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Spanish Pages [215] Year 2018
THEODOR W. ADORNO
MAHLER UNA FISIOGNÓMICA MUSICAL
TRADUCCIÓN DE ANDRÉS SÁNCHEZ PASCUAL PRÓLOGO DE JOSEP SOLER
Ediciones Península Barcelona
La edición original alemana de esta obra fue publicada en 1963 por Suhrkamp Verlag con el título
Mabler: Eine musikalische Physiognomik. © Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main, 1960.
Diseño de la cubierta: Albert i Jordi Romero. Primera edición: abril de 1987. Segunda edición: junio de 1999. © de esta edición: Ediciones Península s.a., Peu de la Creu 4, o8ooi-Barcelona. e - m a i l : [email protected] i n t e r n e t : http://www.peninsulaedi.com Impreso en Romanya/Valls s.a., Plaga Verdaguer, 1, Capellades. d e p ó s i t o l e g a l : b . 28.788-1999. i s b n : 84-8307-211-4.
Prólogo Leb’ wol mein Saitenspiel! Tod! VerklündigungV 1 Erbarmen! O Gott! O Gott! Warum hast du mich verlassen? Esto escribía Mahler en el manuscrito de su Décima sinfonia,2 en las páginas del segundo y tercer movimientos (y el tercero lleva el título de Purgatorio oder Inferno; aunque la palabra Inferno esté tachada, no es la única alusión al lado oscuro de lo trascendente: Der Teufel tanzt es m it m ir); pero no por ello parece que la figura del Príncipe de este Mundo sea determ inante en la obra y en la personalidad de Gustav Mahler. El Príncipe es el símbolo de aquello que no puede nom brarse, porque no es; m as su presencia parece desvane cerse ante la a^firmación única, cada vez m ás insoportable a medida que avanzan los años: la afirmación de que el trans currir de la vida quiere decir tan sólo que el final se acerca y que la m uerte, que ya en la Revelación se asim ilaba de una m anera más o menos esencial al Príncipe de las Tinieblas, del no ser, es el único lugar a donde puede acceder el artista, el poeta; pues éste, por la misma razón de su ser, obliga al no ser a venir a ser. Pero la m uerte no es; la pérdida de mi ser sólo la puedo experim entar yo (y al perderlo dejo de experi m entarlo): la m uerte sólo es experiencia para los demás, para los supervivientes.3 Así, el poeta, el artista, abre paso a la apertura de la conciencia de los demás con su obra, pero la esencia del m orir de ésta le está vedada, y su comprensión del ser de su m orir se le escapa asimismo por su esencial imposibilidad. Con ello se le hace inasequible la esencia de su obra; sólo puede entregarla a los demás, y su obra sólo en 1. Henry-Louis de La Grance, G w ta v M ahler (3 vols., París, 1979, 1983, 1984). Véase, en el vol. 3, p. 758, y muy en especial la p. 1238; probable m ente Mahler queda escribir T odes Verkündigung (Anuncio de la Muer te), alusión a la conocida escena del segundo a cto de La Walkiria. 2. G. MAHLER, X . Sym phonie, F aksim ile nach d e r H andschrift (edit. por Erwin Ratz, Munich, 1967). Y G. MAHLER, A perform ing versión o f th e d ra ft fo r the Tenth Sym phony. Preparado por ^Deryck Cooke (Londres, 1976). 3. M. HEIDEOOER, S e r y tiem po (México, 1951, 1^9621, pp. 260 y ss. Véase, asim ism o, L. W^^ITTGENratN, T ractatus logico-philosophicus (Ma drid, 1973), p. 199; y en la p. 197: «¡Ética y estética son lo m^ismot»
ellos se consuma: aqui radica la profunda tristeza del artista y su angustia insoportable, a la cual siempre se halla asido por la imposibilidad de asir el «otro lado», el más allá del final de su tiempo. Y pocos artistas han soportado y experim entado, en su vida y a través de su obra, el se r p a ra la m uerte, el ser «cami no hacia», sin que el sentim iento de la afirmación intem poral, carente de devenir, pueda hallarse en su producción; las gi gantescas sinfonías y los Lieder de Gustav M ahler se nos apa recen, ahora, cuando su m ateria estrictam ente m usical es ya indiscutible —p a ra el m úsico auténtico—, como un algo más (o un algo menos) que únicam ente m úsica: la violenta explo sión de energía creadora, enorm e y renacentista, que le llevó a crear diez inmensas sinfonías y las series complementarias de Lieder, podemos ahora aceptarla como oscuro cántico al h o rro r del no ser, como vano e inútil —consciente de ello es M ahler, pero no po r ello deja de inten tar el rito único de todo artista, la liturgia de Sísifo, im agen de todo arte— esfuerzo para detener el tiempo e inm ortalizar lo único que él —como artista auténtico y verdadero— sabe que es im posible conse guir: •la eternidad de vivir y com prender más allá de la vida. Por dos veces, en su Segunda y en su Octava sinfonía, M ahler tra ta rá de afirm ar el impulso motor, la necesidad ini cial, que, fuera del tiempo, llevó al espíritu creador —a Dios— a salir de Sí mismo, a devenir tiempo y afirmación: pero el Urlicht está expresado en condicional: «... soy de Dios y retornaré a Dios; :e.1 me dará un rayo de luz y me guiará hacia la vida y la paz eternas... »; y el texto de K lopstock/ M ahler que concluye la sinfonía anuncia que lo creado debe perecer y lo que ha perecido debe renacer, y afirma: « ¡Pre párate! ¡Prepárate a vivir!»; y el esplendor del órgano, las campanas y los tam-tams parecen así anunciarlo, o m ejor, desearlo. Pero ya en la Tercera sinfonía la contralto avisa de la ambigüedad de todo deseo, y las palabras de Nietzsche ya no hablan de Dios ni de su gloria: « ¡Oh hombre, escucha!... profundo es el dolor y profunda es la alegría. .. pero la alegría desea eternidad, desea una profunda, una profunda eterni dad ... » «Doch alle Lust will E w ig keib / W ill tiefe, tiefe Ewigkeit!» Y en las páginas que concluyen La canción de la tierra re petirá M ahler por nueve veces la palabra ewig, insoportable deseo de aquello que no es porque pertenece —si de alguna form a es ello posible— al reino del no ser, porque no es de
los vivos ni de la vida (tam bién la condesa Geschwitz, en el atroz final de Lulu, que Berg escribirá años más tarde, aca b ará su vida con esta palabra, penúltim a que pronuncia antes de que su maldición y su desesperación [Verflucht] 4 confi guren esta escena como la más terrible que pueda imagi narse). E sta búsqueda de lo inasequible proseguirá a través de toda la obra de Mahler: la Octava sinfonía será el últim o es pasm o de energía, grandioso como todo aquello que no puede ser dicho y que no puede ser definido; pero a la inm ensa in vocación al Pneum a Divino seguirá una extraña segunda parte en la que los conflictos edípicos del compositor, trágicos en su imposibilidad de ser solucionados, se verán sublimados —por el momento— a través de la invocación a la figura de M aría que lo llama: «Ven, elévate hacia lo alto... »; y el Coro Místico le asegura la consumación del deseo: «Hier ist's getan»: «Aquí todo se realiza y todo encuentra su medida...», y de nuevo será el resplandente fulgor de la inmensa orques ta el que así lo certifique. Pero la tensión de la búsqueda implica que ésta jam ás se alcance; la Octava sinfonía sólo podía haberla escrito un m uer to, y ahora, después del autoengaño de querer asegurarse la presencia del Espíritu y la sublimación m aterna, el composi to r cae en el abismo, un abismo nunca antes expresado (y difícilmente repetible), de sus dos últim as sinfonías y de La canción de la tierra. E stas tres obras, nunca oídas po r su autor, vivas sólo después de su m uerte, son el monumento funerario más extraordinario que el m undo de la música —la m ás sutil y profunda de todas las artes— haya jam ás cono cido. La Octava sinfonía posee la ambigüedad que tienen todas las imágenes religiosas cuando vienen expresadas bajo figura humana; y si la prim era parte de la obra es una invocación al teriom orfo Pneuma —el aspecto más abstracto y profundo del «pensarse» de la Divinidad, aunque se represente bajo la 4. T anto en la partitura de can to y piano c o m o en la de orquesta Berg escribe dos notas p ara que la cantante —en S p re c h g e sa n g - pro nuncie esta palabra, aunque no escribe el texto, que en ambas partitu ras aparece en blanco. E n la Sinfonía de Lulu es el corno inglés, con un ritm o ligeramente cambiado, el que las in te ^ re ta . I g n o r a o s si en el manuscrito original aparece esta circunstm cia, p ero , de ser así, nos p re^ n ta m o s p o r qué Berg no se atrevió a escribir la palabra últim a de condenación, pero si la música.
figura, asimismo muy ambigua, de la paloma—, la segunda parte, con un decorado de «...bosque, roca, soledad... leones m ansos y callados ... », que sirve de fondo a las m ísticas apa riciones de ángeles, niños bienaventurados y anacoretas, in troduce finalmente la personificación de lo Bwig-Weibliche, de lo E terno Femenino —el reposo, la consumación, por con traste con el deseo, con el esfuerzo, con la lucha de lo Eterno Masculino (en palabras del mismo M ahler a Alma, en 1909)—, en la figura de la Mater Gloriosa —cerniéndose en los aires— que lo atrae (a través del ruego de M argarita/Alma), arras trándolo por este irresistible impulso hacia la madre que lo acoge definitivamente y lo libera así del terrible miedo del abandono de Alma, imagen en la vida real de su m adre, y abandono más que posible dadas las veleidades eróticas de Alma. M ahler sabe describir con certero impulso creador la apoteosis de la M adre Gloriosa, en la que «se realiza lo indes criptible»: pero después de que el coro místico haya anun ciado esta «realización», la obra ya no puede progresar más; las tres sinfonías posteriores carecen de textos «religiosos», aunque en la últim a de ellas el com positor haya escrito frases como las que antes hemos reproducido. Después de la exaltación m aternal y la desesperada invo cación a la sabiduría de la Octava sinfonía, el desaliento sin esperanza parece estar om nipresente en estas obras —únicas en toda la música de Occidente por su profundidad y por el agudo dolor con que este abism al descenso está expresado. Dunkel ist das Leben, ist der Tod, sombría es la vida, som bría es la muerte, dice en el prim er canto de La canción de la tierra: el «canto del dolor de la tierra». Y en las dos pági nas finales de la Novena sinfonía prescribirá por cinco veces, para los instrum entos de cuerda con que concluye esa sinfo nía, la indicación ersterbend: «muriéndose». Esta exaltación romántica, en la que la vida es sólo camino hacia la m uerte, y ésta, por carecer de ser y precisam ente por esa carencia, viene a ser determ inante de todos los actos y sentimientos del artista, es única entre los compositores de Occidente. En la obra de Liszt, en Berg, en Mozart, lo oscuro y soterrado del dolor último se halla más o menos presente, más o menos directam ente expresado; para el músico del si glo x i x , a través de la «forma» Requiem, la avasalladora irrup ción del no ser encuentra una adm irable m anera de ser dicha en música: Mozart, Brahms, Dvorak, Verdi, Berlioz y tantos otros, a través de bien diversos ángulos y diversos textos,
convertirán su íntimo tem or en estructura sonora. Pero na die, hasta ahora, ha llegado tan lejos en el estrem ecerse ante el numinoso h orror del abandono, ante la presencia de una trascendencia negativa y oscura y la caída final en el no ser, y ante la terrible misión del a rtista como medio a través del cual fluye la poesía y la apertura de la conciencia de los de más y al que muy a menudo le está vedada aun la m era es cucha de estas obras «pórtico», en las que él ha dejado pe netrar la posibilidad del «susurro» helado y trascendente; el artista es el agente pasivo, neutro pero doliente, de esta voz que secretam ente acecha e impulsa a crear para los otros: « ...he aquí que una palabra me fue dicha furtivam ente... en las angustias de m is visiones nocturnas, cuando sobre el dur miente desciende el torpor nocturno: un estremecim iento —y un escalofrío— que han hecho tem blar todos mis huesos: y un aliento huidizo se desliza sobre mi rostro, erizando el pelo de mi carne. Alguien está de pie, frente a mí... una imagen, y oigo una voz ligera ...» 5 «Alguien» comunica un m ensaje al ambiguo amigo de Job, y éste —el poeta que «habla»— lo transm ite amargam ente al espectador, al oyente, al habitante «en casas de barro cuyos fundamentos se asientan en el polvo, a aquel que vive en el país de la angustia»: Mahler es el poeta que afirma la angus tia y la expresa como algo de lo que no puede evadirse, ni él como «poeta» ni el espectador como lector de esas músicas «que abren paso» y que el compositor le entrega. A principios de siglo, cuando el choque wagneriano estaba actuando —trem enda y fructífera llaga, de la que aún no vis lumbramos ni tan sólo la posibilidad de que pueda llegar a cerrarse—, y actuando con extrema fuerza a través de las fi guras de Scriabin, Debussy, Strauss (Salomé, 1906) o de las prim eras obras de Schonberg, de las que ya tantas veces se ha dicho que eran músicas en las que podía oírse el sonido de otros planetas, la obra de Gustav Mahler, a pesar de su gigantesca proporción y de lo inmenso de los medios puestos en movimiento —energía que no puede detenerse—, podría también verse desde otro punto de vista, y en él quisiéramos insistir: entre el legado dram ático que se inicia en Monteverdi y pasa por Bach, Mozart, Beethoven y Wagner y el «volver la esquina peligrosa» del final de siglo de Debussy y Schon berg, la figura de Mahler (junto con las dos tragedias de 5. Job, 4, 12-16.
Strauss) viene a ser figura de un punto, de un m omento «sa grado»: la cesura. En Holderlin la cesura expresa un viraje, un momento crucial, que hace irrum pir —o en el que se epifaniza— «lo Divino»: un «momento infinito». En sus Comentarios a las traducciones de Sófocles señala Holderlin que « ...en las dos obras (Oedipus der Tyrann y Antigonae) la cesura viene se ñalada por las palabras de Tiresias en cada una de ellas ...; el potencial, el poder pánico de la naturaleza y del "subsuelo”, el fondo del abismo humano, vienen a ser Uno en su furor trágico ... »: como un punto en que el equilibrio se apoya en la irrupción de lo «divino», el antes y el después oscilan en una órbita «excéntrica» siempre amenazada por la ruptura del equilibrio entre las dos atracciones: es un movimiento «que se arranca», como una garra emanada del movimien to de la tragedia.6 Y Bettina von Arnim, en sus comentarios a las traduccio nes de Sófocles hechas por Holderlin, escribe: « ...toda obra de arte está form ada por un único ritm o en el que la cesura designa el m om ento de la reflexión, de la resistencia del espí ritu, para, arrebatada por lo divino, precipitarse hacia su fin. Así se manifiesta el dios del poeta. La cesura es, precisam en te, esa suspensión viviente —ese detenerse— del espíritu hu mano, sobre la que reposa el rayo divino ...» 6 En el riquísim o arco que se extiende desde el siglo x i i i , de Notre Dame hasta nuestros días, aunque relativamente breve en el tiempo (ya que el arte de la música escrita y estructu rada como tal es aún muy joven en comparación con las otras artes), la música ha experimentado en su apariencia organiza dora y en su intención como obra de arte una evolución muy diversa en la superficie, aunque el fondo —la emoción del poeta que extrae de su abismo el ser de la obra, objetiván dola como m áquina que sigue y prosigue expresando emo ción— sea siempre el mismo, y el artista —artesano o trans figurado medio— realice siempre la misma función poética y trascendente. Pero en el siglo x i x lo subjetivo, organizado como estructura musical, se impone a cualquier otro dato: Bruckner da gloria a Dios con la «intención», no con los tex tos que pueda incluir en sus sinfonías y que no necesita. Su Novena sinfonía, como m úsica, es sólo m úsica y no expresión de una vivencia personal y comunicable. Y en la obra de Wag6. HliLDERLIN, Oeuvres (París, 1967), pp. 953, 1106 y ss.
ner nos hallamos ante un universo cerrado, entregado a la m uerte, como el de Mahler, pero sin ninguna pasión trascen dente: en Tristán jam ás se pronuncia el nom bre de Dios ni nunca se lo siente como principio y fin; todo transcurre en un espacio en el que el camino es sólo camino hacia la últi m a y final destrucción en un nirvana vacío de la nada esen cial del Ser divino. Pero en Mahler, en la Segunda Escuela de Viena y, en m enor grado, en Scriabin surge con enorm e fuerza el em puje del deseo trascendente: el m orir, pero el m orir a la vida «te rrestre» para renacer en el Urlicht básico, fondo del que todo procede: y en las sinfonías y Lieder de Mahler este deseo de sesperado —esperanza sin seguridad— se expresa con fuerza sin igual. E n el segundo Scherzo de la Décima sinfonia, Mahler, des pués de haber tachado los diversos títulos de 1 Satz, 2 Satz, con trazos azules de un furor casi infantil en su diseño, escri be debajo, con tinta negra, la alusión al costado tenebroso de la trascendencia a la que antes nos referíamos: «Der Teufel tanzt es m it mir.» La escritura es irregular y la palabra Der Teufel está escrita en un nivel distinto que el resto de la frase, como si en un principio se hubiera escrito únicam ente el nom bre del Maligno. Pero debajo, y con letras que poco a poco van decreciendo de tamaño, como indicando un agota m iento en la desesperación que le llevaba a escribir —y des cribir— la esencia de su música, aparece otro texto: «Wahnsinn, fass mich an, Verflüchten!» (esta palabra —la últim a que pronuncia la condesa Geschwitz en Lulu— es de mayor tam año, en especial el signo de admiración) «Vernichte mich, dass ich vergesse dass ich bin! dass ich aufhore, zu sein, dass ich ver[schwinden].» ¡Oh locura, arrebátam e! ¡que pueda olvidar mi existencia! que deje de ser y que d e s a p a rezca]. El Scherzo term ina, tal como se inicia asimismo la Einleitung del finale, con un fortísim o golpe en el Vollstandige gedam pfte Trommel, en el tam bor m ilitar com pletam ente tapa do: 7 a m itad de la página el compositor escribe el texto más delirante y más «expresionista» que pueda imaginarse: «Du allein weisst was es bedeutet.» [Sólo tú sabes lo que esto signi fica.] «Ach! Ach! Ach! Leb'wol mein Saitenspiel! Leb wol Leb wol Leb wol Ach wol Ach Ach» (respetamos la ortografía ori 7. Db LA GRANGB, obra citada, vol. 3, p. 759.
ginal). ¿Qué extraño delirio lleva a M ahler a escribir ¡Ay! por seis veces y casi otras tantas ¡Adiós!, todo ello con trazos exasperados (Ach wot, en especial la A mayúscula es enor me) y en unas páginas que nadie debía ver, aunque el com positor no podía ignorar que en el día de m añana, a pesar de sus deseos, más o menos sinceros, de que se quemase, el m anuscrito sería guardado celosamente y estudiado con infi nito cuidado, como así ha sucedido? Pero esta frenética destrucción del poeta en manos del lenguaje —tal como B ettina von Brentano ya había asimismo adivinado que sucedió en el «poseído» Holderlin— aún con tinúa en el finale, en el cual se consuma la m uerte física del artista para entregarnos la obra cumbre —sin duda— de la música sinfónica de Occidente: el terrible golpe de tam bor inicia el últim o tiempo, y las voces siniestras de la tuba y de los dos contrafagotes, por dos veces, preparan el enunciado del tema por la segunda trom pa (un tema que está derivado del tema principal del Purgatorio); unas páginas más adelan te (en la página anterior a la 9 del m anuscrito, sin num erar; aproximadamente los compases 319 y ss.) escribe: «fü r dich leben! fü r dich sterben!» [ ¡vivir para ti! ¡morir para ti! ], y en los últim os compases de esa página (332 y ss.) escribe, sobre un doble subrayado: Almschi! El increíblemente hermoso adagio prosigue con una tensión quizá nunca igualada; y deba jo del compás 384 vuelve M ahler a escribir: «fü r dich leben! fü r dich sterben!»: la música agoniza hasta que surge el últi mo espasmo (compases 394 y ss.) para disolverse en el Sehr langsam (muy lento) final: debajo del últim o dim. repite M ahler por postrera vez: Alm schi!, con letra tem blorosa e irregular. Describimos con cierto detalle el m anuscrito del adagio porque en él nos parece ver, con una cruel claridad, sin tem or a la indiscreta m irada del futuro, una confesión personal y musical como pocas veces puede encontrarse. No son las pala bras de M ahler lo im portante, pues vivir o m orir por una persona puede darse en muchos niveles: es la calidad de esta vida hacia la m uerte a través de una obra de arte incompa rable lo que hace que estas palabras estén ya por siem pre re vestidas de poesia, de capacidad de evocar aquello que aún no es, configurando a la música, sobre la cual planean con un tono peculiar y una tensión que no habrían podido tener si la vida del compositor hubiera sido otra. Así, la vida del artista es camino que se abre paso hacia
la destrucción final que es la obra de arte; y esta destruc ción, que de una form a u o tra a rra stra al poeta, es el precio que éste debe pagar para poder ser el oficiante en esta litu r gia fúnebre que es el arte de Occidente. En Mahler, como en muy pocos casos, la tensión destructora se expresa en un arabesco gigantesco y hermosísimo: la irrupción del «ges to poético», surgiendo del abism o más profundo y tem ero so del ser humano, es de una fuerza organizada como pocas veces se ha dado en la historia del arte: « ...para la poesía existen leyes suprem as, y cualquier emoción se desarrolla a través de estas nuevas leyes, que no pueden aplicarse a nin guna o tra circunstancia, ya que cualquier obra verdadera es profética e inunda a su tiempo de luz, y corresponde a la "poesía” irrad iar esa luz; por ello el espíritu no puede ni debe surgir más que a través de la poesía. El espíritu surge a tra vés de la exaltación ...» 8 *
*
Éste es el poeta y el hom bre que Adorno, músico ante todo, com positor muy notable y pensador a través de la m ú sica, estudia y describe en este libro. Adorno m urió sin llegar a conocer la edición crítica de la últim a sinfonía de Mahler, y sobre ella expresa una emoción hecha de duda y temor. Los años dan, cada vez más, una perspectiva más amplia y general, pero el inmenso fresco del Juicio Final que es la obra de M ahler —y ya Proust había expresado este sentimien to de consumación que se siente frente al objeto artístico— es cada día m ás inmenso y profundo: la m irada de Adorno sobre M ahler es la m irada de un m úsico sobre un músico, de un compositor sobre un compositor, de un poeta sobre un poeta. A él le toca y le pertenece ser guía a través de este «país de la angustia y la desolación» en estos momentos de angustia y desolación. Andrés Sánchez Pascual —a quien debemos, además de sus famosas traducciones de Nietzsche, una espléndida y re ciente versión de otra obra de Adorno: Im prom ptus (Barce lona, 1985)— ha traducido esta obra con adm irable instinto musical y con la discreción de quien sabe que la grandeza de un traductor está en no traicionar al autor, en dejarle que hable p o r sí mismo, hallando para su labor de recreación la 8. H S u ^ i n , O euvres (Parts, 1%7), p. 11OT.
palabra ju sta y el sentido exacto y preciso. Los músicos —y los no músicos— debemos agradecerle esta traducción como un espléndido regalo. El complejo «hermetismo» de Adorno, que sólo requiere am or al texto y am or al objeto, halla en él la palabra segura que sólo da u n verdadero am or y conoci m iento del tem a. JOSBP S O L ^
de la Reial Académia Catalana de Belles Arts de Sant Jordi
l. Cortina y fanfarria
La dificultad de revisar la sentencia que sobre Gustav M ahler han dictado, en los cincuenta años transcurridos des de su m uerte, no sólo el régimen de Hitler, sino también la historia de la música, es grande; m ayor es, sin embargo, la dificultad que toda m úsica opone a los conceptos, a los filo sóficos muy especialmente. Para captar la riqueza de contenido de las sinfonías mahlerianas resultan insuficientes las consideraciones del tipo de los análisis temáticos; éstos, al lim itarse a lo que acaece en la composición, descuidan la composición misma. Mas tam bién serían insuficientes las consideraciones que quisieran atra p ar lo compuesto, o, para decirlo con la jerga de la auten ticidad, el mensaje. Si alguien pretendiera apoderarse inme diatam ente de éste, cual si fuera algo representado por la música, no haría otra cosa que retroasentar a M ahler en aquella esfera del program a, adm itido o silenciado, al cual él se opuso' muy p ro n to y cuya inconsistencia ha quedado m ani fiesta desde entonces. Las ideas que las obras de arte mane jan, presentan, mencionan adrede, no son la Idea de esas obras; son m ateriales. Un m aterial es tam bién aquella «idea poética» con cuyo borroso nom bre se pensó despojar de su grosera m aterialidad al program a. La frase, estúpida y rim bom bante, «Lo que la m uerte me ha contado», colgada a la Novena de Mahler, resulta más penosa incluso, puesto que desfigura un componente de la verdad, que las flores y ani males de la Tercera que sin duda tuvo en mente su autor. La razón de que M ahler m uestre una esquivez especial frente a la palabra teórica está en lo siguiente: él no se so m ete a la alternativa que en un lado pone la tecnología mu sical y en otro el contenido representado por la música. En Mahler se m antiene testarudam ente firme, en lo musical puro, un resto que no cabe interp retar ni refiriéndolo a los acon tecimientos compositivos ni refiriéndolo a los estados de áni mo del compositor. Al gesto de su música es a lo que M ahler se aferra; a M ahler lo com prendería quien lograse hacer hablar a los ele
m entos de la estructura musical, pero a la vez localizase en la técnica las intenciones, que brillan un momento como re lámpagos, de la expresión. El único modo de situ ar en pers pectiva a M ahler consiste en aproxim arse todavía más a él, consiste en penetrar dentro de él y afrontar esa inconmensu rabilidad que hace mofa lo mismo de las categorías estilísti cas de música pura o música program ática que de quienes pretenden sin más derivarlo históricam ente de Bruckner. Las sinfonías m ahlerianas nos ayudan a lograr esto me diante la evidente espiritualidad que poseen sus configuracio nes musicales sensibles. Esas sinfonías están destinadas a ser concretam ente idea, no a ser ilustración de ideas. En la me dida en que, sin tolerar la escapatoria de la imprecisión, cada instante de esa m úsica cumple su función compositiva, en esa misma m edida se convierte en algo más que su mero y simple estar ahí; se convierte en un escrito que prescribe su propia interpretación. Es preciso redibujar, contemplándolas, las curvas de esa imposición dictada por la música misma, en vez de andar elucubrando sobre ésta desde un punto de vista que, según se dice, estaría situado fuera de ella y sería pre suntam ente fijo; uno de esos puntos de vista es el fariseísmo neoobjetivista que juguetea, incansable, con clichés como el que dice que Mahler fue un compositor de dimensiones titá nicas perteneciente a la fase tard ía del romanticismo. La Primera sinfonía tiene como comienzo una prolongada nota pedal de las cuerdas; todas éstas, excepto el tercer gru po de los contrabajos, el más grave, tocan armónicos y se elevan hasta el la más agudo. Ese la es un pitido desagrada ble, sem ejante al que lanzaban las locomotoras hoy ya pasa das de moda. La mencionada nota pedal cuelga, raída e im penetrable, del cielo, como una delgada cortina; el dolor que causa es el mismo que a unos ojos delicados les produce una capa de nubes de color gris claro. En el tercer compás se destaca un motivo de cuarta, cuyo tim bre viene determ inado por el flautín; el oído escucha con todo detalle la aguda, descarnada nitidez del pianissimo, como escuchará setenta años más tarde tim bres similares en las obras de vejez de Stravinski, cuando el m aestro de la instru m entación estaba ya harto de la instrum entación m agistral. Tras una segunda entrada de las m aderas viene una secuen cia del motivo de cuarta, descendente; éste queda suspendido en un si bemol, que roza con el la de las cuerdas.
Repentino piü mosso: una fanfarria pianissimo; la tocan dos clarinetes en el registro inferior, descolorido; la tercera voz está encomendada al endeble, m ate clarinete bajo; es como si el sonido viniese de detrás de la cortina a que antes hemos aludido, quisiera en vano traspasarla, y careciese de fuerzas para hacerlo. «En una gran lejanía» sigue estando la fanfarria tam bién cuando pasa a las trompetas, tal como exi ge Mahler que estén colocadas éstas.1 Más tarde, en el mo m ento culm inante de este prim er movimiento, seis compases antes de la reaparición de la tónica, es decir, del re, la fanfa rria, confiada a las trom petas, a las trom pas, a las m aderas en registro agudo, produce un rompimiento 2 que no guarda la menor proporción ni con la sonoridad anterior de la or questa ni con el crescendo que hasta esa fanfarria conduce. Más bien que llegar la fanfarria al clímax, lo que ocurre es que la m úsica se expande con un súbito estirón corporal. El desgarrón viene de allá lejos, de más allá del propio movi m iento de la música. Hay aquí una injerencia. Durante unos pocos segundos la sinfonía se entrega a la ilusión de que se ha hecho realidad eso que la m irada de la tierra ha estado esperando con angustia y ansia, durante toda una vida, que apareciese en el cielo. Esto es algo a lo que se m antuvo fiel la m úsica mahleriana; la historia de esa música es la m etamorfosis de tal expe riencia. Si ya con su prim era nota prom ete toda música el desgarrón del velo, aquello que sería diferente, las sinfonías de Mahler quisieran por fin no fracasar en ello; quisieran ponerlo literalm ente ante los ojos; quisieran igualar musi calmente la fanfarria teatral que aparece en la escena de la cárcel de Fidelio e im itar aquel la que, cuatro compases an tes del trío, coloca la cesura en el Scherzo de la Séptima de Beethoven. Así es sin duda como despierta a un chiquillo, a las cinco de la madrugada, la audición de un sonido que se precipita hacia él con extrem a violencia; quien, hallán dose en duermevela, ha escuchado tal sonido, jam ás deja de aguardar su retorno. Es tal su corporeidad, que, en compa ración con ella, el pensam iento metafísico se da cuenta de que es tan pálido y desvalido como una estética que se hace esta pregunta: si ese instante, de cuya esencia form a parte su propio desgarrón y que se rebela contra la apariencia de la obra lograda, ha sido en esa form a un instante logrado o sólo un instante pretendido. Esto es lo que hace que hoy se odie a Mahler. Ese odio se
disfraza de honestidad, de una honestidad que se opone al énfasis retórico: a las pretensiones de la obra artística de ser encarnación de algo que está añadido m eram ente por el pen samiento, pero que no se realiza. Lo que detrás de aquella honestidad se esconde y está al acecho es el rencor contra eso mismo que habría que realizar. Taimadamente se eleva al rango de m andamiento aquel «no debe ser» del que la música de M ahler se lam enta desesperada. La insistencia con que se afirm a que, desde luego, lo único que en la m úsica hay es eso que está ahí en cada m omento concreto, encubre tanto una resignación am argada como tam bién la comodidad de un oyente que a sí mismo se dispensa del trabajo y del esfuerzo del concepto musical, el cual es un concepto que tiene un devenir y que apunta a cosas que están m ás allá de él mismo. Ya en tiem pos del «Grupo de los Seis» hubo un antirrom anticism o que se las daba de estar bien enterado de las cosas del espíritu y que estableció una indigna alianza con la esfera de la diversión. A quienes se hallan en conni vencia con el mundo, Mahler los pone furiosos; esto ocurre porque él trae a la m em oria lo que aquéllos han tenido que expulsar fuera de sí mismos. La insatisfacción con el m undo es lo que confiere alma al arte de Mahler; por ello este arte no cumple las norm as mundanas. Y sobre esto es sobre lo que canta victoria el mundo. El mencionado rom pim iento que aparece en la Primera sinfonía afecta a la form a entera. La reexposición a la que ese rom pim iento abre camino no puede restablecer luego el equilibrio, aquel equilibrio cuya espera va ligada a la sonata. La reexposición se encoge, reduciéndose a un epílogo presu roso. El sentimiento de la form a del joven com positor trata esa reexposición como una coda y no le otorga un despliegue temático autónomo; el recuerdo del pensam iento principal em puja sin dem ora hacia el final. Pero de que sea posible tal acortam iento de la reexposición se cuida ya potencialm ente la exposición; ésta renuncia a la pluralidad de las figuras, renuncia incluso al tradicional dualismo de los temas, y por ello tampoco necesita ninguna restitución compleja. La idea del rom pim iento, que es la que dicta a todo este movimiento sinfónico su estructura, deja atrás la estructura tradicional, una estructura tradicional que este movimiento, con todo, es boza todavía fugazmente. Ocurre, sin embargo, que esta prim aria experiencia anti artística de Mahler necesita del arte para m anifestarse y se
ve obligada, en razón de su propia rigurosidad, a intensifi carlo. Pues la imagen que hacia el rom pim iento extiende sus manos sigue estando m utilada, ya que el rom pim iento no hizo acto de presencia en este m undo, como no lo hizo el Mesías. Realizar musicalmente el rom pim iento significa a la vez atestiguar el fracaso real del rompimiento. A la música le es esencial exigirse a sí misma m ás de lo que puede dar. En su tierra de nadie es donde ella salva la utopía. La inma nencia de la música, que está tom ada en préstam o a la in manencia de la sociedad, no puede alcanzar aquello cuyo cami no ha quedado bloqueado por ésta. El rompimiento quisiera hacer saltar por los aires ambas inmanencias. Por ser arte, la música está presa en esos lazos que ella m ism a desea cortar; y por participar en la apariencia, los refuerza. Por ser arte, la música peca contra su verdad, la deja a deber; pero esto ocurre tam bién si, cometiendo faltas contra el arte, niega su propio concepto. Las sinfonías de M ahler intentan de un m odo progresivo escapar a ese destino. En esa tarea el sustrato de esas sinfo nías se encuentra en aquello que la m úsica quiere dejar atrás y superar, en aquello que es lo contrario del rompimiento y que, sin em bargo, éste mismo pone al ponerse a sí mismo. A eso lo llama la Cuarta sinfonía «el m undanal ruido»; 3 y Hegel lo llama el «curso del mundo» al revés, un curso del m undo que empieza enfrentándose a la consciencia como lo «opuesto y vacío».4 M ahler es un m iem bro rezagado de la tradición del W eltschm erz [dolor del m undo] europeo. Sí miles del curso del m undo son en Mahler, sin excepción, aquellos movimientos que no se detienen, que, carentes de m eta, giran en sí mismos, el perpetuum mobile. El vano aje treo carente de un destino propio es lo siem pre idéntico. En el infierno —que en un p rim e r momento no es aú n musical m ente demasiado tórrido— hay un tabú que prohíbe lo nue vo. El infierno es el espacio absoluto. Ésa fue la impresión que causó ya el Scherzo de la Segunda sinfonía, y la que produjo, pero ahora de un modo extremo, el de la Sexta. En M ahler la esperanza tiene su cobijo en aquello en que hay di ferencias. La actividad del sujeto activo, calco del trabajo socialmen te útil, inspiró en otro tiempo el sinfonismo clasicista; aun que ya en Haydn, y mucho más aún en Beethoven, el hum o rism o confirió a ese sinfonismo un doble sentido. Actividad no es tan sólo, como enseña la ideología, la vida llena de
sentido de seres hum anos que se dan a sí mismos su destino; actividad es, también, la vana agitación de la falta de libertad de esos mismos seres. De ahí sale, en la fase tardo-burguesa, el espantajo del funcionamiento ciego. El sujeto está uncido al yugo del curso del mundo; pero el sujeto no se reencuen tra a sí mismo en el curso del mundo, ni tampoco puede mo dificarlo desde sí; el sujeto que ha quedado retroproyectado sobre sí mismo, y que es a la vez un sujeto impotente, ha per dido aquella esperanza que todavía en Beethoven daba su latido a la vida activa y que le perm itió al Hegel de la Feno menología acabar otorgando, pese a todo, al curso del mundo prioridad sobre la individualidad, que, según él, sólo en aquél se hace real. Ésta es la razón de que la música sinfónica de M ahler abo gue de nuevo contra el curso del m undo. Lo rem eda, pero para acusarlo; los instantes en que esa música produce un rompimiento en el curso del m undo son sim ultáneam ente los instantes de la protesta. Esa música no repega en ningún si tio la grieta abierta entre el sujeto y el objeto; antes que sim ular que se ha logrado la reconciliación, prefiere quedar hecha añicos ella misma. Al comienzo, M ahler esboza en música program ática la ex terioridad del curso del mundo. El prototípico Scherzo de la Segunda sinfonía, basado en el Lied titulado El sermón de San Antonio de Padua a los peces, perteneciente a las Can ciones sobre poemas de «El cuerno maravilloso del mucha cho», culm ina en el griterío instrum ental del desesperado.5 El sí-mismo musical —el «nosotros» que se hace oír en la sin fonía— se desploma. Entre ese movimiento y el siguiente, el de la voz anhelosamente hum ana, se logra un respiro. Pero ya entonces no se dio M ahler po r contento con el contraste poético, demasiado seguro de sí mismo, entre trascendencia y curso del mundo. A lo largo de unos movimientos en que no hay el más mínimo reposo va la m úsica haciéndose vul gar a sí misma, y p ara ello recurre a los toscos conjuntos de los instrum entos de viento.6 La p u ra lógica del discurso mu sical hace, sin embargo, que sea la lógica hegeliana la que guíe la plum a del compositor; y, de este modo, al curso del mundo le toca en suerte una parte de aquella fuerza que po see la vida, la vida que se enfrenta a la m uerte, la vida que continúa existiendo, la vida que se reproduce. :e.se es el co rrectivo del sujeto que no deja de protestar. Pero en el mo m ento en que el tem a llega a los prim eros violines, la sonori
dad y el carácter melódico de estos instrum entos b o rra la huella de lo vulgar y ordinario.7 Un relato contenido en los Recuerdos de Mahler de Natalie Bauer-Lechner —obra cuyos detalles están tan próximos a la realidad y dem uestran un conocimiento tan grande de los problem as compositivos vistos desde el lado del compo sitor, que se debería creer en su autenticidad— perm ite sos pechar que la reflexión m ahleriana tuvo presente el doble filo que hay en la relación entre el sujeto y el curso del mun do. A propósito de la conocida anécdota de Federico II dijo Mahler: «Es muy herm oso que el campesino logre justicia frente al rey, pero la m edalla tiene tam bién otra cara. E stá bien que se pro teja en su propio terreno al molinero y al molino: si no fuera porque las ruedas del molino continúan tableteando, y con ello sobrepasan de la m anera más desver gonzada sus propios límites, y producen en el terreno propio de un espíritu ajeno una cantidad incalculable de perturba ción y de daño.» 8 La justicia hecha al sujeto puede convertirse objetivamen te en injusticia; y la subjetividad misma —em píricam ente la susceptibilidad del nervioso compositor con respecto al rui do— le enseña a M ahler que el curso del m undo, que en el caso de aquella anécdota es el absolutism o, no es algo recha zable sin más, en comparación con la protección abstracta de la persona; le enseña que, tal como vio Hegel, el curso del m undo no es tan malo como se lo imagina la virtud. Mu sicalmente consciente del grosero carácter abstracto de la an títesis entre el curso del m undo y el rom pim iento, M ahler va dando poco a poco concreción a esa antítesis, m ediante la contextura interna de sus obras, e introduciendo así en ella una mediación. Como había ocurrido ya en el Scherzo de la Segunda, tam bién son símbolos de animales los que sirven de estímulo al Scherzo de la Tercera sinfonía. El núcleo temático de este Scherzo procede del tem prano Lied para canto y piano Se paración en el verano; este Lied tiene en común con el titula do E l sermón de san Antonio de Padua a los peces una agita ción desatentada. Aquí, en este Scherzo, sin embargo, no se responde a ella con la desesperación, sino con la sim patía. La música adopta el comportam iento propio de los animales; es como si, compenetrándose con el cerrado mundo de éstos, quisiera reparar en algo la m aldición que hay en esa oclusión. Im itando en sonidos los aspavientos de los seres carentes de
habla, la m úsica otorga a éstos el regalo de una voz articula da; ella misma, la música, se asusta; luego w elv e a asomar la cabeza con la misma cautela con que lo hacen las liebres; 9 actúa igual que el niño miedoso que se identifica con el más pequeñín de los chivitos de la caja del reloj, el cual consigue vencer al lobo malvado. Cuando hace su aparición el sonido de la corneta del pos tillón, el silencio del bullicio anterior form a tam bién parte, como telón de fondo, de la música. La corneta se humaniza ante las cuerdas tocadas con sordina, unas cuerdas que pare cen delgadísimas y que son lo que queda de aquellos seres sujetos a ataduras a los que ningún m al quisiera causar la voz extraña. Y cuando luego dos trom pas de caza comentan gesangvoll [cantable] aquella melodia,10 ese instante, que en cierra un riesgo artístico muy grande, reconcilia lo que no está reconciliado. El ritm o pataleante y amenazador de los animales, danza triunfal de unos bueyes que se em pinan so bre sus pezuñas, se mofa proféticam ente, sin embargo, de la delgadez y de la debilidad de la cultura; ésta continuará siendo así de tenue y de débil m ientras siga incubando ca tástrofes que podrían invitar pronto al bosque a devorar las ciudades devastadas. Al final esta pieza de anim ales to m a a pavonearse literariam ente, m ediante una especie de epifanía pánica 11 del motivo prim ordial, pero ahora con aumentación. En conjunto, esta pieza oscila entre un hum anitarism o total y la parodia. El cono de luz que esta pieza proyecta ilumina esa huma nidad al revés que, sometida al sortilegio de la autoconservación de la especie, lo que hace es devorar el sí mismo de la especie, y que, em brujando los medios y transform ándolos en funestos sucedáneos del fin escamoteado, se dispone a ani quilar a la especie misma. Los animales hacen a la hum ani dad caer en la cuenta de que ella es naturaleza inhibida y de que su actividad es historia natural cegada: por ello m edita M ahler sobre los animales, buscando su sentido. Al igual que sucede en las fábulas de K afka, tam bién p ara M ahler es la animalidad la hum anidad con el aspecto que tendría si se la contemplase desde el punto de vista de-la redención; pero la historia natural impide situarse en ese punto de vista. La semejanza entre el anim al y el ser hum ano es lo que despierta en M ahler el tono de cuento de hadas. Desprovista de consuelo, y a la p ar otorgadora de consuelo, la naturaleza, que ha recobrado la m em oria de sí, se desembaraza de la
creencia supersticiosa en la diferencia absoluta entre ambos, entre el anim al y el ser humano. Pero, h asta Mahler, la mú sica artística autónom a había m archado en la dirección con traria. Esa m úsica fue aprendiendo del necesario dominio so bre su propio m aterial a dominar la naturaleza; pero cuanto m ás lo hacía, m ás dominador se volvía su gesto. La unidad integral de la m úsica artística autónom a privó de poder a lo m últiple; su fuerza sugestiva am putó todo aquello que pu diera provocar distracción. La música artística autónom a con serva la imagen de la felicidad tan sólo en la prohibición de tal imagen. Pero en Mahler se rebela contra eso, quisiera hacer las paces con los seres naturales y se ve forzada, no obstante, a seguir ejecutando el viejo m andato. El Scherzo de la Cuarta sinfonía, en la m ism a línea de los de la Segunda y la Tercera, estiliza las robustas alegorías del m undanal ruido y las convierte en una danza fúnebre. El es tridente violín rústico, afinado un tono m ás alto que los violines normales, comienza a tocar de m ala m anera, con una sonoridad insólita y bizarra; el oído no comprende la razón de que eso ocurra, y por ello resulta doblemente crispante aquella sonoridad. Alteraciones crom áticas acedan la armo nía y la melodía; el colorido es solista, cual si allí faltase algo: como si una m úsica de cám ara hubiera instalado para sitariam ente su nido dentro de la orquesta. Si antes la músi ca presentaba símiles de lo vulgar y ordinario, ahora osa ha cerse irreal ella misma, juego de sombras de la agitación; es ambivalente, mezcla los halagos con los sollozos y la atribu lada emoción con la huida de las imágenes que a la carrera la atraviesan. Una ambivalencia sim ilar se da tam bién en una melodía encomendada prim ero a las m aderas y luego a los violines —una especie de cantus firm us del presuroso tema principal—,12 que aparece en el Scherzo de la Séptima sinfo nía, un Scherzo que ya no finge trivialidad ninguna. E sa me lodía, a la que M ahler califica de klagend [como un lamen to], aúna como sólo la música es capaz de hacerlo el son sonete producido por el organillo del curso del m undo con la tribulación expresiva. En el Scherzo de la Cuarta el sen timiento mahleriano de la form a configura el rompimiento, cuya huella no falta, como contraste con lo fantasmal, como adquisición de realidad efectiva, de sangre viviente; eso m is mo intentan ejecutarlo ya los tríos, que se asocian sin vio lencia al carácter de Llindler de este movimiento; hay du rante unos segundos una sensualidad como raras veces en
Mahler, «sich noch mehr ausbreitend» [estirándose todavía m ás]; u se roza ligeramente a Chaikowski, se lo abandona en seguida. Pero a este Scherzo se lo hace reto rn ar a lo espec tral, a zonas cada vez más ensombrecidas; hay una conclu sión que brota del horizonte fantástico del último Beethoven. Y en todo esto se respeta siempre la serenidad propia de la Cuarta en su conjunto. Esa serenidad pone una sordina mo derada, am istosa casi, a lo macabro. Más tarde, en la cumbre de la Quinta sinfonía, M ahler elevó, y en ello fue enteram ente coherente, la antítesis entre el curso del m undo y el rom pim iento al rango de principio rector de la composición; hizo esto en el segundo movimien to. Paul Bekker se dio cuenta de que este segundo movi m iento era una especie de segundo prim er movimiento y una de las más grandiosas concepciones de Mahler.14 Este segundo movimiento no es un Scherzo, sino que es, todo él, un movi miento sonata de «máxima vehemencia».15 De él ha quedado barrido el humor, el cual se las da de reírse del curso del mundo desde una distancia que ese curso del mundo no con siente a ningún ser humano. A este movimiento le han quitado todas las ataduras; es irresistible; tiene, sin atenuaciones, to dos los acentos del sufrimiento. Las proporciones de este movimiento —la relación entre las tem pestuosas partes allegro y las proliferantes interpola ciones lentas de la m archa fúnebre— dificultan la ejecución sobremanera. Ha de procurarse que esas proporciones no queden entregadas al azar de lo que ha sido compuesto como de cualquier manera; desde el principio se ha de organizar ese movimiento hacia el contraste de una m anera tan clara, que no quede atascado en las partes andante; esa alternan cia es la que configura la form a. Algo muy im portante es que, sin hacer concesiones al tempo, tam bién las partes presto se toquen con claridad, de m anera temática; que esas p artes no se pierdan en el torbellino; ellas sirven de contrapeso a las melodías de la marcha fúnebre. La idea formal de este pres to es la siguiente: aunque corre frenéticam ente, no lleva a ninguna parte. Pese a todo su dinamismo, pese a toda su plas ticidad en los detalles, este movimiento no conoce historia, no conoce m eta, no conoce propiam ente tiem po en sentido en fático. Su carencia de historia lo rem ite a la reminiscencia; la energía que em puja hacia adelante queda represada y, por decirlo así, refluye hacia atrás. Desde aquí le sale al encuen tro la música. El dinamismo potencial de la m archa fúnebre,
de su segundo trío en especial, sólo posteriorm ente se des pliega en la composición integral, sonatista, como tem a secun dario del presto. Lo que en la estacionaria forma del prim er movimiento estaba atado queda aquí liberado de sus cadenas. Pero a la vez las reminiscencias, que producen interrupciones, preparan el terreno para la visión del coral, una visión en la cual este movimiento consigue escapar del círculo. La corres pondencia form al que se da entre la visión del coral y las in terpolaciones lentas es lo que hace que este movimiento sea capaz de incorporar a sí, sin recaer en el caos, las irrupcio nes. La visión y la form a se condicionan m utuamente. La for ma concluye con una coda. La visión carece de fuerza con clusiva. Si este movimiento acabase con la visión, ésta deja ría de serlo. Pero la coda obedece a lo que ha ocurrido antes: la antigua tem pestad se convierte en un impotente eco de sí misma. La fanfarria del rompimiento asume, en cuanto coral, una form a musical que ya no resulta periférica, sino que posee una mediación tem ática con el todo. Ese efecto poderoso no se debe, sin embargo, en puridad, a lo que está compuesto ahí y en ese momento, sino que retom a el diseño de la con clusión de la Quinta sinfonía de Bruckner y, mediante él, re cupera la bien fundada autoridad del coral; este hecho pone de manifiesto la imposibilidad de lo posible incluso en me dio de la m aestría. La apariencia deform a lo que aparece. Aquello que pretendía ser «ello mismo» lleva en sí la huella de ser un consuelo, una confortación, una aseveración de algo que no está presente. El poder que se manifiesta va acompa ñado de la impotencia; si aquel poder fuera ya lo prometido, si no continuara siendo una promesa, entonces no tendría necesidad de hacer ostentación de sí. La música m ahleriana no consideraba que en el canon tra dicional de las form as hubiera algo tan indiscutido que en ello hubiera podido encontrar refugio la paradoja de lo que esa música quería. Aquí se hace escarnio de las palabras de la escena final del Fausto, a las que más tarde puso Mahler una música incomparable. «No se ha logrado.» Fracasa la identidad utópica entre el arte y la realidad. No obstante, la seriedad de la m úsica de Mahler afronta tam bién ese fra caso; lo hace tanto en el progreso de su capacidad composi tora como en el progreso de su experiencia de desencanta miento. La rigurosidad compositiva, al igual que había hecho m adurar la aversión al exceso program ático, también fuerza
a Mahler a d ar un modelado m usical completo al rompimien to, a prescindir de la ingenuidad y de la extrañeza al arte que le son propias, y a hacer esto durante tanto tiempo cuanto sea preciso para que el rom pim iento mismo se vuelva inma nente a la forma. Pero esto no deja de afectar a la idea misma del rompimiento. La lógica compositiva critica lo que ella quiere presentar; cuanto m ás lograda la obra, tanto m ás po bre la esperanza, ya que ésta sobrepujaría la finitud de la obra congruente en sí misma. Algo de tal dialéctica acontece en todo eso que se llama «madurez», cuyo elogio sin reparos se deja corrom per siem pre tam bién por la resignación. Eso se convierte en la miseria del juicio estético. La insuficiencia de lo logrado es lo que perm ite que se «haga acontecimiento» lo insuficiente —que es lo que aquel juicio condena—, esto es, lo no logrado. No es seguro que no ocurra, en razón de la fisura que existe en tre el rom pim iento y lo que sería de otro modo, lo siguiente: que allí donde esto otro brilla un instante sin pretender que el sujeto se haya apoderado de ello en la obra, y, confesando que es apariencia, arro ja lejos de sí su propia apariencialidad, haya más verdad que allí donde el contexto de inmanen cia de la música compuesta simula una inmanencia de sentido e insiste en ser verdadero, para luego, en su conjunto, con vertirse en un engaño, dado que de lo que ese contexto se alim enta es de todas esas apariencias particulares que él m is mo había extirpado. A la m úsica no le es lícito, sin embargo, obstinarse en ir contra ^ propia lógica. No en vano el coral en re m ayor del segundo movimiento de la Quinta tiene una vez más como pe culiaridad la fantasmagoricidad propia de una aparición celes tial. El resto de elementos compositivos caprichosos que allí hay no am inora el ingrediente sobreestético de que es re presentante el coral: éste conserva la m ácula de ser un arre glo artificioso. Para conferir violencia al coral se lo enco mienda a los metales, a los cuales, desde W agner hasta Bruckner, su aparatosidad les había desprovisto de dignidad. M ahler habría sido el últim o en no hab er percibido eso con su oído. En él la integración compositiva, la liquidación del exceso intencional, implica aquella crítica a la apariencia que luego se haría explícita en Schonberg y en su Escuela. Pocas cosas tal vez caracterizan de un modo tan preciso la progre siva sublimación del modo de reaccionar de M ahler como su renuncia cada vez m ás consecuente a hacer que sean los me
tales los que subrayen los temas principales, como lo practi caba la escuela neoalemana. Es posible que lo que a hacer tal renuncia moviese técnicamente a Mahler, que era un di rector de orquesta muy experimentado, fuese el ver que ese recurso se desgasta con rapidez, igual que les acontece a to dos los recursos eficaces. Y eso ocurre tam bién en sus propias sinfonías; todos los tem as lanzados fragorosam ente po r los m etales tienen una fatal sim ilitud recíproca y ponen en peli gro lo que en la m úsica sinfónica es lo más im portante —que lo individual sea «ello mismo»— ; con esto ponen tam bién en peligro la plasticidad del decurso musical. En las obras mahlerianas tardías la violencia de los metales pasa a ser una vio lencia momentánea, que causa angustia o que produce ago bio, pero no es ya un recurso básico de la sonoridad en su conjunto. La sublimación del rompimiento, que viene exigida por la técnica, está ya im plantada teleológicamente, sin embargo, en el rom pim iento mismo. Para que la presentación de éste sea auténtica es preciso que la composición esté orientada hacia él. No sólo se m odela la fibra compositiva de acuerdo con esto, sino que el instante mismo entra forzosamente en una cone xión funcional con la fibra; esta conexión despoja cada vez m ás al instante de su literalidad, de su grosera m aterialidad. Esto es claram ente visible en la P r i o r a sinfonía, la cual no resuelve, sino que expone, las tensiones de la m úsica mahleriana. Después del rompimiento, al inicio, po r tanto, de la reexposición, sencillamente no hay, si se desea hacer justicia a la forma, posibilidad ninguna de una repetición. El regreso evocado po r el rom pim iento ha de ser un resultado de éste: algo nuevo. Para prepararlo compositivamente hace aparición en el desarrollo un tem a nuevo. Su núcleo tem ático lo intro ducen los violoncelos en el comienzo mismo del desarrollo.16 De ahí sale luego una frase episódica encomendada a las trom pas.17 Más tarde ese tema nuevo domina, como un «mo delo» beethoveniano, el posterior desarrollo. Y cuando reapa rece la tónica, ese tema se quita la m áscara y resulta ser —a posteriori, por así decirlo— el tema principal, cosa que nunca fue en el m om ento en que apareció.18 Ese tema salda la obli gación de ofrecer algo nuevo engendrada por la fanfarria, de igual m anera que la larga historia de ese tema es lo que hace que de él salga en secreto el todo; esto es algo que está de acuerdo con el espíritu de la sonata y que a la vez va contra ese espíritu. La inmanencia de la form a se refuerza en razón
del rom pim iento, de «lo otro»; y la antítesis absoluta estipu lada por el rompimiento queda despojada de su agudeza. El clasicismo vienés fue incapaz de conseguir tal cosa; como es incapaz de conseguirla cualquier m entalidad musical a la que convenga el concepto de idealismo filosófico. Para la poderosa lógica beethoveniana de la coherencia la música se ensambló de tal m anera que se convirtió en u n a identidad ininterrum pida, en un juicio analítico. La filosofía a la que de ese modo se acomodaba la música barruntó en su cum bre hegeliana el aguijón contenido en esa idea. En una nota pues ta a la teoría del fundam ento, en la segunda parte de la Cien cia de la lógica, se les hace a las razones del pensar cientificista —no se hace allí mención de Kant— el reproche de que «no se mueven de sitio», de que desembocan en tautologías: «puesto que mediante ese proceder el fundam ento se regula por el fenómeno y las determinaciones del fundam ento repo san en el fenómeno, ocurre que éste, ciertam ente, fluye de su fundam ento sin ningún roce y con viento favorable. Pero el conocimiento no se ha movido con ello de sitio; se agita de acá para allá en una distinción de la forma, en una distinción que ese proceder mismo invierte y cancela».1* Al sano entendi miento humano, que saca sus explicaciones de los hechos que están presentes ahí sin más, y que luego intenta presentar esas explicaciones como si fueran conocimientos, se le acusa de ser tonto. Contra ese sano entendim iento es contra lo que Mahler se rebela. La m úsica como tal tiene más cosas en común con la ló gica dialéctica que con la lógica discursiva; pero en Mahler la música quisiera llegar a realizar justo aquello a que el pensar tradicional —los conceptos petrificados en una identi dad rígida— es incitado, con esfuerzos dignos de Sísifo, por la filosofía. La utopía m ahleriana es que tanto lo que ya ha sido como lo que aún no ha sido «se mueva de sitio» en el devenir. Tal como ya lo fuera para Hegel en su crítica del principio de identidad,20 también para Mahler la verdad es «lo otro», lo que no es inmanente y, sin embargo, emerge de la inmanencia: un reflejo similar tuvo ya en Hegel la doctrina kantiana de la síntesis. Sólo «es» lo que h a devenido, no el mero devenir. Por el contrario, el principio económico de la música tradicional, su especie de determinación, se agota en el trueque de lo que es uno por lo que es otro; de lo que es otro no queda nada. La música tradicional prefiere desvane cerse a que en su horizonte em erja lo otro. Tiene miedo a lo
nuevo, que ella nunca fue capaz de dom inar completamente. Considerada en este aspecto, también la gran música fue, hasta Mahler, tautológica. La congruencia de esa música era la congruencia del sistem a carente de contradicciones. M ahler dice adiós al sistema; la fisura se convierte en la ley que rige la forma. « ¡Aprende ahora tam bién lo que es de otro m odo!»21 La evolución de M ahler instaura en la música com puesta una m ediación entre el curso del m undo y lo que sería de otro modo; m as a esa mediación le gustaría, para ser sufi cientemente honda, que se la descubriese ya en el m aterial compositivo. Este m aterial compositivo es aquello de lo que el curso del mundo se apodera, y de lo que luego se separa, y que, sin embargo, no es enteram ente idéntico a él: es lo so m etido a dominación, lo que está aguardando allá abajo o ha sido arrojado a aquel lugar inferior. Ahí, en ese sitio, es don de la música de Mahler, con un romanticism o que afecta al lenguaje musical mismo, y que p o r ello es un romanticismo radicalizado, tiene la esperanza de encontrar lo inmediato, es decir, aquello que sería capaz de m itigar el sufrim iento de la enajenación, que es el sufrimiento de la mediación universal. Las fanfarrias utilizaron originariam ente los sonidos natu rales de los m etales. En la introducción de la Primera sinfo• nía, allí donde los clarinetes anticipan la fanfarria, en seguida se agregan a ellos sonidos naturales, a saber: la cuarta des cendente, desde siem pre tenida po r un sonido natural; un inarticulado crescendo y diminuendo de los oboes en regis tro agudo; y los reclamos del cuclillo tocados por las m ade ras, unos gritos que irrum pen allí fragorosam ente sin p re sta r la m enor atención ni a la m edida ni al tem po, como siempre ocurrirá luego en Mahler. Sus sinfonías buscan con afán las no reglamentadas voces de los seres vivos, hasta llegar al can to de «El adiós» de La canción de la tierra, un canto que tiende hacia lo amorfo. Lo que estaría por encima de la for ma, eso se halla herm anado, en cuanto a su forma, con lo que aún carece de forma; las parusías de la sobrenaturaleza, en las que hay una descarga de sentido, están constituidas con fragm entos de cosas naturales que han sido abandonados po r el sentido. Pero la alerta música de M ahler sabe a su vez, nada rom ánticam ente, que la mediación es universal. Incluso la naturaleza a que esa música corteja es función de aquello de que esa m úsica quisiera alejarse; si no hubiera una cons
ciencia m ediadora sería la fatalidad, el mito, quien d iría la últim a palabra. Desde que la Estética dejó de p restar atención a la belleza natural —una belleza para la que todavía K ant reservó la ca tegoría de lo sublime, m ientras que Hegel la despreciaba— se acepta sin más en el arte el concepto de «naturaleza» sin someterlo a revisión ninguna. Tan densa se ha vuelto desde entonces la red de la socialización, que la m era antítesis de ésta se considera como un arcanum del que no es lícito ha blar. Pues la naturaleza misma, contrafigura de la tiranía hu mana, está deform ada en tanto se la siga violentando y empo breciendo. La música de Mahler, sin embargo, ni siquiera allí donde despierta asociaciones de la naturaleza como paisaje a b s o lu t a nunca tales asociaciones, sino que las extrae del contraste con aquello de que esas asociaciones se desvían. La contraposición de los sonidos naturales a la regularidad sin táctica, predom inante por lo general en Mahler, relativiza téc nicamente esos sonidos. La prosa musical de Mahler no es una prosa prim aria, sino que brota, como ritm o libre, del ver so. Por ser negación determ inada del lenguaje artístico mu sical, la naturaleza depende en M ahler de ese lenguaje. La lacerante nota pedal del comienzo de la Primera sinfo nía, po r ejemplo, presupone, para rechazarlo, el ideal oficial de la buena instrum entación. La necesidad sentida por Mahler de lograr un distanciamiento no encontró sino con retraso los arm ónicos que producen aquella sonoridad: «Cuando en Pest escuché el la en todos los registros, me pareció que su sonido era demasiado m aterial para reflejar los destellos y centelleos del aire que yo tenía en m i mente. Entonces se me ocurrió poner armónicos a todas las cuerdas (desde los violines en su registro más agudo hasta los contrabajos en el más grave de los suyos, pues tam bién los contrabajos poseen arm ónicos): entonces tuve lo que yo quería.» 22 Un relato su m am ente plausible de Natalie Bauer-Lechner docum enta has ta qué punto era la consciencia de tal negación positiva, era la protesta contra el mediocre ideal compositivo de la belleza lo que servía de guía al procedim iento técnico de Mahler: «Cuando quiero obtener un sonido suave y contenido, no hago que lo toque un instrum ento capaz de darlo con facilidad, sino que se lo confío a aquel instrum ento que sólo sea capaz de producirlo con dificultad, forzándose a sí mismo, e incluso sobreesforzándose y sobrepasando sus lím ites naturales. Así, a menudo obligo a los contrabajos y a los fagotes a que chi
llen en las notas m ás agudas, y a la flauta la hago que resople jadeante allá abajo en el registro grave. Uno de esos pasajes es el que está en el cuarto movim iento (¿recuerdas la entra da de las violas?)... Ese efecto me causa siem pre un gran placer, y jam ás hubiera logrado yo obtener ese sonido violen to, forzado, si se lo hubiera encomendado a los violoncelos, que aquí producen un sonido agradable.» 23 De igual m anera que, en comparación con la sonoridad norm al agradable, todos los pasajes m ahlerianos en que apa recen sonidos naturales vienen definidos como diferencias ex trem adam ente nítidas frente al lenguaje musical superior, así la belleza natural se define por contraposición a las catego rías form ales, presuntam ente depuradas, del buen gusto: es la desnaturalización de la segunda naturaleza. Los puntos dé biles de la lógica musical, que son los que luego ponen en m archa la propia autocrítica de Mahler, están producidos a la vez por la intención; ésta camina po r la aguda cresta en tre, a un lado, lo absurdo y carente de sentido, y, a otro, lo cualitativamente nuevo, que es concebido como el sentido. Saltando de un lado a otro, M ahler juega ya con el azar. La naturaleza esparcida en el arte produce en todos los casos un efecto innatural; sólo exagerándose a sí mismo tal como lo hace po r doquier en M ahler consigue el tono compositivo apartarse de la convención en que se había convertido en la época m ahleriana el lenguaje form al de la música occidental; aunque M ahler continuaba sintiendo ese lenguaje como su propio hogar. A ese lenguaje le roba M ahler su inocencia. La intención estallante se contrapone a ese lenguaje musical, y esa contraposición va haciendo que éste pase insensiblemente de ser un a priori a ser un medio de presentación: algo simi lar ocurre en Kafka, en quien la prosa épico-objetiva, form a da en la escuela de Kleist, y enfáticamente conservadora, subraya el contenido por su contraste con él. En el antagonismo que aquí empieza a vislum brarse entre la m úsica y el lenguaje de la m úsica se revela un antagonis mo que es propio de la sociedad. Ya no es posible establecer, tal como se practicaba en la era clasicista, una arm onía es piritual entre lo interior y lo exterior. Esto hace que la cons ciencia de la música m ahleriana vuelva a ser una vez más una consciencia desgraciada; algo que a aquella era le parecía ya liquidado. A M ahler su m omento histórico no le perm ite ya seguir considerando que el destino del ser hum ano sea conci liable, en las circunstancias establecidas, con los poderes ins
titucionales; éstos le fuerzan a él, a Mahler, si quiere ganarse la vida, a hacer aquello que le contraría, sin que él se reen cuentre a sí mismo de alguna m anera en ello. La vida musical oficial —algo que Mahler no dejó de despreciar ni siquiera cuando era director de la ó p e ra de Viena y una estrella entre los directores de orquesta— le rem achó esto, hasta el aniqui lamiento, a aquel compositor que para componer su música no disponía más que de los meses de vacaciones. Lo superior, para lo que la realidad no tiene más que burlas, degenera en ideología. É sta es la causa de que la relación de M ahler con lo in ferior se convierta en una relación dialéctica. Es cierto que escribió: «La música ha de contener siem pre un anhelo, un anhelo que aspira a ir más allá de las cosas de este mundo.» 24 Pero m ejor que Mahler b arruntan sus propias sinfonías que no cabe presentar como lo superior, como lo noble, como lo esclarecido, aquello a que el mencionado anhelo se refiere. Si así ocurriera, se convertiría en religión de domingo, en deco rativa justificación del curso del mundo. Si no se quiere tra pichear con «lo otro», entonces se ha de ir a buscarlo de in cógnito, en lo perdido. De acuerdo con esta concepción, lo que escapa al contexto de culpa no es aquello que se hace la ilu sión de estar por encima del ajetreo de la autoconservación —un ajetreo del que, por cierto, aquello saca provecho—; lo que escapa al contexto de culpa es, por el contrario, lo que fracasó, lo que ha de soportar el peso de la carga, y que, por este motivo, se apresta a ejercer aquella contrapresión que la coincidentia oppositorum de la música m ahleriana piensa jun to con el m aterial explosivo de la utopía. A Mahler le repugnaba su propia posición; mas no podía renunciar a ella, pues conocía demasiado bien el curso del mundo, y ese conocimiento le hacía tener constantem ente presente que la pobreza podría privarle de aquel margen de libertad que su destino hum ano necesitaba. Su tendencia so cialista en sus tiempos de triunfador pertenece, empero, a una época en la que el proletariado mismo se había integra do ya. El instinto del nieto de la vendedora am bulante está de parte, aunque sea por modo desesperado e ilusorio, de los que se hallan al m argen de la sociedad, no de quienes se en cuadran en los batallones que tienen la superioridad de la fuerza. Lo no domesticado, en lo que se enfrasca la música de Mahler y con lo que está de acuerdo, es también, a la vez, arcaico, anticuado. Por ello la música hostil a toda transigen
cia se vinculó al m aterial tradicional. Este m aterial traía a su memoria las víctimas —tam bién las víctimas musicales— del progreso, es decir, aquellos elementos del lenguaje que el proceso de racionalización y de dominación del m aterial ha bía arrojado fuera. Lo que Mahler quería encontrar en aquel lenguaje no era la paz que el curso del m undo perturba; sino que Mahler se apoderó de aquel lenguaje con violencia, para, usándolo, ofrecer resistencia a la violencia. Los míseros des pojos que el triunfo deja atrás son una acusación contra los triunfadores. M ahler esboza una figura enigmática que está hecha a partes iguales de aquel progreso que aún no ha co menzado y de aquella regresión que ya no se tiene errónea m ente a sí misma por origen.
