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Spanish; Castilian Pages 158 Year 2012
Manuel Pérez Los cuentos del historiador Literatura y ejemplo en una historia religiosa novohispana
teci Textos y estudios coloniales y de la Independencia Editores Karl Kohut (Universidad Católica de Eichstätt-Ingolstadt) Sonia V. Rose (Université de Toulouse II)
Vol. 21
Manuel Pérez
Los cuentos del historiador Literatura y ejemplo en una historia religiosa novohispana
Vervuert - Frankfurt - Iberoamericana - Madrid Bonilla Artigas Editores - México 2012
Reservados todos los derechos © Iberoamericana, 2012 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2012 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net © Universidad Autónoma de San Luis Potosí, 2012 Álvaro Obregón No. 64 Zona Centro San Luis Potosí, S.L.P., 78000 © Bonilla Artigas Editores S.A. de C.V., 2012 Cerro Tres Marías # 354 Col. Campestre Churubusco C.P. 04200, México D.F. [email protected] www.libreriabonilla.com.mx ISBN 978-84-8489-694-4 ISBN 978-3-86527-744-2 ISBN 978-607-7856-65-8 ISBN 978-607-7588-62-7
(Iberoamericana) (Vervuert) (Universidad Autónoma de San Luis Potosí) (Bonilla Artigas Editores)
Diseño de la cubierta: Fernando de la Jara Realización gráfica de la cubierta: Osvaldo Olivera / A4 Diseños Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico blanqueado sin cloro Impreso en España
La publicación de este libro se financió con recursos del PIFI 2010-24-19.
Índice Agradecimientos
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Introducción
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Capítulo 1. La provincia carmelita de San Alberto de México y la crónica de fray Agustín de la Madre de Dios Reforma carmelitana y constitución de la provincia novohispana Carmelitas en la “conquista espiritual” de la Nueva España Un fraile rebelde y su historia inconclusa
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Capítulo 2. Génesis de una historiografía literaria
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Historia carmelitana y prestigio de antigüedad Una historia con raíces legendarias
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Capítulo 3. Una historia con propósitos ejemplares Retórica de la historia La argumentación inductiva Mínima tipología de relatos ejemplares Milagros y prodigios Relatos hagiográficos Capítulo 4. Verdad religiosa y artificio literario El estilo y concepto de historia de fray Agustín Verdad religiosa, leyenda e historiografía literaria Ejemplo sobrenatural y retórica de la ficción en la historia religiosa
71 73 77 89 92 98 105 105 118 124
Conclusiones
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Bibliografía
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Índice onomástico
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Agradecimientos Algunos de los problemas y convicciones teóricas que se exponen en este libro han sido discutidos en el marco de un proyecto denominado “Cultura en la Nueva España: Crónica, retórica y semántica”, desarrollado por investigadores del Centro de Estudios Coloniales Iberoamericanos de la Universidad de California Los Ángeles y de la Coordinación de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí (México), cuyos titulares somos Claudia Parodi, Jimena Rodríguez y quien esto escribe, mismo que ha sido galardonado con el UC-Mexus_Conacyt Collaborative Grant 2010. En el seno de este grupo de investigación se han afinado no pocos conceptos y apreciaciones aquí expuestos, de modo que en diversos sentidos puede decirse que este libro es producto de este proyecto. Puntualmente, debo agradecer a varias personas e instituciones que han hecho posible esta investigación. En primer lugar, a los bibliógrafos de la Biblioteca Daniel Cosío Villegas de El Colegio de México, a los del Fondo Reservado de la Biblioteca Nacional de México, del Archivo General de la Nación de México, de la Rockefeller Library y la John Carter Brown Library de Brown University, de la Hispanic Society of America de Nueva York, de la Biblioteca Nacional de España y de la Biblioteca María Moliner de la Universidad de Zaragoza, entre otras honorables instituciones, cuya disposición y gentileza en todo momento me permitieron resolver problemas documentales y orientaron en más de una ocasión mis búsquedas y mis desconciertos. Del mismo modo, la generosa lectura de los profesores Karl Kohut, María Jesús Lacarra, Aurelio González, Martha Elena Venier y José Aragüés me otorgaron la valiosa oportunidad de enriquecer con su perspectiva mis primeras consideraciones. A ellos y a los demás compañeros de El Colegio de México, de la Universidad de Zaragoza, de la Universidad de California y de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí debo no sólo la compañía en este itinerario sino también momentos inolvidables que me han permitido cultivar el estudio como forma de vida afortunada. Finalmente, quiero agradecer a mi hija, a mi mujer y a mis padres no sólo la alegría de formar parte del ciclo vital, sino el tiempo que les he negado para poder dedicarlo a escribir este libro; a decir verdad, no es posible expresar en tan cortas líneas lo que aquí corresponde pero quede el testimonio de que las que siguen en gran parte se deben a ellos.
Introducción El libro que tiene en sus manos no ha venido al mundo solo ni con propósitos singulares, porque forma parte de una intención mayor vinculada a la exploración de las formas que habrían tomado los géneros de la oratoria antigua (deliberativo, panegírico y judicial) en el mundo novohispano. No es por supuesto que se ignore aquí que aquellos géneros habían decaído muchos siglos atrás, que la retórica había caminado derroteros nuevos sobre todo a partir de su cristianización durante la Alta Edad Media, configurando desde entonces nuevos estilos y nuevos discursos; más bien esta curiosidad ha nacido de una cultivada esperanza en la sobrevivencia de aquellos géneros bajo nuevos rostros (discursos o textos), mismos que en este sentido podrían ser leídos, estudiados y relacionados entre sí con base en aquellos paradigmas. Por supuesto, no es del todo original tampoco esta convicción, pues por lo menos Alfonso García Matamoros había intentado ya ajustar los géneros de elocuencia religiosa practicados en el siglo XVI con los tres géneros de la oratoria antigua: muchos autores [...] trataron el género didascálico, que concibieron como forma del demostrativo. El género de la refutación, que se utiliza para la acusación y la reprehensión ¿quién no aprecia que remite al género judicial? El género instructivo, censorio y consolatorio son especies propias del género deliberativo.1 Por mi parte, la búsqueda de validez de la taxonomía clásica para juzgar los discursos novohispanos ha sido conducida por otro interés concomitante: el de explorar los modos en que uno de los elementos del discurso, la argumentación inductiva, encontró formas y funciones en un amplio espectro de textos novohispanos, encontrando con ello también los medios de perpetuar una añeja tradición literaria (la tradición ejemplar) en el seno de discursos de muy diversa índole. De este modo, he observado que en tres tipos de textos religiosos se probaba profusamente con exempla en el siglo XVII novohispano: en los sermones morales, discursos de tipo deliberativo en los que el ejemplo era usado para ilustrar virtudes y vicios, en ocasiones bajo un concepto tan
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“De rationi dicendi libri duo” [1548]: 79 v (en la traducción de Aragüés 1999: 234).
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amplio de los mismos que podía tocar lo cívico y aun lo político (es decir, la reforma de costumbres en su más amplia acepción); en las crónicas de órdenes religiosas, donde los ejemplos cumplían la función de aportar elementos probatorios en un discurso de corte panegírico, encomiástico de la orden y sus miembros, y donde coexistían el ejemplo como prueba particular a un argumento con la función ejemplar de la historia en su conjunto; y, finalmente, en los tratados de idolatrías, en los que también había ocasión para probar con ejemplos las diferentes convicciones que el expositor (el escritor en primer término y luego el predicador que acaso se serviría del texto en la predicación) utilizaría para persuadir duramente sobre los peligros que entrañaba la idolatría, con base en un discurso punitivo y persecutorio. En esto consiste propiamente una investigación que vengo sosteniendo desde 2005 y sobre la que se ha dado ya el primer paso: mi tesis doctoral para El Colegio de México sobre el uso retórico del ejemplo en Luz de verdades católicas y explicación de la doctrina cristiana [...] (1692-1699), colección de pláticas doctrinales del jesuita Juan Martínez de la Parra; trabajo que sería ajustado y luego publicado con el título Los cuentos del predicador. Historias y ficciones para la reforma de costumbres en la Nueva España.2 Así, el presente libro formaría parte del segundo paso en esta investigación, es decir, el estudio del ejemplo en discursos panegíricos, pues incluye un análisis del uso retórico de la argumentación inductiva en discursos laudatorios de una orden religiosa, lo que constituye a mi juicio uno de los modos de leer estas historias conventuales. Mientras tanto, se vienen dando ya también los primeros intentos en el sentido de una exploración del uso del ejemplo en discursos de género judicial en el contexto novohispano, mediante el estudio de Luz y método de confesar idólatras y destierro de idolatrías [...] (1692), del cura poblano Diego Jaimes Ricardo Villavicencio, confesionario y manual de extirpación de idolatrías cuyo tratamiento me ha dado ocasión de presentar a discusión algunas primeras observaciones.3
Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert, 2011 (Biblioteca Indiana, 29). Me refiero, entre otras cosas, a la presentación de la ponencia “Ejemplaridad y extirpación de idolatrías en Luz y método de confesar idólatras [...] (1692) de Diego J. R. Villavicencio”, en el IX Congreso de la Asociación Internacional Siglo de Oro (Poitiers, Francia: 11-15 de julio de 2011), así como a una charla dictada con el mismo título en el Departamento de Español y Portugués de la Universidad de California Los Ángeles. 2 3
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De este modo, el estudio de la presencia, uso y función del ejemplo en una crónica religiosa, leída como discurso panegírico, me ha permitido exponer en este libro los resultados de una primera exploración retórica de las significativas como porosas fronteras entre historia y literatura que la historiografía religiosa del siglo XVII puede presentar. Porque la discusión sobre los elementos literarios de la escritura de la historia en esos años debería nutrirse de la observación de la preceptiva historiográfica vigente tanto como de la retórica, dada su evidente intencionalidad persuasiva; del mismo modo, la reiterada observación de la elocutio o adorno retórico como exclusiva vía para el entendimiento de estas cuestiones, para la identificación de los valores literarios de la historia barroca, debe complementarse con la más consistente observación de su argumentatio, que explicaría la curiosa presencia en estas historias de relatos de corte ficcional no sólo como adorno sino, sobre todo, como ilustración de enseñanzas morales o afirmaciones persuasivas propias de una historia con fines encomiásticos. Y es que no pocas de las historias escritas en Hispanoamérica durante los siglos XVI y XVII deben verse como obra de conquistadores, de almas o de territorios, más que como el trabajo paciente y reflexivo que esperarían los humanistas de un buen historiador; porque el hecho de estar escritas en el seno de una sociedad comprometida con la expansión, el adoctrinamiento o la explotación de nuevos territorios haría de ellas instrumentos forjados con fines suasorios y clara intención panegírica, más que un intento objetivo por explicar la realidad. Es decir, en general se trataba de textos que incluyeron también entre sus fines colaborar a la justa fama o al reclamo de alguna recompensa para los hombres o las instituciones que habían participado en los hechos relatados; lo cual no significa, por supuesto, que de ellas no pueda obtenerse en absoluto información histórica fidedigna, sino sólo que para una reconstrucción y crítica objetiva de la información que estas historias contienen deben considerarse los propósitos persuasivos con que dicha información fue en ellas usada. En el caso de las historias de órdenes religiosas esta circunstancia parece dominar y, seguramente debido a tales compromisos, su estilo se encuentra especialmente lejos de los preceptos historiográficos propuestos por los humanistas del siglo XVI al partir de un concepto de verdad histórica significativamente distinto al que aquéllos defendían, mismo que fundaba su valor en la veracidad factual. Es por ello tal vez que las historias religiosas parecen mucho menos fieles a los hechos que las dedicadas a asuntos civiles o militares, pues el historiador religioso, al ser “educado en el cultivo de la oratoria, se deja llevar con frecuencia al terreno del sermón, y por eso tal vez es, en su estilo, presa mucho más fácil del barroco”, como
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ha escrito Francisco Esteve Barba, para quien además estos escritores suelen exagerar la nota al referir milagros o al dejar incompleta, por discreción, las biografías y las historias, y que para ellos “lo fantástico no suele ser sino una parte de la realidad” (Esteve Barba 1964: 9).4 Este menosprecio de las historias religiosas por asociación con lo fantasioso no es en modo alguno singular; por el contrario, ya en las clasificaciones que los historiadores suelen hacer de la crónica de Indias resulta notable el problemático lugar que a ellas se les asigna. Por ejemplo, Benito Sánchez Alonso propone dos períodos para su estudio: uno inicial que iría de 1543 a 1592 y que encuentra abundante en “historias polémicas”, refiriéndose a la disputa entre los historiadores-conquistadores que se ostentaban como testigos de vista (aunque como se ha dicho también eran propensos a engalanar en demasía sus hechos) y los historiadores de la corte que al parecer pretendían escribir con un poco de mayor objetividad aunque desde la Península, es decir, con informaciones de segunda mano; y un segundo período que iría de 1592 a 1623 del que lamenta “el insólito interés que alcanza la historia eclesiástica, consiguiente a la efervescencia introducida en el terreno religioso por la Reforma y la Contrarreforma”, efervescencia que llevaría a estas historias a abandonar aquella sana “despreocupación humanística por la historia eclesiástica” de un siglo atrás (Sánchez Alonso 1944: t. II, 159). Por lo demás, aunque Sánchez Alonso detenga su clasificación en 1623 conviene recordar que crónicas religiosas siguieron escribiéndose en los virreinatos españoles durante todo el siglo XVII e incluso el XVIII; algunas de ellas imprescindibles para el conocimiento de la historia religiosa novohispana, como la Crónica de la orden de nuestro santo padre San Francisco, provincia de San Pedro y San Pablo de Michoacán en la Nueva España (1643) de Alonso de la Rea, la Crónica de la provincia de Jalisco (ca. 1653) del también franciscano Antonio Tello, la Historia de la provincia de San Nicolás Tolentino de Michoacán (1673) del agustino Diego Basalenque, la Crónica de la santa provincia de San Diego de México (1682) de Baltasar de Medina, la Crónica de la provincia franciscana del Santo Evangelio de México (1697) de Agustín de Betancur e incluso una obra tan tardía como el Libro de la fundación, progresos y estado de este convento de carmelitas descalzos de esta ciudad de San Luis Potosí
Por ejemplo, a la Historia de la fundación y discurso de la provincia de Santiago de México de la Orden de Predicadores (1596) de Agustín Dávila Padilla, Esteve Barba acusa de tomarse dos folios para narrar la caída de un rayo (ibíd.: 192). 4
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(1786), de José de Santo Domingo, debe ser considerada en esta nómina por supuesto incompleta. Recuérdese que el siglo XVI, fértil tanto en historias como en tratados sobre su escritura, fue también el siglo en el que los pedagogos humanistas reformaron el trivium vigente como método didáctico desde que lo instituyeron los gramáticos neolatinos, añadiéndole dos disciplinas: la historia y la poética; así, la escritura de la historia tanto como la escritura poética cobrarían un lugar fundamental en la enseñanza de las humanidades y, para ello, se escribirían sendas preceptivas que en principio derivaban sus leyes de la retórica. Se trataba sin duda del renacimiento de una concepción histórica de antiguo cuño pues, como en los tiempos clásicos, los historiadores y tratadistas del Humanismo intentaron refundar el rasgo distintivo de la narración histórica en el carácter estrictamente verdadero de los hechos narrados.5 Como se sabe, después de este momento fundamental, la disciplina histórica se bifurcaría: seguiría un camino en la dirección marcada por la preceptiva humanística y otro que continuaba el de la tradición escolástica, aunque paulatinamente las historias religiosas irían siendo relegadas al rincón de las narraciones mentirosas, a las que no cabía dar el nombre de historia propiamente, pues a los nuevos ojos críticos resultaba evidente su falta de verdad, su falta de compromiso con el registro perceptual y racional del devenir que debía implicar toda historia, omisión que resultaba evidente en el hecho de admitir ejemplos fabulosos en su cuerpo o en el de incluir biografías de frailes virtuosos llenas de hechos sobrenaturales. Y es que la pretensión humanista de verdad histórica había enfrentado desde los inicios a sus defensores con algunos historiadores religiosos cuyas obras podrían dejar ver cierta languidez en cuanto a los criterios de verdad que seguían; porque, en efecto, estos historiadores parecían apoyarse en una concepción muy amplia y aparentemente defectuosa de lo verdadero. Las dimensiones de dicho enfrentamiento quedarían de manifiesto en el debate por escrito que protagonizaron ya en el siglo XVI el humanista Pedro de Rhua y el cronista Antonio de Guevara, obispo de Mondoñedo, a quien dice Rhua: “Escrevi a Vuestra Señoría que entre otras cosas que en sus obras culpan los lectores: es una la más fea y intolerable
Vives había escrito en 1533 que “la primera ley de la historia es que sea veraz” (Del arte de hablar: 3, 13. Cito por la edición y traducción de J. M. Rodríguez Peregrina 2000). Un panorama preciso y suficiente sobre las teorías humanísticas de la historia puede encontrarse en Kohut 1990. 5
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que puede caer en escriptos de autoridad: como Vuestra Señoría lo es: y es que da fábulas por historias y ficciones propias por narraciones agenas”, a lo que el obispo de Mondoñedo respondería que no haga caso de ello pues al cabo todas las historias son en realidad mentirosas, que de ellas en definitiva no se podría mostrar con absoluta certeza su verdad, y que los [preceptos] divinos son enviados de lo alto y enseñados por Dios y por sus medianeros y estriban en fe que sobrepuja toda ciencia; y los [preceptos] humanos, en razón y en buena policía [...] [de manera que] El conocimiento que tenemos de lo divino y de la verdad de todo el universo [...] ni tiene necesidad de doctrina inventada por los hombres, sino de sola la persuasión de la autoridad de quien lo dijo, porque esta es ciencia de principios inmediatos y por eso es indemostrable. A lo que Rhua respondería terminante que “el fin de la historia es sólo el provecho que de sola la verdad se coge”.6 Se trata del inicio de una apreciación negativa de las historias religiosas que sin duda ha llegado a nuestros días, porque no resulta difícil encontrar ahora afirmaciones en el sentido de que dichas historias son mucho menos fieles a los hechos que las dedicadas a asuntos temporales, como aquellas de Esteve Barba ya mencionadas en las que se explica la falta de rigor del historiador religioso en el hecho de que, al ser “educado en el cultivo de la oratoria, se deja llevar con frecuencia al terreno del sermón, y por eso tal vez es, en su estilo, presa mucho más fácil del barroco” (Esteve Barba 1964: 9). En algunos casos, incluso, el rechazo a esta forma de contar la historia puede devenir en franco prejuicio, como el que se advierte en Irving A. Leonard cuando afirma que en el siglo XVII español “por medio de la religiosidad medieval los sentimientos caóticos se desahogaron en un violento fanatismo que engendró un dogmatismo árido, una intolerancia sin transigencias, una persecución implacable y una superstición denigrante” (Leonard 1974: 54).
6 Cartas de Rhua lector en Soria sobre las obras del Reverendísimo señor Obispo de Mondoñedo dirigidas al mesmo: fols. 37v, 41r y 45v. Hay que decir que el reproche de Rhua a Guevara es, aunque justo, no necesariamente generalizable a la totalidad de historiadores religiosos pues, aunque ilustra una tendencia, se trata de un caso extremo de historiador fantasioso (sobre el concepto de historia en Pedro de Rhua véase Kohut 2009: 157-158).
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Esta serie de reproches no sólo a la poca verdad de las historias religiosas sino también a su vínculo con el fanatismo (explicadas textualmente ambas circunstancias por su cercanía escritural al sermón) no puede ser más oportuna, porque ilustra justamente la naturaleza del problema que aquí se trata, en cuanto a la difícil definición de las fronteras entre el discurso historiográfico y el discurso poético tanto en las historias religiosas como en la predicación de esos años. Y es que el rechazo humanista a la presencia de cualquier asunto que no pudiera ser demostrado como verdadero, en los escritos históricos, se relaciona al menos en dos sentidos con las discusiones respecto a la importancia y prioridad de la historia como prueba ejemplar en el terreno de la predicación: en primer lugar, tanto en historiografía como en predicación estaba en conflicto la superioridad de lo verdadero, aunque tomando como base dos conceptos distintos de verdad; en segundo lugar, en ambos casos el uso de la verdad se defiende con base en una utilidad de carácter moral, pues al centro de las argumentaciones de los historiadores humanistas está el valor ejemplar de la historia en sí misma, no sólo dentro de discursos de carácter persuasivo. Justamente por ello el estudio de las historias religiosas del siglo XVII tendría que partir no sólo de las convicciones heredadas del Humanismo en torno a la verdad histórica, sino también del reconocimiento de las características propias de la historiografía eclesiástica, cuya tradición parecía irreductible al empirismo clásico e incluso se reconocía superior a él, pues no fundamentaba su veracidad en una correspondencia con las leyes del mundo natural sino en una correspondencia con las leyes de un estado de cosas superior, trascendente a la historia humana. Además, no sólo el Humanismo había desdeñado la historia religiosa, sino que también la propia historiografía religiosa se había mostrado reticente desde un principio a los preceptos humanísticos; después de Trento esta circunstancia se acentuaría en pro de un concepto más amplio y trascendente de la verdad histórica, un concepto que podría comulgar tanto con la noción de verdad poética señalada por Aristóteles como con el valor moral que desde antiguo toda historia debía tener. Recuérdese que la concepción moral de la historia fue un tópico particularmente vigente entre los preceptistas del siglo XVI, pues del mismo modo en que Vives la defiende, Juan Costa sostendría que “la Historia no es otra que la evidente y lúcida demostración de las virtudes y los vicios, cuyo estudio abraza la filosofía moral” (De conscribenda historia libri duo: f. 4r.); y, siguiendo a Montero Díaz, se podría agregar que Fox Morcillo “como sus contemporáneos, fiel a los modelos clásicos [...] [proclamaría] el carácter ejemplar de la Historia, su calidad de magistra vitae,
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aleccionadora de pueblos e individuos” (Montero 1941: 18). En el siglo XVII Luis Cabrera de Córdoba subrayaría todavía esta finalidad ejemplar de la historia que “no es escribir las cosas para que no se olviden, sino para que enseñen a vivir con la Experiencia [...] [pues] El fin de la Historia es la utilidad pública” (Cabrera 1948 [1611]: 35). Como puede verse, en todos estos casos los historiadores no hacían otra cosa que glosar el tópico ciceroniano, escrito más como preceptiva retórica que historiográfica, que es posible encontrar en De oratore: “La historia es testigo de los tiempos, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida, mensajera de la antigüedad” (De oratore: II, 32, 1). Con todo, no se intenta aquí determinar en definitiva el lugar de la historia religiosa en la historiografía barroca hispana (asunto que sin duda debe ser tratado por mejores plectros, como diría Cervantes), sino que el presente es más bien un estudio del carácter poético o literario que puede cobrar la historia religiosa, con base en su mayor cercanía a la preceptiva retórica que a la historiográfica y con base también en la mayor conciencia respecto a su valor ejemplar o moral que parece guiarla. Por ello es, en suma, que se ha determinado considerar la historia religiosa un discurso retórico antes que historiográfico (que ambas cosas es, por supuesto) con el fin de someterlo a la criba de la preceptiva retórica de la época siguiendo un hilo conductor: el que ofrece la curiosa argumentación inductiva presente en estas obras y consistente en una nutrida cantidad de relatos ejemplares de diversa procedencia y especie, cuyo uso y disposición ofrecen ocasión de observar la cercanía discursiva, cognoscitiva y aun estética que puede haber ya no sólo entre historia y literatura, sino incluso entre historia y ficción. Porque los relatos traídos a las historias religiosas como ejemplos de tal o cual afirmación, ponderación o incluso como meras digresiones, cumplen en principio la función de aportar argumentos a un discurso de corte panegírico, elogioso de la orden y sus miembros, donde el universo de lo verdadero permite sin mayor problema la presencia de hechos sobrenaturales o milagros y donde es posible también observar la curiosa convivencia entre el ejemplo como prueba particular de un argumento con la función ejemplar de la historia en su conjunto. En este sentido, puede decirse que la historiografía religiosa hispanoamericana del siglo XVII mantenía entre sus fines retóricos aquellos que había destinado la vida pública para la oratoria antigua: docere, delectare y movere; en este caso podía tratarse de enseñar las virtudes cristianas de la orden a partir de los relatos particulares intercalados, deleitar con la elegancia y el decoro correspondiente a un discurso religioso, así como orientar los afectos hacia la alabanza o el
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reconocimiento de un individuo notable o de la colectividad religiosa mediante los mismos relatos, lo que (sobra decir) en general resultaba en una excelente vía para predisponer al receptor del discurso hacia el beneficio económico de la orden. Así, el hecho de que efectivamente la historia religiosa novohispana del siglo XVII pueda ser considerada más sermón que historia abre la posibilidad de emprender su estudio a la luz tanto de la preceptiva historiográfica de la época como de la retórica, lo que podría conducir al discernimiento de algunos vínculos entre historia y oratoria que pueda albergar su texto (e incluso en general la historiografía de la época) así como ayudar a desvelar las singularidades de este modo de escribir la historia cuya base es, precisamente, su cercanía al discurso retórico. Éstas son justamente las pretensiones del presente libro, que puede ser leído (como se ha dicho) en el marco de un estudio mayor referido en general al uso argumental o amplificatorio del ejemplo en diferentes tipos de discurso religioso, mismos que reproducirían los géneros de la oratoria antigua en la Nueva España del siglo XVII.
Capítulo 1 La provincia carmelita de San Alberto de México y la crónica de fray Agustín de la Madre de Dios Tesoro escondido en el santo Carmelo mexicano. Mina rica de ejemplos y virtudes en la historia de los carmelitas descalzos de la provincia de la Nueva España. Descubierta cuando escrita por fray Agustín de la Madre de Dios, religioso de la misma orden es el título de la obra que aquí se estudia, título que ya anuncia los propósitos ejemplares de la misma así como las pretensiones literarias que la guiaban, en cuya redacción el autor se tomaría siete años (entre 1646 y 1653). Se trata de una curiosa historia religiosa que permanecería inédita hasta 1984, año en que fue editada por Manuel Ramos Medina (México: Universidad Iberoamericana) y, casi inmediatamente después, Eduardo Báez Macías sacaría a la luz una nueva edición, paleográfica y anotada, que discrepaba de la anterior en cuanto al título: Tesoro escondido en el monte carmelo mexicano [...] (México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1986), sin ofrecer pruebas o razones concluyentes aunque efectivamente (no lo dice Báez) llamar a un libro “tesoro escondido” no sólo implica una metáfora común en la escritura carmelitana, sino también un intento alegórico que cuadraría mejor con “monte” a la luz de lo que sigue: “Mina rica [...] descubierta cuando escrita [...]”. En cualquier caso, el cotejo de la portada del manuscrito que ambas ediciones toman como base no permite sacar conclusiones definitivas al respecto.1 Es la historia de los carmelitas en la Nueva España, desde su llegada en 1585 hasta mediar el siglo XVII, que incluye por supuesto un relato sobre los remotos orígenes de la orden incorporando la tradición legendaria carmelitana. De este modo, narra los años más fecundos en cuanto a fundación de conventos y fortalecimiento de influencias de la orden en el virreinato, combinando noticias históricas, biografías ejemplares, descripciones de reliquias y narraciones de milagros relacionados con ellas, visiones extraordinarias o descripciones de lugares. Es decir, es en buena medida una obra
El manuscrito se conserva en la Biblioteca Latinoamericana de Tulane (antes Howard Tilton Memorial Library). Según Dionisio Victoria Moreno otro manuscrito habría sido llevado a España por su autor cuando regresó, derrotado y enfermo, a morir al convento de Jaén, pero de ello no se tiene más noticia (Victoria Moreno 1996: 43). 1
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que confirma el carácter misceláneo que Esteve Barba reclamaba como indeseable en las historias religiosas en general.2 Sin embargo, también es rica en información histórica (aunque no siempre como fuente primera, hay que decir) y no pocos datos referidos a la historia novohispana se pueden sacar de su florido cuerpo, sobre todo aquellos que conciernen a los viajes y exploraciones a Nuevo México, California o Terrenate, empresas en las que la orden siempre quiso participar y, sin embargo, en las que nunca pudo colaborar de manera definitiva. La obra está dividida en cinco libros, divididos éstos, a su vez, en capítulos y ordenados cronológicamente, tres de los cuales constan de veinticuatro capítulos, el cuarto de veintidós y dejándolo inconcluso,3 y al último sólo alcanzó a escribirle doce, aunque de éstos el octavo quedó incompleto y del siete y el doce sólo escribió los títulos. Del hecho de que de algunos capítulos sólo estén consignados sus títulos ya Eduardo Báez deduce, con buen sentido, que el autor habría procedido con mucha disciplina, trazándose un esquema que fue desarrollando luego, conforme iban llegando a sus manos los documentos. De este modo, cada libro se inicia con las noticias referentes al tema en cuestión, mostrando una consistente pretensión historiográfica, aunque siempre procurando dar lugar a la inserción de relatos (biografías, milagros o “casos prodigiosos”) que por supuesto tienen como objetivo más bien acreditar la virtud de la orden que aportar información histórica. Aunque permaneciese inédita hasta fines del siglo XX, no se trata por supuesto de una obra que hubiese sido desconocida durante los más de tres siglos de clausura, pues ya varios bibliófilos la consignan, desde Mariano
2 En su Historiografía indiana dice que las historias religiosas son casi siempre refundiciones, y “cuando no, la historia se sumirá en la paz de los conventos: hablará de los frailes, de milagros, de virreyes [...] Misceláneas, fantasías, casos peregrinos” (Esteve Barba 1964: 19). También Eduardo Báez, el segundo editor, parece quedarse en esta interpretación del carácter variopinto de la historia religiosa, a mi juicio sin comprender del todo sus causas persuasivas y estructurales, al escribir que “el cronista, queriendo hacer historia, acabó narrando vidas religiosas y bosquejos de mística doctrina, detrás de la anécdota y el claroscuro de sus relatos, a medias difuminados por su imaginación. Mística tratada no con rigidez doctrinal, sino sugerida en reiterados ejemplos” (Báez 1986: xxxii). 3 La narración se corta abruptamente mientras narra el naufragio del barco en que viaja el notable hermano Andrés de San Miguel, antes de tomar el hábito, con un curioso “[...] porque era ya de noche y no pudieron...”, Eduardo Báez, el editor, anota que esta relación fue copiada del relato que el propio San Miguel hace, aunque sin explicar porqué habría dejado tal copia inconclusa.
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Beristáin de Souza, autor de la Biblioteca Hispanoamericana Septentrional (1816-1819), hasta Pedro Fernández Rodríguez y Antonio Toro Pascua en su Colección Bibliográfica México-Nueva España (2001). Del mismo modo, algunos historiadores carmelitas comenzarían a utilizarla como fuente de información sobre la provincia de San Alberto desde el siglo XVIII, como Manuel de San Jerónimo, autor del tomo V de la Reforma de los descalzos de Nuestra Señora del Carmen [...] (1706), historia general de la orden iniciada por fray Francisco de Santa María en 1644,4 hasta el tomo séptimo escrito por fray Anastasio de Santa Teresa (1739), incluyendo alguna historia particular de fundaciones y conventos novohispanos como la de fray José de Santo Domingo: Libro de la fundación, progresos y estado de este convento de carmelitas descalzos de esta ciudad de San Luis Potosí (1786); al punto en que ha sido considerada “la primera monografía sobre la Provincia carmelitana de México que conocemos y que todavía no ha sido superada”, como dice Dionisio Victoria Moreno (1996: 32). Desafortunadamente, frente a la relativa abundancia de las menciones y expolios de que se ha hecho objeto esta crónica, sí resultan muy pocos los estudios propiamente dichos; pues además de las introducciones a las dos ediciones que se han hecho de ella (Ramos Medina 1984 y Báez 1986), mismas que en su carácter introductorio resultan naturalmente más panorámicas que profundas, poca cosa se puede encontrar como no sea su uso frecuente como fuente de información para estudios con objetivos diferentes: arte y arquitectura novohispanos, vida conventual, historia religiosa e incluso cuestiones referidas a obra civil, habida cuenta de que uno de los muchos carmelitas biografiados en ella, fray Andrés de San Miguel, fue famoso como arquitecto de obras públicas. Puede mencionarse aquí, sin embargo, mi propio artículo sobre la reflexión que sobre los modos adecuados de escribir la historia incluye fray Agustín en su obra (Pérez 2007), aunque por supuesto se trataría sólo de una aproximación muy par-
En adelante: Reforma. Victoria Moreno asegura que fray Manuel de San Jerónimo es “el primero de los cronistas generales que explota el Tesoro escondido que dejó manuscrito en Salamanca el P. Agustín” (Victoria Moreno 1996: 43). El tomo II de esta historia general (1654), escrito por Francisco de Santa María, incluye ya algunos milagros contados casi con las mismas palabras que fray Agustín (Reforma: II, VII, 4-6); ello puede deberse a que tanto el autor del Tesoro escondido como Francisco de Santa María habrían tomado como fuente una historia manuscrita de Jerónimo Gracián de la Madre de Dios que habría sido escrita en México a comienzos del siglo XVII. Lo mismo sucede con el tomo tercero, escrito por fray José de Santa Teresa (1683). 4
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cial a un asunto particular de los muchos que pueden estudiarse en esta crónica. Un análisis general quedaría pues todavía por hacerse porque el libro que tiene en sus manos, aunque es el primero que intenta una interpretación de la obra, es también un estudio fragmentario y dirigido sólo a un aspecto particular: su argumentación ejemplar. Mayor ha sido, en cambio, el uso de la crónica como fuente de información para historias modernas, particulares y generales, de la Orden del Carmelo. Entre las primeras puede mencionarse el Recuento mínimo del Carmen Descalzo en México: de la antigüedad a nuestros días, de Ethel Correa Duró (1988), mientras que entre las segundas una de las primeras menciones se encuentra en Las carmelitas descalzas en Querétaro de J. Ramón Martínez (1963), seguida de los mucho más conocidos estudios de Dionisio Victoria Moreno: la “Introducción” a El Santo Desierto de los carmelitas de la provincia de San Alberto de México (escrita junto a M. Arredondo, 1978) y su artículo “La provincia de los carmelitas descalzos de México y la guerra de independencia. Seis documentos para su historia” (1988). Eduardo Báez Macías, antes de su edición del Tesoro escondido, había escrito también El Santo Desierto. Jardín de contemplación de los carmelitas descalzos en la Nueva España (1981), como una historia particular del llamado “desierto de los leones”, casa carmelita de contemplación en los bosques de Santa Fe cercanos a la Ciudad de México; y Manuel Ramos Medina, después de su propia edición de la crónica, escribió Imagen de santidad en un mundo profano. Historia de una fundación (1990), que trata del convento femenino de San José en la Ciudad de México. Manuel Casado Arboniés también ha hecho estudios históricos particulares de la orden carmelita en los que se ha servido de información encontrada en la obra de fray Agustín; el primero publicado en 2001 con el título Historia y proyección en la Nueva España de una institución educativa. El ColegioConvento de Carmelitas Descalzos de la Universidad de Alcalá (1570-1835), que firma junto con Javier Casado Arboniés, y años después publicaría en la misma línea “Los carmelitas descalzos del Colegio-Convento de San Cirilo de la Universidad de Alcalá de Henares y su paso a la Nueva España a finales del siglo XVI” (2005). Dos estudios más en este tenor son el de Carmen A. Dávila, Los Carmelitas descalzos en Valladolid de Michoacán siglo XVII (2002) y el de Jaime Abundis, La huella carmelita en San Ángel (2007), un estudio sobre la impronta carmelita en el arte y la arquitectura de la Ciudad de México a partir del convento de San Ángel. Se ha tratado también la función y el lugar de los carmelitas en la evangelización de la Nueva España a partir de información encontrada en el Tesoro escondido, de lo cual no sólo cabe referirse a los clásicos estudios
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de Dionisio Victoria Moreno: Los carmelitas descalzos y la conquista espiritual de México (1966) y La orden de los carmelitas en la evangelización fundante de México (1991), sino incluso a otro no menos desconocido, aunque de menores alcances, como el de Gabriel Beltrán Larolla, “La Evangelización de América: la obra misionera de los Padres Carmelitas Descalzos” (1994) y, naturalmente, el célebre y útil estudio de Solange Alberro, El águila y la cruz. Orígenes religiosos de la conciencia criolla. México, siglos XVI-XVII (1999) donde, a pesar de referirse más al lugar de los jesuitas en la gestación de “la conciencia criolla”, cita la introducción de Elías Trabulse a la edición de Manuel Ramos Medina respecto al papel desempeñado en general por las crónicas religiosas en el proceso de adquisición de la identidad criolla, curiosamente sin mencionar un conflicto de fray Agustín con sus superiores justamente por esas causas del que adelante trataremos aquí. El estudio de la vida conventual femenina ha interesado particularmente, como se sabe, a no pocos historiadores de la cultura novohispana tanto como a filólogos, estos últimos sobre todo abocados a los relatos de las monjas iluminadas o posesas, como un fenómeno literario y psiquiátrico a un tiempo; para ello ha sido particularmente fértil la crónica de fray Agustín, que da florida cuenta de numerosas carmelitas que contaban entre sus virtudes la de responder a un curioso ideal de santidad vinculado con la propensión a las visiones trascendentes, muy de moda en esos años, tanto como a la tradición contemplativa carmelitana. En este rubro debemos citar la fundamental aproximación bibliográfica de Antonio Rubial, La vida religiosa en el México colonial. Un acercamiento bibliográfico (1991), firmado en conjunto con Clara García Ayluardo y que años más tarde se concretaría en un breve estudio monográfico titulado “Los conventos mendicantes” (2003). Manuel Casado Arboniés también estudiaría estos temas en su artículo “Isabel de la Encarnación, monja posesa del siglo XVII” (1997), lo mismo que Asunción Lavrin en su libro Brides of Christ. Conventual Life in Colonial Mexico (2008) y Robin Ann Rice en “Hagiografía y lo fantasmagórico: Vida de la venerable madre Isabel de la Encarnación (1675) narrada por el licenciado Pedro Salmerón” (2009). Mención especial merece el libro de Antonio Rubial Profetisas y solitarios (2006), un estudio profundo y ameno sobre la curiosa condición de quienes lograban acceso a las verdades divinas con sólo la contemplación, ermitaños y monjas iluminadas (en cuyas filas se encontraban no pocas carmelitas) que desde su docta ignorancia eran capaces de encontrar fórmulas para el conocimiento de Dios. Antonio Rubial había ya escrito anteriormente un libro que incluía
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una visión panorámica de estos personajes, pero orientado desde una perspectiva que se asentaba sobre una convicción genérica, la hagiografía, que en muchos sentidos debe ser entendida como base e inspiración para la crónica religiosa de la época: La santidad controvertida. Hagiografía y conciencia criolla alrededor de los venerables no canonizados en Nueva España (1999). Y ya que hablamos del estudio de géneros textuales en la crónica, conviene traer aquí un magnífico y divertido análisis de la constitución no sólo textual sino aun institucional de uno de ellos: el milagro, a partir justamente de información recabada en el Tesoro escondido; se trata del libro de Martha Lilia Tenorio De panes y sermones: El milagro de los “panecitos” de Santa Teresa (2001). Finalmente, como muestra del curioso aunque significativo uso del texto de fray Agustín para estudios de arte y arquitectura, me permito mencionar el artículo de Alain Musset, “El desagüe evangélico. Carmelitas, jesuitas y franciscanos frente a las inundaciones de México (1607-1691)” (2002), publicado en un libro que trata cuestiones referentes a problemas sociales y culturales asociados al agua. El tema de la arquitectura carmelitana, hay que decir, es tal vez uno de los asuntos más estudiados, aunque no necesariamente tomando como base la crónica de fray Agustín; sin embargo, dicha curiosidad ha sido fuente de acercamientos a textos carmelitas coloniales e incluso fue la que llevaría a uno de los editores del Tesoro escondido, Eduardo Báez (historiador del arte), a profundizar en esta valiosa historia religiosa novohispana.
