de las ramas de un árbol en el viento (ibíd.: 24).

El segundo elemento, estrechamente relacionado con el primero, que el autor considera es que aunque se reconoce que el lenguaje de Ak’abal tiene fuerza natural, ésta es “caracterizada por la ingenuidad infantil” (ibíd.: 23). Como muestra, esto es el resultado de una limitación de la epistemología occidental, según la cual “la naturaleza es incapaz de expresarse en forma comunicativa porque carece de la

10 Rogachevsky se refiere a la actitud occidental que se basa en la tradición judíocristiana, la cual no necesariamente ha dominado en las tradiciones místicas del cristianismo, ni en varias tradiciones campesinas europeas que, incluso hasta el día de hoy, conservan elementos clave de culturas precristianas (véase Astvaldsson 2000: 57, nota 4).

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elaboración reflexiva del lenguaje humano [...]. En la supuesta sencillez del lenguaje de Ak’abal vemos reflejada la actitud occidental de desvirtuar todo lenguaje natural” (ibíd.: 25). Rogachevsky insiste en que esta consideración no implica que los comentaristas que menciona hayan tenido la intención de denigrar el trabajo del poeta: el problema es que “aunque se haya intentado valorar el lenguaje poético de Ak’abal, esto se ha hecho en base a criterios de definición donde la identidad de lo indígena se asimila a lo natural, lo cual a la vez se asimila a lo inarticulado, con toda la carga de sencillez e inmadurez que eso conlleva” (ibíd.: 25). De ahí que apunte: “Lo que una postura crítica sobre la poesía de Humberto Ak’abal debe lograr es exponer cómo su lenguaje de la naturaleza es al mismo tiempo reflexivo” (ibíd.: 25). Ahora bien, aunque no discrepo de la tendencia general que expone el análisis de Rogachevsky, considero que hace falta reflexionar sobre algunas de sus observaciones. Mientras que es cierto que se puede hablar del lenguaje de la naturaleza, también es necesario reconocer que el sentido de ese lenguaje natural siempre depende de una interpretación humana específica, realizada por individuos y comunidades en el transcurso del tiempo. Como acierta el antropólogo norteamericano Keith Basso: “Animated by the thoughts and feelings of persons who attend them, places express only what their animators enable them to say” (1996: 108). [Animados por los pensamientos y emociones de las personas que los cuidan, los lugares expresan sólo lo que sus animadores les permiten decir]. Miremos esto con más detalle. Como mencioné al inicio de este trabajo, el estudio de la obra de Ak’abal me ha permitido ahondar en elementos vertebrales que conforman los mitos prehispánicos en la literatura latinoamericana. En particular, estos elementos se relacionan con aspectos teóricos relacionados con los objetos y paisajes simbólicos como repositorios de conocimiento. Si hace veinte años Boone (1992) mostró la limitación de la idea convencional de la escritura como discurso visual, y abogó por redefinirla para que incluyera todos los sistemas capaces de registrar significado gráficamente, he mantenido (Astvaldsson 2006) que esta definición tampoco abarca válidamente todos los medios existentes para preservar el conocimiento y el significado que se conservan y transmiten en tradiciones orales que usan sus propios sistemas de referencia y para los cuales los lugares y objetos simbólicos son transcendentales. Los significados de estos objetos y lugares son invariablemente inscripciones creadas por seres humanos y sujetos a una interpretación o “lectura” continua. He mantenido que admitiendo que lo que se puede leer (interpretar) tiene que haber sido escrito (o inscrito), por fin comenzamos a ver un panorama epistemológico amplio que nos permite la inclusión de todos los sistemas notacionales, y que considera en su totalidad la variedad de las experiencias humanas.

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Estudiar la obra de Ak’abal me ha hecho ver la necesidad de ampliar esta definición para incluir otros fenómenos, menos tangibles, que funcionan del mismo modo, por ejemplo, todos los sonidos asociados con la naturaleza, que se pueden ver como símbolos audibles y que, basándose en los principios de su propia cultura y apoyándose en su talento, Ak’abal acoge e interpreta en sus textos. En segundo lugar, lo antes dicho implica proponer que el lector de la poesía de Ak’abal “no necesita de una erudición especializada”, sino “dejar que el texto le permita vivir una realidad en la cual el lenguaje [...] sirve [...] para ratificar la propia naturalidad del lenguaje humano” (ibíd.: 24), parece subestimar, aunque no me ocurre que fue la intensión, la creatividad y epistemología sofisticadas que implica la relación profunda que los pueblos indígenas han desarrollado con la naturaleza y de las cuales la poesía de Ak’abal se nutre y participa. Pareciera que ello conduce a Rogachevsky a hacer observaciones como la siguiente en su análisis de la poesía de Ak’abal: “Tenemos aquí una perspectiva interna a la naturaleza que evoca su capacidad de sentimiento y conciencia, y por lo tanto su necesidad de un lenguaje poético que sirva para dar expresión a lo que se siente, pero también para reflexionar sobre la experiencia vivida” (ibíd.: 26). El problema es que la perspectiva de la cual habla no es interna a la naturaleza, sino a la vida del ser humano: se trata de la necesidad de darle sentido al mundo que lo rodea y de su capacidad creativa para hacerlo. Tampoco es preciso observar que la “experiencia de lo natural es al mismo tiempo una experiencia humana [...]. Todo lo contrario. La experiencia humana nos pertenece precisamente porque formamos parte de la naturaleza...” (ibíd.: 26). El problema es otra vez que no se aclara que la naturaleza no tiene ninguna experiencia con sentido sin la participación de los seres humanos. Aunque Rogachevsky tiene razón cuando dice que, en el caso del poema “El fuego” —“El fuego / acuchillado / apaga la tristeza del leño / cantándole / su ardiente canción. // Y el leño / le escucha / consumiéndose / hasta olvidar / que fue árbol” (2004: 193)— “el ser humano no proyecta su melancolía sobre una naturaleza muda para objetivarla”, el hecho es que la idea de que la naturaleza tenga este tipo de experiencias depende de la imaginación creativa del ser humano, que ha establecido que “formamos parte de la naturaleza, y por tanto vivimos la misma necesidad de transformación que el leño...” (1994: 26). La perspectiva del análisis de Rogachevsky no es incorrecta por completo sino que para completar su sentido le hace falta enfatizar que, cuando habla de las “características emotivas, cognitivas y comunicativas” de la naturaleza, se trata de facultades que los seres humanos, usando todos los sentidos —su capacidad creativa e interpretativa— han inscrito en la naturaleza: lo cual no es lo mismo que decir que la naturaleza no tiene lenguaje/voz, la tiene, pero el significado de este lenguaje/voz depende de la creatividad humana.

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Para concluir, Ak’abal, sus ancestros y sus lectores nativos contemporáneos efectúan un proceso de mayor complejidad que simplemente dejar que los textos —tanto los inscritos en los símbolos naturales como los alfabéticos— les permitan “experimentar una realidad en la cual el lenguaje sirve para ratificar la propia naturalidad del lenguaje humano”: lo que han llegado a dominar y preservar —que, como nota Rogachevsky, “fue también parte del legado cultural occidental” (ibíd.: 26)— es la habilidad, no sólo de mirar y escuchar los fenómenos naturales, sino también, combinando la intuición con el análisis, de pensar sobre lo que vieron y escucharon11. Y hay que notar que los expertos en rituales y, por extensión, los poetas, suelen ser las voces mejor dotadas para entrar en comunicación plena y verdadera con los fenómenos naturales y darles expresión y sentido. BIBLIOGRAFÍA AK’ABAL, Humberto (1999): Poems I brought down from the mountain. Trad. Miguel Rivera y Robert Bly. Saint Paul: Nineties Press. — (2001): Aqajtzij / Palabramiel. Ciudad de Guatemala: Cholsamaj. — (2002): Entre patojos. Poemas (antología preparada por Irene Piedra Santa). Ciudad de Guatemala: Piedra Santa. — (2004): Chajil Tzaqib’al a’ / Guardián de la Caída de Agua, quinta edición; primera bilingüe. Ciudad de Guatemala: Cholsamaj. — (2006): “Un fuego que se quema a sí mismo” / “Jun Q’aq’ ri kuporoj rib”, en Humberto Ak’abal, Ri upalaj ri kaq’ik” / El rostro del viento. Caracas: Monte Ávila, xx-xxvii. — (2009): Grito, segunda edición corregida y aumentada. Ciudad de Guatemala: Editorial Maya’ Wuj. — (2010): “Una poesía de confluencias”, en Humberto Ak’abal, Ri tzij kek’iyik / Las palabras crecen. Ciudad de Guatemala: Maya’ Wuj, pp. 11-13. ARANGO, Luis Alfredo (2004): “Ak’abal, prenuncio de un tiempo nuevo”, en Humberto Ak’abal, Chajil Tzaqib’al a’ / Guardián de la Caída de Agua. Ciudad de Guatemala: Cholsamaj, pp. 13-15. ARGUEDAS, José María (1973): Los ríos profundos. Edición e introducción de William Rowe. Oxford: Pergamon Press. — (1990). “No soy un aculturado”, en íd., El zorro de arriba y el zorro de abajo. Edición crítica coordinada por E. M. Fell. Madrid et al.: Colección Archivos. ASTVALDSSON, Astvaldur (2000): Las voces de los wak’a: fuentes principales del poder político aymara. La Paz: CIPCA.

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Por esa carencia el lector occidental tiende a ser incapaz de interpretar el imaginario de la poesía de Ak’abal, pues desconoce tanto la epistemología de la cual se nutre como la verdadera reflexividad del lenguaje que el poeta usa.

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Miguel Ángel Asturias era un hombre reservado. No le gustaba que se hablase de él y, al mismo tiempo, le complacía alimentar las especulaciones y cultivar el misterio alrededor de su vida y su obra. De ahí que queden por desenmascarar algunos hechos de su vida e interrogantes sobre el proceso creativo de algunas de sus obras1. Cuculcán2 (Asturias 1968: 83-172), la obra que nos interesa ahora, no contraviene esta regla, puesto que su trayectoria textual es bastante peculiar. Antes de adentrarnos en el análisis de la obra, me parece relevante hacer hincapié en la “historia” del texto. Ésta empieza cuando Miguel Ángel Asturias, en tres artículos periodísticos de El Imparcial de Guatemala, se refiere a una pieza teatral, Kukulkán3. Esta “aventura literaria”, como bien dice en otro artículo de 1932 (As-

1 En el ámbito de los estudios críticos de Asturias y los que estudiaron su vida, se suele hacer referencia a estos datos “inseguros” bajo el nombre de “la leyenda Asturias”. Del mismo modo que sus novelas estaban habitadas de este “realismo mágico” tan característico de la literatura hispanoamericana, es decir, una mezcla entre lo fantástico y la realidad, Asturias mantuvo zonas sombrías o, incluso, completos interrogantes sobre su vida. 2 En el Apéndice “Modismos y frases alegóricas”, que incluye las ediciones de las Leyendas de Guatemala (Asturias 1969: 1062-1063 ), explicó las razones de su elección a la hora de escribir Cuculcán con “c” y no con “k”: “...si se emplea al escribirlo la ‘c’ y no la ‘k’, no es porque se desconozca que con la ‘k’ se acerca más en español al sonido indígena ‘ku’, sino porque escrito así, con ‘c’, resulta más familiar en nuestra lengua”. En el presente trabajo, sin embargo, escribo el nombre del personaje Kukulkán con la ‘k’ como una manera de respetar el sonido indígena ‘ku’ y acercarse a como ellos lo escribían y pronunciaban. 3 En 1928, evocó por primera vez la posibilidad de escribir una obra de teatro: “Yo andaba en busca del cuarto tomo de los Anales del Museo de México, para escribir una obra de teatro” (“Nuestra cuestión de límites” 1/12/1928: 305); luego, en 1930, dos años después de haber aludido a este proyecto, confirma que está en gestación: “...tengo que entregar al director de un

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turias 1988: 476), se inicia por tanto a finales de los años veinte y concluye en 1948, cuando se publica la segunda edición de Leyendas de Guatemala (Buenos Aires: Pleamar, 1948). Primero, es llamativo que hayan pasado dieciséis años entre la primera versión de Kukulkán, que da por terminada en enero de 1932 (en un acto, de asunto maya y con tres personajes), y la publicación de la versión definitiva de 1948. Es todavía más sorprendente que el primer borrador de Cuculcán haya quedado inédito hasta el año 20004. Debemos este hallazgo a la colección Archivos y a Jean-Phillipe Barnabé quienes, en la edición de Cuentos y leyendas, publicaron además del Cuculcán de 1948, la “Leyenda del Kukul” (Asturias 2000: 333-347), el primer borrador del cual habla Miguel Ángel Asturias en sus artículos periodísticos de 1932. Esta leyenda es un texto narrativo en prosa compuesto de cuatro versiones que anticipan Cuculcán5. A mí modo de ver, no se ha dedicado suficiente atención a las versiones en prosa de la “Leyenda del Kukul” en cuanto a la trascendencia que tienen para explicar la gestación de Cuculcán. Por tanto, lo que me propongo en este artículo es aportar un nuevo enfoque al texto basándome en los borradores de los años treinta y, asimismo, proponer algunas claves de lectura para esa obra tan “polémica” con respecto a su interpretación. Para llevar a cabo estos dos objetivos, mi trabajo va a estructurarse en dos grandes bloques: en un primer momento, me centraré en las cuatro versiones narrativas para tratar el argumento, los puntos comunes y las diferencias entre ellas, así como en lo que pudo inspirar a Asturias para crear esta leyenda; en un segundo momento, relacionaré la “Leyenda del Kukul” con Cuculcán para ver la evolución que siguió el texto (aportes del borrador, modificaciones y novedades, cambios, etc.) y destacaré las diferentes influencias que se pueden observar en la obra teatral.

importante teatro madrileño, una obrita en un acto de asunto maya, de tres personajes, de factura moderna y muy simple decorado. Ya tiene nombre. Se llamará Kukulkán, que en quiché quiere decir: ‘poderoso del cielo y de la tierra’” (“Mis pasos por España” 23/08/1930: 440). Y, en 1932, da por terminada la obra: “En un artículo que el año pasado publicaron varios periódicos de Sudamérica [en 1931 para la versión castellana, en 1930 en francés], sostenía que en América el teatro tenía que principiar por volver a las máscaras, y daba los lineamientos de una pieza de teatro, Kukulkán, que ahora ya tengo escrita, y a la que el escultor mexicano Germán Cueto le ha puesto las máscaras” (“En la jaula de la Torre Eiffel” 1/01/1932: 465-466). 4 Este punto sería uno más de lo que se suele llamar “la leyenda Asturias” para referirse a las lagunas que rodean su vida y su creación. 5 Es lo que afirman Jean-Philippe Barnabé en su “Introducción a los Apéndices” del libro Cuentos y leyendas (Asturias 2000: 324) y Marco Cipolloni en el estudio filológico preliminar del libro Teatro (Asturias 2003: LV y LXV): “Las escrituras teatrales de Miguel Ángel Asturias y su problemática lingüística y textual”.

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KUKUL”

El argumento de las cuatro versiones de la “Leyenda del Kukul” es parecido en muchos aspectos, exceptuando algunas modificaciones que detallaremos a continuación. En la versión A, Kukulkán, equiparado al Sol, desarrolla diversas actividades según los momentos del día (mañana, tarde, noche). Por la noche, se dedica enteramente a las mujeres: “La noche se hizo para la mujer. Cesaba su trato con los hombres” (Asturias 2000: 334). Pero, siendo el Sol, las mujeres que comparten su lecho mueren a la aurora: “[...] la doncella que le decía serás mi esposo siempre, sin saber que ese siempre duraba hasta la aurora” (ibíd.: 334). En ese momento de la trama, aparece otro personaje, el Guacamayo, llamado también “Gran Saliva de Espejo”. Quiere que Yaí, la doncella que va a compartir el lecho de Kukulkán la noche siguiente, siga sus consejos para escapar a la muerte que le espera. Dice el Guacamayo: “[...] Gran Saliva de Espejo te viene a anunciar un gran peligro: el mar arrebata a las doncellas que comparten el lecho de Kukulkán, para que el Poderoso del Cielo y de la Tierra [...] no deje descendencia” (ibíd.: 335). La convence de que, al soplar sobre la palma de sus manos y al limpiárselas en el cabello de Kukulkán diciendo una fórmula6, escapará a la muerte. Al día siguiente, una luz pálida y verdosa baña la cabeza de Kukulkán y Yaí es arrojada al mar. Ante esta situación, Kukulkán busca una solución y decide consultar “su mal” con los chinchibirines7. La versión A termina al volar los chinchibirines en “todas direcciones” después de la consulta de Kukulkán. La versión B es una reformulación de los ocho primeros párrafos de la versión A, con algunos cambios sin gran importancia en la evolución del argumento. La versión C es muy parecida a la versión A, aunque, en la parte final, los chinchibirines ofrecen a Kukulkán una segunda posibilidad, le dicen éstos: “O consulta el Guacamayo que fue más grande que el sol” (Asturias 2000: 342). Kukulkán elige consultar al Guacamayo, que le recomienda arrojarse en las aguas de un lago amarillo para “sanar su locura”, lo que hace sin pensarlo más. El engaño del Guacamayo desencadena un cataclismo: 6

“¡Kukulkán, eres el Gran Poder del Cielo, pero en tu palacio reina la tristeza, porque tu amor alimenta la muerte, porque alrededor de ti nada existe, porque alrededor de ti nada es verdadero, porque sólo tú eres y todos los demás somos alternativa luz y sombra. Si no fueras egoísta y tirano consultarías a la Ceiba, Abuela de Universos, para que hiciera conocer a tu corazón el verdadero amor!” (Asturias 2000: 335). 7 “Serpiente con plumas de Kukul, serpiente con Chorros de horizonte, desaloja el silencio enroscado alrededor de la Ceiba, Abuela de Horizontes, y enróscate tú para curarte al revés del lenguaje del que dice las cosas de engañar y de la mujer que te empapó los cabellos en saliva de espejo” (ibíd.). Según los “Modismos y frases alegóricas” (Asturias 1968: 1064), Chinchibirín no tiene “ningún significado especial” [...] es una simple reunión de sílabas”.

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Sylvain Choin Un cataclismo espantoso anunció la ruina [...] Kukulkán salió del hundimiento de su Universo convertido en un ave que de la noche amante había los ojos cafés, de la tarde marina las esmeraldas de sus alas, y de la mañana, el joyel del pecho, granada de rubíes y cáscara de oro. Y voló muy alto, sin oír la carcajada del Enemigo, en busca de la luna, perdida en la selva, y suya hasta la aurora (ibíd.: 342).

En la versión D, la evolución más significativa consiste en los sentimientos de amor, tristeza y dolor que invaden a Kukulkán: “[...] engañado por su amor, el Cacique creía a la de cada noche, la de toda su vida, amándola como tal, y asombrándose después al verse en otros brazos” (Asturias 2000: 344), “derramaba abundantes lágrimas”; “[...] y un espinero de lágrimas la cara”; “la misma desazón le perseguía”, “se fue poniendo taciturno” (ibíd.: 345). En esta última versión, además, el “mal” de Kukulkán está claramente identificado y desarrollado como un mal de amor: “[...] mi amor es pasajero y definitivo en cada esposa” (ibíd.: 345). A la luz del argumento compartido por las cuatro versiones de la “Leyenda del Kukul”, es imposible no recordar la esencia del mito de Quetzalcóatl. Éste era un rey de pureza absoluta “hasta el día en que, bajo la presión de malos consejeros, se embriaga y comete el acto carnal [...]. Desesperado [...] abandona su reino bien amado y muere voluntariamente en el fuego”, indica Laurette Séjourné (1957: 64). Una primera versión del mito dice que Tezcatlipoca engaña a Quetzalcóatl al enseñarle su cuerpo en un espejo. Éste se contempló con espanto declarando que no consentiría jamás en ser visto de tal suerte8. Decepcionado por su imagen, se embriaga y duerme con la bella Quetzalpetatl. Al darse cuenta de sus actuaciones, deja su pueblo para hacer penitencia. Por su parte, Arturo Arias (2000: 631-632), en su artículo “Quetzalcóatl, la hibridación y la identidad indígena: Leyendas de Guatemala como laboratorio étnico”, alude a otra versión del mito. En ésta, un hechicero chichimeca llamado Tezcatlipoca, intenta seducir en Tula a Huémac, la hija de Quetzalcóatl. Le enseña su propio reflejo en un espejo humeante, en el que Huémac se ve fea y vieja. A cambio de su belleza, Tezcatlipoca la convence de seducir al casto Quetzalcóatl, dándole a beber chicha. Incapaz de aguantar el alcohol, al cual no tiene costumbre, éste comete incesto con su hija (en otras versiones con su hermana) y, sumido en el remordimiento al recuperar la sobriedad, decide abandonar Tula, prometiendo volver a reclamar su trono luego de redimirse9.

8 Tezcatlipoca le dice: “mírate y conócete, hijo mío, que has de aparecer en el espejo”. La respuesta del rey es la siguiente: “Si me vieran mis vasallos, quizás corrieran” (Séjourné 1956: 67-68). 9 Hay variantes del mito: lo que le pasa a Topiltzín/Quetzalcóatl le puede pasar a un Huémac masculino, su hijo, quien gobernaba en su lugar después de su muerte.

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La “Leyenda del Kukul” está, en mi opinión, claramente inspirada en esta segunda versión del mito de Quetzalcóatl. Kukulkán, víctima del Guacamayo, sería el equivalente de Quetzalcóatl, dios derrotado por las trampas de un hechicero. En el mito, este hechicero quiere seducir a Huémac, la hija de Quetzalcóatl, para asegurar el exilio del rey tolteca; en la “Leyenda del Kukul”, el Guacamayo seduce (engaña) a Yaí, prometida a Kukulkán, al confesarle que la muerte la espera esa noche para debilitar a Kukulkán y buscar su perdición. Los engaños del hechicero en el mito y del Guacamayo en la leyenda tienen las mismas consecuencias: tanto Quetzalcóatl como Kukulkán acaban siendo derrotados y dejan su reino: el primero muere en el exilio y el segundo se convierte en ave y está condenado a vagar por la noche en busca de la Luna. Por tanto, podemos concluir que los paralelismos abundan entre el mito de Quetzalcóatl y la “Leyenda del Kukul”: la relación es innegable a la vista de los elementos anteriormente citados. De esta fuente, que le sirvió de base para crear el argumento de las cuatro versiones, queda mucho en Cuculcán, como veremos a continuación.

LA

G E S TAC I Ó N D E

C U C U LC Á N

Después de habernos adentrado en la “Leyenda del Kukul”, esto es, haber identificado su relación directa con el mito de Quetzalcóatl y haber establecido las diferencias entre las cuatro versiones narrativas, podemos abordar la gestación de Cuculcán. Una parte central del argumento de la pieza teatral proviene de las cuatro versiones narrativas. Yaí, engañada por el Guacamayo, que le revela que va a morir por la noche al compartir el lecho de Kukulkán, quiere escapar a la suerte que le espera y se deja manipular por “Gran Saliva de Espejo”. Además de la trama central, se retoman muchos elementos de las versiones de la “Leyenda del Kukul”, como pueden ser la distribución del tiempo entre la mañana, la tarde y la noche, y los colores atribuidos a cada momento del día (amarillo/mañana, rojo/tarde, negro/noche); la descripción de los diferentes momentos del día y, en particular, el de la noche (Asturias 1968: 92-93); el hecho de que no se pueda cambiar el paso del tiempo (Asturias 1968: 86) y el papel de los tres personajes principales de la “Leyenda”: el Guacamayo (adversario, malvado), Yaí (engañada y manipulada) y Kukulkán (víctima de las trampas del Guacamayo y de Yaí). Por otra parte, Miguel Ángel Asturias aporta modificaciones y novedades a la obra. Cuculcán ya no es sólo una obra en un acto con los tres protagonistas mencionados en el párrafo anterior, sino que está compuesta de tres veces tres cortinas (amarilla, roja y negra) y, además de esos tres personajes ya presentes en el borrador, hay otros, como Chinchibirín (el “ayudante” de Kukulkán), Ralabal y Huvaravix

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(los testigos del enfrentamiento entre Chinchibirín y el Guacamayo), las Tortugas y los chupadores de miel (las fuerzas telúricas), la Abuela de los Remiendos (cuidadora del universo) y el Blanco Aporreador de Tambores (su servidor). Además de apoyarse en el mito de Quetzalcóatl para formar el argumento de su leyenda y recuperar numerosos elementos de las versiones de la “Leyenda del Kukul”, Asturias se apropia del material de las obras fundadoras de la civilización maya quiché. Es una manera de trabajar que adquirió en sus años parisinos, al traducir el Popol-Vuh y los Anales de los Xahil, libros sagrados que descubrió (o redescubrió) ahí. Él mismo reivindica esta manera de crear reutilizando el material mítico y la tradición: [...] inicié mi labor de escritor en la forma que podríamos llamar la vertiente telúrica, mítica, extrayendo de los mitos de los mayas y de los indígenas que actualmente habitan Guatemala, aquellos elementos necesarios para exponer esta mitología, no ya con un carácter científico, no ya con un carácter didáctico, sino de manera que pudiera alcanzar a todos los lectores como una distracción, como un adentrarse en un mundo desconocido... (López Álvarez 1975: 161-162).

Lucrecia Méndez de Penedo (2003: XLII) abunda en este sentido en su introducción a la edición del Teatro de la colección Archivos, diciendo que “del pasado prehispánico, pero también del período colonial, así como de la cultura popular tradicional mestiza del campo y de la ciudad, obtiene material que utiliza para Cuculcán”. El autor guatemalteco extrae personajes, animales, objetos, luz, color y sonido de sus fuentes y se los apropia, como han demostrado, entre otros, Fiallega (2003: 1262-1267) y Reverte Bernal (2003: 91-114). En este sentido, Fiallega plantea una convergencia entre Cuculcán y la cosmogonía del Popol Vuh: dos de los tres personajes principales, Kukulkán10 y Guacamayo11, están extraídos del Popol Vuh. De hecho, Asturias comenta en sus “Modismos y frases alegóricas” (Asturias 1969: 1065) que en uno de los primeros cantos del Popol Vuh, dice el Guacamayo: “yo el sol, yo la luz, yo la luna [...] Su orgullo fue su derrota [...] El Guacamayo es un falso Dios, y por lo mismo un Engañador”12. Asimismo, para

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Aparece como una de las divinidades creadoras bajo el nombre de Gucumatz. En el Popol Vuh es llamado Vukub Cakix o Siete Guacamayo. En el libro sagrado de los mayas quichés es el ave del fuego solar, del Sol. 12 En un artículo periodístico de la producción parisina, hizo una referencia al Guacamayo: “En la mitología maya-quiché, al dios que multiplica las palabras se le llama Engañador, y se le representa con figura de papagayo...” (Asturias 1988: 315). Dorita Nouhaud (2003: 791), en un artículo titulado “De la fission à la fiction”, señala que es en los Anales de los Xahil donde aparece por primera vez la palabra “engañador” aplicada al Guacamayo. 11

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crear el personaje de la Abuela de los Remiendos, se inspira en el Popol Vuh. En Cuculcán, asiste a los personajes en las luchas y conflictos del bien y del mal y salva al mundo y a Kukulkán de la perdición13. En el libro sagrado de los mayas quichés es una fuerza cósmica, la guía espiritual y protectora de sus hijos y nietos, cuida del universo. Por su parte, Concepción Reverte Bernal vincula Cuculcán con el Rabinal Achí, y lo relaciona con la vanguardia, apuntando la importancia de la música y los bailes en el argumento y los personajes de la obra teatral. Para Reverte (2003: 92), “Cuculcán es una pieza breve, en la que se intercalan palabra, música y danza, siguiendo la pauta de lo que fue el teatro precolombino, cuyo único texto conservado parece ser el Rabinal Achí de Guatemala”. El propio Miguel Ángel Asturias hizo referencia al Rabinal Achí14 como posible fuente de inspiración en su artículo sobre “Las posibilidades de un teatro americano”, de 1932: Reflexionando sobre los elementos con que se cuenta, y volviendo los ojos a la documentación, en otras partes abundantísimas, debemos decir que en América no existen más que dos obras netamente autóctonas: el Guerrero de Rabinal (maya-quiché) y la Ollantay (incaica)... (Asturias 1988: 476).

Y, en efecto, algunos elementos escénicos de este drama-ballet inspiran a Asturias (Reverte Bernal 2003: 99-100), como por ejemplo el colorido de los trajes, el uso de máscaras como las que llevan Kukulkán y Chinchibirín, la música15, el movimiento rítmico y las danzas y bailes de los indígenas16. Del Rabinal Achí extrajo también el personaje del Blanco Aporreador de Tambores, como lo señala Reverte (2003: 99). Por otra parte, Ralabal y Huvaravix son extraídos de los Anales de los Xahil. Además, Miguel Ángel Asturias introduce temas y valores estéticos que estaban siendo descubiertos o redescubiertos por las vanguardias, influencia que él mismo reconoce para la composición de Cuculcán: “Es un tema absolutamente indígena, en el que hay fuerzas solares, y otras del bien y del mal, pero ex13

“¡Tuya la sabiduría, Abuela de los Remiendos! Y el mundo por tu aguja seguirá en la realidad y en los espejos, en los hombres, en las mujeres y en los guacamayos” (Asturias 1968: 169). 14 Rabinal Achí es un drama-ballet de los quichés, herencia del teatro prehispánico para todos los pueblos de Mesoamérica. Traducción de José Antonio Villacorta. (Ciudad de Guatemala: Anales de la Sociedad de Geografía e Historia, 1942, tomo XVII). 15 “[...] realizada por instrumentos indígenas, como instrumentos de viento hechos con barro, caña o caracolas, caparazones de tortugas, tambores y, en particular, un instrumento de percusión [...] el tun [...]. Hay que recordar que el Rabinal Achí es considerado un baile del tun guatemalteco” (Reverte Bernal 2003: 99). 16 Como la danza de los arqueros flechadores, caracterizada por el disparo real de los dardos (ibíd.: 99-100).

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traídas de un interior que el surrealismo me había permitido conocer” (López Álvarez 1974: 80). El problema con Cuculcán llega a la hora de proponer una interpretación general de la obra, ya que los análisis difieren. Como apunta Reverte (2003: 103), “a la postre resulta difícil sacar una explicación coherente de las ideas de Asturias en Cuculcán, pues, tal como han visto críticos que lo han intentado a partir de los mitos mayas, los cabos sueltos y contradicciones son importantes...”. Aunque Mario Roberto Morales (2003: 1104) afirma que Cuculcán es “una reelaboración lúdica de la leyenda de la Serpiente Emplumada, Kukulkán, para abordar el problema de la identidad como construcción” y, por otra parte, Osvaldo Obregón (2003: 1219) señala que Cuculcán es la “teatralización de un mito maya-quiché que tiene como personaje principal al dios maya Cuculcán...”, la novedad de mi propuesta radica en la relación que establezco entre una versión del mito de Kukulkán/Quetzalcóatl y la pieza teatral Cuculcán. Lo que he planteado a lo largo de estas líneas es que, en la “Leyenda del Kukul” y en Cuculcán, Miguel Ángel Asturias no se refiere a la figura de Quetzalcóatl/Kukulkán sin más, sino que utiliza uno de los mitos vinculados a esta figura (de los múltiples que existen). La recuperación de esta versión del mito de Quetzalcóatl está en el origen de todo el proceso creativo de la obra teatral, es el eje que vertebra la “Leyenda del Kukul” y se reutiliza y amplía en Cuculcán al apropiarse Miguel Ángel Asturias de buena parte de la mitología maya quiché, tal como lo he demostrado en las líneas anteriores.

C O N C LU S I Ó N En “Las posibilidades de un teatro americano”, el autor guatemalteco hace un planteamiento a mi juicio esencial respecto a la pieza que nos ocupa cuando afirma: Y así como entre los chicos se dice: ¡Vamos a jugar a los toros! ¡Vamos a jugar al ratón y el gato! ¡Vamos a jugar a andares! así queremos que se diga de las piezas del teatro americano... ¡Vamos a jugar a Kukulkán!, que es como se titulan los tres telones mayas, repetidos nueve veces, que estamos componiendo (1988: 476).

Por tanto, en el título de este texto está la clave de lectura que propongo para el análisis de Cuculcán. Esta obra teatral se debe enfocar como un gran juego, como quería Asturias, en el cual nuestro autor se divierte combinando la cultura precolombina, la cultura popular producida por la colonización y la tradición maya en general. Divirtiéndose, quiere también dar a conocer a su pueblo y al mundo las culturas y las tradiciones ancestrales. Las reglas para “jugar a Kukulkán” las enunció en ese mismo artículo (1932: 478): “Como en toda fabulación auténtica no se debe

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hacer caso alguno de la verdad. En el relato debe emplearse el método de yuxtaposición. No mezclar los acontecimientos, sobreponerlos simplemente”. En mi opinión, la mejor manera de entender e interpretar Cuculcán es abordarlo como una diversión17 que desemboca en creación dramática. De hecho, Miguel Ángel Asturias (1988: 478) dijo al respecto que el “nuevo” teatro americano debía ser, en un principio, una distracción: “[...] tiene que ser una diversión infantil, y nada más”. Es como si Miguel Ángel Asturias tuviera varias piezas de un puzle a su disposición y decidiese escoger algunas para crear algo y presentárnoslo. La única diferencia con el puzle es que Asturias no quiere seguir un modelo establecido, quiere inventar (¿innovar?) para regenerar18. Regenerar un continente, una cultura, una civilización desde la escritura y el teatro como reivindicó en este mismo artículo: “[...] en busca, para el teatro, de lo más nuestro que en nosotros late: América” (ibíd.: 479; cursiva en el original).

BIBLIOGRAFÍA ARIAS, Arturo (2000): “Quetzalcóatl, la hibridación y la identidad indígena: Leyendas de Guatemala como laboratorio étnico”, en Mario Roberto Morales (coord.), Miguel Ángel Asturias. Cuentos y leyendas. Nanterre et al.: ALLCA XX, Colección Archivos, pp. 625-640. ASTURIAS, Miguel Ángel (1968): Leyendas de Guatemala, en Obras completas, t. 1. Madrid: Aguilar, pp. 5-172 — (1988): París 1924-1933. Periodismo y creación literaria. Edición crítica Amos Segala. Nanterre et al.: ALLCA XX, Colección Archivos. — (2000): Cuentos y leyendas. Edición crítica de Mario Roberto Morales. Nanterre et al.: ALLCA XX, Colección Archivos. — (2003): Teatro. Edición crítica de Lucrecia Méndez de Penedo. Nanterre et al.: ALLCA XX, Colección Archivos/Université Paris X. Los dioses, los héroes y los hombres antiguos de Guatemala Antigua o El libro del Consejo, Popol Vuh de los indios quichés (1927). Traducción de la versión francesa inédita del profesor Georges Raynaud, por Miguel Ángel Asturias y José María González de Mendoza. Paris: París-América.

17

Coincido con Eladia León Hill (1972: 59) cuando dice que Cuculcán “[...] es como un teatro multicolor, brillante pero fantasioso sin pretender darle dimensiones más allá de un divertimiento”. 18 Remito a los artículos de Mario Roberto Morales sobre el proyecto identitario de Asturias y la interculturalidad: “Miguel Ángel Asturias: la estética y la política de la interculturalidad” y “El sujeto intercultural en el teatro de Miguel Ángel Asturias”.

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Los dioses, los héroes y los hombres antiguos de Guatemala Antigua: Anales de los Xahil de los indios Cakchiqueles (1928). Traducción de la versión francesa inédita del profesor Georges Raynaud, por Miguel Ángel Asturias y José María González de Mendoza. Paris: París-América. FIALLEGA, Cristina (1996): “Cuculcán, lo amarillo y la flor”, en Centroamérica, 6/7, pp. 119-126. [Reeditado y consultado en Miguel Ángel Asturias: Teatro. Ob. cit., pp. 1262-1267]. LEÓN HILL, Eladia (1972): Miguel Ángel Asturias. Lo ancestral en su obra literaria. New York: Eliseo Torres & Sons. LÓPEZ ÁLVAREZ, Luis (1974): Conversaciones con Miguel Ángel Asturias. Madrid: Magisterio Español. MORALES, Mario Roberto (2000): “Miguel Ángel Asturias: la estética y la política de la interculturalidad”, en Mario Roberto Morales (coord.), Miguel Ángel Asturias, Cuentos y leyendas. Nanterre et al.: ALLCA XX, Colección Archivos, pp. 554-607. — (2003): “El sujeto intercultural en el teatro de Miguel Ángel Asturias”, en Miguel Ángel Asturias: Teatro. Ob. cit., pp. 1096-1107. NOUHAUD, Dorita (2003): “De la fission à la fiction”, en Miguel Ángel Asturias: Teatro. ob. cit., pp. 789-794. OBREGÓN, Osvaldo (1989): “Miguel Ángel Asturias. Hacia un teatro de inspiración indígena”, en AA. VV., Reflexiones sobre teatro latinoamericano del siglo XX. Buenos Aires: Galerna, pp. 199-209. [Reeditado en Miguel Ángel Asturias: Teatro. Ob. cit., pp. 1218-1225.] REVERTE BERNAL, Concepción (2003): “El drama-ballet Cuculcán, de Miguel Ángel Asturias”, en Teatro y vanguardia en Hispanoamérica. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuet. SÉJOURNÉ, Laurette (1956): Pensamiento y Religión en el México Antiguo. México: Fondo de Cultura Económica.

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VENUS O XURÁVET EN EL CANTO DE LA GRILLA, DE RAMÓN RUBÍN: DERROTERO PARA UN EPÍLOGO Edmer Calero del Mar Universidad Autónoma de Barcelona

La novela El canto de la grilla1, del sinaloense Ramón Rubín, fue publicada en 1952 (Conzález Peña 1969: 307). La acción se sitúa en México, en territorios del área cultural Gran Nayar. Dos cuestiones se plantean desde el inicio de la novela. La primera es la del joven cora Mateo y su amor por la huichol Iyali, a la que el padre de Mateo, Esmeraldo, no quiere como nuera; lo que da inicio a una oposición familiar que llega hasta una tentativa de homicidio. La segunda es la de toda comunidad agrícola tradicional que requiere para su supervivencia de la intervención divina. Ambos destinos dependen de la benevolencia o del castigo del planeta Venus —invocado como el hermano Xurávet, lucero de la mañana— por lo cual el estudio de esta divinidad nayarita, ligada al culto de la lluvia y de los ritos que se le dedican resulta importante y puede ayudar a elegir uno de los tres epílogos que propone el narrador que, de este modo, deja en cierta manera inconclusa la diégesis2.

X U R ÁV E T

Y L A L LU V I A : L A BÚ S QU E D A D E L PEYOT E Y E L M I TOT E

Xurávet, lucero de la mañana El planeta Venus con su doble personalidad, estrella de la mañana y estrella de la tarde (Neurath 2004: 95), recibe varias denominaciones en el Gran Nayar. Esta región cultural denominada recientemente así (Jáuregui y Neurath 2003: 13) ocupa territorios de cuatro estados: Durango, Jalisco, Nayarit y Zacatecas (ibíd.). Es en esta región 1

Utilizaremos la edición del Fondo de Cultura Económica consignada en la bibliografía. Bigas Torres (1990: 220) escribe: “La narración culmina y se completa en el capítulo XV, pero la efectividad del desenlace se malogra en cierta medida con el epílogo”. 2

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donde Ramón Rubín sitúa la acción novelesca, dándonos lugares auténticos, como la Sierra de Alica, que es la prolongación de la sierra Los Huicholes y cuyo punto culminante se encuentra en el estado de Jalisco (Barrera 2002: 46). Otro lugar auténtico mencionado es la ciudad de San Juan Peyotán, situada en el actual Parque Natural Sierra de Jesús María, ya en territorio del estado de Nayarit. Esta región cultural está compuesta por cuatro grupos humanos: mexicaneros, tepehuanes, huicholes y coras. Estos últimos, que junto con los huicholes son los protagonistas de la novela que estudiamos, utilizan varios nombres para denominar a las dos manifestaciones de Venus. Así, para la estrella de la tarde encontramos Sáutari y para la estrella de la mañana, Hatsikan, “nuestro hermano mayor” (Neurath 2004: 96). Finalmente, existe otra palabra cora para designar a la estrella de la mañana: xu’urabe (ibíd.: 109). En el vocabulario que se propone al final de la novela, encontramos: “Xurávet. Lucero de la mañana”. Parece, pues, evidente que el autor ha escogido la denominación xu’urabe con una pequeña variante ortográfica a la que añade, a menudo, el adjetivo “hermano”, que es la traducción parcial de Hatsikan que acabamos de ver. Como a lo largo de la novela las alusiones a Xurávet están ligadas a la lluvia, debemos aclarar ahora esta relación. Xurávet o Hatsikan y la lluvia Xurávet o Hatsikan, estrella de la mañana, toma parte en la producción de las lluvias. En el ordenamiento cosmológico nayarita el hombre puede intervenir en la producción de las lluvias y puede hacerlo, entre otras maneras, gracias a la búsqueda del peyote o a las fiestas de tipo mitote. En ambos casos se constata la presencia de Xurávet. En el mundo ficcional de El canto de la grilla encontramos algunos elementos de esta concepción. El peyote El peyote, Lophophora williansii (Furst y Myerhoff 1972: 56), cuyo nombre proviene del náhuatl peyotl, es un cactus que en la terminología huichola aborigen toma el nombre de híkuri, término que es también compartido por los coras (ibíd.: 101). En la novela su búsqueda se anuncia así: Vio [Mateo] al vecindario aglomerarse para acompañar hasta las afueras del pueblo a los hombres jóvenes de la tribu, los cuales marchaban en larga expedición pedestre hasta el Real de El Catorce, en el lejano estado de San Luis Potosí, con el fin de recolectar y traer de allá el sagrado peyote (p. 110).

El sitio preciso de la obtención del peyote es Wirikúta, el “lugar donde nace el sol” (Furst 1972: 129), que es una cadena montañosa situada más o menos en el dis-

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trito de Real de Catorce, en el alto desierto del noroeste de San Luis Potosí (ibíd.: 169-170), lo que implica para los peregrinos del Gran Nayar una caminata de aproximadamente 500 kilómetros3, en línea recta, para llegar al “país sagrado del peyote”, otra apelación de Wirikúta (Furst y Myerhoff 1972: 59). En la novela, el narrador comenta así el aliento que los peregrinos reciben para lograr la difícil empresa: la gente acompañaba durante un buen trecho a los peyoteros, danzando y tañendo sus violines, chirimías y teponaxtles [teponastles] para darles ánimo en su compromiso de aceptar sin desmayo las disciplinas, ayunos y fatigas de la dura y dilatada caminata que habían de hacer provechosa la cosecha (p. 111).

Esta cita ilustra no solamente las dificultades de la peregrinación de los peyoteros, sino también la necesidad de las mismas para que la cosecha sea provechosa. Además de la “dilatada caminata”, todos los participantes en la búsqueda de peyote “tienen que mantenerse en un estado de absoluta pureza ritual, que se logra alcanzar a través de ayunos estrictos, abstinencia de lavarse y bañarse, así como abstinencia sexual” (Preuss 1988a: 276). Es necesario recordar que la cosecha del peyote es, para los nayaritas, una cacería en la que los peyotes se tienen por venados (Preuss 1988b: 232), los cuales, a su vez, son considerados réplicas de las estrellas (Preuss 1988a: 278). Esta cacería es de suma importancia para la comunidad, ya que está ligada a la producción de la lluvia, Preuss explica: El origen de las ideas sobre la importancia de la cacería de venado se explica porque los venados son considerados réplicas de las estrellas. Cada mañana y, especialmente, cada primavera, —o sea, en los momentos cuando el sol realmente triunfa sobre las fuerzas de la oscuridad— el astro diurno y su ayudante, la Estrella de la Mañana, tienen que matar y correr a las estrellas-venado. A finales de junio, cuando el sol alcanza su posición más alta en el cielo, empiezan las lluvias, por eso, como ya hemos mencionado, el sol está considerado el principal proveedor de lluvias (ibíd.).

Pero la lluvia llega también a las comunidades gracias al sueño en forma de serpiente de nube que tienen de ella los peregrinos durante su estadía en el desierto (Neurath 2004: 101), para lo cual se requiere, además de los sacrificios, fatigas y ayunos ya mencionados, la fuerza alucinógena del peyote. Si la cosecha debe ser “provechosa” es porque el peyote no solamente es consumido por los peregrinos, sino también distribuido a los miembros de la comunidad (Neurath 2002: 248) que los acoge a su regreso durante las primeras lluvias, a finales de mayo o princi3

Si, según la tradición, este recorrido se hace a pie, Furst (1972: 128) informa que es completamente aceptable hacerlo en vehículo de motor, “ya que todas las marcas sagradas del terreno que se encuentran en la ruta son visitadas o por lo menos ritualmente confirmadas”.

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pios de junio, en la gran fiesta llamada Hikuli Neixa, “la danza del peyote” (Neurath 2004: 101), mencionada en la novela: Aunque la partida en pos de ese maravilloso cacto, cuyos efectos enervantes eran de capital importancia en todas las fiestas y ceremonias religiosas, no promovía el mismo regocijo con que se festejaba el regreso de los expedicionarios dos meses después (pp. 110-111).

En cuanto al regocijo particular aludido en esta cita y causado por esta fiesta, se puede decir que es dado en parte por el consumo del peyote que interviene en la percepción de los participantes. Neurath escribe: Tatei Nia’ariwame [la serpiente Nube] es una deidad serpentina y la representación realista del comportamiento de una víbora es un factor importante para lograr la eficacia del ritual. Desde luego, bajo el efecto del hikuri4 no es muy difícil percibir verdaderas serpientes en lugar de danzantes. El ritual permite que un mito se transforme en una realidad viva (2002: 259).

Finalmente, en ambos casos está presente la relación de la estrella Venus con la lluvia. En el primero, la caza del peyote se establece por la identidad entre Venus, peyote y Hatsikan, lo que ya hemos comentado. En el segundo, el sueño de la serpiente de la lluvia, porque según Neurath (2004: 101), “La asociación venusina de esta mixcoatl huichola [serpiente de nube] no siempre está presente en la exégesis indígena, pero queda bien establecida, sobre todo porque los dirigentes de los grupos de peregrinos representan a la estrella de la mañana”. Al comentar la gran fiesta, Hikuli Neixa, hemos mencionado la participación de los danzantes, lo que nos lleva a considerar el mitote. El mitote Según Preuss (1998c: 120-121), “la danza mitote es el medio universal de los coras para lograr que los dioses dispersen lluvia, salud y toda clase de bendiciones”. Adriana Guzmán (2002: 50) precisa que la palabra mitote “sirve para denominar tanto la música como los cantos, la danza, el sitio ritual y el instrumento musical”. Finalmente, como danza, el mitote tiene antecedentes cosmogónicos5. 4

Todas las palabras subrayadas en las citas son de los autores correspondientes. “Según la mitología cora, el mundo y el mitote se originaron cuando la diosa madre tejió una cruz romboide (cha’anaka u “ojo de dios”) con sus propios cabellos, utilizando como soporte dos flechas entrecruzadas proporcionadas por sus hijos. Al terminar este artefacto, lo colocó en el suelo y ordenó a todos los antepasados que se dispusieran a bailar mitote, danzando en sentido levógiro encima de él. Desde entonces, tejer un cha’naka y danzar mitote significan recrear el mundo, con su estructura de quincunce” (Preuss, citado por Neurath 2000: 61). 5

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En la novela que estudiamos se alude a dos mitotes. Analizaremos solamente uno por ser el que más corresponde a las múltiples significaciones y explicaciones que nos dan Adriana Guzmán y Preuss. Para este análisis hemos hecho un cuadro comparativo (Cuadro 1) con los elementos del mitote descritos en la novela y sus equivalentes que hemos encontrado en algunos trabajos etnológicos. CUADRO 1: Elementos del mitote en la novela y en las descripciones etnológicas consultadas Descripción en la novela (p. 58)

Denominación

No específica: la noche del mitote

¿?

La cumbre de un cerro inmediato

La montaña (Preuss 1998c: 120). Pequeños claros en medio del cerro (Guzmán 2002: 55)

Los días que preceden a la Pascua

Según las necesidades específicas (Preuss 1998a: 120)

Lugar

Fecha

El cantador del mitote y su instrumento musical

Preces de Esmeraldo, el sacerdotecantor, acompañadas con su arco musical inserto en una gran calabaza

Comida comunitaria

Todas las personas

Tecomate sagrado

Objetos cultuales

Descripción etnológica

Largas oraciones cantadas acompañadas con un arco que reposa sobre una calabaza, túnama (Guzmán 2002: 52-53) o sobre un tecomate (Preuss 1998d: 141) Comida comunitaria (Preuss 1998c: 121) Vasija de calabaza (Preuss 1998c: 120). Jícara, Nuestra Madre. De importancia primordial en el mitote (Guzmán 2002: 50-51)

Flores sobre el algodón del tecomate sagrado

Flores que llenan la jícara (Guzmán 2002: 51)

Algodón del tecomate: representan los cúmulos nubosos del estío

Copos de algodón donde se asienta la jícara. En época de lluvias borlas de algodón en su interior (Guzmán 2002: 51)

Divinidades mencionadas

Xurávet

Gracia o favor solicitado

Una pródiga temporada pluvial para la obtención de óptimas cosechas

Estrella de la mañana (Preuss 1998c: 120). Nuestro Hermano Mayor, Ja’atzi-kan y otras divinidades (Guzmán 2002: 52) Lluvia, salud y toda clase de bendiciones (Preuss 1998c: 120)

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El mitote descrito en la novela no tiene nombre específico, pero su descripción corresponde en varios elementos al esquema general de los de la comunidad que Guzmán (2002: 49-69) presenta en su trabajo sobre la comunidad de La Mesa del Nayar entre los que figura el de la chicharra. Pero, como precisa Preuss en el cuadro, los mitotes pueden realizarse según las necesidades específicas. Veremos luego de qué necesidad se trata en la novela. Debemos decir, de paso, que el título de la novela El canto de la grilla podría ser asociado al mitote de la chicharra6, ya que este insecto toma también el nombre de grilla, como se precisa en la novela (p. 60), pero no podemos establecer esta relación por dos razones. En primer lugar, porque en el calendario litúrgico, el mitote de la chicharra tiene lugar en mayo o junio, inicio de la temporada de lluvias (Guzmán 2002: 70) y no en los días que preceden la Semana Santa. En segundo lugar, porque en el mitote de la chicharra, como particularidad de su dramatización, se imita el sonido que produce este insecto, así como sus movimientos. Se le representa también en forma de un tamal al que se le da muerte desbaratándolo por completo para luego ser consumido por los asistentes (Guzmán 2002: 71). Finalmente, los etnólogos y antropólogos hacen hincapié en el hecho de que este insecto hace su aparición en verano (Preuss 1998d: 144-145), y que es él el que, para los coras, trae el estío, introduciendo al mismo tiempo, con su canto, la estación de las lluvias (Alcocer 2003: 183), todo lo cual no figura en la novela. Están presentes, en cambio, dos elementos importantísimos por sus repercusiones cósmicas: la vasija de calabaza o jícara sagrada —“tecomate sagrado” en la novela— y el patio del mitote. La primera “simboliza el mundo entero” (Preuss 1998d: 142) y el segundo “representa al mundo”, por lo que toda acción mágica que se lleva a cabo en él repercute en el cosmos (Alcocer 2003: 184). Los elementos que acompañan a la jícara, las flores y el algodón son también importantes. Las flores porque, tras ser quitadas cuando comienzan a marchitarse, son llevadas para la siembra del maíz ritual por ser de excelente ayuda para la fertilidad y la salud (Guzmán 2002: 59). El algodón porque representa a las nubes (Preuss 1998c: 121), “los cúmulos nubosos del estío”, en la novela. En cuanto al patio del mitote, Neurath (citado por Alcocer 2003: 183) precisa que hay dos clases de patios de mitote, los parentales y los comunales. La ubicación del patio en la novela, “la cumbre de un cerro inmediato”, corresponde a la ubicación dada por Preuss en el cuadro. Asimismo, Guzmán (2002: 55) habla de diferentes patios que corresponden a diferentes comunidades

6 Guzmán (2002: 69-70) considera que “el subciclo agrícola está conformado por, al menos, cinco mitotes al año: el de la chicharra, el del maíz tierno y el del esquite —que corresponden al ciclo del crecimiento del maíz—, el del gobernador y el del bautizo”, a los que añade el de los niños, que se efectúa actualmente sólo cada cinco años.

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desperdigados por las serranías, por lo que se puede considerar que en la novela se trata del patio comunal y que el mitote que en él se celebra atañe a toda la comunidad. El cantor del mitote que acompaña sus oraciones —preces en la novela— con un arco que reposa en una calabaza, según las descripciones de los etnólogos, es importante por ser considerado representante o interlocutor del fuego (Neurath 2002: 81-82). La comida comunitaria no es solamente humana, sino también divina, ya que es parte del rito la realización “del costumbre”, que incluye la ofrenda alimenticia destinada a los dioses y que luego de una oración es repartida a los presentes (Guzmán 2002: 68). En la novela, todas las personas del pueblo están reunidas en el cerro inmediato para “danzar, comer, libar y rendir culto a los dioses” (p. 58). Finalmente, hemos visto que Preuss explica que los mitotes pueden realizarse según necesidades específicas. En el caso del mitote de la novela se citan e invocan los favores del “hermano” Xurávet, que como dijimos es una de las denominaciones de Venus, para la obtención de óptimas cosechas, las mismas que requieren de “una pródiga temporada pluvial”; esto nos lleva al estudio del principio y del epílogo.

LA

N OV E L A : P R I N C I PI O Y E PÍ LO G O

Según Bourneuf y Ouellet (1975: 45), “Algunos compases de la obertura resumen la ópera que ella introduce; asimismo la primera página de una novela nos da el tono, el ritmo, a veces el asunto”. ¿Cuáles son los temas, las cuestiones planteadas en el principio de la novela y en qué medida el desarrollo puede ayudar a escoger un epílogo entre los propuestos? Dos cuestiones se plantean en la primera página de la novela: la de Mateo y la de toda su comunidad agrícola. Las cuestiones y el desarrollo La cuestión de Mateo se plantea así en la página inicial: “Huérfano de madre desde la lactancia, su tata, Esmeraldo […] disponía de muy escasos momentos libres para dedicarlos a cultivar los anhelos de ternura del muchacho” (p. 7). Lo que se completa rápidamente en la página siguiente: “Así, lo taciturno se había vuelto habitual en su carácter, y contrastaba con la reciedumbre de su complexión entonces que el arribo de la juventud le estaba embarneciendo” (p. 8). El amor del joven cora Mateo por la huichol Iyali nace en la iglesia del pueblo, a la que

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Mateo va por curiosidad. Iyali, ayudante del cura en la catequesis, cautiva con su voz al joven Mateo (p. 34). La intervención del sacerdote católico, solicitada por Iyali, para el arreglo de la boda, el origen huichol de la futura nuera y su condición de sacerdote-cantor de la comunidad cora hacen que Esmeraldo se oponga a la unión. El enfrentamiento entre padre e hijo resulta casi fatal para este último. Al enterarse el joven Mateo de que su padre está envenenando a su joven esposa, so pretexto de curarla, reacciona, va donde su padre y arroja a los pies de éste el tazón de veneno prescrito como medicina para Iyali. Al querer protegerse de las salpicaduras del veneno, Esmeraldo, que tenía las manos embadurnadas con un medicamento para asmáticos, se lleva las manos al rostro provocándose unos estornudos interminables que le causan una hemorragia nasal, que es interpretada como una agresión física directa de Mateo a su padre (p. 114). Tanto Iyali como Mateo no denunciarán la actitud asesina de Esmeraldo. Así, Mateo es condenado por las autoridades comunitarias a morir colgado de las manos en “el columpio de los sacrificios” (p. 123). Empezada la ejecución de la sentencia, Esmeraldo, atenazado por los sufrimientos de su hijo, se arrepiente y decide, sin lograrlo, hacer reconsiderar por los ancianos jueces de su tribu la condena de su hijo. Temiendo por la muerte de Mateo, a pesar de su inocencia, y por el temor a los dioses tribales que “se vengarían de ese escarnio desatando la más feroz de las pestes para llevarse en alas de la muerte a las criaturas inocentes” (pp. 153-154), Esmeraldo recurre a los vecinos7 (pp. 154-156). Esta vez logra que la ejecución de la sentencia se interrumpa hasta el final de la novela, con consecuencias para la construcción del relato, como analizaremos luego. Por el momento, veamos la segunda cuestión planteada en el prólogo. La cuestión de la comunidad se plantea así, también en la página inicial: Desde el barranco contiguo, en cuya hondura reptaba quedamente el río, parecía subir un tenue aliento húmedo cuya caricia se disputaban los follajes de los oyameles e iba bruñendo el matiz solferino de los botones del pitahayo. Casi agónicos, extenuados por la sed y por la anemia, los brazos de las salvias contorsionaban su desnudez flagelada por el latigazo cruel de las canículas. Y el aroma del poleo, la albahaca y el anisillo, perseverantes en la braña del manantial surgente al pie de una frondosa ceiba, venía a diluirse entre el aliento a chamusquina difundido por la hojarasca calcinada por los soles que alfombraba el espinazo de las lomas (p. 7).

En la misma página se añade que, entre sus múltiples ocupaciones, Esmeraldo podía estar “desempeñando su estirado papel de sacerdote-cantor en las fre-

7

En el glosario que da en la novela, Ramón Rubín explica este término: “Así les dicen los indios del Nayar al blanco y al mestizo, con ánimo desdeñoso” (p. 160).

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cuentes y prolongadísimas ceremonias con que la gente de su raza pretendía halagar a los dioses que mandan las lluvias sobre sus sembradíos”. Por la referencia al “latigazo cruel de las canículas”, a la “la hojarasca calcinada por los soles que alfombraba el espinazo de las lomas” podemos situar la acción en la época seca. Podemos también precisar que se trata de la época que precede a la de las lluvias por la presencia del pitahayo en botón, fruta que madura en los meses anteriores al inicio de las lluvias (Preuss 1998e: 153). Este periodo, el de las lluvias o las aguas (Preuss (1998e: 155), es de suma importancia para la supervivencia de la comunidad, ya que como lo precisa Preuss (ibíd.: 154), “dentro de los tres meses que duran las lluvias, las milpas deben producir el alimento para todo el año”. Resulta, pues, normal que el periodo que precede a las lluvias, en el que se sitúa la acción de la novela, sea “época de fiestas pluviales” (p. 73). Es también lógico que en este periodo pluviomágico toda mala acción, colectiva o individual, se asocie a una interferencia de la obra benéfica de los dioses encaminada a proveer de lluvia a sus protegidos, con consecuencias graves para la agricultura. Lo prohibido y la diégesis Bonté e Izard escriben: Contrariamente a las prohibiciones que cada individuo puede imponerse a sí mismo, las prohibiciones culturales son objeto de un saber compartido. Éste se inculca a menudo ayudado por breves formulaciones preventivas reforzadas con el tono que conviene para contener las catástrofes (ejemplo: “¡Cuidado, eso ocasiona desgracias!”) (1991: 381)8.

Hemos visto cuáles son las acciones que se reprochan a Mateo, veamos ahora qué desgracias pueden ocasionar. Cenobio Caballero formula su acusación de esta manera: Yo ya ‘bía soñado y predije lo que iba a suceder por tu terquedá’ en casarte con una mujer que no era de las de nosotros. Al faltarle a tu tata nos pusites en mal con los dioses que vienen arriando las nubes de la lluvia pa nuestras milpitas, y con seguro ellos no nos las trairán este año, manque no sea por otra que pa’ no verte tu cara, que les ‘bía de causar horror por lo que hicites. Y pueda que’l año que entra y el que sigue tampoco. Pueda que en todo lo que es la sierra del Nayar las gentes se mueran de hambre por tu culpa (p. 120).

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Todas las citas escritas en lengua no española, como en este caso, han sido traducidas por nosotros.

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Esta cita ilustra el esquema descrito por Bonté e Izard. En la novela, las formulaciones preventivas resultantes: “no te cases con una mujer que no es de las de nosotros”, “no faltes el respeto a tu tata [padre]” ocasionan la falta de lluvias durante años y pueden causar hambruna. Las acciones de Esmeraldo, contrarias a las prohibiciones culturales de su pueblo —permitir que su hijo sea condenado injustamente por su comunidad y luego solicitar la intervención de los vecinos, sobre todo, siendo él sacerdote-cantor de su comunidad—, pueden ocasionar también desgracias. Así, Esmeraldo se obliga a subir “hasta las inhóspitas cumbres de San Buena con su tunamoati [arco para disparar flechas] de palomaría y sus dardos de otate, a fin de dedicarse a la cacería del venado9 que enaltece y purifica” (p. 156) para evitar de esta manera los disfavores de los dioses: No comería una sola fibra de la carne de estos sagrados rumiantes. Se la ofrendaría íntegra a los dioses, a ver si conservándolos ahítos y orgullosos de su habilidad de cazador y de su resistencia en el ayuno, los aplacaba e iba tornándolos otra vez benévolos y favorables a las necesidades perentorias de su raza (ibíd.)

La verificación de estas eventualidades nos lleva a analizar el problema del epílogo. Derrotero para un epílogo Hemos visto cuáles son las dos cuestiones planteadas al principio de la novela, veamos ahora cómo terminan una y otra. El destino de Mateo no se define hasta el final de lo que resulta un desenlace trunco. El narrador —al mismo tiempo que justifica el origen de la historia— nos informa que “existen, entre la gente de aquella comarca, tres versiones diferentes y aun contradictorias en torno a la culminación del drama que ha venido sirviendo de tema a este libro” (p. 157): 1. Se afirma que “Mateo y su mujer vivieron juntos y felices en Huajicori, en Guasamota o en Quemalusi después de los acontecimientos narrados”, 2. “que el joven penado no pudo resistir la precipitación irreflexiva de la maniobra del desprendimiento [para salvarlo del suplicio]”,

9 Hemos visto que la caza del venado puede ser simbólica cuando se cosechan los peyotes, pero Preuss (1998a: 278) precisa, aunque refiriéndose a los huicholes, que “también se realizan muchas cacerías y sacrificios reales de venados. Sin matar venados y sin rociar sangre del animal sacrificado, junto con maíz, sobre los instrumentos sagrados, no puede haber lluvia, ni maíz, ni salud”.

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3. que la autoridad de los vecinos se limitó a demorar la ejecución hasta la llegada del teniente, el jefe de la guarnición militar, “y que Mateo fue colgado otra vez y expiró en el cepo rezando la padrenuestra”.

Después de privilegiarse la última versión, leemos en la página siguiente: “El que escribe ha preferido dejar que el lector se quede con la que le plazca” (p. 158). Esta cita permite ver que la novela no responde terminantemente a la primera cuestión planteada, la de Mateo. Se puede, entonces, afirmar que al no resolver el destino del héroe, el relato carece de coherencia, si consideramos como Bourneuf y Ouellet que “La concordancia entre el principio y el final aparece como una prueba de coherencia en la construcción del relato […] Desde las primeras páginas se plantean cuestiones a las cuales el desarrollo y sobre todo el desenlace darán una respuesta” (1975: 48). La segunda cuestión, que concierne a toda la comunidad, podría ayudarnos a escoger uno de los tres epílogos propuestos. Hemos visto que el principio de la novela nos sitúa en un periodo muy árido en el que se mencionan las acciones destinadas a obtener la intervención de Xurávet. Hemos comentado también los objetivos del mitote celebrado. Pero la falta de lluvias, que son indispensables para la agricultura y por ende para la supervivencia de la comunidad, es presentada solamente como probable, en toda la novela. Tampoco se producen la temida hambruna y la peste. Entonces, en la lógica mítica, los ritos destinados a pedir la lluvia a las divinidades: el mitote, los ayunos y la búsqueda del peyote han surtido efecto. Y esto no solamente durante el periodo cubierto por el relato en sí, sino también después. Al final el narrador autor nos deja saber que, ha llovido mucho en la Sierra Madre. Los senderos lodosos y los vados de los ríos, crecidos y llenos de peligros, vuelven muy ardua la empresa de arribar a Huajicori, Guasamota y Quemalusi para investigar si es auténtica la primera de tres versiones y emprender el desvanecimiento de la duda (p. 157).

C O N C LU S I Ó N A la luz de los trabajos que hemos podido consultar sobre el culto de Venus o Xurávet y siguiendo la lógica mítica nayarita, podemos escoger uno de los tres epílogos que el narrador propone al lector. La omnipresencia de Venus o Xurávet, tanto en la vida individual como en la vida colectiva y la obra benéfica ininterrumpida de esta divinidad —las sequías, la hambruna y la peste temidas y anunciadas no se verifican—hacen que privilegiemos la primera versión propuesta: la vida conyugal feliz de Mateo e Iyali, los jóvenes esposos. Los ritos mencionados:

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la búsqueda del peyote y el mitote, han logrado su cometido. El arrepentimiento de la “supuesta” víctima —Esmeraldo, el padre de Mateo— y luego el ostracismo que él mismo se impone liberan de la muerte a su hijo y del castigo de Venus a la comunidad toda. El ciclo agrícola anual, fundamental para la supervivencia de la comunidad, que es marcado principalmente por el periodo de secas y el de las aguas o época lluviosa del año, sigue su curso, manteniéndose así, con la ayuda divina, la circularidad del tiempo mítico.

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PREUSS, Konrad Theodor (1988a): “Los cantos religiosos y los mitos de algunas tribus de la Sierra Madre Occidental”, en Jesús Jáuregui y Johannes Neurath (comps.), Fiesta, literatura y magia en el Nayarit. Ensayos sobre coras, huicholes y mexicaneros de Konrad Theodor Preuss. México: Instituto Nacional Indigenista/Centro Francés de Estudios Mexicanos y Centroamericanos, pp. 265-287. — (1998b): “Un viaje a la sierra Madre Occidental de México”, en Jesús Jáuregui y Johannes Neurath (comps.), Fiesta, literatura y magia en el Nayarit. Ensayos sobre coras, huicholes y mexicaneros de Konrad Theodor Preuss. México: Instituto Nacional Indigenista/Centro Francés de Estudios Mexicanos y Centroamericanos, pp. 213-233. — (1998c): “La danza mitote de los indios coras”, en Jesús Jáuregui y Johannes Neurath (comps.), Fiesta, literatura y magia en el Nayarit. Ensayos sobre coras, huicholes y mexicaneros de Konrad Theodor Preuss. México: Instituto Nacional Indigenista/Centro Francés de Estudios Mexicanos y Centroamericanos, pp. 119-126. — (1998d): “Dos cantos del mitote de la chicharra”, en Jesús Jáuregui y Johannes Neurath (comps.), Fiesta, literatura y magia en el Nayarit. Ensayos sobre coras, huicholes y mexicaneros de Konrad Theodor Preuss. México: Instituto Nacional Indigenista/Centro Francés de Estudios Mexicanos y Centroamericanos, pp. 139-152. — (1998e): “La boda del maíz y otros cuentos huicholes”, en Jesús Jáuregui y Johannes Neurath (comps.), Fiesta, literatura y magia en el Nayarit. Ensayos sobre coras, huicholes y mexicaneros de Konrad Theodor Preuss. México: Instituto Nacional Indigenista/Centro Francés de Estudios Mexicanos y Centroamericano, 153-170. RUBÍN, Ramón (1984): El canto de la grilla. México: Fondo de Cultura Económica.

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LA HIEROFANÍA Y EL SÍMBOLO PREHISPÁNICO EN LA MODERNIDAD. LOS DÍAS ENMASCARADOS DE CARLOS FUENTES Weselina Gacinska Universidad Complutense de Madrid

La antropología literaria es una disciplina complementaria a los estudios literarios y antropológicos. Esta área utiliza la tradición y los fondos de la antropología filosófica, la antropología cultural y también los estudios literarios, siempre que se estudie la imagen del hombre y su comportamiento simbólico. Las nociones como el símbolo o el mito serán entendidas aquí a partir de los escritos de Ernst Cassirer, Mircea Eliade o Miguel León-Portilla. En el presente trabajo aplicamos algunas de las pautas antropológicas para analizar el cuento “Por boca de los dioses” de Carlos Fuentes. Según uno de los principios más relevantes de la antropología literaria, las palabras y los objetos son portadores de conceptos abstractos y simbólicos: “a un nivel más profundo vemos que ambos a su vez pueden evocar situaciones culturales [...] que contienen una multitud de signos de cada tipo, bien descritos por el narrador o implícitos ‘entre líneas’ (Poyatos 1984: 370). Esta multitud de signos es comprensible para la comunidad de lectores que pertenecen a la cultura concreta, pero igualmente pueden adquirir también un sentido universal, si en el análisis se toman en consideración las manifestaciones populares y los símbolos más antiguos. Dentro de la antropología literaria se pueden encontrar también los enfoques más universales, que no se concentran tanto en lo más visible y cotidiano, sino que buscan el arquetipo. Al tener este aspecto en cuenta, la suposición fundamental para este tipo de análisis que queremos realizar es: “the search for archetypes is a kind of literary anthropology, concerned with the way that literature is informed by preliterary categories such as ritual, myth and folk tale” (Frye 2007: 151).

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Carlos Fuentes, en numerosos escritos, subraya la relación entre mito y literatura. Según él, la función de recrear Hispanoamérica es también mitológica. A la manera de un Adán americano, debe desempeñar el papel de nombrar y crear nuevas realidades en el caótico Nuevo Mundo. En este sentido, América Latina es el territorio mítico por excelencia, creado primero por sus descubridores y ahora por sus escritores que rescatan del olvido el pasado mítico proporcionándole nuevos sentidos al tiempo, al espacio y a la historia latinoamericana. En cuanto al Gran Tiempo, componente fundamental de la obra fuentesiana, el mismo autor nos dice en Tiempo mexicano que las vueltas circulares derivan y se parecen a la forma de la serpiente, elemento tan importante en la cultura nahua. El tiempo mexicano, igual que el espacio, rechaza la ilusión lineal impuesta por la cosmovisión europea, y también la anécdota y el progreso lineal (Fuentes 1975: 18). En el cuento “Por boca de los dioses” el choque y la superposición de los tiempos aparecen simbólicamente con la mención del número “1519”, fecha de la Conquista de México por Hernán Cortés. La aparición de la fecha se puede interpretar como una inversión de los elementos extraños que irrumpen en la realidad estática en dos niveles: histórico y simbólico. En los dos casos ambos tienen una lectura religiosa y una interpretación como el nuevo encuentro de dos culturas. Esperando el regreso del dios, para los aztecas, Cortés apareció en las tierras mexicanas como fuerza divina, sucedió casi una hierofanía. En el nivel simbólico del cuento, la realidad mexicana que ha sido el fruto de la Conquista se ve amenazada por otra aparición, la intervención de Tlazol, una deidad antigua. Irónicamente, el papel del invasor cambia, manteniendo el año 1519 como puente para el paso y la intersección de los tiempos. Ahora es el pasado el que ejerce la vuelta y cuestiona la identidad mexicana basada en el mestizaje y la dominación de lo extranjero. Funcionan de la misma manera los mecanismos de la repulsión y atracción teniendo en cuenta el horror que producen en Oliverio las deidades prehispánicas y la seducción sexual que siente hacia Tlazol. La diosa y el elemento extraño de la boca dominan completamente la voluntad de Oliverio, deciden por él y crean para este personaje una nueva realidad que él no está ni dispuesto ni preparado para aceptar. La restauración del México autóctono y la purificación de los pecados del hombre mestizo son maneras de salvar el país del marasmo. Creemos que el empleo del número 1519 constituye una vuelta de tuerca en la percepción del concepto de la Conquista. De la misma manera que lo nuevo se impone sobre lo antiguo, en los cuentos de Fuentes incluidos en Los días enmascarados, el pasado reclama su presencia sirviéndose de la misma violencia que los invasores blancos.

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El hotel donde transcurre el relato aparte de pertenecer a una geografía muy concreta, desempeña también el papel de lugar sagrado. Los edificios en Los días enmascarados son, ante todo, lugares de utilidad profana —las casas y el hotel— que, sin embargo, se convierten en zonas con una gran presencia de lo sagrado. En cuanto a las segmentaciones espaciales, los aztecas dividen el mundo en cuatro partes. Se añade el centro, considerado como la quinta dirección. Cada una de ellas está relacionada con distintos colores, cualidades y tiempos, facilitando la organización de la existencia en tiempo y espacio. La forma de quincunce es la base de las representaciones en los códices, libros sagrados o la arquitectura de los templos (Clendinen 1996: 231). Cada dios tiene bajo su dominio una de las partes del universo dividido en cuatro. El centro sagrado del universo se encuentra en Tamoanchan, el árbol cósmico que marca el medio de la tierra. La división vertical coincide con el concepto presente en todas las religiones arcaicas, el axis mundi. La vía vertical facilita a los dioses bajar a la tierra. Así pueden manifestar su presencia gracias al eje que conecta el inframundo con la tierra y el cielo. En los cuentos de Los días enmascarados, el hombre moderno que tiene que enfrentarse directamente con lo sagrado, se encuentra dislocado, amenazado por la fuerza extraña dentro de lo que consideraba su “propio” territorio. Los protagonistas se quedan sin poder ni voluntad, la fuerza divina se apodera del espacio donde el hombre no tiene otra opción que obedecer. Tiene mucha importancia el sótano en “Chac Mool” y en “Por boca de los dioses”. En los niveles bajos de este Tamoanchan simbólico se encuentra el sótano. Éste se puede interpretar como un paso al inframundo, como lo escondido tanto en el nivel general como en el nivel de la conciencia. Los dioses habitan un mundo subterráneo, fuera del alcance de la modernidad. Sin embargo, aunque alejadas, las deidades están presentes en dicha modernidad. El ambiente que crea Fuentes en los sótanos evoca una realidad mítica y terrorífica. Oscuro y húmedo, recuerda las descripciones de Mictlán: “este sótano, inundado, negro, olía a sudario, y de pronto las luces y el ruido furioso le invadieron” (Fuentes 1990: 44). Como consecuencia de la presencia de los dioses, en los niveles más bajos del mundo habitado por el hombre tienen lugar ocurrencias extrañas por voluntad de estas mismas deidades: Chac Mool inunda constantemente la casa de Filiberto, se apodera de él sin abandonar nunca la casa. La mansión del cuento “Chac Mool” se convierte en un espacio divino, donde el hombre no es capaz de sobrevivir. En otro sótano, donde baja Oliverio, las fuerzas divinas arrastran a su víctima al centro del lago. El descenso al inframundo en ambos casos está relacionado con la muerte y el poder absoluto que puede tener lo sagrado sobre la vida humana.

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En “Por boca de los dioses” contamos con la presencia de muchas más deidades, que residen en el sótano del hotel donde vive Oliverio. Dirigido por la boca, contra su voluntad, el protagonista baja al sótano y descubre el ambiente húmedo, lúgubre y espantoso. Encuentra allí a Ilmatecuhtli, Izpapalotl, Mayahuel, Quetzalcóatl, Tecciztécatl, Tepoyollotl, Tezcatlipoca y Xólotl. El significado que se puede dar a la presencia de estas deidades en lo más bajo de la escala social (representada por el hotel), según Acker (1984: 117) es el reconocimiento de la amenaza latente de lo indígena, de lo despreciado e ignorado, pero sin embargo presente. La cultura occidental, impuesta sobre lo indígena, lo bárbaro, no valora la separación y el abismo que existe entre ambas y no se percata de la enajenación de lo indio. No obstante, me gustaría plantear la hipótesis de la presencia de los dioses principales aztecas como una representación de ciertas energías, de las fuerzas latentes en el mundo subterráneo, tanto de la sociedad como de la conciencia individual. Hay que tener en cuenta que algunos de los dioses enumerados por Fuentes, de acuerdo con el carácter de la religión, son representaciones de la misma deidad, que se manifiesta bajo distintas encarnaciones y domina otro tipo de fuerzas. El ejemplo principal es el grupo: Tezcatlipoca, Tepoyollotl, Xólotl y Quetzalcóatl. Tezcatlipoca, originalmente el dios del cielo nocturno, es una deidad estelar. Está relacionado con la Luna, las estrellas y con aquellos procedimientos de hechicería que llevan a la muerte, destrucción o maldad (Caso 1958: 42). Tezcatlipoca, según su nombre (“el espejo humeante”), dispone de un espejo que le deja ver tanto el pasado como el futuro del universo entero, y que sirve como “ventana” al inframundo y distintas partes del cosmos. Los colores que predominan en sus descripciones son oscuros: el negro de su espejo de obsidiana inmediatamente despierta las imágenes del mundo de los muertos, la noche, la tierra, la luz del día que queda capturada en su negrura. El humo que sale del espejo es un elemento que une el aire y lo terrestre, es el fuego que penetra la tierra, la unión de contradicciones. Puede servir también como metáfora de la guerra: el agua quemada o el agua fuego, atl tlachinolli. Tezcatlipoca es el dios hechicero y existe bajo varias encarnaciones cambiando o acumulando funciones y características. Lo conocemos entre muchos nombres como Tezcatlanexia, Necoc Yaotl, Ilhuicauhua Tlalticpaque, etc. A pesar de la variedad de formas que adopta, en cuanto a sus características destaca la habilidad hechicera, el conocimiento de los mundos ajenos a los hombres, la capacidad de controlar a los dioses y a los hombres y el ideal guerrero que facilita la seducción de las mujeres (Olko 2010: 224). En el cuento, Carlos Fuentes sitúa en el sótano también una de las encarnaciones de Tezcatlipoca, Tepoyollotl, y su mítico enemigo y complemento a la vez, Quetzalcóatl. Tepoyollotl es uno de los dioses menores. Su nombre, “el corazón de la montaña”, es una de las manifestaciones de Tezcatlipoca relacionada con la guerra y la

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noche. Tepoyollotl se representa bajo la forma del jaguar según, por ejemplo, J. Olko (2010: 224), pero A. Caso (1953: 44) insiste en que su forma de felino salvaje puede ser sólo un disfraz ceremonial. Quetzalcóatl como fuerza contiene diversos atributos y se manifiesta bajo varios aspectos y distintos nombres. Conocido como Ehécatl, Ce Ácatl, Tlahuizcalpantecuhtli, su nahualli más relevante es Xólotl, también presente en el cuento “Por boca de los dioses”. Es el mismo dios, bajo forma distinta (es un perro que lanza fuego), pero dispuesto a soportar las humillaciones por parte de las demás deidades. En su viaje al inframundo, o en el mito citado sobre la creación de los astros, Xólotl sufre toda clase de persecuciones y heridas. “La conversión de Quetzalcóatl en Xólotl, responde a las formas dialécticas propias del pensamiento mexicano [...]. Es un espíritu esencialmente móvil e inestable como el fuego y el amor. Encarna las partículas de luz y de energía que transciende el inframundo” (Boschi 1974: 68). Ahí podemos buscar su parentesco con Quetzalcóatl, dios luminoso por excelencia. Dios de la vida, enseñó al hombre la ciencia, el calendario, a tejer y fabricar mosaicos, artesanía, descubre el maíz, inventa las ceremonias, establece los ciclos de las oraciones y los sacrificios. Debido a la antigüedad de su culto, Quetzalcóatl desempeña una variedad de funciones. No obstante, la característica más relevante de este dios es la idea de la santidad y del pecado. Al contrario que Tezcatlipoca, Quetzalcóatl representa un arquetipo de santidad, la virtud derrumbada por las acciones maliciosas de su enemigo mítico. El último dios, Tecciztécatl, es la deidad que participa en la creación de Luna y de Sol. En oposición a Nanáhuatl, es el dios rico, sacrifica los materiales preciosos, pero es más cobarde. Por eso después de saltar en al teotexcalli, el fuego sagrado o la hoguera sagrada, se convierte en el dios Luna (Olko 2010: 235). El Códice Chimalpopoca (1975: 120) cuenta el mito cosmogónico de la Luna que subió al firmamento queriendo resplandecer de manera igual que el Sol. Uno de los dioses le tiró un conejo en la cara y disminuyó su brillo para siempre. Es uno de los dioses menores, su importancia se debe ante todo a la participación en la creación de los astros. El siguiente grupo que podemos distinguir dentro del cuento son las diosas, en cuanto a sus características y funciones, complementos de Tlazol: todas oscilan entre sus poderes creadores, sexuales y destructores. Por ejemplo Mayahuel, la diosa de agave, es el prototipo de la madre generosa. Su nombre sagrado es “la de cuatrocientos pechos”, lo que la relaciona explícitamente con la fertilidad y la sexualidad femenina. No obstante, hay que recordar que la fuerza sexual de la que disponían las diosas aztecas siempre era amenazadora, más influyente que la potencia masculina y, además, vinculada con el alcohol y la pérdida de la conciencia, constituía un suelo fértil para la imaginación y el temor. Mayahuel es diosa ctónica, hermanada con Tlazoltéotl, ya que las dos

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combinan los poderes sobre el deseo sexual, el sacrificio y la muerte. El jugo de agave, dulce y fermentado, podía convertirse en “el agua del cuchillo de obsidiana”, el líquido que servía para limpiar las hachas rituales. El mismo líquido se servía a los que iban a morir en el sacrificio ritual, ya que la embriaguez les quitaba el miedo a la muerte (Clendinen 1996: 240). Otra deidad femenina relacionada con la maternidad y la fecundidad es Ilmatecuhtli, conocida también como una de las manifestaciones de Coatlicue. La distinción y las dependencias mutuas entre estas diosas no son claras, ya que a pesar de su imagen espantosa, relacionada con la muerte, Coatlicue fue ante todo responsable de la vida y de la fertilidad como madre de las estrellas, y luego de Huitzilopochtli. Ilmatecuhtli se identificaba con la Vía Láctea y podía ser igualmente una de las encarnaciones de Omecíhuatl, la mitad femenina del dios superior (Olko 2010: 232). Como esta deidad tiene muchas representaciones, provoca confusión entre los historiadores de la religión precolombina. No obstante, en el presente trabajo nos interesan ante todo las características generales y la imagen de las fuerzas que transmiten las deidades. Entonces, resumiendo la descripción de Ilmatecuhtli, es menester señalar que según distintos autores puede identificarse con Tlaltecuhtli, “el señor de la tierra”, como dos aspectos de la misma deidad. Lo que une a las diosas aztecas aquí mencionadas, es que casi todas están relacionadas con la tierra y el inframundo: Coatlicue, Cihuacóatl y Tlazoltéotl. Destaca ante todo la conexión tierra-noche-muerte, como aspecto de las deidades infernales (Caso 1958: 72). La única diosa estelar que encontramos en el sótano del cuento es Izpapalotl, “mariposa de obsidiana”. Es una deidad guerrera, relacionada con las estrellas y meteoritos que caen del cielo, como manifestaciones del fuego divino. Izpapalotl representa el concepto de guerra estelar y el brillo de las estrellas como el arma de los dioses (Olko 2010: 293). De acuerdo con el concepto de la energía divina en la religión azteca, consideramos estos dioses que aparecen en el relato, no como “personas” —deidades en el sentido europeo—, sino como energías, un grupo de fuerzas que permanecen en el subsuelo mexicano. La “esencia divina”, el teotl que podemos extraer de la presencia de los dioses en el cuento, sirve como una representación del universo. En el sótano encontramos todo un microcosmos. La hierofanía, presencia o manifestación de las fuerzas sagradas, tiene la función de introducir el teotl en el mundo contemporáneo. Las energías que rigen el universo fuentesiano se pueden dividir en los siguientes grupos: · las fuerzas nocturnas, todas relacionadas con la noche, la negrura y lo siniestro; · las oposiciones binarias de creación y destrucción, unión de contradicciones; · la metamorfosis, el cambio y la movilidad;

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· la sexualidad amenazadora; unión de lo terrestre y estelar. Consideramos importantes estas divisiones porque concuerdan, en nuestra opinión, con los esquemas de la organización del universo (la línea tierra-cielo) y representan las energías más poderosas y amenazadoras de la religión. Aunque faltan en este grupo dioses solares, hay dos representantes de la fuerza del fuego, del movimiento constante y de la metamorfosis. En el cuento analizado se puede observar también el problema del desarrollo personal del protagonista expresado por el “cambio de la cara”. Para los mexicas, el desarrollo, el proceso de “tomar una cara” a lo largo de la vida significaba dotar al individuo de personalidad. En el momento del nacimiento, uno es deficiente, anónimo, pero la falta de rostro puede cambiar durante la existencia. “Rostro es, pues, la manifestación de un yo que se ha ido adquiriendo y desarrollando por la educación. Rostro connota aquí lo que caracteriza la naturaleza más íntima del yo peculiar de cada hombre” (León-Portilla 1972: 190). La individualidad del hombre se encerraba en el concepto de in ixtli, in yóllotl: cara, corazón. Alfredo López Austin (1980: 213) dice que el grupo ix (un conjunto del campo semántico de la cara) siempre se relaciona con el conocimiento, percepción, sabiduría y experiencia, pero también engaño y manipulación. Por ejemplo “tomarse el ixtli” significa ganar conciencia total, conseguir dominio de la percepción. Ixtli es el órgano de la sensación por excelencia, y como se le vincula ante todo con el sentido de la vista, algunos antropólogos insisten en traducirlo como “ojo” y no “cara” (López Austin 1980: 214). No obstante creemos que in ixtli, in yóllotl, considerando la gran complejidad de las metáforas nahuas, puede encerrar perfectamente todos los sentidos arriba mencionados. Pasando a la segunda parte de la metáfora, yóllotl designa el corazón, es decir la vitalidad, el conocimiento, la afección, la voluntad y la memoria. Aparte de controlar los procesos anímicos, el corazón comparte con ixtli el campo de la conciencia (López Austin 1980: 207). Como también tiene un significado relacionado con la voluntad, Miguel León-Portilla (1972: 191) nos proporciona la expresión “dar su corazón a alguna cosa”. Significa “ir uno en pos de algo”, intentar conseguir cosas, decidir sobre su propio destino. Señala también que yóllotl deriva de la misma raíz que la palabra ollin, el movimiento, que subraya el aspecto dinámico de la personalidad. En el cuento “Por boca de los dioses” resalta el tema de la cara y los posibles significados de sus elementos. El destino y la voluntad del hombre son los temas principales del cuento y se expresan a través del cuerpo del protagonista. Octavio Paz escribe en su ensayo “La máscara y la transparencia” (1978: 11), que el cuerpo humano ocupa un lugar central en el universo narrativo de Carlos Fuentes. Las sensaciones, la imaginación o combinaciones del deseo sexual y de la repul-

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sión, constituyen uno de los aspectos fundamentales de su creación literaria. “El cuerpo es verdadero y la revelación que nos ofrece es inhumana, sea animal o divina: nos arranca de nosotros mismos y nos arroja a otra vida, o a otra muerte, más plena”, dice Paz (1978: 11). El protagonista, al cortar la boca tridimensional del cuadro moderno, empieza a arriesgar su propia voluntad. La boca adquiere vida, habla, ríe o grita movida por su propia fuerza. Finalmente se pega a la cara de Oliverio quitándole su individualidad: “Oliverio rasgaba la boca con sus uñas; los ojos, dos gotas de terror; pero la boca reía, reía, reía. —¿No lo vas a creer, Oliverio? Tú, piensas; yo, hablo” (Fuentes 1990: 43). Todas sus acciones están dirigidas por la boca, ella le lleva a los mítines políticos, a los clubes y tertulias, forzándole a insultar a los asistentes y así, rompe sus vínculos con la sociedad. No obstante, las acciones de los labios, ¿o de Oliverio?, frente a la sociedad tienen como finalidad desenmascarar esta realidad que le rodea. Las palabras que pronuncia la boca formulan una crítica de la sociedad mexicana. El largo discurso de Oliverio poseído por la boca acaba con una amenaza de caída del mundo racional, donde rige el pensamiento científico y lógico. Como vemos, la boca, que ha dominado al protagonista del cuento, por un lado le ha quitado su voluntad, en su opinión le engaña y fuerza a cometer hechos a los que nunca estaría dispuesto, pero también abre sus conocimientos. Ayuda a Oliverio a “tomar el ixtli”, el protagonista empieza a ganar la conciencia total y ensancha su percepción. En el desarrollo de su conciencia, Oliverio se da cuenta de la existencia del mito, de las capas de la conciencia antes cerradas para él. En otras palabras, Oliverio, al perder su propia voluntad, se ha deshecho de su corazón. Teyolia o yolia, es un elemento espiritual localizado en el corazón, que con su característica “cálida” también transmite la individualidad del hombre (Olko 2010: 240). Teyolia abandona el cuerpo después de la muerte, pero cíclicamente vuelve a la tierra y se encarna en otras personas. Es entonces significativo el desenlace del cuento, donde la diosa relacionada con la muerte y renacimiento clava el puñal en el corazón del protagonista. El corazón, yóllotl, fue para los mexicas un órgano fácilmente alterable, para bien o para mal. Aunque relacionado con el aspecto dinámico y la capacidad de crear el propio destino del hombre, siempre estaba en peligro de los hechizos, de la ira o de los pecados. Todas las acciones de la boca que dirige el cuerpo del protagonista tienen como objetivo la liberación de Oliverio de su estado de inconsciencia e ignorancia. En el sótano del hotel los labios exclaman: “¡Vamos, Oliverio, a la comunión, a redimirte!” (Fuentes 1990: 45). En el último apartado del cuento se realiza el sacrificio del protagonista, que además contiene un fuerte componente sexual. El cuerpo de Oliverio adquiere una dimensión erótica gracias al deseo de Tlazol, y este deseo se entremezcla con la violencia mortal. Creemos que debido al

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ambiente en el que tiene lugar (la atmósfera de sacrificio ritual, la presencia de la música y de los cantos) y la manera de ejecutar la ofrenda (con un puñal de obsidiana), se puede interpretar la escena como purificación. La narración en primera persona nos permite suponer que Oliverio no ha muerto y que la violencia sacrificial servía como un paso más hacia la plena conciencia del individuo.

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Diablo Guardián es una novela notablemente conocida, especialmente en España, donde fue galardonada con el VI Premio Alfaguara en su edición de 2003. Cuenta en primera persona la historia de Rosalba Rosas Valdivia, adolescente de clase media que vive en la periferia de la Ciudad de México, maldiciendo la mediocridad que la rodea y el plan de vida que su familia ha diseñado para ella. Hastiada de un entorno con el que no se identifica, Rosalba escapa del hogar familiar con cien mil dólares que ha robado a sus padres, y que éstos, a su vez, han estafado a la Cruz Roja. La meta de su fuga es Nueva York, donde consigue vivir durante cuatro años de forma ilegal, usando el sobrenombre de Violetta y dilapidando desenfrenadamente su botín. Con todo el dinero gastado, se ve obligada a prostituirse, robar y mendigar para tratar de mantener su alto tren de vida y la adicción a la cocaína que ha contraído en un viaje a Las Vegas. En Nueva York conoce también a Nefastófeles, quien, tras un maquiavélico proceso de seducción, termina convirtiéndose en su proxeneta. Humillada, explotada y maltratada por Nefastófeles, Violetta pone fin a su estancia en Estados Unidos y regresa a México. En el Distrito Federal su vida no es más fácil: se topa de nuevo con Nefastófeles, ahora convertido en el ejecutivo de éxito Rodolfo Ferreiro, quien ha tejido una red de la que Violetta no puede escapar, y que incluye una posible reconciliación con sus padres. Contratada oficialmente como secretaria, Violetta se desempeña como prostituta para altos ejecutivos con los que cierra los más lucrativos negocios de la agencia de publicidad que ahora preside Ferreiro. La novela se cierra como empezó, con un robo. Violetta saquea las arcas de la empresa de Ferreiro, huyendo con dos millones de dólares —tan fraudulentos como los que había robado a su familia— hacia un lugar indeterminado en un Corvette amarillo.

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La crítica ha calificado a Violetta de personaje malinchista. Sus continuos comentarios racistas y clasistas parecen avalar tal caracterización. He aquí una muestra: “Claro que con mi carita de muñeca de Lladró nadie iba a imaginarse la cantidad de coatlicues que mis putos antepasados me dejaron escondidas” (p. 113). Oswaldo Estrada (2008) es el crítico que más ha ahondado en la cuestión. Para Estrada, Violetta se mueve por el anhelo de dejar de ser mexicana y convertirse en estadounidense; no hay nada que desee tanto como aprender inglés y vivir en Estados Unidos. Estrada analiza el uso de la palabra ‘naco’, vocablo que, según él, concentra todo el menosprecio social y étnico en boca de Violetta. Aunque ella reconoce que también es ‘naca’, todo su empeño es librarse de este atributo. No obstante, fracasa en sus propósitos de hacerse estadounidense. Si en México no hallaba su sitio, en los cuatro años que reside en Nueva York no conseguirá procurarse una sola amistad. Según Estrada, Violetta puede modificar su imagen, perfeccionar su acento o alterar sus hábitos, pero siempre encontrará parcelas identitarias incorruptibles. La hibridación plena, por tanto, no es posible. La suma de su origen mexicano y su adopción estadounidense resulta en una nueva identidad extraña a ambos países. En el mismo trabajo, Estrada afina aún más esta caracterización malinchista, señalando que, con su vuelta a México tras la aventura estadounidense, Violetta adquiere los rasgos que Monsiváis (2001) adjudica a la Malinche posmoderna: uno, la liberación de sus cargas ideológicas y dos, el anhelo de desembarazarse de su reputación de traidora. Efectivamente, Violetta no abandera ninguna de las causas que ha simbolizado la Malinche en las últimas décadas: ni reivindica el mestizaje (Messinger 1991) —más bien al contrario—, ni denuncia el sometimiento de la mujer (Romero 2005), ni la doble discriminación que padecen las chicanas (Candelaria 2002). Sin embargo, no aprecio en ella —y he aquí una de las tesis clave del presente estudio— intención alguna de mudar su fama de traidora. Violetta no reivindica nada, tan sólo muestra: tras cuatro años en Nueva York, vuelve a México, y su retorno, convertida en una “ladina internacional”, “indita newyorka” (p. 242) es, a lo sumo, el de una Malinche que ni busca la reconciliación ni padece la culpa. ***

La Malinche posmoderna recobra la voz; Diablo Guardián es un relato confesional. Me interesa, por tanto, analizar qué tipo de discurso compone Violetta. Mi hipótesis es que su relato tiene estética y estructura narrativa de videojuego. Muestra de ello es la abundante iconografía de videojuegos que Violetta incorpo-

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ra a su relato1, los comentarios donde ella misma evidencia tal semejanza2, o los paralelismos estructurales que analizo a continuación, y de los que me interesan, especialmente, sus cortocircuitos3. Pero la historia de Violetta es, ante todo, una historia de la búsqueda de control sobre su propia experiencia y sobre su relato. Ésa es la palabra clave: control, el motivo por el que, a mi parecer, Violetta da estética y estructura narrativa de videojuegos a su relato. La responsabilidad sobre el propio relato que el videojuego proporciona al jugador lo convierte en un medio excelente para que Violetta ponga en práctica su utopía de control. Esta responsabilidad es la consecuencia de la redefinición del concepto de reglas y de autoría que los videojuegos proponen. Con respecto a la autoría, el jugador, dentro de una aleatoriedad limitada (“bounded ‘randomness’”, Newman 2004: 104), explora espacios y ensaya posibilidades, por lo que, en cierta medida, comparte la autoría del relato con el diseñador del videojuego. Con respecto a las reglas, la paradoja entre la necesaria rigidez de las mismas y el dinamismo y volubilidad de la partida se resuelven en un reglamento poroso que permite lo que Felan Parker (2011) llama ‘juego expansivo’ [expansive gameplay], y que explica con la siguiente cita de Deleuze: “ya no se trata de determinar formas, como con el conocimiento, o de imponer reglas, como con el poder: se trata de establecer reglas opcionales que conviertan la existencia en una obra de arte, reglas tanto éticas como estéticas que creen formas de existir o estilos de vida (considerando incluso el suicidio)”4 (1995: 113). Parker apunta a que los videojuegos pueden proporcionar al sujeto, en su faceta de jugador, una práctica real de libertad, pues éste tiene la posibilidad de crearse una existencia estética a través de la autoimposición voluntaria de dichas reglas. Pues bien, con estos alicientes, lo que Violetta propone, a mi entender, es un estallido brutal del círculo mágico, es decir, del espacio cerrado donde, según la primigenia teoría del juego, encabezada por el propio Huizinga (1980), se desarrolla la partida. En consonancia con la teoría de videojuegos contemporánea, que aboga por unos límites espacio-temporales del juego más fluidos, Violetta muestra cómo, efectivamente, las consecuencias del juego no se agotan en la partida. En Diablo Guardián, el videojuego sale del espacio íntimo del hogar y toma la calle. Violetta vive su aventura como una sucesión de plataformas en las que se 1

Por ejemplo: llama ‘Supermario’ al botones de su hotel de Las Vegas, “no porque fuera muy bueno para algo, más bien porque era idéntico al muñeco del videojuego. Chaparrín, de bigote, asalariado, ingeniosito, y además se hacía grande con un hongo” (p. 243). 2 “Ésa era la idea que tenía yo de Nueva York: un maratón que nunca se detiene. Igual que el videojuego de mi vida, ¿ajá?” (p. 205). 3 “De repente la vida es como un videojuego que no puedes apagar” (p. 205). 4 Deleuze, en referencia al concepto foucaultiano de autoconstrucción estética del sujeto.

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enfrenta a distintos retos y rivales hasta alcanzar sus objetivos finales: Nueva York, en su viaje de ida, Ciudad de México, en el de vuelta. Ansía asumir mayores cotas de control sobre su experiencia, y en el videojuego ha experimentado cómo conseguirlo. Se trata de un ejemplo palmario de que las expectativas y deseos que el jugador proyecta en el juego no desaparecen al finalizar la partida. Para Caillois, esto significa la perversión absoluta del juego: Cuando se acaba toda convención y el juego ya no es una actividad aparte, lo que era placer se constituye en idea fija, lo que era evasión en obligación, lo que era diversión en pasión, en obsesión y en causa de angustia (1986: 89).

Sin embargo, esta perversión del juego tiene consecuencias serias para Violetta, quien encuentra en los videojuegos los desafíos, la inmersión y el control que ansía trasladar al resto de su “realidad”5; estimulada por la naturaleza de las imágenes y por el tipo de relato que ha experimentado con los videojuegos, se atreve a ser. La primera decisión que toma Rosalba antes de emprender su viaje es la de diseñarse un avatar con el que afrontar el juego. Si el cine funciona como un espejo en el que los espectadores se reconocen y delinean su identidad, la gran contribución de los videojuegos es hacer tangible esta identificación, gracias a la incorporación a la pantalla del cuerpo del espectador, ahora convertido en jugador, y, en buena medida, responsable del relato (Metz 1982). El avatar es un diseño gráfico pretendidamente vacío (Newman 2004: 130-134). ¿Qué tipo de avatar se diseña Rosalba? A juicio de Octavio Paz (2003: 174-175), “la imagen de la ‘mala mujer’ casi siempre se presenta acompañada de la idea de actividad [...] es dura, impía, independiente, como el ‘macho’”. Pues bien, si el nombre “Rosalba” simboliza la vida estática y mediocre como secretaria bilingüe y güera que sus padres tratan de imponerle, ella responde creando a “Violetta”, Lolita, Malinche, mala mujer, dinámica, traicionera, rápida, tramposa. Caillois (1986: 52-58) denomina mimicry al placer por adoptar una personalidad extraña en un universo ficticio, y lo considera uno de los componentes esenciales de los juegos. La pregunta pertinente es cuán extraña al jugador, en este caso Rosalba, es la personalidad que crea con su avatar, Violetta. A mi juicio, este extrañamiento es mínimo: el avatar es una suerte de significante imagético vacío que el jugador colma con su deseo. Para aplicar el concepto de mimicry a la teoría de videojuegos, por tanto, se han de tomar ciertas precauciones. La mimicry supone 5 Es interesante notar, con Newman (2004: 104), la diferencia entre un lector de novelas o un telespectador frente a un internauta o un jugador de videojuegos, en lo referente a la capacidad de respuesta y la responsabilidad sobre el relato. Newman distingue entre audiencia activa (literatura, audiencia televisiva) y audiencia interactiva (internauta, jugador de videojuegos).

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la adopción de un rol social o una personalidad ajenos; el avatar propone, por contra, la manifestación o el desarrollo del deseo del jugador que, de alguna forma, había quedado neutralizado o reprimido. La diferencia es sustancial. La mimicry conlleva disfrazarse para convertirse temporalmente en otro; el avatar, por contra, se constituye en disfraz que el jugador usa para hacer actuar su propio deseo. Frasca retoma la antigua discusión que cuestiona la seriedad o la informalidad del juego (cf. Huizinga, Caillois) y sostiene que esta capacidad del avatar para morir y renacer de nuevo provoca que los videojuegos no puedan ser considerados una actividad seria, sino simplemente un campo de experimentación sin consecuencias, donde el fracaso siempre puede ser reparado: todo lo que haces en el juego es trivial, porque siempre puedes jugar de nuevo y hacer exactamente lo opuesto... El jugador experimenta más que actúa: puede experimentar con el ‘¿qué pasa si...?’ sin asumir ningún riesgo. El problema es que los productos culturales ‘serios’, tal como sucede en la vida real, no ofrecen esta posibilidad de experimentar sin riesgo (2000: 3-4).

Concluye señalando irónicamente que “el dilema de Hamlet sería irrelevante en un videojuego, dado que en el videojuego Hamlet podría ‘ser’ y ‘no ser’” (p. 175). Sin embargo, pienso que esta ausencia de consecuencias supone retornar al concepto de círculo mágico, según el cual lo que sucede en el juego permanece en el juego. El caso de Violetta contradice esta afirmación y avala mi hipótesis. Los videojuegos le proporcionan a Violetta no sólo la experiencia de control y la autoridad para negociar las reglas, sino que, además, esta capacidad del avatar para morir y renacer le muestran que es posible deshacerse de la máscara que ha empleado para emprender el juego cuando ésta se ha convertido en un obstáculo. Por otro lado, los videojuegos permiten la construcción de identidades en una medida que no conocieron nuestros antepasados (Filiciak 2003: 88). Esnaola, por su parte, aunque reconoce esta capacidad creadora de los videojuegos, señala su restricción al espacio íntimo de la casa, donde el jugador ahoga sus angustias personales: Lo que divierte y entretiene es, precisamente la experiencia de vértigo, de dominio y control para manipular la realidad pero sin correr el riesgo de vivirla, asumiendo las consecuencias. Divierte la negación, la certeza de que los contenidos dramáticos queden sometidos al formato de la pantalla y sean desde el programa, fácilmente controlables (2004: 471).

Esnaola (2004: 483) observa cómo los videojuegos inducen a, en lugar de afrontar el desafío de las angustias personales, canalizarlas en forma de entretenimiento. En este sentido, los videojuegos pueden ser considerados como una he-

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rramienta de apaciguamiento e inhibición. Sin embargo, lo que Violetta muestra es que si se acepta esta pretensión inhibidora de los videojuegos, en la naturaleza de los mismos se halla, paradójicamente, su propia trampa. El videojuego sitúa al jugador en el centro de la experiencia lúdica, como personaje, coautor y espectador del relato. Este alto grado de control hace que el jugador se sienta autorizado a negociar las reglas. El paso siguiente es trasladar al resto de la “realidad” la identidad elaborada para el avatar del juego y la autoridad para negociar, reinterpretar o enunciar un reglamento. Es el paso que da Violetta, quien en lugar de ahogar sus angustias existenciales en el espacio privado, traslada esa experiencia a la calle. Alentada por el uso de un producto cultural de masas, como son los videojuegos, Violetta construye su identidad y negocia las reglas; se atreve a ser. Para recapitular: Violetta se proporciona un relato de videojuegos por dos razones, que constituyen, en definitiva, las dos caras de un mismo deseo: una, para dar orden a la experiencia de su fuga a Estados Unidos y su retorno a México; dos, para crearse diegéticamente un yo asumible que revele sus ansias de control sobre su propia experiencia. Violetta necesita descontrolar y desordenar para poder controlar y ordenar a su manera. La combinación de la ficción autobiográfica con el relato lúdico de los videojuegos nos conduce ineludiblemente a la metaficción. Sin embargo, pienso que en el relato de Violetta hay un posicionamiento diferente, un paso al frente, con respecto al cuestionamiento de los límites entre realidad y ficción y sobre las consecuencias serias del juego. Por la sutil hendidura que distingue el tipo de ficción del yo que propone Diablo Guardián con respecto a los relatos metaficcionales arquetípicos indago en esta última parte del presente estudio. ***

Diablo Guardián se estructura en torno a dos series de capítulos que se alternan. Una serie, con narrador equisciente, está dedicada a Pig, el diablo guardián; la otra, la principal, tiene a Violetta como narrador intradiegético protagonista; Violetta-narradora cuenta a una grabadora6 la historia de Violetta-personaje mediatizada por su perspectiva única y autónoma, a modo de confesión, en forma de soliloquio en estilo directo libre y con un fuerte sabor oral. El receptor primero del relato de Violetta es Pig, siendo él, por tanto, el que acepta en primer lugar el pacto autobiográfico descrito por Lejeune (1996). Dos particularidades observo

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Este recurso tiene antecedentes en la novela mexicana: es empleado, por ejemplo, en El vampiro de la Colonia Roma, de Luis Zapata.

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en Diablo Guardián: por un lado, dicho pacto autobiográfico se produce a nivel intradiegético, dado que es un personaje el que relata a otro personaje su propia biografía; por otro, la narradora Violetta, al contar la historia del desarrollo de su propia personalidad, distingue entre los dos personajes que manifiesta haber sido a lo largo de su vida: por un lado, Rosalba, a quien identifica con la imagen de Ricitos de Oro cándida, aspirante a secretaria bilingüe y güera que sus padres ansiaban crear; por otro, Violetta, Malinche, “ladrona, tramposa, pornógrafa, piruja” (p. 197), que huye con más de cien mil dólares robados para establecerse en Nueva York. De acuerdo con Patricia Waugh (2001: 36), “la metaficción centra su atención en el proceso de recontextualización que tiene lugar cuando el lenguaje se usa estéticamente —cuando el lenguaje se usa ‘lúdicamente’”7. Violetta, al dotar su relato de estética y estructura narrativa de videojuegos muestra las potencialidades serias del juego con respecto a la compleja tensión entre ficción y realidad. Interroga al círculo mágico y pone en evidencia la fluidez de sus límites. Uno de los temas predilectos de los relatos metaficcionales es la creación por parte del jugador protagonista del relato de un mundo de fantasía en el que él mismo se convierte en el personaje de su propio juego. Efectivamente, en Diablo Guardián, su protagonista, Rosalba, crea el personaje de Violetta y se desenvuelve a partir de él. Pero además, y esto es lo relevante, Violetta no es el disfraz que Rosalba adopta para representar temporalmente un papel que le es ajeno; el avatar Violetta es la máscara que Rosalba usa para poner en acción su propio deseo. Este giro es fundamental pues conduce adonde Diablo Guardián diverge de los relatos metaficcionales “clásicos”. Volviendo a Waugh, una de las características principales de la metaficción es “una celebración del poder de la imaginación creativa junto con la incertidumbre sobre la validez de sus representaciones” (p. 2). Pero Violetta no duda. Sabe que está creando ficción, pero esta ficción le vale. Presenta su confesión como un acontecimiento trascendental: va a decir la verdad y, aunque titubea, exige a Pig que reproduzca esa verdad en el libro que éste ha de escribir contando la historia de ella. Dice Violetta: “Pero no soy ingenua, insisto, soy quien soy: la oveja negra, la plebeya ambiciosa, la puta de este hotel, la bruja de este cuento. Ni modo de esperar que me pongas de princesa, ¿ajá?” (p. 22). Violetta sabe que, en última instancia, se dirige a una multitud de lectores escépticos y por eso los mira de frente. Su historia de monitos de videojuegos ha sido una celebración de la imaginación creativa, pero de una imaginación que le ha servido para

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Al traducir playfully por ‘lúdicamente’ me refiero al juego en general, no al concepto de ludus en contraposición a paidía descrito por Caillois (1986: 65). Todas las traducciones de Waug son mías.

