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Las letras de Borges y otros ensayos
Sylvía Molloy
‘B EATRIZ VITERBO E DIT OR A
Biblioteca: Ensayos críticos Ilustración de tapa: Daniel García
Primera edición de Las letras de Borges y otros ensayos: abril © Sylvia Molloy © Beatriz Viterbo Editora España 1150. (2000) Rosario, Argentina. I.S.B.N.: 950-845-077-0 Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723 Inrpreao en Argentina
Para Marta Luisa Bastos qué me dijo un día que leyera a Borges
Prólogo a la segunda edición Nunca le mandé a Borges la primera edición de este libro. Sabía que no leía o tenía en escasa estima casi todo lo que se escribía sobre él. Opté por ahorrarle el trabajo de hacer lo primero y evitar una nueva ocasión de que ocurriera lo se gundo. No me arrepiento de que así haya sido, como no me arrepiento (o me digo que no me arrepiento) de no haberlo conocido mejor al hombre Borges. Siempre preferí trabajar con Borges, con las letras de Borges, de lejos. Sólo así, p i e n so, me era posible mantener la distancia —es decir la m i r a da crítica, la irreverencia, la extrañeza— que sus textos re comiendan y que es condición necesaria de su lectura. Las revisiones de esta nueva versión son mínimas. He re sistido a la tentación de reescribir el texto sabiendo que, a veinte años de su primera publicación, inevitablemente ya es, aun sin revisiones, otro texto. No sé si es el libro que hoy escribiría sobre Borges, pero es un libro en el que p le n a m e n te me reconozco. Borges me enseñó a escribir (o a leer, que es lo mismo) y me enseñó a pensar: en ese orden. El libro fue y sigue siendo reconocimiento de esa deuda. He añadido al final ensayos escritos después de la p r i m e ra publicación de.Las letras de Borges. Escritos en ocasio nes diversas, son y no son parte del libro. Retoman algunas ideas, algunos temas, pero los enuncian diferentemente. He preferido incluirlos pero no integrarlos, dejarlos así, en la orilla, para que dialoguen con el texto previo y acaso alguna vez lo contradigan. Nueva York, enero de 1999
Sus rasgos se me habían vuelto corrientes, cargados de un sentido mediocre pero inteligible como una escritura que se lee; en nada se parecían a esos caracteres extraños, intolerables, que su cara me había presentado por primera vez. Marcel Proust, A la recherche du fcemps perdu.
In trod u cción
Costumbre de Borges, de u n a lectura previsible de la obra borgeana. Como por común acuerdo —acuerdo en tre lecto res, acuerdo al que acaso añ ad a su p arte el propio a u to r— u n texto que se funda, si cabe em plear el verbo, en lo preca rio se h a vuelto monumento. Lo fragm entario ha llegado a significar estabilidad; la inquisición, mero hábito. “La inteligencia es económica y arregladora y el milagro le parece u n a m ala costum bre”, observa Borges. Tampoco acepta el milagro cierta costumbre de lectura, por así decir lo, devoradora. Las marcas que rompen ing ratam en te la flui dez del texto se incorporan con alacridad, en el sentido más lato, más crudo: con el fin de elim inarlas con mayor rapidez. E sta tris te m etáfora corporal no es del todo im pertinente: señala u n a voracidad que ya no sabe distinguir sus apetitos. Tanto el cuerpo como el lector se h an aprendido a olvidar un ejercicio de reconocimiento que acaso los h a ría vivir —y leer— de otro modo. D etenerse en lo que se incorpora: en el puro placer físico pero tam bién en lo que, en un prim er momento, pueda p a re cer extranjero a un cuerpo, a un a lectura. D etenerse en u na inh ospitalid ad recíproca: perm itirse el tiempo de reconocer lo extraño y de reconocerlo dentro de sí: dentro de los lím i tes del “invisible esqueleto” que, sabemos, nos compone; den
tro del invisible texto que —aunque quizás lo olvidemos— tam bién nos define. ¿Qué otra cosa es, por fin, leer? La superstición del texto fluido —texto que mima u n a superficie lisa, texto llevadero (acaso el más peligroso a u n que el hecho no surja como evidente)— in au g u ra m alas cos tum bres. Una: el sobresalto ante la r u p tu r a imprevisible. Otra: la confianza ante una posible fluidez de ru p tu ra s acu m uladas; no otra cosa fueron, en su mayoría, los “collares” de im ágenes vanguardistas. En otras palabras: sólo se con tem pla la posibilidad de que el texto pase por nosotros; po cas veces, que nosotros pasemos —y nos demoremos, acaso desconcertados—, en el texto; aun menos que el texto, o al guno de sus incómodos fragmentos, se demore dentro de no sotros. Acudo a u n a prim era persona del plural difícilmente co h eren te: es obvio que el fragmento que inq uieta a un sujeto de lectura no coincidirá necesariam ente con el que inquieta a otro. Es obvio, por otra parte, que esos fragm entos quizás in q u ietan tes son, como la lite ra tu ra p ara Borges, hechos mó viles que en otras épocas, o p ara otros lectores, no adolece rá n forzosam ente de los mismos énfasis perturbadores. Las r u p tu ra s , los milagros, la incomodidad que hoy me detienen, al leer a Borges, no detendrán posiblemente al lector del futuro. Tampoco —más allá de u n a serie de lugares comu nes que acaso compartam os— detienen por fuerza a mi con temporáneo. Es imposible hacer de la r u p tu r a una experien cia com unitaria e inequívoca: la em presa lleva, si no a la trivialización de la ru p tu ra, por lo menos a la r u p tu r a in s ti tucionalizada: no inútil, desde luego, pero sí empobrecedora. Si al i n te n ta r clasificar el universo, el In stitu to Bibliográ fico de Bruselas, según Borges, “ejerce el caos”, tanto más caótica sería u na clasificación compartible por todos de las m olestias e inquietudes provocadas por un texto. Propongo, como hipótesis de trabajo —no demasiado nove dosa, por cierto—, que el texto borgeano inquieta, sin duda por motivos diversos, a algunos lectores entre los que me encuentro. Compruebo además que in qu ieta de un modo pe
culiar. El texto borgeano es uno más en u n a serie cuyo po tencial de inquietud —mejor: cuya provocación intelectual— h a sido prostituido y debilitado por u n a lectu ra eliminativa. Pienso en ejemplos obvios que podrían in teg ra r la serie, en los nombres de Kafka, de Beckett, de Nabokov, vueltos mots de passe (de nuevo en el sentido más lato): nombres y textos inocuos, am ansados. Por ejemplo, los adjetivos borgeano, ka fkia n o , ya apenas denotan; connotan, sí, pero la connota ción es harto mezquina: ya se sabe de lo que se trata. A estos pocos nom bres se podrían añadir, por desgracia, muchos otros, p a ra establecer u n a deplorable lista de ru p tu ra s do m esticadas. P ara aproximarm e a la inquietud, a lo uncanny en el tex to borgeano, elijo el vaivén. Mejor valdría decir: la convic ción explícita, dentro de ese texto, de la no fijeza, con su previsible rastro o añoranza de fijeza. Rehuye Borges lo fijo con la m ism a p rolijidad con que re h u ía F lau bert, según Thibaudet, ciertas frases: lo ataca “como una criada holan desa que elim ina te la ra ñ a s ”. Los puntos de p artid a de ese vaivén p arecerían ser, por un lado, p ara citar el título de un tem prano ensayo de Borges, “la nadería de la personalidad”. Por el otro, su reverso: la obvia prim era persona que da for ma a los textos de Fervor de Buenos Aires o de Cuaderno San Martín. Sin embargo, pese al solipsismo declarado de estos primeros poemas, el hacedor borgeano es —como lo será en textos posteriores— fundam entalm ente un transeúnte. Ya en esa época p a sa en esos textos, y por esos textos, un yo fragm entado, u n a persona escrita que reconoce sus grietas, sus oscilaciones. La p rim era poesía de Borges, así como sus primeros tex tos críticos —pienso en los n ad a “olvidables y olvidados” ensayos de Inquisiciones, El tamaño de mi esperanza y El idioma de los argentinos— anuncian sin duda alguna ese vaivén, ese c a rá c te r v o lu n ta ria m e n te pasajero del texto borgeano que se sabe, y se declara, lugar de transición. Pero la plena carga de ese discurso oscilante, de ese tanteo tex tual, sólo parece volverse obvio —y por ende motivo de dis
cusión— cuando Borges emprende abiertam ente la ficción. C uriosam ente los críticos se aferran al género menos defini do —la n a rra tiv a — p ara practicar el elogio o la condena de Borges. Mi punto de p artid a no es diferente del de esos críti cos aunque sí exento —espero — de condena o de elogio. Las ficciones borgeanas merecen que se las ubique en su justo lugar: como entonaciones si se quiere nuevas pero no bási camente distin tas del discurso borgeano previo; como ento naciones tampoco alejadas del discurso borgeano coetáneo o posterior. Este trabajo querría situ ar esas ficciones -^-o no s itu a r las: in teg rarlas más bien, en un conjunto abierto— según esa perspectiva. Ver la narrativa de Borges por lo que es —un conjunto de relatos— y a la vez señalar no su diferencia sino su sim patía con el resto del texto borgeano, desde un comien zo inquieto e inquietante. Describir la actitud que parece anim ar las ficciones o protoficciones del comienzo: mezcla de exageración paródica y de erudición dudosa en Historia universal de la i n fa m i a , nostalgia conscientemente elabora da en Evaristo Carriego. Observar, a .p a rtir de esos prim e ros ejercicios narrativos, un a práctica de m áscaras: práctica que pasa del nivel intim ista, casi regionalista, de un a p ri m era biografía, a la festividad carnavalesca, claram ente exó tica, de las “b iografías in fa m e s ”, p a r a i n s ta la r s e luego —habiendo preparado casi didácticamente al lector— en un múltiple enm ascaram iento textual, en la organización de las “fintas graduales”. Anotar, teniendo en cuenta las reglas más elem entales del juego narrativo, los desvíos en que se com place el relato: el personaje que se añica, la tra m a de pro yecciones m últiples e incluso disidentes, la tensión que se establece entre los elementos de estas ficciones q.ue B arthes llam aría estrelladas. Sugerir, sobre esa base, los movimien tos que configuran el ritmo del discurso borgeano. Poco difieren estos relatos curiosos —en un sentido tanto pasivo como activo— del resto de la obra borgeana. Se han vuelto, sí, emblemáticos, porque en apariencia rompen (más que otros textos de Borges) con lo previsto:,la ficción es siem
pre lugar llamativo. Pero por otra parte la m ism a eficacia de esa r u p tu r a dentro de lo que se espera del relato —y cabe p reg un tarse, según la nom enclatura borgeana, qué consti tuye una ficción, qué es un artificio— hace que corran el peor riesgo: las ficciones borgeanas pueden ser considera das (y de hecho se las considera a menudo) como una m era actividad lúdica, u n a tra m p a p u ram en te estética. Vale la pena, creo, corregir esa ligereza, r e p la n te a r el problem a —si cabe la p alab ra— en otros términos. Más precisam ente: d etenerse, gozar, irritarse ante un diálogo incesante de frag mentos. Si las ficciones extrañan, es porque ex trañ a todo el texto de Borges: la inquietud m anifiesta en los relatos, por su básico desasosiego textual, h a b rá de rem itir al resto de la obra, igualm ente desasosegante y menos fácil de clasifi car. Sin distinciones de género, se p resen ta un texto difícil de parcelar, en “peligrosa arm onía”. Un texto que no h ab rá que parcelar, si se tiene en cuenta la ética que lo m antiene. El térm ino acaso parezca insólito, p a ra ciertos lectores, aun dudoso: por mi p arte lo etncuentro adecuado. Me refiero a la recta conducta de un té^xto, que por engañosa que parezca, conoce y declara los desvíos, ad mite las tra m p a s inevitables, los simulacros que por fin no disim ula. Si vale la pena indagar, un a vez más, en el texto borgeano —el texto entero— es porque m antiene una p erp e tu a y h on esta disquisición sobre la letra (la le tra suya, la le tra del otro). L etra que p regunta, que contesta, que vuelve a preg u n tar, sin llegar nunca a la resp u esta fija, letra que sabe que es tautológica, que es finta, que acaso añ ad a v a n a m ente “un a cosa m ás”, que no por eso abandona la busca: busca de lo otro que ya está.escrito. Reconoce Borges, como pocos, que “la lite ra tu ra es un arte que sabe profetizar aquel tiempo en que h a b rá enmudecido, y encarnizarse con la pro pia v irtu d y enam orarse de la propia disolución y cortejar su fin” y a p esar de ese desencantado resum en persigue una acum ulación de letra s acaso prescindibles, practica un ejer cicio que acaso sea inútil. El texto borgeano m antiene —p e r v ersam en te, orgullosam ente, re sig n ad am en te: las “n ad as
poco d ifieren”— u n lujo de la letra que, en cada un a de sus eta p a s, desafía: u n a le tra que se em peña en entonar, de m a n e ra diversa, u na n ad ería de la que es consciente. N ade ría en la que sin embargo persiste un “rasgo diferencial” que, a n tes de la disolución y del fin cortejados, perm ite el p a s a jero lu g ar de la palabra.
I. Borrar, borrajear
B o r r a j e a r en los esc ombr os de una f á b r i ca de caretas un a r gu me nt o breve. Jor ge L u i s Borges,
La lotería en Babilonia.
1. U na d esconfian za doble Borges, a diferencia de Plotino, acepta ser retratado. Aca so apenas vea los rasgos borrosos de esa imagen o tra que es la suya, acaso los ignore, acaso considere que los disjecta membra que componen su imagen —que componen toda im a gen, cuando se la reconoce, cuando se la lee— incurren, como las descripciones que reprocha a ciertos autores, en un error estético. Acaso no niegue, p a ra verse en ese rostro fijo, la posibilidad de invertir los térm inos del epílogo de El hace dor: en lugar de descubrir que el paciente laberinto de lí neas que ha trazado coincide con su cara, única, descubrir que su cara —que sólo puede ver en el espejo, reflejada como relato — es imagen, punto de p a rtid a de un paciente esque m a narrativo . “B astan te me fatiga te n e r que a r ra s tra r este simulacro en que la n a tu raleza me h a encarcelado. ¿Consentiré ade m ás qué se perpetúe la imagen de esta imagen?” (OI, 88). Borges acepta el retrato de Borges pero como Plotino, a quien cita con énfasis particular, sabe que es reflejo en cuanto se nom bra. Es simulacro de u na u nidad perpetuam ente móvil, cifra ineficaz de un anverso y de un reverso que nunca coin ciden del todo, añoranza de un rostro o de u na letra que —si se in te n ta ra fijarlos— se vuelven nada.
El texto borgeano mina con aplicación la imagen quieta. Monstruosa y clasificada —m onstruosa por haber sido clasi ficada—, no difiere esa imagen de las piezas que componen el “inmóvil y terrible museo de los arquetipos platónicos” (HE, 16). La le tra anotada por Borges in te n ta desligarse de esa fijeza —torpe tautología que redice lo inasible al querer clasificarlo;— pero a la vez adivina en el simulacro fijo u n a movilidad en potencia. Las terribles formas de Platón pue den resu ltar “vivas, poderosas y orgánicas” (HE, 9) según una ulterior lectura borgeana. En esa relectura se plan tea el lugar que no es lugar —el tiempo que desdice el tiempo— de la escritura de Borges: Entendí que sin tiempo no hay movimiento (ocupación de lugares d is tintos en momentos distintos); no entendí que tampoco puede haber inmo vilidad (ocupación de un mismo lugar en momentos distintos) (HE, 9).
El simulacro que denuncia Borges —y que al mismo tiem po lo atrae—, seguro de la tensión que lo anima* se llam a metáfora, se llama personaje, se llama tram a, se llama la literatu ra y sus autores: convocado y desechado en un mero texto. También se llama Borges, también yo: “mi vida es u n a fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro” (H, 51). Una doble desconfianza ap un tala el no lugar de la obra borgeana. Desconfianza ante la inmovilidad —el simulacro fijo, la m áscara que reemplaza el rostro vivo—, pero ta m bién desconfianza del rostro móvil que en cuanto se nom bra se vuelve máscara. Muy tem prano en su obra recalca Borges su descreimiento ante el espejismo de esa dualidad —de esa duplicidad— oclusiva, punto de p artid a de sus textos: “Esas fintas graduales (penosas como un juego de caretas que no se sabe bien cuál es cuál) omiten su nombre verdadero —si nos atrevemos a pensar que hay tal cosa en el m undo” (HUI, 56). El ejercicio literario, tal como lo aprecia y lo practica Borges, no difiere de ese juego de caras y caretas plurales. Como rostros y máscaras, concuerdan y divergen en la obra borgeana —en yuxtaposición deliberada y fecunda— textos
superpuestos, relatos que se in sertan en n arraciones a n te riores o posteriores y que a la vez las contagian, simples pa labras que, gracias a u na contigüidad revitalizada, se inquie ren m u tu am en te. Al comentar las narraciones de las Mil y una noches, en la m ism a época en qúe escribe Historia u n i versal de la i n f a m i a , Borges a d ju d ic a a los r e la to s de S hah razad la misma duplicidad, la misma incertidum bre, la m isma posibilidad de juego —de intercam bio, de diálogo— que atribuye a u n a cara y a su dudosa réplica. Recuerda que en el enunciado n arrativo de las Mil y una noches “las a n te salas se confunden con los espejos, la m áscara está debajo del rostro, ya nadie sabe cuál es el hombre verdadero y cuá les sus ídolos” (H E , 133). F u n d am en ta la obra borgeana esa desconfianza, esa in certidum bre que hace que su le tra sea, como la figura e n tr e v ista por Verlaine, “ni tout á fait la méme, ni tout á fait une autre*. Desconfianza fecunda ante el signo arb itrario ap a rentem ente fijo y su reverso —la igualm ente a rb itra ria y por fin igualm ente fija m etáfora—, ante el rostro elusivo y su fluctuante careta: los térm inos son reversibles. E sta confu sión de “magias parciales”, claram ente enunciada y asu m i da por el texto de Borges, desconcierta sin embargo a la crí tica obtusa.. Así, p ara dar un ejemplo, se ha condenado la in co n sisten cia —la fa lta de “r e a lid a d ”— de las ficciones borgeanas, insatisfactorias porque carecen de algo. Se acu sa a su autor porque “construye cuentos en que fan tasm as que hab itan rombos o bibliotecas o laberintos no viven ni sufren sino de p a la b ra ”.1 El juicio es curiosam ente sensato. Toda ficción —todo mundo, todo personaje— existe de palabra en el relato. Pero la declaración, ante la oscilante le tra borgeana, se vuelve reproche. La ausencia de u na mimesis m al en ten d id a —me jor: la imposibilidad de conjugar u n a vaga realid ad extratex tu al con u n elemento personal fijo (personaje, geografía, 1 Ernesto Sábato, “Borges”, Uno y el universo (Buenos Aires: Sudam e ricana, 1968), pp. 21-26.
anécdota) que la centre im placablem ente en lo escrito, vol viéndola “viva”— produce en este caso una irritación que poco tiene que ver con la provechosa irritación textual que pro pone, de m anera general, la obra de Borges.2 A las ficciones parecería reclam árseles la seguridad de un deja vu, de un eje fijo y reductor establecido por un marco y un personaje pobremente realistas ;—p au tas que en ningún momento r i gen el texto borgeano.
2. “La urdidura p rolija de teorías para legitim a r la labor” La u rd id u ra m ás prolija de teorías sobre el personaje en el texto borgeano, sin duda la más didáctica: el ensayo sobre N ath an iel H awthorne. En él sugiere Borges que H aw thorne “primero imaginaba, acaso involuntariam ente, una situación y buscaba, después, caracteres que la e n c a rn a ra n ”. El méto do, prosigue Borges, “puede producir, o perm itir, adm irables cuentos, porque en ellos, en razón de su brevedad, la tra m a es más visible que los actores” (OI, 79). Toma Borges como, ejemplo u n cuento de H aw tho rne, “Wakefield”. Supongamos, como él, que el au to r p a rte sim plem ente de una situación: el hombre que sale de su casa para hacerle u n a broma a su mujer y que* u n a vez afuera, no puede volver. La organización de los hechos —la s itu a ción que es el relato, tal como lo lee Borges— se impone a Wakefield, personaje nimio y disponible. H aw thorne en su texto lo tacha claram ente de imbécil (nincompoop): Wakefield sería el personaje idealm ente vacío, n e c io /q u e en carn aría la situación p a ra existir, como el patético Enoch Soames en el cuento del mismo nom bre de Max Beerbohm. Pero Borges, en su lectura, corrige ál Wakefield dé H aw thorne de m an era 2 Ya señalaba Enrique Pezzoni la irritación y la desconfianza provoca das por el texto borgeano en “Aproximación al último libro de Borges”, Sur, 217-218 (1952), p. 102.
significativa. Tentado por la p reg u n ta retórica del autor del cuento —“¿Qué tipo de hombre era Wakefléld? [...] Tenemos plena lib ertad de dar un a forma (shape out) a la idea que de él nos hacem os y a trib u irle el nom bre de W akefield”—3 Borges da nu eva forma al personaje. Condensa el shaping out practicado por Haw thorne, escritor didáctico que abun da en el comentario ex cathedra. Rescata en u n a frase datos anotados por Haw thorne y añade otros que no figuran en el cuento; en u n a palab ra rehace a Wakefield al leerlo: [U]n hombre sosegado, tímidamente vanidoso, egoísta, propenso á mis terios pueriles, a guardar secretos insignificantes; un hombre tibio, de gran proeza imaginativa y mental, pero capaz de largas y ociosas e incon clusas y vagas meditaciones [...] (OI, 80).
La su cinta presentación corresponde pun tualm ente a los datos del relato de Haw thorne salvo en un detalle. Haw thorne declara, taxativam ente, que “la imaginación, en el sentido lato del térm ino, no fig u rab a entre las dotes de W akefield”.4 Al reform ular a Wakefield, Borges ignora esta declaración de pobreza: el nincompoop de H aw thorne ..se transform a; sim páticam ente, en un hombre de “gran proeza im aginativa y m ental”: No sólo eso. El texto de H aw thorne señala explícitam en te u n gesto del personaje. Al salir por prim era vez de su casa, Wakefield cierra la p u erta y luego la entreabre y sonríe. Su m ujer no olvidará esa sonrisa que cifrará sus fantasías a lo largo de vein te años de soledad. Cuando por fin regresa Wakefield, antes de cerrar la p u erta, vuelve a sonreír: “En 3 Nathaniel Hawthorne, “Wakefield”, Twice Told Tales (Boston: James R. Osgood and Company, 1878), p. 158. Abreviaré: W. Todas las traducciones al español en Las letras de Borges, salvo indicación contraria, son mías. 4 “He was intellectual, but not actively so; his mi nd occupied i tself in long a nd lazy musings, that tended to no purpose, or had not vigor io attain it; his thoughts were seldom so energetic as to setze hold o f words. Imagination, in the proper meaning o f the term, made no par t ofWakefíeld’s g i f t s n(W, 158).
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su rostro juega, espectral, la taim ada sonrisa que conoce mos. Wakefield ha vuelto, al fin* (01, 83). H asta aquí coinci den el relato original y el resumen de Borges, en la sonrisa que abre y cierra el itinerario del hombre que, según H aw thorne, “al a p a rta rs e por un momento [...] se expone al temible riesgo de perder para siempre su lu g ar” (W, 169). Pero el relato de Borges no sólo respeta esa doble sonrisa: la aum enta. Sonríe el Wakefield de Borges cuando no sonríe el de Hawthorne; cuando, seguro de su apartam iento, de su desvío, llega al refugio que había previsto a la vuelta de su casa: “se acomoda junto a la chimenea y sonríe” (OI, 81). La sonrisa casi emblemática que deslinda la av en tu ra de Wake field se vuelve, en ese recinto aislado, gesto individual, asaz misterioso: gesto que, detenido, hace que por un in sta n te el actor sea más visible que la situación del relato. La u rd idu ra que propone Borges en “N a t h a n i e l H a w th orne” p ara legitim ar la labor es por cierto prolija: proli jam en te selectiva, también prolijam ente insidiosa. De un cuento donde h a b r ía de p redo m inar la situación, según Borges —recuérdese que uno de sus propósitos es dem ostrar que, en razón de ese predominio, los cuentos de H awthorne son superiores a sus novelas—, recupera Borges, en este-en sayo, más a un personaje que una situación. En cambio, en un ensayo sobre La invención de Morel de Bioy Casares, al h ablar de u n a novela —género donde según su criterio há-_ bría de prim ar el personaje sobre la situación—, alaba Borges la superioridad de la tra m a sobre la individualidad del per sonaje.5 Compara la novela de Bioy con El proceso de Kafka y Otra vuelta de tuerca de James; tres textos que efectiva 5 Adolfo Bioy Casares, L a Ainvención de Morel, prólogo de Jorge Luis Borges (Buenos Aires: Losada, 1940). Borges reitera el argumento algo más tarde, cuando declara que en el cuento “cada pormenor existe en fun ción del general; esa rigurosa evolución puede ser necesaria y admirable en un texto breve, pero resulta fatigosa en una novela, género que para no parecer demasiado artificial o mecánico requiere una discreta adición de rasgos independientes” (“La última invención de Hugh Walpole”, La Nación, 10 de enero de 1943).
m ente no im itan el copioso estilo de la realidad, desdeñado por Borges, ni invitan al lector a p artic ip a r vicariam ente en la vida de un personaje. El deslinde entre géneros, en ton ces, se vuelve arbitrario, así como la im portancia de los ele mentos —personaje o situación— que h ab rían de caracte rizarlos, aunque es el propio Borges .quien ha'propuesto ese cuestionable deslinde. No en vano aparece con cierta frecuen cia en la obra borgeana el nombre de Croce, clasificador e inquisidor de los géneros literarios. De la argum entación de Borges, en este planteo de cuento y novela, de situación y personaje, podría decirse lo que Borges de Croce: "sirv¿ para cortar un a discusión, no p ara resolverla” (D, 67). U rd id ura en suspenso, contradictoria, en perpetuo vai vén. Paradójicam ente im portan menos las bases del planteo que el proceso de blurring y de contaminación m u tu a a que Borges las somete: los juicios, lejos de establecer categorías rígidas, introducen la duda, la oscilación, obran en contra de la definición fija. El ensayo sobre Hawthorne, yuxtapuesto al prólogo de la novela de Bioy Casares, no es sino un ejem plo del vaivén que m arca todo el texto borgeano. Es el señ a lamiento —dentro de un sistem a dual que acaso satisficiera, que sin duda tra n q u ilizaría— de un suspenso perturbador, de u na posible fisura que d esbarata las certidumbres ponién dolas en tela de juicio. Falla que no es falta, como a menudo lo h a entendido la crítica enceguecida que reclam a los cor tes nítidos, sin en ten d er que la vacilación d eterm in a desde un comienzo un proceso de composición. Proceso de escritu ra y de lectura: se escribe y se lee el texto borgeano en la inseguridad, en el filo donde se conjuga y a la vez se disgre ga el lenguaje. El propósito declarado en un ensayo te m p ra no, “Indagación de la p a la b ra ”, merece aplicarse a toda la obra de Borges: K
El sujeto es casi gramatical y así lo anuncio para aviso de aquellos lectores que han censurado (con intención de amistad) mis gramatiquerías y que solicitan en mí una obra humana. Yo podría contestar que lo más humano (esto es, lo menos mineral, vegetal, animal y aun angelical) es precisamente la gramática (IA, 9).
3. P rim er acercam ien to a la ficción: el “cod icioso de alm as” El vaivén borgeano se insinúa, tem áticam ente, en los pri meros textos poéticos. Fervor de Buenos Aires , L una de en frente y Cuaderno San Martín ren uevan curiosam ente la p erspectiva inestable del flanear de Baudelaire —la de un p aseante ocioso en u n a ciudad crepuscular que ya no es suya, o que m ás bien es sólo suya a la hora del crepúsculo; una ciudad que descubre (y procura detener) a solas, p a ra sa ciarse con restos que se le escapan en la vigilia y que in te n ta r e c u p e ra r y h acer propios en cerem onia so litaria. El f lá n e u r , como señala Benjam in al h ab lar de Baudelaire, no es un simple transeún te, hombre de grupo: “Ya estaba el tra n seúnte que se mezcla con la m ultitud, pero tam bién estaba el fláneur que busca espacios libres y no quiere ren u n ciar a su mundo privado”.6 Fláneur-voyeur: la peripatio no es condición necesaria del ocio atento ni de la voracidad distanciada. El fláneur de B audelaire, en “Les P e n e tre s ”, pasea (espía) no por calles sino por las ‘‘olas de los tejados”: “Y me acuesto, orgulloso de h a b e r vivido y sufrido en otros que no son yo”.? El fláneur de Borges, igualm ente aislado en sus modestos recorridos de la p e r ife r ia p o rte ñ a , acude en sus p rim ero s ensayos a un voyeurismo sem ejante a través de un texto. Admira La tie rra cárdena de William Hudson porque es: El libro de un curioso de vidas, de un gustador de las variedades del yo. Hudson nunca se enoja con los interlocutores del cuento, nunca los reta ni los grita ni pone en duda la verdad democrática de que el otro es un yo también y de que yo para él soy un otro y quizá un ojalá rio fuera. Hudson levanta y justifica lo insustituible de cadá alma que ahonda, de sus virtudes, de sus tachas, hasta de un modo de equivocarse especial. Así ha trazado inolvidables destinos l...]. Esos vivires y los que pasan por la
0Walter Benjamín, Poésie et réuolutioh (París: Denoél, 1971), p. 247. 7 C harles B a u d elaire, “Les F e n é t r e s ”, Oeuvres compl ét es (París: Gallimard, “P léiade”, 1958), p. 340. Abreviaré: B.
fila de cuentos que se llama El Orabú, no son arquetipos eternos; son episódicos y reales como los inventados por Dios. Atestiguarlos es añadirse vidas claras —nobles casi siempre, también— y enanchar el yo a mu chedumbre {TE, 35).
El voyeurismo de B audelaire en “Les F en étres” (para con tin u a r u na comparación que acaso sorprendería a Borges) culmina en lo que Baudelaire llam aba concentración del yo: “¿Qué im porta lo que sea la realidad fuera de mí, si me ha ayudado a vivir, a sen tir que soy y lo que soy?” (B, 340). El voyeurismo de Borges, a pesar de su aparente entusiasmo expansivo —“en an ch ar el yo a m uchedum bre”—, incorpora una duda que pone en tela de juicio no sólo “las variedades del yo” sino al “yo” (Borges; nosotros: lectores de Hudson) que lee el texto: “el otro es un yo tam bién [...] yo p ara él soy un otro y quizás un ojalá no fuera”. Desde ese ojalá no fuera —que es, que acaso no sea; que puede ser o no ser otro; que marca, de todas m aneras, un itinerario que no concentra sino descentra—, h ab rá de encararse la ficción de Borges. El oja lá no fuera —el acaso no soy, el acaso nada es, el ojalá nada fuera, ni siquiera la le tra que se escribe-— ya ha sido formu lado por Borges, un año antes, en “La nadería de la p erson a lidad”: Pienso probar que la personalidad es una transoñación consentida por el engreimiento y el hábito, mas sin estribaderos metafísicos ni. realidad entrañal. Quiero aplicar, por ende, a la literatura, las consecuencias dimanantes de esas premisas, y levantar sobre ellas una estética, hostil al psicologismo que nos dejó el siglo pasado (/, 84).
“No hay tal yo de conjunto”, añade Borges. Forzando ape nas el texto se podrá declarar —eventualm ente— que no hay tal conjunto. Por el momento inscribe Borges sus prim eras dudas: el ilusorio eje de la narración literaria —llamémoslo personaje puesto que surge de u n a inquisición sobre la per sonalidad— re su lta tan elusivo como el “yo”, fragm entado e inasible: “Basta cam inar algún trecho por la implacable ri gidez que los espejos del pasado nos abren, para sentirnos forasteros y azorarnos cándidam ente de n u estras jorn adas
antiguas. No hay en ellas comunidad de intenciones, ni un mismo viento que las empuja” (7, 87).
4. Secuelas de codicias: Evaristo Carriego y las “b io grafías infam es” Que un individuo quiera despertar en otro individuo recuerdos que no pertenecieron más que a un tercero, es una paradoja evidente. Ejecutar con despreocupación esa paradoja es la inocente voluntad de toda biogra fía. Creo también que el haber conocido a Carriego no rectifica en este caso particular la dificultad del propósito. Poseo recuerdos de Carriego: recuerdos de recuerdos de otros recuerdos, cuyas mínimas desviaciones originales habrán oscuramente crecido, en cada nuevp ensayo. Conser van, lo sé, el idiosincrátíco sabor que llamo Carriego y que nos permite identificar un rostro en una muchedumbre. Es innegable, pero ese liviano archivo mnemónico —intención de la voz, costumbres de su andar y de su quietud, empleo de los ojos— es, por escrito, la menos comunicable de mis noticias acerca de él {E C , 33).
La inocente voluntad de toda biografía: pero, ¿hasta qué punto “este libro, menos documental que im aginativo” (EC, 10), cabe dentro del género? Intento de captar un “inolvida ble destino” —-específico, provinciano, lim itadísim o—,8 E v a risto Carriego es todo menos eso. La inocente biografía resu lta un texto desapacible, insidioso. El capítulo que su pondríamos central, “Una vida de Evaristo Carriego”, pre senta un personaje perfilado por sombras. Pese al propósito de Borges escasean esos perdurables rasgos aislados —como la sonrisa de Wakefield —que deberían devolvernos a C arrie go. Pese al “salteado trabajo del narrador, que es r e s titu ir a imágenes los informes” (EC, 38), “U na vida de Evaristo Ca rriego” se reduce más a informes sobre el hombre Carriego que a imágenes de él.
8 Aclara Borges que la elección de Carriego fue deliberada, aun cuando se le aconsejaba escribir sobre “un poeta más interesante”, por ejemplo Lugones. Cf. Richard Burgin, Conuersations with Jorge Luis Borges (New York: Avon, 1970), p. 31.
El error reside en el hecho de suponer que ese capítulo es necesariam ente el capítulo central: el verdadero núcleo bio gráfico de un texto que ordenaría u n a existencia de m anera unívoca. En un ensayo posterior, “Sobre el Vathek de William Beckford”, recordará Borges la broma atribuida por Wilde a Carlyle: “una biografía de Miguel Ángel que om itiera toda mención de las obras de Miguel Ángel”. Y prosigue: Tan compleja es la realidad, tan fragmentaria y tan simplificada la historia, que un observador omnisciente podría redactar un número inde finido, y casi infinito, de biografías de un hombre, que destacaran hechos independientes y de las que tendríamos que leer muchas antes de com prender que el protagonista es el mismo No es inconcebible una histo ria de los sueños de un hombre; otra, de los órganos de su cuerpo; otra, de las falacias cometidas por él; otra, de su comercio con la noche y con las auroras (OI, 187).
En “U na vida de Evaristo Carriego” el título ya indica la elección de una de las muchas historias posibles. El sa lte a do trabajo del n a rra d o r se aplica más a h isto riar las prolon gaciones de un hombre, a d etallar su periferia, que a en u m erar un a anécdota personal: “Los amigos, lo mismo que los m uertos y las ciudades, colaboran en cada hom bre” (EC, 43). La composición del personaje “Carriego” recurre por cierto al montaje de imágenes, a “un a continuidad de figuras que cesan” (E C , 16). Pero se tr a ta de imágenes oblicuas de Ca rriego —im ágenes de Palermo, del Maldonado, de la Tierra del Fuego— que “lo confiesan y lo aluden” (EC, 48). “Un hom bre es, a la larga, sus circunstancias” (A, 119) dirá el n a r r a dor de u na ficción posterior. Del mismo modo Carriego, para su biógrafo, “se sabía delicado y mortal, pero leguas rosadas de Palermo estaban respaldándolo” (EC, 40). No es casual que esta prim era protoficción de Borges haya surgido de la rebelión ante un espacio doblem ente— y signi ficativam ente— clausurado: “me crié en un jard ín , detrás de u n a .v e rja con lanzas, y en u n a biblioteca de ilimitados libros ingleses” (E C , 9). El n a rra d o r de Evaristo Carriego tran sg red e un límite, desplaza el molde previsto de la bio grafía —como desplazaba el fláneur borgeano el centro de
u n a ciudad hacia su p eriferia— p a r a sab er “¿Qué había, m ien tras tanto , del otro lado de la verja con lanzas?” (EC,9). La perspectiva doble —la cerrazón del lugar fijo, ad en tro; la posibilidad de lo móvil, afuera, que cuestione la clau s u ra — in a u g u ra en Evaristo Carriego el vaivén que enm arca la móvil ficción borgeana. Persiste por lo pronto en el texto la m ism a am bigüedad que señalan los ensayos de I n q u i siciones y de El tamaño de mi esperanza. El “codicioso de alm as” agradece el “roce de vidas” que le proporciona el Bue nos Aires que im agina p ara Carriego y p a ra sí: roce tan próxi mo y ta n distanciado como el que proponen los destinos ú n i cos descritos por Hudson o el vagabundeo del fláneur. La calle H onduras —escribe Borges a propósito de un incidente de la vida de Carriego— “se sintió más real cuando se leyó im p resa” (£C, 46). También sin duda “se siente más re a l” el n a rra d o r de Evaristo Carriego, que en cu en tra “inesperado consuelo” en rep etir gestos ajenos, adivinados: beber “la copa grande de guindado o rie n ta l”, “co rtar un gajito de m ad re selva al orillar u n a ta p ia ” (E C t 47). Gestos que escribe y en los que queda impreso. (Curioso contrapunto, una vez más, con el Enoch Soames de Beerbohm. Soames; poeta mediocre, pacta con el diablo p a ra saber, años después de su m uerte, si h a perdurado; descubre entonces en un catálogo que sólo se lo recuerd a porque fue personaje de Beerbohm. El n a r r a dor de Evaristo Carriego pacta con un poeta mediocre —Ca rriego— para inscribirse en u n a biografía que le sirve de p r e texto.) El Borges de “La n ad ería de la p ersonalidad” reduce sin embargo las proyecciones del roce de vidas y la sim patía por el destino único. No sólo se em peña en fragm en tar al perso naje Carriego, en presentarlo (y p resen tarse) en abyme, de notado y connotado por la la te ra lid a d : “a mode o f truth coherent and central, but angular and splintered” como in dica el epígrafe de De Quincey que niega al “yo de conjun to”. Si se hab la en Evaristo Carriego de identidad, ésta será p l u r a l , momentánea y dispersa: “como si Carriego p e rd u ra ra disperso en n u estro s destinos, como si cada uno de noso
tros fuera por unos segundos Carriego” (EC, 48). El texto Evaristo Carriego es, por excelencia, lugar de encuentro y de desencuentro: lug ar (vida, página) contingente, como lo será más tarde el Quijote p ara Pierre Menard. Lugar donde el biógrafo —el futuro autor de ficciones— in au g u ra la posi bilidad de recrear y fijar un personaje rotundo, como los que proponía Forster, pero donde sobre todo inaugura la posibi lidad de borrarlo.9
5. “Una su p erficie de im ágen es” Evaristo Carriego in te n ta registrar, desde un yo que con ju g a en precario equilibrio un adentro y un afuera, lo que h ab ía “del otro lado de la verja con lanzas" (EC, 9). Historia universal de la infamia m arca el triunfo, por así decirlo, del límite franqueado. Subsisten en el enfoque textual ciertos procedimientos ya anotados en Evaristo Carriego: el m onta je por rasgos aislados, el propósito eminentemente visual que rige el texto, el personaje fragm entario, las prolongaciones. Pero la sim patía del que n a rra por lo narrado, afirm ada a trav és de la p rim era persona en Evaristo Carriego, desapa rece: el codicioso de alm as se transform a, literalm ente, en codicioso de relatos. El afuera al que parecen acudir los re latos de Historia universal de la infamia no está ni más allá ni más acá de la verja con lanzas: las “biografías infam es” anu lan la topografía precisa de Evaristo Carriego p ara si tu a r el impulso de la ficción en un ámbito p uram ente lite ra rio. Historia universal de la infamia es “el irresponsable ju e go de un tímido que no se animó a escribir cuentos y que se distrajo en falsear y terg iv ersar (sin justificación estética alguna vez) ajenas historias* (H U I , 7). 9 "A las relaciones de Evaristo Carriego les basta la mención de su nombre para imaginárselo; añado que toda descripción puede satisfacer los, sólo con no desmentir crasamente la ya formada representación del desdén” {EC, 33-34).
La declaración explicita la distancia recorrida. En Evaristo Carriego el n arrad o r propone a la vez la fragm entación del personaje y —en momentáneas identidades— la id e n ti ficación con él a través de imágenes que confiesan tanto al sujeto enunciado como al que lo enuncia. En Historia u n i versal de la infamia el n arrado r no se adueña de u n a bio g ra fía —v id a a je n a que i n t e n t a a t e s ti g u a r p a r a a t e s tigu arse— sino de ajenas historias. El límite en tre los dos enfoques es por cierto tenue sí se considera el pre-texto: no habría fundam entalm ente diferencias entre la vida de Eva risto Carriego, leída por Borges, y la vida del impostor inve rosím il, Tom C astro, tam b ién leída por él. Im p o rta sin embargo el preciso reajuste de la codicia del narrador. Ya no codicia el no m a n ’s land que constituían Carriego y su Palermo, imaginados a medida que eran recreados, sino que pene tra una unidad aparentem ente clausurada, significativa en sí: un texto previo y ajeno, con el cual dialoga. La codicia se vuelve conversación. Las “biografías infam es” que p resen ta Borges carecen notoriam ente de la voz nostálgica, “morosa con am or”, que n a rra b a a Carriego. En cambio insiste Borges en revelar el carácter artificial del mecanismo narrativo: los relatos de Historia universal de la infamia usan y abusan de “las en u meraciones dispares, la brusca solución de continuidad, la reducción de la vida entera de un hombre a dos o tres esce nas. [...] No son, no tra ta n de ser, psicológicos” (H U I , 7). También recuerda Borges en este prólogo a posibles, precu r sores. Dos de ellos, Stevenson y von Sternberg, se- d istin guen ju stam en te por sus intentos de dar a la ficción (litera ria o cinematográfica) el lugar que le corresponde: escena de artificios que permite un reconocimiento pero no u n a iden tificación, por m om entánea que s ea.10 10 Las menciones de von Sternberg en estas primeras obras de Borges —y en otros textos, posteriormente recogidos en Discusión— merecerían, por lo significativas, ser estudiadas más a fondo. Cito dos declaraciones de von Sternberg que parecen coincidir con los propósitos de Borges en
En Historia universal de la infamia no hay sim p atía com p a rtid a en tre n a rra d o r (o lector) y personajes o am bientes. Por el contrario, se diría que Borges se complace en tra b a r todo patetism o; “el excesivo título de estas páginas* m arca el niv el d e lib e ra d a m e n te paródico en que se s it ú a e s ta relectu ra de otros textos: “Patíbulos y p ira ta s lo pueblan y la palabra infamia aturd e en el título, pero bajo los tu m u l tos no hay nada. No es o tra cosa que apariencia, que una superficie de imágenes; por eso mismo puede acaso a g ra d a r” (HUI, 10).11 El exceso y la parodia en Historia universal de la, in fa mia impiden la lectura sim pática, rompen la frag m en taria identidad sugerida (más aun: buscada) en Evaristo Carriego. A fuerza de exageración los relatos desarm an equiparaciones básicas, desorientan al lector. El texto expropiado no coinci de, desde luego, con u na geografía com partida (Palermo). Tampoco con un texto “original” reconocible ya que se lo h a fragmentado, subvertido, recompuesto; ya que es, sobre'todo, remoto, acaso in h allable o inexistente. La magnificación, basada en u n a lectu ra de textos y no de conductas, coarta el reconocimiento simpático m ediante el desvío. Él texto bor geano recurre a la h istoria previa p a ra organizaría de m ane
Hi storia uniuersal de la infamia. Hablando de The Sa lv ati o n Hunters (1924), describe un trastrocamiento de niveles revelador: "Me propuse un poema visual. En lugar de un paisaje que no significaba náda, un fondo emocionalizado que pasara a mi primer plano” (Josef von Sternberg, F u n i n a Chínese Laundry [New York: Macmillan, 19651, p. 202). Y al hablar de Ana t aha n {1954), su último film: "Si no trabajé con exteriores fue deliberado. Prefiero trabajar en un estudio. [...] Recreé la China en un estudió para filmar Shanghai Express, The Shanghai Gesture, Macao. Todo es ‘artificial’ en A n at a h an, hasta las nubes son pintadas y el avión es de juguete. El film es creación mía. A la realidad habría que preferir la ilu sión de realidad” (Hermán G. Weinberg, J os ef von Sternberg (New York: Dutton, 1967], p. 125). 11 Borges, hablando de F. Scott Fitzgerald: “Estaba siempre en lá s u perficie de las cosas, ¿no? Y después de todo, ¿por qué no?” (Burgin, p. 2 1 ).
r a diferente; el sujeto que lo enuncia, deliberadam ente eclip sado como p e r s o n d y impide el paso hacia un compasivo noso tros. Sin embargo, no se clausura la posibilidad de una conni vencia con el lector. Si en efecto sólo permanece la "superficie de im ágen es”, ésta —porque es apenas apariencia, porque rechaza dudosas profundizaciones— libera u n a m ultiplici dad de diálogos y de complicidades posibles y diversam ente combinables. Diálogo y connivencia en tre ún sujeto e n u n cian te, p erso n alm en te esfumado, y la h isto ria ajena que entona y en la que se entona; diálogo entre un texto y otro que le sirve de pre-texto, fundando un intercambio textual; diálogo, por fin, en tre un lector y un autor que e n tra n en fecundo contacto a tra v és de la duplicidad de la parodia: contacto basado ya en un referente compartido, ya en la le jan ía, convencionalm ente hiperbólica, que proponen estos desorbitados relatos. Si la presentación del personaje biografiado en Historia universal de la infamia es, como en Evaristo Carriego, in d i recta y m etonímica, el propósito es diferente: no fam iliari zar sino e x tra ñ a r al lector, p a ra luego recuperarlo en otro plano. El acaso un ojalá no fuera que anim a e in qu ieta las consideraciones previas de Borges sobre personaje y perso nalidad se vuelve en estas protoficciones un claro no es. Com párese el voluntario tono menor y conversado de “Palermo de Buenos Aires”, capítulo inicial de Evaristo Carriego, con el derroche de imágenes y la ironía intencional de las p ri m eras páginas de “El espantoso red en tor L azarus M orell”. También en este texto el lector se acerca, indirectam ente, al personaje central según un progreso metonímico casi didác tico: de “la causa re m o ta ” de la esclavitud a “El lu g a r” donde ésta se afianza, del lu gar a “Los hom bres” que lo pueblan, de los hom bres a “El hom bre”. Del hombre se pasa a u na prolija descripción de la acción, que observa p u n tu alm en te el encadenam iento a fuerza de contigüidad y a la vez se b u r la de él: “El método”, “La libertad fin a l”, “La catástro fe”. S ignificativam ente esta catástrofe de “El espantoso r e d e n to r” no culm ina en desenlace, sino en “La in terru p ció n ”.