11. Tono
Progresista no lo es Mahler ni por una aportación de in novaciones palpables ni tampoco p o r el empleo de un m ate rial avanzado. Antiformalista, a los medios de componer pre fiere la música com puesta, hasta tal punto que no sigue un cam ino histórico rectilíneo. Ya en su época, esa clase de ca mino amenaza con nivelar las calidades individuales —lo me jor, que él no quería olvidar—, rebajándolas a m era unidad de la organización. El conjunto, la totalidad, le satisface a Mahler únicam ente allí donde es el resultado de las insusti tuibles propiedades de los detalles musicales. Sus sinfonías, así como ponen en duda la lógica inm anente de la identidad musical, se oponen también a aquel veredicto histórico que desde el Tristán seguía empujando a la música en una d ire c ción unidimensional: la cromatización como descalificación del m aterial. No porque fuera un reaccionario, pero sí como si temiera el precio que es preciso pagar por el progreso, Mahler se obstina en el diatonismo, como si éste fuera un so porte obvio de la música, en un momento en que las exigen cias propias del componer autónomo habían llevado ya a la ruina al diatonismo. A pesar de esta rezagada trivialidad del m aterial, la gente sintió sus obras, sin embargo, como cho cantes, y esto ya desde su prim era aparición. El odio a Mahler, un odio en el que se entremezclaban tam bién resonancias antisemitas, no era muy distinto del odio a la nueva música. El choque traum ático que Mahler asesta ba ha encontrado su descarga en la risa, en un maligno «no tomarlo en serio», que reprim e la certeza de que, pese a todo, algo hay en sus obras. Más que en ningún otro se cumple en Mahler lo siguiente: lo que está por encima de lo normal no cumple enteram ente las reglas de lo normal; el siempre de purado buen gusto de los académicos del arte musical puede probar, m ientras mueve desaprobadoram ente la cabeza, que los rompimientos m ahlerianos son puerilidades. Mahler no se plegó sin más al deseo wagneriano de que la música alcanzase por fin su m ayoría de edad —es decir, se hiciese adulta. En él no cabe separar con nitidez lo que es infantilism o de lo
que es un sueño que se m antiene firme en su propósito. Cuan do Debussy abandonó en son de protesta el estreno parisiense de la Segunda sinfonia de Mahler, aquel enemigo jurado del diletantism o se comportó como un verdadero especialista; es muy posible que la Segunda produjese a los oídos de Debussy idéntica impresión que producen a los ojos los cuadros de Henri Rousseau en medio de los im presionistas del Jeu de Paume. M ahler es incompatible con el concepto de niveau; si en los inicios no posee de un modo seguro niveau, luego lo quebranta con el fin de demoler la infatuada unilateralidad de ese concepto y demoler así, en fin de cuentas, el fetichismo de la cultura. La rabia que M ahler provoca es también, muy principalm ente, una respuesta a eso. Todo esto acontecía en el interior de la tonalidad. Lograr efectos de distanciamiento es cosa que tal vez resulte posible sólo cuando se ejecutan sobre algo que en cierto modo es conocido y familiar; si se sacrifica enteram ente esto último, tam bién aquellos efectos se desvanecen. La estructura de los acordes mahlerianos corresponde del todo a la arm onía basa da en las tríadas; en todas partes están a la vista puntos de gravitación tonal, en ningún sitio se le cierra la puerta al idio ma tonal usual. Muchos de los recursos que M ahler utiliza están retrasados con respecto a los que se usaban en los años noventa del siglo pasado. En lo que se refiere a la riqueza de los grados, al menos sus prim eras sinfonías no son tan osadas como las de Brahms; y en lo que respecta al crom atismo y a la enarmonía, son menos audaces que el W agner de la épo ca m adura. La atm ósfera de M ahler es la apariencia de la inteligibilidad, de la que «lo otro» se sirve como de un dis fraz. Con medios pasados anticipa M ahler tím idam ente lo ve nidero. El tono es lo que es nuevo. Ese tono impone a la tonalidad una carga de expresión que ésta no es ya capaz de llevar por sí misma. A la tonalidad se le hacen exigencias exageradas, y por ello tiene que desgañitarse: la p artitura califica de kreischend [chillones] tanto un pasaje confiado a los vientos en el Scherzo de la Séptima sinfonía como una parte de oboe en el Lied titulado Revelge [D espertar]. Pero lo forzado mis mo se convierte en expresión. La tonalidad —la gran catego ría de la mediación en música— se había interpuesto, como una convención destinada a servir de pulimento, entre la in tención subjetiva y el fenómeno estético. M ahler la enardece tanto desde dentro, desde la necesidad expresiva, que la tona
lidad vuelve una vez m ás a ponerse al rojo vivo, to m a a h a blar como si fuera inmediata. M ientras explota, lleva a cabo aquello que luego pasó a la em ancipada disonancia del expre sionismo. En la Quinta sinfonía el prim er trío de la m archa fúne bre, cuyo comienzo es ya grandioso, no responde ya con un lamento lírico-subjetivo a la tribulación objetiva de la fanfa rria y de la m archa. Ese trío gesticula, lanza un grito de horror ante algo que es peor que la m uerte. Los personajes angustiados de Espera de Schonberg no lo superaron. Para dójicamente, ese trío obtiene su violencia del hecho de que en aquella época esa experiencia no disponía aún de un len guaje musical para expresarse. El trastornado contraste con el trivial lenguaje musical de que se sirve esa experiencia es lo que hace que é sta resulte más contundente que si la diso nancia como lam ento estuviera ya emancipada enteram ente y con ello se hallara reintegrada a la normalidad. En el dueto que se desarrolla entre las penetrantes trom petas y los violines no sometidos a regla alguna —un dueto en el que ambos grupos de instrum entos se quitan la palabra unos a otros—, el gesto del atam án que incita al asesinato se entrevera confusa m ente con los ayes de las víctimas: música de pogrom, de igual m anera que los poetas expresionistas profetizaron la guerra. Tras las partes de marcha, a las que la form a otorga contención, tras el enfático do sostenido menor, la extrem a posición expresiva de este pasaje, que se niega a situarse en la segura zona m edia de la forma, em puja a la obra de arte a convertirse en un documento, como ocurrirá cincuenta años m ás tarde en E l superviviente de Varsovia de Schonberg. Mas con ello la reflexión se ha apoderado ya de la tonalidad; ésta es tratad a como un recurso de presentación. Ésa es, por lo demás, la función que la tonalidad había venido desempeñan do una y otra vez durante toda la era tonal en los composi tores im portantes —en Beethoven de modo muy especial—, siempre que les era preciso objetivar sus intenciones subje tivas. Mahler, sin embargo, al hacer hablar al lenguaje de la segunda naturaleza, le hace dar un salto cualitativo. Lo que Mahler hace es trasto rn ar el equilibrio del lenguaje tonal. De los elementos que hay en ese lenguaje Mahler subra ya, prefiere adrede uno que está allí presente junto a otros, pero que no destaca, sin embargo, en modo alguno, y que sólo se llena de expresión por el uso sorprendente que de él se hace. Desde los juveniles Lieder con piano hasta el tem a ada
gio de la Décima sinfonía, la tenaz idiosincrasia de Mahler jue ga con la alternancia de los dos modos, el mayor y el menor. Esa alternancia es la fórm ula tecnológica en que se cifra el exceso de la idea poética. Esto va desde giros aislados en que el m ayor y el m enor alternan con brusquedad, pasando por la construcción motívica —la cual, en la Sexta sinfonía, elige como factor de unidad la transición del mayor al menor, el descenso de la tercera mayor a la tercera menor—, hasta la disposición de las grandes form as, que son organizadas por el dualismo tradicional de unas secciones en mayor y otras en menor; donde esto ocurre de modo más destacado es en el prim er movimiento de la Novena. También las melodías oscilan entre terceras mayores y terceras menores, o entre otros intervalos equivalentes al carácter mayor-menor. Mahler provocó con ello la acusación de m anierismo, de ser un músi co que se servía de una «manera». Enfrentarse a tal reproche exige una reflexión sobre la expresión en la m úsica La expresión en la m úsica no es expresión de nada deter minado; no fue un azar que el térm ino espressivo se convir tiera en una indicación genérica de la ejecución, cuyo objetivo era lograr una intensidad bien m arcada. Esto le viene a la música de su lejano pasado, de tiempos anteriores a la fase de la racionalidad y de una significación unívoca. La música, por estar llena de expresión, adopta un comportam iento mimético, imitativo, como los gestos que son respuesta a un es tímulo con el cual se igualan en el reflejo. En la música este componente mimético se va poco a poco encontrando asocia do al componente racional, que consiste en el dominio del material; la historia de la m úsica es la historia del modo en que ambos componentes se van lim ando el uno al otro. Pero entre ellos no se llega a una reconciliación: tam bién en la música el principio racional, el principio de la construcción, tiraniza al principio mimético. Este últim o se ve precisado a afirmarse polémicamente, a implantarse a sí mismo; el es pressivo es la protesta adm itida, consentida, de la expresión contra la proscripción lanzada contra ella. A m edida que el sistem a musical de la racionalidad se va petrificando cada vez m ás, m enor es el espacio que deja a la expresión. P ara seguir haciéndose oír con recursos tonales la expresión se ve forzada a realzar algunos de esos recursos, a elevarlos al rango de una idea de valor hipertrofiado, a endu recerlos como vehículos de expresión tanto como se había endurecido el sistem a que la rodeaba. La «manera» es la cica
triz que la expresión deja en un lenguaje que propiam ente ya no logra ser expresivo. Las desviaciones m ahlerianas son algo muy afín a gestos lingüísticos: las peculiaridades de M ahler tienen convulsiones como las que se dan en la jerga. E n este aspecto son para digmáticas ciertas repeticiones del motivo en mayor de la Quinta sinfonía; son como bruscos movimientos de vaivén, violentos y a la par inhibidos.1 En ocasiones, y no sólo en los recitativos, tanto se ha asimilado al gesto del hablar la música m ahleriana que suena como si estuviera literalm ente hablan do, tal como lo prom etió en otro tiem po —en el romanticismo musical— el título mendelssohniano de Canciones sin pala bras. En la Séptim a sinfonía, en el trío del Scherzo, que se basa enteram ente en la alternancia mayor-menor, hay unos giros liederísticos instrum entales que cantan un texto imagi nario^ La extrem a sim ilitud con el lenguaje es una de las raíces de la simbiosis m ahleriana de Lied y sinfonía, simbio sis en la que nada cambió tam poco en las sinfonías puram en te instrum entales de la época intermedia. La Quinta, por ejemplo, cita en su prim er movimiento una de las Canciones de los niños muertos; 3 el segundo trío del Scherzo es del mismo tipo que el mayor del Lied titulado Allí donde suenan las bellas trompetas; el Adagietto —que es, de hecho, una canción sin palabras— está relacionado con el Lied Me he perdido para el mundo; y en el último movimiento, el rondó, uno de los motivos principales está sacado del Lied dirigido contra los críticos que se encuentra en las Canciones sobre poemas de «El cuerno maravilloso del muchacho». El Lied y la sinfonía tienen su lugar de encuentro en la esfera mimética, la cual es previa a la separación nítida de los géneros. La melodía liederística no duplica aquello acerca de lo cual se está cantando, sino que, por así decirlo, lo deja como legado a una tradición colectiva. Tampoco lo instru m ental y lo vocal pertenecen, en Mahler, a esferas que no es tán mezcladas; los instrum entos se ciñen a la voz que canta; ésta se explaya de m anera presubjetiva, melismática, como sólo volverá a ocurrir, más tarde, en una fase tard ía de la Nueva Música. Ya Guido Adler dijo que en M ahler «son las palabras las que acompañan a la música»; 4 esto es lo opuesto a aquel «acompañamiento de la música a las palabras» que está basado en una cosificación de ambas. Todas las categorías empiezan a quedar corroídas en Mah ler; no hay ninguna que se halle establecida dentro de unos
lím ites no problemáticos. Esa difuminación de las categorías no es debida a una carencia de articulación; lo que esa difu minación hace es revisar la articulación: ni lo nítido ni lo difum inado tienen una delimitación definitiva, sino que son algo «flotóte». La expresión que se excede a sí misma deja grabadas sus huellas en el m aterial, pero, a la inversa, las huellas de cosiñcación y convencionalidad que hay en lo s e ^ tim ental dan su m erecido a la expresión. A un lm guaje que es, por así decirlo, precrítico, a u n lenguaje que todavía es aceptado, pero que es ya incapaz de servir de soporte, M ahler le exige que dé de sí lo suyo, y esto es lo que hace de Mah ler algo inconmensurable con el clasicismo. La complexión de su música se opone a una síntesis exenta de contradicciones. A lo contrario de esa síntesis, a lo que queda perennem ente sin fundir, es a lo que se llama «manera»; ella sale fiadora de un intento siem pre repetido y una y o tra vez frustrado. La dimensión de cosiñcación que hay en la música de Mahler, una dimensión que se opone implacablemente a la ilusión de que los elementos antagónicos alcanzan su reconciliación en lo irreconciliado, no es una mácula de insuñciencia composi tiva, sino que enc^roa un contenido que se niega a diluirse en la forma. La «manera» mahleriana, consistente en la alternancia de mayor y menor, tiene su función propia. Lo que esa m anera hace es sabotear mediante el dialecto el pulido lenguaje de la música. El tono de M ahler tiene el mismo sabor que las uvas de Riesling, de las que en Austria se dice que tienen «mordiente». Su aroma, ácido y fugaz al mismo tiempo, con tribuye, por su condición evanescente, a la espiritualización. El balanceo, la ambivalencia de ese tono, en el que suelen ir siempre juntos am or y penas, como ocurre en esa obra popu lar que es E l cazador furtivo, tiene como presupuesto técnico una relación con el m ayor y el m enor que no se deja a rra ^ trar a decidirse por uno o por otro. El modo se mantiene abierto, cual si procediese de unos tiempos remotos en que los principios antitéticos no estaban aún fijados rígidamente como antítesis lógicas. La discrepancia, la impregnación de sufrim iento que hay incluso en la emoción feliz, no es algo que quepa a trib u ir a M ahler en cuanto sujeto psicológico, como quiere la interpre tación vulgar de este compositor; no es un estado de su alma, sino una form a de reaccionar dentro de la experiencia de lo real, u n a actitud frente a la realidad, comparable al hum or
negro que, por lo demás, no le era ajeno a Mahler. La gente sigue cotilleando acerca de la música de Mahler y diciendo que ésta es un reflejo de su alma. Así, no hace aún m ucho tiempo, en el texto que acompaña al disco que contiene la in terpretación de la Novena sinfonía dirigida por Kletzki se dice que en esta sinfonía Mahler ha expresado compositiva mente sus «problemas íntimos, personales», y «When people talk about their souls the result is not always uniformly profitable» [cuando la gente habla de su alma, el resultado no es siempre uniformem ente provechoso].5 La sabiduría de ese jaez perora sobre Mahler, afirmando que es un «personaje trágico», y lo que con ello hace —m ientras con injustificada superioridad derram a lágrimas de cocodrilo sobre la presun ta conflictividad de Mahler— es poner de manifiesto ese ren cor que va siempre anejo al hábito de la «apreciación». Es posible que los «problemas íntimos, personales» de Mahler no fueran algo «uniform ly profitable» para su música —y eso ha sido una bendición para ésta. Pero de lo que no cabe duda es de que a la m úsica m ahleriana le causaron m enos daño tales problem as que los que le causa, en esa grabación no mala por lo demás, el bárbaro corte ejecutado en el segundo movimiento de la obra. Las habladurías acerca de aquellos problemas nos dicen, indudablemente, m ás cosas sobre la ineptitud de los historiadores del espíritu al enfrentarse con las obras espirituales que no sobre estas mismas. Mahler, como toda música moderna, presupone obviamen te una psicologización de la música; él no se contenta con los modelos de papel pintado de un móvil juego de sonidos. Pero en su tendencia a la exteriorización, a la totalidad, sus sinfonías no están encadenadas a una persona privada, la cual, en verdad, se convirtió en un instrum ento para producirlas. La repugnante contrafigura del M ahler lleno de conflictos es boza la imagen de un sujeto compositor que es un Sigfrido rubio, un hom bre armonioso, acorde consigo mismo, que, m ientras canta como canta el pájaro, debe proporcionar a sus oyentes tanta felicidad como la que a él erróneam ente se le atribuye. Este cliché rim a muy bien con el cliché opuesto, con el cliché del Titán, con el cliché de un Beethoven que, sabe Dios por qué, lucha consigo mismo, m as al final logra, a pesar de todo, crear su obra. La calidad de la música no se acredita, sin embargo, en la dudosa prestación del portador de m ensajes de alegría. La dignidad de la música es tanto más elevada cuanto mayor es
la hondura con que se percata de la condición contradictoria del mundo, la cual deja tam bién arrugas en el rostro del su jeto. Algo más que m eram ente contradictoria se hace la mú sica cuando, recurriendo a la síntesis estética, transform a las tensiones que ella misma lleva dentro de sí en la imagen de un Uno realmente posible. Y no es que haya estado libre de conflictos Mahler, la per sona que Mahler fue, y menos aún el sujeto inm anente de sus composiciones. Es innegable que en la música m ahleriana hay el tono de lo traum ático, un componente subjetivo de la ro tura de esa música; ese tono dio fuerzas a Mahler para poder oponerse a la ideología que habla de mens sana in corpore sano. Pero incluso allí donde el discurso musical parece decir «yo», el abismo de lo estético establece una separación entre el punto de referencia de ese discurso —un punto de refe rencia que es análogo al latente «yo» objetivo de la narración literaria— y la persona que escribió la obra. M ahler no confi guró como contenido expresivo la herida, como hizo Wagner en el tercer acto del Tristdn. La herida se manifiesta objetiva m ente en el idioma musical y en las form as. Eso es lo que en sus sinfonías confiere una plasticidad tan grande a la sombra de la negatividad. La herida de la persona —eso que el len guaje de la psicología llama «carácter neurótico»— era a la par una herida histórica, dado que la obra m ahleriana aspi raba a realizar con medios estéticos lo que estéticam ente era ya imposible. La legitimación alcanzada por Mahler consiste, en no pe queña medida, en haber extraído de la deficiencia misma la fuerza productiva, en haber elevado las fisuras psicológicas al rango de fisuras objetivas. Allí donde todavía subsisten tics del sujeto en la música mahleriana, lo que ocurre es que ésta no se ha objetivado del todo. Pero la música de Mahler no es un sismógrafo del alma; sólo en el expresionismo llegó la música a serlo. Por el contrario, esa representación subjetiva que siente físicamente la música como un rum or en la cabeza ve aparecer una vez más en M ahler el mundo objetivo; lo ve aparecer desobjetivado, imposible de fijar con los clavos de los conceptos, pero a la vez sumamente determ inado e inteli gible. No es que la subjetividad sea comunicada o enunciada por la música, sino que en la subjetividad acontece, como si ella fuera un escenario, algo objetivo cuya faz identificable está borrada. No es que la consciencia se proyecte en una
orquesta, sino que una orquesta toca en la consciencia m u sical. Tal vez sea esta exterioridad de la interioridad musical lo que capacite a la música para desem peñar aquella función por la que el psicoanálisis quisiera explicarla: la función de defensa contra la paranoia, de mitigación del narcisismo pá tico. Otra m anera de expresar lo mismo es decir que lo que la música «significa» se le vuelve oscuro precisam ente a quien comprende el lenguaje de la música: el m ero significar sería sencillamente la imagen de aquella subjetividad cuyas preten siones de om nipotencia quedan en la m úsica reducidas a la nada. E l lenguaje musical de Mahler tiene su dignidad en esto: ese lenguaje se deja com prender del todo, y se com prende a sí mismo, pero escapa a la mano que pretende afe rra r lo comprendido. No es en las intenciones individuales del lenguaje m usical en donde este m édium resu lta accesible al pensamiento, sino en la totalidad, es decir, en el tejido en que esas intenciones brillan un momento y vuelven a sumergirse. La m úsica de Mahler no expresa una subjetividad, sino que en su música esa subjetividad tom a posición frente a la objetividad. En la «manera» mayor-menor de M ahler es don de se concentra su relación con el curso del mundo; extrañeza con respecto a aquello que con violencia «rechaza» al su jeto; anhelo de la reconciliación final de lo interior y lo ex terior. Esos rígidos momentos polares están mediados en el fenómeno musical, y su m utua penetración es lo que produce el tono. El m enor —un m enor neutralizado desde mucho tiem po atrás en la sintaxis del lenguaje musical occidental, un menor sedimentado como elemento form al— llega a ser espe jo de la tribulación sólo cuando el contraste con el m ayor lo resucita como modo. La esencia del m enor consiste en ser desviación; si estuviera aislado no produciría ya ese efecto. En cuanto desviación, el m enor se define a la vez a sí mismo corno lo no integrado, como lo no asimilado, como lo que aún no se ha vuelto sedentario, por así decirlo. En el contraste entre ambos modos es donde, en Mahler, se ha coagulado de una vez para todas la divergencia entre lo particular y lo ge neral. El m enor es lo particular; el mayor, lo general. Lo otro —la desviación— es equiparado con verdad al sufrimiento. El contenido de expresión adquiere así un sedimento musical sensible en la relación mayor-menor. El precio que por esto es m enester pa'gar es una regresión: lo que Mahler vuelve a obtener, una vez más todavía, del evolucionado lenguaje de la
m úsica artística no es o tra cosa que aquello que el mayor y el m enor fueron en otro tiempo para el niño. Tal resurrección es la figura de lo nuevo en la m úsica de Mahler. La tonalidad, que se agudiza en el perm anente juego mayor-menor, se con vierte en el mt’d/um de la modernidad. La ambivalencia del modo critica ya a la tonalidad en la medida en que la com prim e involutivainente con tal fuerza que ésta, la tonalidad, expresa lo que ya no puede expresar. También en Schonberg la tonalidad quedó rota no porque se la reblandeciese, sino merced a lu tensión constructiva. Los acordes m ahlerianos en menor, que cnnslituycn una reprobación de las tríadas en ma yor, son m áscaras de disonancias venideras. El impotente llanto que en aquellos acordes está constreñido, y al que, porque coníiesu su impotencia, se lo tacha de sentim ental, re laja la rigidez de In fórmula, se abre a «lo otro», cuya inacce sibilidad es lo que hace llorar. La tonulkliKl en su conjunto, y ante todo el dualismo ma yor-menor, son en Mahlcr medios de presentación de la músi ca en razón de lo desviación, del ferm ento de algo particular que no se sumerge ni desaparece en lo general y que justo por ello nccolilto de lo general, del sistema de referencia con respecto al eunl se hoce legible y del cual difiere. Generales son en lus composiciones mahlerianas, al final, las desviacio nes mismns. No ep¡ la articulación de todos los recursos dis ponibles lo que establece el tono —como ocurre ejem plar mente en Bruhnis—; el tono se establece gracias a que en los elementos trndlclonalcs, que no son discutidos, se insertan otros clcmciiloi extraños a ellos. La teoría académica de la música habla de acordes «asimilados» y de cosas parecidas. La música mahleriana se encuentra repleta de tales cosas; llena de clcmcnlos que están asim ilados y que, sin embargo, no son enteram ente autóctonos; llena de alteraciones armó nicas y m dódlcus; llena de notas y grados crom áticos inter medios, de lnlerpolodones en m enor dentro de pasajes en mayor, ele Intervalos procedentes de la escala m enor arm óni ca en lu melodía. Mahler utiliza un arsenal de artificios que el diatonlsmo venía consintiendo desde mucho tiem po atrás como si fueran vocablos extranjeros, pero que no se identifi caban con él; por su preponderancia cuantitativa estos ele mentos socuvun el dlatonismo; es como si, o bien no se hu biera impuesto uún del todo el orden racional de la música, o bien empezaru de nuevo a tambalearse.
La predilección que M ahler siente por tales elementos choca, en m uchas ocasiones, con las norm as del buen hacer musical. El Mahler joven desdeña la exigencia elemental de la escuela, que pide un avance vigoroso de los grados; él amontona notas pedales, bajos que se columpian entre los grados principales, como ocurre en la m archa y en las danzas populares, desplaza acordes en paralelas, con predilección por las quintas. El bajo continuo no ejerce ya una verdadera auto ridad sobre Mahler, como tampoco la ejercerá, m ás tarde, ni sobre Puccini ni sobre Debussy.' El tem or que a Mahler le producen las modulaciones re sulta sorprendente; jam ás logró desprenderse de él. Es posi ble que ese tem or haya sido originariam ente pura impericia; pero, en los artistas im portantes, lo que fue una deficiencia en un determ inado momento, si perdura, pasa a estar al ser vicio del objeto. El hecho de que en Mahler las modulaciones ocupen una posición relativamente subordinada —con nota bles excepciones, por lo demás, sobre todo en las sinfonías Sexta, Séptim a y Octava— adquiere un sentido compositivo. Tam bién en lo que respecta a la dimensión vertical es ra ras veces analítico y diferencial el modo de proceder de Mahler. La arm onía no le sirve para establecer una ordenación en los detalles mínimos; lo que la arm onía hace es procurar al conjunto luces y sombras, efectos de prim er plano y de profundidad, perspectiva. Por eso las superficies de tonalidad tienen para Mahler más im portancia que la transición sin fi suras de una a o tra de esas superficies o que la completa ar ticulación arm ónica de cada una de ellas en sí misma: la armonía m ahleriana es macrológica. Mahler prefiere los cam bios bruscos a las modulaciones im perceptibles y lisas. La idea de la arm onía macrológica influye incluso en la organi zación de sinfonías enteras. En la Séptima, el prim er movimiento, tras una introduc ción de gran riqueza en lo que se refiere al plan de las tona lidades, está en mi menor. Los tres movimientos centrales —todos ellos Nocturnos, tam bién el Scherzo— descienden luego a la región de la subdominante. La Prim era música nocturna está en do mayor, que es la tonalidad de la subdo m inante del relativo mayor de mi menor; el Scherzo descien de todavía más, al relativo m enor de la subdominante, es decir, desciende de do mayor a re menor; la Segunda música nocturna, en fin, se m antiene en el mismo plano armónico, pero le otorga una mayor luminosidad mediante la sustitu
ción del re m enor por su relativo mayor, es decir, fa mayor. El último movimiento restablece el equilibrio entre el prim er movimiento y los movimientos intermedios. El peso de éstos es tan grande, sin embargo, que aquél no puede contrapesar los del todo. Tiene que perm anecer una dom inante po r debajo del tono relativo del prim er movimiento, es decir, en el do mayor de la Prim era música nocturna. La hom eostasis arm ó nica de la sinfonía en su conjunto —la tonalidad principal— sería, según esto, el do mayor, y la Séptim a sería una sinfonía en do mayor. Este abrupto trato dado a las tonalidades responde, en el plan de conjunto, a las alteraciones sorprendentes en los de talles; perm ite establecer relaciones perspectivistas entre grandes superficies tonales, en lugar de la transición nivelado ra. En ello la Séptim a sinfonía se asem eja a bastantes pasajes de La Heroica y de la Novena de Beethoven, y asimismo a mu chos pasajes de Bruckner. También la m adura técnica de la Sexta sinfonía y de La canción de la tierra opera a menudo con cambios bruscos, con el fin de lograr una diferenciación plástica de los planos armónicos, sin miedo a que aparezca un m omento estático en la música sinfónica. Todas las dimensiones compositivas, también la métrica, tienden a la desviación. En M ahler predom inan en general los tiempos débiles del compás, es decir, los tiempos pares. Sin embargo, tam bién le gusta componer en todos sus detalles modificaciones agógicas, alargam ientos y disminuciones, y, so bre todo, desarrollar motivos idénticos en valores distintos, ampliarlos al doble o reducirlos a la mitad: la cantidad de tales matices, que vienen sugeridos po r el discurso musical, se convierte en calidad de la música misma. Incluso el ritm o general de las form as mahlerianas, el mo vimiento del conjunto en su totalidad, está próximo a la al ternancia del mayor y el menor, es una alternancia entre la tribulación y el consuelo, como había ocurrido antes en Schubert. Hay un extraordinario testimonio acreditativo de que esto que se acaba de decir coincide con lo que M ahler pensa ba. M ahler añadió por su cuenta unas palabras al texto del Coro con campanas de la Tercera sinfonía —en E l cuerno ma ravilloso del muchacho ese texto lleva el título de «Canto de m endicidad de los niños pobres»; 6 Mahler silenció ese título, que por ello mismo continúa persistiendo en secreto con una fuerza tanto mayor. Con los textos que utilizaba —tam bién con el Himno a la resurrección de Klopstock, con la canción
titulada A quién se le ha ocurrido, pues, esta cancioncita, con los textos chinos p ara «El adiós» de La canción de la tierra.—, Mahler procedió de igual m anera que cuando introdujo cam bios en melodías de canciones fácilm ente reconocibles que él repite. Al pasaje que lleva la indicación bitterlich [con amar gura] 7 —una palabra cuyo tim bre tiene en Mahler muchas resonancias, lo mismo que la palabra klaglich [como un lam ento]—, y que dice: «und sollt ich nicht weinen, du gütiger G ott» [¿es que no debería yo llorar, oh Dios bonda doso?], responden los sopranos pianissimo, en un pianissimo ppp, m ientras se oyen los estridentes acentos de los oboes, con estas palabras añadidas por Mahler: «Du sollst ja nicht weinen! sollst ja nich weinen» [ ¡En efecto, tú no debes llo ra r!, en efecto, no debes llorar]. La voluntad de la música, una voluntad que carece de voz, penetra en el lenguaje. La m úsica se invoca a sí m ism a con palabras, como acto de pro testa. E sta m ism a intención retorna patéticam ente en el Him no de la Octava sinfonía, cuando se invoca al Paráclito. Apelando al consuelo, la música no quiere tanto expresarlo cuanto ser consuelo ella misma. Con esto va mezclado siem pre en Mahler el sentimiento de la futilidad del mero consue lo. La protesta sabe muy bien lo que ella es: no en vano aquel Coro con campanas de la Tercera tiene una vinculación tem á tica con la Cuarta, ese absurdo sueño de berridos y de con suelo melancólico. La música m ahleriana acaricia m aternal m ente los cabellos de aquellos a quienes se dirige. Así se en treveran en las Canciones de los niños m uertos la delicadeza de lo que está muy cerca y el dudoso consuelo de lo que que da muy lejos. Esas canciones m iran a los m uertos como se m ira a los niños. La esperanza de lo que no ha llegado a ser —una esperanza que pone una especie de aureola de santidad en tom o a quienes m urieron pronto— no se extingue para los adultos tampoco. La música de M ahler lleva alimento a la boca aniquilada, vela el sueño de los que ya no volverán a despertar. Si todo m uerto se asem eja a alguien que ha sido asesinado por los vivos, tam bién se asem eja a alguien a quien éstos habrían de salvar. «A menudo pienso que simplemente han salido», mas no porque fueran niños, sino porque el amor desenfrenado no concibe la m uerte m ás que como si la últim a salida fuera la salida de los niños, de unos niños que volverán a casa. En M ahler el consuelo es el reflejo de la tribulación. 'En esto su música conserva, llena de zozobra, aquella cualidad
sedante, curativa, que la tradición atribuyó desde tiempos inmemoriales a la música como su fuerza propia, la fuerza de expulsar a los demonios; mas todo eso se va convirtiendo en una pálida quim era a m edida que avanza el desencanta m iento del mundo. A la pregunta de qué deseaba llegar a ser un día, se cuerna que Mahler, cuando era un niño, respondió que m ártir. Lo que su música más quisiera es ser el Parácli to mismo, y por ello se excede a sí m ism a y se vuelve inauténtica. Esto afecta a la totalidad de su lenguaje formal. De igual modo que el consuelo se alza en el horizonte cual un radiante «como si», así Mahler habla en estilo indirecto. Desde siempre se ha advertido esto como su aspecto irónico o paródico. La verdad que hay en esa observación, casi siem pre retórica y hostil, Schonberg la puso de relieve en estas palabras: «His N inth is most strange. In it, the author hardly speaks as an individual any longer. I t almost seems as though this w ork m ust have a conceable author who used Mahler merely as his spokesman, as his m outhpiece» [Su Novena es muy extraña. En ella el autor apenas habla ya como sujeto. Casi parece como si para esta obra hubiera todavía un autor oculto que utilizase a M ahler m eram ente como su portavoz, como su intérprete].1 Si el compositor verdadero se esconde, el compositor manifiesto es el director de orquesta; éste de fiende, frente al falible autor, la objetividad de la obra. Des pués de la música wagneriana, la m ahleriana es la segunda «música de director de orquesta» que ha alcanzado un rango supremo; es una música que se ejecuta a sí misma. Ha ha bido tales cambios en el puesto social de la composición, has ta tal punto se ha replegado ésta sobre sí misma, que necesita un medium interpuesto entre el compositor —que ya no se comunica sencillamente— y la obra misma; es algo semejante a lo que ocurre en el cine, donde el director pasa a ser el vehículo de la obra y elimina al autor de viejo estilo. La rotura propia de Mahler se entrevera, en ese estrato intermedio, con el problem atism o histórico de las formas. Lo que obliga a intercalar una instancia m ediadora es el hecho de que Mahler persiguiese incansablemente la objetividad sinfónica en un momento que ya no consentía que se tomase a la letra la form a sinfónica estatuida. El sujeto inherente a la música misma, del cual depende el gesto de ésta de inter pretarse a sí misma, tiene un modo de m anifestarse parecido al que se da en la categoría form al literaria de la narración indirecta. Enemiga de toda ilusión, la música m ahleriana
acentúa la inautenticidad del sujeto, subraya la ficción, con el fin de curarse así de la m entira en que el arte está empe zando a convertirse. Así es como se origina, en el campo de fuerzas de la form a, eso que la gente percibe en M ahler como carácter de ironía. Cualquier asno oye en él las m arcas de la «música de direc tor de orquesta», los calcos de lo conocido en aquello que ha sido producido de un modo nuevo. Pero no oye, en cambio, lo que la instancia del director de orquesta aporta a la form u lación compositiva. A esa instancia es a la que le incumbe la objetivación rota, inauténtica, a expensas de la espontánea unidad de música compuesta y sujeto compositor. El conoci miento que el director de orquesta posee de todas las posibi lidades entre las que puede elegir corrige la presunta natura lidad espontánea de la estrecha corriente de las representa ciones compositivas prim arias. A la tecnología del proceso compositivo ese conocimiento la impregna de aquella refle xión que la estupidez achaca al intelectualismo mahleriano. El director de orquesta que es com positor tiene en su oído no sólo la sonoridad orquestal, sino también, por su trabajo práctico con la orquesta, los modos de tocar los instrum en tos, junto con todas aquellas tensiones, debilidades, exagera ciones y flaquezas de que su intención se apodera. Las situa ciones límite y las situaciones excepcionales de la orquesta, que el director puede estudiar precisam ente en los fallos, am plían su lenguaje, de igual modo que la experiencia de la or questa como ejecución viviente —correctivo de toda represen tación estática de la sonoridad— ayuda a la m úsica a surgir con espontaneidad, a perm anecer en movimiento. El trabajo práctico con la orquesta, que en la esfera de la vida musical oficial es una positividad funesta, algo que ata, desencadena en Mahler la fantasía compositiva. Es posible incluso que sus instantes transcendentes tuvieran como modelo ese movi miento con que el director se abalanza sobre su orquesta y la tom a en su puño; un movimiento que una crítica de Speidel atribuye con elogio a la interpretación m ahleriana del Prelu dio del Lohengrin. Cada vez que Mahler íopone caracteres, como algo particu lar, a la pendiente natural de la música, acaso no haga otra cosa que tran sferir a su propia composición la m anera de pre sentar la música que le es propia al director de orquesta. Esa m anera de presentarla despoja de literalidad a sus piezas, les arrebata la creencia de que son sencillamente por naturaleza
eso que son. La pertenencia de M ahler a la cultura musical — ya que es un maestro que se halla empapado del lenguaje de esa cultura— y, a la vez, su heterogeneidad con respecto a ella se convierte en el éter del lenguaje mahleriano. Es éste un lenguaje pulido y es, a la vez, el lenguaje de un extranje ro. Lo que de extranjero hay en ese lenguaje lo refuerza pre cisam ente una familiaridad exagerada, una fam iliaridad de que prescinden aquellas composiciones que se unifican de ma nera tan honda con su lenguaje que éste se transform a dia lécticamente con ellas. La relación que en M ahler se da entre lo fluido y lo cosiíicado es parecida a la que se da en el ale m án de Heine.9 A Mahler no se le pueden reprochar fisuras de la forma, ya que la idea por la que él se guía es precisa m ente la rotura. A menudo se h a afirmado, y d n duda tam bién M ahler mismo lo dijo, que en él seguía actuando la obs tinada idea de un puente entre la música popular y la música artística. Mahler abrigaba la esperanza de tener un auditorio colectivo, sin que haya deseado, empero, ni sacrificar a esto nada de la complejidad de su música ni renegar del nivel de su propia consciencia. Detrás de esto se hallaba, desde un punto de vista musical objetivo, la necesidad que él sentía de reforzar el melos, y no por éste mismo —en la gran música sinfónica fue siempre secundario el melos—, sino porque las dimensiones gigantescas de sus movimientos sinfónicos, las pretensiones de éstos de ser una totalidad, un «mundo», habrían quedado necesariamente en nada si no hubiera estado allí aquel sustrato que en esos movimientos tiene su historia; sin la m ultiplicidad sintetizada por la síntesis giraría ésta en el vacío; para no perder su sentido, a la síntesis no le es líci to en modo alguno devenir absoluta. Aquella necesidad sentida por M ahler no quedaba ya sa tisfecha, sin embargo, en las melodías populares degeneradas a música vulgar; mas tampoco la satisfacía ninguno de los lenguajes artísticos progresistas de su época. La música p ^ pular era ya un falso remedo de sí misma; ésa fue la razón de que M ahler se viera precisado a inyectar, si así cabe decir lo, a la música popular la intensidad sinfónica. Una de las cosas más importantes que la rotura de Mahler expresa es la imposibilidad de establecer ninguna compensación entre co sas que se han vuelto divergentes. El lenguaje artístico coloca unas invisibles comillas a los préstamos tomados de la can ción popular y de las formas musicales populares; esos prés tamos han sido transportados a rastras hasta el lenguaje ar
tístico y quedan allí como granos de arena en el engranaje de la construcción musical pura. La reflexión sobre la injusti cia social que el lenguaje artístico comete con quienes no participan del privilegio de la cultura se opone enérgicamen te a la lógica musical. En la música m ahleriana se renueva el conflicto entre la música superior y la música inferior; es ése un conflicto en el cual venía reflejándose estéticamente, desde la Revolución Industrial, el proceso social objetivo de la cosificación y, al mismo tiempo, de la disolución de los residuos naturales espontáneos, y que ninguna voluntad artística había solventado. La honestidad de Mahler se decidió por el len guaje artístico. Pero la fisura entre ambas esferas se convirtió en el tono propio mahleriano, el tono de la rotura. La música m ahleriana podría ser descifrada en su totali dad como una pseudomorfosis; su quintaesencia está en las desviaciones. En este aspecto habría que oponer M ahler a Bruckner, con el cual se lo suele asociar tan sin reparos en los países del oeste de Europa, cual si la mera longitud fuera una categoría artística. Mahler tra ta de encontrar un sentido en aquello que ha quedado desprovisto de sentido, y en el sentido trata de encontrar lo que está desprovisto de él. Nada de esto ocurre en Bruckner; esto es lo que de verdadero hay en la insistente palabrería que habla de la ingenuidad de éste. El lenguaje formal de Bruckner se llena de fisuras pre cisamente porque él emplea sin fisuras, de m anera compacta, ese lenguaje. Incluso elementos subjetivistas, como lo es la enarmonía wagneriana, en él vuelven a convertirse en voca blos de algo precrítico, dogmático. Aquello que B ruckner qui siera hacer desde sí queda encomendado sin el m enor titubeo al m aterial - e n esto Bruckner actúa de modo parecido a como actuará, mucho más tarde, Anton von Webern. La re nuncia del sujeto estético a determ inar su m aterial intervi niendo en él —un procedim iento que había llegado a conver tirse en norm a en la gran m úsica occidental - e s lo que da a la música de B ruckner ese tono de estar compuesta a contra pelo. La inclinación natural del sinfonismo bruckneriano es opuesta a la creencia en que la composición es un acto sub jetivo de creación. Frente a esto, el lenguaje m ahleriano es pseudomorfosis porque se distancia a la vez del m édium objetivo que es su vocabulario, el vocabulario de ese lenguaje. El lenguaje de M ahler violenta ese m édium para, conjurándolo, forzarlo a adquirir una rigurosidad que en ese m édium mismo se había
vuelto problemática. Un extranjero habla música con fluidez, pero como con acento. Sólo los reaccionarios obtusos capta ron con todo celo ese detalle; la escuela de Schonberg, por protesta, lo pasó por alto adrede. Pero M ahler tiene su ver dad precisam ente en ese ingrediente de inautenticidad que desenm ascara la m entira de la autenticidad. La luz pálida o brillante, apagada o cegadora que las desviaciones arrojan so bre el lenguaje musical que las rodea despojan a éste de su obviedad: el lenguaje musical aparece como desde fuera. Se vuelve transparente eso que musicalmente está presente ahí delante. De la inautenticidad se obtiene, por destilación, lo insustituible y único, se obtiene un sentido que perm anecería ausente allí donde lo particular, concebido como lo auténtico, quisiera ser enteram ente idéntico a sí mismo. La música mah leriana conoce y configura objetivam ente este hecho: que la unidad se da, no a pesar de las fisuras, sino tan sólo a través de ellas. Lo que en M ahler suena como si estuviera rezagado con respecto a su propia época es algo que va estrecham ente en lazado con la idea que a él lo guía. El núcleo de la experien cia de Mahler —la rotura, el sentimiento de enajenación del sujeto musical— quisiera realizarse estéticamente haciendo que también su manifestación fenoménica se comportase, no como algo inmediato, sino como algo asimismo roto, como una cifra del contenido; la m anifestación fenoménica separa da reobra a su vez sobre el contenido. En Mahler no hay que entender á la lettre los fenómenos musicales, como tampoco el núcleo de la experiencia puede convertirse derechamente en estructura compositiva. Todas las otras grandes músicas de aquella época se replegaron a lo que cae dentro de su rei no nativo y no tomaron prestado nada a una realidad o a un lenguaje heterónomos a ellas; la música m ahleriana inervó,* en cambio, lo que en esa pureza había de escindido, de parti cularista, de privativo y por ello de impotente. En M ahler se oye el trueno de lo colectivo, retum ba el movimiento de las masas, tal como durante algunos segundos retum ba, incluso en la película más miserable, la violencia de los millones de individuos que con la película se identifican. Horrorizada, la música mahleriana hace de sí misma un escenario de energías * Sobre la concepción adom iana del «inercar» y su aplicación a la m úsica puede verse ^ mrno , Im p ro m p tu s (Laia, Barcelona, 1985), p. 219. (N . d el t.)
colectivas. Esto lo pone de manifiesto el hecho de que M ahler renunciase al m édium de la m úsica de cámara, un m édium que necesariamente hubo de am ar alguien como él que a dia rio podía observar hasta qué punto el aparato orquestal w elve grosera la música compuesta. La música m ahleriana es el sueño, soñado p o r un indivi duo, de una colectividad a la que nada es capaz de detener. Pero a la vez es expresión objetiva de que la identificación con ese colectivo resulta imposible. Esa música conoce la nu lidad del yo aislado que erróneam ente se tiene a sí mismo por absoluto, pero sabe tam bién que a ese yo no le es lícito alardear de ser inmediatamente un sujeto colectivo. En ella no hay el m enor rastro de manipulaciones objetivistas como las que empleó el neoclasicismo posterior a Mahler; en los ambientes de este neoclasicismo se odia a M ahler. La m úsica m ahleriana, ni habla líricamente del individuo que en ella se expresa, ni se infla para convertirse en voz de los muchos, ni por am or a éstos se torna simplista. Esa m úsica tiene su tensión antinóm ica en la m utua inaccesibilidad del individuo y la m ultitud. Incluso allí donde las sinfonías m ahlerianas esbozan el eco de un movimiento colectivo, lo que hacen es obedecer a la pseudomorfosis a través de la voz del sujeto que habla solitario en favor de aquellos hacia quienes se sien te atraído por un impulso desesperanzado. Si es cierto que la música de Mahler se identifica con la masa, sim ultáneam ente la teme. Los puntos extremos de la tendencia colectiva de esa mú sica —como, po r ejemplo, el prim er movimiento de la Sexta sinfonía— son los instantes en que en ella irrum pe la m archa ciega y b rutal de la m ultitud: instantes del pataleo. El hecho de que el judío Mahler barruntase con decenios de antela ción el fascismo, como lo presintió K afka en su texto sobre la sinagoga, es sin duda lo que de veras motiva la desespera ción del aprendiz errante al que dos ojos azules envían a cam inar por el ancho mundo. M ahler relativiza la posición del individuo considerado como soporte sustancial de la mú sica; m as no p o r ello se pasa, como un renegado, al campo de la colectividad positiva. Ésta es otra de las facetas de su lenguaje. Este se configura como un segundo lenguaje de la música, constituido p o r los escombros de un lenguaje colecti vo que, o bien ya está anticuado, o bien es inaccesible.10 E sta intención se ha transferido entretanto a la litera tu ra de van guardia, desde Thornton Wilder hasta Eugéne Ionesco.
Allí donde ella misma no aparece ya rota, la música mah leriana se ve forzada a hacerse añicos. También ella está su je ta al pensamiento de Karl Krauss que dice que vale más un vertedero bien pintado que no un palacio m al pintado. La evolución de M ahler adm itió esto. La autocrítica técnica se convierte en autocrítica de la idea. Esa autocrítica conduce hasta el umbral mismo de la intención propia de la música de vanguardia, la cual dice que el componer no tiene oportu nidad ninguna de alcanzar la objetivación y que la música no puede m antenerse firme frente a la verdad social más que allí donde el compositor, sin m irar a hurtadillas por encima de la form a estética de la música compuesta, se abandona sin reservas a lo que resulta alcanzable dentro de su propio ámbito. Cuando aún vivía Mahler, un famoso crítico le hizo, según el testim onio de Schonberg, el reproche de que sus sinfonías no eran otra cosa que «gigantescos popurrís sinfónicos».11 Por muy absurda que hoy pueda antojársenos esa objeción, dado el conocimiento que nosotros tenemos de las construc ciones mahlerianas, señala, sin embargo, con m ucha fidelidad lo que en ellas producía desconcierto. Y esto era su irregu laridad, su no sometimiento a los esquemas. Desde Berlioz el proceso de integración sinfónica marchó acompañado, como por una sombra, por la irracionalidad del procedimiento com positivo. En Mahler esa irracionalidad ya no se esconde, pero desvela a la vez su propia lógica. Comparada con el procedi m iento no esquemático de Mahler, toda la música de su tiem po, tam bién la del prim er Schonberg, era una música tradicionalista, en la medida en que era una música hecha por especialistas. Justo la lucha contra el especialista es lo que en Mahler resulta actual. La arbitraria yuxtaposición de me lodías de éxito, que en el popurrí era una necesidad, se con vierte en Mahler en una virtud: la virtud de una textura que con delicadeza deshiela las congeladas agrupaciones de los tipos formales aceptados. Quien ahora establece la conexión que debía hallarse garantizada por esos tipos es la rotura de los tem as.y figuras incisivos, la apariencia de lo ya conocido, gracias a la cual cada cosa es más de lo que meramente es. Esto es algo que se hallaba preparado ya en el sinfonismo del romanticism o tardío, sobre todo en las denominadas es cuelas nacionalistas, en Chaikovski y en Dvorák. La especifica ción ficticiamente folklórica de los temas coloca a éstos hasta tal punto en el prim er plano que esos temas devalúan, allí
donde recurren a ellas, las categorías de mediación de la tra dición clasicista, pues las rebajan al nivel de trastos viejos teatrales o de simples rellenos. Lo que en esos compositores era involuntariam ente vulgar se convierte en Mahler en una alianza provocativa con la m úsica vulgar. Sin pudor ninguno fanfarronean sus sinfonías con lo que todo el m undo tiene en el oído, con residuos melódicos de la gran música, con insul sos cantos folklóricos, con coplas de ciego y canciones de moda. En las sinfonías de M ahler podemos oír incluso can ciones que sólo mucho más tarde serían escritas, como, en la Primera sinfonía, la chanson de Maxim, o como, en el se gundo movimiento de la Quinta, la canción berlinesa de los años veinte titulada W enn du meine Tante siehst [Si ves a m i tía]. De las piezas del romanticism o tardío sem ejantes a popurrís retiene M ahler los giros aislados, a la vez sorprendentes y pegadizos, pero elimina el fárrago intermedio, que se ha vuelto ridículo. En sustitución, despliega las relaciones con cretam ente a partir de los caracteres. A veces hace que éstos colisionen entre sí directam ente, solidario en esto de la pos terior crítica de Schonberg a la m ediación, que sería m ero ornam ento, algo ajeno al asunto. El p o p u rrí satisface a m ás de un deseo de Mahler, pues no prescribe al com positor qué es lo que ha de seguir a qué, no ordena repeticiones, no destemporaliza el tiempo median te el orden preestablecido de su contenido. A los putrefactos tem as que el popurrí am ontona les ayuda M ahler a seguir viviendo en el segundo lenguaje musical. M ahler prepara ar tificialmente este segundo lenguaje. La comunicación subte rránea que existe entre los dispersos elementos del popurrí, una especie de lógica pulsional libre, es lo que hace que el popurrí se convierta para Mahler en una forma. La música inferior se lanza jacobinam ente al asalto de la superior. La infatuada tersura de la form a corriente queda demolida por la desm esurada sonoridad que llega de los quioscos en donde tocan bandas m ilitares y de las orquestinas que lo hacen en los jardines públicos. Para M ahler el buen gusto tiene tan poca autoridad como p a ra Schéinberg.12 La música sinfónica excava en busca de aquel tesoro que, desde que la música se instaló como arte en las viviendas, ya es prom etido tan sólo por los redobles de tam bor que llegan de lejos o por los rui dos de las voces. El sinfonismo quisiera apoderarse de las masas que han huido de la música culta, pero sin rebajarse
a su nivel. No tiene en cuenta que, sin la ayuda de m uletas, difícilmente seguirán esas m asas los organismos sinfónicos y que preferirán indignarse de su falta de cultura. Pero sí saca la consecuencia de que resulta imposible reunificar por de creto los niveaux dispares. Mezcla en la música superior, corno una levadura, la música inferior, sin modificarla. La drasticidad, la incisividad de un detalle musical que ni es intercam biable con nada ni es olvidable, en suma, la fuerza del Nombre,13 eso está mejor custodiado, en muchos aspectos, en lo chabacano y en la m úsica vulgar que no en la música superior; pues, ya antes de que se hubiera iniciado la era de la construcción radical, la música superior había sacrificado todo eso al principio de la estilización. Esa fuerza es lo que M ahler pone en movimiento. Con la libertad que sólo posee quien no ha sido enteram ente engu llido por la cultura, Mahler, en su vagabundaje musical a la intemperie, recoge el cristal roto que yace en el camino y lo expone al sol, logrando que en él se refracten todos los co lores. «El hecho de que precisam ente él, el hom bre despro visto de necesidades —el "bárbaro", corno con frecuencia lo llamábam os por su aversión al lujo y a las comodidades y adornos de la vida—, estuviera rodeado de tal magnificencia, le parecía corno una ironía del destino, que a m enudo le ha cía sonreírse de sí mismo.» 14 M ahler excava en el m aterial musical humillado y ofendi do, buscando la felicidad prohibida. Para que lo perdido no caiga en el olvido, y p a ra que beneficie a la form a, que ha de preservarlo de la estéril identidad consigo mismo, M ahler se compadece de lo perdido. El solo escandalosamente osado de la trom peta del postillón en la Tercera sinfonía pone de ma nifiesto la ingeniosa m anera en que M ahler hace acopio de lo heterónomo, que es el terreno de que se nutre la obra autónoma. En ese pasaje compone M ahler con todo detalle el rudim ento subjetivo, el rubato del instrum ento de viento. La fanfarria y el Lied se penetran m utuam ente: la verdadera entrada del Lied 15 se hace en la dominante, cual si ya antes hubiera aparecido, inaudible, una parte de la melodía; tam bién aquí las dilataciones de la ejecución modifican m étrica m ente la melodía, la salvan de la trivialidad de los ocho com pases. La arm onía que allí hay es insensiblemente expresiva. La banalidad es ciertam ente la quintaesencia de la cosificación musical; mas la cálida voz que improvisa y que se in crusta en lo cosificado conserva esa banalidad y a la vez la
mitiga. Incluso lo que está lleno de fisuras queda inserto de ese modo en la construcción, sin que el todo se haga añicos, sin embargo. Pero en la segunda aparición de la com eta del postillón los violines, según reza la indicación puesta por Mahler en la partitura, le «prestan oído»; 14 es como si movie sen la cabeza desaprobando lo que la trom peta hace. Al refle xionar sobre lo que el buen gusto califica de imposible —y ese buen gusto insiste en su sentencia: aquello es chabaca no—, los violines dicen sí a la posibilidad, a la promesa, sin la que no se podría respirar ni un segundo. La rebelión contra la música burguesa la extrajo Mahler de esa misma música. Desde Haydn se venía transm itiendo en la música burguesa un elemento plebeyo. En Beethoven se escucha su rumor; por lo demás, tam bién Fausto es, en el paseo que da el día de Pascua con su docto y pedante criado, el portavoz de esa dimensión, que Fausto concibe como si fuera la naturaleza. La emancipación de la clase burguesa encontró su eco musical. Esa clase proclam a que ella se iden tifica con la hum anidad, pero lo cierto es que ni estética ni realm ente se dio nunca esa identidad. La hum anidad queda restringida por la relación de clase. El hecho de que de la hu m anidad queden excluidos aquellos que form alm ente poseen los mismos derechos hace que la actitud de éstos se w e lv a le vantisca. Los burgueses continúan siendo plebeyos en tanto su espíritu autónom o no se haya vuelto universal. Esto mismo ocurre tam bién en la obra de arte: gentes mal vestidas, carentes de buenas maneras, se mueven y albo rotan en un espacio festivo cuya imago absolutista continúa siendo proyectada por la música burguesa. Al irse consolidan do la burguesía, tam bién el elemento plebeyo se había ido mitigando poco a poco, hasta quedar convertido en un ali ciente folklorista. Esa sonoridad se w elve estridente en Mah ler, en una época en que el sensorium estético era ya incapaz de conferir en la imagen tersura a la opresiva realidad. Lo que a veces el gusto burgués paladeaba como glóbulos de sangre roja destinados a regenerarlo a él mismo, eso atenta ahora contra la vida de ese gusto. Beethoven logró reconci liar todavía el componente plebeyo con el componente clasicista; lo logró en la relación con una variedad que es traba jada, ciertam ente, como si fuera un «material», pero que nun ca destaca de m anera autónoma, en estado bruto. La época de Mahler no conocía ya, sin embargo, un pueblo que pudiera ser percibido como algo brotado espontáneam ente de la na
turaleza y al que el juego musical hubiera podido prestar decorosamente su vestimenta. Y tampoco el nivel alcanzado entretanto en la dominación del m aterial musical perm itía absorber lo plebeyo. Por esta razón, en Mahler lo inferior no es la encarnación de lo elemental, del m ito, de lo natural; no lo es ni siquiera allí donde su música roza asociaciones de ese género, como ocurre en los am bientes evocados por los cencerros de las vacas; lo que aquí hace una m úsica que sabe que tiene cerrado el camino de vuelta atrás es recobrar aliento, más bien que sim ular ese camino. En vano se busca rá en M ahler nada que esté alejado del espíritu. Lo inferior es en Mahler, antes bien, el negativo de la cultura que ha fracasado. La forma, la mesura, el buen gusto y, en fin, la autonom ía de la form a con que sus propias sin fonías sueñan, todo eso lleva el estigma de la culpa de quie nes excluyeron de tales cosas a los demás. Aquello que hace que las obras de arte sean un contexto de sentido —la apa riencia, que las aísla del oprobio de la realidad—, lo que en ellas hay de escogido y selecto no se lim ita a basarse social m ente en el dominio m aterial y en la cultura originada en ese dominio, sino que introduce el privilegio, como un noli me tangere, en el tabernáculo de su santuario. El espíritu que en la gran música oficia su propio culto con un despo tismo tanto m ayor cuanto más grande sea esa música, des precia el trabajo inferior, el trabajo corporal de los otros. La música de Mahler no quisiera participar en el juego ateniéndose a esas reglas. Con desesperación atrae hacia sí lo que la cultura expulsa fuera, y lo recoge tal como la cultu ra se lo entrega, mísero, herido, mutilado. La obra de arte, que se halla encadenada a la cultura, quisiera rom per tales cadenas, ser m isericordiosa con el residuo andrajoso; en M ahler cualquier compás abre mucho los brazos. Pero eso que la norm a de la cultura arrojó fuera —el detrito del mun do fenoménico, del que habla Freud— no se agota del todo, de acuerdo con la idea por la que ese sinfonismo se rige, en una complicidad con la cultura: la doctrina freudiana de la complicidad entre el ello y el super-yo en contra del yo pa rece estar escrita a la medida de Mahler. El detrito debe em pujar a la obra artística más allá de esa apariencia en que ella misma se había convertido bajo la cultura y res tablecer algo de aquella corporeidad p o r la que la música se diferencia de otros medios artísticos, dado que su juego no es una representación de nada.