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atreverse a ser. Ha dado cauce a su utopía de control, y al final de la novela escapa de nuevo con un maletín cargado de dólares, un Corvette amarillo y Pig en el asiento del copiloto. La metaficción consiste en “crear una ficción y, simultáneamente, declarar algo sobre la creación de tal ficción” (Waugh 2001: 6); pues bien, lo que Violetta declara podría resumirse así: “ésta es mi historia, mi ficción, y me sirve, me afecta, me duele”. Diablo Guardián nos presenta, por tanto, una Malinche que reivindica su verdad discursiva, una Malinche consciente de que al relatar sus vivencias crea ficción pero una ficción que le vale para atreverse a ser. Si el mensaje más o menos explícito de la metaficción es “esto es un juego” (ibíd.: 35), Violetta añadiría “y el juego merece la pena”.

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RENOVACIÓN O MUERTE POR ACCIÓN DE LA LLORONA Tanya González Zavala Benemérita Universidad Autónoma de Puebla

Los discursos recopilados en Xicotepec de Juárez como parte de la tradición oral refieren al personaje sobrenatural de la Llorona, entre otros. También encontramos relatos en torno a la bruja y al diablo. Los informantes describen a la Llorona como “una hermosa mujer, de cabello largo, ojos muy bonitos, vestida de blanco”. No obstante, en ocasiones, relatan que asume una rara apariencia, “como una calavera”. El análisis de este personaje demuestra que ejerce una importante función persuasiva, pues es quien, mediante prácticas de seducción e incluso pérdida de conciencia, cambia la condición existencial de ebrios a abstemios después de sumergirlos en el agua o bien los conduce a la muerte tras precipitarlos a una barranca. La Llorona, probable advocación de la diosa prehispánica Cihuacóatl transforma las competencias del trasnochador, pues al principio del relato puede dejar la fiesta pero no quiere y al término de la acción narrativa principal, la inmersión en el agua, ya puede y quiere portarse bien, es decir, abandonar las prácticas antisociales. En este artículo observaremos las coincidencias descriptivas entre la Llorona y Cihuacóatl. Además, señalaremos el significado que adquieren el agua y el “espacio sagrado” como la barranca dentro de la cosmovisión del mundo prehispánico. El conjunto de relatos que constituye nuestro corpus para el análisis del personaje de la Llorona lo recopilamos en trabajo etnográfico en entrevista directa con los habitantes de la comunidad, en el municipio de Xicotepec de Juárez, ubicado en la Sierra Norte del Estado de Puebla1, México. Por tal motivo, el corpus original no presenta las narraciones tal como las leemos; ellas ostentan un tipo de 1

Colindancias limítrofes de la Sierra Norte: limita al norte con la región del declive del Golfo, al sur con la región de los llanos de San Juan, al este con el estado de Veracruz, al oeste

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sintaxis y de registros de lengua particular en el habla coloquial dentro de un intercambio semidirigido e informal. Sin embargo, para nuestro interés en esta investigación, hemos extraído únicamente la parte que corresponde al relato. Es decir, hemos transformado en textos escritos los materiales obtenidos directamente de los informantes. Así, en las variantes de leyenda narradas sobre la Llorona se alude a un personaje real o un hecho real, reconocido en el interior de la comunidad, pero que ha sufrido cambios. De acuerdo con Sankey y Gutiérrez, “la leyenda se caracteriza por representar hechos o personajes reales, reconocidos dentro de una comunidad, pero que han sufrido deformaciones o han sido amplificados por la imaginación colectiva, o por iniciativa de los narradores” (Sankey García/Gutiérrez Estupiñán 2006: 75). Este hecho lo constatamos en la descripción del personaje que nos ocupa si atendemos a su reminiscencia en el pasado indígena, donde la diosa Cihuacóatl “mujer serpiente” realizaba acciones semejantes a las que se le atribuyen a la Llorona en el discurso actual, entre ellas gritar dolorosamente por las noches además de proporcionar situaciones adversas como carencia, debilidad y trabajos. La crónica de Sahagún (2002: 74), al referir la adoración de la diosa Cihuacóatl —“mujer de la culebra”—,2 por parte de los naturales de la Nueva España cita “que esta diosa daba cosas adversas como pobreza, abatimiento, trabajos. Aparecía muchas veces, según dicen, como una señora compuesta con unos atavíos como se usan en palacio. Decían que de noche voceaba y bramaba en el aire”. Asimismo, otra de las designaciones que tenían para nombrar a Cihuacóatl era Tonantzin, que quiere decir “nuestra madre”. La leyenda de la Llorona en el imaginario colectivo de la comunidad presenta distintas variantes que nos permiten reconstruir una concepción más detallada de este personaje sobrenatural. Es decir, por medio de las versiones conocemos la descripción física de la Llorona y sus acciones narrativas, dónde actúa, qué hace, por qué aparece, por qué sanciona y cómo adquirió el poder. La tradición oral describe a la Llorona como una mujer joven o una señora en etapa fértil, con cabellera larga, en algunas ocasiones con el cabello suelto y en otras con una larga trenza, y ropa blanca como una novia. Además, se le atribuyen las características de ser una mujer alta, muy bonita y con unos ojos preciosos. No obstante, a pesar de poseer estos atributos, también aparece como “una persona con un carácter físico raro”, el cual asusta por su apariencia de calavera. con el estado de Hidalgo y al suroeste con el de Tlaxcala. Forma parte de la Sierra Madre Oriente y se extiende en la zona norte del estado, desde Huauchinango hasta Teziutlán, limitando la llanura costera del Golfo de México (Ruiz Lombardo 1991: 23-24). 2 López Austin (2004: 289) traduce el nombre de Cihuacóatl como “serpiente femenina”, una de las denominaciones de la diosa madre terrestre.

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Dicha representación nos remite a la obra de fray Diego Durán (1984: 125), quien consigna: La diosa Cihuacóatl era de piedra, tenía una boca muy grande abierta y los dientes regañados; tenía en la cabeza una cabellera grande y larga, y un hábito de mujer, todo blanco de enaguas, camisa y manto. Este era el ornato ordinario con que a la contigua estaba vestida en un templo alto y suntuoso, especialmente en Xochimilco, cuya advocación era allí.

De forma semejante, en la tradición oral, un informante remite a una versión casi idéntica: “es totalmente como una persona, con un carácter físico raro, algo te asusta, como si fuera una calavera, muy alta y bonita, ojos preciosos. Una mujerzota pero bien altota”. Tanto en el retrato presentado por Durán como en el de los narradores de Xicotepec observamos coincidencias en los rasgos faciales y en la vestimenta, lo cual nos muestra el antecedente de la Llorona en el mundo prehispánico. Por otro lado, también debemos destacar la característica de la juventud en nuestro personaje. Las narraciones, ineludiblemente, describen a la Llorona como una mujer fértil, siempre con hijos, pero cuyas acciones en el cuidado de ellos no son las esperadas socialmente. Una madre, de acuerdo con los entrevistados, debe proteger a su descendencia y no dañarla o matarla como lo hace la Llorona, quien debido a su acción desaprobatoria pena en señal de castigo. Refiriéndonos a los atributos ideales de la mujer en algunos pueblos mesoamericanos, León-Portilla documenta: Numerosos son los templos en que la mujer aparece sirviendo en los templos, educando a sus hijos, confortando a los que van a la guerra, atendiendo a su marido y a todos los requerimientos del hogar. Se conservan además varios huehuehtlahtolli3 en que la mujer es tema central, la que incluso pierde la vida al cumplir su misión suprema: traer seres humanos al mundo. Ella —la que moría al tiempo del parto— era divinizada y presentada como dechado de todas las virtudes (1998: 15-17).

La forma de actuar de las mujeres nahuas se nos muestra como un ejemplo y modelo. En línea paralela, nuestro autor destaca cualidades de la mujer que cumple el rol de madre: es tranquila, pacífica, modesta y digna debido a que honra y respeta a la gente, mostrándole consideración.

3

Los huehuehtlahtolli, “antigua palabra”, a modo de consejo o descripción, dan cuenta de lo que ha de ser la mujer noble (León-Portilla 1998: 14).

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Tanya González Zavala La madre de familia tiene hijos, los amamanta, su corazón es bueno, vigilante, diligente, cava la tierra, tiene ánimo, vigila. Con sus manos y su corazón se afana, educa a sus hijos, se ocupa de todos, a todos atiende. Cuida de los más pequeños. A todos sirve, se afana por todos, nada descuida, conserva lo que tiene, no reposa (León-Portilla 1998: 18).

La glosa del historiador nos permite observar que las acciones idealizadas por la madre, referidas en el contexto prehispánico, contrastan con las desempeñadas por la Llorona, quien demuestra su falta de entrega al no vigilar a sus hijos y descuidarlos. Otro aspecto que destacamos en el análisis es la constante asociación de nuestro personaje a la figura femenina; nunca se asocia a hombres, no al menos en su descripción física. El tiempo y lugar de las acciones de la Llorona aparecen de forma iterativa. Ella se deja ver por las noches, únicamente a hombres, en caminos o calles muy solitarios, por ejemplo, en el monte, debido a su característica de lugar inaccesible donde no se puede llegar fácilmente; en pozas, ríos o arroyos. En torno a los lugares citados, debemos precisar que en el mundo mesoamericano los ríos, arroyos, lagos y lagunas, manantiales, grutas y cuevas, sumideros, cascadas, cenotes y corrientes subterráneas eran conexiones con los pisos del inframundo, entradas al seno de la tierra4. Los estudios de Heyden consignan que “en la región totonaca, la entrada al inframundo es a través de una cueva, la cueva es el mundo de los muertos. Desde esta cosmovisión5, alguna ‘parte hueca’, sea cueva natural o artificial o una caja, simboliza el regreso al vientre materno” (Heyden 1983).

4

Véase Broda et. al. (1991) y Broda/Iwaniszewski/Montero (2001). “El concepto de cosmovisión [...] remite a las explicaciones que los pueblos indígenas formulan en torno al origen y funcionamiento del universo, y a su desempeño como seres humanos frente a la naturaleza y el grupo social de adscripción. Implica, además, símbolos colectivos, figuraciones, convicciones y valoraciones —conscientes e inconscientes—, es decir, las formas de conciencia social fortalecidas y transmitidas en la cotidianidad” (Báez-Jorge 2003: 52-53). 6 Para un estudio minucioso de la montaña como réplica del Tlalocan, véase López Austin/López Luján (2009), Monte sagrado-Templo Mayor, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Antropológicas. 5

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El pensamiento mesoamericano de que las entrañas de la tierra servían como elemento renovador de vida se comprende, de acuerdo con López Austin, al concebir a la montaña6 como contenedor de todo género de riquezas. Para ellos, el vientre de la montaña era una olla gigantesca donde las aguas, los vientos y los corazones de las plantas esperaban su periódica liberación. Al ser fecundo su interior, se asemejaba a un paraíso acuático y oscuro. A dicho lugar lo denominaban Tlalocan. Por su ubicación subterránea también era considerado un lugar de muerte, donde iban las almas de quienes morían en los dominios del agua (López Austin 1998: 6-13). Asimismo, en las narraciones se focaliza la acción de desaparecer a voluntad en presencia de quienes intentaron alcanzar a la Llorona. También se pone de relieve la causa de provocar espanto en los hombres debido a que es “mal aire”, situación que pude generar desde un malestar físico hasta la muerte. En este contexto, debemos aludir a la conceptualización de una de las entidades anímicas, el tonalli, analizada por López Austin (2004: 223-227 y 243), quien precisa que uno de los significados del término es “el alma y espíritu”. Dioses, animales, plantas y cosas participan de esta fuerza. El tonalli determinaba el grado del valor anímico del individuo, asimismo, se consideraba la perturbación en su conducta futura y que establecía un vínculo entre el hombre y la voluntad divina por medio de la suerte. Nuestro autor distingue dos causas de la salida del tonalli. Una debido a la ausencia normal y otra que supone enfermedad o muerte en el individuo. Entre las causas de ausencia normal señala el estado de inconsciencia, la ebriedad, la enfermedad, el coito y el sueño. En la versión “Algo te asusta de la Llorona: su apariencia de calavera” identificamos la pérdida de conciencia del protagonista de la historia ante la presencia del personaje sobrenatural: [...] de momento les hace perder la mente. Les hace perder la mente, sí. Lo lleva a un lugar. De momento la persona, pues, va bien, está parejo para poder caminar, pero cuando ya la mente ha perdido, él sigue el camino, cuando se va dar cuenta que está en un lugar feísimo, y cómo llegó, cómo subió, quién sabe, ya no se acuerda, ¿’ora para bajar? Es algo difícil. Ya se queda ahí o ve la forma como bajar, pero, ya con mucha dificultad, pero, no sabe ni cómo llegó. Entonces es cuando los hace perder la mente. Entons lo lleva a una barranca que no puede uno llegar tan fácil. ¡Ajá, lo va siguiendo, sí siguiendo! Es totalmente como una persona. Pero, con un carácter físico raro, no sé, como que algo te asusta, no. Haz de cuenta como si fuera una calavera. Algo que sí asusta a las personas. Por eso mismo si uno lo llega a ver, lo llega uno a encontrar pues le da uno miedo. No sé, no sabría decirle cómo es, pero, quién sabe, como yo no lo he visto, simplemente me ha contado mi abuelita, pero que sí existe, sí existe.

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Al final del relato, nuestro informante sentencia la veracidad de lo narrado, pues aunque él no ha tenido la experiencia de estar en presencia de la Llorona, destaca el valor de la palabra de los ancianos, la sabiduría de la narradora —su abuela— ante los eventos relatados. Atendiendo al corpus, la aparición de la Llorona obedece a dos motivos: primero, pérdida y búsqueda, en distintas modalidades; y segundo, con la finalidad de sancionar, también de formas diversas. P R I M E RO :

PÉ R D I D A Y BÚ S QU E D A

Las opciones son varias: a) porque perdió un hijo y lo busca; b) porque abortó a sus hijos o los aventó al agua, motivada por no querer criarlos; c) porque es golpeada por no criar a sus hijos y, finalmente, d) porque quiere tener familia pero luego arroja a sus hijos al agua. Las acciones de pérdida y búsqueda por el personaje son una constante en todas las narraciones. En Historia general de las cosas de Nueva España, Sahagún (2002: 728) suscribe que, en el período de tres años de gubernatura de Tlatelulco de don Martín Écatl, “el Diablo, que en figura de mujer andaba y aparecía de día y de noche, y se llamaba Cihuacóatl, comió un niño que estaba en la cuna en el pueblo de Azcaputzalco”. A la acción desaprobatoria de comer un niño se suman el abortar, el no querer criar a los hijos y maltratarlos, ahogándolos en el río. Otros eventos que destacan en la conceptualización de este ser sobrenatural consisten en “lavar ropa por la noche en una poza, gritar como una ambulancia para buscar a sus hijos, llorar en el agua motivada por alguna pena, entre ellas la de abortar y, en último lugar, la acción de peinarse su larga cabellera”7. Con referencia al grito de la Llorona consignado en los relatos actuales localizamos su precedente en la crónica de Sahagún (2002: 74), cuando apunta a la adoración de la diosa Cihuacóatl por parte de los naturales de la Nueva España, como ya apuntamos.

7 Para detalle de las acciones del personaje sobrenatural, véanse los relatos: “La Llorona lleva a los hombres a un barranco”; informante: Felipe de Jesús Domínguez Guzmán, 58 años aproximadamente. “La Llorona le sale a los parranderos”; informante: Enrique Aranda García, 75 años. “La Llorona va caminando en el agua, buscando a su hija”; informante: Juventino Calva, 84 años y “A la Llorona la ven en el río”; informante: Juventino Calva, 84 años.

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SEGUNDO:

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CON LA FINALIDAD DE SANCIONAR

Los castigos impuestos a los hombres por la Llorona consistían en a) llevarlos a un barranco, b) provocarles la muerte, c) ahogarlos, d) hacerles perder la mente —aunque esta pérdida de conciencia fuera sólo por un momento—, e) castigar a los parranderos, saliéndoles de improviso y, f ) abrazarlos y dejarlos tirados. Las acciones de nuestro personaje sobrenatural referidas por la memoria colectiva constituyen un elemento de control social, el cual apunta a sancionar todas aquellas transgresiones del comportamiento humano. Específicamente, la Llorona aplica un castigo o persuade mediante prácticas de seducción a hombres parranderos y borrachos, cambiando su condición existencial a abstemios o sobrios después de sumergirlos en el agua o depositarlos en el interior de la matriz original, la cueva, lugar donde se traspasa a otro tiempo-espacio. La Llorona, como madre, transforma las competencias del parrandero, pues al principio del relato puede dejar la parranda pero no quiere y al final de la acción, después de desbarrancarlo y de la inmersión en el agua, ya puede y quiere portarse bien, es decir, renuncia al vicio. Pero más allá de sólo identificar las acciones del personaje, debemos interrogarnos en primera instancia: ¿por qué puede hacer todo esto: caminar sobre el agua, provocar espanto, aparecer y desaparecer a voluntad, abrazar y dejar a la gente tirada? De acuerdo con los narradores, porque tiene poderes. Al respecto, los informantes atribuyen su capacidad de transformación a “el Malo”. Es el Diablo quien concede a la Llorona el poder para su metamorfosis. Del mismo modo, destacan que ella no es una persona normal, a pesar de su apariencia femenil. Enseguida debemos cuestionarnos ¿cómo adquirió los poderes? Señalamos dos procedimientos a partir de los textos. El primero no aparece explícitamente, mas se sugiere una relación con el Diablo al indicar la metamorfosis en “el Malo”. En el segundo se insinúa que es maga porque se transforma en animal, un burrito y un perrito, entre otros. Remitiéndonos a la clasificación de Cuarenta clases de magos de López Austin, sugerimos que la Llorona se asocia a la nahualli (maga del mundo prehispánico) porque extrae una de sus ánimas y la deposita en el animal. Como ya destacamos, la mayoría de los textos coinciden en que el tiempo de aparición de la Llorona ocurre en un lapso liminal: las doce de la noche. El tránsito de la noche al amanecer. En la actualidad, los informantes expresan que ya no se ve a la Llorona; sitúan sus apariciones veinte o treinta años atrás. También creen que ha desaparecido porque el agua de los ríos ya está sucia, contaminada, lo cual impide que ella habite ese espacio sacralizado.

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Finalmente, también debemos mencionar el trabajo de Horcasitas Pimentel, Textos modernos de La Llorona (1950), donde, a partir de la recopilación de tradición oral en México, remite a una tipología del personaje que estudiamos. En primera instancia refiere a una mujer que mató a sus hijos y que es condenada por Dios a buscarlos eternamente; enseguida asocia a la Llorona con la Malinche, intérprete y amante de Cortés. En tercera y última instancia, la describe como la Matlacíhuatl, mujer de la red, que intenta seducir a los hombres en la oscuridad de la noche. También, en algunas versiones, nos dice, se confunde a la Llorona con el nagual. Nosotros compartimos dos acciones desarrolladas por el personaje en la tradición oral actual: a) la mujer mató a sus hijos y, por ello, es condenada por Dios a buscarlos eternamente y b) en que es una mujer de la red, que intenta seducir a los hombres en la oscuridad de la noche. De manera sucinta mencionamos algunas consideraciones en torno a la Llorona de las narraciones actuales recopiladas en Xicotepec de Juárez: 1. Destacamos la reminiscencia del mundo prehispánico en la descripción y funciones de la Llorona. Sugerimos cierto paralelismo que comparte con la diosa Cihuacóatl, quien da a luz fecundando la tierra y quien cobija a sus hijos. Sin embargo, el análisis demuestra que la Llorona, como mujer y madre, no cumple tal función pues ahoga y mata a sus hijos. Aunque esto se cumple en un principio, también analizamos que nuestro personaje redime a parranderos y borrachos atrapados en el vicio. 2. Examinamos que la Llorona desempeña una función persuasiva en los hombres parranderos y borrachos para abandonar ese estado. Mediante prácticas de seducción, ella cambia su condición a la sobriedad y abstinencia. 3. Enfatizamos que los relatos cumplen una función iterativa, la cual acentúa la consigna social: “los hombres parranderos y borrachos pueden sufrir algún accidente y morir”. El vicio por ingerir bebidas alcohólicas recibe una sanción.

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A N E XO S La Llorona lleva a los hombres a un barranco E: ¿Oiga usted, y de Lloronas? I: Ah, también las Lloronas, también porque ésas se hacen la forma, parecidas del Malo, verdá, pero... Una vez, por ejemplo, eso yo lo llegué a ver, sí. Una vez yo fui a... Zacatlán, y ya de eso tendrá qué, unos cuarenta, cuarenta años por decir así, y regresé en la noche, ya como a las once de la noche, ya es pa’ llegar a mi pueblo, ahí en Tenango, pos antes pasaba la vía del tren que iba a Tepexi. Entons había una como poza, ahí tenía yo que pasar y, este, como a las once, y vienen unas señoras con el cabello largo, de ropa blanca, apurado lavando, estaba lavando, sí. Y entons yo me... pensé: ¿esta mujer a poco no tiene, no le da tiempo de lavar su ropa en el día, eh? Estaba apurada lavando, y yo pasé por hay, pasé tan cerca pero ya cuando pasé y... que recomienzo caminar más rápido, porque dicen que si grita La Llorona, se cay uno, sí, o sea es como si vieras caminado, ya, llegando a una curva como si te hubieran echado un vaso de agua fría, sí. E: Sintió usted que le bajaba, así... I: Sí, sí, frío E: ¿Y cómo supo usted que era La Llorona? I: Porque pues me di cuenta porque estaba lavando en esa hora, sí... Ropa blanca, su trenza bien larga. A mí unas personas me han contado, bueno, antes, de los que fueron por decir, este, les gustaba salir que a los bailes a los pueblos cercanos. Y fue en el camino, la noche cuando se viene una muchacha y... bonita, de momento para qué me ve que, en vez de ir adelante, ya venía atrás de nosotros, sí. Como que se les cambiaba el, visto, verdá. Pos, trataban de seguirla pero quesque se les desapareció. E: ¿Pero por ejemplo, si lo alcanza a uno, le hace algún mal? I: Es que, en esa forma es peligroso, porque, eh, si aquella persona, la comienza a seguir, seguir, ¿qué va a pasar? Lo lleva a un barranco, ahí lo desbarrancan, a la persona... Ahí se acaba todo. O lo ahoga o que... E: Por ejemplo, a usted que la vio ahí lavando, ¿si se hubiera usted acercado con ella qué le hubiera hecho a usted? I: Pos, yo pienso que me hubiera jalado a... la poza; yo lo que hice, es, comenzar a caminar rápido, sí. E: Sí. Dicen que más vale aquí corrió que aquí quedó, verdad. (Informante: Felipe de Jesús Domínguez Guzmán, 58 años aproximadamente).

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La Llorona es “Mal aire” E: ¿Y Llorona? I: Ésa, ésa sí se llega a comparecer y... hasta la vez, en caminos muy sólidos, que en veces nomás de momento. O comparecen a las calles, así, en forma de un novillo, en forma de un perrito o en forma de un burrito. Llegan a comparecer, así, en veces, en lugares como el monte. Bueno, yo, con el favor de Dios, yo nunca... este, he... Sí, pero, comparecen en veces cosas que se representan como gentes pero no, es “Mal aire”. E: “Mal aire”. ¿Y ése de dónde proviene, el “Mal aire”? I: Bueno, pues, se cree como, siempre y cuando uno ya, dice uno, pues, que ya en la noche ya es muy mal, es cuando comparecen muchas cosas, presentadas que pues... ora sí que se entiende la noche no, no es bueno... (Informante: Juan Cruz Fernández, 53 años). Algo te asusta de la Llorona: su apariencia de calavera E: ¿Oiga usted y Lloronas, hay? I: También existen, dicen, ‘orita, yo no me ha tocado verlo pero allá en mi... mi abuelita, tengo un abuelita que ya, ya está grande de edad, ya no puede salir, es un caso real, no es una historia ni es un cuento. Allá, este, cuando ella estaba joven, trabajaba en el campo porque su esposo murió. Entons ella salía al campo a trabajar, sembraba maíz, y en un lugar, es una zanja, un arroyo donde corre, este, el agua, que este, iba una señora, también al campo a trabajar y que de pronto escuchó un bebé llorando, llorar, que llora y llora ahí, el niño; que se para la señora, que voltea, pero que es... totalmente en el monte, hasta eso en el monte adentro. Y que le grita, qué que hacía, por qué lloraba, qué, quién lo fue a dejar ahí, que se regresara donde están las señoras que lo va a ayudar a regresar a su casa, y que el niño seguía llorando, llorando, y la señora se fue acercando, acercando a donde escuchaba el ruido, cuando de pronto vio que sale una persona. Pero, también transformado, o sea que no sé cómo se veía, no se veía como una persona normal sino que está transformado. Y él, pues, ¡qué susto se llevó a la señora! Se echó a correr, dice mi abuelita, se echó a correr porque, pues, no era, no, que no era verdá que escuchaba, era la persona, ésta, La Llorona. ¡Ah! Y la señora se echó a correr, le dio miedo y pues siguió su camino en el monte, se fue. E: ¡Uhum! ¿Y por qué llora? I: La verdá no sé por qué llora. Alguna pena tendrá, a lo mejor. Por eso, pues, se echó al monte. E: ¿Y mata a las personas o les hace algún daño, algo? I: ¡Mmmm, no! Pero, como que de momento les hace perder la mente. Les hace perder la mente, sí. O sea que la persona hace que pierda la mente, lo lleva, lo lleva

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en un lugar, pues, ahí quién no, o sea, de momento la persona, pues, va bien, va, ve que está bien, está parejo para poder caminar pero cuando ya la mente ha perdido, él o ella sigue el camino, cuando se va dar cuenta que está en un lugar feísimo, y cómo llegó, cómo subió, quién sabe, ya no se acuerda, ¿’ora para bajar? Es algo difícil. Ya se queda ahí o ven la forma cómo bajar, pero, ya con mucha dificultad, pero, no sabe ni cómo llegó. Entonces es cuando los hace perder la mente. Entons lo lleva a un cerro, a un lugar feísimo, que no puede uno ir. A una barranca que no puede uno llegar tan fácil. ¡Ajá, lo va uno siguiendo, sí siguiendo! Es totalmente como una persona. Pero, con un carácter físico, pues raro, no sé, como que algo te asusta, no. Haz de cuenta como si fuera una calavera. Algo que sí asusta a las personas. Por eso mismo si uno lo llega a ver, lo llega uno a encontrar pues le da uno miedo. No sé, no sabría decirle cómo es, pero, quién sabe, como yo no lo he visto, simplemente me ha contado mi abuelita, pero que sí existe, sí existe. Hasta ahorita ya nadie se da cuenta, eso, fue como, hace como 25, 30 años. Ahorita nadie ha visto ya. (Informante: Silverio Manuel Ventura, 37 años). Esa era la mentada Llorona I: Bueno, mire, yo, la verdá, nunca he visto eso. Una ocasión, cuando era yo chiquillo, aquí mismo (‘tando aquí, ahí, por ahí en aquella casa, donde están las propagandas esas) como aquello de las once de la noche, oí que lloró algo por ahí y se metió ahí al zaguán pero esa era la mentada Llorona que le dicen, pero hasta ahí. Sí, pero no lo vi, nomás lo oí, nomás la oí como una mujer cuando va llorando, mhmm, pero nomás eso porque no le sé decir porque parece tiene, debe tener su historia, por ejemplo. (Informante: Agustín Calva, 76 años.) La Llorona, mujer que deja a su hijo en el arroyo E: ¿Y de La Llorona qué cuentan, qué es lo que hace, nada más los espanta...? I: La Llorona desde mucho más antes yo oía yo que decía mi mamá y mi jefe, La Llorona es una mujer que por ejemplo aborta o tiene un hijo, como lo que es natural, y lo va a dejar por allá... el arroyo o este, los pañales los deja allí en el arroyo, los avienta en el arroyo los pañales de la niña o niño, lo que sea. Y dicen que eso es lo que espanta. Es por eso, la mujer cuando se muere, anda penando por sus pañales que dejó ahí de su hijo. Ésa es La Llorona, te digo. Informante: Cipriano Platas Maldonado, 75 años. A La Llorona la ven en el río E: ¿De las brujas... o La Llorona?

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I: No, ésas no, no sé. Bueno, La Llorona solamente en el río. En el río la ven. Aquí abajo están unas ollas y... ‘ora pues ya es agua del drenaje que se... Antes, la vían, por ahí, anda por ahí llorando. Una vez me contó eso una señora que antes como no había mucho drenaje, que las gentes lavaban ahí a medio arroyo. Entonces una señora estaba lavando y pasó una señora, una muchacha con el pelo suelto así y es que se iba peinando, se iba peinando y dice: Señora: ¿no vio po’quí una, no vio mi’ja po’quí? Y tardó ¡quién sabe como en el agua sí!, iba llorando, llorando, en agua, buscando su hija. La perdió y por eso la andaba buscando. Es La Llorona. A mí me contó la señora ésa, ahí la vio. Informante: Juventino Calva, 84 años. La Llorona va caminando en el agua, buscando a su hija E1: ¿Y Llorona? I: Lloronas también, eso en los arroyos. Sí, por los arroyos, sí. Andan llorando en el agua, en el agua, se ve que ella va en el agua, dice que caminando así, en l’agua, y va llorando, buscando su hija, se perdió su hija, va llorando... E1: ¿Y cómo es esa Llorona? I: Cómo, como una muchacha, como una mujer, así con el peinado suelto. Yo no lo... me contó mi mamá, este, lo vio también y otra señora que lo vio, aquí abajo, en una finca aquí abajo. Antes, ‘ora ya no hay de eso; como eso ya... esa’gua, ese arroyo ya es agua sucia, ‘orita ya no se ve eso. Ha de haber pero en otros lados, en otros ríos, en otros ríos por ahí. E1: ¿Y qué le contó su mamá? I: Sí, me contó, ése la vio. E1: ¿Y qué hace? I: Pues, va caminando en l’agua, se ve que va caminando, pero en l’agua, va caminando... encima de l’agua, va corriendo agua y va caminando ahí, buscando su hija que perdió. Pus dos veces la vieron por allá así, pero ya está, ya más una vez. Esa es La Llorona, anda llorando... Informante: Juventino Calva, 84 años. A las cinco de la mañana anda La Llorona E: ¿Qué sabe usted de La Llorona? I: ¿Ah, La Llorona? Ésa es, ésa es porque buscó sus hijitos o busca sus hijos y no los quiere criar ‘ora sí que los avienta y a Dios no le gusta, eso, que, todo el que busque sus hijos, tiene que... criarlos. Entonces esa Llorona... le pegan. Cuando se oye que está gritando feo... Ésa grita, ésa grita, pero grita bien feo. Sí, le he escuchado, y un día estaba yo trabajando, por acá, en una casa, y me dio por

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salir al baño, había un potrero, así, enfrente y pensé salir al baño, porque también, ya se llegaba la hora en que yo me levantara hacer algo en la cocina y me fui al baño. Y yo tenía una niña, mi niña ‘taba chiquita, tenía como 4 años y, este, entonces al dar la vuelta, de ahí de aquel lugar, me iba yo metiendo, lo que es que iba yo entrando la casa cuando empecé a oír los gritos, pero gritos, ¡Uuuuuta, me espanté! Corrí un escalofrío fuerte, y le dije a mi patrona, le digo: “Oiga usté, ¿no oye usté, no escucha usté lo que se oye? Dice ella, sí, en ese momento estaban llamando pa’ misa. Ya eran la cinco de la mañana. Sí, fue La Llorona. Sí fue La Llorona, porque ya a las cinco de la mañana Satanás ya no anda, que eso a las cinco de la mañana, anda La Llorona. Informante: Lucía Sandoval, 48 años aproximadamente. La Llorona me abrazó y me quedé tirado I: También La Llorona también esiste, La Llorona también. Es una mujer muy alta, muy bonita, tiene unos ojos pero muy preciosos. Estaba yo chiquito, no muy chiquito porque me acuerdo, me mandaron a trair panela. En ese tiempo no había azúcar como ahorita. Apenas estaba queriendo oscurecer. Y en tres calles, en una calle salía una carreta echando lumbre. Las mulas salían echando lumbre por las patas y por la trompa. Y en otra calle salía La Llorona. Y en otra calle salía el Satanás, eh, ‘ora sí en un caballote. Y yo me quedé paradito así, pus al fin chamaco, no. Yo, si me voy por esta calle sale la carreta; si me voy por esta calle sale La Llorona; y se me voy por esta otra, sale el de a caballo. Y yo decidí, digo: me voy aquí a donde sale La Llorona. Y no caminé lejos, cuando la veo, una mujerzota pero bien altota. Pero unos ojos bien bonitos y su vestidura así como una novia, sí. Y su cabellote ¡largo! No, yo nomás, nomás venía así sobre de mí, así con sus brazos extendiéndolos ha abrazarme. Entons yo sentí que me abrazó así y ahí me quedé tirado. Ahí me quedé tirado. Y ya al ver que no parecía yo, entonces fueron a buscarme a ver en dónde estaba yo. Pues ya era noche. Y ya me encontraron ahí tirado; me llevaron para la casa y quién sabe qué cosa me hicieron para que yo volviera. Ya cuando volví en sí, me preguntó mi papá: ¿Qué te pasó mi’jo, qué te espantó? Le digo: —“No, pus, La Llorona, le digo, me salió La Llorona, le digo. Yo na’más sentí que me abrazó así y ahí me quedé tirado”. Mire, La Llorona sale por esto de que cuando hay mujeres que tiran sus niños, avientan sus niños al agua, sí. Y por eso es como La Llorona, sale, anda buscando su criatura. E: ¿Entonces luego por eso dicen que se aparece en los ríos, los arroyos?

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I: ¡Ándele, en los ríos, sí! Se le aparece a uno como si fuera la novia de uno. Informante: Enrique Aranda García, 75 años. La Llorona le sale a los parranderos E: ¿Oiga señor y, por ejemplo, de La Llorona qué sabe usted? I2: La Llorona es cuando (discúlpame) una mujer nomás quiere estar teniendo familia. Tener familia y no los quiere ver. Los quiere tener pero no los quiere mantener, no los cuida, los van aventar al salto, al agua. Y por eso de allí, viene La Llorona... E: ¿Y se mueren los niños? I2: Se muere allí; esa alma anda perdida. Anda perdida. E: Y dicen que La Llorona asusta a los hombres nada más; a las mujeres dicen que no, nada más a los hombres. ¿Por qué nada más a los hombres? I2: Porque se convierte en blanco. Ése, mhm, porque éramos tres hermanos, uno, este, eh, era mi mayor... Ése se le presentó, que mejor no iba y... por eso, ¡ah, otra cosa muy importante! que es los parranderos, los parranderos a media noche. Los parranderos les sale eso porque anda de parranda las horas de la noche. Porque en el día no sale, no sale La Llorona, en poco, no es el lugar, sólo en la noche, ahí es donde vemos cantar y oír como cuando anda La Llorona. La lleva la ambulancia, así es el grito. ¡Ah, y quiere salir, estoy durmiendo, qué cosa! Mira, yo de por sí es una rareza cuando yo duermo uno, dos, unos tres, cuatro horas de dormido. Se sabe que al dormir está uno privado. Cuando sueñes alguna cosa mala o cosa buena, pues está uno pri... hay sale el espíritu, el alma. Informante: Enrique Aranda García, 75 años.

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LOS C’ANGANDHOS EN LA TRADICIÓN INDÍGENA HÑÄHÑU Y EN LA LITERATURA REGIONAL CONTEMPORÁNEA DEL VALLE DEL MEZQUITAL, MÉXICO Verónica Kugel Hmunts’a Hεm’i-Centro de Documentación y Asesoría Hñähñu

Los c’angandhos, piedritas benéficas que uno hereda o que encuentra casualmente, figuran como “piedra preciosa” en el Arte breve de la lengua otomí y vocabulario trilingüe de Alonso Urbano, fechado en 1605. Los encontramos nuevamente en una Diligencia de Justicia en Asunto a Idolatría, Real del Cardonal (Hidalgo, México) del año 1790. Los c’angandhos del siglo XX han dejado huella en algunas etnografías, donde son descritos como entes muy discretos que deben ser tratados con mucho respeto, ya que pueden molestarse y abandonar a sus protegidos. Interesantemente, a veces bajo su nombre antiguo y a veces como piedras especiales o sagradas, los c’angandhos aparecen también en la literatura regional moderna, por ejemplo como leyendas, pero también en relatos de ficción. Elementos prehispánicos como el idioma otomí o hñähñu1, de los más antiguos y extendidos en el altiplano mexicano, tributos al imperio azteca, invocaciones a Hiadi, el Padre Sol; la conquista y mestizaje: frailes y santos, padrenuestros y sahumerios, minas y palacios, la historia de la pasión, en el siglo XVI, entre el español don Jerónimo y la joven hñähñu Xaxni, la Llorona y los c’angandhos, todo ello se encuentra en los relatos de escritores actopenses contemporáneos a los que me referiré. Actopan se ubica en el estado de Hidalgo, a unos 120 km de la ciudad de México. Es tierra ancestral hñähñu y su mercado es uno de los dos centros económicos principales de la región, junto con Ixmiquilpan, en torno a los que se organi-

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Otomí es la designación nahua que se usa en español. Los otomíes del Valle del Mezquital se autodenominan ñähñus (el adjetivo se escribe hñähñu), y a su idioma le dicen hñähñu. Así utilizaremos los términos en este texto.

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zan las comunidades indígenas del norte Valle del Mezquital desde tiempos prehispánicos. Fue conquistada en los años 1520-30, y espiritualmente por los agustinos a partir de los años 1540; ellos construyeron allí uno de sus conventos más importantes en tierras mexicanas, al que se referirá uno de los relatos. Hoy su cercanía a la capital del estado de Hidalgo y del país, así como la migración (nacional y más recientemente hacia los Estados Unidos de Norteamérica) han convertido a la región en tierra mestiza que añora su indigenidad. La lengua hñähñu está extinguiéndose en Actopan: en 1960 las dos terceras partes de sus habitantes hablaban el hñähñu y, tan sólo cincuenta años después, los hablantes de lengua indígena no llegan ni al 5% de la población2: ya no es transmitida a las generaciones jóvenes y, si bien algunos lo lamentan, en este municipio los esfuerzos para revertir la pérdida de la lengua parecen haber fallado en su cometido. Sin embargo, la revalorización de la cultura indígena ha conocido cierto auge en la región, aunque quienes están en búsqueda de sus raíces indígenas, víctimas de esta ruptura en la transmisión, parten del español y de una lectura cultural fuertemente mestiza.

LOS C’ANGANDHOS En el centro de este artículo están los c’angandhos. ¿De qué se trata? La mención más antigua a mi alcance está en el Arte breve de la lengua otomí y vocabulario trilingüe de fray Alonso Urbano3, elaborado hacia 1605 (foja 336 verso), donde su traducción al español es ‘piedra preciosa’. Casi 300 años después de la conquista, en el año 1790, volvemos a encontrar huella documental de los c’angandhos en la región. Son una tradición prehispánica tan viva que les cuestan un juicio por idolatría a dos mujeres, durante el cual queda clara la amplia extensión del uso de estas piedras en las comunidades, su centralidad en la vida diaria y en los ritos indígenas y/o católicos. En el Archivo parroquial de Cardonal, Hidalgo, se conserva la Diligencia de Justicia en Asunto a Idolatría en la

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El Censo oficial de 1960 registra, para el municipio de Actopan, 95 personas que hablan solamente el hñähñu, 11’574 que son bilingües hñähñu-español y 5’744 monolingües español. Apenas 50 años después, en el censo más reciente (2010) los habitantes de 3 años y más que hablan en hñähñu representan tristemente tan sólo el 4.7% de la población del municipio. Hay municipios cercanos en los que la pérdida de la lengua es menos catastrófica, entre ellos el otro antiguo centro económico hñähñu, Ixmiquilpan, pero también allí son muchas las familias que ya no transmiten el idioma a las nuevas generaciones. 3 Urbano era franciscano. Uno de los lugares de habla hñähñu donde estuvo bastante tiempo es Tula, a tan sólo unos 50 km de Actopan (donde se ubican los relatos contemporáneos objeto de esta ponencia). Su diccionario fue publicado en edición facsimilar en 1990.

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que estas mujeres son acusadas ante el cura y juez eclesiástico por poseer piedritas a las que rinden culto, que llevan a misa disimuladas en una canasta y utilizan para diversas suertes, una de ellas en su oficio de partera y curandera (tan frágil ante los tribunales, como lo muestran las frecuentes acusaciones por idolatría a las mujeres que ejercían estos oficios). El documento de 16 hojas inicia así: Compareció Juan Miguel García fiscal de doctrina en cuanto ha lugar por derecho y dijo que en este día como a las cuatro de la mañana fue a la casa de la morada de Angelina María India viuda de Juan de la Cruz vecina de este Real en el Barrio de El Xitza en solicitud de un yerno de ésta llamado Antonio Martín, por haber faltado éste a la cuenta, y Doctrina, y no habiéndolo encontrado pensó se le hubiera ocultado en el oratorio de la contenida, con esto se fue para él, y luego que Angelina vio que el dicho fiscal se inclinaba para dicho oratorio aligeró el paso procurando introducirse en el cuarto o rancho primero que el fiscal lo que no consiguió, y habiendo entrado el expresado vio en la mesa del altar porción de flores, y preguntándole a Angelina qué función tenía para aquella prevención le contestó diciendo que tenía intención de pagarle una misa a sus santos para el día diez del corriente y fue quitando de la mesa una canasta procurando no la viese el fiscal quien le preguntó qué tenía aquella canasta y por qué se la ocultaba, y ésta respondió que nada - a esta respuesta se indignó éste y se la quitó sacándosela de debajo el quisquemet con el que la había tapado, y encontró en ella las piedras que pone de manifiesto juntamente con la persona de Angelina para Su Merced en vista de lo que lleva dicho determine en justicia lo que hallare por conveniente.

Este drama muy enredado, en el que se verán envueltos varios feligreses de la parroquia de Cardonal, muestra la presencia generalizada de los c’angandhos, sus características y los usos que se le dan. El documento ha sido objeto de un análisis detallado (Kugel 2002) que caracteriza a los c’angandhos de la siguiente manera: son piedritas generalmente heredadas, con todo y las instrucciones para su cuidado; se les rinde culto a escondidas; los elementos rituales del culto son en su mayor parte católicos; permiten una armonía, un equilibrio con las fuerzas sobrenaturales que se concretiza en buenas cosechas, salud, etc. y están relacionadas con el agua o con el relámpago. Es muy interesante el aspecto de la discreción: si bien para Angelina María y los demás habitantes indígenas de Cardonal el culto a las piedritas es perfectamente compatible con el ritual católico (las llevan a oír misa), saben que no es así para el cura (por eso las llevan ‘a escondidas’, en una canasta), y esta diferencia de percepción lleva al drama del juicio cuyas actas nos permiten estudiar los c’angandhos del siglo XVIII. Otros 200 años más adelante, en la etnografía del siglo XX sobre esta misma región, los c’angandhos aparecen con las características que les conocemos desde la época colonial: protegen, dan buenas cosechas, ayudan en el oficio que uno tenga; uno los lleva a escuchar misa, los cuida y los mima; son como niños, lloran cuando

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uno los olvida, y en dado caso se molestan y se van, abandonando a sus protegidos con todo y la buena suerte: “Hay un entendimiento tanto del dueño como de las piedras”, dice un habitante de la región, “si las deja en algún lugar en donde vigilan las tierras que son de él, y si a alguien se le ocurrió atravesarse la milpa, se siente cansado, se pone enfermo y sigue enfermo, a través de sueños, a través de sudor, a través de fiebre” (Sánchez 2004: 299). “Algunos les llaman ‘antedioses’, porque existían antes de que Dios (Jesucristo) llegara a estas tierras” (ibíd.: 298). “Los adoran, los llevan a misa para que estén contentos... mis abuelitos siempre los llevaban en su canastita... muere la señora y la verdad ya no se sabe dónde quedaron, los vecinos de alrededor dicen que lloran como bebés.” (ibíd.: 301). La fuerza de los c’angandhos como una presencia totalmente integrada en vida y cosmovisión indígena, incluyendo la conciencia de que no tienen cabida explícita en el catolicismo formal, es visible en la discreción con la que se trata el tema y la vehemencia con la que se niega su existencia (Bögemann-Hagedorn 1998: 152-155): son ‘porquerías’ y quienes los tienen siempre son los del pueblo vecino. También un libro de leyendas y tradiciones de la región los pone en escena en el siglo XX: Se tiene la creencia de que son almas (espíritus) de ídolos o restos de dioses de los antepasados que aún moran cerca de donde existieron culturas o adoratorios acabados por la conquista y que se incrustaron en su piedra y ésta se fue conformando de manera muy especial... por eso se dejan querer y hasta apapachar, pues no se les debe maltratar ni maldecir, ya que aceptan vivir en familia, bajo determinadas circunstancias de trato, respeto e idolatría. (Espinosa 2001: 23-24)

Uno puede especular sobre los disfraces bajo los que se disimulan los c’angandhos para ser ‘presentables’ en actos públicos de culto y sus vínculos con elementos de la religiosidad popular. Así por ejemplo, tanto el Santo Niño del Portezuelo, cerca de Ixmiquilpan, como la Virgen de la Ferrería, unos 20 km más al norte en el municipio de Nicolás Flores, son piedras, aunque de tamaños muy desiguales. Considerarlos c’angandhos es un tanto polémico, sin duda, y nos alejaría aquí de su presencia en la literatura regional contemporánea, pero me parece importante constatar la presencia de piedras en importantes lugares de culto regional. En un diccionario contemporáneo publicado por el Instituto Lingüístico de Verano también figuran los c’angandhos, aunque con una traducción que los banaliza: se traduce como ‘piedra de jade’4 y el ejemplo que se da es “Encontré unas piedras 4

K’angi = jade o color de jade y do = piedra. La ortografía de este diccionario es la correcta, aunque he optado por mantener ‘c’angandho’ para efectos de comunicación, dado que en la literatura antropológica así figura.

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de jade muy bonitas” (Hernández et al. 2004: 139). Mencioné más arriba que los c’angandhos son muy discretos, y así se portaron al ingresar en este diccionario, sin duda por los vínculos estrechos de sus autores con el cristianismo5. La segunda definición en este mismo diccionario, “piedra azul para construcción”, nos abre otra ventana más a la mirada hñähñu sobre el mundo a través de su paradigma del color. En efecto, ‘c’angui’ no significa propiamente ni verde ni azul sino que se refiere al color del jade. Como lo refiere Ramsay (2000: 183) en un estudio dedicado al paradigma del color en hñähñu, hasta hace pocos años, los colores fríos se distinguían por diversos grados de brillo (claro, ‘ixqui’; mediano, ‘c’angui’; y oscuro, ‘cuhu’) y no, como en español, por su matiz (verde y azul). La escolarización formal generalizada, a pesar de definirse como ‘bilingüe bicultural’, acaba teniendo un efecto occidentalizador: los colores se ajustaron al modelo del español y hoy en día ‘c’angui’ siempre se traduce como verde e ‘ixqui’ como azul. Los ñähñus de hoy han perdido la memoria de su anterior clasificación de los colores, aunque quedan residuos como la “piedra azul de construcción” arriba mencionada.

LOS C’ANGANDHOS EN LA LITERATURA REGIONAL CONTEMPORÁNEA: DOS RELATOS Estos c’angandhos que nos remontan a la época prehispánica, que persisten en un contexto religioso que les es muy desfavorable, testigos nada menos que de una clasificación indígena propia de los colores fríos, no podían sino entrar a la literatura regional contemporánea. Veamos dos relatos en los que juegan un papel central. En ambos casos constataremos una evocación de los orígenes indígenas, una reelaboración de lo que culturalmente significó y significa la conquista y el surgimiento del mestizaje, y sin duda también la búsqueda de la identidad propia en el contexto tan reciente (apenas dos generaciones) de la pérdida de la lengua hñähñu de la que los autores, monolingües hispanohablantes, son víctimas. El primer relato, Xaxni; la llorona del jagüey, es de José Luis López Vargas, originario de Actopan, economista, productor y conductor radiofónico y periodista.

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El Instituto Lingüístico de Verano ha jugado un papel muy importante en el retorno a la escritura del hñähñu en el siglo XX (se había dejado de escribir prácticamente durante el siglo XIX, considerándose falsamente como una lengua ágrafa). La publicación académica de muy diversos estudios lingüísticos sobre la lengua, la participación en proyectos pedagógicos del Estado y la publicación del diccionario hñähñu-español moderno más extenso fueron a la par con la traducción de la Biblia que el Instituto Lingüístico de Verano realiza en todas las regiones en las que tiene presencia.

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Verónica Kugel Contaban que el viejo Xedi (el rezandero), fue el fundador de Actopan y junto con sus descendientes bajaron de los cerros sagrados; ahí donde nacía el agua y se acurrucaban los vientos, la lluvia y los temporales, un día atestiguaron cómo las hordas de hombres blancos incursionaban por el valle saqueando y matando a quienes oponían resistencia; con el tiempo regresaban para reclutar brazos para la construcción de los grandes palacios de la Nueva España o para las minas. Por ese entonces vivía entre los naturales una bella joven hñähñu llamada Xaxni6 (López Vargas 2009: 68-78).

El destino de Xaxni se cruza con el del español Jerónimo del Arenal, “quien iba de paso con la misión de reclutar hombres para la construcción del Convento”. Se enamoran y su pasión provoca el rechazo de indios y de españoles por igual. Nace su hija, una niña que desde el momento de su nacimiento tiene la mirada fuerte, tan fuerte que enferma a la comadrona, la cual no se cura ni con la aplicación de las “piedras curativas llamadas c’angandhos”, y muere. “Las murmuraciones sentenciaban: ‘La escuincla la mató de mal de ojo’”. Para apaciguar a la gente, su padre la llama Rocío, su madre le dice Xahai7, ambos marcando a través de los nombres la vinculación con el agua y la fertilidad. Y todo lo que sucede emparenta a Rocío-Xahai con los c’angandhos: “Los criados la consentían, ella les convidaba comida de la casa grande y curaba sus heridas...” Su padre la sorprende “llevando comida a unos idolitos”. Un anciano le explica que no es cosa mala, “que los idolitos sirven para sanar el cuerpo y el alma y para que no lloren como recién nacidos por la noche se les llevan dulces, comida y juguetes”. Nace el hermanito de Xahai y no les da tiempo de ponerle nombre, porque su padre tiene que irse apresuradamente al puerto de Veracruz (según las malas lenguas, a recoger a su esposa e hijos provenientes de España). El rechazo de indios y blancos se concentra sobre la madre, a quien atacan y matan “por bruja”. Apenas le da tiempo de ordenar a Xahai que huya con su hermanito sin nombre. El autor señala las diversas teorías de la gente sobre el destino de los protagonistas, cada quien según su adscripción cultural: “Decían los blancos que ... Rocío y el hermanito aparecieron en España, por las Cuevas de Altamira...” o que bajo el mando de Sir Francis Drake “cobraron con vidas ibéricas la muerte en las llamas que sufrió su madre”. Lo cierto, nos dice el autor, es que hasta la fecha don Jerónimo recorre los caminos con la mirada perdida. Xaxni baja de los montes enloquecida gritando en busca de sus amados hijos, convertida por así decirlo en la llorona de Actopan. Y los hijos viajan por túneles y cavernas, apareciendo “en cualquier punto donde esté un recién nacido enfermo, para sanarlo con sus idolitos”. Utilizan c’angandhos; de hecho, se han convertido en c’angandhos. 6 7

Nombre de una planta conocida en español como “uña de gato”. Xahai = tierra húmeda.

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El segundo relato, María Cangandhó, es de Abel Pérez Ángeles (2009: 112115), artista visual, dramaturgo y promotor cultural, fundador de la Casa de la Cultura de Actopan. Aquí habla la mismísima piedra c’angandho. Está integrada en el muro del convento, y quienes saben escuchar oyen su relato: Cuando el convento está solo y no hay misas... muy suave, suavecito se escucha el Ave María. Reunidos los amigos uno de esos días, pegamos la oreja a los muros, agudizamos más el oído, y nos dimos cuenta que cada una de las piedras cantaba; pero no el Ave María, es otro canto, un hermoso coro en extraño lenguaje. Es hñähñu — dijo una voz a nuestras espaldas. Era una voz que ni intimidaba, era suave y profunda, tal vez agradable.

Al principio la vida floreció, dice ella, por el canto de una piedra. La tierra recibía con ansias el canto (el agua) y las plantas crecían, las flores adornaban el valle. “Hasta que llegaron los hombres. Ellos no comprendieron la verdad de la vida, se la fueron comiendo a pedazos, dejaron tras ellos la tierra vacía.” El relato va caracterizando a la piedra, señala la necesidad de llevarle ofrendas para que, debido a su presencia benéfica, se dé el reverdecimiento y el nacimiento de plantas comestibles. Hasta que llega la conquista: “Con su llegada se acabó la alegría. Los extraños [conquistadores] decían que el lugar era muy agradable, pero que algunos sentían y oían cosas raras de noche. ... Aquí las piedras cantan. ... Es cosa maligna, dijeron”. Queriendo escuchar más fuerte el canto, los malos unieron las piedras; una con otra y con otra, hasta que hicieron su casa, muy grande, donde todos cabían [la iglesia y convento]. Así la piedra, la más grande piedra volvió a estar presente. Los malos le cambiaron el nombre, le pusieron uno que no se dice cantando. ‘El silencio opacó la voz de María.’ Los puntos de luz nuevamente mojaron el rostro. No hablamos, no podíamos ofender con la voz a María. La piedra grande, la más grande —dijo— se llama Cangandhó. Y salió despacio por la reja de atrás del convento.

Todos los elementos que vimos en la revisión histórica y etnográfica están presentes en estos relatos: el color “azuloso con matices ocres verdosos”, el temperamento caprichoso, infantil de las piedras por el que hay que consentirlas, su vínculo con el pasado y los ancestros, su presencia en el hoy, su poder curativo, su nexo con la fertilidad y, quizá sobre todo, su efecto propiciatorio de una armonía, un equilibrio con las fuerzas sobrenaturales y, añadiríamos, con uno mismo.

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Sin duda alguna, los c’angandhos son para estos escritores un vehículo en la búsqueda de su identidad, una manera de fortalecer sus raíces en su terruño, a pesar de la pérdida tan grande que representa el monolingüismo español y la formación escolar tan marcada por el pensamiento positivista moderno, en el que fueron formados y al que buscan enriquecer para sí mismos y sus lectores, porque si se quedaran tan sólo en él se sentirían ‘incompletos’. Es aquí donde se vuelve muy interesante tender un puente hacia el peruano José María Arguedas. Feliz hablante del quechua (“Una bien amada desventura hizo que mi niñez y parte de mi adolescencia transcurrieran entre los indios lucanas; ellos son la gente que más amo y comprendo”, 2009 [1950]: 155), Arguedas tiene el acceso directo a la cultura indígena por el que nuestros autores actopenses sin duda darían mucho. Esto lo pone en ventaja para la escritura transcultural, “el deseo de articular la interacción y el diálogo entre lo uno y lo diverso, como claro reflejo de una sociedad multicultural” (Sales 2009: 29), y lo convierte en lectura obligada. “Narrativas como la de Arguedas”, nos dice Sales, “nos enseñan que desde el lugar que somos es preciso aceptar y celebrar la pluralidad que nos envuelve, nos inquieta, nos alumbra, nos renueva y nos da sentido”. Arguedas asume su identidad peruana multicultural y universal: “Yo no soy un aculturado; yo soy un peruano que orgullosamente, como un demonio feliz habla en cristiano y en indio, en español y en quechua ... intenté convertir en lenguaje escrito lo que era como individuo; un vínculo vivo, fuerte, capaz de universalizarse...” (2009: 182). Me parece que los relatos actopenses en torno a los c’angandhos, si bien sus autores carecen del bilingüismo de Arguedas, son una presencia y tienen una significación afín: la búsqueda y la celebración del ‘México profundo’8, indígena a la vez que mestizo, con la mirada puesta simultáneamente en lo regional y lo universal. Parafraseando a Arguedas (p. 182): sin matar en sí mismos lo mágico, considerando siempre Perú, o en nuestro caso México, como una fuente infinita para la creación.9 Lo dice con otras palabras René Espinosa en sus Leyendas y tradiciones del Arenal (2001): si a los c’angandhos “se les da buen trato, no ocasionan problemas sino 8 Término acuñado por Guillermo Bonfil Batalla (1987) para designar la omnipresencia de las raíces indígenas milenarias en todos los aspectos de lo que hoy es México, mucho más allá de los grupos étnicos definidos por su idioma y/o autoadscripción. 9 La lectura de Arguedas, poco conocido en México, sería de gran provecho entre quienes tienen en sus manos la posibilidad de educar a sus hijos en dos idiomas. El panorama de las lenguas indígenas, del propio hñähñu, no es tan devastador en todas partes como lo es en Actopan. Estamos a tiempo de luchar por la supervivencia de estos idiomas, tanto más que, como lo muestran los escritores actopenses que aquí comentamos, existe y se impone el deseo de vincularse con lo indígena, la magia, la fuerza creativa multicultural.

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al contrario, traen una especie de buena suerte, ya que se da bien la cosecha, les va bien con los animales, se prospera en los negocios y hasta tienen buena salud, pues ahuyentan malos espíritus, además de que impiden robos o asaltos, son fieles cuidadores de los bienes y el hogar”. No cabe duda de la vigencia de los c’angandhos hoy en día en la visión del mundo indígena e incluso descontextualizados, o más bien recontextualizados, como es el caso de los relatos de la literatura regional mestiza en español. Cuidar bien sus c’angandhos, como bien dice René Espinosa, “no impide tener cualquier religión”. Y desde luego, para fortuna nuestra, es fuente infinita para la creación.

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PERSPECTIVAS DEL ROMANTICISMO PARA UNA “MITOLOGÍA PERUANA”* Eva Valero Juan Universidad de Alicante

Tradicionalmente, la historiografía literaria del Perú ha coincido en subrayar la extrañeza y superficialidad del Romanticismo en este país, calificado en términos generales como un movimiento “frustrado”, que no se aclimató en suelo nacional. Esta consideración —acertada en su planteamiento medular, pero en cierto modo sesgada, como veremos— apuntaba a un Romanticismo meramente imitativo de sus modelos europeos, que se quedó por ello en la tentativa e, incluso, en la “impostura” —tal y como señaló José Miguel Oviedo— (1963: 15-17)1. Y una de las razones principales que se han aducido para tal crítica (sumada al malogrado estilo poético) ha sido el desarraigo de los escritores románticos respecto a lo autóctono, a la historia propia y, en general, al contexto nacional. * Este trabajo se enmarca en los proyectos de investigación financiados por el Ministerio de Ciencia e Innovación: “La formación de la tradición hispanoamericana: historiografía, documentos y recuperaciones textuales” (MCI FFI2008-03271/FILO), desarrollado entre 2008 y 2011; y “La formación de la tradición literaria hispanoamericana: recuperaciones textuales y propuestas” (MCI FFI2011-25717), en desarrollo desde 2012 hasta 2014. 1 Jorge Basadre, en El proceso del romanticismo peruano, glosó el planteamiento de Oviedo como sigue: “J. M. O., joven crítico... ha planteado la tesis del fracaso del romanticismo en el Perú. Reacciona con ella contra las actitudes indulgentes o superficiales de la crítica literaria tradicional. Oviedo sostiene que no hubo aquí verdadera escuela romántica, que la llamada bohemia se disgregó después de una militancia corta... que las mejores expresiones de sus personeros no siempre pueden ser adscritas a dicha escuela, y que, en conjunto, el romanticismo en el Perú presenta un movimiento débil... Por otra parte, pone de manifiesto los malos hábitos literarios del romanticismo nacional que no creó un estilo propio, no tuvo un gesto de verdadera independencia estética y exhibió pobreza verbal e imaginativa, desorden, mal gusto, incapacidad paisajística y también alejamiento de las raíces sociales demostrado en el olvido de la obra de Melgar y en el desdén ante el legado que ella dejó” (Basadre 1965: VI, 305).

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En estos términos planteó Luis Alberto Sánchez su valoración del Romanticismo en el libro Panorama de la literatura del Perú (1974), en concreto en el capítulo titulado “Un romanticismo frustrado”, en el que dio algunas de las claves para entender la palidez literaria del grupo de escritores nacidos entre los años 1830 y 1835 que, hacia mediados del siglo XIX, se empeñaron en ser románticos y bohemios2. Un empeño que desde su punto de vista no fue más allá de la intención en las obras de Juan de Arona, Carlos Augusto Salaverry, Clemente Althaus, Luis Benjamín Cisneros, Arnaldo Márquez, Nicolás Corpancho o Ricardo Palma3: La característica de la “bohemia romántica”4 peruana, es la de cantar siempre lo remoto, dedicarse a temas lejanos, desarraigarse de lo nativo, explotar a veces lo colonial como suprema concesión a lo peruano, fomentar el teatro, insistir en el verso, favorecer la leyenda. Sus características negativas fueron: nada de novela [...] nada tradicional auténtico (Sánchez, 1974: 88)5.

En un artículo previo (Valero 2010) planteé el necesario matiz a este juicio por su carácter generalizador, en tanto que Sánchez sentencia un desarraigo “to2 Sánchez prosiguió en su Panorama... la argumentación sobre el fracaso del Romanticismo que José Miguel Oviedo había iniciado en 1963. 3 A esta nómina principal cabe añadir otros nombres: Adolfo García, Numa Pompilio Llona, Enrique Alvarado, José Antonio Lavalle, Mariano Amézaga, Francisco Lasso, Juan Arguedas, Trinidad Fernández, Toribio Mancilla, Asisclo Villarán, Juan de los Heros y Narciso Aréstegui. 4 Utilizando el título otorgado por Ricardo Palma a su propia generación en la conocida obra La bohemia de mi tiempo (1964). 5 Esta opinión generalizada de la crítica, sustentada en los factores enumerados, no es sino el desarrollo historiográfico del juicio emitido respecto al Romanticismo peruano por alguno de sus protagonistas. Basta con acudir al documento esencial sobre este movimiento literario, el citado La bohemia de mi tiempo, de 1896. En él Palma etiquetó a su grupo de juventud con la denominación de “bohemia”, y periodizó el desarrollo del Romanticismo entre 1848 y 1860, calificándolo como etapa de “la filoxera literaria”, metáfora con la que se refirió al rápido contagio romántico que sufrieron todos los escritores de su tiempo. Siempre fiel a su particular tono irónico, recordó allí el encendido entusiasmo con que aquellos jóvenes peruanos recibieron la oleada romántica proveniente de Europa: “Nosotros, los de la nueva generación, arrastrados por lo novedoso del libérrimo romanticismo, en boga a la sazón, desdeñábamos todo lo que a clasicismo tiránico apestara, y nos dábamos un hartazgo de Hugo y Byron, Espronceda, García Tassara y Enrique Gil. Márquez se sabía de coro a Lamartine; Corpancho no equivocaba letra de Zorrilla; para Adolfo García, más allá de Arolas no había poeta; Llona se entusiasmaba con Leopardi; Fernández, hasta en sueños recitaba las Dolorosas de Campoamor; y así cada cual tenía su vate predilecto entre los de la pléyade de revolucionarios del mundo viejo. De mí recuerdo que hablarme del Macías de Larra, o de las Capilladas, de Fray Gerundio, era darme por la vena del gusto” (Palma 1964: 1294).

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tal” de lo propio y cancela cualquier atisbo de autenticidad tradicional peruana en el corpus textual del Romanticismo. El matiz venía dado por la existencia de obras en las que es precisamente lo nacional peruano, enfocado desde diferentes ángulos, el núcleo temático sobre el que algunos románticos quisieron iniciar (a pesar del estilo imitativo que indudablemente exhibieron) una nueva literatura nacional. Así, por ejemplo, encontramos la poesía patriótica producida por la generación romántica tras la Independencia (con autores como Carlos Augusto Salaverry, en los poemas “El sol de Junín” y “Dos de mayo”, o Juan de Arona y Clemente Althaus, en sus poemas de título homónimo, “A mi patria”); la prosa romántica sobre el Perú independiente (con obras como Edgardo o un joven de mi generación: romance americano español de Luis Benjamín Cisneros, o las “tradiciones” de Ricardo Palma sobre el siglo XIX); y los fragmentos poéticos dedicados por algunos autores como José Arnaldo Márquez o Pedro Paz Soldán y Unanúe (“Juan de Arona”) a la recuperación incipiente del pasado prehispánico, así como los textos en prosa sobre este mismo pasado producidos por Palma en algunas de sus “tradiciones” (“Palla-Huarcuna”, “La gruta de las maravillas”, “La achirana del Inca”...) y alguna obra teatral menor como Atahualpa de Carlos Augusto Salaverry. Abordar estos textos permite reconsiderar el Romanticismo peruano en la parte que tuvo de anclaje en lo nativo y en la historia propia, y revalorizar su relevancia en el proceso de construcción de la tradición literaria del Perú tras la emancipación. Con la ocasión que el tema del presente volumen brinda para profundizar en la emergencia de los mitos prehispánicos en la literatura latinoamericana contemporánea, consideré oportuno prestar atención a la parte de los textos románticos que, a pesar de no ser abundantes, originan la incipiente recuperación del pasado incaico (sus mitos, sus leyendas, sus personajes célebres, etc.) en la literatura peruana tras la Independencia6. Si bien la espiritualidad indígena peruana ya se había hecho oír a comienzos del siglo XIX en los poemas de Mariano Melgar, la ausencia en tales textos de referencias indígenas, quechuísmos, “color local” o paisaje —señalada por Aurelio Miró Quesada (1978: 176)—, decanta este estudio hacia los mencionados textos posteriores, publicados a partir de mediados de siglo, que algunos románticos como José Arnaldo Márquez, Pedro Paz Soldán y Unanúe (“Juan de Arona”) y el propio Ricardo Palma asentaron en las raíces del Perú tradicional, en busca de crear, como veremos, una “Mitología peruana”.

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Al margen de este estudio quedan los textos dedicados a la temática histórica referida a la Independencia, así como los textos de poetización del paisaje nacional.

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Partamos del año 1853, cuando Palma publicó una obra titulada Corona patriótica. Colección de apuntes biográficos (Lima: Tipografía del Mensajero), en la que realiza un canto exaltado al Imperio de los Incas. La remembranza con la que comienza la obra muestra al lector el Incario, fundado por Manco Capac, como una reedición del mito de la Edad de Oro que ya creara el Inca Garcilaso de la Vega en sus Comentarios reales, en tanto que se describe como un tiempo de felicidad, paz y riqueza, que se pretende construir como origen mítico de la nueva república independiente, en la línea del discurso literario propio de los primeros años de la Independencia que puso el foco sobre esa construcción mitificadora de lo prehispánico, frente a la ausencia del indio presente7: Bajo el azul turquí de un cielo siempre sereno y majestuoso, alentado por los rayos de un sol magnífico, alzábase un pueblo a la felicidad. Llanos de esmeralda cubiertos de flores delicadas que abren sus corolas a los frescos besos del rocío, montes con entrañas de oro y plata que se destacan en el espacio como gigantes de granito, lagos cuyos pacíficos cristales apenas riza el murmullo de los céfiros. Panorama donde se hallan anudados vida, esplendor y dicha, tal fue el imperio de Manco (Palma 2001).

La coincidencia con Garcilaso viene a reforzarse cuando Palma hace referencia a los incas como un pueblo portador de las virtudes cristianas en tanto que, en su adoración al Sol, estaba prefigurada su creencia en el “verdadero Dios”: Ese pueblo amó al Ser Eterno en la luz y el Sol fue su divinidad. Y en verdad ¿no os habéis imaginado cuando eleváis a Dios el pensamiento y los ojos a la bóveda estrellada, que ese sol coronado de topacios, que esa diadema esplendorosa de la cual están suspendidos los azules cortinajes del palacio de Jehová, no os habéis imaginado repito, que ese astro fecundante es el brillo de su mirada, la huella de su grandeza? (Palma 2001).

Recordemos a este respecto que la transposición de la filosofía de San Agustín realizada por Garcilaso se fundamentaba en el hecho de que los incas, a diferencia de otros pueblos prehispánicos, tuvieron la capacidad de creer en dioses imaginados, paso previo que desemboca en el cristianismo. Y que a través de dicha transposición, Garcilaso, en última instancia, cristianizó a los incas, acercándolos lo más posible a los fundamentos primeros del cristianismo, por ejemplo, cuando escribió que los incas “rastrearon con lumbre natural al verdadero sumo Dios y

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Véase en este libro el capítulo de Remedios Mataix, “Mitos sí, indios no. La figura del indígena en la literatura de la Independencia y la construcción nacional”.

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Señor Nuestro que crió el cielo y la tierra” y se empeñó en demostrar la creencia entre los incas de la existencia del Dios invisible, creador y todopoderoso8. Ante este imperio de paz y prosperidad que Palma reedita, el escritor opone, en la tercera sección de Corona patriótica, una dura visión de la conquista, con un tono de exaltación americanista muy propio de los discursos de la Independencia en los que se cantaban sus episodios principales, se asimilaba la llegada de los españoles y del cristianismo con el inicio de la esclavitud, y se idealizaba el valor, el arrojo y la tenaz supervivencia de los indígenas: Pero como despeñado torrente se presentaron los conquistadores y el Lábaro de redención fue un manequi [sic] en sus manos. Mancharon con sangre sus vestiduras y erigieron altares al becerro de oro. Y tras el escándalo que sembraron los encargados de conducir a un mundo virgen la civilización cristiana consiguieron labrar pesadas cadenas. Ellos olvidaron que el rey Profeta ha dicho —En el mismo lazo que escondieron quedará preso su pie. Y ese pueblo, aherrojado como rebaño de esclavos, no desesperó jamás. La esperanza es el alma del hombre. ¿Y quién ha dicho que no sea también el alma de los pueblos? (Palma 2001).

El discurso americanista de Palma en este texto es, además, el de condena a los tres siglos coloniales que, sin embargo, años después conformarían, con su recuperación intrahistórica, el caldo de cultivo de sus célebres Tradiciones peruanas, escritas cuando el escritor toma conciencia de la necesidad de construir, a través de la literatura, una identidad sustentada en la asimilación necesaria de todo el pasado, no sólo prehispánico sino también colonial: Tres siglos de opresión pasaron como lavas candentes del infierno sobre la faz de la América y ella comprendió que Dios la había hecho señora, que su porvenir era grande. Y escribió en el libro de su historia los nombres de Tucumán, Chacabueo, Maypú, Boyacá, Pichincha. Junín y Ayacucho. Justo es el Señor y ha amado la justicia (Palma 2001).

Corona patriótica nos ha situado en un discurso en el que la dignificación histórica del mundo incaico aparece en el centro del pensamiento de un Ricardo Palma que, años más tarde, comenzaría a publicar aquellos textos reunidos bajo el título de Tradiciones peruanas y publicados en varias series entre 1872 y 1910. Si 8 Esta cristianización de los incas se ve refrendada por toda una serie de símbolos del cristianismo que, según Garcilaso, aparecen de forma natural en el mundo incaico, así como cuando se delinea la figura de Manco Capac como la de un Cristo natural: “...no trujo este Príncipe bienes de fortuna, sino riquezas de ánimo, de mansedumbre, piedad, clemencia, liberalidad, justicia y magnanimidad y deseo y obras para hacer bien a los pobres” (Garcilaso, I, XXIV).

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bien las fechas de publicación escapan a los años de vigencia de la generación romántica peruana (que Luis Alberto Sánchez sitúa entre 1855 y 1862 [1974,: 79100]), y a pesar de que el género de la “tradición” es una amalgama de rasgos y elementos provenientes del Romanticismo y del costumbrismo que no permiten encasillar estos textos en ninguno de los dos movimientos, resulta fundamental para este estudio (puesto que las “tradiciones” son la expresión más genuina que emanó del Romanticismo en Perú) rastrear en las Tradiciones la emergencia de un mundo prehispánico que tiene una fuerte presencia en este corpus de textos. Hay que advertir que esta presencia no sólo se circunscribe a las “tradiciones” centradas exclusivamente en el período incaico, que son más bien escasas en relación a las dedicadas al mundo colonial9. Pero al margen del número, la cuestión fundamental está en la presencia actuante de ese mismo mundo incaico en las tradiciones ubicadas en el período colonial y, en especial, en el tiempo de la conquista. Lógicamente, no es este el lugar para abordar la dimensión de un tema tan extenso, pero sí para señalar algunas “tradiciones” concretas en las que Palma recupera ciertas leyendas y mitos incaicos a través de los cuales prosigue la mitificación del Incario que hemos observado en Corona patriótica. Me refiero a las mencionadas “Palla-Huarcuna” (perteneciente a la 1ª serie, que fue publicada en 1872, y que contiene textos publicados en numerosas revistas y periódicos peruanos, chilenos y argentinos), “La gruta de las maravillas” y “La achirana del Inca” (ambas de la 3ª serie, publicada en 1883). El primero de los textos, “Palla-Huarcuna”, relata una historia legendaria sobre la figura de Tupac-Yupanqui, el décimo gobernador inca, al que Palma presenta como “el rico en todas las virtudes”, protagonista del tiempo de mayor expansión del Imperio Incaico. La idealización del soberano se ve potenciada por la presentación de una empresa conquistadora que, lejos de ser violenta, es en cierto modo pacífica y aplaudida por un pueblo al que Tupac-Yupanqui da “prosperidad y dicha”: Tupac-Yupanqui, el rico en todas las virtudes, como lo llaman los haravicus del Cuzco, va recorriendo en paseo triunfal su vasto imperio, y por dondequiera que pasa se elevan unánimes gritos de bendición. El pueblo aplaude a su soberano, porque él le da prosperidad y dicha (Palma 2000).

En su objetivo de recuperación del pasado para la creación de una historia literaria, necesariamente mítica y legendaria, Palma utiliza en este relato sobre la “Palla-Huarcuna” una serie de figuras e imágenes mitológicas fundamentales en la 9

Raúl Porras Barrenechea planteó a este respecto que Palma no dedicó más “tradiciones” al pasado incaico por no repetir lo que el Inca Garcilaso ya había narrado (1969: 60).

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cosmovisión incaica. Así, encontramos referencias a los fundadores míticos del Imperio, Manco Capac y Mama Ocllo (cuya leyenda fijó el Inca Garcilaso en sus Comentarios), o al cóndor, ave mítica andina que Palma utiliza en una potente imagen premonitoria de la llegada de los españoles: El cóndor de alas gigantescas, herido traidoramente y sin fuerzas ya para cruzar el azul del cielo, ha caído sobre el pico más alto de los Andes, tiñendo la nieve con su sangre. El gran sacerdote, al verlo moribundo, ha dicho que se acerca la ruina del imperio de Manco, y que otras gentes vendrán, en piraguas de alto bordo, a imponerle su religión y sus leyes (ibíd.).

El cóndor, mensajero del sol en la mitología andina10, protagoniza esta impactante imagen al aparecer herido “a traición”, caído sobre las cimas de los Andes, y ensangrentando sus blancas nieves, como premonición del fin del imperio de Manco Cápac y de la llegada de los conquistadores. Otros símbolos de la mitología incaica aparecen también en el texto. Por ejemplo, las plumas, que se relacionan con el poder de la ascensión celeste y la liberación de la atadura terrenal. Según la tradición palmiana, una joven cautiva huye con su amado que muere defendiéndola, por lo que también ella es condenada: Y desde entonces, ¡oh viajero!, si quieres conocer el sitio donde fue inmolada la cautiva, sitio al que los habitantes de Huancayo dan el nombre de Palla-huarcuna, fíjate en la cadena de cerros, y entre Izcuchaca y Huaynanpuquio verás una roca que tiene las formas de una india con un collar en el cuello y el turbante de plumas sobre la cabeza. La roca parece artísticamente cincelada, y los naturales del país, en su sencilla superstición, la juzgan el genio maléfico de su comarca, creyendo que nadie puede atreverse a pasar de noche por Palla-huarcuna sin ser devorado por el fantasma de piedra (ibíd.).

Las plumas sobre el cabello simbolizan la liberación a través de la muerte, que le permite reunirse con su amado; plumas que además refuerzan una imagen simbólica previa también relacionada con el mundo andino, la de “la tortolilla de los bosques”, como metáfora de la joven. Como señaló Marcel Bataillon (1964: 144166), la tórtola recibió de la patrística cristiana los atributos tradicionalmente asignados a la paloma (pureza, inocencia, amor, armonía, fidelidad). En la tradición literaria peruana vemos cómo Mariano Melgar utilizó la paloma como símbolo de la fidelidad, enlazando con la lírica quechua, en la que el urbi o la tuya se

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“Así el cóndor está por la zona ideológica de Hananpacha, del orden imperial, del fasto incaico. En esta función lo veneran como mensajero del Sol y como representante del poder y esplendor incaico en la tierra qolla” (Hidalgo 1989: 177).

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identifican con la paloma o la tórtola (Miró Quesada 1978: 161), presentes todos ellos en los harauis (por ejemplo en los recogidos en el Ollantay) y en los yaravíes posteriores. Las otras tradiciones señaladas de Palma, “La achirana del Inca” y “La gruta de las maravillas”, coinciden en ser también historias de la conquista y expansión incaica que comparten idéntica mitificación del Incario. La primera de ellas nos sitúa en 1492, en tiempos del Inca Pachacutec y de la conquista del valle de Ica, proceso de expansión que se presenta nuevamente con tintes pacíficos: En 1412 el inca Pachacutec, acompañado de su hijo el príncipe imperial Yupanqui y de su hermano Capac-Yupanqui, emprendió la conquista del valle de Ica, cuyos habitantes, si bien de índole pacífica, no carecían de esfuerzos y elementos para la guerra. Comprendiolo así el sagaz monarca, y antes de recurrir a las armas propuso a los iqueños que se sometiesen a su paternal gobierno. Aviniéronse éstos de buen grado, y el inca y sus cuarenta mil guerreros fueron cordial y espléndidamente recibidos por los naturales (Palma 2007).

Esta “tradición” da una explicación legendaria a la abundancia de agua con que la achinara suministraba el riego a diferentes haciendas del Perú; explicación que tendría su origen en las bondades de este soberano, “caballeroso monarca” cuya acción desembocó en la leyenda de la “achinara del Inca”. Haciendo gala de su veta lexicográfica, Palma culmina su relato con la traducción de la achinara: “lo que corre limpiamente hacia lo que es hermoso”. Por último, “La gruta de las maravillas” nos sitúa en el reinado de otro monarca de los incas, “Mayta-Capac, llamado el melancólico”, que expandió el Imperio hacia Tiahuanaco. Ejemplo de valentía y arrojo, este soberano aparece mitificado por Palma también en lo que atañe al avance tecnológico por él impulsado, pues inventó un puente para su incursión en el país de los chumpihuillcas, quienes “prefirieron morir de hambre antes que rendir vasallaje al conquistador”. Al verse sitiados, se encierran en el palacio del príncipe Huacari, ejemplo asimismo de virtud y patriotismo. Y tanto él como sus capitanes allí encerrados fueron convertidos por los dioses en preciosas estalactitas y estalagmitas, en aquel palacio transformado en gruta que, en la mitología de muchos pueblos, se asocia a los orígenes y al renacimiento. Así, los valientes capitanes y su príncipe, petrificados en la gruta, simbolizan, de algún modo, la permanencia más allá de la muerte. Pero no sólo Ricardo Palma puso la mirada en ese mundo incaico que, como ya he señalado, emerge también en las tradiciones que transcurren en los tiempos de la conquista y la colonia. Otros compañeros de la generación romántica ya nombrados también comenzaron ese proceso de recuperación de los orígenes prehispánicos en el seno de sus textos. El primero de ellos, José Arnaldo Márquez, destacó funda-

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mentalmente en la corriente filosófica del Romanticismo desde la concepción de que la poesía “no es un poco de música o de viento [...] es, como portadora del bien, la verdad y la belleza, una ‘senda de luz’ que conduce al progreso” (Cornejo 2000: 153). Y en la proyección de ese camino poético, el texto que me interesa destacar de su obra, para el objetivo de este artículo, es la leyenda poética titulada “Manco Cápac”, aparecida en La Revista de Lima (tomos IV y V) en fragmentos publicados entre 1861 y 1862. En la sección IV de la leyenda el texto dibuja un cuadro típicamente romántico: una tempestad, en la que el Inca Manco Capac se adentra conducido por su nave. Concluyen la sección estos versos: Largo tiempo hace que lucha la frágil nave con ella, y al viajero la fatiga tiene agotada la fuerza; y al movimiento continuo que en círculos mil lo lleva y ora lo hunde en las ondas ora lo encumbra sobre ellas, desvanecida en un vértigo se desmaya su cabeza y adormecido los párpados en hondo letargo cierra (V, 542).

Teniendo en cuenta que el protagonista de esta escena es el Inca Manco Cápac, los primeros versos citados, en los que se señala el dilatado tiempo en que la frágil nave lleva tratando de sobrellevar la tempestad, tienen una evidente lectura histórica, que apunta hacia la larga lucha de los incas por sobrevivir al proceso de la conquista, la colonia y la república. En los siguientes versos, el poeta señala un agotamiento de las fuerzas que terminan en desvanecimiento, pero nunca en aniquilación, tal y como propone en la sección VI, con la llegada del Inca a una orilla en la que la metáfora romántica viene a imprimir ese sentido de sobrevida de la cultura incaica: “Ninguna nube el firmamento enluta”. El arribo a la orilla continúa con el encuentro nuevamente de una gruta misteriosa, que culmina en un espacio abierto cuya hermosura es descrita como el jardín del Edén, con todos los elementos caracterizadores del tópico del locus amoenus: la fuente cristalina, la floresta, el canto del ave alegre, el rumor de la cascada, el lago y los blancos cisnes, la sombra. Una escena como esta permitiría a Luis Alberto Sánchez advertir que cuando los románticos representaron al indio, “no se trataba del indio problema, sino del indio espectáculo... personaje tan exótico como si, en lugar suyo, se colocase un turco de Estambul en plena jungla amazónica; un pirata de Espronceda en el lago

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Titicaca” (Sánchez 1989: 1258). Pero a pesar de este notorio exotismo, textos como el de Márquez ponían la primera piedra del camino hacia la recuperación del mundo incaico, paso previo indispensable para la visión problematizada del indio del presente que otros construirían pocas décadas después. Efectivamente, el futuro literario se encargaría de la conversión hacia “el indio problema” que, por otro lado, de algún modo se estaba comenzando ya a delinear en estos versos a pesar de la inautenticidad de la recreación. Mientras se describe el paisaje edénico referido va surgiendo, al mismo tiempo, una misteriosa voz que, finalmente, puede escucharse con nitidez: Yo derramo paz y olvido Cuando herido sufre y gime el corazón doy aliento a la esperanza que se lanza con el mal a combatir, Y mi mano amiga inflama viva llama de la fe en el porvenir. Soy la luz del porvenir, en resumen. Soy estrella que fulgura cuando oscura se extiende la tempestad (V, 579).

La clave histórica americana vuelve a estar impresa en estos versos en los que el poeta realiza un canto a la esperanza y al porvenir de un país en el que la necesaria reconciliación (“paz y olvido”) debe ser la senda para articular una nacionalidad integradora de la civilización vencida. Esta proyección hacia el futuro se ve reforzada en la sección VII, con la evocación del que fue el corazón del mundo inca. Los versos comienzan haciendo referencia a un “templo colosal”, realizado con las más grandes rocas del Cuzco y de los Andes, con “techumbres enormes” y “cimientos seguros”: Las venas y capas de oro de la vasta cordillera su inagotable tesoro dan al Inca en profusión. Y está concluido el templo que es de la constancia ejemplo de tal pueblo y de rey tal (V, 617).

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El mito del Dorado peruano aparece configurado en estos versos que, evidentemente, hacen referencia al Coricancha (el templo del Sol), centro del Imperio Inca en la ciudad del Cuzco sobre el que se construyó el convento de Santo Domingo. El templo, recordemos, aparece descrito tras el Jardín del Edén, potenciando de este modo el efecto mitificador de este espacio prehispánico. La idealización culmina en la sección VIII con la aparición definitiva de los protagonistas de este escenario: Juntos Manco y Ocllo, y en un alma la de entrambos esposos confundida: él, fuerza y genio; ella, piedad y calma, su raza ven a la virtud nacida y les da el cielo la gloriosa palma al declinar la tarde de su vida, de que llegue su imperio a ser un mundo que no tiene modelo ni segundo (V, 619).

En definitiva, Márquez crea en este canto, con la idealización del Incanato, “una suerte de mitología nacional —señala Cornejo Polar—, anclada en lo prehispánico, que contrasta con el apego al pasado colonial, tan evidente en Palma y otros románticos, y con la evocación de leyendas exóticas, igualmente usual en la mayoría de poetas de esta escuela” (Cornejo Polar 2000: 153). Cabría matizar en este juicio, como hemos visto, la preocupación que Palma también mostró por ese pasado incaico. Por último, la temática prehispánica aparece también, aunque de forma ocasional, en otro poeta principal del Romanticismo peruano, Pedro Paz Soldán y Unanúe (“Juan de Arona”). En sus Cuadros y episodios peruanos (1863), el sentimiento de la naturaleza costeña del Perú es la tonalidad principal de poemas en los que, además, la evocación de dioses y personajes históricos del Incario tiñe el libro de dicha mitología nacional: ¡Pachacamac! ¡Pachacamac! Mi corazón en llanto al recordarte se baña y se entristece; y tu opulencia y tu caída palpa desdichado Atahualpa! Y piensa, y le parece que al través de esos ámbitos vacíos mira rodar tu sombra melancólica (Arona 1867: 22).

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Esta reivindicación de una mitología propia, que hunde sus raíces en el mundo prehispánico, imprime un carácter original sobre el que el mismo Juan de Arona insiste y abunda en el prólogo a estos Cuadros y episodios peruanos; un testimonio —el del prólogo— de especial relevancia para revisar el movimiento romántico peruano en algunas de sus manifestaciones más destacadas. En sus páginas, Arona da la clave para revalorizar el Romanticismo peruano como movimiento originario, tras las décadas convulsas de la emancipación, de un rescate del pasado que marcaría el derrotero para la construcción de una literatura nacional: [...] algunas figuras de la Introducción y poesías siguientes, mejoradas por ingenios más perfectos que el nuestro, podrían servir de principio a una Mitología Peruana; o si el tiempo de las fábulas ha pasado, a un repertorio de imágenes nacionales, a un Gradus at Parnassum de epítetos peruanos, a un tesoro, en fin, de literatura propia, que nos falta, donde podrían irse inspirando nuestros nacientes poetas, que aún no han tratado de embeberse de este manantial, o por desconocerlo, o por falta de caminos para dirigirse a él (Arona 1867: XIII).

Sin duda, Arona comenzó a apuntar ese camino tanto en sus Ruinas como en Cuadros y episodios peruanos, ambas publicadas en 1863. Y la conciencia aquí expresada de ser origen para el futuro “tesoro de la literatura propia”, de las dificultades que tal reto planteaba a los escritores, y de la necesidad de crear una mitología peruana con visión de futuro, adquiere un carácter premonitorio de lo que sería la gran literatura peruana del siglo XX. El fragmento no es sino uno más de los capítulos de un Romanticismo que requiere revisión y atención, precisamente por la dimensión que adquiere, a través de diferentes ángulos entre los que se encuentra la mirada hacia los orígenes prehispánicos, de “derrotero”11 para la historia de la literatura peruana contemporánea.

11

Palabra que fue utilizada por Luis Alberto Sánchez para dar título a su historia de la literatura peruana, La literatura peruana, derrotero para una historia espiritual del Perú.

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EL MITO DE “LOS HERMANOS AYAR”: DE LAS CRÓNICAS DE INDIAS A LOS CUENTOS INCAICOS DE ABRAHAM VALDELOMAR M.ª Elena Martínez-Acacio Alonso Universidad de Alicante

En la tradición cultural incaica ocupa un lugar principal el mito donde aparece relatada la historia de los hermanos Ayar, ya que se trata de un mito fundacional que aborda los orígenes del Imperio Inca y también de su capital, Cuzco. Varias versiones de este relato aparecieron recogidas en numerosos textos del tiempo de la Conquista y del periodo colonial, entre ellos la Suma y narración de los Incas, escrita por Juan de Betanzos entre 1551 y 1557, la Historia de los Incas de Pedro Sarmiento de Gamboa, aparecida en 1579 y los Comentarios reales del Inca Garcilaso de la Vega, de 1609. Ya en el siglo XX, el escritor peruano Abraham Valdelomar utilizó este mito, sirviéndose de las distintas versiones que pudo leer en varias crónicas de Indias, para escribir su cuento titulado “Los hermanos Ayar”. Se pretende aquí analizar los tres textos cronísticos citados para observar en qué medida pudo servirse Valdelomar de ellos para escribir “Los hermanos Ayar”. Abraham Valdelomar, figura fundamental en la literatura peruana de comienzos del siglo XX, abarcó en su trayectoria una amplia variedad de géneros y temas, entre los que destaca su producción cuentística. Es precisamente en algunos de sus cuentos donde el autor muestra su interés por el mundo indígena precolombino. En el libro Los hijos del Sol, publicado póstumamente en 1921, encontramos ocho relatos de tema incaico. En realidad, existen algunas versiones de dichos relatos que fueron publicadas en prensa entre 1915 y 1919, así como * Este trabajo se enmarca en los proyectos de investigación financiados por el Ministerio de Ciencia e Innovación “La formación de la tradición hispanoamericana: historiografía, documentos y recuperaciones textuales” (MCI FFI2008-03271/FILO), desarrollado entre 2008 y 2011; y “La formación de la tradición literaria hispanoamericana: recuperaciones textuales y propuestas” (MCI FFI2011-25717), en desarrollo desde 2012 hasta 2014.

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diversos manuscritos que contienen variantes de algunos cuentos. Para este análisis partimos de los textos recogidos por Ricardo Silva-Santisteban en su edición crítica de las Obras completas de Abraham Valdelomar (2000). Silva-Santisteban organiza estos ocho relatos de acuerdo con un criterio temático-cronológico. De esta forma, el relato “Los hermanos Ayar”, en tanto que trata de un mito fundacional, ocupa el primer lugar. Como contrapartida, el último relato, titulado “El camino hacia el Sol”, narra el declive y desaparición definitiva de la civilización incaica a la llegada de los conquistadores españoles. Sin embargo, de los ocho cuentos, tan sólo los dos mencionados contienen un argumento y temática de carácter histórico; el resto de los relatos, aunque ambientados en el antiguo Imperio Inca, abordan temas como la libertad del artista (como ocurre en “El alma de la quena” y “El alfarero”) o el amor (“El pastor y el rebaño de nieve” y “Chaymanta huayñui”). La historia de los hermanos Ayar aborda un tema universal: el nacimiento de una civilización, la incaica, y la fundación de su capital, Cuzco. A grandes rasgos, el mito narra cómo los cuatro hermanos Ayar, hijos del Sol, salen de una cueva cercana al Cuzco acompañados de sus cuatro hermanas y portando numerosas riquezas. El hermano mayor y guía del resto es Ayar Manco, a quien el Sol da una vara de oro que debe ir hincando en la tierra durante su viaje: cuando la vara se hunda en la tierra sin resistencia, habrán encontrado el lugar donde el Sol quiere que se erija su imperio. En el camino hasta fundar la ciudad, los ocho hermanos van convenciendo o sometiendo a los pueblos que encuentran a su paso para así fundar Cuzco como capital del imperio cuyo rey será Ayar Manco, que pasará a llamarse Manco Capac, primero de los Incas legendarios. Como suele ocurrir con las narraciones de origen precolombino, las diferentes versiones que ya existían en tiempos de la creación del mito se entremezclan y superponen con las nuevas versiones surgidas en el momento en que los cronistas, con una comprensión deficiente del quechua y ante la imposibilidad de entender la cosmovisión incaica, deforman y tergiversan las informaciones que reciben de los indígenas. Todo este proceso de recuperación y, a la vez, transformación de un mismo relato da lugar a la coexistencia de diferentes versiones que tienden a obedecer, como veremos a continuación, los intereses de cada cronista o del poder político que encarga la redacción de una determinada obra. Así ocurre en las tres versiones del mito de los hermanos Ayar que encontramos en los textos de Juan de Betanzos, Pedro Sarmiento de Gamboa y el Inca Garcilaso que a continuación se revisan.

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JUAN DE BETANZOS, SUMA Y NARRACIÓN DE LOS INCAS (1551) Como es conocido, Juan de Betanzos viajó temprano a las Indias como soldado de Francisco Pizarro. Fue uno de los primeros españoles en dominar perfectamente el quechua, por lo que se convirtió en intérprete oficial de Pizarro. Contrajo matrimonio con la princesa Quirimay Ocllo, prima de Huáscar y Atahualpa, y que había sido esposa principal de este último. De esta forma, gracias a su matrimonio, Juan de Betanzos tuvo acceso a la nobleza incaica, especialmente a los partidarios de Atahualpa. Su perfecto dominio del quechua le permitió escuchar y comprender las leyendas y las historias que su mujer y los familiares de ésta le contaban, por lo que para escribir su texto se sirvió de datos precisos y bastante fiables. Asimismo, como explica Mª Carmen Martín Rubio, estas circunstancias le permitieron utilizar “fuentes históricas no escritas” (1999: 11), como fueron los ancianos nobles que habían conocido los tiempos de mayor esplendor del incanato, así como los cantares de las panacas reales (cantos con que los incas exaltaban las hazañas de sus antepasados), o los haylis (relatos heroicos sobre batallas del pasado). Estos cantos fueron modificados poco después de la llegada de los primeros españoles, principalmente por los misioneros, que se sirvieron de estas manifestaciones populares para llevar a cabo su misión evangelizadora. De este modo, la oportunidad de escuchar las versiones originales netamente incaicas constituye un privilegio que Betanzos pudo utilizar a la hora de escribir la Suma y narración de los Incas. Así, cuando el virrey Antonio de Mendoza le encargó que escribiese una genealogía de los Incas (a la que tituló Suma y narración de los Incas), éste plasmó en ella su profundo conocimiento del pueblo del que había entrado a formar parte. Juan de Betanzos ofrece en su construcción del mito de los hermanos Ayar una imagen benévola y legendaria de los primeros Incas. Trata de dotar al relato de objetividad y evita detenerse demasiado en los episodios más violentos o crueles (como las atrocidades cometidas por los ocho hermanos fundadores o el asesinato de uno de los hermanos, Ayar Cache, por parte de los demás). Del mismo modo, presenta el asentamiento en el Cuzco como una unión absolutamente pacífica con el pueblo preincaico que allí habitaba, ya que su rey, Alcaviça, reconoce inmediatamente a Ayar Manco y los demás como hijos del Sol y se muestra alegre de que se unan a su pueblo: Pasaron adelante Mango Capac y su gente, y hablaron con Alcaviça, diciéndole que el sol los enviaba a que poblasen con él allí en aquel pueblo del Cuzco; y el Alcaviça, como le viese tan bien aderezado a él y a su compaña, y las alabardas de oro que en las manos traían, y el demás servicio de oro, entendió que era ansí y que eran hijos del Sol, y díjoles que poblasen donde mejor les pareciese [...]. Holgábanse y regocijábanse Mango Capac y Alcaviça en buena amistad y en contentamiento (Betanzos 2004: 56).

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Sin embargo, y como veremos a continuación, no todas las crónicas que recogen este mito proponen una visión tan amable de los primeros Incas. Esto indica que, de alguna manera, cada uno de los cronistas recupera este mito no sólo de diversas fuentes que hayan podido sufrir distintas deformaciones con el tiempo, sino también haciendo hincapié en determinados episodios con el objetivo de promover una visión u otra, según sean sus intereses o los de quien haya encargado la redacción de su obra.

PEDRO SARMIENTO DE GAMBOA, HISTORIA DE LOS INCAS (1579) En segundo lugar, Pedro Sarmiento de Gamboa llevó a cabo su Historia de los Incas por encargo del virrey Francisco de Toledo (1569-1581). Como explica Ángel de Altolaguirre (2006: 454), a pesar de la bula papal que concedía a Castilla el derecho a tomar las tierras americanas, hubo en el siglo XVI una gran polémica sobre la legitimidad de Castilla para adueñarse de dichos territorios y someter a sus habitantes. Por este motivo, el virrey Toledo organizó en 1570 una visita general por el territorio del virreinato con el fin de que se redactara una historia general del pueblo inca donde quedara patente que este imperio había sido extranjero para los indios naturales del lugar, a los que habían sometido por la fuerza y sobre los que, hasta la llegada de los españoles, habían ejercido un gobierno tiránico. Así, Francisco de Toledo organizó una visita general cuyos fines “no eran solamente geográficos, económicos y organizativos, pues se trataba, además, de demostrar que los incas eran usurpadores de la tierra, y que los aborígenes estaban subyugados por un poder tiránico, lo que permitía y justificaba ‘legalmente’ la conquista del Imperio Incaico por la corona española” (Alba 2001: 10). Pedro Sarmiento de Gamboa, encargado de redactar dicha historia, hizo en su narración especial hincapié en las crueldades cometidas por los hermanos Ayar, contraponiéndolas al espíritu pacífico de los pueblos a los que éstos sometieron. En algunas ocasiones, el autor emitía juicios de valor donde condenaba el comportamiento de los protagonistas de su relato. Esta actitud del narrador concuerda a la perfección con la finalidad que sabemos que tenía la redacción de su obra: presentar a los incas como un pueblo guerrero y cruel que había sometido a los anteriores pobladores contra su voluntad conformando un imperio tiránico al que Castilla tenía el deber de poner fin: Y como los Huallas viesen aquel horrendo e inhumano espectáculo, temiendo que de ellos hiciesen lo mismo, huyeron, ca simples y tímidos eran, y así desampararon su natural. Y Mama Huaco, visto la crueldad que habían hecho, y temiendo que por ello fuesen infamados de tiranos, parecióles no dejar ninguno de los Huallas, creyendo que

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así se encubrirían. Y así mataron a cuantos pudieron haber a las manos, y a las mujeres preñadas sacaban las criaturas de los vientres, porque no quedase memoria de aquellos miserables Huallas (Sarmiento de Gamboa 2001: 60).

Así ocurre en este fragmento, donde se nos cuenta cómo los ocho hermanos Ayar llevan a cabo una matanza injustificada de un pacífico pueblo conocido como huallas, y temiendo que por ello los consideren tiranos, deciden acabar con toda la tribu, para que no quede ningún testigo vivo de la masacre.

INCA GARCILASO DE LA VEGA, COMENTARIOS REALES DE LOS INCAS (1609) Por último, el Inca Garcilaso recogió en los Comentarios reales tres versiones diferentes de este mito; la primera, muy detallada, abarca tres capítulos, donde los hermanos Ayar son sólo dos: Ayar Manco y su hermana, que juntos fundan el imperio. Las otras dos versiones, que sí hablan de cuatro hermanos y cuatro hermanas, aparecían resumidas en un mismo capítulo y bajo el membrete de “fábulas historiales”1, indicaba así el autor que se trataba de historias mitológicas inventadas por los indios, a los que excusaba argumentando que el Viejo Mundo, en sus orígenes, había inventado historias semejantes; máxime cuando se trataba de una cultura ágrafa: Y de esta manera son todas las historias de aquella antigüedad, y no hay que espantarnos de que gente que no tuvo letras con que conservar la memoria de sus antiguallas trate de aquellos principios tan confusamente, pues los de la gentilidad del mundo viejo, con tener letras y ser tan curiosos en ellas, inventaron fábulas tan dignas de risa y más que estotras, pues una de ellas es la de Pirra y Deucalión y otras que pudiéramos traer a cuenta (Inca Garcilaso de la Vega 1985: 43).

El Inca, mestizo, hijo del capitán Garcilaso de la Vega y de la princesa Isabel Chimpu Ocllo, sobrina del Inca Huayna Cápac, justificaba la validez de la primera versión alegando que era la que él mismo escuchó de boca de sus familiares pertenecientes a la nobleza incaica, mientras que las otras dos eran versiones que inventaron los “indios comunes”, es decir, no pertenecientes a la nobleza. 1

Nos dice así el Inca: “otra fábula cuenta la gente común del Perú del origen de sus Reyes Incas, y son los indios que caen al medio día del Cuzco [...]. Dicen que pasado el diluvio, del cual no saben dar más razón de decir que lo hubo, ni se entiende si fue el general del tiempo de Noé o alguno otro particular, por lo cual dejaremos de decir lo que cuenta de él y de otras cosas semejantes que de la manera que las dicen más parecen sueños o fábulas mal ordenadas que sucesos historiales” (1985: 42).

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La tercera versión recogida por el Inca es la que coincide con las de Juan de Betanzos y Pedro Sarmiento de Gamboa. Sin embargo, Garcilaso la resumía de la siguiente manera: explicaba que en unas peñas cercanas al Cuzco se abrieron tres ventanas y de la central salieron los ocho hermanos, el primero de los cuales fue Ayar Manco, que junto con su hermana y esposa Mama Ocllo fundó Cuzco y enseñó a los hombres a ser civilizados. Afirmaba el Inca que los indios que narraban esta versión no sabían decir qué había sido de los otros tres hermanos y sus esposas y que, en el mejor de los casos, explicaban su desaparición sirviéndose de alegorías: Otra manera del origen de los Incas cuentan semejante a la pasada, y éstos son los indios que viven al levante y al norte de la Ciudad del Cuzco. Dicen que al principio del mundo salieron por unas ventanas de unas peñas que están cerca de la ciudad, en un puesto que llaman Paucartampu, cuatro hombres y cuatro mujeres [...], al primer hermano llaman Manco Cápac y a su mujer Mama Ocllo [...]. Al segundo hermano llaman Ayar Cachi y al tercero Ayar Uchu y al cuarto Ayar Sauca. La dicción Ayar no tiene significado en la lengua general del Perú; en la particular de los Incas la debía tener. Las otras dicciones son de la lengua general: cachi quiere decir sal, la que comemos, y uchú es el condimento que echan en sus guisados, que los españoles llaman pimiento; no tuvieron los indios del Perú otras especias. La otra dicción, sauca, quiere decir regocijo, contento y alegría. Apretando a los indios sobre qué se hicieron aquellos tres hermanos y hermanas de sus primero Reyes, dicen mil disparates, y no hallando mejor salida, alegorizan la fábula, diciendo que por la sal, que es uno de los hombres, entienden la enseñanza que el Inca les hizo de la vida natural; por el pimiento, el gusto que de ella recibieron; y por el nombre regocijo entienden el contento y alegría con que después vivieron. Y aun esto lo dicen por tantos rodeos, tan sin orden y concierto, que más se saca por conjeturas de lo que querrán decir que por el discurso y orden de sus palabras (ibíd.: 43).

No es extraño que existan diferentes versiones de un mismo mito según la zona geográfica donde se documenta; sin embargo, el hecho de que el Inca legitimase o desechase una u otra versión obedecía probablemente a otros motivos. Recordemos que cuando los españoles llegaron a la zona del actual Perú, el Imperio Incaico estaba sumido en una guerra civil que enfrentaba a los dos hijos del último Inca (Huayna Cápac) y a la nobleza incaica, que se había dividido entre ambos bandos. Isabel Chimpu Ocllo, sobrina de Huayna Capac, formaba parte de la nobleza cuzqueña que durante la guerra civil apoyó al Inca Huáscar como heredero al trono de su padre. Fueron las versiones de esta parte de la nobleza favorable a Huáscar las que escuchó el Inca Garcilaso durante su niñez. De este modo, en los Comentarios reales el Inca legitimaba la versión del mito defendida por su familia materna, cuyo contenido difería considerablemente del que aportaba Juan de Betanzos que, como hemos visto, convivió con la realeza y nobleza partidarias

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de Atahualpa. Recordemos, por otro lado, que son numerosas las diatribas que el Inca dirigía a Atahualpa y sus partidarios a lo largo de los Comentarios reales, buscando así afirmar la legitimidad de Huáscar como único heredero legal al trono incaico. De esta manera, al defender esta versión del mito de los hermanos Ayar, el Inca Garcilaso estaba tratando de asegurar su propio estatus en la España del siglo XVI, presentándose como descendiente de la legítima realeza incaica a la vez que de la nobleza castellana por vía paterna. Por otra parte, como ya hemos recordado, Juan de Betanzos había contraído matrimonio con la princesa Quirimay Ocllo, que había sido esposa de Atahualpa y, por tanto, pertenecía a la parte de la nobleza que apoyaba el ascenso de Atahualpa al trono. No ha de extrañarnos, pues, que dos versiones tan dispares del mismo mito hayan surgido de las dos ramas enfrentadas de la realeza inca, como tampoco sorprende que el Inca Garcilaso, en su intento de desprestigiar a Atahualpa y a sus partidarios, defendiera su propia versión de la leyenda argumentando que la historia de los hermanos Ayar era una invención de los indios comunes, es decir, no pertenecientes a la nobleza. De esta manera, no sólo estaba legitimando su versión y su posición social sino que también conseguía degradar la de Atahualpa y sus descendientes. Parece improbable que Garcilaso leyese la crónica de Betanzos, ya que ésta quedó archivada y olvidada poco después de su redacción y no fue recuperada hasta 1880. No obstante, si tuvo oportunidad de leer la crónica de Betanzos o al menos de conocer de alguna manera la versión que éste había recogido del mito, parece claro que el Inca Garcilaso hubiera hecho lo posible por desautorizarla, dado que pertenecía a la rama de la familia real que él consideraba ilegítima en la sucesión al trono. Así, para quitar crédito a esta versión, el Inca se amparaba en su condición de mestizo y bilingüe, y por tanto más capacitado que los españoles para dar cuenta de la historia y las leyendas incaicas. Sin embargo, parece que la versión más popular entre los indígenas sobre los orígenes del pueblo inca era la de los cuatro hermanos Ayar, como confirmaba la versión recogida por Sarmiento de Gamboa, que viajó por todo el virreinato buscando informantes de diferentes lugares. Altolaguirre explica, además, que Sarmiento, una vez acabada su obra, hizo que esta fuera leída al menos a cuarenta y dos indios representantes de los más antiguos linajes incas, para que ellos dijeran si estaban o no conformes y corrigieran los datos erróneos (Altolaguirre 2006: 457). Por tanto, parece que Sarmiento de Gamboa trató de forjar una historia inca tan fiel a la verdad como fuera posible, y en ella el origen del pueblo inca correspondía al mito de los hermanos Ayar.