Reforma carmelitana y constitución de la provincia novohispana Aunque aceptada su regla por la Santa Sede en el siglo XIII, como se verá adelante, sólo después de tres siglos de pruebas, trabajos y transformaciones tendría lugar la afirmación de la Orden del Carmelo como una agrupación religiosa comunitaria, urbana y mendicante. No obstante, tales ajustes sólo fueron la base para esperar el advenimiento de una reforma mayor y fundamental que, sin embargo, ya no llevaría consigo a la congregación en su conjunto sino que implicaría una división de la misma y la asunción de un carácter nacional español en la nueva expresión carmelitana: el Carmen Descalzo.5
5 Véase el estudio de Otger Steggink, Reforma del Carmelo español (1965), quien en su delicado tratamiento de la visita canónica del general Rubeo a las comunidades carmelitas
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En la segunda mitad del siglo XVI, un miembro de la rama femenina de la orden carmelita en la Península, la madre Teresa de Jesús (1515-1582), pugnó por una nueva forma de espiritualidad y vida comunitaria, con lo que terminó reformando la orden, primero en su sección femenina, en el convento de San José de Ávila; muy pronto la reforma alcanzaría también a la rama masculina con el nacimiento del Carmelo teresiano en Duruelo, también Ávila, el 28 de noviembre de 1568, conformado por fray Juan de la Cruz, fray Antonio de Jesús y fray José de Cristo, “y con el visto bueno y patentes del padre General, logra la adhesión y compromiso personal del misacanto fray Juan de Santo Matías” (Beltrán Larolla 1994: 138). La reforma intentaba recuperar el espíritu inicial de retiro y meditación de los antiguos cenobitas del monte Carmelo, buscando más radicalmente el cumplimiento de los votos; a ello llamaron “descalcez”: “No es nuestro estado para melindres, ni un carmelita descalzo se cría para los estrados, si no es para los Desiertos, para vestirse de jerga, para dormir en una tabla y para comer viandas groseras; y a nada de esto se aviene un natural delicado, afeminado o enfermizo”, como escribiría la madre Teresa de Jesús (véase la Reforma: VII, 61), y para no quedar en palabras ordenó posteriormente la erección de ermitas en los huertos de los conventos reformados. Con el tiempo, esta añoranza de la antigua vida en el desierto, haría surgir un nuevo tipo de convento: el “yermo” o “desierto” (que también construyeron cartujos, benedictinos y camaldulenses), que permitía la coexistencia de la vida en comunidad y bajo una regla, con la vida solitaria de los hermanos más celosos en ermitas construidas dentro del perímetro del convento. Habría que considerar también aquí que este retiro comulgaba con un par de nociones de época: el panteísmo y el neoplatonismo, que vinculaban la espiritualidad con la naturaleza idealizada; por supuesto, ello implicaba un ligero olor a herejía que la Iglesia pronto procuró apagar. No obstante, ninguna censura pudo evitar que la literatura carmelitana se cargara de expresiones de amor por la naturaleza, como las que se pueden encontrar con frecuencia en la crónica de fray Agustín: “concurren [los venados] a las tardes y mañanas de todos aquellos montes donde parece que los junta Dios para alegría de los ermitaños [...] están tan domesticados
españolas y su encuentro con Santa Teresa (1566-1567), encuentra también el modo de exponer buena parte de los problemas históricos posteriores que atañen a la orden reformada. Lo mismo que el libro de Balbino Velasco Bayón, Historia del Carmelo español: Desde los orígenes hasta finalizar el Concilio de Trento, c. 1265-1563 (1990).
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estos animalillos que se vienen a la mano cuando les dan de comer, porque parece conocen el hábito de la Virgen” (Tesoro escondido: IV, 5, 1).6 La pugna por volver al espíritu original de rigor y pobreza, así como la posterior necesidad de separación de las autoridades centrales por parte de quienes se inclinaron por este camino, tuvo al fin frutos en 1581 cuando “por indulto del sumo pontífice Gregorio XIII, a 3 de marzo, se separó la reforma del gobierno que tenía y eligió provincial que la rigiese en Alcalá”, como dice fray Agustín (Tesoro escondido: III, 7, 1); de modo que el Carmen Descalzo se constituyó al fin como provincia autónoma en el Capítulo de Alcalá de Henares de ese año. Conforme los descalzos se fueron extendiendo en la Península fueron buscando mayor independencia, así que el 10 de junio de 1587 obtuvieron una bula de Sixto V por la cual la provincia se erigía en congregación independiente bajo un vicario general y recibía la potestad de dividirse en las siguientes provincias: una en Castilla la Vieja, otra en Castilla la Nueva, dos en Andalucía, una en Aragón y otra en Cataluña. En 1593 Clemente VIII concedió otra bula por la que se autorizaba finalmente la total separación de los descalzos y se señalaba como primer provincial a fray Nicolás Doria; con ello el Carmen descalzo fue aceptado como orden religiosa mendicante. Desde un principio, la Reforma alentó también una de las características de la orden que había venido conformándose en las sucesivas transformaciones medievales: la vocación de predicadores, lo que resulta fundamental para comprender su presencia en América y el desarrollo de actividades hasta entonces no consideradas como parte de su carisma, como lo era la participación en los esfuerzos evangelizadores que la ampliación de la cristiandad suponía para la Iglesia. La propia Teresa de Jesús se había interesado en ello desde muy temprano, a los cuatro años de edad, según ella misma declara: acertó a venirme a ver un fraile francisco, llamado fray Alonso Maldonado [...] Este venía de las Indias poco había. Comenzóme a contar de los muchos millones de almas que allí se perdían por falta de doctrina, e hízonos un sermón y plática animando a la penitencia, y fuese. Yo quedé tan lastimada de la perdición de tantas almas que no cabía en mí: fuime a una er-
6 Aquí y en adelante cito la obra de fray Agustín indicando los números de libro en romanos y los de capítulo y fragmento en arábigos.
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mita con hartas lágrimas; clamaba a nuestro Señor, suplicándole diese medio cómo yo pudiese algo [...] me dijo: espera un poco, hija, y verás grandes cosas (Fundaciones: 1, 7-8).7 Con seguridad este interés de la futura santa por la expansión del cristianismo se vería fortalecido con el hecho de que seis de sus hermanos participaban en las empresas de conquista del Nuevo Mundo, y con alguno de ellos incluso se carteaba, por lo que la presencia americana en la imaginación de Teresa de Jesús no sería de ninguna manera fortuita. Por ello seguramente fue que en cuanto contó con el modo de participar de ese sueño “Teresa fijó la atención en los pueblos aún no cristianos y en adelante se sintió atraída a la contemplación del inmenso horizonte misional”, como asegura Beltrán Larolla (1994: 138). Este propósito de la madre Teresa, como tantos otros, pronto encontró eco en los fundadores del Carmelo descalzo masculino, y a tal punto que el propio Juan de la Cruz pretendió embarcarse rumbo a América para incorporarse a las tareas evangelizadoras. El mismo Felipe II, que había apoyado la reforma de la orden, apoyó también el envío de carmelitas a África8 y luego a la Nueva España, pagando gastos de traslado e instalación en México. De modo pues que puede decirse que la reforma de la orden y la participación en la evangelización fueron de la mano, dando el cariz definitivo a esta orden que había seguido un inédito camino desde la vida retirada y contemplativa hasta la militancia en las filas de los hombres que participaban en la expansión del cristianismo y las disputas terrenales propias de estos menesteres. Antes que ello tomara forma, sin embargo, la orden debió sortear todavía una disputa interna, justamente entre quienes pretendían seguir el espíritu emprendedor compartido por la madre Teresa de Jesús y fray Juan de la Cruz, y quienes consideraban que colaborar en los trabajos de evangelización sería, por definición, tarea ajena a la orden. El primer provincial de la orden reformada, fray Jerónimo Gracián de la Madre de Dios (1581-1585), cercanísimo colaborador de la madre Teresa y siendo él mismo gran promotor de la actividad misionera, debió enfrentar desde el primer momento serios cuestionamientos a este respecto, a los que respondería con un razonamiento histórico y dogmático:
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Cito por la edición de A. Comas (1967). En 1582 son enviados los primeros misioneros al Congo y Angola.
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nuestra regla es regla de ermitaños, bien se sabe que eso era antiguamente, pues nosotros no somos ermitaños sino mendicantes, como lo determinaron los Pontífices, después que nos sacaron de los montes para ayudar a la Iglesia y que Inocencio IV nos hizo cenobitas y permitió habitar en las ciudades como lo hizo también con los frailes agustinos (Tesoro escondido: I, XI, 3). Al parecer, fray Juan de la Cruz intentaría poner fin a esta cuestión cuando, fungiendo como segundo definidor de la Orden, argumentó (según fray Agustín) que “El Instituto Carmelita primitivo mixto es de contemplación y acción [...] por donde aquesta misión de Nueva España está bien que se haya hecho, y que los religiosos que allá han ido sean en todo ayudados” (Tesoro escondido: I, 11, 4). No obstante, se trató de un cuestionamiento sostenido que no cesó incluso después de aceptado el envío de misioneros a la Nueva España; por el contrario, en épocas tan tardías como los albores del siglo XVIII es posible encontrar todavía a un provincial de la orden como fray Nicolás de Jesús María prohibiendo que los carmelitas recién llegados a la Nueva España fuesen enviados al norte como misioneros. Es decir, la actividad misionera carmelita siguió siendo por muchos años “‘reprimida’, cuando no reducida a mínimos, por los máximos responsables de la Orden en nombre de la ‘fidelidad vocacional’”, como afirma Beltrán Larolla (1994: 137). Hay que decir que esta disputa interna coincidía con un cuestionamiento que se venía haciendo en general a todas las órdenes mendicantes dedicadas a la predicación en tierra de misiones pues, como se sabe, en principio los miembros de dichas órdenes estaban impedidos para ser curas de almas y, por tanto, no podían tener doctrinas de indios ni dedicarse por entero a la predicación. Así lo explicaba el jurista Juan Solórzano Pereira en su Política indiana: “conforme las ordinarias reglas del derecho los varones que profesan Religiones Mendicantes, y mucho menos las que llaman Monásticas, no pueden tener beneficios curados, como lo enseñan muchos textos y autores”;9 sin embargo, a causa de la apremiante necesidad de contar con buenos y suficientes predicadores en el Nuevo Mundo, la Santa Sede había expedido bulas y reiterado dispensas a las reglas que restringían el ejercicio de la predicación y la doctrina de las órdenes. De este modo, si el deber de expandir el Evangelio en América había sido delegado a la Corona española, gracias a los privilegios a ella otorga-
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Política indiana: IV, 30, 2. Cito por la edición de Arroyo Stephen e Ynduráin (1996).
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dos en 1508 por Julio II en su bula Universalis Ecclesiae (por la cual se concedía a los monarcas hispanos el Patronato de la Iglesia en América), éstos a su vez confiarían tal misión a las órdenes religiosas, legitimando su actuación mediante otras dos bulas papales que implicaban dispensas a la prohibición que expone Solórzano Pereira: la Alias Felicis dada por León X el 25 de abril de 1521 y la Exponis Nobis Nuper Fecisti de Adriano VI, otorgada el 10 de mayo de 1522. Ambas bulas proporcionaban a las órdenes mendicantes autoridad apostólica allí donde los obispos faltaran o se hallaran a más de dos jornadas de distancia, salvo en aquellos ministerios que exigían consagración episcopal.10 Así, apoyada en estas bulas (y sus reiteraciones), en el patrocinio de Felipe II y en su propia voluntad evangelizadora, el 17 de mayo de 1585, en capítulo celebrado en Lisboa y mediando intervención y firma de fray Juan de la Cruz,11 la orden enviaba a sus primeros doce frailes a fundar un convento en México. Se trataba de un grupo presidido por fray Juan de la Madre de Dios, hasta entonces rector del Colegio de Alcalá, y que viajaba acompañando nada menos que al nuevo virrey: don Álvaro Manrique de Zúñiga. El permiso con que el arzobispo Pedro Moya de Contreras los recibiría e instalaría en el barrio de indios de San Sebastián, en la Ciudad de México, ilustra tanto el apoyo de Felipe II al proyecto como los objetivos que se había planteado la orden en América, así como las razones que para su envío tenía la Corona; objetivos que, dicho sea de paso, no ponían en duda la prioridad del ministerio evangelizador: “por cuanto para más provecho y utilidad de los fieles, especialmente para la conversión de los naturales de esta Nueva España, su Majestad ha servido enviar a ella a los religiosos de nuestra Señora del Carmen” (Victoria Moreno 1966: 65). De este modo, el 27 de septiembre de 1585 llegaron los primeros carmelitas a San Juan de Ulúa, y el jueves 17 de noviembre de ese mismo año entrarían finalmente a la Ciudad de México, con lo que iniciaría su existencia la que después sería provincia de San Alberto de México, la primera de la orden en América.
Tal vez la disputa que sobrevendría entre religiosos y seculares por los beneficios de los curatos haría necesaria la reiteración de tales dispensas por parte de Clemente VII (1523-1534), Paulo III (1534-1549) y Pío V (1566-1572). Véase al respecto Espinosa (2005: 249-257). 11 El importante papel que desempeñó fray Juan de la Cruz en el envío de carmelitas a México no quedaría ahí, pues posteriormente llegaría a proponerse a sí mismo para la misión de Nuevo México, lo que en principio fue aceptado en el capítulo de Madrid del 5 de junio de 1591, aunque su muerte truncó tales planes. 10
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Los carmelitas que llegaron a la Nueva España eran portadores, en muchos modos, del espíritu renovador que había nacido con la reforma que impulsara Santa Teresa hacia el radicalismo descalzo, y que tanto alimentara San Juan de la Cruz pugnando por que los carmelitas se embarcaran también a América, que salieran del claustro a conquistar almas. En este sentido, se trataba de una prolongación de la renovación iniciada en el convento de San José en Ávila, de modo que, como dice Dionisio Victoria, “los historiadores que han escrito en México como miembros de la Provincia de San Alberto, naturalmente se sienten inclinados a encontrar el punto de partida en la génesis de la misión de Indias precisamente en la Virgen de Ávila” (Victoria Moreno 1966: 3). No sería correcto decir, sin embargo, que la provincia de San Alberto nació con la llegada de los primeros carmelitas a la Nueva España, pues en ese momento la orden reformada se circunscribía sólo a una provincia española de la orden calzada, sujeta aún a las autoridades generales residentes en Roma; además, durante los primeros años posteriores a la aceptación de la reforma, los conventos en la Nueva España todavía estuvieron bajo la jurisdicción de la provincia de San Felipe de Andalucía, que en ese momento se encontraba bajo el gobierno de fray Juan de la Cruz. Fue en 1594, contando ya con cinco conventos, cuando los carmelitas novohispanos tuvieron la fuerza suficiente para lograr el nombramiento como provincia, y lo harían bajo el nombre de un ilustre antepasado: San Alberto de Sicilia, fundador de la regla. Era la primera provincia que se erigía fuera de Europa, cuyo primer provincial sería fray José de Jesús María, quien hasta entonces había sido el primer procurador de la orden en las Indias y prior en el convento de Granada. Y junto a las otras provincias peninsulares (San Elías de Castilla la Vieja, Espíritu Santo de Castilla la Nueva, San Ángelo de Andalucía, San José de Cataluña y San Felipe de Portugal), la de San Alberto de Indias formó la Congregación de San José de España de los carmelitas descalzos. Se llegó a contar con diecisiete conventos carmelitas en la Nueva España, buena parte de ellos fundados en las décadas posteriores a la llegada de los primeros miembros de la orden, lo que ilustra el enorme impulso que los animaba, capaz de abrirse camino y construir apoyos aun cuando llegaban en momentos en que casi todas las órdenes con permiso de viajar al virreinato lo habían hecho ya. El primero fue el convento de San Sebastián en México (1585), luego el de Nuestra Señora de los Remedios en Puebla (1586), el de Nuestra Señora en Atlixco (1589), Nuestra Señora de la Soledad en Valladolid (1593), Nuestra Señora de la Concepción en Guadalajara (con una primera fundación fallida entre 1593-1595, aunque la definitiva fue en
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1726), el de Nuestra Señora del Carmen en Celaya (1597), el Desierto de Santa Fe o “de los leones” (1604), el Colegio de San Ángel (1615), fundado para educar a los estudiantes de la orden, se determinó erigirlo a las afueras de la ciudad con el fin de evitar competir con jesuitas y dominicos, el de Querétaro (1614), Salvatierra (1644), el de San Joaquín en Tacuba (16891693) y, ya a fines del siglo XVII, el de la Purísima Concepción en Toluca (1697), para cuya fundación “en el Consejo de indias hubo protestas [del clero regular] por la multiplicación de las fundaciones conventuales” (Ramos Medina 2008: 159). Aun cuando las fundaciones religiosas, en general, se habían comenzado a prohibir desde 1593, tal vez era escaso el valor que podían tener tales prohibiciones a juzgar por el continuado empeño expansionista de los carmelitas y de otras órdenes religiosas. Incluso cuando Carlos II confirmó tales prohibiciones en 1697, ahora con dedicatoria a los carmelitas, argumentando que no habían cumplido con el fin a que habían sido enviados: la evangelización, ese mismo año de 1697 se fundaría el convento de Oaxaca. Antes, en 1670, se había iniciado la construcción del convento de Orizaba, aunque no se concluyó hasta 1736; y los últimos conventos serían el de San Luis Potosí (1738), el de Tehuacán (1748) y, finalmente, el Desierto de Tenancingo, como traslación del Desierto de Santa Fe (1801). El objetivo inicial de los carmelitas de participar en la evangelización de los territorios aún no cristianizados del país, como ya se ha visto, despertó desde un principio recelos y cuestionamientos dentro y fuera de la orden, al punto que “corrientes internas de la orden carmelita en España frenaron, en muchas ocasiones, los deseos de expansión evangelizadora de la propia Provincia religiosa novohispana”, como afirma Casado Arboniés (2001: 167). Así, en los decretos de los capítulos generales carmelitas de 1588 se había prohibido a los conventos de México administrar parroquias de indios, y con mayor formalidad en las Constituciones de 1592 y en las de 1604 se había ordenado que “Nunca nuestros religiosos podrán ser párrocos, ni obligarse a administrar sacramentos a los indios, ni podrán admitir las que llaman doctrinas, ni sobre esto podrá dispensar otro que el Capítulo General” (Victoria Moreno 1966: 8). Por ello, entre otras cosas, fue que el 3 de febrero de 1607 se traspasó la doctrina de indios de San Sebastián a los agustinos, mudándose los carmelitas a un nuevo convento a unas cuadras del primero; todo ello, no obstante que los frailes descalzos habían sido hasta ese momento simples vicarios del párroco, sin beneficios curados, pues la doctrina de San Sebastián no era sino una jurisdicción de la parroquia de Santa Catarina.
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No debe extrañar, por tanto, la presencia de conflictos religiosos en el proceso de incorporación de la orden a la evangelización en América, como no fueron pocos los pleitos que siguieron los pasos de la mayoría de las órdenes religiosas en la Nueva España. Efectivamente, entre los siglos XVI y XVII, múltiples conflictos y polémicas signaron la presencia de los carmelitas en México, años en los que menudearon pleitos con el poder temporal por asuntos diversos, con otras órdenes religiosas por cuestiones referidas a jurisdicciones e incluso entre miembros de la misma orden;12 una parte importante de dichos pleitos estaba relacionada precisamente con el ejercicio del ministerio de la predicación. Entre los conflictos más memorables se encuentran los sostenidos contra franciscanos, dominicos o jesuitas por cuestiones relacionadas a doctrinas, nuevas fundaciones o destinos misionales, e incluso alguna que otra de índole teológica o canónica; como su participación ya mencionada en el pleito que sostenía el arzobispo de México con los franciscanos establecidos en el barrio de San Sebastián, que resultó en la cesión de la doctrina de indios a los frailes agustinos, por sugerencia del provincial carmelita fray Juan de Jesús María. Entre éstos, uno de los más sonados fue el que enfrentó a la orden carmelita con la Compañía de Jesús por asuntos referidos a cuestiones educativas, cual era el carisma esencial de los jesuitas: fue a raíz de la fundación del colegio carmelita de San Ángel en la Ciudad de México en 1615, que había sido planeado después de la obtención de una cédula de Clemente VIII que dispensaba a los carmelitas de la prohibición de estudiar y les daba licencia para levantar una institución de este tipo, aunque sólo para servicio de los propios frailes. En un principio, dicho colegio sería fundado cerca del de San Pedro y San Pablo de la Compañía, lo que ocasionó un litigio dirigido por Agustín Guerrero, padre del jesuita Alonso Guerrero y protector de los jesuitas; los carmelitas ganaron el pleito por decisión del rey, sin embargo, desistieron de la construcción. Más tarde, ya en San Ángel, también tendrían serios problemas con los dominicos, asentados previamente allí. En cuanto a la participación de la orden en pleitos de índole temporal, puede citarse una que, si bien no fue fundamental ni para el desarrollo del instituto religioso ni para el desenlace del pleito en general, su presenta-
Con todo y que, en general, el talante conservador de la orden carmelita la puso con frecuencia del lado de la autoridad, civil o religiosa, en aquellos conflictos que no pudo evitar. 12
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ción por parte de fray Agustín sí revela el interés que la orden podía tener en estos asuntos. Se trata de un gravísimo conflicto entre el arzobispo Juan Pérez de la Serna y el virrey Diego de Pimentel, suscitado en 1624, en el que la participación carmelita es más bien escasa, pues se reduce a un par de eventos: una carta enviada por una monja descalza al virrey comunicándole la profecía de la ruina de México como consecuencia de sus excesos, y la participación del predicador carmelita Nicolás de San Jerónimo defendiendo la causa del arzobispo. Fray Agustín incluye una riquísima historia de este grave conflicto que al parecer se trató de un motín popular instigado por los eclesiásticos en contra de la autoridad temporal: el arzobispo terminó excomulgando al virrey y el pueblo incendiando el palacio virreinal y haciendo huir a don Diego de Pimentel. Con todo, la del carmelita fue una crónica hasta cierto punto documentada, aunque no termina de tratar el origen político del conflicto sino que se dedica más bien a vituperar el hecho de que un virrey se haya atrevido con la Iglesia (Tesoro escondido: V, 5, 9-19). El aragonés marqués de Gelves, Diego Carrillo de Mendoza y Pimentel, siendo virrey de la Nueva España entre 1621 y 1624 había establecido ciertas medidas correctivas para poner fin a la corrupción y los vicios de algunos miembros del cabildo, quienes en complicidad con un grupo de corregidores y comerciantes acaparaban la producción de cereales y se dedicaban al contrabando de mercancías, reduciendo con ello los ingresos del gobierno virreinal.13 El arzobispo se había distinguido hasta ese momento por una continuada denuncia de la corrupción de los funcionarios de gobierno, por lo que en principio el virrey pensó que contaría con su apoyo en la desarticulación de esa red de corrupción; sin embargo, el clérigo también militaba a favor de los intereses criollos, de modo que cuando las acciones del virrey los tocaron éste se ganó la enemistad del religioso y comenzó ahí un conflicto de severas consecuencias. Los enfrentamientos entre ambas autoridades fueron escalando hasta el intento de prisión del religioso por parte del virrey y la excomunión de éste por parte del arzobispo, que instigaría además un levantamiento general del pueblo cuyos representantes rápidamente organizados pidieron a la Audiencia un general para luchar contra las fuerzas del virrey. La Audiencia, engañando al pueblo, nombró un general que entretuvo a la gente mientras se planeaba la huida del virrey. Estos hechos son narrados por fray Agustín de un modo tendencioso que le permite insertar el curioso apoyo de la orden a la Iglesia sin
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Véase Rubio Mañé 1983.
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comprometer su reputación proautoritaria; dicho apoyo, además de la denuncia por parte de autoridades y predicadores carmelitas (en sermones y cartas) del acoso del virrey al arzobispo, consistió en la difusión de las visiones místicas de una monja carmelita que en cartas al virrey aseguraba ver la Ciudad de México en llamas a causa de sus pecados. Fray Agustín incluso supone que la solución del conflicto pudo deberse a la intercesión de la religiosa, pues llamando a sus hermanas a orar por la paz del virreinato logró que a todas se les apareciese la Virgen para orar con ellas en aquella hora aciaga; justo de después de esto, dice fray Agustín, la revuelta fue aplacándose. Por supuesto, las plagas que vinieron después serían el castigo divino por las ofensas a la Iglesia, como lo había profetizado también la hermana visionaria. Los cuidados en este punto de fray Agustín incluyen una apología de la Iglesia, del pueblo y de la monarquía que bien podría recordar el lopesco episodio de Fuente Ovejuna: de adonde se ve que toda la inquietud fue sola contra el virrey y que esta ciudad y reino en todo es fidelísimo, dóciles y católicos sus hijos, su nobleza y caballeros atentos y puntuales, pues con tanta vigilancia asistieron al virrey y a la Real Audiencia con peligro de sus vidas y a costa de su sangre. También se saca desta relación en todo fidelísima que la inquietud de la plebe fue en defensa de la Iglesia, pues por ver tan mal tratado a su prelado y pastor quisieron defenderle y lo hicieron reconociendo siempre a la Real Audiencia como a quien representaba a la real persona (Tesoro escondido: V, 5, 20). Sin embargo, no siempre la orden carmelita fue tan magnánima frente a los desacatos populares, pues cuando éstos se dirigían contra sus propios intereses podía ser en extremo dura en su represión, sin empacho alguno en contravenir la caridad que pregonaba, como ocurrió en la respuesta judicial a la oposición popular que de manera regular hubo a la presencia carmelita en el desierto de Santa Fe, en Cuajimalpa. Los indios vecinos al convento, que vivían de lo que la naturaleza les ofrecía en esos hermosos parajes, razonablemente se oponían a ser desplazados de sus lugares ancestrales, y lo hacían de manera activa y tal vez violenta: en una ocasión llegaron a prender fuego a unas ermitas del convento y el responsable fue prendido, juzgado y condenado a ser azotado y vendido en un obraje. No obstante, el procurador carmelita apeló la sentencia considerando poco el castigo y logró que al indio se le condenara a morir ahorcado en la plaza mayor de México y a que le cortaran la cabeza y la mano derecha para exponerlas en el camino al Desierto.
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Estas sentencias favorables, no obstante su extremada crueldad y desproporción, pueden corresponderse con la invariable posición de apoyo por parte de la orden a toda forma de ejercicio de la autoridad, venga de la Iglesia o de la monarquía, misma que les granjearía el favor de importantes personajes novohispanos como Juan de Palafox, hombre de gran habilidad política que pasó de ocupar el obispado de Puebla a ser arzobispo de México y luego virrey de la Nueva España.14 En una de las más importantes disputas, tanto para el destino político de Palafox como para la historia del virreinato, la Orden del Carmelo cumplió un servicio de primer orden al prelado: se trata de las intrigas y litigios políticos que signaron la relación del arzobispo con el virrey duque de Escalona, que a su vez eran reflejo de los pleitos que en la Península se tenían sobre la separación de Portugal, hacia 1640. El virrey, acusado de afinidades portuguesas, fue vigilado, hostigado y denunciado por el arzobispo, para lo que los frailes carmelitas le prestaron (a él y al rey) gran servicio informando a tiempo y aun sirviendo de mensajeros con las autoridades en España. Así, el 9 de junio de 1642, Escalona sería destituido y Palafox nombrado virrey interino, y a partir de ello Palafox perseguiría sin descanso a los portugueses en México, que no eran pocos, y su confianza, admiración y estima por los frailes carmelitas crecería al punto de quedar plasmadas en el óleo que el arzobispo mandó hacer y “que está en la actual catedral de Tula, en el coro alto, donde observamos a Palafox y los libros que escribió, así como su familia carmelitana, Santa Teresa, San Juan de la Cruz, los profetas Elías y Eliseo, su madre, tíos, primos, en un jardín novohispano” (Ramos Medina 2008: 62). En cuanto a los conflictos internos, conviene tener en cuenta la organización de las comunidades carmelitas reformadas, que actuaban bajo la autoridad de un padre provincial a quien apoyaban cuatro definidores en la toma de decisiones; antes de 1601 había estado funcionando también la figura del Comisario General de Indias, pero la duplicidad de autoridad y funciones no resultó del todo saludable. En cualquier caso, la autoridad de dichos funcionarios quedaba acotada por la de las Constituciones y el Capítulo General, que incluso llegaba a castigar los malos gobiernos de ciertos provinciales. La vida comunitaria al interior de los conventos quedaba rígidamente establecida en torno a tres “estatus” o condiciones de sus
Fue tanta la afición que el obispo y virrey Palafox profesó a la orden carmelita, que publicó un edicto en donde a decir de fray Agustín de la Madre de Dios “dejó esculpido el gran concepto que tenía de la religión del Carmen” (Tesoro escondido: II, 18, 144). 14
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miembros: la de los profesos, primera en importancia, cuyos miembros en su mayoría se ordenaban sacerdotes y por tanto les correspondía conferir sacramentos, predicar, etc., también administraban los bienes de la comunidad y gracias a que la ocupación comunitaria fundamental era el rezo se les llamaba “coristas”. Los legos se ocupaban de los trabajos domésticos y manuales, ingresaban regularmente más viejos que los coristas y, por lo menos hasta el siglo XVIII, vestían sin capucha y con capa parda (no blanca). Finalmente estaban los donados, que desempeñaban los trabajos más rudos e indignos, vestían sin capucha, con capa blanca pero corta, y en general ocupaban el rango de menor jerarquía. En este contexto, además de los conflictos relativos a la licitud de la encomienda misional, cuestionada desde un principio por algunos miembros de las provincias peninsulares, un problema importante fue el relativo a la admisión de criollos en la orden y su difícil camino para ascender en la jerarquía, no obstante que en general el carácter novohispano de la provincia de San Alberto fue con el tiempo naturalmente floreciendo. A diferencia de franciscanos, dominicos y agustinos, quienes habían dado cabida casi desde el principio a gran cantidad de criollos, la Orden del Carmen, tal vez no queriendo repetir experiencias de rebeldía de las otras órdenes, publicó una ley contra la admisión libre de criollos en 1604 y la ratificó en 1616; lo que contravenía deliberadamente un sentido de pertenencia que empezó a desarrollarse entre los miembros de la provincia a pesar del origen peninsular de la mayoría. Al parecer era frecuente que los carmelitas nacidos en España pronto apoyaran las causas de la provincia de San Alberto frente a las autoridades peninsulares, seguramente por las causas que describe Ramos Medina, las directrices marcadas por España las sentían [los miembros de la provincia de San Alberto] extrañas a sus convicciones. En la orden del Carmen los visitadores generales dictaban sentencias, reprobaban actitudes y trataban de sujetar a sus religiosos tanto de origen peninsular como criollo. En los archivos, tenemos noticias de que hubo verdaderos enfrentamientos entre los frailes (Ramos Medina 2008: 29). Y efectivamente, hubo graves pleitos, incluso físicos, derivados de tales circunstancias. Uno de estos desencuentros devino en un enfrentamiento armado protagonizado por los colegiales de San Ángel que protestaron de ese modo por la destitución del provincial, fray Francisco de la Ascensión, desde el Capítulo General de España. El 15 de diciembre de 1662, algunos religiosos del Colegio de San Ángel decidieron tomar por las armas el con-
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vento de la Ciudad de México partiendo en tropa al atardecer, con hachas encendidas, ruido de victoria anticipada, botas de vino, escaleras y algunas armas. Después de seis horas de camino llegaron al Convento en San Sebastián, treparon los muros, sorprendieron a la portería, sometieron por la fuerza a cuantos se opusieron, se apoderaron de entradas, salidas, despensas, coro y, en suma, de todo el convento, exigiendo la restitución del provincial. Por supuesto, se trató de una victoria muy transitoria, pues pronto las autoridades restablecieron el orden y disciplinaron a los colegiales, sentenciando a algunos a la cárcel conventual, al destierro, la expulsión e incluso la excomunión.15 Con todo, a pesar de estos graves conflictos internos y de los muchos pleitos que los enfrentaron con otras órdenes y con el poder temporal, el reconocimiento de la utilidad de la llegada de los carmelitas no sería nunca puesto en tela de juicio. En primer lugar, y referido justamente al asunto de las doctrinas, el arribo de la orden permitió la solución de un viejo pleito entre los franciscanos y el arzobispo de México sobre la doctrina de indios de San Sebastián, que incluía el control de siete barrios menesterosos de la capital, al ser tomada a su cargo por los carmelitas, bien fuera temporalmente. Además, en ese corto tiempo a cargo de la doctrina de indios, los carmelitas pudieron mostrar notables habilidades lingüísticas, particularmente en su manejo del náhuatl, llegando a publicar varias obras en dicha lengua que se convirtieron en valiosas herramientas para la catequesis, como el Catecismo de la doctrina cristiana (ca. 1599) de fray Elías de San Juan Bautista. Del mismo modo cabe hablar de las habilidades arquitectónicas de algunos de frailes carmelitas que se distinguieron en la construcción de obras públicas de indudable utilidad, como el célebre fray Andrés de San Miguel, a quien Manuel Toussaint no duda en llamar “una de las figuras más importantes de la arquitectura mexicana del siglo XVII” (Toussaint 1945: 5-14).
Carmelitas en la “conquista espiritual” de la Nueva España Si el objetivo de la orden en América había sido desde un principio trabajar en la evangelización como frailes misioneros, ello significaría colaborar en lo que Robert Ricard llamaría la “conquista espiritual” de México, labor que desde el siglo XVI en toda la América hispana fue siempre de la mano con la obra militar (Ricard 2001 [1947]). Ciertamente la participa-
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Manuel Ramos Medina (2008: 31-34) se ocupa con detenimiento del asunto.
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ción efectiva de la orden en dicha conquista sólo se produjo en un corto período de tiempo, de 1585 a 1612 (en las doctrinas de indios), y siempre de un modo marginal; sin embargo, durante todo el siglo XVII, los carmelitas siguieron intentando encontrar un lugar en la expediciones y planes de expansión hacia el norte del virreinato, cual había sido la encomienda con que habían sido enviados a las Indias. Aquí conviene apuntar un aspecto no siempre visto de los religiosos de la Orden del Carmelo, que podría dar un cariz más radical e incluso recto a la idea de conquista espiritual propuesta por Ricard; se trata del perfil sui generis de algunos religiosos, oscilante entre el de anacoreta y el de soldado. Efectivamente, tal como sucedió con muchos de los primeros miembros de la orden, veteranos de las Cruzadas, en verdad no fueron pocos los carmelitas de los conventos novohispanos que arrastraban una historia militar previa a la profesión de sus votos religiosos; en su historia, fray Agustín de la Madre de Dios da buena cuenta de ellos, sin duda conocedor de las posibilidades literarias que podrían otorgar a su relato biografías de esta naturaleza, pues daban la oportunidad de exponer el aspecto épico de la espiritualidad carmelitana. Por ejemplo, de fray Eliseo de Jesús cuenta que había sido combatiente en Flandes y Alemania con más que regular fortuna, tanto que pudo reclamar luego un reconocimiento en sintonía con sus merecimientos militares, consistente en un cargo de justicia en la Nueva España, donde se enriqueció tal vez usando injustamente del puesto. Fray Eliseo pretendía volver luego a España cargado de oro, pero antes fue prendido por la Inquisición al confundirlo con un judío, acusado de ser “gran lazo de Satanás y que encubiertamente hacía notable daño por ser rabino astuto y cauteloso” (Tesoro escondido: III, 21, 1); fue en la prisión donde determinó cambiar de vida y hacerse carmelita. Otro caso es el de fray Rodrigo de Santa Catalina, quien además de haber sido soldado fue también delincuente, y ni uno ni otro de poca monta, pues siendo conducido preso a España a cumplir alguna condena, su barco fue atacado por piratas y Rodrigo, pidiendo al capitán la oportunidad de defender su vida con la espada, no sólo lo hizo tan bien sino que defendió además la nave e incluso fue capaz de tomar casi solo el barco pirata que así pasó de cazador a presa, lo que le valió a la postre el perdón real. Al fin también encontró la paz en un convento carmelita, aunque no sería tanta, pues siendo ya fraile en México todavía en alguna ocasión dejó maniatado en el monte a más de un salteador que había pretendido quedarse con las limosnas que recogía.
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En suma, serían tantos los soldados carmelitas que llegaron a la Nueva España, y tan cercanas le parecen a fray Agustín una y otra profesión, que ilustrando y amplificando la virtud carmelita contenida en la renuncia radical a las comodidades, resumida en su carácter “descalzo”, amplifica con una serie de commemorata ejemplares cuyo tema es justamente la milicia: Claro está que el descalzarse es señal de fortaleza y que los arriscados en milicia cuidan poco de media ni zapatos. Licurgo, como refiere Plutarco, mandó en sus leyes que los niños espartanos anduviesen a pie desnudo, para que se avezasen desde entonces a las fatigas de la pelea; los butones y galogueos entraban en las batallas descalzos, como Alejandro refiere,16 para causar pavor al enemigo con los indicios de su tolerancia. Scipión en Cartago y Germánico en Grecia (como Tácito lo dice) para hacerse respetar a grandeza y temer a valentía se descalzaron y emprendieron hazañas milagrosas. De Semíramis se cuenta que, siendo avisada un día del acometimiento improviso de un numeroso ejército contrario, salió al encuentro al enemigo con su espada y su rodela llevando los pies descalzos, y al asomar una descalza se pusieron en huída las enemigas huestes (Tesoro escondido: III, 16, 2) Las tierras de expansión y misión de Nuevo México habían sido el primer destino señalado a la Orden del Carmelo, como razón de ser de su presencia en la Nueva España. Se trataba de territorios que apenas a fines del siglo XVI comenzaban a ser explorados sistemáticamente por los españoles con el propósito de evaluar las condiciones, posibilidades y conveniencias de iniciar los primeros asentamientos; así, la expedición de Antonio de Espejo, entre 1582 y 1583, recorrería las montañas de Nuevo México y los desiertos de lo que hoy es Arizona para recabar información sobre flora, fauna y mineralogía.17 Los carmelitas encontrarían muy justos a su intención los apuntes de este viajero, quien consideraba que los indios tenían gran necesidad de evangelizadores, aunque tuviesen ya nociones de cristianismo, atribuidas éstas a “tres cristianos y un negro” que, según los habitantes de la zona habían pasado por esas tierras haciendo milagros y maravillas. Fray Agustín considera que los tales serían parte de la expedición de Pánfilo de Narváez, quien había naufragado en Florida hacia 1528
Probablemente en la Anábasis de Arriano, obra del siglo fuente histórica antigua para las expediciones de Alejandro. 17 Su expedición sería narrada por Diego Pérez de Luján. 16
II
considerada la mayor
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(Tesoro escondido: III, 7, 3). Los tres cristianos y el negro serían, por supuesto, Álvar Núñez Cabeza de Vaca, Alonso del Castillo Maldonado, Andrés Dorantes de Carranza y el esclavo bereber llamado Esteban o Estebanico, de los cuales sólo sobrevivirían el primero y el último, en una impresionante aventura que conocemos por los Naufragios y comentarios, publicados por Cabeza de Vaca en 1542. Eran pues años también de descubrimientos, aunque ni tan gloriosos ni tan trascendentes como los hechos casi un siglo antes, pero envueltos aún en la esperanza y el mito; algunos más o menos viejos, como el que otorgaba el nombre de la reina Calafia a las remotas tierras de California, otros de reciente cuño como el que presumía el descubrimiento de la ciudad de Quivira en 1585, la mítica ciudad ubicada al norte de Arizona nombrada por Cabeza de Vaca. A la orden carmelita, embarcada en tales empresas aun cuando fuese sólo en intención, le tocaría colaborar en la expansión y el enriquecimiento de dichos mitos, buscando de algún modo favorecer las exploraciones al norte y noroeste y, de este modo, lograr en algún momento ser favorecida con la oportunidad de participar en ellas; de modo que en sermones, cartas y en la propia historia de la orden escrita por fray Agustín todo ello quedaría asentado. La encomienda oficial, por parte de la orden y por parte de la Corona, de participar en las misiones de Nuevo México fue simultánea a la erección de la provincia de San Alberto, aunque la misión en dichas tierras se trataba ya con calor desde años atrás, desde los momentos en que se elegía el primer general de la congregación reformada; en aquella ocasión, mientras volvía de España el primer procurador de Indias, fray José de Jesús María, con permisos, papeles y noticias para la expedición de Nuevo México, fue víctima de piratas ingleses en Cádiz, lo que retrasó y aun puso en riesgo su llegada.18 Ello podría ser considerado sin duda un anticipo funesto de la poca fortuna que la intención misional tendría para la orden, pues ya en México ni papeles de sus superiores ni cédulas del propio Felipe II fueron suficientes para lograr el aval del virrey Gaspar de Zúñiga para que los carmelitas fuesen finalmente enviados a la misión.