Sirviéndose de lo inferior, que es una realidad social, la música m ahleriana piensa ir más allá del espíritu como ideo logía. El prim er esbozo del tem a «Alles Vergiingliche ist nur ein Gleichnis» [Todo lo perecedero es sólo un símil], de la Octava sinfonía, que desde hace decenios se encuentra en el domicilio de Alban Berg, e stá escrito en un pedazo de papel higiénico. Exterm inar la superestructura, adentrarse hasta aquello que queda tapado por la inm anencia de la cultura musical, eso es lo que quiere el impulso oculto de la música mahleriana. Pero eso no puede conseguirlo ni el arte ni nin guna otra form a de la verdad concebida como pura inmedia tez. Mahler no se deja seducir por el romanticismo de lo auténtico y esencial y por ello jam ás pretende poner ante los ojos esa desnudez, ponerla ahí de m anera no metafórica, cual si fuese un ente en sí. De ahí la ro tu ra de su m úsica. Lo que en Beethoven se disfraza todavía de brom a —el hecho de que al final de la Escena junto al arroyo los pájaros canturreen como juguetes mecánicos—, y la involuntaria comicidad de los símbolos prim ordiales de El anillo de Wagner, eso se con vierte en el a priori de todo lo que en la música m ahleriana se llama naturaleza. Entender esto es lo único que puede pro teger a M ahler de aquel entusiasm o que, desde sus comien zos, quedó resum ido en el espantoso vocablo «cósmico» y que se ofrece como blanco a la mofa dirigida contra el intelec tual que pasa horas de recogimiento en los prados de los Alpes. M ahler no se burla, sin embargo, de sus modelos infanti les, como lo hace Stravinski. Arcaizar con sorna es algo que resulta ajeno a la actitud que la música m ahleriana adopta respecto de la objetividad. Mahler no se ensaña ni con lo viejo im potente ni con el sujeto estéril. En sus tan citados instantes irónicos lo que el sujeto hace es acusarse a sí mis mo de la inanidad de su propio esfuerzo, en vez de reírse de la imaginería perdida y reevocada. M ahler no se queda tran quilo jam ás en esos momentos. El sujeto que desciende de la superestructura levanta de golpe aquello en que tropieza, y lo modifica. Si, aun a riesgo de ser malentendidos, quisiéra mos comparar a Mahler y a Stravinski con corrientes de la psicología, el segundo haría causa común con los arquetipos de Jung, m ientras que la consciencia ilustrada de la música m ahleriana hace pensar en el método catártico de Freud, el cual, judío de la Bohemia alemana igual que Mahler, cruzó la vida de éste en una fase crítica y, por respeto a la causa
de esa vida, renunció a curar a la persona; con ello se m os tró infinitamente superior a sus diádocos que liquidan a Baudelaire con el diagnóstico de su complejo m aternal. En M ahler el sujeto com positor no se acomoda al estrato infantil, sino que le perm ite a ese estrato ingresar en la mú sica para así desmitologizarlo. Una vez que la cultura musical rebajada a ideología ha sido destruida, se edifica una segun da totalidad con los fragmentos que han quedado y con los harapos del recuerdo. La fuerza organizadora del sujeto hace que en esa segunda totalidad vuelva a hacer aparición la cultura contra la que el a rte se rebela, pero que no extermi na. Cada una de las sinfonías mahlerianas pregunta cómo es posible llegar a hacer una totalidad viva con los escombros del m undo musical cosificado. No a pesar de lo chabacano, por lo que siente inclinación, es grande la música de Mahler; sino que lo es en la m edida en que la construcción de esa m úsica suelta la lengua a lo chabacano, desata el anhelo del cual no hace otra cosa que aprovecharse el comercialismo que está al servicio de lo chabacano. El decurso de los mo vimientos sinfónicos de M ahler esboza, m ediante una deshu manización, una salvación.
111. C aracteres
El procedim iento utilizado en cada caso por M ahler se guía por el contenido musical específico y por la concepción del decurso total de la obra, no po r principios de ordenación tradicionales. El rom pim iento, la suspensión y el cumplimien to son, sin embargo, géneros esenciales de la idea m ahleriana de la forma. Pasajes en que hay un rom pim iento son el ya citado de la Primera sinfonía y, posteriorm ente, el momento del segundo movimiento de la Quinta en que los vientos giran hacia el re mayor. Las suspensiones componen con todo detalle, en partes que son periféricas al avance global de la composición, el viejo senza tempo. Son suspensiones el pasaje del pájaro de la m uerte que precede a la entrada del coro en la Segun da; el episodio de la corneta del postillón en la Tercera; los episodios que aparecen en los desarrollos de los prim eros movimientos de la Sexta y de la Séptima; los compases de la prim avera de «El borracho en primavera» de La canción de la tierra; y, en fin, el pasaje de la Burlesca de la Novena. Las suspensiones m ahlerianas tienden cada vez m ás a sedi m entarse en episodios. :estos son esenciales para Mahler: son caminos indirectos que luego se revelan retroactivam ente como los directos. En cuanto a la categoría m ahleriana del cumplimiento, la que más se aproxim a a ella, de las categorías form ales codifi cadas, es todavía el Abgesang de la Barform,* que Los maes tros cantores habían inculcado a la generación de Mahler. Cumplimientos en forma de Abgesang son en él, por ejemplo, el breve final de la exposición en el prim er movimiento de la Tercera, o la conclusión de la reexposición en el últim o de la Sexta, antes de que por últim a vez aparezca la intro ducción; tam bién la tercera estrofa del prim er movimiento de La canción de la tierra. * S obre las categorías form ales de Abgesang y B arform puede ver se ^m rno, Im prom ptu s, ed. cit., p. 223. (N. del t.)
La explicación de que durante toda la era del bajo conti nuo apenas se escribieran Abgesiinge, hasta su renacim iento en Wagner, es sin duda la siguiente: lo que en ellos otorgaba cumplim iento al contexto musical era algo esencialmente nue vo con respecto a ese contexto, y por eso los Abgesiinge co lisionaban con la idea de la música de la Edad Moderna, la idea de una inmanencia cerrada; el principio económico de esa m úsica concebía todo como intereses obtenidos de un capital raíz. La rebelión m ahleriana contra sem ejante frogalidad se acordó del Abgesang con independencia de la cultura histórica. Aquello que en la m úsica sinfónica de M ahler no es inm anente a la forma, no es calculable, pasa a ser, como Ab gesang, una categoría formal: la de lo otro que es a la vez lo idéntico. Lo inauténtico anda en busca de su «en sí», anda en busca de aquello que los tem as individuales habían deja do de hacer, por su ascetism o frente a la pretensión subjeti va de crear la totalidad desde sí misma. Es posible que lo que moviera a Mahler a reconstruir Abgesange fueran resi duos arcaicos subsistentes en la música popular, en la m archa muy especialmente. El modelo del Abgesang en el movimien to corporal es la sucesión de «m arcar el paso sin avanzar» y «romper filas». Con ello se deja libre una fuerza que se ha ido acumulando. El cumplimiento es un desencadenamiento, que es el modelo físico de la libertad. Aunque no tengan una función de Abgesang, tam bién form an parte del tipo del cum plim iento la entrada de la reexposición en el prim er movi m iento de la Octava, el retorno fortissim o del tem a principal al comienzo del prim er movimiento de la Novena, así como muchos pasajes en el últim o movimiento de la Sexta, ya el final de su segundo tema en la exposición. En Mahler el cumplimiento no ufcctu únicamente, sin em bargo, a esas partes formales que hemos mencionado, sino que su idea, la idea del cumplimiento, está operante en la totalidad de la estructuru slnfónliu. En todos los sitios se hace honor a la obligación uncida df' ln expectativa. Allí don de la música renuncia til ¡indo drimirtlieo, ul em pate momen táneo, el cumplimiento es Iu w "11" 11'!!' que Iu música obtiene de esa renuncia. Mahler p u do r m 1111I1111' rii el prim er Brahm s campos de cumplimiento; nsf, rn rl primer movimiento de su Cuarteto con piano rn/ tunim v imnhlén en el episodio de m archa del andante de r,in n iU iitn n lirn, E n la m edida en que se 01 ¡pnlnlin por lu sensible y por el cromatismo, la historia d e l" m f m i 11 d el 111111» x ix había mul
tiplicado enorm emente las tensiones y había desvalorizado las distensiones. Esto hizo surgir en lo que respecta a la téc nica una desproporción, y en lo que se refiere al contenido algo así como una resignación. Ambos fenómenos se fueron reforzando a m edida que los recursos que convencionalmente sim ulaban el cumplimiento —sobre todo el recurso consisten te en restablecer la tonalidad principal— fueron resultando cada vez más insuficientes para lograrlo, dado el crecimiento de las tensiones. Seguramente una de las razones, y no la menos im portante, de que Mahler perm aneciese fiel al diatonismo fue que quería com pensar las tensiones con una ener gía mayor que la que perm itían los recursos del Tristán. Pero como él ya no podía confiar sin más en la tonalidad, los cumplimientos se convirtieron para M ahler en una tarea en comendada a la pura form a m usical. Allí donde lo que está compuesto son dos puntos o una interrogación, no es lícito responder a ellos con un mero signo de puntuación; la con testación debe ser siem pre sólo una frase. La energía actual de los caracteres no debe ser nunca m enor que la energía potencial de la tensión: la música dice, si así cabe expresarse, voilá. Esto lo heredó más tarde Schonberg; a esa situación alu de su f:tflse de que la teoría musical tra ta siempre únicamen te del comienzo y de la conclusión, pero nunca de las cosas esenciales que en medio ocurren. La idea schonbergiana de compensar las tensiones m ediante el compendio dinámico de la form a es la «consciencia de sí» de una necesidad sentida por M ahler. En 1a técnica compositiva reina la justicia. Pero ésta no se reduce a «medida por medida». Lo que la perm a nente atención prestada al cum plim iento hace es sacar a relucir en medio del procedimiento compositivo aquello que no es intercambiable, en lugar de m antenerlo fuera cual una abstracta imagen deseada o como una visión poetizante. El rom pim iento es siempre suspensión; es la suspensión del contexto de inmanencia. Pero no toda suspensión es rom pimiento. Mahler duda cada vez más de que la suspensión posea fuerza suficiente para ejecutar el rompimiento; después de la Quinta los movimientos de sus sinfonías no se arries gan ya a representar algo trascendente como una nueva in mediatez. Su lógica compositiva se equiparó sin quererlo a aquella lógica filosófica que afirma que desde la dialéctica no es posible dar el salto a lo incondicionado sin correr peligro de una recaída en lo enteram ente condicionado: M ahler evi
ta pronunciar compositivamente el Nombre de Dios, para no entregarlo a su Adversario. La intención del rompimiento va siendo sometida cada vez m ás a una mediación. Las suspensiones dicen adiós a la inmanencia de la forma, m as no por ello aseveran positivamente la presencia de lo otro; no son ya alegorías de lo Absoluto, sino reflexiones que sobre sí ejecuta aquello que se encuentra preso en sí mismo. Las suspensiones, que están constituidas con elementos de la form a, son recuperadas retrospectivam ente p o r ésta. Gracias a la relación que mantienen con lo que los precede, los cam pos de cumplimiento m ahlerianos realizan dentro de la forma aquello que el rom pim iento se prometía desde fuera y que el tipo de la sinfonía-drama reservaba a la explosión del instan te. En M ahler el rom pim iento es instantáneo; las suspensio nes se dilatan; y los cumplimientos son form as tem áticas es pecíficas. La m úsica m ahleriana hace honor a sus prom esas; en ella lo prom etido llega de veras, m ientras que, según la observa ción de Busoni, en otras músicas lo único que se hace es al canzar puntos culminantes, y después de ellos la música, de silusionada y desilusionante, torna a empezar desde abajo. En esa cualidad de la música m ahleriana se da satisfacción a algo que el espíritu no domesticado reclam a propiam ente de toda música; en cambio, el espíritu domesticado —el buen gusto— se imagina estar por encima de esa exigencia, pero esto ocurre así tan sólo porque él ha quedado burlado una y otra vez en lo que a eso respecta; y donde más burlado ha quedado ha sido en las más grandes obras de arte. La aver sión a lo chabacano siente náuseas ante las pretensiones de esto de ser lo aguardado; a lo aguardado lo chabacano mismo, por sus insuficiencias, le priva de dignidad. Lo chabacano re meda aquello m erced a lo cual aventaja a la vez al arte. Mah ler quisiera quitar de en medio esa mala alternativa y qui siera hacerlo robándole a lo chabacano aquello que la música superior no proporciona y sanándolo de su im postura me diante el ím petu propio de la música superior, que es el úni co al que de verdad se le otorga el cumplimiento. Mahler dice adiós, ciertam ente, al instante glorioso, pero éste le deja como herencia superficies de un presente que tiene duración. En las partes m ahlerianas de cumplimiento se dem ora y dura aquello que en otras músicas suele em prender la huida. Con anterioridad a M ahler esos momentos de demora se habían dado acaso tan sólo, alguna vez, en Bruckner: en la parte
central en fa sostenido mayor del adagio de la Séptim a sin fonía de este compositor. El episodio en sol mayor —forma do po r un inaparente contrapunto tomado del complejo te mático principal— que viene después de la exposición en el prim er movimiento de la Cuarta sinfonía de Mahler, un pasa je bienaventurado, yace allí ante el oyente como la aldea ante cuya vista se apodera de él el sentimiento de que aquello, aquello era lo que él andaba buscando.1 Que la música sea capaz de lograr tal duración es algo que resarce de la abdi cación del principio auténticam ente sinfónico. El sentimiento m ahleriano de la form a exige, sin em bar go, que este carácter episódico no vuelva a írsele de las ma nos al conjunto de la sinfonía; el extenso prim er tema del tercer movimiento de la Cuarta, el movimiento de las varia ciones, posee, sin ningún pathos chillón, la misma paz poseí da por el hogar patrio, en el que ya no se agitan deseos y que está curado del dolor que produce el límite. La genuinidad de ese tem a, la cual no tiene por qué tem er el parangón con la genuinidad de Beethoven, supera la prueba porque el anhelo, ciertamente, se toma una tregua, pero luego, inco rruptible, vuelve a alzar su voz en el lam ento que es el se gundo tem a, con su segunda p arte, cantable, la p arte del transcender.2 En las categorías m ahlerianas de la suspensión o el cum plim iento emerge a la superficie una idea que, más allá de los confines de su obra, podría contribuir a hacer hablar a la m úsica por medio de la teoría: la idea de una doctrina m aterial de las form as, esto es, la idea de la deducción de las categorías formales a p a rtir de su sentido. Esa idea la descuida la teoría académica de las form as, pues ésta opera con m eras clasificaciones abstractas, como «tema principal», «puente», «tema secundario» y «tema conclusivo», pero no concibe tales secciones por la función que les es propia. En Mahler las usuales categorías formales abstractas se recu bren de las categorías formales m ateriales; a veces las prime ras se convierten de modo específico en vehículos del senti do; a veces se constituyen tam bién principios formales ma teriales al lado o por debajo de los principios formales abs tractos; éstos, ciertam ente, continúan aportando el arm azón y sirviendo de apoyo a la unidad, pero no proporcionan ya por sí mismos u n contexto musical de sentido. La fisonomía de las categorías formales m ateriales de Mah ler adquiere especial nitidez allí donde la música se de^um -
ba como en un caleidoscopio. El final del desarrollo del pri m er movimiento de la Novena sinfonia, por ejemplo, produ ce la impresión, según las palabras de Erw in Ratz, de un «horrible derrumbamiento».3 La teoría tradicional de las for m as conoce, especialmente en los grupos conclusivos previos a la coda, campos de resolución. En ellos los contornos te m áticos se diluyen en un juego sonoro m ás o menos form u lario, por ejemplo sobre la dom inante; no es raro tampoco encontrar diminuendi que están compuestos con todo detalle durante tram os relativam ente amplios. Pero las partes en que aparecen derrum bam ientos en la música m ahleriana no son ya partes que se lim itan a establecer una mediación entre unas secciones y otras, o a poner el sello a unas determ inadas evoluciones, sino que son partes que hablan por sí mismas. Están, ciertamente, insertas en el decurso general de la for ma, pero a la vez ocupan en ésta una extensión propia: son el cumplimiento negativo. Si en los campos de cumplimiento se realizan las promesas hechas por la evolución, en los de rrum bam ientos acontece aquello de que el decurso musical tiene miedo. Los derrum bam ientos no se lim itan a modificar la composición, que en ellos se haría menos compacta o que daría enteram ente reducida a polvo. Los derrum bam ientos son partes formales concebidas como caracteres. La teoría m aterial de las formas debería tener como objeto todas las secciones formales de Mahler que, en vez de ser rellenadas de caracteres, son form uladas por su propia esencia como caracteres. La categoría del derrum bam iento podemos encontrarla ya en un modelo sencillo y muy tem prano: en la conclusión del tercer Lied de las Canciones de un aprendiz errante, cuando aparecen las palabras «Ich w ollt’, ich lag auf der schwarzen Bahr» [Quisiera yacer en el negro ataúd]. Aquí una serie de acordes yuxtapuestos, sobre un pedal de dominante, van des cendiendo grado a grado. Esos acordes no conducen, sin em bargo, a otra cosa; ellos mismos constituyen su propia meta, y los fragmentos motívicos que vienen después no son más que una coda; el último Lied, el que viene a continuación de éste, es un epílogo. Es evidente que Mahler adoptó este mis mo tipo en el prim er movimiento de su Segunda sinfonia4 que es un movimiento que m uestra una tendencia general a los derrum bam ientos. En la m archa fúnebre de la Quinta sinfonía está compuesto con toda m aestría uno de esos derrum bam ientos.5 El derrum bam iento dinamiza la form a, mas
no por ello la evolución elimina sencillamente las tradiciona les divisiones formales; por el contrario, el dinamismo mismo de la sección de la catástrofe es a la vez un carácter, un campo casi espacial. Las partes de derrum bam iento no sólo dan satisfacción a una necesidad form al de distensión, sino que ellas son, por su carácter realizado, las que deciden el contenido de la música. Todos los caracteres m ahlerianos constituyen una imagi nería. E sta parece ser, a prim era vista, una imaginería ro m ántica, bien de paisaje ru ral, o bien de pequeña ciudad, como si el cosmos m usical se entusiasm ase con un cosmos social que es irrecuperable; como si el anhelo insatisfecho estuviera proyectado hacia atrás. Con todo, M ahler no su cumbió ni al filisteísmo ni al falso popularismo, pues su ím petu dilató los idilios —siguiendo en esto el modelo de Los maestros cantores de Wagner— hasta convertirlos en el es bozo de un todo dinámico; mas lo que hizo posible todo eso fue la rotura que había en las imagines m ahlerianas. Y, a la inversa, es el ím petu sinfónico, cuya totalidad bo rra la inme diatez de los detalles, lo que rompe las imagines. En los poemas que impregnaron con sus imágenes la mú sica m ahleriana —los poemas de E l cuerno maravilloso del muchacho— la Edad Media y el Renacimiento eran ya me ros calcos, cual si estuvieran impresos en esas hojas volantes que siguen hablando de nobles caballeros m ientras se en cuentran ya a medio camino de ser periódicos. La afinidad electiva que se da entre M ahler y sus textos no se basa tanto en la ilusión falaz de encontrar allí algo hogareño y fam iliar cuanto en el sentim iento anticipado de unos tiempos salvajes inmutables; ese presentim iento asaltó a M ahler en medio de unas circunstancias tardo-burguesas bien ordenadas y quizás estuvo motivado por las penurias de su juventud. Su recelo frente a la paz de la era im perialista considera que la guerra es el estado norm al y que los seres humanos son soldados alistados contra su voluntad. Mahler aboga m usicalm ente en favor de la astucia de los campesinos y en contra de los se ñores; aboga en favor de quienes ponen pies en polvorosa ante el matrim onio; en favor de los marginados, de los en carcelados, de los niños pobres, de los perseguidos, de las posiciones perdidas. Si la dictadura no hubiera depravado tanto la expresión «realismo socialista», M ahler sería el úni co al que le cuadraría bien; a menudo los compositores ru
sos de alrededor de 1960 suenan como un M ahler contrahecho. Berg es el legítimo heredero de ese espíritu; en el vals lento que en su Wozzeck invita a la pobre gente a un baile desma ñado y forzado resuena un ritmo de clarinete tomado del Scherzo de la Cuarta de Mahler. La ideología dom inante que h ab la de la verdad, la belleza y la bondad, ideología con la cual se envilece en sus comienzos la m úsica de M ahler, se transm uta luego en una p ro testa bien fundada. La humani dad de M ahler es una m asa compuesta de desheredados. Tampoco las obras tardías se dejaron arreb atar ese ingre diente m aterialista; la desilusión en que desembocan es una respuesta al sufrim iento histórico, cuyas arrugas advierte la m úsica m ahleriana en el ro stro de un pasado acerca del cual hab ría que seguir cantando y n arrando cosas. Mediante el desencantam iento, m ediante la aflicción, m ediante la reme moración prolongada el rom anticism o de Mahler se niega a sí mismo. La imaginería mahleriana, tam bién en cuanto es la imagi nería propia de su época, es históricam ente, con todo, el gesto de adiós con que se despiden aquellos enclaves de una Euro pa tradicional, precapitalista, que aún subsistían precaria m ente en la Europa del industrialism o avanzado y que, con denados ya por la evolución, irradian el brillo reflejo de una felicidad que nunca había estado presente en tanto la senci lla economía de m ercado había dominado como form a de producción. Las imagines m ahlerianas de la vieja Alemania son asimismo sueños de deseos de hacia 1900. A la segunda música nocturna de la Séptim a sinfonía podrían proporcio narle su m otto versos como éstos de Rilke: «Die Uhren rufen sich schlagend an, und man sieht die Zeit auf den Grund» [Los -relojes se llaman unos a otros al dar la hora, y vemos el fondo del tiempo]. El volumen en que aparecen esos ver sos lleva el título de Buch der Bilder [Libro de las imágenes]. Eran bastante efímeros esos versos, y un soplo de su senti mentalismo perjudica tam bién la imaginería de Mahler. La música m ahleriana va, sin embargo, más allá de la dimensión de esos versos, pues no se da por contenta —como sí lo hacía, por ejem plo, la «intuición de la esencia» de la feno menología de aquella misma época— con los cuadritos, sino que imprime a éstos un movimiento que es a la postre el movimiento de esa historia que tanto le gustaría olvidar al feliz detenerse en las imágenes. Las imágenes, cuyos colores son muy distintos, se entre
mezclan aquí de m anera proteica. Sobre sus cambios vela una extrem ada precisión compositiva. Cada uno de los fenó menos —desde un movimiento sinfónico entero hasta una fra se suelta, hasta un motivo y su m etam orfosis— cumple con exactitud, inequívocamente, la función que tiene asignada: eso es lo que la nueva música, Berg sobre todo, tomó de Mahler. En éste las evoluciones parecen decir: «Esto es una evolución»; las interrupciones que aparecen son claram ente bruscas; si la música se abre, oímos los dos puntos; y si se realiza un cumplimiento, entonces la línea melódica sobre puja perceptiblem ente en intensidad a lo precedente y no abandona la altura alcanzada. Las resoluciones difum inan cla ram ente los contornos y la sonoridad. El m arcato subraya lo esencial, anuncia: «Aquí estoy yo»; lo que viene después es anunciado por fragm entos de motivos anteriores; un avan ce arm ónico es anunciado por una mayor fluidez de la músi ca; lo que debe ser completamente de otro modo, ser algo nuevo, lo es de verdad. Lo que una precisión como ésa hace es poner de relieve los caracteres: éstos equivalen a su función form al entendi da en sentido enfático, que es la characteristica universalis de la m úsica m ahleriana. La norm a de la claridad, a la que Mahler sometió rigurosam ente sobre todo la instrum entación, se originaba en una reflexión de la composición sobre sí mis ma: cuanto m enor es la articulación que el lenguaje sonoro proporciona a la música, tanto más estricto debe ser el cuida do que ésta ponga en su articulación. Ésta es la razón de que, por así decirlo, la música llame a las form as por su nom bre, de que componga con todo detalle sus tipos, como lo hará m ás tarde de modo paradigm ático el Quinteto de viento de Schonberg; 6 el imaginario Adrian Leverkühn, que de M ahler tomó no sólo el agudo sol de los violoncelos que aparece al final de la Prim era m úsica nocturna de la Sépti ma sinfonía, eligió aquel principio como canon de sus obras. La no ingenuidad de M ahler con respecto a su propio len guaje tiene su correlato técnico en el afán de precisión. Lo que otorga carácter, justo p o r otorgarlo deja de se r sencilla m ente lo que es y se convierte en un signo, como lo indica el térm ino mismo «carácter». Sus caracteres funcionales —es decir, la aportación que cada parte individual hace a la for ma— los extrajo Mahler del repertorio de la m úsica tradi cional. Pero a esos caracteres se los independiza; se los em plea sin tener en cuenta la posición que ocupan en el esque
m a tradicional. De este modo puede inventar M ahler melo días que poseen sin más el carácter de un «después», me lodías que son extractos quintaesenciados de los grupos con clusivos de la sonata: de esa especie es, por ejemplo, la figura del Abgesang del adagietto de la Quinta sinfonia.7 Sin duda el carácter de esa figura procede del dilatado comienzo, de una vacilación que suspende el decurso del tiem po e invita a la música a m irar hacia atrás. A esos modelos conclusivos les es esencial el intervalo de segunda descendente, preferido en general por Mahler. Ese intervalo está escuchado a la voz hum ana que cae, tiene la melancolía del hablante que dej'a caer las terminaciones. Se transfiere así a la música un gesto lingüístico, pero sin que aquí se cuelen significaciones. Cier tam ente algo tan cotidiano como el intervalo de segunda des cendente adquiere una función gestual tan sólo cuando se lo pone de relieve; el adagietto está lleno, ya antes, de descen sos de segunda; pero sólo en la citada frase final se convier ten esos descensos en algo particular, y eso se debe a la di latación que allí poseen. La música mahleriana tiende en general a descender; se entrega dócilmente a la pendiente gravitatoria del lenguaje m usical. El hecho de que M ahler se apropie de modo explí cito de ella hace, sin embargo, que esa pendiente quede co loreada con valeurs expresivos de que carecía en el contexto tonal usual. Esos valeurs son los que establecen un contras te entre M ahler y Bruckner. Las diferencias de acento repre sentan diferencias de intención: en Bruckner, la intención afirmativa; en Mahler, su intención peculiar, que encuentra su consuelo en una aflicción sin reservas. Raras veces, con todo, los caracteres mahlerianos son inherentes a las figuras individuales con tanta pureza como en el mencionado Abge sang. Los caracteres vienen codeterm inados casi siem pre por su relación con lo que ha aparecido antes. El grupo conclu sivo, que desciende cromáticamente, del prim er movimiento de la Segunda sinfonía no produce su efecto descansado-destrozado sino después de que ha sobrevenido la violenta erupción.8 El sentido que había desaparecido al desaparecer la eje cución ritual de la totalidad se infiltra en la singularidad característica. No por ello, sin embargo, encuentra la música su paz en unos detalles que estuvieran cargados de sentido, pero que se hallaran m eramente yuxtapuestos y m antuvieran una indiferencia recíproca. Por el contrario, las composicio
nes que se inician con un indefenso detalle van preguntando por la form a con una obstinación que es tanto mayor cuanto m enos esté dada de antem ano la form a en la sustancia. El todo, que en otro tiem po era el fundam ento apriórico de la composición, se convierte en una tarea que ha de ser llevada a cabo por cada uno de los movimientos de las sinfonías m ahlerianas. La form a misma ha de volverse característica, ha de «hacerse acontecimiento». Estos problem as habían ido brotando ya dentro de la tra dición. El im pulso sinfónico, el ím petu, era la capacidad que la música tenía de adquirir peso, como ocurre sobre todo en los desarrollos beethovenianos. Tampoco a Mahler le falta esa capacidad; ésta se manifiesta de modo grandioso en mu chos pasajes del complejo de vals del Scherzo de la Novena 'Sinfonia, un Scherzo que en un prim er momento había tenido una exposición estática.9 Los movimientos sinfónicos mahlerianos son, sin embargo, todos ellos, si se los tom a como una totalidad, ríos en los que van flotando todos los detalles que allí han caído, pero que jam ás succionan enteram ente lo par ticular. No pueden hacer desaparecer lo característico por que no adm iten una estructura situada más allá de la confi guración de lo característico. Esa intención orientada hacia la totalidad es lo que establece una oposición antitética en tre M ahler y el rom anticism o tardío; éste cifraba toda su ambición en la m era caracterización del detalle, al que de ese modo degradaba al rango de mercancía. Incluso allí don de el Mahler joven, siguiendo la práctica de su época, escri be piezas de género, éstas conservan una vibración del todo; aun aquello que se complace en su limitación quisiera de sembarazarse de sus propias barreras. En los bien ordenados grupos del prim er movimiento de la Quinta se da en trad a a p artes dinámicas: así ocurre ya en el puente de retorno que viene después del prim er trío.10 Cuando la fanfarria reaparece por vez prim era en la exposi ción de la marcha, esa fanfarria penetra hirviendo en una m asa que, con un golpe de los platillos, comienza a chirriar.11 Queda así liberado, en medio de las superficies en cierto modo estáticas de una m archa m ilitar enteram ente estilizada, un lam ento que es contrario a toda disciplina. En Mahler el sujeto lírico individual se despoja dolorosamente, m ediante el decurso form al que él mismo inicia, de su m era individua lidad. Entre el todo y lo individual no se da una concordan cia armoniosa, como ocurría en el clasicismo vienés. La re
lación entre ambos es aporética. El im pulso de la totalidad, para imponerse, se ve forzado a relativizar lo individual; los detalles no deben secundar de m anera conciliadora la totali dad si no quieren p erd er su caracterización, que es lo único que los califica con relación al todo; pese a su singularidad, los detalles no permanecen cerrados por su propia esencia a la idea de un todo. La hazaña compositiva de M ahler consiste en su modo de solventar esa aporía. Unas veces hace experimentos con lo individual durante todo el tiem po que sea necesario hasta que de ello, de lo individual, resulta un todo. Otras evita adrede, con mucha habilidad, una totalidad rotunda: la au sencia de esa rotundidad se convierte entonces en un sentido negativo. En ocasiones confiere en secreto una acuñación tal a lo individual, a lo irregular —que suena como una ocurren cia aceptada pasivamente po r la composición en su conjun to—, que esto no es ya algo que se halle ahí simplemente, no es algo definitivo, apto para ser «asumido», sino que quiere ir más allá de sí mismo y de su limitado ser como es. El nada riguroso rigor de la formulación individual, la renuncia a los tem as fijos, es el recurso m ás excelente utilizado po r M ahler para conseguir esto. La subjetividad, que en M ahler parece anonadarse en su entrega a la objetividad de su m aterial, pe n e tra , sin embargo, en el m aterial: la intención objetivista de Mahler tiene aquí su límite. Tampoco los modelos plásticos, cantables, derivados de la melodía del Lied, reposan nunca en sí mismos. El viejo di namismo de la escritura sinfónica se ha adueñado de los de talles emancipados. Unas veces éstos pasan a ser lo otro que ellos; otras reclaman lo otro como contraste; a menudo se escinden, como hacían en otro tiempo en el clasicismo los campos de resolución. En este aspecto la música m ahleriana se opone de igual modo al form alismo de las academias que a la superficial asociación de lo particular cultivada por la escuela neoalemana. A lo que la música m ahleriana aspira es a un todo objetivo que ni sacrifique nada de la diferencia ción subjetiva ni usurpe tampoco su propia objetividad. Ésta es la razón de que a la universal necesidad de carac terización sentida por Mahler no le bastase el lim itado teso ro de tipos de la gran música. La indiscutida prim acía del todo sobre las partes en el clasicismo vienés había traído como consecuencia que en muchos aspectos las form as musi cales se pareciesen y se aproxim asen unas a otras. Tenían
miedo del contraste extremo, sin el cual precisam ente no se constituye el todo mahleriano. M ahler busca ayudas; y las busca no sólo en el declinante rom anticism o tardío, sino so bre todo en la música w lg a r. Ésta le ofrecía estim ulantes drásticos —así, lo «electrizante» de las bandas m ilitares— que estaban proscritos por el selecto gusto de la m úsica su perior. El pasaje de trinos de la exposición allegró del últim o movimiento de la Sexta sinfonía 12 creemos haberlo escuchado ya miles de veces en m archas. Pero el contexto en que aque llos trinos emiten sus pitidos les otorga una sangrante no m etaforicidad que jam ás habrían soñado poseer en las m ar chas m ilitares mismas. A los caracteres m ahlerianos les es esencial este ingre diente m ortal, no estilizado: la alegría no es propiam ente un carácter, y esto no ocurre sólo en Mahler. Cuando éste, en s u juventud, se propone escribir composiciones agradables, en un austríaco sin roturas, como lo hace en el andante de la Segunda sinfonía, se acerca a lo complaciente; y más tarde, en el adagietto de la Quinta, se aproxim a a un sentimentalis mo culinario. La música del M ahler m aduro no conoce ya la felicidad más que en la form a de la felicidad revocada, como ocurre en el estridente episodio del violín solista en la reex posición del últim o movimiento de la Sexta sinfonía; 13 en La canción de la tierra los gritos de júbilo que lanza el bo rracho en prim avera son del tipo que Wagner había descu bierto para la composición al final del prim er acto del Tristdn: «O W onne voller Tücke! O Trug-geweihtes Glücke!» [ ¡Oh placer lleno de perfidia! ¡Oh felicidad destinada al en gaño! ] 14 La caracterización, que es la objetivación de lo ex presivo, va herm anada con el sufrimiento. Su componente de dolor aceda, en las obras tardías, la entera complexión de M ahler. Su m úsica tonal, preponderantem ente consonante, tiene en ocasiones el clima de la disonancia absoluta, la ne grura de la nueva música. Los caracteres de lo eruptivo y lo sombrío se funden a veces en el tono del salvajismo pánico; además de en el pri m er trío de la m archa fúnebre de la Quinta y en muchos pasajes de la Sexta, donde la fuerza de la corriente musical y de sus rem olinos aum enta hasta llegar a lo horroroso es sobre todo en el desarrollo de la Tercera; aquí la composi ción se hace desproporcionada al cuerpo humano. La erup ción aparece salvaje desde su inicio mismo: es el impulso anticivilizado como carácter musical. Tales caracteres traen
a la m ente la doctrina de la m ística judía que interpreta el m al y lo destructivo como m anifestaciones dispersas de la potencia divina fragmentada; en general es muy posible que los rasgos m ahlerianos a los que los charlatanes han encas quetado el cliché de «mentalidad panteísta» procedan más bien de una subterránea dimensión mística que no de la omi nosa creencia m onista en la naturaleza. Esto podría aclarar la observación de Guido Adler, adelantada por él con titu beos como «paradójica», de que en Mahler se entrecruzan aspectos m onoteístas y aspectos panteístas.15 El m aterial sonoro mahleriano es caracterizado incluso en su fisonomía por instrum entos que saltan insum isos fuera del tutti orquestal: así, los emancipados trom bones que per turban el equilibrio en el prim er movimiento de la Tercera sinfonía; y los resonantes, retum bantes motivos de tim bal en la Prim era m úsica nocturna y en el Scherzo de la Séptima, y ya tam bién en el Scherzo de la Sexta. En la orquesta mahleriana es donde por prim era vez se pierde el equilibrio que aún domina en Wagner, pese al aum ento de lo tím brico que en éste hay en comparación con el clasicismo. La totalidad sonora corre con los gastos producidos por la nitidez otorga da a las voces individuales. En el últim o movimiento de la Primera sinfonía el desga rram iento se acrecienta, m ás allá de cualquier m esura media dora, hasta alcanzar un todo de desesperación; tras ésta, lue go, el atolondrado triunfalism o final queda desvaído cierta mente, no es m ás que m era escenificación. El cerrado espejo sonoro se hace añicos en una «nueva música» que utiliza re cursos tradicionales. Tampoco aquí cabe hacer —como no cabe hacerla en ninguna obra de arte im portante— una dis tinción entre el fracaso académico y el logro estético. El sentimiento mahleriano de la form a se dem uestra genial en el detalle siguiente: en medio del estallido general coloca una melodía de la voz superior, una melodía insólitam ente larga e intensa, que no se interrum pe; es como si aquel contexto sintiera la necesidad del otro extremo, de un todo parcial que se independiza del todo total y que comienza a volverse incandescente en medio de aquello que lo rodea y que es in capaz de ponerle dique. Ese mismo instinto que ordena a M ahler poner en contraste lo atomizado con lo no roto le im pide luego repetir, yendo así en contra del esquem a de la sonata y del rondó, aquella melodía en re bemol, cuya es tru ctura la hace única. Esa melodía vuelve a aparecer sólo
fragm entariam ente, en el torbellino de los átomos. Su propia aniquilación es lo que la sigue integrando; tras una aniqui lación como ésa no podría volver a aparecer de m anera in dependiente por segunda vez. M ahler tra ta la form a de un modo no esquemático, pero esto no se debe sim plem ente a la m entalidad propia del inno vador, sino a su conocimiento de que el tiempo m usical no consiente, a diferencia de la arquitectura, simples relaciones de simetría. Para el tiempo musical lo idéntico es no idénti co; y lo no idéntico puede engendrar la identidad; nada es indiferente a la sucesión. Todo lo que ocurre ha de tener en cuenta de m anera específica lo que h a ocurrido anteriorm en te. La Primera sinfonía, en la que M ahler no se enfrenta aún con el peso de la tradición, posee una especial riqueza de caracteres antiform alistas. Esa sinfonía lanza contrastes sin ninguna mediación, h asta el punto de que la aflicción y la b u rla son ambivalentes. El popurrí de su tercer movimiento se declara vencido por el curso del mundo, al que desespera de llegar a dom inar, y coordina, ya bastante al comienzo,16 pero sobre todo en la aceleración súbita,17 cosas incompati bles. La Cuarta es la sinfonía característica por excelencia. La necesidad de caracterización es lo que produce su totalidad, enteram ente rota; tan carácter es el todo como sus elemen tos. Esta sinfonía está sujeta a la ley del empequeñecimiento. Su imaginería es la de la infancia. El aparato orquestal está simplificado; no aparecen los metales de registro grave; el núm ero de trom pas y trom petas es bastante modesto. En el ámbito de esta sinfonía no se adm iten figuras paternales. La sonoridad evita aquel monumentalismo que, desde la Novena de Beethoven, va siempre asociado a la idea del sinfonismo. De semejante ascetismo se beneficia el arte de la caracte rización instrum ental: los íntimos timbres solistas, las voces melódicas, no de fanfarria, sustitutos más suaves y oscuros de los m etales de registro grave, que las trom pas producen en la Cuarta no tienen precedentes ni siquiera en Los maes tros cantores. La necesidad de extraer de una paleta pequeña colores muy variados da como resultado unas combinaciones nuevas —así, en el segundo movimiento, la combinación de los sonidos tapados y sombríos de las trompas y los fagotes en registro grave—, o bien unos tim bres nuevos —como, en el últim o movimiento, el transparente tim bre de los clarine
tes. El unísono de las cuatro flautas en el desarroUo 18 no se lim ita a reforzar la sonoridad; ese unísono crea una sono ridad sui generis, la de una ocarina soñada: así es como tendrían que ser los instrum entos infantiles que jam ás ha oído nadie. La reducción del aparato orquestal proporciona a la mú sica sinfónica procedim ientos camerísticos; a ellos recurrió Mahler luego en num erosas ocasiones, tras el alfresco de las prim eras sinfonías. Donde con m ayor resolución lo hizo fue en las Canciones de los niños muertos, citadas en el movi m iento de las variaciones de la Cuarta.19 Aquellas Canciones no son ya ciertam ente, en el últim o de sus cantos, m úsica de cámara; tampoco lo es la Cuarta sinfonía; siem pre que a ésta se le antoja produce grandes efectos de tu tti, en los cua les se integran, como uno de sus componentes, los complejos camerísticos. También ellos son funciones de la composición, de la escritura: proporcionan una completa luminosidad al sutil tejido de las voces, que cambia sin cesar. Por su propia densidad ese tejido lleva hacia las pinceladas amplias, no sólo contrasta con ellas. En el clímax que hay al final del desarrollo irrum pe resonante la patética fanfarria de la Quinta.'1!J Según una afirmación atribuida a Mahler, esa fanfarria está destinada a llamar al orden y al juego al desarrollo, el cual adopta u n a com postura «casi demasiado seria», en el sentido schumanniano; un gesto de escepticismo vienés hace como si nada hubiera ocurrido. Ese pasaje es la abrazadera que m antiene enlazadas las cuatro prim eras sinfonías con las sinfonías puram ente instrum entales de la época intermodia. Todas las obras de M ahler están comunicadas subterrá neam ente entre ellas, como lo están las obras de Kafka, po r pasadizos del edificio descrito p o r éste. Ninguna obra mahleriana es obra hasta tal punto que constituya una mónada con respecto a las demás. La soberanía compositiva que M ahler adquirió en la eco nomía de la Cuarta y que transfirió retrospectivam ente a la imaginería de las denominadas «sinfonías de El cuerno ma ravilloso del muchacho, plasm a ya enteram ente cada uno de los compases. La Cuarta sinfonía es la obra en la que p o r vez primera escribe Mahler contrapunto en serio, aunque, desde luego, la polifonía no prevalece a ú n sobre el tesoro de reprosentaciones de las piezas anteriores. Lo que el contrapunto se propone es dar a la música aquella intensidad de factura que acaso quedaba recortada por el sacrificio de los metales
de registro grave. Pero los contrapuntos poseen tam bién una función caracterizadora. En el prim er complejo temático del prim er movimiento los clarinetes y los fagotes improvisan un contrapunto,21 que queda ciertam ente tapado p o r las cuerdas, pero que es imposible no oír si la ejecución es correcta. El intervalo de novena, que pasa al prim er plano en la fausse reprise posterior al final de la exposición, conquista poco a poco para ese contrapunto los mismos derechos de un tem a principal, unos derechos que la construcción académica le había negado en un prim er momento. Ese intervalo tan enor me, que salta del re3 al si4, y hacia el cual parece extender sus brazos desde el inicio el tem a contrapuntístico, sólo en esa fausse reprise es hecho efectivo convenientemente por los violoncelos.22 El aliento sinfónico de M ahler es tan amplio que puede hacer sentir una tensión latente durante muchos grupos de un movimiento y no otorga una compensación a esa tensión hasta que no vuelve a aparecer su modelo. El trato dado a la form a en esta sinfonía no es m enos es pontáneo. En el punto culm inante del prim er movimiento se alcanza un cam po deliberadam ente infantil, de una alegría ruidosa; 23 su forte se va haciendo cada vez m ás desagrada* ble, hasta el puente de retorno ejecutado por la fanfarria. Pero inm ediatam ente, en contra de toda la teoría de las for mas, el forte se repite en la reexposición,24 sustituyendo al puente originario.25 Esto posee un sentido form al muy preci so. El pasaje ruidoso tiene, en efecto, un parentesco motívico con aquel puente anterior —o, si se quiere, con el Abgesang del tem a principal. Si ese pasaje se repitiese con su prim e ra forma, desmerecería con respecto a su propia modifica ción, la que ha experimentado en el prim er campo ruidoso parecido a una fanfarria. Ahora bien, una fanfarria no es algo que pueda tener una evolución ulterior; lo único que cabe hacer es repetirla, como si la música, maníacamente, no con siguiera dejar de pensar en la erupción. Por ello la música prefiere transigir aquí con una identidad prim itiva e inma dura, pero cuya irregularidad la hace incisiva, que no desen te rra r cosas que quedan muy lejos o volver a poner en m ar cha en la reexposición un dinamismo que lo único que haría sería duplicar inútilm ente el muy detallado dinamismo del desarrollo. Cuando luego, después de que el desarrollo, bajo el dictado de la fanfarria, ha enmascarado, al ir esfumándose poco a poco, el comienzo de la reexposición, viene un silencio general de toda la orquesta que arroja fuera a la música,
hasta que de repente 26 el tem a principal prosigue su m archa en medio de su reexposición,27 todo esto se asem eja a la feli cidad del niño que, saliendo del bosque por el Schnatterloch, se encuentra de improviso en la vetusta plaza de Miltenberg.* La brom a de Haydn en su Sinfonía infantil se am plía en la Cuarta de Mahler hasta convertirse en un espacioso reino fantástico en el cual, por así decirlo, todo vuelve a aparecer una vez más. Igual que aquel campo ruidoso hacen ruido los niños que golpean cacerolas y que, si pueden, las destrozan. El impulso destructor que acecha con su m aldad detrás de toda música triunfal y la abochorna, queda disculpado como un juego no sujeto a la racionalidad. Toda la Cuarta sinfonía agita y mezcla inexistentes canciones infantiles: el libro de oro de la m úsica es para ella el libro de la vida. El estrépito que aquí producen los bombos es el mismo estrépito que al niño que aún no había cumplido los siete años le parecía que producían los tam bores. La Cuarta sinfonía es la tentativa solitaria de establecer una comunicación musical con lo déja vu; su color es un co lor resistente, como la imago del carrom ato de los gitanos o del cam arote del buque. M ahler percibió ese mismo color en los cuentos; tras ellos corría, olvidado de todo, su oído, como corren los niños tras el sonoro juego producido por el trián gulo y el árbol de cascabeles. Para el sensorium musical del niño es el juego sonoro algo parecido a lo que p ara su sen sorium óptico son los multicolores billetes de viaje, cuya lu m inosidad contrasta con el gris cotidiano, huella última de un m undo perceptivo no confiscado aún p o r el comercio. En tre las imágenes infantiles de la m úsica m ahleriana no falta la evanescente huella de las bandas de música; esa huella brilla un instante a lo lejos como un relám pago y prom ete * L os nom bres Schnatterloch y M iltenberg aluden a recuerdos infm tü es de Adorno. Cuando de niño veraneaba en la aldea de Amorbach, h a d a e x c is io n e s a la cercana población de Miltraberg. En su libro Ohne L eitbild (Francfort, 1967), p . 24, rem em ora A dorn o esa experiencia infantil: «Vara ir a M iltenberg, m ejor que tom ar el pequeño trra [ ... ] es ha cer el camino a pie, por las colinas. Hay un cam ino que lleva allí desde A m orb a^ [ ...] describe ese camino una vasta ^ r c a a través del bosque, que parece hacerse cada v ez m ás espeso. En su s profundidades hay restos de viejas murallas y al final a p v e c e w a puerta, llam ada Schnat terloch p o r el frescor que reina en aquel lugar del bosque. C um do uno ha c r e a d o la puerta, se encuentra de repente, y sin ninguna media ción, com o en los sueños, en la m ás bella de las plrcas medievales.» (N . del t.)
más cosas de las que luego da en la ensordecedora cercanía; involuntariam ente recordadas, las m archas que en otro tiem po ejercían una coacción suenan en M ahler como sueños de una libertad no cercenada. La adopción de las m archas venía facilitada porque éstas, pese a pertenecer a la m úsica infe rior m enospreciada por la cultura, disponían de un canon de procedimientos, disponían de u n lenguaje form al relativamen te evolucionado, cuya fuerza sugestiva no estaba en modo al guno tan lejos del sinfonismo como se lo imaginaba la alta nería cultural. Es probable que, lo mismo que ocurrió más tarde en el jazz, durante el siglo x i x un cierto tipo de músi cos carentes de pretensiones artísticas, pero cualificados en lo que respecta al oficio, se pasase a la m úsica m ilitar y en contrase en ella fórm ulas compositivas muy exactas para ex p resar una corriente colectiva subterránea; sin duda fue esto lo que M ahler adm iró en las m archas. Pero a quien reclam a un título de propiedad sobre las m archas, igual que lo reclam aba en otro tiempo sobre sus soldaditos de plomo, se le abre la puerta hacia lo irrecupera ble. El billete de entrada apenas cuesta menos que la muer te. Como Eurídice, la música mahleriana está raptada del rei no de los m uertos. No sólo en el segundo movimiento de la Cuarta se superponen las imágenes del niño y de la m uerte. El lenguaj'e que uno entendía cuando era un niño vuelve a alborear después de eones; pero la dicha de volver a hablarlo está encadenada a la pérdida de la individuación. Niños que apenas habrán comprendido bien la música m ahleriana, tan complej'a y tan pluridim ensional, tal vez hayan, en su error, comprendido m ejor que los adultos el venturoso dolor que hay en un Lied como el titulado Caminaba yo alegre por un verde bosque. Cocinándoles a los niños su alimento musical, Mahler se acomoda abism alm ente al proceso histórico de la regresión del oír. M ahler acude a consolar a una hum anidad dotada de un «yo» debilitado, a una hum anidad incapaz de autonom ía y de síntesis. Sim ula el lenguaje que se está desin tegrando, para liberar así el potencial de aquello que sería m ejor que los altivos bienes culturales. En ningún otro sitio es más pseudomorfosis la música mahleriana que en la sinfonía seráfica, la Cuarta. Los casca beles del prim er compás, a los que otorga un colorido muy suave la corchea de las flautas, ha chocado desde siem pre al oyente norm al, que se sentía tomado po r un bufón. En verdad es el cascabel de un bufón, un cascabel que, sin decirlo, dice:
«Nada de lo que oís es verdad.» Unas palabras del texto del Lied titulado Canto nocturno del centinela, sacado de El cuer no maravilloso del muchacho, unas palabras que se encuen tran en la parte central, una parte magníficamente disonante y en la que hay unos arcos interválicos de amplias ondulacio nes, dicen: «An Gottes Segen ist alles gelegen! Wer's glauben tut! W er’s glauben tut!» [ [Todo depende de la bendición di vina! ¡Quién lo cree! ¡Quién lo cree! ].28 E stas palabras co m entan la imagen de la bienaventuranza con que term ina la Cuarta sinfonía. É sta pinta el paraíso con unos rasgos antropomórficos y campesinos, para anunciar que tal paraíso no existe. La increencia que constituye el subsuelo del cristia nismo en todos los países convertidos y en la cual se mezclan inextricablem ente restos de una religión natural mítica con inicios de ilustración, hace su entrada en las imágenes musi cales de la fe. El cascabel del bufón tiene en seguida una con secuencia positiva. El tema principal, que a los no enterados les suena como una cita de Mozart o de Haydn, y que en ver dad procede de la segunda parte del tem a cantable del alle gro m oderato de la Sonata para piano en si bemol mayor, op. 122, de Schubert, es el m ás inauténtico de todos los temas m ahlerianos. El comienzo con ldl> cascabeles, que es algo aje no a la sinfonía, y el tema, que sim ula ser ingenuo y al cual se lo desarticula y lanza de un lado para otro, permanecen heterogéneos entre sí. Tampoco la instrum entación es perti nente. En aquel clasicismo vienés que siempre tiene fijos los ojos en el tem a principal serían impensables los concertantes vientos solistas de los compases de la introducción. Con la coherencia peculiar de lo incongruente las voces encomenda das a los vientos van luego poniendo cada vez m ás en entre dicho la segura prim acía de las cuerdas; esto ocurre ya en la continuación del tem a principal, una apódosis confiada a las trom pas en registro agudo, a las que les cuesta m ucha fatiga llevar la melodía.29 La ro tu ra es completa en el final de la canción de las alegrías terrenales, una canción que Mah ler excluyó, seguramente tra s pensarlo bien, del ciclo de las Canciones sobre poemas de «El cuerno maravilloso del m u chacho». No sólo son muy m odestas aquellas alegrías, como un útil huertecillo de legumbres de la Alemania meridional, lleno de fatigas y trabajos: «Sanct Martha die Kochin muss sein» [Santa M arta ha de hacer de cocinera].30 En tales ale grías están eternizadas la sangre y la violencia; se sacrifican bueyes; corzos y liebres corren tranquilam ente por fa calle
hacia el festín. El poema culmina en una cristología extrava gante; a la pobre alma esa cristología le pone en la mesa, como alimento, al Salvador, acusando así, sin quererlo, al cristianism o de ser una religión sacrificial mítica: «Johannes das Lammlein auslasset, der Metzger Herodes drauf passet» [San Juan deja escapar al Corderillo, pero el carnicero, He rodes, no lo pierde de vista]. E n ese momento las flautas en tonan staccato la corchea de la bufonesca introducción del prim er movimiento y los clarinetes hacen lo mismo con su figura de semicorcheas. Con las complicaciones tristem ente ridículas de un desarrollo rudim entario empaña la música inequívocamente un paraíso que ella m antiene puro tan sólo allí donde ella misma toca música celestial. Sin embargo, el pasaje de los violines en la coda del prim er movimiento, pa saje famoso por sus parodias, y las tres negras «muy reteni das» de la última entrada grazioso del tem a principal 31 son como una larga m irada dirigida hacia atrás, una mirada que pregunta: ¿ Pero es verdad todo esto? A esa pregunta respon de la música moviendo negativamente la cabeza; por ello, para levantar el ánimo y lograr un equilibrio tiene que recu r rir la música al caricaturizador convencionalismo de una conclusión alegre, propia de la sinfonía prebeethoveniana. La teología m ahleriana es, una vez m ás como la de Kafka, una teología gnóstica; su sinfonía de cuento de hadas es tan triste como las obras tardías. Una vez extinguida la sinfonía con estas prom etedoras palabras: «dass alles für Freuden erw acht» [para que todas las cosas resuciten para las alegrías], nadie sabe si no se h a b rá dormido p ara siempre. Esta sinfo nía pone y a la vez niega la fantasm agoría del paisaje tras cendente. Inalcanzable continúa siendo la alegría, y la única trascendencia que queda es la del anhelo. Pero ni siquiera la Cuarta, tan rebosante de intenciones, es una música de program a. De ésta se distingue no sólo por el empleo de las denominadas form as absolutas: sonata, Scherzo, variaciones, Lied ; tam bién los tres últimos extensos poemas sinfónicos de Richard Strauss conocen form as pare cidas. Y, a la inversa, a Mahler no se lo puede subsum ir sin más, ni aun después de que ya no quisiera tener nada que ver con el program a, bajo la praxis de Bruckner o Brahms y menos aún bajo la estética de Hanslick. La composición ha engullido el programa; los caracteres son los monumentos conmemorativos de éste. En la combinación de los caracteres con lo banal es donde se hace bien visible la verdadera dife
rencia de M ahler con respecto al program a. La razón de que Mahler no se adscriba al programa está en que ni quiere es ta r entregado al azar de si aparecerán o no aparecerán las representaciones- poéticas auxiliares, ni desea tampoco esta blecer po r decreto la significación de las figuras musicales. En Richard Strauss la caracterización fracasa porque es él mis mo quien define las significaciones autónom amente, desde el sujeto. Esto le perm ite sus trouvailles hasta Electra, pero a la vez le impide la irresistible elocuencia, considerada p o r él como lo más importante. En lugar de eso, el m édium mahleriano es el de la caracterización objetiva. Cada tem a posee, por encim a de la simple realidad de sus notas, una esencia bien acuñada, que casi está más allá de la inventiva. Los mo tivos de la música program ática están a la espera de las eti quetas que les pondrán los m anuales y los comentarios; en cambio, los tem as m ahlerianos poseen cada uno en sí su nom bre propio, sin necesidad de ninguna nom enclatura. Semejan te caracterización tiene posibilidad de ser vinculante, sin em bargo, únicam ente si la fantasía del compositor no produce intenciones a su antojo, esto es, si no excogita, por ejemplo, motivos destinados a expresar, según un plan, esto o lo otro, sino que trabaja con un m aterial lingüístico-musical en el que las intenciones están ya presentes de modo objetivo. Esas in tenciones son lo que luego la fantasía compositiva cita, por así decirlo, como algo prepensado y lo cede al todo. Los ma teriales que cumplen esa función son los denominados bana les: aquellos materiales en los que de m anera general, con anterioridad a la intervención del sujeto compositor, se ha sedimentado una significación, u n a significación que, en cas tigo, ha perdido la espontaneidad de la realización viva. Pero tales significaciones tornan a bullir bajo la varita de la composición y se dan cuenta de la fuerza que poseen. Que dan rebajadas a elementos de la composición y, a la vez, son liberadas de las ataduras de su propia rigidez cosificada. Así es como la música m ahleriana está destinada a ser «concre tam ente idea». En todas partes es esa música más de lo que sería si sólo se tuvieran en cuenta sus parám etros; pero para com prender ese «más» no se necesita ni un saber abstracto ubicado más allá de la manifestación fenoménica de la mú sica, ni tampoco un engranaje de asociaciones, de las que asi mism o podría prescindirse. En este sentido el novum de la concepción mahleriana lo genera algo a lo que cabría tachar de reaccionario si' se lo tom ara aisladamente.
