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LA REVOLUCIÓN MILITAR
SERIE GENERAL ((LA SOCIEDAD)) Director: GONZALO PONTÓN
GEOFFREY PARKER
LA REVOLUCIÓN MILITAR Las innovaciones militares y el apogeo de Occidente, 1500-1800
Traducción castellana de ALBERTO PlRlS
EDITORIAL CR~TICA BARCELONA
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Traducción revisada y ampliada por el autor, incorporando las correcciones y adiciones de la segunda edición inglesa (Cambridge, 1989).
A Michael Roherts
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informática, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Título original: T H E MILITARY REVOLUTION. Military innovation and the rise of the West, 1500-1800 Cubierta: Enric Satué O 1988: Cambridge University Press. Cambridge O 1990 de la traducción castellana para España y América: Editorial Crítica, S.A., Aragó, 385,08013 Barcelona ISBN: 84-7423-463-8 Depósito legal: B. 14.103-1990 Impreso en España 1990. - HUROPE, S.A., Recaredo, 2,08005 Barcelona
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AGRADECIMIENTOS Sir Lees Knowles, cuyos generosos donativos a su viejo colegio d e Cambridge han servido para financiar las conferencias en las que este libro estR basado, nació en Lancashire en 1857. Salió de la Rugby Schoolpara convertirse en pensionado del Trinity en 187.5, y estudió Derecho, siendo llamado a la Jzcdicatnra en 1882. Pero era tanzbién un atleta entusiasta, representó a la Universidad en tres competiciones diferentes y llegó a ser presidente del Atlzletic Club de la Universidlrd d e Camhriríge. Todavía en 1901 capitaneaba el equipo Oxbricige Athletic que recorría América del Norte. Pero ya entonces Lees Knowles era miembro del Parlamento, elegido por /OS conservadores en Salford en 1886 (por solamente 3.399 votos contra 3.282, lo que recuerda la pequeñez de los distritos electorales d e entonces). Había actuado también durante cinco años con70 secretario parlamentario del Board of Trade en el tercer ministerio de lord Sali.sblrry, y le fue conferido el títido de caballero haronet en 1903. A l iniciarse la primera guerra mundial, airnque ya tenía casi sesenta años, se alistcí inmediatamente en los Lancashire F~csiliers,y en 1918 había alcanzado el grado cie tenierlte coron~l.Falleció diez años después. Pudiera parecer que nada hay en esto capaz de entusiasmar a u n hombre nacido en Nottinghanz, cuyos padres eran de Yorkshire, que se preocupa poco de la política, prefiere lo marina al ejkrcito y jamds ha destacado por sirs ciralidades ,físicas. Pero sir Lees Knowles era también u n cr,qrrdo estudioso del pasado y había escrito varias obras sobre la historia militar de los siglos XVIII y X I X que todavía hoy merecen la atención porque, aunque se refieren en su mayoría a las campañas en que intervino su regimiento, fueron objeto de cuidadosa investigación. En primer lugar, viajó asiduamente a los lugares sobre los que escribió, y visitó, por ejemplo, la zona de Minden mientras preparaba un libro sobre la batalla que en 17.59
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tuvo allí lrigar, buscando los historiales de los regimientos alemanes que habían combatido al lado de los Lancashire Fusiliers o contra ellos. Dominaba también los idiomas de los principales protagonistas d e las diversas historias que escribió, y hablaba con ,facilidad en italiano, francés y alemán. Para preparar este libro h e hecho todo lo posible por seguir los métodos de sir Lees Knowles, pero ahora hay dos factores que complican los viajes al extranjero y los éxitos lingiiísticos. En primer lugar, viajar al extranjero se ha hecho tan costoso que son pocos los estudiosos que pueden pagarse con sits propios medios largas investigaciones en el exterior. De ahí m i gratitud al Travel and Research Fund d e la Universidad de St. Andrews, a la Japan Society for the Promotion of Science, a la British Academy y a la .fundación Carnegie para las universidades de Escocia, todos los cuales han contribuido generosamente a costear mis investigaciones en Asia, África, Europa y América. Estoy también m u y agradecido al Strrdy Leave Comnzittee de la Universidad de St. Andrews, que nze concedió generosamente cinco semanas de permiso para poder concluir m i trabajo sobre las conferencias y residir en Cambridge mientras las exponía; y al master y los fellows del Trinity College de Cambridge, que m e invitaron a dar las conferencias Lees Knowles de 1984 sobre historia militar, y m e ofrecieron su espléndida hospitalidad y su apoyo sin límites mientras lo hice. El segundo obstácitlo para escribir u n libro general que toca la historia de muchos países es la diversidad de los idiomas. Se dice que en el m u n d o de hoy existen n o menos d e 2.796 diferentes lenguajes escritos (sólo en la India hay más d e 50, que se expresan con 14 tipos distintos de escritura). Ningrin historiador puede soñar con dominarlos todos y, sin embargo, al dedicarse sólo a unos. esnecialmente si son occidentales. se corre el peligro de caer en la distorsión y la parcialidad. No faltan las obras «eurocéntricas» y el mundo n o necesita otras. Por todo eso, durante mis viajes intenté reunirme con todos los historiadores locales que m e fue posible, para conocer a través de ellos las perspectivas propias y los documentos sohre las materias tratadas en este libro. Tuve la fortuna de encontrar en Japón al profesor Hayanzi Akira. de la Universidad d e Keio (Tokio). M e mostró. en m i urimera visita en 1983, lo que la revolución'mi1ita;de comienzos de la Europa moderna había influido en los países del este de Asia, y m e presentó a varios colegas que (como el profesor Hayami) m e ayudaron a corregir mis puntos de vista «eurocéntricos»: los profesores Iwao Seiichi, Hamashita Takeshi, Hora Tomio, A n n
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ón, el prc :unda vis B. Jannetta y Ronald Toby. 1 . > fesor Hayanzi m e facilitó tamhien los servicios ae un epcaz ayuda1 te de investigació~i,Hamano Kiyoshi, quien m e leyó y m e tradujo I inglés las principales .finentes japonesas d e las cuestiones militares c comienzos de la Edad Moderna. A todos, m i agradecimiento. En relación con el equilibrio militar en Asia meridional en es^^ época, recibí con gratitiid el asesoraniiento y las referencias a la bibliografía de interés de los profe.sores C. R. Boxer, Ashin das Gmpta, Hsrr Cho-yun, Peter Marslzall, M. N. Pearson, Evelyn Rawski, Jonathan Spence y Niels Steensgaard. También agradezco las aclaraciones sohre Africa recibidas del doctor John Lorzsdale y del señor James de Y Allen. Sobre las guerras europeas en el territorio nietropolitnno debo gratitud en especial al doctor Simon Adams, quien inicialmente m e sugirió el tenla de estas conferencias, m e dio muchos y rítiles consejos mientras las escribía y m e hizo valiosos conzentarios sobre el trabajo mecanografiado. Estoy también m u y agrodeciclo al profesor sir John Hale, cuyos trabajos sobre la guerra moderna han sido para mí,fuente de inspiración y de información, y que leyó toda m i obra mecanografiada sobre la que m e h i z o valiosos comentarios; y al profesor John Kenyon, doctor Brrrce Lennian, profesor John Lynn, doctor Colin Martin, señora Jane Ohlnieyer, doctor Haniish Scott y doctor Saniay Suhrahrnanyan, todos los cuales han leído también m i obra mecanografiada y m e han ayudado a corregir muchos (aunque temo que n o todos) de mis errores y eqrrivocaciones. Innumerables borradores de esta obra han sido expertamente mecanografiados una y otra vez por Nancy Wood, sin cuya solícita ayuda e inteligentes comentarios el texto huhiera reszlltado n ~ u c h o más pobre; Kim Everett preparó el borrador ,final; Jane Ohlmeyer colahoró con la cartografía; Bill Davies y Susic Woodhouse, de la Cambridge University Press, proporcionaron un gran apoyo editorial especializado. A todos ellos, también, vaya m i reconocimiento. Pero m i deuda principal en la preparación de este libro es hacia Michael Roberts, que m e ha dado ánimos y apoyo en nzi trabajo drirante casi veinte años, ya por carta, ya mediante discusiones personales. Es una muestra de m i gratitud y estima dedicarle este libro.
1. La revolución militar en Europa comenzó en los territorios gobernados por los Austria y por su enemigo principal, el rey de Francia. Desde ahí se extendió, primero hacia el oeste, durante el siglo xvi, hasta llegar a Inglaterra, y luego hacia el este, en
el xvri, hacia el resto del Sacro Imperio, Polonia y Rusia. Otros territorios, como Irlanda, Escocia y el centro de Francia, apenas sintieron su influencia hasta después de 1700.
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L a revolución militnr fuera de Europa también se desarrolló en fases. Los nuevos procedimientos militares de los europeos se aplicaron con éxito en ultramar, contra los pueblos nativos de América desde el siglo XVI, contra los de Siberia, el sudeste asiático y el Africa subsahariana, a partir del xvri, y contra los de la India, a partir
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del xvrrr. Hasta los países menos intimidados por los guerreros europeos de comienzos de la Edad Moderna (China y Japón) copiaron, en cierta medida, las innovaciones militares de los occidentales.
«Este es -escribió en 1641 Fulvio Testi, poeta italiano- el siqlo del soldado.» Pero ¿qué siglo de la historia europea n o lo ha Sido? E s muy difícil encontrar un decenio. antcs dc 1815. en el que al menos no tuviera lugar una batalla. Entre los años 700 y 1000, las crónicas occidentales subsistente? raramente citan un año en el que no se iniciaran hostilidades en alguna parte. y los tiempos de guerra sobrepasan a los de paz en una proporción dc cerca de 5 a 1. En el siglo xvrri. además. sólo hubo dieciséis años durante los que el continente estuviese totalmente en paz.' Pero en medio de esta aparente homogeneidad, los comienzos de la Edad Moderna destacan como desusadamente belicosos. En el siglo xvi hubo menos de diez años de completa paz; en el xvri sólo hubo cuatro. Scgún un moderno estudio sobre la incidencia de la guerra en Europa, los años comprendidos entre 1500 y 1700 fueron «los más belicosos en l o relativo a la proporción de años de guerra (95 por 100), frecuencia dc las guerras (casi una cada tres años) y promedio anual de duración, extensión e intensidad d c las guerras». Durante el siglo xvi, España y Francia raras veces estuvieron en paz; durante el xvri, el Impcrio otomano, la Austria de los Habsburgo y Suecia estuvieron en guerra dos de cada tres años. España, tres de cada cuatro, y Polonia y Rusia, cuatro de cada cinco.? Las recientes explicaciones de esta desusada propensión al conflicto armado se han centrado casi siempre en torno a la idea de una «revolución militar» a comienzos d c la Europa moderna. Este concepto fue examinado por vez primera (y bautizado) cn una deslumbrante conferencia inaugural pronunciada en enero de 1955 por Michael Roberts en la Queen's University de Belfast, titulada «La revolución militar, 1560-1660~.Se identificaron como críticas cuatro modificaciones en el arte de la guerra durante este período. La primera fue la «revolución táctica», la sustitución de la
lanza y la pica por la flecha y el mosquete, cuando los caballeros feudales fueron abatidos por los proyectiles de arqueros y fusileros actuando en masa. Junto con esta innovación hubo un marcado aumento del tamaño de los ejércitos en toda Europa (donde las fuerzas armadas de varios Estados crecieron diez veces entre 1500 y 1700) y aparecieron estrategias más ambiciosas y complicadas, para poder poner en acción a estos ejércitos mayores. En cuarto y último lugar, la revolución militar de Roberts acentuó enormemente la repercusión de la guerra en la sociedad: los mayores costes, los mayores daños infligidos y las mayores dificultades administrativas causadas por los acrecentados ejércitos hicieron que la guerra se convirtiese en una carga mayor y en un problema más difícil que antes, tanto para las poblaciones civiles como para sus gobernantes. Hubo, como es natural, muchas otras innovaciones a principios del moderno arte de la guerra, como fueron la aparición de la educación militar especializada y de las academias militares, la articulación de las leyes positivas de la guerra, y el nacimiento de una abundante literatura sobre el arte de la guerra, pero los factores que Roberts consideró como de evolución esencial fueron la táctica, el tamaño de los ejércitos, la estrategia y las repercusiones. Como muchas otras conferencias inaugurales, esta nueva aportación hubiera sido inmediatamente olvidada, si sir George Clark, en sus «Conferencias Wiles» de 1956, en Belfast, no hubiera singularizado esta idea, alabándola especialmente como la nueva ortodoxia.Wurante los dos siguientes decenios casi todos los trabajos sobre comienzos de la Europa moderna que hacían alusión a la guerra incluían uno o dos párrafos en los que se repetían abundantemente los razonamientos de Roberts. Pero desde 1976 han aparecido algunas discrepancias. Se ha sugerido que Roberts prestó poca atención a la evolución naval, que subestimó groseramente la importancia de la guerra de sitio durante el comienzo de la Edad Moderna, que exageró el efecto de las reformas realizadas en el ejército sueco bajo Gustavo Adolfo, y que omitió los cambios, paralelos pero independientes, producidos en los ejércitos francés, holandés y de los Habsburgo.4 Todas estas críticas se refieren a las razones intrínsecas (si así pudiera decirse) de las transformaciones militares a comienzo de los tiempos modernos, pero también ha habido una cierta revisión del análisis de Roberts sobre las amplias repercusiones de la revolución militar. Algunos escritores posteriores han indicado que los graves problemas administrativos y lo-
gísticos planteados por la necesidad de construir más fortalezas más barcos de guerra, y de reclutar y equipar más soldados, caus; ron, en efecto, una revolución en los gobiernos, de la que emergió en el sielo xvrr~el Estado moderno.5 Ante tales objeciones algunos pueden preguntarse si está justificado hablar siquiera de una «revolución militar». ¿No se habrá atribuido demasiada homogeneidad, demasiada importancia, a una serie de graduales y modestos reajustes hechos Para atender las demandas, siempre variables, de la guerra? Esta cuestión, sin embargo, se responde fácilmente con sólo comparar lo ocurrido a comienzos de la E u r o ~ amoderna con otra «revolución militar» no puesta en duda, que tuvo lugar unos 2000 años antes. El ocaso de la dinastía Chou en el siglo vrrr a.c. hizo nacer en China un gran número de estados feudales, mutuamente enfrentados. Entre los años 770 v 221 a.c. sólo hubo 17 años sin hostilidades: no en vano los historiadores llaman a esta época la «Era de los Estados Guerreros». Pero con el tiempo cambiaron radicalmente la naturaleza, la duración y la intensidad de esas guerras. Las batallas de los siglos VII y VI a , ~ . protagonizadas , normalmente por masas enfrentadas de carros, raras veces implicaron a más de 10.000 hombres; sin embargo, hacia el siglo III los e,jército se habían multiplicado por 10 y el total de las fuerzas armadas de los principales Estados se acercaba a un millón.6 Como ocurrió a comienzos de la Europa moderna, este enorme crecimiento se relacionó con las innovaciones tácticas: los aristocráticos conductores de carro, armados con arcos, fueron dejando paso a una compacta infantería de conscriptos, armada con lanzas y espadas de hierro (y apoyada por un menor número de arqueros montados). Como es natural, las transformaciones militares de esta magnitud originaron problemas crónicos de abastecimiento y mando que obligaron a los Estados beligerantes a reformar su estructura política, de modo que los gobiernos, en su mayoría, pasaron de ser algo parecido a una amplia corte, con los cargos más importantes ostentados por los parientes del soberano o por los nobles más distinguidos, a convertirse en Estados autocráticos regidos en nombre de un príncipe despótico por una burocracia asalariada, cuidadosamente adoctrinada (desde el siglo v a.c. en adelante) en los principios de Confucio y seleccionada en función de los méritos entre todas las clases sociales. Con la ayuda de esta nueva administración pública y debido a los grandes ejércitos, las guerras se hicieron más largas, menos nuu
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merosas pero más decisivas. Entre los años 722 y 464 a.c. sólo hubo 38 años de paz (1 de cada 6), mientras que entre 463 y 221 hubo 38 (1 de cada 2,5); sin embargo, durante este último período disminuyó constantemente el número de Estados independientes. Entre los años 246 y 221 a.c. el hábil príncipe Cheng de los Ch'in destruyó los otros seis Estados subsistentes y creó un Imperio unificado de quizá 50 millones de habitantes, con un ejército permanente bastante superior a 1 millón de hombres. En todo el Imperio se puso en vigor un código penal uniformado y la misma estructura administrativa: se creó un sistema de carreteras y canales, una sola moneda y un idioma escrito normalizado; se empezó la primera Gran Muralla de China, que se extiende a lo largo de 3.000 km de la frontera septentrional. Quizás el monumento más revelador del poder del primer emperador de China sea su mausoleo, mayor que las pirámides de Egipto, construido cerca de su capital. Estaba custodiado por un ejército de 6.000 figuras de terracota, cuyos diversos rostros reflejan la variedad de los tipos étnicos que abarcaba el Imperio, pero cuyos uniformes normalizados (con insignias de colores codificados para identificar a las unidades) y armas fabricadas en serie testificaban la formidable centralización y eficacia alcanzadas. La «revolución militar» de los Ch'in estableció un sistema que perduró, con notable invariabilidad, durante dos milenios.7 Es sorprendente la semejanza entre esta sucesión de hechos y la revolución militar europea. Las dos implicaron un enorme crecimiento numérico, un cambio profundo en la táctica y la estrategia y una mayor repercusión de la guerra sobre la sociedad. Ambas exigieron, además, profundos cambios en la estructura y criterios de actuación de los gobiernos. Si se admite que una de ellas constituyó una revolución, lo mismo debe hacerse con la otra. Hay que reconocer que las transformaciones a principios de la moderna Europa no hicieron nacer un sistema militar que perdurase, más o menos invariable, varios siglos, pero, por otra parte, aquéllas no sólo transformaron la forma de guerrear en la metrópoli, sino que aceleraron de un modo decisivo el avance de la expansión europea en ultramar. La superior organización militar de los Ch'in les permitió conquistar toda China: la de Occidente le permitió, al paso del tiempo, dominar todo el mundo. Esto se debía a que, en gran medida, el engrandecimiento de Occidente dependía del ejercicio de la fuerza, del hecho de que el equilibrio militar en ultramar entre los europeos y sus adversarios se inclinaba ininterrumpidamen-
te a favor de aquéllos, y es la tesis de este libro el que la clave del éxito occidental en la creación de los primeros imperios verdaderamente globales, entre 1500 y 1750, residía precisamente en aquellos perfeccionamientos de la capacidad de hacer la guerra que han sido denominados «la revolución militar». Es esta mi principal justificación para someter todo este asunto a un nuevo escrutinio. De modo que este libro no es, ni pretende serlo, una historia general del arte de la guerra a comienzos de la Edad Moderna. Los que buscasen aquí un estudio de las repercusiones de la guerra sobre la sociedad, del «coste» de la guerra para las sociedades que la hacen, de la literatura sobre los límites de la guerra, o de las relaciones recíprocas entre el Estado y el sistema militar que sostiene, quedarían desilusionados. Todos estos asuntos, sin embargo, están admirablemente tratados en otros libros.Vor el contrario, yo me he dedicado al estudio de los elementos de la historia militar europea que arrojan luz sobre un problema distinto: ¿qué hizo exactamente Occidente, que era al principio tan pequeño y deficitario en la mayoría de los recursos naturales, a fin de compensar estas deficiencias por medio de su superioridad en el poder militar y naval? Mi narración comienza con una revisión de las diversas formas en que los europeos hacían la guerra en los siglos xvr y xvrr, puesto que la rápida difusión de las armas de fuego transformó la conducción de las operaciones ofensivas y defensivas, prestando la debida atención a aquellos territorios que parecían muy poco afectados por la revolución militar y también a aquellos otros que se encontraban en su mismo corazón (capítulo 1). Por el contrario, el capítulo 2 dedica mayor atención a los países más «adelantados», en su mayoría de Europa occidental, para examinar los problemas logísticos creados por la aparición de mejores fortificaciones y mayores ejércitos, y ver cómo eran resueltos. Sin embargo, la carrera de armamentos entre las diversas potencias occidentales se desarrolló a la vez por mar y por tierra, y la «revolución militar» ofrecía a los Estados europeos la posibilidad de extender sus conflictos mucho más allá de sus propias costas. En un principio, esta aceleración quedó limitada a enfrentamientos en el mar, con ataques de una flotilla europea contra otra en el Atlántico sept,entrional, el Mediterráneo, el Caribe y, más adelante, el océano Indico (capítulo 3). Sin tardar mucho, los europeos en ultramar buscaron aliados indígenas y de este modo trasladaron sus hostilidades a otros continentes. Llevaron consigo sus nuevos pro-
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cedimientos militares y, a medida que éstos mejoraban, iban cobrando superioridad sobre todos sus oponentes: sobre los americanos en el siglo XVI, sobre la mayoría d e los indonesios en el XVII,sobre muchos indios y africanos en el xvrrr. Al final, sólo Corea, China y Japón resistían a Occidente hasta que la Revolución industrial en Europa y América forjó algunas nuevas herramientas imperiales, como el buque acorazado y el cañón de tiro rápido, contra las que ni siquiera el Este asiático poseía al principio réplica eficaz (capítulo 4). Este libro concluye con un breve examen del proceso a través del que los ejércitos y las marinas de guerra de los Estados de comienzos de la Edad Moderna se metamorfosearon en los de la era industrial, capaces de imponer (y de conservar durante casi un siglo) la influencia occidental y los modos occidentales de vida en casi todo el mundo. Esta saga, naturalmente, ha sido bien narrada por otros, y muy notoriamente por Daniel R. Headrick en The tools of empire: technology and European imperialisrn in the nineteenth century, Oxford, 1981. Headrick ha explicado cómo los Estados occidentales acrecentaron sus imperios mundiales desde cerca de un 35 por 100 del total de la superficie terrestre en 1800, hasta un 84 por 100 en 1914. Su relato constituye una lectura de extraordinario interés que no necesita ser narrada de nuevo. Por eso, mi objetivo es algo distinto: intento sacar a la luz los medios principales con los que Occidente adquirió ese 35 por 100 entre 1500 y 1800.