Lo que im porta señ alar —lo que justifica el no final de esta cuidada ficción in terru m p id a— es que esta "interrupción” pone de m anifiesto un proceso de dilación y de hiato que ya se viene practicando en “El espantoso red en to r” desde el co mienzo, minando la concatenación causal que engañosamente prom eten los inocuos títulos de las secciones. La excesividad oximorónica del título — espantoso / redentor— se pone en práctica en cada u n a de esas secciones: como estam pas de un barroco grabador de Épinal, éstas desm ontan situación y personaje, cuestionando y deteniendo, con su derroche, la más simple continuidad n arrativ a. Recuérdense en “La cau sa rem o ta”, por ejemplo, las hiperbólicas consecuencias que se atribu yen a la buena voluntad m isionera del Padre las Casas: [...1 los blues de Handy, el éxito logrado en París por el pintor doctor orien tal D. Pedro Figari, la buena prosa cimarrona del también oriental D. Vicente Rossi, el tamaño mitológico de Abraham Lincoln, loa quinientos mil muertos en la guerra de Secesión, loa tres mil trescientos millones gastados en pensiones militares, la estatua del imaginario Falucho, la admisión del verbo linchar en la decimotercera edición del Diccionario de la Academia, el impetuoso film Aleluya, la fornida carga de la bayoneta llevada por Soler al frente de sus Pardos y Morenos en el Cerrito, la gra cia de la señorita de Tal, el moreno que asesinó a Martín Fierro, la deplo rable rumba El Manisero, el napoleonismo arrestado y encalabozado de Toussaint Louverture, la cruz y la serpiente en Haití, la sangre de las cobras degolladas por el machete del papaloi, la habanera madre del tan go, el candombe (H U I , 17).
Punto de p a r tid a que, por su mismo título, im pulsaría al lector a u n a lectu ra curiosa, a te n ta a todo indicio, esta festi va enum eración literalm ente lo despista, reclamando a te n ción p a ra sí. En abierto bricolage histriónico combina el dato histórico recuperable, la mitología casera, la alusión lite ra ria, la a r b itr a r ia opinión personal, el chiste privado y la maledicencia. Enum eración que nivela los elementos que la in teg ran (como más tarde lo h a rá n , por ejemplo, las enum e raciones e ru d ita s, e igualm ente dispares, en otros textos borgeanos), in terru m p e un relato apenas comenzado, ten tando al lector con dos posibilidades —y dos tiempos de lee-
t u r a —difíciles de conciliar. Por un lado, tie n ta con la u rg en cia de un descubrimiento sucesivo y causal, como lo anuncia el título de la prim era etapa del relato, como parecen confir marlo los títulos de las etapas subsiguientes: el lector u rg i do dé esa m anera no se detendrá, por ejemplo, en la m aligna complicidad propuesta por “la gracia de la señorita Tal”. Por el otro, tienta con el goce detenido ante un párrafo que —por la acumulación que practica— anula la anticipación previsi ble y propone, con cada elemento de la serie, la posibilidad de desvíos que obran en contra de la sucesividad: que abren, con una sola mención, lo que Stevenson llam aba relatos se cundarios dentro del texto. Cabe n o tar que las dos posibili dades y los dos tiempos de lectura operan sim ultáneam ente en la p rim e ra etap a de “El espantoso re d e n to r L a zaru s Morell”; la enumeración culmina después de todo en la p re sentación del personaje que cen trará la biografía; “Además: la culpable y magnífica existencia del atroz redentor Lazarus M o re ir (HUIt 18). La enumeración dispar que precede e incluye a Morell contagia al atroz redentor, eje aparente del relato. El abiga rram iento del prim er párrafo, en lugar de ubicarlo, lo desúbica. Extrañado, surge como lo que es, un personaje carn a valesco.
6. El juego de caretas Escribe Silvina Ocampo que a Borges lo pertu rb an las m áscaras, los disfraces.12 Sin embargo, cuando le p reg un ta Richard Burgin, en una de sus entrevistas, qué piensa del teatro, lo primero que recuerda Borges es. The Great God Brown de O'Neill, literalmente una m ascarada (Burgin, 108). Y cuando él mismo Burgin le hace una pregu nta sobre His-
12 p. 27.
Silvina Ocampo, "Images de Borges” (Cahier de L’Herne. París: 1964),
toria universal de la infamia, contesta Borges: “Todos los cuentos de ese libro fueron de algún modo burlas o artifi cios” (Burgin, 28). ¿Qué otra cosa es, después de todo, esa “apariencia”, esa “superficie de im ágenes”, sino burla de te x tos y carnaval textual? Volvamos a las “infames biografías” y a los exagerados personajes que hab rían de centrarlas. Rara vez se dan de ellos descripciones físicas en estos textos que se proponen ser básicam ente visuales. Mejor dicho: nunca se in te n ta fi j a r a estos personajes m ediante la “enum eración y defini ción de las p artes de un todo”, como lo pretende en sus des cripciones, según Borges, Gabriel Miró. Critica Borges la descripción de un personaje en Las figuras de la Pasión del. Señor y concluye, no sin satisfacción: “Trece o catorce té rm i nos integ ran la caótica serie; el auto r nos invita a concebir esos disjecta membra y a coordinarlos en u n a sola imagen coherente. Esa operación m ental es.impracticable: nadie se aviene a im aginar pies del tipo X y añadirles un a g arg anta del tipo Y y mejillas del tipo Z...”13 1'Nada más cierto si se in ten ta visualizar, a través de un texto, a un personaje que, aunque conste de menos de los trece o catorce términos que describen a la Herodías de Miró, es por fin u na organización verbal. El propio Borges ya ha señalado, en un ensayo previo, esa “falacia de lo visual íquej m anda en lite r a tu r a ” (I A , 84): “Escribo imágenes y no dejo de saber lo traicionero de esa p a la b ra ” (IA, 83). Sin embar-
13 “Sobre la descripción literaria”, Sur, 97 (1942). El pasaje de las F i guras de la Pasión del Señor de Miró, que cita y critica Borges, es el si guiente: “Ofrecía sus pies en sandalias de gamuza morada, ceñidas en una escarcha de gemas, sus brazos y su garganta desnudos, sin una luz de joyas; sus pechos firmes, alzados; su vientre, hundido, sin regazo, huyendo de la opulencia nacida en la cintura; las mejillas, doradas; los ojos, de un resplandor enjuto, agrandados por el antimonio; la boca, con el jugoso encendimiento de algunas flores; la frente, interrumpida por una senda de amatistas que se extraviaba en su cabellera de brillos de acero, repartida sobre los hombros en trenzas de una íntim a ondulación” (P- 101),
go, en el mismo ensayo, puesto a elegir entre ese térm ino traicionero .y la intuición que propone Croce, prefiere Borges la palabra im agen : Escribo imágenes, palabra de traiciones como la otra, pero de traicio nes que cuentan y que la historia de la literatura (mejor: la sediciente historia de la sediciente literatura) no debe preterir, ya que la casi totali dad de su material se origina de ellas. El más recibido de esos errores es presuponer que las im ágenes comunicadas por el escritor deban ser, pre ferentem ente, visuales. La etimología ampara ese error: imago vale por simulacro, por aparecido, por efigie, por forma, a veces por vaina (que es la apariencia de la hoja de acero que está en acecho de ella) aunque tam bién por eco —uocalis imago— y por la concepción de una cosa. Eso dice la biografía de esa palabra y esa biografía no es aconsejadora de aciertos (IA, 84).
Imago, efigie, aparecido: traición del simulacro. Curiosa m ente la crítica que dirige Borges a Miró p erd ería p arte de su acerbidad si no se t r a ta r a de un simulacro personificado. “El autor nos invita a concebir esos disjecta membra y a coor dinarlos en,u na sola imagen coherente”: aplicada a un tex to, la declaración no carece de sensatez. De denuncia se vol vería casi descripción del propio texto borgeano aunque sin duda Borges añ ad iría al resultado de la coordinación: u na sola imagen coherente y plural. Los disjecta membra, en la descripción del personaje de Miró, son ta n difíciles de coor d in ar como los elementos dispares del p rim er párrafo de “El espantoso red en to r Lazarus Morell”. D etienen al lector, es camoteándole la percepción de la sola imagen coherente. Retóricas d istin tas alejan sin duda a Borges de Miró pero esa distancia no da del todo cuenta de la condena borgeana. Lo que parecería provocar la crítica, en este caso, es la coor dinación de los disjecta membra en una efigie hum ana; es decir, no en un texto sino en un personaje. La única vez que acepta Borges la enum eración de disjecta membra p ara sig nificar un todo personificado, en Historia de la eternidad, elige, notoriam ente, un ejemplo claram ente impersonal a fuerza de recursos retóricos. Más que de u n a enum eración descriptiva se t r a ta de u n a enum eración mágica, en la que
los topoi convocados y coordinados protegen la sola imagen coherente de la am enaza de novedosos tipos X, Y y Z: Oír la descripción de una reina —la cabellera semejante a las noches de la separación y la emigración pero la cara como el día de la delicia, los pechos como esferas de marfil que dan luz a las lunas, el andar que aver güenza a los antílopes y provoca la desesperación de los sauces, las onero sas caderas que le impiden tenerse en pie, los pies estrechos como una cabeza de lanza— y enamorarse de ella hasta la placidez y la muerte, es uno de los temas tradicionales en las 1001 Noches {HE, 22).
La descripción de este todo inconcebible — invisible como im agen— se desvía claram ente del simulacro personificado. La imagen se acuña (y se admira) en otro plano. Los disjecta membra de la reina se conjugan a través de “lo genérico” que los aúna: lo genérico “prim a sobre los rasgos individua les, que se toleran en gracia de lo anterior” (HE, 22). El texto citado anula al individuo descrito, privado de re p re s e n ta ción. Traslada el conjetural personaje a la letra escrita y consabida, le niega la original composición de sus rasgos. Literalm ente lo enmascara. Mejor: lo enm ascara con la le tra. De este modo —y aunque pertu rb en al hombre Borges los disfraces— los personajes de Historia universal de la in fa m i a , aludidos, sí, por detalles aislados o circunstanciales, por fin sólo encuentran coherencia en la máscara. Los disjec ta membra que hab rían de reu n irse en imagen única no se reúnen; en cambio se superpone a ellos la elusiva unidad del dis fraz. La descripción escrupulosam ente metonímica de la f i gura de un personaje (trabajosam ente sinecdóquica en el texto de Miró criticado por Borges) pasa a ser, en Historia uni versal de la in fam ia , simulacro abiertam ente metafórico. Más que en la infamia —pecado vistoso— estos relatos se fu nd an en otro tipo de transgresión: el temor (con su consi guiente tentación) de arm ar con palabras una imagen p er sonificada, una imagen que pueda remitir, aunque sea con sus desechos, a un referente ex tratextual que sea más que una circunstancia, que sea un individuo. Por p rim era vez se
enfrenta Borges plenam ente con la composición libre de un personaje ficticio, no apuntalado por nostalgias o recuerdos de hombres sino recuerdos de palabras. Se aventura a crearlo y a la vez a m ostrar la ineficacia o la falla de lo creado, m era efigie. Las máscaras de los infames —y es significativo que se inicie Borges en la ficción con un m aterial ya no empobreci do (Evaristo Carriego) sino deliberadam ente deleznable— marcan un palier de reflexión en la obra borgeana. Las in dagaciones previas y teóricas se cumplen y se contradicen, inaugurando en el plano narrativo una posibilidad de diálo go que explorarán más tarde las ficciones y los ensayos. La m áscara y el rostro comienzan a enfrentarse, en irr ita n te y fértil contrapunto.
7. M áscara y desplazam iento De Lazarus Morell conocemos todo —todo lo que nos da el relato— salvo algo que el relato no quiere darnos: un a-im a gen centrada en el personaje. Prim an la ausencia del rostro y la abundancia de rostros falsos: Los daguerrotipos de Morell que suelen publicar las revistas america nas no son auténticos. Esa carencia de genuinas efigies de hombre tan memorable y famoso, no debe ser casual. Es verosímil suponer que Morell se negó a la placa bruñida; esencialmente para no dejar inútiles rastros, de paso para alimentar su misterio,.. {HUI, 21).
Los rasgos que propone el n arrad or al describir a Morell escasamente establecen una imagen personal. Corresponden, aunque con menos ím petu y más economía, a la descripción convencional de la reina, repiten, con aire de confidencia, un cliché, recalcándolo, volviéndolo emblemático: Sabemos, sin embargo, que'no fue agraciado de joven y que los ojos demasiado cercanos y los labios lineales no predisponían en su favor. Los años, luego, le confirieron esa peculiar majestad que tienen los canallas encanecidos, los criminales venturosos e impunes (HUI , 21).
Acaso la mayor originalidad de Lazarus Morell haya sido la de m orir rompiendo esquemas. A partándose de la conduc ta a rro ja d a que le adjudica convencionalm ente el texto, m uere “otra m uerte” menos sensacional: no ahorcado, no aho gado, sino en u na cama de hospital. El cliché heroico que parecía alim en tar la acción del relato se desvanece con “La in terru p ció n ”. Se deja el relato del criminal venturoso e im pune p a ra volver a la nad ería de su personalidad, n ad ería que sí lo vuelve impune: el que se negaba a la placa bruñida elige m orir con un nombre fingido. El relato puede leerse como repertorio de h azañ as previstas, encuadrado por dos caretas: daguerrotipo falso al comienzo de la historia y seu dónimo que cierra, o interrum pe, el itinerario. La carencia de “genuinas efigies”, los nombres falsos, el disimulo, son recursos de Historia universal de la in f a m i a . No hay lug ar —es decir, no hay centro n a rra tiv o — p a ra es tos sim ulacros personificados que operan como shifters, a lo largo de los relatos. La vacancia que es “El impostor invero símil Tom C astro” se puebla sucesivam ente p a ra luego v a ciarse. Un A rth u r Orton que ansia la ru p tu ra —uR u n away to sea, h u ir al mar, es la ro tu ra inglesa tradicional de la a u toridad de los padres, la iniciación heroica” (H U I , 31)—.pasa a lla m a rs e Tom C astro, p a s a a lla m a rs e Roger C h arles Tichborne, pasa por fin a la nada. Una vez más el hecho cen tra l del relato —la im postura de Tichborne— aparece m in a do, por así decirlo, por dentro y por fuera. Lo encuadra una doble divergencia del nombre original: un alias previo a la im p o stu ra y el anonimato final. Más aun: Tichborne, el per sonaje impostado, aparece ya en sí rodeado de atributos que lo e x tra ñ a n y lo desvían de u n a norm a prevista, recalcando su diferencia. Noble inglés, pertenece a u n a fam ilia católica y h ab la su lengua m atern a con el más fino acento de París; por eso, aclara el texto, d esp ertaba —como todo m arginal— “incom parable rencor” (HUI, 34). No podría im aginarse ca r e ta más eficaz p a ra Orton, hijo de carniceros de Wapping, pero el “original” de esa careta, Tichborne, estaba ya m arca do por el desvío: era ya, levemente, m áscara. Por fin, el ma-
q u in a d o r de la im p o stu ra, Bogle, es descrito con clichés sem ejan tes a los que estam pan el físico de Lazarus Morell: Bogle, sin ser hermoso, tenía ese aire reposado y monumental, esa solidez como de obra de ingeniería que tiene el hombre negro entrado en años, en carnes y en autoridad (HUI, 32).
M áscara de Tichborne, A rth u r Orton / Tom Castro acaba siendo tam bién m áscara del corifeo muerto: “era el f a n ta s ma de Tichborne, pero un pobre fantasm a habitado por el genio de Bogle” (HUI, 40). Como Lazarus Morell term ina sus días sin identidad, contradictorio. Pronunciaba: pequeñas conferencias, en las que declaraba su inocencia o afirmaba sü culpa. Su modestia y su anhelo de agradar eran tan duraderos que mu chas noches comenzó por defensa y acabó por confesión, siempre al servi cio de las inclinaciones del público (H U I , 40).
El desconcierto y las contradicciones anuncian al p ro ta gonista de “El inm ortal'’, aquel de quien se dice que “es fama que después de c a n ta r la g u erra de Ilion, cantó la g u erra de las ra n a s y los ra to n e s ” (A, 19). El tinglado y las caretas sostienen estos relatos. C aretas, “fin tas g ra d u a le s ”, como las de “El proveedor de iniquidades Monk E a s tm a n ”, cuyo vacío protagonista se llam a Edw ard O sterm ann , alias Edw ard Delaney, alias William Delaney, a lia s J o s e p h M a rv in , a lia s J o s e p h M o rris, a lia s M onk E a stm an , Tinglados sucesivos y dispares como los de “El asesino desinteresado Bill H a rrig a n ” donde un pecoso ir la n dés p a s a a c r i a r s e e n t r e n e g ro s y lu eg o , de “r a t a de conventillo”, se tra n sfo rm a en Billy the Kid, forajido de la lla n u ra . O tra m uerte ostentosam ente disfrazada: Le notaron ese aire de cachivache que tienen losrdifuntos. Lo afeitaron, lo envainaron en ropa hecha y lo exhibieron al espanto y las burlas en la vidriera del mejor almacén. Hombres a caballo y.en tílbury acudieron de leguas a la redonda. El tercer día lo tuvieron que maquillar. El cuarto día lo enterraron con júbi lo (HUI, 72).
Tinglado e im postura, ritualizados, fundam entan “El in civil m aestro de ceremonias Kotsuké no Suké”. Por un lado, un actor, el enviado “que rep resen tab a al emperador, pero a m an era de alusión o de símbolo” (H U Í , 74); por el otro, un m aestro de ceremonias que asume la representación del se ñor de la Torre de Ako. Éste muere, también rep resentánd o se ante un público, en un escenario cuidadosamente prep a rado “y los espectadores más alejados no vieron sangre por que el fieltro era rojo” (HUIi 75). El vengador de su memo ria, Kuranosuké, actú a'a su vez por impostura: es un sim u lador de infam ia y m ediante esa simulación vence a su ene migo.
8. R evelación de la m áscara Las “in fa m e s b i o g r a f í a s ” b o r g e a n a s c u lm in a n , casi d id á c tic a m e n te , en el barroq uism o carnavalesco de “El tintorero enm ascarado Hákim de Merv”, relato en que todo —incluso el rostro original: el individuo— es máscara. Cita Borges esta h istoria, entre otras, en el prólogo de Evaristo Carriego: más acá de la verja con lanzas el profeta velado del J o ra sá n fue uno de los personajes que pobló sus m añ a nas y dio agradable ho rro r a sus noches. Corrige Borges en el texto de Historia universal de la in fa m ia : “el Profeta Ve lado (o más estrictam ente Enm ascarado)” (H U Í , 83). E stán en m ascaradas, como lo h a señalado Caillois,14 las fuentes de la h isto ria que reconstruye Borges; al dejar de lado las crónicas establecidas, el relato borgeano se desvía prévisiblem ente de los hechos que éstas reg istran de modo casi unánim e. N inguna de ellas, por ejemplo, menciona la lepra del profeta ni su desenm ascaram iento final.16 E nm as 14 Roger Caillois, “Postface du traducteur”, en Jorge Luis Borges, H i s t o i r e de Vi nf ami e / H i s t o i r e de Véternit é (París: U nion gé n é ra le d’éditions, 1964), pp. 292-293. Ls Caillois señala y cita in extenso una curiosa excepción a estas cróni cas del tintorero enmascarado pero no desfigurado por la lepra. Escribe el
carados también —es decir desdibujados por el anonimato, el olvido, o el artificio— aparecen aquellos elementos que atestig u arían al personaje. Así como más tarde a trib u irá textos apócrifos a autores variados, atribuye Borges al pro feta un libro canónico inaccesible: La aniquilación de la rosa. Pero el libro es el reverso de otro texto, herético, la .Rosa oscura o Rosa escondida, texto que “se ha perdido, ya que el manuscrito encontrado en 1899 y publicado no sin ligereza por el Morgenlándisches Archiv fue declarado apócrifo” {HUI, 83). Del personaje que fue Hákim de Merv sólo quedan, apun ta Borges, “unas monedas sin efigie” (HUI, 83). La vida del profeta, en la versión borgeana, es un conti nuo ejercicio de escamoteos. Se sabe que de joven fue adies trado en el oficio de tintorero, “arte de impíos, de falsarios y de inconstantes que inspiró los primeros anatem as de su carrera pródiga”: Así pequé en los años de juventud y trastorné los verdaderos colores de las criaturas. El Angel me decía que los carneros no eran del color de los tigres, el Satán me decía que el Poderoso quería que lo fueran y se valía de mi astucia y mi púrpura. Ahora yo sé que el Angel y el Satán erraban la verdad y que todo color es aborrecible (HUI, 85).
También es el texto, invariablemente, un ejercicio de distanciación teatral donde todo es otra cosa: donde todo care ce de efigie (o nombre) original. El tintorero falsario elige con habilidad, como Tom Castro animado por Bogle, la care ta que mejor lo desdiga: la brutal m áscara de toro que con tradice su voz singularm ente dulce; el cuádruple velo de co lor blanco —“el más contradictorio” (HUI, 88)— p ara con q uistar una provincia cuyo color emblemático es el negro.
autor de esa versión: “Sin embargo una cruel enfermedad, secuela de las fatigas de la guerra, llegó a desfigurar el rostro del profeta. Ya no era el más bello de los árabes” (Caillois, 300). El texto del que cita Caillois se titula La máscara profeta y es de 1787: es el primer ensayo literario de Napoleón Bonaparte que contaba a la sazón diecisiete años.
Las convicciones del profeta, no menos vagas y especulares, niegan la imagen única. El Dios de Hákim es un “Dios es pectral [que] carece m ajestuosam ente de origen, así como de nombre y ca ra ” {HUI, 90). La tie rr a misma, p a ra Hákim, es mascarada: “un error, un a incom petente parodia. Los es pejos y la p atern id ad son. abominables porque la m ultipli can y la confirm an” {HUI, 90), Por fin la cara del profeta leproso —la cara que esconde y que sus fieles desengañados descubren— escamotea su rostro: “era ta n ab u ltad a o increí ble que les pareció u n a careta” (HUI, 92). Configuración de una imagen y disimulo de u n a imagen: los personajes de Historia universal de la in fa m ia , en lug ar de monologar y asen tarse en la efigie única —en lu g ar de ser punto de convergencia— constituyen eficaces puntos de divergencia- Son y no son sus m áscaras, pasan por ellas sin rev elar su identidad. Im porta señ alar que a m enudo la care ta elegida es un a previa careta leída: el personaje lee (en un texto, en un espectáculo) su m áscara o su nombre. Tom Castro-A rth ur Orton es cuando se lee en el diario de Tichborne. Billy the Kid, d u ran te sus años de aprendizaje.en New York, “no desdeñaba las ficciones teatrales; le gustaba asistir (aca so sin n ingún presentim iento de que eran símbolos y letras de su destino) a los melodramas de cowboys” {HUI, 67). La rebelde viuda Ching finalm ente se reconoce en u n a r e p re sentación de m áscaras m ontada por las fuerzas del em p era dor y —como Tadeo Isidoro Cruz, en una ficción posterior— cambia de signo: “dejó de ser la Viuda; asumió un nombre cuya traducción española es Brillo de la V erdadera In stru c ción” (H U I , 50). La lectura asienta, a la vez que desvía, una identidad. El personaje que esboza Borges en Historia universal de la i n fa m ia , basado en ajenas historias, enajenado dentro de su propia h istoria, es conglomerado esquivo.16 F ragm entado
lé Borges, al hablar de Historia uniuersaL de la infamia: “Me divirtió escribirla pero apenas recuerdo a los personajes” (Burgin, p. 28).
por el autor, alejado del supuesto centro del relato por la im po rtan cia que cobran sus proyecciones laterales, a la vez vacuo y escudado por m áscaras, es, como el Citizen Kane de Orson Welles, “un simulacro, un caos de apariencias”.17 Sub siste por cierto esa superficie de imágenes que conforman al personaje y que acaso agrade; pero predom inan, en la com posición de esa superficie, u n a m ultiplicidad y un hiato que acaso agraden menos de lo que inquietan. El caos de ap a riencias en Historia universal de la infamia es producto de u n a técnica deliberada: Borges enm ascara y desenm ascara al personaje —por fin literalm ente descarado— como enm as c a ra rá y d esen m ascarará m ás-tard e otros recursos, otros soportes del relato. Quedan, de los personajes de Historia universal de la i n f a m i a , caretas huecas y algún rasgo aislado. El detalle físi co, si bien contribuye salteadam ente al propósito visual que an un cia el texto, r a ra vez ocurre como motivo libre, como m era unidad inform adora y suficiente en sí. De Billy the Kid se da un dato: es pelirrojo y pecoso. La consignación del de talle no añade nada al personaje, sí a la necesidad de e s ta blecer contrastes dentro del relato: Billy, parido por “un fa tigado vientre irlan d é s”, criado entre negros, goza “en ese caos de catinga y de motas [...] el primado que conceden las pecas y u n a crencha rojiza. Practicaba el orgullo de ser b lan co” (HUI, 66). Se dan algunos rasgos físicos de Monk E astm an, algunos tam bién de Tom Castro. En los dos casos el propósito es el mismo: no la presentación detenida del personaje como p er sonaje aislado, no la descripción estática, ornam ental, sino
17“Un film abrumador", Sur, 83 (1941), p. 88. Recalca Borges en esta nota sobre el film de Welles —posterior a sus primeras protoficciones— la técnica de composición salteada de personajes y trama. Admira “la rapso dia de escenas heterogéneas, sin orden cronológico” y añade: “Abruma doramente, infinitamente, Orson Welles exhibe fragmentos de la vida de Charles Forster Kane y nos invita a combinarlos y a reconstruirlo. Las formas de la multiplicidad, de la inconexión, abundan en el film”.
el planteo de contrastes que suscitan la acción o que la apo yan contrapuntísticam ente. La descripción de Tom Castro es necesaria p ara celebrar su im postura (Charles Tichborne, físicam ente su opuesto) y probar “las virtudes de la dispari dad”. También la descripción de Monk E astm an se establece contra algo: contra el “epiceno y fofo Capone” (HUI, 57), pero sobre todo para afirm ar el contraste entre la fragilidad y la fuerza b ru ta que ap u n tala el relato. E astm an, cuyo “pescue zo era corto, como de toro, el pecho inexpugnable, los brazos peleadores y largos, la nariz rota, la cara aunque historiada de cicatrices menos im portante que el cuerpo, las piernas chuecas como de jin ete o m arinero” (H U I , 57), curiosea “el vivir de los anim ales, [...] sus pequeñas decisiones y su ines crutable inocencia” (HUI, 56). Prefiere los animales que fí sicam ente se le oponen, los gatos y las palomas: sale a reco r re r su “imperio forajido” con u na paloma en el hombro “igual que un toro con un benteveo en el lomo” (HUI, 57). Rara vez escapan estos rasgos aislados a u n a funcionalidad n arrativ a p rim aria, r a ra vez parecen gratuitos. Hay sin embargo ex cepciones: la reluciente calva que Monk E astm an encuentra irresistible (HUI, 58), los “pensativos cigarros” (HUI, 27) que fum a Lazarus Morell m ientras recorre, descalzo, grandes habitaciones oscuras, detalles que llam an la atención tanto por su trivialidad como por su carácter indescifrable. A t r a vés de estos pocos detalles sueltos, comienza aquí a esbozar se m odestam ente un recurso al que volverá Borges en textos posteriores: más que placer de descripción, placer del detalle inexplicable.
II. R úbricas tex tu a les
D i g a m o s b revement e que s i em pr e se p u e d e f i r m a r el libro, que p e r m a n e c e i nd if er en te a q ui en lo f i rm a, la obr a — la Fi es ta como d e s a s t r e exige la r e s i g n a ción, exige que q ui en p r e t e n d a e s c r i b i r l a r enuncie a s í y deje de de si gn ar s e. ¿Por qué ent onces f i r m a m o s n ue s tr o s li bros? P o r m odes t ia, p a r a decir: una vez más, no son si no libros, i nd i fe re nt es a la f i r m a
—
Ma u ri ce B lanc hot ,
. L’entretien infíni
P r e c i s a m e n t e p o r q u e o l v i d o leo. R o l a n d B ar th es ,
S/Z
1. Las letras de un libro “Que un individuo quiera d e sp e rta r en otro individuo r e cuerdos que no pertenecieron más que a un tercero, es u n a paradoja evidente” (E C , 33). Si se tra s la d a la declaración al puro plano narrativo, la paradoja de la biografía no es m e nos in q u ietan te que la de la ficción: que un au tor —que un texto— quiera d esp ertar en otro —en un lector, en otro te x to que dialoga con él— recuerdos (ecos) q u e n o p e r t e n e c e n m á s q u e a u n t e r c e r o (un otro clausurado, que no particip a activam ente en el diálogo), es igualm ente paradojal, si no imposible. La ficción borgeana tra b a el simple esquem a em i sor-m ensaje-destinatario deteniéndose y complicando cada
u n a de sus etapas, borrando distinciones, multiplicando s i multáne am en te las posibilidades del diálogo narrativo. El a u to r dialoga con el lector pero a la vez se p re se n ta como lector (destinatario) de su propio m ensaje leído: “n u estras n a d a s poco difieren; es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios, y yo su redactor” (OP, 15). Los elem entos de este diálogo perp etu am en te re versible son, a la vez, vehículo y obstáculo de comunicación. En el texto borgeano la le tra escrita in terru m p e la comuni cación directa en tre los h ab lan tes reversibles, interpolando su propio espacio y exigiendo su propia voz, perturbando la ya p recaria comunicación entré emisor y destinatario, entre autor-lector y lector-autor: como si la no persona que es lo otro1 —aquello de que se habla, aquello que no interviene activam ente en el diálogo— se contagiara de pronto de las “person as” que lo encuadran y aluden. La contaminación que borra los lím ites entre emisor y d estinatario toca tam bién al texto, lo deslim ita. Vuelto dialogante activo, a menudo incó modo, el texto modifica e inquiere tan to al “hablante* que lo enuncia (autor, n arrad o r) como al interlocutor (lector) que lo recibe, del mismo modo que modifica e inquiere, en conti nuo diálogo, tan to a su pretexto como al texto que posterior m ente lo incorporará. En la ficción borgeana se abre y se dinam iza, con obvio placer, un mensaje n arrativ o que está lejos de ser in erte y fijo, que integra, como letra s del libro, a quienes lo redactan, lo n a rra n , y lo leen, y a la vez se disper sa en ellos. Las n ad as entre escriba y lector poco difieren; tampoco difieren las nadas en tre escriba y texto, en tré texto y lector, entre el texto “visible” y su pre-texto: son dialogantes perm u tab les en plano de igualdad. “P ierre M enard, auto r del Quijote” es la p rim era ficción de Borges. No la p rim era ficción borgeana —son anteriores Evaristo Carriego, Historia universal de la infamia y “El 1 El otro, lo otro, la no persona que es la tercera persona en el sentido en que la entiende Émile B en ven iste. Cf. “La Nature des pronoms", Probtémes de linguistique générale (París: Gallimard, 1966), pp. 255-275.
acercamiento a Almotásim”— pero sí la prim era ficción que Borges reconoce como tal. La señala como r u p tu r a delibera da: “entonces decidí escribir algo, pero algo nuevo y diferen te p a ra mí, p a ra poder echarle la culpa a la novedad del empeño si fracasaba7'.2 Considera Borges que lo que h a es crito antes no son cuentos; apenas glosas de otros libros o falsas notas bibliográficas. Pero el empeño es menos nove doso de lo que parece o de lo que anuncia la declaración. Más que u n a ru p tu ra , “Pierre M enard” m arca u n a clara con tinuación de las ficciones previas, reconocidas o ño como re latos. Si hay cambio, éste se sitú a no en la elección de un género nuevo sino en la mise á nu de los procedimientos que solapadam ente obran en sus textos anteriores: “Pierre Me n a r d ” no in a u g u r a la ficción b o rgeana, sim p lem en te la afirm a.3 Si el lector busca en este prim er “cuento” borgeano los elem entos que tradicionalm ente componen un relato queda más que defraudado, como h ab rá quedado defraudado ante la “biografía” de Evaristo Carriego, donde se burlan las re glas del juego. En “P ierre M enard” no pasa nada. No sería éste un inconveniente forzoso; tampoco pasa nada, por ejem plo, en An International Episode, como lo señala el propio Henry Jam es. Pero m ientras el relato de Jam es sustituye la aven tu ra —o mejor: constituye la av en tura— a través de una tensión entre personajes cuyos estados configuran un a com plicada te x tu ra psicológica, el relato de Borges borra gene rosam ente la acción, el in térp rete, y su posible psicología. La complicada te x tu ra que ofrece “Pierre M enard” —lo que por fin constituye la av en tu ra del relato— es abiertam ente 1 Jam es E. Irby, “Encuentro con Borges”, en Jam es Irby, Napoléon Murat, Carlos Peralta, Encuentro con Borges (Buenos Aires: Galerna, 1968), p. 37. 3 Aclara Borges que la aparente novedad de su empeño es por otra parte común en literatura: “Todo lo que yo he hecho está en Poe, Stevenson, Wells, Chesterton, y algún otro. Hasta el procedimiento de hacer falsas notas biográficas está ya en el Sartor Resartus de Carlyte. Cuentos de ese tipo son raros en español, pero no en otras literaturas”, (Irby, 37-38),
textual. El personaje aparece literalm ente perfilado por tex tos, hecho de textos, lector de textos, emisor de textos. “La nómina de escritos que le atribuyo no es demasiado diverti da pero no es arbitraria; es un diagram a de su historia m en ta l” (F, 11). Ningún detalle físico, ni siquiera circunstancial; anota el n arrad o r con sorna: Tuve también el propósito secundario de bosquejar la imagen de Pierre Menard, Pero, ¿cómo atreverme a competir con las páginas áureas que me dicen prepara la baronesa de Bacourt o con el lápiz delicado y puntual de Carolus Hourcade? (F, 49).
Punto de p artid a del cuento que lleva su nombre, Pierre Menard nunca encarna una situación como lo hace, según Borges, el Wakefield de Hawthorne. Tampoco encarnaban las situaciones los personajes de las ficciones previas, ya com puestos (y desarmados) sinuosam ente, escudados por m ás caras, ya insignificantes, como Evaristo. Carriego, ante la c a r a c te r iz a c ió n p e r if é r i c a que los a l u d í a y p a s a b a a reemplazarlos. Nunca ocurre, sin embargo, lo que ocurre en “Pierre M enard” donde se presenta u n a situación delibera damente ¿nencarnable, que se señala a sí misma en su a s pecto más descaradamente textual. Un narrad or p resen ta a un poeta, a un “llorado poeta” a quien conoció en un vendredi de la condesa de Bacourt y de quien se ha despedido “ante el mármol final y los cipreses infaustos” (F , 45). El tono de ese narrador que inicia el relato, cursi precursor de otros homm.es de lettres borgeanos (Carlos Argentino Daneri, Gervasio Mon tenegro), fundam entaría sin esfuerzo la verosim ilitud del personaje narrado: meritorio poeta francés de segundo or~ den, simbolista, incorregiblemente provinciano. La bibliografía de Pierre Menard, citada a continuación, mina categóricamente ese reconocimiento verosímil. Ciertas entradas parecerían confirmarlo; otras, en cambio, extrañan al personaje escritor más allá de todo reconocimiento. Así Menard, además de un ciclo de sonetos para la baronesa de Bacourt, de una trasposición en alejandrinos del Cimetiére m a r in , de un retrato de la condesa de Bagnoregio en un “vic
torioso volum en” (publicado por la condesa) donde tam bién colabora D ’Annunzio, de un soneto simbolista que apareció dos veces (con variaciones) en la revista La Conque y de una lista m an u scrita de versos que deben su eficacia a la p u n tuación, re su lta ser, como por a ñ a d i d u r a , autor de u na mo nografía sobre la posibilidad de construir un vocabulario poético donde no h u b iera “sino objetos ideales creados por una convención y esencialm ente destinados a las necesida des poéticas* (F , 46), de u n a monografía sobre el p en sam ien to de J o h n Wilkins y de una discusión sobre las aporías eleáticas: tres tem as aparen tem en te foráneos en la obra de un sim bolista de Nímes; tres tem as sobre los que ha escrito o sobre los que escribirá más tarde el propio Borges.4 Al señ alar sólo dos v ertien tes —aislando los elementos que las in te g ra n — dentro de esta bibliografía heteróclita que h ab rá de d a r al lector el diagram a de la histo ria m ental de M enard, se empobrece desde luego el texto. La obra visible del auto r no es, como la pretende el narrador, “de fácil y b re ve enum eración” (F, 45). Tal como se presenta la serie —como ta n ta s otras series en la obra borgeana— cuenta no sólo con el contraste sino con la tensión de la yuxtaposición, inquie ta n te y necesaria, de m últiples elementos dispares: elem en tos no desordenados sino virtualm ente inordenables. La se rie no es a rb itra ria , como aclara Borges (F, 11), pero tam p o co obedece a un a autoridad que la justifique fácilmente: no hay criterio qúe perm ita reorganizarla ni establecer j e r a r quías entre sus partes, y sin embargo la serie, desafiante, existe y tiene que ser leída entera. Cabe recordar que la bi bliografía aparece como u n a serie de piezas y que alguna vez escribió M enard un artículo “sobre la posibilidad de en riquecer el ajedrez eliminando uno de los peones de torre. M enard propone, recomienda, discute y acaba por rechazar
4 En Ficciones, “Tlón, Uqbar, Orbis Tertius”; en Discusión, “La perpe tua carrera de Aquiles y la tortuga” y “Avatares de la tortuga”; en Otras inquisiciones, “El idioma analítico de John W ilkm s’’.
esa innovación” (F , 46). Todas las piezas enum eradas en la bibliografía de M enard, como las piezas de ajedrez —como las piezas de todo texto—, por prescindibles que parezcan, cu m p len su fu n ció n . S u p r im ir u n a de ellas o i n t e n t a r reubicarla de otro modo en la serie no significa ni enriqueci miento ni pérdida; significa, sí, un a innovación: u na nueva serie. Otro texto. “La nóm ina de escritos que le atribuyo no es demasiado d iv ertid a”, escribe solem nem ente Borges (F, 11). Es, desde luego, divertida. Conjuga esta bibliografía lo difícilmente conjugable, en u n a su erte de festival de alusiones erud itas y privadas, niveladas por el texto. No cabe decodificar las alusiones p riv ad as y extratextú ales, del mismo modo que no cabe, ante el texto borgeano, la añoranza de J e a n Wahl: “Hay que conocer toda la lite ra tu r a y toda la filosofía p a ra desci frar la obra de Borges”.5 Lo que propone por cierto la biogra fía de P ierre M enard, como las demás series borgeanas —y por serie se h a b rá de entender algo más que u n a en u m era ción circunstancial: en más de un caso, si no en todos, la e stru c tu ra profunda de la prosa borgeana, ficción o en sa yo— es un reconocimiento, dentro de u n a serie parcial, de elem entos igualm ente parciales. Parciales y parcelados: así como el n a rra d o r postula y reconoce a P ierre M enard en los fragm entos de su obra visible e invisible —Pierre Menard, au tor de sólo dos capítulos del Quijote— elige el lector, prac ticando un trabajo igualm ente salteado, su reconocimiento. No es necesario conocer toda la lite ra tu r a y la filosofía p ara descifrar la obra de Borges; sim plem ente porque la obra de Borges no reclam a que se la descifre. En cambio propone al lector, si no m om entáneas identidades, m om entáneas coin cidencias: coincidencias no necesariam ente dictadas por el au tor pero sí reconocidas, elegidas por el lector. El diag ram a m ental que surge de la bibliografía de Pierre M enard —inform ativa, si se quiere: sobre todo desquiciante 5 Jean Wahl, “Les personnes et rim personneí”, Cahiers de L’Herne (Pa rís: 1964), p. 258,
y paródica— escasam ente form ará (en el sentido en que lo en ten día Hawthorne: shape out) al personaje. Uña cosa es conjugar esos elementos y otra reünirlos bajo un solo rostro autoritario. Queda la ta r e a p ara la crítica de Tldn que suele in v e n ta r autores: “elige dos obras disímiles —el Tao Te King y las 1001 Noches, digamos—, las atribuye a u n mismo es critor y luego determ ina con probidad la psicología de ese in teresan te homme de lettres ...” (F, 27). En el caso de aPierre M enard, autor del Quijote**, im aginar al in teresan te literato sobre la base dé su obra es tan difícil, si no más, que reunir, en u n a imagen, pies del tipo X, u na g arg an ta del tipo Y y mejillas del tipo Z, con la diferencia de que el propósito de este relato es menos la unión que la desubicación delibera da. La in qu ieta bibliografía, en p erp etu a tensión, tiñe a los dem ás elem entos del relato, los contagia dé am bigüedad burlona. El mediocre poeta de Nímes —anunciado en la p ri m era línea del texto como novelista— es autor de un Quijote (de dos capítulos del Quijote) enriquecido. El pomposo y va cuo n a rra d o r que abre el relato es el mismo —o mejor dicho es el mismOj el otro— que, lúcidam ente y con retórica consi derablem ente menos adornada, endosa, al final del cuento, una sorprendente concepción de la literatura: alaba a-Menard por h ab er “enriquecido m ediante u n a técnica nueva el arte detenido y rudim entario de la lectura: la técnica del anacro nismo deliberado y de las atribuciones erró neas” (F , 56). La ambivalencia, las contradicciones del n arrad o r y de su suje to n arrado , no dejan de recordar las de Bouuard et Pécuchet, tal como las entiende Borges: “Los idiotas, menospreciados y vejados por el a u to r” (D , 138) al principio, com parten por último con él la intolerancia de la estupidez hum ana. Del mismo modo, el n arrad o r de “P ierre M enard” y su personaje no son determinados por una sola actitud, como tampoco será determ inado por u n a sola actitud el lector que los lee. Como Bouvard et Pécuchet para Borges, “Pierre M enard autor del Quijote” es un llamado de atención sobre el ejercicio lite ra rio: propone un a reflexión lúcida sobre los elementos que in tervienen en todo acto de escritura, en todo acto de lectu
ra. Marca “el in stan te en que el soñador, p a ra decirlo con una metáfora afín, nota que está soñándose y que las formas de su sueño son él" (D , 139). El soñador —léase autor, n a rrador, lector— cobra conciencia de que está dando forma al texto y a la vez que el texto le da forma. La prim era ficción declarada de Borges no sólo “nos in sta a recorrer la Odisea como si fuera posterior a la E neida y el libro Le Ja rdín du Centaure de Madame H enri Bachelier como si fuera de Madame Henri Bachelier” (F , 56). Nos in sta tam bién a contem plar la posibilidad de un personaje dism i nuido: un nexo entre tantos otros, como lo veía Tomachevski,6 en el conjunto de motivos de la narración. Nos in s ta además a desconfiar de un narrador, tan inconsistente, por sus exce sos, como el personaje mismo que presenta. Personaje (au tor) y narrad o r (autor) pierden relieve individual a-medida que cobra importancia una situación sólo deslindada por tex tos. Por cierto pasa algo en “Pierre M enard” —más exacta mente: pasa algo por “Pierre M enard”— pero la situación y la av en tura que propone el relato prescinde de la voz n a r r a tiva y del simulacro personal, desviándolos. La situación se cifra en la nad ería de la autoridad: fieles a ella, a medida que se desarrolla el cuento, tanto el n a rra d o r como el n a r r a do se esfuman. No sólo no se encarnan: ni siquiera asientan una entonación única y característica que los vuelva incon fundibles. Lo que pasa en y por “Pierre M enard” es por fin una letra, que al perder sus cabales —como el protagonista del Quijote original— es sometida a la presión en cantada que Maurice Blanchot destaca en la 6bra.de Henry Jam es. P u ra presión textual, en el caso de “Pierre M enard” —pero ta m b ié n e ra t e x t u a l la p re sió n que a c o sa b a al le c to r Quijano— coincide con lo que Maurice Blanchot, al hab lar de Jam es, llam a la paradoja apasionada. Representa: “la seguridad de una composición determ inada de antem ano,
8 B. V. Tomachevski, “Thématique”, en Théorie de la littérature (París: Seuil, 1965), p. 296.
pero a la vez lo contrario: la felicidad de la creación, que coincide con la p u ra indeterminación de la obra, que la pone a prueba, pero sin reducirla sin p riv a rla de todas las posibi lidades que contiene [...].7 La p rim e ra ficción declarada de Borges pone de m anifies to lo que los relatos previos h ab ían anunciado, lo que los textos siguientes enu nciarán incansablem ente: que toda le t r a escrita presiona, que toda le tra escrita inscribe una te n sión. Que el acto de escribir, como el acto de leer, acaso p a rezcan (acaso sean) actos tautológicos; que, sin embargo, en tre el texto de Cervantes y el de M enard, media u na dis tan cia indeterminada que no reduce sino enriquece la escri tu r a o la lectu ra de un texto previo que la nueva esc ritu ra (o la nu eva lectura) amplían. Los textos de Borges, al recupe r a r escritos anteriores, al an un ciar escritos posteriores no determ inan: literalm en te indeterminan el lugar fijo, el mo num ento horaciano en el que a menudo se e n tie rra a la lite r a tu ra .
