La Sociedad De Los Simulacro

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De Mario Perniola en esta colección

La sociedad de los simulacros

Contra la comunicación Milagros y traumas de la comunicación

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Mario Perniola Amorrortu editores Buenos Aires - Madrid

Colección Nómadas

La societa dei simulacri (seconda edizione), Mario Perniola

e Mario Perniola, 2009. Todos los derechos reservados.

Índice general

Traducción: Carlo R. Molinari Marotto

e Todos los derechos de la edición en castellano reservados por Amorrortu editores España S.L., C/L6pez de Hoyos 15,3° izquierda - ¡ 28006 Madrid Amorrortu editores S.A., Paraguay 1225,7° piso - CI057AAS Buenos Aires www.amorrortueditores.com

La reproducción total o parcial de este libro en forma idéntica o modi­ ficada por cualquier medio mecánico, electrónico o informático, inclu­ yendo fotocopia, grabación, digitalización o cualquier sistema de alma­ cenamiento y recuperación de información, no autorizada por los editores, viola derechos reservados. Queda hecho el depósito que previene la ley nO 11. 723 Industria argentina. Made in Argentina ISBN 978-950-518-664-8 (Argentina) ISBN 978-84-610-9038-9 (España)

Perniola, Mario

La sociedad de los simulacros. - 1" ed. - Buenos Aires:

Amorrortu, 2011.

240 p. ; 20x12 cm. - (Colección Nómadas)

Traducción de: Carla R. Molinari Marotto ISBN 978-950-518-664-8 (Argentina) ISBN 978-84-610-9038-9 (España) 1. Comunicación social. 2. Filosoffa. I. Molinari Marotto, Carla R. trad. 11. Título.

CDD302.2

Impreso en los Talleres Gráficos Color Efe, Paso 192, Avellaneda, provincia de Buenos Aires, en noviembre de 2011. Tirada de esta edición: 2.000 ejemplares.

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Prefacio a la segunda edición

13

Primera parte. Simulacros y política

15

1. Simulacros del poder y poder de los simulacros

15 19 26

1.·Real e imaginario en la política yen la cultQra 2. Los simulacros del poder 3. El poder de los simulacros

33

11. Po/{tica cultural y operaci6n cultural

33 39

1. La transición cultural 2. El marxismo, de la ideología al simulacro

53

111. Socializaci6n del pensamiento y del imaginario

53

68

1. Socialización del pensamiento y aculturación de la sociedad 2. Cultura utopista decorativa y sociedad implosiva mafiosa 3. Socialización de lo imaginario y culturización radical

75

Segunda parte. Simulacros y filosofía

77

Iv. Fen6meno y simulacro

61

77 81 87 92 98

1. El rechazo del concepto metafísico de apariencia 2. Fenómenos y simulacros 3. Logos y eterno retorno 4. Fenomenología hermenéutica y semiótica pulsional 5. La meditación desveladora y la operación simuladora

7

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103 V. El ser-para-la-muerte y el simulacro de la muerte

103 111 118 127

136

Prefacio a la segunda edición

1. Desviación y represión de la muerte 2. El ser-para-Ia-muerte 3. El simulacro de la muerte 4. Muerte, tiempo, historia 5. La intratemporalidad y la economía política

143 Tercera parte. Simulacros y estética

Si se me permite una metáfora, La sociedad de los simulacros es un salvavidas en el proceloso océano

145 VI. iconos, visiones, simulacros

de la comunicación. De hecho, se entiende la noción de ~HJ-ª~~!'Q.,no como sinónimo de falsedad, enga­ ño, mentira, sino como algo que, ~@_~~~~_~á~~l!ª, de lo verdadero y lo falso,está más cercacl~l juego, erarte~yTac:Uitüiique- deÍa metafísica, la ética y las ¡crearog".......ías ~olíticas. ",' '-'--' ...

No es casual que el primero en introducir este término en el pensamiento del siglo XX, y acaso el único que lo utilizó de manera coherente y clara, ha­ ya sido Roger Caillois, en su libro Los juegos y los hombres71a el vértigo, de 1958. Caillois distingue cuatro tipos fundamentales de juegos: agon (competición), alea (suerte), mimicry (simula­ cro) e i1inx (vértigo). Cabe agruparlos por pares, los dos primeros por un lado y los dos últimos por el otro. La competición y la suerte obedecen al espíritu de contienda, aunque la regulan de manera opuesta (con el mérito en el primer caso, con el azar en el se­ gundo). También el simulacro y el vértigo están es­ trechamente relacionados entre SÍ: la imitación, lle­ vada al extremo, suprime el original y es inseparable de la experiencia del vacío. El simulacro no es un es­ pectáculo recreativo, ni una puesta en escena mani­

145 153

1. Iconofilia e iconoclastia 2. La imagen como simulacro

163 VII. Más allá del arte y del diseño 163 1. Autonomía y heteronomía: art>. 3 Esta afir­ mación constituye el punto de llegada de su refle­ . xión acerca del aparecer: las observaciones siguien­ tes no aportan ninguna nueva contribución, 4 ni aclaran las consecuencias de su rechazo de los con­ ceptos metafísicos de realidad y apariencia. , En el siglo XX, Heidegger y Klossowski vuelven a pensar el problema del aparecer, recorriendo cami­ nos completamente distintos de los señalados por Platón. Ambos rechazan el concepto metafísico de apariencia y le oponen una nueva problemática, que en Heidegger gira en torno a una interpretación di­ ferente de la palabra fenómeno, y en Klossowski, en torno al concepto de simulacro. El pensamiento hei­ F. Nietzsche, GOtzen-Dammenmg. Wie die «wahre Welt» endlieb zur Fabel wurde, en op. cit., VI, 3 (traducci6n italiana:

. 3

Milán: Adelphi, 1970). 4 Incluso representan un retroceso, pues revalorizan el mun­ do aparente del arte con respecto al pretendido «mundo verda­ dero» de la moral: d. Naehgelassene Fragmente, 1888, 15 (20), donde Nietzsche rechaza su propia equiparaci6n entre mundo verdadero y mundo aparente, y sostiene que no se debe "deni­ grar» a este último.

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deggeriano se relaciona con el de Nietzsche de ma­ nera muy compleja, y por lo general procura presen­ tarse como una alternativa;5 la reflexión klossows­ kiana acerca del simulacro surge, en cambio, de una lectura de Nietzsche que establece con el texto una relación de consonancia y afinidad. 6 No obstante, pese a estas diferentes actitudes ante Nietzsche, am­ bos abren horizontes conceptuales que aceptan la eliminación simultánea de los conceptos metafísicos complementarios de mundo verdadero y mundo aparente, y la piensan más allá de Nietzsche, en dos direcciones diferentes e incluso opuestas.

S Poner en evidencia la complejidad de esa relación requeri­ ría una comparación detallada entre la interpretación histo­ riográfica de Nietzsche que brinda Heidegger (en sus obras Nietzsche, Pfullingen: Neske, 1961; Holzwege, Frándort del· Meno: Klostermann, 1950; Was heis5t Denken?, Tubinga: Nie­ meyer, 1954; y Vortriige und Aufsiitze, Pfullingen: Neske, 1954) y su elaboración autónoma de algunas problemáticas de evidente derivación nietzscheana (por ejemplo, la repulsa del pensamiento instrumental y de la filosofía de los valores, la concepción de la hisroria, etc.). Acerca de la interpretación que brinda Heidegger de los pasajes nietzscheanos que conciernen a la relación entre mundo verdadero y mundo aparente, d. Nietzsche, op. cit., 1, pág. 543. 6 Klossowski desarrolla esta lectura de Nietzsche en dos en­ sayos: Sur quelques themes fondamentaux de la «Gaya Scienza» de Nietzsche (1956), y Nietzsche, le polytheisme et la parodie (1957), reunidos en Un si funeste désir, París: Gallimard, 1963, yen el volumen Nietzsche et le cercJe vicieux, París: Mercure de France, 1969. Por último, no es un dato menor el hecho de que Klossowski haya sido el traductor francés del Nietzsche heideg­ geriano.

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2. Fenómenos y simulacros En Ser y tiempo, Heidegger ya se sitúa más allá de los conceptos metafísicos de «mundo verdadero» y «mundo aparente», mediante la adopción del méto­ do fenomenológico que se propone restituir la pala­ bra a las cosas mismas (zu den Sachen selbst). Escin­ de, pues, la palabra «fenomenología» en los dos tér­ minos griegos que la componen (phain6menon y la­ gos) y los considera por separado? La referencia a «las cosas mismas» lleva a Heidegger a buscar el sig­ nificado originario de «apariencia» (Erscheinung). Así, distingue tres conceptos: 1) el fen6meno (Phiie­ nomenon), definido como aquello que se muestra en sí mismo (das Sich-an-ihm-selbst zeigende); 2} el pa­ recer (Scheinen), entendido como aquello que tiene el aspecto de... pero «en realidad» no es aquello de lo que tiene el aspecto; 3} la apariencia o pura apa­ riencia (Erscheinung o blosse Erscheinung), que de­ signa el anunciarse de algo que no se muestra por medio de algo que se muestra (Sichmelden von et­

was, das sich nicht zeigt, durch etwas, was sich zeigt). Heidegger privilegia el fenómeno y sostiene que el segundo término debe ser incluido en el primero: ­ el parecer, en efecto, es tan sólo una modificación privativa del fenómeno. En cuanto a la pura apa­ riencia, designa precisamente la vieja concepción metafísica según la cual la apariencia esconde al ser, el cual nunca puede siquiera aparecer: es este el 7 M. Heidegger, Sein und Zeit, Halle: Niemeyer, 1927, § 7 (traducción italiana: TurCn: Utet, 1969).

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estatuto de indicaciones, representaciones, síntomas y símbolos. La pura apariencia tiene una multiplici­ dad de significados: a) el anunciarse como no mos~ trarse (Sichme/den als Sich-nicht-zeigen); b) el anun­ ciante mismo que en su mostrarse confirma que algo no se muestra (das Meldende se/bst das in seinem Sichzeigen etwas Sich-nicht-zeigendes anzeigt); c) la anunciante irradiación (me/dende Ausstrah/ung) de algo que permanece oculto, no revelado y nunca re­ velable: tal es, precisamente, la relación establecida por Kant entre lo que llama «fenómeno» y la Cosa­ en-sí. Todos estos significados de la pura apariencia implican una remisión (Verweisungsbezug) dentro del ente mismo, de manera que --en opinión de Hei­ degger- el que remite puede cumplir su función sólo si se configura como fenómeno, entendido en su significado originario: aquello que se muestra en sí mismo, es decir, un particular modo de venir al en­ cuentro de algo (eine ausgezeichnete Begegnisart von etwas). El punto de vista de Klossowski acerca de este problema es, en cambio, opuesto desde el comienzo 8 mismo. El retorno a las cosas mismas es imposible, porque desde el momento en que Dios murió ya no hay nada originario. La muerte de Dios, que Klos­ sowski define como «el acontecimiento de los acon­ tecimientos», está estrechamente relacionada con la «necesidad circular del ser», expresada en la teoría nietzscheana del eterno retorno. Las «cosas mismas» son ya, desde siempre, copias de un modelo que 8 P.

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Klossowski, Un si funeste désir, op. cit.

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nunca existió, o mejor, un modelo disuelto para siempre por la muerte de Dios; aquellas no son fe­ nómenos: son simulacros. Al monoteísmo lo sucede el politeísmo, pero este politeísmo de retorno es fundamentalmente distinto de la antigua devoción hacia la pluralidad de los dioses: a las estatuas de los dioses se las ve con los ojos de la antigüedad de­ clinante, como la apariencia de algo que no existe. Así pues, KIossowski rechaza los conceptos metafí­ sicos de apariencia y realidad de manera tan radical . como lo hace Heidegger, pero no en nombre de algo que, mostrándose en sí mismo, asimila también el aspecto y la apariencia, sino, al contrario, en nom­ bre de algo que anuncia y remite infinitamente a una copia. En Heidegger, lo que se muestra en sí mismo absorbe también la mera apariencia, en tanto qué en KIossowski la mera apariencia deja de ser tal porque absorbe cualquier «en sí misma», cualquier origina­ riedad. Si para Heidegger el movimiento hacia las cosas mismas implica una búsqueda de lo que es más propIo (eigen), para KIossowski, a la inversa, el pro­ blema concierne a la relación con lo más ajeno, con cualquier momento vivido de la historia: esta ajeni­ dad caracteriza a la historia misma, que por ende es «fuera de sí», repetición y simulacro. En Introducción a la metafísica,9 donde Heideg­ ger retoma el problema de la relación entre ser y apariencia, la segunda se resuelve en el primero de una manera todavía más radical que en Ser y tiempo. 9 M. Heidegger, Einführung in die Metaphysik, Tubinga: Niemeyer, 1953 (traducción italiana: Introduzione aUa metafí­ sica, Milán: Mursia, 1968).

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Aquí, Heidegger declara la unidad recóndita del ser yel aspecto (Schein), subrayando en primer lugar el significado fundamental de Schein (luz) y de schei­ nen (resplandecer). Pasa después a distinguir tres di­ versas modalidades del aspecto: 1) el aspecto como resplandor (Glanz) y como relucir (leuchten); 2) el aspecto como aparecer (erscheinen), como advenir al aspecto (Vor-schein); 3) el aspecto como puro as­ pecto (als blossen Schein). De estas acepciones de la palabra Schein, Heidegger privilegia la segunda, que designa precisamente el mostrarse (sichzeigen) de al­ go, en cuanto ella constitüye el fundamento de la po­ sibilidad de las otras dos. La íntima conexión entre el ser y el aspecto también se confirma, desde el punto de vista etimológico, por la afinidad entre la raíz griega -phy (physis, naturaleza y, por consiguiente, ser) y la raíz -pha (pha!nesthai, aparecer). Remontán­ dose a los orígenes de la lengua y de la filosofía grie­ ga, Heidegger sostiene que «ser significa aparecer» (Sein heisst Erscheinung): rechaza así completamen­ te la perspectiva metafísica introducida por Platón, que subvalora la apariencia como lo opuesto del ser. Estas consideraciones se confirman con el análisis de la palabra doxa, que además de «opinión» significa «apariencia» y «gloria». Para Heidegger, la doxa no es lo contrario del ser, sino la modalidad del ser más sublime; con todo, ello no excluye el tercer signi­ ficado de apariencia: el aspecto como puro aspecto, que produce la ilusión de algo; pero -dice Heideg­ ger- «cuando el ente aparece de cierto modo y se mantiene así durante mucho tiempo y con seguri­ dad, el aspecto (Schein) puede quebrarse y deshacer­

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se». También el aspecto (Schein) pertenece al ser mis­ mo; él es historia (Geschichte): la pretensión de de­ sembarazarse de su potencia histórica constituye, precisamente, una de las características de la metafí­ sica. El aspecto es, por el contrario, una flexión, una declinación del ser: pertenece al ser mismo entendi­ do como aparecer (erscheinen). El camino del aspec­ to, que está entre el del ser y el de la nada, implica un riesgo siempre acuciante que es preciso enfrentar con audacia: la palabra griega doxa denota apropia­ . damente la actitud con que hace falta responder a es­ te desafío. El ser ama ocultarse: proviene de la laten­ cia y es proclive a retomar tanto al ocultamiento y al silencio como al fingimiento (Verstellung) y al di­ simulo (Verdeckung). En Klossowski se cumple un movimiento opúes­ to: la apariencia entendida como puro aspecto se extiende hasta cubrir por entero al ser. La supresión de la separación metafísica entre mundo real y mun­ do aparente es pensada con referencia a la lengua la­ tina: para Nietzsche, el mundo verdadero se ha Con­ vertido en fábula (Fabel), del latín fabula, que deriva del verbo fan: (hablar, predecir), cuyo participio pa­ sado es fatum (hado, destino).10 Estos vínculos eti­ mológicos confirman que existe una relación entre el relato del mundo, el proceso a través del cual las «cosas reales» se desrealizan, se convierten en simu­ lacros, y el eterno retomo, que disuelve la identidad de lo real, priva a la historia de todo significado o dirección. El mundo, lejos de avanzar hacia una sal­ 10

P. Klossowski, Un si funeste dlsir. op. cit.) pág. 184.

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vaci6n final cualquiera, «en cada instante de su histo­ ria se encuentra acabado y en su término»,11 no por­ que consista en su propio ser, sino, al contrario, por­ que es en todo momento repetici6n, simulacro de cosas ya ocurridas infinitas veces. El amor fati con­ siste, precisamente, en amar y desear la dimen­ si6n fortuita, en extremo relativa y carente de impor­ tancia que esta repetici6n instaura. Así pues, no se trata en absoluto de la interiorizaci6n de una nece­ sidad 'ciega y desconocida, sino de la pérdida de identidad y la exteriorizaci6n del hombre mismo: «aceptar como suerte propia» cualquier aconteci­ miento y '«decidirse en favor de la existencia de un universo que no tiene otro fin sino ser aquello que es» significa transformar la humanidad misma en una simulaci6n, preparada para jugar cualquier jue­ go, interpretar cualquier papel, ser feliz y superar cualquier cosa que ocurra. El vértigo de este modo de ser, en el que coinciden la extrema desesperaci6n y la extrema esperanza, disuelve el concepto mismo de ser. No porque piense el ser como devenir, con­ forme a la objeci6n que Heidegger formula a Nietzs­ che, sino porque elimina la posibilidad misma de una originariedad del ser; la simulaci6n implica la irrupci6n de un poder incompatible con la identidad personal. 12 Prosiguiendo con la indagaci6n etimol6gica efec­ tuada por Klossowski, cabe observar que también fa­ ma proviene del mismo verbo fari, del que derivan «fábula» y «destino». La fama, entendida en el senti­

do de disoluci6n de la identidad de la persona en lo que respecta a su reputaci6n -como se deduce del uso que le dan a la palabra los clásicos latinos-,13 tiene un significado opuesto a la doxa de la que habla Heidegger: no resplandor del fen6meno, sino repe­ tici6n que transforma y disuelve.

3. Lagos y eterno retorno En Ser y tiempo, remitiéndose a la definici6n aris­ totélica de la funci6n dellogos como apopba{nesthai (mostrarse, aparecer), Heidegger sostiene que el cometido del discurso consiste en «dejar ver mos­ trando» (aufweisende Sehenlassen) aquello de lo cual se discurre. 14 Rechaza, así, el concepto metafísico de verdad como adecuaci6n entre apariencia y realidad, como concordancia entre sensible e inteligible, y saca a luz la íntima conexi6n entre los conceptos de fen6meno y logos. El fen6meno originario de la verdad consiste en el ser-descubridor (entdeckend­ sein), en dejar ver el ente en su no-ser-oculto. Con­ tradiciendo a la metafísica que considera el aparecer como contrario a la verdad, Heidegger define la verdad misma como un mostrarse, como un no­ ocultarse, en conformidad con la etimología de la palabra griega alétheia (a-létheia, lo que no perma­ nece oculto). De este modo, la apariencia, recondu­ cida a su significado originario de fen6meno, se so­

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U/bid., pág. 18.

12 M. Heidegger, Nietzsche, op. cit., pág. 548.

Por ejemplo, Ovidio, Metamorfosis, XII, 39-63.

14 M. Heidegger, Sein undZeit, op. cit., § 7 B.

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lemniza como verdad: todo descubrimiento -dice Heidegger- se realiza «partiendo de la puesta en descubierto del aspecto (Schein)>>.15 Ello no excluye, sin embargo, que aquel COrra el riesgo de hundirse en la falsificación, en el ocultamiento, en el olvido. La verdad es, por lo tanto, comparable a un robo (Raub). De tal manera, Heidegger lleva a cabo una reforma del concepto de verdad, mediante la cual esta última puede apropiarse también de aquello que la metafísica le había contrapuesto por definición; la distinción metafísica entre «mundo verdadero» y «mundo aparente» es suprimida en favor de una refundaci6n de lo verdadero, que hereda todo el pa­ thos de los discursos que se presentan como re­ velación de verdad, qué entienden la verdad como revelación. Que esta manifestación sea también cu­ brimiento y falsificación no hace sino ampliar el ám­ bito y el alcance de esta reforma, sin cambiar su orientación básica, que consiste en el llamamiento al

origen. Así también en Introducción a la meta{fsica, re­ chazando la falsa oposición metafísica entre ser y pensar, Heidegger afirma que physis y logos, natura­ leza y discurso, son una misma cosa, pues el término logos no significa «palabra» o «doctrina», sino que, conforme a su étimo legein (reunir), indica «lo que está constantemente unido, el conjunto reunido» o, de manera aún más detallada y precisa, «el conjunto reunido originariamente aunador que constante­ mente se impone». En esta definición se hace refe­ 15

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Ibid.,

S44 B.

rencia a los tres aspectos fundamentales del pensar (y del ser): en primer lugar, su originariedad; en se­ gundo lugar, la concentración (Sammlung); por últi­ mo, el imponerse en el «parecer que se manifiesta» (aufgehendes Scheines). No puede haber, por ende, ninguna contraposición entre el ser y la apariencia, entre el on y el phainómenon; la separación entre es­ tos dos términos, que es posterior, deriva de la doc­ trina platónica de las ideas que, al definir la idea como determinación de una estabilidad que se ofre­ ce a la vista, crea una escisión entre el prototipo y la imagen, entre el modelo y la copia, entre el mundo verdadero y el aparente. El parecer queda· así rebaja­ do a «mera apariencia» y separado del ser por un abismo: la concepción de la verdad como adecua­ ción es justamente una consecuencia de ello. Una profundización adicional acerca de «qué significa pensar» lleva a Heidegger a caracterizar el pensa­ miento como memoria (Gediichtnis), definida como la concentración del pensamiento. 16 Para Heideg,.. ger, pensar (denken) es pensar originariamente, esto es,Andenken (memoria); asimismo, el ser (Wesen) es Anwesen (presencia), entendido no como represen­ tación, duplicación de algo que está en otra parte, sino como parecer (Scheinen), advenir al más des­ lumbrante parecer o resplandecer (das erscheinends­

te· Scheinen ).17 16

M. Heidegger, Einführung in die Metaphysik, op. cit.,

IV, 3. 17 M. Heidegger, Was heisst Denken?, Opa cit. Cí. también Vortrage und Aufslitze, 1I, Opa cit.

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Klossowski propone para estos problemas una solución diametralmente opuesta. Si el punto de lle­ gada de Heidegger es la memoria, que encuentra y desvela la originariedad de las cosas, la premisa de Klossowski es el olvido, que al ocultar el eterno re­ torno de las cosas permite la vida y la acción. Al igual que Nietzsche, Klossowski se pregunta: si el olvido no le ocultase el carácter simulador de todas las acciones, (tendría fuerza el hombre para seguir viviendo?18 El olvido le proporciona al hombre la ilusión de que vive y cumple de manera original y auténtica lo que en realidad es simulacro, copia de una copia; Así pues, también aquí se suprime el dua­ lismo de la representación, mas no porque se pre­ sente y se muestre algo originario, sino, por el con­ trario, porque la imagen remite vertiginosamente a otra imagen, sin que se logre nunca encontrar un prototipo. Se suprime el concepto de copia porque no existe el modelo. En"el mito platónico de Er, ob­ jeto de las reflexiones de Klossowski, sorprende la conexión entre nacimiento y olvido: no se nace sino después de haber bebido agua del río Amelete, que corre por la llanura del Lete, cuyo cometido es hacer que el alma olvide el carácter replicado, repetitivo, de la vida que ha elegido y se apresta a vivir. Siguien­ do el ejemplo de Heidegger, que filosofa acerca de las etimologías, cabe señalar que el verbo latino obliviscor representa -según Cicerón- una metá­ fora derivada de la escritura que se borra; por lo de­ más, el verbo latino lego (que como el griego lego 18

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P. Klossowski, Un si funeste désir, op. cit., págs. 22 y sigs.