.gs Este estilo complejo de guerra, en el que la guerrilla era tan importante como la guerra, sólo concluyó con la demolición de la red de fortalezas en que se apoyaba. Es significativo que fuera en Francia donde se iniciara este camino. Enrique IV destruyó muchos castillos y fortines después de 1593, a medida que las provin-
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cias periféricas iban siendo pacificadas al concluir las guerras de religión. Así mismo, durante el decenio de 1630, Richelieu arrasó más de un centenar de fortalezas en el sur, al aplastar las oleadas de rebeliones de los hugonotes y aristócratas.96 Las ventajas de esta política eran evidentes para todos, y se aplicó extensamente. Durante la guerra civil inglesa, ambos bandos destruyeron sin miramientos las fortalezas de los territorios donde había concluido la actividad militar, incluso antes de terminar la guerra, a fin de disponer de más hombres para el ejército de campaña. D e este modo, las 18 guarniciones de Shropshire de mayo de 1645 (14 realistas y 4 del Parlamento) se habían reducido a 11 en octubre (3 realistas y 8 del Parlamento) y a sólo 2 en 1647. Se evacuó el resto y se demolieron sus defensas. Concluida la guerra, se destruyó en el centro de Inglaterra un gran número de fortificaciones. Es cierto que el número de guarniciones que quedaron (sobre todo a lo largo de la costa) era todavía sustancial, pero se redujo mucho el número total de hombres.97 El peligro de conservar demasiadas fortalezas se demostró palmariamente durante los sucesos de la región báltica en el decenio de 1670. Los territorios que Suecia había adquirido en Alemania durante la guerra de los Treinta Años, y después de ésta, carecían de cualquier frontera natural; de hecho, las tierras suecas eran tan poco distinguibles de las vecinas que hubo que instalar postes fronterizos. En estas fronteras arbitrarias, parecía a primera vista que sólo podría obtenerse la seguridad mediante largas líneas de fortalezas. Sin embargo, el coste de mantener estas numerosas guarniciones era insostenible y, en el decenio de 1670, se hundió la defensa de los ducados suecos de Verden y Bremen precisamente porque había demasiados fuertes y no se pudieron conseguir las tropas necesarias para defenderlos. Los fuertes en poder de los suecos, en número de una veintena, fueron en su mayoría aislados, asediados y rendidos por hambre, y los de menor entidad, que cayeron antes, sirvieron para amenazar después a los mayores. Por todo eso, en el decenio de 1680 se abandonaron o se destruyeron muchos de estos fuertes. 98 Todo esto no fue nada, sin embargo, en comparación con la sistemática desmilitarización del centro de Francia bajo Luis XIV. Tras la Fronda y la guerra de Devolución (1667-1668), los ministros de la corona se preocuparon por el gran número de fortalezas que había que guarnecer. Algunas se hallaban en el interior, defendiendo puntos que fueron importantes pero que ya no estaban
amenazados; otras estaban en las fronteras, donde las ganancias conseguidas en la paz de los Pirineos (1659) y en la de Aquisgrán (1668) habían dejado a Francia con varios precarios enclaves en territorio enemigo. A comienzos de 1673, con otra guerra en marcha, el jefe de los ingenieros militares de Luis XIV, Sébastien Le Prestre de Vauban, propuso una racionalización de las defensas francesas. «Esta confusión de fortalezas propias y enemigas, mezcladas entre sí en revoltijo, no me satisface nada -escribió-. Uno se obliga a mantener tres plazas en vez de una.99 Vauban denominó a su ideal el pré carré (prado cuadrado), y durante los siguientes treinta años recomendó encarecidamente a su señor que adquiriese (por conquista, intercambio o tratado), retuviese y fortificase las plazas necesarias para dotar a Francia de una frontera que (en lo posible) estuviese trazada en línea recta. Los ingenieros franceses construyeron o reformaron 133 fortalezas que, o bien cerraban al enemigo las diversas vías de acceso al reino, o bien facilitaban el paso de las fuerzas francesas a territorios vecinos. Esta fue la razón de las grandes dimensiones de las fortificaciones de Vauban: estaban proyectadas a fin de ser lo suficientemente grandes como para albergar suministros y tropas capaces de efectuar operaciones ofensivas o defensivas. Sin embargo, no se tiene a veces en cuenta que el corolario del pré carré fue la creación de una zona virtualmente desmilitarizada en las provincias del interior, por la destrucción o abandono consciente de otras 600 ciudades amuralladas o fortalezas del interior del reino, incluyendo París, cuyas fortificaciones fueron destruidas en 1670 por orden del gobierno.100 Como después explicó Vauban, 10 fortalezas menos significaban 30.000 hombres más para los ejércitos de campaña reales. El aumento de las fuerzas armadas de Luis XIV se debió tanto a la visión estratégica de Vauban, que liberó más hombres para las campañas, como al ingenio y celo de Louvois, que obtuvo más reclutas.l()1 A modo de conclusión: a comienzos de la Europa moderna, el arte de la guerra se transformó, sin duda alguna, a causa de la evolución habida en tres importantes aspectos, relacionados entre sí: un nuevo modo de usar la pólvora, un tipo nuevo de fortificaciones y el aumento en el tamaño de los ejércitos. El ritmo de la evolución fue mucho más lento de lo que alguna vez se pensó, y su repercusión, mucho menos general. La mayor parte de las guerras que tuvieron lugar en Europa antes de la Revolución francesa no concluyeron mediante una estrategia de exterminio, sino (utilizando palabras de Hans Delbrück) mediante una estrategia de des-
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gaste, por medio de una paciente acumulación de pequeñas victorias y un lento desgaste de la base económica del enemigo. Hubo, naturalmente, algunas excepciones (la guerra de Esmalkalda de 1547-1548, la guerra de Ostia en 1557, la guerra de Saluzzo en 1600), pero estos conflictos concluyeron con rapidez debido a que las fuerzas de un Estado importante, en guerra desde hacía poco tiempo, se enfrentaron abiertamente a las de otro Estado inferior que había quedado aislado. Todas las guerras clásicas de la era de la revolución militar fueron «guerras largas», formadas por numerosas campañas y «acciones» independientes: las guerras de Italia, que ocuparon la mayor parte del período entre 1494 y 1559; las guerras de religión francesas, que se prolongaron sin apenas interrupciones desde 1562 a 1598 y se continuaron en 1621-1629; la «guerra de los Ochenta Años» en los Países Bajos, hecha de continuas hostilidades entre 1572 y 1607, y de nuevo entre 1621 y 1647; la «larga guerra» de Hungría, entre 1593 y 1606. Se ha sugerido a veces que los conflictos del siglo xvrr y comienzos del xvrrr se hicieron más breves y decisivos, porque entonces los generales buscaban una victoria rápida mediante batallas resolutivas (como si esto no hubiera sido así en las generaciones anteriores).l02 Pero las guerras seguían eternizándose: la guerra de los Treinta Años duró desde 1618 hasta 1648, a pesar de Breitenfeld, Lützen y Nordlingen; la «otra guerra de los treinta años», entre Francia y España, se prolongó interminablemente desde 1700 a 1721, a pesar de Rocroi y Lens; la gran guerra del Norte duró desde 1700 hasta 1721, a pesar de Poltava; la guerra de Sucesión española se extendió desde 1701 a 1713, a pesar de Blenheim, Ramillies, Oudenaarde y Malplaquet. La única diferencia real estribaba en que las últimas guerras se hacían con ejércitos cada vez más numerosos y costosos que las guerras anteriores. Es en estos aumentos en el número y en el coste donde reside la explicación principal de su larga duración: el pensamiento estratégico había quedado aplastado entre el constante aumento en el tamaño de los ejércitos y la falta relativa de dinero, equipo y alimentos.10"n la era de la revolución militar, la habilidad de los gobiernos y de los generales para sustentar la guerra se convirtió en el eje alrededor del cual giraba el resultado de los conflictos armados.
2. EL ABASTECIMIENTO DE LA GUERRA El tío Toby de Tristram Shandy, como es de sobra conocido, tenía un tópico («un tópico digno de descripción»), una de cuyas partes era «los prodigiosos ejércitos que teníamos en Flandes» durante las guerras de Guillermo 111 en el decenio de 1690. Laurence Sterne, su creador, confiaba en que las obsesivas ideas militares del tío Toby pudieran «nadar a través de las alcantarillas del tiempo» y alcanzar la inmortalidad. Lo lograron, puesto que las encontramos de nuevo en los escritos de un influyente teórico militar francés, el conde de Guibert, cuyo tópico, en el Essai général de tactique publicado por vez primera en 1772, era también el de los cambios en el arte de la guerra producidos por «les armées ... prodigieusement plus nombreuses~que habían aparecido en Europa en la época de Luis XIV.1 Muchos estudiosos posteriores de la historia militar se han visto también sorprendidos por el crecimiento de los ejércitos europeos a fines del siglo xvrr, y con razón, pues su tamaño aumentó hasta niveles sin precedentes precisamente en esa época. Pero, mucho tiempo antes, hubo otro período de crecimiento rápido, no señalado ni por Sterne ni por Guibert, durante el reinado del emperador Carlos V (véase la p. 47). Por ejemplo, en el año 1552, los consejeros del emperador calculaban que tenían que sostener una caballería de 22.200 hombres y una infantería de 87.000 en Alemania y los Países Bajos, junto con más de 24.000 soldados en Lombardía y al menos otros 15.000 en Nápoles, Sicilia, Africa del Norte y España, lo que hacía un total de 148.000 hombres.2 Este número parece haber sido, durante más de un siglo, el umbral que ningún Estado europeo pudo cruzar. Es cierto que Felipe IV de España, en 1625, alegaba estar manteniendo, en sus diversos dominios, unas fuerzas armadas que sumaban 300.000 soldados regulares y 500.000 de milicias, pero no existe un desglose detallado de
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estas cifras y ningún cálculo posterior de los soldados reales parece capaz de elevar el total por encima de 150.000, esparcidos sobre la mitad de Europa occidental, lo que es exactamente igual al total que mandaba su bisabuelo Carlos V, setenta años antes.También tenía 150.000 hombres el ejército del principal enemigo de Felipe IV, Francia, durante las guerras de los decenios de 1640 y 1650. No fue hasta después de 1670 cuando las fuerzas armadas francesas superaron los 200.000 hombres. Pero esto era ya el comienzo de la gran revolución en el número de soldados de los ejércitos, que había puesto de manifiesto Guibert (y el tío Toby), pues el tamaño del ejército de Luis XIV creció desde 273.000 en 1691 hasta 395.000 en 1696 (en cuyo momento los soldados eran en Francia más numerosos incluso que los eclesiásticos, y casi un francés de cada cuatro estaba alistado). Los enemigos de Luis intentaron seguir este movimiento. de modo que el número total de soldados existente simultáneamente en Europa en 1710 se ha estimado en 1,3 millones.4 Estas concentraciones parecen hoy insignificantes, pero al comienzo de la Europa moderna no tenían precedente alguno. Plantearon problemas de reclutamiento. abastecimiento y despliegue que ningún gobierno de la cristiandad había afrontado antes. Con el tiempo, no obstante, todos los obstáculos fueron vencidos. Los primeros Estados modernos pueden haber carecido de los recursos necesarios para entablar guerras de exterminio, pero podían seguir combatiendo, con ejércitos cada vez mayores, a menudo en más de un frente e incluso en ultramar, durante períodos d e varios años. A lo largo del siglo xvu, entre 10 y 20 millones de europeos se hicieron soldados. Pero convendría saber cómo se logró esta proeza: ¿cómo se reclutaban los grandes ejércitos semipermanentes?, ¿,cómose financiaban?, i,cómo eran abastecidos?