IV. Novela
El elemento reaccionario de la música m ahleriana e stá en sus ingenuidades. Desde siem pre ha venido produciendo una irritación especial —pues ha sido tenida por contradictoria— la amalgama que en Mahler se da de elementos ingenuos y ele m entos no ingenuos, la fisonomía de una música que por un lado confiere una carga de significación a sabidísimos giros folklóricos, m ientras por otro no pone en duda que las ex celsas pretensiones de la música sinfónica sean algo obvio. La música m ahleriana acopla lo que es inmediato con aquello que no lo es, porque la forma sinfónica no garantiza ya el sentido musical, tanto si se entiende éste como conexión rigu rosa cuanto si se lo concibe como contenido de verdad, y por que la form a ha de buscar ese sentido. De una especie de m ero «estar ahí» musical —los componentes folklóricos a que antes nos hemos referido— hay que extraer las mediaciones, las cuales son, a su vez, las que justifican eso como algo lleno de sentido. Vistas las cosas desde la perspectiva de la filosofía de la historia, la form a m ahleriana se aproxima con ello a la form a propia de la novela. El m aterial musical es pedestre; su pre sentación, sublime. Esa misma fue la configuración de conte nido y estilo que hubo en la novela de las novelas, la Madame Bovary de Flaubert. Épico es el gesto de Mahler, ese gesto ingenuo con que se dice: «Prestad atención, que ahora voy a tocaros algo que jamás habéis oído.» Cual si fueran nove las, cada una de las sinfonías m ahlerianas despierta la expec tación de lo especial como regalo. A eso se refiere la obser vación de Guido Adler, quien dice que nadie se ha aburrido nunca escuchando a Mahler, tampoco sus enemigos. El Mahler joven disfrutaba con el m aterial musical que perm ite hacer grandes cosas; sin duda no le faltaban fanta sías a granel. La espiritualidad m ahleriana tenía un substrato de bajos fondos musicales. Unas veces exige M ahler una «eje cución sin parodia», otras una «ejecución con parodia», sin que los tem as mismos perm itan decidirse por una o por otra; y lo que con esto hace Mahler es delatar con palabras la ten
sión de esos temas con respecto a lo «sublime». Desde luego la música no quiere n a rra r nada; pero el compositor quiere hacer música como otros narran. A esta música habría que llamarla «nominalista», por ana logía con la terminología filosófica. En las obras mahlerianas no se compone música desde arriba, desde una ontología de las formas, sino que el movimiento del concepto musical co mienza abajo, comienza en cierto modo con los hechos de la experiencia; luego se da a esos hechos, en la unidad de su sucesión, una mediación; y al final se hace saltar de la tota lidad el destello que brilla por encima de los hechos. En este aspecto Mahler contribuye de modo decisivo a la liquidación de la tradición. En la base de la «forma novela» de la música hay una idiosincrasia que, sin duda, hubo de ser percibida ya mucho antes de Mahler, pero que éste fue el prim ero en no repri mir. Esa idiosincrasia odia saber de antem ano cuáles serán los pasos ulteriores de la música. El «saberlo de antemano» es algo que resulta ofensivo para la inteligencia musical, para la nerviosidad espiritual, para la impaciencia mahleriana. Des pués de M ahler la música ha eliminado los elem entos fijos existentes en ella, los ha devaluado, convirtiéndolos en fichas de juego; pero ya Mahler se rebela contra esos elem entos y lo hace dentro de la lógica musical tradicional. M ahler no construye, sin embargo, form as nuevas; lo que hace es poner en movimiento formas desatendidas, despreciadas, excluidas, formas no pertenecientes a esa ontología form al oficial que el sujeto compositor no es ya capaz ni de llenar de contenido ni de adm itir. Los caracteres mercantiles cosificados y espar cidos en la música son el correlato necesario del nom inalis mo mahleriano, un nominalismo que ya no perm ite una sín tesis arm oniosa con la totalidad pensada previamente. La ob jetividad sinfónica no se amalgama con las intenciones indi viduales subjetivas más que en el modo de una objetividad quebrada y escindida. Las m archas y los Llindler que apare cen en Mahler equivalen en él a la herencia de las novelas de aventuras y de las novelas por entregas que hay en la novela burguesa. Tan lejos lleva Mahler el proceso de revisión instado por la música contra su escisión en una esfera superior y una es fera inferior —esa escisión dejó sus estigmas en ambas esfe ras—, que la esfera musical inferior, que ha empezado a fer mentar, se propone restituir a galope tendido aquello que la
congruencia de la música superior había sacrificado. A esto se ajustan los diversos niveles de inteligibilidad existentes en Mahler. Él podría reivindicar sin duda el subtítulo de Así ha bló Zaratustra: «música para todos y para nadie». La m úsica m ahleriana es, pese a su m aterial conservador, eminentemen te moderna en lo siguiente: no simula un todo lleno de sen tido, sino que se entrega a lo contingente enajenado p ara percibir en ello, va banque, su oportunidad propia. H asta Mahler la m úsica se había cerrado —y en esto era verdadera mente anacrónica— a la crítica realizada por el espíritu a las ideas y form as que son en sí mismas y se había comportado como si sobre ella se alzase la bóveda del cielo estrellado de Platón. Mahler fue, por el contrario, el prim ero en sacar mu sicalmente la consecuencia musical que se deriva del nivel alcanzado por una consciencia que no dispone más que de la plétora, a duras penas agavillada, de sus experiencias y emo ciones individuales, así como de la' esperanza de que de ellas em erja algo que ellas mismas no son aún, sin que por esto sea preciso falsearlas. Mahler se aparta por principio del tipo beethoveniano del entrelazamiento intensivo, del nudo; renuncia a la concentra ción propia del drama. Pero esto no queda suficientemente explicado con la simple aclaración de que, tras el non plus ultra de Beethoven, en este terreno no cabía realizar progre so ninguno. Lo que ocurre es esto: el clasicismo de los prim e ros movimientos de las sinfonías beethovenianas, los de la Heroica, la Quinta y la Séptima, carecía ya de ejem plaridad para Mahler porque la solución beethoveniana —volver a ge nerar desde la subjetividad unas form as objetivas que esta ban ya subjetivam ente atacadas— no era ya reproducible con verdad. La diferencia que hay entre el ideal épico de la com posición m usical y el tipo clasicista se hace tanto m ás visible cuanto más parece M ahler acercarse a este últim o. El tema principal del último movimiento de la Quinta sinfonía de Mahler se orienta por Beethoven, de modo sim ilar a como tam bién por Beethoven se había orientado el tema principal de la Primera sinfonía de Brahms; hay en aquel tema de Mah ler una reminiscencia, que es un homenaje, de la denominada Sonata para piano de martillos.1 Pero este tem a principal del últim o movimiento de la Quinta sinfonía de M ahler lo es sólo pro forma; ese tem a no domina el movimiento, sino que que da sofocado por otros temas; po r así decirlo, se lo m antiene fuera, ante las puertas del interior del movimiento. Pues jus
to ese tema presenta aquellas exigencias sinfónicas de viejo estilo —las pretensiones de un modelo que hay que desme nuzar y que desplegar de un modo dram ático— para realizar las cuales se había vuelto inadecuada la estructura de la mú sica sinfónica mahleriana, en razón de que ésta no puede ya contar con que el contexto de inmanencia m usical se otorgue a sí mismo una confirmación enfática; el pathos de tal con firmación es el que resuena a través del tipo de la sinfonía clasicista. Ya en Beethoven la estática sim etría de las reexposiciones amenaza con desm entir las pretensiones dinámicas. El peligro de la form a académica, un peligro que después de Beethoven va en aumento, está en el contenido. El pathos beethoveniano, la corroboración de un sentido en el instante de la des carga sinfónica, pone al descubierto una faceta decorativista e ilusionaría. Los más poderosos movimientos sinfónicos de Beethoven exaltan un «es esto» en la repetición de lo que ya estaba allí por sí mismo, presentan como «lo otro » la nueva identidad que se ha vuelto a conseguir, aseveran que esa iden tidad tiene un sentido. Exhibiendo su irresistibilidad, el Bee thoven clasicista glorifica lo que es porque no puede ser de otro modo que como es. «El prim er movimiento de la Heroi ca, el de la Pastorale, el de la Novena no son en el fondo otra cosa que com entarios de lo que en sus prim eros compases acontece. Los más poderosos crescendi creados por Beethoven, las líneas que desde el comienzo de su Quinta y de su Séptim a se extienden hasta sus conclusiones, van desenrollán dose con la misma lógica inexorable que hay en la revelación de un acontecimiento irrecusable en su coherencia. Ese acon tecimiento lleva en sí la firmeza propia de la fórm ula mate m ática y desde su prim er instante hasta sus últim as conse cuencias se yergue ahí como un hecho elemental. Precisamen te en la inatacable violencia lógica de ese arte se apoya la fuerza, continúa apoyándose todavía hoy el efecto único pro ducido por el sinfonismo beethoveniano. De esa violencia ló gica inatacable brotó la ley orgánica fundam ental a la que ni siquiera en su Novena fue Beethoven capaz de sustraerse, la ley que compelía a concentrar las ideas espirituales bási cas en el antecedente, en el comienzo, en el tema, y que de ese comienzo hacía surgir, como algo acabado en sí, el orga nismo entero.» 2 Es posible que lo que incitase a Beethoven a escribir sus últimos cuartetos, tras el prim er movimiento, grandiosamente retrospectivo, de su Novena, fuera algo no
muy distinto de aquel impulso oscuro que movía a M ahler ya mucho antes de que alcanzase su m aestría: es evidente que a M ahler le impresionó sobrem anera el últim o Beethoven, so bre todo su op. 135. A p a rtir de K ant y de Beethoven la filo sofía y la m úsica alemanas fueron sistem a. Aquello que no quedó subsumido en el sistem a, su correctivo, fue a refu giarse en la literatura —en la novela y en una tradición sem iapócrifa del dram a—, h a sta que a comienzos del siglo xx la categoría de la vida, bien lavada con lejía para que pudiera form ar parte de la cultura, y ya reaccionaria en la m ayoría de los casos, fue adm itida en los salones filosóficos. Frente a esto, la música m ahleriana recuperó de un modo original el conocimiento nietzscheano que dice que el sistem a y su unidad sin fisuras —la apariencia de la reconciliación— son algo deshonesto. La música de Mahler afronta la vida ex tensiva, se arro ja en el tiem po con los ojos cerrados, pero no instala la vida com o una m etafísica de recambio; en esto hay en él un paralelism o con la tendencia objetiva de la novela. El potencial para hacer esto le advino a M ahler de la atmós fera austríaca —una atmósfera que no había sido afectada por el idealismo alemán y que en p a rte era feudal po r preburguesa, y en parte tenía el escepticismo propio de la época de José 11—, m ientras, por otro lado, la naturaleza integral de la m úsica sinfónica m antenía aún para M ahler una presencia suficientemente viva como para salvaguardarlo de una men talidad form al que sale ya al encuentro de la endeble audición atom ista de la música. «Al tem a como tal le arrebató M ahler el significado beethoveniano de ser un m otto concentrado y le dio, mediante un despliegue melódico más exuberante, el carácter de una línea inicial que sólo poco a poco va desve lando su esencia. Esta nueva especie de disposición orgánica de la música condicionó un modo nuevo de configurar los tem as. El trabajo temático de cuño beethoveniano, ese re flejo som bríam ente grandioso de una agudísima concentra ción de los pensamientos, y de una im perturbable consciencia de los objetivos, no encontró ya una fundam entación interna en el nuevo estilo sinfónico; éste no conocía el querer incesan te nacido de un punto central del crear espiritual, sino que, por el contrario, tenía que reunir prim ero sus fuerzas en la pluralidad de sus manifestaciones fenoménicas. De este modo cayó la técnica rígida, orgánica en cuanto a los temas, de Beethoven; o m ejor, se convirtió en u n recurso auxiliar coor dinado con otros.» 3
Bekker subestimó, con todo, en ese párrafo suyo recién citado, el hecho de que M ahler movilizó tam bién las fuerzas constructivas del sistema, aunque hubiese perdido la fe en él. En el productivo conflicto de los elementos contradictorios es donde tiene M ahler su hora propia. Por ello es tan estú pido querer hacerle un falso favor, calificándolo de composi tor situado entre dos épocas. El modo de pensar de M ahler no carecía en absoluto de tradición musical; no dejaba de tener como antecedente una corriente subterránea casi narrativa, que exhalaba su aliento y que en él quería aflorar a la superficie. Precisamente en Beethoven los concentrados sinfónicos que hacen que virtual m ente quede detenido el tiempo se em parejan una y otra vez con obras cuya duración se convierte para ellas en la dura ción de una vida feliz, de una vida que es movida y a la vez reposa en sí misma. De las sinfonías, la Pastorale es la que de modo m ás desinhibido atiende a ese interés; entre los mo vimientos más im portantes de este tipo se cuenta el prim er movimiento del Cuarteto en fa mayor, op. 59, nr. l. Hacia el final del denominado período intermedio de Beethoven, ese tipo se le hace cada vez más esencial; así, en el p rim er movi miento del gran Trío en si bemol mayor, op. 97, y en el de la últim a Sonata para violín, que son piezas de suprem a digni dad. En Beethoven mismo la confianza en la plenitud exten siva y en la posibilidad de descubrir pasivamente una unidad en la m ultiplicidad contrapesó la idea estilística trágico-clasicista de una m úsica del sujeto activo. A Schubert esta últim a idea comenzó ya a desvanecérsele y por ello se sintió atraído tanto más p o r el tipo épico de Beethoven. En las sonatas para piano desdeña Schubert a veces, con nonchalance, la unidad, como hará más tarde, p o r obtusidad, Bruckner, en eso que se le ha criticado como am or fo. Es posible que, de todas las form as previas del modo mahleriano de configurar la música, la más im portante sea el pri m er movimiento de la Sinfonía en si menor de Schubert; Webern sintió veneración p o r esta obra y la tuvo p o r una con cepción de gran frescor de lo sinfónico como tal. A M ahler le fascinaba la disposición libre, carente de ataduras, que p o r debajo de la disposición usual hay en esa obra; le fascinaba la cuestión de a dónde quieren ir po r sí mismos los tem as in dividuales, con independencia de su abstracto valor de posi ción; le fascinaba, en fin, la aflicción de un todo que ya no pretende estar a salvo por el m ero hecho de ser un todo. Tal
vez desde esta perspectiva resulte descifrable la razón por la que el grandioso proyecto de Schubert se quedó en fragmen to; fue el prim er movimiento entera y completamente orgáni co de la música, limpio de racionalistas vérités éternelles. El program a estético de Mahler brota de aquí. En los mú sicos austríacos anteriores a él la renuncia a la unidad sinté tica de la apercepción, al trabajo constitutivo y a la fatiga del sujeto había sido castigada con una frecuente parálisis, con un relajam iento de los arcos sinfónicos y, a la postre, con una m erm a del espíritu organizador mismo, con una m erm a de la legitimación técnica. Mahler intenta corregir eso en aque lla tradición que era la suya propia. La expresión que se le atribuye a propósito de Bruckner, amigo suyo: «Es m itad un dios y mitad un idiota», está cuando menos bien inventada; según Bauer-Lechner, Mahler dijo cosas muy críticas sobre B ruckner y sobre Schubert.4 Lo que M ahler censuraba en Bruckner era lo siguiente: que en éste los ingredientes individuales emancipados, inde pendizados, y las norm as tradicionales de la arquitectura mu sical m archasen cada cual por su lado. Jam ás oculta la música m ahleriana su gratitud a Bruckner; esto va desde el trío de la Primera sinfonía, pasando por el coral de la Quinta y la conclusión de la Séptima, hasta llegar a la disposición del últim o movimiento de la Novena y al tono del prim ero de la Décima. Pero, a la vez, el im pulso épico m ahleriano intenta, m ediante la construcción, llegar a ser dueño de sí mismo, m ientras que ese impulso, carente de reflexión, con frecuen cia se pierde en Schubert y en Bruckner. La laxitud va acom pañada en Mahler por la actividad; mas no por una actividad que planifica las cosas como un mariscal, sino por una activi dad que va avanzando paso a paso, como en las m archas. Las oscuridades vírgenes del bosque de B ruckner parecen tener ventaja sobre la rotura de Mahler; pero esta ro tu ra es supe rior a la maciza leñosidad que hay en Bruckner, superior a esa estaticidad un poco testaruda, cuya única razón está en que, en San Florián, Nietzsche no e ra aún tema de conver sación. La actitud de Mahler con respecto a Bruckner es la misma que la de Kafka con respecto a Robert Walser. ^ El correctivo aplicado por M ahler a la tradición austríaca continuaba siendo, con todo, austríaco, a saber, Mozart, en el cual se da una confluencia entre el espíritu que funda la uni dad y la no recortada libertad de los detalles. De aquí nace, sin duda, el «hommage a M ozart» que hay al comienzo de la
Cuarta. La asim etría y la irregularidad tanto de las figuras individuales como de los complejos y también, a menudo, de la form a del todo, no son cosas que se deban al azar del tem peram ento de Mahler, sino que brotan necesariam ente de la intención épica. A ésta le gusta aquello que no está sujeto a ninguna planificación, aquello que no es un arreglo artificioso, aquello a lo que no se le hace violencia ninguna; y le gusta la desviación allí donde ya se ha hecho violencia. Las desviacio nes mahlerianas no son nunca sustitutos, como lo son en Ri chard Strauss; no son un inesperado sucedáneo que suplanta a lo que se aguardaba. Cada irregularidad es representante específica de sí misma. Pero Mahler reflexiona asimismo, en eso que sin duda se puede calificar de «empiria musical», sobre el sentido del todo, un sentido que Bruckner, que aún creía en la autoridad, tom aba prestado de la form a sinfónica como tal. Mahler nun ca olvida que, aun en la música más radical, más liberada, a la postre sigue siendo verdad lo siguiente: que, metamorfoseados, enmascarados, invisibles, los tipos formales objetivos, los topoi, vuelven a hacer su aparición allí donde una sensi bilidad testaruda los evita. De que acontezca ese retorno se cuidan en M ahler los m ateriales de derribo con los cuales levanta él su arquitectura musical; en esto se parece a aque llos arquitectos norm andos que en el sur de Italia m anejaban columnas dóricas. Aquellos m ateriales de derribo se introdu cen en su arquitectura cual duras masas de m ateria, repre sentantes de aquel componente de lo épico que no es reducible a la m era subjetividad. La composición debe introducir en la experiencia del sujeto inmanente de la música aquello que, cosificado, duro, incluso fortuito, se enfrenta al sujeto. Esto es lo que hace precaria la situación compositiva des de la que Mahler habla. Pues ni el lenguaje musical está ya tan descalificado que el sujeto compositor pueda disponer tranquilam ente de él, sin preocuparse por ninguna de las for mas y elementos dados de antem ano, ni tampoco, a la inver sa, esas form as y esos elementos están aún tan intactos como para ser capaces de organizar por sí mismos el todo. La pre cariedad de la música m ahleriana, que fue advertida desde su prim era aparición, es una consecuencia de lo anterior, no de la debilidad de eso que, hace una generación, E rn st Bloch llamó las «meras dotes de talento» de Mahler.5 La rotura que hay en el tono mahleriano es el eco de aquella aporía objeti va, de aquel conflicto entre el dios y el idiota. Ambas cosas
se vuelven igualmente problem áticas bajo la m irada de su música: el dios se convierte en el m andam iento de la form a, dogmático porque carece de mediación; y el idiota se con vierte en el detalle contingente, desprovisto de sentido, po tencialm ente estúpido, que no da de sí ninguna conexión ri gurosa. El concepto de lo épico perm ite dar razón de algunas ex centricidades de Mahler que, de otro modo, fácilmente se le podrían criticar. Pese a toda su vigilancia crítica, opuesta a la m archa en vacío y a cachivaches form ularios tales como las secuencias brucknerianas, a M ahler no le dan miedo, como se lo daban, por ejem plo, a Beethoven, los denominados com pases «excesivos»; él no se arredra ante instantes en los que, si los medimos con el metro de la acción musical, nada acon tece, sino que la m úsica se hace estática. Todavía en la Novena sinfonía, obra sobrem anera contro lada, hay no sólo, inmediatamente después del final de la ex posición del prim er movimiento, un compás entero en el que continúa sonando hasta extinguirse el redoble de los timbales del acorde conclusivo anterior; es que, además, el brusco cambio armónico producido por la adición del sol bemol al si bemol exige para sí otro compás, en el que aún no hay nin gún contenido motívico; éste, el motivo de arpa de la intro ducción, no aparece hasta el tercer compás, en el timbal.6 Un com positor que tem iera el detenimiento de la m úsica habría hecho que esa entrada fuese sim ultánea a la entrada del sol bemol. En un campo situado en el centro mismo del prim er mo vimiento de la Cuarta sinfonía perm ite Mahler, con refinada despreocupación, que la m area del movimiento se extinga, p a ra luego proseguir el avance con todo frescor.7 En vez de aguijonear laboriosam ente el flujo exterior, a expensas de la necesidad de quietud de la figura tem ática, M ahler confía en el flujo interior; sólo los máximos compositores pueden dejar sueltas las riendas de ese modo, sin que el todo se les vaya de las manos. Las obras del director de orquesta M ahler no están conta m inadas por el gesto propio del hom bre práctico, que en la composición chasquea en cierta m edida con los dedos y se cuida de que todo m arche por sus propios pasos y, sobre todo, de que nadie se distraiga. La m úsica m ahleriana no se halla desfigurada en ningún sitio po r la sabihonda experien
cia del intérprete. Jamás parte la composición de las posibi lidades que están empíricamente dadas, jam ás se acomodan las sinfonías a la ejercitada experiencia práctica. Sin hacer concesiones de ningún género, las sinfonías m ahlerianas obe decen a la imaginación; la experiencia práctica se agrega de modo secundario, como instancia crítica que atiende a que lo representado se haga realidad tam bién en la ' manifesta ción fenoménica; en este sentido es Mahler el antitipo de esa posterior espede de objetivismo que se encarna en Hindemith. Ese modo cesconsiderado y tiránico de tra ta r el con texto de eficacia secunda la intención épica; la indicación agógica «Zeit lasser.» [dejar tiempo], que aparece en ocasio nes, describe el m edo.de reaccionar mahleriano en su inte gridad. Una de las singularidades de Mahler es el modo en que esa paciencia se combina con la impaciencia, esto es, con una consciencia que ni reniega del tiem po ni capitula ante él. La m entalidad épica de la música m ahleriana tropieza con una sociedad en la que la música, así como ya no puede invi ta r a la danza, tampoco puede ya «narrar» nada. M ahler se sustrae al aura reptlsiva de la palabra «musicante» en la me dida en que su a ptiori form al se conforma más bien con el a priori formal de h novela que con el de la epopeya, pese a su coraje para demorarse, sin afectar una dejada intim idad con el Ser. Lo pri:rrero que nos cautiva en M ahler es que su música tom a siempre un camino distinto del que pensába mos, nos pone en tensión, en el sentido fuerte de esta pala bra. Ya hace varios decenios llamó Erwin Stein la atención sobre esto, en un artículo olvidado que se publicó en la revis ta «Pult und Taktslock». Es conocida la ielación apasionada que M ahler mantuvo con Dostoievski; 8 hacia 1890 éste era todavía representante de algo distinto de lo que representó en la época de Moller van den Bruck. Se cuenta que, en una excursión que Mahler realizó con Schonberg y con los discípulos de éste, les reco mendó que estudiasen menos contrapunto y se dedicasen a leer a Dostoievski; y que escuchó de labios de W ebern esta respuesta heroicamente tím ida: «Perdone usted, señor direc tor, pero nosotros tenemos a Strindberg.» E sta anécdota, pro bablem ente apócrifa, arroja luz tam bién sobre la diferencia que existe entre la concepción de la música como novela y la concepción expresionista de la siguiente generación de com positores, completamente emancipada. Lo que hace pensar en la gran novela no es sólo que a me
nudo la música m ahleriana suena como si quisiera n arrar algo. Novelísticas son tam bién las curvas que esa música des cribe, sus ascensos hacia las grandes situaciones, sus derrum bamientos.9 En ella se ejecutan gestos como el de la Natacha de El idiota, que arroja al fuego los billetes de banco; o como aquel gesto que vemos en Balzac, cuando el criminal Jacques Collin, disfrazado de prelado español, disuade del suicidio al joven Lucien Rubem pré y lo conduce a una splendeur a plazo fijo; acaso tam bién como los gestos de Ester, que se sacrifica por su am ado sin sospechar que entretanto la ruleta de la vida había librado a ambos de la miseria. La felicidad m ahleriana florece al borde de la catástrofe, lo mismo que en las novelas. En M ahler las imágenes de la fe licidad actúan por doquier, de modo manifiesto o latente, como centros de fuerzas. La felicidad es para él la figura del sentido en la vida prosaica, de cuyo cumplimiento utópico sale garante la inesperada e invisible ganancia del jugador. En M ahler la felicidad perm anece tan encadenada a lo con trario de ella como lo está la suerte del jugador a la pérdida y la ruina. Disfrutando de sí mismas y dilapidándose de un modo irracional y sin el control de la autoconservación, las elevaciones que hay en el último movimiento de la Sexta sin fonía llevan dentro de sí, teleológicamente, el desastre. En sus incansables pretensiones exageradas, no dispuesta a resigna ciones de ningún género, la música m ahleriana traza un elec trocardiogram a: la historia del corazón que se hace pedazos. Allí donde la música se excede a sí misma, es expresión de la posibilidad de aquel m undo que niega el m undo y p a ra ex p resar la cual posibilidad faltan las palabras en el lenguaje m undano: esta verdad, la más verdadera de todas, es la que, por ser la falsedad del mundo, tiene mala reputación. Como ocurre en las grandes novelas, y como tal vez sólo había ocurrido antes, en la música, en el segundo acto de La Valquiria, el cumplimiento efímero debe compensar todo lo demás: M ahler no cree en ninguna otra form a de eternidad que en la transitoria. Lo mism o que la filosofía de la Feno menología hegeliana, la música es en Mahler la vida objetiva que vuelve una vez más, a través del sujeto; y el retom o de esa vida en el espacio interior la transfigura hasta hacer de ella el espumeante Absoluto. La concreción de la lectura de una novela pertenece así a otra dimensión que la percepción precisa de los acontecimientos. El oído se deja a rra stra r por la corriente de la música como el ojo del lector avanza de
página en página; el mudo ruido de las palabras converge con el secreto de la música. Pero ese secreto no se soluciona. A la música épica le sigue estando vedado describir el mundo a que ella se refiere: esa música es tan clara como críptica. La música épica puede hacer suyas las categorías esencia les de la realidad objetiva tan sólo si se impermeabiliza fren te a la inmediatez de los objetos; esa música se alejaría del m undo allí donde quisiera simbolizarlo o, no digamos, copiar lo. Schopenhauer y la Estética rom ántica experimentaron esto allí donde m editaron sobre la condición um brátil y oní rica de la música. No es que la música pinte estados interme dios, um brátiles y oníricos, del alma; es, más bien, que ella misma, por su propia lógica y su propio modo de aparecer, es afín a la lógica y al modo de aparecer del sueño y de la som bra. La música, como realidad sui generis, se vuelve esencial des-realizándose. En Mahler este médium, el m édium de toda música, se hace temático en cierto modo. Por dos veces escri bió, como signo de ejecución, la palabra «schattenhaft» [como una som bra]: en el Scherzo de la Séptim a y en el prim er mo vimiento de la Novena sinfonía.™ Este símil, tom ado del ám bito de lo óptico, es una indicación de que la exterioridad es un complemento del espacio interior musical. En la medida en que todo lo musical, intensificado hasta alcanzar una cer tidum bre sensible, ocupa aquel espacio interior, nada es des deñado ni expulsado como m era materia. En el espacio musi cal florece una em pina de segundo grado, que ya no continúa siendo, como la otra, heterónom a a la obra de arte. La interioridad de la música se asimila lo externo, en lugar de presentar lo interno para exteriorizarse. Esto es lo que hay de verdad en aquella teoría psicoanalítica que interpreta la música como defensa contra la paranoia: la música prote ge al sujeto, m ediante una proyección subjetiva, de la inunda ción de la realidad. Ni la música confunde consigo misma al mundo, del que dice que es su igual, ni sus categorías son categorías del m ero sujeto dejadas sueltas: asignadas al su jeto, continúan siendo las categorías del mundo. Si éste fuese equiparado inm ediatam ente con la esencia —y, según vio Schopenhauer, la m úsica es la esencia sin mediación—, en tonces la m úsica sería la locura. Todas las m úsicas grandes están robadas a la locura; en cada una de ellas hay una iden tificación de lo interior con lo exterior, pero la locura no tiene poder ninguno sobre el resultado. La música sanciona la se paración de esencia y objeto como su propio lím ite con res
pecto a lo objetivo: ése es su modo de aprehender la esencia. El hecho de que no escribiera ópera ninguna un hom bre como M ahler que pasó su vida entera en la ópera, y cuyo mo vimiento sinfónico es en muchos aspectos paralelo al movi m iento de la ópera, tiene acaso su explicación en esto: en él lo objetivo se transfigura en el reino interior de las imágenes. Su sinfonía es opera assoluta. Al igual que la ópera, las sin fonías novelas de Mahler brotan de la pasión y luego fluyen hacia atrás; pasajes de cumplimiento como los suyos los co nocen la ópera y la novela m ejor que la m úsica absoluta. La relación de Mahler con la novela como form a se puede dem ostrar, por ejemplo, en su tendencia a introducir temas nuevos, o, al menos, a disfrazar m ateriales tem áticos de tal m anera que luego, en el decurso de los movimientos, produ cen efectos enteram ente nuevos. Tras algunos prelim inares en el prim er movimiento de la Primera y en el de la Cuarta, esta tendencia se pone de relieve sobre todo en el segundo movimiento de la Quinta; en él, tras una de las interpolaciones lentas, se retom a una figura en cierto modo secundaria de la exposición 11 y se le da una for m ulación nueva; 12 es como si en la escena penetrase, en son de ayuda, inesperado, un personaje nuevo al que antes no se ha prestado atención; así ocurría en Balzac y así ocurría tam bién, en la novela rom ántica anterior, en W alter Scott. Según se dice, Proust llamó la atención sobre el hecho de que a ve ces en la m úsica unos temas nuevos conquistan el centro, como lo habían hecho en la novela personajes secundarios que hasta ese m om ento habían pasado inadvertidos. La categoría formal del «tema nuevo» procede, paradójica mente, de la m ás dram ática de todas las sinfonías. Mas justo el caso singular de la Heroica otorga relieve a la intención formal mahleriana. En Beethoven el tem a nuevo viene en auxi lio del desarrollo, que con razón había adquirido unas dimen siones exageradas y que, al parecer, era ya incapaz de acordar se bien de la exposición, ocurrida mucho antes. Sin embargo, ese tem a nuevo no causa propiam ente sorpresa, sino que entra como algo que estuviese preparado, como algo que fuese co nocido; no es casual que los analistas hayan intentado una vez y o tra derivarlo del m aterial de la exposición. La idea clasicista de la sinfonía cuenta con una pluralidad bien defi nida, cerrada en sí misma, como la Poética de Aristóteles cuenta con las tres unidades. Un tem a que apareciese como algo enteram ente nuevo atentaría contra el principio de eco
nomía de aquella idea; contra la reducción de todos los acon tecimientos a un mínimo de elementos presupuestos; contra un axioma de completitud que la música integral ha hecho suyo con igual fuerza con que se lo han apropiado los siste m as filosóficos a p a rtir del Discours de la m éthode de Descar tes. Los componentes tem áticos imprevistos destruyen la fic ción de que la música es un puro contexto deductivo en el que todo lo que acontece es una consecuencia que se deduce con una necesidad unívoca. Tam bién en este punto han sido Schonberg y su Escuela más fieles que Mahler al ideal clasicista de lo «obligado», que hoy pone al descubierto sus in gredientes problemáticos. Incluso figuras que, como ocurre en la Quinta, son de he cho una evolución motívica de algo anterior se convierten, en Mahler, en figuras llenas de frescor, sustraídas a la m aquina ria del decurso musical. M ientras la sinfonía dram ática cree asir su propia idea en la inexorabilidad de su e n c a d e n ^ ie n to , inexorabilidad que está rem edada del modelo de la lógica dis cursiva, las sinfonías novelas intentan encontrar la salida que lleve fuera de esa lógica: ellas quisieran escapar hacia el aire libre. En este intento todos los tem as mahlerianos, como los personajes de las novelas, continúan siendo reconocibles, sin embargo; incluso cuando tienen una evolución, poseen identi dad consigo mismos. Mahler se diferencia del ideal clasicista tam bién allí donde la prim acía del todo sobre las p artes es la indiscutida prim a cía del «devenir» sobre lo que «es»; allí donde es el todo mis mo el que produce virtualm ente los temas y los penetra dia lécticamente. Pero, a la inversa, las figuras tem áticas no son indiferentes al decurso sinfónico, como tampoco los persona jes de una novela son indiferentes al tiempo en el cual ac túan. Hay unos impulsos que hacen moverse a aquellas figu ras; siendo las mismas, se convierten en otras; se encogen, se dilatan, sin duda tam bién envejecen. Esa modificación, que se va grabando, de algo fijo es tan poco clasicista como la tole rancia de una existencia musical individual determ inada, el carácter indeleble de las figuras tem áticas. Cuando la gran m úsica tradicional no hacía desarrollos y «trabajaba», se daba po r contenta con la identidad arquitectónica conservada; si en ella retornaba algo idéntico, e ra idéntico y n a d a más, si prescindimos de la tonalidad. La sinfonía m ahleriana sabotea esta alternativa. En ella el dinamismo no devora enteram ente nada, pero tam poco nada continúa siendo siem pre lo que fue.
El tiempo inm igra en el interior de los caracteres y los mo difica, igual que hace el tiem po empírico con los rostros. La espiritualización es lo que hace que el tiem po se acorte para la sinfonía dramático-clasicista; es como si ésta hubiera interiorizado y convertido en ley estética el deseo feudal de m atar el aburrim iento, de m atar el tiempo. En cambio, el tipo épico de la sinfonía paladea el tiempo, se abandona a él, qui siera concretar en duración viviente el tiem po físicamente mensurable. Para esta música la duración misma es la imago del s e n tid o ;ta l vez esto se debiera a una reacción contra el hecho de que la duración comenzaba a quedar suprimida en el modo de producción del industrialism o tardío y en las for mas de consciencia acomodadas a él. No se debe continuar haciendo tram pas con el tiempo mediante un trompe l’oreille musical; el tiempo no es el instante y no debe simular que lo es. La antítesis de esto serían ya las celestiales longitudes de Schubert. No sólo sus melodías, de las que a veces sus piezas instrum entales no quisieran arrancarse, poseen hasta tal pun to un «en sí» que con respecto a ellas sería inadecuado pen sar en una evolución. Sino que el llenar con música el tiempo, el oponerse a su fugacidad m ediante aquello que tiene derecho a demorarse, se convierte en el desiderátum de la música. También esto tiene una prehistoria: todavía al período de Bach le resultaba bastante difícil conquistar para la música una extensión temporal. Lamentarse de las longitudes mahlerianas no es más digno que aquella m entalidad que comercia al por m enor con ver siones abreviadas de Fielding o de Balzac o de Dostoievski. De todos modos, a los oyentes amaestrados para escuchar mer cancías la desbordante extensión tem poral que se da en Mah ler les planteará exigencias apenas menores que las que les planteaba antes la densificación sinfónica: allí donde ésta exi ge una concentración m uy despierta, reclama aquélla la dis posición sin reparos a la paciencia. Mahler no hace la menor concesión a la comodidad del easy listening, en el que no hay ni recuerdos ni expectativas. En las obras mahlerianas se compone m usicalmente con todo detalle la duración. A los contemporáneos de Beethoven el tiempo acelerado de sus sin fonías les causaba el mismo horror que el que produjeron los prim eros ferrocarriles, de los que se decía que eran dañosos para los nervios; a quienes han sobrevivido cincuenta años a M ahler éste les causa el mismo horror que el que un viaje por m ar produce a los habitués de los aviones. La duración mahle-
riana les recuerda que ellos mismos han perdido duración; tal vez tienen miedo de no vivir ya en absoluto. Rechazan esto con la superioridad del hom bre im portante que asegura no tener tiempo y echa con ello en la calle el secreto de su propia m ísera verdad. Es una estupidez querer hacer soportables, m ediante cor tes, a M ahler y a Bruckner; como dijo Otto Kemplerer, tales cortes alargan, no abrevian los movimientos de sus sinfonías. No hay en ellos nada de lo que se pueda prescindir; cuando falta algo, el todo se convierte en un caos. Para la música m ahleriana, casi cien años después de Schubert, la m era lon gitud no es ya divina. Esa música se derram a con toda pa ciencia en el tiempo, pero no es m enor la impaciencia con que atiende a que el contenido musical llene tam bién ese tiempo; la cuestión crítica es el agens de la form a de la música mah leriana. Mediante una desconsiderada configuración de los de talles y de sus relaciones dice adiós al conformismo; y al decir adiós al amable conformismo austríaco dice adiós al con formismo de toda cultura musical degenerada en consumo. Para la duración de la música mahleriana no tienen menos peso los instantes, los m om ents musicaux, que para Schubert, de quien procede esta expresión. Para ella el tiempo extensivo se convierte en plenitud únicam ente si está mediado por su intensidad, no por el mero hecho de ser un pedazo de tiempo abarrotado. Los Lieder* son el lazo de unión entre la índole novelística de la música de M ahler y el modo de escribir de éste. No se puede subsum ir bajo el concepto corriente de «estudios pre vios», según el modelo de los Cantos de W esendonck de Wagner, la función que para el sinfonismo mahleriano tienen los Lieder. El elemento sinfónico que en ellos hay los distingue de casi toda otra lírica musical de esa misma época; la elec ción arcaizante de los textos, que se distancia adrede del yo psicológicamente individuado, crea la condición para que esto ocurra. Richard Specht ha escrito una introducción inefable para * En el citado libro Im prom ptus incluyó Adorno un artículo titu lado «Para una selección imaginaria de Lieder de Gustav Mahler». De ese artículo dice en el Prólogo (p. 11) lo siguiente: «Dado que en mi monografía sobre Mahler no h e tratado los Lieder más que de forma periférica, considero este artículo como un complemento esencial de la citada monografía.» (N. del t.)
la edición de las partituras de bolsillo de los Lieder con or questa de Mahler. No le asusta hacer esta afirmación: «Segu ram ente era así como en siglos anteriores se cantaba en las ferias, entre soldados, pastores y campesinos»,13 sin que le haga dudar de sem ejante desatino la «admirable instrum en tación»: «se ha alcanzado aquí una delicadeza, una variedad en el colorido que sólo nuestra época, la época posterior a Wagner y a Berlioz, podía conseguir».14 Ahora bien, estas artes no sólo excluyen su reproducción en ferias y mercados —que, por lo demás, no existen ya—, sino que chocan con el con cepto de canción popular. Sin embargo, en medio de tales contaminaciones nos sorprende Specht con la observación de que el lirism o de Mahler no es un lirism o subjetivo. Paul Bekker aprovechó bien esa intuición: «El Lied y el impulso hacia lo m onumental tienden en M ahler a encontrar se. Al Lied se lo saca de la estrechez de una expresión subje tiva de sentimientos y se lo eleva a la esfera mucho más lumi nosa y sonora del estilo sinfónico. Éste, a su vez, enriquece su fuerza, que tiende hacia afuera, con la intim idad de un sentir personalísimo. Esto parece paradójico; y, sin embargo, en esa unión de los contrarios hay una explicación de la ex traña naturaleza de Gustav Mahler, la cual abraza el m undo interior y el m undo exterior e incluye en su campo expresivo lo más personal y lo más lejano; una explicación de su arte, que externam ente es a menudo tan contradictorio y que apa renta mezclar y agitar arbitrariam ente elementos estilísticos muy heterogéneos; una explicación de las disparidades que se dan al juzgar y valorar su creación.» 15 La idea de la lírica subjetiva se convierte en la idea propia de Mahler, y esto no sin problemas, únicam ente en La canción de la tierra, que se autotitula «sinfonía». En esto es Mahler un extraño en la historia del Lied alemán desde Schubert hasta Schonberg y W ebern; se encuentra, m ás bien, en la línea de Mussorgski, en el cual se ha comprobado a veces esa objeti vidad, o en la de JanáCek; acaso tam bién Hugo Wolf buscó a tientas algo similar, en pasajes que sobrepasan el límite usual del texto al que se pone música; tal vez es precisam ente ese elemento el que establece un contacto esencial entre Mahler y el Este eslavo, en cuanto éste es algo preburgués, no indi viduado aún completamente. M ahler pone sus Lieder en boca de alguien que es «otro» que el sujeto compositor. Estos Lieder no cantan acerca de sí mismos, sino que narran; son una lírica épica, como lo son
las canciones infantiles, a cuyo modo de com portarse se apro ximan al menos los Lieder tem pranos de Mahler, que son un retorno roto de melodías para el baile y el juego. Su corrien te es, por así decirlo, relato; y el comentario de éste, ex presión. Esa objetividad estilizada es lo que constituye el médium homogéneo de los Lieder y las sinfonías de Mahler. Los Lieder se despliegan en las sinfonías tal como, por principio, lo podrían haber hecho ya en sí mismos. La totalidad de las sin fonías es la totalidad del m undo acerca del cual se canta en los Lieder. La irracionalidad de los textos de El cuerno ma ravilloso del muchacho, una irracionalidad que tiende hacia lo absurdo y que está producida por el montaje de poemas di vergentes —ya Goethe puso esto de relieve en su recen sión—,1# es reivindicada por el modo de componer mahleriano: éste es una invitación a aquel contexto musical de sentido que ni es conceptual ni es psicológico. El elemento popular y el elemento compositivo-subjetivo m antienen entre sí una relación tal, que es la música la que establece la organización según su propia ley, es la música la que «racionaliza» aquello en que lo absurdo tiene su asiento y que es el lugar en que, en el texto, se cobija la música. Todas las sinfonías m ahlerianas proceden con sus núcleos tem áticos de igual modo que proceden las composiciones liederísticas con sus poemas. El elem ento de unidad de la lírica y la sinfonía es la balada; y sin duda Mahler divulgó el secre to cuando, en un movimiento puram ente instrum ental, en un instante de tensión sin respiro, citó una antigua pieza instru m ental que lleva el título de «balada»: citó la Balada en sol menor de Chopin en el segundo movimiento de la Quinta sin fonía1 Los Lieder mahlerianos tienen la objetividad propia de la balada en cuanto son Lieder estróficos, m ientras que la lírica subjetiva sacrifica la estructura estrófica a la estructura del poema o de la forma musical. De ahí la especial dificultad que presenta la interpretación de los Lieder mahlerianos con orquesta. Esos Lieder realizan el carácter estrófico, y, sin em bargo, modifican las estrofas a m edida que la narración avan za. Lo que esos Lieder n arran es el contenido musical mis mo; lo que hacen es disertar acerca de ese contenido. La música diserta acerca de sí misma, se tiene a sí misma como contenido, narra sin que haya algo narrado; y esto no es una tautología ni tampoco una m etáfora para referirse a la acti
tud propia del narrador, actitud que sin duda cuadra bien a gran parte de la música escrita por Mahler. La relación que en una música de este tipo se da entre el disertar y aquello acerca de lo cual se diserta es la m ism a que se da entre los elementos particulares y el impulso hacia la totalidad. Aquello acerca de lo cual se diserta son las figuras concretas e individuales, el «contenido» musical en sentido estricto. Pero ]a disertación es la corriente del todo. En la m edida en que aquellos elementos individuales van flotando en tal corriente, ésta diserta en cierto modo acerca de ellos; la reflexión del contexto sobre los detalles es idéntica a la re flexión de la narración sobre lo narrado. Separar la form a del contenido, a propósito de una obra de arte, es una vulgaridad; pero aseverar su identidad es una imbecilidad; sólo allí donde se m antiene separados a ambos ingredientes son éstos determinables como una realidad. En cuanto ingredientes que se hallan sometidos a una mediación, no dejan de estar m antenidos en su distinción, y justo eso es lo que logra el gesto épico de la m úsica que diserta acerca de sí misma. En ese gesto adquiere figura en M ahler el enigma que es todo arte: cuanto m ejor comprende el espectador el arte, tanto m ás obstinadam ente lo atorm enta éste con la pre gunta de qué es lo que él, el arte, es y qué es lo que quiere. Al igual que hace el narrador, la música m ahleriana no dice jam ás dos veces lo mismo del mismo modo: así es como in terviene la subjetividad. Mediante ésta lo imprevisible, lo con tingente que ella relata, se convierte en la sorpresa como for ma, se convierte en el principio de lo siempre «otro», que es lo que propiam ente constituye el tiempo en sentido enfático. Por ello tam poco deberán ejecutarse jam ás los Lieder de Mahler ininterrum pidam ente, sin articulación temporal. Sólo el titulado Revelge confirma como excepción la regla, por su indicación de ejecución «In einem fort-» [de corrido]; esto se debe a la m archa, que no es interrum pida ni siquiera por la m uerte. Aquella objetividad artificial de los Lieder de Mahler, mo delo y ejemplo de la objetividad de sus sinfonías, podría tal vez aclarar la razón de que, después de los tres prim eros cuadernos, todos sus Lieder tengan un acompañamiento or questal. Mahler sentía repugnancia por el piano, en cuanto éste era ya en su época el instrum ento cosificado y tabletean te de la lírica subjetiva, m ientras que la orquesta es capaz de dos logros: por un lado, registrar exactamente la representa
ción compositiva en un color concreto, y, por otro, producir una especie de grandeza interior, gracias al volumen coral que conserva incluso en el pianissimo. La m era sonoridad presen ta como sujeto musical un «nosotros», m ientras que el Lied con piano del siglo x i x se instalaba en la vivienda de la per sona privada burguesa. Por ser baladas, los Lieder m ahlerianos se organizan de acuerdo con la ley formal de lo narrado, constituyen un continuum de acontecimientos que se siguen unos a otros, man tienen un nexo esencial entre ellos y, pese a esto, contrastan entre sí. La estratificación estrófica de campos musicales, una estratificación que, sin embargo, nunca se repite de un modo mecánico, de un modo ajeno al tiempo, es transferida a la m úsica sinfónica. La objetividad de ésta se apoya en la vieja compulsión a la repetición, pero esa objetividad quebranta a la vez, con su perenne producción de algo nuevo, la mencio nada compulsión. De la intem poralidad de lo siempre idéntico hace surgir Mahler un tiempo histórico. Con ello asume la originaria tendencia antim itológica de la epopeya y sobre todo de la novela.11 Varios de los primeros tiempos de las sinfo nías m ahlerianas, que son los que menos obstaculizados están po r la estaticidad propia de los esquemas de danza, se acer can de un modo muy claro a la novela. El problem a que esos movimientos han de resolver es el de la reexposición. O bien la acortan tanto que ésta apenas cuenta ya en comparación con la prepotencia del desarrollo, o bien la someten a una mo dificación radical. En el prim er movimiento de la Tercera sinfonia el esque m a de la sonata no es ya en realidad más que un tenue velo que cubre un decurso form al interior libre. Mahler corre aquí riesgos mayores que los que nunca volverá a correr, sobre puja incluso, por su complicidad con el caos, el último movi miento de la Primera. La longitud del prim er movimiento de la Tercera no es menos m onstruosa que las desproporciones que en ese movimiento hay. La plenitud pánica, que virtual m ente borra al sujeto musical dominante, presenta flancos de ataque a cualquier clase de crítica. Como les ocurre a no po cos compositores innovadores, M ahler parece haberse aterro rizado de esto; la obra siguiente fue la Cuarta, sumamente estilizada y disciplinada. En el prim er movimiento de la Ter cera resulta sorprendente la renuncia a todas las categorías bien probadas de mediación. De modo sem ejante a como o c u rrió en el Schonberg expresionista, aquí no se establecen ar
tísticos puentes de unión entre los diferentes complejos. Con bárbara petulancia une Mahler los complejos nada más que con el ritm o de los instrum entos de percusión, latido abs tracto del tiempo. Se desdeña lo que en el trabajo de media ción hay de suavizador, de a d o n iz a n te ; lo que M ahler sirve en su m esa son únicam ente m endrugos, no caldo. Ya en me dio de la introducción planta con osadía un decorado auditivo vacío, que está más allá del movimiento musical.19 Más tarde, el puente que lleva a la reexposición, y que consiste en un m ero redoble de los tam bores, parece absurdo, y ello no sólo si nos atenem os a las reglas académicas.20 Pero, enfrentadas a ese pasaje genial, las críticas se tam balean con torpeza, como la Estética del ju ste milieu. El desarrollo queda barrido a es cobazos, como si el sujeto com positor estuviera h arto de in tervenir en su m úsica y la dejase actuar, para que, sin ser molestada, llegue a ser ella misma. Faltan los tem as de estilo corriente, como habían faltado ya en el prim er movimiento de la Segunda, en donde un recitativo de los bajos y los con trapuntos de ese recitativo, sem ejantes a un cantus firm us, sustituyen a uno de los tem as principales. Pero en el prim er movimiento de la Tercera los complejos de que ese movimien to consta no están ya allí tectónicamente, sino que nacen ante los oídos del oyente; esto ocurre de una m anera m uy m arca da allí donde, en la reexposición, la m archa no entra sencilla mente, sino que poco a poco vuelve a dejarse oír, como si se la hubiera estado tocando siempre de modo latente.21 El tema inicial, al que en un prim er momento se lo podría confundir con un tem a principal, es, según la observación de Bekker, m ás u n sello que no u n m aterial destinado a ser trabajado. Sus característicos intervalos de segunda descendente son ya, sin embargo, los intervalos de uno de los motivos posterior m ente más im portantes de la marcha.22 Las proporciones de este prim er movimiento de la Tercera son como prehistóricas. La introducción, que parece una im provisación y que está estructurada en dos estrofas gigantes cas, cubre con su sombra la ex.posición y la reexposición de la m archa, que corresponderían al esquem a de la sonata; esa introducción tiene su contrapeso, de todos modos, en el de sarrollo, que asimismo es desmesurado. La idea literaria del gran Pan se ha adueñado del sentim iento de la forma; la for ma misma se vuelve terrible y m onstruosa, es una objetiva ción del caos; ésta, y no otra, es la verdad del concepto de naturaleza, del que tanto se ha abusado a propósito de este
movimiento. Una y otra vez resuenan fragorosam ente, como voces naturales, fragm entos de las m aderas de ritm o irregu lar; la combinación de m archa e improvisación roza el prin cipio del azar. En ningún otro sitio ejerce Mahler menos cen sura sobre lo banal que aquí: en este movimiento es percep tible la canción titulada Ich hab m ich ergeben mit Herz und m it Hand [Me he entregado con el corazón y con la mano], así como la obertura de E l sueño de una noche de verano de Mendelssohn; y la patriótica canción que habla del mariscal de campo, sacada de los libros de cantos escolares, por allí va silbando en medio de todo, como si nunca se hubiera referido al viejo Blücher. Este movimiento se estira y se extiende en todas las dimensiones como un cuerpo de gigante. La polifo nía no le interesa. El módulo principal del desarrollo —la entrada en si bemol menor—-23 es, ciertam ente, presentado sólo durante unos pocos compases, como si se le fuera a fu gar; pero luego, en contra de todas las reglas de la fuga, ese módulo se aferra a una sola nota, y quien aguardaba la bien educada respuesta queda burlado. Elementos idiomáticos an tiguos, como los grupetos de tipo schubertiano, están poten ciados de tal m anera que se convierten en un asalto por sor presa a la civilización. El último movimiento de la Sexta heredó de este prim er movimiento de la Tercera el problem a de si son posibles no velas musicales en varios volúmenes, por así decirlo, y reac cionó a él con una construcción implacable. Pero la Tercera deja con un palmo de narices a la idea del orden y, sin embar go, está compuesta de un modo tan tenso y tan denso que en ningún lugar se relaja. La Tercera debe esta organización de la desorganización a una singular consciencia del tiempo. Su prim er movimiento alcanza una auténtica exposición allegro; pero esa exposición no es sencillamente una m archa larga, como lo sugiere el ritm o, sino que esa parte discurre como si el sujeto musical desfilase con una banda que va tocando, una tras otra, m archas de todo tipo. El impulso de la form a es la representación de una fuente de m úsica que se mueve en el espacio.24 Como mucha de la m úsica m ás reciente, ese movi miento no tiene, por su propia estructura interna, un sistema de referencias fijo, sino lábil. Con todo, lo que resulta no es una m utua penetración im presionista de las sonoridades en un espacio intemporal, como ocurre en Feux d’artifice de Debussy, con la fanfarria del 14 de julio, sino que las m archas parciales que se van sucediendo establecen, gracias a sus
muy precisas proporciones, una historia articulada. En un de term inado momento hay algo parecido a un rom pim iento;^ a ello se agrega un Abgesang de la m archa,26 hasta que toda la m úsica de m archa se derrum ba, pero no con una expresión de catástrofe, sino como si de súbito se abriese una perspectiva nueva.27 Luego, sin embargo, el desarrollo, excesivamente ampliado, reinserta todavía en la arquitectura la naturaleza antiarqui tectónica de la exposición. Su estructura, la del desarrollo, corresponde a grandes rasgos, como ocurre no raras veces en Mahler, y como ocurrió ya en ocasiones en el clasicismo vienés, a los acontecimientos que había habido con anterioridad a él, aunque, obviamente, sin paralelismos groseros. Cabría analizar ese desarrollo como una primera reexposición, por así decirlo, como una prim era reexposición variada al máxi mo, a la que luego sigue una segunda reexposición, la reex posición en sentido estricto. La insinuada repetición hace retroactivam ente de la exposición una sección arquitectónica, m ientras que el tratam iento enteram ente relajado del desarro llo, que en ningún momento tiende hacia una m eta racional mente fijada y que al final se extravía,28 permanece fiel a la intención antiarquitectónica. La primera sección del desarro llo, que es el equivalente allegro de la introducción, se parece en un prim er momento a una reexposición.29 Desemboca en la parte siguiente a través de un pálido consecuente tocado por el corno inglés.30 Esta parte es análoga al vago campo anticipador de la m archa originaria; a esta parte se le contagia el progresivo desvanecimiento de la introducción.31 La tercera parte utiliza componentes de la marcha, pero, a consecuencia de su iluminación más débil, de su tono lírico, es un episodio en sol bemol m ayor claram ente intercalado.32 La cu arta parte del desarrollo, en fin, comienza, como hacen muchas veces las partes últim as, decisivas, del desarrollo en Beethoven, con una brusca resolución,33 que se desem baraza de la tendencia general de este movimiento con igual violencia con que esa tendencia había antes barrido los controles.
V. La variante com o forma
El problem a específico de la técnica m ahleriana es el si guiente: cómo se convierte en una forma, m ediante la con figuración, lo individual musical que está emancipado de los esquemas, a sem ejanza de lo que ocurre en las novelas, y cómo eso individual inaugura desde sí mismo unas conexio nes musicales autónon;ias. La técnica debe desplegar la para doja mahleriana; ésta consiste en la totalidad de algo que no está encerrado en un recinto y sobre lo cual no se extiende bóveda ninguna; en suma, la síntesis de abertu ra y clausura. Una frase famosa e ingenua del M ahler joven apunta en esa dirección: componer una sinfonía, dijo, es «construir un mun do con todos los recursos de la técnica presente».1 Al principio, la técnica sigue apareciendo aquí como algo exterior a la música compuesta, como algo que se ha de apli car al servicio de la intención. El título «Sinfonía de los mil», que los organizadores de conciertos de 1910 le colgaron, con gran disgusto de Mahler, a la Octava sinfonía, se aprovecha de este aspecto de la cuestión. La música que desea ser el mundo una vez más, quisiera poner a contribución todo lo que el m undo tiene a punto para sus fines, sin preocuparse demasiado, en un prim er momento, de cómo casan entre sí la idea y los m edios disponibles. Muy pronto, sin embargo, la propia lógica de la idea que Mahler tiene de la técnica em puja a esa idea a ir más allá de este punto de arranque. Como m era utilización de los recur sos orquestales y de las denominadas «conquistas de la épo ca», la técnica continuaría siendo no menos externa a la mú sica compuesta que el tradicional canon formal. Dado que la comodidad compositiva se compagina mal con las nada con fortables intenciones de Mahler, éste tampoco m aneja la téc nica con aquella soberana m aestría con que la maneja Ri chard Strauss, el alumno modelo del Conservatorio en el pa pel de genio. Con gran esfuerzo, estudiando, por ejemplo, en edad madura las obras de Bach, tiene Mahler que adquirir aquello que ya traen consigo compositores que están tan im pregnados de su cultura como Debussy. Los recursos presen
tes se adaptan mal a la intención mahleriana, que tiende a 1 no presente. No sólo tiene M ahler que aprender esos recurso¡ sino que además ha de evitar muchos de ellos; por ejemplc la bien em pastada sonoridad de Wagner, o el ímpetu, que si ninguna inhibición corre presuroso hacia el todo, de u Strauss que incluso en sus excesos es un com positor cuidad< so. M ahler esboza una idea modificada de la técnica, la ide integral, la idea de la quintaesencia del contexto compositivc E n ese contexto entran como elementos parciales todas Is dimensiones musicales; ninguna de ellas deja de ser sometid a crítica. De la oposición a la m aestría de los otros, que había degi nerado en m era destreza, y de las provocativas e indisimul; das torpezas de la Primera y de la Tercera sinfonía b ro ta un m aestría que a la postre deja por debajo de sí, m ^ c e d a 1 identidad de la música compuesta y su manifestación fen< ménica, el nivel medio de la técnica de su tiempo; pensand en M ahler criticaba Alban Berg en Strauss la técnica tambiéx Cada obra de M ahler critica la precedente; esto hace de € el com positor evolutivo por excelencia. Si hay alguna oeuvr a propesito de la cual pueda hablarse de progreso, ésa es 1 de Mahler, no m uy extensa, por otro lado. Aquello que Mahle m ejora se convierte siempre en algo «otro»; de ahí la pol cromía, nada bruckneriana, que hay en la sucesión de su sinfonías. Tal vez lo que educó al com positor Mahler para un autocorrección perm anente fuera la téraica de los ensayos di director de orquesta Mahler, al que le gustaba m ucho hace retoques e introducir cambios en la instrum entación. Inclus allí donde M ahler gira en tom o a cosas propias anteriore hay un p ro c e so . En la Prim era música nocturna de la Séptim a sinfonía ha una fluorescencia de las Canciones sobre poemas de «El cue\ no maravilloso del muchacho», las cuales aparecen com irrecuperables. La Octava, en la que se han notado analogía con la Segunda, suena durante largos tram os sencillament diatónica, tras la arm onía m ucho más audaz de la Séptim i Se dice que, tras su estreno en Munich, Strauss se burló d que en ella hubiera tanto m i bemol m ayor. Pero la Octav recubre como un cotiledón una sorprendente cantidad de ce sas de la fose tardía; incluso hay en ella anticipaciones de 1 pieza titulada «Sobre la juventud» de La canción de la tierrc La d u ra línea evolutiva de M ahler escribe ya historia musics con el avance que en un com positor individual se da de un,
obra a otra obra, como ocurrirá tam bién más tarde en los re presentantes principales de la nueva música. Con esa misma energía actuó luego Schonberg, m ientras que en Strauss, en la época posterior a Electra, una cautela suicida frenó el mo vimiento, y en Reger apenas hay movimiento ninguno, una vez que se estabilizó el procedim iento pancrom ático. No ellos, sólo Mahler tuvo un estilo tardío de aquel rango suprem o que decide la dignidad de un compositor, según la frase de Alban Berg. Ya Bekker se dio cuenta de que las últi m as obras de aquel compositor que apenas pasó de los cin cuenta años son obras tardías en el sentido enfático de la expresión: esas obras m uestran hacia fuera lo interior no sen sible. Pero ya las obras de la época interm edia nos ofrecen pruebas de hasta qué punto contribuyó la voluntad crítica de Mahler a su evolución. Ni en la Séptim a sinfonía olvida Mah ler lo que había llevado a cabo en la Sexta, ni tampoco nos sirve un recuelo: la fantasía concentra sobre los contornos de las obras una fuente de luz tal que las hace irreconocibles. Tal vez la productiva irritabilidad del director de orquesta se sintió molesta por algunos elementos rígidos que aparecen en la Sexta, en el Scherzo sobre todo; nunca estuvo del todo contento con la prim itiva versión publicada de esta sinfonía, e introdujo en su instrum entación numerosos retoques. Ha bría que respetar su últim a ordenación de los movimientos, con el andante en si bemol mayor antes del último movimien to, aunque sólo fuera en atención al plan de las modulacio nes; el m i bemol mayor es la tonalidad relativa del do menor, con el cual comienza el último movimiento, para luego deci dirse al fin, tras una larga preparación, por el la mayor como tonalidad principal definitiva. Mahler encontró un antídoto contra lo rígido en aquel élan de Richard Strauss que percep tiblem ente resuena en el prim er movimiento de la Séptima, inm ediatam ente antes de la reexposición de la introducción y luego, sobre todo, antes de la reexposición del tema principal.2 La prim era etapa llamativa de la evolución m ahleriana fue la Cuarta sinfonía; probablem ente por esto se hallan tan re cortados en ella los «recursos presentes». El salto cualitativo que viene después es indiscutible, no obstante las galerías subterráneas que unen la Cuarta con la Quinta. Difícilmente se encuentran las obras de la época interm edia asentadas fir m em ente en la tierra, como pretende una desangelada expli cación, a diferencia de las obras anteriores, que serían, ál parecer, más metafísicas. La factura de las obras de la época
interm edia es, con todo, incom parablem ente m ás rica, más tensa también: de hecho conocen m ejor el mundo. Ahora hay que desarrollar lo que antes se había esbozado; los elementos de las llamadas «sinfonías de E l cuerno maravilloso del m u chacho» son sometidos a una reflexión; así, p o r ejemplo, la fanfarria de las trom petas en el p rim er movimiento de la Ter cera es sometido a una reflexión en la introducción del último movimiento de la Sexta.3 Un Mahler que se ha vuelto externo a sí mismo, que se ha alejado de sí, domeña y otorga auten ticidad a lo que antes había formulado. Acaso por ello las sinfonías de la época interm edia, que en lo esencial son una repetición productiva, pueden tolerar, cuando no se autocontrolan con rigor, fórm ulas hechas, cosa que no ocurre en las obras juveniles, catapultadas con. tanta espontaneidad. Sólo en la fase tardía conquista retrospectivam ente Mahler una segunda inmediatez. Su inteligencia musical, como lo ha bían hecho antes las de Beethoven y Brahms, se objetiva me diante la autorreflexión; pero no se objetiva como una propie dad subjetiva del compositor, sino como una propiedad del objeto mismo; éste adquiere consciencia de sí y con ello se hace «otro». Las aportaciones de la técnica de M ahler son las aportaciones de su inteligencia musical: preocupación por lo grar una composición plástica y, con ello, una presentación real de la música. Esa inteligencia es la que conduce fuera del ám bito de influencia del romanticism o a un compositor al que la teoría musical etiquetó rápidam ente de romántico. Su obra, como la de Wagner, sueña con un componer sin apariencias, sobrio, no gloriñcador. Eso le llevó a convertirse en la nega ción determ inada de la ideología musical de aquella época. M ahler reaccionó con violencia contra la estupidez musi cal, que en el siglo x i x tuvo una expansión no m enor que en el XVIII y en el xvii; náuseas le producía la repetición pueril, pero tam bién era ya consciente de que no es posible extirpar el elemento tectónico, del cual es una representación tosca la repetición. Su inteligencia tuvo que encontrar una salida a esa contradicción. Todo aquello mediante lo cual sedujeron las sinfonías juveniles, la Segunda sobre todo, se vuelve indi ferente ante este problema. La técnica mahleriana, que va progresando de la m anera dicha, tiene en la variante, por oposición a la variación, su differentia specifica, lo que la distingue de la técnica de otros compositores. También M ahler escribió variaciones; lo hizo en el adagio de la Cuarta; otras piezas, como el últim o movi
miento de la Novena, se parecen cuando menos a variaciones. Pero no es el principio de la variación lo que define, a la ma nera schonbergiana, la complexión, la peinture de su música. La variante m ahleriana es la fórm ula técnica que corresponde' al ingrediente épico-novelístico de las figuras que son siempre enteram ente otras y son, asimismo, idénticas. H abría que com parar una serie cualquiera de variaciones beethovenianas con un Lied cualquiera de Mahler; por ejem plo, con ese Lied nocturno que habla delcentinela. En Beetho ven se m antienen fijos algunos elementos estructurales; ante todo, la conducción de las arm onías sobre un bajo continuo; otros, como las unidades del movimiento, o como la situación de los componentes motívicos principales, son modificados coherentem ente de una variación a otra. En Mahler se repite intacto el tem a inicial, después de la prim era interpolación de la estrofa de la muchacha; pero se repite con algunas mo dificaciones llamativas. Así, en el prim er compás, el quinto grado de si bemol mayor es sustituido por el quinto grado de la tonalidad relativa, que es sol menor; luego, el sexto gra do de si bemol mayor es sustituido por una multívoca tríada aumentada; y, m ás adelante, el compás interm edio sobre el prim er grado de si bemol m ayor es sustituido por el prim er grado de sol mayor; sin embargo, la continuación es una fiel correspondencia de lo anterior, hasta que se llega a la próxi m a diferencia, tres compases más tarde. En todas partes está claram ente conservada la estructura de conjunto, pero en to das partes se han introducido en ella artim añas; así, tanto las proporciones armónicas como las sonoridades en mayor y en m enor están invertidas con respecto a su prim era apari ción; con ello queda revocada a posteriori la form ulación ini cial del tema, como si estuviera entregada a los caprichos de la improvisación. Siem pre perm anece intacta la silueta gene ral de los tem as m ahlerianos; éstos son Gestalten [totalida des], en el sentido en que utiliza ese térm ino la teoría psico lógica que habla de la prim acía del todo sobre las partes. En medio de esta identidad drástica y al mismo tiempo vaga, el contenido musical concreto —sobre todo la sucesión de los intervalos— no está fijado, sin embargo. En el trabajo motívico beethoveniano son precisam ente las más pequeñas células motívicas de los temas lo que resulta determ inante para que éstos, en su despliegue, se conviertan en complejos tem áticos cualitativamente distintos; en Beethoven la gran estructura tem ática es un resultado técnico. En Mahler, en
cambio, los microorganismos musicales se modifican sin inte rrupción, en el interior de los grandes perfiles, bien reconoci bles, de las figuras principales; donde esto ocurre de un modo m ás desconsiderado es en el prim er movimiento de la Tercera sinfonía. La índole misma de los tem as m ahlerianos los cuali fica m ejor para el trabajo temático que para el motívico. Tan vagos son los elementos mínimos de esos temas que resultan irrelevantes, pues las totalidades mismas presentan unas mag nitudes demasiado poco fijas como para que fuera posible dividirlas en elementos diferenciales. Lo que se hace, en lugar de eso, es recordar grupos más amplios, recordarlos con aque lla misma vaguedad con que a menudo recuerda la memoria musical. Esto perm ite darles unos matices nuevos, ilum inar los de un modo distinto y, a la postre, otorgarles un carácter diferente, de m anera que las variantes afectan luego a los grandes tem as y acaban adquiriendo una función tectónica, sin que sea necesario dividir los tem as en motivos. Sem ejante largesse en el tratam iento del m aterial —una largesse que, una vez más, es contraria al principio de econo mía beethoveniano-brahmsiano— legitima técnicamente las grandes superficies del sinfonismo épico mahleriano. M ahler piensa en térm inos de complejos, de campos. Nada hay en él de aquel modo de reaccionar que lo que quiere es contrac ción al precio que sea, y que en ocasiones, con posterioridad a él, ha reclam ado la exclusividad. El aliento sinfónico mahleriano no se debe a la represada fuerza beethoveniana, que siempre quiere «seguir adelante», sino a la grandeza de un oído que m ira lejos y al cual le están ya virtualm ente presen tes en todas partes las analogías y las consecuencias más re motas, como le ocurre a la narración que es dueña de sí. En la concepción m ahleriana de los temas, que considera a éstos como una Gestalt [totalidad] dotada de un contenido motívico móvil, se abre camino la práctica de la técnica dodecafónica schonbergiana, a la cual le gusta rellenar módulos rítm icos estables con notas de form as seriales cambiantes. Puesto que los tem as mahlerianos, en cuanto tem as relativa m ente estables, no son modificados en una evolución conti nua, Mahler tampoco hace una exposición de ellos. El concep to de tema en el sentido de algo que es puesto de una m anera precisa, y que luego se modifica, no resulta adecuado para Mahler. Al núcleo musical le ocurre, antes bien, lo que en la transm isión oral le ocurre a lo narrado; cada vez que se lo tom a a decir se convierte en algo un poco diferente.
El principio de la variante se origina en el Lied estrófico variado, dado que tampoco se puede variar jam ás profunda mente las estrofas de esos Lieder. Tan antipsicológicas como las baladas, las estrofas retornan form ulariam ente, como si fueran estribillos, y, sin embargo, son tan poco rígidas como las fórm ulas homéricas. Lo que ha ocurrido antes y lo que va a ocurrir después las afecta. Tampoco perm anecen aisladas, sino que a menudo se entreveran. Casi siempre hay desviacio nes en los puntos críticos de engarce; éstos son como los su cesores de los finales de las estrofas. La relación que entre sí mantienen las desviaciones, su grado de proximidad y lejanía, sus proporciones y sus relaciones sintácticas, todo eso es lo que constituye la lógica concreta, irreducible a ninguna regla general, del componer épico mahleriano. La técnica de la variante estim ula el decurso form al; pero a la vez ella, la variante, es el prototipo de su form a misma. Ésta es algo perm anente como lenguaje musical y es, sin embargo, algo que en la desviación del lenguaje musical tiene un devenir. Es muy difícil señalar exactam ente con el dedo el núcleo fijo e idéntico, que, con todo, existe: es como si ese núcleo se sustrajese a la escritura m ensural. Ningún tem a está ahí de modo positivo, inequívoco; ninguno se convierte jam ás en algo fijo, definitivo. Los tem as emergen en el continuum tem poral y se sumergen en él; ese continuum, por su lado, es constituido tanto por la aleatoriedad de los temas como por la rigurosidad de las desviaciones. En este sentido las variantes son la fuerza que se opone al cumplimiento. Ellas desposeen de su identidad al tema; el cumplimiento es la aparición positiva de lo que el tem a aún no era. En m uchos movimientos que utilizan tem as principales de índole usual los tem as se destacan de un modo peculiar del decurso efectivo de la música, como si éste no fuera la propia historia de esos tem as. Ya Paul Bekker vio que el tem a del andante de la Sexta sinfonía, un tem a que es una m elodía muy cerrada en sí, tiende a ser olvidado durante la pieza, por así decirlo. Cuando en los núcleos tem áticos m ahlerianos tro pezamos con algo cosificado, derivado, ese elemento no espon táneo se burla, por otro lado, de las cosificaciones de la teo ría de las formas. Los núcleos tem áticos no son estipulaciones puestas librem ente por el sujeto, sino que, en su inautentici dad, se afirman a sí mismos frente a las pretensiones de do minio del sujeto; esto los sustrae a la vez a la mano compo sitiva, que los cincelaría hasta hacer de ellos algo definitivo.