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significa «recoger») pasa luego a significar «leer» (en tanto que el verbo griego se desliza al significado de «decir»). Estas etimologías latinas muestran la di­ mensión no originaria, derivada, «puesta en limpio», del recordar y del pensar. La revelación del eterno retorno de lo mismo no es tampoco una verdadera revelación, una Entdeck­ ung, un dévoilement, esto es, el desvelamiento de una verdad, un momento privilegiado y auténtico en cuya aceptación y voluntad pueda constituirse . una identidad subjetiva: es un hecho fortuito, acae­ cido ya infinitas veces, un simulacro. Por consi­ guiente, el eterno retorno es un circulo vicioso: yo no puedo acordarme del eterno retorno, salvo ol­ vidándome de que ya me fue «revelado» infinitas ve­ ces; «Quererme una vez más pone en evidencia que nada llega jamás a constituirse en un sentido de una vez y para siempre».19 El punto de llegada no es el recogimiento, sino, por el contrario, la disolución de la identidad subjetiva. Volver a querer el pasado no querido (revouloir le révolu-non-voulu) no signi­ fica prestarse a todo, sino a la repetición de todo. La novedad reside, precisamente, en una duplicación vertiginosa que incluye también al asertor del eterno retorno: duplicación que, sin embargo, nunca puede verificarse ni confrontarse con el uno, con lo idénti­ co, con el ejemplar, porque estos caen· fuera de las posibilidades históricas, en el ámbito de la metafísi­ ca y la teología. Klossowski introduce, así, una no­ 19 P. Klossowski. Nietzsche et le cercle vicieux, op. cit., pág. 101. Las bastardillas son del autor.

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ción positiva de lo no-verdadero, extendiéndola a todos los problemas de la existencia. Resulta vana la pretensión de ir más allá del simulacro: este no es un medio, sino un poder cuya irrupción irremediable­ mente pone fin a la identidad.

4. Fenomenología hermenéutica y semiótica pulsional La íntima conexión entre los conceptos de fenó­ meno y logos, que se encuentran en la determina­ ción compartida del mostrar (zeigen, aufweisen), lle­ va a Heidegger a definir la indagación fenomenoló­ gica como un directo «hacer ver» (Aufweisung) y ua directo «de-mostrar» (Ausweisung), por oposición con la metafísica, la cual hace referencia a un ente que no se muestra, no se manifiesta en sí mismo, no aparece, es extraño y opuesto a la apariencia. La condición sine qua non de la investigación fenome­ nológica es, entonces, la supresión de la distinción entre «mundo verdadero» y «mundo aparente»: «"detrás" de los fenómenos de la fenomenología no puede haber ninguna otra cosa en absoluto».20 El automostrarse del fenómeno es el ser del ente mis­ mo: «La fenomenología es la ciencia del ser del ente, es decir, ontología». No obstante, la descripción fe­ nomenológica no es de ninguna manera ingenua o casual, sino hermenéutica: es tal no porque sea inter­ 10 M.

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Heidegger, Se;n und Zeit, op. cit., § 7 C.

pretación (Interpretation) de determinado lenguaje, sino porque, más profundamente, ella misma es interpretación (Auslegung), esto es, un exponer, un hacer patente, una explicitación de la comprensión. Así, «todo ver es siempre comprensivo-interpre­ tador».21 La aserción (Aussage) es una modalidad derivada de la interpretación: el primer aspecto de la aserción es la manifestación (Aufzeigung), el mostrar, el hacer ver. El punto de llegada de Heidegger es, pues, el lenguaje, cuya esencia no es otra que «hacer que el ente se haga ver por sí mismo».22 La fe­ nomenología es hermenéutica, porque está insepa­ rablemente vinculada con el lenguaje. Para K1ossowski, en cambio, hay una íntima co­ nexión entre el simulacro y la teoría del eterno re­ torno. Esta no es una verdadera teoría, una teoría de la verdad, sino un simulacro de teoría. La filosofía del simulacro se convierte en el simulacro de la filo­ sofía: «Dado que la simulación es el atributo del ser mismo, también deviene principio del conocimien­ to».23 El eterno retorno no es una verdad, y menos aún una ley histórica: es una prueba, basamento de la educación y la selección. El problema de la jerar­ quía, que parece preocupar a Nietzsche en la última etapa de su vida, no se resuelve con la restauración de los valores metafísicos (cognoscitivos o morales), y menos aún con la violencia, sino mediante una prueba, un experimento, un ejercicio al cual todos, lbid., § 32. 22Ibid., § 33. 13 P. K1ossowski, Nietzsche el le cercle vicieux, op. cit., pág.

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201.

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de manera indistinta e incondicionada, pueden so­ meterse. Esta prueba consiste, precisamente, en la capacidad de soportar"el pensamiento del eterno re­ torno, e incluso de quererlo: superar la prueba signi­ fica querer con la máxima energía el eterno retorno de lo mismo; dicho en otras palabras, dejar de consi­ derar el pasado y su posible retorno como un obs­ táculo para la obra del filósofo. Este -señala Klos­ sowski- es un Versucher, en el doble sentido de la palabra: experimentador y tentador. Esta segunda dimensión, dirigida a la operatividad, a la efectivi­ dad, resulta evidente en el carácter de maquinación que adqUIere el filosofar, el cual «abandona la esfera netamente especulativa para adoptar, cuando no si­ mular, los preliminares de un complot».24 Para el fi­ losofar se torna esencial una dimensión militar, tác­ tica y estratégica, que ~o concierne únicamente a los modos o las formas de la comunicación, sino a la sustancia misma del pensar. Con la eliminación de la distinción entre mundo verdadero y mundo aparen­ te, el filósofo se prepara para efectuar un «golpe de mundo». La superación de la distinción entre mundo ver­ dadero y mundo aparente, que Heidegger llevó a ca­ bo con la introducción del concepto de fenómeno, se desarrolla en su meditación acerca del lenguaje, en la obra titulada De camino al habla. 25 Aquí, Heidegger no considera la hermenéutica sobre la base de la in­ 24

Ibid., pág. 12.

M. Heidegger, Unterwegs zur Sprache, Pfullingen: Neske, 1959 (traducción italiana: Milán: Mursia, 1973). 2S

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terpretación --conforme al punto de vista metafísi­ co y humanístico que busca una adecuación entre la letra y el espíritu, lo sensible y lo suprasensible, la escritura y el significado-, sino, por el contrario, la interpretación sobre la base de «lo hermenéutico» (das Hermeneutische): al referirse al significado ori­ ginario de la palabra, define lo hermenéutico como aquello que se manifiesta, aquello que «aflora cada vez más» -por ende, el fenómeno, la aparición de lo que aparece (das Erscheinen der Erscheinung), el estar presente mismo pensado como aparecer (das Anwesen selbst als Erscheinen gedacht)-. La apa­ riencia es la esencia misma del estar presente y del lenguaje. Se excluye así, de manera categórica, la concepción del lenguaje como expresión de algo es­ piritual, suprasensible o supralingüístico: ellengúaje no es el aspecto exterior, tan sólo aparente, de un mundo verdadero caracterizado por un estatuto no lingüístico, sino la esencia misma del ser. No es sig­ no que remite a un referente, sino directamente se­ ñal (Wink); no es cifra o símbolo de algo, sino gesto (Gebarde). Con el propósito de subrayar este aspecto esencial del lenguaje, Heidegger introduce la pala­ bra Sage (decir originario), la cual deriva del verbo sagen, que en su uso arcaico tiene el mismo signifi­ cado que zeigen, esto es, mostrar, «dejar aparecer», «dejar resplandecer» (erscheinen- und scheinenlas­ sen), «abrir iluminando-ocultando», «ofrecer lo qqe llamamos mundo», La esencia del lenguaje reside en la Sage; el len­ guaje en cuanto lenguaje es mostrar: todo aparecer o no aparecer reposa sobre la Sage. Sólo la palabra 95

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hace que una cosa se muestre, que sea lo que es. Los conceptos tradicionales de verdadero y aparente, articulados en mutua oposición, se disuelven en fa­ vor de una tercera dimensión que absorbe, incorpo­ ra, retiene la esencia del ser. Una vez más la solución heideggeriana es, en el fondo, una reforma de la concepción que privilegia el espíritu sobre la letra, el ser sobre la apariencia, lo suprasensible sobre lo sensible: dicha reforma se realiza atribuyendo al primer término, al Logos, a la verdad, a la presencia, algunos rasgos del segundo. Heidegger señala que, en griego, ermeneuein significa llevar «mensaje y anuncio» (Botschaft und Kunde): en el lenguaje se manifiesta el ser mismo; el lenguaje es la casa del ser. También Klossowskí ve en ,el lenguaje el ámbito de superación de la distinción entre mundo verda­ dero y mundo aparente, pero lo concibe de un mo­ do antitético al de Heidegger: no decir originario, sino cuerpo. Premisa e imprescindible complemento de esta materialización del lenguaje es la semantiza­ ci6n del cuerpo, que Klossowski estudia de manera muy detallada en el caso de Nietzsche, trazando las líneas de una semiótica pulsional opuesta a la inter­ pretación, que entiende el cuerpo corno expresión de una dinámica interior o de un inconsciente consi­ derado cual motor oculto. Los signos del cuerpo no significan nada: el esfuerzo interpretativo de la per­ sona es sólo una inútil tentativa encaminada a pre­ servar su identidad individual. El resultado de este esfuerzo es la hipocondría, la enfermedad filosófica por excelencia; «suprimir el mundo verdadero es su­ primir también el mundo de las apariencias, y con

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este, nuevamente suprimir las nociones de concien­ cia e inconsciencia, el afuera y el adentro)).26 La se­ mantización del cuerpo es importante no por sí mis­ ma o por el fantasma que conlleva, sino por la imi­ tación de la que puede ser objeto en el lenguaje, por el simulacro lingüístico que puede construirse sobre ella. Si el cuerpo es lenguaje, entonces el lenguaje ' puede convertirse en cuerpo: entre cuerpo y lengua­ je se establece una relación de competencia, por la cual donde hablan los cuerpos -en la pantomima­ el lenguaje calla y, a la inversa, donde habla el len­ guaje deben callar los cuerpos.27 La equivalencia en­ tre lenguaje y cuerpo abre la posibilidad de una es­ trategia, un juego, un ardid, que instaura un inter­ cambio entre «el caso particular)) del fantasma in,di­ vidua! y el ambiente social. Este intercambio, según Klossowski, resulta siempre ventajoso; en efecto, «nuestro fondo no es permutable)), no porque sea un valor inestimable, sino porque «no significa nada». Se disuelve así de raíz la posibilidad de una autenti­ cidad personal: en el fantasma no hablan nuestras pulsiones profundas, sino los signos del ambiente, que no cesan de «declararnos a nosotros mismos aquello que la pulsión puede querer)).

26

P. Klossowski, Nietzsche et le cercle vicieux, op. cit., pág.

6.9. 27 Esta alternancia de lenguaje impuro-silencio puro es uno de los temas fundamentales de las novelas de Klossowski. Cf. G. Deleuze, Logíque du sens, París: Minuit, 1969 (traducción italiana: Logica del senso, Milán: Feltrinelli, 1975, págs. 247 y sigs.).

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1L ..

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5. La meditación desveladora y la operación simuladora Los caminos opuestos inaugurados por Heideg­ ger y Klossowski implican una profunda transfor­ mación de la dimensión tradicional del pensar. Am­ bos caminos están conStruidos sobre un rechazo de la distinción entre mundo verdadero y mundo apa­ rente,; que los conduce a una ruptura radical con las formas habituales de la actividad intelectual. Una vez más, esta ruptura refleja orientaciones muy dis­ tintas: Heidegger contrapone la meditación desvela­ dora del pensador a la metafísica tradicional y a la técnica moderna que es su coronamiento; Klossows­ ki, en cambio, contrapone la operación simuladora de quien supera la prueba del eterno retorno al mo­ ralismo metafísico del filósofo tradicional y al his­ trionismo moderno que es su coronamiento. Un aspecto fundamental de la metafísica es, según Heidegger, la distinción y separación entre mundo verdadero y mundo aparente: lo real en el sentido de aquello que «está de hecho» constituye «lo opuesto de aquello que no resiste a una comprobación, y que se presenta como puro aspecto (als blosser Schein) o como mera opinión».28 Esta concepción fáctica (tatsachlich) de la realidad, que considera lo real como objeto y el conocimiento como repre­ sentación, se perpetúa en la técnica moderna y en su pretensión de someter todo al cálculo, a la valo­ ración tranquilizadora, a la planificación universal. 28

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,j

M. Heidegger, Vortriige und Aufsiitze, op. cit., 1, pág. 43.

La técnica no puede dejar de relegar por inesencial todo aquello que opone resistencia a su reducción --en otros términos, todo lo que de inalcanzable, no representable y no abarcable tiene aquello que se muestra en sí mismo-. A la inversa, la meditación (Besinnung) no se propone ningún resultado y no produce ningún efecto; satisface su esencia en cuan­ to es, «mira el puro resplandor (scheinen) de las co­ sas presentes» y redescubre el sentido originario de la palabra griega t;cto (producir) como «hacer apa­ recer». Hacer resplandecer lo que está presente co­ mo tal; desplegarlo en su desvelamiento, permitir que el ser se muestre, significa «llevar al lenguaje» (zur Sprache bringen) la palabra del ser. El lenguaje es pues, de por sí, acontecimiento (Ereign;s), revela­ ción reveladora; en una palabra, historia (Geschich­ te). El acontecimiento entendido en su sentido más profundo significa, una vez más, el mostrarse (s;ch zeigen) la esencia del ser, según un camino que no es ni «real» ni «aparente», ni teórico ni práctico, ni fác­ tico ni subjetivo. 29 En definitiva, el punto de llegada de la reflexión heideggeriana no es sino un enésimo replanteamiento de su punto de partida, expuesto en el propósito que formula en Ser y tiempo: dirigir­ se a las cosas mismas, al fenómeno, a lo que se mues­ traen sí mismo. Tampoco es teórico ni práctico el camino abierto por Klossowski: nada hay ya que separe el simulacro 29 Acerca de la unidad originaria del aspecto contemplativo y del aspecto activo en la filosofía de Heidegger, d. L. Parey­ son, «Ultimi sviluppi deU'esistenzialismo», en V. Verra (ed.), La filosofia da/ '45 ad oggi, Roma: E.R.I., 1976.

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del acto ,.del acto mismo. La filosofía occid~ntal, por el contrario, se fundó en la separación entre realidad y apariencia; su defensa de una realidad espiritual ocultó la génesis «humana, demasiado humana» de todos los valores: los filósofos -dice Nietzsche­ pretenden hablar de la verdad, y no hablan más que de sí mismos. 30 El coronamiento de la filosofía es el histrionismo, del que Wagner -esa especie de Cagliostro filosófico- es una encarnación: lo que caracteriza a los Cagliostros filosóficos es «la más absoluta inconsciencia de lo falso», es decir, la pre­ tensión de hacerse pasar por portadores de una nueva fe, de nuevos valores, y presentarse como re­ formadores y profetas. Según KIossowski, en contra de la filosofía y del histrionismo hay que extender a todos los aspectos de la vida la buena conciencia de lo no-verdadero, implícita en el simulacro: este, le­ jos de pretender ser algo distinto de lo que es, expo- . ne y potencia su propio carácter de apariencia. La introducción de la dimensión del simulacro subvier­ te profundamente la naturaleza misma de la activi­ dad intelectual: implica un aspecto operativo, histó­ rico, «una praxis» -dice Klossowski- que subvier­ te las relaciones entre cultura y poder político-eco­ nómico, y mina la gestión misma de la realidad que este último pretende controlar. 31 Los dirigentes del poder político-económico «trabajan sin saberlo» pa­ ra los maestros ocultos del eterno retorno: la plani­ ficación universal que aquellos procuran obtiene un

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resultado opuesto. En efecto, la ·sociedad ya no es capaz de formar a sus miembros como «instrumen­ tos» adecuados a sus fines; una porción cada vez ma­ yor de sus fuerzas está disponible para la operación oculta del simulacro. Esta operación se realiza a tra­ vés del lenguaje, el cual no es ya, por lo demás, lite­ rario, artístico o filosófico, sino acontecimiento y gesto.

30 P. Klossowski, Nietzsche et le cercle vicieux, op. cit., pág. 20. 311bid., pág. 195.

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V. El ser-para-Ia-muerte y el simulacro de la muerte

1. Desviación y represión de la muerte Uno de los logros fundamentales de Heidegger en Ser y tiempo es haber dejado a un lado la concepción metafísica de la muerte, esto es, no sólo la idea teo­ lógica de esta última, entendida como ingreso a otra vida, sino también la idea humanista, que considera a la muerte como una simple-presencia ajena a la vi­ da humana, o extrínsecamente vinculada con esta. Escribe Heidegger: «La muerte es un modo de ser que el Dasein toma sobre sí tan pronto como es».1 Ello significa que la definición naturalista -que la entiende como deceso- es, además de extremada­ inente restrictiva, solidaria con una concepción de la existencia considerada ella misma como simple-pre­ sencia, que excluye todo ser-posible, y por consi­ guiente derivada de la metafísica. La concepción teo­ lógica de la muerte como ingreso a la eternidad se funda en una teoría metafísica del hombre entendi­ do como imagen de Dios; asimismo, la concepción humanista de la muerte como deceso (planteada desde el punto de vista antropológico, psicológico o biológico) se funda también en una teoría metafísica 1 M. Heidegger, Sein und Zeit, Halle: Niemeyer, 1927, (traducción italiana: Turín, Utet, 1969).

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del hombre como constante permanencia, como constante simple-presencia. 2 Se puede sustraer la muerte a la metafísica únicamente si se sustrae al hombre de la metafísica; dicho en otras palabras, si en el concepto de Dasein está implícita la posibilidad. De este modo, según el autor de Ser y tiempo, la muerte deviene la posibilidad más propia y auténti­ ca del Dasein. De manera semejante a Heidegger, Baudrillard pone de relieve la sustancial relación entre el punto de vista teológico y el humanista; la preocupación de ambos es mantener la muerte y la vida cuidadosa­ mente separadas una de la otra: «La vida es la vida; la muerte es siempre la muerte») Teología y huma­ nismo coinciden en pensar la.vida como una identi­ dad que no tiene nada que ver con la muerte, como una positividad absoluta que ha de mantenerse rigu­ rosamente diferenciada de la nada. Teología y hu-· manismo pretenden abolir la muerte: una, con la eternidad del espíritu; el otro, con el desarrollo in­ definido del proceso científico. En la base de ambos está el concepto del tiempo, vinculado con la econo­ mía política, según el modelo de la acumulación ili­ mitada. Teología y humanismo pueden considerarse co­ mo la formulación teórica de una actitud cotidiana muy difundida que consiste en no pensar en la muerte, hacer como si esta no existiese, desplegar 1

Ibid., § 10 Y 21. 3 J. Baudrillard, L'échange symbolique et la mOTt, París: Gallimard, 1976, pág. 225, nO 1 (traducción italiana: Milán; Feltrinelli, 1979).

una «constante tranquilización)) (standige Beruhig­ ung) en relación con la muerte. 4 Para Heidegger, la alienación (Entfremdung) no es otra cosa que una fuga ante la muerte que impulsa al Dasein a un auto­ enmarañamiento capcioso, que puede incluso inter­ pretarse de manera errónea como «perfección)) o «vida concreta».5 La ostentación de una tranquili­ dad indiferente frente al hecho cierto (Tatsache) de que se muere es «la diversificación encubridora» (verhüllendes Ausweichen) respecto del ser-para-el­ fin del Dasein. Aquella oculta el hecho (Faktum) de que «el Dasein propio de cada cual ya desde siempre efectivamente muere)), La fuga del Dasein ante sí mismo, ante su posibilidad más propia, esto es, ante la muerte, está estrechamente vinculada con la situa­ ción afectiva de la angustia; esta, a diferencia del miedo, no implica la amenaza de un ente intramun­ dano, sino que es por completo indeterminada: «aquello ante lo cual la angustia es tal, es el ser-en­ el-inundo mismo)), esto es, la nada y el en-ningún-Ia­ do que lo caracterizan fenoménicamente. 6 La an­ gustia está ligada a sentir un «extrañamiento)), «no sentirse en casa). Este extrañamiento acosa al Da­ sein y lo amenaza, aun de manera implícita: la coti­ dianidad despliega una permanente acción de des­ viación para tratar de eliminarlo. Pero esta fuga es vana: «la angustia puede surgir en la más tranquila de las situaciones)); ella es la situación afectiva furi..: da mental de la cotidianidad.

2

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4

M. Heidegger, op. cit.,

S51.

s Ibid., S38.

6

Ibid.,

S40.

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También Baudrillard descubre que en la base de la cotidianidad occidental hay un rechazo de la muerte: «Poco a poco, los muertos dejan de existir. Se los aleja de la circulación simbólica del grupo»? La cotidianidad contemporánea proscribe rigurosa­ mente la muerte: el hecho de estar muerto «no es normal», es una anomalía impensable. A diferencia de las culturas primarias, que se fundan en una in­ tensa relación de reversibilidad simbólica entre la vida y la muerte, la civilización occidental moderna lanza un verdadero interdicto contra la muerte, ex­ cluyéndola de su experiencia. Esta pretensión de bo­ rrar la experiencia de la muerte se vincula a la em­ presa de acumulación y producción material de la economía capitalista. Por esta razón, en la sociedad moderna la muerte torna pulsi6n de muerte, en la medida en que se la reprime, es rechazada y mante­ nida en el inconsciente. Baudrillard brinda, así, uná interpretación histórico-social del concepto freudia­ no de pulsión de muerte, sustrayéndolo de la pers­ pectiva metafísica en que el psicoanálisis lo inscribe. La muerte, que se torna pulsión reprimida, retorna dondequiera en la vida cotidiana como angustia de muerte. La ausencia de canales que permitan el in­ tercambio simbólico con la muerte y su reconoci­ miento dentro de la sociedad acrecienta enorme­ mente su fuerza, y la transforma en un poder psico­ lógico oculto y subterráneo, tanto más obsesivo cuanto menos evidente: «El cementerio ya no existe, pero las ciudades modernas en su conjunto asumen

se

7

J. Baudrillard, op. c#., § 40.

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su función: son ciudades muertas y ciudades de muerte», precisamente, porque en ellas la muerte es­ tá simbólicamente ausente pero reina en forma sub­ terránea. De esto se desprende que los análisis de Heidegger y de Baudrillard, aunque elaborados a partir de diferentes referencias conceptuales, 8 con­ vergen en rechazar tanto la consideración metafísica de la muerte (teológica o humanista) como la acti­ tud cotidiana de tranquilización, de desviación, de represión, que es la premisa de la metafísica. Ambos análisis, además, vinculan la cotidianidad, secreta­ mente oprimida o amenazada por la muerte, con la situación afectiva de la angustia y con la experiencia del extrañamiento. Sin embargo, hay una profunda divergencia en las respuestas de Heidegger y Baudri­ llard a la cuestión acerca de quién cumple en verdad la actividad de desviación y represión de la muerte. Para Heidegger es el Se (das Man), la cotidianidad impersonal e inauténtica; para Baudrillard es el yo, cuya identidad se constituye precisamente sobre la base de la represión de la muerte. El itinerario que traza Heidegger en Ser y tiempo va de la inautenti­ cidad, del Se impersonal del mundo, al auténtico poder-ser de la conciencia (Gewissen) a través del ser-para-la-muerte. 9 El itinerario que delinea Bau­ drillard va de la identidad del sujeto y de la concien­ cia a su disolución en una multiplicidad de dime n­ Fenomenológicas y ontológicas en Heidegger, históricas y psicoanalíticas en Baudrillard. 9 Sin embargo, la propiedad del sí-Mismo auténticamente existente, de la que habla Heidegger, no tiene nada que ver con la concepción metafísica de la identidad del yo. 8

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siones sociales a través de la experiencia simbólica de la muerte. El ser-en-el-mundo, que para Heidegger está enlazado con el olvido de la posibilidad de la muerte y del poder ser sí-Mismo, es para Baudrillard el punto de llegada de una reconquistada intimidad con la muerte; a la inversa, la apelación a sí mismo, que el ser-para-lá.-muerte de Heidegger implica, es para Baudrillard solidaria con la represión de la muerte. En ;realidad, se trata de dos dimensiones de la muerte completamente distintas: el ser-para-Ia­ muerte y la muerte como simulacro. El ser-para-Ia­ muerte es anticipación (Vorlaufen) de la muerte: Dasein significa para Heidegger «ser-para-el-fin». La muerte no es una simple prese~cia que aún no ha si­ do actuada, sino una inminencia que constituye existencialmente al Dasein. Ella es la posibilidad más propia, incondicionada, insuperable, cierta, in­ determinada del Dasein: por ello, su anticipación «10 sitúa ante la posibilidad de ser él mismo, en una libertad apasionada, liberada de las ilusion~s del Se, efectiva, cierta y plena de angustia: la libertad para la muerte».lO El Dasein en cuanto tal es llamado a su autenticidad en la decisión (Entschlossenheit) de ser culpable y de ser para el fin. La idea de culpa en Hei­ degger no se relaciona con la violación de una ley o de un deber, sino que designa la nulidad esencial del Dasein. La decisión es, precisamente, «el tácito y an­ gustiante autoproyectarse al más propio ser-culpa­ ble»l1 y, por lo tanto, decisión anticipadora de la 10

M. Heidegger, op. cit., § 53.

11

lbid., § 62.