2. La letra desviada E n tre el n a r r a d o r y el le c to r de “P ie r r e M e n a r d ” pasa —o no p a s a — un mensaje ambiguo, cifrado en u n a biblio grafía. La deliberada indeterm inación de la obra borgeana inv ita a toda suerte de defensas, dé las que no están exclui das la risa, por incómoda que sea: “Este texto de Borges me
7 Maurice Blanchot, Le Livre á uenir (París: Gallimard, 1959), p. 163. Añade Blanchot un comentario, en el que incluye una cita de los cuader nos de James, que igualmente podría aplicarse a Borges: “¿Qué nombre dar a esa presión a la que somete su obra, no para limitarla sino al con trario para hacerla hablar enteramente, sin reserva, dentro de su secreto sin embargo reservado? ¿A esa presión firme y suave, a esa solicitación urgente? El nombre mismo que ha elegido como título para su relato fan tástico: Otra uuelta de tuerca. ‘¿En qué resultará mi caso de K. B. [perso naje de una novela que James nunca terminará] una vez que se lo someta a la presión y a otra vuelta de tuerca?'”
hizo reír u n buen rato, no sin un m alestar indudable y difí cil de s u p e ra r ”, escribe Foucault de “El idioma analítico de J o h n W ilkins”.8 Pero la risa ante Borges, con Borges, esca sea, como escasea el reconocimiento de que el texto borgeano acaso p ertu rb e. El texto borgeano se h a vuelto cifra solemne e inamovible: anulado, casi, en nombre de la cultura. Curioso destino, p ara un aUtor que por nacimiento y por vocación se elige m arginal, cuyos textos desde un comienzo p iden distancia. Desde el principio, en sus poemas, Borges elige la p eriferia en desmedro del centro y a p a rtir de esa la tera lid a d , a la vez vital y literaria, escribe su obra. El lu g ar topográfico borgeano —si nos atrevem os a fijar ta l lu g ar— p arecería ser esa línea vaga que deslinda la ciudad y el campo, que perm ite, por un lado, la n ostalgia del centro y, por el otro, esa perspectiva segura —esa lib ertad — que da el alejam iento. (La preferencia por las orillas es visible en la poesía de Borges; las noches son laterales; los arrabales, últ im os ; las calles que recorre son las que desembocan “abru m adas por inm ortales d istancias” en “la honda visión / de cielo y lla n u r a ” [OP, 17].) No es in ú til re c o rd a r que Borges reclam a esa m arginalidad, justificándola plenam ente, p a ra toda la lite ra tu r a hispanoam ericana. Mejor: para toda lite ra tu r a lateral. Como los judíos y los irlandeses, observa, los hispanoam ericanos “sobresalen en la cultura occidental, porque actúan dentro de esa cu ltu ra y al mismo tiempo no se sien ten atados a ella por u na devoción especial”: Creo que los argentinos, los sudamericanos en general, estamos en una situación análoga; podemos manejar todos los temas europeos, m ane jarlos sin supersticiones, con una irreverencia que puede tener, y yá tie ne, consecuencias afortunadas (Z?, 161).
La irre v e re n c ia parece consecuencia inevitable de esa m argiiialidad aceptada y asumida: d eclararse m arginal —es a Micheí Foucault, Les mots et les choses (Paría: Gallimard, 1966), p.
decir excéntrico— equivale á constituir un centro en la mis ma circunferencia, a reconocer la existencia del centro t r a dicional y definirse con respecto a él, pero tam bién a alejar se deliberadam ente de ese centro, para verlo mejor y —si fu era necesario—p ara burlarse de él. Sin embargo pocos se ríen, como Foucault, al leer a Borges. Los dudosos beneficios de ese respeto que paraliza al lector, en admiración beata, parecen concentrarse en la erudición borgeana, inaugurada triunfalm ente, como técnica de ficción, en “Pierre Menard, au tor del Quijote”. La calculada in e sta bilidad del relato debería ser aviso suficiente contra la in dagación arqueológica y vana. Así como tam balean el n a r r a dor, el personaje y el texto reescrito, deberían correr peligro las citas eruditas, las alusiones literarias. Lam entablem en te no siempre es el caso. Se lee la erudición de Borges en su letra, como aval que a s e g u r a r a la a u te n tic id a d del texto —ficción o ensayo— desatendiendo su función primordial: la de inq uietar básicam ente a través de la risa, señalando a la vez su falsía y verdad. Los personajes de Borges, a p a rtir de Pierre Menard, son claras fabricaciones textuales. Alguna vez se h a descrito a H am let como un pobre joven con un libro en la mano, cuyo contenido —variable— ignoraba el espectador. Con un libro en la mano —libro que leen, que escriben, del que son in té r pretes, que acaso sin saber completan, del que quizás sean sólo le tra s — aparecen los personajes borgeanos. De la lectu r a del tomo duodécimo de la Civitas Dei surgen Aureliano y J u a n de Panonia en “Los teólogos”; de u na página de la Poe sía de Croce el Droctulft de “H istoria del guerrero y de la cautiva”. “El fin” provee un final provisorio al Martín Fierro de Hernández. Apoyándose en el mismo texto “original”, “Bio grafía de Tadeo Isidoro Cruz” desliga un episodio del poema gauchesco y lo elabora librem ente a distancia. La situación del episodio rescatado por Borges —el sargento que se vuel ve gaucho malo— en cu entra ecos en “La casa de A sterión”: el Minotauro, cuyo destino conoce todo lector, aparece no como contrincante de Teseo sino como su víctima vo lun ta
ría. El trastrocam iento de actitudes que registra el episodio de Hernández desgajado por Borges, se vuelve, en “La casa de Asterión”, trastrocam iento textual. No sólo en Tlón en cierra cada libro su contralibro (F , 27): “La casa de A sterión” es el contratexto (uno de los posibles contrátextos) del texto de Apolodoro. Las ajenas historias siguen fundam entando la ficción de Borges, no sólo como pretextos previos (excu sas) sino como pre-textos funcionales. Además de fu nd am en ta r la situación n a rra tiv a asientan á sus actantes. Los p er sonajes no se encarnan según criterios ex tratextuales, sí se encarnan, intertextualm ente,,en la pluralidad de relatos que los contienen. No en vano abundan en.la ficción borgeana ciertos m oti vos que indican al personaje. Borges ha escrito m ás de una vez, parafraseando a Stevenson, que toda ficción, que todo personaje, es conjunto de palabras; que la transcripción de la realidad es una ilusión más de la llam ada lite ra tu ra re a lista “porque la realidad no es verbal” (OI, 61). Las lecturas de los personajes borgeanos —o las lecturas del autor que ap un talan a esos personajes— son más que actividades cir cunstanciales. De algún modo operan como caracterización emblemática, son señalamiento expreso de la tex tu ra de esos personajes . “La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasm a” (F, 94), escribe Borges, que recuer da, más de una vez, la hipótesis de Léon Bloy: los hombres —tanto los ficticios como los “reales”— acaso sean “versículos o palabras o letras de un libro mágico, y ese libro incesante es la única cosa que hay en el mundo: es, mejor dicho, el m undo” (OI, 163). En dos de sus avatares es escritor el personaje de “El I n m ortal”: cúando es Homero y cuando es Joseph Cartaphilus, escriba de “El Inm ortal”. Dahlmann, en “El S ur”, es lector y bibliotecario: Averroes, escritor y traductor. Otto Dietrich zur Linde, en “Deutsch.es Requiem”, omite de la lista de sus antepasados al más ilustre —un escritor—; luego, en un cam po de concentración, empuja al suicidio a un poeta de quien es asiduo lector: “se había transform ado en el símbolo de
úna detestada zona de mi alma. Yo agonicé con él, yo morí con él, yo de algún modo me he perdido con él” (F , 87). En “El jard ín de senderos que se bifurcan” se enfrentan —y coin ciden m om entáneam ente— un personaje lector que h a des cifrado un laberinto de letras y un personaje (previsto por ese laberinto), que es catedrático y espía: que in te n ta y lo gra, m ediante un asesinato, escribir un nombre que sus j e fes alem anes descifrarán y leerán como lo había previsto. (En el mismo relato aparece, entre tan tos motivos libres, un lector inesperado: en el tren que lo lleva a casa de Albert observa el n arrad o r en un conjunto verosímil —labradores, u na viuda de guerra, un soldado “herido y feliz”—■a “un jo ven que leía con fervor los Anales de Tácito” [F , 100].) En “La m uerte y la b rú ju la” se en frentan dos lectores: triu n fa el más complejo, S charlach, no sólo lector de los textos hasídicos sino autor y lector de la lectura de esos textos que asigna a Lónnrot y que Lónnrot neciam ente acata. De m anera significativa, la m uerte del personaje borgeano coincide a menudo con el final de su lectura,9 o, mejor dicho, con el final de una lectu ra que ha practicado de m an era redu ctora e ineficaz, fiel a u n a “supersticiosa ética” de lec tu ra . Así muere Lónnrot, que lee u na serie de crímenes se--, gún un esquema dictado; así desaparece Averroes, tra d u cto r asiduo que carece de imaginación y a quien se le niega el reconocimiento (la lectu ra eficaz) de una palabra. Así, por fin m uere Stephen Albert, ta n seguro de su lectura del labe rinto de Ts’ui Pen —dentro del cual, sabe que Yu Tsun será su enemigo—, que desconoce, como desconocen Lónnrot y 9 Ver Tzvetan Todorov, “Les hom m es-récits”, Poétique de la prose (Pa rís: Seuil, 1971). Se aplican a los relatos borgeanos las observaciones del inciso “Loquacité et curiosité. Vie et mort” (pp. 86-88) sobre las Mil y una noches, donde “narrar equivale a vivir”. En el caso de Borges habría que recalcar que narrar y sobre todo leer equivalen a vivir. Una declaración de Todorov coincide notablemente con el final de “La busca de Averroes”: “El hombre no es sino relato; en cuanto el relato deja de ser necesario, puede morir. Es el narrador quien lo mata, puesto que ya no cumple una fun ción” (p. 87).
Averroes, el momento exacto de la lectura: el momento p re sente, su erte de cuerpo a cuerpo con un texto móvil, basado en otros textos móviles, jam ás congelado. Al volverle la es p ald a a Yu Tsun, Albert reduce su cuidadoso desciframiento del laberinto de Ts’ui Pen a u n a de sus muchas posibles si tuaciones: la provoca y la fija, sin saberlo, con su m uerte. La m uerte que en tantos relatos del siglo diecinueve pone p u n to final a las vidas mal vividas, corta —y d elata— en estos textos de Borges, la lectura “m al” leída: el texto que se pasa por alto.
3. La m uerte desviada Lectura y escritu ra desatendidas: m uerte. No se e n te n derá esta coincidencia en los relatos borgeanos como conde na moral, sí por cierto como falla del lector ante el texto. Gomo Lónnrot, como Averroes y como Albert, peca por r e s peto mal dirigido el Gracián de Borges, que “no vio la glo r ia ”. Muerto, “sigue resolviendo en la memoria / Laberintos, retruécan os y em blem as” (OP, 163). “El milagro secreto”, “Tema del traid or y del héroe” y “La otra m u erte”, tres fic ciones donde nuevam ente se da la conjunción de escritu ra (o lectura) y m uerte, proponen finales —acaso hab ría que h a blar de interrupciones— muy distintos. En los tres relatos, la m uerte no m arca sim plem ente el final de una lectura int suficiente sino la posibilidad p a ra el personaje dé modificar, incluso de reescribir, la lectu ra de su propia m uerte. Esa m uerte aparece.desajustada, desviada, no como marco final de la narración sino como final ilusorio, como un no final, y en los tres casos.interviene u n texto o u n a elaboración tex tu al p a ra lograr ese desajuste. “El milagro secreto” h a sido comparado a menudo con “An Occurrence at Owl Creek Bridge” de Ambrose Bierce, y al guna vez con “Mr. A rcularis”, de Conrad Aiken. La situación de los tres relatos es la misma: un corte en el tiempo cu an ti tativo, in m ediatam ente anterior a la m uerte del personaje,
que perm ite d ila ta r esa m uerte con la inserción de un perío do ucrónico. “Pero Borges ño h a tra ta d o ese asunto desde un punto de vista psicológico, como lo hicieron Bierce yA iken, sino más bien con un criterio que podría llam arse metafísi* co”, escribe un crítico.10 El cliché atribuido al criterio de Borges escasam ente da cuenta de “El milagro secreto”; tam poco, por otra parte, es psicológico el punto de vista de Aiken, sino más bien irónico. Pero de hecho las diferencias existen. El personaje de Bierce vive una m uerte dilatada: en el espa cio que m edia entre dos in stan tes de su vida —el penúltimo y el últim o— acomoda reconfortantes visiones del hogar, de familia reunida. El personaje de Aiken, en el mismo espacio, acomoda un viaje a Europa, un flirteo algo ridículo, y fúne bres expediciones sonam búlicas.11 El personaje de Borges,. escritor, en el mismo espacio escribe: Minucioso, inmóvil, secreto, urdió en el tiempo su alto laberinto invi sible. Rehizo el tercer acto dos veces. Borró algún símbolo demasiado evi dente Ninguna circunstancia lo importunaba (F, 167).
Cada uno de los personajes, en suma, acomoda en ese es pacio fuera del tiempo lo que constituye el goce principal de su existencia; y de Hladík sabemos que “fuera de algunas am istades y de m uchas costum bres,'el problemático ejerci cio de la lite ra tu r a constituía su vida” (F , 161). 10 E. L. Revol, “Aproximación a la obra de Jorge Luis Borges”, Cuader nos, 5 (1954). 11 Coincide más “Mr. Arcularis”, en ciertos detalles, con “El Sur" de Borges. Como Dahlmann, Mr. Arcularis se recupera de una operación. Los dos relatos se detienen en el goce del protagonista cuando vuelve a la vida “real”, cuando decide emprender un viaje. En los dos textos se marcan las coincidencias entre los personajes de la clínica y los de “afuera”: Dahlmann, al llegar al sur, reconoce al enfermero del sanatorio en el dueño de la pulpería; Arcularis reconoce a su enfermera, Miss Hoyle, en la Miss Dean con quien flirtea en el barco. Dahlmann lee las Mil y una noches “antes” y “d e s p u é s ” de su operación; Arcularis escucha un aria de Cauallería Rusticana en la clínica y luego en el barco. Coinciden los dos relatos en un último detalle circunstancial: la sopa que toman los dos personajes, como primera comida del viaje.
Sin embargo, más allá de este tenue parecido, la calidad de las experiencias difiere notablemente. Peyton F a rq u h a r y Mr. Arcularis viven la dilatación sin darse cuenta, viven u na ilusión de continuidad: algo que no varía de la vida a n terior ni m arca su culminación, simplemente u n a tranche de ti¿e más. En cambio Hladík sabe que el nuevo tiempo que vive y escribe m arca u na r u p tu ra con el tiempo hab itual. No hay ilusión, hay milagro. El tiempo no sigue: el tiempo se d etiene, como la p esada gota de lluvia en las sienes de Hladík, p ara que en ese hueco —limitado y ucrónico, sacra* lizado— pueda Hladík no añadir un episodio más a su vida sino completarla, ponerle fin,' así como pone fin a su obra. En su tragicomedia “intu ía la invención más apta p ara disi m ular sus defectos y p ara ejercitar sus felicidades, la posi bilidad de rescatar (de m anera simbólica) lo fun dam ental de su vida” (F, 164-5). La intervención divina (ausente en los cuentos de Bierce y de Aiken, no frecuente en los cuentos de Borges) no carece de ironía. El milagro secreto parece más bien un pacto: si Dios le otorga a Hladík el año de vida es p ara que complete un texto dramático “que pue.de ju stific a r me y ju stificarte” (F, 164). Una vez concedido el milagro, Hladík “no trabajó para la posteridad ni aun p a ra Dios, de cuyas preferencias literarias poco sabía” (F, 167). Vive para escribir o escribe para vivir: al cabo muere tanto por el “plo mo germánico” como por el último epíteto de Los enemigos. Lectura, escritura y vida se h an confundido: Hladík escribe su obra y escribe tam bién su m uerte. Pero m uere distinto, modificado por su texto. “Tema del traidor y del héroe” lleva más lejos la equ ip a ración entre escritura y vida, así como desarrolla de modo más complejo el tem a de la m uerte escrita. En este caso, un texto no sólo dilata una m uerte física sino que se impone a esa m uerte y hace que cambie radicalm en te de signo. El relato entero funciona, por o tra p arte, según una técnica de dilación y enchássementv* que se vuelve patente en la fab ri 12Ver Tzvetan Todorov, “Digressions et enchássements”, op.cit. pp. 82-91.
cación de la m uerte de Kilpatrick. Un n a rrad o r (escritor, lec tor), influido por precursores significativos —“C hesterton (discurridor y exornador de elegantes misterios) y [el] con sejero áulico Leibniz (que in v e n tó la a rm o n ía p r e e s t a blecida)”— im agina un argum ento que “tal vez” escriba “y que ya de algún modo me ju stifica” (F, 137). Al abordar, con ta n te o s , ese a rg u m e n to que p o r cierto escribe, p o s tu la in m ediatam ente a un segundo n a r ra d o r (tam bién escritor, tam bién lector): Ryan, bisnieto de Kilpatrick, que “tal vez” e scríb ala biografía veraz de su antepasado pero que acabará escribiendo su contrabiografía. Ryan a su vez descubre a un tercer narrador. Nolan (tercer escritor, tercer lector), autor de u n estudio “sobre los Festpiele de Suiza: vastas y e rran tes representaciones teatrales, que req u ieren miles de actores y que reite ran episodios históricos en las mismas ciudades y m ontañas donde ocurrieron” (F , 139), fue el primero en arm ar u n a vida de K ilp atrick : pero su obra, si bien d e ¡ la rg a proyección, nunca fue escrita sino interpretada. No quedan rastro s físicos de Kilpatrick, sujeto de este plural esfuerzo n arrativo, como no quedaban rastro s físicos de Lazarus Moréll o del tintorero enm ascarado: su sepulcro h a sido violado, su nombre suprimido de un documento. Sub sisten sin embargo sus m áscaras: una e s ta tu a que “preside un cerro gris entre ciénagas rojas” (F, 137), figuraciones en los versos de Robert Browning y de Víctor Hugo. A estas re presentaciones tangibles se añade la obra invisible de Nolan que primero las contradice p a ra luego confirm arlas. Héroe vuelto traidor, K ilpatrick m uere reescrito por Nolan. Así como en “El impostor inverosímil Tom C astro” Bogle organi za el destino de Tichborne, tra m a Nolan la m uerte im postada de Kilpatrick: pero en lugar de b a s a r la im p ostura sobre el fait-divers la basa en un conjunto de textos, donde se combi n a n ap resu rad am en te fragm entos de lite ra tu r a e historia. La lectura que hace Ryan de la h isto ria de su antepasado parece, por u n momento, tan desviada como la de Lonnrot en “La m uerte y la b rú ju la ”. El paralelism o obvio entre la m u erte de K ilpatrick y la de Julio César lo lleva “a suponer
u n a secreta forma del tiempo, un dibujo de líneas que se r e p ite n ” (F , 138). Ese satisfactorio paralelism o histórico, esa recu rren cia si se quiere reconfortante, se quiebra con el des cubrim iento de u n a hibridez genérica. No sólo h isto ria sino lite ra tu ra : no sólo Julio César sino el Julio César de S h ak e speare. Complica el esquem a otra anom alía que abisma a Ryan “en otros laberintos más inextricables y h eterogéneos” (F, 139): el descubrim iento de que las p alabras de un m endi go que hab la con Kilpatrick el día de su m uerte son cita de Macbeth (y no, como era de prever, de Julio César). Ni Ryan, ni el n a r ra d o r borgeano, aclaran de qué cita se tra ta . Cabe im agin ar que será un fragmento de la escena segunda del segundo acto, donde un pobre viejo re ite ra con asombro la inversión del orden previsto, declara a n tin a tu ra l el tr a s tr o camiento de papeles: “A falcon, towering in her pride and place, / Was by a mousing owl h a w k ’d at and k i ll’d ”. Él diá logo de S hakesp eare es posterior, sin embargo, al crimen de Macbeth; el de K ilpatrick con el mendigo, an terio r (como el sueño en Ju lio César) a sü m uerte. La referencia es indicio p a ra el lector —p a ra a le rta r a Ryan que por fin lee la vida de su antep asad o de otra m an era— y no consecuencia de lo ya ocurrido. En “Tema del tra id o r y del héroe” todo y todos ya han sido escritos y todo y todos escriben. También todo era os tentosam ente textual en “Pierre M enard”, pero ahora Borges se em peña mucho m ás en “g rad u ar sus realid ad es” (O/, 67). Nolan compone p a ra el traido r Kilpatrick u na m uerte que lo red im irá ante Irla n d a pero Kilpatrick, a diferencia de Tom Castro que sigue pasivamente el libreto compuesto por Bogle, j u r a “colab orar e n 1ese proyecto, que le daba ocasión de redim irse y que rub ricaría su m u erte” (F, 140). No sólo acep ta ser lector y actor de la versión de Nolan sino que —como colaborador activo— se perm ite introducir v arian tes en el texto de su m uerte: “más de u n a vez■enriqueció con actos y p alab ras im previstas el texto de su ju e z ” (F , 141).
La ambigüedad de la frase —“ese proyecto [...] que ru b ri caría su m u erte”— es por cierto ejem plar.13 Sujeto y objeto son intercam biables: el proyecto rubrica u n a m uerte pero tam bién esa m uerte rubrica el proyecto. Remotiva el texto la palabra rubricar con sus m últiples significados. Texto y vida se rubrican m u tu am en te en el sentido más lato, con las "dos efusiones de brusca s a n g re ” (F , 141) que m arcan la m uerte de Kilpatrick, pero tam bién se rubrican, m u tu am en te, en la letra. Rúbrica: señal roja, señal propia y distintiva. Rúbrica, según el Diccionario de autoridades'. “Por alusión y semejanza, se llam a la sangre que se derram a p a ra testifi car alguna verdad”. Rúbrica: “En el estilo Eclesiástico es la ordenanza y regla que enseña la ejecución y práctica de las ceremonias y ritos de la Iglesia, en los Oficios Divinos y fun ciones sagrad as’’. En más de un sentido Nolan rubrica los últimos momentos de Kilpatrick; y Kilpatrick, como lector partícipe del proyecto que se vuelve texto canónico, también rubrica en m ás de un sentido —con su fidelidad y sus des víos— el texto de Nolan. Lo ru brican además los “cen tena res de actores [que] colaboraron con el protagonista; el rol de algunos füe complejo; el de otros, momentáneo. Las cosas que dijeron e hicieren p erd u ran en los libros históricos, en la memoria apasionada de I rla n d a ” (F, 141). En esa rúbrica —sangre, firma o rótulo, comentario orien ta d o r— participa tam bién, activam ente, Ryan. “Comprende que él también forma p arte de la tra m a de Nolan” (F, 141) y, como su antepasado, elige desviarse de la h istoria que ha descubierto, reorientán do la en connaissance de cause. De 1 mismo modo pasan a ru b ricar esa tra m a el prim er n arrado r
13 Es menos ejemplar —para desgracia de este argumento— en una versión modificada que destruye la ambigüedad de la frase original. En lugar de “que rubricaría su m uerte” escribe Borges “que su muerte rubri caría” (Obras completas [Buenos Aires: Emecé, 1974], p. 498). Me atengo a la primera versión.
que abre el relato y sin duda el lector que, al leer “Tema del traidor y del héroe”, recompone las reglas de su lectura y las firma. La tram a escrita apresuradam ente por Nolan se e n riquece con las variantes añadidas por Kilpatrick y los h a b i tantes de Dublín; este nuevo texto se enriquece con el des cubrimiento del revés de la tram a que hace Ryan; la lectura de Ryan —que es a la vez anverso y reverso: descubrimiento del traidor que deja de lado, exaltación del héroe que se de cide a publicar— se enriquece con la postulación que hace del argumento el prim er narrador. Por fin, el cuento “Tema del traidor y del héroe” aum enta, multiplicándose, con la lectura del lector. El proceso dé dilación que parecería suce sivo e unívoco se transform a en recuperación de paliers re-., trospectivos: el enchássement funciona verd ad eram ente a partir del final del relato y no a p artir del principio, como serie recuperadora que propone siempre un resto, la posibi lidad de una nueva rúbrica.
III. C odicias y fragm entos
no poseía
mí ninguna
Como de de l as nociones que con s ti tu ye n una p er s on a, s u s ojos, que a p e n a s me h a b í a n visto, y a me h a b í a n o l v id a do . Mar ce l P rous t,
A la recherche du temps perdu
A la i nv er sa de esa a n a l o g í a que niega la r e p r e s e n t a ción b o r r a n d o d u a l i d a d y d i s t an c ia , existe a q u e l l a que p o r el c on tr ar io la esq ui va, o se b ur la de ella, g r a c i a s a l as t r a m p a s del d e s d o b l a m i e n t o . Mi chel Foucault,
Ceci n’est pas une pipe
1. El personaje derruido: los dobles La ficción b o r g e a n a tie n d e a n iv e l a r los e le m e n to s n arrativ os y el personaje —conjunto antropomórfico en el que suelen detenerse, por hábito de lectura, tantos lectores— -parece ser m eta predilecta de esa nivelación. Nivelación que cuestiona aí personaje como unidad mimética, lo.fragm enta h a s ta el anonim ato, reduciéndolo a la letra y conectándolo con otros elementos del texto, en estrecha relación. El p er sonaje de Borges r a r a vez es persona,1 sí actante d isem ina
1 “El personaje artístico se construye no sólo como realización de un esquema cultural determinado sino también como un sistema de desvíos significativos con respecto a ese sistema, creados sobre la base de dictá menes particulares. [...] Esos desvíos significativos constituyen una ‘dise minación’ probable, necesaria en la conducta del protagonista con respec
do en el texto. P a ra volver a la declaración de Borges en “N ath an iel H aw tho rne”, no hay un personaje borgeano que se encarne en sus relatos en u n a situación que dé cuenta del texto. En cambio sí hay, en esos textos, u n a situación plural. Entendam os por la p alab ra situación lo que Borges en el prólogo a La invención de Morel, Jam es en sus cuadernos, y Blanchot en un ensayo donde habla de Bioy, Jam es y Borges, llam an —valga un común denominador que sin duda d esa tiende m atices— organización de un argumento. El térm ino es de Borges; m ás tard e propondrá otro, quizá más satisfac torio, la p alab ra tram a, que ya usaba Stevenson. E n te n d a mos que se tr a ta de u n a organización estru c tu ra l y signifi cativa de elementos, como los form alistas rusos entend ían la p alab ra sujet. Entendam os adem ás que la situación de la que h ab la Borges puede coincidir enteram en te con el sujet del relato o puede coincidir con uno de lospaliers que, acum u lativ am en te, constituyen el sujet. Sobre esta base, puede decirse que en la mayor parte de la ficción borgeana, perso naje y situación coinciden: o mejor, que la pulverización del personaje previsible es la situación de esos relatos. La fijeza, la volun taria exactitud de ciertos térm inos (no necesaria m ente sinónimos) en los títulos de B o rg es'—fo r m a , te m a , b io g r a fía , h i s t o r i a , la b e r in to — p a r e c e ría n apoyar, b urlonam ente, esa disolución. Las prim eras ficciones p resen tab an a u n personaje dis perso, e n ju e g o de caretas. Sin embargo los r e l a t o s —pese a esos desvíos y cuestionam ientos parciales— se em peñaban en asentarse en esos vacíos que alguna vez se llamaron Orfcon o Edw ard O sterm ann. En Historia universal de la infamia hay siem pre u n a figura que —por borrosa que sea, por car navalesca que p arezca— atrae la atención del lector. Acaso sea más exacto decir que hay, en esas biografías y en Evaristo Carriego, el anuncio de un a figura que podría servir de eje
to á la norma media (Iouri Lotman, La structure da texte artistique IParís: Gallimard, 1973], p. 350).
organizador y cuya inm inente aparición o su inm anente de sarrollo podría (si lo quisiera) ce n tra r el relato. En cambio, en las ficciones posteriores el relato claram ente se descen traliza: no hay u n a m áscara o rostro, como no hay un perso naje —o viceversa—: porque “ya nadie sabe cuál es el nom bre verdadero y cuáles sus ídolos” (HE, 133). El diseminado personaje borgeano, como el Don J u a n de Puchkin que an a liza Lotman, “se estratifica fácilmente én distintos cortes (coupes) sincrónicos, eft las que Don J u a n interviene como todo un *conjunto de personajes. [...] El personaje de Don J u a n , como paradigm a, está constituido por la relación de todos esos cortes, a la vez s o lid a r io s ‘y co n trad icto rio s” (Lotman, 352). El.personaje borgeano tam bién interviene como todo un conjunto de personajes: es el caso de Pierre Menard o de Fergus Kilpatrick. Tampoco es inusual que en cada uno dé esos distintos “cortes” aparezca el personaje (el conjunto de perso najes) dotado de un nombre distinto. Aureliano y J u a n de Panonia, en “Los teólogos”, son finalm ente para la divini dad un a sola persona (o una misma nada). Droctulft y la in glesa aindiada, en “H istoria del guerrero y de la cautiva”, son dos nombres de un mismo personaje: “El anverso y el reverso de esta moneda son, p ara Dios, iguales” (A, 52). Del relato borgeano puede decirse lo que Schopenhauer de la historia: “un calidoscopio, en el que cambian las figuras, no los pedacitos de vidrio, [...] una e te rn a y confusa tragicome dia en la que cambian los papeles y las m áscaras, pero no los actores” (OI, 86). Como Dios al final del relato, el lector que concluye su lectu ra de “Los teólogos” reconoce que las figuras que se lla m aron A ureliano o J u a n de Panonia se componen por fin de los mismos p e d a c ito s de vid rio. P ero este reconocim iento —que sin duda busca el texto y del que hay indicios en cada u n a de sus e ta p a s— se da para el lector, plenam ente, en el último párrafo del cuento. Por más que se adecúe a una con vención verosím il —si no no h a b ría ficción— la imprevi-
sibilidad de la que dispone el ejercicio literario, perm ite que en la sucesividad de la lectura las figuras sean o la vez los mismos pedacitos de vidrio y Aureliano y J u a n de P ano nia.2 A p a rtir de “Pierre M enard” disminuyen las referencias explícitas a las máscaras, acaso porque, dentro de la obra de Borges, su predicabilidad se ha vuelto demasiado obvia. En cambio la ficción borgeana propone, dentro de la “u n id a d ” del personaje, posibilidades de permutación de esos mismos pedacitos de vidrio de m aneras no previstas por el lector, perm utaciones que aseguran para el personaje la muy nece saria impredicabilidad. El personaje (o los fragm entos que lo componen) sigue siendo m etáfora —un a misma “m etáfora o simulacro” (01, 131). Su progreso —el événement en el que participa y que m arca el sujet del relato— procede no de sus acciones acum uladas sino de la “diversa entonación” (07, 17) con que el n arrad o r encara esa metáfora.
2 “El carácter permanentemente inesperado de la conducta del perso naje se obtiene, en primer lugar, por el hecho de que ese carácter no ha sido construido como una posibilidad de acción conocida de antemano sino como un paradigma, un conjunto de posibilidades —único en el nivel de la estructura de la idea, variable en el nivel del texto. En segundo lugar, esa imprevisibilidad corresponde al hecho de que el texto se desarrolla según el eje sintagmático, y aunque en el sistema paradigmático general del carácter el episodio siguiente pueda ser tan regular como el que se realiza en el momento presente, el lector no posee aún todo el sistema paradig mático del lenguaje del personaje: procura ‘terminar de construirlo’ por inducción, a medida que se añaden nuevos fragmentos de texto. Sin em bargo no se trata sólo de esa dinámica que aparece gracias al desarrollo del texto dentro del tiempo y del conocimiento incompleto que tiene el lector del lenguaje del personaje. En ciertos momentos determinados, paralelamente a la estructura paradigmática del personaje ya existente, comienza a funcionar otra estructura. En la medida en que el personaje no se descompone en la conciencia del lector, estos dos paradigmas inter vienen como variantes de una estructura paradigmática de segundo nivel: aunque sean recíprocamente independientes, establecen complejas rela ciones funcionales: aseguran la impredicabilidad necesaria de las accio nes del personaje, mientras que la unidad del personaje, por su lado, ase gura simultáneamente la predicabilidad necesaria” (Lotman, 353-354).
Como m etáfora diversam ente entonada aparecen los dos personajes de “Los teólogos”, Aureliano y J u a n de Panonia. Las herejías contra las que luchan son en sí significativas. Por un lado están los monótonos, que creen “que n ad a es que no h aya sido y que no s e rá ” (A, 35); por otro, los especulares (llamados tam bién histriones, simulacros, fo r m a s ) que pro ponen que el hombre y sus actos proyectan un reflejo inver tido: “que todo hombre es dos hombres y que el verdadero es el otro, el que está en el cielo” (A, 41). Aunque crean diver g ir de esta s h e re jía s te m p o ra lm e n te u ontológicam ente repetitivas, Aureliano y J u a n de P anonia son, a la vez, mo nótonos y especulares. La monotonía y la especularidad fun cionan como motivos dinámicos, no ya en tre el personaje y su mundo sino en tre personaje y personaje, en tre los cortes “a la vez solidarios y contradictorios” en que se asie n ta un personaje cuyo nombre es ya Aureliano, ya J u a n de Panonia. Dentro de la m is m id a d de ese personaje se em peña el re lato en practicar la divergencia. Lo imprevisto se vuelve pre visto; la predicabilidad necesaria in q uieta y fragm en ta al personaje. J u a n h a usurpado, hace años, un asunto de la especialidad de Aureliano. Aureliano a su vez u su rp a la r e futación de los monótonos que sabe ha de escribir Ju an : “re solvió adelantarse a J u an de Panonia y refu tar a los heréticos de la Rueda” (A, 36). Prevé la posible retórica de J u a n y opta, para no coincidir con esa previsión, por su anverso. Pero el texto de J u a n de Panonia escapa al esquem a adivinado por Aureliano, re su lta ta n im previsto como im predicable. No coincide ni con la refutación prevista y evitada por Aureliano, ni con la refutación que Aureliano efectivam ente escribe: “El tra ta d o era límpido, universal; no parecía redactado por una persona concreta, sino por cualquier hombre o, quizá, por todos los h o m b re s ” (A, 38). Las p rev isio n es de J u a n de Panonia (y no las de Aureliano) aseg uran la eficacia de la refutación: sus palabras (y no las de Aureliano) b asta n p ara que ei h eresiarca Euforbo sea condenado a ía hoguera. A p a r tir de ese punto la previsibilidad del relato parece asegurada: “Cayó la Rueda ante la Cruz, pero Aureliano y
J u a n prosiguieron su b atalla secreta. í...] no figura u na sola vez el nombre del otro en los muchos volúmenes de Aureliano” (A, 39). Si bien queda p lan tead a la predicabilidad n a rra tiv a —que va del uno al otro, del otro al uno, del mismo al mismo escindido— no son menos impredicables las acciones deAureliano: es decir, la predicabilidad n a rra tiv a subyace a esas acciones pero no rige del todo sus manifestaciones concre tas. Queriendo resu m ir la nueva herejía de los especulares, p a ra mejor re fu ta rla , Aureliano, inspirado, redacta un tex to: "De pronto, u n a oración de veinte p alab ras se presentó a su espíritu. La escribió, gozoso; inm ediatam ente después, lo inquietó la sospecha de que era ajen a” (A, 43). El texto otro r a eficaz y ortodoxo de J u a n de Panonia (las únicas veinte p alab ras que quedan de su obra), desviado y subvertido por u n nuevo contexto de lectura, condena a Ju a n , como nuevo herético, a la hoguera. Como quien mima gestos ya vacíos, Aureliano eventu alm en te tam bién m orirá por el fuego, m u riendo la m uerte del otro que es él: “lo sorprendió u n a no che, hacia el alba, el rum or de la lluvia. Recordó u na noche ro m an a en que lo h a b ía sorprendido, tam bién, ese m inucio so rum or. U n rayo, al m ediodía, incendió los árbo les y A ureliano pudo m orir como h abía m uerto J u a n (A, 45).
2. M ás allá del doble El conjunto de contrastes, previstos e im previstos en n i veles diferentes, que articula al personaje de “Los teólogos” sobrepasa la especularidad sim plista, la duplicidad satisfac toria. P e rtu rb a al díptico A ureliano-Juan de P anonia —que si sólo fu era ingeniosa correspondencia caería en la fácil si m e tría del Doppelganger, de las dos caretas— un tercer ele m ento que cuestio na, circ u n sta n c ia lm e n te , la provisoria tra n q u ilid ad de la oposición o del paralelism o binarios.3 Ese 3 En "Vindicación de Bouvard. et Pécuchet" recuerda Borges, no sin sim patía cómplice, un sensato juicio de Faguet: “Flaubert, según Faguet, soñó
tercer elemento, que abre la e stru c tu ra de “Los teólogos” y la lleva más allá de la clausura del doble, provee solapa d am ente la v erd ad era e s tru c tu ra paradigm ática del relato. Las dos ho g u eras p a ra le la s que cie rra n el itin e ra rio de A u reliano-Juan de Panonia, personaje, están anunciadas (á la vez que desestabilizadas) por dos hogueras previas, de jando un resto que no puede obliterarse, iniciando una serie inconclusa cuyas posibilidades son múltiples. De la bibliote ca que incendian los bárbaros, citada al comienzo del relato, se salva un texto: (...] en el corazón de la hoguera, entre la ceniza, perduró casi intacto el libró duodécimo de la Ciuitas Dei, que narra que Platón enseñó en Ate nas que, al cabo de (os siglos, todas las cosas recuperarían su estado ante rior, y él, en Atenas, ante eí mismo auditorio, de nuevo enseñará esa doc trina. El texto que las llamas perdonaron gozó de una veneración especial y quienes lo leyeron y releyeron en esa remota provincia dieron en olvidar que el autor sólo declaró esa doctrina para poder mejor confutarla (A, 35).
La segunda hoguera, en que perece el heresiarca Euforbo, adepto de la doctrina de ese libro, elabora ese resto, confir mando qüe el libro venerado y refutado perdura, no “in tac to ” sino como promesa de un continuum de variantes: Esto ha ocurrido y uoluerá a ocurrir, dijo Euforbo. No encendéis una p i r a , encendéis un laberinto de fuego. Si aquí se unieran todas las hogue ras que he sido, no cabrían en la ¿ierra y quedarían ciegos los ángeles. Esto lo dije muchas veces (A, 39).
En “H istoria del guerrero y de la cautiva” y “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz” tam bién incide un tercer elemento en la ilusoria com plem entaridad binaria, elemento que verdade ra m e n te determ in a el relato al desenfocarlo y dinamizarlo.
una epopeya de la idiotez humana y superfluamente le dio (movido por recuerdos de Pangloss y Candide y, tal vez de Sancho y Quijote) dos prota gonistas que no se complementan y no se oponen y cuya dualidad no pasa de ser un artificio verbal” (D , 138).
En el prim er cuento, interviene la m irada a la vez sim pática y distante de la abuela inglesa del narrador, quien acaso haya visto en la india rubia “un espejo monstruoso de su destino” (A, 51). Su h istoria queda excluida de la moneda que reúne, para Dios, los destinos confundidos del bárbaro civilizado y de la civilizada que elige la barbarie, pero permanece como interrogante que abre otro relato, que in au g u raría otra v a riante de la serie. Esa variante queda escrita, potencialmen te, en “H istoria del guerrero y de la cautiva”, como in te r polación que inquieta el paralelismo de las dos historias con trastan tes y complementarias que expone el texto. “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz” culmina én una conjugación de opues tos semejantes: Cruz, al arrojar su quepis de soldado y p a s a r se del lado del desertor M artín Fierro, “comprendió que el otro era él” (A , 57). Pero el relato se inicia con “una pesadilla ten az” del padre de Cruz. “Nadie sabe lo que soñó” (A, 53), como nadie sabe lo que pensó la abuela del n a rra d o r de “Historia del guerrero y de la cautiva”; sí se sabe, en cambio, que el padre anónimo de Cruz, soldado, fue muerto' en un pajonal donde se había refugiado y en un pajonal, precisa mente, se juegan los destinos ulteriores de Cruz y M artín Fierro. La m irada de la abuela del narrador, en “Historia del gue rrero y de la cautiva”, desenfoca la paridad contrastante una vez que ha sido p lan tead a. La subvierte, si se quiere, a potiteriori. En cambio la pesadilla del padre, en “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”, pertu rb a la paridad desde el comien zo del relato. Poco importa, sin embargo, el momento preci so en que se dan las dos intervenciones. Im porta verlas como incisiones dentro de la narración; cortes, apenas insinuados como posibles relatos secundarios, desempeñan más bien otra función. Marcan, con su particu laridad nunca explícita, el lugar de paso entre el anverso y el reverso iguales: co nstitu yen el filo que los aproxima a la vez que los separa. Si desaparecen las m áscaras explícitas en la ficción de Borges, hay por el contrario un constante ejercicio de dis torsión. Si p ersiste n los dobles —rostro que es m áscara,
m áscara que es rostro, uno que es el otro— es porque el p a ralelismo y el contraste fu n d am en tan sin duda, de m an era p rim aria, la organización de todo cuento. Al rep etir y descu brir, u na y otra vez, esa e stru ctu ra básica, el relato borgeano se asienta en una convención reconocida y aceptada p ara recordar (y motivar) sus elementos, p ara dialogar con ella m ediante la interpolación y la divergencia. La distorsión dentro del paralelismo, de la que ya se h a n visto ejemplos, se m anifiesta más de una vez en el preciso señalam iento del rostro desfigurado, rubricado: cicatrices escritas, que in d i can y tra stru e c a n el paralelism o como la cicatriz rencorosa que cruza la cara del inglés anónimo en “La forma de la es p a d a ”, dueño —como por a ñ a d id u ra — de un campo llamado La Colorada. En “La forma de la espada” la cicatriz (“la h is toria secreta de la cicatriz” [F, 129]) es, más que motivo, sujet del relato y cifra de contrato. Con el relato de su cicatriz el Inglés logra comprar La Colorada a un dueño previo “que no quería v en der” (F , 129) y logra imponer su relato —logra vendérselo— al n a rra d o r que a su vez lo cuenta. A lo largo de “La forma de la espada” la cicatriz opera como significante que m antiene el interés del relato pero cuyo significado p e r manece deliberadam ente disimulado. Sólo al final de la n a rración cuando se tra stru e c a n los contrincantes —cuando el oyente y el lector por fin comprenden la distorsión del re la tó, cuando el héroe n a rra d o r se revela como la víctima co barde n a rra d a — se asienta su significado, descolorido y des gastado. Al final del relato, el n a rra d o r anónimo exalta al máximo su “propio” coraje: “le rubriqué en la cara, p ara siem pre, una media luna de san gre” (F, 135). Acto seguido, al con fesarse como delator —es decir, al confesarse rubricado y no rubricador, así aclarando la rúbrica según la cual se ha leí do el texto— revela “con débil d u lz u ra ” el agotam iento de esa lectura que tam bién le h a “vendido” al oyente: la media luna de sangre se vuelve, en su rostro, u n a “curva cicatriz blanquecina” (F , 135). La confrontación con el doble no interesa, en resum idas cuentas, como estru ctu rad o r de los relatos de Borges: que
sean anverso y reverso de la moneda Aureliano y J u a n , el g uerrero y la cautiva, K ilpatrick tra id o r y K ilpatrick héroe, Pedro D am ián cobarde y Pedro Damián tem erario, el Quijo te de C ervantes y el de P ierre Menard, es simple punto de p a r tid a p a ra u n a organización del relato que aspira a ser m ás que u n a oscilación b in aria a p u n talad a por la acep ta ción del lector y acaso por la de los protagonistas. Sin em bargo la ficción borgeana aprovecha esa coyuntura conven cional y se detiene en ella con deliberación p a ra socavar la e le m e n ta l organización a base de co n trastes. Los textos n a rra tiv o s de Borges, como pocos, fragm entan los elem en tos que los compondrían según u na mímica dual; y tam bién, como pocos, se perm iten atrib u ir a esos fragm entos —perso najes añicados, actos retaceados, textos aislados—•la ilusión de un diálogo que por un momento parece atenerse a sólo dos d ialo g an tes pero que es, pro fu n d am en te, u n diálogo m últiple.