No sería la única vez que las cosas saldrían mal a los intentos de la orden, pues incluso en el viaje del primer provincial, trayendo fray Eliseo de los Mártires los papeles de erección de la provincia de San Alberto, se incendió el navío y algunos tripulantes murieron; de modo que, sin papeles, la autoridad y potestades que fray Eliseo venía a comunicar hubieron de tomarse sólo de sus palabras. 18
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Por ello, mientras las expediciones militares y científicas a Nuevo México continuaban, como la de Juan de Oñate en 1596, no había visos de que el virrey estuviese dispuesto a obedecer las cédulas reales traídas de Madrid que ordenaban la incorporación de carmelitas a esas empresas; incluso, llegado el momento de afirmar con religiosos la obediencia de los pueblos conquistados, fueron enviados frailes franciscanos para esa misión. Ello, sin embargo, no agotó la paciencia y persistencia de la orden, que continuó avanzando hacia el norte con la fundación de conventos como el de Celaya (1597), cuyo permiso real insistía en el mandato a Nuevo México: “que la villa de Celaya de esa tierra está en el paso de esa ciudad al Nuevo México, donde conforme a lo que tengo ordenado han de ir religiosos de su Orden” (Tesoro escondido: III, 9, 1). Finalmente, sea porque los carmelitas habían llegado a la Nueva España cuando los espacios locales de poder (que en última instancia era donde se decidía la asignación de los destinos misionales) ya estaban ocupados, sea por las disputas internas de la orden con las provincias peninsulares sobre la licitud o no de esas mismas ambiciones (que nunca dejaron de aparecer bien sea esporádicamente), o bien por disputas con otras órdenes sobre los mismos asuntos, los carmelitas tuvieron al fin que olvidarse de las esperanzas puestas con tanto ahínco en Nuevo México para conmutarlas por unas similares que apuntaban a California. Fue el rey quien tuvo que interceder para hacer efectivas sus propias cédulas y permisos referentes a la encomienda carmelitana, de modo que, al fin, tres carmelitas verían cercanos los viejos anhelos de la orden al ser enviados a California en la expedición de Sebastián Vizcaíno (1602), entre ellos fray Antonio de la Ascensión viajaba como cosmógrafo de la misma; sin embargo, “apenas los religiosísimos padres de San Francisco, herederos de su celo y apóstoles de las Indias, supieron la determinación del virrey cuando acudieron a él a alegar de su derecho, pretendiendo deberse a ellos el cargo de aquella entrada y pidiendo ser asignados para tan ilustre empresa” (Tesoro escondido: III, 22, 3), como apunta con un filo de ironía fray Agustín. Afortunadamente para los carmelitas la presión real ahora iba más firme, por lo que el 24 de noviembre de 1601 el virrey dictó un auto que concedía el derecho en pugna a la Orden del Carmelo. Parecía que al final se hacía realidad el sueño de la madre Teresa y de fray Juan de la Cruz, y sus hijos espirituales participarían en heroicas empresas de evangelización en tierras incivilizadas; el propio fray Antonio de la Ascensión consideró que debía asentar esta apreciación en la relación del viaje que escribió como cosmógrafo de la expedición de Vizcaíno: “Los Descalzos de nuestra Señora del Carmen son a quien está cometida y encar-
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gada la conversión, doctrina y enseñanza de los indios de este reino de los Californios por su Majestad” (“Derrotero cierto y verdadero [...]”: 20). Sin embargo, desafortunadamente tampoco esta empresa iría más allá, pues la propia exploración de California debía madurar todavía mucho más, atenazada por problemas logísticos y temores de la Corona por abrir una ruta al famoso paso del norte, y con ello una puerta más a los piratas, de modo que la expedición de Vizcaíno no tuvo demasiadas consecuencias y, por tanto, tampoco las esperanzas e intenciones de la orden puestas en ello.19 Para desgracia de los carmelitas, llegado el momento, la misión de California tampoco fue a ellos concedida, sino a la Compañía de Jesús, con quienes curiosamente compartían más de un vínculo histórico, como la tardía llegada de ambas órdenes a México o como el más puntual de que tanto José de Acosta, el famoso misionero jesuita, como fray Juan de la Cruz habían sido educados en el colegio de la Compañía en Medina del Campo. La última e infeliz circunstancia compartida sería que, debido a la expulsión de los jesuitas en 1767, el rey habría pedido carmelitas para Sonora y Sinaloa, aunque no hay constancia de respuesta de parte de la orden a esta petición, agotada tal vez ya por siglos de espera.20 Para los años en que fray Agustín escribe su historia (entre 1646 y 1653) es posible apreciar todavía la esperanza de la orden en lograr el tan deseado envío a las misiones, pues narrando la expedición de Vizcaíno ocurrida medio siglo antes, y la participación en ella de fray Antonio de la Ascensión, apunta una descripción geográfica que se desliza hacia la propaganda de una nueva expedición: Desde aquí toma principio la boca del mar de la California corriendo por la costa de la Nueva España y dando término de la [Nueva] Galicia, que va por Sinaloa y Culiacán a entrarse en las dilatadas regiones del Nuevo México y el reino de Quivira, hasta topar el celebrado estrecho de Anián en cuyo descubrimiento, cuando esto se está escribiendo, está empleada la ingeniosa industria y ánimo belicoso del almirante don Pedro Porter de Casanate (Tesoro escondido: III, 22, 3).
Sobre las exploraciones marítimas a California pueden verse Del Portillo (1947) o Holmes (1963). 20 Como se sabe, finalmente fueron franciscanos quienes se ocuparían de estas misiones (véase Martínez Rosales 1982: 471-543). 19
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La extraña mención del almirante aragonés Pedro Porter Casanate,21 que exploraría el Golfo de California entre 1636 y 1649, justo en los años en que fray Agustín escribía su crónica y lejos por tanto de los años historiados, hacen pensar en un interesado apoyo por parte de la orden hacia estas exploraciones, y tal vez una relación constante con ellas, pues como el mismo cronista apuntaría después, los papeles escritos por el cosmógrafo fray Antonio de la Ascensión en 1606 serían entregados a Porter como apoyo informativo para sus propios viajes: [...] todo lo cual se entregó a don Pedro Casanate, a quien como ya he dicho se cometió esta facción y mediante las noticias del padre fray Antonio, cuando esto se está escribiendo, ya ha hecho dos viajes y llegado en el último por entre California y Nueva España, después de tres meses de navegación [por] mares no conocidos, nunca vistos de hombres, donde halló el golfo tan angosto que se reducía a canales de a poco más de a legua, por donde entrando este año de 49 con notable riesgo encontró un golfete angosto de solas ocho leguas, el cual era profundísimo y cercado todo de altísimas serranías, sin habitación humana ni puerto donde poder surgir, hallándose cada instante en conocido peligro por la horrible fuerza de corrientes que le obligaron a salirse de él, consiguiéndolo milagrosamente arrebatados de los muchos remolinos y corrientes que no dejaban gobernar los navíos, antes se los traían alrededor. Yo pienso que este noble caballero es guiado de superior auxilio y que tiene en el padre fray Antonio un pío intercesor allá en el cielo, el cual espero alcanzará de Dios el bien de aquellas naciones que con tan crecidas ansias solicitó en el mundo (Tesoro escondido: III, 23, 8).22 Pedro Porter Casanate (1611-1662) es uno de los exploradores españoles menos estudiados, a pesar de su aporte en la delimitación de rutas y fronteras para la expansión marítima del comercio y la explotación de recursos en el noroeste novohispano, así como para la seguridad en las rutas comerciales a Oriente. Además de sus exploraciones, dejó una considerable obra escrita compuesta de cartas y relaciones, e incluso un tratado de navegación impreso en Zaragoza en 1634. Fue gobernador de Sinaloa y después capitán general en Chile, donde participó en la guerra araucana; en 1642 le fue otorgada la Orden de Santiago, lo que también refiere fray Agustín en su historia. Véase mi libro Las dos historias de Pedro Porter Casanate, explorador del Golfo de California [...] (Pérez 2012), que incluye una edición comparada de dos relaciones manuscritas de Porter sobre su primer viaje a California. 22 Con todo, el destino de la expedición de Porter no fue mejor que el de la de Vizcaíno y fray Antonio de la Ascensión. 21
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El no haber logrado jamás el envío y la participación misional que la orden buscaba no significa que no haya participado en episodios fundamentales de la historia novohispana, por lo que podría decirse que su “conquista espiritual” sí se llevaría finalmente a efecto, aunque en escenarios más bien no pensados por sus autoridades: en los ejemplos de piedad y elevada espiritualidad en las ciudades, en los servicios de ingeniería que harían escuela en la arquitectura novohispana o en su influencia propeninsular en diversos aspectos de la vida política del virreinato. Además, estuvieron presentes también en distintos momentos de gloria militar de las armas españolas afincadas en México, como la conquista de la isla de Terrenate (Filipinas), que se llevó a cabo justamente desde la Nueva España, como lo narra fray Agustín: “Volvió a la Nueva España el capitán Delgado y entró triunfante en la imperial de México y llevando arrastrando las banderas de los moros colocó en nuestro convento a la santísima Virgen” (Tesoro escondido: IV, 25, 7), en agradecimiento a que el hermano carmelita Francisco de Jesús, miembro de dicho convento, había profetizado esa victoria. En suma, tres características podrían definir la participación carmelita en la “conquista espiritual” y en general la presencia de los miembros de la provincia de San Alberto de México en la vida religiosa y social de la Nueva España. En primer lugar, se trató del curioso caso de una orden con vocación contemplativa dedicada a la evangelización y la vida en el mundo, pues como se ha visto la Reforma implicó tanto el envío de sus miembros a la Evangelización como la fundación de “casas de desierto”. En segundo lugar, los carmelitas fueron capaces tanto de apoyar la labor pastoral como de ejercer oficios de utilidad pública muy diferente. Finalmente, se distinguieron por cultivar una invariable y estrecha relación con el poder central, al punto de que Manuel Ramos Medina considera que su principal propósito fue “reafirmar la ideología de la monarquía católica” en la Nueva España (Ramos Medina 2008: 9).
Un fraile rebelde y su historia inconclusa El primer historiador de la provincia novohispana de la Orden del Carmelo, fray Agustín de la Madre de Dios, nació en 1610 en Ávila, ciudad ya entonces célebre entre los carmelitas por haber visto nacer a la fundadora de la reforma descalza: Santa Teresa de Jesús. De su infancia se sabe más bien poco, salvo que su madre lo dio por muerto a los cuatro años debido a alguna enfermedad, y que por ello pidió a la Virgen del Carmen su salud. El mismo fray Agustín, al parecer, incluyó este hecho como un
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prodigio más en una obra que habría compuesto sobre los milagros del Santo Escapulario;23 prodigio que le marcaría tan fuertemente que le llevaría con el tiempo a tomar el hábito carmelita en el convento de Pastrana. En 1631, a la edad de 21 años, ya como profeso, fray Agustín viajó a la Nueva España en el grupo que encabezaba fray Andrés de San Alberto. Aunque hablamos de un miembro de una orden contemplativa y mendicante hay que decir que nuestro fraile no fue del todo recogido y humilde, porque muy pronto dio señas de una brillante carrera en el virreinato, pues, entre otros cargos, a los pocos años de su llegada ocupó el de superior de profesos en el convento de San Sebastián de la Ciudad de México, así como el de lector de teología moral en el de Celaya. Además, hizo tan buena fama de letrado y predicador que pronto las circunstancias y su talento le llevaron a ser propuesto para escribir la historia de la provincia de San Alberto de México.24 Efectivamente, en 1646 las autoridades carmelitas que buscaban “algún religioso inteligente y cuidadoso para que apuntase y pusiese en orden las cosas más notables que han sucedido en la Provincia”, 25 señalaron para este efecto a fray Agustín de la Madre de Dios, de modo que, reunidas en capítulo, las autoridades provinciales le
23 Mariano Beristáin de Souza dice que fray Agustín escribió, además de la historia que aquí nos ocupa, los “Milagros del Santo Escapulario” y “Varios sermones y opúsculos ascéticos”, de los que poco se sabe; que “así lo refiere fray Anastasio de Santa Teresa en su Historia de la Reforma del Carmelo [sic], por la cual confiesa haberse aprovechado de los Mss. de nuestro fray Agustín” (Beristáin de Souza 1981: t. 2, 224). Silverio de Santa Teresa también habla de esta obra, que permanecería inédita junto a otros documentos: “También nos dejó este insigne Padre el otro libro de los milagros del Santo Escapulario y otro de diversos opúsculos, con más de cinco tomos de sus elocuentes sermones” (Santa Teresa ca. 1940: t. 10, 519). Al parecer, fray Silverio toma la noticia del texto de la Reforma (VII, 29, 4). 24 En su Historia del Carmen Descalzo [...], así lo reconoce Silverio de Santa Teresa: “Muy docto y aficionado a las letras fue también el p. Agustín de la Madre de Dios” (ibíd.: t. 10, 518) y la Reforma de los descalzos de Nuestra Señora del Carmen al respecto dice “se descubre tan erudito, verídico, espléndido y noticioso, que puede hacer coro con los más eminentes gigantes de la profesión. Débese a su estudiosa curiosidad la riqueza de relaciones historiales que de aquella Provincia tenemos, la cual, por la distancia y embarazo de tan prolijo mar hubiera quedado desconocida, a no obstar el beneficio de tan docta pluma” (Reforma: tomo VII, libro XXIX, 16, 4). 25 “Capítulos Provinciales y Definitorios celebrados en esta Provincia de Nuestro Padre San Alberto de los Descalzos de Nuestra Señora del Carmen. 1634-1684” (Archivo Histórico del Instituto Nacional de Antropología e Historia, México, sesión del 8 de mayo de 1646, t. II, fol. 73r. Apud Báez 1986: xiv).
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confirieron la autoridad y los medios para comenzar a escribir la historia encomendada. Así, entre 1646 y 1653, fray Agustín se dedicaría a revolver papeles, visitar hermanos ancianos y leer lo que a la fecha se había escrito para comenzar él mismo a escribir. Además de los papeles privados de sus hermanos, lo que podía encontrar fray Agustín era el “Libro de capítulos y definitorios y fundaciones [...]” de la provincia de San Alberto, cuyo primer tomo habría sido escrito en su mayor parte hacia 1596; también la historia manuscrita de Jerónimo Gracián de la Madre de Dios que habría sido escrita en México a comienzos del siglo XVII, citada en España por Francisco de Santa María en el segundo tomo de la Reforma; además, pudo haber leído una relación del provincial Juan de Jesús María escrita hacia 1608, así como alguna copia de una relación que Alonso de la Cruz envió a España y cuyo destinatario fue fray Jerónimo de San José, con base en la cual este ilustre historiador carmelita escribiría sobre la provincia de San Alberto en su Historia del Carmen Descalzo, impresa en Madrid en 1637. Después de siete años de trabajo, la historia de la provincia estaba casi concluida. En 1648 se pidieron a fray Agustín avances de la obra, los que sin ningún problema fueron aprobados, pues, al parecer, nada molestó a sus superiores de lo que llevaba escrito, ni en cuanto a forma ni en cuanto a contenido; por el contrario, no sólo se le permitió que continuase, sino que incluso se le ofrecieron ciertos beneficios, como indica el libro de capítulos y definitorios: “Habiendo visto los papeles de la historia de esta provincia que va escribiendo el Padre Fr. Agustín de la Madre de Dios, se determinó que prosiguiese con ella y se le diese plaza de lector y escritor, si lo quisiese. Votose y salió con todos”.26 Pero la prueba que no pasó fue la de la humildad, pues en 1653 desafió a las mismas autoridades que habían puesto en sus hombros la tarea historiográfica, oponiéndose a una ley que en 1604 habían publicado las autoridades peninsulares pretendiendo restringir el ingreso y función de los miembros americanos en la orden; se trataba del “Discurso apologético en favor de los criollos de la Nueva España contra una ley que tienen los carmelitas de no admitirlos en su religión”.27 Con ello enarboló, con cierto he-
“Capítulos Provinciales y Definitorios [...]”, t. 2, fol. 88r, Archivo Histórico del Instituto Nacional de Antropología e Historia, México. 27 Eduardo Báez dice que el manuscrito de este documento se encuentra en la Latin American Collection de la Universidad de Texas, pero no me ha sido posible localizarlo en sus catálogos. En cualquier caso, Manuel Ramos Medina lo transcribe en su edición citada. 26
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roísmo, muy tempranamente y a intramuros de un convento, una vindicación del criollo frente al peninsular que estallaría en las calles y los campos del país casi dos siglos después. Sin duda se trató de un texto que desconcertaría a las autoridades carmelitas al ser portador de una elocuencia y un arrojo que por ningún lado estaba presente en el Tesoro escondido. Su argumentación se apoyaba en el emblema de la Jerusalén celestial, cuyas doce y ecuménicas puertas están permanentemente abiertas para todos y para todas las partes del mundo, como lo estaría el Evangelio, por lo que resultaba una contradicción profunda cualquier tipo de exclusión: “¿Por ventura [dice fray Agustín] es más que el cielo la junta de los padres?”, y agrega: “las distinciones entre judío y gentil, entre criollo y de España, son de Dios aborrecidas, como lo serán también los que las fomentasen”.28 Hasta ahí llegó la buenaventura de fray Agustín, pues por este desacato se le sujetó a juicio, porque no contento con haber escrito y difundido su “Discurso apologético” escribió luego una carta a sus superiores que también, como su nombramiento de historiador, fue leída en capítulo; en ella reafirmaba una postura que a los ojos de los venerables padres no podía ser inspirada más que por la soberbia de Satán, pues se trata de un texto en verdad fuerte que naturalmente despertaría la cólera de las autoridades carmelitas: Jesús María, reverendos padres nuestros. Pax Christi venerables padres míos: bien sé que si no ha llegado, llegará presto a las noticias y manos de ustedes reverendos un papel que yo escribí en modo de apología contra aquella ley nuestra que prohíbe el recibir criollos en este Nueva España, en el cual papel pruebo que es esta ley contra la ley divina, contra los sagrados cánones y estatutos de la Iglesia, que es ley inicua, injusta, infamatoria, ambiciosa y detestable. Y que la conservan los prelados por conservarse siempre en los oficios, lo cual digo que es tanta verdad que estoy dispuesto por ello a dar la vida. Y estoy también tan ajeno de sujetarme por ello a la corrección monástica que protesto desde luego no he de admitir alguna. Por lo cual, deseando que no haya escándalos en la república y convidando a la religión con la paz, pido a ustedes reverendos traten de que se revoque aquesta ley, con otras que hay injustas
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Apud Báez 1986: XV.
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en las constituciones. Porque yo tengo que defender la verdad y oponerme a tiranías, aunque me cueste lo que me costare. Nuestro Señor guie a vuestras reverencias como se lo suplico. Celaya, abril 21 de 1653 años. De vuestras reverencias hijo fray Agustín de la Madre de Dios.29 Sin duda, a las autoridades no entusiasmaría demasiado el hecho de que fray Agustín no sólo desconociera el voto de obediencia, sino que incluso lo hiciera de un modo público y combativo, atentando contra uno de los instrumentos que permitían el control de la provincia por parte de las autoridades peninsulares; por ello, el lema vindicativo que fray Agustín incluyó en su “Discurso apologético”, que el criollo “est homo ex Hispania oriundus, et hortus in America”, sería recibido con gran animadversión. De este modo, el 29 de octubre de 1653 se pronunció sentencia sobre el particular, según la cual quedaba al acusado prohibido predicar y confesar “in perpetuum”, así como presidir cualquier acto de la comunidad; se le amenazó con cárcel perpetua, expulsión o galeras, pero “usando de la misericordia le condenamos a cinco años de cárcel”, una mortificación extraordinaria en el refectorio y cuatro años de recluso en un convento, entre otros castigos pequeños.30 Sin embargo, para su fortuna, fray Agustín sólo tres años pasó tras las rejas, pues, en 1656, dejó la cárcel por buen comportamiento y arrepentimiento expreso. Luego se le autorizó predicar de nuevo y confesar religiosos, obteniendo la rehabilitación completa en 1660, sólo que ello vino justo cuando se pedía su traslado a España, donde murió, en el convento de Jaén, dos años más tarde (1662). Por supuesto, jamás se le permitió concluir su historia; por el contrario, la orden buscaría reducir a él y a su obra al anonimato, excluyéndolo de los índices de escritores carmelitas aun cuando algunos de sus cronistas posteriores debieron a su historia mucho texto. Con todo, el Tesoro escon-
29 Sesión del 29 de abril de 1653, “Libro de capítulos y definitorios [...]”, t. II, fols. 113r-113v. 30 “Segundo tomo de los Capítulos Provinciales [...]”, fol. 118v (apud Báez: xv). Aun cuando se hubiese tratado de un castigo consensuado en capítulo, no deja de ser expresión de un grave autoritarismo, a pesar de que los carmelitas habían presumido durante muchos años de una forma de vida comunitaria muy cercana a las primeras fraternidades cristianas. Y es que al avanzar su institucionalización la orden tomaría un carácter cada vez más autoritario al interior de los conventos, lejos de las prácticas de gobierno de los primeros cenobitas, conforme se fue asentando la concentración del poder de decisión en los priores justamente en detrimento de los capítulos.
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dido no habrá parecido a las autoridades carmelitas merecedor de tanta censura, como supone Victoria Moreno encontrando en ello la causa para la supresión y ocultamiento de la historia,31 porque de haber sido así con seguridad habría corrido la suerte de otros textos: una condena expresa y un castigo ejemplar por parte de las autoridades o por los propios hermanos, tal como sucedió a un libro sobre oración escrito por fray Juan de Jesús María, que incluye fray Agustín en su historia, cuyo manuscrito fue arrojado por los hermanos a los albañales porque hablaba de un modo de orar que llamaba “toque retocado”, que había parecido a algunos demasiado sensual (Tesoro escondido: III, 5, 2). No obstante, conviene agregar que sí resultaba complicado en esos años satisfacer a las autoridades con una historia de la orden, pues la dureza en la censura interna y externa era cosa corriente (“un verdadero tormento para los escritores”, dice Silverio de Santa Teresa). De hecho, gracias a estos rigores fue como el historiador y preceptista carmelita fray Jerónimo de San José había logrado el encargo de escribir la historia general de la orden en España, pues su nombramiento fue transferido del anterior sustentante que lo habría perdido justamente por censura; del mismo modo, curiosamente, tampoco el fraile aragonés tendría buen fruto, pues su Historia del Carmen Descalzo también sería retirada de la venta por censura de la propia orden, perdiendo a su vez el cargo de historiador.32
31 Victoria Moreno (1996: 32) argumenta que el Tesoro escondido [...] no sería impreso en su tiempo por la oposición que fray Agustín encontraría en algunos de sus hermanos gracias a su manera florida de narrar la historia, afirmación que no parece contar con ninguna base y que Eduardo Báez, en la introducción a su edición del manuscrito, se encargaría de aclarar argumentado el desacato mayor del cronista y su castigo. 32 Actualmente se reconocen dos ejemplares sobrevivientes de aquella destrucción, uno en la biblioteca de la Universidad de Castilla-La Mancha y otro en el Instituto de Estudios Altoaragoneses de Huesca (véase Fontana Elboj 2002: 139-156). Silverio de Santa Teresa dice que “la Reforma se condujo con este varón eximio con una avaricia informativa que no tiene nombre” y adelante agrega: “Los descuidos de nuestros cronistas, que tantas actividades perdieron en cosas de escaso fuste, son culpables de la penuria desoladora de noticias que padecemos de este claro varón” (Silverio de Santa Teresa, t. X: 270 y 273). El Genio de la historia (1651), una de las preceptivas historiográficas españolas más importantes de la época no sólo en el ámbito de la historia religiosa, sería no sólo una suerte de respuesta, erudita y elegante a la censura de que habían sido objeto su Historia del Carmen descalzo, sino también ocasión de continuar en el ámbito de la reflexión historiográfica (sobre todo aquella vinculada a la historia sagrada) una serie de cuestiones referidas al modo de escribir la historia que habían sido debatidas un siglo antes.
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En cualquier caso, parecería nada corriente una rebeldía como la de fray Agustín entre carmelitas, pues se tiene la convicción de que, por el contrario, los miembros de la orden profesaron más bien una devoción por las autoridades de todo signo, sobre todo por las peninsulares, como señala Victoria Moreno en el comentario a unos documentos sobre la participación de carmelitas en la Guerra de Independencia mexicana de 1810, donde escribe: “Por lo poco que sabemos sobre el asunto, parece indudable que la mayor parte de los religiosos carmelitas de México estuvo del lado del rey. No debe extrañarnos esta conducta, pues es sabido que la mayoría de ellos era originaria de la Península” (Victoria Moreno 1988: 658), a lo que habría que agregar que dicha mayoría lo era justamente por leyes y prevenciones como la de 1604, combatida por fray Agustín. Con todo, algunos carmelitas sí lucharían al lado de los insurgentes de 1810 por los derechos de los criollos, como también reconoce Victoria Moreno; sin duda fray Agustín podría contarse como uno de sus antecesores. En suma, estos conflictos entre criollos y peninsulares en los que se vio envuelto nuestro fraile no fueron en ningún modo singulares, pues por un lado quedan subordinados a la problemática constitución y adquisición de identidad y soberanía de la provincia de San Alberto de México y, por otro, deben entenderse en el marco de una preocupación más extendida por la emancipación de la misma respecto a las comunidades peninsulares. Por lo pronto debe sólo asentarse que el carácter español de los nacidos en América había sido ya discutido por no pocos letrados, como Juan Solórzano Pereira, miembro de la Audiencia de Lima y jurista de incuestionable reputación en la Península, quien declara la calidad de españoles que los criollos poseían: no se puede dudar que sean verdaderos españoles y como tales hayan de gozar de sus derechos, honras y privilegios, y ser juzgados por ellos, supuesto que las provincias de las Indias son como actuario de las de España y accesoriamente unidas e incorporadas en ellas, como expresamente lo tienen declarado muchas cédulas reales que de esto tratan (Política indiana: II, 30, 2). No tengo evidencia de que fray Agustín se haya apoyado en Solórzano Pereira para su defensa del criollo, aunque ello no se podría descartar y sin duda sí deberíamos reconocer que se trataba de preocupaciones muy vivas en la época;33
De Indiarum Iure [...], título latino bajo el que apareció la primera parte de la Política indiana, es de 1629; pero la versión castellana aparecería en 1647, es decir cuatro años antes de la escritura de la carta de fray Agustín. 33
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sin embargo, seguramente sí podemos decir que se apoyaría en el jurisconsulto Martín de Azpilcueta (1493-1586) para sostener que no era lícito a los capítulos generales de ninguna orden excluir de su gremio a ningún género de personas, ni siquiera a los infieles convertidos, y que sólo al papa competía impedir el ingreso en las órdenes de judíos o descendientes de moros (véase Martínez Tapia 1997). En este sentido, para fray Agustín sería contra todo derecho dejar de admitir criollos novohispanos en la Orden del Carmelo, pues significaría formar de ellos un concepto más bajo que el de moros, judíos o herejes, cuando que “castellanos, andaluces, vizcaínos, flamencos, polacos, escitas, persas, moscovitas, chinos y de otras mil naciones”, e incluso los criollos del Perú, habían sido ya considerados dignos del hábito carmelita, de donde el fraile deduce el vil concepto que las autoridades peninsulares de la orden tendrían de los novohispanos. Porque si Aníbal no dejó de ser fenicio por haber nacido en Cartago, ni Trajano dejó de ser romano por ser criollo español, ¿cómo es que los novohispanos eran así tratados tan duramente, como si no fuesen también españoles? Fray Agustín finaliza su entusiasmada disertación con el siguiente exhorto, a todas luces problemático: ¿Pues cómo sufres —oh, nación ilustre— que te ultrajen de este modo, y más aquellos a quien tú has honrado y dado tus haciendas? No se halla provincia en todo el mundo donde esté esta religión ni con tanta estimación ni con tan grande abundancia, quitando los criollos a sus hijos el sustento de la boca para dárselo a estos padres... Pregunto yo, si hicieran en Castilla, en Aragón, en Navarra, en Andalucía o Portugal otras leyes como ésta, es a saber que en ambas Castillas no se admitiesen en la orden castellanos, o que en Andalucía no recibiesen el hábito andaluces, en Portugal portugueses, navarros en Navarra, ni aragoneses en Aragón, ¿qué harían estas naciones con los frailes carmelitas? Lo cierto es que lo menos que harían sería echarlos del reino o echarles fuego por las cuatro esquinas del convento.34 Tales advertencias seguramente no podían resultar en otra cosa en el siglo XVII que en la enemistad por parte de las autoridades y en la marginación de la obra, como efectivamente sucedió. De modo que tenemos un histo-
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“Discurso apologético”, cit. por Báez 1986: xvi.
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riador cesado por su rebeldía y una historia inconclusa como consecuencia de ello, misma que no obstante el silencio al que aparentemente se le condenó al no publicarla sí que sobrevivió en los muchos modos en que su texto fue expoliado por autores internos y externos a la orden. En suma, estamos frente a un historiador criollo por elección (aunque “ex Hispania oriundus”) y frente una historia también criolla, en el sentido de prolongación de la vieja tradición europea de historiografía religiosa, aunque impregnada (como toda crónica de Indias) de la novedad de un mundo y de las diversas militancias que precisaba su conquista.
Capítulo 2 Génesis de una historiografía literaria Historia carmelitana y prestigio de antigüedad La historia particular de la provincia de San Alberto de México debía, por supuesto, formar parte de la historia general de la orden no sólo por la obvia razón de compartir una regla y una identidad institucional, sino también en virtud de su legitimidad y valor en un contexto de pugna con otras órdenes llegadas a la Nueva España, dado el enorme prestigio que otorgaba la antigüedad. Sólo que para la historiografía de la orden carmelita esta operación no estaba desprovista de problemas escriturales, incluso de orden cronológico. Por ello, el Tesoro escondido inicia narrando los comienzos de la orden que, según fray Agustín, es más vieja que la Iglesia, pues habría sido fundada ni más ni menos que por el profeta Elías. Por supuesto que se trataba de una afirmación sumamente complicada y peligrosa, por lo que nuestro historiador tiene buen cuidado en manejarse en esto de un modo tal que la primacía de la Iglesia no quede en entredicho: “Aunque la religión del Carmen por ser la más antigua de la Iglesia [...]”, comienza el libro primero, siguiendo con una nómina impresionante de supuestos miembros de la orden que incluye a Eliseo, Isaías, Jeremías y San Juan Bautista, de quienes dice fueron “destinados ya de la Divina Providencia para vasos de elección (después de los apóstoles)”; finalmente agrega que los eremitas del Carmelo se convertirían al cristianismo con el primer sermón de Pedro y que “al lado de Santiago la anunciaron [la Buena Nueva] a nuestros españoles” (Tesoro escondido: I, 1, 1-2). La orden quedaba así no sólo indisolublemente unida a la historia del cristianismo en España, sino como un curioso antecedente de la propia Iglesia, portadora del conocimiento de Dios desde la edad de los profetas aunque, por supuesto, su verdadera dignidad histórica tendría que venir dada por el cristianismo, y mejor si era directamente de los apóstoles. Están en juego aquí los esfuerzos colectivos de la orden por lograr prestigio por antigüedad, aun cuando se roce el pecado de soberbia al colocar a los apóstoles sólo un escalón arriba en dignidad sobre los carmelitas; por supuesto, al final resultaría complicado lograr el justo medio entre los intereses de su orden y los de la Iglesia, pues su propósito de proponer a los presuntos primeros carmelitas como pilares de la Iglesia avant la lettre le
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llevaría a utilizar un “después” jerárquico que obligadamente marcha a contrapelo del “después” cronológico. En realidad, la orden carmelita no era en cuanto tal la más vieja de la Iglesia ni mucho menos, pues la vida monástica comenzaría propiamente en el siglo VI, en Monte Casino, con la regla de San Benito.1 Los carmelitas no aparecerían como ermitaños regulados sino hasta principios del siglo XIII, comenzando a expandirse por Europa en el siglo siguiente, de modo que en principio se podría hablar de una orden más bien tardía, y la única dedicada a la contemplación fundada en Oriente (el Monte Carmelo es cercano a Jerusalén); sin embargo, este dato duro se iría diluyendo de la conciencia histórica carmelitana, pues ya los primeros historiadores de la orden encontrarían sus orígenes en una remota antigüedad, en una operación narrativa que se acercaba demasiado al mito, como adelante se verá. El monte Carmelo había adquirido carácter sagrado y prestigio religioso desde la época de los grandes profetas hebreos, pues ahí Elías no sólo había obtenido iluminación y disciplina, sino que también fue el lugar donde consiguió uno de los mayores triunfos para el judaísmo contra los sacerdotes de Baal. Se trata de un prestigio que sobrevivió al advenimiento del cristianismo, pues en el siglo V, al parecer, hubo efectivamente en el Carmelo una comunidad de ermitaños que ya vindicaban la memoria de Elías; aunque no es sino hasta el siglo XII que puede hablarse de actividad monástica más o menos estructurada, y a principios del XIII (en 1209), San Alberto daría las primeras reglas a los ermitaños que ahí habitaban y les “hizo convento común donde estaba el oratorio, las oficinas y, alrededor y en competente distancia, las celdas apartadas” (Báez 1981: 12). Se trataba de monjes de la Iglesia ortodoxa que habían ocupado el Carmelo y a quienes la conquista de Jerusalén por Saladino les había complicado las cosas, de modo que cuando se les sumaron algunos monjes francos que habían llegado entre los ejércitos cruzados, durante el siglo XIII, aquéllos creyeron encontrar bajo su apoyo el modo de continuar su
Además, la vida comunitaria no sería exclusiva del cristianismo, pues en la India védica ya habían existido comunidades budistas que buscaban la perfección mediante la meditación y el ayuno, lo mismo habían buscado los esenios que habitaron las orillas del mar Muerto en tiempos de Jesús. Algo similar buscaron también los “enclaustrados” del Serapeum de Menfis o los discípulos de Pacomio, quienes organizaron vida comunitaria en una antigua aldea abandonada, disponiendo chozas en círculo en el interior de un espacio amurallado, conformando tal vez los antecedentes más antiguos de organización arquitectónica monástica o conventual. 1
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vida en el sitio sagrado. No se sabe con exactitud qué sucedió con esos monjes ortodoxos, aunque se considera que probablemente se mezclarían con los católicos hasta desaparecer pues alguna evidencia indirecta ha sugerido a algunos historiadores la posibilidad de una composición mixta (católica y ortodoxa) en esas primeras comunidades.2 Hacia 1238 estos primeros carmelitas emigrarían a Chipre, según Vincent de Beauvais (Speculum Historiale: I, 30, 123),3 huyendo en esos años duros de las sucesivas derrotas cruzadas en Jerusalén, como la terrible de La Forbie en 1244, donde los cristianos fueron prácticamente aniquilados; aunque pronto deberían seguir también a Sicilia (en 1240); luego, a Provenza e Inglaterra (en 1242). Con todo, en medio del caos, el grupo de monjes lograría el reconocimiento pleno de su regla en 1247, gracias a la bula Quae Honorem Conditori, la cual, no obstante, implicó también ciertas modificaciones a la misma, de modo que por un lado la orden consideró eliminada la obligación de vivir en lugares aislados, que hasta entonces había observado, y por otro fortaleció su convicción de practicar la virtud de la pobreza, lo que la convertiría en una orden mendicante y la pondría en competencia con dominicos y franciscanos.4 Debe añadirse que el nuevo carácter mendicante otorgó también a la orden algunas obligaciones y derechos, como aquellos referidos en la bula de Juan XXII, Super cathedram, respecto a las prerrogativas de las órdenes mendicantes en cuanto a predicación y escucha de confesiones.
2 Jotischky 2002: 11. Por lo demás, tal vez esas primeras comunidades no serían pobres ni pocas, pues Gunther de Paris habla de al menos tres monasterios en el monte Carmelo durante la Cuarta Cruzada (Historia Constantinopolitana: PL 212, col. 250). Para una apreciación más puntual y, por supuesto, más extensa de la historia carmelitana véase también Smet (1987-1996). 3 El hecho de que podamos encontrar en el Speculum Historiale una fuente de información para la historia carmelitana coincide muy bien (aunque de manera un tanto paradójica) con nuestra intención en este libro, que vincula historia religiosa y predicación; porque, como se sabe, el Speculum Historiale, tercera parte del Speculum Maius (el “Gran Espejo”, integrado también por el Speculum Naturale y el Speculum Doctrinale), fue una fuente muy recurrida no sólo por los historiadores medievales (religiosos o no), sino también por predicadores en busca de ejemplos históricos, mismos que comenzaron a gozar en las artes de predicación medievales de un prestigio ilustrativo mucho mayor que las fábulas o apólogos. 4 Manuel Ramos Medina lo explica así: “Durante el gobierno de Simón Stock, la Orden del Carmen pasó de ser eremítica a mendicante. La regla de vida fue reformada; ya no se comportaban sus religiosos en una estricta soledad, sino que se adecuaban a un nuevo estilo de vida conventual europeo, en donde se vivía en comunidad dentro de las zonas urbanas, dependiendo de las limosnas que el pueblo les daba” (Ramos Medina 2008: 264).
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El Segundo Concilio de Lyon (1274), cuyo tema fue justamente la derrota de la Cuarta Cruzada, determinó que ninguna orden fundada después de 1215 sobreviviera, de modo que los carmelitas no sólo se vieron en la obligación de justificar su existencia anterior a dicha fecha, sino también en la de buscar apoyo en grandes personajes europeos, lo que podría explicar su expansión hacia occidente y su asentamiento en ciudades. Esta búsqueda coincidió con el regreso a los países occidentales de numerosos cruzados que terminaron ingresando en las órdenes religiosas (tal vez al no encontrar opciones sociales a su regreso), de modo que el Carmelo pronto se pobló de miembros de la alta y baja nobleza, como el célebre Simón Stock. Así, un carácter urbano terminaría por sumarse a la reciente categoría mendicante, lo que significó también la incursión de la orden en los estudios universitarios, vinculándose ahora mejor a las corrientes generales de pensamiento y participando en los debates sobre los graves asuntos que signaban la época, hecho que a la postre les granjearía una creciente reputación en los púlpitos y, en general, un gran prestigio como hombres doctos, además de santos. Por lo demás, este ascenso paulatino a los espacios de poder iría transformando la primitiva horizontalidad interna de la orden, lo que tendría como consecuencia que, en 1281, los hermanos legos fueran excluidos tanto de los capítulos provinciales como de los generales, al punto de que las constituciones de 1294 les privaron de voz incluso en los capítulos conventuales. En medio de estos esfuerzos y transformaciones, en aras de sobrevivir a la supresión legal o a la anulación social, los carmelitas fraguaron dos de los rasgos característicos de su orden, mismos que funcionaron como armas contra las amenazas institucionales tanto como instrumentos de prestigio social: la curiosa pretensión de longevidad (que llega hasta los días de fray Agustín y aun a posteriores) y la defensa del culto mariano materializado en la tradición del Santo Escapulario (de lo que se tratará en capítulos posteriores). Esta operación de legitimación se iniciaría hacia 1287 con el cambio de hábito, como un esfuerzo también por fortalecer la imagen de antigüedad, pues al parecer la nueva vestimenta intentaba reproducir la del supuesto fundador Elías, al menos así lo aseguraban sus promotores; de este modo, un cambio de imagen exterior y el fortalecimiento de una leyenda fundacional que establecía los orígenes de la orden en tiempos precristianos, trabajaron para asentar la legitimidad de la orden. Hay que decir que se trataba de una forma de justificación por antigüedad bastante extendida en aquellos años y que también habitaba la órbita de lo temporal, donde una genealogía legendaria podía llegar a usurpar el lugar de la historia de los pueblos, como el relato de Godofredo de
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Monmouth (Historia de los reyes de Bretaña, 1130-1136) sobre el origen troyano de la Gran Bretaña, cuya cronología se iniciaba con Eneas (origen que, dicho sea de paso, otros reputaron más tarde para Francia).5 Estos relatos y argumentos se armaban sin duda al calor de la disputa, pues siempre hubo lugar en ellos también para el debate o la ironía, incluso alguna tardía, como la de Juan Trithemius (siglos XVI-XVII) justamente sobre la elección del pueblo troyano como origen prestigioso, como si se tratase de los primeros hombres sobre la tierra o como si hubiesen sido paradigmas incuestionables de virtud (Chronologia Mystica: I, XX, 5). La permanencia de esta operación argumental en fray Agustín, es decir, la justificación por antigüedad, vincula su historia con la historiografía medieval (no sólo carmelitana) más que con la que podría estarse escribiendo en la esfera temporal en el siglo XVII, como resulta esperable en una historia religiosa de esos años; aunque no debe olvidarse que el afán por los orígenes míticos es, antes que medieval, clásico, pues la antigüedad puede ser considerada el criterio de mayor autoridad desde Virgilio. Por ello es que la búsqueda de orígenes antiguos no era, como se sabe, exclusiva de las órdenes religiosas, sino que las familias nobles y los mismos pueblos buscaban, como lo había hecho en su momento Roma, un pasado de antigüedad gloriosa. Al parecer fue Isidoro de Sevilla (c. 600) uno de los primeros que vio en Elías posibles vínculos directos con el cristianismo, en su De ecclesiasticis officiis, una suerte de historia de la liturgia cristiana que identificaba los inicios en Elías, Eliseo y otros; sin embargo, con ello sólo seguía ciertas ideas de San Jerónimo, aunque mientras éste buscaba un vínculo moral con el profeta, Isidoro ya lo buscaba institucional, tal como los frailes carmelitas. Así, la historia oficial de la Orden del Carmelo no sólo ubicó sus orígenes en los hombres que habían acompañado a Elías, sino que daba continuidad y verosimilitud a la hipótesis pretendiendo que la orden había estado vigente también en tiempos de Jesús, al punto de que llegaron a contar a Juan el Bautista entre sus miembros. En esta versión se hablaba de una agrupación de hombres santos y retirados que se convirtieron al cristianismo con el primer sermón de Pedro, siendo así pilares también de la primitiva Iglesia cristiana. Por supuesto que tales pretensiones ya causaban inquietud y burla entre sus contemporáneos, sobre todo miembros de otras órdenes religiosas,
5 Me refiero al poema épico la Franciade (1572) de Pierre de Ronsard, quien propuso a un cierto Francus Troyano como fundador de Francia.
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quienes llegaban a mofarse de los carmelitas argumentando que, como no había noticia de religiosos en los años de Cristo, seguramente los carmelitas se referirían a los fariseos y saduceos, que eran las únicas agrupaciones más o menos similares a las supuestas por los historiadores del Carmelo, como lo hacía el dominico Robert Holcot.6 La disputa se mantendría, incluso con los mismos argumentos, de modo que siempre hubo también defensores de la historia carmelita, incluso externos a la orden, como el mismo Juan Trithemius, capaz de ironizar con la supuesta antigüedad troyana de ingleses y franceses y, sin embargo, sumamente celoso en la defensa de la antigüedad bíblica de los carmelitas.7 Sin duda una defensa tardía como la de Trithemius no compensaba siglos de oposición y burla, aunque debe decirse que fueron justamente estos postreros años (14001700) la época de mayor florecimiento de la tradición legendaria carmelitana, no obstante los estudios humanistas sobre la naturaleza de la verdad histórica. Efectivamente, en la España de esos años estas cuestiones dieron ocasión para pleitos graves, pues cuando la Historia profética de Francisco de Santa María8 refrescaba la vieja tesis de la antigüedad precristiana de la orden carmelita, provocaría un gran pleito con la Compañía de Jesús que llevó el proceso al Santo Oficio hasta que se logró finalmente la censura de la obra. Los denunciantes acusaban a los carmelitas de judaizantes, por pretender tener por padre a un judío: “que se debía reparar mucho en que se rezase en la Religión de San Elías”, escribe con amarga ironía fray Silverio de Santa Teresa en su Historia del Carmen Descalzo, donde no abandona una posición parcial al narrar los hechos:
6 Argumentación y broma común por aquellos tiempos, dice Jotischky (2002: 1), y que ello llevó en no pocas ocasiones al ridículo a la orden, que seguía empecinada en demostrar tan inverosímil antigüedad; como cuando un prior carmelita, defendiendo esta “verdad”, logra sólo una broma de un bufón quien alegaba que, siendo así, los carmelitas serían entonces los falsis fratribus de quienes había hablado San Pablo: “ter virgis caesus sum semel lapidatus sum ter naufragium feci nocte et die in profundo maris fui in itineribus saepe periculis fluminum periculis latronum periculis ex genere periculis ex gentibus periculis in civitate periculis in solitudine periculis in mari periculis in falsis fratribus” [“tres veces he padecido naufragio; una noche y un día he sido náufrago en alta mar; en caminos, muchas veces; en peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi nación, peligros de los gentiles, peligros en la ciudad, peligros en el desierto, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos”] (2 Cor 11, 25-26). 7 En su Opera Historica (Frankfurt, 1601). 8 Cuyo primer tomo fue publicado en 1630.
