Al otro lado del cuerpo. Estudios biopolíticos en América Latina. 9587740610, 9789587740615

Al otro lado del cuerpo. Estudios biopolíticos en América Latina reúne perspectivas históricas críticas, analíticas y ge

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Spanish; Castilian Pages 338 [326] Year 2014

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Al otro lado del cuerpo. Estudios biopolíticos en América Latina.
 9587740610, 9789587740615

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Arriba/Abajo. Catorce prácticas para acercarse a un paradigma Alessandra Merlo (compiladora) --Entre reproducción y sexualidad Dolly Constanza Ardila Romero --Rumores, residuos y Estado en “la mejor esquina de Sudamérica” Juan Ricardo Aparicio

AL OTRO LADO DEL CUERPO. ESTUDIOS BIOPOLÍTICOS EN AMÉRICA LATINA reúne perspectivas históricas críticas, analíticas y genealógicas sobre la relación entre la historia de las ciencias, el saber médico y diversas prácticas de poder. Presenta avances de investigaciones hechas en América Latina que exploran aspectos significativos en la región: los principios de la diferencia, su gestión, el control de poblaciones y las formas de vincularlos como fenómenos biopolíticos. El conjunto de trabajos propone perspectivas sobre transformaciones, inflexiones y continuidades nacionales y regionales entre el siglo XVI y el presente, en un esfuerzo por comprender mejor las particularidades de los proyectos nacionales modernos en torno de los vínculos de raza, higiene, cuerpo y cultura, de manera que estas características también faciliten reconocer las fuerzas transversales. Si bien el libro no sugiere una perspectiva integrada, el objetivo es que se pueda consultar en diferentes países para conocer el desarrollo de varias orientaciones de investigación y sirva para robustecer el estudio de la relación entre sociedad, biopolítica y cuerpo en América Latina.

Publicaciones recientes del Departamento de Ciencias Sociales y Humanas, Universidad de Medellín Experiencias desnudas del orden. Cuerpos deformes y monstruosos Hilderman Cardona Rodas --Oficio de historiador -enfoques y prácticasHilderman Cardona Rodas --Conflicto armado: Interpretaciones y transformaciones Verónica Espinal Restrepo y Paul Chambers Burke

ISBN 978-958-774-060-8

PANTONE 7473 C

Hilderman Cardona Rodas Zandra Pedraza Gómez (compiladores)

Publicaciones recientes del Departamento de Lenguajes y Estudios Socioculturales, Ediciones Uniandes

Al otro lado del cuerpo Estudios biopolíticos en América Latina

HILDERMAN CARDONA RODAS Historiador y magíster en Historia de la Universidad Nacional de Colombia (Medellín). En la actualidad es profesor del Departamento de Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad de Medellín. Autor, entre otros, de Experiencias desnudas del orden. Cuerpos deformes y monstruosos (Medellín: Universidad de Medellín, 2012); “La antropología criminal en Colombia: el rostro y el cuerpo del criminal revelan su conducta anormal” (en Higienizar, medicar, gobernar. Historia, medicina y sociedad en Colombia, 2004); y “Monstruosidad orgánica-monstruosidad del comportamiento. Cuando las anatomías ambiguas inquietan la práctica clínica en Colombia” (en Poder y saber en la historia de la salud en Colombia, 2006). Correo electrónico: [email protected].

Al otro lado del cuerpo Estudios biopolíticos en América Latina

estudios culturales

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ZANDRA PEDRAZA GÓMEZ

Hilderman Cardona Rodas · Zandra Pedraza Gómez (compiladores)

Antropóloga y Dr. Phil. (Freie Universität Berlin). Profesora asociada del Departamento de Lenguajes y Estudios Socioculturales de la Universidad de los Andes. Entre sus publicaciones se cuentan: “Claves para una perspectiva histórica del cuerpo” (en Nina Alejandra Cabra y Manuel Roberto Escobar [eds.]. 2014. El cuerpo en Colombia. Estado del arte cuerpo y subjetividad. Bogotá: Iesco, Idep); “Atributos de ciudadanía y gobierno del hogar: el uso político de las imágenes médicas del cuerpo de la mujer” (en Estela Restrepo, Ona Vileikis y Andrés Escobar [eds.]. 2014. Anatomía y arte. A propósito del atlas anatómico de Francesco Antommarchi. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia); “Por el archipiélago del cuerpo: experiencia, práctica y representación” (Revista Nómadas nº 39, 2013) y En cuerpo y alma: visiones del progreso y de la felicidad. Educación, cuerpo y orden social en Colombia (1833 -1987), 2ª ed., Bogotá: Ediciones Uniandes, 2011. Correo electrónico: [email protected].

Al otro lado del cuerpo

Al otro lado del cuerpo Estudios biopolíticos en América Latina

Hilderman Cardona Rodas Zandra Pedraza Gómez (compiladores)

Departamento de Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad de Medellín Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de los Andes Departamento de Lenguajes y Estudios Socioculturales

Al otro lado del cuerpo. Estudios biopolíticos en América Latina / Hilderman Cardona Rodas, Zandra Pedraza Gómez, compiladores. – Bogotá: Universidad de los Andes, Facultad de Ciencias Sociales, Departamento de Lenguajes y Estudios Socioculturales, Ediciones Uniandes: Universidad de Medellín, 2014. 338 p.; 17 x 24 cm. Otros autores: Alexandre C. Varella, Alejandra Natalia Araya Espinoza, Santiago Castro-Gómez, Adriana María Alzate Echeverri, Diádiney Helena de Almeida, Fernanda Núñez Becerra, Oliva López Sánchez, Frida Gorbach, Hilderman Cardona Rodas, Óscar Gallo, Diego Armus, Elsa Muñiz.

ISBN 978-958-774-060-8

1. Biopolítica – América Latina 2. Cuerpo humano – Aspectos sociales – América Latina I. Cardona Rodas, Hilderman II. Pedraza Gómez, Zandra III. Universidad de los Andes (Colombia). Facultad de Ciencias Sociales, Departamento de Lenguajes y Estudios Socioculturales IV. Universidad de Medellín.

CDD 306.4

SBUA

Primera edición: octubre del 2014 © Hilderman Cardona Rodas y Zandra Pedraza Gómez, autores compiladores © Universidad de los Andes, Facultad de Ciencias Sociales, Departamento de Lenguajes y Estudios Socioculturales Ediciones Uniandes Carrera 1.ª núm. 19-27, edificio Aulas 6, piso 2 Bogotá, Colombia Teléfono: 3394949, ext. 2133 http://ediciones.uniandes.edu.co [email protected] © Universidad de Medellín, Departamento de Ciencias Sociales y Humanas Sello Editorial Universidad de Medellín Carrera 87 núm. 30-65, bloque 20, piso 2 Medellín, Colombia Teléfonos: 3405242, 3405335 [email protected] ISBN: 978-958-774-060-8 ISBN e-book: 978-958-774-061-5 Corrección de estilo en portugués: Luciana Andrade Stanzani Diagramación: Proceditor Diseño de cubierta: Víctor Gómez Imagen de cubierta: El peinado (1958), Nemesio Antúnez, litografía, 52 x 35 cm, Colección Museo Nacional de Bellas Artes, Chile Impresión: Javegraf Cl 46 A núm. 82-54, interior 2 Parque Industrial San Cayetano Teléfono: 416 16 00 Bogotá, Colombia Impreso en Colombia – Printed in Colombia Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en su todo ni en sus partes, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electro-óptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial de la Universidad de Andes y el Sello Editorial de la Universidad de Medellín.

Contenido Presentación · ix Al otro lado del cuerpo: el dominio de la diferencia en América Latina  ·  1 Zandra Pedraza Gómez

Control de poblaciones, saber y diferencia · 21 1. A dietética no novo mundo. Alimentos para a natureza e o governo dos corpos de índios e espanhóis, entre os séculos xvi e xvii · 23 Alexandre C. Varella

2. ¿Castas o razas?: imaginario sociopolítico y cuerpos mezclados en la América colonial. Una propuesta desde los cuadros de castas  ·  53 Alejandra Araya Espinoza

3. Cuerpos racializados. Para una genealogía de la colonialidad del poder en Colombia  ·  79 Santiago Castro-Gómez

4. “Los pobres-enfermos son templos vivos”. Las constituciones hospitalarias de Juan Antonio Mon y Velarde. Ciudad de Antioquia (1787)  ·  97 Adriana María Alzate Echeverri

5. O processo de tradução científica dos conhecimentos de curas populares no Rio de Janeiro do século xi x · 119 Diádiney Helena de Almeida

Especializaciones médicas y prácticas de poder · 139 6. Un secreto bien guardado: cuerpos, emociones y sexualidad femeninos en el México del siglo xix · 141 Fernanda Núñez Becerra

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7. La higiene popular dirigida a las mujeres-madres: estrategias de la cruzada médico-higienista en la sociedad mexicana del porfiriato  ·  163 Oliva López Sánchez

8. Locura moral y degeneración: los caminos de la biopolítica. México a finales del siglo xix · 185 Frida Gorbach

9. Lo más profundo es la piel. Cuerpo, lenguaje y enfermedad en la práctica clínica colombiana  ·  209 Hilderman Cardona Rodas

10. Higiene industrial y medicina del trabajo en Colombia, 1912-1948  ·  239 Óscar Gallo

11. Cultura higiénica, corsés, discursos médicos y seducción femenina en la historia de la tuberculosis. Buenos Aires, 1870-1950  ·  273 Diego Armus

12. La cirugía cosmética: entre la práctica científica y el mito  ·  297 Elsa Muñiz

Sobre los autores  ·  323

Presentación Al otro lado del cuerpo: estudios biopolíticos en América Latina es el resultado de una iniciativa surgida hace unos años con el propósito de reunir perspectivas históricas críticas, analíticas y genealógicas sobre la relación entre la historia de las ciencias, el saber médico y diversas prácticas de poder. Al concebir esta compilación tuvimos en mente varias ideas. Una de ellas fue reunir avances de investigaciones hechas en América Latina que exploraran aspectos significativos en la región: los principios de la diferencia, su gestión, el control de poblaciones y las formas de vincularlos como fenómenos biopolíticos. El segundo objetivo fue contar con un conjunto de trabajos que propusieran perspectivas sobre transformaciones, inflexiones y continuidades nacionales y regionales entre el siglo xvi y el presente. Esperamos que este sea un aporte al esfuerzo de comprender mejor las particularidades de los proyectos nacionales modernos en torno de los vínculos de raza, higiene, cuerpo y cultura, y que estas características también faciliten reconocer las fuerzas transversales. Si bien el libro no propone una perspectiva integrada, un propósito más es que se pueda consultar en diferentes países para conocer el desarrollo de más orientaciones de investigación y sirva para robustecer el estudio de la relación entre sociedad, biopolítica y cuerpo en América Latina. Agradecemos a María Fernanda Vásquez Velásquez y a Juan Camilo Escobar Villegas por sus decisivos aportes en la concepción de este proyecto, y a Nicolás Sánchez por la revisión de los artículos. En la Universidad de Medellín, Leonardo López acompañó el proceso de edición y en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de los Andes el comité editorial se hizo cargo de que el libro encontrara su rumbo. El equipo de Ediciones Uniandes tuvo a su cargo la revisión y armada del libro. El Departamento de Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad de Medellín y el Departamento de Lenguajes y Estudios Socioculturales de la Universidad de los Andes nos brindaron su respaldo incondicional. Les expresamos a todos nuestra gratitud. Hilderman Cardona Rodas Zandra Pedraza Gómez ix

Al otro lado del cuerpo: el dominio de la diferencia en América Latina Zandra Pedraza Gómez Diferencia es una palabra que expresa crítica, inquietud, ansiedad y mucho del esfuerzo hecho por las ciencias sociales y las humanidades en varios de sus campos de estudio para expandir sus capacidades. En las últimas décadas, el feminismo, los estudios culturales, de género, de raza, de niños y jóvenes, así como diversos acercamientos sociales a las ciencias, han encontrado en el análisis y la crítica de la diferencia una justificación primordial para exponer alternativas que ayuden a comprender la injerencia del conocimiento, las disciplinas académicas y sus especializaciones en las prácticas, las formas de gobierno y la legitimidad de muchas actividades sociales. Este interés es compartido por los estudios del cuerpo, aunque no sugiero que sea un asunto del cual se haya derivado el desarrollo de aquellos. Los análisis e investigaciones que permiten caracterizar los estudios del cuerpo congregan trabajos de varias disciplinas, así como muchos de carácter inter y transdisciplinario, y comprenden acercamientos descriptivos e historiográficos al igual que estudios críticos sobre la reproducción, la subordinación y la violencia. En los últimos quince años hemos visto crecer en varios países latinoamericanos el interés en los estudios del cuerpo. Los ensayos, investigaciones y reflexiones producidos en los países de la región conforman un vasto universo cuyo examen apenas se inicia. Este libro no ofrece un panorama general ni una indagación integral de las diversas orientaciones temáticas, conceptuales y metodológicas involucradas en la variedad de cuestiones tratadas en torno del cuerpo y la diferencia en muchas disciplinas o con perspectivas más o menos interdisciplinarias. El propósito inicial de esta compilación de trabajos fue reunir acercamientos de carácter histórico a las relaciones de la sociedad y la cultura con las ciencias, los saberes y el cuerpo. En aras de ahondar en los aspectos po-

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líticos de estos vínculos y teniendo en cuenta algunos avances conseguidos por las investigaciones regionales, consideramos de particular interés orientarnos hacia los fenómenos específicos surgidos en la confluencia de nación, biopolítica y conocimiento1. De estas semillas surgió un panorama de aproximaciones históricas, críticoculturales, genealógicas y antropológicas a algunas de las diferencias que se muestran corporalmente y, a la vez, a las posibilidades de administrarlas. El cuadro enmarca la actual región latinoamericana entre los siglos xvi y xxi con particular énfasis en el despliegue del conocimiento médico, incluso antes del desarrollo de la biomedicina. Los acercamientos de los autores que han contribuido a esta publicación tratan múltiples cuestiones cobijadas por esta primera sugerencia y por su coincidencia en torno del constante problema hermenéutico y político que la diferencia ha significado en todos los territorios desde la Colonia hasta el presente. Ahora bien: las formas como los investigadores han estudiado estas cuestiones tienen en común la intención de focalizar usos sociales y culturales del cuerpo, sus representaciones y aquellas perspectivas sobre el gobierno de la vida en las que el cuerpo ha sido constituido por la actividad de los saberes y las ciencias. Por esta doble provocación, han confluido aquí estudios que versan sobre uno o más de los tópicos aludidos en la invitación. El libro no conforma entonces una unidad analítica acerca de las maneras del ejercicio del poder, del sentido del cuerpo o de las variaciones y controversias que pueden entrañar las explicaciones de algunos saberes sobre la diferencia. En virtud de los distintos periodos estudiados, las orientaciones disciplinares y los intereses de investigación, el lector encontrará una jugosa paleta de alternativas críticas y analíticas, ordenadas en dos amplias temáticas. La primera parte incluye estudios sobre la comprensión de la diferencia en América durante el periodo colonial. El segundo conjunto de trabajos se concentra en las prácticas de poder asociadas, a partir del siglo xix y hasta el presente, a algunas especialidades médicas, es decir, ocurridas en el ámbito de los estados nacionales latinoamericanos. En lo que sigue expongo algunas reflexiones a manera de guía de este volumen. Junto a otros temas sobresalientes en el terreno del orden corporal, como son la crítica al sistema sexo/género, la investigación sobre las transformaciones corporales tan propias y frecuentes en las sociedades contemporáneas, los 1  Agradecemos especialmente a María Fernanda Vásquez Velásquez, estudiante del Doctorado en Ciencias Sociales de la Universidad de Santa Catarina (Florianópolis, Brasil), y a Juan Camilo Escobar Villegas, docente de la Universidad Eafit (Medellín, Colombia), por participar en la concepción y organización de este proyecto. Aunque no pudieron acompañarnos hasta el final, debemos este trabajo a su interés y esfuerzo.

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acercamientos a las representaciones corporales o las exploraciones de la corporalidad (Pedraza 2013), situarse en esta clave es una alternativa para reconocer la presencia y el funcionamiento de varios dispositivos de poder y, en particular, los que atañen al gobierno de la vida. La escuela, los programas de higiene o la profusión del consumo de prácticas estéticas y de autotransformación son productos a la vez que mecanismos de tecnologías de gobierno entroncadas con formaciones discursivas que cobijan la constitución, el estudio y la acción sobre los hechos vinculados a la vida, como ésta se comprendió primero en el horizonte de las ciencias biológicas y médicas. Estos dispositivos, originalmente situados por Michel Foucault en el siglo xviii, se prolongan hasta la actualidad y, en la medida en que la propia definición de la vida ha desbordado el alcance semántico que le confieren las ciencias biológicas y médicas en su decir técnico, el ejercicio biopolítico, sobre todo bajo la denominación de gubernamentalidad, actúa hasta el presente mediante saberes habilitados para regular y proveer bienestar a la sociedad. En ello entran en juego, a un mismo tiempo, conocimientos de la psicología y la genética, o los saberes propios de las industrias de la recreación y el entretenimiento, como muchos capaces de “mejorar” las condiciones de vida, ofrecer alternativas para la gestión de diversos riesgos y dar orientaciones para el gobierno de la conducta, tanto en el terreno público como en el marco más amplio y difuso de los mercados menos regulados por las disposiciones oficiales. En los avances de los estudios latinoamericanos del cuerpo2 es visible la huella de los principios sobre el gobierno de poblaciones y la conducción de comportamientos. La escuela, el panóptico, el manicomio, la educación física y la higiene han sido asimilados a dispositivos y sometidos a la analítica del poder. Incluso, considero que en América Latina ha habido un notable interés en vincular la comprensión del cuerpo al ejercicio del poder sobre la vida, relativamente mayor aun al que esta veta ha merecido en los países de donde provienen algunos de los principales insumos para pensar el cuerpo. Esta predilección podría estar estimulada por las particularidades de las “poblaciones” americanas (y no solo en el sentido étnico o racial, sino también, desde luego, en cuanto tales poblaciones se definen por rasgos atribuidos, por ejemplo, a la pobreza), cuya constitución y gobierno son asuntos propicios para aplicar una analítica de la gubernamentalidad. Entre las cuestiones halladas en esta cantera se contaría la intervención de los saberes que han dilucidado las particularidades de la diferencia de dichas poblaciones, con preeminencia de los aportes de la medicina, pero sin desmedro de otros como la geografía, el derecho, la antropología o la economía.

2  Algunas referencias en donde se encuentra una amplia bibliografía son: Behares y Rodríguez 2008; Cházaro y Estrada 2005; Citro y Aschieri 2012; Del Priore y Amantino 2011; Muñiz 2008; Pedraza 2007; Vallejo y Miranda 2007.

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La simpatía con los principales postulados de Michel Foucault en torno del ejercicio anatomo-político y de la emergencia de la mirada clínica en Francia y en otros países centroeuropeos ha implicado que al explicar cómo se hicieron dóciles los cuerpos se acepte que la disciplina propia de este dispositivo es la que opera el panóptico y que los principios biopolíticos implementados para el gobierno de las conductas de diversas poblaciones son hechos importantes para tener en cuenta a la hora de dilucidar los que vendrían a reconocerse como prácticas correspondientes en América Latina. Junto con proposiciones teóricas de otros autores de amplia aceptación regional, los investigadores latinoamericanos son herederos de este legado que resuena hondamente en el campo de los estudios sobre las relaciones entre ciencia, conocimiento, cuerpo y diferencia3. Tales influencias inciden en una parte sustantiva del conocimiento logrado sobre las experiencias y representaciones corporales en los países latinoamericanos. Entre otros aspectos, encontramos que tanto experiencias como representaciones aparecen asociadas a los procesos mediante los cuales el Estado nacional forjó vínculos más estrechos y asibles con diversas poblaciones, o a las maneras como antes, durante el periodo colonial americano4, se desplegó una variedad de formas de ejercer poder en las cuales el cuerpo fue haciéndose un recurso decisivo, ya en las modalidades pastorales, ya en las soberanas. De estas aproximaciones surge una diferencia concluyente respecto del principio según el cual bajo las formas pastorales y soberanas el poder no está mediado por un objetivo de gobierno propiamente dicho, toda vez que ni la administración del territorio para unos propósitos biopolíticos ni la guía de las conductas de los súbditos serían sus características. En contraste, reconoceremos en varios de los estudios expuestos en este libro que el propósito de afectar y guiar la relación entre las personas, sus formas de vida y de pensamiento así como todo el complejo compuesto entre las personas y las “cosas” del entorno (como los seres vivos y todo el territorio comprendido de forma amplia) fue, ya en el siglo xvi, un propósito colonial de gobierno (Foucault 1978). He sugerido antes que está pendiente la tarea de investigar y reflexionar sobre las modalidades de poder durante la Colonia, especialmente en lo relativo al significado que puede reconocerse en los propósitos de la administración del 3  Aunque aquí no trataremos este asunto, se reconoce esta base entre los principios para analizar la reproducción práctica y simbólica de la diferencia asimilada en el concepto de habitus y en su articulación con las formas de capital que circulan socialmente (Shilling 1993). Esta y otras adopciones de los principios biopolíticos pueden consultarse y contrastarse en Turner 1984; Shilling 1993; Featherstone y otros 1991; Lock y Farquhar 2007; Lock y Vinh-Kim 2007; Le Breton 1990; Butler 1993. Por otra parte, Csordas (1994) es uno de los autores más reconocidos por su recepción de la fenomenología llevada a la investigación sobre el carácter corporal de la existencia. 4  Tema que, por demás, ha merecido menor atención que la concentrada en los fenómenos ocurridos a lo largo de los siglos xix y xx.

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territorio colonial y de las poblaciones de indígenas y de esclavos, a las formas de evangelización, esclavización, reasentamiento y aniquilación, así como al control sobre la reproducción y la vida de los diferentes grupos sometidos (Pedraza 2012). Por cuanto no es fácil condensar estas actividades en las tareas atribuidas a las formas del poder pastoral y soberano, varios de los asuntos tratados a continuación nos invitan a reflexionar sobre algunos de estos problemas y sugieren puntos de partida alternativos a la interpretación más usual sobre el ejercicio del poder, que tiende a pasar por alto su práctica en condiciones coloniales y de colonialidad. Un segundo motivo que anima esta publicación es proponer criterios para estudiar determinados aspectos de los lazos entre cuerpo, poder y conocimiento toda vez que entre los diversos resultados arrojados por tantos trabajos en el campo de los estudios del cuerpo en la región puede dificultarse reconocer los avances significativos, los principales caminos desbrozados y los vacíos que subsisten en relación con el propósito de disponer de una o varias perspectivas sobre lo que podría denominarse la cuestión del cuerpo moderno en América Latina. Esta compilación reconoce unos mojones para alinderar la situación del cuerpo al otro lado de la modernidad, esto es, en el lado en donde la diferencia despertó tan hondas inquietudes que instaron a considerar nuevamente el sentido de lo humano vigente en la Europa que conoció a América en el siglo xvi. El aspecto corporal, la apariencia, el comportamiento y las costumbres americanas desafiaron hondamente las ideas disponibles en Europa para explicar y asimilar un universo tan disímil e inabarcable para los conocimientos y las posibilidades de comprensión de un continente que, por entonces, afianzaba su identidad en el Renacimiento y en donde comenzaba a tomar forma lo que después vino a reconocerse como el cuerpo moderno (Corbin y otros 2005; Le Breton 1990; Stafford 1993; Synnot 1992). En los artículos que siguen, el lector verá mencionadas o implicadas algunas de las circunstancias características del surgimiento del cuerpo moderno en las condiciones europeas, como han sido ampliamente tratadas en obras y por autores canónicos (Corbin y otros 2005; Feher y otros 1989; Le Breton 1990). Pero, ante todo, notará estos elementos articulados a otras condiciones. A partir de este engranaje encontrará diferencias pronunciadas respecto de los principales procesos e inflexiones identificados en algunos países europeos. Al otro lado de la modernidad, el cuerpo se integró no solo en torno del conocimiento anatómico, fisiológico y del avance general de la medicina, del proceso de individualización, privatización e higienización, del desarrollo de la vida urbana y el fortalecimiento de la economía capitalista apegada a la vida burguesa con todo y las formas de escolarización, el advenimiento de las gimnasias y los deportes, la secularización y el apogeo del consumo: la experiencia de integración al otro lado del cuerpo moderno comenzó con la estupefacción y el desconcierto que

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las diferencias causaron en la mirada y la experiencia europeas. Estas diferencias pasaron a ser una: la diferencia encarnada en la totalidad del continente llamado América con todo y sus pobladores humanos, reclutados desde entonces como indios, una población en la que se homogenizan todas las variaciones. Entonces se extendió un hilo cuya tensión dio lugar a la modernidad. Entre sus extremos oscilan y se desplazan, entre América y Europa, en consonancia y disonancia, percepciones, ideas, formas de conocimiento, representaciones y experiencias para comprender, explicar, ordenar y asimilar la diferencia, especialmente aquella que llegó a materializarse integrando la idea del cuerpo (Pedraza 2011), un fenómeno constitutivo del proyecto moderno que realiza la identidad como un “hecho del cuerpo”. En el caso americano, éste se inició en el siglo xvi, al imponerse una segmentación racial y sexual radical engranada en la división internacional del trabajo intrínseca al proyecto colonizador. Esta división incluyó procurar —no siempre con éxito— la formación de subjetividades subalternas, esto es, maneras de colonizar las formas de comprender y actuar de las poblaciones americanas de modo que su percepción del mundo, de las relaciones sociales y de su posición en él fortaleciera y reprodujera un orden racial y jerárquico propuesto por la perspectiva europea. La colonización de las subjetividades se introdujo como regulador en actividades particularmente sensibles, como la educación, el uso de la lengua, la religión, la división sexual del trabajo, la catequización y, en general, en la obligación impuesta a millones de habitantes de cambiar sus formas de vida, agruparse en resguardos y cumplir con determinadas labores en medio del dolor, la humillación, la censura moral y la amenaza de aniquilación cultural (García 2000; Martín-Barbero 2003; Quijano 2000 y 2007). La urgencia de gobierno que pronto caracterizó la vida colonial en América ha atraído a los investigadores. La necesidad de organizar múltiples aspectos de la vida en las colonias y la comprensión misma sobre los habitantes, el territorio, el clima y todos los seres allí presentes, así como de proponer usos, destinos y formas de vida —de exterminarlas incluso—, implicó movilizar los recursos de conocimiento e interpretación disponibles en cada extremo, emplearlos, llevarlos de unos a otros lugares, darles usos distintos, renovarlos, reinterpretarlos o negarlos e iniciar formas de administración para afrontar todo tipo de asuntos. A la luz de los principios sobre las implicaciones que las formas de ejercicio del poder tienen con el conocimiento, y de su ensamblaje para el gobierno, así como de los efectos del gobierno en la constitución del cuerpo como entidad privilegiada para el ejercicio de las formas modernas del poder —llámeseles panópticas o reguladoras—, parece justificado el esfuerzo de las ciencias sociales para aprovechar esta veta analítica. Todavía no abundan los textos que ofrezcan una vista panorámica de los resultados de las muchas investigaciones originadas en varios países latinoame-

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ricanos en el interés por diversos fenómenos “corporales” ocurridos en diversos momentos y escenarios de la región5. Pero sí disponemos de una cantidad significativa de estudios realizados en muchos países sobre asuntos concernientes al cuerpo, la corporalidad, el ejercicio del poder, los procesos de subjetivación y la diferencia, muy a menudo emprendidos para descifrar el vínculo del cuerpo con algunas formas de conocimiento —especialmente la medicina, la pedagogía y, más recientemente, los psicosaberes— y exponer el funcionamiento del orden social o los procesos de sujeción, normalización y discriminación de determinadas poblaciones, o la instauración y la reproducción de instituciones como la escuela, la higiene, la fábrica o el manicomio. También se han examinado representaciones expuestas en los medios de comunicación, asociadas a las formaciones discursivas que constituyen las diferencias de género, clase, raza y edad. Escasea en cambio la oferta de perspectivas que, sin perder de vista las particularidades locales y nacionales, remitan a una visión de conjunto como las contenidas en los trabajos que gozan de mayor acogida en América Latina: Historia del cuerpo (Corbin, Courtine y Vigarello 2005); Antropología del cuerpo y modernidad (Le Breton 1990); Cuerpo y sociedad (Turner 1984); Fragmentos para una historia del cuerpo humano (Feher, Naddaff y Tazi 1989); Carne y piedra (Sennett 1994); Vigilar y castigar e Historia de la sexualidad (Foucault 1975 y 1976) o Cuerpos que importan (Butler 1993). Tal vez debido a este vacío, el uso de estas obras se ha generalizado para caracterizar la constitución del cuerpo moderno. La recepción latinoamericana de estos trabajos ha ocurrido cuando menos en dos formas: ha alimentado el gusto por algunas temáticas y ha alentado ciertas prácticas metodológicas y analíticas. Como resultado, se han visto privilegiados el análisis de representaciones y discursos, el estudio genealógico, la crítica de género y raza, las investigaciones sobre educación física y formación de la subjetividad en la escuela o los trabajos etnográficos sobre prácticas o técnicas corporales. En cambio hay pocos intentos por formular procesos de larga duración o espectros socioculturales amplios que involucren la situación colonial e intenten articular los componentes discursivos, de la acción y de la experiencia, propios de los estudios del cuerpo. Este trasfondo sigue siendo principalmente ocupado por los modelos centroeuropeos, con los que desde luego existen conexiones parciales, pero también diferencias irreconciliables. Implica un reto el proponer unos hitos y un boceto de las particularidades de los vínculos entre cuerpo, conocimiento y sociedad para los países latinoamericanos, porque está a la vez en juego la necesidad de justipreciar el valor de sus diferencias y de sus similitudes. Con la convicción de que para poder acercarnos a un balance es importante navegar inicialmente sobre las similitudes, espera-

5  Para el caso colombiano, véase Pedraza 2014.

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mos que esta compilación brinde alternativas para el análisis y la interpretación de estas relaciones entre ciencia, cuerpo y poder en América Latina. En este libro colaboran doce investigadores de Chile, Argentina, Brasil, México y Colombia. Sus contribuciones están expuestas en sendos textos que se ocupan en su conjunto de los cinco siglos de la historia americana, cada una situada en unos años específicos. Esta misma prolongación cronológica nos sirve en el propósito de formular algunas posibilidades para una genealogía del orden corporal en América Latina, con especial atención en las formas de desplegar poder a partir del uso de la ciencia y el conocimiento, y en la necesidad de ajustar las formas de gobierno identificadas en el transcurso de estos siglos a los principios de estos y otros saberes. En el curso de estos siglos, las sociedades transitaron por las experiencias de soberanía instauradas con los virreinatos y las gobernaciones coloniales, por las transformaciones ilustradas de los imperios iberoamericanos y las modalidades de regulación de los estados nacionales encarnados en las repúblicas independientes surgidas a comienzos del siglo xix y vigentes hasta la actualidad. Los textos exponen resultados de investigaciones históricas, genealógicas y etnográficas en archivos históricos, en colecciones museográficas, en revistas especializadas y magazines, en la literatura y mediante trabajo de campo. Sobresalen los esfuerzos por reconocer las particularidades nacionales y regionales vinculadas a hechos asimilados a fenómenos corporales surgidos del ejercicio del poder del imperio, de la Iglesia, del Estado o de diversas fuerzas sociales, cuyos efectos son visibles social o individualmente: en representaciones sociales, en publicaciones, en cuadros o en las acciones mismas que emprenden las personas. También se muestran aspectos locales de las luchas de poder que involucran diversas experiencias corporales e inciden en la transformación de la subjetividad que el cuerpo puede propiciar. Cuestiones referidas a la situación colonial, especialmente en sus matices modernos, están imbricadas aquí. Los sucesos estudiados por estos autores transcurrieron a contraluz de la emergencia contemporánea de los primeros baluartes del cuerpo moderno en Europa y bajo la perplejidad epistemológica causada al saber europeo por la diferencia y el conocimiento hallados en el mundo americano. En la genealogía europea del cuerpo, durante este período se percibe la deriva hacia una somato-política que interviene el intrincado vínculo de cuerpo y alma, conductor hasta entonces de la vida cristiana (Bynum 1989). Al tiempo que asomaba en Europa el proceso de construcción del cuerpo moderno a partir de la distinción de cuerpo y alma de la tradición cristiana, se concretó en el siglo xvi la representación anatómica del cuerpo impresa en la obra de Vesalio, la cual, en efecto, adquirió los atributos de una materialidad que luego sería el fundamento de la acción anatomo-política ejercida desde la Ilustración y hasta el siglo xix. En América esa evolución debió confrontar además la cuestión de la diferencia que exponían corporalmente los nativos, donde se alojan el germen de

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la colonialidad y el del principio del cuerpo moderno en el continente. Este otro lado del cuerpo también comenzó a girar en torno del doble eje que acoplaba el de la anatomía y la fisiología con el de la somato-política guiado por la Iglesia católica. El primero fue abandonando, a lo largo de tres siglos, la tradición hipocrática y el segundo fue horadado por la dicotomía cuerpo/mente que ganó adeptos con el paso de los siglos. Pero, a la vez, esta doble hélice siempre ha debido ajustarse en los países latinoamericanos para subrayar las diferencias, no solo las de sexo, clase y, en general, las propias de la normalización que caracteriza a la modernidad, sino en especial las cobijadas por la sombra de esa primera diferencia que cubre todo lo que en la región rememora la diferencia primordial naturalizada hasta el presente por el efecto de la colonialidad. Como parte del cariz que toma esta problematización al otro lado del cuerpo, este volumen incluye también varios estudios sobre el vínculo entre el cuerpo, ciertas disciplinas médicas y su entroncamiento con la formación de las naciones republicanas. Hacen parte de los principales saberes y conocimientos que los autores han encontrado capaces de propulsar ejercicios de soberanía y gobierno, las preocupaciones por la forma de vida, la dietética, la salud, la intervención médica, la anormalidad y la enfermedad, siempre conservadas en la salmuera de la diferencia y la urgencia de actualizar un fundamento legítimo para la jerarquía, la subordinación, el dominio, la sujeción o el control. En la medida en que los propósitos de gobierno, incluso antes de la independencia, se interesaban efectivamente por la fuerza de trabajo, la salud, la productividad y la educación, el cuidado de la vida se hizo imperioso y ganaron importancia los conocimientos para instaurar la gubernamentalidad. Veremos cuánto y cómo han involucrado el campo de la medicina en sus orientaciones hipocrática, fisiológica o clínica. Y si bien he señalado el valor que otros modelos y discursos corporales han tenido en la región, especialmente en sus formas estéticas y políticas (Pedraza 2011, 2007), aquí sobresalen los asuntos directamente relacionados con la enfermedad, el bienestar físico y el gobierno de la salud. En este enfoque ocupa un lugar central la materialidad corporal que se hace visible bajo la lente de los conocimientos que, unas veces más explícitamente que otras, se interesan en la salud. Sus objetivos son entonces el color de la piel, la comida, la enfermedad, la sexualidad, la locura, la degeneración física y moral, la higiene, los conocimientos sobre las plantas, la salud de los trabajadores o la belleza. En concierto con el incremento en el volumen y la complejidad del conocimiento que ocurrió en Europa a partir del siglo xv en diferentes campos, especialmente en los de las ciencias naturales y la medicina, pero también a contrapelo de este conocimiento que una y otra vez encontró limitaciones en tierras americanas, destacaré tres esfuerzos que parecen significativos a partir del siglo xvi. Los tres proyectan otra luz para recorrer este libro.

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El primero es el problema de conocer, interpretar y ordenar el mundo americano, esto es, el de conquistar la diferencia, dándole un sentido plausible. Un recurso fundamental que sirvió al mundo europeo y, en particular, a quienes llegaron en las primeras décadas a América, para asimilar las novedades y diferencias con que se encontraron entre sus pobladores y, en general, en todo el territorio —así como para transmitirlas en sus países de origen—, fue el conocimiento de la medicina hipocrática y, principalmente, la concepción antropológica y cosmológica subyacente. Ella imagina una conexión sin solución de continuidad entre persona, seres vivos, atmósfera y cosmos, basada en la identificación de cuatro elementos básicos —agua, tierra, aire y fuego— contenidos en las cualidades de todo cuanto existe en el universo y expresados en los fenómenos del frío, el calor, la humedad y la sequedad. En el artículo que abre este libro, Alexandre Varella nos muestra con su estudio sobre la dietética en el Nuevo Mundo las representaciones propuestas durante los siglos xvi y xvii para comprender las diferencias encontradas en diversos pueblos que quedaron comprendidos en la Nueva España y el Perú. Principalmente, se trata de la forma como los médicos en España y Portugal explicaron el efecto de los alimentos consumidos en el temperamento de las entidades de indios y españoles en el Nuevo Mundo. Con este estudio podemos comenzar a pensar que antes de surgir el propósito mismo de gobernar tales diferencias, parecieron fundamentales otros asuntos para darle cabida a la idea de gobierno. Si la historia del cuerpo que hemos conocido en relación con la modernidad acentúa un proceso de descubrimiento y entronización del cuerpo anatómico y fisiológico a partir del siglo xvi —mediante el cual se instaura la posibilidad de transformar paulatinamente la visión antropológica para concretar la modernidad en la forma de la radicalización de una dicotomía de cuerpo y alma—, la inquietud acuciante que América introdujo en este proceso es la diferencia. El conocimiento europeo se puso a prueba al esforzarse por explicar la inconmensurable diferencia americana. En este sentido, diversos aspectos debían encontrar explicación: el territorio, su fauna y su flora, los habitantes, su apariencia, las lenguas que hablaban y el conjunto de sus formas de vida y de sus actividades. El interés que suscitaron y el encomio para interpretarlas y emprender acciones respecto de ellas son una de las cuestiones exploradas en este artículo. Fenómenos como la comida y sus efectos en indígenas y españoles en el marco de la dietética hipocrática y de la importancia concedida al régimen de vida por la medicina de los siglos xvi y xvii nos enfrentan a perspectivas contemporáneas sobre la diferencia a la luz de las explicaciones de la filosofía naturalista y de la historia natural. Este mismo tenor lo registra la explicación acerca de los colores de la piel y el mestizaje en los cuadros de castas del siglo xviii. La diferencia expuesta en el color de la piel y, en general, en la apariencia externa, parece menos importante

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para la comprensión del ordenamiento social que el núcleo explicativo de la medicina hipocrática: el temperamento y la forma de vida. La historiadora Alejandra Araya afirma que las diferentes mezclas de cuerpos y genios presentadas en los cuadros de castas profesan los principios del régimen de combinación de líquidos y tintes, vigente en el siglo xvii, antes de establecerse el sistema taxonómico de Linneo. Bajo este régimen el color de la piel sirve para exponer la comprensión sobre la herencia de los temperamentos, es decir, de lo que resulta de la unión de personas de diferentes “castas”, en el uso americano de esta forma de entender el imaginario sociopolítico del mestizaje. Una cuestión de producción y generación más que de linaje. Los cuadros de castas serían una clave para conocer uno de los recursos criollos empleados para rotular la mezcla de cuerpos. Ellos enseñan el conocimiento contemporáneo sobre los efectos del particular mestizaje ocurrido en tierras americanas, sin que las tonalidades de la piel correspondan a diferencias de sangre y de raza. Santiago Castro-Gómez, por su parte, en el artículo que sucede al de Alejandra Araya, afirma que los cuadros de castas abrevan en una interpretación fisiológica de la diferencia y exponen un ejercicio criollo de colonialidad: una taxonomía del color de la piel fundada en el principio de la pureza de sangre. En esta clave genealógica, proveniente de una situación posterior al desarrollo de la taxonomía de Linneo (1758), el color de la piel se emplearía como signo indiscutible de un dispositivo racial vigente en el siglo xviii y adosado a una estrategia de lucha terrateniente que libraban el poder soberano y el pastoral al haberse encontrado en la institución del resguardo durante el siglo anterior, técnica destacada del dispositivo de colonialidad. El lector sabrá contrastar los argumentos. Por lo pronto, sugiero que los tres primeros textos de este libro nos enseñan dos cuestiones nucleares e interesantes para el gobierno de la diferencia, presentes desde el siglo xvi. Por una parte, el temprano reconocimiento del régimen de vida practicado en las sociedades indígenas y su debate entre los expertos contemporáneos en Europa, incluido el del valor de los temperamentos y su herencia; en segundo lugar, la interlocución entre conocimientos indígenas y criollos admitidos y referidos por autores españoles, y los conocimientos con los que los europeos reconocían y entendían los primeros. Del transcurso de los primeros siglos de colonización nos quedan los indicios inaugurales del cuerpo que tomará forma como recurso primordial del gobierno moderno: uno en el que comienzan a integrarse el régimen de vida, el temperamento, la apariencia, el color de la piel y el efecto de las mezclas. Conocemos otro indicio, gracias a trabajos históricos que estudian otra urdimbre que se tejía durante la Colonia neogranadina y que luego se trenzó con esta primera interesada en los recursos de la apariencia y del régimen de vida. En el mundo barroco neogranadino, afirma Jaime Borja (2012), surgió el primer espacio de autorrepresentación del sujeto, en particular en el ambiente creado por la mística

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de la Reforma católica. En los claustros religiosos y a partir de las pinturas de los santos, de las hagiografías y de las vidas ejemplares, habría comenzado a tomar forma y a difundirse un discurso sobre la experiencia del cuerpo por medio de la cual se pueden comprender los modelos de corporeidad puestos en circulación en la Nueva Granada para construir la subjetividad católica. Si una es la tarea de conocer, interpretar y ordenar, la segunda labor del vínculo entre cuerpo y conocimiento se muestra en el intento de llevar a la práctica un ordenamiento social y simbólico mediante el saber médico facilitado por su cercanía a la vida cotidiana y doméstica. La difusión de los principios de algunas disciplinas médicas se ha acompañado con sugerencias para adoptar nuevas costumbres y abundantes explicaciones acerca de lo que toma forma como el cuerpo moderno. Con recomendaciones sobre la conducta en la vida diaria, las relaciones maritales y familiares, la crianza y diversas costumbres, se acumula un exceso de significado sobre el cuerpo que parece anegar a ciertas disciplinas médicas, por estar más expuestas al “enriquecimiento” simbólico y moral de su saber, y por gozar de amplia utilización social y política. A las perspectivas de la dietética veremos sumarse a partir del siglo xviii las de la mirada clínica, la higiene, la ginecología, la dermatología, la psiquiatría, la medicina del trabajo y la cirugía cosmética. La atención que atrajeron inicialmente las diferencias de la apariencia corporal se trasladó paulatinamente a otros fenómenos que, aunque visibles, pasaron a ser interpretados como signos de sucesos de otra índole: morales o concernientes al espíritu, el entendimiento y la razón. En las sociedades latinoamericanas quedan por investigar muchos asuntos acerca de cómo fueron tomando forma las representaciones del cuerpo jalonadas por la medicina y la fisiología a partir de las ideas de estructura, energía, circulación, aparato o sistema y cómo se establecieron conexiones parciales con los modelos europeos a la vez que la heterogeneidad se multiplicó. Siguiendo este camino, en las últimas décadas del siglo xviii nos encontramos con los esfuerzos borbónicos acometidos para reformar el ejercicio de la medicina neogranadina. A partir de un estudio sobre los intereses involucrados en las constituciones dieciochescas, en especial en cuanto a mejorar la atención brindada a los enfermos pobres, Adriana Alzate Echeverri incursiona en el hospital que comenzó a operar para civilizar, practicar la caridad y obtener conocimiento médico. Sin duda, la propagación de enfermedades contagiosas y la atención brindada para paliar los efectos de la creciente concentración demográfica en centros urbanos es un marco que en los territorios americanos ocurrió como en los europeos. Hasta finales del siglo xviii convivieron los principios de la medicina hipocrática con las incipientes aplicaciones de la medicina moderna, especialmente las derivadas de sus descubrimientos fisiológicos. Pero el cuerpo del enfermo continuó siendo comprendido como una revelación del temperamento y del clima; la alimentación saludable debía ajustarse todavía a

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los principios hipocráticos al tiempo que se introducían nuevas consideraciones sobre la importancia de la ventilación y las lesiones de la piel comenzaban a estudiarse con métodos que ignoraban el sufrimiento y constituyeron los principios del conocimiento de la medicina moderna, esto es, el reacomodo semántico del signo y el síntoma (Lock y Vinh-Kim 2010). Las constituciones de Mon y Velarde son una instantánea del proceso por medio del cual se fue afianzando el ejercicio del poder sobre la vida. Su efecto puede reconocerse más tarde, cuando fraguó la amalgama de la biología y la medicina. También nos permiten asomarnos a un acto administrativo mediante el cual el poder todavía soberano ha empezado a reaccionar a las necesidades que ya identifica como propias de algún grupo o población y deberes de su ministerio. En adelante, como reiteran con diferentes matices los siguientes artículos, la consolidación del cuerpo como un recurso central para el gobierno de la vida se confunde con la evolución del conocimiento médico y de varias de sus disciplinas, pero también, y no de manera secundaria, con el afianzamiento del biopoder como una de las formas destacadas en que el Estado nacional actúa. Su posibilidad de gobernar en el sentido biopolítico depende estrechamente de su eficacia para convocar, afectar y constituir el cuerpo del ciudadano, bien sea que éste goce de la plenitud de los derechos que en un momento determinado le sean reconocidos o que éstos lo reconozcan en una situación subordinada. Mientras los Borbones se esforzaban por prestar en sus virreinatos, como en el caso de la Nueva Granada, formas de atención a la salud de enfermos pobres y por hacer del hospital un centro en donde comenzar a acercarse y a asir el cuerpo del enfermo, otro proceso se hizo determinante para respaldar el gobierno de la vida administrado por el Estado en las disciplinas médicas. Diádiney de Almeida señala el esfuerzo desplegado por el imperio portugués en América a fin de hacerse al control de la política sanitaria local. La creación de escuelas de medicina mediante las cuales obtener dicho control se vio confrontada con la importancia y necesidad de tener en cuenta el saber de los curanderos populares sobre las dolencias de los locales y el tratamiento de ellas. Si por un lado se inicia la tarea de desacreditar y descalificar a los curanderos, no ocurre lo mismo con su conocimiento, que, como elemento de una disputa de saberes, se somete a una traducción mediante pruebas experimentales. Los procedimientos químicos “transforman” las hierbas en medicamentos que pueden entrar a hacer parte de nuevas costumbres fomentadas para comprender la relación de salud y enfermedad. La tercera función del vínculo entre cuerpo y conocimiento sirve para identificar cómo se establecieron posibilidades para gobernar la diferencia en el contexto republicano a lo largo de los siglos xix y xx. En la segunda parte de libro se plantean no solo cuestiones directamente asociadas a la expansión del Estado por vía de sus instituciones: también aquellas que debieron asimilar, du-

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rante el siglo xx, el germen de las formas de gobierno reguladoras de la libertad individual y el desenvolvimiento de la persona en el mercado. Hasta hoy, estas alternativas desbordan la jurisdicción estatal y satisfacen más las posibilidades del consumo, como es el caso de la cirugía plástica, un dispositivo de gobierno de la diferencia habilitado en el marco de la expansión comercial y de la especialización del saber médico. Si la diferencia de la apariencia, de la complexión de los pueblos americanos y de sus regímenes de vida o las variedades resultantes de la mezcla de cuerpos interesaron al conocimiento y a las administraciones coloniales, las inquietudes principales para los estados nacionales surgidos tras las independencias se encauzaron hacia otras manifestaciones de la heterogeneidad. Aquí nos encontramos con las del sexo, las de clase y con el auge de las formas de normalización y diferencia administradas por la higiene. A partir del siglo xix ganaron vitalidad algunas alianzas entre disciplinas médicas, las instituciones sociales y los programas oficiales de gobierno. La capacidad del Estado de acercarse mediante sus actividades a diversos grupos sociales, eventualmente poblaciones, y de tender lazos en torno de la actividad de gobierno creció a medida que aumentaron las competencias del conocimiento médico y sus posibilidades para traducir su saber en actividades que las poblaciones pudieran realizar. Una que varios autores tratan concierne al gobierno de las mujeres, la mayor “población” republicana excluida de una condición ciudadana plena. Tan protuberantes como es el ardid mediante el cual se consagró esta excepción son el esfuerzo discursivo que se inaugura para erigirla y la continua inversión que debe hacerse a lo largo de los siglos xix y xx para naturalizar la que pasa a ser una diferencia estructural de las sociedades democráticas. En el acto de fundar una diferencia inconmensurable entre hombres y mujeres, el cuerpo cobró vigor como un recurso privilegiado pues les confiere, a la vez, sostén científico y maleabilidad política a las formas de gobierno. Lo que Michel Foucault nombró histerización del cuerpo de la mujer (1976) se advierte en el afán médico de destacar el turbulento e impredecible océano emocional del universo femenino. Originado bien en los huesos, las inervaciones, el útero, la temperatura o las hormonas, cualquiera sea el lugar corporal que las disciplinas médicas hayan podido imaginar para localizar la fuente de la diferencia, ésta pudo ser invocada una y otra vez, en cualquiera de las formas que puede adoptar, para regular, moralizar y ejercer potestad sobre la sexualidad, la reproducción, el matrimonio, las posesiones materiales o las actividades productivas y las ociosas de las mujeres. Fernanda Núñez se acerca a la regulación del matrimonio, la sexualidad y la contracepción ejercida por los principios de la higiene del matrimonio en el México del siglo xix a partir del uso que pudieron darles los médicos a los

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testimonios de sus pacientes mujeres. En el formidable intento de construir la nación mexicana, se hunden los baluartes de la cultura somática que confía en formar ciudadanos modernos y civilizados en el seno de una familia en la cual cobran vida y se transmiten principios sobre matrimonio, roles de género, sexualidad y reproducción. Al tiempo que afloraron en las incipientes ginecologías, obstetricias e higienes varios principios de normalización y conducción de la vida de las mujeres, se estrecharon sus posibilidades de diferir. Especialmente el horizonte de las mujeres de las clases medias urbanas se fue modulando a tono con las regulaciones sobre los deberes y responsabilidades femeninos con la familia. La locura moral y las variantes de la degeneración acecharon a las mujeres indisciplinadas o desobedientes. El encierro en el manicomio sugiere una medida extrema que ganó el apoyo de la crecientemente fortalecida psiquiatría mexicana hacia finales del siglo xix. El trastorno mental comprendido bien como locura, degeneración o herencia es un diagnóstico que Frida Gorbach estudia para desentrañar el vínculo del conocimiento médico, particularmente del psiquiátrico, con la esfera jurídica, cuando el gremio médico estaba en vías de profesionalización y en un gesto positivista y optimista promulgó una forma de educación emocional escindida entre el impulso y la voluntad que las mujeres parecían encarnar de manera ejemplar. Durante el porfiriato se asienta definitivamente en México la actividad higiénica. Oliva López reconoce su capacidad de destituir las imposiciones de la virtud religiosa practicada en el encierro colonial y los mecanismos mediantes los cuales se afianzó el principio de que en el cuerpo de las mujeres tomaran forma y ocurrieran los valores burgueses. Como tarea de la madre, la higienización pudo acercar a médicos y mujeres, en particular cuando éstas asumieron las labores de madres. La imbricación médico-pedagógica que implicó la higienización aseguraría a los médicos higienistas y a la disciplina de la higiene una función primordial de gobierno que penetró el Estado y mediante la cual éste, simultáneamente, reforzó la experiencia del cuerpo moderno. Entre otros, el parto, la crianza, la sexualidad y el matrimonio fueron regulados por la higiene popular. En el panorama de Buenos Aires que nos dibuja Diego Armus también encontramos a las mujeres de los sectores populares finiseculares. En cuanto el éxito del proyecto higiénico argentino radicaba en ser un terreno de consenso e instaurar un sentido común compartido en la sociedad, sobresale una de sus facetas reconocidas: la lucha antituberculosa. Adoptando asociaciones y metáforas de amplio uso, las narrativas de feminización vincularon a las modistas y el uso del corsé con pasiones neurasténicas y las acercaron tanto a la prostitución como a la explotación laboral. En el terreno de la lucha antituberculosa hubo ocasión para enaltecer los principios higiénicos y entablar una lucha, sostenida hasta el presente, en torno de la transformación de la figura corporal femenina.