3. D eseq u ilib rio: ilu sión de avidez y contam inación Más que el contraste y la com plem entaridad de estos dos ilusorios dialogantes únicos, im porta en los paralelos que establece Borges el desequilibrio. En el diálogo secreto e n tre los teólogos —anverso y reverso— no sólo inciden, p a ra d esasen tarlo , el libro de San Agustín salvado de la hoguera y la ho guera en que perece Euforbo. Incide tam bién, p a ra m o lestar la parid ad , el énfasis con que el texto borgeano privilegia u n a de las caras de la m ism a moneda. Se dirá con razón que si el texto fuera u n a m era exposición de p a ra le los, sin tensión entre ellos, no h ab ría relato posible; que, por o tra p arte, si el texto se atu v iera a un a cuidadosa co rrespondencia en tre el anverso y el reverso, lá tra m a no se ría imposible pero sí olvidable por convencional. In te re s a en cambio la m an era en que elige m anifestarse la disparidad dentro del ilusorio diálogo (monólogo) de dos: disparidad o desequilibrio signados por una avidez de relato. P arecería
r e s u r g ir el “codicioso de alm as* de los prim ero s textos borgeanos, o la prim itiva codicia n a rra tiv a de Historia u n i versal de la in f a m i a ; pero en este caso la avidez no queda fijada —o no queda fijada ún icam en te— como intención del enunciante del texto sino como motivo d eterm inante dentro del mismo enunciado. Aparece a trib u id a (adherida, por así decirlo) a uno u otro de los fragm entos personificados que se en fren tan y que por fin concluyen, al saciarse esa avidez, en u na misma “n ad ería de la person alidad ”, grado cero del de seo.4 En el grado cero del deseo se anulan, por cierto, las po tencialidades de un Aureliano, ávido por excelencia. En “Los teólogos”, al reprod ucirse n a r ra tiv a m e n te la a ltern an cia e n tr e p re s e n c ia y a u se n c ia , se re c a rg a la p resen cia de Aureliano —b a sta recordar el llam ativo derroche de su p ri m era refutación de J u a n de P ano n ia— y se esfuma al otro (a los otros). Desaparecido Ju a n , desaparece tam bién la codi cia que m an ten ía vivo a Aureliano, que era su existencia: “sintió lo que sen tiría un hombre curado de una enfermedad incurable, que ya fuera una parte de su vida” (A, 44). “C ura do” de su deseo personal, m uere A ureliano como símbolo, víctima de u n a hoguera que es cifra de otra hoguera, para ser anverso o reverso de J u a n de Panonia, de muchos otros. La codicia y la avidez a b u n d an en los personajes bor geanos, en esas combinaciones de elementos narrativos or ganizados como paradigm as personalizados que llamamos personajes y que presionan (codician) otros paradigm as se mejantes. Si se despersonalizan esos paradigm as —y las fic ciones de Borges apoyan esa posibilidad— puede extenderse eventualm ente esta avidez a otros registros. La avidez inci
4 “El hombre literalm ente dedica su tiempo a desplegar la alternativa estructural, donde la presencia y la ausencia seconvocan y se refuerzan mutuamente. En el momento de su conjunción esencial y —por así decir lo— en el grado cero del deseo, el objeto humano cae presa del embargo que, anulando su propiedad natural, lo somete a las condiciones del sím bolo” (Jacques Lacan, Écrits [Paris; Seuil, “Points", 1971], p. 59).
de, como elem uto disruptor, en un texto que se sitú a preca riam ente entr^. la expectativa (paralelismo, predicabilidad prevista) y la ru p tu ra (impredicabilidad) que la contradice. Antes de abandonar el personaje borgeano, antes de p asar del paradigma personalizado al paradigm a claram ente te x tual, cabe detenerse u na vez más en las modalidades perso nales que atribuye Borges a esa avidez; ver, por otra parte, los objetos, diversos, de la codicia. “Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberin to ”, propone el ' ejemplo mas claro de avidez, aunque no el más interesante: Zaid; luego de haber robado el tesoro de Abenjacán com pren de Uque el tesoro no era lo esencial para~él. Lo esencial era que Abenjacán pereciera. Simuló ser Abenjacán, m ató a Abenjacán y finalm ente fue Abenjacán” (A, 134). De modo más complejo juega la av id ez—un a avidez cuyos énfasis son diversos pcre que al final resulta compartida— en “La m uerte y la brújulp' y en “El m uerto”. Tanto Scharlach como Bandeira esperan y espían, prep aran un camino que abunda en se ñuelos, estuc ian (prevén) con aplicación el recorrido de otro que en a lg rn momento coincidirá con ellos. Con igual codi cia Lónnrot y Otálora recorren ese camino, que ya ha. sido previsto par i* ellos pero que sólo se sostiene por la avidez con que ellos creen descubrirlo. En los dos relatos la coinci dencia final se resuelve en burla doble, en contaminación recíproca. Lp. avidez —la codicia que surge entre presencia (Lónnroc, Orálora) y ausencia (Scharlach, B andeira)— es reversible y por lo tanto siempre del otro. Como elemento independiente, se ubica ya en un fragmento personalizado, ya en otro, corroyendo el claro vaivén entre dos polos. La avidez ni es de Lonnrot-Otálora, ni es de Scharlach-Bandeira: es, simplemente, p ara in quietar la com plem entaridad y el paralelismo. La codicia ubicua que opera en “La m uerte y la b rú ju la ” acaso resulte demasiado simétrica. El burlador burlado y el burlado burlador funcionan, después de todo, dentro de un esquema previsible (aunque subvertido), el del relato poli ciaco inaugurado por Poe. “La carta ro bad a” es por cierto el
pretexto más obvio: lo reconoce el propio relato de Borges al com parar a Lónnrot con Dupin. Los dos textos se organizan alrededor de (o más bien son organizados por) u n a le tra desviada (Lacan 39). Son herm anos que se codician y se an ulan m u tu am en te Dupin y el m inistro, Scharlach (el verdadero Dupin) y Lónnrot. Con u n a diferencia: el relato de Poe s a n ciona, con la mención de u n a recompensa m onetaria explíci ta, el final de un contrato. En cambio el final de la ficción de Borges ni clausura un pacto ni an u la una avidez: sobre todo, no an u la la continuación del relato. Dupin, al citar los ver sos de Crébillon, rubrica una historia de codicias en co n tra das de la que desaparece su adversario. Scharlach, al expo ner los indicios que h an m antenido la avidez de Lónnrot, p arecería hacer lo mismo. Sin embargo, la últim a declara-, ción de Lónnrot reabre el tex to ,rem o tiv an d o la avidez ubi cua y com partida que nunca h ab rá de asen tarse. La prom e sa de la paradoja de Zenón, p ara siem pre asintótica, re n u e va la codicia de Lónnrot, a punto de morir, y la de Scharlach —victimario ya sin víctima— que se aferra al desafío: “P ara la otra vez que lo m ate —replicó S charlach— le prometo ese laberinto, que consta de una sola línea recta y que es invisi ble, in cesan te” (A, 158). La contaminación, la codicia encontrada, son previsibles' en tre Lónnrot y Scharlach y el final del relato las confirma. Menos previsible en el texto borgeano —por lo pronto más complicada— es la avidez flotante que opera én “El m u erto ”. En “Los teólogos”, es claro que la carga de deseo queda del lado de Aureliano, cuya presencia es innegable. En “La m u er te y la b rú ju la ” el deseo perm anece compartido entre dos seres ilusorios que ya codician, ya son codiciados. “El m u er to ”, en cambio —y quizá sea este relato el mejor ejemplo de avidez autosuficiente—, no parte de un teólogo, no p a rte de un detective pretencioso, parte sim plem ente de un a nada. El comienzo del relato no deja de recordar—por esa n ad a que propone; por el remplissage que prom ete— las prim eras líneas de Evaristo Carriego'.
Que un hombre del suburbio de Buenos Aires, que un triste compadri to sin más virtud que la infatuación del coraje, se interne eñ los desiertos ecuestres de la frontera del Brasil y llegúe a capitán de contrabandistas, parece de antemano imposible (A, 27).
Parodia y distorsión de un relato picaresco (mejor: de un escuetísimo Bildungsrornan)>“El m uerto” cumple cabalmente con su título y con el enunciado que abre el texto. El itin e ra rio de Benjam ín Otálora no sólo “parece de antem ano im po sible”: es de antem ano imposible. Propone Borges, con cu riosa abundancia de detalles físicos, un a figura directa y s in cera —una figura de u n a pieza— de Otálora: “un mocetón de fren te m ezquina, de sinceros ojos claros, de reciedum bre v asca” (A, 27). Propone tam bién, aun con m ás detalle, la fi gura complicada, hecha de muchas, encontradas piezas, que Otálora ap ren d erá a codiciar y a la cual q u errá su plan tar: Azevedo Bandeira da, aunque fornido, la injustificable impresión de ser contrahecho; en au rostro, siempre demasiado cercano, están el judío, el negro y el indio; en su empaque, el mono y el tigre; la cicatriz qué le atraviesa la cara es un ádorno más, como el negro bigote cerdoso (A, 28).
U na n ad ería ap aren tem en te ingenua, la de Otálora que apenas h a vivido, confrontada por lo contrahecho (el sim u lacro, el m on stru o coherente* que es Azevedo B andeira) “siem pre dem asiado cercano”. Un altercado sella esa cerca nía excesiva. Otálora detiene una p u ñ alad a baja que un peón le tira a Bandeira; al día siguiente es convocado por Bandeira que “lo pondera, le ofrece u n a copa de caña, le repite que le e s tá pareciend o u n hom bre anim oso”. O tálo ra se vuelve “hombre de B a n d e ir a " (A, 29). No es casual que el paisano que lleva a Otálora a ver a B an deira sea el mismo peón agresor —el tra id o r— de la no che precedente. O tálora recuerda —recu erda pero no in te gra el recuerdo a su acción, dejando de lado la anécdota que p ara el lector funciona como fisura, como mise en abyme— que B and eira no castiga in m ed iatam en te al peón que lo ha agredido: “lo sentó a su derecha y lo obligó a seguir bebien do” (A, 28).
La cercanía del otro contrahecho inicia y cierra el relato. E n tre esos dos puntos —y recuérdese que el prim er párrafo del relato, mimando el estilo de la biografía, ya reg istra la m uerte de Otálora: "murió en su ley, de un balazo, en los confines de Rio Grande do Suí” (A, 27) — media la aventura de Otálora, av en tu ra cuyos detalles declara ignorar el n a rrad o r y de la que brin da un resum en. En ese sentido el en cuadre de “El m u erto ” se opone pu ntu alm en te al de “Tema del traid or y del h éro e”. En “Tema del traidor y del h éroe” la aven tura, como pretexto imaginado por el narrador, ta n te a posibles encuadres y se in stala en uno, aparentem ente ele gido al azar. En “El muerto" el narrador, acudiendo a preci siones ex tratextuales, familiares, si se quiere (Otálora, “de quien acááo no p e rd u ra un recuerdo en el barrio de Balvañ e r a ” [Ai 27]) m arca un comienzo y un final que encuadran u n a a v e n t u r a ta n im p r e c is a y p r o v is o r ia como la de Kilpatrick: “Ignoro los detalles de su aventura; cuando me sean revelados, he de rectificar y am pliar estas páginas” (A, 27). La im precisa a v en tu ra de “El m uerto” no queda delim ita da por los datos biográficos sino por la tensión que se e s ta blece entre cercanía y distancia. Después del prim er contac to con el contrahecho demasiado cercano, Otálora, con deci sión irónicam ente patética, rompe una carta de recom enda ción “porque prefiere debérselo todo a sí mismo” (A, 28). Pasa a ser hombre de Bandeira. Pasa a “una vida d is tin ta ”, pero esa vida —como acaso tam bién B andeira— “ya está en su s a n g re ” (A, 29). 5 (El cambio recu erd a el de Billy the Kid —de ra ta de conventillo a matón del Oeste— con la diferencia de que no interfiere, en el destino de Bill H arrigan, otra pre-
8Ese “ya está en su sangre", ampliado, queda en el relato como indicio verosimilizador y a la vez como resto que incluye, significativamente, al narrador del texto: “ya está en su sangre, porque lo mismo que los hom bres de otras naciones veneran y presienten el mar, así nosotros (también el hombre que entreteje estos símbolos) ansiamos la llanura inagotable que resuena bajo los cascos” (A, 29; subrayado mío).
sencia.) La vida distinta de Otálora implica una distancia física con respecto a Bandeira: ve sólo u n a vez al otro en esos años de aprendizaje “pero lo tiene muy presente, por que ser hombre de Bandeira es ser considerado y temido, y porque, ante cualquier hom brada, los gauchos dicen que Bandeira lo hace mejor” (A, 29). Esta opinión pública (este chisme que su stitu y e eficazm ente la p resen cia física de Bandeira) in au g u ra doblemente la codicia de Otálora. La información de segunda mano que configura para el a p re n diz la imagen del maestro propone por un lado un límite su perable, un desafío preciso: ir más allá (ser mejor) que B an deira. Por el otro, descubre un. espacio vago —vacuo— que se llama Bandeira: Alguien opina que Bandeira nació del otro lado del Cuareim, en Rio Grande do Sul; eso, que debería rebajarlo, oscuramente lo enriquece de selvas populosas, de ciénagas, de inextricables y casi infinitas distancias (A, 29).
Enriquecen a Bandeira, a la vez que lo vuelven a p a re n te mente frágil, las grietas que descubre Otálora en la figura contrahecha: figura que Borges describirá en el epílogo de El Aleph como “una tosca divinidad, una versión m u lata y cimarrona del incomparable Sunday de C hesterton” (A, 171). Las grietas de Bandeira, percibidas por Otálora en un en cuentro posterior con él, perm iten por fin la proyección defi nitiva. Colmatación de hiatos adivinados, manifestaciones de una ilusoria disminución de Bandeira. Codicia de poder: a Otálora “lo subleva que lo esté mandando este viejo” (A, 30). Codicia erótica: “la clara y desdeñosa mujer de pelo co lorado” (A, 29) que aparece —como mero objeto— en el p ri mer encuentro entre Otálora y Bandeira, cobra vida en el segundo encuentro. Otálora la percibe, significativam ente, en un espejo: “En eso se ve en el espejo que alguien h a en trado. Es la m ujer de pelo rojo; está a medio vestir y descal za y lo observa con fría curiosidad” (A, 30). Codicia, por fin, emblemática que ignora —como ignoró el “mocetón de fren te m ezquina” el hecho de que a un traid o r se lo s e n ta ra a la
derecha— indicios de proyección ulterior. El chisme de que “un forastero agauchao [...] está queriendo m an d ar dem a siado” (A, 31) halaga a Otálora como broma inocua. El com padrito se fija en cambio en la an títesis vistosa de su previa m iseria urbana, codicia: un colorado de cabos negros que trae del sur Azevedo Bandeira y que luce apero chapeado y carona con bordes de piel de tigre. Ese caballo liberal es un símbolo de la autoridad del patrón y por eso lo codicia el muchacho, que llega también a desear, con deseo rencoroso, a la mujer de pelo res plandeciente (A, 311.
“La mujer, el apero y el colorado son atributos o adjetivos de un hombre que él [Otálora] aspira d e s tr u ir ”, añade con falsa ingenuidad el narrador. Atento a la predicabilidad del personaje que h a de suplantar, el personaje codicioso d esa tiende al sujeto de ese predicado. Así regresa u su rp ado r y herido, después de u n tiroteo, “en el colorado del jefe”. Y “esa tard e unas gotas de su sangre m anchan la piel de tigre y esa noche duerm e con la m ujer de pelo relu cien te” (A, 32). La puja codiciosa —“el plan que está m aq uinando” (A, 31)— pocas veces se da tan claram ente en la ficción borgeana, “Abenjacán el Bojarí, m uerto en su laberinto ” es un sim ple ejercicio de avidez al lado de este relato. En “El m u e r to ”, acaso por la n a t u r a l e z a del codiciador —un ingenuo que concatena con simpleza causas y efectos, sujetos y predicados—, la avidez (el deseo de consum ir al otro, en su predicabilidad, p ara suplantarlo) se vuelve m u er te y clausura del relato. Es otro el caso de “La m u erte y la b rú ju la ”. Mueren Otálora y Lónnrot en circunstancias sim i lares: en un a tra m p a p re p a ra d a por otro que es —y cabe to m a r el adverbio al pie de la le tra — “nom inalm ente el jefe” (A, 32). Pero en “La m uerte y la b rú ju la ”, gracias a la inge niosa codicia de la víctima, el relato culmina en un no final: en u n a posibilidad de fu tu ra s codicias. “El m u erto ”, en cam bio, culm ina textualm en te en u n a cerrazón definitiva ope ra d a por una codicia torpe que no parece abrirse a otros en cuentros. Y sin embargo: quedan como negativo del relato
(como suplem ento invertido) la mujer, el apero y el colora do. A tributos o adjetivos de B andeira pero atributos que se h an vuelto im previsibles porqué han sido contaminados por Otálora. E n tre el ávido torpe que codicia al otro, entre el otro contrahecho que a tra p a ávidam ente al mocetón inge nuo, queda un resto: un predicado compartido y ambiguo que por fin constituye —más allá de la oposición b in aria— la a v e n tu r a . A v en tu ra borrosa, fijada en los tre s atrib u to s am bivalentes, de la cual, con razón, declara el n a rra d o r que ignora sus detalles. O peran en “El m u erto ” u n a contaminación, un afantasm am iento recíprocos. Cabe recordar algunas de las im áge nes visuales con que Borges recalca, en otros relatos, ese afan tasm am ien to plural. En “El m u erto ” la codicia —el des p lazam ien to — ocurre a trav és de atributos rojos y vistosos: los únicos que acaso percibiera, en su torpeza, Otálora. La codicia que aparece en otros textos se ubica deliberadam en te en la falta de color. Mejor: en la fro n tera qüe implica la tenue grisaille. En “Las ru in a s circulares” el hombre gris, de “ojos pálidos”, llega al recinto color de ceniza y lo elige p a ra soñar a la c ria tu ra que se n u tr ir á de “las disminucio nes de su alm a” (F , 65): el lu g ar es “un mínimo de mundo visible” {F, 60). La misma grisaille —frontera entre codicias— a p arece en “La m u erte y la b r ú ju l a ”: cuando in terv ien e S charlach d irectam ente en el relato —más allá de los visto sos rombos que ha sembrado indirectam ente, como indicios, p a ra L ónnrot— se cubre el rostro con una “nebulosa barba g ris” (F, 148), u n a barba que (le reco rd ará a Lónnrot antes de m atarlo) era “u n a tenue barba p o stiza” (F, 157). Del mis mo modo, en “El in m ortal”, Joseph Cartaphilus, lugar de paso de varios “perso n ajes”, es “un hom bre consumido y terroso, de ojos grises y barba gris, de rasgos singularm ente vagos” (A, 7). En esa fro n tera descolorida ju e g a Borges —como antes S cho penh auer y H erb árt con la “multiplicación ontológica” [OI, 32)— con la m ultiplicación n a rra tiv a , cen trada en este caso en el llam ado personaje o en los fragm entos que lo com
ponen. Ju eg a con el personaje, multiplicándolo, desequili brando los dobles paralelos y complementarios que lo inte grarían . Así ju eg a con toda ap aren te unidad: pour mieux l ’étrangler. Su juicio sobre la nebulosa je ra rq u ía subjetiva del oscuro J. W. Dunne (atractiva por nebulosa; atractiva porque cuestiona al sujeto) es igualm ente aplicable a su fic ción. Posiblemente, a toda ficción: En cuanto a la conciencia de la conciencia, que invoca Dunne para instalar en cada individuo una vertiginosa y nebulosa jerarquía de suje tos, prefiero sospechar que se trata de estados sucesivos (o imaginarios) del sujeto inicial (OI, 33).
No otra cosa que “estados sucesivos (o imaginarios) del sujeto inicial” son los personajes borgeanos, unidos —m an tenidos en te n sió n — por el paralelism o, el con traste, el desequilibrio y la codicia. Si se in te g ra a la serie de esos estados sucesivos (no p ara clau su rarla sino para añ adir a las variantes) la voz del que nafra y la voz del que lee —como San Ambrosio, “sin proferir una palabra, ni mover la len g ua” (OI, 159)— se verá la posibilidad de establecer relacio nes y tensiones sem ejantes. Ya “Pierre M enard” incorpora al sujeto inicial los estados sucesivos y contradictorios del n a rrador. “Tema del tra id o r y del héroe” incorpora a la serie al lector o a los lectores: tanto a los que leen, dentro del texto, como a los lectores que leen “Tema del traid or y del héroe”. “La otra m u e rte ” integra, como estados sucesivos, a una se rie de n arrado res y lectores de la m uerte de Pedro Damián. Si nos atenemos a la codicia que parece desequilibrar el pa ralelo entre las parcelas del personaje borgeano, observare mos que la m isma codicia funciona entre las parcelas consti tu id as por n a rra d o r y personaje, por personaje y lector.
4. D esequ ilib rio: in efica cia del personaje La codicia no es desde luego el único móvil que perm ite la tensión y la combinación de estos estados sucesivos del suje-
to inicial. A menudo parece compartir el enunciante del tex to borgeano, con el de Kafka o el de Hawthorne, una misma ironía desasosegante: la de acentuar la nimiedad básica del personaje o de señ alar su m om entánea ineficacia en la t r a ma de la que es parte. Señala Borges que en Kafka y en H awthorne hay u n a retórica común: “Hay, por ejemplo, la honda trivialidad del protagonista, que co n trasta con l a J m agnitud de su perdición y que lo entrega, aun más desvali do, a las F u ria s” (07, 83). También se da esa honda triv iali dad en el personaje borgeano, réalzada (se diría casi con p la cer) por la retórica del narrador, tanto más honda cuando la narración se hace en prim era persona: Así la honda triv iali dad del relato de Funes, visitado por la memoria y la en u meración total, de quien no hay que olvidar —declara el n a rrad o r—“que era también un compadrito de Fray Bentos, con ciertas incurables limitaciones” (F , 118). Así la trivialidad del llorado poeta en la prim era presentación que hace de él el n a r r a d o r de “P ie rre M e n a rd ”. Así por fin la h o n d a, hondísim a triv ialid ad de Carlos A rgentino D aneri, cursi detentador del Aleph, expuesta a fondo por el narrad o r a lo largo ’d eí relato de ese nombre. En “El Aleph”, la trivialidad sólo se desecha en el centro (descentrado) del relato —“A rri bo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi desesperación de escritor” (A, 163)— y en la igualm ente in sólita posdata, dos secuencias libres de trivialización irón i ca. Aunque el n arrad o r de “La busca de Averroes” no d istin ga a su personaje con la retó rica triv ializad o ra, incluso caricaturesca, a la que recurre en los relatos precedentes, tam bién Averroes es superado por la m agnitud de la tram a. Una anotación n e u tra de un episodio asienta su ineficacia. Averroes, diciéndose “(sin dem asiada fe) que suele estar muy cerca lo que buscamos” (A, 92), acude al “ocioso placer”, a la “estudiosa distracción” de la lectura p a ra comprender el sig nificado de las palabras tragedia y comedia, desatendiendo la mímica histriónica .que tiene ante los ojos y que se lo h u biera revelado. En el último párrafo del relato, en p rim era
persona, se aclara el proceso que, con otra vu elta de tuerca, incluye al narrador. En los relatos an terio res la. retórica trivializadora parecía funcionar en un solo sentido: de suje to enunciante hacia sujeto enunciado. Al final de “La busca de Averroes”, la probada (y patética) ineficacia del person a je trivializa al n a rra d o r que por fin se m anifiesta: Recordé a Averroes, que encerrado en el ámbito del Islam, nunca pudo saber el significado de las voces tragedia y comedia. Referí el caso; a me dida que adelantaba, sentí lo que hubo de sentir aquel dios mencionado por Burton que se propuso crear un toro y creó un búfalo. Sentí que la obra se burlaba de mí. Sentí que Averroes [...] no era más que yo Sentí,'en la última página, que mi narración era un símbolo del hombre que yo fui, mientras la escribía y que, para redactar esa narración, yo tuve que ser aquel hombre y que, para ser aquel hombre, yo tuve que redactar esa narración y así hasta lo infinito {A, 101).
Un parén tesis final, no exento de ironía, pone fin a esta serie de ineficacias compartidas: “(En el in sta n te en que yo dejo de creer en él, ‘Averroes’ desaparece)”. También desapa rece, desde luego, el narrador. Las nadas poco difieren.
5. Fragm ento y fantasm a En la ficción borgeana, los fragm entos personalizados, engañosam ente únicos, engañosam ente paradigm áticos, in tegran un a serie donde, en conjunción con otros fragmentos, a la vez cobran realidad n a rra tiv a y se afan tasm an. De ese modo, sobre la base dé sim patías y diferencias —de diferen cias que inciden en las sim patías, de sim patías que descon ciertan el establecimiento de las diferencias—, se sostiene un discurso que, más allá de la tra m a n a rra tiv a , caracteriza todo el texto borgeano. Poco im porta la dirección de la serie ya que en ésta desaparece la noción de j e ra r q u ía , d e sa p a re ce la valorización del proceso a p a rtir de un principio y h a cia u n a m eta, sim plem ente porque no hay principio y no hay m eta sino una p erp etu a e irrita n te posibilidad de combina ciones. El precario iniciador de u na serie —Bartolomé H i
dalgo, poeta gauchesco—, insignificante como principio, p er siste en u n a “d ilatad a y diversa superación filial. Hidalgo sobrevive en los otros, Hidalgo es de algún modo los otros” (D , 14). Del mismo modo la m eta —los relatos de Kafka— inicia estados previos, los pre-textos kafkianos, y “en esta correlación nada im porta la identidad o la pluralidad de los ho m bres” (O/, 148), “En cada uno de esos textos —escribe Borges en “Kafka y sus precursores”— está la idiosincrasia de Kafka, en grado m ayor o menor, pero si Kafka no hubiera escrito, no la perci biríamos; vale decir, no ex istiría” (07, 147). Tampoco perci biríam os la idiosincrasia de Hidalgo si a su obra no h ubiera seguido esa “dilatada y diversa superación filial”. Kafka e Hidalgo —valga la d istan cia— no culminan ni inician un a serie de variantes. Indican m eram ente, dentro de un fluir literario , el detenim iento provisorio en un nombre que sirve p a r a o rien tar una retórica. No difieren demasiado estas pausas textuales y nom bra das —Hidalgo, Kafka— de las pausas en que se asientan, ap aren tem en te con más libertad (la libertad que brin daría la ficción) los personajes de Borges. Detenerse en Scharlach, o en Bandeira, o en Kafka, o en Hidalgo, perm itirles que, ya en la ficción, ya en la h istoria, orienten un a lectura, funden u n a retórica “p erso n al”, es halagarlos con la dudosa origi n alid ad de un nombre. La p au sa que perm ite tal gesto es u n a m om entánea elegancia, un artificio necesario del histo ria d o r o del cuentista. Al fijarse en Rosas —en el peso mo n u m e n ta l que re p re s e n ta Rosas en la corta historia arg e n ti n a — Borges desm onta la figura del caudillo: “Creo que fue como tú y yo”. Y sugiere al describirlo, como p ara borrar los lím ites que significan el nombre Rosas, que acaso fuera: Un azar intercalado en los hechos que vivió en la cotidiana zozobra e inquietó para felicidades y penas la incertidumbre de otros (OP, 37).
La p au sa a la que se adjudica nombre —en este caso R o el personaje— es interferencia desapacible. Deja de ser elemento móvil, azaroso, p ara i n t e r c a l a r s e . Como el infinito —como el infinito que alguna vez intentó compilar Borges— es “un concepto que es el corruptor y el desatinador de todos los otros” (O/, 149). Lo que Borges veía como posibilidad alentadora al leer a Hudson —“añadirse vidas claras”, enriquecerse con desti nos únicos, “enan char el yo a m uchedum bre”— cambia de signo. Los personajes de las ficciones borgeanas ni añaden vidas claras ni enanchan un yo a muchedumbre. Del frágil unanim ism o de aquellas prim eras declaraciones, ya socava das por la sospecha de la n ad ería de la personalidad, por la am enaza de un o j a l á n o f u e r a , se pasa a las m áscaras obvias de H i s t o r i a u n i v e r s a l d e l a i n f a m i a . De esas m áscaras a sus obvios y confusos reversos, a las fintas graduales, a aquellos penosos juegos de caretas “que no se sabe bien cuál es cuál”. Del juego de caretas, a la borrosa confrontación de opuestos m á s o m e n o s complementarios. De la provisoria satisfacción b in aria a la sospecha —y a la m anifestación— de u n o t r o o de l o o t r o perturbador: a la tra m p a que ya prescinde de ca retas. El yo, la n a d a y el otro son, en la ficción de Borges, elementos perm utables que a p u n tan a un mismo intersticio variable. Zaíd, en “Abenjacán el Bojarí, muerto en su labe rin to ”, m ata a Abenjacán p ara ser Abenjecán; term in a a la deriva, inten tan do recu p erar al otro desde una nada: “Fue un vagabundo que, antes de ser nadie en la m uerte, recor d aría h ab er sido un rey o haber fingido ser un rey, algún d ía” (A, 134). Igual v a g u e d a d m arca el destino del negro en “El fin ”: “Cumplida su ta re a de justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho era el otro: no ten ía destino sobre la tie rra y h ab ía m atado a un hom bre” (F , 180). Antes de ser nadie en la m uerte, se finge ser otro; cuando se es nadie, se es el otro. Esa vaguedad/vagancia, personifi cada y textualizada, recuerda la de otro significante suelto, la carta (la letra) robada de Poe. En efecto, al in terrogante de Lacan —“qué queda de un significante cuando ya no hay sas,
significación” (Lacan 51)— corresponde el desencantado r e sumen de la vagancia del n arrad or de “El Inm ortal”: “Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demo nio y soy mundo, lo cual es una fatigosa m anera de decir que no soy” (A, 21). Minado de ese modo, el personaje borgeano resu lta mero sostén, reducido como los otros elementos del relato a su más estricta funcionalidad, sostén flotante. Personaje que no cen tra, que más bien descentra, aparece “despojado de todas sus p rerro g ativ as, de su carácter, reducido a un sim ple trompe-Uoeil, [...] una sobrevivencia, un soporte incidental”.6 Sin duda aplicable al personaje, la noción de trompe-Uoeil es de proyección más larga, puede verse como característica de todo el discurso borgeano y no simplemente de la unidad n arrativ a que se ha analizado. Trompe-Uoeil que socava el texto, es a la vez, para citar una frase feliz, un ejercicio de trompe-raison.1
0 Nathalie Sarraute, “Ce q u e je cherche á faire", en Nouueau román: hier, aujourd'hui (París: Union genérale d'édttions, 1972) T. 2, p. 26. Gérard Genette analiza en detalle ese trompe-Voe.il —que implica tanto al perso naje como al narrador—, refiriéndose concretamente a “La forma de la espada" de Borges: el texto contemporáneo “no vacila en establecer entre narrador y personaje(s) una relación variable o flotante, vértigo pronomi nal que concuerda con una lógica más libre, con una idea más compleja de la ‘personalidad’, [...] En ese sentido lo fantástico en Borges {le fantastique bnrgésien] es emblema de toda una literatura moderna: existe sin acep ción de personas" (Gérard Genette, Figures III (París: Seuil, 19721, p. 254). 7 Hans Magnus Enzensberger, “Estructuras topológicas de la literatu ra moderna”, S u r , 300 (1966), p. 15.
Dos cosas son n ec e sa r ia s en c u a l q ui e r p a r a j e d o n d e nos p r o p o n g a m o s p a s a r la vi da: un des ier to y un poco de a g u a que c o rr a . [...] La p e r s p e c t i v a g r a n d i o s a es e n v i d i a b l e per o su a u s e nc i a p u e d e ser r e e m p l a z a d a p o r ot ros medi os . H a s t a lo g r a n d e p u e d e e ncon tra rs e en escala r ed uc id a, y a que la ment e y los ojos no m i d e n d el m i s m o modo. R o b er t Lou is St evens on,
A veces
The Ideal House
unos p á j a r o s , un cabal lo, han s a l v a d o las r u i na s de un anfi teat ro. Jor ge L u i s Borges, “Tlón, Uqbar, Orbi s Te rt i us ”
1. R ealidad y rasgos d iferen ciales H asta aquí se h a insistido en la voluntariosa fra g m e n ta ción del texto borgeano: constante divergencia de caminos previstos con el propósito de disp ersar el texto, bifurcarlo, m ultiplicarlo p a ra que no se instale como le tra fija. Pero tam b ién ju eg a en esta obra, en contra de esa fragmentación d eliberada, la añoranza de fijarse en u n a realidad p o stu la da. Denuncia Borges m alignam ente como falla, en los re la tos de Henry Jam es, lo que en sus propios relatos es base de organización: “Pienso que sus personajes apenas existen fue r a del relato . Pienso que sus p e rso n a je s no son r e a l e s ”
(Burgin, 70). Los opone a los “reales” personajes de Dickens, de Conrad, y considera “que Billy Budd es un hombre re a l” (B urgin, 78). P arecería revivir en estas declaraciones el Borges que leía a H udson y a d m ira b a los “v iv ires [...] episódicos y reales como los inventados por Dios” (T E , 35). Antes de analizar la elusiva realidad de la que habla Borges, vale señ alar que ese criterio de realidad —de realidad p er sonificada— no se aplica exclusivamente al personaje n a rrativo. Por un lado reclam a Borges p ara la lite ra tu ra , y p ara sus escribas, “un sentido ecuménico, im personal” (OI, 22). Por eso alaba a Valéry, que proponía un a historia de la lite r a tu ra sin un nombre de autor, como “un hombre que trasciende los rasgos diferenciales del yo y de quien podemos decir, como William H azlitt de Shakespeare, He is nothing in h i m s e l f ’ (OI, 107). Por eso ta m b ié n a la b a la n a d e r ía del propio Shakespeare: “Nadie hubo en él” (H, 43). No difiere esa n a d e r ía de la del n a r r a d o r de “El I n m o r t a l”: son los dos “Everything and Nothing ”. Pero por otro lado, ignorando la im personalidad de la lite ra tu ra , rescata Borges más de un a vez esos “rasgos diferenciales del yo” y los aplica a los au to res más im previsibles, personalizándolos; intentando re c u p e ra r no sólo u n a entonación verbal sino la realidad —de nuevo elusiva— del hombre que h a entonado: pensar en la obra de Flaubert es pensar en Flaubert, en el ansioso y labo rioso trabajador de las muchas consultas y de los borradores inextricables. Quijote y Sancho son más reales que el soldado español que los inventó, pero ninguna criatura de Flaubert es real como Flaubert (£), 149).
La ironíá de ese “rasgo diferencial” con que Borges reali za al escritor que intentó b orrar toda voz a u to ritaria, toda p resen cia personal de s u Hobra, es patente. Algo sem ejante ocurre en el caso de Pascal, de quien huelga recordar la abo minación del yo. Sin embargo Borges lee los Pensamientos menos como u n a exposición intelectual que “como rasgos o epítetos” de su autor: “la definición roseau pensant no nos ayuda a com prender a los hom bres pero sí a un hombre,
Pascal” (OI, 135). El roseau pensant constituye, p ara sor p resa del lector, un rasgo diferencial del hombre Pascal, “un poeta perdido en el tiempo y en el espacio” (O/, 135). No es fácil s itu a r ese rasgo diferencial, ese residuo —no ya aplicado al yo, ni al hombre, sino a la le tra m ism a— en el texto borgeano. In ten tarlo podría llevar al establecimiento de un esquem a fijo según el cual h a b ría de funcionar, equi v aldría a a n u la r su eficacia móvil y empobrecer la lectura del texto. Ese residuo diferencial borgeano recuerda, para citarlo u n a vez más, el resto que señala Lacan en “La carta robada” de Poe, “preparado en sí p a ra retener todo lo que es del significante sin por ello saber qué hacer con él” (Lacan, 22). Es obvio que él rasgo diferencial cumple u n a función en la obra de Borges. Es más difícil describir en qué dirección opera p a ra d in am izar el texto y en qué nivel se sitúa. El lector (como el an alista de Lacan) no sabe qué hacer les de cir, cómo leer ese rasgo. La lectura de “La postulación de la realidad”, en Discu sión, acaso proponga un prim er acercamiento a ese rasgo diferencial elusivo que va quedando en todo texto de Borges. Se podría decir, por cierto, que el ensayo entero consiste en u na cuidadosa articulación de diferencias en cuyos in te rs ti cios siem pre p e rsis te —ir r ita n te m e n te ^ - un resto in a si milable. Ya el p rim er párrafo es anuncio de ese rasgo dife rencial que supone el argum ento borgeano y que quedará en cada etapa del ensayo, fluctuante, sin que el lector (ni el texto) logren recuperarlo del todo. Nótese que el autor elige cuidadosam ente el registro de su argum ento y que con igual cuidado elige a un antagonista, Croce: Hume notó para siempre que los argumentos de Berkeley no admiten la menor réplica y no producen la menor convicción; yo desearía, para eliminar los de Croce, una sentencia no menos educada y mortal. La de Hume no me sirve, porque la diáfana doctrina de Croce tiene la facultad de persuadir, aunque ésta sea la única. Su defecto es ser inmanejable; sirve para cortar una discusión, no para resolverla (D , 67).
La fórm ula de Croce —la identidad de lo estético y de lo expresivo— sirve de base al complicado y a menudo a r b itr a
rio andamiaje del ensayo borgeano. Cabe señalar que el p la n teo desaparece rápidam ente del texto de Borges que asim is mo abandona toda mención de Croce: se t r a ta de un punto de p artid a y, en cierta medida —en vista del desarrollo u lte rior del ensayo—, de un punto de p artid a en falso, lig era m ente desviado. Queda la mención de Croce como resto que no h a b r á de r e c u p e r a r s e p l e n a m e n t e d e n t r o de “La postulación de la realidad ” pero que acaso sirva p a ra descri bir, en térm inos generales, la retórica según la cual se e s ta blece la argum entación borgeana..Argumentación, a su vez, engañosam ente “diáfana”, no desprovista de “la facultad de p ersu ad ir”, y también (aunque el término no implique en este caso defecto) “inm anejable”. Basta recorrer el ensayo paso a paso —b asta rasg ar levemente su superficie diáfana—r p ara com probar que la m á sc a ra p e rs u a s iv a ap en as d isim u la hiatos, fisuras, rasgos diferenciales no recuperados, conta minaciones perturbadoras entre las sucesivas etapas del tex to que corroen la tranquila seguridad que anuncia el título. De “La postulación de la re a lid a d ” podría decirse lo que Borges dice de Emerson: “su estilo es un simulacro de suce sión” (Irby, 36). No vale detenerse excesivamente en la oposición que re s tablece Borges en este ensayo entre clásicos y románticos puesto que deslinda la clasificación de todo contexto h istó ri co y la declara arquetípica. A esta petitio princeps en la que aun subsisten restos de Croce sucede u n a poco diáfana dis tinción —que nada tiene que envidiarle al defensor de la “in tuición lírica”— entre el clásico que reg istra una realidad y el romántico que in ten ta expresar y rep resen tar esa misma realidad. La realidad aludida, mejor dicho la distinción e n tre realidades, no se define nunca: pasa a acrecentar el re s to inexplicable que va acumulando el ensayo. La cita “clási ca” de Gibbon, por ejemplo, no carece de expresividad: es relato de “ricos hechos a cuya postum a alusión nos convida” (D , 68). La cita de Cervantes que le sigue, como nuevo ejem plo de registro clásico, es obvia contradicción de lo declara do. El registro “clásico” del episodio entre Lotario y Camila
casi no ex iste: a p e n a s cabe la s o sp e c h a a n te la obvia metaforización del relato. El verdadero resto del ensayo, el rasgo diferencial e inex plicable, se da, descentrado (como se da d escentrada la re v elació n del A leph ), en u n a h ip ó te s is i n t e r c a l a d a . La interpolación deliberadem ente an u la la falsa disquisición entre clásicos y románticos, a la vez que irónicam ente soca va las clasificaciones que la siguen, celebrando en cambio dos constantes del texto borgeano, la imprecisión y la selec ción: Yo aconsejaría esta hipótesis: la imprecisión es tolerable o verosímil en la literatura, porque a ella propendemos siempre en la realidad. La simplificación conceptual de estados complejos es muchas veces una .ope ración instantánea. El hecho mismo de percibir, de atender, es de oirden selectivo: toda atención, toda fijación de nuestra conciencia, comporta una deliberada omisión de lo no interesante (D, 69).
La imprecisión y la selección fu nd am en tan la problem á tica postulación de la realidad borgeana. Realidad qué se declara en el texto y sólo en él, no ignora sin embargo las proyecciones o las incidencias de la “o tra ” realidad, la que excede al texto y con la cual juega. Si la lite ra tu r a puede verse como modelo finito de un mundo infinito, cabría decir que la obra de Borges, m ediante la imprecisión y la selec ción, m ediante ese rasgo diferencial que siempre queda, como inquisidor, in te n ta incorporar la infin itu d del mundo o su ilusión especular dentro de un modelo finito que m ina p er petuam ente. No proponen otra cosa los tres modos de “postu lación de la re a lid a d ” —cuestionables en su je r a rq u ía — que se establecen en este ensayo, modos que Borges define como “clásicos”, es decir, denotativos y no connotativos. Dejando de lado su argum ento contra Croce (Borges y Croce: curio sos avatares, en este encuentro, de J u a n de Panonia y de Aureliano), los tres modos que propone son ta n “clásicos” como “rom ánticos”, ta n denotativos como connotativos. Por fin poco im porta que un texto registre u n a realidad o la ex prese, que sea clásico o romántico. Lo que im porta en este
ensayo es el modo en que la imprecisión y la selección ope ran , en combinación diversa, p ara caracterizar cada uno de los tres modos, sup uestam en te diferentes, de postular la r e a lidad. La tenue diferencia que establece Borges en tre la lec t u r a del texto “clásico” y la lectu ra del texto “rom ántico” no convence: La realidad que los escritores clásicos proponen es cuestión de con fianza, como la paternidad para cierto personaje dé los Lekrjahre. La que procuran agotar los románticos es de carácter impositivo más bien: su método continuo a el énfasis, la mentira parcial (D , 71).
No difieren mucho la confianza y la imposición si se las relaciona con el concepto de paternidad, es decir (por más que se la cuestione) de autoridad. Más exacto sería decir que los modos propuestos por Borges cuentan tan to con la confianza “clásica” del lector (que no cuestiona imprecisiones) como con la imposición “rom ántica” de un au tor quien —con tando con aquella confianza previa—* dicta la selección del texto, elige los énfasis y las m en tiras parciales.
2. Tres p o stu la cio n es de la realidad El p rim er método, al que el auto r no parece adjudicar d em asiada im portancia, “consiste en u n a notificación gene ra l de los hechos que im p o rta n ” (D , 71). El segundo, en “im a g in ar u n a realid ad más compleja que la d eclarad a al lector y referir sus derivaciones” (D , 71). El tercero, en ejercer la invención circu n stan cial” (Z), 72). Un análisis apenas atento de estos modos quizá desconcierte al lector, puesto que los tres, en resu m id as cuentas, pueden reducirse a la p rim era fórmula: una notificación de “los hechos que im portan". La diferencia reside, m ás bien en u na variad a acentuación. Si el p rim er método no d espierta mayor in te ré s por p arte de Borges, bien podría ser porque se tra ta , como él mismo dice* de u n a notificación general en la que todo p arecería impor t a r del mismo modo. Si Borges se detiene en el comentario
de los dos “métodos” siguientes, es sin duda porque le pro ponen, en grado diverso, la posibilidad de una notificación p articular, notificación del rasgo diferencial, incorporado dentro del relato. Esa notificación particular, por su carga de asombro o por su elegancia (suelen coincidir los dos té r minos en la obra borgeana) coincide por fin para Borges con “los hechos que im po rtan ”. A p u n tala u n a realidad esencial m e n te l i t e r a r i a que in c o rp o ra (y te x tu a liz a ) elem entos ex tratex tu ales, una realidad que es sinónimo de verosimili tud, de eficacia textual. De los dos modos re sta n te s de po stular la realidad que prefiere Borges, el primero —referir las derivaciones de una realid ad m ás compleja que la declarada aí lector— parece ría afectar principalm ente la periferia del texto narrativo: m ás exactam ente el marco,.el encuadre, del relato. La reali dad que propone este método no se basa sólo en la descrip ción: “süele funcionar a p u ra sintaxis, a pura destreza ver b a l” (D, 73). P o d ría a ñ a d irs e : a p u ro rasgo diferencial sintáctico que cuestiona la organización y la concatenación del texto. Así el así, desprovisto de referente —textual o e x tra te x tu a l— que inicia la Morte d ’Arth ur de Tennyson y que, al m im ar un a causalidad inexistente, refiere al lector si no a efectos, sí a derivaciones “an terio res” al poema, bo rrando su principio. Del mismo modo funciona el eufemismo que tra n sfo rm a la herid a m ortal del rey Arturo en una sim ple cláusula causal e incidental — “porque su herida era pro f u n d a esfumando (o desviando) la declaración directa de un hecho. Es significativo que los dos textos que elige Borges para ilu s tr a r este método —el mencionado poema de Tennyson y The Life a n d Death o f j a s a n de William Morris— tam bién re c u rra n a lo que Borges llam a “la in esperada adición” (D , 72). No se t r a t a ya de postular la realidad a base de la pura sintax is o de la p u ra destreza verbal, como en los anteriores ejemplos de Tennyson. Con todo, tam bién cabe para estos nuevos ejemplos la noción de derivación sintáctica, en un sentido m ás amplio. La “in esp erad a adición” en el texto de
Tennyson es uy la luna era llena”. La adición en el texto de Morris es sin duda más compleja: “Así, quién podrá contar esas cosas, salvo que el viento las contara o el pájaro que desde el cañaveral las vio y escuchó”. Y añade Borges: “Este testimonio final de seres no mentados aún, es lo que nos im p orta” (D, 72). Si bien no inciden de m an era inm ediata en la simple sin taxis del texto, la derivación y los efectos de estas in e sp e ra das adiciones inciden, sintácticam ente, en la gram ática de los relatos, no sólo por su contenido semántico sino básica mente por su in tr u s i ó n —ta n sorprendente como el así o el porqué de Tennyson— en un fragmento que el lector consi^ deraba ya cerrado y cuya totalidad creía prever. Por otra p arte (y aunque Borges no tome esto en cuenta) en ambos casos no es n ad a deleznable el contenido semántico de estas adiciones, ya que -—más que el asi o el porque anteriores— perm ite “im aginar u na realidad más compleja que la decla rada al lector y referir sus derivaciones y efectos” (Z?, 71), “La realidad más compleja que la declarada al lector” no supone, en la descripción de este método, u n a r e a lid a d extratextual. Por el contrario, dada la naturaleza de los ejem plos citados, esa realidad más compleja es, tam bién ella, tex tual. Los rasgos diferenciales que observa Borges son, potencialm énte, puntos de p a rtid a de lo que Stevenson lla m a ba “amplias visiones de relatos secundarios”. El descubri miento de uno de esos rasgos diferenciales —que Todorov lla m a rá más ta r d e sup lemen to en el proceso n a r r a tiv o (Todorov, 89-91)— en L’ile mystérieuse de Verne, provoca por ejemplo en Stevenson “u n a sorpresa que casi esperab a”: Amplias visiones de relatos secundarios, además de! que tenía en mano, irradiaban de ese descubrimiento, como irradian de un detalle llamativo [a striking particular) en la vida; por un momento fui feliz como tiene derecho a serlo todo lector.1
1 Robert Louis Stevenson, “A Gossip on Romance", The Works ofRobert Louis Stevenson (New York: Bigelow, Brown and Co., s.f.), Vol. VI, p. 128-
Del mismo modo operan en la ficción borgeana ciertas sorpresas sintácticas —injertos en apariencia secundarios— que contribuyen oblicuamente a ab rir el relato. La d eclara ción del n a rra d o r de “La lotería en Babilonia” que irrum pe en la descripción del sistema: “Poco tiempo me queda; nos avisan que la nave está por z a r p a r ” (F , 72). El paréntesis que inquieta la enum eración de Yu Tsun, en “El ja rd ín de senderos que se bifurcan”, cuando revisa sus bolsillos y en'cu en tra u na carta “que resolví d e s tru ir inm ediatam en te (y que no destru í)” (F , 99). El uso de un dem ostrativo en “La e sp e ra ”: “un vintén oriental que estaba en su bolsillo desde esa noche en el hotel de Meló” (A, 137). El in esp e rad o vocativo en “La biblioteca de Babel”, dentro de un p a ré n te sis descriptivo: “Tú que me lees, ¿estás seguro de entend er mi lenguaje?” (F, 94). El tercer modo que propone Borges de po stu lar la re a li dad, “el más difícil y eficiente de todos”, es el de la inv en ción circunstancial. Toma un ejemplo de La gloria de Don Ram iro de L a rreta, la famosa sopera con candado: ese aparatoso caldo de torrezno, que se servía en una sopera con candado p a r a defenderlo de la voracidad de los pajes, tan insinuativo de la miseria decente, de la retahila de criados, del caserón lleno de escaleras y vueltas y distintas luces (D, 72).