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No supieron en un principio los Descalzos de dónde había partido la Delación; pero al leerse algunas proposiciones de esta obra en el Índice expurgatorio que vio la luz al año siguiente, en el cual tomó parte principalísima el jesuita P. Juan de Pineda, ya no hubo lugar a duda de que los delatores fueron de la Compañía de Jesús (Santa Teresa 1940: t. IX, 101 [antes: 103]). La argumentación de la Compañía estaba centrada en el cuestionamiento respecto a si había legitimidad de iure divino en la “religión” fundada por Elías, si este profeta había tenido “posteridad extraordinaria de sumo sacerdote concedida por Dios sobre las diez tribus de Israel”9 o si había bastado la profecía para legitimar descendencia, si Elías pertenecía a la “Ley de gracia” del Nuevo Testamento y no a la antigua ley, si Elías había sido enviado a predicar el Evangelio, e incluso si Elías podía ser considerado “igual en santidad con los sagrados apóstoles” (Santa Teresa 1940: t. IX, 101-102). Esta polémica se activaría en la Nueva España signando también la vida institucional de la Orden del Carmelo y, por extensión, la historia de fray Agustín. Como sucedió con ocasión de la fundación del Desierto de Santa Fe en la que algunos jesuitas, al parecer, usaban el púlpito para poner en entredicho la esencia de la espiritualidad carmelitana: la vida retirada y la contemplación, al oponerla a la útil religiosidad mundana y estilo de meditación militante propia de las enseñanzas ignacianas. Por supuesto que los disputantes trajeron autoridades de uno y otro lado, carmelitas y jesuitas, como el célebre Juan Eusebio Nieremberg quien, alabando la virtud de la Compañía de Jesús desestima la vida retirada de los yermos, apoyándose para ello en Santo Tomás. Así, en su Tesoro escondido, fray Agustín toma por supuesto la bandera carmelita y la defiende con suficiente habilidad: Mas cierto que este buen padre [Nieremberg] anduvo errado mucho y su mismo cuchillo le degüella, pues con la misma doctrina que quiere desapoyarnos sube a grado supremo nuestro honor. Al suyo convenía grandemente el citar bien a los santos y más al ángel que es en las escuelas farol que a todos guía. Pregunta aqueste celestial maestro en su 22 q. 188 artículo 8 utrum perfectior sit religio in societate viventium quam agen-
9 Se refiere a las 10 tribus que conformaban el reino de Israel antes de la invasión babilónica y la destrucción del primer templo, hacia el año 720 a.C.
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tium solitariam vitam? Si es religión más perfecta la de la Compañía [sic] o la de los solitarios, y responde diciendo sicut ergo id quod iam perfectum est, praeminet ei quod ad perfectionem exercetur; ita vita solitariorum si devite asumatur praeminet vitam sociali; que así como lo perfecto que ya no le falta nada excede a lo que camina y aspira a perfeccionarse, así excede la vida solitaria a la de la compañía cuando la soledad se toma y sigue con el debido modo (Tesoro escondido: IV, 6, 1).10 Sin duda resulta notable el modo en que el historiador carmelita usa el texto de Santo Tomás citado por Nieremberg para defender su propio argumento, sesgando maliciosamente el “in societate viventium” hasta hacerlo correspondiente de vida en compañía o, más aun, de “Compañía”, con lo que pone a Santo Tomás a menospreciar anticipadamente los modos de la Compañía de Jesús. Ello es consecuente con un modo ordinario de proceder por parte de los escritores carmelitas, consistente en la creación de un efecto de verdad mediante el uso reiterado de nombres cargados, como llamar viri religiosi a los ermitaños del Antiguo Testamento para emparentarlos con los ermitaños que mencionan los Hechos de los Apóstoles y, finalmente, asociarlos con la propia orden carmelita. Con la Orden de la Merced tuvieron los carmelitas novohispanos otra pendencia menos práctica y más de fondo, pero que atentaba también contra los argumentos de antigüedad de éstos y, por tanto, contra sus derechos y prestigios. A tanto fue el pleito que fray Agustín parece dolerse de tener que mencionarla en su historia: “Casi se me hace de mal salir de la quietud de aqueste yermo [había estado tratando de la fundación del Desierto de Santa Fe o “Desierto de los leones”] y dejar sus frondosos guayameles, sus cedros altos y eminentes pinos, y más para meterme entre pendencias donde metido una vez será forzoso defender la capa” (Tesoro escondido: IV, 10, 1). Los frailes mercedarios, celosos de la vetustez de la que presumían los carmelitas, alegaban que, aunque se aceptase la cuestionable antigüedad de la Orden del Carmelo, los carmelitas descalzos no participarían de ella, pues se trataba en definitiva de otra orden, ya que tenían autoridades y constituciones distintas, en el sentido de que los carmelitas descalzos eran hijos de la reforma teresiana y, por tanto, no participarían ya propiamente
10 Fray Agustín está tomando texto aquí del tomo III de las Ideas de virtud de algunos claros varones de la Compañía de Jesús (1643) de Eusebio Nieremberg.
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de la institucionalidad carmelitana original de los calzados. El cuestionamiento era serio y de importantes consecuencias para los intereses de la orden descalza en Europa, por lo que el cronista la llama “persecución grave” y al parecer los carmelitas en su conjunto procurarían atajarla con prontitud y viveza; por ello fray Agustín se afanaba en citar bulas de Clemente VIII donde se asentaba que aun con ser fracción “mitigada” de la Orden del Carmelo los descalzos seguían siendo mendicantes y por tanto compartían los deberes y privilegios del Carmelo mendicante instituido en la Edad Media. Con todo, resulta al menos curioso que en pleno siglo XVII, después de las lúcidas polémicas sobre la verdad histórica sostenidas un siglo antes, se siga escribiendo y debatiendo sobre la cuestionable antigüedad carmelitana, aunque a decir de fray Silverio de Santa Teresa ello era porque las obras que existían sobre esas cuestiones no satisfacían del todo a la orden, y para probarlo cita un “escrito” de Pedro de Quesada (sin referencia): “El motivo de renovar estas antigüedades fue un común deseo de todos nuestros religiosos, así en la familia de la Antigua Observancia regular como en la misma descalcez [...] porque si bien autores nuestros las trataron en diferentes tiempos, ni todos lo dijeron todo, ni los aficionados se mostraban satisfechos, ya de la disposición, ya del estilo, ni los émulos cesaban de pedir mayores pruebas” (Santa Teresa 1940: IX, 100). Por supuesto que no eran tiempos ya para eso. En este caso, por ejemplo, se trató de una anacronismo que no sólo les costaría a los carmelitas la censura de esta obra en particular sino que con ello fue censurado también el origen antiguo ostentado durante siglos y, tal vez lo peor, las críticas fueron llevadas a los púlpitos, a los estrados de la corte, a los corrillos de sacristía “con no pequeña humillación y bochorno de los Carmelitas Calzados y Descalzos” (Santa Teresa 1940: IX, 102.).11
11 Fray Silverio narra el fin de la polémica con un cierto tinte de venganza histórica: “Así comenzó una tirantez molesta entre ambas familias [la Orden del Carmelo y la Compañía de Jesús], que en forma más o menos abierta, perseveró hasta la expulsión de España de los jesuitas por Carlos III” (Santa Teresa 1940: t. IX, 103); el hecho es que después de varios escritos, acusaciones y defensas públicas ante tribunales entre las dos órdenes, se llegó a la concordia, aunque al final había derivado en pleito abierto entre ambas. El texto de la reconciliación no podía ser menos exagerado y puntilloso que las propias acusaciones, pues ordenaba que donde se hallare un religioso de alguna de las dos órdenes debía aprovechar cualquier ocasión para hablar bien en público de la orden contraria, entre otras cosas.
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Debates como éstos ilustran, entre otras cosas, el hecho de que al tratarse de una operación más ideológica que histórica (y, por una curiosa consecuencia argumentativa, más literaria que historiográfica) era frecuente encontrar contradicciones en la valoración de estos recursos; por ejemplo, el abad Juan Trithemius, autor de la Steganographia, fue muy bien capaz de dudar del origen troyano de los franceses aunque no del origen antiguo de los carmelitas.12 Por ello cabe preguntarse sobre las razones que permiten sostener criterios tan dispares sólo por ser empleados en asuntos diferentes; cuestión que sin duda llevaría al reconocimiento del carácter no factual del criterio que orientaba estos argumentos, sino que el mismo tendría como base la verosimilitud como construcción literaria, pues la plausibilidad y el valor moral o espiritual vendría a ser más importante que la autenticidad de un documento o de una información histórica.
Una historia con raíces legendarias Como se ha visto, remontar el origen de la Orden del Carmelo hasta los profetas del Antiguo Testamento, como hace fray Agustín, resulta en una argumentación indemostrable en términos historiográficos que, por el contrario, configura una operación discursiva cercana al mito y a la leyenda. Hay que decir que nada de esto es invento del carmelita novohispano, sino que se trataba de un procedimiento escritural y argumentativo profundamente enraizado en una vieja tradición de la orden carmelita; misma que, podría decirse, abonaba al juicio de poco fiables con que se vituperaba a las historias religiosas desde el siglo XVI.13 Y es que se trata de un argumento bastante original e incluso podría decirse identitario, pues justo el momento aceptado como fundación de la orden (siglo XII) viene a ser el mismo que el de inicio de la tradición de antigüedad con que se revistió desde un principio; lo cual significa que, desde los inicios, los carmelitas necesitaron justificar sus orígenes y aun presentarlos como grandiosos, con el fin de ganar afectos en la competen-
En sus Annales Hirsaugiensis [...] complectens historiam Franciae et Germaniae, gesta imperatorum, regum, principium, episcoporum, abbatum, et illustrium virorum (Basilea, 1559). 13 Al fin dicha tradición sería derrotada como versión histórica, de modo que hoy los miembros de la orden deben reconocer como fecha de fundación el siglo XII, “cuando un puñado de piadosos cruzados europeos puebla la montaña del Carmelo vecina al puerto de Haifa en el actual Israel”, como dicen Victoria Moreno y Arredondo (1978: 12). 12
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cia por apoyos de la nobleza que sostenían las órdenes religiosas entre sí y con el fin de procurar aceptación por parte de la jerarquía eclesiástica. Necesariamente, la coincidencia entre la fundación de la orden y su revestimiento legendario significó también el nacimiento de una historiografía particular que revelaría un continuado y grande esfuerzo por la coherencia, aunque de ello resultara un relato profundamente complejo y aun defectuoso en cuanto a su cronología, donde historia y leyenda se entremezclaban de un modo que ahora resulta imposible estudiar la Orden del Carmen sin hacer frente a su tradición legendaria. En este sentido, el seguimiento de la historiografía legitimadora de fray Agustín nos lleva necesariamente a los documentos fundacionales de la orden, donde puede advertirse la paulatina construcción del mito, las polémicas que debió enfrentar y los elementos que pudo ir incorporando. Uno de esos primeros documentos, de influencia determinante y duradera, fue una carta escrita por uno de los primeros generales de la orden: la Ignea sagitta (1270). Se trata de un documento que reaccionaba contra la vida universitaria, mendicante y pública que estaba tomando la orden en Inglaterra ya en el siglo XIII, en el que se proponía una vuelta al espíritu contemplativo original. Su autor, Nicolás Gálico, sucesor de Simón Stock como general de la orden, desde 1265 hasta 1271 (año en que renunció a su cargo), era partidario de la vida eremítica y de ello hace una encendida defensa en la Ignea Sagitta, condenando la dedicación de la orden a la predicación y la confesión, que consideraba ocupaciones peligrosas (véase Staring 1962: 237307). Esta defensa argumentó por vez primera de un modo estructurado la pertenencia de la orden a la antigua tradición eremítica precristiana, lo que significó sentar las bases de la curiosa conciencia histórica que la orden comenzó a cultivar desde esos años. Se trató también de una defensa de la vida natural y un temprano discurso contra las ciudades, cuyas dimensiones, sin embargo, al final caminaron hacia una saludable síntesis, como había sucedido ya entre franciscanos y dominicos, cuando la relación entre contemplación, estudio y predicación se convirtió en el nudo central de las órdenes monásticas y mendicantes. Otro texto inicial que también carecía de un propósito historiográfico propiamente dicho era la Rubrica prima, que comenzó a ser escrito en el contexto de los remanentes del éxodo de Chipre hacia Occidente de los frailes carmelitas, a partir de 1281. No se trataba precisamente de una crónica, sino de una mera declaración de los orígenes de la orden: un documento de carácter casi litúrgico que sobrevivió como prólogo en las Constituciones emanadas de los primeros capítulos generales de la orden, cuyo relato de los orígenes fue incrementando paulatinamente su comple-
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jidad. Una de las funciones de este texto fue llenar el vacío informativo en cuanto a la esencia e identidad de la orden que recién llegaba a Occidente y, por supuesto, como sucedía en otros aspectos de la epistemología medieval, dicha esencia era definida a partir de los orígenes. La Rubrica prima es, así, el texto que asentaría la convicción de que los profetas del Antiguo Testamento, Elías y Eliseo particularmente, habían vivido en el monte Carmelo y que su culto y forma de vida había pervivido de forma ininterrumpida hasta el otorgamiento y reconocimiento de la regla carmelitana en el siglo XII, cuando los sucesores de aquellos eremitas serían reunidos en collegium por Alberto, patriarca de Jerusalén. En este texto, como en ningún otro, se otorga fuerza a la continuidad como clave para probar la pertenencia a tan antigua tradición. La elección de Elías no es fortuita, porque este profeta se había convertido desde los inicios de la exégesis medieval en el ideal de toda vida retirada, pues personificaba el más puro ascetismo, como puede verse en textos de varios padres de la Iglesia, griegos y latinos.14 La versión definitiva de la Rubrica sería introducida finalmente en las Constituciones entre 1357 y 1369. Un texto suelto, en cuanto a su vinculación institucional, pero poderoso en cuanto a los aportes a la construcción de la historia carmelitana, fue una carta anónima dirigida “a todos los cristianos” titulada Universis Christifidelibus, escrita a fines del siglo XIII y que sería impresa posteriormente por el carmelita alemán Sibert de Beka a principios del XIV. En principio tenía un sentido edificante y apologético de la orden, pero incluía también elementos de interés historiográfico que, aunque dependientes en gran medida de las primeras versiones de la Rubrica prima, aportaban evidencia documental de la ocupación eremítica del monte Carmelo en tiempos de Tito y Vespasiano, apoyándose en textos ya bien autorizados como la Historia Hierosolymitana de Jacques de Vitry y el Speculum Historiale de Vincent de Beauvais. La Universis Christifidelibus iba incluso más allá, pues reclamaba autorización bíblica para la pretensión de vincular la Orden del Carmelo con los eremitas antiguos citando e interpretando los Hechos de los Apóstoles: “Erant autem in Ierusalem habitantes Iudaei viri religiosi” (2, 5), asu-
En De Elia et jejunio de San Ambrosio (PL 14, Cols. 698-728) o en sus Epistolae (LXIII: PL 16, Col. 207), en las Epistolae de San Jerónimo (XXII, 9: PL 22, Col. 400, y CXXX, 10: Col. 1116), en las Collationes de Casiano (XVIII, 6: Roma, en la imprenta de Dominico Basae, 1580), en las Constitutiones Asceticae de Basilio de Cesarea (IV, 5: PG 31, Col. 1358) o en la Scala Paradisi de Juan Climaco (XXVI: PG 88, Col. 1050). 14
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miendo que tales varones serían los pretendidos anacoretas del Carmelo. Además, trae por primera vez al relato (y al conocimiento de Occidente) el nombre de Juan de Jerusalén (386-417) también como presunto antecesor de los carmelitas; lo llamaba “patriarca” y asumía que su “regla” estaba en línea continua con la carmelita, aunque al parecer ni existía la figura del patriarca en aquella época, ni la supuesta regla podría ser en efecto relacionada con la vida monástica cristiana del siglo XIII.15 Seguramente se eligió a dicho personaje porque podía ser presentado como una figura histórica capaz de fortalecer la tesis de antigüedad, aunque al mismo tiempo no era suficientemente conocido y, por tanto, podía ser más manejable. Así, la Universis Christifidelibus no sólo supondría una suerte de “cristianización” de los antiguos eremitas judíos, sino también la “catolización” de los primeros monjes cristianos ortodoxos del monte Carmelo, lo que seguramente no resultaría problemático para la historiografía carmelitana a la luz de que esos monjes grecoparlantes habrían vivido en el Carmelo antes de la separación de las Iglesias; no obstante, en abono a la continuidad tan buscada, su inclusión hacía evidente ahora la ausencia de un relato puntual del tránsito desde el cristianismo griego al occidental. Fue un problema nunca resuelto del todo, de modo que en De Inceptione Ordinis (c. 1320), un tratado anónimo que sigue a los dos textos anteriores, se optó por una solución que omitía los referentes ortodoxos traídos por la Universis Christifidelibus, vinculando directamente a los carmelitas con los tiempos de Elías sin mencionar ya los nombres de los patriarcas griegos, reales o supuestos: ni Juan, ni Paulino, ni Basilio, ni siquiera alguna regla anterior a las Cruzadas del siglo XII. Además, aunque De Inceptione Ordinis debe mucho de su contenido al Speculum Historiale de Vincent de Beauvais, que ya narra cómo desde los primeros tiempos del cristianismo el Carmelo había sido un lugar de eremitas, no incluye la mención de un Aimery de Limoges, patriarca de Antioquía, de que se habla en el Speculum Historiale (I, 30, 123), sino de un Alberto fundador. Para mediados del siglo XIV, a cien años de la emigración desde Tierra Santa, la leyenda fundacional de la orden era más o menos aceptada, y el Carmelo había dejado de ser el lugar de la añoranza para transformarse en
Así lo dice Andrew Jotischky: “The Universis christifidelibus, in putting flesh on the skeleton of the rubrica prima, had dealt with the problem of how to transform the Jewish followers of Elijah into Christians, but in so doing had introduced a new one: how to convert, in retrospect, the Orthodox monks for whom the Greek-speaking Patriarch John wrote a rule, into Western Catholics” (Jotischky 2002: 115). 15
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un símbolo; es por tanto el tiempo de la escritura de textos menos apologéticos y orientados a la espiritualidad, como el Speculum fratrum ordinis beatae Mariae de Monte Carmeli (1337) de Jean de Cheminot. Esto no significaba que la cronología mitológica estuviese acabada ni mucho menos, había muchos huecos aun en el relato y faltaban evidencias importantes. Por ello, un texto como el de Cheminot, dedicado en primera instancia al aporte de materiales para la contemplación, debía seguir tratando aspectos fundamentales de la historia carmelitana; de hecho, es el primero que aporta evidencia documental acerca de la conversión al cristianismo de los eremitas judíos del monte Carmelo, y lo hace apoyado no sólo en los Hechos de los Apóstoles, como sus antecesores, sino también en la Cronica Romana de Tito Livio. Algo que no había sido bien señalado en la cronología carmelitana, a pesar de tratarse de un hecho fundamental, eran las Cruzadas; cierto que un texto ya las menciona, la Chronica Brevis (c. 1300) de Guillermo de Coventry,16 que narra la captura de Jerusalén en 1099 en función de la historia de la orden; pero se trata de un relato histórico más o menos superficial, aunque asienta con mayor firmeza la tradición del nacimiento de la Orden del Carmelo en el año 4274 de la creación del mundo, es decir, cuando Elías habría sido llevado al cielo y Eliseo comenzaría su ministerio profético. Concluye el relato con la caída de Jerusalén en manos de Saladino, después de lo cual San Alberto escribiría la regla de la orden y confirmaría su existencia en varios lugares de su diócesis y en Chipre. Con todo, sigue habiendo un enorme salto en esta crónica, pues nada se dice aún de la vida de la orden entre 83 a.C. y 1099 d.C., con lo que permanece en la oscuridad todo antecedente griego; esta omisión de Guillermo de Conventry podía haber obedecido a una probable intención de establecer la absoluta catolicidad de la orden, a juzgar por las sugerencias hechas al respecto en otra de sus obras: De Duplici Fuga.17
La obra de este lego inglés, conocido también como Claudius Conversus, la Chronica brevis de carmelitarum origine et processu felici, no está fechada, pero el último hecho de que da cuenta es la institución de las órdenes mendicantes por el papa Bonifacio, en 1298. 17 De Duplici Fuga Fratrum de Carmelo narra los hechos de la orden entre 1099 y 1238. Este y los anteriores documentos carmelitas pueden verse en Adrian Staring, Medieval Carmelite Heritage, Roma, Institutum Carmelitanum: . 16
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Todavía sigue ausente de la cronología carmelitana la figura de Aimery de Antioquía, mencionado en el Speculum Historiale, quien habría reorganizado la orden durante el período cruzado, lo que supone ignorar deliberadamente que durante los primeros tiempos del cristianismo toda vida monástica fue más oriental que occidental. Guillermo de Coventry no había hecho más que continuar el uso ideológico de la historia que ya en esos tiempos cultivaba la orden, subordinando el relato a una intención persuasiva y apologética; en su caso particular buscó privilegiar el lugar de la nobleza inglesa en la historia carmelita, como queda claro en su De adventu Carmelitarum ad Angliam, obra con la que concluye su historia y según la cual los carmelitas habían llegado a Inglaterra gracias a dos caballeros cruzados que luchaban bajo las órdenes de Ricardo de Cornwall: Ricardo de Grey y Guillermo de Vescy, lo que al parecer supone un anacronismo, porque la migración carmelita comenzó en 1238 mientras que dichos caballeros no llegarían a Tierra Santa sino hasta 1240 (véase Burton 1994: 114). Uno de los elementos fundamentales en esta operación historiográfica, que tiene como base una apología de raigambre mitológica, es la devoción mariana como signo deliberado de distinción de la orden para combatir la marginación frente a otras órdenes ya aceptadas e instaladas en la Europa del siglo XIII. Para entenderla mejor se debe volver a la figura de aquel noble inglés asociado al período crucial de expansión hacia Occidente: Simón Stock, de cuya real existencia, sin embargo, no parece haber evidencia contundente, aunque su canonización y la leyenda del escapulario le han dado el aval histórico necesario para figurar en las hagiografías.18 Según la leyenda, la Virgen daría a este santo (y por él a toda la orden carmelita) el magnífico regalo de un escapulario que otorgaría a quien lo portase la dicha de no morir sin confesión, gran cosa en momentos en que se instituía el Purgatorio entre las posibilidades de destino post-mortem. Así, el escapulario serviría simultáneamente como elemento prestigiosísimo de legitimidad de la orden, avalado por una autoridad celestial, tanto como prueba indirecta de la existencia del Purgatorio, empeño en que la Santa Sede se encontraba inmersa en el siglo XIII (Le Goff 1989: 273 ss.). Esta tradición de particular devoción mariana tomó forma de prueba jurídica e histórica mediante su asentamiento en los tratados de Juan de Baconthorpe del siglo XIV: el Speculum de institutione ordinis pro venera-
18 Aunque sí se tiene noticia de un tal Simón, prior general de la orden entre 1245 y 1266, cuyo carisma e influencia fueron grandes.
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tione beatae Mariae, el Tractatus super regulam ordinis Carmelitarum y el Laus religionis Carmelitanae, donde se asocia la figura de la Virgen al mito de Elías, asegurando una supuesta presencia de la Virgen entre los primeros eremitas del Carmelo cristianizados. Ya no se trata de discursos de corte propiamente historiográfico, sino más bien cuasi-jurídico, pues la base es un razonamiento lógico más que narrativo. Con todo, la tradición del escapulario fue mano de santo para alejar los demonios de la segregación y competencia inter ordinis que aquejaban a los carmelitas, al grado de que se asentó como una de las tradiciones más sólidas de la piedad cristiana en general, vigente hasta el día de hoy. Por ello es, seguramente, que una obra historiográfica del siglo XVII como la crónica de fray Agustín, obligada a buscar como antaño el reconocimiento de la orden y, por tanto, a subordinar la historia a una intención persuasiva, incorporaría buen número de ejemplos milagrosos del santo escapulario, cumpliendo exactamente los mismos fines prestigiadores que cumplían en un principio: instrumentos de legitimidad de la orden en un contexto difícil y aun hostil, como podía serlo la competencia entre órdenes en tierra de misiones en el siglo XVII. En cualquier caso, la tradición historiográfica carmelitana propiamente dicha no comenzó en Inglaterra (como pretendía Guillermo de Coventry), sino en el obispado de Barcelona, de la mano de Philip Ribot, quien en su Decem libri de institutione et peculiaribus gestis religiosorum Carmelitarum (ca. 1385) vuelve a la defensa de la antigüedad de la orden pasando de la simple narrativa cronística a una sofisticada argumentación historiográfica. La obra está organizada con base en los mismos temas que las precedentes: el origen precristiano de la orden, la transmisión de la regla en Tierra Santa, el papel de la Virgen como patrona y las confirmaciones papales de la orden; sin embargo, su método revela una intención historiográfica más que de canonista como sus precedentes o, como dice Jotischky, muestra la necesidad “to persuade by use of plausible historical evidence, rather than by appeal to authority” (Jotischky 2002: 137). Ribot, como sus predecesores, intentó probar la calidad del monte Carmelo como lugar de devoción, ya sea con Isaías (32, 16) o mediante la identificación de los viri religiosi judíos, nombrados en los Hechos de los Apóstoles, con los carmelitas; sin embargo, el modo en que utiliza sus autoridades es más “universitario”, escolástico, no porque apunte nuevas evidencias, sino porque subordina el dato a la argumentación, pues su historia parece responder a ciertas acusaciones en el sentido de que si los carmelitas decían ser religiosos desde tiempos del Antiguo Testamento, entonces serían descendientes de los fariseos, acusación ya esgrimida an-
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teriormente por el dominico inglés Robert Holcot y que se repetiría de manera constante en los siglos posteriores. Para la defensa, el obispo catalán agregaría algunos elementos a la crónica que también pervivirían de forma duradera en la tradición historiográfica de la orden, como el que esos viri religiosi protocarmelitas habrían sido los primeros en oír predicar en lenguas a los apóstoles el día de Pentecostés, o la inclusión de Juan Bautista entre esos primeros “frailes” del monte Carmelo. Polémicas como ésta habrían pues de repetirse en la historia carmelitana enriqueciendo el relato con posiciones que debían considerar implícita o explícitamente nociones de antigüedad, verdad o método histórico,19 la mayoría de ellas enmarcadas en pugnas con miembros de otras órdenes justamente sobre la antigüedad de los carmelitas. Sin embargo, la Orden del Carmelo no fue la única en pretender longevidades de difícil demostración, también los benedictinos habían intentado mostrar que San Benito (siglo V), como el Alberto carmelita, sólo había sido un codificador de una regla preexistente y no un fundador propiamente dicho (véase Linage Conde 1993: t. I passim). Lo mismo podría decirse de la orden militar del Hospital, cuyo mito fundacional, que pretendía asentar sus orígenes en Judas Macabeo, había sido avalado por la Santa Sede, aunque el dominico Estaban de Salagnac desmentiría tal cosa estableciendo su fundación en 1100, que tampoco se trataba de una fecha correcta. Con todo, para el siglo XVII, la antigüedad como criterio de valor resulta relativa, pues no sería más valioso Aristóteles que los Evangelios, aun cuando fuese más antiguo; no obstante, ello no impediría a fray Agustín de la Madre de Dios incluir la leyenda fundacional en su obra. Es cierto que la orden siguió buscando legitimidad a partir de sus historias, pero ahora ello estaría vinculado al modo de narrar más que a la mera inclusión de elementos antiguos, de modo que las historias de órdenes religiosas no buscaban ciertamente la disposición desnuda de los hechos que conformaban su cronología, sino su propia identidad y los elementos de su legitimidad e identidad. Esto es, sin duda, algo que sigue vinculando la historia religiosa de estos postreros años a la historia medieval, con la que puede compartir el vituperio de ser considerada una historia defectuosa,20 donde el relato
Como la obra del carmelita alemán Juan de Hildesheim Dialogus Inter Directores et Detractores de Ordine Carmelitarum (1370-1374), que llegó a ser tan popular que inspiró una versión en verso: el Opusculum metricum. 20 Para Gabrielle Spiegel, por ejemplo, la historia medieval puede ser vista sólo como una serie de despropósitos conformados por “a weak notion of historical evidence; lack of 19
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viene a ser más alegoría que reconstrucción estricta pues, a fin de cuentas, es obra de escritores formados más en la exégesis bíblica que en los rudimentos humanistas, por lo que el valor de la historia quedaba con frecuencia subordinado a un discurso de corte más bien literario, panegírico de la orden y sus miembros.
sense of anachronism; propagandistic intentions; substitution of symbolic interpretation for casual analysis; and vulnerability to invasion by fiction, forgery, myth, and miracle, not to mention genuine demands. In short, medieval historiography, by all critical odds, is inauthentic, unscientific, unreliable, ahistorical, irrational, borderline illiterate, and, worse yet, unprofessional” (Spiegel 1997: 100).
Capítulo 3 Una historia con propósitos ejemplares No son pocos los momentos en que el lector de esta crónica de fray Agustín de la Madre de Dios puede llegar a pensar que lo que lee no es una historia sino un sermón. De hecho, las dotes de predicador que muestra el historiador carmelita, podrían contradecir el juicio negativo de fray Silverio de Santa Teresa sobre la oratoria carmelitana y, en general, sobre la oratoria sagrada española: La Oratoria Sagrada en España no es rica en dechados irreprochables, que, como tales, hayan sido ungidos y consagrados por la posteridad. Ha habido en ella más fecundidad y brillantez que verdadera y sobria elocuencia, y no podemos ofrecer modelos que se enfrenten con los que han dado otras naciones.1 En este punto resulta curioso que fray Silverio se muestre, por el contrario, mucho más benévolo justamente con los historiadores: “Más floreciente fue en este período para la Descalcez en historiadores notables, comenzando por el más insigne de todos, Fr. Jerónimo de San José y continuando por el P. Francisco de Santa María y sus sucesores en la prosecución de la Historia de la Reforma” (Santa Teresa 1940: 67). De modo que, si como dice fray Silverio, los carmelitas destacaron más como historiadores que como predicadores, tal vez ello se deba a que los historiadores de la orden fueron, precisamente, más predicadores que historiadores. El libro II del Tesoro escondido, por ejemplo, que corresponde a la historia de los conventos de Puebla, se inicia con una sentencia, como si se tratase de una pieza oratoria dedicada a exaltar la misericordia divina: “Nunca supo estrecharse el bien en corta esfera, ni ha podido jamás dejar de comunicarle el que le goza” (Tesoro escondido: II, 1, 1); y el capítulo II de este mismo libro incluye una breve alabanza para presentar la virtud de los carmelitas: “porque era cosa cierta que viendo los seglares a un car-
1 Santa Teresa (1940: 66). Y adelante agrega: “Tal vez la excesiva facilidad que el español, por lo general, tiene para hablar, ha dañado a su preparación sólida y cuidada, así en el fondo como en la forma de los sermones. Por otra parte, la unidad de la fe en que España afortunadamente ha vivido, no ha obligado a sus ministros a una depuración tan profunda y detenida del texto bíblico o doctrina cristiana como en naciones en que el Clero se ha visto forzado a sostener rudas y prolongadas contiendas dogmáticas”.
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melita descalzo se componían todos [...] [pues hallarían en ellos] doctrina, confesores y consuelo y sobre todo ejemplos de virtud” (Tesoro escondido: II, 2, 1). De hecho, fray Agustín parece muy consciente de que cuenta su historia e inserta en ella ejemplos para “que sirvan de doctrina a los lectores, [y] de crédito a los conventos” (Tesoro escondido: II, 16, 1). Ciertamente hay lugares en los que es posible pensar que para fray Agustín podría tener más valor su intención panegírica que la histórica propiamente dicha, pues al hilo de ciertas exposiciones de argumentos sobre la virtud de la orden o de alguno de sus miembros, suele hacer digresiones de la materia a historiar sólo vinculados por la similitud ejemplar, como sucede cuando, narrando la fundación del convento de Puebla, inserta un “caso prodigioso de un pecador rematado” que tiene como escenario un convento de la Ciudad de México, para el que no parece haber la más mínima necesidad histórica, antes bien parece que la única pertinencia de esta digresión es que se trata de un caso más asombroso y, por tanto, más eficaz para la persuasión. Cierto que en toda preceptiva historiográfica de la época se reglamentaba el uso de estas digresiones, pues se reconocía su utilidad probatoria o elocutiva, es decir amplificatoria,2 pero su extendida presencia en las historias religiosas hace pensar efectivamente en la estructura del sermón barroco, en sus largas tiradas de relatos ejemplares donde el acopio de secuencias podía tener fines de ornato tanto como probatorios, correspondientes al intento de suscitar la admiratio propio de la retórica menor.3 Ahora bien, dado que el discurso panegírico no necesariamente consiste en una alabanza, sino que también puede ser un vituperio, o bien —lo más probable— ambas cosas, pues generalmente una lleva a lo otro, para fray Agustín las historias no deben ser discursos de alabanza continua, “pues las vidas de los hombres no son en todo loables, y si es de mucha importancia el referir virtudes, de mayor lo suele ser el advertir tropiezos, pues si aquello es estímulo para las imitaciones, esto otro es freno de acero para la confianza (Tesoro escondido: I, XVIII, 6); de modo que los panegíricos de fray Agustín suelen acompañarse de vituperios, como cuando
2 Sobre ello, Jerónimo de San José había definido la digresión como “una narración, descripción o discurso que, no siendo parte esencial de la materia principal de la Historia, le da hermosura y claridad” (Genio de la historia: X, 1). 3 José Aragüés señala que esto es ya una característica de la disputa teológica y el sermón escolásticos, que se organizaban en series de confirmación de rationes y preacepta (véase Aragüés 1993: 128 y 1996: 61).
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alaba a los mártires carmelitas que se opusieron a los iconoclastas bizantinos al tiempo que vitupera a los calvinistas que se oponían al culto de las imágenes (Tesoro escondido: II, 10, 1).4 De este modo si, como parece, la historia de fray Agustín posee un marcado propósito persuasivo y edificante, ahora habría que observar también en qué consisten propiamente dichos propósitos, cómo es que la historia es escrita no sólo para informar sino también para edificar y, sobre todo, para favorecer los intereses de la orden. El título del capítulo 19 del libro II podría colaborar a esclarecer este punto: “Favorece Nuestra Señora del Carmen con notables maravillas a los que favorecen a este convento”, donde luego dice: “Estímulo suele ser del beneficio el verle gratificado y así, para que lo sea a la piedad de los que hacen limosna a este convento, pondré aquí dos o tres casos” (Tesoro escondido: II, 19, 1); el capítulo termina introduciendo “otro notable caso en que declaró el Señor cuánto estima la limosna y cuan pronto favorece a los que se la hacen a esta casa” (Tesoro escondido: II, 19, 7).
Retórica de la historia La señalada cercanía de la historia religiosa al sermón se podría manifestar puntualmente también en la dificultad para ajustar su lectura a la división del discurso en tres partes, propuesta por Vives para el texto historiográfico: exordio, narratio y epilogo (Del arte de hablar: III, 15). Recuérdese que ni la argumentación ni la refutación tenían para Vives sentido en una historia, al punto en que incluyó su estudio en las partes dedicadas a la gramática y no a la retórica en su De causis corruptarum artium, pues tampoco veía con buenos ojos la presencia de la argumentación entre las cinco partes del discurso retórico (véase Pomer Monferrer 2003: 537544 y Martí 1972: 25). Seguramente Vives acordaría a este respecto con Petrus Ramus prefiriendo ubicar la argumentatio en la dialéctica y no en la retórica pues, sin hablar precisamente de influencia, debe señalarse la presencia de este último en los tratados de retórica escritos en Valencia en tiempos de Vives (véase al respecto el artículo de Luján Atienza 2003: 297-302). Por supuesto, nada nos autoriza a suponer que fray Agustín había leído a Vives y que, no obstante, deliberadamente ignoraba sus enseñanzas. La
4 En esto coincide la dicotomía alabanza-vituperio con la función ejemplar, que no siempre expone virtudes encomiables sino también vicios a extirpar.
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cita del autor valenciano viene a cuento sólo porque su propuesta de historia discrepa notablemente de la del carmelita, fijando la oposición entre dos modos de escribir la historia: la humanística y la religiosa, en la inclusión o no de la argumentatio; porque una historia como la de fray Agustín incluye una parte fuertemente argumentativa que convendría no soslayar, pues además de ilustrar la cercanía al sermón ofrece también ocasión de explicar la abundante presencia en ella de inducciones ejemplares. Por ello, naturalmente, resultaría pertinente leer esta historia carmelita no a la luz de las tres partes de la historia humanística, sino, más bien, a la luz de las cinco del discurso oratorio, pues un análisis retórico completo permitiría proponer otra relación paralela entre historia religiosa y literatura, más allá de la exhaustiva búsqueda de procedimientos elocutivos compartidos, y más allá también de la recurrida pertenencia común a la narratio que la historia y la ficción literaria puedan tener. En el Tesoro escondido pueden encontrarse, efectivamente, breves exordios o discursos introductorios, si no para cada capítulo sí para cada viraje del relato, pues con frecuencia se introduce un nuevo giro en los acontecimientos con una sentencia, a manera de thema, como cuando narra el traslado de la Ciudad de México a Puebla del noviciado de la provincia: “La virtuosa crianza de la juventud es el fundamento principal de la vida religiosa” (Tesoro escondido: II, 4, 1), luego de lo cual comienza propiamente la narratio o noticia histórica. Del mismo modo, como ya se vio, la historia del convento de Puebla se inicia con una sentencia, como si se escribiese un sermón para exaltar la misericordia divina: “nunca supo estrecharse el bien en corta esfera, ni ha podido jamás dejar de comunicarle el que le goza” (Tesoro escondido: II, 1, 1). En otro lugar se encuentra un exordio que implica una exposición moral hecha con un manejo mediano de las comparaciones: “En el provechosísimo [ejercicio] de tolerar afrentas es donde más han obrado, porque no hay sainete para el goloso tan regalado, ni plato para el sensual tan dulce, como le son sabrosos los oprobios al varón desengañado y gustosas las injurias al ánimo perfecto” (Tesoro escondido: II, 8, 2). En cuanto a la narratio, parte medular en la estructura de la historia, en el Tesoro escondido es conformada en la alternancia de descripciones de lugares (principalmente aquellos en los que fueron fundados los conventos), noticias históricas, relaciones puntuales de las fundaciones, biografías de los religiosos ilustres y algunas descripciones pormenorizadas y/o amplificadas de los rigores que los religiosos eran capaces de soportar. En ella se entreveran los casos ejemplares que en general se presentan en secuencia, junto a los milagros y la descripción de reliquias que elevan el
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valor del convento en cuestión; aunque, por su disposición y uso, los ejemplos pueden ser mejor considerados elementos argumentales que narrativos, como adelante se verá. Debe decirse por lo pronto que ya las descripciones dificultan en el Tesoro escondido la determinación de la filiación genérica del texto en su conjunto, pues en todas ellas se muestra el gran sentido estético que movió al cronista, mucho más allá del mero fin explicativo, como la siguiente descripción de Sevilla, a donde había ido a parar el biografiado en turno, fray Alberto de los Ángeles, que dice “y cuando se vio en aquel emporio del mundo o en aquel mundo abreviado, teatro de las naciones, concurso de los contratos, oficina de los empleos y capa de los delitos” (Tesoro escondido: II, 14, 2), donde el epíteto y la comparación exceden sin duda los límites de una mera descripción y abonan para una lectura lúdica del hecho narrado; o bien la siguiente descripción del volcán Popocatépetl, traída mientras se narra la fundación del convento de la Villa de Carrión, en el valle de Atlixco, y que recuerda la vocación contemplativa de los miembros de la orden carmelita: Está el sitio rodeado por todas partes de medianos cerros, hácele sombra y amparo por el lado poniente un altísimo volcán, tan encumbrado y eminente por su grandeza y altura que parece por ella amenazar las estrellas o ser columna del cielo para sustentarle. Vístese este hermoso monte de frondosos árboles, de olorosos cedros, de altísimos pinos y encumbrados guayameles, por otro nombre abetos, y queda con tal ropaje tan lozano que eleva en suspensión a quien le mira (Tesoro escondido: II, 20, 1). De los tres tipos de narraciones históricas que Vives encontraba (y que ya hemos señalado aquí) —aquellas que, por tratarse de hechos que podían y convenía ser presentados como absolutamente verdaderos, se lo hacía poniendo gran atención en las palabras justas; aquellas otras obligadas al razonamiento verosímil, por tratar de hechos muy antiguos de los que poco se sabe; y las historias cuyo único fin es el deleite en las que bastaba mantener íntegro el conjunto (Del arte de hablar: III, 13)—, el historiador carmelita estaba sin duda en posibilidad de ofrecer relatos históricos del primer tipo, puesto que narraba acontecimientos no lejanos en el tiempo y provisto de una buena cantidad de elementos para acreditarlos, haciendo relaciones puntuales de oficios y documentos, fechas, lugares e incluso palabras involucradas en el hecho en cuestión, las cuales son traídas textual-
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mente a la historia.5 Sin embargo, también estaba en posibilidad de escribir ciertos pasajes con un estilo muy lejano a la austeridad clásica, sobre todo cuando corresponde describir, ensalzar o ponderar la virtud de un lugar o de un personaje. Sobre el epilogo en el Tesoro escondido hay que decir que, al igual que sucede con el exordio, hay uno para cada episodio y, en ocasiones, cada caso ejemplar introducido al cuerpo de la historia es cerrado con una conclusión que resume y orienta la lectura del texto, como el capítulo cuatro del libro II, que se cierra con una conclusión que viene a explicar una enseñanza moral: “que en boca de los infantes e inocentes tendrían perfección sus alabanzas, para que se confundiesen los enemigos suyos cuales son los herejes” (Tesoro escondido: II, 4, 4). Si el sermón temático, estructurado a partir de las artes praedicandi medievales, no daba aparentemente demasiada importancia a la conclusión del discurso, lo que para muchos indicó una despreocupación de aquel tipo de sermón y de aquellas preceptivas por la unidad literaria (véase O’Malley 1979: 60), la vuelta a las preceptivas clásicas, en el siglo XVI, significó una reestructura de los discursos sagrados, donde al parecer la conclusión volvió a tener una función importante. De este modo, en los discursos posteriores a las preceptivas humanísticas, los fines de la peroratio, como en la antigüedad, volvieron a ser refrescar la memoria, tanto respecto a la causa del discurso como en cuanto a las diferentes razones o inducciones traídas para probarla, además, por supuesto, de servir para influir en los afectos del auditorio con el fin de disponerlo a una persuasión final, como había asentado Quintiliano.6 Por ello es que fray Agustín, al terminar de narrar el caso prodigioso de las manos estampadas ya traído aquí anteriormente, sigue con un largo razonamiento conclusivo en que alerta que no todas las visiones son divinas, concede con la autoridad de Crisóstomo y Teofilato en que las almas descarnadas pueden venir a este plano terrenal, pues piensa que es “error intolerable el de algunos que dicen que ninguna de las almas separadas vie-
5 Así, fray Agustín puede citar íntegros fragmentos de la obra de Francisco de Santa María, historiador general de la orden, incluir decretos del virrey en turno con que se respondía a la petición de apoyo para la construcción de algún convento, o llega a insertar sermones íntegros de algún biografiado. 6 “A todo lo dicho se sigue la peroración, que unos llaman complemento de la oración y otros conclusión. Sus partes son recapitulación y movimiento de afectos” (Inst.: VI, 1).