ganche pagada a cada hombre al alistarse variaba según las épocas, tanto en función de la demanda estaciona1 de mano de obra agrícola como de la variación anual de los precios de los alimentos, pues ambas cosas influían en la disponibilidad de los reclutas. Era usual pagar más durante las épocas de siembra y recolección, cuando había muchas otras posibilidades de trabajo, o cuando el precio del pan era elevado. En 1706, por ejemplo, que fue un año de precios bajos, la «prima de invierno» alcanzó unas 50 livres por hombre; pero en 1707 bajó a 30 livres ya que la alimentación era más escasa, hasta el punto de que toda la orquesta de la ópera de Marsella se alistó en diciembre, constituyendo una especie de «sección de amigos», debido a que, según confesaron, todos ellos estaban «muriéndose de hambre». Después, en el invierno de 1708-1709, a pesar de la aplastante derrota francesa en Oudenaarde el año anterior, se podían obtener reclutas por sólo 20 livres por cabeza, dado el alto coste de la vida y, como observaba más tarde el jefe francés, el mariscal Villars,
La primera cuestión fue la de más fácil solución. Pocos gobiernos de la primitiva Europa moderna parecen haber tenido dificultades para reclutar ejércitos. Entre 1701 y 1713, por ejemplo, 650.000 franceses se alistaron en los ejércitos de Luis XIV. Algunos de ellos, como enseguida veremos, eran realmente conscriptos, forzados a servir contra su voluntad, pero en su inmensa mayoría, de origen francés o extranjeros, eran voluntarios. La prima de en-
Se podría decir muy bien que «no hay mal que por bien no venga», porque sólo hemos podido conseguir tantos reclutas a causa de la miseria de las provincias ... Bien se podría decir que la desgracia de las masas fue la salvación del reino. Por último, en 1710, tras el peor invierno en cien años, los hombres se alistaron sin siquiera solicitar prima: el precio del pan había subido tanto que el ejército ofrecía a los pobres hambrientos una de sus pocas oportunidades de supervivencia.5 La mayor parte de estos reclutas procedía, como los reclutas anteriores y posteriores a ellos, de tres zonas principales: la montaña, las poblaciones y el teatro d e la guerra en sí mismo. Los poblados de pastores de la montaña han sido tradicionalmente la cuna de los ejércitos, y esto parece haber sido especialmente cierto en el siglo XVII. Sorprende más la importancia de los otros dos orígenes (las poblaciones y el teatro de operaciones) pero esto ha quedado plenamente demostrado en un estudio de unos 1.500 veteranos reclutados por el e.iército francés durante la guerra de los Treinta Años; de los nacidos en Francia, el 52 por 100 procedía de las ciudades (que contenían menos del 15 por 100 d e la población de Francia) y el resto eran campesinos, principalmente de pueblos del norte y del nordeste, próximos a los teatros principales de operaciones y a las guarniciones más importantes.6 El mismo modelo
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aparece aún más claramente en el siglo XVIII, en el que las listas del ejército francés son realmente abundantes. Por una parte, los reclutas de las provincias fronterizas sobrepasan considerablemente a los del interior: mientras Lorena y Borgoña, en el este, proporcionan 1.200 soldados por cada 10.000 habitantes, de Bretaña, en el oeste, sólo proceden menos de 150 por cada 10.000. Por otra parte, entre el 35 y el 40 por 100 del ejército viene de las ciudades, con una creciente preponderancia de los reclutados en París.' La amplia variedad de motivaciones que impulsaban a los hombres, en Francia y fuera de ella, a alistarse en los ejércitos por su propia voluntad fue expuesta con mucha lógica por el experimentado general veneciano Giulio Savorgnan, en 1572. Los hombres se enganchan, afirmó, «para evitar ser artesanos o trabajar en un taller; para huir de una sentencia judicial; para ver cosas nuevas; para ganar honra (aunque de éstos hay muy pocos) ... todo con la esperanza de tener lo suficiente para poder vivir y un poco más para zapatos y alguna otra bagatela que les haga la vida más soportable».* Puede que esto sea una simplificación excesiva ya que, de hecho, había otras razones para alistarse, pero es cierto que la dureza de la vida y la escasez eran las más prominentes. Muchos elegían el ejército porque ofrecía trabajo en un tiempo en el que éste faltaba en la vida civil. Los que habían abandonado sus pueblos y habían intentado, sin éxito, ganarse la vida en las ciudades; los que no podían o no deseaban seguir el oficio o la profesión de sus padres; los que habían perdido el trabajo a causa de la crisis económica; los que habían visto perdidas sus cosechas por causas naturales o artificiales; para todos ellos, la prima de enganche abonada en metálico y un traje nuevo, más la esperanza del sueldo y el pillaje posteriores, podían parecer una atractiva posibilidad frente a una vida civil en la que el trabajo y los jornales eran a menudo difíciles de encontrar, y era grande el peligro de ser saqueado por soldados de paso o arruinado por los gravosos impuestos. El segundo gran grupo de voluntarios estaba formado por los que deseaban «cambiar de ambiente*. Algunos lo hacían impulsados por una crisis temporal en su hogar, como alguna deuda (que se podía saldar con la prima de enganche), las amenazas de un padre irritado (o de un supuesto suegro) o la perspectiva de tener que presentarse ante algún tribunal eclesiástico o secular.Wtros, sin embargo, sólo deseaban ver mundo, luchar por alguna causa o añadir alguna experiencia militar a su educación general. De este
modo, sir James Turner, que combatió en Dinamarca y en Suecia durante el decenio de 1630, confesaba que él había ido a la guerra porque «un deseo inquieto me [había] sobrevenido de ser, si no actor, al menos espectador de aquellas guerras que en su tiempo habían dado tanto que hablar en todo el mundo». Por su parte, Robert Monro, autor de la primera historia regimental en idioma inglés, titulada Monro his expedition with the worthy Scots regiment call'd Mackays, manifestaba que aunque él y sus hombres habían ido a combatir en la guerra de los Treinta Años en parte debido al deseo de viajes, aventuras y experiencia militar bajo un ilustre jefe, habían partido, sobre todo, para defender la religión protestante y para reivindicar las demandas y el honor de Isabel Estuardo, la hermana de su rey y esposa de Federico, el «rey de invierno» de Bohemia.10 Pero los hombres de Monro tenían otra razón para ir a la guerra: se lo había ordenado así el jefe de su clan, ya que casi todos ellos eran de apellido Mackay. D e modo similar, la mayoría de las tropas escocesas que entraron al servicio de Suecia en 1631, mandadas por James, marqués de Hamilton, se apellidaban Hamilton; y varios miembros de la familia Leslie, del condado de Aberdeen, combatieron juntos en Alemania y Rusia en el decenio de 1630.11 Lo mismo ocurría en Francia, donde, incluso cuando el ejército real sumaba 400.000 hombres, el alistamiento que los oficiales hacían entre sus vasallos personales contribuía en forma importante a la obtención de voluntarios. Los coroneles (que a menudo sucedían a sus familiares en el mando de los regimientos) se servían de parientes o vecinos como capitanes y, al menos hasta el decenio de 1740, alistaban a sus vasallos siempre que les era posible. Parecía evidente que añadir un vínculo feudal a las obligaciones militares naturales servía para aumentar la cohesión de las unidades.12 A medida que iba siendo abandonado este modo de reclutamiento, aparecía otro que lo sustituía: un número creciente de hombres elegían el ejército como profesión. Esto no era nada nuevo, naturalmente, pues muchos guerreros medievales (no sólo los caballeros sino también un gran número de bandas de mercenarios) habían seguido la vocación de sus padres, tíos y hermanos; pero, al hacerse permanentes los ejércitos de un número cada vez mayor de países, creció también la proporción de las estirpes militares.13 El aflujo de voluntarios individuales, sin embargo, nunca fue lo suficiente para sustentar los ejércitos durante las guerras prolongadas, y los gobernantes hubieron de recurrir a tres procedimientos
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complementarios para alistar soldados: el reclutamiento de unidades completas en otros territorios europeos, para hacerlas combatir lejos de su patria; el alistamiento de los soldados de un enemigo derrotado; y, cuando todo eso no era suficiente, el reclutamiento local de individuos contra su voluntad. El primero era el más frecuente. Los Habsburgo españoles, en especial, fueron partidarios del sistema d e expatriación militar, alistando tropas en una zona para combatir en otra. Se organizaban regularmente en España unidades para servir en las guarniciones de la Italia española (Nápoles, Sicilia y Lombardía); luego, tras un período de instrucción básica allí, podían ser enviadas a los Países Bajos, Alemania o a la flota de galeras del Mediterráneo.14 Quizá un 25 por 100 de la tropa del ejército español en Flandes, a finales de los siglos XVI y XVII, había hecho su aprendizaje en otra parte, y más del 50 por 100 había sido reclutado fuera del territorio en el que combatía. Por el contrario, la tropa reclutada en los Países Bajos (y en todo el resto de la Europa septentrional) era enviada a servir a España (en especial durante los decenios de 1630 y 1640).15 El ejército francés, por su parte, recibía con impaciencia regimientos completos de soldados extranjeros, reclutados por gobiernos amigos o aliados. El cardenal Richelieu, por ejemplo, en su Testamento político, comentaba que «es casi imposible emprender con éxito guerras importantes sólo con tropas francesas», y era partidario de un ejército que dispusiese de un 50 por 100 de extranjeros. Ocurrió luego que quizá un 20 por 100 de los ejércitos de Luis XIII y Luis XIV había sido reclutado en el extranjero; se cree que entre 1635 y 1664 unos 25.000 soldados irlandeses combatieron al lado de Francia, junto con numerosos regimientos alemanes y suizos. Asimismo, los ejércitos de Luis XV tenían un componente extranjero de cerca de una quinta parte.16 También la República de Holanda dependía de unidades extranjeras para reforzar su eficacia militar: durante el siglo XVII (y después de él), había brigadas francesas, inglesas, alemanas y escocesas en el ejército holandés.17 Estas «naciones» también suministraban tropas al ejército sueco. Hubo regimientos escoceses en Escandinavia ya en el decenio de 1560, y quizá unos 25.000 escoceses cruzaron el mar para servir a la «causa protestante* en Europa central, entre 1626 y 1632, en los ejércitos d e Cristián IV de Dinamarca o de Gustavo Adolfo de Suecia (lámina 15). Sin embargo, éstos y los menores contingentes franceses e ingleses se vieron claramente superados en
15. Regimientos de los clanes escoceses en Stettin, 1631. Este grabado alemán contemporáneo es la primera ilustración conocida del traje de los highlanders (qirlandCs») y muestra los refuerzos para el regimiento de Mackay o (más probablemente) algunas de las tropas que llevó James, marqués de Hamilton, a combatir en Alemania al lado de Gustavo Adolfo. Como en la lámina 13, nada sugiere aquí que los hombres de los clanes vistieran entonces alguna especie de uniforme de tartán.
número por las tropas alistadas en Alemania por Dinamarca y Suecia.18 Algunos de estos «voluntarios», no obstante, se alistaron de forma compulsiva: eran delincuentes que (de hecho) aceptaban la expatriación militar como alternativa a la ejecución. En 1605, por ejemplo, el gobierno escocés, irritado por los desafueros del clan Graham, en la frontera, sentenció a 150 de sus hombres a partir a las guerras de los Países Bajos, con la esperanza de que murieran allí en su mayoría.19 En 1627 se autorizó al señor de Spynie a re-
REVOLU
ITAR
clutar por la fuerza en su regimiento (alistado con licencia para Dinamarca) a todos «los canallas fuertes, aptos y falsos, denominados egipcios [gitanos]», así como a todos los «vagabundos y pordioseros, fuertes y vigorosos, hombres sin amo y holgazanes perezosos, que carecen de oficio y profesión, y de medios de vida [desempleados]». Cualquiera que se resistiese era encarcelado hasta disponer de medios de transporte. El año anterior, los reclutas del regimiento de Mackay se habían reforzado con algunos prisioneros de la prisión municipal d e Edimburgo «a veces llamados Macgregor» (nombre sinónimo de proscrito), que eran enviados a los muelles de Leith fuertemente custodiados y forzados a jurar, antes de embarcar, «que nunca regresarán a este reino, - biajo pena de muerte». Por último, en 1629, el coronel sir James bpens recibió 47 felcmes con1~ictos(incluyendo a una mujer) de las prisiones de Londrc:S: en es1te caso, el alistamiento significaba el perdón de todos su!c delitos, pero sólo con la condición de que los perdonados emigraaGLlyai a siempre.20 10s busc: iban no Irran, sin Los voluntarios que todos los gobier~ embargo, ni presidiarios ni buscadores (je gloria , sino ve:teranos. los que habían aprendido ya el oficio de las armas y se habían convertido en soldados profesionales. Estos hombres eran a menudo transferidos, con buenos sueldos, de uno a otro ejército, según sc presentaba la oportunidad o la ocasión. De este modo, algunos ingleses (incluyendo a sir Roger Williams, William Garrard y Humphrey Barwick, que posteriormente serían autores de influyentes tratados militares) sirvieron en los ejércitos español y holandés en los Países Bajos, así como en Inglaterra, mientras que el temible capitán de Felipe 11, Julián Romero, luchó (con otros 1.000 mercenarios españoles) en Escocia, formando parte del ejército inglés de ocupación en 1545-1546 y 1547-1551.21 En el decenio de 1590 había fuerte competencia entre el ejército de Flandes, el ejército de la Liga Católica francesa y las fuerzas imperiales de Hungría, para conseguir veteranos aptos, y se ofrecían elevadas recompensas a los que estaban dispuestos a cambiar su servicio. Lo mismo sucedía en el decenio de 1640, con guerras en curso por casi toda Europa: se ofrecían valiosos incentivos a las tropas inglesas, escocesas e irlandesas del continente para regresar a su patria y luchar en la guerra civi1.22 Había razones suficientes para ello. Lo ocurrido con la pequeña tropa victoriosamente mandada por James Graham, marqués de Montrose, mostraba claramente la influencia que las fuerzas ve"0-
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ENTO DE LA GUER
teranas podían ejercer en una guerra. En los doce meses que siguieron a su llegada a Escocia, en agosto de 1644, Montrose y su ejército de voluntarios escoceses e irlandeses recorrieron unos 3.000 kilómetros por este reino y, en una notable serie de seis batallas (en Tippermuir, Aberdeen, Inverlochy, Auldearn, Alford y Kilsyth), destrozaron la mayor parte del poder militar del gobierno escocés. Los historiadores se han sorprendido por estas victorias, todas ellas alcanzadas contra enemigos mucho más numerosos y mejor equipados, atribuyéndolas en gran parte al mando carismático de Montrose y de su principal lugarteniente irlandés, Alastair MacColla. También los derrotados escoceses estaban perplejos: «Estamos asombrados -escribió uno de ellos después de Alford- que hubiera de ser del agrado de Dios el hacernos caer esta quinta vez, ante una compañía de los peores hombres de la tierra»; «Rogamos al señor -escribía otro- descubrir la causa ... por qué nuestras fuerzas ... han recibido derrota tras derrota, incluso estas cinco veces, a manos de un enemigo despreciable e insignificanten.23 Pero el enemigo no era ni "despreciable" ni "insignificante". Si bien Montrose pudo haber tenido a sus órdenes sólo 3.000 hombres (o menos) durante la mayor parte de sus victoriosas campañas, quizá dos tercios de ellos eran veteranos de las guerras del Ulster de 1641-1642, y algunos también del ejército español de Flandes, pues habían sido reclutados especialmente entre los regimientos irlandeses de los Países Bajos, con autorización española, y transportados a Escocia en dos fragatas fletadas en Dunkerque. Los desafortunados escoceses habían sido derrotados por una tropa nada común.24 La ventaja de contratar veteranos era obvia, en especial en un país que, como la Inglaterra de los Estuardo, había vivido una generación de paz. Era realmente tan grande la necesidad de disponer de tropas instruidas que incluso llegó a ser frecuente que los soldados derrotados o hechos prisioneros fuesen admitidos al servicio de sus enemigos. Por ejemplo, tras la gran victoria parlamentaria de Naseby, aunque muchos soldados realistas, hechos prisioneros tras la batalla o en las subsiguientes rendiciones de las guarniciones, fueron inmediatamente reclutados por agentes de las coronas española o francesa, hubo muchos más que se alistaron en el victorioso New Model Army. Sir Thomas Fairfax, el jefe parlamentario, no se inmutaba por ello: «Encuentro que ustedes los han hecho buenos soldados -dijo socarronamente a un oficial realista rendido- y yo les he hecho buenos hombres».25 Durante la guerra
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de los Treinta Años, en Alemania, esto era también cosa usuial; los prisioneros de guerra eran persuadidos a unirse en masse a 121s filas de los vencedores, a pesar de las diferencias religiosas o pol1 1 E L I M I b N 1U U b LA GUERRA
a los dieciocho. Para 1640, el número de hogares de Bygdea a cargo de una mujer se había multiplicado por siete, dado que cada varón adulto disponible estaba o en las listas de reclutamiento, o en filas, o demasiado tullido para el servicio (véase la figura 2).30 ¿Era habitual este enorme despilfarro militar? Existen, con certeza, muchas pruebas indirectas que sugieren que una gran proporción de los que partían a servir en los e,jército en el extranjero jamás regresaban. Lord Mountjoy (el triunfal jefe de la reina Isabel durante las guerras de Irlanda) justificaba en 1601 su decisión de permitir a los rebeldes irlandeses alistarse en los ejércitos extranjeros, a causa de que «se ha visto siempre que más de las tres cuartas partes de esos campesinos nunca regresan, una vez que se empeñan en tal viaje». Más recientemente, un demógrafo ha aportado cierto fundamento a esta estimación tan elevada: partiend de la hipótesis de que el índice total de mortalidad militar debe h: ber sido aproximadamente diez veces superior al total de muertc en combate, Jacques Dupaquier llegó a la conclusión de que, d cada cuatro o cinco soldados alistados a comienzos de la Europ moderna, uno moría cada año en el servicio activo.31 No obstantc los archivos de algunos ejércitos sugieren que esta cifra puede sr exagerada. Por un lado, los índices de desgaste representados en 1 figura 3 indican que el total de pérdidas atribuible a todas las cai sas, incluso por deserción, es de menos del 20 por 100 anual; pc otro lado, las bajas en combate podían ser extremadamente altas. De este modo, en la batalla de Marston Moor, en 1644, quizá un 2 por 100 del ejército realista fue aniquilado en un solo día, lo qu daba una cifra de 4.000 hombres (aunque la repercusión era mayc debido a que, en opinión de un testigo presencial, «había dos gel tilhombres por cada soldado muerto»). El mismo año, en la bata11 de Friburgo, en el sudoeste de Alemania (según un capitán báv: ro, Johann Werth), «en los veintidós años en los que he estado in plicado en la carnicería de la guerra, jamás ha habido un enfrent; miento tan sangriento [como éste]»; el número total de bajas fu probablemente de 5.000 en cada bando. Pero esta era una cifra pc queña en comparación con lo que era habitual en las guerras d Luis XIV. En Malplaquet, en 1709, donde los victoriosos aliadc perdieron aproximadamente un 25 por 100 de sus hombres, hub 24.000 muertos.3' Los asedios eran también destructores de hon bres. Durante el bloqueo de Stralsund, en 1628, el regimiento e cocés de Mackay estuvo bajo el fuego durante seis semanas consc cutivas y, en este tiempo, de sus 900 hombres murieron 500 ,
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3. Las pérdidas de las tropas de primera línea en los siglos xw y xvii muestran bastante regularidad. Entre los veteranos españoles de guarnición en los Países Bajos en el decenio de 1570 (véase arriba), la rotura de hostilidades serias en abril de 1572 produjo un aumento notablemente pequeño de las pérdidas (excepto en el tercio de Flandes. la unidad que tenía el menor número de veteranos). Tanto en la guerra
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F =febrero;M = marzo; J =junio; A = agosto; S = septiembre; 0 = octubre; D = diciembre,
como en la paz, la deserción y las enfermedades, y no la acción del enemigo, eran las causantes del mayor número de pérdidas. El índice medio de desgaste de las tropas especialmente instruidas, fuesen españoles en los Países Bajos o escoceses y austríacos en Alemania, medio siglo después (arriba). era de un 2 por 100 mensual, aproximadamente una cuarta parte de su fuerza total al año.