Esos núcleos no tienen paredes dentro de la forma, y es la relación entre ellos la que crea aquella perspectiva de un todo que queda reprimido, en cambio, por los temas rotundos, se m ejantes a un Lied, del rom anticism o posbeethoveniano. Estos tem as que son conservados, pero que no están coa gulados en algo fijo, y que emergen como de una imaginería colectiva, podrían hacer pensar en Stravinski. Pero las varian tes m ahlerianas no son tampoco dados irregulares, torcidos, desvinculados unos de otros. No detienen el tiempo; el tiem po produce las variantes, y las variantes producen el tiempo, pues no es posible bañarse dos veces en el mismo río. La du ración m ahleriana es dinámica. En la música de Mahler las continuaciones son completamente «otras», pero esta «otredad» no es una m áscara colocada delante de la perm anente identidad imitativa, sino algo que se ciñe al tiempo, pues la mencionada «otredad» sospecha que incluso en el dinamismo subjetivo tradicional hay algo cosificado, el rígido contraste entre lo que una vez quedó estipulado y lo que de ello resul ta. El principio que aquí rige no es la violencia, sino la nega ción de la violencia. La m archa de la música secunda las im plicaciones cualitativas de las figuras. La técnica m ahleriana de la variante llega incluso hasta el idiom a musical que confiere alm a a aquellas figuras. Las va riantes son el escenario del dialecto mahleriano; la lengua culta transparece en ese dialecto, las palabras tienen un soni do más próximo y distinto. Las variantes son siem pre fórm u las técnicas de la desviación frente a aquello que tiene razón, que escribe la historia; frente a lo oficial, que está por encima de lo demás. En cuanto «otredad» de lo conocido y familiar, la variante es sin duda lo prim ero que seduce en Mahler. Ha bría que ver cómo sonaría, si la música hubiera de seguir su curso sin deformaciones, el estridente pasaje encomendado al clarinete en mi bemol que hay en el Scherzo de la Segunda sinfonía y sobre el que Mahler puso la indicación de que se tocase «con humor».4 En momentos posteriores no resulta ya posible leer cómodamente las variantes m ahlerianas como ca ricaturas de la regularidad, sino que vienen determ inadas por la composición. El lenguaje musical ofrece muchos preceden tes de esto; Mahler fue su heredero. El acento propio de la tradición austríaca de componer está saturado de la desvia ción; esto ocurre ya en Schubert, si se lo compara con Mozart. Es muy posible que la técnica de la variante tenga su raíz
en una experiencia que sin duda ha hecho tem pranam ente toda persona dotada de musicalidad, y que queda sofocada únicam ente por un respeto contra el cual inmunizó a M ahler su respeto al objeto mismo: la experiencia de que muchas veces las variaciones, después de su tema, resultan decepcio nantes; las variaciones se aferran al tema, le privan de su verdadera esencia, y, con todo, no despliegan verdaderam ente algo que sea «otro». Las antiguas variaciones figurales es tropean siempre de ese modo el tema; pero esto tam bién sigue ocurriendo en variaciones del tipo beethoveniano, como en algunas del segundo movimiento de la Sonata a Kreutzer. La variante m ahleriana critica esto de un modo productivo. De acuerdo con su ley, jam ás debe la desviación debilitar su modelo, ni en lo referente a su intensidad ni en lo que res pecta a su sentido. En ocasiones los m otivos asum en en M ahler el papel que el denominado «comodín» tiene en el juego de cartas. Las imágenes de la m úsica m ahleriana se asem ejan, en general, a las imágenes del juego de cartas transpuestas a lo omamen* tal; esta música ofrece a veces el mismo aspecto que los re yes de la baraja. Es fácil resbalar sobre las variantes de esos «motivos comodín», como si fueran puro azar; un ingrediente de azar en sus cambios es inherente al sentido de tales m oti vos, como lo es el albur a los juegos de azar. Pero la m irada que se detiene a contemplarlos descubre incluso en esos mo tivos la lógica compositiva. Uno de esos motivos comodín está hecho sumando la c o n clusión de la prim era frase principal y el comienzo de la se gunda frase principal del tem a principal del movimiento in troductorio de la Cuarta sinfonía,5 reino del cascabel. Ese motivo va acompañado arm ónicam ente p o r la subdominante. Su m iembro final es dejado aparte en seguida; 6 luego viene inmediatamente una prim era variante.7 E sta roza todavía, en la parte fuerte del compás, la subdom inante; pero la a b a n dona ya en la segunda parte del compás, mediante una mo dulación hacia la m enor, que es el segundo grado de la tona lidad principal. Com parada con la form a elem ental que tenía en su prim era aparición, la arm onía está aquí intensificada; en cambio, la melodía se debilita. M ientras el ritm o perm a nece idéntico, se invierte el característico movimiento ascen dente de segunda que hay en la prim era mitad, y en las semi corcheas se evita el punto culminante, el fa sostenido: me diante una repetición de la nota, la música se queda en el mi.
Pero la línea justifica esta bajada de la melodía: en efecto, el motivo inicial precedente, que varía el del tem a principal mismo, ya no asciende, sino que desciende desde su punto culm inante, la prim era nota si, y este descenso engloba las relaciones interválicas del motivo comodín. Según esto, en la prim era variante actúan, enfrentadas, una tendencia reforzan te y una tendencia debilitante. Dos compases más tarde esta segunda tendencia se cuida, por su intensidad decididamente creciente, de establecer un equilibrio entre ambas. La nota si bemol —un vigoroso grado secundaria—, tocada por los bajos, y que es una nota extraña a la tonalidad, refuerza la modulación armónica. Pero la melodía, que aún conserva en su oído la figura inm ediatam ente precedente, vuelve a subir hasta lo alto, hasta el fa, aunque ya no torna a alcanzar el fa sostenido del comienzo. Para que no haya una violencia súbi ta, en la inmediata aparición del motivo se repite esta ver sión;8 tiene únicam ente una variación mínima, debida a una alteración armónica. Dos compases después se la confirma: 9 ahora su reforzamiento arm ónico se debe a unas modulacio nes m ás insistentes de la tonalidad básica y a una versión me lódica de las semicorcheas, versión que, sobre un acorde de séptim a disminuida, roza la nota la, una tercera po r encima de la form a originaria. Así, pues, es hacia el final de la expo sición del tem a principal donde el motivo produce un efecto de máximo frescor, tanto en la dimensión horizontal como en la vertical, para luego diluirse en las voces de acompañamien to, hasta la entrada de la frase que hace de puente. Las aven turas que a ese motivo le ocurren en el desarrollo no deberían sorprendernos, si tenemos en cuenta lo que éste significa usualmente. La técnica específicamente m ahleriana de la variante con tinúa en la reexposición. La fantasiosa expansión que los te mas han tenido en el desarrollo sigue vibrando en la figura que ahora m uestran en la reexposición. En los lugares de la reexposición en que vuelve a aparecer el motivo comodín 10 se emplea ciertam ente la armonización de la segunda variante con el si bemol en el bajo, armonización que en cierto modo superaba las figuras anteriores; pero la melodía da un salto de séptima, llega hasta el re, una cuarta por encima del punto culm inante alcanzado hasta ese momento por el motivo, y dos compases más tarde, en su reforzamiento, cuya arm onía es muy poco diferente, llega hasta el fa agudo. Por así decirlo, se repara la debilitación que en la exposición había significa
do el descenso desde el fa sostenido hasta el m i y el fa, que entonces estaban situados una octava m ás abajo. En la coda de este movimiento, finalmente, el motivo, tras una cuidadosa preparación, es llevado melódicamente, y m ediante una armo nización nueva," a su punto culm inante absoluto, un la, exac tamente una octava por encima del punto culminante a que el motivo había llegado provisionalmente hacia el final de la exposición del tem a principal. Tanta es la racionalidad que hay en las irracionalidades m ahlerianas. La técnica de la variante se va haciendo cada vez m ás pre cisa a m edida que aum enta la experiencia de Mahler. En las obras tardías esa técnica se concentra a menudo en notas crí ticas del interior de un tema o incluso de un motivo. Aquello precisam ente que llama la atención en el todo parcial melódi co es modificado. El tem a en m enor del prim er movimiento de la Novena sinfonía, por ejemplo, contiene un sol sostenido que es extraño a la escala; 12 ese sol sostenido es el que deter m ina el carácter disonante de todo ese complejo. Pero justo ese sol sostenido, o su equivalente, es sustituido luego varias veces por un la, el cual es la quinta ju sta de la tónica, el re menor. Ratz ha m ostrado con todo detalle en su análisis la función constructiva que posee precisam ente la alternancia de ambas notas críticas.13 De m odo sim ilar, tam bién el motivo de unión cromático que está diseminado por todo este movi m iento 14 es sometido más tarde a una variante en la que el intervalo crítico de segunda mayor que conduce al último m iembro del motivo, el intervalo de m i a fa sostenido, se am plía a una tercera menor, mi-sol. Esto despoja al motivo, tal como lo quiere el tono de toda esta reexposición, de su índole cortante, hasta que acaba fundiéndose con el núcleo del gru po conclusivo.15 Según la doctrina tradicional los complejos parciales mu sicales serían resultantes de la tensión que se daba entre las categorías clasificadoras previas, sobre todo la tonalidad, y el impulso compositivo singular. Ambas cosas se m ediaban recí procam ente; las relaciones tonales coproducían los detalles; los impulsos individuales corroboraban o restablecían la to nalidad. Sin embargo, la forma, entendida en el sentido estric to que tiene en la teoría musical, es decir, la gran arquitectura intratem poral, estaba desde h a d a ya mucho tiempo fuera de ese juego cambiante. O bien la vida específica de la composi ción era aderezada, por las buenas o por las malas, de acuer
do con las categorías dadas de antemano, o bien los impulsos individuales se absolutizaban y utilizaban ya la form a única m ente como soporte. M ahler restablece por fin la acción recí proca; la transfiere a la organización form al de conjunto. Esta organización no ignora la arquitectura tradicional. Hay ocasiones en que precisam ente una música muy expansiva hace una reverencia a esa arquitectura; así ocurre, por ejem plo, en el prim er movimiento de la Sexta sinfonía, en la que originariam ente había unos signos de repetición después de la exposición. Pero incluso aquí se llena esa arquitectura tra dicional con cosas muy poco esquemáticas: un coral, por ejemplo, sirve de grupo-puente. También aquello que es susceptible de ser referido estric tam ente a los modelos de la sonata posee su ley individual de movimiento. Así quedó vedada una reexposición inoportuna mente sim étrica en el último movimiento de la Sexta, después de la introducción (ésta no sólo era muy extensa, sino que además estaba ya dom inada por el impulso sinfónico) y des pués de los amontonamientos habidos en el desarrollo. De dar satisfacción al sentim iento de la forma, que aguarda si m etrías, se cuida el retorno, en form a de rondó, de la intro ducción. En medio de constantes variantes de estricta función m odulatoria en el avance del todo, ese retom o de la introduc ción es el elemento relativamente estático. Por otro lado, se gún el uso de la tonalidad, a la que obedecen, los complejos exageradamente grandes reclam an un equilibrio, reclam an la homeostasis de la construcción. P or am or a esa homeostasis concede M ahler una especie de reexposición. Pero el modo en que ésta se cuida de lo anterior consiste en invertir en cierta medida el orden de sucesión de los complejos principales. Este movimiento, que recorre espacios de tiempo inmensos, logra la cuadratura del círculo: es dinámico y a la vez es tec tónico, sin que ninguno de estos dos principios anule al otro. La reexposición comienza con su segundo complejo temá tico, pero no instaura un contraste con la introducción, sino que se funde con ella.16 Ésta se presta a ello, pues ya en su inicio estaban expuestos como debajo de un cristal los moti vos principales del segundo complejo temático. Entretanto todos esos motivos han «agotado su vida», para decirlo con una expresión que se usaba hacia 1900. De su preexistencia ha salido la existencia sinfónica real. El hecho de que el se gundo complejo tem ático aparezca ahora como en el marco de la introducción ampliada mantiene a ese motivo fuera de
la verdadera reexposición, que es relativamente fiel; ni se hace una rum ia de ese segundo complejo temático, ni se lo descuida. La reexposición puede contentarse con el prim er complejo tem ático; se la liquida con brevedad, y tam bién ahora sin detenerse. Una vez más, de modo parecido a como se había actuado en el desarrollo del prim er movimiento de la Cuarta sinfonia, no se separa la reexposición de lo anterior, sino que la corriente musical se desliza insensiblemente en ella.17 Una vez que el todo ha adquirido ímpetu, las cesuras son más pequeñas que antes: el im pulso sinfónico desmiente el formalismo sinfónico. Mahler prefiere despreciar la clara visualidad topográfica y volver romos los perfiles originariam ente agudos, que no actuar en contra del rigor del sentimiento interno de la for ma. Con astucia sustrae la reexposición, de la cual ha menes ter, de la superficie de la percepción. Esto otorga a la reex posición, en el último movimiento de la Sexta, la expresión de un cortejo fantasm al de espíritus, como en el Lied titulado Revelge. La reexposición se convierte en un revenant; el ca rácter legitima el resto de sim etría que allí queda. No es éste el único lugar en que en M ahler alte^rnan unas partes en que la presencia de la m úsica es intensísima, corpórea, con otras partes que son fantasmales. Hay varios movimientos cuya evo lución tiene como m eta o bien conquistar su propia realidad o bien perderla. El sujeto novelístico, que en la música qui. siera encontrar el mundo, continúa estando en discordancia con el mundo. Ese sujeto espera su salvación de su tránsito a aquella realidad que, precisam ente, le producía repeluznos; m ediante su propio movimiento quisiera ese sujeto reencon trarla. Lo que quedó sin m encionar en el segundo complejo de la exposición del últim o movimiento es recuperado luego fugaz mente; tam bién la coda es extrem adam ente sumaria. La reexposición fue la crux de la form a sonata. Ella invali daba lo que a p a rtir de Beethoven era lo decisivo, el dinamis mo del desarrollo; en esto era comparable al efecto que una película produce en un espectador que, u n a vez acabada la proyección, perm anece allí sentado para to m a r a ver el co mienzo. Beethoven solucionó este problem a m ediante un tour de force, que se convirtió para él en regla: en el fecundo ins tante del . comienzo de la reexposición presenta el resultado del dinamismo, del devenir, como confirmación y justificación de lo pasado, de aquello que en todo caso estaba allí. É sta es
la complicidad de Beethoven con la culpa de los grandes sis tem as idealistas, su complicidad con el dialéctico Hegel, en el cual, al final, la suma de las negaciones, y con ello la suma del devenir mismo, desemboca en la teodicea de lo que es. En la reexposición la música, como ritual que es de la libertad bur guesa, continúa sometida a la servidum bre mítica, lo mismo que esa sociedad en la que la música es, y que es en la mú sica. La música m anipula el contexto de naturaleza, que gira dentro de sí mismo, como si lo que retorna fuese, en virtud de su m ero retorno, más de lo que es, como si fuera el sen tido metafísico mismo, la «idea». Pero también, a la inversa, una música sin reexposición conserva un algo de insatisfactorio —y no sólo desde el pun to de vista culinario—, un algo de desproporcionado, abrupto; es como si a esa música le faltara algo, como si careciese de final. De hecho, el problem a que atorm enta a toda la nueva m úsica es el problem a de cómo se puede concluir, no sólo acabar, después de que dejaron de proporcionar solución a eso las formaciones conclusivas cadenciales, que tienen en sí algo de reexposiciones —lo único que la reexposición hace es, si se quiere, trasladar a grandes m agnitudes la fórm ula de la cadencia. La respuesta que M ahler da a esta alternativa con verge con la que dan las más grandes novelas de su genera ción. Allí donde, para hacer justicia a la forma, repite M ahler algo pasado, no canta el elogio de lo pasado ni el elogio de que haya pasado. M ediante la variante su música se acuerda desde lejos de lo pasado, de lo semiolvidado, eleva una pro testa contra su caducidad absoluta, y lo define, sin embargo, como algo efímero, irrecuperable. La idea que guía a la músi ca m ahleriana es la fidelidad redentora. La crítica que de los esquemas realiza M ahler transform a la sonata. No sólo en la Sexta es sorprendentem ente corta la auténtica exposición allegro. Eso ocurre a menudo; así, en la Primera, en la Tercera, en la Cuarta, en la Séptima. El modelo de esto, complemento de la expansión del desarrollo, está en la Heroica. En M ahler esa brevedad se opone al principio ar quitectónico. Cuanto menos aspira M ahler a correspondencias estáticas, tanto m enor es el detenimiento con que necesita tra ta r los complejos, que en otros casos se correspondían; pero la brevedad otorga discreción a aquello que tiene que repre sentar arquitectónicam ente la identidad. El principio de la modificación perm anente trae como consecuencia que el de sarrollo conquiste la preponderancia; pero el desarrollo no
actúa ya como antítesis dinámica de las relaciones estáticas básicas. Esto hace que la sonata quede modificada hasta en lo más íntimo de sí. Las exposiciones, que antes eran estructuras do tadas de un gran peso propio, se transform an en exposiciones en el sentido modesto de la palabra, esto es, en una presen tación de los dramatis personae, cuya historia musical se na rra luego. Cuando Mahler abandonó la sonata en la Novena sinfonía, gracias sin duda a las experiencias de La canción de la tierra, lo único que hizo fue revelar aquello a que toda su obra se apresta subcutáneamente. La consciencia extensiva del tiempo que M ahler tenía exige secciones que vayan bro tando unas de otras. Las proporciones de las partes, no la agravación del conflicto, es lo que produce la tensión de esas secciones, que con sus elevaciones y caídas supera la tensión del sinfonismo anterior. La relación de la obra total m ahleriana con la sonata es muy dispar. En la Primera sinfonía la breve exposición alle gro es monotemática; falta el tema cantable ortodoxo. Mahler tiende, en general, a form ular escuetam ente los segundos complejos tem áticos. De acuerdo con el uso romántico sus «temas cantables» recogen del Lied la melodía cerrada, una m elodía que es en cada caso algo en cierto modo acabado en sí mismo; la función formal que p a ra el devenir tienen esos tem as cantables es su estaticidad relativa. Pero aquello que ya está ahí puede ser dicho en la mayoría de los casos de un modo directo, conciso. Si hubiese un alargam iento y un pala deo de las melodías de las voces superiores de los temas se cundarios, esas melodías desbancarían a la totalidad sinfónica. En la Tercera sinfonía se despoja de poder a la sonata, pues la introducción, la exposición y el desarrollo resultan desproporcionados, si se los juzga según los criterios de aqué lla. El prim er movimiento de la Cuarta es ciertam ente una sonata, pero una sonata arcaísta, como lo había sido ya en otro tiempo el prim er movimiento de la Octava de Beethoven; el segundo tem a sería un Lied instrum ental demasiado independiente para una auténtica sonata; también el grupo conclusivo, pese a su brevedad, no es tanto un grupo conclu sivo cuanto un tercer tema, muy alejado de lo anterior. Sólo posteriorm ente se convierten los pensamientos contrastantes en una unidad muy ramificada; esto ocurre en el desarrollo, el prim ero m ahleriano que despliega, explicándolos, los ele mentos de que consta la exposición: con ese desarrollo se ini
cia verdaderam ente como historia este movimiento. Tras la ortodoxa reexposición, la coda completa lo que aquélla había omitido en su comienzo. A pesar de todo eso, tam bién este movimiento rehúsa ser una sonata. Y no sólo porque la com posición entera está escrita entre comillas, no sólo porque la m úsica dice: «Hubo en otro tiem po una sonata», sino tam bién porque técnicamente rehúsa serlo. Los complejos de la exposición son demasiado diferentes en tre sí y tam bién están separados tan enérgicamente que de antem ano se niegan a aceptar un veredicto. La Quinta sinfonía se acomoda a la idea de la sonata en cuanto que, en cierto modo, se escinde en dos primeros mo vimientos; el prim ero sería po r su espíritu una exposición; el segundo, el desarrollo de esa exposición. El movimientoexposición es una m archa fúnebre dispuesta en cuadrángulos, sin que tenga un auténtico campo de desarrollo libre; el se gundo está construido como un rondó de sonata con un desa rrollo propio; las extensas interpolaciones procedentes del prim er movimiento producen desconcierto al sentim iento de la sonata. La Quinta tiende hacia el espíritu de la sonata, pero ju sto eso hace que su susceptibilidad frente al esquem a sea tanto mayor. Quien se somete al esquema de la sonata es el prim er mo vimiento de la Sexta sinfonía. Es cierto que también en él el segundo complejo temático está demasiado comprimido y que en la reexposición su melodía principal, tan criticada, es úni cam ente insinuada. Es posible que la disposición de este mo vimiento viniese estim ulada por una idea de lo trágico que el W eltschmerz [dolor del m undo] de M ahler acepta de la es tética corriente, sin empezar por medirla con su propia inten ción formal. Es posible que la autocrítica m ahleriana consi derase durante algún tiempo que el procedimiento tan origi nal, excéntrico, aplicado en las tres prim eras sinfonías, era irresponsablem ente laxo. Mahler se disciplinó con la form a sonata tradicional. Esforzándose por satisfacer las exigencias de ésta, logró dom inar el trabajo tem ático minucioso, el hila do fino de la música. El métier de las obras m aduras ayudó a espiritualizar esa clase de trabajo. Mahler mantuvo estas conquistas tam bién cuando fue lo bastante libre como para abandonar de nuevo las pesadas condiciones que se había autoim puesto a p artir de la Cuarta sinfonía. Por lo demás, el esquem a de la sonata que hay en el últim o movimiento de la Sexta resultaba indispensable p ara coadunar aquellas dimen
siones: el aumento de fuerza expansiva que allí se da necesita como complemento un aum ento de la capacidad de ordena ción. Consciente de su total m aestría técnica, Mahler se atre ve a abordar el tipo beethoveniano. En cualquier caso, el modo épico de com poner no fue nunca solamente la antítesis de lo dram ático, sino que también, como en la novela, le era próximo; lo era en el impulso, en las tensiones, en las explo siones. Mahler paga ahora su tributo al dram a en una sonata a la que confiere una firme construcción paradigmática, con su tem a principal, su puente, su tem a secundario y su grupo conclusivo. La tragedia rechaza la form a nominalista. La tota lidad, la cual sanciona, para su propia gloria, el hundimiento de lo individual, al que no queda otra opción que hundirse, domina indiscutida. La emancipación de Mahler con respecto a la sonata había sido mediada por la sonata misma. En las sinfonías de la época intermedia, Mahler había absorbido la idea de la sonata, para, al final, configurar su música de tal m anera que cada compás se halla a igual distancia del centro. En el últim o movimiento de la Sexta sinfonía, que es, ju n to con el prim ero de la Tercera, la más larga pieza instrum en tal de Mahler, lo que está en juego es la «gran forma». Si aquí, en la Sexta, la idea form al es distinta de la que regía en la Tercera, esto se debe a que la expansión épica se adueña de sí misma con el máximo rigor. En este sentido, el último movimiento de la Sexta es el centro de toda la oeuvre de Mah ler. La polifonía de la Quinta sinfonía queda aquí postergada; las dimensiones tem porales serían incompatibles con la aten ción contrapuntística a lo simultáneo. En su lugar aparece una ligazón sucesiva no menos rigurosa, que es producto de un riquísimo trab ajo motívico-temático. D etrás de las bam ba linas el m aterial está ya predispuesto para ese trabajo. A pe sar de que los dos complejos principales poseen una típica incisividad mahleriana, hay entre ellos innumerables conexio nes transversales, debidas sobre todo al intervalo de segunda y al ritm o punteado; al comienzo de la reexposición del pri m er tema aparece un contrapunto entre los dos complejos principales. De acuerdo con su enfático carácter básico, este movimiento es un últim o movimiento de sonata, no un rondó. La larga introducción, que tiene cuatro entradas sobre grados diferentes, no sólo está al servicio de la articulación del todo, sino que es integrada más tarde en el allegro. Esa introduc ción presenta en seguida los motivos principales del allegro,
m ientras se da un completo desarrollo a algunos de sus temas específicos, como el sombrío coral,18 al que no se le ha presta do atención. El movimiento principal no sigue inmediatamen te a la introducción, como m anda la tradición; a él se llega, por el contrario, a través de un breve allegro m oderato, gra cias a una modulación que va desde la tonalidad inicial de do m enor a la tonalidad principal de la menor. De esta ver sión interm edia del prim er tem a se acuerda M ahler más tar de, en uno de los módulos más im portantes del desarrollo.19 El prim er complejo de la exposición propiam ente dicha 20 es una enérgica marcha. Viene luego una «entrada» de los me tales,21 que desemboca en un campo de resolución; esa «entra-' da», afín al coral de la introducción, lleva como acompaña miento, a la m anera tradicional, un movimiento de corcheas. El segundo complejo tem ático comienza, con una modulación brusca, muy clara, en re mayor.22 También ese complejo es intencionadamente corto, pero su rápido ím petu hace de él sin duda la producción m ahleriana que más se asem eja a la novela; es como una barca en peligro que danza sobre olas irregulares. La expresión hace insondable este terna asim étri co, que está purificado de todo movimiento continuado y que, en el consecuente, no se avergüenza de sus secuencias sim plistas. Esa expresión oscila entre una dicha ligera y una embriaguez ardiente como un oleaje. La estructura de este complejo tem ático le ayuda en esto: alinea, como ocurre en la prosa, componentes heterogéneos y sobre todo valores rít micos muy alejados entre sí, los cuales están, sin embargo, completamente encajados unos en otros, gracias a sus arriostrarnientos armónicos. Se podría hablar aquí, como por lo demás tam bién a propósito de otros pasajes m ahlerianos, de aldeas de frases, en contraposición a las carreteras demasia do rectas, tradicionalmente concebidas como el precepto sin fónico específico. A la vez, la compleja figura de este tema perm ite utilizarlo como una unidad y, asimismo, seleccionar algunos de sus componentes individuales y desarrollarlos, y sobre todo aprovechar tam bién todas las relaciones subterrá neas que entre sus motivos existen. Tras el drástico dualismo de terna principal y terna secundario se renuncia aquí a un grupo conclusivo extenso o a un tercer terna. Tras una interpolación abreviada y alusiva del complejo de la introducción,^ el desarrollo comienza una vez más con una modulación brusca, más violenta esta vez que al comienzo del segundo complejo temático: grandes novelistas, como Jacob-
sen, han podido om itir así períodos enteros de la vida de sus héroes e ilum inar con súbita resolución fases críticas de esa vida. Lo que Jacobsen adoptó expresamente como prin cipio de la «mala composición»,^ en el gran experimento mahleriano con las formas se convierte también en principio de una buena composición. El gigantesco desarrollo, el cual es aquí la sinfonía propiam ente dicha, había que construirlo de tal m anera que ni resultase desproporcionado con respecto a lo anterior ni tampoco quedase enredado en sí mismo. Para esto no bastaba aquella libertad fantasiosa que el esquema atribuye, como correctivo de sí mismo, al desarrollo. Tal li bertad sólo es respetada si las partes principales, que desa rrollan sus modelos de m anera muy precisa en cada caso, de jan hacia el final de vibrar, como si su propio decurso afloja se la coerción; ese paralelismo de los campos de resolución unifica la pluralidad de los caracteres, pero a la vez debilita lo que ha quedado domeñado; el gran ritm o mismo del des arrollo se convierte en un ritm o de necesidad y libertad. To das las fatigas pasadas son recompensadas en cierto modo. Tampoco la callejuela de la libertad es un parque natural. Este movimiento obedece a una construcción rigurosa justo allí donde más se agita. También aquí el desarrollo se articula nítidam ente en cua tro partes, lo mismo que el desarrollo del prim er movimiento de la Tercera. La prim era parte 25 es una variante libre del segundo complejo temático de la exposición. E sta prim era parte compensa la brevedad de tal complejo y construye los puentes entre el desarrollo y la exposición como si fuera la reexposición retrógrada de ésta. La tendencia a la retrogradación repercute incluso en la verdadera reexposición, que viene mucho después. El apasionado consecuente del segundo tema ocupa, en lo esencial, la prim era parte del desarrollo.26 El comienzo de la segunda parte del desarrollo viene seña lada por el prim er martillazo.27 De acuerdo con el sentido de la gran construcción retrógrada, que Berg am ará más tarde, aquí se evita todavía el tema principal. Este segundo sector tiene como objeto, más bien, la continuación, sem ejante a una entrada, del tem a principal, y hace explícita la afinidad que existe entre esa continuación y la introducción y asim ism o el segundo complejo temático. En la conclusión, la m encionada continuación del tem a principal convierte una reminiscencia de la m archa principal de la exposición 28 —una reminiscen cia de las repeticiones, semejantes a fanfarrias, que hay en los
vientos, y de las cadenas de trinos— en algo bárbaro y salva je, que crepita como habían crepitado antes las castañuelas.29 La pausa. general 30 tiene aquí su modelo temático en una pau sa de corchea que hay en la exposición.31 E sta cesura que antecede a la tercera parte del desarrollo 32 deja entrar el aire en un tejido que es, por lo demás, sobrem anera denso, coloca dos puntos en la tensión, como los coloca la introducción de una marcha. Con ello la interrupción lo único que hace es acrecentar la expectativa, que luego queda satisfecha en la gran m archa, es decir, en la tercera parte, la central, del des arrollo. En esta tercera parte se trabaja, y con ello se es fiel al es píritu de la sonata, el núcleo motívico del tem a principal; pero se lo trabaja como algo que está en devenir, no como algo que se encuentra coagulado y fijo. El dinamismo del ca rác ter compositivo se transm ite al procedimiento compositi vo; se sigue obedeciendo, aunque de m anera irregular, a la regla. El impulso de lo que sólo ahora puede desplegarse sin obstáculos no perm ite que quede paralizado un solo segundo el desarrollo, ni siquiera en la parte crítica de su momento central. El final, que transcurre como un ancho río, sería aca so, arquitectónicam ente, el equivalente de la conclusión de la prim era parte del desarrollo. En el inicio de la cuarta y últim a parte del desarrollo hay de nuevo un martillazo.33 E sta últim a parte es una especie de elaboración, en form a de coral, del tema de la continuación que aparece en el prim er complejo de la exposición y corres ponde visiblemente a la segunda parte del desarrollo. La gran m archa queda encerrada entre los pilares de hormigón de aquel tem a de los vientos. Este tema se une sin fisuras, gra cias a su afinidad con la introducción, con el muy desarro llado retom o de ésta. Pero tampoco la correspondencia entre la segunda y la cuarta parte del desarrollo es una correspon dencia mecánica; la cuarta parte varía e intensifica la segun da. El potencial bruckneriano de los rompimientos de la pers pectiva en medio del desarrollo alcanza su verdad sólo aquí. Desde el punto de vista constructivo la correspondencia entre la sección segunda y la cu arta cuida de que la gran m archa, al insertarse entre partes sólidas, no anegue el todo, pese a su fuerza expansiva, sino que conserve en la totalidad del des arrollo el peso relativo de un todo parcial. La mencionada fuerza expansiva ha quedado ciertam ente agotada en el desarrollo. Tras la reexposición, en la que que
da invertido el orden anterior de los temas, la introducción es apenas rozada cuando aparece por últim a vez; 34 sin dem orar se, la coda concluye en la sonoridad negra de los trom bones. La ocurrencia del último movimiento de la Sexta sinfonía es su idea form al, no los temas individuales concebidos en función de esa idea. La grandiosa inmanencia form al de esta pieza es lo que funda su riqueza de contenido. Para vivir la intensificación ebria e insaciable del sentimiento, este movi miento se devora a sí mismo. Las elevaciones lo son para precipitarse en aquellas tinieblas que sólo en los últim os com pases llenan completam ente el espacio musical. La pura drasticidad m usical hace que lo que acontece en este movimiento se identifique con su propia negación. El prim er movimiento de la Séptim a se sitúa en una zona vecina a los movimientos prim ero y último de la Sexta. Pero tampoco en los ecos reposa la capacidad m ahleriana de reno var desde sí mismos los tipos sinfónicos. Los cambios de ilu minación hacen que todo este prim er movimiento de la S ép tima sea una variante; este movimiento transfiere a la imagi nería del Mahler tem prano las conquistas de las sinfonías instrum entales que han precedido a la Séptima. Teniendo en cuenta los preponderantes efectos de claroscuro que en ella hay, resulta disculpable el barato epíteto por el que se la ca lifica de «sinfonía romántica». Aunque la construcción es muy rigurosa, este prim er movimiento tiene una policrom ía y una sensualidad mayores que todo lo escrito anteriorm ente por Mahler; el estilo tardío rnahleriano recurrió luego a esas cua lidades. Notas sobreañadidas hacen que el mayor resplandez ca como una especie de supermayor,35 corno ocurre en el fa moso acorde del adagio de la Novena de Bruckner.36 Los con trastes, tam bién los de la sonoridad, se hacen más hondos, y con ello adquiere mayor profundidad tam bién la perspectiva; incluso el conjunto de los vientos tiene mayores matices que antes, lo cual se logra, por ejemplo, mediante la contraposi ción de la trom pa tenor y los trom bones solistas. Aprovechan do el parentesco de las terceras, M ahler hace por vez prim era que se sucedan acordes que quedan muy distantes entre sí y que, de acuerdo con las reglas de juego del diatonismo, care cen de toda vinculación.37 El repertorio armónico es sensible m ente mayor. Es posible que las formaciones de cuartas tan to horizontales como verticales, así como las peculiaridades de la form ulación de los temas que aquí aparecen influyeran directam ente en la Primera sinfonía de cámara de Schonberg,
escrita un año después. Al igual que ocurre en el Schonberg joven, la arm onía ampliada se vuelve aquí constructiva. Ca dencias no gastadas refuerzan la consciencia de la tonalidad; a veces este movimiento hace cadencias con un gesto de re solución.38 Más aún que en la Sexta, la prim era parte del desarrollo de este prim er movimiento de la Séptim a corresponde a una rudim entaria variante de la exposición, compone librem ente con todo detalle los signos de repetición del esquema. Tras ella viene una parte episódica larga, periférica, con frecuentes rupturas. Lo que después suena al oído como si fuera el co mienzo del desarrollo central,39 dictado imperiosamente con un gesto beethoveniano, permanece, sin embargo, sometido al sortilegio de los pasajes episódicos testarudos, lo mismo que ocurre en el segundo movimiento de la Quinta; las partes de auténtico desarrollo son sumam ente concisas. La intención épica de Mahler hace experimentos con la técnica ya adquirida en la Sexta sinfonía: el desarrollo se es cinde en dos elementos hostiles a la sonata, una variante de la exposición y un campo episódico que recurre, mediante una aumentación del motivo, a la introducción y que desemboca finalmente en la reexposición de aquella introducción: lo que es cualitativamente otro se vuelve completamente inmanente a la composición. La reexposición está intensificada con res pecto a la exposición, pero se ajusta a las reglas. Este prim er movimiento de la Séptim a está a la som bra de la Sexta; y de esa som bra brota luego el reino de las sombras de los tres movimientos intermedios. Las pretensiones trágicas de la Sex ta han desaparecido. Han sido ahuyentadas, sin duda, no tan to por la ominosa positividad, que ciertam ente arruina el último movimiento, cuanto por la vaga consciencia de que la categoría de lo trágico no es compatible con el ideal musical épico, abierto en el tiempo. Un modo de componer que había conseguido dom inar la totalidad m edita ahora sobre lo con trario de ésta, sobre un sentido hecho de fragmentos. El nominalismo mahleriano, la crítica de las form as p o r el impulso específico, afecta tam bién a aquel tipo de movi miento sinfónico que, siendo una herencia de la suite, se ha bía mantenido desde Haydn con gran tenacidad: el minuetto y el Scherzo. únicam ente Mendelssohn había dado una inter pretación distinta a este tipo de movimiento. El Landler de la Primera sinfonía m ahleriana es aún tradicional porque se
orienta por Bruckner no sólo en su clase de temas, sino tam bién en los planos armónicos que se desplazan unos a otros con rudeza y que, sin embargo, son en sí estáticos en cada caso; en el trío hay una riqueza arm ónica y una finesse 40 que no se dejan b u rlar por el modelo estilístico de la danza cam pesina. La delicadeza vienesa de este trío retorna en la Segun da música nocturna de la Séptim a y también, desde lejos, en La canción de la tierra; ya se dejan caer resignadam ente las terminaciones.41 Si el vals de El cazador furtivo, sobre todo su desintegración en fragm entos hacia el final, tiene algo mahleriano, la Primera sinfonía de M ahler se lo agradece citán dolo.42 El Scherzo de la Segunda y el de la Tercera, que son, am bos, Lieder a los que se les ha dado una reinterpretación y una ampliación sinfónicas, fusionan el tipo del Scherzo con el tipo de la balada estrófica y confieren así por vez prim era fluidez a ese tipo; intercalando campos no repetidos y no repetibles quisieran estos Scherzi escapar a la monotonía del giro de la danza. El Scherzo de la Cuarta saca de modo muy preciso el resultado de los Scherzi de las sinfonías anteriores. Sin embargo, si alguna vez conseguía M ahler un logro rotun do, su nerviosidad hacía que apenas volviese la vista atrás para m irarlo. Su crítica introduce de modo implacable en el campo de fuerzas del com poner sinfónico aquella form a, el Scherzo, que históricam ente había m ostrado una extraña ca pacidad de resistencia. Con un esfuerzo que a él mismo tuvo que parecerle extraordinario,43 M ahler concibe en la Quinta el novum del Scherzo con desarrollo. Es cierto que al principio la parte del Scherzo y el prim er trío quedan establecidos con claridad, aunque desde luego poseen un núm ero mayor de caracteres que el que nunca antes habían tenido en el esque ma. Pero aparecen provistos de dentaduras m ediante las cua les se engranan recíprocamente. Se dinamiza su bien delimi tada naturaleza, sin que el plan constructivo quede oscureci do. Es una verdadera obra m aestra. La polifonía m ahleriana tiene uno de sus orígenes en este movimiento. Como, p o r u n lado, las danzas del Scherzo tienen que perm anecer claram en te delimitadas, y, por otro, han de penetrarse recíprocam ente, Mahler las combina sim ultáneam ente, mezcla contrapuntísticamente los tem as del Scherzo. Quien más lejos llega en esto es la coda, en la que hay cuatro tem as simultáneos.44 Estos artificios no son m eras artificiosidades; sólo ellos domeñan la
plétora extensiva de las figuras de danza sin reducir en nada esa riqueza. También la disposición formal de este movimiento, sin el cual sería casi impensable, por lo demás, El caballero de la rosa, de Strauss, está determ inada por el contrapunto. Los temas sucesivos se destacan ya unos de otros de modo simi lar a como los buenos contrapuntos se destacan del cantus firm us. La m aestría orquestal de Mahler se pone de manifies to en detalles mínimos. Ya en el comienzo mismo el contra canto de los clarinetes y los fagotes está escrito de tal m anera que en la ejecución se lo escucha con toda claridad; no es un contracanto endeble, m ate, como podría tem erse por la sim ple lectura de la partitura. La escritura plena produce efectos que van más allá de ella misma; en un pasaje la pura duali dad de voces de la trom pa obligada y los prim eros violines lleva todavía consigo la riqueza del pleno de la orquesta que ha sonado antes.45 El final de la parte principal del Scherzo, final que es parecido a un grupo conclusivo y a un Abgesang,46 llega a ser lo que es m erced al principio de economía; aquel grupo invierte la línea principal. Recuerdo de algo nunca an tes oído es el episodio en pizzicato,47 modelo de lo um brátil en Mahler; la entrada del oboe que viene luego, una entrada «tímida», como dice la partitura,48 resulta indescriptible por que la voz se atreve a sumergirse en las sombras como si es tuviera viva. El Scherzo de la Sexta contrasta bruscam ente con el de la Quinta. Si ya a este últim o le cuesta un gran trabajo lo grar una unidad sinfónica con bailes alineados como en una suite, el Scherzo de la Sexta, que tanto en sus motivos como en su arm onía está estrecham ente enlazado con el movi m iento prim ero y el último, se pregunta cómo es posible extraer un máximo de caracteres cam biantes de un mínimo i::le m ateriales de partida. El Scherzo y el trío se juntan; una variante del tem a del trío aparece ya con toda claridad en el comienzo mismo de la prim era exposición del Scherzo.49 E sta infracción de las reglas refuerza la unidad, que es el objetivo a que apunta este movimiento; cuando más tarde el trío, al que la p artitu ra le da el calificativo de altvaterisch [a la m anera antigua], comienza a pavonearse, lo que con ello hace es adquirir una desagradable cercanía corporal a la parte del Scherzo, como si ya hubiese sido soñado el fantasma. La uni dad misma, que no deja fuera nada, ha de ser caracterizadora, debe instaurar aquella atorm entadora insistencia preludia
da ya por el tem a del Scherzo, un tem a rígido, que intencio nadam ente se queda atascado. Esa rigidez se transfiere a un núm ero demasiado grande de tem as de toda la Sexta como para que quepa atribuirla a un cansancio de la invención me lódica mahleriana: esa rigidez alude a la misma inexorabili dad a que alude la rigurosidad de la sonata. El efecto am ena zador, opresivo por su masa, que produce este Scherzo se debe indiscutiblem ente a la singularidad del procedimiento mahleriano. Es cierto que la denodada economía no está libre en todas partes de una monotonía involuntaria. Sólo la con clusión adquiere la autenticidad que hay en la frase que dice «mal anda quien m al acaba». El Scherzo de la Séptim a es tam bién, como el de la Quinta, un Scherzo con desarrollo, pero más reducido, dada la nece sidad de colocar entre las dos Músicas nocturnas una tercera pieza de carácter. El trío, que apenas esbozado queda inte rrumpido, y que habla de un modo tan conmovedor como casi ninguna o tra música de Mahler, es literalm ente víctima del desarrollo sinfónico y está brutalm ente desfigurado, como lo estuvo en otro tiempo la idée fixe berlioziana de la amada en el desolado movimiento último; 50 en seguida vuelve a reco b rar, ciertam ente, su belleza, con dignidad reconcentrada, en el consecuente.51
VI. Dim ensiones de la técnica
El carácter antagónico de la técnica m ahleriana —técnica de la plenitud hostil a toda repetición, por un lado, y técni ca de la totalidad que se va concretando, que va avanzando, por otro— no afecta sólo a la forma, en sentido estricto, de los complejos sucesivos; ese antagonismo atraviesa todas las dimensiones compositivas. Pues, para lograr la realización, M ahler utiliza en igual m edida todas y cada una de esas di mensiones; su obra es el estadio previo de la obra artística integral. Las diversas dimensiones se apoyan unas a otras, se ayudan m utuam ente a superar sus p artes flojas. Paul Bekker deploró la trivialidad del tem a principal del andante de la Sexta sinfonía, un andante que luego consigue alzar el vuelo de una m anera tan grandiosa y que cumple todo lo que pro mete; tal vez Bekker fuera demasiado insensible al íntimo y afligido tono propio de las Canciones de los niños m uertos que hay en esa melodía. Es posible, sin embargo, que ni si quiera a M ahler mismo le satisfaciera su carácter cantable y agradable al oído. Por ello, a ese tema de diez compases le dio una disposición m étrica tal que se produjeran ambivalen cias entre los comienzos y los finales de frase. La repetición del pensam iento inicial no comienza en el prim er tiempo del compás, sino en el tercero, es decir, en un tiem po relativa m ente débil; la irregularidad métrica es la dote que las me lodías folkloroides aportan a la prosa sinfónica. En el artísti co Scherzo de la Cuarta los puntos de gravitación de una figura principal se desplazan por corcheas.1 La rítm ica m ahleriana es uno de los recursos predilectos y delicados de su técnica de la variante. Con continuas au mentaciones y disminuciones m antiene intacta Mahler, de un modo agógicamente sencillísimo, una identidad melódica, y, sin embargo, la modifica. Las Canciones de tos niños m uertos son especialm ente abundantes en formaciones de ese género. Gracias a tales artificios los tem as m ahlerianos pierden la huella de lo banal, huella que podría censurar en muchas su cesiones de intervalos quien en tales censuras encuentre pla cer. Casi siem pre la acusación de banalidad dirigida contra
M ahler aísla pedantescam ente unas determ inadas dimensio nes, sin ver que es la relación entre varias de ellas, y no una sola en particular, lo que define el carácter, la «originalidad». Afirmar que el procedimiento m ahleriano escapa, gracias a su pluridimensionalidad, al reproche de lo banal, no significa negar que haya en él elementos banales y que en la construc ción de la totalidad no tengan éstos una función. Lo que los artificios compositivos —p or ejemplo, los métricos— produ cen en los m ateriales musicales banales es precisam ente aque lla refracción que inserta lo banal en la obra artística; ésta necesita, por su parte, de lo banal como de un agens autóno mo e incluso como de una inmediatez dentro del contexto mu sical. También la categoría de lo banal es dinámica en Mah ler: si lo banal aparece, lo hace para quedar paralizado, mas no se sumerge com pletam ente en el proceso compositivo. Este últim o es la fuerza disciplinadora que se opone a lo banal; es, en sentido estricto, la «técnica» propia de Mahler. Frente a la plenitud musical, la preocupación por la reali zación se concreta en el postulado de la claridad en todas las dimensiones. El gran director de orquesta que fue Mahler conocía muy bien el paño, conocía muy bien las orquestas y también a los directores; por ello previó todas las insensate ces que éstos cometen por negligencia, o por defectuosa com prensión, o por falta de tiempo, o por la presión ejercida por la m ateria sonora. Tanto las indicaciones de ejecución como las peculiaridades de instrum entación que aparecen en las obras m aduras de M ahler son medios para protegerse de los intérpretes. La música misma registra ya la fisura que en el futuro se abrirá entre ella y su ejecución adecuada: Mahler intentó componer con un máximo de seguridad. Tanto su sabiduría propia como la sabiduría a que se refiere la canción que habla del serm ón a los peces queda confirmada por el hecho de que justo las faltas que Mahler quería evitar son las que se cometen una y otra vez; por el hecho de que los directores «de prim era clase» aceleran siempre en aquellos sitios en que la p a rtitu ra les advierte que no lo hagan. La preocupación por una reproducción correcta se convir tió para Mahler en una norm a de la composición. Componer de tal m anera que la ejecución no pueda destruir nada —es decir, elim inar ya virtualm ente la ejecución— significa al mis mo tiempo escribir una composición que en sí misma sea cla ra, unívoca. Nada debe quedar difuso; por ello en Mahler, lo mismo que en Berg, la plenitud propia de la novela está su
bordinada a una economía vigilante. M ahler consigue efectos máximos con un mínimo de recursos. Ya en su obra m ás ex cesiva, la Tercera, hay en el m inuetto un giro que suena como si un gigantesco estremecim iento de horror recorriese la música,2 sin que para producirlo sea necesario echar mano del tu tti orquestal; basta para ello la sonoridad solista del com plejo m inuetista. Desde el punto de vista de la instrum enta ción hay que atribuir ese efecto a que antes se han evitado ciertos detalles, como, por ejemplo, la entrada de las cuatro trom pas, la entrada del arpa con un acorde, y el simple forte de las cuerdas. Por vez prim era ocupan los violines aquí el prim er plano, de tal m anera que por un instante la composi ción se vuelve entera hacia fuera, m ientras que hasta ese momento había llevado una existencia vegetal, encerrada en sí misma. La verdadera razón de ese efecto, como la de todo efecto que sea más que un mero efecto, está contenida en la composición misma; en este caso lo está en el muy claro acor de con retardo la-mi-si-re-sol y en el posterior acorde de no vena de dominante. La escritura m ahleriana típica, la escri tura tripartita —melodía, complejo de voces secundarias, y bajo—, es decir, la tendencia a una escritura a tres voces, tapada por reduplicaciones de las partes y por duplicaciones de acordes, y que es tan desem ejante de la imagen habitual de la polifonía orquestal, quisiera dar claridad a la plenitud su cesiva m ediante una presentación sencilla de lo simultáneo. A p artir de la Quinta sinfonía la técnica del encadenamiento de los motivos da al contrapunto una mayor riqueza y den sidad. La creciente integración del procedim iento compositivo de Mahler no reduce, como ocurre en m uchas ocasiones en com posiciones posteriores a él, la substancialidad que es propia de cada una de las dimensiones; ella, esa integración cada vez mayor, es la que en verdad otorga a éstas relieve; el todo refuerza retroactivam ente aquellos elementos que lo han pro ducido a él. En el prim er Mahler la armonía tenía, desde lue go, sus peculiaridades propias, pero no era aún un médium autónomo. Sólo allí donde otros elementos, como la melódica y la m étrica, adquieren especificidad es donde enriquecen la arm onía con inflexiones y grados disonantes. Ya en la Tercera sinfonía hay, como los hay luego en la m archa fúnebre de la Quinta, acordes que son fluidos y están a la vez llenos de fue go, y cuya complejidad vive de sí misma; esto ocurre ya re lativam ente pronto en la introducción.3 Aquí una parte reci
tativa de los vientos colisiona con la auténtica armonía; siem pre que esto ocurre, aparecen en la Tercera sonoridades irregulares.4 En el conflicto entre las arm onías pedal y las voces in dividuales em ancipadas, la sonoridad vertical la produce el contrapunto, como ocurrirá luego en la nueva música. Alban Berg llamó la atención sobre el ejemplo m ás hermoso de in terdependencia entre la melodía y la arm onía que aparece en el joven Mahler; es una frase interm edia de la muchacha en la Canción nocturna del centinela; en ella una curva me lódica form ada por am plios intervalos y el ritm o que oscila entre tiempos pares y tiempos im pares del compás se reflejan en progresiones acórdicas y en sonoridades que parecen tener una profundidad corpórea, como aquella sonoridad en que colisionan las notas do-si-re sostenido-fa sostenido-re,5 sin que la sonoridad, deducida de la conducción de las voces, se convierta en mácula de la textura armónica. No menos bella es la variante que de este pasaje hay en la coda; esa variante mantiene, en acordes enteram ente modificados, el carácter disonante y al final se abre hacia la vastedad con una pará frasis más disonante aún del acorde de séptim a de dominante de si bemol mayor —un re en lugar de un do.6 En el Mahler m aduro esos hallazgos armónicos son cada vez m ás numerosos. Ellos modelan la form a mediante la pers pectiva. Así es como las armonizaciones del segundo tema de los prim eros movim ientos de la Sexta y sobre todo de la Sép tima consiguen efectos de profundidad que hacen que los te mas, por encima de la m era ocurrencia, se conviertan en ingredientes del decurso de la totalidad; la arm onía se vuelve aquí desgarradora, como antes sólo lo había sido en Schubert en algunas ocasiones. Lo que Mahler arm oniza así son sobre todo puntos angulares, puntos de sutura entre los temas, en los que la armonización ab re u n a tercera dimensión gracias a la cual la bidimensionalidad de las superficies melódicas que ocupan el prim er plano queda referida al volumen sinfó nico total. Las sonoridades, en aquella época osadas, de esos pasajes, sobre todo en la Séptim a, han ido adquiriendo en tretan to carta de naturaleza y se han im plantado incluso en compositores de esa música de uso que son los ballets y tam bién en la m úsica de entretenim iento. Pero en M ahler la fun ción de esas sonoridades no es la de aportar un aliciente, sino la de otorgar claridad, como grados com puestos con todo de talle, al sentido; prim ero al sentido armónico, y luego al flujo
de la forma. Sem ejante finalidad favorece a la belleza mis m a de esas sonoridades y la mantiene joven; eso mismo ocu rre con los acordes fortissimo, de sentido afín, que aparecen en el punto culminante de la últim a de las Cinco piezas para orquesta, op. 16, de Schonberg. En la Séptim a una arm oniza ción libre y disonante incita tam bién a la línea melódica a entregarse a grandes intervalos disonantes; un ejem plo in comparable de esto se encuentra en aquel pasaje de la Segun da música nocturna que m ás am aba Berg; es un pasaje deli cado y melancólico que, cual si estuvieran deshojando acor des, se van pasando unos a otros el violín solista, los segundos violines y la viola solista.8 Tales interacciones de la dimensión vertical y la horizontal son anacrónicam ente modernas, sin que h asta hoy la m úsica de la m odernidad haya conseguido nada similar. Al igual que la armonía, tam bién el contrapunto mahleriano se fue robusteciendo con la densidad cada vez mayor de la textura sinfónica. En la Cuarta fue donde por vez prim era dedicó M ahler atención al contrapunto, para integrarlo luego, en la Quinta y en obras posteriores, como una de las dimen siones de la composición. Es verdad que raras veces hace Mahler uso del contrapunto durante la totalidad de un movi miento de sus sinfonías; a menudo utiliza el contrapunto sólo en algunas secciones, a las que otorga carácter precisam ente de ese modo. El prim er movimiento de una sinfonía m ahleriana que tie ne pretensiones polifónicas persistentes, el segundo de la Quinta, sigue dando un tratam iento homofónico, introducien do con ello un contraste, a las largas interpolaciones del pri m er movimiento, como si la presión ejercida por la m utua penetración del tejido de las voces acabase resultándole inso portable a la música, hasta el punto de desgarrarla. El movi miento siguiente, el gran Scherzo, está, en cambio, tratado de manera contrapuntística en su totalidad. E sta pieza, cuyo mo vimiento es de torbellino - e s un vals ampliado hasta resultar una sinfonía—, tiene su gran cesura propia,9 el instante de la suspensión. Pero lo que aquí hace aparición brusca, no se queda fuera porque sea ésa su form a de aparecer, sino que se desarrolla en un segundo trío. Jam ás logra despojarse en teram ente de su cualidad «otra», pero sus tem as se integran, sin embargo, en la totalidad sinfónica; en la reexposición, in m ediatam ente antes de 1a coda, es repetido, junto con la
cesura, si bien abreviado.10 La disposición contrapuntística general de este movimiento es lo que produce coercitivamen te la inmanencia de lo que desde fuera penetra en la música; la unidad de la elaboración polifónica se opone a todo lo que no se someta a su ley. En cambio, las posibilidades de los ele m entos periféricos son tantei mayores cuanto más laxo sea el modo de componer. La actitud m ahleriana con respecto al contrapunto es una actitud escindida. Es curioso que en el Conservatorio de Viena dispensasen a Mahler de estudiar contrapunto, basándose para ello en sus composiciones de la época escolar. Según lo que relata Natalie Bauer-Lechner, durante toda su vida sufrió Mahler por este motivo: «puesto que yo, curiosamente, no he podido pensar, desde siem pre, más que de m anera polifónica. Pero aquí probablem ente me falta todavía hoy el contrapun to, la escritura rigurosa, que para cualquier alumno que en ello se haya ejercitado tendría que aparecer como un juego».11 «Ahora comprendo que, según se dice, poco antes de su muer te quisiera Schubert ponerse a estudiar contrapunto. Se daba cuenta de que le hacía mucha falta. Yo puedo muy bien sen tir lo que Schubert sentía, puesto que a mí mismo me falta, desde mis tiempos de estudiante, esa capacidad, así como una ejercitación correcta, al cien por cien, en el contrapunto. Su lugar viene a ocuparlo en mí, de todas m aneras, el intelecto, pero el cúmulo de fuerzas que esto exige es desproporciona damente grande.» 12 La referencia al «intelecto» m uestra que Mahler, aunque afirme que su pensamiento era prim ariam ente polifónico, no experimentaba el contrapunto como algo inmediato, sino como producto de una mediación; la polifonía de sus tres prim eras sinfonías lo prueba tam bién. É1 entendía eviden tem ente po r polifonía aquella tendencia hacia los sonidos inorganizados y caóticos, hacia la sim ultaneidad fortuita, no sometida a reglas, del «mundo», del cual su música quiere llegar a ser un eco mediante su organización artística. Lo que M ahler amaba en la polifonía era aquello que se oponía a la «pedantería escolar» de que en una ocasión habló su cuñado Arnold Rosé; a esa pedantería seguía estando confiado el con trapunto durante la juventud de Mahler. Un pasaje del libro de Bauer-Lechner, un pasaje que es difícil que pueda estar inventado, arroja luz sobre este aspec to. «Cuando al domingo siguiente recorrim os con M ahler el mismo camino y nos encontram os con que en la fiesta de
Kreuzberg se había organizado un barullo gigantesco, todavía peor, puesto que al lado de innumerables tiovivos, columpios, casetas de tiro al blanco y teatros de m arionetas, se habían instalado tam bién allí una banda m ilitar y un coro de hom bres, todos los cuales, sin prestar atención los unos a los otros, ejecutaban una música increíble en el mismo prado del bosque, exclamó Mahler: "¿Lo oís? ¡Eso es polifonía, de ahí es de donde yo la saco! Ya en mi prim era infancia, en el bosque de lglau, era eso lo que me conmovía de una m anera tan peculiar, y lo que se me ha quedado grabado. Pues es igual que suene en ese ruido que ahí estamos oyendo, o en el canto de miles de pájaros, o en el rugido de la tem pestad, o en el chapoteo de las olas, o en el crepitar del fuego. Preci samente así, desde lados enteram ente distintos, tienen que llegar los tem as y ser tan enteram ente distintos en su ritmo y en su melodía (todo lo demás no es más que pluralidad de voces y homofonía encubierta): lo único que el artista tiene que hacer es ordenar y reunir esos tem as para hacer de ellos un todo concorde y armónico."» 13 El contrapunto era para Mahler la form a enajenada de sí misma, e im puesta coercitivamente al sujeto, de lo musical; y, en el caso extremo, una m era penetración recíproca de los sonidos. Al principio la fuga le parecía a Mahler algo ridícu lo; y, desde luego, el pensam iento polifónico debería mante ner viva, al menos en parte, esa misma sospecha si no quiere regresar a la situación anterior a Mahler, es decir, a la heteronomía. Pero Mahler absorbió tam bién el contrapunto, como absorbió todo lo enajenado, precisam ente en la medida en que la multiplicidad sonora supera la unidad temática. La multi plicidad contrapuntística es a la vez un principio de organi zación, o, para utilizar la palabra em pleada por M ahler mis mo, un «orden». El entrelazamiento de las voces, esa integralidad de la música que nada deja fuera, inunda en cierta me dida la totalidad del espacio musical y expulsa inhumanamen te de la música al oyente virtual, convirtiéndose para éste, en un prim er momento, en el símil de un contexto funcional as fixiante que no deja salida. En lugar de los movimientos de perpetuum mobile de las sinfonías juveniles, ahora Mahler se esfuerza por lograr una configuración articulada de voces múltiples que surgen un ins tante, se contraponen, y vuelven a desvanecerse. La densidad de las voces se hace cada vez más inexorable, pero también, gracias a los buenos consejos de su lógica, se hace cada vez
menos vacua de sentido que la monotonía de un movimiento ininterrum pido en el que nada acontece. Frente a la abundan cia de formas de sem ejante inmanencia, la m era fanfarria, en cuanto alegoría de lo que se le ha ido lejos, tenía que fraca sar espiritualm ente, de igual modo que, desde el punto de vista compositivo, perm anecía im potente frente a tal riqueza. Cuanto m ás estrecho es el modo en que se herm anan en la composición la técnica y el contenido, tanto menos grosera mente se polariza la imaginería. Es cierto que la polifonía es suscitada por la representación del curso del mundo; pero, a la vez, el hecho de que la polifonía sea condición de la verdad de la m úsica refuerza su propia autonomía. «Donde está el ello debe llegar a e sta r el yo.» Esa autonom ía es lo que distingue al contrapunto mahleriano del contrapunto neoalemán de su época, el de Strauss y el de Reger: la claridad es precisam ente lo que lo distingue de éstos. Los rellenos. no dejan de ser rellenos, carecen de sentido armónico; las voces, tam bién las secundarias, están elaboradas melódicamente; M ahler no escribe híbridas voces de relleno, tampoco arabescos ocasionales que dejan oír sus gorjeos de acompañamiento. Siente alergia por los falsos con trapuntos, que lo único que en verdad hacen es duplicar el decurso arm ónico. Antes que sim ular polifonía, para lograr con ella una plenitud de sonoridad, M ahler prefiere cargar con una ocasional pobreza de escritura. El prim er contrapun to específicamente m ahleriano es aquella punzante melodía tocada por el oboe que en el tercer movimiento de la Primera se opone al canon: 14 program a del tono mahleriano. Este contrapunto tiene una directa intención caracterizadora. Los caracteres cáusticos se compaginan bien con la ne cesidad técnica de añadir a las melodías casi folklorísticas otras melodías que se distingan de ellas con extrem ada clari dad, como negaciones casi. En muchas ocasiones se vuelve absoluta la definición de los temas como tem as que difieren; la esencia de los temas es una esencia independiente; el ca rácter es la diferencia como tal. Sólo raras veces escribió Mahler, sin embargo, un contrapunto que fuera vinculante para la construcción, es decir, contrapunto múltiple; sólo ra ras veces constituyó realm ente el espacio sonoro m ediante la polifonía.15 Cuando M ahler llega tan lejos —así ocurre en el Scherzo de la Quinta, y en los complejos del último movi miento de esta misma sinfonía, y en el prim er movimiento de la Octava—, lo que le mueve a hacer eso son principios de es
tilización; a lo sumo en la Burlesca de la Novena sinfonía tiene el contrapunto m últiple un sentido inm ediatam ente com positivo. Es evidente que, como ocurría ya en el caricaturesco Lied titulado Elogio del intelecto superior, el contrapunto m últiple arrastró siempre consigo para Mahler, tam bién para el M ahler de la últim a época, la infam ia de ser una cosa engolillada, pe dantesca y estúpida; seguro que no es casual que el movi m iento enteram ente contrapuntístico de la Novena lleve el nombre de «Burlesca» y esté dedicado a «mis hermanos en Apolo», como si, al hacer mofa de quienes se esfuerzan y as piran a algo, se quisiera hacer mofa tam bién de la fuga, que es el terreno propio de aquéllos; el campo de suspensión es homofónico. M ahler, de igual m anera que el clasicismo musical, y con seguridad Los maestros cantores, continúa asociando el con trapunto, en muchos aspectos al hum or y al juego; lo serio es para él la vida libre, autónoma, de la forma. Pero en ese juego se agita ya el sentimiento de la necesidad poli fónica, que aspira a la construcción. En el M ahler tardío el contrapunto se rebela. En conjunto, lo que la polifonía mahleriana anda buscando es un procedimiento que sea incisivo y libre a la vez. Seguram ente es ese procedimiento la apor tación decisiva que Mahler debe a la música popular. Escribir contrapunto significaba para él añadir a una prim era melodía otra segunda que no es menos melodía que la prim era y que, sin embargo, n i se parece demasiado a ella ni tampoco la so foca con su proliferación. Ése era, sin duda, el procedimiento que usaban los aldeanos, cuando hacían improvisaciones a varias voces sobre Lieder; acaso M ahler haya tenido tam bién ante sus ojos el Überschlag de los Alpes austríacos —ese Überschlag que luego Berg escribió expresamente en su Concierto de violín, en el cual rinde homenaje a M ahler—; es decir, aquella segunda melodía añadida a una prim era, aña dida sim ultáneam ente de acuerdo con reglas armónicas, que es la som bra de la prim era y que, sin embargo, es melódica en sí misma. Sólo que, a medida que la m adurez de M ahler va siendo mayor, sus contrapuntos libres se alejan cada vez más de la dependencia del Überschlag con respecto a su melodía, incluso allí donde esos contrapuntos se añaden en bailes estilizados.16 La fantasía m ahleriana era inagotable en la invención de tales contrapuntos. También cuando hace contrapunto piensa
M ahler en términos de variante. Las voces superpuestas como estratos enriquecen constantem ente la escritura; esas voces convierten cada reexposición de un complejo form al en algo que es «otro»; y, sin embargo, el núcleo no queda afectado. Ésa fue ya la impresión que produjo la melodía del violon celo en el movimiento lento de la Segunda sinfonía, melodía que es, por lo demás, un contrapunto doble al tem a principal, el largo Landler. Los giros más tem pranos de Mahler que tie nen semejanza con el Vberschlag se encuentran en el se gundo movimiento de la Primera sinfonía 17 y son brucknerianos; practicando ese tipo de polifonía sobrepuesta se convir tió poco a poco M ahler en el m aestro del contrapunto libre. Esta técnica responde estructuralm ente a una limitación: al hecho de que las voces auténticamente melódicas se alzan siempre en M ahler por encima de una voz muy grave, la cual tiene funciones arm ónicas y puede ser, o bien un bajo, o bien voces inferiores pedales. El prim ado de la armonía, que con tinúa siendo dominante en Mahler, hace que en él no se pue da intercam biar sin más lo de arriba y lo de abajo, como ocurre luego en Schonberg. El rigor temático de la escritura polifónica que el límite tonal le hace perder, Mahler lo com pensa con la espontaneidad de la escritura. De igual modo que el contrapunto libre se deriva del überschlag, también, por otro lado, la tendencia tantas veces notada de Mahler hacia la ausencia del bajo se deriva sin duda de la música de baile, del alternar de la tónica y la do m inante en el bajo, que sustituye al avance de los grados fun damentales. El modo -de reaccionar de M ahler modifica esa función y la convierte en un peculiar «estar suspensa en el aire» la música; tam bién en esto es M ahler un hereje con respecto a la lógica de la consecuencia de la arm onía oficial. La consciencia de la dimensión vertical cede el paso a la cons ciencia monódico-melódica: ahí se encuentra el germen de la linealidad. R aras veces rom pen las voces de Mahler el m arco de las armonías; sin embargo, en comparación, por ejemplo, con Reger, se comportan como si todavía tolerasen el esque m a del bajo continuo, sin creer enteram ente en él; a los con trapuntos mahlerianos les agrada, por insubordinación, tener roces con las armonías. En la Sexta sinfonía la tendencia del contrapunto hacia la disonancia se alía con la polaridad ma yor-menor. Los contrapuntos tienden hacia el modo opuesto de las arm onías que hacen de acompañamiento. Esto mismo w elve a ocurrir en La canción de la tierra.
