La quiralidad, el mundo al otro lado del espejo [1 ed.] 8400106105, 9788400106102

¿Qué misterioso mecanismo encierran los espejos que invierten nuestro lado izquierdo y derecho, pero no arriba y abajo?

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Spanish Pages 141 [145] Year 2020

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La quiralidad
La quiralidad, el mundoal otro lado del espejo
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Dedicatoria
Cita
Índice
Agradecimientos
Capítulo 1. Quiralidad: el mundo al otro lado del espejo
Capítulo 2. Historia de la quiralidad:
Capítulo 3. Quiralidad y vida: el funcionamiento
Capítulo 4. Origen de la homoquiralidad: casualidad o imperativo cósmico
Epílogo Desde la habitación al otro lado del espejo…
Apéndice A
Bibliografía
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La quiralidad, el mundo al otro lado del espejo [1 ed.]
 8400106105, 9788400106102

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Alberto Casas 101. La tabla periódica de los elementos químicos. José Elguero Bertolini, Pilar Goya Laza y Pascual Román Polo 102. La aceleración del universo. Pilar Ruiz Lapuente 103. Blockchain. D. Arroyo Guardeño, J. Díaz Vico y L. Hernández Encinas 104. El albinismo. Lluís Montoliu 105. Biología cuántica. Salvador Miret Artés 106. Islam e islamismo. Cristina de la Puente 107. El ADN. Carmen Mora Gallardo y Karel H. M. van Wely 108. Big data. David Ríos Insuay David Gómez-Ullate Oteiza 109. Verdades y mentiras de la física cuántica. Carlos Sabín

¿QUÉ SABEMOS DE?

¿ QUÉ SABEMOS DE?

¿Qué misterioso mecanismo encierran los espejos que invierten nuestro lado izquierdo y derecho, pero no arriba y abajo? ¿Por qué nueve de cada diez humanos son diestros, los tornillos giran siempre con la misma rosca y las proteínas y el ADN se retuercen invariablemente en hélices a la derecha? ¿Qué originó el drama de la talidomida? Todas estas cuestiones están relacionadas con un fenómeno peculiar de ciertas entidades asimétricas, la quiralidad, que es la propiedad de un objeto de no ser superponible con su imagen especular. La quiralidad condiciona la existencia a todos los niveles: desde las partículas fundamentales que conforman la materia de nuestro universo a las biomoléculas de aminoácidos y azúcares que regulan el funcionamiento de la vida o hasta los seres humanos y los objetos que hacen más fácil nuestra vida cotidiana. En este libro nos embarcaremos en un viaje al mundo al otro lado del espejo, tratando de desvelar los misterios asimétricos que nos brinda la quiralidad y la reflexión especular, forjadoras de un universo asimétrico donde la derecha y la izquierda son tan distinguibles como la materia de la antimateria.

LA QUIRALIDAD

La quiralidad

Luis Gómez-Hortigüela Sainz

59. Terapia génica. Blanca Laffon, Vanessa Valdiglesias y Eduardo Pásaro 60. Las hormonas. Ana Aranda 61. La mirada de Medusa. Francisco Pelayo 62. Robots. Elena García Armada 63. El Parkinson. Carmen Gil y Ana Martínez 64. Mecánica cuántica. Salvador Miret Artés 65. Los primeros homininos. Paleontología humana. Antonio Rosas 66. Las matemáticas de los cristales. Manuel de León y Ágata Timón 67. Del electrón al chip. Gloria Huertas, Luisa Huertas y José L. Huertas 68. La enfermedad celíaca. Y. Sanz, M. Carmen Cénit y M. Olivares 69. La criptografía. Luis Hernández Encinas 70. La demencia. Jesús Ávila 71. Las enzimas. Francisco J. Plou 72. Las proteínas dúctiles. Inmaculada Yruela Guerrero 73. Las encuestas de opinión. Joan Font Fàbregas y Sara Pasadas del Amo 74. La alquimia. Joaquín Pérez Pariente 75. La epigenética. Carlos Romá Mateo 76. El chocolate. María Ángeles Martín Arribas 77. La evolución del género ‘Homo’. Antonio Rosas 78. Neuromatemáticas. José María Almira y Moisés Aguilar-Domingo 79. La microbiota intestinal. Carmen Peláez y Teresa Requena 80. El olfato. Laura López-Mascaraque y José Ramón Alonso 81. Las algas que comemos. Elena Ibáñez y Miguel Herrero 82. Los riesgos de la nanotecnología. M. Bermejo y P. A. Serena Domingo 83. Los desiertos y la desertificación. J. M. Valderrama 84. Matemáticas y ajedrez. Razvan Iagar 85. Los alucinógenos. José Antonio López Sáez 86. Las malas hierbas. César Fernández-Quintanilla y José Luis González Andújar 87. Inteligencia artificial. R. López de Mántaras Badia y P. Meseguer González 88. Las matemáticas de la luz. Manuel de León y Ágata Timón 89. Cultivos transgénicos. José Pío Beltrán 90. El Antropoceno. Valentí Rull 91. La gravedad. Carlos Barceló Serón 92. Cómo se fabrica un medicamento. M. C. Fernández y N. E. Campillo 93. Los falsos mitos de la alimentación. Miguel Herrero 94. El ruido. Pedro Cobo Parra y María Cuesta Ruiz 95. La locomoción. Adrià Casinos 96. Antimateria. Beatriz Gato Rivera 97. Las geometrías y otras revoluciones. Marina Logares 98. Enanas marrones. María Cruz Gálvez Ortiz 99. Las tierras raras. Ricardo Prego Reboredo 100. El LHC y la frontera de la física. El camino a la teoría del todo.

Luis Gómez-Hortigüela Sainz es doctor en Química por la Universidad Autónoma de Madrid y científico titular en el Instituto de Catálisis y Petroleoquímica del CSIC. Su interés científico se centra en las zeolitas, en particular en las de estructura quiral. En 2014 recibió el Premio Barrer de la Royal Society of Chemistry por su investigación.

¿de qué sirve la ciencia si no hay entendimiento? ISBN: 978-84-00-10610-2

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La quiralidad

El mundo al otro lado del espejo Luis Gómez-Hortigüela Sainz

¿QUÉ SABEMOS DE? 1. El LHC y la frontera de la física. Alberto Casas 2. El Alzheimer. Ana Martínez 3. Las matemáticas del sistema solar. M. de León, J. C. Marrero y D. Martín de Diego

4. El jardín de las galaxias. Mariano Moles 5. Las plantas que comemos. Pere Puigdomènech 6. Cómo protegernos de los peligros de Internet. Gonzalo Álvarez Marañón 7. El calamar gigante. Ángel Guerra Sierra y Ángel F. González González 8. Las matemáticas y la física del caos. M. de León y M. Á. F. Sanjuán 9. Los neandertales. Antonio Rosas 10. Titán. Luisa M. Lara 11. La nanotecnología. Pedro A. Serena Domingo 12. Las migraciones de España a Iberoamérica desde la Independencia. Consuelo Naranjo Orovio

13. El lado oscuro del universo. Alberto Casas 14. Cómo se comunican las neuronas. Juan Lerma 15. Los números. Javier Cilleruelo y Antonio Córdoba 16. Agroecología y producción ecológica. Antonio Bello, Concepción Jordá y Julio César Tello

17. La presunta autoridad de los diccionarios. Javier López Facal 18. El dolor. Pilar Goya Laza y Mª Isabel Martín Fontelles 19. Los microbios que comemos. Alfonso V. Carrascosa 20. El vino. Mª Victoria Moreno-Arribas 21. Plasma. Teresa de los Arcos e Isabel Tanarro 22. Los hongos. M. Teresa Tellería 23. Los volcanes. Joan Martí Molist 24. El cáncer y los cromosomas. Karel H. M. van Wely 25. El síndrome de Down. Salvador Martínez Pérez 26. La química verde. José Manuel López Nieto 27. Princesas, abejas y matemáticas. David Martín de Diego 28. Los avances de la química. Bernardo Herradón García 29. Exoplanetas. Álvaro Giménez 30. La sordera. Isabel Varela Nieto y Luis Lassaletta Atienza 31. Cometas y asteroides. Pedro José Gutiérrez Buenestado 32. Incendios forestales. Juli G. Pausas 33. Paladear con el cerebro. Francisco Javier Cudeiro Mazaira 34. Meteoritos. Josep Maria Trigo Rodríguez 35. Parasitismo. Juan José Soler 36. El bosón de Higgs. Alberto Casas y Teresa Rodrigo 37. Exploración planetaria. Rafael Rodrigo 38. La geometría del universo. Manuel de León 39. La metamorfosis de los insectos. Xavier Bellés 40. La vida al límite. Carlos Pedrós-Alió 41. El significado de innovar. E. Castro Martínez e I. Fernández de Lucio 42. Los números trascendentes. Javier Fresán y Juanjo Rué 43. Extraterrestres. Javier Gómez-Elvira y Daniel Martín Mayorga 44. La vida en el universo. F. Javier Martín-Torres y Juan Francisco Buenestado 45. La cultura escrita. José Manuel Prieto 46. Biomateriales. María Vallet Regí 47. La caza como recurso renovable y la conservación de la naturaleza. Jorge Cassinello Roldán 48. Rompiendo códigos. Vida y legado de Turing. M. de León y Á. Timón 49. Las moléculas: cuando la luz te ayuda a vibrar. José Vicente García Ramos 50. Las células madre. Karel H. M. van Wely 51. Los metales en la Antigüedad. Ignacio Montero 52. El caballito de mar. Miquel Planas Oliver 53. La locura. Rafael Huertas 54. Las proteínas de los alimentos. Rosina López Fandiño 55. Los neutrinos. Sergio Pastor Carpi 56. Cómo funcionan nuestras gafas. Sergio Barbero Briones 57. El grafeno. Rosa Menéndez y Clara Blanco 58. Los agujeros negros. José Luis Fernández Barbón

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La quiralidad, el mundo al otro lado del espejo

Luis Gómez-Hortigüela Sainz

Colección ¿Qué sabemos de? COMITÉ EDITORIAL Pilar Tigeras Sánchez, Directora Carmen Guerrero Martínez, Secretaria Pura Fernández Rodríguez Enrique Barba Gómez Arantza Chivite Vázquez Javier Senén García Carmen Viamonte Tortajada Manuel de León Rodríguez Isabel Varela Nieto Alberto Casas González

CONSEJO ASESOR José Ramón Urquijo Goitia Avelino Corma Canós Ginés Morata Pérez Luis Calvo Calvo Miguel Ferrer Baena Eduardo Pardo de Guevara y Valdés Víctor Manuel Orera Clemente Pilar López Sancho Pilar Goya Laza Elena Castro Martínez

Rosina López-Alonso Fandiño María Victoria Moreno Arribas David Martín de Diego Susana Marcos Celestino Carlos Pedrós Alió Matilde Barón Ayala Pilar Herrero Fernández Miguel Ángel Puig-Samper Mulero Jaime Pérez del Val

Catálogo general de publicaciones oficiales http :// publicacionesoficiales . boe . es

Diseño gráfico de cubierta: Carlos Del Giudice © © ©

Luis Gómez-Hortigüela Sainz, 2020 CSIC, 2020 http://editorial.csic.es [email protected] Los Libros de la Catarata, 2020 Fuencarral, 70 28004 Madrid Tel. 91 532 20 77 www.catarata.org

isbn (csic):

978-84-00-10610-2 978-84-00-10611-9 isbn (catarata): 978-84-9097-939-6 isbn electrónico (catarata): 978-84-9097-940-2 nipo: 833-20-062-7 nipo electrónico: 833-20-063-2 depósito legal: M-7164-2020 thema: pdz/ph isbn electrónico (csic):

Reservados todos los derechos por la legislación en materia de Propiedad Intelectual. Ni la totalidad ni parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, puede reproducirse, almacenarse o transmitirse en manera alguna por medio ya sea electrónico, químico, óptico, informático, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo por escrito del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y Los Libros de la Catarata. Las noticias, los asertos y las opiniones contenidos en esta obra son de la exclusiva responsabilidad del autor o autores.

Catarata,

El Consejo Superior de Investigaciones Científicas y Los Libros de la

por su parte, solo se hacen responsables del interés científico de

sus publicaciones.

A Beatriz, con quien descubrí la misteriosa belleza de la asimetría

“Ahora, Mino, si prestas atención y no hablas tanto, voy a contarte todo lo que yo pienso de la Casa del Espejo. En primer lugar, está el cuarto que ves en el espejo y es exactamente igual que nuestro salón, salvo que las cosas están a la inversa. Si me subo a una silla, puedo ver todo el cuarto menos la parte que está detrás de la chimenea. ¡Oh, cómo me encantaría ver ese trocito! ¡Y qué ganas tengo de saber si en invierno encienden allí el fuego! De esto nada se sabe, a no ser que nuestras brasas humeen, porque entonces, al subir el humo, sube también el de ese cuarto… Pero tal vez no sea otra cosa que apariencia, simplemente para dar la impresión de que hay fuego encendido. Luego, fíjate, los libros son parecidos a los nuestros, solo que tienen las palabras escritas al revés. De eso sí que estoy segura, porque un día puse ante el espejo uno de nuestros libros y, entonces, los del otro cuarto alzaron uno de los suyos. ¿Te gustaría vivir en la Casa del Espejo, Mino? ¿Tú crees que te darían leche, allí? A lo mejor la leche del espejo no es buena para beber…”. A través del espejo, Lewis Carroll (traducción de Luis Maristany)

“La vida, tal como se nos manifiesta, es una función de la asimetría del universo y de las consecuencias de este hecho. Puedo incluso imaginar que todas las especies vivas son, primordialmente, tanto en su estructura como en su aspecto externo, funciones de la asimetría cósmica”. Louis Pasteur

Índice

AGRADECIMIENTOS 9 CAPÍTULO 1. Quiralidad: el mundo al otro lado del espejo 11 CAPÍTULO 2. Historia de la quiralidad: de Pasteur al centro estereogénico 39 CAPÍTULO 3. Quiralidad y vida: el funcionamiento asimétrico de los seres vivos 73 CAPÍTULO 4. Origen de la homoquiralidad: casualidad o imperativo cósmico 115 EPÍLOGO. Desde la habitación al otro lado del espejo… 133 APÉNDICE 137 BIBLIOGRAFÍA 141

Agradecimientos

Largo y asimétrico es el camino que me ha llevado hasta aquí, al que he llegado de la mano de mi familia original —en especial mis padres Javier y Teresa—, de mi familia científica —mi Grupo de Tamices Moleculares—, y de mi familia elegida —mi querida Bea—. Gracias siempre —y nunca serán suficientes— a mis padres que tanto os debo, por regalarme la vida y hacerme lo que soy, por vuestro apoyo y amor incondicional a lo largo de todos estos años; es un privilegio que el destino me eligiera como vuestro hijo. A mis hermanos y cuñados, por siempre estar ahí, en lo bueno y en lo malo, acompañando sin excusas; a mis sobrinos, en especial a ese pequeño gran valiente que me roba el corazón; a Bea y Paco, por acogerme con tanto cariño; a mis amigos, que tanto me han dado. Gracias a Joaquín, mentor, compañero y amigo, con quien me inicié en el mundo de la investigación, que me animó para este proyecto de escritura que tanto he disfrutado; gracias por darme siempre alas para volar. A todos mis compañeros del Grupo de Tamices Moleculares y allegados, soy consciente de lo afortunado que soy de trabajar con gente de tal calidad humana y en un ambiente tan agradable. Gracias a las distintas entidades financieras que me han permitido

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sondear ese fascinante mundo al otro lado del espejo molecular, y en particular al ICP y CSIC por ser anfitriones de mis asimétricas ideas. Gracias al equipo de Cultura Científica por creer en este proyecto literario. Quiero agradecer a Javier G.-H., Javier A. y Beatriz, mis primeros lectores y amables y condescendientes críticos, por la confianza que me disteis con vuestra temprana lectura del manuscrito, y por hacerme salir de la laberíntica encrucijada en que en ocasiones se convertían mis interminables frases. Y gracias por supuesto a Bea, mi fiel compañera hasta el sacrificio, con quien comencé a explorar el enigmático mundo de la quiralidad de manos de las efedrinas; por tu inestimable confianza y apoyo siempre, por creer en mí y hacerme creer en mí, por acelerar mi vida, hacerla más asimétrica —un dulce y tumultuoso remolino—, por derivarme hacia esa espiral viajera, por tu amor incondicional, por regalarme la felicidad, porque siempre fuiste tú. Gracias por todo, por tanto, por siempre…

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CAPÍTULO 1

Quiralidad: el mundo al otro lado del espejo

“Que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha”. Dicho popular, frecuentemente repetido por mi madre durante mi infancia

Mirarnos en el espejo, maravillarnos con nuestro reflejo como Narciso, reconocernos en esa imagen proyectada —capacidad que los humanos solo compartimos con delfines, gorilas y orangutanes—. Algo que hacemos diariamente (unos durante más tiempo que otros), pero sin duda todos. ¿Qué misterios se esconden tras estos asombrosos objetos que reflejan nuestro mundo? Como científico que soy, les propongo comenzar nuestro viaje por el fascinante mundo al otro lado del espejo con un sencillo experimento. En la figura 1 pueden observar varias imágenes que les resultarán familiares, al menos tres de ellas: reconocerán la enigmática sonrisa de Lisa Gherardini, esposa de Francesco del Giocondo, más conocida como La Gioconda o la Mona Lisa, retratada por Leonardo da Vinci (A); la desesperación plasmada en el expresionismo de El grito, de Edvard Munch (B); la penetrante mirada de la niña afgana, probablemente el retrato fotográfico más famoso de todos los tiempos, que realizó Steve McCurry para National Geographic (D); y, aunque menos conocida, me permito la licencia de incluir la pensativa mirada de Jeanne Hébuterne, compañera hasta el sacrificio del pintor italia­­ no Amadeo Modigliani (C). Fíjense detenidamente en los

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distintos retratos, ¿notan algo extraño en alguno de ellos? A no ser que quien me esté leyendo sea un experto en arte o esté muy familiarizado con estas obras, es probable que no repare en nada particular. El más observador quizá advierta un garabato en el cuadro de Jeanne Hébuterne (C) que está escrito con una extraña caligrafía. Busque ahora imágenes de cada uno de estos cuadros en internet y enseguida descubrirá la diferencia con los de la figura: todos ellos son la imagen especular de los retratos originales, donde la izquierda se ha invertido con la derecha. De hecho, todos esos retratos podrían haber existido en la realidad; el único detalle que desvela la reflexión especular es la firma del autor en el cuadro de Modigliani, debido a que nuestro sistema de escritura va de izquierda a derecha. En cambio, no me cabe duda de que se habrían percatado de una inversión arriba-abajo o delante-detrás. Figura 1 A: La Gioconda, de Leonardo da Vinci. B: El grito, de Munch. C: Jean Hebuterne con gran sombrero, de Modigliani. D: La niña afgana, de Steve McCurry.

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Por la otra izquierda… A pesar de ser imágenes mundialmente conocidas, el conflicto al reconocer la diferencia con respecto al original se debe a la dificultad del ser humano de distinguir entre derecha e izquierda, lo que es consecuencia directa de nuestra simetría bilateral. Las plantas poseen simetría radial, donde únicamente se distingue arriba de abajo debido al efecto de la fuerza de la gravedad: abajo es el lado hacia donde atrae la gra­­ vedad —hacia la tierra, donde tiene las raíces— y arriba, el contrario —con las hojas buscando el sol—. Sin embargo, debido a que están ancladas al suelo, en las plantas no podemos distinguir entre delante y detrás. Por el contrario, los animales poseen simetría bilateral, donde delante y detrás vienen claramente definidos por su capacidad de locomoción: delante es hacia donde nos movemos, que coincide con la dirección hacia la que miran nuestros ojos para facilitar nuestro desplazamiento, y detrás, el contrario —imagínense lo peligroso que sería si todos anduviéramos de espaldas—. A grandes rasgos, los animales, incluido el ser humano, poseemos simetría bilateral, definida por un plano que divide nuestro cuerpo verticalmente, haciendo indistinguibles nuestros lados izquierdo y derecho. Este es el motivo por el que nos es difícil reconocer la alteración de los retratos de la figura 1 y, en general, por el que nos cuesta distinguir la izquierda de la derecha —a unos más que a otros—. No puedo evitar mencionar una anécdota que me ocurre en ocasiones cuando conduzco con mi mujer al lado indicándome el camino, y tengo que dar un volantazo cuando, al girar a la izquierda como me ha indicado, rectifica y me señala —cito textualmente—: “No, no. Por la otra izquierda”. De igual modo, el Ejército Imperial ruso tenía tantas dificultades para enseñar a los nuevos reclutas procedentes de zonas rurales a marchar al unísono —lo que implicaba distinguir derecha de izquierda—, que los instructores decidieron atar una tira de paja en el tobillo

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derecho y otra de heno en el izquierdo, y gritaban para dirigir la marcha de los soldados: paja, heno, paja, heno… Los ejércitos romanos también encontraron similares dificultades y asociaban la lanza con la mano derecha y el escudo con la izquierda. Richard Feynman, el famoso físico teórico norteamericano, cuya capacidad intelectual está más allá de toda duda, se fijaba en un lunar en su mano izquierda para distinguirla; e incluso Freud simulaba escribir algo con su mano para identificar la derecha. En mi caso, ya desde mi tierna infancia mi visionaria madre, previendo la que sería mi dedicación profesional futura, me entrenaba con ahínco para distinguir la diestra de la siniestra diciéndome: “Hijo, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha”. Pregúntense cómo le explicarían a un extraterrestre cuál es la derecha y cuál la izquierda sin hacer referencia a algún objeto externo. Esta paradoja fue planteada inicialmente por el filósofo Kant en su disquisición sobre izquierda y derecha, y luego la popularizó el científico y divulgador Martin Gardner como el problema de Ozma. Aunque la cuestión parece sencilla, su respuesta es sumamente complicada, y ya les adelanto que cualquier posible solución que se les ocurra tiene pocas probabilidades de éxito, como discutió Gardner en su libro El universo ambidiestro. Únicamente gracias a una sutil asimetría de las partículas que conforman la materia de la que está hecho el universo el problema tiene solución, pero para llegar a ella aún tenemos un largo camino que recorrer por el mundo al otro lado del espejo.

A través del espejo La dificultad en distinguir la mano izquierda y la derecha está íntimamente relacionada con el hecho de que una es imagen especular de la otra. La reflexión en el espejo convierte la derecha en la izquierda —en realidad, lo que hace un espejo

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es invertir la estructura de lo que se refleja a lo largo del eje perpendicular al espejo, pero debido a nuestra simetría bilateral, nuestro cerebro lo identifica como una inversión izquierda-derecha—. En nuestro mundo real uno no puede cambiar una mano derecha por una izquierda; ¿qué misterioso mecanismo se esconde pues en el interior de los espejos para que sean capaces de trasponer esa condición derecha/izquierda de los objetos? Desafortunadamente, solo hay una persona —has­ ­ta donde yo conozco— que haya sido capaz de atravesar un espejo y asomarse al mundo al otro lado, si bien esta persona solo vivió en la imaginación de Lewis Carroll y su existencia únicamente pervive en las líneas de Alicia a través del espejo. Al asomarse a la habitación tras el espejo, Alicia se da cuenta de que es completamente igual que su salón, solo que con todas las cosas dispuestas a la inversa. Advierte, además, que los libros se parecen a los suyos, pero tienen las palabras escritas al revés. Guiada por su intuición, se hace una pregunta crucial, como descubriremos a lo largo de este libro: ¿es buena la leche (del otro lado) del espejo para beber? La reflexión especular únicamente modifica —y los dispone a la inversa, o al revés, como diría Alicia— los objetos que son asimétricos, que son aquellos que no poseen un plano de simetría, es decir, un plano que divide un objeto en dos mitades exactamente iguales. Una silla posee un plano de simetría que la divide verticalmente (figura 2, arriba). Si observamos su reflejo en un espejo, nos damos cuenta de que es exactamente igual a la original, debido precisamente a la existencia de esa simetría: un simple giro nos permite superponer punto por punto la silla, es decir, las dos imágenes especulares son superponibles. Sin embargo, si reflejamos en un espejo un objeto asimétrico como la mano derecha —que no posee plano de simetría— (figura 2, abajo), esta se convierte en la izquierda, donde todos sus elementos están presentes exactamente de la misma manera, solo que dispuestos a la inversa: por mucho que giremos la mano resultante de la inversión

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especular nunca podremos superponerla punto por punto con la mano original. Obviamente, las manos derecha e izquierda son diferentes; imagínense la todavía más miserable existencia que hubiera llevado el monstruo si Víctor Frankens­­tein hubiese confundido la mano derecha con la izquierda al crearlo. Figura 2 Relación entre los conceptos de plano de simetría, inversión especular, objetos quirales y aquirales, y enantiómeros.

Pues bien, la quiralidad es la propiedad de un objeto de no ser superponible con su imagen especular y es característica de los objetos asimétricos, es decir, que no poseen un plano de simetría o centro de inversión; estrictamente hablando, no deben poseer ejes de rotación impropios. Como ya he mencionado, el ejemplo clásico de un objeto quiral son nuestras manos, siendo la izquierda la imagen especular de la derecha. De hecho, el término quiral, que fue acuñado por lord Kelvin en 1894 (“Cualquier figura geométrica, o conjunto de puntos, diré que es quiral y que presenta quiralidad, si su

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imagen en un espejo plano, idealmente realizada, no puede ser superpuesta con ella misma”), proviene de la palabra griega cheir, que significa mano. Por otra parte, los objetos que sí son superponibles con su imagen especular debido a la presencia de un plano de simetría (como la silla) se denominan aquirales. En el caso de los objetos quirales, las dos formas diferentes que son imagen especular una de otra se denominan enantiómeros (figura 2, abajo), palabra que también deriva del término en griego que significa enemigos. Existen solamente dos enantiómeros por cada objeto quiral. A lo largo de este libro me referiré a la condición de imagen especular de ca­­da enantiómero como lateralidad (en inglés, handedness, de im­­ po­­sible traducción literal) o de mano derecha/izquierda.

Quiralidad en la materia inerte Nuestro mundo está repleto de objetos quirales. El propio planeta Tierra, con sus polos achatados, su movimiento de rotación y sus diferentes océanos y continentes, es quiral (asimétrico). Cualquier objeto irregular que no posea planos de simetría (o centros de inversión) es quiral. Existe además un elemento común de ordenamiento espacial que induce quiralidad en todo objeto que lo contenga: la estructura helicoidal, que resulta de combinar un movimiento de rotación en torno a un eje y un movimiento de traslación a lo largo del mismo. Tornillos, muelles, sacacorchos, hélices, escaleras de caracol, son todos objetos quirales que poseen imágenes especulares no superponibles (figura 3). De hecho, generalmente existe una preferencia por una de las dos lateralidades. Imaginemos un tornillo dispuesto con su eje principal colocado verticalmente (comprobarán que da igual si con la cabeza arriba o abajo). (A): si el eje helicoidal asciende de izquierda a derecha mirado perpendicularmente al eje del tor­­ nillo, se trata de un tornillo de rosca a la derecha; si asciende de

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derecha a izquierda, es de rosca izquierda (figura 3A). Salvo en muy raras ocasiones, los tornillos son del primer tipo. La preferencia por una única lateralidad de los tornillos, que se fabrican casi exclusivamente con rosca a la derecha, se debe a la mayor abundancia de personas diestras en el mundo: estos tornillos se aprietan girando un destornillador en sentido horario, movimiento que es mucho más cómodo para los músculos de una mano derecha. Si usted pertenece a la minoría zurda, conocerá la dificultad de atornillar en el sentido inverso al naturalmente impuesto por la anatomía de su mano izquierda; si es diestro, pruebe a aplicar fuerza con un destornillador girando en sentido antihorario y apreciará la incomodidad y menor eficacia del movimiento. En circunstancias especiales se fabrican tornillos con rosca a la izquierda, por ejemplo, para sujetar las ruedas izquierdas de los coches, que giran en sentido antihorario, evitando así que el movimiento del vehículo provoque un aflojamiento de los tornillos. Figura 3 Ejemplos de objetos quirales. A: tornillos con rosca a la izquierda y derecha. B: escalera de caracol en la Sagrada Familia, en Barcelona. C: hélice impulsora de barcos.

Fuente: Figura B de Beatriz Bernardo.