EVOLUCI Ó N MILIT,
fueron heridos otros 300 (entre ellos su teniente coronel y cronista Robert Monro). Las pérdidas de los sitiadores podían ser también catastróficas. Gaspar de Coligny, experto jefe francés de mediados del siglo xvi, comentaba que «las grandes ciudades son el cementerio de los ejércitos» porque en las trincheras que las rodean morían tantos hombres; y el comandante de Saint Jean d'Angély, en 1596, alardeaba, al rendirse tras prolongado asedio, que su larga defensa había causado la muerte de más de 10.000 enemigos bajo sus muros. Es posible que esto fuese exagerado, pero se dispone de muchas otras horrorosas cifras (de más fiabilidad). Según los documentos del pagador del ejército enviado por Carlos 1 de Inglaterra en auxilio de La Rochelle en 1628, de los 7.833 soldados que embarcaron en Portsmouth en junio, 409 se perdieron casi inmediatamente, al desembarcar en la isla de Ré, 100 en las trincheras y 120 de disentería; murieron 3.895 más, tanto en un fracasado asalto coctra una posición francesa como en la retirada final (durante la cual «nuestros hombres se perjudicaron entre sí y hubo más ahogados que asesinados»); y, por último, 320 más fueron dados por desaparecidos. Sólo 2.989 sobrevivieron a esta campaña (el 38 por 100 de la fuerza inicial) y regresaron a Portsmouth en octubre.34 Es posible que esos 320 fuesen desertores. Aunque no era fácil desertar de una fuerza expedicionaria enviada a ultramar, después de estar unas pocas semanas atrincherados, sin sueldo ni comida, hasta los veteranos estaban dispuestos a correr cualquier peligro para escapar. Fue así como, en el asedio de Bergen-Op-Zoom por el ejército de Flandes en 1622, casi un 40 por 100 de los hombres acampados alrededor de la ciudad desaparecieron. Al menos un tercio de éstos (2.500) adoptaron la desesperada decisión de huir a la ciudad asediada. Allí, suplicaron «un poco de pan y un poco de dinero» y, si era posible, un pasaje de regreso. A un desertor italiano, que llegó tambaleándose cuando el asedio estaba próximo a su fin, se le preguntó: «¿De dónde viene?», y él respondió: «D1infern0».35 La deserción tenía los efectos más variables e imprevisibles en la fuerza de los ejércitos. Las condiciones del servicio podían Ilegar a ser tan horrorosas que, en ciertos lugares y momentos, un ejército llegaba a disolverse casi por completo. Entre 1608 y 1619, no menos de 4.211 soldados españoles de la guarnición de Orán (Africa del Norte) optaron por desertar y entregarse como cautivos a sus enemigos musulmanes, en vez de seguir defendiendo la
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ciudad que les había sido confiada. En Argel permanecían bien alimentados y cuidados hasta que una de las numerosas organizaciones ibéricas, dedicadas a redimir cristianos de la esclavitud de los infieles, pagaba el rescate." En ocasiones, el índice de deserción de los e,jércitos españoles era aún superior. Durante la primavera de 1567, el ejército español en Flandes se redujo desde quizá 60.000 hombres en junio, hasta no más de 11.000 en noviembre, y en el decenio de 1630 había unidades que perdían mensualmente por deserción hasta el 7 por 100 de su personal. De modo parecido, en el ejército español de Extremadura, creado para defender a Castilla contra los rebeldes portugueses, después de 1640, se llegaron a observar índices de pérdidas de un 90 por 100.37 Las cosas iban algo mejor en el ejército francés. En 1635, las fuerzas francesas que operaban en los Países Bajos meridionales se encontraron en octubre con una fuerza de sólo 10.000 hombres, cuando su plantilla era de 26.500; en el siguiente año, el ejército de Champaña, con 14.200 hombres en plantilla, se había reducido a 6.000 para junio. La situación siguió deteriorándose a medida que la guerra continuaba; el personal efectivo medio de una compañía francesa de infantería (en teoría, de 120 hombres) disminuyó desde 50 en 1637-1638 hasta 21 en 1642-1647.38 Unas variaciones de esta amplitud en el personal de los ejércitos hacían casi imposible que los generales y los gobiernos pudiesen saber la fuerza exacta de que disponían en un momento dado. Unos recientes estudios del ejército francés de Luis XIII han mostrado con claridad que ni el rey ni sus ministros tenían idea clara de cuántas tropas mandaban. Durante 1635 se cursaron órdenes para alistar 134.000 soldados de infantería y 21.000 de caballería, a fin de obtener una fuerza efectiva en el frente de 60.000 y 9.000 respectivamente. Durante toda la guerra contra España se daba por descontado que, a fin de poder llevar 1.200 soldados al frente de combate. era necesario reclutar 2.000, pues las pérdidas iniciales previsibles eran del 40 por 100. Pero esto no era sino una hipótesis de trabajo, no basada en ningún estudio detallado de las revistas e inspecciones." Con el tiempo, este problema llegó a ser controlado sólo mediante la imposición de castigos draconianos a los desertores y a sus cómplices. Entre 1684 y 1714, cerca de 16.500 fugitivos ilegales procedentes del ejército fueron llevados encadenados a Marsella (constituyendo casi todos los años cerca de la mitad del número total de convictos que servían en las galeras reales), y el índice de deserción en los ejércitos de Luis XIV acabó por disminuir.40
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Otra forma de disminuir la deserción era, naturalmente, ofrecer a la tropa la posibilidad de enriquecerse, y es cierto que el saqueo y el botín se consideraban como recompensas legítimas a que tenía derecho cada soldado. Se obtenían de modos muy diversos. El primero, y ciertamente el más fácil, consistía en obtener pagos forzados de los paisanos bajo la amenaza de muerte, tortura o destrucción. Las poblaciones situadas sobre las principales comunicaciones eran especialmente vulnerables (algunas eran saqueadas varias veces durante una guerra) y hasta un pequeño grupo de soldados podía obtener por la fuerza considerables beneficios.41 Los mercaderes viajeros eran también un objetivo fácil. En enero de 1638, por ejemplo, un convoy de comerciantes de Augsburgo y Nuremberg, que regresaba con siete carruajes de la feria de Leip- zig, sufrió una emboscada de 200 soldados de caballería. que exigieron 500 libras en metálico; el convoy ofreció imprudentemente menos de 100 libras y los soldados atacaron y saquearon en el acto los carruajes, asesinaron a varios mercaderes, se apoderaron de 80 caballos y los cargaron con el botín, destruyendo todo lo demás. Era el séptimo convoy de carruajes pertenecientes a comerciantes de Nuremberg que se perdía en doce meses, y antes de que concluyese en 1648 la guerra de los Treinta Años se registraron otros 16 incidentes similares.42 La obtención de botín mediante esos procedimientos, a costa de paisanos aislados y a menudo desarmados. permitía a los soldados enriquecerse con muy poco peligro personal; pero la recompensa (y el peligro) aumentaban mucho si se derrotaba a las tropas enemigas. En una batalla se podían hacer miles de prisioneros, de cuyos efectos personales se apropiaban inmediatamente sus apresores y cuyos rescates se repartían entre éstos y sus jefes en una proporción establecida.4' Todavía mayores posibilidades de ganancia ofrecía la conquista de una ciudad enemiga. Aunque había quienes mostraban su desacuerdo, la mayor parte de los expertos militares estaba de acuerdo en que las ciudades podían ser legítimamente saqueadas si rehusaban rendirse antes de que los sitiadores emplazasen su artillería." Una vez que esto ocurría, si la ciudad era conquistada los habitantes perdían su derecho a la libertad, a la propiedad e incluso a la vida, con lo que cada soldado del ejército vencedor se convertía en un príncipe. Así fue como las tropas españolas que regresaron a Italia en mayo de 1577, seis meses después del famoso saqueo de Amberes, llevaron consigo 2.600 toneladas de botín (y también enviaron a sus hoga-
res grandes cantidades de dinero, en parte producto de los rescates, mediante letras de cambio); por otro lado, el botín acumulado por los Ironsides de Cromwell durante su victoriosa campaña escocesa, desde la batalla de Dunbar, en septiembre de 1650, hasta el saqueo de Dundee un año después, fue suficiente para llenar 60 buques.45 Pero estos acontecimientos eran relativamente infrecuentes. Más a menudo las campañas consistían en maniobras de varios meses de duración, seguidas por un asedio que duraba hasta el invierno y que llevaba a una rendición negociada de la que poco podían obtener, como «dinero de asalto», los agotados y desanimados sitiadores. Un cínico comentarista francés escribía en 1623 que, por cada soldado que se hace rico en la guerra, «se encontrarán cincuenta que sólo ganan heridas y enfermedades incurables»." Una campaña larga y fracasada podía causar fácilmente la desintegración de un ejército completo, sea debido a una deserción de dimensiones catastróficas, sea por amotinamiento. La revuelta contra la autoridad en un ejército en servicio activo, o en parte de él, era relativamente frecuente a comienzos de la Edad Moderna. Era probablemente el ejército español en Flandes el más ingobernable, pues se amotinó 45 veces entre 1572 y 1609 (a menudo tras la rendición de una ciudad en condiciones que a los soldados les parecían ser demasiado generosas, como en Haarlem en 1573 o en Zierikzee en 1576). Se produjeron también numerosos conatos de desorden en otros ejércitos que habían sido movilizados para largos períodos, en especial cuando estaban de servicio en el extranjero (o pendientes de él). Los mercenarios suizos y alemanes que combatieron en las guerras de Italia (14941559); las tropas isabelinas en Irlanda y en los Países Bajos a finales del siglo xvr; el ejército sueco en Alemania en los decenios de 1630 y 1640; el New Model Army, en 1647-1649, cuando fue amenazado con continuar su servicio en Irlanda; las tropas de los Habsburgo austríacos enviadas a servir en España en el decenio de 1650; todos ellos sufrieron motines que quebrantaron temporalmente su capacidad de combate y que a menudo produjeron emigraciones masivas en el ejército cuando se atendieron las quejas. Incluso los amotinados que continuaban en el servicio solían pedir, además, el cambio de unidad a fin de evitar el peligro de ser castigados por sus anteriores oficiales.47 Esta mezcla de procedimientos heterogéneos de alistamiento, elevados índices de pérdidas y movilidad considerable en filas des-
truyó enseguida cualquier rasgo de identidad corporativa en las distintas unidades de todos los ejércitos de los primeros tiempos de la época moderna. A medida que las unidades se disgregaban, los supervivientes se incorporaban a otras, produciendo (según expresión de Marino Sanuto, un diarista veneciano de principios del siglo xvi) ejércitos como el Arca de Noé: voluntarios y felones, brigadas internacionales, milicianos locales, vasallos, señores feudales y conscriptos de muchos países se mezclaban entre sí.48 Las cosas apenas variaron en el siglo xvrr. En un regimiento bávaro en 1644, por ejemplo, había soldados de 16 países distintos, incluidos 14 turcos.4' Pero esta fragmentación no debe llamar a engaño: incluso una fuerza de composición tan cosmopolita podía tener un alto grado de experiencia militar y de eficacia. La variedad de procedencias podía complicar algo el modo de dar las órdenes, pero eso era todo; los que conocieron directamente a los veteranos raras veces dudaron de su eficacia. Un efecto más debilitador que la diversidad lingüística o nacional era el reclutamiento a la desesperada de soldados que no eran capaces de soportar físicamente el esf~ierzode la guerra. En marzo de 1636, el jefe del ejército de Flandes dio orden de que. en el futuro, todas las nuevas compañías de infantería alistadas en los Países Bajos estuviesen organizadas por un cuarto de piqueros y tres cuartos de mosqueteros; además, dejaría de utilizarse el arcabuz menor y ligero o caliver. Sin embargo, en febrero de 1643, justo antes de la invasión de Francia, que fue rechazada en Rocroi, el Alto Mando del e.jército hacía notar que «siendo necessario por la necessidad que ay de gente recibir algunos mancebos y de poca fuerza, que con las armas de menos, como son los arcabuzes, pueden hazer algun servicio habilitar y hazerse capazes para poderlo continuar con el mosquete». Hubo, pues, que reintroducir el arcabuz, y se permitió su uso a 25 de los hombres más débiles de cada compañía.") También era un problema para el ejército francés hallar soldados suficientemente altos. Louvois, ministro de la Guerra de Luis XIV, se vio obligado en 1685 a descuidar los requisitos de estatura para los reclutas, con excepción de los regimientos de la Guardia: «Sa Majesté ne veut point que l'on mésure les soldats~, dijo a los inspectores del ejército, porque de no ser así no hubiera podido obtenerse el número necesario de reclutas (cosa poco sorprendente, dado que, al parecer, la estatura media de la población francesa del siglo xvrr era inferior en unos cinco centímetros a la actual). Incluso en el siglo XVIII, cuando se volvió a intentar reclu-
millones de florines
4. El coste creciente de la guerra. El gasto medio anual de España para hacer la guerra en el extranjero creció inexorablemente durante el siglo xvr: la guerra de Esmalcalda, en 1547-1548, apenas costó 2 millones de florines anuales (200.000 libras), pero la guerra contra Francia en los Países Bajos, en el decenio de 1550, subió al doble, y la guerra en el decenio de 1590 contra Francia, Inglaterra y la República de Holanda (sólo en los Países Bajos) consumió más de 9 millones de florines al año. El aumento de los costes no acabó aquí: en 1630, según los expertos militares de la mayoría de los estados europeos, costaba cinco veces más poner un soldado en campaña que lo que había costado durante el siglo anterior.
tar hombres de mayor estatura, en una muestra aleatoria de 3.508 soldados del año 1716, la altura de 1,83 m (6 pies) sólo era alcanzada por 10 hombres; y en 1737, de entre casi 8.000, sólo la alcanzaban 59. Ninguno la superaba. En el ejército de los Países Bajos austríacos, algo después (1786-1787), de 9.655 reclutas, sólo 404 daban esta talla.51
Pero, con independencia de su estatura y de cómo habían sido alistados, los soldados de comienzos de la Europa moderna habían de ser pagados, atendidos y equipados. Es evidente que este era un problema compartido por los ejércitos de otras épocas, pero en los siglos XVI y XVII había ciertos factores que contribuían a empeorar las cosas. Para empezar, no sólo había en cada ejército más soldados y más armas, sino que también su coste unitario había crecido (figura 4). En palabras de un ministro español en los Países Bajos, en 1596:
CEVOLUC
Si se hiziere comparación de lo que aora questa a Su Ma,gestad la gente que le sirve en sus exércitos y armadas, y lo que cositara al emperador Don Carlos los suyos, se hallará que (en ygual niillit;~~ de gente) es menester por este tiempo tres tanto dinero con10se solía gastar entonces.52 Debido, ademas, a la «estrategia de desgaste» que propugnaba la mayoría de los jefes de la época, el dinero hacía falta durante más tiempo. El pensador político italiano Giovanni Botero escribía en 1605: «[Actualmente] la guerra se prolonga todo lo que es posible, y su finalidad no es aplastar sino cansar; no es derrotar sino desgastar». La guerra se había convertido tanto en una prueba de la capacidad financiera como del poder militar. «La forma de hazer guerra en estos tiempos -escribía en 1630 uno de los principales soldados y diplomáticos de España, el marqués de Aytona- está reducida a un género de tratado y mercancía, que el que se halla con más dinero es el que vence.» Un poco antes, otro soldado y diplomático, Bernardino de Mendoza, había establecido como regla general, en su Teoría y práctica de la guerra, que «el triunfo será de quien posea el último escudo».'" Pero el último escudo era difícil de hallar. Se critica hoy a los gobiernos cuando sus gastos de defensa alcanzan el 17 por 100 (Francia), el 29 por 100 (los EE.UU.) o el 41 por 100 (Israel) del gasto público total. Sin embargo, los gastos militares eran mucho más elevados a comienzos de los tiempos modernos. En el decenio de 1700, parece ser que Luis XIV dedicaba a la guerra el 75 por 100 de sus ingresos, mientras que Pedro el Grande gastaba el 85 por 100. Era todavía más extremada la situación de la República inglesa durante el decenio de 1650, donde, al parecer, no menos del 90 por 100 del gasto público se dirigía al ejército y la marina. Todavía no era esto suficiente: los sueldos del New Model Army seguían sin ser pagados (1,3 millones de libras de atrasos en 1659), a la marina se le debía casi otro tanto (1 millón d e libras en 1660), los contribuyentes se quejaban y el gobierno nunca parecía poseer dinero suficiente: «Nuestra principal carencia es el dinero, lo que nos lleva a situaciones desesperadas en todos nuestros asuntos», se quejaba el secretario de Estado Thurloe en 1658.54 Además de esto, naturalmente, la mayor parte de las ciudades importantes en todos estos países se veía obligada a dedicar gran proporción de sus recursos a la construcción, conservación y defensa de los nuevos muros sembrados de bastiones (véanse pp. 30-31).55
F1 A R A !