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muerte, que la torna ama de la existencia. Sólo me­ diante esa decisión anticipadora de la muerte asume el Dasein la dimensión de la totalidad o, como dice Heidegger, de un auténtico poder-ser-un-todo. 12 La concepción de la muerte como simulacro se opone diametralmente a la de Heidegger. Aquella implica una simulación de la muerte, una «muerte simbólica» que se cumple en el rito de la iniciación. Esta práctica, muy difundida en las sociedades pri­ marias, consiste en «la instauración de un intercam­ .bio allí donde no había sino un hecho bruto: de la muerte natural, aleatoria e irreversible, se pasa a una muerte dada y recibida, reversible entonces en el in­ tercambio social».13 La iniciación es, precisamente, una muerte simulada que marca el ingreso del niño en la sociedad, lo transforma en un verdadero ser social. A diferencia de la sociedad contemporánea, que se funda en la represión de la muerte, las cultu­ ras primarias basan su sociabilidad en la instaura­ ción de un intercambio simbólico entre la vida y la muerte. La consecuencia más importante de esta perspectiva consiste en considerar la muerte como un punto de partida: ella no es la posibilidad inmi­ nente del Dasein, sino su pasado, su fundamento, su realidad transcurrida. Así, la existencia social es, en su nulidad, esencialmente inocente. En efecto, el co­ metido de la iniciación consiste en expiar el crimen originario, el del nacimiento; ella borra «el aconteci­ 12 En este aspecto de la cuestión se centra U. M. Ugazio en 11 problema della morte nella filosofia di Heidegger, Milán: Mur­

sia,1976. 13 J. Baudrillard,op. cit., pág. 203.

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miento separado del nacimiento», la pretensión de tener una identidad autónoma, independiente, sub­ jetiva. La simulación de la muerte funda, por consi­ guiente, una sociabilidad irresponsable, que se halla en las antípodas de la iniciativa individual y de la éti­ ca profesional en que se basan el surgimiento y el de­ sarrollo del capitalismo moderno. El ser nada, el ser nadie, que la muerte iniciática realiza, da lugar, a su manera, a la posibilidad de una extraña experiencia de la 'totalidad, que consiste en poder ser todo, en una disponibilidad abierta a todos los juegos de la vi­ da social. ' Si bien coinciden en rechazar la metafísica, el hu­ manismo y la cotidianidad banal, Heidegger y Bau­ drillard proponen, sin embargo, dos dimensiones de la muerte opuestas entre sí, que hunden sus raíces en contextos culturales antitéticos. Cabe considerar el ser-para-Ia-muerte heideggeriano como una refle- . xión en el plano ontológico acerca de una experien­ cia óntica de la muerte, típica de la espiritualidad lu­ terana y jansenista: Heidegger mismo remite explí­ citamente a Lutero y a la tradición que desde siem­ pre consideró la vida como una meditación sobre la muerte. 14 A la inversa, el simulacro de la muerte del que habla Baudrillard, amén de referirse a las socie­ dades primarias, remite a la tradición jesuítico-ba­ rroca, para la cual la experiencia simulada y la visión de la muerte son condición de ingreso al gran teatro de la vida. Baudrillard evoca, a este respecto, la soli­ dez de la sociedad barroca, «capaz de exhumar a sus 14 M. Heidegger,

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op. cit., § 40, nota 4, y § 49 nota 6.

muertos, concordar con ellos a mitad de camino en­ tre la intimidad y el espectáculo, soportar sin miedo ni curiosidad obscena el teatro de la muerte» .15 Se trata de dos grandes tradiciones que es preciso exa­ minar detalladamente.

2. El ser-para-Ia-muerte En las postrimerías del Medioevo hallamos la ex­ periencia óntica que está en la base del ser-para-la­ muerte. Su surgimiento tiene lugar durante el pasaje de una concepción más antigua, según la cual los muertos pertenecientes a la Iglesia habrían de resu­ citar todos juntos al final de los tiempos, a la concep­ ción del juicio individual inmediatamente posterior a la muerte de cada cua1. 16 Documentan con am­ plitud la nueva concepción las Artes moriendi de la segunda mitad del siglo Xv, opúsculos dedicados al arte del bien morir, compuestos por meditaciones y oraciones acompañadas de ilustraciones estampadas que representan, en su mayoría, la escena de la ago­ nía y la lucha entre ángeles y demonios por la con­ quista del alma del moribundo. 17 El verdadero in­ greso a la dimensión del ser-para-la-muerte tiene lugar en las Artes moriendi de finales del siglo (1488­ 15

J. Baudrillard, op. cit., pág. 276.

16

P. Aries, Essa; sur l'histoire de la mort en Oecident du

Moyen Age anos jours, París: Seuil, 1975. 17 A. Tenenti, La vie et la mort París: eolio, 1952.

atravers l'art du xv siec/e, 111

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1500), que se proponen no tanto garantizar la salva­ ción ultraterrena como dictar normas de vida: de he­ cho, en ellas la atención se desplaza del momento. privilegiado y altamente dramático de la agonía y de la prueba extrema a que es sometido el moribundo, a la vida cotidiana, entendida como contemplación y preparación de la muerte. Quien desea vivir bien de­ be aprender a morir bien: la buena muerte es sólo la consecuencia de una buena vida, transcurrida en la permanente espera de la muerte o, como decía Savo­ narola, vivida «con los anteojos de la muerte».18 El Tractatus de arte bene moriendi de Jacob de Jüter­ bogk presenta la muerte como inspiradora directa de una serie de reglas que hay que observar día tras día: quien vive con un p,ermanente pensamiento de la muerte nunca estará seguro de su propia suerte y, por ende, permanecerá infatigablemente al servicio de Dios. En estas Artes moriendi aparecen todos los aspectos fundamentales del ser-para-Ia-muerte hei­ deggeriano: el privilegio de la angustia, entendida como apertura de la existencia auténtica; la medita­ ción acerca de la muerte, considerada como el mo­ mento en que el hombre toma conciencia de sí mis­ mo; la certeza de que el hombre no es sino «un mort en sursis» (Aries), un muerto diferido, remitido a otro tiempo, así como también la aceptación de la propia culpabilidad radical. Es Lutero quien sintetiza todos estos temas de una manera en extremo vigorosa y fecunda. Lutero 18 E. de Negri, La te%gia di Lutero, Florencia: La Nuova Italia, 1967, págs. 52 y sigs.

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considera la angustia como el estado afectivo funda­ mental de la vida cristiana, premisa indispensable del proceso de la salvación. La angustia está estre­ chamente relacionada con la condición humana, en esencia viciada por el pecado original. La angustia no es, por lo tanto, un sentimiento accidental, sino que deriva de la pérdida irremediable y definitiva de la integridad originaria. No sin razón se ha definido la teología de Lutero como una «teología de la cruz»,19 en contraposición con la «teología de la gloria)) típica de Loyola y del jesuitismo, precisamente por el papel fundamental que en aquella tienen el dolor y los estados de deses­ peración: él {{enseña que las penas, las cruces, la muerte son el tesoro más precioso»,20 y considera que la meditación acerca de estos temas es la 6nica posibilidad de apartarse de la soberbia y la concupis­ cencia derivadas del amor a sí mismo y la propia afirmación. La vida del cristiano --escribe Lutero­ no es otra cosa que un morir desde el bautismo hasta la tumba, un estar preparado en todo momento para la muerte, un ir al encuentro de la muerte. 21 Estos conceptos son los mismos que hallamos en el sermón que en 1519 dedicó expresamente a este tema, De la preparación para la muerte, donde subraya la pri­ 19 W. von Loewenicb, Luthers te%gia crucis, Bialefeld: Lutber Verlag, 1967,5°. lO Citado por G. Miegge, Lutero giovane, Milán: Feltrinelli, 1977, pág. 138. 11 M. Lutero, E;n Sermon von den heiligen hochwürdtigen Sacrament der Taufe (1519), en Werke in AuswahJ, Berlín: De Gruyter, 1959, vol. 1.

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mordíal importancia de prepararse para la muerte por medio de la constante y cotidiana reflexión acer­ ca de ella. La libertad para la muerte, de la que habla Hei­ degger, tiene sus raíces existentivas en la desvaloriza­ ción de las obras, típica de la prédica de Lutero. En cuanto posibilidad, nada ofrece al hombre «para rea­ lizaf>~, nada que él pueda ser como realidad actual, sino que implica el abandono de la dimensión de la utilizabilidad y de la conformidad. Ahora bien, nadie reprobó con mayor veh,emencia que Lutero la ten­ dencia que somete todo a la utilidad y vincula el mé­ rito con las obras. Nadie tanto como Lutero con­ virtió la renuncia a sí mismo en condición impres­ cindible de la vida cristiana. Esa renuncia en Lutero, como en Heidegger, no tiene el carácter de una ad­ quisición, una conquista, una victoria: sólo descubre la nada de la posible imposibilidad de la existencia. Para Lutero, aquel que hace de la humildad (humili­ tas) un mérito cae de lleno en la autoidolatría: hu­ millarse no significa ser humilde, sino tan sólo «re­ bajarse» y «aniquilarse»22 o, mejor dicho, saber per­ manecer en la nulidad de la propia condición. Por importante que sea para Heidegger distinguir entre su propio concepto de conciencia (Gewissen) y el concepto teológico de ella, aquel tiene profundas afinidades con lo que Lutero designa mediante ese nombre. En primer lugar, para ninguno de los dos la conciencia tiene relación alguna con la mera con­ cienciación, ni con la acepción que la entiende como M. Lutero, Das Magnificat wabl, op. cit., vol. n. 22

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(1520-21), en Werke in Aus­

autoevidencia delsujeto. Lutero condena expresa­ mente este significado en su comentario al Magnifi­ cato Para él, la humildad sólo es óptima cuando no es consciente de sí misma; los verdaderos humildes no se dan cuenta de que lo son. La conciencia de la propia humildad la invierte tornándola soberbia, posesión, autoafirmación. La vida cristiana no es au­ toconciencia de la propia nulidad, sino mera nuli­ dad, cuya evaluación concierne sólo a Dios: «la cog­ nición -dice Lutero- no es una fuerza .ni confiere . fuerza, sino que enseña y muestra la nulidad de la fuerza y la magnitud de la debilidad del hombre».23 De manera análoga, la conciencia heideggeriana es todo lo contrario de un mero presentarse el yo a sí mismo: el rechazo de la res cogitans cartesiana es una de las premisas fundamentales sobre las que se construye Ser y tiempo. Para Heidegger, de ninguna manera se trata de fundar la ontología en el cogito: la conciencia no funda nada, sino que refiere a la po­ sibilidad más propia del Dasein, esto es, la muerte. El carácter de llamada (Ruf> que Heidegger atribuye a la conciencia no carece de afinidad con la vocatio luterana: en ambos casos se es llamado, antes que nada, a una condición común a todos, que en Lutero constituye la premisa del sacerdocio universal, y en Heidegger implica la referencia al Dasein. No se trata en absoluto de instaurar una relación intimista consigo mismo: en Lutero, la profesión (Beruf> a la . que uno es llamado es independiente de una opción individualista;24 en Heidegger, la llamada no es pro­ 23 24

Citado por E. de Negri, op. cit., pág. G. Miegge, op. cit., pág. 327.

70.

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yectada, preparada ni voluntariamente cllmplida por nosotros mismos. Por último, la culpabilidad esencial de la existen­ cia constituye el más profundo antecedente que el ser-para-la-muerte heideggeriano encuentr~ en Lute­ ro. Esta culpabilidad es por entero independiente de la referencia a un deber moral o a una ley: el Dasein es culpable por el simple hecho de existir. La justicia de Lutero no es retributiva, sino «pasiva»; no con­ siste en dar según los méritos y las culpas, sino en asignar aquello que no se tiene derecho alguno a pe­ dir: por consiguiente, ella se identifica con la gracia. Para Lutero, el principio de toda justicia es, por lo tanto, la acusación de sí mismo, la culpabilidad ra­ dical del hombre o, como dice Heidegger, ser el nulo fundamento de una nulidad. Aunque Heidegger se preocupe por efectuar una distinción entre el ser­ culpable del Dasein y el concepto teológico de pecado,25 la concepción luterana del pecado es tan independiente de una culpabilidad moral o legal que constituye, al menos, la premisa óntica y existentiva del análisis ontológico-existencial de Heidegger. Dentro de1catolicismo, un modo de ser próximo al ser-para-Ia-muerte se encuentra en el jansenismo, afín al luteranismo por la teoría de la gracia, del pe­ cado original y de la culpabilidad humana, por la ex­ periencia de la vocación, de la llamada, de la escu­ cha, así como también por la importancia atribuida al «sentir», al «corazón»: es probable que el origen de todos estos temas pueda rastrearse en la inspira­ 25

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M. Heidegger, op. cit., § 62, nota 2.

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ción agustiniana de ambos movimientos. El janse­ nismo se opone de modo tajante a la concepción hu­ manista según la cual la muerte es tan sólo un dejar de vivir, cínicamente sintetizable en el «vixit» de los romanos. Según Pierre Nicole, la muerte es el obje­ to más digno de consideración para un cristiano: «Nunca es demasiado temprano para dedicarse a ello; aun cuando no hiciésemos otra cosa en el resto de nuestra vida... Es una locura postergar este pen­ samiento».26 El problema de la muerte está estre­ chamente enlazado al del tiempo: ningún tiempo le parece demasiado prolongado para prepararse para la muerte, la cual disuelve el concepto vulgar del tiempo. Este vivir para la muerte no careda de una satisfacción, análoga a la «laetitia in tTistitia» lutera­ na: «Para un verdadero cristiano -escribe Ques­ nel- es más fácil amar la muerte y hacer de ella su delicia, que amar la vida y encontrar en ella placer y alegría. Pues para los hombres carnales (...), el solo pensamiento de la muerte es (...) un su plicio. Pero a quien compténde lo que debe a la justicia de Dios como pecador y lo que debe odiar en sí mismo como hijo de Adán (...), no le será difícil decir como San Pablo: Et moTi lucrum; la muerte es mi bien, mi ven­ taja y mi delicia».27 De manera semejante, Heideg­ ger señala que la decisión anticipadora no es en ab­ soluto una estratagema para derrotar a la muerte; 26 R Nicole, Essais, IV, citado por H. Bremond, Histoire litté­ raire du sentiment religieux en France, París: Bloud et Gay,

1915, t. IX, pág. 362. 27 R. P. Quesnel, Le bonheur de la mort chrétienne, Prefacio, citado por H. Bremond, op. cit., t. IX, págs. 378-9.

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antes bien, entraña la comprensión que proviene de la llamada de la conciencia, la cual ofrece a la muer­ te la posibilidad de hacerse dueña de la existencia del Dasein y destruir de raíz todo evasivo encubri­ miento de sí.

3. El simulacro de la muerte El Humanismo ejerce una profunda influencia en las Artes moriendi de la primera mitad del siglo XVI, que por lo tanto invierten los términos del proble­ ma: quien quiere morir bien debe aprender, ante to­ do, a vivir bien. Por ejemplo, el tratado De doctrina moriendi, de Josse Clicthove,·publicado en 1520, sostiene que no hay que temer a la muerte y que el hombre honesto no debe preocuparse por ella. Las citas de clásicos latinos acompañan a las referencias bíblicas y a las de los padres de la Iglesia, y a veces las sustituyen. También Erasmo se reeere, en su De praeparatione ad mortem (1534), a la tranquilidad del justo ante la muerte, e intenta conciliar el pro­ blema de la salvación con la fama humanista del in­ dividuo, y además con la gloria de Dios. 28 Una pers­ pectiva sólo en apariencia similar a la de estos trata­ dos, pero sustancialmente contraria a una conside­ ración humanista de la vida y de la muerte, llega a desplegarse recién en los tratados jesuitas del siglo XVII. La obra De arte bene mOriendi, de Roberto Bellarmino, testimonia muy bien la nueva posición, 28

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A. Tenenti, op. cit.

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globalmente irreductible tanto a la desviación hu­ manista de la muerte como al ser-para-la-muerte de Lutero. En Bellarmino, el primer precepto del arte del bien morir es idéntico al humanista: quien desea morir bien ha de buscar, ante todo, vivir bien, «pues dado que la muerte no es sino el término de la vida, ciertamente, quien viva bien hasta el final morirá bien; no podrá morir mal quien nunca vivió mal; y, del mismo modo, quien vivió mal muere también mal: no de otra manera puede morir quien nunca vi­ vió bien».29 Dicho esto, sin embargo, el concepto je­ suítico de vivir bien difiere en forma radical del con­ cepto humanista: si para los humanistas la vida bue­ na coincide con la negación de la muerte, en cuanto inexistente, para Bellarmino, «no se puede vivir bien si no se está ya muerto», es decir, en la práctica, sino se ha alcanzado esa pequeña muerte, esa simulaci6n de la muerte, que es la indiferencia ignaciana, térmi­ no de la primera semana de los Ejercicios espiritua­ les y conditio sine qua non de todo avance posterior. Ya Francisco de Borgia, quien fue prepósito gene­ ral de la Compañía de Jesús entre 1565 y 1573, solía decir que hay que ponerse al menos cuatro veces por día en el estado de morir, mostrando un absoluto desinterés y desprecio hacia la vida, y que no hay fe­ licidad mayor que la de poder decir, como San Pa­ blo: «yo muero todos los días». Esta simulación de la muerte es, por lo demás, un tópico de la literatura jesuítica de los siglos XVII y XVIII sobre el tema: 29 R. Bellarmino, De arte bene moriendi (1621), libro 1, cap. 1 (traducción italiana en Opuscoli ascetici. Turín: Utet, 1946).

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sirva como ejemplo el jesuita Jacques Nouet, quien en su Retraite pour se préparer d la mort (1684) invi­ ta a prevenir la muerte, a morir anticipadamente res­ pecto de uno mismo, avivir como muerto.3° Así, la experiencia de la muerte que introducen los jesuitas está tan arraigada en la existencia como la 1uterana. Para los jesuitas, no se trata en modo alguno de evi­ tar pensar en la muerte, o de apartar de ella el pensa­ miento; antes bien, hay que convertirla en una base imprescindible sin caer en la angustia, sino al con­ trario, transformándola en premisa de felicidad. La propuesta de Bellarminp de «ser en el mundo y no del mundo», de «vivir en la carne casi sin carne», no es una reedición del ascetismo medieval, sino la con­ dición de una verdadera y estable felicidad. Porque «no están vedados por completo a los cristianos los bienes de este mundo, las riquezas, los honores, los placeres»,31 sino cierto modo de gozar de ellos, co­ mo si pertenecieran en exclusividad a quien los dis­ fruta. Así pues, quien quiere vivir bien debe estar «absolutamente preparado para renunciar a todo», esto es, debe tener disposición para gustar de cual­ quier tipo de vida que le destine el porvenir. Esta si­ mulación de la muerte no significa insensibilidad, sino que introduce una nueva clase de sensibilidad, que prescinde de cualquier simple-presencia. Según Bellarmino, el apóstol Pablo exhorta a los fieles «a amar a sus mujeres, sí, pero con un amor muy mode­ rado, casi como si no)as tuvieran; si toca llorar la Citado por M. Vovelle, Mourir autrefois, París: Julliard, 1974, pág. 58. 31 R. Bellarmino, op. dt., libro J, cap. 11. 30

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pérdida de los hijos o de la fortuna, lloren tan mode­ radamente como si no estuvieran tristes o no llora­ sen; si hay motivo de alegría por ganancias y hono­ res recibidos, gocen de ellos tan poco como si no go­ zasen, como si esa alegría no les perteneciese». Dentro de la propia Compañía de Jesús no siem­ pre se interpretó y vivió esta pequeña muerte de ma­ nera tan original; en ocasiones, se proponen con­ cepciones de la muerte y del arte del morir cercanas a la mentalidad luterana, como en el Horologium de Dr.exelius;32 o bien prevalecen influencias que en­ tienden la indiferencia como inactividad, como en Richeome y en Binet; o bien se impone la herencia mística que considera la indiferencia como la abso­ luta conformidad con la voluntad de Dios, como en Aquiles Gagliardi y en Rodríguez. En estas interpretaciones quietistas se pierde la r(ltio instituti, el espíritu de la Compañía, que es esencialmente apostólico, por definición no con­ templativo sino encaminado a obrar en el mundo. Pasa inadvertido así lo esencial: el hecho de que la si­ mulación de la muerte no es una meta, sino un punto de partida, que introduce en una operatividad efec­ tiva, pero no fáctica. 33 Esta se diferencia radical­ mente de la obra que crea méritos -objeto de la crí­ tica de Lutero- y que tiene el carácter de factum H. Drexelius, Opera, Lugduni, 1658. Empleamos aquf los términos heideggerianos efectividad (Faktizitiit), el modo de ser del Dasein, y facticidad (Tatsa­ ch/ichkeit), el modo de ser de las cosas, en un contexto cuyo significado general se opone en muchos aspectos a las tesis de Heidegger. ,32 33

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brutum, esto es, la actividad que pretende transfor­ mar el mundo de un modo ético-metafísico: la efec­ tividad jesuítica obra en el plano de la situación afectiva, ya porque brinda consuelo al yo y a los otros, cualquiera que sea el estado o la condición de vida a los que el porvenir los arroje, ya porque pro­ pone que todo «hecho bruto» es un suceso ad majo­

rem gloriam Dei. En un sentido más profundo, el optimismo jesuí­ tico no es ético-metafísico, sino operativo-existen­ cia/: este es el mejor de los mundos posibles, no por­ que desde el punto de vista del valor lo sea fáctica­ mente, sino porque se puede operar de modo tal que cualquier clase de existencia llegue a ser feliz y satisfactoria. Por esta razón, la virtud jesuítica no es la esperanza, que implica la transformación ético­ metafísica del mundo (y por ende se relaciona con el milenarismo escatológico), sino, en todo caso, la confianza: confiar en que se encontrará consuelo y éxito pase lo que pase, incluso en el momento de la muerte, incluso en la agonía. Las Mortes illustres del padre Alegambe demuestran, precisamente, que quien ya está muerto, quien ya ha conocido la pe­ queña muerte de la indiferencia, puede vivir cual­ quier agonfa con consuelo interior y suceso públi­ co: 34 también la agonía es, de hecho, vida e historia, es una última participación teatral que debe ser bien interpretada. Pero sólo puede interpretarla bien quien ya está muerto: «En efecto -escribe Bellar­ mino-, de quienes tuvieron la ventura de morir dos P. Alegambe, Mortes ilJustres et gesta eorum de Societate Iesu, Roma, 1657. 34

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veces al menos, o más (...) se sabe que murieron de buena gana».35 De este modo, puede incluso evitar el ridículo la tradición de los jesuitas según la cual, a partir del generalato de Borgia, durante trescientos años, de todos aquellos que hubieran vivido en la Compañía, nadie que hubiese muerto en su seno perecería. 36 El interés de esta tradición va más allá de la historia de la edificación; semejante pensa­ miento disuelve por completo el juicio de Dios y lle­ va al hombre a una inocencia independiente de la ley y de la conciencia, tan radical como la culpabili­ dad de Lutero y de Heidegger. En definitiva,quien ha conocido la pequeña muerte de la indiferencia está ya predestinado a la salvación y a la felicidad, sin que importe lo que le toque en suerte. El escritor español del siglo XVII Francisco de Quevedo, que fue alumno de los jesuitas, introduce en Los sueños una grotesca figura cubierta con ex­ travagantes ornamentos y dotada de caracteres con­ tradictorios. Presentándose como la Muerte, ella pronuncia estas palabras: «Lo que llamáis morir es acabar de morir y lo que llamáis nacer es empezar a morir y lo que llamáis vivir es morir viviendo, y los huesos es lo que de vosotros deja la muerte y lo que le sobra a la sepultura».37 En esta presentación, la 3S 36

R. Bellarmino, op. cit., libro n, cap. I.

J. Terrien, Recherches historiques sur cette tradition que la

mort dans la Compagnie de ¡ésus est une gage certaine de pré­ destinatíon, Poitiers: Oudin, 1874. 37 F. de Quevedo, Los sueños (1626), en Obras completas, Madrid: Aguilar, 1958, vol. 1 (traducción italiana: Milán: Riz­ zoli, 1959, pág. 177).