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nen jamás a nosotros”, se apoya en San Agustín y San Gregorio para alegar que puede haber un “permiso especial” y cierra con la siguiente afirmación: “y que lo hagan y hayan hecho las del cielo no admite duda, de lo cual se pueden ver varios ejemplos en Eusebio, Sulpicio, San Paulino, Theodoreto, en la Sexta Sínodo [sic] y en todas las historias eclesiásticas” (Tesoro escondido: II, 13, 7). En suma, tanto en la introducción como en la conclusión de los episodios de esta historia parece más fuerte la intención persuasiva que la explicativa, que correspondería al discurso histórico; no obstante ello no es por sí mismo un asunto que permitiría singularizar las historias religiosas frente a la humanísticas, pues por el contrario ilustraría similitudes. Sí que lo permite en cambio la ya señalada inclinación argumentativa de estas historias y, particularmente, su afición por la argumentación de tipo inductivo.
La argumentación inductiva Enrique Pupo-Walker describía El Carnero como un relato que, a pesar de ser historia, insertaba narraciones y leyendas “con sorprendente facilidad” y que, respecto a ello, “lo que nos admira en el libro de Rodríguez Freyle es el temblor de una sensibilidad creativa, que se descubre ante el lector” (Pupo-Walker 1982: 126-127). En general esto es cierto, aunque debe decirse que resulta notable la ligereza con que el crítico norteamericano desdeña el estudio de las causas que podrían justamente explicar esa “sensibilidad creativa”, aunque conceda que podrían apreciarse ahí “modelos” de la cuentística popular española. Más notable aún resulta tal omisión a la luz de que el propio autor de El Carnero, Juan Rodríguez Freyle, ya parece muy consciente de la función ejemplar que cumplen tanto su historia como los relatos intercalados, pues es muy claro cuando afirma que escribió: “para que huyan los hombres de ellos [de los vicios] y los tomen por doctrina y ejemplo para no caer en sus semejantes y evitar lo malo” (Rodríguez Freyle 1997: 96). Y es que Pupo-Walker pasa sobre la naturaleza ejemplar de estos relatos, sin estudiarla, bajo la convicción de que “no es preciso enumerar todos los enlaces que determinan la presencia de la ficción intercalada; [aunque] por su significado histórico, merecen atención las narraciones que brotan, como los exempla, desde el proverbio o apoyándose en la muletilla de tópicos tradicionales” (Pupo-Walker 1982: 130). Es decir, la única función que del ejemplo advierte Pupo-Walker, a la luz de una supuesta similitud
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estructural entre la prosa histórica y la narración ficticia, es la de enlace;7 por lo que ignora la función probatoria o argumentativa del mismo para valorar otra que efectivamente existe, aunque más como una circunstancia de disposición que de función. De hecho, a juicio de Pupo-Walker, se trata de una función de enlace que crece tanto que desvirtúa el fundamento y propósito histórico de este texto, convirtiéndolo en una mera antología de relatos: es cierto que otras relaciones de aquellos años —y anteriores [a El Carnero]— incorporan relatos y un amplio material anecdótico, que surge casi siempre como apéndice creativo de los acontecimientos historiados. Pero debemos reconocer que lo excepcional en El Carnero es que el discurso progresa en función de esas narraciones intercaladas que hoy identificamos como la materia viva del texto; son fragmentos que, por su solvencia formal, justifican la obvia disposición antológica que asume la narración (Pupo-Walker 1982: 129). Efectivamente, hay momentos en El Carnero, como también en El tesoro escondido (y muy probablemente en toda historia religiosa), en los que el texto en su conjunto parece guiado por estos relatos ilustrativos; sin embargo, por un lado debe tenerse en cuenta que la presencia de largas series ejemplares es un rasgo estilístico que distingue el uso barroco del ejemplo y, por otro, tampoco conviene olvidar que esta posibilidad antológica parece consustancial al ejemplo, independientemente del tipo de texto en que se inserte, posibilidad reconocida bien tempranamente al punto en que la recopilación de relatos y la escritura de ejemplarios se había convertido en práctica muy difundida desde la Antigüedad. Catherine Poupeney, a pesar de su más certero reconocimiento de la presencia y función de relatos ejemplares en las historias religiosas, tampoco acierta del todo en el discernimiento de sus causas probables, pues sólo advierte que su inclusión afecta el ordo naturalis de la escritura de las mismas (es decir, la estricta cronología) y, por lo tanto, pretende explicar por un ordo artificialis la narración histórica que “posibilita la inserción de fábulas-mitos indígenas, de cuentos populares medievales, de relatos de milagros y apariciones, de anécdotas que valoran la activación del hombre
7 [...] “la digresión y la materia interpolada, tanto en la historia como en la ficción, se comportan como un sugestivo instrumento de enlace” (Pupo-Walker 1982: 131).
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humilde” (Poupeney 1991: 510). Y es que parece que la crítica canadiense ha olvidado el fin moral de la historia en general y los propósitos persuasivos de una historia religiosa en particular; un fin moral, por lo demás, particularmente evidente en los relatos intercalados a manera de ejemplos en el cuerpo de la historia. De hecho, en el Tesoro escondido no debería resultar fácil ignorar la función moral de la historia que se cuenta ni, por supuesto, su naturaleza ejemplar; porque en no pocas ocasiones el historiador carmelita expresa convicciones ciertas en ese sentido, como cuando toma posición sobre la disputada mayor importancia en la persuasión entre precepto y ejemplo: “seré parco en los preceptos, pues el ejemplo mas que la doctrina impele la voluntad” (Tesoro escondido: “Al lector”, 6); afirmación que, por lo demás, se encontraría más cerca de Vives que de San Agustín, pues mientras el obispo de Hipona ponderaba las virtudes del ejemplo en la enseñanza, para lo cual sería mejor que la palabra (“plus docent exempla quam verba”), el humanista consideraba la utilidad del ejemplo en la moción de los afectos, para lo que sería mejor que el precepto: “magis movent exempla quam preacepta”.8 Esta preferencia de fray Agustín por el movere, antes que por el docere, podría abonar también a la filiación de su historia al género panegírico o epideíctico que hemos venido proponiendo aquí, no obstante que también consideraba las utilidades didácticas del ejemplo, e incluso una curiosa utilidad “anti-amplificadora” o sintetizadora del mismo, como aclara mientras trata las virtudes de las religiosas carmelitas del convento de Puebla: Mas porque fuera menester espacio y volar la pluma mucho para haber de explicar la menor parte de la observancia grandiosa que ha habido en esta casa, desde el día que se encerraron en ella y que entablaron nuestras fundadoras considerables fatigas, me ha parecido no ofender por corto lo que en la obra es tan grande y explicar con ejemplo de sus hijas lo que palabras no han de declarar. En los ejemplos y en los ejemplares de las heroicas virtudes se ven mejor las obras excelentes que no explican las palabras y así digamos algo de las hijas de este compendio de la santidad (Tesoro escondido: V, 4, 1).
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En De tradendis disciplinis (véase Aragüés 1993: 127).
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Por supuesto, la intención edificante de su historia coincide con el propósito encomiástico de la orden, de modo que si puede introducir: “Un caso notable [...] que me saque de este empeño y que sirva al lector ya de doctrina y ya de edificación” (Tesoro escondido: II, 15, 130), también es claro que cuenta casos ejemplares para “que sirvan de doctrina a los lectores, [y] de crédito a los conventos” (Tesoro escondido: II, 16, 133). En otras palabras, la función moral, didáctica o panegírica de la historia se ve en parte cumplida al ser incluidos ejemplos como argumentaciones de carácter inductivo, lo que expone de nuevo la función probatoria del ejemplo en una historia religiosa cuya estructura y propósito tiene mucho de sermón, de lo que fray Agustín es perfectamente consciente: “De infinitas conversiones pudiera dar noticia en almas muy perdidas y rematadas, pero por no cansar las dejaré; sólo diré dos o tres para prueba de mi asunto por ver que en ellas califica el cielo la doctrina de esta casa y testifica que es muy provechosa para curar las almas y acrisolar las conciencias, aunque se hallen muy perdidas y enfermas” (Tesoro escondido: II, 16, 134). Ya he tratado con anterioridad algunos elementos para una definición retórica del exemplum (Pérez 2011), aunque ello desde un propósito descriptivo más o menos general y en el que no fueron consideradas las partes que convienen al análisis de su presencia en discursos de corte historiográfico-panegírico, en lo que ahora nos ocupamos. Aunque desde entonces he venido estudiando el modo en que la relación entre historia y argumentación inductiva puede considerarse fundamental en la reflexión retórica; en primer lugar, porque ya conocemos la preeminencia de los discursos forenses en la preceptiva retórica (en tanto que se trataba de discursos que precisaban de pruebas duras y no de meras ilustraciones), y en segundo porque conocemos también la consecuente preferencia latina por el ejemplo histórico, como deja ver Quintiliano cuando pondera las virtudes morales de la historia frente a la ficción.9 La preferencia de Quintiliano por el ejemplo histórico le llevaría efectivamente a poner en primer término las fuentes históricas, como puede
Es cierto que para Quintiliano el exemplum podía incorporar historias tradicionales no necesariamente verdaderas (e incluso ficciones inventadas por los poetas), pero el orden en que presenta las pruebas posibles es claro en cuanto a la prioridad de las fuentes históricas autorizadas: “quod proprie vocamus exemplum, id est rei gestae, aut ut gestae, utilis ad persuadendum id, quod intenderis, commemoratio” (Inst.: V, XI, 6: “lo que propiamente llamamos ejemplo, es decir, la mención de un hecho real o presuntamente real, útil para persuadir de aquello que tú pretendes”). Se trata de una definición profusamente 9
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verse también en la siguiente recomendación que incluye en el libro XII de su Institutio: el orador debe tener a su disposición gran riqueza de ejemplos, tanto de los tiempos antiguos como de los modernos, hasta el punto de que no sólo tiene obligación de conocer lo que se halla escrito en las obras de Historia, o lo que en la narración oral se ha trasmitido como de mano en mano y todo lo que diariamente acontece, sino que ni siquiera puede mirar con indiferencia los ejemplos que han imaginado los más egregios poetas (Inst.: XII, 4, 1). La última concesión de esta definición nos obliga a reconocer, por supuesto, que una definición del ejemplo como inducción de carácter histórico no resultaría en absoluto completa porque significaría olvidar la riquísima tradición del ejemplo ficcional presente desde los inicios de la preceptiva retórica (desde que Aristóteles mismo en su Retórica ya daba lugar entre las inducciones a las parábolas y fábulas) y fortalecida notablemente en la predicación medieval. Cicerón, siguiendo en lo fundamental la taxonomía aristotélica respecto a la argumentación, había considerado ya que “toda argumentación debe ser tratada o por inducción o por raciocinación”; recupera también una noción socrática de inducción no tocada por aquél: un concepto de inducción más cercano a la mayéutica socrática que a la retórica aristotélica y que implicaba incluso un sentido etimológicamente más puro al describir el proceso de inducir, más que los medios, aunque la comparación y la semejanza sigan siendo los puntos de partida para ella.10 Sin embargo, Cicerón parece muy consciente de que esta inducción socrática, aunque en
usada, traducida y glosada por tratadistas posteriores, aunque no sin mutilaciones o usos distintos, sobre todo por parte de algunos tratadistas del Humanismo, tal vez en un intento por eliminar precisamente la posibilidad del uso de cualquier otro ejemplo que no fuese el histórico; de este modo, Nebrija mutilaría en su Ars rethorica aquella definición de Quintiliano eliminando el sintagma “aut ut gestae” (que en este contexto vale por “presuntamente real”), donde cabía justamente lo no histórico, para definir simplemente: “exemplum est rei gestae utilis ad persuadendum id quod intenderis commemoratio” [“El ejemplo es la mención de un hecho real útil para persuadir de aquello que tú pretendes”] (Ars rethorica, 17). 10 “Nos parece que en este género debe enseñarse, primero, que aquello que introducimos por semejanza, sea de tal modo que sea necesario concederlo [...] Luego hay que ver que aquello por causa de cuya confirmación se haga la inducción, sea símil a aquellas
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rigor la más perfecta, no es la de uso corriente en la retórica, sobre todo en discursos dirigidos a persuadir sobre asuntos políticos o civiles, pues hace explícito su conocimiento y uso de la inducción ejemplar como simple relato comparativo y, por tanto, ilustrador de la causa, al punto en que él mismo la usa para ilustrar su propia causa expositiva de la reglamentación retórica, actitud frente al ejemplo que, como he dicho en otro momento, se repetirá a lo largo de siglos entre los preceptistas: Pero ya a alguno parecerá que no se ha demostrado muy claramente, si no se hubiera puesto después algún ejemplo del género de causa civil, parece que también hay que usar de un ejemplo de ese modo, no porque la enseñanza difiera de éste, o deba usarse de manera diferente en la conversación que en el discurso, sino para satisfacer la voluntad de aquellos que, si no se les ha demostrado, no pueden reconocer en un lugar diferente aquello que vieron en otro lugar (De Inv.: I, 33/ 55-56). Por ello tal vez es que más tarde Quintiliano conferiría al ejemplo una completísima descripción atendiendo a las múltiples posibilidades de su uso en la argumentación y en el ornato. En primer lugar, remitiéndose a Aristóteles, en el libro V hace una división de las pruebas retóricas en “artificiales” y “no artificiales” en función de si dependen o no del arte del orador: “Tratemos ahora sobre las pruebas demostrativas o argumentos. Pues con este nombre queremos abarcar lo que llaman los griegos enthymemata, epicheiremata y apodeixeis” (Inst.: V, X, 1); llegando posteriormente a la conclusión de que, si en apariencia la prueba inductiva podría parecer no artificial, en virtud de que el orador no las construye sino que las colecta de fuera de la causa, siguen siendo artificiales pues en su acomodo a la causa sí hay elaboración retórica y arte. De igual modo distinguiría entre las pruebas intrínsecas y extrínsecas en cuanto fueren tomadas
cosas, las cuales cosas antes hayamos introducido como no dudosas, pues en nada aprovechará que antes algo se nos conceda, si a eso es disímil aquello por cuya causa primero quisimos que aquello se concediera” (De Inv: I, 32/53). Así, al recordar cómo Sócrates persuadió a un hombre y a su esposa sobre su débil fidelidad matrimonial, Cicerón usa esta historia como ejemplo para ilustrar cómo se “induce” a un receptor a aceptar la causa propia, pues en ella Sócrates habría llevado a la esposa desde la aceptación de que preferiría una joya ajena si es mejor que la propia, a tener que aceptar la inmoralidad de que preferiría al marido de la vecina si es mejor que el propio, y con preguntas similares, hace confesar al marido la misma debilidad (De Inv: I, 31/51; se trata de un ejemplo que también es usado por Quintiliano: Inst: V, XI, 27).
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de la causa misma o de fuera de ella, de modo que el ejemplo para Quintiliano vendría a ser una prueba extrínseca y artificial, pues es ajena a la causa aunque precisa del arte del orador para ser relacionada con ella.11 La deducción y la inducción constituirían pues, desde el método clásico, las dos formas fundamentales de conducción del pensamiento hacia la consecución de una certeza o hacia la justificación de una afirmación; la inducción se conformaría a partir de una noción o definición general de donde se desprendería la afirmación particular, y la inducción apoyándose en casos particulares que resultaban pertinentes o ilustrativos gracias a una comparación, implícita o explícita. El ejemplo es, en este sentido, una prueba inductiva, artificial y externa, que consiste corrientemente en un relato ilustrativo, preferentemente histórico; es decir, el ejemplo en principio entraña una comparación pues, en tanto argumento del discurso, obtiene su carácter probatorio o ilustrativo de una causa expositiva a partir de la comparación de la misma con un asunto externo pero similar a dicha causa. Esta función ilustrativa por comparación concentra las posibilidades didácticas del relato ya vistas en la literatura ejemplar medieval, al plantear una enseñanza con base en un paradigma moral, en donde es posible observar también su función social en tanto que el relato incluye una propuesta paradigmática de uno o varios modelos de virtud a seguir o bien muestra el castigo derivado de quebrantar las leyes religiosas, naturales o civiles. En general, dos modos de inserción de relatos ejemplares pueden encontrarse en la historia de fray Agustín: la inserción en commemoratio, esto es, un modo abreviado, casi sinecdótico, de intercalación de pruebas ejemplares; o bien la inserción encadenada, consistente en largas tiradas de relatos unidos por un mismo tema o intención ilustrativa, antes que por pertinencia cronológica. Quintiliano había definido estas dos formas de presentación del ejemplo como narratio y brevitas: en la primera la narración se hace in extenso, completa, mientras que la otra sólo intenta “recordarla” acudiendo a un elemento que al efecto sirve como sinécdoque de la narración completa; esto es, lo que se conoce por commemoratio: Una alusión breve que, como se sabe, algunas veces se sirve sólo del nombre propio del protagonista del relato ejemplar y otras de la antonomasia en
La división de pruebas en Inst.: V, IX, 1; y adelante agregaría que “hubo también autores que opinaban cómo los ejemplos y estos testimonios de autoridad pertenecían a esa clase de pruebas no artificiales, porque no las inventa el orador, sino que las recibe”, a los que responde que el ejemplo no fuera prueba si el talento del abogado no es suficiente para aplicarlo con éxito a la causa (Inst.: V, XI, 43-44). 11
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lugar del nombre; de uso muy extendido tanto en la oratoria clásica como en la cristiana.12 El encadenamiento de ejemplos, por su parte, es la forma dominante de inserción en esta historia, pues con frecuencia el cronista busca reiterar con ellos su intención edificante y el asunto concreto a persuadir: “Bien vos descubre este caso cómo hallan en esta casa los mayores pecadores el remedio de sus almas y que el mismo Dios apoya el fruto de su doctrina [...] pongamos otro caso en que veremos cómo acredita eso mismo la Virgen soberana” (Tesoro escondido: II, 16, 6). Esta sucesión de ejemploidea a probar-ejemplo no sólo parece ser la norma en esta crónica, sino que se trata también de un modo de inserción usual en los discursos armados para las disputas teológicas: una suerte de uso forense y dialéctico de la oratoria escolástica que pervivió hasta el siglo XVII, sobreviviendo a la preceptiva humanística, y que consistía en la integración de la argumentación por el exemplum, como confirmación de rationes y praecepta. En el Tesoro escondido algunos ejemplos se cierran con una breve sentencia, a manera de epílogo, que luego se continúa con otro ejemplo, como hace después de contar la historia de un viejo y rematado pecador que no se cansaba de hacer confesiones sacrílegas, hasta que (gracias al escapulario que siempre traía) la Virgen misma se le aparece para amonestarlo y hacerle cambiar tan terribles hábitos; el historiador remata su ejemplo con esta sentencia, a manera de interpelación al lector: “¿Quién pues no confesará que es esta casa una botica del cielo donde encuentran las almas medicina para todos sus achaques [...]?”, inmediatamente después de lo cual inserta otro ejemplo con el mismo fin probatorio: “Y para que se vea ser así remataré este capítulo con un caso extraordinario, en que parece reconoció el Señor sus maravillas antiguas y quiso que se viese en nuestros tiempos lo que se vio en los pasados” (Tesoro escondido: II, 16, 7). Se trata ahora del ejemplo de un pecador que en un momento de gracia decidió enmendar su vida, para lo que acudía a confesarse con los padres carmelitas Quintiliano había escrito: “Ahora bien, algunas de las cosas sucedidas las contaremos con todo pormenor, como Cicerón hace en defensa de Milón [...] En algunas cosas bastará una simple indicación, como hizo el mismo Cicerón y en la misma defensa de Milón” (Inst.: V, XI, 15-16; véase también Lausberg 1966: t. I: § 415). El uso de la commemoratio se fundamentaba en la confianza del orador respecto al conocimiento que el auditorio podría tener sobre determinados sucesos históricos (preferentemente bíblicos y hagiográficos en el caso de los discursos religiosos) o sobre relatos fabulosos; de este modo, sólo bastaría una breve mención del mismo para lograr el efecto ilustrativo, cuando la ocasión y los intereses inmediatos del orador no implicaran la necesidad de amplificar. 12
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cada ocho días, mientras el Demonio intentaba constantemente persuadirle de que se confesase en otra parte, menos peligrosa a sus intereses “diciéndole interiormente que en otra cualquiera parte podía confesarse” (Tesoro escondido: II, 16, 7). En su De locis theologicis, Melchor Cano había considerado que la demostración inductiva debía construirse justamente mediante la acumulación de exempla, en lo que al parecer consistió el lugar y el uso del ejemplo también entre los predicadores renacentistas, como afirma José Aragüés, quien habla del “reconocimiento de sus cualidades para la moción de los afectos y de su tradicional subordinación al praeceptum religioso en el contexto del discurso moral” (Aragüés 1993: 130). Una de las razones para esta preferencia puede implicar, curiosamente, la decadencia en cuanto a la calidad de los ejemplos empleados, pues su acumulación también podría ser explicada por la débil capacidad probatoria de los relatos en cuestión, como ya recomendaba Quintiliano: si las pruebas son poderosas habrán de usarse por separado, si son débiles deberán usarse juntas: “Con las más sólidas de todas las pruebas debe procederse una por una, las más débiles se han de presentar juntas, porque no conviene deslucir las que por sí mismas son fuertes con las que giran en torno a ellas” (Inst.: V, XII, 4). De hecho, Robert Ricard, comentando la obra del agustino novohispano Diego Basalenque (1577-1651) Muerte en vida y vida en muerte, dice que se trata de una “obra ascética, de mediocre originalidad”, en la que deplora la “acumulación de exempla” como una forma penosa de probar (Ricard 1964: 203). Con todo, esta “forma penosa de probar” no se aplicaría del todo a fray Agustín, porque este historiador bien sabe combinar diferentes tipos de digresiones o enriquecer equilibradamente la diversidad de la historia, como hace cuando narra la fundación del convento de la Villa de Carrión alternando la narración histórica propiamente dicha con sendos casos milagrosos de multiplicación de trigo y de peces, con lo que ilustra las santas virtudes de los carmelitas que ahí habitaron, y a lo que suma una hermosa descripción del volcán que adorna el paisaje (uno de cuyos fragmentos ya fue traído aquí anteriormente): Hay en aqueste reino de la Nueva España, en el valle que se llama de Atlixco, fundada una hermosa villa cuyo nombre es Carrión. Es su sitio por extremo apacible y deleitoso, tiene su asiento y planta veintidós leguas de la imperial ciudad de México, cabeza de estas provincias y cinco de la Puebla de los Ángeles, hacia la parte del sur, en una pequeña ladera al pie de un encumbrado montecillo. Está el sitio rodeado por todas partes de medianos ce-
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rros, hácele sombra y amparo por el lado del poniente un altísimo volcán, tan encumbrado y eminente por su grandeza y altura que parece por ella amenazar las estrellas o ser columna del cielo para sustentarle. Vístese este hermoso monte de frondosos árboles, de olorosos cedros, de altísimos pinos y encumbrados guáyameles, por otro nombre abetos, y queda con tal ropaje tan lozano que eleva en suspensión a quien le mira. Corona aqueste monte un monjivel terrible y boca temerosa por donde antiguamente vomitaba la tierra mucho fuego y agora arroja humo. Tiene todas las entrañas de piedra azufre encendida y cubre su cabeza todo el año de candidísima nieve, que como una toca blanca le adorna y hermosea (Tesoro escondido: II, 20, 1). Y es que entre los tipos de digresiones que con más frecuencia entrevera el historiador carmelita entre sus ejemplos están las comparaciones; me refiero por supuesto a aquellas que no constituyen en sí mismas un ejemplo, pues debe recordarse cómo Cicerón había denominado comparabile al género de argumentación inductiva, denotando etimológicamente el proceso fundamental de la inducción y dejando para el exemplum la condición de especie de prueba exclusivamente histórica. Así, de las tres especies de comparabile ciceroniana, la collatio era tal vez la que incluiría otras formas de ilustración distintas al relato ejemplar, pues se trata de formas cercanas a la parábola socrática, que bajo el nombre collatio podrían encontrar un significado etimológico capaz de describir el proceso por el que se construye la ilustración: el cotejo. Recuérdese cómo en la definición aristotélica, la “parábola socrática” no era otra cosa que una collatio, atendiendo al hecho de que Sócrates acostumbraba discurrir, como se sabe, por comparaciones: Y parábola son (las formas) socráticas; cual si alguien dijere que no deben gobernar los elegidos por suerte, pues cosa semejante sería, como si alguien eligiera por suerte a los atletas, no a quienes pueden competir, sino a quienes tocara en suerte, o si por suerte se eligiera a quien debe gobernar a los navegantes, como si debiera ser al que tocara en suerte, mas no el que sabe (Retórica: II, 1393b). Procedimiento que también se puede ver en fray Agustín, aunque aportando un aliento a todas luces poético: “Si fuera cierto lo que comúnmente se dice en la Nueva España, que cuando el ángel sacó a Adán del paraíso parece que esparció en este valle de Atlixco un puñado de su tierra, porque
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su fecundidad se juzga extraordinaria, mejor se verificara en leyes del espíritu pues produce, cual nuevo paraíso, extraordinarias flores de virtud” (Tesoro escondido: II, 24, 1). Ocasiones hay, incluso, en las que en el Tesoro escondido el ejemplo y la comparación se funden articulando una forma de narrar muy cercana a la alegoría: [Que Teresa de Jesús] Vino a la religión por venir, no vino por descansar. Vino despreciando mucho porque amaba mucho más. Aquella palomita que se metió en el arca de Noé (es reparo de Ruperto) que vino a ella dos veces, pasado ya el diluvio le envió el patriarca como exploradora de la serenidad; no halló donde descansar ni poner el pie y volviese al arca. Tornó a enviar la paloma segunda vez, no al cuervo (que a un cuerdo [sic] cualquiera le puede hacer un engaño, mas la prudencia debe evitar el segundo). Habíase portado bien la vez primera esta cándida avecina y volvióla a enviar la segunda, que despachar otra ave no fuera consejo atento. Vaya la paloma que sirvió bien y es razón continúe los empleos quien dio buena cuenta de los negocios. Volvió trayendo un ramo verde de oliva, todo flores y todo paces. Aquí es de reparar que esta paloma es símbolo del alma y la florida oliva de una crecida y alta perfección. La primera vez volvió la palomita, pero porque no había en el mundo ni nido ni descanso ni sustento, y así por hallarlo todo vino a meterse en el arca. La segunda vez volvió al encerramiento no atraída de la necesidad, antes coronada de flores y sobrada de dulces frutos; y entonces significa al alma religiosa, a esta virgen Teresa de Jesús (Tesoro escondido: IV, 16, 1). Se trata de la narración de un fragmento de la biografía de la madre Teresa de Jesús, para lo que usa una comparación alegórica que posteriormente explicará. Allí mismo fray Agustín también es capaz de usar una serie de comparaciones latinas más capaces de saturar, antes que de amplificar: Siendo lo cual verdad como lo es indubitable, no puedo dejar de decir que a esta venerable virgen se debían aplausos, honras, encomios y triunfos, con más crecida razón que a muchas se les ha dado. A Claudia, virgen vestal, refiere Valerio Máximo la recibió Roma en triunfo al lado de su padre, porque si éste venció con armas los enemigos, ella se venció a sí misma con el trofeo de la castidad. A Fatua, virgen romana, la dedicaron templo y levanta-
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ron estatua en aquella gran república aclamando según Pomponio Leto su honestidad excelente, no sólo historiadores sino también patricios; no solamente hombres sino también mujeres con el nombre y apellido de la buena diosa, porque resistió valiente al deseo de su padre que ardía incestuoso en llamas de lujuria y sufrió de él palabras afrentosas y castigos con varas de arrayán. A la hija de Petérculo, Sulpicia, celebró la antigüedad (según Volaterrano) con aras, con estatuas y con templo porque la vieron honesta y afecta a la pureza virginal; en cuyo templo no entraban si no es los llamados Salios que eran del orden patricio, como fueron Apio Claudio, Scipión Africano, Lucio Bíbulo, que todos habían sido triunfadores de bárbaros enemigos, queriendo aquella república que sólo celebrasen las proezas de quien triunfó del vicio deshonesto, los que supieron triunfar de fuertes enemigos. Pues si estos sucedió entre los gentiles que tan poco apreciaban la honestidad virginal ¿qué fuera justo hicieran los cristianos con quien tantas victorias consiguió de todos los poderes del infierno? (Tesoro escondido: IV, 16, 3). Finalmente, más allá de la disposición de los relatos, debe decirse que no todos los ejemplos refuerzan o premian una idea o comportamiento, algunos hay que se convierten en castigo simbólico de vicios o de conductas contrarias a los intereses de la orden. Es lo que se conoce como “ejemplo contrario”, y en lo que radica uno de los aportes fundamentales de Quintiliano al estudio del ejemplo, cuando reconoció las tres formas en que la inducción ejemplar podía presentarse: mediante una comparación consistente en la inserción de ejemplos “semejantes” a la causa, es decir, que la ilustran de manera directa, como traer un fragmento de la vida de San José para ilustrar la virtud del silencio y la aceptación de la voluntad divina; mediante una comparación “desemejante”, cuando ilustra un hecho similar al propuesto en la causa pero realizado por razones distintas, como proponer la victoria de Hércules sobre la hidra como ejemplo del modo correcto de confesarse: decapitando todas las serpientes a la vez, sin dejar una sola; y, en tercer lugar, el paradigma “contrario”, que es aquel que ilustra la acción opuesta a la que se pretende enseñar, es decir, una suerte de “contraejemplo” que incluye el castigo para el infractor: “Así pues, todas las pruebas, que de este género [la inducción] tomamos, son necesariamente o semejantes, o desemejantes o contrarias” (Inst.: V, 11, 5). En los discursos religiosos novohispanos, el uso de ejemplos contrarios entraña sin duda una didáctica del terror que apuesta al castigo, al miedo y
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al efecto patético de las imágenes e informaciones horrendas como vía para la enmienda mediante la culpa, y como vehículo también de la memorización. Para fray Agustín de la Madre de Dios, en particular, esta utilidad de los ejemplos parece bien clara, de modo que la usa con absoluta conciencia: “Los asuntos que para éste fruto [la virtud en los seglares] frecuentan más nuestros predicadores son juicios, muerte, infierno y desengaño” (Tesoro escondido: II, 16, 4), lo que le parece justificado y aun insuficiente, pues “la protervia de los hombres aún con tales ejemplos y doctrinas en algunos no se ablanda y se defiende tenaz contra la luz del cielo, [por eso] pondré dos o tres casos temerosos que nos sirvan de escarmiento y que muestren que Dios, aunque es paciente, también es riguroso” (Tesoro escondido: II, 17, 3). En algunas ocasiones, incluso, el ejemplo contrario sigue a la presentación de uno semejante, aunque ilustrando siempre el propósito de castigo: “No le sucedió tan bien a otro de la misma data, aunque su conversión no prueba mal la eficacia de este ejemplo y así la escribiré aquí para escarmiento de todos” (Tesoro escondido: II, 16, 133). Por lo pronto hay que decir que, al margen de los efectos que los ejemplos de horror pudieran haber tenido sobre la construcción del mundo simbólico novohispano, se trata de motivos que hoy viven en la memoria colectiva en forma de leyendas de aparecidos y espantos, sobre todo en las zonas de México con mayor historia colonial. (véase Leonard 1974: 57).
Mínima tipología de relatos ejemplares Los relatos ejemplares que con mayor abundancia se insertan en esta historia religiosa son las biografías ejemplares y los milagros, en algunos casos los segundos están inscritos en las primeras y en otros ejercen su carácter ilustrativo y amplificatorio por sí mismos; sin embargo, ni todos los milagros ni todas las hagiografías tienen un carácter retórico inductivo, muchos hay que no buscan probar nada, sino que sólo corresponden a la narratio de los hechos que en ese momento corresponde contar. En rigor, se trata de ejemplos históricos adscritos a la historia religiosa donde la presencia generosa de lo sobrenatural significa un claro indicio de los profundos vínculos de estas historias barrocas con la historiografía medieval. Porque, sin duda, en la Edad Media el carácter histórico de los ejemplos prodigiosos podía darse por sentado pues se partía de un concepto de realidad en el que cabía fácilmente lo maravilloso (véase Pérez 2008).13 13 Para San Agustín, por ejemplo, era la ignorancia de la causa de los hechos prodigiosos la que creaba la admiración y el milagro, como escribiera en La ciudad de Dios.
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Con todo, fray Agustín solía presentar sus ejemplos prodigiosos justificando sistemáticamente el carácter verdadero de los mismos. Cierto que dicho procedimiento discursivo no representa ninguna novedad en el siglo XVII, pues el ofrecimiento de argumentos sobre el carácter histórico de los milagros ya parece propio también de la Edad Media, como ha señalado Juan Manuel Cacho (1990) respecto de los Milagros de Nuestra Señora; no obstante, en los años de fray Agustín tal demostración histórica parece más rigurosa, porque se emplean escrupulosamente los elementos de prueba de la historiografía humanística: presentación de testigos de vista, documentos inquisitoriales y de otras autoridades e incluso la experiencia personal. Con ello, por supuesto, se genera una tensión con las formas de escribir historia que había aconsejado el Humanismo y que algunos (aunque pocos) historiadores españoles se empeñaban en seguir; un lugar de tensión porque los historiadores religiosos como fray Agustín no podían escapar completamente a la necesidad o escrúpulo de intentar explicar o autorizar los milagros que presentaban. Se trata de una tensión que Víctor Frankl supone fundamental para la creación artística manierista y barroca, al partir precisamente de lo que llama una perturbación del sentido de realidad originada al combinar lo que ha descrito como cuatro esferas de lo real: la esfera de los hechos empíricos, la de las leyes generales, la de los valores normativos y la de los hechos sobrenaturales (Frankl 1963: 79). Ciertamente, el sentido de realidad está en conflicto en estos años aunque, como he escrito en otro lugar (Pérez 2011: 148), no estoy seguro de que llamar perturbación a la tensión entre diferentes sentidos de lo real no implique un prejuicio que obstruya su comprensión. Ya Le Goff (1985) ha establecido una tipología de lo maravilloso en el contexto medieval: mirabilis, consistente en lo maravilloso con orígenes precristianos; magicus, lo sobrenatural maléfico y, finalmente, miraculosus, lo maravilloso cristiano; tipología suficiente y oportuna, aunque con-
Porque a fin de cuentas el mundo en sí, la vida, era ya un milagro, y por tanto lo prodigioso no resultaba en esencia contrario a la naturaleza sino sólo a lo que podemos conocer de ella: “¿Por qué no podrá hacer Dios que resuciten los cuerpos de los muertos, y que padezcan con fuego eterno los cuerpos de los condenados, siendo así que es el que hizo el mundo lleno de tantas maravillas y prodigios en el cielo, en la tierra, en el aire y en las aguas, siendo la fábrica y la estructura prodigiosa del mismo mundo el mayor y más excelente milagro de cuantos milagros en él se contienen, y de que está tan lleno?” (La ciudad de Dios: 21, 7, 7).
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viene tener en cuenta que la recuperación latina del vocablo griego magicus (magicus) remitiría de un modo general a lo misterioso, más que a lo exclusivamente malévolo, lo que nos ayudaría a entender que no todo lo maravilloso o extraordinario era sobrenatural en la Edad Media, pues maravilloso en este sentido no divino también serían algunas obras humanas sorprendentes, fruto del arte o del ingenio, lo mismo que monstruosidades de distinto signo. Sobre esta noción más bien humana de lo sobrenatural podría traerse, por ejemplo, lo que el célebre obispo de Puebla Juan de Palafox escribe del “venerable padre” fray Juan de Jesús María, según fray Agustín: “Y aunque confieso que yo no le vi cosa milagrosa ni sobrenatural (si bien oí algunas personas de crédito) pero todo cuanto yo veía en él me parecía muy sobrenatural, como es tanta sabiduría en tanta sencillez, tan conocidas prendas de espíritu en un natural tan apagado [...]” (Tesoro escondido: V, 8).14 En este sentido, Gaspar de Loarte (1550) distinguiría los hechos del mundo con base en un par de oposiciones que ahora nos resultan útiles: cotidiano/maravilloso y natural/sobrenatural; cuya combinación, para José Aragüés, daría lugar a cuatro posibilidades: los hechos cotidianos y naturales, como la lluvia; lo maravilloso natural, como un volcán o un terremoto; lo cotidiano sobrenatural, como las “prendas espirituales” que el obispo Palafox reconocía en el biografiado por fray Agustín; y finalmente, lo maravilloso y sobrenatural, como los milagros (Aragüés 1999: 93). En el caso de los milagros incluidos en la historia religiosa, su carácter divino obligaría a la defensa de su carácter verdadero, porque resultaría necesario asentar la verdad de un acto devenido de la voluntad de Dios pues, de otro modo, su desacato de las leyes naturales o del sentido común no lograría el propósito impresionante del milagro. En ello se distinguen justamente el miraculum de la mirabilia en la tipología de Le Goff (1985: 11), de modo que las reminiscencias del mundo maravilloso precristiano en la mirabilia medieval estarían presentes sobre todo en relatos breves como el lai o el fabliau, el primero de los cuales, para Wolfram Krömer, se diferencia del milagro precisamente por su ausencia de carácter histórico, pues en el lai lo maravilloso “es algo extraordinario [...] [que] significa pasar el umbral de otro mundo”, mientras que el milagro podría ser considerado ordinario aunque se tratase de un hecho antinatural (Krömer 1979: 45).