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“LOS HERMANOS AYAR” DE ABRAHAM VALDELOMAR Una vez estudiadas las diferentes versiones del mito correspondientes a estas tres crónicas, nos adentramos a continuación en la reescritura que Valdelomar llevó a cabo varios siglos después en su cuento titulado “Los hermanos Ayar”. El cuento de Valdelomar comienza con la aparición de dos personajes históricos: el general Mayta Yupanqui y su sobrino, Quespi-Titu. A propósito de las tropas que van a desfilar al día siguiente ante el Inca, el general cuenta al joven la historia de los orígenes de su pueblo. La narración comienza manifestando la vergüenza que el Sol sentía de sus hijos, los hombres, que se comportaban como bestias, hasta que un día aparece una columna de hombres y mujeres guiados por los cuatro hermanos Ayar y sus esposas, a los que los ancianos de una tribu cercana al lugar habían visto salir de Capajtojo, la ventana central abierta en el cerro llamado Tamputojo, en la región de Pacarejtampu. Con este inicio, Valdelomar ya manifiesta una preocupación por la estructura de su relato: elige insertar el mito en una conversación ficticia entre personajes históricos reales2 y además, comienza la narración de la historia in media res, para luego retroceder y explicar la procedencia de los hermanos protagonistas. A continuación, Valdelomar relata cómo los indios quedan asombrados al contemplar las riquezas y vestidos de los hermanos Ayar. Al llegar junto a esta tribu, Manco Capac muestra el símbolo del Sol en su mano, critica su modo de vida y les insta a seguir a su comitiva para fundar el imperio del Sol. Ayar Cachi matiza que si no se unen a ellos, se les hará la guerra. Tras esta primera presentación de los cuatro hermanos, sus intenciones y su manera de actuar, Valdelomar dedica algunas páginas a describir la apariencia y, sobre todo, el carácter de cada uno de los protagonistas, indicando sus cualidades y puntos débiles. Estos detalles constituyen una adición ficcional, es decir, un rasgo puramente literario que busca embellecer el texto deteniéndose en la descripción de los personajes, a la vez que guía al lector en la comprensión del mito. A continuación prosigue la descripción del camino, que aparece como un éxodo prolongado y muy duro, durante el cual los pueblos guiados por los hermanos Ayar sufren hambre y cansancio, además de algunos enfrentamientos con las tribus que van encontrando a su paso. Valdelomar explica que durante el desplazamiento Manco Capac va hincando la vara de oro que el Sol le había dado:

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Mayta Yupanqui y más tarde Quespi Titu serán generales que se enfrentarán a los españoles durante la Conquista.

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—Ve por el mundo, mi hijo predilecto, y lleva el ave sagrada y el báculo de oro; con él irás hincando la tierra, y en el punto donde el báculo se hunda, allí fundarás mi Imperio, porque ese será mi pueblo elegido [...]. Una generación de hombres poderosos y magníficos será tu generación, y a través del tiempo, a través de las sombras inertes, más allá de un espacio que tú no puedes contar, brillará tu nombre (Valdelomar 2000: 307).

Así, el grupo guiado por los hermanos prosigue su peregrinaje hasta que se detiene durante un tiempo en Tampuquiro, donde Mama Ocllo da a luz a Sinchi Roca. Abraham Valdelomar introduce en este momento de la narración un episodio completo inventado que cumple una función determinada y muy meditada por parte del autor. El episodio narra el hallazgo en Pallata de una tribu bárbara que celebra un banquete caníbal mientras asa a una joven en la hoguera. Ayar Cachi se dispone a atacar cuando Ayar Manco lo detiene y se dirige tranquilamente, sin armas ni medios de defensa, hacia la hoguera para liberar a la joven. Ante este comportamiento, los bárbaros quedan asombrados. Ayar Manco se dirige a ellos como “hermanos”, puesto que todos son hijos del Sol, y les invita a unirse a su peregrinación, asegurándoles que si se niegan puede acabar con ellos. Sin embargo, mientras el mayor de los hermanos intenta evitar el enfrentamiento, Ayar Cachi y un grupo de guerreros ha entrado en batalla con parte de la tribu y regresa victorioso habiendo derrotado a su jefe. Valdelomar había presentado a Ayar Cachi como el hermano más joven, impetuoso y guerrero, y se sirve de este episodio para mostrar su desobediencia y su espíritu belicoso. De esta manera, logra el autor crear una opinión hasta cierto punto desfavorable hacia este personaje, e ir preparando el terreno para describir su asesinato, que será llevado a cabo por orden de sus propios hermanos. Asimismo, este episodio sirve para mostrar una imagen pacífica, sabia, elocuente y benévola, aunque también inflexible y autoritaria de Ayar Manco, de manera que el personaje va prefigurándose como el líder de los cuatro hermanos. Tras el episodio de Pallata, Valdelomar centra su atención en Ayar Cachi, mostrando al lector los deseos del hermano más joven de separarse del grupo y recorrer el mundo por su cuenta, sometiendo a todos los pueblos y modificando la tierra con su fuerza para fundar una ciudad donde se adore al Sol y donde él sea el amo y posea riquezas y poder. Ayar Cachi expone sus intenciones a sus hermanos, que empiezan a considerarlo una amenaza y deciden acabar con él; con esta finalidad lo envían de vuelta a Pacarejtampu para recoger el napa (símbolo del señorío de los incas), que dejaron olvidado al marchar. Al principio Ayar Cachi se niega a ir, puesto que desea emprender su camino en solitario, sin embargo, ante las palabras acusadoras de Mama Guaco se pone en camino junto con otro guerrero, Tampu Cachay, quien ha recibido órdenes de dar muerte al menor de los hermanos. Al llegar a la cueva, Ayar Cachi entra y Tampu Cachay cierra la

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entrada de la cueva con una losa. Ayar Cachi muere en la cueva y maldice a su verdugo condenándole a quedar convertido en piedra. En la recreación de Valdelomar no sólo se reconoce el deseo de dotar a la leyenda de belleza y literariedad, sino que también se advierte el deseo del autor de “humanizar” a los personajes, especialmente a los principales. Este proceso de humanización comienza con las descripciones iniciales y culmina con el episodio donde se narra la muerte de Ayar Uchu. Los hermanos y sus seguidores llegan a Quirirmata y después al cerro Guanacaure, donde deciden declarar a Ayar Manco jefe de la familia, por ser el único con descendencia. De este modo se confirma de forma explícita la percepción de Manco Capac que el autor ha prefigurado en el transcurrir del relato. Valdelomar cuenta que la comitiva se topa con un enorme cerro que no les permite divisar lo que hay al otro lado, lo que hace que los hermanos se acuerden del joven Ayar Cachi, que con su fuerza hubiera podido derrotar a la montaña, sobre la cual se alzaba desafiante una huaca. Viendo que ningún guerrero se atreve a ir a luchar contra la huaca, es Ayar Uchu quien se enfrenta al cerro y, aunque logra vencer, éste lo sepulta al venirse abajo. Con su último suspiro, Ayar Uchu ruega a Manco Capac que lo recuerde y, finalmente, se convierte en piedra: Manco Capac estableció allí la orden del Guarachico, y el cerro se llamó Ayar Uchu Guanacaure, en su recuerdo. —¡Nosotros no te olvidaremos nunca, hermano Ayar Uchu! Sobre ese cerro se establecerá la orden de Guarachico para todos los de nuestra sangre, y ninguno podrá ser heredero del trono si no se ordena en el cerro junto a tu cuerpo (ibíd.: 315).

Valdelomar ha modificado este episodio con respecto a las crónicas, lo que le permite presentar la muerte de Ayar Uchu como consecuencia directa del asesinato de Ayar Cachi, es decir, el lector percibe esta muerte como una especie de castigo que reciben los hermanos. Poco después de este episodio, la vara se hunde en el suelo sin esfuerzo, lo que indica a los peregrinos que ése es el lugar donde el Sol quiere que sea fundado su imperio. En este emplazamiento final también encuentran los hermanos un pueblo al que someter. Este último sometimiento se lleva a cabo por medio de un truco, invención del escritor y último detalle literario: Ayar Auca se dirige a la tribu del lugar para comunicarles que al día siguiente llegará con el hijo del Sol y que cuando lo vean podrán comprobarlo y unirse a su imperio. A la hora del amanecer, Ayar Manco se coloca en lo alto del cerro de manera que, cuando el Sol comienza a despuntar, los primeros rayos rodean su figura. Los bárbaros creen así que Ayar Manco es el verdadero hijo del Sol y se unen al nuevo imperio, que se funda en el lugar donde se ha hundido la vara de Ayar Manco, y deciden bautizar el lugar como Josco, que significa el “centro”.

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Valdelomar recoge en su recreación detalles que aparecen en todas las crónicas, en algunos aspectos coincide sólo con una de ellas, en otros, todas las versiones parecen estar de acuerdo. En ocasiones, Valdelomar contradice a las otras versiones, y en determinados puntos del relato incluye episodios de su invención destinados a embellecer la historia y a humanizar a los personajes, mostrando sus caracteres y ambiciones, sus dudas, los problemas que afrontan, etc., adquiriendo el mito original, de esta forma, una dimensión plenamente literaria. Mientras que el Inca Garcilaso, por la brevedad con que presenta el relato, no ofrece detalle sobre los lugares en los que suceden los acontecimientos, Betanzos y Sarmiento sí coinciden en topónimos y antropónimos. La versión de Juan de Betanzos omite algunos datos, sin embargo, Valdelomar sigue en su versión a Pedro Sarmiento de Gamboa, con quien guarda un paralelismo total en cuanto a los lugares que aparecen y los sucesos que ocurren en cada uno de estos sitios. La única diferencia la encontramos en la transcripción fonética que cada escritor realiza de los diferentes nombres quechuas, si bien estas diferencias carecen de relevancia por tratarse de variaciones de una sola letra o sonido, siendo posible identificar sin lugar a confusión los distintos nombres. Uno de los aspectos donde más diferencias podemos hallar entre las distintas crónicas y el cuento valdelomariano está en la muerte de los hermanos. El Inca Garcilaso indica que los indios comunes que establecen el origen de los incas en los cuatro hermanos no saben decir qué ocurrió con los tres hermanos y hermanas de Manco Capac y Mama Ocllo; no obstante, hemos podido comprobar que los defensores de esta versión tenían una explicación para el destino de los hermanos, si bien algunas muertes varían. En el caso de Ayar Cachi, tanto Betanzos como Sarmiento de Gamboa parecen estar de acuerdo en que éste es engañado por sus hermanos y encerrado en la cueva, aunque en el relato de Betanzos este suceso tiene lugar al poco tiempo de que los protagonistas hayan salido de la cueva, por lo que son los propios hermanos quienes lo sepultan. Para Valdelomar, fiel aquí al texto de Sarmiento de Gamboa, es el guerrero Tampu Cachay quien, por encargo de Manco Capac, encierra al hermano más joven, quedando después convertido en piedra. En el caso de Ayar Uchu, Betanzos explica que antes de asentarse definitivamente, los hermanos deciden que uno de ellos hable con el padre Sol y quede convertido en ídolo de piedra y Ayar Uchu se ofrece voluntariamente para este cometido, por lo que, tomando unas alas, vuela hasta el Sol y regresa para decir a Ayar Manco que debe pasar a llamarse Manco Capac y fundar allí el imperio; tras comunicar las palabras del Sol a su hermano, Ayar Uchu queda convertido en piedra. Sarmiento de Gamboa, por el contrario, explica que Ayar Uchu se ofrece para ir a apartar la huaca del camino de los hermanos, pero queda pegado a ella y, cuando se da cuenta de que se está convirtiendo en piedra, se enfada, les reprocha que no

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puedan ayudarle y exige que ante su huaca se realicen sacrificios. Finalmente queda convertido en huaca y Manco Capac decide que allí se armen caballeros los nobles incas3. En el caso de Valdelomar, también Ayar Uchu se ofrece para luchar contra la huaca y, aunque vence, queda sepultado por el cerro y también convertido en piedra. A diferencia de Sarmiento, en la versión valdelomariana, Ayar Uchu únicamente pide ser recordado y Manco Capac funda la orden de Guarachico. Por último Valdelomar, siguiendo a Betanzos, mantiene con vida a Ayar Auca hasta el final del relato, cuando el pueblo se asienta definitivamente; por el contrario, Sarmiento de Gamboa sostiene que es enviado por Ayar Manco a tomar posesión del lugar donde han de asentarse y éste, al que le han salido alas, vuela hasta un mojón donde se posa y queda, como sus hermanos, convertido en piedra. Otro aspecto especialmente relevante es el nacimiento del hijo de Ayar Manco y Mama Ocllo, y lo que esto implica. Valdelomar, como Sarmiento de Gamboa, sitúa el acontecimiento en Tampuquiro, y el nacimiento de su primogénito es lo que motiva que Ayar Manco sea elegido líder de los cuatro hermanos, puesto que es el único que tiene descendencia. Betanzos, por el contrario, sitúa el nacimiento de Sinchi Roca ya en Cuzco, aunque precisa que Ayar Auca muere sin descendencia. El momento y lugar del nacimiento de Sinchi Roca está directamente relacionado con otro detalle fundamental del relato: la duración del peregrinaje de los hermanos Ayar y su comitiva hasta fundar la ciudad imperial. Juan de Betanzos cuenta todo el proceso de forma muy resumida y nombra menos lugares, por lo que reduce el recorrido y precisa que transcurren sólo algunos años. Por su parte, Sarmiento de Gamboa detalla con mucha mayor precisión los lugares que la comitiva recorre y alarga considerablemente el relato. Por su parte, Abraham Valdelomar, además de detallar los mismos lugares geográficos que Sarmiento, precisa lo que ocurre en cada uno de ellos, añade episodios de su propia invención que amenizan el relato y ayudan al lector de su época a comprender el carácter de los personajes. En cualquier caso, hay que tener en cuenta que Valdelomar es consciente de estar haciendo literatura a partir de un relato mítico y ficticio, mientras que los cronistas tratan de reproducir de la manera más fiel posible un relato cuya dimensión mítica confunden con la histórica, fruto de la incomprensión que surgió durante la Conquista con respecto a los pueblos prehispánicos. 3

Como explica Enrique Pupo-Walker, el Inca Garcilaso “inició su quehacer intelectual en los libros de ficción: fue en la literatura, y no en la historia, donde él descubrió su vocación de escritor; no debe asombrarnos, pues, que la narrativa fabulada retornara a su memoria para condicionar el gran proyecto historiográfico de su vida. Observemos que al evocar el pasado incaico, más de una vez se entretejen en su memoria escenas de la narrativa caballeresca” (1978: 151). Esta misma actitud de rememoración de las historias de caballerías aparece en otros cronistas, como en este caso, en Sarmiento de Gamboa.

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Otro episodio sobre el que conviene reparar es la matanza que según Betanzos y Sarmiento de Gamboa perpetran los hermanos sobre los indios huallas, un pueblo al parecer pacífico sobre el cual Mama Guaco descarga su crueldad. Este episodio es reproducido por Betanzos con una objetividad considerable, sin emitir juicios de valor, limitándose a narrar lo sucedido. En cambio, Sarmiento de Gamboa aprovecha para describir el comportamiento salvaje de los incas, sirviendo así a su propósito de mostrar el afán dominador de éstos sobre los aborígenes inocentes e inofensivos. Valdelomar, por su parte, obvia este episodio por completo, probablemente porque no encaja con la visión idílica del antiguo Imperio Inca que quiere transmitir al lector del siglo XX. Por último, podemos observar la traducción y “etimología” que cada uno de los autores ofrece del nombre “Cuzco”. Juan de Betanzos asegura que Cuzco ya recibía ese nombre antes de la llegada de Manco Capac y afirma también que los propios incas no sabían precisar su significado. Sarmiento de Gamboa, en cambio, relaciona el nombre de la ciudad con la muerte de Ayar Auca: Ayar Auca, oídas las palabras de su hermano, levantóse sobre sus alas y fue al dicho lugar que Manco Capac le mandaba, y sentándose allí luego se convirtió en piedra y quedó hecho mojón de posesión, que en la lengua antigua de este valle se llama Cozco, de donde le quedó el nombre del Cuzco al tal sitio hasta hoy (ibíd.: 59).

El Inca Garcilaso, por su parte, explica que: Al primer hermano llaman Manco Capac y a su mujer Mama Ocllo. Dicen que este fundó la ciudad y que la llamó Cozco (que en la lengua particular de los incas quiere decir ‘ombligo’) (1985: 43).

Finalmente, según Valdelomar, “aquel lugar en que la tribu viajera se detuvo se llamó Josco, el centro”4 (2000: 317). En este caso, quizá lo más sensato sea creer al Inca Garcilaso, que por su condición de bilingüe pudo interpretar mejor que los cronistas españoles el significado de los vocablos, especialmente de aquellos con un contenido simbólico, como es el nombre de la ciudad que fue centro del Imperio Incaico. Además, el significado simbólico de “ombligo”, que el Inca Garcilaso atribuye al nombre Cozco, equivale claramente a la noción de “centro”, que es el significado que después dará Valdelomar al nombre de la ciudad.

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Al cotejar las distintas versiones hemos podido apreciar que Valdelomar, en su transcripción de los nombres quechuas, sustituye la c por j, por lo que Josco es en realidad Cosco.

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SIGNIFICACIÓN Y FINALIDAD DEL CUENTO INCAICO EN LA OBRA DE ABRAHAM VALDELOMAR Llegados a este punto, podemos plantearnos qué llevó a Valdelomar a fijar su interés en el mundo incaico, cómo plasmó ese interés en su producción literaria y qué significación global tienen los cuentos reunidos en el volumen Los hijos del Sol en el conjunto de la producción del autor y en el panorama de la literatura peruana de comienzos del siglo XX. Abraham Valdelomar se había formado en el Modernismo hispanoamericano, cuyo presupuesto fundamental, como es bien sabido, era la búsqueda de la belleza en el arte a través de la evasión hacia mundos exóticos y lejanos tanto en el tiempo como en el espacio. En este sentido, el mundo precolombino incaico, con todo lo que tenía de desconocido y lejano, aportaba a Valdelomar un universo entero plagado de esa belleza exótica que él supo utilizar para componer la serie de cuentos Los hijos del Sol. No obstante, junto a esta búsqueda de exotismo típicamente modernista, es necesario tener en cuenta otros factores que pudieron llevar a Valdelomar a interesarse por el tema incaico. En primer lugar, sabemos que Valdelomar fue admirador y lector de Manuel González Prada y asistió al surgimiento de la Asociación Pro-Indígena que, en los años diez, abogó por reclamar los derechos de la población indígena peruana. Por otro lado, Valdelomar trabajó durante algún tiempo como secretario del historiador José de la Riva-Agüero, lo que le impulsaría a leer muchas de las crónicas peruanas, así como los Comentarios reales del Inca Garcilaso (Arroyo Reyes 1995: 217)5. Estas lecturas, junto con la búsqueda del exotismo que proponía la literatura de corte modernista, le proporcionaron la base ideológica y estética necesaria para emprender la redacción de una serie de textos cuyo tema era el Imperio Incaico. A propósito de las circunstancias en las que Valdelomar ideó sus cuentos incaicos, Carlos Arroyo Reyes explica que: Cuando Abraham Valdelomar empezó a escribir y publicar sus “cuentos incaicos” [...], eran muy pocos los que realmente creían que lo incaico podía suscitar una buena obra literaria o tener alguna “chance” artística (2005: 193). La casi virtual inexistencia del tema de los incas en la literatura peruana del siglo XIX y la de principios del XX tuvo mucho

5 En este sentido, Luis Alberto Sánchez explica que “Valdelomar había leído las ‘crónicas coloniales’, según indica Beltroy, el cual en este caso no era mal testigo, puesto que ambos, Valdelomar y Beltroy, trabajaron para Riva Agüero en los años de 1914 y 1915 [...]. La biblioteca de Riva Agüero y su constante preocupación por tales asuntos, lo habían convertido en el más autorizado guía para la literatura virreinal y, a través de ésta, de la incaica” (1969: 351).

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que ver con el mismo tipo de ambiente cultural e intelectual que por ese entonces predominaba. Ocurre que por esos años, con el fin de preservar un orden social que se fundaba en la subsistencia de la feudalidad y la servidumbre, la vieja aristocracia terrateniente difundió una serie de ideas y prejuicios racistas sobre la supuesta “decadencia irreparable y fatal de los indígenas” y hasta dio por sentado —como si fuese una cosa natural e, incluso, divina— la cuestión de qué éstos eran “inferiores” (2005: 196).

Es en este sentido en el que los cuentos de tema incaico de Valdelomar adquieren especial relevancia en el panorama de la literatura peruana. Fruto de su formación modernista, su recuperación del pasado incaico posee en estos cuentos un marcado carácter evocador, idealizado y muy lírico. Como explica Arroyo Reyes, para Valdelomar los indios son una idea más que una realidad, y a través de su espíritu europeizante y criollo, los escribe y los describe desde fuera, sin llegar a comprender en toda su dimensión lo netamente incaico (Arroyo Reyes 2005: 207). Sin embargo, y a pesar de ese escapismo de raigambre modernista, más allá de la evocación y el preciosismo, Valdelomar aborda en su relato cuestiones como la inevitable decadencia de toda gran civilización y la perdurabilidad en el plano cultural, una perdurabilidad a la que él como escritor puede contribuir, y de hecho contribuye, a través de su obra. Así puede apreciarse en momentos clave de su relato, como por ejemplo en las palabras que el Sol dirige a su hijo Ayar Manco: Una generación de hombres poderosos y magníficos será tu generación, y a través del tiempo, a través de las sombras inertes, más allá de un espacio que tú no puedes contar, brillará tu nombre. Dispersos serán los hijos de tus hijos después de su grandeza, pero su espíritu vivirá eternamente y a la hora del crepúsculo, cuando yo me oculte, ellos siempre sentirán tu espíritu, y el espíritu de su raza inmortal, y entonarán sus canciones sobre las ruinas de la grandeza caduca, cuando muera el imperio. Porque todos mueren, hijo mío... (2000: 307).

Así pues, desaparecido el Imperio Inca, Valdelomar percibía la posibilidad de conservar su faceta cultural, que lo era también de la nación peruana. Cabe precisar que el logro de Valdelomar en sus cuentos de tema incaico no fue en ningún momento la reivindicación en el plano social de la figura del indígena, sino el redescubrimiento y la revalorización de lo incaico en el ámbito cultural. Valdelomar, en su evasión modernista, se descubría así heredero de una rica tradición cultural que trató de recuperar en su obra. Encontró, de esta forma, la manera de hacer un modernismo que puede considerarse propiamente peruano, en tanto en cuanto el exotismo y la belleza son localizados dentro de los propios límites nacionales. En este sentido, Valdelomar forma parte de la configuración de una literatura nacional peruana, una de cuyas facetas fue la recuperación del pasado pre-

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hispánico, que permitía fijar unos orígenes míticos, pero también históricos, propiamente nacionales, que contribuyeran a definir la identidad cultural peruana. Así pues, al volver la mirada al pasado prehispánico de su país, Valdelomar lograba dar un primer paso en una dirección que sería continuada, algún tiempo después, por muy diferentes caminos y, entonces sí, como parte de una reivindicación que entraba en el plano de lo social y político, protagonizada por autores como Ciro Alegría o José María Arguedas.

BIBLIOGRAFÍA ALTOLAGUIRRE Y DUVALE, Ángel ([1906] 2006): “La historia de los Incas de Pedro Sarmiento de Gamboa, publicada por el Sr. Richard Pietschman”. Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. Edición digital a partir del Boletín de la Real Academia de la Historia, tomo 49, pp. 454-459, disponible en [consultado el 26 de febrero de 2011]. ARROYO REYES, Carlos (1995): Nuestros años diez. La Asociación Pro-Indígena, el levantamiento de Rumi Maqui y el incaísmo modernista. Buenos Aires: Libros en Red. BETANZOS, Juan de (2004): Suma y narración de los Incas. Edición de Carmen Martín Rubio. Madrid: Ediciones Polifemo. GARCILASO DE LA VEGA, Inca (1985): Comentarios reales de los Incas, tomo I. Edición de Aurelio Miró Quesada. Caracas: Biblioteca Ayacucho. MARTÍN RUBIO, Carmen (1999): “Juan de Betanzos: el gran cronista del Imperio Inca”, en Anales del Museo de América, 7, pp. 111-124, disponible en [consultado: 26 de febrero de 2011]. PUPO-WALKER, Enrique (1978): “Sobre las mutaciones creativas de la historia de un texto del Inca Garcilaso”, en Homenaje a Luis Leal: estudios sobre literatura hispanoamericana. Edición a cargo de Donald W. Bleznick y Juan O. Valencia. Madrid: Ínsula. SÁNCHEZ, Luis Alberto (1969): Valdelomar o la belle époque. México: Fondo de Cultura Económica. SARMIENTO DE GAMBOA, Pedro (2001): Historia de los Incas. Edición de Ramón Alba. Madrid: Miraguano Ediciones. VALDELOMAR, Abraham (2000): Obras completas, vol. II. Edición, prólogo, cronología, iconografía y notas de Ricardo Silva-Santisteban. Lima: Petroperú/Ediciones COPÉ.

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LA RECUPERACIÓN DEL INDÍGENA Y DE LA COSMOVISIÓN INCAICA EN LOS CUENTOS DE VENTURA GARCÍA CALDERÓN* Benoît Filhol Universidad de Alicante

“Ventura García Calderón, que probablemente no había visto un indio en su vida, publicó un libro de cuentos que fue célebre en Europa” (Vargas Llosa 1964: 3). Esta frase de Mario Vargas Llosa, que hace referencia a la recopilación de cuentos La venganza del cóndor, publicada en 1924, refleja la recepción problemática que tuvo la obra de García Calderón a lo largo del siglo XX. El aspecto problemático de la obra del escritor peruano debatido por la crítica, tal como se aprecia en la cita inicial, es la utilización de la temática indígena y la plasmación de su mundo. En el Perú, su figura fue generalmente rechazada y encasillada por prejuicios duraderos en la idea de un escritor ajeno a la realidad de su país. Sin embargo, en Europa, donde residía el autor, fue bien considerado e incluso llegó a ser candidato al Premio Nobel de Literatura. El presente estudio propone un balance de la recepción de la obra de García Calderón en relación al tema más polémico de su obra: la imagen y la presencia de la cosmovisión indígena en su narrativa. Con ello, el objetivo último más general de este estudio es proseguir la tarea de revisión de este autor que, habiendo permanecido en el olvido, ha comenzado a ser rescatado desde nuevas perspectivas en las últimas décadas. En el Perú, y desde sus tiempos, la recepción de la obra de Ventura García Calderón sufrió dos grandes críticas. Primero, su ideología siempre fue confundi* Este trabajo se enmarca en los proyectos de investigación financiados por el Ministerio de Ciencia e Innovación: “La formación de la tradición hispanoamericana: historiografía, documentos y recuperaciones textuales” (MCI FFI2008-03271/FILO), desarrollado entre 2008 y 2011; y “La formación de la tradición literaria hispanoamericana: recuperaciones textuales y propuestas” (MCI FFI2011-25717), en desarrollo desde 2012 hasta 2014.

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da con la de otros pensadores de su generación, la del 900, especialmente con José de la Riva-Agüero, que tenía ideas más radicales e incluso racistas acerca del indio. Si para Riva-Agüero, “en el indio, como en todos los esclavos, fermentan odios mortales e inextinguibles” (1962: 190), Ventura García Calderón se preguntaba cómo “se podía construir un puente entre dos razas sin conexiones” (García Calderón 1946: 84). Como podemos comprobar, la única opinión ofrecida por García Calderón sobre la cuestión indígena, y fuera del ámbito literario, a pesar de ser poco integradora, no contiene la dosis de racismo presente en el discurso de Riva-Agüero. En segundo lugar, el tratamiento de la temática indígena fue siempre considerado como insuficiente por parte de los escritores y críticos indigenistas que concebían el problema desde un enfoque político y en cierta medida querían reservarse la exclusividad y el logro de la temática. Luis Alberto Sánchez da cuenta de la acogida desfavorable en el Perú de La venganza del cóndor y la atribuye a motivos ideológicos: Sobre Ventura cayó una nube de críticas, entre ellas, la de su pariente Jorge Basadre. Se inspiraban en el concepto, más político que literario, de que Ventura daba una visión falsa del indio y lo confundía con personajes y ambientes europeos, lo cual tiene más de prejuicio ideológico que de comprobación estética (1986: 16).

Para entender esta lluvia de críticas, quizás debamos recordar lo que ocurría en el Perú de principios del siglo XX en el ámbito cultural. Casi un siglo después de la independencia del país, el debate sociocultural sobre la identidad del Perú estaba todavía vivo y la cuestión más delicada era el lugar del indígena en la sociedad. No hay que perder de vista que el gran giro del pensamiento indigenista en Hispanoamérica se produjo precisamente en el Perú de finales del siglo XIX y principios del siglo XX con los ensayos y discursos políticos de Manuel González Prada, José Carlos Mariátegui y Luis Eduardo Valcárcel1. En este sentido, me parece esencial destacar dos aspectos del pensamiento indigenista: la actualización que realizan los mismos indigenistas del problema indígena y la estrecha relación establecida entre política y literatura. En primer lugar, los indigenistas redefinieron la problemática indígena en un contexto contemporáneo, en relación directa con la cuestión de la tierra, estableciendo al mismo tiempo un vínculo orgánico entre el presente y el pasado de las sociedades indígenas. En segundo lugar, para Mariátegui, tal como defiende en los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, el indigenismo debía articu1

Manuel González Prada en el Discurso de Politeama de 1888 y en Nuestros indios de 1904, José Carlos Mariátegui en los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana de 1928, y Luis Eduardo Valcárcel en Tempestad en los Andes de 1927.

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larse en todos los ámbitos de la época, ya que “el problema indígena, tan presente en la política, la economía y la sociología no puede estar ausente de la literatura y del arte” (Mariátegui 1979: 217). El estrecho vínculo entre el indigenismo político y el indigenismo literario fue establecido por Mariátegui y este aspecto precisamente explica la dificultad o la falta de distancia que unos críticos —como Antonio Cornejo Polar y Tomás G. Escajadillo— manifestaron cuando rechazaron obras que no se adecuaban con el proyecto ideológico del pensador peruano. Por otra parte, para Mariátegui, el tratamiento del indígena en la literatura no debe confundirse con la explotación exótica de los temas indígenas. El indígena, escribe, “no representa sólo un tipo, un tema, un motivo, un personaje; representa sobre todo a un pueblo, a una raza, una tradición, un espíritu” (Mariátegui 1979: 219). Estos dos aspectos del pensamiento indigenista imprimieron un canon preceptivo que valía tanto para la crítica como para la propia creación literaria. La literatura debía ser el terreno para defender al indígena desde dentro y reivindicar las desigualdades que sufría en su contemporaneidad. Los preceptos indigenistas tuvieron gran transcendencia, más allá de su momento de eclosión, e influirán en varios críticos de la literatura peruana. Cualquier obra que se saliese del canon era rechazada. Tal fue la suerte de Ventura García Calderón que fue condenado y que es aún víctima de prejuicios críticos que se van repitiendo a falta de un estudio de su obra que esclarezca su postura. El momento cumbre de la crítica adversa a Ventura García Calderón fue la década de 1960, cuando el marxismo se imponía en literatura, las ciencias sociales influían sobre las letras y las ideas indigenistas encontraron una formulación auténtica de los escritores peruanos (Valenzuela Garcés 2011: 46). Este contexto explica los ataques de críticos y autores como Antonio Cornejo Polar, Tomás G. Escajadillo y José María Arguedas2. Reproches en una orilla del Atlántico, elogios en la otra. En Europa, y especialmente en Francia, donde se publicaron varias recopilaciones de cuentos del escritor peruano, Ventura García Calderón recibió una acogida favorable. La crítica francesa se apoyó siempre en numerosos criterios para alabar a García Calderón. Entre las cualidades destacadas, una es sin embargo recurrente: se trata de la capacidad de transportarnos, de manera imaginaria, a la realidad peruana, tal como defendieron autores como André Malraux, Henri de Régnier o Raymond Ronze3. 2

Antonio Cornejo Polar en Literatura y sociedad en el Perú: la novela indigenista de 1980, Tomás G. Escajadillo en “La narrativa indigenista: un planteamiento y ocho incisiones”, tesis doctoral de 1971 y José María Arguedas en el Primer Encuentro de Narradores Peruanos de 1965. 3 André Malraux, “Homenaje a Ventura García Calderón”, artículo de 1946, publicado en español en la revista Cielo abierto, Lima, vol. VII. n° 20, 1962, p. 53; Henri de Régnier, “Ventura García Calderón” en Le Figaro, París, el 9 de mayo de 1936; Raymond Ronze, “Embajadores de las letras”, conferencia pronunciada durante la estancia de la misión Pasteur Vallery-Radot en el

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Para ellos, el escritor peruano tuvo, además, el mérito de dar a conocer una realidad todavía muy desconocida por el público europeo. Con esta introducción a la enfrentada recepción de su obra, conviene ahora aclarar la postura de Ventura García Calderón en relación a ese punto central del problema que la provocó: la temática indígena, en conexión con la cosmovisión incaica que aparece en algunos textos narrativos. Asimismo, nos interrogaremos sobre las motivaciones que le llevaron a utilizar esa materia en su narrativa. La preocupación por el mundo indígena que tuvo Ventura García Calderón a lo largo de su trayectoria es un aspecto silenciado por la crítica la mayoría de las veces. A partir de la publicación de La venganza del cóndor comienza su vena peruanista, que algunos críticos fechan en el viaje que realizó a la región peruana de Ancash en 1911. Augusto Tamayo Vargas alude a este episodio: No es cierto tampoco que no regresara al Perú. Estuvo en Ancash metido en empresas extrañas a la literatura, donde surgieron algunos de los temas de sus cuentos de La venganza del cóndor; y luego años más tarde se internó en la selva (Tamayo Vargas 1973: 12).

Además de este viaje, otro proyecto, esta vez directamente vinculado con la literatura, demuestra el interés de García Calderón por la cultura inca. En la década de 1930, el presidente del Perú, Óscar R. Benavides, le encomienda la realización de una historia de la literatura peruana, y Ventura García Calderón contacta con Jorge Basadre para que prepare el tomo dedicado a la literatura inca. Se tratará de la primera inclusión de esta literatura en una obra crítica de tal envergadura. Estos contactos con el mundo indígena y su cultura pueden resultar sin embargo débiles, sobre todo si los comparamos con los que tuvieron los escritores peruanos Enrique López Albújar y, más tarde, José María Arguedas. Las razones de la adopción de la temática peruana e indígena por parte de García Calderón no provienen de un compromiso ideológico con la realidad; son, a mi parecer, literarias. García Calderón aprovecha la convergencia de dos contextos literarios, el hispanoamericano, que a principios de la segunda década del siglo XX veía aparecer con fuerza el tema indígena, y el europeo, con la moda del exotismo que adquiere, después de la Primera Guerra Mundial, un nuevo aliento4. En el Perú, la publicación de El caballero Carmelo (1918) de Abraham Valdelomar, que contiene cuentos incaicos, y de Cuentos andinos (1920) de Enrique López Albújar, entre otros, inician un periodo muy fructífero para la temática del Perú, en julio de 1945 y publicada en Páginas escogidas de Ventura García Calderón. Madrid: Morata, 1947, pp. 1118-1126. 4 Véase el apartado “L’exotisme” del libro de Éliane Tonnet-Lacroix (1995), Après-guerre et sensibilités littéraires, 1919-1924. Paris: Publications de la Sorbonne.

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mundo indígena5. No cabe ninguna duda de que Ventura García Calderón, que seguía con gran atención la vida cultural de su país, se percató de esta inclinación en la literatura peruana. Es más: el crítico y especialista de López Albújar, Tomás G. Escajadillo acusa a García Calderón de haber falsificado la fecha de la primera publicación de La venganza del cóndor con el objetivo de “pretender arrebatar a Enrique López Albújar (Cuentos andinos, 1920) ese “redescubrimiento” del indígena, con el cual comienza en nuestro concepto, el indigenismo literario, en su rama más vigorosa e importante, la narrativa” (1994: 65). En la Europa de aquel momento, y especialmente en Francia, donde residían Ventura García Calderón y otros muchos escritores hispanoamericanos, la temática indígena integraba una corriente más general, la del exotismo hispanoamericano, que estaba en pleno apogeo. Según Sylvia Molloy, los libros de Ventura García Calderón se situarían dentro de una larga lista de relatos hispanoamericanos publicados en Francia a partir de la década de 1920: Entre los géneros en prosa, son la novela y el cuento los que predominan. Los temas “exóticos” parecen ocupar un lugar privilegiado, sobre todo en los cuentos y relatos: se traduce una antología de Cuentos y poemas de Costa Rica (de Guardia, Chavarría y Echeverría) en 1924, los Cuentos de la selva de Horacio Quiroga en 1928, las Leyendas de Guatemala de Miguel Ángel Asturias con un prólogo inesperado de Paul Valéry en 1932, los Cuentos negros de Cuba de Lydia Cabrera en 1936, y los numerosos libros de cuentos e historias cortas de Ventura García Calderón a lo largo de este periodo6 (1972: 101).

Para tener una idea exacta y sin prejuicios, conviene examinar de cerca la presencia de la temática indígena y de la cosmovisión incaica en Ventura García Calderón y cómo aparece esta materia en su obra.

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Se intensifica una tendencia que se había iniciado en el siglo XIX con novelas como Cumandá de Juan León Mera, de 1879, y Aves sin nido de Clorinda Matto de Turner, de 1889. Véase al respecto el libro de Carmen Alemany Bay (2009), La narrativa de la alteridad en América Latina, desde los tiempos del “boom”. 6 Mi traducción. El texto original en francés dice: “Parmi les genres en prose, ce sont les romans et la nouvelle qui l’emportent. Les sujets ‘exotiques’ semblent avoir une place de choix, surtout dans les contes et récits: on traduit une anthologie de Contes et poèmes de Costa Rica (de Guardia, Chavarría, Echeverría) en 1924, les Contes de la forêt vierge de Horacio Quiroga en 1928, les Légendes du Guatemala de Miguel Angel Asturias avec une préface assez inattendue de Paul Valéry en 1932, les Contes nègres de Cuba de Lydia Cabrera en 1936, et les nombreux recueils de contes et de nouvelles de Ventura García Calderón tout le long de cette période”.

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Los cuentos de temática peruana de García Calderón, publicados en varias recopilaciones y escritos, bien directamente en francés o bien en castellano, narran historias contemporáneas al autor tal como vemos en la descripción de objetos y de costumbres de los personajes. Sin embargo, García Calderón construye sus personajes indígenas del presente en relación a estereotipos del pasado, operando una síntesis de los dos tópicos del indígena que predominaron a partir de la Conquista: el indio dócil y resignado y su otra cara, la del “salvaje violento”. Descendientes de la figura del indio sumiso impulsada desde los escritos de Cristóbal Colón, los indígenas de los cuentos de García Calderón son tristes y resignados y esta situación deriva directamente del sometimiento que sufrieron durante cuatro siglos. Por ejemplo, en el cuento “La momia”, tenemos efectivamente una alusión clara al origen de la sensación de impotencia del indio. Escribe el autor: “Cuatro siglos de espanto les han hecho aceptar la peor tragedia, suspirando” (García Calderón 1961: 338). Este sentimiento de tristeza y de resignación está asociado en varios cuentos al sonido de la quena, la flauta andina. Este motivo constituye un verdadero Leitmotiv y aproxima el indio melancólico al “indio romántico” del que habla Arturo Uslar Pietri en su artículo “Algunos indios” del libro Las nubes (1997)7. En “La momia”, el sonido de la quena expresa claramente la melancolía del indígena, dividido entre el sentimiento de tristeza y la esperanza en la venganza: “Hasta las altas horas las quenas del valle parecían alegres anunciando que la aurora vería la redención de la raza vencida” (García Calderón 1961: 340). La cara del “salvaje violento” se manifiesta en las numerosas situaciones de venganza que aparecen en las tramas de las narraciones del escritor peruano. Numerosos cuentos adoptan el esquema siguiente: un indio o un grupo de indios sufren todavía una situación si no de esclavitud, sí de represión por parte de un hombre blanco y deciden vengarse; esquema presente en numerosas novelas indigenistas. Encontramos este modelo en los cuentos: “La llama blanca”, “La imprudencia de ser médico”, “La cabeza reducida”, “El tambor”, “Coca”, etc. Por una parte, conviene señalar que esta manera estereotipada de configurar a los indios por parte de García Calderón fue muy castigada por la crítica indigenista. Como ejemplo de ello, conviene señalar las palabras de Mariátegui, quien se enfrentó directamente a este estereotipo del indio sumiso: 7

Arturo Uslar Pietri afirma en este artículo que “Con el romanticismo viene otra imagen del indio. Más que nadie contribuye a crearla Chateaubriand en Atala. Es el indio romántico. La visión que presentó Colón en la selva edénica, pero enferma del mal del siglo. Es un indio que sufre como el Corsario o como Rolla y que ama como un héroe de Musset. Este indio sentimental y atormentado puebla la literatura hispanoamericana del siglo XIX. Está en casi toda la novela histórica de tema indígena inspirada en Walter Scott. En toda la llorosa poesía de tema indiano que llega hasta Tabaré. En las novelas sentimentales que culminan en la Cumandá del ecuatoriano Mera”.

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Cuando se habla de la actitud del indio ante sus explotadores, se suscribe generalmente la impresión de que, envilecido, deprimido, el indio es incapaz de toda lucha, de toda resistencia. La larga historia de insurrecciones y asonadas indígenas y de las masacres y represiones consiguientes, basta por sí sola para desmentir esta impresión (2006: 38).

Esta imagen en efecto no presenta ningún cambio respecto a la visión planteada desde los escritos de Cristóbal Colón y los textos de los cronistas de Indias —el indio dócil y resignado pero también el indio como salvaje violento—. Se trata además de una visión que deriva de la concepción de la raza que autores de la Generación del Novecientos como José de la Riva-Agüero o Francisco García Calderón recuperaron del concepto de “raza histórica” de Hippolyte Taine y Gustave Le Bon. Si es difícil negar la falta de profundización en la pintura de los indios, es necesario interrogarse sobre la función de estos personajes literarios. Hay que reconocer que son esenciales para el funcionamiento de las tramas de los cuentos de García Calderón. Además, las propias características del cuento cultivado por el escritor peruano —el cuento decimonónico— siguen las directrices de brevedad y acción única, muchas veces impidiendo el ahondamiento en la psicología de los personajes indígenas, que además son personajes secundarios8. El esquema dialéctico de la venganza está fundamentalmente motivado por razones literarias. Más allá de los cuentos de García Calderón, podríamos hablar de la frecuencia con la que se encuentra en el corpus del cuento moderno del siglo XIX o de fin de siglo, pero también en la primera literatura indigenista del principio del siglo XX, este motivo, hasta que incluso algunos críticos como Thierry Ozwald, especialista del cuento, lo consideren como una constante del género9. Para profundizar en el estudio sobre la imagen del indígena en la cuentística de García Calderón, conviene observar la reflexión original realizada por Jorge Valenzuela Garcés sobre la configuración del sujeto exótico. El sujeto exótico es el indígena visto a través del prisma del hombre blanco o del criollo y que aparece en cuentos donde vive “situaciones conflictivas y desventajosas” (Valenzuela Garcés 2011: 52). Además, Valenzuela Garcés apunta en este sentido:

8 Thierry Ozwald (1996: 83) habla de la inconsistencia de los personajes del cuento. Comparándolo con el personaje de la novela afirma: “Aucun personnage de nouvelle [...] ne saurait atteindre à l’aura, au rayonnement ou à la stature du personnage romanesque car il est bien souvent qu’une ébauche, voire une caricature et n’acquiert aucune ‘épaisseur’ psychologique véritable”. 9 Según Thierry Ozwald (1996: 89), la venganza es un tema muy propicio para el cuento ya que deriva de otro tema más general: el dualismo. Este componente tiene un gran potencial literario: “Le scénario de la vengeance est donc par excellence la trame narrative de la nouvelle et l’échange de coups réciproque, que ce soit un affrontement physique ou moral, est bien souvent le mécanisme fondamental générateur des rapports entre les personnages”.

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Benoît Filhol La perspectiva en la narración de los acontecimientos es la del hombre blanco (que va desde el bachiller universitario hasta el abusivo hacendado) y que esa perspectiva niega o subordina la del indio, pero este hecho contribuye a que el abuso y la injusticia que encierran los relatos nos inspiren una mayor indignación, un mayor rechazo frente a lo inmoral (2011: 52).

En otras palabras, García Calderón eligió la fórmula atrevida y arriesgada de llamar la atención para denunciar. Ahora bien, muchos críticos cometieron el error grave de confundir narrador y autor, y por consiguiente condenaron al autor por algo que, precisamente, deseaba criticar. Las ideas y opiniones que atraviesan sus cuentos no pertenecen al escritor peruano, sino a los personajes y narradores que escogió. Valenzuela Garcés va más lejos todavía y comenta: Esta mirada (mencionemos los aportes de Tzvetan Todorov en este campo) permite abandonar las posturas politizadas y tendenciosas de los críticos antes referidos, sin renunciar al análisis de lo político, inevitablemente ligado a las figuras de la otredad (Valenzuela Garcés 2011: 53).

Asimismo, la construcción del sujeto exótico viene acompañada de cuatro características que conforman estos personajes y que amoldan sus relaciones con el hombre blanco o con el criollo: La primera apunta a mostrar lo extraño que es este sujeto para quien lo percibe como diferente a sí mismo. Este elemento establece una primera y radical oposición frente a lo propio. [...] La segunda característica se centra en el carácter desconocido de este sujeto. Este elemento incide en la forma en que es percibido. [...] La tercera característica destaca el carácter peligroso del sujeto exótico. [...] La cuarta y última característica presenta al sujeto exótico como alguien que produce una misteriosa atracción en quien lo percibe. En efecto, quien percibe a este sujeto siente la necesidad de explicarlo o comprenderlo en tanto le es ajeno (Valenzuela Garcés 2011: 53-54).

La visión del indígena en los cuentos de temática peruana no viene siempre dada desde la perspectiva del hombre blanco o del criollo. En algunos textos, el escritor peruano se adentra más en el mundo indígena y nos ofrece una visión distinta, incluso desde dentro. Es el caso del cuento “La postrer amiga”, relato que se centra en el punto de vista de un personaje indio, Quispicanchi, que, después de haber perdido a su hijo reclutado por el ejército peruano, se encuentra en una situación problemática. En el primer párrafo del cuento que sirve de prólogo, podemos leer la desolación del personaje:

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Esta vez debieran haberlos escuchado, porque el viejo Quispicanchi no tenía otro sostén. Su hijo, un mozo de veinte años, que le ayudaba a cultivar el chuño en la ladera de la montaña vecina, a salar la carne para el charqui del invierno y tocar con él la flauta de siete carrizos. Cuando la Madre Luna dejaba en la nieve la huella ligera de sus sandalias, exhalaban juntos una queja musical, vieja de cuatro siglos, monótona y como helada ya por el frío de las altas vertientes (García Calderón 1961: 135).

Este cuento es llamativo por otro aspecto. “La postrer amiga” constituye una ilustración libre y distorsionante del concepto de “Trinidad embrutecedora” introducido por Manuel González Prada en su Discurso a Politeama. García Calderón, y es allí donde se sitúa la distorsión, cambia la figura del hacendado presente en la enumeración de González Prada por un brujo. El cuento adopta la forma de un tríptico: Quispicanchi acude a ver al letrado, al cura y al brujo en busca de consuelo y ayuda. Ninguno de los tres personajes es capaz de defenderle. El brujo ha sido contaminado por el modo de vida del hombre blanco: está ebrio de aguardiente y se muestra codicioso. El retrato de García Calderón se vuelve más pesimista y a la vez más novedoso que la formulación de González Prada, al pintar un representante del mundo indígena desprovisto de su identidad y de su dignidad. Como observamos con la mención a la “Madre Luna” en “La postrer amiga”, Ventura García Calderón no duda en introducir en sus textos también elementos de la cosmovisión prehispánica. Se alude en los cuentos a varias deidades del panteón inca. En “La llama blanca” se menciona a Wiracocha, que era considerado como el esplendor originario, el creador o el Señor, Maestro del Mundo. El fragmento siguiente plasma el enfrentamiento entre los conquistadores y la deidad inca: Cuatro indios se llevaron el cuerpo de la Killa hacia la huaca, en donde están enterrados los cadáveres de los grandes abuelos, de todos aquellos generales o príncipes, que hicieron la majestad del imperio peruano antes que vinieran a contrarrestar los designios de Huiracocha unos hombres circundados de metal, invulnerables (García Calderón 1961: 25).

El cuento “La llama blanca” plantea también el conflicto entre un criollo y el mundo indígena, confrontación que conduce a la venganza del pueblo indígena. Esta vez, el centro del problema, como adelanté, es el menosprecio de una costumbre de los “indios” por parte de Vicente Cabral, el terrateniente. Éste no puede tolerar el amor que tienen los indios por una llama blanca, “Mama Killa”, y mata al animal. Ahora bien, “Mama Killa” es la diosa hermana y esposa de Inti, el Sol, protectora de las mujeres. La llama blanca es, según una creencia de los incas, la representación de la Luna en la tierra, de ahí su carácter sobrenatural en el cuento, pues resucita y le escupe a la cara del terrateniente, que acaba muriéndose. Es interesan-

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te comprobar cómo Ventura García Calderón recupera en el cuento a la diosa “Mama Killa” para configurar el castigo de la conducta de un terrateniente. Efectivamente, en la obra de García Calderón “la adhesión a un estado social y la defensa de los intereses de los grandes señores andinos” (Cornejo Polar 1980: 47) que denunciaba Antonio Cornejo Polar no es tan evidente. Francisco López Alfonso menciona varios cuentos en los que encontramos una “condena inapelable de estos terratenientes andinos que hacen del látigo la expresión de su poder” (López Alfonso 2010: 97), contrastando con la opinión de Cornejo Polar que pensaba que “en términos ideológicos —no literarios— la obra de García Calderón parecería anterior a Aves sin nido” (1980: 47). López Alfonso, al contrario, cree que los cuentos de Ventura García Calderón siguen la misma línea que la obra de Clorinda Matto de Turner e incluso van más lejos al plantear el tema de “la vieja lucha entre Lima, como foco irradiador de civilización, y las bárbaras provincias” (López Alfonso 2010: 97). En relación con la presencia de la cosmovisión incaica, Ventura García Calderón recupera toda una serie de leyendas del Perú. Entre ellas está la historia del Yacu-Mama, que por el número de versiones, por su contenido arquetípico y por su marco espacio-temporal incierto se aproxima al mito. El cuento “Yacu-Mama”, tal como su nombre indica, relata la leyenda del Yacu-Mama —boa de río—, que, dependiendo de cada versión, aparece como protector de los hombres, monstruo cruel o sirena. García Calderón convierte el animal Yacu-Mama en la representación simbólica de la madre de Jenarito, el protagonista del cuento, o en menor medida en su figura protectora. Esta interpretación es subyacente en el texto y García Calderón siembra algunos indicios para guiarnos hacia esta lectura. En una nota a pie de página, que remite al título del cuento “Yacu-Mama”, el escritor escribe: “Madre del Río”. No se menciona nunca en el texto a la madre del pequeño Jenarito y antes de irse en busca de provisiones, es a la Yacu-Mama a quien se dirige Jenaro Valdivián, el padre, para pedirle que vigile a su hijo: ¡Cómo iba a dejar solo a este hijo de siete años, que, educado por indios de Loreto, tenía ya vivacidades de salvaje! Salió a la orilla del río y silbó largo rato en vano. En el centro del agua un remolino de burbujas pareció responderle (García Calderón 1961: 346).

La educación indígena de Jenarito que aparece en el fragmento citado anteriormente no es un aspecto irrelevante del cuento. Cuando el niño tiene sed y quiere “salir al río a bañarse” (García Calderón, 1961 p. 349), “el Hércules de siete años gritó en lenguaje conivo: —¡Yacu-Mama, Yacu-Mama!” (ibíd.: 349). Ahora bien, el narrador deja claro que son los orígenes y los hábitos de Jenarito los que le permiten cultivar una relación privilegiada con la Yacu-Mama:

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El niño batió palmas y gritó alborozado cuando la espléndida bestia vino a su llamado retozando como un perro doméstico, pues es en realidad el can y la criada de los niños salvajes. Solo quienes no han vivido en el oriente del Perú ignoran qué generosa compañera puede ser si la domestican manos hábiles. A nadie obedecía como al minúsculo tirano, jinete de tortugas y boas, que le enterraba el puño de las fauces y le raspaba las escamas con una flecha (ibíd.: 349-350).

La alusión más clara acerca de la representación simbólica materna de la boa interviene cuando el tigre ataca la choza y al niño. El narrador utiliza una comparación bastante explícita al respecto: El tigre de la selva entró de un salto, se agazapó, batiéndose rabiosamente los ijares con la cola nerviosa. Como una madre bárbara, la boa preservó primero al niño, derribándole delicadamente en un rincón polvoriento de la cabaña (ibíd.: 350-351).

En su encuentro con el tigre, la Yacu-Mama muere en las garras del felino. Al regresar a casa y al descubrir la boa muerta, el padre de Jenarito, tiene un comportamiento que revela la relación privilegiada que tenía la familia con el animal: Cuando seis horas más tarde volvió Jenaro Valdivián y comprendió de una mirada lo pasado, abrazó al chiquillo alborozadamente, pero en seguida, acariciando con la mano las fauces muertas de su boa familiar, de su criada bárbara, murmuraba y gemía con extraña ternura: —¡Yacu-Mama, pobre Yacu-Mama! (ibíd.: 351).

La escritura de Ventura García Calderón es heterogénea. Podemos en efecto sostener, sin arriesgarnos mucho, que la cuentística del autor peruano se inserta plenamente en un momento bisagra de cambio estético —del Modernismo al regionalismo, americanismo o criollismo— y, por otra parte, se sitúa a caballo entre las dos orillas, entre las corrientes literarias francesa y peruana. Se trata por tanto de una literatura que mezcla influencias francesas e hispanoamericanas y que, de alguna manera, fue concebida pensando en dos focos de lectores: el peruano, a través de la publicación de los cuentos en la revista Variedades, y, sobre todo, el francés con la publicación de varias recopilaciones de cuentos en editoriales como Gallimard o Excelsior. En sintonía con las letras peruanas e hispanoamericanas del momento, García Calderón recuperó algunos elementos de las primeras novelas indigenistas o indianistas, como El padre Horán de Narciso Aréstegui o Aves sin nido de Clorinda Matto de Turner. Un gran número de cuentos presentan el esquema de la venganza indígena y otros denuncian, aunque sin grandes énfasis, la situación de opresión que sufría el indígena enfrentado a la figura del terrateniente. Hemos

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analizado también una pieza, “Yacu-Mama”, que plasma, de una manera más original, una leyenda indígena para convertirla en un contenido arquetípico. Ajustándose a los lectores franceses y recibiendo sin duda influencias de autores y corrientes de este mismo país, el cuentista eligió ingredientes característicos del exotismo francés de entreguerras10. En sus cuentos, construyó por este motivo un estereotipo indígena que surge de la perspectiva del criollo o del blanco. Si bien es necesario precisar que, en algunos casos, al centrar el relato en el punto de vista de un personaje blanco o criollo ajeno al mundo indígena, García Calderón quiso llamar la atención de su lector para denunciar y hacer más contundentes sus tramas de venganza. No obstante, de manera más generalizada, García Calderón salpicó sus cuentos de ingredientes de la cosmovisión incaica y elementos del mundo indígena para añadir un “efecto de realidad”11 a sus relatos y para satisfacer a los lectores europeos ávidos de color local. Detectamos, por consiguiente, otra contradicción en el seno de la escritura de García Calderón: el exotismo, que consiste en tratar como tema lo que nos es extranjero y lo que nos resulta lejano, se enfrenta al cosmopolitismo que es, en su definición etimológica, la apertura del espíritu respecto al extranjero, el esfuerzo por sentirse cercano a él. Esta contradicción se explica por la propia existencia del escritor, peruano criollo, que vivió toda su vida en Europa e ilustra también el cambio de orientación de esta literatura del “otro” común en la literatura europea de aquel momento que puso en tela de juicio el exotismo tradicional. De manera general, esta inflexión hacia una literatura del cosmopolitismo integrador corresponde a la decepción y a la crisis de los valores occidentales en el periodo que sigue a la Primera Guerra Mundial. Este cosmopolitismo es la expresión del relativismo, de la duda y de la confusión de la época. Este breve estudio nos ha permitido reflexionar sobre el lugar que ocupa Ventura García Calderón en la literatura que recupera la figura del indígena. Nuestro autor, si bien ofrece una imagen estereotipada del indígena, se desvincula de la ideolo-

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Tal como plantea Éliane Tonnet-Lacroix (1995) en el apartado “L’exotisme” (pp. 183-191) de su libro Après-guerre et sensibilités littéraires, 1919-1924, se trata de un exotismo que surge como una oposición al exotismo fin de siglo y decadentista, y que se caracteriza por una búsqueda objetiva mayor. También se acerca a un nuevo cosmopolitismo, que permite una confrontación, es decir, una comparación entre los pueblos, y que desemboca en la búsqueda de “una verdad superior en las fronteras”, como decía Paul Morand, y en la expresión del relativismo. 11 Así llama Roland Barthes (1968: 84-89) a un elemento de un texto literario cuya función es dar al lector la impresión de que el texto describe el mundo real. Podríamos hablar a este respecto del gran número de palabras de la realidad peruana que García Calderón introduce en su relato en cursiva: “canchas”, “poncho”, “tambo”, “chicha”, “lenguaraz”, etc., y que justamente participan en este “efecto de realidad”.

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gía indigenista, aunque aproveche el mismo tema literario. La denuncia sigue siendo muy mesurada, no llega a una profunda reprobación del gamonalismo12, pero tampoco hay que olvidar que estamos ante una obra literaria que no siempre puede o debe coincidir estrictamente con una ideología determinada. El interés de su obra se sitúa en otra parte, y algunos de sus textos prepararon indudablemente el advenimiento de una literatura no tanto preocupada por la denuncia social como por la plasmación de lo mágico en la realidad hispanoamericana. Los cuentos y la totalidad de la narrativa de temática peruana, incluida la indígena, de Ventura García Calderón se inscriben en una empresa más general que se había propuesto el escritor peruano: la propagación de la imagen del Perú en Europa.

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12 El gamonalismo era un sistema de poder que adquirió su mayor expresión en el momento de la denominada “República aristocrática” peruana (1895-1919), pero que existió hasta 1968, cuando el gobierno de Juan Velasco Alvarado decretó la aplicación de la reforma agraria. Designa a hacendados que expandieron sus tierras y su poder socio-político a costa de despojar por medios ilícitos y violentos a los comuneros de los ayllus indígenas.

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Benoît Filhol

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EL INDÍGENA COMO MITO Y EL PAISAJE COMO REFERENTE EN LA VANGUARDIA PERUANA Marta Ortiz Canseco Universidad de Alcalá de Henares

En diversos momentos de la historia latinoamericana se ha tratado de resolver y definir la identidad nacional como uno de los puntos de partida para el propio desarrollo cultural; el período de las vanguardias es uno de esos momentos. En el Perú, la pregunta por la identidad nacional tomó fuerza durante las primeras décadas del siglo XX, como consecuencia de un reordenamiento social; este nuevo orden, definido por el desarrollo y emergencia de la clase media en la capital y en las provincias, requería de una nueva definición. Lo que no tarda en salir a la luz es “la imposibilidad de fijar nociones estáticas, sobre todo cuando lo que representan es la autocomprensión que sobre sí misma tiene una sociedad no solo en movimiento, sino profundamente heterogénea desde su propia base” (Vich 2000: 41). Mientras que por un lado pretende mostrar la nación como un todo coherente, por otro pone en evidencia la heterogeneidad cultural, que entra subrepticiamente en el discurso intelectual. Durante este periodo, la tentativa de homogeneizar el límite entre nacionalismo y cosmopolitismo, entre tradición y modernidad, crea un modo muy peculiar de definir los países latinoamericanos. Una de las claves de la vanguardia peruana fue el intento de legitimación artística, la búsqueda de un lugar desde el que el nuevo emisor (clase media emergente) pudiera situarse y hablar, y de una identidad que abarcara todos o casi todos los aspectos de lo nacional. Por ello, no es posible entrar en la vanguardia peruana sin chocar de frente con una cuestión inherente a la reflexión cultural en países poscoloniales: la pregunta por el sujeto subalterno, la población masiva, que en el Perú de entonces se articula con un nombre: indigenismo. Este movimiento, que implicó de una u otra manera a la mayoría de los intelectuales de los años veinte, surge en el momento en que Perú vive la primera de sus descentralizaciones, con reivindicaciones sociales, económicas y culturales que nacen con

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fuerza en las provincias. Al entrar en juego la discusión indigenista, no sólo se logra implicar en el debate a la figura del indio, sino que la oposición entre centralismo y descentralismo se sitúa en el núcleo de las discusiones. Dicha oposición, que otorga protagonismo al movimiento indigenista, es característica ineludible de la vanguardia peruana, y cobra especial importancia gracias al desarrollo de las revistas dedicadas a la causa, como el Boletín Titikaka (Puno, 1926-1930), Amauta (Lima, 1926-1930) o La Sierra (Lima, 1927-1930). El indigenismo no había surgido en las primeras décadas del siglo XX, sino que fue entonces cuando se actualizó como conflicto nacional y se replantearon nuevos argumentos adaptados a los nuevos problemas. El discurso de denuncia sobre la situación vejatoria del indio comenzó a mediados del siglo XIX, con algunas novelas y textos reivindicativos dados a conocer entre el círculo de los políticos, ensayistas y terratenientes liberales de la República. Más adelante tomó forma “institucional” por la aparición de El Círculo Literario, fundado por Manuel González Prada en 1885. Este grupo liberal proponía la inserción gradual del indio en la sociedad mediante su educación y su adaptación a la realidad nacional; así es como la integración del indio se empezó a ver como un paso imprescindible para la modernización del país, por su incorporación paulatina como mano de obra trabajadora, para la construcción de vías férreas, por ejemplo, o en la minería; ambas industrias emergentes en la época. Tras la derrota en la Guerra del Pacífico, las capas intelectuales de la sociedad peruana comenzaron a ver como un problema nacional la situación de esclavitud del indígena, con la que se perpetuaba el sistema feudal que impedía al indio el desarrollo de su conciencia nacional y de su pertenencia a la sociedad peruana. Cabe añadir que los supuestos básicos de este discurso no se detienen en la preservación de la cultura del indígena, sino en la mejor manera de insertarlo y educarlo en el sistema capitalista para que haga su servicio al país. Tras estos primeros planteamientos, el alegato reivindicativo que considera al indio como parte de una sociedad que debe modernizarse se continúa en textos como Le Pérou Contemporain (1907), de Francisco García Calderón, o en la labor de la Asociación Pro-Indígena (1909-1917), dirigida por Pedro Zulen, Dora Mayer y Joaquín Capelo, hasta llegar al triunfo del presidente Augusto B. Leguía, que se apropia de él y lo reelabora durante su gobierno. El llamado oncenio de Leguía (19191930) fue un intento sistemático de construir una ‘Patria Nueva’, pasando parte del poder de las manos de la oligarquía a las de la nueva clase emergente. Sin embargo, dentro de su mandato existe una clara diferencia entre una primera etapa (1919-1922), en la que la lucha anticivilista y el apoyo legal a las clases populares fue más estricto, y una segunda etapa (1923-1930), cuando la hegemonía norteamericana se hace protagonista del panorama político y económico, mientras que

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el apoyo a la burguesía industrial sustituye al original interés por las clases desfavorecidas. Las sublevaciones campesinas que tuvieron lugar entre 1920 y 1923 sufren una fuerte represión y Leguía frena el movimiento popular, robusteciendo su imagen caudillesca. A pesar de que llevó a cabo una indiscutible modernización del país —en un sentido urbanizador—, casi todo se consiguió mediante préstamos de Estados Unidos, y aunque su lucha anti-oligárquica fue clara, en líneas generales las bases económicas del país quedaron intactas. De este modo, Leguía consiguió quitarle poder a las viejas clases dominantes, pero a cambio creó una clase media dependiente y entregó el país al imperialismo norteamericano. En los años veinte, entonces, el discurso indigenista que nace a mediados del siglo XIX se actualiza y toma espacio entre las capas medias de intelectuales emergentes, que se apropian de él y lo democratizan, fundando lo que ahora llamamos indigenismo vanguardista, término acuñado por José Carlos Mariátegui. Las preguntas sobre cómo definir el Perú y sobre si éste existía como una nación o como varias, pudieron surgir en la década del veinte porque se abrió por primera vez la posibilidad de pensar el país como una totalidad. A ello contribuyeron la construcción de carreteras y de ferrocarriles, las migraciones y los viajes, así como la acuciante presencia norteamericana en la economía del país y las respuestas de los movimientos campesinos. Los textos que estudiaremos a continuación, publicados en diarios y revistas de la época, reflejan la búsqueda de una identidad y muestran el modo desordenado en que dicha búsqueda se llevó a cabo. A través de ellos veremos qué movimiento realiza la clase media emergente al perfilar la discusión sobre la identidad nacional y de qué manera el autor indigenista, reivindicando la figura del indio, se pone a sí mismo en el centro de la polémica. El análisis que se ofrece irá en dos direcciones: por un lado expondrá el modo en que el intelectual se sirve del paisaje autóctono como fuente de creación y por otro mostrará qué figura del indígena es la que se reivindica, si la mestiza, la “pura”, o ambas. De esta manera, queremos poner la atención no sólo en el importante debate que hubo durante esos años, sino sobre todo en cuáles son los referentes del paisaje y del indígena a los que se alude para perfilar la discusión identitaria, y si dichos referentes se acercan más al mito o a la realidad.

EL

PA I S A J E C O M O R E F E R E N T E : L A D E F I N I C I Ó N D E LO P RO PI O

La lucha por acabar con el pasado será piedra de toque para muchos de los autores vanguardistas, y no sólo peruanos. Se busca un arte tan radicalmente nuevo que no necesite el sustento de la tradición como garantía de calidad. Tal es la propuesta, por ejemplo, de Magda Portal (en “Réplica”): “para el poeta —el pri-

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mer creador— la cultura como base perjudica su don original de creación”. Se debe decapitar el pasado, asesinar el recuerdo; eliminar la cultura tradicional: “No hay enseñanzas de ayer, solo hay realidades de HOY”1. Otros autores, como Adalberto Varallanos, en “Datos para la crítica del mañana”, afirman que la poesía en el Perú carece de antecedentes culturales, lo cual puede ser signo de un futuro esplendoroso, pero impide hablar de algún tipo de clasicismo o estabilidad. Con ello no apoya la imitación de modelos foráneos; más bien afirma que el vanguardismo en tanto “reflejo de corrientes europeas es cosa muerta”, y debe fijarse en la naturaleza propia: el universo andino debe ser descubierto y conquistado en beneficio de la literatura: “Para un arte inspirado en la naturaleza es una seguridad casi toda la sierra peruana”. Detengámonos en esta afirmación: la naturaleza andina debe ser conquistada por un arte que ya no es imitación, por un arte propio; los Andes deben inspirar al artista, deben entregar una imagen autóctona que les será devuelta en forma codificada. ¿Qué significa esto dentro del debate sobre el colonialismo, sobre el problema de la identidad, de lo propio? Significa, primero, que la escritura en tanto “forma de relacionarse con la tradición”, como “expresión física de la tradición” (Urbano 1992: XVIII), está plenamente asumida en su sentido más racionalista. Existe una confianza ciega en la palabra escrita para la recreación del universo andino, como único camino de reencuentro con la tradición propia, y muchos de los textos vanguardistas que defienden una expresión propia pasan por esa confianza sin siquiera cuestionarla. Varallanos habla de la cultura autóctona como fuente de inspiración, pero no la sitúa como punto de partida ni de llegada, sino como un medio de inspiración o un referente literario. Para muchos de estos autores, no se trata de mostrar esa cultura ni de saber llegar a ella, sino de atravesarla y codificarla para alcanzar una expresión poética original. Aunque esta observación no quiere ser una crítica, pues el cuestionamiento de la cultura grafocéntrica todavía tardará en aparecer (quizá sean Gamaliel Churata y José María Arguedas los primeros en dudar del valor de la palabra escrita para la transmisión de las culturas andinas), debemos reparar en que el posicionamiento contra la imitación y el rechazo a los modelos foráneos muchas veces seguía encontrándose dentro de un parámetro ajeno a la tradición que se pretendía rescatar. Por otra parte: ¿cómo no estar dentro de ese parámetro? La conquista de América supuso, entre otras muchas cosas, la triunfal imposición del modelo grafo-céntrico. 1 En adelante, citaremos varios artículos aparecidos en publicaciones periódicas de la época. En muchos casos estos textos ocupaban una sola página dentro de la publicación, razón por la cual se ha decidido prescindir de la referencia a la página, considerando suficientes los datos del título del artículo y de la revista, así como la fecha de publicación, que se pueden consultar en la bibliografía final.

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César A. Rodríguez, en su entrevista con Gerardo Berrios publicada en La Sierra, resta importancia al vanguardismo, por tratarse de una tendencia más, así como lo fue el romanticismo o el culteranismo. Lo grave, según Rodríguez, es que en el Perú se intenta hacer poesía vanguardista cuando ni siquiera se ha alcanzado una categoría social que lo permita. Los pueblos “enfermos y atrasados” no pueden crear más que mala literatura, una poesía superficial, porque su postración no permite al hombre ser literato si antes no es un Hombre íntegro. Rodríguez reivindica la búsqueda de la peruanidad, una personalidad nacional que permita crear una literatura propia: “El problema racial es realmente un conflicto grave; en el Perú el negro, el indio y el mestizo forman una trilogía absurda y por lo mismo incomprensible”. Por ello es indispensable la definición “de un ‘yo’ representativo, porque hasta hoy ¿quién somos?, ¿qué representamos?”. Esta reflexión es importante en la medida en que unifica el concepto de ciudadanía, que es abarcador porque busca una definición de las identidades dentro de la heterogeneidad nacional, con el concepto de nación, que en última instancia es reductor porque presupone una homogeneidad que logre superar esa trilogía absurda. Tal es el conflicto al que se enfrentan los intelectuales peruanos de la época. Será Esteban Pavletich, en el texto tripartito, “Hacia nuestra propia estética”, quien afirme que el clasicismo artístico peruano se sitúa en el arte indígena precolombino; pero esta cultura vernácula, según Pavletich, fue liquidada y relegada por la conquista española y más tarde siguió siendo ignorada por el criollo emancipado, que a pesar de su independencia política, continuó con el feudalismo colonial y los préstamos culturales de la metrópoli. Por ello, dice Pavletich, “América no ha tenido arte”, y añade: “Izar en las astas estéticas lo vernáculo, lo autóctono, entregando al alma de los pueblos lo que en ellos hay de belleza inédita elevada a la categoría de símbolo, es clausurar uno de los plurales caminos que nos arrastran al coloniaje”. Subrayamos la expresión elevar a la categoría de símbolo para reparar, de nuevo, en la alta estima otorgada al proceso de codificación de la belleza andina. Se trata, como cuando hemos hablado de la conquista del paisaje de Varallanos, de tomar la “belleza inédita”, nunca antes apreciada —por el intelectual, cabe añadir—, rehacerla dentro de unos cánones estéticos concretos (en este caso vanguardistas), para devolverla reformulada mediante el código intelectual, como un símbolo que ahora sí podrá comprenderse; porque hasta que no se haga así, nadie —los nativos no se mencionan— podrá acercarse a esa belleza ni entenderla en su dimensión verdadera. Resulta fascinante cómo esta ida y vuelta (del paisaje inédito al intelectual y del intelectual al paisaje, ahora ya conocido, codificado y elevado) puede realmente jugar a favor de ese coloniaje del que se intenta huir. El enfrentamiento entre una cultura gráfica y una belleza inédita nos sitúa ante las trampas de la condición colonial, puesto que la belleza andina es inédita solamente en la medida en que es observada

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por un sujeto “grafocéntrico”. Para un campesino no es un criterio válido el que su paisaje sea o no sea inédito, puesto que los parámetros de observación son otros. El poeta César Vallejo delimitó, de manera muy inteligente, qué sensibilidad servía para la definición de lo propio y qué sensibilidad era mera imitación de lo europeo o incluso mera voluntad de indigenismo. En uno de sus textos más agudos (“Contra el secreto profesional”), acusa a sus compatriotas de plagiadores y de incapaces de crear el espíritu propio con que tantas veces se llenan la boca: “Levanto mi voz y acuso a mi generación de impotente para crear o realizar un espíritu propio, hecho de verdad, de vida, en fin, de sana y auténtica inspiración humana”; el nuevo espíritu, entonces, no necesariamente se nutre de la idiosincrasia andina: basta con que esté inspirado de forma sincera y abierta en el ser humano. No se trata de defender un nacionalismo de raza, pues el arte debe estar fuera de ello, pero tampoco se suscribe la imitación de modelos foráneos: se debe encontrar el “latido vital” y el “timbre humano” propio y original. Según Vallejo, el mayor problema está en el afán imitativo de los autores peruanos, pues el vanguardismo no es un refugio válido per se. De este modo elimina la pretensión de novedad que creen haber inventado sus compatriotas, y sitúa el objetivo en crear verdaderamente una sensibilidad propia basada en las inquietudes humanas propias; porque las disciplinas europeas son insuficientes para los americanos, pues no responden a sus necesidades ni a su psicología particular.

EL MITO: ¿INDÍGENA AUTÉNTICO O MESTIZAJE? Las menciones al paisaje que hemos visto en la sección anterior nutren gran parte de los textos de la época. Pero dentro de ese paisaje está el indígena, el campesino, el verdadero autóctono, que en el ámbito artístico suele aparecer mudo y sin expresión, tal y como analiza Mirko Lauer en sus estudios sobre pintura indigenista2. El indígena, sin duda, es referente, al igual que el paisaje, pero ¿aparece como figura mitificada?, ¿se trata de un indio puro, un mestizo, un cholo, la mezcla de todos ellos?, ¿qué sucede con las razas negra y china que también formaban parte de la sociedad de comienzos del siglo XX? Cuando se habla de un personaje autóctono, auténticamente peruano, ¿a qué figura se refieren los textos?

2 Antes del indigenismo, los indios de las pinturas más célebres solían ser anónimos y se representaban estereotipados, porque el anonimato se impone a los pueblos dominados para separarlos de su historia. Según Lauer, es con los indigenistas cuando la figura del hombre andino comienza a sufrir cambios en la pintura, pues se percibe ya “su ingreso a un incipiente entorno social, a menudo deformado por el bucolismo, el heroísmo o el patetismo” (1976: 111).

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Ántero Peralta (en “El uno y vario del arte vanguardista”) expresa de esta manera la composición de la sociedad peruana: “La raza tahuantinsuyana de hoy se entiende constituida por la amalgama de indios, cholos y blancos nativos que comulgan con el nuevo espíritu del neoindianismo”. No hace separación racial, todos son parte de la nación, de la raza, siempre que comulguen con la causa vanguardista y que tengan la conciencia despierta. El concepto de neoindianismo había sido desarrollado por J. Uriel García en sus diversos artículos publicados en revistas, que después constituyeron su libro más famoso, El nuevo indio (1930). En el texto “El nuevo indio”, Uriel García ataca la utopía andina precisamente por su condición utópica, porque no existe ya la vida del incanato y no sólo es imposible retomarla, sino que además el pueblo inca no era perfecto ni concluso. Reivindica las mezclas posincaicas y la necesidad de mirar al pasado para modernizar las formas de vida, para adaptarlas al futuro y al presente. Según García, si toda dominación destruye las normas morales tanto del dominado como del conquistador, entonces el incanato, al destronarse, se desmoralizó; por ello el nuevo indio es producto de esa fatalidad y en él se mezcla la sensibilidad vernácula con la racionalidad europea. Esta mezcla es muy reveladora, porque indica cuáles eran los valores raciales de cierto sector intelectual del momento: si por un lado hay una sensibilidad vernácula que se reivindica, por otro nunca será un criterio cualquier tipo de racionalidad andina, de hecho, ésta ni siquiera se menciona o se toma en cuenta. La nueva raza será una mezcla de lo “mejor” de cada cultura, expresada siempre en términos ciertamente occidentales. Uriel García habla de una nueva entidad moral que está germinando en el indio del presente, quien debe desechar ya su cultura ancestral y decadente. El nuevo indio resulta, entonces, de una mezcla de culturas, pero se trata de una creación, no de una continuación de lo ya establecido: “Toda cultura nueva por mucho que se base o se inspire en el Pasado, tiene que ser creación y no simple ejecución de lo ya establecido”. Esta alusión a la creación del indio es muy significativa, porque se relaciona con la construcción, señalada por Lauer, de una imagen del hombre autóctono que sirve para completar una nacionalidad incompleta. Y en lugar de proponer un conocimiento teórico del indio, el intelectual presenta una figura que procede más de su imaginación que de la “verdad de los Andes”; he aquí el mito. Estamos, por tanto, ante un acto de creación, y no de definición, la creación ideal de una raza mítica. El indígena pasa de ser un referente dentro del paisaje a convertirse en una figura creada y totalmente idealizada3. Ya García Canclini, en Culturas híbridas, hablaba de lo popular no como de

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Mirko Lauer afirma que la historia del indigenismo cultural “no es la de la verdad de lo indígena, sino la de la capacidad de lo criollo, entendido como de lo no autóctono, para hacerse

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algo preexistente en las corrientes culturales que lo ponen en escena, sino de algo que se construye y se define. En este sentido, Canclini advierte que se suele caer en el error de considerar lo popular como algo autónomo, relacionado con un pasado rural, sin ver las influencias que las sociedades urbanas e industriales tuvieron sobre su redefinición. En América Latina existe un esfuerzo claro por darle a la cultura nacional un lugar privilegiado, pero el interés, a comienzos del siglo XX, suele ser mayor por los bienes culturales que por los actores que generan esos bienes y que, en algún momento, los consumen. La línea que marca Uriel García se verá acentuada en su artículo “Neoindianismo”, publicado en el segundo número de la revista Kuntur, donde insiste más radicalmente en el atraso cultural y el espacio ahistórico en el que viven los indios, que deben eliminar sus costumbres pasadas y contribuir al “amestizamiento cultural”; rechaza la religiosidad, el colectivismo del ayllu y el agrarismo, pues su urgencia consiste en alcanzar el deseado cosmopolitismo; porque sólo así los indios conseguirán sobrevivir y contribuirán a la definición de la personalidad difusa que aqueja al mestizo. La propuesta de Uriel García no busca un indio original y auténtico, pero sí una mezcla, que no deja de ser un mito, pues se trata de una mezcla ideal, mostrando así cierta necesidad de definir la condición de mestizo, de encontrar una forma homogénea donde poder insertar su propia situación cultural problemática. En cuanto a las otras razas que poblaban el Perú, pocos son los autores que las mencionan. José Carlos Mariátegui, en su texto “El indio y el mestizo”, aunque se sitúa lejos del mesianismo mestizo de Uriel García, ataca la utopía del mestizaje puro pero rechaza también la mezcla con las razas china y negra, la primera porque no puede transmitir al mestizo “ni su disciplina moral, ni su tradición cultural y filosófica, ni su habilidad de agricultor y artesano” debido al desprecio hereditario que el criollo siente hacia ella; y la segunda porque llegó como esclava y sólo importó “su sensualidad, su superstición, su primitivismo” y no contribuiría a la construcción de una cultura, sino que la estorbaría “con el crudo y viviente influjo de su barbarie”. Sorprende que estas declaraciones provengan nada menos que de Mariátegui, pero es interesante observar que toda la discusión sobre el problema identitario del Perú suele centrarse sobre todo en las etnias nativas. De modo que, aunque se suele hablar del indígena como subalterno, no debemos olvidar que existían otras razas consideradas muy por debajo de la “autóctona”, por cargo de la cultura nacional como totalidad” (1997: 55). William Rowe (1998), por su parte, ha advertido sobre el peligro de este tipo de discurso, que parte de una aporía y difícilmente se libra de ella. En este caso, Lauer menciona una “verdad de lo indígena”, que recuerda al discurso indigenista mismo, como si existiese una verdad que se sitúa al otro lado del discurso occidental y que nosotros no somos capaces de ver. Más adelante nos detendremos en esto.

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no hablar del papel de la mujer tanto indígena, como negra o china. Según Mirko Lauer, esta desconexión entre las culturas subalternas surge porque “lo hispánico funciona a la vez como un polo de dominación cultural global (por encima del conjunto de las culturas locales) y como factor de separación y diferenciación entre las culturas dominadas” (1976: 20). En el texto “Los escollos de siempre”, de César Vallejo, se demuestra cómo el fracaso de las doctrinas indigenistas se debe, no a la falta de buena voluntad del artista, o al tan común desdén por el indígena, sino a que muchas veces se carece de una auténtica sensibilidad aborigen. La voluntad, en esta discusión, carece de importancia: “La indigenización es acto de sensibilidad indígena y no de voluntad indigenista”. Como explica López Lenci (1999: 161): [...] la voluntad indigenista es condición del fracaso de tales iniciativas en función de su carácter exterior y advenedizo, porque responde a una sensibilidad extranjera. Por oposición a ella, la sensibilidad indígena no es fruto de una imposición voluntaria sino un ‘acto inocente’ y una fatalidad del creador artístico o político.

De manera parecida percibió esto Emilio Romero, quien en su texto “Líos de cholas” declara que el indigenista no hace arte indígena porque no vive como indígena ni conoce su psicología; se trata en definitiva de una defensa del cholo, que se presenta en el texto a la manera del mestizo, pero seguimos situándonos en la legitimación del intelectual mestizo, no en la reivindicación de las razas despreciadas. Frente a este problema, encontramos a otros autores que no se reconocen como indígenas pero que se autoproclaman voceros de sus reivindicaciones: el intelectual toma el papel de mediador entre el pasado glorioso y el futuro esperanzador, y se encarga de la reconstrucción de la nacionalidad, con la ilusión de conectar pasado y futuro para poder articular su identidad conflictiva. Buen ejemplo de ello podría ser la obra de Luis E. Valcárcel, Tempestad en los Andes, publicada en 1927, donde se reúnen varios de sus textos indigenistas, algunos relatos sobre mitos y memorias andinos, junto con artículos de otros autores. La obra de Valcárcel supone uno de los más bellos ejemplos de la literatura indigenista de la época, tanto por algunas de sus narraciones como porque en ella se materializan las encrucijadas que presentaba el debate y que asediaban a cualquier intelectual. Tempestad en los Andes quiere ser una defensa de la raza indígena futura: no reivindica la resurrección de la raza, sino su recreación, su reaparición novedosa. En este sentido, las ideas de Valcárcel están muy próximas a las de Uriel García, pues defienden la idea de que aunque la raza se occidentalice, siempre conservará su esencia, una esencia autóctona, como si fuera posible detectar esa esencia, o “aplicarla” a una racionalidad occidental. Sin embargo, Valcárcel no deja de mencionar, a lo largo de todo el texto, la necesidad de una moral que elimine los vi-

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cios y salve a la nación: “Solo una gran virtud personal; un titánico esfuerzo de moralidad puede salvarnos” (1972 [1927]: 105)4. La raza indígena suele mostrarse, en algunos textos de la época, como falta de toda moral, y por eso la educación del campesino será un requisito indispensable, para muchos de estos intelectuales, como solución a la miseria y al retraso. Además, la moral es una de las condiciones de la decencia, y la decencia marca gran parte de los propósitos indigenistas, como estudia Marisol de la Cadena en su artículo sobre los intelectuales cuzqueños de los años veinte. Volviendo al tema del mestizaje, veamos dos ejemplos significativos sobre la confusión e incoherencia de ciertas ideas. Si en un momento dado Valcárcel afirma que “el mestizaje de las culturas no produce sino deformidades”, en otro momento de la misma obra, cuando se transcribe su conferencia leída en la Universidad de Arequipa, en enero de 1927, define al mestizo arequipeño como el “tipo racial por excelencia”, exaltando la sobriedad y resistencia heredadas del inca y el espíritu aventurero del español, en una vuelta al mito del mestizo ideal (p. 107 y pp. 119-120). La encrucijada en que se encontraba el intelectual mestizo indigenista queda aquí plasmada con claridad meridiana: si por un lado se siente heredero de la cultura ancestral andina, por otro no se reconoce como indígena y los valores que defiende no pueden salir de la órbita occidental en que se ha educado. Finalmente Valcárcel encuentra la solución insertándose a sí mismo en la élite intelectual que deberá “dirigir el movimiento andinista” y estará “integrada por elementos racial o espiritualmente afines al indio, identificados con él, pero con preparación amplísima”; de nuevo, la preparación amplísima corresponde a una racionalidad europea, mientras que la sensibilidad y los elementos raciales se identifican con “lo autóctono”, que no deja de ser nunca una invención de la mirada occidental sobre la naturaleza y el campesino andinos. La identificación con el nativo indígena es muy común en los textos de la época. La encontramos también en otra entrevista a César A. Rodríguez, publicada en La Sierra (1927), donde se muestra muy escéptico con el movimiento intelectual arequipeño y critica duramente a sus intelectuales, que carecen de cultura y ponen sobre la mesa un panorama desconsolador. “Nosotros los serranos no po-

4 La figura de Luis E. Valcárcel es una de las más complejas e interesantes del indigenismo peruano de los años veinte, pues nunca abandonó el firme propósito de “entender el sistema cognitivo andino en base a sus tradiciones y mitos”; de 1912 datan sus trabajos sobre la mitología andina, Kon, Pachacamac, Uiracocha; y de 1925, De la vida Inkaica, algunas captaciones del espíritu que la animó y Del ayllu al Imperio. Fueron trabajos reconocidos por críticos como Mariátegui y Luis Alberto Sánchez, quienes redactaron el prólogo y el epílogo, respectivamente, para la primera edición de Tempestad en los Andes. Valcárcel escribía también, desde 1927, artículos para La Sierra de Lima, y La Prensa de Buenos Aires, sobre leyendas y cuentos andinos (Deustua/Rénique 1984: 72).

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demos dominar bien el castellano, por sencillas razones raciales, que nos demuestran que esa lengua no es la nuestra, sigue siendo extranjera y esclavizadora”. Pero quizá el texto más significativo, por polémico, fue el ensayo “Nosotros los indios...”, de J. A. Escalante, que está incluido en la recopilación de M. Aquézolo Castro, La polémica del indigenismo5. Escalante no tuvo reparos a la hora de criticar el indianismo de moda, situándose, en tanto sujeto emisor, como indio autóctono y descalificando el desconocimiento de los autores indigenistas, carentes de la capacidad y el derecho para redimir a la raza indígena: “está de moda hablar del indio y compadecerlo, con insultante piedad, sin tomarse el trabajo de conocernos, ni menos estudiarnos en nuestro propio medio”. Esta manera de incluirse dentro del “problema indígena”, de asumir un rol protagónico en el debate, no responde sino a la convicción de estar llevando a cabo un papel central: efectivamente, el intelectual mestizo, el provinciano letrado —en este caso, además, terrateniente— es el verdadero protagonista del debate, pero no en tanto indígena, sino en tanto construcción ad hoc que se define autóctona y busca su propia legitimación social. De nuevo, se reivindica un pasado incaico, pero no se considera a los campesinos quechuas contemporáneos como herederos de esa cultura. El autor indigenista que hemos analizado aquí se siente traductor o representante de una cultura que supuestamente conoce (y pertenece al género indigenista el afán del autor por garantizar que conoce bien ese entorno), de la misma manera que su traducción será fiel al mundo representado. Con todo, el indigenista no debe considerarse simple o ingenuo por pretender ser testigo o protagonista de sus relatos; el indigenismo se inscribe en estructuras históricas profundamente complejas y no sólo pertenece a una coyuntura circunstancial. La sociedad que lo ve nacer se caracteriza por la disgregación, por la extrema complejidad de sus diferencias internas, tanto étnicas como clasistas, y por la presencia constante de un otro, que pertenece también a la discusión identitaria. El indigenismo cultural no es ni una búsqueda genuina ni una labor inútil, sino que se inserta en las trampas de la modernidad, pues supone un verdadero desencuentro entre el tema de lo autóctono y quienes promovieron su rescate. A pesar de ello, lo que sí consiguió este movimiento fue la consideración nueva del hombre andino, su pequeña inserción en la cultura dominante, aunque fuese nada más que como objeto que debía reivindicarse.

5 José Ángel Escalante dirigía el diario cusqueño El Comercio, caracterizado por “una dinámica ciertamente contradictoria”; en 1923 Escalante se convierte en incondicional del leguiísmo, y ello motiva la renuncia de algunos de los redactores de El Comercio, entre los que se encontraba Luis E. Valcárcel (Deustua/Rénique 1984: 73). Tal vez la ambigüedad de Escalante y de su periódico se deba a que él mismo era un terrateniente de la provincia de Acomayo.

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Existe el peligro, como ha señalado William Rowe, de caer en la trampa discursiva propia del indigenismo: es decir, en el intento de hablar sobre el indigenismo desde la aporía que éste produce, es difícil evitar que esa misma aporía no persista en el discurso, “porque falta todavía una representación nacional de esa población, es decir, cuando se escribe sobre ella, la aporía ya mencionada tiende a persistir en algunos de sus rasgos”. Se trata de la fantasía de “pensar que el mundo no criollo era portador de un lenguaje traducible a los términos de la cultura occidental, y que descifrar ese lenguaje de formas y actos, personajes y colores, era un acto restaurador, ético y nacionalista”. Sin embargo, ese lenguaje a que suponían traducir al otro, el indescifrable, seguía siendo el lenguaje de los cuadros, de los poemas y de los relatos ajenos al mundo popular de los Andes. Los intelectuales indigenistas crearon, al reivindicarla, una cultura supuestamente autóctona; esa creación responde al deseo del intelectual por comprender la cultura nacional como totalidad, “una totalidad imaginaria que surge de la dificultad de imaginar el espacio nacional” (Rowe 1998). En definitiva, los textos mencionados contribuyen a la creación de un espacio propio: lo que se está creando es el lugar en que los autores se sitúan, desde donde hablan, un nuevo espacio social sin precedentes en la cultura peruana. Tanto si el nuevo intelectual se sitúa frente a la tradición con rechazo como si lo hace con admiración, ambas posturas contribuirán a su reinvención: la de la tradición y la de sí mismos. De igual manera crean un código para entrar en el paisaje andino (tanto en su acceso vanguardista como en la entrada indigenista), para convertirlo en familiar aun sintiéndolo ajeno: porque el indigenista no es indígena. Sólo el proceso de codificación, la “elevación a la categoría de símbolo” permite valorar la belleza andina. De este modo, tanto el paisaje como el indígena aparecen en los textos mencionados primero como referentes para después convertirse en mitos, pero nunca en protagonistas activos dentro de la realidad social del país. Sin embargo, esa realidad se verá vapuleada, durante los años veinte, por una serie de revueltas sin precedentes en la historia peruana. La distancia entre los discursos indigenistas y ciertos núcleos subversivos del país es muy reveladora, y sin duda merecería un artículo aparte.

BIBLIOGRAFÍA AQUÉZOLO CASTRO, Manuel (1976): La polémica del indigenismo. Prólogo y notas de Luis Alberto Sánchez. Lima: Mosca Azul. CADENA, Marisol de la (1994): “Decencia y cultura política: Los indigenistas del Cuzco en los años veinte”, en Revista Andina, 12:1, julio, pp. 79-136. ESCALANTE, J. A. (1927): “Nosotros los indios...”, en La Prensa, 3 de febrero.

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El indígena como mito y el paisaje como referente

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MITOS ANDINOS EN EL PEZ DE ORO, DE GAMALIEL CHURATA Helena Usandizaga Universidad Autónoma de Barcelona

¿Es el mito un elemento decisivo a la hora de pensar en el sentido de una obra? Esta pregunta, claro está, tiene varias respuestas. El mito, en efecto, puede ser en algún caso un elemento semántico más o menos superficial; pero, por otro lado, si atendemos a la propuesta de Brunel (1983, 1997), mito y tema podrían casi identificarse en ciertas obras. En el caso de El pez de oro (1957), de Arturo Peralta (Gamaliel Churata), el entramado mítico es consustancial al sentido de la obra: los temas podrían considerarse, en primera instancia, como mitos, si los entendemos a la vez en el sentido de tema, relato y escenario mítico, conceptos que superan la simple transmisión del relato mítico etno-religioso para conservar el poder simbólico, la polivalencia semántica y, a la vez, la universalidad y la peculiaridad cultural del texto en que se encuentran y del contexto cultural que en él se inscribe. El mito en el texto literario no se identifica totalmente pero sí se relaciona estrechamente con el concepto de tema, que Brunel (1983) define como un depósito semántico vivo, todo ello de acuerdo a las ideas que expone Trocchi (2002). ¿Tienen los mitos en esta obra una conexión directa con la cultura andina? ¿Cuál es la situación del autor respecto a ella? En el contexto del “indigenismo de vanguardia” (término acuñado por Mariátegui) puneño, que el propio Churata funda y articula, el mundo indígena es a la vez objeto de reivindicación y admiración, y sirve también a la autodefinición de los intelectuales provincianos frente al centralismo de Lima. La lejanía que se deriva del carácter social y cultural de estos intelectuales, castellanohablantes de clase media, y de su público, va siendo acortada por Churata gracias a su interés por los textos andinos —escritos, orales y plásticos— y por los rituales que conoce. Hay que tener en cuenta que el universo indígena es a la vez extraño y cercano para los puneños blancos que habitan o visitan zonas rurales. El pez de oro no puede entonces considerarse una obra tí-

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picamente indigenista (teñida por la fuerte heterogeneidad que, según Cornejo Polar (1978), existe en esta literatura entre el escritor y su tema); y no se trata del afán de representar al indígena, sino más bien de una exploración en lo que Churata llega a conocer de ese universo, que articula como una sabiduría, y un debate sobre el valor de lo indígena en la sociedad y en la cultura de América. Este texto insólito se caracteriza por ser una obra transgenérica: no es novela, aunque tiene un hilo narrativo y una trama; y no es un ensayo en el sentido clásico, aunque su estructura dialógica entre diferentes sujetos formula preguntas y escenifica el encuentro entre varias respuestas para llegar a un conocimiento que se construye en el texto. Tampoco es un libro de poemas, pero está lleno de poemas a veces muy cercanos a las formas tradicionales andinas. Es todas estas cosas a la vez, y el texto se define justamente por esta mezcla de géneros y por la forma frecuentemente dialógica, polifónica y estructurada en forma de discusiones paradójicas a veces llevadas por un mismo sujeto desdoblado. La obra se nutre de mitos andinos reelaborados o reconstruidos por Churata, a veces a modo de montaje, mitos que se inscriben en una dinámica peculiar que acerca al texto a una situación ritual que podríamos llamar chamánica. Uno de los hilos principales de El pez de oro, o tal vez su hilo conductor, refiere el nacimiento de este hijo mítico, el Khori-Challwa o Pez de oro, engendrado por la unión del Khori-Puma o Puma de oro con una sirena del lago Titicaca, tras una serie de búsquedas y pruebas que incluyen episodios de canibalismo (tal vez simbólicos, porque el KhoriPuma devora a la sirena y al Khori-Challwa, hijo de ambos, aun antes de la secuencia en que se describe su nacimiento, tal como recalca Bosshard (2007: 529), y que acompañan el cambio de era que supone la caída del “Lodo ardiente” (ibíd.: 530). La historia se narra en los capítulos “El Pez de oro” y “Morir de América”; además, en otros capítulos (“Pueblos de piedra”, “Mama Kuka”, “Puro andar”...) emergen de modo evidente referencias míticas que, de hecho, subyacen al sentido de todo el libro, al igual que la mencionada historia, que es constantemente aludida. Los mitos en El pez de oro se insertan en la estructura de la trayectoria del narrador-protagonista (Niemeyer 2004), con sus pérdidas vitales y su búsqueda filosófica y artística, un enunciador cuyo punto de vista da coherencia a las historias míticas propiamente dichas y a las historias de rituales y de sabiduría andina al articularlas con los fragmentos autobiográficos y con la búsqueda fundamental del libro, que es una búsqueda existencial de conocimiento, de equilibrio social y de una nueva escritura. En paralelo con el relato mítico, se nos revela la escritura en construcción de un pensador, de un político y de un artista. Así, los tres hilos —mito, autobiografía y reflexión— se entretejen y se relacionan con unidades profundas de la obra, y en este trabajo privilegiamos el estrato del mito, pero sin desligarlo de los otros dos.

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¿Qué tipo de mitos aparecen en El pez de oro y cuál es su relación con las fuentes? El libro pone en juego una serie de mitos articulados alrededor del arriba aludido, que es aparentemente un mito literario, es decir, un mito creado en la literatura, y en concreto en esta obra. Pero esto no es totalmente cierto: podemos rastrear los mitos antiguos asociados en la obra a esta historia mítica, como las uniones de seres de diferente naturaleza o pertenencia espacial, los cataclismos que ponen fin a una era, las historias de las deidades zoomórficas —Pez, Puma, Llama— y antropomórficas —Wiraqocha, Tunupa— y su relación proteica; los seres míticos femeninos, como la Pachamama y la sirena, que es a la vez la mujer-pez de la mitología antigua andina, que junto con su hermana tuvo relaciones sexuales con el dios Tunupa, y el ser transmisor de los secretos de la música presente en los relatos orales y los rituales; son importantes también las referencias míticas que ponen de relieve el carácter generador y protector de los antepasados y a la vez el carácter temible de los muertos, y su relación con seres del mundo oscuro, del interior de la tierra (especies de duendes como los haipuñis, anchanchos, khatekhates, karisiris...); los seres silvestres como la llama o los sapos; las referencias a la Pachamama y al Inca; la gestión de los diferentes espacios por parte del Puma (en especial de la tierra y su interior o inframundo); la doble pertenencia espacial de la sirena (acuática y celeste); y, finalmente, el carácter sincrético del Pez de oro, que reúne todos los espacios e inaugura una nueva era. En efecto, si investigamos en la materia mítica aymara, encontramos relatos e imágenes que tienen sorprendentes coincidencias con el entramado mítico de la obra que para Churata, sin duda, llega a través de fuentes cronísticas y de los religiosos coloniales, de fuentes orales de las historias que debió de escuchar, y de fuentes iconográficas presentes como veremos en el paisaje habitual de Churata, todo lo cual muestra que este imaginario zoológico del libro conecta con la materia tradicional y también con sus lugares de origen, como Copacabana, donde se encontraba —bajo la que ahora es la Virgen de la Candelaria, Virgen del Santuario— la figura de una deidad o huaca-pez, quizás la más antigua del sur andino (Rostworoski 2003: párrafo 38), o Tiahuanaco, lugar arqueológico de una cultura cuyo apogeo se dio entre los años 600 u 800 y 1000 de nuestra era y que, además de mostrar motivos de peces, está presidido por una figura identificada con el dios Viracocha y con su variante, Tunupa (López Austin/Millones: 168-169). En cuanto a la sirena andina, la encontramos en la iconografía del altiplano y en las historias orales. En efecto, el puma y en general los felinos y la sirena (otro referente mítico, parcialmente zoomórfico, central en la obra) están ampliamente representados en la iconografía prehispánica, colonial y moderna: la figura del puma diseña el plano de la ciudad del Cuzco en tiempo de los incas; los cerros son vistos como pumas, lo que no es de extrañar a la vista del que domina el pueblo de Pucará

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(Puno), el famoso peñón de Pucará. Para Millones, seguramente los felinos americanos y en especial el puma inspiran “los rasgos de las deidades” (López Austin/Millones 2008: 153): tanto los felinos como los reptiles son extraordinariamente frecuentes, y también, como señala Bosshard, lo es la unión de estos dos seres. El “dios de los bastones” que preside Tiahuanaco tiene a la vez rasgos de felino y atributos de reptil, pero puede ser interpretado como un ser antropomórfico: en El pez de oro, el Puma de oro nos recuerda en un momento a Viracocha (como este dios, el puma tiene una apariencia pobre y sucia, pero muestra luego su oculto poderío, como padre y como Inca) y en otros, a Tunupa (pues se inscribe, como veremos a continuación, en un relato y en una tiempo-espacialidad similar a la de este dios). En efecto, el estudio de Bouysse-Cassagne y Harris (1987: 21) nos hace pensar que la historia del dios Tunupa tiene una sorprendente semejanza con la del Puma de oro, pues Tunupa, relacionado con el rayo y con el fuego, es seducido en Copacabana por mujeres peces, tal como dice Bertonio en su diccionario al aludir a las hermanas Quesintuu y Umantuu: “Son dos hermanas con quien pecó Tunuupa, según se cuenta en las fábulas de los indios” (Bertonio 2006: 666). De los nombres de las hermanas deduce Gisbert que se trata de mujeres peces, y la sirena de la obra, entonces, encuentra su reflejo en personajes míticos andinos como las mujeres peces o, más en general, en numerosas fuentes orales: en la sirena, serena o sirinu, seres que moran en el mundo oscuro de las aguas y que son a la vez temibles y fructíferas, puesto que transmiten la música, a menudo a partir de un pacto que delata su parte oscura. La iconografía relativa a estos seres no es únicamente prehispánica: además de los felinos, anfibios y peces en las imágenes antiguas y las noticias de los cronistas, encontramos que la sirena y el puma viajan en el tiempo y reaparecen en las iglesias barrocas, pero sin perder algunas peculiaridades prehispánicas. Al hablar de la iconografía en la arquitectura virreinal, Gisbert (2001: 257) comenta que la sirena aparece con un valor ambiguo y a la vez cristiano, relacionado con la atracción sensual y el pecado, y andino, relacionado con la unión de Tunupa con las mujeres peces, la cual acaba con su muerte: en ambos casos el conocimiento de la sirena tiene consecuencias dolorosas. Esta ambivalencia de la figura explicaría su omnipresencia en las iglesias barrocas en torno al lago Titicaca: Puno, Ayaviri, Lampa, Ilabe y Zepita, y en las pinturas de Guaqui y Jesús de Machaca. También en los rituales estudiados por la antropología aparece la figura de la sirena y su situación en la lógica espacio-temporal andina. Uno de los rituales evocados es justamente aquél que enlaza a los músicos con las canciones secretas de la sirena, sugerido varias veces en El Pez de oro. Los informantes (músicos y bailarines) que refieren el ritual de la danza de las tijeras en diferentes trabajos

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(Gushikén 1979; Tomoeda/Millones 1998; Vilcapoma 1998), aunque niegan la iniciación diabólica que les atribuye el contexto cristiano, admiten que es habitual la ofrenda al wamani o espíritu para recibir su protección y el acudir a las cascadas, los manantiales o los ojos de agua, a veces sumergiendo las tijeras que han de sonar en el baile, para recibir la música de la serena o sirena, música que, con el agua, sale de la cueva donde habita el wamani. Por eso, en la cultura andina la música es sajjra, porque procede de lugares oscuros y viene del Ukhu Pacha (el “mundo de abajo” en quechua) y de sus habitantes (Martínez 1996: 312), concepto que se refiere a los lugares que conectan el mundo de aquí (Kay Pacha), con el mundo de abajo (Ukhu Pacha); en El pez de oro, la sirena rige la música desde las cascadas. Si consideramos mito o tema básico de la obra la conexión con el origen y el conocimiento y la propuesta de cambio —religamiento y renovación—, nos acercamos a la idea de tema tal como la recoge Trocchi (2002), pero no a principios universales fijados, sino, sobre todo, a variaciones históricas y modulaciones culturales (de acuerdo a la propuesta de Pageaux [1994] comentado por Trocchi [2002: 153]). En relación con esta idea de tema, el motivo sería una unidad menor y a la vez con una mayor inversión en el revestimiento semántico, pero, más que a un grado hipotético de abstracción o concreción resulta rentable atender más bien a las funciones diferentes de ambas unidades: así, tratamos de definirlas en su interrelación, lo que implica que tal vez en otra obra uno de esos motivos sería un tema y viceversa. En el mito sincrético antes comentado se sitúa el hilo narrativo de El pez de oro, pero la interpretación de esta historia tiene diferentes niveles, a través del núcleo de significado del advenimiento del Pez de oro, el Hijo: histórico-reivindicativo, existencial y creativo. En el primero de ellos el Pez de oro, en tanto que sucesor del Puma de oro, su padre, sugiere una continuidad de la dinastía inca o, más bien, una restauración y una regeneración que apuntan a un contenido reivindicativo del mito, paralelo al del mito de Inkarrí (tal como lo presenta Flores Galindo 1986). En el segundo, el Pez de oro aparece relacionado con la reflexión existencial del relato, en la que esta figura, en su cualidad de hijo, representa la continuidad de la cadena vital y la posibilidad de la permanencia en la materia ligada al pensamiento animista andino, estudiado (Usandizaga 2005) a propósito de “Paralipómeno Orkopata” en el capítulo “El Pez de oro” y comentado a partir de la idea de pacha, como carácter cíclico que no se explica sólo por la repetición, aunque conecta con los antepasados como el otro polo de raíz y regeneración. En tercer lugar, el Pez de oro se relaciona con la expresión y la creación, pues la dificultad de crear una escritura andina relacionada con las lenguas nativas y los contenidos andinos se presenta desde el punto de vista de la conexión con la raíz del

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canto, del “trino” que producen el Pez de oro y los pájaros, raíz representada por el Pez de oro y por una serie de personajes míticos ligados a las cavernas y a lo acuático, así como a los propios antepasados. Traspasando el mero relato mítico, Churata propone que se busque un nuevo sentido político, una regeneración de la historia, en lo social; que el hombre se ligue a la cadena material de la vida para ser inmortal, en lo existencial; y que América y su expresión se constituyan a partir de esa integración en lo previo y lo profundo, en lo identitario y artístico: estas propuestas constituyen otras tantas imágenes ligadas a la figura del Pez de oro y a su nacimiento. En efecto, uno de los principales motivos dentro de la idea de regeneración en todos los planos está ligado al Pez de oro; se trata del motivo del “trino” de este pez que se relaciona con el canto de los pájaros andinos, con la música secreta de las cascadas y manantiales que comunica la sirena y con la voz de los antepasados. El trino del pájaro es a la vez reivindicación de la identidad y de la justicia, afirmación de la existencia como cadena vital y como dolor, y arte que viene de la conexión con lo oscuro, con los ancestros, con la Pachamama y con el alma del mundo; por eso el lago Titicaca, de donde sale la música, es un lugar bullente que conecta los sonidos de la naturaleza y del canto con la palpitación del mundo. Esta cosmovisión andina, en Churata, no se presenta sólo por la presencia de los personajes y de los relatos, sino que la sabiduría se manifiesta a través de sujetos del conocimiento andino, personajes-tipo o, a veces, personajes individuales. Estos sujetos andinos —en primer lugar el hombre andino, el antropopiteco, el atlanta, el runa-hake, el kukani (el adivinador en coca)— son los que dan precisión y especificidad a la concepción de Churata. A partir de experiencias y sujetos concretos del conocimiento indígena, el enunciador teoriza, define y celebra, por ejemplo la sabiduría del atlanta, su conocimiento de que “el alma y el cuerpo son la misma cosa”. La sabiduría la poseen estos sujetos como “un kukani de este Khori-Challwa” el cual evidencia que el alma es una estructura, algo que tal vez hoy llamaríamos ADN: “la semilla en que el hombre está con su destino, su osatura, su intelección, su sistema neurovital, su kepi de existencias laceradas1” (Churata 1957: 110). El runa-hake tiene un conocimiento ligado a la percepción: “vive en un constante acecho de la muerte, pero de esa muerte que vive, que está” (p. 93). Ha asimilado a Nietzsche avant la lettre y no cultiva más fe que “la fe en la tierra”; cultiva una fe terrenal que es “conciencia de la posesión de la vida” (p. 93). El antropopiteco, el “atlanta”, el runa-hakhe, el sacha-runa, el achachila, Kolliri, el layka, el pako achachila, el auqui y hasta el Inca: todos estos sujetos andinos llegan a conclusiones parecidas a las de ciertos pensadores occidentales.

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Citamos siempre esta edición de El pez de oro. Ponemos el número de página entre paréntesis.