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Si el corsé fue un objeto insigne de esta lucha, a comienzos del siglo xxi Elsa Muñiz nos lleva de vuelta a México, en donde desde mediados del siglo xx traza los orígenes de una historia cultural de la cirugía cosmética que para la década de los ochenta actualiza los mecanismos de poder que el dispositivo higiénico había desplegado para regular la vida de las ciudadanas excluidas. En el marco de las formas liberales de gobierno que en mucho desbordan la regulación estatal, actualmente la cirugía cosmética consigue involucrar los preceptos de belleza, de salud y de normalidad en un cuerpo que ya no es solo la instancia de encuentro e intercambio del Estado y el ciudadano, sino que se ha expandido subjetivamente para contener las posibilidades de autogobierno y de manufactura de la identidad. Como proyecto personal administrado por el individuo en el mercado, el cuerpo deriva en mercados exentos de regulación oficial. Con países como Brasil, México y Colombia, en donde las mujeres acuden en masa a la transformación quirúrgica, el vínculo entrañable forjado entre medicina y feminidad desde la fundación de las naciones recuerda la medida en que el cuerpo de las mujeres deviene trasunto material del biopoder. El mismo ajetreo de seducción y resistencia en torno del corsé se proyecta en el dispositivo de la cosmética quirúrgica. Considerando otras disciplinas médicas y otros grupos poblacionales, encontramos en Colombia a finales del siglo xix el exceso de significado que produce la dermatología. Hilderman Cardona analiza los retos que enfrenta la especialidad de la piel para lidiar con la trayectoria de sentidos históricamente acumulados en relación con las características que afloran en la superficie corporal. La piel que ocupa a los médicos resulta particularmente cargada de capacidad para representar los rasgos de personas y de pueblos, de manera que la mirada dermatológica resulta tan afectada por el vínculo entre cuerpo, lenguaje y enfermedad como la ginecología por la relación extremadamente intrincada entre cuerpo, sexo y órganos. Los médicos colombianos avanzaron en la especialización de las enfermedades de la piel en la medida en que partieron de observar las lesiones superficiales, reunieron las narrativas de los pacientes, describieron táctilmente las lesiones dérmicas expuestas a la anatomía clínica y las verificaron sensorialmente como síntomas. Estos pasos les facilitaron adentrarse en la anatomía patológica e identificar la lesión interna, aquello que verdaderamente dice el cuerpo del enfermo y que pasará a ser el signo del conocimiento dermatológico. El lenguaje instaurado así por la soberanía de la mirada representa en texto e imagen las enfermedades deformantes. También a lo largo de la primera mitad del siglo xx en Colombia, Óscar Gallo sigue la transformación de la higiene industrial en medicina del trabajo y allí reconoce una variante de la estatalización del saber técnico-científico y la consolidación en el Estado de una burocracia técnica concomitante. El autor expone las etapas de intervención en la salud de los trabajadores como uno de los más

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socorridos recursos para atrapar el cuerpo masculino, en particular el del obrero y el trabajador: la seguridad, el rendimiento y el embellecimiento mediante los deportes. Encontramos esta vez el vínculo no de médicos y juristas sino de médicos e ingenieros aunados en los afanes de la productividad, la seguridad y el cuidado eugenésico característico de este periodo y expuestos a partir de la articulación de los intereses en el factor humano, las dimensiones psicológicas y el conocimiento biológico. Lo que en el caso del trabajador se encamina a reducir la presión del medio sobre el cuerpo, para las mujeres contemporáneas se tradujo en el desbordamiento del cuerpo sobre el medio y la dificultad de situarlas en el campo productivo. A la vez que el conocimiento médico se hizo más diverso y complejo y surgieron y se fortalecieron las disciplinas de la mente, la cultura y la sociedad, las concepciones sobre las formas del cuerpo se han enriquecido a tal punto que es posible identificar discursos especializados en aspectos corporales tales como la salud, el movimiento, el comportamiento, la belleza o el conocimiento. Si en el siglo xix persistían las versiones eminentemente materiales del cuerpo, capaces de disociarlo de las entidades inmateriales de la condición humana, al comenzar el siglo xx tomaron fuerza nuevas perspectivas del saber que enunciaron principios acerca de la condición humana como un hecho emocional, afectivo y libidinal. Ganaron terreno los saberes que involucraron concepciones estéticas sobre los seres humanos, es decir, las interesadas en comprender y expandir las expresiones e interpretaciones de la naturaleza sensible de la vida humana. Bibliografía Behares, Luis Ernesto y Raumar Rodríguez (comps.). 2008. Cuerpo, lenguaje y enseñanza. Montevideo: Universidad de la República. Borja Gómez, Jaime Humberto. 2012. Pintura y cultura barroca en la Nueva Granada. Los discursos sobre el cuerpo. Bogotá: Fundación Gilberto Alzate Avendaño. Butler, Judith. 1993. Cuerpos que importan. Sobre los límites materiales y discursivos del “sexo”. Buenos Aires: Paidós. Bynum, Carolyne W. 1989. “El cuerpo femenino y la práctica religiosa en la Baja Edad Media”. En M. Feher y otros (eds.). 1989. Fragmentos para una historia del cuerpo humano, vol. 1. Madrid: Taurus. Cházaro, Laura y Rosalina Estrada (eds.). 2005. En el umbral de los cuerpos. Estudios de antropología e historia. Zamora: El Colegio de Michoacán. Citro, Silvia y Patricia Aschieri (coords.). 2012. Cuerpos en movimiento. Antropología de y desde las danzas. Buenos Aires: Biblos. Corbin, Alain; Jean-Jacques Courtine y Georges Vigarello. 2005. Historia del cuerpo (3 vols.). Madrid: Taurus. Csordas, Thomas. 1994. Embodiment and Experience. The Existential Ground of Culture and Self. Cambridge University Press.

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Control de poblaciones, saber y diferencia

1 A dietética no novo mundo Alimentos para a natureza e o governo dos corpos de índios e espanhóis, entre os séculos xvi e xvii Alexandre C. Varella Introdução: Do regime para uma história da dietética no Novo Mundo1 Este ensaio trata de representações dos corpos e particularmente sobre o poder dos alimentos para a construção da “compleição” e do “temperamento” de povos e indivíduos nos vice-reinos da Nova Espanha e Peru2. O recorte temporal se concentra na passagem do século xvi para o século xvii, momento em que a difusão da dietética e o objeto dos costumes indígenas, em combinação nos discursos, impõem suas marcas na configuração das sociedades locais3. 1  Aqui se traduz para o português as citações da bibliografia crítica dos originais em demais línguas. Entretanto, as passagens de fontes históricas, todas em espanhol, são literais em relação às edições utilizadas, quando muitas vezes é preservada a anomalia gramatical e o vocabulário americano e ibérico de época. Também se conservam a grafia e pontuação dos manuscritos, que foram transcritos com mínimas alterações. 2  Neste ensaio são recuperados aspectos centrais da tese de doutorado intitulada “Receitas do regime: a dietética entre índios e espanhóis no México e Peru coloniais (entre os séculos xvi e xvii)”, tese concluída em março de 2012 no Programa de Pós-Graduação em História Social da Universidade de São Paulo. 3  Nesta análise constantemente se utilizam as ferramentas da “representação” e do “discurso”. O trabalho abraça a perspectiva de polissemia das “representações” tendo em vista o universo

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Os discursos coloniais manifestam e proliferam os temas da tradição dietética da Europa Ocidental, o que remete à física galênica interpretada na época medieval tardia e com forte repercussão na Renascença. Vários tratados muçulmanos e mediterrâneos sistematizaram os quadros de influência “não-natural” no corpo humano, quando as “comidas e bebidas” agiriam para formar ou alterar a natureza dos corpos4. A dietética no início da era moderna vai apresentar certas oposições, alguns vínculos ou correspondências com saberes médicos populares, assim como vai criar objeções e, por outro lado, justificar hábitos de certos grupos sociais. A dietética tem parte nas representações que contribuem para a formação de identidades e pode manifestar o emblema de todo um povo ou país (Cf. Albala 2002). Os saberes de dieta, inclusive na América, acontecem em âmbitos que Michel Foucault identificara como espaços de “doutrina” e “sociedades de discurso”, pois afinal, revelam trâmites da filosofia natural e moral e da medicina, no regime do Novo Mundo. Aqui se considera que tais saberes constituem elementos chave da doutrina cristã, bem como apontam para a constituição de uma sociedade de prática médica hipocrático-galênica com os rituais que qualificam sujeitos para transmitir uma verdade. Como aponta Foucault, embora funcionem como “sistemas complexos de restrição”, doutrinas e sociedades de discurso são âmbitos da positividade de trocas de saberes e da comunicação social (Foucault 2004a, 38-43)5. Aqui, destaca-se o poder dos alimentos e outros fatores nos corpos enquanto identificações e sujeitos sociais. Todos estão sujeitos ao regime (e são agentes no das práticas sociais. De acordo com Paul Ricoeur, temos a função “taxinômica” da “representação-objeto”, o que se dá ao revelar práticas que demonstram o pertencimento a lugares e comunidades. Já a função “reguladora” confere a medida dos esquemas e valores compartilhados “ao mesmo tempo em que ela designará as linhas de fratura que consagram a fragilidade dos comprometimentos múltiplos dos agentes sociais”. Ricoeur aponta ainda para uma dimensão mais ampla da representação-objeto e que diz respeito à posição do indivíduo num todo social, o que recupera as noções de visão de mundo e de mentalidades (Ricoeur 2000, 294). Já a análise do “discurso” remete a questões de um debate complexo sobre instâncias como as “condições de produção”, a “ideologia”, a “polifonia”, a “subjetividade”, observando-se textos que apresentam, afinal, dimensões extratextuais, constituindo o espaço e fluxo de várias instâncias de poder, bem como consistem num momento de “agência” dos autores (Cf. Brandão 2004). 4  Os regimina sanitatis medievais recuperaram da fisiologia galênica os âmbitos então denominados como res non naturales, geralmente divididos em seis setores: ares e lugares; exercício e repouso; comer e beber; sono e vigília; encher e evacuar; movimentos da alma. Embora não constituíssem coisas intrínsecas ao organismo vivo, os “não-naturais” ou “pró-naturais” afetariam o indivíduo na sua constituição física e moral, indicando o estado de saúde do corpo e da alma (Cruz 1997, 27). 5  Vale recuperar a sentença de que a doutrina também é âmbito que “questiona os enunciados a partir dos sujeitos que falam”, pois os doutrinados se apoiam nela para manifestar uma “pertença de classe, de status social ou de raça, de nacionalidade ou de interesse, de luta, de revolta, de resistência ou de aceitação” (Foucault 2004a, 43).

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regime) das elites sociais novo-hispânicas e peruanas. Na proposta de se notar instâncias de “índios” e “espanhóis”, não se propõe uma visão essencialista dessas identificações ou desses corpos físicos, pois também são construídos como polos de uma alteridade com implicações políticas para vários grupos sociais, quando criollos, mestiços etc., dependendo das circunstâncias, podem estar vinculados socialmente —ou nos termos de representação social— à “nação” dos índios ou dos espanhóis. A oposição fundamental no campo das representações desses corpos talvez não possa ser outra que a “barbárie” dos naturais da terra versus a “civilidade” dos europeus (Cf. Pagden 1982). Mas, se uma “retórica da alteridade” (Cf. Hartog 1991) que venha contrapor os espanhóis perante os índios, se constitui em mecanismo de subordinação do “outro” aos critérios e conveniências da cultura erudita espanhola na América, tal poderia se apresentar como “dispositivo no qual se combinam abertura e controle, inquietude e segurança, reconhecimento e desconhecimento, tradução e traição”. Em todo caso, esses resultados ambíguos se apoiam pelo “filtro e a garantia” da linguagem de quem profere o discurso, o que gera uma confortável distância perante o “outro” (Hartog 1999, 286). Considerando essas observações, o ensaio concentra-se na visualização de alguns contornos sobre dois processos (ou recorrências). Primeiro, sobre a construção de naturezas para o corpo humano de acordo com parâmetros da filosofia natural cristã, o que se complementa pouco a pouco com a abordagem sobre os regimes medicinais da alimentação para as entidades de índios e espanhóis do Novo Mundo. São raros os estudos mais atuais que lidam com a ampla questão do “regime de vida” no contexto da colonização espanhola na América, mas há ensaios importantes, como de Ramírez (2000) e Cañizares-Esguerra (1999) dando relevo à questão do cosmo e da astrologia, bem como de Earle (2010) e Saldarriaga (2009) a respeito dos alimentos e bebidas. Para Rebecca Earle, o regime alimentar como influência determinante no corpo e redundando em políticas da colonização, seria objeto mais relevante na história vivida do que o tema da astrologia ou do clima (Earle 2010, 689-690). Mas nenhum desses assuntos foge de um mesmo campo de saberes dietéticos, sem que necessariamente um aspecto seja mais importante que outro, pois estão geralmente combinados nos mesmos discursos da dieta. Aliás, em diversas receitas de identidade e regime dos corpos no Novo Mundo. Doravante, aqui se narra particularmente o tema da alimentação e sua relevância para a história da cultura e do poder. Dos costumes e inclinações na natureza das nações A aparência física ou a disposição externa do corpo humano não poderia constituir parâmetro óbvio e seguro para as representações ou identificações de povos

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no início da colonização da América. Tampouco serviria muito bem para os discursos que sedimentavam julgamentos de valor sobre aquelas entidades de “índios” e “espanhóis” entre os séculos xvi e xvii. É verdade que as diferenças entre as “nações” estariam muitas vezes à vista pela cor da pele e outros traços, mas isto não indica tanto assim essenciais ou rígidas diferenças entre os corpos desses povos. Muito mais, representarão distintas condições ou circunstâncias devido à natureza específica de uma região, seu clima, alimentos, posição dos astros e outros fatores que poderiam afetar qualquer população ou indivíduo, alterar sua aparência, e o mais importante, sua natureza corpórea. Como aponta Benjamin Braude (1997), a historiografia atual não deve projetar para o início da era moderna a percepção posterior das raças no século xviii, quando se assenta o critério somático para a diferenciação de grandes populações, quando também são construídos tipos humanos como habitantes característicos de continentes bem definidos. Muitos trechos de documentos coloniais foram pincelados por filósofos e historiadores do Iluminismo para redefinir as concepções de “caráter” e “compleição” dos índios e junto à descrição de uma natureza inferior do continente americano. Tratados do século xviii recuperavam a pluralidade de fatores renascentistas para caracterizar os povos e que são analisados aqui como princípios dietéticos, tal como a atenção sobre costumes, higiene, alimentação, clima e religião. Pouco a pouco tais fatores se amalgamam numa construção dos sentidos de inferioridade genética, mental, de degeneração das raças, o que se combina também com a ideia de “progresso” e a falta de bases materiais, sociais e culturais para sua realização pelos povos não europeus. São discursos de exclusão das populações colonizadas ou expurgadas da civilização europeia. O que ainda não significa plenamente a ideia de raça como identidade filogenética e com base em critérios fenotípicos bem rígidos, o que se estabelece finalmente na ciência biológica evolucionista do século xix (Cf. Wolff y Cipolloni 2007; Sebastiani 2008). Alguns impasses são encontrados ao se buscar raízes daquele racismo do século xviii e xix nas visões ibéricas da época das navegações e intrusão na África e América. Os pontos de partida para a definição das diferenças sociais —e que justificaria assim o emprego do trabalho compulsório— remetem essencialmente aos assuntos da civilidade e dos costumes, da fé e moral cristãs. James Sweet (1997, 165) comenta que isto se parece a um “racismo sem raças”, ao passo que procura os indícios de um preconceito somático que só pode ter cabida dentro de parâmetros mentais da época e como motivo de identificação usado esporadicamente. A política ibérica de hierarquização de povos submetidos ou escravizados se dá a partir de justificativas e julgamentos de outra natureza, os quais não remetem à dimensão racialista das diferenças entre os corpos sociais.

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Uma vista por informes conhecidos como Relaciones Geográficas (enviados ao rei da Espanha entre a década de 1570 e 1580) já sugere a desimportância do critério fenotípico para somar-se à caracterização das condições mentais mais precárias e comportamentos incorretos dos naturais, a tendência geral (mas não exclusiva) nesses relatos6. Um trecho da pergunta de número cinco das Instrucciones de Felipe II para os povoados e vilas do Novo Mundo pede algumas informações sobre a natureza dos índios, o “talle y suerte de sus entendimientos, inclinaciones y manera de vivir”. Raramente as respostas coligidas pelas autoridades locais descrevem o tipo físico, mas quando o fazem, não declaram que a aparência ou disposição do índio seja inferior em relação aos mesmos motivos do corpo espanhol. Não se pode deduzir a partir dessas poucas descrições do exterior corpóreo, qualquer razão para implicar efeitos como o “baixo entendimento” e as “más inclinações” dos índios7. Em um estudo sobre as identidades sociais na cidade do México do século xvii, Douglas Cope (1994, 171) aponta que a “etiqueta racial” é aspecto de “adscrição étnica” relacionada diretamente com a questão da herança biológica, quando as ideias de “limpeza de sangue ou raça ruim” seriam “centrais para a caracterização social no México colonial”. Porém, como se argumenta aqui, o sentido biológico de raça é estranho aos contextos estudados e dificulta a compreensão dos fatores que identificariam a natureza ou a condição dos corpos. Se a política de limpeza de sangue para distinguir aqueles aptos aos cargos e benesses no império espanhol é fundamental (Cf. Martínez 2004), o recurso usado pela Inquisição e outras instituições, como pela ordem franciscana, insinua apenas que as aparências corpóreas podem demonstrar origens impuras refletindo uma herança de falsas religiões e maus costumes. A má ascendência devia ser buscada pela genealogia familiar e não pela distinção mais aparente de cor ou de disposição corpórea, que não são temas decisivos para separar um judeu de um cristão ibérico, ainda que fosse suficiente para distinguir um africano ou americano de um europeu apartando-os das instâncias institucio-

6  Foram consultados os documentos que tratam da diocese com cabeça na cidade do México (René de Acuña 1985, 1986a, 1986b), bem como os poucos informes encontrados nos arquivos que tratam da região andina (Jiménez de la Espada 1965a, 1965b). 7  O corregidor do pueblo de Atlatlauhcan (na diocese do México) afirma que em “su talle y parecer” os índios “son morenos, amulatados, y, en disposición, es general, como los españoles, y de esta estatura”. Por outro lado, “son de poco entendimiento” (Acuña 1985, 46). Um relato sobre os índios da vila de Huamanga no Peru entregue em 1586 por dois moradores da estirpe dos conquistadores, também reflete este mesmo discurso (Jiménez de la Espada 1965a, 185-7). Segundo outro relato, a natureza (dos costumes) dos índios poderia ser determinada apenas pelas características peculiares da microrregião onde moravam (Acuña 1985, 60). Até mesmo se consideram diferenças de capacidade mental de acordo com a hierarquia entre índios “principais” e “comuns” de um pueblo (Acuña 1986a, 246).

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nais do poder colonial, incorporando-os tacitamente aos não cristãos ou neófitos. Se Saignes & Bouysse-Cassagne (1992, 18) utilizam a expressão “tensões sócio-raciais” para observar o estatuto de mestiços e criollos no Peru colonial, reforçam a ideia de que a limpeza de sangue remete à “profundidade temporal da linhagem” impedindo uma colocação nos mais privilegiados cargos devido à “mescla com sangue não-cristão” (Saignes y Bouysse-Cassagne). E no esforço da elite criolla mexicana para preservar a endogamia e manter seus privilégios e status, a limpeza de sangue não seria o foco. Como também acentua Douglas Cope (1994, 25), “simples estereótipos” do século xvi como de “índios humildes” e “castas perniciosas” já serviam para a distinção e exclusão social, enquanto que, por outro lado, algumas regulações locais, como aquelas dos grêmios de ofício, colocavam juntos pobres de várias origens: castiços, mestiços, negros, mulatos, às vezes índios e espanhóis. Da doutrina dos temperamentos na natureza dos corpos Apesar da inconsistência do conceito de raça ou da inconstância da dimensão racialista para o estudo das identificações e relações de poder social no contexto em questão, pode-se obter da noção de “compleições” humanas na “doutrina dos temperamentos” da Idade Média tardia, diversas chaves para adentrar na construção de representações dos corpos de “índios” e “espanhóis”. Segundo Pérez Tamayo, a tipologia dos temperamentos “é uma das classificações mais antigas e seguramente prevaleceu tanto tempo (até hoje se segue usando!) porque algo tem de verdade” (Pérez Tamayo 1988, 118). Mas antes de corresponder à realidade física e psíquica de sujeitos agrupados por características comuns, o esquema deve ter contribuído para formar ou introjetar nos indivíduos uma pertença ou identidade natural, a qual, no entanto, é uma construção sociocultural com implicações netamente políticas. Vale trazer um breve histórico e algumas avaliações com base nos estudos de Klibansky et al. (1989, 107 e ss.) sobre o tema das compleições e temperamentos humanos. Estes ensaios históricos e filosóficos apontam que algumas noções fisiognômicas e do caráter (como em Aristóteles e Teofrasto) irão integrar-se às especulações da fisiologia interna do corpo (como em Sextus Empiricus e Galeno), servindo então para construir a ideia de tipos de indivíduos com naturezas distintas. Os humores do corpo e suas qualidades de calor (sangue), frio (melancolia ou bílis negra), secura (cólera ou bílis amarela) e umidade (fleuma), ainda que para Galeno fossem basicamente causas de enfermidade, também já seriam considerados determinantes para a constituição corporal: o calor faz o corpo grande, o frio o faz pequeno, a umidade o torna gordo, e a secura magro. A “crase” ou equilíbrio dos humores no corpo, quando predominasse o humor do

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sangue, tornaria o indivíduo mais estúpido; a preponderância de cólera criaria a fineza e a inteligência do espírito; a bílis negra traria a constância; enquanto o desequilíbrio fleumático não resultaria em efeitos comportamentais —tudo isso segundo Galeno. Essas conclusões do humoralismo seguiram paralelas e foram aproveitadas, mas alteradas, na história dos “temperamentos” na longa evolução medieval dos conceitos fisiológicos e mentais. Entre os séculos II e III da era cristã, um esquema cosmológico dos temperamentos é apresentado em um pequeno tratado anônimo recuperando os princípios da filosofia antiga, De natura hominis, ao associar os quatro elementos (ar, fogo, terra e água) aos respectivos humores do sangue, da cólera, da melancolia e da fleuma8. Nos tempos de Santo Agostinho, alguns tratados como de Vindiciano, Beda e Isidoro de Sevilha já assentavam a perspectiva de que os humores teriam o poder de determinar não apenas a condição de um indivíduo em particular, mas também formar grupos de gente. Porém, só a partir do século XII, com Guilherme de Conches, é que a “doutrina dos temperamentos” toma corpo. No fim da Idade Média se estabelece uma hierarquia física e moral das compleições humanas, quando o homem sanguíneo é descrito como aquele mais robusto e alegre, corpo temperado pela prevalência das condições fisiológicas básicas para a vida humana (as qualidades quente e úmida em moderação). Enquanto que as compleições “frias”, fleumática e melancólica são tomadas como decadentes pela escolástica em sentido cosmogônico, de degradação humana, recuperando-se o tema da Queda do Paraíso. Principalmente estes temperamentos são carregados de qualidades físicas, fisiognômicas e psicológicas negativas9. A doutrina dos temperamentos foi popularizada no fim da Idade Média e na era moderna, trazendo, entre outras autoridades, o galenismo de Avicena e os tratados dietéticos da escola médica de Salerno (Cf. Albala 2002). Tendo em vista relatos da Renascença e da colonização da América, muitas compleições continuam sendo consideradas enfermiças, embora a concepção neotomista do livre-arbítrio pregue a superação das limitações ou peculiaridades naturais de cada indivíduo. Mas na ciência aristotélica das três potências físicas do entendimento, o mau temperamento ou o desequilíbrio humoral poderia dificultar a plenitude das faculdades mentais (inteligência, memória e imagi-

8  Cada humor se tornaria predominante no curso de uma estação do ano e durante uma das quatro idades do homem: o sangue na primavera e na infância, a bílis amarela ou cólera à juventude e ao verão, a bílis negra ou melancolia ao outono e maturidade, enquanto a fleuma estaria vinculada ao inverno e à velhice. 9  Terminam aqui os comentários em torno da obra de Klibanski et al. (op. cit.).

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nação)10. Assim, observa-se um jogo ou impasse entre o âmbito de liberdade da alma e a condição corpórea do sujeito. E enfim, especialmente na descrição dos corpos espanhóis é que se oferecem boas soluções para o problema da condição corpórea no Novo Mundo. Do temperamento das nações no Novo Mundo O cosmógrafo originário de Hamburgo conhecido no México como Henrico Martínez11 expõe a doutrina dos temperamentos no seu Reportorio [sic] de los Tiempos começando pela autoridade do humoralismo galênico. Procede pues (según Galeno) la natural condicion e inclinacion del hombre, de la mescla y proporcion de los quatro humores, conuiene a saber, colera, flema, sangre y melancolia: por que la varia disposicion y complexion de los cuerpos, haze mucho al caso para la variación de las costumbres y afectos del alma: pues vemos que el anima muy de ordinario se muda, y se compone con la complexion del cuerpo, por que comunmente los colericos son iracundos, los flematicos perezosos, los sanguinos benignos y alegres, los melancolicos tristes e inuidiosos; aunque no de necescidad: por que el anima rige y gouierna el cuerpo. De lo dicho se sigue que las personas que fueren casi semejantes en el temperamento y complexion: tambien lo seran en la condicion. (Martínez 1981, 175)12

Martínez resgata o princípio galênico de dependência das faculdades da alma pelo temperamento dos humores no corpo. Mas este autor não perde de vista que o livre-arbítrio, no bom juízo da alma, pode sobrepujar a condição corporal —é a correção da doutrina católica perante a heresia de Galeno (Cf. Galen 1995). O ponto fulcral é que se “o homem se integra ao mundo através 10  Mirko Grmek (1998, 256) observa que a medicina escolástica, embora se considere herdeira de Galeno, estabelece um compromisso entre a ideia do “equilíbrio dos quatro humores” (Galeno e hipocráticos) e do “equilíbrio das quatro qualidades primárias” (Aristóteles). Esta última perspectiva é que propriamente desemboca na visão medieval das compleições naturalmente patológicas. 11  Após viajar por vários países da Europa, Martínez radicou-se na cidade do México em 1589. Foi dono de uma importante imprensa e intérprete do Santo Ofício, bem como trabalhou nas obras do deságue na laguna do vale do México para tentar evitar, sem sucesso, as constantes inundações da cidade nas primeiras décadas do século xvii. 12  Destaque-se novamente que nas citações de obras fac-símiles ou que preservam a escrita de época, bem como nos manuscritos transcritos, optou-se pela máxima conservação da pontuação e ortografia originais.

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da combinação de qualidades, os teólogos tiveram cuidado de insistir que sua alma, em virtude de sua natureza espiritual, é continente do corpo e não seu conteúdo” (Ramírez 2000, 46). Contudo, o cosmógrafo parece apenas confirmar um dogma católico sem de fato dar importância para ele, pois logo enfatiza (na citação acima e também ao longo de seu tratado) que a qualidade física do corpo é a causa dos costumes e inclinações, quando o temperamento dos fluidos corporais torna-se preâmbulo para a definição da mais substanciosa condição corpórea: a compleição humana. Martínez também demonstra que ao lado da bondosa compleição sanguínea, as demais sugerem “costumbres e afectos del alma” viciosos, atualizando velhas crenças medievais. Décadas antes, não sem motivo o dominicano Bartolomé de Las Casas concebera para os naturais da América a mais perfeita das compleições humanas: a constituição sanguínea. Mais um argumento para o projeto de certa autonomia política para a malha social indígena e de acordo com a posição dominante da Corte, avessa aos interesses particulares dos espanhóis na exploração colonial. O índio sanguíneo é uma das teses para comprovar como são povos virtuosos, bondosos, moderados e de excelente entendimento mental (Las Casas 1992, 426 e ss.). A Apologética historia sumaria13 de Las Casas condensa o esforço do influente clérigo por retirar as acusações de barbárie dos índios por causa da falta de “polícia” nos costumes civis e professarem uma falsa e diabólica religião, o que remetia às supostas faltas intelectivas dos naturais (Cf. Ares 1992). As faltas intelectivas podiam ser de substância corporal e caracterizadas em compleições, mas a ortodoxia católica espanhola já havia definido, no início da conquista da América, uma mesma natureza para toda a humanidade através do dogma da universal ascendência adâmica (Cf. Gliozzi 2000). Contudo, entre os argumentos para a falibilidade da natureza corpórea do índio, podiam intervir as más influências do entorno, do macrocosmo do Novo Mundo no microcosmo humano. Por isso Las Casas comporia as “causas naturales” para os “buenos y sutiles entendimientos” dos índios, elogiando inicialmente a constituição temperada da Ásia, pois a América não seria nada mais que a extensão das terras de oriente (Las Casas 1992, 377 e ss.). A fertilidade dessa terra implicaria na fertilidade dos povos que a habitavam. A cor da pele do índio, nem branca nem negra, é mais

13  O volumoso manuscrito ficou arquivado no Conselho de Índias sem ser publicado, ainda que tenha circulado entre missionários simpatizantes. Foi produzido durante ou pouco depois das sessões da Junta de Valladolid entre 1550 e 1551, na polêmica com Juan Ginés de Sepúlveda a respeito das justificativas da conquista espanhola.

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um indício de que o desequilíbrio ambiental (muito frio ou muito calor) eram condições inexistentes na América14. Embora inicialmente destaque que os coléricos são aqueles mais “dispuestos para las sciencias”, Las Casas termina por acentuar que a compleição sanguínea, que considera natural dos índios, opera da mesma forma, sendo que entre as quatro compleições é aquela “nobilisima” por “su sotileza, claridad y temperancia en cálido y húmido”, o que “causa en los hombres naturalmente, por la mayor parte, virtuosas inclinaciones” (Las Casas 1992, 427 e 450). A “alegria”, uma das “pasiones del alma” naturais desta compleição, é outro fator alencado para a “habilidad y disposición para todas las artes”. Esta alegria teria contribuído para aguentar com tanta “paciencia y tolerancia” os “trabajos intolerables” impostos pelos espanhóis. Porém, o “temor” e a “tristeza” devido à servidão e inúmeros excessos dos conquistadores “ha sobrepujado” a “natural alegría y noble complixión destas naciones”15. Embora tenha identificado os indígenas à compleição sanguínea, Las Casas também oferece os critérios básicos para fixar um ser de constituição “fria”, a representação mais usual nos discursos coloniais a respeito da “qualidade” do índio. A começar pela condição de “tristeza”, ainda que “acidental”, ou seja, devido a uma circunstância: a conquista espanhola. A tristeza poderia sugerir um estado melancólico16. Las Casas também estabelecera para o sanguíneo indígena um corpo de constituição “delicada” (1992, 435), algo como o frouxo fleumático. Comenta ainda que os índios têm muita “paciencia y tolerancia”, e enfim, ao definir que a mente indígena é privilegiada no âmbito das potências da imaginação e da memória, resulta que aprende e executa extraordinariamente a

14  “Y así parece que de la color destas gentes podemos [observar] la templanza de este orbe y de la templanza misma [de] su color y también [de] sus costumbres y sus entendimientos” (Las Casas 1992, 380). Como fatores que concorrem para a “habilidad natural de buenos entendimientos”, Las Casas enumera seis causas “naturais”: “la influencia del cielo”, “la disposición y calidad de la región y de la tierra que alcanzan”, “la compostura de los miembros y órganos de los sentidos”, “la clemencia y suavidad de los tiempos”, “la edad de los padres” e por fim “también ayuda la bondad y sanidad de los mantenimientos” (Las Casas 1992, 382). Após dissertar sobre comida e bebida, Las Casas traz um adendo a respeito da compleição indígena, sugerindo a forte influência de elementos externos ou “não-naturais” para a condição corpórea (Las Casas, 1992, 426). Em todo caso, o dominicano realça o dogma tomista da liberdade da alma para superar qualquer condição do corpo e da mente (Las Casas 1992, 389-90). 15  Las Casas avalia que as “pestilências” que tanto atingiam os índios “es cierto proceder de la imaginación y de la tristeza de los males presentes y pasados y del temor vehemente de los [males] por venir, y del mal comer y beber y de los muchos y demasiados trabajos”, fazendo com que “de su noble y natural condición han degenerado, convirtiéndose tan pusilánimes y de tan serviles ánimos” (Las Casas 1992, 450-2). 16  No levantamento de fontes sobre o índio melancólico, Earle (2010, 691) cita o frei dominicano Diego Durán, missionário na Nova Espanha, além de dois escritores da elite civil no Peru.

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“labra de joyas” e os “actos y farsas” da Sagrada Escritura (1992, 452-3)— sinais de paciência fleumática. Enfim, as representações do índio sanguíneo em Las Casas muitas vezes expressam características apontadas por outros autores como advindas da compleição fleumática. Como no discurso de mais um retórico defensor dos índios e contra os exploradores espanhóis, frei Gerónimo de Mendieta, segundo o franciscano, “conviene” que os “ministros del Evangelio (...) dejen la cólera de españoles (…) y se hagan indios con los indios, flemáticos y pacientes como ellos, pobres y desnudos, mansos y humildísimos como lo son ellos” (Mendieta 1997a, 368). Ao tratar das condições “naturales” dos índios para “ayuda de su cristiandad”, estará a “natural mansedumbre”. Este caráter é devido à “falta de cólera y abundancia de flegma”17. A “paciencia de los indios es increíble”, tal como deve ser ou de acordo com os sagrados ensinamentos de Jesus... A virtude da paciência explica a capacidade para obedecer sem reclamar aos mandões, quer sejam indígenas ou espanhóis. Há sobrecarga de serviços impostos aos índios comuns, os quais Mendieta considera como homens de pobreza evangélica. A compleição fleumática também sugere que tudo o que os espanhóis “les mandamos y pedimos, lo (...) hacen ellos tan poco a poco, que no nos pueden dar contento” (Mendieta 1997b, 106-110). Uma natureza resignada ou paciente do fleumático pode ser revertida para outros interesses do discurso, pode trazer a inversão de valor da condição, porque da “paciência” pode-se atribuir a “preguiça”, que é a perspectiva comum para indicar uma compleição viciosa do índio. Francisco Cervantes de Salazar, cronista oficial da cidade do México de meados do século xvi, compõe o recorrente quadro da nação “bárbara” e “viciosa” de “hombres torpes y mal inclinados”, condição dos índios em geral, embora afirme não excluir “haber algunos de buen entendimiento (...) por las leyes que tenían”. Quando trata da compleição fleumática dos naturais, o cronista chega à dúbia resposta moral de um sujeito preguiçoso e paciente, o que significa que são indispostos para os serviços pesados, mas, no entanto, bem dispostos para alguns ofícios, apesar de sua natureza enfermiça (Cervantes de Salazar 1985, 31). Já Francisco Hernández, historiador natural nomeado protomédico de Felipe II numa expedição pela Nova Espanha entre 1571 e 1577, ao escrever um tratado sobre a história e os costumes dos índios, estabelece que a maioria deles são “débiles, tímidos” e “perezosos”, defeitos que de antemão se relacionariam à compleição fleumática. Contudo, Hernández (que fora amigo do cronista Cervantes 17  Mendieta, porém, adverte que a “mansedumbre” poderia ter sido “acquisitiva, procurada, y enseñada” pelos bons costumes praticamente cristãos nos tempos da infidelidade (Mendieta 1997b, 106-7). O que mantém a prevalência do arbítrio perante as condições do corpo para a expressão da alma.

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de Salazar) opõe características degradantes e outras faltas, como a ebriedade e a mendacidade, ao contorno meramente positivo da compleição fleumática indígena. Apesar dos defeitos como a embriaguez, eles “son de naturaleza flemática y de paciencia insigne, lo que hace que aprendan artes aún sumamente difíciles y no intentadas por los nuestros, y que sin ayuda de maestros imiten preciosa y exquisitamente cualquier obra” (Hernández 1986, 107). Certa ambiguidade do caráter fleumático pode ser encontrada também em uma obra jesuítica. O padre Bernabé Cobo conclui um tratado na escola de José de Acosta, mas traz na escrita uma longa experiência de vida no Peru e na Nova Espanha na primeira metade do século xvii18. Os índios de Cobo também têm natureza fleumática. O jesuíta enuncia os proveitos que se podem extrair do corpo indígena numa constituição degradada, mas ainda útil para algumas artes que requerem lerdeza e paciência. Tal como ocorre no discurso de outros tantos cronistas com interesses muitas vezes conflitantes, o corpo do índio é tido como o oposto do corpo do espanhol em “qualidade”. Daí se deduz suas “propriedades ou efeitos” diferenciados. Segundo Cobo, prova de paciência fleumática dos naturais do Peru é lidar com seus teimosos animais de carga, as lhamas, enquanto é sinal da compleição colérica dos espanhóis não conseguir manejar essas bestas (Cobo 1964b, 15)19. Padre Cobo propõe, ademais, algo inusitado para o estado físico dos índios, porque eles também deveriam ser sanguíneos, não apenas fleumáticos. Uma dupla compleição corpórea. A concepção de Cobo possivelmente fora influenciada por Henrico Martínez, pois o jesuíta alude ao contato com o cosmógrafo, ao pensar sobre o problema das enchentes na Cidade do México (Cobo 1964b, 471-6). A princípio, a visão de Cobo do índio sanguíneo poderia ser critério para o relato de bons comportamentos e costumes. Contudo, o jesuíta relaciona a compleição quente ao estatuto precário da alimentação dos naturais. O calor que o padre sentia no contato com a pele do índio denunciava a grande força de um importante órgão interno dos peruanos, o estômago, que pela qualidade de extremo calor, apresentaria capacidade excepcional de cocção 18  Cobo produz extenso tratado de “matéria médica” americana, bem como traz histórias do governo, da religião e dos costumes na época incaica e na nova era do vice-reino do Peru, particularmente sobre a Ciudad de los Reyes (Cobo 1964a; 1964b). No ambiente heterogêneo de intelectuais inacianos, os tratados de Cobo não contestam os parâmetros filosóficos neoaristotélicos da ala ortodoxa da Companhia de Jesus (Cf. Millones y Ledesma 2005). 19  Francisco Hernández também extrapola na oposição de atitudes perante o mundo natural: se porventura um índio e um espanhol se deparassem com uma onça no caminho, o primeiro, temeroso, fugiria; enquanto o segundo, corajoso, teria facilmente condições de matar a fera, que pela sua inteligência natural é quem iria fugir (Hernández 1959b, 301). O espanhol colérico é a representação do conquistador que atemoriza, com sua ira de condição colérica, não só os homens como as bestas do Novo Mundo.

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dos alimentos grosseiros ou semi-crus, os quais seriam habituais em uma dieta de povos bárbaros20. Uma condição corpórea dual, sanguínea e fleumática, de potencialidades tão ambíguas, poderia ser inferida pela natureza dos costumes e inclinações, segundo o cosmógrafo Martínez. Mas este autor não produzira nenhuma analogia entre os hábitos indígenas e as características de seus corpos. Entrementes, a explicação das influências cósmicas trazia diversos fatores imbricados numa cadeia de correspondências. Âmbitos astrais, do clima e da terra americana e seus alimentos, refletiriam numa peculiar compleição do ser indígena (Cf. Ramírez 2000, 37). Dos alimentos do Novo Mundo para a compleição dos corpos Necessariamente temos que dar atenção para as considerações dos cronistas sobre a natureza do ambiente americano, que no calor dos pensamentos, influencia nas representações dos corpos indígenas e espanhóis. Já foi apontada a profunda relação entre macro e microcosmo na descrição de Las Casas sobre as Índias Ocidentais. Se o dominicano é voz mais ou menos isolada para aprimorar uma virtuosa constituição sanguínea do índio e dos bons temperamentos dessa terra, muitos outros autores refletem sobre a diferença, muitas vezes subordinam o outro no discurso de saberes dietéticos, e, ainda, fazem a retórica da degradação, lugar comum na descrição do índio e do meio em que estava sujeito. Mas o espanhol também está sujeito ao mesmo temperamento do Novo Mundo que macula o corpo indígena. O impasse está criado para o discurso da diferença e da hierarquia, incentivando inúmeras elucubrações para preservar as qualidades da compleição espanhola, ou, por outro lado, para preservar as qualidades da nova terra que estava sendo ocupada pelos espanhóis. Cañizares-Esguerra (1999, 38-9) comenta que o debate filosófico que corrigia o dogma aristotélico da inabitação da zona tórrida, como em Oviedo e Acosta, propunha a temperança do clima americano, acentuando a grande umidade da 20  “Echase también de ver su excesivo calor, en que tienen unos estómagos más recios que de avestruz, según la cantidad y calidad de los manjares que gastan. Porque, dejado aparte que son muy groseros y recios sus mantenimientos, los comen ordinariamente casi crudos y sin sazón, y con todo eso los digieren muy presto” (Cobo 1964b, 15-6). Cobo está avaliando a natureza indígena do órgão mais importante para a ciência galênica da dieta. Para a teoria humoral, nem o estômago nem outros órgãos comportariam ácidos que pudessem dissolver os alimentos na digestão. O estômago, como se fosse uma panela quente, faz a segunda cocção dos alimentos. Estes seriam transformados numa massa que ao final se converte em sangue no fígado, e daí distribuído pelos vasos sanguíneos, formando a carne e outras substâncias do corpo (Cf. Ferrières 2002; Albala, 2002).

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terra. Quando por volta do final da década de 1570 apareceria o primeiro sinal de uma caracterização negativa da úmida América, conspirando para formar a compleição fleumática do indígena, particularmente a partir do tratado do médico Juan de Cárdenas publicado no México em 1590. Mas que se destaque: a identificação do ambiente natural com a compleição do índio, ambos de tendência enfermiça, já pode ser vislumbrada em outros tratados, particularmente na obra de Francisco Hernández. Enquanto que não como proposição aberta, a relação entre ambiente úmido, alimentos fracos e compleição indígena fleumática desponta no discurso do protomédico das Índias Ocidentais ao tratar do clima da Cidade do México21 (Hernández 1986, 106-7). De seu turno, o doutor Juan de Cárdenas, que desde jovem vivia na cidade do México, formando-se em medicina na Real y Pontificia Universidad e tendo produzido breves tratados de história natural novo-hispânica (Cárdenas 1988), amplifica a contraditória abordagem perante os mantimentos do Novo Mundo. Faz o elogio dos principais produtos americanos abraçados pelo costume espanhol, como é o milho, descrito como moderadamente quente e úmido, como as bebidas de cacau, com receitas que traduzem graus de qualidade distinta voltadas para diversas compleições e desequilíbrios dos indivíduos. Por outro lado, temos a “poca virtud y sustancia de los mantenimientos desta tierra [que] hazen assí mesmo abreviar la vida” (Cárdenas 1988, 207). Os “mantenimientos flemáticos” da América são prejudiciais à saúde. Nesse ínterim, a fleuma “natural” da compleição do índio pode ser “accidental” no espanhol da América, ou seja, pode ser introduzida de fora, do macrocosmo para o corpo de compleição boa caracterizada como “sanguíneo colérica”. A fleuma acidental no espanhol do Novo Mundo advém do uso de alimentos locais e porque vive em regiões extremamente úmidas (Cárdenas 1988, 215). O médico não explica porque os índios são fleumáticos por natureza, apenas corrobora o fato22, mas é devido à condição da terra americana, fleumática. Porém, há em Cárdenas a ideia de que na nova terra, aquele oposto da frialdade, o calor, também predominava. Isto vai contra o sentido de fleumático. Uma natureza da terra combinando a umidade na oscilação entre dois opostos, o frio e o quente, oferece o jogo para demarcar, na compleição dos povos, a alteridade social. Isto é evidente no discurso de Henrico Martínez, que influenciava

21  Já na Historia natural de Nueva España, Hernández trafega na tensão entre o elogio circunstancial e a desconfiança geral sobre o poder dos alimentos naturais da América, que inúmeras vezes são considerados bons, porém, com reticências (“no de todo malos”). São sempre inferiores aos alimentos europeus, se já não trazem categoricamente as enfermidades, porque impróprios ao consumo desregrado devido a sua qualidade “fria e úmida” (Cf. Hernández 1959a;1959b). 22  “¿Qué llaman flema natural? Es cuando un hombre de su propia naturaleza es flemático en la propia sustancia y compostura de sus miembros, como lo es el indio” (Cárdenas 1988, 215).