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Los sacacorchos, que también poseen un elemento helicoidal, igualmente se construyen con una lateralidad determinada que facilita su manejo a las personas diestras. Si quieren poner en un cómico apuro a uno de sus invitados en una cena, compren un sacacorchos especial para zurdos —hay tiendas especializadas en productos diseñados específicamente para facilitar la vida a personas zurdas— y dénselo para que abra una botella sin mencionar su particularidad. Compro­­ barán cómo, sin entender por qué, su invitado se verá incapaz de abrir la botella. Y es que generalmente no somos conscientes del fenómeno de la quiralidad y su implicación en nuestro día a día como consecuencia de la lateralidad de nuestras habilidades manuales. Un elemento arquitectónico cotidiano basado en una estructura helicoidal son las escaleras de caracol, que pueden girar en un sentido u otro. Las escaleras de caracol se concibieron como una forma de salvar alturas en un espacio muy reducido, aunque en la actualidad también conllevan un componente estético. En la figura 3B se puede observar la escalera de caracol que lleva a las torres en la Sagrada Familia de Barcelona. Se trata de una escalera de caracol de mano izquierda, reconocible puesto que, al subir la escalera, la mano izquierda se encuentra en el lado exterior. Este tipo de escaleras era muy frecuente en los castillos medievales para acceder a los torreones. Se ha especulado sobre la existencia de una lateralidad preferente en las mismas: como defensor de un castillo ante una posible invasión, el defensor —con mayor probabilidad diestro— preferiría tener su mano derecha en el lado exterior para tener una mayor maniobrabilidad con la espada. Al estar mirando hacia abajo para enfrentarse a los asaltantes, las escaleras habrían de ser de lateralidad izquierda para optimizar la capacidad de defensa. No obstante, no parece que haya una preferencia global en tal sentido en escaleras medievales. De hecho, en la mayoría de los castillos existían un par de escaleras de lateralidad opuesta en lados enfrentados. Tampoco

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la hay en escaleras contemporáneas donde ambos tipos coexisten —la famosa escalera de caracol de los museos vaticanos de Roma es de mano derecha, al contrario que la de la Sagrada Familia—. Dicha ambivalencia se debe probablemente a que estas escaleras se usan tanto para subir como para bajar y, por tanto, la posible ventaja de una lateralidad al subir —por ejemplo, apoyar la mano derecha en la barandilla del exterior en una escalera de mano derecha— se convierte en desventaja al bajar —donde se apoyaría la mano izquierda—. Las hélices que impulsan barcos y aviones representan otro ejemplo de objeto quiral donde la lateralidad viene definida por la dirección en la que se encuentran giradas las aspas (figura 3C); en los barcos se pueden encontrar ambos tipos de hélices. En este caso, la quiralidad es crítica, puesto que según la orientación de las aspas, al girar la hélice en una u otra dirección, el impulso —y por tanto el movimiento del barco— será hacia delante o hacia atrás. De hecho, en un barco la marcha atrás implica únicamente girar la hélice en el sentido contrario al que lo hace cuando navega hacia delante. Existe otro elemento asimétrico que convierte a los barcos y aviones en objetos quirales, a pesar de que su armazón posee simetría bilateral, y son las luces verdes y rojas situadas a estribor y a babor, respectivamente, que rompen esa simetría y permiten advertir en la oscuridad de la noche si se aproxima o se aleja de nosotros, según la orientación en la que se divisen. También fenómenos meteorológicos asociados con el giro o rotación de corrientes de aire, como los tornados y ciclones, son quirales, pudiendo girar en uno u otro sentido. Cu­­ riosamente, en el hemisferio norte estos fenómenos tienden a girar preferentemente en sentido antihorario, mientras que en el hemisferio sur lo hacen en sentido horario. Esta asimetría está directamente relacionada con el efecto Coriolis, como consecuencia del movimiento de rotación de la Tierra. Al rotar la Tierra —de oeste a este, en sentido antihorario mirando desde el polo norte—, también lo hace cualquier objeto sobre

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su superficie. La velocidad angular de un objeto es constante en toda la esfera terrestre, pero no así la velocidad lineal, que depende de su localización geográfica y con ello de la distancia a la que se encuentre del eje de rotación de la Tierra, es decir, de la altitud y de la latitud. Imagínese subido en un tiovivo. A pesar de que la velocidad de giro (angular) es la misma en todo el carrusel, si se sube en un corcel próximo al exterior es probable que se maree más que si estuviera en el interior. Esto se debe a la mayor distancia recorrida —y por tanto, mayor velocidad lineal— al alejarse del eje de rotación del carrusel. Lo mismo sucede en un objeto esférico en rotación como la Tierra. En el ecuador, la distancia al eje de rotación es máxima y también lo es la velocidad lineal co­ ­mo consecuencia de la rotación: la circunferencia que describe un objeto sobre la superficie terrestre en el ecuador es máxima, pues gira a más de 1.500 km/h. Por el contrario, cuanto más alejado esté el objeto del ecuador —más se acerque hacia los polos—, menor será su distancia al eje de rotación terrestre y, en consecuencia, menor será la circunferencia que describa. De esta manera, aunque la velocidad de giro sea la misma, la velocidad lineal será menor en un objeto al alejarse del ecuador. Imagine un avión que se encuentra en torno al ecuador, girando a la vez que la Tierra, y que se dirige hacia el norte. Debido a la inercia, el avión tiende a conservar la velocidad que poseía cuando despegó del aeropuerto cercano al ecuador, arrastrado por la rotación terrestre de oeste a este. Dicha inercia provoca una desviación del avión hacia el este al dirigirse al norte debido a la menor velocidad a mayor latitud, deriva que se conoce como efecto Coriolis (figura 4A). De igual modo, un objeto en el hemisferio sur que se desplaza desde el ecuador hacia el sur también se desvía hacia el este. Análo­­ga­­ mente, objetos que se dirigen desde zonas de mayor latitud (que están más próximas a los polos) hacia el ecuador, se desvían hacia el oeste, ya que en el destino la velocidad lineal (hacia el este) es mayor que en el origen. Podrán reconocer aquí la

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relación especular entre ambos escenarios en cada uno de los hemisferios (figura 4A), siendo el origen de que ciclones en el hemisferio norte giren preferentemente en sentido antihorario (figura 4B) y en sentido horario en el sur (figura 4C). Figura 4 A: explicación esquemática del efecto Coriolis y la formación de ciclones en direcciones opuestas en ambos hemisferios. B: ciclón en Islandia (hemisferio norte) con giro antihorario. C: ciclón en Australia (hemisferio sur) con giro horario.

Esta asimetría asociada al efecto Coriolis explica el movimiento de grandes masas de aire y a su vez también la necesidad de corregir la deriva de objetos que recorren grandes distancias a muy diferentes latitudes, tales como aviones o misiles. Existe una asimétrica leyenda asociada también al efecto Co­­ riolis que cuenta que el agua, al fluir por un desagüe y formar remolinos (quirales), describe distintas lateralidades según nos encontremos en uno u otro hemisferio. No obstante, es altamen­ ­te improbable que la magnitud de la fuerza de Coriolis sea tal como para influir en el movimiento de una masa de agua de tan reducida envergadura. Parece que, en este caso, un imaginario

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espejo en el guion de Los Simpson hizo invertir los papeles de los hermanos y la inteligente y generalmente infalible Lisa pudo haberse equivocado en su discusión con Bart al aseverar la lateralidad de los remolinos del inodoro en el capítulo “Bart vs. Australia”. Otro caso curioso que merece atención en el contexto de objetos asimétricos está relacionado con las letras del alfabeto. La mayoría de las palabras pierden su sentido cuando son reflejadas en un espejo. Por ejemplo, la palabra QUIRAL en la figura 5 no se reconoce al ser invertida. Sin embargo, determinadas palabras como ATOMO, al reflejarse en el espejo, dan lugar a nuevas palabras legibles (OMOTA), si bien pierden su significado. En muy raras ocasiones, afortunadas palabras como AVIVA mantienen su identidad al ser invertidas. Como se puede sospechar, estos diferentes comportamientos de las palabras al reflejarse en el espejo están relacionados con la naturaleza simétrica o asimétrica de los elementos que las constituyen. Las letras que poseen un eje de simetría vertical no varían al ser invertidas por un espejo vertical; este es el caso de las letras A, H, I, M, O, T, U, V, W, X e Y. Por el contrario, letras que no poseen ese eje de simetría vertical sí cambian —y, por tanto, pierden su simbología— al ser invertidas en el espejo; letras como Q, R o L son asimétricas. Ahora podemos comprender el comportamiento especular anterior: la palabra QUIRAL se vuelve ilegible al invertirse debido precisamente a la asimetría de dichas letras. En la palabra ATOMO todas las letras son simétricas, y por eso su reflexión especular da lugar a una palabra legible, OMOTA. Esto es así porque la palabra en conjunto —refiriéndome al orden de las letras— no tiene un eje de simetría vertical, por lo que el orden de las letras se invierte al reflejarse, dando lugar a esa palabra inexistente. Por último, la palabra AVIVA es un caso de palíndromo, que son palabras que se leen igual de izquierda a derecha que al revés. Esta condición, unida a la naturaleza simétrica de todas las letras que la componen, la convierte en un caso excepcional donde la

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palabra no se invierte al reflejarse en el espejo. En todo caso, si escribimos una palabra compuesta por letras simétricas —ATOMO, por ejemplo— en vertical (como hacen en Japón), veremos que esta orientación sí preserva el eje de simetría vertical y su imagen especular (en un espejo vertical) mantiene su identidad. Figura 5 Reflexión especular (a la derecha del espejo) de diferentes palabras, fechas y relojes.

Lo mismo ocurre con los números, donde ciertos dígitos simétricos como el 1 (en el tipo de letra usado en la figura 5) o el 8, colocados de forma palindrómica, no se alteran al reflejarse en el espejo —como el 18 de agosto del 81—, mientras que la mayoría de los números y fechas (asimétricas) perderán su sentido al invertirse —como el 25 de enero del 19—, momento en que escribo estas líneas. Algo similar sucede con la reflexión especular de los relojes, donde a no ser que no posean números (como en el caso de la figura 5, abajo), la inversión especular implica que estos pierdan su simbología (figura 5, arriba). Este tipo de alteraciones con un espejo se ha utilizado de manera recurrente en novelas de misterio, en las que inversiones de objetos asimétricos como palabras escritas en ropa o relojes en paredes, indicativos de una reflexión especular, proporcionaban pistas decisivas para resolver un determinado crimen. Alicia, en su visita a la habitación al otro lado del espejo, se percató de tal inversión al ser incapaz de leer un libro que

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reposaba sobre la mesa: “En realidad parece estar escrito en un idioma que no conozco, se decía a sí misma”. Con su habitual astucia, Alicia consiguió descifrar el poema colocando el libro en un espejo, deduciendo que la reflexión especular de una imagen ya invertida —podríamos denominarla una re-refle­­ xión— recuperaba su forma original, y así pudo leer el misterioso y obscuro poema sobre el “Galimatazo”. El polifacético Leonardo da Vinci aprovechaba esta dificultad que tenemos para leer palabras invertidas, redactando sus apuntes en escritura especular para que no fueran accesibles a la mayoría de la gente. De hecho, se dice que las personas zurdas tienen mayor facilidad para este tipo de escritura especular, puesto que obliga a escribir de derecha a izquierda, de la misma forma natural en que un diestro escribe normalmente, si bien hoy en día se debate si Leonardo era zurdo o ambidiestro. La quiralidad de los relojes no se limita a la presencia de símbolos asimétricos (los números que indican las horas): el movimiento de las agujas del reloj es también asimétrico, y por eso usamos su giro para definir el sentido como horario o antihorario. Hay una teoría que sugiere que el sentido de giro de las agujas del reloj proviene de los relojes de sol horizontales: el movimiento del sol durante el día en el hemisferio norte, que recorre el cielo en dirección este-sur-oeste, proyecta una sombra del gnomon (la aguja cuya sombra marca las horas) que recorre el sentido oeste-norte-este, es decir, el sentido horario. Al construirse los primeros relojes en el hemisferio norte, se hizo de manera que que siguieran el camino trazado por la sombra del sol —si se hubieran inventado en el hemisferio sur, se habría invertido el giro—. Sin embargo, hay investigadores que dudan de esta teoría, puesto que se sabe que algunos de los primeros relojes que se construyeron de hecho giraban en sentido antihorario y no fue hasta tiempo después cuando se generalizó la rotación de las agujas en sentido horario, y nunca mejor dicho.

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Quiralidad en la materia viva Hasta ahora nos hemos sumergido en la quiralidad de la materia inanimada. En el reino de los seres vivos, constituido por la materia animada, la quiralidad está también presente de manera muy notoria. En el reino vegetal viene generalmente dada por el desarrollo de estructuras helicoidales que, como ya he comentado, son quirales. Las plantas trepadoras, al ascender en torno a un eje, sea un tronco, palo o cualquier otro objeto, tienden a hacerlo describiendo una hélice. Curiosamente, el sentido de ese giro no suele ser arbitrario, sino que la mayoría de estas plantas tiende a exhibir hélices a la derecha —definidas de la misma manera que un tornillo de rosca a la derecha—, si bien existen también ejemplos que giran al contrario. En todo caso, y a pesar de que algunas especies muestran ambas lateralidades, lo sorprendente es que cada especie vegetal tenga su propia preferencia por desarrollar estructuras helicoidales con una lateralidad definida e inmutable. Por ejemplo, la madreselva crece siempre verticalmente como hélices a la izquierda, mientras que la enredadera lo hace siempre a la derecha. Se ha especulado sobre si el origen de esta lateralidad preferente estaría relacionado con el movimiento del sol por el horizonte durante el día, siguiendo la dirección este-sur-oeste en el hemisferio boreal, con la planta tratando de maximizar su exposición al astro rey para satisfacer sus necesidades fotosintéticas. No obstante, en el hemisferio austral cabría esperar el sentido inverso de crecimiento helicoidal, dado que, en este caso, el desplazamiento del sol por el horizonte sigue el rumbo este-norte-oeste. La lateralidad en el crecimiento helicoidal de los distintos tipos de plantas trepadoras no está asociada a su latitud en la Tierra —si crece en el hemisferio norte o sur— y no parece por tanto plausible que este sea el origen. Todo apunta a una causa genética para dicha asimetría, quizá impuesta por factores ambientales solares o climatológicos en etapas tempranas de su desarrollo evolutivo, aunque no está claro.

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En todo caso, también se encuentran ejemplos de quiralidad entre las plantas donde ambas lateralidades existen en igual proporción: la disposición de los pétalos de las flores de ciertas plantas, como en el Hibiscus hawaiano, es quiral: los pétalos se montan unos sobre otros de manera helicoidal sin mostrar en este caso preferencia por uno u otro sentido de giro. En el reino animal, la locomoción tiene una consecuencia trascendental en la anatomía, que induce la transición de la simetría radial propia de las plantas a la simetría bilateral. Co­ ­mo ya he comentado, la gravedad —que nos mantiene unidos a la superficie terrestre—, combinada con la locomoción —que nos faculta a desplazarnos sobre la superficie—, nos permiten distinguir entre arriba/abajo y delante/detrás, respectivamente. Sin embargo, no hay nada en nuestro entorno que nos permita distinguir entre izquierda y derecha y, en consecuencia, a grandes rasgos, los animales presentan una simetría bilateral, con un plano de simetría que divide sus cuerpos en dos mitades iguales, sin considerar aquí la posición de órganos internos. No existe ninguna ventaja en distinguir nuestro lado derecho del izquierdo con respecto al entorno que los mecanismos de la evolución pudieran haber aprovechado, y por eso los animales (incluidos los seres humanos) presentan la mayor parte de sus elementos por duplicado y dispuestos simétricamente a izquierda y derecha, lo que se conoce como simetría bilateral. Empero, al igual que en el reino vegetal, existen enigmáticas excepciones. Un abrumador ejemplo —y casi rayano en lo ridículo— lo representa el cangrejo violinista, que en los machos presenta una manifiesta asimetría en el exagerado tamaño de una de sus pinzas (figura 6A). En este caso no existe preferencia por una lateralidad, habiendo la misma proporción de especímenes con la estrafalaria pinza a la derecha o a la izquierda. Sorprendentemente, esta asimetría ocurre únicamente en el macho, que usa su descomunal pinza en combates con otros machos como parte del rito de apareamiento.

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Figura 6 A: cangrejo violinista zurdo con su exagerada pinza asimétrica. B: narval con su singular colmillo asimétrico y retorcido helicoidalmente. C: pez platija con su extravagante asimetría en la posición de los ojos. D: conchas de mano derecha de caracol Helix pomatia. A

D

B

C

Otro animal que exhibe una misteriosa ruptura de su simetría bilateral es el narval, un cetáceo que habita los mares del Ártico y del Atlántico norte. De nuevo, la asimetría se presenta en el macho, con un colmillo exageradamente largo solo en el lado izquierdo, y que a su vez presenta una estructura helicoidal (figura 6B). Según la mitología inuit, los narvales con colmillos fueron creados cuando una mujer que cazaba junto a ellos fue arrastrada por uno muy grande a las profundidades y se convirtió en un narval, y su pelo, que llevaba recogido en un moño, se transformó en el colmillo —de ahí su estructura helicoidal—. Ese característico apéndice le valió el sobrenombre de “unicornio del mar”; de hecho, en la Europa medieval los vikingos comerciaban con colmillos de narvales como si fueran cuernos de auténticos unicornios, con la creencia de que el polvo de cuerno de unicornio tenía fantásticas propiedades curativas, pudiendo

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remediar envenenamientos —fabricaban copas con ellos para evitar que los intoxicasen, neutralizando así posibles venenos de enemigos conspiradores— y combatir la melancolía —¿a quién no le agrada la imagen de un unicornio?—. Al margen de leyendas, el colmillo asimétrico del narval surge como consecuencia del crecimiento descontrolado del diente izquierdo en los machos, llegando a medir la mitad de la longitud de su cuerpo y pudiendo alcanzar los dos metros y medio. En este caso sí existe una exclusiva preferencia por una lateralidad, pues crece siempre en el lado izquierdo, y en muy raras ocasiones en ambos lados —no se conoce ni un solo ejemplar con el colmillo en el lado derecho—. Además, el plegamiento helicoidal es siempre el mismo, en sentido antihorario, mirando desde la óptica del narval. De nuevo parece que el desmedido tamaño de este apéndice es consecuencia del rito sexual, con los machos luchando con sus colmillos en un duelo legendario a espada entre unicornios, por fantástico —o más bien fantasioso— que esto pueda sonar. A su vez, parece ser que la lateralidad de la estructura helicoidal del colmillo del narval está relacionada con su forma de nadar, que ejerce un leve movimiento helicoidal hacia la derecha. Otro extravagante caso de ruptura de la simetría bilateral tiene lugar en los peces planos (o pleuronectiformes), como platijas, gallos y lenguados. Al nacer, poseen simetría bilateral, con un ojo a cada lado, si bien esta simetría se va perdiendo progresivamente al crecer. Al hacerse adultos, estos peces viven reclinados sobre uno de sus costados, de manera que minimizan posibles ataques de depredadores, pues solo pueden ser atacados desde arriba. Para maximizar su supervivencia, la evolución propició que el inutilizado ojo del costado ciego sobre el que reposaba se desplazara hacia el costado superior junto con su compañero, permitiendo una vigilancia más efectiva al poseer dos centros de visión y poder cada uno mirar en direcciones independientes. Esta transición ocular

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genera una singular asimetría en estos peces, pues uno de sus lados —que dependiendo de la familia puede ser el izquierdo o el derecho— posee dos ojos (figura 6C), mientras que el otro —sobre el que reposa— no posee ninguno. Curiosamente, los lenguados en aguas europeas son exclusivamente diestros, mientras que en mares tropicales y subtropicales son exclusivamente zurdos. También entre los pájaros existen numerosos casos de asimetrías, como por ejemplo en el modo en que se cruzan el pico superior e inferior. Por supuesto, todas estas asimetrías deben tener su fundamento a la luz de la evolución, parafraseando a Dobzhansky, y serán resultado de alguna ventaja evolutiva en la ruptura de la simetría bilateral, si bien la preferencia por una u otra lateralidad sea probablemente una consecuencia del azar, ya que la naturaleza no distingue entre izquierda y derecha, al menos a nivel macroscópico. Finalmente, al igual que en las plantas, otro caso frecuente de asimetría en los animales deriva de la presencia de elementos con estructura helicoidal, como pueden ser los cuernos de antílopes. Estos animales poseen dos cuernos dispuestos simétricamente y con lateralidad opuesta, y por tanto la simetría bilateral del conjunto se preserva. Úni­­ca­­ mente la asimetría se mantiene cuando estos elementos helicoidales se presentan individualmente, sin su pareja de lateralidad opuesta, como es el caso de las conchas de numerosos moluscos. Un ejemplo común es el caracol romano (Helix pomatia), cuyo caparazón describe una espiral que gira en sentido horario (de dentro hacia fuera) (figura 6D). De hecho, la probabilidad de encontrar la imagen especular de este caracol, con una espiral en sentido antihorario, es de 1 en­ ­tre 20.000, convirtiéndolo en un apreciado tesoro para coleccionistas de anomalías peculiares. Se estima que el 90% de las especies de gasterópodos presentan la misma lateralidad que el caracol romano, si bien el motivo de esta asimetría es desconocido.

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Homo sapiens asimétrico Consideremos ahora el eslabón más avanzado de la evolución, el ser humano (Homo sapiens). Como animal provisto de locomoción y sujeto a la gravedad, a grandes rasgos la anatomía humana posee simetría bilateral, con dos ojos, dos oídos, dos brazos, dos piernas y los órganos individuales (como la nariz) centrados con el plano de simetría. No obstante, si profundizamos en los detalles, resulta evidente que tal simetría bilateral no es estricta. Para comprobarlo se puede hacer un experimento un tanto desconcertante: hay que hacerse una foto del rostro de frente, lo más recta posible, y generar por inversión su imagen especular (con algún editor de imagen). Después se recortan ambas imágenes por la mitad desde lados opuestos hasta alcanzar el centro de la cara, de manera que correspondan a los dos lados, pero construidos a partir del mismo —uno de ellos por inversión—. Se reconstruye así la cara, haciéndola perfectamente simétrica. El nuevo rostro, si bien se nos parece, tiene algo extraño y sutil que nos impide reconocernos con facilidad, y es precisamente porque nuestra cara no es perfectamente simétrica: pequeños detalles como lunares o diferencias en ojos o labios rompen la simetría y nos hacen únicos. Más allá de estas desviaciones menores y locales de la simetría bilateral exterior, a nivel interno sí existe una clara disposición asimétrica en nuestro cuerpo: los diferentes órganos que hacen funcionar nuestro organismo se disponen de diferente manera a izquierda y derecha de ese plano de simetría bilateral —que ya no es tal—. El ejemplo más claro viene dado por la posición del corazón, que se encuentra desviado hacia el lado izquierdo, al igual que el estómago y el páncreas, mientras que el hígado lo está hacia la derecha. A su vez, dada la mayor concentración de órganos en nuestro lado izquierdo, el pulmón de este lado, con solo dos lóbulos en lugar de tres, es más pequeño que el del derecho, dejando así espacio suficiente para albergar el corazón. Ocasionalmente, 1 de cada 10.000

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personas nace con una anomalía genética denominada situs inversus, donde la colocación de todos sus órganos se dispone como imagen especular, es decir, en el lado contrario: el corazón desviado hacia la derecha y el pulmón izquierdo más grande. A pesar de que puede llevar asociados problemas cardiacos, en principio estas personas logran llevar una vida normal, ya que todos sus órganos se encuentran en lados invertidos, con el cuerpo permaneciendo asimétrico y pudiendo así funcionar de la misma manera, si bien conviene advertir de esta condición anómala antes de entrar en un quirófano. En muy raras ocasiones esta disposición asimétrica de los órganos se torna más simétrica, con dos pulmones con tres lóbulos o un hígado colocado exactamente en el centro. En este caso, esta mayor simetría hace que el organismo no funcione correctamente y estas personas padecen graves problemas de salud. Otra fascinante, a la vez que enigmática, asimetría en nuestro organismo se da en el funcionamiento de nuestro órgano más sofisticado, el cerebro, del que poco se sabe con certeza debido a su extrema complejidad (se dice que es la estructura más compleja del universo), aunque poco a poco vamos pudiendo desentrañar sus misterios. Curiosamente, nuestro lado izquierdo del cerebro controla la motricidad de nuestro lado de­ ­recho y viceversa. Debido a esta conexión cruzada, si un lado del cerebro sufre daños, las consecuencias de esa lesión en la pérdida de movilidad repercutirán en el lado opuesto del cuerpo —causando por ejemplo hemiplejia—. Pero la asimetría cerebral más asombrosa consiste en que cada uno de sus hemis­­ ferios se ha especializado en funciones diferentes. El lado izquierdo del cerebro es el dominante en el complejo proceso del lenguaje y está especializado en la inducción y la deducción, controlando el habla y el procesado de cálculos lógicos y matemáticos; controla, asimismo, la extracción de información de la memoria. Por otra parte, el hemisferio derecho se encarga de las habilidades espaciales, ayudándonos a procesar las imáge­­ nes que vemos para comprenderlas y dar sentido a los estímulos

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que nuestros ojos reciben. Además, también posibilita el reconocimiento facial, el sentido espacial, la apreciación de la forma y el color, así como el procesamiento de la música. Tradicio­­ nalmente se asocian las habilidades matemáticas al hemisferio izquierdo y la creatividad al derecho. Aunque el origen de esta asignación asimétrica a diferentes actividades sigue siendo un enigma, sí parece estar relacionado con una mayor eficacia del procesado de los estímulos sensoriales que llegan al cerebro cuando cada una de sus mitades se especializa en diferentes ac­ ­tividades, del mismo modo que en una cadena de producción los distintos operarios se concentran en distintas secciones del proceso de montaje para maximizar la eficiencia. De hecho, hay teorías que sugieren que la lateralización y especialización de los hemisferios del cerebro han sido una consecuencia evolutiva del desarrollo del lenguaje, que constituye un proceso extremadamente complejo y que es exclusivo de los seres humanos. Si pasamos de la anatomía intrínseca del Homo sapiens a su interacción con el entorno, la asimetría más evidente se ma­ ­nifiesta en la distinta habilidad que tenemos en nuestras manos quirales, derecha e izquierda, así como en nuestros pies. Una gran mayoría de los seres humanos somos diestros, mostrando una evidente mayor destreza —de ahí su etimología— en la realización de actividades manuales con nuestra mano derecha. La escritura representa el ejemplo más claro: todos escribimos siempre con la misma mano, sea esta la derecha o la izquierda —recordemos que Freud simulaba escribir algo para identificar su mano derecha—. Pueden existir grados en nuestra preferencia por emplear una u otra mano en diferentes actividades: la mayoría usamos siempre la mano prefe­­ rente para toda actividad que requiera una mínima pericia, pero en ocasiones ciertas personas usan diferentes, por ejemplo, la derecha para escribir y la izquierda para lanzar una pelota. En promedio, una de cada diez personas es zurda; a su vez, una muy pequeña minoría es ambidiestra, con igual habilidad en sus dos manos.

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La mayor abundancia de personas diestras se ha extendido de manera un tanto discriminatoria a innumerables aspectos de la sociedad, a pesar de que las personas zurdas no son tan minoritarias —10% es una proporción más que considerable—. El caso más evidente tiene lugar en multitud de objetos asimétricos que empleamos en nuestra vida diaria. Como ya mencioné, los tornillos y sacacorchos están fabricados pensando en una mayor comodidad para las personas diestras, al igual que las tijeras (supongo que no soy el único, pero en mi condición de diestro soy incapaz de manejar las tijeras con mi mano izquierda para cortar las uñas de mi mano derecha y tengo que recurrir al cortaúñas). Instrumentos musicales donde cada mano realiza una función distinta también están diseñados para personas diestras, como guitarras y violines. Así, Paul McCar­­t­­ ney tiene que invertir el orden de las cuerdas de su guitarra porque es zurdo. Como estos, existen multitud de ejemplos de artefactos asimétricos fabricados pensando en diestros. No hay más que visitar una tienda especializada en artículos para zurdos para conocer la dimensión de esta discriminación. Nuestra preferencia por el uso de la mano derecha no se ha limitado a la fabricación de objetos asimétricos cotidianos, sino que también se ha transmitido a la cultura y, en particular, al lenguaje. Todo lo relacionado con la derecha tiene una connotación positiva: una persona diestra (del latín dextrus, derecha) es una persona habilidosa o experta; algo diestro es algo favorable, benigno, venturoso, según la RAE; algo derecho es algo bien colocado; ser la mano derecha es ser el principal ayudante; Derecho es el conjunto de leyes que rigen la sociedad. Por el contrario, siniestro (del latín sinister, izquierda) se define como algo avieso y malintencionado, infeliz, funesto o aciago; suceso que produce un daño considerable; o propensión a lo malo. Resulta particularmente curioso que únicamente en el Homo sapiens se observa esta habilidad preferente de la mano derecha. En muchos simios y otros animales cada individuo

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puede manifestar preferencia por una de sus manos, pero en el conjunto de la especie existe la misma proporción de diestros y zurdos. Es por este motivo que hay teorías que sugieren que la asimetría en nuestras habilidades manuales es consecuencia directa de la lateralidad de los hemisferios del cerebro —recordemos que el hemisferio izquierdo del cerebro, el más implicado en el complejo proceso del lenguaje, controla el movimiento de nuestra mano derecha—. A su vez, dicha partición cerebral pudo ser impuesta por el desarrollo del lenguaje durante el proceso evolutivo del ser humano. Resulta pues tentador asociar el desarrollo de la capacidad del lenguaje en el hemisferio izquierdo del cerebro con nuestra preferencia por el uso de la mano derecha. Sea como fuere, esta asimetría se manifiesta desde tiempos inmemoriales, como muestran las pinturas rupestres, cuya disposición evidencia que los artistas eran diestros. En todo caso, la cuestión más desconcertante tiene que ver con el origen de la tendencia a ser diestros en lugar de zurdos. Se ha sugerido, por ejemplo, que en el combate cuerpo a cuerpo la mayor cercanía de la mano derecha al corazón del contrincante —en su lado izquierdo— favorecería un ataque con la mano derecha y, a su vez, dejaría libre la mano izquierda para sostener un escudo protector en el lado izquierdo para salvaguardar nuestro órgano vital. No obstante, la tendencia a la lateralidad diestra procede de mucho antes que el empleo de armas y escudos. Otra teoría asocia el uso preferente de la mano derecha con las madres sosteniendo a sus bebés con el brazo izquierdo para situarlos cerca del sonido tranquilizador del corazón, liberando la diestra para actividades como la caza y quedando en manos de la evolución la definición de la lateralidad diestra a través de la optimización de su supervivencia. En cualquier caso, no existe consenso en la comunidad científica sobre las diferentes teorías y la mayoría de los antropólogos coincide en que el origen de nuestra lateralidad predominante es una cuestión pendiente de dirimir.

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Consecuencias asimétricas Una vez familiarizados con el fenómeno de la quiralidad y su relación con la asimetría surge la crucial cuestión sobre sus consecuencias. Una propiedad fundamental de cualquier objeto quiral es que solo manifiesta su naturaleza asimétrica en presencia de otros objetos quirales; por el contrario, la propiedad quiral no se revela cuando el objeto interacciona con otro objeto simétrico (aquiral). Retomemos el ejemplo de nuestras manos para entender este concepto fundamental. Imaginemos nuestra mano sujetando una cuchara, que es un objeto simétrico, pues tiene un plano de simetría. Desde el punto de vista anatómico, nuestra mano derecha puede sujetar —o en el argot de los químicos, interacciona con— la cuchara exactamente de la misma manera que nuestra mano izquierda y, por tanto, en esta acción no se manifiesta la quiralidad de nuestras manos. Por este motivo no existen cucharas para diestros y para zurdos. Lo mismo sucede con cualquier objeto simétrico como un lápiz, un bastón o una pelota. Por el contrario, imaginemos la interacción entre nuestro pie derecho y un zapato, ambos objetos quirales. Sin duda, la interacción —manifestada en este caso en el ajuste— del pie derecho con el zapato derecho es diferente a con el zapato izquierdo. Lo mismo sucede en la relación entre nuestras manos y los guantes (siempre que no sean simétricos) o con cualquier otro objeto quiral como tijeras, tornillos o sacacorchos. Son estas diferentes interacciones entre objetos quirales con distinta lateralidad las que tantas dificultades ocasionan a las personas zurdas. Un anecdótico ejemplo con el uso de nuestras manos nos ayudará a comprender este fenómeno. Imaginemos que nos presentan a alguien y le damos la mano; invariablemente, nos saludaremos extendiendo y cruzando nuestras manos derechas —por una convención social, pero igualmente podríamos cruzar nuestras manos izquierdas; en todo caso, siempre la misma mano estrechada con la misma

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mano—. Ahora pensemos que cogemos de la mano a nuestra pareja para dar un paseo. En este caso entrecruzaremos cariñosamente nuestra mano derecha con su izquierda (o viceversa). No cabe duda de que ambos tipos de interacción son claramente diferentes —sería un poco raro coger de la mano a un desconocido al presentárnoslo—. Tales distintas interacciones son las responsables de que haya preferencia por una determinada lateralidad de los objetos quirales. En ocasiones, estos se presentan en ambas lateralidades en una proporción similar, como es el caso de las escaleras de caracol, que existen en ambos sentidos helicoidales. En otros casos existe una lateralidad dominante —como en los tornillos— como consecuencia de su interacción especial con otros objetos quira­­ les —nuestras manos— cuya lateralidad predominantemente diestra se transfiere a la preferente rosca a la derecha de los tornillos. En este capítulo introductorio nos hemos embarcado en nuestro viaje por el mundo al otro lado del espejo refiriéndonos a la naturaleza quiral de objetos macroscópicos, puesto que son los que perciben nuestros sentidos y procesa nuestro cerebro con más facilidad. En consecuencia, son con los que mejor podemos comprender las implicaciones de la condición quiral en el mundo que nos rodea. No obstante, el fenómeno de la quiralidad no se limita al mundo macroscópico, ni mucho menos, sino que tiene su máxima trascendencia en lo microscópico y en el nanomundo. Dos de los acontecimientos científicos más importantes del siglo XX, el descubrimiento de la estructura del ADN con el consecuente desciframiento del código genético y la caída de la paridad en las interacciones nucleares débiles entre partículas, con sus implicaciones sobre nuestro universo construido a base de materia, son consecuencia directa de la quiralidad a nivel molecular y a nivel de partículas, respectivamente. Una vez inmersos en el fenómeno de la quiralidad macroscópica, os invito a emular a Alicia al atravesar el espejo para descubrir

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el fascinante mundo al otro lado. Atravesaremos, en nuestro caso, un espejo que reduzca nuestra dimensión macroscópica a la escala nanométrica para así conocer la quiralidad de las moléculas que lo componen todo, la quiralidad de la vida y de los ladrillos asimétricos que la cimientan, y la de las partículas fundamentales que moldean la materia (triunfadoras en su épica batalla contra la antimateria) y que hacen asimétrico a nuestro universo (una condición necesaria para su propia existencia), para finalizar nuestro viaje a bordo de la sonda espacial Rosetta, recorriendo el vasto espacio interplanetario hacia un cometa de peregrino nombre en busca del origen último de la quiralidad asociada a la vida.