Los capítulos finales, como éste, fueron dejados en un estado más o menos provisional, por ejemplo, sin división interna, por tanto, no es posible indicar párrafos. En la edición de Eduardo Báez el pasaje citado estaría en la p. 427. 14
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Milagros y prodigios La tradición del milagro es vieja en Europa. Podríamos remontarnos al siglo IX, cuando se multiplicarían las recopilaciones latinas, aunque los primeros milagros en lengua vulgar no aparecerían hasta el siglo XII, antecediendo la efervescencia provocada por los milagros marianos; en España, los Milagros de Nuestra Señora de Berceo y las Cantigas de Santa María de Alfonso X son los referentes de esa tradición.15 Se trata de obras que significaron tanto el florecimiento del género y en buena medida el inicio de su difusión, como también el comienzo de la reflexión sobre este tipo de relatos edificantes; de hecho, de la obra de Alfonso X nos viene una definición canónica del milagro medieval: Miraglo tanto quiere dezir como obra de dios maravillosa que es sobre la natura usada de cada día: e por ende acaesce pocas vezes. Et para ser tenido por verdadero ha menester que aya en él quatro cosas: la primera, que venga del poder de Dios et non por arte: La segunda que el miraglo sea contra natura, ca de otra guisa non se maravillarien los homes dél. La tercera, que venga por merescimiento de santidat, et de bondat que aya en sí aquel por quien Dios lo face. La quarta, que aquel miraglo acaesca sobre cosa que sea á confirmamiento de la fe.16 Tenemos pues cuatro elementos para reconocer la maravilla milagrosa en la Edad Media: en primer lugar, que se trata de una obra divina; en segundo, que es sobrenatural; en tercero, que es merecida por el destinatario y, en cuarto lugar, que sirve para confirmar la fe. Tal definición significa también, por supuesto, la presentación de los requisitos suficientes para que el milagro sea considerado verdadero; no obstante, entre tales requisitos no se incluye todavía la necesidad de prueba empírica o sanción institucional, que sería norma en el siglo XVII, aunque se puede reconocer ya que esta consideración medieval reglamentaba y “racionalizaba” la mirabilia, pues “el carácter imprevisible, esencial de lo maravilloso, es sustituido por una ortodoxia de lo sobrenatural” (Le Goff 1985: 19).
Para un informe más completo del milagro medieval puede verse Montoya (1981), Cacho Blecua (1990) y Mora (2003). 16 Alfonso X, Las siete Partidas: Partida I, Ley CXXIV: “Quantas cosas ha me[n]ester el miraglo para ser verdadero” (cito por la edición de la Real Academia de la Historia 1807: 190). 15
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Con todo, esta racionalización de la maravilla divina, cuando entra en contacto (quizá debería decir colisión) con la pretensión de verdad histórica cultivada por el Humanismo, que privilegiaba su condición factual, conduciría a un razonamiento circular; pues aunque podamos aceptar (e incluso “probar”) el carácter extraordinario del hecho, lo mismo que su significado religioso ¿cuál vendría a ser la prueba de que se trata de una obra divina? Sólo el principio de que Dios es el único ser capaz de realizarlo; es decir, sólo el milagro mismo.17 De hecho, fue Tomás de Aquino quien concretó esta convicción al haber afirmado que es Dios el único que puede hacer milagros en virtud de que es el único ser increado, lo que le lleva a la curiosa conclusión ya sugerida de que en definitiva el desacuerdo con la naturaleza es la única prueba del origen divino de los milagros, como Gregorio de Nisa acepta “[if] the Christian preaching is not in harmony with natural laws, he should accept this fact as a proof of the divinity of Christ” (véase Grant 1952: 211). A tono con esto, nuestro historiador carmelita tiene su propia teoría del milagro: “Aunque es verdad que Dios solo es el autor de las obras milagrosas, llegando con su brazo omnipotente a todo lo que es prodigio, también lo es que sus siervos hacen y han hecho milagros, o valiéndose Dios del ministerio suyo para hacerlos o intercediendo con él para que los ejecute. Así lo confirma san Clemente papa, Jerónimo Nacianceno, Crisóstomo, Gregorio y Agustino, de quien lo tomó Tomás” (Tesoro escondido: III, 12, 1). Para fray Agustín, el propósito de la inserción de milagros en su historia, además de constituir un útil instrumento para ilustrar o probar la virtud de la orden, así como para amplificar la narración, obedece también al objetivo de fomentar la devoción: “Mas porque yo deseo mucho que vuelva al estado antiguo y lo pienso procurar cuanto alcanzaren mis fuerzas, quiero referir aquí algunos de los milagros de esta soberana Virgen, para que sirvan de estímulo a la devoción y con ella se vayan aumentando” (Tesoro escondido: II, 10, 2). Y es que fray Agustín parece muy consciente del poder persuasivo de los milagros, pues en su opinión “no hace tanto peso en la atención humana, lo que ve ser ordinario como lo que milagroso” (Tesoro escondido: I, 22, 2), por lo que los pone sin dudar al servicio de la orden, ya que “con estos y otros muchos sucesos que a su tiempo la
Pérez 2008 y 2011. Algunas de estas reflexiones sobre el milagro han sido hechas ya a propósito del estudio del ejemplo en la predicación novohispana, aquí recojo y amplío aquellos aspectos especialmente pertinentes para el estudio de la historiografía religiosa. 17
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historia irá contando, ha manifestado Dios el cuidado que tiene de este convento [...] y que hará con sus bienhechores milagros y prodigios porque se alarguen en hacerles bien” (Tesoro escondido: I, 22, 5). Es decir, existe el reconocimiento del carácter extraordinario de los sucesos narrados junto al reconocimiento de la utilidad persuasiva y mnemotécnica que precisamente ese carácter extraordinario confiere a la narración; intención suasoria que se encamina a la consecución de limosnas y de benefactores. Las utilidades que el milagro ofrecía para los carmelitas son advertidas ya por Eduardo Báez, en su historia del Desierto de los leones, cuando da cuenta de cómo no había resultado exitosa la primera opción de fundar el Desierto en las sierras de Puebla, donde vivía el benefactor que lo costearía: “El prior de la casa de aquella ciudad, fray Juan de Jesús María [...] encontró recursos suficientes para salvar los obstáculos, convenciendo a Melchor de Cuéllar [el benefactor] que aceptara costear la fundación en otro obispado. Fueron sus sutiles instrumentos un par de visiones de alumbrados feligreses, con sabor a inventados milagros, recogidos puntualmente en las crónicas” (Báez 1981: 16). Intercalar milagros con hechos cotidianos y jurídicos en una historia, como hace fray Agustín, implica un concepto muy singular de lo real, aunque inscrito también en el empirismo antiguo, moralizando oportunamente por la noción de ley natural no entendiéndola ahora como un estado de cosas verificable empíricamente sino asumiendo su “naturalidad” en términos de lo que debe suceder de acuerdo con un plan divino. A partir de ello puede entenderse la incorporación en las historias religiosas de relatos pretendidamente históricos que podrían resultar más bien poéticos, en términos aristotélicos, en virtud precisamente de su carácter sobrenatural. No obstante, aunque sea posible acreditar el carácter poético de estos relatos sobrenaturales justamente por el artificio que intenta probar su historicidad con métodos racionales, es necesario reconocer que en su contexto dichos relatos sí serían de carácter histórico para el historiador y su público, dado el uso que se les daba y la aceptación cultural de lo sobrenatural en la época. Es posible observar cómo pueden resolverse los agudos y curiosos conflictos que nacen de una historiografía atenta a la noción humanística de la verdad histórica tanto como a la religiosa, en el tratamiento concreto de los milagros. Por ello, conviene traer a cuento uno muy famoso que cuenta fray Agustín y que tendría lugar en Puebla de los Ángeles (Tesoro escondido: V, 11, 7)18 en el cual, el milagro consistía en la recurrente reintegra-
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En otro lugar he tratado ya este caso milagroso (Pérez 2011: 156-158).
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ción de un pan previamente pulverizado sólo con poner dichos polvos en agua, presumiblemente sólo por virtud del nombre que llevaba impreso: “Jesús” o “Santa Teresa”. El milagro vendría repitiéndose por casi cuarenta años en la casa de la hermana del deán de la catedral de Puebla a partir del día 17 de noviembre de 1648. En el proceso inquisitorial, documentado por Tenorio (2001), puede verse cómo la noticia de un milagro podía ser desde un principio recibida con cautela en ese siglo XVII, sin la inocencia ya de la recepción que podríamos suponer en la Edad Media: varios religiosos más fueron a casa del señor deán para dar fe del milagro (con escribanos y demás aparato). La averiguación se llevó a cabo con todo cuidado: una vez que doña María echó los polvos en el jarro de agua, los escribanos taparon y sellaron el recipiente, esperaron media hora y pudieron comprobar la reintegración (Tenorio 2001: 22). Esta primera averiguación iniciaría un arduo proceso de calificación que duraría (sin bien con bastante irregularidad) los años que el milagro se vino repitiendo y, por supuesto, no estaría exento de algunas denuncias sobre la falsedad del mismo. Para fortuna de la causa del deán, de su hermana y de la catedral de Puebla, el fiscal nombrado para esta calificación fue Alberto de Velasco: si bien un vigilante celoso de la ortodoxia, también un activo trabajador de las causas maravillosas. Fray Agustín ciertamente no relata el proceso de calificación y todo el riquísimo proceso de confrontación entre ambas nociones de verdad histórica (la factual y la divina), sino que da el milagro por cosa cierta y probada citando para ello sólo el testimonio del escribano Juan Pérez de Rivera. Sin embargo, como bien muestra el estudio de Martha Lilia Tenorio, se trató de un proceso más bien complejo para el que se traían testigos, se volvía a corroborar notarialmente la repetición del hecho, y en el que puede advertirse cómo el necesario escepticismo iba siendo poco a poco vencido, hasta que finalmente el arzobispo de México, fray Payo de Rivera, proclamaría el milagro el 9 de octubre de 1677. Como curiosísimo colofón, la muerte del deán en 1680 así como el cambio de titular en el arzobispado dieron pie al fortalecimiento de las objeciones contra la calificación positiva del milagro (objeciones que, dicho sea de paso, nunca desaparecieron por completo aunque permanecieran a la sombra después de la promulgación). Así, cuando ascendió el nuevo arzobispo, Francisco Aguiar y Seixas, se iniciaron en toda forma procesos en contra del milagro ya calificado, denunciándolo de inútil y gratuito, seña-
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lando la poca calidad moral del instrumento (es decir, la hermana del deán, que era quien pulverizaba el pan y lo ponía en agua, y quien al parecer no se distinguía por su conducta virtuosa), señalando también la impiedad en los modos de preparación del milagro, la ausencia de consecuencias o efectos benéficos del mismo (que los panes no tenían poderes curativos y que, por añadidura, salían feos después de la reintegración) y, sobre todo, que había habido falsos testimonios en el proceso de calificación.19 El recurso jurídico para sancionar la historicidad de un hecho ilustra, entre otras cosas, que la aceptación del milagro en el siglo XVII novohispano era cuestión conflictiva, al menos para las autoridades eclesiásticas, hecho que sin duda tendría muy en cuenta un historiador que se valiera de milagros para ilustrar su historia; además, el complicado y azaroso camino que debían seguir los milagros para encontrar su sanción institucional en esos años permite observar también la paradójica operación, ya señalada, consistente en el hecho de intentar probar la veracidad de los hechos sobrenaturales mediante recursos probatorios propios del discurso jurídico-histórico, siendo que los hechos milagrosos en rigor no precisarían de demostración alguna pues en definitiva tendrían como base la fe. Y es que los tiempos era difíciles en materia de orden sobrenatural o, como escribe fray Silverio de Santa Teresa, los tiempos no corrían bonacibles, y con sobrada razón, para tales manifestaciones es evidente. Baste recordar el auto de 21 de mayo de 1559, en Valladolid, en que murió agarrotado, entre otros, el famoso doctor Cazalla [en hechos relacionados con la presentación de hechos sobrenaturales]; y el de 8 de octubre del mismo año, celebrado en dicha ciudad, en el que murieron Fr. Domingo de Rojas y D. Carlos de Sesa.20 No obstante, el milagro permea todo el pensamiento religioso del siglo XVII, aunque no sin problema, pues la pretendida verdad histórica de los milagros no escapaba a la dificultad implícita en el hecho de que, en últi-
El proceso inquisitorial (por fraude) tomaría cuatro años más, de 1681 a 1685, año en que muere la hermana del deán, quien al parecer siguió reintegrando panes hasta el final; dicho proceso quedaría a la postre inconcluso, entre un estira y afloja de inquisidores y fiscales, estos últimos temerosos de la “mucha jerarquía” de los testigos que se veían obligados a convocar. 20 Santa Teresa (1940: t. I, 444; fray Silverio cita en su apoyo la Historia de los heterodoxos españoles: IV, 7). 19
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ma instancia, se apoyaba en una certeza metafísica, es decir, en una verdad trascendente que no podía, en rigor, ser probada. Robert Ricard cita al efecto a Francisco de Sales exponiendo una teoría del exemplum junto a una defensa de lo maravilloso: “como dice excelentemente San Agustín, difícilmente se conocen los milagros, por magníficos que sean, en el mismo lugar en que suceden, y aunque los que los ven los cuenten, cuesta trabajo creerlos, pero no por esto dejan de ser verdaderos”.21 De hecho, el mismo Francisco de Sales, doce años antes (1604), había condenado los “falsos milagros”, lo que en principio habla de lo poco seguro que resulta el terreno para poder plantear una definición clara de los conceptos de verdad o ficción en esos siglos, pero también es muestra de que se trataba de un problema religioso de primer orden en la época. Por lo demás, Ricard no tiene en mucha estima el uso de la ficción en los textos religiosos, pues comentando los “exempla maravillosos” que es posible encontrar en Juan Eusebio Nieremberg,22 se asombra de la credulidad de estos religiosos postridentinos. Con todo, debe reconocerse que la presencia de lo no comprobable empíricamente, sin embargo, no es exclusiva de las historias religiosas en los siglos XVI o XVII, pues ello también se encuentra en no pocas historias profanas de esos mismos años, como la Historia de la conquista de México de Francisco López de Gómara, que incluye el bien conocido episodio de la batalla de Cintla donde los españoles, al parecer, fueron asistidos por una milagrosa aparición, de lo que Bernal Díaz del Castillo ironiza en su Historia verdadera [...], escrita, como se sabe, en respuesta a las “falsedades” de Gómara: “pudiera ser que como dice Gómara fueran los gloriosos apóstoles señor Santiago o señor San Pedro; y yo, como pecador, no fuese digno de ver” (Historia verdadera: XXXIV).
Tratado del Amor de Dios [1616] cit. por Ricard (1964: 207). La obra del jesuita Eusebio Nieremberg circuló bastante en la Nueva España, incluida su Práctica del catecismo romano, que es la que contiene mayor cantidad de ejemplos; de ello son prueba las diez ediciones de este libro, a partir de la quinta reimpresión (por Joseph Fernández de Buendía, Madrid, 1639), que guarda el Fondo Reservado de la Biblioteca Nacional de México, así como las más de 90 entradas que su nombre puede abrir en los catálogos. 21 22
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Relatos hagiográficos Los santos eran ejemplares en su sentido más completo, porque las hagiografías incluían el doble carácter de relato como prueba retórica y como constitución de personaje modélico; es decir, por un lado los santos eran personajes dignos de imitación y, por otro, sus acciones se recogían en relatos que ilustraban los mejores caminos para alcanzar la perfección moral y espiritual. Ya Antonio Rubial señalaba esta condición de la hagiografía: su carácter en sí misma ejemplar, apoyado en una cita de Michel de Certeau: “la hagiografía tiene una estructura propia independiente de la historia, pues no se refiere esencialmente a lo que pasó, sino a lo que es ejemplar” (Certeau 1993: 287, en Rubial 1999: 13). De este modo, la intención ejemplar ya contenida en las vidas de santos, haría sin duda que una hagiografía pudiese servir perfectamente al historiador religioso como fuente de relatos ejemplares, razón por la cual seguramente los primeros carmelitas llegados a la Nueva España habrían traído consigo cinco ejemplares del Flos Sanctorum (Fernández del Castillo 1914: 54). El reconocimiento de las utilidades la hagiografía por parte de los carmelitas queda patente en la impresión precisamente de esta obra de Alonso de Villegas en Alcalá de Henares en 1616, ciudad de cuyo colegio-convento de San Cirilo habían partido los primeros carmelitas a la Nueva España, presididos ni más ni menos que por el rector de dicho convento, fray Juan de la Madre de Dios (Victoria Moreno 1966: 19). En realidad, la relación de los carmelitas con el género hagiográfico no era nueva en el siglo XVII, sino que se remontaba a sus propios orígenes, pues su pasado ortodoxo y la construcción de su historia estaban asociados a la formación de un corpus de santos de la orden como panteón heroico y legitimador. No obstante, como se ha visto, esto sería más evidente sólo a partir de los escritos carmelitas del siglo XIV, cuando mediante relatos hagiográficos se intentaba tejer una historia de la orden a través de estos “héroes”, mismos que podían servir como focos de devoción tanto como ejemplos de virtud y, en suma, revelaban la identidad religiosa y el ideal de virtud con que los carmelitas se presentaban al mundo.23 De hecho, ya para el hombre medieval los eremitas del siglo tercero habían
Desde las vidas de mártires del siglo IV, ya se advertía el útil carácter de gesta que favorecería su incorporación a la batería de recursos ejemplares (Cacho Blecua 1990), como dice Antonio Rubial: “el siglo IV vio nacer también un tipo de literatura panegírica llamada hagiografía, que contaba las ‘leyendas’ o gestas de los santos” (Rubial 1999: 22). 23
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encarnado un tipo de héroe que, como los del mundo clásico, compartían cualidades sobrenaturales que nadie ponía en duda: San Helino había cruzado un caudaloso río montado en un cocodrilo, San Antonio abandonaría una celda que dos enormes boas custodiaban, Pablo de Tebas, el príncipe de los ermitaños, fue rescatado del desierto por un hipocentauro. Fue tal vez por eso, para impedir los excesos y desviaciones heréticas a que podían exponerse los ermitaños a fuerza de heroísmos e interpretaciones, que San Basilio (330-379) los había organizado bajo una regla. Podría pensarse que desde cualquier punto de vista resultaría del todo conveniente para los propósitos de aquella primera evangelización (del mundo todavía romano) difundir el culto a los santos como personajes excepcionales; sin embargo, ello debe ser leído con cierta cautela, pues al parecer no para todos tal utilidad y conveniencia resultaba clara, como ilustra el hecho de que sólo un poco después del inicio de esta tradición, en el siglo V, el papa Gelasio I ya prohibiría dichas “gestas”, instaurando así también la tradición de resistencia oficial a las manifestaciones religiosas populares vinculadas a lo sobrenatural (Rubial 1999: 23), porque no debe olvidarse que la capacidad de hacer milagros fue adjudicada a los santos desde un principio. Además, no siempre puede decirse que los hechos de los santos se ofrecían en la predicación como modelos para la imitación, pues sin duda había mucho en dichos hechos que escapaba a toda posibilidad humana de emulación, por ejemplo, precisamente, sus milagros. Lo más que podría decirse en este sentido es que los milagros de los santos podían enseñar un camino para llegar a ser merecedor o beneficiario de un favor divino, aunque fuese infinitamente menor; sin embargo, en la mayoría de los casos, el milagro hagiográfico sólo se proponía para suscitar la alabanza al poder de Dios. Ya José Aragüés se detenía en la diferencia que se debe marcar entre los propósitos de admiración e imitación atribuibles a los milagros hagiográficos y a los ejemplos respectivamente, pues “el carácter excepcional del milagro desvirtuaba, en efecto, la mencionada identificación entre el protagonista del ejemplo y el oyente, cuando no favorecía la desesperación de este último ante la imposibilidad de observar una conducta acorde con la expuesta desde el púlpito” (Aragüés 1999: 90-94), por lo que el carácter maravilloso del milagro no debía ser presentado sólo para procurar la admiración por sí misma, sino que debía ser conducido a la edificación del auditorio con base en la identificación con el beneficiario del milagro (pues con el autor resultaría un punto menos que imposible).
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En el siglo XV, el Viridarium24 de Juan Grossi fue una de las hagiografías más importantes, en la que tomaron forma definitiva algunos de los relatos más importantes de la historia tradicional carmelitana, como el de la entrega del escapulario a Simón Stock por parte de la Virgen. Por supuesto, como se ha visto, esta tradición hagiográfica y ejemplar vinculada a la historiografía no fue una singularidad de los carmelitas en la época, sino que formó parte de una tradición ya bien conocida en que participaron prácticamente todas las órdenes mendicantes y monásticas con el propósito de afincar sus prestigios históricos. En el caso de la orden carmelita, como ocurrió con otros relatos históricos fundamentales, el Viridarium fue retomado y glosado casi en su totalidad por autores posteriores, como Battista Cattaneis para escribir su Speculum Antiquum (1507) o por Daniel de la Virgen María para su Speculum Carmelitanum (1680); en todos los casos se retomaba la tradición antigua de los documentos fundacionales para crear un pequeño ejército de alrededor de 16 “carmelitas” notables, comenzando por Elías y Eliseo, los profetas menores Jonás y Obadías, algunos personajes de la Iglesia ortodoxa como Juan (patriarca de Jerusalén), San Ángelo y San Cirilo de Constantinopla; estos últimos eran retomados, por lo demás, con un claro criterio utilitario: ambos santos habían significado un tránsito de la antigüedad oriental a la Iglesia latina, pues mientras San Ángelo predicó y murió en Sicilia, San Cirilo había sido embajador de Juan Comneno ante Adriano IV, embajada ciertamente infructuosa pero que sería principio de contactos y simpatías entre ambas Iglesias. En este contexto, la tardía llegada a la Nueva España de la Orden del Carmelo la obligó a “ofrecer muestras de santidad de inmediato, a fin de crear modelos nuevos en la sociedad novohispana” (Ramos Medina 2008: 233), con lo que inició una continuada intención panegírica derivada a todos los textos carmelitanos, tanto sermones como relaciones, que en la historia de fray Agustín resulta evidente: Yo, a quien faltaban los ejemplos propios, he buscado los ajenos para satisfacer como pudiese a empeño tan soberano y más viendo que en mí corre la deuda con más fuerte obligación. Es lo de quien predica dar apoyo con obras a sus palabras, pues consolida mucho a la doctrina lo alentado del ejemplo (Tesoro escondido: III, 16, 1).25 Viridarium de ortu religiones et floribus eiusdem (c. 1400-1417). En otro lugar dice: “Hace Dios cuando prodigios un alarde de los méritos de aquéllos por quien los hace y declara la cabida que consiguen con él sus oraciones, pues dispensa con 24 25
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Para fray Agustín, la noción más precisa de ejemplo es justamente el hagiográfico, pues así como se ve fortalecida la enseñanza con la práctica evidente de quien la predica, así se contradice si no es posible mostrar coherencia entre palabras y hechos: “lo que más suele desabrir los ánimos de los súbditos y quitar la eficacia a las razones que les dicen sus maestros, es no ver en el ejemplo lo que se les persuade en las palabras y hallar contrarias sus obras a sus doctrinas” (Tesoro escondido: II, 9, 1). De modo que las biografías ejemplares deben ser parte fundamental de una historia como la que escribe “pues son en las historias religiosas la obligación más precisa y la que da mayor lustre a su nativo solar” (Tesoro escondido: II, 14, 1). Por esto es que fray Agustín no sólo incluyó fragmentos de las vidas de santos canonizados, sino que también hizo ver la virtud de muchos carmelitas notables de los conventos novohispanos. La historia religiosa debe pues considerar la presentación de los hechos de modo tal que se aumente la fama de lo que se relata, para lo que las digresiones hagiográficas sirven estupendamente, como se vio anteriormente: “porque era cosa cierta que viendo los seglares a un carmelita descalzo se componían todos [...] [que las almas hallarían en ellos] doctrina, confesores y consuelo y sobre todo ejemplos de virtud” (Tesoro escondido: II, 2, 1), porque “son los varones justos como estrellas que dan luces a las almas y los libros que tratan de sus vidas unos pedazos de cielo [...] y así es bien que en cuerpo de esta obra se esparzan ejemplares de virtud para que le ilustren todo y sea ver un cielo luminoso leer aqueste libro” (Tesoro escondido: II, 14, 1). Pero no sólo las hermosas amplificaciones eran parte de esta intención panegírica propuesta en la presentación de relatos hagiográficos, sino también otro elemento fundamental de las historias religiosas: lo sobrenatural, que permeaba la presentación del relato y el relato mismo, de modo que una simple vida de fraile podría convertirse en un continuo prodigio, descalzo y caminante, como la de aquel hermano que, mientras pedía limosna por los rumbos de Huejotzingo, su sola presencia curaba: “los tabardillos huían de su presencia, los cocolistes se ahuyentaban, las fiebres maliciosas dejaban a los dolientes y toda contagiosa enfermedad tenía me-
las leyes de la naturaleza porque ellos se lo piden y hace prodigios con su omnipresencia por sólo contentarlos. Según lo cual parece que conduce al crédito de esta casa el referir algunas maravillas obradas por su respecto; pues Dios en ellas se acredita grande y declara que tiene grande amor a los que en ella viven” (Tesoro escondido: III, 12, 1).
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dicina en sus manos” (Tesoro escondido: II, 14, 5);26 por ello, fray Agustín tiene buen cuidado de explicar muy bien los procedimientos con que selecciona las vidas ejemplares que cabían en su historia, porque “fuera nunca acabar si hubiéramos de ir contando los casos milagrosos que de esta calidad sucedieron, pues en las informaciones que yo hice para juntar la materia de esta historia tengo averiguados y jurados con toda legalidad más de doscientos casos milagrosos” (Tesoro escondido: IV, 28, 4). Sin duda esta recurrente presencia de lo sobrenatural en las hagiografías concentraría la atención preceptiva o rectora de la Iglesia, en concordancia con los momentos de mayor auge de la literatura hagiográfica; pues si entre los siglos XI y XV la difusión de materiales hagiográficos se vino intensificando, nutrida por los libelli miraculorum (que eran recopilaciones de los milagros realizados por las reliquias de los santos) y, sobre todo, por el paradigma de todas las hagiografías: la Legenda Aurea de Jacobo de Vorágine, para el siglo XIII, el papa Gregorio IX habría vuelto sobre los fueros eclesiásticos en esa materia al decretar que sólo el pontífice tenía derecho a elevar a una persona al culto público. Este control eclesiástico se habría mantenido, de un modo o de otro, hasta los años en que fray Agustín escribía su historia, porque después de Trento pareció aflorar de nuevo (aunque tal vez ahora con mayor fuerza) la conciencia de los peligros del uso desordenado de lo sobrenatural, cuidado que puede advertirse en el hecho de que, en 1625, Urbano VIII declarara la beatificación de los santos prerrogativa exclusiva de la Santa Sede, y prohibiera con ello la impresión de sus milagros o revelaciones para, en cambio, promover con vigor la impresión de vidas de santos avaladas por la Iglesia. Recuérdese cómo en la bula In Eminente, fechada el 30 de octubre de 1625, Urbano VIII también prohibiría la representación con el halo de santidad de personas no beatificadas o canonizadas, la colocación de velas o retablos ante sus sepulcros y otras prácticas de culto popular; después, en la constitución Sanctissimus, expondría el procedimiento para nombrar santos (Aristizábal y Splendiani 2002: 19-20). Por lo demás, este control
Lo mismo puede decirse de las visiones, asuntos sobrenaturales asociados a las vidas ilustres; por ejemplo, en la biografía de la madre Isabel de la Encarnación, la mayor parte de lo que se narra son visiones, tormentos o asuntos milagrosos, todo signado por lo sobrenatural pero, por supuesto, contado como algo absolutamente real (IV, 21, passim). Manuel Ramos Medina ha escrito sobre esta monja en su artículo “Isabel de la Encarnación, monja posesa del siglo XVII” (en García Ayluardo y Ramos Medina 1997: 167-178). 26
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sobre lo hagiográfico y, por extensión, sobre lo milagroso, no haría sino fortalecer la necesidad de una mayor autorización de las historias de santos traídas como ejemplos, de modo que los relatos hagiográficos insertos en la historia de fray Agustín se presentaban por lo general autorizados o, al menos, debían conservar una prudente distancia respecto del hecho contado: “‘Una persona me certificó cómo, al cabo de quince años después de enterrado, abriendo la bóveda hallaron su cuerpo entero y que una persona que se halló presente al tiempo que expiró vio volar su alma en figura de paloma muy blanca a lo alto. Esto no lo sé más de por habérmelo dicho esta persona’” (Tesoro escondido: II, 9, 4). En suma, no sólo el exacerbado ornato y los florilegios con que suelen ser presentados los hechos en una historia religiosa como el Tesoro escondido, sino también la abundante presencia de lo sobrenatural (causas ambas de la mala reputación que ha cobrado la historiografía religiosa entre historiadores contemporáneos), debe ser relacionado con el evidente valor persuasivo que pueden tener estas historias y que las acercan más al discurso panegírico (e incluso al sermón moral) que al historiográfico propiamente dicho. Un valor persuasivo que explicaría la inclusión de relatos ejemplares como argumentos inductivos y que a final de cuentas tal vez no se trate de una característica exclusiva de las historias religiosas, pero sí determinantes, aunque muchas historias de Indias de carácter profano devengan también con frecuencia en auténticas apologías o en panegíricos disfrazados, gracias sobre todo a su cercanía genérica con las relaciones de méritos y servicios.
Capítulo 4 Verdad religiosa y artificio literario El estilo y concepto de historia de fray Agustín Aquella afirmación de Eduardo Báez, editor del Tesoro escondido, cuando en una suerte de resumen o valoración general del documento decía que “el cronista, queriendo hacer historia, acabó narrando vidas religiosas y bosquejos de mística doctrina, detrás de la anécdota y el claroscuro de sus relatos, a medias difuminados por su imaginación” (Báez 1986: xxxii), debe ahora complementarse con la confirmación de que, en efecto, así fueron buena parte de las historias religiosas de la época: textos que, cuando en nuestra opinión debían contar una historia con cierto rigor, terminaban con frecuencia narrando mediante artificios propios de la ficción literaria. Y es que en verdad el Tesoro escondido es una historia escrita con un estilo muy amplificado, aunque el propio fray Agustín considere que el suyo es un estilo mesurado, como ha escrito en el prólogo: “la materia que trato es apacible, el estilo moderado, porque asuntos de este género no menos desdeñan el demasiado crespo que el demasiado tosco” (Tesoro escondido: “Al lector”, 6). No obstante, lo que menos se advierte es moderación en el estilo pues, por el contrario, su escritura es más bien coherente con una mínima preceptiva que en el mismo prólogo había escrito sobre la necesaria amplificatio que a su juicio debe acompañar y aderezar a toda historia: Porque la variedad de los sucesos suele ser el sainete de las historias y lo diverso de los casos lo que hace más gustosas las narraciones, ya que los argumentos de la mía no tienen tanto de éstos, porque los religiosos carmelitas parece se hacen a molde [...], para que en esta historia no se eche de menos la variedad gustosa que ceba a los entendidos, he procurado y procuraré tejerla con diferencia de trama, afectando con ella su hermosura y lisonjeando con la diversidad el gusto de los lectores. Para este fin iré por toda ella entretejiendo virtudes entre sucesos y fundaciones de casas con narraciones de casos, para que si lo historial nos agradare lo moral nos aproveche y mezclando lo dulce con lo útil le demos punto a todo (Tesoro escondido: II, 22, 1). El remate de esta cita, a todas luces horaciana, permite suponer algunas pretensiones eruditas en fray Agustín pues casi es, punto por punto, una traducción de los versos 343-344 de la Poética de Horacio: “omne tulit
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punctum qui miscuit utile dulci, / lectorem delectando pariterque monendo”;1 lo que resulta coherente, por lo demás, con el constante valor que el cronista otorga a la cultura clásica, como queda de manifiesto en los ejemplos que trae sobre la virtud para soportar injurias: “el que es diestro en gobernarlas [las pasiones del alma] se sube como Elías a los cielos y que al que le faltare esa destreza le echarán como a Faetonte desde esos cielos mismos” (I, 17, 7). Con todo, aunque fray Agustín escriba su historia con un estilo ampuloso, en reiteradas ocasiones debe insistir en la moderación de la amplificatio, pues considera que no siempre ella atiende al principio de utilidad que ha de regir toda historia: Por no dilatar demasiado los capítulos ni defraudar a los lectores de las materias que pueden aprovecharles, las iremos repartiendo con la destreza posible por el cuerpo de esta obra, pues ni es bien por resumirnos tronchar sucesos útiles, ni por hacer gran volumen brujulear en los que no los son (Tesoro escondido: II, 5, 1). De este modo, la utilidad y el gusto alternativamente son considerados fundamentales en la historia, aunque el estilo amplificado sea el que corresponde mejor con lo que efectivamente hace fray Agustín, pues en más de una ocasión los recursos del adorno retórico parecen predominar sobre la presentación de los hechos. Así, es posible advertir en el Tesoro escondido una suerte de tensión entre dos maneras de entender la escritura de la historia: una amplificada, a tono con el gusto de las historias religiosas, y otra austera como recomendaban los historiadores antiguos y los humanistas del siglo anterior; ello sale a luz, como se ha podido ver ya, si se busca un poco en las reflexiones que fray Agustín entrevera con frecuencia en la narración de los he-
1 Como se sabe, la autoridad de Horacio alcanzó gran nivel en el siglo XVII; autoridad sostenida desde la antigüedad que de ninguna manera había sido opacada por el redescubrimiento de la Poética de Aristóteles en 1498, gracias a la traducción latina de Giorgio Valla y gracias también a la edición del texto griego (por Aldo Manucio) publicada en Venecia en 1508 (sobre el lugar de Aristóteles y Horacio en la actualización del arte mimético clásico en los siglos XVI y XVII véase García Berrio 1977: 184-185). L’Art poétique de Boileau (1674) fue uno de los más importantes resultados de la poderosa influencia de Horacio en Europa durante ese siglo; y el célebre estudio de Menéndez Pelayo, Horacio en España (1877) da cuenta de las no pocas traducciones españolas de Horacio en esos años.
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chos, ejemplo sin duda de lo que Walter Mignolo llamaría “metatexto”, con que define aquellas afirmaciones mediante las cuales un escritor, un historiador en este caso, explica su actividad y los criterios que justifican la pertenencia del texto a cierta clase o género.2 No resulta difícil encontrar reflexiones de este tipo en fray Agustín porque se trata de un autor muy prolífico en justificaciones y explicaciones de su propia escritura, trayendo a colación definiciones de historia que le sostienen, como si fuese muy consciente de que ello es necesario, que una historia tan florida y, además, poblada de hechos sobrenaturales, requeriría ser justificada. Fray Agustín es muy consciente de los deberes que como historiador adquiere, de la necesidad de observar lo que llama “leyes de la historia”, mismas que le llevan a señalar con frecuencia principios que considera rectores de su actividad al tiempo en que expresa sus convicciones sobre el buen modo de escribirla. Son abundantes, en este sentido, las reflexiones en torno a las partes que han de constituir una historia, como la descripción que, aunque puede ser considerada necesaria en cualquier narración, para fray Agustín lo es particularmente en la histórica: “puesto que es obligación de los que escriben historias dar razón de los lugares de que ha de tratar su asunto” (Tesoro escondido: II, 1, 1). Antes, en el lugar “En que se da breve noticia de las provincias de la Nueva España”, con un ameno estilo había escrito, juzgué por ley de historia indispensable dar aquí alguna noticia de las tierras que navegan y para donde se embarcan, porque habiendo de ser como el teatro de sus hazañas y campo de sus peleas, es forzoso tratar de ellas en el cuerpo de este libro, pues ni se podrá dar paso sin conocer la tierra, y por tierra no conocida nos perderemos con facilidad. Fuera de que algunos autores que han hecho descripción de estas provincias, por haber escrito de ellas fuera de ellas, han hecho tan mal recibo a la verdad en el crédito humano, que ya las cosas de las Indias son tenidas por de allende y se creen muy pocas porque se imaginan muchas. Yo escribo aquí lo que veo y describo la tierra adonde escribo, aunque iré muy a lo breve por no salir de mi
Se trata de reflexiones que pueden sin duda aportar información sobre el dominio de objetos de que el texto da cuenta y sobre su articulación formal para dar cuenta de dicho dominio (narrar, describir, explicar, etc.), del mismo modo que hacen evidentes las estructuras discursivas o retóricas apropiadas al género en cuestión (Mignolo 1981: 358-402). 2
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asunto y diré solamente lo que obligan las leyes de historiador (Tesoro escondido: I, 7, 1). Pondera aquí fray Agustín, curiosamente, la virtud de la veracidad sobre la imaginación en la historia y toma posición en la disputa entre los historiadores que escriben de las Indias desde Europa y los que lo hacen desde América, como testigos de vista. En cuanto a la definición de historia, como se ha podido ver ya, el prólogo “Al lector” es rica fuente de afirmaciones reflexivas al respecto en las que es posible encontrar algunas claves para comprender el carácter de la historiografía carmelitana. El prólogo (y con él la obra) inicia con una definición que apunta los elementos fundamentales de la visión religiosa de la historia cuyos horizontes, como también se vio, no corresponden a una lectura del devenir humano sino a la de un plan divino trascendente: “Llamó a la Historia Nicetas Croniates [sic] trompeta del juicio y libro de la vida; esto porque en él se escriben las de los justos y aquello porque la historia les hace resucitar”. No debería sorprendernos que fray Agustín tome como autoridad a un historiador bizantino, prófugo de la Cuarta Cruzada como lo fue la propia Orden del Carmelo y que tal vez compartiera el exilio con los primeros ermitaños carmelitas. Nicetas Coniates nació en Conia a mediados del siglo XII y murió en 1216. Miembro de una familia prominente (hermano del arzobispo de Atenas Miguel Coniates), en un principio intentó hacer vida política, pero después de la caída de Constantinopla, en 1204, se refugió en Nicea y se dedicó a escribir. Su vida y su obra se encuentran de este modo vinculadas a la caída de San Cirilo y los problemas teológicos que la acompañaron: durante el reinado de Manuel Comneno y el gobierno de los patriarcas Constantino IV (1154-1157) y Lucas Crisobergos (1157-1169) hubo tres concilios de la Iglesia de Oriente (1156, 1157 y 1166) sobre el tema de la Trinidad y, particularmente, sobre el Espíritu Santo. Cirilo promovía el culto al Espíritu Santo, culto que estaría vinculado con la Iglesia latina y, por tanto, implicaría un acercamiento de facto entre ambas Iglesias, lo que fue visto como un peligro por las autoridades bizantinas; la consecuencia de estos diferendos fue el exilio de Cirilo, no se sabe si voluntario. Coniates da cuenta de estos conflictos teológicos en su Historia (VII, 5), una obra en 21 volúmenes en la que narra desde el reinado de Juan Comneno hasta el de Balduino; también escribió una obra de carácter teológico: el Thesaurus Orthodoxae Fidei, útil para conocer las herejías del siglo XII en la Iglesia griega, e incluso llegó a narrar en su historia algunos hechos de las conquistas aragonesas en Asia Menor (véase Agustí 2004).
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Con todo, el uso de Nicetas Coniates como autoridad por parte de fray Agustín resulta notable, pues si bien puede ser un autor conocido en la tradición bizantina no lo es tanto en la occidental, aunque se trata de un recurso de autoridad que ilustra poderosamente la filiación carmelita al pasado de la orden, vinculado a la Iglesia ortodoxa, y lo hace en un aspecto fundamental: su noción de historia. Porque puestos a buscar referencias de este autor bizantino encontraríamos un enorme vacío en la época entre autores de la Europa occidental; y qué decir de los autores contemporáneos, a no ser que las busquemos no entre historias sino entre novelas: por ejemplo, en Baudolino de Umberto Eco, se recordará que Nicetas Coniates resulta el segundo personaje en importancia, después precisamente de Baudolino, con quienes la novela se inicia, mostrando el segundo al primero sus bosquejos de memorias en una lengua extraña aunque presuntamente comprensible para italianos, franceses o españoles. Ahí Coniates, al calor de esta presentación, se permite una definición de historia que sorprendentemente no es otra que aquella con la que inicia fray Agustín la suya: “No hay historias sin sentido. Y yo soy uno de esos hombres que saben encontrarlo allá donde los demás no lo ven. Después de lo cual la historia se convierte en el libro de los vivos, como una trompeta brillante que hace resurgir de su sepulcro a los que son polvo desde hace siglos”.3 Esta definición de historia formulada por Coniates (y que sigue fray Agustín) presenta al menos dos cuestiones de singular importancia: en tanto texto, la historia se presenta como un registro, pero no del que se ha de aprender, sino al que es necesario temer, magistra vitae no porque enseñe a bien vivir a partir de las experiencias de los hombres pasados, sino porque muestra el único y estrecho camino que desde esta vida puede llevar al cielo, así como la imposibilidad de sustracción a la mirada de Dios; es decir, en tanto devenir, la historia no presenta un horizonte humano, no es teatro del mundo sino valle de lágrimas. Así, fray Agustín se propone contarnos una historia particular como parte de una historia universal concebida como plan divino de redención humana; y al amplificar luego esta definición, añade un nuevo sentido: “Hace la Historia que de sus sepulcros salgan los que cubre el polvo y resucita la memoria de ellos con escribir sus vidas. Así es, pero salen de las tumbas a ser juzgados de todos y en el teatro o tribunal de un libro reciben su sentencia” (Tesoro escondido: “Al
3 Eco (2001: 17-18). Evidentemente, el novelista italiano y fray Agustín abrevaron en la misma fuente, aunque con una diferencia de 300 años.