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muerte no es, como en Lutero o en Heidegger, algo que se espera, la posibilidad más cierta, sino algo que desde el principio es el fundamento nulo de la existencia, sobre el cual está construido el gran tea­ tro del mundo. Ella no está vinculada al despertar (eJ Aufruf heideggeriano), sino al sueño, puesto que el producto onírico es --como sabía Calderón- lo que más se asemeja a hi sociedad y a la historia. Sólo . quienes ya están muertos, es decir, quienes son in­ diferentes, pueden obrar en la historia, porque ella es permanente movimiento, devenir, que disuelve todas las certezas, todos los puntos fijos, todas las identidades. El modelo del sueño permite pasar de la simula., ción jesuítica al simulacro b~rroco de la muerte. Si en el luteranismo y en Heidegger el ser-para-la­ muerte está vinculado con el carácter de llamada de la conciencia, en la tradición jesuítico-barroca se im­ pone la visibilidad de la muerte. No se la escucha pero se la ve, no es voz sino simulacro. A fin de cuentas, obrar en el mundo significa crear sueños, imágenes oníricas, simulacros de la muerte. Los historiadores del arte han contrapuesto la «serenidad» de los monumentos sepulcrales huma­ nistas del siglo XV y de la primera mitad del siglo XVI al espectáculo inquietante y convulsivo que ofrecen las tumbas barrocas: en la s~gunda mitad del siglo XVI aparece y se hace cada vez más frecuente la representación de una o más calaveras, dibujadas o esculpidas. Esta tendencia se afirma y consolida en el siglo siguiente, extendiéndose a la presentación del esqueleto íntegro, a menudo sorprendido en el

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acto de abrir o sostener el sarcófago. 38 En las tum­ bas de San Pedro y en las de la iglesia romana de San Francesco a Ripa, Bernini ofrece una imagen que a primera vista puede parecer un triunfo de la muerte sobre el mundo, de la eternidad sobre el tiempo. Pe­ ro esta interpretación es ilusoria: muerte y mundo no son inconciliables en la sociedad barroca, porque el gran teatro del mundo se apoya en el fin de toda fe metafísica: el maravilloso sistema social se funda en la nada. Este intercambio entre la vida y la muerte está representado simbólicamente en el monumento se­ pulcral del arquitecto Giovan Battista Gislenus, en Santa Maria del Popolo, en Roma: en lo alto se halla el retrato del difunto, y abajo, un busto de tamaño natural que representa un esqueleto, con la inscrip­ ción «Neque hic vivus, neque illic mortuus», que alu­ de, respectivamente, a la imagen y al simulacro. Su vida no fue verdadera vida, sino simulación de la muerte; sin embargo, sobre su muerte se eleva el si­ mulacro que lo hace partícipe de la dignidad del gran teatro del mundo. Como intuyó Huxley,39 la participación activa en la sociedad y en la historia no excluye en absolu.:. to la erección de grandes y costosos monumentos cuyo tema es la caída de las grandezas terrenales y la vacuidad de los deseos humanos; es más: honores, 38 E. Male, I.:art religieux apres leConcile de Trente, París: Colin, 1932. 39 A. Huxley, Variations on a baroque tomb, en Themes and variations, Londres: Chat1iP and Windus, 1950 (traducci6n ita­ lianá, Milán: Mondadori, :1956).

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riquezas y pompa son valorables precisamente en cuanto se los siente y vive como nada. Por ello mis­ mo, son simulacros de la muerte no sólo las tumbas, sino también las iglesias, los palacios, las institucio­ nes, las obras, la sociedad toda. La grandeza del barroco reside, justamente, en este vínculo entre la muerte y la historia, entre la na­ da y las obras. La muerte no pone fin a la historia, sino que está en los orígenes de toda historicidad. La experiencia de la finitud no aterra ni paraliza, sino que es garantía de consolación y fragua de obras. El hecho de que estas obras sean innaturales, artificia­ les, artificiosas, carentes de correspondencia con un modelo, deriva precisamente de que ellas no tienen nada que ver con la vida como simple-presencia, la vida sin muerte de los humanistas, la vida pensada en términos metafísicos; en relación con ella no hay . vuelta atrás, ni añoranza. Simulacro de la muerte es el hombre mismo. El esqueleto -dice la Muerte en Los sueños de Queve­ do- no es la muerte, sino lo que queda de los vivos: «Esos huesos son el dibujo sobre el que se labra el cuerpo del hombre; la muerte no la conocéis, y sois vosotros mismos vuestra muerte: tiene la cara de ca­ da uno de vosotros y todos sois muertes de vosotros mismos; la calavera es el muerto y la cara es la muer­ te». El cuerpo del hombre es, en definitiva, una ima­ gen, un disfraz, una máscara de la muerte, pero tras esta máscara no hay una realidad más sustancial de la muerte. La muerte no es un ente, una simple-pre­ sencia. Por esta razón, ella tiene tantos aspectos cuantos modos de existencia hay; admite todas las

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posibilidades, todos los juegos, todas las partes. Su disponibilidad es total: con tal que se permanezca en el ámbito de lo que aparece, de la historia. Si el hombre, por el contrario, abandona el terreno de la historia y va en búsqueda de una fe, de identidades metafísicas o teológicas, nada podrá sustraerlo de la desolación y del fracaso.

4. Muerte, tiempo, historia Estrechamente vinculada con la dimensión exis­ tencial de la muerte se halla la dimensión del tiem­ po: si no existiese la muerte, no existiría el tiempo. El Dasein conoce el tiempo a partir de su saber acer­ .ca de la muerte. Este vínculo entre la muerte y el tiempo constituye un aspecto fundamental tanto en el ser-para-la-muerte como en el simulacro de la muerte. No obstante, ambas tradiciones brindan so­ luciones opuestas para el problema del tiempo. En Heidegger, la anticipación de la muerte se re­ vela como decisión, esto es, proyecto y clara deter­ minación de la única posibilidad propia y cierta de la existencia. En la tradición jesuítica, esa misma función la cumple la elección, con la cual culmina la segunda semana de los Ejercicios espirituales pro­ puestos por Loyola: también la elección es simultá­ neamente opción y extrema resolución. Como en el caso de la decisión, no se trata, sin embargo, de una opción arbitraria o subjetiva: la elección se impone al ejercitante con imperiosa necesidad. La diferencia entre decisión y elección reside, en verdad, en las -

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respectivas orientaciones acerca de la muerte: la de­ cisión va hacia la muerte, entendida como única po­ sibilidad de la existencia, y encuentra la temporali­ dad; la elección proviene de la muerte, entendida co­ mo estado de completa indiferencia y humildad, y encuentra la historia.En Ser y tiempo, Heidegger distingue tres diferentes determinaciones del tiem­ po: la temporalidad (Zeitlichkeit), la historicidad (Geschichtlichkeit) y la intratemporalidad (Innerzeit­ lichkeit). La temporalidad es la dimensión del tiem­ po que se encuentra de manera originaria en el fenó­ meno de la decisión anticipadora: esta se temporali­ za a partir de un porvenir finito, es decir, caracteri­ zado por un límite insuperable. Heidegger distingue entre la temporalidad auténtica del ser-para-Ia­ muerte, caracterizada por la anticipación, el instan­ te, la repetición, la angustia y la denigración en la perdición, y la temporalidad inauténtica de la Cura, caracterizada por la expectativa, la presentación, el olvido, el miedo y la curiosidad dispersiva. La tem­ poralidad inauténtica de la Cura se vincula a la di­ mensión existencial del comercio y de la ciencia. En la temporalidad del Dasein se funda su histo­ ricidad, que proporciona la explicación ontológica de la «continuidad» del Dasein, es decir, de su exten­ sión, movilidad y pe~s.istencia; centro de gravedad de la historicidad es el haber-sido. Según Heidegger, la historicidad no tiene relación alguna con el con­ cepto vulgar de historia (Historie), objeto de la his­ toriografía (la cual considera al Dasein como sim­ ple-presencia pasada); antes bien, lleva al Dasein a enfrentar su destino (Schicksal), a través del cual él

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se transmite en una posibilidad heredada y no obs­ tante ello elegida. El destino, entendido como histo­ ricidad auténtica, tiene que ser diferenciado de la historicidad inauténtica del Dasein, que designa la historización del ser-en-el-mundo, es decir, el movi­ miento temporal de aquello de lo cual se ocupa el anónimo Se. La intratemporalidad es, por último, la determi­ nación temporal del ente intramundano, esto es, de los entes entendidos como simples-presencias. Sur­ ge de una nivelación del tiempo mundano, caracte­ rizado aún por la databilidad y la significatividad. La intratemporalidad constituye la base para la elabo­ ración del concepto vulgar y tradicional de tiempo, entendido como mera serie de instantes que de ma­ nera continua son simplemente-presentes y, sin em­ bargo, transcurren y avanzan: esto no puede tener fin ni principio algunos, y por ende es abstractamen­ te infinito. La intratemporalidad representa, por consiguiente, el más completo desconocimiento de la finitud existencial y de la muerte. Sin embargo, señala Heidegger, no hay que olvidar que ella deriva del tiempo mundano, que es un modo esencial, aun­ que inauténtico, de temporalización de la temporali­ dad originaria. Si se compara esta compleja articulación del tiempo, derivada del ser-para-Ia-muerte, con las de­ terminaciones del tiempo implícitas en la experien­ cia de la simulación y del simulacro de la muerte, es posible señalar estrechas afinidades y también radi­ cales divergencias. En primer lugar, el movimiento que va desde la indiferencia y la disponibilidad hasta

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la elección parece conducir bruscamente a una di­ mensión histórica, sin pasar por la temporalidad del instante. En otras palabras, el concepto heideggeria­ no de temporalidad (Zeitlichkeit) parece inadecua­ do porque está vinculado con la posibilidad más propia y auténtica del Dasein: la anticipación de la muerte. No obstante, la pequeña muerte de la indi­ ferencia y el estado de disponibilidad no permiten indivi,dualizar una posibilidad que sea más propia que cualquier otra: la muerte entendida como la po­ sibilidad por venir no tiene ningún carácter privile­ giado en relación con las otras infinitas posibilida­ des; estar disponible significa estar dispuesto a vivir de cualquier modo y a morir de cualquier modo con idéntica consolación. Ello implica una equivalencia abstracta de todas las posibilidades; la determina­ ción de una opción sólo puede ocurrir sobre la base de la situación concreta, fenoménica, histórica. Esta situación histórica de la que surge la opción nunca es, empero, una simple-presencia; si lo fuese, no se­ ría posible ninguna opción: el resultado sería el quietismo. La disponibilidad para ser arrojado a cualquier futuro no implica la resignación a aceptar cualquier futuro al que se sea arrojado, sino la pre­ misa para elegir y hacer propia cualquier situación a la que se sea arrojado. La situación se convierte en propia sólo tras la elección: mientras que en Heideg­ ger se la decide en cuanto propia, auténtica, en Lo­ yola es propia sólo a partir del momento en que es elegida. A primera vista, la diferencia entre ambas perspectivas parece sutil, pero es fundamental, in­ cluso por sus consecuencias relacionadas con la con­

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cepción del tiempo: en el caso de Heidegger, la deci­ sión anticipadora de la única posibilidad auténtica pone ante la situación y encuentra la temporalidad; en el caso de Loyola, la situación se impone a la elec­ ción y se hace elegir como única posibilidad propia, justamente en cuanto tan sólo esa posibilidad es his­ tórica. En Heidegger se decide lo más propio; en Loyola se hace propio lo más ajeno. Esta alteridad es preci­ samente el modo de ser de la historia, su diferencia. . Tal concepción de la historia está en las antípodas de la Historie, de la historiografía, de la ciencia históri­ ca propugnada por el historicismo, que sustenta una concepción homogénea y niveladora del devenir histórico y aspira a descubrir leyes que expliquen su movimiento. No se la debe confundir tampoco con la historicidad (Geschichtlichkeit) heideggeriana, que se arraiga en la temporalidad (Zeitlichkeit) del Dasein. A lo sumo, tiene cierta afinidad con lo que Heidegger llama Temporalidad, la temporalidad del Ser, cuyo análisis --como es sabido- quedó exclui­ do de Ser y tiempo. No obstante, aún no se ha aclarado suficiente­ mente el proceso que permite pasar de la pequeña muerte de la indiferencia a la elección de la diferen­ cia: ¿Cómo puede elegir, cómo puede tomar algo para sí en la práctica, quien no es nada, quien se ha anulado en la simulación de la muerte? En realidad, lo que conduce a la nada de la indiferencia es tam­ bién lo que determina la elección. Un mismo movi­ miento libera, en un primer momento, de todo afec­ to desordenado, y posteriormente lleva a elegir una

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situación: es el movimiento hacia la consolación, hacia la alegría, que imprime a toda la experiencia un carácter profundamente eudernonista. Por esta razón, la indiferencia de la primera semana de los ejercicios no cierra el camino de la segunda hacia la elección, sino que constituye su premisa fundamen­ tal. Desde un punto de vista abstracto, ninguna si­ tuación es más propia que otra: se ha de estar dis­ puesto a asumir cualquiera de ellas; la determina­ ción de asumir una situación corresponde exclusiva­ mente a quien la vive, y sólo vale para el caso con­ creto individual. En este proceso no hay, empero, nada de subjetivo: es la diferencia de la historia la que impone que se la elija. ASÍ, termina cayendo la distinción heideggeriana entre auténtico (eigentlich) e inauténtico (uneigentlich), entre lo que es propio de la existencia y aquello que está relacionado, en cambio, con la pérdida de sí: desde la perspectiva je­ suítica, todo puede ser propio y nada lo es a título privilegiado y desvinculado de la situación concreta. Aunque en Heidegger la distinción entre autenti­ cidad e inautenticidad no implique un juicio de va­ lor, y ambas formen parte de la estructura del Da­ sein, a tal punto que la existencia auténtica no es más que «una modificada aprehensión» (ein modifi­ ziertes Ergreifen)·de la cotidianidad denigrante, toda la analítica existencial se apoya, empero, en la ten­ sión entre una dimensión «mundana», caracterizada por la cotidianidad anónima, y una dimensión «pro­ pia», caracterizada por la identidad del sí-Mismo. En la experiencia que se inspira en Loyola, el mun­ do histórico y la elección no están contrapuestos en 132

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abspluto: incluso, precisamente el mundo histórico, c:;xperimentado como diferencia, discontinuidad, novedad emergente, constituye el criterio de la elec­ ción. Si surgiera algún conflicto entre la historia y el individuo, ello querrá decir que este no alcanzó la indiferencia, que permaneció ligado a la identidad del yo y, por consiguiente, no puede elegir. Desde las primeras páginas de Ser y tiempo, Hei­ degger establece una radical diferenciación entre su concepto de existencia y la idea tradicional de suje­ .to, caracterizado por la sustancialidad, la personali­ dad, la simplicidad, y reductible, por ende, a una simple-presencia. Tras definir la existencia auténtica como llamada al propio sí-Mismo (en contraposi­ ción con el olvido de la existencia inauténtica, per­ dida en el anonimato del Se), se impone a su consi­ deración el problema de la unidad y de la sustancia del Dasein. En efecto, no cabe pensar la constancia del Dasein como permanencia (Beharrlichkeit) del sí-Mismo, pues ello implicaría volver a caer en la teoría del yo como sujeto; sin embargo, por otro lado, debe haber una constancia del sí-Mismo, un permanecer en un estado, como también una rela­ ción de este con la existencia inauténtica del Se. Para resolver este problema, Heidegger introduce dos conceptos complementarios: la estabilidad (Stiindig­ keit) de la ipseidad (Selbstheit), que expresa la capa­ cidad de mantenerse en un estado determinado a partir del sí-Mismo, en cuanto decisión resolutiva, y la inestabilidad (Unselbststiindigkeit) de la Cura, que expresa la dispersión en el mundo del Se y, por en­ de, la incapacidad de mantener una estabilidad.

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Este problema reviste una mayor gravedad en la tradición jesuítico-barroca, porque su movimiento no va del anonimato del Se al sí-Mismo, sino de la pequeña muerte de la indiferencia al mundo: ¿Có­ mo se puede elegir, optar por cosa alguna, si se es nada? O mejor: ¿Cómo se puede asumir cosa alguna si la dimensión del sí-Mismo es secundaria y subor­ dinada a la historia? Sin duda, es este el lugar más delicado y sutil de la espiritualidad ignaciana: las consecuencias contrapuestas del quietismo y el ac­ tivismo, que generó históricamente, demuestran la extrema dificultad de esta posición. Sin embargo, es cierto que su originalidad y su fuerza residen, preci­ samente, en el vínculo inseparable entre indiferen­ cia y elección: la definición de Loyola como un con­ templativus in actione es la que mejor subraya el vínculo entre ambos aspectos, incompatibles a pri­ mera vista. Una respuesta a este interrogante podría acaso encontrarse en la teoría freudiana del inconsciente: la indiferencia, la simulación de la muerte, reprime la voluntad del sujeto, transformándola en pulsión inconsciente, sin objeto y sin meta determinada, pe­ ro dotada de un poder tanto mayor cuanto menor es su identidad. Dicha pulsión es un enorme reservorio de energía destinada a sostener la concreta opción histórica, la cual, desprovista de una dimensión pro­ pia y auténtica, tiende a convertirse en un papel que se representa, un juego del que se participa. La elec­ ción ignaciana estaría así estrechamente vinculada a la onirización y teatralización de la vida, uno de los aspectos esenciales de la sociedad barroca, El motor

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de esta puesta en escena no sería sino producto de la represión de la vida implícita en la indiferencia, en la simulación de la muerte. Por cierto, la elección introduce una temporali­ dad que difiere de la historia: el hombre no decide qué cartas le han de tocar, pero le corresponde esta­ blecer en qué orden las jugará; sin duda, él no puede elegir su papel, pero puede representarlo de muy di­ versas maneras. Admitir esto no supone, sin embar­ go, recaer en el humanismo y en el libre albedrío; no implica que haya infinitas posibilidades de triunfo, sino que hay una en cualquier situación, o, como di­ cen los jesuitas, que cualquier papel puede ser repre­ sentado «ad majorem Dei gloriam», El gran maestro de esta temporalidad fue, indudablemente, Balt,,!-sar Gracián, que en su Oráculo manual escribió: «Sepa uno hacer triunfo del propio fenecer (. , .). Jubila con tiempo el advertido al corredor caballo, y no aguar­ da a que, cayendo, levante la risa en medio de la ca­ rrera, Rompa el espejo con tiempo y con astucia la belleza, y no con impaciencia después al ver su de­ sengaño»,40 Así, la relación entre temporalidad e historicidad se presenta, en la tradición jesuítico-ba­ rroca, en términos opuestos a la formulación heideg­ geriana: no es la temporalidad el fundamento de la historicidad, sino, al contrario, es la historia el fun­ damento de la temporalidad.

40 B. Gracián, Oráculo manual y arte de la prudencia (1647), en Obras completas, Madrid: Aguilar, 1967, S 110 (traducción italiana: Milán: TEA, 2002).

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5. La intratemporalidad y la economía política

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La tercera determinación temporal heideggeria­ na, la intratemporalidad, entendida como sucesión de «horas» simplemente-presentes, es un desconoci­ miento y un encubrimiento del tiempo, más que uno de sus aspectos. Heidegger pone en evidencia el ca­ rácter intemporal (unzeitlich) de esta dimensión, en la cual el factor puramente aritmético y abstracto de la numeración se afirma como determinante yesen­ cial. En esta concepción, el tiempo es tan sólo el nú­ mero de los instantes transcurridos y el movimiento infinito de los instantes que han de venir; se pierde por completo toda comprensión de la finitud de la existencia. Así, el tiempo se convierte en algo de lo que cabe apropiarse, «al alcance de todos como algo que cada cual toma y puede tomar»;41 al dejar de ser el tiempo «propio» de alguien, cualquiera puede acumularlo. La intratemporalidad es, pues, el tiem­ po de la econom{a po/{tica, una de las condiciones fundamentales de la formación del capital. Empero, lo importante de las consideraciones heideggerianas acerca de la intratemporalidad no reside en la relacióri entre esta y la medición cuanti­ tativa y públicamente accesible del tiempo mediante el reloj. La dimensión cuantitativa del tiempo ya se hace evidente en la temporalidad inauténtica de la Cura: «Con la temporalidad del Dasein, arrojado, abandonado al mundo y que se da tiempo, ya está 41

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M. Heidegger, op. dt., § 81.

descubierto algo así como el "reloj", es decir, un en­ te a la mano que, en su regular periodicidad, se ha hecho accesible en una presentación que está a la es­ pera».42 El aspecto original y relevante de la intra­ temporalidad no es entonces su dimensión cuantita­ tiva, sino su eternidad: puesto que para ella el fenó­ meno fundamental del tiempo es la simple-presen­ cia del ahora, en el fondo, no logra pensar el porve­ nir ni el pasado, sino sólo el «ahora presente» (nunc stans), es decir, lo eterno. No por casualidad, Pla­ tón, que concibe el tiempo como constituido por una serie de ahoras, lo define como «la imagen de la eternidad»; y Hegel, cuya consideración del tiempo permanece en el ámbito de la intratemporalidad, sostiene que «el verdadero presente es la eternidad». La intratemporalidad, que es la concepción del tiempo de la producción capitalista, resulta una perspectiva extraña tanto al ser-para-la-muerte lute­ rano como a la simulación de la muerte jesuítico-ba­ rroca; en cambio, guarda estrechos lazos con el cal­ vinismo. En Calvino hay una negación de la muerte más extremista y radical que la sustentada por la metafísica tradicional; esta, en verdad, negaba la muerte porque concebía la vida ultraterrena como una continuación de la vida terrena, de conformi­ dad con la analogía que planteaba entre el ser de Dios y el de las criaturas. Para Calvino, en cambio, entre Dios y el hombre no cabe establecer medida común alguna. Dios es incomprensible en su esen­ cia; por lo tanto, la muerte no es negada a partir de 42

lbid., § 80.

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la vida, en sí misma infinitamente miserable y mor­ tal, sino a partir de la eternidad de Dios. La intra­ temporalidad es una consecuencia de la doctrina calvinista de la predestinación, según la cual Dios ya eligió con absoluta libertad de arbitrio a quiénes quiere salvar: «Cuando atribuimos a Dios una pres­ ciencia -escribe Calvino-, entendemos que todas las cosas siempre han estado y permanecen eterna­ mente ante su mirada, de modo que nada hay futuro ni pasado para su conocimiento; todas las cosas están presentes para él hasta tal punto (...) que él las ve y las mira, en verdad, como si ellas estuvieran ante éL Decimos que esta presciencia se extiende a todo el circuito del mundo y a todas las criaturas. Llamamos "predestinadóÍl" al decreto eterno de Dios mediante el cual él determinó lo que quería hacer de cada uno de los hombres».43 Calvino nos propone, en consecuencia, una re­ flexión sobre la muerte, pero se trata de una Medi­ tación sobre la vida futura. -en otros términos, so­ bre la eternidad-44 como consecuencia de esta me­ ditación, la dimensión intratemporal pasa a revestir la íntegra vida terrena. A diferencia de Lutero, Cal­ vino procede así a revalorizar las obras y la actividad humana, no en cuanto obra del hombre, sino de Dios: no estamos justificados sin las obras, aunque no a causa de las obras. En efecto, somos instrumen­ tos de la gloria de Dios. En tanto que la atención de Lutero se centra aún en la conciencia, y la de Loyo­

J.