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(e colaborava com) Cárdenas. No índio fleumático e sanguíneo de Martínez, obtém-se uma elaboração astrológica completa que casa a influência de Vênus, que se lhe “atribuye de los humores la flema templada”, com a determinação solar, relacionada à “cólera y sangre, tambien templado”. Conclui que “siendo mayor la influencia de Venus en los naturales, que la del Sol, necessariamente queda predominando la flema” nos índios (Martínez 1981, 179-180). Nesta disposição dos astros sobre a terra novo-hispânica, o espanhol torna-se sujeito da melhor influência: “dize el Filosofo [i.e. Aristóteles]”, o “cuerpo participa la calidad de la region donde nace”. Sendo assim, os espanhóis do Novo Mundo “participan del humor flematico sanguino casi accidentalmente, mas el humor colerico eredado por generacion aunque admite y recibe el humor sanguino”. Pois, enfim, não recebe o lado fleumático da natureza americana, porque a cólera é o “contrario y repugnante” da fleuma. Assim, o espanhol torna-se geralmente colérico e sanguíneo23. O clima “quente e úmido” americano, inferido pela combinação das influências astrais, explica porque as raízes das plantas são superficiais e ao mesmo tempo retêm pouca substância, o que interfere na qualidade das comidas, muito pobres, como são as sementes, como é a carne do gado que come as ervas desse solo úmido. É a razão da “fruta en estas tierras” não ser “de tan buen gusto y sabor como en España”, que é terra mais fria e propícia à fixação de raízes das plantas (Martínez 1981, 178). Se essa condição dos alimentos é ruim para as forças corporais, por outro lado, devido ao fato de serem fáceis de digerir e não perturbarem o entendimento, eles são “muy acomodados al buen ingenio”. O clima moderadamente quente e úmido também é propício para produzir “buenos ingenios” (Martínez 1981, 181-2). Mas o discurso canaliza essa bondade do clima só para o corpo do espanhol adventício, não para o corpo do índio natural da terra. Os espanhóis americanos, na pena de Juan de Cárdenas, também têm composta compleição. Mas invertendo a ordem do binômio que se apresenta em Martínez, os criollos são «sanguíneos e coléricos», o que também caracteriza muito boa constituição corpórea24. 23  Aliás, o “signo del ascendente” espanhol é o planeta Marte, contribuindo para a fixação de sua compleição composta, mas preponderantemente colérica, a qual, enfim, é própria dos conquistadores (Martínez 1981, 180-182). 24  A explicação: ao participarem da umidade e calor da terra e da umidade dos mantimentos americanos, as crianças e jovens espanhóis na América perdem a cólera ancestral e assim apresentam apenas a compleição sanguínea. Contudo, nos adultos o sangue da juventude degenera em cólera, recuperando em parte aquela característica compleição do espanhol. A combinação é perfeita: “la complesión más alabada y aprobada por buena entre todas nueve” —o que remete às sistematizações de Avicena quanto às composições humorais para as qualidades do corpo humano. Sendo tão bem constituídos, os espanhóis americanos são “todos en general (…) blancos

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Diego Cisneros, médico espanhol que viveu as primeiras décadas do século XVII na Cidade do México e conseguiu em 1617 um posto na faculdade de medicina pela Real y Pontificia Universidad, produzira eruditos tratados que ao menos em parte foram inspirados para polemizar com Henrico Martínez e suas avaliações astrológicas. Cisneros também derruba a tese de Martínez sobre a compleição mesclada dos índios. Mais que isso, questiona que os naturais pudessem ser fleumáticos (Cisneros 2009, 285 e ss.). Os índios só poderiam ser moderadamente temperados em quente e úmido, tal como a região mexicana. Os índios mexicanos seriam, portanto, sanguíneos. Cisneros faz o louvor do caráter indígena25. Se é como Hipócrates havia afirmado, contempla o autor, que da “templança de el humor del cuerpo que predomina se conoce de su color”, os índios pardos deviam ser melancólicos, não fleumáticos. Um hipotético índio melancólico poderia justificar a “facilidad con que aprenden las artes y officios de qualquier calidad”26. Lembremos que a condição fleumática seria atribuída ao índio como motivo dessa mesma propensão para as artes e ofícios. Contudo, para Cisneros, os fleumáticos não correspondem ao que expressa a natureza indígena. Como “dixo Aristóteles”, os fleumáticos seriam bons “para ninguna cosa”: Y nuestro Galeno, enseñando sus qualidades dize que [los flemáticos] son torpes, tardos al movimiento y pereçossos, olvidadiços, insensatos, la color del cuerpo blanca, todo lo qual es repugnante a los Indios, que son ligeros, curiosos, el color tostado tirante a pardisco, hábiles y de ingenio (…)27

y colorados (como no tengan mezcla de la tierra)”, mas ao que parece, Cárdenas inclui os corpos mestiços, pois todos os criollos “son assí mesmo francos, liberales, regocijados, animosos, afables, bien acondicionados y alegres, que son las propias costumbres y cualidades que siguen la sanguina y colérica complesión.” Cárdenas ainda reflete sobre as benesses do humor da cólera e do sangue para as “obras de entendimiento, memoria y sentido” (Cárdenas 1988, 210 e ss.). 25  Ainda que Cisneros tenha dado sinais do contrário na construção do argumento que induzia ver no índio o temperamento fleumático, ao extrair um relato hipocrático no então famoso e influente tratado Ares, águas e lugares. Nesse ponto, Cisneros compara a descrição hipocrática dos “macrocéphalos” com a natureza da região e dos costumes dos índios ao redor da cidade do México, mas sem confirmar (ou omitindo propositadamente) a ideia de que estes fossem como aqueles “floxos y de poco trabajo” (Cisneros 2009, 283-4). 26  Cisneros especula sobre a possibilidade dessa caracterização fria e seca, mas a nega. Earle (2010, 691) equivoca-se ao afirmar que o doutor espanhol tipificaria o índio como ser melancólico. 27  Completa o médico que pela razão (i.e. observando a natureza da terra mexicana), podem ser tidos em geral como sanguíneos. Mas a compleição dos indivíduos é cambiante, “recibiendo las alteraciones que se adquiren por el discurso de las hedades, por los mantenimientos y lugares que se mudan” (Cisneros 2009, 287-8).

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Mais generoso ainda com a condição do corpo do criollo que do índio, Cisneros remete à natureza colérica de herança espanhola, bem como à “templança de esta región y ciudad”, para primeiro acentuar que são “animosos, atrevidos, agudos, y en todas las sciencias y artes muy perfectos [etc]”; e vivendo em “tierras templadas [...] es fuerça que las costumbres, ánimos y inclinaciones sean templadas” (Cisneros 2009, 288-9). O médico espanhol indica que os criollos, tal como os índios, teriam características do ser sanguíneo. Entretanto, de certa resistência para generalizar a natureza do índio, segue a negativa de buscar a identificação mais plena dos espanhóis na América com qualquer um dos quatro temperamentos. Talvez porque Cisneros tivesse de concordar com a perspectiva de mescla das compleições colérica e sanguínea, tal como inscrita na obra de seu desafeto Henrico Martínez. Note-se, enfim, a profusão de discursos que apresentam ambiguidades e contradições, remetendo, de certa forma, à volubilidade dos critérios que são usados pela política de determinação das diferenças de natureza entre índios e espanhóis. Do regime alimentar para sujeitos e nações no Novo Mundo Todos os “galenos” e demais tratadistas como os religiosos e outros sábios, ao examinarem as compleições dos corpos das “nações” do Novo Mundo com a autoridade médica dos antigos gregos, nunca iriam perder de vista que cada indivíduo em particular teria um corpo singular e também circunstancial. O doutor Cisneros, como comentado acima, resistira à visão generalizante dos corpos como entidades de âmbito social durante a narrativa de distinção dos povos que habitavam a região da Cidade do México. Muitos autores não deixariam de sublinhar que apenas “geralmente” os corpos de índios ou de espanhóis apresentavam esta ou aquela compleição que remeteria a determinadas qualidades físicas e comportamentais de um indivíduo. Recupera-se, dessa forma, o espírito clínico da ciência dietética tal como oferecido por Galeno, que recomendava alimentos de determinada compleição de acordo com a circunstância do indivíduo28. O doutor Juan de Cárdenas, ao tratar da compleição e das benesses alimentares e medicinais das bebidas de cacau, em polêmica com médicos da Espanha que desconfiavam das qualidades do chocolate novo-hispânico, “haziéndolo inventor 28  Galeno descreve um caso em que dois cidadãos debatem sobre a qualidade do mel. Mas o doutor lhes esclarece que a questão não faz sentido, pois não recomendaria o mel como comida medicinal sem atenção com o desequilíbrio natural do indivíduo, que depende, entre outras coisas, da idade do homem. Pois para um velho fleumático, este alimento “quente” poderia ser útil, enquanto para um corpo mais jovem, colérico, só poderia ser prejudicial (Galeno 2000, 74-5).

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de cuantas enfermedades ay”, resgata o “divino Hipócrates” para acentuar que “no queramos aplicar una sola cosa a todos sugetos, a todas complexiones y a todas enfermedades”. O médico deve aplicar “cosas frías guardaldas para corregir el excesso de calor, las calientes para el excesso de frío y las templadas para conservar lo que de suyo es templado”. Por isso Cárdenas oferece “de consejo”, algumas regras para quem fosse beber o chocolate: […] quiero decir que […] el que de sí siente ser muy cálido, no sólo quite de la cantidad ordinaria [de especiarias indígenas], pero con sólo el anís que eche de las specias de Castilla y muy poquito de las de la tierra, le sobra y será más sano […] […] pues toda persona, que se sintiere en sí fría de complexión o falta de calor en el estómago o fuere sujeta a males de frío, […] todos éstos con mucha seguridad le usen, y para los tales es mejor deshecho con açúcar en agua muy caliente, y pueden los tales añadir con seguridad las specias calientes en más cantidad de la ordinaria, pero bueno es en esto peccar por carta de menos (Cárdenas 1988, 144-7).

As receitas alimentares de sabedoria médica hipocrático-galênica representam um cuidado para o indivíduo usufruir a vida, mas com moderação, para assim evitar as enfermidades. O que é introjetar no indivíduo a atenção com as regras dietéticas. Esses discursos reforçam uma forma de subjetivação, uma política na qual os homens, ou pelo menos alguns homens, são induzidos a buscar o controle salutar dos prazeres e dos efeitos da digestão. Na Historia da sexualidade, mesmo que Foucault tenha tido por objeto central o tema dos aphrodisia (prazeres sexuais), também se reporta ao regime ascético alimentar, oferecendo argumentos para discutir um sentido hegemônico de moralidade no qual a temperança é mais o governo que a renúncia dos prazeres, ao induzir políticas que “em vez de organizar-se segundo a forma binária do permitido e do proibido, [...] sugerem uma oscilação permanente entre o mais e o menos”, o que dependeria de circunstâncias e momentos na vida de um indivíduo que incute o “cuidado de si” (Foucault 1984, 106). Na era cristã seguiria válido, em alguma medida, este mecanismo de subjetivação dos antigos29. 29  O autor propõe algumas comparações da moral ascética dos antigos com sentidos assumidos pelo cristianismo. Não estabelece apenas transformações entre o mundo clássico e o longo período cristão até a era moderna, mas ao tratar dessas diferenças, bem como de possíveis continuidades de pensamento e de poderes sociais, visualiza dois modelos de “moral”: o primeiro privilegia “códigos de comportamento”, o outro propõe “formas de subjetivação”. No primeiro caso prevalece um ajuste sistemático e completo de regras para todos os comportamentos, impondo-se por instâncias de autoridade que exigem o aprendizado e provocam as infrações. Mas seria incorreto, explica Foucault, “reduzir a moral cristã” a este modelo. Também teria sido importante,

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A “temperança” é a lógica de leitura da fisiologia humana, como observado no tema das compleições, assim como será também a chave do regime medicinal das comidas e bebidas do Novo Mundo. O justo-meio aristotélico fora apropriado por Tomás de Aquino e vai sobreviver como ortodoxia neotomista na Espanha e na colonização da América. Nessa perspectiva, tanto quanto os exageros, sinal de intemperança é a insensibilidade, “a abstinência total do prazer, seja pela comida, seja pela sensualidade erótica, seja [...] pela embriaguez” (Carneiro 2010, 113). A fruição dos prazeres da comida e bebida recobra importância na cozinha galênica, como acentua Montanari30. Entrementes, se o regime medicinal estabelece a temperança como chave de sua filosofia, quais as medidas desse equilíbrio? As visões sobre as práticas da alimentação são manejadas pelo discurso da correção salutar que implica a ideia da moderação nos prazeres. Entretanto, as medidas do equilíbrio estavam sujeitas à interpretação debaixo dos interesses moralizantes. Também essas medidas podem estar balizadas para justificar certos hábitos, consentidos apesar de ferirem o princípio da moderação. A receita do padre José de Acosta para uso das pimentas mexicanas é bastante ilustrativa da medicina morigerante integrada na ciência ou indissociável da filosofia da natureza. Ají, uchu, chili, como é chamada ali e acolá a “natural especería que dió Dios a las Indias de Occidente”, deve ser usada “con moderación”, pois assim ajuda o estômago na digestão da comida. Por outro lado, “si es demasiado tiene muy ruines efectos, porque de suyo es muy cálido, y humoso y penetrativo, por donde el mucho uso de él en mozos, es perjudicial a la salud, mayormente del alma, porque provoca a sensualidad” (Acosta 1962, 177)31. nos tempos de domínio do cristianismo, o outro paradigma, “cujo elemento forte e dinâmico deve ser procurado do lado das formas de subjetivação e das práticas de si”. Nesse caso, códigos e regras têm pouco alcance, o principal é reter os procedimentos, técnicas e exercícios que fazem o sujeito se conhecer e se transformar (Foucault 1984, 29-30). Porém, se no paganismo cuidar de si é propor uma vida bela, no caso do cristianismo, seria propor a renúncia de si. Como confere Esther Díaz, se este é o princípio básico, por outro lado “o cristão aloja Deus no seu corpo; portanto, sua purificação não só está a serviço da salvação, deve ser também um albergue digno de tão excelso visitante”. Mantém-se aquele mesmo lugar de uma experiência salutar para o corpo, que “de obra de arte, passou a ser templo de Deus” (Díaz 1992, 79-80). 30  Há justificativa medicinal no prazer de comer e beber. Montanari explora o saber alimentar medieval e moderno que compartilha dos parâmetros médicos, uma “cozinha galênica” que advoga pela dieta balanceada de alimentos “temperados” por “técnicas de cozimento” e “combinações de alimentos” no propósito de equilibrar as “qualidades” de comidas e bebidas (quentes ou frias e secas ou úmidas). Esses procedimentos submetem o gosto ao critério da saúde, mas estes consideram o princípio do prazer, pois incentivar o apetite é proporcionar a boa digestão (Montanari 2006, 51-7). 31  Acosta deve ter sido inspirado diretamente pela leitura do parecer do “historiador natural” do rei da Espanha, Francisco Hernández, ao observar que os chilis, que seriam classificados como condimentos, também eram usados como alimento pelos índios (Hernández 1959b, 138). O

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Mas ao lado da condenação de alguns costumes emprestados aos índios, também ocorre a aceitação de práticas sociais inspiradas por antigo uso nativo, práticas justificadas pelas mesmas grades de pensamento dietético, ainda que seja para negar a necessidade das regras da clínica galênica. A negação da dietética pelas próprias grades do saber dietético. Caso exemplar é o tema das bebidas de cacau. O médico Juan de Cárdenas sugeria certa liberdade do sujeito para beber o chocolate, ainda que estivesse atento para o princípio da temperança em termos de uma medicina dos contrários: para corpos humanos com frialdade, uma receita mais “quente”, para os corpos com calentura, uma receita “fria” (como apontado acima). Também indica os horários mais apropriados para usufruir a prazerosa, a medicinal e muito estimada bebida dos criollos e das damas espanholas na Cidade do México (Cárdenas 1988, 148). Já para o padre Bernabé Cobo, a única regra que seguir na bebida do chocolate é a moderação, sentido que escapa do raciocínio estrito da temperança pela medicina dos contrários. Para o jesuíta, a liberdade de ingerir variadas composições manifestaria que o sujeito “imagina” as receitas que “le son de provecho para su necesidad o regalo”. A porta se abre tanto para um uso medicinal (por necessidade) como para o prazer (no gosto da bebida). Mas sempre cada um faz o que quer, o que considera que é bom para si próprio. Contudo, padre Cobo evoca que é importante o uso moderado do chocolate, o qual é “saludable y engorda”, além de destacar que é medicinal para quem padece de “jaquecas”, podendo, no caso, ser tomado “en cualquiera hora del día” (Cobo 1964a, 259). Matías de Porres entrou no seleto grupo de “médicos de família” na Corte de Felipe II em 1588. Chega a Lima em 1615 em companhia do recém-empossado vice-rei Francisco de Borja, o príncipe de Esquilache. Porres manejava a extração do gelo numa serra próxima a Lima, gelo destinado à bebida “fria” considerada enfermiça por muitos tratados médicos espanhóis (Cf. Lohmann 1998). Porres escreve um opúsculo na defesa da ingestão de bebidas com gelo, quiçá em virtude do negócio com neve. Ao tratar desse objeto da medicina dietética, procura projetar um âmbito de conhecimento bastante subjetivo das qualidades do corpo. Ainda que possa ser auxiliado pela orientação médica, o sujeito é quem sabe o que lhe convêm ou não, e se há como escapar dos cuidados medicinais. Caminhando paralelo ao mecanismo de sujeição às restrições e receitas das coisas, está um sentido de “cuidado de si” mais aberto às escolhas do sujeito em busca das regras do beber mais salutar. Comenta Porres: atole, a comum bebida de milho novo-hispânica extremamente elogiada por Hernández pelas propriedades medicinais, se tomada com chilis, também estimularia o apetite venéreo, denunciando o “grado de torpeza [en que] han llegado las costumbres que razas tan diversas se unen al vicio!” (Hernández 1959b, 290).

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No ay regla cierta ni determinada para la cantidad, ni los grados de la bebida fria: por esso tuvo Avicena por incomprehensible entender lo que se se añade en los sugetos; y por ellos se a de regular según lo debil o lo flaco de las partes principales, o del todo, lo que cada uno a menester: porque los preceptos hablan de lo general, y estos se varian llegando a los particular de cada uno; y assi diré lo que en esto alcanço; cada uno tomará para si de estas advertencias lo que mejor le estuviere, y consultará con el medico de quien fia su salud lo que deva hazer (Porres 1621, f. 20v).

Se Porres recomenda beber frio aos “sugetos” que respiram quente, gozam de boa saúde e lhe apetecem o costume, devem tais indivíduos chegar por conta própria à conclusão de que sintam “en si el provecho, o el daño; pues a su modo podrá alargar o acortar cada uno para bever, y vivir sin miedo” (Porres 1621, f. 21f). De todo jeito, concordemos com Frédéric Gros ao examinar o “cuidado de si” no sentido buscado pelos ensaios de Foucault. O olhar sobre si mesmo “não é o de um hermeneuta desconfiado, nem mesmo o de um juiz: mas o de um administrador um pouco meticuloso, um mestre de obras cuidando para que as coisas se realizem segundo as regras” (Gros 2006, 134). Embora a regra da nutrição e bebida para um sujeito mais ou menos saudável seja seguir praticamente regra nenhuma, como comentam vários galenos como Porres em Lima ou Cisneros na Cidade do México. Até aqui se observou um âmbito do poder de saberes dietéticos para a constituição do sujeito sábio, aristocrático colonizador do Novo Mundo, que se utiliza das regras com bastante margem de subjetividade para saber o que poderá comer e beber. Mas a dietética intervinha em outras esferas de sociabilidade e de outra maneira. Lembremos os hospitais que estavam espalhados pelas regiões colonizadas ou tuteladas pelos espanhóis no Novo Mundo. Os hospitais coloniais, centros de reclusão de raízes caritativas medievais, usados para albergar os paupérrimos e moribundos, uns reservados para índios e outros para espanhóis, representam uma instância privilegiada por onde operam os poderes da medicina hipocrático-galênica32. Uma visita em 1573 de dois juízes num hospital para mulheres pobres e enfermas de Lima abre processo com várias perguntas para a testificação de uma denúncia contra a administração do mayordomo Pedro Alonso de Paredes. Este fora acusado de maus tratos e de ser grosseiro, de assediar moças no internato, embora muitos entrevistados o livrem de queixas ou o apoiem no processo. Mas há testemunha para as acusações feitas contra o mayordomo, a mais notória feita 32  Embora estejamos bem distantes da construção do “biopoder” moderno com outras regras de inserção do saber médico (Cf. Foucault 2008).

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por “Geronima sirvienta”. O terceiro item do interrogatório procura saber se “el dicho mayordomo aya tratado y trata bien el dicho servicio con todo amor y charidad y si les a probeido bastantemente de comer y bestir y lo demas necesario”. O escrivão do processo relata uma queixa de Geronima que se relaciona aos saberes dietéticos: 3. Al tercero capitulo dixo que es testigo, a visto en el tiempo que a, que esta en esta casa, visitar los medicos a los enfermos della, y que algunas veces, no se cumplian lo que asi recetavan, o por no lo aver en la dicha casa, o por descuido de la enfermera, o del dicho mayordomo, e que algunas vezes mandava el medico que diesen de comer [a] algunas enfermas aves y el mayordomo manda que les diesen carnero, porque estava la casa probe [sic].

Ao utilizar a argumentação de descuido com a receita médica da melhor comida para os enfermos, Geronima aponta para a importância que se dava ao tema. Se ave e carneiro são as carnes medicinais por excelência, isso não significa que se pode oferecer uma ou outra coisa indiscriminadamente. O argumento vem na intenção de mostrar falha grave numa causa de juízo contra abusos de autoridade e mau caráter do mayordomo. Demonstra-se aí como a crença no poder dos alimentos tem ressonância e pode persuadir, ao menos no âmbito institucional de um hospital colonial. Os saberes dietéticos podem representar motivo para preservar o regime como “bom governo”. Um sentido de governar também pode ser o de “impor um regime”, ou seja, “um regime para um enfermo: o médico governa o enfermo, ou o enfermo que se impõe certo número de cuidados se governa” (Foucault 2004b, 125). E assim se desdobram os âmbitos do regime ou conduta correta em vários campos da vida humana. Vai nesse rumo o discurso do médico Juan de Cárdenas sobre a natureza e costumes da camada social dos espanhóis nascidos ou criados no Novo Mundo, quando constrói uma retórica amenizada, mas ainda assim como intenção de governo, de boa conduta para o criollo. Foi visto que o doutor elabora uma natureza privilegiada do espanhol na América, quando sua compleição sanguínea e colérica provoca um “ingenio bivo, tracendido y delicado”. Mas a predominância do humor do sangue aponta para a falta de constância desses homens, bem como a natureza quente e úmida da Nova Espanha não favorece a boa saúde, pois é um ambiente em que rege a “ociosidad” e o “mucho vicio” com “copia de manjares” e os “excessos demasiados con mujeres”; e porque é úmida a terra, produz nos membros do corpo uma “textura y sustancia (...) lasa, floxa, blanda y mal compacta y mal unida casi” (Cárdenas 1988, 207-8). Um excesso de fleuma (causa de muitas enfermidades no corpo do criollo) “le procede por parte

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de la región de los mantenimientos, del poco exercicio que haze, de lo mucho que come y beve y aun de los demasiados actos venéreos de que mucho usan en las Indias” (Cárdenas 1988, 216). Todos esses fatores de ordem dietética devem, portanto, ser governados pelo sujeito criollo. Mas Cárdenas reduz a dimensão do desgoverno insinuando que há todas as condições para o governo de si contra a terra dos vícios: “a la gente desta tierra les compete la biveza y delicadeza de ingenio por naturaleza y la constancia por propia virtud, repugnando a la complesión y composición que por parte de los cuatro humores les compete” (Cárdenas 1988, 214). De outro lado, ainda na aferição das condutas saudáveis para o elemento espanhol na América, muitas vezes os discursos projetam um olhar sobre as práticas indígenas de bom governo dos corpos na dieta. No “outro” se pode extrair uma virtude ao invés de um vício, e assim, trata-se muitas vezes de projetar no índio as imagens que fortalecem a identidade própria do espanhol nas atenções ao novo (ainda que de um mundo bárbaro). Las Casas é paradigmático dessa projeção, conferindo uma natureza alimentar (entre outros âmbitos da dieta) que confirmam o quadro completo da temperança indígena. Uma “causa accidental” dos bons entendimentos do índio “es la sobriedad y templanza del comer y beber” (Las Casas 1992, 443) —aliás, para essa boa natureza do índio também intervém o fato dos “manjares ser de poca substancia y nutrimiento” (Las Casas 1992, 443 e 446), o que reforça uma crença geral dos espanhóis sobre a má virtude dos alimentos indígenas. Os índios peruanos do padre Cobo por sua vez apresentam saúde corporal bem melhor que aquela dos “españoles indianos” ou criollos, que não representam o ideal de vida do clérigo, pois Cobo é do partido dos metropolitanos. Os criollos não se adaptam ao frio das serras peruanas, “no se logran” se não forem bem abrigados. Diferente dos criollos, os índios têm bons dentes que nunca caem, não padecem de “dolor de muelas ni corrimientos en ellas”, “no tienen mal de orina ni críe piedra [nos rins]”. O jesuíta afirma que essa vantagem do índio pode não ser de “su natural complexión”. Mas não se trata tanto de aventar a tese de uma natureza corpórea superior, e sim de notar os costumes da “nação” dos índios para um corpo superior. Assim, pode ser que os índios sejam mais saudáveis por razão da diferença de “sus mantenimientos y bebidas”. Padre Cobo se desculpa, mas induz à conclusão de melhores costumes alimentares dos índios: “no me atrevo a determinarlo, cada uno haga el juicio que quisiere” (Cobo 1964b, 16). Entretanto, o mote central dos discursos coloniais é considerar que a vida indígena na “barbárie” significa justamente o oposto da vida “política” dos cristãos europeus. Sendo que isto se reflete, inclusive, nas visões sobre a falta do “regime” entre os nativos. O capitão Alfonso de Estrada, num inusitado “proemio” que elogia a iniciativa governamental de enviar um questionário às Índias Ocidentais para a produ-

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ção de relatórios das condições de cada porção de terreno sob domínio imperial, destaca que os “regímenes vitae”, assim como as “leyes” e outros meios, serviam muito bem para a judiciosa ação do rei. O conhecimento das “provincias” deve “impedir, regular y conocer las propiedades” delas. As receitas do regime podem, enfim, operar para que “se use y conserve el individuo y composición del hombre”. Mas para este relator da linhagem dos conquistadores e encomenderos, os índios da Nova Espanha não faziam “uso de las cosas políticas”, porque eram “bárbaras naciones en el uso de la razón [...], distinción, conocimi[ent]o de las más cosas y cultivación de ellas y de las tierras”. Entre as carências indígenas estaria sua incompreensão do regime de vida (Acuña 1985, 338). De acordo ainda com o “proemio” de Alfonso de Estrada, seria importante entender, por exemplo, que das lagunas, selvas e outras partes da terra novo -hispânica, os “animales, sabandijas ponzoñosas, y otras muchas cosas [são] contrarias a la composición del hombre mortal”. Em outro informe, como acontece em vários, aponta-se que os índios comiam todo gênero de caça, “sin hacer excepción della, hasta comer sapos, culebras, ratones, langostas, lagartijas, cigarrones y gusanos.” (Acuña 1985, 64). Comidas não muito saudáveis para o ser humano, pois na cadeia aristotélica da vida, cobras e vermes representam seres imperfeitos que podem inclusive surgir espontaneamente da podridão (Cf. Ferrières 2002). Uma comida incorreta de povos bárbaros. Alguns discursos nas Relaciones Geográficas irão produzir as visões mais definitivas de uma dieta indígena na barbárie. O autor do informe de Xilotzingo na diocese do México, ao comentar o “temple” do pueblo, avalia que é lugar sano. Porém, muitos índios vivem enfermos, sendo a causa: […] ser gente desconcertada y sin orden en el comer y beber, porque, allende de que las comidas que comen son nocivas y de poca sustancia, jamás dejan de beber pulque, que así se llama el vino que hacen del maguey; tan malo y pestilencial, que solam[en]te el olor atosiga. (Acuña 1986, 207)

Além do mal da embriaguez, o relato destaca os alimentos nocivos e que não sustentam. Era comum a dedução de que a falta de carne de aves e gado, ou ainda, que a contraparte, a alimentação baseada em seres animais inferiores e também em diversas plantas, seria pouco nutritiva33. Contudo, alterar o costume alimentar ancestral pode representar uma desordem para o corpo do índio, ainda que o antigo costume não se tenha mostrado 33  Um exemplo que destaca esse tipo de alimentação entre os índios mexicanos: “Las comidas de su gentilidad era yerbas y raíces del campo y frutas silvestres, y aves y sabandijas y culebras, y cosas de montería y otras sabandijas” (Acuña 1986a, 193).

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como governo pelas regras de dieta. Para o médico Cárdenas pode existir um regime natural ou sem doutrina na vida dos índios. Nas Relaciones Geográficas pesa bastante o fato de que a nova dieta dos naturais, quiçá farta e bem abastecida de carnes europeias,34 pudesse representar uma dieta imprópria trazendo as enfermidades. De um lado, na doutrina, a alimentação carnívora é excelente para a formação do mais vital dos humores no processo da digestão, o sangue quente e úmido, trazendo o melhor sustento para o corpo, algo que se revela na fortitude e vivacidade do indivíduo. Contudo, em um regime para os índios, comer carnes europeias podia não ser saudável. São corpos de constituição preponderantemente “fria e úmida”. Ao comer muita carne, o índio altera sua compleição, o que redundaria em enfermidade. Um dos informes do centro do México opera este raciocínio completo para pensar o problema da mortandade indígena devido à falta de ordem no costume alimentar ancestral, mas também, revela o problema do atual regime carnívoro para os índios, que se tornariam sanguíneos e, por isso, enfermos35. Se existe um impasse para a dieta dos naturais (pois devem se adaptar ou serem excluídos do regime espanhol?), por outro lado, não havia a mesma ordem de problema para a dieta dos donos do regime. O médico Cisneros, remontando ao assunto da natureza mais débil dos mantimentos na Cidade do México, o que poderia alterar nos homens “las complexiones y mudarles su natural templança”, realça que o problema não seria tão grave assim: “porque el trigo el mesmo es que el de España, el vino y las carnes, que son los principales mantenimientos” mantêm-se na cozinha novo-hispânica (Cisneros 2009, 290). Alimentos fundamentais dos espanhóis e mediterrâneos, de forte identidade religiosa —o pão sendo a carne e o vinho como o sangue de Cristo (Cf. Flandrin & Montanari 1998)— abundam na terra mexicana. Dessa maneira, o regime está a salvo e é salutar, ao menos para a nação dos espanhóis nas Índias Ocidentais.

34  John Super (1988) defende a tese de que a alimentação no início da colonização espanhola era não só abundante para todos os segmentos sociais, como também geralmente melhor que a situação na Europa de então, particularmente quanto à dieta carnívora. 35  O corregidor responsável pelo informe confere que “las comidas que comían eran más ligeras que las que ahora comen, que casi se ha convertido su complexión en la que nosotros tenemos, por haberse dado al comer carne de vaca y puerco y carnero, y beber vino”; “la más comun [enfermidade] es de ciciones y mal de ojos, las cuales dicen [que] les proceden de las malas comidas que comen y peores bebidas que beben, porque, en este particular, son muy desordenados y no saben elegir el orden y templanza que se requiere”; “las comidas no eran tan regaladas como ahora ni [ellos] eran tan sanguinos, antes, de muy viejos, venían a morir los más dellos.” Nesta “relación de Tequixquiac y su partido”, o corregidor Alonso de Galdo (por meio de entrevistas com autoridades indígenas) remete a outras desordens dietéticas, como nos banhos. As enfermidades assolariam também os índios devido à habitação em casebres que não protegem das intempéries e estão sempre cheios de fumaça (Acuña 1986a, 199-200 y 206).

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Conclusão: Do governo dos corpos no Novo Mundo A moralização das compleições estabelece aspectos positivos desses caracteres. Trata-se de uma prédica para as práticas comportamentais consideradas sãs, dignas ou corretas inclusive para os tipos humanos de compleição decadente. O fleumático poderia ser paciente como também poderia ser preguiçoso, ambiguidade que muitas vezes era atribuída ao corpo do índio. O discurso moral também poderia operar uma forma de complacência, uma justificativa de certas práticas sociais como se fossem cabalmente determinadas pelo temperamento do corpo. O ser colérico, característica normalmente atribuída ao espanhol, poderia justificar os surtos de brutalidade (diante do índio) pela preponderância da bílis amarela. De qualquer forma, tanto o equilíbrio dos humores como as compleições de constituição dos corpos poderiam ser transformados, provocando sentidos de indeterminação da natureza dos indivíduos (e dos povos), ou provocando sentidos de determinação para os corpos, mas estranhos à física interna do indivíduo, devido a diferentes influências em conjugação: estas vêm do mundo astral, do ambiente natural, da comunidade humana, e como foi enfatizado aqui, devido à alimentação. Também o juízo poderia transformar a condição de um sujeito que, além de temperamental, deve ser moral, quando a temperança e a moderação revelam bom governo na alimentação dos cristãos. Destaque-se que a inconstância das compleições e temperamentos torna improvável a configuração de uma ideologia compacta ou declarada que possa fixar a natureza dos corpos sociais pela fisiologia e seus desdobramentos. Mas sem dúvida se manifestam, constantemente, critérios de pensamento que refletem (e discursos que emitem) uma subordinação da natureza ou condição do corpo indígena, mesmo quando a retórica seja favorável ao natural da terra —mas é sempre uma natureza do índio que extrair algum proveito, na mesma ordem que buscar o bom alimento da natureza da terra ou transplantar para esta terra o bom alimento para os corpos de origem ibérica. Todos os corpos devem servir para o aumento da cristandade tal como concebida em variações pelos interesses dos grupos e autores da elite espanhola na América. Nesse ponto, vale apontar que tanto Cañizares-Esguerra (1999) quanto Earle (2010), ao enfatizarem sobremaneira a construção ideológica dos espanhóis ou dos criollos na formação das visões sobre os “corpos” no Novo Mundo, acabam fechando um circuito que não destaca os contornos políticos e identitários mais complexos ou intermediários dos escritos coloniais e que se relacionam aos poderes sobre os sujeitos em geral. Para além da oposição “índios/espanhóis” ou “espanhóis/criollos” como figuras antagônicas de um sistema de poder ou de exploração social, indicando uma formação discursiva compacta e em evolução como precursora do racismo moderno, os pronunciamentos que usam os sabe-

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res dietéticos parecem também informar diversas representações em conflito e muitos dispositivos de poder nas práticas e nos sujeitos em geral da sociedade colonial. Contudo, ou de todo jeito, a identidade da “nação” dos espanhóis, nas formas de saber de autoridade dietética, contribui para a fixação de diferenças e da subordinação social dos indígenas e de outros setores populares, bem como estabelece regras mais soltas de dieta ou dietas mais substanciosas para seus corpos no Novo Mundo. Finalmente, o índio torna-se uma figura de destaque na retórica que procura apontar para outras diferenças —do meio literário, sociocultural e de poder entre os colonizadores ibéricos, que tecem sentidos de natureza e governo para todos os corpos sociais no regime imperial. Bibliografia Acosta, Joseph de. 1962. Historia natural y moral de las Indias. México: Fondo de Cultura Económica. Acuña, René de (ed.). 1985. Relaciones geográficas del siglo xvi, México (tomo i). México: Universidad Autónoma de México. Acuña, René de (ed.). 1986a. Relaciones geográficas del siglo xvi: México (tomo ii). México: Universidad Autónoma de México. Acuña, René de (ed.). 1986b. Relaciones geográficas del siglo xvi: México (tomo iii). México: Universidad Autónoma de México. Albala, Ken. 2002. Eating right in the Renaissance. Berkeley: University of California Press. Ares Queija, Berta. 1992. La Apologética Historia Sumaria y el debate sobre la naturaleza del indio. En Apologetica historia sumaria (tomo i), Fray Bartolomé de las Casas, 201-214. Madrid: Alianza Editorial. Brandão, Helena H. Nagamine. 2004. Introdução à análise do discurso. Campinas: Ed. Unicamp. Braude, Benjamin. 1997. The sons of Noah and the construction of ethnic and geographical identities in the Medieval and Early Modern periods. En The William and Mary Quarterly, V. 54, N° 1: 103-142. Cañizares-Esguerra, Jorge. 1999. New World, New Stars: Patriotic Astrology and the Invention of Indian and Creole Bodies in Colonial Spanish America, 16001650. En: The American Historical Review, V. 104, N° 1: 33-68. Cárdenas, Juan de. 1988. Problemas y secretos maravillosos de las Indias. Madrid: Alianza Editorial. Carneiro, Henrique. 2010. Bebida, abstinência e temperança, na história antiga e moderna. São Paulo: Editora Senac. Cervantes de Salazar, Francisco 1985. Crónica de la Nueva España. México: Editorial Porrúa.

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2 ¿Castas o razas?: imaginario sociopolítico y cuerpos mezclados en la América colonial. Una propuesta desde los cuadros de castas Alejandra Araya Espinoza Introducción Este trabajo1 analiza el tema de las “castas” americanas desde la historia de los conceptos y los esquemas de pensamiento para dar cuenta del imaginario sociopolítico sobre el mestizaje, específicamente, desde un producto del siglo xviii, muy original y enigmático en cuanto a sus orígenes: los llamados cuadros de castas. Los cuadros de castas representarían pictóricamente lo que en el siglo xvii el Inca Garcilaso de la Vega tituló “Nombres nuevos para nombrar diversas generaciones” (1991, libro ix, cap. xxxi). Nombrar, en este texto, tiene la connotación de “rotular” y, a decir del autor, habría sido un gesto particular de las naciones de españoles y negros, “que tampoco los había antes en aquella tierra”, para diferenciarse de los “naturales” de Indias así como de los de sus mismas naciones que nacían “allá” y no “acá” (España). Concluye el capítulo con una afirmación que debe permanecer a lo largo de esta lectura: “Todos estos nombres —y otros que por excusar hastío dejamos de decir— se han inventado en mi tierra para nombrar las generaciones que ha habido después [de] que los españoles fueron 1  Este trabajo formó parte del proyecto Fondecyt 1080096, “Para un imaginario socio-político colonial: castas y plebe en Chile, 1650-1800”.

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a ella. Y podemos decir que ellos los llevaron con las demás cosas que no había antes” (Garcilaso de la Vega 1991, tomo ii, 628). Las variantes nominales de estas “nuevas generaciones” no forman parte de un sistema taxonómico de la biología moderna, sino que son, como mostraré, un fenómeno que recurre, para ser nombrado, a las tradiciones de las descripciones de la tierra y la historia natural y que, para ser representado, recurre a variadas posibilidades que incluyen, entre las más interesantes, las imágenes pintadas. Los nombres utilizados para referirse a estas generaciones no tienen fines de clasificación sino de descripción. Lo que propongo en particular sobre el género de los cuadros de castas es que, si bien son una taxonomía —si por ello entendemos un orden sistemático que obedece a principios jerárquicos—, ese sistema y esa jerarquía deben ser objeto de identificación como parte de un problema que se ha de investigar más que como representación en un sentido de mímesis de un orden social dentro de la teorías de las clases sociales. Estos nombres (“español”, “mestizo”, “negro”, “indio”, “pardo”, “mulato”, entre los más comunes) forman parte de un “sistema de rótulos”. Es decir, pertenecen a un conjunto de utillajes mentales complejos de la relación entre las experiencias y el lenguaje (Douglas 1973) en el que otras etiquetas como “tente en el aire”, “tornatrás” o “no te entiendo” remiten a un campo poético en que la dificultad para contener y describir una novedad tan novedosa recurre a todas las posibilidades del lenguaje conocido2. Los rótulos, o nombres nuevos para productos nuevos, como decía el Inca Garcilaso, se proponen en esta investigación como una “teoría del etiquetamiento” (Burke 2000, 207-230) de carácter colonial, pues no solo inventan sino que también reescriben. Si rotular es una práctica social que se articula desde esquemas verbales o regímenes de imágenes operantes en los sujetos que registran o en sus estructuras más generales de representación, ¿a cuáles obedecen los cuadros de castas? Las variantes nominales para referirse a estas nuevas generaciones las encontramos siempre en relación con el concepto de “casta”, término que era usado en todos los territorios coloniales por diversos funcionarios (párrocos, gobernadores, virreyes, intelectuales, etc.) y en distintos contextos: por ejemplo, en las relaciones geográficas, en las matrículas de población civiles y eclesiásticas, en los expedientes matrimoniales y judiciales y en los relatos y descripciones de viajeros, entre los más importantes desde el siglo xvi hasta el siglo xviii. Esta constatación da cuenta de la operación de protocolos normativos para nombrar la “novedad” de la población colonial en los que el concepto de casta organiza, en un campo común de representaciones, las variantes de las denominaciones 2  El excelente y exhaustivo trabajo realizado por Manuel Alvar Léxico del mestizaje en Hispanomérica (1987) permitiría proponer algunos sistemas en el interior de la estructura del imaginario de las castas a partir de las etimologías de los rótulos que los cuadros consignan.

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(Araya 2010). De esta forma, “casta” sería el eje de una estructura imaginaria sobre los cuerpos mezclados3. Los cuadros de “castas” y las tradiciones de descripción de las posesiones americanas Castas, en el Tesoro de la lengua castellana (Covarrubias 1995), se refiere a linaje noble, equivalente a “castizo”: “el que es de buena línea y descendencia; no embargante que decimos es de buena casta, y mala casta”. Y continúa: Díjose casta, de Castus, A, M, porque para la generación y procreación de los hijos, conviene no ser los hombres viciosos, ni desenfrenados en el acto venéreo; por cuya causa los distraídos no engendran hijos y los recogidos que tratan poco con mujeres, tienen muchos hijos. Castizos llamamos a los que son de buen linaje y casta (Covarrubias 1995, 282).

Casta, entonces, en su uso más corriente remitía, en el siglo xvii, a generación y linaje sin que la connotación negativa o positiva estuviera dada por el uso del término en sí mismo. Así lo confirma también la ya mencionada cita del Inca Garcilaso. Las generaciones y los linajes se entendían como principios o “cepas”. Este sentido es el primer elemento que explica la organización iconográfica del género pictórico de los cuadros de castas: un lienzo para cada generación, representada por la tríada humana de un hombre, una mujer y un niño. La serie más antigua registrada hasta ahora (ca. 1711-1715), atribuida a Juan Rodríguez Juárez (1675-1728), se compone de 14 cuadros conocidos (Katzew 1997, 12-15; García Saíz 1989, 54-61) en los que los tres personajes acaparan el tema, especialmente por el uso del color para diferenciar las pieles, en un lugar secundario el vestuario y, en algunas telas, de forma excepcional, se incorporan algunos detalles que dan información sobre posibles oficios. No hay contextualización espacial y, en general, las figuras se retratan de medio cuerpo hacia arriba, con excepción de algunos niños muy pequeños (imagen 1). Esta primera serie también contiene otro elemento característico del género: las leyendas o cartelas que operan como título de cada cuadro. Este elemento tendrá algunas variantes posteriores, pero siempre incluirán la palabra “produce”: “De Español y de Yndia produce mestizo”, “De Español y mestizo produce castizo”, “De castizo y español produce Español”. Al terminar la primera serie

3  Para el concepto de estructura imaginaria, véase Durand (2004, 65).

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de generaciones derivadas de la mezcla de español con indio, las primeras cepas, se inicia la serie de Español y Negro, que “produce mulato” y sus “productos”, al cabo de la cual se inicia la serie de la mezcla entre las dos nuevas cepas o principios “de Mulato y Mestizo produce Mulato, es tornatrás”. Es muy evidente que el retorno a lo “Español” solo se concebía como posible si la mezcla había sido con “Indio”. Los “productos” derivados de “Negro”, como variados estudios han señalado, remitían a la noción de mancha o mácula y los situaba en un orden secundario (Anrup y Chávez 2005; Camba 2008; Araya 2010). Dicha situación debe considerarse dentro de la genealogía de la estructura simbólica que fundamenta el racismo, pero, como abordaré más adelante, ella proviene en primer lugar de una teoría de la mezcla de líquidos y tintes, más que del color de la piel como rasgo biológico.

Imagen 1. Cuadro de casta: De Español y de India produce Mestizo (ca. 1711-1715). Pintura de Juan Rodríguez Juárez. Primer cuadro de 14 de la serie atribuida al novohispano Juan Rodríguez Juárez (1675-1728), la más antigua conocida del género de los cuadros de castas. El carácter emblemático de la representación y el protagonismo del color de la piel son rasgos fundamentales de estos originales productos culturales americanos. Reproducida en María Concepción García Saíz. 1989. Las castas mexicanas: un género pictórico americano. Milán-México: Olivetti.

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La tríada mujer-hombre-niño se interpreta, en la lógica de la generación, como madre-padre-hijo. Dicha representación explica de alguna manera la importancia de consignar la calidad de casta en los registros parroquiales, como los libros de bautismo y matrimonio que registraban en libros separados a españoles, negros e indios. También encontramos una simplificación, en solo dos libros—el de los españoles y el de las castas—, al igual que en los padrones y matrículas anuales de feligreses que los obispos y arzobispos tenían entre sus obligaciones (Araya 2010). El término “casta” era de uso común, como pudimos constatar de la revisión de la documentación de esta naturaleza en el Archivo General de Indias, el General de la Nación del Perú, el Archivo Nacional de Chile, el Arzobispal de Lima y el Arzobispal de Santiago. No se encontró ningún documento ni huella que indicase el uso de instructivos para describir a la población en esos términos. El estudio detallado de la Matrícula de Alday, para el caso del Obispado de Santiago, ejecutado entre 1777 y 1779, comparado con otros padrones para los casos de Lima y México, permite sostener que fue una práctica local americana y las variantes en las denominaciones de casta, sujetas a las capacidades, sensibilidades y lenguaje cotidiano del funcionario que registraba (Araya 2009). Ahora bien: el registro por separado de las “castas” es coherente con el significado del término como cepa o principio. El origen de la tradición de rotular a la población en los registros parroquiales se puede encontrar en las Relaciones Geográficas de Indias, pues en ellas encontramos la más antigua instrucción respecto del modo en que se debía dar cuenta de la población. La inclusión de los criterios de castas emerge, ya desde el siglo xvi, como particularidad americana destacada por los recolectores de información. La “Ordenanza para la formación del libro de las descripciones de Indias”, del 3 de julio de 1573, mandaba registrar a los vivientes en libros separados por “castas” y áreas materias (bautismo, matrimonio y defunciones), diferenciando entre áreas urbanas y áreas rurales. En 1585, el Tercer Concilio Provincial Mexicano incorporó esta dimensión señalando que, por medio de este registro, los curas regulares y seculares debían conocer “individualmente a sus ovejas, y [saber] quiénes son sus fieles de uno y otro sexo que están encomendados a su cuidado paternal” (Mazín y Sánchez de Tagle 2009, 21) de edades superiores a los diez años, expresando el sexo al que pertenecían y “su calidad de españoles, mestizos o negros, y de los descendientes de estos últimos” (Mazín y Sánchez de Tagle 2009, 15). La investigación sobre la Matrícula de Alday también permitió constatar que el año 1777 fue clave en la producción de una nueva ola de informes descriptivos sobre América. Dicho padrón y otros del mismo año para otros espacios de los cuales se tiene conocimiento (Cuba, Nueva España, Virreinato del Perú, Nueva Granada, por ejemplo) respondieron a la Real Orden del 8 de abril de 1777 en que se mandaba recolectar todo tipo de información sobre los territorios tanto

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a las autoridades civiles como a las eclesiásticas. A esta misma solicitud e interés por reconocer los productos de las posesiones americanas podemos asociar algunas expediciones científicas como la de los botánicos Hipólito Ruiz y José Pavón a los reinos del Perú y Chile. La Relación del Viaje, escrita por Hipólito Ruiz, forma parte de un mismo sistema de descripción proveniente de la tradición de las Relaciones Geográficas de Indias elaboradas durante el reinado de Felipe ii (González y Rodríguez 2007, 91). Ella inicia con la descripción del clima y edificaciones más relevantes y utiliza el término “castas” para referirse a la población. A propósito de Santiago de Chile, señala: El número de Habitantes de todas Castas asciende hoy día a 34& [34.000] entre los cuales hay muchas familias ilustres y algunas descendientes de los primeros Conquistadores. El número de Indios es cortísimo. Lo más son Españoles y Criollos. Unos y otros son de buena estatura de bella presencia, bien educados formales en sus Tratos y Contratos y Caballeros en su porte y manejo (Ruiz 2007, 238).

A diferencia de Hipólito Ruiz, su contemporáneo Francisco Antonio Cosme Bueno, médico y cosmógrafo mayor del Virreinato del Perú —en la descripción del obispado de Santiago solicitada en el mismo año de 1777—, usa el término “casta” exclusivamente para la descripción de animales y vegetales: Hay en este Reyno muchas estancias de ganados, vacuno, ovejuno, y cabrío [...]. Son muchas también las cr[í]as de caballos oriundos de Andalucía, que no han degenerado, y aun hay castas de paso m[á]s ligero (Bueno 1771, fol. 132). […] en esta Provincia no se siembra trigo por no llevarlo el temperamento; así como tampoco [se] coge vino. Hállanse muchas castas de bejucos, que sirven para atar, y amarrar las maderas de que se componen las casas […] (Bueno 1771, fol. 59).

El Diccionario de la Lengua Castellana, en su primera edición iniciada en 1724, señalaba que “casta” pertenecía al ámbito de los animales: “mezclar diversas familias de animales para mejorar o variar las castas”. Pero también consignaba que “hacer casta” se aplicaba a tener y procrear hijos: “jocosamente se usa también hablando de los racionales” (1724, 219-220). El término fue apropiado para referirse a las generaciones humanas, aunque paulatinamente su uso cobró una connotación despectiva para el caso de los “racionales”, aspecto que puede servir de pista para los usos que descalificaban y deshumanizaban a los sujetos de castas, especialmente los escritos de tipo filosófico político en esa misma centuria (Castro-Gómez 2010). Como vimos, ambas definiciones se encontraban

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en uso en la segunda mitad del siglo xviii. Sin embargo, en el último tercio de la centuria el término “castas” se refiere a la generación, ya no tanto como linaje sino como producción de la naturaleza. Gran parte de los cuadros de castas conocidos data de la segunda mitad del siglo xviii, y se conocen los mandatos para la producción de dos de ellos. Ambos han sido reproducidos en los estudios más importantes sobre el tema (García Sáiz 1989; Katzew 1997, 2004; Estenssoro 2000) y se encuentran actualmente en custodia del Museo Nacional de Antropología de España: una serie mexicana o colección del cardenal Lorenzana (arzobispo de México entre 1766 y 1772) y la única serie peruana conocida: los cuadros del virrey Manuel Amat y Junyent (1761-1776). En este apartado nos detendremos en la segunda, pues es la única serie que está documentalmente vinculada al Gabinete de Historia Natural creado por Carlos iii en 1776. La serie fue remitida a España junto con un legajo titulado “Envío de preciosidades al Real Gabinete de Historia Natural”, compartiendo el mismo rótulo de “ejemplares de las producciones de la naturaleza” (Romero de Tejada 2004, 16). El envío de los cuadros, 20 lienzos originalmente, fue acompañado de una carta del virrey, fechada el 13 de mayo de 1770 y que ha sido ampliamente citada en los estudios sobre el tema: Deseando con mi mayor anhelo contribuir a la formación del Gabinete de Historia Natural en que se halla empeñado nuestro Serenísimo Príncipe de Asturias he creído que no conduce poco a su ilustración, por ser uno de los ramos principales de raras producciones que ofrecen estos dominios, la notable mutación de aspecto, figura y color, que resulta de las sucesivas generaciones de la mezcla de Indios y Negros, a que suelen acompañar proporcionalmente las inclinaciones y propiedades […]. Para cuya más clara inteligencia, del orden con que van graduadas las descendencias por números, debe servir de clave que el hijo o hija que aparece representado en el primer matrimonio es, según su sexo, padre o madre del segundo; y los de éste en el tercero y a esta misma proporción los demás, hasta el último de los que por ahora van copiados (Romero de Tejada 2004, 16-17).