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CAPÍTULO 2

Historia de la quiralidad: de Pasteur al centro estereogénico

“La capacidad de sorpresa es el primer paso del espíritu hacia el descubrimiento”. L. Pasteur

No hay ciencia presente sin su historia pasada, así que antes de profundizar en el concepto de quiralidad dedicaré un capítulo a la apasionante historia del descubrimiento de la quiralidad molecular. Esta transcurre a lo largo del siglo XIX y fue protagonizada por Louis Pasteur con la ayuda de un prestigioso elenco de grandes físicos y químicos como Haüy, Biot, Berzelius, Mits­­cherlich, Le Bel y Van’t Hoff, entre otros, con la pincelada final de lord Kelvin. El descubrimiento de la quiralidad tuvo tal relevancia que propició la propuesta de la estructura tetraédrica del átomo de carbono, con su crucial implicación en el desarrollo de la química orgánica y, por ende, de la bioquímica. Pasteur es mundialmente conocido por sus estudios microbiológicos, enfermedades infecciosas y el método de pasteurización, procedimiento que salvó la industria vinícola y láctea, mediante el cual se eliminaban gérmenes a la vez que se preservaban las cualidades. Tiempo antes, en 1848, un joven y desconocido Pasteur llevó a cabo un experimento que le permitió resolver el enigma del ácido tartárico y su misterioso compañero, el ácido racémico, que desconcertaba a los más

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eminentes científicos de la época1. Para comprender la trascendencia de dicho experimento primero deberemos ponernos en el contexto histórico-científico que se encontró el joven Pasteur cuando se enfrentó al enigma y familiarizarnos con conceptos como la actividad óptica, la cristalografía y los cristales hemiédricos, y el fenómeno de la isomería, que sentaron las bases para el magistral descubrimiento de Pasteur y que se desarrollaron en la primera mitad del siglo XIX2.

Haüy y los cristales hemiédricos de cuarzo Desde el punto de vista químico, un cristal es un sólido formado por un compuesto que presenta una estructura ordenada en el espacio, generando una red periódica tridimensional, y que por lo general se manifiesta macroscópicamente en formas geométricas definidas. En 1809 el sacerdote francés René Just Haüy, considerado por algunos como el padre de la cristalografía, había propuesto una teoría según la cual la forma externa de los cristales de un compuesto químico refleja la forma interna de la unidad de repetición. En este incipiente desarrollo de la cristalografía surge el primero de los protagonistas de nuestra historia, el cuarzo, uno de los minerales más abundantes de la corteza terrestre y el principal componente de la arena de playa. El cuarzo es un silicato que suele aparecer como cristales en forma de prismas hexagonales terminados en pirámides de seis caras en cada lado; este tipo de cristales se denominan holoédricos, haciendo referencia a que presentan su máxima simetría (figura 7). 1.  Dicho experimento ha sido calificado como “el más hermoso experimento en la historia de la química”, según una encuesta de la revista Chemical and Engineering News (2003). 2.  Existe cierta disparidad acerca del año concreto en que cada uno de los acontecimientos históricos tuvo lugar en función de la referencia bibliográfica consultada, en ocasiones porque algunas se refieren al momento en que se desarrolló el experimento y otras al año en que fue publicado. En este libro, con el fin de mantener una coherencia interna, en general las referencias temporales que citaré serán las aportadas por el historiador de la química norteamericano G. B. Kauffman.

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Figura 7 A: agregado de cristales de cuarzo. B: cristales hemiédricos de cuarzo, con las caras inclinadas más brillantes. C: esquema de los mismos, mostrando sus caras distintivas en gris. D: esquema ilustrativo del concepto de cristales hemiédricos y su relación de imagen especular (a ambos lados del rectángulo rayado).

En 1815 Haüy descubrió la existencia de una variedad particular de cristales de cuarzo con una forma diferente, donde la aparente simetría hexagonal no era tal, sino que se reducía por la presencia de pequeñas caras inclinadas en esquinas alternadas. Estos cristales especiales de cuarzo se denominan hemiédricos, lo que indica que tienen únicamente la mitad de las caras necesarias para alcanzar la máxima simetría. Para entendernos, los cristales hemiédricos poseen pequeñas caras inclinadas que existen a un lado del cristal pero no al otro, previniendo la existencia de planos de simetría e induciendo así asimetría en el cristal (figura 7, B y C). Ha­­ ciendo uso de la descripción de A. Ault, podemos comprender fácilmente la naturaleza de estos cristales fijándonos en la figura 7D: las caras cristalinas que definen la condición hemiédrica (representadas como círculos negros) se presentan en los extremos de las diagonales opuestas de los rectángulos de la parte superior e inferior, haciéndolos asimétricos y, por

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tanto, pudiendo presentarse como dos formas que son imágenes especulares (d y l). Por más que giremos los dos tipos de cristales (figura 7D), estos no son superponibles. Regresando al siglo XIX, Haüy había observado que algunos de estos cristales de cuarzo poseían esas caras a la derecha y otros a la izquierda. Estos cristales hemiédricos de cuarzo van a desem­­ peñar un papel fundamental en el devenir del concepto de quiralidad al propiciar el hallazgo de la actividad óptica.

Biot y la actividad óptica El siguiente protagonista de nuestra historia es un fenómeno físico conocido como actividad óptica, pero antes de indagar en él romperemos el hielo con una breve introducción sobre la naturaleza de la luz y su polarización. La luz es una radiación electromagnética compuesta por un campo eléctrico y un campo magnético que vibran perpendicularmente entre sí y de forma transversal a la dirección de propagación de la radiación (figura 8A); esta vibración tiene lugar en todas las direcciones perpendiculares a la de propagación (figura 8C1). Pues bien, resulta que el ordenamiento particular de los átomos en ciertos cristales hace que estos solo dejen pasar la luz que vibra en un determinado plano, impidiendo el paso del resto de luz. De este modo, son capaces de transformar la luz que vibra en todas direcciones en luz que vibra en una sola dirección; esta luz se dice que está linealmente polarizada (figura 8C2). Este fenómeno fue descubierto por el físico holandés Christiaan Huygens a finales del siglo XVII, al advertir que la luz que pasa a través de un cristal de espato de Islandia —una variedad de calcita (CaCO3) incolora y muy transparente— vibraba en un solo plano. Las sustancias capaces de provocar este efecto se llaman polarizadores, como son los cristales polarizados de nuestras gafas de sol.

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Para comprender este fenómeno de la polarización de la luz tomaré prestado un ejemplo del libro El electrón es zurdo, de Asimov: imaginemos que sostenemos una larga cuerda que está atada en su otro extremo a una estaca, y que cruza entre dos postes verticales colocados en paralelo y muy juntos entre sí. Si moviendo nuestro brazo verticalmente desde un extremo de la cuerda generamos ondas verticales, estas atravesarán el hueco vertical entre los postes y se propagarán hasta llegar a la estaca. Por el contrario, si movemos el brazo horizontalmente, las ondas horizontales generadas se propagarán hasta alcanzar los postes, que no permitirán su paso debido a su diferente orientación y, por tanto, estas ondas desaparecerán. Si hacemos oscilar la cuerda girándola en todas direcciones —dando vueltas como la comba de los niños al pasar la barca—, solo las ondas verticales atravesarán el hueco entre los postes y se propagarán hasta el final de la cuerda. Pues bien, la polarización de la luz a través de un cristal polarizador sucede de la misma forma, componiendo un haz que vibra únicamente en una dirección (figura 8B). Figura 8 Esquema del fenómeno de la rotación de la luz polarizada (y de un polarímetro).

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Roto el hielo de luz polarizada, retornemos a nuestra historia con el cuarzo. En 1811, François Arago observó colores en la luz polarizada transmitida a través de unos cristales de cuarzo. Al año siguiente, el físico, astrónomo y matemático francés Jean-Baptiste Biot —considerado el padre de la polarimetría— estudió los mismos cristales hemiédricos de cuarzo que Haüy: Biot observó que al hacer pasar luz polarizada perpendicularmente sobre ellos, la luz que atravesaba los polarizadores se debilitaba de manera considerable y solo se recuperaba la intensidad inicial cuando giraba el segundo polarizador un cierto ángulo (figura 8B, “polarizador rotable”). Este efecto indicaba que estos cristales de cuarzo estaban rotando el plano de luz polarizada (figura 8B, “interacción con muestra”), propiedad que se denominó actividad óptica. Biot advirtió que dicha propiedad era inherente a la estructura cristalina del cuarzo, puesto que desaparecía si se fundía. Pero lo más sorprendente fue la constatación de que algunos cristales rotaban la luz en sentido horario y otros en sentido antihorario. Haüy ya había observado que algunos de los cristales hemiédricos de cuarzo poseían esas caras especiales a la derecha y otros a la izquierda. Fue, no obstante, el astrónomo inglés sir John Frederick William Herschel quien, en 1820, relacionó los dos fenómenos asociados al cuarzo observados anteriormente por Biot y por Haüy, y demostró que los dos tipos de cristales hemiédricos descubiertos por este último, con esas caras cristalinas inclinadas a la izquierda o a la derecha, rotaban el plano de luz polarizada en uno u otro sentido, respectivamente. El hecho de que estos cristales de cuarzo desviaran el plano de luz polarizada en sentidos opuestos debía estar relacionado con que sus estructuras fueran imágenes especulares. En su exhaustivo análisis del fenómeno de la actividad óptica, en 1815 Biot observó que también ciertos líquidos como la trementina (obtenido por destilación de la resina de ár­­ boles como el pino), las disoluciones de azúcar en agua o de al­­canfor en alcohol (sustancia cerosa procedente del árbol

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alcanforero) eran también capaces de rotar el plano de luz polarizada: se decía que eran ópticamente activas. En 1832 se sumó a estas sustancias el ácido tartárico, que jugará un papel crucial, como se comentará más adelante. Biot y los científicos de la época repararon en que estas nuevas moléculas ópticamente activas eran invariablemente orgánicas, es decir, procedían de seres vivos. Así, Biot distinguió entre la actividad óptica de sustancias cristalinas inorgánicas como el cuarzo, que era inherente a su estructura cristalina y a la asimetría de sus cristales hemiédricos, y la actividad óptica de las sustancias orgánicas disueltas, que tenía que constituir una propiedad de las moléculas individuales y, en consecuencia, debía causarle algún tipo de asimetría interna de la estructura molecular. Esto planteaba un misterio, dado el desconocimiento que se tenía en la época de la configuración espacial de los átomos en las moléculas. Biot estaba convencido de la existencia de tales asimetrías, pero no tenía modo de demostrarlo.

Berzelius y la isomería Otro concepto fundamental que guio a Pasteur en su célebre experimento es el de isomería. Los isómeros se definen como compuestos que poseen idéntica fórmula (composición), pero distinta estructura molecular, lo que implica que no comparten necesariamente las mismas propiedades. Un tipo particular de isómeros son los estereoisómeros (o isómeros espaciales), donde la configuración de los enlaces es la misma, pero la posición geométrica (espacial) de los átomos difiere. Conviene destacar que en la primera mitad del siglo XIX se tenía conocimiento de la composición química de las moléculas, pero no una noción clara sobre la configuración espacial de sus átomos. El término isómero, que significa “de partes iguales” (en griego isos, “igual”, y meros, “parte”), fue acuñado en 1830 por el químico sueco Jöns Jacob Berzelius, considerado uno

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de los padres de la química moderna (junto con Dalton, Lavoisier y Boyle), para referirse a sustancias que poseían la misma composición química, pero diferentes propiedades. Berzelius, fiel seguidor de la teoría atómica de Dalton, suponía que los isómeros debían de poseer un ordenamiento espacial de sus átomos diferente que explicara sus distintas propiedades. A su vez, se asumía que si estos compuestos isoméricos existían en forma cristalina, esas diferencias en el ordenamiento espacial de sus átomos debían manifestarse externamente en morfologías cristalinas distintas. Uno de estos tipos de compuestos isoméricos en los que más interesado estaba Berzelius eran los ácidos tartárico y racémico, que tenían la misma composición química (C4H6O6), pero diferentes propiedades, y propuso al químico alemán Eilhard Mits­­ cherlich, antiguo alumno suyo y experto en cristalografía, que los investigara.

Mitscherlich y el enigma del tartrato y el racemato En la categoría de sustancias químicas, los protagonistas principales de nuestra historia son sin duda el ácido tartárico y el ácido racémico. El primero es uno de los principales ácidos presentes en el vino; se encuentra en las uvas, tanto en forma de ácido como en forma de sal (bitartrato potásico). Es conocido desde la Antigüedad por los productores de vino —se sabe de su existencia desde hace unos 6.000 u 8.000 años— y probablemente fue aislado por primera vez por el gran alquimista árabe del siglo VIII, Abu Musa Jabir ibn Hayyan, conocido por su nombre latino Geber. En 1769 fue purificado por el químico sueco Carl Wilhelm Scheele, descubridor de numerosos elementos y sustancias químicas. La sal más común del ácido tartárico es el bitartrato potásico (hidrogenotartrato de potasio, también conocido como tártaro o wine diamonds), que cristaliza en las barricas de vino durante la fermentación del mosto y puede precipitar también a partir del vino embotellado.

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En 1819 el fabricante francés de compuestos químicos Paul Kestner descubrió un nuevo compuesto al calentar el bitartrato potásico. Kestner esperaba que fuera ácido tartárico (que funde a 173 °C), pero el nuevo compuesto era menos soluble y fundía a una temperatura mayor (210 °C). Kestner malinterpretó su hallazgo y erróneamente lo identificó como ácido oxálico (C2H2O4). Poco después, J. F. John lo reconoció como un compuesto diferente y, en 1828, el químico francés Joseph Louis Gay-Lussac le dio el nombre por el que se le conoce en la actualidad, ácido racémico, en alusión al racimo (del latín racemus) de uvas del que procedía, si bien se le conocía también como ácido para-tartárico. Gay-Lussac demostró que el ácido racémico tenía exactamente la misma composición que el tartárico (C4H6O6). En este contexto, vuelve a aparecer la figura de Biot, que había descubierto la actividad óptica del ácido tartárico. Sorprendentemente, Biot observó que, al contrario que el tartárico, el nuevo ácido racémico era ópticamente inactivo, pues no rotaba el plano de luz polarizada. Fue esta anomalía la que despertó el interés de Berzelius por estos compuestos, por lo que propuso a Mitscherlich su estudio. Eilhard Mitscherlich se había dedicado a la historia y filosofía antes de encontrar su vocación de químico y desarrollar importantes trabajos en cristalografía, convirtiéndose en una de las principales figuras de esta nueva ciencia. Ante la proposición de Berzelius, se puso a trabajar en los cristales que formaban las sales de los ácidos tartárico y racémico, llamadas tartratos y racematos, respectivamente. También otros reputados químicos como De La Provostaye y Fresenius los estudiaron. Mitscherlich comprobó que, como Berzelius suponía, al tratarse de isómeros con la misma composición química, pero alguna propiedad diferente (la actividad óptica), sus cristales poseían diferentes morfologías. Mitscherlich observó que este era el caso para la mayoría de las sales de estos isómeros, salvo para uno concreto: las sales mixtas de sodio y amonio, que misteriosamente compartían la misma

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morfología cristalina a pesar de sus diferentes propiedades. Mitscherlich advirtió que estas sales formaban cristales hemiédricos y presentaban pequeñas caras laterales que se colocaban de manera asimétrica, de modo similar a los cristales hemiédricos de cuarzo. Figura 9 Esquema de cristales hemiédricos de tartrato y racemato de sodio y amonio.

Cristal hemiédrico

Cristales de tartrato de sodio y amonio

Cristales de racemato de sodio y amonio

En la figura 9A se muestra una representación de este tipo de cristales hemiédricos del tartrato y del racemato de sodio y amonio. Podemos imaginar a Mitscherlich analizando ambos tipos de cristales —tartrato (figura 9B) y racemato (figura 9C)— a través de su lupa, tratando de descubrir diferencias en la morfología de ambos. Les invito a hacer un ejerci­­cio retrospectivo y revivir la experiencia de Mitscherlich, fi­­ján­­donos en los cristales de ambos compuestos: se puede observar que son extremadamente similares, salvando los distintos tamaños y orientaciones. ¿Encuentran alguna diferencia entre los cristales de ambos compuestos (figuras 9B y 9C)? Probablemente no. El gran Mitscherlich tampoco la encontró y, en 1844, anunciaba un hecho insólito en relación al fenómeno de la isomería donde dos compuestos isoméricos, el tartrato y racemato de sodio y amonio, poseían exactamente las mismas propiedades en cuanto a composición química, peso específico y, en particular, la misma morfología cristalina —lo cual sugería que se trataba del mismo compuesto

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químico—, pero sin embargo uno de ellos, el tartrato, poseía actividad óptica, mientras que el otro, el racemato, era ópticamente inactivo. No obstante, a pesar de que tal anomalía en el concepto de isomería no pasó desapercibida para Berzelius ni para Mitscherlich, no continuaron indagando sobre esta aparente contradicción.

Pasteur y la quiralidad Con la nueva ciencia de la cristalografía en pleno apogeo, y en tal momento de desconcierto en que dos isómeros con la misma composición poseían sales con formas cristalinas idénticas y, sin embargo, propiedades diferentes, fue cuando el joven químico francés Pasteur entró en escena con 22 años. En sus propias palabras: “Medité por un largo tiempo aquella nota [donde Mitscherlich comunicaba sus desconcertantes observaciones a Berzelius]: no podía comprender cómo dos sustancias podían ser tan similares como decía Mitscherlich sin ser totalmente idénticas. La capacidad de sorpresa es el primer paso del espíritu hacia el descubrimiento”3. Pasteur estaba convencido de que ambas sustancias tenían que mostrar alguna diferencia en sus propiedades químicas y esperaba que esta se manifestara de alguna manera en la forma de sus cristales. Así, Pasteur comenzó a estudiar concienzudamente los cristales de tartrato y racemato de sodio y amonio, en un intento por averiguar si el prestigioso Mitscherlich, que había asegurado la igualdad de ambos tipos de cristales, podría haber pasado por alto algún detalle que explicara el misterio. Con gran determinación y confianza en su intuición, Pasteur encaró el enigma y obtuvo por evaporación lenta de una disolución diluida de las sales sus cristales de tartrato y racemato, de tamaño lo suficientemente grande como para, con fina meticulosidad, estudiarlos bajo su lupa. 3. Traducción libre del autor.

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Al igual que antes Mitscherlich, Pasteur se enfrentó al reto de encontrar diferencias entre los cristales de tartrato y racemato representados en la figura 9 (B y C). Es probable que un análisis preliminar de estos cristales no le permitiera hallar diferencias. No obstante, su pericia consistió en orientar los cristales de ambos compuestos, disponiéndolos en una orientación equivalente. “Me vino la feliz idea de orientar mis cristales en un plano perpendicular al observador, y solo entonces me di cuenta de que en esta confusa masa de cristales de para-tartrato [racemato] había dos clases de ellos con respecto a la distribución de las caras asimétricas”. Orientados de esta manera, Pasteur descubrió una sutil diferencia entre ambos tipos de cristales hemiédricos que había pasado desapercibida para Mitscherlich y otros. Fijémonos de nuevo en los cristales del tartrato y racemato, pero esta vez orientados siguiendo las pautas de Pasteur (figuras 10A y B). ¿Existe alguna diferencia entre los cristales de tartrato (A) y de racemato (B)? Daré una pista: ¿cómo comenzamos nuestro viaje al mundo al otro lado del espejo? A poco más de memoria que tengan que el que escribe, recordarán que lo hicimos experimentando la dificultad inherente al ser humano de distinguir entre derecha e izquierda. ¿Pueden advertir ahora diferencias entre los cristales? Como ya se ha comentado, los cristales hemiédricos poseen caras cristalinas inclinadas solo en uno de los lados. ¿En qué lado se encuentran esas caras en los cristales de las figuras 10A y B? En los seis cristales de tartrato (A), esta cara se presenta invariablemente en el lado frontal derecho. Ahora observemos los cristales de racemato: ¿los ven todos iguales, como le ocurrió a Mitscherlich? Es fácil que, si no estuviéramos sobre aviso y con los cristales orientados de forma adecuada como en la figura, no los distinguiéramos. Sin embargo, sabiendo dónde hay que mirar y qué es lo que se busca, probablemente apreciaremos la diferencia: en el caso del racemato, algunos de los cristales poseen esa cara lateral frontal a la derecha (cristales 1, 3 y 5),

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exactamente igual que los cristales del tartrato. Curiosamente —y este fue el gran hallazgo de Pasteur— otro tanto número de cristales del racemato contenían esa cara a la izquierda (cristales 2, 4 y 6). De hecho, ambos tipos de cristales son imágenes especulares el uno del otro, lo cual nos conduce directos hacia el concepto de quiralidad. Así definía Pasteur la diferencia entre ambos tipos de cristales: “En un caso, la cara asimétrica más cerca de mí se inclinaba en mi línea, relativa al plano desde el que hablo, mientras que en los otros, la cara asimétrica estaba a mi izquierda. En otras palabras, el paratartrato [racemato] se presentaba como una mezcla de dos tipos de cristales, uno asimétrico a la derecha, el otro asimétrico a la izquierda. De manera natural me vino una nueva idea. Los cristales asimétricos a la derecha, que pude separar manualmente de los otros, eran en todos idénticos a los del tartárico”. Figura 10 Esquema de cristales hemiédricos de tartrato y racemato de sodio y amonio ordenados con la misma orientación siguiendo las pautas de Pasteur (A y B), y dibujo de los mismos realizados por Pasteur (C).

Cristales (orientados) de tartrato de sodio y amonio

Cristales (orientados) de racemato de sodio y amonio

Cristales hemiédricos dibujados por Pasteur

Al identificar esta diferencia, un emocionado Pasteur, con ayuda de una lupa y unas pinzas, procedió a separarlos a mano, colocando a un lado los que tenían la cara frontal a la derecha y al otro los que la tenían a la izquierda, con gran minuciosidad para no equivocarse debido a la sutileza de la diferencia —probablemente los cristales no eran tan perfectos como los aquí representados—. De inmediato, Pasteur se

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dispuso a medir la actividad óptica de los cristales del racemato que había separado: disolvió el montón de cristales que eran idénticos al tartrato y observó con euforia que poseían exactamente la misma actividad óptica que estos últimos, en cuanto a magnitud y sentido de rotación (hacia la derecha). Siguió el mismo procedimiento con el otro montón de cristales separados de racemato (con la cara a la izquierda), y es aquí donde se reveló la trascendencia de su descubrimiento: la disolución de este nuevo compuesto rotaba el plano de luz polarizada en la misma magnitud, pero en sentido contrario (hacia la izquierda). Según R. Dubos, en su biografía sobre Pasteur: “Tuvo una emoción tan grande que salió disparado del laboratorio y, al cruzarse con uno de los ayudantes de química a la entrada, lo abrazó, exclamando: ‘¡Acabo de hacer un gran descubrimiento… Soy tan feliz que me tiembla todo el cuerpo y me veo incapaz de poner mis ojos contra el polarímetro!’”. De este modo, Pasteur dedujo que el ácido racémico era una mezcla en igual proporción del ácido tartárico previamente conocido, que giraba el plano de luz polarizada a la derecha y, por tanto, se le llamó dextrógiro (d-tartárico), y de un compuesto cuyos cristales eran imagen especular y que rotaba el plano de luz polarizada a la izquierda, llamado levógiro (l-tartárico); a este tipo de compuestos se los denominó isómeros ópticos. Una mezcla en iguales proporciones de ambos será ópticamente inactiva por compensación interna: el ángulo que rota el d-tartárico hacia la derecha se anula por la rotación del l-tartárico hacia la izquierda. Fue este experimento el que ha sido considerado el más hermoso en la historia de la química. Dada la escasa fama en aquel momento de un joven y osado Pasteur, que se atrevía a contradecir al gran Mitscherlich, la difusión de esta noticia causó un gran revuelo e incredulidad, especialmente en un ya septuagenario Biot, gran maestro de la polarimetría, que había descubierto la diferente actividad óptica del tartárico y racémico. Ante tal recelo y la insisten­­ cia del influyente Biot, miembro de la Academia Francesa de

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Ciencias, Pasteur se ofreció a demostrárselo en persona realizando el experimento en su propio laboratorio y bajo su supervisión personal. Para evitar posibles artimañas, un desconfiado Biot proporcionó a Pasteur la muestra de ácido racémico, después de haber comprobado él mismo que era ópticamente inactiva. Así, ante la inquisitiva mirada de Biot, Pasteur preparó la sal correspondiente de sodio y amonio, la cristalizó y repitió la ardua tarea de separar a mano los cristales derechos e izquierdos. Fue entonces cuando Biot preparó disoluciones con los cristales de racemato separados y las llevó a su polarímetro. Midió en primer lugar la “disolución más interesante”, según palabras de Pasteur, la del nuevo compuesto desconocido hasta entonces, y efectivamente comprobó que rotaba el plano de luz polarizada en sentido inverso al que lo hacía el tartrato, confirmando que ambas disoluciones eran ópticamente activas, pero en sentidos opuestos. Sosteniendo la mano de Pasteur, Biot le dijo, emocionado: “Mi querido colega, tanto he amado las ciencias en mi vida que esto hace que mi corazón se acelere”. Superada su incredulidad ante la incuestionable demostración, Biot regaló a Pasteur su magnífico polarímetro y se convirtió en su acérrimo defensor, amigo y partidario por el resto de sus días, ayudándole a conseguir diversos puestos en universidades de Francia. Pasteur resolvía de este modo el misterio que había desconcertado a los científicos de la época sobre los ácidos tartárico y racémico. Al igual que lo hemos revivido nosotros con nuestro retrospectivo experimento, Pasteur se enfrentó al mismo problema que previamente había encarado Mitscherlich, con un desenlace diametralmente opuesto por el simple hecho de que Pasteur observó sus cristales con más atención que Mitscherlich. En este sentido, una frase del propio Pasteur trataba de justificar tal resultado: “La suerte solo favorece a la mente preparada”. El azar nos brinda a todos oportunidades favorables y solo una mente atenta es capaz de identificarlas y aprovecharlas. En todo caso, es innegable que, al igual que

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siempre ocurre en ciencia —como bien sabemos los que nos dedicamos a la investigación—, la suerte jugó un papel fundamental. En este caso estaba del lado de Pasteur cuando preparaba sus cristales de racemato, en concreto por el hecho de vivir en aquella trascendental tarde de abril en que hizo su descubrimiento al norte de Francia, de clima ligeramente más frío que el mediterráneo de la Francia del sur, más benigno. Y es que Pasteur fue afortunado al preparar sus cristales de racemato de sodio y amonio a una temperatura inferior a 27 °C (propia del norte de Francia): a temperaturas superiores, en lugar de formar cristales separados las dos formas d- y l-tartárico presentes en el racemato, se forman cristales simétricos que contienen ambas especies estrechamente entremezcladas, lo que por supuesto habría imposibilitado el descubrimiento. Fue de hecho este el motivo por el que Biot no consiguió los cristales hemiédricos del racemato, pues preparó sus cristales por el método común de enfriar una disolución caliente, al contrario que Pasteur, que dejó evaporar lentamente su disolución a baja temperatura. Además, a temperaturas mayores suelen ser más pequeños, lo cual habría dificultado el sutil reconocimiento de los distintos cristales especulares. En todo caso, la trayectoria de Pasteur en años posteriores y la trascendencia de sus numerosos descubrimientos descartan que solo la suerte y el oportunismo fueran los causantes de la resolución del enigma del ácido tartárico. Pasteur continuó un tiempo trabajando con el ácido tartárico y descubrió que, al calentarlo en determinadas condiciones, este pasaba a ser ópticamente inactivo, es decir, pasaba de ser tartárico a racémico. Desde entonces, el proceso por el que una sustancia ópticamente activa se vuelve inactiva se conoce como racemización, y la mezcla en iguales proporciones de los dos isómeros ópticos (como en el ácido racémico) se denomina mezcla racémica, términos que aún se emplean. Pasteur obtuvo también un nuevo tipo de ácido tartárico, con propiedades diferentes y ópticamente inactivo, que no podía separarse en formas activas como el racémico. Llamó a este

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compuesto ácido meso-tartárico (del griego meso (intermedio), pues parecía una forma intermedia entre el d y l-tartárico). A raíz de sus descubrimientos, Pasteur se preguntó por el motivo último de la actividad óptica y de la relación de imagen especular del d- y l-tartárico. En el contexto científico de la época, podía entenderse que cristales hemiédricos como los del cuarzo o los del tartrato de sodio y amonio pudieran dar lugar al fenómeno de rotación de la luz en sentidos opuestos, dada la asimetría de sus cristales y su relación de imagen especular, pero ¿cómo era posible que al disolverse las moléculas del tartárico, desapareciendo por tanto la asimetría de los cristales, dieran lugar también a esa rotación óptica? ¿Era posible que la estructura última de las moléculas que componen el cristal fuera también asimétrica, y fuera esta asimetría la que quedaba reflejada en los cristales hemiédricos y la que en último término daba lugar a la actividad óptica en disolución? Pasteur sospechaba que este era el caso, pero no encontró modo de demostrarlo. Así lo explicaba: Las estructuras moleculares de los dos ácidos tartáricos son asimétricas y, por otra parte, son exactamente iguales, con la única diferencia de mostrar asimetría en sentidos opuestos. ¿Están los átomos del ácido dextrotartárico agrupados en las espirales de una hélice enroscada a la derecha? ¿O situados en los ángulos sólidos de un tetraedro irregular? ¿O bien, dispuestos de acuerdo con algún tipo de agrupación asimétrica? No podemos contestar a estas preguntas, pero no debe dudarse que existe una disposición de los átomos de manera asimétrica que no puede superponerse a su imagen especular. No es menos cierto que los átomos del ácido levotartárico se agrupan en una disposición asimétrica, inversa a la anterior.