Calvino, Institution de la réligion chrétienne (1560), París: Vrin, 1957 y sigs., libro III, cap. XXI, § 5. 44 Ibid., libro III, cap. IX. 43

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la, en la elección del ejercitante, para Calvino nunca es el hombre quien escoge cosa alguna, sino Dios quien escoge a los hombres que ha de salvar, o bien ha de abandonar a la muerte eterna. De allí deriva, en notable contraste con el eudemonismo activo de los jesuitas, ese activismo ascético que Max Weber y Ernst Troeltsch denominaron ascesis intramundana .(innerweltliche Askese):45 una limitación de la vida sensual a la pura necesidad, un rigorismo utilitarista orientado al más allá, un legalismo entendido como fin en sí mismo. El análisis weberiano del vínculo entre el calvi­ nismo ascético y la economía capitalista muestra cla­ ramente que la negación de la muerte, implícita en la intratemporalidad, es a la vez negación de la vida, absoluto repudio del «vivir bien», severa e inapela­ ble condena de toda valoración autónoma del mun­ do. 46 Para el calvinismo, el cuerpo nunca está vivo por sí mismo; el momento de la muerte no tiene, en realidad, mucha importancia, porque las almas de los elegidos viven y obran desde siempre en el ámbi­ to de la eternidad. El verdadero fiel es aquel que, con una absoluta certeza de su salvación, puede in­ sultar a la muerte y no preocuparse de ella. 4sM. Weber, Wirtschaft und Gesellshaft, Tubinga: Mohr, 1922 (traducción italiana: Milán: Edizioni di Comunita, 1961), y E. Troeltsch, Die Soziallehren der christlichen Kirchen, Tubinga: Mohr, 1912 (traducción italiana: Florencia: La Nou­ va Italia, 1960). 46 M. Weber, Die protestantische Ethik und der Geist des Ka­ pitalismus, Tubinga: Mohr, 1922 (traducción italiana: Floren­ cia: Sansoni, 1945); acerca de la controversia que originó, cE. P. Besnard, Protestantisme et capitalisme, París: Colin, 1970.

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No es este el lugar para examinar de qué manera la intratemporalidad calvinista casa con el raciona­ lismo humanista: antes bien, importa señalar que en los orígenes de la economía capitalista hay una pers­ pectiva ultrametafísica del tiempo como eternidad, profundamente distinta y antitética respecto de la concepción jesuítico-barroca del tiempo como his,:, toria. Es precisamente esta incompatibilidad entre intratemporalidad y mundo, entre eternidad e his­ toria, lo que Heidegger no advierte. Para este, la in­ tratemporalidad se funda en el tiempo público mun­ dano (Weltzeit), en el ser mismo del Dasein inautén­ tico, que él interpreta como Cura, como cotidiani­ dad impersona1. 47 De tal modo, la intratemporali­ dad (y la economía política capitalista) se convierte en una dimensión estructural de la existencia, que no se puede trasladar al plano histórico. Una vez más, Heidegger repro'duce la posición de Lutero, quien estaba dispuesto a concederle a la economía una legitimidad secundaria, sin atribuirle en absolu­ to -como lo hace Calvino-- un cometido divino. Desde la perspectiva jesuítico-barroca -extraña a la dimensión de la intratemporalidad no menos que al ser-para-la-muerte-, la pretensión de intro­ ducir a toda la sociedad en una dimensión eterna, regida por el ritmo de lo's plazos de un trabajo metó­ dico, de una acumulación constante y de una inde­ fectible renuncia, es un absurdo propio de fanáticos que no saben vivir ni morir bien. La ambición de programar el futuro mediante la aplicación de méto­ 47

M. Heidegger, op. cit.,§ 81.

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dos de previsión que presuponen un desarrollo ho­ mogéneo y regular es considerada una ingenuidad que ignora la diferencia de la historia. Por último, el legalismo es exactamente lo opuesto al usus rerum, condición de toda acción eficaz. Claro está que todo ello no excluye el modo de ser de la utilizabilidad, la Zuhandenheit que es, sos­ tiene Heidegger, el fundamento existencial de la economía y de la ciencia. Sin embargo, el ámbito je­ suítico-barroco de la utilidad es tan amplio, que abarca también y sobre todo a su contrario, lo inútil, y así disuelve sus identidades: en la «ayuda a las al­ mas», fin principal en que se funda la Compañía de Jesús, el aspecto material y el aspecto espiritual es­ tán unificados y son indistinguibles. Lo mismo ocu­ rre con las otras determinaciones heideggerianas' del mundo circundante (Umwelt): el signo (Zeichen) y la conformidad (Bewandtnis). La estructura comuni­ cativa barroca disuelve todo referente porque se despliega entre un emisor que se vale del código de la ostentación y un receptor cuyo código es el de la complacencia. 48 Por último, el principio, perma­ nentemente reiterado por Loyola y Gracián, de ser feliz en cualquier estado o condición sienta las bases para la erótica total que Sade expondrá en detalle. Utilizabilidad, signo y conformidad pierden por completo el carácter inauténtico y criptoeconómico que Heidegger les atribuye. El «mundo» jesuítico­ barroco no abre la perspectiva de la producción, si­ 48 G. Conte, La metafora barocca, Milán: Mursia, 1972, pág. 156. Cf. también S. Sarduy, Barroco, París: Seuil, 1975, y O. Paz, Conj~nciones y disyunciones, México: Moniz, 1969.

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no la del simulacro. De esto resulta, precisamente, su profunda afinidad con la situación contemporá­ nea, que según Baudrillard se caracteriza por el fin de la economía política clásica y de su reproducción hiperrealista como modelo de simulación: «Todos los signos son ahora intercambiables entre sí sin in­ tercambio alguno con lo real, y ellos no se intercam­ bian bien, no se intercambian perfectamente entre sí excepto a condición de no intercambiarse más con lo real»:49

Tercera parte. Simulacros y estética

¡!

49

J. Baudrillard, op. cit., pág.

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18.

,

VI. Iconos, visiones, simulacros

1. Iconofilia e iconoclastia La controversia contemporánea acerca de la ima­

gen social, producto de los medios de comunica­

ción, carecería, al parecer, de referencias directas a

la religión o a la metafísica. En realidad, dada la am­

plitud del concepto moderno de imagen, que tiende

. a revestir toda la experiencia contemporánea, el de­

bate actual, por un lado, ilumina con nuevos signifi­

cados los debates del pasado y, por el otro, reprodu­

ce y hereda sus premisas filosóficas. 1 La disputa acerca de las imágenes, el Bilderstreit entre iconófilos e iconoclastas, es un tema recurren­ te en nuestro pasado. En Bizancio, defensores y des­ tructores de las imágenes se enfrentaron cruelmente durante más de un siglo. Con posterioridad, el ani­ conismo tuvo seguidores en varias sectas heréticas, -como bogo milos y cátaros. A comienzos de la Edad Moderna, en el siglo Xv, la cuestión de las imágenes fue motivo de profunda división entre católicos y re­ formados. El conflicto entre iconofilia e iconoclastia se con­ funde a menudo con la lucha entre politeísmo y mo­ 1

D. J. Boorstio, The image. Nueva York: Harper, 1964.

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noteÍsmo: en general, laiconoclasmia reivindica una idea más pura de Dios; del cual toda representación parece inadecuada o incluso blasfema. La discusión acerca de la licitud de las imágenes no es, pues, sólo un problema del culto y sus modalidades, sino una cuestión filosófica de capital importancia, que afecta la relación entre materia y espíritu, ficción y reali­ dad, el mundo y Dios. El problema teórico fundamental de la imagen reside en su relación con el original. Para los iconó­ filos, entre la imagen y el original, entre la forma y el espíritu, entre el ícono y la divinidad, existe una re­ lación de identidad, o al menos una conexión meta­ física. El arcipreste ruso Pavel Florenskij, que en los años veinte condensa y recapitula las tesis de la ico­ nodulia ortodoxa, sostiene que el contenido espiri­ tual del ícono no es algo nuevo en relación con el original, sino el original mismo: 2 no se ha de consi­ derar la imagen como una mera representación del original, sino como una evocación, una «puerta» a través de la cual Dios ingresa al mundo sensible. Pa­ ra Florenskij, negar la imagen equjvale a negar la en­ carnación del espíritu, esto es, dejar que el mundo físico en su totalidad quede librado a las tinieblas del mal y de la corrupción. Según los iconófilos, el ori­ ginal, la idea platónica, admite evidencia sensible: la suya es una metafísica concreta, una teología visual, que concibe al ícono como conjunción entre el mun­ P. Florenskij, Ikonostas (1922), en Bogoslovski 'R'udi (Mos­ cú), 1972, IX (traducción italiana: Le porte regali, Milán: Adelphi, 1977). 2

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do invisible y el mundo visible. Florenskij sostiene que sólo la Iglesia de Oriente supo conservar el espí­ ritu de esta tradición, que se remonta a la pintura de momias del antiguo Egipto y alcanzó su máximo es­ plendor en la obra de los pintores de íconos de los si­ glos XIV y Xv, como Andrej Rublev. En contrapo­ sición, la experiencia renacentista, caracterizada por una mundanidad que la Iglesia romana en verdad nunca logró superar, provocó en esta última una de­ formación de la estructura misma de su vida espiri­ tual. Las imágenes de Occidente, los óleos sobre te­ la, son «terrenas y carnales»; por su «máxima rique­ za sensible», constituyen «el más llamativo'testimo­ nio de ellas mismas». Antes que esta secularización y laicización de la imagen, implícitas en el catolicismo romano, Florenskij parece incluso preferir la icono­ clastia: al menos los iconoclastas, aun negando un vínculo ontológico entre los arquetipos y las imáge­ nes, entre Dios y los íconos, conservan la dimensión ontológica del original, del arquetipo, de Dios. La iconoclastia religiosa es sostenida con la ma­ yor firmeza por el ala extremista de la Reforma pro­ testante en la primera mitad del siglo XVI; desde su punto de vista, Dios, el original, el espíritu, es lo ab­ solutamente diferente y otro respecto de la imagen, la figura, el mundo. La preocupación fundamental de los iconoclastas es preservar la pureza del con­ cepto de Dios y del ser, lo cual implica el rechazo de toda representación sensible de él, que de inmediato es caracterizada como ídolo. De conformidad con la tradición bíblica, aquellos contraponen a los ídolos, a las falsas imágenes de Dios, la visión profética del

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porvenir, la visión que difiere esencialmente del ÍCo­ no: ella es revelación de Dios, que se manifiesta a quienes lo aman y se han separado del mundo idóla­ tra: «El elegido -escribe Thomas Müntzer- debe prestar atención a la obra de la visión, para que no surja de elaboraciones humanas, sino que provenga verdaderamente de la voluntad inmutable de Dios; y debe procurar, con sumo cuidado, que no se pier­ da ni una mínima parte de lo que ha visto, pues se la debe poner en práctica con eficacia».3 De allí pro­ viene el carácter sectario de la iconoclasmia: las vi­ siones son, por definición, un privilegio de pocos. Ellas son >muy difereI)tes de las imágenes y de las experiencias comunes Y. cotidianas, por lo cual se las define como excepcionales y extraordinarias: «Dios preparó para quienes lo aman lo que ningún ojo ha visto y ningún oído ha escuchado». La posición ico­ noclasta implica un rechazo de la realidad mundana, a la que no le reconoce relación alguna con el origi­ nal divino: es un mero e~pectáculo, una puesta en escena carente de valor ontológico, un pérfido enga­ ño de poderes diabólicos. La visión profética es esencialmente moralista, escatológica y mesiánica: reivindica la inminencia de un deber-ser que ilumina y revela el destino último de Dios en la Tierra. Iconofilia e iconoclastia renacen en nuestro tiem­ po en torno a la imagen social: los iconófilos con­ temporáneos son los realistas e hiperrealistas de los 3 T. Müntzer, Ausslegung des andern unterschyds Danielis, dess propheten, gepredigt auffm schlos zu Alstet vor den tetigen thewren Herzcogen und vorstehem zu Sachssen (1524) (traduc­ ción italiana en Scritti politici, Tunn: Claudiana, 1972).

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medios; los iconoclastas son los hiperfuturistas de la autenticidad y de la verdad alternativa. En ambos bandos siguen obrando, mal que les pese, las pre­ misas filosóficas y metafísicas de sus predecesores re­ ligiosos. La iconofilia moderna consiste en sostener la ne­ cesidad de un nexo íntimo, una relación de estrecha afinidad, entre la noticia publicada en el diario y el hecho al que se refiere, entre la figura que muestra la publicidad y el producto publicitado, entre la pro­ paganda del partido político y su realidad social, en­ tre la transmisión televisiva y su objeto -en suma, entre la imagen y el original-o Como el arcipreste Florenskij, los realistas modernos quieren ver la rea­ lidad: están llenos de legítima indignación contra> la manipulación de las noticias, la persuasión oculta, las promesas electorales incumplidas, la tendencio­ sidad televisiva. Ellos piden información honesta y completa, control de la publicidad, propaganda me­ diante hechos, una televisión que transmita en di­ recto. Piensan que los medios de comunicación de­ ben ser arrebatados al poder, que hace de ellos un uso partidario y faccioso; que esos medios son po­ tencialmente democráticos y constituyen un ins­ trumento esencial de progreso y crecimiento civil; que la verdad puede y debe ser objeto de comunica­ ción, difusión, divulgación, y se la ha de transmitir sin alterar su naturaleza. ¿Cuál es el resultado de estos reclamos?, ¿qué ofrecen los medios como respuesta a tales expectati­ vas?: una imagen lo más realista posible, una ima­ gen que se hace pasar por idéntica a la realidad, al

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contenido, al original, pero que en verdad es tan ma­ nipulada, predeterminada y preconstruida como cualquier otra; en otros términos, una imagen hiper­ realista que refleja fielmente una hiperrealidad pre­ imaginada. Pertenecen al género del hiperrealismo social las noticias acerca de seudoacontecimientos sensacionales, truculentos o dramáticos, generados para ejercer influencia sobre la: opinión pública; la publi~idad que hace propaganda de su propia auto­ limitación y su propio autocontrol en nombre del progreso; la política de austeridad económica que pretende_restaurar la distinción entre lo útil y lo inú­ til y el carácter concreto del valor de uso de los obje­ tos; los programas televisivos que alternan y con­ funden personajes reales con actores que los imitan. Este hiperrealismo social ofrece una imagen real só­ lo a condición de crear una realidad subordinada por entero a la imagen: opera como 10 haría un gru­ po de delincuentes que produjeran películas porno­ gráficas en que se torturase hasta la muerte a sus propias actrices para obtener imágenes de sadismo absolutamente realistas. El requerimiento de una imagen íntimamente vinculada con la realidad amplía ,el ámbito de la ma­ nipulación, que se extiende hasta incluir el original mismo. Cuanto más persigue la iconofilia la visión de la realidad, tanto más pierde esta realidad su di­ mensión real, se vuelve «alucinante semejanza de lo real consigo mismo)~:4 los seudoacontecimientos 4 J. BaudriUard, I.:échange symbolique et la mon, París: Ga­ llimard, 1976, pág. 112 (traducción italiana: Lo scambio sim­ bolico e la morte, Milán: Feltrinelli, 2007).

ocurren en verdad, pero el estatus de «noticia) que adquieren es muchísimo más importante que su rea­ lidad; la publicidad que se auto limita es una pu­ blicidad más eficaz; la restauración política de lo útil y del valor de uso tiene tan sólo un valor-signo, es una imagen propagandística; la confusión entre do­ cumentación y teatro, entre verdad y ficción, hace que la realidad entera se torne teatral y ficticia. La iconoclastia moderna, al igual que la religiosa, se vincula con la visión profética de la sociedad futu­ ra: Se presenta como revolucionaria en relación con el mundo actual, al que le niega su carácter de reali­ dad y al que caracteriza como apariencia, espec­ táculo. Según los modernos iconoclastas, el perio­ dismo, la publicidad, la propaganda política y iQi____ medios dé-comuñIcaCión-conSt1tu~en~n-;sodedad ,_l_,... _.. ."_ del espectáculo, a la que se ha de rechazar en bloque _--~'"

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.expiesaeiil¡'Csuofé"tivídac¡:-racllcaf de"qüféñ'serebela contra las instituciones y en la organización autóno­ ma del proletariado revolucionario. La moderna iconoclastia reproduce todos los rasgos de la anti­ gua: la pureza del moralismo monoteístase convier­ te en cohere-ñcIi deni1di~ld;o '(;'derg~~po revolu­ cionario; el desprecio de los modos de vivir idóla­ tras se transforma en crítica de la vida cotidiana y de la así llamada «supervivencia)); la experiencia de la revelación divina y el ingreso a la historia sagrada son definidos como «superación de la prehistoria) y advenimiento de la sociedad comunista. La iconoclasmia moderna da como resultado un hiperfuturismo visionario, que disuelve el original

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en la imagen más original, la más inédita, inusitada, surrealista. La ostentación de una realidad más sus­ tancial que la apariencia conduce tan sólo a una for­ ma de espectáculo más escandalosa y llamativa. A medida que la imagen del futuro se aproxima y se torna más inminente, pierde su carácter de realidad alternativa y determina otra categoría de imágenes, que se presentan, por definición, como más nuevas y eficaces. La revolución que acaba con todos los es­ pectáculos se reduce a la imagen fotográfica de la guerra civil; la publicidad logra ejercer su función de estímulo sólo a condición de tornarse surrealista e hiperfuturista; los medios de comunicación están obligados a proveer un contexto social espléndido, que introduce en la vida cotidiana el estremecimien­ to de lo excepcional y el impacto del futuro. En el pasado, icono filia e iconoclastia constituían posiciones contrapuestas: entre los partidarios de los íconos y los partidarios de las visiones no había compromiso posible: incluso en el 68, los apologis­ tas de los medios de comunicación y los iconoclastas revolucionarios parecían enemigos irreductibles. Hoy, en cambio, el hiperrealismo, que ofrece reali­ dades visionarias, y el hiperfuturismo, que ofrece profecías realizadas, difieren entre sí sólo en mati­ ces: la hiperrealidad es una imagen demasiado aluci­ nada como para ser verdaderamente real, y la hiper­ visión es una realidad visual demasiado cotidiana como para ser verdaderamente profética. Hiperrea­ lidad e hipervisión se parecen porque pretenden ser otra cosa que imágenes, pretenden representar una sustancia presente o futura, un original. Iconofilia e

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iconoclastia convergen en la pretensión metaf{sica de poner en relación la imagen y el original; poco importa si esta relación es de identidad, como en la iconofilia, o de diferencia, como en la iconoclastia: importa el presupuesto metafísico, común a ambas, que afirma la existencia de un original materializado en el ícono, o bien revelado en la visión. Pero la ima­ . gen que producen los medios de comunicación no tiene original: es una construcción artificiosa, caren­ te de prototipo. Por consiguiente, al extender a la imagen contemporánea las dos posiciones tradicio­ nales en relación con la imagen, resultan evidentes su inadecuación y su impotencia. Ambas pósiciones intentan reaccionar ante la falta de dimensión meta­ física de la imagen contemporánea mediante la afir­ mación exagerada y extremista de una realidad pre­ sente o futura; de este modo, empero, sólo consi­ guen generar un hiperrealismo y un hiperfuturismo que implican una representación caricaturesca del ícono y de la visión, y que terminan por confundirse entre sÍ.

2. La imagen como simulacro El simulacro no es ícono ni visión: no tiene una relación de identidad con el original, con el prototi­ po, ni implica la fractura de todas las apariencias y la revelación de una pura verdad sustancial. El simu­ lacro es una imagen carente de prototipo, la imagen de algo que no existe; iconófilos e iconoclastas lo consideran sinónimo de ídolo y, como tal, «prope ni­

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hil», casi nada. Esta consideración despreciativa de­ riva por entero de la pretensión metafísica de apre­ hender una realidad absoluta presente o futura; por ello, los iconófilos condenaron la idolatría tanto co­ mo los iconoclastas: para aquellos, fijar una correcta línea de demarcación entre imágenes verdaderas y falsas, entre íconos e ídolos, era una premisa esen­ cial, una garantía de identidad. La consideración positiva de la imagen en cuanto imagen es una perspectiva moderna: implica la clau­ sura de la metafísica y la aceptación absoluta del mundo histórico. El concepto de simulacro sólo puede surgir en un contexto que haya superado de­ finitivamente tanto la teoría platónica de la idea y de su copia sensible (sobre la que se basa la iconofilia oriental) como el profetismo visionario de la Biblia (sobre el que se basa la iconoclastia protestante). Es- . tas condiciones se cumplen en la Italia del siglo XVI: la teoría de las imágenes que Roberto Bellarmino expone en su De controversiis christianae {idei mar­ ca el surgimiento de una nueva posición, irreducti­ ble a la icono filia o a la iconoclastia tradicionales. Bellarmino se opone ya sea a quienes, como To­ más de Aquino, sostenían que se ha de honrar por ¡gualla imagen y el ejemplar (el original en razón de sí mismo, la imagen en razón del original), ya sea a quienes, como el teólogo medieval Durando, consi­ deraban que la imagen 'no es propiamente objeto de culto, sino que constituye tan sólo una ocasión, una invitación a honrar el original. En contraposición, Bellarmino postula un cultus ímagín; per se et pro­ prie debítus, esto es, una consideración positiva de

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la imagen no dependiente en forma directa del pro­ totipo, sino dotada de autonomía (per se) y de espe­ cificidad (propríe). En tanto que, para Tomás de Aquino, a la imagen de Cristo se le debe el mismo culto de latría que se le debe a Cristo, y a las imáge­ nes de los santos, el mismo culto de dulía que se les debe a los santos, para Bellarmino, las imágenes sa­ cras deben ser honradas alío atque alío modo de aquel con que se honra el original. 5 Quiebra así la relación directa entre imagen y original, fundamen­ to de la iconofilia, sin caer en la iconoclastia, ni si­ quiera en una desvalorización de las imágenes: lo importante es que lo apreciable de las imágenes ya no depende de la realidad y dignidad del prototipo metafísico, sino de su dimensión intrínseca, concre­ ta, histórica. Al comparar las tesis de Bellarmino acerca de las imágenes con aquellas que Calvino había expresado al respecto, cincuenta años antes, en su Institutio christianae religionis, es inevitable destacar, por un lado, la gravosa hipoteca metafísica que pesa sobre el texto iconoclasta del reformador y, por el otro, la desprejuiciada aceptación de la mundanidad implí­ cita en las frases del cardenal jesuita. Según Calvino, las imágenes sacras son dañinas porque disminuyen el temor hacia Dios y hacen más familiar su presen­ cia;6 en las páginas de Bellarmino, empero, Dios está 5 R. Bellarmino, De tóntroversiis christianae (ide; (1586­ 1593), París, 1608, t. II, Cuarta Controversia, libro 1I, caps. XX y sigs. 6 J. Calvino, Institution de la réligion chrétienne (1541), Pa­ rís, 1957~1960, libro 1, cap. XI.