Mahler socava la idea poswagneriana de la polifonía ar mónica tal vez más de lo que la socavan Salomé y Electra, en donde fuerzas tonales y fuerzas polifónicas suenan yuxtapues tas, pero no se molestan demasiado, m ientras que la textura m ahleriana es en gran medida un resultado de la tensión de aquellas fuerzas. Las disciplinas tradicionales de la teoría de la composición no cubrían la instrum entación; por tal motivo ésta resulta en M ahler especialmente apropiada para que en ella se dé una interacción tanto con cada una de las dimensiones composi tivas como con la totalidad en su conjunto. A las intenciones compositivas específicas de Mahler se oponía la orquesta me nos que se oponían, por ejemplo, la form a o la arm onía. La soberana libertad de Mahler com o instrumentador le procuró muy pronto, de modo semejante a lo que había ocurrido con Bruckner, la fam a de ser un maestro en este campo; esa repu tación no dejaba de incluir también el matiz irónico propio de aquella mentalidad maliciosa que se las da de poder dis tinguir categóricamente, ya a prim era vista, aquello que en la m úsica sería, al parecer, el ropaje exterior, la «carpintería», y aquello que en ella es sustancia y autenticidad. En modo alguno se puede decir que en la instrum entación mahleriana haya carpintería, como tampoco hay aquella «maestría» a que se refiere el cliché. El oído de M ahler no se acomoda a lo que, un día sí y otro también, la orquesta le hace escuchar; por el contrario, anda siempre pensando en contramedidas. Éstas no son un ingrediente de poca m onta en su modo de instrum entar; los registros a menudo bizarros de la Sexta sinfonía, sus combinaciones, paradójicas en mu chos aspectos, de forte y piano en distintos instram entos y grapos instrum entales, crean una sonoridad que es tal como es en la medida en que ella im pide lo que ocurriría si el modo de componer o las indicaciones de ejecución fuesen conven cionales. La m úsica m ahleriana no está inspirada en ninguna p arte de m odo primario por el sentido de la sonoridad. Al principio Mahler carecía, antes bien, de pericia en este campo. Que en un director de orquesta tan experimentado como él falte la rutina es ya por sí solo algo que suscita admiración. El ra diante tutti orquestal que la escuela neoalemana, incluso en sus representantes de menos categoría, aprendió de Wagner, raras veces le sale bien a Mahler al principio; si es que, cla
ro está, aspiraba a lograrlo. La sonoridad rotunda, volumino sa, plena, falta sorprendentem ente en sus sinfonías de juven tud; y allí donde m ás tarde tiene Mahler precisión de esa clase de sonoridad, ésta se sigue, como si fuera algo obvio, de la escritura, sin que sea necesario recurrir a artificios su plem entarios. «La orquesta de Mahler no participa de aquella complacencia en los tim bres a que se entrega la escuela neoalemana. En la instrum entación m ahleriana lo decisivo son los contornos. Todo lo que es color se tra ta con una dureza y una desconsideración casi despreciativas.» 18 Pero aquello que en Mahler estaría instrum entado de una m anera seca o incorpórea, si nos atenemos a criterios wagnerianos o schrekerianos, eso debe su adecuación al objeto, no al ascetismo, sino a ser fiel presentación de la composición, y en esa m edida se adelanta en decenios a su época. Visto desde la música como fenómeno, el postulado de la claridad conver ge con la esencia de la composición integral. El color se convierte en función de la música compuesta, que es la que lo hace patente: y la composición se convierte, a su vez, en fun ción de los colores, que son los que la modelan. Pero la ins trum entación funcional aporta algo a la sonoridad misma, le insufla su vida mahleriana. M ahler instrum enta de tal mane ra que cada voz principal resulta incondicional, inequívoca mente audible. La relación de lo esencial y lo accidental está traspuesta al fenómeno sonoro; no hay nada que introduzca confusión en el sentido compositivo. Mahler critica por ello aquel ideal de la «eufonía» que in duce a la sonoridad a hincharse y esponjarse alrededor de la música. Además, los caracteres m ahlerianos sienten necesidad de aquella variedad cuya articulación hace em erger el todo, necesidad de aquellos colores que, como los melódicos, son caracterizadores, o tam bién de acontecimientos armónicos in dividuales que en sí mismos no son agradables. También el color m ahleriano se convierte en u n a característica, a expen sas de la saturación equilibrada en sí misma, rotunda, del espejo sonoro. Estas exigencias dan lugar a un procedimiento de instrum entación congruente en sí mismo. La sonoridad de La canción de la tierra y de la Novena sinfonía constituye un carácter de estas obras no menos que las demás peculiarida des compositivas. La capacidad de M ahler para la instrum entación caracterizadora va acompañada de un conocimiento, que él adquirió en la época de su m áxima madurez, de las posibilidades de lo
no característico. En la frase conclusiva, en compás de tres por cuatro, de La canción de la tierra Mahler confía un acor de grave de do mayor a tres trombones distantes unos de otros; sin embargo, esa sonoridad, a pesar de su resonancia, no llama como tal la atención, no perturba el conjunto que poco a poco va esfumándose. Para el gran arte de la instru m entación tiene igual im portancia la capacidad de conseguir efectos que la de evitarlos o parafrasearlos, es decir, la capa cidad de configurar lo que está latente. La antítesis extrem a de esto la tenemos, en la Tercera sin fonía, en los trom bones solistas, unos trombones a los que en cierta m edida se los ha dejado sueltos y que se em ancipan del lazo del coral. M ahler fue el que realmente descubrió el trom bón como color solista. En la Tercera, o tam bién en muchos pasajes de la m archa fúnebre y en el Scherzo de la Quinta sinfonía, el trom bón realiza aquello que viene prom etido por su nombre y que el oído espera en vano de la escritura de varias partes para trombones. Lo que capacita al trom bón para lograr eso es, desde luego, la música que es puesta en boca de la voz gigantesca, aquellos híbridos de recitativo y tema, de melos y fanfarria, en los que se entrelazan el azar de la improvisación y el énfasis. Esto viene reforzado por la rítmica, po r aquellos silencios extrem adam ente largos que son como las pausas en la prosa.19 La desaparición de esos silen cios en la continuación 20 y la avidez de la melodía son lo que desencadena aquel carácter salvaje que se había ido acumu lando en el «pesado» período que antecede. Ese modo de instrum entar es inconformista desde el pri m er momento. El último movimiento de la Primera sinfonía contiene un efecto sonoro m onstruoso: unos rugientes acor des de los trom bones, inm ediatam ente antes del final del pri m er complejo temático, allí donde la tem pestad, carente de m eta, de ese complejo explota en erupciones momentáneas.21 Ese pasaje, en el cual los trom bones están potenciados por trom petas y por trom pas tapadas, y que llega a un triple for te, se asemeja, con sus pausas para la respiración, a los está ticos gritos de horror de la víctima en la danza final de La consagración de la primavera. Difícilmente habrá otro lugar en que la música de M ahler suene tan indomesticada corno aquí: el color sueña con aquella música que sólo una genera ción más tarde será compuesta del todo. Pero incluso aquí la sonoridad viene provocada por la música, por la necesidad de concentrar un bram ido que de otro modo resultaría demasía-
do caótico y extraño al tiempo; y tam bién es provocada, pal pablemente, por la colisión disonante entre las corcheas de la voz superior y las arm onías que sirven de soporte, colisión que queda reflejada en las disonancias tím bricas. M ahler escribió sonoridades de vanguardia en sitios en donde menos cabría sospecharlas. En medio del m i bemol mayor, que se afirma solemnemente a sí mismo, del Himno de la Octava sinfonía hay un campo que anticipa algo del úl timo Webern. El tim bre del «Infirma»,22 con los metales so listas,23 es el tim bre de las cantatas de Webern; es como si en esta obra suya afirmativa y retrospectiva hubiera querido Mahler enterrar un m ensaje secreto dirigido al futuro. Apenas menos sorprendente es un instante instrum ental de la Cuarta sinfonía, obra tan inocente en su superficie; se encuentra en la transición del prim ero al segundo de los temas de las va riaciones; tam bién lo hay más tarde en puntos análogos. Lo que en ellos está compuesto instrum entalm ente en todos sus detalles es la insensible extinción del sonido.24Un acorde, que dura una redonda, de los vientos sobre la tónica conduce di minuendo a un segundo acorde, tam bién de los vientos, sobre la dominante: pero este segundo acorde lo m antienen los vientos sólo durante una negra, m ientras sim ultáneam ente lo toman idéntico, en el primer tiempo del compás, en una en trada casi imperceptible, las violas divididas en tres seccio nes y los armónicos del arpa; el cambio de timbre se repite. En él continúan vibrando los acontecimientos temáticos que ya se habían calmado en el ritardando. Sin duda, es lícito es cuchar en este pasaje tan inaparente el modelo del acorde cambiante que aparece en el op. 16 de Schonberg, el esbozo de la posterior melodía de tim bres, de la transform ación del color en un elemento autónomo de la construcción. Esa idea tiene su origen, sin duda, en el Preludio de Lohengrin. Mah ler realiza ese cambio de tim bres no sólo en los acordes, sino tam bién en notas sueltas, como en ese fa, que hace el papel de dos puntos, tocado por las trom pas en el segundo trío del Scherzo de la Quinta sinfonia'15 En un artículo publicado en 1930, en la revista «Anbruch», Egon Wellesz realizó un ins tructivo análisis de la instrum entación de este pasaje.26 Es innegable su semejanza con el crescendo tím brico, que se ha hecho famoso, sobre el si, que antecede a la escena nocturna de la taberna en Wozzeck, sobre todo con lo que Berg llama la «vida interior» de esa nota. La instrum entación constructiva podemos observarla en
M ahler tam bién en dimensiones mayores. Bekker llamó la atención sobre el hecho de que si el rompimiento —la visión de los metales— del segundo movimiento de la Quinta sinfo nía posee una violencia tan grande, eso se debe a que antes los metales han estado callados. De modo semejante, lo que otorga dimensión constructiva al adagietto para cuerdas —el cual es en verdad un campo introductorio, cerrado en sí mis mo, al último movimiento, rondó, el cual recurre a él tam bién en los tem as— es su contraste con la sonoridad de conjunto de esta sinfonía, en la cual han venido predom inando hasta ese momento los vientos. Las disposiciones de la sonoridad sobre largos trechos tienen como objetivo lograr la plastici dad de la forma; esa misma intención fue lo que más tarde llevó a Alban Berg a separar de la gran orquesta conjuntos parciales para m uchas escenas de Wozzeck —por ejemplo, el adagio en la calle, o el comienzo del prim er acto—, y a em plear una orquesta de efectivos diferentes en cada uno de los Lieder de sus Siete canciones tempranas o, en fin, a establecer en Lulú una correspondencia entre determinados personajes y determ inados grupos orquestales. En La canción de la tierra los efectivos de la orquesta va rían un poco en cada una de las piezas, lo mismo que en Berg. Se hace un uso escasísimo de las trom petas; la tuba y el tim bal se utilizan únicam ente en una de las piezas; sin duda el oído m ahleriano tuvo la sensación de que, comparado con los instrum entos de percusión orientales, que de algún modo ha bían adquirido ya carta de naturaleza, el tim bal habría pues to en peligro el principio estilístico del exotismo, m ientras que ciertam ente la sonoridad de la tuba resultaba casi siem pre demasiado pesada en una sinfonía para voces solistas. Aunque el color instrum ental básico de todo el ciclo es unita rio, cada uno de los cantos posee, una vez más, un colorido diferente del de los otros. La sonoridad cam erística de las Canciones de los niños m uertos está asumida aquí como un aspecto parcial de la gran orquesta. En el último Mahler, lue go, también el tutti está comprimido, tapado; tiene cierta ana logía con el «forte con sordina» que Schonberg exige en algu nas ocasiones; esto se debe a la reagrupación de la sonoridad, que antes había quedado separada por la necesidad de confe rir nitidez a cada una de las voces. El arte m ahleriano de la instrum entación no es un estilo, sino que es un campo de fuerzas. A la exigencia de claridad y de caracterización se opone la exigencia de integración, de
ligazón, en el sentido en que se dice en el arte culinario que una sopa está «ligada». La configuración de lo claro y lo liga do habría que estudiarla en el arte mahleriano de la redupli cación, sobre todo de las maderas. Esas reduplicaciones dan nitidez a las voces a las que refuerzan, pero tienen tam bién siempre un sentido colorista. La sum a de dos colores al uní sono produce un tercer color, un color estrecham ente adecua do al carácter del tema; a veces, como ocurre en muchos pa sajes de las Canciones de los niños muertos, y en pasajes aná logos de «El solitario en otoño», produce una especie de inter ferencia parecida a la del órgano. El unísono de las cuatro flautas, al comienzo del desarrollo de la Cuarta, es cualitati vamente distinto de la sonoridad propia de la flauta; sin duda proceden de aquí los seis clarinetes de la melodía introduc toria en el prim ero de los Lieder de las Cuatro canciones para canto y orquesta, op. 22, de Schonberg. Es cierto que el principio de la sonoridad homogéneamen te ligada lleva por sí solo a malas voces de relleno; pero sin él resultaría abstracta incluso la más clara de las instrum en taciones. Si Mahler es un gran instrum entador, eso se debe a que él derivó de esa contradicción su método, de igual mane ra que tampoco en su dibujo la incisividad del detalle y el impulso de la totalidad se combaten, sino que viven el uno del otro. La orquesta m ahleriana es reacia a la ilusoria infini tud wagneriana, es demasiado sensual para el frío gris a que esa infinitud tiende; en él la diferenciación no está perjudi cada en ningún lugar por el objetivismo. Pero la orquesta se despoja de la pesadez del ropaje instrum ental, de igual modo que, en muchas ocasiones, la armonía m ahleriana se despoja de la pesadez del enmascarado coral a cuatro voces; donde de m odo más consecuente ocurre esto es en las Canciones de los niños muertos y en algunos de los cantos sobre poemas de Rückert, prototipos de la fu tu ra orquesta de cám ara. La mú sica m ahleriana se vuelve incorpórea porque su sonido es el que corresponde a su específico modo de ser. Incluso la sono ridad, que es, de todas las dimensiones de la música, la más sensual, se convierte en vehículo de espiritualidad.
VII. D esintegración y afirmación
La espiritualización fue el recurso de que M ahler se valió para derruir el criterio de la inmediatez y de la naturalidad; en esto fue exponente de la m ism a m odernidad que dejó atrás el sacrosanto concepto del lirism o de la naturaleza. La acep tación de que los propios elementos de que el a rte está hecho son elementos cosificados destruye la apariehcia de que el arte es la voz de la naturaleza; el único modó de honrar a la naturaleza oprim ida es h acer lo mismo que hizo Mahler: no d ar p o r supuesto que ella está ya ahí, no enaltecer en ningún sitio sus sucedáneos. La idea de la naturaleza se hace mani fiesta únicam ente en cuanto idea inalcanzable, en cuanto idea m altratada en la sociedad socializada. A lo que tecnológica m ente aboca esa idea es al desmontaje del lenguaje tradicio nal, cosa que todavía produjo vacilaciones en Mahler. El úni co modo de construir autónomamente el lenguaje tradicional está en considerar que en él ya no hay nada que sea obvio, en ser tan consecuente en su reducción, que se ofrezca tal como se ofrece ya virtualm ente en los m ateriales de derribo mahlerianos. Por ello las sonoridades de M ahler saltan en muchas ocasiones fuera del espacio sonoro cerrado, llevan su propia vida libre, sin preocuparse de la unidad sensible de la sono ridad en su conjunto. Ése es tam bién el modo en que toda música ha de desin tegrarse en sus elementos po r am or a una unidad que ya no le viene dictada. Desde las Cinco piezas para orquesta, op. 16, de Schonberg, todos los colores hablan igual que aquel trom bón que aparece en la Tercera sinfonía de Mahler. El fenóme no individual no presta la m enor atención al contexto apriórico de sentido, y gracias a ello la música se va educando para el contexto concreto. La sonoridad m ahleriana precisam ente tiene una específica cualidad centrífuga. M ahler tiende a apar tarse de la form a acústica concebida como una esfera; a ello tiende por su frecuente renuncia a los pedales encomendados a las trom pas, así como p o r el empleo de las cuerdas en un registro ingrato, que en m últiples aspectos las priva de sen sualidad, y, más tarde, tam bién po r las interpolaciones solis
tas, de m úsica de cám ara, en el conjunto orquestal. La clari dad misma —la sonoridad que honestam ente m uestra todo y nada más que aquello que acontece en la composición— está herm anada con la desintegración. Cuanto más netam ente se distinguen los elementos compositivos, tanto más comienzan a alejarse entre sí y tanto más decididamente renuncian a una identidad prim aria. La idea de la desintegración se anuncia prodigiosam ente en el tercer movimiento de la Primera sinfonía. En sus partes canónicas este movimiento tiene, a su m anera simplista, un tejido más denso que casi toda la anterior m úsica de Mahler. Al parodiar lo dogmático del canon, este movimiento niega lo dogmático; por ello hace que aparezcan colores remotos, como el contrabajo tocando solo y la tuba que conduce la melodía, cosas todas ellas que en aquel momento le debieron de parecer estrafalarias a la gente. La tendencia a la desinte gración se adueña luego de este movimiento en los momen tos chocantes, como lo es el de la aceleración brusca. Pero esto hace a la vez que sea éste el prim er movimiento estático de Mahler, un movimiento que yuxtapone superficies sonoras; la unidad de lo desorganizado y de lo lleno de sentido es lo que genera la contundente originalidad de este movimiento. Tan tem pranamente se comunica ya el aspecto de desintegra ción al procedimiento compositivo en su conjunto. Su terreno propio es la forma. Por am or al modo novelesco de escribir, la forma se aproxima a la prosa. El M ahler tonal conoce el recurso atonal de obtener una vinculación m ediante la ausen cia de vínculos, conoce como medio formal el contraste sin atenuantes de la «erupción» 1 y del «corte».2 La sonoridad como totalidad sim ultánea es un resultado de las sonoridades individuales y de las pretensiones que éstas tienen; más tarde Schonberg exigirá esto de modo expreso para la interpreta ción de la tercera de sus Cinco piezas para orquesta, op. 16. En el prim er movimiento de la Novena la tendencia a la desintegración se adueña también de la escritura: incesantes solapamientos y cruces de las voces deshilachan la línea me lódica; tam bién la escritura reniega de la distinción estricta entre lo idéntico y lo no idéntico, que es el principio de orde nación de la música occidental de la época moderna. La ar monía colabora a la desintegración allí donde, cual si estuvie ra sometida a un sortilegio, niega la idea misma de la funda mental. Mahler no piensa ya, como lo hará después de él la atonalidad, en térm inos de centros de gravitación; no se atie
ne a algo que sería m usicalmente «lo primero»; sus sinfonías dudan del postulado de la prima música. La indicación de ejecución schwebend [flotante] dice algo más de lo que dice como indicación concreta referida a los pasajes caracteri zados por ella; comparadas con la consciencia de los gra dos, las m archas y las danzas de la prim era época de Mahler son tan «flotantes» como sus em ancipadas obras últimas. Pero la tendencia hacia la disociación, en cuanto es una ten dencia que se opone al centro seguro, al centro que reposa en sí mismo, es tam bién una tendencia a la disociación del con tenido. Lo que a la postre se em ancipa del contexto de inm a nencia de la form a es la imagen rota de «lo otro»; la form a integral es este mundo. La mayor dificultad que M ahler ofrece a la comprensión procede de aquí. En contradicción palm aria con todos los que se hallan habituados a la música absoluta, carente de program a, las sinfonías m ahlerianas no están sencillamente ahí como algo positivo, como algo que recompense al oyente comunicándosele; hay complejos enteros que es preciso escu char como algo negativo, que hay que oír, por así decirlo, a redropelo de ellos mismos. «Vemos una alternancia de situa ciones positivas y de situaciones negativas.» 3 La música abso luta conquista una dimensión que estaba reservada a la litera tura y a la pintura. Aquel pasaje que es como una irrupción brutal en la coda del prim er movimiento de la m adura Sexta sinfonía 4 lo oímos de m anera inm ediata como una agresión de lo repugnante. Al convenu esto se le antoja literario y extramusical; ninguna música debe poder «decir no» a sí misma. Pero la rigurosa capacidad para «decir no» a sí misma —una capa cidad que se extiende hasta el material, el cual es, por un lado, selecto y, por otro, está tomado a la buena de Dios— es lo que confiere a la m úsica m ahleriana su contenido, un con tenido que está lejos del concepto y que, por otro lado, no se p resta a ningún malentendido. En M ahler la negatividad ha llegado a ser una categoría puram ente compositiva: y ha lle gado a serlo gracias a lo banal que declara que es banal; gra cias al sentim entalism o cuya ululante m iseria se quita la más cara; gracias a la expresión exagerada que va más allá de lo que la m úsica consiente aquí y ahora. También son negativas las catástrofes que aparecen en el segundo movimiento de la Quinta, en el último de la Sexta, en el prim ero de la Novena, sin que esas catástrofes tengan la glorificadora m agnitud de sus modelos, es decir, las conclu
siones de los prim eros movimientos de la Sonata a K reutzer y de la Appasionata. En tales catástrofes la composición pro nuncia una sentencia sobre su propia actividad. Frente a su poderío, la objeción que dice que todo eso es «una m era pro yección subjetiva del oyente» no es m ás que un simple mano teo, torpe y sabihondo. Los momentos negativos están com puestos con todo detalle en la música y no dejan espacio ninguno para una percepción discrecional. A menudo esas in tenciones son lo único que da su im pronta a los caracteres puram ente musicales. En cada uno de éstos se halla encapsulada parte de la historia del lenguaje musical. El m aterial no ha estado nunca allende la historia; el modo en que llega a las manos del compositor es inseparable de los rasgos de su identidad y de su no identidad con lo pasado, con lo anticua do, con lo presente. Gracias al lugar que ocupa en el lenguaje musical —el cual es una realidad histórica—, todo lo que en música es individual es algo m ás que lo que m eram ente es. De este hecho general extrae Mahler su efecto específico. El movimiento del contenido sinfónico es en Mahler el mo vimiento del vaivén, el movimiento de la contraposición y la m utua penetración de lo que ha quedado inserto en el mate rial. Mediante la técnica resucita Mahler a una segunda vida a los contenidos a menudo casi olvidados del m aterial. Quien escucha una pieza rom ántica del pasado tocada por una or questa mísera, que dispone de pocos instrum entos y en la que el piano hace las veces del arpa, se rebela; pero no se rebela contra la sonoridad como tal del piano, que en otros momen tos puede soportar; sino que se rebela porque en la orquesta no resulta posible extirparle al piano aquella sonoridad a la que le degradó en otro tiem po la orquestina de salón. M ahler hizo fructíferas para el com poner mismo tales dimensiones, junto con toda su negatividad. Como su m aterial estaba anti cuado, y como aún no estaba emancipado el m aterial nuevo, en M ahler lo anticuado, lo que ha quedado al borde del cami no, se convirtió en el criptogram a de las sonoridades jam ás oídas que llegarían más tarde. E sta carencia de inmediatez del fenómeno musical que se da en Mahler es lo que hace a éste superior a Bruckner, gracias precisam ente a esa negati vidad, que es la huella que en su lenguaje deja el sufrimiento del pasado. La negatividad inm anente a la m úsica m ahleriana tiene una tendencia enteram ente opuesta a la entusiasta música program ática berlioziana y lisztiana; esto se pone de maní-
fiesto en el hecho de que las novelas m ahlerianas no tienen héroes ni veneran a héroes, como lo proclaman, en cambio, a golpe de trom bón dos títulos de Richard Strauss e innumera bles de Liszt. Incluso en el últim o movimiento de la Sexta, a pesar de los m artillazos —que, por cierto, hasta hoy no ha sido posible oír correctam ente y que sin duda aguardan su realización electrónica—, uno espera en vano la aparición del héroe que allí sería, según dicen, machacado por el destino. La entrega de la música al afecto desenfrenado es su propia m uerte; ésa es la com pleta venganza que de la utopía se toma el curso del mundo. En el citado movimiento las partes som brías e incluso desesperadas 5 pasan a un segundo plano en com paración con los pasajes en que la m úsica parece estar incubando oscuros pensam ientos y luego se desborda y se pre cipita como un torrente;. las únicas excepciones a esto son propiam ente tan sólo el estrábico coral de los vientos en la introducción y la frase confiada a los trom bones en la coda. Las catástrofes coinciden con los puntos culminantes. A veces la música suena como si, en el instante del fuego final, la hu m anidad volviera a brillar incandescente y los m uertos torna ran a vivir. La llama de la felicidad se alza al borde del es panto. El prim er movimiento de La canción de la tierra, que está en la m ism a tonalidad que este movimiento de la Sexta, unificó luego también, comprimiéndolas, ambas cosas, en con cordancia con el texto poético de que se sirve, y con ello des veló enteram ente por vez prim era el enigma de la alternancia de mayor y menor. La música misma —y no una hum anidad m entada por ella, y ciertam ente no un individuo— es la que traza su órbita parabólica. Esto es lo que hace que en Mahler vaya progresivam ente quedando despojado de su poder el tipo del conflicto sinfónico de la Heroica. El desarrollo de la Se gunda sinfonía se atiene aún al esquema de un choque de fuer zas hostiles, al esquema de u n a batalla. Es imposible no ver las intenciones program áticas; la ejecución es un poco arbi traria. De aquí aprenden las sinfonías mahlerianas que la cate goría dram ática de la decisión —categoría que, por lo demás, tam bién Beethoven evita casi siempre; Beethoven prefiere vol ver a ratificar algo ya llevado a cabo, que no hacer que su mú sica adopte directam ente una decisión— es ajena a la música. La fatiga que en la Segunda sinfonía sigue a la batalla, según dicen las guías de conciertos, lo que en verdad delata es lo quimérico del esfuerzo de d ar configuración m usical a una cosa como ésa. La tesis del dualismo temático de la sonata fue
siempre una tesis inadecuada, y sin duda lo fue porque tras ponía a la música, sin som eterla a revisión, la categoría dra m ática del conflicto. Pues el tiempo propio de la música, que es un tiempo que va fluyendo, no puede desprenderse com pletam ente de un ingrediente objetivo, el ingrediente del tem ps espace. El tiempo musical no se contrae jam ás a la presencia del instante —no lo logra ni siquiera en la contrac ción sinfónica— tanto como lo hace el puro tiem po del suje to, cuya decisión, en cuanto acto de la razón, elim ina el tiem po, por así decirlo. Por ello el prim er movimiento de la Tercera de M ahler critica brutalm ente, y con razón, la lógica dram ática de la Segunda. En M ahler la m úsica se da cuenta por vez prim era de su divergencia radical con respecto a la tragedia. Lo dicho lleva ya dentro de sí la respuesta al argum ento más usado contra Mahler, a saber: que éste «quiso» grandes cosas, pero no las realizó. Ese argum ento forma parte del re pertorio de la decoración interior del gusto burgués y de la ideología burguesa de lo genuino, lo mismo que la frase que dice que Karl Kraus fue un vanidoso o que se copió a sí mis mo. Es una verdadera lástim a que K arl Kraus, que se man tuvo distanciado de la gran música, no escribiese una apología de Mahler y se contentase con una glosa sobre los directores del teatro de la Corte «que estaban durm iendo m ientras Gustav Mahler m oría, y sólo se enteraron de su m uerte por los artículos necrológicos».6 Por lo demás, de acuerdo con el cli ché prefabricado de lo «natural», tam bién a Karl Kraus se le ha hecho el reproche de rebuscamiento y de intelectualismo. También aquí, como cuando se habla de la rotura de los te mas mahlerianos —rotura que se mide por la ocurrencia mu sical brotada, según dicen, directam ente de la naturaleza—, el rechazo autom ático se orienta por el modelo de la tragedia. Las animadversiones contra Mahler denotan a veces, con todo, experiencias más certeras que no el entusiasm o de quienes se agolpan a la salida del escenario. Muchas cosas que a individuos demasiado prácticos en la vida real no les resultan nunca suficientemente caprichosas en el arte, fueron «queridas» efectivamente por Mahler, en el sentido en que Schonberg decía que quien nada busca nada encuentra. A m enudo form ula Mahler una figura musical por que así viene exigida aquí y ahora. El espíritu que quiere abandonarse pasivamente al m aterial sensible, prim ero tiene
que procurarse ese m aterial, o que preparárselo, con el fin de poder obedecerlo. La m entalidad objetiva ha menester, para realizarse, de la intervención subjetiva. Nada de lo que pe netra en la totalidad épica deja de modificarse. La idea espe cífica, no esquemática, de cada uno de los movimientos de las sinfonías m ahlerianas es el imán que atrae sus figuras parcia les. Mahler no esquiva la aporía que hay en que lo individual carente de vínculos no se integre, más tarde, en un todo más que si está ya preform ado de acuerdo con las exigencias de ese todo; no se lim ita a obedecer a sus tem as entregándose a su poder, sino que él mismo se desliza dentro de ellos. A me nudo se les puede notar a esos temas que están ahí en razón de la función que han de cum plir —por ejemplo, la de un contraste extremo—; el tema cantable del prim er movimiento de la Sexta sinfonía es el ejem plo típico de tal necesidad for zada. Es imposible corregirla, puesto que b ro ta del problematismo objetivo de las formas. El todo ha de resultar de los impulsos individuales, sin te n e r en cuenta los tipos preestablecidos. Pero a esos impulsos individuales no es posible redim irlos de su contingencia. Sólo cabe sintetizarlos si ya contienen dentro de sí el potencial del todo; y p ara que eso ocurra es preciso que sea la composi ción misma la que lleve, de un modo discreto e invisible, las riendas: resulta imposible elim inar un ingrediente de engaño. El detalle y la totalidad, aunque estén abiertos el uno a la otra, no coinciden sin fisuras. Las m arcas de lo «querido» en Mahler, sea cual fuere la génesis de esas marcas, atestiguan la imposibilidad de la reconciliación de lo general y lo par ticular en una form a que ha escapado a la compulsión del sis tema. Con ellas expía la música m ahleriana el hecho de ha berse apartado del sostén que ya no le sirve de apoyo y el haber pretendido durante largo tiempo, sin embargo, tener un sentido unívoco. M ahler no oculta con mucha destreza esa irreconciliabilidad, que tiene una base objetiva en la realidad; mas eso favorece la riqueza de contenido de su música. Allí donde ésta suena rebuscada, lo que en ella está hablando es su propia caducidad y, en realidad, la caducidad del arte no m inalista como tal. La apresurada pregunta que quiere saber qué es lo que, en la expresión m ahleriana que se exagera a sí misma, es pro ducto de la intención, y qué es involuntario, resulta, en com paración con lo dicho, subalterna, como lo son siempre tales preocupaciones: lo que en la obra de arte cuenta es su form a
y las implicaciones de esa form a, y no las condiciones subje tivas de su génesis; preguntar p o r la intención equivale a colar de rondón como criterio algo que es externo a la obra y que apenas resulta accesible al conocimiento. Una vez que la lógica objetiva de la obra de arte se ha puesto en movi miento, el individuo que la produce queda reducido al rango de órgano ejecutor subordinado. A M ahler no se lo defendería contra la incomprensión ne gando lo que en él hay de «querido» y reconvirtiéndolo en un Schubert, cosa que él no fue ni pudo ser.7 Ese elem ento que rido habría que derivarlo, más bien, de la riqueza de conte nido de su m úsica. No hay que contraponer abstractam ente la verdad de la música m ahleriana a aquellos momentos en que esa verdad queda por debajo de la intención. Esa verdad es la verdad de lo inalcanzable. Es una verdad querida en cuanto es una voluntad la que quiere esa verdad, por encima del «demasiado poco» de la existencia, y tam bién en cuanto signo mismo de la inalcanzabilidad. Esa verdad dice que los seres hum anos quieren ser redim idos, pero no lo están: para aquellos mismos que se oponen a que se realice la redención esto significa falta de veracidad o megalomanía neoalemana. El escenario técnico de lo querido y de lo exagerado, que son un ingrediente del contenido de verdad, es la form ación m ahleriana de la melodía: la melodización. El compositor melodiza allí donde, p o r así decirlo, dispone de la m úsica desde fuera, la aguijonea a que avance, en vez de dejar que la ener gía pulsional objetiva actúe por sí misma; en algunos instan tes actuó así tam bién Beethoven, po r ejem plo allí donde su propia resolución se impone en la últim a parte del desarrollo de grandes movimientos. Este elemento es ajeno a la composición y es a la vez pro pio de ella. Algo de esto palpita en lo «arrebatador» de las marchas, las cuales siempre ordenan tam bién algo a los que m archan, en la m edida en que anticipan m im éticam ente el paso de éstos. De acuerdo con ese modelo quisiera movilizar a sus oyentes la música m ahleriana. Aquello que en Beethoven todavía apelaba al puro sentim iento carente de conse cuencias, el deseo de «sacar fuego del alma del hombre», eso en M ahler se rebela contra la m era contem plación. Como si hubiera hecho suya la crítica de Tolstoi a la Sonata a Kreutzer, M ahler quisiera pasar a la acción. Se lanza de cabeza con tra los m uros de la m era capacidad reproductiva estética. Encadenado como está al material de toda música, que es un
m aterial no conceptual y no objetual, M ahler jam ás puede de cir en favor de qué y en contra de qué va la música; y, sin embargo, parece decirlo. Esto nos perm ite conocer m ejor la relación que en él se da entre lo subjetivo y lo objetivo. A M ahler se lo acusa de subjetivismo exagerado, m ientras se concede objetividad a sus Lieder y a sus sinfonías, que no se contentan con hablar en prim era persona. H abría que resolver esa contradicción di ciendo que la subjetividad pone en m archa el movimiento del todo hacia su cumplimiento, pero no se refleja en eso que se mueve. Más que un alm a que habla de sí misma, el sujeto m ahleriano es una voluntad política que no es consciente de que lo es y que hace del objeto estético un símil de aquello a lo que esa voluntad es incapaz de incitar a los hombres rea les. Mas dado que al arte le está negada la praxis corporal, a la cual aspira, el arte no puede lograr eso y M ahler no puede despojarse de un resto de ideología. Este resto se pone luego de manifiesto en acciones de violencia estética tales como el melodizar. Pero esas acciones están también fundadas en las melodías mismas. En la época de M ahler la extenuada tona lidad y la melodía popular necesitaban ya de estim ulantes. Mahler se vio obligado a ejercer un dominio completo so bre los m ateriales derivados, con el fin de lograr que lo petri ficado y lo m uerto se pusieran en marcha. Los temas secun darios, rotos, con que Mahler opera, carecen ya de aquel im pulso prim ario con el que tal vez en otro tiempo pudieron vivir p o r sí mismos. Pero M ahler quiere ir más allá, no quiere resignarse. Ese conflicto se transform a en un factor composi tivo. Puesto que no se llega a la identidad del acicate subjeti vo y la ley objetiva del movimiento, las líneas melódicas se prolongan m ás allá de lo que consienten tanto ellas como su armonía implícita. En la época de M ahler se había vuelto problem ática la me lódica en su conjunto. Las posibilidades combinatorias tona les, sobre todo las diatónicas, están demasiado gastadas como para poder servir de vehículo a aquella novedad que era, des de los comienzos del romanticismo, el criterio de la melodía. Las nuevas configuraciones, las cromáticas, tienden, al menos en los comienzos de la fase wagneriana y poswagneriana, a empequeñecerse, a reducirse a un breve motivo, en correspon dencia con los reducidos intervalos melódicos. Sólo en la nue va música surgieron del crom atismo emancipado, allí donde los compositores lo intentaron, melodías grandes y libres. Ri
chard Strauss confesó en una ocasión que a él, propiam ente, nunca se le habían ocurrido más que motivos fragm entarios muy cortos; en Reger la melódica, atomizada, se convierte en pequeños intervalos de segunda que están desprovistos de cualidad alguna y que van pegando u n a arm onía con otra. La técnica berlioz-straussiana del imprévu, del corte como efec to, de la sorpresa perm anente, intenta paliar esta carencia haciendo de ella un principium stilisationis. M ahler sacó la consecuencia opuesta; impuso por dictado la melodía allí donde ésta ya no quiere estar, y con ello con firió su cachet a las melodías mismas; esto tiene una rem ota analogía con la m anera beethoveniana de represar el flujo to nal implantando sforzati y dejando allí, por así decirlo, la huella de la subjetividad. «Wie gepeitscht» [como fustigado], se dice en un pasaje del Scherzo de la Sexta sinfonía de Mah ler. Desde la larga melodía del últim o movimiento de su Pri mera M ahler tiene con sus tem as tan pocas complacencias como tendría con sus extenuados caballos un cochero obse sionado por llegar a la meta. Pero lo que a esta música la lleva hacia adelante es la violencia a que M ahler la somete, pues ésta es el impulso a ir más allá de la m edida inmanente, es el tenso esfuerzo que la lleva a hacerse añicos, es la tras cendencia del anhelo. Muchas veces ocurre en M ahler que los motivos describen ya en sí mismos, en un espacio mínimo, el movimiento tras cendente, y que acentúan arm ónicam ente ese movimiento me diante progresiones engañosas, como hizo en otro tiempo el denominado «motivo de la lanza» de Parsifal, allí donde, en las partes m odulantes en re m ayor del Preludio, aparece pri mero en las violas y en el «oboe contralto» —el com o in glés—, de donde pasa a los oboes y a los violoncelos, y luego, cuando se torna a alcanzar el la bemol mayor, ocupa fortissimo el prim er plano en los violines y en varias m aderas, mo dulando una vez más de cadencia evitada en cadencia evitada.’ De modo semejante, Mahler llega a menudo a una negra me diante tres corcheas que ascienden por intervalos de segunda; después se desciende una segunda hacia una negra con pun tillo, que es el punto de gravitación. La parte fuerte del com pás suena, bien en seguida, bien cuando se repite, sobre ar monías que son diferentes de las aguardadas. Tales pasajes ofrecen la paradoja de una sorpresa preparada: esto mismo vuelve a aparecer en Berg como artificio de la escritura. Lo otro, lo no aguardado, se divisa ya en aquello allende lo cual
va lo otro. Tales instantes son insaciables. A quienes escuchan a Mahler con exigencias externas a la obra, esos instantes tie nen que producirles un desconcierto especial. Una vez y o tra se hace la misma tentativa, como si la m úsica que choca con tra el m uro abrigase la esperanza de poder traspasarlo algu na vez: «Ah no, yo no me dejé rechazar.» Se melodiza de un m odo insaciable; insaciable es a veces el tono de las figuras individuales, e insaciable es tam bién la disposición form al. El contenido, que no tolera estar encerrado en un espacio cir cunscrito, en la justificación de lo finito, se adueña, sometién dolo a sí, del gesto del lenguaje musical, sabotea la norm a estética de orden y medida. Éste es el daño que la trascen dencia, en cuanto inalcanzada, deja tras sí en el contexto de inmanencia. El afecto colisiona con la civilización, la cual lo hace callar, por mal educado; una m úsica insaciable es la resultante de este conflicto. Esa música viola el tabú mimético.9 Quien es incapaz de contenerse busca refugio en el len guaje no conceptual, que todavía consiente un llanto sin lími tes y un am or sin barreras. A aquel gesto se asocia a veces, en la forma, un peculiar sentimiento del «después»: lo que anhelosamente quiere ir más allá de sí mismo es a la vez un adiós, un recuerdo. Algo de esto vive en la palabra entlachelnd [des-sonriendo] que aparece en un poem a de la prim era época de Werfel. Ése es el modo en que se da vida al tipo motívico de la segunda parte de la frase que en el adagietto de la Quinta tocan los prim eros violines y sobre la cual se encuentra la indicación m it Em pfindung [con sentim iento].10 La idea de la trascendencia se ha convertido en la curva gráfica de la música. El hábito melodizante de Mahler no se explica en modo alguno diciendo que él carecía de eso que vulgarmente se llama «ocurrencia» —Mahler mismo, por lo demás, no puso en duda esa categoría. Cuando lo considera ba preciso, producía tantas ocurrencias originales cuantas quería; sin esfuerzo alguno cabe reu n ir pruebas, desde el an dante de la Segunda sinfonía hasta el incomparable tem a principal del adagio de la Décima. La herética manipulación de las melodías se deriva, más bien, de la latente ley estruc tural de Mahler, o, dicho con la expresión demasiado psico lógica de Riegl, de su «voluntad artística». Si se hace violen cia a las melodías, es en razón del todo, que Mahler no olvi daba en ningún momento, a pesar de su obsesión por el de talle.
El reproche de lo querido y rebuscado va de ordinario asociado con el reproche de lo «condicionado por la época». Quien quiere m ás de lo que puede, se dice, es el sujeto hin chado y hueco del liberalismo tardío, que es el período de desintegración del romanticism o. Aunque son m uy pocos los puntos de contacto entre Mahler y Richard Strauss, del cual está sacado ese concepto de «período de desintegración del romanticismo», la m era cronología invita, sin embargo, a ha cer una comparación entre ambos. En la época de Salomé resultaba difícil, según decía Alban Berg, decidirse por Mahler o por Strauss. La fácil plum a de éste no sólo esparcía un gran num ero de pointes ilustrativas sobre una textura que era segura y a la vez sorprendente; es que, además, el cambio de una asociación a otra asociación confería una mayor movilidad tam bién a la estructura en sí misma y, en las m ejores piezas, la hacía más articulada. El im presionista Strauss, que en la superficie aparecía tan inno vador, se hallaba más a gusto que M ahler en la tradición del pequeño trabajo motívico; ju sto por ello el proceso de diso lución ha sido m ucho mayor en él que en la técnica mahleriana, la cual era al principio un poco rígida, a pesar de todas sus irregularidades. En comparación con el modo straussiano de lograr la vic toria sobre el tiempo, modo consistente en tener sin cesar ocupado y en vilo al oído, el modo m ahleriano se nos antoja ingenuamente anacrónico. Más que componer de acuerdo con una voluntad superior, el M ahler joven se dejaba guiar por algo que tenía m ás o menos vagamente en la cabeza; de aquí que sus piezas parecieran torpes y pesadas en comparación con las de Strauss, que controlaba cada nota e inyectaba vida incluso a las voces más remotas. Pero si Strauss m aneja sus m ateriales con tanta despreocupación, y está tan seguro de sus efectos, es precisam ente porque a él le preocupa poco el lugar al que quiere ir la música por sí misma, de acuerdo con su lógica inmanente. Strauss tra ta los m ateriales como un continuum de contextos de eficacia exactam ente calculados los unos con respecto a los otros. A estos contextos Strauss, a su manera, los organiza hasta en el más mínimo detalle; pero el ropaje de esos contextos es, por así decirlo, impuesto desde arriba a la música; a ésta se la trata desde lo alto de una m irada fija. Se desprecia la exigencia de escuchar pura mente la tendencia objetiva de los tem as y del todo, y de ejecutar compositivamente esa tendencia.
Si nos f ia m o s por el criterio de un concepto enfático de la técnica, el mucho más hábil Strauss queda técnicamente por debajo de Mahler, pues en éste la textura es objetivamen te más r i^ r o s a . La intención m etafísica de Mahler se realiza en la m edida en que él se entrega perdidam ente a la tenden cia objetiva de la obra, cual si fuese su propio oyente distan ciado. Es cierto que, vista desde la historia de los estilos, su m úsica no escapa, en virtud de la unidad de la época, a aquel concepto de «vida» que abarca tam bién las nuances irracio nales de Debussy y el ím petu de Strauss; pero el contenido de la m úsica m ahleriana es menos que en estos dos composi tores un eco confirmador de sem ejante vida. Mahler se ase meja, m ás bien, a las filosofías metafísicas que reflexionaron sobre la idea de la vida, a Bergson y al Simmel de la últi m a época. La fórm ula de Simmel, que dice que vida es «más que vida», no le cuadra m al a Mahler. La diferencia entre la música hedonista de Strauss, reflejo del vitalismo de la alta b u r ^ e s ía , y la m úsica trascendente de Mahler no se queda, sin embargo, en una diferencia de lo m eramen te expresado, sino que pasa a ser una diferencia de la mú sica compuesta. En Mahler la form a se olvida de sí misma. En Strauss sigue siendo la mise en scéne de una conscien cia subjetiva que jam ás c o n s i^ e librarse de sí y que, a pesar de toda su exterioridad, nunca se despoja de sí mis m a para convertirse en objeto. Strauss no fue más allá de la inmediatez del talento; atascado en ella, tuvo que co piarse a sí mismo, escribir La leyenda de Jacob y la Sin fonía de los Alpes, p a ra no hab lar de obras lam entables de la últim a época como Capriccio. Lo que en Mahler se inicia a tientas no fue nunca presa de la jerga que todo el m undo hablaba en la era guillermina. Esto fue guiando a Mahler hacia esa m aestría que hay en el «poder ser así y no de otro modo»; Strauss, en cambio, aca bó concordando con las m ercantilizadas músicas de acompa ñam iento de películas, en venganza por su mala ingenuidad, por su complicidad. El últim o Beethoven, modelo de todo gran estilo tardío, dijo adiós a la complicidad, y eso mismo hizo Mahler. La posición histórica de éste es la de la moder nidad latente, i ^ a l que la de Van Gogh, el cual aún se sentía a sí mismo como un im presionista y era lo contrario. Pese a que su actitud fundam ental es por principio más conservado ra, el M ahler tem prano tiene algo en común con el aspecto fauvista de los comienzos de la nueva pintura. Los propieta
rios de la cultura, cuando rechazan movimientos como el lento, cuidadosamente discontinuo, de la Primera sinfonía y se autoconvencen de que no es m enester tom ar en serio co sas como ésa, saben muy bien que allí hay algo y que tal vez precisam ente en lo que resulta ofensivo es donde está lo im portante. Reírse de esos movimientos y esos pasajes es siem pre tam bién solidarizarse con Mahler; el oyente se pasa al campo de éste. Raras veces la brusca aparición de lo que nunca antes ha existido arm oniza con el dominio perfecto de la tradición que se hace añicos. Es cierto que al principio la música m ahleriana concuerda m al con el concepto de niveau; pero lo que con ello hace es recordar a éste sus injusticias, su ingenua y acicalada obstinación en m antenerse dentro de un bien delimitado perím etro de técnica y de buen gusto, que da a la música, como po r a rte de brujería, la falsa fachada de lo válido. La violación del niveau cometida por Mahler, tanto da si querida o no querida, pasa a ser objetivam ente un recurso artístico. Al adoptar comportam ientos infantiles, M ahler desdeña ser adulto, porque su música cala a fondo la cultura adulta y quiere salirse fuera de ella. No costaría mucho trabajo dem ostrar que tam bién en aquellas composiciones que precisam ente los jueces de Mahler inscriben en el repertorio de lo que tiene su sede en la eter nidad existen cosas «condicionadas por la época»: errores de bidos a la rutina en Bach y en Mozart, su poquito de decora tivo heroísmo estilo «Empire» en Beethoven, de cromolitogra fía en Schumann, de salón en Chopin y Debussy. Esos ingre dientes atrofiados que hay en la música im portante son los que, por su condición de efímeros, dejan aflorar un contenido que no podría desarrollarse si no tuviera alimento en ellos. La separación entre lo «condicionado por la época» y lo «per manente» es infundada, pues lo que por ventura permanece no es otra cosa, tampoco en la música, que «la propia época aprehendida en pensamientos».11 A la postre lo que la idea misma de «permanecer» hace es cosificar la vida de las obras, convirtiéndola en una propiedad fija, en lugar de pensar esa vida en térm inos de desarrollo y atrofia, que es lo oportuno al referirse a obras humanas. En una ocasión alguien comparó las sinfonías de M ahler con las estaciones de ferrocarril de los países m eridionales y con los grandes almacenes que se asem ejan a catedrales.12 Pero la fantasía form al de Mahler jamás se habría emancipa do si en él no hubiera habido una voluntad de monumenta-
lidad. Si Mahler se hubiera contentado con las dimensiones íntim as de la música de género, no se le habría planteado la cuestión, decisiva en música, de la construcción de la dura ción. El program a, aunque fuera un program a desvencijado, de lo grandioso que su época transm itió a M ahler fue el trasfondo de su impulso metafísico, t!l cual está muy por encima del térm ino medio de esa misma época. Lo que la monumentalidad llegó a ser en Mahler dem uestra que el m ísero con cepto de lo «condicionado por la época», que, según dicen, habría que sustraer como un resto de lo perm anente y eter no, no basta para liquidar su obra ni ninguna obra im portan te; y que, por el contrario, el contenido de verdad se halla inserto en una tem poralidad que quienes con mayor vehemen cia deploran son precisam ente aquellos que en lo único que aventajan a la cosa que ellos estim an y desestim an es en ha ber nacido más tarde. M ahler salió a escribir El cantar de los cantares y lo que escribió fue La canción de la tierra. En su evolución la afir mación fracasó siempre, y ése es su triunfo, el único no des honroso, la derrota perm anente. Mahler refutó el decorativismo m onumental haciendo que lo m onum ental refutase su propio esfuerzo desmesurado tendente a lograrlo. únicam en te el fracaso le perm ite a M ahler no fracasar. No era posible alcanzar con menor riesgo la autenticidad de sus últim as obras, las cuales renuncian a toda ficción de salvación. El últim o movimiento de la Sexta sinfonía debe su prim acía den tro de la oeuvre de Mahler a que, estando compuesto con m ás m onum entalidad que todo lo demás, destruye el sortile gio de la apariencia afirmativa. La actual alergia contra lo colosal no es algo absoluto: tam bién ella ha de pagar su tributo. A esa alergia se le escapa de las manos la concepción del arte como m anifestación de la idea, la cual sería el todo. La cualidad no es tan indiferen te a la cantidad como parece, tra s haberse convertido esta últim a en las uvas verdes de la fábula. La reflexión no puede alcanzar esas uvas verdes, esto es, la cantidad, pero sí puede salvarlas. La violencia de una m úsica que destroza el corazón, que produce rompimientos, no le habría sido otorgada a Mah ler si en él no se hubiera puesto al rojo vivo eso que descali fican como subjetivismo barroco los aficionados a un barroco m usical que, por lo demás, no ha existido. Mahler, colmado de la tensión entre lo que, desde el punto de vista de la filosofía de la historia, es debido, pero a la vez
resulta imposible desde ese mismo punto de vista, sobrevive únicamente por aquello que en él es temporal. En él habría que criticar, antes bien, lo siguiente: que aquello que sería diferente del curso del m undo —es decir, el instante del tras cender, la suspensión de la estructura inmanente y de las categorías formales de esa estructura—, eso se congeló para él en una categoría, en el componente fijo de la forma. Quien conoce el lenguaje de sus sinfonías no m ira hacia adelante sin inquietud: ahora, se dice, la estructura quedará aflojada, zarandeada; ahora el episodio se extenderá irremisiblemente. Los toques m ilitares y los sonidos naturales que en sus obras aparecen resultan rígidos tam bién por esto, y no sólo porque quedan rem otam ente lejos del discurso de la lógica musical. La amenaza que sobre su música se cierne es lo que ella me nos quería ser: el ritual. Éste se deja notar incluso en las desproporciones de las form as, en las excesivas longitudes de los episodios m ás grandiosos, como el de la Burlesca de la Novena sinfonía, con su acumulación de glissandi. Lo que aquí consuela es la inagotable riqueza que M ahler ha sabido extraer de la funesta identidad de aquello que aspira a ser lo contrario. Sólo u n a voluntad apologética obtusa y tim orata podría negar que hay piezas flojas de Mahler. De igual modo que sus form as no se quedan dentro del perím etro de las form as dadas, sino que tem atizan en todas partes la propia posibili dad de éstas y la posibilidad de la form a musical en general, así cada form a concreta penetra en la zona del fracaso poten cial. La calidad estética misma no es inmune a las fisuras de Mahler. La obra con que sin duda ha aprendido a am ar a Mahler la m ayoría de la gente, la Segunda sinfonía, es posible que sea la que con m ayor rapidez se desvanezca, en razón de su verbosidad en el prim er movimiento y en el Scherzo, y en razón de cierto prim itivismo en el último movimiento, el de la resurrección. Este últim o movimiento habría necesitado aquella polifonía modelada en todos sus detalles a que se atreve el prim er movimiento de la Octava; la larga parte ins trum ental desvela indiscretam ente demasiadas cosas de la parte vocal, y su disposición parece deshilvanada; tampoco los toques de campana le hacen a uno estrem ecerse realmen te; sólo la entrada pianissimo del coro, así como su tema, conservan la fuerza sugestiva.
El adagietto de la Quinta, a pesar de su s i^ ^ c a ti v a con cepción como pieza singular dentro del conjunto, está a un paso, por su sonoridad zalamera, de la pieza de género; el últim o movimiento de esta sinfonía, lleno de frescor en mu chos detalles y que encierra ideas form ales novedosas, como la de usar en la composición musical algo parecido a la ace leración de imágenes en el cine, tiene sin duda demasiado poco peso frente a los tres prim eros movimientos. Aunque sobre ello cabe discutir, tam bién el últim o movi m iento de la Séptim a deja perplejo incluso a quien está dis puesto a concederle todo a Mahler. En una carta, Schonberg seleccionó de este movimiento ejem plos para demostrar la capacidad inventiva de Mahler.13 Pero incluso esos mismos ejemplos se quedan parados de un modo peculiar y están in hibidos en su evolución. Y aunque uno ponga todo su esfuer zo y se concentre en este movimiento, difícilm ente le quitará nadie el convencimiento de que en él se da una im potente desproporción entre la pom posidad de la presentación y la exigüidad del contenido. La culpa de esto la tiene, técnica mente, el diatonismo constante, cuya monotonía resultaba casi imposible evitar dentro de unas dimensiones tan considera bles. E ste movimiento es teatral: un azul tan intenso lo posee tan sólo el cielo del escenario encim a del demasiado cercano prado de fiesta. La positividad del per aspera ad astra de la Quinta, que es incluso sobrepujada por este últim o movimien to de la Séptima, sólo puede revelarse como tableau, como escenario en el que hay un variopinto barullo; acaso ya el últim o movimiento de la Sinfonía en do mayor de Schubert, la últim a pieza llena de positividad sinfónica que ha sido es crita, tiende secretam ente a lo operístico. El luminoso salto del violín solista en el prim er compás del cuarto m ovim iento de la Séptim a de Mahler, consuelo que sigue como una rim a a la aflicción del tenebroso Scherzo, es m ás digno de crédito que toda la pompa del quinto movimiento. M ahler se mofa suavemente de esa pompa en una ocasión, al ponerle el epíte to de etwas prachtvoll [un poco fastuosam ente], sin que el hum or logre imponerse, sin embargo. A la pretensión de que «se ha logrado», al miedo a las aberraciones aprés fortune faite, responden inacabables repeticiones deprim entes, sobre todo del tem a minuetista. El tono forzadamente alegre no provoca la presencia de la alegría, com o tam poco lo consigue la palabra gaudeamus: los cumplimientos tem áticos, que el
gesto del cumplidor anuncia con demasiado celo, no hacen acto de presencia. A Mahler se le daba m al el «decir sí». Su voz, como la de Nietzsche, da gallos cuando predica valores; cuando habla desde la m era convicción; cuando pone en práctica incluso aquel abominable concepto de la «superación» que luego es descuartizado p o r los análisis temáticos, y hace música como si hubiera ya alegría en el mundo. Los vanos movimientos jubilosos de M ahler desenm ascaran el júbilo; la incapacidad subjetiva de Mahler para el happy end es una denuncia contra éste. El happy end se hallaba incrustado todavía en las for mas tradicionales y podía pasar mientras la convencionalidad lo dispensaba de tener una responsabilidad específica; pero fracasa cuando la brom a se vuelve seria. Allí donde los mo vimientos afirmativos quieren ser el resultado de un proceso, el equilibrio no perm ite que esos movimientos sean inferio res a los prim eros. A las obras de este tipo las ñam ó Bekker «sinfonías de últim o movimiento». Estas obras se niegan al baile final, al poco riguroso residuo de la suite. Pero, a la vez, tampoco pueden aportar lo que postulan. Deben presentar soluciones, algo que ha quedado superado; no les es lícito ni repetir ni m enos aún sobrepujar las tensiones precedentes. La ru tinaria conclusión alegre del viejo sinfonismo tenía en cuenta esa limitación, como la tenía asimismo en cuenta la boda que siempre hay al final de las comedias. Mas el di namismo sinfónico ya no tolera eso, para que no quede redu cida a la nada la unidad de los movimientos, ya bastante pro blemática. Dado que ambas alternativas son objetivam ente falsas, el problema del últim o m ovim iento de las sinfonías, que Mahler fue el prim ero en agarrar por los cuernos, resul ta ya insoluble en ese mismo instante. Los últim os movimien tos que a Mahler le salieron bien fueron aquellos que aban donaron la apariencia de los astra. El últim o movimiento de la Sexta sinfonía lleva a su cumbre la tensión del prim ero y lo niega; La canción de la tierra y la Novena sinfonía evitan, con un instinto grandioso, ese problema; ni usurpan la homeostasis ni tampoco representan la comedia de una salida positiva y sin conflictos, sino que m iran con un gesto de inte rrogación hacia lo incierto. Aquí el final es la imposibilidad de ningún final, la imposibilidad de que la música sea hipostasiada como unidad de un sentido que está presente. La obra m aestra oficial de Mahler, la Octava sinfonía, culti va esa hipostasis. Los términos «obra maestra» y «oficial»
indican los puntos atacables, le genre chef d'oeuvre, Puvis de Chavannes, el cartón representativo, los gigantescos m am otre tos simbólicos. La «obra m aestra» es la fracasada revivifica ción, imposible objetivamente, de la obra m aestra cultual. No sólo pretende ser en sí una totalidad, sino además crear una totalidad del contexto de efectos. El contenido dogmáti co de que la obra m aestra tom a prestada la autoridad, se le ha neutralizado, convirtiéndose en un bien cultural. En ver dad la obra m aestra se adora a sí misma. El «espíritu» que el Himno de la Octava llama po r su nom bre ha degenerado en tautología, en m era reduplicación de sí mismo, m ientras que el gesto del sursum corda subraya la pretensión de ser más. Lo que de las religiones decía Durkheim aproximadamente por los mismos años en que se escribían esos Weihfestspiele [festivales sacros] que van desde el Parsifal hasta la Octava sinfonía, a saber: que son autopresentaciones del espíritu co lectivo, eso mismo se puede aplicar con toda fuerza en cual quier caso a las obras de arte rituales surgidas en el capita lismo tardío. El tabernáculo de su santuario está vacío. El chiste de Hans Pfitzner referido al prim er movimiento de la Octava, movimiento titulado Veni Creator Spiritus: « ¿y qué ocurre si no viene?», da en el blanco, con la clarividencia que es propia del rencor. No es que a M ahler le hayan fallado las fuerzas; precisam ente el prim er tem a es una invención admi rable p ata aquellas palabras, como genial es el pensamiento de vivificar m ediante los trombones, en los compases que vienen inm ediatam ente después, lo que, usando la term inolo gía de Riemann, habría que llam ar el .intervalo «muerto» de séptima que hay entre los dos prim eros miembros del motivo. Pero la invocación se refiere, de acuerdo con su sentido for mal objetivo, a la música misma. Im plorar que venga el espí ritu significa im plorar que la composición sea inspirada. La composición, al confundir lo venerabile del espíritu con ella misma, mezcla la religión y el arte, y está sometida al sortile gio de una consciencia falsa que se extiende desde Los maes tros cantores hasta el Palestrina de Pfitzner, y al que tam bién están sujetas las concepciones en que-Schonberg expresa su concepción del mundo, el hom bre de La mano feliz y el elegi do de La escala de Jacob. Mahler era sensible como ningún otro compositor de su época a las conmociones colectivas. La tentación que de aquí surge —la tentación de elevar al rango de algo absoluto y de
glorificar directam ente al colectivo que él sentía resonar den tro de sí— era casi demasiado poderosa. La culpa m ahleriana consiste en no haberla resistido. En la Octava renegó Mahler de su propia idea de la secularización radical de las palabras m etafísicas y puso esas palabras en su propia boca. Si, por esta sola vez, quisiéram os hablar de M ahler con conceptos to m ados de la psicología, habría que decir que la Octava, como ya el últim o movimiento de la Séptima, sería una identifica ción con el agresor. Esa sinfonía busca refugio en el poder y la gloria de aquello de lo que tiene miedo; la angustia falsea da de afirmación es lo oficial. Tanto la estructura social como el nivel de los constituti vos estéticos de la form a prohíben la obra m aestra. É sta es la razón por la que la nueva música se ha apartado de la sinfonía como tal; Schonberg no pudo acabar aquella sinfo nía cuyo potencial resultaba tan perceptible en La mano fe liz, y tampoco pudo term inar el oratorio y la ópera bíblica. Es difícil que los presupuestos filosófico-históricos fuesen más favorables para Mahler; sin embargo, éste, ingenuamente, osó la obra m aestra. Con esto pagó su trib u to a aquella tenden cia neoalemana para la que, a p artir de Liszt, ningún asunto era demasiado costoso ni demasiado excelso para la música y que tuvo tam bién su parte de culpa en la dilapidación de la denominada «herencia cultural», al haber hecho un uso secundario de ésta. La Octava está contam inada por aquella ilusión que cree que los asuntos sublimes —el himno Veni Creator Spiritu, la escena final de Fausto— garantizan tam bién la sublim idad del contenido. Pero los asuntos sublimes tratados por la obra de arte no son, po r lo pronto, nada más que su texto. El contenido puede conservarlo m ejor la nega ción que la ostentación, y de ello da un testimonio ejem plar en otras ocasiones la propia música de Mahler, aun en contra de la consciencia de éste. En la Octava Mahler cedió, sin em bargo, a aquella vulgarización de la estética hegeliana del contenido que hoy florece en los países del Este. E sta sinfonía se halla penetrada, desde el prim er acorde del órgano, por los sentim ientos sublimes y sublim antes que son propios de los festivales de coros y que una vez m ás se parecen en seguida a los que reinan en Los maestros canto res.1* El hecho de que, por am or al entusiasmo, la Octava simplifique la factura, no es una bendición para esta última, a pesar de la m agistral economía. La com prim ida polifonía del prim er movimiento, que aventaja a la Segunda por toda
la experiencia adquirida con las sinfonías instrum entales de la época interm edia, está inserta, por razones de estilización, dentro del restrictivo esquema del bajo continuo. Es cierto que en algunos pasajes el pathos de la obra m aestra atravie sa el concepto de obra m aestra y con ello la realiza: tal vez esto lo podrá apreciar del todo tan sólo quien tenga todavía en su oído el Accende tal como sonó en la ejecución dirigi da en Viena por Anton von W ebern. También la entrada de la reexposición conservaba entonces su violencia. Si es cierto que toda interpretación m usical h a de acudir en ayuda de la insuficiencia de las obras, la Octava necesita una interpretación perfectísim a. La estructura sonatista, que a una m irada retrospectiva le resulta cerrada, de su prim er movimiento, no se explica suficientemente diciendo que se debe a u n a necesidad de contraste con el segundo movimien to ni a una necesidad de crescendo. La sonata perm ite, antes bien, una especie de dialéctica frente al afirmativismo, el cual es total y a la vez no tiene fe en sí mismo. En el desarrollo se abre en la m úsica misma el abismo del mal y del error, y esto libera al Himno de resultar insulsamente edificante. En cambio, la música para los textos de Fausto se deja seducir por el fantasm a de la gran sencillez. El tem a empleado para las palabras Neige, neige [baja, baja] lo tom a esta música de una de las piezas para niños de Schumann, y no le da mie do la grandeza de las palabras. Resulta sorprendente que la música reproduzca muy poco aquello que en el poema parece ofrecerse de modo prim ario a la composición, a saber, la as censión desde los barrancos montañosos hasta el cielo m aria no. Seguramente la contemplación épica de M ahler vio aquí, más bien, una fenomenología del amor. Por ello le falta luego a la segunda parte el componente antitético, a pesar del verso que habla del «penoso residuo terrenal». La única pregunta hum anam ente digna sería la siguiente: qué es lo que, a pesar de todo, le ha salido bien a esta obra m aestra. Esto que ha salido bien no es algo que sencillamente se oponga a lo afirmativo; ni siquiera quien está del lado de los cabritos debería separar los corderos de los cabritos. La intención afirmativa de la Octava es tam bién la vieja inten ción m ahleriana del rompimiento, y esa intención no se inte gra del todo en lo oficial. Cuando en la m úsica para los textos de Fausto canta el coro de niños estas palabras: «Jauchíet laut, es ist gelungen» [Exultad en voz alta, pues se ha logra
do], por un segundo el oyente se siente estremecido, como si realm ente se hubiera logrado. Un aparente «decir sí» y un presente desprovisto de toda apariencia se entremezclan: sólo en esa apariencialidad pudo volver a hacerse oír, indomesti cado, el impulso prim ario de Mahler, el de la Primera sinfonia. El procedim iento musical es el que saca provecho de esto, sobre todo en la segunda parte. La elección de los tex tos, la arquitectura de la escena, que es como una cantata y que carece de reexposición, incitó a M ahler a utilizar aquella disposición form al libre que fue luego la de sus obras tardías. Esta pieza, muy amplia, y que se desarrolla en vastos com plejos, no es ya una sonata, pero tampoco es una m era suce sión de cantos solistas y de coros contrastantes, sino que, atravesada como está por una poderosa corriente evolutiva subterránea, es una «sinfonía» en el sentido en que lo es La canción de la tierra, con la cual tiene convergencias prodi giosas. La experiencia de la sonata sacrificada no ha sido inú til. La introducción, que se extiende hasta convertirse en un adagio, conduce claram ente a una frase principal en pleno tempo de allegro.15 Muchos de los cantos alla breve son el equivalente de un Scherzo.16 El campo de cumplimiento del incesante dinamismo lo es luego el himno del Doctor Marianus: Blicket auf [Alzad la m irada]. El Chorus mysticus se vuelve hacia atrás, por así decirlo, con el gesto propio de la coda. Lo que da su sello a este movimiento es la combinación de unas relaciones arm ónicas básicas intencionadamente sim ples con una conducción de las voces que se emancipa de aquellas relaciones. La introducción, sobrem anera inspirada, en m i bemol menor, otorga individualidad al tipo mahleriano de una arm onía que se va alejando de la tierra sin hacer uso de los grados. La energía potencial de esa armonía se actua liza en los cantos, de una emoción salvaje, del Pater ecstaticus y del Pater profundus. Es una cosa bastante enigmática, pero el texto mismo aportó a Mahler algo del color que tiene la gewura de la Cábala.17 El hecho de que constantem ente se ponga sordina a la gigantesca orquesta, reduciéndola al papel de acompañamiento, favorece que una cierta nitidez aguda y tam bién unas mezclas solistas produzcan una desintegración de la sonoridad; la segunda parte de esta obra, tan criticada por la masa de sus efectivos, es pobre en efectos de masa acumulados; no se puede decir que haya aquí un aumento excesivo de los recursos externos. La razón del empleo de ta les efectivos es probablemente el deseo de M ahler de instru
m entar a veces con un color homogéneo sonoridades polifóni cas, para lograr así efectos monumentales. Todo, tanto la cam pante utopía como la recaída en el decorativismo gran dioso, está aquí en el filo de la navaja. El peligro de Mahler es el peligro de quien quiere hacer de salvador.