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Pero, en esta obra, además, los mitos no se articulan con el tema tan sólo como relatos, o a través de los sujetos que los gestionan, sino sugiriendo articulaciones temporales propias de la cosmovisión andina. Avanzando un ejemplo, el dios Tunupa no sólo se parece al Puma de oro de la obra en tanto que “marido” de mujer-pez o de sirena, sino que también podemos comparar la situación de Tunupa en esta tiempo-espacialidad referente a las edades andinas con la función del Puma de oro de la obra de Churata. Para abordar este tema, diremos que estos mitos están cohesionados por el pensamiento animista, que permite que los personajes sean animales, y por el carácter proteico de las deidades, que pueden a veces aparecer como seres antropomorfos (como Viracocha o la sugerencia de Tunupa) o como animales u otros elementos de la naturaleza. Al mismo tiempo, su pertenencia espacial se encuadra en la lógica de la tiempo-espacialidad andina, que concibe varias edades o mundos, de acuerdo a un sistema dualista de oposición de los contrarios complementarios (arriba/abajo, izquierda/derecha, cerro/laguna, tierra/cielo y, consecuentemente, hombre/mujer, vida/muerte, etc.). En este caso, el concepto de pacha de la mitología aymara sirve para entender la distribución de los personajes en una compleja e interactiva distribución de los mundos, aquí el mundo de abajo (el interior del lago, el interior de la tierra), el mundo de arriba (su superficie, el cielo...), en relación con el mundo de aquí, pero que se muestran como móviles e intercambiables. También en este sentido podemos recoger las fuentes de Churata, quien afirma que se inspira en la materia mítica quechua y, sobre todo, aymara para esta visión interactiva de los dos mundos: Desde luego, como punto inicial, conviene tener en cuenta que El pez de oro está labrado con materiales puneños, radicalmente fruto de las reacciones anímicas telúricas de nuestra tierra y su lago, entendido, que si el Titikaka se refracta en el cielo, hay que convenir que el cielo de nuestra tierra es sólo el Titikaka proyectado a las esferas. Los personajes de El pez de oro no son personas humanas; son símbolos zoóticos del corazón del hombre. Esto es, son animaciones simbólicas de la humana naturaleza, y como representan entidades biológicas, de entrada entendemos que El pez de oro es la imagen del genes (sic) del hombre, del hombre de nuestra tierra, esto es el Khori-Challwa, es la semilla del hombre del Tawantinsuyu, nuestra patria histórica; y el Khori-Puma, el Puma de Oro, símbolo del hombre matriarcal, de la edad lunar, del cielo de la Mama-Khilla, que los hombres del Kollasuyu conocemos por la Paksi-Mama (Churata 1965: 14).

Seres totémicos que tienen la función de hacer interactuar diferentes estratos, que pueden concebirse como edades espacio-temporales: tal vez éste sea uno de los núcleos temáticos o motivos más importantes de la obra. Churata mismo asegura que, en esta lógica de las edades, los seres míticos (el pez del origen y el

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puma de la edad lunar) conducen el principal propósito de la obra, que es establecer una conexión con el mundo andino y hallar una escritura a partir de esto, lo cual implicará un viaje interior, un viaje iluminador que activa lo consciente y lo subconsciente, y que lleva a un conocimiento del origen y de la historia. En la telazón dramática de la obra, quiere seguir el decurso histórico de la América fundamentándose en el concepto de la Hata, la semilla, y el animal totémico del matriarcado Titikaka, el Puma. Su exploración tiene que conducirnos a establecer que del psiquis embrional, El Pez de Oro, y de la sociología del felino andino, insurgirán elementos de juicio para establecer un conocimiento realista de lo que ha llamado la psicología el mundo del subconciente, o sea el mundo interior, aquél de quien dijo el Rabí de Nazareth, que era el reino de Dios, esto es, que en la conciencia del hombre, en su intimidad orgánica, radica la verdad de la naturaleza humana. Si el hombre es capaz de así entenderlo, es muy presumible que llegue día en que logre describir con elementos de su lenguaje la realidad de su naturaleza anímica, que hoy intuye por hipótesis (ibíd.: 14)

Respecto a la relación con la cosmovisión tradicional, hay un estudio de tipo antropológico que resulta muy iluminador para entender la dimensión de las edades en El pez de oro, si bien no podemos creer que el pensamiento de Churata estuviera articulado hasta el punto en que aparece en el mencionado trabajo de Bouysse-Cassagne y Harris (1987) sobre el concepto de pacha en el pensamiento aymara, aunque sí es cierto que ambos parten de parecidas fuentes documentales, las de los cronistas del XVI y XVII: Cobo, Cieza, Ramos Gavilán, Guamán, Holguín, Bertonio... En Churata parece tratarse, además de referencias escritas, de una serie de intuiciones ligadas a su lectura de la cosmovisión andina a través de los mitos y otras historias y de los rituales, y asoma en las antes mencionadas declaraciones relativas a las edades (la edad lunar y matriarcal que es la edad del personaje Puma de oro y el anunciado advenimiento de otra edad, que podría ser la edad solar del Inca y del Pez de oro) y a los espacios (la insistencia en la dinamicidad e intercambiabilidad de los espacios de arriba y abajo). En la obra, el concepto de pacha se manifiesta directamente en la oposición de la edad del puma, edad de Tiahuanaco, edad lunar y regida por la Pachamama, en la que se ubica el Puma de oro, y la edad del cóndor, que es la del Inca o del lupihakhe, edad solar y regida por la deidad Inti o Lupi en la que se ubica al Pez de oro, y que es una especie de restablecimiento de la edad femenina anterior. La cultura llamada tiwanakota fue cultura vulvar, pertenece a las iniciales manifestaciones de sociabilidad y política de los grupos humanos, o cierra período más oscuro aún. El Puma, totem lunar; el Kuntur, del Sol. Tiwanaku, ciertamente, el punto crítico en que los kunturis violentan el predominio de los pumas y, sin duda, acaban con

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él, si cuando sobrevienen los Hijos del Sol, y sean ellos Inkas o Lupihakhes, Tiwanaku hase sumido en la tiniebla del caos histórico (pp. 460-461).

El concepto se trasluce también en uno de los ejes estructuradores de la obra, el que hace referencia a un espacio oculto, que podríamos pensar como el mundo de abajo, el mundo oscuro bajo la tierra y el lago al que pertenecen los personajes temibles como los antes mencionados, incluyendo también al irrecuperable Wawaku, pero también a la amable sirena; en los muertos o chullpas a la vez protectores y temibles. Este espacio “otro” se manifiesta también en la obra a través de personajes, muy a menudo esos animales totémicos, que sugieren la parte oculta, salvaje y desconocida de los seres humanos, y que aparecen a la vez como algo en ocasiones incontrolable pero también reivindicado por el enunciador como nuestra auténtica y legítima parte animal: el propio Puma de oro, que, a pesar de su carácter “ordenador”, muestra rasgos de ese otro espacio-tiempo salvaje que Bouysse-Cassagne y Harris denominan puruma; el Khawra o llamo de oro; los propios perros que a veces son más sabios que los hombres, los sapos benéficos... y, de nuevo, la sirena del lago como ser anfibio en varios sentidos. Esta conexión lo es de algún modo con el subconsciente andino y permite explorar en estratos no categorizados culturalmente y a veces en estratos inconscientes. En los estudios de Bouysse-Cassagne y Harris, se ve cómo la idea de concentración en la primera edad, la edad del taypi (la edad del origen, el lugar donde las cosas están juntas y se ordenan, regida por Tunupa) se opone a la segunda edad, edad del puruma, de algún modo opuesta a la de Tunupa: esta edad se relaciona con lo silvestre, lo salvaje, lo libre y sin orden; momento de luz difusa y de tierras desérticas, que “se refiere al tiempo en que las cosas empiezan”, pero que es territorio también, al menos en las versiones recientes del mito, de los chullpas o muertos (p. 23). No es de extrañar que coexistan comienzo y muerte, o que las diversas edades no sigan una secuencia lineal, puesto que la concepción aymara del espacio-tiempo permite la simultaneidad de las diferentes instancias, en especial “el mundo cósmico y el mundo de los humanos” (p. 23). En puruma, en efecto, las cosas, sin unirse, lindan; sin exactamente coexistir, están en esa frontera donde se sitúa la búsqueda del enunciador en El pez de oro. Hay pues una oposición entre el mundo oscuro y salvaje y este Tunupa (sugerido por la unión del Puma con la sirena, y que en este sentido sería como un álter ego del Puma), que nos hace pensar en el Puma de oro de la obra, el cual aún más claramente pertenece en parte a lo salvaje, pero por lo mismo esta oposición parece neutralizarse por momentos, pues esta pertenencia al tiempo de puruma representa nuestra ambigua conexión con las fuerzas oscuras y extrañas, y también con los seres que pueblan los márgenes de lo civilizado, como los chuquila, por ejemplo, cazadores de altura y sinónimo de puruma; sin embargo, tanto Tu-

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nupa como el Puma de oro son al mismo tiempo seres ordenadores que podrían pertenecer al tiempo del taypi. Según Bouysse-Cassagne y Harris, en la lógica de este contexto, Tunupa rechaza a los seres del mundo oscuro, los hapiñuñus, y se deja seducir por las mujeres peces, deidades de las culturas lacustres antiguas (p. 24), y muestra por lo tanto dos actitudes antagónicas respecto al mundo del puruma: rechazo y seducción. Esta dinámica parece concordar con uno de los ejes profundos de la obra, la atracción y seducción de las fuerzas extrañas, algo más profundo y misterioso que el pachacuti, que es inversión de los términos. Pero, como en el caso de Tunupa, la relación del Puma de oro y del enunciador con estos seres oscuros y poderosos es ambigua: no se trata sólo de rechazar el peligro que representan sino de propiciar la fertilidad que aportan los habitantes de los cerros o las profundidades, de ahí el dejarse seducir por la sirena y el explorar en lo oscuro. El interior de las montañas y del lago están poblados por estos seres ambiguos, entre ellos los sapos benéficos, divinidades de la lluvia que conectan el mundo oscuro del lago con el celeste (p. 26), al igual que los sapos benéficos del capítulo de El pez de oro “Los sapos nengros”. El espacio-tiempo del puruma, para Bouysse-Cassagne y Harris, sería quizás también, además de lo interior y los límites superiores entre tierra y cielo, las grandes extensiones de agua que dejan pasar la fluidez de las fuerzas subterráneas (p. 27). Así, Tunupa y las poblaciones que tienen sus características colindan con el mundo de fuerzas extrañas y también con el mundo de los muertos, ubicados “en estos bordes del espacio socializado, arriba en los cerros —llamados achachila ‘antepasados’— o en las profundidades abiertas y oscuras de las grandes extensiones de agua” (p. 27), y el intento conceptual de la cultura aymara sería captar la dinámica entre diferentes espacios-tiempo para regularlos y “seducirlos” (p. 28). Lo que nos interesa entonces no son tanto las coincidencias de unidades narrativas entre el Puma y Tunupa, sino la situación dinámica respecto a las edades: Tunupa, en el mito, está en la edad del taypi, que reúne en un centro integrador lo que pelea en la edad de awqa (la tercera de las edades, aquel estado en que las cosas no pueden estar juntas y combaten entre sí) y linda con la edad puruma, con cuyos elementos oscuros y salvajes interactúa. Tal vez esto, para el Puma y el enunciador del relato —dos personajes relacionados—, no sea más que un intento, pero podemos definirlo por esta relación de seducción, rechazo y conexión con los elementos celestes y a la vez con los del mundo oscuro subterráneo o subacuático. En resumen, la reunión de seres opuestos que es un Leitmotiv de El pez de oro adquiere unas características muy concretas en esta visión mítica aymara: así, las cualidades de síntesis atribuidas por varios críticos al pez de oro se generan ya de algún modo en las cualidades de sus progenitores, seres que reúnen el mundo de arriba, los cerros y la superficie del lago en el caso del Puma, y el cielo y el lago en

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el caso de la sirena, con el mundo de abajo por la conexión de ambos con los personajes del mundo oscuro; la sirena pertenece al espacio profundo de abajo, pero también al lago de arriba y a las constelaciones celestes, y el Puma-Tunupa busca el taypi conectando la superficie con los seres del mundo de abajo que representan las raíces, los muertos y el inconsciente, lo que para el enunciador explica la ambigua conexión con el mundo instintivo, misterioso y subconsciente que justamente es el eje de la obra. Al lado de la relación del Puma de oro con la edad arcaica en que el hombre no estaba aún divorciado de la bestia, y en que incluso llegaba a desearla, el Puma tiene en varios niveles el papel de conector en el nivel moral, orgánico y político, en el que va a ser sustituido por el Pez de oro: —Demostración de que la nuestra no es ya solamente política sino orgánica, funcional. Obsérvalo en la Naturaleza. Ella es permanentemente unidad; pero su unidad viene de la concurrencia de órganos que realizan funciones propias, en cierto modo circunscritas. Sin embargo, cuando se observan síntomas de penuria —y esto acredita con toda evidencia la maravillosa capacidad de la materia— el summum de la vitalidad se vuelca en la zona afectada y la galvaniza. Tal el principio del metabolismo. Así, los conflictos que originan reacciones violentas entre Marka y Marka, alcanzan pronto estabilidad en la unidad; pues basta que una de ellas acuda a la intervención del K h o r i - P u m a, para que la solución bélica sea desechada y el veredicto inapelable de aquél normalice las relaciones. La cohesión es la necesidad vital de la unidad; si ésta pierde eficacia y no alcanza a restablecer su predominio es natural admitir haya desaparecido (p. 476).

A pesar de que, como dijimos, el puma explora en puruma, el territorio de puruma, sin embargo, está más claramente definido por otras figuras míticas de la obra. La oposición entre lo agrícola y lo cazador y pastoril (que sugiere la antigua rivalidad y complementariedad entre las poblaciones Huari y Llaquaz), que funciona para Bouysse-Cassagne y Harris al hablar de las fuerzas opuestas, nos recuerda la presencia en El pez de oro de esa otra isotopía más bien silvestre, la pastoril, relativa a los camélidos del altiplano, y centrada sobre todo en la figura de la llama, que se denomina en el texto con la palabra quechua, khawra, y con el personaje del Koo-Khena, el hombre con cabeza de llamo. Esta dimensión nos permite ver que los camélidos son igualmente seres conectores, pero desde una dimensión mucho más salvaje; en todo caso, las llamas conectan el mundo terrestre y el celestial, al igual que la sirena pertenece al acuático y celestial. ¿Por qué en El pez de oro el hombre con cabeza de llamo es un personaje tan importante? Sólo en el contexto de la cultura inca y aymara —donde las llamas y otros camélidos tuvieron funciones en la vida económica, en el transporte e, incluso, en el uso mili-

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tar y en la política inca de pacificación y colonización, que llegó a consolidar en las llamas un valor de capital y de tributo (Brotherston 1997; Torero 2002)— podemos entender bien su función. También en las prácticas rituales, pues no es extraño que, en este contexto, la figura de la llama adquiera caracteres simbólicos y cósmicos: “El imperio estaba enteramente consolidado, como el pasto dentro de su cerca. Hasta el cielo se volvió pastura, asignada a Yacana, la llama celestial que había en su centro” (Brotherston 1997: 255). Más concretamente, en estudios de sociedades andinas actuales, se ha visto cómo las llamas se relacionan con las actividades productivas, y esto lleva a una dimensión simbólica que incluye las constelaciones y la música. Así, Arnold y Yapita estudian las canciones a los animales como una parte de las prácticas pastoriles en Qaqachaka, en el altiplano boliviano, que tienen que ver con el ganado y la fertilidad, y muestran “cómo una forma colectiva de vivir, dentro de un sistema de lazos históricos, políticos y rituales, se puede reproducir aún hoy en día por medio de esas canciones” (Arnold/Yapita 1998: 15). En efecto, estos autores muestran además en su trabajo antropológico las relaciones de estos animales con otros espacios que no son sólo el de la superficie de la tierra. En primer lugar, estaría el celeste: las canciones a las alpacas resuenan con la luz y el sonido de las estrellas celestiales, aquéllas que daban vida originalmente a los rebaños terrenales (ibíd.: 319). En este sentido, una de las historias más misteriosas y sugerentes del Manuscrito de Huarochirí refiere la relación con la llama celeste de la llama terrenal, como si se tratara de dobles o reflejos: Arnold y Yapita recuerdan que Yacana es una “sombra de llama” que camina por el cielo (como decíamos antes citando a Brotherston) y que al llegar a la tierra camina por debajo de los ríos, lo cual explicita otra conexión, la del inframundo, visible también en los relatos a las bestias silvestres que se relacionan con el wayñu y que hacen referencia a la edad oscura de los chullpas, que en algún momento pasará al estallido del canto rompiendo el “tiempo de susurros” de los chullpas (ibíd.: 57-58). En el texto del Manuscrito, un hombre, “en un instante de felicidad, de ventura”, durante la noche, ve caer a Yacana a la tierra y beber agua en un manantial (Manuscrito de Huarochirí 1987: capítulo 29; citado por Arnold/Yapita 1998: 241). Podemos observar que, como personaje, el khawra o llama pertenece al mundo de puruma, de acuerdo a la conexión con el inframundo, pues se lo compara con el “verdadero Haipuñi”, ser del mundo oscuro; es salvaje, instintivo, sin juicio ni razón, pero en sentido más positivo se puede relacionar con una parte oscura del hombre: “El Koo-khena es el hombre que pelea con la bestia” (p. 208). El Koo-khena, de hecho, es el hombre al que se incorpora la cabeza del khawra, cuando todos “vieron su cabeza en el cuerpo de un hombre que luego estalló en celaje, perdiéndose en los nevados” (p. 208). Churata, de acuerdo a su pensa-

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miento de unidad del hombre con la naturaleza y a su reivindicación de la perdida de la parte animal del hombre, no rechaza esta fuerza, que está a la vez en la tierra y en el cielo, sino que propone su asimilación e interrelación: Así, en el camino metafórico, que es el camino de su lenguaje, el hombre estuvo siempre más allá de sí mismo, en más que hombre, para ser; y en más que hombre está cuanto fiero y bestial es. Su poesía se hizo de las ferocidades majestuosas del león; de las argucias de la divina astuta: la serpiente; del arrullo de la tórtola... Tenía que engendrar en la bestia y le nació el Chacha-puma; en el Khawra de lujurias salvajes, y sobrevino el Koo-khena, el hombre con cabeza de auquénido; un día se engrandecería en el Puma, se valorizaría en el oro, y ha engendrado al K h o r i - P u m a; robaríales al oro el rayo y la fertilidad al agua para reinar por los siglos de los siglos, y ya esplende en el Cósmos el K h o r i - C h a l l w a... ¿Los hombres con cabeza de Kuntur y de Puma, de las simbologías matriarcales de Tiwanaku, qué son si no el reconocimiento de que el hombre se integra en la bestia, o de que es sublime en ella? (p. 382).

Por toda esta conexión con lo primordial, este animal parece para Churata un símbolo de lo andino; por eso se lo ubica a veces en la “chinkhana del khawra”, la caverna del origen y del conocimiento cósmico y conectado con los sentidos, lugar donde también habita el puma, y Churata reclama el “Khawra heráldico”, que no poseen personajes admirados como Bolívar o Las Casas, para llegar a lo americano. El khawra se va al mundo de arriba, al Alak Pacha, y también el estrato celeste, tan importante en El pez de oro, alberga una versión de la llama, que podemos relacionar con la figuración mítica tradicional de la llama celestial, antes mencionada. La constelación a la que se refiere la obra como la Llama-ñawi dibuja los ojos de la llama que Urton (2005: 202) hace corresponder a las dos estrellas, Alfa y Beta, de Centauro, y Churata narra míticamente ese momento en que el hombre-llama asciende a las constelaciones. Ollarea la cuadriga del viento. Mama Paksi ha desaparecido; la tierra no veo. Entramos al seno de oscuridad sin molécula. Pólipos ténsiles se desprenden de los ojos del llamo. Siento que en ellos se me afina la ubicuidad; por lo que allí donde radique el espacio estará en mí. El viaje es a la A l a k P a c h a. El Khawra que degollaron los Pablitos el auquénido cuyos ojos fulguran en los humazones de la Vía Láctea. Me conduce a la tierra de arriba, donde los que mueren son condenados a vivir. La vida se ha concentrado en un punto y en él enloquece lujuria de trino cristalino. —Piupiutititpiupiutititpiupiutitit... (p. 346).

Del mismo modo, parte del clima poético del libro se manifiesta en este escenario celeste:

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Helena Usandizaga Los que veis ahora son los ojos del Khawra, el de mirada fosforescente. No el Caballo del Centauro; es el enterrador que volvió de la tierra, caballería de los muertos. Allí están sus pupilas esplendentes, móviles, inquietas, mirando cómo, paso a paso, nos acercamos a su grupa. En el ángulo de la tiniebla, Punku, la constelación que introduce al fragor de la Nebulosa. La Warawara-chipa, rescoldo de astros. Y ya cintila la Corona Austral en la frente del brujo: Layka-pillu (p. 155).

En El pez de oro, la sirena del lago de arriba tiene un valor musical y se sitúa en la interrelación de los dos mundos: “Como soplaba el vientecillo de los totorales, con él llegaban charangueos de Sirenas y la del Waksallu sorda canción de cuna. Y si en el lago de arriba abrasaban las estrellas; en el cielo de abajo arrullaban las urpillas, cuando sentí que no sentía nada” (p. 436). En efecto, la sirena del Titicaca, madre del Pez de oro, pertenece a la vez a las profundidades del lago y al mundo celestial, al “lago de arriba”, y es mediadora entre el interior del agua y la tierra, al igual que otros seres oscuros que habitan en el interior del lago, seres temibles y a la vez generadores de canto: Vers. 14. I m i 1 1 a de argéntea escama le había parido S u c h i, de ésos del Lago de Arriba, tan de oro como su padre, si bien no como él de oro desmemoriado. Y tanto le quería, y tánto le quiere ahora, que vez le dijo: “Tienes que ir al Cielo de Abajo, y llorar a mi vieja Chullpa hasta que cielo con ola se vierta de tu lágrima. Cuando del Lago de Arriba baje puñado de Lodo Ardiente, tira el anzuelo; y péscame. ¡Yo vivo, TataPuma, en la espina de la niña de tus ojos!” (pp. 130-131).

También estos contenidos están presentes en la cosmovisión antigua y se detectan en la actual a través de trabajos antropológicos. Stobbart (2001), de acuerdo a las informaciones de sus anfitriones indígenas, presenta al sirinu, el ser que habita en los lagos y manantiales, como “sustancia del alma, líquida y animada, cuya inmensa energía toma la forma de inagotables sonidos musicales y danzas” (Stobbart 2001: 98). La sustancia se encarna en las nuevas semillas o frutos del año, lo que les permite madurar, y los sirinus serán así mediadores entre las regiones acuosas internas y el seco exterior de la tierra. Esta relación de la sirena, espíritu de las aguas, con la fertilidad y con la música, la señalan Arnold y Yapita (1998) al decir que las sirenas son parte del mundo del ispiritu (no ajeno al de los muertos), que tiene que ver con los lugares acuáticos con los que también se relacionan los camélidos y las aves, entre ellas el chullumpi, pájaro zambullidor andino que inspira todo un género de wayñu, el chullumpi kirki o canto del zambullidor (Arnold/Yapita 1998: 69-70); este pájaro, al igual que la llama, tiene resistencia a los poderes del agua; al igual que la sirena, transmite la sabiduría musical (ibíd.: 359). Pero también la pertenencia celeste de la sirena se

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observa en el contexto de la realidad pastoril que implica la reciprocidad, pues las sirenas corresponden a los humanos generando con su saber musical las canciones dedicadas al ganado en el ayllu o comunidad y regresan luego a sus moradas estelares (ibíd.: 195-196), a los lagos celestiales en lo que podría ser un retorno cíclico a los orígenes (ibíd.: 189). La relación inspiradora que une en estos rituales a las sirenas, las llamas y los pájaros acuáticos nos recuerda que, en El pez de oro, la sirena inspira el canto y, del mismo modo, el Pez de oro, con su “trino”, así como todos los pájaros de los alrededores del lago, impulsan la expresión renovada. Todos los personajes mencionados hasta ahora, y aun otros, incluidos los muertos inspiradores y la propia naturaleza, ensayan este trino que comienza el nuevo idioma, pero es el Pez de oro el encargado de generar el trino primordial, que nace de la fuerza y del dolor: “Y los mismos alaridos del chullpar que espantan a los chiñis, son el trino de oro que trina con tus trinos” (ibíd.: 45). Tal como veíamos al hablar de la intención explícita de Churata, podemos observar que en la obra estas figuras se encuadran en las dos principales edades que propone, la edad del Puma ligada a la Pachamama, y la edad del Inca ligada al Pez de oro. En estas dos figuras míticas se puede mostrar el concepto de edades y espacio-tiempo que estructuran el relato. De hecho, Churata, tal como señala Bosshard (2007: 533-534), propone para lo inca el carácter de advenimiento salvador, incluido en una lógica de inversión, alternancia y equilibrio, ligada al centro del Tawantinsuyu, el Cuzco, que en la tradición está regulado por “el Inka, el mismo hijo del Sol, cuya figura centralizadora daba sentido al orden cósmico y al orden temporal; es decir, en última instancia a la historia” (Bouysse-Cassagne/ Harris 1987: 55). Pero esta lógica se pierde con la evangelización y sólo subsiste localmente y aun sometida a la lógica cristiana; de ahí el deseo de recuperación de un estado primitivo y supuestamente armónico. El Sol, padre del Inca, marcador del tiempo y a veces sinónimo de etapa (López Austin/Millones 2008: 134) se constituyó en deidad con culto en la sociedad incaica; en El pez de oro, ser de áureo color solar, si este personaje es el futuro Inca e inaugura la edad solar, entonces es también hijo del Sol: en el texto se le llama hijo de Lupi-tata, forma aymara de Inti, el Sol de los incas. También la deidad madre del sistema mítico andino, la Pachamama, la madre tierra, aparece en El pez de oro en diferentes ocasiones ligada a la idea de origen, de pertenencia y de raíz (y manifiesta por tanto otra versión de las fuerzas ocultas), así como de núcleo estético, pero no como algo fuera de la historia, sino como un principio que une lo telúrico, lo cultural y lo emocional: “Es que el ñuñu de la mama es ñuñu de la gleba, principio magnético de toda vivencia emocional” (p. 37). La Pachamama, figura femenina que genera un culto casi univer-

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sal y es imagen de la abundancia (según Bouysse-Cassagne/Harris 1987: 47) tiene semejanzas con contenidos de otras religiones, lo que influye en el sincretismo al que la sometieron los religiosos, a la vez sintiendo la resonancia de los antiguos cultos agrícolas europeos, y al mismo tiempo tiñendo la figura de significados maternales y virginales cristianos. Pero, según Bouysse-Cassagne y Harris, el sentido originario es uno de sacralidad y fertilidad, que permite definirla provisionalmente como “la abundancia o totalidad de arquetipos germinantes del suelo” (ibíd.: 48); por otro lado, para estas autoras, la Pachamama, en la cosmovisión actual de algunas zonas aymaras al menos, puede tener, al lado del significado de abundancia, también una connotación temible y relacionarse así con otros seres no socializados y demoníacos. En El pez de oro se dan estas dos funciones en las figuras simétricas de la Pachamama y de la Mamata. En general, esta conexión de lo acuático, lo terrestre y lo celeste, entonces, adquiere el sentido de conexión del hombre con su cosmos y de la inspiración que de ello puede provenir. La Pachamama, ya lo dijimos, cumple también su papel de centro integrador que reúne espacios terrestres, acuáticos y celestes. Este juego de fuerzas andinas, entonces, desestabiliza también la incomunicabilidad de los lugares, y sugiere ese movimiento de relaciones cósmicas que está en la base de la obra. Este movimiento tiene también en la tradición andina diferentes maneras de realizarse, y exponerlas puede señalar cómo evocan esta lógica en El pez de oro, algo indicado por Huamán (1994) cuando habla de los modos indígenas de reunión, cooperación y oposición. “Taypi —dicen Bouysse-Cassagne y Harris (1987: 29-30)— es el lugar donde pueden convivir las diferencias, es el tiempo mítico original, cuando las diversas naciones —que más tarde serán tal vez enemigas, es decir awqasurgían del mismo centro”. ¿Cómo se producen estas relaciones ambiguas y dinámicas entre los contrarios? Bouysse-Cassagne y Harris se refieren básicamente a tinku (o tinkuy, que es la palabra que usa Huamán), yanantin y kuti o pachacuti. Parece que el enunciador del relato y tal vez el personaje Puma de oro se encuentran justamente en esta dinámica de exclusión y reunión. Al contrario de lo que ocurre en la cosmovisión cristiana, en el pensamiento aymara, como muestran estas autoras (Bouysse-Cassagne/Harris 1987: 28), existen mecanismos para conciliar lo aparentemente inconciliable, aquello que pertenece a la tercera edad o edad del awqa. Según ellas, las oposiciones no se anulan, pero se producen estados de equilibrio y de reunión gracias al enfrentamientounión del tinku o encuentro de contrarios, nombre de las peleas rituales en que se encuentran dos bandos contrarios que, en realidad, se unen en el rito. Lo mismo ocurre en la unión hombre-mujer y en la magia del hechicero, y tal vez en el encuentro de Tunupa y las mujeres-peces. Y por otro lado, el kuti (“vuelta, cambio, turno”) o alternancia de contrarios, que podría ejemplificarse en la sucesión de

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los incas, o con el vuelco total del mundo con pachakuti (ibíd.: 32). De este modo, las tensiones no se anulan, pero se regulan y la edad del puma sería un paso hacia la posición que iguala, el yanantin, que es “la plena superación” de la edad en la que las cosas pelean” (ibíd.: 31), tal vez la edad del Pez de oro. En Churata, esta interrelación tiene consecuencias en los tres niveles temáticos y se estructura de modo original pero siempre relacionado con lo tradicional y, como en el esquema andino y su versión moderna, mantiene la tiempo-espacialidad que va más allá de la oposición entre lo cíclico y lo lineal. La vertiente espacial de este sistema aparece a través de la versión doble del cielo donde se pierde Colón en el capítulo “Pachamama”, lo que enlaza con la relación entre el “Lago de Arriba”, donde vive la sirena, quien será la esposa del Puma de oro, y el “Cielo de Abajo”, el lago Titicaca, donde mora el achachila, el antepasado, y donde el Puma de oro acude para buscar esposa: entonces la relación entre los contrarios se produce en la unión del Puma de oro con la sirena del Titicaca (p. 132), pero de modo más complejo en este espacio, ese cielo que en la cosmovisión andina es simétrico y quizás intercambiable con la tierra: “El runahake sintió la universalidad de la tierra; y llamó tierra de arriba al piélago estelar; a la suya, tierra de abajo”. En este tipo de razonamiento interactivo, Churata no ignora las filosofías occidentales de la relación entre contrarios, incluido el materialismo dialéctico (p. 90) ni a algunos maestros del pensamiento paradójico occidental, como Unamuno (“¡el teólogo poniendo en orden el cerebro de Dios!”, p. 109), o Einstein, con su idea del infinito-finito (p. 109); pero su trayecto es declaradamente andino, y se manifiesta en operaciones razonadoras de diversos tipos como el mencionado razonamiento de tipo tinkuy o encuentro de contrarios que puede verse en la propuesta de interacción de contrarios: “Es ley que del vientre de la noche brote el día. Es ley que en el seno de la muerte la carne ame. Es ley que el dolor suture los harapos. Es ley que los huesos ardan. Es ley que la tierra encarne” (p. 76). Pero la polaridad puede manifestarse también en el razonamiento tipo awqa que deviene pachakuti: “¡No pueden respirar dos gigantes en una espiga!” (p. 78). Se habla del conflicto entre lo indígena y lo español, que se articula en incompatibilidad de contrarios (awqa), y luego en inversión (pachakuti), pues España muere en una batalla simbólica. Uno de los aspectos más importantes de esta peculiar organización del espacio-tiempo aymara es la presencia de los muertos en los lugares y los tiempos de los vivos. En El pez de oro, los seres míticos detectados hasta ahora formulan ya complejas articulaciones de tiempos y espacios. Pero, para completar el taypi o reunión propiciado por el Puma, la sirena y la Pachamama, hemos de ver su desembocadura, que es el Pez de oro: este ser es a la vez el futuro, el advenimiento, en tanto que hijo mítico; y por otro lado, paradójicamente, el pasado del origen

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y la raíz, tal como se sugiere reiteradamente. Al mismo tiempo, necesitamos conectar con el otro extremo del hilo vital, el de los seres anteriores que son, también, a la vez el pasado y el futuro que ellos mismos fertilizan. Porque una de las consecuencias de la complejidad de esa dinámica que interrelaciona los pachas es esta movilidad temporal que provoca una organización del tiempo y el espacio que acaba desbaratando los términos lineales pasado-presente-futuro, en una dimensión en la que los muertos fecundan no sólo la tierra sino también el futuro. Esta relación entre los seres y lugares oscuros y los muertos, con su doble valor, la encontramos, como decíamos, también en Churata. En El pez de oro, uno de los ejes de sentido es la búsqueda y convocación de los antepasados, fuerza existencial, reivindicativa y creativa que se manifiesta de acuerdo a la visión andina que hemos comentado, aunque su contraparte terrible a veces se fundamenta en la distinción entre muertos y condenados cristianos, y otras remite a la ambigüedad de los seres a la vez fertilizadores y terribles, de carácter secreto. Los conceptos de chullpa (enterramiento) y chullpa tullu (muerto que actúa sobre los vivos) resultan centrales en la búsqueda de conexión con lo antiguo y con la propia raíz. Así, los lugares de los muertos forman parte también del mundo de los vivos. Bouysse-Cassagne y Harris (1987) explican que, en la zona aymara, los sepulcros antiguos siguen presentes en el espacio y la vida actuales y “son la señal visible de una edad anterior a la nuestra, cuando no había luz solar” (Bouysse-Cassagne/Harris 1987: 37). Las unidades míticas como la conexión con zonas oscuras y ocultas o lejanas (inframundo, lago, cielo, seres oscuros) y el renacimiento a partir de la raíz-origen (hijo, Pez de oro) y de la ascendencia fructificante (antepasados, chullpas) tienen la función de actuar como motivos que nos llevan al tema básico de El pez de oro: la propuesta de una nueva realidad y una nueva manera de concebir en el mundo lo social, lo existencial y lo artístico que recupere lo mejor de lo indígena en relación dinámica con la cultura del resto del mundo, una tarea a la que se dedica el enunciador del relato en su triple preocupación política, filosófica y artística. Así, los personajes míticos y la disposición mítica del espacio corresponden a los ejes estructurales de la obra. Estas coincidencias con la cosmovisión andina, a pesar de que algunas tienen valor arquetípico, tal vez derivan de una intuición a partir de informaciones y percepciones incompletas que se reestructuran en el pensamiento del enunciador. Lo que se puede comprobar a partir del funcionamiento de categorías andinas es que lo mítico trasciende lo puramente narrativo y aun lo simbólico en sentido estricto, para poner en marcha una racionalidad otra que, en su valor filosófico alternativo, puede interactuar con modos más conocidos y en esa discusión generar un nuevo conocimiento. Al subvertir las categorías espaciotemporales, se proponen las andinas no como una utopía, sino como un modo diferente de búsqueda cognoscitiva.

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LA POLÍTICA DEL MIEDO EN EL PEZ DE ORO DE GAMALIEL CHURATA Meritxell Hernando Marsal Universidade Federal de Santa Catarina, Brasil

INTRODUCCIÓN El pez de oro, escrita en 1957, constituye una obra altamente experimental en el contexto de la literatura peruana. Su autor, Gamaliel Churata, en los años veinte del pasado siglo había sido el principal animador del Grupo Orkopata, de Puno, y de la revista Boletín Titikaka (1926-1930), que daba voz a un peculiar indigenismo de vanguardia. La designación aparentemente paradójica que acuñó Cinthia Vich retrata este programa de modernidad (la vanguardia se distingue por su militancia en la contemporaneidad) que quería vincularse intensamente a la cultura andina. Casi treinta años después, Churata culmina en El pez de oro su proyecto. En esta obra (que no podemos llamar simplemente novela, pues ensaya géneros diversos tanto escritos como orales) el autor consigue trazar una compleja imagen donde formas, motivos y recursos lingüísticos indígenas y occidentales coexisten y dialogan en tensión. Churata llama “retablo” a su intento, aludiendo a una forma artística popular andina. José María Arguedas había estudiado precisamente los retablos como una expresión característicamente mestiza del arte religioso popular, donde la imaginería católica adquiere funciones mágicas y recubre ritos de origen prehispánico (1989: 160-161). En el retablo, un pequeño cajón de madera con dos niveles, los mitos de diversa procedencia cultural conviven en el mismo espacio, produciéndose una conjunción mágico-religiosa: el cóndor, que representa a los wamanis, junto a los santos. El propio objeto ya es una huaca (Flores Galindo 1986: 83-84), usada comúnmente en la fiesta de la herranza y la celebración de las cosechas, entre otras ocasiones. Manuel Pantigoso destaca “su sentido participativo-ritual [que] permite que el significado guarde relación con

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quienes lo construyen, solicitan o utilizan” (1999: 249). Así, El pez de oro, al asumirse retablo, guarda en su interior mitos de diversa procedencia. En este trabajo quiero reflexionar sobre uno extremamente presente, el miedo: mito moderno que el autor identifica como fuente de la subordinación americana. Churata le da un cuerpo monstruoso y un nombre legendario, Wawaku, y lo hace luchar, en las aguas del lago Titicaca con los mitos andinos que ha estado reelaborando a lo largo de su obra, el Puma de oro y el Pez de oro.

EL

BU E N G O B I E R N O B A J O E L AG UA

La lucha contra el Wawaku se da al final del libro, en el penúltimo capítulo, llamado “Morir de América”. Este capítulo es uno de los más extensos de la obra: en una primera parte relata varias historias truncas de personajes mestizos1, y en su segunda mitad trae la fábula del reino lacustre del Titicaca. Como señala Marco Thomas Bosshard esta sección “constituye una especie de Politheia andina” en la que Churata plasma “las estructuras de un Estado indoamericano” (2010: 80). El relato comienza con la bienvenida triunfal que los peces del lago le hacen al Puma y al Pez de oro, con danzas y cantos en quechua/aymara2. Esta recepción en majestad está vinculada a los mitos mesiánicos andinos poscoloniales, como el Inkarrí, que comunicaban la esperanza de la restauración del gobierno del Inca. En efecto, el Puma y el Pez de oro son recibidos, tras larga espera, como gobernantes del Tawantinsuyu. Alberto Flores Galindo (1986: 14 y 84) subraya la centralidad de esos mitos para la asimilación de la conquista por parte de la población andina y la creación de una memoria colectiva que permitiera edificar una identidad; el pasado andino es reconstruido para convertirlo en una alternativa al presente y poder imaginar un futuro favorable. De esta forma, en la escena del regreso del Pez y el Puma al Titicaca, Gamaliel Churata vincula su relato a creaciones míticas colectivas que reelabora. Pero a la vez se trata de un proyecto intelectual que aspira a la comprensión de la cultura andina y a la formulación de una propuesta política con base en ella.

1 Entre estos personajes destaca un poeta (¿Franz Tamayo?) en cuyo velorio sobreviene la mudez de los personajes míticos griegos (Febo, la Medusa, Pan, etc.) y la ausencia de los andinos: “Éste también murió de América: ¡ah, muerte de muertos! Éste, vergüenza tuvo de su mama y de la Kuka-mama; éste, el que velaba su Achachila y le maldecía piojo. Éste, que enmudecer hizo a látigo el látigo de su piojo; y ahora el piojo, opa, quebranto es de su lengua, y no la abre: le tapia su boquete de la Chullpa” (Churata 1957: 437-438). 2 Éste es uno de los momentos donde la descripción se queda corta y lo escrito deviene mero apunte para la complejidad semiótica que se quiere comunicar.

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En este sentido, Churata se está haciendo eco de los programas que en los años veinte los intelectuales indigenistas formularon, desde La tempestad en los Andes de Luis Valcárcel hasta el socialismo de José Carlos Mariátegui. Según Alberto Flores Galindo estos programas fueron tributarios de la utopía andina, al vincular el mundo andino, la tradición histórica propia, con las alternativas políticas marxistas. Cabe señalar el vínculo entre mitos de distinta procedencia que señala este autor en relación a la propuesta de Mariátegui: las tradiciones andinas confluyen en este momento con un mito nuevo, con igual impulso colectivo, el socialismo (Flores Galindo 1986: 295-299). Lo peculiar de Gamaliel Churata es que inserta literalmente su propuesta política en el modelo narrativo y mítico de El pez de oro. Churata enuncia su ensayo de interpretación aprovechándose de la estructura de los mitos andinos para expresarse. Durante todo este capítulo primero, el Puma, que es el narrador, y después el Pez, indicarán sus condiciones de buen gobierno. Resulta sugestivo relacionar este pasaje con la obra de Felipe Guamán Poma de Ayala3. Churata, en su “Homilía del Khori Challwa”, ya había señalado la Nueva Corónica como un modelo a seguir, por el lenguaje híbrido que ensayaba. En esta última parte del libro la retoma como modelo político, señaladamente la propuesta de Guamán Poma al rey de España de un gobierno dirigido por agentes e instituciones andinas. En este sentido, la recuperación de la imagen incaica es estratégica. En un artículo de 1930, Churata define su propuesta, refiriéndose específicamente a los términos de validez de los mitos mesiánicos: Países de base agropecuaria tendrán que verse obligados por muchos años a soportar el influjo del indio, o a canalizarlo [...] Esto no implica la resurrección del Inka ni la revaloración del inkario en su arqueológica semblanza pretérita, pero sí la imposición de aquellos valores indígenas que tuvieron la virtud de pasar indemnes a través de la prueba histórica que implica la Conquista. De esta manera, por ejemplo, del Inka no tomaremos los holocaustos sangrientos —hasta tanto los estudiemos con bastante profundidad— porque, probado está, los dioses perdieron el gusto de la sangre. Pero sí trataremos de adecuar el sistema comunitario del trabajo, yendo, si sólo ello fuera posible ahora, al establecimiento de la pequeña propiedad agraria dentro del régimen del ayllu, lo cual, de sí mismo trae incluida la liquidación del latifundio que es la carcoma de la riqueza en el Perú4 (1930: 12).

3 La primera edición americana de la obra de Felipe Guamán Poma de Ayala fue realizada en La Paz, por Arthur Posnanski, del Instituto Tiawanaku, en 1944. Seguramente Churata tuvo pronto acceso a esta edición. 4 Agradezco a Mauro Mamani que me haya mandado este artículo de Gamaliel Churata todavía no recopilado en libro.

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De este modo, Churata imagina su gobierno lacustre partiendo, no del modelo de Estado europeo, sino de la organización comunitaria del ayllu. Y aunque su personaje, el Puma de oro, asume la dirección del imperio y por tanto, un sistema monárquico heredado, en todas sus ordenanzas (al modo de Guamán Poma), señala la prioridad de lo colectivo por encima de la autoridad personal o de cualquier minoría dirigente: “Del pueblo el poder: él su fuente de Juvencio. Mas lo da para que se haga gobierno; nó menester y privanza de clan o cacique” (ibíd.: 467). En esta propuesta política se da un ajuste preciso entre la permanencia de las estructuras andinas y su necesaria transformación: “Todo cambio exige permanencia; y sólo cambia lo que es en sí incambiable. He aquí que el Pasado, pues es lo permanente, será capaz de cambio, sin que por ello al cambiar sea el cambiado” (ibíd.: 459). Pero a ese Estado andino renovado le queda un grave problema pendiente. Sus habitantes están amenazados por una fuerza sin cara que compromete la felicidad y la justicia de la comunidad: “El Wawaku es una pesadilla convertida en problema para el Estado” (ibíd.: 493).

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M I E D O C O M O M I TO M O D E R N O

Gamaliel Churata construye un mito moderno al concebir el Wawaku. Se trata de un mito característicamente literario, fijado en El pez de oro. Pero ¿por qué darle al Wawaku esta categoría en lugar de la de mero personaje? El Wawaku reúne en sí significados que le dan una dimensión fuertemente simbólica. Anna Trocchi, en su recapitulación sobre los mitos literarios, destaca la definición de André Dabezies, en la que el mito es descrito precisamente como una “ilustración simbólica y fascinante de una situación humana ejemplar para una determinada colectividad” (2002: 149). En efecto, el Wawaku concentra los elementos negativos que caracterizan el ámbito andino: la permanencia de la violencia, la muerte y la opresión adquieren su clave en este monstruo que representa la encarnación de una idea, el miedo. De esta forma, lo abstracto adquiere cuerpo y emanación imaginativa. En la creación de Churata están presentes las funciones constitutivas del mito literario: la saturación simbólica, la estructuración rigurosa, la iluminación metafísica y la presencia de lo sacro (Trocchi 2002: 150). La reflexión filosófica, cultural y política que Gamaliel Churata realiza a lo largo de esta obra se transforma en este episodio en un relato cuyos protagonistas concentran profundas dimensiones significativas. La compleja formulación de Churata del Ser andino, el Naya, adquiere en la Batalla del espanto formas narrativas, con elementos estrechamente vinculados a la tradición oral. Contra el Wawaku contenderán otras dos figuras

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míticas, el Puma y el Pez de oro, éstas sí, como señaló Helena Usandizaga, emparentadas con la tradición andina, aunque no trasladadas literalmente (2006: 146147). Según Marco Thomas Bosshard, que analizó minuciosamente el mito del Pez de oro, definido en el primer capítulo de la obra de Churata: [...] el nacimiento del Pez de Oro como el resultado de una relación amorosa entre un puma y una sirena se corresponde con toda una serie de iconografías precolombinas: relaciones entre mamíferos de presa y anfibios parecen señalar siempre el ocaso del mundo viejo y el comienzo de una nueva era; es decir, el pachacuti (2007: 522).

De hecho, la historia del nacimiento del Pez de oro es recontada en el episodio que nos ocupa, esta vez, con la intervención principal del nuevo mito incorporado por el autor. El Wawaku, tirano implacable, es el padre de la Khesti-Imilla, sirena del lago, que escapa del dominio del monstruo con el Khori-Puma. La pareja, sin embargo, es capturada: el puma será decapitado y la sirena, encerrada en una cárcel donde, perdido el juicio, concebirá al Pez de oro. El relato legendario, forjado por Churata a partir de motivos de la tradición andina, condensa temas que proceden de la imaginación colectiva, como la decapitación del héroe, la persistencia de los muertos y la esperanza del regreso: “pero está dicho que cuando el morrillo de la mala bestia sea quebrantado, EL PEZ DE ORO se agitará de nuevo y nuevamente oiremos su trino” (1930: 505). Churata asume también el significado de mito como fuerza ficticia, que fue señalado por Paul Valéry en su Pequeña carta sobre los mitos: “mythe est le nom de tout ce que n’existe et ne subsiste qu’ayant la parole pour cause” (1957: 964). Así, la Batalla del espanto se inicia con una discusión sobre la realidad del miedo. El Puma cree que se trata de una invención, un complejo, y por tanto no ve necesario intervenir. El Pez de oro, sin embargo, replica: “Si es un complejo tiene elementos de que procede y le originan. El miedo no es de generación espontánea. El pueblo le ha denominado El Wawaku. El Gobernante no puede destruir al Wawaku con solo ignorarle” (1930: 493). Todas las referencias en torno al monstruo señalan su naturaleza engañosa e inaprensible: el Wawaku es una sombra, una pesadilla, una enfermedad de la vida, un fantasma, una aflicción neurótica, una forma de la oscuridad y, finalmente, la Nada. En estas definiciones se hace evidente el carácter polisémico del mito, que adquiere una dimensión psíquica e ideológica. Aquí Churata entronca con la psicología, disciplina precisamente caracterizada por su recurrencia a la mitología. En la estela del Freud de El malestar en la cultura, el autor caracteriza al Wawaku como una afección colectiva, un complejo de muerte capaz de paralizar a todo un pueblo y transformar las relaciones en la comunidad.

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También es muy significativo el primer relato que se le hace al Pez de oro sobre la acción del Wawaku: Condenados al silencio, la muerte enseñoreó nuestro destino; y el dolor que estrangula fue comparable sólo al dolor de los Chullpares. De una sombra, que nadie conociera hasta entonces, se hizo presente la crueldad en la naturaleza de un monstruo que despedazó el Imperio de los Khori-Pumas y con diente frío devoró nuestra libertad (ibíd.: 448).

Aquí, el mito presenta claramente un carácter histórico y político. Para establecer el nuevo orden surgido de la conquista, el miedo devino un instrumento necesario, prodigado a partir de diferentes formas de violencia por encomenderos y eclesiásticos frente a una población muy numerosa. La modernidad del mito del Wawaku se debe a las dimensiones histórica, psicológica y política que presenta: el miedo adquiere su condición monstruosa con la intervención europea en América y la inversión catastrófica (pachakuti) del mundo andino.

EL

M I E D O C O M O R A ZÓ N D E

E S TA D O

La reflexión sobre el miedo como instrumento político emana del pensamiento de Thomas Hobbes, que le da un lugar central en el funcionamiento del Estado moderno. El miedo a la muerte violenta lleva a los individuos a ultrapasar sus divergencias para fundar un orden político (renunciando a la soberanía personal y delegándola en el Estado) que garantice la supervivencia (Jasmin 2007: 114). De esta manera, el miedo, racionalmente conocido e instrumentalizado, está en el origen de la sociedad entre los hombres y, además, la fundamenta: el miedo al poder coercitivo del Estado garantiza el cumplimiento de las relaciones contractuales en que consisten los vínculos civiles (Limongi 2007: 135). Es pues, un miedo racional, que funciona en los cálculos políticos garantizando el orden establecido. Gamaliel Churata parece contestar directamente estas ideas en su apreciación del Wawaku: hubo quienes le concedían poderes represivos sobre los vicios, juzgándole un mal necesario: —El temor que inspira el Wawaku —me dijeron— es freno para la delincuencia. [...] No poco indignado les argüí, que el freno del vicio es la virtud; que el vicio no puede ser el freno del vicio. El mal no puede ser el enemigo del mal. Y que haya quien suelte el pecado para que destroce y devore como el medio de conseguir que la virtud domine, fundamentará el bien en la coexistencia de poderes que nunca tendrán relación, pues, si son, son precisamente porque se repelen. La vida es buena, y sólo buena;

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o no es buena, en cuyo caso es mala. La vida no puede ser buena y mala al mismo tiempo. La vida es Vida: ¿cómo podrá ser Muerte? (ibíd.: 445).

En esta réplica, además de una reflexión filosófica, se hace presente una disputa histórica y social. Es el rechazo al miedo instalado en los Andes como instrumento de subordinación política y espiritual. Un miedo omnipresente, fundado en la violencia arbitraria y cotidiana, que encontramos también en los relatos de José María Arguedas, como por ejemplo, en “Agua”. Este autor, en uno de sus ensayos sobre la literatura en quechua, “Los himnos quechuas católicos cuzqueños”, nos da una clave de esta omnipresencia, abrumadora y difusa, del miedo, y de su instrumentalización política. En los himnos católicos tradicionales compuestos en quechua predomina el discurso de la culpa y el arrepentimiento (Durston 2010: 154). El miedo estaría deliberadamente instalado en la misma lengua indígena, en el ritual litúrgico cotidiano, repitiéndose una y otra vez, en unos cantos que, según José María Arguedas, tenían como objetivo infundir el terror por la muerte y el pecado. Apunta en un estudio reciente Martín Lienhard, citando este ensayo de Arguedas: “al inculcarle a los vencidos el ‘principio de que el hombre ha nacido para sufrir’, el catolicismo colonial consagra ideológicamente la servidumbre indígena e infunde al creyente nativo ‘pavorosos temores y sentimiento de culpa tan desmedidos’” (2011: 4). Lienhard5 señala cómo Arguedas, en este ensayo, preocupado por captar la relación entre los cantos y la experiencia histórica de la población andina, identifica en los himnos católicos la posibilidad de expresar el estado de desconcierto que provocó la conquista y la evangelización forzada; sin embargo, en ellos queda patente el impacto de la predicación católica en la penetración de un profundo sentimiento de culpa y necesidad de expiación; un pathos que persistirá no solo en las canciones comunitarias antiguas, sino también en la poesía moderna (2011: 4 y 5). El pez de oro de Gamaliel Churata es una batalla de la imaginación y el pensamiento contra las ideas católicas de la muerte y el pecado concertadas en la dominación de la cultura andina, y tiene en el episodio del Wawaku su expresión en forma de relato mítico: El Wawaku existe, hijo mío: me has convencido. Es la Muerte; y la muerte es una enfermedad de la Vida. El despotismo es una de las formas de la muerte... Estas verdades percutirán en los ámbitos del planeta: no lo dudes... ¡Nada tengo que replicar, mi hijo bien amado! ... ¡A la guerra contra el Wawaku! (ibíd.: 494).

5

Le agradezco a Martín Lienhard haberme facilitado generosamente el texto de la conferencia que realizó en el Congreso Internacional Los Universos Literarios de José María Arguedas, organizado en Lima por la Universidad Mayor de San Marcos en julio de 2011.

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Ahora bien, en las implicaciones políticas y sociales de la identificación de la opresión con el Wawaku, un elemento debe ser retenido: Churata no plantea la lucha de liberación de la comunidad andina como una batalla contra los españoles, los gamonales o los mestizos. El miedo iguala a todos, amenazando el futuro y los lazos de la comunidad. Churata denuncia, no sólo una opresión histórica, sino un estado de injusticia fundado en el miedo, que imposibilita lo colectivo. El miedo tiene formas complejas e irradia en varias direcciones: “Nó tuya la culpa. Fueron el miedo al indio y el miedo del indio; miedo a tu madre y el miedo de tu madre” (ibíd.: 438). Frente a la sistematización ideológica del miedo llevada a cabo por intereses políticos y religiosos, Churata decide intervenir imaginativamente. Convierte la disgregación social en un monstruo, al cual se enfrentan todos los peces del Titicaca. La batalla del espanto destaca como resolución imaginada, mítica, al conflicto cultural e histórico en los Andes.

LA

B ATA L L A D E L E S PA N TO

Este singular enfrentamiento es narrado con un lenguaje bélico-poético, de corte vanguardista. Todo el lago se moviliza para hacer frente a un enemigo poderoso y ubicuo. El escenario de la batalla se localiza finalmente en la caverna. Ello no debe sorprendernos. Se trata de una alusión transparente a Platón, al cual Churata ha estado retando durante todo el libro. Contra su idealismo y la separación entre esencia y simulacro, idea y materia, y sus derivaciones cristianas, alma y cuerpo, y sobre todo, vida y muerte, Churata ha estado tejiendo su particular visión filosófico-poética entroncada en la cultura andina. Marco Thomas Bosshard ha denominado “monismo indígena” a esta concepción que, en contra del dualismo platónico, propone el concepto de ahayu, el alma indígena colectiva, célula y semilla de todo lo vivo (2007: 516). Así, a pesar de que las operaciones militares son dirigidas por el Pez de oro, los que contienden contra el Wawaku, quienes ganan la batalla, son las miríadas de peces que tozudamente se proyectan, mueren y persisten contra él: De los hacinamientos de cadáveres se alzaron legiones de vidas; y aunque la bestia dábase cuenta sólo entonces que afrontaba la suerte de verdadera batalla, y renovó la cólera de los zarpazos, cayó sobre ella —mundo herido y ferviente— monstruoso microbio que le atenazaba con anillos que, cerrándose, comenzaron a triturarle (ibíd.: 513).

La batalla es, pues, una empresa colectiva, en que todas las lenguas del lago tienen cabida: desde la gravedad de los capitanes suchis hasta el lenguaje híbrido

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de los humildes khestis, que salvan al puma de su encierro en la caverna. El ego andino colectivo, el Naya, “corporación multánime en que las unidades encuentran la unidad” (ibíd.: 495), adquiere aquí una formulación dinámica. Entre todos, cada uno en su función, derrotan al Wawaku. El resultado del combate es también significativo: el monstruo es devorado por el Puma de oro después de haber dado, en medio de una intensa lucha, un zarpazo mortal al Pez. La muerte, de nuevo, alcanza al héroe; es, sin embargo, una muerte renovada que se integra en la vida: “Aquel no fue morir de América, niña querida. En una lágrima le puse; en una lágrima vendrá. Vamos, pues, niña querida: aquí le dejé, aquí tiene que estar” (ibíd.: 526). El mesianismo de Gamaliel Churata, arraigado en la tradición popular andina, aspira no al regreso de un Inca, sino a la persistencia del alma colectiva, la ahayu, por encima de cualquier contingencia. A esta alma, a esta célula, representada por el Pez de oro, debían incorporarse los americanos para superar el miedo que origina y expande la opresión. Por ello, el mensaje final del libro hace referencia a este relato mítico, que concentra en sí diferentes planos interpretativos, desde el literario al histórico, político y social. Dice Churata en las últimas palabras de su obra: Alineamos en la Batalla del Espanto y testificaremos para las venideras edades, presentes en la Caverna, el asalto del PUMA venido del Sepulcro, despedazando con garra de oro y colmillo de fuego el morrillo del WAWAKU, que es la parte hedionda de la luz, camino de muerte, invitación al miedo. He aquí el áureo mensaje de EL PEZ DE ORO: - ¡América, adentro, más adentro; hasta la célula!... (ibíd.: 533).

CODA En este relato, Gamaliel Churata incide en lo más permanente e intangible de la dominación: el miedo como instrumento de poder que desgrega lo social y lo siembra de odios. Pero el Wawaku no sólo habita el universo andino, sino que muchas veces se nos cuela pertinazmente en casa. Desde el combate al terrorismo global a la criminalización de la pobreza, el miedo penetra en los más diversos ámbitos tratando de impedir un esfuerzo colectivo de cuestionamiento de las relaciones de poder que dominan el mundo actual. Como retablo que es, casi una huaca portátil, este libro pretende un poder de acción, y en su proyección imaginativa puede ayudarnos a enfrentar este mito que parece apoderarse cada vez más de la contemporaneidad.

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Meritxell Hernando Marsal

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SIGNIFICACIONES DE LA CULTURA QUECHUA EN “BOLETÍN Y ELEGÍA DE LAS MITAS” DE CÉSAR DÁVILA ANDRADE Daniela Evangelina Chazarreta Universidad Nacional de La Plata

“Dame a entender la desesperada blancura de los seres sin voz. El movimiento de las primeras cosas que escalaron el torbellino para que las pudiéramos recibir en el amor”. (“Palabra sola”, Arco de instantes, 1959)

EL

C O N T E X TO

César de Jesús Dávila Andrade (Cuenca 1918-Caracas 1967), poeta ecuatoriano, tiene una producción heteróclita, de largos poemas, siendo el más conocido “Boletín y elegía de las mitas” de 1959, incluido en el poemario Arco de instantes. Su obra converge en lo que podría llamarse la posvanguardia, que rescata las estéticas de Residencia en la tierra (1935) y Canto general (1950)1 de Pablo Neruda y la poética inclusiva del otro y de denuncia de César Vallejo2. La producción más rica de Dávila Andrade se inicia durante su segunda estancia en Quito, cercada por la “Gloriosa”, revolución popular que terminaría

1 Si bien la filiación con Pablo Neruda se concreta sobre todo en “Catedral salvaje” (1951), podemos establecer paralelos con el poema que analizaremos. Como indica Vladimiro Rivas Iturralde (2004), con respecto al poema de 1951, el vínculo con “Alturas de Macchu Picchu” de Pablo Neruda —que Dávila Andrade seguramente conoció en su edición chilena de 1948— es notable. Sin embargo, a pesar de la identidad del asunto —ambos tratan ruinas del Imperio inca—, la idea de pérdida atraviesa con pesimismo el entramado del poema ecuatoriano que sólo se revierte hacia el final del texto. 2 En una entrevista, tras preguntársele a Dávila su opinión sobre Vallejo indica: “Es mi más alto muerto, el de la cúspide”. Cit. por Dávila Vázquez (1998).

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con la dictadura de Velasco Ibarra, y por una nación que ha cedido parte de su territorio: una porción de la Amazonia a Brasil en 1942 y, tras la guerra de 1941, otra a Perú. Frente a esta realidad, Benjamín Carrión funda la Casa de la Cultura Ecuatoriana, que asilaría al poeta cuencano, sorteando una suerte de espacio simbólico y baluarte de la cruda realidad socio-política3.

“B O L E T Í N

Y E L E G Í A D E L A S M I TA S ” 4

La hibridez discursiva se manifiesta desde el título del poema, pues “boletín” (RAE) remite a una publicación que contiene disposiciones oficiales o está destinada a tratar asuntos científicos, artísticos, históricos o literarios, lo que otorga al discurso un carácter oficial y público. Este último aspecto se subraya por el tono elegíaco que personaliza el discurso, ya que se trata de una composición lírica a la que se otorga el tono del lamento y en la cual, por lo tanto, la voz del sujeto poético es fundamental —además del objeto al que remite su penar—. A partir de su subtexto más inmediato —el libro documental Las mitas en la Real Audiencia de Quito de Aquiles Pérez, de 1947 (Dávila Vázquez 1993: XXXI)— el discurso poético recupera en la oralidad su carácter de denuncia y testimonio del sistema colonial de repartimiento y explotación indígena en trabajos públicos, pero también privados, las mitas: “De qué me quejo, entonces? — No. Sólo te cuento” (Dávila Andrade 1993: 52)5. La injerencia de inflexiones provenientes de la cultura quechua se debe, por una parte, a una conciencia crítica de la lengua poética pues —como diría Julio Ortega acerca de César Vallejo (1988: 606 ss.)—, la lengua materna, la lengua heredada y proveniente de la cultura hegemónica no resulta suficiente para expresar y constituir una entidad propia. Por otra parte, la lengua poética constituirá una nueva patria para el otro redimido y reivindicado en su propia voz: la escritura, entonces, se propone como espacio que constituye al sujeto, dándole voz al ausente, al “indio mudo” —como diría Martí en “Nuestra América”—, apropiándose de ella (Cornejo Polar 1994: 240-241).

3

Para más datos sobre la vida del poeta puede consultarse el primer capítulo del libro de Jorge Dávila Vázquez (1998), así como también la “Introducción” de César Dávila Andrade (1993) a Poesía, narrativa, ensayo. 4 Puede escucharse el audio de la puesta en escena del poema por el Teatro Ensayo de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, y recitado por Antonio Ordóñez, en . 5 Todas las citas provienen de César Dávila Andrade (1993).

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Las modalidades en que ello se instituye son concretamente dos: la propuesta de un sujeto de la enunciación migrante y colectivo —que se asume como la voz (“Yo soy…”) que recoge y contiene a sus pares— y la heterogeneidad propia del discurso poético. La cosmovisión quechua impera desde el principio del poema en diversos matices. Por una parte —cuestión fundamental del poema— en el íntimo vínculo entre sujeto y ámbito. La ecuación ser —sufrimiento (despojo)— espacio (invertida hacia el final del poema) se establece desde el inicio en la construcción de un sujeto colectivo-comunitario y, por lo tanto, inclusivo en la enumeración del catálogo de nombres propios y topónimos (subrayados por la sucesión de la preposición “en”) que le otorgan al discurso una sonoridad y un ritmo heterogéneo, discurso que conjuga el imaginario cristiano —a partir de los paralelos con la Pasión de Cristo— y la convivencia de nombres ‘cristianos’ y apellidos indígenas: Yo soy Juan Atampan, Blas Llaguarcos, Bernabé Ladña, Andrés Chabla, Isidro Guamancela, Pablo Pumacuri, Marcos Lema, Gaspar Tomayco, Sebastián Caxicondor. Nací y agonicé en Chorlaví, Chamanal, Tanlagua, Nieblí. Sí, mucho agonicé en Chisingue, Naxiche, Guambayna, Poaló, Cotopilaló. Sudor de Sangre tuve en Caxají, Quinchiriná, En Cicalpa, Licto y Conrogal. Padecí todo el Cristo de mi raza en Tixán, en Saucay, En Molleturo, en Cojitambo, en Tovavela y Zhoray. Añadí así, más blancura y dolor a la Cruz que trujeron mis verdugos (p. 49).

Como indica Guillermo Sucre, nombrar es instituir, “ese yo colectivo no excluye la identidad, pero la identidad es múltiple: no habla en nombre de nadie, sino que todos los nadie hablan y así, como en Vallejo, rescatan en la anonimia la verdadera presencia. Muchos pasajes de ese poema [“Boletín y elegía de las mitas”] no son más que un catálogo de nombres, pero ese catálogo tiene algo de florecimiento o de renacimiento del ser a través del nombre” (19852: 275). El sujeto colectivo —comunitario— asumido por la enumeración migrará en la segunda estrofa a una primera persona del plural (“nuestros ojos llenos de lágrimas”) —acopio, congregación de la pluralidad anterior— que se dirigirá a una segunda persona singular, Pachacámac —divinidad quechua—, y a una segunda persona del plural, “vosotros”, representante de la cultura hegemónica (“Y vuestro Teniente y Justicia Mayor”, [p. 49]), plural que sostiene la individualidad y disgregación.

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Al asumir la primera persona del singular —que irá aprehendiendo y entretejiendo diversos testimonios de la naturaleza y explotación de las mitas6— el rasgo predominante del poema será la estética del despojo consolidada desde el nivel léxico-sintáctico en la preposición “sin” (“Sin paga, sin maíz, sin runa-mora, / ya sin hambre de puro no comer” [p. 50]) que se constituye paradójicamente en el ser del indígena explotado: “sin Sur, sin Norte, sin choza, sin… dejáronme!” (p. 51). La desposesión se vincula, además, con un lugar común en el tratamiento del indígena en las crónicas de Indias, la desnudez (aquí sinónimo de carencia y humillación): “así entinté con mi alma, llena de costado, / la tela de los que me desnudaron (p. 51)”. La desnudez es pues imagen de la desposesión cultural: Y a un Cristo, adrede, tam trujeron, entre lanzas, banderas y caballos. Y a su nombre, hiciéronme agradecer el hambre, la sed, los azotes diarios, los servicios de Iglesia, la muerte y la desraza de mi raza (p. 51).

El despojo se subraya, además, por el uso de posesivos que polarizan el sufrimiento y la transculturación: “así aprendí a contar en tu castellano, / con mi dolor y mis llagas” (p. 52). En este discurso, que se perfila como heterogéneo,7 el imaginario católico asume —a través del paralelo con la Pasión de Cristo— un espacio fundamental acerca de la mirada sobre el otro, el indio explotado:

6 Como se sabe, las mitas —del quechua mit’a: turno, semana de trabajo— fueron la modalidad que asumió, en el Perú, el reclutamiento de mano de obra forzada de trabajadores indígenas para la explotación de las minas en el siglo XVI; sobre todo en Potosí se caracterizó por el exceso y las paupérrimas condiciones de trabajo bajo un mínimo pago; las miles de muertes ocasionaron la despoblación de los sitios de donde los indios eran originarios y su extinción a paso acelerado (Bakewell 1990: 65 ss.). Como indica David Brading: “En el caso de Potosí, la mita llegó a asemejarse a una gran migración: los contingentes de la región contigua al lago Titicaca necesitaban hasta dos meses para efectuar el viaje de 1000 kilómetros a través del altiplano, viajando a menudo en compañía de sus familias, manteniéndose con las provisiones que llevaban en rebaños de llamas. Para la Corona los resultados fueron no menos impresionantes, ya que la combinación de mejora tecnológica con enorme oferta de mano de obra causó un inmenso aumento de la producción de plata. Gracias a las reformas toledanas, Potosí llegó a producir al menos un 70% de la plata del Perú más de la mitad de toda la plata producida en América” (1991: 158-159). 7 Según Antonio Cornejo Polar, se trata de “procesos de producción de literaturas en las que se intersectan conflictivamente dos o más universos socio-culturales, de manera especial en el indigenismo, poniendo énfasis en la diversa y encontrada filiación de las instancias más importantes de tales procesos (emisor/discurso-texto/referente/receptor)” (1994: 16-17).

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Y Día Viernes Santo amanecí encerrado, boca abajo, sobre telar, con vómito de sangre entre los hilos y lanzadera (p. 51).

En este contexto el cromatismo bicolor que prevalece en el poema asume la simbología del sufrimiento y la pasión, en el rojo, y la pureza y también la muerte, sugeridas por el blanco, como en Los heraldos negros de César Vallejo. El paralelo en el despojo entre Cristo (también señalado léxicamente a partir de la preposición “sin”) y el indio sometido reivindica la otredad, otorgándole significación a su sufrimiento: Un día en santa iglesia de Tuntaqui, el viejo doctrinero, mostróme cuerpo en cruz de Amo Jesucristo; único Viracocha, sin ropa, sin espuelas, sin acial. Todito Él, era una sola llaga salpicada. No había lugar ya ni para un diente de hierba entre herida y herida. En Él cebáronse primero; luego fue en mí (p. 52).

La reivindicación indígena, entonces, se asume desde la lengua poética que se disloca, se desarticula para tornarse una entidad heterogénea que tamiza el estrato del castellano con diversas inflexiones provenientes del quechua. Como indica César Dávila Vázquez, “la supresión del artículo, el uso abundante del gerundio y las formas elípticas del habla, incorporadas con toda la frescura de lo cotidiano, revelan el sustrato quichua, la huella del idioma indígena, en el español que nos fuera impuesto por los conquistadores” (1998: cap. V, s. p.). A ello se agrega —según Regina Harrison— la incorporación sin abuso de vocabulario quechua: “maqui”, “Viracocha”, “carajú”, “runa-mora”, “mitayo”, “curicamayo”, “güagüa” (1996: 224 ss.), como así también, pasajes significativos de antiguos himnos provenientes de la tradición oral quechua. Singular es, además, el ritmo particular que asume el poema plasmando esa sonoridad otra del indígena. La fluidez de las enumeraciones es interrumpida por frases cortas y conclusivas con fuertes cesuras y encabalgamientos que subrayan el sentido trágico del relato en lo que semeja al pie quebrado: Recibiéronme: Mi hija partida en dos por Alférez Quintanilla, Mujer, de conviviente de él. Dos hijos muertos a látigo. Oh, Pachacámac, y yo, a la Vida. Así morí (p. 50).

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A ello se suma la repetición del “yo tam”, “en los que Dávila usa una forma reducida de también, un apócope” que subraya, “con la fuerza de un golpe, la vigorosa presencia india en el poema” (Dávila Vázquez 1998: cap. V, n. 24): “A mí, tam. A José Vacancela tam. / A Lucas Chaca tam. A Roque Caxicondor tam” (p. 49). Como indicáramos anteriormente, la ecuación inicial del poema (ser-sufrimiento [despojo]-espacio) se revierte hacia el final en una doble posesión: al indio se le devuelve su tierra, pero también la patria de la lengua. La primera de estas aristas es clara y se manifiesta a partir de dos cambios sintácticos de persona y de tiempo en los cuales se conjuga el sujeto de la enunciación comunitario y se abre el discurso al presente y al futuro de indicativo, certeza que desplaza el pretérito que primaba en el poema. La conciencia comunitaria se manifiesta a partir de lo especular en una imagen que grafica los sentimientos de unidad e identidad: Entre cuevas de Cumbe, ya en goteras de Cuenca, Encontré vivo de luna el cadáver de Pedro Axitimbay, mi hermano. Vile mucho. Mucho vile, y le encontré el pecho. Era un hueso plano. Era un espejo. Me incliné. Me miré, pestañeando. Y me reconocí. Yo, era él mismo! (p. 54).

Coincidiendo con lo que indica Regina Harrison, podemos afirmar que el buen funcionamiento del nuevo mundo que plantea el poema se basa en el acceso del indio a la tenencia de la tierra (1996: 229), subrayado por el posesivo que se presenta en la siguiente cita: Y ahora, toda esta Tierra es mía. Desde Llaguagua hasta Burgay; desde Irubí hasta el Buerán; desde Guaslán, hasta Punsara, pasando por Biblián. Y es mía para adentro, como mujer en la noche. Y es mía para arriba, hasta más allá del gavilán (p. 55).

Sin embargo, creemos que, además, el aquí y ahora del texto, marcado por la deixis (“esta tierra”) es la escritura poética, pues el sujeto de la enunciación asume como propia, a partir de la apropiación de las múltiples inflexiones quechuas que señalamos, la palabra del par y a su vez, del otro muerto y la prolonga en su propio discurso (Cornejo Polar 1994: 241). Las marcas de oralidad, coloquialismos y arcaísmos remiten, como indica Dávila Vázquez, a otorgar “un barniz antiguo al texto, le dan un aire de época, que traslada al lector al lugar de la injuria y des-

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dén” (1998: cap. V, s. p.), pero también, agregamos, le dan un matiz de inmediatez, de confesión que involucra al lector. Así también la espacialidad textual (el uso de mayúsculas en palabras que no suelen llevarlas, las marcas visuales de los encabalgamientos o los pies quebrados) aspira a una perdurabilidad en el tiempo donde el enrarecimiento, anomalía, extrañamiento de la lengua nos remiten constantemente a la práctica y a la conciencia de que se trata de una escritura, una escritura que se propone como otra, heterogénea, como una alternativa a la recomposición de lo mudo, como el cuerpo redimido de aquel que no tenía voz. Una escritura que —al dar cuenta de la ruina y la pérdida— también hace las veces de un archivo cultural e histórico: Regreso desde los cerros, donde moríamos A la luz del frío. Desde los ríos, donde moríamos en cuadrillas. Desde las minas, donde moríamos en rosarios. Desde la Muerte, donde moríamos en grano. Regreso Regresamos! Pachacámac! Yo soy Juan Atampam! Yo, tam! Yo soy Marcos Guaman! Yo, tam! Yo soy Roque Jadán! Yo tam! Comaguara, soy. Gualanlema, Quilaquilago, Caxicondor, Pumacuri, Tomayco, Chuquitaype, Guartatana, Duchinachay, Dumbay, Soy! Somos! Seremos! Soy! (pp. 55-56).

BIBLIOGRAFÍA BAKEWELL, Peter (1990 [1984]): “La minería en la Hispanoamérica colonial”, en Leslie Bethell (ed.), Historia de América Latina. Vol. 3, América Latina colonial, Economía. Traducción de N. Escandell y M. Iniesta. Barcelona: Crítica, pp. 49-91. BRADING, David (1991/1993 [1991]): “El procónsul”, en Orbe indiano: de la monarquía católica a la república criolla. Traducción de J. J. Utrilla. México: Fondo de Cultura Económica, pp. 149-169. CORNEJO POLAR, Antonio (1994): Escribir en el aire. Ensayo sobre la heterogeneidad sociocultural en las literaturas andinas. Lima: Horizonte. DÁVILA ANDRADE, César (1993): Poesía, narrativa, ensayo. Caracas: Biblioteca Ayacucho. DÁVILA VÁZQUEZ, César (1998): Cesar Dávila Andrade. Combate poético y suicidio. Cuenca: Universidad de Cuenca.

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DÁVILA VÁZQUEZ, Jorge (1993): “Vida y obra de César Dávila Andrade”, prólogo a César Dávila Andrade, Poesía, narrativa, ensayo. Caracas: Biblioteca Ayacucho, pp. IX-L. HARRISON, Regina (1996): Entre el tronar épico y el llano elegíaco: simbología indígena en la poesía ecuatoriana de los siglos XIX-XX. Quito: Abya Yala. “Jornal de Poesía con la colaboración de Jorge Dávila Vázquez” (2010). Dossier sobre César Dávila Andrade. Journal de Poesía, en [consultado el 14 de noviembre de 2011]. ORTEGA, Julio (1988): “La hermeneútica vallejiana y el hablar materno”, en César Vallejo, Obra poética. Madrid et al.: ALLCA XX/Fondo de Cultura Económica, Colección Archivos, pp. 606-620. RIVAS ITURRALDE, Vladimiro (2004): “El poema, piedra sacrificial del poeta. Sobre ‘Catedral salvaje’ de César Dávila Andrade”, en Revista Casa del Tiempo, diciembre, disponible en [consultado el 1 de diciembre de 2008]. SUCRE, Guillermo (19852): La máscara, la transparencia. Ensayos sobre poesía hispanoamericana. México: Fondo de Cultura Económica.

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TUTUPAKA LLAKKTA: CÓMO MEDEA LLEGÓ A LOS ANDES Héctor Gómez Navarro Universidad de Oviedo

En 1974 Jorge A. Lira, colaborador durante años del trabajo etnográfico de José María Arguedas, publica Tutupaka llakkta o El mancebo que venció al diablo: anónimo quechua. El relato, recogido en quechua en Maranganí (Cuzco) y traducido al español es una de las más bellas expresiones de narrativa oral andina. No obstante, todos sus componentes estructurales apuntan a que se trata de una versión quechua del cuento español de Blancaflor. Es relativamente fácil seguir la ruta del cuento hispánico hasta llegar a la comunidad cuzqueña a través de la conquista y colonización de Perú, y distinguir los aportes indígenas insertados en el texto. Pero el cuento español es, a su vez, una versión peninsular del mito griego de los argonautas, centrado sobre las figuras de Medea y Jasón (Rodríguez Almodóvar 1989: 29). Es decir, que el cuento de Tutupaka llakkta tendría su origen remoto en la mitología helénica. Dado que no se ha estudiado aún cómo los elementos del mito griego transitan hasta el relato andino, y por qué unos constituyentes permanecen intactos mientras otros han variado, la intención del presente trabajo es trazar el mapa de dichas variantes y estudiar cómo y por qué se llega a la actual configuración de la narración andina. Para ello, hemos dividido los dos cuentos (Blancaflor y Tutupaka llakkta) en funciones narrativas, siguiendo con cierta cautela las propuestas por Vladímir Propp, y en elementos narrativos que no son funtivos pero tienen una gran importancia a la hora de estudiar la evolución del relato.

CUESTIONES

PRELIMINARES

El mito de Medea y Jasón corresponde a los mitos heroicos griegos situados una generación antes a la guerra de Troya. Las primeras referencias escritas que nos han llegado corresponden a los poemas homéricos y a las odas de Píndaro; a

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los siglos VIII-VI a.C., por tanto. Existe, no obstante, una amplia difusión de relatos con la misma estructura en toda Europa, que podría deberse a que el mito es de origen indoeuropeo y cada rama de este tronco cultural fraguó su propia versión, o a la expansión del relato griego en tiempos del Imperio Romano. Grace Knopp (1933: 148-363) afirma en su extenso estudio acerca de las relaciones entre Medea y Blancaflor que probablemente el mito griego llegó a Hispania a través de las tropas y los colonizadores de Roma. Esta hipótesis, aunque merecería una mayor investigación, parece en todo caso aceptable. Es importante reseñar, no obstante, que las versiones del mito de Medea que originaron el relato hispano fueron las variantes arcaicas del mismo. Téngase en cuenta que, en el año 431 a.C., Eurípides logró un premio en el festival de Atenas en honor de Dionisos con su tragedia Medea. La obra fue escrita por encargo de la ciudad de Corinto, que, avergonzada porque en la versión clásica del mito los asesinos de los hijos de Jasón y Medea eran los propios corintios, pagó quince talentos de plata al gran dramaturgo para que cambiase en su texto la culpa del infanticidio. Eurípides cargó entonces el asesinato a la propia Medea y, dado que las obras premiadas en el certamen ateniense adquirían de inmediato autoridad religiosa, la nueva versión del mito pasó a ser la canónica y la que conocieron y difundieron los romanos cultos (por ejemplo Séneca, Medea). No obstante, el arquetipo de Medea en los cuentos europeos1 es positivo, muy alejado de la bruja asesina de Eurípides, y los detalles narrativos concuerdan más con las antiguas versiones, por lo que nos inclinamos a creer que los pueblos de Europa conquistados por Roma conocieron y desarrollaron una variante arcaica del mito, procedente a su vez de fuentes populares y no de la tradición culta. Tras la caída del paganismo bajo la presión cristiana, los mitos indoeuropeos pierden su apoyo religioso, que conservaba su integridad textual a través del prestigio sagrado y de los rituales que ilustraban y recreaban los temas míticos que les dieron origen. Pasan entonces paulatinamente a convertirse en cuentos populares2. He aquí el proceso por el que en España el personaje de Medea se convertirá en Blancaflor y Jasón, en un príncipe.

M E TO D O LO G Í A Para estudiar comparativamente el texto Tutupaka llakkta, el cuento de Blancaflor y el mito de Jasón y Medea utilizaremos el sistema siguiente: distinguiremos en

1 2

Véase una versión (Kilhwch and Olwen) del Gales de los siglos XI-XIII en Guest (2010: 52-74). Véase Propp (2008: 23-37) y Max Müller (1988: 159-163).

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el relato andino los grupos de funciones narrativas y los elementos significativos no funtivos y los iremos comparando con sus equivalentes en los otros textos. Los grupos de funciones narrativas definidos por Propp (1970: 76-104) son: — primer grupo, que comprende desde el comienzo de la aventura hasta que el héroe llega a donde se encuentra el objeto de su búsqueda; — grupo superior, que comprende desde el combate del héroe con el agresor hasta la aparición de un falso héroe con pretensiones sobre los derechos del auténtico; cuando el cuento está constituido por dos partidas, es decir, cuando hay una segunda trama (y éste es el caso), aparecen también: — el primer grupo bis, que comprende desde el inicio de la nueva trama hasta la llegada del protagonista a donde se encuentra el motivo de esta segunda aventura, y — el grupo inferior, que comprende desde la aparición de las pretensiones engañosas del falso héroe hasta el momento previo al reconocimiento del protagonista; — en todos los casos, se llega al último grupo de funciones, que van desde el reconocimiento del héroe hasta el premio que éste recibe, y que marca el final del relato.

Dado que el cuento hispano y el mito griego tienen distintas variantes, procederemos del siguiente modo: en lo que se refiere al cuento de Blancaflor, utilizaremos básicamente el arquetipo construido por Antonio Rodríguez Almodóvar (2009: 77-86) y nos apoyaremos en las versiones sureñas del texto recogidas por Aurelio M. Espinosa (1946: 116-125) y la norteña recuperada por Constantino Cabal (1983: 401-426). En cuanto al mito de Medea y Jasón, utilizaremos como base el arquetipo propuesto por Robert Graves (2009: 625-671) y complementariamente usaremos las versiones transmitidas por Apolodoro (2004: 67-79), Apolonio de Rodas (2004: 49-251) y Eurípides (2010: 31-91).

ESTUDIO Inicio del relato (primer grupo de funciones narrativas) En el relato Tutupaka llakkta, un joven juega habitualmente a los dados con los viajeros que pasan por el camino cercano a su pueblo, ganando siempre. En cierta ocasión, juega con un arriero que pierde todos sus bienes y hasta su persona. En la revancha, el carretero recupera lo perdido y el joven tiene que empeñar con él su libertad. El arriero, que es en realidad el demonio, ordena al joven acudir a su pueblo, Tutupaka, en el plazo de seis meses para trabajar hasta recuperar su libertad. El chico se pone en camino y, tres meses después de partir, llega a una casa donde la Virgen le ayuda. Llama a las aves y les pregunta dónde está Tutupaka; sólo el cóndor conoce el camino y transporta volando al joven. Después de

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cruzar el mar, el cóndor indica al héroe cómo conseguir ayuda de una de las hijas del diablo. El chico consigue la ayuda de la diablesa y su anillo mágico. En el cuento español, este primer grupo de funciones se inicia de dos maneras: hay un rey y una reina que no pueden tener descendencia y prometen al diablo que, si les da un hijo, a los veinte años se lo entregarán. La otra forma de comenzar es que un príncipe jugador pierde el alma en una apuesta con un hombre que resulta ser el diablo. En ambos casos, el demonio impone al joven acudir al reino de Irás y No Volverás para trabajar hasta recobrar su alma. En el camino, el príncipe da pan a una mendiga, quien le indica cómo conseguir la ayuda de Blancaflor, una de las hijas del diablo, y cómo llegar a una casa donde pueden darle más ayuda. La casa resulta ser de la dueña de las aves, hermana del Sol y la Luna, que llama a todos los pájaros para ayudar al héroe. El águila le lleva volando hasta el castillo, donde el príncipe logra la ayuda de Blancaflor y su anillo mágico. En el mito griego, el joven Jasón quiere recuperar el reino llamado Yolcos, que le fue arrebatado a su padre; para ello, el usurpador Pelias le exige viajar a la Cólquide (cuya capital es Eea, también transcrita Ea) y regresar con el vellocino de oro y el alma de Frixo, errante desde hacía años. Jasón recluta una tripulación y manda construir el Argo, que es provisto por Atenea de un mástil oracular. En la travesía, el barco encalla en la costa de Arctón, y un alción3 informa al tripulante Mopso, quien entiende el lenguaje de las aves, de cómo seguir viaje. El alción, por su parte, es el ave mensajera de Alcíone, hija del dios del viento Eolo y nuera del Lucero del Alba. Llegado el Argo a la Cólquide, Jasón consigue el amor de Medea y sus pócimas mágicas. Vemos, en este primer grupo de funciones, las amplias coincidencias entre los tres relatos. El mayor cambio entre el original griego y sus traslaciones en esta primera parte es la motivación del protagonista, que en los cuentos no busca recuperar su reino, sino su alma. Si observamos que Jasón debe llevar de vuelta a Yolcos el alma de Frixo, resulta fácil inferir que en tiempos ya cristianos, el original griego estuviese empezando a deshilacharse y los hispanos, entendiendo según la nueva religión que la posesión más valiosa de un hombre es su alma y que ésta es codiciada por el demonio, dieran inicio a su relato a partir de un jirón del mito adecuado a la nueva mentalidad. Respecto a los nombres de los lugares donde debe acudir el protagonista, es de señalar que Eea significa en griego “aflicción” (Graves 2009: 630); que en los cuentos españoles, el castillo (también reino) de Irás y No Volverás aparece como eufemismo del infierno4; y que Tutupaka es un 3

También llamado martín pescador. Entendido como reino de los muertos. Está gobernado por un personaje demoníaco, que no obstante se suele parecer más a Hades que a Satán. También es llamado el Castillo de los Siete Rayos de Sol; nótese que Medea es nieta de Helios. 4

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volcán en continua actividad de la provincia peruana de Tacna. El nombre Tutupaka llakkta significa “pueblo de Tutupaka”, dando a entender que se encuentra en el interior del volcán, clara referencia infernal. Además, entre los argonautas se encuentran Heracles y Orfeo, que visitaron el Hades en vida; Medea es sacerdotisa de la diosa infernal Hécate: todo ello explica por qué, en lugar de visitar un reino lejano y amar a una hechicera, el héroe de los cuentos viaja a los infiernos y ama a la hija del diablo. Respecto al carácter jugador del héroe de los dos cuentos, parece no tener correlato en la peripecia de Jasón. Sí encontramos una referencia a los juegos de azar cuando Afrodita, que protege al héroe, ordena a su hijo Eros que haga nacer el amor entre Jasón y Medea: la diosa encuentra a Eros jugando a los dados (o a las tabas) con Ganimedes. Parece claro que, ya que el protagonista de los cuentos enamora por sus méritos a la hija del diablo, el carácter jugador de Eros, ausente en Jasón, se haya transferido al héroe junto con la capacidad seductora5. Esta concentración de funciones se explica en el hecho de la reducción de personajes: desde los más de treinta caracteres del mito griego, se pasa en los cuentos a tres protagonistas y tres o cuatro figuras secundarias. Como veremos más adelante, el aglutinamiento funcional actúa durante todo el desarrollo de los cuentos. Las entidades femeninas que ayudan al héroe sirviéndose de las aves presentan también continuidades y rupturas. En el cuento peruano se trata de la Virgen católica, al igual que en algunas versiones españolas, por obvia cristianización superficial del mito. En otras versiones peninsulares se habla de la “dueña de las aves”, hermana del Sol y la Luna, características que remiten lejanamente a Alcíone por las propiedades señaladas6. Es también importante notar el cambio en los pájaros: del martín pescador griego se pasa al águila hispana y al cóndor andino: marcas de las distintas mentalidades regionales. En los cuentos populares españoles, el águila aparece como elemento de contacto con entidades sobrenaturales positivas o con el mundo uranio; en la tradición andina, el cóndor es asimismo un mediador entre personas y divinidades y representante del Hanan Pacha, mundo superior donde habitan los dioses cósmicos. En cuanto al logro por parte del héroe de la protección de la hija del diablo, se observa que en los cuentos el protagonista sigue las instrucciones recibidas por sus ayudantes y consigue así su favor y su anillo mágico, frente al original griego, en el que Jasón no hace nada para conseguir el amor de Medea (Hera, por odio al

5 Por otra parte, es de señalar que en los tres casos un humano (Ganimedes o los héroes) juega contra una entidad sobrenatural (Eros o el diablo) ante la que no tiene posibilidades de ganar. 6 Obsérvese nuevamente que Medea es nieta de Helios.

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usurpador Pelias, ordena a Afrodita que enamore a la colquídea) y recibe no un anillo sino pócimas mágicas. Estas diferencias se explican por la naturaleza estructural de los relatos: en los cuentos, toda obtención de un objeto o ayudante mágico requiere del paso de una prueba, en este caso obedecer fielmente unas instrucciones, mientras que en los mitos los dioses pueden favorecer o no a los humanos sin mayor motivación aparente. La figura del anillo, que es uno de los objetos mágicos por excelencia en las tradiciones indoeuropeas, sustituye a las pócimas de Medea porque las protagonistas de los cuentos son hijas del diablo, que por su naturaleza no necesitan, a diferencia de una hechicera humana, trabajo previo para poder utilizar la magia. Primer nudo del relato (grupo superior de funciones) En el relato Tutupaka llakkta, el joven es recibido en el palacio del demonio, quien le impone siete trabajos imposibles que realiza gracias al consejo y el anillo mágico de la diablesa. Los primeros trabajos son agrarios (segar un trigal inmenso, trillar la cosecha, etc.) y el último, propuesto por la esposa del diablo, consistirá en recuperar una sortija de oro en mitad del mar. Antes de proponer este último trabajo, el demonio y su mujer sospechan que alguien de su familia está ayudando al héroe, por lo que le ofrecen bailar a ojos vendados con sus hijas y casarse con aquella con la que tropiece. La hija que ayuda al joven le indica que, durante el baile, ella le empujará cuando tropiecen, tras lo que él deberá agarrarla y exigir el matrimonio. Cumplido el proceso, el demonio y su mujer proponen el último trabajo, que resulta imposible hasta para el anillo de la hija del diablo, quien tiene que intervenir en persona. Mientras el joven está buscando la sortija en el mar, el demonio encierra a sus hijas en sus habitaciones y cada hora las llama para comprobar que siguen en palacio. La ayudante del joven, no obstante, consigue escapar y hace que su anillo mágico responda por ella. Para recuperar la sortija, ordena al héroe que la descuartice en una tina, sin que se pierda ni una gota de sangre, y la arroje al mar. El joven cumple el mandato y, tras lanzar a las olas los pedazos y la sangre de la diablesa, ésta reaparece, entera, viva y rejuvenecida con la sortija en su mano. Desempeñado este último trabajo, el joven pide regresar a su tierra y finge renunciar a su derecho a casarse con la hija del diablo, como ésta le ha aconsejado para apagar las sospechas de sus padres. Mientras el diablo está decidiendo el momento de dejar partir al joven, éste se escapa con su prometida. El diablo los persigue, pero consiguen engañarle transfigurándose por dos veces; en la tercera transformación, la pareja mata al demonio arrojándole a un río bravo y rompiéndole la cabeza. La viuda del diablo, viendo esto, sigue a la pareja y repudia a su

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hija, que queda libre para casarse con el héroe, pero antes la maldice con ser olvidada por su amante. En el cuento español de Blancaflor, el príncipe es recibido en el castillo de Irás y No Volverás, donde se le encomiendan tres trabajos imposibles. Los dos primeros son agrarios, y los cumple ayudado por el consejo y el anillo mágico de Blancaflor. El tercero, rescatar una sortija del mar, es imposible hasta para ella, que ordena al príncipe desangrarla y guardar su sangre en una botella sin que se pierda una gota y luego arrojar su cuerpo al mar. El príncipe obedece pero derrama una gota de sangre; tras lanzar a Blancaflor a las olas, ella regresa viva, con la sortija, pero con un dedo meñique más corto por la gota de sangre perdida. Cumplido el último trabajo, el diablo ofrece al príncipe casarse con Blancaflor sólo si reconoce su mano entre la de sus hermanas, mostradas por debajo de una puerta, lo que consigue por haber quedado más corto un dedo de ella. Previendo que el diablo los matará en la noche de bodas, la pareja huye y el demonio los persigue. Tras hacer aparecer obstáculos mágicos que hieren al diablo, la pareja se transfigura y burla a su perseguidor, que se marcha maldiciendo a su hija con ser olvidada por el príncipe. En el mito griego, Jasón es recibido en Eea, donde el rey Eetes, padre de Medea, le impone tres trabajos que supera ayudado por el consejo de ella y sus pócimas mágicas. Recuperado el vellocino de oro y liberada el alma de Frixo, los argonautas, junto con Medea, son perseguidos por una flota que comanda Apsirto, hijo del rey Eetes. Una argucia de Medea7 permite matar a su medio hermano y continuar su viaje hasta Yolcos. Una vez allí, Medea actúa bien sobre el padre de Jasón, sacándole la sangre y devolviéndole la juventud, bien sobre un carnero al que descuartiza y luego revive y rejuvenece hasta convertirlo en un cordero. Estas demostraciones impresionan al usurpador Pelias y sus hijas, que se dejan convencer para descuartizar al falso rey con el propósito de devolverle la juventud. Muerto Pelias, Medea no da las indicaciones para su rejuvenecimiento, quedando así el reino de Yolcos en manos de los argonautas, quienes deciden ceder su gobierno a Acasto, integrante de la expedición e hijo de Pelias. Por su parte, Jasón (que ha renunciado a Yolcos) regirá Corinto por su matrimonio con Medea, heredera legítima de este reino. Este segundo grupo de funciones muestra también coincidencias significativas entre los tres relatos, además de ciertas divergencias que explicamos a continuación. En primer lugar, el número de los trabajos que ha de cumplir el héroe varía entre las distintas versiones: de los tres trabajos del mito y del cuento español se pasa a siete en el texto peruano. Esta divergencia no parece significativa, toda vez que, por ejemplo, en el cuento galés procedente del mito de Jasón y Medea, Kilhwch ha de cumplir cuarenta trabajos. 7

En algunas versiones, Medea mata a Apsirto; en otras (como la de Apolonio de Rodas, la más coherente según Graves) el asesino es Jasón.

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Sí es significativo, en cambio, el hecho de que en los cuentos la hija del diablo se rejuvenezca a sí misma tras ser desangrada o descuartizada. Como hemos visto anteriormente, esta variación se debe a la concentración de funciones producida a raíz de la reducción de personajes: el príncipe (y no Eros) enamora a la hija del diablo; asimismo, la diablesa se rejuvenece a sí misma (y no a Esón8). Respecto a la exigencia que el diablo plantea al héroe en los cuentos de reconocer a su ayudante para casarse con ella, es de señalar que en el mito griego no aparece este requisito. Por otra parte, en el cuento peruano el héroe reconoce bailando a su prometida, en lugar de por el dedo más corto que le habría quedado a ella tras su desangramiento. El cambio se da por motivos ecotípicos: el reconocimiento por el baile es una constante en los cuentos peruanos (Bendezú Aibar 2003: 288-293), y las constantes narrativas en la literatura popular tienden a imponerse sobre las variantes. En cuanto a que el perseguidor de la pareja, a quien ésta mata o burla, sea el propio diablo en lugar de un medio hermano (Apsirto), este cambio es debido una vez más a la concentración funcional. Por otra parte, Medea no recibe ninguna maldición que la condene a ser olvidada por Jasón (que se casa con otra), lo que sí ocurre en los cuentos con la hija del diablo; esta variación parece ser un recurso de predeterminación de hechos futuros, elemento narrativo que es clásico en el cuento popular por su fuerte carga emotiva. Inicio de la segunda trama (primer grupo bis de funciones o primer grupo de la segunda partida) En el relato Tutupaka llakkta, la pareja llega al pueblo del héroe y se instala en casa de una anciana que afirma poseer un gallo y una gallina habladores. Antes de que el joven vaya a su hogar para anunciar su regreso y su compromiso con la hija del diablo, ella le advierte de que la olvidará si otra mujer le abraza. Una vieja cocinera de la casa del héroe le abraza por la espalda; él olvida a su prometida. El padre del joven prepara la boda de su hijo con otra mujer. En el cuento español de Blancaflor, la pareja llega al reino del príncipe, que se adelanta para anunciar su regreso y su compromiso. Blancaflor advierte a su pro-

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Medea también desangra y rejuvenece a Macris y a sus hermanas (Graves 2009: 665). A manera de curiosidad: en Constantino Cabal (1983: 417) se observa que el arte de sanar y rejuvenecer a las personas fue llamado ciencia médica, procedente del griego medomai, término que comparte raíz y significación con el nombre de Medea, y apunta el dato de que en Galicia y el occidente de Asturias la voz grecolatina, en su forma de sustantivo femenino (la médica), evolucionaría así: medica> meica> meiga. Las meigas son las hechiceras del extremo noroeste de la Península.

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metido que la olvidará si alguien le abraza. La abuela del príncipe lo abraza por la espalda; él olvida a Blancaflor y tras un tiempo se enamora y prepara su boda con otra mujer. En el mito griego, la pareja reina en Corinto durante diez años. Tras este período los corintios, que sospechan que Medea envenenó al rey usurpador para reclamar sus derechos, proponen a Jasón (y él acepta) que abandone a su esposa y se case con Glauce, hija de Creonte, regente de Tebas. Este tercer grupo de funciones, que marca el paso a la segunda partida o segunda trama del relato presenta una diferencia básica entre los cuentos y el mito. Si en éste Jasón abandona a Medea por voluntad propia, en aquéllos el héroe olvida a su prometida por haber sido abrazado en contra del consejo de ella. De nuevo esta diferencia parece obedecer a motivos ecotípicos, en tanto que el abrazo del olvido es un elemento narrativo constante en el cuento popular español (Rodríguez Almodóvar 1989: 34-36). Es también importante señalar que en esta segunda trama el papel del héroe pasa a ser desempeñado por la hija del diablo, en tanto que es ella quien sufre la carencia, quien recibe ayudantes u objetos mágicos, etc. Este hecho tiene una doble significación: por una parte, Jasón es un héroe que, tras llegar a la Cólquide, se muestra pasivo: es Medea quien resuelve los trabajos, es ella quien se libra de su perseguidor, es ella quien vence a Pelias y es ella quien se ocupa de buscar su propia justicia tras ser abandonada por Jasón, como veremos más adelante. Asimismo, el héroe de los cuentos se ha mostrado pasivo a lo largo de todo el relato: va al reino del diablo por obligación, no por elección, y toda prueba o peligro es resuelto por la diablesa9. Nudo de la segunda trama (grupo inferior de funciones o grupo intermedio de la segunda partida) En el relato Tutupaka llakkta, la anciana que acogió a la pareja ayuda a la diablesa acudiendo a la boda del héroe con su nueva prometida llevando sus aves habladoras. Allí, la gallina cuenta haber pasado por amor al gallo una serie de peripecias idénticas a las que pasó la pareja protagonista en Tutupaka. El joven recuerda su amor por la diablesa, le pide perdón y manifiesta querer casarse con ella en lugar de con su nueva prometida. En el cuento español de Blancaflor, ésta se hace pasar por una criada del castillo del príncipe, quien ofrece a todos los sirvientes de la casa el regalo que elijan

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Nótese que la estructura protagónica héroe pasivo/heroína activa es muy abundante en el cuento popular de España, tal vez más que en ninguna otra región. Véase Rodríguez Almodóvar (2009: 21-72).

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para celebrar su boda. Blancaflor pide una piedra de dolor10 y un cuchillo de amor, que el príncipe consigue. Intrigado por la extraña petición, espía a Blancaflor y escucha cómo estos objetos mágicos relatan su propia historia, que entonces recuerda, pidiendo perdón y matrimonio a la diablesa. No hemos encontrado correlato a esta parte en el mito griego, lo que nos hace pensar que es original del cuento hispano. La principal diferencia en esta sección entre el relato andino y el español es quién hace recordar al héroe: unas aves en el relato peruano, unos objetos mágicos en el español. No obstante, en la versión norteña del cuento de Blancaflor, ésta se convierte en un estanque donde dos cisnes cuentan la historia de los dos amantes, haciendo al protagonista recordar. Este elemento, junto con el hecho de que la zona de Cuzco fue colonizada por españoles del norte, más habituados al tipo de clima imperante en los Andes, parece indicar que fueron nativos de la cornisa cantábrica quienes aportaron este cuento a la cultura peruana. Resolución del relato (último grupo de funciones) En el relato Tutupaka llakkta, la hija del diablo no perdona al héroe. Regresa a Tutupaka, luego vuelve al pueblo del joven en un carro de fuego y arrebata a su prometido, llevándoselo con ella a su reino. En el cuento español, Blancaflor perdona al príncipe y se casa con él. En el mito griego, Medea regala a su rival Glauce una corona y una túnica. Al vestirlas el día de su boda, se inflaman y las llamas devoran a la princesa tebana, a Creonte y a todos los invitados; sólo se salva Jasón. Tras este hecho Medea huye de Corinto en un carro volador, regalo de Helios, tirado por serpientes aladas. En ciertas versiones, Jasón y Medea se reconcilian (Graves 2009: 670, nota 2). Vemos en el desenlace de los relatos cómo, en primer lugar, ninguno de los cuentos sigue la versión falsaria de Eurípides, lo que afianza la hipótesis expresada al principio del estudio de que las variantes del mito de Jasón y Medea que dieron lugar al cuento hispánico procedían de fuentes populares. Para concluir, el relato peruano conjuga la reconciliación de la pareja presente en el cuento español junto con la ira y una característica (el carro ígneo) de Medea, elementos que no hemos encontrado en versiones peninsulares. Por otra parte, es de señalar que en Tutupaka llakkta la diablesa no perdona al héroe, sino

10 Respecto a los objetos mágicos que pide Blancaflor en la versión sureña del cuento, la piedra de dolor comparte características con la piedra de la paciencia, objeto mágico de la tradición persa que aún pervive en el Cercano Oriente. En alguna variante se la llama piedra de tusón, tusón es sinónimo de vellón y vellón, de vellocino.

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que le impone su deseo al arrebatarlo en su carro en lugar de aceptar sus disculpas. Este acto invierte definitivamente las funciones de uno y otra: la hija del diablo ha realizado los trabajos por el protagonista, por él ha engañado a su padre hasta hacerlo morir y sufre en el abandono de su prometido la carencia que da sentido, funcionalmente hablando, a la peripecia de todo el cuento: es decir que, según la clasificación de Propp, reúne todas las características del héroe. Cuando se lleva al joven consigo repara su carencia y cumple la última función del cuento maravilloso: el héroe se casa y asciende al trono. Y es que, muerto su padre, reinará en Tutupaka casada con el joven al que ayudó: el héroe se casa y asciende al trono. Al igual que en las versiones arcaicas del mito griego, en las que Medea regresa a la Cólquide, donde heredará el reino, en Tutupaka llakkta el héroe es, a fin de cuentas, la hija del diablo. A la luz de estos hechos, y como conclusión, regresemos al planteamiento de nuestro título: ¿cómo llegó Medea a los Andes? Llegó en un relato reducido y concentrado, con funciones narrativas acumuladas sobre los personajes protagonistas; llegó libre de las deformaciones que ejercieron sobre el mito dramaturgos interesados, y que todavía hoy manchan el original; llegó, en definitiva, sin su nombre y en otro idioma pero depurada, llena de potencia narrativa, protagonista de una peripecia que se atribuyó a Jasón pero que, desde que el Argo alcanzó la Cólquide, fue siempre, y en Perú sigue siendo, su aventura.

BIBLIOGRAFÍA APOLODORO (2004): Biblioteca mitológica. Madrid: Alianza Editorial. APOLONIO DE RODAS (2004): El viaje de los Argonautas. Madrid: Alianza Editorial. BENDEZÚ AIBAR, Edmundo (2003): Literatura quechua. Lima: Editorial Universitaria. CABAL, Constantino (1983): La mitología asturiana. Oviedo: IDEAS-CSIC. ESPINOSA, Aurelio Macedonio (1946): Cuentos populares de España. Buenos Aires: EspasaCalpe. EURÍPIDES (2010): Medea. Madrid: Gredos. GRAVES, Robert (2009): Los mitos griegos. Barcelona: RBA. GUEST, Lady Charlotte (2010): The Mabinogion. Stilwell: Digireads. KNOPP, Grace (1933): The motifs of the “Jason and Medea myth” in modern tradition: (a study of Märchentypus 313). Palo Alto: Stanford University Press. MAX MÜLLER, Friedrich (1988): Mitología comparada. Madrid: Edicomunicación. PROPP, Vladímir (1970): Morphologie du conte. París: Gallimard. — (2008): Las raíces históricas del cuento. Madrid: Fundamentos. RODRÍGUEZ ALMODÓVAR, Antonio (1989): Los cuentos populares o la tentativa de un texto infinito. Murcia: Universidad de Murcia. — (2009): Cuentos al amor de la lumbre. Madrid: Alianza Editorial.

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PRESENCIAS MÍTICAS EN LA LITERATURA CHILENA, DESDE SU FUNDACIÓN HASTA HOY1 Chiara Bolognese Universitat Autònoma de Barcelona

El tema de lo mítico en Chile todavía no es muy reconocido. Quizás esto se dé, por un lado, por un cierto afán de negación de estas raíces del “ser chileno”, y, por otro, porque el universo de la mitología autóctona no es muy conocido, según lo que he podido averiguar en mis búsquedas de bibliografía al respecto. Aun así, si profundizamos más en la investigación sobre la literatura chilena en su relación con lo prehispánico, nos encontramos con que lo mítico sí está presente de distintas maneras que, tal vez, pueden pasar desapercibidas en una primera lectura. Resulta entonces fundamental investigar el significado de esta presencia en Chile para evidenciar toda su riqueza cultural, que no reside sólo en su literatura “urbana”, sino también en el complejo panorama que traza relacionado con las culturas autóctonas. Se trata de dar voz a otra narrativa y/o a otras formas de leer algunos textos ya conocidos y trabajados. Leyendo con más atención y con conocimiento sobre el tema se percibe, pues, la notable presencia de los mitos de la Patagonia y de Chiloé en numerosas obras. Investigar el mito significa estudiar la otredad, y más en una literatura como la chilena, que se resiste un poco a asumir y elaborar esta herencia/presencia. Y si el mito, como bien dicen los teóricos, es una forma a través de la cual los escritores latinoamericanos incorporan el legado de su pasado, es necesario ahora ver cómo este pasado ha estado presente hasta ahora, y se hace actual en el siglo XXI. Con este enfoque, en primer lugar, voy a analizar la figura del imbunche, un personaje frecuente en las páginas de numerosos escritores destacados del panora1

Este ensayo ilustra una parte del trabajo que estoy desarrollando como miembro del grupo de investigación “Inventario de mitos prehispánicos en la literatura latinoamericana”, dirigido por Helena Usandizaga, en la Universitat Autònoma de Barcelona.

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ma chileno. Me dedicaré a José Victorino Lastarria, José Donoso y Carlos Franz2, y mostraré cómo estos autores dan cabida y elaboran la herencia mítica en sus textos. En segundo lugar, me referiré brevemente a Patricio Manns, que hace un trabajo distinto del de los demás, dedicando buena parte de su escritura a temas relacionados con la defensa de los derechos de las poblaciones indígenas y a su cosmovisión. Él no remite a una figura mítica en particular, sino a una visión del mundo y a la cultura propia de las poblaciones nativas del sur de Chile. Claramente, hay más trabajos que usan el mito en la literatura chilena (pensemos en Francisco Coloane y sus textos sobre la Patagonia, en Oreste Plath y Nicasio Tangol y sus estudios de corte antropológico; en Eduardo Labarca, que se ocupó de los huinca y los purenses de la Araucanía o en Antonio Gil y sus novelas sobre la cultura autóctona mexicana, entre otros), pero, para una primera panorámica, me centraré sólo en los cuatro autores que acabo de mencionar.