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lector”, 5). En otras palabras, la escritura de cada historia particular ha de ser un pequeño juicio capaz de sugerir una anticipación del Juicio Final. De este modo, en el concepto de historia de fray Agustín los horizontes de la historia humana quedan firmemente acotados al no dejar al hombre dispuesto ante un presente sobre el que pueda tener control, sino que le adjudica un papel predeterminado en un relato que ha iniciado con la Caída en el Paraíso y que terminará en el Juicio Final o “el fin de los tiempos”. Por ello, el sentido moral de la historia no queda establecido por su capacidad de ofrecer elementos de aprendizaje sobre la experiencia de los hombres pasados, sino que, junto con los profetas, el historiador religioso “believe that God’s judgement are executed in history. That confidence establishes the moral meaning of history”, como dice Niebuhr.4 Efectivamente, este sentido de la historia basado en la soberanía de Dios implica, como puede verse en el Tesoro escondido, una interpretación maniquea de los actos de los hombres, quienes se asimilan o se rebelan al plan divino de salvación (del mismo modo, tal vez, en el que fray Agustín se rebeló al plan de sus autoridades), donde la muerte y el infierno son las “naturales” consecuencias del mal. Así, la trompeta del juicio que es para fray Agustín toda historia, equivale de algún modo a la trompeta del séptimo ángel del Apocalipsis, y se corresponde también (como él mismo aclara) con la idea de que cada historia es un juicio parcial que anticipa aquél, pues una historia en tanto texto puede ser un juicio de particulares acontecimientos, pero la historia como devenir humano espera, sin duda, el Juicio Final.5 La idea del juicio es fértil en fray Agustín. El escritor de historias debe juzgar los hechos de los hombres midiéndolos con la vara de la eternidad divina, aunque sólo como temporal e imperfecto ejecutor del papel que en definitiva corresponde sólo a Dios; de ahí deriva un gran riesgo y una gran responsabilidad, aquella consistente en escribir sujeto al juicio divino a partir de un variable e imperfecto juicio humano: Todos los que las leen se hacen jueces de las vidas historiadas y cierto que se expone a mucho riesgo el que ha tan vario arbi-
Quien además reconoce que “only under the judgement of God do they recognize the universality of this human situation of sin and guilt” y que “a ‘last judgement’ stands at the end of all human achievements” (Niebuhr 1949: 124 y 126). 5 O, como dice Niebuhr, “there are provisional judgments upon evil in history; but all of them are imperfect, since the executors of judgments are tainted in both their discernments and their actions by the evil which they seek to overcome. History therefore awaits an ultimate judgement” (1949: 214). 4
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trio. Un juez señaló Dios a todo el mundo para el día de la cuenta y aquí es el mundo todo juez de un justo. Justo será que se haga juicio justo de las obras ajustadas y que para ese fin quien las escribe haga oficio de sabio relator (Tesoro escondido: “Al lector”, 5). Se trata de una interesante manera de usar el tópico de la falsa modestia, siguiendo la idea del juicio con un par de elementos tal vez originales: en primer lugar expone su propia obra al juicio del mundo, pues reconoce que su historia es, asimismo, un hecho histórico que será susceptible de censura o valoración; y, en segundo lugar, implícito en el primero pero de importancia singular, cada lector viene a ser también juez de lo historiado: “Esto me falta a mí con otras cosas en esta historia que escribo, y si el afecto pío no las suple no se hará juicio recto. Juez eres ¡oh, lector! de estas acciones; a tu juicio se remiten” (Tesoro escondido: “Al lector”, 5).6 En medio de esta singular captatio benevolentiae expone fray Agustín otra idea a la luz del valor moral de la historia, aquella bien conocida entre los historiadores que implicaba la necesidad de ser escrita por un vir bonus, un hombre sabio, virtuoso y capaz de garantizar la función edificante;7 sin embargo, el carmelita da aquí vuelta a la cuestión para proponer ciertamente una función moral, pero no del autor de la historia sino de su lector: “advierte que el juez para ser bueno ampara más que condena y más defiende que juzga. El verbo iudicare significa aun en la lengua sagrada conservar, defender, como Isaías lo dijo claramente. Iudicate pupillo, defendite viduam, y así, si has de ser juez hazte abogado de los que quieres juzgar” (Tesoro escondido: “Al lector”, 5). Es etimología un tanto rebuscada pero sostenida por la traducción latina de Isaías: “Discite benefacere quaerite iudicium subvenite opreso iudicate pupillo defendite viduam” [“Aprendan a hacer el bien, busquen juicio, restituyan al agravia-
6 Sobre la censura de la historia puede verse el valor que a esta le confiere Fox Morcillo, quien propone que “no dejemos al historiador la potestad de elegir los temas que narre, sino urjámosle para que no omita ni calle nada digno de contarse” (De historiae institutione. Dialogus. [1557] en Ocaña [ed. y tr.] 2000: 214). Por supuesto que aquí la primera persona plural de “dejemos” no incluiría, como en fray Agustín, a cualquier lector, pues el humanista Fox Morcillo pretendía que sólo el filósofo pudiera censurar los contenidos de la historia. 7 Se trata, en principio, de una virtud recomendada por Quintiliano a los oradores, recogida de Catón el Mayor: que todo orador sea un “vir bonus dicendi peritus” (Institutio oratoria: XII, 1,1).
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do, aboguen por el huérfano, amparen a la viuda”] (Isaías: 1, 17) donde, en efecto, el verbo iudicare toma, más que de juzgar, el sentido de abogar. En suma, se trata de una noción de historia con valor trascendente, vinculada a un plan divino dado e incuestionable, diferente sin duda del valor moral de una historia como la humanista que pretendía la enseñanza a partir sólo de la experiencia pasada, enseñanza que por supuesto precisaba una presentación de la misma ajustada a la verdad factual. La historia religiosa, desnuda de esa obligación, puesto que su enseñanza era más divina que humana y las experiencias de los hombres se limitarían a reproducir un guión preestablecido, no tendría problema alguno con la inclusión de elementos sobrenaturales o metafísicos. El mismo fray Agustín escribe en esa clave desde el inicio de su historia: “Antes que me mandaran escribirla me dijo un alma muy santa que Dios había diputado un ángel que cuidase de esta obra y me amparase a mí mientras la hacía”; previamente había afirmado que “si es trompeta del juicio toda historia a un ángel toca el tocarla, pues es el que la toca el que la escribe y un ángel debiera ser” (Tesoro escondido: “Al lector”, 5). Frente a esta virtud angélica que fray Agustín pretende para el historiador, conviene recordar que la idea de perfección tomaba entre los historiadores humanistas, en cambio, un cariz más bien profano y erudito: “Finalmente, ninguna cosa se puede saber, que no sea necesaria, al buen historiador y ninguna se puede ignorar que en parte y lugar no le haga falta”, como había escrito en 1556 Juan Páez de Castro en De las cosas necesarias para escribir historia.8 La afirmación de fray Agustín tiene, por lo demás, un cierto eco en lo que escribe Víctor Frankl sobre la identificación de la fama mundana con la gloria trascendente: “la ‘fama’ de los santos mártires tiene manifiestamente dos aspectos, uno terrenal-temporal y otro ultraterrenal-celeste, simbolizado por dos tipos de libros, el escrito por manos de hombres y el compuesto por manos angélicas” (Frankl 1963: 149). De este modo, frente a la función moral de la historia pretendida por los humanistas, sustentada en la enseñanza que se deriva del conocimiento preciso de los hechos pasados, fray Agustín propone una moral religiosa que resulta fuertemente maniquea por el concepto del pecado que la rige: “Ministra [la historia] sin duda ejemplar materia a todos para mejorar costumbres y el ver una ideas de virtud nos hace procurarla. Despierta eficazmente un libro de éstos del letargo de la culpa a los vivientes cadáveres
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Ed. de Eustasio Esteban en La Ciudad de Dios, 29 (s. f.), p. 29.
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que tan engañados duermen en la nociva sombra de sus gustos” (Tesoro escondido: “Al lector”, 6). Con todo, fray Agustín no puede ignorar la obligación del historiador por ser considerado verdadero, de modo que reiteradamente argumenta a favor de ello exponiendo razones que parecieran desmentir su gusto por lo sobrenatural: “Lo más de lo que aquí escribo son dichos de testigos oculares, los cuales precediendo precepto y juramento yo en persona averigüé discurriendo por todos estos reinos con suma legalidad”.9 Ciertamente lo sobrenatural no tendría por qué ser considerado ficción en una historia religiosa del siglo XVII, porque el concepto generalizado de verdad histórica en la época es más bien amplio, hasta cierto punto ambiguo y sin duda desprovisto aún de rigurosas pretensiones factuales. Sin embargo, resulta notable que el historiador carmelita ya no pueda ignorar (como tal vez lo hicieron sus antepasados medievales) las discusiones sobre la verdad histórica sostenidas un siglo atrás, de modo que debe muy bien cuidarse de autorizar su relato con procedimientos historiográficos o forenses, como quien cuida todos los detalles a fin de no dar lugar a la duda, por ejemplo mediante la valoración de sus fuentes: dice Nicolás de Lira lo siguiente (cuyas palabras por ser testigo abonado y sin sospecha quiero referir aquí): En estas provincias (y habla de las que conquistó Omar) había muchos cristianos religiosos en monasterios diversos que tenían a doscientos y trescientos monjes, los cuales viviendo en castidad perpetua juntaron con el lauro del martirio la azucena de su virginidad, porque la violenta espada hizo volar al cielo infinidad de monjes, y así cuentan sus historias que en este tiempo padecieron ciento y cuarenta y cuatro mil mártires, que todos eran vírgenes y son sin duda (según algunos quieren) aquellos que vio san Juan en pos del manso cordero.10
Tesoro escondido: “Al lector”, 6. En otro lugar también dice: “Para la averiguación de aqueste caso, por ser tan extraordinario, se hicieron gravísimas diligencias no sólo por parte de la religión sino también por la del Santo Oficio y con graves preceptos se pidió juramento de verdad a dicho religioso” (Tesoro escondido: II, 18, 143). Véase también en Frankl (1963) sobre el tópico de “lo visto y lo vivido” como principio de justificación de la escritura histórica entre los cronistas de Indias. 10 Tesoro escondido: I, 1, 5. Nicolás de Lira, franciscano nacido hacia 1270 y muerto en 1349, fue profesor de Teología en la Universidad de París y reconocido como hebraísta. No he encontrado el texto de donde tomaría fray Agustín el fragmento que cita. 9
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Las anotaciones entre paréntesis parecen indicar esta preocupación del historiador por ser considerado veraz o bien libre de toda imputación de falsedad, pues con ellas intenta también tomar distancia de una cierta interpretación bíblica de los hechos históricos que, sin embargo, sugiere como posible. También pretende fray Agustín abonar a su objetividad citando testigos presuntamente imparciales, como el “doctísimo abad espancheimense, que por no ser de la Orden será mejor oído en su alabanza y por haberle ganado su mucha ciencia tan gran lugar en la escuela de la erudición será su testimonio ajeno de calumnias”.11 Del mismo modo, cuando cita a fray Domingo de Gravina, contando cómo y para qué Felipe II envía a los carmelitas al África, concluye que “Hasta aquí este grave autor, tratando de estos venerables padres con cuyas palabras a la letra quise poner la corona a este capítulo, pues por su autoridad y por ser de fuera de la religión se estimará más su dicho” (Tesoro escondido: I, 4, 5). De hecho, termina el libro primero tratando precisamente sobre el valor del testimonio ajeno: después de citar a un autor (el editor dice que puede tratarse de José Prado) dice: “Hasta aquí es de este doctor, lo cual no sin empacho he referido [...] Pero quise dar fin con ellas a este libro para que no piense alguno que yo, en lo que he referido de perfección de esta casa, no he quedado en todo corto y que por dichos de extraños vean todos que es aqueste convento un paraíso” (Tesoro escondido: I, 24, 9). En otro lugar da testimonio textual de un testigo presencial probo. Se trata de un ejemplo donde un joven preso que blasfema y es derribado de una bofetada que le propina el Cristo de un crucifijo, que además mana sangre y habla, y que termina: “Hasta aquí es del confesor [el testimonio] cuyo nombre por justas causas callo, asegurando que es persona tal que merece todo el crédito” (Tesoro escondido: II, 16, 135). Como se ve, en la intención de probar la verdad de los relatos milagrosos y sobrenaturales muestra fray Agustín un celo singular, pues pretende a cada paso ofrecer pruebas de su veracidad: “Lo que de sus desperdicios [del tiempo] ha podido rescatar la diligencia de la memoria más anciana, que en una declaración jurada (que guardo en mi poder) tienen depuesto acerca de los primeros milagros de esta imagen” (Tesoro escondido: II, 1,
Tesoro escondido: I, 1, 8. Juan Trithemius (1462-1518), el abad “espancheimense” ya citado aquí, fue un benedictino particularmente afecto a la Orden del Carmen, que incluso escribió una obra titulada Carmelitas ilustres (impresa póstumamente en Florencia, 1593). 11
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4). Cita que, por lo demás, recuerda de nuevo al historiador Coniates de Umberto Eco, quien también concibe la historia como una labor de recolectores: “Pues entonces [dice a Baudolino] ya me contarás a mí lo que recuerdes. A mí me llegan fragmentos de hechos, retazos de acontecimientos, y yo saco de ellos una historia, entretejida de designio providencial” (Eco 2001: 17). El historiador recolecta hechos y de ese modo los salva del tiempo, como explica en otro lugar fray Agustín, hablando de un viejo libro que afortunadamente se conservaba protegido “de la voracidad sí, del tiempo, que se traga sus hechuras con insaciable gula, con ansia inexplicable, como nos lo advirtió la antigüedad y enseña la experiencia” (Tesoro escondido: I, 1, 8). Con todo, justo en el tema que menos podríamos esperar, dada la vocación contemplativa de la orden, fray Agustín se previene contra alguna presunción de falsedad en las visiones místicas que incluye en su historia, y se previene también contra la posibilidad de ser él mismo considerado demasiado crédulo: “Era novicio este padre y notablemente opuesto a creer revelaciones”, dice, comentando una visión de un ángel que tuvo el biografiado en turno, y agrega que el mismo religioso, un tanto obligado, se lo confió (Tesoro escondido: II, 7, 4). En un momento de esta reiterada justificación respecto a la verdad de sus testimonios, fray Agustín toma partido en la disputa entre los historiadores-conquistadores, que ostentaban el privilegio de su calidad de testigos de vista para escribir la historia de las Indias, frente a los historiadores letrados que escribían desde España; el autor del Tesoro escondido, siendo letrado se siente conquistador y toma partido al lado de Bernal Díaz de Castillo, como podría haberlo hecho al lado de Jiménez de Quesada frente a Jovio, al lado de Oviedo frente a Pedro Mártir de Anglería o al lado de Pedro Cieza de León o Agustín de Zárate frente a todos los que escribían de oídas o “leídas”; de modo que propone al autor de la Historia verdadera justamente como aval de su propia verdad, por ejemplo cuando narra cómo el primer convento carmelita de la Ciudad de México, el de San Sebastián, había sido edificado sobre las “casas de placer” de Moctezuma: “Bernal Díaz del Castillo (testigo tan abonado que no sólo lo vio sino que en ciento y diez y nueve batallas en que se halló peleando cuando fue conquistada aquesta tierra llegó a experimentar sus duros filos) dice que había en estas casas muchas salas de armería [...]” (I, 12, 2), y adelante lo cita textualmente: Y para que se conozca de lo que servían éstas y la deformidad de aquel lugar execrable, pondré las mismas palabras con que
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lo describe Castillo, pues tienen por padrino a su llaneza y por seguro su sinceridad: “Dejemos esto (dice) y vamos a otra gran casa de placer adonde tenían muchos ídolos y decían que eran sus dioses bravos, y con ellos muchos géneros de animales [...]”. Hasta aquí este soldado y escritor más verdadero que elegante y más valiente que retórico (Tesoro escondido: I, 12, 3). Fray Agustín ha citado aquí un fragmento del capítulo 41 de la Historia verdadera; es una cita puntual excepto en cuanto a la “casa de placer”, que Bernal sólo ha llamado “casa”, de acuerdo con la editio princeps (en la Imprenta del Reino, Madrid, 1632). Seguramente fray Agustín citaba aquí de memoria aunque no deja de resultar significativo el añadido, pues lleva a pensar que lo eclesiástico impone siempre algunas condiciones a la presentación de los hechos, que las historias escritas por religiosos tienen ciertos compromisos de interpretación que las alejarían sin duda del ideal humanista, porque en la historia de fray Agustín pareciera que efectivamente algunos hechos son necesariamente presentados desde una óptica particular, predispuestos para ilustrar una lectura religiosa de los sucesos. A ello parece obedecer el que tenga a los dioses prehispánicos por demonios, como en la descripción de la vieja ciudad: “llamada antiguamente Tenustitlan, por un tunal encima de una peña que hallaron en este sitio sus primeros fundadores, señal que les dio el demonio y que tomaron por armas” (I, 7, 25); o cuando llama “monjas” a las sacerdotisas mexicas: Entre otras cosas raras y admirables que aquí los indios tenían era un convento de monjas dedicadas al demonio que no ya vestales sino bestiales vírgenes eran el sacrificio de Plutón y las sacerdotisas del infierno [...] Lo horrible de las costumbres, lo monstruoso de las ceremonias, lo cruento de los ritos, lo sucio y abominable de los feos sacrificios y lo infernal y diabólico de estas monjas mexicanas, lo podrá ver quien gustase en los autores ya dichos, que yo sólo reparo en que vivían donde agora se hace casa para nuestras carmelitas (Tesoro escondido: V, 3, 3). Por supuesto que esta deformación de la realidad americana sería corriente también entre historiadores no religiosos; se trataría, en todo caso, de un producto posible del prejuicio cristiano. Sea como fuere, la preocupación por ser considerado veraz, en cuanto a la presentación de hechos sobrenaturales, lleva a fray Agustín incluso a manipular el tópico de la utilidad de la historia, fundamental en la preceptiva humanística, proponiéndolo como prueba de veracidad; verdadero malabarismo que consiste en decir que un
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hecho es verdadero porque es útil, no porque corresponda a la realidad, y que la utilidad es el fruto que tal hecho, traído a colación como ejemplo, pueda lograr en la predicación: “Tenga el primer lugar un caso horrible que en aquesta ciudad sucedió ya ha algunos años y cuyas noticias tengo yo muy ciertas por haberle predicado con bien notable fruto” (Tesoro escondido: II, 17, 4). Y es que en este punto la historia comulga con el ejemplo, no sólo la historia en su conjunto y su valor moral, sino las muchas digresiones ejemplares que la acompañan y apoyan; pues en el Tesoro escondido las digresiones abundan, ya sea en forma de biografías, milagros o casos ejemplares, y sobre todas las formas fray Agustín tiene algo que decir; respecto a las biografías, por ejemplo, escribe: “Ya que hemos tratado en los capítulos precedentes de la fundación de esta casa de la Puebla y de algunas de las cosas que la hacen venerable, es bien digamos agora de algunos de sus hijos, pues son en las historias religiosas la obligación más precisa y la que da mayor lustre a su nativo solar” (Tesoro escondido: II, 14, 1). Reconoce aquí el autor esta particularidad de las historias religiosas y reconoce también el fin panegírico de su historia y el valor demostrativo de las digresiones: dar lustre a la orden en las biografías de sus religiosos.12 En suma, el fin moral de la historia de fray Agustín es claro, no sólo porque con ella pretendía otorgar “ejemplar materia a todos para mejorar costumbres”, ni porque eficazmente despertara “del letargo de la culpa a los vivientes cadáveres”, como ha escrito en el prólogo “Al lector”, sino porque en el mismo Capítulo Provincial que le había concedido el nombramiento y la encomienda se consignaba dicha obligación: que escribiese la historia de la provincia “[...] para que apuntase y pusiese en orden las cosas más notables [...] las virtudes de muchos religiosos muy ejemplares [...] y otras materias convenientes a la mayor edificación y ejemplo”.13 De este modo, fray Agustín toma distancia de la moral humanista, pues su his-
Kristeller anota, comentando el cultivo de enseñanzas morales en diversos géneros practicado por los humanistas del XVI, que “the extensive biographical literature produced during the period is often animated by the desire to supply the reader with models worthy of imitation” (Kristeller 1965: 27). La consideración de Kristeller puede extenderse al uso edificante de las biografías en el siglo XVII, aunque, como se sabe, mientras los humanistas habían cultivado más la biografía secular, los religiosos volverían sobre la tradición hagiográfica medieval. 13 Tomado de Eduardo Báez que cita el “2º. Tomo de los Capítulos Provinciales” (Báez 1986: xiv). 12
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toria es conducida por un sentido maniqueo de la vida que no atiende tanto la posibilidad de aprendizaje sobre la experiencia ajena, como no sea para alejarse del pecado y buscar la salvación del alma, lo cual es un aprendizaje más de autoridad que deductivo. Ello finalmente tiene sentido en una concepción trascendente de la historia que impone un guión general a los actos humanos y al devenir de los pueblos; una narratio cuyo exordio es la expulsión del Paraíso y cuyo epílogo ha de ser el advenimiento del juicio de Dios, al final de los tiempos.
Verdad religiosa, leyenda e historiografía literaria Puede decirse que una de las características más singulares de la historia religiosa europea entre los siglos XVI-XVIII (herencia sin duda de una añeja tradición medieval) es la presencia de lo sobrenatural, del relato maravilloso o legendario tratado como historia verdadera. Es cierto que no se trata de una característica exclusiva de las historias religiosas, porque lo milagroso o mitológico recorre buena parte de la conciencia histórica de la época, pero sí de una circunstancia particularmente recurrente en este tipo de textos, misma que contrasta con la pretensión de verdad histórica que los humanistas buscaban hacer renacer desde ciertas convicciones historiográficas clásicas. El tema era importante lugar de debate en esos años, pues ponía en juego múltiples convicciones en pugna alrededor de la condición moral de la dicotomía verdad vs. mentira, misma que desde los discursos religiosos solía tomarse con un doble rasero: riguroso para la censura de la ficción literaria, permisiva para el reconocimiento de la maravilla cristiana como verdad histórica.14 De este modo, no faltaban intentos por establecer categorías dentro del universo de lo narrativo con el fin de encontrar el legítimo lugar de la historia frente a los diferentes tipos de narraciones de hechos pasados. Vives, por ejemplo, lo haría clasificando la naturaleza de los diferentes relatos por su causa teleológica y encontrando en ello la existencia de tres tipos de “historias”: las que sirven para explicar, que requieren veracidad y a las que llama propiamente historias; las que sirven para persuadir, que no precisan de veracidad, pero conviene que sean verosímiles y bien simuladas; y, por último, las que sólo sirven para deleitar, que
14 En otro lugar he tratado ya este punto, aunque referido a los ejemplos históricos de corte milagroso usados en una colección de pláticas del siglo XVII (Pérez 2011: 144-157).
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considera bastante libres y, por supuesto, intrascendentes.15 Con ello, Vives otorgaría a la historia el propósito didáctico más elevado, explicar, lo que exigiría veracidad empírica, mientras que a los discursos persuasivos les permitió la inserción de relatos verosímiles. Por lo demás, ya se ven aquí de nuevo las bases del argumento desdeñoso contra las historias religiosas: aquel que las vituperaba por su cercanía al sermón; aunque debe decirse que resulta perfectamente comprensible que Vives trate en su análisis de la historiografía y de la elocuencia sagrada simultáneamente pues, como se sabe, el planteamiento humanista de incorporar la poética y la historia al trivium hacía deducir los fundamentos conceptuales y los preceptos de ambas nuevas disciplinas desde la retórica. De este modo, a partir de esta doble referencialidad, se planteaban también los cimientos de una distinción de la historia frente a la retórica con base en el énfasis sobre lo verdadero, lo que Pedro de Rhua había dejado en claro cuando afirmó que “en esto difiere el orador del historiador: que el orador más procura decir lo verosímil y creíble que lo verdadero; pero el historiador sola la verdad desnuda pretende de escribir, sencilla, sin afeites ni sospecha de ellos” (Rhua: fols. 45r y 45v). De este modo, el concepto humanista de la historiografía intentaba ceñirse de la mejor manera a las consideraciones sobre la historia contenidas en las retóricas antiguas, sobre todo aquellas depositadas en los preceptos referidos a las particiones de la narratio y de la argumentatio, es decir, a las clasificaciones de los modos de exposición de la causa y de su defensa en los discursos persuasivos. Sin embargo, en el seno de la retórica clásica, el concepto de historia admitía una ambigüedad ya no posible en la propuesta historiográfica del humanismo, aquella curiosamente implícita en la propia definición ciceroniana de la historia y que rezaba “narración verdadera de hechos pasados” (De oratore: II, 36, 32), donde podría caber duda sobre si lo “verdadero” en la historia eran los hechos sucedidos o el informe que los organizaba. Por supuesto, ello daría pie a que no pocos historiadores españoles del siglo XVII, sobre todo religiosos, privilegiaran el estilo sobre el aporte de evidencias; es decir, considerarían que si el valor de verdad de una historia residía no sólo en la adecuación a los he-
“La narración destinada a explicar requiere veracidad; a ésta la llamamos historia. La destinada a persuadir, si queremos convencer de lo que se narra, conviene que sea probable [...] Pero si se la destina al deleite y al entretenimiento del espíritu, ésta goza de mayor permisividad” (Del arte de hablar: III, 10-12). Véanse también los comentarios de Karl Kohut a esta taxonomía de Vives (Kohut 1990). 15
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chos sino en un “estilo verdadero”, en cierta manera podría prescindirse de los hechos referidos, pues con cuidar dicho estilo sería suficiente. Ello no puede significar simplemente que la historia religiosa de la época sea sólo un cúmulo de mentiras sino, en todo caso, que su concepto de verdad tiene un fundamento diferente al humanístico; es decir, que para una comprensión cabal de la historiografía religiosa debería reconocerse que sus fundamentos son también hijos de una larga tradición asentada sobre todo en la Biblia y en los Padres de la Iglesia y, en el caso de la historiografía carmelitana, sus fundamentos deben encontrarse también en su propia tradición legendaria. Algunos historiadores religiosos del siglo XVII venidos a preceptistas, como el carmelita Jerónimo de San José, se encargarían de señalar este diferente concepto que sustentaba la historiografía religiosa partiendo de una definición de historia “en su más amplia y dilatada significación”, donde cabría “cualquier narración de algún suceso o cosa [...] ora sea verdadera o falsa” (Genio de la historia: V, 1-5). Con plena conciencia de la necesaria presencia de lo sobrenatural y lo legendario en las historias religiosas, fray Jerónimo proponía una jerarquía de las historias donde el primer lugar sería ocupado por lo que llamó “historia divina”, que sería por definición siempre verdadera, en el sentido de que no quedaba sujeta a las leyes físicas de comprobación de verdad simplemente por el hecho de que en ellas “no puede caber falsedad alguna”; en segundo lugar estarían las historias religiosas, en las cuales “como muy próximas a la divina, se contiene mucho de lo que más importa para la enseñanza de la virtud y gobierno de la vida temporal en orden a la eterna”. Finalmente, en oposición total a las teorías humanísticas (aunque sospecho que muy cerca de las de Aristóteles vertidas en su Poética) quedarían las historias profanas, a juicio del carmelita las más imperfectas.16 Como se ha dicho, esta suerte de resistencia de la historia religiosa frente a la verdad empírica puede resultar curiosamente opuesta a la relación verdad-ficción que es posible observar en la oratoria sagrada, donde la preceptiva censuraba recurrentemente el uso de la ficción profana como recurso ilustrativo aunque la práctica concreta de la predicación pareciera defenderse de esta censura preceptiva. Es decir, el punto de comparación para esta similitud historia-predicación implicaría también un doble valor del relato histórico, pues los milagros y hechos legendarios que en el cuerpo de
Genio de la historia: V, 1-5 y X, 5 (cito por la ed. de Higinio de Santa Teresa, Vitoria: El Carmen, 1957). Véase también el estudio que de esta obra hace Fontana Elboj (2002: 139-156). 16
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una historia religiosa podían ser tachados como falsos por los historiadores humanistas serían los mismos que las retóricas de esos años sugerían como ejemplos históricos a los predicadores, en lugar de las “nugas” y fábulas que venían a ser, esas sí, del todo mentirosas. Esto conduce sin duda a una interesante paradoja, radicada en el hecho de que mientras durante buena parte de la historia de la preceptiva retórica cristiana se venía exigiendo persistentemente el uso de la historia como fuente de relatos ejemplares, ya que ella era fuente de la mayor autorización moral, cuando llega la ocasión de discutir una definición y un método para la historia la mayoría de los historiadores religiosos, por el contrario, rechazaron el rigor de la noción clásica de verdad histórica que fortalecía justamente ese valor factual, pues excluía ciertos hechos que la tradición religiosa venía reputando como históricos a pesar de su carácter evidentemente maravilloso.17 Y es que en la historia religiosa lo maravilloso no resulta completamente ajeno, como bien puede mostrar el texto de fray Agustín, pues el relato de los hechos humanos tiene siempre un horizonte trascendente, subordinado a una estructura narrativa superior donde se adjudica al hombre, en tanto sujeto histórico, un lugar como personaje del relato ya iniciado con la caída del Paraíso y que terminará en el Juicio Final. Por ello, el sentido moral de la historia no queda establecido por su capacidad de otorgar elementos de aprendizaje sobre la experiencia de los hombres pasados, como pretendía la historiografía clásica y la humanística, sino que, como los profetas, el historiador religioso justifica el carácter moral de su visión de los acontecimientos como expresión del juicio de Dios (véase Niebuhr 1949: 124 y 126). Por supuesto, esta forma de justificación moral de la historia implica una interpretación maniquea de los actos de los hombres, quienes sólo pueden asimilarse o rebelarse al plan divino de salvación, donde la muerte y el infierno no son otra cosa que la consecuencia de la rebeldía y el mal; porque cada historia religiosa puede implicar un juicio parcial de los acontecimientos, de la mano del juicio de Dios, pero la historia como devenir humano espera sin duda el definitivo juicio divino al final de los tiempos. Es decir, desde este punto de vista, la historiografía religiosa es profundamente política, militante, colaboradora en la construcción de una visión de
17 En otro lugar he revisado ya el carácter histórico de los milagros y sus problemas de definición (Pérez 2008 y 2011).
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mundo capaz de propiciar el establecimiento de la ciudad de Dios sobre la tierra.18 De este modo, aun cuando las historias religiosas del siglo XVII fueron escritas justo cuando se comenzó a pensar, de nuevo, que las cosas del mundo eran gobernadas por leyes naturales, ellas permanecieron pobladas de hechos sobrenaturales y legendarios. Ello no significaba, sin embargo, que la palabra “natural” estuviese en las historias religiosas vacía de significado o desprovista de valor; por el contrario, en ellas se mantuvo viva la concepción de lo natural que durante la Edad Media se había fraguado: concepto que moralizaba la antigua idea de ley natural, no entendiéndola ahora como un estado de cosas verificable empíricamente sino entendiendo por “natural” aquello que “debe” suceder de acuerdo con el plan divino.19 Por ello, tal vez, las historias religiosas no sólo muestran que Dios puede controlar la naturaleza y la historia humana sino que, de hecho, lo hacen: actualizan esa soberana posibilidad justamente en la inclusión de milagros como hechos efectivamente históricos. Pero para que los milagros, los hechos sobrenaturales y los elementos legendarios o mitológicos que pueblan una historia religiosa como la de fray Agustín pudieran ser presentados como acontecimientos históricos, tenía que constituirse un relato sobre la base de un concepto de realidad por supuesto distinta al que podría surgir de la posibilidad de comprobación empírica; porque se trataba de hechos de carácter maravilloso que en principio debían ser interpretados en el marco de un discurso historiográfico factual aunque a partir de las posibilidades hermenéuticas adjudicadas al universo de lo espiritual. En este complejo procedimiento escritural es donde podemos encontrar elementos de carácter poético estructurando el discurso historiográfico en la crónica religiosa, pues el concepto de realidad que la sustenta podría ser formulado acudiendo tanto a las afirmaciones aristotélicas sobre la verdad contenidas en la Metafísica como a las que sobre la realidad incluye en su
La historia humana como escenario de la lucha entre el bien y el mal puede verse en el Nuevo Testamento (2 Cor. 10, 4-5) y en La ciudad de Dios de San Agustín (14, 28). 19 En Tomás de Aquino se advierte con qué fundamentos conceptuales se había moralizado el mundo físico cuando afirma que “la primera producción del cuerpo humano no pudo proceder de una virtud creada, sino inmediatamente de Dios” (Suma teológica: I q. 91, a. 2); de ahí que la ley natural se constituya así en un juicio moral que la razón comprende intuitivamente, o como deducción en sí misma evidente, no tanto porque implique verdades en sí mismas evidentes sino porque se asume que hay una “naturaleza humana”, moralizada, igual en todos los hombres y épocas. 18
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Poética. De acuerdo con las primeras, la verdad podría definirse simplemente como la conformidad de un juicio con la realidad a que este juicio se refiere: “La verdad y la falsedad no se dan, pues, en las cosas (como si lo bueno fuera verdadero y lo malo, inmediatamente falso) sino en el pensamiento”, dice Aristóteles, y en otro lugar: se ajusta a la verdad el que piensa que lo separado está separado y que lo junto está junto, y yerra aquel cuyo pensamiento está en contradicción con las cosas [...] Pues tú no eres blanco porque nosotros pensemos verdaderamente que eres blanco, sino que, porque tú eres blanco, nosotros, los que lo afirmamos, nos ajustamos a la verdad (Metafísica: IX, 10 [1051b]).20 Es decir, la verdad no resulta una cualidad intrínseca a las cosas sino un discurso o juicio sobre ellas hecho con base en una comparación con la realidad: un discurso es verdadero si se ajusta a la realidad, pero ¿qué viene a ser exactamente la realidad? Aristóteles mismo ofrece dos posibilidades, ahora en su Poética: que hay una realidad empírica, accesible a nuestros sentidos, y otra realidad metafísica o general, accesible sólo a las cualidades superiores del alma; allí mismo concedería el estagirita a la historia la función de dar cuenta de la primera de estas dos clases de realidades, es decir, la realidad empírica, y a la poesía la capacidad de expresar las verdades trascendentes: Y también resulta claro por lo expuesto que no corresponde al poeta decir lo que ha sucedido, sino lo que podría suceder, esto es, lo posible según la verosimilitud o la necesidad. En efecto, el historiador y el poeta no se diferencian por decir las cosas en verso o en prosa (pues sería posible versificar las obras de Herodoto, y no sería menos historia en verso que en prosa); la diferencia está en que uno dice lo que ha sucedido, y el otro, lo que podría suceder. Por esto también la poesía es más filosófica y elevada que la historia; pues la poesía dice más bien lo general, y la historia, lo particular (Poética: 1451ª, 38-47).21 Tal vez el mismo Aristóteles se sorprendería si hubiese conocido este género de historias que podrían ser llamadas poéticas o literarias, en razón de que fundan su verdad en una realidad trascendente.
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Cito por la traducción de V. García Yebra (Madrid: Gredos, 1990). Cito por la traducción V. García Yebra (Madrid: Gredos, 1974).
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Ejemplo sobrenatural y retórica de la ficción en la historia religiosa La búsqueda de elementos literarios en la prosa historiográfica ha venido incrementándose a partir de los estudios de Hayden White Metahistory (1973) y Tropics of discourse (1978), y de Paul Ricoeur Temps et récit (1974), en los que se ha intentado por un lado cuestionar el ideal de objetividad de la historia y, por otro, apuntalar una consideración literaria de los textos históricos con base en el supuesto de que todo relato histórico es, finalmente, un artificio textual de representación; es decir, que incluye la construcción de un efecto de realidad. Estos autores han partido de la convicción de que el relato histórico se limita a hacer inteligible el devenir, al punto de que es posible imaginar, dice White parafraseando a Nietzsche, “un relato perfectamente verdadero de una serie de acontecimientos pasados que, sin embargo, no contenga un solo hecho específicamente histórico”,22 o bien, como concluyó Ricoeur, la escritura de una crónica puede ser finalmente más poética que científica en virtud de que el discurso historiográfico es más “tropológico” que lógico. Con base en estas premisas se ha intentado determinar pues el carácter literario (e incluso un presunto carácter ficcional) de la crónica de Indias, aunque a mi juicio con ciertos excesos, pues en estos análisis se ha venido pasando por alto el necesario estudio de las preceptivas historiográficas de los siglos XVI y XVII, que muy bien podrían aclarar las causas de no pocos procedimientos textuales o descriptivos que nos pueden parecer literarios. Así, Enrique Pupo-Walker escribe, por ejemplo, que en El Carnero23 y los Comentarios reales24 “la ficción es ahora la unidad que resume y ordena imaginativamente el espacio historiable” (Pupo-Walker 1982: 154), afirmación sin duda sugerente aunque no parece tomar en cuenta que lo que llama “ficcionalización” podría no ser otra cosa que la presencia de textos ejemplares como pruebas inductivas en discursos de corte historiográfico,
En la traducción que Verónica Tozzi y Nicolás Lavagnino hacen de Tropics of discourse y Figural realism (1999) y que titularon El texto histórico como artefacto literario (Tozzi y Lavagnino 2003: 48). 23 José Rodríguez Freyle, Conquista y descubrimiento del Nuevo Reino de Granada (El Carnero), escrita entre 1638 y 1639, aunque no impresa hasta 1859. 24 La Primera parte de los comentarios reales que tratan del origen de los yncas, reyes que fueron del Perú, de su idolatría, leyes, y govierno de paz y en guerra [...], de Garcilaso de la Vega (“El Inca”), fue impresa en Lisboa en 1609. 22
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lo cual resultaría perfectamente aceptable bajo el concepto moral de historia vigente en aquellos años. Por su parte, el hecho de encontrar en el Diario de Colón algunos elementos que considera de carácter ficcional hace a Antonio Carreño hablar de una “vacilación” en los modos de contar la historia por parte de los cronistas de Indias, puesto que pretenden ser veraces sin serlo definitivamente (Carreño 1993: 258). Sin embargo, también aquí encontramos una aproximación sólo posible si se prescinde de la necesaria contextualización que aportaría la reflexión historiográfica de la época, en la que efectivamente se incluía la posibilidad del relato verosímil cumpliendo diversos fines argumentales y persuasivos en el texto de la historia. Lo que sí es posible observar a partir de estas obras es cierta ambigüedad, pero en la relación entre preceptiva y práctica historiográfica en las obras del siglo XVII. Por ejemplo, Pedro Simón, en su Primera parte de las noticias historiales de las conquistas de Tierra Firme en las Indias occidentales (ca. 1627), escribe que “La historia para serlo verdadera y propia, no ha de ser de cosas naturales, sino contingentes, que pudiendo y no pudiendo suceder, sucedieron”.25 Sánchez Alonso considera algunas causas para explicar este carácter ambiguo, sobre todo en las historias religiosas: “Sólo el tejido de intereses locales creados y el temor de que la negación pudiese dañar a los sentimientos religiosos del pueblo, explica que las ficciones se mantuviesen tanto tiempo” (Sánchez Alonso 1944: 161); probablemente haya sido así, aunque convendría hacer aquí alguna distinción entre la falsificación histórica propiamente dicha (como la falsificación de las genealogías, tan común también en la época) y las ficciones probatorias o ejemplares que sustentarían la función moral de la historia. En realidad, siguiendo los pasos de White y Ricoeur, las pruebas que estos estudios han aportado para acreditar el carácter literario de las historias barrocas americanas se limitan a cuestiones propias del ornato, pues se pondera sobre todo la profusa presencia en ellas de amplificaciones y figuras retóricas de diverso signo como muestra de que se trata de discursos figurados, es decir, “más tropológicos que lógicos”, como hace James Ray Green Jr. al estudiar la Historia verdadera de Bernal Díaz del Castillo, en la que sólo encuentra, en términos retóricos, amplificatio, es decir, sólo observa desde el valor elocutivo del discurso (Green 1986: 645-651).
25
Cito por Maravall (1975: 340).
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En todo caso, como he escrito en otro sitio (Pérez 2011: 160), si con base en estos razonamientos, si sólo por su valor ornamental hubiera de buscarse la clase de historias americanas más cercanas a la literatura se tendría que reconocer que, en efecto, las historias religiosas pueden ser más poéticas que las escritas bajo las preceptos de los tratados humanísticos de la historia; pues aunque Bernal Díaz del Castillo pueda incluir en su obra metáforas o comparaciones (aun con tiempos y espacios ficcionales como los del Amadís),26 su intención de verdad empírica seguiría vigente, tanto como la había expresado con claridad en el título de su obra, lo mismo que la búsqueda de un estilo austero acorde con la presentación desnuda de los hechos. Ello no sucede en la gran mayoría de las crónicas religiosas, cuya cercanía al sermón y sus amplios recursos persuasivos las distinguen con claridad de cualquier otro tipo de historias en la época, porque aun cuando en todas puede haber lenguaje figurado, en las religiosas puede darse una verdadera explosión de colores retóricos del más variado signo. En el Tesoro escondido de fray Agustín, efectivamente, los abundantes juegos de palabras y florilegios que acompañan el relato propiamente histórico permiten un verdadero deleite poético, como el que es posible encontrar en la lectura de las intenciones que han traído al autor a contar el prodigio de unas manos que han sido estampadas sobre piezas de madera, con fuego sobrenatural, por un par de almas en pena; dice el historiador que le “pareció poner aquí su historia para reparo del mundo y para confusión de los herejes que andan palpando en medio de la luz. Quizá con aquestas manos daremos la mano a alguno para que en su ceguedad encuentre mejor vereda”. Y continua con el juego al cerrar el primer exemplum e introducir el segundo, diciendo en correspondencia de ésta se ve otra mano a la entrada de esta capilla, cuya historia también se da la mano con la que hemos referido y así habremos de contarla, para que de mano en mano vaya la devoción más fervorosa y se comunique a todos la de las ánimas santas que tan sin mano están para valerse y tanto necesitan de la nuestra para salir de aquel lago [el purgatorio] (Tesoro escondido: II, 13, 1 y 5).