La Francia de Luis XIV, la Rusia de Pedro, la Inglaterra de Cromwell eran, todas ellas, Estados de un tipo especial: por un lado, en el exterior eran impopulares y estaban aislados, por lo que encontraban difícil (si no imposible) obtener empréstitos extranjeros para financiar sus guerras; por otro lado. su poder y sus recursos nacionales eran tan grandes que podían sostener un gran ejército permanente durante varios años seguidos. Los gobiernos cuyos ingresos interiores eran más modestos se veían obligados a adoptar otras medidas. Por ejemplo, la Inglaterra de los Tudor gastó abundantemente en sus guerras con Francia y Escocia entre 1538 y 1552: 3.5 millones de libras según el propio Consejo privado, en su mayoría consumidas en 1542-1550, con un gasto anual de casi 450.000 libras. Como los ingresos anuales de la corona en esta época eran solamente de unas 200.000 libras. se creó enseguida un enorme déficit. Parte de este descubierto se compensó mediante la venta de las tierras de la Iglesia, confiscadas tras la ruptura de Enrique VI11 con Roma (para 1547 se habían vendido tierras monásticas por un valor de 800.000 libras, quizá los dos tercios del total de lo secularizado): otra parte fue provista mediante nuevos impuestos, empréstitos forzosos y confiscaciones. Pero había que obtener una suma considerable mediante interés en los mercados de dinero extranjeros: en 1552 estaban pendientes 500.000 libras, y el capital no fue reembolsado hasta 1578.56 También los Habsburgo hubieron de vender su patrimonio para financiar las guerras, aunque el «premio gordo» de que dispusieron no fueron en este caso las tierras de la Iglesia sino el tesoro de las Américas. Gracias al envío regular de metales preciosos desde México y Perú, Carlos V pudo negociar empréstitos de magnitud sin precedentes en los centros financieros de Europa occidental. Entre 1520 y 1532, recibió en préstamo 5.4 millones de ducados (más de 1 millón de libras esterlinas), un promedio anual de 414.000: durante sus guerras contra Francia y los turcos, entre 1552 y 1556, obtuvo a crédito 9.6 millones (más de 2 millones de libras esterlinas), con un promedio anual de casi 2 millones de ducados. El coste de los créditos aumentaba, así como su magnitud: desde un promedio del 18 por 100 de interés anual en los préstamos recibidos en el decenio de 1520, hasta casi un 49 por 100 en el decenio de 1550.57 Estos cargos habían de liquidarse con cargo a los futuros ingresos, de modo que cuando el hijo de Carlos, Felipe 11, subió al trono, en julio de 1556, descubrió que todos los ingresos de España estaban comprometidos para el pago de empréstitos o de
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sus intereses hasta el año 1561 incluido. Por eso, en junio de 1557 dictó Felipe un «decreto de bancarrota» por el que, de modo unilateral, se convertían todos los empréstitos a corto plazo y elevado interés en anualidades amortizables a largo plazo (qjuros al quitar») al 5 por 100 de interés. Después, en 1560, tras haber obtenido importantes empréstitos durante tres años más, para derrotar a los franceses, el rey repitió la maniobra; y en 1575, 1596, 1607, 1627 y 1653, él y sus sucesores lo hicieron una y otra vez. Como es natural, los banqueros cuyos capitales eran así tan bruscamente confiscados se sentían agraviados por la falta de palabra del rey y, durante algún tiempo después de cada decreto, se negaban a prestar más fondos. Pero la corona siempre acababa victoriosa mediante el sencillo procedimiento de negarse a pagar cualquier interés por todos los empréstitos o juros existentes hasta no recibir nuevos préstamos. Este tosco y brutal sistema permitió que los gobiernos españoles aumentasen su deuda consolidada desde 6 millones de ducados en 1556 hasta 180 millones (aproximadamente 36 millones de libras esterlinas) un siglo después.5" Este era un mal procedimiento para ganar las guerras. Una y otra vez, la bancarrota temporal de la corona española llevaba al fracaso de sus operaciones militares. La suspensión de pagos en 1575 privó a Felipe 11 de los medios de continuar las victoriosas operaciones del ejército de Flandes contra los rebeldes holandeses, y en nueve meses llevó al amotinamiento de sus tropas no pagadas, lo que destruyó todo el control del rey sobre los Países Bajos. La bancarrota de 1627 produjo también la parálisis militar en este territorio, gracias a lo cual los holandeses se apoderaron de 'S-Hertogenbosch, Wesel y numerosas ciudades de Westfalia ocupadas por tropas españolas, porque los holandeses, en esta época, eran capaces de sostener un numeroso y eficaz ejército durante todo el tiempo que fuese necesario.59 Habían descubierto un nuevo método para obtener fondos que constituyó su salvación. Durante la primera mitad del siglo xvr, los Estados provinciales de Holanda comenzaron a aceptar la responsabilidad colectiva de los empréstitos de guerra, asegurados por lo recaudado mediante impuestos futuros: el pago del interés y la amortización final estaban garantizados oficialmente. Como los intereses ofrecidos eran altos y la garantía sólida, hubo una notable afluencia de capitales, tanto de inversores nacionales como extranjeros.60 En el siglo xvrr, aunque los intereses se habían reducido (gradualmente) desde el 10 por 100 en 1600 hasta el 4 por 100 en 1655, la Repúbli-
NTO DE LA GUERR
ca de Holanda todavía podía obtener, mediante empréstitos en el mercado libre, todo el dinero que necesitase para la guerra. En el decenio de 1630, por ejemplo, se estimaba que los ingresos tributarios de Holanda (la provincia más rica, con diferencia sobre las demás) importaban anualmente 11 millones de florines (más de 1 millón de libras esterlinas), mientras que los gastos de la guerra eran unos 12 millones y el pago de los intereses absorbía 7 millones más. Se generaba, pues, un déficit anual de unos 8 millones de florines, que se financiaba con préstamos que, en 1652, al concluir la larga guerra contra España, importaban 132 millones de florines (unos 13 millones de libras esterlinas). Aunque una gran parte de esto se pagó prontamente, la amortización no era nada popular (según el embajador inglés sir William Temple) entre los inversores, los cuales, lejos de alegrarse cuando la República decidió «pagar todas las partes del principal ... lo recibieron con lágrimas, sin saber cómo ponerlo a devengar interés con tanta seguridad y facilidad». Tuvo tanto éxito la «revolución financiera» holandesa, que cn el decenio de 1690 fue exportada a Inglaterra, donde permitió a Guillermo 111 y a sus aliados hacer frente a los recursos superiores de la Francia de Luis XIV. Bajo el sucesor de Guillermo, la reina Ana, el gobierno británico gastó 93.6 millones de libras entre 1702 y 1713, en guerra contra Luis XIV, cantidad de la que no menos de un 31 por 100 se obtuvo por empréstito.61
Pero todo esto pertenecía todavía al futuro. Para la mayoría de los gobernantes europeos de los siglos xvr y xvrr, los problemas causados por el aumento de los ejércitos y la revolución de los precios resultaron ser demasiado graves para una solución inmediata. Se abandonó gradualmente el sistema tradicional de pagar a cada soldado su haber en persona, en favor de cierto sistema de reintegro administrativo, mediante el que los gobiernos pagaban a los contratistas y empresarios privados por el suministro de los servicios militares que ellos no podían adquirir ni organizar por sí mismos.62 A finales del siglo XVI,varios Estados habían empezado a reclutar y abastecer a sus ejércitos (especialmente a las unidades destinadas al servicio en el extranjero) por medio de contratistas privados. Fue durante la guerra de los Treinta Años cuando este
EL ABA!STECIMIENTO DE LA GUERRA
sistema alcanzó su apogeo, con cerca de 1S00 individuos alistando tropas por toda Europa, mediante contrato, para uno o más caudillos. Entre 1630 y 1635, trabajaban quizá 400 empresarios militares en el alistamiento y total equipamiento de regimientos, brigadas e incluso ejércitos completos (en el caso de Wallenstein y de Bernardo de Sajonia-Weimar), para los gobiernos que carecían de los recursos financieros o humanos para hacerlo por sí mismos. La cualificación básica de estos contratistas militares era el poder económico. El éxito militar, por raro que parezca, no era un requisito previo, pues algunos jefes (como Ernesto, conde de Mansfelt, o Dodo von Knyphausen) parecían conducir a sus ejércitos de derrota en derrota, mientras conseguían mantener unidas a sus tropas gracias a su gran habilidad organizativa. Para alcanzar el éxito, empero, un empresario militar necesitaba también riqueza. Wallenstein anticipó al emperador más de seis millones de táleros (1,25 millones de libras) entre 1621 y 1628; Bernardo de SajoniaWeimar estimaba en 1637 su fortuna personal en 450.000 táleros; el caudillo imperial Henrik Holck, antes hombre sin recursos, regresó a su Dinamarca natal lo suficientemente rico como para pagar 50.000 táleros por una finca en Funen; y el general sueco K6nigsmarck, que anteriormente había servido como paje y soldado raso, murió en 1663 con un patrimonio evaluado en casi 2 millones de táleros.6Uun así, el crédito de estas personas no era inagotable; no podían pagar indefinidamente a hombres con sus propios recursos. A veces, incluso, ni siquiera podían pagarles mucho: la mayor parte de los soldados que combatieron en la guerra de los Treinta Años aceptó servir por sueldos que eran apenas superiores a los jornaleros del campo. E n su lugar, los ejércitos reclutados por contratistas estaban apoyados por un complicado sistema de financiación militar, que fue perfeccionado inicialmente por los jefes holandeses y españoles que luchaban en los Países Bajos. El primer elemento esencial era un ingreso regular en metálico (aunque fuese insuficiente) desde el Tesoro del Estado. E n una famosa carta escrita e n enero de 1626, Wallenstein, a comienzos de su primer s período d e mando, informaba al ministro imperial de ~ i n a n i a que necesitaría «un par de millones de táleros cada año para hacer que esta guerra continúe».64 Pero este dinero n o se pagaba directamente a la tropa, sino que se requería únicamente para mantener el crédito personal de Wallenstein y para devolver las sumas que él había adelantado a los hombres a sus órdenes. El sistema de reintegros militares era criticado satíricamente
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en una famosa novela sobre la g:uerra: Las Aventuras de Simplicísi. nzus el Germánico. El autor, llans Jakob Christoffel von Grim. melshausen, dedicaba a. esLe asunto un elaborado símil. en el que comparaba la cadena de mando de un ejército erI el día d e la pag; con una bandada de pájaros sobre un árbo1.65 Los posad os en la: ramas superiores, escribía, --A-
Estaban a gusto y felices cuando un pájarc)-intenderIte les so. brevolaba y volcaba sobre elI árbol un a perola 1lena de oro ... por. * -... -. que cogían todo lo que poaian y aejaoan que cayese poco- u -..Aiiaua a las ramas inferiores; de modo que los que estaban allí morían má!j de hambre que a causa de los ataques del enemigo. 1
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En realidad, esta visión de Grimmelshausen estaba bastante deformada, porque los pájaros de las ramas más bajas (la tropa sin graduación de los ejkrcitos) recibían abundante sustento por otros procedimientos. En primer lugar, los ejércitos e n marcha obteníar alimentos y otros suministros de la población civil entre la que sc movían. El simple saqueo era demasiado antieconómico y, para quc un ejército pudiera .vivir sobre el territorio», era menester contro lar y sistematizar la explotación de los recursos locales. En su form: más simple, este método era conocido como Rrandschatzrtng (o, er los Países Bajos, Brandschatting), es decir, el «dinero del fuego» Un ejército amenazaba a una comunidad con incendiarla o saquear la a menos que no entregase (en el acto) un rescate, sea en dinero ( en especie, exigido por las tropas (lámina 16). A cambio de est: contribución, el pueblo o ciudad podía recibir una carta de protec ción, que le garantizaba no volver a ser sometido a más exigencias por ninguna otra fuerza del mismo bando (en territorios con enfrentamiento~frecuentes o constantes, las poblaciones podían tener que efectuar pagos regulares a las guarniciones vecinas de ambos bandos, como «dinero de protección>~).6hSólo quedaba un paso desde esto hasta un completo «sistema de contribuciones»: un impuesto militar permanente obtenido por un ejército en todas las poblaciones situadas dentro de un cierto radio. Bajo el mando de un jefe hábil e implacable, como Parma o Wallenstein, se podía hacer que las «contribuciones» atendiesen a todas las necesidades de las tropas (alimentos, vestuario, alojamiento, municiones, transporte), pues los detalles de ejecución y las cantidades exactas de los bienes y servicios a suministrar se establecían entre los secretarios regimentales y de compañía, por una parte, y las autoridades locales, 7. -
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16. El Rrnri(lt~lcistei.La ohtciici6n d c diiicro por los cjCrcitos cntrc las pohlacioiics civiles amenazadas de incenclio ienía Lina eficacia singular cii:iiido las ca\;ts csialxin construidas d c madera y tecliadas con paja. Es cierto que. igual que en la guerra d e Vietnam, lo q u e se quemaha con facilidad tamhiéti se rccoiistruía ficilmentc. pcro la destrucción d e las reservas d e aliineiiios alniacenados e n las viviciidas era muclio m i s grave. ( D e Fronsperger, ICri(~,qshirch.111. fo. LXVIII.)