TRES

E S C R I TO R E S , T R E S I M BU N C H E S D I F E R E N T E S

“Imbunche” es una palabra de origen mapuche que significa, entre otras cosas, “animal cuadrúpedo pequeño”, “enano mítico” o “monstruo”. En la cultura chilota éste representa a un niño sin bautizar, regalado o robado a los brujos para ser el guardián de sus cuevas. El imbunche es una mezcla de humano y divino, tiene la pierna izquierda adosada a la espalda y los huesos de los hombros, de las caderas y las rodillas descoyuntados, y es criado desnudo. Además tiene todos los orificios del cuerpo obturados menos la boca, sin embargo no sabe hablar porque nunca ha escuchado voz humana. La palabra imbunche actualmente significa maleficio, brujería, una cosa enredada, o también se refiere a una persona fea. Se trata de una figura fundamental en la cultura chilena, y sin duda forma parte del imaginario cultural chileno, más allá de su presencia en la literatura. Veamos, entonces, cómo aparece el imbunche y qué función tiene en los tres autores mencionados, considerando también que en cada novela analizada este personaje mitológico va siempre acompañado por otro elemento mítico, que varía según el texto. Don Guillermo (1860), de José Victorino Lastarria, es considerada como la primera novela nacional chilena, y contribuyó a la creación del imaginario cultural del país. El hecho de que el texto fundacional otorgue una importancia tan significativa al imbunche demuestra cuánto esta figura está presente en la cultura

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Además, hay que tener en cuenta que un escritor “burgués” como Carlos Franz trata también otro aspecto mítico en su novela El desierto.

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del país. Esta novela es fundamental en nuestra investigación, ya que en ella aparecen dos mitos prehispánicos chilenos: el imbunche y la cueva del chivato de Valparaíso. En su primera parte, se describe detalladamente el proceso del imbunchaje, es decir, cómo se convierte en imbunches a los individuos y por qué: “imbunchar se llama coserle al paciente con hilo fuerte y buena aguja todos los agujeros, salidas y entradas de su cuerpo; teniéndole así cierto tiempo de noviciado, privado de los cuatro sentidos más peligrosos, que son ver, oír, oler y gustar, hasta que olvidado del uso de esos sentidos se le puede imprimir el carácter e inclinaciones de un buen Espelunco” (1972: 64). Este proceso se lleva a cabo para impedirles hablar a las víctimas, y también para agotar su espíritu (1972: 72). A través de la descripción de este procedimiento, el autor lleva a cabo una profunda reflexión sobre la chilenidad y la identidad nacional. El segundo mito, la cueva del chivato, contribuye a que todo el relato se enmarque en un contexto mágico-grotesco, ya que, según se cuenta, había un chivato que vivía en una cueva en Valparaíso y que todas las noches se acercaba al mar para capturar a las sirenas que luego comía. Dice la leyenda que este chivato era en realidad el diablo, y que, además, atrapaba a cualquier persona que pasara por la entrada de su cueva, se la llevaba para adentro y la volvía imbunche. En las primeras páginas se cuenta, además, que el chivato guardaba a una joven mujer cautiva y embrujada en el fondo de la cueva, y nadie se atrevía a entrar para liberarla. Los pocos que se arriesgaban no conseguían nunca terminar la tarea con éxito, y siempre eran derrotados en su intento por los distintos animales que defendían la entrada de la cueva, quedándoles, como única posibilidad de salvar la vida, permanecer en la cueva y dejarse imbunchar. Los dos mitos tienen una función estructural, puesto que le permiten a Lastarria dar cuerpo a su historia, que surge de la captura de los protagonistas y su posterior traslado a la cueva del chivato y de todos los acontecimientos que se producen porque el protagonista, imbunchado, quiere salir de la cueva del chivato. En toda la narración hay una constante oposición entre dos mundos —el de la cueva y el de la realidad—, enmarcada en un trasfondo de creencias míticas de la existencia de imbunches, brujas y hadas. El texto está vertebrado por la idea de la magia y el miedo a los brujos. El protagonista mismo está embrujado. También son de destacar los conjuros y las palabras mágicas que don Guillermo utiliza para intentar salvar a Lucero, el hada de la que está enamorado. El tema del imbunchaje es la constante de la primera parte de la novela. Todo el libro está caracterizado por un proyecto existencial, que, actualmente, resulta algo ingenuo y maniqueo en su división del mundo entre ángeles y demonios. La tarea del protagonista es la de combatir a los injustos, de encontrar al pa-

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triotismo o hallar un talismán milagroso (1972: 76). Don Guillermo tiene que desencantar a la libertad (ibíd.: 78), y para eso emprende un viaje desde la cueva hacia la libertad, suya y de Lucero. La propia travesía que el personaje tiene que llevar a cabo presenta un fuerte componente existencial. El universo de los brujos y de los imbunches es también una alegoría del mundo real, con su política injusta. Lastarria describe, así, el contraste político y el clima de crispación en el que se vivía en la época. La novela tiene una clara intención política, que se delata ya desde la elección del nombre del país en el que se encuentran los protagonistas: éstos viven en Espelunco, anagrama de Pelucones, término con el que se designaba a los miembros del partido conservador chileno. Lastarria propone, entonces, una reflexión acerca del tema del choque entre liberales y conservadores. La fuerte intención política tiene también algunos elementos autobiográficos, en cuanto reproduce los contrastes que protagonizó el mismo Lastarria. A través del imbunchaje, Lastarria quiere sugerir que Chile mismo está imbunchado por culpa de los conservadores: claramente, posicionarse en contra de la cueva de Espelunco —el lugar en el que viven los imbunchados, definido como “un gran seminario, donde se preparaban buenos ciudadanos, pacíficos, modestos y mansos [...] a los que nacen con el espíritu chispeante, es necesario apagárselo, y para ello era un excelente medio de imbuncharlos” (ibíd.: 73-74)— y del imbunchaje significa ubicarse en oposición al conservadurismo. El hecho de imbunchar corresponde a la voluntad de oprimir al pueblo: imbunchar a los individuos es privarlos del habla, y, por consiguiente, de la libertad de pensamiento; en tanto que aprisionar la libertad es una alegoría de la ausencia de ésta (ibíd.: 100) en el Chile de la época del autor. En esta novela el universo mapuche reviste mucho protagonismo, aunque el autor, más que informar sobre eso, quiere usarlo para contraponerlo a la visión europea de la sociedad. Y es así que la utilización de los mitos prehispánicos es un pretexto para llevar a cabo una cierta reivindicación de independentismo de la cultura europea, para lograr que se valore mejor la cultura autóctona. En efecto, la reflexión de Lastarria siempre estuvo orientada a establecer qué eran la chilenidad y la identidad nacional, unos temas éstos que investigó sobre todo a través de la literatura, ya que era por medio de ella como la nación adquiría conciencia de sí misma y forjaba su identidad. Lastarria creía en el valor y en las potencialidades de la cultura autóctona de su país y estaba en contra de las prácticas de imitación de la cultura europea, por eso construyó una novela basándose en mitos prehispánicos. Sin embargo, hay que tener en cuenta también desde dónde habla el autor, porque, ya con una primera lectura, queda claro que todo lo que Lastarria decía estaba mediado por su visión europea. La crítica Ximena Troncoso Araos mantiene que Lastarria incorpora el mito para dar la impresión de hacer una literatura

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autóctona, aunque en realidad el resultado es el de un texto enmarcado en la tradición europea, cuyo héroe, además, es inglés. Lo indígena es lo diferente con respecto a lo europeo. El obsceno pájaro de la noche (1970), de José Donoso, también está profundamente marcada por las creencias míticas: la figura del imbunche es fundamental, y a ésta el autor añade el mito de la conseja de las brujas (leyenda originaria de la región del Maule). En esta novela, el imbunche se propone como la encarnación de una identidad de muerte; mientras que la conseja de las brujas sugiere la idea de una identidad transitoria y en constante mutación. Donoso, gran conocedor de la cultura europea y norteamericana, y al mismo tiempo muy interesado en las raíces autóctonas de su país, utiliza estos dos mitos como alegoría de la situación política y social del Chile de su época, de forma parecida a la de Lastarria, pero con mayor profundidad. Aquí la presencia del imbunche tiene como finalidad principal la de señalar un proceso de enajenación social del sujeto chileno, y retratar su caída hacia el abismo existencial. Además, la presencia de este ser deforme le permite al lector conocer más de cerca ese mundo de los marginados que tanto atraía el interés y la curiosidad de Donoso ya desde su más tierna edad. Por su parte, la utilización de la conseja maulina de las brujas, un cuento mítico-legendario según el cual el patrón de un fundo encierra a su hija en un convento porque ésta ha roto un tabú jamás mencionado, ayuda a que se lleve a cabo ese juego de cambios de identidades que va socavando la solidez de la trama y de la identidad misma de los personajes. La propia conseja de las brujas en sí sugiere la idea de una identidad transitoria3. Los dos mitos en concreto son narrados por los protagonistas a lo largo de la novela: al principio, se da una descripción del mito del imbunche, y hacia el final del libro se detalla con mucha precisión cómo se “imbuncha” al Mudito. Lo mismo se hace con la conseja de la niña-bruja y su nana, primero la escuchamos relatada por los protagonistas y luego comprendemos que toda la historia es, en cierto sentido, una reproducción de esa leyenda. Además, a lo largo de todo el relato se advierte una atmósfera impregnada de antiguas creencias populares. Por lo que se cuenta o por lo que ocurre, vemos que la presencia del mito es constante. Éste le permite a Donoso armar la estructura del texto, ya que, por un lado, el punto de vista es el del narrador imbunchado —con lo cual toda la narración se revela un juego mental, ya que él no puede hablar— y monstruoso; y, por otro, la existencia de la leyenda de la conseja de las brujas consiente el fundamental juego de fusión y mezcla de identidades, base de la mayoría de los escritos donosianos. 3

Cfr. Hugo Achugar, prólogo a El lugar sin límites y El obsceno pájaro de la noche, (Donoso 1990: XXIX).

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Ambos mitos, además, contribuyen a que una novela tan compleja como ésta sea más inteligible para los lectores chilenos, se haga más “cercana”, considerando que tanto el imbunche como la conseja maulina son dos temas que forman parte de la cultura y del imaginario del país hasta el presente. Se trata de una reflexión sobre la relación entre la identidad y lo monstruoso. Todo gira alrededor del imbunche, guardián del lugar donde se desarrolla la novela, y de las brujas, habitantes del siniestro edificio. Desde su comienzo, el libro propone el fuerte contraste entre el mundo de los monstruos —justamente el que se quiere esconder, sin éxito— y el de la “normalidad”. El texto está estructurado de manera tal que evidencia la oposición constante entre estos dos universos paralelos que constituyen la realidad de los protagonistas. Donoso enfrenta el mundo convencional y su reverso, precisamente para llevar a cabo su reflexión sobre la relación entre lo anormal y la norma, más bien, crea un mundo en el que lo anormal se convierte en norma. Sin embargo, a medida que la lectura avanza se comprende que las dos realidades no son tan distintas, sino que, más bien, se compenetran y fusionan. Se trata de una reflexión sobre la relación entre la identidad y lo monstruoso: “la monstruosidad iba a ser lo único que, desde su nacimiento, don Jerónimo de Azcoitía iba a proponer a su hijo” (Donoso 1990: 294). El uso de este mito tiene también una función reivindicativa, histórica, y socioantropológica: la novela propone una lectura del mundo de la época. La falta de comunicación y la disolución del sujeto que evoca la figura del imbunche son el asunto fundamental del texto, que denuncia la cerrazón de la sociedad chilena, la monstruosidad de algunos de sus aspectos y la manipulación del poder. La función es histórica también porque es una denuncia de la mudez del Chile de la dictadura. El mito del imbunche es utilizado para describir un aspecto central del ser chileno. Su figura, el concepto de “estar imbunchado”, forman parte de la cultura actual de Chile. Donoso lo utiliza y reelabora aquí para darle una función de denuncia social. También, la degradada figura del imbunche quiere llamar la atención, por contraste, sobre la importancia que revisten en Chile el apellido y el linaje: el personaje imbunchado es un hijo de nadie porque tiene un apellido plebeyo, de allí nace su primera marginación. Éste es un sentimiento muy radicado en la conciencia chilena: la angustia del “ser alguien” (ibíd.: 132), sobre la cual Donoso escribió con frecuencia. Donoso y Lastarria, como se ha venido diciendo, usan al imbunche de forma parecida, en el sentido de que lo escogen como protagonista de sus textos. Carlos Franz, en cambio, en La muralla enterrada (2001), hace un discurso distinto. Es de tener en cuenta, además, el hecho de que el texto al que me refiero ahora es un ensayo y no una novela, lo cual le ofrece posibilidades de análisis diferentes.

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La visión de Chile que el autor nos transmite en esta obra es bastante crítica: el hecho de ser imbunchado es, para él, una de las principales características nacionales. Carlos Franz recrea la ciudad de Santiago (vista como imbunche, como Ciudad de los Césares, y como ciudad amurallada, según los capítulos) a través de la reflexión sobre algunas novelas que la tienen como protagonista. Los dos mitos que se mencionan (el imbunche y la Ciudad de los Césares) son explicados por Franz a lo largo de su ensayo. Aquí el imbunche no es un protagonista, sino una metáfora a través de la cual leemos/descubrimos Santiago y la chilenidad. El imbunche (de nuevo encarnación de una identidad de muerte) se identifica en este texto con el barrio santiaguino de La Chimba (originalmente, el barrio de los indios); este espacio torvo, tullido, desmembrado, todavía escurriendo la sangre seca de sus mutilaciones [...] me pareció ahora la imagen mayúscula de uno de esos imbunches de nuestra mitología. Uno de esos hombres cuyos orificios han sido cosidos y sus miembros amarrados o cortados para —sin matarlo— reducirlo a la inexpresividad total, a una pura posibilidad de lo que nunca será (Franz 2001: 18).

Poco más adelante, define al imbunche como “la forma nacional favorita” (ibíd.: 19), para sucesivamente llegar a fusionarlo con la propia muralla, cuando habla de la “fatal tendencia al imbunche [...] La muralla enterrada, síntoma y símbolo de nuestra identidad ‘imbunchada’, negada por pura vergüenza” (ibíd.: 19). En el sector de La Chimba se encuentra también la Casa de Ejercicios Espirituales, que hace evidente referencia a la novela de José Donoso que acabamos de analizar. Nadie quiere estar cerca de este barrio pobre, marginal, feo, como un imbunche, todos los santiaguinos intentan hacerlo desaparecer y acallarlo. El mito es usado para describir un Chile atascado y autorreferencial, el imbunche es una alegoría de la identidad chilena: “la muralla imbunchada de nuestra identidad” (ibíd.: 23). Dice Franz que en La Chimba, “en esta amalgama de pulsiones primarias —entre el inconsciente y el vientre—, reaparece uno de los símbolos más poderosos de Santiago: el Imbunche. Al negar la muerte y la locura, cortamos las alas de nuestra creatividad [...] cosemos el imbunche de Chile” (ibíd.: 26), “nosotros mismos cosemos el imbunche que somos” (ibíd.: 27). La capital se convierte, pues, en “el imbunche con sus agujeros cosidos” (ibíd.: 34); “el otro Chile, el negado, el mutilado, el que deformamos con las limitaciones que le imponemos. El Imbunche” (ibíd.: 55). La idea que propone el autor es, claramente, la de Chile como país imbunche, el cual: “réplica tullida de nosotros mismos, al negarse nos niega, al negarnos nos expresa” (ibíd.: 56). En este ensayo, el imbunche representa tanto Santiago como a su gente.

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Incluso, Franz llega a identificar al “roto”, una figura característica de la cultura popular chilena, con el Imbunche: “nuestro apodo fue seña de nuestra fisura interior: ‘rotos’. Somos —estamos— rotos: es decir, imbunchados” (ibíd.: 104). Y así describe las fiestas y celebraciones que entusiasman a sus compatriotas: “nuestras fiestas son como desfiles de imbunches ebrios luchando furiosamente por desatar una alegría auténtica, sin lograrlo” (ibíd.: 103-104). Evidentemente, la utilización del imbunche tiene un fuerte componente de corte existencial, ya que describe y representa, según Franz de la manera más fiel posible a la verdad, los rasgos de personalidad de los chilenos. De hecho, recurre al mito, pero es para hacer un estudio sobre la realidad urbana contemporánea de los chilenos. El imbunche representa el miedo que le tienen los chilenos a lo diferente, lo ajeno, lo otro: “La fragmentación de Santiago, su precariedad hostil, su constante devorarse a sí mismo, se resuelven metafóricamente en el imbunche: rostro escondido bajo la máscara amurallada” (ibíd.: 188). Franz también menciona el mito de la Ciudad de los Césares, la ciudad maravillosa, construida en oro y ubicada en el sur de Chile, sobre la cual hay muchísimas leyendas, y que, en su texto, se identifica con el barrio de la belleza, el del centro. Reconoce que esta ciudad mítica podría ser el propio Santiago si “nosotros desenterráramos la muralla. Si desatáramos el imbunche para refundar una ciudad que no limitara la creatividad de sus habitantes” (ibíd.: 142-143). Sin embargo, más adelante la confianza se agota: “no hemos hallado la Ciudad de los Césares. Pero no dejamos de soñarla” (ibíd.: 143). Franz relee y da referencias concretas para ubicar la Ciudad de los Césares, lo relee en el Santiago de hoy (ibíd.: 152-3). El autor quiere desenterrar esta muralla enterrada, es decir, quiere descubrir la identidad escondida de los chilenos, a través de su literatura. En el interior de la muralla está el imbunche. Se trata de una muralla que encierra pero que también protege de las invasiones externas: “fracasados o exitosos, inadaptados o poderosos, los chilenos compartimos esta estrategia de sobrevivencia, ocultarnos tras la muralla enterrada para sobrevivir” (ibíd.: 78). Es interesante ver cómo Franz usa una figura muy arraigada en la cultura chilena, para demoler esta misma cultura; en tanto que recurre al mito prehispánico para hablar de la realidad urbana actual. Su texto es muy logrado, al tiempo que fuertemente crítico, y desentraña bien ciertos aspectos de la chilenidad. El autor propone un final de esperanza, proyectado hacia el siglo XXI: “en cuanto a la identidad, el imbunche no desaparece, pero al menos nos hacemos conscientes de él. Empezamos a mirarlo en nuestro espejo urbano con esa distancia irónica que es fuente de toda civilización verdadera, podemos reírnos de nuestra fealdad, y esa sonrisa es el atisbo de una belleza” (ibíd.: 209).

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El imbunche y la Ciudad de los Césares se pueden interpretar como dos propuestas de identidades diferentes: la del pasado (imbunchada) y la del futuro (la utopía de la ciudad maravillosa). Se trata de dos identidades imposibles por opuestas razones: la primera porque está arraigada en un pasado que ya se está disolviendo; y la segunda porque siempre será imposible al estar basada en la existencia de un lugar utópico. En el texto de Franz notamos una mirada fuertemente dualista, la misma presencia del imbunche y de la Ciudad de los Césares lo demuestra, puesto que son dos elementos totalmente opuestos. Es de destacar que los dos mitos, de alguna forma, se compensan: la Ciudad de los Césares es “la antítesis de Santiago el imbunche. Esta ciudad alguna vez fue hermosa [...] y rica y feliz. Una ciudad soñada” (ibíd.: 141). El dualismo se ve en la contraposición entre el Santiago real (imbunchado) y el Santiago imaginario (la Ciudad de los Césares). El ensayo de Franz tiene dos lecturas, que no se excluyen recíprocamente: la primera es de crítica a la sociedad chilena, a la que define como muy encerrada en sí misma; la segunda es más esperanzada, o por lo menos proyectada hacia el futuro, ya que el autor confía en que los chilenos se despierten y abandonen su condición de seres imbunchados: “¿Cuándo se desplegará Chile? ¿Cuándo se estirarán los miembros entumecidos por el encogimiento forzado? ¿Cuándo echaremos a volar un sueño [...]? ¿Cuándo terminaremos una versión cualquiera de nosotros mismos, antes de mutilarla?” (ibíd.: 35). Por ahora, dejaremos estas preguntas sin respuesta, con la esperanza de haber mostrado, aunque en el espacio limitado de estas breves reflexiones, cómo tres autores, tan diferentes entre ellos, a través del imbunche han retratado una parte —su visión— de su realidad chilena. ABRIENDO

PA S O A OT R A S P RO P U E S TA S Y P R E G U N TA S :

LA ESCRITURA DE

P AT R I C I O M A N N S

Y, si por un lado, quisiera que las preguntas de Franz propiciaran nuevas y fecundas reflexiones que no pidan encontrar rápidamente respuestas “definitivas”, por otro deseo sugerir que hay otra pista de lectura, que contrasta —y completa— con ésa que he venido proponiendo, y que me gustaría abrir antes de terminar estas páginas; me refiero a la propuesta que lleva a cabo Patricio Manns. Éste, pues, hace una reelaboración diferente del tema prehispánico, ya que su punto de vista no parte de la visión occidental como hacen, en distinta medida, los tres autores analizados hasta aquí, sino de la mirada y del territorio de las propias poblaciones indígenas, cuyos derechos defiende, en particular en novelas como Memorial de la noche, que procede de Actas del Alto Bío Bío (una etnoficción que narra

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la masacre de Ranquil, de 1934) y El corazón a contraluz (centrada en la descripción de la resistencia de una joven selk’nam). La necesidad de incluir en nuestras investigaciones a escritores como Manns surge también porque las literaturas contemporáneas, debido a los cambios que está viviendo el mundo actualmente, vuelven a problematizar el tema indígena, su cultura, la colonización y la resistencia (de los selk’nam, los yámanas y los tehuelches, en el caso chileno). La de Manns es una literatura que se remite a los “responsables” del texto, usando términos de Martin Lienhard. El mundo que el chileno construye muestra una fuerte presencia de la oralidad, lo que nos permite afirmar que aquí la que habla es la “voz de los vencidos”. De hecho, queda claro que mientras que los primeros autores se pueden interpretar bien a través de los estudios tematológicos e imagológicos, y desde las propuestas de Canclini y de Cornejo Polar, Manns se presta más a un estudio según las propuestas de Lienhard, y sus conceptos de literatura de los vencidos, literaturas escritas alternativas, doble codificación e hibridación genérica. En los primeros tres autores, el mito se usa como elemento —incluso como eje— de la narración; en Manns forma parte del “tejido” de la obra, las creencias míticas son la obra. Vemos, así, maneras distintas de usar el mito, que tienen diferentes finalidades: la escritura de Manns resulta más militante que las de los demás escritores analizados poco más arriba. La labor de Manns propone textos biculturales, lo que no hacen los demás autores, por eso es necesario tener en cuenta las dos maneras de relacionarse con el substrato mítico. Con Patricio Manns, lo indígena pasa a resignificar algo nuevo, en los otros escritores es un medio para expresar algo diferente, es funcional a su narración, para Manns éste es el centro, la finalidad de la narración misma. Lastarria, Donoso, Franz y Manns: chilenos diferentes entre ellos, por épocas, posturas, logros literarios, convicciones y objetivos, pero todos capaces y deseosos de reconocer su cultura autóctona para retratar con mayor fidelidad su “ser chilenos”, su pertenencia a una cultura híbrida y profundamente rica.

BIBLIOGRAFÍA DONOSO, José (1990 [1970]): El lugar sin límites; El obsceno pájaro de la noche. Caracas: Ayacucho. FRANZ, Carlos (2001): La muralla enterrada. Bogotá: Planeta. LASTARRIA, José Victorino (1972 [1860]): Don Guillermo. Santiago de Chile: Nascimiento. TRONOCOSO ARAOS, Ximena (2003): “El retrato sospechoso: Bello, Lastarria y nuestra ambigua relación con los mapuche”, en Atenea, nº 488, pp. 153-176, disponible en [consultado el 10 de octubre de 2011].

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LA BIOGRAFÍA DIFUSA DE SOMBRA CASTAÑEDA: SE OYEN LAS CARCAJADAS DE LOS EXTINGUIDOS ENTRE UNA DIFUSA OFICIALIDAD DE FONDO Fernanda Bustamante Escalona Universidad Autónoma de Barcelona

El narrador y antropólogo Marcio Veloz Maggiolo tiene una extensa y reconocida producción literaria y ensayística en la que la temática de lo nacional pasa a ser el eje en el cual inscribe su posicionamiento político de oposición a la amnesia histórica.1 Frente a este punto, José Alcántara señala que en las obras del autor se logra entrever “su apego a las realidades de su pueblo y el afán de aprehenderlas en toda su complejidad para transformarlas a través de la escritura” (1984: 93). En la obra La biografía difusa de Sombra Castañeda, publicada en 1981 por Monte Ávila editores y ganadora del Premio Nacional de Novela, el autor vuelve a problematizar “lo dominicano”, esta vez, dándole protagonismo a un complejo entramado de subjetividades históricas dominicanas que han sido condenadas al silencio. Los tres nudos argumentales de la novela tienen como presente narrativo mayo de 1961, el día en que Trujillo fue asesinado, y se desarrollan bajo una estructura fragmentada, en la que los relatos se van intercalando. Compuesto por partes ordenadas alfabéticamente, de la “a” a la “f ”, se narra la agonía y muerte de Escula-

1 Entre sus novelas destacan: De abril en adelante (1975), De donde vino la gente (1978), La biografía difusa de Sombra Castañeda (1980), Materia prima (1988), Ritos del cabaret (1992), El jefe iba descalzo (1993), El hombre acordeón (2003), La mosca soldado (2005). Entre sus ensayos se encuentran: Cultura, teatro y relatos en Santo Domingo (1972), Arqueología prehistórica de Santo Domingo (1972), Las poblaciones aborígenes de la Isla Española (1973), Arqueología de Yuma (1976), Sobre culturas dominicanas y otras culturas (1977), Las sociedades arcaicas en Santo Domingo (1980), Sobre cultura y política cultural en República Dominicana (1980), Panorama histórico del Caribe precolombino (1990), La isla de Santo Domingo antes de Colón (1993), Trujillo, Villa Francisca y otros fantasmas (1996).

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pio Ramírez, un activista político y opositor al régimen de Trujillo, constantemente perseguido, que tras caer en el alcoholismo sufre un accidente y fallece el mismo día que el tirano, “absurdamente el mismo día en que debió seguir viviendo” (Veloz Maggiolo 2005: 198). Por otra parte —lo que conforma la sección más extensa de la novela—, se encuentran los veintiún capítulos en los que se narra la historia de Sombra Castañeda, un hombre blanco, “nieto de conquistadores”, que tras la consigna de “reordenar el medio para reordenar al hombre” emprende en el pueblo de El Barrero la tarea de ejercer su propia dictadura, y para eso se rodea de un curioso grupo de colaboradores, conformado por un trazado de subjetividades que no representan a la cultura hegemónica. Tal y como lo señala su título, la biografía es difusa2, y esta ambigüedad o indefinición no sólo lo es en cuanto a su contenido, sino también, a su periodicidad, por lo que los saltos cronológicos y yuxtaposiciones de temporalidades son constantes3. Finalmente, y bajo el título de “Música de fondo”, se intercalan con estos dos relatos, doce fragmentos del discurso pronunciado por Joaquín Balaguer durante las exequias de Leónidas Trujillo. El tratamiento del trujillato (o el neotrujillato), que es transversal a toda la novela, no sólo funciona como una contextualización temporal-histórica, sino principalmente, como una contextualización discursiva e ideológica.4 El autor, al situar la novela en el fin de la era de Trujillo e inicios de los gobiernos de Balaguer, presenta una propuesta narrativa que no busca enfatizar en la figura del tirano su psicología (como es el caso de la novela del dictador), sino más bien, se inclina por dar cuenta, por denunciar, los efectos que tuvo la dictadura, con su reactivación y relegitimación del discurso nacionalista colonial, en la sociedad y en la identidad dominicana (relacionándose más bien con la novela de la dictadura)5. Fernando Valerio Holguín, en su artículo “Mito y otredad en la nueva novela histórica dominicana”, señala que La biografía difusa de Sombra Castañeda tiene dos tiempos: el profano, que sirve para contextualizar, y el sagrado del mito 2 La novela presenta un título que nos remite al género literario de la biografía; sin embargo, rompe con éste al no tener a una sola figura como eje, ni reconstruir su historia en forma cronológica. El título da paso a interpretarse más bien como una “difusa biografía” de la República Dominicana. 3 Estos capítulos, al igual que los relatos de Indias (o que las novelas picarescas) están encabezados por un breve resumen. 4 Entre las novelas del autor en las que la temática del trujillato está presente, destacan: El prófugo (1963), Los ángeles de hueso (1967), De abril en adelante (1976), La biografía difusa de Sombra Castañeda (1981), El hombre acordeón (2003) y La mosca soldado (2004). 5 Frente a este tema, el autor señala: “me asalta la idea de que es menos importante el personaje dictador que lo que genera esa dictadura [...] la dictadura vista desde una periferia pero no tratando el personaje, porque no me interesa tratar a Trujillo. Que lo trate otro. Me interesa el mundo que genera la dictadura. Eso es lo que me interesa” (Veloz Maggiolo en Morales 2005:

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(2003: 99). A partir de la fusión de ambos tiempos (y con rasgos propios del realismo mágico) Marcio Veloz Maggiolo configura una trama en la que conviven elementos de lo real-histórico-verificable con divinidades y seres mitológicos taínos y afro-haitianos, presentando así una obra que habla de violencia, resistencia, sincretismo e hibridación. La coexistencia de ambos tiempos, ambos mundos, se enmarca, más bien se explica, en la estrategia política que persigue el protagonista Sombra Castañeda, quien en su intención de conocer al eventual enemigo al que hay que someter decide rodearse de ellos, lo que implica insertar en su presente referentes dominicanos del trauma y la marginalidad: Comprendí que debe ordenarse primero el medio para reordenar el hombre. Fue una de las características de mi pensamiento [...] mi ejemplo de dominio de la naturaleza se produciría sólo si lograba entender lo que exterminaba. No es una forma común entre los dictadores. Trujillo, allá, en la sombría cúpula de su capital, no sabe lo que mata. No tiene conciencia de lo que extermina; no ha estudiado lo que destruye. La dictadura es una ciencia, no un arte. Por eso mi primera decisión se produjo con el estudio sopesado. [...] las dictaduras no dominan el medio, dominan al hombre; pero era mi interés dominar el medio, y su contenido (Veloz Maggiolo 2005: 29, 30 y 35).

Sombra Castañeda decide ejercer su dominio en El Barrero, un pueblo amurallado en la sierra de Martín García, el cual funciona no sólo como un Macondo (el espacio sagrado del tiempo mítico), sino como alegoría del tirano y su Ciudad Trujillo (el espacio-tiempo profano) (Ugalde 1988; Valerio Holguín 2003). Y bajo este propósito se va relacionando con diversos personajes que, al ser presentados, delinean un intermitente trazado por la historia dominicana que va desde la Conquista hasta la era de Trujillo. Entre los referentes históricos se encuentran: la Colonia y gobierno de Diego Colón (el exterminio del pueblo taíno, la incorporación de los esclavos y el cimarronaje), la invasión haitiana de 1822, la primera invasión norteamericana en 1916, la independencia del país en 1844, las dictaduras de Pedro Santana (1849, 1853-1862), de Ulises Heureaux (Lilís) (1882-1883, 1887-1889) y Trujillo (1930-1961), entre otros. Las figuras, que vienen a conformar el “curioso grupo de colaboradores”, representan a subjetividades que han sido históricamente ignoradas por la oficialidad dominicana: el negro cimarrón Curibamgó, “criatura de espíritus del oeste” (Veloz Maggiolo 2005: 20), que cruzó la frontera haitiana y vive bajo las aguas; el brujo

179 y 181). Para profundizar en la distinción entre novela del dictador y de la dictadura en las obras de Veloz Maggiolo, véase el artículo de Sharon Keefe “Veloz Maggiolo y la narrativa de dictador/dictadura: perspectivas dominicanas e innovaciones” (1988).

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Mimilo, hermafrodita sanador de enfermedades, que encabezaba las ceremonias de invocación; Antonio el bacá, un joven muerto a los 16 años, en 1825, que se reencarna en diferentes animales para “cuidar el territorio de sus amos” y que en 1840 se pasó a la parte española de la isla; Remigio el gagá, alcalde de la aldea Los Negros, cercana al pueblo de El Barrero, donde “en el siglo XVIII castraban a los esclavos que se rebelaban” (ibíd.: 36); el indio Miguel, hijo de un cacique que huyó de la esclavitud, “resto de raza indígena que todavía anda por ahí [que] se las ha arreglado para seguir persistiendo y perviviendo, sin que nadie lo note” (ibíd.: 21), protegido por las divinidades del agua y que desde 1515 va acompañado de un puerco y de una perra con tetas blandas; y Serapio Rendón, álter ego de Esculapio Ramírez, un opositor que huye de la tiranía de Trujillo y que trae la política al pueblo bajo un afán liberador, con lo que su llegada desarticula los planes de Sombra Castañeda. Estos entrecruzamientos múltiples de la novela —temporales-históricos, sociales y discursivos—, están en función de la representación de una alteridad que está inscrita en la dominicanidad pero que ha sido silenciada. Las palabras de Magaly Guerrero en “Intertextualidad y transtextualidad en la novela La biografía difusa de Sombra Castañeda”, sintetizan este punto, al señalar que Marcio Veloz Maggiolo logra reinventar un lenguaje de apariencia caótica, plenamente coherente en lo interno, que [...] se torna en verdadera imagen del trauma, de la pesadilla histórica [del pueblo dominicano], recordándonos lo que la historia oficial había callado (Guerrero 2009: s. p.).

Por tanto, en esta obra se identifican rasgos propios de la Nueva Novela Histórica, en cuanto a que, y de acuerdo a Seymour Menton (1993), en ella es posible entrever una intención por reconstruir la historia de un país a partir de estrategias estilísticas como la incorporación de determinados personajes y momentos históricos, el uso de la intertextualidad, del dialogismo, de la heteroglosia, etc. Fernando Valerio-Holguín la ha enmarcado dentro de la Nueva Etnonovela Histórica, en la medida en que en La biografía difusa de Sombra Castañeda se articula la identidad dominicana a través de la historia, el mito y el discurso etnográfico, incorporando a este Otro-Dentro, Otro colonizado, Otro marginado y muchas veces, Otro aniquilado (2003: 98). La cultura taína y afrohaitiana que conforman este Otro-Dentro se presentan en la novela particularmente a partir de diversos mitos y divinidades que el discurso oficial no ha clasificado ni como “legado” ni como “tradición”, ya que eso implica darles un atributo positivo y legitimarlas como parte de la identidad de la media isla. Los acontecimientos surgen en un pueblo cuyo origen “nadie recuerda”, pero que está ligado a la leyenda dominicana, de herencia Europea, de las brujas, de “señoras muy pasadas de edad, montadas en largas varas voladoras y con ropas

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muy raídas” (Veloz Maggiolo 2005: 37) que succionan la sangre de los niños o por los dedos o por el ombligo. Sólo se sabe que en los años 1800 una bruja de escoba cayó en el patio de los Beltré y que se mezcló con los primeros inmigrantes de apellido Pérez, dando origen a una casta que se “ha degenerado en seres con pies torcidos, ojos bizcos, narices encorvadas, y manos dobles, en muchos casos” (ibíd.: 37). Estas brujas participan también del complot contra los planes dictatoriales de Sombra Castañeda, que dan cierre a la novela, al anunciar la bruja Castalia que “la muerte caería lentamente sobre Barrero” (ibíd.: 129), y expandir en las mujeres de Mimilo la maldición de la coccidiosis6. El personaje de Antonio el bacá, representa en sí mismo figuras propias de la mitología dominicana, y que dan cuenta del animismo7, como los gacá —seres que se consiguen tras un pacto con el diablo, para que cuide de las propiedades y riquezas de su nuevo amo—, y los galipotes —seres que tienen el poder de la transformación y pueden convertirse en animales—: Antonio el bacá había recibido ese nombre [...] por dominicanos que no sabían bien cuáles eran las funciones y diferencias del bacá. Realmente él era una mezcla de bacá y galipote, porque no había nacido de un huevo o de un pacto con animales, sino de una estrategia hecha por el lugurú, que le proporcionó ambas propiedades: la de curador de los predios del amo, y la de transmutador de su propia forma (ibíd.: 98).

Así, también el entorno en el que se insertan los personajes se caracteriza por estar habitado por criaturas nocturnas como los biembienes, las ciguapas y las opias. La leyenda de los biembienes surge a partir de la figura de los oprimidos, son seres que habitan en la montaña donde se refugiaban los negros cimarrones que huían de la esclavitud colonial y algunos indios que se rebelaron a la ocupación española y que por las noches salen en busca de alimentos (Naya, s. a.); mientras que las ciguapas son bellas mujeres que habitan en la montaña, que seducen a los hombres y que se caracterizan por tener los pies torcidos y por morir en caso de caer en cautiverio8:

6 Infección parasitaria que afecta al intestino y que se da generalmente en las hembras: “La bruja, todavía en el suelo, y Mimilo con el arma humeante, dijo su maldición, y la coccidiosis, una enfermedad que azota las granjas de pollos y aves, se cernió sobre las mujeres de Mimilo, llenándoles el culete de mierda blanca” (Veloz Maggiolo 2005: 130). 7 Los taínos “creían en la inmortalidad del alma pero no la concibieron separada de un cuerpo material” (Cassa 1974: 152), de ahí el animismo como parte de su religiosidad. 8 Si bien no está claro el origen de la ciguapa, si taíno, afrohaitiano, o incluso indio, muchos se inclinan por relacionarlo con las mujeres taínas que arrancaron de las manos de los conquistadores y se escondieron en las cuevas.

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Fernanda Bustamante Escalona Antonio el bacá sabía que estaba en territorio de ciguapas. Nunca las conoció pero en las tierras de los cimarrones, libres desde el año 1522, las ciguapas se habían quedando cohabitando con los últimos biembienes [...] mujeres de pelo lacio, senos duros como la luz del diamante, y pies torcidos, de calcañares bellos y densas nalgas [...] las ciguapas son ahora mujeres de los biembienes, negros que se levantaron contra los españoles hace siglos y que ahora ni saben hablar, ni saben rezar, ni se puede contar con ellos. Están todavía en guerra (Veloz Maggiolo 2003: 99-100).

Por su parte, y propio de la creencia taína de la inmortalidad, están las opias, “alma de los muertos”, que se reconocían entre sí y se diferenciaban de los vivos por no tener ombligo (Cassá 1974: 166). Esta figura mitológica se plasma en el protagonista, a quien a los siete años se le había borrado la sombra del ombligo: Miguel [...] sólo debía esperar la plenitud de la noche, cuando las opias —espíritus tristes de las almas indias— salen a comer la pulpa de la guayaba, su único alimento conocido. Como Sombra Castañeda, las opias son reconocibles porque no tienen ombligo, y porque gritan el nombre de sus familiares con los ojos cerrados; y porque la luz de la mañana las deslumbra, y tienen que esconderse (Veloz Maggiolo 2003: 115)

El personaje de Mimilo tiene atributos propios de los behíques taínos, quienes eran los médicos-hechiceros, los chamanes que dirigían las ceremonias sagradas, comenzando el ritual bebiendo una sustancia alucinógena (clerén)9 y bajo el sonar de los tambores, y quienes a la vez realizaban prácticas mágicas para la curación de los enfermos (Cassá 1974: 177): Mimilo era brujo, profesión que heredó junto a unos tambores y un recetario de hojas [...] generalmente su invocación se hacía con grandes tambores y clerén [...] El primer trago de clerén abrió la brecha de la vida. Sonaron los tambores, y Mimilo convocó los seres. (Veloz Maggiolo 2005: 23 y 43).

Las divinidades de los indígenas taínos se presentan cuando Miguel el indio, quien es el encargado de abastecer a Barrero de agua, va en busca de los dioses para que ayuden a terminar con la sequía10:

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Licor que se extrae de la caña de azúcar. Guabancex: “cemí relacionada a la lluvia y tormenta [...] era de sexo femenino y por su jerarquía tenía otros dos cemíes subordinados, uno pregonero [Guatauba] y el otro recogedor y gobernador de las aguas [Cuatriquié] [...] [Guabancex era la] divinidad de la lluvia, el viento, los huracanes, el río y las inundaciones” (Cassá 1974: 156 y 162). 10

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El indio Miguel reconoció al más poderoso manejador de la lluvia, Boinayel [...] cuando Boinayel aparece, el cielo se nubla de improviso [...] Maroya es quien habla, es el heraldo, es el que impone criterios [...] [Miguel] quiso convencer a Coastrisqué y a Guatauba, de que era importante el desvío de las aguas [...] Faltaba Guabancex, madre del huracán, dominadora de los vientos (Veloz Maggiolo 2005: 116, 117 y 118).

Tras la identificación del diverso abanico temporal, cultural y social presente en la novela, vemos cómo el Barrero, envuelto en un tiempo sagrado, se transforma en el espacio idóneo para que Sombra Castañeda conozca el medio, lo reordene y lleve a cabo su gobierno. Y esto, debido a que el negado sincretismo entre las culturas blanca-castellana, indígena-taína y afro-haitiana, que conforman lo dominicano, se manifiesta y se legitima en ese pueblo. Son las reflexiones del propio protagonista las que mejor resumen esta idea: el Barrero es el sitio ideal para un plan como el mío. Allí está toda la realidad que se han tragado los siglos. Allí nada es más anormal que la vida misma [...]. Allí los seres vagan con la confianza de las almas en pena, y modifican la vida de las comunidades con el consentimiento de ellas (Veloz Maggiolo 2005: 37).

Veloz Maggiolo, sin componer un inventario de mitos y dioses, y sin la intención de hacer una fiel representación del mundo indígena y afrohaitiano, ficcionaliza la historia dominicana a partir de una narración en la que la mitología criolla se ve reformulada (Alcántara 1984: 94) e “hibridizada”: los personajes, sus rituales, sus creencias y sus tiempos, más que cumplir un rol ornamental, reflejan los múltiples discursos que conforman la dominicanidad y que han sido marginados de ésta; por lo que en esta heteroglosia, el mito, bajo un tono reivindicativo, permite poner en escena a un pasado extirpado de la memoria, dar voz a esos “muchos [que] se quedaron por siglos, ocultos, temblorosos, pretéritos para siempre” (Veloz Maggiolo 2005: 116). En La difusa biografía de Sombra Castañeda se (re)crean mitos y rituales de las comunidades taínas y afrohaitianas de la media isla del Caribe, y se (re)insertan en un presente compuesto por múltiples pretéritos de la historia dominicana, los cuales tienen a la violencia y a la exclusión como eje vehicular. Siguiendo a Valerio-Holguín, “la apuesta implícita de Veloz Maggiolo en esta etnonovela parece consistir en la cultura dominicana como resultado histórico de cinco siglos de hibridez entre las culturas taínas, africanas y españolas [...] [las que se] ‘textualiza[n]’ en un relato mágico-realista” (2003: 100). El autor no sólo rescata el mito por su carácter estético y artístico, sino, principalmente, porque a partir de él puede recuperar y restablecer realidades perdidas (Astvaldsson 2011) y de esta forma declarar esa desaparición cultural como

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aparente, ficticia. El mito permite hacer resistencia a ese discurso que ha desvirtuado lo precolonial y que ha defendido a una identidad escindida, desculturada, fruto de una total pérdida de la cultura precedente. En la obra, y como propio de la Nueva Novela Histórica (Menton 1993), a partir de un diálogo discontinuo con el pasado dominicano, Veloz Maggiolo problematiza el discurso oficial homogeneizador y “blanqueador”, muestra sus fisuras, lo declara ambiguo, vago... difuso.

BIBLIOGRAFÍA ALCÁNTARA ALMAZAR, José (1984): “La biografía difusa de Sombra Castañeda”, en Narrativa y sociedad en Hispanoamérica. Santo Domingo: Corripio Editora, pp. 92-95. ASTVALDSSON, Astvaldur (2011): “Mitos, paisaje y modernidad en la literatura latinoamericana”, en M. Chocano, W. Rowe, y H. Usandisaga (eds.), Huellas del mito prehispánico en la literatura latinoamericana. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert, pp. 67-90. CASSÁ, Roberto (1974): Los taínos de La Española. Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo. GALLEGO CUIÑAS, Ana (2007): “La novela del Trujillato en los ochenta o cómo escuchar el silencio”, en Hipertexto nº 6, pp. 3-13. GUERRERO R., Magaly J. (2009): “Intertextualidad y transtextualidad en la novela La biografía difusa de Sombra Castañeda”, en Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid, disponible en [consultado el 1 de noviembre de 2011]. UGALDE, Sharon Keefe (1988): “Veloz Maggiolo y la narrativa de dictador/dictadura: perspectivas dominicanas e innovaciones”, en Revista Iberoamericana, 54.142, pp. 129150. MENTON, Seymour (1993): La Nueva novela histórica de la América Latina, 1979-1992. México: Fondo de Cultura Económica. MORALES FAEDO, Mayuli (2005): “Conversación con el escritor dominicano Marcio Veloz Maggiolo”, en Contexto, vol. 9, n. 11, pp. 171-192. NAYA (s. a.): Diccionario de mitos y leyendas. Naya-Noticias de Antropología y Arqueología, en [consultado el 1 de noviembre de 2011]. VALERIO-HOLGUÍN, Fernando (2003): “Mito y otredad en la Nueva Novela Histórica Dominicana”, en Patrick Collard y Rita de Maeseneer (eds.), Murales, figuras, fronteras. Narrativa e historia en el Caribe y en Centroamérica, Madrid/Frankfurt, Iberoamericana/Vervuert, pp. 93-109. VELOZ MAGGIOLO, Marcio (2005): La biografía difusa de Sombra Castañeda. Madrid: Siruela.

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M A RC O

T E Ó R I C O PA R A E L E S T U D I O D E L C I C LO D E L A V I O L E N C I A C O LO M B I A N A

La omnipresencia de la violencia en América Latina, cuya fuerte incidencia en su día a día la ha convertido en cuestión cotidiana y hasta folclórica, cuenta con una larga tradición como objeto de estudio en las distintas disciplinas humanísticas. Los orígenes del fenómeno de tal violencia han sido rastreados hasta los mismos comienzos de la cultura en el continente. Ciertamente, no deja de resultar tentador tratar de encontrar en los tiempos prehispánicos elementos que justifiquen el soberano empleo de la violencia en las repúblicas latinoamericanas, buscando explicaciones en los cacareados sacrificios humanos de aquellas culturas o en sus cultos a dioses de la muerte y la destrucción. No obstante, ese empeño no resulta definitivo ni provechoso, porque realmente la cuestión violenta hunde sus raíces en eventos políticos, sociales e históricos más propios de la actualidad que de aquellas épocas de civilizaciones arcanas. Sin embargo, no debe perderse de vista un componente mitológico que actúa en la literatura actual y en el pensamiento sobre la violencia que se produce en América Latina. No es de extrañar, por otra parte, que la mitología sirva de nuevo para explicar un fenómeno cultural en América, tierra donde el realismo mágico culminó con la conjunción de todos los rasgos que otorgaban a la región esa aura de maravilla de la que todavía no ha logrado desprenderse. Así las cosas, parece imposible analizar cualquier fenómeno en el lugar que no dependa más directa o indirectamente de alguna consideración mitológica o, cuando menos, sobrenatural. En nuestro análisis de la violencia la mitología será un punto de referencia clave, aunque acudiremos también a factores sociales e históricos que muestran la complejidad del fenómeno.

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A la hora de abordar los estudios mitológicos, consideramos necesario un breve resumen de la trayectoria teórica que estos atravesaron durante el pasado siglo. Cuando el estructuralismo de Lévi-Strauss volvió a poner de moda la mitología, Freud ya había resucitado viejos arquetipos y centrado su psicoanálisis en el complejo de Edipo, valiéndose de la tragedia de Sófocles para fundamentar el desarrollo psicológico del individuo. Los estructuralistas rápidamente se lanzaron a encontrar edipos, electras, ícaros y arcas de Noé en el resto de culturas del mundo, creyendo en la existencia de una especie de superestructura, más allá de la historia, anclada en la biología y la psicología humanas, que explicara la aparición de estos mitos en prácticamente la totalidad de los universos culturales. El prestigio académico de los métodos y objetivos del estructuralismo duró hasta que los diferentes movimientos agrupados bajo el difuso término de ‘postestructuralismo’ trataron de demostrar la inexistencia de tales leyes universales y devolvieron al contexto histórico todas las estructuras estudiadas hasta los años sesenta. Las filosofías de Foucault y Derrida, junto con el empuje del multiculturalismo, los estudios de género y el poscolonialismo, trataron de echar por tierra toda cimentación teórica que pudiera sustentar teorías sobre verdades últimas, universales o esencialistas, en una reivindicación consistente en defender la valía de la diversidad, la pluralidad y el fin de la hegemonía de Occidente como ejecutor de un discurso válido para todos. Una cita de Barthes basta para resumir toda la polémica antiesencialista que los postestructuralistas desarrollaron en sus tratados: “se pueden concebir mitos muy antiguos, pero no hay mitos eternos [...]. La mitología sólo puede tener un fundamento histórico, pues el mito es un habla elegida por la historia: no surge de la ‘naturaleza’ de las cosas” (1957: 200). Estos postulados siguen vigentes en el pensamiento académico de los estudios culturales actuales, aunque en las últimas décadas ha habido avances científicos que han sido aprovechados por ciertos teóricos para insinuar la existencia de esa ‘verdad última’ que nunca admitieron los postestructuralistas. El físico Fritjof Capra se atreve incluso a sugerir la reincorporación de las teorías junguianas en las disciplinas humanistas: “[existe] la intrigante posibilidad de relacionar la física subatómica con la psicología de Jung y, tal vez, incluso con la parapsicología, arrojando al mismo tiempo cierta luz sobre el importante papel jugado por la probabilidad en la física” (1975: 125). Si los estudios culturales continúan en esta línea, la gran pesadilla del postestructuralismo que representaba Jung con su teoría del inconsciente colectivo podría volver a ser empleada como una metodología válida. Desde este punto de partida teórico, un artículo como el nuestro, donde se intenta demostrar la validez de ciertos arquetipos míticos en la literatura colombiana contemporánea, puede parecer reductor, forzado e, incluso, esencialista. Sin embargo, nuestro afán no es tanto el de denunciar la existencia de leyes universa-

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les y de esencias en las obras analizadas como el de describirlos en aquellos casos donde se siguen empleando. Si bien es cierto que coincidimos con el postestructuralismo en sus ataques a la razón universalista, nuestro empeño consiste en analizar cómo ciertos arquetipos míticos siguen incidiendo en la psique de los autores hispanoamericanos a la hora de generar una literatura que explica una realidad macabra enraizada históricamente en el uso y abuso de la violencia. Aunque no encaje con el deseo postestructuralista de derrocar todo esencialismo en las manifestaciones artísticas, este estudio pretende hacer una aproximación objetiva al empleo del mito en las narraciones contemporáneas. No engloba dentro de sus propósitos hacer una crítica histórica de los motivos que llevaron a los autores estudiados a incluir en sus obras esas resonancias míticas. Acercándonos ya al corpus textual estudiado, debemos señalar que este análisis del mito en la literatura colombiana se basa en la novela Rosario Tijeras, cuyos esquemas y temas se pondrán en relación con la poesía colombiana más reciente, en un ejercicio de literatura comparada que pretende asentar y justificar la transversalidad propia de la violencia americana. Tras este ejercicio, resultará evidente la multidimensionalidad de la compleja realidad de la violencia americana, cuestión polifacética que continuamente sigue siendo abordada por las conciencias artísticas del continente.

LA

M U E RT E V I VA

La historia latinoamericana ha estado marcada, desde sus mismos comienzos, por actos violentos, represalias, represiones, revoluciones, dictaduras y prácticas económicas, como el imperialismo o el narcotráfico, que han hecho de la violencia el eje desde el cual actuar a la hora de provocar cualquier actuación en la realidad histórica. Tal abuso de la violencia ha acabado por configurar en la literatura una imagen de la muerte como reina todopoderosa, como huésped no invitado pero presente en todas las comunidades, que extiende sus garras hacia cualquier ámbito de la realidad. Hemos querido aludir a este rasgo de la muerte en América mediante el oxímoron “muerte viva”, inspirado en los siguientes versos del poema “Corpus”, de Omar Ortiz (2002): “Mi gente se me muere / falta de savia, / y los que quedan, / viven, / como la muerte”. Estos versos desesperados dan cuenta de lo único que queda tras tantos siglos de violencia: la muerte viva, un concepto que va más allá de la simple muerte. Mientras que la muerte es un momento puntual que pone fin al discurrir vital, la muerte viva se extendería en el tiempo, perdiendo esa puntualidad que caracteriza a la muerte natural. En un alarde paradójico, se convierte en un ser vivo más porque su presencia llega a ser

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más importante y actual que la de la vida misma, que se trueca algo frágil, quebradizo y muy poco duradero. El concepto de muerte viva del que estamos hablando supone, por tanto, invertir valores semánticos que se aplican a la muerte (que es corta, puntual y momentánea) a la vida (que es larga, adaptable y duradera), de manera que obtenemos una vida corta, puntual y momentánea y una muerte larga, adaptable a todo y prolongada en el tiempo. Cuando la muerte es ya un hecho presente en la vida cotidiana, las manifestaciones folclóricas enseguida la acogen y la representan por doquier, dando muestra de una gran permeabilidad en el inconsciente colectivo de buena parte de América Latina. Famosa muestra de ello es la representación de las calaveras y altares típicos de la festividad de Todos los Santos mexicana, que celebran la muerte y el culto al antepasado desprovisto de la lúgubre y funesta melancolía de su equivalente europeo. El mismo Omar Ortiz, ya citado, también poetiza sobre esta tremenda ambivalencia de muerte y manifestaciones folclóricas alegres, resultado de un pueblo acostumbrado a partes iguales tanto a las celebraciones funerales como a las vitalistas. Su poema “Geografía” da cuenta de esa convivencia posible entre lo cotidiano y lo mortal, propio de aquellos lugares donde la gente ya se ha acostumbrado a los malos agüeros: [...] Me cuentan que la nieve, a veces, huele a sal. Sé, eso sí, que en esta geografía donde habito los ríos arrastran la miseria y la sangre que abona la mata de café antes de la cosecha [...]. Pero en la calle hay fiesta y la mujer que amo agota en su cuerpo las miradas y se ríe y me besa.

Hastiado de esa funesta cotidianeidad, el poeta Juan Manuel de Roca (antologado en Ortiz 1997: 61) también presenta en el poema “Una carta rumbo a Gales” una relación de las consecuencias de la violencia continua. El autor contesta a una señora en una carta acerca de la maravillosidad y la hermosura que se presupone en tierras americanas, reconociéndola como cierta pero ensombrecida por las labores de la violencia1. De nuevo, es al final del poema donde encontramos los versos que apoyan nuestra vinculación con la temática de la muerte viva: “No

1 Alejo Carpentier, referente principal en la explotación de la idea de América como una tierra maravillosa, no duda en recordarnos que lo maravilloso no sólo radica en la hermosura del continente mestizo, pues también surge de lo horrible y lo grotesco. Señalaba en su conferencia Lo barroco y lo real maravilloso (1995) que lo maravilloso es simplemente lo extraordinario, y ello incluye también la visceralidad del castigo de Prometeo o el horror de la mirada de la Me-

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sospecha usted lo que es vivir / entre lunas de ayer, muertos y despojos”. La vida es una vida entre muertes, nos dice, y ello contrarresta las “palmeras cantoras” y “las orquídeas” que crecen por doquier. No puede contemplar su naturaleza sin la sombra que sobre ella arroja la violenta acción humana de las últimas décadas. El mismo autor habla sobre ello en un artículo titulado “Poesía y violencia en Colombia”, de donde citamos a continuación: Ejercer esa lucidez en medio de un país cruento donde la guerra siempre viene después de la postguerra, no resulta propicio cuando ese mismo país parece fijo como una bicicleta estática a un paisaje de barbarie acrecentado por diferentes fases de la violencia: la partidista, la guerrillera, la de la delincuencia común, la del terrorismo de estado y sus eslabones paramilitares, la del narcotráfico... La masacre de hoy borra la masacre de ayer pero anuncia la de mañana (2002: 46).

Esta autogeneradora muerte también aparece en otros poetas que, como Samuel Jaramillo, observan la reiteración continua que la muerte violenta genera. Su poema “Muerte dos veces” (cuyo título refrenda nuestra consideración de la muerte como fenómeno repetitivo y extensible en el tiempo) habla de “la vieja compañera / de la cual no podemos librarnos”, personificada como un ser vivo que habita en nosotros y entre nosotros: “la sabemos habitando en cada latido de sangre” (1983). Estos versos de Jaramillo nos sirven para dar comienzo a la introducción de la novela de Jorge Franco Ramos que analizaremos en este estudio. La novela también concibe la muerte como ente omnipresente, que no causa asombro y es parte de la cotidianidad más observable. Sirva como ejemplo para ello el siguiente párrafo que abre el capítulo 7 de la novela: Hasta la sala de espera ha entrado el violeta maluco que anuncia el amanecer [...]. El viejo que me acompaña duerme con la boca abierta y un hilo de babas le chorrea la camisa. He tenido la impresión de que yo también me he quedado dormido por un momento [...]. Nadie caminaba por los pasillos. Al fondo, la enfermera de turno sigue profunda detrás del mostrador. Un frío se me ha metido de pronto al cuerpo, me he arropado con mis brazos, pensando que no venía de fuera, sino que se me había escapado de adentro, justo en el instante en que me di cuenta de la quietud anormal que reinaba en el hospital. —Se murieron todos —pensé. Pero cuando veo que ese “todos” también incluye a Rosario, hago ruidos con los pies, he tosido, he mecido mi butaca para cortar ese silencio (1999: 85).

dusa. Por ello, también entra a formar parte en la historia de las maravillas de América su sobrecogedor uso de la violencia, cuyos hitos sangrientos no dejan de asombrar a cualquiera que se acerque a su historia.

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La novela da cuenta de la vida de Rosario Tijeras a partir de las reflexiones de Antonio, el narrador de la historia y amigo íntimo suyo, que aguarda las noticias de la intervención de urgencia realizada a Rosario, recién herida por una bala, en la sala de espera de un hospital, presidida por un reloj cuyas horas no avanzan, significativa imagen que ya comentaremos más adelante. La tal Rosario Tijeras es la alegórica protagonista, paradójicamente vivaz, de esta novela concebida por Franco Ramos y laureada con la Beca Nacional del Ministerio de Cultura, el premio nacional que cada año concede esa institución colombiana. El personaje que da título a la novela es una singular barriobajera involucrada en los circuitos de la droga y las armas. Su figura coincide con el prototipo que venimos diseñando de “muerte viva”: es una mujer incombustible, incluso parece que eterna e inmune, que siempre ha salido indemne de los riesgos y trampas de su entorno. Suele aparecer en la acción del libro casi de la nada, sorprendiendo a Emilio, su novio, y Antonio, narrador y amigo de éste, para pasar un tiempo con ambos y volver a esfumarse repentinamente. Los tres encarnan un triángulo amoroso del que resulta difícil hallar una escapatoria para ninguno de ellos: el novio sabe lo nociva que es la compañía de Rosario, pero es incapaz de dejarla; el amigo, profundamente enamorado y seducido también por la mortífera protagonista y por último, la misma Rosario, que como América Latina entera parece incapaz de abandonar el ritmo de violencia, tráfico de drogas y corrupciones en el que se crió desde pequeña. De hecho, resulta destacable el hecho de que el personaje fuese violado por uno de los amantes de su madre en su misma infancia, si hacemos una lectura metonímica de la novela con respecto a Latinoamérica. Consideremos Europa al padre de América, el que la presentó al mundo, y es fácil hallar la figura de violador en su historia, si recordamos los saqueos, expolios y procesos de conquista que España prorrumpió en todo el nuevo continente2. Hija de una violencia precoz, ese gen de abuso 2

Resulta inevitable mencionar a Pablo Neruda como el literato que mejor ha reflejado este proceso de violencia histórica en su poesía, de tal manera que sus aportaciones sirven para basar casi cualquier análisis de la violencia latina. Por ejemplo, su poema “Vienen por las islas”, incluido en su Canto general (publicado en 1950), culpa de la situación actual a los primeros conquistadores españoles, a los que llama “carniceros” que “desolaron las islas” en una “historia de martirios”. Todo ello realizado en nombre de una “Virgen del Garrote”, advocación que une la religión con la violencia en una metáfora brillante. La cruz la crearon los conquistadores con “huesos / rígidamente colocados / en forma de cruz”, es decir, con los despojos de las guerras de conquista. Explica así Neruda el origen de la violencia americana en un agente externo, ajeno al continente, idealizando la pureza del indio precolombino (“aun en la muerte no entendían”) que fue contaminado con las maneras occidentales. De mayor contemporaneidad es el tratamiento otorgado a la violencia dentro del Canto general, destacando el poema “Cómo nacen las banderas”, que narra el proceso transcurrido desde que se cose una bandera en América por las manos pacientes del pueblo hasta que se implanta, bordada con sangre (“El rojo, gota a gota,

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podría ser una explicación a la práctica continua de la violencia en América. Hay fragmentos de la novela que no dejan duda acerca de esa sinécdoque de Rosario Tijeras con toda su área geográfico-cultural: Al menos engañarse, como estamos todos los que creemos que la cuestión [el estilo de vida de Rosario Tijeras] se resuelve con una profesión, una esposa, una casa segura y unos hijos. La pelea de Rosario no es tan simple, tiene raíces muy profundas, de mucho tiempo atrás, de generaciones anteriores; a ella la vida le pesa lo que pesa este país, sus genes arrastran con una raza de hidalgos e hijueputas que a punta de machete le abrieron camino a la vida, todavía lo siguen haciendo; con el machete comieron, trabajaron, se afeitaron, mataron y arreglaron las diferencias con sus mujeres. Hoy el machete es un trabuco, una nueve milímetros, un changón. Cambió el arma pero no su uso [...] No sabemos lo larga que es nuestra historia pero sentimos su peso. Y Rosario lo ha soportado desde siempre, por eso el día en que nació no llegó cargando pan, sino que traía la desgracia bajo el brazo (ibíd.: 41).

La justificación de Rosario Tijeras como personaje alegórico de toda una nación (que no se reduce únicamente a Colombia sino que bien podría representar al conjunto de Latinoamérica) se acentúa al encontrar en la novela otro operante más propio de la literatura en este continente: el halo mítico e irracional que activa su funcionamiento como alegoría. Nos estamos refiriendo a cierto uso que del realismo mágico realiza Franco Ramos en su novela, que si bien no puede englobarse dentro de esa corriente sí comparte con ella muchas constantes propias de la literatura americana que acabaron identificándose en la corriente por antonomasia de la región. Resulta fácil observar una amalgama de realidad y mito a lo largo de las páginas de Rosario Tijeras, inevitable en cuanto se infunde a la protagonista de esa faceta de entidad colectiva y abstracta3. Esta “muerta viva” es la eniba naciendo”). El origen de las naciones y el de la violencia se confunde, y así nos lo presenta Neruda en todo un alarde de intuición poética que sirve al presente estudio para relacionar las cercanas conexiones entre política, violencia e identidad cultural. 3 Nos interesa en este caso esa posibilidad del realismo mágico de narrar los hechos que pertenecen al imaginario colectivo y se instauran en una concepción mágica o maravillosa de la realidad. Tal y como Miguel Ángel Asturias consigue con su realismo mágico —siguiendo las observaciones de Irlemar Chiampi (1983)—, la anécdota de este tipo de narraciones es entendida por un colectivo concreto que se siente representado por la obra literaria, portadora de su ideología. El mismo Asturias defendía que El Señor Presidente encarnaba al dios maya Tohil, actualizando sus deseos de sacrificios humanos puestos en marcha por su autoritarismo, según su conferencia «El Señor Presidente como mito» (1999). Del mismo modo, el lector de Rosario Tijeras puede entender a la protagonista como una auténtica encarnación de la psique autóctona, cuya articulación sólo es comprensible a partir de la experiencia histórica, social, cotidiana y mítica que en aquella tierra se experimenta.

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carnación misma de décadas y siglos de violencia por el narcotráfico, por motivos políticos, pasionales, sociales o históricos. El narrador no nos deja duda acerca de esa identificación casi paralela de la protagonista con una noción tan abstracta como la muerte, pero a la vez, tan carnal como ella: “hacía mucho tiempo que no la veíamos [...]. Rosario y muerte eran dos ideas que no se podían separar. No se sabía quién encarnaba a quién pero eran una sola” (ibíd.: 113). Una vez identificado el componente mítico inexcusable en la novela, podemos proceder a analizar su funcionalidad dentro de la misma, que no es otra sino vincular el personaje —lo que representa— con todo el fenómeno de la violencia americana, poseedora de una faceta mítica que queda inmortalizada al quedar plasmada en el acervo imaginario del continente.

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AC T UA L I Z AC I Ó N D E U N M I TO

No es posible hablar de mito sin estudiar el colectivo sobre el cual ese mito se asienta y explica. Que Rosario Tijeras es la continuadora de un arquetipo mítico americano es una obviedad: la sicaria es la representante del mismo principio femenino portado por deidades y leyendas americanas como Mapiripana o la Llorona. La indiecita Mapiripana es una leyenda colombiana dada a conocer por Eustasio Rivera en La vorágine, donde relata cómo Mapiripana castigó la lujuria de un misionero aficionado a las indígenas, y los monstruosos hijos que nacieron de esa unión. El caso de la Llorona es bien conocido: la versión mexicana la culpa de haber matado a los tres hijos que había tenido con un soldado español tras el repudio de éste, suicidándose después del infanticidio. Pues bien, estas figuras mitológicas propias del acervo americano encuentran su eco en otras personalidades míticas universales como las de Perséfone, Kali o la nahua Tlaltecuhtli (perteneciente, por tanto, a la tradición prehispánica). La primera es bien conocida en la tradición occidental por ser reina del inframundo y la morada de los muertos, a la vez que dadora de la primavera y la fecundidad de la tierra cuando retorna a la superficie. Por su parte, la diosa Tlaltecuhtli está vinculada con la tierra en el panteón nahua, y es comúnmente representada (tal y como figura en la losa excavada en 2006 en el Templo Mayor de la Ciudad de México) en posición de parto, comiendo y bebiendo de la misma sangre que mana de su vientre maternal. Igual de visceral resulta la diosa Kali, la Negra, representada en uno de los muchos mitos que hablan de ella como doncella recién salida del Ganges, según la observó el místico Ramakrishna. Acto seguido, la doncella dio a luz a un bebé al que amamantó tiernamente, para transmutarse después en un aspecto horrible y acabar por devorarlo (Campbell 1949: 109).

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De todas estas representaciones míticas puede enriquecerse el estudio del personaje de Rosario Tijeras4. Como las tres diosas, da cuerpo a una conciencia mítica universal que vincula lo femenino, la reproducción, la fecundidad y, por ende, la sexualidad, con la muerte y la destrucción. El sexo es el secreto de la vida, la clave para su existencia y continuación, pero por ese mismo motivo es la llave de la muerte, ya que toda vida está destinada a la fatalidad. Así es como el antropólogo Jensen describía las ceremonias de entradas a la pubertad y vinculaba la procreación con la muerte: “las ceremonias de pubertad recuerdan el hecho de que la capacidad de procrear, para los hombres, deriva del primer asesinato mítico e iluminan asimismo el hecho de que la mortalidad es inseparable de la procreación” (cit. en Eliade 1991: 47). Por ello, Perséfone reina tanto en los Hades como en la primavera, Tlaltecuhtli se alimenta de la criatura que acaba de alumbrar pronosticando su muerte, Kali consume el bebé que antes había bebido de su pecho el líquido de la vida y, en la misma línea, Rosario Tijeras, cuando besa, provoca en el receptor del beso el sabor de la muerte, compañera cósmica del acto sexual: —Sus besos saben muy raro. —¿Cómo a qué? —le pregunté. —No sé. Es un sabor muy raro —me dijo—. Como a muerto (1999: 106)

La misma interconexión entre lo femenino, el sexo, la violencia y la muerte se insinúa en las primeras líneas que abren la novela: Como a Rosario le pegaron un tiro a quemarropa mientras le daban un beso, confundió el dolor del amor con el de la muerte. Pero salió de dudas cuando despegó los labios y vio la pistola (ibíd.: 11).

Todo el discurso mitificante, subyacente en el personaje, se aprovecha de esa práctica concomitante con el realismo mágico que presenta hechos cuya veracidad es problemática. En este sentido, la novela se sitúa en esa delgadísima línea roja entre la realidad y la fantasía en la que Bruner sitúa a las narraciones míticas (1968: 279). Las anécdotas relatadas de Rosario son misteriosas e inciertas, pues “se comenzaron a crear historias sobre ella y era imposible saber cuáles eran las 4

Aunque en este análisis no nos detengamos en cuestiones más accesorias, es pertinente recordar que Rosario Tijeras también practica el ritualismo como forma de asegurarse la victoria de sus mortales empresas. Poner las balas a hervir en agua bendita, dirigir su plegaria y “Oración al Santo Juez” (indicada al comienzo de la novela), cubrirse de varios escapularios católicos o realizar ciertas prácticas satánicas son acciones que aún acercan más al personaje a un plano espiritual, mitológico o religioso, potenciador de su valor como símbolo de una cultura popular vertebrada por creencias mágico-religiosas.

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verdaderas. Las que se inventaban no eran muy distintas de las reales [...]. Su historia adquirió la misma proporción de realidad y ficción que la de sus jefes” (1999: 90). Elevada a la categoría de diosa por poseer atributos de éstas, resulta más fácil a Franco Ramos hacer de su sicaria un símbolo y una abstracción no sólo de la condición violenta de América Latina, sino de la humanidad entera. Podría considerarse que a través de su obra la realidad americana nos recuerda la íntima relación entre sexo, vida y muerte, fronteras que en Occidente parecen traspasarse con más dificultad que en otros contextos culturales. De esta manera se presenta la realidad americana no como algo extraordinario, sino como portavoz de un hecho natural y universal, común a todos los hombres por hallarse en su misma condición de seres sexuados y mortales. E igual de común resulta la historia de amor imposible que se desarrolla en la novela, con el protagonista narrador como centro, que anhela la unión con la asesina, perdidamente enamorado de ella y fascinado por su seductora personalidad. Esa historia de amor sí mantiene un marcado ingrediente romántico, que sigue siendo atribuido estereotípicamente a la cultura latinoamericana: la fuerza de la pasión y la turbulencia amorosa. La representación mitológica que porta Rosario Tijeras se ve potenciada por la pasión que la caracteriza y recorre toda la obra: pasión por la vida, por la muerte, por sus hermanos, por sus amigos, por la comida, el sexo o por las drogas. Nada es tibio en la novela, siendo la visceralidad el tono más constante de su lenguaje. Aun a sabiendas de que está enamorado de la misma muerte, Antonio no puede dejar de quererla, e incluso cuando logra un acercamiento sexual con ella es consciente de la ambivalencia muerte-vida o placer-dolor que la pasión sexual implica. Antonio es consciente de asumir ambas caras de la misma moneda, ese amor y ese dolor unidos: Me gustaría besarla, recordar el sabor de tus besos, “tus besos saben a muerto, Rosario Tijeras”, ya Emilio me lo había advertido y pude comprobarlo después, se lo dije cuando la besé, cuando no sé por qué comenzamos a agredirnos, después de querernos, como cobrándonos el pecado, o porque así era su forma de querer, o porque así es el amor (ibíd.: 191).

Y, sin embargo, llega a comprender que tanta irracionalidad y bravura, a pesar de formar parte de su vida y sus deseos, ha podido conducirle a la nada. Así reflexiona cuando finalmente la novela se cierra con la muerte de Rosario: Uno siempre se pregunta dónde anda Dios cuando alguien muere. No sé que voy a hacer con todas las preguntas que aparecerán a partir de ahora, ni qué voy a hacer con este amor que no me ha servido para nada. Tampoco sé qué voy a hacer con tu cuerpo, Rosario (ibíd.: 195).

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La historia del amor secreto, un amor loco que ha alimentado toda la novela, se trunca en su final y se revela estéril: al fin y al cabo, de lo que estaba enamorado el narrador era de una “muerta viva”, de una alegoría de su propio país, de una realidad política que no deja de consumir a quien se acerca a ella.

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E S PI R A L D E L A M U E RT E Y S U AT E M P O R A L I D A D

Nacidos del tratamiento metafórico dado a la violencia en la novela coexisten en ella otros dos elementos que amplifican su alcance simbólico. Nos referimos a la cuestión de la estructura en espiral de la acción novelesca y a la atemporalidad que marca todo el relato e inscribe la novela en un tiempo separado del mundo empírico y cercano al mítico. La cuestión de la espiral es un rasgo prácticamente común a toda la literatura de la violencia. Consiste en concebir el acto violento, el abuso, la represión y las atrocidades como causa y efecto de sí mismos: la violencia no deja de engendrar más violencia. A partir de un análisis de Crimen y castigo, René Girard, cuyos estudios antropológicos sobre la violencia son un punto de partida imprescindible, atiende al abuso histórico de la violencia con unas palabras que bien recuerdan a las del Roca intelectual que citábamos arriba: “la contraviolencia viene a ser lo mismo que la violencia” (1984: 146). El mismo Neruda, que había condenado la violencia americana e inculpado a los conquistadores españoles, se muestra partidario de la revolución y la acción violenta en algunos poemas de su Canto general, como el que elogia a la figura de Recabarren (1876-1924; importante militante izquierdista durante el período de formación del comunismo chileno) con los siguientes adjetivos: arena, arcilla, escuela, casa, resurrección, puño, ofensiva, orden, desfile, ataque, trigo, lucha, grandeza, resistencia; promete “continuar tu camino / hasta la victoria del pueblo”. La violencia es así una forma de política y de encontrar soluciones a los problemas de la realidad latinoamericana. Neruda es consciente de ese poder transformador y lo defiende como posible vía contra las injusticias sociales, e incita a la rebelión del pueblo ante las fechorías de los opresores, como bien ejemplifica su “América insurrecta”, dentro de Canto general. La poesía, por tanto, recoge esa tradición de violencia, esa “marca endémica” del continente, existente desde sus más tempranas ontologías y acentuada tras su encuentro con Occidente. Es casi imposible escaparse de esa vorágine de venganzas que genera el acto violento. Al mismo nivel actúa Rosario Tijeras, a quien le “pesa su país”, y actualiza a nivel cotidiano —el de los circuitos del narcotráfico— todo el privilegio del que goza la violencia en América. A lo largo de la novela asistimos a varios intentos de la mortífera Rosario de abandonar su estilo de vida: dejar de matar, las drogas, las reuniones orgiásticas,

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la gula que le asedia tras cada trabajo... Sin embargo, no es posible la resolución de esa espiral devoradora, y la muerte de la protagonista es un punto más dentro de esa geometría del asesinato que interrelaciona toda América. Yendo más allá de las anécdotas del argumento, Franco Ramos llega a articular un lenguaje representante de esa espiral omnipresente que flota sobre toda la acción y las palabras de sus personajes. Obsérvese el siguiente fragmento de la novela y las palabras que hemos decidido destacar en él: Rosario se hundía vertiginosamente en su depresión y de paso me arrastraba. Trataba de dejar infructuosamente la droga, en las noches me tocaba salir, presionado por su desesperación, a buscarle algo en las “ollas” más tenebrosas. Pero a la mañana siguiente volvía a llorar la culpa de su recaída, maldecía la vida que vivía y nuevamente juraba sus buenos propósitos (1999: 132).

Todas las palabras marcadas denotan movimientos ascendentes, descendentes, depresiones, oquedades, corrientes que arrastran, verbos de aspecto reiterativo, adverbios de tiempo que también inciden en esa idea de repetición y elementos que pueden dibujar en la cognición del receptor una geometría conceptual en espiral. El mismo plano lingüístico llega a contagiarse de esa realidad omnipresente de la violencia, que por medio de su espiral acaba engullendo a todos sus practicantes y aledaños. Como es lógico, esta espiral no se presenta en la realidad americana en momentos puntuales, sino que prolonga su rango de acción a toda su eternidad, invirtiendo el paso histórico del tiempo y reinando por encima del acontecer puntual de las acciones. Es una forma más de presentar esa omnipresencia de la muerte en el continente, de esa muerte viva que definíamos al comienzo del artículo, y que en la novela aparece simbolizada mediante el reloj que preside la sala de espera donde el narrador aguarda noticias de la intervención a la agonizante Rosario. Tal reloj marca desde el comienzo de la novela las cuatro y media, y no se mueve de esa hora5 ni siquiera al final de la acción, cuando ya había amaneci-

5 Es común hallar también en la literatura americana esta imagen del tiempo detenido. El peculiar uso del tiempo en Pedro Páramo (1955), de Juan Rulfo, es un ejemplo central en esa configuración inmutable del tiempo, detenido por la muerte en un momento fatal que nunca parece terminar. En este sentido, Correa Rodríguez recoge las reflexiones de Coddou acerca del uso del tiempo en las novelas de Rulfo, que no es cronológico, sino interior, vivido desde la conciencia e integrado con la idea de la muerte (1992: 334). El tiempo cronológico, ideado e impuesto desde Occidente, es falso en cuanto que convencionaliza el transcurso del tiempo en detrimento de la percepción subjetiva, vivida por cada sujeto. Tal vivencia personal es la que explica la parálisis del reloj en Rosario Tijeras, pues el protagonista vive esas horas en la sala de

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do: “—Qué raro —dijo el viejo enfrente de mí—. Ya es de día y ese reloj sigue marcando las cuatro y media” (ibíd.: 172). Esta parálisis temporal, que nos es recordada a lo largo de casi todos los capítulos de la novela cuando el narrador ojea periódicamente el reloj, es aneja al estado de eternidad en el que se encuentra la muerte sobre el continente americano. Es imposible salirse de ese tiempo eterno y comenzar una nueva historia, un nuevo tiempo diacrónico, mientras que la espiral de la violencia siga imperando las acciones de los americanos. El símbolo del reloj parado connota la parálisis histórica y el retraso al que el continente se halla sometido por las continuas agresiones, ataques terroristas, violencias del narcotráfico, actos paramilitares, guerrillas revolucionarias y contrarrevolucionarias, secuestros exprés y vueltas a empezar que sus agentes históricos no dejan de perpetrar. El final de la novela está, ciertamente, presidido por un amanecer, pero únicamente físico, meteorológico, que no tiene nada que ver con un amanecer histórico, pues en el plano mitológico actante en la novela aún opera esa diosa mortífera que la violencia ha entronizado. Será el pueblo americano el que deba construir esa paz que sí implique un auténtico amanecer. Mientras tanto, el amor es imposible, igual que la relación entre el narrador y Rosario, que nunca llegó a realizarse satisfactoriamente, ni habría podido hacerlo en los tiempos de muerte que enmarcan la historia.

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I M P O S I B I L I D A D D E U N F U T U RO

Una vez que nos hemos adentrado en el terreno temporal de la novela para desenmascarar el tiempo mítico —eterno— que actúa en ella, consideramos necesario hacer algunas consideraciones sobre el futuro que puede esperarse del continente. Las conclusiones que alcanza Franco Ramos son análogas a las de varios poetas que han tratado el tema de la posteridad, y por ello resulta útil el contraste. No es necesario un análisis profundo para encontrar que el aspecto más compartido entre las diferentes prácticas literarias es el descreimiento en un futuro americano, mientras el presente siga anclado en esa eterna espiral violenta. La po-

espera del hospital en íntima convivencia con la muerte, sentenciadora del tiempo humano. En el ámbito poético, Omar Ortiz constituiría un ejemplo de esta temporalidad detenida, utilizada para narrar toda la desesperación que la violencia ha dejado en América y que se condensa en “las seis”, como ocurre en este poema del cual habíamos extraído los versos citados al comienzo de este artículo: “Son las seis / Y en mi pueblo / Todo es tristeza. / Dura tristeza fría, / Filosa, hiriente, / Como un puñal de jade / Sangra a mi gente. / Son las seis / Y en mi pueblo / Todo se muere. / Como mueren los ríos / Muy lentamente. / Mi gente se me muere / Falta de savia, / y los que quedan, / Viven, / Como la muerte”.

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esía de Juan Manuel Roca presenta la desilusión y el dolor que le produce la marcha de su tierra, solución inevitable si quiere alcanzar algún futuro y, de esa manera, reactivar el tiempo histórico, como muestra el siguiente fragmento de “Carta en el buzón del viento”: Nos hemos visto dando nombres propios a un vacío: Hay un poblado de hombres desaparecidos Y es frecuente escuchar en las calles y en los bares A las gentes que hablan de abandonar un país como un barco que naufraga. Sin saber para quién, Escribo esta carta puesta en el buzón del viento, Desde una nación donde alguien proscribe el sueño, Donde gotea el tiempo como lluvia envilecida Y la risa es condenada por traición a los espejos. No sé a quién pedirle que abra su ventana Para que entre esta carta puesta en el buzón del viento (1987: 19).

“Sin saber para quién” va dirigida esta carta que resume las condiciones en que ha quedado el continente sin futuro que es América, tierra donde “alguien proscribe el sueño” y cualquier proyecto parece condenado al fracaso. Es significativo observar también el tratamiento del tiempo en el poema, que “gotea”. No es la parálisis eterna a la que se hallaba sometido en Rosario Tijeras y su tiempo pseudomítico, sino que ahora gotea, se escurre, se resbala y no forma un todo contingente que pueda servir para desarrollar algo. Es evidente que la omnipresencia de la muerte altera el tiempo en las psicologías de los creadores que la retratan. La solución aportada por el poema es la triste emigración: “las gentes hablan de abandonar un país como un barco / que naufraga”. Parte de esta desesperación ante la cotidianeidad de la muerte nace de una pérdida de valores y creencias en una justicia divina, motivada por la ausencia de un deus ex machina que finalmente pusiera las cosas en orden y ayudara a los forjadores de la paz. Poemarios desangelados en esta línea son frecuentes en las últimas letras hispanoamericanas, destacando el caso de Omar Ortiz en su siguiente poema breve, incluido en su antología Los espejos del olvido (2002): “No es verdad que los ojos sean el espejo del alma, / si tal ocurriera los asesinos caerían fulminados / y nada sucede cuando el torturador cruza frente al espejo / y se peina”. El autor se lamenta de la impunidad con la que el universo trata al “asesino”, que impávido puede seguirse mirando al espejo sin que su mirada llena de ira le devuelva la fechoría mortal de sus acciones. Otra poetisa de nuestros días, Mercedes Carranza, también ocupa esta misma línea de pensamiento y hace equivalentes a

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Dios y al asesino en una misma categoría en una poesía que da muestra del estado desesperado que ha llegado a alcanzar la voz poética. Así reza su poema “Soacha” (1998): “Un pájaro / negro husmea / las sobras de / la vida. / Puede ser Dios / o el asesino: / da lo mismo ya”. En ese paraje desolado por la violencia y la destrucción, ni el retorno del asesino ni la llegada de Dios pueden significar ya nada; una vez que tanto dolor ha sido infligido, cualquier pronunciamiento divino llega tarde en el sentir del poeta. En el caso de Rosario Tijeras, la retórica del naufragio de Omar Ortiz también podría ser un buen descriptor de su proyecto vital, certificado por su muerte al final de la novela. En ésta no había apenas posibilidades de futuro, pues el arrastre causado por la espiral de la violencia impedía ver más allá del problemático presente, escaqueado de vez en cuando gracias a rutinas sexuales o de estupefacientes. En algún momento de sus reflexiones mientras aguarda el pronóstico de Rosario, Antonio se plantea una solución drástica y que terminara con tanta desesperación: “Tal vez cuando salga de cirugía y se mejore le cuente todo, sobre todo ahora que ha pasado tanto tiempo, se lo podría contar como cosa del pasado y hasta nos reiríamos” (1999: 112). El iluso proyecto queda truncado con la muerte en el quirófano de la sicaria, y la espiral sigue aumentando con ella sus víctimas.

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COORDENADAS DE LA VIOLENCIA

A modo de conclusión, cabe hacer una reflexión sobre el lugar en que se ubica la violencia en América Latina después de este ejercicio de crítica transversal. Sin duda, las diferentes muestras textuales que hemos analizado sitúan la muerte en un estado de omnipresencia continua, que la hacen no sólo un hecho cotidiano, sino incluso folclórico. Tal es la penetrabilidad que ha alcanzado en la psique colectiva, que en los textos analizados se cuenta como una muerte que actúa en un plano mitológico, y que provoca que los personajes que la encarnan posean rasgos sobrenaturales y maravillosos, rasgo idiosincrático de buena parte de la literatura del continente y en concomitancia con las prácticas del realismo mágico literario. Ese estatus semidivino de la violencia hace que la práctica sea difícil de erradicar del continente, espacio totalmente abarcado por esa espiral que los textos parecían dibujar y que engulle toda la realidad americana, alimentándose continuamente de más víctimas que aumentan indefinidamente sus proporciones. Más allá de las prácticas históricas que han podido derivar en este reinado de la violencia, y que poetas como Neruda identificaban a partir de causas históricas, el mito vuelve a ser la clave interpretativa de la peculiar realidad latinoamericana, pues la aceptación natural de la muerte como parte íntegra de la vida y elemento cotidiano, recordado por arquetipos mitológicos universales como Kali o Perséfo-

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ne, es una consecuencia lógica de la peculiar epistemología con la que tal continente entiende su realidad. Ningún texto literario de los analizados carece de esa pasión sentimental y verbal que caracteriza las letras americanas contemporáneas y pueden derivar tanto en deseos de justicia y anhelos de revolución como en los más desenfrenados ejemplos de muertes por emociones tan irracionales como el amor que, aliado natural de la muerte, sigue haciendo de Latinoamérica una tierra válida para la representación mítica de realidades históricas.

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PEDRO BLANCO, EL NEGRERO DE LINO NOVÁS CALVO. SECUESTRO, TRATA Y ESCLAVITUD. SUPERSTICIÓN Y RELIGIOSIDAD EN LA FACTORÍA, EL BARCO NEGRERO Y EL INGENIO Jesús Gómez de Tejada Universidad de Sevilla

En 1933 aparece en Madrid la biografía del tratante malagueño Pedro Blanco Fernández de Trava, conocida en la actualidad bajo el título de El negrero. Dos años antes su autor, el gallego-cubano Lino Novás Calvo, había regresado a su tierra natal como corresponsal del semanario habanero Orbe, dirigido por José Antonio Fernández de Castro, tras una estancia en Cuba de algo más de una década1. Aunque su formación como escritor había comenzado en la isla caribeña con la publicación de artículos, cuentos, poemas y reseñas para Revista de Avance, Revista de La Habana o Social, su maduración como narrador, articulista y cronista comenzó en España, donde contribuyó en numerosas publicaciones periódicas que anecdóticamente le convirtieron en el autor hispanoamericano con más colaboraciones en Revista de Occidente (López Campillo 1972: 72). Dentro de los círculos letrados peninsulares recibió la propuesta de uno de los miembros de la generación de prosistas del 27, Antonio Marichalar, afín a Ortega y Gasset, de participar en la segunda de las colecciones biográficas propulsadas por este último a través de la editorial Espasa-Calpe, concretamente la serie “Vidas extraordinarias”, donde apareció la obra2.

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El estudio de Cira Romero Fragmentos de interior. Lino Novás Calvo: su voz entre otras voces (2010), enriquece, compendia y sintetiza con lucidez y amenidad la información biográfica disponible sobre el autor. 2 La primera sería “Vidas españolas del siglo XIX”, llamada “Vidas españolas e hispanoamericanas del siglo XIX” a partir del número 11 de la colección, que se inició en 1929 y se prolongó durante la Guerra Civil. Por su parte, “Vidas extraordinarias” redujo su periodo de aparición

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La doble experiencia geográfica y cultural de Novás y la bipolaridad de las circunstancias que rodearon el origen de su obra, condicionan el estudio de El negrero a una duplicidad focal que aconseja tener en cuenta, por un lado, la corriente genérica en la que surge como escritura de encargo, es decir, la biografía moderna de plena actualidad en España e Hispanoamérica desde el año 1928 y hasta finales de los años cuarenta; y, tras esto, aquella otra en la que queda inserta a través de la creación de la atmósfera esclavista en que cobra vida el sujeto histórico biografiado y el uso de una serie de recursos que ponen el texto en relación con la moda negrista europea de principios de siglo, y más específicamente con su singular concreción en la poesía y narrativa afrocubana de la época. En la vida de Pedro Blanco cumple Novás lo anunciado en su artículo de 1932, aparecido en Revista de Occidente, “Nantes en la trata de negros”, donde proclamaba que la historia del comercio humano debía hacerse integrando en el relato los cuatro pilares que permitieron su desarrollo: el armador, el factor, el hacendado y el negrero; pero sin olvidar en ningún caso el mismo objeto de intercambio: el negro. La marginalidad romántica y la pluralidad de espacios desde la que Novás construye su visión de Pedro Blanco y de la trata también puede verse anunciada en las páginas de una de las principales novelas antiesclavistas del periodo abolicionista, Cecilia Valdés (1879), de Cirilo Villaverde, donde el protagonista, heredero de una familia de la sacarocracia habanera, comenta con su madre la inmoralidad que supone la posesión y explotación de esclavos, ante lo cual la progenitora excusa a su marido y a sí misma para culpabilizar a Pedro Blanco, socio factor y negrero del hacendado, de la captura, secuestro, transporte y venta final en Cuba de los seres humanos que posibilitaban la riqueza familiar (1981: 9495). Así pues, en medio del triángulo formado por los vértices del armador europeo, del hacendado americano y del factor africano, Novás erige la figura impía y romántica del negrero, que fue según sus palabras el único enfrentado a su destino fatal, el único de los cuatro que “vivió y murió solo” (Novás 1932b: 221). Si bien la ambientación del relato durante los años de existencia de Pedro Blanco (1795-1854) y de su participación en el sistema esclavista como uno de los principales negreros y factores de la etapa ilegal de la trata emparentan la obra con textos antiesclavistas de periodos precedentes caracterizados por el mani-

a los años transcurridos entre 1932 y 1935. Enrique Serrano Asenjo, en Vidas oblicuas: Aspectos teóricos de la nueva biografía en España ‘1928-1936’ (2002), y Manuel Pulido Mendoza, en Plutarco de moda. La biografía moderna en España ‘1900-1950’ (2009), han abordado con amplitud el nacimiento y desarrollo de la biografía moderna en España. También ha profundizado en este asunto Francisco Soguero García en su tesis, inédita, “La renovación del género biográfico en España (1929-1939): estudio de las biografías vanguardistas de César Muñoz Arconada, Benjamín Jarnés y Antonio Espina” (2005).

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queísmo y costumbrismo romántico, la mirada paternalista sobre el esclavo, el alegato declamatorio o la circunscripción de los límites geográficos al espacio cubano, la narración de Novás trasciende cada uno de esos términos temáticos y estilísticos, constituyendo en este sentido una obra de singularidad evidente en la literatura antiesclavista3. Específicamente, El negrero ofreció una amplificación de la mirada abolicionista y posabolicionista decimonónica, puesto que no se redujo a las penalidades de la vida en las plantaciones azucareras, sino que supuso un recorrido por toda la amplitud geográfica y experiencial que caracterizaba el desarraigante proceso de explotación desde su rapto en el continente africano, pasando por las penalidades del Pasaje Medio y su llegada a tierras americanas, hasta su situación en el campo y en la ciudad, incluyendo las alusiones a los cabildos de nación, la sociedad secreta de los ñáñigos y las rebeliones de los cimarrones. En la cartografía triangular que resulta de la suma de los espacios en que esclavitud y trata se desarrollaron, Novás muestra rasgos de las creencias míticas de los esclavos en una doble función que permitía a los esclavistas utilizarlas como cauce de dominación y a los esclavizados, redefinirlas como lenguaje de resistencia; de tal modo que ofrece una doble perspectiva que enfoca ciertas actitudes vitales y prácticas rituales como manifestaciones supersticiosas de una mentalidad primitiva o como rasgos religiosos de una cultura ancestral4. Es en esta estrategia representativa donde se subrayan las conexiones que pueden establecerse entre la prosa lírica de Novás y algunos de los rasgos caracterizadores —enfoques, contenidos y recursos— que rodearon el surgimiento y la práctica de la poesía afrocubana. Es notable en El negrero el hallazgo de motivos de gran recurrencia en los versos afrocubanos como son, por ejemplo, la belleza y sensualidad de la mulatez, el erotismo de los ritmos y danzas marcados por la percusión del bongó o la religiosidad de ritos y asociaciones culturales. La relación con los estudios de Ortiz, considerado precedente del movimiento y uno de sus principales analistas, resulta evidente desde la mención de varios de sus libros en el apartado bibliográfico colocado como apéndice al final de la obra, más la referencia directa a pie de página de Los negros esclavos (1906). Además de utilizar este título como una amplia fuente de información válida para caracterizar la esclavitud en Cuba, Novás parece seguir los lineamientos apuntados por Ortiz, según 3

La trata fue declarada ilegal al norte del Ecuador en 1817 y en 1820 tal proscripción se extendió también al sur del mismo. William Luis estableció en su obra Literary Bondage. Slavery in Cuban Narrative una periodización en cuatro grupos de la tradición narrativa antiesclavista: abolicionista, posabolicionista, republicana y revolucionaria (1990: 4). 4 La descripción de creencias asociadas a lo supersticioso en la obra no se limita al colectivo afrocubano, sino que incluye abundantemente actitudes de grupos europeos susceptibles de ser consideradas como primitivistas, sobre todo, aquellas vinculadas al conjunto de los hombres de mar.

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los cuales un análisis minucioso y realmente abarcador del fenómeno debía centrarse en las condiciones por las que el esclavo pasaba en las distintas fases del mismo, es decir, “cómo se obtenían esclavos, cómo se transportaban a las Indias, cómo se entregaban a los plantadores” (1988: 117). Finalmente, no dejan de percibirse ciertos elementos que pueden interpretarse dentro del deseo de las clases letradas de la segunda generación republicana de elaborar un “ideal nacional” destinado a la conciliación de los distintos elementos de lo cubano en el seno de una sociedad que se pretende armónicamente mestiza (Duno 2003: 16). De modo similar a las matizaciones realizadas por Miguel Arnedo-Gómez en su revisión de la poesía afrocubana, en El negrero la descripción exteriorista de lo mulato no responde exclusivamente a la mirada lúbrica y exotista de un autor externo y desinformado, sino a la literaturización de un fenómeno real de la época recogido en la documentación consultada (Arnedo-Gómez 2006: 64, 114, 122). La búsqueda de una exacta minuciosidad y una objetiva aproximación a la trata en su diversa estructura y en múltiples lugares del mundo durante la primera mitad del XIX, más el hecho de que la perspectiva biográfica obligó a Novás a mantener el enfoque narrativo sobre el negrero protagonista priorizando su perspectiva sobre cualquier otra han suscitado visiones críticas sobre la representación del colectivo afrocubano. Uxó cita a Jorge Febles para señalar que la obra “es un libro de un solo personaje en el que se oye una sola voz, que ‘excluye casi del todo la palabra expresa del africano, ente oprimido que desempeña el papel de coprotagonista colectivo’” (2010: 168; Febles 2001: 758). Igualmente, Aymée González Bolaños asevera que el mulato en la obra “totaliza el mal social”, puesto que el “carácter mulato, de hombre doble” se convierte en una cualidad idónea para el ejercicio de la trata desde el momento en que el narrador afirma que toda ella “fue obra de mulatos (fuera en el color de la piel, fuera en el color del espíritu). Y Pedro era un mulato por dentro”. Ello hace afirmar a González Bolaños que “el mestizaje se convierte en una categoría ontológica metafísica que impide la comprensión de la trata, el reconocimiento de justas relaciones causales, con lo que se reafirma la incomprensión y el pesimismo en lo que concierne a la integración histórica de un continente mestizo, transculturado” (2003: 549). Desde esta evidencia puede precisarse que la posición de Novás en la corriente de preocupación o de fascinación por el mundo negro adquiere personalidad propia, puesto que el tratamiento que le concede a esta figura no culmina en la sublimación de su universo, ni en la simple y directa denuncia de su realidad marginal. La mirada descarnada del autor y la impiedad del cosmos retratado dificulta considerablemente la visión de la mulatez en la obra dentro de ese deseo de cubanía ideal descrita en los conceptos significadores de hibridez característicos de la época —el “ajiaco” y la “transculturación” de Fernando Ortiz o “el cóc-

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tel” y el “color cubano” de Nicolás Guillén— que fueron analizados en la crítica temprana del afrocubanismo como el reflejo de la natural y armónica mezcla étnica de la isla; y más tarde, principalmente desde el afrohispanismo, como un “linchamiento” de la etnia negra sacrificada en beneficio de un supuesto equilibrio homogeneizador (Jackson 1976: 1, citado en Arnedo-Gómez 2006: 9; S. Jackson 1986: 31). Sin embargo, la similitud de ese mestizaje interior de Blanco con el prólogo de Guillén a Sóngoro Cosongo (1931), donde afirma la espiritualidad mestiza de Cuba, que acabará dando a la piel del cubano su “color definitivo” (2002: 91-92), no permiten descartar la posibilidad de que Novás a pesar de todo mantenga la prevalencia del mestizaje como camino futuro del país una vez superada la herencia degradante de las bases esclavistas y también neocoloniales sobre las que se había asentado y se asentaba la actualidad cubana, a la vez que, más allá de la culpabilidad europea, parece diluir en una dimensión común o criolla la cuota de responsabilidad histórica devenida del sistema esclavista. Esta visión se refuerza mediante el análisis simbólico del silenciado grito agónico de la masa esclava en las bodegas de los negreros como un recurso acorde con lo que Luis Duno Gottberg, utilizando el verso de Marcelino Arozarena, llama “canción negra sin color”, según el cual la clase letrada se encargó de “administrar la cubanidad” por medio de la elaboración del “mito del mestizaje”. Duno, entre otros ejemplos, cita cómo Juan Marinello, en “Negrismo y Mulatismo”, uno de los ensayos de Americanismo y cubanismo literario (1932), “desplaza lo racial en función de lo humano” al aseverar que “el grito negro no puede ser más alto que el grito amarillo ni que el grito blanco, porque su medida no se cumple por el color, sino por la sustancia entrañable que arrastra en su camino” (2003: 107). En el mismo sentido, Cintio Vitier, citado por Lorna Williams en su análisis sobre la poética de Nicolás Guillén, asevera que la “representación de los modelos del discurso negro no evoca la presencia de los negros, desde que el uso particular del lenguaje es visto como la producción de un sonido armonioso por un cuerpo desprovisto de conciencia” y continúa diciendo que cuando “el lenguaje se disocia de la existencia, un modo específico de expresión es liberado de sus amarras étnicas y recuperado a un nivel de nacionalidad” (1982: 2). En El negrero la transformación, en lugar del silenciamiento, de la voz subalterna y posiblemente revolucionaria del negro esclavo, da lugar a la expresión de un dolor histórico cubano que puede interpretarse como representativo de una cubanía en que se reconcilian —teóricamente— las diferencias étnicas generadoras de conflicto y que se quiere erguida ante la amenaza extranjera estadounidense y la desintegración interna machadista. Aunque su coincidencia con el discurso de los intelectuales minoristas vinculados al afrocubanismo poético del momento sea parcial, las similitudes con el uso del concepto de “mestizaje” como emblema de

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nacionalidad cubana en aquellos años se patentizan en su reseña al segundo poemario de Guillén: La pigmentación de la piel tiene mucha menos importancia que la pigmentación del espíritu […]. Tenemos con esto que en un país donde los elementos de dos razas se han fundido en el ambiente local, los colores primitivos de ambas, en el sentido psíquico, han desaparecido. Queda luego un solo color: el color mulato (1931: 10).

La dualidad entre superstición y religiosidad que se percibe en El negrero —eco del acercamiento intelectual al afrocubano durante la Segunda República, como ejemplifica la obra del propio Fernando Ortiz— responde, según Uxó, a “la tensión constante entre la subalternidad que el colonizador le quiere imponer y la negativa a aceptarla por parte del esclavo, tensión a partir de la cual resulta su identidad” (2010: 49). Cita Uxó a William Van Norman para quien “el tráfico de esclavos provocaba en éstos un dramático proceso de rearticulación identitaria” en el que se les privaba de toda capacidad de decisión en beneficio de la élite esclavista, en un desarrollo que coincidía con las fases de “su apresamiento, transporte e incorporación al nuevo contexto social” (2010: 49). Sin embargo, a las estrategias procedentes de la hegemonía opresora se opusieron otras que cuestionan tal pasividad del afrocubano en su devenir identitario e histórico y lo definen como ente participativo en un proceso que recanaliza desde la resistencia las manipulaciones realizadas contra su cultura en cada una de las sucursales del poder localizadas en la factoría, el barco negrero y el ingenio. Ortiz, a quien estrechamente sigue Novás en muchos aspectos, asevera la presencia histórica de la esclavitud en África y enumera como causas primeras las guerras, los castigos —a los condenados por asesinato, robo, hechicería, adulterio o deudas (a veces procedentes del juego)—, el hambre y la miseria. Sin embargo, añade, los negreros blancos elevaron extremadamente las dimensiones de la trata y promovieron a los reyes de los territorios africanos a valerse de distintos medios para satisfacer la voracidad del comercio humano (1988: 117-118). En El negrero de Novás la llegada de Blanco al estuario de Gallinas, al norte de Guinea, ejemplifica la degradación de las instituciones religiosas y del derecho africano en beneficio de jerarcas tribales que abastecieron las factorías de la trata con prisioneros rivales y con sus propios súbditos. Una vez depositados en el barco negrero, sumidos en la hedionda estrechez de las compartimentaciones de sus bodegas, reducidas más allá del límite legal para rentabilizar el viaje al máximo, el capitán y la tripulación recurrían a diversas estrategias para el control de la salud y disciplina de su carga humana. Geneviève Fabre alude a la necesidad del tratante de asegurar la aparente integridad física de las piezas negras evitando los suicidios, la

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nostalgia, la inactividad, la inanición y los motines (1999). En el ingenio azucarero, como destino final habitual de la diáspora africana, los hacendados debían considerar similares estrategias de regulación para asegurar la sumisión y el rendimiento esclavo. Aunque Novás recoge diferentes momentos de resistencia ante el poder hegemónico blanco, bien a través de la presencia del ñañiguismo o bien en la rebelión en el barco negrero y después en el ingenio, estos modos históricos de subversión son presentados con un tono peyorativo o limitado, siempre acorde con la perspectiva blanca dominante desde la que se narra. No obstante, si en su mención a los ritos iniciáticos ñáñigos Novás recoge el prejuiciado tópico según el cual el ecobio debía matar al primer blanco que encontrara, por otro lado con la celeridad arquetípica de su estilo elíptico en que el documento desaparece casi por completo, deja ciertas huellas que denotan su conocimiento de los verdaderos rituales de la sociedad religiosa afrocubana: la alusión al cuarto fambá, el simbolismo del gallo o enkiko, la importancia del baile y la escritura de signos o anaforuanas, el tatuado o rayado con yeso de los novicios como uno de los ritos de purificación previos, la transmisión de conocimientos ancestrales, el carácter religioso del canto o enkames, la presencia de diferentes oficiantes en la ceremonia, por ejemplo, Nasakó —encargado de la purificación inicial— y Mpegó —conocido como el Escriba— (Castellanos 1994: 3, 238-240) y el uso de una lengua propia o apapa (Tang, s. p.; Ortiz 1988: 131): Los ñáñigos eran asociados ladinos. Tenían sociedades secretas y mágicas y se curaban los embrujamientos con corazones de niños […] Aquel día los ñáñigos sacaban a la calle sus iniciados novicios. Éstos tenían que someterse antes a varias pruebas. Los maestros y venerables de la asociación les imponían el secreto y el valor, y les enseñaban un idioma esotérico, especie de latín negro. Los metían en cámaras oscuras, donde había esqueletos que se les apagaban y encendían los ojos y les daban golpes hasta hacerlos caer. Cuando se recobraban comenzaban unas danzas guerreras en torno a una fogata, frente a un altar donde había gallos muertos. Luego se tatuaban el cuerpo con hierros candentes y pinturas hechas por ellos, y se metían en sacos pintados con yeso en forma de esqueletos. Los maestros daban a los novicios sangre de gallo sagrado y los mandaban a la calle a probar el hierro. El hierro era el cuchillo. Los ñáñigos salían con el cuchillo emboscado en el saco y tenían el deber de probarlo en el primer blanco que encontraran. Pedro y el pobre se habían parado en la calle Oficios sintieron de lejos que las puertas y ventanas de las casas se cerraban de golpe, con un son de matraca, como si viniera un ciclón. Los dos se refugiaron en una saquería, donde había otros dos hombres magros, y miraron pasar los ñáñigos a través del mechinal (Novás 1997: 134-135).

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Por otro lado, la trascendencia que Uxó y los estudios subalternos conceden al fenómeno del cimarronaje, reconsidera la visión tradicional que los había conceptuado como simples “hechos violentos espontáneos” y permite pensar en tales rebeliones como en un fenómeno político independientemente de la existencia o no de programa o líderes reconocibles (2010: 53-55). Desde este pensamiento, la inclusión de estas revueltas no deja de ser la transcripción de uno de los modos más constantes de resistencia del esclavo frente a la hegemonía blanca, que contrasta con las visiones románticas sobre la sumisión natural de éste en la narrativa antiesclavista. Además, la elaboración artística del baile de los cimarrones demuestra la apreciación de Novás sobre los vínculos que con sus dioses y su tierra ancestrales permiten establecer al africano y afrocubano el toque de tambor y la danza. Según Fabre, la danza africana era originalmente una actividad social de gran importancia ritual que potenciaba el estrechamiento de lazos entre los miembros de la comunidad a partir de su inclusión en “prácticas y creencias realizadas como puente entre el individuo y sus dioses, la vida y la muerte” (1999: 33). Más tarde, según esta autora, la experiencia funesta de la trata y la esclavitud hizo del baile: La recreación simbólica de todo un sistema de creencias, que reforzaba los ritos del culto y el acto de convocar a los dioses, la muerte o fuerzas sobrenaturales que podían quizás contrarrestar las estrategias blancas. O podían ser el preludio de la acción, el encuentro colectivo con la muerte o la revuelta contra los esclavistas (1999: 38).

Asimismo, en El negrero destaca el pasaje donde describe con tono lírico los gestos y pasos de una pareja esclava cuyo dinamismo erótico conecta íntimamente con las escenas recreadas por “La rumba”, de José Zacarías Tallet o “La bailadora de rumba”, de Ramón Guirao aparecidas en 1928: La fiesta comenzó por cantos y batir de palmas. A un lado de la hoguera un negro calentaba un tantán, y al otro, otro calentaba un bongó. Al llegar los amos el bongó comenzó a retumbar y una pareja salió al corro. Un matungo hacía de bastonero. La pareja dio en perseguirse en síncopes, tratando de abrazarse con los cuerpos, pero las notas del bongó venían siempre a estorbar el entronque. La niña abría mucho los ojos y miraba a Pedro con disimulo. El ama sonreía por el colmillo y el amo reía a carcajadas. Todo el afán de los danzantes estaba en enlazar alguna parte de su cuerpo menos los brazos. Para esto disparaban los muslos, se jugaban las cinturas, se encañonaban los bustos, arremolinaban las nalgas. Todo como en efigie, en intención. Las percusiones del cuero saltaban entre ellos, haciéndoles retroceder y avanzar sin permitirles jamás lograr su objeto. Al comenzar, los movimientos eran moderados y las percusiones lentas; pero luego los bailadores se emborrachaban de música y perdían el control (Novás 1997: 130).