De esta cita queremos destacar tres aspectos. Primero, que la serie se envía para “ilustrar” las “raras producciones” de los dominios americanos; segundo, que estos “productos” humanos se caracterizaban por la “mutación” de las generaciones principales: españoles, indios y negros, y, tercero, que el virrey explica que —en esta serie en particular— el principio de la generación se aplica no solo a cada cuadro sino también a la relación entre todos los cuadros entre sí, pues cada niño es el padre en el siguiente lienzo.

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Imagen 2. Cuadro de casta: Mestizo, Mestiza, Mestiza, anónimo, segunda mitad del siglo xviii. Cuadro número 4 de la única serie conocida para el Virreinato del Perú, remitida al Gabinete Real de Historia Natural en Madrid por el virrey Manuel Amat y Junyent (1761-1776). Gentileza del Museo Nacional de Antropología (España).

Las dos series a las que aludimos confirman la tesis de Fernando del Pino de que son “series naturalistas” de alto contenido informativo —como lo ratifica la serie del Perú— pues “lo que se quiere mostrar en todas ellas de modo patente no son las costumbres populares, sino los cuerpos y genios ‘heredados’ por los descendientes de las mezclas raciales (respecto de los cuales funcionan las ‘costumbres’ típicas de cada estrato social/racial como elemento complementario) y una amplia batería de ‘productos’ naturales, que aparecen clasificados y nominados con no menor puntillosidad y sistemática que las personas” (Pino 2004, 49). Sin embargo, tomamos distancia de esta propuesta en tanto queremos aportar a una comprensión de las mezclas en el imaginario de las castas, y no de las razas, como gran parte de los autores revisados suele situar la relación entre rótulos, representaciones y sujetos.

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“En América nacen gentes diversas en color, costumbres, genios y lenguas”. Mestizos, diversidad de la naturaleza americana y cuadros de castas La frase citada proviene de una serie de pinturas de castas atribuida al pintor novohispano José Joaquín Magón —ca. 1770 (García Sáiz 1989, 102-103)—, que se diferencia de otras series por poseer un título que presenta el tema y, luego, en cada cuadro, una leyenda que describe la mezcla que se representa.

Imagen 3. Cuadro de casta: De Español, é Yndia, nace Mestiza. Calidades de que la mezcla de Españoles, Negros, ë Yndias, proceden en la América y son como siguen por los números. José Joaquín Magón, segunda mitad del siglo xviii. Gentileza del Museo Nacional de Antropología (España).

En la serie del mismo pintor y de propiedad del cardenal Lorenzana —ya mencionada— el título tiene una variante: “Calidades que de la mescla de Españoles, Negros, e Yndias, proceden en la América; y son como se siguen por los números” (imagen 3). ¿Por qué traspasar el tema de las castas al lienzo? Si recordamos la cita del virrey Amat, él se refiere a la novedad de las gentes de América como “rareza”, resultado de mutaciones diversas y sucesivas alteraciones. El formato secuencial de los cuadros es una solución pictórica para representar dichas mutaciones sucesivas encadenando un cuadro con otro ya sea por

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números o por “claves”. Los mezclados serían “alteraciones” porque mudaron de estado, como señala el diccionario de Covarrubias a inicios del siglo xvii sobre el vocablo mezclar: “Mudar la cosa de su estado, de manera que podamos decir no ser la mesma, sino otra, cuasi altera” (Covarrubias 1995, 79). Cada cuadro de la serie presenta una combinación posible y su producto o mutación, aunque en el siglo xviii esta propiedad de la materia produce más temor que fascinación por la novedad, pues mezclarse era también un riesgo para clasificar el nuevo producto dentro del orden conocido de la naturaleza: Las cosas naturales, mientras están en su propio lugar, en que las puso la naturaleza, ningún daño hazen; sacadas del, son muy dañosas. El agua en su centro no pesa; el fuego en su esfera no quema; la Tierra, si sube al Ayre, haze rayos; el Ayre, si se mete debajo de la tierra, haze terremotos, derriba casas, y Ciudades; así también el oro y la plata de las minas (Antonio de Vieyra 1734. Citado en Siracusano 2005, 175).

Los cuadros de castas, entonces, son parte de la historia de los mestizos y una de las particularidades de la colonización en América por su impacto simbólico y disruptivo en los imaginarios que permitían describir lo conocido. El Inca Garcilaso nos recuerda que mestizo proviene de mezcla: […] de estas dos naciones [españoles y negros] se han hecho allá [en América] otras, mezcladas de todas maneras. Y para diferenciarlas les llaman por diversos nombres para entenderse por ellos […] A los hijos de español y de india —o de indio y de española— nos llaman mestizos, por decir que somos mezclados de ambas naciones (Garcilaso de la Vega 1991, 627).

Tanto la referencia a los nuevos nombres como la relación entre esos nombres y los colores se entienden mejor si remitimos a la definición de mezcla que consigna el diccionario de Covarrubias: “la incorporación de una cosa líquida con otra o la contextura de diversos colores en los paños”. También permitía referirse a los cruces entre linajes, aunque este hecho designa un peligro: la confusión, “mezclarse los linajes, cuando se confunden unos con otros, que no son de una misma calidad; y decimos estar una cosa sin mezcla cuando está pura” (Covarrubias 1995, 752). Tal característica, en el orden simbólico, puede ser identificada con la disrupción y el riesgo: “se encuentra en un estado a mitad de camino entre lo sólido y lo líquido. Es como una encrucijada dentro de un proceso de cambio” (Douglas 1973, 58). En un documento del siglo xvii para el caso de Lima, encontramos en uso un término mucho más cercano a la raíz de la palabra mestizos, mixtos. Entre

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los trámites que se solicitaban para obtener una licencia matrimonial estaba el de la información sobre los contrayentes, trámite que tenía por objeto certificar que estos no tenían impedimentos para la unión, avalado por tres testigos que afirmaban su calidad de libres y solteros así como la inexistencia de inconvenientes para casarse. En ellos es relevante consignar la condición de casta de los contrayentes4. En uno de los expedientes se encuentra la solicitud de dispensa para poder casarse, en la que queda muy claro que el tipo de casta era relevante para situar a los sujetos dentro del orden colonial, es decir, para que se mezclen los linajes en el orden que corresponde: Juan G[ó]mez de Escobar me ha pedido suplique a VM dispense con [é]l para poderse casar con Ana María Brochero y por quanto en caso de necessidad baptiso [bautizó] el dicho Juan [Gómez] un hijo de la dicha Ana Brochero y assi parece tener impedimento de afinidad espiritual conforme a la sentencia com[ú]n de canonistas y the[ó]logos. Y aviendoles [habiéndoles] examinado en las causas que podia aver [podía haber] para la dicha dispensasion [dispensa]. Y as[í] las personas de los dichos Juan G[ó]mez y Ana Mar[í]a Brochero esta[b]an comprehendid[a]s en las personas con quien[es] se puede dispensar, conforme a las bulas apost[ó]licas concedidas a los señores ordinarios en este Reyno, hallé por relaci[ó]n cierta que la dicha Ana Mar[í]a Brochero tiene las calidades para comprehenderse en la facultad dicha, por ser mixtim prog[é] nita de español y India y las causas son suficientes, porque el dicho Juan G[ó]mez tiene algunos hijos en la dicha Ana Mar[í]a Brochero, y pide la dispensación proprer legitimandam prolem, y tambi[é]n proprer fragilitatem carnis, y ser dif[í]cil apartarse de ella, y [porque el] dicho Juan G[ó] mez quiere proprer sublevandam paupertate de la dicha, casarse con ella. Y assi por todo lo dicho mi parecer es que Vm. siendo servido podr[á] dispensar con los dichos, para que no obstante el dicho impedimento puedan contraher licite y valide el matrimonio a desear salvo el muy acertado parecer de VM a quien en todo me sugeto [sujeto]. Lima[,] 11 de setiembre de 1645[5]. 4  No cuentan con catálogo. Por lo tanto, se revisaron los 151 cuadernos de que se compone el fondo, abarcando los años que van de 1631 a 1744. El fichaje se centró en los casos de mestizos y en las variantes de las denominaciones de la población negra. Al avanzar en la lectura de los documentos, también resultó significativo anotar la calidad de los testigos y las relaciones de parentesco, amistad o trabajo que se pueden deducir de los lugares de residencia y la información que ellos proporcionaban al respecto. 5  Se les dispensa, firman el provisor y vicario Martín de Velasco y el arzobispo de Lima Pedro de Villagómez. Escribano público Melchor de Oviedo. 12 de septiembre de 1645. Archivo General de Lima. Tribunal Eclesiástico. Licencias matrimoniales. Legajo 3, cuaderno 36, folio 1.

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La mezcla de los linajes y sus derivaciones, que el Inca Garcilaso señala como novedad de naturaleza americana, también formó parte de la tradición del género de la historia natural. El capítulo ix, al que pertenecen los pasajes citados del autor, contiene temas relacionados tanto con el gobierno de Huaina Cápac como con los gigantes, los caminos del Imperio y el encuentro entre incas y españoles. A partir de allí (caps. xvi-xxxi) comienza la relación de las “cosas que no había en el Perú antes que los españoles lo ganaran”, iniciando por las yeguas y los caballos, vacas y bueyes, camellos, asnos, cabras, puercos, ovejas y gatos caseros, conejos y perros, ratas, gallinas y palomas, trigo, vid, olivos, frutas y caña de azúcar, hierbas y hortalizas, para finalizar con los nombres nuevos de las nuevas generaciones y retomar la historia de los gobernantes. La reunión de cosas tan diversas corresponde también con lo que las series de cuadros de castas de la segunda mitad del siglo xviii incorporan a los motivos originales: frutas, árboles, aves, flores (imagen 4).

Imagen 4. Cuadro de casta: De Albino, y Española, lo que nace Torna atrás, cuadro 7 de la misma serie de la imagen 3. José Joaquín Magón, segunda mitad del siglo xviii. Gentileza del Museo Nacional de Antropología (España).

Las denominaciones que siguen al fin de las mezclas entre cepas de españoles, indios y negros pasan a un lenguaje poético y pictórico que intenta dar cuenta

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de la diversidad y relación con la particularidad de los productos de la tierra americana. Esta diversidad se condice con el tópico de la fertilidad americana, expresada también en la variedad y particularidad de sus producciones. El objetivo del Inca Garcilaso (1539-1616) es mostrar la gran fertilidad de América, cuya descripción no exagera, para lo cual se apoya en la autoridad del padre Joseph de Acosta (1540-1600) que esforzaba su ánimo para “que sin temor [dijera] la gran fertilidad que aquella tierra mostró a los principios con las frutas de España, que salieron espantables e increíbles” (Garcilaso de la Vega 1991, 623). La obra del padre Acosta, Historia Natural y Moral de las Indias (1590), reúne en los primeros cuatro libros las obras de la naturaleza, iniciando por los aspectos geográficos y de temperamento, los elementos simples, y finalizando con los compuestos y “mixtos” entre los que se incluyen los metales, las plantas y los animales, todos ellos caracterizados por la abundancia (Acosta 2007, 157-239), en especial de las plantas: “De las diversas raíces que se dan en Indias” (cap. 18), “De diversas flores y de algunos árboles que solamente dan flores y cómo los Indios las usan” (cap. 27), “De las grandes arboledas de Indias, y de los cedros, y ceibas, y otros árboles grandes” (cap. 30): Y fuera de los árboles y plantas que por industria de los hombres se han puesto y llevado de unas tierras a otras, hay gran número de árboles que sola la naturaleza los ha producido. De éstos me doy a entender que en el nuevo orbe (que llamamos Indias) es mucho mayor la copia, así en número como en diferencias, que no en el orbe antiguo y tierras de Europa, Asia y África (Acosta 2007, Lib. iv, 215)6.

Otro autor contemporáneo del Inca Garcilaso y de Joseph de Acosta, Tomás López Medel, nos permite insistir en la diversidad y la diferencia de lo que se produce y engendra en América como tópico de la tradición de las descripciones naturales. Autor de De los tres elementos aire, agua y tierra, en que se trata de las cosas que en cada uno de ellos, acerca de las Occidentales Indias, Naturaleza engendra y produce comunes con las de acá y particulares del Nuevo Mundo, Medel había nacido hacia 1520, clérigo de primera tonsura, estuvo en Guatemala entre 1549 y 1555 y en el Nuevo Reino de Granada entre 1557 y 1562, compartiendo 6  Vale la pena citar un párrafo de las descripciones de Cosme Bueno, para el siglo xviii, que renuevan esos tópicos: “Todos los que han registrado este dilatado País [Provincia del Gran Chaco] nos lo pintan por el m[á]s ameno, y fértil, que hay en la América. En efecto el n[ú]mero de R[í]os, y Lagunas, abundante de pescados: las grandes llanadas: los bosques frondosos: la multitud de animales, y páxaros con un temperamento benigno […] Aun sin cuidado, y sin cultivo se hallan cosas excelentes en abundancia […] Allí se halla multitud de maderas, y árboles frutales, como son hermosos, y gruesos Cedros, y Nogales, cuyas nueces, aunque diversas de las de Europa, son sabrosas” (Bueno, 1775, folios: 24v y 25).

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con otros autores de la época una ácida crítica al sistema colonial. En el capítulo undécimo trata de los animales de las Indias Occidentales, a los que divide en dos clases: los animales “propios y naturales suyos” y otros de “los que nuestra España y el mundo de acá les ha comunicado”. Esa diferencia se expresa en la propiedad de esa naturaleza: son “suyos”, “que no los hay por acá”. La misma operación realiza con los racionales: entre “españoles” e “indios”, los de allá y los de acá. Al terminar el relato de los animales, continúa en el capítulo decimoséptimo con la “particular y natural disposición de los indios y naturales de las Occidentales Indias y de su color y extraña manera de vivir y del tratamiento de sus personas”. Los de acá son señalados como diferentes, en primer lugar, por el color. Inicia el capítulo así: Son los naturales y las gentes de aquel Nuevo Mundo de las Occidentales Indias de color bazo y como de un membrillo cocho los más morenos de ellos, y de aquí para abajo más y menos, aunque los que están más apartados de los trópicos poco difieren de nosotros en el color. Y gentes y naciones hay muchas harto blancas y lo serán más, sino que aquellas gentes, todos, ellos y ellas, desde su niñez hasta que mueren […] (López Medel 1990, 204).

El común denominador que se mantiene, y que podríamos llamar estrategia pictórica para representar la diversidad, es el color, tanto de los trajes, las frutas y flores, como de las pieles de las castas. Este elemento, el color, es el que, desde nuestra perspectiva, introduce una lectura de los cuadros de castas como representaciones de “razas” cuando se afianza el concepto de ellas como condición biológica y la piel se convierte en su representación y su signo social. Los cuadros de castas en la cuestión de las razas: breves pinceladas Ilona Katzew define los cuadros de castas como “representaciones raciales en el México del siglo xviii” (2004, subtítulo del libro en portada) cuya principal función era pedagógica, por su potencial como referencias mnemotécnicas […] para generar en la mente del espectador ideas y relatos concretos. No es pues de sorprender que éste fuera el formato utilizado para representar a las variadas razas de la [C]olonia. El aspecto concatenado de las series de castas era una forma adecuada para “narrar” el proceso de mestizaje que se produjo en México, y crear un paradigma visual de los híbridos coloniales para ser fácilmente recordado, y que además evocara diversas asociaciones (Katzew 2004, 63).

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En el capítulo escogido para comentar este tema7, la autora analiza las diferencias entre las series producidas en la primera mitad del siglo xviii y las posteriores a 1760. Para Katzew, exotismo y criollismo articularían la pintura de castas, porque aunque habrían sido hechas para cubrir las expectativas europeas, también se preocuparon de construir una imagen diferenciada, propia de la Nueva España. Finalmente, señala que la “pureza racial” como obsesión española y la moda clasificadora de Europa subyacen en la forma que adquiere el relato de “las razas”. Es aquí donde pretendo introducir algunas preguntas que impugnan estas lecturas sin por ello descalificarlas a ellas o a las investigaciones que las sustentan. Mi diferencia está en la pregunta inicial: ¿por qué, si los discursos sociales y políticos son lapidarios respecto de las costumbres y calidad de los mezclados, se construye un género que, si bien reproduce la desigualdad en términos de estatus por color pero, a su vez, por el tipo de colores que se mezclan, los muestra como una particularidad americana en la que los españoles, castizos, moriscos, albinos aparecen en estos conjuntos reconocidos como principios generadores, cepas o castas junto a las “degradadas”? Entonces, ¿de qué tipo de narración se trata? ¿Es en realidad un texto sobre la “blancura” o sobre “la racialización”? La primera serie, que retomo como programa iconográfico fundacional del género de los cuadros de castas, data de 1711 o de 1725, es una propuesta anterior a la obra de Carlos Linneo (1708-1778), cuya obra más famosa, Systema Naturae, se publicó en 1735, veinte años después de la aparición de la primera serie de cuadros conocida y con la cual, según lo expuesto, guarda muy poca relación en cuanto a su razón taxonómica y, de allí, “racial”. Muchas de las afirmaciones respecto de los conceptos de raza, calidad o mestizaje ignoran la producción de saberes desde América y sus intelectuales, pero también lo que en este texto se pretende rescatar: el impacto de una novedad en las formas de conocer y representar. Uno de los naturalistas “criollos” —“chileno”— del siglo xviii más reconocidos en las academias europeas de la época, el jesuita Juan Ignacio Molina (1740-1829), en su obra Compendio de la historia geográfica, natural y civil del Reyno de Chile, hace un comentario muy interesante sobre el “caballero Linnéo”: He acomodado todos estos seres y cosas á los géneros establecidos por el célebre Caballero Linnéo, y quando ha sido el caso he formado otros nuevos siguiendo su método; pero he tenido por conveniente no adoptar su modo de distribuirlos, pareci[é]ndome poco adaptable á la naturaleza de esta obra: […] prevengo que en lugar de sus divisiones me he valido de otras m[á]s familiares y m[á]s acomodadas al corto número de objetos 7  Katzew 2004, capítulo 3: “El auge de la pintura de castas: exotismo y orgullo criollo, 17111760”, 65 y ss.

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que yo describo, y que no sirven para otra cosa que para dar algún orden á mi narración [H]e seguido los pasos de[l]naturalista Sueco, no porque esté yo persuadido de que su sistema sea superior á todos los otros, sino porque veo que en el d[í]a [de hoy] es el m[á]s generalmente seguido; pues á pesar de la grande estimación que profesó su sabiduría, no puedo dexar de decir que me desagrada en muchos puntos muy esenciales su ingenios[í]sima nomenclatura, y que con mayor gusto m[í]o habr[í] a seguido á Waller ó á Bomare en la mineralogía, al gran Tournefort en la botánica, y á Brisson en la zoología, porque me parecen más fáciles y más acomodados á la inteligencia común (Molina 2000, xi-xii).

Molina quería que todas las personas entendieran las descripciones, explicando solo algunos atributos para caracterizar los objetos y omitiendo aquellas comunes a todo el género. Esta premisa y la postura expresada en su Compendio pueden ser también las de una tradición de descripción local, que apela a esos saberes y criterios locales, que también compartirían las leyendas de los cuadros de castas. Veamos el caso de una especie de oca de las islas de Chiloé a la que nombra Anas Hybrida y cuya particularidad era la diferencia de color entre macho y hembra; él de plumas blancas y ella, de negras: “esta total diferencia me resolvió a señalar esta especie con el ep[í]teto de hibryda, ó mulata, como descendiente de un blanco y de una negra” (Molina 2000, 268). El trabajo de Molina también es interesante para introducirnos en el tema de la relación entre el concepto de casta y el de raza. En su obra el término raza solo aparece para hablar de los perros y los caballos. Ambos son para él un buen tema para explicitar el objetivo de su obra, cual es “desmentir” las afirmaciones sobre la naturaleza americana que circulaban en otros textos: Nada ha sido tan pernicioso a la Historia Natural de la América como el abuso que se ha hecho, y se contin[ú]a haciendo de la nomenclatura; de esto se han derivado los voluntarios sistemas de degradación de los cuadrúpedos en aquel inmenso continente; y de aquí proceden los ciervos pequeños, los osos pequeños, &c. que se alegan y citan a favor de aquellos sistemas, y los quales no convienen con la especie a que se supone pertenecen nada más que en el nombre abusivo que les pusieron algunos historiadores de poca observación que se dejaron engañar de las apariencias superficiales de las formas y las figuras (Molina 2000, 303).

En el caso de los caballos, caracterizados en Chile por su paso, que era objeto de debate en cuanto a si era adquirido en el nuevo territorio o por “inclinación o raza” —pues todavía se veían en España muchos con esta propiedad—, señalaba: “[…] sí diré que [habiendo] tenido m[á]s cuidado allá [América] en conservar

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la casta, sin que mezclados los de ella con los puramente de trote, degenere, son incomparablemente muchos más perfectos aquellos que los de acá”. Esta cualidad los hacía muy preciados como regalo en Lima, Quito y otros reinos, “con cuyo motivo se han hecho castas en todos aquellos países, pero en ninguno prevalecen con la perfección que en Chile” (Molina 2000, 368). Los cuerpos señalados como pertenecientes a las castas, como ya hemos revisado, son considerados rarezas, diversos, aunque no necesariamente anómalos. En los cuadros, los “españoles” también son castas. Por lo tanto, hay que ser más cautelosos en cuanto a considerar dicho procedimiento un gesto simple de construcción de conocimiento hegemónico y desde el centro, siempre europeizante. Esto no quiere decir que dichas formas de representación, dada la relación que se establecerá entre mestizaje y castas, formen parte de la historia de la discriminación y el racismo. Como señala Carlos López Beltrán respecto de los saberes médicos y de la ciencia, se debe evitar hacer un traslado anacrónico de las “preocupaciones y configuraciones descriptivas pertenecientes a esquemas posteriores” como la “reproyección de la noción decimonónica de raza, de regímenes raciales, de sociedades racialmente conformadas, lo que ha generado desencantos y malas lecturas” (López Beltrán 2008, 308). Sin embargo, dicha “reproyección” también se relaciona con la historia de la custodia de los cuadros cuya trayectoria completa no sabemos, pero que reunió a las castas con las razas a principios del siglo xx: la sección de etnología del Museo Nacional de México, el Museo Nacional Antropológico de Madrid y el Museo de América, también de carácter antropológico, todos ellos herederos del Real Gabinete de Historia Natural creado a fines del siglo xviii. Uno de los trabajos más antiguos que instalan a los cuadros de castas en la cuestión de las razas data del año 1929, y los define como documentos para estudiar los “tipos”, las “mezclas de sangre” y los “mestizajes americanos” (Barras de Aragón 1929, 156-158). Este texto también marca una cierta agenda de temas relacionados con los cuadros de castas, que seguimos encontrando en algunos textos que se refieren a ellos en la actualidad (Congreso sobre el mestizaje 1965; Ares 2000; Bernand 2001): Considerando las distintas series se ve, por una parte, que varios de los mestizos de un mismo origen pueden recibir nombres diferentes y, a la vez, que un mismo nombre puede ser atribuido a mestizos de origen distinto. Las varias proporciones de sangre pueden ser representadas por gráficos o por cuadros numéricos. Adoptaremos este último método representando el tipo de raza pura por 100 (Barras de Aragón 1929, 162).

Alejandro Lipschutz (1883-1990), médico de origen lituano, radicado en Chile desde el año 1926, justamente por el descalce que reconoció entre el concepto de raza y el fenómeno de las castas coloniales, acuñó el concepto de “pigmentocra-

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cia” para referirse a un rasgo característico de la estratificación de la sociedad americana, fundamentado en el tópico de la diferencia de “colores” acuñada en la sociedad colonial. En un libro del año 1965, que reúne las conferencias que dictó en universidades mexicanas, resumía el estado del debate sobre el mestizaje y la importancia para las ciencias sociales: “La cuestión de si los factores biológicos diferenciales, es decir, si los diferentes caracteres raciales genéticamente dados en indios y blancos, han influenciado el curso de la conquista española en América pertenece, indudablemente, y desde el principio, al grupo de los problemas más álgidos en las ciencias sociales de nuestros tiempos” (Lipschutz 1963, 29). En la sexta parte del libro citado, El problema racial de la conquista de América y el mestizaje, agrega al concepto de pigmentocracia el de “hipocresía racial” para referirse a la incongruencia de la clasificación por colores, que identificaría a una raza con el uso polisémico y estratégico de tales denominaciones en la documentación colonial por él revisada. Luego de proponer y hacer ver las particularidades del régimen de castas colonial y dar ejemplos de su polivalencia, insiste en asociar el color a una “razón biológica” cuya polisemia se explica por consciente manipulación social: […] con toda razón biológica, y también razón jurídica, que esto es imposible, oponiéndose no sólo a la fisis, la naturaleza, que se manifiesta en raza, sino también en nomos, la ley, que es la base misma del sostén del régimen de castas, del espectro de los colores raciales […] Sin embargo, en todas las cosas que atañen al interés del grupo que manda y anhela la mantención del statu quo, la voluntad humana es más potente que la naturaleza biológica; y en cuanto a la ley establecida por este mismo grupo, se la [sic] puede torcer como toda hechura humana […] (Lipschutz 1963, 275).

Una versión más moderna de dicho planteamiento se encuentra en los teóricos de la modernidad-colonialidad, como Santiago Castro-Gómez, quien llama a este uso estratégico del espectro de los colores un imaginario de la blancura, anclado en un habitus en tanto conjunto de supuestos, valoraciones y “prenociones de carácter irreflexivo”, a través de las cuales el grupo criollo “construye la realidad social”, proyectando sobre ella sus ideales y aspiraciones particulares, una “sociología espontánea de la elite” basada en un imaginario de la blancura (Castro-Gómez 2010, 73). En el razonamiento desplegado por Castro-Gómez es discutible la asociación que establece entre los códigos de la limpieza de sangre (interpretada por él como racismo en el sentido original para luego extrapolarlo al de la raza decimonónica) y las “taxonomías étnicas” —que serían las denominaciones de castas— con dispositivos biopolíticos. Es importante el argumento para apoyar la tesis de la modernidad-colonialidad, pero no para entender la

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sociedad colonial desde sus propios regímenes de conocimiento. Sobre el uso del término “casta” para “designar a las personas de sangre mezclada”, Magnus Mörner (1969) señala que aunque los censos de población no utilizaban la categoría casta —que sí se usaba (Araya 2010)—, la obsesión por la blancura produjo las “taxonomías clasificatorias con el fin de precisar a qué casta pertenecía cada individuo”. Entre tales técnicas, la más interesante de “racialización social” fue la de los cuadros de castas, sobre los cuales repite las interpretaciones que hemos tratado de rebatir: que siguen una estricta progresión taxonómica biológica, que la casta es una “raza pura” y las mezclas “alejamiento del modelo étnico original” y que representan “16 tipos de sangre” (Castro-Gómez 2010, 74). Este trabajo no discrepa, como ya se ha señalado, de los elementos que denuncian y señalan las formas en que la construcción de la alteridad, de la deshumanización y la discriminación se anclan tanto en lo colonial como en la colonialidad del saber, en palabras de Castro-Gómez. Lo que se quiere relevar es, por un lado, que los productos referidos en América al fenómeno de las gentes diversas por su color, como uno de sus rasgos, son parte de esa misma producción de nueva realidad y no necesariamente un dispositivo para producir clasificación. Quizá, esto explica de mejor forma por qué las castas no son clases sociales, o por qué los criterios de calidad de castas no se condicen con el ideal de la identidad moderna en su exigencia de fijación. Por otro lado, se quiere subrayar que la emergencia de unos discursos, unos tipos discursivos, una narrativa y un imaginario sociopolítico para hacer visible el fenómeno del mestizaje como novedad de dicho proceso tuvo también esquemas y utillajes mentales particulares y que los objetivos de dichas construcciones no fueron imposición de un centro, sino respuestas en formas originales a los requerimientos de información de ese centro. Como señalaba Miguel Ángel Fernández, director de Museos y Exposiciones del Instituto Nacional de Antropología e Historia, en el número especial de la Revista Artes de México dedicada a los cuadros de castas, ellos no pueden ser constreñidos a productos de exportación o remedos de la “ciencia” metropolitana: […] es arduo aceptar que un arte tan local, una forma de expresión tan compleja, con alto valor informativo y no de mera complacencia, tuviese por origen la evocación nostálgica para un mercado transatlántico […] ¿por qué no sucedió lo mismo en todas y cada una de las colonias donde los españoles sentaron su imperio? [...] ¿cómo explicar las series de castas que nunca salieron de América? (Fernández 1989, 21).

Una de las principales características que describen a las castas, que ya hemos visto, es su diversidad, señalada en primer lugar por el color de la piel. Este factor es el más importante en la relación que se establece, después de su momento de

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producción, entre los cuadros de castas y la genealogía del discurso de las razas y el racismo. La forma como el color de la piel pasó del ámbito de las mezclas y del dato, en la tradición de descripciones de la naturaleza, al de la “raza” debe ser investigada, pues en los siglos xvi y xvii el “color” no era sinónimo de “raza”, como tampoco de “sangre”. Lo mezclable, en los siglos señalados, debía tener propiedad líquida. El color, más que designar la sangre, se refería a un tinte, a una marca superficial. Molina, en el siglo xviii, al tratar de describir el cuy Lepus minumus, confundido con el “erizo de Indias”, primero describe su tamaño, luego las formas y, finalmente, el color. En la descripción de este último encontramos la lógica aplicada en las series de cuadros de castas: “como este animal es doméstico, está expuesto a variar de color; y así los hay blancos, negros, de color gris, cenicientos, y manchados con varias mezclas de tintas” (Molina 2000, 347). Igualmente, para describir el chilihueque, Camellus araucanus: “su color es tan vario, que los hay blancos, negros, pardos y cenicientos” (Molina 2000, 359). Se podría decir que el arte pictórico era el único capaz de proporcionar los elementos conceptuales y técnicos pertinentes para “ilustrar” la diversidad de los colores, rasgo que, como hemos mostrado, fue escogido signo de la diferencia entre las gentes de América y las de otros lugares del Imperio. El sabio Ignacio Molina, en el prólogo de su obra ya citada, alude al interés de Europa, en el “presente”, de volver su atención con curiosidad hacia América: “[…] la diversidad de sus climas, la estructura de sus montes, la naturaleza de sus fósiles, la forma de sus vegetales y de sus animales, las lenguas de sus habitantes; y en suma, todo lo que puede empeñar su atención en aquellas varias regiones […]” (Molina 2008, iii). La producción de los cuadros de castas aumenta efectivamente hacia el fin de la centuria. Los atribuidos a José Joaquín Magón, por ejemplo, introducen cartelas que hablan de los genios, costumbres e inclinaciones, quizás en el mismo sentido en que lo señalaba el virrey Amat, en el que la casta se correspondería con un atributo respecto de una “calidad”, “cualidad” o “sustancia”. Esta inflexión podría ser el punto de partida para estudiar la conformación del discurso sobre las razas asociado también a los aspectos señalados como temperamentos y “sangre” (cfr. López Beltrán 2008). Epílogo En febrero del año 2011, como parte del proyecto de investigación en que se enmarca este trabajo, viajé a Madrid para poder ver con mis propios ojos las series de cuadros de castas existentes en el Museo de América y en el Museo de Antropología. Este dato sí señala el proceso de transformación de la experiencia colonial en colonialidad, pues de estar en el Gabinete Real —al igual que otros objetos que luego irían a “museos de obras de arte”—, desde el siglo xix

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los cuadros de castas en España son leídos como dato etnográfico. Conocía las series, por publicaciones, y había visto algunos cuadros sueltos en exposiciones variadas sobre vida cotidiana y mestizaje en México, esta vez, en museos de arte. Me fascinaron. Nunca había visto, dentro de lo que conocía de la pintura colonial en Chile, imágenes de esta naturaleza. Mis trabajos de investigación siempre se han insertado en la historia social y de las mentalidades, los sectores populares, la plebe colonial y la disciplina. En ellos siempre ha rondado la pregunta por la relación entre mestizaje y estructura social colonial, diferenciando entre un discurso sobre la plebe, por ejemplo, y su conformación como grupo social. La relación entre el concepto de plebe y el de castas emergía tanto en la documentación oficial como en los procesos judiciales. Sin embargo, los cuadros de castas, desde la primera mirada, me señalaron otros caminos. Sí, se trata un género pictórico informativo, de un género naturalista, de un discurso sobre el orden hacia afuera o hacia el centro, pero caótico y desbordado hacia adentro. Pero, por sobre todo, son una propuesta para presentar y representar la particularidad de las gentes nacidas, “generadas” y “producidas” en América. Los cuadros de castas hacen imagen un discurso “criollo” sobre la teoría de las mezclas y las manchas, como referente de identidad de la alteridad. Mientras sacaban de los depósitos la serie de Magón en el Museo de Antropología, los amables custodios de los cuadros me expresaban su curiosidad por el interés que yo tenía en ellos, la misma que manifestaron tener por su presencia en las colecciones del Museo. Quizás era la misma que los pintores americanos pretendían trasladar a los ojos del rey. Para mí eran un reencuentro y un enigma renovado. ¿Por qué? ¿Para qué? Su originalidad, rescatada por la historia del arte, sacó estas pinturas de la óptica antropológica y etnográfica del siglo xix y gran parte del xx. Las sonrisas indescifrables y las miradas al que mira nos instan nuevamente, como naturales de América, a retomar los hilos de un mundo cultural propio y apropiado. Bibliografía Academia Nacional de la Historia del Perú. 1965. Congreso sobre el mestizaje (Lima, 15-24 de septiembre de 1965), número especial de la Revista Histórica, Órgano de la Academia Nacional de la Historia (Instituto Histórico del Perú), tomo xxviii, Lima. Acosta, Joseph. 2007 [1590]. Historia natural y moral de las Indias, ed. Edmundo O’Gorman. México: Fondo de Cultura Económica. Adorno, Rolena. 1988. “El sujeto colonial y la construcción cultural de la alteridad”. Revista de crítica literaria latinoamericana, año xiv, nº 28. Alvar, Manuel. 1987. Léxico de mestizaje en Hispanoamérica. Madrid: Cultura Hispánica.

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3 Cuerpos racializados. Para una genealogía de la colonialidad del poder en Colombia Santiago Castro-Gómez Me propongo trazar a continuación una breve genealogía de aquel tipo de relaciones sociales que Aníbal Quijano (2007) denominó la “colonialidad del poder”. Pero en lugar de partir de reflexiones generales de orden macrosociológico, como lo hace Quijano, quisiera examinar el funcionamiento de la colonialidad del poder desde un conjunto de prácticas locales, para lo cual retomaré algunos de los temas abordados en mi libro La hybris del punto cero (2010), pero llevándolos hacia el terreno del método genealógico de análisis desarrollado ejemplarmente por Michel Foucault. En tanto que mi propósito es trazar una genealogía de la colonialidad del poder en Colombia, quisiera introducir, antes de entrar en materia, cinco criterios metodológicos que han guiado mi trabajo en los últimos años y que estarán muy presentes en este escrito: (1) Identificar la colonialidad como un tipo específico de poder, que en ningún caso subsume o agota el complejo abanico de relaciones de fuerzas presentes en una formación social dada en un espacio-tiempo determinado. No se considerará, entonces, la colonialidad como un poder totalizante, como la noche donde todos los gatos son pardos, sino como una singularidad marcada inicialmente por el cruce entre otros tipos de poder que funcionan de forma diferente, como son el poder soberano y el poder pastoral. (2) No hablar de la colonialidad del poder en abstracto, como si se tratase de un universal que puede ser considerado con independencia de las prácticas históricas que lo constituyen. Es por eso por lo que haremos referencia a prácticas locales situadas específicamente en el espacio social de la Nueva Granada entre los siglos 79

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xvi y xviii. (3) Considerar estas prácticas locales desde el punto de vista de su funcionamiento, lo cual significa que nuestra pregunta no es tanto por el qué de la colonialidad sino por el cómo. Nos interesa saber qué hace la colonialidad del poder, cuáles son sus técnicas, su racionalidad pragmática, su modus operandi. (4) Examinar la colonialidad del poder dentro de un campo de prácticas disímiles y en conflicto, que sin embargo resuenan juntas en un solo conjunto y se agencian formando un “dispositivo”. (5) Si nos retrotraemos hasta los siglos xvii y xviii para detectar allí la emergencia y procedencia de la colonialidad del poder en Colombia, no es para realizar un ejercicio puramente historiográfico, pues no es el pasado lo que nos interesa sino el presente. Un presente que, todavía en Colombia, se encuentra marcado por las herencias coloniales. Así las cosas, dividiré mi exposición en tres partes. En la primera sostendré que la colonialidad del poder surge en la Nueva Granada como resultado del cruce entre dos tecnologías diferentes, la soberanía y el pastorado, que se agencian en una institución particular: el resguardo. Luego mostraré de qué modo la colonialidad del poder es apropiada localmente como estrategia de lucha por el grupo de los criollos terratenientes en el siglo xvii, en un intento por consolidar sus intereses familiares y personales. Por último me concentraré en algunas técnicas de clasificación etno-racial de la población, ilustrando su funcionamiento en la tensión entre el paso de la dinastía de los Austrias a la dinastía de los Borbones en el siglo xviii. A manera de epílogo, presentaré algunas reflexiones adicionales en torno de la manera en que la colonialidad del poder tiene que ver, hasta hoy día, con el modo en que los sujetos se relacionan con el espacio público (politeia) en Colombia. El resguardo como lugar de emergencia Lo primero que debo señalar es que aunque la colonialidad del poder se forma junto con el proceso de conquista y colonización de las Américas, tal como han mostrado Aníbal Quijano (2007) y Walter Mignolo (2002), debemos evitar la tentación de convertir esta tecnología en una categoría totalizante que subsume la singularidad de diferentes técnicas heterárquicas de poder. Por esta razón es necesario resaltar que la colonialidad del poder es un conjunto de técnicas que se diferencian tanto del poder soberano como del poder pastoral y que nunca logran englobar a toda la sociedad en su conjunto. A partir de la investigación realizada en La hybris del punto cero (2010) quisiéramos avanzar las siguientes hipótesis: primera, que en Colombia no hay un dispositivo marcado por la colonialidad del poder antes de la consolidación local de los resguardos, es decir hasta

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comienzos del siglo xvii1; y, segunda, que el campo de fuerzas configurado antes de la emergencia de este dispositivo se encontraba ya delineado por dos tecnologías enteramente diferentes: el poder soberano y el poder pastoral. Conviene por tanto levantar una breve cartografía de este campo de fuerzas para luego mostrar cómo la colonialidad del poder emerge de la institución del resguardo. El poder soberano, como bien lo ha mostrado Foucault (2006), opera básicamente por territorialización. Desde finales del siglo xv el imperio español declara “suyas” las tierras conquistadas en ultramar, envía capitanes y “adelantados” para explorar nuevas tierras con el fin de colocarlas bajo la tutela del soberano. Nótese que el botín en juego no es tanto la población sino el territorio. Lo que interesa realmente al soberano no es el dominio sobre los súbditos sino el dominio sobre sus territorios y los recursos metálicos que estos proporcionaban. La ley del soberano debía regir sobre el “territorio civilizado” y ampliarse paulatinamente hacia los territorios “sin ley ni policía”, que son los “territorios salvajes”2. Estos territorios y sus habitantes debían ser organizados de tal modo que el Imperio pudiera recibir tributos que asegurarían su fortalecimiento en el ámbito de la geopolítica europea. El poder soberano desarrolló estrategias y técnicas muy específicas como la juridización, la tributación, el vasallaje y la administración, que se orientaban hacia la consolidación de la soberanía. Por otro lado, y siguiendo también a Foucault, el poder pastoral no opera por territorialización sino por individualización. Su interés en el siglo xvi no es el incremento de riquezas para el soberano sino la evangelización de los indígenas, la salvación de sus almas y la expansión del reinado espiritual de la Iglesia por todas las naciones, conforme al mandamiento de Cristo. Además, sus técnicas específicas nada tenían que ver con las del poder soberano, sino que actuaban directamente sobre la subjetividad con el fin de hacerla más obediente, más resignada frente a su destino terrenal: confesión, dirección de conciencia, penitencia, exhortación moral, etc. La cruz y la espada, aunque trabajen juntas, obedecen a lógicas distintas. Estamos, pues, frente a dos tipos de poder enteramente diferentes. La máquina imperial opera sobre el territorio, mientras que la máquina eclesial opera sobre las subjetividades. Es una simpleza creer que la Iglesia y el Imperio eran “la misma cosa”, siendo la primera el “brazo ideológico de la dominación” estableci1  Esto no significa que durante el siglo xv no hubieran existido prácticas singulares basadas en el código binario blanco/no blanco, que es una de las características de la colonialidad del poder. Lo que digo es que solo en el siglo xvii empieza a emerger el dispositivo de blancura, y que el locus de emergencia de este dispositivo habría que situarlo en la institución del resguardo. 2  Para el caso de la Nueva Granada, se observa la marcada discrepancia entre el territorio abstracto y el territorio real soberano. La mayor parte del territorio formalmente soberano era realmente territorio “salvaje” (vastas regiones de la Amazonia, la Orinoquia, el Chocó y el Magdalena medio). La “universalidad” del Imperio era una ficción. Se trataba, más bien, de un territorio lleno de márgenes, en el que coexistía una multiplicidad de territorialidades.

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do por el segundo. El poder pastoral no es genealógicamente remisible al poder soberano. Bien lo mostró Foucault en su curso Seguridad, territorio, población (2006): una cosa es la “línea pastoral” (individualizante y no territorial) que se remite a prácticas egipcias, mesopotámicas y hebreas, otra muy distinta es la “línea soberana” (totalizante y territorial) que se remite a prácticas griegas y romanas: Omnes et Singulatim. Ahora bien, existieron múltiples agenciamientos históricos entre el poder pastoral y el poder soberano, con lo cual llegamos al tema que nos interesa: la institución del resguardo. Durante las primeras décadas de la conquista, tanto el Imperio como la Iglesia entendieron que la esclavización de los indios constituía una amenaza para sus intereses. El exterminio de la mano de obra indígena y su explotación por particulares era visto por el Imperio español de los Austrias como una “pérdida de soberanía” y por la Iglesia, como una deslegitimación de su obra misionera, pues sin indios no habría evangelización ni salvación de las almas. Por tanto, la expansión colonial del Imperio y la expansión misional de la Iglesia necesitaban, ambas, poner en cintura la violencia desatada por los primeros conquistadores y colonizadores. Las Leyes de Burgos de 1512 y luego las Leyes Nuevas de 1546 son ya resultado de un agenciamiento entre el poder pastoral y el poder soberano. Tales leyes buscaban asegurar que el tributo no cayera en manos de los colonos sino del Imperio, para lo cual se decretó el establecimiento de comunidades indígenas semiautónomas, bajo la responsabilidad de un encomendero, que al mismo tiempo servirían como campo de evangelización y cristianización. La encomienda, entonces, es una institución pastoral y, al mismo tiempo, imperial. Pero las Nuevas Leyes prohibían la relación directa entre encomendero y encomendados, con lo cual se abría la puerta al establecimiento de una frontera legal entre la “República de indios” y la “República de españoles”. El grupo más afectado por estas medidas fue sin duda el de los colonos españoles y sus descendientes criollos, quienes buscaban tener a su entera disposición la mano de obra indígena y sus tierras. Tierras y mano de obra que ahora ya no podrían tocar, pues el resguardo titulaba esas tierras a las comunidades indígenas —si bien no en carácter de propiedad— y aseguraba que los tributos fluyeran hacia el Imperio, y las almas, hacia la Iglesia (González 1992). Nuestra tesis será entonces que la colonialidad del poder surge como efecto de esta confrontación de fuerzas entre el Estado, la Iglesia y el grupo de colonos, encomenderos y terratenientes criollos. Técnicas para limpiar la sangre Me concentraré ahora en el tipo de prácticas y estrategias a partir de las cuales fue emergiendo aquello que denominamos la colonialidad del poder. Pero para ello tendremos primero que referirnos a los estatutos de limpieza de sangre

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instaurados en el Consejo de Toledo en 1449, con los cuales se buscaba trazar una frontera entre los “cristianos viejos” y los judíos o árabes conversos. Tales estatutos prohibían el acceso de los conversos a colegios mayores, órdenes militares y monasterios en España. Para acceder a todas estas instituciones, los candidatos tenían que someterse a un procedimiento llamado “prueba de sangre”, en el que era menester certificar el árbol genealógico de la familia y rendir un intenso interrogatorio con el fin de eliminar toda sospecha de llevar en las venas “sangre judía” o “sangre mora”. De este modo, la limpieza de sangre no se refiere únicamente a la religión como criterio de diferenciación, sino que incluye el elemento de la ascendencia genealógica. El término “raza”, fundamentado en la estructura de pensamiento de la “limpieza de sangre”, significaba tener un “defecto”, una “tacha”, una “mácula” en la ascendencia; en otras palabras, tener una ascendencia judía o musulmana (Hering Torres 2006, 219-247). Pues bien, nuestro argumento es que la colonialidad del poder surge a través de la transformación de esta técnica de segregación poblacional operada en las colonias españoles de ultramar durante el siglo xvii. Para el caso específico de la Nueva Granada, se trató de una técnica utilizada no por el Imperio sino por colonos, terratenientes y encomenderos criollos. Es decir, por aquel grupo que veía en el resguardo un atropello de sus intereses particulares (que reñían con los imperiales), a fin de incrementar su poder en el espacio social. Lo primero que debemos destacar son una serie de estrategias de emparentamiento. Los descendientes directos de los primeros pobladores españoles, los criollos, buscaron asegurar e incrementar sus privilegios mediante la puesta en marcha de alianzas matrimoniales. Se forman así grandes “clanes familiares” que codifican los cuerpos conforme a su linaje y producen una “memoria” de los privilegios heredados. La construcción de una entramada red de parentescos y la transmisión hereditaria de privilegios fue la estrategia básica de los criollos para perpetuar su linaje y poder (Marín Leoz 2008). La pertenencia a esa red exigía el cumplimiento de por lo menos uno de dos requisitos: el primero era tener “sangre de conquistadores”, esto es, acreditar que se era descendiente directo de los “primeros pobladores” de la Nueva Granada; el segundo era tener “sangre noble”, es decir, acreditar que se era descendiente directo de un hidalgo. Por un lado la nobleza de privilegio, que se adquiría por ser descendiente de españoles —aunque no fueran nobles—; por otro lado la nobleza de nacimiento, que se tenía desde la cuna por ser “hijo de algo”, es decir hidalgo (Castro-Gómez 2010, 71). Hablamos, pues, de un poder basado en la filiación (real o imaginaria) con un ancestro europeo y que se reproduce mediante la generación de alianzas familiares. La colonialidad del poder se revela, entonces, como un deseo por identificarse con el conquistador europeo, esto es, de verse y definirse a sí mismos a partir del espejo del colonizador.

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Ahora bien: tales estrategias de alianza y filiación tenían básicamente dos objetivos. El primero era trazar una frontera de distanciamiento (“pathos de la distancia”) entre los criollos y otros grupos poblacionales de la Nueva Granada, a los que se consideraba de inferior calidad racial. Para lograr esto, los criollos se apropian de los estatutos de limpieza de sangre que mencionamos antes, pero sometiéndolos a una transformación muy importante. Aquí no se trataba ya de trazar una frontera religiosa entre los cristianos viejos y los moros o judíos, sino una frontera étnica entre los criollos y los indios, negros y mestizos, a los que se denominaba despectivamente las “castas de la tierra”. El punto clave es el hecho de que los miembros de los clanes familiares empiezan a escenificarse ya no como “cristianos viejos” —como ocurría en España— sino como “blancos”. No sobra insistir en que “blanco” nada tiene que ver aquí con el color de la piel sino con la limpieza de sangre. Es “blanco” quien logra probar que desciende directamente de los primeros pobladores españoles o, en su defecto, que está emparentado con una familia noble española. La blancura no la da la piel sino la filiación con el ancestro europeo3. El segundo objetivo de las estrategias de alianza y filiación por parte de los criollos era conjurar la centralización del poder, es decir, evitar que los privilegios familiares pudieran ser usurpados o “capturados” por el poder soberano y por cualquier otro tipo de instancia que fuera más allá de la lógica de la sangre. Este punto resulta clave para entender la diferencia entre el poder soberano y la colonialidad del poder. Pues, como se argumentó más arriba, y como se insistirá más adelante, los intereses de los encomenderos y terratenientes criollos eran muy diferentes de los de la Corona española, ya que los resguardos evitaban legalmente que el fruto del trabajo indígena quedara por entero en sus manos y bajo su jurisdicción. Sin embargo, las muy bien calculadas estrategias de emparentamiento con funcionarios enviados por la Corona, muchos de ellos nobles de nacimiento, hicieron que los criollos adquirieran inmenso poder en los cabildos locales y lograran burlar la prohibición soberana del “servicio personal”. Las familias criollas más influyentes incrementaron su patrimonio heredado gracias al trabajo indígena fuera del resguardo y de los esclavos negros en la minería. Tanta fue la independencia que adquirieron los criollos frente al poder soberano español, que la frase “Se obedece pero no se cumple” se tornó muy popular. Nada más ajeno a los intereses de las familias criollas locales que la consolidación del poder soberano en territorio americano. Por eso afirmamos que uno de los objetivos de las estrategias de emparentamiento era evitar la consolidación de un poder ajeno a las redes familiares —en este caso el Imperio— que pudiera 3  Es de anotar, sin embargo, que el fenotipo de los individuos (estatura, características del pelo y del rostro, etc.) sí jugó un papel importante en los llamados “Juicios de disenso” a los que me he referido en La hybris del punto cero (2010).