VIII. La larga mirada
Las huellas de los recuerdos de la infancia, cuyo brillo es tal que parece como si sólo p o r ellas mereciese la pena vivir, son el lugar en donde la música mahleriana se aferra a la utopía. Mas para Mahler no tiene menos autenticidad la cons ciencia de que esa felicidad es una felicidad perdida y de que sólo en cuanto tal se convierte en lo que nunca fue. Las últi mas obras hacen justicia a esto m ediante un salto brusco. No se dejan deslum brar por el poder y la gloria ante los que claudicó el contexto de inmanencia compositivo de la Octava, sino que quisieran librarse de lo que de falso hay en tal poder y tal gloria. M ahler abandona el abuso afirmativo. Y lo abandona no sólo por el tono que tienen sus últim as obras, u n tono de despedida y de m uerte; tampoco toma ya parte en el juego el procedim iento musical, testim onio de una consciencia his tórica que, sin la m enor esperanza, siente u n a inclinación ha cia lo vivo. Las situaciones extrem as del alm a, que en la fase tard ía de M ahler son expresadas con unos recursos musicales que para los años posteriores a 1900 resultaban ya un tanto tradicionales, hacen que tales recursos se distancien entera m ente de sí mismos: hasta tal punto se satura lo general de lo particular, que acaba reencontrando en esto una generali dad vinculante. Volviendo los ojos hacia atrás, la muchacha de La canción de la tierra dirige «largas m iradas de anhelo» a aquel a quien am a en secreto. Ésa es tam bién la m irada de esta obra, una m irada succionante, llena de dudas, vuelta ha cia a trá s con u n a ternura abismal: como sólo lo había sido, en obras anteriores de Mahler, aquel ritardando que aparece en la Cuarta sinfonía, pero tam bién como la m irada de la Recherche proustiana, surgida hacia la misma época; la unidad de los años tiende un inestable arco entre dos artistas que nada supieron el uno del otro y que se habrían entendido apenas. Las jeunes filles en fleur de Balbec son las doncellas chinas de Mahler que cortan flores. El final del canto cuarto de La canción de la tierra, el que habla de la belleza, en con creto la entrada de los clarinetes en el posludio,1 un pasaje
de esos que le son otorgados a la música sólo cada cien años, torna a encontrar el tiempo como tiempo irrecuperable. En los dos, en Mahler y en Proust, la felicidad sin frenos y la melancolía sin frenos proponen su charada; la esperanza tie ne su últim a m orada en la prohibición de trazar imágenes de la esperanza. Pero en ambos es la esperanza la fuerza de dar nom bre a esos olvidos que en la experiencia yacen ocultos. Al igual que Proust, de la infancia es tam bién de donde ha salvado su idea Mahler. Su música aventaja a cualquiera otra de su época porque aquello que es, en razón de su propia idiosincrasia, incambiable, inperm utable, se convirtió para Mahler, sin embargo, en lo universal, en el secreto de todos; entre los com positores, seguram ente sólo Schubert igualó a Mahler en esto. El niño que cree estar componiendo música cuando ju guetea con las teclas del piano otorga una relevancia infinita a cualquier acorde, a cualquier disonancia, a cualquier giro sorprendente. Oye esos sonidos con el frescor de lo que ocu rre «por prim era vez»; es como si tales sonoridades, que en la mayoría de los casos son meras fórmulas, nunca antes hu bieran existido; como si esas fórmulas estuvieran cargadas con todo aquello que el niño se representa al oírlas. Es impo sible m antener esa creencia, y quien intenta recuperar ese frescor se convierte en víctima de la ilusión que ya aquel mismo frescor era.2 Mahler no se dejó disuadir de eso, sin embargo, y por ello intenta sustraerlo al engaño. Los movimientos de sus sinfo nías, tomados en su integridad, quisieran sum inistrar a su contenido musical esa cualidad de «Por vez primera», que se evapora de cada elemento individual. M ahler dedica a lo que no es arbitrario toda la arbitrariedad propia de la dominación del m aterial; su música sinfónica adquirió la capacidad de hacer eso gracias a que fue envejeciendo, a que se fue empa pando poco a poco de experiencia, que es el m édium de las obras de arte épico. Algunos pasajes aislados m uestran esto ya tem pranam ente; resulta imposible dejar de oírlo, tanto menos cuanto que tales pasajes se destacan por su calidad específica de todo aquello que los rodea. En el Lied titulado Liebst du um Schonheit [Si me amas por mi belleza], que cierra el ciclo de las denominadas Siete canciones de la últi ma época —ciclo que sin duda fue compuesto a la vez que la Quinta sinfonía—, la parte de canto term ina en un la, que es la sexta de la tónica y que resulta disonante con respecto a
la tríada tónica; es como si el sentimiento no encontrase el camino que lleva hacia fuera y quedara asfixiado por su pro pia demasía. Lo expresado prevalece h asta tal punto que con vierte en indiferente al fenómeno, al lenguaje m ism o de la m úsica. Ese lenguaje no se dice a sí mismo hasta el final, la expresión se transform a en sollozo. Eso que aquí le ocurre al lenguaje en detalles aislados, en las últim as piezas. se apodera de él en su totalidad. Muy por encima de su significado funcional, la experiencia colorea con su tinte todas las palabras y todas las configura ciones de la m úsica del M ahler tardío, y lo hace de un modo que sólo se da, po r lo demás, en el estilo tardío de la gran poesía. La originalidad de La canción de la tierra tiene poco que ver con el concepto tradicional de originalidad. Los giros familiares tomados del repertorio del lenguaje musical ad quieren fulgor; quien pronuncia algo habitual detrás de lo cual se encuentra su vida entera dice más de lo que dice y dice otras cosas que las que dice. La música se convierte en papel secante, en algo cotidiano que se impregna de lo signi ficativo y lo hace aparecer sin someterse a ello. Siempre ha bía estado en el sentir de Mahler el propósito de dar a lo trivial, m ediante la experiencia, una función nueva, la de lo abstracto; en su estilo tardío la experiencia hace que ya ni siquiera nos venga a la m ente la idea de que lo trivial es trivial. Fórmulas como las que aparecen en la últim a pieza de La canción de la tierra, así las palabras: «O sieh! wie eine Silberbarke schwebt der Mond» [Oh, m ira cómo se balancea cual una barca de plata la luna! ] , o su paralelo: «Du, mein Freund, m ir war in dieser W elt das Glück nicht hold» [Oh amigo m ío, la dicha no me ha sido propicia en este m undo],4 fórm ulas que al mismo tiempo son cotidianas y únicas, ante riorm ente las había habido tan sólo en el últim o Beethoven, y acaso en el Otelo de Verdi, cuando la esencia extractada de enteros desarrollos ariosos queda acum ulada en un único mo tivo: haciéndose pequeño, lo inesencial se vuelve esencial, como ocurre en el cofrecillo de La nueva Melusina de Goethe. A lo general de una vida y a la concreción casi m aterial del instante se los obliga a em patar; a la rota felicidad sensible se la fuerza a que se convierta en algo suprasensible. Lo que es casi una nada, en el comienzo mismo de la Navena sinfonía, posee una relevancia semejante. Allí, en un re mayor no enturbiado por ninguna nota, una parte de acom
pañam iento de los violoncelos y de la trom pa introduce, en la cadencia, un si bemol.5 El polo m enor de la vieja polaridad está representado po r una única nota. Come p o r efecto del ácido, en ella se ha reconcentrado el sufrimiento;- es como si éste ya no fuera expresado, sino que se hubiera sedimentado en el lenguaje mismo. De igual m anera, el sufrim iento es para el hom bre m aduro el presupuesto inexpreso de todo lo que dice. La música contrae la com isura de los labios. En sí sola, aislada, aquella sexta m enor sería banal, demasiado inane para lo que se quiere decir. Pero la densidad de la experien cia cura de su fragilidad a esa sexta m enor, como a todos los convencionalismos que también el Mahler tardío tolera: los recursos musicales enajenados se entregan sin resistencia a lo que denotan. Con ello tiende Mahler a lo documental, al igual que la novela de Proust tiende a la autobiografía; esto es algo que brota, a la postre, de la voluntad del arte de so brepujarse a sí mismo. Lo que es comunicado de modo inaparente hace que el contexto de sentido, que se asim ila cual quier elemento, se junte con la desintegración, con el afloja m iento del sortilegio estético. Para «desaparecer ante lo que aparece», como dice Goethe, y para im pregnar simultáneamente a su música del dolo roso arom a del recuerdo, el últim o M ahler tiende hacia el exotismo propio de su época. China se convierte en principio de estilización. De los decorativos textos de Hans Bethge uti lizados en La canción de la tierra, textos que ciertam ente no estaban predestinados por nacimiento a ser inmortales, ex trajo M ahler aquel destello que sin duda le estaba en los vie jos originales aguardando. Pero la Novena, de la que no sin razón se ha dicho que comienza allí donde term ina La can ción de la tierra, mantiene el mismo escenario. También ella sigue utilizando la escala de tonos enteros para construir las melodías y, consecuentemente, para la arm onía, sobre todo en los movimientos segundo y tercero. Mahler trabajó con el pentatonism o y con una sonoridad procedente del Lejano Oriente en un m omento en que, dentro del movimiento gene ral del arte europeo, todo eso estaba ya ligeram ente anticua do y la escala de tonos enteros se hallaba superada. Sin em bargo, Mahler sabe sacarle a esa escala algo de aquella cuali dad chocante que ya había perdido tras ser cultivada por Debussy. Allí donde un acorde de tonos enteros sirve de acom^ pañamiento a las palabras que hablan, en el «Brindis de las
m iserias de la tierra», de las «podridas fruslerías», la música, por así decirlo, se reduce a m igajas.6 Tales elementos apenas quieren ya que se los goce de ma nera impresionista. Por lo demás, tam bién en Debussy y en el Strauss de Salomé el exotismo iba ligado a la evolución del m aterial; eso que se traía desde fuera, como algo impor tado, a la tonalidad occidental, eso socavaba el predominio de esa tonalidad y sobre todo el de la cadencia. En el Mahler tardío ese acento musical tiene como misión ayudar a expre sar con giros que eran ya corrientes algo enteram ente indivi dualizado. La China inauténtica, apenas esbozada con discre ción extrema, desempeña un papel sim ilar al que desempeñó en el M ahler tem prano la canción popular: pseudomorfosis que no se tom a a sí misma a la letra, sino que se hace elo cuente gracias a su inautenticidad. Mahler, sin embargo, al sustituir la canción popular austríaca por algo venido de le jos, por un Oriente admitido como recurso estilístico, se des poja de la esperanza de encontrar una cobertura colectiva para lo suyo propio. También en este aspecto son sus obras tardías romanticismo de la desilusión como no lo había sido ninguna otra obra desde El viaje de invierno de Schubert. El exotismo de Mahler fue el preludio de la emigración. Tras haber dimitido de la dirección de la ó p era Im perial de Viena, Mahler se m archó realmente a Norteam érica; allí sucumbió. También en los años veinte Berg jugaba con la idea de emi grar; y cuando alguien le preguntó cómo pensaba acomodar se a la civilización técnica, respondió que, al menos, ésta era allí, en Norteam érica, consecuente, y funcionaba. El compor tam iento de Mahler con respecto a los recursos técnicos era semejante. La canción de la tierra está asentada en aquella mancha blanca del atlas espiritual en donde, bajo un cielo mineral, la China de porcelana confina con las rocas, de un rojo artificial, de las Dolomitas. Ese Oriente es pseudomorfosis también como cobertura del elemento judío de Mahler. Resulta impo sible, desde luego, señalar exactamente con el dedo dónde se encuentra en la música de M ahler ese elemento, como resulta imposible hacerlo en las obras de arte; ese elemento se sus trae a la identificación, y, sin embargo, está, indeleble, en el conjunto. El intento de negarlo, con el fin de secuestrar a Mahler para integrarlo en una concepción de la música ale mana contam inada de nacionalsocialismo, es tan absurdo como el secuestrarlo para la lista de los compositores nacio
nales judíos. Sin duda son escasas en la música m ahleriana las melodías procedentes de la música de las sinagogas o de la música judía profana; lo que más podría apuntar en esa dirección sería un pasaje del Scherzo de la Cuarta sinfonia.1 Lo que en M ahler es judío no participa directamente de lo popular, sino que se expresa, a través de todas las mediacio nes, como algo espiritual, no sensible, pero que se dejan sentir en la totalidad. Con ello desaparece desde luego la diferencia entre el conocimiento de ese aspecto de Mahler y la interpre tación filosófica de la música en general. Esta interpretación se halla rem itida a la inmediatez m usical y a sus form as téc nicas de organización; y la inm ediatez está rem itida tam bién, a su vez, al espíritu de la m úsica. No es posible aprehender ese espíritu de m anera abstracta, como con un golpe de vari ta mágica, ni aprehenderlo tampoco en los datos sensibles que no han pasado por la reflexión. Comprender la m úsica no es sino ejecutar la interacción de ambas cosas: la m usicalidad del sujeto y la filosofía de la m úsica convergen. Lo que en el estilo tardío de Mahler no viene aportado ya por la m anera compositiva, sino por el m aterial mismo, a sa ber, las estridencias, las ocasionales nasalidades, las gesticula ciones, la confusión de las voces que hablan, todo eso hace suya sin atenuación la causa de aquel elem ento judío que es tim ula al sadismo. Los efectos de distanciamiento que apare cen en La canción de la tierra están tomados con fiel oído de aquel elem ento crispante que la m úsica del Extrem o Oriente ineludiblemente conserva para el oído europeo. La expresión «muralla china» la encontram os en Karl K raus y en Kafka. De éste podría e sta r tomada la historia del golpe de tam-tam dado en N orteam érica por un bom bero y del que se dice que produjo en Mahler un choque traum ático, y que sin duda re torna al final del fragm ento llam ado «Purgatorio» de la Déci ma sinfonia. Bien podría, en Mahler, ser una banda de bom beros la que tocase la m úsica para el Juicio Final. La utopía de Mahler es una utopía desgastada, como el Teatro de la Na turaleza de Oklahoma. A los judíos asimilados —lo mismo que a los sionistas— el suelo se les hunde bajo los pies; me diante el eufemismo de lo extraño quisiera el extranjero apla car la sombra del horror. Esto, y no solamente la expresión de la angustia individual de un enfermo ante la m uerte, es lo que otorga a las últimas obras de M ahler su seriedad de do cumento. La imaginería china de La canción de la tierra procede di
rectam ente, con nexos motívicos palpables, de la Palestina bíblica evocada en la música para el Fausto del segundo mo vimiento de la Octava; esto ocurre sobre todo en el canto que m ás alegre es hacia fuera, el titulado «Sobre la juventud». El exotismo no se da p o r satisfecho con el pentatonism o y la es cala de tonos enteros, sino que modela en su integridad la textura; la vieja ausencia del bajo continuo en M ahler encuen tra su hogar en tierra extraña. Lo que del rem oto sistema musical es imposible reproducir enteram ente, eso se convier te en un ingrediente del sentido, como si al sujeto la tierra de la vida pasada se le hubiese quedado tan lejos como tales idiomas. En gran medida contribuye a ello el agudo registro del tenor, a menudo desnaturalizado a la m anera china; ese registro ha dificultado h a sta hoy, de un m odo casi insupera ble, la interpretación de esta obra. Esto, y no el miedo a su propia obra, fue sin duda lo que movió a M ahler a no ejecu tarla. El unísono impreciso, un unísono en el cual voces que son idénticas entre sí divergen un poco en el ritm o y que desde las Canciones de los niños m uertos representa un correctivo im puesto por la improvisación a los Lieder artísticos dema siado pulidos, ese procedimiento está utilizado de un modo enteram ente consecuente en La canción de la tierra. Por lo demás, tam bién aparece en la Octava; en ésta brota sin duda del sentim iento de la divergencia, asentada en el m aterial mismo, entre la invención vocal y la instrum ental. Pero lo que el exotismo aporta en La canción de la tierra es, sobre todo, el principio tem ático de la construcción. De la escala pentatónica elige M ahler el grupo de las notas críticas, la su cesión melódica de la segunda y la tercera, es decir, la desvia ción de la escala diatónica, que procede por segundas. Esa sucesión form a un motivo prim ordial [Urmotiv] latente. De modo análogo había procedido Wagner en el Tristán, incita do a ello por la penuria del pancrom atism o. Aquel motivo, form ado por las notas la-sol-si, con sus innúm eras modifica ciones y trasposiciones, entre las que están tam bién la inver sión, el movimiento retrógrado y la rotación en torno al pro pio eje, es algo que se halla a medio camino entre un compo nente tem ático y un vocablo del lenguaje musical y represen ta con ello, sin duda, el m ás tardío y el más incisivo modelo de las «figuras básicas» de la técnica dodecafónica de Schonberg. Al igual que en ésta, también en La canción de la tierra
el motivo está plegado en la simultaneidad; por ejemplo, en el acorde no resuelto con que la obra concluye. La canción de la tierra es una sucesión de seis cantos con orquesta, el último de ellos de unas dimensiones notables. En todas estas piezas, sobre todo en la prim era, la presentación sinfónica hace saltar las fronteras del Lied. Sin embargo, los m ás de esos cantos están claram ente concebidos de m anera estrófica, al igual que los Lieder m ahlerianos anteriores. Sin embargo, las variantes llegan extraordinariam ente lejos. Se extienden tam bién al plan de las tonalidades. A menudo las repeticiones estróficas acontecen en un plano tonal nuevo y sólo al final vuelven a alcanzar el plano original; la estratifi cación perspectivista de superficies armónicas, derivada de las sinfonías, va unida con lo estrófico. Sólo ocasionalmente, así en «Sobre la juventud» y en «El borracho en primavera», re sultan evidentes como tales de modo inm ediato los finales y los comienzos de las estrofas; a Mahler le gusta ocultarlos, y el recurso que emplea para lograrlo consiste en modificar el m ontaje del material motívico. En el movimiento prim ero y en el último los tipos del desarrollo y del campo de suspen sión quedan fusionados en interludios orquestales previos a las estrofas conclusivas, que hacen, por así decirlo, las veces de la reexposición; la form a de La canción de la tierra conoce también, sin embargo, el instante de la autorreflexión, como ocurre en «El borracho en primavera».8 El prim er movimiento es un Bar; sólo hacia el final,9 poco antes del estribillo, retorna el Abgesang al Stollen. El último movimiento, la larga parte conclusiva, oscura combinación de dos poemas, interpreta la form a estrófica como alternancia de campos am pliam ente proyectados que se corresponden en tre sí. Como si la corrélación de estos campos no bastara por sí sola para organizar m usicalm ente obras en prosa, se enfren tan entre sí partes recitativas, «carentes de expresión», y par tes de mayor firmeza melódica, sum am ente expresivas. Lo que W agner había puesto fuera de circulación en la ópera, eso, re descubierto, modela aquí la prosa musical. Schonberg aplicó igual procedimiento, más o menos por la misma época, en el último movimiento de su Cuarteto de cuerda n.0 2, y a p a rtir de entonces escribió una y o tra vez recitativos; en las obras escénicas extensas de la nueva música, en De hoy para maña na, en Moisés y Aarón, en W ozzeck y en Lulú los recitativos se han impuesto. Sin duda su resurrección en el M ahler tar dío se debe a la condición hablante de su música, que en oca
siones se siente h arta de la mediación de la música absoluta; es decir, se debe a su tendencia a lo documental. La canción de la tierra se rebela contra las form as puras. Es un tipo hí brido. A ese tipo le dio Alexander Zemlinsky más tarde, en una obra suya, el nom bre de «Sinfonía lírica»; y su influjo se prolongó hasta la Suite lírica de Berg, que consta asimismo de seis movimientos. Ya las Canciones de los niños m uertos tienen una disposi ción arquitectónica; la últim a es un Finale rudim entario. La concepción de la sinfonía de Lieder es enorm em ente adecua da a la idea m ahleriana: un todo que, sin respetar esquemas impuestos a priori, va brotando de acontecimientos individua les que se siguen unos a otros con sentido. A p a rtir de la Cuarta sinfonía las Canciones de los niños m uertos expanden sus rayos sobre la entera obra de Mahler, cual si fueran un centro latente de fuerzas. Una cita de esas Canciones está es condida 10 incluso en la Octava sinfonía, de cuyo paisaje es del que más alejadas se encuentran, a pesar de las voces de los niños prem aturam ente m uertos. La relación específica de las Canciones de los niños m uertos con La canción de la tierra hay que buscarla, sin duda, en la experiencia de que en la ju ventud son percibidas como prom esa de la vida, como felici dad anticipada, infinitas cosas de las que, luego, el hombre que va envejeciendo se da cuenta, a través del recuerdo, que en verdad los instantes de tal prom esa fueron la vida misma. El últim o M ahler salva la posibilidad desatendida y perdida contemplando, como con unos gemelos de teatro invertidos, la niñez en la que eso aún habría sido posible. Ésos son los instantes a que se refieren los poemas elegidos para los can tos tercero, cuarto y quinto. / El color de «El solitario en otoño», apoteosis de la orques ta de las Canciones de los niños muertos, es el mismo color de la expresión «oro viejo». Lo orgánico que se va pudriendo brilla con un color metálico, como en los poemas sobre el otoño de El año del alma de George. El canto que habla del pabellón, y que acaba como un es pejismo transparente, trae a la m ente el relato chino de aquel pintor que desaparece en su cuadro, garantía insignificante e indeleble.11 El empequeñecerse, el desaparecer, es la manifes tación de la m uerte, m anifestación en la cual la música con serva asimismo lo que desaparece. «Unos amigos, vestidos con herm osos ropajes, beben, charlan»: en la realidad jam ás han sido tal como son en la m iniatura del recuerdo, que pro
mete eso a los aún no nacidos. En sem ejante rejuvenecimien to los m uertos son nuestros hijos. En la época en que se compuso La canción de la tierra no era posible solucionar mu sicalmente la pointe literaria del poema que habla del pabe llón, a saber, el reflejo que aparece en el agua. M ahler reac ciona a esto con su recurso nativo, el menor, un episodio me lancólico. La insólita pieza de «El borracho en primavera» pone de manifiesto, sin embargo, hasta qué punto aquella pointe era la pointe propia de la concepción mahleriana. Tras la másca ra de un tono objetivo de balada, la situación de esta pieza es ya la situación expresionista. El espacio interior está aislado, carece de puentes que lleven a la vida, de la cual pende, sin embargo, con cada una de sus fibras la música de Mahler. Con un realism o paradójico la obra piensa la situación hasta el final, y lo hace con una franqueza total: la afinidad de Mah ler con Proust es la afinidad del monologue intérieur. La aflic ción del estanque que actúa de espejo se debe a que al dolor del siglo —que es el que a la postre corta los hilos— la atracti va vida real se le aparece como el sueño invocado en la prim e ra línea del poema, m ientras que la interioridad desprovista de objetos se transm uta en realidad. Cuando, en un pasaje ine fablemente conmovedor, el borracho oye la voz del pájaro —la naturaleza como confortamiento de la tierra—, le parece «como si estuviera soñando». En vano querría el borracho volver atrás. Su soledad se exacerba en la embriaguez, mezcla de desesperación y del placer de la libertad absoluta, en una zona que es ya la de la muerte. El espíritu de esta música converge con Nietzsche, al que Mahler fue adicto en su ju ventud.12 Pero allí donde el Dioniso del interior desprovisto de objetos enarbola, despótico e impotente, sus tablas, la mú sica de Mahler escapa a la hybris reflexionando sobre su pro pio grito, riéndose de su propia falsedad e introduciendo esa risa en la composición. La embriaguez de la autodestrucción, el corazón incapaz de contenerse se dona a aquello de que está apartado. Su propio hundimiento quiere la reconcilia ción. El últim o movimiento, adagio, de la Novena sinfonía, por ejemplo el últim o período de la prim era estrofa en re bemol mayor, tiene el mismo tono exuberante propio del autosacrificio.13 Pero el tambaleo del borracho, imitado po r la mú sica, deja en trar a la m uerte por los espacios vacíos que hay entre las notas y los acordes. En Mahler la música recupera el escalofrío de terro r que hay en Poe y en Baudelaire, el
gout du néant, como si ese escalofrío se hubiera trocado en un distanciam iento del propio cuerpo: La canción de la tierra está traída de la región de aquella locura que hace tem blar a las interjecciones que aparecen en el autógrafo de la Décima sinfonia. En «El adiós», en fin, la apariencia de la felicidad, que ha bía sido hasta ese m omento el elemento vital de toda música, se volatiliza. Puesto que la felicidad es sagrada, la música deja de fingir que la felicidad existe ya. Lo único que de ella queda es el delicioso adorm ecerse de quien ya nada tiene que per der; los afirmativos llaman a esto carencia de ethos. Tampoco el tono de este movimiento es el de la desesperación. Prosa sacudida po r sollozos en medio de la tonalidad, este movi m iento llora sin razón, como alguien embairgado por el re cuerdo; ningún llanto tendría más razones. Los campos com positivos que aquí aparecen son hojas de un diario; cada cam po tiene su tensión propia, algunos una tensión extrema, pero ninguno está arriostrado con el otro; son como páginas que se van pasando en el m ero tiempo, cuya aflicción es im itada por la música. Es difícil que en ningún otro lugar alcance la música de M ahler una disociación tan sin reparos; los sonidos naturales se entremezclan en grupos anárquicos, potenciando la vieja indicación m ahleriana: «sin p restar atención al tempo».14 Con frecuencia la música se cansa de sí misma y se descoyunta: 15 en esos momentos el flujo interior se impone al agotamiento del flujo exterior y el vacío mismo se convierte en música. Sólo mucho m ás tarde la nueva música volvió a componer así el silencio. También en la dimensión vertical hay disociación: los acordes se dispersan en voces aisladas. El recurso contras tante del recitativo contagia al todo, cuyo tejido es muy te nue; los instrum entos m archan cada uno por su lado, como si quisieran m usitar sus palabras para sí solos, sin ser oídos. El balbuciente Ew ig [eternam ente] del final, repetido como si la composición hubiera resignado el bastón de mando, no es, sin embargo, u n panteísm o que alce la m irada hacia bien aventuradas lontananzas. No se finge, como consuelo, ningún «Uno y Todo». El título «La canción de la tierra» podría resultar sospe choso de complicidad con títulos, procedentes de la esfera neoalemana, como «Sinfonía de la Naturaleza» o «El cantar de los cantares del vivir y del morir»; pero eso no ocurre. Y no ocurre porque el contenido de la obra, al igual que jus
tifica las extraordinarias pretensiones contenidas en el título, b o rra asimismo, po r su verdad llena de aflicción, toda pompo sidad. También la atm ósfera que la m úsica otorga a la palabra «tierra» capacita al contenido para lograr eso. De la tierra se dice, en el prim er canto, que perd u rará largam ente —no eter namente—; y, en el último, el hom bre que se despide la llama «querida tierra», como si la abrazase m ientras va desapare ciendo. Para esta obra la tierra no es el Universo, sino aquello que, cincuenta años más tarde, le fue dado recuperar a la ex periencia de quien vuela hasta grandes alturas: una estrella. Para la m irada de la música, para esa m irada que abandona la tierra, ésta se convierte en una esfera abarcable con la mi rada, tal como entretanto se la ha conseguido fotografiar des de el espacio cósmico; no es el centro de la creación, sino algo dim inuto y efím ero. A tal experiencia se agrega la melan cólica esperanza puesta en otros astros que estarían habita dos por seres más felices que los humanos. Pero la tierra ale jada de sí misma carece de la esperanza prom etida en otro tiempo por las estrellas. La tierra se sumerge en galaxias va cías. En ella hay belleza como reflejo de una esperanza pre térita que llena el ojo moribundo, hasta que éste se hiela bajo los copos del espacio desprovisto de límites. El instante del arrobo ante sem ejante belleza tiene la osadía de plantar cara al sometimiento a la naturaleza desencantada. Ninguna meta física es posible, y esa imposibilidad se convierte en la últim a metafísica. En el prim er movimiento de la Novena sinfonía, que es una pieza puram ente instrum ental, el reflejo de la vida inme diata en el médium del recuerdo es tan palpable como en La canción de la tierra, que todavía comenta el recuerdo con tex tos. Pero la música absoluta, que va sonando de presente en presente, es siempre incapaz de ser p uro recuerdo. El prim er movimiento de la Novena, que es la obra m aestra de Mahler, se deja inspirar po r esa imposibilidad. W infried Zillig ha llamado la atención sobre la circuns tancia de que los cuatrocientos cincuenta compases de ese prim er movimiento constan, desde el principio hasta el final, de una única melodía. La totalidad del movimiento está melodizada en su integridad. Todas las fronteras separadoras de los períodos están difuminadas: el lenguaje musical pasa a ser enteram ente un lenguaje que habla. Pero allí donde se su perponen y entrecruzan, las voces melodizantes susurran
como en sueños. La colectividad anhela así ingresar en la sin fonía del que ha dicho adiós; la colectividad sirve de trasfondo a la voz que narra. Este prim er movimiento de la Novena sinfonía, que es en teram ente épico, comienza contando cosas del pasado; co mienza desde muy lejos, como si ahora se fuera a narrar algo y, sin embargo, se hubiera de m antener oculto lo narrado, de igual m anera que tam bién al inicio del últim o movimiento de la Sexta sinfonía se levanta el telón sobre algo que es inefa ble e invisible. Todo este movimiento siente inclinación por comienzos de frase constituidos por un solo compás; en ellos se atasca un poco el discurso, que va acompañado por la pe sada respiración del narrador. Los pasos casi fatigosos de la narración, que constan de un solo compás, llevan el gravoso peso de la andadura sinfónica, al inicio de la m archa fúnebre,16 como si llevasen un ataúd en un pesado cortejo fúnebre. Las campanas de acompañamiento no son las campanas cris tianas; a un mandarín es a quien se lleva a la tum ba con una pompa tan pérfida. El hecho, sin embargo, de que este mo vimiento haya trabado antes relaciones con el tiempo hace que quede enredado en los lazos de la inmediatez, en los lazos de una segunda vida que es tan florida como la pri mera: «A menudo soy apenas consciente de que la alegría salvaje se estremece.» La música se va desplegando en la me dida en que va perdiendo la distancia con que comienza. Re torna al m undo y, con el tercer tem a de la exposición, pasa manifiestamente a la pasión. El recuerdo se olvida de refle xionar sobre sí mismo, hasta que la engañosa inmediatez re cibe en su punto culminante un golpe horrendo, el m em ento de la caducidad. Sólo escom bros le quedan en las m anos, y una dudosa confortación lisonjera: la m úsica se repliega de form a m ortal sobre sí misma. De aquí que aparezca la reex posición en este movimiento cuya relación con la sonata es, por lo demás, una relación torcida, como ha demostrado Erwin Ratz. El consuelo sensible del últim o Mahler es un con suelo ambiguo porque ese consuelo no se da al presente, sino únicam ente a aquellos instantes en que la m irada se vuelve hacia atrás: sólo en cuanto recuerdo es dulce la vida, y justo eso es el dolor. El ritm o de la catástrofe es, sin embargo, el m ism o que el leve, casi inaudible, de las prim eras notas, cual si ese ritmo se lim itase a reejecutar algo que era ya, de ma nera oculta, previo al todo, a saber: la sentencia dictada sobre la vida inmediata. Allí donde ésta se halla enteram ente pre
sente, allí donde es algo para sí, se revela destinada a la m uerte. Los procedimientos técnicos le sientan como de molde al contenido. El conflicto con los esquemas queda decidido en contra de éstos. A esta pieza no le resultan adecuadas ni la idea de la sonata ni tampoco la idea de las variaciones.17 Sin embargo, el tem a alternante en m enor, cuyo contraste con la región del mayor no se abandona a lo largo de todo el movi miento, produce la impresión de ser una variación del tem a principal; esto se debe a la sim ilitud m étrica de sus cortas frases con las cortas frases de éste, pese a que el contenido de los intervalos sea distinto. También esto es algo que va contra los esquemas; en lugar de hacer que el tem a contras tante se destaque estructuralm ente del tema precedente, Mah ler confiere una m utua similitud a las estructuras y desplaza el contraste al modo únicamente. De acuerdo con el principio radicalizado de la variante, en ninguno de los dos temas están fijados los intervalos como tales; lo único que está fijado es su andadura general y ciertas notas del principio y del final. La sim ilitud y el contraste son sustraídos a las pequeñas cé lulas y cedidos a la totalidad temática. Tal vez sea el concepto de «diálogo sinfónico» el que me jor acierte a expresar la form a de. este prim er movimiento de la Novena. :esa era la expresión que empleaba Wagner al re ferirse a las obras orquestales, que eran las únicas que se pro ponía todavía escribir tras term inar el Parsifal. Y no es inve rosímil que el m uy leído Mahler supiese esto y reconociese en el proyecto wagneriano algo afín a su propia música, tras ha berse emancipado ésta del canon formal: Alfredo Casella te nía razón contra Guido Adler cuando afirmaba que con La canción de la tierra comenzó una nueva fase de Mahler. Úni camente de manera forzada, por analogía con el drama, se le podía atribuir al sinfonismo prem ahleriano el tan invocado dualismo de los temas; en cambio, el compositor épico es el primero en hacer realidad ese dualismo; el gran andante de la Novena sinfonía está construido según la proporción de lo primero y lo segundo. Las frases breves m ism as son ya po tencialmente dialógicas. Dan respuestas y, para completarse, necesitan respuestas. La tendencia al diálogo se transm ite al conjunto, tanto en la escritura basada en el entrecruzamiento perm anente de las voces como en la antítesis entre el mayor y el menor: por doquier hay intercam bios entre una y dos vo ces principales. La om nipresente antítesis vuelve superfluo un
desarrollo concebido como esfera reservada para que los con trastes choquen entre sí: la liquidación de la sonata, llevada a cabo por la nueva música, se inicia así en la Novena de Mah ler. Después de la Octava no volvió éste a escribir verdaderos movimientos de sonata, de igual m anera que tampoco los vol vió a escribir el Alban Berg maduro. El segundo tem a produce el efecto de ser el prim ero en menor, y apenas el de ser un tem a secundario, m ientras que el tercero densifica sin lugar a dudas el carácter del grupo conclusivo. La repetición de la exposición está tan elaborada en variantes continuas que espontáneam ente se la percibe corno si fuera un prim er desarrollo; sólo a la retroaudición se le esclarece qué es lo que a lo sumo cabría calificar de des arrollo. La coherencia del sentido mahleriano de la forma en esta nueva fase queda demostrado por detalles como el si guiente: en la desintegrada reexposición de este prim er movi miento de la Novena, después de la catástrofe, se form a un dueto solístico bastante largo, parecido a una cadencia, entre la flauta y la trom pa, tratad a aquí con una audacia sin prece dentes, un dueto cuyo acompañamiento lo constituyen las cuerdas en el registro grave. El dualismo que originariamen te se extraía del contraste entre el mayor y el menor es lleva do por fin a su tipo ideal: la indisimulada escritura a dos partes. En aquellos compases Mahler reduce los campos de resolución a la cadencia modelada con todo detalle; de este modo se vuelven elocuentes aquéllos y acaban regresando a su origen histórico. Al actuar así Mahler desprecia magistral m ente la regla de escritura según la cual es preciso conceder constantes silencios a la trom pa, para que quien la toca pue da recobrar el aliento. M ahler desarrolla sin interrupción la melodía de la trom pa. Esa melodía se m antiene fluctuante a medio camino entre el recitativo y el tema, lo mismo que la prim era pieza de La canción de la tierra. El melodizar acaba convirtiéndose en una categoría formal sui generis, en una síntesis de trabajo temático y elocuencia. La riqueza de con tenido de este movimiento se pone de manifiesto en su dispo sición dialógica. Las voces se quitan la palabra unas a otras, como si quisieran m utuam ente taparse y sobrepujarse: de ahí brota la expresión insaciable de esta pieza y su semejanza con el lenguaje hablado; ella es la sinfonía-novela absoluta. Los temas, ni están im plantados de modo activo, incisivo, ni tampoco son una ocurrencia pasiva, sino que surgen a borbo
tones, como si sólo m ientras hablara recibiera la m úsira el impulso para seguir haciéndolo. Los ritm os temáticos, que son los que establecen la uni dad, se convirtieron en el modelo de los ritm os que aparecen en el Wozzeck de Berg y en su Concierto de cámara y, final mente, en el modelo de la m onorrítm ica de Lulú: la inserción serial del ritm o en la construcción tiene su origen en este mo vimiento. También la estructura del tem a principal se halla en el tiempo gramatical del fu tu ru m exactum. Partiendo de unos inicios irrelevantes, recitativos, sin carácter, se conduce a ese tem a hasta un poderoso punto culm inante; es un tem a que lo es como resultado de sí mismo y que sólo en la retroaudición resulta evidente del todo. Tal es tam bién la disposi ción utilizada por Schonberg en el prim er movimiento de su Concierto para violin, y tales innovaciones del lenguaje form al se m uestran hoy más relevantes que el repertorio acumulado del material sonoro. Es cierto que los grupos tem áticos están compuestos como antítesis netas, pero son afines entre sí po r su contenido motívico, lo cual representa una transgresión genial de las re glas: uno de los ritm os principales 18 aparece tanto en los sectores en mayor como en los sectores en m enor, y en con junto ambos producen el efecto de ser variantes de un pen samiento fundam ental silenciado; esto se debe tam bién a la articulación que les es común y que consiste en breves co mienzos de frases. Los perfiles están bien m arcados y a la vez hay ligaduras entre ellos, como si el prosista musical abrigase la sospecha de que la univocidad de los campos musicales —univocidad que él, sin embargo, necesita—, encerrara una arbitrariedad. Este movimiento opera constantemente con compases de los denominados «excesivos», que se mueven en el vacío no sólo en los preludios, sino también en los posludios; tales compases reblandecen el todo, sin llegar a actuar como transiciones.19 En los complejos principales que van alternando se hallan insertos componentes motívicos que m ás tarde se inde pendizan. El pensam iento secundario de los violoncelos,^ que en un prim er m om ento es una variante de un miembro par cial del tema principal, sirve luego, muy modificado, como una especie de puente entre los campos.21 Independiente de toda localización fija en el esquema, un motivo que resulta m uy fácil de rete n er en la m em oria tanto por su cromatismo como por la alternancia de tresillos y un
ritm o punteado, consigue hacerse ubicuo. Ese motivo, cuya invención procede del espíritu propio de los metales, recorre luego la orquesta entera. El hecho de que, pese a su incisividad, en ningún lugar esté form ulado de una m anera fija, de finitiva, es algo que se halla en correspondencia con su carác ter errante. Ese motivo no es colocado sencillamente, como tal, en el prim er plano, sino que comienza siendo el miembro conclusivo de un contrapunto que durante cuatro compases hacen las trom pas al tema en menor, antes de irrum pir en la trom peta y preparar aquel punto culm inante fortissim o del tema principal.22 La entera exposición concluye con un tem a de máxima in tensidad. Su sentido form al es aproxim adam ente el de un gru po conclusivo.23 Aunque tam bién ese tem a está derivado del ritmo,24 produce el mismo efecto que produce el nuevo perso naje novelesco que aparece en el segundo movimiento de la Quinta: es la figura crítica del movimiento. Lleva un acom pañamiento casi siempre suntuoso y provoca la catástrofe como negación de sí mismo, por así decirlo. La prim era vez no logra quebrantar la fuerza del movimiento; 25 esa fuerza vuelve luego a encabritarse «apasionadamente». El acorde refa-la-do sostenido, que es realm ente la base del complejo en menor, se convirtió en la sonoridad directriz de la prim era pieza orquestal del op. 16 de Schonberg, las Cinco piezas pará orquesta. La segunda vez el ritm o principal, encomendado á los metales en registro grave, y con acompañamiento del bom bo y del tam-tam,26 irrum pe definitivo, con mayor reciedum bre que lo hizo en la Sexta el m artillo. Ya la arm onía, alzada sobre el m i bemol grave, que precede a la prim era cumbre del menor, penetra 27 con violencia en el cuerpo musical, lo perfora desde demasiado cerca, por así decirlo. Del brillo ce gador del tem a del grupo conclusivo brota al final del movi miento, una vez apaciguado, el iridiscente consuelo. A alguien de quien se sabe que va necesariam ente a m orir se le asegu ra, como si fuera un niño, que todo irá bien. Todo este movimiento es el desarrollo épico de la frase de La canción de la tierra que dice: «La dicha no me ha sido propicia en este mundo», que suena levemente dos compases antes de la prim era entrada del menor. También el campo que sigue inm ediatam ente a la exposición, y que se inicia con el ritm o de la catástrofe encomendado a las trompas,28 se halla anticipado en pensam iento en La canción de la tierra, en los atomizados pasajes de «El adiós»; m anchas de colores
yuxtapuestos con la espátula, superposiciones de piano y fortissimo intensifican esa parte hasta un extremo amenazador, sin la pesadez del tutti orquestal.29 A ese campo desgarrado le sigue una fausse reprise; ésta va transcurriendo hasta el final m ientras utiliza el pensamiento secundario, y sólo en la entrada «Mit W ut» [con rab ia ] 30 libera un desarrollo, hasta llegar a la prim era catástrofe. Tras ésta se repite el m enor en una variante en si bem ol menor,31 que hacia su final se ase m eja a un desarrollo; sigue luego un desmaterializado campo resolutivo, y después, una vez más en la tonalidad principal, una reexposición que en la últim a sección del desarrollo se intensifica hasta la catástrofe. E l episodio de la m archa fúne bre conduce a la reexposición definitiva, que se aparta mucho de la form a original. Las fórm ulas del estilo tardío de M ahler son válidas, no en cuanto fórmulas heredadas, que lo son, pese a todo, sino porque quien las m ete en danza es la voluntad compositiva. Quien hace posible esto es la instrum entación, la cual es aho ra, en su totalidad, medio de presentación de la música. El ritm o punteado del comienzo lo tocan suavemente los violon celos. A éstos les da respuesta, sincopado, el mismo la en el registro grave de la trom pa; además del ritmo, lo único que cambia es el tim bre: es una rudim entaria melodía de tim bres. En el tercer compás el arpa agrega, en movimiento retrógra do, el motivo prim ordial de La canción de la tierra; el forte del arpa, sobre el trasfondo de un piano poco claro, no es en teram ente real. La dinámica es divergente y, sin embargo, li gada; tiene una resonancia vacía, cuyo espacio ha de produ cirlo la interpretación. M ientras el diseño rítm ico de los violoncelos y de la cuar ta trom pa continúa, una trom pa tapada —una vez más, por tanto, con- un tim bre diferente y a la vez similar— entona en el cuarto compás un nuevo ritmo, el cual se deriva del ritmo sincopado; el motivo que llena ese ritm o es aquel motivo esencial común a los dos grupos tem áticos principales que vendrán luego. En el compás quinto se agrega, tam bién aquí desligada, una figura en sextillos de las violas, cuya función es evidentemente la de acompañamiento; esa figura dura has ta que se llega al segundo grupo temático principal. Tras la prim era entrada de esa figura la segunda trom pa, ahora des tapada, hace una variación de la conclusión de su motivo esencial.32 Luego pasa a un segundo plano, en el acompañamiento duetista; la entrada misma del tema principal, en los segun
dos violines, está vinculada con el motivo esencial por un mo vimiento contrario. Todos los instrum entos tienen miedo al paralelismo, prescrito por las reglas, con los demás. De ma nera paradójica, esta introducción extrae su rotunda unidad de la coherente diversidad en todas las direcciones. E n Mah ler la antítesis de desintegración e integración implica a la vez la identidad de ambas: los elementos centrífugos de la música, que ninguna abrazadera es ya capaz de dom eñar, se asem ejan y se articulan p a ra form ar u n a segunda totalidad. Lo que de desintegrado hay en la introducción sigue ope rando en el comienzo del tema principal, comienzo situado sobre la tónica y en un claro re mayor. M ientras el tem a pa rece consoladoramente próxim o, cual si la m úsica hubiera pisado suelo patrio, el trasfondo sonoro continúa siendo som brío; eso se consigue m ediante recursos instrum entales tan sencillísimos como el siguiente: los pizzicati de acompaña m iento están reservados únicam ente a los contrabajos, que tocan en registro grave, y los pizzicati de los violoncelos no consiguen darles luminosidad. Este prim er movimiento no vuelve a desem barazarse de ese aspecto angustiante y amena zador; es como un sueño kafkiano, atorm entado y, sin embar go, harto real; la catástrofe confirma ese tono, como si ya desde siem pre se hubiera sabido esto en secreto y no se aguar dase otra cosa. La tendencia a la desintegración sigue produciendo el co lor instrum ental básico de todo el movimiento, que es, por así decirlo, un estrangulado forte con sordina: al quedar hecha trizas la música, tam bién la sonoridad corre la m ism a suerte. Su paradigm a es el crepitante acorde de re m enor, al comien zo del tem a en menor, acorde que tocan los metales en regis tro grave, los fagotes, el contrafagot y los timbales.33 Infieles a ese color son únicamente los pasajes que se prodigan lan zándose hacia la catástrofe. Hacia el final del movimiento, aproxim adam ente desde el pasaje solista posterior a la últim a insinuación del tem a en menor,34 el color reejecuta el sentido formal de lo que ha sucedido: como si hubiera ya finalizado, el movimiento pierde todo volumen, la música se mantiene cual un cuerpo astral, y al final, como dice la indicación mis m a de Mahler, está «flotante». Por doquier es perceptible que el avance del movimiento se realiza en respiraciones discontinuas; esto ocurre incluso allí donde las líneas melódicas han tenido un desarrollo pro longado. De modo sim ilar, tam bién en el prim er movimiento
de la Sexta sinfonia se siente de continuo el ritm o de marcha, aunque durante complejos enteros no suena; es como si el compositor se hubiera apartado periódicam ente de su propia pieza. Justo por ello es preciso evitar, en el modo de presen ta r este prim er movimiento de la Novena, el peligro de una lentitud pesada, y eso se ha de conseguir m ediante una cons tante predisposición a m arcar las anacrusas en lugar de los tiempos fuertes del compás; así lo sugieren, al comienzo del desarrollo, los propios signos dinámicos de Mahler, tan pron to como los intervalos de segunda del motivo principal llegan a los trombones.35 El segundo movimiento de la Novena, igual que los de la Quinta y la Séptima, es un Scherzo que hace las veces de desarrollo; consta de tres grupos principales, entre los que tam bién el tem po introduce esta vez una neta diferenciación. Esos tres grupos principales son un Liindler en do mayor; un vals, mucho más rápido, en m i mayor; 36 y un tem a de Liindler en fa mayor. Este últim o tem a es casi superaustríaco y pare ce estar proyectado a cámara lenta.37 Los componentes motívicos de esos grupos son luego incansablemente combinados. Sin embargo, el espíritu de este Scherzo carece de precedente incluso en Mahler. El grupo principal del Llindler es, sin duda, el prim er caso ejem plar de m ontaje musical; anticipa a Stravinsky tanto por los temas, que son como citas, cuanto por la descomposición de los tem as y su torcida reunificación. El tono de ese m ontaje no es, sin embargo, un tono de parodia, sino que es, antes bien, una vez más, el tono de una danza m acabra, un tono que ya se había dejado oír, más tranquilo, en la Cuarta. Los escombros de los tem as se congregan p ara llevar una supervivencia m utilada; comienzan a pulular. Hay una lejana semejanza con el Scherzo del op. 135 de Beethoven. A esto se agrega, en las rápidas partes de vals, la expresión desesperada de aquella humillación que se le hizo al trío de la Séptima. La negatividad implacable y bien audible de este movimiento hace que se adelante milagrosamente a su época, a pesar de los tradicionales tipos de baile. Igual que Karl Kraus, tam bién este movimiento establece diferenciaciones incluso dentro del infierno. Sólo el grupo principal es un collage compuesto con fórmulas deformadas: ese grupo pone des nudo en la picota lo que la cosificación ha endurecido. La intención compositiva penetra en el grupo valsístico. '.este transcurre de modo m ucho más directo, tiene menos fisuras en los motivos; pero inspira miedo, sin embargo, tanto por
su frenética sobrecarga de energía arm ónica —que es la mis m a que la de «El borracho en p rim a v e ra » - como po r sus hirsutos vulgarismos.38 Finalmente, el tercer tem a es un con trapunto de algunos componentes del prim ero. El Scherzo m antiene el dinamismo que le es propio, pero no se complace en el mero m ontaje de elementos endurecidos y carentes de sentido, de elementos desprovistos de movilidad, sino que tam bién a ellos los hace ir fluyendo en el tiempo sinfónico, y de este modo los vuelve a hacer, pese a todo, conmensurables al sujeto. El Stravinsky surrealista reprim ió el estremecimien to de horror que hay en esa concepción de la música: el es panto de aquello que ha perdido el tiempo, igual que Peter Schlemihl perdió su sombra, resulta legible tan sólo en el tiempo sinfónico. A la Burlesca-Rondó, cuyo nom bre anuncia que quiere reír se del curso del mundo, se le quitan las ganas de reír. Esa Burlesca-Rondó es la única pieza virtuosista de Mahler; lo es para la orquesta, y lo es también, y no menos, en el aspecto compositivo; incluso en las partes propiamente fugadas está exenta de cualquier reminiscencia de lo bien logrado. En con traste con las partes fugadas del último movimiento de la Quinta y del prim ero de la Octava, aquí esas partes no llaman la atención, sino que quedan refinadamente ocultas por el principio rector de la doble fuga: se lim itan a dar mayor den sidad a este movimiento, que ya está de por sí harto integra do. Es claro que, tras el Himno de la Octava, a Mahler se le habían vuelto repulsivas las pretensiones de solemnidad de la m anera fugada palpable. El contrapuntista m aduro tropieza con el hecho de que ya no resulta posible escribir fugas. Este movimiento, que a pesar de su longitud pasa por delante de nosotros a toda velocidad, no nos presenta el curso del m undo como algo doloroso y ajeno al yo, sino como si el curso del m undo hubiera sido atraído al interior del sujeto, como si éste hubiera sucumbido a él, y por ello el curso del mundo le im portase tan poco como le im porta al borracho la pri mavera. Bajo la m irada de un yo musical que se imagina ser m ejor que los demás, éstos han dejado de ajetrearse. A quien está enredado en los lazos del curso del mundo el yo no le garantiza ya la posibilidad de m antenerse fuera: el curso del mundo le devasta su propio corazón. Sólo a la música le está concedido mezclar en un mismo torbellino la vida terrena y la forzosidad de m orir. Allí donde la notación, aun guardando de m anera estricta y real el tempo, pasa del alla breve al com
pás de dos por cuatro, uno de los motivos principales del ron dó se revela, quitándose la m áscara, como tema independien te.39 Este tem a se bam bolea con el ritm o de la «chanson de la mujer» de La viuda alegre, chanson que en aquella época croaba desde los embudos de latón de los gramófonos. Así es como se com porta tam bién Proust en aquellas fotografías que nos lo m uestran cual un bonvivant cubierto con un chapeauclaque y balanceando con insolencia el bastoncillo: incógnito del genio, que se autodestruye por el hecho de entremezclarse en la insípida vida de los demás. Sólo el allegro misterioso de la Suite lírica de Berg vuelve a ser una pieza virtuosista de la desesperación. El virtuosism o y la desesperación se atraen, sin embargo. Pues el virtuosism o se balancea siempre al bor de del fracaso, de la caída desde la cúpula del circo, po r así decirlo; a cada instante puede el virtuoso cometer un error, caer fuera de aquel espacio cerrado que este movim iento nos pone delante de los ojos. Al m enor fallo el todo fracasa: tan estrecham ente entrelazados se hallan el procedimiento técni co y la expresión. A la pregunta: «¿Cuánto cuesta el mundo?», con la que, según se dice, explicó Mahler el últim o movimien to de la Séptima sinfonía, la Burlesca de la Novena da esta respuesta: nada. Pero esa pregunta es la m ism a que la del jugador que, á la longue, es forzoso que pierda frente a la banca. Comprar el mundo es arruinarse. El virtuosismo, el dominio absoluto como juego, condena a la vez a total impo tencia a quien tiene ese dominio. En todo virtuosismo, tam bién en el compositivo, el sujeto se autodeñne como simple medio, y con ello se somete, cegado, a aquello que él se jacta de sojuzgar. El episodio del rom pim iento se ha vuelto en la Burlesca tan vano como la esperanza de la ventana que se abre en la m uerte de Joseph K. en E l proceso, y que ya no es más que el aleteo de una vida ju sta que sería posible y no es: «Del m ism o modo que se enciende de súbito una luz se abrieron de golpe las hojas de una ventana, y un ser humano, débil y me nudo por la distancia y la altura, se inclinó mucho hacia ade lante con un brusco movimiento y tendió los brazos aún más.» 40 Tampoco al borracho en prim avera lo despierta la llamada del pájaro, llam ada que tiene su eco en la sonoridad e incluso en la tem ática del episodio de la Burlesca,41 el suje to se ha distanciado tanto de sí m ism o que ya no encuentra el camino de vuelta hacia sí: experimenta la verdad como fantasmagoría. Precisamente porque el tem a del episodio es
un contrapunto del últim o fugato,42 ese tem a confiesa ser w reflejo de la inmanencia que alimenta, y con ello envenena, a todas las imágenes trascendentes. En la imaginería de M ahler la esperanza se había empobrecido del todo; su condición pe riférica con respecto a la obra se había convertido en una huella evanescente en las profundidades de la caverna que la obra es. La Burlesca tiene su precedente en el segundo movimiento de la Quinta, y ello incluso por lo que respecta a los motivos. En Mahler no es raro que de materiales idénticos se originen caracteres m uy modificados; esto ocurre ya en el Scherzo de la Quinta, en donde el tem a patético y sombrío del segundo trío adquiere una luminosidad idílica al pasar al la bemol mayor.® La Burlesca es de una alegría tem eraria, como si en cualquier instante pudiera precipitarse en un abismo sin fon do. En la segunda aparición del tem a alternativo llama la atención un pasaje verdaderam ente horroroso de las trompas,“ un pasaje que tararea igual que la cancioncilla, ya pa sada de moda, titulada In der Nacht wenn die Liebe erwacht [En la noche, cuando se despierta el am or], y que resulta enigmático en razón de que son instrumentos de sonido pesa do los que ejecutan esa melodía de una alegría vulgar. La desproporción entre esos instrum entos y el contenido motívico los hace jadear, cual si padecieran de apoplejía. En gene ral, el tratam einto virtuosista de los metales en la Novena sinfonía despoja completamente de su sortilegio a esta familia instrum ental: un pathos exacerbado es ya un gemido de an gustia. En el episodio de la Burlesca se solapan una vez más todavía el consuelo y la desesperación; pero no se mezclan turbiamente, sino que mantienen su neta diferencia, como lo hacen los tim bres sobrepuestos de la orquesta de la Novena. Sólo esas partes recuperan la caleidoscópica fantasía sonora que el prim er rom anticism o alemán esperaba de la música. El desconcierto del borracho es uno con el contexto de ofus cación propio de una inmanencia sin fisuras. En esa inmanen cia está integrado incluso aquel tam baleo de la armonía, como ingrediente del engaño y como elemento del lenguaje. La No vena sinfonía acoge este tam baleo no sólo en la Burlesca, sino igualmente en el tem a de vals del segundo movimiento; tam bién en Mahler lo que era carácter expresivo se transforma en m aterial. De modo análogo a lo que ocurre en el Schonberg joven, los encadenamientos de los grados fundamentales se refuerzan, englobando también, por así decirlo, al crom a
tismo. La tonalidad se juega la vida. Los grados que se han vuelto autónom os se disocian en su sucesión inm ediata; para poder analizarlos con medios riem annianos habría que hacer les violencia. También en esto se hallan recíprocam ente me diadas la disociación y la construcción. La enérgica progre sión de este movimiento, cuya conexión es m ás unitaria que la de ningún otro de Mahler, la hacen posible los vigorosos encadenamientos de los grados fundam entales, que, a su vez, son inestables en sí mismos. Son dos aspectos contradictorios de la misma realidad; es como si un irreflexivo avanzar foera de antemano la ruta que conduce al desastre. El últim o movimiento, adagio, no se decide a concluir; en esto se parece a él la Suite lírica de Berg, ese fragm ento re bosante de arte. Y, con todo, perm anece dentro de la form a que le es propia; esto se debe a su relación con el prim er m ovimiento, el cual es asimismo lento, a pesar de su constan te inclinación hacia el allegro. Aparte del tempo, ambos mo vimientos tienen una correspondencia estructural; ésta con siste en que, en el transcurso de las reexposiciones, los dos despojan a los tem as de su determ inación establecida y, final mente, sólo presentan ya fragm entos de ellos. Esto refuerza el carácter de retrospección, el carácter de un recuerdo que ya no está domeñado y que se presenta de manera disconti nua. Esa semejanza m eramente estructural de los campos musicales, unos campos en los que ningún compás es ya com pacto y en los que el aire se cuela por todas partes, crea una sim etría arquitectónica tam bién allí donde no se dan relacio nes motívicas. El sentimiento de algo monstruoso, que en su conclusión deja al oyente con el aliento en suspenso, es pro ducido m ás bien por la consciencia del «después», no es que tenga su lugar en la presencia musical inmediata. Como a través de eones retorna en el comienzo el «In Himmel sein» [E star en el cielo] del cuarto movimiento, el titu lado Urlicht [Luz original], de la Segunda sinfonía.45 Pero este movimiento m ira hacia atrás cual si fuera alguien que ha lle gado a una edad avanzada, alguien que está empapado de ex periencia y que ya va alejándose de ella; es música de la reminiscencia que ha dicho adiós. Como si estuviera medio olvidado, el melos del «weiter Gang» [largo paseo] de las Can ciones de los niños muertos se reparte entre dos voces de violín; 46 en un prim er momento el tem a del episodio de la Burlesca se halla oculto, en el adagio, en una voz intermedia.47 La m ahleriana trascendencia del anhelo habla por sí misma,
irrepetible, un compás antes, en la melodía de los prim eros violines, que se extiende sobre dos octavas. La idea form al rinde hom enaje a Bruckner; lo hace en el regreso, revestido de un atuendo cada vez más rico, del mis mo complejo principal tras partes contrastantes. Ese regreso, sin embargo, está del todo exento de la mecanicidad propia de una intensificación m eram ente externa, que es lo que per judica este tipo de adagio de Bruckner, incluso en la últim a época de éste. En un movimiento como éste, que opera con un m aterial motívico relativam ente limitado, el arte mahleriano de la variante no sólo se preocupa doblemente de que los acontecimientos musicales transcurran de modo siem pre diferente —tal vez donde con mayor intensidad ocurra esto sea en la continuación de la últim a reexposición del tema principal—,48 sino que la estructura bruckneriana, que es a ve ces la que determ ina incluso el tratam iento del contrapunto,49 queda modificada por una ocurrencia form al harto novedosa. Tras el prim er período, constituido por ocho compases, del tem a principal aparece una interpolación, de dos compases, del fagot solo en re bemol menor. Esa interpolación retorna dos veces, en do sostenido menor; se dilata cual si fuera un complejo tem ático independiente; es algo que tiene un deve nir, frente al prim er tem a, que es estático y cuyas inflexiones provienen únicam ente de variantes. Con ello esta pieza harto lenta queda incorporada a la consciencia dinámica que del tiempo tenía Mahler. En su tercera aparición, que es la deci siva* este complejo en do sostenido menor confiesa que su sonoridad y sus motivos —con las terceras unísono de los cla rinetes y el arpa, con las m aderas solistas, con la evitación del tu tti de las cuerdas— poseen el mismo sentido que «El adiós» de La canción de la tierra. La nueva entrada del grupo de las cuerdas, en la segunda estrofa del tem a principal, Mahler la describe con estas pala bras: heftig ausbrechend [como una violenta erupción]:51 es un recuerdo irresistible. La entera reexposición obedece a este giro retrospectivo. El tiempo revocado carece ya de meta, no lleva a ninguna parte; la conclusión se pierde del todo. En ello también este movimiento da en trad a a lo pedestre, en los pasajes a cuatro p artes de los trom bones, que son una apo teosis del coro masculino. El adiós se despoja, sin embargo, de la pompa del tem a principal; sólo subsisten grupos sono ros sueltos, entre ellos tam bién el motivo procedente de las Canciones de los niños muertos.52 La m úsica que dice adiós
no acaba de irse. Pero no porque quisiera apropiarse de algo ni im plantarse a sí misma. El sujeto se siente incapaz de apar tar de aquello que es irrecuperable su am or contemplativo. La larga m irada se aferra a aquello que está condenado. Des de la torpe composición juvenil, con acompañamiento de piano, de la canción popular E n Estrasburgo, en la cindade la, la música de Mahler simpatiza con los asociales, que en vano extienden sus manos hacia la colectividad. «Ich soll dich bitten u m Pardon, und ich bekom m ’ doch meinen Lohn! Das weiss ich schon» [ ¡Debo pedirte perdón, y recibo, sin embar go, mi galardón! Lo sé de antem ano]. Si la música de M ahler es subjetiva, no lo es porque sea expresión de M ahler mismo, sino que lo es en la m edida en que éste la pone en boca del desertor. Todo son últim as palabras. El que va a ser ahorcado lanza a grito pelado lo que tendría que decir, sin que nadie lo oiga. Sólo p ara que quede dicho. La música admite que el destino del m undo no depende ya del individuo, pero sabe tam bién que este individuo es incapaz de tener contenido nin guno que no sea el suyo propio, por muy escindido e impo tente que sea. Por ello sus fisuras son la escritura de la ver dad. En esas fisuras el movimiento social aparece —igual que aparece en sus víctimas— de m anera negativa. En estas sin fonías, incluso aquel que es arrastrado por las m archas las percibe y reflexiona sobre ellas. Los que han perdido su turno, los que han sido pisoteados, el centinela perdido, el que es enterrado al son de herm osas trom petas, el pobre chico del tam bor, los que carecen de toda libertad, éstos, únicam ente éstos encarnan para M ahler la libertad. Sin hacer promesas, sus sinfonías son baladas de la derrota, pues «pronto llegará la noche».