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La quiebra del poder oficial que trata de vehicular su predominio mediante la administración de la tradición afrocubana en su propio beneficio es evidente en este mismo pasaje, puesto que la ejecución de la danza era permitida por los hacendados blancos, tanto históricamente como en la novela de Novás, para crear vías de escape a la ansiedad provocada por las extremas condiciones de la vida esclava. Sin embargo, a pesar de desarrollarse bajo la condescendiente mirada del amo, estas prácticas culturales se transforman en canales de pervivencia de la cultura heredada y en transmisores de la propia identidad, del mismo modo que ocurría con los cabildos de nación, también permitidos por las clases dirigentes para evitar la interacción entre las diferentes etnias, manteniéndolas aisladas y en escaso número en los márgenes de la sociedad que los explotaba (Castellanos 1994: 3, 260; Arnedo-Gómez 2006: 25). Así, la escritura sintética de Novás presenta simultánea y contrastivamente la sociedad ñáñiga y el desfile habanero del Día de Reyes. Como reflejo de la perspectiva hegemónica, el autor opone al miedo blanco hacia las prácticas secretas de los miembros de la sociedad abakuá, la aceptada —y folclórica— integración de su cultura dentro de los canales oficiales representada por la procesión carnavalesca de las agrupaciones étnicas africanas a lo largo de un recorrido trazado desde el poder: Por allí venían grupos de negros con banderas españolas inscritas con el nombre de la nación del grupo —macúas, carabalís, lucumís, minas, ajudas, koromantis…—, cantando y tocando tambores. A cada grupo lo precedía un rey y una reina negros. Éstos eran los negros de nación. El vestido consistía en un taparrabos y un aro en la cintura, del que pendían cuerdas blancas. Iban danzando, virando rápidamente hacia atrás y hacia adelante y armados con espadas de madera. Las gentes blancas asomaban a los balcones y algunas los seguían hacia la casa del capitán general. Allí entraban en el patio y cada tango ejecutaba una danza loca, guerrera y amorosa. Pedro los siguió como llevado por el tambor. (Novás 1997: 134).

La mirada deformadora del autor, como expresión de erróneas e interesadas leyendas mantenidas aún en el momento de la escritura, califica la danza presente en la fiesta de los cabildos con tres adjetivos —“loca, guerrera y amorosa”— que recogen sus distintas proyecciones semánticas: la exteriorista y fundamentalmente blanca, que percibe tales ritmos como una alocada y sensual expresión del primitivismo de una etnia; y la interiorista que, al menos en cierta medida, penetra en los códigos profundos de las danzas afrocubanas, que aún bajo la supremacía de un poder que intenta reprimir y recontextualizar su significación original, mantiene en la escenificación ritual de percusiones y bailes los vínculos con los mitos de la religión ancestral y la transmisión oral de episodios de su historia que se convierten en instrumentos de lucha. El baile se convirtió en un “ritual de renacimiento” que invertía la imagen

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de inferioridad transmitida por la difícil movilidad corporal impuesta por los grilletes (Fabre 1999: 42); como afirma Arnedo-Gómez, el movimiento enérgico de la cintura de los bailes afrocubanos proclama “el triunfo simbólico sobre la esclavitud del esclavo, en tanto que la restricción que las cadenas suponían para los movimientos de los pies era contrarrestada por la contorsión expresiva de la pelvis, la cintura o la cadera” (2006: 162). El espíritu de rebeldía negro en Cuba frente a la esclavitud y contra la metrópolis en fin, es manifestado expresamente por uno de los pilotos negreros que aparecen en la obra: Los negros —dijo el piloto— llevaban la selva consigo a América y eso estaba bien. Yo me alegro; España ha querido crear almas sin cuerpo en América y les ha sembrado el camino de carbones negros y espinas indias, y eso se prenderá en llamas, y ya se ha prendido, y las almas lo serán en pena (Novás 1997: 142).

En conclusión, la biografía de Blanco por su localización histórica y un alto conjunto de motivos alusivos a la barbarie de la esclavitud puede incluirse en el seno de una producción continuista de la narrativa abolicionista; sin embargo, a la vez se separa significativamente de ésta por su tratamiento artístico diferenciador, alejado de las técnicas románticas, realistas y naturalistas del XIX, por abarcar la totalidad del espectro de la trata en su triangular dimensión europea, africana y americana, y por ofrecer una visión plural que expone sin paliativos pero sin doctrinalismo la realidad documentada de un fenómeno hoy execrado pero completamente socializado y naturalizado durante cuatrocientos años. Aunque su coincidencia con el discurso de los intelectuales asociados al minorismo y a la Revista de Avance sea sólo tangencial, el análisis de la cubanidad de la obra de Novás surgida por encargo en una corriente biográfica europea se completa con la relación que entre ella y el afrocubanismo puede establecerse, tanto en cuanto a sus motivos y recursos poemáticos como a la fundamentación teórica e ideológica que sustentó dicho movimiento poético, de manera que el exteriorismo y la superficialidad atribuible a ciertos elementos cobran mayor profundidad y sentido histórico, a la par que descubren la tensión entre los usos y manipulaciones de la religiosidad y cultura afrocubanas como cauces de opresión y resistencia. BIBLIOGRAFÍA ARNEDO-GÓMEZ, Miguel (2006): Writing rumba: The Afrocubanista Movement in Poetry. Charlottesville: University of Virginia Press. CASTELLANOS, Jorge/CASTELLANOS, Isabel (1994): Cultura Afrocubana, 3. Miami: Universal. DUNO GOTTBERG, Luis (2003): Solventando las diferencias. La ideología del mestizaje en Cuba. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert.

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EL MITO COMO ESTRATEGIA DE ACTUALIZACIÓN CULTURAL. ANÁLISIS DE LA PRESENCIA DE SHUMPALL EN LA POESÍA MAPUCHE Inmaculada María Lozano Olivas Universidad de Castilla-La Mancha

Este trabajo se enmarca en un proyecto de investigación que analiza la recuperación de diferentes mitos ancestrales de la cultura tradicional mapuche en la lírica contemporánea de autoría mapuche, considerando como corpus básico las dos antologías editadas por Jaime Huenún, La memoria iluminada (2007) y 20 poetas Mapuche contemporáneos (2003), y además, en concreto para este artículo, la obra de Adriana Paredes Pinda, Üi (2005). En las últimas décadas, la poesía mapuche ha ido ocupando posiciones estratégicas en el marco de la literatura chilena, pero también consiguiendo el reconocimiento de la crítica internacional. Lo que comenzó como una manifestación tímida y aislada en 1966 con Sebastián Queupul (Poemas mapuches en castellano) ha ido adquiriendo cada vez más protagonismo, añadiendo nuevos nombres al panorama lírico chileno: Chihuailaf, Lienlaf, Huenún, Colipán, Huirimilla, Paredes Pinda, Añiñir..., sumándose un creciente interés editorial (LOM, Pehuén, Universidad de Santiago), publicaciones de divulgación científica (Revista Pentukún, Actas de Lengua y Literatura Mapuche) y, por supuesto, lectores. Pero un lector acorde con el contexto donde se gesta esta poesía: un lector multicultural. Lo multicultural se nos presenta como una característica de esta poesía. El poema se compone con la conciencia de la multiculturalidad y se recibe bajo la misma idea. Por eso no es extraño que el autor se valga de dos lenguas para componer su poema: el mapudungun y el castellano, ya sea mediante dos versiones bilingües del mismo poema o a través de la técnica del collage lingüístico, intercalando palabras en mapudungun, palabras que, para mantener su significado, su esencia, no quieren ser traducidas ni sustituidas por otras en castellano.

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También, el contenido del poema, el tema e, incluso, las voces líricas son multiculturales en cuanto hacen referencia a tradiciones, costumbres, creencias ancestrales que se recuperan bajo la experiencia directa o indirecta del autor. Hay un deseo por rescatar la memoria, que está presente en todas las formas y manifestaciones de la cultura mapuche. En los relatos orales transmitidos de generación en generación en torno al fogón de la ruka1, se advierte un mensaje continuador de la cultura, para que no se olvide y se siga transmitiendo a las nuevas generaciones. Los antepasados también se manifiestan a través de sueños (peuma) actualizando el mensaje de mantener vivas las costumbres y las tradiciones y existe también comunicación con los espíritus que habitan en la naturaleza (ngen), estableciéndose así una conexión, en palabras de Bernardo Colipán, entre “el tiempo cotidiano y el tiempo de la memoria” (Fierro y Geeregat 2002). Por lo tanto, este deseo por rescatar la memoria es una constante en la cultura mapuche y así lo vemos también en el acto de creación lírica, donde es frecuente expresar el anhelo por el tiempo pasado, por las costumbres originales, por las creencias ancestrales, pero con una finalidad concreta: actualizar y rememorar esas costumbres, tradiciones y creencias. Y para ello, en varias ocasiones, los poetas recuperan el elemento mitológico mapuche. Analizar cómo opera el elemento mítico en la lírica mapuche, obliga a detenernos primero en la concepción y función del entramado mítico mapuche y, luego, en algunos elementos culturales que reafirman estas funciones. Es decir, reconocer estos elementos míticos, conocer su función dentro de la cultura y de la concepción religiosa mapuche y analizar la función que cumple en el poema. Este trabajo pretende señalar la relación entre algunos textos representativos y el entramado mítico mapuche analizado en esta investigación; en este caso nos centraremos en el personaje mítico de Shumpall, señor o dueño de las aguas. Aunque son varios los personajes mitológicos prehispánicos que están presentes en la lírica mapuche contemporánea —Trentren y Kaikai, wekufes, kalkus, Mankean...—, hemos elegido el mito de Shumpall porque es el que más se recuerda en las comunidades, el que más presente está en la vida cotidiana de los mapuches hoy día. En palabras de Hugo Carrasco (1986: 49) es “el que mantiene mayor vigencia en la cultura mapuche o araucana de Chile en la actualidad, pudiendo hallarse versiones de él prácticamente en toda el área que esta abarca”, según el estudio realizado por su grupo de investigación2, en el que se recopilaron 17 versiones de este mito, sobre todo, en la provincia de Cautín, en la Región de

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Ruka: casa. Carrasco/Contreras/Poblete (1985-1986).

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la Araucanía o IX Región3. Esta vigencia en la vida cotidiana influye notablemente en su recurrencia en la lírica mapuche. Conociendo, primeramente, estos relatos orales mapuches podremos reconocer los atributos de Shumpall, dueño o señor de las aguas, como también se le denomina, Ngen Ko en mapudungun. Desde la perspectiva religiosa, los ngen4 son los espíritus dueños de la naturaleza; “estos ngen habitan en los elementos de la naturaleza silvestre y su función es la de cuidar y preservar la vida, bienestar y continuidad de los fenómenos naturales en nichos ecológicos específicos a su cargo” (Grebe 1993-1994: 47) y por lo tanto a Ngen Ko, dueño de las aguas, “se le asocia con lugares acuosos y húmedos acompañados de una abundante vegetación silvestre” (Grebe 1993-1994: 55). Una de las características principales de este ser mitológico que aparece retratada en los relatos orales es el rapto. Ngen Ko roba a las doncellas vírgenes y a cambio recompensa a la familia con regalos provenientes del mar: peces y mariscos: También se lo llama Ngenkó, “señor de las aguas”. Puede adoptar figura humana y ser de ambos sexos. Es temido por su costumbre de molestar a las mujeres y a las vacas. Sale del agua, disfrazado, en las noches de tormenta, y hace mucho daño. Su voz es como el bramido de un toro inmenso. Suele aparecer como un hombre no mucho más grande que un enano, de piel morena y pelo crespo —posiblemente por influjo etimológico—. Si rapta una niña araucana pura, recompensa a los padres con abundante pescado, que deposita a la puerta de su ruka. Se dice que los peces, a su mandato, se juntan en la orilla para que él los extraiga (Koessler 1962: 197). El Shompalwe o, como también lo llaman nuestros antepasados, el Rompü Alhue, alma crespa, había vuelto a raptar mujeres jóvenes y hermosas vírgenes. Él era el rey del lago Lácar y vivía en una casa de oro en el fondo de dicho lago. El Sumpall secuestró a las muchachas de noche y probablemente las escondió en su casa. Antes del rapto regaló a los parientes mucho oro y piedras verdes en un saco de cuero, saco que lanzaba al techo de la ruca o colgaba en el más próximo de los árboles sagrados que se llaman canelos (Koessler 2006a: 102). Una vez una madre con su hija joven fueron a la orilla del mar. Estaban en la playa, cuando se levantaron grandes olas [...] Una de estas olas arrolló a la doncella llevándo-

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“De acuerdo con el Censo 2002, el total de la población indígena en el país es de 692.192 personas, de los cuales 604.349 son mapuches, representando el 87.31% del total. El 33.6% de la población mapuche se concentra en La Araucanía (203.221), el 30.3% en la Región Metropolitana, el 16.6% en la Región de Los Lagos (100.327) y el 8.8% en la Región del Biobío” (Gisi 2004). 4 Un estudio completo sobre los ngen lo encontramos en María Ester Grebe (1993-1994: 45-64).

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Inmaculada María Lozano Olivas sela mar adentro. [...] Por la noche la madre tuvo un sueño. En el sueño vino a visitarla su hija. [...] Le habló la niña desde la puerta: —No lloren ustedes por mí, yo me he casado en el mar, tengo pues marido y me encuentro muy bien allá donde estoy [...]— Se les hará pago a ustedes por mí que he sido desposada, según nuestra costumbre. Para ello deben ir todos a la playa y hacer una ceremonia de ofrecimiento con cántaros de mudai [...] Llegaré hasta allí yo y la gente del mar, ustedes no podrán vernos, pero estaría allí toda mi familia del mar. Ellos vendrán a hacerle el pago de la boda. Prepárense pues para la ceremonia de recepción de pago. [...] Entonces comenzó el mar a sacar hacia la playa toda clase de especies marinas comestibles [...] Este fue el pago que hizo el esposo de la mujer que tomó el mar. [...] Después en sueños la vieron sus padres (Kuramochi 1997: 62-63).

Este rapto es también motivo en los poemas de Adriana Paredes Pinda, poetisa mestiza que sufre desde su propia experiencia personal el conflicto multicultural. Sus creencias, costumbres y tradiciones son propiamente mapuches, herencia de su madre, pero su formación y su lengua son winkas, término con el que los mapuches se refieren al hombre blanco o extranjero. En sus poemas se puede ver este “desequilibrio” cultural tanto en la forma como en el fondo, pues abundan las palabras en mapudungun esparcidas en el poema escrito en castellano, son frecuentes los personajes históricos del pueblo mapuche, sus ritos y celebraciones, así como sus creencias y mitos ancestrales, como es el caso del mito que nos ocupa. Su poemario Üi (Aliento), publicado en 2005, está dividido en tres partes; la primera, “Ralum”, hace referencia a un antiguo guerrero del siglo XIX, Kulapag, y a las revelaciones en forma de sueño del nuevo despertar del pueblo mapuche; la segunda, titulada “Awün” (ceremonia sagrada), cuenta la historia del rapto de Mercedes Millapán, cargado de simbolismo y de creencias ancestrales. La última parte recibe el nombre de “Bío-Bío”, uno de los ríos más significativos del país y del pueblo mapuche, por sus características físico-geográficas y también por la connotación histórica y mitológica. En esta parte se establece un contrapunto entre el tiempo pasado y la modernidad. La autora utiliza el elemento del río y su simbología para denunciar y criticar los avances que están rompiendo el equilibrio de la naturaleza, que están haciendo que los ngen abandonen los elementos en los que residen, así como Ngen Ko está huyendo de la contaminación del mar, ríos y lagos. Los primeros pasos que daremos será reconocer las características y leyendas que describen a este ser mitológico. Como hemos señalado, según se cuenta en el relato oral tradicional cotidiano, es este dueño del río el que rapta a las jóvenes vírgenes mapuches y así lo recupera también Adriana Paredes Pinda cuando pregunta: “será acaso el dueño del agua /el que se roba las malguecitas” (2005: 58). En el imaginario popular, este ser mitológico se mostraba como un ser masculino, mayoritariamente, pero algunos compiladores de testimonios orales, demuestran que “hay Shumpall fe-

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menino y masculino” (Carrasco 1996a: 53). Por eso no sorprende que en la poesía de Adriana Paredes Pinda, aparezca tanto en masculino como en femenino: Dicen También Que las Shumpall lo siguen soñando (2005: 65).

En otro ejemplo: —Es la dueña del río— me dijo la Genpin5 Se lo pasa llorando nomás, dicen ya robó hartos wentru (ibíd.: 57).

Ahora no sólo nos aparece con el sustantivo en femenino, “dueña”, sino que además ya no roba “malguencitas”; la poeta utiliza el término mapudungun malgen (joven virgen), al que se le ha aplicado la morfología en castellano para formar el diminutivo. La dueña del río, entre llanto y llanto, roba “hartos wentru”, que en mapudungun quiere decir “chicos puros”. Por lo tanto, el género de este ser mitológico resulta ambiguo y variable, según cada versión y/o leyenda, aparece tanto en femenino como en masculino. Otro poeta mapuche huilliche, de la zona sur, Juan Paulo Huirimilla, también recupera la figura de Shumpall con género femenino. En un poema recogido en su libro Oídas, publicado online en 2007, que lleva por título “Shumpall”, la voz lírica se reconoce como un personaje masculino que es acechado por la Shumpall: SHUMPALL Como remolino vino hasta mí la Shumpall. Me fue a devolver desde el agua para conversar con mi familia. Me encerraron mis parientes, en la casa de las ovejas. Yo fui al agua a lavar mis pertenencias, anoche me vino avisar en el soñando. Ha vuelto otra vez como remolino la Shumpall a pagar por mí con mariscos y peces. No hay que llorar madre, ya soy de la Shumpall, la mujer sirena (s. p.).

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Genpin: dueña de la palabra.

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Con un tono resignado, no dramático, la voz lírica del poema sabe que es de la Shumpall, que no sirven de nada la oposición y los cuidados de la familia, pues él ya es de la Shumpall. Ha visto en sus sueños, premonición onírica base de las creencias mapuches, cómo la Shumpall ofrecerá regalos a la familia y sin poner resistencia se entregará a ella, a la “mujer sirena”, referente occidental del personaje de Shumpall, a veces, identificado como mitad pez mitad humano. En la tercera sección de este libro, que se presenta bajo el epígrafe “Bío-Bío”, la presencia de Shumpall o dueño del agua tiene una finalidad específica y determinada. En esta parte del poemario el tono se torna reivindicativo y los poemas se transforman en cantos de protesta, de denuncia contra el gobierno y las multinacionales que no respetan a la mapu6. Adriana Paredes Pinda describe ahora a un Shumpall que llora y que se lamenta, a un ngen que ha huido porque se ha roto el equilibrio con la naturaleza. La poeta rescata de la memoria aquellos tiempos en los que el pueblo mapuche gozaba de autonomía, riqueza y bienestar, respaldado por el equilibrio entre la naturaleza y las prácticas del pueblo que respetaban las leyes antiguas fortaleciendo la relación entre la naturaleza y el hombre, abasteciéndose de los recursos naturales, pidiendo permiso al ngen o espíritu guardián de las cosas y agradeciéndole por su aprovechamiento. Esas prácticas tradicionales que mantenían el equilibrio del hombre con la naturaleza han caído en desuso, relegadas a un segundo plano, desprestigiadas por la imposición de la gestión y organización winka. Es por eso que “ahora el Bío-Bío solloza” (2005: 63) y llora también Ngen Ko y/o Shumpall (2005: 51-52). El conjunto de esta tercera parte es un canto de protesta, como desarrollaremos más tarde, y también de socorro. El río solloza, Shumpall llora, Ngenko huye y, mientras, la voz poética se pregunta: La tierra no alcanza a calmar la urgencia de la boca ay ay ay ñuke yem chaw yem nielay mapu nielay ¿se acabará la tierra madre? te pregunto ¿se acabará el agua madre? (Paredes Pinda 2005: 51).

Y es porque la poeta quiere denunciar que en el río Pilmaiquen, donde “se escuchan tus Shumpall llorar” (2005: 50) se ha construido una central hidroeléctrica que amenaza la vida de las comunidades mapuches de la zona, que basan, no 6

Mapu: tierra.

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sólo su subsistencia, sino también sus creencias en el aprovechamiento equilibrado de la naturaleza. Las condiciones físicas del río, que presenta un salto de 17 metros, propiciaron la fundación de la primera central hidroeléctrica del país en 1944. En la actualidad la oposición mapuche a proyectos que interfieren en el equilibrado mantenimiento de la mapu está adquiriendo cada vez más peso en los ámbitos nacional e internacional, como es el caso de la reivindicación territorial del espacio sagrado del ngen mapu kintuate7, ubicado en el espacio donde la central está asentada. La poesía es otra forma de protesta y reivindicación solidaria con los derechos del pueblo mapuche en contra del gobierno y de las empresas que, asentadas en territorio mapuche, se aprovechan de los recursos naturales afectando a la cotidianidad del pueblo. En el tono de la obra está latente la demanda y la lucha y el deseo de victoria por parte de la voz lírica, que augura la derrota de las centrales: Endesa Veremos C A E R (Paredes Pinda 2005: 45)

A lo largo del poema la nostalgia se adueña de las palabras y se expresa la pérdida forzada de las costumbres, cómo el pueblo mapuche ha ido perdiendo y olvidando su lengua, sus tradiciones, sus creencias. Para Adriana Paredes Pinda, un signo fundamental de esta pérdida es que los mapuches ya no escuchan las palabras de los ngen: Gen Ko mvley- feypi Panchita Curriao, desde entonces supe que un día las estrellas hablarían por tu boca [...] Nadie 7

Documental sobre las reivindicaciones en la Red; en [consultado el 1 de noviembre de 2011].

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Inmaculada María Lozano Olivas entendería que hablaste (ibíd.: 53).

El dueño del agua vive, pero nadie reconoce su voz, su mensaje. No escuchan a Shumpall y tampoco escuchan a su hijo, Punalka: “nadie/ pudo escuchar/ su canto de pez” (ibíd.: 66). Según los relatos orales, de la unión entre el dueño del agua y la joven mapuche raptada surge un niño con aspecto de pez: apareció de vuelta la niña en casa de su madre. Traía un bultito en brazos envuelto en hojas de nalca. Se trataba de un niño de poco tiempo de nacido. Era su hijo, sin embargo el aspecto de este niño era el de un pez. Presentándoselo a su madre, le dijo: Madre, yo me he casado y tengo un hijo [...] Quien se casó conmigo es un buen hombre, tengo muy buena casa, con buenas camas y bien provista (Kuramochi 1997: 12).

Adriana Paredes Pinda también recurre a la figura de Punalka, para mostrar cómo la cultura mapuche se ha ido postergando a favor de la cultura dominante. También se ha olvidado Punalka, su canto de pez, su aspecto, su origen y su significado, el pueblo mapuche ya no recuerda sus creencias, ni sus prácticas ni sus tradiciones. Se había olvidado que Punalka hace tiempo huyó al mar en busca de refuerzos para parar el avance winka que no respeta el equilibrio. Es una queja rabiosa, a filo de cuchillo, porque el olvido se ha instalado en lo mapuche, ya no lo esperan, ya lo han olvidado y aunque hablase, no lo entenderían, porque han perdido su lengua, han olvidado cómo escuchar a la naturaleza, ya no sueñan: Cuando Punalka entró, nadie pudo escuchar su canto de pez atónito en los relámpagos del agua. Se había olvidado tal vez hace mucho Punalka partió a buscar fuerza al mar, dicen sin embargo sordo es el exilio de los vivos. Cuando retornó, nadie

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había escapado. El olvido se cernía como un cuchillo rozaba las respiraciones fornicaba con la nieve, arremetía cual lobo blanco la noche de todos los pewma (ibíd.: 66).

El poema que sigue a éste, el número 20 de la serie recogida bajo el título de “Bío-Bío”, nos describe un sueño, el pewma que en el poema anterior era atacado por el olvido. El yo poético tiene la revelación, sueña con Punalka, que le habla, le anuncia su vuelta. Al inicio del poema se siente el dinamismo de Punalka, “era un niño un pez un aliento” que salta, que juega, que danza. Después, el tono cambia, cuando Punalka toma la palabra y, dirigiéndose al yo lírico, sentencia: “sólo eres una hoja en blanco”, anuncia que es hijo del Bío-Bío y leyéndole el pensamiento al protagonista, provoca su llanto: Xafia pewman Punalka, anay. Anoche lo soñé era un niño un pez un aliento brincaba olía a miel de triwe a mar enterrado en el azul del cielo de arriba y del bajo trepaba como Marinao el pelom Punalka anay Punalka ay ay ay ay taiñ Punalka. Trafia pewman ñuke kvtralwe rvpu pewman. —“Sólo eres una hoja en blanco” —me dijo. Y luego prosiguió danzando en los pezones de su madre. —“Bío-Bío se llama mi madre” —me leyó el pensar y entonces lloré (ibíd.: 67).

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Ya no hay duda: “todos los pewma/ señalan/ que Punalka ha regresado/ a morder/ la luna/ con sus dientes de leche” (ibíd.: 68). Punalka ha vuelto, se entiende su mensaje y se están preparando para defender a los ngen de los abusos winkas. En los poemas que siguen abundan las expresiones en mapudungun, que se complementan con las partes escritas en castellano. Si antes se utilizó el caligrama de la cascada, de la caída, para expresar el deseo de la desaparición de Endesa (ibíd.: 45), ahora, como si de un ruego premonitorio se tratase, la poeta anuncia la caída de la central en mapudungun: “Tranay represa tranay” (ibíd.: 82). Utiliza la forma del futuro afirmativo en tercera persona del singular del verbo tranün que significa caer: “caerá la represa caerá”, y para ello hace un llamamiento a todas estas fuerzas mitológicas que velan por el mantenimiento de la naturaleza: Bío-Bío, Punalka, los ríos: (“leufü tranay tranay”), el viento (“kvrvf tranay kvrvf ”) (ibíd.: 70). Lloraban las Shumpall de Pilmaiken, y ahora todos se levantan contra la central de Ralco, “tranay tranay represa tranay” porque la construcción de la central, implica la reubicación forzosa de varias comunidades, modificando su sistema de vida y afectando notablemente a su economía de subsistencia, las costumbres tradicionales y las relaciones de reciprocidad con la naturaleza (Larraín 2003). El último poema del libro está dedicado a Ngen Ko y es una larga tirada de versos, en mapudungun y en castellano, como dos versiones del mismo poema. La poeta invoca a los cuatro ríos más importantes de la cosmogonía mapuche, ríos que visita el protagonista del poema en su sueño. La voz poética inicia su camino de peregrinaje en el norte, visitando al río Mapocho que le anuncia la vitalidad de la fuerza, de la lucha: el río que brilla como un toro dorado hacia el norte vive el río Mapocho, abuelo tocayo [...] su espíritu antiguo me dice: -“hermano hermano ha regresado la fuerza del agua del norte (ibíd.: 91).

Continúa su camino bajando por el estrecho territorio chileno hasta llegar a la cuna del Bío-Bío, a la laguna de Lonquimay a encontrarse con Punalka: Camino nuevamente antes del atardecer llegaré a la vertiente del Lonquimay. [...] Nace allá el río Bío-Bío [...]

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Ha regresado Punalka, me digo ahora [...] el espíritu del Bío-Bío es Punalka gran Punalka hombre hermano (ibíd.: 92).

La siguiente parada que realiza el yo lírico es el río Cautín, que tras ubicarlo geográficamente, describe el gran mal que padece: Camino ahora hacia Temuko sangre de temos en el río estoy de pie sobre el Cautín, que le llaman. [...] hay basura se muere el río, muere el dueño del agua. Es la contaminación huinca (ibíd.: 93).

Por último, llega a la zona huilliche, la de la gente del sur, a la que la poeta pertenece. Allí visitará a Huentellao y a Mankian, otros seres mitológicos relacionados con la cosmogonía acuática, cuidadores de las zonas fluviales y marinas pero con leyenda propia, relacionada con la de Shumpall: Llego pues al sur de Huentellao y de Mankian, los dueños del agua. aquí tengo la visión de la carretera huinca que atravesará los caminos de Huentellao. [...] Voy de vuelta al Rahue el lugar de la greda en lo que hoy llaman Osorno. En el Rahue poderoso río [...] un toro vive en la fuerza del río también una sirena mapuche de cabellos de oro, dicen. El dueño del agua vive en el Rahue. Pero hoy está sucio el río por la contaminación huinca una industria llamada Frigorífico arroja en el Rahue sus desperdicios (ibíd.: 93-95).

La poeta mapuche huilliche, Adriana Paredes Pinda, recurre a los seres mitológicos ancestrales para reactualizar las historias míticas del pueblo mapuche, que

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marcan las relaciones con la comunidad y con la naturaleza. La autora aprovecha el imaginario mítico para denunciar la situación actual del pueblo mapuche, en cuanto su territorio está siendo destinado a prácticas que interfieren notablemente en el mantenimiento y expresión de sus tradiciones y cultura, basada en la convivencia equilibrada con la naturaleza. El anhelo por rememorar y actualizar la tradición oral ancestral en los poemas mapuches contemporáneos mediante la presencia de seres y leyendas mitológicas no es un caso aislado, sino que se puede entender como una peculiaridad propia de esta poesía. Aun cuando el grupo de autores que se reconocen como poetas mapuche tengan poéticas diferentes y enfrenten su herencia bicultural de distinta manera, comparten el empeño por lo propio, por lo original ancestral, que se recupera en cada poema, acercándolo al contexto multicultural, mestizo y, en ocasiones, discriminador.

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“LAS MÉNADES” DE JULIO CORTÁZAR, MITO CLÁSICO O PULSIÓN ANCESTRAL Rosa Serra Salvat Universidad de Barcelona

En “Las Ménades” de Final del juego, 19561, un personaje experto y anónimo se sitúa en primera persona en un teatro de provincias de Argentina, ve el programa de un concierto que le parece oportunista, medita sobre la trayectoria del maestro, educador de un público entregado pero poco refinado, que se muestra vehemente y violento en sus opiniones y adhesiones en contraste con su impasibilidad y la de un ciego que también asiste al espectáculo. El violento entusiasmo del público crece mientras avanza el concierto, hasta que éste asalta el escenario y en medio de una gran confusión destruye la orquesta y la devora. Imposible dudar del canibalismo sólo insinuado2 porque el concierto, desde sus inicios, está planteado como un festín por un léxico metafórico que nos conduce al desenlace. Se habla de la “digestión” del público (p. 52), “la gente tiene las manos frescas” (p. 52) que sugieren carne fresca, “aplaude con gusto” (p. 57). Una parte del programa es “el plato fuerte” (p. 52), la gente está “ávida de escuchar” (p. 56), que sugiere “ávida de devorar” (Gyurko 1983: 40). Cuando el concierto avanza, la música provoca el delirio acústico (Aliau 1994, Goyalde 2001: 39) por el efecto perverso del arte (Gyurko 1983: 17) y las sinestesias musicales que avivan los sentidos (Cisteras 1994: 1-2) facilitan el paso de oído a tacto “música como de terciopelo” (pp. 5354) de oído a boca (Terramarsi 1986: 168) “la fuerza de la ovación empezaba a ali-

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Citamos la edición de Final del Juego de 1956, México: Los Presentes (“Los venenos”, “El móvil”, “La noche boca arriba”, “La ménades”, “La puerta condenada”, “Torito”, “La banda”, “Axolotl” y “Final del Juego”). El resto de los relatos pertenece a la edición de Buenos Aires: Sudamericana, 1964, según Mundo Lo (1985: 7). 2 Cortázar confirmó varias veces este canibalismo. Véase Planells (1980), que incluye una carta de Cortázar y Goyalde (2001), que cita varias de sus entrevistas.

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mentarse a sí misma” (p. 58) y al final del concierto / banquete aparece el gesto inequívoco de la mujer vestida de rojo: “[...] se pasaba la lengua por los labios, lenta y golosamente se pasaba la lengua por los labios que sonreían (p. 66)”. Acompaña el transcurso del cuento una constante animalización del salvaje público (Gyurko 1971: 524-525, Planells 1980: 611, Coulson 1985, Jofre 1991: 270, MorelloFronsch 1986: 157, Goyalde 2001: 37) convertido en gallinas, camellos, abejas, moscas, cuervos, búfalos, ratas, cucarachas. La destrucción y la muerte son sugeridas por frases de una violencia gratuita en boca del público y el doble sentido del léxico referido al concierto y a lo que espera al final: “armar”, “ejecución”, “tragar”, “doler”, “romper”, “restallar”, “matador”, “estoque”, “pala excavadora”, “lanzas”. La amenaza del color rojo (Coulson 1985, Goyalde, 2001), presente en “fuego”, “enrojecer”, “incendio”, “lava hirviente”, “encandecer”, “lumbre”, “mujer vestida de rojo”, “mancha roja” y en los personajes convertidos total o parcialmente en alimentos de este color (“remolacha”, “rabanito”, “langostinos”) cruza todo el cuento y se intensifica al final hasta llegar a la sangre del sacrificio. La exaltación gradual del público se acompaña de largos adverbios en mente que proporcionan, como muchas veces en Cortázar, lentitud a las acciones y una atmósfera onírica. A través de ellos casi se puede adivinar la dinámica del cuento y su desenlace: “sonrosadamente (p. 52), “impecablemente” (p. 55), “desganadamente” (p. 56), “cerradamente (p. 56), “fulminantemente” (p. 59), “amontonadamente”, (p. 62), “altaneramente” (p. 66), “golosamente” (p. 66). Hay quien echa a faltar una filmación para poder percibir simultáneamente por oído y vista el concierto a la vez que el transcurso de la acción e incluye una carta de Cortázar con la noticia de un proyecto de Buñuel, frustrado, por el tabú del canibalismo (Planells 1980). Como en todo cuento de Cortázar es difícil añadir algo nuevo, pues parece que todo está dicho y redicho por la crítica que relaciona este cuento con otros de la misma época, de épocas distintas y también con las novelas y la poesía y, además, el propio Cortázar, en entrevistas, cartas y declaraciones, interpreta y reinterpreta a través de los años y las circunstancias sus escritos de los años cincuenta, la situación de su país, y las razones que le movieron a dejarlo. Una de las principales lecturas críticas es la mítica por las referencias a Dionisos y Orfeo. Las Ménades son seres míticos, poseídas por el dios Dionisos, que les infundió una locura mística y se convirtieron en sacerdotisas y oficiantes de su culto. Son imitadas por las bacantes, mujeres que se entregan al culto de este dios y que, en estado de trance, practican rituales como el despedazamiento de presas cazadas en el bosque y la ingestión de carne cruda. Destaca el sacrificio sangriento y el canibalismo tras la caza como bestialidad que la ciudad rechaza (Terramarsi 1986, Huici 1991-1992, Goyalde 2001).

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Este mito se convierte en texto literario en Las Bacantes de Eurípides. Bajo la dictadura de Penteo, su madre Ágave dirige a las mujeres en una cacería por el bosque y en la exaltación del trance confunden al propio Penteo con un animal y lo destrozan en una orgía sangrienta. La tragedia se desencadena cuando el ciego/vidente Tiresias revela a la madre que ha destrozado y quizás devorado a su propio hijo. El cuento de Cortázar sigue total (Gyurko, 1971) o parcialmente el desarrollo de esta obra. En él se adivina al maestro, asimilado a Penteo, el tirano; a la mujer vestida de rojo, a su madre Ágave, que protagoniza la caza de las liberadas bacantes que destrozan a su hijo no reconocido por ella; y al ciego, a Tiresias. El gesto “Guillermina me arrancó de mis cavilaciones sacudiéndome del brazo con violencia (apenas nos conocemos)” (p. 55) anuncia el ritual de despedazamiento o “sparagmos” (p. 55) (Gyurko 1983: 37). En la obra de Eurípides aparece ya el hilo de saliva que cae de la boca de las salvajes cazadoras descontroladas a la vista de su presa en el bosque como un antecedente del hilo de saliva que cae de la boca de la señora de Jonatán: “...algo le brillaba debajo de la boca, en la barbilla” (p. 60), gesto epiléptico indicador de un estado de trance (Gyurko 1971: 526), el mismo que aparece en “El ídolo de las Cícladas”3 (p. 77) antes del asesinato ritual. El sentido trágico del cuento se acentúa con el distanciamiento irónico del narrador. Las Ménades participan en otros mitos, como el de Orfeo (Irma 1999, Coulson 1985, Gyurko 1983), que también se considera relacionado con este cuento, y varios de los animales que aparecen en él (zorro, abejas, toro) forman parte de su culto (Coulson 1985, Irma 1999: 250). El maestro se asocia al dios de la música, de la civilización, que rechaza a las Ménades por amor a Eurídice, por homosexualidad o por culto a Apolo, y que es despedazado y devorado por ellas en una orgía relacionada con ritos de la fertilidad. El protagonismo de las mujeres en el mito griego se refleja en la mujer vestida de rojo que encabeza el asalto a la orquesta en el cuento y lleva a considerarlo como una representación de la antítesis masculino-femenino, según los arquetipos de Jung (Coulson 1985: 108), ilustradores de conflictos universales. El razonamiento se basa en la metáforización en el texto de un coito entre el maestro como elemento masculino y el público como elemento femenino (Planells 1980: 612, Del Barco 1980: 329, Gyurko 1983: 39, Jofre 1991: 272, Morello-Fronsch 1986: 158). La parte femenina de la psiquis —la sala de teatro—, sugiere lo irracional, “caprichos de mujer histérica” (p. 51), la inconsciencia devoradora y lujuriosa que se manifiesta como “la enorme hembra de la sala entregada” (p. 61) y especialmente en la mu-

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“De la boca entreabierta le caía un hilo de saliva” (77) en “El ídolo de las Cícladas”, cuento también de Final del juego pero de 1964 según nota 1 de la primera página de este trabajo.

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jer de rojo, versión moderna de la madre terrible antropófaga4, el terror de los conquistadores que para describir los monstruos peores —los femeninos—, del nuevo mundo aplicaban sus conocimientos clásicos y medievales sobre las bacantes, las amazonas o las brujas, siendo el canibalismo el signo último de la otredad (Jaúregui 2008: 58-60). El cuento se considera también una escenificación de la confrontación ApoloDionisos, arte y existencia, que propicia según Nietzsche el nacimiento de la tragedia5, “el éxtasis de la tragedia” (p. 59), premonitorio en el cuento. El eco de esta confrontación nutre en él varias oposiciones señaladas por los críticos como cocido/crudo (Terramarsi 1980), civilizado/salvaje, racionalidad/desenfreno, ciudad/bosque (Goyalde 2001), la citada masculino/femenino (Coulson 1985, Huici 2009) e incluso opone Borges a Cortázar (Huici 2009) y permite a Cortázar la articulación mítica de lo fantástico (Terramarsi 1986), el paso de lo social a lo ritual, (Planells 1980: 609-611), de lo profano a lo sagrado (Irma 1999, Cisternas 1994) y de la realidad a la superrealidad (Jofre 1991: 271). La exaltación del dionisismo se entiende no tanto como una negación de lo apolíneo sino como por la reivindicación de los aspectos primigenios de este culto, siempre importantes y latentes, demasiado obviados por la civilización occidental, que Cortázar reivindica desde sus primeros textos programáticos como Imagen de John Keats. El mito de Dionisos junto con el de Orfeo proporcionan lecturas muy completas, no sólo de este cuento, sino de toda la obra de Cortázar (Goyalde 2001, Mesa 1999) donde la mutilación y el desgarramiento son claves (Serra 1996, Mesa 1999), e incluso de opciones personales, el exilio considerado un desmembramiento órfico y políticas revolucionarias consideradas como aperturas órficas (Selnes 2007). Por razones obvias es imposible explorar aquí estas vías. No faltan las lecturas políticas del cuento en clave antiperonista (Cro 1984, Morelló-Frosch 1986, Jofre 1991: 170, Luengo y Meyer-Minneman 2004). El peronismo toma el poder en Argentina en 1946 y lo deja en 1955. Entre estas fechas y/o bajo su influencia pudo ser escrito el libro. Hasta aquel momento los grupos que proporcionaban cohesión social, cultural y política al gobierno procedían de las clases medias y altas, unos grupos que se vieron invadidos por un público más vasto, con las consiguientes fricciones. El cuento refleja las contradicciones y la pugna por el poder simbólico entre los tradicionales detentadores de la cultura y algunos recién iniciados a ella que, entusiasmados, reclaman su papel

4 Terramarsi (1986: 166), considera también a Delia Mañara de “Circe”, cuento de Final del juego, pero de 1964, según nota 1 de la primera página de este trabajo, como una comedora de hombres. 5 Según el comentario de Benach (2001) al espectáculo de Alex Rigola, Tragedia. Parece que Cortázar había leído esta obra de Nietzsche y reconocido su influencia (Goyalde 2001: 40).

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(Morello-Fronsch 1986) y quieren participar en el espectáculo. Este choque aparece en el cuento en términos de molestia, ruido (“y a los aplausos se agregaban truenos de zapatos batiendo el piso de las tertulias y los palcos” [p. 58]), descolocación, rechazo (“estos rostros rubicundos, estos cuellos transpirados” [p. 55]), incomprensión, y se refleja en códigos de alimentación, vestido y conducta que connotan vulgaridad, incorrección (“una señora de rostro amarillento y gran escote donde galopaban montones de perlas me miró con odio [p. 63])”, y oposiciones como verdad/mentira, orden/caos (Avellaneda 1983: 93-106, Serra 2007). Los conciertos como acontecimientos culturales son espectáculos propicios para mostrar este choque que se da en “Las Ménades”, “La banda”6 y también en la novela, escrita en 1950, El Examen, con una unidad dedicada a un extraño concierto (pp. 155-159) que termina en una pelea, un caos, y los personajes en comisaría. Cortázar nos cuenta en una carta: En la época en que yo iba casi diariamente a los conciertos de Buenos Aires (y de uno de ellos salió el cuento, escrito casi de inmediato) me impresionaba una extraña sensación de amenaza que me parecía advertir en el histérico entusiasmo del público (Planells 1980: 614).

Incluso hay quien cree que la lectura metafórica y mítica de “Las Ménades” encubre una lectura política mucho más dura y precisa de la que a simple vista se observa. Un desciframiento último podría identificar al maestro, educador de un público como el populista Juan Domingo Perón, que saluda “levantando el brazo izquierdo” (p. 58) a las masa negras de las galerías altas, los “cabecitas negras” reivindicados por Evita, la mujer vestida de rojo, que les proporcionó un papel político desde la izquierda. La mujer vestida de rojo en consonancia con el público se acerca al podio, el poder. El maestro saluda a la derecha (p. 62), la oligarquía y la ultraderecha que le sostiene en su difícil equilibrio, pero pierde la batuta, el poder, antes de ser destruido y devorado por la mujer y sus seguidores con las ropas rotas (p. 66), las turbas de los descamisados. El ciego representaría a Borges, que rechazó en un principio el peronismo. La argumentación se acompaña de fechas que jalonan determinados acontecimientos políticos, como el 22 de agosto de 1951, después de la investidura de Perón, cuando se organizó en Buenos Aires una manifestación para imponer a Evita junto a su marido como vicepresidenta, nombramiento popular que significó su poder sobre la persona pública de Perón7 (Luengo/Meyer-Minneman 2004). 6

Cuento también de Final del juego, 1956, según nota 1 de la primera página de este trabajo. También se concretan los referentes políticos en el cuento, más tardío y más transparente a estas consideraciones, “La escuela de noche” de Deshoras (Luengo/Meyer-Minneman 2004). 7

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Podemos pensar que el propio Cortázar no descartaría esta interpretación, pues estaba convencido de su intuición frente a la realidad argentina de esta época, incluso de sus dotes proféticas cuando dice con respecto a El Examen: Fue una lástima que no se publicara en 1950 cuando lo escribí, porque entre otras cosas resultó que yo tenía doble vista y, tres años antes de que ocurriera, describí minuciosamente los funerales de Eva Perón. Cuando leí los diarios en París años más tarde, y vi los noticiosos en el cine, comprendí que de alguna manera había perforado el futuro (Cortázar 2000: 2, 1163)8.

Todas las interpretaciones se complementan y enriquecen el cuento. Tras el paso del tiempo continúa llamando la atención el festín caníbal final aunque sólo se insinúe, la osadía de abordar este tema tabú y más en su momento. Es posible que Cortázar conociera la actividad del grupo Antropofagia en Brasil, el provocador “Manifiesto antropófago” (1928) de Oswaldo de Andrade, la Revista Antropofagia (1928-1929) y la reformulación más filosófica de Andrade en los 50 Antropofagia II (Jáuregui 2008: 38-41)9.. En un momento de profundización en los rituales ancestrales americanos y su interpretación colonial y de revisión del canibalismo real y simbólico resulta interesante profundizar en este desenlace y también en el recorrido de este cuento que ilustra una vez más la capacidad de Cortázar para anular la oposición entre civilización y barbarie. Cortázar retoma el tema del canibalismo en el guión radiofónico Adiós Robinsón en los años setenta. Un interesante trabajo, que la autora de este artículo corrigió para la Revista Iberoamericana, todavía sin publicar (Calderón en prensa), trata la problemática de la alteridad y las relaciones de dependencia entre los personajes de la novela Robinson Crusoe, escrita en 1719 por Daniel Defoe, y traducida por Cortázar en 194510, con los del guión radiofónico de Julio Cortázar, Adiós Robinsón, escrito entre 1975-198011. En este trabajo se señala la completa subordinación de Viernes a Robinsón en la obra matriz, donde Robinsón es un personaje sabio que no ve al indígena como otro a considerar, sino que se identifica con él sin reconocerlo, lo convierte en su esclavo, lo civiliza. En cambio, en el guión radiofónico, los papeles se invierten. Los personajes vuelven a la isla de Juan Fernández en avión

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También opina de forma parecida en otra carta (Cortázar 2000: 2, 867). No se sabe si Cortázar conocía o no la actividad de este grupo, pero dada su curiosidad insaciable no sería extraño que lo conociera. En cambio, se sabe que R. Fernández Retamar no lo conocía cuando escribió su Calibán, en 1971 (Jáuregui 2008: 493). 10 Daniel Defoe (1945, citado por Mundo Lo, 1985: 49). 11 Son las fechas que cree más probables Saúl Yurkievich en su prólogo a Cortázar (1984: 99

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pasados cuatro siglos. Robinsón, ingenuamente ilusionado, muestra la isla a Viernes pensando en un recorrido triunfal por sus antiguos dominios mientras éste contesta irónico “sí, amo (risita) se ve muy bien la costa donde casi me comen esos caníbales malos, y eso solamente porque un poco antes mi tribu había querido comérselos a ellos, pero así es la vida, como dice el tango” (Cortázar 1985: 129); y “yo también reconozco la isla donde me enseñaste a ser un buen esclavo” (Cortázar 1985: 129). Viernes ya ve que la isla es una metrópoli moderna donde no les van a hacer ningún caso y así sucede. Robinsón apenas llega es prácticamente custodiado y escondido, pues las relaciones entre la Corona inglesa y la isla son difíciles, tiene que conformarse con unos recorridos impuestos que no le interesan en absoluto y se siente solo e incomunicado. En cambio, Viernes se reencuentra con sus orígenes a través de un taxista de su etnia, Plátano, con el que se mueve por donde quiere con total libertad y disfruta de la visita. Viernes resulta más inteligente y adaptable que Robinsón y su relación de dependencia con él se invierte hasta tal punto que Robinsón se replantea la visión que tuvo de él en el pasado, lo que hace exclamar a Viernes conmiserativo: “no te olvides que nos comíamos entre nosotros, Robinsón” (p. 146), y Robinsón reconoce: “hay muchas maneras de ser caníbal, ahora lo veo con tanta claridad” (p. 146). Viernes consigue por primera vez en todas las obras que tratan este mito tener voz propia en la modalidad de guión radiofónico que adopta Cortázar y se nos presenta sin la mediación de Robinsón de la obra matriz y todas sus reposiciones (Calderón 2011). Cortázar se vale de esta obra, fechada hacia 1975, para colaborar probablemente en la discusión provocada por Calibán, de Roberto Fernández Retamar, publicado en 1971, para defender la Revolución Cubana frente a los intelectuales que cuestionaban la legitimidad de su endurecimiento, especialmente en las discusiones en torno al “caso Padilla” y haciéndose eco de la oposición entre el buen salvaje, Ariel, y el monstruo Calibán de La tempestad de Shakespeare, que tantas polémicas habían suscitado, se pone del lado del legítimo salvaje, monstruo caníbal, que es el indígena revolucionario consciente de su lugar al llegar a la isla: “es cierto Robinsón. Muchas cosas cambiaron en este momento. Y no es nada al lado de lo que todavía va a cambiar” (p. 143). Viernes tutea ya a Robinsón, adopta el nombre de Juan Fernández y declara el fin del dominio colonial: “[...] pobre Daniel Defoe, no hay sitio para los náufragos de la historia, para los amos del polvo y el humo, para los herederos de la nada” (p. 146), glosa el conocido soneto de Góngora12. En una carta, Cortázar opi10). Cortázar se refiere dos veces a esta obra en dos cartas a Ricardo Bada de 1977 (Cortázar 2000: 3, 1622-1623). 12 Se trata del último verso “en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”, del soneto “Mientras por competir con tu cabello” (Góngora, Antología, p. 101).

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na irónicamente sobre esta obra, también muy irónica: “creo que la idea central es buena, ecológica, deontológica, contestataria y muy actual, y que a los latinoamericanos tiene que caernos simpática por razones obvias, todos somos un poco Viernes” (Cortázar 2000: 3, 1623).

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CONFIGURACIONES HETEROGÉNEAS DE LOS MITOS PREHISPÁNICOS EN LA NARRATIVA NEOINDIGENISTA* Carmen Alemany Bay Universidad de Alicante

La novela indigenista estaba en franca decadencia a comienzos de los años cuarenta, pero, como afirmó Julio Rodríguez Luis: “con la madurez formal de la narrativa latinoamericana, se considerará la posibilidad de la prolongación del indigenismo literario dentro de las nuevas formas novelísticas, tal y como ha sucedido con otros discursos que se había creído periclitados” (1980: 9). Tras la renovación en los temas y en las técnicas narrativas que se fueron desarrollando en los años cincuenta en América Latina, y que tendrán su final asentamiento en los sesenta, los escritores que seguían interesados en la temática indígena tendrán la posibilidad de superar estéticamente modelos previos en los que se había incidido de manera preponderante en los debates ideológicos. Nace una nueva literatura indigenista, mejor dicho, neoindigenista, que converge en la fusión de culturas —lo español y lo indígena— y que, según Antonio Cornejo Polar, se enriquece con el empleo de la perspectiva del realismo mágico, con el desarrollo, complejización y perfeccionamiento de las técnicas narrativas formales y, por último, con la ampliación de la representación narrativa en consonancia con las transformaciones reales de la problemática indígena (1984: 549). A las citadas características deberíamos añadir la intensificación del lirismo, la creación de un idioma específico que transmita la fusión del español con las lenguas indígenas, la presencia constante del folclore, que se articula con la inclusión de canciones autóctonas y * Este trabajo se enmarca en los proyectos de investigación financiados por el Ministerio de Ciencia e Innovación: “La formación de la tradición literaria hispanoamericana: historiografía, documentos y recuperaciones textuales” (MCI FFI2008-03271/FILO), desarrollado entre 2008 y 2011; y “La formación de la tradición hispanoamericana: recuperaciones textuales y propuestas” (MCI FFI2011-25717), en desarrollo desde 2012 hasta 2014.

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sus instrumentos, y la incorporación del mito a la recuperación de una identidad mestiza (Escajadillo 1971 y Alemany 1992). Y será precisamente la inserción de los mitos prehispánicos uno de los vectores decisorios que contribuyeron notablemente a la regeneración de la caduca narrativa indigenista. Ni el indianismo, con sus idealizaciones románticas del indígena que aún persistieron en una obra tan significativa como Aves sin nido (1889) de Clorinda Matto de Turner, ni el indigenismo, sellado por el espíritu reivindicativo y social, incluyeron de forma decisiva referencias al fruto germinal de sus culturas: los mitos prehispánicos. Basta hojear obras maestras del indigenismo como Raza de bronce (1919) del boliviano Alcides Arguedas, Cuentos andinos (1920) y posteriormente Nuevos cuentos andinos (1937) del peruano Enrique López Albújar, y Tempestad en los Andes (1927) del también peruano Luis E. Valcárcel, Huasipungo (1934) del ecuatoriano Jorge Icaza, o Ciro Alegría, el precursor del cambio al neoindigenismo, con las novelas La serpiente de oro (1935), Los perros hambrientos (1939) y, sobre todo, El mundo es ancho y ajeno (1941) para darnos cuenta de ello. Tendremos que esperar a la implantación del neoindigenismo para que los mitos prehispánicos se confabulen de forma natural con la ficción convirtiéndose en un revulsivo que aliente las nuevas perspectivas de esta literatura. Sin embargo, y como es natural, los más relevantes escritores neoindigenistas —y queremos insistir en este punto— utilizarán ese patrimonio prehispánico de forma diversa y mediatizada por el gradual conocimiento de esas culturas, y también por la evolución natural de la narrativa latinoamericana. En cualquier caso, no olvidemos que estamos hablando de ficciones, y que la incorporación de los mitos precolombinos estará sujeta al valor que el escritor quiera dotarles en el interior de los textos; pero también esos mitos no son los de antaño, pues han sufrido sucesivas mutaciones a lo largo del tiempo. En realidad, estaríamos hablando del espíritu —o si se prefiere la esencia— de lo mitológico precolombino en estas narraciones. Sin ir más lejos, uno de los escritores al que nos vamos a referir a lo largo de estas páginas, el peruano José María Arguedas, que fue entre los narradores neoindigenistas el que mayor conocimiento tuvo de los mitos quechuas, al enfrentarse a ellos se dio cuenta de que éstos habían sufrido una suerte de mestizaje fruto de la “contaminación” de lo español, desde el Descubrimiento hasta más allá del período colonial. Uno de los primeros en narrar dentro de la corriente neoindigenista fue el paraguayo Augusto Roa Bastos (1917-2005), que integró la mítica cultura guaraní en gran parte de su obra. Desde el Perú, José María Arguedas (1911-1969), antropólogo y etnólogo, afrontará sus ficciones mezclando sus vastos conocimientos de la cultura quechua, de los mitos de la cultura quechua, con la realidad del indígena peruano de hoy a la que sumará retazos autobiográficos. Su compatriota Manuel Scorza

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(1928-1983), en su pentagonía, desmitificará la imagen mítica del indio y propondrá la necesidad de adaptarse a los nuevos modelos sociales y, asimismo, romperá con la imagen arcádica de la cosmovisión indígena. Otros narradores peruanos posteriores, aún dentro de la vía neoindigenista, seguirán los rastros de sus antecesores, pero la presencia de lo mítico, del caudal prehispánico, se amortiguará en pro de una narrativa que afrontará con escepticismo algunas de las tradiciones de los pueblos andinos. Desde una perspectiva más actual y cargada de hibridez, la nicaragüense Gioconda Belli (1948) no se centrará en la problemática indígena sino en cómo el pasado indígena —la cultura náhuatl en su caso— tiende sus tentáculos y se funde con el presente, un presente que habla desde un mestizaje cultural nunca exento de utopía. Será nuestra intención a lo largo de estas páginas analizar de qué diferentes formas los citados narradores configuran los mitos precolombinos en sus ficciones. La presencia de la cultura y la lengua guaraní en Augusto Roa Bastos empezó a tomar cuerpo en su infancia, en el pueblo de Iturbe, enclavado en la región de Guairá y lugar en el que transcurrirán algunos de sus relatos y novelas de su etapa más indigenista. Será en estos años en los que el escritor se concienciará de la dualidad entre la lengua y la cultura guaraní, y la lengua y la cultura castellana. La presencia de éstas determinará que el autor paraguayo intente resaltar los principales valores de la primera sin renunciar por ello a la decisiva influencia y convivencia con la segunda. Su objetivo, en los primeros tiempos de escritura —a partir de su libro de relatos El trueno entre las hojas (1953) y en otras publicadas en la década de los sesenta, como la novela Hijo de hombre (1960) y las colecciones de relatos El baldío (1966), Madera quemada (1967) o Moriencia (1969)—, fue encontrar una dimensión más profunda sobre el ser paraguayo. También resaltar las difíciles condiciones de vida que seguían soportando los indígenas, así como recuperar, a través de una escritura siempre contagiada por la oralidad, el mundo de su niñez y traducir en sus novelas y relatos el universo mágico, mítico y religioso que heredó de la cosmología guaraní. Desde los presupuestos del neoindigenismo, el espacio textual se convertirá en el lugar idóneo para reflejar una realidad “contaminada” por leyendas y creencias procedentes de la ancestral cultura guaraní, es decir, la integración de lo heredado y cómo ello, de forma natural, se instala en el tiempo que ficcionaliza el escritor. Es importante señalar en este punto las reinterpretaciones que desde la poesía hizo Augusto Roa Bastos del mundo guaraní en composiciones como “El principio” o “Creación de Kuña”, como nos recuerda José Carlos Rovira (1995: 171). Estos dos poemas, junto a “El primer hombre”, forman parte de una especie de trilogía sobre la creación guaraní del mundo. Sin olvidar el volumen Las culturas condenadas (1978), una compilación realizada por nuestro autor sobre estudios de campo de varios etnógrafos en algunas poblaciones indígenas de Paraguay.

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La propia lengua, el guaraní, es en sí misma una herencia de aquel pasado prehispánico. Nuestro autor procurará que en sus textos convivan la lengua ancestral con la impuesta por los españoles, el castellano, y la solución será “inventarse” un lenguaje cuya sintaxis y sentido, alimentado este último por el mito, nos remita al mundo cultural indígena con el afán de que factores como la mitificación y la oralidad hagan atenuar la presencia de la tradición hispánica en el interior de sus escritos. En definitiva, la guaranización de la lengua española. En Hijo de hombre, por ejemplo, las expresiones y palabras se traducirán o se explicarán en el interior del texto, y este proceder se complementará con una visión integradora de las dos culturas. A este respecto, interesantes son las siguientes palabras de Roa Bastos en las que, refiriéndose a la lengua guaraní, plantea la cuestión de que el idioma ha sufrido notables transformaciones desde su origen hasta hoy, y lo mismo podríamos decir de los mitos que se incorporan en las ficciones. Éstas son sus palabras: El guaraní es un idioma derivado de origen indígena, pero que no podrían entender los indígenas actuales [...] De manera que aquí ha habido un intervalo completamente turbado por la presencia de una lengua que se ha ido formando en un mestizaje de lenguas [...], en un deterioro continuo, claro, porque hay una degradación en el sentido de pérdida de calidad, incluso porque no hay una lengua inferior a otra, evidentemente, pero las lenguas entran también en una declinación cuando no se realimentan dentro de su propia colectividad (1990: 68).

En su libro de relatos El trueno entre las hojas la presencia de lo mítico se hará presente en el título, que nos remite a una leyenda guaraní en la que se da una explicación mítica sobre el origen de la furia humana. En los diecisiete relatos que componen el volumen reseñará el mundo de la violencia y el inexorable destino del hombre para destacar que entre los oprimidos, el pueblo guaraní, prevalecen no sólo la pobreza sino también la solidaridad, el sentido de la comunidad y la fraternidad. Estos factores, reflejados siempre de manera positiva, son la plasmación actualizada de la cultura mítica de sus antepasados. No olvidemos en este sentido que Augusto Roa Bastos pretendió con su literatura “hacer que la realidad de los mitos y de las formas simbólicas penetrasen lo más profundamente posible bajo la superficie del destino humano” (1983: 58). No son pocas las páginas de este libro en las que costumbres ancestrales se entremezclan con las advenedizas, pero quizás más importante sea la presencia de la estructura circular presente en numerosos relatos: “Carpincheros”, “El viejo señor obispo”, “El ojo de la muerte”, “Mano cruel”, “La excavación”, “Cigarrillos Maúser”, “La tumba viva” o “El trueno entre las hojas”. Una estructura circular muy al uso en la nueva narrativa latinoamericana pero que en este caso nos remite a la cosmovisión guaraní.

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La integración del pasado, lo mítico guaraní, con la cultura impuesta por los que llegaron después se reflejará de forma clara —como ha insistido en numerosas ocasiones la crítica— en las citas que aparecen encabezando su primera novela, Hijo de hombre: una perteneciente a la Biblia, concretamente del Libro de Ezequiel, que “pone el énfasis en la violencia y el sufrimiento que caracterizan la existencia del hombre; [otra] del Himno de los muertos de los guaraníes [en la que se] privilegia la idea de continuidad de la vida después de la muerte, de promesa y resurrección” (Mora 1994: 405). La simbología cristiana, especialmente presente en la imagen del Cristo crucificado tallada por Gaspar Mora, se confabulará con numerosos mitos y ritos guaraníes, como ha demostrado Rubén Bareiro Saguier (1990). Asimismo, el sustrato cultural guaraní se verá reforzado por la presencia del folclore, en este caso a través de la guitarra de Gaspar Mora cuya música sigue sonando después de su muerte. Una creencia —la idea de continuidad de la vida después de la muerte, de promesa y resurrección— que proviene del Himno de los muertos de los guaraníes. En obras posteriores del autor, si bien las formas mestizas (fusión entre el castellano y el guaraní) seguirán presentes en los textos, el animismo y el mesianismo profético —tan característicos hasta estos momentos en su obra—, que venían insuflados por la influencia de los mitos guaraníes, sufrirán una significativa merma. En cambio, algunos temas, como los discursos del poder y el exilio tendrán cada vez más presencia. Sólo añadir que en una de las últimas obras del escritor paraguayo, Madama Suí (1996), en la que Augusto Roa Bastos reconstruirá ficcionalmente la vida breve e intensa de una de las amantes del dictador Alfredo Stroessner, el autor introducirá una cultura distinta, la japonesa, con el fin de establecer relaciones entre ésta y el mundo de la imaginación guaraní. En ambas culturas coexiste, por ejemplo, la fantasía de una Tierra sin Mal. Sin duda, una manera original de entrelazar los mitos guaraníes con los de otras culturas. En definitiva, lo que Augusto Roa Bastos pretendió en gran parte de su obra fue que la tradición mítica guaraní, con sus componentes mágicos incluidos, se integrase de forma natural en sus ficciones; y decimos de forma natural porque el autor era de la convicción de que los ritos ancestrales, con sus evidentes transformaciones, seguían estando latentes en la forma de vivir y pensar de gran parte del pueblo paraguayo. De cualquier forma, había que evidenciarlo para que ese caudal no fuese arrasado por las constantes transformaciones sociales e históricas del presente. De alguna manera, el autor al que nos vamos a referir ahora, el peruano José María Arguedas, también tuvo en mente este propósito, aunque sus intentos serán más abarcadores y contundentes.

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Un total de cinco novelas, una novela corta y dos libros de cuentos componen la obra narrativa de José María Arguedas, uno de los escritores neoindigenistas que, por circunstancias biográficas, más cerca estuvo del mundo mítico y simbólico de los indios quechuas, con los que había convivido, fundiéndose con ellos, en la infancia. Como en su día manifestó Antonio Urello, la niñez de Arguedas se forjó “bajo las normas afectivas del alma india” (1974: 53), y no sólo aprendió a temprana edad el quechua, sino también los cuentos, mitos y “leyendas maravillosas procedentes de tiempos inmemoriales” (Urello 1974: 52)1; es decir, y como subrayó Petra Iraides Cruz Leal, heredó “un tipo de pensamiento mítico dentro del esquema quechua” (1990: 35). Nuestro autor, quizá más que cualquiera de los narradores neoindigenistas, se acercó “a las poblaciones primitivas de América, cuyas esencias míticas, creencias y supersticiones ha sabido traducir y aquilatar” (Zavaleta 1979: 64-65). El autor, como se sabe, fue uno de los más relevantes intérpretes del mundo andino en sus primeras obras y, poco a poco, su punto de mira se fue ampliando hasta ofrecernos una visión integral del Perú. De Arguedas se ha resaltado su originalidad en el desarrollo narrativo, sobre todo su particular forma de crear una red de dualidades que atañen tanto a aspectos individuales como sociales: mundo blanco/mundo indio, mundo español/mundo quechua, mundo de la niñez/mundo adulto, nación peruana/capitalismo, costa/sierra, el bien/el mal, etc.; dualidades que en su caso son imprescindibles y tienen una clara intencionalidad: que el lector pueda sopesar la importancia del universo indígena, de la cultura quechua, en su país. Ese afán ha tenido como consecuencia que alguno de los más ilustres estudiosos de su obra, Mario Vargas Llosa, diga que la obra de Arguedas se situaría en la búsqueda de una utopía arcaica (1996). Desde la posición de un escritor poco convencional, que funde la ficción con la antropología y la etnología2, y con la seguridad de que era “un narrador más intuitivo que erudito”, José María Arguedas declaró tener como objetivo narrar la decisiva integración de los indígenas en el futuro de su país, pero ese futuro pasaba por la integración cultural mundo español/mundo indígena. Asimismo, en las referencias a esa cosmogonía indígena tendrá un aporte principal la integración

1 Ante la pregunta “¿Cómo empezó su relación con la literatura?”, responderá: “Creo que al escuchar los cuentos quechuas que eran narrados por algunas mujeres y hombres que eran muy queridos en los pueblos de San Juan de Lucanas y Puquio, por la gracia con que cautivaban a los oyentes. Creo que influyó mucho la belleza de la letra de las canciones quechuas que aprendí durante la niñez” (Larco 1976: 22). 2 Mario Vargas Llosa afirmó que “el esfuerzo intelectual de Arguedas se concentró en la etnología, la historia, la antropología, el folclore, más que en la literatura” (1996: 310). A este juicio podríamos añadir otros como el de Silverio Muñoz (1980: 121).

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de los mitos ancestrales quechuas, que él tan extraordinariamente conocía y que intentará incluir sin vaguedades en sus novelas y cuentos. La verdadera fuerza de la narrativa de Arguedas, en cualquier caso, y por lo que podemos intuir por lo dicho hasta estos momentos, no nace de sus conocimientos literarios, sino de la utilización que hace de los reportes etnológicos y antropológicos y la aplicación de éstos a su narrativa; lo que desde nuestro punto de vista debe ser considerado como una originalidad y no como una diferenciación marginal. Sus estudios y publicaciones en este campo, muy intensas entre 1953 y 1963, cuando ocupó el cargo de jefe del Instituto de Estudios Etnológicos del Museo de Cultura, siguen siendo hoy en día de gran importancia, y es que el autor de Los ríos profundos estuvo siempre al tanto de las más modernas y actuales corrientes etnológicas y antropológicas como profesional del ramo, pero también con la intencionalidad de integrar todo ello a su narrativa. A estas actividades habría que sumar otra, y es la de traductor de los principales patrimonios de la cultura quechua: el Canto kechwa, publicado en 1938, los Mitos, leyendas y cuentos peruanos (1947), Canciones y cuentos del pueblo quechua (1949), hasta sin duda la traducción más importante, la del manuscrito de Huarochirí (recogido por Francisco de Ávila hacia 1597-1598, y traducido por primera vez al español), al que tituló Dioses y hombres de Huarochirí (1966), y que el propio Arguedas denominó el Popol Vuh de la antigüedad peruana. Se nos antoja que las anteriores referencias son necesarias para entender de qué manera el autor las integró en sus ficciones. Su obra comenzó con la publicación de un libro de cuentos, Agua (1935), en el que se centró básicamente en el mundo andino de las comunidades indígenas, las haciendas y las aldeas, planteando la oposición indios/mistis. El esquema argumentativo de los relatos se enmarcaría en los parámetros de la tradicional tipología indigenista: caciquismo, conflicto, liderazgo de un personaje indígena y derrota; pero, a diferencia de aquella, en estos cuentos Arguedas introduce descripciones de los juegos indígenas propios de la sierra peruana. Este tipo de observaciones, que nacen de su labor como antropólogo, serán una constante en títulos posteriores: la inclusión de ficción y antropología era inédita en la narrativa indigenista. En su primera novela, Yawar Fiesta (1941), que se desarrolla en la capital de la provincia de Puquio, el autor se reafirma en la existencia de dos mundos opuestos y diversos que irremediablemente confluyen. Sin embargo, y a diferencia de Agua, insistirá en que el Perú sólo podrá ser entendido a partir de la interacción de sus dos culturas: la quechua y la española, como se demuestra en la hibridez del título. La novela, aparte de las intrigas habituales de estas ficciones —como el conflicto de intereses y de poder entre los habitantes de una misma comunidad—, describe la fiesta del turupukllay, que consiste en lidiar toros prescindiendo del torero

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convencional y matarlos con dinamita. Desde un punto de vista simbólico, la corrida representa el enfrentamiento de lo hispánico (el toro), que encarna el poder blanco y es emblema de la opresión, con lo indígena (los capeadores), en una fiesta de duelo y sangre, yawar punchay. Se trata pues de una costumbre española reelaborada “por el pueblo autóctono quechua”, como Arguedas dijo en “Canciones quechuas” (1976: 177); si bien no hay presencia de mitos prehispánicos, sí hay un planteamiento telúrico. En definitiva, el escritor intenta demostrar la capacidad de los indígenas de reelaborar una fiesta tradicionalmente española para hacerla propia gracias a los resortes de su tradición ancestral. De la primera novela, al que será su libro más significativo y sugestivo, Los ríos profundos (1958). En esta obra, la esencia de lo quechua tendrá un espacio privilegiado aunque establezca claras vinculaciones con el marco cultural español, marco que le sirve para resaltar el valor de la cultura que quiere que prevalezca, la quechua. En la novela, como se sabe, un narrador adulto nos cuenta retrospectivamente episodios del adolescente que fue. Ernesto —álter ego de Arguedas— relatará, en los espacios de Cuzco y Abancay, su paso de la niñez a la juventud teniendo como punto de referencia la realidad andina. En las primeras páginas el protagonista nos irá describiendo la ciudad de Cuzco: el muro incaico en convivencia con la catedral española, el sonido de la campana, la María Angola, así como la analogía entre las imágenes tristes del pongo y la del Cristo, que se contraponen al júbilo del río Apúrimac. A continuación nos detallará su vida errante en compañía del padre por la sierra peruana hasta llegar al colegio de Abancay y sus continuas huidas imaginarias al río Pachachaca y a la sierra peruana a través de los poderes míticos del zumbayllu. Esta línea argumental se entrelazará con la rebelión de las chicheras, encabezada por Doña Felipa —primera mujer que dirige una rebelión en la narrativa sobre el indio—, símbolo mítico y mesiánico y ejemplo de valentía para las comunidades indígenas. La llegada de la peste, al final de la novela, llevará consigo la salida del protagonista de la ciudad de Abancay. Como vemos, son múltiples los resortes argumentales que confluyen en la novela, pero como no podía ser de otra forma, la presencia de la ancestral cultura quechua se irá jalonando en el texto. Comentábamos en líneas precedentes las descripciones del niño Ernesto de la ciudad de Cuzco, y que, entre ellas, aparecía la del sonido de la campana de la catedral, la María Angola. Ésta tiene una significación muy especial para los cuzqueños, su sonido, lleno de poder trasformador, se oye en los grandes lagos donde “a su canto triste [nos dice el narrador] salen del agua toros de fuego, o de oro, arrastrando cadenas” (Arguedas 1981: 17). Estos toros —símbolo español— serían antiguas serpientes —amarus— convertidas por María Angola. El niño Ernesto así lo explica: “Pensé que esas campanas debían ser illas, reflejos de la María Angola, que convertiría a los amarus en toros. Desde el

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centro del mundo la voz de la campana, hundiéndose en los lagos, habría transformado a las antiguas criaturas” (ibíd.: 17). El propio José María Arguedas, en un artículo publicado en Cultura y Pueblo, define de la siguiente manera a los amarus: “Antiguo dios, el Amaru, que tenía forma de serpiente y vivía en el fondo de los lagos, fue trasformado en toro, según las creencias indígenas”. Una mutación en la que un símbolo propiamente incaico se ha transculturado en otro, una muestra de la evolución que los mitos van sufriendo a lo largo de los años. La inclusión del folclore, como ya había hecho en obras anteriores, será determinante en ésta, así como las descripciones antropológicas y lingüísticas que hace, por ejemplo, en el capítulo VI, de las terminaciones quechuas -illu e -illa, y del instrumento de origen indígena cuyo nombre nace de la simbiosis onomatopéyica de raíz española y terminación quechua, el zumbayllu. Antes de pasar a otras obras del autor, convendría detenernos en un aspecto de especial trascendencia en las ficciones de José María Arguedas como es la cuestión del lenguaje. Decíamos en líneas precedentes que la guaranización del castellano en el caso de Augusto Roa Bastos era un medio con el que plasmar la esencia de lo mítico guaraní en sus narraciones. Lo mismo ocurre, aunque quizás con más insistencia, en el caso del autor peruano. Su conocimiento del quechua antes que del castellano —“mi lengua predominante era el quechua. Hasta los nueve años hablaba muy poco español y dominaba el quechua”— capacitó excepcionalmente a nuestro autor para crear una lengua en la que se estableciese una íntima relación entre la experiencia y el lenguaje, buscando siempre la armonía entre las dos lenguas y que el resultado fuese un lenguaje unívoco y universal. Esta experimentación y este atrevimiento verbal suponen la sacralización del lenguaje y sacar a éste de su uso normal, no sólo para expresar a través de la escritura el pensamiento y las costumbres quechuas, sino también para darle a la literatura una nueva vida. Con esta proeza lingüística Arguedas consiguió la creación de un lenguaje y un universo literarios que al menos en el lenguaje español o se desconocía o se había olvidado. Sólo un intento anterior por parte de un escritor español puede ser mínimamente comparable a lo que Arguedas pretendió y creemos que consiguió, nos referimos a Ramón María del Valle-Inclán y su obra Tirano Banderas. José María Arguedas era totalmente consciente de que más allá de la técnica, en literatura, es fundamental la lucha con el idioma, sobre todo cuando se intentan plasmar en un mismo espacio mundos tan dispares y que por razones históricas han tenido que convivir y adaptarse. Elocuentes en este sentido son las siguientes palabras del peruano:

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Carmen Alemany Bay Cuando un novelista es el continuador de una tradición literaria, probablemente no tiene grandes problemas técnicos, pero cuando tiene que revelar algo que no han dicho los demás, entonces tiene la necesidad de crearse una técnica y esa necesidad de crear la nueva técnica es una consecuencia de que no existe un instrumento ya hecho para revelar ese mundo. En mi caso, el problema de la técnica ha sido una pelea con el lenguaje (Arguedas 1969: 173).

El pleno convencimiento de que la fusión de ambas lenguas era una forma legítima de explicar la realidad del mundo andino es expresada sin paliativos en un artículo del año 1939, “Entre el kechwa y el español”, donde estima que el primero es un idioma “sin prestancia y sin valor universal” para la literatura, y que el mejor camino es la construcción de una lengua literaria mixta, hecha fundamentalmente de habla española pero con sintaxis, palabras y frases de la lengua quechua, así como también la inserción de cosmovisiones procedentes de esta cultura. Este proceso de asimilación y de catadura de nuevos lenguajes se irá configurando a través de dos etapas, tal como señaló William Rowe (1979: 6163). En la primera, que englobaría los cuentos de Agua y su novela Yawar Fiesta, Arguedas intentó una mezcla de español y quechua fusionando las dos culturas pero con predominio de la segunda. En la siguiente etapa, a partir de Diamantes y pedernales (1954) y de manera plena en Los ríos profundos, optará por un español más académico, al que se le añadirían caracteres propios del lenguaje quechua: variación del orden gramatical y un ordenamiento especial de las palabras, así como ciertos vaivenes rítmicos marcados por el asíndeton y las repeticiones, sin olvidar el uso continuado del gerundio que frenaría el ritmo temporal al crear cierta sensación de lentitud. Asimismo se produce cierta ambigüedad en la concordancia de las palabras —ya que en quechua el género no existe— y se incluyen vocablos quechuas. Para que éstos sean entendidos por el lector, Arguedas utiliza varios recursos: introduce la palabra o la frase en quechua y a continuación su traducción en español, sin otro tipo de explicaciones; o bien, lo más frecuente, al menos en Los ríos profundos, es la explicación semántica del término quechua introduciendo descripciones, muchas de ellas fruto de su labor como etnólogo: el caso más paradigmático es el comienzo del capítulo VI de la obra citada. El resultado es lo que denomina Juana Martínez la “transcripción simultánea” (1995: 311) al español de las palabras quechuas: se interviene en quechua pero la voz se deja oír en español. De esta forma no hay dificultad para comprender el texto y el lector acaba aceptando estas transformaciones de forma natural. Esta lengua ficticia, artificial, puede dar impresión de realidad, pero sin caer en el engaño de que se trata de un recurso lingüístico en el que Arguedas busca la forma de trasmitir su cultura principal, y que no sólo ésta sino también su visión del mundo sea conocida como una realidad más de ese complejo mundo que es

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Latinoamérica. Asimismo, este lenguaje polivalente, según Cornejo Polar (1970: 40), se proyectaría hacia dos metas. Por una parte, que el lenguaje tenga la capacidad de mencionar las dimensiones inéditas del hombre y del mundo, es decir, revelar lo que aún no se ha revelado: la intimidad del mundo indio; por otra, que esta revelación no se limite a la expresión sino que se resuelva en comunicación. En las siguientes novelas, Todas las sangres (1964) y El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971), Arguedas reflejará la oposición entre la nación peruana —identidad cultural, autonomía socioeconómica y política— frente al imperio capitalista. En este último período de su obra hay una aceptación rotunda del mestizaje como futuro del Perú frente a fuerzas ajenas que quieren usurpar la identidad de su pueblo. Para el asunto que nos interesa, en El zorro de arriba y el zorro de abajo se da un paso más en la intervención de lo mitológico quechua en la ficción. Como se sabe, la novela se desarrolla en el costeño puerto de Chimbote, un universo degradado que representa al Perú de su tiempo y que debido a las transformaciones industriales ha sufrido un notable cambio por el cual los valores que había promulgado Arguedas en su obra anterior se vienen abajo: no hay ni la integración social, ni cultural; por tanto no es posible el mestizaje que él anhelaba. Asimismo, el relato nos presenta dos niveles: el referente al mundo occidental, repleto de símbolos europeos, y el andino, donde recurre a imágenes autóctonas. Esta visión arguediana del Perú le lleva a Vargas Llosa a afirmar que el ideal de Arguedas “es arcádico, hostil al desarrollo industrial, antiurbano, pasadista. Con todas las injusticias y crueldades de que puede ser víctima en sus comunidades de las alturas andinas, el indio está allí mejor que en Chimbote. Ésa es la moraleja del libro” (1996: 307). En esta ocasión, sus conocimientos antropológicos, mitológicos y folclóricos se plasmarán en el título. Los zorros a los que se alude son personajes míticos salidos de una de las leyendas indígenas, escritas en quechua, de la provincia andina de Huarochirí y datadas a finales del siglo XVI o comienzos del XVII. Según la leyenda, el mundo estaba dividido en dos regiones: la del litoral —la de abajo— y la de la sierra —la de arriba— y de cada una de éstas procedía un zorro. Estas dos regiones habían constituido los centros fundamentales de la historia del Perú: la de arriba tuvo una importancia decisiva antes de la llegada de los españoles, y la de abajo, a partir de entonces; finalmente los zorros se encontrarán en el cerro de Latauzaco, junto al cuerpo dormido de Huatyacuri, hijo del dios Pariacaca. La obra, por tanto, nace en parte de un material extraído de la mitología indígena, de un manuscrito quechua sin título al que Arguedas, como ya hemos dicho, le dio el nombre de Dioses y hombres de Huarochirí en 1966; se publicó en edición bilingüe. Recodemos que, como Ángel Rama apuntó en “Nota” a la edición de 1975, el manuscrito “fue recogido a fines del siglo XVI en la provincia de Huarochirí, perteneciente a la arquidiócesis de Lima, Perú, por el sacerdote cuzqueño

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Francisco de Ávila y se conservó entre su papelería en el volumen núm. 3169 de la Biblioteca Nacional de Madrid” (1975: 7). Y como apuntó el propio Arguedas, se trata del “único texto quechua que ofrece un cuadro completo, coherente de la mitología, de los ritos y de la sociedad en una provincia del Perú antiguo” (1966: 9). Como ha observado Petra Iraides Cruz Leal, “lo que sí cabe argumentar con exactitud es el parangón entre el diálogo de los zorros novelescos y el capítulo V de Dioses y hombres de Huarochirí, núcleo que condensa las competencias rituales entre dos bandos y relata las aventuras de Huatyacuri, hijo de la divinidad Pariacaca” (1990: 153). Asimismo, es interesante señalar que el texto que Arguedas traduce está incompleto, de ahí que Martin Lienhard apunte que la función que cumplen los zorros en El zorro de arriba y el zorro de abajo “es la de señalar que la novela aspira a continuar el diálogo mitológico famoso” (1981: 107). Para Vargas Llosa, a través del encuentro de estos personajes míticos se produce la mediación entre dos mundos difícilmente reconciliables (1996: 296). Sin duda, José María Arguedas es el escritor latinoamericano que con más intensidad ha incorporado los mitos prehispánicos en su obra. Desde su nacionalismo ardiente, y al ver que se iban derrumbando los bastiones que empezaron a consolidarse en la antigüedad precolombina, consideró que era necesario nutrir sus historias de mitos ancestrales porque creía vivamente que su nación, la peruana, no tenía ni debía olvidar su pasado primigenio. Ésa era la base de la que se tenía que partir para construir el futuro y él se convirtió en el principal protector de un pasado que a esas alturas de la historia se estaba devaluando; su labor fue la de constatar en todos sus escritos la pervivencia aún en sus días de la milenaria cultura de su país. A la labor de renovación del indigenismo, a la que tanto contribuyó José María Arguedas, se unirán otros escritores peruanos como Eleodoro Vargas Vicuña o Carlos Eduardo Zavaleta. Sin embargo, será Manuel Scorza el que más vivamente seguirá la tradición de la novela sobre el indígena a través del ciclo titulado La guerra silenciosa compuesto por cinco obras que publicó en la década de los setenta: Redoble por Rancas (1970), Historia de Garabombo el invisible (1971), El jinete insomne (1977), Cantar de Agapito Robles (1977) y La tumba del relámpago (1979). Si en las primeras novelas el autor marca la importancia del mito para la comunidad quechua, y cómo a través de éste surge el realismo mágico, en la última —y éste será un paso decisivo y rotundo hacia la disolución de la narrativa del indígena en otras variantes— pondrá en duda la imagen mítica del indio, así como la validez para los tiempos actuales de lo arcádico de la cosmovisión indígena, y propondrá la necesidad de adaptarse a nuevos modelos sociales. En estas cinco obras Manuel Scorza ficcionaliza las revueltas campesinas que tuvieron lugar en los Andes centrales a finales de los años cincuenta y, como

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apuntábamos en las líneas precedentes, en las últimas entregas sobresale la frustración por el irremediable cambio social que ha afectado a las comunidades indígenas y que el propio José María Arguedas no quiso aceptar a lo largo de su vida. En la primera de ellas, iniciadora de una estructura que va a repetir en las entregas siguientes, nuestro autor opta por presentarnos dos historias que al final acaban uniéndose y, siguiendo la tradición literaria, el relato finaliza con el fracaso de la revuelta indígena. Una de las líneas argumentales cuenta el enfrentamiento entre Héctor Chacón, un campesino indígena, con el hacendado y juez local Francisco Montenegro; en la otra relata la resistencia de la comunidad de Rancas a que sus tierras sean usurpadas por una compañía minera norteamericana. En la Historia de Garabombo el invisible aparecerá nuevamente la rebelión indígena, en este caso encabezada por Garabombo: la tragedia vuelve nuevamente a cebarse con los indígenas. En su siguiente entrega, El jinete insomne, sigue la lucha, pero las esperanzas de antaño se transforman en desesperanza “como consecuencia de las masacres que tuvieron lugar en Rancas y Chinche, narradas en las novelas previas, el ánimo de los habitantes de la cercana comunidad de Yanacocha cambia sustancialmente hasta el extremo de que el miedo llega a paralizarlo todo, incluso el tiempo mismo” (Gras 2003: 170). Hasta estos momentos, Manuel Scorza ha seguido más o menos fiel a las estructuras habituales de la nueva novela indigenista; sin embargo, un giro se produce en la cuarta novela del ciclo, Cantar de Agapito Robles, en la que los campesinos optan por la militancia política para dar fin a todos sus males. La novela supone “una excepción a la regla no escrita de la derrota final de los indígenas, ya que al menos no termina con una masacre explícita —aunque sí sugerida, intuida—, siendo éste el único caso en La guerra silenciosa” (Gras 2003: 172). La mayor revelación, en cambio, llegará en la última entrega de la pentagonía porque finalmente los campesinos serán conscientes de que la causa de sus males no reside únicamente en las fuerzas opresoras que representan el poder, tradicionalmente representadas en las novelas indigenistas por la Iglesia, el ejército y la ley, sino en la milenaria tradición que interpretaba los fenómenos naturales a través del prisma mítico-mágico: mientras las cuatro novelas anteriores se concentraban en la lucha de los campesinos contra la opresión externa de las autoridades, La tumba del relámpago se centra en el proceso de concienciación de estos, en el cambio de su punto de vista mítico bajo el liderazgo de algunos indígenas politizados [...] El peso del mito, que se presenta como absurdo según esta última entrega del ciclo, arrastra las esperanzas políticas y sociales de liberación de pueblo oprimido (Gras 2003: 173-175).

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Más contundente a este respecto será Teodosio Fernández cuando afirma que esta novela simboliza el fin del realismo mágico y también del neoindigenismo: Scorza, que al redactar El cantar de Agapito Robles tal vez recordó a García Márquez, en La tumba del relámpago (1979), imaginó una variación inusitada: decidido a construir su propio destino, Remigio Villena quema la torre donde se almacenan los ponchos proféticos para sustraerse a un futuro predeterminado. El gesto resulta excepcionalmente significativo, al menos si se tiene en cuenta que esa última novela del ciclo de La guerra silenciosa parece renunciar al aparato mágico-realista que en las anteriores pretendía la creación de una atmósfera mítica, pues eso puede interpretarse como un síntoma de la crisis del realismo mágico que había encontrado su culminación en Cien años de soledad [...] La destrucción de los ponchos de doña Añada se trasforma así en un signo que habla de cambios profundos en la narrativa hispanoamericana reciente [...] El gesto de Remigio Villena hablaría de esa narrativa que abandona el mito para insertarse en la historia, alejándose de los procedimientos que garantizaban su éxito para hacerse eco ahora de nuevas inquietudes (1992: 164-165).

Esa inversión, en la que insistían en mayor o menor medida las palabras de los críticos que acabamos de citar, nos parece sustancial porque significa un vuelco rotundo en la incorporación de lo mítico en este tipo de novelas: es la historia ancestral la que impide la integración del indígena en la sociedad contemporánea. Sin embargo, esta transformación no imposibilita que, en líneas generales, y como suele ser rasgo común en las novelas neoindigenistas, Manuel Scorza atribuya al indígena en sus narraciones una especial percepción de lo inanimado, de lo sobrenatural y de los fenómenos cósmicos. En ellas los personajes desarrollan una historia colectiva que alcanza dimensiones simbólicas y que el autor aprovecha para introducir sus imaginaciones y recuerdos de infancia. Lo real y lo mágico se confabulan en estas obras en las que la magia surge de las creencias del campesinado quechua, credos que manan de la capacidad del indígena de intuir tras lo visible la esencia de lo fantástico y de lo trascendente. En Redoble, como nos recuerda Rita Gnutzmann (2007: 114), encontramos la costumbre de consultar el maíz y la coca. En la Historia de Garabombo el invisible, por ejemplo, se habla de la creencia india de que el alma se desprende del cadáver emitiendo un sonido que simboliza el definitivo alejamiento del mundo de los vivos, una leyenda que procede de la llamada chiririnka, la mosca azul que en la cultura quechua es identificada con la anunciación de la muerte. En El jinete insomne el narrador incorpora la elegía Apu Inka Atawallpaman, canto de dolor de las llamadas Madres de los Muertos3; la novela La tumba del relámpago se abre

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Véase González Soto (2004).

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con el mito poshispánico de Inkarrí, que José María Arguedas investigó y que procede de la mitología quechua. Este mito guarda asimismo relaciones con el hecho de que el autor decidiese escribir una serie de cinco novelas. Según Rita Gnutzmann, aquí se explica la reducción con el mito de Pariacaca nacido de cinco huevos (que engendran cinco revoluciones) y los hombres muertos que volvían al quinto día, todo ello tomado de los mitos traducidos y publicados por J. M. Arguedas en 1966, Dioses y hombres de Huarochirí; también el mito de Inkarrí, traducido por aquel, incluye el número: las cuatro partes del cuerpo (descuartizado, a menudo confundido con Tupac Amaru) que deben reunirse con su cabeza, tal como muestra el comienzo de la misma novela [La tumba...]. Pero el número se adapta igualmente a la afirmación del autor en una entrevista: “los quechuas tienen cinco estaciones: primavera, verano, otoño, invierno y masacre” (2007: 106).

Sin embargo, nuestro escritor nos ofrece una nueva sorpresa. Como afirmara en 1979 en una entrevista, y ello se relacionaría con el mensaje que transmite en La tumba del relámpago, los mitos pueden ser “ingenuos y peligrosos” (Osorio 1979: 5). Hay otro rasgo que contribuye igualmente a la plasmación del universo quechua dentro de los límites de la novela: se trata de la incorporación de episodios que —de modo variable en extensión y con independencia de la trama principal— posibilitan que sus ficciones participen de la tradición del cuento oral. La oralidad contribuye así a romper con la narración cronológica de los sucesos: el avance narrativo deja de ser lineal como fruto de las interrupciones y de los saltos en el tiempo; asimismo, la oralidad aporta al lenguaje narrativo una dimensión poética muy del gusto del autor, porque aparte de novelista Manuel Scorza tiene una notable obra poética. Este aspecto, el de la oralidad, tan presente en las narraciones de Roa Bastos o de José María Arguedas, influye en la configuración del lenguaje literario; pero “Si en Arguedas observamos una auténtica lucha por crear un lenguaje adecuado a los quechua-hablantes, Scorza, en una entrevista, se niega desde el primer momento a entrar en el juego o ‘la caricatura’ según afirma” (Gnutzmann 2007: 112). Tal como resume Rita Gnutzmann, para Scorza, si “los personajes indios piensan correctamente, es adecuado hacerles hablar en un castellano correcto. Ello naturalmente no impide que existan diferencias de riqueza lingüística según los estratos sociales” (2007: 112). Creemos que el paso dado por Scorza en materia lingüística supone una evolución dentro del neoindigenismo, ya que escritores posteriores se desvincularán de la obsesión por reflejar un lenguaje que introduzca en sus estructuras los latidos de las lenguas indígenas; la misma Gioconda Belli —cuya obra explicaremos a

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continuación— estará en esa línea. Además, el autor peruano añade a sus ficciones la ironía y la sátira, el humor y un lenguaje desenfadado que llega en ocasiones a la parodia y a la hipérbole, recursos que mínimamente han estado presentes en la tradición de las novelas sobre el indio. Por último, y recurriendo nuevamente a las palabras de Rita Gnutzmann, “en el último volumen se introducen nuevos elementos, con el abogado (real) Genaro Ledesma, el Seminarista (disidente de un partido de izquierda) y el propio escritor, es decir, el relato se ‘ideologiza’ y se acerca a la novela testimonial” (2007: 106). No en vano, y como hemos argumentado en alguna publicación (Alemany 2011: 68), la ficción sobre el indio en la actualidad ha sufrido un notable retroceso y ha sido sustituida por reflexiones de corte testimonial. Otros autores peruanos más recientes, como Edgardo Rivera Martínez (1935), considerado heredero de José María Arguedas, recuperará la figura del indígena en Ángel de Acongate y otros cuentos (1986) para describir con escepticismo algunas de las tradiciones de los pueblos andinos. Si bien lo mítico deambula por algunos parajes de sus textos, éste se manifiesta como una rémora del pasado. Por su parte, otra autora más reciente, Laura Riesco (1940), en Ximena de dos caminos (1990) reflejará las diferencias habituales en gran parte de las novelas que abarcan el mundo indígena: lo indígena y lo blanco, la cultura clásica y la popular, la escritura y la oralidad. Cronwell Jara (1950), quien fuera escritor de lo urbano en Patíbulo para un caballo (1989), en los cuentos recogidos bajo el título La huellas del puma (1986) se acerca al relato indigenista para recrearse en hechos ocurridos en los años veinte en la sierra de Piura y que el autor conoce por boca de su abuela y de su madre. La evolución de la narrativa sobre el indígena se verá plasmada en parte en la obra de la nicaragüense Gioconda Belli (1948). Ella abordará la problemática sobre el indio atendiendo al pasado primigenio y como éste tiende sus tentáculos y se funde con el presente; un presente que habla desde un mestizaje cultural, nunca exento de utopía, y que conformará las bases de, fundamentalmente, La mujer habitada (1988) y Waslala (1996). La escritora, según Mónica García Irles, retoma el rico legado de las culturas indígenas americanas para crear un complejo mundo literario donde historia, mitos e ideología van inextricablemente unidos. [...] la autora nicaragüense va a establecer en su obra una profunda ligazón ideológica y cultural entre el sandinismo y las culturas prehispánicas [...] Esta relación tiene, fundamentalmente, dos objetivos: justificar históricamente la lucha contra el somocismo y establecer un modelo social, político y cultural basado en un pasado precolombino idealizado (2001: 28-29).

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Conviene señalar en este punto que tanto Gioconda Belli como los autores cuya obra hemos revisado con anterioridad no han sabido desligarse de cierto maniqueísmo, muy presente en la novela indigenista de comienzos y mediados de siglo, al situar lo indígena en la esfera de lo positivo frente a lo no indígena, que recae en el ámbito de la negatividad. En La mujer habitada se cuenta la historia de Lavinia, una joven arquitecta de clase alta que vive en la convulsa Nicaragua —Faguas en la novela— de los años setenta, y que cambia su condición de burguesa por la de guerrillera. Paralelamente aparece otra historia protagonizada por Itzá, una mujer indígena de la época de la Conquista española que narra el proceso de aniquilación de los españoles y la rebeldía de los indígenas; el espíritu de Itzá se encarnará en el de Lavinia para ofrecerle toda su fuerza y resistencia en la lucha contra la dictadura de Anastasio Somoza. Nombres como Itzá, Yarince, Mimixcoa o Citlalcoatl, presentes en la novela, nos remiten y refuerzan la presencia de lo prehispánico —de origen nahua en este caso— en la narración. Yarince se transforma en colibrí, tal como, según el mito, se transformaban los guerreros fallecidos en combate en pájaros multicolores o mariposas; o, como nos recuerda García Irles retomando las investigaciones de Michel Graulich, Mimixcoa, la amiga de Itzá, es un nombre simbólico, pues los mixmicoa, hijos de Chachiutlicue (diosa del agua), son prototipos de las víctimas guerreras y sus atributos son los mismos que los de los individuos destinados al sacrificio (recordemos que ella muere sacrificada en el cenote). Además, “el destino de Mixmicoa es el reservado a las mujeres muertas de parto o combatiendo (pero el sacrificio era equivalente), es decir, convertirse en una diosa cihuateteo y acompañar al sol del cenit al ocaso” (García 2001: 64). Waslala, obra que tiene evidentes vínculos con la novela anterior, supone una dura crítica a aquellos que traicionaron al sandinismo y a los ideales de esta revolución. Melisandra y su acompañante se embarcarán en un viaje hasta encontrar Waslala, un lugar mítico y legendario en el que, según la mitología nahua, la utopía es posible. En la búsqueda de ese mundo mitológico los personajes se encontrarán con espacios y situaciones que nos remiten a las culturas precolombinas, y con el fin de reforzar su presencia, la autora, tanto en esta novela como en La mujer habitada, incluirá en sus relatos algunas frases y expresiones rescatadas de composiciones poéticas nahuas (García 2001: 57-60). Entre las dos novelas citadas, Gioconda Belli publicó Sofía de los presagios (1990), libro en el que nos sumergirá en el mundo de la nigromancia y de los sortilegios. El realismo mágico, muy en la línea de otras narradoras de la época como Isabel Allende o Laura Esquivel, campeará por el texto, así como la recuperación de una leyenda nicaragüense. Como señala Mónica García Irles,

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Carmen Alemany Bay Xintal puede identificarse con el “viejo del cerro” que habitaba en el Bombacho y que se vinculaba con brujos y brujas. Eso sí, el personaje de Belli carece de los matices negativos (pactos con el demonio, secuestro de niños, hechizos malignos...) que se le atribuye en las creencias populares, asumiendo, por el contrario, ciertos rasgos (sabiduría, contacto con la Naturaleza...) que lo aproximan al mundo indígena tan querido por la autora (2001: 63).

Antes de que Gioconda Belli publicase La mujer habitada, la también nicaragüense Claribel Alegría (1924) dio a conocer Álbum familiar (1984) y Pueblo de Dios y de Mandinga (1986), novelas cuyo contenido y condición siguen las mismas líneas que las propuestas por Belli. En la primera, la protagonista vive el triunfo sandinista en Francia y ello le sirve para rememorar una infancia en la que el mestizaje y la magia son los protagonistas: diálogos con los muertos, la fe en la metamorfosis animal y la reencarnación de las almas, aspectos que se concentran en la nana Chus quien desde el trasmundo habla con la protagonista. La segunda se sitúa en la isla de Mallorca, aunque la autora funde este espacio con el mundo mágico de su país: almas en pena, personajes que viajan por el túnel del tiempo y la presencia de varios recursos maravillosos que cohabitan con la vida cotidiana. Sin embargo, creo que tanto en este caso como en el de Gioconda Belli no estamos hablando ni de indigenismo ni siquiera de realismo mágico propiamente dichos, aunque ambos participen en sus textos. Se trata más bien de la recuperación de un pasado indígena con el que se establece una estrecha relación con los mitos, pero en esta ocasión esos parámetros servirán, asimismo, para la reivindicación de lo femenino. Como hemos expuesto, la narrativa neoindigenista derivó, allá por la década de los ochenta, en el testimonio, y esa deriva ha llevado consigo el desdibujamiento de los mitos precolombinos en los textos que hacen referencia al indígena. Tanto Augusto Roa Bastos como José María Arguedas intentaron mostrarnos la importancia de la cosmovisión indígena en sus ficciones en un afán de preservar el imaginario que todavía tenía vigencia, o al menos así lo creían ellos, en lo cotidiano. Sin embargo, Manuel Scorza nos ofrecerá una visión más crítica del pasado ancestral y cómo éste impide la adaptación del indígena al presente. Asimismo, prescindirá de cuestiones que fueron ancilares en otros neoindigenistas, como la construcción de un lenguaje específico que contuviese la carga mítica del pasado precolombino. Otros ejemplos posteriores, como hemos visto, nos ofrecen nuevas configuraciones sobre lo indígena que se distancian en buena medida de lo que pretendieron aquellos que desde los años cincuenta intentaron dar nueva luz a la narrativa sobre el indígena.

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LEYENDA Y MITO: LA BARONESA DE WILSON Y LAS MARAVILLAS AMERICANAS Beatriz Ferrús Antón Universitat Autònoma de Barcelona

“He vivido meses y años, siguiendo con febril entusiasmo las veredas, que sin duda recorrieron los primitivos pobladores del vastísimo territorio americano, intentando descorrer el denso velo de las remotas edades y reanudar las mágicas leyendas, las tradiciones de aquella superficie inmensa, tan imperfectamente conocida y que ofrece ancho campo a investigaciones siempre nuevas, siempre interesantes” (Serrano 1910: 7).

Estas palabras, citadas en las primeras líneas de Maravillas americanas (1910), sitúan a Emilia Serrano, baronesa de Wilson, o García de Tornell1, dentro de la nómina de grandes viajeros que hicieron del siglo XIX una época de redescubrimiento y de redefinición ideológica de América Latina. Nacida en Granada en 1833, explica en América y sus mujeres (1890) cómo desde muy niña sintió una poderosa atracción por el continente, surgida de sus lecturas de juventud: Los viajes de Colón, la Historia de las Indias, por el P. Las Casas, La Araucana, de Ercilla, y otras obras, fueron el origen de mi entusiasmo por América. Las escenas de la vida de los indios, descritas gráficamente; los descubrimientos y conquista, las batallas, las heroicidades de españoles y de indígenas, la lucha tenaz y justa de los hijos del Nuevo Mundo contra los invasores, me enajenaron hasta el punto de olvidarme de todo lo que no era leer, dándose el caso de renunciar á paseos y á otras (Serrano 1890: 12).

1

Emilia Serrano firmaría sus obras como “baronesa de Wilson” o “Serrano de García de Tornell”, de manera alterna, según la costumbre de la época, utilizando los apellidos de sus dos maridos.

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El referente de las crónicas, pero también la lectura de Humboldt y de los grandes viajeros científicos del XIX, la influirían a la hora de redactar un amplio listado de textos sobre Latinoamérica2, pero también motivarían su reflexión en torno a la unión entre los pueblos de habla española “tan estrecha, tan íntima, tan grande y útil para todos como inquebrantable” (ibíd.: 133), que después de los procesos de independencia se convertirá en un motivo común de indagación entre diferentes escritores españoles del periodo. La baronesa de Wilson realizó su primer viaje a América Latina en 1865, en un momento de depresión personal, motivado por la pérdida de su marido y de su hija. Desde entonces, repetiría sus visitas, siempre durante largos periodos de tiempo, más de cinco veces. Para Carmen de Burgos: Su labor no ha sido la del geógrafo o historiador teórico, que sólo se inspira en los escritos de otros autores. Ella… ha realizado peligrosos viajes, como el de remontar la corriente del Plata y hacer ascensiones de los ásperos flancos del Tandil, del Aconcagua, el Misti, el Chimborazo etc... Ninguna mujer ha realizado jamás tan penosos trabajos ni abarcado empresa de tal magnitud… Por menos se han aplaudido viajes de francesas e inglesas, celebrando su esfuerzo en todos los tonos. Y esos viajes no han sido de turista, han sido de mujer estudiosa, laboriosa, que ha trabajado incansablemente (Burgos 1911: s. p.).

Como indica la cita con la que abría esta comunicación, América Latina se presenta para Emilia Serrano como “ancho campo de investigación”, donde hay que “descorrer el denso velo de las remotas edades, reanudar las mágicas leyendas”. Es decir, no sólo se trata de mirar el continente desde los ojos escrutadores del científico, botánico, etnólogo o biólogo, sino de escuchar los relatos legendarios y míticos que configuran la textura americana. Desde aquí, la escritora granadina convierte su libro Maravillas americanas (1910) en el espacio de la escucha. El objetivo de este trabajo es analizar cómo la materia legendario-mítica actúa en este texto, cómo desde su inserción en el mismo opera una reimaginación ideológica del continente, que actúa a la par del discurso científico, pero también independentista, dotándolos de nuevos sentidos.

2 La ley del progreso. Páginas de instrucción pública para los pueblos sud-americanos (1880), Una página en América. Apuntes de Guayaquil o Quito (1880), De Barcelona a México (1891), América en el fin de siglo (1897), El mundo literario americano (1903). Entre éstos destacan especialmente los dedicados a mujeres que se han destacado por alguna razón en la época: América y sus mujeres (1890) y Bocetos biográficos. Mujeres ilustres de América (1899) etc.

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El siglo XIX fue el gran siglo de los viajes: de exploración, mercantiles o de placer. La gran revolución del transporte acortó las distancias y permitió a miles de viajeros sumarse a una moda que, desde entonces, no pararía de crecer. Junto a este fenómeno, aparecería toda una literatura dedicada a relatar y recrear esta experiencia. La literatura de viajes, en formato de diario, epistolario o libro de tradiciones y leyendas, se convirtió en una de las tendencias más significativas del siglo. Muchas fueron las viajeras que se animarían a recorrer el mundo en solitario y a relatar su periplo3. Pratt (1997) las llama “exploradoras sociales”, ya que posan su mirada sobre las sociedades extranjeras y sus gentes, explican el papel social de sus mujeres o comentan acontecimientos históricos y políticos, prestando atención a pequeños detalles que los textos escritos por varones no consignan. La Historia se completa con historias. Las mujeres que decidieron escribir sobre sus viajes lo harían por razones diversas, pero, en un buen número de ocasiones, se trataba de escritoras profesionales, que daban cuenta del fenómeno de incorporación masiva de la mujer al mundo de las letras, propio también del siglo. Emilia Serrano forma parte de una amplia nómina de escritoras que viajarían a América Latina y dejarían constancia escrita. Flora Tristán, Eva Canel o Fanny Calderón de la Barca, entre otras, escribieron diferentes relatos dando cuenta de su experiencia. No obstante, sería el diario personal el formato que más habría de repetirse, dejando en segundo plano a los libros de tradiciones y leyendas. Eva Canel, contemporánea de la baronesa de Wilson y amiga personal de ésta, escribió De América: Viajes, tradiciones y novelitas cortas (1899), donde tradición y autobiografía tratan de combinarse sin llegar a lograr un todo compacto. Emilia Serrano repite esta fórmula en Maravillas americanas (1910), donde sí conseguirá aunar ambos géneros. Así el ‘yo’ de la viajera se convierte en el hilo conductor que guía al lector a través de México, Perú, Uruguay, Paraguay, Chile, Colombia, etc., llegando, incluso, a Central Park. A lo largo de este recorrido no importa tanto el espacio que se visita, sino las historias que lo pueblan: “El papel de la leyenda es el de otorgar al paisaje una verdad que proviene del pasado, una carga poética que está ausente en la mera contemplación y que se sobrepone, mediante la evocación de otros tiempos, al prosaísmo científico del presente” (Cánovas 2008: 16). El modelo costumbrista-romántico adquiere en la producción de la baronesa su propia fórmula. Veamos cómo.

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A este respecto resultan muy esclarecedores los trabajos Mills (1991) y Hodgson (2006).