por otra. E n los territorios visitados frecuentemente por los ejércitos, como los Países Bajos o Alemania central, se organizaba un «sistema d e alarma lejana» entre las poblaciones situadas sobre el previsto eje de marcha, de modo que los abastecimientos necesarios
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pudieran estar preparados con tiempo suficiente. En último térmi no, si el enlace previo entre los administradores civiles y militare parecía insuficiente para obtener los abastecimientos necesarios, era factible persuadir a los comerciantes de otros territorios no afectados por la guerra para que interviniesen. D e este modo, algunos generales de las guerras de Holanda y Alemania adquirieron ganado al por mayor en Suiza, o ropa en Inglaterra; Wallenstein organizó la entrega regular de cerveza. pan, vestuario y otras necesidades del ejército, desde sus vastas posesioiies en Bohemia.67 Todos estos recursos, como observaba Michel le Tellier, secretario de Estado francés para la guerra, eran esenciales porque «garantizar el sustento del soldado es garantizar la victoria del rey». Hacia el decenio de 1640, la mayor parte de los administradores militares reconocía que los dos tercios del suministro de las tropas se hacía mediante sueldos en e s p e ~ i e . ~ " Este procedimiento, por lo menos, mantenía a los ejércitos alimentados, equipados y vestidos, pero estaba muy le~josde ser perfecto. En primer lugar, pocos contratistas podían proporcionar artillería suficiente, sólo con sus.recursos propios. Tanto por razones de scguridacl nacional como por el exorbitante coste, la mayor parte de los Estados, por mucho que éstos se apoyasen en los servicios de los contratistas para satisfacer sus necesidades militares, consideraba esencial crear una reserva de cañones de. campaña y de sitio que fuese de su exclusiva propiedad: por su parte, pocos contratistas podían permitirse el lujo de disponer de un tren de artillería, lo que podía aumentar el coste total de una campaña hasta en un 50 por 100.69 Una segunda limitación del sistema de reintegros militares era que gran parte del equipo suministrado de hecho imr los contratistas distaba mucho de ser satisfactorio. Esto era quizás inevitable, pues un ejército de 30.000 Iiombres necesitaba inicialmente. por ejemplo, 30.000 unirormes y 60.000 zapatos, 30.000 espadas y cascos y una cantidad adecuada de picas, corazas, mosquetes (con todos sus accesorios) y munición. Como saben de sobra todos los soldados, ni siquiera hoy puede la intendencia garantizar que todos y cada uno de estos artículos sean suministrados en buenas condiciones de uso y en perfecto estado. Sin embargo, algunos de los artículos suniinistrados a los primitivos ejércitos m o d e r ~ o seran claramente defectuosos. Por ejemplo, las fuerzas inglesas que combatían en Irlanda contra las tropas del conde de Tyrone, entre 1594 y 1630, estuvieron siempre amenazadas por el desastre a causa del mal abastecimiento. E n 1599. el conde de Es-
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LA REVOLUCIÓNMILITAR
sex solicitaba urgentemente que todos los nuevos llamar enviados desde Inglaterra trajesen sus propias armas «porque aquí, en servicio, las armas se deterioran más deprisa que los hombres; y el respuesto que vino [recientemente] está ya tan disminuido que de poco servirá para cualquier nuevo llamamiento». Hay que reconocer que Essex estaba en una situación especialmente difícil: acababa de llegar a Irlanda tras una gran derrota inglesa (la de Yellow Ford, cerca de Armagh, en agosto d e 1598) y las fuerzas totales isabelinas en este país habían aumentado desde quizá 4.000 hasta más de 18.000 hombres. Como en Irlanda no podía obtenerse munición, todo lo que los hombres de Essex necesitaban debía llegar por mar desde Inglaterra, por lo que, entre 1598 y 1601, fueron enviados desde Londres, a través de Chester o Bristol, hasta Dublín 14 convoyes de armamento (cada uno con unos 30 carruajes de 7 toneladas). Las victorias de Mountjoy sobre Tyrone en Ultonia (Ulster) y sobre sus aliados españoles en Kinsale, en 16011602 (véase la p. 57) fueron tanto el resultado de un mejor abastecimiento como de un mejor mando táctico.70 Pero la eficiencia militar, para obtener resultados, debía ser mantenida permanentemente. Parte del problema del decenio de 1590 consistía en la falta de preparación del gobierno para afrontar una nueva guerra en Irlanda, pues tras casi treinta años de paz se necesitaba tiempo para alcanzar una completa movilización. Sin embargo, tras la victoria de 1603 (y el tratado con España del año siguiente), la organización militar tan trabajosamente creada se abandonó enseguida al deterioro, de modo que, cuando la guerra se reanudó en el decenio de 1640, no había otra vez municiones suficientes para abastecer a todos, o cuando las había no eran del tipo adecuado. Roger Boyle, señor de Broghill, jefe en Irlanda durante la guerra civil, se lamentaba de que sus mosqueteros hubiesen estado a punto de perder una batalla porque, debido a que la munición suministrada era demasiado grande para las armas disponibles, algunos hombres «tuvieron que quitar gran parte del plomo royéndolo [y], otros hubieron de cortar sus balas, en lo que se perdió mucho tiempo, las balas no alcanzaron tan lejos y fueron más imprecisas; y, lo que es peor, tantas interrupciones dieron ánimos al enemigo al hacerle creer que nuestro coraje desCallecía».71 Parte de las dificultades de Broghill se debía a la falta de normalización causada por la dispar procedencia de sus armas portátiles, algunas d e fabricación local, otras cogidas al enemigo, y algunas procedentes de Inglaterra (y éstas. también, poco homo-
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géneas). Pero el verdadero problema residía en la falta general d e armas en Britania al comienzo de la guerra civil, tras tantos años de paz. Cuando Carlos 1 salió al frente de su ejército de Shrewsbury, en septiembre de 1642, un benévolo testigo lamentaba que algunos de sus soldados de infantería estuviesen armados «sólo con bieldos y otros utensilios parecidos, y muchos sólo con buenas cachiporras», mientras que en todo el ejército «no había un solo piquero con coselete, y muy pocos mosqueteros tenían espadan.7' Durante algún tiempo después de esto, los soldados realistas eran equipados por los alguaciles de las poblaciones leales, a los que se obligó a enviar al Ordnance Office de Londres los repuestos parroquiales de pólvora, armamentos y corazas, algunos de los cuales, sin duda alguna, tenían ya medio siglo d e vida. Luego, cuando en el verano de 1643 se habían agotado estas reservas, hubo que recurrir a los contratistas del continente. Esto no fue siempre la mejor solución. La triste descripción de un envío de 1.000 mosquetes traídos desde Francia a Weymouth en 1644 ilustra este problema: «Son de tres o cuatro veintenas de diversos calibres: algunos calibres de pistola, algunos calibres de carabina, algunas pequeñas escopetas de caza y toda la vieja basura que puede ponerse junta*. Sin embargo, las armas directamente adquiridas en el continente por contrato con acreditados fabricantes de armas eran, por lo general, de excelente calidad. Tampoco hubo muchas quejas de los abastecimientos locales cuando la guerra estuvo ya en marcha; el rey estimaba favorablemente los 200 mosquetes y los 30 pares de pistolas que cada semana fabricaban los armeros de Bristol.7" Aunque la rapidez con que las armas se desgastaban exasperaba a los gcnerales (Cc
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dos y la parte trasera de cada pieza. Los sirvientes de éstas tenían espacio suficiente para hacerlas retroceder con poleas después de cada disparo, y recargarlas en el interior antes de volverlas a poner en batería para el siguiente disparo (lámina 27). Gracias a la cureña era mucho más fácil y más preciso efectuar la puntería en dirección de las piezas durante el combate. De este modo se podían disparar andanadas consecutivas durante un combate, cuyo alcance dependía de las superiores cualidades marineras de los barcos ingIe~es.3~ Es habitual considerar que la campaña de 1588 produjo un revolución táctica que convirtió a la hilera de frente y al cañonec lejano en procedimientos normales del combate naval europec Pero no fue así. Para empezar, ambas tácticas habían sido utiliza das casi un siglo antes en el océano Indico, y las I~zstruccionesdi Cabral en 1500 (pp. 132-133) eran tan precisas que estaba clarc que ni siquiera entonces eran nuevas. En segundo lugar, las ense ñanzas de la victoria inglesa penetraron lentamente en Europa. Así, por ejemplo, en 1592, en el texto del italiano Eugenio Gentilini, El perfecto bombardero, todavía se propugnaba que «tocar al enemigo con la artillería desde gran distancia no puede ser la finalidad de una marina: el objetivo principal es la embestida y e abordaje». Ni siquiera en Inglaterra se produ.jo un cambio inme diato en la forma de los barcos de guerra. Los galeones «rápidos no habían sido bien recibidos en todas partes, y algunos miembro del Navy Board habían objetado que la supresión de los castillo de proa y popa hacía que .o
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Hay pocas pruebas de que este consejo fuese atendido. Por el contrario, las hazañas de la marina jacobita resultaron desastrosas, en gran parte debido a que sus navíos principales resultaron poco m; nejables fuera de los mares internos. De este modo perspicz (pero amargo) lo comentaba el jefe de la expedición contra Cád de 1625, lord Wimbledon: «Encuentro que los grandes barcos (especialmente los viejos) que están tan sobrecargados con artillería no sirven para una guerra ofensiva, sino que son más aptos para [una guerra] defensiva en aguas propias*. Su buque insignia, el Anne Royal (que, al igual que el Ark Royal, también había sido el buque insignia inglés en 1588), daba cbandazos y tomaba los mares españoles» tan mal que hubo que poner «mucha artillería en la bodega ... Por lo que todos nosotros tenemos la opinión de que los barcos ... menores y construidos más resistentemente, sin adornos, son más apropiados para estos viajew.37 Pero una vez más el gobierno no escuchaba. Las flotas enviadas en auxilio de La RocheIle, en 1627 y 1628, no estaban capacitadas para su misión, y la flota del Ship Money de Carlos 1, que inicialmente se había pensado construir con subvenciones españolas a fin de mantener el Canal abierto a la navegación de este país, también incluía viejos barcos de guerra tan pesados que eran inútiles para el servicio en otra parte. El Sovereigr? of tlze Seas, de 1.500 toneladas, botado como buque insignia de los Estuardo en 1637, era todavía menos maniobrero que los galeones de la Armada, y hubo que reducir el número de sus 104 cañones (que pesaban más de 153 toneladas).38 Fueron, de hecho, los holandeses, y no los ingleses, los que primero crearon una flota de alta mar capaz de actuar a gran distancia. En su guerra contra España, las tres misiones principales de la marina holandesa fueron la protección de la flota mercante en el mar, el bloqueo de los puertos de los Países Bajos meridionales (sobre todo, Dunkerque) desde los que actuaban los corsarios enemigos, y la interceptación de las flotas de barcos de guerra y de transporte de tropas que los españoles enviaban periódicamente al mar del Norte." Eran misiones difíciles, porque las dos primeras exigían barcos rápidos y de poco calado, capaces de permanecer en estación durante varios meses seguidos, mientras que la tercera requería cañones potentes y gran fortaleza. Poco después de 1600 se construyeron en Hoorn (Holanda del Norte) 8 nuevos navíos de 300 toneladas, de gran eslora en relación con la manga, y de baja obra muerta pero, a pesar de esto, de poco calado. Se les empezó a llamar «fragatas» y enseguida se convirtieron en el núcleo princi-
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.sis~e noy ue las ciuuaueias aun mayores consLrLiiuas por Hideyoshi y sus seguidores, que preferían fortificar oteros. Se advierte una notable homogeneidad en los casi 60 castillos que han sobrevivido y que fueron construidos en Japón entre 1580 y 1630, desde Sendai al norte hasta Kagoshima al sur, aunque algunos son mavores aue otros. El castillos de Kato Kivomasa en Kumamoto. ejemplo, tenía 12 km de circunferencia (con 49 torres y 2 torreones); el bello castillo d e «La Garza Blanca» de Ikeda Terumasa, en Himeji, casi d e la misma extensión, se construyó con unas 103.000 toneladas de piedra (lámina 38), mientras que los muros de la gran ciudadela de Tokugawa Hidetada en Osaka tenían más de 13 km de longitud. Algunos de los bloques utilizados para construir las defensas de Osaka pesaban 120 o 130 toneladas y fueron trasladados a pie de obra desde todo Japón. por feudatarios deseosos de mostrar su lealtad al régimen; todavía hoy pueden observarse los signos distintivos de cada daimio, puestos en «sus» bloques (a los que se conferían además nombres de buen augurio). Con tales bloques, más propios de una pirámide que de un castillo, se construyeron muros que tenían en algunos puntos hasta 19 m de espesor.83 Es muy posible (como indicó hace algunos años el profesor J. W. Hall) que estos castillos japoneses «no tuviesen par en lo relativo a su tamaño e inexpugnabilidad» en ninguna otra parte a comienzos de la época moderna.84 Encontramos una vez más que. aunque los señores japoneses estaban plenamente preparados para adoptar las innovaciones mi-
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to», según un testigo presencial. «La regla de su construcción es ta que resultan casi insensibles a los esfuerzos del tiro horizontal, in cluso con cañones de 32 libras.» De modo parecido, la fuerza expedicionaria británica enviada a China en 1860 halló inexpugnables los muros de Pekín. Según el jefe inglés, general Knollys, La historia de la antigüedad nos habla d e que los muros de Babilonia eran tan anchos que en su parte superior se podían conducir varios carros de frente, pero realmente creo que los de Pekín deben ser todavía mayores. Tienen más de 50 pies de espesor, casi lo mismo que de altura y están pavimentados en su parte superior donde, estoy seguro, cinco coches de cuatro caballos podrían conducirse de frente con un poco de cuidado.8"
38. El casrillo de Hrrnejr. conocido como «La Garza Blanca» porque desde lejoi asemejaba a un gran pájaro listo para emprender el vuelo desde la llanura en la que estaba posado. no era sino una de las casi 60 ingentes fortalezas construidas en Japón en el medio siglo despucs de 1580. Todas ellas tenían sólidos cimientos y utilizaban bastiones muy parecidos a los de la trace iral~enne.Fueron inexpugnables, a todo intento y propósito, hasta la época de los bombardeos aéreos.
litares occidentales, siempre las adaptaban a las circunstancias locales de una forma peculiar.8Qin embargo, la China de comienzos de la época moderna no tenía necesidad de los ejemplos occidentales en el arte de las construcciones defensivas, pues sus soberanos habían convivido con la pólvora durante siglos y las enormes fortificaciones elevadas bajo la dinastía Ming estaban previstas para resistir tanto el cañoneo artillero como el minado. Es cierto que los chinos carecían de castillos y preferían fortificar ciudades enteras (en realidad, los chinos utilizan el mismo carácter -ch'engpara «ciudad» y «muro»), pero esas ciudades estaban rodeadas por grandes murallas (de 15 m de espesor en algunos puntos) que podían resistir incluso los proyectiles modernos. Fue así como, en 1840, durante las guerras del opio, un barco de guerra de 74 cañones de la Roya1 Navy bombardeó durante dos horas un fuerte en las afueras de Cantón y «no produjo el más mínimo efec-
La amplitud de las fortificaciones en el este de Asia hacía inútiles los cañones de sitio, lo que puede ser la razón por la que la artillería pesada indígena nunca llegó realmente a desarrollarse en esos territorios; en Japón sólo se utilizó seriamente contra Osaka en 1615 y contra la rebelión de Shimabara en 1636 (y ni siquiera entonces resultó decisiva); en China raras veces se empleó en la ofensiva, excepto en el decenio de 1670. En ambos imperios los asedios se decidían habitualmente mediante el asalto multitudinario, el minado o el bloqueo, y no mediante el bombardeo." Los cañones pesados, tanto de fabricación tradicional como occidental, se emplearon ciertamente para la defensa de las enormes murallas, pero, fuera de esto, el empleo de la artillería en el combate terrestre en el este de Asia estaba reducido al campo. Aun siendo así, los grandes Estados del este asiático prestaron más atención a las innovaciones militares de los europeos que a otros aspectos de la cultura occidental (salvo, quizá, la astronomía y el reloj). Esta paradoja puede comprenderse fácilmente si se recuerda que la llegada marítima de los europeos al Lejano Oriente coincidió con un período de prolongada desintegración política en China y Japón. En la primera, la inestabilidad subsistió aproximadamente desde los renovados ataques piratas contra Fukien, en el decenio de 1540, hasta la aniquilación de los últimos seguidores de los Ming, en el decenio de 1680. La época de las guerras civiles duró en Japón desde el comienzo de la guerra de Onin, en 1467, hasta la ocupación de Odawara en 1590. Durante este largo período era natural que se prestase gran atención a todas las innovaciones militares, pero en cuanto se recuperaba la estabilidad era me-
nor el valor de cosas tales como las armas de fuego. E n China, éstas estuvieron limitadas a las fronteras; en Japón la mayoría se conservaba en los parques del gobierno, y durante todo el siglo disminuyó constantemente su fabricación (que sólo podía hacerse con autorización).xx Pero Japón no sólo «dejó» las armas d e fuego. Después d e 1580, los sucesivos gobiernos centrales efectuaron una serie de «cazas d e espadas» con el objeto de retirar todas las armas de los templos, de los campesinos y ciudadanos, de todos los que pudieran intentar resistirse a los impuestos o normas de la administración. Algunas de las espadas así confiscadas fueron fundidas para hacer un gran Buda metálico en Kyoto, mientras que otras se conservaron en los parques del Estado para su uso en casos de emergencia (por ejemplo, durante las invasiones de Corea, en el decenio d e 1590), hasta que, por último, el ceñir espada quedó casi limitado a una clase hereditaria de hombres armados (los samurai). A u n así. aunque los samurai quedaron con sus espadas, fueron despojados de la mayoría de sus castillos; en 1580, también, comenzó el gobierno central la destrucción sistemática de las fortificaciones que pertenecían a sus enemigos derrotados. Después, en 1615, el shogun decretó que, a partir de entonces, cada señor podría conservar sólo un castillo y todos los demás habrían de ser derruidos. Así, por ejemplo, en la provincia occidental de Bizen, donde habían existido más de 200 plazas fortificadas a finales del siglo x v , sólo quedaban 10 en el decenio de 1590, y sólo una después de 1615: el gran «Castillo del Cuervo» e n Okayama. Esta «desmilitarización» de Japón afectó también a la literatura, pues durante algunos decenios después de 1671 permaneció prohibida la importación de libros extranjeros sobre asuntos militares (y sobre el cristianismo); el Honcho Gunki-ko (Investigación de las armas militares en Japón), escrito antes de 1722 y publicado en 1737, sólo contenía un capítulo sobre las armas de fuego, y éste era muy breve.xl) Para esa época también Occidente había perdido gran parte d e su interés por el Japón, ya que la presencia europea en Asia había cambiado sustancialmente. Los holandeses habían sido expulsados de Taiwan en el decenio de 1660 (p. 157) y su factoría en Japón ya no producía grandes beneficios; las potencias ibéricas habían perdido gran parte de su imperio comercial en Oriente, y la Compañía Inglesa de las Indias Orientales comerciaba todavía relativamente poco en el Lejano Oriente. De modo que China y Japón se
mantuvieron sin ser casi desafiados por los europeos durante el siglo XVIII,y tampoco se amenazaron entre sí.") El «orden mundial» Propio de China y Japón permaneció intacto hasta que las naciones industriales de Occidente pusieron en acción contra ellos los barcos de vapor, la artillería de acero y los cipayos, a mediados del siglo XIX. No cayeron ante la revolución militar.