El “tan in sin u ativ o ” que añade Borges, con su consecuen te fantaseo, p arecería reducir este método a u n a simple va r ia n te del método previo. No es, sin embargo, el caso. Re cuérdese que los tres modos de p o stu lar la realidad son tres, entonaciones diversas de u n a intención básica: notificar los hechos (los motivos) que im portan. Los tre s funcionan como un juego de cajas chinas y si el tercer modo difiere del a n te rior, la diferencia reside no tanto en la perspectiva como (a p e sa r de la condena borgeana de ios románticos) en el énfa sis. El segundo método que propone Borges —referir las d e ri vaciones de una realidad más compleja que la declarada al lector— cuenta con la sugerencia lite ra ria , con el blurring
de los lím ites. T ienta al lector con el engaño de lo no dicho, con la prom esa (nunca escrita) de ap ertu ras, de relatos se cundarios. En cambio el último modo descrito, si bien recu rre , como por fin todo texto, a “pormenores lacónicos de la r ga proyección” (D, 73), lo hace m ediante un a notificación selectiva ,2 mucho más directa y concreta, inscripta en el r e lato mismo. No difiere este último modo del qtie describe B a rth e s en “L’effet de réel”.3 El barómetro en Un coeur s i m ple equivale a la sopera en La gloria de Don Ramiro, al som brero nuevo de Félez Muñoz en el Poema de Mió Cid, acaso al tímido alfajor santafecino en “El Aleph" de Borges. No a b u n d an en Borges ejemplos de este tercer método de pos t u l a r la realidad. No hay objetos insignificantes (digamos, el complicado p astel en Madame Bovary), tampoco hay obje tos previsibles (digamos, el cenotafio de pelo ta n de moda en L a de Bringas), objetos que se vuelven (para citar de nuevo a B arthes) lujosos dentro de la economía del relato. A la vez que alaba Borges este tercer modo de p o stu lar la realidad como el más difícil y el más eficaz, lo declara “menos estric ta m e n te lite ra rio ” OD, 73) y si lo practica lo hace de m anera peculiar: poco tiene que ver la invención circunstancial en el texto borgeano con la invención de objetos del tipo citado. Si nos atenem os a la comparación de los dos últimos mo dos de p o stu lar la realidad, tales como los describe Borges, veremos que la diferencia reside, en efecto, en u n a diferen cia de énfasis. B asta confrontar la mención de la concreta y p a rtic u la r sopera de L a rre ta con la luna llena, deliberada m ente elusiva, de Tennyson. La mención de la lu n a abriría posibilidades h acia lo que está “a fu era”, más allá de lo escri to, hacia nuevos relatos. El preciso candado de la sopera r e
2Subraya Borges la necesidad de esa selección. Condena a ciertos di rectores cinematográficos y a ciertos novelistas porque “suelen olvidar que las muchas justificaciones (y los muchos pormenores circunstanciales) son contraproducentes” ("El delator”, Sur, 11 [1935]). 1 Roland Barthes, “L’effet de réel", C ommuni cati ons , 4 (1960).
m itiría en cambio a lo que está “ad en tro ”, lo que está regis trado dentro del texto. Los métodos son obviamente rev er sibles y pierde todo sentido h a b la r de un “ad en tro” y de un “a fu era” puesto que el rasgo diferencial, sugerido o clara m ente escrito, ya está en el texto. La realidad no textu al —valga, por el momento, la dudo sa clasificación— “no es vaga, pero sf n u e stra percepción general de la realid ad ”, escribe Borges.4De esa misma reali dad, “la que creo realid ad ” (Z), 76), dirá también que no, es transcribible. De “La postulación de la realidad” h ab rá que decir que es u na triple inquisición —y un triple desconcier to— alrededor de un puro ejercicio de mímica verbal: el ejer cicio literario. El p rim er método propone, tram posam ente, el mero registro denotativo; los otros dos, la connotación practicada en diferentes niveles. Hay, por un lado, la vaga percepción de que, al b o rrar límites, se rescatan posibilida des dentro dé lo que Henry Jam es llamaba el “espléndido desperdicio*5 de lo real, mimando un proceso dinámico den tro de la ficción; hay, por otro, la cuidadosa anotación de la invención circunstancial que im ita el detalle concreto “re a l”, fijándolo.
3. El encanto de lo circu n stan cial Si se aplican los ten u es modos n atu ralizado res que anota Borges en “La postulación de la realid ad ” a su propia ficción p odrán señalarse restos de los tres métodos en cada uno de sus relatos. En ninguno p rim a uno de esos modos: en todos opera la combinación de los tres, en contrapunto dinámico. Simplificando la descripción de la eficacia que caracteriza el relato borgeano, podría decirse que esa eficacia reside,
4“El delator”, Sur, 11 (1935). * Henry James, The Future of the Novel (New York: Vintage, 1956), p.
prim eram ente, en u na aplicación básica y económica (enga ñosam ente denotativa) del prim er método citado: la notifi cación general de los hechos que importan. Ya esta p rim era aproximación cuestiona la monosemia de la p alab ra hecho: son hechos, por igual, los actos con que Em m a Zunz se cons truye, los escritos de Pierre Menard, las lecturas en "Tema del traidor y del héroe”, la parodia antip ática en “El Aleph” o en “El Zahir”. Si la notificación general fuera simplemente u n a notificación de hechos —de cualquier índole— no diferi ría del ejemplo extremo que elige Lotman para ilu s tra r la notificación total, el texto “de índole n etam en te clasificador [que afirma] un mundo y sus conexiones”. Y aclara: “El m u n do de la guía telefónica está constituido por los apellidos de los abonados. Todo lo demás, p u ra y simplemente, no existe. En este sentido, es un índice esencial del texto aquello que, desde su punto de vista, no existe” (Lotman, 330). Pero la prim era postulación de la realidad que propone Borges no es tanto una notificación de hechos como u n a no tificación de hechos que importan. La notificación general ya aparece salteada: es índice esencial de esa base textu al tanto lo que no existe como lo que existe. (Cita Stevenson a Benjamin Franklin: “así como debemos dar cuenta de cada p alabra ociosa, habremos de hacer lo mismo con cada ocioso silencio”.)6 La base en que se asienta el texto borgeano es selectivamente denotativa y —como consecuencia obvia— insinúa una selección connotativa. A esa invitación connotativa responden las dos postulaciones de la realidad siguien tes, horadando, por así decirlo, un enunciado que cuenta con (que reclama) sus interferencias: el pormenor lacónico de larg a proyección sintáctica, el pormenor lacónico de larga proyección semántica. De los tres modos descritos en “La postulación de la r e a lidad” queda claro que Borges prefiere los dos últimos. El segundo, la r u p tu r a sintáctica, es sin duda el que más p rac
* Robert Louis Stevenson, “Talk and Talkers”, Vol. VI, p. 71.
tica, m ientras que el tercero, la invención circunstancial, aparece en su obra m ás como añoranza que como re a liz a ción. Sin embargo pocos lectores reconocen la invención circunstancial en textos ajenos con la agudeza con que lo hace Borges, pocos se m uestran , como él, ta n dispuestos a su car ga sugerente. La elaboración de la caldera con candado, en La gloria de Don Ramiro, es un simple ejemplo. Los diarios de H aw thorne, observa Borges, proponen “miles de im p re siones triviales, de pequeños rasgos concretos (el movim ien to de un a gallina, la sombra de un a ram a en.la pared) que abarcan seis volúmenes, cuya inexplicable abundancia es la consternación de todos los biógrafos* (OI, 92). Y añade, in te rp re ta n d o esos detalles como datos realizadores: “Yo t e n go para mí que N athaniel Haw thorne registraba, a lo largo de los años, esas trivialidades p a ra dem ostrarse a sí mismo que él era real, para liberarse, de algún modo, de la im p re sión de irrealidad, de fantasm idad, que solía v isitarlo ” (OI, 93). “Siempre lo circunstancial es patético” (E C , 20), recuer da Borges en Evaristo Carriego, citando a Gibbon. En su ensayo sobre “La poesía gauchesca” habla de “c ircu n stan cias de lá stim a ” (D, 36), al citar u n a sextina de Hernández: Había un gringuito cautivo que siempre hablaba del barco y lo ahogaron en un charco por causante de la peste. Tenía los ojos celestes como potrillito zarco.
Borges no ignora las muchas circunstancias de lástim a incorporadas en esta estrofa. A las obvias —las que configu r a n un relato secundario: “atro cidad e in u tilid a d de esa m u erte, recuerdo verosímil del barco, rareza de que venga a ahogarse a la pam pa quien atravesó indemne el m a r”— p r e fiere la circunstancia que nada añade a las posibilidades di nám icas de ese relato secundario: “la eficacia m áxim a de la estrofa está en esa posdata o adición p atética del recuerdo:
tenía tos ojos celestes como potrillito zarco, ta n significativa de quien supone ya contada u n a cosa, y a quien le restitu ye la m em oria u n a im agen m ás” (D , 36). U n a im agen más, sin duda la que menos significa en la economía de la estrofa: la que retiene sin embargo, por mero placer, el Borges que lee el texto de H ernández. U na imagen que en rigor es menos p atética que la situación que p lan tea la sextina: el extranjero que se vuelve cifra de la peste, el m arin ero a quien ahogan en un charco. Una imagen más que no abre u n nuevo relato, que se retiene como rasgo d iferen cial puro: que es, sólo, una imagen más. Del mismo modo s e ñ a la Borges el patetism o lujoso de la im agen adicional en The Life and Death of Jason de William Morris: “La misma precisión in sisten te de sus colores —los bordes am arillos de la playa, la dorada espuma, la roca gris— nos puede e n te r necer, porque parecen frágilm ente salvados de ese antiguo crepúsculo” (D , 86).
4. Un “p recu rsor” de S tevenson El encanto de lo circunstancial: la frase, que podría ser de Borges, es en cambio de Stevenson, escritor que figura n o to riam en te en la corta lista borgeana de “los autores que c o n t i n u a m e n t e r e l e o ” (F , 116). A p a re c e la s o m b ra de Stevenson —mencionada de paso, en prólogos, en el texto mismo— a lo largo de la obra de Borges. Curiosamente, nunca se lo cita de m an era directa en u n a obra donde la cita tex tu a l no escasea. El acercamiento borgeano a Stevenson es sin g u larm en te oblicuo; el resultado, difícil de describir. Se re c u e rd a a Stevenson como resto de lectura infantil: el bu canero ciego de Treasure Jsland, “agonizando bajo las p a ta s de los caballos” (E C , 9), es uno de los tantos personajes que in q u ieta, ju n to al profeta velado o al “viajero del tiem po” de Wells, el p rim er contacto dfc Borges con la ficción. Años más tarde volverá Borges al mismo personaje en un poema, “Blind P ew ” (H, 77).
La cita indirecta de Stevenson, entre ta n ta s otras citas oblicuas que practica el texto borgeano, es singularm ente consistente. Quiero decir: la m anera en que la obra de Borges se n u tre de la obra de “una de las figuras más queribles y m ás heroicas de la lite ra tu ra in g lesa” (ILI, 51) es sistem áti ca. Si no hay abundancia de citas directas, hay alusión con tinua: el prólogo de Historia universal de la infamia declara que las protoficciones que la componen derivan en parte de relecturas de Stevenson. N uevam ente aparece Stevenson en el prólogo que escribe Borges a La invención de Morel de Bioy Casares, p a ra afirm ar una teoría de la ficción. Apare cen parafrasead o s fragm entos del Chapter on Dreams de Stevenson en Otras inquisiciones (26, 190). No son estas sino algunas de las referencias borgeanas a la obra de Stevenson y a su autor. Cito u n a más, donde la referencia a Stevenson a p u n ta la u n a constante borgeana: el cuestionamiento de la “p a te rn id a d ” (la autoridad) del texto y, por consiguiente, el cuestionam iento del texto único y definitivo. Escribe Borges en su prefacio a la traducción francesa de su obra poética: “El lector de hoy quiere saber, p ara poder juzgar, con quién se enfrenta. Por esa razón ignoraron los críticos la mejor novela de Stevenson, The Wrecker: el autor la había escrito en colaboración con su yerno, Lloyd Osbourne, y nadie se atrevió a elogiar páginas cuya p atern id ad era incierta”.7 En general es difícil describir el diálogo entre el texto de Borges y los autores que cita: Stevenson no constituye u n a excepción. Sin embargo el intercam bio que se insinúa entre los escritos borgeanos y un Stevenson tan presente rem ite é invita, más que en otros casos, a la lectura de un Stevenson re cu p era d o . En dos ensayos in ju s ta m e n te olvidados, “A Gossip on Rom ance” y “A Humble Rem onstrance”, se perfila el p r e c u rs o r creado por Borges: el p ad re cierto. Leer a Stevenson después de haber leído a Borges —como leer a los precursores creados por Kafka después de leer a Kafka— es
7 Jorge Luis Borgea, Oeuure poétique (París: Gallimard, 1970), p. 7.
un notable ejercicio de mise en abyme crítico. La postulación de verosimilitud, conscientemente artificial, del relato de Borges, su vacilación ante el personaje ficticio, la in deter m inada distancia que m arca entre lector y texto ya están en los textos de Stevenson: Nihgún arte produce ilusión: en el teatro nunca olvidamos que esta mos, en el teatro y mientras leemos un cuento oscilamos entre dos actitu des, ya aplaudiendo simplemente el mérito de la representación, ya con descendiendo a participar activamente en la fantasía, junto con los perso najes. La última actitud marca el triunfo de la narración romanceada tromantic storytelling]:.cuando el lector conscientemente simula ser el héroe, la escena es eficaz. En cambio la descripción de los personajes nos proporciona un placer crítico: observamos, aprobamos, las incongruencias nos hacen sonreír, el coraje, el sufrimiento o la virtud nos mueven a una súbita simpatía. Pero los personajes son siempre ellos mismos, no son nosotros: cuanto más claros parecen en la obra tanto más distan de noso tros, con tanta más imperiosidad nos hacen regresar al lugar que ocupá bamos como espectadores [...]. El incidente, no el personaje, nos invita a abandonar nuestra reserva. Algo ocurre tal como deseamos que ocurra; alguna situación, con la que se ha entretenido largamente nuestra fanta sía, se realiza en el relato con detalles tentadores y apropiados (Stevenson, VI, 128).
“Los personajes no son nosotros” declara con presciencia este precursor borgeano. En algún momento llam ará a los personajes títeres con vientre de aserrín; en otro, con menos pasión y más lucidez, los declarará simples creaciones v er bales. En todo caso los concibe —como Borges— no como fi nes en sí sino como vehículos del relato. Los “detalles tentadores y apropiados” de Stevenson no difieren de los eficaces rasgos diferenciales que, según Borges, aseguran la postulación de la realidad. Hay por un lado el detalle dinámico que perm ite las “amplias visiones de relatos secundarios”; hay, por el otro, el detalle estático, acaso trivial, que encanta y retiene —como una imagen m ás— al lector. Al hablar de Robinson Cruso'e, y del carácter heteróclito de lo que el p r o ta g o n is ta lo g ra salv a r, d e c la r a Stevenson que “cada uno de los objetos que rescata el n á u frago del barco encallado es ‘una felicidad p erdu rable’ [a joy forever] para el hombre que los lee. Son las cosas que había
que encontrar y su simple enum eración hace bullir la s a n gre” (Stevenson, VI, 127). Más que la enum eración —desde luego s a lte a d a — del de talle estático, Stevenson elige, p ara a s e n ta r la verosim ili tud de su ficción, el detalle dinámico. Mejor dicho: el detalle dinámico detenido, congelado. Al revés de tanto s n a rra d o res que eligen el d e ta lle e stá tic o po r sí mism o, S tevenson —como B orges— elige a isla r ese d etalle dinám ico p ara, p aradojalm ente, suspender la acción. No p a ra tra n sfo rm a r lo en mero indicio lujoso (como la sopera de L arreta) sino para fijar, a tra v és de la lectura, a través de la memoria, un momento emblemático: Las hebras de un relato se unen cada tanto para formar un diseño en la trama, los personajes adoptan cada tanto una actitud —ante los otros, ante la naturaleza— que graba el relato [síamps the story home} como una imagen. Crusoe sobresaltado ante la huella de un pie, Aquiles gritan do por encima de las voces de los troyanos, U lises al combar el gran arco, Christian tapándose los oídos con las manos mientras huye: momentos culminantes de la leyenda, cada uno de ellos queda impreso para siempre en la mente [in the m i n d ’s eye¡. Podremos olvidar otras cosas: olvidare mos las palabras, por bellas que sean; olvidaremos el comentario del au tor, aunque haya sido ingenioso y exacto; pero adoptamos tan íntim am en te estas escenas memorables que dan el último toque de verosimilitud al relato y colman, de golpe, nuestra capacidad de goce simpático, que’ya nada podrá borrar o debilitar esa impresión. Es esta la función plástica de la literatura: dar cuerpo al personaje, al pensamiento, a la emoción, por medio de algún hecho o actitud que cautive de manera notable n u es tra mente (Stevenson, VI, 123).
Los ejemplos citados por Stevenson —el sobresalto de Crusoe, el gesto de C hristian, Ulises detenido en el momen to en que comba el arco—, ejemplos que no carecen de p a r a lelos en el texto borgeano, transform an la en can tad o ra in vención circunstancial en elemento híbrido. De pronto los personajes (títeres, objetos verbales) —esos personajes “que no son nosotros”— colman, con un gesto memorable, “n u e s tra capacidad de goce simpático” y nos proporcionan algo más que u n a eficacia literaria. Es decir, esos gestos no sólo con firm an u na verosim ilitud n a rra tiv a sino que, aislados, d e te
n id o s , f u n c i o n a n como r e s c a t e s e n fá tic o s . Como dice Stevenson, graban el relato.
5. É n fasis del gesto El énfasis, no parece ser, en principio, ú n a técnica l ite r a ria que goce de la aprobación borgeana. U sa Borges el té r mino p ara condenar un verso de Góngora {HE, 74), u n a fra se poco feliz de F lau b ert (D , 48)* y en térm inos más gen era les a escritores románticos que desdeña. La condena se ex tien de a los escritores modernos; con notoria m ala fe, acusa Borges el énfasis como Mla preferida equivocación de la lite r a t u r a de hoy”: Palabras definitivas, palabras que postulan sabidurías adivinas o an gélicas, o resoluciones de una más que humana firmeza —único, nunca, siempre, todo, perfección, acabado— son del comercio habitual de toda escritor. No piensan que decir de más una cosa es tan inhábil como no decirla del todo, y que la descuidada generalización e intensificación es una pobreza y que así la siente el lector (D, 49). i
Pero no menos enfáticos son térm inos como acaso, tal vez, quizá, a los que recu rre el texto borgeano para no decir del todo. Antes de ver cómo funciona el énfasis en la elocución ge n e ra l de ese texto, recordemos que, al igual que Stevenson, Borges aísla y enfatiza gestos y actitudes. Esto no sólo en sus relatos; b asta recurrir, por ejemplo, a sus crónicas cine m atográficas. De El delatof“retiene “el r a s p a r final de las u ñ a s en la cornisa y la desaparición de la mano, cuando al hombre pendiente lo am etralla n 'y se desplom a”.8 Al comen t a r Verdes praderas de Connelly, anota: “Nos divierte que Dios guarde ‘p ara después* el cigarro de diez centavos que acaba de ofrecerle el A rcángel”.9 En la versión de Ozep de « “El delator", Sur, 11 (1935), p. 91. B“Verdes praderas”, Sur, 37 (1937), p. 87.
Los h e r m a n o s K a r a m a z o v s e ñ a la “la m ano c le ric a l de Smerdiakov, retirando el dinero” (D, 76). Los relatos de H is toria universal de la infamia recu rren igualm ente a la efi cacia del gesto o la actitud aislados: Billy the Kid duerme o stentosam ente jun to a su p rim er cadáver, Monk E astm an se pasea con una paloma azul en el hombro. Sucede lo m is mo en las ficciones posteriores donde el gesto aislado stamps the story home. En “El fin” se detiene el relato en un gesto: el del negro que, luego de m a ta r a Fierro, “limpió el facón ensangrentado en el pasto y volvió a las casas con lentitud, sin m irar p a ra a tr á s ” (F, 180). Como recordará el lector, coin cide el gesto con “la perdurable escena” (D , 34) del Martín Fierro, a la vez que es su exacto reverso. El parcimonioso gesto de Fierro luego de m a ta r al negro — “Limpié el facón en los pastos, / desaté mi redomón, / monté despacio, y salí / al tranco pa el cañadón” — retenido y trasladado, es gesto que p a ra Borges “lo significa entero” (D , 34). Los gestos y actitudes que retiene Borges cuentan —pero no exclusivamente— con lo visual. El empleo que hace Borges de este término, en prólogos y entrevistas, es por otra p arte sin g u larm en te borroso. En el prólogo a Historia universal de la infamia destaca la im portancia del propósito visual en los relato.s. En u na en trev ista con Georges C harbonnier de clara no te n e r mucha “imaginación v isu al” pero acepta los elem entos visuales que le señala el entrevistador en “Funes el memorioso” —añadiendo,.con cierta perfidia, “el olor del m a te ” a las im ágenes cita d a s.10 En u n a conversación con Richard Burgin declara que “el elemento visual no es muy im po rtante en mis libros” (Burgin, 70). Descarto, p a ra ex plicar esas oscilaciones, la obvia referencia biográfica a la que acude a menudo el propio Borges. Creo más bien que entiende por visual lo que Jam es llam a pictórico —un objeto o u n a e stru c tu ra “adorablem ente pictóricos” (James, 23)—,
10 Georges Charbonnier, Entretiens auec Jorge Luis Borges (París: Gallimard, 1967), pp. 120 y 128.
lo que Stevenson rescata con the m i n d ’s eye. “El arte —siem pre— requiere irrealidades visibles” (OI, 156), escribe Borges al com entar las paradojas eleáticas: querría “conocer el nom bre del poeta que [las] dotó de un héroe y de una to rtu g a ” (OI, 150). Lo visual, en el texto borgeano, no implica nunca inercia, más bien potencia contenida, suspendida en un r a s go, un gesto, una actitud que marcan el relato. No hay ges tos, ni actitudes, ni letras inertes: hay siempre modificación, incidencia. Estos gestos que significan entero ya al personaje, ya al texto, no carecen de proyecciones simbólicas. La minuciosa limpieza del facón sería un caso. A él pueden añadirse más ejemplos donde, como en “El fin”, coincide el gesto con el reconocimiento de un destino y donde ese reconocimiento lle va a ser otro, ser otros, ser el mismo, ser nadie. En “El im postor inverosímil Tom Castro”, un gesto cifra el pacto entre A rth u r Orton y Bogle como símbolo de inseguridad m utua. El personaje vacío que busca su nombre reconoce algo de sí en Bogle, incapaz de cruzar una calle: “Al rato de m irarlo le ofreció el brazo y atravesaron asombrados los dos la calle inofensiva. Desde ese instante de un atardecer ya difunto, un protectorado se estableció: el del negro inseguro y m onu m ental sobre el obeso taram b an a de Wapping” (HUI, 33). De m a n e r a ig u a lm e n te asom brosa, en “B iografía de Tadeo Isidoro Cruz”, arroja Cruz por tie rra su quepis al compren der que “el otro era él” (A, 57). Estos gestos y actitudes no son necesariam ente los ú n i cos memorables en el texto borgeano. En esta recuperación de detalles gestuales que graban el relato en la m ente del lector, acaso importen más los gestos mínimos y a p a re n te mente triviales. Por ejemplo, en “Tlón, Uqbar, Orbis Tertius” —relato despojado de “personajes”— la memorable actitud de Herbert Ashe, ser grisáceo como su nombre lo indica, cuya nebulosidad recalca el texto memorablemente: “padeció de irrealid ad ”. Queda grabado sin embargo el personaje en una actitud: “en el corredor del hotel, con un libro de m a te m á ti cas en la mano, mirando a veces los colores irrecuperables
del cielo7’ (F , 17). En “Funes el memorioso*—quizás el mejor ejemplo— quedan dos actitudes difícilmente olvidables de Funes. Prim ero se lo describe “con u n a oscura pasionaria en la mano, viéndola como nadie la h a visto” (F , 117). Luego, y antes de que el relato se interne en la excepcional memoria de Funes, se lo retiene en u n a actitud que es u n a imagen vertiginosa: Había oscurecido de golpe; oí rápidos y casi secretos pasos en lo alto; alcé los ojos y vi un muchacho que corría por la estrecha y rota vereda como por una estrecha y rota pared. Recuerdo la bombacha, las alparga tas, recuerdo el cigarrillo en el duro rostro, contra el nubarrón ya sin límites. Bernardo le gritó imprevisiblemente: ¿qué horas son, Ireneo? Sin consultar el cielo, sin detenerse, el otro respondió: Faltan cuatro minutos p a ra las ocho, joven Bernardo Juan Francisco. La voz era aguda, burlona (F, 118).
De “Funes el memorioso” re te n d rá el lector u n a fábula, la del hombre que recuerda —que acum ula— todo, o más bien cada u n a de las variantes de ese todo. Pero igualm ente r e te n d rá estas dos actitudes circunstanciales y satisfactorias que ap aren tem en te están al m argen de u na concatenación significativa. Se podrá argüir, no sin razón, que las dos im á genes prefiguran de cierto modo el sujet del relato: las dos rem iten ind irectam ente a la sin g u lar percepción del tiempo y del espacio que explicará más ta rd e el propio Funes. Sin embargo lo que im porta es la presentación deliberadam ente aislada —deliberadam ente única, fija— de las dos actitudes. H ará falta un corte radical en el relato (no demasiado dis tinto del que ocurre en “Pierre M enard”) p a ra que las dos im á g e n e s m e m o ra b le s de F u n e s dejen de s e r e n c a n to s circunstanciales y pasen a significar de otra m anera. Ese corte necesario se da con el accidente que tulle el cuerpo de Funes, que le niega toda representación gestual. De aquel p rim er Funes, “impreso para siempre en la m en te” del lec tor, sólo quedan entonces resabios. El n a rra d o r que visita al Funes inmovilizado observa la m ism a voz burlona, el mismo cigarrillo, pero ya no hay gesto memorable, ni encanto cir cunstancial. Al final del relato aquel “duro rostro, contra el
n u b a rró n ya sin lím ites’’ se ha congelado en efigie, carente de todo rasgo diferencial: “me pareció m o num ental como el bronce, m ás antiguo que Egipto, anterior a las profecías y a las p irá m id es” (F , 127). Los prim eros gestos de Funes funcionan en el relato como funciona el gesto de la inglesa aindiada, en “H istoria del g uerrero y de la cautiva". Se los puede in te g ra r sin duda en la economía del relató pero la integración reduce n ecesaria m en te su impacto como gesto aislado. Cuando las prim eras im ágenes de F unes se incorporan en la segunda p arte del cuento, volviéndose componentes de un parad ig m a más am plio, pierden su fuerza individual. Algo sem ejante ocurre en “H isto ria del guerrero y de la cautiva” con el gesto de la in dia inglesa —Men un rancho, cerca de los bañados, un hom bre degollaba un a oveja. Como en un sueño, pasó la india a caballo. Se tiró al suelo y bebió la sangre calien te” (A, 51)— al ser subsumido en el contraste paradigm ático en tre civili zación y barbarie, planteado desde el comienzo del relato. Ign orar la carga calculadam ente individual de esos ges tos, am inorando su extrañeza, forzándolos a significar de m a n e ra unívoca en la e s tru c tu ra de un relato donde obvia m ente ya están — con su inasible extrañeza— es ta re a sim p lista y empobrecedora. De aplicarse ese criterio, u n a ca su al observación de Borges, tom ada en su le tra , sum iría al le c to r de los ev a n g e lio s en el colmo del d es c o n c ie rto . P a ra fra se a n d o el evangelio según Ju a n , se detiene Borges en un curioso gesto de Cristo, “el mayor de los m aestros ora le s ”, quien “u n a sola ve 2 escribió unas p a la b ra s en la tie rra y no las leyó n in gú n h om bre” (OI, 158). El texto de Borges, como la paradoja de Zenón, está t r a bajado por “abismos periódicos” (OI, 159). Dice Borges del mundo: “Lo hemos soñado resiste n te , m isterioso, visible, ubicuo en el espacio y firme en el tiempo; pero hemos con sentido en su a rq u ite c tu ra tenues y eternos intersticios de sin razó n p ara sab er que es falso” (07, 156). De la m isma m a n e ra parecería soñar Borges —p a ra quien la lite ra tu r a es “un sueño dirigido y deliberado, pero fund am en talm en te
un sueño” (0 1 , 72)— un relato firme y resistente en el que tam bién perm ite “tenues intersticios” que desafían la domes ticación, huecos circunstanciales que se resisten a quien in tente forzarlos atribuyéndoles un significado férreo. (No di fiere ese lector del que procura descifrar la erudición de Borges.) En esos espacios circunstanciales, a menudo ambi guos si no inexplicables, se asienta la postulación de la rea lidad n arrativ a borgeana. Y en esos espacios recupera Borges —como lo hace Stevenson— a un personaje que, por su m era carga de asombro, funciona como algo más que nexo, como verdadero trompe-Voeil.
6. D esp erd icio de lo circu n stan cial La desatención ante el encanto de lo circunstancial, de nunciada como falla, es motivo frecuente en la obra borgeana. Ya se han mencionado tres ficciones que contrastan la inefi cacia del personaje con “la m agnitud de su perdición” (07, 83): “El m u erto”, "La m uerte y la b rú ju la” y “La busca de Averroes”. En los dos últimos casos, cuando los personajes e s tá n a p u n to de cum plir su activ idad de lectores —de descifradores inhábiles— se les brinda, perversa e inútilm en te, el detalle circunstancial. Antes de retirarle su episódica realidad, el n a rra d o r concede a Averroes el gesto trivial ya in útil en el desarrollo dé su historia: “Sintió sueño, sintió un poco de frío. Desceñido el tu rb a n te , se miró en un espejo de metal. No sé lo que vieron sus ojos, porque ningún histo riado r h a descrito las formas de su cara” (A, 100). Del mis mo modo, al final de “La m uerte y la b rú ju la”, el narrador p erm ite al aplicado Lónnrot la experiencia de lo circun stan cial. Creyéndose dueño de una situación, Lónnrot “v irtu a l m ente hab ía descifrado el problema; las meras circu n stan cias, la realidad (nombres, arrestos, caras, trám ites judicia les y carcelarios), apenas le in tere sab an a h o ra ” (F, 152). Dentro de esa seguridad —o más bien en contra de esa segu rid a d que desatiende detalles— le es permitido a Lónnrot,
ju sto antes de morir, la atención al detalle. Por p rim era vez, antes de encontrarse con el enemigo, que es el otro, Lónnrot ve: “Vio perros, vio un furgón en una vía m uerta, vio el hori zonte, vio un caballo plateado que bebía el agua crapulosa de un charco” (F , 152). Como Averroes, Lónnrot “sintió un poco de frío”. También, como en el otro relato, acompaña a la desaparición del personaje la anotación superflua, una imagen m á s : “desde el polvoriento jard ín subió el grito in útil de un pájaro” (F , 157). Esa inutilidad, referida d em asia do tarde a estos personajes, se vuelve patética. Si todo d e ta lle circunstancial es patético, según Borges, el no reconoci miento de ese detalle parecería serlo más aun. En el contex to más amplio de la lectura, el reconocimiento tardío de lo circunstancial, o su no reconocimiento, implican, más allá del patetismo, un puro desperdicio por parte del lector.
V. In q u ietu d y con versión del sim ulacro
Crímenes precisar
H a y s it ua c io n es e i d eas que no se p u e d e n sin que p e r e z c a m o s o h a g a m o s perecer. P a u l Valéry,
Choses tues
La concepción cl ás ica de la m et á f o r a es q u i z á la meno s i mp o s i b l e de c u a n t a s hay: la de c o n s i d e r a r l a de adorno. E s def ini ci ón m et a fó r ic a de l a met áfo ra, y a lo sé; per o tiene sus precel enci as. H a b l a r de a d o r n o es h a b l a r de lujo y el lujo no es tan i nj u s t i fi c ab l e como p e n s a m o s . Yo lo d e f i n i r í a así: El lujo es el c o me nt a ri o vi si bl e de una f e l i c id ad . J or g e L u i s Borges, “I n da g ac ió n de l a p a l a b r a ”
1. O rganizar, acentuar: la deform ación in q u ietan te La organización del texto borgeano es un ejercicio de fintas graduales, como el que pone en práctica —de modo exag era do y eficaz— Historia universal de la infamia', organización que se quiere disim uladora, que no difiere de la ya citada organización de las Mil y una noches donde “las an tesalas se confunden con los espejos, la m áscara está debajo del ro s tro, ya nadie sabe cuál es el hombre verdadero y cuáles sus ídolos” (HE, 133). “N ad a de eso im porta —escribe un Borges a p a re n te m e n te despreocupado—: ese desorden es trivial y aceptable como
las invenciones del entresUeño”. Pero añade in m ed iatam en te a ese juicio tran q u ilizad o r una declaración que inquieta de m an era evidente: El azar ha jugado a las simetrías, al contraste, a la disgresión. ¿Qué no haría un hombre, un Kafka, que organizara y acentuara esos juegos, que los rehiciera según la deformación alemana, según la Unheimlichkeit de Alemania? (HE, 133),
La p re g u n ta cierra el párrafo final del ensayo sobre “Los tra d u cto res de las 1001 noches” como expresión de un de seo. Ya ha dicho Borges antes en el texto, comentando la t r a ducción de L ittm ann , qüe "el comercio de las Noches y de Alem ania debió producir algo m ás”; que “hay m aravillas en las Noches que me g u staría ver rep ensad as en alem án” (H E , 132). Más tarde, en su ensayo sobre el Vathek de Beckford, am p liará los lím ites nacionales que adjudica a esta “defor mación”. Aplica “un intraducibie epíteto inglés'’ —uncanny— al “m a tiz a b o m in ab le del color p a r d o ” que p e r s e g u ía a Stevenson en los sueños de su niñez, al árbol que im agina C h esterto n en los confines occidentales del mundo —“un árbol que ya es más, y menos, que un árbol”—, a páginas de Poe, de Melville, de De Quincey, de B audelaire, del propio Beckford (07, 190-91). Finalm ente dedicará Borges buena p a rte de su ensayo “Sobre C hesterto n” al comentario de lo uncanny. D irá de C hesterto n que “invenciblem ente suele in cu rrir en atisbos atroces” (OI, 120); que “algo en el barro de su yo propendía a la pesadilla, algo secreto, y ciego y cen tr a l” (OI, 121). Resume la uncanniness, de C hesterton en una fórm ula memorable: “Define lo cercano por lo lejano, y aun por lo atro z” (OIt 121). Es difícil saber si el interés de Borges por lo unheimliche o lo uncanny encierra, indirectam ente, u n a alusión al en sa yo de F re u d ,1 considerablemente anterior a estos textos. Las ’ “Das U nheim liche”, publicado por primera vez en 1919. Cito por la versión inglesa, “The Uncanny”, incluida en Sigmund Freüd, On Creativity and the Unconscious (New York: Harper Colophon Books, 1958), pp. 122161.
escasas menciones de Freud, en general poco favorables den tro de la obra borgeana,2 p arecerían descartar tal posibili dad. Sin embargo (y aun cuando Borges y Freud vean las consecuencias de esa “deformación” de modo muy distinto), el acercamiento no es del todo impertinente. El interés —más aun: la apasionada curiosidad— de ambos ante lo unheimliche, como principio organizador, son notablem ente parecidos. Invitación al desvelam iento de u n a inquietud disimulada, lo unheimliche, como escribe Freud citando a Schelling: “de signa todo lo que h ab ría de perm anecer [...] escondido y se creto y que se ha vuelto visible” (Freud, 129). Lo unheimliche se n u tre de la incertidumbre de la “deformación” a la vez que lucha contra ella. No es, como señala Freud, antónimo de lo heimliche sino a menudo su sinónimo: lo no fam iliar —lo inquietante, lo desapacible— no se opone d iam etralm en te a lo fam iliar dado que lo familiar, por privado, por secreto, contiene ya en sí la so sp ech a de lo e x tra ñ o . uUnheimlich —escribe F r e u d — es de algú n modo u n a subespecie de heimlich ” (Freud, 131). Del mismo modo señala Borges la am bigüedad —el trastrocam iento, la semejanza, la confu sión— entre el rostro fam iliar y su m áscara, entre sorpresas y “previsiones ex trañ as como las sorpresas” (E C , 16). Lo fa miliar, en el texto borgeano, es siempre fuente potencial de extrañeza, así como lo extraño puede descubrirse como fa miliar. De una calle desconocida dirá: Lo cierta es que l& sentí lejáiiaxneiite cercana como.recuerdo que si llega cansado es porque viene de la hondura del alma. íntim o y entrañable era el milagro de la calle clara y sólo después entendí que aquel lugar era extraño (OP, 22)
2 Parecería sentir Borges mayor simpatía por Juhg, quién “en encan tadores y, sin duda, exactos volúmenes, equipara las invenciones litera rias a las invenciones oníricas, la literatura a los sueños” (OI, 72). Una declaración en una entrevista reúne sin embargo, y de manera inespera
¿Qué no h a ría un hombre que organizara y acen tu ara los juegos atribuidos al azar —sim etrías, contrastes, disgresión—, que rehiciera (que form ara y deformara) esos juegos, poniendo de manifiesto su carga de extrañeza? A la p re g u n ta de Borges, más petitio princeps que verdadero in te rro gante, responde el propio texto borgeano.
2. Am enaza y deseo del nom bre: el sim ulacro in eficaz Refiriéndose al desasosiego in h e re n te a la ficción de Chesterton, declara Borges que “define lo cercano por lo le ja n o ”. La misma frase —y a la vez su reverso— vale p a ra caracterizar el desasosiego que inspira su propio texto. No se tr a ta aquí de aplicar la declaración a las anécdotas, a los elem entos que en ellas d e s e n c a d e n a ría n el efecto de lo unheimliche —como el árbol de C hesterton'o los ojos en el relato de Hoffmann citado por F reud—,3 aunque esos ele mentos no falten en las ficciones de Borges. Más bien, y con
da, a Jung y a Freud. Habla Borges de sus preferencias, de sus hábitos de lectura; “Vea usted: está bien que se lean los libros por las verdades que encierran, pero también es lindo leerlos en busca de maravillas, p o r lo bueno o interesante que sería si las cosas fueran así. De esa manera leo yo a Freud y a Jung, por ejemplo” (Irby, 45; subrayado mío). 3 Al analizar “El hombre de la arena” de Hoffmann —cuyo título, tra ducido al español, es evidentemente insuficiente porque pierde el contac to con la leyenda— elabora Freud las repercusiones del tema del Sandmann que ciega (o arranca) los ojos de los niños que no quieren dormirse: “el temor de lastimarse los ojos o de perderlos es un terrible temor de la infancia. Muchos adultos siguen manteniendo esa aprensión y no hay he rida más temible que una herida en los ojos. Estamos acostumbrados, por otra parte, a decir que apreciaremos algo como la niña de nuestros ojos" (Freud, 137). Compárese esta fijación en los ojos —en la amenaza que significan los ojos abiertos y a 1^ vez en la amenaza de perderlos— con ejemplos que da Borges de lo uncanny en Chesterton: “si habla de sus ojos, los llama con palabras de Ezequiel (I: 22) un terrible c ri st al , si de la noche, perfecciona un antiguo horror (Apocalipsis, 4:6) y la llama un mons truo hecho de ojos” (O/, 121).
la intención de aclarar un proceso de organización textual, in te re sa aplicar esa frase —definir lo cercano por lo leja no— a la disposición m isma del enunciado borgeano, a los diversos movimientos que anim an y configuran u n a g ram á tica distanciadora y engañosam ente familiar. U n a p rim e ra aproxim ación a la p e c u lia r enunciación borgeana —que aún a lo cercano y lo remoto, que logra que se contam inen m u tu a m e n te — h a b rá de tener en cuenta una constante del texto: la reticencia ante el nombre. Ei refe ren te alejado, el significado ambiguo, el significante ubicuo, no sólo ponen de manifiesto precariedades parciales del lec tor, del autor, del personaje, de la situación n a rra tiv a , de los lím ites del texto que los comprende. Declaran, de m an era más amplia, un signo que se niega a asen tarse, una volun tad casi obsesiva de esquivar lo nombráble. P a ra Borges el nombre —el nombre que asp ira a ser total y no los frag m en tos o desvíos dei nombre que brinda su texto— claram ente significa un peligro. N om brar sería detenerse, fijar un seg m ento textual, y acaso creer excesivamente en él, olvidando la posibilidad in q u ietan te de que sea m era repetición, sim ple tau to lo g ía.'N o m b rar con ta l fe, o con tal superstición, sería desaten der el,económico principio taxativo de Occam que Borges no se cansa de citar: no hay que m ultiplicar en vano las entidades. La ilusión cratílica que m antuvo vivo al Marino evocado por Borges se desvanece —nueva ironía p a tética respecto del personaje— en el momento lúcido que precede a su m uerte: Marino vio la rosa, como Adán pudo verla en el Paraíso, y sintió que ella estaba en su eternidad y no en sus palabras y que podemos mencio nar o aludir pero no expresar y que los altos y soberbios volúmenes que formaban en un ángulo de la sala una penumbra de oro no eran (como su vanidad soñó) un espejo del mundo, sino una cosa más agregada al mundo
(H,
3 1 ).