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lejos: la relación entre la imagen y Dios es, según aquel, tan indirecta .y mediata como la que se esta­ blece entre el pobre a quien se da limosna y Cristo, en honor del cual se lo hace: «At quando imago ho­

noratur per se et proprie, ita ut in ipsam vere termi­ netur honor, tunc honor eius transit ad exemplar non immediate, sed mediate, et quasi consequenter».7 En Calvino, el vínculo entre Dios y el mundo se resta­ blece mediante los conceptos de signo y sacramento: la sociédad entera está así afectada por una perma­ nente, aunque oculta y misteriosa, intervención de Dios; en Bellarmillo, no hay espacio para una her­ menéutica' sacra que distinga entre el signo y el ído­ lo, dado que todo el mundo de las imágenes tiene una estima propia que no depende estrictamente de Dios. Las condiciones para una consideración de las imágenes como simulacros se arraigan en la espiri­ tualidad ignaciana, en la experiencia que Ignacio de Loyola vivió en la primera mitad del siglo XVI y transmitió en los Ejercicios espirituales. Se trata de una experiencia muy original, alejada tanto de la teología visiva como del profetismo visionario: lo que parece caracterizarla psicológicamente es, por un lado, la extrema pobreza de las imágenes que se presentan a la conciencia de manera espontánea y, por el otro, la vivacidad de las escenas históricas que esta logra evocar. 8 De hecho, la posición de Ignacio con relación a las imágenes parece apoyarse en dos R. Bellarmino, op. cit., cap. XXI. 8 Ignacio de Loyola, Exercitia spiritualia (1548),23 (traduc­ ción italiana en Gli scritti, Turín: Utet, 1977). 7

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actitudes aparentemente opuestas e inconciliables: la indiferencia y la aplicación de los sentidos. En tan­ to que la iconofilia teológica favorece el natural en­ tusiasmo por la belleza de la creación, Ignacio acon­ seja, en particular, «tornarse indiferentes respecto de todas las cosas creadas»,9 esforzándose por estar preparados para tomar o dejar cualquier cosa. Al mismo tiempo, sin embargo, se mueve en dirección opuesta al rechazo del mundo y de su escena, típico de la iconoclastia visionaria, en cuanto prescribe ex· 'presamente «ver, con la vista de la imaginación, ellu­ gar real donde se encuentra lo que se quiere con­ templar» (Ex. 47) Yaplicar los sentidos con el fin de alcanzar una experiencia lo más concreta posible, porque no hay progreso espiritual si a las cosas no se las siente y gusta interiormente (Ex. 2). Están así presentes las dos condiciones constituti­ vas del simulacro: la renuncia a la afirmación meta­ física de la identidad de las cosas y del mundo, y el reconocimiento de su valoración histórica. Ninguna imagen es teofánica; no obstante ello, todas las imá­ genes pueden ser condiciones necesarias del ejerci­ cio espiritual --en otros términos, de la experien­ cia-; a este fin concurren tanto las imágenes del in­ fierno como las de la historia de Cristo. La concepción platónica de la belleza como as­ pecto de lo verdadero es ajena a la espiritualidad de la Compañía de Jesús; también le es ajeno un éxtasis místico que sublime la sensualidad natural. La apli­ cación jesuítica de los sentidos es inseparable de la indiferencia: el significado de su vínculo paradójico 91bid.

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reside en la disponibilidad para aceptar, elegir y que­ rer cualquier forma histórica, sin atribuirle un valor absoluto o definitivo. El concepto de simulacro im­ plica, así, la copresencia de disposiciones opuestas: es el resultado de una experiencia interior que acep­ ta y mantiene los opuestos, rechazando las solucio­ nes metafísicas de su conflicto. Constituye un lugar común de la historia del arte estable.cer una conexión entre los jesuitas y el estilo barroco: por cierto, la-Compañía contribuyó directa e indirectamente a la formación y difusión del arte barroco. Sin embargo, s,e;: ha señalado que no existe un «estilo de los jesuitas», y que ellos construyeron sus iglesias en todo el mUndo adoptando tendencias arquitectónicas, artísticas y decorativas extrema­ damente diferentes en cada caso. 10 Esto confirma, empero, que lo importante no es el estilo barroco entendido como unidad formal, sino el final del va­ lor metafísico de la figuratividad y la inauguración de la dimensión histórica, esto es, la posibilidad de usar como simulacro. cualquier imagen y cualquier estilo. Esta desaprensión surge con toda claridad tanto de la experiencia jesuítica como del mundo barroco: en una y en otra opera la secularización sin residuos, extraña a cualquier perspectiva escatológi­ ca, que Benjamin puso en evidencia. 11 10 C. Galassi Paluzzl, Storia segreta dello stile dei Gesuiti, Ro­ ma: Mondini, 1951. 11 W. Benjamin, Ursprung des deutschen Trauerspie/ (1928), en Gesammelte Schriften, Fráncfort del Meno: Suhrkamp, 1974, I, 1 (traducción italiana: 1/ dramma barocco tedesco, Tu­ fin: Einaudi, 1980).

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El emblema es la producción figurativa barroca que en mayor medida ostenta los caracteres del si­ mulacro. Ampliamente utilizado por los jesuitas du­ rante el siglo XVII para ilustrar sus libros, el emble­ ma es una imagen, acompañada de un lema o una sentencia, carente por completo de preocupaciones realistas o visionarias. Por el contrario, es una cons­ trucción artificiosa que hace gala de su carácter con­ ceptuoso, sagaz, ingenioso. Además, su propia reali­ zación técnica, por medio de la imprenta, no permite el desarrollo de un interés fetichista semejante a aquel de que son objeto las obras únicas, los cua­ dros. El libro Imago primi saeculi Societatis Iesu, publicado en Amberes por los jesuitas en ocasión del primer centenario de la Compañía en 1640, no sólo ofrece un magnífico ejemplo del uso de la imagen emblemática por aquellos, sino que él mismo es un simulacro: expresamente comparado por sus auto­ res con los trofeos, las estatuas, los arcos de triunfo de los antiguos romanos, aspiraba a que se lo apre­ ciara con independencia del tema tratado. El triunfalismo del simulacro es inseparable de la experiencia del vacío. Justamente, Benjamin atri­ buyó a la emblemática del siglo XVII un enorme po­ der de «vaciamiento» (Entleerung): desde el mo­ mento en que el objeto es incapaz de irradiar un sig­ nificado o un sentido unívoco --en otros términos, es privado de su identidad-, «cualquier cosa puede significar cualquier otra».12 Sin embargo, la afanosa búsqueda de una intención oculta o secreta, que nunca llega a manifestarse, no permite ver lo que ella 12

Ibid;, pág. 259.

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muestra: lo esencial es su vacía exterioridad, que la búsqueda de un significado oculto esconde. La acusación de idolatría dirigida a la Compañía, un lugar común de la polémica antijesuita,13 revela el desconcierto que la valoración histórica de la ima­ gen provoca en los pensadores metafísicos: para es­ tos resulta inconcebible reconocerles a la imagen y a la criatura, pensada como «imagen de Dios», una va­ lidez que no dependa inmediatamente del ser, la sus­ tancia, él prototipo. Ahora bien, el simulacro no es sino la afirmación de la valoración de la imagen en cuanto imagen: que el ~ombre mismo pueda ser considerado simulacro demuestra la distancia entre el llamado «humanismo jesuita» y el «humanismo clásico». No obstante, la independencia del simulacro no tiene relación alguna con la autonomía del arte. En este, la imagen rechaza un original externo para proponerse ella misma como original, como entidad metahistórica universalmente válida; la concepción del arte como creación no cancela la metafísica, sino que desplaza su ámbito de aplicación, del prototipo externo a la obra. La teoría del arte por el arte es -como decía Benjamin- una «teología artísti­ ca»:14la atribución del ser al arte no marca en abso­ luto una superación de la metafísica; iincluso en la historia del arte por el arte, la imagen está justificada sólo a condición de que sea ella misma el ser! Retomado, por ejemplo, por V. Gioberti, 11 gesuita moder­ no, Lausana: Bonamici, 1846-1847, t. I1, pág. 509. 14 W. Benjamin, Das Kunstwerk im Zeitalter seiner technis­ chen Reproduzierbarkeit (1939), en op. cit. 13

El concepto de simulacro implica, en cambio, el rechazo tanto de un prototipo externo como de la tentación de considerar la imagen como un prototi­ po: se vincula, por ende, con las técnicas de repro­ ducción industrial de la imagen -en primer térmi­ no, la imprenta-o El interés de los jesuitas por la imagen nunca fue de naturaleza artística: 15 el simu­ lacro presenta, en contrapartida, una estrecha afini­ dad con su espiritualidad e incluso con su organiza,.. ción. 16 El concepto de simulacro, entendido como cons­ trucción artificiosa carente de un original, encuen­ tra las condiciones para su plena realización en los medios de comunicación contemporáneos. Estos pueden brindar una imagen muchísimo más comple­ ja y elaborada que la que podría proporcionar cual­ quier realidad; sin embargo; esa imagen no adquiere -como la obra de arte- un carácter prototípico, originario. La televisión, por ejemplo, puede ofrecer, respecto de determinado acontecimiento, una varie­ dad de imágenes mucho mayor que las que un indivi­ duo podría ver si estuviera personalmente en ellu­ gar, pero aun en tal caso ello no adquiriría un estatus artístico. Hasta ahora, los medios de comunicación han sofocado, en general, su carácter de simulacro: justi­ ficándose a sí mismos como «espejo de la realidad» o del porvenir, ante un público aún profundamente 15 E. Kirschbaum, La Compagnia di Gesu e I'arte, en Quarto centenario deJla costituzione della Compagnia di Gesu, Roma: Vita e Pensiero, 1941. 16 J. Baudrillard, op. cit., pág. 80.

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embebido de nostalgias metafísicas, han terminado en aberraciones hiperrealistas e hiperfuturistas. Sin embargo, el valor de los medios no reside en la sa­ tisfacción de pretensiones metafísica~ sino que im­ plica incluso el abandono de esas pretensiones. Ellos no pueden constituir la representación de la reali­ dad o del porvenir, porque son más bien condicio­ nes de la experiencia soc;:ial presente y futura. Hoy, el patrimonio estilístico, formal y cultural de la hu­ manidad puede ser objeto de una simulación que se presenta como tal, una ficción que, además de ofre­ cerse a sí misma, también da las señales de su propia irrealidad. Boorstin destaca que se trata, en toda la historia del hombre, de la primera gran seducción en que la fascinación del seductor se refuerza con la revelación de sus artificios. 17 Ello se debe a que la elección no es -como en las edades metafísicas­ entre verdad y engaño, sino entre una imagen que se hace pasar por realidad, presente o futura, y una imagen que se ofrece como imagen entre la imagen hiperrealista-hiperfuturista y el simulacro. El simulacro es, por 10 tanto, la imagen sin identi­ dad: no es idéntico a ningún original externo y care­ ce de una originalidad propia autónoma. Su estima carece de valor; su engaño es patente; su conflictivi­ dad carece de dolor. Marca el momento en que la ficción deja de ser nihilista sin restaurar la metafí­ sica, y el conflicto deja de ser disolvente sin restable­ cer la unidad.

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D. J. Boorstin, op. cit.

VII. Más allá del arte y del diseño

1. Autonomía y heteronomía: arte y diseño La duda sobre la posibilidad de hacer arte está ya . arraigada en la experiencia contemporánea. Una de las últimas grandes obras sobre la estética, la Teoria estética de Adorno, comienza con estas palabras: «Ha llegado a ser obvio que ya no es obvio nada que tenga que ver con el arte, ni en él mismo, ni en su re­ lación con el todo, ni siquiera su derecho a existir». 1 Que el arte haya perdido su obviedad y, no obstante ello, sobreviva, al menos nominalmente, es síntoma de un malestar que afecta al arte en general y a las artes figurativas en particular, respecto de 10 cual se revelan inadecuadas las buenas intenciones y los buenos propósitos. Buenas intenciones y buenos propósitos que pueden incluso orientarse en direc­ ciones opuestas: tan ineficaz parece la posición de quien quiere poner al arte por encima de cualquier duda, como la de quien, animado por una voluntad iconoclasta, ya no quiere en absoluto oír hablar de arte. A la pregunta acerca del presente y el porvenir del arte se ha de dar, ante todo, una respuesta histó­ W. Adorno, Aesthetische Theorie, Fráncfort del Meno: Suhrkamp, 1970. 1 T.

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rica, que examine las transformaciones ocurridas desde fines de los años cincuenta. Hasta entonces, los problemas teóricos vincula­ dos con la producción visual y gráfica se planteaban en términos relativamente claros, incluso en los sec­ tores vanguardistas más osados. La problemática fi­ losófica tradicional, centrada en la cuestión de la au­ tonom{a y/o heteronom{a del arte, bastaba para dar cobijo a una fenomenología de la actividad artística basada 'en la oposición arte autónomo/arte aplicado o, más correctamente, arte puro (o arte tout court)/ diseño industrial. Entre estos dos términos se produ­ cían influencias e intercambios, había una dialécti­ ca, 2 precisamente en cu~i1to eran opuestos y remi­ tían a conceptos contradictorios entre sí como el va­ lor artístico y el valor de uso, lo útil y lo inútil, la uni­ cidad y la reproducción en serie. Estéticas y poéticas enteras se apoyaban en el examen de esa oposición, que podía plantearse como oposición entre dos cate­ gorías fundamentales: por un lado, el arte; por el otro, la econom{a. 3 Una parte fundamental de la experjencia artística y poética, que examinaron y repensaron Maurice Blanchot y Georges Bataille, llevaba a definir el ám­ bito del arte como alteridad radical, como inutilidad o negatividad en relación con los procesos económi­ cos positivos del trabajo y la producción. La existen­ cia de un mercado artístico de amplias proporcio­ nes, cada vez más organizado, donde el arte se redu­

cía a mercancía de lujo, no incidía en la naturaleza esencial del fenómeno artístico. En definitiva, el es­ tatus histórico-social de la obra de arte seguía siendo el que había descripto Marx en un artículo de 1842, en el cual, a propósito de la prensa, sostenía que considerar la actividad del escritor como un oficio, y su producto, como mercancía, contrastaba profun­ damente con el carácter esencial de dicha actividad: su libertad fundamental consiste precisamente en no ser un oficio. 4 Era posible considerar'la comerciali­ zación del arte como un momento posterior y extra­ ño al proceso artístico y a la obra, momento del cual el análisis filosófico del arte, esto es, la estética, se desentendía, evaluándolo meramente como un fe­ nómeno de degradación, y augurando la liberación de los verdaderos valores artísticos respecto del mer­ cado capitalista, ya sea en el ámbito reformista de los museos y las instituciones públicas, ya en el ám­ bito revolucionario del arte hecho por todos. En cambio, la perspectiva de la producción visual heterónoma, que se concretaba en el diseño indus­ trial, identificaba lo bello con lo útil y lo funcional, con la perfecta adaptación de la forma a la finalidad del objeto. Esta total subordinación a la utilidad no implicaba, sin embargo, una completa subordina­ ción a la economía: incluso el diseño industrial ha­ llaba su propia razón de ser, su dignidad y hasta su pureza, precisamente, al oponerse, por un lado, al mal gusto de los consumidores, al kitsch, y, por el

2 L. Anceschi, Autonomía ed eteronomía deWarte (1936), Milán: Garzantí, 1976, pág. 225. 3 M Perniola, ~alienazione artistica, Milán: Mursia, 1971.

K. Marx, Debatten über die Pressfreiheit und Publikation des Landstdndlichen Verhandlungen (1842), en K. Marx y F. Engels,' Werke, Berlín: Dietz, 1965 y sigs., t. 1.

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otro, a las presiones de la industria, al styling, a la cosmética del producto no justificada por necesida­ des técnicas o estructurales, sino exclusivamente por razones de mercado. El hecho de que esta oposición fuera a menudo una veleidad, más que una realidad, no privaba en absoluto de coherencia intrínseca a la teoría del diseño industrial, cuya construcción se ba­ saba, justamente en la diferencia entre valor de uso y valor de cambio. Así, el diseño industrial, al igual que el; arte, cobraba una tr~scendencia crítica en re­ lación con la economía y la sociedad capitalista, en la medida en que esta última se desinteresaba por completo del valor de uso de las mercancías que producía, para atender sólo a su valor de cambio. La reivindicación de las verdaderas necesidades de los consumidores en contra de las imposiciones del mercado, que creaba artificialmente falsas necesida­ des para poder satisfacerlos con categorías enteras de mercancías inútiles, era un aspecto esencial de la estética del diseño. En el arte y en el diseño industrial no dejaba de subsistir una dialéctica entre autonomía y heterono­ mía; el arte autónomo contenía en sí mismo al me­ nos una pretensión heterónoma: la de proponerse como alternativa total al mundo de la economía y el capitalismo; a la inversa, el diseño industrial abri­ gaba la pretensión de tener un valor autónomo, no reductible a la coyuntura del mercado, en estrecha relación con las necesidades del hombre y de la so­ ciedad.

2. Fetiches artísticos y mercancías semióticas A fines de los años cincuenta, la situación cambia profundamente; la transformación se presenta, a pri­ mera vista, como afirmación exagerada de la auto­ nomía del arte y de la heteronomía del diseño indus­ trial. En el ámbito del arte, la autonomía hipertrófica se manifiesta claramente con el pop arto Se hace ca­ da vez más evidente que cualquier imagen o cual­ quier objeto, sustraído al uso e introducido eh el mi­ croambiente artístico, es arte de pleno derecho, con independencia de sus cualidades formales, su origen y el contexto del que formaba parte. En el lapso de quince años, esta solemnización artística y culturiza­ ción de imágenes y de objetos extraños al ámbito del arte se extiende de la imagen publicitaria, la fotogra­ fía y el cómic (pop art) a cualquier objeto, aun usa­ do, consumido, deteriorado, incluso reducido a ba­ sura (nouveau réalisme), a las puras búsquedas vi­ suales, ópticas (arte programado, op art), a las es­ . tructuras industriales (minimal art), a los materiales naturales (land art, earth art), al cuerpo humano (body art), a cualquier diseño, escritura, gráfico, diafragma o información (arte conceptual). Aunque en general los críticos presenten la llamada «nueva vanguardia» como una superación de la separación entre arte y vida, por la introducción en el circuito artístico de formas y materiales pertenecientes a ám­ bitos considerados tradicionalmente ajenos al arte, aquella no supone en absoluto una disolución o si­

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quiera una atenuación del aspecto mercantil del ar­ te; el movimiento de la «nueva vanguardia» está in­ cluso estrechamente ligado a un boom del mercado artístico --cuyo centro se desplaza de París a Nueva York-, a la multiplicación de las galerías, al aumen­ to vertiginoso de los precios de las obras contempo­ ráneas, al florecimiento de empresas especuladoras que trafican y venden arte contemporáneo. Los protagonistas de este movimiento, que se apoya ¡en un sistema articulado de promoción, co­ mercialización y consagración, ya no son los artis­ tas, como en las vanguardias históricas, sino, en pri­ mer lugar, los marchands y, subordinados a estos, los críticos, quienes actúan como modernos alqui­ mistas, transformando en oro incluso la «mierda de artista». Un cuadro o una escultUra contemporáneos -señala apropiadamente Harold Rosenberg- son una especie de centauro, mitad materiales artísticos y mitad palabras. Estas últimas son el elemento vital y estimulante, capaz, entre otras cosas, de convertir en artístico cualquier material (epoxi, tubos de luz, cuerdas, piedras, tierra).5 El arte implica, por lo tan­ to, una connivencia y una complicidad con la eco­ nomía incomparablemente más profundas que el simple proceso de mercantilización de productos ar­ tísticos y culturales creados con anterioridad por el artista de manera autónoma. El marchand ya no se limita a «descubrir» y valorizar comercialmente pro­ ductos artísticos autónomos, que nacieron con inde­ pendencia de su acción y de su radio de influencia, 5 H. Rosenberg, Tbe de-definítion of art, Nueva York: Hori­ zon Press, 1972 (traducción italiana: Milán: Feltrinelli, 1975).

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sino que es el promotor y creador directo del hecho artístico. La consagración cultural y la valorización económica del producto de un artista están subordi­ nadas a la circunstancia de formar parte de una mo­ da cuyo monopolio poseen el galerista y el crítico que la lanzaron al mercado: del pop art en adelante, no existen más movimientos artísticos, sino modas artísticas. Puesto que cualquier cosa puede ser arte, la «artisticidad» de algo depende por entero de que marchands y críticos se muestren interesados en atri­ buírsela. Si antes del pop art las obras de arte nacían como , tales y sólo posteriormente se convertían en mer­ cancías de lujo, ahora nacen ya como productos de un mercado en el que circulan bienes de lujo: la me,r­ cantilización es su esencia misma. Por consiguiente, "la estética, el análisis filosófico del arte, ya no puede ignorar el aspecto económico del arte, porque este ha pasado a ser el fundamento mismo de la artistici­ dad: entre el cómic de los medios de comunicación y el cuadro de Oldenburg, entre la fotografía perio­ dística y la obra de Warhol, en verdad, sólo hay una diferencia de precio, que puede llegar a cifras muy abultadas. La estética no puede contentarse con afir­ mar tautológicamente que arte es todo aquello que el micro ambiente artístico considera tal, sino que debe explicar por qué a algunos objetos se les atribu­ yeun valor absolutamente desproporcionado, en re­ lación con los materiales de que están hechos, los instrumentos requeridos para producirlos y el tiem­ po empleado para realizarlos, por la simple razón de que están sustraídos al uso.

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El concepto tradicional de arte es en extremo inadecuado para describir esta producción, que más bien cabe analizar con el concepto de fetiche. El as­ pecto fetichista, que siempre estuvo presente en la fruición artística, se extiende en el arte contemporá­ neo a todos los aspectos y momentos del proceso, y define el estatus de sus productos. El fenómeno del fetichismo y el concepto de feti­ che deben entenderse en su precisa acepción freu­ diana. El fetichismo del que da pruebas el ambiente artístico modernista no consiste tan sólo en la atri­ bución de aspectos mate~iales al valor artístico (tal es, precisamente, el caso del simple proceso de mer­ cantilización del arte), sino que implica un proceso más complejo, que Freud describió como escisión del yo (Ichspaltung). Este proceso supone la coexis­ tencia en el seno del yo de dos actitudes psíquicas incompatibles en relaciqn con una realidad externa: su reconocimiento y su negación. De ello deriva Freud la existencia de un mecanismo específico que define con el término renegación (Verleugnung). 6 De manera similar, el microambiente artístico, hoy con­ dicionado por el marchand 'y su perspectiva, por un lado, niega íntimamente la existencia y la posibili­ dad del arte, en sí un proyecto inútil, negativo, ex­ traño y hostil en relación con la economía capitalis­ ta; mas, por otro lado, sostiene la necesidad del arte, del que obtiene pingües ganancias y sobre el cual 6 S. Freud, Fetichismus (1927), en Gesammelte Werke, Lon­ dres: Imago, 1940-1952, vol. XIV [traducción castellana: «Fe­ tichismo», en Obras completas, Buenos Aires: Amorrortu, 1978-1985, vol. XXI].