Los instrumentos imperiales utilizados para derribar a los marathas, los Ch'ing o los Tokugawa fueron totalmente distintos a los empleados para sojuzgar a aztecas o incas. Es evidente que, en los tres siglos transcurridos, se había producido una importante transformación en el poder militar y naval europeo, transformación tan profunda que sin duda ha de ser equiparada a una «revolución». Uno de los grandes problemas, empero, al escribir la historia de las revoluciones, es el de establecer las fechas exactas de su comienzo y final. La discriminación entre las condiciones previas y los factores desencadenantes, entre la continuidad y el cambio, parece a veces suscitar más controversia que el propio fenómeno en sí. Por tomar un ejemplo extremo, los historiadores siguen debatiendo con vigor en torno a los orígenes de la «Revolución inglesa» (nombre con el que algo engañosamente se conoce a las rebeliones contra los Estuardo en Escocia, Irlanda e Inglaterra, entre 1642 y 1660). Algunos han rastreado este proceso hasta la introducción de la Reforma en Inglaterra, en el decenio de 1530: otros han observado una significativa rotura con el pasado, ya sea durante el decenio de 1620, cuando el gobierno perdió la confianza en sus parlamentos en los tres reinos, ya sea en el decenio de 1630, cuando el rey intentó gobernar los tres reinos sin los parlamentos. Más recientemente, las pretensiones de encontrar un «camino llano hacia la guerra civil» se han visto desafiadas por el razonamiento de que, aunque las relaciones entre gobernantes y gobernados habían alcanzado ciertamente un punto de crisis hacia 1640, la situación no era entonces mucho peor que en algunas otras confrontaciones parecidas de años anteriores. Para los revisionistas, el camino hacia la revolución sólo empieza con el fracaso del «Parlamento Corto» inglés, en mayo de 1640.1 De forma muy parecida se ha discuti-
do apasionadamente cuál es el punto exacto en el que CIoncluyó revolución. La «Restauración» ha sido fechada cada vez más . pro] to, desde el regreso de Carlos 11 en 1660, hasta la muerte de Cron well en 1658, o la presentación de la Hs~mblePetition nnd Advic en 1657, o incluso en la aparición de regímenes más conservadorc en Escocia e Irlanda en 1654-1655.2 No es más fácil establecer la cronología de la revolución militar a comienzos de la Europa moderna; resulta, incluso, más difícil a primera vista, porque los diversos cambios en la amplitud y la naturaleza de las guerras, descritos en los anteriores capítulos, fueron acompañados por modificaciones en la estructura y la naturaleza de los Estados que las hicieron. Esto no debe sorprendernos porque, como se ha indicado en el capítulo 2, el desarrollo de una eficaz burocracia fue un requisito esencial para la creación, control y abastecimiento de ejércitos más voluminosos y mejor pertrechados. Así pues, el gran salto que se produjo en los decenios de 1530 y 1540 en el tamaño de los ejércitos fue acompañado por una importante reorganización del gobierno en la mayoría de los Estados occidentales, donde el sistema administrativo heredado (que se basaba en la corte) dejó paso a un edificio burocrático más complicado; además, el otro período de rápido crecimiento, entre 1672 y 1710, estuvo relacionado con el fortalecimiento del absolutismo, en especial en los Estados que habían jugado papeles importantes en la guerra de los Treinta Años y que habían experimentado durante ella el colapso de la pirámide jerárquica (Francia, Suecia, Austria y Prusia). A la muerte de Luis XIV en 1715, la estructura de los gobiernos en la mayoría de los países europeos había tomado una forma que se conservaría hasta el final del decenio de 1790.3 Quizás esta somera cronología administrativa nos pudiera servir de pista útil para determinar la fecha en que concluyó la revolución militar. Michael Roberts había propuesto originalmente una fecha de transición en 1660, justo antes de los prodi,'"losos ejércitos y Estados absolutistas de Luis XIV y sus contemporáneos. Sin embargo, los procedimientos, propósitos y problemas militares de, por ejemplo, Marlborough o el príncipe Eugenio se parecen demasiado a los de Cromwell o Turenne para poder trazar entre ellos una línea definida. Lo mismo podría decirse de sus sucesores, pues las campañas del mariscal de Sajonia o de Federico el Grande, a mediados del siglo XVIII, no eran tampoco muy distintas de las de Marlborough o sus contemporáneos. Queda abierto a discusión considerar a Federico 11 de Prusia
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(1740-1786) como el exponente del arte tradicional de la guerra más que como el iniciador de un arte nuevo. Cuando Hans Delbrück lo sostuvo en La estrategia de Pericles a la luz de la estrategia de Federico el Grande (publicado en 1890). provocó un apasionado debate que duró veinte años. Pero indudablemente tenía razón, pues las guerras de Federico eran todavía más dinásticas que nacionales, y su estrategia se orientaba más al desgaste que a la aniquilación (ya que el rey carecía de recursos para destruir a sus enemigos o imponerles su voluntad de otra manera)." Durante la guerra de los Siete Años (1756-1763), las fuerzas armadas de Prusia totalizaban 150.000 hombres y aumentaron hasta unos 200.000 en 1786; un tercio de ellos eran normalmente extranjeros, como ocurría en los ejércitos continentales del siglo xvrr. En pocas de las batallas de Federico -que fueron numerosas- llegó este rey a mandar más de 40.000 hombres, de los que hasta un 40 por 100 podían ser bajas, incluso en caso de victoria.' Estas asombrosas pérdidas se debían al incremento de la potencia de fuego desde el tiempo de Marlborough. La rapidez, no la precisión, eran el objetivo supremo, y por esto se redujo la longitud de los tubos de los mosquetes y se mejoró la instrucción hasta que los mosqueteros de Federico, formados en tres filas, fueron capaces de sostener el mismo ritmo ininterrumpido de fuego que antes había logrado el ejército de Mauricio de Nassau formado de diez en fondo. En la batalla de Leuthen, en 1757, algunos de los mosqueteros prusianos dispararon contra el enemigo 180 tiros; a esta velocidad, y con estas armas, la precisión era imposible, y los manuales de instrucción del ejército prusiano no incluían ninguna orden de «¡apunten!» (los soldados se limitaban a tirar a vanguardia) ni sus armas poseían puntos de mira, como ocurría con la inglesa Brown Bess.6 La táctica del tiro rápido a corta distancia, con el elevado número de bajas consiguiente, requería un mejor suministro de material de guerra que el que habían tenido los anteriores ejércitos. En esto consistió el principal éxito militar de Federico. Las fábricas de armamento de Splitgerber y Daum, en Potsdam, por ejemplo, producían 15.000 mosquetes al año en el decenio de 1740, mientras que la fabricación anual de pólvora creció en Prusia desde 448.000 libras en 1746 hasta 560.000 libras en 1756. El servicio de abastecimiento firmó contratos de municionamiento con dos años de anticipación, de modo que, según el mismo Federico, «el ejército nunca careció de lo que necesitaba, aunque tuvimos incluso algunas campañas que nos costaron 40.000 mosquetes y 20.000 caballos». Las raciones
alimenticias S,e acumu laron a gran escala: en 1776, sólo en los depl sitos militare!s de Berl ín y Bres;lau había 76.000 bushels7 de grano -- i1,.u -..4 , -1:hariiin, suiiciente p n, ~ n nllll~entarun ejército de 60.000 hombr~ durante dos años. Por último, los fabricantes respectivos proporcil naban anualmente a cada regimiento uniformes nuevos, de ti^ normalizado, cuyo paño azul «aunque más basto, resiste más y ti ne mejor presentación, cuando está muy desgastado, que el paño más fino fabricado en Inglaterra o Francia».x El coste de todo esto, sin embargo, era paralizador. En términos humanos, la guerra consumía demasiados hombres. El ejército prusiano pudo ser, por su número, el cuarto o quinto de Europa, y el mayor de cualquier Estado europeo per cápita, pero la población prusiana era la decimotercera: casi una cuarta parte de sus jóvenes era reclutada para el ejército, y la muerte de cerca de 180.000 durante la guerra de los Siete Años (lo que significaba un índice de supervivencia de sólo 1 de cada 15 de los hombres en filas cuando empezaron las hostilidades en 1756) fue tan nociva en términos demográficos como la matanza de la guerra de los Treinta Años lo había sido para Suecia (p. 81). También en términos financieros el coste era intolerablemente elevado: el 90 por 100 de los ingresos de Federico el Grande se consumía en la guerra; esto era suficiente para mantener un ejército de casi 200.000 hombres. pero sólo si se hacían economías: se devaluó la moneda, hubo que aplicar sin piedad tributos y efectuar saqueos, y los oficiales no podían contraer matrimonio porque Federico no podía pagar pensiones a las viudas de los militares." La originalidad del sistema militar de Federico residía principalmente. pues. en la mejora de los abastecimientos, lo que le permitía mover sus ejércitos con relativa rapidez y buen orden (con tal de que no se alejasen mucho del territorio prusiano), y también en la superior disciplina de sus soldados, lo que permitía al rey dirigir ataques por sorpresa a dos pasos de sus enemigos (maniobras que en otros ejércitos hubieran conducido al caos). Pero todo esto no era suficiente para obtener victorias decisivas. La única ganancia substancial de Federico en la guerra fue la ocupación de Silesia en 1741, tras lo cual se convirtió en un ardiente defensor del statu qclo militar. En 1775 escribió: I
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Los ambiciosos deberían considerar, sobre todo, que como los armamentos y la disciplina militar son casi los mismos en toda Europa, y como las alianzas, por regla general, producen un equilibrio
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de fuerzas entre las partes beligerantes. todo lo que los soberanos pueden esperar en la actualidad de las mayores ventajas es adquirir, mediante una acumulación de éxitos, bien alguna pequeña ciudad fronteriza, bien algún territorio que no les compensará los intereses de los gastos de la guerra, y cuya población ni siquiera se aproximará al número de ciudadanos muertos en las campañas.10 Estas mismas consideraciones, aunque expresadas con menos elegancia, podrían haber sido escritas por casi todos los estadistas de comienzos de la Edad Moderna, porque la Prusia de Federico (como sus enemigos principales) no era muy distinta de los Estados europeos del siglo XVII. La sociedad estaba rígidamente jerarquizada, con la mayor parte de las riquezas y del poder concentrada en manos de la aristocracia; los ejércitos, como es natural, reflejaban este estado de cosas, y los oficiales de Federico 11, como los de Luis XV, eran todos (o casi todos) nobles, mientras que la tropa estaba constituida por plebeyos, de los que hasta una mitad eran extranjeros, incluso prisioneros de guerra alistados. También los recursos que financiaban las guerras siguieron siendo, para la mayoría de los gobiernos del siglo xvrrr, similares a los de Felipe 11 o Carlos V, al paso que las carreteras y el transporte utilizable apenas eran mejores en 1750 que en 1550, en la mayor parte de Europa.11 Del mismo modo que los decenios centrales del siglo x v r I I representaron el apogeo del Antiguo Régimen, este mismo período vio la culminación de la «revolución militar». Cuando moría Federico en 1786, sin embargo, el sistema militar de la primitiva Europa moderna estaba claramente cambiando. En primer lugar, aparecieron nuevas variedades de tropas regulares: la infantería ligera y la caballería ligera. Estas adquirieron importancia por vez primera en 1740-1741, cuando el ataque por sorpresa de Federico de Prusia contra el Imperio de los Habsburgo fue detenido por unos 20.000 veteranos procedentes de la frontera militar con Turquía, en Hungría y Croacia. Estos escaramuceadores, armados ligeramente, pocos de los cuales utilizaban uniformes, fueron así descritos por un observador inglés:
... feroces, indisciplinados y apenas sujetos a ley militar alguna. Estaban vinculados a la casa de Austria por prejuicios y preferencias religiosas, hábitos y educación, peculiares a ellos mismos ... Les caracteriza un cierto grado de primitiva rudeza y simplicidad, completamente distinto del espíritu que anima a los estipendiarios mercenarios de los ejércitos modernos.
Su éxito conitra las t ropas re gulares rnejor ini Pa constituyó uila sorprc:sa (a pe sar de q~le acaba1 os , . . turcos en 1731-1I ~ Y ) y atrajo ia arención de otros jeres miiirares.12 En 1742-1743, el rey de Saboya, que defendía su montañoso Estado contra los Borbones, utilizó también ampliamente fuerzas irregulares en los Alpes, y en 1743 el mariscal de Sajonia, que había servido ante:; en Hungría, adoptó la infantería ligera para el ejército ft.ancés. PIosteriormente, cuando la guerra hubo concluido y los com entarista .,s militares empezaron a recopilar las lecciones y éxitos que poaian ser asimilados, hubo varios que informaron favorablemente sobre las tropas ligeras y su táctica: el señor de La Croix, en su Tratado sobre las guerras pequeñas de 1752, Turpin de Crissé en su Ensayo sobre el arte de la guerra de 1745, y unos 50 volúmenes sobre las «guerras pequeñas», publicados en Euiropa entre 1700 y 1800, alababan a las «tropas ligeras».l3 Algunz1s de estas obras fueron atentamente leídas por oficiales del ejércitc1 inglés, (de modo que cuando después de 1755 se enviaron batallones reguiares a América, para combatir contra los franceses y sus aliados indios, aquéllos adoptaron en parte los procedimientos de la guerra irregular recomendados por La Croix y Turpin. Las trovas de aquel territorio, según un oficial colonial, .m
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... no necesitan instrucción sino estar perfectamente familiarizadas con el uso de sus armas, que consiste en cargar con rapidez y acertar en el blanco, y respecto a la disciplina militar, esta única regla: si son atacados por franceses o indios, abalanzarse hacia todos los sitios desde donde proceda su fuego.'4 Hay que reconocer que no todos los expertos estaban convencidos de la necesidad de tropas ligeras. Ni siquiera después de que los húsares austríacos hicieran una incursión profunda en territorio prusiano en 1757 y ocupan (por poco tiempo) Berlín, Federico se decidió a seguir este ejemplo. Por el contrario, obsesionado por el temor de que su infantería, costosamente instruida, aprovechase cualquier posibilidad para desertar, hacía rodear sus campamentos con vallas, evitaba marchar a través de los bosques e incluso se abstenía de enviar patrullas de reconocimiento a más de 200 metros a vanguardia de su ejército, por temor a que sus hombres huyesen. Consideraba la organización de escaramuzas como un pretexto para escapar. Sin embargo, estaba equivocado: la infantería y la caballería «ligeras» iban a perdurar.'"
Otra innovación de la guerra de Sucesión de Austria (17401748) fue la organización de los grandes ejércitos en un número de unidades autosuficientes denominadas «divisiones». Pierre de Bourcet, en su Principios d e la guerra de montaña, escrito en el decenio de 1760. proponía que el ejército ideal debería estar formado por tres columnas independientes, cada una d e ellas a un día d e marcha ( o menos) de las demás, de forma que el enemigo nunca pudiera saber dónde se concentrarían las fuerzas para atacar. Este procedimiento había tenido éxito en las campañas de la guerra franco-española en los Alpes contra Saboya-Piamonte en 1744 (donde Bourcet sirvió como oficial de ingenieros en el Estado Mayor), pero encontró gran oposición en el esrahlishment militar. Fue sólo en 1787-1788 cuando los franceses se decidieron a adoptar la división como unidad administrativa básica, con lo que unos 12.000 hombres en unidades de infantería, caballería y artillería, junto con grupos de ingenieros y de otros servicios, se organizaron bajo un solo jefe y su Estado Mayor. Sin embargo, la estructura divisionaria fue más difícil de lograr en campaña (y no se normalizó en Francia hasta 1796) a causa de la falta relativa de vías d e comunicación y de cartografía, que pudieran facilitar a un gran ejército su dispersión, la coordinación de sus movimientos y la rápida ~oncentración.1~ Incluso en la guerra de los Siete Años los ejércitos habían llegado a salirse d e los mapas y habían sido derrotados a causa de su dcsconocimiento topográfico. La red continental de comunicaciones n o estuvo plenamente levantada y, por tanto, puesta a disposición d e los generales y planificadores militares, hasta que en el decenio de 1780 el enorme levantamiento «josefino» cartografió todas las tierras de los Habsburgo austríacos (en 5.400 hojas), y Cassini llevó a cabo el ingente levantamiento topográfico d e Francia. La red d e comunicaciones era ahora más amplia y estaba mejor conservada que nunca anteriormente; los puentes se reparaban regularmente y las superficies de las carreteras estaban a menudo pavimentadas, y si la estrategia requería una vía de comunicación donde no había ninguna, el pujante cuerpo d e ingenieros y zapadores, en servicio en la mayoría de los países, podía enseguida construirla, como hizo el ejército inglés en Escocia a mediados del siglo XVIII (se construyeron 1.500 kilómetros a un coste de 50 libras por km; lámina 39). En algunas partes del continente existían también programas d e construcción de canales destinados específicamente a transportar con rapidez los materiales de guerra críticos desde los centros d e producción hasta los depósitos del ejército.17
39. La cor~.strrrccicíti(le los carreteras mi1irare.s e17 Escocio. El fondo de un retrato del general George Wade muestra el éxito que le hizo más famoso: la construcción de carreteras en los Highlands escoceses. En los decenios que siguieron a la rebelión jacobita de 1715, los ingcnicros de Wade hicicroii levantainicnios topográficos, explanaron y pavimentaron carreteras. tendieron puentes sobre los ríos y cruzaron las montañas (la pista de montaña que se muestra en el cuadro es probablemente la del puerto dc Corrieyairic, de 800 metros de altitud. entre Speyside y el Great Glen, donde Wade construyó una carretera: el puente es problahlemente el de Perth o el de Aberfeldy). Las carreteras, sin embargo, son neutrales. y en la rebelión de 1745 los jacohitas hicieron un excelente uso de las de Wade en su marcha relámpago hacia los Lowlands. (Detalle dc un Retrato del general Geor,qe Warlc,.)