No hay que m ultiplicar en vano las entidades. La le tra escrita que deja tra s de sí M arino y a la que escapa la rosa am arilla —le tra cuya inútil y ra d ia n te m ateria lid ad recalca
Borges: “altos y soberbios volúmenes que form aban en un ángulo de la sala ú n a penum bra de oro*— constituye una en tid a d más ag reg ada al mundo. P arecería in sin u a r el texto que toda letra, au n cuando disimule su signo directo inscri biéndose oblicuamente como en la obra del propio Borges, corre el riesgo de ser úna cosa más, un agregado superfluo. Toda le tra añade y multiplica. Im p o rta d elim itar ese “m undo” donde se in serta, dé modo abierto o disimulado, esa le tra excesiva y pulu lan te, vana y al m ismo tiempo significativa. Podría decirse que, así como en “La postulación de lá realidad”l a realidad postulada equi v alía al planteo de una verosim ilitud literaria, el mundo in vocado en este caso equivaldría a u n mundo textual, a un conjunto de letras. Sin embargo ta í descripción re su lta poco eficaz, por el mero hecho de que el texto borgeano, a la vez que se sabe p a rte de ese conjunto escrito, juega continua m en te con lo que está más allá, o más acá, de ese conjunto. Como si los “objetos v erbales” convocados y asentados por el n om bre p u d ieran incidir, al igual que las fabricaciones ver b ales de Tlón —incidir como objetos no verbales, dotados de p le n a m a te ria lid a d —, en un ámbito que sobrepasa la letra del texto. Por especioso que sea, el sofisma no deja de afec t a r y de dirigir la organización del texto borgeano con la fuer za de u n a v erd ad era creencia. Propone Borges que entre H aw thorne y Kafka no hay sólo u n a ética común —“el orbe de Kafka es el judaism o, y el.de H aw th orne, las iras y castigos del Viejo Testam ento” (07, 83)— sino tam bién u n a retórica. ínvirtiendo el juicio, cabe sugerir que en tre la obra de Borges y la de ciertos p recurso res suyos hay, más allá de un nexo retórico, los rudim entos de u n a ética que parece anim arlas de m an era semejante. Las referen cias a los escritores de origen puritan o —H aw thorne y S tevenson— dentro del texto borgeano son, en este se n ti do, sin du da algo más que tributos exclusivamente lite r a rios. Nombrar, en la obra de Borges, implica claram ente una form a de tran sgresión , es la vertiginosa desobediencia ante la interdicción de crear ídolos y el consiguiente desasosiego
(acaso el arrepentim iento) ante el simulacro, la perversión fabricada. B asta recordar los irónicos exempla de “Las ru i nas circulares”, o de “El Golem”: Él rabí lo miraba con ternura y con algún horror. ¿Cómo (se dijo) pude engendrar este penoso hijo y la inacción dejé, que es la cordura? ¿Por qué di en agregar a la infinita serie un símbolo m á s ? Por qué a la vana madeja que en lo eterno se devana, di otra causa, otro efecto y otra cu i ta ? (OP, 170)
P a ra Borges, ni Stevenson ni Haw thorne —a quien dedi ca su mejor ensayo de crítica simpática— dejaron de “sentir nunca que la ta re a de escritor era frívola o, lo que es peor culpable” (OI, 87). Ambos reviven, recuerda, el “antiguo plei to de la ética y de la estética ó, si se quiere, de la teología y de la estética” (OI, 88), atestig uada en las Escrituras, en los textos platónicos, en la doctrina m usulm ana, pleito al que se añaden las especulaciones de los idealistas, nunca des atendidas por Borges. El sueño de Chuang Tzu— “soñé que era u n a m ariposa que andaba por el aire y que nad a había de C huang Tzu” (OI, 252)— provoca el siguiente comentario: No hay otra realidad, para el idealismo, que la de loa procesos menta les; agregar a la mariposa que se percibe una mariposa objetiva Je parece una vana duplicación; agregar a los procesos un yo le parece no menos exorbitante. [...] La fijación cronológica de un suceso, de cualquier suceso del orbe, es ajena a él, y exterior (O/, 253).
Recurrente en su reflexión, el riesgo de la duplicación no deja de p lan tear p ara Borges “u na dificultad (que no es ilu soria)” (OI, 88). Es vano p reg u n tarse si Borges, ante esa di ficultad, concurre plenam ente con los hijos de puritanos; si siente la frivolidad y la culpa del ejercicio literario como, según él, las sintieron Stevenson y Haw thorne. Lo cierto es que —como ellos— teme y desarm a, con superstición casi religiosa, el nombre o el conjunto fijo de palabras, conjunto
que por otra parte añora, solapadamente, con idéntica fe. No faltan en los textos de Borges las declaraciones que com p aran la escritura con el hechizo: “La imagen es hechicería. T ra n s fo rm a r u n a h o g u era en te m p e sta d , según lo hizo Milton, es operación de hechicero. Trastrocar la luna en un pez, en una burbuja, en un a cometa —como Rossetti lo hizo, equivocándose antes de Lugones— es menor tra v e s u ra ” (/, 28). Borges no llega a denunciar el artificio de sus person a jes, títeres al servicio de la tram a, con la convicción y el can dor de Stevenson. Tampoco llega a tra sla d a r esos artificios, como p ara p urg ar desvíos, a moralidades y fábulas como lo hace Hawthorne. Por el contrario, citando a Croce, tacha ese trabajo alegórico de “fatigoso pleonasmo” (OI, 74). Sin em bargo los dos procederes le son, de algún modo, afines, como posibles excesos entre los que se sitú a sin definirse del todo. El del escocés que acaso se sienta culpable de añ ad ir “una cosa m ás” al mundo, que acaso intuya un nuevo modo de narrar, y que desprecia al personaje literario como unidad “re a l”. El del moroso norteamericano que, sintiendo quizá la misma culpa, redujo el ambiguo mundo de sus sueños, como p ara disculparse, a ejercicios didácticos y se perdió como narrador. Recuerda Borges una desencantada declaración de Hawthorne, visitado por la irrealidad, en 1840: “Si antes hubiera conseguido evadirme, ahora sería duro y áspero y ten d ría el corazón cubierto de polvo terrenal... En verdad sólo somos sombras...” (OJ, 93). Con su ambigua nostalgia, la declaración no d ista dem asiado de la resignación de “Borges y yo” (H , 50) y a la vez recuerda una frase de Novalis que gusta citar Borges: “El mayor hechicero [...] sería el que h e c h iz a ra h a s ta el p un to de to m ar sus p ro pias . f a n t a s magorías por apariciones autónomas. ¿No sería ése nuestro caso? Yo conjeturo que así es” (OI, 156). La nostalgia, la tentación del hechizo del nombre, y por fin el fracaso de ese nombre,, vuelto simulacro en cuanto se lo pronuncia, es constante del texto borgeano. No en vano abundan los traidores en los relatos: “la traición implica una
ficción con u n a superficie engañadora que se m u estra y un trasfondo que permanece oculto y es la sustancia tra id o r a ”.4 Pese a la conciencia de ese fracaso, pese al riesgo del sim u lacro, subsiste sin embargo el impulso. Si el prim er tigre evocado, en “El otro tig re ” re su lta ser, como la obra de M ari no, u n a cosa más y no “el tigre f a ta l”, entonces se n om brará un segundo tigre, aun cuando, “el hecho de nom brarlo / y de conjeturar su circunstancia / lo hace ficción del arte y no c ria tu ra / viviente de las que andan por la ti e r r a ”, y luego se n om b rará a u n tercero. Los sim ulacros producidos por el nom brar no detienen la busca, por más que se la sepa iluso ria: Un tercer tigre buscaremos. Éste será como los otros una forma de mi sueño, un sistem a de palabras humanas y no el tigre vertebrado que, más allá de las mitologías, pisa la tierra. Bien lo sé, pero algo me impone esta aventura indefinida, insensata y antigua, y persevero en buscar por el tiempo de la tarde , el otro tigre, el que no está en el verso (OP, 196).
La creencia se da junto con el descreim iento, como el li bro, en Tlón, con su contralibro, en un a formulación del vai vén borgeano anunciada ya en Inquisiciones. En “Después de las im ágenes” se concibe con exaltación un posible escri tor que supere “al travieso y al hechicero”, que nombre sin repetir ni enm ascarar la tautología, sin añadir una m era cosa más: “Hablo del semidiós, del ángel, por cuyas obras cambia el mundo. A ñadir provincias al Ser, alucinar ciudades y es pacios de la conjunta realidad, es a v e n tu ra heroica” (1, 28). Pero el mismo ensayo, a página seguida, no ignora la posi ble c o n tra p a rtid a de esa a v e n tu ra heroica y dem iúrgica.
4 Marcial Tamayo y Adolfo Ruiz Díaz, Borges: enigma y clave (Buenos Aires: 1955), p. 63.
N om brar acaso coincida con esa tra n sfig u ració n , con ese enriquecim iento alucinante y victorioso, pero n om brar es tam bién poner de manifiesto el tenue fundam ento de esa concepción, el bochorno del simulacro: Hay que manifestar ese antojo hecho forzosa realidad de una mente: hay que mostrar un individuo que se introduce en el cristal y que persiste en su ilusorio país ídonde hay figuraciones y colores, pero regidos de in movible silencio) y que siente el bochorno de no ser más que tin simulacro que obliteran las noches y que las vislumbres permiten (/, 29).
Borges condena la v an a repetición, el necio intento de añ ad ir o tra ilusión, otro objeto --nom brado, memorable, por sutil que parezca— que, por simple redundancia, llegue a invalidar el mundo (la serie, el conjunto) en que se inserta. “¿No basta —se p re g u n ta — un solo término repetido p ara d e s b a ra ta r y confundir la historia del mundo, p a ra d en u n ciar que no hay tal histo ria?” (OI, 25). Diferenciándose de sus precursores —de los griegos a quienes acude, de los p u ritano s con quienes sim patiza— no establece categorías, n i veles, posibilidades de salvación personal o de consuelo filo sófico. No rem ite a un conjunto ideal o a un Verbo fundador p a ra justificar su crítica. P a ra Borges los arquetipos p lató nicos no difieren básicam ente del inepto Golem, que h a s ta “el gato del vecino” —o “del rabino”, en u n a nu ev a versión: las je ra rq u ía s son insignificantes— e n cu en tra ineficaz: [Los arquetipos] no son irresolubles: son tan confusos como las criatu ras del tiempo. Fabricados a imagen de las criaturas, repiten esas m is mas anomalías que quieren resolver. La Leonidad, digamos, ¿cómo pres cindirá de la Soberbia o de la Rojez, de la Melenidad y de la Zarpidad? A esa pregunta no hay contestación y no puede haberla: no esperemos del término leonidad una virtud muy superior a la que tiene esa palabra sin el sufijo (HE, 21).
El empeño de Borges en desviar el nombre directo, p ara crear idola, p a ra no condenarse a la p alab ra única que por fin nada crea salvo la reflexión de sí misma, tra b a ja su obra, como denuncia y a la vez como a p e rtu ra fecunda. La expre sión más obvia de este desvío ante lo fijo, en el plano n a r r a
tivo, es la subversión de lo esperable: de lo que el lector de ficción, por pereza, considera inamovible. Los personajes que pueblan sus relatos son dobles, son múltiples, por fin anóni mos. Las tra m a s de sus ficciones se superponen, deliberada m ente varían historias previas, propias o ajenas, se compli can h asta negar aparentem ente la originalidad —el punto preciso de p a r tid a — en la que h a b ría n de asentarse. Las buscas que em prenden los personajes —subsiste en Borges como un lejano eco de Bunyan— culm inan en huecos, metas e lu siv a s que no ju s tif ic a n al p e re g rin o . Los m om entos epifánicos de los relatos aparecen contagiados, como en la “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”; o, como en “El Zahir” y en “El Aleph”, calculadam ente prostituidos por la parodia. A lo largo de las ficciones obra el rechazo del ilusorio nombre, de la posible palabra que podría establecer, de modo peligroso e inequívoco, un ser, un itinerario, un objeto. Obra también, p a ralelam en te, la tentación de acep tar ese nombre ¡y esa palabra, de in cu rrir en el simulacro. Si se nombra, en la obra de Borges, se nom bra siempre con cautela y con desvío, ta m bién con resignación: procurando no crear sino aludir, con p len a conciencia de que la alusión es otra forma —sin duda m ás hum ilde— del nombre.
3. Nombrar, falsear El conjetural idioma de Tlón que propone Borges evita el sustantivo con aplicación: corresponde a un mundo que, para sus habitan tes, “no es un concurso de objetos en el espacio; es u na serie heterogénea de actos ind ep en dien tes” (F, 20). El idioma —más bien, los idiomas: propone Borges p ara los dos hemisferios de Tlón dos modos de reh uir el nom bre— aparece como un fluir lingüístico que en lugar de fijarse en el sustantivo se detiene, in term iten tem en te, en lo que p ue da modificarlo. En Tlón el mero hecho de nombrar, de clasi ficar, “im porta un falseo” (F , 22). Lo mismo ocurre con los números: afirm an los m atemáticos de Tlon que la operación
de contar modifica las cantidades y las convierte de indefi nidas en definidas” (F , 26). No hay en Tlón números ni nom bres (fijos, definitorios, alienadores), no hay —se procura que no h a y a — luna. Como Vabsente de tous bouquets de M allarmé, aparece innominada, aludida o convocada por el desvío que evita el nombre directo. En el hemisferio au stral no se dice surgió la luna sobre el río sino hacia arriba de trás duradero-fluir luneció,5 En el hemisferio boreal el sus tantivo se evita m ediante la acumulación de adjetivos; n u e vam ente no hay luna, ni lunas, sino aéreo-claro sobre oscuro redondo o anaranjado-tenue-del-cielo. De estas nuevas combinaciones escribe Borges que son “objetos ideales”, convocados y disueltos en un momento se gún las necesidades poéticas” (F, 21). Ambas m aneras de es quivar el sustantivo recuerdan la infructuosa experiencia pedagógica de Marco Flaminio Rufo en “El Inm o rtal”. Con cibe el propósito de enseñar al troglodita “a reconocer, y acaso a repetir, algunas palabras”: “le puse el nombre de Argos y traté'de enseñárselo. Fracasé y volví a fracasar” (A, 17). Ante el vano intento de imponer al otro una ru dim entaria nom en clatura, concibe el centurión una imaginación “ex trav ag an t e ”, no distinta de la que fundam enta el lenguaje en Tlón: Pensé que Argos y yo participábamos de universos distintos; pensé que nuestras percepciones eran iguales, pero que Argos las combinaba de otra manera y construía con ellas otros objetos; pensé que acaso no había obje* tos para él sino un vertiginoso y continuo juego de impresiones brevísi m a s Pensé en un mundo sin memoria; sin tiempo; consideré la posibili dad de un lenguaje que ignorara los sustantivos, un lenguaje de verbos impersonales o de indeclinables epítetos (A, 17). s “Upa tras perfluye luneció”, traduce Xul Solar citado por Borges. Curiosamente la versión inglesa propuesta por Borges no desatiende la interdicción del nombre, aun cuando ésta aparezca, como gerundio s u s tantivo, en una cláusula adverbial: compárese la breve traducción basada en rupturas —upa tras perfluye luneció— con la rotunda v e r sió n e n in glés: “Upwar d, behind the onstreaming it mooned” {F, 21), frase no lejana de ciertas construcciones de Fifinegans Wake — un ejemplo “Hi t he r; cracking estuards, they are in surgence" en las que la sintaxis da una apa rente coherencia a las rupturas.
Estos objetos poéticos, cuyo carácter elusivo y transitorio subraya Borges, aparecen marcando una pausa, como paliers dentro del fluir lingüístico, dentro del “vertiginoso y conti nuo juego” escriturario: en ellos se detiene, provisoriamente, el hablan te o el escriba. Recuerdan, en el plano del lengua je, los razonam ientos de H erm ann Lotze citados por Borges p ara eludir la “multiplicación de quim eras”: Lotze “resuelve que en el mundo hay un solo objeto: u na infinita y absoluta s u s ta n c ia , e q u ip a ra b le al Dios de Spinoza. Las causas tra n sitiv as se reducen a causas inm anentes: los hechos, a manifestaciones o modos de sustancia cósmica” (OI, 153). Del mismo modo podría decirse que en Tlón hay un solo objeto, un a infinita y absoluta sustancia lingüística que obedece al mismo propósito: evita el sustantivo, cifra por excelencia de la quim era o del simulacro fijo y paralizador,6 p ara deten er se sólo esporádicam ente —en el momento en que se enuncia o se escribe— en manifestaciones (hacia arriba detrás durad e r o - f l u i r luneció) o en modos (aéreo-claro sobre oscuro-redondo) de ella^misma. Sin embargo el propio Borges es el primero en señ alar las fallas de este utópico planteo basado en el rechazo del nombre único: “El hecho de que nadie crea en la realidad de los sustantivos hace paradójicam ente, que sea interm inable su número. Los idiomas del hemisferio bo re a l de Tlón poseen todos los n o m b re s de las le n g u a s indoeuropeas —y otros muchos m ás” (A, 22). La falaz identidad propuesta por el coito —cita Borges el terrible pasaje de Lucrecio: “así Venus engaña a los a m a n tes con sim ulacros” (HE, 35)—, por el espejo, por los arq u e tipos, por la palabra cratílica, es-para Borges vano intento
6 “El sustantivo es nombre para cualquier cosa, por qué entonces una vez que la cosa ha sido nombrada escribir sobre ella. Su nombre es ade cuado o no lo es. Si es adecuado, por qué seguir nombrándola, si no lo es, no lleva a nada nombrarla por su nombre”. Gertrude Stein, “Poetry and Grammar", Look at Me Now and Here I Am (Londres: Penguin Books, 1971), p. 125. El texto de Stein rechaza el uso del sustantivo con convicción sim i lar a la de los hablantes de Tlón.
de reproducción. Comprenden demasiado tard e el rechazo de Plotino, el rabino de Praga, el hombre gris de “Las ruinas circulares”, el tintorero enmascarado: cultivadores todos, al fin de cuentas, de un “arte de impíos, de falsarios y de in constantes” (HUI, 84). La reproducción re su lta intolerable porque de ella se esperaba inocentemente —y acaso con fe orgullosa— un reflejo idéntico o, por lo menos, aproximativo. En cambio nos enfrenta con la ineficacia de lo que procu rábamos convocar idéntico, con la torpeza de “un ojalá no fuera” [TE, 35). Red Scharlach, en , 46). En cambio, el encadenam iento que sugiere Borges en “El arte n arrativ o y la m ag ia” es de otro orden. No niega la causalidad m ezquina que solemos atrib u ir a la realidad o a su p arien te pobre, la novela realista, pero tampoco la endo sa. Por el contrario intuye la inclusión y el perfeccionam ien to de esa causalidad “re a lis ta ” en la causalidad de la magia: no por mágica menos férrea. “Es la coronación o pesadilla de lo causal, no su contradicción. El milagro no es menos fo ras tero en ese universo que en el de los astrónomos. Todas las leyes n a tu ra le s lo rigen, y otras im ag in arias” CD, 89). La causalidad de la m agia paradójicam ente confirma la indeterm inación del texto borgeano. Implica la posibilidad de incluir, de encadenar, de nivelar en un mismo discurso literario, la sim p atía y la distancia, el conjuro y la confian za. Perm ite em itir sucesivam ente la ausencia de nombre y su lejano simulacro, el libro y el contralibro, elegir y asum ir un discurso desviado, a un tiempo fam ilar y uncanny, que recup erará y no recu p era rá el lenguaje. Cabe p a ra la orga
nización del texto borgeano, a m anera de m etáfora, un re cuerdo de ft á n e u r , aparentem ente biográfico, que m arca su itinerario: La tarde que precedió a ésa noche, estuve en Barracas: localidad no visitada por mi costumbre, y cuya distancia de las que después recorrí, ya dio un sabor extraño a ese día. Su noche no tenía destino alguno; como era serena, salí a caminar y recordar, después de comer. No quise de te rmi nar le rumbo a esa caminata; procuré una máxima l at i t ud de pr obabi l idades p a r a no cansar la expectativa con la obligatoria uisión de una sola de ellas. Realicé en la mala medida de lo posible, eso que llaman caminar al azar; acepté, sin otro consciente prejuicio que el de soslayar las avenidas o las calles anchas, las más oscuras inuitaciones de la c a s u al i d ad . Con todo, una suerte de grauitación f amil i ar tne alejó hacia unos barrios, de cuyo nombre quiero siempre acordarme y que dictan reverencia a mi pecho. No quiero significar así el barrio mío, el preciso ámbito de lá infancia, sino sus t odavía misteriosas inmediaciones: confín que he poseído entero en palabras y poco en realidad, vecino y mitológico a un tiempo. El revés de lo conocido, su espalda, son para mí esas calles penúltimas, casi tan efec tivamente ignoradas como el soterrado cimiento de nuestra casa o nuestro invisible esqueleto {OI, 245-246; subrayados míos).
Este texto — relato lo llam a Borges— se tituló en un p rin cipio “S entirse en m u e rte ”. No sería inadecuado llam arlo, a la vez, sentirse en texto.
5. In visib le esqueleto, tam año de,una cara R etrato negado, re tra to expuesto. El texto borgeano se d a , con plena conciencia de que “nadie está en algún día, en algún lu g a r ”, que “nadie sabe el tam año de su ca ra ” (O/, 16). “La Re alidad —escribe Borges (habría podido decir la lite r a t u r a ) ^ es como esa im agen n u e s tra que surge de todos los espejos, simulacro que por nosotros existe, que con nosotros viene, gesticula y se va, pero en cuya busca b asta ir, p a ra d ar siempre con él” (/, 119). Sabe Borges que así como no hay lugar p a ra el alguien que es nadie, ni siquiera p a ra las dim ensiones precisas de su rostro, tampoco hay lug ar fijo p a ra el texto, “siem pre capaz de un a in finita y plástica am
bigüedad” (OI, 127). Sabe que “la lite ra tu ra no es agotable, por la suficiente y simple razón de que un solo libro no lo es” (OI, 218). Sabe por fin que el texto es una p erp etu a suspen sión, un no dicho que se dice incesantem ente pero nunca del todo: que es “la inm inencia de u n a revelación que no se pro duce” (07, 12); que'contribuye a los “borradores de ese libro sin lectura fin a l” (M, 104). En “H istoria de los ecos de un nom bre”, Borges entreteje tres narraciones* tres instancias, podría decirse, dé autodefinición: “un dios, un sueño y un hombre que está loco y que no lo ig n o ra” (OI, 223). Por un lado Dios, afirmando Soy El Que Soy. Por otro, el desam parado Swift quien, loco y moribundo, repitiendo Soy lo que soy, soy lo que soy. Entre los dos un personaje literario, el mediocre soldado de AIVs Well That E n d s Well de Shakespeare, quien, recurriendo al desvío, acaso logre mejor que los otros nombrarse y darse efímera existencia. U na vez que se descubre su impostura, Parolles és y dice a través del artificio, mezcla evidente de descreimiento y de confianza en la palabra: Ya no séré capi tán, pero he de comer y beber y dormir como un capitán; esta cosa que soy me hará vivir (OI, 226). En esa m ateria indeci sa —cuyo engaño no ignora— se asienta y habla Parolles, cuyo nombre, palabra, acaso no fuera casual. El texto de Borges, con menos ingenuidad pero con igual fervor^ ha ele gido, p ara ser, el mismo fundam ento.
Posdata
F l á n e r i e s te x tu a le s : B o r g e s, B e n ja m ín y B au d elaire
A cercar a Borges y B audelaire (acercarlos a p esar del notorio desprecio de Borges por Baudelaire) parece, a p ri m era vista, empresa equivocada. Razonar esta aparente equi vocación es el motivo de las páginas que siguen. Las mencio nes directas de Baudelaire en la obra de Borges son escasas; su mínimo contenido, poco halagador o, en el mejor de los casos, ambiguo. Borges considera a B audelaire inferior a W hitm an por h ab er dram atizado desdichas, no felicidades (D , 124). Dice leerlo apenas (a pesar de que de joven en Sui za, ju n to con su amigo Mauricio Abramowicz, “soñamos los dos sueños que se llam aron Laforgue y B aud elaire” (CON, 33); de lejos prefiere, dice, a Verlaine.1 Si Baudelaire le in teresa, es m ás que nada como cultor de lo uncanny, lo sinies tro (O/, 191). Sin embargo, curiosos detalles en esta sa lte a da relación —como la m utilada traducción en prosa que hace Borges de “Reve p a risié n ” en el Libro de sueños, cambiando prácticam ente el sentido del texto, o la virulencia con que,
1 “Había una época en que sabía Las flores del mal de memoria pero ahora estoy bastante alejado de Baudelaire. Si tuviera que nombrar un poeta francés, nombraría a Verlaine”. (Napoléon Murat, “E n tr e tie n ”, Cahiers de l'Herne [París: 1964], p. 383.
en una entrevista con El Nouvel Observateur, se burla del mal gusto de B audelaire2— permite sospechar que el recuer do de B au delaire persiste incómodam ente en la obra de Borges, sous rature. No está de más recordar, por otra p a r te, el tratam iento, cuando no hostil, por lo menos ambiguo, con que Borges tra ta a la mayoría de los fundadores de la modernidad. Elogia a Joyce con reticencia e ironía; es s a n griento con P roust y menoscaba a Virginia Woolf. De todos, acaso el más significativamente ninguneado —en un ninguneo que tiene mucho de síntoma— sea precisamente el p ri mer moderno de todos, Baudelaire. Comienzo por un acercamiento evidente, el que perm iten dos libros, Fervor de Buenos Aires y Tableaux parisiens. En los dos casos se trata, tem áticam ente y h a sta formalmente, de u n a poesía de errancia, de flánerie: textos organizados en tomo a un sujeto deambulante que percibe la ciudad y, en esa percepción, se percibe a sí mismo, textos de “un yo insacia ble de un no-yo que a cada in stan te se m anifiesta y expresa en imágenes más v iv ien tes que la v ida m ism a, siempre inestable y fugitiva”.3 El hecho de que en ambos casos el noyo sea una ciudad en vías de modernización —P arís a punto de volverse “capital del siglo diecinueve”,4 Buenos Aires des pojándose, de restos de Gran Aldea— vuelve la percepción tanto más compleja. En cierto sentido ejercicios de a u to rre trato, como bien lo vio Enrique Pezzoni en el caso de Borges,5 2 Héctor Bianciotti y Jean-Paul Enthoven, “Deux heures de clair-obscur avec Jorge-Luis Borges'’, Le Nouvel Observateur, 14 de noviembre de 1977. Anotan los entrevistadores que, llevado por la burla, Borges se complace en recitarles de memoria múltiples “abominaciones” de Baudelaire. 3 Charles Baudelaire, “Le peintre de la vie m oderne”, Curiosités esthétiques, en Oeuvres completes (París: Gallimard, “La Pléiade", 1954), p. 890. Traducción mía, como las demás citas en prosa de Baudelaire. En adelante abreviaré: B. 4 Walter Benjamín, “París, capital del siglo XIX”, Iluminaciones! 2 (Madrid: Taurus, 1972). En adelante abreviaré: IL. 5 Enrique Pezzoni, “Fervor de Buenos Aires: autobiografía y autorre trato”, en El texto y sus uoces (Buenos Aires: Sudamericana, 1986), pp. 6796.
de au to rretrato evanescente contra u n a ciudad en transición que es a la vez telón de fondo y substancia m ism a del yo, las dos obras conjugan al percibidor con lo percibido, al p a s e a n te con el espacio de su paseo, en u na com partida, irrita d a tensión. Al describir la actividad del flá n e u r , escribe Baudelaire que parece un a de “esas almas en pena que buscan un cuer po” (B, 296). E sta curiosidad por el otro o por lo otro se a r t i cula en términos de espacio: “P ara él solo —añade Baudelaire del fláneu r— todo está vacante”. En “Les fe n é tre s” se aclara el proceso de apropiación creadora: Quien mira de afuera a través de una ventana abierta nunca ve tanto como quien mira una venatana cerrada. No hay objeto más profundo, más misterioso, más fecundo, más tenebroso, más deslumbrante que una ven tana iluminada por una vela. Lo que se puede ver a pleno sol es siempre menos interesante que lo que ocurre detrás de un vidrio. En ese hueco negro y luminoso la vida vive, la vida-sueña, la vida sufre CB, 340).
Aplicado aquí a un espacio cerrado, a un interior que se expropia con m irada de voyeur, el proceso es igual en el “afue r a ” de las calles de París, vividas como inm enso escenario disponible. Concluye el fláneurIvoyeur de “Les fe n é tre s ” al final de su vagabundeo por la m irada: “Y me acuesto, orgu*lioso de h ab er vivido y sufrido en otros que no son yo. [...] ¿Qué im porta lo que puede ser la realidad situ a d a fu era de mí si me h a ayudado a vivir, a sen tir que soy y sen tir lo que soy?” (B, 340). El proceso, evidente a lo largo de los Tableaux parisiena, responde claram ente a la doble pulsión que B audelaire r e clama en sus Jour nau x intimes p a ra el ejercicio literario: “De la vaporización y de la centralización del Yo. Ahí está todo” CB, 1206). Al espectáculo de la ciudad, y a la proyec ción del sujeto en ese espectáculo p a ra vivir lo y vivirse, si gue el recogimiento solitario y el aislam iento, como en “Le Crépuscule du Soir” (“Recueille-toi, mon áme, en ce grave m om ent,/ E t ferme ton oreille á ce ru g isse m e n t” [B, 167]). La diseminación del yo en el no-yo de la ciudad que se posee
en un acto de “fantasiosa esgrim a” (B , 155) concluye efi u n á lite ra l recolección en la que el yo recompone su unicidad, practicando lo que Leo Bersani ha calificado de "autoidentificación alien ad o ra”.6 En la poesía de Borges el proceso, a prim era vista, es el mismo; la avidez del yo es evidente en más de un texto te m prano. Así, el peripatético yo borgeano se p resen ta como “el codicioso de alm as” en u na prim era versión de “Las calles” (P, 13) y, en “Inscripción en cualquier sepulcro", declara que “ciegam ente reclam a duración el alm a a rb itra ria / cuando la tiene aseg urad a en vidas ajen as” (OP2, 34). Abundan ejem plos que p e rm ite n estab lecer un p aralelo con la actitu d b au d elairean a. Por otra parte, esa codicia esencial, necesa ria a la constitución del sujeto erra n te dentro del poema, es tam bién, p a ra el Borges lector, fu nd am en tal criterio lite ra rio. En un ensayo tem p ra n o sobre La tierra cárdena de Hudson, Borges elogia al n a rra d o r precisam ente por ser un “curioso de v idas”, “un gustador de las variedades del yo” que se añade “vidas claras” y enancha “el yo a m uchedum b re ” (TE, 35). La flánerie ávida ya signa la letra borgeana como justificación ontológica y a la vez crítica. A pesar de su ap aren te entusiasm o expansivo, la codicia borgeana omite la segunda etapa observada en la flánerie creadora de Baudelaire. Elude el recogimiento, el refugio en la unicidad, el regreso al yo: perm anece en suspenso. Así, en “S ábados”: “Ya casi no soy nadie / soy ta n sólo ese anhelo / que se pierde en la ta r d e ” (OP2, 47). En “Calle desconocida” se d a un m o m e n to s e m e ja n te al de “Les f e n é t r e s ” de B audelaire: “toda casa es un candelabro / donde las vidas de los hombres arden i como velas [...]” (OP2, 18). Pero esta visión, situ a d a al final del poema, dista de hacer sentir al sujeto “que soy y [...] lo que soy”; en cambio, recalca la re su e lta otredad, la ajenidad de lo percibido. Cito el texto completo:
r‘ Leo Bersani, Baudelaire a nd Freud (Berkcley: University of California Press, 1977), p. 125.
Sólo después reflexioné que aquella calle de la tarde era ajena, que toda casa es un candelabro donde las vidas de los hombres arden como velas aisladas, que todo inmediato paso nuestro camina sobre Gólgotas (O P2 , 18).
La prim era versión del poema acentuaba doblemente la lejanía: el lugar de la cam inata se percibía como extraño, los pasos cam inaban sobre Gólgotas ajenos (P , 17). Señ alar la alteridad es, sin duda, un a m anera de distin guirse, de alejarse de lo percibido, pero en ningún momento hay en Borges, como en Baudelaire, la recolección confiada del yo en sí mismo. El sujeto se da a la deriva, en continuo acto de percepción. El “yo casi no soy nad ie” es tam bién el ya famoso testigo de “C am in ata”: “Yo soy el único especta dor de esta calle; / si dejara de verla se m oriría” (OP2, 44). Ser yo, en el texto borgeano, no es centralizarse y funda m entarse en el espacio solipsista del fláneur sino ser anhelo o codicia flotantes, no aposentados en un sujeto, ser —para citar a Borges p arafraseando a H um e— “u n a colección o a ta d ura de percepciones, que se suceden unas a otras con in concebible rapidez” (OI, 240). La deuda de Borges con el idealismo es lo suficientem en te conocida p a ra abundar, una vez más, en ella. Prefiero en cambio recordar lás circunstancias históricas en que Borges declara haber “tocado con mi emoción” el desengaño del tiem po y del “yo de conjunto” (/, 89); digamos, la escena prim i genia del sujeto a la deriva. Recuerda Borges en “La n ad e ría de la p erso nalidad” ese momento preciso, la despedida en Mallorca, donde se deja atrás al amigo del alm a para vol ver, definitivam ente, a Buenos Aires: Entrambos comprendimos que salvo en esa cercanía mentirosa ó dis tinta que hay en las cartas, no nos encontraríamos más. Aconteció lo que acontece en tales momentos. Sabíamos que aquel adiós iba a sobresalir en la memoria, y hasta hubo etapa en que intentamos adobarlo, con vehe mente despliegue de opiniones para las añoranzas venideras. Lo actual iba alcanzando así todo el prestigio y toda la indeterminación del pasado
Pero encima de cualquier alarde egoísta, voceaba en mi pecho la voluntad de mostrar por entero mi alma a mi amigo. Hubiera querido desnudarme de ella y dejarla allí palpitante. Seguíamos conversando y discutiendo, al borde del adiós, hasta que de golpe, con una insospechada firmeza de certidumbre, entendí ser nada esa personalidad que solemos ta sa r con tan in c om p atib le e x orb ita n cia. O curriósem e que nunca justificaría mi vida un instante pleno, absoluto, contenedor de los demás, que todos ellos serían etapas provisorias, aniquiladoras del pasado y encaradas al porvenir, y que fuera de lo episódico, de lo presente, de lo circunstancial, no éramos nadie. Y abominé de todo misteriosismo (/, 8990).
Que la nadería del yo de conjunto se descubra —se sien ta— en el tra u m a de la separación y el desarraigo, en una escena de duelo que el sujeto borgeano rep etirá u na y otra vez, me parece importante. La escena es doblemente tra u m á tica: atestigua la falla del yo de conjunto pero tam bién señala la imposibilidad de otro conjunto, el que form an los dos tiernos y fraternales varones. Que, además, la escena se dé “al borde del adiós” que lleva a Borges a otra orilla, la de la ciudad de Buenos Aires, y en el umbral de otra escritura, la del fláneur solitario que funda míticamente una ciudad p ara sentirse acompañado, es tam bién crucial. La disgregación, el duelo y la melancolía ya condicionan el texto borgeano, ya anuncian al sujeto disperso, traum atizado, en perm anente (y siempre incompleto) ejercicio de consolación, sólo capaz —como dirá Borges muy poco después en “La encrucijada de Berkeley”— de “pequeños agrupam ientos p arciales” (/, 115) o, en Evaristo Carriego, de “m om entáneas id entidades” (EC 48): yo percibidor de una realidad “que es como esa imagen n u e s tra que surge en todos los espejos, simulacro que por nosotros existe, que con nosotros viene, gesticula y se va, pero en cuya busca basta ir, para dar siempre con él” (/, 119). Este “tocar con la emoción” la nadería se vuelve a dar en otros dos textos notables de Borges, apenas posteriores, esta vez claram ente insertos en la flánerie por Buenos Aires. El primero es un trabajoso poema de Luna de enfrente, “La vuel ta a Buenos Aires”, eliminado de ediciones posteriores, don de un paseante abyecto in terpela a la ciudad: “En ti, villa de
antaño, hoy se lam enta mi soledad pordiosera”. Poema de aislam iento y desamparo, de unión imposible —“Ya no sabe amor de mi som bra”— culmina en un torpísimo intento de unión con la ciudad: “Acaso todos me dejaron p a ra que te quisiese sólo a vos” (TR 222). El segundo texto, mucho más sutil que el anterior (y, paradojalm ente, mucho más recon fortante) es la famosa cam inata de “S entirse en m u e rte ”, experiencia vivida y a la vez revelación casi religiosa: La rememoro así. La tarde que precedió a esa noche, estuve en Barra cas: localidad no visitada por mi costumbre, y cuya distancia de las que después recorrí, ya dio un extraño sabor a ese día. Su noche no tenía des tino alguno; como era serena, salí a caminar y recordar, después de co mer. No quise determinarle rumbo a esa caminata, procuré una máxima latitud de probabilidades para no cansar la expectativa con la obligatoria antevisión de una sola de ellas. Realicé en la mala medida de lo posible, eso que llaman caminar al azar; acepté, sin otro consciente prejuicio que el de soslayar las avenidas o calles anchas, las más oscuras invitaciones de la casualidad. Con todo, una suerte de gravitación familiar me alejó hacia unos barrios, de cuyo nombre quiero siempre acordarme y que dic tan reverencia a mi pecho. No quiero significar así el barrio mío, el preci so ámbito de la infancia, sino sus todavía misteriosas inmediaciones: con fín que he poseído entero en palabras y poco en realidad, vecino y mitoló gico a un tiempo. El revés de lo conocido, su espalda, son para mí esas calles penúltimas, casi tan efectivamente ignoradas como el soterrado ci miento de nuestra casa o nuestro invisible esqueleto. La marcha me dejó en una esquina. Aspiré noche, en asueto serenísimo de pensar. La visión, nada complicada por cierto, parecía simplificada por mi cansancio. La irrealizaba su misma tipicidad (07, 245).
E ste fragm ento —que como ya he sugerido podría leerse como descripción de la práctica te x tu a l borgeana, u n a s u e r te de “sen tirse en texto”— in te re sa por más de u n a razón. En él se observa claram ente “la m irada del alienado'’ que Benjam in atribuye al fláneur (I L , 184), esa necesidad de fa m iliarizar/desfam iliarizar el espectáculo urbano, percibido como “vecino y mitológico a un tiem po”, en u na ciudad v uel ta o tra por el encuadre oblicuo, borroso, d e scen trad o s Se c a m in a al azar, la g ra v ita c ió n f a m ilia r aleja (v alga el oxímoron), se llega al confín, a las inmediaciones, a lo p en ú l timo. En esa provisoria orilla —“en esa m a te ria indecisa”
como la llam a Borges en Evaristo Carriego (95)— se percibe (se funda) el simulacro de ciudad, y allí tam bién se percibe (se funda) la n a d e ría del yo, p asajera percepción, carente de persona. La experiencia de “sentirse en m u e rte ” ab strae al individuo a la vez que vence el aislamiento. Hay u n a p e r cepción en 1928, hubo un a percepción tr e in ta años antes, y la percepción “es, sin parecidos ni repeticiones, la m ism a” {Oí, 247). No im portan los percibidores; u n a “m om entánea id e n tid a d ” (E C , 48) los aúna, reconfortantem ente, a la vez que los anula. Sus nadas (diría Borges) poco difieren. “A n d yet, and yet ...” escribe Borges en el epílogo a “N ue va refutación del tiem po” de 1946, refutando su propia r e fu tación, inquietando los “consuelos secretos” del idealismo del que parece despedirse. Concluye: “El mundo, desgraciada m ente, es real; yo desgraciadam ente, soy Borges (O/, 256). También “d esg raciad am en te” es real la ciudad de Buenos Aires pese al “callejero no hacer na d a” (OP2, 79) —acaso la mejor traducción de la noción de flánerie— que in ten ta tra n s form arla en un “ensueño sin soñador” (/, 115). Real, e n tié n dase: tem poral, precisa, tra b a ja d a por la historia. II
Recalca Benjam in el aspecto chocante, traum ático, de la poesía de B audelaire (I L , 132), texto que repetid am en te r e g istra y elabora el impacto de la ciudad cam biante en un fláneur “cuya forma de vivir b añ a todavía con un destello conciliador la in m in en te y desconsolada vida del hombre de la gran ciudad” (I L , 184). La ciudad en B audeláire está m a nifestada o aludida a través dé la m uchedum bre, m an ife sta ción evidente de una actividad nueva, el deam bular ciuda dano, que el prefecto H a u ssm a n n se encarga de i n s t i t u cionalizar cambiando el trazado de las calles. Muchedumbre y t r a n s f o r m a c ió n a r q u ite c tó n ic a l i t e r a l m e n te a lie n a n , desclasifican, hacen de París u n a ciudad extranjera p ara sus propios h ab itan tes: “Ya no se sienten en ella en casa. Co-
m ienzan a ser conscientes del carácter inhumano de la gran ciudad” (I L , 188). En esa novedad, o mejor dicho ante esa novedad desordenada y cacofónica, se sitúa la figura liminal del fl á ne ur : en el umbral. Tiene conciencia de que la inm er sión en el movimiento urbano —“en lo ondulante, en el mo vimiento, en lo fugitivo y lo infinito”— es sum ergirse en un “inmenso depósito de electricidad” (B, 889), pero también tiene conciencia de la necesidad de preservarse: “Había quie nes pasaban apretándose como sardin as en la m ultitud, pero existía tam bién el 'flá n e u r’ que necesita espacio para sus evoluciones y que no está dispuesto a prescindir de su vida p riv a d a ” (IL, 144). E sta necesidad de acusar el choque y lue go preservarse de él —de esterilizarlo p ara la experiencia poética, como anota Benjamín (IL, 131)— es base del ejerci cio poético de Baudelaire. Aplicada a los textos parisinos, se da en la doble pulsión mencionada (vaporización/concentra ción), a trav és de dos procesos —alegorización y mem oria— que culminan en un mismo “destello conciliador”, protegien do de la sensación directa. Así, por ejemplo, en “Le Cygne”. El choque ante el cambio arquitectónico —“El viejo París no ex iste”— queda distanciado, mediatizado, por las construc ciones de la memoria: Paria change! mais ríen dans ma mélancolie N ’a bougé! palais neufs, échafaudages, blocs, Vieux faubourgs, tout pour moi devient allégorie, Et mes chers souvenirs sórit plus lourds que des roes (B , 58).
Las construcciones del recuerdo privado, personal, pasan a integrar, al final del poema, el Recuerdo con mayúscula, Recuerdo colectivo y ucrónico, simbolizante. Al cambio, a la ciudad móvil y a la muchedum bre informe, el texto opone la procesión fija, la solemne evocación de Andrómaca, la figu ración ritu al del exilio. El recuerdo cultural se vuelve culto: acertadam ente observa Benjamín, recalcando este aspecto cultual de la memoria, que Baudelaire reunió “en un año espiritual los días de la rem iniscencia” (I L , 158). La frase, sin gran esfuerzo, podría aplicarse a Borges.
P ara Benjamin, el carácter irremplazable de los textos baudelaireanos reside no sólo en ese consuelo sino en la com probación, inscrita sim ultáneam ente en el texto, de su fra caso. En páginas memorables dedicadas a la pérdida del aura, señala cómo Baudelaire emprende un combate desigual con tra el achatamiento de lo percibido, contra la secularización, por así decirlo, de la visión. “La experiencia [del aura] —escribe— consiste [...] en la transposición de u na forma de reacción, normal en la sociedad hum ana, frente a la re la ción de lo inanimado o de la natu raleza para con el hombre. Quien es mirado o cree que es mirado levanta la vista. Ex p erim en tar el aura de un fenómeno significa dotarlo de la capacidad de alzar la v ista” (IL, 163). La poesía de B aude laire registra dolorosamente la pérdida de esa percepción aurática, aún cuando intente, por un momento, m antenerla. Esa pérdida se da, notablem ente, a trav és de la m irada: “Baudelaire describe ojos de los que diríamos que han p er dido la facultad de m ira r” (IL, 165). Es aquí, en la percepción del au ra y en la experiencia del cambio, donde se observan las sim patías y diferencias más notables entre los textos de Baudelaire y los de Borges. El problemático parentesco se observa a p a rtir de los títulos: el desganado spleen de Baudelaire es, en Borges, calculado/ervor. Baudelaire registra, con desencanto e irritación, la pér dida de una visión, la inoperancia del “regará fam ilier” e n tre el sujeto y su ciudad; Borges, apuntalado por un idealis mo tanto más vehemente cuanto se sabe ineficaz, pretende m antener esa visión. La percepción aurática se resume, para Benjamin, en la cita de Valéry sobre el sueño: “En el sueño [...] se da una equiparación. Las cosas que yo veo me ven como yo las veo a ellas” (IL, 164). No otra cosa es la percep ción, a la vez familiar y mitológica, que reclama Borges en “La v u elta” para el hablante y p ara el barrio al que regresa: Al cabo de los años de! destierro volví a la casa de mi infancia y todavía me es ajeno su ámbito.
Mis manos han tocado los árboles como quien acaricia a alguien que duerme y he repetido antiguos caminos como si recobrara un verso olvidado y vi al desparramarse la tarde la frágil luna nueva que se arrimó al amparo sombrío de las palmeras de hojas altas, como a su nido el pájaro. ¡Qué caterva de cielos abarcará entre sus paredes el patio, cuánto heroico poniente militará en la hondura de la calle y cuánta quebradiza luna nueva infundirá al jardín su ternura, antes que vuelva a reconocerme, la casa y de nuevo sea un hábito! (OP2, 35)
Se observará en el poema el procedimiento trabajoso, re i terativo, p a r a convocar el reconocimiento de lo inerte. Qué caterva, cuánto poniente, cuánta luna nueva: es decir, cu án to esfuerzo, cuánta repetición serán necesarios p a ra conse guir que la casa, como diría Benjamín, “alce la v ista”. Borges propone u n a deliberada práctica de la repetición, un e n tre nam iento que p arecería negar —o por lo menos modificar co nsiderablem ente— la experiencia au rá tic a . E s ta (como toda revelación), debería de ser única, completa, i n s ta n tá nea: un destello, un a iluminación. En cambio en Borges hay menos au ra que voluntad de aura: trabajo de duelo. Así como en “Las ru in a s circulares”, tercam ente, se quiere soñar un hombre, en la p rim era poesía de Borges, con igual ahínco e in tensidad de deseo, se quiere p aliar una pérdida, recobrar la percepción a u rática de una ciudad. Es significativa la deliberación con que el Borges fláneur elige el momento y el contenido de su visión re-creadora. La hora privilegiada es, claram ente, el atard ecer (momento por excelencia baudelaireano); la preferencia queda explicada en el ensayo “Buenos A ires”, de Inquisiciones: “Ni de m añ an a ni en la diurnalidad ni en la noche vemos de veras la ciu dad”. Queda en cambio el atardecer:
Es la dramática altercación y el conflicto de la visualidad y de la som bra, es como un retorcerse y un salirse de quicio de las cosas visibles. Nos desmadeja, nos carcome, nos manosea, pero en su ahínco recobran su sen tir humano las calles, su trágico sentir de volición que logra perdurar en el tiempo, cuya entraña misma es el cambio. La tarde es la inquietud de la jornada, y por eso se acuerda con nosotros que también somos inquie tud. La tarde alista un fácil declive para nuestra corriente espiritual y es a fuerza de tardes que la ciudad va entrando en nosotros (/, 80).