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funda su propia razón de ser. La satisfacción de estas necesidades contradictorias se hace posible mediante la creación de fetiches artísticos, cuya inutilidad no es un valor artístico, sino la condición de un valor de cambio más elevado que el ligado a la utilidad. El fetiche artístico implica, por lo tanto, la simultanei­ dad de dos necesidades opuestas: admitir que el arte es inútil y, no obstante ello, atribuirle un valor de cambio mayor que el de lo útil; pero permite tam­ bién contaminar y destruir las pruebas de la posibi­ lidad de un arte autónomo y crítico en relación con la sociedad y la economía capitalista. El ambiente modernista de los fetiches artísticos es profunda­ mente psicótico, pues se funda en una escisión in­ terna: por un lado, sabe que el fetiche artístico no vale nada; por otro lado, le atribuye un valor de cambio mucho mayor que el de lo útil. A partir de este primer fetichismo se desarrolla luego, en los ambientes más astutos y maliciosos, un segundo fetichismo: en este caso, la realidad externa sobre la que se ejerce la renegación no es el arte, el valor artístico (que ya ha dejado de constituir un pe­ ligro), sino la muerte del arte (de la cual el ambiente modernista es íntimamente consciente). El fetiche se convierte entonces en anti-arte, arte que se anula como producto, se vuelve sólo comportamiento, se destruye; de él no queda otra cosa que super-feti­ ches: las fotografías, los testimonios, las documenta­ ciones del happening. Sin duda, la dimensión tautológica del fetiche no tiene nada que ver con la autonomía del arte: la im­ portancia de este proceso reside en que el concepto

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mismo de autonomía se ha disuelto. Se define como «autónomo» aquello que tiene en sí mismo su ley; es actividad «autónoma» aquella que tiene en sí o plan­ tea desde sí la validez o la regla de su acción. En el fetiche, empero, no existe ley, valor, regla ni crite­ rio. Este proceso revela cuánto de metafísico, de ideal, de trascendente había aún en la experiencia artística anterior al pop art: lo negativo, lo inútil era considerado un valor, algo radicalmente distinto de la realidad. Por el contrario, el pop art(y las otras modas .que han sobrevenido) transforma lo inútil en dinero: pone fin a la posibilidad de un valor artístico autónomo: Sin embargo, no puede transitar el espa­ cio nihilista que inaugura, porque' del viejo valor ar­ tístico-cultural extrae en forma subrepticia un valor de cambio increíblemente elevado. Mata a Dios, pe­ ro lo sustituye por un fetiche. Sin embargo, la actitud moralista que juzga todo el arte de 1960 en adelante como una impostura y una falsificación de la vanguardia histórica, resulta inadecuada para captar la complejidad e importan­ cia del fenómeno, que tiene profundas raíces psico­ lógicas y sociales, y aspectos económicos sorpren­ dentes. En el mundo de los fetiches artísticos no queda lugar para una vanguardia artística que consi­ dere la inutilidad como un 'valor alternativo: cuando incluso las piedras pueden costar millones, precisa­ mente porque son inútiles, el concepto mismo de inútil se ha disuelto. Así como el arte contemporáneo exagera el mo­ mento de la autonomía y lo hace extensible a todo, el diseño industrial exagera el momento de la hete­

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ronomía y lo hace extensible también a todo. Desde la perspectiva artística que hemos examinado, todo puede convertirse en arte, esto es, todo puede sus­ traerse al uso y así tornarse inútil; paralelamente, desde la perspectiva del diseño semiótico o informa­ cional, todo puede tornarse útil, incluso necesario, con independencia de su valor de uso. Si el proyecto del fetichismo artístico es transformar lo útil en inú­ til, el proyecto del diseño semiótico es opuesto y com­ plementario: transformar lo inútil en útil, tornar psi­ cológicamente necesaria la adquisición y posesión de mercancías, más allá del uso que se les dará. El diseño semiótico o informacional difiere cuali­ tativamente del diseño funcionalista, al menos tanto como la vanguardia fetichista difiere cualitativa­ mente de la vanguardia histórica. En tanto que el diseño funcionalista tomaba en consideración la relación entre la forma del objeto y su función, el di­ seño semiótico considera el objeto como signo, co­ mo vehículo de mensajes que a menudo no tienen nada que ver con su valor de uso: aparece como he­ terónomo, precisamente, en cuanto remite a algo exterior y extraño al valor de uso de un objeto. El mejor sillón ya no será aquel cuya forma resulte la más adecuada para la necesidad de sentarse, sino aquel cuya forma sea la más adecuada para el reque­ rimiento de serenidad doméstica o ascenso social que él mismo induce. El aspecto connotativo del objeto prevalece sobre el meramente denotativo; nace pues un lenguaje de las mercancías, con el que estas son propuestas para su adquisición recurriendo a incitaciones ajenas al uso, generando el requeri­

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miento psicológico de su posesión y ofreciéndose para satisfacerlo. Se tornan así, a su vez, útiles y ne­ cesarias en un sentido y en una acepción que son opuestos a los principios del funcionalismo: si este último permanecía en un horizonte económico, aquellas abren un horizonte psicológico en el que se disuelve la relación entre valor de uso y valor de cambio. Desde este punto de vista, el diseño semió­ tico tiende a otorgar a todos los objetos el estatus que en ;otro tiempo se asignaba a los objetos de lujo. No por casualidad algunos estudiosos del fenóme­ no, como Jean Baudrillard, introdujeron el concep­ to de valor/signo como alternativa a los conceptos tradicionales de la economía política. 7 Sin embargo, la consecuencia más relevante del diseño semiótico reside' en que los objetos produci­ dos por la industria pierden la identidad que ante­ riormente les garantizaba el valor de uso. Si la mer­ cancía importa tan sólo como signo de determinada condición social, ella se hace intercambiable con otra que tenga un valor-signo análogo: así, ya no tie­ ne una identidad fija, sino sólo una identificación provisoria, una imagen, que le es otorgada por la es­ tructura global de los signos sociales y de las necesi­ dades de la producción industrial. A la construcción de esta imagen concurre de manera determinante la publicidad, que deja de ser upa información acerca de las cualidades de la mer­ cancía y asume el cometido de proporcionar un có­ digo para la lectura de esta. La publicidad torna ex­ 7

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signe, París: Gallimard, 1972.

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plícito el mensaje del objeto, e imperativa la necesi­ dad de su adquisición y consumo. Ello explica la culturización de la operación publicitaria, tanto más sutil cuanto más prescinde de las características ob­ jetivas del producto: a mayor habilidad del publici­ tario, mayor será la distancia entre la imagen del producto que él crea y el valor de uso originaria­ mente asociado al producto. . Un salto cualitativo adicional hacia la disolución de las categorías de la economía clásica se verifica a partir del momento en que la publicidad se propone brindar no (o no sólo) la imagen del objeto de con­ sumo, sino la del consumidor del producto) el suje­ to. Tal vez el concepto de narcisismo sirva para acla­ rar este fenómeno, que se ha descripto como despo­ sesión y alienación del consumidor, por analogía con la alienación del hombre como productor. Sin pretender introducirnos aquí en las complejas cues­ tiones que suscita el planteo psicoanalítico del narci­ sismo, basta con poner en evidencia que la elección de objeto depende estrechamente de una imagen del yo propuesta como modelo de identificación. Así, el requerimiento del consumidor y su investidura libi­ dinal ya no conciernen siquiera a la imagen del obje­ to, sino a la imagen de sí mismo que le propone la publicidad. El vínculo del consumidor con las cosas es muy indirecto, está mediado por su propio narcisismo. Dice Freud: «Nos formamos así la imagen de una originaria investidura libidinal del yo, cedida des­ pués a los objetos; empero, considerada en su fon­ do, ella persiste, y es a las investiduras de objeto co­

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mo el cuerpo de una ameba a los seudópodos que emite».8 Las identificaciones con las imágenes del yo que propone la publicidad son demasiado lábiles y provisorias; por consiguiente, no llegan a interio­ rizarse y provocar el surgimiento de una norma, un valor, un superyó: antes bien, pueden producir una escisión del yo, por la cual el consumidor, por un lado, niega la existencia de un valor de uso de las co­ sas, en conformidad con su experiencia narcisista, y, por el ;otro, enfrenta la necesidad de atribuirles un hipotético valor de uso acorde con el precio que pa­ ga por ellas. Esta escisión resulta evidente en la acti­ tud hacia el gadget, el artefacto, el objeto cuya fun­ cionalidad es puramente hipotética, como, por ejemplo, una tostadora de nueve graduaciones: la consabida frase «Puede llegar a servir», que suele acompañar a la adquisición de tales artefactos, reve­ la que no tienen utilidad alguna, excepto la gratifi­ cación psicológica derivada de sentirse propietario de una cosa que «puede llegar a servir».9 A esto se añade una escisión del yo más profunda y radical, que atañe a la identidad misma del sujeto en su rela­ ción con las cosas: mie~tras esa relación se plantea­ ba como una necesidad, la identidad del sujeto esta­ ba a salvo; a partir del momento en que todo puede ser necesario, disolviéndose la posibilidad de dife­ renciar lo útil de lo superfluo, el sujeto mismo pier­ 8 S. Freud, Zur Einführung des Narzissmus (1914), en op. cit., vol. X [traducción castellana: «Introducci6n al narcisis­ mo", en op. cit., vol. XIV]. 9 J. Baudrillard, Le systheme des objets, París: Gallimard, 1968.

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de su identidad. Empero, el diseño semiótico y la publicidad no tardan en devolvérsela, de manera sucedánea, como identificación, como modelo de referencia. La posición del diseño semiótÍco y de la publicidad en relación con la economía puede expli­ carse mediante el concepto freudiano de renegación (que ya empleamos a propósito del fetichismo artís­ tico): tanto uno como la otra consideran que si todo puede llegar a ser objeto de necesidad, el concepto económico de valor de uso carece ya de sentido; no obstante, al mismo tiempo, proponen necesidades ficticias y hacen del final de la economía una base para su relanzamiento. A esta altura es evidente que el concepto tradi­ cional de heteronomía, que permitía definir el esta­ tus de las mercancías industriales, también se ha' di­ suelto: la publicidad es esencialmente anómica, no remite a ningún criterio, ley ni norma trascendente. Entre las diversas imágenes de mercancías o de con­ sumidores que propone, la mejor es aquella que ge­ nera el mayor incremento de las ventas: no remite a una ley, sino a un hecho. Vemos así cómo se han disuelto la autonomía del arte y la heteronomía del diseño industrial: los fe­ nómenos que los han sucedido llevan el nombre de «arte» y de «diseño industrial», pero producen obje­ tos cuyo estatus histórico-social es muy distinto del objeto artístico y del objeto funcional: ellos son el fetiche artístico y el objeto narcisista. En tanto que el arte y el diseño industrial eran opuestos y, por ende, había entre ellos una dialéctica, entre el fetiche artís­ tico y el objeto narcisista no hay oposición ni, por

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consiguiente, dialéctica alguna. Hay incluso una afi­ nidad y una semejanza sustancial entre el microam­ biente artístico y el macroambiente de la producción y circulación de las mercancías semióticas. Artistas y diseñadores abandonan por completo el concepto de estilo, que remite a una identidad individual, o al menos a una unidad formal, y hablan de las caracte­ rísticas formales de sus obras en términos de lengua­ je, signo, código: el último estilo del arte puro fue el informal; el del diseño, el Diseño Visual Objetivo de los años cincuenta, conocido también como estilo suizo o estilo IBM. Crítica 'de arte y publicidad se aúnan por la enor­ me ampliación de su papel y el aumento de su im­ portancia: ya no se limitan a comentar el objeto, si­ no que crean desde cero su imagen, hasta el punto de que se tornan imprescindibles para cualquier feti­ che artístico o mercancía narcisista. En las revistas de arte es imposible distinguir entre la publicidad de las galerías y los textos que ilustran sobre las mer­ cancías de lujo que esas, galerías venden. A la inver­ sa, las revistas de publicidad empresaria más hipó­ critas publican textos refinados e inobjetables, que denotan una elevada imagen cultural de los consu­ midores de la mercancía producida, la cual (por ejemplo, automóviles o cerámicas) aparece de modo marginal o casual. Por este camino, resulta perfecta­ mente posible publicitar baños de mayólicas en la edición de una auténtica revista de filosofía que in­ cluya un inserto separable en el que se representa un baño de mayólicas. Por lo demás, son numerosas las publicacion~s especializadas en galerías de arte en

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las cuales eventualmente se escribe sobre deportes, o que hasta se proponen renovar la filosofía, indicio de que a esta altura es posible reemplazar la crítica de arte específica por cualquier otro lenguaje, inclu­ so indirecta y, a menudo, involuntariamente publici­ tario. y, a la inversa, una revista de historia del arte puede servir para hacer publicidad acerca de cual­ quier mercancía. La afinidad entre arte y economía se extiende a los empresarios y a los marchands. El empresario in­ . dustrial, en calidad de productor ya no de objetos funcionales, sino de signos, códigos, modelos de identificación, se torna afín al marchand; por su par­ te, este último, en la medida en que induce la pro­ ducción de mercancías y controla el ciclo íntegro de esta y de valorización del producto, es afín al capita­ lista industrial. Todas las mercancías se culturizan; paradójicamente, esta culturización se extiende tam­ bién a los fetiches artísticos, entendidos como mer­ cancías perfectamente comparables a un Jaguar o a una piel valiosa, esto es, como signos de identifica­ ción ~ocial. El fetichismo y el narcisismo, fenómenos que he­ mos considerado apropiados para designar, respec­ tivamente, al arte contemporáneo y la mercancía se­ miótica, parecen contrapuestos: el fetichismo deno­ ta una investidura libidinal de los objetos; a su vez, el narcisismo denota una investidura libidinal de la imagen de sí. Esta oposición, en nuestro caso, es só­ lo aparente, pues la gratificación que proporciona la posesión de un fetiche artístico es de naturaleza nar­ cisista: proviene de considerar la mercancía artística

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como un atributo, un componente accesorio de la imagen de una persona culta y también actualizada. A la inversa, la gratificación que proporciona la compra de una mercancía semiótica puede asumir un carácter fetichista cuando la imagen propia se ba­ sa tan sólo en la posesión de esa mercancía. Por lo demás, hemos visto que tanto el fetichismo como· el narcisismo derivan de una escisión del yo que, por un lado, niega el valor artístico y el valor de uso, y, por el otro, los reconoce, a expensas de disol­ ver su significado originario. Fetichismo y narcisis­ mo se tornan completamente equivalentes cuando se trata del propio cuerpo, entendido como producto de múltiples servicios, de la dietética a la cosmética, de la medicina al deporte. En este caso, la imagen de sí mismo que propone la publicidad se identifica por entero con el único objeto al que aún se le atribuye la cualidad estética por excelencia: la belleza. El cuerpo es a la vez fetiche y objeto narcisista, mer­ cancía de lujo y mercancía semiótica. Fetiches artísticos y mercancías semióticas son asimilables en el concepto de moda, que los incluye y sostiene. Este concepto pone en evidencia el as­ pecto de seudonovedad que los aúna: la actualiza­ ción, estar up-to-date, es condición esencial de todo movimiento artístico y de todo mensaje transmitido por las mercancías y la publicidad. Empero, esta movilidad nunca constituye una efectiva ruptura con el pasado: la referencia al valor artístico y al va­ lor de uso, aun privada de todo contenido, debe mantenerse. De esta disociación, de esta fractura, de esta escisión implícita en el concepto de moda, y de

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la inútil tentativa de remediarla, deriva la velocidad vertiginosa de los procesos de deterioro y obsoles­ cencia que afectan tanto a los fetiches artísticos co­ mo a las mercancías semióticas. Ellos contienen una promesa de novedad, cambio, porvenir, que no pue­ den cumplir. El nihilismo, el inmoralismo, la destrucción de toda norma, de toda ley, de todo valor, son la sus­ tancia misma del arte y el diseño contemporáneos, que estos no pueden manifestar ni admitir, porque ambos se apoyan en la extensión indiscriminada del valor artístico y del valor de uso, de lo inútil y de lo útil: «todo es arte», «todo es útil». A partir deseme­ jantes afirmaciones se debería deducir el fin del arte y de la economía, pero el arte y el diseño contempo­ ráneos deducen, en cambio, que «todo es valor' de cambio». Para ellos, «es bello todo 10 que cuesta» y, a la inversa, «todo lo que cuesta es bello». La estética moderna identificaba lo bello ora con 10 inútil, ora con lo útil, ora con el valor artístico, ora con el valor de uso, o bien aceptaba lo uno y lo otro establecien­ do entre ellos una relación dialéctica. Una estética que quiera fundarse en los fenómenos artísticos pos­ teriores al final de los años cincuenta debería llegar a la conclusión de que lo bello es dinero, es valor de cambio, y que sólo el dinero es bello.

3. El hiperrealismo burocrático y populista La burbuja especulativa que, a partir de los años sesenta, infló el valor del arte fetichista y del diseño

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semiótico está destinada a estallar tarde ° temprano. El microambiente artístico y el macroambiente pu­ blicitario terminarán sucumbiendo, víctimas de su nihilismo inconfesable: la disolución de todo valor, ya sea el valor artístico o el valor de uso, que secre­ tamente promovieron y lograron, al hacerse ma­ nifiesta y evidente, torna inútil su función. Si todo es arte, ya nada lo es; si todo es útil, ya nada lo es; si to­ do es valor de cambio, ya nada lo es. La inflación, la extensión indiscriminada y total de los valores, lleva consigo el fin de estos. Hace ya algún tiempo que ha surgido una nueva figura alternativa a las de artista y diseñador, crítico y publicitario, marchand y capita­ lista: el operador cultural, que tras la invención y di­ fusión de Internet se ha transformado en un social

network manager. A esta figura se la entiende habitualmente de dos maneras diferentes. En una acepción burocrática, el operador cultural es un administrador de bienes ar­ tísticos y culturales; en una acepción populista, el operador cultural es un animador o un promotor de formas de creatividad popular y colectiva. En la base de la concepción burocrática está, en general, la ideología de la cultura como un servicio público que el Estado debe brindar, al igual que la atención de la salud o los medios de comunicación; en la base de la concepción populista está, en general, la ideología de la cultura como formación colectiva de un grupo social dotado de una identidad. Estas acepciones no son incompatibles entre sí ya menudo aparecen en los análisis del periodismo y la sociología contempo­ ráneos.

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La limitación fundamental de estas dos concep­ ciones del operador cultural reside en que ninguna de ellas toma en cuenta los fenómenos que hemos examinado y, en consecuencia, se hallan ligadas a problemáticas y perspectivas que el arte fetichista y el diseño semiótico han disuelto por completo. Una administración burocrática y/o populista de las artes y de la cultura sólo puede ser exitosa duraderamente en una sociedad que no conoció la fuerza disgrega­ dora de la crítica de arte y la publicidad contempo­ ráneas. La operación cultural burocrática, que se propo­ ne una correcta administración de los bienes artísti­ cos, ignora un hecho fundamental: que el concepto mismo de «bien» artístico, en el sentido de valor ar­ ~ístico vivo, se ha perdido por completo. Esto resul­ ta, particularmente evidente en la pretendida contra­ posición entre galería privada y museo, entre merca­ do de las obras de arte y comitente público. Es muy ingenuo pensar que el museo o el comitente público representan una alternativa al microambiente artísti­ co privado: por el contrario, cumplen una función de caución del valor de cambio de los fetiches artísti­ cos, así como los bancos centrales constituyen una garantía para la circulación de los capitales y para la especulación privada. 10 De este modo, la operación cultural burocrática pierde sus rasgos reformistas y se convierte, muy a su pesar, en complementaria y funcional en lo que respecta al mercado artístico ca­ pitalista. 10

J. Baudrillard, Pour une critique de 1'économie politique

du signe, op. cit ..

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La operación cultural populista, que se propone conservar la identidad cultural de las clases bajas y promover su desarrollo creativo, ignora, a su vez, el hecho fundamental de que el concepto mismo de «identidad social» se ha perdido, que ha sido sustitui­ do por los de «imagen» y «modelo de identifica­ ción»: las identidades culturales que la operación cultura] populista defiende no son más que «imá­ genes)) absolutamente análogas a las que difunde la publicidad, sujetas por igual a la obsolescencia y el rápido deterioro. La moda del producto artesanal popular no difiere cualitativamente de la moda del producto ultramoderno. Así pues, las operaciones culturales burocráticas y/o populistas no pueden constitu.ir una alternativa al fetiche artístico y a la mercancía semiótica. Con frecuencia, son solidarias y complementarias del mi­ croambiente artístico y el macroambiente publicita­ rio -por ejemplo, en el caso de muestras de fetiches artísticos financiadas por organismos públicos-o A menudo, el operador cultural burocrático o populista pretende restaurar el verdadero valor ar­ tístico y el verdadero valor de uso mediante una aus­ teridad cultural reduccionista (que diferencie las obras válidas de aquellas que carecen de valor, y las seleccione) o una austeridad económica (que dife­ rencie y seleccione las necesidades sociales, separan­ do lo útil de lo inútil, lo necesario de lo superfluo). Empero, estos intentos moralizadores pertenecen a la clase de buenas intenciones de que está empedra­ do, se dice, el camino al infierno. De hecho, en una sociedad en la que ya no hay valores artísticos ni va-

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lores de uso, el restablecimiento de estos conceptos, por cierto, no vuelve la situación al estado anterior a su disolución, sino que está implicado desde un principio en la lógica de las modas culturales y la publicidad. De esta manera, incluso los conceptos de valor, ley y norma son reciclados en un contexto que los priva de todo valor, toda ley, toda norma ti­ vidad: la seriedad del operador burocrático o popu­ lista es sólo un signo, un modelo de identificación, una imagen publicitaria destinada a una rápida obsolescencia, como las imágenes hedonistas de la sociedad de consumo a las que provisoriamente reemplaza. La cultura «auténtica» y la economía po­ lítiea clásica, la selectividad y el funcionalismo retor­ nan no como realidad, sino como modelos de simu­ ladón. El operador cultural burocrático o populista no representa, pues, sino el lógico desarrollo del crí­ tico de arte fetichista y del publicitario: las imágenes que vende se diferencian de las imágenes de estos úl­ timos por un mayor realismo. Sin embargo, este rea­ lismo no tiene nada que ver con la realidad origina­ ria del valor cultural o del valor de uso; es, antes bien, un hiperrealismo, que brinda una imagen abso­ lutamente idéntica a la cultura y la economía clási­ cas. La austeridad cultural y la austeridad económi­ ca no representan, por consiguiente, el retorno a los valores culturales y a los valores de uso: este retorno es imposible; aquellas constituyen tan sólo la ima­ gen hiperreal del valor cultural y del valor de uso.

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4. La operación cultural y el simulacro La neovanguardia y el diseño semiótico han des­ truido el arte y el diseño, la autonomía y la heterono­ mía, el valor artístico y el valor de uso, el valor de lo inútil y el valor de 10 útil. Su animación hiperreal no hace sino perfeccionar su muerte, precisamente por­ que los torna indistinguibles de su subrogado. Así, el problema fundamental que enfrenta el operador cultural e~, en sustancia, elsiguiente: ¿cómo salir del nihilismo que es la esencia misma del fetichismo artístico y del diseño semiótico, de la operación cultural buro~rática y de la populista? Toda crítica moralista formulada en nombre de los «verdaderos valores», sean estos artísticos o de uso, no sólo ca­ rece por completo de eficacia, sino que es contrapro­ ducente, pues, al subestimar la enorme obra de disgregación y anulación que se desató a partir de los años sesenta, no deja de ser presa fácil de la mis­ tificación hiperrealista. La única manera de superar efectivamente el feti­ chismo artístico y la publicidad estriba en ser más consecuentes y rigurosos que ellos, extraer de las premisas que ellos plantearon las conclusiones que los aniquilen, empujarlos al vórtice que ellos mis­ mos pusieron en movimiento. Si el arte fetichista y el diseño semiótico disolvie­ ron los conceptos de valor artístico y valor de uso, de útil e inútil, el cometido del operador cultural no será, ciertamente, brindar a esos conceptos una sub­ sistencia burocrática o una animación hiperreal, si­ no negar toda legitimidad al concepto mismo de va­ lor. Si el arte fetichista y el diseño semiótico disolvie­

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ron la identidad de los objetos y de los sujetos, el co­ metido del operador cultural no será, por cierto, proporcionar a los objetos y a los sujetos una identi­ ficación burocrática o arcaizante, sino, en todo caso, abrir de par en par el espacio de la no-identidad, de la diferencia, desplazarlos constantemente a un lu­ gar distinto del que tienen asignado. En lo que respecta a la cuestión de la autonomía y la heteronomía, estas determinaciones se han disuel­ to no menos que las otras: la operación cultural no obtiene su prinCipio del interior o del exterior, dado que se han perdido los conceptos de norma, de valor trascendente entendido como criterio de juicio y de crítica. Por esta razón, el operador cultural es una fi­ gura cualitativamente distinta del crítico de la socie­ dad, así como la operación cultural difiere de la so­ ciología crítica: de hecho, ya no queda ningún punto elevado, ninguna altura desde la cual criticar y juz­ gar a la sociedad, ningún privilegio que se pueda ha­ cer valer. La operación cultural puede diferenciarse radical­ mente de la neovanguardia y del diseño semiótico sólo si se la piensa en relación con el simulacro. Este no es ni pretende ser un valor cultural ni un valor de uso, si acaso se sitúa en el punto de convergencia de procesos que disuelven el arte y la utilidad. La sociedad de masas contemporánea disfruta ya de las obras de arte y de los objetos utilitarios de manera «aberrante» en relación con la tradición cultural y la lógica funcional más elemental: al ignorar la especificidad de la obra de arte y emplear los objetos de una forma que la publicidad, el marketing y la

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producción no logran prever,11 impone una tercera dimensión irreductible y otra respecto de la autono­ mía y la heteronomía; no se contenta con los com­ promisos con el pasado que proponen la neovan­ guardia y el diseño semiótico, sino que lleva sus pre­ misas a consecuencias extremas. La problemática del simulacro es capaz de hacer suyo el significado de este vuelco, este masivo détournement, y resta­ blecer, en términos completamente diferentes de los tradicionales, la perdida relación entre cultura y so­ ciedad. La operación cultural cÍ1y~ eje de referencia es el simulacro presupone el completo abandono de los esquemas pedagógicos o ideológicos que hasta aho­ ra han estado vinculados con las iniciativas de divul­ gación de la cultura: el simulacro no es una versión empobrecida, barbarizada, degradada de la obra de arte o del producto funcional, sino una imagen que se da corno tal, que es efectiva por su coincidencia con la ocasión de la que surge. Las buenas intencio­ nes pedagógicas o ideológicas de la cultura tradicio­ nal, al chocar con la sociedad de masas, producen inevitablemente efectos hiperreales y decorativos: la operación cultural, en cambio, es efectiva precisa­ mente en la medida en que no tiene fines o conteni­ dos que provengan de perspectivas preconcebidas; requiere una humildad absoluta, un pleno abando­ no al hecho emergente. Si la neovanguardia y el di­ seño semiótico estaban vinculados con una dimen­ sión fetichista y narcisista, aquí se disuelven "tanto el 11 G. P. Cesarani, Mondo medio, Milán: Mondadori, 1979, págs. 112, 128, 152 Ysigs.