ZEVOLUC
Estc1s variaciiones en el arte de la guierra de ;Finales dirl siglcI de una1 xv111 fuc:ron acoimpañada1s por la Irreación, .por vez-primera, .- 2 . - - - potente y a. ia vez movii. artillería ae campana LOS canones oe ia época de Luis XIV habían sido fundidos con la idea de que, en caso de necesidad, pudieran ser utilizados en el sitio de fortalezas y también en campaña contra las tropas, por lo que sus tubos eran relativamente largos y gruesos, a fin de admitir una potente carga propulsora de pólvora. Pero en tiempo de Luis XV se hicieron ensayos para fabricar piezas más cortas y ligeras que, aunque fuesen menos útiles en operaciones de sitio, resultasen igualmente eficaces en campaña. Bajo la inteligente dirección de Jean Baptiste de Gribeauval se normalizaron los calibres, cureñas y el material de la artillería francesa, y sus componentes se hicieron intercambiables (gr acias a q ue las fábricas industriales podían producir en serie piez as metál icas idénticas, precisas y de gran duración). A la vez, los fundido]-es de artillería al servicio de Francia demostraron que, con una rundición más precisa. podía reducirse en un 50 por 100 la cantidad de pólvora necesaria para disparar eficazmente los cañones, lo que permitía adelgazar notablemente sus tubos, ya que el esfuerzo a soDortar era menor. Durante .los decenios de 1750 y 1760, el peso de' un cañóli de cam paña de 4 libras bajó desde 1.300 libras a sólo 600; con estce peso pcsdía ser ¿urastrado por sólo 3 caballos ( y servidc. I por sólc) 8 homb . , ires), por lo que podía moverse a la misma velocidad que los ejerciros y aivisiones más rápidos de aquella época.lX Estas tres trainsforrnaciones (el empleo de tropas ligeras y escaramuceadores; Id ,1,,,:i i ~ ~ ~ i a i ~ t ade c i ólas n divisiones y la adopción de una estrategia de mayor movilidad; y la creación de una artillería de campaña rápida y potente) se combinaron después de 1793 con otra revolución en el volumen del personal militar. Una vez más los franceses se anticiparon. El e.~ércitoreal de 1788-1789, en vísperas de la Revolución, tenía unos 150.000 hombres; en agosto de 1793 estaba compuesto, sobre el papel, por 645.000, y la famosa levée en masse hizo duplicar posiblemente esta cifra. En septiembre de 1794, el ejército de la República estaba constituido, al menos en teoría, por 1.169.000 hombres.'') No es necesario insistir en que, a veces, la realidad iba algo retrasada sobre las expectativas: había numerosas pérdidas entre los reclutas (probablemente sólo había 730.000 hombres bajo las banderas en septiembre de 1794) y su equipo era a menudo inferior al del antiguo ejército real. Al principio, por ejemplo, resultó imposible dotar a todos los hom1
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bres con el mismo uniforme, y en 1793-1794 algunas autoridades locales se vieron obligadas a encargar «casacas y pantalones del género que más se parezca al "azul nacionalm»,mientras otras hicieron resucitar las picas para sus reclutas, «porque es la única arma adecuada, dado el poco tiempo disponible para la instrucción». Pero estos problemas temporales eran simplemente previsibles, porque jamás Estado europeo alguno había siquiera intentado organizar. equipar y sostener un ejército de 730.000 hombres (y menos aún, lo había gestionado). En total, quizá 3 millones d e soldados sirvieron en los ejércitos de Francia, entre 1792 y 1815, poniendo a disposición de sus gobernantes una concentración de fuerza casi irresistible. En 1805, 176.000 soldados franceses, con 286 cañones de campaña, cruzaron Alemania en un frente de 200 kilómetros; en 1812, la Grande Armée de 600.000 hombres, con 1.146 cañones de campaña, invadió Rusia en un frente de 400 kilómetros.20 Aparecía ahora, por fin, un ejército suficientemente numeroso como para romper el aplastante dominio de la trace italianne. Los franceses no resolvieron básicamente los problemas que presentaban las fortificaciones abastionadas; incluso en Torres Vedras, en Portugal en 1810, una posición bien defendida pudo paralizar a un poderoso ejército. Pero, en la mayoría de las ocasiones, los ejércitos eran ahora tan poderosos que había hombres suficientes para que los generales pudieran rodear las fortalezas estratégicas enemigas, defender las propias y, a pesar de todo eso, seguir siendo capaces de dirigir en campaña fuerzas de dimensiones sin precedentes. Era una guerra hecha en un plano completamente distinto a todo lo visto anteriormente en Europa. Los ejércitos de Napoleón pudieron haber combatido casi del mismo modo que los de Federico el Grande, Malborough o Gustavo Adolfo; y Napoleón, aislado en Egipto en 1798-1799, pudo haber pedido al gobierno de París que le enviase las historias militares de la guerra de los Treinta Años para leer; pero para entonces la escala de la guerra había sido transformada tan totalmente que podía afirmarse que se había producido otra «revolución militar». La evolución de la guerra naval fue aproximadamente similar. El cuasi-equilibrio de las tres armadas del noroeste europeo a fines del siglo xvir (p. 144) fue quebrado a fines del XVIII porque Inglaterra progresó con rapidez y los demás no lo hicieron. Había en 1789 casi 440 navíos de línea en las marinas de guerra europeas, de los que casi una tercera parte (153) eran ingleses, todos ellos arma-
REVOLU CIÓN MIL ITAR
dos con cañones de acero normalizados, fabricados en serie. Pero para 1810, tras casi 20 años de guerra naval continuada, la Royal Navy poseía más de 1.000 barcos de guerra específicos (de los que 243 eran navíos de línea), con un desplazamiento total de 861.000 toneladas y una dotación de 142.000 hombres. También esto representaba una irresistible concentración de fuerza que podía aplicarse en cualquier lugar del mundo. A partir de esta situación de aplastante poderío fue como Inglaterra pudo alcanzar, y así lo hizo, el gobierno de las olas.21 Sin embargo, estos logros en la guerra terrestre y marítima representaron otro umbral que, durante varios decenios, los Estados europeos no pudieron sobrepasar. La acumulación de ejércitos y marinas de guerra tan enormes sometía a una tensión extrema a los ampliados recursos económicos, políticos y tecnológicos que habían permitido su nacimiento. Hasta los sistemas de mando y de abastecimiento que habían permitido a La Grande Nation conquistar Italia y Alemania, fracasaron cuando se aplicaron a los ejércitos, aún mayores, necesarios para ocupar España y Rusia. Antes d e que los ejércitos mayores que los que deseaba Napoleón pudieran operar con eficacia, se necesitaba el telégrafo, los ferrocarriles y las armas de fuego de carga por el cierre: y fue necesario el barco de vapor acorazado para desafiar con éxito la supremacía de los navíos de línea d e Nelson.22 Cuando llegó todo esto, los europeos pudieron disponer, por fin, de los medios necesarios para dominar aquellos pueblos que hasta entonces habían rehuido su abrazo. Y así fue como, por ejemplo, en febrero de 1841, los dos cañones de 32 libras, montados sobre pivote, del vapor acorazado Nemesis, navegando hacia Cantón durante la primera guerra del Opio. destruyeron en un solo día nueve juncos de guerra, cinco fuertes, dos estaciones militares y una batería de costa. En 1853, en Sinope, la destrucción d e la Armada turca por los acorazados rusos abrió el Imperio otomano a la explotación occidental. Y en 1863, un tardío intento del gobierno de Tokugawa de prohibir las aguas japonesas a los barcos de guerra occidentales terminó en un catastrófico desastre, cuando la Royal Navy atacó (a pesar de un tifón) y destruyó todos los barcos (y gran parte de la ciudad) d e Kagoshima, mientras las marinas combinadas de Francia, los Países Bajos, los Estados Unidos de América e Inglaterra silenciaban las modernas baterías d e cañones del estrecho de Shimonoseki.23 Aproximadamente al mismo tiempo, los cañones de tiro rápido d e los hombres blancos aplastaban con rapidez y brutalidad toda la
resistencia de las tribus y,naciones indígenas en las llanuras ameri canas y en el interior d e Africa. Ahora el Occidente se había rcalmcnte engrandecido. D e un modo que pocos podían haber anticipado, la continuada preocupación de los Estados europeos por luchar entre sí por tierra y mar había producido, por fin, unos magníficos dividendos. Gracias, sobre todo, a su superioridad militar, basada en la revolución militar d e los siglos XVI y xwr, las naciones occidentales habían conseguid o el nacimiento de la primera hegemonía global de la Historia.
14. - PARKFR
\S (PP. 17-2
1967, pp. 195-225. Otro ensayo (pp. 56-81) se refiere más especialmente a los procedimientos militares en la Suecia imperial. Para una aceptación no cualificada, véase G. N. Clark, War and society in the seventeenth century, Cambridge. 1958. UD. . 73-75. 4. Véase G. Parker. «The military revolution. 1550-1660- a m y t h ? ~Jo~rrnal , of Modern Hisrory, XLVII (1976). pp. 195-314, reimpreso en G. Parker. Spain and the Netherlands 1559-1659: ten stitdies, Londres, 1979, pp. 86-104 (hay trad. cast.: España y los Prríses Bajos, 1559-1659, Madrid. 1986): K. J. V. Jespersen, «Social change and military revolution in early modern Europe: some Danish evidencen, Historical.loirrnnl. XXVI (1983), pp. 1-13; H. L. Zwitzer, «The Dutch army during the Ancien R&ime», Revrie Inrernarionnle d'Histoire Militaire, LVIII (1984), pp. 15-36: J. A. Lynn, ~Tacticalevolution in the French army, 1560-1660~.French Historical Studies, XIV (1985). pp. 176-191: y. más recientemente, D. A. Parrot, «Strategy and lactics in the Thirty Years War: the "military revolution"». Militiirgeschiclitliche Mitteilrrngen, XVIII, 2 (1985), pp. 7-25. 5. Véase M. Duffy, ed.. The military revolution and the state 1500-1800, Exeter. 1980: Exeter Studies in History, 1: y los tres artículos de Leon Jespersen, Jan Lindegren y Oystein Rian sobre el estado de la revolución militar en el siglo xvrr en (respectivamente) Dinamarca. Suecia y Noruega. en Scandinnvian Journal of History, X (1985). pp. 27 1-363. 6. Estas cifras asombrosas están razonadas en la brillante relación de Hsu Cho-yun. Ancient China in transirion. A n anabsis of social mobiliíy 722-222 RC. Stanford, 1965,cap. 3. cspccialmente pp. 66-71. 7. Detalles de Hsu. Ancient China, caps. 4 y 5, y The emperor's wnrriors, Edimburgo, 1985 (el catálogo de una exhibición de objetos extraídos recientemente del mausoleo del primer emperador Ch'in). Es cierto que los números incluidos en las fuentes chinas clásicas eran a veces los arbitrarios «seudo-números*; el 3 podía significar «varios», el 9 «muchos» y el 3.000 podía indicar «muchísimos» (véase Yang Lien-shang, Stridies in Chinese Institutional Hi.~tory,Cambridge, Mass.. 1961. pp. 75-84: «Numhers and units in Chinese economic history*). Pero el profesor Hsu me ha confirmado que el tamaño y los procedimientos militares de los ejércitos chinos permanecieron muy estables hasta nuestros días. Para más información. y una explicación, véase M. Elvin, The pnrtern of tlze Chinese pr~st,Stanford. 1973. 8. Véanse los recientes y magistrales estudios de Hale, War and society in Renaissance Eirrope: y W. H. McNeill, Thc. pursirir o f power. Technology, armed force and sociefy since A B 1000. Oxford, 1982. L
NOTAS En las notas se utilizan las abreviaturas siguientes: AD AGRB AGS AHN ARA BL BNM HAG
Archives départamentales (Francia) Archives Générales du Royaume/Algemeen Rijksarchief, Bruselas (Bélgica) Archivo General de Simancas (España) Archivo Histórico Nacional. Madrid (España) Algemeen Rijksarchief, La Haya (Países Bajos) British Library. Londres (Reino Unido) Biblioteca Nacional. Madrid (España) Historical Archive, Goa (India)
Los nombres de los autores japoneses y chinos se escriben anteponiendo el apellido.
1. Testi, citado por J. M. Brown y J. H. Elliott en A palace for a king. The Buen Retiro and rhe court of Philip IV. New Haven. 1980. p. 255. (Hay trad. cast.: U n palacio para el rey. El Buen Retiro y la corte de Felipe I V , Alianza, Madrid, 198S2. ) Otros detalles son de K. Repgen, Kriegslegitimationen in Alreuropa. Entwicrf einer historischen Typologie (Schriften des historischen Kollegs: Vortrage, IX), Munich, 1985, pp. 7-8; y G. N. Clark, Tlieseventeenth century. Oxford, 19452,p. 98. 2. J. S. Levy, War in the modern great power system, 1495-1975, Lexington, 1983, pp. 139-141. Los cálculos en los que Levy basa sus generalizaciones no son siempre convincentes (véase, por ejemplo, pp. 172-175), pero la magnitud de las variaciones que registra es tan grande que las pequeñas imprecisiones no afectan a las conclusiones generales. Véanse también los cálculos de A. Corvisier, «Guerre et mentalités au xvire si&cle»,X V I P Siecle, XXXVIII (1985). pp. 220 y SS.;y P. Q. Wright, A stitdy of war, Chicago, 19652, pp. 52 y SS. J. R. Hale, War and sociefy in Renaissance Eilrope 1450-1620, Londres, 1985. p. 21, va todavía más allá: «No hubo probablemente un solo año durante todo este período en el que no hubiera guerra o sucesos que fueran notablemente parecidos o similares a ella». 3. M. Roberts, The military revolution, 1560-1660, Belfast, 1956. reimpreso con algunas modificaciones en M. Roberts, Essays in Swedish history, Londres,
1. REVIS.IONDE LA REVOLUCldN MILITAR (PP. 23-70) 1 . J. X. Evans. ed.. The works of Sir Roger Williams. Oxford. 1972. p. 33. 2. Los detalles son de J. R. Hale, Renaissance War Studies, Hambledon, 1983, passim. En relación con la autoridad clásica sobre la guerra, más respetada por los escritores del Renacimiento, vEase W. Goffart, «The date and purpose of Vegetius' De re militari*. Traditio, XXXIII (1977), pp. 65-100; sobre Lipsio, véase la nota 40 más adelante. 3. Maquiavelo (y otros) citado en M. E. Mallet, Mercenaries and their masters: warfare in Renaissance Italy. Londres, 1974,p. 196. Véase también G. R. Potter, ed., The new Cambridge modern history, 1. Cambridge. 1967, pp. 274 y SS. Algunos escritores recientes, como John Keegan. Michael Howard y Geoffrey Parker, son censu-
NOT,
LA REVOLUCION MILITAR rados por sus conceptos erróneos sobre la guerra medieval por J. Gillingham. «Richard 1 and the science of war in the Middle Agesn. en J. Gillingham y J. C. Holts, eds., War andgovernment in the Middle Ages, Woodbridge, 1984, p. 79. Agradezco a Nancy Wood por llamarme la atención sobre este valioso artículo. 4. Los orígenes de un nuevo estilo de guerrear, en el que se utilizan castillos de piedra para obtener una defensa en profundidad. pueden rastrearse al Anjou en el siglo xi. Véanse los importantes artículos de B. S. Bachrach, *Early medieval fortifications in the "West" of France: a revised technical vocabulary», Technology and Culture, XVI (1975), pp. 531-569: id., ~Fortificationsand military tactics: Fulk Nerra's strongholds c. 1000», ibid., XX (1979), pp. 531-549: id., «The Angevin strategy of castle building in the reign of Fulk Nerra, 987-1040>>.American Hisforical Review, LXXXVIII (1983). pp. 533-560; y de R. J. Bartlett. ~Tecniquemilitaire et pouvoir politique, 900-1300,>, Annales: Économies, Sociétés, Civilizations, XLI .. Memoirs qf tlie Kesearch Bepnrtnienr of tlie Toyo Bunlto. XVII (1958): y J. D. Spence y J. E. Wills. eds., Froni Ming to Cli'ing. Conqirest, region and continiri- in die seventeenth-centirrv Chinn. Ncw Haven, 1979. pp. 21 6-228. 83. Las citas son del excelente artículo de Yamawaki Teijiro. «The great trading merchants. Cocksinja and his son», Acto Asiatica. XXX (1976). pp. 106-116. 84. El padre de Coxinga. en efecto. había llevado las negociaciones por las que los funcionarios Ming permitieron a los holandeses pasar desde las islas Pescadores a Taiwan en 1624 (año del nacimiento de Coxinga): véase Spence y Wills. eds., M i n , ~to Cli'ing, pp. 216-217. Sobre la campaña final que allí tuvo lugar. v6ase C. R. Boxer, «The siege of Fort Zeelandia and the capture of Formosa from the Dutch. 1661-1662», Trclnsnctions and Proceecíings of [he Jnpnn Sociev of LAonclon, XXIV (1926-1927). pp. 16-47. Los 28 cañones de Coxinga incluían algunos de 30 y 36 libras, dirigidos por renegados holandeses. 85. Sobre la posición que España ocupaba en Filipinas en 1661-1662. vEanse N. P. Cushner. Lnnded estntes in tlie colonicil Phili/~pine.s,New Haven. 1976. pp. 36 y SS.:.l. E. Wills. Pepper, giin rrnd parlevs. T/i