Hay u na curiosa diferencia entre este texto y su versión previa, publicada en Cosmópolis en 1921, muy poco después del regreso de Borges a Buenos Aires.7 Si bien en esa prim e ra versión el a ta r d e c e r se d escribe en té r m in o s id é n tic o s —“Es como un retorcerse y un salirse de quicio de las cosas visibles. Nos desmadeja, nos carcome y nos m anosea”(197)—no es juzgado momento apto p ara ver “realm ente la, ciudad”. Explica Borges: “Las etapas que acabo de enunciar son de masiado lite ra ria s p a ra que en ellas pueda el paisaje gozar de vida p ro p ia” (198). Y concluye: Para apresar íntegram ente el alma —imaginaria— del paisaje, hay que elegir.una de aquellas horas huérfanas que viven como asustadas por las demás y en las cuales nadie se fija. Por ejemplo: las dos y picó, p.m. El cielo asume entonces cualquier color. Ningún director de orquesta nos impone su pauta. La cenestesia fluye por los ojos pueriles y la ciudad se adentra en nosotros. Así nos hemos empapado de Buenos Aires (198).
Que después de esta declaración Borges se desdiga y p r i vilegie ju s ta m e n te el atardecer —posiblemente la hora más lite ra r ia de las que h a considerado —p a ra p asear por Bue nos Aires y p oetizar la ciudad me parece significativo por m ás de u na razón. Prim ero, indica claram ente la intención de condicionar la visión a u rática adjudicándole u n a hora solem ne y propicia. R ecuérdese que m ás ta rd e escribirá Borges que- “ciertos crepúsculos y ciertos lugares quieren
7 "Prosistas nuevos”, Cosmópolis, 34 (octubre 1921), pp. 195-Í99.
decirnos algo, o algo dijeron que nos hubiéram os debido per der, o están por decir algo; esta inminencia de u na revela ción, que no se p ro d ú celes, quizá, el hecho estético” (OI, 12). Segundo, es im portante la elección del crepúsculo dada la descripción que de él da Borges: es “un salirse de quicio de las cosas visibles”, es “la- inquietud de la jornad a y por eso se acuerda con nosotros que también somos in q u ietu d ”. Ese salirse de quicio ap u n ta por un lado al desvío, a la vi sión m arginal y oblicua que signa la obra borgeana; pero a d e m á s i n s i n ú a u n a d im e n s ió n d e s a s o s e g a n te , acaso Ju n heim lich , de la percepción del aura, una relectura de lo fam iliar vuelto de pronto am enazante. Por fin, podría haber otra razón, trivial aunque no desdeñable, p ara no privile giar la “hora h u é r fa n a ” de las dos y pico de la tarde. Esta es ho ra diurna, hora de ajetreo y hora, sobre todo, de gente. Y el Buenos Aires borgeano .—a diferencia del París de Bau d elaire— está no solamente desprovisto de m uchedumbre sino, prácticam ente, de toda presencia humana. Si el fláneur de Borges no n e c e s ita el refugio in te rio r después de la flánerie, como el de Baudelaire, para escapar a “la tiran ía del rostro h um an o” (B, 292) es, sobre todo, porque ese rostro no existe. O mejor: porque se lo ha obliterado. P ara convocar y proteger la percepción del aura, Borges elige el lu g ar de su Buenos Aires con el mismo minucioso empeño con que elige la hora. Despuebla y descentra la ciu dad, niega la p róspera y bulliciosa Buenos Aires (la que Darío, veinte años antes, ya llam aba “metrópoli re in a ”) para re cu p era r la gran aldea: A despecho de la humillación transitoria que logran infligirnos algu nos em inentes edificios, la visión total de Buenos Aires nada tiene de en hiesta. No es Buenos Aires una ciudad izada y ascendente que inquieta la divina limpidez con éxtasis de asiduas torres o con chusma brumosa de chim eneas atareadas. Es más bien un trasunto de lá planicie que la ciñe, cuya derechura rendida tiene contiguación en la rectitud de calles y ca sas. Las líneas horizontales vencen las verticales (/, 80).
Compárese este voluntarioso achatam iento con el eleva
miento —igualm ente voluntarioso pero más justificado por la realidad visible— ya puesto en práctica siete años antes por Fernández Moreno: “¡Ah, si yo pudiera, / por arte de magia, / rodearte de altísimas, / magníficas casas / que en las nubes grises / o en las sonrosadas, / hu nd ieran sus n e gros / techos de pizarra!”8 En 1921, la declaración prog ra mática de Borges sólo encuentra su realidad en las orillas. Para m an ten er la ilusión de esa gran aldea horizontal hay que alejarse necesariam ente del centro, cifra de “lo babélico” (TE, 22), en busca del aún no fijado arrabal, la “indecisión de la urbe donde las casas últim as asumen un carácter te m erario” (I, 80). Ya los primeros críticos de Borges recono cían ese calculado desvío. Escribe Ildefonso Pereda Valdés: “Debería crearse para Jorge Luis Borges un Buenos Aires sin casas centrales, sin el pasaje B arolo’ como lo im aginaría Macedonio Fernández, sólo con arrabales y casonas con p a tio ”.9Así, al m argen de la historia, Borges funda y reconoce su entraña. Si la nostalgia y la memoria cultural ap u n talan el au ra tanto en el deam bular baudelaireano como en el de Borges, sus modulaciones, en cada caso, son muy diferentes. Si B au delaire, p ara protegerse de la realidad de un París cam bian te, acude al Souvenir simbolizante y a la noción, ahistórica por excelencia, de lo S u r a n n é —lo pasado de m oda, lo caduco:—, Borges acude en cambio al recuerdo individual, preciso: el de sus antepasados. Donde el uno practica u na nostalgia alegorizante (salvo en el personalm ente nostálgi0 “A la Plaza del Congreso", Ciudad 1915-1949 (Buenos Aires: Edicio nes de la Municipalidad, 1949), p. 34. 3 Citado en María Luisa Bastos, Borges ante la crítica argentina, 19231960. (Buenos Aires: Hispamérica, 1974), p. 80. Percibido como juguetón por Pereda Valdés, el desvío de Borges es motivo de crítica para León Ostrov: “Señalo la parcialidad de su visión ciudadana para recordar que junto a ese Buenos Aires de casitas bajas y ‘almacenes rosados’ existe otr», contemporáneo, vital, y en consecuencia, poético. El auténtico poeta de Buenos Aires — de nuestra ciudad, fea, a veces, pero siempre hermosa, será el que capte su íntimo latido” (Bastos, 110).
co “Je n ’ai pas oublié, voisine de la ville”, poema que n o ta blem ente rem ite no al centro de P arís sino a su periferia), el otro practica u n a nostalgia, por así llam arla, realista. No es un azar que el fláneur de “Sentirse en m u e rte ” se diga “con segu rid ad en voz alta: Esto es lo mismo de hace t r e in ta años...”. “Hace tre in ta años”, en efecto, rem ite al Ochenta, momento crucial en el proceso de reorganización nacional en que se afianzan instituciones e ideologías. A través de tiempos y sujetos, “Sentirse en m u erte” recu p era una per cepción: “Estoy en mil ochocientos y tantos dejó de ser unas cu an tas aproxim ativas p alabras y se profundizó a realid ad ”. Pero en sentido m ás general recupera, como toda la p rim era obra de Borges, u n a nostalgia que ya h a sido sen tid a y re g istrada, un a añ oran za que ya es tópico literario (y p ostura ideológica) en la obra de los escritores del Ochenta. Es en tonces, en la generación de Wilde y de Cañé y no en la de Borges, cuando el choque de la ciudad cam biante y la nos talg ia de un Buenos Aires “que fue en otra ed ad ”10 aparecen en la lite ra tu r a arg entin a. “Me lo h an cambiado tanto a mi Buenos Aires” se queja M ansilla en Mis memorias, y anota que “Las perspectivas de ahora no son las de antes; la facha de los hombres y de las m ujeres y el exterior de los edificios todo h a cam b iad o” (M ansilla, 180). C am baceres, M ártel, López (autor, precisam ente, de La gran aldea), Cañé y Wilde viven la m ism a pérdida. P a ra alejarse del mareo de la ciudad Wilde ya practica, a fines del siglo diecinueve, el paseo por las orillas: su flánerie preborgeana se titu la “Sin rum bo”. Lleva el mismo título u n a novela de Cam baceres (también afecto a la e rran cia como lo d em uestra otro de sus títulos, S i lb id os de un vago). Por fin el mismo M an silla u sa la expresión en u n a u to rre tra to que vale, propongo, p a ra toda una generación de escritores: “un hombre escribiendo, casi sin rumbo, [...] como un cam inante, que no sabe precisam ente
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Lucio V. Mansilla, Mis m e m o r i a s (Buenos Airea: Hachette, 1955), p.
adonde va; pero que a alguna parte h a de llegar”.11 Recuerdo de Baudelaire, el deam bular borgeano es tam bién m aniobra de inserción en un a tradición lite ra ria precisam ente arg en tina. El desencantado reconocimiento de la ciudad cam bian te, a la que ya no se puede volver, es, paradojalm ente, con solador regreso al seno de la generación que lo precede. Gesto modernizador, en cuanto acusa un fun dam ental desasosie go, es tam bién gesto p a s a tis ta por su deliberado y anacróni co deseo de reparación. El deam bular borgeano es tam bién, sobre todo, gesto que recalca (que inventa) u na filiación nacional. "De propósito pues, he rechazado los vehem entes reclamos de quienes en Buenos Aires no advierten sino lo extranjerizo: La vocingle ra energía de algunas calles centrales y la u n iversal chusma dolorosa que hay en los puertos, acontecimientos ambos que ru b rican con inquietud in u sitad a la dejadez de u n a pobla ción criolla”, escribe Borges en el prólogo a la prim era edi ción de Fervor (T R , 162).12 P a ra b orrar esa ciudad marem ág num (la expresión es de Mansilla) invadida por la m uche dum bre u ltra m a rin a poco tranq u ilizado ra, Borges practica, como talism án, él “recuerdo autobiográfico” (E C , 20). Pero no sólo revive el gesto: lo m in iaturiza, lo estiliza. Forzosa m ente vacía u n a ciudad que, h ab itada, recibiría mal su nos talgia, forzosam ente la reduce a sus mínimos, elem entales aspectos. La memoria sin duda tra b aja estos textos, memo ria colectiva y ceremonial pero a la vez recuerdo preciso to mado del bric-á-brac mnemónico: recuerdo de los a n te p a s a dos, de un grupo, de u na clase cuyas actitudes se m antienen como protección y cuyos hábitos —“la recatada m uerte por tería”, los daguerrotipos, los braseros, el “fino dulce de leche
11 Lucio V, Mansilla, Entre-nos, Causeries del jueves (Buenos Aires: Hac:hette, 1963), p. 293. lí Hasta al tiempo de la flánerie se le adjudica nacionalidad: “Quiero el tiempo hecho plaza, / No el día picaneado por los relojes yanquis / Sino el día que miden despacito los m ates”, reza el poema “Patrias” de la pri mera edición de Luna de enfrente, luego suprimido (TR 224).
de los cum pleaños” (OP2, 103)— se exaltan como ritos. Es de n o tar adem ás que la nostalgia, esa nostalgia prestada, nu nca se declara de m anera directa. No hay, en la poesía de Borges, declaración comparable a “El viejo París no existe” de B aud elaire, sencillam ente porque a ese Buenos Aires —el Buenos Aires que obstinadam ente se empeña en postu lar su texto— se le atribuye plena vigencia: “E sta ciudad que yo creí mi pasado / es mi porvenir, mi p resen te” (OP2, 31).13 Si la nostalgia que tiñe la percepción del fláneur bor geano lleva al realismo, se t r a t a de un realismo particular, el que propone la restauración ideológica que hace a la ciudad “tan real como un verso / olvidado y recuperado” (OP2, 18). Cabe p a ra esta poesía, esta flánerie a través de un Buenos Aires construido como “recu perada h ered ad ” (OP2, 25), la aguda observación que Borges dedica a Don Segundo S o m bra: es “como el undécimo libro de la Odisea, una evocación ritu al de los muertos, una necrom ancia”.14
13 El vehem ente final de ese poema —“los años que he vivido en Euro pa son ilusorios, / yo estaba siempre (y estaré) en Buenos Aires”— adquie re fuerza fundacional. Interesantem ente, uno de los últimos textos de Borges, “25 Agosto 1983”, narra el encuentro entre dos “Borges”, uno de ellos de ochenta y cuatro años el otro de setenta y uno, es decir, nacido en 1922. Esta fecha de nacimiento vuelve por cierto ilusorios los años pre vios a Fervor de Buenos Aires. 14 Jorge Luis Borges, “Sobre D en Seg und o S o m b r a ”, Sur, 217-218 (1952).Losada, 1942), p. 11.
Jorge Luis B orges, confabulador ( 1899 - 1986 )
¿Y el muerto, el increíble1 ?
La noche que en el Sur lo velaron
, Evocarlo, apenas desaparecido, es un ejercicio im proba ble. Nos quedan de él fragmentos: lecturas, p alab ras que alguna vez dijo o escribió, rastro s que el tiempo se en carga rá de agrupar, caprichosamente, para devolvérnoslo tal como u n a vez pensamos (o inventamos) que era. De todos los es critores hispanoam ericanos acaso fuera el más imponente, por su obra sin duda pero tam bién por esa ceguera que lo m a n te n ía ap arte, distanciado de su circunstancia y disponi ble p a r a él mito: “m onum ental como el bronce, más antiguo que Egipto, anterior a las profecías y a las p irá m id es” (F , 127). Imponente, tam bién, porque se lo sentía tre m e n d am en te cercano: actual. Su obra en tera se inscribe al revés, o mejor dicho en el revés de convenciones ya existentes, ya im aginadas. P ra c ti có la subversión lite ra ria y sacudió certidum bres con una seguridad que prescindía del énfasis y el derroche: su p a la bra —acaso la que más h a marcado el curso de n u e s tra s le tra s en los últimos tiem pos— te n ía esa calidad que el inglés describe ta n bien y el español ignora tanto en su léxico como su práctica: era under stated. Por ello tanto más persuasiva, tan to más in sin u an te, tanto más perversa, finalm ente, en su m an era de afectarnos. No practicaba u n a estética de clau su ra —“el concepto de texto definitivo no corresponde sino a
la religión o al cansancio” (D , 106)— sino de ru p tu ra: su uso de la inquisición, de la paradoja, del anacronismo fuerzan, agrietan , la engañosa superficie del hábito. De los muchos fragm entos de Borges que d u ran te años me he repetido, a m a n e ra de talism án, acaso sea éste el que recurre, m isterio sam ente, con mayor frecuencia: “La realidad cedió en más de un punto. Lo cierto es que anhelaba ceder” (F , 33). Borges, p e rtu rb a d o r de u n a realidad que esperaba ser p e rtu rb a d a con un gesto mínimo, modesto, y total. A unos trescientos o cuatrocientos metros de la Pirámide me incliné, tomé un puñado de arena, lo dejé caer silenciosa mente un poco más lejos y dije en voz baja: Estoy modifican do el Sahara. El hecho era mínimo, pero las no ingeniosas palabras eran exactas y pensé que había sido necesaria toda mi vida pa ra que yo pudiera decirlas. La memoria de aquel momento &s una de las más significativas de mi estadía en Egipto (AT, 82). Desde un comienzo, la obra de Borges se inscribió en ese lu g ar im previsible al que apenas se alude con palabras como revés, orilla, margen. El flam ante u ltra ís ta apenas si lo fue: su p rim era poesía fue innovadora precisam ente porque no innovó como lo hacían sus compañeros. Cuando Borges r e gresa a Buenos Aires ya ha cumplido su etap a u ltraísta. De ella conserva ra stro s —algún am aneram iento, alguna nove lería poco feliz, la insolencia— pero su novedad, su v erd ad e r a n o v e d a d , fue m i r a r al p a s a d o y no, como los otros v a n g u a rd ista s ávidos de electricidad, de m áquinas y de cho que, al futuro. Recordar y leer (más que in v en tar y escribir) fueron sus primeros gestos: recordar un Buenos Aires desapa recido que le h ab ían contado sus mayores —los escritores del O chenta, Carriego, su m adre— y con ese relato fragm en tario, d esp arram ad o por la memoria como por las orillas de la ciudad, a rm a r un Buenos Aires anacrónico, “real como un verso olvidado y recuperado” (OP2, 18), p ara reem plazar al otro, el que se m ira y no se reconoce. Desde un principio,
Borges supo e hizo saber al lector que estaba “en lite ra tu r a ”: que la escritu ra no es recuperadora de realidades sino de relatos. Leer es convocar un “objeto verbal”, siempre el mismo, siempre diferente; leer es recordar pero nunca, como Funes, con fidelidad abrum adora; leer —es decir, escribir— es recordar salteando, desviando, transformando: “recuerdos de recuerdos de otros recuerdos, cuyas mínimas desviaciones originales h a b rá n oscuram ente crecido” (EC, 33). La repetición de la memoria y el desvío de la escritura m arcan toda la obra de Borges, fun dam entan su tenue auto ridad. Borges, el texto Borges, es por excelencia un lugar de tránsito, un a conversación y una conversión de relatos. Al relato familiar, suerte de novela de orígenes, subyacente en la prim era poesía, siguieron otros relatos, pre-textos de la obra borgeana. No en vano suelen privilegiar sus ficciones (y desde luego sus ensayos) las situaciones de relevo n a r r a tivo. “Hombre de la esquina ro sad a” —un posible comienzo de su ficción— significativam ente pone de manifiesto, de modo emblemático, la entrega del relato: narración desasida, concluye no sólo cuando se cumple la h a z a ñ a sino, más im po rtan tem ente, cuando en cu en tra (identifica) a su recep tor: “Entonces, Borges, volví a sacar el cuchillo corto y filo so” (H U I , 107). Los n a rrad o res borgeanos, como aquellos confabulatores nocturni —“hombres de la noche que refie ren cuentos, hombres cuya profesión es contar cuentos d u ra n te la noche” (S N , 65)— h eredan relatos que recrean al contar. Piénsese en Historia universal de la in fa m ia , “irre s ponsable juego de un tímido que se animó a escribir cuentos y que se distrajo en falsear y tergiv ersar (sin justificación estética alguna vez) ajenas h isto rias” {HUI, 10). Piénsese en “La forma de la espada”, en “H istoria del guerrero y de la cau tiv a”, en “El in m o rtal”, en “La otra m u erte”, todos re la tos heredados. Piénsese en tantos comienzos de texto: “En J u n ín o Tapalqué refieren la h isto ria” {H, 18), “En Pringles, el doctor Isidro Lozano me refirió la h isto ria ” (O T , 121), “Un vecino de Morón me refirió el caso” {OT, 125). El texto borgeano refiere, en el doble sentido del término: referir/ex
p resar en palabras pero también referir/dirigir en un d eter minado sentido, rem itir hacia representaciones nuevas. T ra bajo de referencia, trabajo de cita continuos: unending gift que sigue diciéndolo. Creó a sus precursores y se dejó crear por ellos. El only connect de Forster (autor nunca mencionado y posiblemente no leído por Borges) hubiera podido ser su lema literario. Con la seguridad que dicta el placer —placer del texto, goce casi físico de la lectura del que poco se ha hablado— e sta blecía sus sim patías y sus diferencias, postulaba u n a fra te r nidad por la cita y la alusión. No sorprende que en sus fic ciones abunden las sociedades secretas, las sectas, los con gresos, que su último libro se titu la ra Los conjurados. Tam bién sus ensayos convocan a los miembros de la borrosa co fradía, igualmente fuerte, igualm ente evanescente, la de las letras. Se recurre a estos “oscuros amigos” (OP2, 133) no por ostentación ni por pereza: “recordar con incrédulo estupor que el doctor universalis pensó, es confesar n u e stra langui dez y n u estra barbarie. Todo hombre debe ser capaz de to das las ideas y entiendo que en el porvenir lo s e rá ” (F, 56). Se recurre a ellos para volver a oírlos, para ponerlos en con tacto y hacerles decir, con las mismas palabras, lo que aún no habían dicho. Desde un comienzo, los ensayos de Borges tuvieron esa indudable (y sorprendente) calidad de intercambio provecho so y festivo, de banquete intelectual. Si los renegados ta n teos de sus primeros libros, con derroche de entusiasm o y no poca pedantería, proponían encuentros oximorónicos —los “buenos clasicones” Milton y Schopenhauer con (o contra) Max Nordau, Pedro Leandro Ipuche y Lucrecio, y así, en desfile macarrónico— el estilo del coloquio se fue afinando en escritos posteriores. Los encuentros que provoca Borges en sus textos, poética y emocionalmente eficaces, tienen la virtud que nunca logró para sí la imagen ultraísta, la de acer car dos realidades lejanas cuyas secretas afinidades adivina
certeram ente el poeta: Kafka y Browning (más afines que Kafka y el prim er Kafka); Giordano Bruno y Pascal, unidos por la “diversa entonación” (OI, 17) de u n a m ism a metáfora; Jehová, Swift y un personaje de Shakespeare, cuyas p a la bras se entretejen provechosamente en “H istoria de los ecos de un n om b re”. Bricoleur de textos, provocador de citas, Borges nos recu erd a el último escrito de Ben Jonson: “em peñado en la ta re a de form ular su testam en to literario y los dictámenes propicios o adversos que sus contemporáneos le m erecían, se redujo a ensam blar fragm entos de Séneca, de Q u in tilia n o , de J u s to Lipsio, de Vives, de E ra sm o , de Maquiavelo, de Bacon y de los dos Escalígeros” (07, 23). Borges, fláneur literario: al paso por la ciudad, cuyo ca rá c te r literario es evidente, se sucede el paseo por la lite ra tu ra , la deriva textual. Se pasa sin esfuerzo de texto en tex to, de au to r en autor, en actitud de disponibilidad. Como en las cam in atas por la ciudad, en que se practica el placer de la m irad a —las calles de Buenos Aires “son todas ellas p a ra el codicioso de almas / una promesa de v e n tu r a ” (P, 13)—, el p asean te tex tu al traduce su voyeurismo en fecunda proyec ción. A los desvíos del recuerdo y de la lectu ra —los libros “que sigo leyendo en la memoria, leyendo y transform ando? (0P2, 370)— se añade el placer, el vértigo díríase, de la con je tu ra , “m a te ria indecisa” tan provisoria como la irrealidad de las orillas de Carriego. Borges, temeroso de los simulacros —“conocí de chico ese h orror de una duplicación o multiplicación espectral de la realid ad ” (H , 15)— elige la oblicuidad: en lu gar de afirm ar idola los conjetura. En la segunda etap a de su poesía a b u n dan los retratos: suerte de galería h a b ita d a por sus oscuros cofrades, no museo ideal, como el de J u liá n del Casal, sino museo literario. C ervantes, Quevedo, Heine, Poe, Emerson, Homero, W hitm an, Blake: la lista es larga, la evocación con je tu ra l a veces herm ética —López Merino sólo aludido por la fecha de su suicidio: “Mayo 20, 1928”— a veces d ire c ta m ente anónima: “Hoy no eres o tra cosa que unas p alab ras
Que los g erm an istas anotan. / Hoy no eres otra cosa que mi voz / Cuando revive tus p alab ras de h ie rro ” (OP2, 219), La conjetura borgeana es un gesto piadoso: in te n ta re s catar un momento único, corregir olvidos. Conjetura al poe ta m enor —“eres una p alab ra en un índice” (OP2, 133)— que oyó al ruiseñ o r u n a tarde. Im agina al ingenuo novador que a rb itra ria m e n te compuso “aquel p rim er soneto innom inado” y le brinda, restrospectivam ente, su apoyo: “¿Habrá sentido que no esta b a solo [...]?” (OP2, 139). Adivina a un poeta me nor que, en 1899 —no por azar año de su nacim iento— pro curó “dejar un verso para la hora t r is te ”: “No sé si lo logras te siquiera, / Vago hermaní? mayor, si has existido, / Pero estoy solo y quiero que el olvido / R estituya a los días tu ligera / Sombra (OP2, 210). En todos los casos conjetu ra un momento de escritu ra que salva, siqu iera fugazmente, la p erd ida m em oria de un poeta. La conjetura borgeana es un gesto implacable: rescata, sí, pero no sólo los pequeños triunfos de la lite ra tu ra sino tam bién sus m iserias. De los olvidados rescata gestos no atendidos, de los famosos su vejez, su tristeza, su desencan to. Escribir —recordar que otro h a escrito— da vida. Pero escribir tam bién destruye, o desgasta: la obra literaria, como el hijo, se n u tre de disminuciones vitales. Así ios numerosos poem as conjeturales que recrean el momento crepuscular en la vida de un poeta recalcando, acaso con más ironía que compasión, la insignificancia, la debilidad del individuo. Em erson com prueba su gloria —“Por todo el continente anda mi n o m bre”— pero tam bién su sacrificio: “No he vivido. Qui siera ser otro hom bre” (OP2, 224). W hitm an, viejo y acaba do, declara su n ad ería individual en relación a su obra: “Casi no soy, pero mis versos ritm an / La vida y su esplendor. Yo fui Walt W h itm an ” (OP2, 226). El postrado Heine, en víspe ras de su m u erte , comparte la misma, melancólica, revela ción: “P iensa en las delicadas melodías / Cuyo instrum ento fue, pero bien sabe / Que el trino no es del árbol ni del ave / Sino del tiempo y de sus vagos d ía s” (OP2, 227). El conjetu ral desencanto de estos grises herm anos, entonado diversa
m ente p ara cada uno pero fundam entalm ente el mismo, en cu en tra eco en la resignación de “Borges y yo”: “Nada me cuesta confesar que h a logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje y la tradición” (H , 50). Las figuras del museo textu al de Borges exponen, con tris te dignidad —por eso conmueven— la lec ción más ard u a y a la vez más rica de esta obra, su promesa infinita: el individuo se anula en la le tra pero en ella deja su secretísim a m arca p ara que futuros confabulatores nocturni —horribles trabajadores, diría Rim baud— la reconozcan y lo (se) recuerden. La lite ra tu ra , ese “vértigo asombrado” (F , 18). Es un establo que está casi a la sombra de la nueva igle sia de piedra, un hombre de ojos grises y barba gris, tendido entre el olor de los animales, humildemente busca la muerte como quien busca el sueño. El día, fiel a vastas leyes secre tas, va desplazando y confundiendo las sombras en el pobre recinto; afuera están las tierras aradas y un zanjón cegado por hojas muertas y algún rastro de lobo en el barró negro donde empiezan los bosques. El hombre duerme y sueña¡ ol vidado. El toque de oración lo despierta. En los reinos de Inglaterra el son de campanas ya es uno de los hábitos de la tarde, pero el hombre, de niño, ha visto la cara de Woden, el horror divino y la exultación, el torpe ídolo de madera recar gado de monedas romanas y de vestiduras pesadas, el sacri ficio de caballos, perros y prisioneros. Antes del alba morirá y con él morirán, y no volverán, las últimas imágenes inme diatas de los ritos paganos; el mundo será un poco más p o bre cuando este sajón haya muerto. Hechos que pueblan el espacio y que tocan a su fin cuando alguien sé muere pueden maravillarnos, pero una cosa, o un número infinito de cosas, muere en cada agonía, salvo que exista una memoria del universo, como han conjeturado los teósofos. En el tiempo hubo un día que apagó los últimos
ojos que vieron a Cristo; la batalla de Ju nín y el amor de Helena murieron con la muerte de un hombre. ¿Qué morirá conmigo cuando yo muera, qué forma patética y deleznable perderá el m u n d o ? ¿La voz de Macedonio Fernández, la i m a gen de un caballo colorado en el baldío de Serrano y Char cas, una barra de azufre en el cajón de un escritorio de cao ba? (H, 33). Muerto, Borges comienza a borrarse de su texto. El hom bre que, porque lo sabíamos vivo y le habíamos conferido poder, autorizaba una obra diversa e ilusoriam ente la r e frendaba con su presencia única, ya no es. Se interrum p e un relato y empieza otro: “Tenemos una imagen muy precisa, una imagen a veces desgarrada de lo que hemos perdido, pero ignoramos qué lo puede reemplazar, o suceder” (SN> 148). La m uerte del autor —el texto trunco en u na de sus m odali dades, el texto que el propio Borges nunca re e le rá — nos en frenta a u n a pérdida, nos desarm a. Nombrar esa pérdida es imposible porque no la conocemos; y paradójicam ente es sólo ahora, en pleno desconcierto, antes de que nos trabaje el olvido —antes de olvidar que fuimos, un día, contem porá neos de Borges, a n tes de que seam os nosotros mism os olvido— cuando podemos torpemente aludir a ella. Acaso la impresión dominante, en este momento en que el recuerdo biográfico tiñe inevitablem ente la percepción, es que el texto de Borges se h a quedado sin voz. Pocas obras ta n escritas —no sobreescritas— como la suya h an prestado, ta n ta atención a la voz, a la entonación, han acudido a ellas, para complementar la letra: “Mi verdadera estirpe / es la voz, que aún escucho, de mi padre, / conmemorando música de Swinburne, / y los grandes volúmenes que he hojeado, / hojeado y no leído, y que me b a s ta n ” (C, 51). Voces oídas, voces leídas: atesora Borges esa felicidad que e n cu en tra en el Martín Fierro y que encontramos (la paradoja no es sino aparente) en su propia, resu eltam ente literaria, escritura: “el hombre que se m uestra al co ntar” (D, 37). Hay pocos es
critores ta n parcos, inicialmente, con su voz física —recu ér dese su timidez, sus difíciles comienzos como conferencian te, su dicción entrecortada, anhelante, fuente de perpleji dad p ara su interlocutor— de quien sin embargo pueda de cirse, como él de sus mayores: “el tono de su e scritu ra fue el de su voz” (L B , 29). Hoy esa voz, que quienes lo conocieron perciben todavía en sus textos como en negativo —los “ca ram b a, c a ra m b a ”, los “¿no?” con que p u n tu a b a su prosa dubitativa, la ironía, a menudo sobradora, de algunas de sus acotaciones parentéticas, su don de parodista, su ris a — ha dejado, sí, de h ab lar pero no se ha callado. A m edida que se vuelve tenue, queda p a ra cada lector la ta re a de recrearla: “un libro es más que un a estru ctu ra verbal, o que u na serie de es tru c tu ra s verbales; es el diálogo que en tab la con su lec tor y la entonación que impone a su voz y las cam biantes y durables imágenes que deja en su memoria. Ese diálogo es infinito” (OI, 217). En u na de las infinitas in stan cias de ese diálogo escuchamos, hoy, la voz del texto borgeano y asum i mos su relevo. Confabulamos con Borges p a ra no olvidarlo. 1986
B orges y la edu cación de la m em oria
Vemos y oímos a través de recuerdos, de temores, de previsiones. [...] Nuestro vivir es una serie de adaptaciones, vale decir, una educación del olvido. “La postulación de la realidad” No habrá sino recuerdos. "Despedida” Señala Néstor Ib a rra en su ensayo a la vez p en etran te y arbitrario sobre la prim era poesía de Borges que los textos no parecen obra de un poeta joven.1 La opinión, discutible en su planteam iento (¿cómo escribe, después de todo, ese hipotético “poeta joven”?), rem ite sin embargo a un aspecto fu n d a m e n ta l de la ,p r im e r a poesía borgeana: su re su e lta m irada hacia el pasado, su indudable vocación rememorativa. Antes que Evaristo Carriego, ejemplar ejercicio de recupe ración de un imaginario pasado compartido, los tres prim e ros libros de poesía de Borges ya marcan la fundación del “liviano archivo mnemónico” (E C , 33) y su correspondiente inscripción. En esa fábula sobre los orígenes que es Radiografía de la Pampa, observa M artínez E stra d a cómo el colonizador es pañol, p a r a poder en fren tar la realidad am ericana y de al gún modo fundarla, recurre a la mediación de escrituras pre
1 Néstor Ibarra, “Jorge Luis Borges, poeta”, citado en María Luisa B astos, Borges ante la critica a rgent ina, 1 9 23 - 19 6 0, (Buenos Aires: Hispamérica, 1974), p. 89.
vias. En ese caso concreto, al protocolo de la escribanía: “H a bía que poner un vestido [...] a esta desnudez de un trozo de planeta olvidado [...]. Los campos se medían en la escritura, la autoridad se afirm aba en cédulas reales, la excelencia se adquiría en los capítulos eclesiásticos”.2 Del mismo modo puede decirse que el Borges de Fervor de Buenos Aires, Luna de enfrente y Cuaderno San Martín a su vez acude, con es trategias es cierto más sutiles, a escrituras del pasado: para fam iliarizar la desconcertante realidad con que se enfrenta a su regreso de Europa y para fundar en ella, o más bien al margen de ella, esto es, en su orilla, un lugar poético. No en vano el texto borgeano practica, ya en ese entonces, la autorreferencia, reflexiona sobre su propia urdimbre: “He repe tido antiguos caminos / como si recobrara un verso olvida do” (OP2, 35). Celebra una “Ciudad que se oye como un ver so” (OP2, 72), pide a una calle que sea “tan real como un verso olvidado y recuperado” (OP2, 18). Escribe en un en sa yo tem prano, “La presencia de Buenos Aires en la poesía”: “Lo indesm entible es que la realidad de Buenos Aires tam bién es realidad de poesía, y que su alusión ya es intensificadora de cualquier verso” (TR, 250). La realidad de la ciu-, dad es la tex tu ra del verso; no la del verso creado, novedoso, sino la del verso aludido, alguna vez oído y ahora olvidado, cuya repetición (cuya lectura) permite su recuperación. Que la ciudad se percibe como un objeto literario, e n tre tejido de discursos previos, como un libro que el paseante abre y lee, es evidente en el poema “Llaneza”: Se abre la verja del jardín con la docilidad de la página que una frecuente devoción interroga y adentro las miradas no precisan fijarse en los objetos que ya están cabalmente en la memoria. Conozco las costumbres y las almas
2 Ezequiel Martínez Estrada, Radiografía de la Pampa (Buenos Aires: Losada, 1942), p. 11.
y ese dialecto de alusiones que toda agrupación humana va urdiendo. No necesito hablar ni mentir privilegios; bien me conocen quienes aquí me rodean, bien saben mis congojas‘y mi flaqueza. Eso es alcanzar lo más alto, lo que tal vez nos dará el Cielo: no admiraciones ni victorias sino sencillamente ser admitidos como parte de una Realidad innegable, como las piedras y los árboles (O P2 , 42).
El ejercicio poético, en la obra de Borges, es lectura: lec tu ra recuperadora de un texto fam iliar y a la vez d isem ina do, de ese “dialecto de alusiones” que no'sólo fu n d am en ta un lu gar poético sino, por extensión, sitúa al sujeto, dándole vida: “ser admitidos / como parte de u n a Realidad in n eg a ble”. Así la ta re a del p asean te lector será un ejercicio de mem oria casera: leer la ciudad, cuyas páginas se abren dó cilmente, y reconocer (y así volver a inscribir) los signos dis persos de un texto heimlich amenazado por el paso del tiem po. Leer y dar a leer o recordar y d ar a recordar p a ra afir m ar (y h a s ta inventar) representaciones com partidas que vistan la realidad y por fin la reemplacen. El relato del pasado que recupera la prim era poesía de Borges es salteado, fragm entario. Novela fam iliar por exce lencia, se lo lee (se lo evoca) en dos de sus aspectos básicos: el lu gar de origen y el linaje, vale decir, la topografía y la historia. En los dos casos, la lectu ra que practica el texto borgeano es perversa: reconoce, sí, los signos, los rescata pero sim ultáneam ente los desvía, propone otra lectura. El livia no archivo mnemónico deja de ser mero consuelo, se vuelve insólito —lejanam ente cercano, como dirá Borges de u na ca lle (P, 18)— y el recuerdo es creación: “He dicho asombro donde otros dicen solam ente costum bre” (OP2, 79). Tomo al gunos ejemplos. El prim ero, acaso el más conocido, in a u g u ra Fervor de Buenos Aires:
Las calles de Buenos Aires ya son mi entraña. No las ávidas calles, incómodas de turba y de ajetreo, sino las calles desganadas del barrio, casi invisibles de habituales, enternecidas de penumbra y de ocaso y aquellas más afuera ajenas de árboles piadosos donde austeras casitas apenas se aventuran, abrumadas por inmortales distancias, a perderse en la honda visión de cielo y llanura (OP2, 13).
El proceso es claro: prim ero el reconocimiento (“las calles [...] ya son mi e n tr a ñ a ”), luego el desvío (“no las ávidas ca lles”), por fin el reemplazo: “las calles desganadas del b a rrio ”, la otra realidad. En un segundo ejemplo, “A rrab al”, el reconocimiento, si bien no seguido por un reemplazo, es al^ terado por la magnificación: El arrabal es el reflejo de nuestro tedio. Mis pasos claudicaron cuando iban a pisar el horizonte y quedé entre las casas, cuadriculadas en manzanas diferentes e iguales como si fueran todas ellas monótonos recuerdos repetidos de una sola manzana. El pastito precario, desesperadam ente esperanzado, salpicaba las piedras de la calle . y divisé en la hondura ■ los naipes de colores del poniente y sentí Buenos Aires. Esta ciudad que yo creí mi pasado es mi porvenir, mi presente; los años que hé vivido en Europa son ilusorios, yo estaba siempre (y estaré) en Buenos Aires (O P2 , 31).
De nuevo se reconoce u na realid ad —los “monótonos r e cuerdos rep etid os”— pero in m ediatam ente se la trasciende,
en u n a anagnórisis amplificadora que lleva la experiencia a otro plano. Este proceso de sustitución —se reconoce a Buenos Aires sólo al reem plazarlo por otro— sin duda obedece, como he señalado en otro ensayo, a una ideología precisa.3 La cacofo nía de la ciudad m oderna —producto de la nueva u rbaniza ción y del aporte inm igratorio— es reem plazada por el dis cu rrir calmoso, la “cotidianidá conversada” (TE, 22) de un relato que podría llam arse, generalizando, el relato de la G ran Aldea.4 Es ese el Buenos Aires que estos poemas leen y recu peran , el de u n a generación lite ra ria an terio r cuyas “agustiadas voces nos buscan y ahora apenas e s tá n ” (OP2 26). El sujeto borgeano responde a la interpelación de quie nes llama, más de u n a vez, “nuestros mayores”, im aginaria comunidad criolla en que escritura y entonación son una: “El tono de su escritu ra fue el de su voz; su boca no fue la contradicción de su mano. Fueron argentinos con dignidad: su decirse criollos no fue una arrogancia orillera ni un m al humor. Escribieron el dialecto usual de sus días: ni recaer en españoles ni degenerar en malevos fue su apetencia. [...] Dijeron bien en argentino: cosa en desuso. [...J Hoy, esa n a tu ra lid ad se gastó” (LB 29). Si los poemas de Borges recogen el relato familiar, case ro, de la generación del Ochenta lo hacen empero con una diferencia. Allí donde el Ochenta expresa ansiedad o nostal gia —la melancolía de Mansilla, las comprobaciones agri dulces de López, la xenofobia de J u liá n M artel— el texto de Borges perm anece notablem ente calmo. Es decir: no regis tra ni teme el cambio por ocurrir porque éste ya ha ocurrido) sim plem ente lo niega. La perspectiva temporal se desqui cia: no hay m irada al futuro y el pasado, al ser actualizado como presente, no es ni lo uno ni lo otro. El rescate de la memoria hace dé la ciudad literaria un espacio inmemorial. 3 Ver “Flánerics textuales: Borges, Benjamin y Baudelaire”, pp. 191* 208. 4 Para más comentarios de Borges sobre el Ochenta, ver TE 6
Más alia del lugar, tam bién la historia es sometida a la lectura correctora, al reemplazo y manipuleo de relatos. Aquí se observa otro tipo de sustitución: la versión oñcial de los hechos —el “dicen que”— es reem plazada por la versión per sonal —el “pero digo yo”— fabulada a p a rtir de recuerdos familiares. El ejemplo más evidente, desde luego, es “F u n dación mítica de Buenos Aires”. Prefiero detenerm e en otro, rico en proyecciones dentro de la obra de Borges (prefigura, en tre o tras cosas, el relato “La o tra m u e r te ”), el poema “Isidoro Acevedo”. El texto recurre al reemplazo como e s tr a tegia inicial: Es.verdad que lo ignoro todo sobre él —salvo los nombres de lugar y las fechas: fraudes de la palabra— pero con temerosa piedad he rescatado su ultimo día, no el que los otros vieron, el suyo, y quiero distraerme de mi destino para escribirlo. Adicto a la conversación porteña del truco, alsinista nacido del buen lado del Arroyo del Medio, comisario de frutos del país en el mercado antiguo del Once, comisario de la tercera, se batió cuando Buenos Aires lo quiso en Cepeda, en Pavón y en la playa de los Corrales. Pero mi voz no debe asumir sus batallas, porque él las arrebató a un sueño esencial. Porque lo mismo que otros hombres escriben versos, hizo mi abuelo un sueño (OP2, .96).
La versión oficial se desdeña (son “fraudes de la p a la b ra ”) así como el hecho público (“el que los otros vieron”). En cam bio, se rescata el último momento privado de Isidoro Acevedo, momento que es, a la vez, creación poética. La agonía, puede decirse, también es un texto: en su lecho de muerte, “lo mismo que otros hom bres escriben versos, / hizo mi abuelo un sueño”: Cuando una congestión pulmonar lo estaba arrasando y la inventiva fiebre le falseó la cara del día,
congregó los ardientes documentos de su memoria para fraguar su sueño (OP2 , 97).
Ese último sueño —ese sueño suyo que, pasado por el r e cuerdo del narrador, pasa a ser poema mío— es tam bién, como la recreación de Buenos Aires, trabajo de corrección y sustitución: “Visionaria p a tr ia d a ” fabricada por la ú ltim a fiebre, perm ite a Isidoro Acevedo reem plazar su m uerte se d e n ta ria por ia m uerte guerrera. Morirá héroe, como m uere Pedro Damián en “La otra muerte”: “Así, en el dormitorio que m irab a al jard ín , murió en un sueño por la p a tr ia ” (OP2, 98). Con su sueño/texto, Isidoro Acevedo se d istrae del p re sente de su m uerte: corrige su vida y recompone el final de su autobiografía. Con su texto/conjetura, el yo se incorpora a esa ta re a de relectura y enmienda: a su vez corrige la h is to ria oficial y se d istrae de su propio destino. “Yo lo busqué por muchos días por los cuartos sin luz” term in a el poema que es, doblemente, u n a cita: cita (encuentro) en tre el p a s a do y el presente, entre el ancestro y el yo, y cita (reproduc ción) de un texto apócrifo que se actualiza en el poema, que es el poema. Los relatos que proyecta Borges sobre su ciudad y sus antepasados, p a ra así poder leerlos, son em inentem ente p ri vados. P resentidos, como en Isidoro Acevedo, o aludidos a m e d ia voz, son r e l a to s e n t r e - n o s , como la s c h a r l a s de M ansilla, rem iten a un archivo fam iliar que su rte al sujeto: “Con el mitológico ayer [...] se fabrica u n a p a tria que le b as t a ”, escribe nuev am en te Ib a rra (Bastos, 91). En ese archivo se atesoran m inucias o hazañas llenas “de p atricialid ad y de p rim itiva eficacia” (7, 82), recuerdos, propios y ajenos, m e m oria de grupo. Piénsese en la dedicatoria de las Obras com pletas en que agradece a Leonor Acevedo de Borges “tu m e m oria y en ella la m em oria de los mayores —los patios, los esclavos, el aguatero, la carga de los h ú sares del P erú y el oprobio de Rosas” (OC, 9). No en vano, en esta p rim e ra poe sía, abundan los san tu ario s, los lugares de culto, ya esta b le
cidos por la tradición, ya nuevam ente adoptados: la Recoleta, el atrio del Socorro, la sala vacía con sus borrosos dagu erro tipos familiares, la mesa ceremonial del truco, la Pam pa “que ya estás en los cielos (0P2, 64), el Barrio Norte que despier ta una “lealtad oscura” (OP2, 108) o la casa donde se vela a un m uerto en el Sur. El paseo por Buenos Aires es tam bién peregrinación; el libro de la ciudad, tam bién devocionario: “Sem ejante a los latinos, que al a tra v e sa r un soto m u rm u ra ban ‘Numen In est7. Aquí se oculta la divinidad, habla mi verso p a ra d eclarar el asombro de las calles endiosadas por la es p eranza o el recuerdo. Sitio por donde discurrió n u estra vida, se introduce poco a poco en sa n tu a rio ” (T R , 162). El ceremonial que recogen estos libros de poemas sin duda responde, como se h a querido ver y como lo ve el propio Borges, a un preciso momento cultural: “El universo, el t r á gico universo, no estaba aquí / Y fuerza era buscarlo en los ayeres; / Yo tra m a b a u n a hum ilde mitología de tapias y cu chillos / Y Ricardo pensaba en sus reseros” (OP2t 183). Más allá, sin embargo, puede verse el alcance de estos ritos. Al re c u rrir in sisten tem en te, casi m ágicam ente, a la lectura y la rem em oración, esta p rim era poesía in sta u ra u na práctica tex tu al que fu n d am en ta toda la estética borgeana y que ade más es su base ontológica: in au g u ra un sujeto borgeano cu yas funciones constitutivas son, precisam ente, esas dos ac tividades: record ar y leer. “Es sabido —escribe Borges— que la id entid ad personal reside en la mem oria y que la a n u la ción de esa facultad com porta la idiotez” (HE, 35). El anver so de la declaración es sin duda aquel horror imaginado por Swift quien llegó a vivirlo en carne propia: aquellos hom bres decrépitos, incapaces de leer “porque la memoria no les alcanza de un renglón a otro” (OI, 226). El olvido de la le tra implica anulación, m uerte. En un texto pervadido por la n a d e ría de la personalidad, la lectu ra de la memoria y la m em oria de la lectu ra proporcionan un tenue c o n t in u u m : p erm iten ser al sujeto que las pone en práctica, constituyen su única, fugaz autoridad. 1987
C ita y au tofigu ración en la obra de Borges
Invadía autores como un rey y exaltó su credo hasta el punto de componer un libro de traza discursiua y autobiográfica, hecho de traducciones, donde declaró, por frases ajenas, lo sustancial de su pensar. Jorge Luis Borges, El tamaño de mi esperanza
“La p e r s o n a l i d a d , e sa m e z c o la n z a de p e rc e p c io n e s en trev erad a s de salpicaduras de citas”, escribe Borges en u n a tem p ra n a proclam a u lt r a ís ta .1Y más tarde, mucho más tarde, mem orablemente: Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de monta ñas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instru mentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descu bre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara (H 109).