Notas
Todas las obras de Mahler con orquesta se citan por las partituras de bolsillo de carácter más asequible. Las sinfonías Prim era, Segunda, Tercera, Cuarta, Octava y Novena, lo mismo q u e La canción de la tierra, están publicadas p or Universal Edition, Viena. Las Canciones sobre poem as de «El cuerno m aravilloso d el mucha cho», las Canciones de los niños m uertos y las denominadas S iete can ciones de la últim a época han aparecido en la serie d e partituras de bolsillo P hilaraonia. La editorial en que está publicada la Quinta sinfonía es Peters, Leipzig. La editorial de la Sexta es C. F. Kahnt N achfolger, Leipzig. La de la S éptim a, B ote und B w k , Berlín. En 1960, E ro in Ratz pu blicó en esta misma editorial una nueva edición revisada de esta sinfonía. T res cuadernos de L ieder tem pran os con piano se encuentran p u b li cados en Schott's ^ h n e , Mainz.
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Cortina y fanfarria
P rim era sinfonía, p. 4, últim o compás. Ib id e m , p. 35. Cuarta sinfonía, p. 102. H k el , Phanomenologie des Geistes [Fenom enología del espíritu], ed. de L asson (Leipzig, 1921), p. 250. Segunda sinfonía, pp . 116 y ss. Ib id em , p. 94. Ibidem , p. 95, tercer compás. N atalie B a^ r -Ltchner, Erinnet'Ungen an Gustav Mahler [Recuer dos de Gustav Mahler] (Leipzig, Viena, Zurich, 1923), p. 15. Tercera sinfonía, p. 156, en e l número 16; p. 158, en e l número 17. Ibidem , pp. 156 y 157. Ibidem , pp. 176 y ss., números 31-32. Séptim a sinfonía, p. 121, a partir del núm ero 116; p . 122, a partir del núm ero 118; después, p. 142, dos com pases después del núm e ro 154, y p. 143, un com pás después del núm ero 156. Cuarta sinfonía, p. 67, en el n ú m ero 11. Véase Paul B ^ ^ r , G ustav M ahlers Sinfonien [Las sinfonías d e Gus tav Mahler] (Berlín, 1921), p. 181. Quinta sinfonía, p . 47. Prim era sinfonía, p. 18, el segundo com pás, y lo s compases cuarto y siguiente. Ibidem , p. 20, un com pás después del núm ero 15, y siguientes. Ibidem , p. 36, en el núm ero 26.
19. H^EGEL Siimtliche Werke [Obras completas], tomo IV, ed. de Glockner, Wissenschaft der Logik I [Ciencia de la lógica I] (Stuttgart, 1928), p. 572. 20. Ibidem , pp. 510 y ss. 21. Richard Wagner, Gesammelte Schriften und Dichtungen [Escritos y poemas reunidos], tomo vi (Leipzig, 1888); Der Ring des Nibelungen [El anillo del Nibelungo], p. 128. 22. Bauer-Lechner, ob. cit., p. 152. 23. lb idem , p. 151; el pasaje de las violas: Primera sinfonia, p. 147. 24. Ibidem , p. 119. 11. Tono 1. Quinta sinfonia, p. 16, a partir de la anacrusa previa al quinto com pás después del número 5. 2. Séptim a sinfonía, por ejemplo en la p. 132, compases quinto y sexto después del número 134, con la anacrusa; o p. 133, dos campa ses después del número 137. 3. Quinta sinfonía, p. 39, compases segundo y tercero. 4. Guido ADLER, Gustav Mahler (Viena, 1916), p. 50. 5. Columbia Long Playing Record 33 V3 CX 1250. 6. Véase Des Knaben Wunderhorn [El cuerno maravilloso del mucha cho] (Leipzig, 1906), p. 702. 1. Tercera sinfonía, p. 198. 8. Amold Schoenberg, Style and Idea [Estilo e idea] (Nueva York, 1950), p. 34. 9. Véase Th. W. AooRNO, Noten :zur Literatur [Notas sobre literatura] (Francfort, 1958), pp. 144 y ss. 10. Véase Th. W. AooRNO, Dissonanzen, 2a. ed. (Gottinga, 1958), p. 44. 11. Amold Schoenberg, ob. cit., p. 23. 12. Véase Amold ScHtlNBERG, Briefe [Cartas], ed. de Erwin Stein (Mainz, 1958), pp. 271 y ss. 13. Véase Th. W. AooRNO, Klangfiguren [Figuras sonoras] (Francfort, 1959), p. 297. 14. BAUER-LBCHNER, ob. cit., p. 159. 15. Tercera sinfonía, p. 154, la anacrusa previaalúltimo compás. 16. lbidem , p. 173, en el número 28. 111. Caracteres 1. Cuarta sinfonía, p. 12, a partir del número 7, con la a n a ^ s a de los violoncelos; véanse también pp, 44 y ss., «ruhig und immer ruhiger werdend » [tranquilo, cada vez más tranquilo]. 2. Ibidem , p. 78, abajo, segundo compás, con la anacrusa. 3. Erwin RATZ, Z u m Formproblem bei Gustav Mahler. E in e Analyse des ersten Satzes der Neunten Symphonie [Sobre el problema de la forma en Gustav Mahler. Análisis del primer movimiento de la Novena sinfonía], en «Die Musikforschung» (Kassel y Basilea), aña VIII, número 2, p. 176. 4. Segunda sinfonía, p. 25, compases cuarto y siguientes. 5. Quinta sinfonía, p. 43, a partir del número 18 hasta el retorno del do sostenido menor en la p. 45.
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Véase Th. W. AooRNO, Schonbergs B laserqu in tett [E l quinteto de viento de Schonberg], en «Pult und Taktstock», año v, 1928, núme ro de mayo-junio, pp. 46 y ss. Q uinta sinfonía, p. 176, cinco com pases después del número 1 (wieder ausserst langsam. [d e nuevo m uy lentam ente]), y p. 179, un compás después del número 4. Segunda sinfonía, por v ez primera en la p. 13, en e l número 6 y ss. Novena sinfonía, p. 68, a partir d el número 19. Quinta sinfonía, pp. 30 y ss. Ib id em , p. 10, segundo compás. Sexta sinfonía, p. 164, dos compases después del número 111. Ibidem , p. 228, a partir del últim o compás, con la anacrusa. Richard Wagner, G esam m elte Schriften und Dichtungen [E scritos y poemas reunidos], tom o vii (Leipzig, 1888): T ristan und Isolde, p. 30. Véase Guido ADLER, ob. cit., p. 46. Prim era sinfonía, p. 81, en el núm ero 6. Ibidem , p. 91, últim o compás (viel schneller [m ucho más rápido]). C uarta sinfonía, p. 12, un compás después del número 10 y ss. Ib id em , p. 79, comenzando dos com pases antes del número 3. Ibidem , p. 30, segundo compás y ss. Ibidem , p. 5, cuarto compás. Ibidem , p. 12, cuarto compás, violoncelos. Ib id em , pp. 27 y ss., a partir del número 16. Ibidem , p, 34, a partir d el número 19. Ibidem , pp. 6 y ss., a partir d el número 2. Ibidem , p. 32, en e l número 18. V éase ibidem , p. 4, segundo compás. Canciones sobre poem as de «E l muchacho del cuerno maravilloso», partitura de bolsillo I, pp. 13 y ss. Cuarta sinfonía, p. 4, sexto compás, con la anacrusa. Ibidem , p. 118. Ibidem , p. 45. TV. Novela
1. 2. 3. 4. 5.
6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15.
Quinta sinfonía, p. 181, compases quinto y ss. Paul BEKKER, ob. cit., p. 16. Ib id em , pp. 17 y ss. Véase BAUER-LEcH^, ob. cit., p. 138. Ernst BLOCH, G eist d er Utopie [Espíritu de la utopía] (Berlín, 1923), p. 83. N ovena sinfonía, p. 18. Cuarta sinfonía, p. 12, antes del número 8. Véase Guido ADLBR, ob c it., p. 43. Por ejem plo, en la Q uinta sinfonía, p. 68, en el número 11. Véase S éptim a sinfonía, p, 119, y Novena sinfonía, p. 37. Quinta sinfonía, p. 52, a partir del núm ero 3 y ss., primera trompeta. Ibidem , p. 77, a partir del la bem ol mayor. Canciones sobre poemas de «E l cuerno maravilloso del muchacho», partitura de bolsillo l. Ibidem . Paul BBKKER, ob. cit., pp. 23 y ss.
16. GoCTHE, Siim tliche W erke [Obras com pletas] (Stuttgart y Berlín), «Jubilliumsausgabe», vol. 36, p. 247. 17. Quinta sinfonía, p. 63, cuatro com pases antes del núm ero 9. 18. V éase M ax H orkheim er y Th. W. .AooRNO, D íalektík der Aufklarung [Dialéctica de la ilustración] (Amsterdam, 1947), p. 97. 19. Tercera sinfonía, p. 17, desde el tercer compás hasta el número 13. 20. Ib id e m , p. 77, a partir de los números 54-55. 21. lb id em , pp. 83 y ss., a partir del número 62. 22. lbidem , por vez primera en la p.15, cuatro com pases después del número 11; pero véase sobre todo en la forma de los cuatro últimos com pases de la p. 23. 23. lbidem , p. 59, número 43. 24. Ibídem , por ejem plo en la p. 35, a partir del núm ero 26. 25. Ibídem , p. 37, en el núm ero 27. 26. lb id e m , p. 40, en el número 28. 27. lb id em , p. 42, tercer compás. 28. Ibídem , p. 77 y antes. 29. Ibídem , p. 44, en el núm ero 29. 30. Ibídem , pp. 50 y ss., a partir del número 34. 31. Ibídem , p. 51, desde aproximadamente l'isteso tem po hasta la pá gina 55, número 39. 32. Ibídem , p. 55, número 39, hasta la p. 58 inclusive. 33. Ibídem , a partir de la p. 59. V.
La variante com o form a
1. Véase Bauer-Lechner, ob. cit., p. 19. 2. V éase Séptim a sinfonia, p. 50; p. 53; p. 55, últim o compás. 3. Tercera sinfonía, p. 5, cuatro compases después del número 2, y S exta sinfonía, p. 151, tres com pases después del núm ero 104. 4. Segunda sinfonía, p. 82, últim o compás. 5. Cuarta sinfonía, p. 4, primer compás. 6. Ibídem , p. 4, quinto compás, semicorcheas de la viola. 7. Ibídem , p. 4, abajo, tercer compás. 8. lb id e m , p. 6, prim er compás. 9. Ibídem , p. 6, tercer compás. 10. Ibídem , p. 33, abajo, primer compás. 11. lb id em , p. 44, tercer compás; véase p. 43, en e l número 23 y un compás después. 12. Novena sinfonía, p. 5, cuarto compás. 13. Véase Erwin RATZ, ob. cit., pp. 172 y ss. 14. Novena sinfonía, por primera vez en la p. 7, com pases tercero y siguiente. 15. Véase ibidem , p. 58, último compás, y p. 59, prim er compás (pri mera trompa). 16. Sexta sinfonía, ya a partir de la p. 226, quinto compás; y con toda claridad en la p. 228, dos compases antes del número 147. 17. lb id em , p. 238, a partir del núm ero 153. 18. lb id em , p. 155, a partir del núm ero 106. 19. lbidem ; com párese p. 160, núm ero 109 y ss., con pp. 204 y ss., a partir de la anacrusa anterior al núm ero 134. 20. Ibídem , p. 163, a partir del núm ero 110. 21. Ibídem , p. 167, dos compases después d el número 113.
22. Ibídem , p. 174, en el número 117. 23. Ibídem , p. 181, a partir del número 120. 24. Véase J. P. Jacobsen, Gesammelte Werke [Obras com pletas], tom o I : Novellen, Briefe, Gedichte [Cuentos, cartas, poesías], carta a Ed. Brandes del 6 de febrero de 1878 (Jena y Leipzig, 1905), p. 247. 25. Sexta sinfonía, p. 185, a partir del número 123. 26. Ibídem , p. 187, a partir del n ú mero 124. 27. Ibídem , p. 194, número 129. 28. Ibídem , pp. 202 y ss. 29. Ibídem , p. 172. 30. Ibídem , p. 204, segundo compás. 31. Ibídem , p. 171, en el número 116. 32. Ibídem , p. 205, a partir del número 134. 33. Ibídem , p. 216, en el número 140. 34. Ibídem , p. 259, números 164 y ss. 35. Séptim a sinfonía, p. 4, arriba. 36. Anton B ruckner, Novena sinfonía, partitura de b olsillo (Eulenburg), p. 155, en el A. 37. Séptim a sinfonía, p. 5. 38. Ibídem , por ejemplo, en las pp. 12-13, o en la p. 25, en e l nú mero 20. 39. Ibídem , p. 40, a partir del sol mayor. 40. Primera sinfonía, p. 66, entre los números 18 y 19, y p 68, después del número 22. 41. Ibídem , p. 67, antes del número 20. 42. Ibídem , p. 55, dos com pases antes del número 9, y p. 56, compases sexto y séptimo. 43. Véase Bauer-Lechner, ob. cit., pp. 164 y ss. 44. Quinta sinfonía, pp. 172 y ss., a partir del penúltimo compás (noch rascher [m ás rápido todavía]). 45. Ibídem , p. 117, a partir del número 1, con la anacrusa. 46. Ibídem , p. 124, a partir del número 5. 47. Ibídem , p. 135, número 11. 48. Ibídem , p. 136. 49. Sexta sinfonía, p. 83, a partir del número 51. 50. Séptim a sinfonía, p. 149, con la anacrusa. 51. Ibídem, p. 150, a partir de la anacrusa del núm ero 165.
VI. Dimensiones de la técnica 1. 2. 3. 4.
Cuarta sinfonía, p. 63, a partir del número 8. Tercera sinfonía, p. 106, tercer compás. Ibídem , p. 8, segundo compás. lbidem , por ejem plo, en la p. 9, abajo, tercer compás; y especial
mente en la p. 11, en los números 7 y ss. 5. Canciones sobre poemas de «El cuerno maravilloso del muchacho», I, p. 6, abajo, compás 21 (compás de 4/4). 6. Ibídem , p. 27, com pás 107. 7. Séptim a sinfonía, p. 21, último compás, y p. 22, prim er compás. 8. Ibídem , p. 181, último compás, hasta p. 182, número 218. 9. Quinta sinfonía, p. 134, después del número 10. 10. Ibídem , pp. 166 y ss.
11. 12. 13. 14. 15. 16. 17. 18. 19. 20. 21. 22. 23. 24. 25. 26.
BAUER-LrcHNER, ob. cit., p. 1M. Ib id em , p. 138. Ib id em , p. 147. Prim era sinfonía, p. 78, números 3 y ss. Véase Th. W. AooRNO, Klangfiguren [Figuras sonoras] (Francfort, 1959): «Die Funktion des Kontrapunkts in der Neuen Musik» [La función del contrapunto en la Nueva M úsica], pp. 210 y ss. Véase Novena sinfonia, p . 64, primer compás con su anacm sa, se gundos violines; y a partir d el núm ero 18, violoncelos. Prim era sinfonía, p o r ejem plo, en la p . 68, a partir del número 23. Paul B e^ ^ , ob. cit., p . 28. T ercera sinfonia, p . 20. lb id em , p. 21, a partir del número 16. P rim era sinfonía, p. 115, los dos prim eras compases; también los dos siguientes. O ctava sinfonía, pp . 24 y ss. (aproximadamente desde el núme ro 23 hasta el 30). lb id em , especialmente, pp. 26 y ss., núm eras 26-27. Cuarta sinfonía, p. 78, desde el primer compás hasta el núm ero 2. Quinta sinfonía, p . 134, un compás después del número 10 y ss. Véase Egon Wrair.re, M ahlers Instrum entation [L a instramentación de Mahler], en «Anbrach», año x i i , 1930, núm ero 3, p. 109.
VII. Desintegración y afirmación 1. 2. 3. 4. 5. 6.
7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16. 17.
Por ejemplo, en la Sexta sinfonía, p. 40, en el número 25. Por ejemplo, en La canción d e la tierra, p . 119, en el núm ero 40. E rain RATZ, ob. cit., p. 1M. Sexta sinfonía, p. 61, en el núm ero 37. E rain R atc, ob. cit., pp. 169 y ss. Véase G ustav Mahler. Im eigenen W ort — Im W o rt der Freunde [Gustav Mahler. En su propia voz — en la v o z de sus am igos], ed. de Willi Reich (Zurich, 1958), p. 73. La cita está tomada de «Die Fackel», Viena, núm ero 324-325, de 2 de junio de 1911. Véase BAVER-LEcHNER. ob. cit., p . 165. Richard W a g n e r , Parsifal. Partitura de bolsillo (Mainz, Viena, Leip zig, s.a.), pp. 27 y ss. Max H orkheimer y Th. W. AooRNO, ob. cit., p p , 214 y ss. Quinta sinfonía, p. 176, quinto compás después d el núm ero 1. H ^ el, ed. d e Glockner, tom o VII, R echtsphilosophie [Filosofía del derecho], p. 35. Véase Hans F. ^rnucH , M ahlers Wirkung in Z eit und Raum [La in fluencia de Mahler en el espacio y en el tiem po], en «Anbrach», a ñ o x i i , m arzo de 1930, p. 95. Véase ^ m o ld S chSoterg, B riefe [Cartas], ed. cit., p. 274. O ctava sinfonía, p. 4, dos compases antes del n ^ e r o 2. Ibidem , p. 105, en el núm ero 56. Ibidem , por ejemplo, en la p. 111, desde el «scherzando» hasta la p. 118 inclusive, y en la p. 148, desde el número 117 hasta la p. 1M, aproxim adam ente. Véase Th. W. AooRNo, Zur Schlussszene des Faust [Sobre la escena final del F austo], en « ^ z en te » , año 6, 1959, núm ero 6, p. 570.
1. La canción de la tierra, p. M, anacrusa m terior al cuarto compás. 2. Véase E rast y Th. W. AooRNO, K o n tro verse ü ber F ortsch ritt und R eaktion [Controversia sobre el progreso y la reacción], en «Anbruch», año x ii , 1930, núm ero 6, p p . 191 y ss. 3. La canción de la tierra, p. 1OT, compases segundo y sig u ien te. 4. Ibidem , p. 130, segundo compás, hasta p. 131, en el n ú m ero 52. 5. Novena sinfonía, p. 3, cinco com pases después del n ^ e r o 1. 6. Ibidem , p. 31, com pases primero y se ^ n d o . 7. Cuarta sinfonía , p. 48, com pases cuarto y siguientes. 8. La canción de la tierra, p. 90, comenzando un com pás antes del nú m ero 9. 9. Ibidem , p. 31, en el número 39. 10. O ctava sinfonía, p. 150, dos com pases antes del núm ero 120. 11. Véase Erast BLOC;H, Spuren [H uellas] (Francfort, 1959), p p . 191 y ss. 12. V éase Guido ^ ^ , ob. cit., p . 43. 13. Novena sinfonia, p. 167. 14. La canción de la tierra , p. 108, y pp. 116 y ss., a partir del nú m ero 36. 15. Ibídem , p o r ejemplo, en la p. 117, alrededor del núm ero 37. 16. Novena sinfonía, p. 49, com pases cuarto y siguientes. 17. Véase E ra in ^ tc, ob. cit., p . 177. 18. N ovena sinfonía, p. 4, cuarto compás; p . 8, tercer rompás; p. 13, p rim er com pás. 19. Ibidem , p o r primera v ez en la p. 4, los dos últimos compases. 20. Ibidem , p o r primera v ez en la p . 9, tr e s com pases antes d el nú m ero 4. 21. Ibidem , p. 21, com pases segundo y siguientes; p . 23, un compás antes de attm ahlich fliessender [paulatinam ente m ás fluido]. 22. Ibidem , p. 7, segundo com pás (trompas primera y tercera), y com pases tercero y siguiente (prim era trompeta). 23. Ibídem , p. 15, com pases prim ero y siguientes. 24. Ibidem , p. 6, com pases tercero y cuarto. Ibídem , p. 30 basta p. 31, en el número 11. 26. Ibidem , p p . 46 y 47. 27. Ibíd em , p. 6, segundo com pás. 28. Ibídem , p. 18, después de la doble barra. 29. Ibidem , especialm ente en la p . 18, com pases quinto y sexto después de la doble barra; p. 19, lo s tres prim eros compases, y p . 20, el pasaje de las trompas y de los trom bones, a partir del núm ero 7. 30. Ibid em , p. 25. 31. Ibídem , p . 32. 32. Ibíd em , p. 3, compases quinto y sexto. 33. Ibid em , p. 5, tercer compás, 34. Ibídem , p. 56. 35. Ibíd em , p. 20, com pases penúltim o y últim o. 36. Ibidem , p. 66. 37. Ibidem , p. 75, «Tempo III». 38. Ib id em , p o r ejemplo, en la p. 70, a partir del tercer compás. 39. Ibidem , p. 114, «lis te s o tempo». 40. Franz f o m , D er P rozess [E l proceso] (Berlin, 19K), p. 401. 41. N ovena sinfonía, p p. 134 y ss.; donde más claram ente se v e es sin duda en la p. 136, com enzando cuatro com pases antes del núm ero 37.
42. 43. 44. 45. 46. 47. 48. 49. 50. 51. 52.
Ibídem , p. 132, en el inicio del la bem ol mayor, prim er violín. Quinta sinfonía, p. 136, abajo, clarinete. N ovena sinfonía, p. 129, prim er compás, hasta p. 130, número 35. Ibídem , p. 166, en el centro, tercer compás. Ibídem , p. 166, últim o compás. Ibídem , p. 167, en el centro, tercer compás. Ibídem , especialm ente en la p. 178, com pases tercero y siguientes. Ibídem , p. 170, abajo, compás segundo y siguiente. Ibídem , p. 173, sehr gehalten [m uy retenido]. Ibídem , p. 174, abajo, compases segundo y siguientes. Ibídem , p. 182, arriba, a partir del quinto compás.
Posfacio a la segunda edición
E sta segunda edición ofrece sin cambios el texto de la pri m era; únicamente se han corregido las erratas. Acaso resulte sorprendente que el libro titulado Quasi una fantasía, que es el tomo segundo de los Escritas musicales del autor, contenga dos textos sobre Mahler. El prim ero es el discurso conmem orativo pronunciado en junio de 1960 en Viena, por invitación de la «Sociedad Gustav Mahler». Fue redactado una vez terminado este libro. Tal vez eso le haya otorgado una cierta cualidad de visión de conjun to, una cierta libertad frente a su tema. Esto justifica m ante ner ese discurso al m argen de este libro, cuya ambición se cifra en lograr la cercanía máxima a lo que tra ta, dentro de la constelación de los análisis de detalle. Tanto antes como ahora, únicam ente el libro es capaz de hacer efectivo lo que el autor quería decir. El artículo Epilegómenos ha de leerse como un conjunto de apéndices y complementos al libro. M usios de ellos están dedicados al complejo, central, de la Sexta sinfonia. Conviene recordar que entre esa obra y el Lied titulado Revelge impe ran unas relaciones profundísim as, que van mucho m ás allá de los m eros ecos temáticos. Intencionadam ente no es tratado en este libro el fragmen to de la Décima sinfonía. Los problem as filológicos que ese fragm ento plantea están aún m uy poco acl^^dos, y p o r ello el autor no se perm ite em itir juicio ninguno. Antes de que hayan quedado decididas las cuestiones crítico-textuales, an tes de que se hayan sopesado los intentos de reconstrucción, cualquier disquisición sobre el asunto mismo sería arbitraria. Pero hay una cosa que al a u to r le parece segura: aunque el decurso form al de los movimientos de esa sinfonía estuviera fijado en su totalidad, y aunque se hubieran salvado todos los esbozos, todo ello sería fragm entario en la dimensión vertical. Incluso en el adagio inicial, que es evidentemente lo más ade lantado, a veces lo único que allí está anotado es el «coral» arm ónico y una o dos de las voces principales; en cambio, el tejido contrapuntístico se halla insinuado tan sólo. Sin embar
go, ni la disposición de conjunto de esta obra ni en general el estilo tardío mahleriano perm iten dudar de que sólo la poli fonía armónica, sólo el entretejim iento de las voces dentro del m arco de aquel coral habría producido la form a concre ta, la m úsica compuesta. Si se respeta rigurosam ente lo que procede de Mahler, entonces se da algo que es incom pleto y que contradice a su intención. Pero si se completa el contra punto, entonces el arreglo se entrom ete precisam ente en lo que constituye el verdadero escenario de la propia productivi dad mahleriana. Por ello el autor se inclina a pensar que jus to quien se da cuenta del extraordinario alcance de la con cepción de la Décima debe renunciar a los arreglos y a las ejecuciones. También quien com prende los esbozos diseñados por m aestros para cuadros luego no ejecutados, y se imagina el aspecto que tendrían si acaso estuvieran acabados, prefe rirá guardar esos esbozos en una carpeta y contem plarlos en soledad, que no colgarlos en la pared. El hecho de que haya sido necesaria tan pronto una se gunda edición de este libro indica que comienza a imponerse la consciencia plena de la im portancia de Mahler. Octubre de 1963
ÍNDICES*
* Los Indices siguientes, que n o figuran en la edición original ale mana, han sido añadidos a esta versión por el traductor de la obra.
índice de co n cep to s
Abgesang, 65-66, 74, 81, 109, 134, 184. Concepto, 19, 22-23, 46, 104, 155, 161, 163. «Acordes asimilados», 48. Afirmación, afirmativo (ver tam Congruencia, 30, 33, 89, 148. Consciencia desgraciada, 35. bién Positividad, positivo), 74, 150, Construcción, 42, 55, 58, 60-61. 64, 167, 170* 172-173, 177, 187. 93, 108, 129, 131, 145, 150, 200. Alegría, 4Í, 77, 85, 169, 170. Consuelo, 26 29, 50-52, 74, 170, 187, Amorfo, 92. 189,19.,, 1k... Análisis temáticos, 19, 170. Anhelo, 24, 36', 47, 64, 69, 71, 85, 177, Contenido, 18, 35, 56. 65, 67, 71, 87, 90, 102, 104, 115, 131, 144, 155-156, 200. 159-160, 163, 165-166, 169, 171, 178, —trascendencia del, 162, 200. 188, 191. Antiartística, experiencia, 22, 30. —expresivo, 46-47. Antisemitismo, 39. Apariencia, 21, 23, 29-30, 40, 58, 62, —y estilo, 87. —y forma, 35, 44. 71, 90, 102, 105, 91, 114, 153. 167, 174. 131,156, 163. 19Í. Arte, 22, 23, .,3. 59, 62-64. 68, 159. —y técnica, 143. —y realidad, 29, 60-62, l¿l. Contrapunto (ver también Polifo —y religión, 171. nía), 69, 80-81, 127, 133-134, 139 Atomista, audición, 91. 146,193, 197, 199. Austríaco, 44, 77, 91, 9, 118, 181, 196. Autenticidad, auténtico (ver tam Contraste, 41, 47, 76, 78, 151, 154 155,190. bién Inautenticidad), 31, 135, 147, Coral, 29-30, 122, 126, 130, 149, 152, 167, 177. 157. Autoconservación, 26, 36, 97. Azar, 35, 107, 119, 149. Corporeidad musical, 21, 62, 134, Bajo continuo, 49, 66, 115, 146, 173, Cosificación, cosificado, 43, 44, 54 55, 60, 64, 86, 88, 94, 105, 117, 118, 183. Balada, 104, 106, 117, 133, 186, 202. 153,166, 196. Banalidad, banal, 39, 60, 93-94, 137 Cromatismo, 39-40, 66, 161, 192, 199. 138, 155. Cultura, 26, 54, 59-60, 62, 64, 83, 91, Bandas de música, 77, 82. Barform, 65, 184. 102,111, 166. Barroco musical, 167. —fetichismo de la, 40. —inmanencia de la, 63. Belleza natural, 34-35. Burguesía, burgués, 24, 61, 124, 158. —como bien, 82, 171. —como privilegio, 55, 62. Cantus firmus, 27, 107. Cumplimiento (ver también Prome sa), 65-70, 97, 99, 117, 137, 161, 169 Carácter, 53, 59, 67, 70-71. 73-79, 81, 170, 174. 85, 101, 123, 129, 133-134, 138, 141, Curso del mundo, ver Mundo. 144, 148-149, 151, 156, 191, 199. Caos caótico, 29, 102, 106-107, 142, Derrumbamiento, 70-71. 15Ó. Claridad (ver también Plastici Desarrollo (ver también Scherzo), 120, 123-124, 126, 128, 184, 191. dad), 73, 78, 138-139, 144, 148, 151, Desencantamiento, 29, 52, 72. 188. 154. Clasicismo, 23., 35, 44, 59, 61, 76, 78, Desesperación (ver también Espe ranza), 22, 24, 25, 36, 57, 62, 78, 89-90, 92, 100-101, 145. 157, 186-187, 196, 198-199. —vienés, 32, 75-76, 84, 109, 145. Color, timbre, 72, 79. 82, 103, 106, Desintegración, 144-154, 174. 180, 195. Desviación, 34, 43, 47-48, $O, 55-56, 148-152, 154, 175, 203. 94, 117-118. «Compases excesivos», 95, 192.
Detalle y totalidad (ver también Totalidad), 39, 50, 60, 71, 74-76, 94, 105, 111, 152, 159, 163, 179. Dialecto, 44, 118. «Diálogo sinfónico», 180-190. Diatonismo, 39, 48, 67, 112, 131, 161, 169, 183. Diferencia, diferente ver Otro, 14. Dinamismo, 28. 76,170, 174. Disrciación, 155, 187, 195, 2M. Disonancia. 41, 48, 77, 139-141, 147, 150, 178-179.
Distanciamiento, efectos de, 34, 40, 182. Documento, documental, 41, 180, 182, 185.
Dodecafonismo, 116, 183. Drama, 66-68, 89-90, 99-1W,
127, 157,
190.
Duración (ver también Tiempo), 70, 92, 101-102, 116, 167. Esperanza (ver también Desespera ción). 23-24, 30, 33, 51, 89, 118, 188, 199.
Economía en la música, 80, 135, 139, 172.
—principio
de, 32, 66,
99-1TO, 116,
134.
Empequeñecimiento,
79,
161,
179,
191.
Enarmonía, 40, 55, 85. Episodio, 65, 69, 77, 109. 168, 198. Epopeya, épico, 35, 87, 89, 92-96, 98, 101, 105-106, 115-117, 127, 132, 159, 173, 178, 189-190, 193.
Equilibrio (ver también Homoestasis), 22, 50, 78, 81, 85, 122, 170. Escala de tonos enteros, 180, 183. Esperanza, 23-24, 30, 33, 51, 89, 178, 188, 199.
Especialista, 40, 58. Espiritualidad, 20, 87, 152. Espiritualización, 44, 101, 126, 153. Esquema, 58, 78. 1^107, 111, 124, U6, 129, 132-133. 172, 185, 190, 192. Estilización, principio de, 60, 145, 162, 180. «Estilo tardío», 131, 165, 179, 182, 194.
Exotismo, 151, 180-181, 183. Experiencia, 21-22, 29, 41, 44, 56, 89, 96, 178-179, 2M. Expresión, 20, 40-44. 47M , 51, 86, . 128, 155, 159, 179-180, 184, 198. Expresionismo, 41, 46, 96, 186. Exterioridad, exterior (ver también Interioridad), 45, 47, 98, 103, 111, 165.
Fanfarria, 21, 29, 31, 33, 41, 60, 75, 80, 81, 144, 149. Felicidad (ver también Sufrimien to, Tribulación), 27, 44, 45, 60, 72, 77, 82, 92, 97, 128, 157, 177-179, 185, 187-188. «Flotante», 44, 146, 155, 195. Flujo exterior/interior, 95, 1M, 140, 162,187. Forma, 22, 28-30, 33, 41, 46, 52-53, 58 59, 62, 67. 75. 81, 85, 87, 89, 94, 107, 117, 121-1Ü, 129, 137, 140,145, 147,151, 153, 163, 165, 168. —drctrina material/abstracta de la, 69-70. —inmanencia de la, 31. 131, 155. —sentimiento de la, 22, 27, 69, 78, 122-123. —libre, 92, 174. Formalismo, 76, 123, 142, 145. «Forte con sordina», 151, 195. Fragmento, 93, 2TO. Fuga, 108, 143, 145, 197. Gesto en la música, 19, 27, 42-43, 52, 74. 87, 105. 132, 163, 171, 174. «Gout du néant», 187. Gusto, 35, 39, 59, 61-62, 68, 77, 158, 166. H om oestasis (v e r tam bién Equili brio), 50, 122, 170. Humor, 23, 28, 118, 145, 169. —negro, 44.
Idea, 19-20, 54. 56, 58, 62, 66, 86. 90, 107, 111, 124, 131, 159, 167, 178. — poética, 19, 42. Idealismo, 32, 91. —sistemas idealistas, 124. Identidad, idéntico (ver tam bién Mismo, 14, 32, 39, 60, 66. 79, 81, 90, 1TO, 115, 117, 124, 154, 168. Ideología, 23, 36, 46, 64, 72,, 114, 158, 161. Imaginería, 63, 71-72, 79, 118, 131, 144, 182, 1W. Impetu sinfónico, orquestal, 71, 75, 112-113, 116, 122-123, 152,
175. Im presionism o, 40, 106, 108, 164-165,
Im provisación, 60, 108, 115, 149, Inautenticidad (ver también Au tenticidad), 52-53, 56, 72, 84, 117, 181. Infancia, infantil. 39, 48, 64, 79, 82 83, 177-178, 185. Inferior, superior, 36, 62-63, 88.
Ingenuidad, 30, 55, 73, 84, 87, 165, Inmanencia, 32, 66, 142, 144, 199. — contexto de, 30, 67, 90, 163, 177, 185. — de la cultura musical, 63. — de la forma, 23, 31, 68, 13l. — del sentido, 30. Inmediatez, 33, 41, 56, 63, 67, 71, 87, 98, 138 153, 157, 165, 182, 189. — segunda, U4. Insaciabilidad, 131, 163, 191. Instante, 20-21, 31, 70. 79, 102, 158. Instrumentación, 20, 34, 84, 112 113, 134, 139, 147-152, 19'1. Integración, 30, 58, 79, 139, 151, Integral, composición, 29, 91, 148. — form a, 185. — m úsica, 100. — obra de arte, 137. — unidad, 27. Intención, 20, 30, 35, 40. 53, 57, 70, 75. 86, 88, 99. 111-112, 132, 144, 147, 1& , b 9 , Í65. Interioridad, interior (ver tam bién Exterioridad), 35, 47, 97 98, 113, 186. Ironía, 52-53, 63. Irracionalidad, 58, 104. Jazz, 83. Judía, m úsica, 57, 181-182. — mística, 78. Justicia, 25, 67, Lenguaje musical, 33, 34, 57, 59, 74, 117-118, 156, 163. 179, 183. Libertad, 24^ 60, 66, 83, 93, 124, 129, 153, 186, 202. Lied, 43, 60, 76, 115, 117, 125, 183. Lirismo, 41, 57, 75, 102. — épico, 103. — de la naturaleza, 153. — subjetivo, 103-lU't, Lógica, musical, 24, 67, 90, 117, 119, 143., 146, 160, 168. — dialéctica/discursiva, 32, 102. — hegeliana, 24. M aestría, 29, 111-202, 127, 134, 147, 165. «Manera», 42-43, 47, 182. Material musical, 19, 39. SS, 60-61, 87, 89, 116, 155, 160, 111.t. — dom inio del, 27, 37, 42, 62, 161, 164, 178, 183. Mayor/menor, m odos, 42-44, 47-48, 50, 115, 146, 157, 180, 186, i 90-191.
Mediación, 25, 29, 33-34, 40 47, 53, 59, 68. 70, 78. 79, 87-88, Í02, 1()6:. 107.12l, 127, 142, 182, l!!S. Melodía, m elódica, m elos, 25, 27, 41, 54, 74. 119. 139-140, 143, 149, 154, 161-162, 184, 188, 200. — de timbres, 150, 194. Melodización, 160-164, 188, 191. Metales, instrum entos, 31, 33, 79 80, 151, 192, 195, 199. M étrica, SO, 137-139. M ismo, 14, 23-24, 32, 105-106, 118. Mito, mítico, 34, 62, 64, 124. Modelo, módulo, 31, 76, 81, 90, 108, 116, 122, 160. Modernidad, 141, 153, 165. Modulación, 49, 113, 120, 128. «Monólogo interior», 186. Montaje, 104, 194, 196-197. Monumentahdad, 79, 103, 166-167. «Motivo comodin», 119-120. Muerte (ver también Vida), 51, 83, 177,185-186, 197. Mundo, 22, 25. 46, 52, 64,. 97-98, 104, 111,114, 123, 142, 15á, 170, 186, 189,197, 202. — curso del, 23-25, 28, 33, 36, 47, 79, 144,157, 168. 197. — dolor del, 25, 126, 186. Música, artística, 27, 37, 54, 59. — inm anencia de la, 23, 90. — de cámara, 27, 57, 80, 105, 152, 154. — de director de orquesta, 52-53. — popular, 54. — programática, 19-20, 24, 29, 85 — pura, absoluta, 20, 86, 99, 155, 185, 189. — superior/inferior, 55, 59, 68, 77. — vulgar, 24, 25, 27, 54, 58, 77, 172. N arración relato, 46, 52, 72, 88, 96-97, lu3, 104-106, 116, 125, 187. Naturaleza, 26-27, 33-35, 61-fü, 78, 107, 124, 153, 158, 186. N egación, negatividad, negativo (ver también Afirmación, Posi tividad), 34, 46, 76, 114, 131, 155 156, 172, 196. Ne 0a- lem a n a , Escuela, 31, 76, 144, 147-148, lou, 172. Neoclasicism o, 57. Neoobjetivism o, 20. Niveau, 40, 60, 166. Nominalismo, 88, 127, 132, 159. Novela, música como (ver tam bién Drama,, 87-88, 91, 96-97, 99 100, 102, luo, 108. 111, 123-124, 127-128, 138, 154, ÍS7, 191, 193.
Nueva Música, 39, 4 ^ 73, 77-78, 113, 124, 140, 16l’, 172. l!Yt, 187, 191. Nuevo, 14, 23, 31-33, 35, 48, 53, 73, 100, 106, 109. Objetivación, 41, 46, 53, 58, 77, 107. Objetividad, ^ R 7, 52, 76, 88, 103 106, 161. «Obra maestra», 170-174. Ocurrencia musical, 131, 140, 158, 161, 163, 191, 201. ópera, 99, 169. Otro, 14, 21. 30, 32-33, 36, 40, 47-48, 66, 68, 73, 7¿, 90. 105, 112, 114 115, 118, 132, 141, 146, 162, 168. Paciencia/impaciencia, 88, 96, 102. Pancromatismo, 113, 183. Panteísmo. 78, 187. Parodia, 52. 85, 87, 154, 196. Particular/general, 43-48, 53, 56, 159, 177. Pentatonismo, 180, 183. Periférico, 29, 65. 132.: 142. Perpetuum mobile, M, 143. Piano, instrumento, 103-106, 156, 178. Plasticidad (ver también Clari dad), 28, 31, 46, 76, 114, 151. Polifonía (ver también Contra punto). 80, 108, 127, 133, 139, 141 145, 168. 172, 175. Popurrí, 58-59, 79. Positividad, positivo (ver también Afirmación, afirmativo), 53, 57, 132, 155, lDY. «Prima musica», 155. Progreso/regresión, 37, 39. Promesa. prometer (ver también Cumplimiento), 21, 29, 59, 61, 68, 70, 85, 137, 185. Prosa, 34, 128, 137, 149, 154, 184, 187 192. Pseudomorfosis, 55, 57, 83, 181. Racionalismo, 93. Realidad (ver también Arte), 44, 61, 98, 123, 186. «Realismo socialista», 71-72. Rebelión, protesta, 24, 27, 32, 42, 61, 72, 156. Recitativo, 140, 149, 184, 187, 191 192. Reconciliación, 24, 26, 42, 44, 47, 61, 81, 159, 186. Recuerdo, 26, 28, 64. 83. 103. 116, 163, 180, 185, 187-188, 200-201. Redención, 26, 24, 160. Reexposición, 22, 31, 122-124
Reflexión, 25, 41, 55, 63, 68, 73, 93 94, 105, 114, 182. Regresión del oír, 83. Relato, ver Narración. Resolución, campos de, 70, 76, 128 129, 191, 194. Ritmo, rítmica, 26, 107, 119, 137, 143, 149, 192. Romanticism o, 33-34, 43, 63, 72, 114, 161, 164, 173, 199. — antirromanticism o, 22. — posbeethoveniano, 118. - t a r d í o . 20, 58-59, 75, 77. Rompimiento, 21-31, 39, 65, 68, 1®, 130, 151, 167, 173, 198. Salvación, 64, 175. Scherzo com o desarrollo, 133-135, 196. Segunda descendente, 74, 107. Sensualidad en la m úsica, 27, 131, 152-153. Sentido, 30. 33, 35, 56-58, 62, 69, 74, 76, 87, 90, 94, 104 124, 132, 140, 148, 153-154, 159, 170. 180, 183. — contexto de, 69, 104, 153, 180. Significar, 47, 86-87, 91. Simetría, 79, 90, 94, 122-123. Síntesis, 32. 44, 46, 54, 83. 87, 93, 159. Sistema, 33, 42, 91-92. 100. 159, 183. Sonata, 22, 28-29, 31. 74, 78, 107, 122 127, 130, 132, 135, 158, 173, 174, 189, 191. Sonidos naturales, 33-35, 107, 168, 187. Sonoridad orquestal, 21, 27, 31, 34 35, 53, 59, 78-79, 106. 108, 112. 140, 144, 147, 154, 174, 180. Sorpresa, 105, 162. Stollen, 184. Subjetividad, 25, 46, 47, 76, 89, 94, 105, 161-162. Subjetivism o, 55, 161, 167. Sublimación. 30. «Sublime», 34, 88, 142. Sufrimiento (ver también Felici dad), 28, 33, 44, 47, 72, 77, lS6, 180. Sujeto, 24-25. 44-46, 52-53. 55-56, 64, 75. 86, 92, 94, 97-98, 103, 107-108, 117, 161, 198. Surrealismo, 197. Suspensión, 65, 67, 69, 141, 145, 168, 184. Técnica, 19-20, 53, 67, 93, 111-112, 114-115, 132, 137-138, 144, 156, 16& 166. Tema, 115-116, 144. — dualismo de los, 22, 128, 157, 190 191.
— nuevo, 31, 99. Teología gnóstica, 85. Tiempo (ver también Duración), 28, 59, 79, 91-92 96. 100-102, 105-106, 108, 118, 12Í, 1M. 132, 148t 158, 164, 178, 187, 189, 193-197, 2b1. Timbre, ver Color. Tonalidad, 40-42, 46, 67, 121-122, 131 132, 147, 154, 161, 181/ 184.187, 200. Tono, 35. 39-40, 44, 4748, 55, 94, 121, 137. 144, 161, 177. Topoi, 90. Totalidad, Todo, 29, 31, 39, 45. 47, 50, 54, 64, 71_, 74-76, 78-79, 86, 88, 94, 100, 102, lOJ, 111-112, 115-116. 118, 121, 125, 127, 130, 132, 137, 14Ó-141, 143, 147, 152, 159, 161, 171-172, 182, 199. Trabajo motívico/temático, 91, 100, 115-116, 126-127, 130, 164, 191. Tragedia, trágico, 45, 92, 126, 132,
Transcendencia, transcendente (ver también Anhelo), 24, 53. 67, 69, 85, 162-163, 165, 168, 199-200. Tribulación, aflicción, 27, 31, 47, 50 51, 72, 74, 79, 92, 186-187. Tutti orquestal, Í8, 139, 147, 15», 154. Überschlag, 14:i-146. Unísono impreciso, 183. Utopía, 23, 29, 32, 36, 157, 175, 177, Variante/variación, 114-122, 124. 129, 131, 137, 146, 182, 184, 190-191, 201. Verdad, 19, 23, 30, 32, 47, 58, 63, 72, 87, 9¡, U2, 160, 167 188, 198, 202. Vida (vei también Muerte), 24, 91, 165, 186, 1S8. Virtuosismo, 197-198. Voces de relleno, 59, 144, 152.
índice de nom bres propios
Adler, Guido, 43, 78, 87, 190. Adorno, Th. W., 56, 65, 82, 102. D ialektik d e r Aufkliirunn 106, 163, 206, 208. D issonanzen, 57. 204. K la n g fh tren , 60, 144, 204,1. 208. N oten ;i;ur Líteratur, 54, ¿04. Schonbergs B liiserqu in tett, 73, 204. Z u r Schlusszene d es Faust, 174, 208. A ristóteles, 99. P oética, 99. Bach, Juan Sebastián, 101, 111, 166. Balzac, Honoré de, 97. 99, 101. Baudelaire, Charles, M , 186. Bauer-LeChner, Natalie, 25, 34, 93, 142. Recuerdos de Mahler, M, 203. Beethoven, Ludwig van, 21, 23-24, 28, 32, 41, 45, 50, 61, 63, 69, 75, 79, 89-92, 95, 99, 101, 109, 114 116, 119, 123-125, 127, 132, 157, 160, 162, 165-166, 179, 196. Tercera sinfonía («Heroica»), SO, 89, 90, 99, 124, 157. Quinta sinfonía, 89. 90. Sexta sinfonía, 63, 90, 92. Séptim a sinfonía, 21, 89-90. O ctava sinfonía, 125. N ovena sinfonia ¡ 50, 79, 90. Sonata «A ppassionata», 156. Sonata «para piano de m arti llos», 89. Sonata a K reutzer, 119, 157, 160. Sonata para violin, oo. 96, 92. Cuarteto, op. 59, núm. l, 92. T río en si bem ol m ayo r, op. 97, 92. C uarteto de cuerda, op. 135, 91, 196. Fidelio, 21. Bekker, Paul. 28, 92, 103, 107, 113, 117, 137, Í51, 170. Berg, Alban, 63, 72-73, 112-113, 129, 138, 141).:14!1. 145, 150-151, 162, 164, 181, 185, 191-192, 196, 200. S iete canciones tem pranas, 151. Concierto d e cám ara, 192.
S u ite Urica, 185, 200. C oncierto para violín, 145, 192. W ozzeck, 72, ISO 151, 184, 192. Lulá, 151, 184, Í92. Bergson, Henri, 165. Berfioz, Héctor, 58, 103, 135, 156, 162. Sinfonía fantástica, 135. B ethge, H ans, 180. Bloch, Ernst, 94. Blücher, mariscal, 108. Brahms. Johannes, 40, 48, 66, 85, 89, í 14, 116. P rim era sinfonía, 89. C uarteto con piano en so l m e• nor, 66. Bruckner, Anton. 20, 29, 30, 50, 55, 70, 74, 85, 92-95, 1UI:, 112, 130, 131, 133, 146, 147, 156, 201. Quinta sinfonía, 29. S éptim a sinfonía, 69. N ovena sinfonía, 131. Busoni, Ferruccio, 68. Casella, Alfredo, 190. «Collin, Jacques» (personaje Balzac), 97.
de
Chaikovski, Peter, 28, 58. Chamisso, Adalbert von, 197. P eter Schlem ihl 197. Chopin, Federico, 104. 166. B alada en so l m enor, 104. Debussy, Claude, 40, 49, 108, 111, 16S-166, 180-181. Fewc d ’artifice, 108. Descartes, 100. D iscurso d el m étodo, 100. Dostoievski, Fedor, 96, 101. E l idiota, 91. Durkheim, Emile, 171. Dvorák, Anton, 58. «Ester» (personaje de Balzac), 97. Eurídice, 83. «Fausto» (personaje de Goethe), 61. Federico II, 2S. Fielding, Henry, 101. Flaubert, Gustave, 87.
M adam e B ovary, 87. Freud, Sigmund, 62-63. George, Stefan, 185. E l año del alma, 185. Goethe, Johann Wolfgang 104, 179-180. Fausto, 29, 172-173, 183. La nueva Melusina, 179. «Grupo de los Seis», 22.
von,
Hanslick, Eduard, 85. Haydn, Joseph, 23, 61, 82, 84, 132. Sinfonía infantil. 82. Hegel, Georg, G. F., 23-25, 32, 34, 97, 124, 172. Fenomenología del espíritu , 24, 97, 123. F ilosofía del derecho, 166, 208. Ciencia de la lógica, 32, 124. Heine, Heinrich, 54. H indem ith, Paul, 96. Hitler, Adolph, 19. Ionesco, Eugéne, 57. Jacobson, Jens Peter, 128-129. Janácek, Leo, 103. José 11, 91. Jung, Cari Gustav, 63. Kafka, Franz, 26, 35, 57, 80, 85, 93, 182, 195, 198. E l proceso, 198. Kant, Immanuel, 32, 34, 91. Kleist, Henrinch von, 35. Kemperer, Otto, 102. Kletzki, P., 45. Himno a la resurrección, 50. Kraus, Karl, 58, 158, 182, 196. Krenek, Ernst, 209. Lehar, Franz, 198. La viuda alegre, 198. «Leverkühn, Adrián» (personaje de? Th. Mann), 73. Liszt, Franz, 156-157, 172. Mendelssohn, Felix, 43, 108, 132. E l sueño de una noche de ve rano, 108. Canciones sin palabras, 43. Moller van den Bruck, Arthur, 96. Mozart, Wolfgang Amadeus, 84, 93, 118, 166. Moussorgski, Modesto P., 103. «Natacha» '"ersonaje de Dostoiev ski), 97. Nietzsche, Friedrich, 89, 91, 93, 170, 186. Asi habló Zaratustra, 89.
Pfitzner, Hans, 171. Palestrina, 171. Platón, 89. Poe, Edgard Allan, 186. Proust, Marcel, 99, 177-178, 180, 186, 198. Puccini, Giacomo, 49. Puvis de Chavannes, Pierre, 171. Ratz, Erwin, 7g, 121. Redlich, H ans rerdinand, 166. Reger, Max, 113, 144, 146, 162. Riegl, Alois, 163. Riemann, H ugo, 171. Rilke, Rainer María, 72. Libro de las imágenes, 72. Rosé, ^Arnold, 142. Rousseau, Henri, 40. «Rubempré, Lucien» (personaje de Balzac)' 97. Rückert, Friedrich, 152. Schonberg, Arnold, 30, 41, 48, 52, 56, 58, 59, 67, 73, 96, 100, 103, 106, 113, 116, 131-132, 141, 146, 150154, 158, 169, 171-172, 182-184, 192-193, 199. Prim era sinfonía de cámara para 15 instrum entos solistas, op. 9, 131. C uarteto d e cuerda n.° 2, o p . 10, 184. Cinco piezas p a ra orquesta, op. 16, 141, 150, 153-154, 193. Espera, op. 17, 41. La mano feliz, o p . 18, 171-172. C uatro canciones para canto y orquesta, op. 22, 152. Q uintento para in stru m en tos de viento, op. 26, 73. Concierto p a ra violín, op. 36, 192. De hoy para mañana, 184. La escala d e Jacob, 171. Moisés y Aarón, 184. E l superviviente de Varsovia, 41. Schopenhauer, Arthur, 98. Schreker, Franz, 148. Schubert, Franz, 50, 84, 92-93, 101 103, 108, 116, 140, 142, 160, 169, 178, 181. i Sinfonia en si m enor, 92. Sinfonia en do m ayor, 169. Sonata para piano en si bemol m ayor, op. 112, 84. V ia je de invierno, 181. Sonatas para piano, 92. Schumann, Robert, 80, 166, 171, 173. Scott, Walter, 99. Simmel, Georg, 165.
Specht, Richard, 102-103. SpeideL Ludwig, 53. Stein, Erma, 96. Strauss, Richard, 85-86, 94, 111-113, 134, 144, 147, 157, 162, 164-165, 181. Salom é, op. 54, 147, 164. 181. E lectra, o p . 58, 86,113, 147, 181. E l caballero d e ¡a rosa, op. 59, 134. La leyenda de José, op. 63, Sinfonía d e los Alpes, op. 64, Capriccio, op. 85, 165.
StravinsW, Igor, 20, 63, 118, 196, 197.
{65. 165. 149,
La consagración de la prim avera, 149.
Strindberg, August, 96. Tolstoi, ^ León, 160.
Van Gogh, Vicent, 165, Verdi, Giuseppe, 179. O telo, 179.
Wagner, Richard, 30, 39-40, 46, 52, 55, 63, 66. 71, 7778. 97, 102-103, 112, 114, 147-148, 150, í52, 161-162, 183 184, 190. Lohengrin, 53, 150. T ristd n e Iso ld a , 39, 46, 77, 183. L os m aestros cantores, 65, 71, 79, 145, 171-172. E l anillo d el N ibelungo, 63. S igfrido, 33. La Valkiria, 97. Parsifal, 162, 171, 190. Cantos de W esendonck,
102. Walser, Robert, 93. Weber, C arl Maria v o n , 44, 133. El cazador fu r tiv o , 44, 133. Webern, Anton von, 55, 92, 96, 103, 150, 173. Wellesz, Egon, 150. W erfel, Franz, 163. Wilder, Thronton, 57. W olf, Hugo, 103. Zemlinsk;?, Alexander, 185. Zillig, W m íried, 188.
Com posiciones d e Mahler citadas
59, 79, 112, 114. Primer movimiento, 20-23, 31, 33 34, 65, 99, 124-125. Segundo movimiento, 93, 132-133, 146. Tercer movimiento, 79-80, 144, 154, 166. Cuarto movimiento, 35, 78-79,
Prim era sinfonia,
106 149, 162. Segunda sinfonía, 168, 172.
40,
112, 114,
158,
Primer movimiento, 70, 74. Segundo movimiento, 77,146, 163. Tercer movimiento, 23-25, 27, l l i , 133.
Cuarto movimiento, 162, 200. Quinto movimiento, 65, 170. Tercera sinfonía, 19, 112, 139. P rim er m ovim ien to, 65, 77-78, 1^108, 114, 116, 124-125,127,129, 149, 153, 158. Segundo m ovim ien to 139.
Tercer movimiento, 25, n , 60-61, 133. Quinto movimiento, 50-51.
Cuarta sinfonía, 23, 28, 51, 69-70, 79 85, 96, 106, 113, 124, 126, 141, 185, 196.
Primer movimiento. 80-81, 83, 85, 94. 99, 119-121, 123-126, 152. 177. Segundo movimiento, 27-28, 72, 79, 83, 132, 137-138, 182. 196. Tercer movimiento, 69, Í14. 150. Cuarto movimiento, 79, 84-85.
43, 67, 100, 113, 126143, 169.178. Primer movimiento, 4 i, 43, 70, 75, 77-78, 80, 39, 149. Segundo movimiento, 28-M, 59, 65, 93, 99-100, 1M, 132. 141, 151, 155, 193, 196, 199. Scherzo, 43, 133-134, 141, 144, 149
Quinta sinfonía, 127, 139, 141,
150, 196, 199. Adagietto, 43, 74-75, 77, 151, 163, 169. Rondo-Finale, 89, 144, 169, 197.
Sexta sinfonia, 42, 49-50, 77, 113, ' 132, 146-147. P rim er m ovim iento, 57, 65, 108, 122, 124, 126, 131, 140, 155, 159, 170, 195-196. Scherzo, 23, 70, 113, 134-135, 162. Andante, 117, 137. Ültimo movimiento, 65-66, 77, 97, 114, 122-123, 126-131, 155, 157, 167, 170, 189, 193. S éptim a sinfonía, 49-50, 112-113, 124, 140-141. Prim er m ovim iento, 49, 65, 113, 124, 131-132, 140.
Primera música nocturna, 49-50, 73, 78, 112. Scherzo, 27, 40, 43, 49, 78, 98, 135, 196-197.
Segunda música nocturna, 49, 72, 133, 141, 169. Rondo-Finale, 49, 93, 169, 172, 198. 111-112, 17H75, Himno «Veni creator spiritus», 51, 66, 144, 150, 168, 171-173, 197. Música p ara textos del Fausto,
Octava sinfonía, 49, 183, 191.
29, 63, 173-174, 183, 185.
19, 45, 50, 52, 125, 188-201. Primer movimiento, 42, 66, 70. 95, 98, 121, 154-155, 179, 188, 196. Segundo movimiento, 45, 75, 196 197. Rondó-Burlesca, 65^, 145, 168, 197-198 200. Adagio-Finale, 93, 114-115, 186, 200-202.
N ovena sinfonía, 148, 170, 180,
D écim a sinfonía. 187. Adagio, 42, 93, 163. «Purgatorio», 182. La canción de la tierra, 50, 103, 125, 133, 146, 148, 151, 167-168, 170, 174, 177-188, 190-191, 194. «Brindis de las miserias de la tie rra», 65, 157, 18H81.
«El solitario en otoño», 152, 185. «Sobre la juvetud», 112, 183, 184. «Sobre la belleza», 177. «El borracho en primavera», 65, 77, 184-187, 197-198. «El adiós», 33, 51, 149, 184, 160, 179, 187, 191, 193, 201. Catorce canciones y cantos de la época juvenil, para canto y piano, 41, 151. 7. Caminaba yo ale^e p o r un
•E l cuerno m aravilloso», ara v o z y orquesta, 84, 112.
nocturna del centi ganción nela, 84, 115, 140. quién se le ha ocurrido,
4. A
ues, esta cancioncita, 51. l s&món de San Antonio de Padua a los pecra, 24, 25. 9. Allí donde suenan las bellas trompetas, 43, 202. 10. del intelecto superior,
g
verde bosque, 83. 8. En Estrasbu^^ en la ciudadela, 202. 9. Separación en el verano, 25.
Canciones de los niños m u ertos, para v o z y orquesta. 43, 51, 80, 137-138, 151-152, 183, 185, 200-201.
Canciones d e un aprendiz errante, ara canto y orquesta, 70-71.
S iete canciones d e la ú ltim a época, pwa voz y orquesta 152. L Espertar, 40, 105, 1Í3.
?ma, e n ^ un cuchillo que qu&70-71.
Doce canciones sobre poem as de
5. Me ne perdido para el mundo, 43.
7.
Si me amas por mi belleza, 178.
Sum ario
..............................
Prólogo de Josep Soler . I. II. III. IV. V. VI. VII. VIII.
Cortina y fanfarria . . . . . T o n o ......................................... . Caracteres.................................... . Novela............................................................ La variante como fo rm a. Dimensiones de la técnica . . Desintegración y afirmación. . . La larga m ira d a ........................ .
Notas .
.
. . . 19 . . . 39 . . . 65 . . . 87 . ... 111 . . . 137 . . . 153 . . . 177
............................................................203
Posfacio a la segunda edición
.
9
........................ 211
1ndices......................................................................................... 213 1ndice de c o n c e p to s ............................................................215 1ndice de nombres p r o p i o s ................................................220 Composiciones de Mahler c i t a d a s ....................................223