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servir como agente de expropiación. Aun después del cambio de dinastía de los Austrias por los Borbones en el siglo xviii, la limpieza de sangre funcionó en el Nuevo Reino de Granada como una estrategia antiestatal4. Estamos diciendo que la blancura no tenía que ver primariamente con el color de la piel, sino con la puesta en marcha de una serie de “técnicas para limpiar la sangre”, una de las cuales, sin duda la principal de todas, era el emparentamiento. Pero además de la filiación y la alianza existieron en el siglo xvii otras prácticas que permitieron a los criollos escenificarse socialmente como “blancos” y trazar una frontera que los separara de los “no-blancos”, es decir, de las castas. Fueron muchas las estrategias y las técnicas utilizadas para demostrar públicamente la limpieza de sangre: el tipo de vestuario utilizado, el matrimonio católico, el uso distintivo del “don”, el tipo de oficio que desempeñaba una persona, el lugar de la vivienda, el uso de emblemas heráldicos y la ostentación de títulos universitarios (Castro-Gómez 2010, 84-88)5. Quisiera detenerme en esta última técnica, pues me parece que ilustra con claridad el modus operandi de la colonialidad del poder y su singularidad frente a otro tipo de poderes. Debemos decir primero que los centros de enseñanza universitaria durante la Colonia estaban bajo la jurisdicción de la Iglesia y no del Estado. Eran centros en donde operaba un “poder pastoral” cuyo objetivo era la defensa y perpetuación de una Verdad revelada que debía ser utilizada con fines evangélicos (Silva 2004, 24-26). Los sujetos que entraban a formar parte de esas “corporaciones del saber” estaban destinados a obedecer y enunciar esa Verdad conforme a los parámetros establecidos por la Iglesia. Sujetos educados para ejercer un liderazgo moral en la sociedad, conforme a la misión evangelizadora de la Iglesia. Y como esa misión se dirigía en buena parte hacia la cristianización de indígenas y otros grupos poblacionales en las Américas, algunas universidades establecieron cátedras de lenguas aborígenes con el fin de preparar a los misioneros para ejercer esta función moral y epistémica. No obstante, mi punto es que la universidad colonial no debe ser vista solo como una expresión simple del pastorado y mucho menos como el “brazo ideológico” del poder soberano, sino como una institución en la que se cruzan el poder pastoral y la colonialidad del poder. En efecto, más que como una ocasión para cumplir fielmente con sus obligaciones evangélicas, la educación universitaria fue vista por las élites criollas como el mecanismo perfecto para escenificar su “blancura” en el espacio social neogranadino. Uno de los requisitos para ingresar a la universidad era probar que el candidato era “limpio de sangre”. Se exigía que tanto él como sus padres fueran hijos legítimos, que no desempeñaran “oficios bajos” y, por encima de 4  Más adelante se retomará este argumento. 5  Es precisamente la articulación de todas estas estrategias y técnicas en los siglos xvii y xviii lo que he denominado el dispositivo de blancura. Véase Castro-Gómez (2010, 66 y ss.; 337 y ss.).

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todo, que no estuviera manchado con la “sangre de la tierra”, es decir, que su familia no estuviera emparentada con negros, indios o mestizos. Para asegurar esto, se acudía a un procedimiento muy similar al utilizado en España durante el siglo xv para evitar que los moros y judíos accedieran a puestos de prominencia social: las llamadas “Informaciones”. Tanto el aspirante como sus “testigos” debían someterse a un intenso interrogatorio frente a una comisión y con la presencia de un notario que transcribía las declaraciones que certificaban la limpieza de sangre del candidato. Solo una vez comprobada la veracidad de estas “Informaciones”, el aspirante podía ser admitido como colegial. Bien lo había visto Pierre Bourdieu (2005): la universidad opera como un mecanismo de legitimación del capital cultural heredado, pues las élites tienden a perpetuar su “ser social” mediante estrategias educativas. La universidad instituye y legitima una diferencia social de clase, en el sentido de que naturaliza y universaliza el habitus de los sectores dominantes. Solo que en el caso de la América colonial ese “capital cultural heredado” del que habla Bourdieu no es otro que el de la blancura, y esa diferencia social no es de “clase” sino que es una diferencia etnoracial. La educación superior en la Colonia establece una separación legítima entre los blancos y los no blancos, entre los criollos y las castas. De ahí que los diplomas de grado expedidos por la Universidad Santo Tomás de Bogotá en el siglo xviii llevaran impresa la leyenda en latín Purus ab omnia macula sanguinis. Con ello se certificaba que los egresados de aquel claustro eran “limpios de toda mácula de sangre”. Taxonomías de las razas Las prácticas segregacionistas de los criollos no lograron contener el veloz proceso de mestizaje que se venía dando en la Nueva Granada durante los siglos xvii y xviii. Ya para mediados de este siglo se registraba una drástica reducción de la población indígena y un aumento exponencial de los mestizos, tanto así que el resguardo empezó a ser visto por las autoridades como una institución obsoleta que ya no cumplía su función original, pues el número de indígenas “puros” era tan bajo que ya no se correspondía con la inmensa extensión de los resguardos, ocupados en su mayoría por agricultores mestizos. Por otro lado, el creciente mestizaje hacía cada vez más difícil evitar que los “escaladores sociales” hicieran su entrada en las redes familiares criollas que protegían celosamente su limpieza de sangre. A medida que mejoraba la capacidad económica de los mestizos, estos procuraban apropiarse de los signos de distinción privativos de los criollos. Se casaban con mujeres blancas de familias empobrecidas, exigían el tratamiento de “don” o de “doña”, se vestían con trajes y adornos privativos de la nobleza, entre otros. Con esto procuraban blanquearse, es decir, lavar la “mancha de la

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tierra” que arrastraban por filiación, igualándose socialmente con los estamentos dominantes. A esto se suma el hecho de que los caciques, considerados sucesores legítimos de la nobleza indígena prehispánica, se apropiaban nominalmente de títulos europeos tales como duque, marqués o conde, y gozaban de privilegios como llevar armas, vestirse a la española, montar a caballo y ser tratados de “don” y “doña”. Diríamos entonces que aunque la colonialidad del poder emerge en el seno de la clase terrateniente criolla, muy pronto se extiende hacia otros sectores de la población que incorporan exactamente el mismo mecanismo de identificación: el deseo por la blancura en el espejo del colonizador como medio para obtener una posición social ventajosa. Como reacción a este fenómeno surge una estrategia de defensa de los criollos en un intento desesperado para contener el “caos” provocado por el mestizaje: la taxonomización de poblaciones conforme a un sistema de castas. Desde luego, la clasificación de las poblaciones era ya una técnica puesta en marcha por el poder soberano-imperial desde el siglo xvi, ya que la recolección de los tributos demandaba saber quiénes eran blancos, quiénes indios y quiénes mestizos, pues los dos primeros grupos estaban en obligación diferenciada de tributar, mientras que el tercero se hallaba exonerado (Ibarra Dávila 2002, 33-36). Sin embargo, las tablas de clasificación a las que nos referimos ahora operaban de un modo totalmente diferente, pues no buscaban establecer quién debía tributar y quién no, sino quién “era” quién (su grado de “limpieza de sangre”) y qué lugar específico ocupaba en la pirámide social. Nos referimos entonces al sistema de castas, fenómeno que emerge apenas hacia la segunda mitad del siglo xvii (Katzew 2004, 42-43) y cuyo criterio de clasificación se basaba en la dicotomía sangre limpia/sangre manchada. Es a ésta taxonomía de las razas en particular a la que me referiré a continuación. Primero hay que decir que la taxonomía de las razas que emerge en las colonias españolas durante el siglo xviii se asentaba en lo que Foucault (1968) denominó el “orden clásico del saber”, el orden de la representación. En este tipo de ordenamiento epistémico, conocer significa articular de forma correcta las ideas y ordenarlas nominalmente en “cuadros”. El orden del mundo no está en el mundo sino que depende de la actividad ordenadora y clasificadora del pensamiento. En este caso concreto, a partir del empleo de un nombre se buscaba ordenar la multiplicidad poblacional conforme a su grado de limpieza de sangre. Se trataba de una representación fisiológica de la población, al estilo de lo que solían hacer los naturalistas de la época con las plantas y los animales. Se representaba a los individuos según el color de la piel y de los ojos, la estatura, el tipo de cabello y demás. La monumental tarea de describir la flora y la fauna bajo la égida de científicos como Linneo y Buffon se extiende ahora hacia la población del Nuevo Mundo. Considérese, por ejemplo, la siguiente taxonomía:

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De español e india, mestizo De mestizo y española, castizo De castizo y española, español De español y negra, mulato De mulato y española, morisco De morisco y española, chino De chino e india, saltatrás De saltatrás y mulata, lobo De lobo y china, jíbaro De jíbaro y mulata, albarazado De albarazado y negra, cambujo De cambujo e india, zambaigo De zambaigo y loba, calpamulato De calpamulato y cambuja, tente en el aire De tente en el aire y mulata, no te entiendo De no te entiendo e india, tornatrás

Se trata de una clasificación tomada de los cuadros de castas6 que se hicieron populares en el virreinato de la Nueva España durante la segunda mitad del siglo xviii (Katzew 2004)7. Cada uno de estos nombres, algunos de ellos muy pintorescos, designaba los rasgos físicos distintivos y hereditarios de una persona como resultado de su mezcla racial. Algunos de ellos eran usados comúnmente en el lenguaje cotidiano, de lo cual da testimonio su frecuente aparición en libros parroquiales, procesos inquisitoriales, censos y relaciones geográficas. Es el caso de los términos “mestizo” y “mulato”, este último de inspiración zoológica, que hacían referencia a la naturaleza híbrida de un individuo con porción de sangre española pero mezclada con sangre india y negra, respectivamente. Para describir la combinación entre sangre india y negra se usaban nombres tomados del cruce entre animales tales como “lobo”, “albarazado”, “barcino” y “cambujo”8. Las categorías “saltatrás” y “tente en el aire”, como veremos, se referían a un retroceso o estancamiento en el proceso de blanqueamiento, mientras que “no te

6  Aquí no nos interesa el cuadro de castas como género pictórico, sino que nuestra atención se dirige más bien al concepto de “cuadro” (tableaux), en el sentido que le da Foucault en Las palabras y las cosas (1968). 7  Katzew muestra además cómo algunos de estos cuadros de castas eran coleccionados por naturalistas europeos y aparecían en los catálogos de los gabinetes de historia natural en toda Europa (Katzew 2004, 148-161). 8  Katzew señala que algunos nombres provenían incluso de los grupos indígenas, como “calpamulato”, combinación de “calpan” (comunidad indígena que hablaba en lengua nahua) y “mulato”. “Es muy probable que surgiera con sentido lúdico por los propios indígenas para describir a los mulatos que se hacían pasar por indios y que vivían como tales” (Katzew 2004, 44).

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entiendo” se refería probablemente a personas descendientes de esclavos negros bozales que no hablaban bien el castellano. El objetivo de esta práctica discursiva era “fijar” a cada individuo en la “casta” a la que pertenecía, y su lógica era bastante clara: cuanto menos “pura” fuese la sangre de una persona, menor sería también su posibilidad de ascenso social. O, para decirlo al revés: cuanto “más blanca” fuese una persona, mayores serían sus posibilidades de obtener reconocimiento social y acceder a cargos públicos o eclesiásticos, evitando, al mismo tiempo, el estigma de ser asociado con “gentuza” de baja calaña. De nuevo vemos que el criterio para “medir” el grado de limpieza de sangre era el ancestro europeo. A mayor mezcla de sangre, más lejanía con respecto a la memoria filiativa del ancestro europeo y, por tanto, mayor la impureza. Desde un punto de vista epistémico digamos, entonces, que los cuadros clasificatorios de la población, que emergen durante la segunda mitad del siglo xviii, tenían el propósito de organizar una multiplicidad percibida como caótica, imponerle un orden, eliminar de ella toda polisemia y ambigüedad. Cada “objeto natural” debía ocupar un lugar fijo y adecuado a su propia naturaleza. Nada es arbitrario y dejado al azar. Los cuadros de castas operan como máquinas dispensadoras de orden. La pregunta es ahora por la funcionalidad política de estas máquinas epistémicas. Los cuadros de castas son ciertamente un procedimiento de saber, pero también operan como una técnica de poder. ¿Cómo funcionaba este tipo de clasificaciones en medio de los cruces entre el poder soberano y la colonialidad del poder? Para entender esto debemos ubicarnos en el contexto del cambio de dinastía que se produjo en el Imperio español hacia comienzos del siglo xviii: el paso de los Austrias a los Borbones (Castro-Gómez 2010, 337-349). El nuevo gobierno español, asesorado por un grupo de economistas, se da cuenta de que la mano de obra mestiza —que en el caso de la Nueva Granada era ya cercana al 50% de la población hacia mediados del siglo xviii— se había convertido en el sector productivo más dinámico de las colonias americanas. Por esta razón implementa una serie de medidas tendientes a favorecer la movilidad social de los mestizos, como las llamadas “cédulas de gracias al sacar” y las “declaratorias de mestizaje” (Ibarra Dávila, 2002), que ofrecían a los pardos la posibilidad de “limpiar la sangre”, con todos los privilegios que ello conllevaba: la posibilidad de comprar y vender, de acceder a los estudios universitarios, de ingresar al ejército y al sacerdocio, etc., situación que fue inmediatamente aprovechada por los mestizos más ricos para hacer de jure lo que ya era de facto: su ingreso a las redes familiares criollas y el blanqueamiento que ello conllevaba. Los criollos, por su parte, veían las medidas jurídicas de los Borbones como un atentado contra su capital simbólico más preciado e hicieron todo lo posible para que las autoridades españolas reglamentaran de forma estricta el proceso jurídico de blanqueamiento. Es entonces cuando emergen cuadros de castas como el siguiente9: 9  Tomado de Magnus Mörner (1969).

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De español e india, mestizo De español y mestiza, cuarterón de mestizo De español y cuarterona de mestizo, quinterón De español y cuarterona de mestizo, requinterón de mestizo De español y negra, mulato De español y mulata, cuarterón de mulato De español y cuarterona de mulato, quinterón De español y quinterona de mulato, requinterón De español y requinterona de mulato, gente blanca De mestizo e india, cholo De mulato e india, chino De español y china, cuarterón de chino De negro e india, zambo de indio De negro y mulata, zambo

Lo primero que debemos anotar es que este tipo de cuadro —ampliamente conocido en la Nueva Granada10— es una taxonomía mucho más precisa que las anteriores, en el sentido de que clasifica a los individuos conforme sean sus “avances” en el proceso social de blanqueamiento. Se trata de un cuadro que describe qué tan cerca o qué tan lejos se encuentra una persona del ideal jurídicosocial de la blancura, según sea el número de generaciones familiares que hayan emparentado con blancos. Así, por ejemplo, el quinterón es aquella persona de origen indígena o negro cuya familia ha emparentado en matrimonio legítimo durante cinco generaciones consecutivas con blancos. Una vez que la mujer quinterona case con hombre blanco, sus hijos serán tenidos automáticamente por blancos. Por eso se le llamaba requinterona. Pero cuando es el hombre quinterón quien casa con mujer blanca, él (no sus hijos) será tenido automáticamente por blanco, con lo cual el proceso de blanqueamiento se “ahorraba”, por así decirlo, una generación11. Una escala más abajo está el cuarterón, después el tercerón y en el nivel más bajo de la jerarquía se hallan aquellos individuos que no tienen ninguna porción de sangre blanca, como el chino, el cholo y el zambo12. Aquellos que se aproximaban al nivel del quinterón pero casaban o volvían a tener hijos

10  El misionero jesuita José Gumilla hace ya se refiere a estos cuadros en su obra de 1741 Historia natural, civil y geográfica de las naciones situadas en las riveras del río Orinoco y de sus caudalosas vertientes. Véase Katzew (2004, 48-49). 11  Nótese que el ascenso inmediato viene siempre por el matrimonio con mujer blanca, no con hombre blanco. Esto se debe en parte a que era una práctica “normal” de la época que el varón blanco tuviera hijos fuera del matrimonio, mientras que para la mujer blanca se trataba de algo absolutamente prohibido. De ahí el celo con que las élites criollas cuidaban el matrimonio de sus hijas y también el celo de los hombres mestizos por casarse con mujeres blancas. 12  La palabra zambo procede probablemente del latín strambus, que significa deforme o torcido.

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con un cuarterón o con alguien de nivel más bajo aún eran designados “tente en el aire” y “saltatrás”, respectivamente. Nos hallamos, pues, frente a un estricto método de medición de la blancura que a la vez que legitimaba la movilidad social de los mestizos, estableciendo derechos y deberes para cada casta, operaba también como estrategia de defensa de los criollos, en su propósito de impedir el acceso indeseado de “intrusos” que pudieran romper la lógica de la alianza. Cruzamiento, pues, entre el poder soberano y la colonialidad del poder. Ahora bien: hemos dicho que todos estos cuadros de castas operan como tecnologías de clasificación de las razas, pero debemos insistir en que la palabra “raza” nada tiene que ver aquí con las características biológicas de una persona, sino únicamente con su linaje. Pertenecer a una “raza” significaba tener una “mácula” en el árbol genealógico familiar, llevar la “mancha de la tierra” por ser un individuo fruto del emparentamiento con negros, indios, mestizos, musulmanes, árabes, etc. En este sentido la palabra raza es equivalente a la de casta y es por esta razón que los blancos no eran vistos como una “raza”13. Diremos entonces, para finalizar, que la colonialidad del poder racializa la filiación, en la medida en que hace de la raza la “grilla de inteligibilidad” a partir de la cual se juzga la procedencia familiar de un individuo cualquiera. En este sentido, las razas no son entidades naturales preexistentes al proceso de su taxonomización, sino que son el resultado de ésta. Lo cual significa que, antes que como una tecnología de ordenamiento de las razas, la colonialidad del poder debe ser vista como una tecnología de racialización de los cuerpos. En tanto que fuerza centrífuga de territorialización ligada a la tierra y a la sangre, la colonialidad del poder codifica los cuerpos conforme a su linaje y les asigna un lugar en la división social del trabajo. Se trata, por tanto, de un poder que hace de los cuerpos la superficie de inscripción de la “raza” como marcador del status económico y social de una persona. Epílogo: la expulsión del Estado Hemos examinado en detalle una de las características de la colonialidad del poder, aquella que tiene que ver con la racialización de los cuerpos, atendiendo a la temática propuesta por este libro. Sin embargo, no quisiera cerrar este artículo sin mencionar, por lo menos de forma breve, una segunda característica de 13  En sentido estricto, no es correcto afirmar que la colonialidad del poder, al menos en su momento de emergencia durante los siglos xvii y xviii, proclama la diferencia entre razas superiores y razas inferiores, pues todas las razas, por definición, eran vistas en aquel tiempo como inferiores a los blancos. Su código binario no era raza superior/raza inferior, sino blanco/no blanco. Por tanto, no nos encontramos aquí frente a un tipo de racismo en el sentido que luego, desde el siglo xix, se le dará a esta palabra.

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la colonialidad del poder que en otro lugar denominé “la expulsión del Estado” (Castro-Gómez 2010, 339). Para ello debemos retomar lo dicho más arriba con respecto a los conflictos entre la Corona española y el grupo local de los encomenderos. Recordemos que los primeros pobladores de las Américas no fueron reclutados entre los miembros de la alta nobleza castellana, sino que eran por lo general capitanes de mediano rango, aventureros sin trabajo, campesinos sin tierra, soldados, marineros e hidalgos empobrecidos, que veían en los viajes de conquista la posibilidad de mejorar su situación económica y de encumbrarse socialmente. Muchos de estos capitanes y “adelantados” enviados por la Corona exigían, para ellos y sus descendientes, títulos y privilegios de la nobleza como recompensa por sus servicios en ultramar14. Dueños además de grandes extensiones de tierra y actuando sin control alguno por parte de las lejanas autoridades reales, algunos de estos capitanes establecieron un verdadero para-poder que desafiaba los intereses soberanos de la Corona. Actuaban como una especie de sujetos “outlaw” que acumulaban privilegios para sí mismos (títulos de nobleza, trabajo esclavo y tenencia de la tierra) y evitaban con astucia que tales privilegios fuesen fiscalizados por la ley. Aprovechando su lejanía de la corte, ellos mismos eran la ley en contra de la ley. Lo que quiero decir es que al hablar de la colonialidad del poder no nos referimos a una simple prolongación del poder soberano español, sino a un tipo de poder que se caracterizaba por eludir sistemáticamente las leyes españolas y sus instituciones más representativas. Tanto los adelantados y capitanes como sus descendientes directos, los criollos15, constituyeron un “grupo aparte” que buscó siempre defender sus privilegios locales en contra de la autoridad central. Aunque es cierto que nunca procuraron derrocar el poder soberano, al que guardaban lealtad formal, sí buscaban en cambio eludir su supervisión, esquivar sus controles y tergiversar sus mandatos. Eran una máquina de guerra contra el Estado. Por eso digo que la colonialidad del poder no se refiere solo a la formación de alianzas familiares basadas en la limpieza de sangre, sino también al intento de evitar que los privilegios sociales heredados y adquiridos fueran fiscalizados por algún tipo de instancia centralizada. Tales privilegios debían territorializarse únicamente en el seno de las redes familiares. Esto explica la gran oposición de la oligarquía criolla frente a las leyes de la Corona destinadas

14  Un caso paradigmático es el de Pedro Fernández de Lugo, “descubridor” del río Magdalena, quien después de haber heredado de su padre el título de “Adelantado”, heredó a su propio hijo Alonso Luis de Lugo el título de Gobernador General y Capitán General de Santa Marta. 15  Como quedó claro más arriba, no utilizo la categoría “criollo” en un sentido general, en referencia al fenómeno del “mestizaje”, sino en un sentido sociológicamente más preciso, refiriéndome al grupo social que reclamaba para sí “limpieza de sangre” por descender directamente de los primeros pobladores europeos.

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a vigilar los resguardos y evitar los abusos en contra de los indígenas16, así como el gran interés que tuvo en “atrapar” en sus redes familiares a los funcionarios españoles enviados por España, con el fin de someter bajo su entero control a instituciones representativas de la ley como la Real Audiencia (Castro-Gómez 2010, 88-89). Ahora bien: al comienzo decía que el propósito de una genealogía es preguntarse por el modo en que las herencias coloniales son constitutivas de nuestro presente. Esto significa que al hablar de la “colonialidad del poder” no nos referimos a un fenómeno que ocurrió “en el pasado”, durante la “época de la colonia” (y supuestamente terminó con las guerras de independencia), sino a un conjunto de técnicas de conducción de la conducta que marcan el comportamiento y las formas de valoración de un gran número de sujetos hasta el día de hoy en Colombia. Quisiera defender la tesis de que la colonialidad del poder continúa siendo el modus operandi de por lo menos un sector de la élite gobernante del país, pues lo que caracteriza su comportamiento público es el modo en que busca siempre “acomodar” la ley a sus intereses personales y eludir con astucia sus efectos normativos17. Es la lógica del engaño concertado, de la triquiñuela organizada, del juego sucio con la ley. Es una forma de comportamiento que, genealógicamente, echa sus raíces en el modelo hacendatario de relaciones sociales que emergió en la Nueva Granada durante el siglo xvi. Con ello nos referimos a un modelo basado en la tajante distinción vertical (pathos de la distancia) entre los que mandan y los que obedecen, entre el “patrón” y sus subordinados. Como se argumentó ya en La hybris del punto cero, este modelo nace en el interior del dispositivo de blancura y de la organización social de las encomiendas en los siglos xvi-xviii, pero después de las guerras de independencia se proyectó hacia el modo en que los sujetos se relacionan con lo “público”, con la politeia. Tal como lo ha mostrado Fernando Guillén Martínez (1986), el modelo hacendatario ha marcado las prácticas18 de los partidos políticos en Colombia, que 16  Entre nosotros es muy célebre el episodio del visitador Montaño, enviado en 1553 por el Consejo de Indias para hacer cumplir la ley que prohibía el servicio personal de los indígenas, quien fue “expulsado” literalmente por los encomenderos criollos (Liévano Aguirre 2002, 103 y ss.). 17  Esta forma de valoración no es exclusiva de las élites sino que caracteriza a gran parte de la población en Colombia. Pero por el momento me referiré sólo al tema de las élites gobernantes. 18  En este punto vale la pena resaltar que una cosa son las prácticas políticas y otra cosa muy distinta son las ideologías políticas. A diferencia de la historia de las ideas, la genealogía se concentra en las prácticas, no en las ideologías. Una cosa es, por ejemplo, la ideología liberal, que combate teóricamente el pasado colonial, el feudalismo, etc., y otra cosa son las prácticas de los políticos liberales en Colombia, ligadas históricamente al modelo hacendatario. Por eso Guillén Martínez tiene razón al mostrar que la “racionalidad” de los partidos políticos en Colombia no puede ser captada utilizando modelos historiográficos basados en las “pugnas ideológicas” (liberales vs. conservadores) y tampoco modelos marxistas centrados en la “lucha de clases” (Guillén Martínez 1986, 13). Desde nuestra perspectiva, el funcionamiento de esa racionalidad particular solo puede

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funcionaron siempre como maquinarias electorales a favor de intereses patronales, sobre todo en las regiones. De lo que se trata es de hacer del Estado una especie de “contratista” que recompensa la lealtad política prestada a un determinado “patrón” o “doctor”. El Estado, entonces, como instrumento en manos de unas cuantas familias y patronazgos regionales, que moviliza recompensas clientelistas por medio de puestos, contratos, sueldos y privilegios, una vez que determinado partido político ha ganado las elecciones. Como puede verse, el Estado es “expulsado” en la medida en que la ley se convierte en un medio para obtener beneficios particulares, y esto no de forma espontánea y casual, sino organizada y sistemática19. Herencia colonial que se remite a las prácticas de los capitanes, adelantados y encomenderos. Hemos hablado de una forma de poder que emerge en el siglo xvi en los territorios americanos, pero que sigue operando hasta hoy en Colombia bajo la forma de una herencia colonial. La colonialidad del poder, tal como fue aquí presentada, no es un “patrón mundial” que sobredetermina las relaciones de trabajo a nivel internacional con base en la distinción entre razas superiores y razas inferiores, como argumenta el sociólogo Aníbal Quijano (2007), sino un conjunto de técnicas singulares a partir de las cuales los sujetos se ven a sí mismos (como “blancos”) y se comportan en el espacio público (como “patrones” y como “clientes”). Narrar la historia de esas técnicas y sus modos locales de operación es el objetivo de ese método llamado la genealogía.

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4 “Los pobres-enfermos son templos vivos”. Las constituciones hospitalarias de Juan Antonio Mon y Velarde. Ciudad de Antioquia (1787) Adriana María Alzate Echeverri Las postrimerías del siglo xviii y el inicio del xix constituyen un momento importante en el campo de la medicina neogranadina, que tendrá luego una influencia fundamental durante los primeros años de la República. En relación con la institución hospitalaria, objeto de este artículo, aparecen en la Nueva Granada varias “constituciones”1 para la creación de hospitales, además de diversos proyectos que pretendían introducir cambios en la institución, relacionados con el manejo de sus rentas, su funcionamiento administrativo, y especialmente el conjunto de las actividades de asistencia a los pobres-enfermos. Estas reformas o proyectos de reforma no fueron suficientes para desarraigar el mal estado de la institución hospitalaria en el virreinato, pero constituyen un precedente y una promesa de cambio que en algunos casos será cumplida, aunque a muy largo plazo (cfr. Alzate Echeverri 2010). Desde un punto de vista jurídico, el acta de fundación de una institución se denominaba constitución. Este documento fundador incluía sus objetivos y los estatutos que la regían. Para los hospitales y otro tipo de instituciones de asis1  La constitución es una “ordenanza, establecimiento, estatuto, reglas que se hacen y forman para el buen gobierno y dirección de alguna república o comunidad” (drae 1729, 536).

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tencia, eran los mismos fundadores o sus representantes quienes redactaban tales estatutos (Lempérière 1999, 17). Las diferencias entre las constituciones hospitalarias de finales del siglo xviii y las redactadas durante los siglos xvi y xvii son claras en algunos aspectos. Estas últimas eran en extremo lacónicas, sumarias, de inspiración esencialmente religiosa, y hacían hincapié en los aspectos administrativos y piadosos de la institución, mientras las primeras eran más prolijas, minuciosas y detalladas. Para identificar algunos aspectos de las constituciones redactadas entre los siglos xvi y xvii2, se tomaron las constituciones de hospitales pertenecientes a territorios distintos de la Nueva Granada: las del Hospital de La Piedad, de la villa de Medina del Campo (Valladolid, 1468)3, las de los hospitales de Coro y de Trujillo (Venezuela, 1623) y, por último, las del Hospital de Manila (Filipinas, 1640) (Archila 1961, 191). Estas constituciones fueron redactadas por religiosos, especialmente por quienes estaban en la alta jerarquía, como los obispos o los arzobispos. Su razón de ser estaba fundamentada en los preceptos sagrados del cristianismo: el hospital debería cumplir con los ideales expresados por San Pablo sobre el amor al prójimo y el precepto bíblico según el cual el pobre es una figura de Cristo. En las constituciones se hacían exhortaciones a los fieles con las palabras evangélicas: “venid bendito de mi padre a gozar del reino que os está guardado, porque teniendo hambre y sed y enfermedad me diste de comer, de beber” (Archila 1961, 192). Las constituciones se ajustaban a ciertos principios de la Iglesia: los hospitales deberían destinarse a los pobres-enfermos; en ellos se daría instrucción religiosa, se procuraría su salvación eterna y se proporcionaría entierro a quienes allí fallecieren4. La pretensión religiosa y la intención de salvar las almas se manifiesta también en otros aspectos de las constituciones: en la casa del hospital se encontraba una parte dedicada al culto, allí los pobres-enfermos5, cuando su condición se lo 2  Por desgracia, en los archivos consultados no se encontraron constituciones de estas épocas para hospitales de la Nueva Granada. 3  Véase el apéndice documental de Santo Tomás Pérez (2003). 4  De los concilios celebrados en la Iglesia, el que tuvo una trascendencia especial en la vida hospitalaria fue el Concilio de Trento (1545-1563), el cual declaró que todos los hospitales dependían de la Iglesia en cuanto instituciones religiosas, aunque el fundador y el personal que atendía allí fueran laicos y, por tanto, quedaban sujetos a la inspección del obispo. En virtud del Real Patronato y del Concilio de Trento, todos los hospitales requerían para su erección: fundarse con real licencia, dar cuentas al rey y ser inspeccionados por la autoridad civil. Los administradores y enfermeros mayores debían estar adornados de un “celo cristiano, mostrarse piadosos, benignos y fieles”. Se consagra en todas estas ordenanzas que los pobres-enfermos se deberían confesar máximo tres días después de su ingreso al hospital, allí se administrarían los sacramentos al moribundo (Imbert 1982, 204; Muriel 1991, 298). 5  La categoría de pobre-enfermo se emplea para designar a los destinatarios, por excelencia, del hospital en esta época, es decir, los pobres cuando se enferman.

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permitía, podían oír misa los días de guarda, lo que —se juzgaba— “levantaría el espíritu a los enfermos y les ayudaría a llevar con paciencia sus trabajos, sus dolores y su falta de salud corporal” (Archila 1961, 192). Se promovían las virtudes de la plegaria y se administraban sacramentos, sobre todo la comunión y la confesión, de manera obligatoria. En general, había en los hospitales una sala para hombres y otra para mujeres; se llevaba un registro de los enfermos; se procuraba que hiciesen testamentos; estaba prohibido recibir malhechores, ebrios y “demás maleantes”. En algunas constituciones se pedía a las gentes que ofrecieran sus limosnas a esta institución, para curar y “regalar” a los pobres, con la seguridad de que tendrían por ello un premio otorgado por Cristo (la salvación), y otro dado por la Iglesia (40 días de indulgencia) (Archila 1961, 191).

El movimiento de la Contrarreforma marcó algunos aspectos de los hospitales tanto en Europa como en América: la insistencia en que aquellas personas que tuvieran medios económicos debían ayudar a los pobres-enfermos, la separación de las salas según el sexo, la existencia de una capilla en el seno del hospital, todo con el objetivo de hacer reinar también allí un orden moral (Imbert 1982, 204). Aunque las constituciones del siglo xviii conservarán una buena parte de este afán religioso, en la mayor parte de ellas aparecen consideraciones políticas, sociales y médicas que le dan una perspectiva nueva. Las funciones de quienes trabajarían en el hospital no son radicalmente diferentes de las que se encontrarán a partir de fines del siglo xviii, aunque durante esta última época se amplía un poco el espectro de funciones en relación con el personal médico, por ejemplo. En cuanto a quienes allí trabajaban, las prescripciones del siglo xvi (y del xvii) eran también sumarias. En la época, era posible pensar en una institución hospitalaria que no contara con la presencia permanente de médicos, lo que, poco a poco, pasaría a ser impensable; se observa también una muy precaria “preocupación higiénica”. En algunas de las constituciones de los hospitales mencionados se preveía que el mismo mayordomo o sus ayudantes serían los encargados de dar los “auxilios médicos”, el alivio y la curación a los dolientes, lo que muestra bien las funciones esencialmente caritativas del hospital. En las constituciones de fines del xviii no correspondía a quien ocupara este cargo otorgar ningún cuidado, sino ocuparse de distintos aspectos de administración y coordinar las actividades del médico, el cirujano y el boticario. En todas se estipula un salario determinado para cada una de las personas que allí trabajaran. En cuanto a los beneficiarios de este tipo de instituciones, ambas constituciones mandaban que solo los pobres de solemnidad enfermos fueran aceptados

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allí. Aunque para recibirlos debían ser antes vistos por el médico (si lo hubiere), quien declararía su enfermedad, y en caso de que fuere contagiosa, le designaría un lugar y una cama distinta de los demás enfermos, “siempre y cuando fuese posible”. En algunas de estas ordenanzas (constituciones) se dan instrucciones sobre la manera de llevar los libros de cuentas, limosnas y rentas, así como de proceder ante las salidas y las muertes. En ocasiones, como en las constituciones del Hospital de Manila (1640), es posible encontrar someros consejos sobre el lavado de la ropa o la conservación de las mantas y los paños para curar heridas6. En muchas de estas instituciones, ante la carencia de recursos, no era posible contratar médicos y los enfermos eran atendidos por los propios religiosos, entre quienes siempre había algunos consagrados al estudio de la medicina, como autodidactas o bajo la tutela de otro monje con más experiencia. Se encuentran asimismo disposiciones sobre el entierro de los pobres en el hospital, sobre las visitas de las mujeres y de los religiosos, y sobre la condena de las conversaciones y actitudes profanas. Esos documentos dedicaban poco lugar a las rutinas hospitalarias7 y a los aspectos esenciales para la curación, la disposición del espacio, las dietas, las medicinas o la higiene. Son estos últimos aspectos los que aparecerán más en extenso en los planes redactados a finales del siglo xviii. Las constituciones de la Orden de San Juan de Dios (1640), al dedicarse esta comunidad a los pobres enfermos, contenían normas relativas al cuidado, a la alimentación, a los medicamentos, etc. Sin embargo, en ellas solo se encuentran descritas las actitudes devotas que los religiosos deberían tener hacia los enfermos, en su afán de hacer un acto de caridad. Así, se trata del afecto, el consuelo, el aliento, la paciencia, el servicio y la comodidad que se debía a los pobres como imagen de Cristo; del cuidado al enfermo como acto fervoroso y de piedad cristiana8. El documento que se estudiará constituye un buen ejemplo de una constitución inspirada en los ideales de los siglos xvi y xviii, que ya empezaban a ser 6  Archivo General de Indias, Patronato, 25, R.49, fol. 1r. Constituciones del Hospital de Manila (1640). 7  Se limitan a explicar las tareas del médico, quien en algunos hospitales (como Coro y Trujillo) debería visitar los enfermos dos veces al día (8 am y 3 pm), junto con el mayordomo u otra persona que trabajara en el hospital, la cual tomaría por escrito los horarios y la comida que el médico mandase y asigna su salario. En las del Hospital de La Piedad, el médico y el cirujano estaban obligados a “venir una hora cada mañana” (Santo Tomás Pérez 2003, 572). 8  Constituciones de la Orden de la Hospitalidad de San Juan de Dios, confirmadas por la santidad de Urbano, Papa viii, en 9 de noviembre de 1640. Con las adiciones hechas en el capítulo general de 9 de febrero de 1738, aprobadas por la Santidad del señor Clemente xii y por nuestro Santísimo P. Benedicto, Papa xiv en 2 de febrero 1741 (1799, 129).

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cuestionados en la época por algunos ilustrados neogranadinos, y muy poco consagran las nuevas preocupaciones, como las pretensiones curativas y los incipientes aspectos de medicalización de la institución (cfr. Alzate Echeverri 2010). El autor: Juan Antonio Mon y Velarde La figura de Mon y Velarde ha sido muy valorada en la historia colonial de la Provincia de Antioquia9, por la significativa gestión que desarrolló entre 1785 y 1788[10]. El conjunto de disposiciones dictadas por Mon y Velarde durante su gobierno pretendía “fortalecer las fuentes generadoras de las contribuciones reales y arreglar el sistema de su recaudo” (Uribe y Álvarez 1998, 40). La Provincia de Antioquia era considerada tierra de oro, por ello el fomento de la minería, en tanto generadora de riqueza y al mismo tiempo base de las contribuciones, fue el propósito central de sus ordenanzas. Se preocupó también por el impulso del comercio y el beneficio a los comerciantes, como actividades “a través de las cuales se recauda casi la totalidad de los quintos reales” (Uribe y Álvarez 1998, 40). En Antioquia, por ejemplo, siguiendo una dinámica que él calificaba “de erradicación de la barbarie y la insalubridad”, y con el objetivo de hacer “más urbana” la vida de los antioqueños (como lo expresa en una de sus cartas)11, dictó disposiciones que condensan moralización y salubridad (1787): condenó el establecimiento de habitaciones en parajes solitarios y equívocos; hizo numerar 9  Juan Antonio Mon y Velarde nació en Mon, principado de Asturias, en 1747 y murió en Cádiz en 1791. Estudió Artes en la Universidad de Oviedo, se graduó como Bachiller en Cánones y Leyes en la Universidad de Salamanca. Se desempeñó como director general de Obras Públicas en el Virreinato de la Nueva España. Era oidor de la Real Audiencia de Guadalajara, llegó a Santafé a fines de octubre de 1781 y participó en las decisiones que adoptó la Audiencia en relación con el movimiento de los Comuneros. En 1785 fue enviado como visitador a la Provincia de Antioquia, a raíz de la solicitud formulada por su gobernador, Francisco Silvestre, quien consideraba necesaria la presencia de un funcionario dotado de la autoridad necesaria para zanjar los pleitos que allí tenían lugar y aumentar el recaudo de las rentas provinciales. Durante su gobierno en la Provincia de Antioquia, Mon y Velarde fue comisionado para fortalecer y ejecutar las actividades generadoras de recursos para las arcas reales, ordenar el sistema de recaudo y propiciar la observancia de las normas de policía. Buscó establecer el orden público en la provincia, organizar la administración de justicia, las rentas de aguardiente, degüello y tabaco. Desarrolló las vías de comunicación, impulsó la minería, la agricultura y la colonización y legalización de tierras. En las ciudades de Antioquia y Medellín estableció escuelas, hospitales, desagües subterráneos, matadero público, puentes, entre otros (Herrera; Robledo 1954, 50). 10  La labor de Mon y Verlarde ha sido estudiada desde el punto de vista económico. Véase Uribe y Álvarez (1998). Sobre su tarea “civilizadora”, véase también Jurado (2004). 11  Expresión que aparece en la carta que Mon y Velarde dirige a don Pedro Rodríguez de Zes, padre de Francisco Antonio Zea, teniente de gobernador y administrador de Real Hacienda de los Valles de los Osos.

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las casas, colocar nombres a algunas calles; prohibió severamente la “desnudez pública”; ordenó “empedrar y aliñar” las calles y hacer paseos públicos donde hubiera necesidad. En sus disposiciones, también se ocupa del estímulo al trabajo y del respeto por la propiedad, preocupaciones acompañadas de la relación detallada del estado de las iglesias y de las imágenes a las cuales se rinde culto. No deja de lado las tareas de los curas doctrineros, los diezmos y las primicias, y recomienda que en todas las casas se tenga una imagen de Cristo. Pretendía inculcar en los antioqueños los valores ilustrados de la productividad del hombre, de la tierra y el trabajo, asociados con una religión más comprometida con las buenas obras y menos interesada en el boato externo, pregonando la moralización de las costumbres y la depuración del culto católico (Arango 1995, 25). Con la llegada del visitador Juan Antonio Mon y Velarde también se impartieron directrices a partir de 1786, que buscaban impedir el ejercicio de la medicina sin licencia. Su personalidad y sus actividades en la América española le han valido la consideración de haber sido un importante funcionario ilustrado de la corona borbónica, una suerte de “apóstol de la civilización”. Sus acciones han hecho aparecer tal personaje como quien regeneró la Provincia de Antioquia e intentó redimir a sus habitantes de la miseria económica y moral (Arango 1995, 25). Para la Provincia de Antioquia, Mon y Velarde representa la figura del reformista ilustrado borbónico, en el marco de ese movimiento de “civilización de las costumbres”, de conquista de la “civilización” sobre la “barbarie”, del “orden” sobre el “desorden”, de la “limpieza” sobre la “suciedad”, que aspiraban a ser las reformas borbónicas. Constituciones para el hospital de San Carlos En el siglo xviii, el hospital comenzó a ser objeto de una intensa preocupación entre las élites ilustradas, tanto europeas como americanas. Esta institución fue un lugar fundamental para el proceso de reforma que pretendió llevar a cabo la Casa Borbón a partir de la mitad de ese siglo. En los albores del siglo xviii, España pretendía para ponerse al día, entre otras cosas, crear un sistema relativamente estable, no solo para la recepción de los saberes modernos, sino también para su transmisión a través de diversas instituciones. Además, debía poder integrarlos a la producción, tanto en la práctica institucional (hospitalaria, universitaria, municipal o náutica) como en la industrial (manufacturas y oficios). Así, ingenieros, médicos, cartógrafos y cosmógrafos, entre otros, consiguieron que las grandes ciudades españolas de este siglo conocieran una agitación vinculada

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con el desarrollo de esas actividades profesionales, así como con la práctica de tareas más propagandísticas o divulgadoras (Lafuente y Valverde 2003, 7). El movimiento reformista sanitario, impulsado tanto en la metrópoli como en sus dominios de Indias, puso la transformación del hospital como uno de sus principales objetivos. Este reformismo constituyó, en algunos de sus aspectos, un proyecto de “civilización de las costumbres”: buscaba producir personas sanas, productivas y obedientes, con base en ideas y prácticas vinculadas, en parte, con los proyectos ilustrados. En la Nueva Granada, las reformas comprendieron el saneamiento y la organización del espacio urbano, el establecimiento de mecanismos más eficaces para luchar contra las epidemias, el desplazamiento de los cementerios fuera de las ciudades, la reestructuración de la institución hospitalaria, la renovación de los estudios médicos y la puesta en circulación más intensa de libros relacionados con la salud (Alzate Echeverri 2007, 5). A finales del siglo xviii se hace visible en las élites neogranadinas un afán transformador que sirvió de relevo a las aspiraciones metropolitanas y que imaginaba convertir al hospital en un lugar de curación de la enfermedad. Para llevar a cabo este proceso se pensaba instaurar una determinada organización y una disciplina en las diversas facetas de funcionamiento de esta institución, donde la intervención médica desempeñara un papel esencial, que lo volviera un lugar de curación de la enfermedad y de producción y transmisión de saber médico. Los antecedentes inmediatos del plan para la creación del hospital de San Carlos de la ciudad de Antioquia12, redactado por Juan Antonio Mon y Velarde, pueden verse en la representación que el entonces gobernador de la Provincia de Antioquia, Cayetano Buelta Lorenzana (1776-1782)13, presentó al cabildo de esta ciudad en 1781, donde solicitaba la fundación de un hospital, “según se preveía en las Leyes”, en el colegio que había dejado la Compañía de Jesús. En esta comunicación, Buelta narra el “dolor que le producía el lastimoso estado de los enfermos” de la ciudad, quienes por su pobreza no podían costear las medicinas y los alimentos indispensables, y no tenían cama para su curación; tampoco había en la región médicos, ni cirujanos que los asistieran y por ello perecían tirados en las calles14.

12  El nombre del hospital fue propuesto por Mon y Velarde en homenaje al rey Carlos iii: “en memoria de tan singular beneficio y justa gratitud, a su incomparable heroísmo”. 13  Buelta Lorenzana recibió la gobernación de Francisco Silvestre, y arribó a la provincia de Antioquia en 1776. Buelta participó en la guerra entre España y Portugal y desempeñó varios cargos militares (subteniente, teniente y capitán en el Reino de León). Este funcionario promulgó —entre otros— un importante bando de buen gobierno en 1777, donde se reúne una serie de disposiciones que pretendían restaurar el “orden social” en la Provincia de Antioquia (Arango 2010). 14  Archivo General de Indias, Santafé, leg. 15. Hospital de Antioquia. 12 de mayo de 1783, fols. 1r-3r.

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El gobernador afirma que la salud de los pobladores de la región solo se asistía con los auxilios de la naturaleza y con algunos curanderos “inteligentes en ciertas hierbas medicinales”, y que aun suponiendo que hubiera médicos en la ciudad, los pobres no podrían pagarles, ni comprar los remedios, porque hasta les faltaba lo más necesario para vivir. Señala que, ante la ausencia de médicos, se toleraban varios curanderos que eran perjudiciales por su gran ignorancia, pues aplicaban a los dolientes drogas que los mataban en lugar de curarlos15. Años después, respondiendo a esta necesidad, Mon y Velarde (1787) propone unas constituciones para la creación del Hospital Real de San Carlos de la Ciudad de Antioquia16. Tales constituciones consagran múltiples aspectos religiosos, de caridad y alivio para los pobres, y destinan poco espacio a las preocupaciones sobre limpieza, alimentación, cuidados médicos y formalidades rutinarias, que se aprecian en los otros planes que se están escribiendo en la Nueva Granada en la misma época (Pedro Fermín de Vargas, Antonio Froes, Estanislao Andino, entre otros)17. Se concede bastante importancia a la administración de la institución, mientras menos lugar tienen las referencias a las instalaciones y al cuidado de los enfermos. Aunque cronológicamente cercano a los otros planes y constituciones ilustradas, sus postulados no se inspiran de ese mismo pensamiento. En lo relativo a la administración de la institución, consigna la formación de dos juntas18. Por un lado, una junta cuya función sería, esencialmente, tratar todo lo relativo al gobierno y la dirección del hospital. Y por otro lado, una junta de caridad. La primera junta se dedicaría a buscar fondos, a invertirlos, a estudiar los reparos que deberían hacerse al edificio, su ampliación, la imposición de censos y “todo aquello que aunque conveniente al bien de los enfermos, no es directamente para lo trivial de su curación y asistencia”19. Se debería reunir cada mes y estaría compuesta por el gobernador de la provincia, el cura, dos regidores y el mayordomo del hospital20. La segunda junta, de caridad, estaría integrada por “personas de calidad”, eclesiásticos o seculares, que se dedicarían a servir a los enfermos, a visitarlos, 15  Archivo General de Indias, Santafé, leg. 15. Hospital de Antioquia. 12 de mayo de 1783, fol. 2v. 16  Archivo General de la Nación, Colonia, Hospitales y cementerios, tomo 2, fol. 3r. No se ha podido verificar hasta dónde la afirmación sobre la total falta de médicos era cierta. Se tiene noticia de que el médico don Isidro Peláez ejercía en Marinilla en 1788. Sin embargo, la percepción de esa falta de personal suficiente e idóneo para curar es, en sí, significativa. 17  Véanse estos planes o constituciones ilustradas en Alzate Echeverri (2010). 18  Esta junta estaría presidida por el gobernador de la provincia, el cura de la parroquia y dos regidores (uno de los cuales sería el mayordomo del hospital) y por el procurador general de la ciudad, y se reuniría cada mes. 19  Archivo General de la Nación, Colonia, Hospitales y cementerios, tomo 2, fol. 17r. 20  Archivo General de la Nación, Colonia, Hospitales y cementerios, tomo 2, fol. 17r.