Van’t Hoff, Le Bel y el carbono tetraédrico En la segunda mitad del siglo XIX se conocía ya una gran cantidad de compuestos orgánicos con diferentes composiciones,

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si bien se ignoraba la configuración espacial del átomo de carbono. Uno de los principales misterios para los científicos de la época estaba relacionado con los isómeros ópticos, como los ácidos d- y l-tartárico, que poseían la misma composición y los mismos enlaces entre sus átomos, mas debían poseer alguna asimetría interna en su estructura que justificara su opuesta actividad óptica y que se reflejara en la asimetría de los cristales hemiédricos. En 1873 el químico alemán Johannes Wislicenus aportaba una pista fundamental: “Si las moléculas pueden ser estructuralmente idénticas y, sin embargo, poseer propiedades distintas, esta diferencia solo se puede explicar sobre la base de que se debe a un diferente ordenamiento de los átomos en el espacio”. En 1860 Friedrich August Kekulé ideó un sistema para representar la estructura de las moléculas orgánicas, donde los átomos se disponían con un ordenamiento determinado. Según este sistema, el átomo de carbono se representa con cuatro rayas alrededor que indican cuatro enlaces con otros tantos átomos, formando una suerte de cruz (o cuadrado) en dos dimensiones, con el C en el centro. En el caso más simple, un átomo de C se rodea de cuatro de H para formar el gas metano (CH4), donde los cuatro enlaces C-H son exactamente iguales. Sin embargo, tal configuración espacial en forma de cuadrado no explicaba muchas observaciones experimentales que se conocían: por ejemplo, si tal fuera la estructura geométrica del diclorometano (cuya composición es CH2Cl2), deberían existir dos isómeros diferentes, según los dos átomos de Cl estuvieran en lados opuestos de la diagonal del cuadrado o en vértices adyacentes, y, sin embargo, se sabía que solo existía un único isómero de este compuesto. Esto sugería que las cuatro posiciones alrededor del átomo de C debían ser equivalentes. En efecto, existe una figura geométrica tridimensional en la que si el C se coloca en su centro, se satisface esa condición: el tetraedro, el más sencillo de los cinco sólidos platónicos. Dicha configuración espacial tetraédrica para el C fue propuesta casi simultáneamente por dos jóvenes científicos, el

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holandés Van’t Hoff, en 1874, y dos meses después, el francés J. A. Le Bel. Por casualidades del destino, ambos se conocían —habían coincidido durante un corto periodo en los laboratorios de Adolphe Wurtz en París, en 1873—, si bien después trabajaron y formularon su propuesta de manera independiente (Van’t Hoff aseguró que nunca habían intercambiado sus reflexiones sobre la idea del C tetraédrico); por eso, suele hablarse de la teoría de Van’t Hoff y Le Bel. La configuración tetraédrica del C explicaba muchas de las observaciones experimentales de la época, como la conocida simetría de la molécula de metano y la existencia de un único isómero del diclorometano. No obstante, la acogida de este nuevo concepto entre los grandes químicos de la época, especialmente entre los más conservadores, a los que aún les costaba admitir que los átomos existiesen de verdad, fue escéptica, cuando no injustificadamente despectiva. Tal fue el caso del famoso químico alemán Hermann Kolbe, que describió la propuesta en términos muy ofensivos, descalificando al joven Van’t Hoff en virtud de su ingenuidad e inexperiencia y su pertenencia a la escuela de veterinaria de Utrecht: Recientemente he señalado que las deficiencias en el conocimiento de las bases de la química y la ausencia de una buena educación liberal, características de muchos profesores, son responsables del declive actual de la investigación química. Una consecuencia de esta lamentable situación ha sido la proliferación de esa epidemia de filosofía natural, aparentemente erudita y profunda, pero en realidad trivial y sin contenido. Este estilo de exposición, olvidado desde hace 50 años por la ciencia natural y rigurosa, está siendo rescatado de nuevo, por científicos charlatanes, del montón de basura de los errores del hombre. Con vestidos deslumbrantes y recubierta de un montón de maquillaje como una vieja ramera se cuela de rondón en la sociedad más respetable, a la que no pertenece. Si alguien piensa que mis preocupaciones son exageradas, puede leer, suponiendo que pueda resistirlo, una monografía acabada de publicar por un tal señor Van’t Hoff, titulada La disposición

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de los átomos en el espacio, un libro impregnado de una estupidez infantil […]. Este joven novato, que trabaja en el Cow College de Utrecht, no siente, evidentemente, inclinación alguna por la investigación química rigurosa. Prefiere cabalgar su caballo alado, rescatado naturalmente de las buhardillas del Cow College, y proclamar que, con su osada ascen­­ sión al monte Parnaso, ha tenido una visión de átomos agrupados en el espacio. El mundo serio de la química no se entusiasma con tales alucinaciones. Es típico de nuestros días (acríticos y antiintelectuales) que un químico prácticamente desconocido, procedente de una escuela de veterinaria, tenga la osadía de formular teorías sobre los problemas más importantes de la química (que no tienen solución) y proponer soluciones con una autosuficiencia y un descaro que lo único que pueden conseguir es dejar atónitos a los verdaderos científicos.

Resulta injustificable la displicencia del ilustre Kolbe que, a pesar de sus importantes contribuciones a la ciencia, en un episodio de justicia poética pasó a la posteridad por tamaña metedura de pata con este fulgurante ataque.Y es que a pesar de que derrumbaba en gran parte los cimientos de la química de la época, pronto la comunidad científica tuvo que rendirse a las evidencias que brindaba la nueva teoría del C tetraédrico, lo que sucedió con razonable rapidez. De hecho, Van’t Hoff recibió el primer Nobel de Química, al instituirse estos premios en 1901, por su contribución al estudio de la estructura tridimensional de compuestos orgánicos.

Del centro estereogénico a la quiralidad Uno de los principales argumentos a favor de la nueva teoría del C tetraédrico estaba directamente relacionado con el fenómeno de los isómeros ópticos. Pasteur ya había sugerido que la asimetría de los cristales hemiédricos del ácido d- y ltartárico, que eran imágenes especulares, debía constituir una manifestación de una estructura asimétrica de las moléculas

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que los componían, y, por tanto, a su vez debían ser imágenes especulares. Este fenómeno podía explicarse si se admitía la configuración tetraédrica del C, pues un centro tetraédrico con cuatro vértices (sustituyentes) distintos es asimétrico y genera dos especies diferentes que son imágenes especulares. En efecto, Van’t Hoff había examinado la composición de muchos compuestos orgánicos ópticamente activos y descubrió que todos contenían al menos un átomo de carbono combinado con cuatro grupos diferentes. Analicemos en detalle este concepto. Como ya sabemos, los objetos quirales poseen imágenes especulares que no son superponibles, lo que implica que no poseen un plano de simetría. En la figura 11A podemos observar cómo es la geometría de un tetraedro; para facilitar su visualización, está dibujado inscrito en un cubo: un tetraedro regular se forma al colocar dos átomos en vértices opuestos de la diagonal de la cara superior y otros dos átomos en extremos opuestos de la diagonal de la cara inferior, estando estos a su vez en vértices opuestos de la diagonal de las caras laterales y con el átomo de C en el centro. La relación geométrica entre dos vértices cualesquiera es siempre la misma: se encuentran invariablemente en vértices opuestos de la diagonal de la cara del cubo que contiene a ambos, siendo las cuatro posiciones equivalentes. Siguiendo el ejemplo de los grandes divulgadores Asimov y Gardner, podemos, de manera sencilla, construir el modelo de un C tetraédrico para visualizar la asimetría asociada: tomemos como átomo central un objeto esponjoso, como puede ser una pieza de fruta con forma redondeada —por ejemplo, una manzana—, y como átomos periféricos que estarán enlazados al C —me referiré a ellos como sustituyentes— cuatro objetos de pequeño tamaño (pueden ser aceitunas, olivas negras, uvas, fresas, cerezas o incluso plastilina de diferentes colores). Los enlaces entre el C y los cuatro átomos se representarán con cuatro palillos. Podemos así construir nuestro modelo de C tetraédrico como en la figura 11, con la manzana en el centro, en la que clavamos

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cuatro palillos en la orientación adecuada, y al otro lado de cada palillo fijamos uno de los “sustituyentes”. Analicemos ahora la posibilidad de que existan imágenes especulares no superponibles que sean evidencia de objetos quirales. Figura 11 Generación de quiralidad a partir del C tetraédrico por incorporación de sustituyentes diferentes. A: tetraedro. B: modelo con cuatro sustituyentes iguales. C: tres iguales y uno diferente. D: dos iguales y dos diferentes. E: cuatro diferentes, con los dos posibles isómeros generados por inversión especular (M: manzana, A: aceituna, O: oliva, U: uva, C: cereza).

C tetraédrico

MA2OU

MA4

MA3O

MAOUC

MAOCU

Si colocamos cuatro Aceitunas (es decir, cuatro sustituyentes iguales, MA4) rodeando al C central en forma de Manzana (figura 11B), tenemos un modelo del metano (CH4), siendo una molécula simétrica que presenta varios planos de simetría —solo uno de ellos está representado en la figura 11B—. Si sustituimos una de las aceitunas por una Oliva, generamos un compuesto con tres sustituyentes iguales y uno diferente (MA3O), como sería, por ejemplo, el caso del metanol

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(CH3-OH), que también posee planos de simetría (figura 11C). Si reemplazamos a su vez una de las tres aceitunas por una Uva —tendremos dos aceitunas, una oliva y una uva—, formamos un compuesto con tres tipos de sustituyentes diferentes (MA2OU), como podría ser el etanol (CH3-CH2-OH); este compuesto aún presenta un plano de simetría que corta los dos sustituyentes diferentes (figura 11D). Al contener planos de simetría, todos estos objetos no son quirales y, por tanto, las imágenes especulares son superponibles. Lo podéis comprobar construyendo dos modelos que sean imágenes especulares y antes o después se debería conseguir superponer uno con el otro, es solo cuestión de encontrar la forma adecuada de girar el modelo, como si se jugara con un cubo de Rubik. Si finalmente se sustituye una de las dos aceitunas que quedan por una Cereza, obtendremos un compuesto con cuatro sustituyentes diferentes (figura 11E); un ejemplo sería el 2-butanol (CH3-CH(OH)-CH2CH3). Por fin —el que la si­ ­gue la consigue—, en este caso no existe ningún plano de simetría y se trata, por tanto, de un objeto asimétrico cuya imagen especular no es superponible (MAOUC y MAOCU). En consecuencia, se pueden generar dos objetos, según se sustituya una u otra aceituna, que poseen la misma composición —manzana, aceituna, oliva, uva, cereza— y únicamente se diferencian en la disposición en el espacio de los sustituyentes, siendo imágenes especulares. Existen únicamente dos formas de disponer los cuatro sustituyentes diferentes en un tetraedro, como se puede comprobar con el modelo. Son, por tanto, objetos quirales, según la definición que vimos en el capítulo 1: objetos cuya imagen especular no es superponible. De esta manera, la configuración tetraédrica del átomo de C propuesta por Van’t Hoff y Le Bel explicaba la existencia de los isómeros ópticos, lo que suponía una fuerte evidencia a su favor; de hecho, fue uno de los motivos de su rápida aceptación en la comunidad científica. El átomo de C con cuatro sustituyentes diferentes se denominó centro estereogénico o carbono

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asimétrico, y cada configuración espacial que generan las dos imágenes especulares se conoce como configuración absoluta. Figura 12 Estructura molecular de los distintos tipos de ácidos tartáricos (en la forma meso se indica el centro de inversión) y su actividad óptica.

Ácido d-tartárico (natural) Ácido racémico

Ácido l-tartárico

Ácido meso-tartárico

Finalmente, estamos en disposición de desentrañar en su conjunto el enigma del ácido tartárico que fascinó a Biot, confundió a Mitscherlich, resolvió Pasteur y explicaron Van’t Hoff y Le Bel —estos dos últimos hicieron mención específica a los derivados del ácido tartárico para apoyar su teoría—: el ácido tartárico posee dos centros estereogénicos, siendo, por tanto, un compuesto quiral con dos configuraciones espaciales que son imágenes especulares (figura 12); el ácido d-tartárico —la forma natural presente en el vino— y el l-tartárico —la descubierta por Pasteur—, poseyendo cada uno actividad óptica opuesta. Por otro lado, el ácido meso-tartárico que descubrió posteriormente Pasteur posee una configuración diferente de uno de los dos centros estereogénicos, de manera que en este caso sí existe un elemento de simetría (un centro de inversión, marcado con círculo punteado en la figura 12) que anula el carácter quiral de cada centro estereogénico individual, haciendo el conjunto ópticamente inactivo; podríamos decir que por compensación interna, como si la quiralidad de un centro se cancelara con la opuesta del otro. Finalmente el ácido racémico es una mezcla en la misma proporción de d- y l-tartárico, siendo ópticamente inactivo; en este caso podríamos decir que por

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compensación externa. La estructura tridimensional del ácido tartárico fue confirmada años después por cristalografía de rayos X en 1923 por Astbury, aunque no pudo discernir la configuración absoluta de sus centros estereogénicos, lo que en último término consiguieron los cristalógrafos Bijvoet, Peerdeman y Von Bommel en 1951. Así, el descubrimiento de Pasteur a través del “más hermoso experimento en la historia de la química” conectaba la quiralidad en la escala macroscópica, en forma de cristales hemiédricos, con la quiralidad a escala molecular, por la presencia de centros estereogénicos. Pasteur nunca habló de quiralidad, él usaba el término dissymétrie moléculaire para re­­ ferirse a este concepto. La dissymétrie fue posteriormente sustituida por el término quiral (y quiralidad para la propiedad asociada), introducido en 1894 por el físico irlandés y profesor de Filosofía Natural William Thompson, más conocido como lord Kelvin, que fue inmortalizado en la escala de temperatura absoluta que desarrolló.

Quiralidad en química: las moléculas a través del espejo Como nos ha revelado este gran elenco de químicos pioneros, la principal fuente de quiralidad a nivel molecular es la presencia de un centro estereogénico —esos átomos que huyen de la rutina y les gusta acompañarse en su entorno molecular de cuatro compañeros diferentes—. Este tipo de quiralidad es inherente al nanomundo molecular y, en particular, al de los compuestos orgánicos, y se conoce como quiralidad puntual. Sin duda, el tipo de centros estereogénicos más frecuente implica a los átomos de C, con su habitual tetravalencia y geometría tetraédrica, pero no es el único elemento de la tabla periódica; también átomos de nitrógeno, fósforo o azufre pueden poseer esos mismos centros, aunque son menos frecuentes.

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Los centros estereogénicos, si bien son accionistas mayoritarios, no poseen el monopolio de la quiralidad en los compuestos orgánicos: ni todos los compuestos quirales poseen centros estereogénicos ni todos los compuestos con centros estereogénicos son quirales.Ya Pasteur pudo confirmar la segunda parte de este alegato con el ácido meso-tartárico, como ya hemos visto: en ocasiones existen compuestos con dos centros estereogénicos, cada uno con una configuración inversa, que poseen un plano de simetría (o centro de inversión), haciendo que sus imágenes especulares sean superponibles. En consecuencia, las actividades ópticas de cada centro estereogénico se cancelan mutuamente, siendo el conjunto ópticamente inactivo. Por otra parte, existen también compuestos quirales que no contienen centros estereogénicos, sino que poseen una quiralidad inherente a la estructura, promovida por una disposición espacial asimétrica de la molécula en el espacio tridimensional. Al igual que en el mundo macroscópico, el ejemplo más notable viene dado por el desarrollo de estructuras helicoidales, el otro gran elemento forjador de qui­­ ralidad, como vimos en el capítulo 1 con las escaleras de caracol o los tornillos. El caso clásico de disposición helicoidal a nivel molecular son los helicenos, que son compuestos aromáticos policíclicos formados por varios anillos bencénicos fusionados en un cierto ángulo para evitar solapamientos y que describen un plegamiento helicoidal similar al de una escalera de caracol (en la figura 13A se puede ver el heptaheliceno, con siete anillos bencénicos). Por supuesto, dicho plegamiento puede tener lugar en uno u otro sentido helicoidal, generando dos imágenes especulares. Existe otro tipo de quiralidad inherente denominada “quiralidad axial”, que tiene lugar en moléculas que poseen un eje con capacidad de rotación en torno al cual se colocan sustituyentes en una orientación espacial determinada que no es superponible con su imagen especular. El principal ejemplo viene representado por compuestos biarilos, que poseen dos

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anillos aromáticos unidos por un enlace sencillo y cuya rotación está impedida debido a la presencia de grupos voluminosos. En la figura 13B se presenta el caso del comúnmente denominado BINAP (2,2’-bis(difenilfosfino)-1,1’-binaftil), don­­de el giro alrededor del eje señalado está restringido por la presencia de los sustituyentes del fósforo. Para evitar repulsiones entre estos abultados grupos, la molécula se pliega girando alrededor del eje y orienta los dos anillos aromáticos perpendicularmente entre sí en lados opuestos, pudiendo plegarse en las dos direcciones, con uno de los anillos por encima o por debajo del otro (figura 13B). De hecho, este compuesto y sus derivados han sido muy utilizados para producir catalizadores quirales, como veremos en el siguiente capítulo. La quiralidad axial de estos compuestos es equivalente a la de las tijeras, objeto quiral que en nuestro mundo dextro-dominante está fabricado con tal orientación que la cuchilla superior se abre hacia la derecha para facilitar el manejo con la mano diestra. Figura 13 Ejemplos de quiralidad inherente en el nanomundo molecular (arriba) y su equivalente en el mundo macroscópico cotidiano (abajo). A: quiralidad helicoidal. B: quiralidad axial. C: quiralidad de hélice propulsora. D: tetraedros de SiO4 dispuestos helicoidalmente en el cuarzo.

Quiralidad helicoidal

Quiralidad axial

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Quiralidad de hélice Quiralidad en propulsora cristales (helicoidal)

También el ordenamiento espacial de los ligandos en los compuestos de coordinación puede generar sustancias quirales. Estos son compuestos entre metales de transición enlazados a varias especies orgánicas (ligandos), frecuentemente seis en geometría octaédrica. Sin entrar en detalle, cabe citar el caso de metales de transición rodeados de tres ligandos bidentados, es decir, que poseen dos puntos de unión con el metal, como el compuesto formado por cobalto unido a tres ligandos de etilendiamina (figura 13C). En este caso, la quiralidad viene dada por el ordenamiento espacial de estos tres ligandos, que se colocan de modo similar a las aspas en las hélices de los barcos, y según su orientación generan imágenes especulares no superponibles. Dicha analogía hace que este tipo de quiralidad se denomine quiralidad de hélice propulsora (del inglés, propeller chirality). No deja de ser curioso apreciar que los diferentes tipos de objetos quirales que introducíamos en el primer capítulo en el mundano horizonte de lo macroscópico —escaleras de caracol, tijeras o hélices de bar­ ­co— tienen su equivalente en la escala del nanomundo y del ordenamiento espacial asimétrico de las moléculas. En todo caso, estos tipos de quiralidad inherente solo representan algunos ejemplos particulares de este fenómeno. La inmensa mayoría de los compuestos quirales viene dada por la presencia de centros estereogénicos, que son los que van a trascender con una crucial repercusión en el funcionamiento —asimétrico— de los seres vivos y serán a los que me referiré en adelante.

Nomenclatura de los compuestos orgánicos quirales Cada compuesto quiral con un centro estereogénico posee dos formas especulares no superponibles que se denominan enantiómeros. La composición de estos, en términos de los átomos que lo conforman y los enlaces que los unen para definir su

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estructura molecular, es exactamente la misma, y por tanto su nombre químico, que hace referencia a dicha composición, será también idéntico. Sin embargo, son sustancias diferentes con propiedades distintas (su actividad óptica y configuración espacial) que hemos de poder diferenciar al nombrarlas. En las primeras descripciones de los compuestos quirales, los dos enantiómeros se distinguían haciendo referencia a su capacidad de rotar el plano de luz polarizada en uno u otro sentido. Pasteur describía los dos derivados disimétricos que descubrió a partir del ácido tartárico como d- (por dextrógiro) y l- (levógiro) tartárico, refiriéndose a que el primero rotaba el plano de luz polarizada en sentido horario (a la derecha) y el segundo, antihorario (a la izquierda). No obstante, la actividad óptica constituye una propiedad intrínseca de cada compuesto quiral que no aporta ninguna información sobre su configuración espacial. De hecho, compuestos quirales con estructuras moleculares similares pueden poseer actividades ópticas opuestas, no existiendo una relación inequívoca entre estructura molecular y actividad óptica. Así, para conocer la configuración espacial de los enantiómeros de un compuesto quiral es necesario establecer algún otro tipo de nomenclatura que no haga referencia a la actividad óptica, sino a su disposición tridimensional. Obviamente, para designar a los dos enantiómeros de un compuesto quiral resultaría muy complicado indicar sobre el papel la disposición espacial de los cuatro sustituyentes diferentes que, de hecho, es lo que distingue un enantiómero del otro. Imaginemos cómo sería para el caso más simple, un carbono unido a hidrógeno, flúor, cloro y bromo (CHFClBr): H en la posición superior en el plano, F en el plano a la derecha, Cl por detrás del plano y Br por delante —ni pensar cómo sería en compuestos más complejos que posean más de un centro estereogénico—. Al estudiar los compuestos quirales que formaban parte de los seres vivos, el químico alemán Hermann Emil Fischer, claro referente en el estudio de los

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azúcares y aminoácidos que constituyen los biopolímeros de los seres vivos, propuso un método para representar la configuración espacial de los centros estereogénicos. Comenzando por el azúcar más sencillo, el gliceraldehído (CHO-CHOHCH2OH), Fischer propuso colocar la cadena principal molecular en el eje vertical del plano, con los grupos integrantes apuntando hacia detrás de este, situando el grupo más oxidado en la parte superior y los sustituyentes laterales en el eje horizontal. De esta manera, si el sustituyente del eje horizontal (el que no es hidrógeno) queda a la derecha, el enantiómero se denominará anteponiendo una D- (en mayúscula, para distinguir de la d- referente a dextrógiro) y una L- si queda a la izquierda. Fischer se la jugó al establecer estas correspondencias, pues en su época no se conocía la configuración absoluta del d-gliceraldehído y no podía saber si tenía el sustituyente a la derecha o a la izquierda. Con esta aseveración, Fischer tenía un 50% de posibilidades de acertar. Al igual que le ocurrió a Pasteur, el azar quiso de nuevo premiar a la mente preparada y confirmar su apuesta cuando años después, en 1951, se determinó la configuración espacial real del d-gliceraldehído por cristalografía de rayos X, comprobándose que, de hecho, correspondía a la que, con fortuna, había propuesto Fischer. Compuestos de azúcares más complejos que el gliceraldehído, así como aminoácidos, podían referenciarse a este último y designarlos así con las correspondientes notaciones D- y L-. Esta notación continúa empleándose en determinados contextos, en especial en el de los azúcares y aminoácidos. Al utilizar esta notación se puede también especificar la actividad óptica, en este caso sustituyendo los prefijos d- y l- por (+)- y (–)-, respectivamente. Esta nomenclatura D/L imponía también algunas limitaciones, sobre todo al tratar compuestos quirales no relacionados con esos azúcares, y en 1956, sir Cristopher Ingold, Robert Cahn y Vladimir Prelog establecieron la nomenclatura definitiva para designar la configuración absoluta de los centros

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estereogénicos en compuestos quirales. Este sistema implica establecer un orden de prioridad de los cuatro sustituyentes atendiendo a su número atómico y jerarquía, orientar la molécula con el sustituyente de menor prioridad apuntando al fondo, y describir un giro entre los otros tres sustituyentes siguiendo un orden de prioridad decreciente: si este giro resulta en sentido horario, el centro estereogénico posee configuración (R) (de rectus, en latín “derecha”), y si es antihorario es (S) (de sinister, “izquierda”). Así, el aminoácido L-alanina es dextrógiro (+), y tiene configuración (S). A lo largo del libro se utilizarán indistintamente los tres tipos de nomenclatura, dextrógira (+)/levógira(–) (haciendo referencia a la rotación óptica), D/L (en particular para aminoácidos y azúcares) y (R)/(S) (para centros estereogénicos en general).

Quiralidad en el reino mineral (inorgánico) Como veremos en el siguiente capítulo, la quiralidad es ubicua en los compuestos orgánicos que constituyen la materia viva. No obstante, como había observado Biot, también ciertos compuestos pertenecientes al mundo inerte de los minerales poseían actividad óptica, lo que indicaba que se trataba de sustancias con algún tipo de quiralidad (como el cuarzo y sus cristales hemiédricos que ya conocemos, si bien existen otros ejemplos). El cuarzo está formado por unidades tetraédricas de SiO4 fusionadas que comparten los vértices de O; carece, por tanto, de centros estereogénicos (los cuatro sustituyentes del tetraedro son iguales). ¿De dónde procede entonces la quiralidad del cuarzo? Una vez más, esta se debe al desarrollo de estructuras helicoidales: las unidades SiO4 fusionadas se disponen en un ordenamiento helicoidal dentro de la estructura del cuarzo que puede girar en uno u otro sentido (figura 13D). Se genera así una estructura cristalina asimétrica que, según el sentido de giro helicoidal, dará lugar a una u otra forma cristalina

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enantiomérica del cuarzo, cada una con actividad óptica opuesta. Análisis sistemáticos a nivel mundial de cristales de cuarzo demostraron que ambos tipos de cristales existen en la misma proporción en la corteza terrestre, lo que denominaríamos una mezcla racémica, es decir, mezcla al 50% de cada enantiómero. Así, si bien es menos frecuente, la quiralidad también existe en la materia inerte, aunque se manifiesta invariablemente de forma simétrica como compuestos racémicos.

Reconocimiento quiral Por definición, los dos enantiómeros de un compuesto quiral tienen exactamente las mismas propiedades fisicoquímicas, en particular las mismas propiedades térmicas (punto de fusión y ebullición) y solubilidad, lo que hace muy difícil su separación. Solo difieren en su actividad óptica. Existe, no obstante, una propiedad crucial de los compuestos quirales que diferencia a los enantiómeros en su interacción con el ambiente: se trata del fenómeno de reconocimiento quiral. Retomemos nuestra comparación con el más intuitivo mundo macroscópico, con el ejemplo que dio nombre al fenómeno de la quiralidad: las manos. Nuestras manos derecha e izquierda se relacionan de igual modo con un objeto simétrico como una cuchara, lo mismo sucede en el nanomundo molecular: los dos enantiómeros de un compuesto quiral interaccionan exactamente de la misma forma con un compuesto aquiral. Por el contrario, los objetos quirales sí interaccionan de modo diferente con otros objetos quirales: es obvio que dos manos derechas que se saludan (formalmente) sugieren una relación muy diferente que la de una pareja que pasea cogida de la mano (cariñosamente) (figuras 14A y B). En efecto, la consecuencia trascendental para el desarrollo de la vida como la conocemos proviene de la diferente interacción que de­­sarro­ ­llan dos compuestos moleculares quirales entre sí en función

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de su configuración absoluta —en la figura 14 (C y D) se ob­ ­serva un esquema ilustrativo de este concepto—. Figura 14 Fenómeno de reconocimiento quiral. A: dos derechas se dan la mano. B: una derecha y una izquierda se cogen de la mano. C: un enantiómero de un compuesto quiral encaja en una superficie quiral, mientras que el otro enantiómero no (D).

Imaginemos un compuesto quiral formado por un centro estereogénico con cuatros sustituyentes diferentes, un rectángulo voluminoso y otros tres más pequeños: una esfera, un cubo y una pirámide. Según como se coloquen en el espacio, existen dos enantiómeros: (R) y (S). Al interaccionar con una superficie, este compuesto lo hará colocando el sustituyente voluminoso en el lado opuesto a la misma por razones estéricas, definiendo de esta manera una orientación determinada de los tres sustituyentes que interaccionarán con la superficie. Si esta última fuera aquiral, no sería capaz de diferenciar los dos enantiómeros moleculares. Si, por el contrario, la super­­ ficie contiene elementos que previenen la existencia de si­­ metría, convirtiéndola en quiral, en este caso sí distinguirá los dos enantiómeros, como se puede apreciar en la figura: la configuración espacial del enantiómero (R) permite un

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ensamblaje perfecto de sus sustituyentes con los puntos de anclaje de la superficie quiral (R), forjando una sólida conexión, mientras que, por más que rote y se oriente de diferentes maneras, el enantiómero (S) nunca va a alcanzar ese mismo ajuste y, por tanto, su interacción con la superficie (R) va a ser más débil. Por supuesto, si la superficie tuviera invertidos sus puntos de anclaje —por ejemplo, intercambiando las posiciones del círculo y la pirámide—, en ese caso el anclaje preferente sería con el enantiómero molecular (S). A este fenómeno se le conoce como reconocimiento quiral. Este fenómeno de reconocimiento espacial entre compuestos quirales va a tener consecuencias cruciales en los seres vivos, que van a condicionar de modo definitivo su desarrollo bioquímico, diferenciando radicalmente el comportamiento de los enantiómeros de compuestos quirales con su entorno biológico. En este contexto, otra observación trascendental de Pasteur fue descubrir que, sin excepción, los compuestos quirales asociados a organismos vivos, procedentes de productos naturales como el ácido d-tartárico, eran ópticamente activos, es decir, estaban constituidos exclusivamente por uno de los enantiómeros del compuesto quiral (en oposición a las mezclas racémicas ópticamente inactivas). Pasteur reconoció la actividad óptica de compuestos orgánicos como una huella inequívoca de los seres vivos —en sus propias palabras, “la actividad óptica es una firma de la vida”—, lo cual nos conduce directos a la siguiente etapa en nuestra homérica odisea por el mundo al otro lado del espejo, donde atisbaremos el asombroso paisaje del funcionamiento asimétrico de los seres vivos, cuya chispa de quiralidad los diferencia de la simétrica materia inerte.