E n tre estas dos citas, elegidas a modo de marco y blasón, y n utriéndose de ellas, la reflexión que sigue procura e n tre te je r vida y le tra de Borges, o más precisam ente personali dad, autobiografía y cita en Borges. Dicho de otro modo: pro c u ra rá p en sar a un sujeto y su lectura y comprobar, una vez más, que el sujeto es su lectura.
1 “Proclama”, Ultra, 21 (1922), citado en Gloria Videla, El ultraísmo (Madrid: Gredos, 1963), p.20Q.
Que el texto de Borges se mueve continuam ente en una m ateria literaria, que es un texto por excelencia referencial en el sentido de que, perm anentem ente, cita, refiere a otro texto —aun desde la primerísima poesía, la que presenta una ciudad tam izada por relatos y recuerdos— es un hecho sufi cientemente conocido. Prefiero más bien recordar cómo, ta m bién en esa prim era escritura borgeana, aparece u n a n o ta ble preocupación autobiográfica,2 paradojal, si se quiere, en quien se declara partidario de “la nadería de la perso nali d ad ”. En el ensayo de Inquisiciones que lleva, precisam ente, ese titulo, el joven Borges registra una anécdota personal. E stá en Mallorca, a punto de volver definitivam ente a Bue nos Aires, y al despedirse de un amigo quiere dejarle un r e cuerdo, una imagen plena y coherente de su yo, sólo p a ra darse cuenta de la imposibilidad de tal empresa, de que sólo puede dejarle lo circunstancial, lo episódico, lo frag m en ta rio: “no hay yo de conjunto” (/, 89). A la vez que es autobio gráfica, la anécdota recalca la imposibilidad de u n a autofiguración satisfactoria. Interesantem ente, Borges ilu stra esa desencantada revelación con algo más que la anécdota p e r sonal. En el mismo artículo recurre tam bién a un texto, no menos elocuente, un párrafo de la Vida de Torres Villaroel, quien “quiso tam bién definirse y palpó su fun dam ental in congruencia”: Yo tengo ira, miedo, piedad, alegría, tristeza, codicia, largueza, furia, mansedumbre y todos los buenos y malos afectos y loables y reprehensibles ejercicios que se puedan encontrar en todos los hombres juntos y separa dos. Yo he probado todos los vicios y todas las virtudes, y en un mismo día me siento con inclinación a llorar y a reír, a dar y a retener, a holgar y a padecer, y siempre ignoro la causa y el impulso de estas contrariedades. A esta alternativa de movimientos contrarios, he oído llamar locura; y si lo es, todos somos locos, grado má3 o menos, porque en todos he advertido esta impensada y repetida alteración (/, 89).
2 Remito al excelente artículo de Enrique Pezzoni, “Fervor de Buenos Aires : autobiografía y autorretrato”, recogido en El texto y sus vocea (Bue nos Aires: Sudamericana, 1 9 8 6 ), para otro acercamiento a este aspecto.
Convencido de su incongruencia vital, Torres sin em bar go (o acaso por eso mismo) escribió su autobiografía. Con el mismo convencimiento, Borges emprende desde el comienzo u n a ta re a de autorrepresentación más elusiva pero no me nos persistente. Ya que no hay yo de conjunto, h a b rá yo di seminado. No es casual que en El tamaño de mi esperanza se admire a Ben Jonson porque “invadía autores como un rey y [...] exaltó su credo h a s ta el punto de componer un libro de tra z a discursiva y autobiográfica, hecho de tra d u c ciones, donde declaró, por frases ajenas, lo sustancial de su p e n s a r ” (TE, 74). La em presa autobiográfica en Borges se traduce, desde un prim er momento, en térm inos textuales. Es la errancia y el anhelo de un yo disperso en perpetuo acto de (auto)fundación, recreando el Buenos Aires “Gran A ldea” que es su lugar de origen y evocando a los a n te p a s a dos que configuran su novela familiar. Es el no menos errante y no menos an helante yo que, en Evaristo Carriego, escribe su texto no tanto p ara evocar al mediocre poeta precursor como p ara salir él mismo del abrigado núcleo fam iliar (esa biblioteca de ilimitados libros ingleses, ese recinto defendi do por la verja con lanzas) y descubrir lo que está más allá, la intem perie b árb ara de los “destinos vernáculos y violen to s ” (E C , 9) que tam bién lo significan. En estos intentos, por cierto fundadores, del prim er Borges el movimiento es siem pre el mismo: un tenue sujeto proyectado hacia un entorno del que se alim enta y en cuyas múltiples facetas busca reco nocerse. El mismo autor así lo afirma, en un ensayo cuyo título es elocuente, “Profesión de fe lite ra r ia ”: Toda literatura es autobiográfica, finalmente. Todo es poético en cuanto nos confiesa un destino, en cuanto nos da una vislumbre de él. En la poe sía lírica, este destino suele mantenerse inmóvil, alerta, pero bosquejado siempre por símbolos que se avienen con su idiosincracia y que nos permi ten rastrearlos (...} En las novelas es idéntico el caso. El personaje que importa en la novela pedagógica El criticón, no es Critilo ni Andrenio ni las comparsas alegóricas que los ciñen: es el fraile Gracián, con su genialidad de enano, con sus retruécanos solemnes, con sus zalemas ante arzobispos y próceres, con su religión de la desconfianza, con su sentirse demasiado culto, con su apariencia de jarabe y fondo de hiel . . . Conste
que no pretendo contradecir la vitalidad del drama y de las novelas; lo que afirmo es nuestra codicia de almas, de destinos, de idiosincracias, codicia tan sabedora de lo que busca, que si las vidas fabulosas no le dan abasto, indaga amorosamente la del autor (/, 146-147).
La codicia de vidas, defínitoria del impulso autobiográfico, m arca la p rim era obra de Borges. Si esa codicia —del otro Buenos Aires, de los compadritos, de los antepasados ilus tre s — configura en los primeros poemas u na necrópolis aun más privada que la protectora Recoleta, una suerte de p a n teón fam iliar a través del cual se define el yo, ya por esta época comienza a h ab er signos (en los renegados ensayos de Inquisiciones y El tamaño de mi esperanza y tam bién en Evaristo Carriego) de otras ricas prolongaciones de ese a te soram iento de vidas: el panteón se vuelve, sin por ello p er der su caracter de santuario privado, museo textual. Ju nto a las rem em oradas vidas de Isidoro Acevedo, de Nicolás P a redes, de Carriego, ju nto a los recuperados destinos de los personajes de La tierra cárdena de Enrique Hudson, a p a re cen otras figuras, otros textos que son figuras, para a p u n ta lar al yo. La codicia de otras vidas adopta en el texto de Borges insólitos aspectos. Acaso la m anifestación más obvia, más im pulsiva, es la reticente admiración que, en más de una en trev ista, declara sen tir Borges ante los personajes “re a les” de Dickens, de Conrad, de Melville: “pienso que Billy Budd es un hombre re a l”.3 Esa percepción, si se quiere inge nua, se complica cuando Borges la hace extensiva a los a u tores mismos, ya no a sus personajes. Si bien sueña con u n a lite ra tu r a anónim a y alaba a Valéry por proponer una h isto ria de la lite r a tu r a sin nombre de autor, por ser “un hombre que trasciende los rasgos diferenciales del yo y de quien po demos decir, como William H azlitt de Shakespeare, He is nothing in h i m s e l f ’ (OI, 107), al mismo tiempo, como des
3 Richard Burgin, Conuersations with Jorge Luis Borges (New York: Discus/Avon, 1970), p.78.
atendiendo esa im personalidad que postula para la lite ra tu ra, curiosea Borges la conjetural personalidad del otro, esos “rasgos diferenciales del yo”, y los rescata ya no en los per sonajes sino en los autores. Así como de El criticón retiene ai “fraile Gracián [...j con su sentirse demasiado culto, con su apariencia de jarab e y fondo de h iel” (/, 147), escribe que “pen sar en la obra de F lau b ert es pensar en Flaubert, en el ansioso y laborioso trabajador. [...] [N]inguna criatu ra de F lau b ert es real como F la u b e rt” (D, 149). Si el yo continúa autodefiniéndose a través de otras vidas, ahora esas vidas son producto de la pura conjetura literaria. Borges cita au tores, figuras de autores, con sus gestos, sus manías, sus idiosincracias, como quien cita textos. Borges ronda estas im aginadas vidas de autores con no table frecuencia. Conoce de antem ano lo vano de toda em presa biográfica: “Que un individuo quiera despertar en otro individuo recuerdos que no pertenecieron más que a un te r cero, es una paradoja evidente” (E C , 33). Pero en realidad no es la biografía lo que busca ni tampoco el acopio de h e chos y datos. Ya en un tem prano ensayo, “Menoscabo y g ra n deza de Quevedo”, enum eraba hechos de “la aven tu ra perso nal del hombre Quevedo” p a ra luego desatenderlos: “Ya se desbarató y hundió la plateresca fábrica de su continuidad vital y sólo debe in teresarn os el mito, la significación ban deriza que con ella forjemos” (I, 39). En sus poemas, ese for j a r una significación a base de selectos (y habitualm ente in ventados) datos históricos, ese trabajo de estilización figu rativa, se vuelve más y más frecuente con el paso del tiem po. Como el Browning de los monólogos, Borges crea en sus poemas, infatigablem ente, u na galería de especulares otros a quienes adjudica gestos, palabras, alguna intención, emo ciones: del pu ram en te regional López Merino al monum en tal Milton, pasando por Heine, por el anónimo descubridor del soneto, por Emerson, por Cervantes, por Quevedo, por W hitm an. Mi propósito es seguir la suerte de algunas de es tas figuras tomadas de la deriva de la especulación borgeana y ver en ellas el oblicuo reflejo de “un tímido [...] que se dis
trajo en falsear y terg iv ersar [...] ajenas h isto rias”(i/t//, 10) con el fin de au to rretratarse. Que el Quijote aparezca en el título del prim er cuento que Borges acepta reconocer como tal, “Pierre M enard”, y que sea la últim a mención del epílogo a su Obra poética no es casual. E ntre estos hitos se mueve por las letras de Borges el texto cervantino, nombrado, aludido, explicado, plegado a la comparación inesperada, plagiado con humor: “un a s u er te de gravitación fam iliar me alejó hacia unos barrios, de cuyo nombre quiero siempre acordarm e” (OI, 246). U na y otra vez, Borges convoca el texto de Cervantes p a r a ilu strar su propia poética: a través de él reflexiona sobre lectura y escritura, descubre la mise en abyme, postula la tenue dife rencia entre el soñador y lo soñado, entre el creador y su creación, “golemiza” a Cervantes y a su personaje, hace suya la biblioteca de Alonso Quijano. Tampoco es sorprendente que el texto de Quevedo aparezca mencionado con frecuen cia escasamente menor en esta obra. Borges h a practicado —entiendo el verbo en un sentido activo, el de ejercer u n a escritura a través de la repetida lectura de otro autor— a Quevedo con la misma felicidad que a Cervantes, detenién dose en su compleja erudición, compartiendo su placer por oscuras fuentes y citas, reconociéndose en su “gustación ver bal, sabiamente regida por una au ste ra desconfianza sobre la eficacia del idioma” (/, 43). Pero no quiero detenerm e ta n to en los textos de Quevedo y de Cervantes como en aquello que de ellos precisam ente sobra, su excedente o desecho, es decir, su figura de autor. A esa figura autorial (y sin dar nom bres) dedica Borges "Un soldado de U rbina” y “A un viejo poeta”, dos de sus más logrados sonetos conjeturales y, a la vez, dos de sus más logrados autorretratos. Recuerdo los tex tos: Sospechándose indigno de otra hazaña Como aquella en el mar, este soldado, A sórdidos oficios resignado, Erraba oscuro por su dura España. Para borrar o mitigar la saña
De lo real, buscaba lo soñado Y le dieron un mágico pasado Los ciclos de Rolando y de Bretaña. Contemplaría, hundido, el sol, el ancho Campo en que dura un resplandor de cobre; Se creía acabado, solo y pobre, Sin saber de qué música era dueño; Atravesando el fondo de algún sueño Por él ya andaban don Quijote y Sancho (O P2, 140),
Paralelo a este soneto otro, casi su con trapartid a, convo ca a Quevedo, tam bién acabado, solo, pobre e igualm ente anónimo: Caminas por el campo de Castilla Y casi no lo ves. Un intrincado Versículo de Juan es tu cuidado Y apenas reparaste en la amarilla Puesta de sol. La vaga luz delira Y en el confín del Este se dilata Esa luna de escarnio y de escarlata Que es acaso el espejo de la Ira. Alzas los ojos y la miras. Una Memoria de algo que fue tuyo empieza Y se apaga. La pálida cabeza Bajas y sigues caminando triste, Sin recordar el verso que escribiste: Y su. epitafio la sangrienta luna (O P2 , 172).
En ambos casos, se t r a ta de u n a pose fecunda dentro del contexto borgeano. La errancia del poeta a la hora del cre púsculo (hora favorable a la revelación) es gesto fundacional en la prim era poesía. Suele ser momento de reconocimiento, de encuentro con u na “recu perada h e re d a d ” (OP2, 25) vuelta “tan real como un verso / olvidado y recup erad o” (OP2, 18). Sin embargo, en estos dos sonetos (como si re g istra ra n el revés desencantado de aquel prim er fervor poético que lleva ba a declarar, con no poca arrogancia: “p a ra ir sembrando versos / la noche es u n a tie rra la b r a n tía ” [OP2, 50]), la oca sión es singularm ente poco auspiciosa, la erran cia d esen cantada, el cam inante, en el sentido más literal, es un necio: un cansado ex-soldado gestando el Quijote sin saberlo, ajeno a la m agnitud de su empresa; un viejo poeta, distanciado
del verso, inm ortal p ara otros, que él ha olvidado; los dos solos, acabados, tristes, irreconocibles y, por sobre todo, no reconocientes. Hay en los dos casos una desproporción notable en tre el individuo desvalido y la obra que lo sobrepasa y que ya no es suya, aun cuando (como en el caso de Cervantes) todavía no la ha escrito. Hay también cierto sadismo en la re p re s e n ta ción fan tasm ática de un a propuesta fu nd am en tal de Borges: la n ad ería de la autoridad, la obliteración del individuo por esa lite ra tu r a de la cual h ab rá sido, por un momento, lugar de paso. Ni Cervantes ni Quevedo aparecen nombrados en los sonetos que les dedica Borges. Sin embargo el lector iden tifica esas figuras de desam paro y puede restitu irles el nom bre, precisam ente porque reconoce la alusión a la obra. La cita, aquí, en carn a al personaje: como Billy Budd, Cervantes y Quijote son aquí “personajes reales”. En el último verso de “A un soldado de. U rb in a” la mención de Don Quijote y S an cho perm ite reconocer a Cervantes. En el último verso de “A un viejo p o e ta ”, el memorable endecasílabo del soneto al Duque de O suna perm ite reconocer a Quevedo. La distancia que separa al soldado triste o al viejo poeta de su obra no difiere de la que acusa con resignación el n arrador de “Borges y yo”, “quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje y la tradición” (H , 50). En un ya célebre ensayo sobre autobiografía y epitafios, P a u l de M an p r i v i l e g i a la p r o s o p o p e y a como f i g u r a autobiográfica por excelencia: “es la ficción de apostrofar una entidad ausente, fallecida o muda, con lo cual se postula la posiblidad de que esa entid ad responda y se le confiere el p o d e r de la p a l a b r a ”.4 No o tra cosa por cierto hace el autobiógrafo: convoca a un yo caduco (a un yo que es ya noyo) a quien le adjudica voz y m áscara en el presente de la escritura. Aplicada a estos dos sonetos conjeturales, la ob-
4 Paul De Man, “Autobiography as D e-facem ent”, The Rhetoric o f R oma nt i ci s m (New York: Coiumbia University Press, 1984), p. 75-76.
servación resu lta p articu larm ente rica, con la diferencia de que Borges convoca a u n otro (a un “forastero”, figura recu rren te en sus textos) eí cual, en el curso del soneto, se vuel ve yo. Por otra parte, el carácter lapidario de estos textos no h ab rá escapado al lector. El soneto sobre Quevedo remite notoriam ente a un final de vida puesto que el versículo de J u a n al que se alude pertenece al Apocalipsis: “y el sol se puso negro como un saco de cilicio, y la luna se puso toda como san gre” (Apocalipis 6:12). El poema term ina, precisa mente, con un epitafio. ' Entiendo el térm ino “lap id ario” en un doble sentido. Des de luego lapidario por el tono conclusivo, casi testam entario de la evocación. Pero además pienso lápida en un sentido más literal (si bien algo perverso), es decir, inscripción r i tual, no fijada en el mármol sino citada en el poema, cita que define (y celebra) a un muerto querido, que le devuelve un rostro. Borges ya había cortejado el ejercicio, en “Ins cripción en cualquier sepulcro”, texto en que proclamaba la perduración de los m uertos no tanto en las gárru las decla raciones del “mármol tem erario ” como en las vidas ajenas: “tú mismo eres el espejo y la réplica / de quienes no alcanza ron tu tie m p o ” (OP2, 34). Ahora, como los tombeaux de M allarmé, que tam bién a p u n ta la n la nadería del escritor muerto bajo las letras que celebran su memoria, cita al m uer to pero la cita que practica no es tanto de grupo (como las citas que hace Borges del Ochenta) como privada: no es ta n to devolverles los rostros a Cervantes y a Quevedo como dar m áscara al yo. Borges celebra la conjetural memoria de dos autores p a ra dar cuerpo, por así decirlo, a u na parte impor ta n te de sí. Por la alografía llega a la autobiografía: al “Tel q u ’en lui-mézne l ’é te rn ité le ch ange” m allarm eano podría su stitu irse un “Tel q u ’en moi-méme l ’écriture me change” borgeano. La ceremonial visita a estos muertos, a estos es critores cuyas obras ya son de todos, son visitas autorreflexivas, diálogo especular consigo mismo. Borges reconoce el doble filo de este trabajo indirectam en te autobiográfico, el riesgo de que, al evocar al otro, al ves
tirse, por así decirlo, del otro, se des-figura forzosamente al yo. Esa posibilidad no parece inquietarlo, antes bien parece ofrecerle —a este sistemático dudador del yo único, a este fervoroso de la nadería de la personalidad— un secreto con suelo, el mismo que él ofrece a sus borrosos cofrades: la de disem inarse en muchos, .la de p e rd u ra r otramente. Uno de sus textos tardíos lo declara: Mis libros {que no saben que yo existo) Son tan parte de mí como este rostro De sienes grises y de grises ojos Que vanamente busco en los cristales Y que recorro con la mano cóncava. No sin alguna lógica amargura Pienso que las palabras esenciales Que me expresan están en esas hojas Que no saben quién soy, no en las que he escrito. Mejor así. Las voces de los muertos Me dirán para siempre (R P , 131)..
La lite ra tu ra no sabe que Cervantes, o que Quevedo, o que yo la hemos escrito, del mismo modo que ni yo, ni el viejo poeta, ni el soldado de Urbina sabemos reconocer cual es la lite ra tu ra de cada uno de nosotros. E ntre estos dos desencuentros queda la ta re a de citar, de recordar los libros de otros, de conjeturar al otro que se vuelve yo mismo al ser citado, p ara darse, por un momento, la felicidad de ser. 1990
P rólogo a El libro de los seres im a g in a rio s
El prólogo al Manual de zoología fa ntás tica , precursor no tan lejano de este Libro de los seres imaginarios, recupera aquel momento privilegiado en que un niño —el niño que fue Borges o cualquiera de nosotros— visita por vez prim era un ja rd ín zoológico. “En ese jard ín , en ese terrible jard ín , el chico ve anim ales vivientes que nunca h a visto; [...] Ve. por p rim era vez la desatin ada variedad del reino anim al, y ese espectáculo, que podría alarm arlo y horrorizarlo, le g u s ta ” (M Z F , 7). Ese placer infantil, ligado inextricablem ente”a la alarm a, no difiere de la m isteriosa alegría o el feliz asombro (ambas expresiones son de Borges) que fu n d am en tan el h e cho literario: ejercicios placenteros y alarm an tes, la escri tu ra y la lectura, no se cansa de afirm ar Borges, nos e x tra ñ an del mundo. Engañosam ente ingenuo, auténticam ente entretenido, El libro de los seres imaginarios a rtic u la , como todo texto b o r g e a n o , u n a c o n cep ció n de la l i t e r a t u r a . Como el enciclopedista chino, o como Funes el memorioso, Borges recu rre a la colección heteróclita. El remedo de orden que ofrece el alfabeto no hace sino recalcar “la d esatin a d a v arie dad” (MZF, 7) de un conjunto en que se rozan asom brosa m ente el P elícano y la P e lu d a de La F e r té - B e r n a r d , el Uroboros y la Valquiria. El exotismo de estos seres desafo
rados, su frágil cohabitación en esta serie borgeana, son por cierto sorprendentes. Pero no menos sorprendente, sugiere Borges, es la coexistencia de térm inos en cualquier concate nación lingüística, cualquier organización verbal, cualquier sucesión de palabras. La lite ra tu ra es, después de todo, una m onstruosa serie de imaginaciones. Menos que un diccionario fantástico o un catálogo teratológico, El libro de los seres imaginarios es una lúcida r e flexión sobre la lite ra tu r a como hecho tem poral y móvil. Un catálogo de seres im aginarios fijos —un repertorio estable de m onstruos, digamos— in teresa poco a Borges, más a te n to a las v a ria n te s que a las definiciones reductoras del dic cionario b rutal. Lo que le atrae es la inevitable tran sfo rm a ción que ap ortan a las imaginaciones prim eras, tan vistosas que parecería n definitivas, las lectu ras sucesivas, las n u e vas versiones, las digresiones, las erra ta s. Recuerda Valéry que hay mitos que nacen de una consonancia feliz y que cier tas grandes divinidades deben su existencia a meros juegos de palab ras. No otra cosa sucede con los grandes monstruos, nos dice este libro, como aquel Mirmecoleón, inconcebible aposición de león y hormiga, surgido de u n a traducción ta n anóm ala como propicia. Los seres im aginarios que describe Borges, como el B aldanders “cuyo nombre podemos tradu cir por ‘Ya d ife ren te’ o ‘Ya otro”’ (OCC, 591), son m onstruos su cesivos, cria tu ra s del tiempo. Ciertas épocas re sa lta n su di ferencia: o tras la olvidan. En tiempos de Plinio, el Basilisco, cuyo nombre significa pequeño rey, era u na fan tasía discre ta, “u n a serpiente que en la cabeza ten ía una m ancha clara en forma de corona” (OCC, 593). Con el tiempo, su mons tru osidad se abarroca, se hace llam ativa. Se vuelve gallo; con plumaje amarillo; con escamas; con cola de serpiente que re m a ta en garfio; con cola que re m a ta en o tra cabeza de ga llo; con ocho patas. Sim ilar acrecentam iento sufre la p a n te ra, que en sus modestos comienzos “no era u n a bestia feroz p a ra los sajones, sino un sonido exótico, no respaldado por un a represen tación muy concreta” (OCC, 679). En cambio, la Quim era, originariam ente espeluznante, mezcla de león,
cabra y serpiente, sufre un proceso inverso, es demasiado heterogénea. Su m ism a incoherencia presagia su desgaste: “Ya estaba cansando a la gente. Mejor que im aginarla era tra d u cirla en cualquier o tra cosa. (...J La incoherente forma desaparece y la palab ra queda, p a ra significar lo imposible” (■OCC, 685). Recreaciones fantasiosas, los ejercicios de Borges son oca sión de observaciones paradojales y de desplazamientos fe cundos. E n c u e n tra más p e rtu rb a d o ra que un hombre con cabeza de toro la idea de una casa hecha para que la gente se pierda: lo monstruoso —propone, invirtiendo los térm i nos— es el laberinto como morada, no el Minotauro, su soli tario morador. Recupera la extrañeza del Behemoth, hoy des g a sta d a al punto que sólo subsiste como mención en el libro de Job, al recordarnos que Behemoth, como Elohim, el nom bre de Dios, es en hebreo un térm ino plural, por su “desafo ra d a g rand eza” (OCC, 595). El detalle gram atical que aúna lo divino y lo teratológico renu ev a la atrocidad del monstruo —así como la de la divinidad. La lectura de Borges es tan generosa cuanto anacrónica. Rescata del olvido m onstruos ilustres, los reescribe desde nu estro presente, dotándolos de nueva y frágil vida, la del tiempo de n u e s tra lectura. Con acierto, se detiene en el de talle eficaz y patético: el Catoblepas, de cabeza tan pesada y cuello tan tenue, que vive con los ojos vueltos al suelo, el Squonk que se disuelve en sus propias lágrimas, el híbrido de Kafka, m itad gato, m itad cordero, misfit por excelencia que llora las lágrim as de su amo. No elude, tampoco, el lado ju gu etó n de ciertas combinaciones. Así, del abu nd an tem en te alegórico Unicornio, símbolo, en sucesivas versiones, del “E sp íritu Santo, Jesucristo, el mercurio y el m al”, nos dice que es “un caballito blanco con p atas tra se ra s de antílope, barba de chivo y u n largo y retorcido cuerno en la fre n te ” (OCC, 704). Al h a b la r de uno de sus cuentos, “La casa de Asterión”, observa Borges en una entrevista: “En realidad, más que un m onstruo, el Minotauro es un frea k”. Y luego añade, t r a s la
dando el valor del término: “Me temo que mis cuentos sean unos freaks V Es esa freakishness que in ten ta recup erar —y celebrar— El libro de los seres imaginarios. Los seres que lo pueblan son menos monstruos sagrados que simulacros, “de formaciones temblorosas y enormes” (OCC, 687), torpes y conmovedores intentos de nom brar lo Unheimliche, de con j u r a r l o d á n d o le p a s a j e r a fo rm a. Acaso B o rg es, como C hesterton, “no hubiera tolerado la imputación de ser un tejedor de pesadillas, un monstrorum artifex” (07, 120). Sin embargo, parecería ser la representación que, a fin de cuen tas, es más fiel al espíritu de su obra. 1996
‘ James E. Irby, “Encuentro con Borges”, en James E. Irby, Napoléon Murat y Carlos Peralta, eds. Encuentro con Borges (Buenos Aires: Galer na, 1968), p. 35.
B orges viajero: N otas sobre A tla s
En 1984, dos años antes de su m uerte, Borges publicó un libro de viajes. La insólita fotografía de la tapa, tan evoca dora de su adm irado Ju les Verne, lo m u e stra a punto de iniciar un paseo en globo, feliz. En el globo viajan cuatro, personas. Dos de ellas, el piloto y un acom pañante, nos dan la espalda; por sus gestos parecerían estar haciendo los ú lti mos preparativos del vuelo que está por empezar. Las otras dos figuras —los pasajeros— están de frente. La fotografía inocentem ente coincide con el gesto de todo autor al n a r r a r un viaje: se construye ante los ojos del lector como persona viajera, posa p ara el público. En la fotografía M aría Kodama m ira delante de sí aq u e llo que nunca podremos ver: la cám ara, el paisaje que tiene en frente, nosotros acaso. Borges, con u n a gran sonrisa, la dea la cabeza: m ira a María. La fotografía tam bién es emble m ática de la paradoja fecunda que anim a este curioso libro, producto de un turism o privado de visión. El tem a de la m irada m ediada por cierto no es nuevo en Borges. Aun viden te,.ya practicaba la m irada oblicua, asum ía en sus textos los ojos del otro. La única m anera en que Borges “veía” Buenos Aires en su prim era poesía era a través de la m irad a de sus antepasadas, los que “vieron” la ciudad en el Ochenta, an tes del cambio. De ahí la im portancia de la m irada a b s tra c ta en “S en tirse en m u e r te ” que es tam bién sen tirse én vida, o mejor, sentirse en lite ra tu ra . Pero esta m irada mediada, que
coincide en Atlas con una realidad biográfica ¿no es acaso condición necesaria de todo viaje? ¿No se cuenta siempre con la m irada del otro que ya ha visto, que ya h a descrito, que h a dado forma a lo que vemos por p rim era vez? Hemos leído, hemos oído, hemos visto lo que estamos viendo: “vemos las cosas de memoria, como pensamos de memoria repitiendo idénticas formas o idénticas id eas” (AT, 43). Todo viaje es u n a serie de mediaciones, de intercesiones. A t l a s , este “libro que ciertam ente no es un A tlas” (A T , 7), no es evocación, ni es viaje im aginario, sino desplazam iento físico real. El hecho, creo, es im portante. Pero, bien mirado, no se tr a ta de un viaje, con comienzo y final, sino de un r e sumen de m últiples viajes, un patchwork, si se quiere, un continuo deam bular. No hay itin erario aquí, no hay un "de P arís a J e r u s a lé n ” o un “del P lata al N iá g a ra ”. Esa fotogra fía de la tapa, así como uno de los textos del volumen titu la do, precisam ente, “El viaje en globo”, son fieles al espíritu del libro. Aquí hay deriva, vaivén: un flotar. Los textos y las fotografías, entrecruzados de modo sin duda fecundo y “sa biam ente caótico” (AT, 7), m arcan hitos en ese flotar. A dife rencia de la ta r je ta postal o de la fotografía de guía tu rística que articu lan lugares de cultura, estas m odestas imágenes, fotos y diapositivas de escaso valor estético a las que se ha dejado adrede el borde de película, conjugan dem ocrática m ente el m onum ento y lo trivial: el tótem canadiense, una sobrem esa con copas y botellas, el cem enterio de Ginebra, o u n a brioche en París. Son momentos más que lugares: oca siones m em orables, es decir, ocasiones que luego se buscará evocar a p a r tir de estas superficies lisas que son un a foto grafía, u n a p ág in a de escritura. Más que libro de viaje, A t las es un libro de keepsakes, de recordatorios, una serie de pequeñas felicidades tra n sito rias que, cuando se las vuelve a mirar, son como im ágenes de im ágenes, p ara siempre dis tan ciad as de toda pasión. Las m iram os y ya no dicen nada. A diferencia de aquellos daguerrotipos fam iliares que, “con adem án desdibujado” y “casi-voz an g u stio sa” (P, 29), pedían cuentas al sujeto de Fervor de Buenos Aires, estas im ágenes
no apelan a la memoria de nadie en particular, simplemente a u na memoria disponible, que es otro nombre p ara la im a ginación. Sólo que Borges no m ira esas imágenes, nunca las h a mirado, como no ha mirado el “original” que su pu esta m ente restituy en o más m odestam ente rem edan estos rec tángulos mudos. Incomoda algo pensar que esta serie de ilu minaciones ciegas, sombras de sombras como los retratos p a ra Plotino, no hay an sido nunca recuperables por la m ira da del individuo que las protagonizó y sí lo son por la n ues tra , m irada de espía. De pronto exhibidas ante el lector* ante el público, estas reliquias privadas se asemejan a la m u tila da diosa gálica que evoca Borges: “Es una cosa rota y sag ra da que n u e stra ociosa imaginación puede enriquecer irre s ponsablem ente” (A T , 10). Atlas es una invitación a esa irre s ponsabilidad, es decir, es u na invitación a la literatu ra. Algunas de las fotografías de este libro son de lugares; otras muchas son de Borges, ya solo, ya acompañado por M aría Kodama, ya con otra gente. Las fotografías re s titu yen el cuerpo de Borges, ese cuerpo temido y tan frecuente m ente escamoteado en su obra, lo exhiben en su impresio n a n te fragilidad: Borges mirando (¿mirando?) un m inarete de la m ezquita azul, Borges sentado junto a M aría Kodama en el Florian, Borges acariciando a su “último tig re” (AT, 47) en un zoológico de Buenos Aires, Borges tocando un muro en la calle Ramón Llull en Palm a, Borges con un pie vendado en alto, en un cuarto de Madrid, Borges (la mano de Borges, sorprendentem ente fuerte) en Japón, palpando una superfi cie con caracteres acaso p a ra él indescifrables. Hay un a que encuentro particularm en te simpática: Borges, en unas ru i n as de Colonia del Sacram ento, sentado en un escalón de u n a vastísim a escalinata, viejo y desgarbado, solo y sereno, los ojos cerrados, casi abstracto (AT, 86). Pienso en aquella frase de “Funes el memorioso”: “m onum ental como el bron ce, más antiguo que Egipto, anterior a las profecías y a las p irám id es” (F , 127)- pero no es del todo la frase que busco p ara describirlo. Pienso en el viejo gaucho de “El S u r”, “chi co y reseco, [...] como fuera del tiempo, en una e te rn id a d ” (F,
193) pero tampoco esa frase me sirve. Subsiste en la foto un resto de temporalidad, de hum anidad, que impide la total abstracción. Divertida, descubro ese resto que tra b a mi lec tura: los pies de Borges no alcanzan al suelo, no llegan a tocar el enorme escalón de abajo. E stá sentado como un chi co, bamboleando las piernas, las puntas de los pies levemente inclinadas hacia arriba. Acaso este detalle tam bién a él (tan atento a la minucia visual desde los años en que frecu en ta ba el cine) lo hubiera divertido. Si bien todo texto llama, aun más, in terpela a su lector, hay géneros que parecen hacerlo más que otros. No creo que un escritor de ficción se haga concretamente la p reg u n ta “¿A qué lector se dirige mi texto?” Creo que la lite ra tu ra autobio gráfica sí lo hace como tam bién los textos de viaje, y creo que lo hacen apelando a reconocimientos diferentes. En el p rim er caso, el autobiógrafo necesita lectores que lo reco nozcan, es decir, que sepan “verlo” conforme a sus reglas de autofabricación. En el segundo, el autor del viaje necesita lectores que reconozcan (no por haberlo visto antes) aquello que describe, que sepan ver junto con él. Los dos géneros apelan al reconocimiento de un a convención —las reglas del juego— y a la mimesis, pero en el uno se t ra ta de u n a mimesis de identidad m ientras que en el otro se tra ta de una mimesis de experiencia. No es exactam ente lo mismo. En estas conmemoraciones viajeras (conmemoraciones sin conmemorador) en tran tam bién los sueños. In q u ie ta n te s, como todo sueño, tienen además algo de brutal y de m ons truoso. Pienso: ¿cuál h ab rá sido el complejo resto diurno de quien soñó en Atenas a un padre, que es a la vez un m u tila do rey impostor, y que progresivam ente borra al hijo en un juego de ajedrez haciendo desaparecer sus fichas? (AT, 37). (Pienso también: dónde sino en Atenas cabe tener ese sue ño.) ¿Cuál habrá sido el resto que lleva a “Un sueño en Ale m a n ia ”, pesadilla escritu raria —con aulas innum erables, pizarrones repletos “cuya longitud se mide por leg uas” (A T , 35)—, y tam bién monstruosa m arañ a alfabética que comien za con Aachen y term ina con Zwitter “que vale en alem án
por h erm afro d ita” (AT, 36)? Un año más tarde, en 1985, la lectura de Los conjurados me dep araría u na sorpresa: el sue ño de Alem ania se h a vuelto ahora un “Sueño soñado en Edimburgo” (C O N J , 67), el laberinto alfabético comienza con A ar “el río de B ern a” y term in a con Zwingli. Hemos pasado de Alem ania a Escocia a Berna, de herm afroditas y h e te ro doxos, el sueño ha perdido localización pero no por ello es menos memorable, ni menos monstruoso. Otro texto de Atlas pone esta s v an as adjudicaciones geográficas en su ju sto lugar: “Mi cuerpo físico puede esta r en Lucerna, en Colorado o en El Cairo, pero al despertarm e cada m añ an a, al retom ar el hábito de ser Borges, emerjo invariablem ente de un sueño que ocurre en Buenos Aires” (AT, 54). Dije que A tla s carece de itin e r a r io , que es colección., h eteróclita, sin referente geográfico estable ni cronología, reconocible. Por eso sorprenden tan to más ciertos fragm en tos fechados, como inexplicables m anifestaciones de preci sión dentro del borroso divagar del texto, casi como los hrónir de Tlón. Uno de esos fragmentos es “El 22 de agosto de 1983”,^ texto engañosam ente sencillo y preciso que en realid ad per tu rb a a fondo nociones de tiempo y espacio. La fecha del tí tulo no es la del momento de escritu ra sino la del comienzode un viaje de Borges y M aría Kodama por Europa, dos días antes. En efecto: “[NJuestro [viaje] a Europa comenzó, de hecho, anteayer, el 22 de agosto” (AT, 84). La fecha de red ac ción del texto es, por lo tanto, el 24 de agosto de 1983, es decir, el cumpleaños de Borges. Pero el texto en sí no evoca el comienzo del viaje sino otro momento anterior, las víspe ras de ese viaje (“las vísperas y la cargada mem oria son más reales que el presente in tang ib le” [AT, 84]); concretam ente, un a comida con Alberto Girri y E nrique Pezzoni en un re s ta u r a n te japonés de Buenos Aires d u ra n te la cual se habla del viaje (a Europa) m ientras se escuchan voces y m úsica (del Japón), “un coro de personas que procedían de N a ra o de K am ak u ra y que celebraban un cum pleaños” (AT, 84). Resumo la densa te x tu ra de vísperas y de desplazamientos: En el día del propio cumpleaños se escribe un texto que re-
g istra algo ocurrido en la víspera —el inicio de un viaje a E uro pa— a la vez que se reg istra algo ocurrido en la víspera de ese víspera, u n a conversación sobre viajes que coincide con un festejo de cumpleaños. Un cumpleaños es víspera de un viaje que es víspera de un cumpleaños. Me he detenido en este complejo juego cronológico por que la fecha, “22 de agosto de 1983”, rem ite a uno de los últimos textos de Borges, fechado tres días después, con el que por fuerza hay que conectarlo. Como “22 de agosto de 1983”, “25 de agosto de 1983” tra b aja la víspera, el d esp la zamiento, sólo que ahora no es el viaje víspera del cum plea ños sino el cum pleaños víspera del suicidio. Y de pronto pienso en las curiosas coincidencias de esos días de fines de agosto de 1983. ¿Qué pasaría entonces en la vida de Borges (la mención de fechas fomenta estas patéticas curiosidades), cómo se llegó a ese nudo de enigmas prolijam ente fechados, donde el cum pleaños (de otro) es víspera del viaje (de uno) que es víspera del cumpleaños (de uno) que es víspera del suicidio (de otro)? No sabemos cuál de los dos escribe esas páginas. El desasosiego visita de pronto este Atlas asombroso y feliz. C ierto s f ra g m e n to s y c ie rta s fotos se t i ñ e n de p articu lar tiniebla: pienso en “La Recoleta” (A T , 88) y también en esa foto donde Borges, en G inebra, m ira (¿m ira?) el m onum ento a Calvino. El keepsake a menudo resu lta, a su m anera, memento mori. Pero prefiero quedarm e con la p rim era imagen de Atlas. “Toda p alab ra —escribe Borges— presupone u n a experien cia compartida. [...] Si alguien ignora la peculiar felicidad de un paseo en globo es difícil que yo pu ed a explicársela” (AT, 30). Si bien lo mismo puede decirse de todo viaje, creo que la fotografía de la ta p a perm ite in tu ir esa felicidad a u n que Borges no pu ed a explicárnosla. Borges sonríe con a n cha, anchísim a sonrisa: en un momento sin fecha, en un lu gar que no ve, Borges está a punto de viajar, está en víspera de viaje. No sabemos hacia dónde. 1998
A AT C CON D EC F H HE HUI / IA IB IL I LA LB M ZF OC OCC OI OP OP2 OT P RP SN TE TR
(Buenos Aires: Emecé, 4a ed., 1963). (Buenos Aires: Sudamericana, 1984). (Buenos Aires: Emecé, 1981). (Madrid: Alianza Editorial, 1985). (Buenos Aires: Emecé, 3“ ed., 1964). (Buenos Aires: Emecé, 2° ed., 1963). (Buenos Aires: Emecé, 4a ed., 1963). (Buenos Aires: Emecé, 1" ed., 1960). (Buenos Aires: Emecé, 3“ ed., 1965). (Buenos Aires: Emecé, 6a ed., 1966). I n q u i s i c i o n e s (Buenos Aires: Proa, 1925). E l i d i o m a de los a r g e n tin o s (Buenos Aires*. M. Gleizer, 1928). E l in f o r m e de B r o d ie (Buenos Aires: Emecé, 1” ed., 1970). In t r o d u c c ió n a la l i te r a tu r a in glesa (Buenos Aires: Columba, 1965). E l lib ro de a r e n a (Buenos Aires: Emecé, I a ed., 1975). E l le n g u a je de B u e n o s A ir e s (Buenos Aires: Emecé, 3a. ed., 196.8). M a n u a l de zoo lo g ía f a n t á s t i c a (México: Fondo de Cultura Económica, 2a ed., 1966). O b r a s c o m p le ta s (Buenos Aires: Emecé, 1974). O b r a s c o m p le ta s en co labo ra ció n (Buenos Aires: Emecé, 1979). O tr a s in q u i s ic io n e s (Buenos Aires: Emecé, 2° ed., 1964). O bra p o é tic a (1 9 23-19 66) (Buenos Aires: Emecé, 1966). O b r a p o é tic a (Madrid: Alianza Editorial, 1972). E l oro de los tig res (Buenos Aires: Emecé, 1972). P o e m a s (1 9 1 2 -1 9 5 3 ) (Buenos Aires: Emecé, 1954). L a rosa p r o f u n d a (Buenos Aires: Emecé, 1975). S ie te n o ch e s (México: Fondo de Cultura Económica, 3" ed., 1982). E l t a m a ñ o de m i e s p e r a n za (Buenos Aires: Proa, 1926). T extos r e c o b ra d o s (Buenos Aires: Emecé, 1997).
El A lep h A tla s L a c ifra Los conjurados D is c u s i ó n E v a r i s t o C arriego F ic c io n e s El hacedor H is to r ia de la e te r n i d a d H i s t o r i a u n iv e r s a l de la i n f a m i a
Indice
Prólogo a la segunda edición ..9 Introducción ..13 I. Borrar, borrajear ..19 1. U na desconfianza doble ..19 2. “La u rd id u ra prolija de teorías p a ra legitim ar la labor” ..22
3. P rim er acercam iento a la ficción: el “codicioso.de al m as” ..26 4. Secuelas de codicias: Evaristo Carriego y las “biogra fías infam es” ..28 5. “Una superficie de im ágenes” ..31 6. El juego de caretas ..36 7. M áscara y desplazam iento ..40 8. Revelación de la m áscara ..43
II. Rúbricas textu ales ..49 1. Las letras de un libro ..49 2. La le tra desviada ..57 3. La m uerte desviada ..62
III. Codicias y fragm entos ..69 1. 2. 3. 4. 5.
El personaje derruido: los dobles ..69 Más allá del doble ..74 Desequilibrio: ilusión de avidez y contaminación ..78 Desequilibrio: ineficacia del personaje ..87 Fragm ento y fan tasm a ..89
IV. R e a lid a d p o s t u l a d a , r e a li d a d e le g i d a 1. Realidad y restos diferenciales ..93 2. Tres postulaciones de la realidad ..98 3. El encanto de lo circunstancial ..103 4. Un “p recursor” de Stevenson ..106 5. Énfasis del gesto ..110 6. Desperdicio de lo circunstancial ..115
V. Inquietud y conversión del sim ulacro 1. 2. 3. 4.
Organizar, acentuar: la deformación inquietan te ..117 Amenaza y deseo del nombre: el simulacro ineficaz ..120 Nombrar, falsear ..127 Desvío, conversión, m etáfora ..135
VI. P lacer y desconcierto: la desarticu lación del hiato 1. El repertorio: selección, desarticulación y rescate ..141 2. P lacer de la interpolación ...147 3. La saltea d a erudición ..153
VII. “El soterrado cim ien to” 1. 2. 3. 4. 5.
La enum eración heteróclita: el abarrotam iento .J 6 5 La enumeración heteróclita: el intersticio señalado ..175 La concatenación, traición inevitable ..179 Una concatenación que supera la pesadilla de lo causal ..184 Invisible esqueleto, tam año de u n a cara ..186
Posdata Fláneries textuales: Borges, Benjamin y B audelaire ..191 Jorge Luis Borges, confabulador (1899-1986) ..209 Borges y la educación de la mem oria ..219 Cita y autofiguración en la obra de Borges ..227 Prólogo a El libro de los seres imaginarios ..237 Borges viajero: Notas sobre Atlas ..241
A b r e v i a t u r a s a la s o b r a s de B o r g e s
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