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a “acariciarlos y consolarlos”. Se encuentra aquí la función vivificante, de consuelo de la institución debidamente expresada. Esta junta de caridad debería, asimismo, pedir limosna en todos los sitios y pueblos de la jurisdicción, bien fuera “en oro o en especie —pollos, plátanos, maíces, frijoles— pues, anota el visitador, todo servía para su manutención”21. Hay una especificación en este documento que se articula con el interés creciente de la Corona por garantizar la existencia de un soporte para la efectiva gestión gubernamental y de una herramienta para la administración de justicia: la obligación de tener un archivo en el hospital, donde se conservarían todos los papeles del establecimiento y que estaría bajo la responsabilidad del mayordomo, pues éste debía estar enterado de todo para pedir a la junta lo que conviniere22. Las rentas de la institución Para la adecuación del hospital, la Junta Superior de Temporalidades había cedido algunos fondos, que se sumaron a las limosnas de algunos fieles. En un primer momento, el hospital sólo se sostendría con el noveno y medio de los diezmos, pero —anota Mon y Verlarde— en el futuro esperaba acrecentar sus rentas, pues quizá podría contar con aportes reales y con el producto de la piedad “inflamada” de los fieles, que dejaran un beneficio a esa obra piadosa (en forma de mandas o legados, fincas o censos). Se manifiesta aquí más claramente la relación entre limosna y salvación. Una “matemática” o una “economía de la salvación” se esconden detrás de los legados piadosos (Chiffoleau 1980, 227-228). Ello revela una transferencia de riqueza organizada por los testadores, mediante la cual se esperaba asegurar y acelerar su reposo eterno. Estos múltiples gestos 21  Sobre otros aspectos de la administración, Mon y Velarde señala en detalle cómo se llevarían a cabo las reuniones ordinarias y extraordinarias, los inventarios, las cuentas con la diferenciación de los gastos diarios, semanales, mensuales, intempestivos, etc. Archivo General de la Nación, Colonia, Hospitales y cementerios, tomo 2, fol. 38r. 22  Mon y Velarde desempeñó un papel fundamental en este sentido en la provincia de Antioquia, y su preocupación por la organización de los archivos fue constante. En otros hospitales del virreinato por la misma época se escuchaba la queja constante de que no se llevaban los archivos convenientemente. Es, entre otros, el caso del hospital de Girón, donde el gobernador de la provincia informaba al virrey, indignado, que “no había hallado en los archivos sino un cuaderno con 37 hojas entregado por su antecesor”, que le remitía para que por él tuviera conocimiento de las dificultades del hospital, las cuales fueron de nuevo denunciadas en términos similares por el Cabildo en 1795. En esta época, las instalaciones de este hospital eran bastante reducidas: estaban constituidas por una casa de teja que servía de “hospedería” para los hombres, donde había tres o cuatro camas viejas, “descuadernadas” y “desnudas de toda ropa”; y las otras camas de los enfermos “no tenían ni colchones”. Archivo General de la Nación, Colonia, Hospitales y cementerios, tomo 1, fol. 491v.

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de intercesión que acumulan los testadores para facilitar su paso sereno al otro mundo tienen orígenes antiguos y testimonian una visión del pobre como “intercesor simbólico” ante el más allá. Se intercambiaban así bienes, rentas y derechos contra celebraciones litúrgicas o ayudas a los pobres. De esta manera, los hospitales se convertían también, junto con los monasterios y los conventos, por ejemplo, en lugares de intercesión y de cambio23. El noveno y medio de los diezmos constituía la fuente más tradicional de los ingresos del hospital, que habían sido fijados por una real cédula de febrero de 1541, en la cual se hace la distribución de los diezmos eclesiásticos. De los diezmos correspondientes a la iglesia catedral se debían sacar partes para el prelado, el cabildo, para el rey, para la fábrica de la iglesia catedral y el hospital, y para el salario de los curas que la erección mandase24. El sistema del Real Patronato tenía una distribución complicada y dependía de la concesión que le había atribuido la Sede Apostólica de percibir los diezmos. Al recibir el diezmo, la Corona contraía la obligación de fundar iglesias, sostener el culto y sus ministros, y crear y sostener los hospitales. En la América española, el diezmo se dividía en cuatro partes iguales: una de ellas era para el prelado y otra para el cabildo eclesiástico. Las dos restantes se dividían en nueve partes, dos de las cuales iban a la Corona en señal de patronato para su administración; de las siete restantes, tres eran por mitad para la erección de iglesias y hospitales, es decir, un noveno y medio del diezmo total para cada una, y los cuatro novenos restantes se destinaban a los clérigos de las iglesias (Guerra 1994, 179). Esta relación de los recursos que la institución tenía para funcionar recuerda que los hospitales no estaban al margen de fuerzas sociales, económicas y políticas. Las donaciones, sea cual fuere su naturaleza, más allá de revelar una “contabilidad de la salvación”, muestran también el ejercicio de una caridad racional, un deseo de mostrar la riqueza propia y también de conseguir cierto tipo de prestigio social (cfr. Porter 1990, 157).

23  Sobre el valor redentor de la limosna hace eco la doctrina de la Iglesia. Las donaciones a las comunidades y obras religiosas se justificaban con citaciones extraídas de las Escrituras: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven, sígueme” (Mateo 19: 21), “Empero de lo que os resta, dad limosna; y he aquí todo os será limpio” (Lucas 11: 41); “Vended lo que poseéis, y dad limosna” (Lucas 12: 33); “Acuérdate siempre del Señor, nuestro Dios, y nunca peques […] haz limosnas, no apartes tu rostro de ningún pobre, y Dios no los apartará de ti […] pues la limosna libra de la muerte y preserva de caer en las tinieblas, y es un buen regalo la limosna en presencia del Altísimo para todos los que la hacen” (Mateo 25: 31). La limosna libera de la muerte eterna. Los autores cristianos hacían de la limosna un remedio, una medicina. 24  Recopilación de las leyes de los Reinos de Indias (1973).

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Funcionamiento habitual del hospital El hospital estaría abierto a toda clase de pobres-enfermos (españoles, mestizos, indios, negros, mulatos) que no tuvieren enfermedades contagiosas25. En el momento de ingresar, los enfermos debían examinarse para determinar si padecían de este tipo de enfermedades. Pero si la detección de dolencias contagiosas se efectuaba cuando ya los pobres hubieran ingresado sería necesario que fueran trasladados a otra parte “para preservar a los demás”. Si el pobre tenía mal de San Lázaro (lepra) debía echársele del pueblo, “dar cuenta a la justicia y conducirlo a Cartagena como se manda por la ley” (Obregón 2002, 75-77)26. Se encuentran disposiciones sobre la asignación de una cama para el enfermo —las cuales estarían numeradas— (instauración del lecho individual)27 y la conservación de sus pertenencias. De nuevo el carácter devocional de la institución aparece en las rutinas hospitalarias, pues una vez ingresado el enfermo, se le exhortaría a que recibiera los santos sacramentos y se le “instruye en la caridad”. Esta pretensión de cristianizar llega a tal punto en Mon y Velarde, que recomienda en forma severa e imperativa: si “a los tres días máximo de haber ingresado a la institución, el enfermo no se había confesado y comulgado”, a pesar de estar en capacidad, se le “amenazará con echarlo fuera y así se ejecutará, pues no puede haber tolerancia, ni disimulo en materia tan grave”28. “Cumplidos los deberes de religión”, se le suministraría al pobre-enfermo todo lo que mandare el médico o “quien hace las veces de tal” en relación con los alimentos y los medicamentos. Sobre la ropa, menciona que se cambiaría “siempre que buenamente se pudiera”, y la que hubiera servido a un enfermo no se le pondría a otro hasta haberse lavado. La limpieza de los utensilios donde comían los enfermos ocupa un lugar especial que no se le da en los otros documentos: se fregarían todos los días los platos, pozuelos y cucharas, y a cada enfermo se destinará un jarrito o totuma para beber, que tendría siempre junto a su cama.

25  No se admitirían “los sirvientes libres de algún patrón”, pues sus amos “estaban obligados a su curación y asistencia”, y si venían al hospital deberían pagarles su estadía allí. Archivo General de la Nación, Colonia, Hospitales y cementerios, tomo 2, fol. 28r. 26  El Hospital Real de San Lázaro existía en Cartagena de Indias desde 1608. Su creación había sido ordenada por una real cédula, emanada de El Escorial en 1598, mediante la cual se disponía también el pago de 200 ducados para la misma institución. Allí debían conducirse los enfermos de lepra del territorio neogranadino (Obregón 2002, 75-77). 27  En cada cama habría papel y un tintero para que “se asentara el método que se prescribe a los enfermos y los medicamentos que se le han de aplicar, el modo y a qué hora, pues por este medio se evitan equivocaciones”. Archivo General de la Nación, Colonia, Hospitales y cementerios, tomo 2, fol. 25r. 28  Idem.

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Los remedios: ruibarbo, sen y miel del aire La pretensión terapéutica es escasa en este plan, más preocupado por aliviar, consolar e instruir en la piedad cristiana que por curar. Se consagra que, dado que eran pocos los fondos para su subsistencia, el hospital sólo tendría 10 o 12 camas y se daría a los enfermos lo preciso para su sustento, las ropas de muda, las medicinas más comunes: mana, sen y ruibarbo, y otras que podían “suministrarse sin los mayores conocimientos médicos y normalmente se recetan por aquellas personas que caritativamente se dedican a este loable y santo ejercicio”. Los remedios mencionados sugieren la presencia de un procedimiento terapéutico muy empleado entonces: la purga, tratamiento básico en la medicina de la época. La sencilla farmacopea que señala Mon y Velarde se componía de vegetales purgantes que son a menudo mencionados cuando se trata de la vida hospitalaria colonial, pero de los cuales poco se conoce: el mana, el sen y el ruibarbo. El mana es un “licor blanco o amarillo que naturalmente, por sí mismo, o por incisión brota del tronco, ramos y hojas de los fresnos, y se cuaja en ellos a modo de goma y en forma de canelones de cera” (drae 1783, 613). El mana de las boticas es un jugo azucarado que contiene un principio nauseabundo al que, según algunos, debe sus propiedades purgantes y se emplea fundamentalmente en lavativas. El mana parece ser el Elaiomeli de Dioscórides, que fue conocido desde tiempos antiguos como “miel del aire o del rocío”. Todavía en el siglo xvi pretendía Mathiolo que el mana era la saliva o el excremento de algún astro. Se hace derivar la palabra mana del verbo manar, que podría ser de origen hebreo, man, cuyo significado es alimento divino (Dorvault 1853, 506). Con el nombre de sen se conocen las “foliolas que se desprenden de varios arbustos, que Linneo confundió en una sola especie bajo el nombre de Gassia Senna” y de los cuales han hecho diferentes especies los botánicos modernos: pertenecen a las familias de las leguminosas. El sen tiene una materia amarga y nauseabunda llamada catartina, a la cual debe su propiedad purgante. Se cree que los árabes introdujeron este vegetal en la materia médica. Por su parte, la palabra senna se deriva, según algunos, de sanare —curar—, y según otros, de sennaar, nombre de uno de los países que lo producen. Es un purgante enérgico y muy usado, pero tiene un sabor amargo y desagradable que produce a menudo cólicos y náuseas (Dorvault 1853, 728). El ruibarbo es una planta herbácea, proveniente de Asia central, cuyas raíces se usan, en pequeñas dosis, como tónico y, en cantidades más grandes, como purgante. Los tratamientos más importantes dados a los enfermos en esta época, en la mayoría de los cuales se empleaban los vegetales antes mencionados, no solo en los hospitales, se reducían a la sangría, la purga, las lavativas y los emplastos. Desde la Antigüedad hasta el siglo xviii, la medicina estuvo basada en la teoría de los humores formulada por Empédocles y retomada por Hipócrates entre los

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siglos v y iv antes de nuestra era. Los escritos de Galeno, en el siglo ii, reposan sobre los mismos postulados. Para estos autores, las enfermedades humanas provenían del desequilibrio de los cuatro humores que correspondían a cada uno de los cuatro elementos del cosmos: la sangre (cálida y húmeda como el aire), la bilis (cálida y seca como el fuego), la bilis negra (seca y fría como la tierra) y la flema (fría y húmeda como el agua) (Porter 2006, 35). La tarea de los médicos consistía en restablecer el equilibrio de los humores con métodos como la sudoración, las sangrías, los purgantes y los vomitivos. Al concebirse la enfermedad como un desequilibrio humoral, el regreso de la salud se lograba cuando se hallaba la justa proporción entre éstos. La purgación se funda en la idea de que la enfermedad es una consecuencia de la “plétora”, exceso local o generalizado de humores, y esta acumulación de humores viciados exigía que se expulsaran regularmente (Porter 1987)29. La purgación pertenecía al universo de la “medicina evacuante” y era, asimismo, un remedio de amplia utilización. El término purgación indica toda evacuación natural o artificial de la cual se esperan efectos benéficos30. En ocasiones, la evacuación de humores por el ano era concebida como una purgación y se consideraba saludable. Los purgantes son agentes farmacológicos que tienen la facultad de provocar una irritación pasajera y especial sobre la superficie interna de los intestinos, que provoca la deyección. La terapéutica se sirvió durante mucho tiempo de los medicamentos purgantes, pero también de procedimientos como la sudoración, la sangría, los vomitivos, acordándoles una inmensa confianza para sacar del cuerpo los malos humores causantes de la enfermedad. Estos fuertes métodos caracterizaron durante mucho tiempo la llamada “medicina heroica” (Porter 2006, 104-109). Mayordomo, barbero y gentes caritativas El mayordomo sería el “superior del hospital”, viviría dentro de la casa, debería pasar por todo el hospital personalmente, de preferencia todos los días, con el fin de vigilar cómo se asistía a los enfermos y si “faltaba alguna cosa dar providencia”. 29  La sangría forma parte de la llamada “medicina evacuante”. Es un procedimiento mediante el cual se realiza una o una serie de pequeñas aberturas de las venas con el fin de sacar la sangre corrompida o superflua. Su invención remonta a la Antigüedad. Hipócrates y sus discípulos eran partidarios de las sangrías, pero su más grande defensor fue Galeno. Algunas de las más célebres escuelas de medicina (Salerno, Montpellier y París) proclamaban los principios de Hipócrates y Galeno sobre esta práctica. Hasta el siglo xviii se sangraba a todos los enfermos con una prodigalidad que “reprobaba a menudo la razón”. Fue éste uno de los remedios principales de los médicos durante mucho tiempo (Lebrun 1995, 62). 30  Viene del verbo latino purgare: purgar, limpiar, purificar.

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Tendría un cuarto para él y debería, asimismo, hacerse cargo del archivo, donde debía tener los “libros, apuntes, y papeles del hospital”31. Consigna también el oidor varios consejos para llevar una buena contabilidad de la institución, con recibos y firmas de cada gasto efectuado. Mon y Velarde se detiene en explicaciones muy detalladas sobre los procedimientos administrativos que deberán llevarse a cabo para la buena marcha del hospital: balances anuales, copias que debían hacerse de cada documento, revisiones y firmas de los miembros de las juntas de ciertos documentos, realización de estados de cargos y data, registros de gastos diarios, semanales, ordinarios y extraordinarios —como los salarios de sirvientes, lavandera y leñatera—, establecimientos de registros de acogida de pobres —hombres y mujeres— y anotación de quienes salieran curados, cuidados para la conservación de los archivos del hospital, entre otros. Debería también manejar un escaparate donde reposarían las drogas “de botica” y comprar las provisiones necesarias. Dentro de estas compras señala especialmente las compras de semillas para el huerto que estaba en las afueras de la edificación del hospital, además de cacao y lienzos. Para conservar el maíz de una cosecha a otra debería arreglar un local. No se pensaba en la presencia permanente de médicos en el hospital, porque —según Mon y Velarde— se desconocían en la provincia “sujetos que hayan estudiado estas facultades”, y ante tal ausencia debía recurrirse a un barbero que “ejercite medicina y cirugía” y a personas caritativas que se consagraran a las curaciones, los acompañamientos y consuelos a los enfermos en la institución32. Esta característica, esta forma de pensar la institución, constituye un rasgo importante que confirma su dedicación a la virtud teologal de la caridad o amor fraternal. En la Provincia de Antioquia esta institución responde, en el campo religioso, a las prédicas a favor del ideal de la pobreza evangélica y muestran, asimismo, que, en esta época, los devotos esperaban obtener la salvación eterna por medio de la caridad, ejercida en beneficio de los pobres, confirmando así toda la espiritualidad de las obras de misericordia. Las “personas caritativas” ejercían sus labores en el hospital con la vocación de la providencia y eran llamadas a ayudar con sus consejos al prójimo sufriente, guiadas por una suerte de “sentido común”, mezclado con remedios tradicionales y aun, en otras ocasiones, apoyados también en obras de popularización médica

31  Anota a continuación Mon y Velarde una serie de instrucciones bastante detalladas sobre aspectos puntuales en la forma de llevar el archivo: cómo se registran los enfermos que entran, que salen o que fallecen; el registro de las pertenencias de quienes entran y números de cama donde eran puestos los enfermos. Archivo General de la Nación, Colonia, Hospitales y cementerios, tomo 2, fol. 29r. 32  Agrega Mon y Velarde que aun habiendo médicos graduados en la provincia, el hospital no podría ocuparlos porque no tendría fondos de donde sacar su salario. Idem.

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(Alzate Echeverri 2005)33, como la de S. A. Tissot o Mme. Fouquet34. Tales libros buscaban poner a disposición de “las buenas gentes” una información médica simple, útil, poco costosa y, cuando era necesario, fácil de preparar. Este era uno de los medios que la sociedad de entonces encontraba para apaciguar los problemas de mala salud de la población y los efectos de la falta de personal médico en esa región del virreinato. Las personas que “por efecto de su compasión” visitaran a los enfermos debían velar por que estos tuvieran lo indispensable, aunque, dice el oidor, “más necesitan de cuidado, alimentación y limpieza que de medicinas”. Con la idea de que, al vivir en la precariedad de la pobreza, un poco de atención, limpieza y alimentación reparadora y regular, simplemente, servirían para aliviar sus males. Tal afirmación puede revelar, asimismo, la consideración que tenía Mon y Velarde por los aspectos que constituyen el “régimen”. Para la medicina hipocrática, cuya terapéutica estaba basada en el régimen y la meteorología, el régimen debería permitir el restablecimiento de la dinámica vital de los individuos, siguiendo su temperamento particular y el estado del tiempo35. La relación entre “régimen” y “dieta” es muy compleja (Turner 2001)36, algunos hacen del 33  En el siglo xvii y hasta mediados del siglo xviii, estos libros eran escritos generalmente por y para sacerdotes o por damas de caridad, y revelaban el espíritu de esta virtud teologal: la obligación de socorrer a los pobres en nombre de la ley divina. Los autores se sentían investidos de una misión caritativa. Ellos eran los “apóstoles”, indispensables para auxiliar a los pobres, en un deber de asistencia que participaba de la manutención de un orden social incontestable e inmutable (cfr. Alzate Echeverri 2005). 34  La obra del médico suizo S. A. Tissot Avis au peuple sur sa santé (1761) fue una de las obras más importantes en relación con la medicina popular del siglo xviii. Es, además, considerado el texto fundador de la medicina social. Ocupó un lugar central en las lecturas de los ilustrados españoles y neogranadinos. Esta obra fue una referencia clave en el proceso de apropiación de las nuevas nociones de saber referidas a la medicina, al problema del contagio y a otros aspectos relativos a la salud pública en la Nueva Granada durante tal período. Por su parte, uno de los tratados más leídos de Madame Bouquet en la Nueva Granada fue el Recueil des remèdes faciles et domestiques (1675). 35  Según la medicina hipocrática, el cuerpo estaba formado por cuatro humores: sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra, que corresponden a cuatro elementos naturales: aire, tierra, agua y fuego. La armonía de esos elementos está regida por la fuerza de la naturaleza (vis naturae), la enfermedad era ocasionada por el desequilibrio o la impureza de los humores. Debido a la vis naturae, el cuerpo tiende a curarse a sí mismo, razón por la cual el médico debería solo observar el curso de la enfermedad para ayudar a la naturaleza, propósito en el cual la dieta cumplía una función importante. 36  La dieta era un componente básico de dos regímenes tradicionales: el relacionado con la práctica médica y el de la regulación ascética, perteneciente al mundo religioso. El término régimen viene de regere (regla, norma) y es normalmente empleado en sentido médico como “sistema de reglas terapéuticas” especialmente vinculado con una dieta. La palabra régimen, sin embargo, tiene un sentido más antiguo como “sistema de gobierno”. Ascetismo religioso y dieta médica tienen como finalidad el gobierno del cuerpo (Turner 2001).

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saber dietético un arte que habría surgido primero, otros ven en él una derivación posterior del régimen. Pero el régimen es una categoría que caracteriza la forma como se maneja la existencia y permite establecer un conjunto de reglas o normas para la conducta: una forma de problematizar el comportamiento que se realiza en función de la naturaleza que es necesario preservar. “El régimen es, ante todo, un arte de vivir” (Foucault 1984, 99). Los componentes del régimen se definieron desde Hipócrates en su obra Epidemias: los ejercicios, los alimentos, las bebidas, los sueños, las relaciones sexuales, todas cosas que deben ser medidas. El régimen interroga la relación con el cuerpo y propone una manera de vivir en que las formas, las elecciones, las variables están determinadas por el cuidado del cuerpo. La dieta del cuerpo, para ser razonable, para justarse como es debido a las circunstancias y al momento, también debe ser motivo de pensamiento, de reflexión y de prudencia. Mientras que los medicamentos o las operaciones actúan sobre el cuerpo que los sufre, el régimen se dirige al alma y le inculca principios (Foucault 1984, 99). Mon y Velarde anota que, quizás, en el futuro, cuando la institución lograra mejorar sus rentas, sería indispensable pensar en contar con los servicios de médico, boticario y capellán. Disposición de salas y oficinas En cuanto a la dotación y a la distribución de las habitaciones, Mon y Velarde dispone que se dividieran por sexos y se colocaran las camas de los enfermos por cuadras, de modo que un sujeto pudiera atender y cuidar a varios al mismo tiempo. Dado el clima cálido del país, no se debían hacer las separaciones entre cama y cama que se usaban en otras partes; se harían “atajados” que favorecieran la ventilación, y no ahogaran a los enfermos, y que sirvieran de resguardo para su “honesta decencia”. La “honesta decencia” señalaría el requerimiento de pudor para paliar la vergüenza que produce la exhibición del propio cuerpo del enfermo. En cuanto a las habitaciones, subrayaba la necesidad de que se dispusieran algunas para los enfermos convalecientes con el fin de separarlos de los que aún estaban muy enfermos, “con fiebre”. Sugería, asimismo, designar, cuando fuera posible, una pieza para “personas de calidad”, que contaría con mayor aseo y decencia, y alojaría a sacerdotes o a “sujetos de calidad [a quienes] el estado de su fortuna lo[s] haya reducido a esta necesidad”. Debería, asimismo, pensarse en el establecimiento de oficinas para la despensa, la ropería y la mayordomía, indispensables para el gobierno de la institución, “colocándolas donde mejor convenga”. Las salas de los enfermos se ventilarían y refrescarían una vez por día, quemando gomas olorosas y echando vinagre de Castilla, que hicieran “menos pestilencial” el trato con los enfermos. Igual cuidado debería tenerse con los enfermos llagados, cuyas heridas exhalasen “mal olor”, separándolos de los demás.

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Es claro que en el siglo xviii se ignoraban aún los mecanismos de la infección y la contaminación. Sin embargo, se sospechaba que las enfermedades eran causadas y difundidas por la intervención de un agente exterior que obraba sobre el cuerpo humano. Se atribuía un papel fundamental al aire en estos fenómenos, como causa directa o como vector en el desencadenamiento del proceso patógeno. Estas constituciones, así como diversos informes sobre las instituciones hospitalarias redactados en la época en América y Europa, mostraban ya la conciencia de que la falta de ventilación era malsana. En un acta del Cabildo de Santafé, por ejemplo, se percibe el temor que producía el hospital de esa ciudad por la acumulación de cuerpos enfermos y por la mezcla peligrosa de sus emanaciones malsanas, lo que infectaba el aire: “La evaporación de los cuerpos produce una atmósfera emponzoñada que engendra nuevas pestes, [por ello] no hay otro remedio que la extensión de la casa”37. Así mismo, el físico francés Duhamel du Monceau también denunciaba el aire de los hospitales, infectado por las exhalaciones que salían de la multitud de cuerpos enfermos, que “llevan en ellos el germen de muchas enfermedades, envenenan los males que buscan curar y generan nuevos males” (Monceau 1759, citado en Cheminade 1993). En la época muchos hombres de ciencia pensaban que el aire contenía las sustancias desprendidas de los cuerpos. La atmósfera se cargaba de emanaciones provenientes de la tierra y de la transpiración vegetal y animal. El aire era un “caldo” donde se mezclaban los vapores acuáticos, volátiles, aceitosos y salinos que exhalaba la tierra, los insectos minúsculos y sus huevos o los miasmas contagiosos emanados por los cuerpos (Corbin 1982, 13). Para “purificar” el aire se empleaban, como sugiere Mon y Velarde para el hospital, diversas sustancias que pretendían aromatizar y corregir el aire pútrido. Se consagraba también en este aparte que las visitas de sus allegados a los enfermos deberían vigilarse para que no entraran personas sospechosas o que llevaran comida o medicinas al hospitalizado, pues ello podría generar consecuencias funestas a la salud del enfermo. Mon y Velarde establece también los horarios de la alimentación, pero sin entrar en detalles sobre la composición de la comida y su relación con el tratamiento de las enfermedades allí reinantes. Aspectos sobre la alimentación Se encuentran alusiones a la alimentación que deberían recibir los enfermos, cuando se dice que “por la mañana se les dará chocolate, y a las once su comida

37  Archivo General de la Nación, Colonia, Hospitales y cementerios, tomo 8, fol. 16r.

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y a las siete de la noche su cena”, todo según el estado del enfermo. Varios fragmentos documentales sugieren algunos consumos alimentarios del hospital, aunque no se especifican las preparaciones, los horarios de las comidas o el tipo de enfermo al que se le darían. Por ejemplo, entre los gastos diarios se señala que el mayordomo debía comprar carne, pollos, puerco, huevos, cacao y maíz. Se menciona, asimismo, el huerto que estaba fuera del hospital, donde podrían cultivarse algunos vegetales que se emplearían en la institución. El maíz, a juzgar por las anotaciones sobre su compra y conservación en depósitos, fue la principal fuente de alimentación de los pobres-enfermos. Era, de alguna manera, la base de la alimentación de quienes pasaban y trabajaban en la institución. Como se sabe, era el “cereal americano por excelencia” y podía consumirse de diversas maneras: cocinado, tostado, tierno, fermentado y amasado (Saldarriaga 1999, 10). En varias regiones del virreinato, algunas siembras y crías se hacían en los huertos conventuales, ubicados en los patios: algún ganado, frutas, ciertas legumbres e hierbas (medicinales o para condimento). Se tenía también, en ocasiones, un gallinero para criar o guardar temporalmente aves de corral. Entre la proteína animal se encontraba entonces la carne (de res), el cerdo, el pollo y los huevos. En Antioquia, los centros mineros atraían todo el mercado de la carne, en especial Cáceres, Zaragoza y la ciudad de Antioquia (Saldarriaga 2006, 11). Sobre la crianza del cerdo en el virreinato se sabe que era de fácil adaptación a estas tierras y su consumo traía consigo diferenciaciones importantes: como era considerado un animal impuro por judíos y musulmanes, quien lo comía se reivindicaba al mostrarse como cristiano viejo, libre de sospecha, lo que resultaba significativo en una sociedad que había comenzado la segregación de estos grupos casi paralelamente al descubrimiento de América, y más cuando se sospechaba que moriscos y judíos habían venido a las Indias para tratar de esconder su condición (Saldarriaga 2006, 22)38. El cacao, sin duda, se empleaba para preparar chocolate, como aparece en otros registros ya vistos. Para esta época estaba ya establecida, desde hacía tiempo, su forma de preparación “adecuada”: se molía la semilla del cacao con azúcar sobre una superficie caliente39. También estaba resuelta la inquietud teológica

38  Así, cada comida en la que hubiera puerco (o su manteca) era una pequeña prueba donde cada uno buscaba mostrar lo que era y por lo que debía ser tenido. 39  En el siglo xvii se difundió la costumbre, desde España al resto de las naciones europeas, de tomar varias tazas diarias de esta bebida, y las órdenes religiosas cumplieron el papel de agentes para extender su disfrute. “Después de 1728, cuando Felipe v vendió el secreto de su preparación, las chocolaterías se propagaron por el mundo” (Martínez 2000, 10).

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y moral según la cual tomar chocolate violaba las reglas del ayuno eclesiástico y era un comportamiento pecaminoso40. Estos son los principales aspectos de las constituciones, que no muestran una gran diferencia con las de los siglos xvi y xvii. Al parecer, estas constituciones se aplicaron en el hospital de la ciudad de Antioquia, fueron utilizadas también como referencia para el Hospital de Medellín y, según algunos documentos del Cabildo de Medellín, habían sido aprobadas para todos los hospitales de la Provincia de Antioquia41. Sin embargo, no se ha podido establecer hasta dónde orientaron las acciones que se llevaban a cabo en tal institución. La adopción del plan La orden para la adopción de este plan para el hospital de la villa de Medellín aparece en el acta del cabildo donde se aprueba la escritura de su fundación en 1802. Allí se lee que en esa institución se procedería en todo “con arreglo a las ordenanzas del Señor Oidor de la Real Audiencia de Santafé y Visitador General que fue de esta provincia don Juan Antonio Mon y Velarde”42. Sin embargo, a partir de las fuentes existentes, no se pudo establecer cuándo comienza a funcionar el hospital de la ciudad de Antioquia, pues los datos que se encuentran sobre él antes de 1800 son muy escasos. En 1792, según las actas del cabildo de la ciudad de Antioquia, se dice que se va a colocar una escuela de niños “en un cuarto del hospital”, lo que deja suponer la existencia del establecimiento43. Es significativa esta intención —no se ha podido saber si se logró llevar a cabo— pues gran parte de la literatura y de los médicos e ilustrados de la época condenaría como peligroso y malsano establecer dicha escuela, debido a las concepciones sobre el contagio que se habían ido consagrando como verdaderas. Los miembros del cabildo de Santafé pensaban en los efectos malsanos del aire de los hospitales, por ejemplo, cuando desplazan el hospital del centro de la ciudad, lo cual, a su juicio, “perturbaba tanto a los 40  Sobre el ayuno eclesiástico en relación con el chocolate ya se había decidido que, bajo ciertas condiciones, no violaba el ayuno. “No viola el ayuno el que toma una jícara ordinaria de chocolate en pasta; y la razón es, porque sólo lleva una onza de chocolate en pasta; pero si a más del chocolate tomase otra cosa que todo junto excediese la onza dicha, de manera que llegase a dos onzas, nos parece que pecaría mortalmente, porque dos onzas castellanas es materia grave en opinión de graves y timoratos autores. Pero adviértase que siempre se requiere alguna necesidad aún para poder tomar la jícara ordinaria de una onza de chocolate, por tanto el tomarla sin dicha necesidad será pecado venial” (Larraga 1856, 375). 41  Archivo Histórico de Medellín, acta del 10 de septiembre de 1798, tomo 61, fols. 75r-76r. 42  Archivo Histórico de Antioquia, José Miguel Trujillo, 1802, fols. 103r-116r. 43  Archivo Histórico de Antioquia, tomo 645, doc. 10274, fols. 12v-13r.

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vecinos como a los enfermos a causa de los miasmas que expandía”. Es difícil explorar cómo comprendería Mon y Velarde los problemas del contagio, pues hay en sus constituciones normas que parecen comulgar con las ideas de la época y otras que no las reflejan en absoluto. Desde 1798 se tiene noticia de que el cabildo de la ciudad elegía anualmente un regidor para el hospital y en 1800 el cabildo ordena a este funcionario que hiciera una visita allí44. En 1801 la institución municipal comienza a adelantar las gestiones necesarias para la entrega del hospital a la comunidad de San Juan de Dios, trámites que, al parecer, duraron varios años45. La comunidad parece haber llegado a la ciudad de Antioquia en 1806, pues en enero de 1807, en una sesión del cabildo, se trata sobre los gastos ocasionados por el traslado del grupo de hermanos hospitalarios desde Santafé46. Tampoco se pudo establecer quiénes estaban al frente del hospital antes de su llegada. *** Así pues, las ordenanzas que, de alguna forma, pretendieron regir la vida de los hospitales que había en la provincia de Antioquia estaban ancladas en una visión que poco traducía las preocupaciones en materia de salud que entonces comenzaban a abrirse paso entre las élites ilustradas y que desconocían las orientaciones nuevas que estaban apareciendo en algunos de estos sectores, en relación con los fines de esta institución. A pesar del carácter ilustrado de algunas medidas de Mon y Velarde para la provincia de Antioquia, estas constituciones permanecen al margen de tales tendencias. Otras constituciones hospitalarias, escritas en la época en la Nueva Granada, propondrán varios elementos que muestran la necesidad de “medicalizar” esta institución que empieza a sentirse en las élites. Ellas muestran el deseo, aún incipiente, de atribuirle una función más curativa, donde el encierro, el albergue y el cobijo para el pobre enfermo cedieran el paso a las nuevas pretensiones, más terapéuticas y menos ancladas en el concepto de la caridad cristiana. Bibliografía Alzate Echeverri, Adriana María. 2005. “Los manuales de salud en la Nueva Granada. ¿El remedio al pie de la letra? (1760-1810)”. Fronteras de la Historia, nº 10.

44  Archivo Histórico de Antioquia, Capitulares, tomo 647, doc. 10305, fols. 38r-39v. 45  Archivo Histórico de Antioquia, Capitulares, tomo 647, doc. 10307, fols. 40-41. 46  Archivo Histórico de Antioquia, Capitulares, tomo 649, doc. 10325, fols. 17r-18v.

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5 O processo de tradução científica dos conhecimentos de curas populares no Rio de Janeiro do século xix Diádiney Helena de Almeida Este artigo está situado entre a criação da Fisicatura-mor1 em 1808 e os primeiros anos da década de 1850 na corte do Rio de Janeiro. Desse modo, os sujeitos dessa história estão ambientados no fluxo das mudanças ocorridas a partir da chegada da Família Real em 1808. A transferência da corte portuguesa para o Brasil representou uma mudança significativa nas dimensões políticas, econômicas e culturais do país, consolidando a transição do status de colônia para “metrópole interiorizada” (Dias 1972). O período de “enraizamento” do Estado Português na América é justamente o que caracteriza os primeiros anos da presença da Família Real, do governo metropolitano juntamente com toda sua administração trazendo mudanças significativas para a cidade do Rio de Janeiro. Um governo com referências políticas e culturais europeias passou a compartilhar o cotidiano marcado pela dinâmica urbana da escravidão. Nesse contexto, o Rio de Janeiro configurou-se em um “polo civilizador da nação”, conforme aponta Alencastro (1997, 10). Assim, inserido dentro de um projeto civilizador, procurou-se dar à cidade uma identidade mais próxima e compatível com a presença de seus mais novos e ilustres habitantes. Objetiva-se analisar vários debates, entre os médicos em atividade na corte sobre a experimentação de ervas medicinais, a fim de compreender o processo de tradução científica dos conhecimentos dos curadores populares. 1  Órgão responsável pela fiscalização do exercício das artes de curar que esteve em vigência, no período de 1808 a 1828, na corte do Rio de Janeiro.

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Medicina: um projeto hegemônico nas artes de curar O projeto de construção da hegemonia da medicina, através da fundação da Sociedade de Medicina em 1829 e da publicação de periódicos especializados, tinha por objetivo consolidar política e socialmente a ciência médica no âmbito das artes de curar do país. A busca por esse controle levou os médicos, após 1828, ano da extinção da Fisicatura-mor, a desqualificar o curador popular e suas práticas de cura. Essa atitude se intensificou na medida em que a Sociedade de Medicina do Rio de Janeiro se transformou em Academia Imperial de Medicina em 1835. A associação com o Governo Imperial possibilitou que esta se tornasse um órgão de referência sobre as questões de saúde pública a partir de então. Porto afirma que a instalação da Academia representou “um novo espaço de discussão e de difusão de novos métodos científicos”. A oposição acirrada às outras formas de cura também foi apontada pela autora: Após seu estabelecimento surgem as condições para os médicos formularem um discurso próprio, na tentativa de acesso ao poder, de tornar a política sanitária do governo dependente do seu saber. [A Academia] atua constantemente como assessora e, também, como vigorosa crítica, na medida em que o Estado não observa suas propostas (Porto 1985, 23).

A Academia passaria, então, a controlar tudo o que se referisse ao “bom exercício da profissão, seja intervindo em hospitais, na venda de medicamentos, na formulação de atestados, ou ainda através da constituição de comissões permanentes que procuravam soluções para as questões de saúde pública” (Porto 1985, 23). Essa relevância vinha sendo construída desde 1830, quando seus membros a pedido da Assembleia Legislativa elaboraram a proposta do “Plano de Organização das Escolas de Medicina do Rio de Janeiro e da Bahia” (Kury 1990, 105-106). Sendo a proposta aprovada, em 1832, foram criadas as Faculdades de Medicina do Rio de Janeiro e de Salvador. Os médicos buscavam distinguir quem estava habilitado para curar, privilegiando aqueles que tivessem títulos e pretendendo impor a premissa de que as artes de curar deveriam estar sob a tutela desses espaços acadêmicos2.

2  Em 1808 foram criadas as Escolas de Anatomia e Cirurgia no Rio de Janeiro e na Bahia que se transformaram, em 1813 e 1815 respectivamente, em Academias Médicas-Cirúrgicas. Somente a partir de 1826, tais instituições passaram a conferir títulos de médico e cirurgião, responsabilidade até então do Físico-mor e do Cirurgião-mor. E a partir de 1832 com as Faculdades de Medicina, os estudos completos de medicina já começavam a serem feitos no Brasil, o que antes estava restrito à Europa (Kury 1990, 107-108).

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A criação das Faculdades traria a possibilidade de formação de uma medicina com contornos próprios. Mas, em meados da década de 1840, os esculápios ainda criticavam o predomínio das teorias médicas estrangeiras, principalmente as de origem francesas no Brasil. Como afirmou o Dr. De Simoni em 1845, era preciso ter clareza das diferenças do clima, da natureza, das moléstias locais e dos habitantes do Brasil. Em tom enfático, esse médico censurou a postura do ensino médico brasileiro: É com essas regras, e com esses preceitos que se cura em geral entre nós, e são aquelles que os dictam as auctoridades mais acreditadas, e havidas como dignas da maior attenção, desdenhando-se, e olhando-se até com desprezo e ar de mofa todo e qualquer escripto e observação dos nossos práticos: em quanto se cuida em enriquecer nossas bibliothecas com as obras dos medicos do antigo mundo, pouco e nada se cuida em estudar as molestias do paiz, e em formar uma colleção de factos e preceitos de medicina brasileira (Número 1, Junho de 1845. Annaes da Medicina Brasiliense).

Na opinião do Dr. De Simoni, o conhecimento sobre as doenças do país era imprescindível para o desenvolvimento de uma medicina brasileira. Para a medicina, no bojo de seu projeto de construção de hegemonia, era importante dominar o conhecimento das doenças do país. Importante lembrar que muitos dos curadores licenciados pela Fisicatura, entre 1808 e 1828, afirmaram que tratavam dos doentes deixados pelos médicos, ou seja, sabiam responder a doenças que a medicina ainda não conseguia cuidar. Tendo em vista que a medicina não considerava os aspectos religiosos envolvidos nas práticas de cura desses curadores, o fato de seus curativos desfrutarem de grande aceitação entre a população representava uma concorrência para a atuação de médicos e cirurgiões diplomados. Nesse sentido, na formação de uma “medicina brasileira” —e na construção de uma hegemonia nas artes de curar oitocentistas— era fundamental que a medicina tomasse conhecimento das doenças que mais afligiam a população, assim como deveria desenvolver um tratamento científico que pudesse responder positivamente, não deixando espaço para os curadores populares. Interessante apontar que, ainda que os curadores estivessem desqualificados e desautorizados oficialmente pelos órgãos de saúde pública do Império, continuavam atuando livremente na sociedade brasileira. Chamados agora de charlatães, eles eram perseguidos pelo discurso médico que visava desqualificar suas práticas de cura.

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Periódicos médicos: os usos das ervas em debate A circulação dos periódicos médicos, entre 1827 e 1843, coincide com os marcos mais significativos da construção da hegemonia da medicina no Brasil: a extinção da Fisicatura-mor em 1828; a criação da Sociedade de Medicina em 1829 e sua posterior transformação em Academia Imperial de Medicina; a criação das Faculdades de Medicina no Rio de Janeiro e na Bahia em 1832 e, posteriormente, a criação da Junta de Higiene Pública em 1850. Um momento, portanto, de intenso processo de constituição e afirmação da ciência médica no país. Processo esse que pode ser identificado como um período de implementação de estratégias que visavam a hegemonia política e social. Tais periódicos médicos também serviram como um canal de diálogo entre médicos e pessoas conhecedoras das práticas populares de cura. Tal intersecção pode ser percebida nas páginas desses jornais. Além de documentarem importantes práticas realizadas nesse período, como as plantas medicinais usadas popularmente, havia um posicionamento em relação aos assuntos da própria medicina envolvendo questões sobre a diversidade de teorias médicas e sobre o uso de remédios. A avaliação dos progressos da ciência médica e a clareza do que ainda faltava ao conhecimento médico perpassava pelas muitas experiências feitas a partir do conhecimento popular. O Propagador das Sciencias Medicas, conforme afirmava seu editor, tinha por objetivo divulgar os novos conhecimentos da ciência médica entre os médicos brasileiros e forjar entre estes uma cultura científica que, além da circulação de conhecimentos médicos, também incentivasse a troca de experiências e o debate das mesmas. (Número 1, Janeiro de 1827. Propagador das Sciencias Medicas). Ou seja, abria precedentes para a valorização das experiências e para o livre exame das ideias. Tendo em vista tal concepção, esse periódico apresentava muitos debates entre os médicos sobre os medicamentos receitados para diversas moléstias. Sendo assim, o conhecimento de ervas do país estava em pauta nas discussões médicas e aparecia como tema recorrente. No Propagador, em Janeiro de 1827, foram apresentadas as “diversas aplicações terapêuticas” do agrião do Pará: M. Emanuel Rousseau leu, na Academia Real de Medicina de Paris, uma notícia interessante sobre esta planta, e com especialidade desvelou-se em fazer conhecer os bons efeitos que resultam de seu emprego contra as moléstias escorbúticas. Antes dele M. Bahi, médico do rei de Espanha, tinha feito conhecer as propriedades terapêuticas em uma memória publicada em 1823. Os habitantes da Província do Pará e os da maior parte das outras regiões da América Meridional comem este agrião cru, ou cozido, e os contemplam como um antiescorbútico muito poderoso (Número 1, Janeiro de 1827. Propagador das Sciencias Medicas).

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Fica claro como a investigação das plantas medicinais era uma preocupação presente na medicina europeia e como tal prática foi transplantada para o Brasil. Nesse caso, o Rio de Janeiro, através da Sociedade de Medicina, recebeu as mais variadas amostras de plantas de todo o país para verificar as “aplicações terapêuticas” conhecidas e usadas pela população. Além dos periódicos, as atas das reuniões da Sociedade indicam a preocupação dos médicos em relação aos medicamentos, tanto quanto aos usos das ervas pelos curadores, considerados destituídos de cientificidade principalmente pelos elementos religiosos envolvidos. Nesse sentido, os médicos buscavam o controle legal da venda de medicamentos em geral. As fontes apontam claramente para a valorização das plantas, acompanhada da pretensão de verificação científica desses agentes vegetais de cura. Uma Comissão de membros da Sociedade de Medicina foi proposta especialmente para fazer tais experiências: O secretário apresentou uma coleção de plantas, raízes, cascas e outras substâncias medicinais empregadas pelo vulgo, e remetidas pelo senhor Domingos Francisco Ramos, morador no Iguaçu, para serem entregues à Sociedade. O mesmo secretário fez a esse respeito um breve relatório no qual propôs a nomeação de uma comissão permanente destinada a examinar as substâncias medicinais que forem remetidas à Sociedade cuja proposta sendo aprovada o senhor vice-presidente nomeou membros dessa comissão Jobim, Álvares e De Simoni (Sessão 7ª, 26 de Junho de 1830. Sociedade de Medicina do Rio de Janeiro)3.

E em meio a esses debates, encontram-se também indicações do uso de muitas ervas medicinais combinadas com substâncias químicas. Sobre o tratamento da “Blennorrhagia Syphilitica”, por exemplo, o Propagador apresenta as “muitas opiniões” médicas: Huns limitão-se a prescrever o repouzo, o regime brando, e o uso de bebidas mucilaginosas, acidulas, etc.; ao mesmo tempo que outros buscão suspender a molestia subitamente, ou pelo uso do piper cubeba, do pimentão, da camphora, do balsamo de Copaíba, ou pelo emprego de injecções de sulfato de zinco; de sulfato de cobre, de muriato de mercúrio, de muriato de prata, etc. Outros em fim, combinão estes differentes methodos, e os modificão conforme as circumstancias (Número 1, Janeiro de 1827. Propagador das Sciencias Medica).

3  Grifo meu.

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Conforme afirma Abreu, a concepção de farmácia em Portugal em fins do século xviii, já fazia tais associações. Era uma característica dos médicos “ilustrados” que queriam se diferenciar do galenismo e da polifarmácia a partir da adesão aos métodos experimentais (Abreu 2006, 165-176). Desse modo, essa seria uma forma de desvincular a produção de medicamentos dos elementos presentes nas práticas de agentes de curas populares. Ao inserir certos usos e práticas populares envolvendo as ervas medicinais no campo dos medicamentos, os médicos buscavam comprovar a eficácia ou não através dos princípios da experimentação. Esses médicos manipularam os conhecimentos de curadores populares a fim de transformá-los em um saber científico. Segundo Pita, [...] a farmacologia de finais do século xviii vivia articulada com as influências da medicina galênica que se encontrava em fase de declínio e, ainda, com as doutrinas vitalistas que, como vimos, influenciaram mais ou menos intensamente, a medicina ocidental durante o iluminismo médico. Assim, também a própria natureza de medicamento, o próprio mecanismo de ação era sujeito a concepções diferentes, de acordo com as diferentes doutrinas médicas. Contudo, saliente-se que parte relevante da medicação vivia dos grandes avanços químicos conseguidos em finais do século xviii e, ainda, dos capitais estudos botânicos que caracterizaram o mesmo período histórico (Pita 1996, 28).

Desse modo, na primeira metade do século xix, as propriedades medicinais das ervas começavam a ser testadas pelos médicos brasileiros a partir das experiências feitas à base de substâncias químicas. Esse processo identificava nas plantas o elemento que as constituía como um medicamento. Assim, o “remédio do mato” (Santos y Muaze 2002, 115) usado pelos curadores transformava-se em medicamento devidamente experimentado, tendo suas propriedades medicinais apuradas, verificadas as doenças para as quais poderia atuar com mais eficiência assim como era determinada a forma de administração do medicamento aos doentes. Em uma das sessões do Propagador, o Dr. Tavares publicou um artigo intitulado “Reflexões sobre a Administração do Sulfato de Quinina” afirmando que: [...] todas as descobertas úteis são um serviço a bem da humanidade; por isso a quinina foi recebida como um benefício do céu. Desde que a Europa obteve este salutar presente, os práticos e os químicos se esforçaram a tirar dele toda a vantagem, opondo suas diferentes preparações a diversos males, ou intentando reconhecer à luz de rigorosas análises,

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a parte ativa de seus princípios imediatos (Número 1, Janeiro de 1827. Propagador das Sciencias Medicas)4.

Portanto, os remédios usados pelos curadores eram transformados pela química em medicamentos que deveriam ser manipulados apenas pelos médicos, segundo a legislação da época. As ervas usadas para a cura de tantas doenças e que faziam parte do cotidiano da população em seus curativos tinham agora seus princípios ativos verificados “à luz de rigorosas análises” (Número 1, Janeiro de 1827. Propagador das Sciencias Medicas). Desse modo, as ervas eram esgotadas em suas verificações químicas. Esse processo era descrito nos periódicos. Em outubro de 1830, numa das reuniões da Sociedade de Medicina do Rio de Janeiro discutiu-se uma remessa de amostras de plantas medicinais enviadas pelo Sr. José Lourenço Júnior de Castro da cidade de Porto Alegre. Tais substâncias tinham sido vendidas por um índio para os habitantes daquela cidade. No fim do mesmo mês, a Comissão já tinha emitido um parecer das amostras (Número 30, 23 de Julho de 1831. Semanário de Saúde Pública). Esse documento permite compreender, de forma clara, como os conhecimentos populares foram apropriados pelos médicos. A experiência empírica da manipulação das ervas medicinais foi observada atentamente pelos médicos na elaboração e transformação desse conhecimento o qual foi chamado de “matéria médica vegetal”. A “Relação e Exame das Drogas” apresentada aos membros da Sociedade de Medicina era exemplar. Em primeiro lugar, a descrição das substâncias, e logo a observação de seus usos populares: Nogonilha, bolas brancas, desfazendo-se com facilidade, insolúveis na água, de gosto insípido, em contato com ácido sulfúrico fazem efervescência, sem desenvolvimento de vapor, o que prova ser um carbonato, provavelmente de cal, ainda que não achei um pouco de oxalato de amônia para reconhecer a existência deste ácido; diz o jornal que os índios o aconselham contra a icterícia preta, e que se dá em vinho; posto que eu não sabia o que seja e que icterícia preta, duvido que esta substância, que não parece ser se não um subcarbonato de cal, ou giz, seja digno de figurar na matéria médica: ela não será venenosa senão em grande dose, mais é provável que então o efeito purgativo, que ela deve partilhar com quase todos os sais, que tem por base alkali minerais, vindo a manifestarse o malefício sobre os intestinos seja quase nulo. Hyanalle, é um fruto pequeno, cujo pericarpo é uma cápsula bivalve, com uma semente oval, acuminada, o estilete, do comprimento do fruto é curvo, cheiro ligeiramente aromático, gosto um pouco picante, assemelha-se ligeiramente 4  Grifo meu.