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CAPÍTULO 3

Quiralidad y vida: el funcionamiento asimétrico de los seres vivos

“La actividad óptica es una firma de la vida”. L. Pasteur

The Documents in the Case (traducido como Los documentos del caso) es una novela epistolar de misterio. Fue escrita por Dorothy Sayers en 1930 con la imprescindible ayuda del doctor Eustace Barton, un aficionado y en ocasiones escritor de novelas de intriga con un fuerte componente de medicina legal. Si a alguien le interesa la novela, le sugiero que se salte el siguiente párrafo. O dicho de otro modo: atención, spoiler. En la trama, Harrison, un marido engañado aficionado a buscar setas, aparece muerto, aparentemente tras haber consumido una seta venenosa por error. Sos­­pe­­chando que podría haber sido asesinado por el amante de su madre, el hijo del fallecido, Paul, decide investigar su muerte. Descubre que la muscarina (podéis ver su estructura molecular en el figura A del apéndice), el veneno que acabó con la vida de Harrison, es un producto natural procedente de un hongo, pero también puede ser preparado artificialmente en el laboratorio. Compartiendo la misma composición y propiedades, el diferente origen de am­­bos tipos de muscarina les confiere una sutil diferencia: la de procedencia natural es ópticamente activa y la sintética es inactiva. A estas alturas ya se podrá argüir que: la

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muscarina es un compuesto quiral —de hecho, tiene tres centros estereogénicos— y que la de origen natural estará compuesta por un único enantiómero, mientras que la artificial contendrá la mezcla racémica. Al analizar la muscarina ingerida por su difunto padre con un polarímetro, Paul observa que esta no posee actividad óptica, lo que no deja lugar a dudas sobre su origen artificial. Descartada la procedencia natural de la muscarina ingerida por su padre, Paul consigue demostrar que, efectivamente, Harrison había sido deliberadamente envenenado. La investigación del asesinato que plantea Sayers pone de manifiesto una diferencia crucial entre los compuestos quirales de origen sintético (preparados en el laboratorio) y los de origen natural (extraídos a partir de algún componente de un ser vivo): los primeros, al ser preparados a partir de reacciones químicas que implican movimientos de electrones —sometidos a fuerzas electromagnéticas que no distinguen entre derecha e izquierda— se obtienen como mezclas al 50% de ambos enantiómeros (mezcla racémica). Por el contrario, los de origen natural, que se obtienen a partir de rutas metabólicas reguladas por diversas entidades bioquímicas presentes en todos los seres vivos, son enantioméricamente puros (enantiopuros). De hecho, la actividad óptica, como consecuencia de la presencia de un único enantiómero en los compuestos que conforman los seres vivos, representa una de las principales firmas de la vida, que incluso puede ser empleada como marcador biológico en la búsqueda remota de vida extraterrestre. Así, la materia inanimada o inerte está asociada a la existencia de simetría, bien por estar constituida por elementos aquirales o por la existencia de ambas formas especulares en igual proporción de elementos quirales —recordad el ejemplo del cuarzo—, mientras que la materia animada está invariablemente asociada a la quiralidad en su forma enantioméricamente pura. El hecho de que los compuestos quirales asociados a los seres vivos consten de un solo enantiómero está

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directamente relacionado con la quiralidad de los componentes moleculares que conforman las principales macromoléculas reguladoras del funcionamiento de todos los seres vivos. Dichas macromoléculas son las proteínas que gestionan el metabolismo y los ácidos nucleicos que manejan el flujo de información y controlan la producción y funcionamiento de las proteínas. Ambos tipos de macromoléculas están formadas por “ladrillos” moleculares quirales que poseen uno o varios centros estereogénicos: los aminoácidos que componen las proteínas y los azúcares que conforman los ácidos nucleicos, ADN y ARN (figura 15). Pues bien, a través de mecanismos aún desconocidos quiso la vida comenzar su andadura desde su más remoto origen usando exclusivamente la forma L de los aminoácidos y exclusivamente la forma D de los azúcares. A su vez, consciente de lo bien que funcionaba, quiso entonces la evolución imprimir esta caprichosa selección quiral en todos y cada uno de los seres vivos existentes —al menos en lo que a nuestro planeta concierne—. En efecto, como profetiza el dogma central de la biología molecular que establece el flujo de la información genética, la información codificada en el ADN (de estructura quiral) se traduce a través de distintos tipos de ARN (también de estructura quiral) en la síntesis de proteínas (quirales), fenómeno que sucede en unas complejas unidades denominadas ribosomas (constituidas por proteínas y ARN quirales). Así, la quiralidad de los ácidos nucleicos y de las proteínas está íntimamente relacionada a través de este complejo proceso de transducción y flujo de información quiral, en lo que podríamos calificar como el dogma biológico de la quiralidad. El arquetipo de quiralidad en los seres vivos está representado por los aminoácidos, que son biomoléculas funcionales que poseen un centro estereogénico con cuatro sustituyentes diferentes: un grupo ácido (COOH), un grupo amino (NH2), un átomo de hidrógeno y un sustituyente lateral R, cuya distinta naturaleza origina los diferentes aminoácidos (fi­­ gura 15, izquierda). De las infinitas posibilidades, únicamente

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20 aminoácidos forman parte de las proteínas de los seres vivos y están codificados en el código genético y como tal se denominan aminoácidos proteicos (canónicos o naturales). Siendo compuestos quirales, existen dos posibles configuraciones que son imágenes especulares, pero por alguna enigmática razón, solo una de ellas, la forma L, forma parte de las proteínas de los seres vivos. Tal L-exclusividad es inherente a la vida, independientemente de la especie o género: todos los seres vivos, desde los superiores como animales o plantas a los más sencillos como bacterias y arqueas, incluyendo a nues­­tro más ancestral antepasado común LUCA (del inglés, last universal common ancestor, el primer ser vivo del que surgieron todos los demás), poseen proteínas que están compuestas exclusivamente por L-aminoácidos. No obstante, como más adelante comentaré, en determinados casos y para funciones muy específicas se pueden encontrar formas D de determinados aminoácidos. Figura 15 Moléculas quirales que conforman las macromoléculas funcionales de los seres vivos. Izquierda: L- y D-aminoácidos, siendo únicamente los primeros los que se encuentran en las proteínas de la materia viva. Derecha: D-azúcar (D-desoxirribosa), que forma el ADN. L-aminoácido

D-aminoácido

D-azúcar

Proteínas

Ácidos nucleicos

Los ácidos nucleicos, el ARN y el ADN, portadores de la información genética, presentan también un componente básico (ladrillo) que es quiral: un azúcar, la ribosa en el ARN o desoxirribosa en el ADN (figura 15, derecha). Ambas poseen

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varios centros estereogénicos. De nuevo, de los dos posibles enantiómeros, únicamente (reitero por su trascendencia) uno de ellos —curiosamente en este caso la forma D— forma parte de los ácidos nucleicos. Igualmente, otros azúcares constituyentes de los seres vivos poseen esta configuración, como la D-glucosa, que conforma la celulosa, el almidón o el glucógeno. Existen también otras biomoléculas quirales, como los terpenos, alcaloides o la vitamina C, que también solo existen como una de las formas especulares. Como no podía ser de otra manera, fue el incansable Pasteur el primero que asoció el fenómeno de la quiralidad con la materia viva. Desvelado el misterio de la asimetría molecular, cuya apasionante historia hemos conocido en el capítulo anterior, Pasteur continuó desentrañando los secretos del ácido tartárico. Entre otras cosas, descubrió que al poner en contacto una muestra de ácido racémico —recordaréis que estaba formada por los dos enantiómeros del ácido tartárico— con un ser vivo, en particular el hongo Penicilinium, este promovía la fermentación (oxidación) únicamente del d-tartárico, dejando inalterado el l-tartárico. Este proceso de fermentación selectiva daba lugar a un enriquecimiento de la mezcla original en el impávido enantiómero l, en lo que podría constituir el primer ejemplo de nanomáquina biotecnológica que fabricaba enantioselectivamente l-tartárico. Tras este y otros estudios afines, Pasteur propuso que la materia viva estaba asociada a la preferencia exclusiva de un único enantiómero de los compuestos quirales; a este fenómeno de selección quiral asociado a la vida se le conoce como homoquiralidad (o bio-homoquiralidad). Así, a través del dogma biológico de la quiralidad, las moléculas que regulan la información genética y dirigen el funcionamiento de los seres vivos son de derechas (D-azúcares), mientras que las moléculas que de hecho realizan dicha función son de izquierdas (L-aminoácidos), un esquema de operación que resulta particularmente popular en nuestra sociedad, como ya apuntara el profesor C. Viedma. El

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motivo último de esta trascendental selección perdura incluso en la actualidad como un hermético enigma que muchos grupos de investigación se esfuerzan por descifrar, como veremos en el siguiente capítulo.

¿Es imperativa la homoquiralidad? Antes de entrar en detalle en las implicaciones de la homoquiralidad sobre el funcionamiento de los seres vivos, os invito a plantearos una interesante reflexión: ¿es imperativo que la vida funcione de manera homoquiral? Esta pregunta encierra, de hecho, dos cuestiones fundamentales: 1) ¿es necesario que los compuestos que conforman las unidades estructurales de los seres vivos sean quirales?, y 2) si los compuestos químicos asociados a la vida han de ser quirales, ¿es preciso que sean homoquirales, que únicamente una de las dos imágenes especulares forme parte de los seres vivos? La respuesta a la primera pregunta se antoja más sencilla: dada la complejidad de la vida, y por tanto de las macromoléculas funcionales que regulan su funcionamiento, parece inevitable que los ladrillos moleculares que las conforman posean con frecuencia átomos de C con cuatro sustituyentes diferentes (lo que denominamos centros estereogénicos). Pensemos en la cantidad de grupos funcionales que requieren las biomoléculas, cada uno de ellos necesarios para ejercer una determinada función que la evolución ha dictaminado. Enseguida nos daremos cuenta de que la complejidad y especialización requerida por el intrincado funcionamiento de los seres vivos sería inviable si las unidades constituyentes de las macromoléculas carecieran de centros estereogénicos (con cuatro sustituyentes diferentes) y estuvieran limitadas a poseer algunos de ellos iguales. Esta restricción limitaría enormemente la capacidad de complejidad, y con ello la especificidad y eficiencia de las funcionalidades bioquímicas que ni un mecanismo tan poderoso

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como la evolución podría alcanzar en estas condiciones. Por otra parte, uno de los principios fundamentales inherentes a la vida es el fenómeno de reconocimiento molecular, en el que las entidades bioquímicas reconocen de manera específica una determinada molécula (sustrato) con la que interaccionan, lo que provoca una respuesta fisiológica concreta. En este sentido, la complejidad de las relaciones bioquímicas implica necesariamente que dicho reconocimiento espacial conlleve un alto nivel de sofisticación para evitar ambigüedades, lo que inevitablemente requiere un reconocimiento tridimensional asimétrico (puesto que la simetría reduce la cantidad de información portada). Llegados a este punto, parece claro que la vida y las biomoléculas que la hacen funcionar han de ser quirales. ¿Qué hay de la siguiente cuestión? Siendo la vida quiral, ¿es preceptivo que sea homoquiral o podría funcionar una vida con ambas formas especulares de las moléculas quirales? Como ya viene siendo recurrente, os propongo reflexionar sobre esta trascendental cuestión a través de una analogía con nuestro mundo macroscópico. Imaginemos una fábrica de un objeto quiral que ya nos es familiar: un tornillo. Cada tornillo tiene una tuerca con la rosca complementaria que le permite acoplarse debidamente y faculta al conjunto para ejercer su función de mantener los elementos en su sitio. Ya vimos en el capítulo 1 que la inmensa mayoría de los tornillos que se fabrican en el mundo son de rosca a la derecha, y que dicha preferencia se debe a la mayor proporción de diestros. Olvidemos por un momento esa mayoría diestra y asumamos que los humanos pudiéramos usar indistintamente tornillos de una y otra rosca. Pensemos en la fábrica de tornillos y tuercas. Si se confeccionan ambos tipos de tornillos, necesitaremos también fabricar ambos tipos de roscas; por tanto, en nuestra cadena de producción necesitaremos cuatro tipos de máquinas: dos que construyan tornillos (una para cada tipo de rosca) y dos que construyan tuercas (una para cada rosca). A su vez, necesitaremos a operarios

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pacientes —con una capacidad observadora tan exquisita como la de Pasteur— que al final del proceso de producción separen y clasifiquen cada tornillo con su correspondiente rosca. Por otra parte, a la hora de utilizarlos, el usuario tendrá que discernir si requiere un tornillo de una u otra rosca, y con dicha información habrá de acudir a la ferretería, que por supuesto deberá proveer de ambos tipos de tornillos y tuercas. No parece un sistema muy eficiente en un mundo industrial donde hasta el más mínimo detalle de las cadenas de producción está optimizado. Consideremos ahora un mundo homoquiral de tornillos: en las fábricas solo se produciría un tipo de tornillo y un tipo de rosca, empleando solo dos máquinas y sin necesidad de operarios que los clasifiquen al final del proceso de producción. Por otra parte, los usuarios no tendríamos que plantearnos si requerimos uno u otro tornillo, ya que solo existiría uno. En efecto, desde un punto de vista funcional, no cabe duda de la mayor eficiencia de la homoquiralidad en un mundo asimétrico. Otra interesante analogía de la homoquiralidad se da en los automóviles, que son quirales al poseer el volante a la derecha (como en Inglaterra, Australia o Japón) o a la izquierda (en la mayoría del resto de países). Mucho más sencillo sería para los que nos gusta conducir en nuestras vacaciones —de hecho, este año me toca Australia— si existiera homoquiralidad en la conducción a nivel mundial (por no hablar del ahorro en las fábricas de automóviles). Si no que se lo digan a los suecos que, conduciendo originalmente a la izquierda, decidieron cambiar de sentido en la conducción en el conocido como día H (H de höger, que significa derecha en sueco). Se llevó a cabo el 3 de septiembre de 1967 con el objetivo de evitar el caos circulatorio asociado a una conducción racémica —valga la terminología— en las zonas de transición a países limítrofes dextroconductores, en particular Noruega. El mismo razonamiento se aplica al funcionamiento homoquiral de los seres vivos: las enzimas, que son las proteínas

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que catalizan las distintas reacciones bioquímicas de los organismos, son quirales y específicas para producir uno u otro enantiómero de compuestos quirales. Si la vida fuera racémica (si empleara las dos imágenes especulares de las moléculas quirales), se necesitarían dos tipos de enzimas para procesar cada enantiómero, proceso que la evolución habría desechado con prontitud por claramente ineficiente. A su vez, al construir las macromoléculas —pongamos una proteína ilusoriamente simple de 10 aminoácidos— a partir de una mezcla de los dos enantiómeros de las unidades de construcción (L- y D-aminoácidos), existirían 210 (1.024) posibilidades de unión diferentes. Cada una de ellas daría lugar a una proteína con una estructura espacial distinta y solo una pequeña porción de estas promoverían el plegamiento adecuado para ejercer su función biológica, complicándonos la vida —y nunca mejor dicho— en extremo. Por otra parte, diversas investigaciones sugieren que el desarrollo de estructuras helicoidales basadas en un único enantiómero de la unidad constituyente quiral están favorecidas estructuralmente: la presencia de un solo tránsfuga (un enantiómero opuesto) distorsiona y desestabiliza la estructura (helicoidal) del conjunto —como bien saben en el Congreso de los Diputados—. Así, si la cadena de aminoácidos que constituye la proteína constara de formas D y L, estos se encontrarían frecuentemente alternados y sus cadenas laterales voluminosas se dispondrían en el mismo lado, obstruyéndose mutuamente y desestabilizando el sistema. Parecen claras, por tanto, las ventajas de la homoquiralidad, lo que nos lleva a la siguiente cuestión: ¿por qué aminoácidos de izquierda (L) y azúcares de derecha (D)? Como ya dije, la combinación trabajo-izquierda y orden-derecha representa un esquema operativo claramente mundanal, según ha demostrado la historia. Pero más allá del ordenamiento sociológico-molecular, ¿existe una razón bioquímica para que la vida eligiese L-aminoácidos y D-azúcares? ¿Por qué no todos L o todos D? En efecto, parece que existe una

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ventaja molecular en la combinación L-aminoácido/D-azú­­ car: investigaciones llevadas a cabo en las últimas décadas sugieren que la presencia de L-aminoácidos tiende a favorecer el acoplamiento con D-azúcares por motivos estereoquímicos, en una suerte de ensamblaje espacial favorable. De acuerdo, pero esto nos lleva a plantear una última y trascendental cuestión: ¿por qué L-aminoácidos y D-azúcares, en lugar de D-ami­ ­noá­­ci­­dos y L-azúcares, siendo ambas configuraciones globalmente equivalentes? O lo que es lo mismo, ¿podría existir una vida imagen especular de la conocida en la Tierra? Esta es una pregunta fascinante a la vez que enigmática, si bien habréis de esperar al siguiente capítulo, en el que discutiré las principales hipótesis (y digo hipótesis, pues no hay nada demostrado) sobre el incógnito origen de la homoquiralidad específica de la vida —al menos tal y como la conocemos en nuestro pequeño punto azul pálido, como se refirió Carl Sagan a nuestro planeta visto desde la distancia en la Voyager 1—.

Quiralidad y ordenamiento helicoidal Al construir las macromoléculas de los seres vivos, la homoquiralidad tiene una consecuencia fundamental a nivel estructural. Como descubrieran Pauling, Corey y Branson en 1951, y Watson, Crick, Wilkins y Franklin en 1953, tanto las proteínas como los ácidos nucleicos tienden a desarrollar plegamientos helicoidales. Dicha disposición supone el más eficiente empaquetamiento de objetos muy largos en un espacio reducido y, en consecuencia, las estructuras helicoidales son muy abundantes en el mundo biológico. En particular destacan dos de ellas, la alfa-hélice de las proteínas y la célebre doble hélice del ADN. Como ya sabemos, en sí el plegamiento helicoidal constituye un elemento de quiralidad, pudiendo desarrollarse hélices con rosca a la derecha o a la izquierda. En este contexto, la homoquiralidad de los ladrillos moleculares (L-aminoácidos y

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D-azúcares) que conforman estas macromoléculas —lo que podemos denominar “quiralidad primaria”— implica necesariamente un plegamiento helicoidal con una lateralidad específica, dando lugar a una hélice con un único sentido de rotación —a lo que nos podemos referir como “quiralidad secundaria”—. Para comprender este fenómeno me serviré de una analogía con nuestro mundo cotidiano, en concreto con la construcción de una escalera de caracol a partir de sus componentes, en este caso los peldaños (figura 16A). Si diseñamos nuestra escalera con peldaños como el A1, que posee un plano de simetría vertical que lo corta por la mitad (siendo, por tanto, aquiral), podríamos fabricarla con ambos tipos de rotaciones, con rosca a la izquierda o a la derecha, según el ángulo de giro en el que coloquemos peldaños consecutivos. Si en su lugar usamos peldaños del tipo A2, que son asimétricos (quirales, pues no poseen ningún plano de simetría), en este caso los peldaños solo pueden encajar en un sentido de rotación, formando una hélice a la izquierda (figura 16A). Intentad construir mentalmente la escalera imagen especular —en sentido contrario de giro— con estos peldaños: no es posible; la asimetría de los peldaños determina el sentido de rotación de la escalera de caracol resultante. Figura 16 A: esquema de la construcción de escaleras de caracol a partir de escalones simétricos (A1) o asimétricos (A2). B: formación de la α-hélice de proteínas a partir de L-aminoácidos. C: formación de la doble hélice del ADN a partir de D-azúcares (desoxirribosa). L-aminoácido

α-hélice proteína

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D-azúcar

doble-hélice ADN

Algo similar sucede con los constituyentes moleculares quirales que conforman las proteínas y los ácidos nucleicos que, desde el punto de vista de su simetría, son equivalentes al peldaño asimétrico A2. En el caso de las proteínas, los L-aminoácidos que las componen se unen por un enlace entre los grupos ácido y amino de elementos consecutivos (enlace peptídico) y dan lugar a una estructura helicoidal con rosca a la derecha, la denominada α-hélice descubierta por Pauling. El giro preferente de los aminoácidos a la derecha se debe al sustituyente R, que por su tamaño tiende a colocarse en la parte exterior de la hélice, lo que combinado con la presencia exclusiva del enantiómero L de los aminoácidos implica necesariamente que esta se pliegue con rosca a la derecha. Este ordenamiento helicoidal se ve estabilizado en gran medida por el desarrollo de fuertes interacciones atractivas entre los átomos que conforman el giro helicoidal. De esta suerte, cada L-aminoácido transmite el mismo pliegue helicoidal al ordenamiento espacial de la proteína, del mismo modo que cada peldaño asimétrico de la escalera de caracol le transfiere el mismo giro. Lo mismo sucede con la famosa doble hélice del ADN, donde uno de los componentes, la D-desoxirribosa, genera una hélice a la derecha en el portador de información genética —de hecho, una doble hélice: esta constituye la configuración más común del ADN, aunque no la única—. Por supuesto, únicamente hélices de la misma lateralidad se pueden plegar acopladas en una doble hélice, lo que supone otro motivo para que la evolución se decantara por la homoquiralidad: si durante el proceso reproductivo cada individuo aportara una cadena de nucleótidos con quiralidad opuesta, el ácido nucleico resultante no podría plegarse tan eficientemente como el ADN. De hecho, los necesarios emparejamientos entre las bases nitrogenadas que fraguan la estructura del ADN y que permiten la correcta transmisión del código genético solo son posibles en un entorno homoquiral. Cu­­rio­­ samente, a pesar de la trascendental importancia de la afamada

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doble hélice a la derecha del ADN, es notable la cantidad de ocasiones en que se ha dibujado erróneamente en sentido opuesto en diversas publicaciones —incluso en la portada del 23 de octubre de 1998 de la prestigiosa revista Science, como recoge el doctor Schneider en su página The left-handed DNA hall of fame—.

Reconocimiento quiral en los seres vivos Las proteínas son polifacéticas y regulan todo tipo de procesos celulares, tanto a nivel metabólico para obtener la energía necesaria para su desarrollo como a nivel estructural, así como en su interacción con el entorno. Su exclusiva elaboración con L-aminoácidos tiene una consecuencia trascendental: el metabolismo de los seres vivos (y con ello podríamos decir que la vida) funciona de manera asimétrica (quiral). Así, como resultado del fenómeno de reconocimiento quiral que comentamos en el capítulo anterior, las proteínas, siendo homoquirales, se relacionan de manera diferente con los enantiómeros de moléculas quirales. Al interaccionar, forman dos complejos diastereoméricos: L(proteína)-L(sustrato) o L(proteína)D(sustrato). Siendo entidades distintas, tal diferenciación constituye la base del fenómeno de reconocimiento quiral —del mismo modo que el ejemplo de las manos que se saludan o se cogen—. En primera instancia, esto implica que las moléculas quirales que forman parte del metabolismo celular serán producidas o transformadas de manera enantioespecífica, es decir, intervendrá únicamente uno de los enantiómeros, como es el caso de los D-azúcares y los L-aminoácidos. Asimismo, el funcionamiento asimétrico de la vida implica a su vez una interacción específica con los enantiómeros de moléculas quirales que son adsorbidas del medioambiente y provocan una respuesta particular en las células. De espe­­ cial importancia en el caso de los humanos son los fármacos

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(como veremos más adelante), si bien también existen otras moléculas quirales que activan respuestas fisiológicas específicas a través de los sentidos o, especialmente en el caso de in­­ sectos, en procesos de comunicación química por medio de feromonas. Aunque antes de ahondar en estas relaciones asimétricas, como diría el maestro Yoda, a dar un salto al reverso tenebroso de la Fuerza (de la vida, en este caso) os invito.

D-aminoácidos: el reverso tenebroso de la vida No cabe duda de la inapelable dominación de la forma L de los aminoácidos en la vida. No obstante, siempre hay excepciones que confirman la regla. Al igual que existen —si bien en exigua cantidad— tornillos de rosca a la izquierda para determinados casos muy específicos, como vimos en el capítulo 1, asimismo, existen unas minúsculas cantidades del hermano siniestro de los aminoácidos en los organismos vivos. Paradójicamente, en este caso se trata de la variante D, que la evolución no hizo desaparecer por completo, probablemente porque les encontró alguna utilidad (la evolución no tiende a dejar cabos sueltos). La primera causa de la presencia de estos tránsfugas de los L-aminoácidos es el proceso que ya conocemos de racemización que descubrió Pasteur al calentar el ácido d-tartárico, convirtiéndolo en una mezcla al 50% de los dos enantiómeros. De igual manera, los L-aminoácidos presentes en los seres vivos también pueden racemizar, convirtiéndose en su alter ego D, proceso que ocurre fácilmente con los aminoácidos en estado libre pero también cuando forman parte de una proteína (por ejemplo, durante la cocción de alimentos). El proceso de racemización de aminoácidos, que se intensifica con el paso del tiempo, resulta potencialmente desastroso para las proteínas, pues la diferente configuración espacial de los D-aminoáci­­ dos provoca una disrupción de la estructura tridimensional

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específica de la proteína que incontables milenios de selección natural imprimieron, alterando —y posiblemente obstruyendo— su función bioquímica. De hecho, las células tratan de evitar dicho proceso de fatiga por racemización mediante el reemplazo continuo de las proteínas más veteranas con otras nuevas recién fabricadas con prístinos L-aminoácidos en los ribosomas. No obstante, ciertas proteínas (como la dentina de los dientes o el cristalino de los ojos) perduran durante mucho tiempo, ya que forman parte de la estructura física de los correspondientes órganos, y tienden así a acumular D-aminoácidos al no ser renovadas. De hecho, la velocidad de racemización en estos órganos del ácido aspártico (un aminoácido especialmente sensible a la racemización) es en torno a un 0,15% al año, tasa que puede ser empleada en medicina forense para determinar la edad de proteínas en fósiles. La velocidad de racemización de los aminoácidos depende en gran parte de su estructura molecular, es decir, del sustituyente R que los diferencia. El ácido aspártico racemiza con rapidez en los glóbulos rojos, si bien —afortunadamente para los seres vivos— la mayoría racemiza más paulatinamente, en especial cuando forman parte de proteínas. De hecho, el proceso de racemización es lo suficientemente lento como para poder ser empleado como reloj molecular para datar muestras biológicas, método desarrollado por el profesor Jeffrey Bada, que fue discípulo de Stanley Miller, el famoso experimentador sobre el origen de la vida. Tras la muerte de un organismo vivo, sus L-aminoácidos comienzan el proceso de racemización y pasan a convertirse en su reverso tenebroso D, puesto que ya no existen proteínas específicas que detengan dicho proceso. Así, los indefensos L-aminoácidos se convierten parcialmente en la forma D con una cadencia determinada, lenta pero uniforme, para cada tipo de aminoácido. Este proceso de conversión al lado oscuro está promovido por la mayor estabilidad termodinámica de la mezcla racémica frente a los enantiómeros puros, debido a su mayor entropía, es decir, su mayor

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grado de desorden (sabemos, y en especial Anakin Skywalker, lo atractivo y poderoso que puede ser el oscuro y tenebroso desorden). Así, la determinación de la proporción entre enantiómeros D y L de aminoácidos específicos permite datar muestras arqueológicas y geoquímicas que presenten restos de seres vivos, siendo un método complementario a la más conocida datación por carbono-14. Esta técnica, denominada “el reloj de aminoácidos”, se usó para analizar muestras de Ötzi, el famoso hombre de hielo que falleció hace algo más de 5.300 años y cuya momia fue preservada por el intenso frío de la región de los Alpes donde se encontró (el valle de Ötz). Al analizar la composición enantiomérica de muestras de su cabello, se encontró que el 37% del aminoácido hidroxiprolina se presentaba en forma D, mientras que muestras de cabello de 3.000 años de antigüedad mostraban un 31%, valor que se reducía a un 19% en muestras de 1.000 años y a un 4% en muestras recientes de cabello. No obstante, este método de datación tiene sus limitaciones, ya que la velocidad de racemización de los aminoácidos puede verse afectada por condiciones del entorno como el pH, la temperatura y la humedad, así como por la posición específica dentro de la secuencia de aminoácidos en la proteína, lo que da lugar a márgenes de error considerables. En cambio, presenta la ventaja de poder abarcar dataciones de mayor antigüedad que el método de carbono-14. Las proteínas que poseen algún D-aminoácido en su estructura no pueden ser metabolizadas por nuestra maquinaria celular, en particular por nuestras enzimas, que funcionan con estructuras basadas en L-aminoácidos, quedando desconcertadas (e inactivas) al encontrarse con las exóticas formas D. Esto puede dar lugar a la acumulación de estas siniestras sustancias en determinados órganos, lo que puede resultar nocivo para el organismo. Por ejemplo, la acumulación de D-serina puede ser perjudicial para los riñones; también la enfermedad de Alzhéimer se asocia a una concentración inusualmente alta de los alter ego de la serina y el

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ácido aspártico. Ante tal contrariedad, la todopoderosa evolución solucionó el problema al diseñar una enzima, la D-ami­­ noácido oxidasa, que se encarga específicamente de neutralizar a los perniciosos D-aminoácidos. Sin embargo, no siempre son perjudiciales, como demuestra el hecho de que la misma evolución también se preocupó de diseñar otra enzima que produce la variante diestra del aminoácido serina a partir de su vulgar hermano L: la serina racemasa. Bien es sabido que la evolución nunca trabaja en balde y, por tanto, si se ha molestado en inventar enzimas que producen D-aminoácidos, así como otras que los destruyen, los siniestros hermanos D deben cumplir alguna función importante en los organismos. En efecto, parece que la D-serina puede actuar como neurotransmisor implicado en los procesos de memoria y aprendizaje. En cualquier caso, el ADN únicamente codifica para la síntesis de L-aminoácidos y, por tanto, si las células necesitan fabricar D-aminoácidos lo harán a partir de sus hermanos L, mediante procesos enzimáticos. De esta manera, al emplear la maquinaria molecular presente en la célula que procesa los omnipresentes L-aminoácidos, la naturaleza no necesita desarrollar toda una nueva maquinaria celular equivalente para gestionar a sus inversos hermanos; únicamente precisa unas pocas enzimas específicas que los fabriquen a partir de sus precursores L, cuando así se requiera. La astuta selección natural y su eficaz diseño evolutivo han permitido que seres aparentemente simples como las bacterias hagan uso de manera muy ingeniosa de los D-ami­­ noácidos para garantizar su supervivencia (y así, la transmisión de sus mejorados genes). En concreto, las bacterias se sirven de D-aminoácidos para optimizar su protección frente a ataques exteriores a través de su pared celular, que contiene varias alteraciones D de la alanina, ácido aspártico, glutámico y fenilalanina. Al tratarse de formas D, estos aminoácidos no pueden ser destruidos por la maquinaria enzimática de organismos depredadores (en concreto por las enzimas proteasas que degradan las proteínas en sus L-aminoácidos componentes). De esta

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ocurrente manera, sus membranas celulares presentan una mayor protección frente a ataques extracelulares. Como es lógico, el ser humano trata de imitar —en la medida de sus humildes posibilidades— el ejemplo de la sagaz naturaleza para resolver sus propios problemas. En este sentido, novedosas líneas de in­­ves­­tigación de desarrollo de nuevos fármacos analizan el efecto de añadir D-aminoácidos a los péptidos y proteínas con actividad terapéutica, en un intento por evitar su degradación por parte de la maquinaria celular del paciente, lo que permitiría una mayor permanencia de los fármacos en el cuerpo y con ello una mayor actividad terapéutica. Otra aplicación (gastronómica, en este caso) relacionada con los D-ami­­noácidos implica a los cultivos de bacteria que se añaden para producir quesos curados como el gouda, parmesano o emmental. En este caso, la cantidad de D-aminoácidos presentes procedentes de las paredes celulares de esos cultivos bacterianos puede ser usada para determinar el grado de maduración del queso. El uso intencionado de D-aminoácidos con funciones específicas no se limita a las bacterias, también se puede encontrar en seres vivos superiores. En particular, la rana arbórea Phyllomedusa bicolor posee en su piel péptidos que contienen D-aminoácidos. De hecho, un grupo indígena de Perú, los matsés, usa extractos de la piel de estas ranas como potentes alucinógenos. Al aplicarlos sobre heridas en la piel les deja inconscientes durante unos instantes y, al despertar, sienten una intensificación de sus sentidos y una fuerza sobrenatural. Dicho efecto alucinógeno se debe a la presencia de D-aminoácidos. Al aislar la dermorfina, un heptapéptido opiáceo que posee una unidad de D-alanina, se observó que producía una actividad alucinógena unas mil veces superior a la de la morfina. Pues bien, si se sustituye el residuo de D-alanina por su variante zurda, su actividad disminuye radicalmente, lo que demuestra el papel crucial de dicho D-aminoácido —resulta inquietante cómo un simple cambio

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de izquierda a derecha puede dar lugar a tan contundentes efectos psicotrópicos en un individuo—. Los D-aminoácidos también pueden provocar otro tipo de visiones, igual de alucinantes si cabe, pero en este caso reales, como ocurre con las luciérnagas y su extraordinaria (y casi mágica, diría) bioluminiscencia. Se sabe que la reacción que da lugar a la fluorescente luz que irradian estos asom­­brosos seres implica a la molécula de D-luciferina (apén­­dice B). Sorprendentemente, la palabra Lucifer proviene del término griego para “portador de luz”­(curioso significado para designar en la tradición bíblica al Ángel Caído, si bien ya se le llamaba así antes de su fatal caída). La estructura de la D-luciferina está muy relacionada con la del aminoácido D-cisteína, siendo este su precursor bioquímico. ¿A qué se debe esta anomalía quiral? Una minuciosa investigación reveló el mecanismo y la razón de dicha inversión: las luciérnagas sintetizan la L-luciferina a partir del aminoácido natural L-cisteína, y posteriormente es transformada por una enzima específica en la D-luciferina, que provoca la atrayente luz que estimula a los machos. El motivo para que la selección natural eligiese el enantiómero D como portador de luz es que este se puede almacenar en el organismo de manera más sencilla puesto que, al tratarse del enantiómero contrario al habitual de los aminoácidos, no sufrirá procesos de transformación metabólica catalizados por L-enzimas, pudiendo permanecer almacenado e inalterado para ejercer su actividad bioluminiscente en el momento requerido. En general, los animales utilizan los D-aminoácidos como venenos defensivos (así ocurre en varios tipos de ranas) o bien con finalidades como el cortejo en el caso de las langostas (en una curiosa metáfora del poder atractivo del lado oscuro). En cualquier caso, la presencia de D-aminoácidos suscita interesantes preguntas sobre su origen en relación con el origen de la homoquiralidad en la vida: ¿de dónde proce­ ­d e ese reverso tenebroso?, ¿se debe su presencia a un mero

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accidente de racemización espontánea a partir de los L-ami­­ noá­­cidos que la evolución supo aprovechar, sugiriendo que la vida comenzó exclusivamente a partir de L-aminoácidos?, ¿o constituyen reliquias de una arcana vida basada en D-ami­­ noácidos que existía en paralelo a la L-vida y que el tiempo, la evolución o el azar hicieron desaparecer? Aún hoy esta cuestión representa una encrucijada que resulta difícil dirimir. Varios investigadores han propuesto que la presencia de estos D-aminoácidos se podría considerar como un vestigio de una temprana vida imagen especular de la actual, reforzando la idea de que fue la evolución biológica posterior al origen de la vida la que indujo la homoquiralidad exclusiva de L-ami­­noácidos. En este sentido, una α-hélice de aminoácidos incorpora hasta 20 veces más rápido nuevos aminoácidos de su variedad homónima que de la contraria, lo que tenderá irremisiblemente a enriquecer en el enantiómero mayoritario la macromolécula en construcción. En último término, esta preferencia podría llevar a la dominación exclusiva de una de las dos variantes de aminoácidos (fuera esta L o D). Por otra parte, otra teoría argumenta que este tipo de macromoléculas, de suficiente longitud y complejidad como para ejercer su función biológica, únicamente podría formarse a partir de un medio de crecimiento que ya fuera homoquiral, pero nunca a partir de un medio racémico. Dicha necesidad implica la existencia de una química prebiótica homoquiral como condición previa sine qua non para la aparición de la vida, haciendo del origen de la homoquiralidad una cuestión fundamental en la génesis de la vida.