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América Latina, como espacio de la magia y de la revelación, ha sido reimaginada en sucesivos relatos, que atraviesan su historia desde la misma fundación del referente (el paraíso de Colón o el mundo del Amadís de Bernal), hasta llegar a formulaciones más complejas en la obra de Carpentier o de Gabriel García Márquez. El término “maravilla” no resulta casual en la obra de la escritora granadina, pero si conecta con esta tradición de lectura, también es cierto que le añade una direccionalidad propia: la del romanticismo. La maravilla que se desprende de la arqueología americana no está tan alejada de la de la ruina española o inglesa. Si naturaleza y leyenda se encuentran: “Las ondas abrillantadas que llegaban a romperse en franjas de espuma contra los cimientos del malecón, murmuraban tal vez leyendas desconocidas” (Serrano 1910: 6), su vínculo tampoco es ajeno en la tradición romántica. De la misma manera, la naturaleza americana resulta sublime, como también lo es el Etna que se abre a los pies de Rene: “la admiración infinita, la sorpresa, la amargura de la pequeñez humana al compararla con lo gigantesco de la creación y, por último, el terror, el sobrecogimiento que domina al surcar en bote las ondas embravecidas” (ibíd.: 179). Por tanto, la baronesa de Wilson escribe Maravillas americanas desde un programa concreto: “llevé adelante la práctica de mis bellos ideales en lo que se referían a desenterrar tradiciones, reconstruir civilizaciones y registrar históricas ruinas” (ibíd.: 117). Ahora bien, lo que va a resultar original en éste es cómo leyenda romántica y mito prehispánico se entrelazan, formando un continuum de sentido. Exuberancia y maravilla, en tanto apelativos tradicionales de “lo americano”, se ven subrayados por la propia esencia del programa romántico, el mito prehispánico se convierte en la parábasis que revela la construcción que hay tras éste. De esta manera, aunque es posible detectar un relato marco, donde Emilia Serrano se presenta como la viajera equipada con un maletín de estudio, que no duda en compararse con Humboldt, que muestra su asombro ante los países que descubre y las gentes que los pueblan, mientras traba amistad con muchos de sus compañeros de viaje, éste acaba por tener el mero valor de un hilván, que ayuda a sostener el verdadero sentido del relato: la recopilación de historias que dan vida literaria al territorio que se visita. La vocación de Wilson no es científica ni objetivista, sino literaria y novelesca. El término “maravilla” no está tan alejado del uso que para el mismo encontró María de Zayas. Desde aquí, el grueso de historias que se consignan son historias de amor que se reagrupan en tres tipos:

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a) Historias de cautivas, mujeres blancas que robadas por indígenas acaban viviendo un romance con ellos. La más paradigmática será la versión que se recoge de Lucía Miranda. No hace falta recordar la importancia que las historias de cautiverio cobrarían en la narrativa del XIX latinoamericano, también en la literatura norteamericana. b) Historias de amores mixtos, entre un hombre blanco, guerrero o navegante, que se enamora de una joven india. La tragedia o la fuerza del amor siempre se muestra en Maravillas a través del obstáculo del mestizaje amoroso; pero mientras que si la mujer es india y el hombre blanco la relación puede tener final feliz (una versión particular de éstas sería la historia de la Malinche), no ocurre lo mismo a la inversa, el cautiverio implica violencia y si es el amado el mestizo sólo son posibles: c) Historias de amor trágico, que suelen dar nombre a accidentes geográficos del territorio que se visita, como “el salto del fraile”, que rinde homenaje a los amores entre un mulato y una mujer blanca, que se suicidan ante la imposibilidad social de lograr su unión en vida.

No obstante, si Emilia Serrano lee América Latina desde el molde romántico occidental, adaptando su especificidad a una tópica literaria, también es cierto que son varios los pasajes que eluden este corsé, promoviendo la sustitución de la leyenda por el mito, de la tradición occidental por la tradición prehispánica. Entre éstos están los pasajes dedicados a la india Moyomea y a Manco Capac. La india Moyomea se exilia de su tribu para evitar contraer matrimonio con el hombre que ha escogido su padre, pues ella ama a otro, hasta aquí parece que nos encontramos ante una historia romántica más. Sin embargo, en su huida está a punto de perecer ahogada en una catarata, pero la salva un genio protector que habita en el agua y que le revela el secreto para curar la peste que asola a su tribu: El genio protector la hizo comprender que una serpiente salía en cierta época del año y, emponzoñando el agua de los arroyos, esperaba el efecto del veneno para nutrirse con los cuerpos de las víctimas. —Vuélveme al seno de mi familia y los salvaré. El Dios la colocó sobre sus alas, y Moyomea salvó a su tribu, persuadiéndola abandonase el valle y fuese a refugiarse más cerca de las cataratas. Pero la serpiente siguió a los fugitivos para continuar su obra destructora. Heno, el benéfico dios de los prados, aquel que prodigaba la lluvia y rocío para que la cosecha fuese abundante, protegía a la tribu, porque en ella vivía la india a quien salvó la vida. —Perezca— dijo la serpiente, y el rayo hizo temblar los bosques y los cerros, pero la serpiente vivía aún. Y arrojó otro y otro y muchos, hasta concluir con la vida del reptil (Serrano 1910: 176-177).

Moyomea triunfa sobre su destino al convertirse en una elegida espiritual, lo que le permite imponer su deseo y unirse al hombre que ama, pero su triunfo no

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procede de la “fuerza del amor”, ni de cualquiera de los principios que mueven en el mundo del romanticismo, sino de una cosmogonía que cuenta con sus propias leyes y se pliega a ellas. Otro ejemplo lo constituye la versión que sobre la fundación del Cuzco por Manco Capac recoge la autora: Maravilloso por lo demás nos presenta la tradición a Manco-Capac, y varias son las leyendas populares muy diferentes entre sí. La más leída es aquella que presenta a Manco y a Mama Oclló saliendo de la isla Titicaca como esposos y hermanos a la vez y llevando la barrita de oro de media vara de largo, que el sol les había entregado diciéndoles: —Golpead con ella en todos los sitios a donde llegareis y en aquel en que al primer golpe se hundiere, estableceos para dar allí principio a vuestras exhortaciones. Enseñaréis a los hombres el culto que me deben por los beneficios que diariamente derramo sobre la tierra, y la obediencia que os deben por ser mis hijos y porque vais para hacerlos dichosos. La singular pareja llenó la misión que le estaba encomendada, y como en el cerro de Guanacaure desapareció al primer golpe de la barra de oro, Manco fundó la primera ciudad, el Cuzco, comenzando allí su obra civilizadora (Serrano 1910: 32-33).

Se trata de una historia con todas las claves del relato cosmogónico, donde dos hermanos, elemento muy usual en este tipo de mitos, brotan del agua, madre nutria, y cuentan con un objeto poderoso, la vara, que ha de servirles para fundar e iniciar una nueva tradición. Si la versión de Emilia Serrano está muy cercana a la del Inca Garcilaso de la Vega, autor que ella misma reconoce haber leído, lo interesante es el efecto de parábasis que el mito crea, pues frente a la leyenda romántica donde la especificidad americana queda anulada, el mito prehispánico desactiva la igualación yo/otro para contar desde la diferencia. Un gesto similar puede apreciarse en las descripciones que sustentan el marco narrativo, puesto que si es el “monumento”, en tanto marca de la memoria histórica, suele albergar un pasado imperial, también se encuentran las marcas del pasado prehispánico, el efecto parabásico es similar al del mito: Sobre inmensas moles de granito descuellan hermosos jeroglíficos, campean animales, círculos, figuras de hombre, letras y otras varias demostraciones curiosas, trabajadas a cincel. No cabe duda que se remontan a tiempos más apartados que los incásicos, a la remotísima edad en la que Tiahuanaco brillaba en todo su esplendor (ibíd.: 19).

La realidad americana como realidad transculturada, de tiempos y herencias superpuestas, indisociables, se metaforiza en la visión imaginaria de Cuzco:

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Allí como en el Cuzco, se perdía la imaginación, retrocedía, poblaba las ruinas y jardines y en vez de la soledad, del vacío y de la melancolía que inspiran los gigantescos vestigios de esos pueblos de la antigüedad, cuyo origen es más y más nebuloso a medida que pasa el tiempo, veíamos vagar las sombras de aquellos primitivos habitantes que protestaban contra la ley del más fuerte o del más hábil, por haberles arrebatado su independencia, usurpando sus territorios y sus tesoros (ibíd.: 48).

Las edades de la ciudad, la violencia sobre ella ejercida, marcan a fuego la identidad latinoamericana, haciendo de las historias que la relatan un espacio de tensión/distensión del yo y su otro. América Latina no se puede contar sólo desde el universalismo romántico. No hay un relato, sino relatos, entrecruzados, dispares, mezclados.

TEXTURAS Emilia Serrano de Wilson, igual que Eva Canel, y otras viajeras españolas del periodo, hicieron de sus libros de viajes y de tradiciones una reflexión sobre la “unión iberoamericana” o “unión de los pueblos de habla española”. Aunque la posición de la escritora granadina es mucho menos conservadora que la de otras de sus coetáneas, pues su educación cosmopolita, (se había criado en Francia y conocía desde su juventud un buen número de culturas diversas) y la vivencia directa de muchos de los procesos de independencia, la prepararon para abordar la revisión de la relación España/Latinoamérica; la redefinición identitaria y la reinvención ideológica derivadas de la independencia suponen un desafío para su narrativa, que abordará de manera diversa en sus distintas obras sobre el continente. No es éste el lugar para analizar todas y cada una de estas estrategias, simplemente me limitaré a resumir lo hasta aquí expuesto. Maravillas americanas se inserta dentro de la literatura de viajes del XIX, como una variante del género, aquella constituida por los libros de tradiciones y costumbres de clara inspiración romántica, donde el yo que viaja no relata su periplo prestando atención a la descripción del espacio visitado y sus peripecias, sino recogiendo las historias que lo pueblan. Tres son los intertextos fundamentales del relato de Wilson: las crónicas, de las que se confiesa asidua lectora, los libros de los viajeros científicos, ella misma se compara con Humboldt, y el romanticismo francés, que conoce de primera mano4. Sea como fuere, tomando uno u otro modelo, el efecto es el mismo: imaginar a América La-

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Se educó con Lamartine y Dumas, amigos de su familia, cuyos textos traduce y que colaboraron con ella en diversas empresas periodísticas.

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tina desde una exterioridad colonial o neocolonial, que la significa como “maravilla” o que anula su singularidad bajo el universalismo romántico. No obstante, el texto de Emilia Serrano está surcado de parábasis, aquellas que dan entrada a la realidad prehispánica, sea a través del mito o del resto arqueológico, revelando la falacia del monologismo del relato, la complejidad identitaria del territorio visitado, pero también del yo, desde el que se cuenta el relato.

BIBLIOGRAFÍA CÁNOVAS, Germán (2008): “El marco narrativo en las novelas de Eva Canel”, en Montserrat Amores (ed.), El cuento español en el siglo XIX. Vigo: Academia de Hispanismo, pp. 17-31. SERRANO DE WILSON, Emilia (1890): América y sus mujeres. Barcelona: Fidel Giro. — (1910): Maravillas americanas. Barcelona: Maucci. PRATT, Marie Louise (1997): Literatura de viajes y transculturación. Buenos Aires: Universidad Nacional de Quilmes.

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EL RECURSO DEL NARRADOR EXCLUIDO. UNA ESTRATEGIA NARRATIVA DE APROXIMACIÓN AL CHOQUE DE DOS MUNDOS Marcin Kazmierczak Universitat Abat Oliba de Barcelona

—Sí, hijo, tú ves como un niño, algunas cosas que los mayores no vemos. (José María Arguedas, Los ríos profundos)

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N A R R A D O R E XC LU I D O : D E F I N I C I Ó N Y E J E M P LO S

Este término se refiere a una técnica narrativa utilizada con éxito por varios autores de diversas culturas literarias y de diferentes épocas, aunque de una manera particular desde los principios del siglo XX1. Consiste en el hecho de presentar un mundo literario desde la perspectiva de un sujeto cuya percepción es de algún modo “inferior” a la conciencia colectiva de la comunidad en la que se desenvuelve. Sin embargo, dicha “inferioridad”, desde la perspectiva de la sociedad o del colectivo en el cual está ubicado el sujeto se convierte en “superioridad” desde el punto de vista del interés artístico, debido a su sensibilidad más aguda y capaz de unos enfoques inusitados. Esta “superioridad artística”, que brota de una aparente inferioridad puede darse no solamente en el plano estético, sino también ideológico y antropológico y puede servir, como efectivamente sucede en muchos

1 Si asumimos que es una técnica esencialmente posmoderna hemos de enfrentarnos con el problema de la cronología, puesto que no se puede hablar de literatura posmoderna a principios del siglo XX. Quizás la respuesta nos la puede aportar la siguiente afirmación de Alfredo Camelo Bogotá, inspirada en Foucault: “La modernidad surgió con el hundimiento de la metafísica y la emergencia empírica del hombre, pero ya en su surgimiento, el pensamiento moderno estaba trazando el itinerario de su propia disolución” (Camelo Bogotá s. a.). De modo que la superación posmoderna de la modernidad es, en cierta medida, inherente a esta última y, por lo tanto, la cronología pierde su carácter intransigente.

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casos, para reivindicar, por ejemplo, una espiritualidad, una percepción del mundo, una cosmovisión rechazada, despreciada, olvidada o desconocida desde las posiciones de la mentalidad y la ideología imperantes. Así pues, podríamos decir que el discurso del narrador excluido es un recurso narrativo estructuralmente subversivo, que mediante la aparente inferioridad, fruto de la condición de la exclusión, en realidad invierte tácitamente el orden, postulando a través del mismo modo de narrar la superioridad en el plano estético, ético, cultural y antropológico de lo excluido. Teniendo en cuenta que hay varios tipos de personajes en los que suele incorporarse el narrador excluido (o inferior) podríamos hablar de varias categorías o subcategorías de este recurso. Entre las que me parecen más representativas figuraría: el narrador-niño; el narrador-enfermo mental; el narrador-indígena; el narrador-migrante; el narrador-mujer (particularmente en la literatura feminista); el narrador-drogadicto; el narrador-representante de la clase social desfavorecida, el narrador-miembro de una etnia o nacionalidad minoritaria, etc. Al mismo tiempo no cabe duda de que los diferentes tipos en numerosas ocasiones no se presentarán en forma pura sino que se mezclarán o combinarán entre ellos. Así pues, este recurso sirve para efectuar un rechazo de la percepción objetiva común, vigente en el conjunto de la sociedad, presentando el mundo desde la perspectiva de un sujeto “inferior”, en cuya percepción prevalecen por encima de los hechos considerados tradicionalmente como objetivos las interposiciones del inconsciente, de las creencias animistas, mitologías ancestrales rechazadas por la cultura imperante, de temores sociales no compartidos, de observaciones marcadas por una magnánima ingenuidad infantil incomprensible para el mundo de los adultos y otras particularidades perceptivas según la categoría del narrador. Observemos algunos de los ejemplos representativos de este recurso: Gustav Meyrink: El Golem (1915). El narrador considerado loco (Fou), afligido por una amnesia total, llega a descubrir su condición de Golem, la imagen cabalística de un ser autómata privado de su propia voluntad. Un simulacro del hombre que, a su vez, según la sugerencia de la Cábala, es un simulacro de Dios. Evidentemente Dios, hombre y el Universo pierden su objetividad y se reducen a un juego de percepciones oníricas y coloreadas por elementos míticos provenientes de las creencias populares judaicas. El narrador, clasificable en la variante de enfermo mental. Bruno Schultz: Las tiendas de canela (1934). El autor, judío centroeuropeo, describe la penumbrosa realidad de Drohobycz —una ciudad de los confines ucranianos de Polonia— vista desde la perspectiva aguda y sensible de un niño que percibe, crea y sueña un laberinto onírico de seres y lugares superrealistas. El narrador, clasificable en la variante de niño.

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Witold Gombrowicz: Ferdydurke (1937). Una percepción llena de paradojas lingüísticas, psicológicas y sociales de un adulto de treinta años convertido por una fuerza extraña en alumno de escuela secundaria. La involuntaria evolución invertida de un adulto a niño le suministra al narrador la sensibilidad, agudeza y libertad de una percepción exenta de todo convencionalismo que le guía a descubrir las locuras del mundo. Muy difícil de clasificar aunque sin duda está más próximo a la variante de niño, en cierto modo invertida. Juan Rulfo: “Es que somos muy pobres” (uno de los relatos incluidos en el libro El llano en llamas, 1953). La miseria extrema y desamparo de una familia indígena vista desde la perspectiva de un niño que se lamenta por el destino de su hermana mayor que, aun siendo una niña preadolescente, ya está condenada a dedicarse a la prostitución puesto que, al perder en una inundación la vaca que iba a ser su dote, no le queda más remedio que ganarse la vida con su cuerpo. El narrador, clasificable en la variante niño, aunque combinado con la variante del indígena y del representante de la clase social desfavorecida. José María Arguedas: Los ríos profundos (1956). El protagonista-narrador es un niño desarraigado de su aldea indígena donde, a pesar de ser blanco, había sido dejado por su padre y educado durante toda su infancia. Percibe el mundo por el prisma de su sensibilidad infantil fuertemente marcada por su carga de una visión animista, espiritista y panteísta heredada de las creencias indígenas y no compartida por el mundo de los blancos al que se ve forzosamente reinsertado. Podemos hablar aquí de una combinación de la variante niño con la del sujeto migrante2. Miguel Delibes: Diario de un emigrante (1958). Las jugosamente escritas memorias de un inmigrante español en Chile que demuestran el continuo desconcierto del protagonista-narrador por las diferencias culturales, mentales y lingüísticas entre su bagaje cultural español y el de la tierra andina, en la cual no consigue adaptarse. Es ciertamente un claro ejemplo de la variante del narradorinmigrante (o migrante) aunque planteado a la inversa en comparación con el mencionado narrador de Los ríos profundos de José María Arguedas. Ken Kesey: Alguien voló sobre el nido del cuco (1962). La famosa novela del autor americano denuncia los mecanismos de la big factory —la planta de uniformización y mutilación del individuo representada por el manicomio, lugar principal del desarrollo de la trama— desde el punto de vista de un indio, crónico del hospital psiquiátrico afectado por frecuentes alucinaciones visuales y auditivas, ma-

2 El término fue propuesto por J. Noriega en el artículo “La poética quechua del migrante andino” (1996). A través del término sujeto migrante Noriega designa a un narrador o personaje desarraigado de su lugar de origen y enfrentado con el desafío de un funcionamiento en unas condiciones lingüísticas y socioculturales totalmente ajenas.

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nía de persecución, mudez simulada y varios otros síntomas psicóticos. Un claro ejemplo de la variante de narrador-enfermo mental3. José Donoso: El obsceno pájaro de la noche (1970). Un narrador enfermo mental, a cuyo análisis dedicaremos los siguientes párrafos4. La extraordinaria eficacia de la transmisión literaria en cada uno de los casos citados consiste en el hecho de describir la realidad de exclusión, de conflicto exterior e interior del protagonista, etc., no en términos “objetivos”, tal como lo haría el realismo decimonónico caracterizado por el recurso del narrador omnisciente, sino mediante el uso de la técnica del punto de vista, que hace suprimir toda distancia narrativa entre las vivencias del protagonista y la textura narrativa del relato. De hecho, la diferencia entre el narrador omnisciente y el narrador excluido de la percepción común parece ser analógica a la diferencia entre el recurso poético de la comparación frente a la metáfora. Al comparar, el poeta describe algo de una manera figurada pero manteniendo la distancia epistemológica entre el objeto observado y la asociación mental que este objeto le produce. Esta distancia se manifiesta a través del adverbio “como” que separa gráficamente y semánticamente el designante del designado. Paralelamente, el narrador omnisciente utiliza la retórica y recursos literarios pero no se identifica con el objeto (humano o material) de su descripción5. Por el contrario, en el caso de la metáfora, al suprimir la diferenciación comparativa (“como”) se establece la identidad semántica a manera de una fusión ontológica de dos entes autónomos, lo cual sin duda alguna produce un mayor efecto sorpresa y un mayor impacto en el lector,

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Aunque en la transmisión de la percepción del mundo que tiene el narrador el autor utilizó, aparte de los conocimientos psiquiátricos, sus experiencias con las drogas. De hecho, el mismo narrador y protagonista secundario a la vez, jefe Bromden, surge a base de una alucinación persistente de Ken Kesey durante sus experimentos con los estupefacientes. 4 A la larga lista de ejemplos de este recurso podríamos añadir, dentro del ámbito de la literatura latinoamericana, por ejemplo la novela de Helena Poniatowska: Hasta no verte Jesús mío (narrador mujer en una sociedad patriarcal en combinación con narrador indígena y perteneciente a la clase económicamente desfavorecida). Son dignos de mención los ejemplos procedentes del ámbito de la literatura infantil del Holocausto, como, por ejemplo, Christine Arnothy: Tengo quince años y no quiero morir o el célebre Diario de Ana Frank. En la actualidad siguen surgiendo obras interesantes, en las que podemos observar el mismo recurso, como por ejemplo En penumbra de José Antonio Millán Alba (la modalidad que podríamos denominar como narrador sin memoria, puesto que se trata de una protagonista-narradora que redescubre el mundo, incluyéndose a sí misma y a su propia identidad, debido a la amnesia causada por un accidente). 5 Cabe alegar en este punto el uso que se ha hecho en las novelas realistas del recurso del “estilo aparentemente indirecto” el cual constituye una manera encubierta de identificación con el protagonista a pesar de recurrir a la narración en la tercera persona.

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quien, atrapado por la vertiginosa velocidad de esta fusión, no tiene el tiempo suficiente para tomar una distancia epistemológica y, por consiguiente, emocional. Como consecuencia de eso, inconsciente y acaso involuntariamente, se ve atrapado por la fuerza expresiva de la percepción asociativa del poeta. Lo mismo sucede en el caso del recurso del narrador excluido: la identificación del narrador con un protagonista desfavorecido por la comunidad en la cual lleva su sufrida existencia obliga al lector a ver la realidad descrita en el relato con los ojos de este protagonista. De este modo, el lector se ve despojado de su posible defensa emocional amparada en un objetivismo indiferente, puesto que en el acto de lectura actualiza mentalmente (sobre todo en su imaginación) la percepción del propio sujeto excluido, dejando de ser un observador distante y convirtiéndose en un partícipe, en un cómplice, tal vez sorprendido por su propia complicidad. El como comparativo del narrador omnisciente se convierte en el id est metafórico del narrador excluido. La paradoja de la extraordinaria eficacia de este recurso consiste en incluir al lector en la exclusión del protagonista.

EL NARRADOR EXCLUIDO EN EL OBSCENO PÁJARO DE LA NOCHE DE JOSÉ DONOSO Uno de los textos donde con mayor claridad es posible postular una lectura en clave del discurso del narrador excluido es la mencionada más arriba novela de José Donoso, El obsceno pájaro de la noche, en la cual estamos frente a la variante de enfermo mental, aunque también, en algunos momentos de la narración, entremezclada con la variantes de niño, la de un representante de la clase desfavorecida de una sociedad jerárquica o la del escritor en una sociedad utilitarista. El rasgo característico de la figura del narrador excluido de Donoso es la dialéctica presente en la exploración existencial del protagonista-narrador entre el modelo narcisista y el esquizofrénico, igual que una tensión entre el aspecto psicológico y el aspecto social de esta exploración. Esta novela posee una estructura narrativa fuertemente marcada por un afán experimental, que se manifiesta, entre otras y diversas formas, en los cambios frecuentes del foco narrativo. A pesar de ello podemos constatar que en la mayor parte de la narración se puede identificar al protagonista con el narrador, quien relata los hechos en primera persona. Una menor parte de la narración está escrita, sin embargo, en tercera persona, por ejemplo la actuación de Humberto Peñaloza en la Rinconada, o el viaje a Europa y la vuelta de Jerónimo Azcoitía. Al final existen también partes de la narración escritas en segunda persona, por ejemplo los paseos de Iris Mateluna por la Casa de los Ejercicios, o los trabajos de casa efectuados por madre Benita, en cuyo caso se diluye la figura del narrador,

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sustituida de un modo que guarda cierta analogía con el estilo indirecto libre, por las figuras de los narratarios. Estos cambios de enfoque extremadamente frecuentes y dinámicos probablemente, aparte de la experimentación técnica, tienen como objetivo demostrar desde dentro el funcionamiento defectuoso e imprevisible de una mente desequilibrada, afectada sea por esquizofrenia, tal como postula Hernán Vidal (1972: 191), sea por el narcisismo, tal como lo interpreta William Rowe (1996: 87). Sin embargo, parece ser que el modo más eficaz de retratar una mente afectada por un trastorno es precisamente el recurso del narrador “inferior”. Para poder evaluar la eficacia narrativa de una representación literaria realizada con la ayuda de este recurso comparemos dos modos posibles de describir una crisis neurótica del protagonista Mudito en la novela: [...] y corro corro para que no me alcancen [los perros de los carabineros] porque oigo patas galopando detrás de mí [...] me están destrozando, me descuartizan arrancando los trozos de mis vísceras calientes disputándose tripas y cartílagos, orejas y glándulas (...) cada miembro mío que ya no es mío porque yo ya no soy yo sino esas piltrafas sanguinolentas (Donoso 1974: 46).

Esta descripción de una crisis neurótica con una visualización antropófaga tiene forma de una metafora in absentia, frecuente en el recurso del narrador inferior. Imaginémonos la misma descripción en la forma más tradicional, sustituyendo la metáfora por la comparación. El texto constaría: “me sentí como si me estuvieran devorando (...)”, etc. Parece incomparablemente más grande el dinamismo de la transmisión de la imagen en la versión aplicada por José Donoso, puesto que, tal como se ha dicho más arriba, la metáfora impone una percepción directa del comunicado, sin avisar de que en tal punto se acaba una descripción literal de la realidad y comienza una figura literaria. Gracias a esta inmediatez de la transmisión es posible sorprender y comprometer emocionalmente al lector transmitiendo directamente a su propio inconsciente algunos elementos de una realidad tan absolutamente subjetiva y, por tanto, objetivamente inconcebible como es por ejemplo la de un esquizofrénico6. En este caso tal vez podríamos ha-

6 Merece la pena mencionar que la metáfora empleada por el autor en este pasaje (como en varios otros) es una metafora in absentia invertida puesto que una metafora in absentia en su forma clásica hace presente el designado tan sólo sugiriendo el designante. En el caso de la metáfora en cuestión la versión in absentia clásica sería por ejemplo: “mis miedos corren detrás mío a cuatro patas, ladran, me muerden y me destrozan”. Es decir, el designado “miedo” está descrito por el designante “perro” sin que se diga directamente la palabra “perro” (lo que sería el caso de una metafora in praesentia). Sin embargo, el autor invierte este recurso haciendo presente el designante (los perros) y al mismo tiempo ocultando el designado, dejando al lector frente al

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blar de una subvariante del narrador excluido, que podríamos denominar como el narrador afectado por la alucinación, siendo que dicha alucinación es a la vez una metáfora del miedo, en términos literarios y una manifestación del miedo, en términos psicológicos. Otra subvariante del narrador excluido enfermo mental que podemos observar es la que podríamos llamar el narrador de identidad inestable y que está relacionada con tales dinámicas narrativas como, por ejemplo, la despersonalización y la descomposición del protagonista y del narrador. En este caso, el cambio dinámico de enfoques en la narración, además de expresar el dinamismo y la imprevisibilidad de una mente esquizofrénica, sirve también para fomentar un vertiginoso juego de identidades que constituye el primer paso en el proceso literario de la descomposición (y al final destrucción) del protagonista-narrador. Entre las innumerables identidades en las que explora el narrador predominan la de Humberto Peñaloza (que principalmente desempeña el papel introductorio a la dimensión real y consciente del protagonista, de ahí que esté presentado en tercera persona) y la del Mudito, con su papel de un proyector de las fantasías basadas en los deseos y los miedos del inconsciente del narrador. Sin embargo, la tensión entre estas dos identidades principales no es sino un fundamento sobre el que se va construyendo una pirámide laberíntica de juego de identidades, a las que se incorpora el narrador y que se extienden desde la identidad más deseada por las imposiciones del superego que es la de Don Jerónimo; luego la del Gigante de cartón piedra a través de la cual el protagonista nos lleva al mundo realista de los marginados de la sociedad; la de Boy, niño-monstruo que, entre otros, representa la decadencia causada por el prejuicio de la castidad de la clase alta; la del escritor, hasta un cierto grado idéntico a Humberto en su fase de adulto y que evoca uno de los intentos frustrados de rebelión contra la sociedad a través de la libre creatividad artística; la de la séptima bruja, vehículo introductorio al mundo deformado de tenebrosos poderes mágicos y satánicos del fondo mismo de la pirámide social; y la identidad de la “guagua milagrosa”, finalmente, convertida en imbunche7, una encarnación puramente metafórica, que representa la definitiva consumación del colapso psicofísico del protagonista. Es sorprendente la capacidad de éste de cambiar de identidad de una manera diná-

desafío de descifrar o, más bien, intuir sobre lo que puede ser el designado: ¿el miedo (como arbitrariamente me permití sugerir más arriba) o un sufrimiento psicosomático, o desintegración neurótica de la personalidad, o un vengativo manejo mágico y satánico de las viejas, u otra cosa tal vez totalmente inefable? El recurso de la metafora in absentia invertida sirve de clave a un complejo laberinto de posibles significados. 7 Véase la interesante exploración del motivo legendario del “imbunche” en el artículo de Gloria Durán (1976: 251-57).

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mica e incesante, incorporándose tanto en los personajes que podríamos llamar “reales” como en los fabricados mentalmente por él.

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P S I C OA N Á L I S I S A L S E RV I C I O D E L A N A R R AC I Ó N

Este juego de identidades inevitablemente produce una sensación de vértigo y de caos, de una búsqueda febril paralela a una huida desesperada. He aquí una presentación superrealista y apocalíptica de un ambiente social de corrupción a la vez que de una predisposición mental destinada a la autodestrucción frente a la incapacidad de una autodefinición en tanto que ser social e individuo, las dos cosas siendo el anverso y el reverso de la misma moneda. Esta reflexión abre dos perspectivas importantes del análisis de la novela: una abarca la exploración psicológica de una mente afectada por una enfermedad mental, otra, un análisis sociológico de una sociedad afectada por una desigualdad. Según afirma Hernán Vidal: El obsceno pájaro de la noche es la novela del resentimiento social de un sector servil de la pequeña burguesía chilena, obsesión que en la mente esquizofrénica de su narrador, Humberto Peñaloza, es el único sentimiento, el que se apodera de todos sus procesos mentales, ahoga toda otra expresión anímica, destruye su identidad y colorea totalmente su visión de realidad (1972: 191).

Así pues, el crítico define la mente del narrador como una mente esquizofrénica. No está de acuerdo con esta interpretación William Rowe, según quien “el concepto que más acabadamente se relaciona con las estructuras de la conciencia es de hecho el narcisismo” (1998: 87). Como argumento de este enunciado, afirma que el concepto del narcisismo es más adecuado que el de esquizofrenia debido a sus inevitables connotaciones sociales, lo que facilita la exploración de la relación entre lo social y lo psicológico. Además, según el investigador inglés, el narcisismo, tal como lo presenta S. Freud en su Introducción al narcisismo, es un término que abarca las capacidades de amor y de represión revelando la ambivalencia y la ambigüedad de la mente humana. Sin embargo, al consultar una de las definiciones más actuales y más completas de la esquizofrenia no se puede negar la existencia de una impresionante similitud de los síntomas entre la mente del narrador de la novela y el modelo de una mente esquizofrénica propuesto por Mendel en 19748. En esta definición el autor divide los síntomas de esquizofrenia en tres grupos: “the failure of anxiety management, the failure of interpersonal transaction, the failure of historicity”. No

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Datos según la Encyclopedia of Psichology, ed. R. J. Corsini, Nueva York, 1984.

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se puede evitar una reacción de asombro al darse cuenta de que casi todos los síntomas enumerados por Mendel, aunque estén expresados en un lenguaje médico, pueden servir como una descripción precisa y casi perfecta de las “peculiaridades” de la conducta y de la percepción del mundo del narrador de la novela, lo que es vigente tanto en el caso de los síntomas consecuenciales (consequential symptoms) como en los restitutivos (restitutive symptoms). Debido a un número significativo de los síntomas observados por el psiquiatra, seleccionaremos sólo algunos de ellos. Por ejemplo, tiredness and exhaustion, aplicable al Mudito que, despojado por el doctor Azula de un ochenta por ciento de sus órganos, se vuelve cansado y exhausto (tired and exhausted), —incapaz de continuar los trabajos en la Casa. Ritualistic behavior —conducta ritual— es visible en un número importante de las escenas de la narración, como por ejemplo la imposición de la cabeza de cartón piedra comparada con la ordenación sacerdotal o los ritos beato-satánicos de las brujas, incluida la veneración de la guagua milagrosa y el imbunche. No hay síntoma más evidente que las alucinaciones (hallucinations), que construyen una básica materia narrativa de la novela, que se inscribe dentro de la vertiente de la poética onírica y alucinatoria, recursos frecuentes en la escritura posmoderna. No merece la pena comentar la evidencia de tales síntomas como confusion, desorganized behavior, amotivationalityambivalence-ambitendency o impaired reality contact, puesto que su analogía con la conducta del narrador es evidente. Sin embargo, hay otros cuya aplicación al protagonista del libro puede guiar a unas observaciones más definidas y agudas, como, por ejemplo, feelings of being out of control or in control of someone else. Este síntoma se puede relacionar con uno de los elementos más importantes del argumento de la novela, que es el de la rebelión contra la relación de dominación-sumisión establecida en la sociedad. También feeling of emptiness and nothingness se asocia con el ambiente de vaciedad y muerte presente en la Casa de los Ejercicios. Megalomania por un lado y withdrawal junto con autism por el otro son unos rasgos indiscutibles de la dialéctica de la estructura mental de Mudito. En cuanto a los síntomas agrupados en failure of historicity se puede aplicar prácticamente cada uno de ellos y no sólo a la psiche del personaje, sino también a muchos de los recursos literarios típicos de toda la obra de José Donoso y de una gran parte de la escritura posmoderna. Por ejemplo, impaired flow of time, no past no future, no flow of time, no sense of person, no continuity of person, enslavement in the present moment of action, living at the periphery of life, disconnection of the personal world parecen ser una descripción de la literatura posmoderna tomada de un manual de la literatura más bien que un concepto médico que conste en un diccionario de la medicina9.

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Frente a la crítica por parte de los “antipsiquiatras” que denuncian la inutilidad del concepto de esquizofrenia para el proceso de la curación (por abarcar demasiados síntomas y no ser

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Si en cambio miramos una de las descripciones más actuales de los síntomas de narcisismo propuestas por M. Millon (1969)10 que, aunque parte del concepto tal como lo había presentado S. Freud, finalmente se aleja de la interpretación psicoanalítica del narcisismo asociándolo con una formulación social, veremos que este concepto, más concreto y delimitado en su formulación, también suministra unas indicaciones interesantes para nuestro análisis. En el punto cognitive expansiveness se puede ver tanto una descripción de la percepción del mundo efectuada por Mudito como, según se ha indicado anteriormente, una visión epistemológica del arte y la filosofía posmodernas: “exhibits immature fantasies and an undisciplined imagination, is minimally constrained by objective reality, takes liberties wits facts”. No es difícil de probar que esta descripción de las características del tipo narcisista coincide con unos recursos posmodernos tan importantes como el subjetivismo extremo y el rechazo total de la realidad objetiva. Resumiendo, no parece útil ni necesario establecer un antagonismo entre la interpretación esquizofrénica y la narcisista del narrador. Más bien cabe decir que son dos alternativas que no se excluyen sino que coexisten y se complementan. Quizá en la medicina tal fusión sea inadmisible; no obstante, parece ser útil en un análisis literario, sin que éste se limite tan sólo a la obra de José Donoso, sino indicando la esquizofrenia y el narcisismo como posibles paradigmas de esta particular variante del narrador excluido. En el ejemplo de este narrador-protagonista vemos además, tal como indica el título, el choque de dos mundos, aunque en este caso se trate más bien de dos clases sociales —metonímicamente reflejadas en la mente desequilibrada del protagonista— como fenómenos en sí, sin que se preste una excesiva atención al hecho de que estas dos clases corresponden a dos pueblos, dos culturas, dos tradiciones y dos cosmovisiones diferentes. De algún modo este hecho está presente y se alude a él (por ejemplo las siete brujas, que representan el estrato más bajo de la sociedad, tienen rasgos indígenas, mientras que Azcoitia es un criollo de origen vasco), pero no es el centro de la atención del autor quien prioriza a la vez cuestiones sociales en términos eminentemente clasistas, por un lado y las dinámicas psicológicas del protagonista, por el otro.

lo suficientemente estricto) se puede llegar a la conclusión de que este término podría ser reciclado con éxito por la teoría de la literatura. Pues difícilmente se podría encontrar otro término en cualquier rama de la ciencia que coincida tan exactamente y con tantos detalles con el paradigma de la visión posmoderna. 10 Datos según la Encyclopedia of Psichology, ed. R. J. Corsini, Nueva York, 1984.

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EL NARRADOR EXCLUIDO EN LOS RÍOS PROFUNDOS DE JOSÉ MARÍA ARGUEDAS La mencionada cuestión del choque de dos mundos, en términos más claramente culturales, aunque sin excluir el indisoluble enfoque social, se convierte en el centro de atención y en la verdadera razón de ser de la segunda novela que nos ocupa en este trabajo, Los ríos profundos de José María Arguedas. Tal y como afirmaba el propio autor “Las dos naciones de las que provenía estaban en conflicto” (Arguedas 2004: 101)11. Si estamos de acuerdo en leer la trama de este relato en clave del discurso del narrador excluido llegamos a la conclusión de que éste ha servido como un vehículo muy eficaz para ubicar el centro de la percepción de la gravedad del conflicto identitario y cultural al que se enfrentaba el propio autor en un narrador adolescente, Ernesto, que se encuentra en pleno proceso de transición de la infancia a la edad adulta, proceso que constituye una de las líneas principales, aunque tácitas, de la narración. El signo de esta maduración consiste en tomar consciencia del conflicto que vive en su interior y tomar la resolución respecto al mismo. La resolución se materializa en la opción de tomar parte en la identidad andina, cosa que sucede inicialmente en el plano espiritual y mental en la célebre “conversación” con el muro incaico en el Cuzco y, más adelante, se manifiesta en lo social o comunitario mediante la participación en la rebelión de los colonos, “provocada totalmente por la mentalidad mítica” (Arguedas 2004: 106). Por consiguiente, llegamos a la conclusión de que una de las particularidades de la aplicación del recurso del narrador excluido en el caso de Los ríos profundos es el hecho de que la “exclusión” o la “inferioridad” del protagonista no es meramente una cuestión del conflicto del individuo con la sociedad (como podría ser el caso de Ken Kesey o de las famosas metáforas de Kafka), sino que Ernesto representa metonímicamente la exclusión y la inferioridad social de una comunidad, una cultura, una cosmovisión. Así pues, lo individual se fusiona aquí con lo comunitario, así como lo cultural y espiritual es indisoluble de lo social. Y es en ello en lo que reposa el carácter subversivo y contestatario del discurso utilizado en la estructura del relato. En este sentido, la exploración desde dentro de una mentalidad andina le sirve a Arguedas para reivindicar el valor no solamente cultural, sino también social y hasta político de lo que el comunismo marxista denominaba despreciativamente como “la superestructura cultural” (Arguedas 2004: 102). Según Ricardo González Vigil, Arguedas reivindica “el contenido subversivo de mitos, ritos, danzas, etc.” (Arguedas 2004: 102).

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Esta cita procede del ensayo de Arguedas titulado No soy un aculturado, citado por Ricardo González Vigil en la “Introducción” a la edición de Los ríos profundos referida en este trabajo. Asimismo, las siguientes citas también proceden de dicha introducción.

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Sin duda alguna, lejos de ser algo superpuesto o externo, la memoria de los mitos y las demás enseñanzas que Ernesto recibió de sus mentores indígenas configura y determina el núcleo mismo de su identidad y le da la fuerza de resistir frente a otra identidad colectiva dominante y excluyente. Según Pedro Trigo, citado por Ricardo González Vigil, la opción por el ethos indígena se realiza cuando “[…] en un ambiente hostil de los dominadores, un muchacho vence la corrupción y la rabia, se mantiene digno, entabla lazos de solidaridad, se constituye en hombre mítico. […] [completando de este modo un] proceso humanizante” (Arguedas 2004: 103). Al hablar de este proceso que se da en el protagonista merece la pena insistir en la analogía que se establece entre su maduración individual y la insurrección de los colonos. El deseo de la proyección comunitaria, social y, en última instancia, política que Arguedas cifra en su novela queda patente en una de sus cartas escritas a Hugo Blanco después de la publicación de Los ríos profundos, donde exclama en referencia a la rebelión de los colonos: “cómo, con cuánto más hirviente sangre se alzarían estos hombres si no persiguieran únicamente la muerte de la madre de la peste, del tifus, sino la de los gamonales, el día que alcancen a vencer el miedo, el horror que les tienen” (Arguedas 2004: 107). Tal como demuestra el camino individual de Ernesto, la manera de superar el miedo a la exclusión consiste en tomar conciencia de la grandeza estética y moral de la propia cultura. Un ejemplo de esta toma de conciencia es la breve estancia de Ernesto acompañado por su padre en el Cuzco. Sin embargo, parece evidente que esta revelación y toma de conciencia por parte de Ernesto, que sucede delante del muro, no hubiera sido posible sin que su memoria hubiera sido portadora de todo el bagaje de la cultura y la mitología indígena. En uno de los diálogos con el padre vemos planteada explícitamente la estrategia narrativa de la que nos ocupamos. Cuando Ernesto exclama con asombro que las cúpulas de la catedral brillan (los españoles, al cincelarlas, no han conseguido quitarles todo el encanto mágico de la naturaleza); el padre responde: “sí, hijo, tú ves como un niño, algunas cosas que los mayores no vemos” (Arguedas 2004: 151). Al analizar esta frase, en primer lugar, insistamos que en la figura de Ernesto se combinan efectivamente dos variantes del narrador excluido: la del niño y la del indígena en una sociedad poscolonial (aunque sea en el sentido identitario y no racial), siendo que las dos facetas se refuerzan y enriquecen mutuamente. En segundo lugar, de esta frase se desprende el carácter subversivo del discurso del narrador excluido, tanto en el sentido estético, como epistemológico y ontológico: el hecho de que el niño vea cosas que los adultos no ven (aquí se podría establecer una analogía entre el adulto en el sentido occidental, de racionalista y hasta utilitario) lo excluye de la “percepción común” de aquéllos, pero en realidad no es signo de inferioridad, sino todo lo contrario, de una clara superioridad en cuanto a la

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sensibilidad y capacidad de percepción. El padre, que en sí mismo es débil e indeciso, perdido entre los dos mundos, empieza a quedar admirado por la superioridad epistemológica, enriquecida por el bagaje mítico, de su hijo. En el mismo diálogo añade: “la armonía de Dios existe en la tierra. Perdonemos al Viejo, ya que por él conociste Cuzco”. A partir de esta frase, el padre, que inicialmente representa más bien la mentalidad occidental y racionalista, en virtud de la cual refuta el código epistemológico de Ernesto (interpreta la percepción del movimiento y del susurro del muro en clave racionalista, como un trastorno de los sentidos de Ernesto) empieza a “contagiarse” por la percepción mítica y espiritual de su hijo, aunque posiblemente la descodifique, según algunos críticos, más bien desde cierta vertiente del cristianismo y no desde la cosmovisión andina. Lo vemos en el siguiente diálogo, cuando ambos atraviesan una plaza: —Esta plaza, ¿es española? —No. La plaza no. Los arcos, los templos. La plaza, no. La hizo Pachakutek’, el Inca renovador de la tierra. ¿No es distinta de los cientos de plazas que has visto?

[Ernesto responde con la mirada andina, que de nuevo ve más allá de lo material]: —Será por eso que guarda el resplandor del cielo. Nos alumbra desde la fachada de las torres. Papá, ¡amanezcamos aquí! —Puede que Dios viva mejor en esta plaza, porque es el centro del mundo, elegida por el Inca (Arguedas 2004: 151).

Acompañando a Ernesto y a su padre en su periplo a través de la geografía del Cuzco podríamos proporcionar muchos más ejemplos del funcionamiento del discurso del narrador excluido que, en este caso, tiene claramente un carácter subversivo y no solamente en la dimensión económico-social, como es el caso de El obsceno pájaro de la noche, sino, tal como ya se ha dicho, en la dimensión cultural e identitaria. En este sentido podríamos decir que la dualidad del mundo observado y evaluado por el narrador-protagonista se manifiesta a través de varias parejas de opuestos, que corresponden al mundo de abajo, con el que se identificará y al mundo de arriba, al que rechazará, como por ejemplo la visión del niño contra la visión adulta; la visión mitológica e indígena contra el racionalismo occidental; la mirada profunda contra la mirada superficial; la compasión, la solidaridad y el espíritu comunitario contra la avaricia, el egoísmo y el individualismo; la sacralización de la naturaleza contra la dominación tecnológica de la misma, etc. La resolución de este conflicto, en resumidas cuentas, tal como ya se ha adelantado más arriba, sucede a nivel identitario y programático en la famosa proclamación de Ernesto delante del muro y, a nivel fáctico, en la mencionada rebelión de los colonos, aunque, sin duda, tiene una gran cantidad de matices cuya mención no cabe en este trabajo.

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C O N C LU S I O N E S En conclusión, constatamos que tanto estética, como éticamente el narrador excluido en la novela Los ríos profundos descubre y postula la superioridad profunda del mundo de abajo, indígena, aparentemente social y culturalmente inferior, relegado y rechazado por los dominadores. En lo estético, percibe la superioridad del mundo andino por cuanto encierra de lo natural (los edificios del Cuzco le resultan bellos en tanto en cuanto mantienen la relación con los elementos de la naturaleza primigenia) y en lo ético, en cuanto predispone a la valentía, la solidaridad, la compasión y los valores del espíritu, en contra de la avaricia, el deseo del poder y de la dominación, representados por la cultura de “los de arriba”. En este sentido la aparente inferioridad y exclusión se convierten en la superioridad en el plano estético y ético. Esta aplicación del que hemos denominado como el recurso del narrador excluido (o aparentemente “inferior”) en su variante mixta de adolescente e indígena (en el sentido cultural y no racial) parece pues cumplir sobre todo con la misión de reivindicar la grandeza de la cultura relegada, así como de retratar el drama del “choque de dos mundos” vivido y percibido desde la sensible interioridad de un niño. En el caso de la novela El obsceno pájaro de la noche de José Donoso el recurso del narrador excluido en su variante mixta e intermitente de niño, enfermo mental y miembro de la clase social desfavorecida también constituye una forma de rebelión literaria contra la realidad. Sin embargo, en esta rebelión los referentes predominantes son el psicoanálisis y la crítica social más bien en el sentido clásico y acaso marxista y no indigenista o cultural, como es el caso de la otra novela analizada.

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BIBLIOGRAFÍA ARGUEDAS, José María (2004): Los ríos profundos. Madrid: Cátedra, 6ª ed. CAMELO BOGOTÁ, A. (s. a.): “Génesis y apoteosis del postmodernismo”, en Deslinde, Revista del Centro de estudios del Trabajo Gedeltrabajo, [consultado: 10 de mayo de 2004]. CORSINI, Raymond (ed.) (1984): Encyclopedia of Psychology. New York: edición del autor. DONOSO, José (1974): El obsceno pájaro de la noche. Buenos Aires: Seix Barral, 4ª edición. DURÁN, Gloria (1976): “La dialéctica del chacal y del imbunche”, en Revista Iberoamericana, 95, pp. 251-257. NORIEGA, Julio, (1996): “La poética quechua del migrante andino”, en Asedios a la heterogeneidad cultural. Libro de homenaje a Antonio Cornejo Polar. Philadelphia: Asociación Internacional de Peruanistas. ROWE, William (1996): Hacia una poética radical. Lima: Beatriz Viterbo Editora/Mosca Azul Editores. VIDAL, Hernán (1972): José Donoso: surrealismo y rebelión de los instintos. Barcelona: Ediciones Aubí.

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DESMANTELAMIENTO Y RECONSTRUCCIÓN DEL DISCURSO HISTÓRICO HISPÁNICO EN LA NOVELA DEL INDIO TUPINAMBA DE EUGENIO GRANELL Joaquín Lameiro Tenreiro* Universidade da Coruña

La obra de Eugenio Fernández Granell se articula en diversos imagines mundi que se ordenan bajo la necesidad común de ofrecer una explicación de lo real viable para el sujeto. La expresión granelliana es la de la búsqueda de un lugar del “yo-en-el-mundo” que parte del conflicto entre dos estados simultáneos de su subjetividad: la necesidad, en tanto hombre, de aceptar el mundo y ser aceptado por él —la necesidad de integración en lo real— y la incapacidad de encontrar una forma de integración en un mundo mediatizado por la dislocación traumática entre su imagen y su realidad. Esta dislocación entre mundo y representación es traumática en tanto que patente, y sitúa al sujeto en un territorio inestable entre dos voluntades: la de la realización posible en el mundo y la del rechazo del mundo “tal como es”. Es por ello que La novela del Indio Tupinamba, publicada en México por Costa-Amic en 19591, se configura como un discurso polifónico, de acuerdo a los supuestos bajtinianos, profundamente conflictivo con sus propias categorías y que ejerce y reivindica una violencia transformadora sobre su cronotopo, dándole un cariz marcadamente antihistórico y antiterritorial.

* Esta comunicación forma parte de la investigacin sobre la obra literaria de Eugenio F. Granell que realicé en 2010-2011 con la financiación de una Beca de Investigación de la Diputación Provincial de A Coruña. 1 Citaré siempre por Eugenio Fernández Granell: La novela del Indio Tupinamba, ed. facsimilar de la primera ed. en Costa-Amic Editor, Vicente Llorens e Isaac Díaz Pardo (introducciones), Sada (A Coruña), Ediciós do Castro (Serie Documentos, 125), 1996. Al final de cada cita, introduzco la palabra Tupinamba para referirme a esta edición, seguida de la página o páginas citadas.

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La figura del autor es de gran importancia para la generación del discurso novelesco, porque la novela se vuelve hacia su génesis autoral en dos momentos diferenciados: primero, como reconocimiento de un sustrato autobiográfico y, después, como desmantelamiento de ese sustrato. En realidad, el reconocimiento del sustrato autobiográfico, del que se sigue la presencia patente del autor en la novela, no es declarado y se vincula, en última instancia, al conocimiento que del autor tenga el lector. Lo que sí es perceptible para un “lector-cero” es el carácter biográfico de la novela, esto es, la voluntad de relación de los sucesos acaecidos a un solo personaje (el indio Tupinamba) para forjar su imagen histórica. Esta condición testimonial y personal postula, como mínimo, la aceptación del autor por parte del lector. El autor se preocupa por hacerse presente en el juego de atribuciones semióticas del lector, y el lector, para actualizar el discurso de la novela, debe forzosamente tener en cuenta la figura del autor. La marca más sintomática de esta presencia necesaria del autor en la novela, así como de su naturaleza conflictiva, se sitúa como un paratexto previo al discurso novelesco propiamente dicho: dos fotografías de carácter antropológico de sendos indígenas americanos, ataviados de manera vistosamente primitiva y exótica para la mirada occidental, bajo las que un pie de foto explica: “El Indio Tupinamba (izquierda), autor de esta novela, con el redactor (derecha) de la misma” (Granell 1996: 4). Paco Tovar señala a este respecto: Eugenio F. Granell no escatima guiños. Antepone a las palabras una imagen doble, confirmando en su pie que una de ellas, la de la izquierda, corresponde al mismo indio Tupinamba, responsabilizándolo del discurso novelado que a continuación se expone, aunque todavía no se reconoce sujeto a fórmulas de escritura. Éstas deben su autoría a la segunda figura, la de la derecha. Ambos personajes, sin embargo, identifican su condición indígena, sirviendo de máscara al novelista: un exiliado que, asumiendo su papel de colono en América y de extraño en su propia tierra, cuenta aquella experiencia particular a la que se refiere María Zambrano2 (2001: 47).

La confusión entre las instancias de autor, narrador y personaje en una amalgama discursiva bajo cuya voz se perciben pero no se distinguen promueve así un punto de partida meta-histórico, en el que el discurso textual, como verdad fijada, pasa a operar bajo la sospecha de sí mismo, desmantelando su propia historicidad a través de una duda sarcástica y corrosiva acerca de la legitimidad de su propia palabra.

2 En nota al pie, Tovar resume a Zambrano e indica que “[l]a experiencia es, al mismo tiempo, revelación e historia, poniendo así en evidencia el sentido del universo que, en última instancia, puede interpretar el individuo mostrándose sin reserva alguna en cada una de sus representaciones”.

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Por ello resulta tan importante el concepto de “perspectiva histórica” en La novela del Indio Tupinamba: porque, además de buscar una distancia utópica entre el sujeto histórico y la Historia (un no-tiempo del autor respecto de su incardinación histórica), intenta también una separación entre el discurso y su sentido, un espacio de indeterminación que proporciona nuevas posibilidades de desplazamiento al sujeto histórico (al autor y al lector) respecto de sus historias personales (sus biografías) y al historiador (al sujeto histórico que observa la Historia) de su objeto de observación, liberando a la Historia de sus voces separadas y enfrentadas (del discurso historiográfico) para recrearla en una amalgama de voces heterogéneas. El discurso novelesco dirige entonces su intencionalidad hacia fuera de sí mismo y se enfrenta a la jerarquización impuesta por el discurso histórico, que se pretende un discurso sobre todos los demás discursos. La novela —y el arte, en general, como discurso desclasado, inexplicable en los términos de arbitrariedad del discurso histórico— se postula en plano de igualdad con la Historia, la contradice, la corrige, la aumenta y, sobre todo, la obliga a cohabitar el espacio de la verdad. En su caso particular, La novela del Indio Tupinamba reescribe ciertos pasajes de, al menos, dos historias. Una, la historia del mundo sostenida por el régimen franquista, y otra, la propia historia vital de Granell como exiliado en América y, a partir de esta, la de todos los exiliados españoles o, en sucesivas lecturas concéntricas cada vez más amplias, la del sujeto escindido de su autenticidad, exiliado en una especulación de su realidad. Pero la reescritura de la Historia no constituye sencillamente un acto de didascalia o de corrección marginal. El discurso que se reescribe se superpone al preexistente, hasta llegar a confundirse con él, realizando así un movimiento de mixtificación ideológica que se apodera tanto de lo que en el discurso previo se mostraba como de lo que allí se negaba o silenciaba. Como entidad puramente discursiva, la Historia (en tanto que historiografía), es absolutamente excluyente de otros discursos distintos del suyo propio. La desmantelación del discurso histórico por medio de la reconstrucción del discurso novelesco lo es sobre todo porque conlleva el mantenimiento del primero en lo que tiene de sentido, y, al mismo tiempo, la desestabilización del orden de ese sentido (de su significado). En último término, la desmantelación del discurso histórico supone la reconstrucción de un discurso alternativo, cuyo sentido había quedado invisibilizado por una ordenación significante arbitraria e interesada. Es así como se explica la amalgama de voces que se entreveran en la novela, la constante deconstrucción y reconstrucción de todos sus planos, que se atomizan, se dispersan, se encuentran bajo unas nuevas coordenadas y vuelven a atomizarse en una dinámica irreconciliable de ensayo y rechazo de ordenaciones (significados) posibles del sentido. Es ilustrativa de esta estrategia de continua recombina-

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ción del discurso la misma aparición del protagonista, que da título al segundo capítulo, “Verdadera aparición del Indio Tupinamba”. En un momento de la discusión circular que han establecido en el primer capítulo dos personajes (el Dueño de la librería y el Señor), en la que ninguno acepta ni rechaza el discurso del otro, el primero se decide a quebrar la espiral anafórica autoproclamándose distinto de sí mismo: —Sencillamente, [me obstino] porque yo no soy librero. Yo soy el Indio Tupinamba. En efecto, el librero aquel no era un librero, ni cosa que se le parezca. Lo que sí era, y bien genuino, por cierto, era un Indio Tupinamba de arriba a abajo, tal como él mismo acababa de tener a bien manifestarlo. Era un Indio Tupinamba con el trasero al aire, como podía verse muy bien, y con una rueda de plumas de ave coloreadas puesta en la cabeza. El Señor no había dado importancia a este detalle, porque pensó que tal vez se tratase de alguna costumbre regional, o de un preciado regalo de familia, en todo caso. El Indio Tupinamba empezó a quemar los libros, con gran alborozo del Señor aquel, que era nada menos que todo un Conquistador español de los de América. Acto seguido, el sucio Conquistador se dedicó a cortarle la cabeza al Indio Tupinamba, poniendo en su empeño mucho afán. Después se la ponía otra vez, para en seguida proceder a cortársela nuevamente, y así por el estilo, hasta que se la cortó y se la puso muchísimas veces, mientras el humo de las pilas de libros, ardiendo a todo meter, hizo completamente irrespirable el aire de la librería (pp. 14-15).

Se advierte ya en el título del capítulo una apelación clara a la confrontación de dos estatutos de la verdad: es en este capítulo donde aparece “de verdad” el Indio Tupinamba, frente al anterior, en el que solo aparecían el Señor y el Dueño de la librería. Pero no es menos cierto que el Dueño de la librería no era tal, sino el Indio Tupinamba. En este sentido, la aparición es verdadera en tanto que corrige una falsedad previa. En realidad, como verdad, la aparición del Indio se enfrenta a la verdad contradictoria de la permanencia del Dueño de la librería. Lo que el Dueño de la librería propone al negar su identidad es la apertura de un espacio dialéctico exento de los apriorismos de la fenomenología tradicional: principio de identidad frente a sí mismo y principios de las categorías de tiempo y espacio, de los que se deriva el principio de causalidad unívoca —el efecto de una causa no puede ser causa de su propia causa, la causa de un efecto no puede ser efecto de su propio efecto; es decir, ninguna causa puede serlo de sí misma y ningún efecto puede causarse a sí mismo—. El espacio dialéctico que así se abre es el espacio de una indeterminación y, por lo tanto, la sucesión de acontecimientos del discurso se postula como verdad en tanto que posible, y posible en tanto que efectiva. Aclaremos esto: en un marco discursivo marcado por la indeterminación, las funciones discursivas aparecen, de manera aleatoria, en distintas posiciones de la na-

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rración. Estas posiciones son estatutos de verdad de esas funciones discursivas. Al situarse de manera aleatoria en posiciones cambiantes, el estatuto de verdad no puede entenderse como fijación del discurso, sino como posibilidad de su realización efectiva. Como el discurso se realiza efectivamente en todas estas posiciones (y así lo acreditan la mera existencia del texto y su legibilidad), la novela se constituye como una manifestación efectiva (realizada o positivamente realizable) de las posibilidades de verdad que en ella se formulan. Un discurso cuyo estatuto de verdad se asienta en la fijación de las funciones — un discurso “realista”— adquiere su validez a través de la aceptación de su arbitrariedad: se acepta como una verdad única ad hoc, exenta de toda condición de verdad que el propio discurso no se imponga. Es un discurso “verosímil”. Por el contrario, un discurso que propone su estatuto de verdad como la aceptación de la imposibilidad de determinar la posición de sus funciones adquiere su validez por medio de una comprensión de su aleatoriedad: su verdad no se acepta más que en términos de existencia casual; es verdadero porque existe y su existencia es incontestable, pero la vinculación de su forma de verdad con cualesquiera otras formas de verdad ajenas es ilegítima. Se trata de un discurso “surrealista” porque parte de un proceso dialéctico aleatorio que tiende a anular la oposición entre sí mismo (la verdad) y lo otro (las otras verdades). Bajo estas claves se podría entender, en el marco de la crítica actual, el fenómeno que Breton denomina “azar objetivo”. La aparición del Indio es también verdadera en el sentido en que el Indio es verdadero. Esta interpretación implica una concepción de lo obsolescente que no esté supeditada a la cronología. Así, el Dueño de la librería es una posición del estatuto de verdad que se ha hecho obsoleta al moverse el estatuto a otra posición más “auténtica”. Esto significaría que el Dueño de la librería no es falso, sino que ha quedado obsoleto, pero no en el sentido de una historia cronológica en la que las posiciones se suceden una detrás de otra, sino en el sentido de un espacio de indeterminación en el que todas las posiciones se mantienen íntegras como posibilidades de verdad, pero su preeminencia oscila según el movimiento discursivo: el discurso pasa de ser una superficie extensiva de significación a un movimiento intensivo de sentido. Dependiendo de las fluctuaciones de la intensidad de ese movimiento, el sentido primará unos elementos u otros, hará más visibles unas u otras posiciones, pero mantendrá una simultaneidad de todas ellas en tanto superficies significativas heterogéneas que han sido unidas, aleatoriamente, por una amalgama enunciativa (la novela como forma terminada). Por último, la aparición del Indio es verdadera en tanto que así lo impone el narrador. Evidentemente, esta imposición no puede ser sino una ironía, que parte de la reflexión del narrador sobre su propia calidad de enunciador veraz y halla un motivo risueño para poner en abismo su propia actitud “surrealista” ante la mate-

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ria narrada a través de la parodia de los clichés de verosimilitud de los cronistas de Indias. La principal diferencia entre una crónica de Indias y la novela de este narrador reside en la distinta relación entre autor-narrador y lector objetivo. El cronista de Indias debía forzar a su lector objetivo (la autoridad monárquica, que había financiado la expedición y exigía un informe de resultados) a aceptar un discurso novelesco (y, en este sentido, subjetivo e interesado) como una relación objetiva y desinteresada. Su hincapié en la veracidad de lo narrado solo podía construirse como un discurso arbitrario e incontestable. El narrador de La novela del Indio Tupinamba (que, recordémoslo, es el propio Indio, asistido en la escritura por un segundo indio) no tiene por qué atender a esta “malversación” del discurso novelesco, porque su lector objetivo carece de cualquier autoridad sobre él y, en realidad, su obligación pasa, más bien, por la actitud opuesta, es decir, por intentar hacer renunciar al discurso novelesco de toda obligación para con el discurso histórico. La utilización irónica de los mecanismos de malversación de la ficción de los cronistas de Indias le sirve así para evidenciar el proceso de desmantelamiento del discurso verosímil “realista” a través de sus propias incoherencias. El hecho es que, una vez violentado el principio de identidad por el narradorprotagonista, tal y como él mismo (en tanto que narrador) anunciaba en el capítulo precedente, “falla la lógica en la mecánica simple de las funciones normales” y “queda roto el encadenamiento de los sucesos” (p. 8). En realidad, de acuerdo con lo que estamos observando, lo que falla es la lógica normal en la mecánica simple de todas las funciones; es decir, que el encadenamiento de los sucesos queda roto en tanto que obedece a una lógica normal de las funciones que originan esos sucesos. Pero las funciones, en principio, siguen siendo las mismas, las de la realidad, solo que, ahora, la lógica que opera sobre ellas no es ya la normal y, en consecuencia, los sucesos que pasan a llenar esas funciones tampoco son normales, pero sí reales, en tanto que las funciones que los originan lo son. Desde este punto de vista, la lógica normal es aquella que ha sido aceptada por norma, esto es, por defecto, cuando ninguna otra lógica se impone sobre ella, o cuando la propia lógica resulta irrelevante para que el sujeto discierna el encadenamiento de eventos. Como lógica normal, es una lógica no problemática y no dialéctica; funciona de acuerdo a unos principios consensuados arbitrariamente de acuerdo a la aparente recurrencia de una misma experiencia. Así, que el dueño de una librería sea el dueño de una librería y no pueda ser (en oposición y simultáneamente) un indio tupinamba es una proposición lógica que se ampara en la normalidad de la experiencia (siempre ha sido así y nunca de la otra manera), pero esta pretendida objetividad de la lógica normal entra en conflicto con su propio objeto precisamente por no tener en cuenta al sujeto de la proposición: lo normal no viene dado por la realidad de los objetos, sino por la imagen que de esa realidad el sujeto se ha formado. Basta con

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que un elemento de esa realidad se resista a ser explicado como efecto de las funciones normales (de las funciones de lo real analizadas desde la lógica de lo normal) para que toda la lógica de lo normal se derrumbe. Pero el derrumbamiento de un sistema lógico, en tanto que sistema interpretativo de relaciones entre los objetos de lo real, no supone en modo alguno la ininteligibilidad de las funciones de esos objetos de lo real. Y esto es así porque, cuando el elemento inexplicable violenta el sistema lógico de lo normal, lo hace proponiendo una relación inédita con el resto de los objetos del sistema. El sujeto, valiéndose de esta relación inédita, crea instantáneamente el nuevo paradigma lógico que explica tanto el elemento conflictivo como todos los demás: las funciones se mantienen porque son reales y, en ese sentido, invariables; lo mismo sucede con los objetos que las realizan. Pero las relaciones entre las funciones se reestructuran completamente a ojos del nuevo sujeto interpretativo. La nueva lógica del sujeto se impone a la anterior, y esto porque el sujeto no puede no comprender. Por ello hablamos de un desmantelamiento del sentido de lo real, más que de un derrumbamiento; el desmantelamiento ejecuta un despiece total del sistema previo en tanto estructura relacional, pero se cuida siempre de guardar todas las piezas (todas las funciones) para una inmediata reconstrucción de las relaciones de lo real de acuerdo a un nuevo paradigma que mantiene todas las funciones de lo real, sin añadir ni excluir ninguna. Lo real-objetivo es inmutable; solo lo real-subjetivo, es decir, la lógica según la cual el sujeto genera su imagen del mundo, es cambiable, por la sencilla razón de que no es necesario, sino arbitrario e instrumental. La “verdadera aparición del Indio Tupinamba” delata, por lo tanto, una falsedad en el sistema relacional del sujeto, en este caso representado por el personaje hiperónimo “un Señor” como trasunto del sujeto de la obra: el lector. Ante esta falsedad, que supone el desmantelamiento de la lógica normal del primer capítulo (en realidad, una lógica tan excesivamente marcada por su normalidad, por su falta de previsión hacia cualquier desliz en el paradigma, que caía en el ridículo y daba ya indicios de su falsedad), el sujeto (el Señor y el lector) recobran rápidamente el control interpretativo de la realidad, comenzando por reatribuirse ellos mismos una ubicación para sus funciones. La del Señor, como posición enfrentada en el plano argumental a la del Librero-Indio, halla su recolocación en el antagonista evidente en el nuevo orden de cosas: “[el] Señor aquel [...] era nada menos que todo un Conquistador español de los de América”. En un sistema tan sencillo, con solo dos actantes, la recolocación no resulta apenas problemática. El escenario de la librería no acaba de adaptarse a la nueva lógica, pero, en todo caso, propicia que el Indio y el Conquistador puedan ejercer algunos de sus roles característicos y no se queden bloqueados en una escena inoperativa: el Indio

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quema libros y el Conquistador lo castiga cortándole la cabeza. Las “funciones” y el “encadenamiento de los sucesos” quedan perfectamente restablecidos bajo esta nueva lógica del conquistado y el conquistador. No obstante, la transición de un sistema relacional al otro no resulta tan sencilla para el resto de los elementos implicados, empezando por el lector. Como función persistente e inamovible a lo largo de toda la novela, el lector no puede olvidar el estado de cosas del primer capítulo tan alegremente como los personajes que, en realidad, ya estaban predispuestos a ello por el autor. Tampoco el autor, como subjetividad implícita en la narración y simetría del lector, puede declinar la responsabilidad de generar una macroestructura que contenga los dos sistemas propuestos de modo no opositivo. Autor y lector deben trabajar juntos para llegar a un acuerdo sobre el paradigma lógico del relato. En realidad, para los personajes, ambos paradigmas son normales desde sus posiciones sucesivas: el del Señor y el Dueño de la librería establece un orden de cosas entendido como normal en su lugar y en su momento y el del Indio y el Conquistador establece otro que, históricamente, ha resultado normal en un lugar y en un momento. Por ello, precisamente, el escenario (la librería) se muestra todavía extrañado. Pero, por lo que se refiere al Indio y al Conquistador, al poder ejercerse como funciones el uno sobre el otro, establecen una dinámica mínima de acción y reacción (quema de libros / decapitación) que basta para satisfacerlos. El quid para el autor y el lector reside entonces en la manera de poder interpretar dos elementos que, en principio, no pueden adscribirse inequívocamente a la lógica “normal” bajo la que habitualmente operan: el desfase del cronotopo de la novela, por una parte, y el desplazamiento mismo que ha provocado ese desfase. En otras palabras, el autor y el lector deben encontrar una explicación satisfactoria (una atribución de sentido aceptable) a las cuestiones de cómo dos tiempos históricos y dos espacios geográficos pueden coexistir simultáneamente en una narración novelesca y de cómo se ha producido el deslizamiento de un tiempo y un lugar en otro tiempo y otro lugar3. Estas exigencias de la narración hacia el lector y hacia el autor apuntan hacia más allá de un mero desmantelamiento del orden “normal”; solicitan el desmantelamiento del propio sujeto, que debe aceptar, antes que una nueva lógica de lo 3

Sobre la primera cuestión, hay que hacer notar que una narración novelesca acepta de manera “normal” la alternancia de tiempos históricos y espacios geográficos, pero no su simultaneidad. Como veremos, en La novela del Indio Tupinamba lo extraño no es que se pase de un lugar a otro o de un momento a otro de manera elíptica, sino precisamente la elipsis de esa elipsis, que fuerza la narración hacia una interpretación material, real de la transición. Los personajes no se mueven por el espacio y el tiempo, sino por la ausencia de espacio y tiempo.

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real, una nueva lógica de su percepción. El sujeto es impelido a desintegrarse como intérprete y a reestructurarse como un agente semiótico de otra especie. Se le pide al sujeto que acepte lo inaceptable no en tanto real, sino en tanto imagen de lo real. O, más exactamente, se espera de él que abandone su epistemología normal, basada en la separación neta entre realidad e imagen de la realidad, entre el objeto y la percepción subjetiva del objeto, para acoger una epistemología basada en la indiferenciación entre realidad e imagen o, en el caso concreto de la casuística que nos ocupa, entre el discurso sobre la realidad y la realidad misma, de modo que discurso y realidad se vuelven indiscernibles. Esto, lejos de suponer una degradación de lo real, supone su amplificación por medio de una comprensión profunda e integral del discurso sobre lo real. La realidad y el discurso que el sujeto se hace de ella dejan de ser conflictivos, el sujeto se carea ahora con una realidad sintetizada por él mismo, con una surrealidad. Esta surrealidad en la que se ve inmerso el sujeto se genera por la propia acción subjetiva que ceja en su empeño de diferenciarse de manera artificial del mundo objetivo que la rodea y sobre la que el sujeto efectúa el trabajo de transformación que lo caracteriza como tal sujeto. Al violentar la lógica normal del acontecimiento novelesco, el narrador-protagonista provoca la anulación de la oposición histórica fundamental que impone que lo que ha sucedido difiera de lo que está sucediendo. La lógica histórica “normal” (la interpretación de la acción pasada como discurso objetivado y perfectivo) aliena al sujeto histórico en un presente que se ve privado de su pasado. El pasado se entiende solo como discurso, mientras que el presente es acción; la acción, por tanto, no puede volverse hacia el pasado, y este, sin la vivificación que solo la acción del sujeto puede proporcionarle, queda aislado en una posición de la que no puede redimirse porque no puede ser proyectado hacia el futuro. La anulación de esta oposición “normal” (es decir, “normativa”, “arbitraria”), supone el grado mayor de aplicación del principio fundamental del Surrealismo bretoniano. Breton aboga por una superación de la dialéctica idealista de Hegel apoyándose en una amplificación de la dialéctica materialista de Marx, a la cual intenta liberar, a su vez, de las limitaciones a las que la aboca, precisamente, la fijación a un discurso histórico inoperante en cualesquiera otros sistemas que no sean el que lo ha producido (el sistema capitalista industrial). El principal resultado de la aplicación sistemática de este materialismo radical surrealista en todas las facetas de la existencia del sujeto sería la anulación de las oposiciones en las que se ampara su discernimiento de la realidad bajo todos los aspectos. En este sentido se comprende la surrealidad (o súper-realidad) como una integración del sujeto en el mundo objetivo que no necesita postular oposiciones binarias para man-

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tener la identidad subjetiva. El sujeto encuentra su especificidad como objeto de lo real, y no como opuesto del objeto. En Los vasos comunicantes, Breton aplica este principio de anulación de las oposiciones al estudio de un fenómeno esencialmente histórico, en el sentido en que supone la división del discurso vivencial del sujeto en dos discursos que, “normalmente”, se postulan como opuestos: los estados de vigilia y de sueño. Para Breton, la división arbitraria que, a lo largo de la historia del pensamiento, ha ido mellando la concepción de una surrealidad común a ambos estados se apoya en una premisa no demostrada que enturbia la visión de los teóricos del sueño, y es la de que el tiempo funciona de manera distinta en cada uno de los estados. En realidad, esta premisa parte de la experiencia del tiempo en la vigilia para intentar demostrar su inoperancia en el sueño. Breton parte de una intuición de Poincaré y del análisis de sus propios sueños y una experiencia biográfica crítica que lo mantuvo en un estado de vigilia limítrofe con el sueño (una separación amorosa que absorbe por completo su sentido de lo real y lo sitúa en una ensoñación de varios días, estado del que él es consciente mientras lo experimenta) para concluir, en una primera aproximación al problema, que la pretendida diferencia de funcionamiento entre el tiempo de la vigilia y el del sueño es falsa y que, en cualquier caso, la propia cuestión no implica un grado de necesidad como para servir de frontera entre ambos estados del sujeto: Nada podrá hacer que el hombre, colocado en condiciones no patológicas, vacile en reconocer la realidad exterior donde se halla y en negarla donde no está. Por oposición a la “corbata” y a las “dos niñas desnudas” [elementos que aparecen en los sueños anteriormente relatados y analizados por Breton y que se singularizan del resto de los elementos con los que coexisten por aparecer particularmente reales ante el soñante], los objetos exteriores que nos rodean “son reales en que las sensaciones que nos han hecho experimentar nos aparecen unidas por no sé qué cemento indestructible y no por un azar de un día” (Henri Poincaré). Es sabido que el autor de esta proposición no se atuvo siempre a consideraciones tan justas y tan claras. Esto no impide que por esta vez haya estado perfectamente bien inspirado para proporcionarnos, entre los objetos reales y todos los demás, esta base de discriminación que podemos considerar, en último análisis, como necesaria y suficiente: el juicio sensorial sometido a la prueba del tiempo. Sería necesario, para que esta norma de juicio no fuese válida, que el tiempo en el sueño fuese diferente del tiempo en estado de vigilia, y hemos visto que no había nada de esto. El “cemento” aparente que une, con exclusión de todo lo demás, los objetos reales, debe decididamente ser considerado, él también, como real. Forma parte objetiva del mundo exterior, siendo la costumbre el reflejo que de él tiene el hombre, y él solo es el que preside, para este mundo, el pretendido misterio de su no desvanecimiento (2005: 55).

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El establecimiento de la materialidad común entre sueño y vigilia como formas sensibles percibidas temporalmente lleva a Breton a desechar cualquier concepción idealista (y, en este sentido, evasiva) acerca del sueño, a definirlo como parte de lo real y a implicarlo en una acción política revolucionaria que parte del socialismo de Marx y Engels pero que, como venimos diciendo, se inscribe en un ámbito de actividad mucho más amplio que el de la lucha de clases: En la apología del sueño considerado como terreno de evasión y en la llamada a una vida sobrenatural, sólo encuentra igualmente manera de expresarse una voluntad completamente platónica de enmienda de la que es al mismo tiempo el desistimiento completo. A esta voluntad inoperante se opone y sólo puede oponerse desde el principio una voluntad de transformación de las causas profundas del hastío del hombre, una voluntad de trastorno general de las relaciones sociales, una voluntad práctica que es la voluntad revolucionaria [...]. El amor humano tiene que reconstruirse, como el resto: quiero decir que puede, que debe ser restablecido sobre sus verdaderas bases. El sufrimiento, aquí también, no es en nada o, más exactamente, conviene que no sea tenido por válido más que en la medida en que, como toda otra manifestación de la sensibilidad humana, es creador de actividad práctica. Tiene que ayudar al hombre no sólo a concebir, para empezar, el mal social de hoy, sino que también debe ser, lo mismo que la miseria, una de las grandes fuerzas que militan para que un día ese mal sea limitado. [...] Sé, digo, que hay una tarea a la que el hombre que se ha considerado un día gravemente frustrado en este dominio [el del amor] puede menos aún que otro sustraerse. Esta tarea, que, lejos por otra parte de ocultarle todas las demás, debe, al contrario, entregarle, al cumplirse, la comprensión en perspectiva de todas las demás, es su participación en el esfuerzo para barrer el mundo capitalista (2005: 101-102).

En el fondo de este activismo surrealista se percibe claramente la base de toda una teoría transformadora de la realidad (una teoría política, por lo tanto) que sitúa sus coordenadas en los puntos de fricción de las potencias del deseo y la necesidad. La aplicación histórica de esta teoría, entonces, encontrará su modo de expresión mediante la evidencia de los desfases históricos entre el deseo del sujeto colectivo y la necesidad que, en cada momento, se le opone. La actividad histórica, que se desarrolla en el plano de la realidad, tendrá su desdoblamiento en la actividad artística, como forma consciente e intencionada de la ficción, pero esta actividad artística se regirá por la misma “voluntad de transformación de las causas profundas del hastío del hombre” y su quehacer no se realizará sobre un “terreno de evasión”, sino como parte de “una voluntad práctica que es la voluntad revolucionaria”. La novela del Indio Tupinamba se vuelca hacia esta actividad revolucionaria de la Historia, oponiendo el deseo silenciado del sujeto presente a la necesidad histórica del pasado para, a través del discurso de la ficción, subvertir el discurso de

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la realidad. El narrador-protagonista de la novela, dotando de nuevas normas al “cemento” que supone “el juicio sensorial sometido a la prueba del tiempo”, rompe el silencio de su deseo e impone su discurso sobre el discurso histórico “normal”, quebrando la aparente coherencia de la Historia y evidenciando sus fracturas, por entre las que el “cemento” del tiempo del deseo va moldeando una nueva constitución para el pasado, una reconstrucción del amor humano que el discurso histórico, manipulado por sus detentores (el mundo capitalista al que se refiere Breton, bajo sus más diversas formas), le había negado a su sujeto. La actividad revolucionaria en la ficción de la novela de Granell se articula en dos ejes que trabajan por un movimiento subversivo del discurso histórico: por una parte, la parodia; por otra, la inversión de la causalidad histórica. La parodia se ejerce como discurso desdoblado y diferente de su original. Sea cual sea el discurso parodiado, la parodia encara al sujeto con la necesidad de su adversidad, porque, para resultar efectiva, necesita, al mismo tiempo, aceptar la realidad del discurso que parodia y negar su posibilidad en el nuevo estado de cosas que el sujeto introduce al hacer su deseo explícito. Los mecanismos de inversión de la causalidad histórica son, en realidad, una aplicación del principio de parodia sobre todos los niveles del discurso histórico: se reconoce la realidad histórica en tanto combinación y coexistencia de hechos, pero se atenta contra el encadenamiento irreversible que postula unos como las causas solas de otros y que contempla la Historia como una carrera unidireccional de eslabones que acumulan un pasado inmutable y ascienden hacia la consecución de un futuro que ha sido previsto mediante la especulación sobre un sistema simplista de causas y efectos. No obstante, como toda manifestación artística, La novela del Indio Tupinamba contribuye a la práctica revolucionaria colectiva desde una aportación individual y sumamente subjetiva. El sujeto novelesco atiende siempre a las formulaciones íntimas de su deseo y su enfrentamiento con la realidad se ofrece en cada caso en unas coordenadas particulares. El lector será capaz de proseguir el desarrollo revolucionario de la novela en la medida en que la lectura pueda reinterpretarse sucesivamente bajo coordenadas distintas e inéditas. En esta plurisignificación de su discurso encuentra el arte un resorte de proyección del pasado hacia el futuro. Pero, tanto el lector como, en mayor grado, el crítico deben mantener la distancia suficiente para permitir que la obra se siga moviendo en su contexto original. Dicho de otro modo, para la universalización de la obra literaria, es necesario que se mantenga perceptible la idiosincrasia del contexto histórico en el que fue generada. Resulta imprescindible, por ello, analizar de manera concreta qué discurso del deseo se opone a qué discurso de la necesidad, para lo cual se debe situar con precisión al sujeto de la novela frente a su tiempo histórico.

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El deseo del sujeto que trabaja tras la estructura y el contenido de La novela del Indio Tupinamba obedece a una casuística histórica concreta, aunque no por ello deje de reflejar una situación subjetiva que se viene repitiendo, bajo diversas formas, a lo largo de la Historia y, en particular, a partir de la caída del Antiguo Régimen. En términos generales, se trata del deseo de emancipación del “hombre explotado por el hombre”, es decir, supone un encaramiento de un sujeto colectivo hacia otro sujeto colectivo diferente y opuesto. En realidad, este segundo sujeto colectivo no es tan diferente como opuesto, y es el primer sujeto colectivo el que se crea una imagen de diferenciación para poder combatirlo. Ambos surgen del mismo proceso histórico, consistente en una escisión del sujeto histórico como causa de un desequilibrio esencial: el falseamiento de las necesidades provoca una tensión del deseo, que puja por liberarse de la imposición de unas necesidades que ha percibido como irreales e impuestas. Para ello, el sujeto del deseo genera un discurso de separación límpida entre su oponente y él. Es, en esencia, el germen del pensamiento revolucionario. En el caso de La novela del Indio Tupinamba, la situación histórica se hace explícita desde el comienzo del relato y es, evidentemente, coincidente con la situación del autor histórico: El país entero estaba partido en dos, encima de lo partido que se hallaba antes del estallido. Por montes y plazuelas se alzaban barricadas. Miles de hombres y mujeres cavaban refugios y trincheras a una banda y a otra de la guerra. Los aviones arrojaban bombas que aplastaban escuelas, jardines, museos y orfelinatos infantiles. Los militarotes, junto con los aristócratas, los terratenientes, los banqueros y los señoritos, se habían alzado en armas contra los trabajadores. Decían que éstos querían ganar mucho y no se ocupaban para nada de que la misma opinión tenían, respecto a ellos, los trabajadores, sin que por eso se les hubiese ocurrido alzarse con la ayuda de las catedrales. Las gentes pudientes sublevadas habían tomado por su jefe al pequeño Gran Turco. Estaban dispuestas, y fue esto lo solo que querían cumplir y lo cumplieron, a aplastar como a renacuajos a los pobres. “¡No habría más limosnas, ea!”, tal era su lema brutal. Inmundos monstruos inhumanos, se gastaban los cuartos que no habían querido ceder a la miseria, comprando las más modernas armas a sus compadres de Italia y de Alemania y de otras naciones de la cristiandad (pp. 18-19).

En efecto, el contexto inmediato de la novela es el de la Guerra Civil española, bajo el que se analiza la imposición de una serie de discursos tenidos por falsos (el discurso franquista y fascista, pero también el discurso estalinista y, en un nivel más general, el discurso capitalista) que se erigen como “necesarios”. Frente a estos discursos falsos en su necesidad, el sujeto de la novela (el Indio Tupinamba, como catalizador del deseo del narrador, el autor y el lector) ejerce un doble movimiento de resistencia. Por una parte, toma conciencia del desfase histórico entre deseo y necesidad:

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Joaquín Lameiro Tenreiro Las gentes del pueblo no querían limosnas, ni querían subsidios, ni querían ayudas clericales. Querían tan sólo vivir en libertad y dignamente. Querían que sus hijos no tuviesen caries, que sus madres no viviesen en cuevas, que sus abuelos no padeciesen cáncer, que sus primos no se arrastrasen con los pulmones deshechos, que sus amigos no tuvieran torcidos los huesos de las piernas por el raquitismo; que si había tanguistas, que fuesen —¡allá ellas!— las marquesas; que las camas no tuviesen chinches, ni ratones las fábricas, ni escorbuto los recién nacidos, ni querían tampoco que las casas estuviesen atiborradas de arañas, ni que subiesen los gatos a la mesa de comer, ni que apareciese por la noche el cobrador de la luz a cobrar la luz del día no habiéndola eléctrica; no querían ir a los tribunales, y luego a la cárcel, por el simple hecho de decir que no eran mulos de carga, o bien, en ocasiones, que el canónigo tal o cual estaba gordinflón como un buey, o cosas por el estilo, extraídas de la sana observación. No querían, no, los trabajadores, que hubiese prostitutas de las suyas por causa del hambre, la ignorancia y el ejemplo de las del otro lado. No querían nada, como se ve. No querían nada ni siquiera de lo que tenían, que era nada. Esa era la nada que por nada querían. Y por no querer nada de nada, los generales, los obispos, los industriales, los rentistas, las queridas de todos ellos, los sostenidos por todos ellos, se armaron con millones de puñales y pistolas, de aviones y cañones, y ametralladoras y bombas, y petardos y cadenas, y presidios y tumbas para no dar limosnas y levantar en el centro de España una torre de muertos hambrientos (pp. 19-20).

Por otra, actúa de manera explícita para emancipar su deseo de la impostura a la que un sujeto antagonista intenta abocarlo: Salta una lagartija y cambia el panorama del encanto. El Indio Tupinamba se queda de una pieza. Ve que la lagartija se incrusta en el aire, inmóvil, ingrávida. El Indio Tupinamba se siente lagartija, inmóvil, ingrávido. La lagartija cae a plomo y se escabulle por la grieta invisible cortada entre dos lápidas. El Indio Tupinamba se siente él mismo huir, se siente penetrar como lámina de cuero delgadísima por la misma ranura de arenilla. Siente el vago anuncio de alguna aparición, como si, en lugar de hundirse hasta lo hondo de la tierra, fuese a salir de allí un esqueleto gordo, feliz y en libertad, haciendo el ademán delicado de apartar alguna margarita ornamental, compuesta, eso sí, por trece largas lagartijas blancas en actitud de adorar a un pequeño sol amarillo que en su centro destella con la tenue modestia de un pedazo de vidrio. [...] Pasó un canónigo verde y agarró una lagartija y la llevó a sus labios y abrió su bocaza y se la tragó. El Indio Tupinamba, medio oculto, en cuclillas, en un sombrío rincón, sacó de un bolsillo un pedazo de chocolate crudo y otro de pan, que fue desmenuzando con sus dientes al tiempo que en su garganta iba desmenuzando una maldición. El Indio Tupinamba musitó para sí —con la punta de la lengua como una lagartija roja y blanca escondida en su boca, pugnando por desalojar una terca migaja encajada entre dos muelas: “Tanto da una lagartija, que un mendigo, que un canónigo, que una catedral, que un cuchillo” (pp. 220-221).

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Como se puede observar, esta visión del movimiento histórico peca de un importante simplismo. Esto es así porque su voluntad no es la de describir la Historia, sino la de modificarla. En resumidas cuentas, se trata de un discurso ideológicamente muy marcado, no exento de un carácter panfletario, pero que encuentra su validación en el modo de su enunciación: se postula, de manera clara, como un discurso de ficción y, en este sentido, la actividad falsaria se entiende como una actividad de invención que no se pretende hacer pasar por verdadera en otro contexto que no sea el de la propia obra. Bajo esta premisa del “mentir para decir la verdad”, el discurso del Indio Tupinamba se erige como un discurso coherente con sus postulados y establece un principio claro de diferenciación para con el discurso histórico oficialista que critica. Desde el punto de vista del análisis literario, resulta de esta visión maniquea de la Historia un proceder igualmente simplista en el relato novelesco. En clave de parodia, se podría rastrear un eco de la estructura básica enunciada en su momento por el Formalismo ruso: en el nivel argumental, el relato se genera como una combinación de protagonistas, antagonistas y coadyuvantes representados por figuras antes que por personajes complejos, y la acción se vuelca en la superación de determinados obstáculos muy concretos por parte de los protagonistas. Sin embargo, esta estructura superficial, que se muestra particularmente antipática para el desarrollo novelesco, funciona como una máscara paródica para dirigir una corriente ideológica subterránea de una naturaleza compleja y proteica. Esta corriente ideológica atraviesa la peripecia novelesca y la dota de un “habla” particular, que trasciende el mero significado textual para promover un sentido variable, en el que las estructuras semánticas se esfuman para dar paso a una organización del material novelesco en torno a intensidades. El humor, en particular el humor negro, y la ironía provocan que la narración, semánticamente desjerarquizada, se haga legible en términos de complicidad entre el autor, el narrador y el lector. Bajo el discurso novelesco, o tras él, permanece siempre presente el discurso histórico, que le sirve de palimpsesto entrevisto: el discurso de la novela se adapta como una cartografía variable sobre la cartografía inamovible de la Historia. Ambas son cartografías del mismo territorio, pero la novelesca, coincidiendo en algunos hitos con la histórica, plantea isotopías alternativas, que habían quedado ocultas en el mapa monolingüístico original. Nuevas voces se erigen así para construir una realidad coincidente con la ya existente pero, al mismo tiempo, polémica con ella, que la acepta en lo que guarda de hecho histórico pero le recrimina su discurso petrificado, que poco a poco se va evidenciando como un discurso desfasado, una lengua exenta de habla en la que la realidad de sus hablantes se desvirtúa. Como estructura hiperjerarquizada, el discurso histórico es solo lengua: norma y conocimiento de la norma. Por el

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contrario, el discurso artístico que se despliega sobre la Historia es habla dinámica, cambiante y plural. Ya Bajtin establece esta diferencia fundamental entre hecho real y objeto estético y señala la interdependencia que, precisamente a causa de esta diferencia, se genera entre ambos: La particularidad principal de lo estético, que lo diferencia netamente del conocimiento y del hecho, es su carácter receptivo, receptivo positivo: la realidad preexistente del acto estético, conocida y valorada por el hecho, entra en la obra (más exactamente, en el objeto estético), donde se convierte en elemento constitutivo indispensable. En este sentido podemos decir: verdaderamente, la vida no sólo se halla fuera del arte, sino también dentro de éste, en su interior, en toda la plenitud de su ponderación valorativa: social, cognitiva, política, etc. El arte es rico, no seco, no algo especializado; el artista es un especialista sólo como maestro, es decir, sólo en relación con el material. Claro está que la forma estética transfiere esta realidad conocida y valorada a otro plano valorativo, la somete a una unidad nueva, la ordena de una manera nueva: la individualiza, la concreta, la aísla y la concluye, pero no anula en ella lo conocido y valorado: este es el objetivo hacia el que se orienta la forma estética final (1989: 34-35).

La ficción novelesca, por lo tanto, sitúa en una posición comprometida al discurso histórico, por cuanto evidencia que ambos son transformaciones artificiales de lo real-material, al tiempo que reclama para sí la condición idónea de lo artificial y sitúa al discurso histórico en los márgenes de la ficción, como un habla falsaria que, necesitada del artificio, lo niega expresamente porque contraviene sus propias normas: la Historia, como discurso, es un discurso de ficción alienado, que rehúye reconocerse como tal y plantea una impostura de la percepción, al pretender hacer pasar el carácter selecto y subjetivo de su materialidad por un objeto material espontáneo. La novela del Indio Tupinamba, como discurso literario expresamente encarado con la Historia, hace uso de todas las técnicas que están en su mano para desenmascarar la condición artificial del discurso histórico. Para ello, evidencia las limitaciones del discurso histórico que, en virtud de su pretendida no-ficcionalidad, no puede recurrir a determinadas estrategias que son exclusivas del discurso subjetivo; principalmente la ironía y, bajo su cifra, dos formas de pensamiento particularmente conflictivas: el pensamiento simultáneo y el pensamiento paradójico. Como forma subjetiva del discurso, la ironía permite, esencialmente, la anulación de las contradicciones de lo real. El discurso histórico no puede resistir una revisión irónica, porque su insistencia en el objeto lo obliga a coincidir consigo mismo en todo momento (al igual que el objeto coincide consigo mismo). El sujeto, por el contrario, representa la percepción del objeto y, en este sentido, no tiene por qué coincidir en todo momento con el objeto. Es decir, que un mismo objeto de lo

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real, sin dejar de serlo, sirve a la percepción del sujeto como material para generar diversos objetos artificiales. Estos objetos pueden ser simultáneos, es decir, aparecer en el mismo punto del discurso, multiplicando así la potencia del discurso literario frente al histórico, por cuanto, por cada objeto de este, aquel podrá generar una proliferación de nuevos objetos, todos ellos remitiendo desde puntos distintos al mismo punto del discurso histórico. Además, los objetos artificiales de la obra literaria no tienen por qué estar de acuerdo entre ellos, aún cuando provengan del mismo objeto material. El discurso literario se enriquece entonces con objetos heterogéneos o incluso contradictorios para generar un habla paradójica que pone en evidencia la pretendida univocidad de la palabra histórica. Así se explica la maldición con la que el Indio Tupinamba cierra su acción revolucionaria; se trata de un habla transformadora, mágica, que deja en entredicho el discurso histórico porque dinamita su monolingüismo a través de una aproximación a la realidad a partir de la premisa bergsoniana de la “percepción extensiva”. Ya hemos adelantado la cita textual que se inserta en el último capítulo de la novela, “La ascensión del Indio Tupinamba”, y que solo puede ser comprendida en estos términos: “tanto da una lagartija, que un mendigo, que un canónigo, que una catedral, que un cuchillo” (p. 221). La suspensión de la diferenciación objetiva introduce la pluralidad del sujeto como un deseo exento de determinación semántica. El sujeto se concilia con su deseo, porque todo objeto, desprendido de su resto lingüístico, se convierte en puro acto valorativo, en subjetividad plena. Historia, tiempo y espacio se doblegan finalmente a la voluntad del sujeto que se libera de la determinación histórica por obra de la epifanía poética: El Indio Tupinamba pensó en un conjuro. Aquello era un conjuro. El mendigo era una lagartija. Aquella lagartija era una profecía. La profecía, un sueño. El sueño confundía ayer y hoy, aquí y allá, esto y aquello. La confusión ponía una rica corona de plumas al recuerdo. La corona de plumas tocaba la campana (p. 221).

Es de esta manera como La novela del Indio Tupinamba genera un sujeto del deseo violentamente encarado contra el discurso histórico. Se trata de un sujeto consciente de la Historia y de sí mismo, que conoce el hecho histórico y lo acepta, pero que arremete contra el discurso falsario que intenta apropiarse de ese hecho, y lo hace generando un discurso liberado de toda impostura de objetividad; un discurso novelesco en el que la subjetividad aprehende el mundo de los objetos y lo integra de una manera plena y honesta. Para reordenar el discurso histórico a partir del discurso literario, la voluntad subjetiva debe aplicar su acción transformadora al material común a todo discurso: la lengua. Si La novela del Indio Tupinamba trabaja por un desmantelamiento del discurso histórico y una nueva toma de conciencia del sujeto sobre sí mismo,

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lo hace siempre como artefacto poético, como esa “vasta argumentación” que señala Breton. El desmantelamiento de cualquier discurso es, antes que nada, el desmantelamiento de su propia naturaleza; es la embestida contra la lengua hecha sistema, vaciada de cualquier habla; es la vivificación de la palabra a través de la confrontación con la palabra misma. Por ello, el narrador de la novela (el Indio Tupinamba, asistido, no debemos olvidarlo, por otro indio escriba) hace uso de su habla en términos de acción y de transformación: “las palabras, los grupos de palabras que se suceden practican entre sí la más intensa solidaridad. No es función mía favorecer a unas en perjuicio de las otras. La solución debe correr a cargo de una maravillosa compensación, y esta compensación siempre se produce” (Breton 2002: 40). El habla del Indio Tupinamba es un habla extrañada, desubicada: se trata de un indígena amerindio de los tiempos de la colonización española que, desdoblado de su historia, entra en una nueva historia: la de los combatientes antifascistas de la Segunda República y, en una paradoja particularmente ácida, la de los exiliados españoles en América. El nativo americano se mueve a lo largo de una Historia desmantelada, pero conserva siempre un mismo punto de vista ético: el de la voluntad irreductible de emancipación de aquel a quien se ha hecho extraño de su propia identidad. Tanto el indio americano desposeído de su civilización por el conquistador español como el combatiente republicano expulsado de su propio país por el enemigo foráneo (“el pequeño Gran Turco” es el apelativo por el que se denota invariablemente al general Franco en la novela, en un doble sentido que, indudablemente, remite a la Guerra de África, pero también a la calidad ilegítima de su “nacionalismo”), ambos son las dos caras de la misma moneda, la de la memoria silenciada. Cuando el indio americano-republicano exiliado se ve obligado a solicitar asilo político en América, el círculo de la sinrazón acaba de cerrarse, y el héroe de la novela se convierte en un apátrida esencial, despojado al tiempo por el foráneo y el nativo. En esta posición de indeterminación, el Indio Tupinamba debe generar su propia tradición y, en particular, su propia habla. El enfrentamiento al discurso histórico oficial se vertebra así como un habla poética, es decir, despojada de la referencia a todo proceso histórico y, a la vez, plenamente consciente de su devenir en la Historia. Algo parecido apunta Breton en su “Diálogo criollo” con André Masson, durante la estancia de ambos en Martinica, cuando debaten sobre la posibilidad de que el aduanero Rousseau no hubiese visitado nunca los paisajes selváticos que constituyen el tema de su obra pictórica: Si Rousseau no se movió de Francia, habría entonces que admitir que su psicología de primitivo le ha descubierto espacios totalmente primitivos conformes a la realidad. Habría entonces, más allá de todos los obstáculos planteados por la civilización, una co-

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municación misteriosa, segunda, siempre posible entre los hombres sobre la base de lo que los ha unido originalmente, y dividido. Eso merecería algo más que el vacío comentario al que [los críticos] se han limitado sobre este tema (2010: 27).

El Indio Tupinamba se propone así como una máscara “primitiva” para el autor histórico que es Granell, invitándolo a un desplazamiento surrealista hacia un habla despojada, esencialmente poética, en la que solo las cualidades humanas de lo trágico y lo cómico prevalecen, entreveradas a lo largo de un discurso crítico y radical; un flujo torrencial que atraviesa el discurso histórico, alcanzado todos sus meandros y forzándolo a un nuevo amoldamiento de su cauce. Para la elaboración de esta máscara surreal, Granell recurre a diversos tipos de estrategias narrativas y lingüísticas. Las más agresivas, que tienen como función desacreditar los valores enaltecidos por franquistas, falangistas y estalinistas, así como toda impostura de la burguesía pseudo-intelectual, se basan en el tratamiento expresionista de los personajes, que devienen histriones paródicos y grotescos, una especie de marionetas de guiñol o fantoches de carnaval que arrastran sus cuerpos desarticulados a lo largo de los episodios de la novela. Se trata aquí de introducir una fuerte carga estética, con un acento especialmente marcado en lo que se refiere a los elementos plásticos y cromáticos, para establecer a partir de ella una asociación ética. Los cuerpos y poses de los personajes caricaturizados convienen en plasmar, de este modo, su catadura moral. Probablemente el más ácido de estos retratos sea el que se ofrece al comienzo del capítulo “Relinchos de gozo”, en el que, a la manera de una jerarquía pictórica à clé4, se introduce la cohorte de la Junta militar golpista, encabezada por el general Franco: Hacia la banda opuesta, como un puntito que sólo el telémetro agrandaba, veíase al jefe de la operación enemiga. Protegido por bombarderos alemanes y cazas italianos, por aviones de paseo franceses y cañones de Checoeslovaquia, por circunloquios rusos y británicos dando largas al asunto, por no intervenciones americanas y europeas, por pesadas murallas de granito y de acero, estaba allí arrebujado en una espesa manta zamorana, rodeado de furrieles, confesores, mulos y edecanes el pequeño Gran Turco. Le temblequeaban las cortas piernecitas, metidas, como rabos de buey, en fundas de cuero de color castaño. Su apariencia ovalada hallábase sentada en un trípode de alambre, semejante a los que usaron las antiguas pitonisas griegas. En torno al pequeño estridente Gran Turco se cerraba una gozosa y vieja corona verrugona, compuesta por generales llenos de barbas blancas, con las cuales uncían, apestosos y tercos, el untuoso

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Teniendo en cuenta la formación pictórica de Granell y su declarado interés por El Greco, parece apropiado señalar aquí una cierta coincidencia, intencionada o no, con un retrato colectivo alegórico como lo es El entierro del Conde de Orgaz.

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Joaquín Lameiro Tenreiro aliento, agrio de órdenes y sardinas de Vigo, del carajillo aquel enfundado en su kaki. Una segunda corona barriguda, episcopal, lo asperjaba con escrupulosas lluvias de aguas minerales, y una tercera coronilla diplomática, sonando a jazz-band y a afeites de boudoir —así como a no poco tufo de trementina—, lo recubría aún con abultados folios de papel timbrado y mensajes en cifra y escudos y sellos de múltiples naciones, convirtiendo el belicoso conjunto uniformado en una especie de tarta de homenaje al inventor de los útiles rollos de papel higiénico. La España nacional se simbolizaba así de manera admirable, y daba al campamento un toque maestro el detalle ocurrente del propio Gran Turco, colocado en el medio, con aire de letrina, en el centro preciso de las tres gruesas ruedas de hediondez fecal. Un tanto tremolante el jefazo retacó, rebosaba contento entre tal pestilencia. Lo mismo su pipa que su fofa barbada destellaban chispazos de sudor y de pus. En su torno brillaba, como una aureola, cierta luz amarilla, cual polvillo de alfalfa, algo así como el reflejo lógico que le comunicase la pandilla de atunes, lambeojos y curdas que, empeñada a todo trance en besuquetearlo, se agitaba nerviosa dando histéricos chillidos (pp. 105-106).

Estos recursos expresionistas poseen una orientación claramente destructiva y, profundizando en todas las posibilidades de la sátira, construyen pasajes que, como se puede observar, amalgaman, en una expresión saturada y barroca, quevediana, sintagmas rítmicos y repetitivos (fuerte uso de binomios adjetivales, polisíndeton y aliteraciones cacofónicas) formados por piezas léxicas extrañas (neologismos, barbarismos, coloquialismos y, llanamente, insultos) para formar una imagen eminentemente plástica, en la que se conjugan los sustantivos referentes a materiales y sustancias con todo un aparato escatológico que apela, sobre todo, a la vista, el tacto y el olfato. El resultado sintetizado de todos elementos es el de una estampa de repugnancia material, elevada a la exageración en sus últimos detalles, que trabaja por una repulsión moral a partir de la repulsión sensorial. No obstante, esta estrategia expresionista contribuye tan solo al desmantelamiento del discurso histórico, pero no es efectiva a la hora de generar un nuevo discurso válido en cuanto esperanza y resistencia. El momento constructivo de la novela surge, como no podía ser de otro modo, de la invención de lo surreal como superación del discurso desmantelado. En este sentido, las estrategias surrealistas de construcción de sentido abandonan la amalgama barroca para materializarse bajo la forma de síntesis de los discursos, generando un híper-discurso que se apoya en operaciones de collage, colisión y entrelazado; esto es, en la superposición de planos heterogéneos (collage), en la convivencia tensa de planos opuestos (colisión) y en la síntesis de planos que se entreveran pero no llegan a perder su heterogeneidad (entrelazado). Normalmente, estas tres técnicas no se ofrecen de modos netamente separados, sino que se combinan como parcialidades de una imagen única. Uno de los usos más notables de las técnicas surrealistas de síntesis de lo real, que prolifera a lo largo de toda la novela, es el de la continuidad no elíptica de

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cronotopos: los personajes, como invariables del relato, se desplazan de un lugar geográfico y un tiempo histórico a otros sin mediación de las categorías apriorísticas de espacio y tiempo ni del recurso de economía narrativa de la elipsis. Los desplazamientos en el relato son, de esta manera, inmediatos y no arbitrarios, y se realizan sin que exista solución de continuidad en la narración: El Indio Tupinamba decidió salir a tomar un poco el aire. De paso, echaría un vistazo a la máquina aquella. A fin de no ser visto por los periodistas, por los académicos ni por el capitán Moro, que, ahora, reunidos, jugaban al palmo para matar el tiempo, dio un largo rodeo por las barandillas que festoneaban cada piso de anaqueles. Descendió por una herrumbrosa escalerilla de hierro y fue a caer contra el escribiente dormido, que se despertó de golpe con cara de susto. El Indio Tupinamba lo reconoció en el acto. Era el Cura poeta. Éste se quedó atónito. — ¡Vámonos de aquí! — le dijo al Indio Tupinamba. Y, agarrándolo de un brazo, lo condujo veloz hasta una pequeña portezuela. — ¿Me llevas al jardín? — inquirió el Indio Tupinamba, haciéndose el tonto, para indagar a dónde lo conducía. — Sí, sí; jardín... El Cura abrió cauteloso la puerta. Descendieron por la gran escalinata de piedra, construida en tiempos de la colonia. La bajaban a brincos, por ser desiguales sus gastados escalones. Alejábanse del edificio que en lejanos tiempos se había levantado encima de un templo indígena. Las brisas del cálido mar tropical cubrían las calles con nubes de vapor. Oíase ruido de cadenas y de vagonetas cargadas de mercancías. Funcionaban las grúas de carga y descarga de las embarcaciones atracadas a los muelles. El Cura y el Indio, una vez más, pisaban el cemento desnudo del abrasado puerto de la República Occidental del Carajá (p. 183).

Este pasaje ilustra con precisión en qué manera las técnicas surrealistas de la continuidad no elíptica de cronotopos modulan el material novelesco para introducir la forma ideológica de los vasos comunicantes bretonianos. El discurso de ficción permite el desplazamiento de los personajes desde la Academia de la Lengua y la Ciencia en el Madrid de posguerra hasta el puerto antillano de la paródica República Occidental del Carajá. Pero, además, este desplazamiento encuentra su posibilidad en la plasticidad asociativa de los espacios descritos: el lóbrego edificio de la Academia va dando paso a un edificio colonial, igualmente pétreo y vetusto, erigido sobre las ruinas de un templo indígena. Finalmente, la simbiosis entre la construcción occidental y el residuo americano se abre al “jardín”, al bullicioso puerto tropical de las Antillas. De esta única manera legítima, Granell, el surrealista, se coloca su máscara de Indio para enfrentarse a su propio devenir biográfico e histórico, saliendo del tiempo y del espacio para sintetizarlos y devolverlos a su estado verdadero y original, cruzando el océano que separa dos continentes y dos Historias.

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BIBLIOGRAFÍA BAJTIN, Mijail (1989): “El problema del contenido, el material y la forma en la creación literaria”, en íd.: Teoría y estética de la novela. Helena S. Kriúkova y Vicente Cazcarra (trads.). Madrid: Taurus. BRETON, André (2002): “Manifiesto del Surrealismo (1924)” en íd., Manifiestos del Surrealismo, Andrés Bosch (trad.). Madrid: Visor Libros. — (2005): Los vasos comunicantes. Agustí Bartra (trad.). Madrid: Siruela. — (2010): Martinica, encantadora de serpientes, con textos e ilustraciones de André Masson, Rodolfo Alonso (introducción y trad.) y Mario Pellegrini (notas). Buenos Aires: Editorial Argonauta. FERNÁNDEZ GRANELL, Eugenio (1996): La novela del Indio Tupinamba, ed. facsimilar de la primera ed. en Costa-Amic Editor, Vicente Llorens e Isaac Díaz Pardo (introducciones). Sada (A Coruña): Ediciós do Castro. TOVAR, Paco (2001): “Las figuras de Granell: trazos, colores y sugerencias”, en Eugenio Fernández Granell, La novela del Indio Tupinamba, Paco Tovar (ed.). A Coruña: Ediciós do Castro.

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MITOS SÍ, INDIOS NO. LA FIGURA DEL INDÍGENA EN LA LITERATURA DE LA INDEPENDENCIA Y LA CONSTRUCCIÓN NACIONAL1 Remedios Mataix Universidad de Alicante

Frente a las perspectivas paternalistas, reivindicativas, integradoras y hasta enamoradas desde las que se suele creer que la literatura ha enfocado siempre la contundente densidad (no sólo demográfica) que el mundo indígena aporta a la realidad hispanoamericana, acercarse a los discursos ideológicos, literarios, artísticos que en el siglo XIX fueron responsables de la construcción y difusión de nociones como “Patria” y “Nación” (que desde los estudios de Anderson, Hobsbawm y Bhabha sabemos son efecto y no causa o fundamento del surgimiento de los estados nacionales) revela que la figura del indio es objeto de las más diversas instrumentalizaciones de acuerdo con los ideologemas de cada coyuntura: desde su lectura como “buen salvaje” o como resistente defensor frente al avance español (situado siempre en los remotos años de la conquista previos a su aniquilación) hasta su demonización, paralela a las políticas de exterminio de que fue víctima por parte de los Estados independientes, entre sus estampas más llamativas están también las resultantes de la operación ideológica nacionalista que lo coloca como piedra fundacional de lo nacional y lo continental, como parte de esa invención selectiva de la tradición por parte de las elites políticas y culturales, por la que también el sentimiento de identidad nacional se realiza o construye de un modo performativo y no meramente constatativo de fuentes o documentos preexistentes. Los ejemplos literarios y plásticos que manejaré (pintura de historia, arte de propaganda, poesía patriótica) pertenecen a esa etapa de 1 Este trabajo se ha realizado en el marco del Proyecto de Investigación FFI2008-05029 “Cultura y fronteras: la literatura y sus aportaciones a la configuración imaginaria de la Araucanía y la Patagonia”, financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación y dirigido por el Dr. Teodosio Fernández (Universidad Autónoma de Madrid).