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objeto corno el sujeto: la operación cultural no pro­ pone la posesión de un objeto culturizado ni un mo­ delo subjetivo gratifican te para identificarse, sino que ofrece un espejo que absorbe la realidad, «res­ ponde prontamente a lo que pasa, pero prontamente lo borra». 12 No pretende proporcionar un significa­ do, una razón, un sentido universal a la existencia, sillo impulsar un hecho particular, una situación es­ pecífica, una ocasión individual, en un juego en que la vertiginosa sucesión de anulación y mul­ tiplicación abre de par en par la tercera dimensión irreductible tanto al arte corno a la economía.

12 R. Giorgi, Figure diNessuno, Milán: Out of London Press, 1977, pág. 30. Acerca del videotape como espejo, cf. V. Flusser, "L'art sociologique et la video», en Art sociologíque, al cuidado de F. Forest, París: UG.E., 1977.

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VIII. Hacia una estética general

1. Estética y arte La crítica que Adorno le dirige a la estética en la «Protointroducción» de su Teoría estética 1 aún re­ presenta un obstáculo fundamental para una enérgi­ ca reanudación de la reflexión estética, y sigue des­ pertando una timidez teórica que se manifiesta en el privilegio otorgado al enfoque historiográfico de los momentos de la estética y al examen de las obras de arte individuales de acuerdo con diversas metodolo­ gías, tratando de eludir o poner entre paréntesis los problemas filosóficos de fondo. Sin duda, estas dos líneas de investigación son imprescindibles y consti­ tuyen una conquista a la que la estética no debe re­ minciar; sin embargo, si no son iluminadas por un proyecto teórico más general, tienden a rebajarla a mera disciplina histórica o a simple método inter­ pretativo. Esta escasa vitalidad de la estética es completa­ mente independiente de la buena voluntad de Ador­ no, cuya crítica a la estética tradicional pretende in­ cluso fomentar el desarrollo de una estética dialécti­ W. Adorno, Aestbetische Tbeorie, Fráncfort del Meno: Suhrkamp, 1970. 1 T.

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ca que, prescindiendo de presupuestos y conclusio­ nes metafísicas, sea capaz de satisfacer el requeri­ miento de reflexión acerca del contenido de verdad de la obra de arte que proviene del interior mismo del quehacer artístico. Según Adorno, lo que torna obsoleta y superflua a la estética es su tradicional in­ comprensión en lo que respecta al arte en general y al arte de vanguardia en particular: esta incompren­ sión comienza después de Kant y Hegel, quienes fueron lo~ últimos en «escribir de estética con gran estilo sin entender nada de arte», sobre la base de una afinidad profunda, aún subsistente, entre arte y filosofía. No obstante ello, la teoría estética de Adorno, al establecerse como una confrontación entre la tradi­ ción estética de Kant y Hegel y los rasgos distintivos del arte de la primera mit~d de siglo, antes que co­ rno una búsqueda de instrumentos teóricos capaces de afrontar de manera adecuada la situación actual, confirma, muy a su pesar, la impresión de que el pro­ yecto de la estética está agotado, de que lo único que resta es el reconocimiento de sus errores y sus límites históricos, y la abdicación respecto del presente y el futuro. , Motivo de la escasa vitalidad de la propuesta de Adorno tal vez sea la absoluta falta de actualidad de su análisis; Adorno interpreta con extrema agudeza e inteligencia la situación de los años treinta, cuando Paul Valéry acusaba a la estética de no comprender nada de la poesía y del arte, y Heidegger y Dewey, por caminos muy diferentes, intentaban interpretar filosóficamente el arte, rechazando las premisas de 192

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la estética tradicional. Es cierto que a Heidegger y a Dewey puede reprochárseles el hecho de que hayan elaborado una filosofía del arte que, aunque inde­ pendiente de la tradición estética, es poco conflicti­ va y poco dialéctica en relación con la aventura ar­ tística que en aquellos años emprendían las vanguar­ dias europeas; empero, sus intentos fueron más opor­ tunos y fecundos que cuanto Adorno deja entrever. Lo anacrónico de la estética de Adorno reside en la presuposición de una conflictividad esencial entre el arte y su otro, entre la obra de arte entendida co­ mo momento de verdad y la era histórica quecons­ tituye la negación de esa verdad: tal es, en efecto, la condición de la gran aventura artística y poética que se despliega desde el Sturm und Drang hasta las van­ guardias históricas de l~ primera mitad de siglo. Em­ pero, a partir de los años cincuenta, el advenimiento de la neovanguardia marca un giro completo y radi­ cal: no recoge en absoluto la herencia conflictiva de la vanguardia histórica, sino que, por el contrario, avanza hacia la disolución de toda oposición esen­ cial entre el arte y su otro, entre verdad e historia. Esta profunda disolución de la esencia misma del arte concierne y afecta a todas las artes: tanto a la poesía como a la pintura, tanto al teatro como a la música. La autoconciencia artística de cada una de ellas era aún esencialmente dialéctica en la primera mitad del siglo XX, porque se fundaba en la expe­ riencia de una oposición radical: poesía y literatura se autoproponían como lo contrario del periodis­ mo; la pintura, como lo contrario de la fotografía y del diseño; las artes de la representación (teatro y 193

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música), como lo contrario del cine. Por un lado la autonomía, por el otro la heteronomía; por un lado el valor, por el otro la historia; por un lado la ver­ dad, por el otro la industria': No estaba excluido un . traspaso de determinaciones individuales de un ám­ bito al otro, pero este movimiento formaba parte del proceso dialéctico, que se apoya en los opuestos contradictorios y sobre estos se despliega. El primer cometido que se le presenta a una esté­ tica contemporánea consiste en comprender el sig­ nificado histórico y filosófico de estas oposiciones pasadas, reconstruyéndolas dialécticamente desde los dos lados· de su conflicto: en lo que concierne a la escritura, habrá que indagar, por una parte, en qué medida el concepto mismo de «poesía» y de «li­ teratura pura» se fue elaborando en Mallarmé, en Valéry, precisamente, en oposición a la escritura pe­ riodística, carente de rigor y efímera; por otra parte, habrá que examinar en qué medida el concepto de «periodismo integral» elaborado por Gramsci se vincula con su polémica contra los intelectuales au­ tónomos. El caso de Karl Kraus y su periódico Die Fackel representa un excepcional objeto de estudio para comprender plenamente la contradicción entre literatura y periodismo. De manera semejante, en lo que concierne a la imagen, el significado conceptual de las relaciones de oposición entre pintura y foto­ grafía, entre pintura y diseño, entre pintura y publi­ cidad, aún queda, en gran medida por descubrir. Así, la idea de Artaud acerca de un teatro «absoluta­ mente puro» apunta a ofrecerle al espectador un ti­ po de experiencia opuesto a la cinematográfica; e 194

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incluso el teatro épico de Brecht parece a veces com­ petir abiertamente con el cine. A la inversa, junto con la poética que reivindica el cine como arte, el ci­ ne-verdad de Dziga Vertov se orienta en dirección opuesta a la representación y al teatro . Todas estas oposiciones pertenecen al pasado. El segundo cometido de una estética contemporánea consistirá en examinar su disolución en la neovan­ guardia: una disolución que no es la pura y simple supresión del arte autónomo en una heteronomía total, sino que entraña, por el contrario, un proceso que afecta a ambos polos del conflicto. El proyecto gramsciano de un periodismo pedagógico se torna tan obsoleto como el proyecto hermético de' una poesía pura: el lenguaje de la neovanguardia no es autónomo ni heterónomo; de un modo más radiéal, carece de normas. Tampoco cabe considerar el pop art como una rendición incondicionada a la publici­ dad, porque aquel implica una sublimación cultural de esta y a la vez remite a ella. Por último, el mismo movimiento parece afectar al teatro y al cine: en el primero, se tiende a suprimir la referencia a un sig­ nificado trascendente, ya no en nombre de un extra­ ñamiento que produzca un efecto crítico (como en Brecht), o en nombre de una «metafísica en acto» (como en Artaud), sino en favor de una pura factici­ dad escénica, que aun asumiendo diversas motiva­ ciones (lingüísticas, religiosas, políticas, etc.) no deja de ser, en definitiva, mero acaecimiento. De manera análoga, el underground cinematográfico ya no es reproducción de hechos, como la factografía de Vertov, sino mera facticidad fílmica.

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El malestar que genera esta situación no es pro­ ducto, sin embargo, de la disolución del concepto de arte, sino de su permanencia, dado que se sigue con­ siderando arte a la producción de la neovanguardia, y esta continúa gozando de los atributos histórica­ mente vinculados con ese concepto. Por lo tanto, el tercer cometido de la estética, entendida aún como filosofía del arte, será pensar el movimiento que so­ brepasa a este último. Hegel entendió este proceso de modo'dialéctico: «El arte ya no vale para noso­ tros como la más alta modalidad en que la verdad cobra existencia», porque «es innata en el espíritu la necesidad de- ser satisfecho sólo por su propio inte­ rior, como la verdadera forma de la verdad».2 Así, según Hegel, el arte es superado en la religión. Para Nietzsche, en cambio, el arte, junto con la religión y la metafísica, pertenece al pasado: él evoca muertos, es hostil al esclarecimiento, esencialmente regresi­ vo: «El hombre científico -escribe Nietzsche- es el desarrollo que sigue al hombre artístico». 3 Estas dos teorías de la superación del arte se revelan insu­ ficientes: en la experiencia contemporánea, el arte no termina por un exceso de verdad, porque sea ina­ decuada para esta última' fa forma artística en que se manifestaba hasta ese momento, sino, al contrario, por la disolución del concepto mismo de verdadero.

El problema no consiste, pues, en la alternativa de que la verdad resida en el arte (como pensaba la es­ tética tradicional y como reitera Adorno) o fuera del arte, en la religión, en la ciencia o en la revolución --en las cuales, precisamente, el arte debería ser su­ perado-, sino en determinar de qué manera y con qué instrumentos conceptuales la filosofía puede pensar la disolución de la verdad del arte (como también de la religión, la ciencia, la revolución). Por consiguiente, es muy discutible que este tercer cometido pueda cumplirse de modo dialéctico. De hecho, en primer lugar, el arte (acaso al igual que la religión, la ciencia y la revolución) no tiene ya un opuesto, precisamente porque ya no se le opone lo verdadero. En segundo lugar, la ruptura histórica que la estética debe afrontar es mayor que lo que el concepto dialéctico de superación (Aufhebung) pue­ de soportar: aquella no se encuentra ante un nuevo modo de satisfacer una vieja necesidad, sino ante la desaparición de esa necesidad. Se abre de par en par un nuevo horizonte para la estética, que ella no lo­ gra transitar con medios dialécticos, basados en la contradicción y la síntesis.

2 G. W. F. Hegel, Aesthetik, Berlín: Aufbau Verlag, 1955,1, Introducción, 2 (traducción italiana: Turín: Einaudi, 1997). 3 F. Nietzsche, Menschliches Allzumenschliches (1878), en Kritische Gesamtsausgabe, Berlín: De Gruyter, 1967 y sigs., IV, 2, § 222 (traducción italiana: Umano, troppo umano, Milán: Adelphi, 1975).

El peligro de que el final del arte arrastre consigo a una estética ligada a él de manera demasiado estre­ cha es advertido con suma preocupación por aque­ llos que proponen una extensión de la reflexión del ámbito artfstico, entendido en su especificidad, al

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2. Estética y placer

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ámbito estético, entendido según una acepción más amplia. Este proyecto, que gira en torno al concepto de una esteticidad difusa, se enlaza directa o indirec­ tamente con la estética del siglo XVIII en general y con la estética kantiana en particular, que constituye su punto de llegada. Apartándonos del viraje que imprimieron Schelling y Hegel, quienes redujeron la estética a «filosofía del arte», esta orientación recu­ pera para la reflexión filosófica la cuestión del pla­ cer, despfazando la atenc;ón de la indagación del ob­ jeto artístico al sujeto estético, de la obra de arte al goce de lo bello. Marcuse, -el más representativo intérprete de esta tendencia en la filosofía contemporánea, aun sin de­ jar de incluir el arte en el ámbito de la dimensión es­ tética, hizo constante referencia al significado eti­ mológico de esta palabra, que muestra su relación esencial con el sentimiento y el placer. Las concep­ ciones de Marcuse se basan en la aceptación y reela­ boración de algunos nexos fundamentales estableci­ dos por la estética del siglo XVIII, el más importante de los cuales es el vínculo entre el placer y el sujeto. Es cierto que las consecuencias de ese vínculo difie­ ren marcadamente entre sí según se trate del sujeto empírico del hedonismo estetizante, del sujeto tras­ cendental de Kant o bien del sujeto individual y co­ lectivo de Marcuse, portador de un proyecto revo­ lucionario de liberación que atañe a toda la especie humana. No obstante, los diversos tipos de estética que se elaboraron sobre la base de la relación entre placer y sujeto comparten una característica: todos ellos presuponen la posibilidad de un acuerdo, no

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importa si esencial o momentáneo, presente o futu­ ro, entre el hombre y su sentir, entre el yo y las lla­ madas «facultades inferiores», entre la identidad subjetiva y el sentimiento. Este acuerdo no es en ab­ soluto obvio ni necesario, pero depende de una con­ cepción humanista del placer que comparten el indi­ vidualismo hedonista, el cual cree saber dominar el goce; el rigorismo kantiano, que concibe el placer estético como el único verdaderamente libre, y el ra­ dicalismo revolucionario, que proyecta a un porve­ nir más o menos remoto la reconciliación entre ra­ zón y sensualidad. Si la estética debe ampliar el ám­ bito de sus indagaciones y volver a toparse con la amplitud de problemas de sus propios orígenes, este desarrollo no puede quedar atrapado en las ingenui­ dades humanistas y neoclásicas. La primera tarea que ha de encarar una estética entendida como filosofía del placer consiste en mos­ trar el significado, las implicaciones y las consecuen­ cias del vínculo entre placer y sujeto. Este vínculo lleva a adoptar un punto de vista critico, que adquie­ re diversas formas según los caracteres que se le atri­ buyan al sujeto. El hedonismo se funda en la tácita condición de que su sujeto empírico no pierda nun­ ca la capacidad de diferenciar, sin excepción, entre el placer y el dolor, y calcular la naturaleza, cualidad e intensidad de los placeres. En definitiva, su finali­ dad es el control crítico del goce, cuya pertenencia al sujeto parece tan íntima que excluye a priori toda duda o perplejidad. Para Kant, la relación entre el placer y el sujeto trascendental lleva a conceptuali­ zar el sentimiento (esencialmente diferente de la

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sensación, precisamente por su fundamento subjeti­ vo), lo bello (esencialmente diferente de lo placente­ ro y lo bueno) y el gusto, definido como la facultad de juzgar mediante un placer o un displacer carente de interés para la existencia del objeto. 4 Para Mar­ cuse, por último, la «nueva sensibilidad» estética, que se basa en la unificación de sensibilidad y razón, el acuerdo entre eros y sujeto, es inseparable de la adopción de una perspectiva crítica en relación con las pulsiones de agresión y autodestrucCÍón y sus manifestaciones sociales; por ello mismo, la dimen­ sión estética se conview;, de por sí, en factor políti­ co de inquisición y denuncia, con independencia de los contenidos que transmite. El hedonismo, Kant y Marcuse están mancomunados por la pretensión de una reflexión critica sobre los placeres, esto es, una distinción racional del sujeto entre diversas clases de placer. No se contempla la posibilidad de un desa­ cuerdo esencial entre la libertad del sujeto y el pla­ cer: el hombre, por naturaleza, es dueño de su pro­ pio sentir. La existencia de un placer contrario a la identi­ dad del sujeto constituye un problema muy comple­ jo para cualquier concepción humanista; para apor­ tarle una solución, en el siglo XVIII se elaboró el concepto de lo sublime, que Kant define como «aquello que gusta de inmediato por su oposición al interés de los sentidos». Ya sea que se brinde una ex­ plicación tan sólo empírica de tal placer, como si fue­ se generado por un movimiento de liberación de 4 1. Kant, Kritik der Urteiskraft (1790), en Werke, Fráncfort del Meno: Suhrkamp, 1968, vol. X.

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una amenaza inminente, ya sea que se recurra --co­ mo lo hace Kant- al sentimiento del destino supra­ sensible en que se funda la superioridad del hombre con relación a toda grandeza desproporcionada o todo poder aterrador, en ambos casos, el placer tiene un carácter meramente negativo, dirigido en esencia a la confirmación y magnificación de la grandeza del . sujeto. De igual manera, Marcuse intenta hacer converger el principio del Nirvana, que obra en la pulsión de muerte, con el principio del placer, en una hipotética empresa común de lucha contra la muerte. 5 Por último, la concepción humanista del placer se vincula con el proyecto de una cultura estética que se presenta como heredera de la ética y se postula para desempeñar sus funciones. Este proyecto puede tender hacia la Zivilisation, el refinamiento de la civilización material, como en el hedonismo empírico, o bien hacia la Kultur, la educación esté­ tica,' como en Kant y en Schiller, o bien hacia la crea­ ción de ámbitos independientes alternativos, apar­ tados de la sociedad unidimensional, como en Mar­ cuse. 6 El basamento de estos diferentes resultados es el presupuesto humanista de la conciliación entre li­ bertad y naturaleza, entre hombre y placer, entre ra­ zón y facultades inferiores. Una estética general de­ bería promover indagaciones acerca de estos temas, clarificando no sólo su significado histórico y so­

s H. Marcuse, Die Permanenz der Kunst, Munich y Viena: Hanser, 1977. 6 H. Marcuse, Eros and civiJisation. A philosophical jnquiry into Freud, Boston: The Bacon Press, 1955.

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A una estética que, fiel a su significado etimológi­ co, tome como objeto de estudio las llamadas «facul­ tades inferiores» le corresponde examinar las dife­ rencias fundamentales entre el concepto diecioches­ co de sentimiento y el de pasión (Leidenschaft), en­ tendida como fuerza que ejerce un dominio total y profundo sobre el estado afectivo de un individuo, determinando su destino. Es por ello que resulta de gran interés investigar los orígenes y los desarrollos del concepto nietzscheano de dionisiaco, el cual re­ presenta una etapa importante en la afirmación de un placer vinculado con la desaparición de la iden­ tidad subjetiva. El pasaje del goce (Genuss) y el placer (Gefallen y Wohlgefallen) de la estética dieciochesca al deseo (Lust) implica una transformación radical de la sen­ sibilidad, cuyo derrotero permanece oscuro: el he­ cho de que Freud defina en la primera tópica la pul­ sión sexual y, de manera aún más sorprendente, en la segunda tópica la pulsión de muerte, precisamen­ te sobre la base de su contraposición con la pulsión de autoconservación del yo, marca el ocaso definiti­ vo de todo humanismo hedonista. Por último, una historia filosófica del placer no puede dejar de lado la obra de Georges Bataille -para quien la sexuali­ dad tiene siempre en sí un movimiento excedente que supera todos los limites y disuelve la identidad personal-, ni las descripciones acerca de la trans­ formación de la percepción mediante el uso de drogas (De Quincey, Baudelaire, Benjamin, Huxley, Mi­ chaux...). De toda esta problemática surge una es­ tética entendida como filosofía del placer, porque el

ciológico, sino también sus implicaciones filosóficas. Empero, estas últimas sólo surgen en la medida en que la estética misma se aparta del humanismo y se atreve a exponerse a experiencias del placer comple~ tamente distintas. Por lo tanto, el segundo cometido que se le presenta a una estética del placer contem~ poránea consiste en pensar este último tomando en consideración su radical oposición al sujeto. La re­ ferencia fundamental de esta postura es la obra de Sade, qu'ien por primera vez entendió el placer co­ mo disolución de la identidad del sujeto, y a través de su extensión indiscriminada derribó todo límite que pueda diferenciarlo del dolor. La máxima am­ bición del libertino sadiano, la de poder ocupar en cualquier momento el lugar de SIJ. víctima, torna es­ trecho y filisteo el cauto hedonismo humanista. El placer se vuelve autónomo en relación con el sujeto, adquiere una dinámica independiente y una racio­ nalidad propia ante la cual la crítica ilustrada parece innecesaria, arbitraria, meramente accidental. Con Sade comienza a afirmarse una dimensión del placer que disuelve las categorías de la estética diecioches­ ca e imposibilita su recuperación: la estética ilustra­ da aparece inspirada por un ideal neoclásico de ar­ monía, conciliación-de los opuestos y resolución de todos los conflictos, extraño por completo a la ex­ periencia contemporánea del placer y alejado de ella. La versión radical-revolucionaria propuesta por Marcuse resulta impracticable no tanto por su carácter utopista, irrealizable, sino, al contrario, por la irremediablemente anticuada y obsoleta dimen­ sión del placer en que se funda.

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placer es portador de una racionalidad mayor que la que porta el sujeto. . El tercer cometido de la estética cuyo objeto es el placer consistirá en transformar el placer de la indi­ ferencia en la indiferencia como base de todos los placeres. En efecto, el placer ya no es portador de una racionalidad, pero sobre la base de la indiferen­ cia puede nacer un nuevo mundo y su lógica. Entre «la indiferencia al pensamiento» y «el pensamiento de la indiferencia» hay un abismo: la primera es me­ ramente decorativa, el segundo es efectivo. De este modo, el objeto de la estética no es ya el placer, sino un sentir neutro, desapegado y suspendido.

Múltiples aspectos de esta globalidad son relevantes para una estética general. En primer lugar, es impor­ tante la negación del carácter autónomo de la políti­ ca. Para Vico, la autoridad de los «poetas teólogos», que ostentaban el poder en la primera edad del mundo, no era de naturaleza política: «Con el enga­ ño y con la fuerza, como se imaginó hasta ahora, no pudieron comenzar las naciones»; 7 por cierto, el sa­ cerdocio y el reino de los primeros padres depen­ dían, para Vico, de su sabiduría «no profunda de fi­ lósofos, sino vulgar de legisladores». 8 El segundo punto digno de atención es la revalorización del pa­ ganismo, ya no entendido de manera humanista como clasicismo, sino en su aspecto claramente idó­ latra, objeto de la condena que la Reforma y el jan­ senismo pronunciaron contra los antiguos. Vico no atribuye el origen de la idolatría a la impostura de los sacerdotes, sino al esfuerzo de la humanidad gentil por brindar una explicación de los fenómenos naturales: la teoría de Vico conforme a la cual «las primeras fábulas debieron contener verdades civi­ les», esto es, histórico-sociales, se halla en lasantípo­ das de la crítica baconiana de los «ídolos». Estas fá­ bulas, que resultan apropiadas para el entendimiento popular, se proponen enseñarle al vulgo a conducir­ se de manera virtuosa. Por lo demás, la teoría de la identificación entre «verum» y «factum», la de las re­ currencias históricas, así como también la concep­

3. Estética e historia Una extensión de la estética más allá de la proble­ mática del arte y del placer tiene como punto de par­ tida una reconsideración de la obra de Vico, cuya «sabiduría poética» no es una facultad del espíritu humano, sino el fundamento de toda una edad his­ tórica, en la cual se reconoce como «poética» la tota­ lidad de la actividad humana. El análisis de la sabi­ duría poética no tiene frontera disciplinar alguna: es la «historia de las ideas, costumbres y hechos del gé­ nero humano» en cierta etapa de su devenir, y son sus partes la lógica, la moral, la economía, la políti­ ca, como también la física, la cosmografía, la astro­ nomía, la cosmología, la geografía. Su límite es his­ tórico, porque ella está destinada a ceder el lugar a las posteriores edades de los héroes y los hombres.

1 G. B. Vico, La scienza nuova seconda. en Opere, Bari: La­ tena, 1929, libro 1. 8 G. B. Vico, Autobiografia (1725-1728), en Opere, op. cit., libro V.

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