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com o que deixa na boca o cravo da Índia, muito depois de ter sido mascado. Os índios o aconselham contra a icterícia amarela; veio pouca quantidade, não se pode fazer experiência (Sessão 23ª, 11 de Outubro de 1830. Sociedade de Medicina do Rio de Janeiro)5.

Desse modo, as bolinhas de “Nogonilha” foram analisadas a partir de sua interação com substâncias químicas que levou o Dr. Jobim à conclusão de que se tratava de um “subcarbonato de cal”. Segundo informações obtidas em um jornal, como citado no parecer, o uso da “Nogonilha”, combinada com vinho, era um remédio popularmente usado para uma doença chamada “icterícia preta”. Fica evidente que tal doença era desconhecida pelo médico que a analisava. O Dr. Jobim, a partir da identificação de uma de suas substâncias, classificou aquela substância como purgativa, e acabou concluindo que as bolinhas de “Nogonilha” não causavam danos para o intestino, não sendo, portanto, venenosas. Já o “Hyanalle”, indicado para o tratamento da “icterícia amarela” foi identificado como um fruto, descrito, mas não experimentado. Por sua vez, a “mixucam”, outra substância presente na amostra, foi analisada e experimentada em dois doentes, pelo Dr. Jobim, obtendo resultados satisfatórios: Mixucam, vomitório, da-se em caldo, ou leite de vaca: é uma pequena porção do caule de um vegetal, de gosto excessivamente amargo; mandei reduzi-lo em pó, e administrei 12 grãos da maneira por que se dá a ipecacuanha, a um doente do hospital que tinha a língua saburrosa, sem contra indicação para tomar um vomitório, o doente tendo-o tomado às 9 horas, não sentiu incômodo algum, a tarde teve duas evacuações alvinas, não abundantes, sem tenesmo, nem a menor dor no ventre; no dia seguinte o estado saburroso da língua tinha quase desaparecido; este fato animou-me a administrar dobrada dose a uma mulher, que me disse não ter evacuado havia três dias, mandei-lhe dar 24 grãos suspendidos em água morna; esta mulher não teve vômitos, nem ânsias, porém passado tempo ela começou a ter evacuações alvinas, e até a noite teve cinco sem o menor incômodo; no dia seguinte, à hora da visita ela estava alegre com o efeito do remédio. Daqui conclui que o Mixucam é um bom purgante, esse é vomitivo será em maior dose: não tive mais para começar novos ensaios (Sessão 23ª, 11 de Outubro de 1830. Sociedade de Medicina do Rio de Janeiro)6.

5  Grifo meu. 6  Grifo meu.

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Tendo em vista que os médicos não seguiam um protocolo científico determinado para tais experiências, o que estava acessível para a verificação das “virtudes medicinais” das plantas eram os mesmos parâmetros das práticas populares. Interessante notar como o conhecimento popular, em torno da “mixucam” como vomitório, foi apropriado após sua comprovação empírica. A conclusão do Dr. Jobim sobre as amostras de substâncias do índio de Porto Alegre é emblemática da valorização do conhecimento popular envolvendo as ervas para a medicina. As plantas curativas atendiam aos interesses da medicina, assim como da sociedade burguesa industrial como um todo, uma vez que essa demandava novas matérias primas, nesse caso, “matéria médica vegetal”, para fazer frente à crescente demanda de uma economia de mercado em crescimento e à concentração de pessoas nas cidades europeias e, ainda, a algumas doenças tropicais que assolavam a Europa, como a lepra, a malária e as febres. Sendo assim, o Dr. Jobim encerra suas observações sobre as ditas substâncias reafirmando a importância delas, assim como desfazendo a suspeita do Sr. José Lourenço Júnior de Castro de que os remédios indígenas se tratavam de venenos: Estas substâncias vieram em mui pequena porção, para se poder fazer experiências que sejam bem concludentes sobre as suas virtudes medicinais. A exceção do mixucam, que julgo ser ao menos um purgante, nada experimentei sobre as outras amostras; a natureza dos minerais não foi determinada por falta de uma caixa de reativos, traste que é de absoluta necessidade que a Sociedade mande vir. Julgo necessário que a Sociedade acuse ao homem de Porto Alegre a recepção dessa remessa, e lhe agradeça, advertindo-lhe que entre as substâncias enviadas não há uma só que se deva considerar como um verdadeiro veneno. Que pelo contrário, reconhece que algumas podem figurar com vantagem em uma matéria médica brasileira, que longe de se considerar os índios que as levaram à Província do Rio Grande como assassinos, se deve animálos, não a distribuir indiscretamente essas, e outras substâncias entre o povo, mas a ir dá-las às Câmaras Municipais, dando-se lhes alguma recompensa, a fim de que as Câmaras as mandem examinar, ou remetam a Sociedade de Medicina, e que ele que tanto clamou contra os índios na Sentinela da Liberdade na guarita ao norte da Barra do Rio Grande de S. Pedro, deve lembrar-se de que a esses indígenas respeitáveis, deve a humanidade a descoberta da ipecacuanha e da quina (Sessão 23ª, 11 de Outubro de 1830. Sociedade de Medicina do Rio de Janeiro)7.

7  Grifo meu.

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Em 1835, a Revista Médica Fluminense publicou a experiência realizada pelo Dr. Meirelles. O referido médico pôs em debate o princípio ativo e a eficácia das propriedades medicinais de uma erva conhecida popularmente como “Tolanga” e que ele julgava ser a “Leonurus Cardiaca de Linneo (...)” para o tratamento das afecções peitorais e hemoptises. Assim foi descrita a verificação científica que visava substituir o “hysopo” pela referida planta, e que foi confirmada por mais dois médicos presentes na reunião: Pela sua própria experiência ele verificara as virtudes medicinais deste vegetal, que cresce em abundância nos lugares rústicos dos arredores da Cidade, e que lhe parece mui digno de ser substituído ao hysopo, e a outras plantas usadas nas afecções crônicas de peito e nas hemoptises. O método de administrar este vegetal é de misturar duas colheres de sopa do sumo expresso recente com outras duas de mel de jaty, repetindo esta dose várias vezes por dia, segundo a maior ou menor precisão de estancar a hemorragia que muitas vezes ele viu parar com este remédio. O Sr Pinheiro confirmou as observações do Sr Meirelles, asseverando ter muitas vezes usado com vantagem do sumo da dita planta misturado com açúcar nos casos acima indicados. O Sr Álvares confirmou igualmente com a sua prática as ditas observações (Número 1, Abril de 1835. Revista Medica Fluminense).

Desse modo, um remédio do mato conhecido popularmente é identificado por um nome científico: “Leonurus Cardiaca de Linneo [...]”. Inclusive ele tem seus princípios ativos experimentados e apresentados aos membros da Academia Imperial de Medicina, que sinalizavam positivamente para o uso medicamentoso da “Tolanga”, como conhecida popularmente, pelo fato de também terem experimentado e comprovado a eficácia do remédio. A forma de administrar o medicamento pelo uso popular não foi indicada, mas os médicos acima sugeriram que a planta poderia ser misturada com “mel de jaty” ou com açúcar. Provavelmente, esse seria um modo de neutralizar o gosto amargo da erva. A experimentação e, consequentemente, o uso dos remédios da terra era incentivado pelos médicos por serem vistos como uma forma necessária e vantajosa de “enriquecer a matéria médica nacional”. Na ambição por tornar a medicina desenvolvida no Brasil uma ciência identificada por seus aspectos singulares, o Dr. Torres ressaltava também os benefícios econômicos, sugerindo a substituição de vegetais importados que chegavam ao país deteriorados ou quando não, encontranam-se em falta: O Sr. Torres, louvando a comunicação acima feita pelos sócios, e insistindo na necessidade, e vantagem de se substituírem, quanto é possível,

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os remédios indígenas aos exóticos para enriquecer a matéria médica nacional, chamou também a atenção da Sociedade sobre as propriedades epispásticas e vesicatorias de uma planta, que o vulgo de Campos, sua pátria emprega com vantagem como vesicatório, socando as folhas dela com vinagre, e formando um epithema, que aplicado a pele, produz em poucas horas uma vesícula igual à que produzem as cantháridas. É segundo ele um pequeno arbusto que cresce em abundância, no distrito de Campos, e que como ele pensa pode muitas vezes ser substituído às cantháridas da Europa, que muitas vezes chegam aqui alteradas, ou se acham caras e escassas no comércio. Esta planta asseverou o Sr Meirelles chama-se vulgarmente Louca e é da família das Jasmíneas de [...] ele a colheu em 1829 [...] Cidade, e foi por mim colhida no morro do Castelo. O princípio epispástico desta planta só reside no sumo as folhas aplicadas à pele por qualquer das suas superfícies nada produzem [...] (Número 1, Abril de 1835. Revista Medica Fluminense)8.

Na discussão, o Dr. Meirelles identificou o nome popular da planta, “Louca”, e indicou o uso do sumo das folhas como um modo mais eficaz, segundo ele, de sua aplicação como epispático. Como pode ser visto pelo registro dessas reuniões, as plantas do país usadas por curadores no tratamento de muitas doenças eram objeto de interesse dos médicos. A apropriação desses remédios era feita a partir do conhecimento do uso popular. Contudo, as experiências privilegiavam especificamente as análises químicas e os resultados finais que identificassem o remédio à medicina. E a “Louca”, segundo o Dr. Meirelles, era interessante financeiramente à medicina brasileira e ao país também porque poderia substituir as “cantháridas da Europa que muitas vezes chegam aqui alteradas, ou se acham caras e escassas no comércio”. As revistas especializadas, nesse período, foram ricas nessas discussões. A publicação dessas experiências visava, por um lado, fomentar as experiências em torno das ervas do país, aquelas a que os curadores licenciados pela Fisicaturamor estavam restritos a fazer uso em seus tratamentos, transformando-as em conhecimento científico. Por outro lado, a publicação tinha por objetivo explorar os costumes da população que, independente da classe social, era assistida por curadores que eram identificados pela medicina pelo uso das ervas do país em suas práticas de cura e como importantes concorrentes nas artes de curar.

8  Grifo meu.

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A apropriação dos saberes da terra: a valorização dos conhecimentos dos curadores versus a desqualificação de suas práticas de cura No momento em que os médicos buscavam controlar as artes de curar no país, e ainda se esforçavam para se tornar oficialmente uma voz competente nos assuntos de saúde pública perante o Governo, a apropriação das plantas era vista como um conhecimento necessário e refinado do ponto de vista dos avanços da história natural. É importante recordar que os curadores, conhecedores das plantas do país, de sua manipulação, e de seu uso no curativo de toda sorte de doenças, estavam, hierarquicamente, entre os que eram menos valorizados, entre os ofícios de cura, devido a sua condição social. Contudo, seu saber era de muito valor para o conhecimento da medicina, e na medida em que o processo de hegemonia ia avançando no período pós-independência, esse saber era útil na constituição de uma medicina que pudesse se tornar caracteristicamente brasileira. Assim, é possível perceber que os saberes de cura estavam em disputa no discurso médico apresentado nos periódicos. A imbricação de diferentes concepções de tratamentos é uma evidência histórica de que o saber científico em torno das propriedades medicinais das ervas era conformado a partir de conhecimentos compartilhados entre os curadores e a população. Para a Sociedade de Medicina, a verificação das ervas do país era uma importante questão de saúde pública (Número 1, Abril de 1835. Revista Médica Fluminense ). A Sociedade tinha seus interesses voltados, além da habilitação oficial para as artes de curar, para o mercado de medicamentos e drogas que eram comercializados por pessoas sem muitas vezes ter licença para tal função. Muitas amostras de plantas medicinais e de “águas virtuosas” (Sessão 18ª, 21 de Agosto de 1830 e Sessão 20ª, 11 de Setembro de 1830. Sociedade de Medicina do Rio de Janeiro) foram encaminhadas para a referida comissão, a fim de que fossem avaliados seus princípios curativos conhecidos popularmente. Isso demonstra como os médicos pretendiam absorver os conhecimentos de cura envolvendo as ervas do país, anteriormente reconhecidos como saberes legítimos próprios dos curadores, dando-lhes novo significado e atribuindo-lhes status científico. Os médicos, entretanto, refutavam o caráter milagroso (Marques, 2003, 173) dos medicamentos, por isso buscavam observá-los a partir das premissas da ciência moderna a fim de que fossem comprovadas as propriedades curativas. A Fisicatura-mor ao licenciar os curadores para o exercício da cura legitimava esse conhecimento tradicionalmente popular, transmitido oralmente em um processo criativo da memória e das diferentes práticas de cura que se mesclavam no ambiente plural da Corte Imperial do Brasil. Mesmo depois de extinta, os médicos continuaram demonstrando interesse nos conhecimentos das ervas medicinais. Nesse sentido, as experiências em torno das plantas eram

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cada vez mais frequentes, e o modo como se transformavam em conhecimento científico eram refinados ao longo dos anos ao mesmo tempo em que seu uso original ia sendo obscurecido pelo discurso médico. Nesse sentido, o Dr. Meirelles, em 1835, relatou sua observação à Academia Imperial de Medicina acerca de um fruto usado popularmente como purgante e emético. Os modos de uso da planta foram descritos, demonstrando que sua experiência foi iniciada a partir do conhecimento popular: Um fruto o qual tem um tecido reticular em forma de casulo, e que os pernambucanos do mato chamam bucha, porque com ele carregam as espingardas em lugar dos trapos ou papel. Cresce este fruto, em abundância nos matos daquele país e também nos de Mato Grosso, donde alguns foram trazidos pelo sócio correspondente Manso, e por este recomendado como purgante drástico mui forte, e designado como emético mais violento. O vulgo usa mais deles em clisteres do que pela boca por mui venenoso, e produzir deste modo os mesmos efeitos purgativos, como dado pela via superior (Número 1, Abril de 1835. Revista Medica Fluminense)9.

O Dr. Meirelles também verificou que a mesma planta conhecida como “bucha” no Nordeste foi encontrada no Rio de Janeiro pelo nome de “cabacinho” por ser semelhante ao também popular “cabaço amargoso, de que se fazem as cuias para águas, outros usos”. E ainda reafirma o conhecimento das virtudes medicinais advindas do saber popular: O Sr Meirelles assevera ter visto efeitos purgativos mui fortes de uma pequena dose do mesmo, dada em clister, circunstância esta que lhe parecia recomendar muito este novo meio terapêutico e chama sobre ele a atenção dos médicos (Número 1, Abril de 1835. Revista Medica Fluminense).

No ideal de desenvolvimento e progresso presente no discurso médico as plantas medicinais constituíam a referência de um produto medicamentoso próprio da terra extremamente vantajoso. Contudo, se também era um meio de convencer a população a dar credibilidade à medicina ao invés de, reputar como mais eficiente os tratamentos dos curadores, restava um longo caminho. O fato era que se fazia urgente, para os médicos, transformar aquele conhecimento popular em um saber autorizado pela medicina do Império. Nesse sentido, a

9  Grifo meu.

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orientação da Academia em aceitar amostras de plantas apenas dos homens da ciência daquele período visava deslocar esse conhecimento do meio popular. A hegemonia política da medicina enfrentou muitas resistências, tanto por parte dos próprios curadores que continuaram atuando ativamente, quanto da população que buscava os serviços desses agentes de cura populares. Pessoas de todas as classes sociais se curavam com os curadores. Os médicos reivindicavam a competência e a autorização para cuidar da saúde, contudo, a hegemonia social era dominada pelos curadores populares. Se a implantação das Faculdades de Medicina no Brasil foi um dos motores desse projeto político e social, formar médicos ainda não era suficiente para transformar culturalmente a sociedade. A ciência médica não respondia aos anseios dos doentes que buscavam a cura do corpo e também da alma. Era necessário forjar novos costumes em relação à doença e à saúde entre a população, e esses deveriam carregar consigo elementos das práticas mais aceitas até então. É nesse contexto que as práticas de cura dos curadores foram desqualificadas, mas seus conhecimentos em torno das ervas medicinais não. Desde os tempos em que a Fisicatura-mor reconhecia oficialmente a atuação do curador, é possível afirmar que o interesse dos médicos recaía sobre os conhecimentos acerca do uso da flora medicinal brasileira no tratamento de doenças. Tal interesse nos conhecimentos populares, dominados pelos curadores, muitas vezes identificado como “remédios indígenas”, já tinha sido demonstrado formalmente. No Estatuto da Academia Médico-Cirúrgica do Rio de Janeiro de 1813 havia a seguinte orientação: Alem do exercício diário das doenças já conhecidas nos annos passados, cuja observação não deve cessar, fará o Lente licçoes de ensaios dos remedios indígenas, que o povo indiscretamente applica, e daquelles que com o andar do tempo se depararem. Não he necessario intimar-se a cautela, com que a Medicos principiantes, que com o fogo da pouca idade são muito ouzados, cumpre franquearem-se medicamentos ainda não calculados, embora suas virtudes se descontem e os que são athegora desconhecidas. Pouco á pouco em doses mínimas hé a regra pratica para não arriscar a vida dos enfermos (Estatuto de Medicina do Rio de Janeiro (1813), Fundo/ Coleção Brasil em Geral. Biblioteca Nacional, 22-23)10.

Portanto, é incontestável a importância dada ao conhecimento acerca da flora medicinal brasileira. No quinto ano do curso que formava cirurgiões11, 10  Grifo meu. 11  “As Academias formavam cirurgiões, os quais para exercerem livremente sua arte em todo o Reino e domínios de Portugal até 1822, e depois disso no Brasil, tinham que obter a carta de

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os remédios “que o povo indiscretamente aplica” eram considerados objeto de investigação. O citado Estatuto informou o quanto esses remédios eram usados pelos médicos nesse período, o que foi justificado pela “pouca idade” e “ousadia” de alguns deles. A orientação descrita acima indica que os remédios deviam ser “calculados” ou “conhecidos”, ou seja, precisariam passar por um processo de tradução científica de seus elementos medicinais populares, a fim de serem identificados como “medicamentos”, vegetais analisados, classificados e experimentados pela medicina. Por fim, não há uma restrição ao uso dessas substâncias populares, mas apenas a indicação de uma precaução em vias de proteger o doente. Uma “regra prática”, o que implica dizer que o uso das ervas medicinais era muito bem tolerado e aceito entre os médicos e cirurgiões. É possível afirmar, portanto, que os médicos desde o tempo das Academias Médico-Cirúrgicas já demonstravam interesse pelo uso popular das plantas medicinais. Do mesmo modo, os membros da Sociedade de Medicina estavam atentos às vantagens que esse saber poderia trazer para a medicina. Ao analisá -las afirmavam estar baseados nos parâmetros da ciência moderna, aplicando os novos conhecimentos de química, botânica e história natural em evidência naquele período. Entretanto, o uso empírico popular das plantas era o impulso inicial para a comprovação científica de suas propriedades medicinais. Conclusão: o processo de tradução científica A tradução científica (Lei, 1999; Roque, 2004) dos conhecimentos de cura populares passou por um processo de descontextualização. As práticas e técnicas de uso no trato com os vegetais em seus curativos foram separados de seu contexto original e associados à ciência num movimento de apropriação desse conhecimento pela medicina. Segundo Santos, Souza e Siani: A transformação de um elemento não reconhecido, pela medicina científica, como possuidor de qualidades terapêuticas, em um medicamento, pressupõe seu isolamento do contexto histórico e social em que foi observado inicialmente. A partir de então, passa a ser construída uma nova rede de conhecimentos, articulada socialmente ao novo contexto, no qual esse cirurgião, mediante aprovação num exame feito perante os oficiais da Fisicatura (até setembro de 1826, quando por lei as Academias passaram a conferir diplomas sem intervenção da Fisicatura). Mas, como o ensino continuava livre por todo o período analisado, era possível aprender as artes de cura (com exceção da medicina) com profissionais aprovados e, então, pedir admissão ao exame mostrando, por atestado, ter praticado por quatro anos no mínimo” (Pimenta 1997, 55).

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elemento estará situado, tecnicamente, ao conjunto de práticas e aos saberes que configuravam a ciência médica (2008, 29-47).

Essa “nova rede de conhecimentos” impõe uma transformação do conhecimento dos curadores, no modo como é usada e também pensada. Como afirmam os autores acima, há um processo de isolamento do contexto histórico e social em que esse conhecimento, que envolve um remédio baseado na flora medicinal, se transforma em medicamento. Esse movimento de apropriação de um conhecimento popular de cura e sua tradução em um saber médico indica o interesse que a medicina tinha ao legitimar o ofício do curador durante o período de vigência da Fisicatura-mor. Esta estratégia aponta para o processo de hegemonia cultural, necessário à imposição de uma nova ordem médica. Assim, a partir da apropriação de uma parte dos conhecimentos dos curadores estabelecia-se uma aproximação em relação aos costumes mais arraigados da sociedade brasileira. Muito embora, as práticas estivessem desqualificadas, e todo o arsenal de mistério e segredo estivesse desvinculado desse movimento, a manipulação das ervas do país, a partir do levantamento de suas virtudes medicinais e da identificação das doenças específicas às quais eram destinadas, foi incorporada ao conhecimento científico médico. Desse modo, a tradução científica ocorreu pela transformação das práticas populares, às quais as plantas estavam originalmente vinculadas a rituais religiosos em conhecimento científico, a fim de manter uma relação com o passado histórico apropriado. Assim, a valorização do uso das ervas medicinais no tratamento de doenças, costume consolidado no imaginário e no cotidiano da sociedade, se impôs como uma estratégia no processo de construção da hegemonia da medicina a partir da constituição de novas tradições de cura. O saber popular, para ganhar legitimidade perante a medicina, deveria ser submetido à “experiência com crítica” (Número 4, 22 de Janeiro de 1831. Semanário da Saúde Pública). Para isso, o uso das plantas passava por uma complexa diferenciação de seu contexto original. A valorização da empiria herdada pela medicina luso-brasileira, cujo marco é a reforma dos estatutos da Universidade de Coimbra, permite relacionar a apropriação das plantas medicinais brasileiras com uma tendência vigente em Portugal, e em toda a Europa, de fazer experiências com espécies vegetais e usá-las na produção de medicamentos. Como aponta Pimenta, tal valorização do conhecimento das plantas medicinais da terra estava atrelada à sua eficácia no tratamento das moléstias nativas desde o período de vigência da Fisicatura-mor, quando os saberes dos curadores eram legitimados tendo em vista tal conhecimento e a pretensão de sua apropriação pela medicina (Pimenta1997, 68).

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Entre os trabalhos da Sociedade de Medicina em 17 de Agosto de 1831 aparece o relato de uma “análise e experiências” sobre a castanha de caju: Logo o Sr. Jobim comunicou à Sociedade o artigo de uma carta particular relativo a uma análise e experiências feitas em Paris sobre a castanha de caju pelo Sr. Vieira, jovem brasileiro ali residente, o qual separou da dita castanha uma resina com todas as propriedades escaroticas que possui a mesma castanha, e dela se serviu para produzir chagas, e estabelecer exutorios na superfície da pele. O senhor Jobim apresentou uma amostra desta resina (Sessão 14ª extraordinária, 17 de agosto de 1831. Sociedade de Medicina do Rio de Janeiro).

A separação de uma determinada substância da castanha, sua análise e as conclusões da experiência estavam no âmbito da pesquisa científica. O procedimento da “análise e experiência” foi fundamental para dissimular sua origem popular baseada no conhecimento e na memória dos curadores. Assim, depois de validada dentro dos padrões da medicina, ela poderia ser considerada “matéria médica vegetal”. Alguns elementos pertencentes ao universo de saberes dos curadores, ainda que tenham sido excluídos do âmbito oficial das artes de curar, foram apropriados por serem vistos como conhecimentos que poderiam legitimar a medicina no país e destacá-la pela sua especificidade. O uso das plantas com propriedades curativas não era uma novidade para os europeus, mas colocava o Brasil em pé de igualdade, uma vez que os médicos locais demonstravam possuir conhecimento das ervas nativas cujas propriedades eram idênticas a muitas das importadas, abrindo possibilidades para novas descobertas. Nesse sentido, os saberes dos curadores circularam entre as Faculdades de Medicina e as reuniões da Academia Imperial de Medicina e foram objetos da tentativa por parte desses cientistas de associar as propriedades medicinais dessas plantas ao discurso científico e ilustrado dos quais estavam impregnados seus interesses. No mesmo movimento, buscaram, através da experimentação, dissociar esses conhecimentos de qualquer aspecto religioso e popular que pudessem ter, emprestando-lhes ares de conhecimento científico. Nesse processo de tradução científica, em que um conjunto de procedimentos foi adotado pela medicina a fim de descontextualizar elementos, originalmente pertencentes ao conjunto de práticas e saberes dos curadores, recolocando-os para a sociedade dentro do contexto da “nova ordem”, o discurso científico desempenhou o papel de validador e modernizador das práticas vigentes na sociedade. A vinculação com o passado histórico, ou seja, com as tradições populares de cura, facilitaria o processo de construção da hegemonia social. Assim, ao recomendar um medicamento com base nos elementos da cultura popular, o

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médico demonstraria que seu saber não estava completamente distante e não era tão diferente do universo do doente, apresentando-se como uma “evolução” dos saberes populares e ainda como uma sofisticação das práticas terapêuticas então dominantes. Bibliografia Abreu, Jean Luiz Neves. 2006. O Corpo, a Doença e a Saúde: o Saber Médico Lusobrasileiro no Século xviii. Tese de doutorado, ufmg, Belo Horizonte. Alencastro, Luiz Felipe de. 1997. Vida privada e ordem privada no Império. En: História da Vida Privada no Brasil: Império, 10. São Paulo: Companhia das Letras. Annaes da Medicina Brasiliense. Junho de 1845, Número 1. Annaes da Medicina Brasiliense, (1845-1851). Biblioteca Nacional. Atas das sessões da Sociedade de Medicina. 1830-1850. Academia Nacional de Medicina. Dias, Maria Odila Silva. 1972. A interiorização da Metrópole (1808-1853). En: MOTA, 1822: Dimensões, org. Carlos Guilherme. São Paulo: Perspectiva. Estatuto da Medicina do Rio de Janeiro. 1813. Fundo/Coleção Brasil em Geral. Biblioteca Nacional. Ferreira, Luiz Otávio. 2004. Negócio, política, ciência e vice-versa: uma história institucional do jornalismo médico brasileiro entre 1827 e 1843. História, Ciências, Saúde – Manguinhos, Rio de Janeiro, v. 11 (suplemento 1): 93-107. Kury, Lorelai. 1990. O Império dos Miasmas: a Academia Imperial de Medicina (18301850). Dissertação de Mestrado. Niterói: uff. Lei, Sean Hsiang-lin. 1999. From changshan to a new anti-malarial drug: re-networking Chinese drugs and excluding Chinese doctors. Social Studies of Science, London, v.29, n.3: 323-358. Marques, Vera Regina Beltrão. 2003. Medicinas secretas: magia e ciência no Brasil setecentista. En: Artes e Ofícios de Curar no Brasil, org. Sidney Chalhoub, Vera Marques, Gabriela dos Reis Sampaio y Carlos Roberto Galvão Sobrinho, 164-165. Campinas: Ed. Unicamp. Pimenta, Tânia Salgado. 1997. Artes de Curar: um Estudo a partir dos Documentos da Fisicatura-mor no Brasil do Começo do Século xix. Dissertação de Mestrado. Campinas: UNICAMP. Pimenta, Tânia Salgado. 1998. Barbeiros-sangradores e curandeiros no Brasil (180828). História, Ciências, Saúde - Manguinhos, Rio de Janeiro, V (2): 349-72, jul-out, 1998. Pita, João Rui. 1996. Farmácia, Medicina e Saúde Pública em Portugal (1772-1836). Coimbra: Minerva História. Porto, Ângela de Araújo. 1985. As Artimanhas de Esculápio: Crença ou Ciência no Saber Médico. Dissertação de Mestrado. Niterói: uff. Propagador das sciencias medicas, ou annaes de medicina, cirurgia e pharmacia; para o Império do Brasil, e nações estrangeiras; seguidos de hum boletim especialmente consagrado às sciencias naturaes, zoologia, botanica, etc. etc. Rio de Janeiro:

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Typographia de P. Plancher-Seignot, 1827. Por J. F. Sigaud, doutor em medicina. n°.2, fevereiro. Biblioteca Nacional. Revista Médica Fluminense. 1835-1841. Biblioteca Nacional. Roque, Ricardo. 2004. Sementes contra a varíola: Joaquim Vás e a tradução científica das pevides de bananeira brava em Goa, Índia (1894-1930). História, Ciências, Saúde – Manguinhos, Rio de Janeiro, v.11, n.1: 183-222. Santos, Fernando S. Dumas dos y Muaze, Mariana de A. Ferreira. 2002. Tradições em Movimento: uma Etnohistória da Saúde e da Doença nos Vales dos Rios Acre e Purus. Brasília: Paralelo 15. Santos, Fernando Sergio Dumas dos; Souza, Letícia Pumar Alves de; Siani, Antonio Carlos. 2008. O óleo de chaulmoogra como conhecimento científico: a construção de uma terapêutica antileprótica. História, Ciências, Saúde – Manguinhos, Rio de Janeiro, v.15, n.1: 29-47. Semanário de Saúde Pública. 1831-1833. Sociedade de Medicina do Rio de Janeiro: Biblioteca Nacional.

Especializaciones médicas y prácticas de poder

6 Un secreto bien guardado: cuerpos, emociones y sexualidad femeninos en el México del siglo xix Fernanda Núñez Becerra A pesar de que en México los cuerpos de las mujeres estuvieron en la mira de los observadores sociales del siglo xix y de que éstos escribieron muchísimo sobre su papel como reproductoras sociales, hoy sabemos muy poco acerca de las prácticas sexuales “reales” de las parejas, menos aún sobre sus deseos y emociones íntimas, así como casi nada sobre su posible manejo de técnicas o métodos contraceptivos. En efecto, “el acto de la generación”, como se le llamó a la sexualidad, incluso después de la década de los setenta en que naciera como ciencia en Europa1, fue visto durante todo el siglo xix, y hasta muy entrado el xx, como un tema muy “delicado” o “espinoso” de tratar en público. Para no ser tachado de obsceno, solo se podía manejar “científicamente” dentro del sector médico que escribió mucho, justamente, para canalizar las pasiones, domeñar los instintos y encauzar los amores de las parejas, pero solo dentro del sagrado vínculo del matrimonio. En México no contamos con el valioso material que ha permitido a historiadores recientes profundizar en lo que se llamó durante décadas la “moral victo1  La referencia a Foucault es inevitable pues, como lo señaló hace ya muchos años en su Historia de la sexualidad (2007), la proliferación de discursos relativos al sexo, en el siglo xix, considerado el de la represión de las pulsiones, alimenta un interminable discurso que concuerda con la multiplicidad de procedimientos para su confesión y somete al cuerpo a una insaciable voluntad de saber que si estimula el deseo por una parte, asegura su control por la otra, en una sutil tecnología de poder. Pertenece a un conjunto discursivo marcado por la emergencia de la scientia sexualis, es decir, el saber sobre el sexo, que se opone a culturas donde el sexo no era asunto de saber, sino el objeto de un ars erótica, como la india.

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riana”, mostrándonos que los flamantes y orgullosos burgueses decimonónicos, es decir, las clases cultas y acomodadas tanto europeas como norteamericanas, pudieron haber sido más apasionados sexualmente de lo que se había pensado, tal como lo expresaron en diarios y correspondencias íntimas. El examen cuidadoso de esos documentos personales ha permitido conocer la otra cara de esa educación sentimental victoriana que trató siempre de moderar y encauzar, con mayor o menor éxito, las pasiones amorosas (Gay 1992)2. En México, un país muy católico, ha resultado más difícil acercarnos al espacio de los cuerpos y al de las prácticas amatorias o sexuales decimonónicas, tanto de hombres como de mujeres, tal vez porque nuestros compatriotas escribieron muy poco al respecto, o al menos, han sobrevivido muy pocos testimonios directos que aborden el tema. Por esta razón, se ha trabajado mucho más con la literatura especializada y científica, generalmente normativa, que nos permite conocer solo una parte de esa realidad3. Hasta que aparezcan más testimonios íntimos, debemos aprovechar con atención las escasas huellas documentales producidas por mexicanas decimonónicas, como podrían ser las cartas entre Margarita Maza y su adorado Benito Juárez, o las deliciosas memorias de Concha Lombardo que escribe para guardar la memoria de su no menos querido y malogrado esposo, Miguel Miramón; ambas, mujeres de la misma época histórica (Aguilar 2006; Cárdenas 2009)4. En este ensayo intentaremos contrastar estas huellas con aquella vasta literatura 2  Peter Gay (1992) fue el primero en sacar a la luz expresivos diarios y correspondencia íntima, como testimonio innegable de que el deseo humano puede triunfar sobre los dictados de la cultura. Sin embargo, nadie puede negar la gran tensión latente tanto en el discurso como en el comportamiento sexual de esos mismos victorianos. Tampoco podemos traslapar esas experiencias, en su mayoría provenientes de la burguesía protestante, con lo que pudo haber sucedido en países latinos, es decir, católicos. 3  También pudo haber sucedido que las familias poseedoras de documentos íntimos de sus ancestros no hayan querido compartirlos. Cuando el Instituto Nacional de Antropología e Historia lanzó en 1992 la convocatoria llamada “Papeles de Familia” comenzó a recibir valiosos documentos personales de familias. Sin embargo, hasta la fecha no he encontrado alguno que hable del tema que compete a este artículo: la sexualidad femenina. 4  Tomé con mucha precaución historiográfica los datos que proporcionan ambos libros, ganadores de los premios a mejores biografías de mujeres mexicanas, porque no pude consultar directamente ni las cartas entre Margarita y Juárez, ni el diario de Concepción Lombardo. Para nuestra desgracia, Erma Cárdenas, una periodista, “completa”, como lo confiesa ella misma, el texto original en negritas de la propia Concepción. Nos parece que esta estrategia literaria es poco válida historiográficamente, justamente por anacrónica, ya que introduce problemáticas de mujeres “liberadas sexualmente” del siglo xxi en el discurso de una mujer del siglo xix que no pudo haber pensado, ni mucho menos escrito, lo que la autora le hace decir. El diario en cuestión consta de casi mil páginas. Es un escrito algo particular ya que su intención fue alabar la memoria del marido. Si su autora hubiera querido hablar de sus relaciones sexuales, de su cuerpo y sus sentimientos más íntimos, seguramente lo hubiera hecho.

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escrita por médicos, supuestamente basada en testimonios de pacientes, así como con tesis de obstetras mexicanos y ensayos diversos de observadores sociales, para intentar entender esa cultura somática que se echará a andar en México, al mismo tiempo que se va construyendo la nación, para formar ciudadanos modernos y civilizados. A pesar de las diferencias políticas que separarían irremediablemente en bandos opuestos a nuestras mujeres escritoras, a Concha del lado conservador y a Margarita del liberal; o de las diferencias geográficas que había entre la capital y una ciudad de provincia, ambas compartieron una sensibilidad común y un convulso periodo que enfrentó al país en una cruenta guerra civil, paralela a una invasión extranjera. Este periodo, hoy conocido como el Segundo Imperio, culminó en 1867 con el triunfo de Juárez y el fusilamiento del Emperador Maximiliano de Habsburgo, junto con Miguel Miramón, el amor de Concha. Margarita y Concepción pertenecieron a la clase acomodada de mediados del siglo, se casaron por elección propia y, probablemente, lo que hoy llamaríamos “por amor”. Ambas fueron firmes acompañantes y fervientes seguidoras de sus maridos, hasta en la desgracia; vivieron la gloria cuando sus esposos estuvieron en la cúspide política y la adversidad, cuando su bando perdía. Tuvieron que huir e ir pariendo y criando hijos lejos de sus esposos, en difíciles circunstancias. Las dos perdieron a alguno de ellos e hicieron su luto lejos de sus familias y su patria5. Estas mujeres podrían servirnos de ejemplo de que también en México debemos cuestionar esos clisés históricos que han confundido el ideal de la mujer débil, sumisa, dependiente y asexuada, el llamado “ángel del hogar”, con una realidad mucho más compleja. Si bien las mujeres fueron dependientes legal y económicamente de sus padres y maridos, no por ello fueron etéreos seres celestiales. La historia muestra que la cultura no es monolítica y que está llena de madres paridoras que, como Margarita y Concha, también fueron aguerridas y valientes a la hora de defender sus ideales. Tanto Margarita como Concha tuvieron su primer hijo antes de cumplir el primer año de casadas. A pesar de que Concha y Miramón tuvieron que exilarse a pocos días de haberse casado, huyendo a caballo de la capital, Concha da fe de su embarazo muy poco después, así como de su parto, del que solo dice:

5  Margarita, la menor de cuatro hermanos, nació en Oaxaca el 28 de marzo de 1826, hija de un rico italiano, Antonio Maza, y de la oaxaqueña Petra Parada. En su casa la huérfana hermana de Benito Juárez vivió como cocinera, lo cual permitió que ambos se conocieran, se enamoraran y se casaran, a pesar de sus diferencias de clase. Concepción Lombardo, también hija de familia acomodada, nació en la ciudad de México, el 8 de noviembre de 1835. Fue la sexta de doce hermanos y quedó huérfana a temprana edad, ya que su madre murió a los 43 de meningitis, habiendo dado a luz doce hijos y criado a ocho.

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[…] obedecí las instrucciones de la comadrona y a las 8 de la noche di a luz. Mi primogénito vino a este mundo para estrechar los lazos de amor que me unían a mi esposo. Todo parecía salir a medida de sus deseos (del marido): deseando un varón, se lo concedió el cielo. Yo no cabía en mí de gozo […]

De lo que sí escribió mucho más fue del espléndido bautizo y “suntuoso lunch que ofrecieron para ciento sesenta cubiertos” (Cárdenas 2009, 158). De su última hija, Lola, Miramón escribió: “[…] me había hecho la ilusión de que me darías un Rafael (nombre del hijo que se les había muerto), pero Dios no ha querido. ¿Qué vamos a hacer? Conformarnos y desearte un completo restablecimiento y mucha leche para que tengas el gusto de criar a nuestra hija” (Cárdenas 2009, 282). Concha comentará su estado de gravidez casi cada año, sin conmiserarse por las duras condiciones en las que se encontró cada vez, huyendo, o viviendo en el exilio, dedicando un renglón o dos al parto y, sin detenerse en ello, describirá también escuetamente lo difícil que fue perder a dos de sus seis hijos pequeños. Cuando fusilaron a su esposo, llevaba ocho años y medio de casada. A la muerte del marido emigró a Europa, donde educó y vio crecer a sus hijos. A su regreso a México sólo efectuó un acto público: exhumó el cadáver de su esposo para que no descansara cerca del de Juárez, quien había ordenado su fusilamiento, y, como prometió, nunca se quitó el luto (Cárdenas 2009, 339). Margarita será más prolífica. Parió doce hijos porque su marido estuvo del lado ganador y corrió con mejor suerte, por lo que pudieron convivir más años. Tuvo unas gemelas e incluso, en algún año, tuvo dos partos, muchos en exiguas condiciones, lo que la obligó a poner una tienda y trabajar. En una ocasión en la que Juárez era perseguido, fue ella quien le mandó dinero. También perdió a cuatro hijos de corta edad, algunos viviendo en el exilio. El último de sus hijos nació casi al mismo tiempo que su primera nieta. Al parecer, esas precarias condiciones y la tristeza por la muerte de sus hijos hicieron mella en su salud. Margarita murió en 1871. A pesar de lo lacónico de esos testimonios, ellos nos permiten vislumbrar lo que representaba ser mujer en aquella época y pertenecer a lo que hoy conocemos como “antiguo régimen demográfico”. El comportamiento reproductivo de ambas mujeres, llamado “natural”, tiende a confirmar que en México no se practicó el control de la natalidad, por lo que cualquier encuentro sexual tenía grandes probabilidades de terminar en embarazo. Por lo tanto, podemos pensar que el imaginario sexual y erótico de las parejas debía considerar forzosamente ese riesgo que, si era el producto de una relación conyugal, siempre sería visto como una bendición, o al menos, aparentemente. Y si, además, le nacían varones, la mujer podía asumirse colmada de dicha y de honra. Ambos maridos escriben largas y cariñosas cartas a sus esposas y se preocupan mucho por sus hijos, lo cual nos permite también confirmar que el hecho

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de que los padres hubieran visto con buenos ojos las elecciones matrimoniales de sus hijas y les permitieran casarse con quienes les dictaba su corazón volvía a las parejas mucho más complementarias. A pesar de que el mundo, tal vez como nunca antes, se empeñaba en separar tajantemente las esferas y los roles de género en un espacio público, masculino por excelencia, y uno privado donde reinaban las mujeres, como ya vimos, matronas de numerosas familias, ellas insisten en irrumpir en ese espacio público para intentar ejercer alguna influencia o buscar algún beneficio para la familia, hacer obras benéficas y practicar la filantropía y la caridad, o para llevar peticiones, abogando por sus maridos, organizando rogativas y procesiones públicas con la Iglesia, dando comidas y departiendo mundanamente en tertulias. Sabían lucir bellas en el teatro y en los bailes, aunque también cabalgaban jornadas enteras recién paridas para suplicar por el indulto a sus maridos, como vimos a Concha hacerlo, intentando salvar a su marido del pelotón de ejecución. Sabemos también que fueron capaces de entrar a las guerras y no conformarse con el papel tradicional de enfermeras o cocineras que la historia se ha empeñado en darles. Hemos visto a muchas desde el tiempo de la Independencia combatir como valientes soldados, capitanear gavillas insurgentes, y a otras, hacerse cargo de haciendas y negocios (Núñez 2010). Sin embargo, una vez la paz y el orden restaurados, ellas supieron volver al lugar diseñado para su sexo y recordar que no debían osar traspasar esa barrera invisible que les prohibía el acceso al mundo “real”, el de la política o del trabajo. Y para convencerlas de los horrores que les podían suceder a las trasgresoras, se escribieron ríos de tinta: el único lugar decente y honorable para ellas era el hogar y la función más noble, la maternidad; aunque hoy podemos preguntarnos si gestionar una unidad familiar con una docena de hijos vivos, más los posibles entenados y otros familiares recogidos, no constituía en aquella época un auténtico trabajo. Y si bien en la sociedad nacional existió una tendencia a privilegiar, en ciertos medios sociales, la pureza moral, la virginidad y la castidad dentro del hogar y la familia y fueron durante mucho tiempo los valores femeninos por excelencia, pilares fundamentales del patriarcado, éstos se encontraron muchas veces en oposición con las luchas políticas, sociales y con la violencia cotidiana, lo cual obligaría a muchas mujeres a tomar decisiones repentinas y drásticas. Por otra parte, el constatar lo prolíficas que fueron nos lleva a preguntarnos si las mujeres mexicanas del siglo xix soñaron siquiera con intentar regular el tamaño de sus familias. Todos los hijos que Dios nos mande Hoy que estamos persuadidos de que “la familia pequeña vive mejor” nos preguntamos por qué en esas adversas circunstancias esas valientes mujeres tuvie-

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ron tantos hijos si arriesgaban sus vidas en cada parto. ¿Acaso no conocían los métodos que empezaban a difundirse en su época para evitar dichos embarazos? ¿Acaso sus amantes y cariñosos esposos no podían “poner atención” y no embarazarlas cada vez que las tocaban? ¿Y ellas, no se lo exigían? En una investigación precedente quise responder a esas preguntas y contrastar la situación mexicana con lo que estaba sucediendo en ese momento en otras partes del mundo occidental, en donde las mujeres ya intentaban regular su fecundidad utilizando diversos métodos, muchas de ellas apoyadas, obviamente, por sus parejas (cfr. Núñez 2008). En efecto, desde finales del siglo xviii el demógrafo y economista inglés Thomas Malthus había alertado sobre el riesgo inminente de que la población siguiera creciendo, mientras que los suministros para alimentarla no. Como hombre piadoso, el remedio para frenar y regular el tamaño de las familias que él proponía era el matrimonio tardío, permitiendo que las mujeres tuvieran así menos años fecundos o, alternativamente, la castidad una vez alcanzado el número de hijos deseados. Pronto el tema se puso de moda entre ciertos sectores sociales más radicales y socialistas, llamados malthusianos, que comenzaron a difundir maneras más realistas (y placenteras) de controlar el tamaño de las familias. Se preocupaban por el aumento indiscriminado de la población, estaban convencidos de que eran los pobres los que más se reproducían y denunciaban las altas tasas de mortalidad materna, debido a partos extenuantes y a las míseras condiciones de vida de la clase trabajadora en las ciudades industriales. Pensaban que todos esos niños pobres serían carne de cañón en las guerras y fuerza de trabajo explotada en manos de una burguesía ávida y despiadada que, por cierto, fue acusada de tener menos hijos. Justamente, alrededor de esas mismas fechas, en Francia primero, pero después en otros países europeos, empezó a ser evidente la disminución de la tasa de natalidad, lo cual provocaría el cambio de un régimen demográfico “antiguo” o “natural” a otro de tipo “moderno”, en donde las parejas trataban de disminuir el número de hijos. Antes de la Revolución francesa, una francesa tenía cinco hijos en promedio; en 1830 el promedio era de cuatro y en 1900, de tres (Langlois 2005, 36). Esto se debió fundamentalmente a que las prácticas contraceptivas, antes realizadas solo entre un sector marginal —amantes clandestinas, prostitutas, novias— se difundieron a las demás clases sociales, deseosas ya de controlar su fecundidad. Es muy difícil conocer los medios utilizados por las mujeres para llevarlas a cabo. Se piensa que algunas parejas habrían practicado la abstinencia, aunque esto era muy difícil de lograr. Otras, seguramente, habrían recurrido al viejísimo y bien conocido coitus interruptus, que requería mucho control por parte de los hombres y por lo tanto no era muy seguro. Al parecer, las mujeres usaron más bien esponjas o pesarios, embebidos en soluciones espermicidas diversas; o diafragmas, barreras que impedían la en-

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trada del esperma. Aunque también existían condones elaborados de intestino de cordero, que se podían lavar y reutilizar, estos eran muy caros y difíciles de conseguir. Además, su efectividad también dependía de la buena disposición de los hombres. Solo hasta 1837, cuando el inventor de Connecticut Charles Goodyear vulcanizó el hule en su laboratorio, se hizo posible producir condones a escala industrial y a menor costo. Desde 1830, en Estados Unidos, Robert Dale Owen, hijo del famoso utopista, comenzó a escribir a favor de la contracepción como instrumento para promover el derecho de las mujeres a la autodeterminación. Este panfletista influyó mucho para que Charles Knowlton escribiera en 1839 Fruits of Philosophy, or The Private Companion of Young Married People, que fue el primer escrito sobre la cuestión publicado en ese país por un médico. En él, Knowlton recomendaba el mejor método anticonceptivo conocido en su momento: la ducha vaginal postcoital para evacuar el esperma. Aunque el médico bostoniano fue perseguido por la ley contra la obscenidad del estado de Massachusetts, pronto se volvió un miembro respetado de su comunidad y su folleto se vendió en miles de ejemplares, fue muy difundido y siguió siendo citado hasta finales del xix (Chesler 1992, 36). En cualquier caso, ya en la segunda mitad del siglo xix, la práctica del aborto como medio contraceptivo se generalizó en diferentes ciudades, a pesar de su condición de ilegalidad y de su creciente represión (Duby 1991, 154). Todo parece indicar que para ese momento esa práctica se había vuelto un “negocio floreciente” en los centros urbanos de Europa y de Estados Unidos, como lo muestra la publicidad que se hacen tanto parteras como médicos “irregulares” en los periódicos de la época, ofreciendo sus servicios en lenguajes codificados, para ayudar a “restablecer la menstruación”. Los historiadores piensan que si el aborto pudo volverse una práctica anticoncepcionista común y extendida, no se debió solo a los cambios que acarreó el paso de una sociedad tradicional a una industrial, o a la secularización de la sociedad propia del siglo xix, sino también a una modificación en los métodos y técnicas abortivos, pues el procedimiento ya no se realizaba con pociones y brebajes, muchas veces ineficaces, otra veces mortales, sino con otros métodos como la sonda intrauterina, que bien aplicada no tenía riesgos. El drástico descenso de la tasa de natalidad a finales del siglo xix tanto en Europa occidental como en los Estados Unidos es testimonio de los esfuerzos de la clase media y de un sector de la clase obrera por limitar su descendencia. Los historiadores contemporáneos sostienen que el uso y la difusión en todas las capas de la sociedad de las técnicas anticonceptivas ya mencionadas hicieron “pensable” y volvieron factible la práctica del aborto en el seno del matrimonio

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a partir de la segunda mitad del siglo xix6. En Estados Unidos, por ejemplo, se ha estimado que hacia 1850 solo uno de cada seis embarazos llegaba a término, y fue en esa época cuando empezaron las fervientes y virulentas campañas contra esas prácticas. Solo cuando la anticoncepción se volvió una práctica visible, tanto la medicina legal como el Estado y la Iglesia condenaron y persiguieron el aborto y todo aquello que hiciera referencia a esas “maniobras”, pues consideraban que cualquier acción que frenara el desarrollo de la población debilitaría a la nación. A partir de esos momentos el mundo se volvió radicalmente antimalthusiano, pero esa es otra historia, que no podremos tocar en este artículo. Para concluir este pequeño apartado nos gustaría recordar que en la segunda parte del siglo xix México era un país aún convaleciente después de años de guerra, con enormes extensiones de tierra vacía, con escasas vías de comunicaciones, sin industria, fuertemente católico(a pesar de las famosas reformas liberales que si habían disputado a la Iglesia el dominio político de la sociedad, no habían transformado las costumbres del grueso de la población), pobre e indígena, que seguía los preceptos bíblicos de “creced y multiplicaos”. Hasta finales del siglo, en 1900, el coeficiente de fecundidad en el Distrito Federal seguía siendo altísimo, 178,53 por 1000, lo cual significa que nacían 178 niños por cada mil mujeres en edad fértil (González Navarro 1956)7. Los médicos mexicanos, muy al día en la bibliografía extranjera al respecto, no podían menos que hacer lo mismo que sus pares y condenaron, aunque no fuera aún necesario, cualquier práctica anticonceptiva, vista siempre como “ilícita” y peligrosa para la salud. También en México, el famoso “aborto criminal”, como se le llamó para diferenciarlo del “espontáneo o natural”, no fue perseguido (si no era denunciado) ni castigado, menos si era llevado a cabo por una mujer “decente” para ocultar algún desliz. Pero al correr el siglo, también aquí, tanto la medicina legal como la Iglesia y la moral fueron exigiendo más vigilancia a las mujeres, más control y más castigo a las contraventoras, siguiendo los dictados de la época (Núñez 2008). De lo contrario, no entenderíamos justamente las elevadas tasas de “ilegitimidad” que tuvo el país todo ese siglo. Tenemos noticia de que incluso el solícito marido y amante padre de tantos hijos, el Benemérito de la Patria, Benito Juárez, procreó a dos hijos ilegítimos 6  Alain Corbin opina que cuando, a finales del siglo xix, la práctica del aborto salió de la esfera de la “fecundidad reprobada”; cuando las mujeres casadas comenzaron a recurrir en gran número a operaciones hasta entonces reservadas a las cortesanas, a las seducidas, o a las amantes clandestinas, la prostituta se convirtió, naturalmente, en el ejemplo de esa forma brutal de “birth control” (en Núñez 2008, 133). 7  Como comparación, en la actualidad nacen en México 21,6 niños vivos por cada 1000 mujeres en edad fértil, casi la misma cifra que Francia tenía en 1890, donde nacían 22 niños por cada 1000 mujeres (Carrillo 2009, 1).