Quiralidad en compuestos farmacológicos Tras esta osada incursión por el lado tenebroso de los aminoácidos, atravesemos de nuevo el espejo y regresemos a la luz (polarizada) y a las consecuencias asimétricas del dogma biológico de la quiralidad. La especie humana cuenta con un

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sofisticado cerebro capaz de intervenir en nuestro desarrollo bioquímico a través de la elaboración de fármacos. Siendo gran parte de ellos quirales, el funcionamiento asimétrico de la vida tiene una trascendencia crucial. Tradicionalmente, la tendencia en medicina asumía que, si se administra un fármaco quiral en forma racémica, el organismo seleccionaría por sí mismo el enantiómero adecuado e ignoraría el otro. Lamen­­ tablemente, pronto se demostró el fatal desacierto de este desgraciado argumento. Es muy probable que el nombre α-Nftalimido-glutarimida no os suene; sin embargo, sí puede que os suene su seudónimo, la talidomida (o su nombre comercial en Europa, Contergan). Se trata de un fármaco tristemente célebre desarrollado en los años cincuenta del siglo pasado por la compañía alemana Grünenthal GmbH como sedante y calmante de náuseas para mujeres embarazadas. A pesar de que su efecto sedante tuvo inicialmente un gran éxito, este medicamento dio lugar a una de las mayores tragedias en la historia de la industria farmacéutica: su uso durante el embarazo supuso que nacieran más de 10.000 bebés afectados por focomelia, una malformación genética consistente en la carencia o excesiva cortedad de las extremidades (figura 17). Fueron el español Claus Knapp y su compañero alemán Lenz quienes descubrieron la asociación entre estas malformaciones y el infausto medicamento (pese a los intentos de la compañía farmacéutica de desacreditar dicha investigación). La talidomida fue retirada por los distintos países en 1961, si bien en España se siguió vendiendo dos años más, lo que agravó sus devastadoras consecuencias. En todo caso, el drama de los niños de la talidomida ya era irreversible. En España, a tan atroz tragedia se unió la falta de atención a las víctimas por parte de los sucesivos gobiernos durante 50 años, según denunció la Asociación de Víctimas de la Talidomida de España (AVITE). Aún hoy en día sobrevive algún afectado por este desgraciado incidente, que continúa reclamando los mismos beneficios y derechos que en otros países de Europa.

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Figura 17 Estructura molecular de los enantiómeros de la talidomida: el enantiómero (R) presenta efectos sedantes (A), mientras que su imagen especular, el (S), presenta efectos teratogénicos (B), dando lugar a malformaciones congénitas (C).

Sedante

Teratogénico

Pronto se descubrió que el drama de la talidomida estaba directamente relacionado con la naturaleza quiral de la molécula, que posee un centro estereogénico y, por tanto, dos variantes de imágenes especulares (figura 17). Se observó que uno de los enantiómeros —el (R)— era responsable de los efectos sedantes del medicamento, mientras que el (S) era el desencadenante de las malformaciones congénitas. Así, la maldición de la talidomida puso de manifiesto por primera vez la importancia de la quiralidad en el desarrollo de compuestos farmacéuticos y la necesidad de establecer controles estrictos previos a su comercialización. Lamentablemente, tuvo que suceder esta catástrofe para que numerosos países comenzaran a dictaminar leyes de control de los medicamentos mucho más exigentes, demandando el desarrollo de ensayos farmacológicos y clínicos en animales y personas antes de su comercialización, y estableciendo protocolos que priorizaban la protección de los pacientes frente a los in­ ­tereses de la industria farmacéutica. Hoy en día, para que un fármaco quiral se comercialice en forma racémica se ha de demostrar inequívocamente la actividad farmacológica y toxicológica de cada uno de los enantiómeros, así como la posible conversión de uno en el otro en condiciones fisiológicas. Pero por insólito que parezca, la historia de la talidomida no terminó aquí, pues en lugar de convertirse en un

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medicamento maldito (una aberración en la historia de la farmacología), quiso el caprichoso destino que la investigación llevada a cabo con la inmisericorde molécula llevara en décadas posteriores a un resurgimiento de sus cenizas al reconocer su eficacia para tratar la enfermedad de la lepra, el VIH y varios tipos de cánceres, actividad que estaba asociada en concreto al inocente hermano, el enantiómero (R). La distinta actividad farmacológica de los enantiómeros de moléculas quirales resulta esencial, pues la mayoría de los fármacos (más del 75%) son quirales. La actividad de un fármaco en el cuerpo humano implica una serie de procesos sucesivos que van desde la absorción, su transporte y distribución, la unión con los receptores específicos, su metabolismo y, finalmente, su excreción, siendo cada uno de ellos potencialmente sensible a la quiralidad. No obstante, el caso extremo de la talidomida, donde cada uno de los enantiómeros presentó efectos terapéuticos diferentes, no es el más común. Más frecuentemente, uno de los enantiómeros de un fármaco quiral presenta el efecto terapéutico deseado con mayor eficacia que el otro, que incluso puede ser inactivo. El clásico ejemplo es el ibuprofeno (apéndice C), un antiinflamatorio que todos tomamos con cierta asiduidad (y a veces con excesiva ligereza) para combatir la fiebre, el dolor de cabeza o el muscular. Su estructura molecular contiene un centro estereogénico, siendo el enantiómero (S) más efectivo en la remisión del dolor que el (R). No obstante, se ha demostrado que, aunque se administre el enantiómero (S) puro, este racemiza en condiciones fisiológicas. En consecuencia, en la mayoría de los casos se sigue comercializando en forma racémica, toda vez que se ha demostrado la condición inofensiva del enantiómero (R). Otro clásico fármaco —que el autor usa para combatir las migrañas más agudas— es el naproxeno (apéndice D), donde también el enantiómero (S) es más activo. El fármaco antihipertensivo metildopamina (apéndice E) debe su

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efecto exclusivamente al enantiómero (S), al igual que la penicilamina (apéndice F), un potente agente terapéutico para tratar la artritis crónica, cuyo enantiómero activo es el (S), mientras que el (R) no solo es inactivo contra la artritis, sino que además es altamente tóxico. El pentoal sódico (apéndice G) es un barbitúrico derivado del ácido homónimo empleado como anestésico similar a la morfina, considerado de acción ultracorta porque su efecto hipnótico desaparece en pocos minutos, aunque es poco usado hoy en día por la incómoda recuperación del paciente. Se trata también de una molécula quiral, siendo el enantiómero (S) el más activo. La variante (S) del propanolol (apéndice H), usado en el tratamiento de la hipertensión, es unas 40 veces más activa que la (R), si bien ambas son igualmente eficaces al ser empleadas como anestésico local. En otros casos, los enantiómeros de un fármaco quiral pueden presentar efectos fisiológicos distintos, como la funesta talidomida. Asimismo, el enantiómero dextrógiro del propoxifeno (apéndice I), comercializado bajo el nombre Darvon, tiene efecto analgésico, mientras que el levógiro, de nombre comercial Novrad, se usa como antitusivo. ¿Notan la particularidad de los nombres de ambos medicamentos? Efectivamente, los dos fármacos enantioméricos reflejan la escritura especular en sus nombres comerciales: Darvon y Novrad. Por otro lado, la tiroxina (apéndice J) es un aminoácido que constituye la principal hormona segregada por la glándula tiroides y se administra en ocasiones a enfermos cardiacos para rebajar el colesterol. En este caso, la forma D provoca indeseados efectos secundarios como pérdida de peso y estado nervioso, mientras que la L, igualmente activa en su función anti-colesterol, los evita. Finalmente, en ocasiones ambos enantiómeros presentan actividades parecidas, no existiendo por tanto fenómenos de reconocimiento quiral, como es el caso de la prometazina (apéndice K), un fármaco empleado como antihistamínico. La delicada selectividad que presenta el metabolismo bioquímico hacia la lateralidad de los compuestos quirales se

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ilustra de manera muy gráfica con el caso de la efedrina y sus isómeros derivados. Bien lo pudo comprobar mi mujer, Bea (a estas alturas me permito presentárosla), que durante su tesis doctoral empleó estas moléculas para fabricar las mágicas piedras conocidas como zeolitas, tratando de prepararlas en su versión asimétrica. La (–)-efedrina (apéndice L) es un alcaloide de origen natural presente en plantas del género Ephedra, en concreto en la conocida en el Extremo Oriente como “Ma Huang”, hierba muy usada en la medicina tradicional china. Su estructura presenta dos centros estereogénicos de configuración (R,S), siendo levógira (–). Así, mientras que la (–)-efedrina fue prohibida como suplemento dietético por la FDA (la agencia americana que regula el uso de medicamentos), se observó que la (+)-efedrina podría ser útil como descongestionante, sin los efectos adversos sobre el sistema nervioso central que se observaban para la (–)-efedrina. Existe, además, un isómero de la efedrina donde solo varía la estereoquímica de un centro, la (+)-pseudoefedrina (apéndice M), con configuración (S,S), también presente en la misma planta. Esta última fue comercializada por Pfizer bajo el nombre de Sudafed para combatir la congestión nasal (imaginaos la emoción cuando, de viaje con Bea por algún país que no consigo recordar, pedimos algo para combatir un inoportuno catarro y la farmacéutica nos suministró pseudoefedrina, la misma molécula con la que trabajaba en su tesis). A su vez, la (+)-pseudoefedrina posee una estructura molecular muy parecida a la de la (+)-metanfetamina (apéndice N), una sustancia usada como estimulante del sistema nervioso central. La similitud de sus estructuras hace que esta última pueda ser fácilmente preparada a partir de la (+)-pseudoefedrina (como bien sabemos en mi grupo de investigación, y no porque hayamos montado un laboratorio a lo Breaking Bad, sino por el estricto control al que está sometida cuando trabajas con ella, requiriendo una licencia especial y siempre bajo una estrecha vigilancia). Curiosamente,

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el enantiómero (–)-metanfetamina se emplea como descongestionante incluso sin prescripción médica y, por tanto, sin ningún tipo de regulación. De hecho, la diferencia entre la (+)- y la (–)-metanfetamina en su acción farmacológica le jugó una mala pasada al esquiador británico Alain Baxter en los Juegos Olímpicos de 2002, donde quedó en tercer lugar en la prueba de eslalon. Inesperadamente, Alain dio positivo en un test antidopaje al detectar metanfetamina en su orina y le fue retirada la medalla de bronce, a pesar de su enérgica negación de haber tomado cualquier sustancia prohibida. Poco después se descubrió que Alain había usado un inhalador Vicks para combatir un fuerte resfriado, sin saber que en Estados Unidos este contiene (–)-metanfetamina, si bien este enantiómero, como ya dije, no posee efectos estimulantes. No obstante, a pesar de las protestas de Alain alegando que dicho enantiómero no aumenta el rendimiento muscular y únicamente actúa como descongestionante, el Comité Olímpico Internacional desestimó su alegato y le obligó a devolver su medalla, ya que la legislación contra el empleo de sustancias do­­pantes no distingue entre los enantiómeros de sustancias qui­ ­rales (posiblemente porque es muy difícil distinguirlas y no querrían sentar precedente con este caso). Uno de los fármacos quirales más populares a nivel mundial es el Prozac, un medicamento psicotrópico que se usa principalmente para combatir los trastornos depresivos, trastornos obsesivos-compulsivos, la bulimia nerviosa y el trastorno disfórico premenstrual. El principio activo del Prozac es la fluoxetina (apéndice O), que posee un centro estereogénico. En este caso, ambos enantiómeros son agentes antidepresivos activos y, en consecuencia, se comercializa como mezcla racémica. La diferencia entre ambos estriba en que el (S) se elimina de manera más lenta del organismo y, por tanto, se acumula más en la sangre antes de su excreción. También el fármaco comercializado como Cialis, que se emplea para combatir la disfunción eréctil (en competencia con

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el famoso Viagra), consta de un principio activo, el tadalafil (apéndice P), que contiene dos centros estereogénicos, pudiendo existir cuatro isómeros (dos parejas de enantiómeros), (R,R) y su enantiómero (S,S), y (R,S) y su enantiómero (S,R). Los investigadores que descubrieron este fármaco estudiaron las propiedades farmacológicas de los cuatro isómeros y observaron que el isómero (R,R) era unas 20 veces más activo que el (R,S), y 1000 veces más que los otros dos isómeros. Por este motivo, el fármaco Cialis se comercializa como el enantiómero (R,R) puro. Estos ejemplos manifiestan con claridad cómo la distinta configuración quiral de moléculas con estructuras muy similares puede dar lugar a respuestas fisiológicas bien dispares.

Chiral switching El omeoprazol (apéndice Q), comercializado como Prilosec o Losec, es un fármaco muy popular empleado para tratar la acidez y el reflujo gástrico —¿quién no lo ha usado ante la previsión de una copiosa comida posiblemente regada con más vino del recomendado?—. El principio activo posee un centro estereogénico diferente al habitual átomo de carbono, pues se trata de un átomo de azufre, también con coordinación tetraédrica, con tres sustituyentes diferentes, constituyendo el cuarto, en este caso, un par electrónico que no participa en ningún enlace, pero que igualmente induce un centro estereogénico. La propiedad intelectual del omeoprazol (Pri­­ losec) permitió a la farmacéutica AstraZeneca comercializarlo de manera exclusiva, originalmente en forma racémica. La expiración de la patente de este medicamento abriría la veda a la comercialización del correspondiente genérico por otras compañías con un precio muy inferior, ya que estas no habrían tenido que invertir las exorbitantes cantidades necesarias para la investigación y desarrollo original del fármaco.

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Así, cuando la patente estaba próxima a expirar, AstraZeneca presentó una nueva solicitud para el fármaco Nexium, cuyo principio activo era el esomeoprazol, que sospechosamente correspondía a la transcripción fonética (en inglés) de (S)-omeo­ ­prazol, el enantiómero puro. La solicitud de dicha patente habría de facultar a la empresa a mantener el control del mercado de este lucrativo medicamento por otros tantos años. En efecto, la compañía fue capaz de demostrar que el enantiómero (S) era más efectivo como antiácido que el (R) en humanos, y dos veces más activo que la mezcla racémica, por lo que la patente fue concedida. Como representa el caso del esomeoprazol, en la actualidad (y por diferentes motivos) existe una tendencia en la industria farmacéutica conocida como chiral switching, que podríamos traducir por cambio o transposición quiral, si bien es difícil reflejar con acierto el significado del término anglosajón. El chiral switching consiste en la transición desde la comercialización de fármacos quirales en forma racémica (como se hacía tradicionalmente) hacia la del enantiómero activo puro. Por supuesto, la razón primaria es obvia: no tiene sentido introducir en el organismo una sustancia de la que únicamente la mitad tiene efecto terapéutico, mientras que la otra se comporta como un mero espectador o placebo, en el mejor de los casos (cuando no provoca efectos secundarios indeseados). Un ejemplo es la bupivacaína (apéndice R), un anes­­ tésico local. Aunque normalmente es inofensivo, en 1979 se asociaron varios casos de paros cardiacos a este fármaco y se demostró que dichos efectos adversos estaban provocados exclusivamente por la forma D. En consecuencia, hoy en día se produce y administra la levobupivacaína, la forma L pura. Caso distinto sería la talidomida, pues esta molécula racemiza en condiciones fisiológicas y, por tanto, aun administrando el inofensivo enantiómero R puro, este se convertiría parcialmente en su siniestro alter ego con efecto teratogénico en un periodo de entre 6 y 12 horas.

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Resultan obvias las ventajas químicas y farmacológicas de emplear fármacos quirales enantioméricamente puros. No obstante, existen también razones más mundanas para el chiral switching en la industria farmacéutica. En primer lugar, al administrar únicamente el enantiómero deseado, la compañía que desarrolle el fármaco solo tendrá que demostrar las propiedades farmacológicas y tóxicas del enantiómero en cuestión, evitando desarrollar estas costosas pruebas para su opuesto (si bien deberá demostrar que el fármaco no racemiza en condiciones fisiológicas). A su vez, la cantidad de fármaco administrado en cada dosis será menor, por lo que disminuirá la necesidad de producción. En ocasiones puede existir también una motivación (un tanto más oscura) relacionada con la estrategia empresarial de las compañías farmacéuticas en relación con sus competidores, como fue el caso del omeoprazol. Al expirar una patente de un compuesto quiral comercializado en forma racémica es posible conseguir una nueva patente de la misma molécula pero en forma enantioméricamente pura, permitiendo a la compañía mantener el monopolio de la explotación de dicho fármaco. No obstante, solo se concederá la patente siempre y cuando se demuestre novedad en el producto enantiopuro: que sea más efectivo y seguro que la forma racémica. Este fue el caso de AstraZeneca, previamente comentado, o Pfizer con Lipitor, un fármaco para combatir el colesterol (de hecho, uno de los fármacos más vendidos en el mundo). Su principio activo, la atorvastatina (apéndice S), posee dos centros estereogénicos y originalmente se comercializaba como mezcla racémica de los enantiómeros (R,R) y (S,S). Con el fin de mantener el control de un fármaco tan lucrativo, la empresa Pfizer patentó el enantiómero puro (R,R), alegando que era no solo el doble, sino hasta diez veces más activo que la mezcla racémica. En un mundo plagado de ocultos intereses e influencias, la obtención de nuevas patentes con base en el chiral switching puede ser, cuando menos, ambigua y frecuentemente

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controvertida. En ocasiones, una patente de un enantiómero puro, existiendo previamente la de la forma racémica, fue concedida, mientras que en otras se desestimó alegando falta de novedad. Es ilustrativo el ejemplo de los fármacos isoflurano y desflurano (apéndices T y U), comercializados como anestésicos originalmente en forma racémica. La compañía Sepracor consiguió una patente del enantiómero (R) al alegar una mayor efectividad que la forma racémica; no satisfechos con esto, lograron también la concesión de otra patente donde reclamaron la mayor efectividad del enantiómero (S) frente a la forma racémica, por extraño que pueda parecer.

Síntesis de enantiómeros puros El drama de la talidomida hizo ­­ evidente la importancia de preparar compuestos quirales en su forma enantioméricamente pura para ser administrados como fármacos más efectivos y con menos efectos secundarios. Los enantiómeros de los compuestos quirales tienen exactamente la misma estabilidad (y aquí la precisión del término “exactamente” es tal siempre y cuando despreciemos minúsculas diferencias de energía del orden de 10-38 J debido a ciertas fuerzas asimétricas en el mundo de Planck y de las partículas elementales, como comentaré en el siguiente capítulo). Esta misma estabilidad implica que la síntesis en el laboratorio de compuestos quirales, en ausencia de influencias asimétricas, conduce invariablemente a mezclas racémicas con un 50% de cada enan­ ­tiómero. No obstante, la industria química cuenta con varias metodologías para preparar enantiómeros puros, si bien aún constituye un arduo desafío dada la similitud de las propiedades físico-químicas de los enantiómeros, que poseen los mismos puntos de fusión y ebullición, así como la misma solubilidad, siendo estas las principales propiedades que usamos los químicos para separar sustancias.

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Una vez más, entre el extenso legado asimétrico de Pas­­ teur se incluye un método para separar enantiómeros, más allá de su pionera separación manual con pinzas de los cristales del ácido racémico, que no resultaría practicable a nivel industrial. Bien conocido es que los ácidos reaccionan con las bases para formar sales, que generalmente son sólidos cristalinos. En 1853, Pasteur tenía acceso a distintos productos quirales ópticamente activos de origen natural. Entre ellos estaba la quinina, un alcaloide de carácter básico procedente de la familia de las plantas Cinchona, que confiere su carácter amargo a la tónica —lo que llevó a los colonos británicos de la India a añadir ginebra para compensar con su sabor dulce el amargor de las aguas tónicas que usaban los hindúes, dando lugar al célebre gin-tonic—. Pasteur descubrió que al hacer reaccionar el ácido racémico, constituido por una mezcla al 50% de (+)- y (–)-tartárico, con quinina (cuya actividad óptica indicaba que estaba constituida por un único enantiómero, el levógiro), se formaban dos tipos de sales que poseían diferente solubilidad: (+)-tartárico···(–)-quinina y (–)-tar­­ tárico···(–)-quinina. Por tanto, estos compuestos podrían separarse por cristalización fraccionada. Aclaro que estas sales no tienen relación enantiomérica, pues esta implicaría inversión de todos los elementos quirales, siendo (+)-tar­­tá­­ rico···(–)-quinina enantiómero de (–)-tartárico···(+)-quinina. Este tipo de sales formadas por más de un compuesto quiral, y con solo uno de ellos poseyendo diferente configuración absoluta, se denominan “sales diastereoméricas”. Al tener diferentes propiedades físico-químicas, estas sales asimétricas constituyen una de las principales estrategias para separar los enantiómeros de compuestos quirales; una vez separadas, se recupera el elemento quiral original revirtiendo la sal en sus elementos constituyentes. Esta metodología aún se emplea hoy en día en la industria farmacéutica, por ejemplo para separar el enantiómero (S) del antidepresivo citalopram (apéndice V).

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Otra técnica relacionada, basada en el mismo principio de relaciones diastereoméricas, es la cromatografía con fase estacionaria quiral. La separación por cromatografía consiste en hacer pasar las sustancias a separar, arrastradas por una fase móvil, a través de una columna (llamada fase estacionaria) con la que interaccionan con diferente intensidad, atravesando así la columna a distintas velocidades, lo que permite su separación. En el caso de la cromatografía quiral, la fase es­­tacionaria contiene una sustancia quiral enantiopura que retiene con distinta fuerza los dos enantiómeros de la sustancia quiral a separar. De esta manera se obtiene el enantiómero (S)-sertralina (apéndice W), comercializado por Pfizer bajo la marca Zoloft como antidepresivo. En todo caso, conviene resaltar que estas técnicas de separación basadas en relaciones diastereoméricas requieren una sustancia quiral enantioméricamente pura original para permitir la separación de otra sustancia quiral a resolver (como la quinina en el ejemplo de Pasteur). Esto plantea una cuestión: ¿de dónde procede esa fuente última de sustancias enantiopuras? Pues bien, siempre que la capacidad tecnológica del ser humano es insuficiente, este acude en busca de una solución a la sabia naturaleza, que con millones de años de perfeccionamiento evolutivo ha conseguido resolver muy eficientemente cualquier problema al que se haya podido enfrentar. Así, una estrategia para obtener enantiómeros puros es a partir del denominado chiral pool (traducido como piscina quiral, si bien el término en castellano queda menos aparente). Como ya sabemos, la naturaleza funciona de manera asimétrica, y en consecuencia las sustancias químicas extraídas a partir de productos naturales se encuentran generalmente en su forma homoquiral. Dada la formidable biodiversidad de los seres vivos (aunque menguada en los últimos siglos por la acción del ser asimétrico por excelencia), po­­ demos imaginar el inmenso dispensario de sustancias quí­­ micas enantiopuras que la naturaleza puede ofrecernos. Este

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almacén natural permite preparar compuestos quirales específicos mediante la selección de un precursor adecuado disponible en el chiral pool, con una estructura molecular relacionada que pueda convertirse mediante distintas reacciones en el compuesto deseado, manteniendo la quiralidad del precursor de partida. Este procedimiento fue empleado por el profesor Holton y sus colaboradores para preparar el fármaco anticancerígeno paclitaxel (comercializado como Taxol), que originalmente se obtenía a partir de árboles de tejo en un proceso muy poco eficiente. Estos investigadores propusieron una síntesis a partir del precursor 10-deacetilbacatin, un compuesto de estructura similar al objetivo y que se puede obtener de varias especies de tejo no amenazadas. Además, puede obtenerse sin destruir el árbol, mejorando la sostenibilidad del proceso de producción. El método del chiral pool presenta, no obstante, una limitación obvia, y es que, en general, la naturaleza —en su asimétrico funcionamiento— solo nos va a suplir con un enantiómero del precursor necesario, que puede ser el adecuado para conseguir la lateralidad que buscamos o puede que sea el contrario (en cuyo caso estaríamos vendidos, pues la naturaleza no va a ceder a nuestro capricho). Por otra parte, no siempre se encuentran precursores de estructura molecular relacionada con la del producto que se requiere sintetizar, teniendo que recurrir en ambos casos a otros métodos. En una sociedad concienciada con el medio ambiente (o eso queremos pensar) que aboga por la química sostenible, un método conveniente para preparar compuestos quirales enantiopuros es mediante el empleo de catalizadores quirales. Un catalizador es una sustancia capaz de acelerar la velocidad de una reacción mediante la disminución de la energía de activación del proceso en cuestión. Si el catalizador es una sustancia quiral, es posible que acelere de manera diferente la velocidad de reacción de uno y otro enantiómero de un compuesto quiral. Las interacciones diastereoméricas entre el

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catalizador —que mantiene una única lateralidad definida— y los dos enantiómeros —cada uno con su lateralidad— son diferentes, lo que puede alterar la composición de los productos resultantes de una reacción (lo que los químicos catalíticos denominamos selectividad). Así, si se diseña adecuadamente el catalizador quiral, se podrá obtener una mayor pro­­porción del enantiómero deseado. A su vez, una de las principales ventajas de un proceso catalítico es que su acción se ejerce con una cantidad muy pequeña del mismo y se recupera al final de la reacción, pudiendo ser reciclado indefinidamente (si es lo suficientemente estable). El reto estriba en diseñar catalizadores quirales selectivos hacia un enantiómero, lo cual representa (incluso hoy en día) un desafío formidable para la industria química, dada la sutileza de las diferencias entre los enantiómeros. De hecho, los profesores Sharpless, Knowles y Noyori obtuvieron en 2001 el Nobel de Química por desarrollar catalizadores quirales para reacciones de oxidación y reducción que eran altamente selectivos hacia uno de los enantiómeros del compuesto quiral resultante. Resulta curioso que la vida (y en particular la química y su historia) sea notoriamente cíclica: Sharpless empleó para fabricar sus catalizadores quirales el mismo ácido d-tartárico que supuso el origen de la historia de la quiralidad en las asimétricas manos de Pasteur. No me puedo resistir a mencionar que esta es una de las líneas de investigación que desarrollamos en mi laboratorio, tratando de obtener catalizadores quirales basados en esas piedras mágicas que hierven llamadas zeolitas, catalizadores que han tenido un enorme impacto en la industria química y han mejorado, en gran medida, la sostenibilidad de sus procesos. En pleno siglo XXI, el vertiginoso desarrollo de la biotecnología también ha dejado su impronta en la síntesis de productos quirales. Como ya he comentado, las enzimas son los catalizadores biológicos por excelencia, altamente eficientes y selectivos. Dada la estrecha relación entre la homoquiralidad

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y la vida, muchas de las enzimas han evolucionado para producir específicamente un enantiómero de los compuestos quirales, aquel cuya configuración coincide con los requerimientos celulares. Así, las enzimas producen selectivamente las formas L de los aminoácidos y la forma D de los azúcares para construir y preservar la vida. En particular, la enzima aspartasa, extraída de la bacteria E. coli, puede producir de manera muy eficiente el aminoácido L-aspártico, a partir del cual puede fabricarse a nivel industrial el edulcorante artificial aspartamo, en un proceso altamente beneficioso. Por otra parte, la biotecnología y el progreso de la genómica también han dejado su huella en la industria de la síntesis de compuestos quirales. En particular, el desarrollo de técnicas de modificación genética permite la alteración de microorganismos para producir de manera muy eficiente determinadas sustancias quirales en forma enantiopura, proceso que podría incluso implantarse a nivel industrial en la actualidad.