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los imaginarios hispanoamericanos que se ha denominado “emblemática y poética de las jóvenes repúblicas”, caracterizada por la intensa elaboración de las ideologías nacionales (Burucúa y Campagne 1994: 351), y todos ellos evidencian la mediación explícita de la esfera política en la constitución de un canon simbólico e imaginario que la exprese, pues en la mayoría de los casos el producto artístico o literario es resultado de propuestas gubernamentales, o es costeado por el gobierno, o forma parte de la intensa “guerra de imágenes” que acompañó a las batallas de la Independencia. En consecuencia, sus mensajes operan decididamente en el proceso de definición, articulación y difusión de un imaginario independentista primero e identitario nacional después; en la operación por la que los miembros de una sociedad nacional se imaginan —se les pide que se imaginen— vinculados por lazos horizontales y fraternales como esa “familia espiritual” de la que ya hablara en 1882 Ernest Renan al definir qué es una nación, y que implica, además de la convicción de la preexistencia de elementos de orden mítico que fundan una identidad colectiva o “nacionemas”2, la posesión de recuerdos y olvidos también comunes sobre el pasado compartido (Renan 1882: 18). Como tan bien ha estudiado Mónica Quijada (2003), en las nacientes naciones hispanoamericanas los referentes de territorio, lengua, religión y raza no eran suficientes para cohesionar lo nacional —pues unos (lengua y religión) eran comunes a amplios espacios geográficos, el otro (raza), dada la heterogeneidad de la población, se veía más como un obstáculo que como un factor de unidad, y el territorio era aún un espacio no bien delimitado, o delimitado por la administración española con la que se quería romper—, por lo que en ellas esa necesidad de crear una imagen colectiva de pertenencia y homogeneidad identitaria que debía imponerse sobre la realidad plural pivotó sobre todo alrededor del tiempo, de la invención de un pasado común susceptible de ser proyectado sobre el presente independentista, que la literatura y las artes codifican y difunden para la elaboración de un “ser nacional y continental” que anime la voluntad de un destino colectivo, justifique las razones de actuación conjunta y dé sentido de unidad a los individuos heterogéneos que, además, debían ser convertidos súbitamente de fieles súbditos de un rey a buenos y esforzados ciudadanos de las jóvenes repúblicas. Ahora bien: la independencia constituye precisamente la ruptura de la continuidad histórica y el dislocamiento del pasado inmediato, es decir, de la identidad 2

Utilizo el término acuñado por Nicolás Shumway (1997) para denominar los elementos imaginarios que remiten a la consideración esencialista del origen mítico de toda colectividad humana. El autor considera cinco formas, tomadas de la exégesis de la vocación del patriarca Abraham, tal como se narra en Génesis 12, 1-3: una fuerza causante de carácter metafísico-divino o mytomoteur, un vínculo telúrico, el linaje compartido, la promesa o elección, y el destino especial.

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española. Por tanto, el modelo identitario alternativo ha de orientarse hacia otro pretérito: el mundo precolombino, en cuya resistencia al español se cifrará precisamente la justificación del proceso independentista. No es mi propósito aquí recorrer ese denso proceso, sino reconocer en las imágenes literarias y plásticas valiosos aliados para el estudio de sus debates ideológicos y para el de no sólo la representación simbólica, sino la construcción de la Patria y la Nación, con imágenes de activa persuasión y apelación contundente a ese reservorio psíquico colectivo que significativamente denominamos “imaginario”, y que en América se configura contemporáneamente a los primeros discursos e instituciones políticas que proclamaron la independencia de la corona española. Como primera y apasionante paradoja imaginaria, esos símbolos patrióticos que trataré demuestran ser una persistencia de la alegoría renacentista y barroca de América que, con una prosapia de tres siglos y a través de una fortísima cadena de transmisión forjada por la interrelación secular entre textos e imágenes a ambos lados del Océano, sobrevive a esa gran renovación de los imaginarios colectivos que acompaña a los procesos de independencia, aunque la constelación específica de circunstancias y condiciones que hicieron necesario representar la idea abstracta de la Libertad americana y personificarla de esa manera, sobreimpresa a la alegoría colonialista de América, acrecienta de manera notoria la complejidad de una operación que no se redujo a la modificación de una figura alegórica con cambio de valencia (y mucho menos a la mera importación transatlántica de símbolos relacionados con la Revolución Francesa propuesta por la mayoría de estudiosos que se han ocupado del asunto). Como en otros trabajos he podido analizar (Mataix 2010 y 2011), se trata de una operación de metamorfosis y resignificación obediente tanto al ya tradicional proceso de adaptación de lo codificado por la tradición cultural occidental a lo que la sociedad criolla consideraba sus propios rasgos de identidad, como a la búsqueda de legitimación a través de la apropiación de un icono territorializador, recodificado con miras a los objetivos que ahora se representaban con él. Es decir: no estamos sino ante una persistencia de los mecanismos básicos por los que ya el primer criollismo conformó sus redes simbólicas y sus imágenes identitarias respecto a España y Europa, a través de lo que podemos formular como un doble gesto de imitación-equiparación (con el manejo de los mismos códigos de representación) y de significación-diferenciación, fundamentada en su identificación con aquello que no existía en Europa: las bellezas y riquezas territoriales, y el indígena, aunque, eso sí, el indígena “civilizado” o versiones idealizadas de un pasado prehispánico a las que subyacía una “aspiración dinástica” que distinguía a los criollos del resto del conjunto social de los virreinatos. La célebre tabla Simón Bolívar, Libertador y Padre de la Patria (1819) de Pedro José Figueroa sirve bien para explicar esas hi-

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pótesis: es un óleo con que la Asamblea de Notables colombiana quiso agasajar al Libertador y sus tropas después del triunfo de Boyacá. Muestra a Bolívar con traje militar abrazando a una pequeña india ricamente adornada que representa a la Patria (así la denominó el pintor), coronada con un penacho de plumas, armada de arco y flechas, sentada encima de un caimán y recostada en un cuerno de la abundancia, con una mata de plátano al fondo. La imagen se corresponde en todos sus atributos con la alegoría canónica de la India-América (cfr. Ripa 1593: II, 108-110), ampliamente difundida por la iconología renacentista y el arte barroco, que reaparece en el imaginario hispanoamericano del XIX protagonizando un importante capítulo iconográfico: son las “Indias de la libertad” que aparecen en los comienzos del periodo independentista con gorro frigio o rompiendo las cadenas propias de las representaciones emblemáticas de la Servidumbre, que casi de inmediato pasarían a presidir las ceremonias, emblemas y documentos civiles sustituyendo los retratos de Fernando VII que hasta entonces las presidían, y que también servirán a menudo para exaltar el valor revolucionario de los próceres y héroes locales.

Pedro José Figueroa, Simón Bolívar, Libertador y Padre de la Patria (1819).

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Cuadro propagandístico, la descodificación que exigía la obra de Figueroa era mínima: Bolívar libertaba a América; él, Padre de la Patria, la protegía a ella, y la mirada de los dos se encontraba con la del espectador para exhortarle a defender y preservar esos vínculos. La pintura ejemplifica la transposición de la alegoría colonialista de América al concepto de Patria y ejemplifica además muy gráficamente el convulso ambiente político de su época, convertido en una verdadera “guerra de imágenes” paralela a la ideológica: Figueroa, pintor del Virreinato restaurado (1816-1819), trabajaba en un retrato alegórico de Fernando VII, pero cuando se supo del triunfo de Boyacá, por temor o por oportunismo, se apresuró a pintar encima a Bolívar y la Patria. La operación queda patente en el pentimento que el cuadro revela a simple vista, dejando transparentar un rostro masculino en orla ovalada que emerge en horizontal a través de los ropajes de la india.

La resurrección política de la América, anónimo mexicano (1821).

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Tampoco La resurrección política de la América (1821), el grabado que alegoriza la proclamación de la independencia del Imperio Mexicano por Agustín de Iturbide, opone ninguna dificultad a la interpretación: la India-América yace postrada, moribunda, hasta que Iturbide le ofrece la corona imperial mientras atrás brilla el sol con la leyenda “Todo renace” y el águila mexicana remonta el vuelo. Al pie de la imagen se lee esta Octava: “Qual cadáver la América yacía./ Inmóvil y sin vida se notaba;/ ni arco, ni flechas, ni carcax tenía/ y una dura cadena la enlazaba./ Su águila hermosa parece que dormía/ y ninguna esperanza le quedaba:/ mas Yturbide le extendió su mano,/ y revivió el Imperio Mexicano”.

José Ignacio Paz La coronación de Iturbide (1822). La misma América reaparecerá (ya completamente restablecida) en el cuadro de José Ignacio Paz La coronación de Iturbide (1822), plagado de figuras alegóricas, entre las que destacan las de quienes coronan al emperador Agustín I: Hércules, Minerva y la Patria-América que ya conocemos, rodeados por la Historia, el Tiempo, la Esperanza y la Abundancia mientras la Fama hace sonar sus trompetas en lo alto de una escenografía de líneas clásicas que será recurrente en la pintura de historia, pero en la que no falta un águila mexicana con las alas desplegadas devorando al león español. Un año más tarde, cuando se desata en México la lucha política entre republicanos y monarquistas, federalistas y centralistas, Pablo de

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Villavicencio, uno de los folletistas más notables de aquel periodo que firma sus escritos como El Payo de Rosario, publica tres panfletos satíricos titulados Nuevas zorras de Sansón e ilustra con una alegoría uno de los temas que más preocupaba a los patriotas: el ejército español mantiene una guarnición en la fortaleza de San Juan de Ulúa, en el puerto de Veracruz. Como se explicaba en el primer número de la serie, en la estampa del Payo de Rosario vemos a la Nación Mexicana, simbolizada por la India-Patria-América ataviada con los atributos iconológicos tradicionales, gritar “suelta lo que no es tuyo” al león español, mientras conmina a sus hijos a derribar el fuerte. En otro plano, como había hecho Sansón contra los filisteos, un personaje que representaría al propio Payo del Rosario lanza varias zorras, con el “fuego patriótico” prendido en los rabos, en contra del Despotismo, que, vencido, ha dejado caer su corona y “cargado de cadenas huye, seguido de gachupines y criollos desnaturalizados” cuya “opinión perece al grito de libertad” representado por el genio que flota en el aire (cfr. Villavicencio 1975: I, p. 251).

El Payo de Rosario, Nuevas zorras de Sansón (1823).

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El responsable del arraigo en América de esta alegoría tradicional convertida en símbolo libertario y de los nuevos tiempos políticos parece haber sido Francisco de Miranda: durante la publicación del Acta de Independencia de Venezuela, el 14 de julio de 1811, en la plaza mayor de Caracas se enarboló un pabellón diseñado por él mismo adornado con el emblema de esa india de la libertad que reaparece en el frontispicio de la compilación bilingüe de los Documentos interesantes relativos a Caracas editada por Miranda el año siguiente en Londres, en la Constitución del Estado de Cartagena de Indias sancionada el 14 de junio de 1812, y en la célebre India de la Libertad de autor anónimo que exhibe el Museo de la Independencia de Colombia: la India América, adornada con penacho y falda de plumas, carcaj y flechas, y recostada sobre una palmera, en su mano derecha sostiene una granada (emblema del virreinato de Nueva Granada) de la que se alimenta un ave y en su mano izquierda aparecen las cadenas rotas. Con las variantes simbólicas correspondientes a cada nueva nación, estas Indias de la Libertad servirán de inspiración a innumerables emblemas de las nuevas patrias y se imprimirán en casi todas las primeras banderas, monedas y documentos de las nuevas repúblicas de América.

Constitución del Estado de Cartagena de Indias (1812).

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Son imágenes redundantes con la versión oficial patriótica sobre la Independencia, que antes incluso de concluidas las batallas configurará una interpretación de la conquista y la dominación española centrada en la cadena de ignorancia, superstición y servidumbre que sólo las revoluciones independentistas consiguieron cortar; pero también la idea de construcción de la “nación cultural” fundada en un pasado compartido, en la raza y en la tierra (nacionemas del tipo linaje compartido, vínculo telúrico) pareciera tener en esas Indias de la Libertad una clara representación: a su rentabilidad como símbolo de América con que enfrentar a un enemigo común “externo” (en concordancia con el oxímoron intelectual de un “nacionalismo continental” a que exhortaban los discursos de la temprana Independencia), se une en ella la voluntad de religar (al menos imaginariamente) las repúblicas nacientes con el ingrediente autóctono prehispánico, corriendo un velo sobre los tres siglos de dominio colonial (del que, paradójicamente, procedía la alegoría) a través de un procedimiento que, aprovechando la lógica de economía representativa, opera por resemantización de una alegoría presente y conocida en América desde mucho tiempo atrás, para erigir los nuevos símbolos o nacionemas que se conviertan en piedra angular de la construcción nacional. Entre ellos, el mito telúrico-indígena, la “esencia” nacional ancestral inexistente en Europa, con la que además pudiera resolverse uno de los problemas principales a los que tuvieron que hacer frente las elites políticas criollas para construir la nación: el problema territorial. El único antecedente territorial real de las nuevas naciones eran los Virreinatos o Capitanías Generales de la Colonia; la única legitimidad que el Estado podía reivindicar sobre los territorios emancipados en la guerra de independencia era, paradójicamente, la división administrativa colonial, pero, como las nuevas naciones se construyen contra la herencia de la colonia, eso era un grave inconveniente, y, al menos en el plano simbólico, del todo impertinente. Con las representaciones renovadas de la alegoría renacentista y barroca de América se dotaba a las nuevas naciones de una entidad ancestral, de vínculos atávicos y de ese componente telúrico-identitario que remonta el origen a un tiempo mítico y que toda nación esencialista necesita.

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La India de la Libertad, anónimo colombiano (1819). Permiten comprobarlo también otros muchos textos e imágenes de los que hemos llamado fundacionales, en los que la Patria es visualizada como una entidad femenina (madre, hija, esposa), que permite la asociación con el vínculo amoroso y protector por un lado, y por otro, con el del honor en su doble vertiente familiar y patriótica. Así se formula una y otra vez la alegoría de la Nación como una gran familia, y la de la Patria como la madre, la hija, la esposa, cuya virtud, integridad y honor deben ser preservados. Como esa doliente dama encadenada a la que sus esforzados hijos (o los padres de la patria) han de liberar, que aparece en la espléndida alegoría mexicana de 1834 que muestra a La Patria liberada por Hidalgo e Iturbide:

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La Patria liberada por Hidalgo e Iturbide. Anónimo mexicano (1834). O como en numerosos poemas recogidos en el Parnaso Oriental. Guirnalda poética de la República Uruguaya (tres volúmenes publicados entre 1835 y 1837, cuya recopilación estuvo a cargo de Luciano Lira), cuyo primer tomo está presidido por el “Himno. Declarado Nacional por el superior decreto de 8 de julio de 1833, dedicado al Exmo. Gobierno” de Acuña de Figueroa, donde leemos: Ya los grillos rompiendo con gloria nuestra Patria se ve prosperar, y el altar de las leyes sustenta sus destinos, ¡su gloria inmortal!

La “Patria”, que es en la historia un proyecto para el futuro, en el poema es presentada como algo ya conformado en un pasado remoto, de manera tal que los nuevos patriotas no hacen sino recuperar lo perdido y llevarlo a la gloria predestinada. La misma idea articulan numerosas composiciones de La lira argentina o Colección de poesía patriótica, recopilación de 131 poemas, algunos tan tempranos como de 1812, publicada en 1824. Escribe Fray Cayetano Rodríguez:

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Remedios Mataix En llanto amargo América gemía bajo opresores grillos agobiada sujeta ¡oh, Dios! a venerar postrada los tiránicos golpes que sufría. Su dolor al Olimpo enternecía, mas el íbero con injusta espada la libertad le niega suspirada por sostener su orgullo y tiranía. ¡Oh, duro estado! Mas llegó el momento y día y veinte y cinco reservado, en que cayó de un golpe aquel cimiento que al despotismo tuvo entronizado, y en que la libertad subió a su asiento, y a un trono por tres siglos usurpado.

Efectivamente, todo en La Lira Argentina “concurre a dibujar la independencia como una venganza de la invasión primera por la que los patriotas americanos son convocados a corregir los «males de la patria América», de un modo en que la historia adquiere caracteres míticos” (De Lorenzo 2001): la trasgresión de una ley divina primero y la restitución del orden y la justicia vulnerados después. Esa relectura de la historia encuentra uno de sus principales argumentos en la recuperación selectiva del pasado prehispánico, en la conversión de ese pasado en un relato coherente y de carácter finalista sobre los orígenes de la comunidad nacional, que remite a un tiempo indígena —imaginado acorde con el mundo ideológico de los independentistas— en una suerte de genealogía identitaria por la que incluso se resucita al panteón completo de los míticos caudillos desaparecidos hace siglos. Es el caso de La Sabiduría junto con la Elocuencia rescatan a Atahualpa del sepulcro (1865), en la que el desconocido pintor ecuatoriano plasma la escena ante la mirada de la India-América y su hijo (tal vez el joven Ecuador) e identifica bien a la América independiente con ese “rescate” o rehabilitación selectiva del pasado prehispánico de que hablamos, pues, como expondrá también con insistencia la poesía patriótica, el brío de los difuntos héroes precolombinos revive ante el espectáculo patriótico ofrecido por sus hijos independentistas.

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La Sabiduría junto con la Elocuencia rescatan a Atahualpa del sepulcro (Ecuador, 1865). En el ejemplar texto La victoria de Junín. Canto a Bolívar del poeta de guayaquil José Joaquín de Olmedo, el Libertador aparece como el hijo de Manco Cápac (“entre los claros Incas, a la diestra de Manco te sentares”, Olmedo 1825: 122), la victoria de Junín se ve propiciada por la “sombra benigna del Inca” y se resuelve el problema de que aquella batalla no fuera definitiva para la independencia peruana cantando desde Junín la victoria de Ayacucho, por medio de un vaticinio que pronuncia la sabiduría profética de Huaina Cápac, verdadero protagonista del poema —“[él] es el asunto: él es el genio, él la sabiduría, él es el héroe, en fin”—, como reprochó al autor el mismo Bolívar (apud Burgos 2008: 194). Es la retórica que se ha definido como “incaísmo lírico”, en la que tras la aparente tentativa por dar voz y centralidad al indígena, en realidad se demuestra cómo el criollo lo que hace es silenciarlo (Méndez 2000: 17), como resultado de un entusiasmo por el pasado incaico presidido por cálculos políticos no exentos de intenciones reivindicativas que incluían una valoración positiva del Incario y, correlativamente, otra condenatoria de su conquista por los españoles. En la época que nos ocupa, ese incaísmo lírico convivirá llamativamente con discursos y prácticas

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nacionalistas claramente despectivas para con lo indígena real, que no hallaban contradicción con alusiones patrióticas a la memoria de los Incas: “el indio es aceptado en tanto paisaje y gloria lejana. Es ‘sabio’ si es pasado y abstracto, como Manco Cápac. Es ‘bruto’, ‘impuro’ y ‘vándalo’, si es presente”, resume Cecilia Méndez (2000: 19). Y esas alusiones patrióticas al Incario fueron desde invocaciones declamatorias hasta propuestas muy concretas, como el fallido proyecto de 1816 de colocar a un descendiente de los reyes del Cuzco al frente de las Provincias Unidas del Sud. De ahí el entusiasta incaísmo que se desprende de casi toda La Lira Argentina: en la “Marcha patriótica” (1813) de Vicente López y Planes, una estrofa que luego se suprimió del himno argentino decía: Se conmueven del Inca las tumbas, y en sus huesos revive el ardor lo que ve renovando a sus hijos de la patria el antiguo esplendor.

También Esteban de Luca canta “A la victoria de Chacabuco. Por las armas de las Provincias Unidas, al mando del Excmo. Sr. brigadier Gral. D. José de San Martín” (1817) en términos similares, aunque aquí los conmovidos son prácticamente todos los antagonistas indígenas de La Araucana de Ercilla, pues “Las sombras irritadas/ de Tucapel, Caupolicán, Lautaro,/ dejaron los patriotas hoy vengadas”. Muchos poetas más recurrirán a esa imagen: el oriental Bartolomé Hidalgo festeja en “El triunfo” (1818), dedicado a la batalla de Maipú, la liberación de una “América del Sud encadenada” ante la que sus hijos juran “firmeza en la venganza”, y el poeta reclama la presencia de los que serán vengados, presentando de nuevo como referencia para los héroes nacionales aquellos “bustos indianos”: ¡Cenizas inmortales de araucanos, del sepulcro salid, venid guerreros, oh, Tucapel, Caupolicán valiente, cuyos brazos temibles persiguieron al déspota español con bizarría; mirad a San Martín que defendiendo vuestros derechos justos, libre deja el país más hermoso y más ameno!

Fusionando las luchas de tres siglos antes con las criollas presentes, los poemas épicos independentistas (el envés de epopeyas de la conquista como La Araucana) benefician a sus héroes con aquella legendaria imagen de resistencia del mundo

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indígena, construyéndolos como dignos herederos de tan ilustres ancestros con los que se comparte enemigo, y dibujando así una nueva identidad para el recientemente emancipado individuo americano. El triunfo queda amparado por esos “bustos” indígenas con prestigio literario y legitimado como una revancha histórica. San Martín, Bolívar y el resto de próceres son celebrados como si restituyeran la libertad de la nación, y las victorias bélicas a menudo se presentan como el resultado de la intervención directa o la magia profética de las grandes figuras míticas de ese mundo precolombino convenientemente instrumentalizado como portador de los nuevos valores criollos, que obviamente habla en español, está bastante al día en cuestiones de religión, ciencia, legislación y política independentista, y profetiza o celebra la manera en que los patriotas devuelven a América el esplendor después de tres siglos de servidumbre bajo los usurpadores españoles. Como apunta Carlos Burgos, sobre ese tópico se podría “trazar una genealogía de textos que marcan una relación y una continuidad profunda entre héroes indígenas y héroes independentistas, cuyo inicio estaría en Olmedo y su máxima expresión estaría dada en el Canto general de Neruda” (Burgos 2008: 203). Pero la presencia de estas Indias y héroes indígenas como protagonistas de las alegorías de la patria liberada o de los textos de exaltación patriótica no debe inducir a pensar que ese imaginario independentista practicara algún tipo de indigenismo avant la lettre. El XIX hizo suya una visión idealizada de los indios del pasado que los convertía en símbolos de la libertad, la nobleza y la lucha contra España; o dibujaba idílicas versiones del pasado prehispánico entre grandiosos marcos arquitectónicos que nos hablan de los esplendores de civilizaciones que nada tenían que envidiar a las europeas, pero no pretendía ninguna reivindicación social del indio del presente en unos proyectos de estados-nación cuya composición étnica, sin embargo, sería en muchos casos abrumadoramente indígena.

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Rodrigo Gutiérrez, El Senado de Tlaxcala (México, 1875). La iconografía proporciona también ejemplos claros de ello: entre la abundante pintura de historia oficial (una especie de álbum de familia subvencionado por los Estados, lo que le otorga un importante papel en la configuración del imaginario identitario de la época; cfr. Pérez Vejo 1999) encontramos ejemplos tan célebres como El Senado de Tlaxcala (1875), de Rodrigo Gutiérrez, fruto de un encargo estatal, abundantemente reproducido en grabados y enviado a las Exposiciones Universales de París (1889) y Chicago (1893). Representa la discusión entre los dos Xicoténcatl, padre e hijo, con Maxixcatzin a propósito de la propuesta de Cortés de una alianza militar entre los conquistadores españoles y los caciques de Tlaxcala para marchar contra Tenochtitlán. Los héroes de la historia son los que se oponen a colaborar con Cortés, los dos Xicoténcaltl, y la composición lo muestra con una claridad meridiana. Ambos aparecen de pie, dirigiéndose a la asamblea con gestos de gran dignidad y en el centro de la única zona iluminada del cuadro. Pero la escena, desde la perspectiva de los imaginarios colectivos, dice y transmite muchas cosas más: estamos ante un sofisticado discurso ideológico en el que se afirman cosas tan dispares como la continuidad del México independiente con el México prehispánico, el rechazo de la Conquista, la superioridad moral de los conquistados sobre los conquis-

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tadores o la reivindicación de los aztecas como el auténtico origen de México (cfr. Pérez Viejo 2003). Ya el mismo empleo del término Senado en el título proporciona imágenes a la idea de una tradición democrática propia. Lo que se está afirmando no es sólo que esos prestigiosos indios son los antepasados, sino que representan una tradición propia, legítima y democrática, frente al perverso absolutismo de la colonia. Son los antepasados y, además, son mejores que los conquistadores. Hasta las nuevas instituciones democráticas que el liberalismo triunfante estaba intentando arraigar en el país tenían sus orígenes en la época prehispánica y no en la herencia de la despótica España. En este sentido, el aire general de asamblea griega y el clasicismo que emanan del cuadro son cualquier cosa menos casuales: esos tópicos definieron desde muy pronto la imagen de lo prehispánico en el imaginario criollo decimonónico, como demuestran también las abundantes alegorías de Bolívar que presentan a los indios festejando y homenajeando la efigie del Libertador, mientras alrededor revolotean las Niké clásicas celebrando también los triunfos del héroe americano.

Alegoría a Bolívar, Libertador de su Patria (1826).

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Otro de los aspectos llamativos de estas imágenes tiene que ver con el aspecto evidentemente no indígena de los indígenas. La contradicción es sólo aparente, como apunta Tomás Pérez Viejo (2001: 78), ya que la verosimilitud que podemos exigirles no es real sino “ideológica”: ni en estos ejemplos ni en otros muchos de tema prehispánico de la época los protagonistas son tipos indígenas, porque en su verosimilitud ideológica no representan indígenas, representan a México, a Colombia, a Ecuador, a Perú, a América en general; los héroes, príncipes y princesas indígenas no son príncipes o princesas indígenas, sino príncipes mexicanos, colombianos, ecuatorianos, y en el imaginario de la elite decimonónica esos no son países de indígenas, son países de blancos (mestizos como mucho), aunque tengan un pasado indígena. No está de más recordar que estos discursos independentistas o nacionalistas sobre lo prehispánico fueron construidos por una elite criolla, como ya se ha dicho, mayoritariamente blanca. Con visiones como ésas los criollos se construyeron a sí mismos como herederos de pasados indígenas mitologizados (y frecuentemente republicanizados), fuentes primarias para esos recuerdos y amnesias comunes sobre el pasado compartido inherentes al concepto de nación de que hemos hablado, porque esos indios son idealizaciones de un pasado cuya celebración pretendía deslegitimar la autoridad española, perfilar una genealogía prestigiosa y remitir a un agravio primero que justificara una Independencia dibujada como la recuperación de un remoto pasado arrebatado, pero no encuentran conexión con el indio real del presente que participó en las guerras de independencia y que formaba parte con enorme densidad del tejido social republicano. Ese indio real no operó en las prácticas ideológicas de los ámbitos políticos, étnicos y culturales que servirán para conformar las nuevas naciones. Es más: esa invención selectiva de la tradición permitió legitimar la exclusión de los sectores raciales que el proyecto nacionalista no incorporaba. Es la premisa ideológica a la que me refería en el título de este trabajo: Mitos sí, indios no —deudor del que Cecilia Méndez eligió para su estudio sobre las contradicciones del nacionalismo peruano actual3—; o, lo que es lo mismo, Incas, Atahualpas, Moctezumas, Caupolicanes, Lautaros, Anacaonas, Enriquillos sí, indios

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La historiadora peruana sintetiza en esa frase sus reflexiones en torno al lugar que ocupa el grueso de la población andina, no sólo en la pirámide social peruana desde hace más de cinco siglos, sino también en los imaginarios colectivos que sostienen la idea de “peruanidad”. Y su estudio ha dado pie a otras reflexiones sobre la realidad reciente que me interesa recordar aquí: el gobierno peruano no declaró 2011 Año del Centenario del Nacimiento de José María Arguedas, como muchos de sus admiradores esperaban, sino Año del Centenario de Machu Picchu para el Mundo. Muchas opiniones autorizadas coinciden en ver en esa decisión un reflejo de esa particular ambigüedad respecto de la cultura andina que la profesora Méndez acuñó en la frase “Incas sí, indios no”, y que se demostraría en la convivencia de ese orgulloso sentimiento hacia Machu Picchu con un fuerte menosprecio hacia aquellos compatriotas cuyos antepasados edifi-

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reales no: no hay en los imaginarios independentistas indios pampas, tehuelches, mapuches, patagones, aymaras, quichuas o quechuas de a pie. Ni siquiera aparecen los mayas, pues en México (como en muchas otras de las nuevas naciones) la invención de una nación anterior a la Independencia prefirió la identificación, de forma exclusiva y excluyente, con un “gran pasado”, en este caso el imperio azteca, que se correspondiese territorialmente con la nueva nación surgida del Virreinato de la Nueva España, pero que a la vez fuese la negación de éste. En lo que resta del siglo XIX, las prácticas de identidad nacionalistas produjeron el consenso imaginario que acabaría por oscilar entre esa suerte de “nostalgia imperial” que idealiza al indio prehispánico ya desaparecido como linaje prestigioso, y la denigración o el olvido del indio real como sujeto histórico, al que se hace convenientemente invisible bajo la categoría homogeneizadora de “ciudadano” o, incluso, víctima principal de la disyuntiva civilización/barbarie que tanto marcó la ideología de la época y contribuyó a legitimar el etnocidio abundando en la idea del salvajismo indígena como amenaza al proyecto civilizador, blanco y burgués de expansión territorial.

Ángel Della Valle, “La vuelta del malón” (Argentina, 1892) .

caron la ciudadela, y cuyas condiciones de vida, niveles de analfabetismo o de mortalidad materno-infantil no parecen inspirar sino la misma indiferencia que sufre en general la cultura andina como fenómeno actual, intenso y vivo en el Perú.

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Muy pronto, pues, la india como alegoría de América, de la Libertad y de la Patria se vuelve casi una vestal blanca, cambia su apariencia vistiendo peplos y túnicas o a la última moda europea, y la iconología de las nuevas patrias independientes muy pronto se superpone a la alegoría tradicional de América en forma de bellas damas de fisonomía criolla, nunca indígena, con ropajes que evocan las más refinadas modas occidentales, acompañadas de laureles y gorros frigios, y que como mucho conservarán de la alegoría original el tocado de plumas (que suele combinar los colores adoptados para formar la bandera nacional), la cornucopia y el carcaj. Con ella se resolverá la tensión vigente entre legitimar la “nación cultural” desde un pasado indígena o un pasado europeo, y se fomentará además el concepto complementario de “nación política”, aquélla cuyos integrantes se sienten vinculados por un Estado cuyo propósito fundamental es la consecución del “progreso” como objetivo común entre los ciudadanos. La Patria se verá entonces representada por la doncella blanca protegida y despertada a la civilización por los representantes del heroísmo político criollo, como demuestra bien José Manuel Restrepo, el prócer historiador, con Alegoría de la Patria (Colombia, 1828), donde una escena de la vida cotidiana adquiere el sentido alegórico al presentar al hombre de Estado entre la Religión y una República como mujer que sostiene una granada en la mano; al fondo, la Cultura y la Historia de la nutrida biblioteca.

José Manuel Restrepo, el prócer historiador, con Alegoría de la Patria, anónimo colombiano (1828).

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Una vasta iconografía acompañó a esa Patria representante del orden deseado, y su consolidación imaginaria sería tan eficaz como para hacerla del todo intercambiable y aplicable a naciones extraordinariamente disímiles, que repetirían incansablemente el estereotipo alegórico en los más variados soportes, incluida la estatuaria cívica, en tanto que depositario de los ideologemas básicos de la sociedad criolla deseada: blanca en lo racial, moderna en lo ideológico, burguesa en lo social y con un grado de desarrollo cultural y de asimilación étnica definido por el modelo civilizado occidental.

Tarjeta postal mexicana conmemorativa del Centenario de la Independencia (1910).

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Tarjeta postal argentina conmemorativa del Centenario de la Independencia (1910). Sólo cuando el siglo XX supere o matice ese ideal de “blancura” y corrija el furor europeizante, se quebrará el paradigma decimonónico de la jerarquía culturoracial y brotará (no en todas partes ni en el mismo grado) el nuevo ideal indigenista, multiculturalista, con el que a veces se prefiere identificar las prácticas culturales y literarias consideradas como más genuinamente hispanoamericanas, olvidando —quizá también con algo de esa amnesia selectiva del pasado— que no siempre fue así.

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MITOS PREHISPÁNICOS EN VIÑETAS. UNA APROXIMACIÓN DESDE LA DIDÁCTICA DE LA LITERATURA José Rovira Collado Universidad de Alicante

I N T RO D U C C I Ó N :

M OT I VO S D E E S TA I N V E S T I G AC I Ó N

Dentro del los distintos homenajes que conmemoran el centenario del nacimiento de José María Arguedas, para participar en el “III Congreso de Mitos Prehispánicos en la Literatura Latinoamericana” pensé que debía presentar una investigación que relacionase por un lado la literatura de Hispanoamérica con la didáctica de la lengua y la literatura, centrándome obviamente en la transmisión de mitos y sus posibilidades pedagógicas en la actualidad. Repasando las distintas posibilidades y revisando algunos de los actos que se han realizado a lo largo del año descubrí que en muchos la cultura popular, la música actual o incluso las historietas le han rendido homenaje. Por eso decidí centrar la investigación en la presencia de las distintas mitologías prehispánicas en el noveno arte, o sea, el cómic. Dos precedentes personales han sido el punto de partida de este trabajo. En primer lugar, en 2007, en una investigación centrada en el mito de las siete ciudades de Cíbola1 y su transmisión, descubrí el volumen Il tesoro di Cibola del italiano Sergio Toppi, encargado tanto de la ilustración como del texto publicado en Italia por Edizioni Di. Aunque era una adaptación bastante libre del mito, encontramos varios elementos fundamentales, como la doble visión de los conquistadores, algunos amables frente a otros depredadores que sucumben a la fiebre del oro. El segundo elemento fue mi aportación a las “XI Unicomic, Jornadas del Cómic de la Universidad de Alicante”, celebradas en marzo de 2009, titulada “Mi-

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Rovira Collado (2007).

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tología y cómic”. Desde 2008 tengo el placer de colaborar en la organización de dichas jornadas, decanas en unir el mundo del académico con el del tebeo, que es como solemos referirnos a las historietas en España. En 2012 se celebra la XIV edición y desde mi incorporación siempre hemos procurado profundizar en las posibilidades didácticas del cómic, además de promover estudios sociológicos, históricos y lingüísticos. En dichas jornadas participan en la organización más de quince personas, especialistas y aficionadas a distintos tipos de cómic, por lo que quiero agradecer su colaboración y asesoramiento. En aquel trabajo se hizo un recorrido por los personajes mitológicos más significativos y se intentó demostrar su utilidad para acercar a niños y jóvenes las leyendas y mitos. Sin embargo, en aquel momento, vimos que la selección de mitos era bastante escasa, centrándose principalmente en la cultura grecolatina y la nórdica, dejando de lado otros panteones. Por fortuna, en este trabajo, centrado en la tradición prehispánica, hemos descubierto una gran cantidad de obras que no incluí en aquella investigación y que pueden tener una importante aplicación didáctica para llevar los mitos a las aulas de Educación Primaria y Secundaria de todo el mundo. Conocer y difundir los mitos propios, al más puro estilo arguediano, será el objetivo final de este análisis de historietas desde la didáctica.

LAS

V I Ñ E TA S C O M O E X P R E S I Ó N C U LT U R A L E I N S T RU M E N TO D I D ÁC T I C O

Desde los distintos países y tradiciones, además de la intención o temática de cada obra, podemos encontrar múltiples sustantivos para referirnos al mundo de la viñeta. En Japón, manga; en el mundo francófono, bande dessinée; en Italia, fumetti; el comic norteamericano; el tebeo español o las historietas en Hispanoamérica, tienen cada una, unas características, una intención, un diseño e incluso una consideración cultural distinta, pero todas son, en definitiva, el mismo tipo de expresión cultural: el noveno arte. En él se conjugan texto escrito (pero incluso se puede prescindir de él) con ilustraciones para contar una historia. Will Eisner, uno de sus más grandes autores de todos los tiempos, lo definió como “arte secuencial”, ya que, a través de la sucesión de viñetas, que pueden ser obras de arte en sí mismo como la pintura o la fotografía, se desarrolla un relato. En la actualidad, desde el mundo académico usamos el término “narración gráfica”. En las últimas décadas se ha desarrollado el concepto de “novela gráfica”, como si fuera algo ajeno o superior a los cómics tradicionales. El formato en tapa dura y con una historia completa son las características que han permitido a estas obras entrar en las grandes cadenas de distribución e interesar a un público adulto, pero considerar que son obras distintas es un enorme error.

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Por desgracia, en nuestra tradición, el tebeo, siempre ha sido considerado como algo infantil, un tipo de subliteratura. El profesor López Tames lo define así: “A través del cómic se lleva información a gentes que antes no tuvieron acceso a medio alguno. Quizá continúe la tradición del folletín, pero ahora para niños y semianalfabetos” (1990: 334). Aunque en ese mismo trabajo luego reconozca alguna de sus virtudes y posibilidades educativas, como su camino seguro hacia la lectura, muchas veces se ha encuadrado dentro del mundo de la literatura como un arte menor, dedicado a los más pequeños y las personas que seguían leyéndolos eran considerados inmaduros o infantiles. No vamos a negar una estrecha relación del tebeo con la literatura infantil y juvenil, sobre todo con el álbum ilustrado, obra que también conjuga ilustración y escritura y que sirve para dar acceso a la lectura de las primeras edades. Pero al igual que un adulto puede disfrutar, tanto de la historia como del arte de la ilustración en álbumes ilustrados, dentro del mundo del cómic encontramos obras, temáticas e incluso tradiciones enfocadas a un público adulto. Muchas veces el autor, ya sea narrador o ilustrador, puede compartir ambos espacios, pero tanto él como el lector aficionado sabe diferenciar una obra enfocada a un público infantil, juvenil o adulto. Por fortuna, cada vez esta distinción es más clara y el reconocimiento como un producto cultural independiente y propio de tradiciones específicas (como luego veremos también en las tradiciones prehispánicas). Cada vez hay más premios adultos e investigaciones que reconocen sus cualidades más allá de su uso educativo: Pel que fa al còmic, fa temps que pressiona per entrar al món acadèmic. Ho ha tingut molt difícil, perquè l’escola ha mirat sempre amb desconfiança una narrativa amb poc text que semblava que només havia de servir per desviar els lectors del veritable esforç de l’aprenentatge de la lectura. La seva presència a les biblioteques de centre continua sent gairebé testimonial i l’ús escolar que se’n fa, sovint es limita, o bé a analitzar algunes nocions bàsiques de les seves convencions, o bé a considerar- lo un recurs didàctic (Colomer y Fons 2010: 5)2.

Algunas de esas convenciones pueden ser el vector de lectura, el lenguaje icónico, las metáforas visuales, los encuadres, la expresividad en los bocadillos o la distribución del texto. Se puede analizar las unidades narrativas o estructurales

2

“Respecto al cómic, hace tiempo que presiona por entrar en el mundo académico. Lo ha tenido muy difícil, porque la escuela ha visto siempre con desconfianza una narrativa con poco texto que parecía que solamente serviría para desviar al lector del verdadero esfuerzo del aprendizaje de la lectura. Su presencia en bibliotecas de centro continúa siendo bastante testimonial y el uso escolar que se hace a menudo se limita, o bien a analizar algunas nociones básicas de sus convenciones o a considerarlo un recurso didáctico” (Colomer/Fons 2010: 5: mi traducción).

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como el espacio, el tiempo, el ritmo o el montaje. Cada tipo puede tener unas características específicas, pero además representan una cultura. Como veremos, además de recoger los elementos tradicionales y míticos, se pueden ampliar, transformar o proponer nuevos modelos. Su uso didáctico puede favorecer el diálogo intercultural y el respeto a las distintas tradiciones que confluyen en un aula, integrándose en la educación literaria del alumnado. En las últimas décadas hay un interés creciente de una variada tipología de instituciones por aprovechar las posibilidades del nuevo medio para conocer y presentar nuevas culturas: “Se está gestando una tendencia relativamente reciente: el uso del cómic como recurso pedagógico de primer orden por parte de diferentes instituciones” (Ibarra 2011: 37). La lectura, análisis y producción de tebeos en el aula es una práctica generalizada, que debemos seguir fomentando, además de profundizar en las múltiples variedades que nos ofrece esta forma de expresión artística para usar cada género en el momento adecuado.

M I TO S ,

H É RO E S Y S U PE R H É RO E S

Reducir la lectura de cómics a las historias de superhéroes, que con sus capas y máscaras cumplen grandes gestas, ha sido uno de los tópicos más habituales en los análisis negativos del género. Aunque el cómic es mucho más, es imprescindible reconocer el valor de dichas historias, como sustituto de fuentes de transmisión oral o literatura de consumo a lo largo del siglo XX. El cómic muchas veces asume el papel de transmisión de leyendas y cantares de gesta en la cultura de masas. La difusión de modelos heroicos a través de las viñetas ha sido una constante, desde antes incluso del primer número de “Superman” (nº 1, Action Comics, 1938). Pilar de este análisis es el conocido capítulo “El mito de Superman” de Umberto Eco (1965), donde desarrolla la relevancia del personaje para adaptar los roles míticos a la cultura de masas: El lector de cómics, como aquel consumidor de mitos no espera que se lo sorprenda o que se le cuente algo nuevo, sino que busca recorrer un desarrollo ya conocidos. Este marco le da tranquilidad y lo complace. Su conducta se retrotae a los relatos de mitos3.

Con posterioridad, esa figura del superhéroe ha adquirido matices más humanos, dándoles mayor profundidad a los personajes. En las “XIII Jornadas Unico-

3

Tello/Nerio/Sanyú (2003). Este recorrido por la obra de Eco se vale de las viñetas para hacer los análisis más sencillos al público general.

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mic 2011”4, Jaume Ros Selva, en “El superhombre de masas”, y Luis F. Güemes, en “Evolución de la figura del héroe”, partieron de Eco para hacer un recorrido por la transformación de las figuras heroicas y cómo el cómic ha sido elemento central en esta transformación a lo largo del siglo XX. En 1985, Chris Claremont, uno de los autores más relevantes del comic-book americano reflexionaba en el “Salón del Cómic de Barcelona” sobre la relevancia de estos personajes, comentando que “Los superhéroes quizá son la mitología de Estados Unidos”: El superhéroe fue una respuesta fantástica a la realidad [...].[L]a pervivencia del género y la continuidad del éxito del superhéroe se deben probablemente a que Estados Unidos no tiene una mitología propia. Escandinavia tiene sus sagas y leyendas, Germania su épica, España tiene al Cid. Nosotros no tenemos héroes mitológicos, nuestros héroes son muy jóvenes aún. Los superhéroes pueden actuar como un factor de cohesión social en Estados Unidos. El equipo de Marvel, según Claremont, intenta introducir constantemente personajes heroicos, dioses, semidioses y mitemas de otras culturas en las publicaciones del grupo5.

Thor como paradigma Muchas de las premisas de Eco se centran en el cómic de superhéroes de los años sesenta y, luego, éstos han ido evolucionando a lo largo de los años, alejándolos de estos arquetipos tradicionales. Sin embargo, esta tradición heroica sigue funcionando en este tipo de cómic. Como ya hemos mencionado, en 2009, repasamos los principales mitos grecolatinos y nórdicos que aparecían en los cómics norteamericanos, principalmente. Al igual que existen varios panteones, en el cómic encontramos los dos universos principales, Marvel y DC. Los personajes e historias son propiedad de sendas editoriales y casi nunca se cruzan, contando dos historias paralelas. Michael Golden, otro autor destacado en las historias de superhéroes, en la “Salón Internacional del Cómic de Gijón” de 2007, destacaba la importancia del control editorial de estos dos universos paralelos y que no podrían nacer otras mitologías: Dentro de Marvel o DC Comic nunca tendrá lugar el nacimiento de una nueva mitología. La razón fundamental es de carácter contractual. Nosotros firmamos un contrato que concede la propiedad de nuestros héroes a las compañías. Ningún dibujante estaría dispuesto a crear un héroe para que luego lo explotase como mejor considerase

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Véase . Claremont (1985).

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José Rovira Collado Marvel o DC. Es muy difícil crear material nuevo en esas condiciones. Con esto no quiero decir que seamos unos mercenarios, lo que sí quiero expresar es que tendrían que cambiar las reglas para poder crear una mitología más personal6.

Y en ambos universos pueden aparecer los personajes mitológicos más conocidos y basarse en las mismas tradiciones culturales, pero narrando historias distintas. En el DC de Superman, por ejemplo, encontramos una revisión del mito de las amazonas a través de Wonder Woman, en una nueva versión de una de las superheroínas más importantes. En 1987, George Pérez reformula los orígenes de la protagonista situándola como Diana, hija de Hipólita, y enfrentándola a otros personajes como Ares en el siglo XX. Pero, posiblemente, el Thor de Jack Kirby y Stan Lee (1962) sea el mayor ejemplo de adaptación de mitos en los cómics de superhéroes. El dios del trueno, exiliado de Asgard y condenado a convivir con el álter ego Donald Blake, nos presenta a los principales personajes del panteón nórdico, como Odín o Loki o las Valkirias, y repasa las historias más significativas, como, por ejemplo, el Ragnarok, integrándose perfectamente en las historias del universo Marvel como un héroe más. Sí, es cierto que existen otros elementos culturales, como las óperas de Wagner, que nos pueden introducir en esos mundos fantásticos, pero desde su aparición, el cómic de Thor ha sido para muchos el primer paso para conocer la tradición germánica. Es significativo que la reciente adaptación cinematográfica de 2011 esté a cargo de Kennet Brannagh, un actor-director más especializado en el teatro inglés que en adaptaciones de superhéroes. Sin embargo, contradiciendo a Golden, sí podemos encontrar otras mitologías en los cómics. Neil Gaiman creó en 1988, para DC, un nuevo personaje, Sandman, un dios mitológico, que conjuga distintas tradiciones, como Oneiros o Morfeo, y que reencarna el poder del dios de los sueños, acompañado por sus hermanos los Eternos: Destino, Muerte, Destrucción, Delirio, Desespero y Deseo. Siendo una de las colecciones más premiadas y reconocidas de todos los tiempos, demuestra cómo el tebeo puede ser una obra adulta y los seres mitológicos no tienen que actuar siempre como superhéroes, además de recoger múltiples tradiciones para crear un nuevo universo mítico. El éxito de la obra se debe a la labor de su guionista: “Como constructor de una mitología propia es un creador nato, capaz de aunar la erudición y la refundación de múltiples referentes (clásicos, literarios, artísticos, mitológicos) en un todo homogéneo e integrado que supone una de las obras más notables de finales de siglo (Torralba 2010: 6).

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Golden (2007).

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Pero por supuesto, no todo deben ser dioses o superhéroes. Además de las versiones en cómic de múltiples mitos grecolatinos, en distinto formato y acercando las historias clásicas a todos los públicos, también podemos encontrar infinidad de referentes, citas y personajes sacados de las distintas tradiciones, a los que podemos llegar por primera vez a través de la viñeta y a partir de éstas introducir el referente tradicional. Es tal la cantidad de referentes, que incluso encontramos tebeos que narran episodios de la cultura clásica convirtiéndose en iconos de la cultura popular actual, como por ejemplo los 300 de Frank Miller (1998) sobre la batalla de las Termópilas, gracias al éxito internacional de la adaptación cinematográfica de Zack Snyder de 2007. Ejemplos de aprovechamiento didáctico de los cómics de mitos Obviamente, además del carácter lúdico de los tebeos, desde nuestra perspectiva debemos buscar un objetivo pedagógico. Las características discursivas del texto, la inclusión de elementos míticos, la intertextualidad y la relación con una tradición literaria son objetivos más que suficientes para trabajar estas obras en el aula. En España hemos localizado una serie de blogs docentes de cultura clásica en Educación Secundaria que dedican múltiples entradas a cómics de las mitologías grecolatinas. Por ejemplo, en “Helénika. Recursos de Griego Antiguo” y en “Atlántika. Blog de la Materia de Cultura Clásica”7, Ricardo L. Rodríguez recoge múltiples ejemplos de cómics que narran los mitos griegos, más allá de las versiones de superhéroes antes citadas. También encontramos “Mitología y cultura actual”8, donde el alumnado de trabajo monográfico de investigación de 4º de la ESO del IES Joanot Martorell de Elche recogió sus trabajos en el curso 2008-2009; en ellos relacionan los mitos clásicos y su representación en la cultura actual del cómic, el manga y los videojuegos, demostrando la relevancia de éstos para hacer más accesible la mitología al alumnado del siglo XXI. También es de destacar el “Upasika, Proyecto bibliográfico para la difusión de la Sabiduría Antigua y la Filosofía Perenne”9, una peculiar página dedicada a la filosofía que recoge una sección específica dedicada a cómics mitológicos, religiosos y filosóficos. Es interesante porque podemos descargarnos obras como El anillo de los Nibelungos, publicado por DC, o Los doce trabajos de Hércules, de Miguel Calatayud, Premio Nacional de Ilustración. También encontramos muchos volúmenes de la colección “Joyas de la Mito-

7 Véase y . 8 Véase . 9 Véase .

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logía”, de la Editorial Novaro. De esta colección está disponible en la web el volumen Arahuaco y la doncella del cielo, demostrando que sí hay adaptaciones en viñetas de los mitos prehispánicos. La historieta es de 1967, adaptación literaria de Alfredo Gurza, realización artística de Ignacio Romera y portada de Fernández de Lara, editada por Novaro en México y distribuida en España.

M I TO S

P R E H I S PÁ N I C O S

Si definimos el cómic como narración gráfica o arte secuencial, donde una sucesión de imágenes nos narran una historia, es obvia la enorme relación que podemos encontrar con las culturas prehispánicas. La transmisión de todos sus mitos, personajes o historias se ha realizado, además de por tradición oral o restos en piedra, en dibujos o ilustraciones. Plasmar la historia y los mitos en paredes y códices nos ha servido para recrear el imaginario colectivo de dichas culturas. Desde los murales moches o los frescos mayas de Bonampak, hasta la tradición muralista del siglo XX, narrar historias con imágenes en los muros ha sido una vía fundamental de transmisión cultural y educación de los pueblos hispanoamericanos. Más patente es la relación si nos acercamos a cualquier códice mesoamericano. Acercarnos al Código Borbónico o al Boturini nos puede mostrar uno de los antecedentes más claros de las historietas. Los personajes interaccionan entre sí, hablan, y nos van narrando las historias de los pueblos mayas y aztecas. Después de anotar esta estrecha relación, hay que decir que en nuestra investigación hemos encontrado muchos más ejemplos de los que inicialmente cabía esperar. Las mitologías prehispánicas son un caudal infinito de historias y muchas están mucho más vivas en la actualidad que las otras mitologías, debido a la relativa cercanía temporal y a que la reivindicación de estos mitos es fundamental para reconocer las características de cada pueblo, como hizo José María Arguedas a lo largo de su obra. Por lo tanto, la planteamos como una recopilación abierta, que necesitaría un estudio de campo, investigando en las editoriales y tiendas de cómics de los distintos países, ya que muchas historietas hispanoamericanas no han tenido difusión más allá de sus propias fronteras y se han realizado muchas menos investigaciones académicas. Destacamos el trabajo de Genaro Zalpa Ramírez El mundo imaginario de la historieta mexicana (2005), que hace un recorrido por los personajes centrales del cómic mexicano. Respecto a los valores del cómic, también nos ha sido relevante el número 7810 de la revista digital Diálogos de la Comunicación.

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Vázquez (s. a.).

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Al ser tal la cantidad de obras, no nos detenemos en un análisis filológico de las fuentes para comparar las historietas con los mitos originarios ya que requeriría también un espacio y tiempo superior al de este trabajo. Hay versiones en viñetas perfectamente identificables, revisitaciones de mitos que cambian bastante del original y simples alusiones en otras obras, por lo que el tratamiento de los mitos es muy variado, con múltiples ejemplos y perspectivas que nos demuestran la vigencia en la cultura popular hispanoamericana. Otro aspecto relevante es la “transmedialidad” de los mitos a través de distintos medios de comunicación desarrollados en el siglo XX. Nos referimos a transmedia cuando un concepto aparece representado en distintos soportes, adaptándose a las necesidades y características de cada uno. De la radio a la televisión y adaptaciones cinematográficas, pasando por los cómics y los dibujos animados, hasta llegar a los videojuegos y las distintas posibilidades multimediales de Internet, que puede recoger todas las anteriores. Incluir el cómic dentro de ellas es imprescindible para demostrar su relevancia en la transmisión y pervivencia de los mitos prehispánicos.

Hacia una posible clasificación Ante los distintos ejemplos, la primera cuestión sería proponer una clasificación para organizar las obras y diferenciar sus características, aunque luego muchas de las obras no podrán ajustarse a un solo tema y podamos ampliar la clasificación con posteriores aportaciones. Podríamos seguir las distintas tipologías: — Usamos el concepto mainstream para identificar a los cómics más comerciales, más reconocidos y con mayor difusión. En este caso podríamos asimilarlos a los superhéroes de Marvel y DC. Aunque muchas veces son criticados, no significa que no tengan valores culturales y literarios11, como veremos en algún ejemplo más adelante. — Generalmente, el concepto que se opone es el de underground12 para referirse a obras no tan conocidas, con menor distribución editorial, pero de más calidad, donde la libertad creadora y la reivindicación de valores es mayor. Muchas veces también se usa el término de obras “de autor”, aunque no significa que las otras más comerciales no tengan autores reconocidos.

11 En su web del Palomar College, , el profesor Versaci recoge una interesante reflexión sobre el cómic mainstream. 12 Para profundizar en el concepto, se puede revisar la comunicación de Daniel Simón Pla (2008).

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— Por supuesto, otra diferenciación sería entre obras locales, nacionales o internacionales. Las primeras pueden hacer alusión a mitos o temas de zonas concretas, las segundas tienen una difusión en todo un país y las últimas consiguen superar esas barreras y tener un reconocimiento superior. Atención que generalmente las primeras estarían también dentro del concepto underground. — Relacionado con el alcance geográfico, también podemos incluir la categoría de “institucionales” para referirnos a las obras promovidas por una entidad, pública o privada, con unos fines específicos. Ayuntamientos, diputaciones, gobiernos estatales u organismos internacionales pueden valerse del cómic para difundir una campaña, reconocer u personaje o conmemorar un acontecimiento. — El siguiente criterio es, obviamente, el de la edad del público objetivo. Más allá de las propuestas infantiles y juveniles, cada vez más encontramos obras enfocadas a un público más adulto. — Dentro de las anteriores, en las destinadas a los más jóvenes, existen las propuestas didácticas, donde los contenidos pedagógicos son el centro de la obra, oscureciendo por desgracia otros valores. — En el siglo XXI no podemos olvidar todos los nuevos formatos digitales, accesibles a través de la Red o con los nuevos soportes de lectura, como los libros electrónicos o las tabletas. Además de las obras en papel digitalizadas, a través de las cuales podremos acceder a clásicos descatalogados, cada vez más encontramos cómics enfocados a un formato digital, donde incluimos nuevas posibilidades como el hipertexto o la interactividad. Por último, podemos incluir las obras de creación específica, que buscan recoger un mito o un personaje, y que muchas veces responden a concursos institucionales. En esta categoría también encontraríamos los homenajes literarios, como luego veremos. Clásicos de la historieta En el mundo de la viñeta en lengua española, una de las principales editoriales de ámbito internacional fue la mexicana Novaro, que desde 1949 editó cuentos e historietas, dando a conocer al público hispano los grandes personajes como Superman, Batman o Tarzán, además de introducir las historietas en color en ese mercado. Alfons Moliné publicó recientemente un estudio, Novaro, el globo infinito, donde reconoce la enorme labor de difusión de la cultura popular y la labor alfabetizadora que realizó la editorial al difundir a través de viñetas textos clásicos

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junto con personajes fantásticos y tradiciones populares. Dentro de sus múltiples colecciones, dos se centran directamente el tema que nos ocupa: “Leyendas de América”, con 383 números, y “Joyas de la Mitología”, con 557, aunque también podríamos estudiar “Historias del pueblo mexicano”, con sólo 10 números13. Por desgracia, muchos de esos volúmenes son difíciles de encontrar y son considerados ejemplares de coleccionista. En la gran base de datos recogida en comics.org14 se recogen 88 series y 30.999 números, pero de muchos no se conserva online ni siquiera la portada. A través de un proyecto de recuperación y difusión en la Red15 teníamos acceso a varios números relevantes a esta investigación, como el antes mencionado Arahuaco y la doncella del cielo. En “Joyas de la Mitología”, por ejemplo, tenemos títulos como El quinto sol, Quetzacóatl, La Serpiente Emplumada o La creación. ¡Conozca el fabuloso mundo de los mayas-quiches! y, en Leyendas de América, El Sol y los guerreros de piedra. Propuestas infantiles Los tebeos y los dibujos animados son dos productos de consumo juvenil que generalmente van ligados. En Internet encontramos una interesante web sobre pueblos nativos americanos que recoge los datos de muchas películas y series de dibujos animados. Algunos de los títulos recogidos son las películas El vestido nuevo del emperador16 (Disney) o El camino a El Dorado (Dreamworks), ambas estrenadas en el año 2000, que demuestran el interés de las grandes compañías, aunque siempre hagan una adaptación bastante libre; con Érase una vez... las Américas, que continuaba la serie francesa Il était un fois..., encontramos un proyecto didáctico a través de 26 episodios transmitidos en 1991; también hay un manga titulado Nazca (1990), donde un estudiante japonés viaja al Perú precolombino. Muchas de estas películas y series tuvieron su versión en papel, demostrando que existe una relación transmediática. En la página encontramos más de cuarenta y cinco obras anotadas y noticia de otras treinta, por lo que consideramos que necesitaría un estudio específico para analizar las distintas adaptaciones.

13

Datos obtenidos de . Véase. 15 En el blog hay enlaces a algunos números escaneados. 16 En castellano se estrenó como Las locuras del emperador, título más acertado, porque aunque intenta hacer un homenaje al clásico de Andersen, nada tiene que ver con esta historia que se desarrolla en el Imperio Inca. 14

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Como ya he planteado, el objetivo didáctico de acercar los mitos a niños y jóvenes es el principal fin de este trabajo y podemos encontrar múltiples adaptaciones de todo tipo. Centrándonos, por ejemplo, en la cultura maya, tenemos el Popol Vuh. Versión libre ilustrada de Jesús Azcorra Alejos, editado en 1999 por Maldonado Editores del Mayab, o la versión más infantil Popol Vuh. La Creación del Hombre de Diana López17 (2010). Pero incluso podemos encontrar propuestas concretas, como la actividad sobre la narración cronológica propuesta por el profesor Modesto Calderón18 para alumnado de Primero de Secundaria en España, donde varios de los ejercicios plantean realizar un cómic del fragmento analizado, para remarcar las capacidades narrativas del formato. En el proyecto multimedia Katún 1319, para la recuperación de las culturas prehispánicas, encontramos que el cómic y las historietas son las herramientas escogidas para llamar la atención de los más jóvenes. Propuestas locales y nacionales Cada región de Hispanoamérica quiere conservar sus mitos y encontramos ejemplos de todo tipo. Por ejemplo el Guerrero Azteca X-Sol20 es una colección manga de 70 capítulos, accesible en Internet, que mezcla los mitos mexicanos con la estética y las tramas del Son Goku de Akira Toriyama. Xiuhcoatl, la serpiente de fuego21 es una propuesta de Fernando García Rosales, una “Historieta de enfoque nacionalista, basada en mitología prehispánica en forma de cómic de aventura o de superhéroes”. Encontramos noticia de otras obras, como Kavek, de producciones Tohil, en Guatemala, o The hero twins against the lords of death (Los héroes gemelos contra los señores de la muerte), de Graphic Universe, obra de Dan Jolley y David Witt, revisitando el mito maya en Estado Unidos. También encontramos propuestas nacionales para recuperar el acervo cultural de cada país. Por ejemplo, en “Chile Mitos”22 encontramos una revisión de distintos mitos distribuidos por zonas geográficas, con especial atención a las tradiciones de la isla de Chiloé como elemento más emblemático de la mitología chilena. 17

Podemos acceder a los capítulos 25-28 en . 18

“El Popol Vuh. La narración cronológica”, Secuencia didáctica para 1º ESO, 2009, disponible en . 19 Véase . 20 Véase . 21 Véase . 22 Véase .

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También hay una Guía Mitológica Ilustrada de Chile, editada por Renzo Sotos. Es curioso que en la web peruana “Kingdomcomics”23, al hacer una cronología de la historieta peruana, plantean como primeras obras la Nueva Coronica y Buen Gobierno, de 1615 (aunque la cite como “Nueva Crónica”), obra de Felipe Guamán Poma de Ayala, por sus cuatrocientas viñetas y las ilustraciones de Pancho Fierro de 1860 que sirvieron para ilustrar la Tradiciones peruanas de Ricardo Palma. Superhéroes, la asignatura pendiente Si Thor es un ejemplo de transmisión de mitos a través del cómic, por desgracia, no encontramos una referencia tan relevante del panteón prehispánico. Hay algunas propuestas desafortunadas, como el Ave de Trueno de Chris Claremont y Dave Crockrum, que formó parte de la nueva Patrulla X en el clásico Giant Size X-Men 1 de 1975. De orígenes apaches es un personaje que no caló y desapareció en pocos números. En el universo paralelo de DC, Aztek, The Ultimate man, de Grant Morrison y Mark Millar, tuvo una serie propia en 1996. Este campeón de Quetzalcóatl tiene la misión de combatir a Tezcatlipoca y formó parte de la Liga de la Justicia, pero también sacrificó su vida para ayudar a Superman a cumplir su objetivo. En España, los dioses aztecas también aparecen en el número 8 de Superlópez, “La Caja de Pandora” (1983), de Jan, siendo el volumen mejor valorado por el propio autor por intentar presentar las distintas mitologías. También tenemos algunas propuestas clásicas. Harold Hinds, uno de los principales investigadores sobre el cómic mexicano recoge la relevancia que tuvieron las historietas de Kalimán y Chanoc en México entre los años sesenta y setenta. Kalimán, “el hombre increíble” es un superhéroe creado originalmente para la radio en México por Rafael Cutberto Navarro y Modesto Vázquez González en 1963. Dos años pasó a las viñetas con gran éxito, con una tirada semanal que duró 26 años. Aunque el superhéroe es de origen hindú, descendiente de la diosa Kali, y su joven acompañante, Sorín, es “heredero de los faraones”, encontramos capítulos centrados en mitos prehispánicos como Los misterios de Bonampak (1966) sobre la cultura maya o Las momias de Machu Picchu (1967) sobre la inca, cruzándose con antiguos descendientes de ambas tradiciones. En su web24 podemos acceder a la mayoría de las historietas. Chanoc narra las historietas de un pescador aventurero, acompañado por Tsekub, su mentor, que se desarrolla en el mítico puerto de Ixtac. Los nombres son de origen maya y el protagonista luce siempre una camiseta roja, como los colo-

23 24

Véase . Véase .

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res de la deidad de la que lleva el nombre. Fue creado en 1959 por Martín de Lucenay y Ángel Mora, y posteriormente continuada por otros autores. Del blog peruano El Cuervo sobre Palas25, especializado en cómics, tenemos noticia de los intentos de crear una nueva mitología: En 2008, Perú.21 convocó al concurso ‘Buscando al Superhéroe Peruano’. [...] Esta experiencia, sin embargo, me dejó una duda. Si en Lima se había planteado el reto de crear historias de aventureros con mallas y antifaces, qué se estaba haciendo en los países vecinos. De a pocos, la respuesta llegó a mis manos. El cómic de superhéroe, entretenido, bien contado y ambicioso, tiene tres exponentes muy interesantes en Brasil, Chile y Argentina, a los cuales he ido siguiendo.

En esta completa entrada se hace un recorrido por los distintos superhéroes nacionales que podrían conformar una “Liga de la Justicia Sudamericana”, aunque vemos que la mayoría emula a los modelos norteamericanos y no explotan los mitos propios. También hay presencia de mitos en personajes centrales, como el clásico Superman. Dentro de la serie del Superman Rojo y el Superman Azul26, cuando el superhéroe se divide en dos entidades, tenemos la saga de los “Gigantes Milenarios”, donde ambos son confundidos con divinidades mayas, los mismos gemelos citados anteriormente: La historia se refiere, a cuando La Guardia del Milenio escapa de la prisión de los laboratorios Cadmus, e intentan, en tres partes distintas del globo terráqueo (Stonehenge, Egipto y Chichen Itzá) revivir a tres legendarios y místicos gigantes milenarios (Sekhmeth, Cerne y Cabracá el destructor de montañas). Con la ayuda de Los Jóvenes Titanes y algunos miembros de la Liga de la Justicia la labor de los dos Supermanes será detener a los tres Gigantes Milenarios. Una de las situaciones más interesantes de la serie, es que los dos supermanes, son confundidos por un nativo de Chicen Itzá por Junajpú e Xmbalanqué, los hijos gemelos de los dioses Tepeu, Gucumatz y Hurakan (corazón del cielo) según la leyenda del Quiché que se narra en el Popol Vuh.

25 Véase . 26 Véase . Cita extraída de la web.

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HOMENAJE

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A RG U E D A S

En la relación entre literatura y cómic no podían faltar los homenajes a autores o las versiones en viñetas de clásicos de la literatura. Tenemos, por ejemplo, la Vera Historia de Indias de Oski (Óscar Conti. Ediciones Colihue, 1968), que ilustra fragmentos de autores clásicos como el Inca Garcilaso de la Vega, Gonzalo Fernández de Oviedo o Francisco López de Gómara. En el centenario de José María Arguedas también encontramos homenajes desde la historieta. En el blog del ilustrador peruano Carlos Medina Morales27, aparecen varias caricaturas de Arguedas y personajes de Yawar Fiesta. Una adaptación al cómic de la misma obra se presentó en el festival de Angulema de 2011, el mayor encuentro europeo dedicado al noveno arte. Podemos acceder directamente en la web del autor Pablo K28 y puede ser una manera perfecta de introducir en texto en cualquier curso. Javier Prado, ilustrador y editor del blog La nuez, sobre cómics en Perú, recoge algunas entradas sobre el centenario29. En el acto de homenaje30 que se realizó en enero de 2011 en el Teatro Segura de Lima se presentaron cómics junto con canciones y poesías centradas en el autor. En el blog antes citado Cuervos sobre Palas también recuerda al personaje y las distintas ediciones que han aparecido: “La histórica editorial Horizonte es la que más empeño le ha puesto al asunto, pero la sorpresa, sin duda, la ha puesto Punto de Lectura con la reimpresión de Mitos, Leyendas y Cuentos Peruanos, un libro casi desaparecido que encaja perfectamente en las preferencias de este blog”31.

R E L ATO S

DEL

N U EVO M U N D O

Dentro de las distintas tipologías presentadas, posiblemente sea la siguiente colección, que incluiríamos en los proyectos institucionales, la propuesta más interesante de esta investigación. En 1992, dentro de la conmemoración del quinto centenario del descubrimiento, la Sociedad Estatal y la Editorial Planeta de Agostini lanzaron este proyecto, con veinticinco números centrados en la historia de América. Según la ficha de Tebeosfera32: 27

Véase . Véase . 29 Véase . 30 Véase . 31 Véase . 32 Véase . 28

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José Rovira Collado Libros en cartoné con 72 páginas en color, encuadernados en cartoné con las cubiertas en color. Productos híbridos, de historieta y ensayo histórico, con 46 páginas de historieta y 26 de texto, aproximadamente, proyectados para celebrar el quinto centenario del descubrimiento de América. En cada tebeo (pues no fueron libros con historietas, sino libros de historietas) se ofrecía una historieta, escrita o dibujada por autores tanto españoles como latinoamericanos, sobre un personaje, tema o episodio histórico concretos, sobre el cual versaba el apartado escrito divulgativo anejo, nutrido éste con profusa documentación gráfica.

En la misma web podemos acceder a galería de portadas y a la ficha de cada volumen, junto con una página del interior. También hubo una edición limitada no venal, donde cambian las portadas y la edición. Por desgracia, no hemos tenido acceso a ninguno de los volúmenes, ya que aparecen descatalogados en muchas bases de datos y librerías. Es una propuesta tan relevante que considero necesario reproducir el listado completo33, con los 25 títulos, para poder valorar la enorme labor que supuso reunir a tantos guionistas, ilustradores y críticos. En el listado aparece primero el guionista, luego el dibujante (y un solo nombre en cursiva cuando es un único autor que escribe e ilustra) y, por último, el especialista que se encargó de realizar un breve estudio sobre el momento histórico tratado: 1. El Primer Viaje de Colón: Una Candela Lejana; Hernández Palacios; Consuelo Varela. 2. La Civilización Inca: Los Hijos del Sol; Miguel Ángel Nieto; José Ortiz; Manuel Ballesteros. 3. El Virreinato de Colón: La Luz y la Espada; Hernández Palacios; Juan Gil. 4. El Esplendor de la Cultura Maya: La Leyenda de Ahau; Antonio Navarro; Alfredo Jiménez. 5. Magallanes y Elcano: El Océano sin Fin; E. Sánchez Abulí; Luis Bermejo; M. Hernández Sánchez-Barba. 6. Bartolomé de las Casas: El Defensor de los Indios; Andreu Martín; Jesús Redondo; P. Castañeda-Antonio Larios. 7. El Imperio Azteca: El Jugador de los Dioses; Félix Machuca; Max; Claudio Esteva Fabregat. 8. Primeras Expediciones al Río de la Plata: El Mar Dulce; J. M. Merino-M. A. Nieto; Antonio Navarro; Demetrio Ramos. 9. Américo Vespucio: Un Nombre para la Nueva Tierra; Juan José Sarto; Álex Niño; Julio Valdeón. 10. El Descubrimiento del Pacífico: De Mar a Mar; Cristóbal Aguilar; Enrique Breccia; Manuel Carrera. 33

Obtenido de .

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11. La Conquista de Nueva España: El Oro y la Sangre; Hernández Palacios; A. Domínguez Ortiz. 12. Conquistadores en Yucatán: La Desaparición de Gonzalo Guerrero; Miguel Calatayud; Fernando Savater. 13. Francisco Pizarro en Perú: Los Trece de la Fama; Lilian Goligorsky; Attilio Micheluzzi; Francisco Morales Padrón. 14. El Cerro de la Plata: La Leyenda de Potosí; Sergio Toppi; Guillermo Lohmann. 15. El Cosmógrafo Sebastián Caboto: Trazar un Mapamundi; Jorge Zentner; Lorenzo Mattoti; Julio Manuel de la Rosa. 16. Cabeza de Vaca: El Mago Blanco; M. A. Nieto; Paul Gillon; Felipe del Pino. 17. Primera Fundación de Buenos Aires: La Expedición Maldita; Robin Wood; Ángel Alberto Fernández; Manuel Lucena. 18. La Epopeya de Chile: La Tierra de la Quimera; Enrique Sánchez Abulí; Alfonso Font; Luis Navarro García. 19. Los Españoles en la Florida: La Fuente de la Eterna Juventud; Josep Lozano; Carlos Pruner; Beatriz Suñé. 20. El Dorado: El Delirio de Lope de Aguirre; Carlos Albiac; Alberto Breccia; Manuel González. 21. Europeos ante el Nuevo Mundo: El Cautivo; Jorge Zentner; Rubén Pellejero; Guillermo Céspedes. 22. Las Fabulosas Ciudades de Arizona: Los Tesoros de Cíbola; Sergio Toppi; G. Baudot-Jean-Pierre Sánchez. 23. Expediciones al Pacífico: La Adelantada de los Mares del Sur; Jorge Zentner; Carlos Nine; Roberto Ferrando. 24. De La Tierra del Fuego a Alaska: Rumbo Norte; Andreu Martín; José Muñoz; Enriqueta Vila. 25. Orígenes del Hombre Americano: Los Primeros; Miguel Ángel Nieto; José Ortiz; José Alcina. El número 22 es el original del texto de Sergio Toppi que propició esta investigación, aunque por desgracia la versión italiana no incluye el ensayo de George Baudot y Jean Pierre Sánchez. Como ya hemos mencionado, la obra de Toppi no se basa directamente en ninguna de las fuentes del mito, pero es más que suficiente para ofrecernos algunos aspectos fundamentales de la época del descubrimiento. Las posibilidades didácticas y filológicas de toda la colección son inmensas. Por un lado, partiendo de los estudios de especialistas estamos repasando los mitos principales. Por otro, comparar el mito original con la versión en viñetas será un trabajo útil y atractivo a cualquier estudiante. La posibilidad de acercarse a tantos momentos claves de la historia de América a través de los breves resúmenes que son estas historietas los hacen muy apropiados para cualquier escolar de Educación Secundaria o Bachillerato.

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C O N C LU S I O N E S Obviamente no se podía perder la oportunidad de mezclar cómic y mito para narrar las infinitas historias de la tradición prehispánica. Como hemos visto, la variedad de modelos y la cantidad de ejemplos es lo suficientemente amplia como para proponer estudios posteriores, donde en primer lugar, se haga un detenido análisis de las fuentes de cada versión y las transformaciones que ha sufrido cada historia en la adaptación al género. Existen obras que respetan totalmente los originales que son fácilmente identificables. Pero también hay simples menciones en historias más complejas, adaptaciones a nuevas situaciones y reelaboraciones totales de historias y mitos que nada tienen que ver al final con el modelo. En segundo lugar, sería necesario un análisis de la recepción y difusión de dichas obras. Como hemos visto, hay algunas obras de las que solamente hemos conseguido referencia ya que fueron ediciones locales de corta tirada. El papel de Internet como repositorio de obras y fuente de información es aquí fundamental, además de permitir la inclusión de obras transmedia que incluyen la ilustración y la viñeta en su formato. Respecto a la recepción, es importante fijar la influencia que ha tenido este tipo de lecturas en la educación literaria de los jóvenes lectores, para despertar el interés en los mitos prehispánicos y permitir el posterior acceso a obras más complejas. Por desgracia, para la gran mayoría, al igual que sucede, por ejemplo, con el cine, este segundo paso no se ha dado, siendo las historietas sustitutas de esas lecturas canónicas. Por último, habría que describir más detenidamente la explotación didáctica de dichas obras. Primero, para destacar la relevancia en la formación lectora, adecuándola a distintos niveles y objetivos y luego, para articular proyectos educativos donde se reconozca el valor didáctico de los cómics como camino seguro hacia la literatura. BIBLIOGRAFÍA CLAREMONT, Chris (1985): “Los superhéroes quizá son la mitología de Estados Unidos”, en El país, 7 de junio, disponible en . COLOMER, Teresa/FONS, Montserrat (2010): “Editorial”, en Articles, Especial Narración gráfica, nº 5, Barcelona: Graò, p. 5. ECO, Umberto, (1968 [1965]): Apocalípticos e integrados. Barcelona: Lumen. GOLDEN, Michael (2007): “En la Marvel Comics nunca podrá nacer una nueva mitología”, en Diario Independiente de Asturias, 13 de octubre, disponible en .

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HINDS, Harold E. y TATUM Charles, M., (1992): Not just for children: the Mexican comic book in the late 1960s and 1970s. New York: Grendwood Press. HINDS, Harold (1979): “Kaliman, a Mexican Supehero”, en The Journal of Popular Culture, 13, 3, pp. 229-238. — (1980): “Chanoc: Adventure and Slapstick on Mexico’s Southeast Coast”, en The Journal of Popular Culture, 14, 3, pp. 424-436. IBARRA, Noelia (2011): “La explotación institucional del cómic en la educación literaria e intercultural contemporánea”, en Primeras Noticias, Revista de Literatura, Especial Cómic y Literatura, 258-259, pp. 37-36. LÓPEZ TAMES, R. (1990): Introducción a la literatura infantil. Murcia: EDITUM. MOLINÉ, Alfons (2007): Novaro (el globo infinito). Madrid: Ediciones Sinsentido. PLA, Daniel Simón (2008): “Cultura Underground en el Cómic”, en Unicomic, disponible en . ROVIRA COLLADO, José (2007): “Transmisión de mitos medievales e indígenas en las primeras crónicas y sus traducciones. Las siete ciudades de Cíbola a través de las Navegationi et Viaggi de Giovanni Battista Ramusio”, en Quaderni di Thule VI, Perugia, Centro Studi Americanistici “Circolo Amerindiano”, pp. 463-469. TELLO/NERIO/SANYÚ (2003): Eco para principiantes. Buenos Aires: Era Naciente. TORRALBA, José (2010): “The Sandman, Un fragmento de Eternidad”, en Zona Negativa, . VÁZQUEZ, Laura (s. a.): “Narrativas Dibujadas: arte cultura de masas y lenguaje”, en Diálogos de la Comunicación, 78, . ZALPA RAMÍREZ, Genaro (2005): El mundo imaginario de la historieta mexicana, México: Universidad Aguas Calientes. [Nota: Todos los enlaces eran accesibles en febrero 2012].

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SOBRE LOS AUTORES

CARMEN ALEMANY BAY es catedrática de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Alicante. Es autora de los libros La novelística de Carmen Martín Gaite. Aproximación crítica, Poética coloquial hispanoamericana, El meridiano intelectual en Hispanoamérica, Mario Benedetti, Residencia en la poesía: poetas latinoamericanos del siglo XX y La narrativa de la alteridad en América Latina (a partir del boom). Ha publicado más de sesenta artículos sobre literatura latinoamericana y otros sobre literatura española del siglo XX. Es editora de varios números monográficos y ha impartido conferencias en Cuba, México, Chile, Venezuela, Italia y Bélgica, así como en numerosas universidades españolas. ASTVALDUR ASTVALDSSON cursó estudios de Literatura Hispanoamericana y completó su doctorado en el King’s College de la University of London. Fue profesor de Literatura Latinoamericana en el Trinity College de Dublín. En 1995 fue nombrado profesor titular de Estudios Literarios y Culturales Latinoamericanos en la University of Liverpool; en 2008, profesor titular sénior. Es jefe de Estudios Latinoamericanos de la misma institución desde 2010. Ha publicado Las voces de los w’aka (2000), una edición crítica de la Poesía completa del poeta y novelista salvadoreño Manlio Argueta (2006), un número especial, Permeable Boundaries: Pre-Hispanic Myth in Latin American Literature, de la revista Bulletin of Hispanic Studies (vol. 88 [6], 2011), y numerosos artículos sobre cultura y literatura andina y centroamericana. CHIARA BOLOGNESE es licenciada en Lenguas y Literaturas Extranjeras por la Università Cattolica de Milán (2001) y doctora en Literatura Hispanoamericana por la Universidad Autónoma de Madrid (2007). Es actualmente becaria posdoctoral en la Universitat Autònoma de Barcelona y miembro del grupo de investigación “Inventario de mitos prehispánicos en la literatura hispanoamericana” de la misma universidad. Es editora de la revista online Mitologías hoy. Revista de pensa-

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miento, crítica y estudios literarios latinoamericanos. Dedica sus investigaciones, en particular, a los siguientes temas: literatura chilena contemporánea: narrativa y poesía, Roberto Bolaño y la poesía chilena, vanguardia chilena, literatura francesa y literatura latinoamericana, literatura argentina de la dictadura, literatura venezolana contemporánea: narrativa y poesía, relaciones culturales y literarias entre Canarias y América Latina (Venezuela y Cuba), literatura de la migración, herencia prehispánica en la literatura chilena actual. Entre sus publicaciones más recientes se encuentran “Roberto Bolaño y Raúl Zurita: referencias cruzadas” y “Viaje por el mundo de los letraheridos. Roberto Bolaño y la salvación por la escritura” (ambos en Anales de la Literatura Hispanoamericana). FERNANDA BUSTAMANTE ESCALONA es licenciada en Letras Hispánicas (2007) por la Pontificia Universidad Católica de Chile y diplomada en Administración Cultural (2008) por la misma institución. Cursó, becada por Becas Chile, el máster en Estudios Latinoamericanos (Universitat de Barcelona, Universitat Autònoma de Barcelona y Universitat Pompeu Fabra, 2010) y actualmente es estudiante de doctorado en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada de la Universitat Autònoma de Barcelona, con una investigación centrada en la narrativa reciente del Caribe insular hispanohablante. Colabora en el grupo de investigación “Inventario de mitos prehispánicos en la literatura latinoamericana” de la UAB y forma parte del comité editorial de Mitologías hoy. Revista de pensamiento, crítica y estudios literarios latinoamericanos. Ha publicado artículos centrados en narrativa dominicana del 2000 y es y coeditora del libro Éste que ves, engaño colorido… Literaturas, culturas y sujetos alternos en América Latina (2012). MIGUEL CABALLERO es profesor de español como lengua extranjera en el Centro Cultural Español Molinos de Viento, Ámsterdam. Está cursando el máster de investigación en Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Leiden, Países Bajos. Su trabajo de investigación se centra en el autor mexicano Xavier Velasco. Ha presentado una comunicación en el Simposio Internacional Imágenes y Realismos en América Latina de la Universidad de Leiden (Países Bajos) titulada “Matar al avatar. Estética y estructura narrativa de videojuegos en Diablo Guardián, de Xavier Velasco, y La Reina del Sur, de Arturo Pérez Reverte”. EDMER CALERO DEL MAR es doctor en Lenguas y Literaturas Romances, Español, por la Université de Paris X Nanterre. Sobre la obra novelesca de José María Arguedas ha publicado el libro: J. M. Arguedas, romans et monde andin préhispanique. Le monde préhispanique andin dans la genèse de l’oeuvre romanesque de José María Arguedas (2010). Sobre esta misma obra ha publicado “Dualismo estructu-

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ral andino espacio novelesco arguediano” (2002) y “Etnohistoria y elaboración literaria en El Ayla, de José María Arguedas” (2006; ambas en el Boletín del Instituto Francés de Estudios Andinos). Ha participado en congresos y colaborado con otras revistas, como Crisol e Hispanista, con trabajos sobre otros temas arguedianos. Actualmente, forma parte de dos grupos de investigación: “Escuela, cultura y nación en el mundo ibérico, ibero-americano y mediterráneo”, del Centro de Investigaciones Ibéricas e Ibero-americanas de la Universidad de Paris Ouest Nanterre, y “Presencia de la mitología prehispánica en la literatura latinoamericana”, de la Universidad Autónoma de Barcelona. CLAUDIA COMES PEÑA es profesora asociada en la Universidad de Alicante. Ha trabajado como lectora de español en la Heinrich Heine Universität Düsseldorf (Alemania) y en el Centro de Idiomas de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona. Ha publicado diversos artículos dedicados a la literatura colonial, con especial atención al siglo XVIII mexicano, tema sobre el que realiza su tesis doctoral. DANIELA EVANGELINA CHAZARRETA es egresada de la Universidad Nacional de La Plata, donde ejerce la docencia como jefa de Trabajos Prácticos de Literatura Latinoamericana I y como adjunta de Literatura Latinoamericana para Lenguas Modernas. En la misma institución ha obtenido el título de doctora en Letras dirigida por la profesora Susana Zanetti y codirigida por la doctora Ana María González de Tobía. El tema de su tesis fue “Hipóstasis del tiempo: reconstrucción de linajes e idea de tradición en la obra de José Lezama Lima”. Publicó artículos varios en torno a la poesía de José Lezama Lima y a las lecturas de la tradición clásica en la literatura latinoamericana. Actualmente su línea de investigación como investigadora asistente del CONICET es el espacio y la espacialidad en la poesía de César Dávila Andrade, Vicente Gerbasi y José Lezama Lima. SYLVAIN CHOIN es licenciado en Filología Hispánica por la Université de Picardie Jules Verne (Amiens, Francia) y posee un máster en Estudios Literarios de la Universidad de Alicante. Fue auxiliar de conversación (francés) en el instituto de enseñanza secundaria Los Olmos (Albacete) durante los cursos 2009/20102011/2012. Actualmente está preparando una tesis doctoral en Literatura Hispanoamericana sobre Miguel Ángel Asturias y su estancia en París y la gestación de una nueva imagen de Guatemala en su literatura. BENITO ELÍAS GARCÍA es especialista en literatura comparada. Su tesis doctoral se centra en la caracterización del realismo mágico en literatura japonesa (Kenzaburo Oé y Haruki Murakami), tratando de encontrar sus concomitancias con la li-

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teratura hispanoamericana. Ha estudiado en la School od East Asian Studies de la University of Sheffield y ha participado en un seminario de doctorandos europeos celebrado en Käsmu (Estonia, 2011) y en un simposio internacional de estudiantes en Nagoya (Japón, 2005). Fue delegado español en el programa realizado por el gobierno japonés “Barco de la Juventud Mundial” (20ª edición, 2008). Ha publicado sobre narratología en Murakami y su trabajo fin de máster trató el tema del existencialismo en Kenzaburo Oé (El ser y la carne. Sartre en los comienzos literarios de Kenzaburo Oé). BEATRIZ FERRÚS ANTÓN es doctora en Literatura Española e Hispanoamericana por la Universitat de València y profesora de la Universitat Autònoma de Barcelona. En esta universidad forma parte de los grupos de investigación “Inventario de mitos prehispánicos” y “Cuerpo y textualidad”. Entre sus publicaciones más importantes se encuentran las monografías Discursos cautivos: vida, escritura y convento y Heredar la palabra: cuerpo y escritura de mujeres, dedicadas al estudio de la relación entre mujer, cuerpo y escritura en la América virreinal, y La monja de Ágreda: historia y leyenda de la Dama Azul en Norteamérica, donde analiza el vínculo entre los mitos de los conquistadores y los prehispánicos, así como Mujer y literatura de viajes en el siglo XIX: entre España y las Américas. Editó junto con la Dra. Nuria Girona La vida de la Sor Francisca Josefa de Castillo (Iberoamericana/Vervuert, 2009). Entre sus más de sesenta publicaciones hay trabajos sobre distintas figuras de la literatura latinoamericana: Westphalen, Flora Tristán, Dulce María Loynaz etc. Es miembro de la AEELH y docente del Máster Oficial Interuniversitario de Estudios de América Latina. En 2010 recibió el Premio a la Excelencia Académica de la UAB. BENOÎT FILHOL es doctorando y becario de investigación de la Universidad de Alicante. Cursó el máster de Estudios Literarios de esta misma universidad y el de Literatura Francesa y comparada de la Université Montpellier I. Es también licenciado en Lengua, Literatura y Civilización Española por esta misma universidad. Su investigación se centra en la literatura peruana y, más precisamente, en el escritor Ventura García Calderón (1886-1959). Inició su camino en la investigación literaria con la participación en dos congresos: el IX Congreso de la Asociación Española de Estudios Literarios Hispanoamericano (AEELH) “Literatura de la Independencia-Independencia de la literatura”, con una comunicación titulada “La Perricholi, desde Prosper Mérimée hasta Ventura García Calderón: un mito literario de la independencia del Perú” y en el VIII Congreso de la Asociación ALEPH “Fuentes, historia y tradición en la literatura hispánica” con una comunicación titulada “La recuperación del Perú colonial en la narrativa de Ventura García Calderón”.

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WESELINA GACINSKA cursa actualmente el máster en Literaturas Hispánicas de Universidad Autónoma de Madrid. Obtuvo el grado en Filología Hispánica de la Uniwersytet Œl¹ski w Katowicach (Universidad de Silesia en Katowice). En 2010 fue redactora de la ReVue, Périodique Multidisciplinaire des Étudiants des Langues Romanes de la misma universidad, donde publicó “La revolución y la idea del eterno retorno. Elementos míticos en Gringo viejo de Carlos Fuentes”. JESÚS GÓMEZ DE TEJADA, a través de una beca obtenida en el seno del Proyecto de Excelencia de la Junta de Andalucía, “Migraciones Intelectuales: Escritores Hispanoamericanos en España (1914-1939)”, dirigido por la Dra. Carmen de Mora, es PDI en la Facultad de Filología de la Universidad de Sevilla, en el Área de Filología Hispanoamericana, donde ha impartido las asignaturas de licenciatura “Bases para el estudio de la literatura hispanoamericana”, “Introducción a la literatura colonial” y, de grado, “Literatura hispanoamericana I: de la Colonia al Modernismo” durante los cursos 2009/2010-2010/2011. En junio de 2010 obtuvo el DEA con la tesina titulada “El negrero: Lino Novás Calvo y la biografía moderna”, dirigida por el Dr. Alfonso García Morales. Ha publicado artículos sobre Ricardo Piglia y Fernando Vallejo; ha participado en diversos congresos con ponencias sobre Novás Calvo, la biografía moderna en España e Hispanoamérica y Luis Cardoza y Aragón. Ha realizado estancias en La Habana y en Birmingham. HÉCTOR GÓMEZ NAVARRO es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Oviedo, institución en la que realiza actualmente su investigación doctoral gracias a una beca “Severo Ochoa” de la agencia FICYT del Principado de Asturias. Su proyecto de tesis estudia la narrativa tradicional en el norte de Perú. Sus campos de trabajo transversal comprenden las mitologías indígenas y mestizas, y la presencia de elementos tradicionales en la narrativa actual. TANYA GONZÁLEZ ZAVALA es licenciada en Lingüística y Literatura Hispánica por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla y docente en el Colegio de Lingüística y Literatura Hispánica de la misma universidad. Su trabajo de investigación se centra en la figura de la Llorona y en la literatura oral mexicana. Ha publicado, junto con Ligia Rivera Domínguez, “El Tendajón mixto como ‘puerta al submundo’” (en Yo quiero que haya mundo… Elena Garro. 50 años de dramaturgia). Es, además, secretaria editorial de la revista Escritos, de Ciencias del Lenguaje. MERITXELL HERNANDO MARSAL es licenciada en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona, maestra en Letras Latinoamericanas por la Universidad Nacional Autónoma de México y doctora en Letras por la Universidade de São Paulo. Actualmente es profesora adjunta de la Universidade Federal de Santa Catarina, en Brasil.

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Trabaja en la obra de Gamaliel Churata atendiendo a los siguientes temas: movimientos de vanguardia literaria y política, heterogeneidad cultural, colonialidad y desigualdad en América Latina. Forma parte del Grupo de Investigación “Literatura, historia y traducción” de la Universidade Federal de Santa Catarina. MARCIN KAZMIERCZAK es licenciado en Filología Hispánica por la Uniwersytet Jagielloñski (Universidad Jagellónica) de Cracovia (Polonia) y doctor en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la Universidad Autónoma de Barcelona. Actualmente imparte Literatura Universal y Antropología Literaria en la Universidad Abat Oliba CEU de Barcelona. Desempeña también la función de vicerrector de Estudiantes. Sus líneas de investigación abarcan la relación entre la filosofía y la literatura en las letras argentinas del siglo XX, el análisis axiológico y antropológico de la literatura, y la presencia del mito precolombino en la literatura brasileña del siglo XX. Es autor del libro La metafísica idealista en los relatos de Jorge Luis Borges (2002) y coautor del libro La palabra recuperada. Mitos prehispánicos en la literatura hispanoamericana (Iberoamericana/Vervuert, 2006). Ha publicado artículos en revistas especializadas internacionales como Revista Internacional d’Humanitats, Ideosema, Tropelías, Pensamiento y Cultura, Espíritu. Cuadernos del Instituto Filosófico Balmesiano, Studia Iberystyczne, Itinerarios, etc. VERÓNICA KUGEL es doctora en Antropología por la Université Toulouse-le-Mirail, Francia. Tiene sendas maestrías en Antropología Social y en Historia por la Université Paris VII. Es miembro fundador y directivo de Hmunts’a Håm’i, Centro de Documentación y Asesoría Hñähñu, centro de investigación, biblioteca especializada y editorial en Ixmiquilpan (Hidalgo, México). Es también miembro del Comité Organizador de los Coloquios sobre Otopames desde 2001. Coordina, junto con Yolanda Lastra y Ana María Salazar, el Seminario Permanente sobre Otopames en el Instituto de Investigaciones Antropológicas de la UNAM desde 2003. Realiza investigaciones sobre diversas temáticas en el valle del Mezquital desde la década de 1980. JOAQUÍN LAMEIRO TENREIRO es investigador en la Universidade da Coruña. Su trabajo se centra en las literaturas uruguaya y argentina, y especialmente en el escritor Felisberto Hernández (1902-1964). Ha presentado varias ponencias sobre los temas mencionados, de las cuales cabe destacar “La dialéctica entre independencia y necesidad en las estructuras narrativas de Felisberto Hernández”, en el IX Congreso Internacional de la Asociación Española de Estudios Literarios Hispanoamericanos (AEELH): “Literatura de la Independencia-Independencia de la Literatura”, y la comunicación “Cosmogonías de bolsillo: la génesis de microcos-

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mos en tres cuentos rioplatenses: Macedonio Fernández, Jorge Luis Borges y Julio Cortázar”, en el II Congreso Internacional “Mitos Prehispánicos en la Literatura Latinoamericana” de la University of Liverpool. INMACULADA MARÍA LOZANO OLIVAS es licenciada en Humanidades por la Universidad de Castilla-La Mancha (UCLM) y en Filología Hispánica por la misma universidad. Fue lectora AECID en la Universidad de Nanjing (China) y en la Universidade Federal do Estado do Río de Janeiro (UNIRIO), Brasil. Fue profesora de español en la Universidad de Estudios Internacionales de Shanghái (SISU), China, y en la Chatham Grammar School for Girls, Kent, Reino Unido, con una Beca Leonardo. Ha presentado las comunicaciones sobre literatura mapuche “Shumpall, el señor de las aguas, mito de origen Mapuche”, en el “Seminario de Literatura Hispanoamericana: mitos y culturas indígenas de América”; “El mito de Trentren y Kaikai en la Nueva Poesía Mapuche”, en el II Congreso Internacional “Mitos Prehispánicos en la Literatura Latinoamericana” (University of Liverpool) y “El pueblo Mapuche: historia cultura y literatura”, en el Centro de Estudios Latinoamericanos del Instituto Jingling de la Universidad de Nanjing. MARTA ORTIZ CANSECO es doctora por la Universidad Autónoma de Madrid. Trabaja como profesora asociada en el Departamento de Filología Española de la Universidad de Alcalá de Henares y como ayudante de biblioteca en la Biblioteca Nacional de España. Ha editado el primer libro de poemas de César Vallejo, Los heraldos negros, para la editorial Castalia y actualmente está desarrollando una Antología de poesía peruana, 1921-1931. Ha colaborado con el profesor Efraín Kristal (UCLA) en la redacción de la entrada “Peruvian Poetry” para The New Princeton Encyclopedia of Poetry and Poetics (2012). MAR LANGA PIZARRO es doctora en Filología Hispánica por la Universidad de Alicante, profesora de Lengua y Literatura en Enseñanzas Medias. Su trabajo como investigadora se centra en la literaturas paraguaya y española contemporáneas. Es directora de la “Página de autor Fernando Iwasaki” de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. Es, además, miembro del Consejo Editorial de la revista América sin nombre (Universidad de Alicante) y miembro de la Unidad de Investigación “Recuperaciones del mundo precolombino y colonial en el siglo XX hispanoamericano”, de esa misma universidad. Ha publicado entre otros, el Manual de Literatura Española Actual: de la transición al tercer milenio (con Ángel L. Prieto de Paula, 2007) y Guido Rodríguez Alcalá en el contexto de la narrativa histórica paraguaya (2001).

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Mª. ELENA MARTÍNEZ-ACACIO ALONSO es licenciada en Filología Hispánica por la Universidad de Alicante, donde también ha cursado el máster en Estudios Literarios. Actualmente es becaria de investigación en la Universidad de Alicante, donde realiza su tesis doctoral en literatura peruana del siglo XX, centrándose en la trayectoria literaria del escritor Abraham Valdelomar. REMEDIOS MATAIX es doctora en Filología Hispánica y profesora titular de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Alicante. Su labor como investigadora se ha centrado en la literatura hispanoamericana de los siglos XIX y XX, y a sus relaciones con los procesos culturales y sociopolíticos. En ese campo ha dedicado publicaciones y contribuciones a congresos a la obra de Juana Manso, José Martí, José Asunción Silva, Francisco Contreras, José Eustasio Rivera, Rómulo Gallegos, José Lezama Lima, el Grupo Orígenes, Mario Benedetti, Gonzalo Rojas, Alfredo Bryce Echenique o Julio Cortázar. Ha dictado cursos y conferencias en las universidades de La Sorbonne (París), Santiago de Chile, Concepción (Chile), Córdoba (Argentina), Complutense de Madrid, Huelva, Lleida, La Rioja, Murcia, Central de Barcelona, Autónoma de Barcelona, La Rábida o Córdoba (España). Entre sus publicaciones destacan los libros La escritura de lo posible. El sistema poético de José Lezama Lima (2000), Para una teoría de la cultura: ‘La expresión americana’ de José Lezama Lima (2000), y la edición crítica de los Ensayos dispersos de Lezama (en preparación). Su investigación se ha orientado también hacia el estudio del Modernismo, la narrativa y el ensayo del siglo XIX, y la iconología americana de los Siglos de Oro, de lo que han resultado publicaciones como La escritura (casi) invisible: narradoras hispanoamericanas del siglo XIX (2004), la edición crítica de Poesía y De sobremesa de José Asunción Silva (2006), Las ‘cinturas’ de América: alegoresis, recurrencias y metamorfosis de la iconología americana (2009), Amazonas áureas: un viaje a América de ida y vuelta (2010), De la alegoría de América a las alegorías de la Patria. Persistencias y mutaciones imaginarias de la Colonia a la Independencia (2011) o las ediciones críticas de Aves sin nido, de Clorinda Matto (2012) y de La novela moderna, de Mercedes Cabello (2012). LIGIA RIVERA DOMÍNGUEZ es doctora en Antropología por el Instituto de Investigaciones Antropológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México. Es docente en el Colegio de Antropología (Semiótica de la Cultura y Antropología y Lingüística) y en el Colegio de Lingüística y Literatura Hispánica (Sociolingüística e Introducción a la Lingüística) de la Facultad de Filosofía y Letras de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, de 1992 a la fecha. Es directora de Escritos. Revista del Centro de Ciencias del Lenguaje de la BUAP. Sus temas de investigación son cultura y religión; la recopilación y análisis del discurso mítico

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y ritual, empleando como paradigmas la semiótica de la Escuela de París y la antropología (cosmovisión), la lengua en el contexto social y la sociolingüística. JOSÉ ROVIRA COLLADO, profesor de Didáctica de la Lengua y Literatura en la Facultad de Educación de la Universidad de Alicante. Ha sido lector de español en varias universidades italianas, investigando sobre la repercusión de la conquista de América en Italia. Es especialista en enseñanza del español como lengua extranjera (ELE), uso de las TIC en la didáctica y en literatura infantil y juvenil (LIJ). Desde 2007 es coordinador académico de las UNICOMIC, las Jornadas del Cómic de la Universidad de Alicante, que en 2012 llegaron a su XIV edición. JOSÉ CARLOS ROVIRA es catedrático de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Alicante. Es autor de libros y ediciones sobre autores contemporáneos (Rubén Darío, Miguel Hernández, Pablo Neruda, José María Arguedas y Juan Gil-Albert), así como sobre poetas de la tradición cancioneril en la corte napolitana de Alfonso el Magnánimo, literatura novohispana y las relaciones del mundo cultural italiano con la tradición hispanoamericana. Sus últimos libros son José Toribio Medina y la fundación bibliográfica y literatura del mundo colonial hispanoamericano (2002), Ciudad y literatura en América Latina (2005), así como las ediciones La sombra vencida. Miguel Hernández 1910-2010, catálogo de la exposición de la que fue comisario, dedicada al poeta en su centenario, y la edición de la Obra poética de Rubén Darío (2011). MÓNICA RUIZ BAÑULS es doctora en Filología Hispánica por la Universidad de Alicante (España) y licenciada en Ciencias Religiosas por la Facultad de Teología San Vicente Ferrer de Valencia. Es profesora del área de Literatura Española en la Universidad Miguel Hernández (Elche). Está integrada en la unidad de investigación “Recuperaciones del mundo precolombino y colonial en el siglo XX hispanoamericano” de la Universidad de Alicante y en el consejo editorial de la revista América sin nombre. Ha impartido conferencias en México y en España y ha publicado diversos trabajos sobre el teatro mexicano de los siglos XVI y XIX, y acerca de las obras de los evangelizadores en la Nueva España del siglo XVI. Sus últimos libros son El huehuetlatolli como discurso literario sincrético en el proceso evangelizador novohispano del siglo XVI (2009) y Literatura y moral en el México virreinal: presencias prehispánicas en la literatura de evangelización (2011). VÍCTOR MANUEL SANCHIS AMAT, doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Alicante, ha trabajado en el grupo de investigación de literatura hispanoamericana de la misma universidad y realizado su tesis doctoral sobre el humanismo en

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la Nueva España y la figura del intelectual toledano Francisco Cervantes de Salazar, cronista y primer catedrático de Retórica de la universidad mexicana. MERCEDES SERNA es profesora titular de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Barcelona, donde imparte cursos de grado y de posgrado. Es autora de ensayos sobre Bartolomé de las Casas, sor Juana Inés de la Cruz, Manuel Gutiérrez Nájera, José Martí, Julio Herrera y Reissig, Delmira Agustini, Vicente Huidobro, Pablo Neruda, Nicanor Parra, Juan Carlos Onetti, García Márquez o Vargas Llosa, publicados, entre otras, en Ínsula, Cuadernos Hispanoamericanos, Monteagudo, Tropelias, Tonos Digital, Anales de Literatura Hispanoamericana, Anthropos o Boletín de la Academia Peruana de la Lengua. Como especialista en literatura colonial, entre sus estudios más destacados se encuentran las ediciones filológicas de los Comentarios reales del Inca Garcilaso de la Vega (2000) y de Textos y documentos de la conquista americana (en preparación), y las antologías críticas Crónicas de Indias (2000) y Poesía colonial hispanoamericana (siglos XVI y XVII) (2004). También es autora del libro de ensayos Modernismo y vanguardia: de Herrera y Reissig a Nicanor Parra, (2002). En 2008 publicó, con Bernat Castany, la Antología crítica de poesía modernista, y junto con Vicente Cervera, la edición y estudio Cuentos fríos. El que vino a salvarme, de Virgilio Piñera. En 2012 salió su edición Textos y documentos de la conquista americana. En la actualidad está preparando una edición sobre la obra de fray Toribio de Benavente. Es fundadora y coodirige la revista virtual Cartaphilus. Revista de investigación y crítica estética, editada en la Universidad de Murcia. ROSA SERRA SALVAT es doctora en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona, donde se graduó con una tesis sobre la representabilidad espacial en la obra de Julio Cortázar. Ha publicado varios artículos sobre dicho autor. Entre 1974 y 2002 trabajó como profesora de instituto. MARTÍN SOZZI es doctorando en Literatura Hispanoamericana y profesor en la Universidad de Buenos Aires. Su investigación se centra en la figura del Inca Garcilaso de la Vega. Participó como investigador asistente en diferentes proyectos relacionados fundamentalmente con la literatura del período colonial americano. Publicó artículos en libros y revistas especializadas, entre los que se pueden destacar: “Literatura Latinoamericana. Derivas de una disciplina (papeles de trabajo)” y “Por voluntad del escribano. Los prólogos del Inca Garcilaso”. STEFANO TEDESCHI es doctor en Estudios Americanos por la Universitá Roma Tre, donde se graduó con una tesis sobre la recepción de la literatura hispanoamerica-

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na en Italia, luego publicada con el título All’inseguimento dell’ultima utopia (2006). En el mismo año publicó un libro sobre Francisco Javier Clavijero, con el título La riscoperta dell’America. En 2008 ha publicado una antología de literatura hispanoamericana en colaboración con Fausta Antonucci. Actualmente es profesor agregado de Lengua y Literaturas Hispanoamericanas en la Universidad de Roma “La Sapienza”. Ha publicado numerosos ensayos en revistas nacionales e internacionales, y en los últimos años se ha dedicado al estudio de la representación de los aztecas en la literatura mexicana y a la relación entre cine y literatura en Hispanoaméricano. HELENA USANDIZAGA se doctoró en Semiótica en la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París con una tesis dirigida por A. J. Greimas, y es también doctora en Filología Románica. Actualmente es profesora titular de Literatura Hispanoamericana en la Universidad Autónoma de Barcelona. Sus líneas de investigación son la poesía peruana contemporánea y la literatura andina. Ha publicado numerosos artículos y capítulos de libro sobre los temas de sus líneas de investigación. Entre los trabajos dedicados a Arguedas se destacan, en los últimos años, los publicados en Los ríos profundos. José María Arguedas (2004) y José María Arguedas: hacia una poética migrante (2006). Sobre Gamaliel Churata ha publicado, entre otros, trabajos en El indigenismo americano II (2001), en Revista Andina (nº 40, 2005), un trabajo sobre conocimiento y cosmovisión andinos en El pez de oro, reeditado recientemente como “Cosmovisión y conocimiento andinos en El pez de oro, de Gamaliel Churata” en Encrucijadas estético-políticas en el espacio andino (2009) y “El Pez de Oro, de Gamaliel Churata, en la tradición de la literatura peruana” en América sin nombre (nº 13-14, 2009), así como un capítulo del libro La palabra recuperada: “Irradiación semántica de los mitos andinos en El pez de oro, de Gamaliel Churata”, donde se estudia los diferentes niveles de significado de los mitos andinos en esta obra. Está en prensa su edición crítica del El pez de oro. Asimismo, fue editora y coautora de La palabra recuperada. Mitos prehispánicos en la literatura hispanoamericana (Iberoamericana/Vervuert, 2006). EVA VALERO JUAN es doctora en Filología Hispánica por la Universidad de Alicante, profesora titular de Literatura Hispanoamericana en la misma institución y directora del Centro de Estudios Iberoamericanos Mario Benedetti. Su trayectoria investigadora se ha centrado en la literatura hispanoamericana, con especial dedicación a la peruana, fruto de la cual son los libros Lima en la tradición literaria del Perú, de la leyenda urbana a la disolución del mito (2003) y La ciudad en la obra de Julio Ramón Ribeyro (2003). Otro tema principal de su trayectoria investigadora se centra en la obra americanista de Rafael Altamira y en las relaciones culturales

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entre España y América Latina en los albores del siglo XX, que ha dado lugar, entre otros trabajos, al libro Rafael Altamira y la “reconquista espiritual” de América (2003); la edición, junto con el profesor Enrique Rubio Cremades, del volumen colectivo Rafael Altamira: historia, literatura y derecho (2004); y los volúmenes publicados en colaboración con Enrique Rubio, Rocío Charques y Mª Ángeles Ayala, La labor periodística de Rafael Altamira, vols. 1 y 2 (2008 y 2011). Es editora de de las antologías El Quijote en Perú y El Quijote en México en el Centro Virtual del Instituto Cervantes, y de La casa de cartón de Martín Adán (2006). La investigación sobre El Quijote en América ha dado lugar al último libro: Tras las huellas del Quijote en la América virreinal (2010).