Historia verdadera (LXXXVII, 20-23): “Y desde que vimos tantas ciudades y villas pobladas en el agua, y en tierra firme otras grandes poblaciones, y aquella calzada tan derecha y por nivel como iba a México, nos quedamos admirados y decíamos que parecía a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís”. 26
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Además del claro propósito persuasivo, la conciencia y pretensión de divertimento parecen aquí mayores que el intento desnudo de contar un hecho, como ocurre también con el frecuente uso de ciertas imágenes pueriles que podrían abonar a la reputación de ingenua sensibilidad de estos escritores (y lectores) conventuales. Así, al escribir sobre una astillita de la misteriosa cruz que habían encontrado los españoles en Huatulco, guardada como reliquia en el convento de Puebla, se afana fray Agustín en mostrar algunos de sus prodigios, como el hecho de ser incombustible, pues si cuando la cruz completa no se había dejado quemar por el pirata Francis Drake, en una de sus incursiones a las costas del Pacífico novohispano, ahora así reducida tampoco era materia consumible, pues en alguna ocasión esta astilla guardada en el relicario fue echada a una hoguera por descuido y, de inmediato, “dio tres saltos la astillita y se salió del fuego” (Tesoro escondido: II, 12, 7). Hay también algunas comparaciones poéticas que dan la nota lírica a esta historia carmelita, como la siguiente: “Son los varones justos como estrellas que dan luces a las almas y los libros que tratan de sus vidas unos pedazos de cielo [...] y así es bien que en el cuerpo de esta obra se esparzan ejemplares de virtud para que le ilustren todo y sea ver un cielo luminoso aqueste libro” (Tesoro escondido: II, 14, 1). No tendrían por qué extrañar estas habilidades poéticas en un fraile carmelita, pues ya Silverio de Santa Teresa nos informa que, durante la primera mitad del siglo XVII, habían florecido como nunca los estudios retóricos y poéticos en la orden, cuyos frutos serían hombres tan doctos como Jerónimo de San José, quien en su Historia del Carmen Descalzo habría informado que “los ejercicios de letras son muchos y bien ordenados. Después de sus lecciones tienen cada día conferencia, y cada ocho días conclusiones, que duran siempre tres horas” (Historia del Carmen Descalzo: I, 14, 7).27 En definitiva, no son pocas las muestras de grandes dotes literarias que en su historia ofrece fray Agustín de la Madre de Dios, un historiador que excede por sistema la mera exposición histórica o bien la enriquece sabrosamente con breves explosiones de subjetividad, como corresponde al carisma contemplativo de la Orden del Carmelo: “Al entrar por el convento le pareció que sentía en aquel silencio una divinidad esparcida por el sitio, que suspendiendo las potencias llamaba para sí al alma” (Tesoro escondido: II, 3, 87). En otros lugares, incluso, los mismos relatos derivan con una
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Cit. por Silverio de Santa Teresa (1940: X, 66).
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facilidad notable hacia narraciones con guiños novelescos, como cuando describe las razones que tendría Felipe II para ordenar la expedición de Sebastián Vizcaíno a California, hacia 1602, e incluye para ello la mención de un mítico papel que alertaba del misterioso cuanto peligroso paso por el estrecho de Anián: andando un día revolviendo los papeles de más secretas noticias que le dejó su padre, encontró una información de ciertos extranjeros en que le daban noticia que surcando ellos el golfo septentrional cerca de Terranova [...] habían sido acometidos de una furiosa tormenta llevados de la cual, sin poderse valer de velas ni timones, corrieron muchos días el campo de las aguas hecho montes y siendo así que cuando empezó la tormenta se hallaban en el norte [y] cuando se sosegó el tiempo se vieron traspasados al Mar del Sur (Tesoro escondido: III, 22, 2). Narrando la misma expedición de Vizcaíno incluye luego el relato de una suerte de batalla marítima entre Dios y el diablo, manipulando los elementos a favor o en contra del navegante; narración que recuerda algún episodio de la Odisea, con sus dioses pugnando unos contra otros y contra Ulises: Apenas los dos navíos se engolfaron en la mar cuando sobrevino furioso el contrario del viaje soplando el viento noroeste excitado sin duda de furias infernales; mas alentados los pilotos de los religiosos nuestros instaron en proseguir contra tanta resistencia y así barloventeando por la volina [sic] se encaraban contra el viento, pensando que su fragata venía en sus alcances [...] Sopló después algún viento obedeciendo aquél a quien mares y viento obedecen, pero el demonio, moviendo las corrientes contra el viento hacía que cuanto con este andaban tornasen a desandar con la corriente furiosa, cosa que a todos causó admiración porque en calmando el viento cesaban las corrientes y en corriendo el viento corrían ellas, siendo así que las corrientes eran contra el mismo viento y debiera estorbarles su arrebatado curso y no excitar contra sí las sosegadas olas (Tesoro escondido: III, 22, 3). Finalmente, a un lector contemporáneo también podrían parecer novelescos el relato y descripciones de realidades en principio desconocidas por los europeos, pues el cronista debe acudir al amparo de la imaginación para dar forma a aquello para lo que la información resultaba insuficiente.
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Así sucede en ese mismo relato de las cosas de California (a la que por cierto le atribuye una enorme extensión geográfica, acorde con la cartografía de la época: desde el cabo San Lucas hasta el estrecho de Anián), donde la narración de los trabajos del viaje por mar son los más significativos, pues cosas y seres son investidos de valores humanos para su explicación y presentación a ojos europeos; por ejemplo, cuando se detiene en la descripción de las virtudes de los alcatraces llega a decir que se trata de aves “muy amigables, socorridas y piadosas” (Tesoro escondido: III, 22, 3), o cuando describe animales monstruosos (como una enorme manta que casi arrastra un navío) o seres humanos de características insospechadas en aquellas tierras (como algunos indios de cabellos rubios); también da noticia de gentes “políticas”, con cierto halo legendario, apoyándose con un testigo fuerte: el relato, dice, que unos indios que los exploradores de Nuevo México encontraron: por señas decían que la tierra adentro había gente vestida, política y armada con arcabuces y espadas como lo estaban los nuestros, y que tenían ellos comercio con dichas gentes a quienes proveían de pescado de toda aquella costa. Esta gente que decían le han descubierto otros porque el capitán Jerónimo Márquez, persona muy calificada y digna de todo crédito y de los que más corrieron todas aquestas tierras por hacia el Nuevo México, en una entrada que hizo con el gobernador don Juan de Oñate28 descubrió con los demás los pueblos de Maqui, que están en altura de treinta y siete grados, los del río del Tizón y aquellos a quien llamaron de la Amazona porque reinaba en ellos una india de proporción gigantea y belicosa mucho. Aquellos grandes pueblos que reconocen vasallaje al rey coronado con corona de oro, que son de infinita gente y sacan mucho deste metal de la laguna del oro, y otros infinitos pueblos que van corriendo hasta el reino de Quivira y estrecho de Anián, cuya gente es política como nuestros españoles, rica, vestida y tal que fuera dicha reducirlos a la fe y tenerlos nues-
Nació c. 1550 en Zacatecas, México, y murió en Sevilla en 1626. Hijo del conquistador Cristóbal de Oñate, fue el gran explorador y colonizador de Nuevo México; a partir de ahí buscó y encontró el mítico reino de Quivira (que así había llamado Vázquez de Coronado las tierras de los indios wichita, en los territorios del actual estado de Kansas), aunque no encontró las riquezas que acompañaban el mito. 28
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tro rey insertos en su corona, como se pretendió en este descubrimiento según dejamos dicho (Tesoro escondido: III, 22, 3). Con todo, no resulta sencillo afirmar el carácter literario de este o de cualquier texto histórico sólo en virtud de la presencia de elementos aparentemente imaginados o del uso de lenguaje figurado, pues ello constituye un razonamiento a la postre limitado que obligaría a reconocer que casi todo el discurso humano vendría a ser literario, en razón de que las figuras retóricas son de uso corriente aun en el discurso científico y mucho más, por supuesto, en el coloquial. Por ello resulta necesario distinguir entre lo literario y lo ficcional, en cuanto a la construcción textual, pues aun cuando la función de un texto histórico puede ser considerada más estética que descriptiva, de ahí no se deriva necesariamente su carácter ficcional, como pretende Pupo-Walker. Las ya traídas reflexiones de fray Jerónimo de San José nos ofrecen elementos para comprender esta ambigüedad esencial de la historiografía religiosa, pues el carmelita aragonés habla de una doble noción de verdad histórica: una verdad de palabra y una verdad de hecho; es decir, aprovecha con cierto ingenio aquel precepto aristotélico que recomendaba la adecuación de las palabras a los hechos como criterio de verdad. Desde esta perspectiva, no sólo los hechos deberían ser verdaderos, sino también las palabras con que se exponen, de donde fray Jerónimo concluye con cierto abuso que lo verdadero bien puede construirse sólo con atención a las palabras: “debemos tener por verdaderos a todos los historiadores que escriben lo que entendían era verdad, aunque no lo fuese” (Mignolo 1981: 371). En este sentido, resultaría más exacto hablar de estilo literario que de carácter ficcional en la historiografía religiosa; pues aunque la ficción tenga lugar en ella ésta no sería demostrable sólo con la presencia del exacerbado ornato o de los referentes literarios (incluso ni siquiera atendiendo al sui generis concepto de verdad que en ellas se cultiva) porque a su modo estas historias no dejan de ser “verdaderas”. Por el contrario, sí podría demostrarse y justificarse el uso de la ficción, sobre todo en la crónica religiosa, mediante la consideración del enorme valor moral que cobran estas historias y que justifica la presencia en ellas de argumentaciones inductivas consistentes en la inserción de relatos ejemplares; pues los ejemplos no precisarían del mismo compromiso con la verdad histórica que podría tener la narratio mayor de la crónica, pues que su fin es sólo ilustrar un aspecto moral en particular. Ya Catherine Poupeney, buscando un modo de mostrar el carácter ficcional de las crónicas de Indias, propone la observación de cinco procesos de “ficcionali-
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zación”: del hablante, del destinatario, del espacio, los juegos de temporalidad y “el valor de ejemplo —justificación moral de la escritura— del relato de los eventos” (Poupeney 1991: 510). Desafortunadamente, pareciera que estos procesos corren el riesgo de diluirse en la mera constatación de la unidad de toda narración, histórica o ficticia, en torno a las técnicas desarrolladas para la narratio de los discursos persuasivos; no obstante, el último proceso indica a mi juicio una dirección adecuada. Efectivamente, resulta hasta cierto punto fácil encontrar relatos ejemplares intercalados con la narración mayor en las historias religiosas de la época, como el cuento que entresaca José Juan Arrom de “una vetusta crónica de la Orden de San Agustín en el Perú”,29 sobre el cual se ocupa en describir cómo la vida cotidiana, según él, va haciéndose literatura: el autor presta oídos a estas nuevas habladurías de claustro y refectorio. Las ficcionaliza refiriendo lances que no ha visto y diálogos que no ha escuchado. Las enriquece con pormenores descriptivos y rasgos psicológicos. Las encadena en un argumento que lógicamente progresa hasta culminar en escenas de implacable justicia. Procede así a transformar el chisme en caso, el caso en cuento y el cuento en sombría materia ejemplar (Arrom 1978: 79 y 93). Pupo-Walker dice al respecto que “la concepción literaria más refinada [...] se logró en los Comentarios reales del Inca Garcilaso. [ya que] Su relato en torno a ‘El naufragio de Pedro Serrano’ es en todos los órdenes, una estructura narrativa que trasciende las restricciones impuestas por el marco histórico” (Pupo-Walker 1982: 56). Sin embargo, tales “restricciones” serían comprensibles (y coherentes para la historia religiosa) si se considera que dichos relatos se insertan en el cuerpo de la crónica con base en las formas de la argumentación inductiva, y que se escriben con base en los modelos del relato ejemplar. Tal vez las “restricciones impuestas por el marco histórico” a que alude Pupo-Walker no son en realidad propias de la época, o bien están aun en formación, pues por la cercanía estructural dicha de historias religiosas y sermones, en tanto textos de carácter persuasivo, cabía la inclusión de relatos “literarios” como ejemplos dilatadores del discurso; es decir, como elementos de prueba y ornato.
Cuyos autores fueron Antonio de la Calancha (1584-1654), quien llegó a publicar dos tomos (Barcelona, 1638 y Lima, 1653); y Bernardo Torres, que la continuó y publicó un tercer tomo (Lima, 1657) en el que se encuentra el cuento en cuestión. 29
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Si un milagro es en esencia un hecho contrario a la naturaleza y a la razón, y su verdad resulta en definitiva distinta de la verdad empírica, como argumentaba el obispo de Mondoñedo (Cartas de Rhua: fols. 45v y 45r), difícilmente se podría justificar el esfuerzo del historiador encaminado precisamente a explicar dichos hechos o, al menos, a hacerlos coherentes con el sentido empírico de realidad; porque si se acepta que el punto de partida de la verdad de los milagros es la omnipotencia de Dios, su conocimiento supondría la superioridad de la fe sobre la razón y haría el uso de esta última innecesario.30 Esto resulta, como se ha dicho, en una contradicción, ya que estando la verdad de los milagros fuera de la razón humana no podría en definitiva ser explicada por medios racionales. Pero el intento existe en las historias religiosas del siglo XVII, donde es posible encontrar una constante operación literaria dirigida a hacer verosímil el relato sobrenatural o de raigambre mitológica, tal es el caso del extenso episodio que integra fray Agustín a su historia sobre el origen y los milagros de una reliquia mayor que se encontraba en el convento carmelita de Puebla: la ya referida astilla de “la cruz de Guatulco” (Tesoro escondido: II, 12, passim). Los habitantes de Huatulco, en las costas del actual estado de Guerrero, habían sorprendido a los primeros españoles llegados ahí al mostrarles una misteriosa cruz de gran tamaño clavada en la playa; era pues una cruz precolombina cuyo origen los propios indios ignoraban. La poderosa imaginación de fray Agustín, y su muy carmelitana propensión a la antigüedad, le atribuyeron al madero un origen por demás noble y antiguo, sin duda retomando diversas tradiciones al respecto; y, aunque sin asegurarlo del todo, el historiador da por buena una vieja tradición según la cual la cruz de Cristo había sido hecha de un árbol del Paraíso. Hacer creíble una historia tan antigua y oscura pasaba por crear un argumento verosímil apostando por textos y tradiciones diversas, además de salvar obstáculos cronológicos tan evidentes como la sobrevivencia al Diluvio. El relato dice que Sem habría sacado tres varitas de dicho árbol para rescatar su semilla en el Arca, una de las cuales sería antepasada ilustre de la cruz de Cristo, por ello se pregunta fray Agustín porqué no de otra de ellas podría haber salido la cruz de Huatulco. Y luego cita su fuente:
O, como dice Niebuhr (1949: 148): “Christ can not be known as the revelation of God except by faith and repentance; but a faith not quite sure of itself always hopes to suppress its scepticism by establishing the revelatory depth of a fact through its miraculous character. This type of miracle is in opposition to the true faith”. 30
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Si merece algún crédito esta historia por el autor que lo afirma [Gregorio Nacianceno] me pusiera yo a pensar si de aquellas tres varitas nació también el árbol prodigioso que fue la cruz de Guatulco, pues en madera y milagros parece hermana de la del Señor. Y parece que nos confirma con esto mismo lo que estos y otros testigos afirman en sus dichos [...] como también lo han testificado muchos carpinteros de rivera que le han visto (Tesoro escondido: II, 12, 1). Que la cruz de Cristo desciende de un árbol del Paraíso lo afirmaba pues ya “fray Gregorio Nacianceno”, Padre de la Iglesia tanto en la tradición griega como en la latina y que sin más se convierte para fray Agustín en ilustre carmelita. Es decir, se trata de una presunción muy bien autorizada que, sin embargo, hace decir a la autoridad algo que en verdad no ha sido dicho. Pero no es éste el único entramado de testimonios, relato histórico y mito que arma este imaginativo historiador carmelita para hacer verosímil este relato, pues para llenar el vacío de información que implicaría aceptar sin más que la cruz de Huatulco es “hermana” de la de Cristo, debe suponer un modo en que aquella llegaría a tierras americanas, y lo logra argumentando que fue Santo Tomás quien la habría traído, lo que implicaba echar mano de otra tradición mitológica, asentada en cierta historiografía americana en la que se aseguraba justamente que el discípulo de Jesús ya había predicado en tierras americanas, “que en tiempo de los apóstoles se predicase la doctrina evangélica en estas partes, tiene tantos fundamentos para su apoyo, que muchos prudentes juicios lo tienen por muy probable” (Tesoro escondido: II, 12, 2), y se apoya para esto en José de Acosta, Esteban de Salazar y Juan de Torquemada, entre otros. Resulta curioso cómo trae a colación, en este sentido, el Evangelio de San Marcos (16: 15-18), ajustando a este propósito aquello de predicar la Buena Nueva a todo el mundo: “Luego, si en todo el mundo se predicó, también en aquestas tierras que son partes tan principales del orbe, que son más de la mitad. Y que entonces estuviesen o no descubiertas para los europeos hace al intento muy poco, pues a Dios y a los ángeles no hay parte en el mundo oculta”. Además, como prueba de ello trae a colación la presencia de dioses blancos y barbados en los panteones indígenas prehispánicos, como Quetzalcóatl en el altiplano mexicano, Cuculcán en el área maya (para lo que se apoya en Bartolomé de las Casas y López de Gómara) o Viracocha en Perú (citando la Florida del Inca Garcilaso). Luego, incluye un razonamiento que hace coherentes las citas dispersas:
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“y así supuesto que todo aquello es una costa seguida, el mismo u otro que llevó la de Carabuco y las demás que hemos dicho, es verosímil que también lo haría a la de que tratamos” (Tesoro escondido: II, 12, 5). Esta búsqueda constante de verosimilitud en historias tan llenas de elementos sobrenaturales o mitológicos aproximan el relato historiográfico a lo que Wayne C. Booth ha llamado “retórica de la ficción”, pues el modo en que un acontecimiento debe remitir a la existencia de una realidad metafísica, es decir, a una estructura narrativa superior, supone el uso de modos de narrar que han sido reconocido como propios de la ficción literaria. Porque este historiador religioso articula con frecuencia un modo de presentación de los hechos que podría corresponder a la “autoridad artificial” que Booth atribuye a la ficción desde sus épocas primitivas; una autoridad fundada en el hecho de que los narradores de ficción ofrecen información no comprobable que sólo por el artificio del autor y la obligada legitimidad de la forma de realidad a que alude puede ser considerada verdadera.31 La imposición del juicio del narrador sobre el relato se logra, según Booth, mediante la aplicación de un criterio de selección de los elementos del mismo, lo que efectivamente sucede en las historias religiosas donde sin duda se ejerce una selección narrativa; porque no se cuenta sino lo que sirve para lograr el mayor efecto patético a fin de que la persuasión sea aceptada de un modo más efectivo, ya que se busca aquí más el movere que el delectare, de modo que se suele prescindir de contar exhaustivamente lo que la rigurosa cronología exigiría. Es decir, el historiador religioso instrumenta un control narrativo con propósitos morales: control de los elementos del discurso y control de la recepción del mismo. Por ejemplo, cuando fray Agustín cuenta el espeluznante caso de un usurero muerto y enterrado en una iglesia que, volviendo a la vida cada noche para lamentar su vida y su muerte, obliga a que el hijo, a fin de evitar la deshonra (propia y de la familia), arroje el cuerpo del padre a un barranco; aquí fray Agustín hace una notable interpelación a los lectores para guiar la presentación de los tenebrosos hechos:
Por ejemplo, dice Booth, cuando el narrador del libro de Job emite juicios sobre el personaje Job, éstos resultan imposibles de ser sustentados en un plano de realidad empírica: “How do we know that Job sinned not? Who is to pronounce on such a question? Only God himself could know with certainty whether Job charged God foolishly. Yet the author pronounces judgment, and we accept his judgment without question”, dice Booth; y a ello agrega que “This form of artificial authority has been present in most narrative until recent times” (Booth 1983: 3-4). 31
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Ruego yo a los lectores consideren a este pobre mozo en tal aprieto, la noche oscura y cerrada, los vientos encontrados silbando temerosamente por las ramas y hojas de aquel bosque, los truenos que parecían desquiciarse esos eternos orbes y venir de romania al suelo; los relámpagos como víboras de fuego que veloces discurrían entre las oscuras montañas de nubes y espesas selvas de agua, un muerto no menos que su padre puesto delante con horrible figura, un condenado a vista de los ojos solo en aquel tenebroso monte, causas fueran todas éstas para caer allí sin alma (Tesoro escondido: II, 17, 6). La composición de lugar que propone el historiador, sin duda deudora de los Ejercicios espirituales de San Ignacio, no puede sino hacer pensar en un uso deliberado del discurso poético con evidente fines persuasivos, pues las figuras que se suceden vertiginosas (como la tormenta que anticipan) estrujan el alma en un modo similar en que lo buscarían hacer posteriormente los relatos góticos (Booth 1983: 203). Por supuesto, para el control sensorial de los receptores del mensaje sirven estupendamente tanto la exageración como la presentación de detalles impresionantes, algunos incluso francamente escatológicos, como cuando fray Agustín narra la vida de fray Andrés, carmelita que tuvo el mal de San Casimiro (enfermedad venérea que al parecer se cura fornicando) y que dejó madurar su mal hasta que Cortábanle sus carnes sin clemencia en ensayes de martirio y es cierto que este santo religioso fue como mártir de la castidad. El hedor que salía de su cuerpo contaminaba la casa y era tan insufrible y tan pesado que contaminaba a todos [...] Estuvo seis meses continuos sin menearse jamás, echado de espaldas que se le hicieron una llaga, hervidero de gusanos y manantial de podre (Tesoro escondido: III, 4, 2). Esto es, por supuesto, ya impresionante, aunque no sale aún de los límites de lo posible; lo sobrenatural vendría luego, pues a su muerte, sus ropas antes inmundas por la podredumbre, se llenaron de un aroma exquisito, tanto que el fraile enfermero “se ungió con ellas la cara dando gracias a Dios que así premiaba tan raro sufrimiento”. Una patética conclusión para un relato efectivamente imponente. En suma, comprender el uso del ejemplo en una crónica religiosa como el Tesoro escondido pasa por estudiarla como discurso persuasivo antes que representativo, encontrando las diferentes funciones argumentativas o ilustrativas que dichos relatos pueden tener y, sobre todo, su disposición,
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atenta al ornamento amplificador. El carácter sobrenatural de los ejemplos que el historiador incorpora a su relato descubre, además, un interesante problema vinculado al concepto de verdad histórica que estaría implícito en la historiografía religiosa tanto como a la serie de recursos literarios necesarios para lograr la verosimilitud de tales relatos y para propiciar finalmente su función impresionante. Porque si, como pretendía San Agustín, la única diferencia entre un milagro y otro hecho cualquiera narrado en una historia es que el milagro, al ser extraordinario, debe ser asignado a causas diferentes que los hechos ordinarios (La ciudad de Dios: XXI, 7-8), podría decirse, grosso modo, que las causas profundas del uso de lo sobrenatural en la historia de fray Agustín se encuentran en la intención de suscitar la admiración para persuadir más efectivamente a la aceptación de la grandeza de la orden carmelita. No obstante, nada salva a este historiador carmelita de la muy poética paradoja en que caen las historias religiosas al intentar probar los hechos de fe pues, si se acepta que el punto de partida de la prueba es la absoluta omnipotencia de Dios y la superioridad de la fe sobre la razón ¿cómo se justifica el consecutivo esfuerzo precisamente encaminado a explicar dichos hechos, o al menos a hacerlos coherentes con el sentido empírico de verdad; esto parece un sofisma, pues estando la verdad de los milagros fuera de la razón humana no puede, en definitiva, ser explicada.
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Conclusiones En tanto parte de un proyecto mayor, no es posible aquí ofrecer sino conclusiones más o menos parciales en lo que se refiere al uso general del ejemplo en discursos novohispanos, pues habría que esperar los resultados del estudio de la inserción de ejemplos en tratados de extirpación de idolatrías; es decir, el estudio correspondiente, de acuerdo con dicho proyecto, a los discursos de tipo judicial. Habría que esperar también el panorama general que producirá justamente el estudio comparado de los tres tipos de discurso que se han entendido aquí como herederos de los géneros de la oratoria antigua. Sin embargo, sí se pueden adelantar ya algunas conclusiones en cuanto a las implicaciones literarias que tendría la presencia de lo legendario y de lo ejemplar en un discurso panegírico, tal como se pueden entender las crónicas religiosas del siglo XVII novohispano. En primer lugar, puede reconocerse la singularidad de la crónica religiosa hispanoamericana frente a otras formas asumidas por la historiografía de los siglos XV-XVIII, en el entendido de que se trata de textos marcados por su condición de discurso político, militante, con evidente intención persuasiva antes que descriptiva y, por supuesto, con un “problemático” concepto de verdad histórica en su base. Porque en definitiva son relatos históricos signados por su compromiso con una lucha de poder en ciernes, antes que con la presentación puntual y desnuda de los acontecimientos historiados; no obstante, se podrá decir frente a estos argumentos que esperar objetividad en una historia de esos años resultaría por lo menos ingenuo, aunque ésta era justamente la esperanza de no pocos historiadores y preceptistas, sobre todo del seiscientos: una historia factual, apegada a los hechos, como queda de manifiesto en sus obras y debates. En cualquier caso, resulta difícil negar que las historias americanas presentan serios problemas para ceñirse a las expectativas creadas por el historiador humanista, pues se trata de escritos hechos casi en el fragor de las conquistas (materiales o espirituales) o bien desde la lejana metrópoli: en ambas circunstancias ni el testigo de vista ni la evidencia documental serían concluyentes, pues a los primeros se les pedía mesura en el juicio y a los segundos se les acusaba de no haber estado ahí. Sin embargo, en esa dificultad encontramos también razones para su consideración como textos literarios o, mejor, en su dificultad para escribir historia encontramos elementos para proponer de nuevo la observación de la dimensión poética de la escritura historiográfica en esos años.
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Con todo, he querido aquí tomar distancia de quienes niegan el valor de la verdad histórica como logro cultural, apuntando hacia la relativización del discurso historiográfico presentándolo como “más tropológico que lógico”, más poético que científico; porque por ese camino tendríamos que reconocer luego que todo el discurso humano, incluido el de las ciencias más duras, sería poético, pues siempre hay en él lugar para la figuración retórica. Es decir, la objetividad de la historia no está, a mi juicio, en la lógica del lenguaje, sino en el manejo honesto de las fuentes, en el compromiso con la intención de ser fiel a los hechos y, por supuesto, también en la lógica deductiva y cronológica como criterio ordenador y método, antes que en la confianza en otras asociaciones de diverso signo. Ciertamente la historia americana de esos años, particularmente la religiosa, se escribía en un cruce de caminos preceptivos, políticos e históricos que la hacen objeto híbrido y documento protéico, susceptible como pocos de ser estudiado como documento literario, lírico o novelesco. Sin embargo, aquí he intentado deliberadamente un camino un poco diferente: uno que pasa por la consideración de la hermandad preceptiva de historia y poética como disciplinas nacidas bajo el signo del Humanismo, donde estas dos nuevas hijas tenían como madre a la vieja retórica y sus leyes; perspectiva que explicaría no pocas similitudes discursivas intrascendentes a las que se les ha venido dando a mi juicio demasiada importancia y que, por contra, permite la observación general de estas historias como discursos donde sin duda pesa más la intención persuasiva que la indiferencia respecto de lo narrado y que, en consecuencia, exige tomar en cuenta la argumentación más que sólo el adorno del discurso para su estudio. En este sentido, la historiografía carmelitana nos ha ofrecido una excelente oportunidad de explorar los arreglos “poéticos” y retóricos que precisa una historia que subordina el devenir a un propósito persuasivo y que parte de una noción trascendente de la verdad. Pues no sólo se trata de una orden cuyo relato histórico encuentra su origen en tiempos más bien míticos, lo que en sí mismo constituye un artificio literario que se incardina con la vieja tradición de los orígenes antiguos, sino que el mito mismo acompañó la construcción de su legitimidad histórica y política durante buena parte de su historia, con momentos cumbres como la creación de la tradición del escapulario, dado por la Virgen a Simón Stock (este mismo sin prueba contundente de existencia a pesar de su canonización), operación argumental que de un golpe lograba el beneplácito papal al posicionar a la orden carmelita como defensora de una idea de reciente cuño impulsada por la Santa Sede: la existencia del Purgatorio, y por otro se posicionaba fuertemente también en el favor y fervor de la feligresía que encontraría en este
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regalo un modo magnífico para escapar del recién creado castigo, pues al portador del escapulario se le otorgaba la gracia de no morir sin confesión. Pero no sólo en el pasado remoto del cronista novohispano encontraríamos elementos para la escritura de una historia “poética”, porque los siglos XVI y XVII fueron para la Orden del Carmelo momentos también álgidos de transformación, consolidación y participación política y religiosa, así como los años en que una parte de la orden encontraría su “españolidad”. Las enormes figuras de Teresa de Ávila y Juan de la Cruz no sólo cristalizarían la longeva vocación y carisma contemplativo carmelitano, bajo signos profundamente líricos, creando así una de las escrituras literarias más bellas que la Iglesia ha dado al mundo, sino que transformaron también los modos en que la orden podía participar en las nuevas empresas de expansión de la Iglesia, ajustando los propósitos internos de reforma hacia la descalcez con los de su incorporación a la tarea misional, logrando incluso para ello no sólo el aval sino aun el apoyo real. Finalmente, si la historia carmelitana ya de sí podría considerarse portadora de riquísimas posibilidades poéticas, la crónica particular que se ha elegido aquí, la de la provincia de San Alberto de México, de fray Agustín de la Madre de Dios, representa no sólo un excelente ejemplo de historiografía literaria (al menos tan rica como El Carnero de Rodríguez Freyle, que ha venido siendo presentado desde hace años como el paradigma de este tipo de escritura), sino que significa también la inesperada recuperación de una noción “oriental” de historia que probablemente no encontraríamos en otro texto americano: la noción de historia de Nicetas Coniates, el historiador bizantino que sólo mucho después nos traería de nuevo Umberto Eco como personaje de su novela Baudolino; una noción de historia vinculada al juicio que Dios mismo hará sobre las acciones de los hombres al final de los tiempos, perspectiva que aclara como pocas la naturaleza de la historia religiosa en las mentalidades occidentales. En suma, fray Agustín de la Madre de Dios es un autor que concibe su historia compuesta a la manera de las historias humanistas, en cuanto a sus partes y estilo, pero que en buena medida parte de una concepción metafísica de lo real que en nada se parece a la concepción de verdad empírica que en aquellas se defendía. Concepción metafísica que aporta sin embargo un gran tesoro, como el título de la obra indica, a la historia de la literatura mexicana e hispanoamericana, pues es riquísima en relatos ejemplares, mitológicos y ornamentaciones del más puro estilo barroco en que esta combinación es posible, siendo así un vestigio importante del uso retórico del cuento tradicional en México y rica fuente de motivos y temas para no pocos escritores, románticos y contemporáneos, tanto del
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tipo de aquellos que añoran las glorias coloniales o como de los que las vituperan. Sobre todo ello da cuenta esta hermosa historia, con evidente valor como texto literario y rica en datos históricos, aunque expuestos de un modo que no corresponde con los modelos de la historiografía humanística ni, por supuesto, con los de la historiografía científica contemporánea. De este modo, y para su desventura, no sólo la abundante amplificación que acompaña su relato despertaría el rechazo de quienes buscan que una historia se ciña precisamente a los hechos observables, sino que también podría desconcertar (a quien olvide que su autor es un fraile carmelita) la presencia de una veta mística que puede advertirse en la descripción de lugares y en la valoración de los acontecimientos, como cabe esperar en un hijo de la religión de Santa Teresa y San Juan de la Cruz. En este sentido, la historia de fray Agustín no es una historia falsa, aunque tampoco puede ser considerada verdadera en los términos de la historiografía humanística. Se trata de una historia escrita desde un amplio concepto de verdad y una moderada pretensión de veracidad, donde se consultan testigos de vista y se incluye la preocupación por legitimarlos como tales aunque en definitiva se trate de un trabajo inútil, pues la verdad de los milagros y casos prodigiosos es, en sí misma, indemostrable, sólo por el hecho de que se trata de realidades fundamentadas en la fe. Por lo demás importa el rescate, mediante su estudio, de una obra como el Tesoro escondido [...], capaz de ofrecernos oportunidades muy valiosas para encontrar el artificio literario justamente en la intención historiográfica de crear verdad, así como también encontrarlo en el uso impresionante del milagro, el horror y lo sobrenatural; operación que contribuiría no poco a la creación de un aprecio colectivo por lo macabro en ciertas regiones de México pues, como en muchos textos de este tipo, estos relatos incorporados a la historia fueron usados posteriormente por predicadores (carmelitas y no) fomentando de este modo su incorporación a la tradición oral. Y a la inversa, este aporte a la literatura de tradición oral sólo se entiende en la incorporación y actualización de motivos de la vieja tradición ejemplar que la misma obra actualizaba, en la incorporación de muchos relatos como ilustraciones inductivas en el cuerpo de la crónica. Finalmente, importa el rescate de esta obra como mera justicia poética (e histórica), pues ella misma tuvo un devenir novelesco, junto a su autor, al ser ambos condenados al olvido y al silencio, sin duda arbitrariamente. Este trabajo puede leerse pues como una tardía (aunque justa) defensa y una argumentación en pro de su memoria.
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Índice onomástico
Acosta, José de: 42, 133 Adriano IV: 100 Adriano VI: 29 Alberro, Solange: 23 Alfonso X: 92 Aníbal: 51 Aragüés Aldaz, José: 9, 72, 79, 85, 91, 99 Aristizábal, Tulio: 102 Aristóteles: 15, 69, 81, 82, 106, 120, 123, Ascensión, Antonio de la: 41, 42, 43, Ascensión, Francisco de: 36 Azpilcueta, Martín de: 51 Báez, Eduardo: 19, 20, 21, 22, 24, 45, 46, 47, 48, 49, 51, 54, 91, 94, 105, 117, Balduino: 108 Basalenque, Diego: 12, 85, Beauvais, Vincent de: 55, 64, 65, Beka, Sibert de: 64 Beltrán Larolla, Gabriel: 23, 25, 27, 28, Beristáin de Souza, Mariano: 21, 45 Betancur, Agustín de: 12 Boileau, Nicolas: 106 Booth, Wayne C. : 134, 135 Burton, J. E. : 67 Cacho Blecua, José Manuel: 90, 92, 98 Calancha, Antonio de la: 131 Carlos II: 31 Carlos III: 61
Casado Arboniés, Francisco Javier: 22, 31 Casado Arboniés, Manuel: 22, 23 Castillo Maldonado, Alonso del: 40 Cattaneis, Battista: 100 Certeau, Michel de: 98, Cheminot, Jean de: 66, Cicerón, Marco Tulio: 81, 82, 84, 86, Comneno, Juan: 100, 108 Comneno, Manuel: 108 Coniates, Miguel: 108 Coniates, Nicetas: 108, 109, 115, 139 Constantino IV: 108 Cornwall, Ricardo de: 67 Correa Duró, Ethel: 22 Coventry, Guillermo de: 66, 67, 68 Crisobergos, Lucas: 108 Cruz, Alonso de la: 46 Cruz, Juan de la: 25, 27, 28, 29, 30, 35, 41, 42, 139, 140 Dávila Munguía, Carmen Alicia: 22 Dávila Padilla, Agustín: 12 Dorantes de Carranza, Andrés: 40 Eco, Umberto: 115, 109, 139 Elías: 35, 53, 54, 56, 57, 58, 59, 64, 65, 66, 68, 100, 106 Eliseo: 35, 57, 64, 100 Espejo, Antonio de: 39 Estebanico: 40 Esteve Barba, Francisco: 12, 14, 20 Felipe II: 27, 29, 40, 114, 128,
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Fernández Rodríguez, Pedro: 21 Frankl, Víctor: 90, 112, 113 Gálico, Nicolás: 63 García Ayluardo Clara: 23, 102 García Matamoros, Alfonso: 9 Garcilaso de la Vega (El Inca): 124, 131, 133 Gelasio I: 99 Grant, Robert: 93 Gravina, Domingo de: 114 Grey, Ricardo de: 67 Grossi, Juan: 100 Guerrero, Agustín: 32 Guerrero, Alonso: 32 Guevara, Antonio de: 13, 14 Holcot, Robert: 58, 69 Holmes, Maurice: 42 Horacio: 105, 106 Isaías: 53, 68, 111, 112 Jeremías: 53 Jerusalén, Juan de: 65, 100 Jerusalén, Alberto de: 64 Jesús María, José de: 30 Jesús María, Juan de: 32, 46, 49, 94 Jesús María, Nicolás de: 28 Jesús, Eliseo de: 38 Jonás: 100 Jotischky, Andrew: 55, 58, 65, 68 Juan XXII: 55 Julio II: 29 Kohut, Karl: 7, 13, 14, 119 Kristeller, Paul Oskar: 117, Krömer, Wolfram: 91 Las Casas, Bartolomé de: 133 Lausberg, Heinrich: 84 Lavrin, Asunción: 23 Le Goff, Jacques: 67, 90, 91, 92 Leonard, Irving A. : 14, 89 Licurgo: 39 Limoges, Aimery de: 65 Lira, Nicolás de: 113
Livio, Tito: 66 López de Gómara, Francisco: 97, 133 Madre de Dios, Jerónimo Gracián de la: 21, 27, 46 Manrique de Zúñiga, Álvaro: 29 Manucio, Aldo: 106 Martínez de la Parra, Juan: 10 Martínez, J. Ramón: 22, Martínez Rosales, Alfonso: 42 Medina, Baltasar de: 12 Mignolo, Walter: 107, 130 Monmouth, Godofredo de: 57 Morcillo, Fox: 15, 111 Moya de Contreras, Pedro: 29 Musset, Alain: 24 Narváez, Pánfilo de: 39 Niebuhr, Reinhold: 110, 121, 132 Nieremberg, Juan Eusebio: 59, 60, 97, Núñez Cabeza de Vaca, Álvar: 40 O’Malley, John: 76 Obadías: 100 Oñate, Juan de: 41, 129 Pacomio: 54 Páez de Castro, Juan: 112 Palafox, Juan de: 35, 91 Paris, Gunther de: 55 Pérez de la Serna, Juan: 33 Pérez de Luján, Diego: 39 Pimentel, Diego de: 33 Pineda, Juan de: 59 Plutarco: 39 Porter Casanate, Pedro: 42, 43 Portillo, Álvaro del: 42 Poupeney, Catherine: 78, 79, 130, 131 Pupo-Walker, Enrique: 77, 78, 124, 130, 131 Quesada, Pedro de: 61 Quintiliano: 76, 80, 81, 82, 83, 84, 85, 88, 111 Ramos Medina, Manuel: 19, 21, 22, 23, 31, 35, 36, 37, 44, 46, 55, 100, 102
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Rea, Alonso de la: 12, Rhua, Pedro de: 13, 14, 119, 132 Ricard, Robert: 37, 38, 85, 97 Rice, Robin Ann: 23 Ricoeur, Paul: 124, 125 Rodríguez Freyle, Juan: 77, 124, 139 Rubial García, Antonio: 23, 98, 99 Saladino: 54, 66 Salazar, Esteban de: 133 Sales, Francisco de: 97, San Agustín: 77, 79, 89, 97, 122, 136 San Alberto: 30, 54, 64, 65, 66, 69 San Ambrosio: 64 San Ángelo: 100 San Basilio: 64, 65, 99 San Benito: 54, 69 San Cirilo: 98, 100, 108 San Francisco de Sales: 97 Gregorio de Nisa: 93 San Gregorio Nacianceno: 133 San Helino: 99 San Jerónimo: 57, 64 San Jerónimo, Manuel de: 21 San José, Jerónimo de: 49, 71, 72, 120, 127, 130, 146 San Juan Bautista: 37, 53, 69 San Juan Clímaco: 64 San Juan de la Cruz: 27, 28, 29, 30, 35, 42, 139, 140, 141 San Miguel, Andrés de: 20, 21, 37, San Pablo: 58 Sánchez Alonso, Benito: 12 Santa Catalina, Rodrigo de: 38 Santa María, Francisco de: 21, 46, 58, 71, 76 Santa Teresa de Jesús: 25, 26, 27, 30, 35, 40, 87, 139, 140
Santa Teresa, Anastasio de: 21, 45 Santa Teresa, Silverio de: 45, 49, 58, 61, 71, 96, 127, Santo Domingo, José de: 21 Santo Tomás: 59, 60, 93, 122, 133 Semíramis: 39 Sevilla, Isidoro de: 57 Smet, Joachim: 55 Solórzano Pereira, Juan: 28, 29, 50 Spiegel, Gabrielle: 69, 70 Splendiani, Ana María: 102 Staring, Adrian: 63, 66 Stock, Simon: 55, 56, 63, 67, 100, 138 Tebas, Pablo de: 99 Tello, Antonio: 12 Toro Pascua, Antonio: 21 Torquemada, Juan de: 133 Trajano: 51 Trabulse, Elías: 23 Trithemius, Juan: 57, 58, 62, 114 Urbano VIII, 102 Valla, Giorgio: 106 Vescy, Guillermo de: 67 Victoria Moreno, Dionisio: 19, 21, 22, 23, 30 Villavicencio, Diego Jaimes Ricardo: 10 Virgen María, Daniel de la: 100 Virgilio: 57 Vitry, Jacques de: 64 Vives, Juan Luis: 13, 15, 73, 75, 79, 118, 119 Vizcaíno, Sebastián: 41, 42, 43, 128 White, Hayden: 124, 125 Zúñiga, Gaspar de: 40