Quiralidad y percepción sensorial Aparte de su función como reguladoras del metabolismo celular, las polifacéticas proteínas también constituyen los sensores macromoleculares que se estimulan por interacción con determinadas moléculas del medio ambiente, a través de los distintos sentidos mediante los cuales interaccionamos con el entorno. De nuevo, la asimetría de las proteínas implica un fenómeno de reconocimiento quiral durante el proceso de percepción sensorial (siempre y cuando la molécula estimulante sea quiral, como ocurre en frecuentes ocasiones). El proceso de percibir olores mediante el sentido del olfato conlleva la interacción de las moléculas volátiles con proteínas receptoras sensibles a la estructura de la molécula olorosa en cuestión. Si esta es quiral, es lógico pensar que el proceso de percepción olfativa sea sensible a su lateralidad (es

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decir, a su estructura tridimensional y a cómo encaje en los receptores proteicos asimétricos del olor). No os costará adivinar a estas alturas quién fue el primero que sugirió la influencia de la quiralidad en el olfato. Efectivamente: fue Pasteur. El clásico ejemplo de sustancia quiral que produce distintas sensaciones olfativas en función de su configuración absoluta es la carvona (apéndice X): el enantiómero (R) huele a hierbabuena, mientras que el (S) huele a comino (teniendo cada enantiómero su receptor proteico específico). También se cita en numerosas ocasiones el ejemplo del (+)- y (–)-limoneno (apéndice Y), aduciendo que el primero provoca el aroma de las naranjas y el segundo el del limón. Dicha asociación quiral es en este caso errónea, pues es consecuencia de impurezas en los procesos de síntesis de ambos enantiómeros: en realidad, ambas frutas contienen (+)-limoneno, que provoca el olor a limón, mientras que el (–)-limoneno huele a pino. En otras ocasiones, la diferencia entre los enantiómeros se refleja en la sensibilidad para advertir el olor, más que en el tipo de olor en cuestión. Tal es el caso de la nootkatona (apéndice Z), sustancia que produce el característico olor del pomelo: la diferente lateralidad se manifiesta en el umbral de sensibilidad del olor, que es unas 2.000 veces superior para el enantiómero dextrógiro. Por supuesto, el estudio de la relación entre la estructura espacial de las moléculas causantes del olor y la percepción olfativa resulta de particular importancia en la industria del perfume. Dichas relaciones son, no obstante, difíciles de establecer, en parte debido a la naturaleza subjetiva de la percepción del olor. Existe una gran incertidumbre en la sensación olfativa, especialmente en términos de sensibilidad: la misma molécula en la misma concentración puede ser percibida por unas personas y no causar ninguna sensación en otras (mi umbral de olor es sensiblemente inferior al de Bea; en frecuentes ocasiones me pregunta sorprendida: “Pero ¿¡es que no lo hueles!?”).

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Estrechamente conectado con el sentido del olfato está el del gusto, en numerosas ocasiones actuando de manera complementaria, como habrán comprobado al enfrentarse a un buen plato de comida —bien lo ilustra la expresión “huele que alimenta”—. Tradicionalmente existían cuatro tipos de sabores: dulce, salado, ácido y amargo, a los que recientemente se ha añadido el umami, identificado en 1908 por el profesor japonés Ikeda, y cuyo nombre procede de la unión de umai (delicioso) y mi (sabor). El sabor umami está íntimamente relacionado con un compuesto químico quiral, el monoglutamato sódico (apéndice AC), que al ser una sal derivada del aminoácido glutámico presenta un centro estereogénico con configuración L. Este compuesto presenta un fuerte sabor que se encuentra de forma notoria en el jamón ibérico, así como en las anchoas en salazón, la salsa de soja o los espárragos; de hecho, se emplea como aditivo en la cocina y puede adquirirse en supermercados. Por el contrario, su alter ego D carece de sabor. No solo el glutámico, sino que varios de los L-aminoácidos muestran un cierto sabor umami que no presentan sus reversos. El dipéptido L-asp-L-pheOMe, más conocido como aspartamo, es un importante edulcorante con un poder endulzador 200 veces superior al del azúcar, lo que lo convierte en un producto de gran valor comercial. Su enantiómero con aminoácidos D, sin embargo, tiene un sabor amargo. A su vez, las variantes D de algunos otros aminoácidos como el triptófano, fenilalanina, tirosina, leucina o asparagina tienen un sabor dulce —de nuevo se revela el poder atractivo del reverso tenebroso—, mientras que sus ordinarios hermanos L presentan sabor amargo o neutro. La sutileza de esta interrelación entre la percepción sensorial y la quiralidad pone de nuevo de manifiesto lo intrincado del fenómeno de reconocimiento molecular asimétrico entre sustratos estimuladores y receptores proteicos. Una interesante historia que ilustra la relación entre quiralidad y sentido del gusto está protagonizada por el sabor

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dulce asociado a los hidratos de carbono o azúcares (llamados así, de hecho, por su propiedad edulcorante). El doctor Gilbert Levin, mientras trabajaba para la NASA en el desarrollo de experimentos para probar la existencia de vida en Marte, ideó un método que comportaba el uso de nutrientes marcados radiactivamente para detectar la presencia de microorganismos en muestras de suelo de Marte. En concreto, la posible vida marciana se revelaría a través del metabolismo de dichos nutrientes. La idea era poner en contacto una muestra del suelo extraterrestre con los nutrientes radiactivos de modo que, si existiera vida, esta los procesaría dando lugar a dióxido de carbono radiactivo como producto resultante del proceso metabólico, que podría ser detectado con un contador Geiger. Levin era consciente de la quiralidad asociada a la vida —al menos a la vida terrestre, con su exquisita preferencia por los azúcares diestros—. No obstante, Levin consideraba que no había razón por la que se debiera excluir la existencia de vida imagen especular en Marte que funcionara a partir de los gemelos zurdos de los azúcares. Por este motivo, Levin preparó ambas formas enantioméricas de un azúcar común, la lactosa, con el fin de asegurarse de no pasar por alto ninguna forma posible de vida asimétrica en el planeta vecino. El experimento de Levin fue llevado a cabo en la sonda Viking 1, en 1969, y dio positivo en la detección de dióxido de carbono radiactivo… ¡Sugiriendo la existencia de vida en el planeta! Desafortunadamente, otros experimentos alternativos dieron resultado negativo, concluyéndose que el ensayo de Levin podía haber resultado un falso positivo debido a la presencia de agentes oxidantes inanimados en el suelo marciano que provocaran la misma transformación química (aunque no biológica). No obstante, en un episodio de serendipia científica, a pesar del fracaso de la prueba de vida marciana, la producción de los enantiómeros L de los azúcares llevó a plantear la posibilidad de emplearlos como edulco­­ rantes artificiales con una significativa ventaja: al tratarse del

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enantiómero no-biológico, no sería procesado por nuestro metabolismo dependiente de D-azúcares, y por tanto no engordaría. En efecto, se demostró que dichos enantiómeros, en concreto la L-sacarosa —cuyo gemelo diestro constituye el azúcar de mesa que todos empleamos, la D-sacarosa (apéndice AA)— tiene también un sabor dulce, y así podríamos hablar de un azúcar light (a pesar de lo discordante del término). El principal inconveniente que impide el desarrollo industrial de estos edulcorantes es el alto coste asociado a la fabricación de L-azúcares al no tratarse de productos naturales (no están incluidos en la despensa del chiral pool). De hecho, a pesar de su búsqueda de L-edulcorantes, finalmente fue un azúcar D el que otorgó el éxito a Levin: la D-tagatosa (apéndice AB), de estructura similar a la L-fructosa y con una ruta metabólica diferente a la D-glucosa, lo que hace que apenas afecte a los niveles de esta última en sangre. En efecto, la D-tagatosa presenta un 92% de la capacidad edulcorante de la sacarosa, pero solo el 38% de calorías; así, la FDA aprobó su comercialización como aditivo alimenticio en 2003. Una vez más, se demuestra la importancia de la quiralidad en el sector de la industria química, en este caso en la industria alimentaria.

Quiralidad y comunicación química Gracias a la sofisticación de nuestro órgano más complejo, el cerebro, la principal forma de comunicación de los seres humanos es a través del lenguaje (que es exclusivo de nuestra especie), mientras que nuestra principal forma de interacción con el entorno es a través de los sentidos de la vista y el oído. Por el contrario, muchas especies animales hacen uso de la producción y detección de moléculas funcionales como principal forma de comunicación. Las feromonas son sustancias químicas segregadas por los seres vivos, en concreto por muchos tipos de animales y

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plantas, cuya liberación en el entorno provoca una respuesta en el comportamiento de otros individuos de la misma especie. En particular, la principal finalidad de la comunicación química a través de feromonas es la atracción sexual, con los consiguientes fines reproductivos en el inherente afán vital de supervivencia asociado a cualquier organismo. Algunos tipos de mariposas, como los machos de Saturnia pyri, son capaces de detectar el olor de la hembra a 20 kilómetros de distancia. También se usan las feromonas para indicar señales de alarma o para atraer presas o repeler depredadores, y son especialmente frecuentes entre insectos. La quiralidad juega un papel fundamental en el reconocimiento químico asociado a las feromonas, como el profesor japonés Kenji Mori demostró con sus estudios pioneros de estas sustancias en insectos. Por ejemplo, el enantiómero (+)-brevicomina (apéndice AD) atrae fuertemente a los machos del escarabajo occidental del pino, mientras que su reverso levógiro no produce ningún efecto. En ocasiones, el estímulo es producido no por uno de los enantiómeros por separado, sino por la mezcla racémica, como la feromona sulcatol (apéndice AE) del escarabajo Gna­­ thotrichus sulcatus. En otros casos, como el del escarabajo japonés Popillia japonica, el enantiómero estimulante es el (R)japonilura (apéndice AF), mientras que el (S) inhibe su efecto y, por tanto, la mezcla racémica no promueve ninguna respuesta. Otro curioso ejemplo es el de la mosca del olivo, cuya hembra produce ambos enantiómeros de la feromona olean (apéndice AG), siendo el macho excitado por la presencia del enantiómero (R) y la hembra por el (S). Del mismo modo, el enantiómero (S) de la 5-metil-2-heptanona (apéndice AH), producida por la hembra del gusano Nereididae, activa al macho y, complementariamente, el enantiómero (R) producido por el macho hace lo propio con la hembra — ­ hay especies que se complementan envidiablemente—. En otras ocasiones, distintas especies usan diferentes enantiómeros, como el (+)-ipsdienol (apéndice AI) que usa el escarabajo Ips

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paraconfusus, y el enantiómero (–) del mismo, que usa el Ips caligraphus. De nuevo, el conocimiento detallado de la influencia de la quiralidad de las feromonas constituye una información muy valiosa a la hora de desarrollar métodos de control de plagas cada vez más efectivos y respetuosos con el medio ambiente, bien atrayéndolos para atraparlos o bien alterando el comportamiento de apareamiento mediante una alteración del efecto de dichas feromonas. Por ejemplo, se ha comprobado que solo el enantiómero puro (R)-japonilura funciona con eficacia para atrapar al escarabajo japonés, siendo así como se comercializa. También las plantas advierten diferencias asimétricas durante su crecimiento, reconociendo moléculas quirales como reguladores de crecimiento donde generalmente uno de los enantiómeros presenta una actividad sensiblemente mayor. Por ejemplo, en el ácido α-fenoxipropiónico (apéndice AJ), el enantiómero (R) presenta una mayor actividad herbicida, lo que manifiesta, una vez más, la importancia de la quiralidad en la industria agroalimentaria.

A lo mejor la leche del espejo no es buena para beber… Nuestro recorrido por el funcionamiento asimétrico de la vida de este capítulo ha demostrado la fundamental implicación de la quiralidad en los seres vivos, debido precisamente a la homoquiralidad de los compuestos moleculares asociados a la vida. Resulta crucial, por tanto, la pregunta que el clarividente Lewis Carrol, a través de su brillante personaje de Alicia, se haría en referencia a si la leche en ese mundo invertido al otro lado del espejo sería buena para su gato Mino: “¿Te gustaría vivir en la Casa del Espejo, Mino? ¿Tú crees que te darían leche allí? A lo mejor la leche del espejo no es buena para beber…”. Efectivamente, la siempre intuitiva

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Alicia acertó de pleno al formularse dicha pregunta, pues varios de los componentes de la leche, en concreto proteínas como la caseína y azúcares, son compuestos quirales cuya configuración sería invertida al franquear el mundo al otro lado del espejo. En este mundo paralelo, al contener la leche los reversos D-aminoácidos y L-azúcares, estos no serían metabolizados por nuestras proteínas “normales” (constituidas por L-ami­­ noácidos). Así, estos invertidos nutrientes pasarían sin pena ni gloria por nuestro organismo, sin aportar energía alguna (quizá causando algún trastorno diarreico como efecto secundario). No obstante, si asumimos que el cruce de Alicia y su gato a través del espejo también provocaría una inversión de todos los componentes biomoleculares quirales de sus organismos (en particular de sus L-aminoácidos y D-azúcares), entonces las interacciones diastereoméricas resultantes de la doble inversión especular (de la leche y del ser vivo) permanecerían inalteradas, y por tanto cabría esperar un proceso metabólico similar al de nuestro mundo a este lado del espejo. De hecho, esta reflexión nos conduce a una interesante y fascinante pregunta que ya salió a colación anteriormente: ¿podría la vida imagen especular, es decir, basada en D-aminoácidos y L-azúcares, funcionar de la misma manera que la vida terrestre que conocemos? Y si es así, ¿por qué la vida —al menos la que conocemos en nuestro planeta azul— se decantó de manera tan drástica por la configuración actual y no la inversa? Para reflexionar sobre esta trascendental cuestión os invito a acompañarme en el último capítulo en una travesía desde lo más pequeño (las partículas subatómicas y el mundo cuántico) hasta el inabarcable universo gobernado por la relatividad de Einstein, navegando por nuestro sistema solar a bordo de la sonda espacial Rosetta y su compañero Philae para tratar de desenmascarar el críptico misterio del origen de la homoquiralidad en la vida, confiando en que el faraónico nombre de la sonda resulte premonitorio para descifrar oscuros enigmas asimétricos —como lo fue con la escritura jeroglífica—.

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CAPÍTULO 4

Origen de la homoquiralidad: casualidad o imperativo cósmico

“Dios no juega a los dados con el Universo”. A. Einstein

Arthur Clarke, científico, escritor y divulgador británico mundialmente conocido por su novela 2001: una odisea espacial, de la que fue también coguionista en la película homónima de Kubrick, escribió en 1950 un relato corto de ciencia ficción llamado The reversed man (el hombre invertido), más conocido por su título posterior Technical Error (error técnico). En su futurista trama, Richard Nelson, trabajador de una planta energética que aprovecha la superconductividad, es “lateralmente invertido” como consecuencia de un cortocircuito. De repente, al igual que le ocurrió a Alicia al atravesar el espejo, Nelson observa que todo está igual, pero al revés: su alianza está en la mano equivocada y las monedas y su diario contienen palabras ilegibles, como si el mismo Da Vinci las hubiese escrito. Pero lo más grave es que Nelson comienza a desfallecer, pues la comida normal que toma no le aporta los nutrientes y energía necesarios para su supervivencia. Al investigar el incidente, el jefe científico de la estación descubre que, debido a ese fallo eléctrico, Nelson ha trascendido a una cuarta dimensión y que al regresar al mundo tridimensional lo hace invertido, habiendo sido transformado en su imagen especular —al igual que un objeto quiral en dos dimensiones

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como una espiral puede transformarse en su imagen especular si lo volteamos a través de la tercera dimensión—. Al identificar el problema, un profesor químico de la estación prepara alimentos invertidos con los nutrientes necesarios (D-aminoácidos y L-azúcares) para que Nelson pueda sobrevivir. Sin querer desvelar más de la trama, este relato plantea una interesante cuestión que ya hemos tratado de soslayo a lo largo del libro: la posibilidad de que exista vida imagen especular de la nuestra. Obviamente, como le sucedió a Nelson, esta sería inviable en nuestro planeta, puesto que, como vimos en el capítulo anterior, las proteínas invertidas no serían capaces de procesar los nutrientes en un mundo L-dominante (en términos de aminoácidos) como el nuestro. Sin embargo, a priori no existe motivo alguno por el que no pudiera existir vida (especular) basada en D-aminoácidos y L-azúcares, siempre y cuando existieran nutrientes adecuados para su supervivencia en el entorno. De hecho, en una investigación reciente se han conseguido sintetizar artificialmente D-aminoácidos y, a partir de estos, una enzima proteica que es imagen especular de la correspondiente con L-aminoácidos; en concreto, este hito se ha logrado para el caso de una proteasa del virus del sida. En efecto, dicha enzima imagen especular era capaz de realizar su función biológica —trocear cadenas de aminoácidos—, pero actuando exclusivamente sobre su variante D, lo que sugiere que una vida imagen especular en principio sería factible. Entonces, si dicha vida imagen especular es viable y ambos enantiómeros de los compuestos quirales son igualmente estables y probables, ¿por qué la naturaleza se decantó de manera tan exquisita por la vida basada en L-aminoácidos y D-azúcares, al menos en nuestro planeta? ¿Fue fruto de una mera casualidad o existe un imperativo cósmico detrás? ¿Tenía razón Einstein al afirmar que Dios —o en este caso la selección natural a través de la evolución química o biológica— no juega a los dados? Este

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dilema pervive como una de las más fascinantes cuestiones pendientes de resolver en ciencia, de un interés formidable y de trascendental relevancia en el origen de la vida, si bien, parafraseando a Churchill, constituye un “acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma”.

Homoquiralidad: ¿azar o necesidad universal? Al enfrentarnos con el misterio sobre el origen de la homoquiralidad en la vida terrestre se plantea una primera cuestión: ¿existe un motivo último para dicha selección, una necesidad inexorable? Si la respuesta es negativa, nos referimos a las teorías basadas en la casualidad o el azar, idea que a los científicos no nos resulta demasiado atractiva, pues nos gusta tener control sobre los experimentos y que generen siempre los mismos resultados al reproducirlos, no dejando que el azar nos gobierne. En efecto, no se puede descartar la posibilidad de que pequeños desequilibrios estocásticos en la abundancia de uno y otro enantiómero pudieran constituir el germen quiral a partir del cual, con la ayuda de procesos de amplificación, se pudiera inducir la homoquiralidad necesaria para el advenimiento de la vida. Si esto fuera así, la vida basada en L-ami­­ noácidos que conocemos no sería imperativa, sino que de existir vida en otros lugares del universo —cosa que los astrobiólogos ven como altamente probable—, esta podría estar basada con la misma probabilidad en los reversos D-ami­­noácidos (asumiendo que dicha vida extraterrestre estuviera asentada también sobre este tipo de compuestos quirales). En este sentido, nuestra vida terrestre basada en L-aminoácidos podría considerarse un mero accidente congelado fruto de un azaroso desequilibrio enantiomérico, condenado a la eternidad en nuestro planeta por las ventajas bioquímicas de la homoquiralidad. Sin embargo, como científico que soy me cuesta admitir la trascendencia del azar en el devenir de algo tan complejo y

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fascinante como es la vida, y tiendo más a buscar una razón última para tan ardua y esencial tarea como es concebir un caldo de cultivo homoquiral —esa pequeña charca de agua templada que mencionaba Darwin, generadora de vida—. Las teorías que infieren que sí existió una razón última para la selección homoquiral se denominan “deterministas”, y sugieren que debió de concurrir algún tipo de influencia quiral primordial a partir de la cual se generó un mínimo desequilibrio en la proporción de los enantiómeros de compuestos quirales. Dicho desequilibrio, al igual que si hubiera sido causado por el azar, debió de amplificarse por diversos mecanismos para alcanzar la homoquiralidad. Al contrario que en las teorías estocásticas, si en efecto existe un motivo último para la selección preferente de los L-aminoácidos, la potencial vida existente en otros planetas debería reflejar una quiralidad equivalente a la de nuestro lugar del universo, siempre y cuando el origen de la influencia quiral primaria fuese el mismo. Fue de nuevo Pasteur, fascinado por la pugna entre la simetría de la materia inerte y la asimetría de la materia viva, el primero que reflexionó sobre el origen de la homoquiralidad biológica, convencido de que si lo descifraba sería capaz de comprender el secreto de la propia vida. Pasteur propuso la existencia de algún tipo de influencia asimétrica en el universo, cerca de nuestro planeta simiente de vida, que provocara un desequilibrio quiral inicial. En sus propias palabras, “la vida, tal como se nos manifiesta, es una función de la asimetría del universo y de las consecuencias de este hecho. Puedo incluso imaginar que todas las especies vivas son, primordialmente, tanto en su estructura como en su aspecto externo, funciones de la asimetría cósmica”. Sin embargo, en esta ocasión Pasteur no fue capaz de demostrar la existencia de tal asimetría universal, a pesar de sus insistentes esfuerzos con experimentos más o menos extravagantes: en una ocasión sometió a una planta a un sol invertido que salía por el oeste y se ponía por el este gracias a un complejo juego de espejos y relojes, tratando

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inútilmente de alterar la asimetría de los productos naturales resultantes. No obstante, sus especulaciones no iban desencaminadas, como veremos más adelante. Aunque podría escribirse un tratado sobre las teorías del origen último de la biohomoquiralidad, dada la restricción de espacio de este libro, así como mi limitado conocimiento y comprensión del tema —de marcado carácter multidisciplinar, con un fuerte componente de física teórica que en ocasiones cuesta interpretar—, me centraré en las dos teorías deterministas que parecen más plausibles a la par que fascinantes y que no pueden dejar de ser al menos mencionadas en un libro que versa sobre quiralidad. Curiosamente, al igual que las dos grandes teorías desarrolladas en el siglo XX para comprender el funcionamiento de todo (la teoría cuántica, que describe lo más pequeño; y la de la relatividad, que rige lo más grande y veloz), asimismo, las dos principales teorías sobre el origen de la homoquiralidad involucran a lo más pequeño (las partículas fundamentales constituyentes de la materia y las fuerzas que las rigen) y a lo más grande (los viajes espaciales a bordo de cometas y la existencia de influencias quirales en distintos rincones del universo). Existen también otras posibles influencias quirales, como el efecto magnetoquiral, que podrían también promover desequilibrios enantioméricos, si bien no serán explicados por la limitación de espacio y su complejidad4.

Asimetría del universo de materia La primera de las teorías sobre el origen de la homoquiralidad surge a raíz de uno de los mayores descubrimientos científicos del siglo XX, y desde luego el que más desconcertó a los físicos: la caída de la paridad (simetría izquierda-derecha) en 4.  Se puede encontrar bibliografía recomendada sobre este asunto al final del libro.

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las interacciones de la fuerza nuclear débil. Los físicos adoran la simetría y están constantemente escudriñando el cosmos buscando relaciones de simetría en las fuerzas que gobiernan el funcionamiento de todo: la gravedad, la fuerza nuclear fuerte, la fuerza nuclear débil y la fuerza electromagnética. Hasta mediados del siglo pasado, los físicos aseveraban que todas estas fuerzas cumplían la llamada conservación de la paridad —que es la propiedad que describe el efecto de invertir cualquier partícula o fuerza (es decir, convertirla en su imagen especular) intercambiando izquierda por derecha—. Si un proceso físico permanece inalterado al convertirlo en su imagen especular, se dice que el proceso conserva la paridad. En efecto, la conservación de la paridad se había comprobado en numerosas ocasiones para la fuerza electromagnética —que mantiene los átomos y moléculas— y la fuerza nuclear fuerte —que mantiene los núcleos atómicos—. Sin embargo, en 1956 dos jóvenes físicos teóricos de la Universidad de Columbia, Tsung-Dao Lee y Chen Ning Yang, propusieron que tal conservación de la paridad asociada a las fuerzas electromagnéticas y nuclear fuerte no tenía por qué regir en los procesos controlados por la fuerza nuclear débil —responsable de fenómenos como la desintegración radiactiva—. Tan solo un año después, la científica Chien-Shiung Wu y su equipo demostraron, de hecho, la caída de la paridad —como se vino a llamar— durante el decaimiento β de núcleos de 60Co en un experimento que marcó un hito en la historia de la ciencia. En él, los núcleos radiactivos de 60Co, alineados gracias a la aplicación de fuertes campos magnéticos y gélidas temperaturas que minimizaban las vibraciones atómicas, promovían la desintegración β de un neutrón transformándose en un protón, un electrón y un elusivo antineutrino, proceso gobernado por la fuerza nuclear débil. El equipo de Wu observó que los electrones emitidos no tenían la misma intensidad en la dirección paralela o antiparalela al campo magnético, es decir, en la misma dirección del campo o en la opuesta

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(o en palabras más simples, hacia arriba o hacia abajo). Esta diferencia constituía una prueba irrefutable de la caída de la paridad: se emitían más electrones desde el polo sur que desde el norte de los átomos de 60Co, convirtiéndolo en un proceso asimétrico y, por tanto, no superponible con su imagen especular. Tal extraordinaria observación demostraba la quiralidad de dichos procesos asociados a la fuerza nuclear débil y la preferencia del electrón por una determinada lateralidad, o, en palabras de Asimov, que “el electrón es zurdo”. La caída de la paridad en las interacciones débiles le valió el premio Nobel de Física a Lee y Yang en 1957, aunque lamentablemente el comité no reconoció la imprescindible labor de la científica Wu. Quedaba así demostrado que las partículas fundamentales que constituyen nuestra materia son quirales y presentan una lateralidad definida. Ahora bien, si los electrones son quirales, ¿cuáles serían sus imágenes especulares? Sin querer entrar en detalles de física teórica, los físicos consiguieron mantener su anhelada condición de simetría al combinar la transformación de la paridad (inversión espacial, P) con la de la carga (inversión de la carga, C, cambiando la carga positiva en negativa y viceversa), y, en ocasiones, con la propiedad temporal (T) (invirtiéndolo en una y otra dirección, a lo Regreso al futuro, por más extravagante que esto suene). Así, la aplicación de la inversión combinada CP a los electrones —zurdos y con carga negativa— daría lugar a sus equivalentes de antimateria, la misma partícula, pero con opuesta carga (los positrones), equivalentes en todo a los electrones salvo que serían diestros y con carga positiva. De hecho, esta asimetría fundamental no se limitaba a los raros eventos asociados a la fuerza nuclear débil como las desintegraciones radiactivas. Debido a la unificación de la fuerza electromagnética con la nuclear débil —lo que se denominó “fuerza electrodébil”—, dicha asimetría trasciende a los átomos, que también se convierten en asimétricos y, en consecuencia, a las moléculas que forman.

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Asumo que estos conceptos son complejos de comprender, así que intentaré retomar un lenguaje más asequible para comprender las implicaciones fundamentales de esta asimetría de la materia en lo que concierne a la homoquiralidad biomolecular. Debemos pues redefinir la condición de enantiómeros como objetos resultantes de la reflexión especular (P, paridad) y combinarla con la inversión materia/antimateria (es decir, inversión de carga): como consecuencia de la caída de la paridad, el enantiómero real de un L-aminoácido construido a base de materia (es decir, electrones y protones) sería un D-aminoácido construido con antimateria (positrones y antiprotones). Pues bien, por motivos que aún no se terminan de comprender, nuestro universo está constituido mayoritariamente por materia como consecuencia de un minúsculo desequilibrio entre la cantidad de materia y antimateria en los primeros instantes de existencia tras el Big Bang. Dicha preferencia ancestral por la materia con sus electrones zurdos hizo que el universo sea asimétrico, como había vaticinado Pasteur. ¡Cuánto hubiera disfrutado el francés de este descubrimiento! La caída de la paridad implica que los enantiómeros D y L de los aminoácidos ya no son energéticamente equivalentes —empleando el término enantiómero en su definición original, donde solo invertimos en el espejo, pero manteniendo la carga, es decir, su constitución a base de materia—. De hecho, la energía de los L- y D-aminoácidos (ambos hechos de materia) no es exactamente igual (solo sería igual si los L-aminoácidos fueran de materia y los D-aminoácidos de antimateria). Dicha diferencia de energía se denomina PVED (por sus siglas en inglés, parity violation energy difference, [diferencia de energía debida a la caída de la paridad]). Por supuesto, al no ser igualmente estables los L- y D-aminoácidos de materia, los físicos enseguida advirtieron la posible relevancia de la PVED en el origen de la biohomoquiralidad y se

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afanaron en calcular estas diferencias de energías para distintos aminoácidos. En efecto, los investigadores quedaron entusiasmados al reconocer una ligerísima mayor estabilidad de la forma L de los aminoácidos y de la forma D de los azúcares, ambas lateralidades que la vida había seleccionado en su devenir biológico. Resulta muy tentador vincular la asimetría del universo asociada al triunfo de la materia en su épica batalla contra la antimateria en el principio de los tiempos, con la gloriosa conquista de la vida por parte de los L-aminoácidos y D-azúcares. No obstante, los valores de PVED calculados teóricamente son tan extremadamente minúsculos, del orden de 10-38 J —lo que estadísticamente supondría que en 1018 moléculas habría una más de la forma L—, que cuesta imaginar que tal insignificante desbalance enantiomérico pudiera ser amplificado hasta un caldo primigenio homoquiral, a pesar de cualquier mecanismo superlativamente eficaz de amplificación quiral. Para hacernos una idea, una parte en 1018 equivaldría a aumentar en una diezmilésima de milímetro la distancia de la Tierra al Sol (150 millones de kilómetros). Por otro lado, estos resultados que sugieren esa ínfima mayor estabilidad de los L-aminoácidos y D-azúcares son controvertidos y están en debate, puesto que dependen en buena medida de la conformación, es decir, de la estructura tridimensional en que se pliegue la molécula en el espacio —lo que dependerá de muchos condicionantes ambientales—, así como del método de cálculo teórico empleado. En cualquier caso, de ser cierto este origen, el mensaje quiral impreso en la biohomoquiralidad estaría codificado en las mismísimas partículas fundamentales de la materia que componen el universo y, por tanto, cabría esperar la misma lateralidad en todo nuestro universo de materia. En consecuencia, de encontrar vida extraterrestre, esta tendría que estar invariablemente basada en L-aminoácidos, a no ser que se hallara en un mundo de antimateria, donde cabría esperar encontrar los tenebrosos D-aminoácidos.

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Origen extraterrestre de la homoquiralidad Una teoría alternativa propuesta para el advenimiento de la homoquiralidad sugiere un origen extraterrestre. En este caso, al igual que la teoría de la panspermia formulada originalmente por el filósofo Anaxágoras y apoyada por Arrhenius, Kelvin y Crick, se traslada el problema del origen de la quiralidad al espacio exterior, donde se pueden dar condiciones que no podrían tener lugar en nuestro planeta. Esta teoría parte del trascendental experimento de Stanley Miller y Ha­­ rold Urey, de 1953, sobre la formación abiótica de aminoácidos a partir de una mezcla de gases y una fuente de energía. De la misma manera, los aminoácidos se pueden generar en el espacio a partir de distintas radiaciones electromagnéticas procedentes de variados fenómenos cosmológicos, posiblemente catalizado por partículas de polvo espacial. De hecho, se proponen tres posibles orígenes para los aminoácidos terrestres: 1) formados en la atmósfera primitiva de la Tierra; 2) en sistemas hidrotermales terrestres; o 3) en las profundidades del espacio sobre el polvo cósmico. En ausencia de una influencia quiral, los aminoácidos se obtienen como mezcla racémica de sus enantiómeros, como observó Miller en los productos que obtuvo en su caldo primigenio artificial terrestre. Sin embargo, es posible que en el espacio exterior confluyan una serie de fenómenos físicos que puedan generar una influencia quiral, la cual pueda potencialmente promover un cierto enriquecimiento en uno de los enantiómeros de los aminoácidos, y así un exógeno germen de asimetría. En el capítulo 2 vimos que la luz puede estar linealmente polarizada al hacerla pasar a través de cristales polarizadores. Bajo determinadas circunstancias, la radiación electromagnética puede estar también circularmente polarizada, con la oscilación del campo eléctrico cambiando de di­­rección de manera rotativa, lo que induce un movimiento he­­licoidal que,

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como ya sabemos, es quiral y puede ser a la derecha o a la izquierda. Así, la luz circularmente polarizada (CPL, por sus siglas en inglés) puede ser L o D, y las moléculas quirales pueden absorber con diferente intensidad esta radiación en función de su lateralidad. Esta distinta absorción de CPL por los enantiómeros de una sustancia quiral constituye la base de la técnica analítica del dicroísmo circular y pudo tener una implicación fundamental en la ruptura de la simetría durante la formación de aminoácidos, generando un desequilibrio enantiomérico primigenio. La absorción de radiación UV de una determinada longitud de onda por parte de las moléculas puede promover una fotodegradación de las mismas. En última instancia, si existe una fuente de luz circularmente polarizada con mayor intensidad en una de sus variantes asimétricas (L o D), esta podría ser absorbida preferentemente por uno de los enantiómeros de un compuesto quiral, lo que daría lugar a una degradación preferente de dicho enantiómero y, por tanto, a un enriquecimiento en el otro enantiómero, menos sensible a esa luz asimétrica. Así, este mecanismo podría hacer que los aminoácidos originalmente en forma racémica, presentes en el polvo cósmico, cometas o asteroides del espacio, situados en las cercanías de alguna fuente de CPL con una lateralidad preferente, pudieran ser fotodegradados asimétricamente, enriqueciendo la mezcla en la forma L del aminoácido en cuestión que absorbería menos radiación, mitigando su degradación y sobreviviendo, por tanto, en mayor proporción. Cuanto mayor fuese la exposición de dichas moléculas quirales a la fuente de radiación CPL, mayor sería el enriquecimiento en uno de los enantiómeros, si bien también es cierto que menor sería la cantidad total de molécula que sobreviviría. Las estimaciones sugieren que este mecanismo de fotodegradación asimétrica asistida por CPL podría llegar a dar lugar a excesos de 55:45 de uno y otro enantiómero, lo que equivale a un exceso enantiomérico del 10%. Estos

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compuestos quirales infundidos con un cierto desequilibrio enantiomérico podrían haber viajado hasta nuestro planeta a bordo de meteoritos que nos bombardeaban continuamente, especialmente en los primeros periodos de la historia de nuestro sistema solar durante el llamado “bombardeo intenso tardío” hace entre 4.500 y 3.800 millones de años. Dicha siembra espacial constituiría un germen de quiralidad que podría ser posteriormente amplificado, desencadenando el inicio de la asimétrica era biológica. Trascendental en este contexto fue la caída en 1969 del meteorito Murchison en Australia, cien kilómetros al norte de Adelaida, perteneciente a la familia de las condritas carbonáceas, características por su elevado contenido en materia orgánica. Los investigadores del origen de la vida quedaron atónitos al detectarse en este meteorito, entre una gran cantidad de compuestos orgánicos, al menos 92 aminoácidos, de los cuales 19 correspondían a aminoácidos asociados a la vida en la Tierra. Más trascendental aún fue la observación de que estos no se encontraban en forma racémica, sino que presentaban un cierto desequilibrio enantiomérico. ¿Imagináis cuál de las dos variantes quirales de los aminoácidos estaba enriquecida? Efectivamente, igual de estupefactos quedaron los investigadores al detectar una mayor presencia de aminoácidos L en el meteorito, cuyo exceso dependía del aminoácido en cuestión, pero que podía ser de hasta un 15%, si bien era algo menor en los aminoácidos más comunes. Asimismo, se determinaron también ciertos excesos de L-aminoácidos en el meteorito Murray que cayó en Kentucky en 1950. El descubrimiento de estos desequilibrios asimétricos conllevaba la provocativa posibilidad de un origen extraterrestre de la homoquiralidad, donde aminoácidos enriquecidos en un enantiómero por influencias quirales exógenas habrían viajado a bordo de meteoritos a nuestro planeta. Dicha influencia quiral podría provenir de la emisión de CPL por parte de estrellas de neutrones, de enanas blancas, de la reflexión de

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nebulosas o de otros fenómenos cósmicos que pueden emitir ese tipo de luz con diferente lateralidad en una u otra dirección del espacio, pudiendo enriquecer uno u otro enantiómero en función de la dirección desde donde llegara la fuente de CPL. De hecho, los astrónomos han descubierto importantes emisiones de radiación CPL de una lateralidad dada en regiones de la nebulosa de Orión, donde están naciendo nuevas estrellas y donde se sabe que hay moléculas orgánicas que podrían haber sido asimétricamente fotodegradadas. En este caso, no existiría una quiralidad universal tejida entre los entresijos de la materia, sino que quedaría impresa en función de la región local del universo donde se fraguaran los aminoácidos con CPL de una determinada lateralidad, y que luego podrían viajar a bordo de cometas o meteoritos a los planetas rocosos para dispersar los gérmenes asimétricos de la vida. Podría, por tanto, existir vida tanto con L- como con D-ami­­ noácidos en función de la zona del universo donde nos encontráramos. No obstante, la fiabilidad de estos desequilibrios quirales de los aminoácidos del meteorito Murchison ha sido puesta en entredicho debido a una posible contaminación quiral durante su aterrizaje al entrar en contacto con nuestro planeta rebosante de L-aminoácidos. Por este motivo sería esencial viajar al espacio en busca de aminoácidos prístinos presentes en asteroides u otros cuerpos espaciales, y determinar in situ su posible desequilibrio enantiomérico, descartando así inequívocamente cualquier fuente de contaminación terrestre. Si se encontraran desequilibrios similares en favor de los L-aminoácidos, esto apoyaría la teoría de que el germen de quiralidad se habría sembrado en nuestro planeta durante el bombardeo masivo a través de cometas o meteoritos. En este sentido, la Agencia Espacial Europea lanzó el 2 de marzo de 2004 la sonda Rosetta con el objetivo de alcanzar el cometa 67P/Churiumov-Guerasimenko y enviar el módu­ ­lo de aterrizaje Philae a su superficie. Entre otros muchos, un

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objetivo del módulo sería tomar muestras de materia orgánica y analizarlas mediante el instrumento COSAC, que incluye un cromatógrafo quiral para determinar la presencia de desequilibrios enantioméricos. Tras una década de viaje, la sonda alcanzó las cercanías del cometa en agosto de 2014; tres meses más tarde, el 12 de noviembre, liberó el módulo Philae, que alcanzaría el cometa unas siete horas después. Debido a la escasa gravedad, el módulo disponía de unos arpones con los que anclarse a la superficie una vez acometizado. Des­­ graciadamente, los arpones no funcionaron correctamente, haciendo rebotar a un ingrávido Philae que finalmente se posó en otra zona del cometa bautizada como Abydos, a más de un kilómetro de la propuesta originalmente. Tras este accidentado aterrizaje, Philae puso en funcionamiento sus instrumentos, si bien la nueva localización impidió que recargara sus baterías al encontrarse en una zona con menor exposición a la luz solar. Por este motivo, el módulo solo permaneció operativo unos dos días antes de entrar en hibernación y, aunque en junio de 2015 despertó de su letargo y emitió señales, no volvió a recuperar su operatividad. En todo caso, a pesar de su convulsa existencia, Philae proporcionó datos esenciales acerca del origen de la vida, como desvelar la existencia de 16 compuestos orgánicos en el cometa, algunos de ellos de interés prebiótico al considerarse precursores de aminoácidos o bases nucleicas. Desafortunadamente, el instrumento COSAC solo reveló la presencia de un único aminoácido, la glicina, que por infortunios del destino resulta ser el único aminoácido proteico no quiral. Tampoco pudo obtener una muestra suficiente para analizar la composición enantiomérica de otros compuestos quirales, no pudiendo confirmar ni desmentir la presencia de desequilibrios quirales en el espacio exterior. No obstante, la relevancia de este tipo de misiones sigue vigente y se está pensando en llevar instrumentos de análisis quiral (MOMA y UREY) a Marte en la misión ExoMars.

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Procesos de amplificación quiral Sea como fuere, bien fruto del azar, de la asimetría intrínseca de las partículas fundamentales de la materia o de potenciales influencias quirales en el espacio exterior, los desequilibrios enantioméricos inducidos serían extremadamente pequeños y requerirían de algún tipo de proceso de amplificación quiral para alcanzar la ansiada homoquiralidad necesaria para el desarrollo biológico. ¿Cómo se puede propagar una ruptura inicial de la simetría, ese desequilibrio primigenio? Para entenderlo, propongo una analogía con una situación que me pasó hace un tiempo en una cena de gala de un congreso. Nos encontramos sentados en una mesa circular varios comensales, pró­­ ximos entre sí. Como tardan en servir la comida, nuestro estómago nos implora que le demos unas migajas de pan para saciarse mientras llega el primer plato. ¿Qué panecillo cogeremos, el de nuestra derecha o el de la izquierda? Si no conocemos el protocolo, tomaremos cualquiera de ellos. Lo interesante es que una vez que hayamos decidido el lado del panecillo que nos corresponde, el resto de comensales se verá obligado a elegir el mismo lado para que nadie quede sin su correspondiente ración. Así, una ruptura de simetría puntual —nuestra decisión de tomar el panecillo de un lado— se propaga a toda la mesa por un mecanismo de amplificación. Tal propagación de la asimetría puede ocurrir de manera similar a partir de pequeños desequilibrios iniciales de las moléculas quirales. El primer mecanismo de amplificación molecular quiral ya fue mencionado en el capítulo anterior y consiste en la mayor estabilidad estructural al formarse las macromoléculas funcionales (proteínas y ácidos nucleicos) a partir de un solo enantiómero de los aminoácidos o nucleótidos, ya que la inclusión de un tránsfuga distorsiona la estructura espacial global del sistema y lo desestabiliza. Así, la progresiva adición

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específica de un determinado enantiómero por parte del conjunto bioquímico en construcción supondrá un enriquecimiento de dicho enantiómero en la estructura y del opuesto en la disolución remanente. A su vez, es probable que la mayor estabilidad de la estructura helicoidal formada por unidades homoquirales la haga más resistente frente a la hidrólisis en el medio acuoso prebiótico, aumentando su supervivencia y, por tanto, sus posibilidades de sobrepasar la frontera de la vida. Otro mecanismo potencial de amplificación quiral es la autocatálisis asimétrica, propuesto en 1953 por el profesor F. C. Frank al concebir un modelo matemático para una reacción autocatalítica que podía explicar la amplificación de un pequeño desequilibrio enantiomérico hasta alcanzar la homoquiralidad. En el modelo, un enantiómero de un compuesto quiral actúa como catalizador de su propia formación a la vez que inhibe la formación del enantiómero opuesto a través del llamado “antagonismo mutuo”, donde, si reaccionan dos enantiómeros opuestos, estos se desactivan y pierden la capacidad de autorreplicación. Lo podremos comprender mejor con un sencillo ejemplo: imaginemos que tenemos tres moléculas de lateralidad L y dos de lateralidad D de un compuesto quiral (3L:2D). Al tener en nuestra mezcla L, L, L, D, D, si enumeramos todos los posibles emparejamientos que pueden tener lugar tendríamos: 3xLL, 6xLD y 1xDD. De estos, solo los emparejamientos homoquirales sobreviven (3xLL y 1xDD), mientras que las uniones heteroquirales (6xLD) desaparecen. El balance resultante sería (3L:1D), lo que conlleva un aumento del desequilibrio enantiomérico inicial. En efecto, la validez de este modelo teórico para alcanzar la amplificación quiral se demostró tiempo después en la llamada reacción de Soai, en la que el producto quiral de la reacción catalizaba la formación de más de sus mismos enantiómeros. En concreto, se observó para la alquilación de pirimidil-aldehídos con reactivos de dialquilzinc, consiguiendo amplificaciones desde un 0,1 a un 85% de exceso

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enantiomérico. Si bien esta reacción en particular no juega ningún papel en el marco del origen de la vida, pues sus condiciones son incompatibles con la sopa primigenia o cualquier escenario prebiótico acuoso, sí demuestra la viabilidad del concepto de amplificación quiral, propuesto por Frank, que conduzca a una senda de homoquiralidad. En todo caso, es probable que los distintos mecanismos de amplificación disponibles pudieran haber actuado de manera conjunta, posiblemente también asistidos por la presencia de superficies minerales catalíticas como las arcillas o, incluso, también por superficies minerales que pueden ser intrínsecamente quirales, como es el caso de los cristales de cuarzo, si bien estos existen en proporción racémica en la Tierra. En conclusión, si bien se han propuesto mecanismos plausibles tanto para la inducción de desequilibrios enantioméricos primigenios como para su evolución hasta la homoquiralidad, no existe hoy en día certeza ni consenso entre los científicos acerca de cuál o cuáles fueron los realmente involucrados en el devenir de la asimetría biomolecular. Lo único que parece fuera de toda duda es la necesidad imperativa de dicha homoquiralidad para la existencia de la vida, si bien el sendero hasta la misma se mantiene hermético…

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EPÍLOGO

Desde la habitación al otro lado del espejo…

Finaliza aquí nuestro viaje iniciado de la mano de Alicia al fascinante mundo al otro lado del espejo, en el que hemos desentrañado los misterios de la quiralidad en sus muy diversas dimensiones y manifestaciones: 1) desde las minúsculas partículas elementales de materia y su legendario triunfo sobre la antimateria para construir nuestro universo; 2) a las fuentes de luz circularmente polarizada en el espacio exterior potencialmente forjadoras de desequilibrios enantioméricos en moléculas orgánicas exógenas y sus viajes espaciales a nuestro planeta; 3) a la exclusiva selección por parte de la vida de los L-aminoácidos y los D-azúcares para su funcionamiento; 4) al ordenamiento asimétrico de los órganos en los seres humanos, con el valioso y frágil corazón desviado a la izquierda; 5) al funcionamiento compartimentado de los hemisferios derecho e izquierdo de nuestro cerebro; y 6) hasta a la predominancia de la condición diestra en una sociedad injusta con la minoría zurda. Tantos horizontes de quiralidad a tan distintas escalas invocan una última reflexión: ¿existe una íntima relación entre todos estos niveles de quiralidad?, ¿constituye nuestra condición de diestros la quintaesencia de la asimetría del universo construido a base de materia?

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Ya hemos visto que, aunque tentador, debido a las minúsculas diferencias energéticas de la PVED no está clara la asociación de la asimetría intrínseca del universo de materia, con sus electrones zurdos y su prevalencia frente a la antimateria, con la homoquiralidad biomolecular de la vida. ¿Qué hay de la transición al siguiente nivel, de la homoquiralidad de los ladrillos de la vida, los L-aminoácidos y D-azúcares y, en consecuencia de las proteínas y los ácidos nucleicos, a la la­­ teralidad de los seres humanos y su predominio por la condición diestra? De nuevo resulta tentador reivindicar tal aso­­ ciación; de hecho, se ha propuesto que la asimetría de las proteínas y su estructura helicoidal promueven un flujo direccional preferente en una dirección concreta de los compuestos químicos que determinan, durante la fase embrionaria, la colocación del corazón en el lado izquierdo. Dicha asimetría a su vez podría estar relacionada con el funcionamiento asimétrico de nuestro cerebro, cuyo hemisferio izquierdo, más sofisticado, controla nuestra exclusiva habilidad del lenguaje y la capacidad motora de nuestro lado derecho, lo que a su vez podría haber determinado nuestra condición preferente de diestros que define nuestra recta sociedad temerosa de lo siniestro. O puede que no exista dicha conexión y las asimetrías características de los diferentes horizontes de quiralidad sean consecuencias del azar o de otros enigmáticos mecanismos desconocidos por el momento. De hecho, la existencia de cierta variabilidad en la quiralidad al nivel macroscópico, manifestada por ejemplo en la existencia de diestros y, aunque en menor cantidad, también de zurdos, contrasta con la exquisita exclusividad homoquiral al nivel molecular, donde los constituyentes bioquímicos son únicamente L-aminoácidos y D-azúcares y, por tanto, es posible que no exista tal conexión quiral a los distintos niveles. ¿Existe vida extraterrestre? Aún no lo sabemos, aunque los expertos aseguran que es muy posible que sí. ¿Será una vida homoquiral que funcione de modo asimétrico? También

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es muy probable, dadas las claras ventajas asociadas a la homoquiralidad. ¿Estará dicha vida basada en L-aminoácidos y D-azúcares? Aún no hemos sido capaces de resolver esta cuestión y habrá que esperar a nuevas misiones espaciales que viajen a lejanos mundos para analizar los potenciales desequilibrios de compuestos orgánicos quirales extraterrestres, que nos guíen en nuestro intento por descifrar el origen de nuestra asimetría biomolecular. Por último, la más esotérica de las cuestiones: ¿existen mundos de antimateria construidos a partir del reverso de la materia —positrones, antiprotones y antineutrones— o el triunfo de la materia fue absoluto y definitivo? No parece que existan regiones de antimateria en nuestro universo observable, pues de ser así deberíamos detectar las consecuencias energéticas de la desintegración materia/antimateria en las fronteras entre ambas. Pero las posibilidades de la física en el universo son ilimitadas y la eventualidad de la existencia de universos paralelos propuesta por Hugh Everett permitiría la presencia de universos similares al nuestro, pero de antimateria, donde un antiyo, formado por D-aminoácidos y L-azú­­ cares, estaría concluyendo la escritura de un libro de divulgación sobre el omnipresente y trascendental fenómeno de la quiralidad, finalizando su última línea manuscrita con su mano izquierda en el lado izquierdo del papel mientras un antisol que descendiera al crepúsculo por el este regalaría sus últimos rayos resultado de las reacciones de fusión de sus núcleos de antihidrógeno. Sea como fuere, no deja de resultar sobrecogedor pensar que el código quiral que describe nuestra asimetría y lateralidad, y hace que nuestros tornillos tengan rosca a la derecha, pudiera proceder en último término de algún lejano rincón del universo bañado por la luz asimétrica procedente de una estrella de neutrones durante la llamada era química; o bien de lo más recóndito de la existencia, en el más insondable periodo posterior al Big Bang, cuando la materia venció en su

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decisiva batalla contra la antimateria durante la era cósmica, salvándose de su desintegración absoluta y permitiendo la formación de las galaxias y el desarrollo de la era biológica que condujo, de la mano de la evolución, a nuestra propia existencia para admirar la asimétrica belleza del universo.

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APÉNDICE

Estructura molecular de las distintas moléculas quirales mencionadas en el capítulo 3; se muestra el enantiómero más activo. En este tipo de dibujos de estructura molecular, los sustituyentes marcados con triángulos negros indican que sobresalen del papel hacia el observador y los marcados con triángulos rayados, hacia el interior. B

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AG AF

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Bibliografía

Alkorta, Ibon y Elguero, José (2009): “Chirality and Chiral Recognition”, en Jerzy Leszczynski y Manoj K. Shukla, Practical Aspects of Computational Chemistry, Springer, Heidelberg. Asimov, Isaac (2013 [1977]): El electrón es zurdo y otros ensayos científicos, Anaya, Madrid. Carrol, Lewis (2016 [1872]): Alicia a través del espejo (y lo que allí encontró), Akal, Madrid [versión comentada por Martin Gardner]. Close, Frank (2000): Lucifer’s legacy. The meaning of asymmetry, Dover Publications, Inc. Mineola, Nueva York. Fernández Fernández, Rosario (2015): Cuando las moléculas se miran en el espejo. Orígenes y consecuencias de la asimetría en el universo, Editorial Universidad de Sevilla, Sevilla. Gardner, Martin (2005): The new ambidextrous universe. Symmetry and asymmetry from mirror reflections to superstrings, Dover Publications, Inc. Mineola, Nueva York. Guijarro, Alberto y Yus, Miguel (2009): The origin of chirality in the molecules of life. A revision from awareness to the current theories and perspectives of this unsolved problem, RSC Publishing, Cambridge. Lough, W. John y Wainer, Irving W. (2002): Chirality in natural and applied science, Blackwell Science Ltd, Oxford. McManus, Chris (2002): Right hand, left hand. The origins of asymmetry in brains, bodies, atoms and cultures, Harvard University Press, Cambridge, Massachusetts. Meierhenrich, Uwe (2008): Aminoacids and the asymmetry of life, SpringerVerlag, Berlín Heidelberg. Riehl, James P. (2010): Mirror-image asymmetry: an introduction to the origin and consequences of chirality, John Wiley & Sons Inc., Hoboken, Nueva Jersey. Wagnière, Georges H. (2007): On chirality and the universal asymmetry. Reflections on image and mirror image, Verlag Helvetica Chimica Acta, Zúrich, y Wiley-VCH, Weinheim.

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Alberto Casas 101. La tabla periódica de los elementos químicos. José Elguero Bertolini, Pilar Goya Laza y Pascual Román Polo 102. La aceleración del universo. Pilar Ruiz Lapuente 103. Blockchain. D. Arroyo Guardeño, J. Díaz Vico y L. Hernández Encinas 104. El albinismo. Lluís Montoliu 105. Biología cuántica. Salvador Miret Artés 106. Islam e islamismo. Cristina de la Puente 107. El ADN. Carmen Mora Gallardo y Karel H. M. van Wely 108. Big data. David Ríos Insuay David Gómez-Ullate Oteiza 109. Verdades y mentiras de la física cuántica. Carlos Sabín

¿QUÉ SABEMOS DE?

¿ QUÉ SABEMOS DE?

¿Qué misterioso mecanismo encierran los espejos que invierten nuestro lado izquierdo y derecho, pero no arriba y abajo? ¿Por qué nueve de cada diez humanos son diestros, los tornillos giran siempre con la misma rosca y las proteínas y el ADN se retuercen invariablemente en hélices a la derecha? ¿Qué originó el drama de la talidomida? Todas estas cuestiones están relacionadas con un fenómeno peculiar de ciertas entidades asimétricas, la quiralidad, que es la propiedad de un objeto de no ser superponible con su imagen especular. La quiralidad condiciona la existencia a todos los niveles: desde las partículas fundamentales que conforman la materia de nuestro universo a las biomoléculas de aminoácidos y azúcares que regulan el funcionamiento de la vida o hasta los seres humanos y los objetos que hacen más fácil nuestra vida cotidiana. En este libro nos embarcaremos en un viaje al mundo al otro lado del espejo, tratando de desvelar los misterios asimétricos que nos brinda la quiralidad y la reflexión especular, forjadoras de un universo asimétrico donde la derecha y la izquierda son tan distinguibles como la materia de la antimateria.

LA QUIRALIDAD

La quiralidad

Luis Gómez-Hortigüela Sainz

59. Terapia génica. Blanca Laffon, Vanessa Valdiglesias y Eduardo Pásaro 60. Las hormonas. Ana Aranda 61. La mirada de Medusa. Francisco Pelayo 62. Robots. Elena García Armada 63. El Parkinson. Carmen Gil y Ana Martínez 64. Mecánica cuántica. Salvador Miret Artés 65. Los primeros homininos. Paleontología humana. Antonio Rosas 66. Las matemáticas de los cristales. Manuel de León y Ágata Timón 67. Del electrón al chip. Gloria Huertas, Luisa Huertas y José L. Huertas 68. La enfermedad celíaca. Y. Sanz, M. Carmen Cénit y M. Olivares 69. La criptografía. Luis Hernández Encinas 70. La demencia. Jesús Ávila 71. Las enzimas. Francisco J. Plou 72. Las proteínas dúctiles. Inmaculada Yruela Guerrero 73. Las encuestas de opinión. Joan Font Fàbregas y Sara Pasadas del Amo 74. La alquimia. Joaquín Pérez Pariente 75. La epigenética. Carlos Romá Mateo 76. El chocolate. María Ángeles Martín Arribas 77. La evolución del género ‘Homo’. Antonio Rosas 78. Neuromatemáticas. José María Almira y Moisés Aguilar-Domingo 79. La microbiota intestinal. Carmen Peláez y Teresa Requena 80. El olfato. Laura López-Mascaraque y José Ramón Alonso 81. Las algas que comemos. Elena Ibáñez y Miguel Herrero 82. Los riesgos de la nanotecnología. M. Bermejo y P. A. Serena Domingo 83. Los desiertos y la desertificación. J. M. Valderrama 84. Matemáticas y ajedrez. Razvan Iagar 85. Los alucinógenos. José Antonio López Sáez 86. Las malas hierbas. César Fernández-Quintanilla y José Luis González Andújar 87. Inteligencia artificial. R. López de Mántaras Badia y P. Meseguer González 88. Las matemáticas de la luz. Manuel de León y Ágata Timón 89. Cultivos transgénicos. José Pío Beltrán 90. El Antropoceno. Valentí Rull 91. La gravedad. Carlos Barceló Serón 92. Cómo se fabrica un medicamento. M. C. Fernández y N. E. Campillo 93. Los falsos mitos de la alimentación. Miguel Herrero 94. El ruido. Pedro Cobo Parra y María Cuesta Ruiz 95. La locomoción. Adrià Casinos 96. Antimateria. Beatriz Gato Rivera 97. Las geometrías y otras revoluciones. Marina Logares 98. Enanas marrones. María Cruz Gálvez Ortiz 99. Las tierras raras. Ricardo Prego Reboredo 100. El LHC y la frontera de la física. El camino a la teoría del todo.

Luis Gómez-Hortigüela Sainz es doctor en Química por la Universidad Autónoma de Madrid y científico titular en el Instituto de Catálisis y Petroleoquímica del CSIC. Su interés científico se centra en las zeolitas, en particular en las de estructura quiral. En 2014 recibió el Premio Barrer de la Royal Society of Chemistry por su investigación.

¿de qué sirve la ciencia si no hay entendimiento? ISBN: 978-84-00-10610-2

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La quiralidad

El mundo al otro lado del espejo Luis Gómez-Hortigüela Sainz

¿QUÉ SABEMOS DE? 1. El LHC y la frontera de la física. Alberto Casas 2. El Alzheimer. Ana Martínez 3. Las matemáticas del sistema solar. M. de León, J. C. Marrero y D. Martín de Diego

4. El jardín de las galaxias. Mariano Moles 5. Las plantas que comemos. Pere Puigdomènech 6. Cómo protegernos de los peligros de Internet. Gonzalo Álvarez Marañón 7. El calamar gigante. Ángel Guerra Sierra y Ángel F. González González 8. Las matemáticas y la física del caos. M. de León y M. Á. F. Sanjuán 9. Los neandertales. Antonio Rosas 10. Titán. Luisa M. Lara 11. La nanotecnología. Pedro A. Serena Domingo 12. Las migraciones de España a Iberoamérica desde la Independencia. Consuelo Naranjo Orovio

13. El lado oscuro del universo. Alberto Casas 14. Cómo se comunican las neuronas. Juan Lerma 15. Los números. Javier Cilleruelo y Antonio Córdoba 16. Agroecología y producción ecológica. Antonio Bello, Concepción Jordá y Julio César Tello

17. La presunta autoridad de los diccionarios. Javier López Facal 18. El dolor. Pilar Goya Laza y Mª Isabel Martín Fontelles 19. Los microbios que comemos. Alfonso V. Carrascosa 20. El vino. Mª Victoria Moreno-Arribas 21. Plasma. Teresa de los Arcos e Isabel Tanarro 22. Los hongos. M. Teresa Tellería 23. Los volcanes. Joan Martí Molist 24. El cáncer y los cromosomas. Karel H. M. van Wely 25. El síndrome de Down. Salvador Martínez Pérez 26. La química verde. José Manuel López Nieto 27. Princesas, abejas y matemáticas. David Martín de Diego 28. Los avances de la química. Bernardo Herradón García 29. Exoplanetas. Álvaro Giménez 30. La sordera. Isabel Varela Nieto y Luis Lassaletta Atienza 31. Cometas y asteroides. Pedro José Gutiérrez Buenestado 32. Incendios forestales. Juli G. Pausas 33. Paladear con el cerebro. Francisco Javier Cudeiro Mazaira 34. Meteoritos. Josep Maria Trigo Rodríguez 35. Parasitismo. Juan José Soler 36. El bosón de Higgs. Alberto Casas y Teresa Rodrigo 37. Exploración planetaria. Rafael Rodrigo 38. La geometría del universo. Manuel de León 39. La metamorfosis de los insectos. Xavier Bellés 40. La vida al límite. Carlos Pedrós-Alió 41. El significado de innovar. E. Castro Martínez e I. Fernández de Lucio 42. Los números trascendentes. Javier Fresán y Juanjo Rué 43. Extraterrestres. Javier Gómez-Elvira y Daniel Martín Mayorga 44. La vida en el universo. F. Javier Martín-Torres y Juan Francisco Buenestado 45. La cultura escrita. José Manuel Prieto 46. Biomateriales. María Vallet Regí 47. La caza como recurso renovable y la conservación de la naturaleza. Jorge Cassinello Roldán 48. Rompiendo códigos. Vida y legado de Turing. M. de León y Á. Timón 49. Las moléculas: cuando la luz te ayuda a vibrar. José Vicente García Ramos 50. Las células madre. Karel H. M. van Wely 51. Los metales en la Antigüedad. Ignacio Montero 52. El caballito de mar. Miquel Planas Oliver 53. La locura. Rafael Huertas 54. Las proteínas de los alimentos. Rosina López Fandiño 55. Los neutrinos. Sergio Pastor Carpi 56. Cómo funcionan nuestras gafas. Sergio Barbero Briones 57. El grafeno. Rosa Menéndez y Clara Blanco 58. Los agujeros negros. José Luis Fernández Barbón

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