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antes de su matrimonio con Margarita, llamados Tereso y Susana, quien además era discapacitada, y al parecer fue motivo de una constante preocupación de su padre (Aguilar 2006, 165). La familia, piedra fundamental del edificio social Para entender ese comportamiento, sigamos con las memorias de doña Concepción Lombardo cuando describe en apenas unos renglones el descubrimiento casual en la biblioteca de su padre de un libro con unas estampas obscenas: “Me causó tanto horror que lo arrojé al suelo. Luego lo volví a tomar […] era una obra en francés compuesta de varios volúmenes […]” (Cárdenas 2009, 63). Doña Concepción no solo no se atreve a escribir el nombre del autor en cuestión, o el título de la obra, sino que, una vez leídos, organiza un auto de fe en la propia biblioteca y los quema para “salvaguardar a sus hermanas”, quienes eran, por cierto, mayores que ella. Sin duda pudo tratarse de alguno de esos libros pornográficos a los que los hombres de la burguesía decimonónica fueron tan afectos (Corbin 2005), lo cual confirmaría la vigencia de la “doble moral”. Aunque Concha se refiere a varios volúmenes, y nos parece difícil creer que don Francisco María Lombardo, tan propio y católico, tuviera semejante bibliografía en la biblioteca familiar, máxime que sabía que estaba próximo a morir y dejaría a hijas solas en la casa, el hecho de haber tenido doce hijos nos hace pensar que no era precisamente un hombre muy contenido, y que tal vez compartiera con sus congéneres decimonónicos ese gustillo por literatura “obscena” y prohibida, y se hubiera olvidado de hacerlos desaparecer. Creemos más bien que Concha se refiere a esa otra prolífica literatura decimonónica, esta sí muy decente, que a mediados del xix ya había penetrado en México, a juzgar por la cantidad de traducciones al español y el número de reediciones que se hicieron a lo largo de todo el siglo. Nos referimos a la llamada higiene del matrimonio, porque en general eran gruesos volúmenes que hablaban de “eso” que sucedía después del matrimonio (Núñez 2007)8. Producida desde finales del siglo xviii, será ahí donde los médicos se explayarán y fundamentarán “científicamente” sus teorías sobre el “estado perfecto”, el más saludable y reco-

8  Sorprende la multitud de libros que se publicaron en español casi al mismo tiempo que en sus lenguas originales, en general francés, pero también inglés y alemán. Viendo la rapidez y el elevado número de sus reediciones, me sentí autorizada a pensar que fueron muy leídos en el siglo xix, lo cual permitiría hablar de una sensibilidad compartida entre una cierta clase social. Tan solo las editoriales como Ballière e hijos o Garnier editan en París, en Madrid y en Nueva York, y llegan a México casi al mismo tiempo.

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mendable para tener una larga vida: el del matrimonio, único lugar permitido por las leyes tanto religiosas como civiles para ejercer una sexualidad benéfica y saludable, es decir, fecunda. No faltarán los ejemplos para demostrarlo, como afirmó el galeno español Felipe Monlau en su famosísima Higiene del Matrimonio o Libro de los Casados, en el cual se dan las reglas e instrucciones necesarias para conservar la salud de los esposos, asegurar la paz conyugal y educar bien a la familia: Obsérvese que cuando un estado marcha hacia su ruina, se disminuye el número de matrimonios y se debilita su población […] El erotismo y la afeccionividad toman entonces una forma clandestina, se aumenta en consecuencia el número de expósitos, de abortos y de infanticidios y las costumbres se depravan necesariamente (Monlau 1885, 52).

Con una intención claramente pedagógica, estos manuales fueron escritos para “formar parte de toda biblioteca doméstica y ser consultados por los jefes y las madres de familia, por los médicos, cirujanos y matronas, así como por los eclesiásticos quienes son los que reciben las confidencias íntimas de éstas” (Monlau 1885, ix). Pretendían prodigar saludables consejos, apoyados en la ciencia médica, para lograr que las parejas vivieran en feliz armonía. Otros, como el médico y también sacerdote Debreyne, intentan explicar a los confesores la relación entre la teología moral y la medicina, específicamente cómo abordar los “delicados” problemas conyugales en el confesionario, apoyados en la ciencia (Debreyne 1868)9. Y es que si la reproducción femenina fue una preocupación central tanto de la medicina como de la higiene, ésta debía ser ejercida exclusivamente dentro de la familia legítima. En México, en la segunda mitad del siglo xix, justamente a partir de las Leyes de Reforma, la legalidad de los matrimonios debía ser asentada en el flamante Registro Civil además de en la Iglesia, como había sucedido siempre. También se deberán registrar ahí todos los nacimientos y defunciones. Justamente, fueron Juárez y Margarita los primeros en acatar la ley que obligaba a la gente a enterrar a sus muertos en el cementerio y no en las iglesias, cuando en 1850 muere de cólera, a los dos años, su hijita Mª Guadalupe. El Estado mexicano pretende tomar el control de esas áreas de la vida privada que hasta entonces fueron territorio exclusivo de la Iglesia para normar 9  Pierre-Jean Corneille Debreyne. Essai sur la théologie morale dans ses rapports avec la physiologie et la médecine (1843), o su Traité des péchés contre les sixième et neuvième Commandements du Décalogue et toutes les questions matrimoniales, suivie d’un abregé pratique d’embryologie sacrée (1868). En español tiene: El sacerdote y el médico ante la sociedad, puesta en castellano por D. J. V. Barcelona: Pons y Compañía, 1852; y Ensayo sobre la Teología Moral. Barcelona: Pons, 1851.

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las relaciones interpersonales. Sin embargo, durante mucho tiempo la sociedad siguió prefiriendo casarse únicamente por la Iglesia, cuando llegaba a hacerlo, puesto que, en general, en México, hasta ya entrado el siglo xx, la reproducción fuera del matrimonio parece haber seguido siendo la regla general. Por ende, la ilegitimidad de los hijos nacidos así continuará manteniéndose en niveles muy altos, como lo había sido durante la época colonial (García 2004)10. Desgraciadamente, no conocemos aún la extensión exacta de este tipo de uniones “consensuales” ni el peso demográfico real de los hijos naturales o ilegítimos durante todo el siglo xix. Pero lo que sí podemos saber es que para los médicos e higienistas esas “bárbaras y atrasadas” costumbres de la mayoría de la población, de no legalizar sus uniones, del abandono de hijos, del aborto y del infanticidio, achacadas siempre al “ignorante pueblo”, tenían que terminar. Se debía lograr esa educación somática, esa interiorización de normas y de comportamientos higiénicos, sexuales y sensuales que la modernidad exigía para crear ciudadanos en una nación de primera. Si bien la higiene del matrimonio no pertenecía forzosamente al territorio exclusivo de la medicina, pues los naturalistas y los filósofos ya se habían interesado bastante en el tema desde el siglo xviii, en el xix la mayoría de los que escribían eran médicos y aprovechaban el lugar privilegiado que habían ido ganando en el seno de la sociedad, sobre todo de las clases altas, para meterse en la intimidad de los hogares y decirles a las mujeres cómo debían actuar para desempeñar dignamente ese importante papel que el siglo y su naturaleza les depararon: el de esposas y madres de familia. No se cansaban de repetirlo: la misión de la mujer es propagar lícitamente, en unión con el hombre, la especie humana y ser una compañera, su dulce mitad, sin olvidar jamás que su puesto es el segundo, así como es el puesto que ocupa en la Creación. Los médicos tomaron precauciones para hablar del tema, no solo frente a la censura eclesiástica, sino frente al pudor de su público que quieren eminentemente femenino. Al pretender enseñar el arte de vivir felices en el sagrado matrimonio, se ven forzados a hablar del amor, de la anatomía, de la fisiología de la reproducción, pero tampoco quieren ser los iniciadores o incitadores de vírgenes, ni mucho menos corruptores de supuestas inocencias. Recordemos el peligro latente que implicaba la lectura de novelas o la mirada sobre las obras de arte, de desnudos, de obras de teatro, que podrían “imprimir una dirección viciosa a la imaginación y activar la pubertad, cosa doblemente funesta” (Devay 1846, 51). Escribir sobre la higiene del matrimonio fue también una manera de otorgarse el permiso para hablar de sexo, sin usar esa palabra por cierto, ya que se prefería la más “científica” o neutral de reproducción, generación o propagación, 10  De la misma autora: El fracaso del amor. Género e individualismo en el siglo xix mexicano. México: El Colegio de México, uaem, 2006.

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antes incluso que la protosexología apareciera a finales del siglo, con los estudios de Havelock Ellis en Inglaterra o de Krafft-Ebing y Hirschfeld en Alemania o de Feret, Magnan y Féré en Francia, con sus largos catálogos de las prácticas amorosas, así como de lo que llamaron entonces las “perversiones humanas”. El matrimonio tenía múltiples ventajas y era preferible por mucho al estado célibe y al de la viudez. Demostraron cómo los solteros de ambos sexos eran empujados al suicidio con mucha más frecuencia que los casados ya que el hogar conyugal tenía una influencia benéfica y que la criminalidad de la mujer era correlativa a su estado civil. Así, las célibes o viudas eran dos veces más criminales que las mujeres que vivían en un matrimonio fecundo. El matrimonio sigue siendo para estos científicos, generalmente católicos, aunque no siempre, un sacramento divino que debía ser respetado hasta la muerte. Como el matrimonio era la única forma legal de propagar la especie y las especies vivas dependían del instinto de la reproducción (Debay 1851, 4), entremos a ese tema nodal, desarrollado por estos manuales. Porque todos se pretenden científicos, son tratados, en general, bastante gruesos y están plagados de observaciones y experimentos sacados del reino animal y vegetal ya que pretenden reaprender de la naturaleza lo perdido por un exceso de civilización. Al insistir en lo instintivo de la reproducción, el instinto genésico, como le llaman al deseo, tienen que reconocer que éste era genérico y que correspondía a la fisiología del aparato reproductor, es decir, a la naturaleza de cada sexo, su comportamiento. El de los hombres, físicamente visible, era imperioso, necesario y muy peligrosa su contención; el de las mujeres en cambio, interno, era siempre pasivo, estaba como dormido. “La indiferencia para los placeres del amor, muy rara en el joven sano, es muy común en la mujer, porque en ella está más desarrollado el temperamento linfático, tiene menos ardor y menos fogosidad y esto se halla en todas las hembras […]”, afirmaba categóricamente el doctor A. Debay (1851, 47). Sin embargo, hubo otra corriente higienista que veía a las mujeres como seres dominados completamente por su naturaleza y ésta era, al revés, eminentemente insaciable y por lo tanto muy peligrosa (Lacqueur 1992)11. Al contrario de los manuales de urbanidad que pretendían sacar de la barbarie a una población inculta y propagar la civilización, la elegancia, las buenas maneras, como el famosísimo Manual de Carreño, escrito en 1854 y sin cesar reeditado en toda Latinoamérica, estos manuales de higiene matrimonial vuelven a recuperar el instinto, a una cierta naturaleza, pero para mejor dominarlo, 11  Thomas Lacqueur mostró cómo hasta el siglo xviii el orgasmo femenino fue fundamental para la teoría de la concepción, pero iba ligado a la concepción fisiológica que se tenía de los cuerpos del hombre y de la mujer, cuerpos “unisex”, que tenían los mismos órganos solo que los de la mujer eran menos perfectos y estaban en el interior del cuerpo. Afirma que en el siglo xix la medicina ya no ve el orgasmo femenino necesario para la concepción e incluso algunos médicos lo niegan.

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porque veían en la ciudad y en el desarrollo moderno demasiada sofisticación que alejaba a los hombres de lo natural, sin olvidar, por supuesto, que el instinto tenía que ser domesticado, ya que era justamente lo que volvía humanos a los hombres (Torres 2001). Es así como la ciencia concluía lo que la cultura dictaba como razonable: que a la hora del matrimonio el hombre debía ser mayor que las mujeres pero no tanto —ellas, de 19 a 25— ya que cuanto más grandes irían perdiendo su belleza y se volverían más difíciles. El hombre debía ser más experimentado, más instruido, para que desde el comienzo de la relación fuera el ejemplo, el guía, y lograra elevar poco a poco a su mujer, “en general, más atrasada por su educación”. Por ello la mejor posición para efectuar el acto de la generación era por supuesto la del misionero, es decir, la mujer debajo del hombre. Algunos manuales dejan percibir aún fuertemente la influencia de la vieja medicina hipocrática, pues señalan la importancia radical de los temperamentos en la elección de la pareja. Por otro lado, los doctores insisten en fomentar el miedo a una mala herencia porque están convencidos del peligro de portar taras degenerativas que sin saberlo debilitarían, a la larga, la potencia de la nación. Otro tema abordado por estos manuales fue el del himen, la importancia que esa membrana seguía teniendo para la reputación y futura felicidad de la joven mujer y, por lo tanto, de la pareja. Aparentemente sigue siendo un valor simbólico igual de importante que el biológico o el patrimonial, aunque todos los médicos discutieran sobre la dificultad de discernir sobre tan elástica y “caprichosa” membrana y la gravedad que implicaba para una mujer el diagnosticar su rotura a la ligera. Recordemos que entonces se creía que el semen de un coito previo podía impregnar la matriz largo tiempo y los hijos concebidos en santo matrimonio podían parecerse a los de un primer marido o un primer amante, por lo que la virginidad también aseguraba la pureza de sangre12. La tan temida noche de bodas… Los higienistas recomiendan dulzura, delicadeza y ternura hacia la nueva esposa. Alertan a los esposos porque “una aversión irremediable puede ser el amargo resultado que el marido recogerá de su primera noche de bodas si no puede dominar su lujuria” (Bertillon 1872). Hablan también de los delicados problemas que podían impedir que el matrimonio se consumara. Para una mujer con un himen muy resistente o con estrechez de la vagina, las técnicas aplicadas podían llegar hasta la aplicación de electricidad en las zonas poco sensibilizadas, y to12  Citan casos curiosos como el de la señora que tuvo un hijo negro con el mismo marido con el que había tenido ya cuatro hijos blancos, porque su primer amante había sido negro.

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das iban en el sentido de relajar a una mujer paralizada por el miedo, por años de contención. Algunos higienistas consideraban importante lograr despertar a la mujer a los goces sensuales, para lograr la verdadera felicidad matrimonial. Aunque ello tenía sus riesgos, pues una vez despierta…, por lo que muchos preferían no abordar tan delicado asunto. El placer importante era el de los varones. Por eso también los problemas fisiológicos masculinos, como el tener un pene demasiado chico o demasiado grande, ser impotente o padecer espermatorrea, tenían remedio. Algunos recomiendan una terapia a base de latigazos y nalgadas para despertar una libido adormilada por un exceso de “civilización” entre tantos varones “bien educados”. Sin embargo, la mayoría está de acuerdo en repudiar cualquier práctica que dentro de la pareja legítima autorizara el placer, sin el riesgo de embarazo. Todos confluyen en una misma y “científica” conclusión: la verdadera felicidad en el matrimonio eran los hijos. Sin embargo, el acto de la generación conoció muchas restricciones en el siglo xix. Los doctores no dejaron de señalar los peligros que conllevaba el exceso venéreo y señalaron los muchísimos días en los que no era recomendable llevar a cabo el acto sexual, lo que puede ser, en parte, una explicación del aumento tan visible de la prostitución en todas las ciudades del siglo xix (Núñez 2002)13. Los peligros por conjurar La preocupación de los observadores sociales por lo que veían como el alarmante aumento de la prostitución femenina en el México de la segunda mitad del siglo xix que podemos ver reflejada en el enorme conjunto de discursos médicos, higiénicos, policiacos, legales, periodísticos y literarios en torno de ese fenómeno, también puede explicar el hecho de que la prostitución siguiera siendo vista por la sociedad en su conjunto como una institución imprescindible para el buen funcionamiento de la sociedad, para salvaguardar la honra de las mujeres “decentes”. Las prostitutas, controladas estrictamente por médicos y policías, dentro del sistema que nació para reglamentarlas, debían fungir como un paliativo al matrimonio para todos aquellos para quienes la castidad fuera algo imposible de lograr, debido a la impetuosidad de la “naturaleza masculina” o, también, a los muchos periodos en que la esposa, amarrada a sus ciclos vitales, y siempre embarazada o lactando, no podía pagar el “débito conyugal”. En ese ambiente “reglamentista” de la segunda mitad del siglo xix, los burdeles controlados debían fungir como los únicos lugares para ejercer una sexuali-

13  Que siempre fue vista como “salvaguarda del matrimonio”.

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dad extraconyugal y “libre”; que las putas hicieran lo posible por no embarazarse, ese no era su problema. Justamente, lo contrario de la gestión, del control y del cuidado que los médicos-higienistas aconsejaban a los esposos con sus esposas. Para ello utilizaron esa pedagogía contraria a cualquier exceso que agotaba, que devastaba, que aniquilaba el cuerpo y la psique de todos los que abusaban de los placeres sexuales dentro del matrimonio. Así podemos entender mejor el retrato que de la “mujer pública” hacen los médicos. Ellas son exactamente lo opuesto al ángel del hogar, y es a ella a quien estaban dedicados los manuales de higiene del matrimonio de los que hemos hablado. Incluso demostrarán “científicamente” que la frecuencia de los malos partos y la esterilidad de las prostitutas eran atribuibles al ejercicio del oficio al que se dedicaban, ya que, según ellos, en cuanto éstas lo dejaban y se casaban, se volvían fecundas como las “decentes”. Prefieren pensar que era la vida disipada y amoral de las mujeres de la noche la que provocaba su esterilidad que evocar posibles “prácticas higiénicas” cuyo fin pudiera ser espermaticida, o referirse a las abluciones poscoitales que recomendaban a las prostitutas los médicos de la inspección sanitaria contra posibles contagios venéreos y, por supuesto, embarazos no deseados. Seguramente fue esa comparación, tan en boga entonces, entre prácticas anticoncepcionistas y prostitutas, la razón por la que durante tanto tiempo se asoció cualquier intento de “prevención” o precaución anticonceptiva a la vida disoluta y amoral de las mujeres de mala vida y se estigmatizó tanto al bidet, cuando éste hizo su irrupción. Los riesgos de la anticoncepción El doctor Felipe Monlau explica claramente lo que se pensó en ese momento: “[…] la esterilidad voluntaria, fruto del cálculo de ciertos matrimonios que se proponen perpetuar en sus familias condiciones determinadas de bienestar, es muy reprobable en nombre de la moral y de la higiene”. A Monlau le cuesta mucho hablar del tema, no quiere “dar ideas”, y, como sus pares, lo hace a medias, y se escuda atrás de los ejemplos dados por otros famosos higienistas franceses de su tiempo como Alex Mayer o Francis Devay, a quienes copia páginas completas para hablar mal de los artificios preventivos de la fecundación que en su ignorancia, tal vez mejor que en su malicia, adoptan ciertos esposos ne sequatur generatio […]. El preservativo al que recurren los que quieren conjurar el tener hijos sin dejar de tener relaciones maritales se ha hecho de uso casi general en estos aciagos tiempos (Núñez 2002, 292).

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Y es por ello por lo que antes de intentar describir esos “horrores”, quiere convencer a su público de “los graves riesgos que se corren al infringir las leyes de la Naturaleza, contra las cuales nadie se puede insurreccionar impunemente”, esos “ardides culpables discurridos por el libertinaje y la depravación con el fin de anular las consecuencias naturales del coito y que tienen por objeto inmediato impedir que el aura seminalis penetre hasta el útero”. Y es que, como recuerda, “el coito celebrado fuera de las inspiraciones del instinto es una causa de enfermedad para ambos sexos y de terribles peligros para el orden social”. Acto seguido pasa a poner ejemplos disuasivos con “casos de la vida real”, tan socorridos por la higiene desde el famoso tratado antimasturbatorio del doctor suizo Tissot, como el de un atlético y robusto proletario francés de 32 años que en ocho años de matrimonio había procreado seis hijos y a quien le era imposible tener más, debido a su precaria situación económica. Afirma que cuando éste comenzó a tomar las precauciones imaginables para conjurar aquella tremenda eventualidad, poco a poco vio minada su salud, hasta llegar a su consulta, completamente enflaquecido y debilitado. Describe varios casos similares en donde las personas terminan devastadas no solo física, sino sobre todo moralmente cuando tratan de obstaculizar los sabios dictados de la naturaleza. Finalmente, el doctor Monlau prefiere no mencionar las técnicas utilizadas por esos “seres envilecidos”, pues seguramente no quiere dar ideas (cfr. Núñez 2008). Los obstetras mexicanos Sin embargo, a veces los obstetras se vieron compelidos a escribir sobre los medios preventivos que ciertas parejas casadas —como insisten siempre en recordar—podrían utilizar en caso de tener ya demasiados hijos y no tener con qué mantenerlos, o en el caso de alguna enfermedad terrible y transmisible. En realidad, solo hablan claramente de un método de prevención infalible: el “freno moral”, la continencia, el famoso “self control”, preconizado desde el xviii por Malthus, ya que, como afirmaba la mayoría de los doctores, al contrario de lo que la opinión pública pensaba, El instinto erótico es muy domable por la voluntad y sus estímulos pueden ser acallados sin ningún riesgo para la salud […] no hay antagonismo entre las leyes de la fisiología y las eternas reglas de la moral, la continencia puede conciliarse perfectamente con el más cabal estado de salud en todas las edades de la vida (Monlau 1885, 288-290).

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Recordemos que hasta la década de los treinta del siglo xx sigue siendo un misterio la reproducción y se pensaba que el ciclo ovulatorio coincidía con el de la menstruación, por lo que algunos médicos atrevidos que recomendaban el método del “ritmo” lo hicieron mal, pues aconsejaban abstenerse de tener relaciones sexuales durante la menstruación y algunos días antes y después. Imaginemos cuántos niños nacieron de este errado y tal vez muy practicado ritmo primitivo. Nuestros obstetras mexicanos no hablaron de ello y pensaban lo que afirmaba el doctor Gómez en su tesis: “razones sociales y morales hacen que deban buscarse los medios de crecer y aumentar la especie humana”. Todos ellos constataron en sus tesis o artículos la alta fecundidad de las mexicanas, así como la elevada mortalidad infantil, aunque se vieran forzados a reconocer que había veces en que no era posible la reproducción y “el reposo del útero era indispensable” (Gómez 1895, 12). El doctor Gómez explicaba que lo lograba con pacientes que habían sabido seguir sus indicaciones. ¿Hablará nuestro galeno del sempiterno coitus interruptus? Aquel que en el siglo xix fue llamado “onanismo conyugal”, práctica consideraba infame en contra de la cual también se escribieron páginas memorables y tachada de muy perniciosa para la salud de ambos sexos. El doctor decía que sus pacientes que se embarazaban continuamente eran las que no amamantaban a sus hijos, por lo que tal vez fuera una lactancia prolongada lo que aconsejaría en esos casos en los que espaciar los hijos era lo más recomendable. Pero no fue más explícito, sobre todo para las que de plano, debido a la estrechez de la pelvis, no podían volver a embarazarse, antes de que se practicaran las cesáreas. Cuando escribían sobre ese “delicado” tema los obstetras mexicanos se refieren por supuesto solo a las mujeres casadas, pues era obvio que las solteras debían llegar vírgenes al matrimonio. La mayoría pensaba que por ningún motivo y en ninguna circunstancia el médico debía “desempeñar el odioso papel de denunciante de delitos privados”. Específicamente, se refieren al “aborto provocado criminalmente con el objeto de ocultar el resultado de una falta”, practicado por una señorita decente o una señora adúltera. Ellos pensaban que “al médico, como al confesor, debía decírsele toda la verdad”, pues era a ellos a quienes se le mostraban los detalles más íntimos de la vida, eran los únicos extraños que podían penetrar “a los santuarios privados” de la vida íntima y, si no eran peritos, debían callar e incluso ayudar a una mujer en problemas a ingresar al Departamento de Partos Ocultos y, en último caso, a dar a ese fruto ilegítimo en adopción. Cuando se enteraban de que la mujer que habían atendido había cometido “una falta”, podían deshonrarla de por vida y, como más de uno lo escribió, valía más el honor de una mujer que su propia vida. Esta concepción del honor femenino, tan del Antiguo Régimen, concuerda perfectamente con la concepción tanto

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del aborto como del infanticidio plasmada en los códigos penales mexicanos de la segunda parte del siglo, pues eran atenuantes del delito todos los actos que hacía una mujer honesta para mantener en secreto un embarazo ilegítimo que podría poner en entredicho su preciada honra. Valía más la reputación que la incierta y triste vida que hubiera podido llegar a tener ese bastardo. Si no había esos atenuantes, es decir, si esos “delitos” los cometía una mujer de “mala fama”, o una casada, esos “crímenes” se castigarían más severamente. Las razones que daban para ello son interesantes puesto que en el momento de redacción del Código Penal, y cito la tesis de obstetricia del médico Salinas y Riverade de 1871, no era la falta material la que deshonraba a la joven que se había dejado llevar por los impulsos de una pasión[;] no era tampoco, el goce de ese placer erótico que la naturaleza ha puesto como aliciente del instinto de la reproducción lo que estamparía sobre su frente esa mancha[;] tampoco era el ejercicio de una función fisiológica lo que destruiría su porvenir[;] lo que deshonraba a estas mujeres era la publicación de esa falta.

Pensamos que esta cita explica muy bien la permanencia del pertinente silencio y la razón de que hayan sobrevivido tan pocos rastros de esas prácticas hasta nuestros días. A manera de conclusión Los destinos finales de nuestras diaristas fueron diferentes. Concha murió después de los 82 años, bastante lúcida, mientras que la pobre Margarita murió a los 44, agotada y enferma. Seguramente el haber parido doce hijos en condiciones extremas minó su salud. En su tesis de 1876, el doctor Mejía calculó que en México la población tenía una vida media de 18,7 años, mientras que en París en la misma fecha alcanzaba ya la de 40,6 años (citado en Cházaro 2000). Sin embargo, el hecho de que tanto Concha como Margarita hayan sido tan prolíficas no quiere decir que todas las demás mexicanas lo hayan sido. Sabemos de muchísimas parejas que tuvieron pocos hijos. Lo que es más difícil saber es si practicaron algún método para evitarlos, pues no podemos olvidar que la mortalidad infantil causaba estragos. Las historiadoras contemporáneas que han trabajado este tema no han encontrado en los juzgados casos de aborto y muy pocos de infanticidio (Speckman 1997; Rodríguez 2004). Esto podría ser indicativo de que incluso las mujeres “del pueblo”, la multitud de madres solteras, de mujeres solas y abandonadas, tampoco los practicaban y aceptaban, igual que los ángeles del hogar, todos los hijos que “Dios les mandaba”, que después

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podían abandonar o dar en adopción, exactamente como las mujeres de clases más acomodadas lo hicieron siempre. Así, podemos afirmar que el aborto “criminal” en México no fue un método anticonceptivo en el siglo xix. Y si acaso esas prácticas se llevaban a cabo, no eran aún visibles para la sociedad y se practicaban muy esporádicamente, en el secreto y la intimidad. Lo que las fuentes nos permiten afirmar con certeza es que, al revés, la naciente pero pujante obstetricia estuvo preocupada por mejorar la calidad de la población y por revertir la elevada mortalidad infantil. El discurso y el ambiente positivistas serán pronatalistas, muy en acuerdo con la concepción de los roles de género y del papel de la familia que se desarrolló en ese momento, el de la domesticidad femenina del ángel del hogar llena de hijos, el mismo que la Iglesia avalaba y promovía desde el púlpito y el confesionario. La sexualidad será vista como una práctica importante, fundamental incluso, pero solo dentro de los sagrados vínculos del matrimonio y en aras de la reproducción. Y para lograr instrumentalizar esos objetivos, la higiene del matrimonio fue un importante medio de difusión. Las prácticas contraceptivas pudieron aparecer hasta la segunda mitad del siglo xx, como consecuencia de la drástica disminución de la mortalidad maternoinfantil provocada por el indiscutible avance de la salud e higiene públicas, que volvería insostenible el crecimiento natural de la población que comenzó a duplicarse cada 18 años. Así, a pesar de la tradición católica fuertemente arraigada entre la población y las fuertes presiones de la jerarquía, el Estado mexicano se vio obligado a lanzar la campaña “la familia pequeña vive mejor”, que los sectores populares urbanizados adoptaron como norma de vida. Las mujeres, confrontadas ya a los retos de la vida urbana y asalariada, se dieron cuenta de los beneficios que esa modernidad demográfica traía a sus hogares. Muchas de ellas, incluso sin la anuencia de sus maridos/compañeros, recurrieron a los centros de salud a ligarse las trompas o a esterilizarse. Hoy entre los grupos más conservadores y reaccionarios de México ronda la idea de penalizar a las mujeres que recurran a esas intervenciones sin la autorización expresa de sus maridos, lo cual nos muestra una vez más que el derecho a decidir sobre nuestros propios cuerpos, que creíamos haber conquistado a finales del siglo pasado, aún sigue siendo fundamental en la agenda por la liberación y la igualdad de todas las mujeres. Bibliografía Aguilar Castro, Alicia. 2006. Margarita Eustaquia Maza Parada. Primera dama de la República mexicana. México: Demac, A. C.

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7 La higiene popular dirigida a las mujeresmadres: estrategias de la cruzada médico-higienista en la sociedad mexicana del porfiriato Oliva López Sánchez Tendremos, más o menos pronto, la ciudad saneada, pero seguiremos conservando, por muchísimos años, al individuo sin higiene; tendremos agua para lavarnos, pero habrá gente que no se lave. “Persistirá el hombre-harapo, el hombre vehículo de microbios, el hombre fuente, manantial inagotable de gérmenes que engendran enfermedades”… ¿qué tarea más agradable, por ejemplo, para el corazón de una madre, que las investigaciones constantes de los adelantos científicos, en sus aplicaciones al bienestar físico y moral de los seres a quienes ha dado la vida? Máximo Silva. Higiene popular Introducción Durante el siglo xix, México —como nación incipiente— vivió una serie de embates de todo tipo: su independencia, dos imperios, guerras, pérdidas de territorio, muertes por las epidemias y desastres naturales, conflictos políticos en un territorio con población y cultura profundamente heterogéneas 163

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que dificultaban una armonía social, y fuertes crisis económicas a causa de los endeudamientos generados por las guerras. El último tercio del siglo xix, en el porfiriato (1876-1910), se caracterizó por una supuesta estabilidad económica, política y social. En ese lapso de aparente “paz, orden y progreso” —lema de Porfirio Díaz— las acciones higienistas, en concomitancia con otras medidas de reorganización social, cobraron importancia mayúscula como instrumento del nuevo orden social de aquella época. La higiene, conceptualizada como “el arte de conservar la salud” de los individuos y constituida por un conjunto de reglas (Ruiz 1898, 3), se convirtió en un instrumento de control y normación del cuerpo y del comportamiento en la vida pública y privada. Su función era lograr condiciones salubres favorables para el desarrollo económico de las naciones del siglo xix, en tanto que evitar las enfermedades y curar a los enfermos se constituyó en el fin último de la medicina denominada científica. En este escenario, los conocimientos científicos, a través de las medidas higienistas, buscaban evitar las enfermedades, lo que actualmente llamamos prevención; la cura —atención— se conseguía con la terapéutica, ya fuera médica o quirúrgica (cfr. Ruiz 1911). Los intelectuales mexicanos, al igual que sus pares extranjeros, consideraban que al mejorar las condiciones de salud pública, la esperanza de vida aumentaría. Tener una población sana y numerosa representaba también, en el marco de la política liberal, mano de obra para el trabajo. Así, la salud fue vista como principio clave del progreso. La higiene pública mexicana del último tercio del siglo xix se tradujo en principios jurídico-sociales y en la práctica de los conocimientos médico-científicos desarrollados por las naciones democráticas y los estados independientes de la época (cfr. Álvarez et al. 1960). Basados en un supuesto humanismo que prodigó el derecho a la salud física y mental de todos los habitantes de la república sin distingos raciales, esa política se aplicó al ámbito de lo privado e intentó regular aspectos como la sexualidad, la reproducción, la crianza de los niños, la alimentación, el aseo y el uso del cuerpo, entre otras medidas profilácticas en pretendido beneficio de la salud pública. Las estrategias salubristas del siglo xix en México, como en otras geografías, se habían centrado en combatir las grandes epidemias de cólera, fiebre amarrilla, tifo y sífilis (cfr. Jagoe 1998). Sin embargo, gradualmente, “la salud reemplazó a la virtud como clave de la buena conducta y fue esgrimida como valor definitivo de la clase media” (Jagoe 1998, 320). Para asegurar el cumplimiento de las leyes higiénicas, la naciente burguesía capitalista de las sociedades decimonónicas requirió de dispositivos sociales que penetraran todas las áreas de la vida íntima a través de la reeducación del cuerpo, con comportamientos y responsabilidades específicas para los individuos según su sexo, edad y ocupación.

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En la intersección entre lo público y lo privado, el cuerpo se fue convirtiendo en el vehículo para la universalización de los valores burgueses cifrados en las disposiciones higiénicas con la posibilidad de in-corporarlas en beneficio de lo que se llamó “economía del cuerpo” y sus funciones. Así, el cuerpo humano como metáfora del cuerpo social1 formó parte de las teorías políticas liberales (cfr. Balandier 1988; Sennet 1994). No obstante, cuando las medidas se trasladan directamente al cuerpo de los individuos surge, como aseguran Vigarello (2005) y Foucault (1976), un tipo de educación para obtener cuerpos dóciles. De ahí el interés por analizar los manuales higienistas de los últimos años del siglo xix y principios del xx, cuyos contenidos nos han permitido identificar las concepciones sobre el matrimonio, la sexualidad, la feminidad y la masculinidad, así como el tipo de roles sociales y su fundamento socio-biológico que justificó una cultura de género caracterizada por la asignación de la responsabilidad de los cuidados domésticos exclusivamente a las mujeres. Este texto, por tanto, se centrará en el análisis de las medidas salubristas en el México porfiriano y las estrategias para la popularización de los preceptos de la higiene2 a través de esos manuales. Se parte de la premisa de que la mujer, en su papel de madre, fue una pieza clave en el proceso de reeducación del cuerpo bajo la lógica de la higiene. Esta tarea la perpetuó como la transmisora de una cultura basada en los preceptos de la nueva moral higienista y como cuidadora de la salud de su prole; papeles que reforzaron su exclusión del ámbito público y le dejaron el hogar como único espacio para habitar y administrar. El corpus de este análisis se nutre de la información de la Gaceta Médica de México, órgano de difusión de la Academia Nacional de Medicina de México3; del trabajo de Luis E. Ruiz4, uno de los higienistas más prominentes de la segunda mitad del siglo xix mexicano; y de la obra Higiene popular. Colección de conoci1  Con la sustitución, la resignificación y reasignación de los valores morales religiosos a través del discurso de la medicina higienista, el control del cuerpo individual se homologó con el gobierno del cuerpo social, aunque ambos requerían disciplina, orden y moralidad (cfr. Foucault 1976). Es decir, la salud del cuerpo individual dependía de la organización del cuerpo social y a la inversa: “La salud dependía de la moralidad, puesto que los modos de vida impropios constituían la raíz de la enfermedad personal y la inmoralidad individual era producto del desorden social. El malestar del individuo estaba estrechamente ligado al desorden y a la mala administración del cuerpo social” (Turner 1989, 264). 2  El tema de la higiene en el México decimonónico ha constituido una veta de investigación propia en los últimos diez años, al revisar las representaciones de la fisiología y la patología femenina, y las prescripciones, representaciones y el control médico de la sexualidad monogámica y de la denominada sexualidad anormal en los individuos hermafroditas (cfr. López 2003, 2004, 2005, 2007). 3  Desde 1864 se publica de manera ininterrumpida. 4  Médico mexicano (1853-1914) que estudió en la Escuela Nacional de Medicina. Formó parte de diversas sociedades médicas. En 1886 fue nombrado secretario de la Escuela de Medicina, y

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mientos y de consejos indispensables para evitar las enfermedades y prolongar la vida, arreglados para uso de las familias, de Máximo Silva5, cuyos contenidos, a pesar de haber sido publicada en 1918, reflejan la ideología del México porfiriano y su política de la higiene6. El marco teórico para adentrarnos en el análisis de dichos materiales parte de la antropología médica (cfr. Menéndez 1990), la perspectiva de género (cfr. Lamas 1996) y la sociología del cuerpo (cfr. Turner 1989). Investigaciones de corte socioantropológico señalan que la medicina es una práctica social cargada de signos y símbolos culturales de la sociedad en la que se ejerce. La producción científica sobre la cual se fundamenta es tributaria de los valores y representaciones del mundo vigentes en su sociedad y tiempo. Desde esta visión, la enfermedad y su atención no pueden entenderse como fenómenos exclusivamente biológicos e individuales, ni se puede “omitir la manera en que las desigualdades sociales, las estructuras de poder y los modelos culturales afectan y determinan la salud y los tratamientos médicos” (Martínez 2008, 7). Bajo estas premisas, la antropología médica postula que la manera de entender y atender el proceso salud-enfermedad está, además, condicionada por los imaginarios científicos y sociales heredados. En el caso de la medicina higienista del siglo xix, cuyas disposiciones sanitarias involucraban la fisiología femenina, sus médicos siguieron dos corrientes de gran influencia en las representaciones del cuerpo femenino: el pensamiento aristotélico, que redujo lo femenino a lo incompleto, y la medicina hipocráticogalénica, que empleó la sinécdoque útero-centrista para explicar la vida y salud de las mujeres. Ambos aspectos fortalecieron la división sexual del trabajo y el consecuente destino doméstico de la mujer decimonónica. La perspectiva de género, en tanto concepción epistemológica, centra su atención en el desentramado ideológico que fundamenta la desigualdad social y del ejercicio de poder de las mujeres en relación con los hombres (cfr. De Barbieri 1992); a su vez, el género, como categoría de análisis, permite revisar “los rasgos y funciones psicológicos y socioculturales atribuidos a cada uno de los sexos en cada momento histórico y en cada sociedad” (Gamba 2008, 1). Si el género es el conocimiento de la diferencia sexual (cfr. Scott 2008), para entender las relaciones

en 1898, presidente de la Academia Nacional de Medicina de México, máximo órgano colegiado de la medicina en el país. 5  Egresado de la Escuela Nacional de Medicina de México; participó en las actividades de higiene escolar en la capital del país a principios del siglo xx y estuvo al frente de la Sección de Antropometría e Higiene Escolar, creada en 1906, de dicha escuela. 6  El autor retomó al médico catalán Felipe Monlau, quien en 1853 publicó Higiene del matrimonio, reimpreso en 1865, de gran influencia sobre los galenos mexicanos.

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entre hombres y mujeres en las sociedades actuales es necesario seguir investigando los discursos y conocimientos construidos sobre el cuerpo y la sexualidad. Al dar cuenta del conocimiento médico-higienista que normó la fisiología del cuerpo humano en los espacios públicos y privados, según los imperativos sociales de la época y pautados por las diferencias de sexo, etnicidad y clase social (cfr. Boltanski 1974, 1975), contribuimos a apuntar que las desigualdades entre los sexos y sus relaciones dispares no son naturales, sino sostenidas, en gran medida, por el discurso médico sobre el cuerpo. En esta tesitura, el cuerpo escapa de las coordenadas de la biología para entenderse como objeto biológico socialmente construido y culturalmente regulado (cfr. Mauss 1979, Turner 1989, Rodó 1987). Este estudio está dividido en cinco apartados: en el primero se esbozan las medidas salubristas y su relación con los proyectos de desarrollo del México porfiriano (1876-1910); el segundo contiene el panorama teórico de la higiene instituido en Francia y que impactó en México; en el tercero se analiza la función sanitaria de las mujeres en su función de madres y aliadas de los médicos en la encomienda de higienizar a la sociedad; en el cuarto se analizan algunas disposiciones en torno de ciertas funciones fisiológicas femeninas: embarazo, parto y alumbramiento, como estrategias de la cruzada educativa-higienista; en el quinto y último apartado se analiza la higiene a través de la sexualidad y el matrimonio, con la idea de mostrar la sujeción del cuerpo de la mujer, basada en los preceptos científicos y validados por el imaginario social referido a lo femenino y lo masculino. El trabajo cierra con unas reflexiones finales. La salubridad en México y la importancia del cuerpo en el desarrollo económico De 1895 a 1910 el promedio de vida de la población mexicana era de 29,5 años, había 50,5 nacimientos y 35,5 defunciones por cada 1000 habitantes, y el crecimiento natural de la población se estimó en 15,0 por ciento (cfr. Cabrera 1966). Las estadísticas de morbi-mortalidad cobraron un sentido práctico hacia finales del siglo xix en México porque permitieron saber quiénes se morían y de qué (cfr. inegi 1994). Los indicadores no solo mostraban el grado de desarrollo alcanzado por el país: eran una forma de evaluar la higiene, pero, sobre todo, los alcances de la medicina científica que buscaba reconocimiento oficial. Durante el siglo xix, particularmente en su segunda mitad, las altas tasas de mortalidad y la baja esperanza de vida se habían constituido en escollos para el proyecto modernizador del país, basado en una clase obrera. Por tal motivo, se promovió el cuidado de la salud a través de la promoción de la higiene, de medidas profilácticas de vacunación y de reformas sanitarias (cfr. Eguiarte 1989).

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Las concepciones salubristas de la época visualizaron a un ciudadano ideal sano, “normal”, educado, con “inclinaciones” sexuales y una moral “temperante” que buscaba erradicar los “vicios” del alcoholismo, la mala higiene, la holgazanería, el analfabetismo y la prostitución. Así fue como la medicina higienista y la pedagogía se convirtieron en la vía de ordenamiento de la salud pública y privada; en tanto que el vínculo con la jurisprudencia fue clave para fortalecer ese discurso y legitimar las acciones (cfr. López 2004) para conformar el perfil del individuo acorde con la meta principal del esquema social capitalista7. El responsable estatal de las acciones encaminadas a higienizar a la sociedad fue el Consejo Superior de Salubridad de la República Mexicana (cfr. Martínez 1993), entre cuyas encomiendas estaban la vigilancia de las reglas higiénicas de hospitales, cuarteles, cementerios, escuelas, talleres, y de los establecimientos “peligrosos, insalubres e incómodos”; la supresión del arrojo de los desechos humanos, de epizootias y enzootias peligrosas para la salud humana; la vacunación de la viruela y el control de las enfermedades transmisibles como la sífilis, y la higiene del agua, alimentos, medicamentos y viviendas. Para cerciorarse de la peligrosidad que pudiera representar cada hogar, los inspectores médicos del Consejo tenían el encargo de visitar casa por casa de cada uno de los cuarteles en los que estaba dividida la capital (cfr. Consejo Superior de Salubridad 1898). La presencia de un enfermo de tifo, viruela, fiebre tifoidea, escarlatina, erisipela, sarampión, tos ferina y difteria indicaban la urgencia de vacunar a los habitantes de las casas. Los reportes de los médicos eran sobre el saneamiento de las habitaciones, las condiciones de las cañerías del agua potable y de atarjeas para dar salida a los desechos de las habitaciones. Las visitas de los médicos incluyeron rastros, mercados, panteones y burdeles, sitios considerados focos de contagio y propagación de enfermedades (cfr. Consejo Superior de Salubridad 1898). Hacia finales del porfiriato se buscó vulgarizar los preceptos de la higiene entre las masas populares a través de cartillas en las que se recomendaban medidas sobre los tipos de habitación, servicios de agua, ventilación y calefacción, alumbrado, muebles y aseos de las habitaciones (cfr. Rodríguez 1891); reglas para la alimentación (cfr. Ferrer 1897); aseo corporal, ejercicios, vestido, higiene del embarazo e higiene del niño, entre otras (cfr. Ruiz 1898; Iglesias 1911). La preocupación por la higiene se extendió hacia otros ámbitos como el escolar. La idea de inculcar al niño los preceptos generales de higiene, en beneficio de una juventud sana, inspiró el Primer Congreso Higiénico Pedagógico, en 1882. Los higienistas mexicanos no limitaron su vigilancia a las funciones del organismo humano como la circulación, la respiración y la nutrición (cfr. Ruiz 1898).

7  La temática ha sido trabajada ampliamente en otra investigación (cfr. López 2004).

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La higiene fue sobre todo un dispositivo de conocimientos y estrategias convertido en el vehículo principal del desarrollo de las naciones, que llevaría al orden y al progreso. El caso mexicano no fue la excepción (cfr. López 1891). Por lo menos en el nivel del discurso la producción médica sobre medidas higiénicas fue asombrosa. Apegados a los lineamientos de la orientación médica francesa, los galenos mexicanos estudiaron los efectos de la alimentación en el desarrollo de la inteligencia, como Sandoval (1895, 20), quien reflejó la importancia de la nutrición con la siguiente idea: “Dime lo que comes y te diré lo que piensas”8. También recomendaron medidas higiénicas para cada una de las edades; por ejemplo, se averiguó sobre los efectos causados en la columna vertebral por la posición de los mesa-bancos de las escuelas y se propuso la vigilancia extrema de la sexualidad adolescente para evitar el onanismo y el amor lesbio. La tuberculosis, el alcoholismo y la sífilis fueron considerados por los higienistas los tres azotes más terribles de la humanidad, pero mientras a los dos primeros buscaban erradicarlos, la prostitución —principal fuente de transmisión de la sífilis— fue reglamentada, al ser concebida como un mal necesario para mantener la vida conyugal. Aunque la medida se tomó para evitar la clandestinidad y, con ello, la propagación de la sífilis (cfr. Ruiz 1904), solo se controlaba a las prostitutas en tanto se olvidaba el control de los aficionados a los burdeles. La prostitución también representó un problema importante de legalidad en el contexto de los derechos civiles: su práctica representaba un derecho, pero transmitir la sífilis era un delito; así, pues, los higienistas se pronunciaron por normarla, mediante la vigilancia de la policía médica y las revisiones semanales de las mujeres públicas (cfr. Ruiz 1915)9. La vieja y novísima medicina higienista en los siglos xix y xx en México La higiene, pública y privada, es un tema antiguo en el mundo occidental. Desde la caída del Imperio romano y hasta el tardío siglo xviii, existió la preocupación por controlar y prevenir las epidemias mediante cuarentenas, cordones sanitarios y el secuestro de embarcaciones completas. Esas medidas estuvieron basadas

8  La frase también fue atribuida al higienista mexicano Luis E. Ruiz y a otros. 9  En la novela Santa, en la que se narra la vida de una mujer en un prostíbulo de la Ciudad de México a principios del siglo xx, aparecen todas las atrocidades médicas y la violación de los derechos de las prostitutas, quienes asistían semanalmente a la revisión médica. El pago por ejercer la prostitución permite entender el negocio de las autoridades con esa tolerancia hipócrita (cfr. Gamboa 1903).

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en dos teorías: la miasmática10 y la contagionista11 (cfr. Martínez 1993), que fue la más aceptada en el siglo xix en Europa (cfr. La Berge 1992). Sus antecedentes se remontan a la medicina hipocrática, presente en los tratados de Dietética y en el de Aires, aguas y lugares (cfr. Tratados hipocráticos ii 1997). Los fundamentos de la higiene hipocrática versaron sobre la relación intrínseca entre la salud de los individuos, las estaciones del año, la alimentación, la respiración y la geografía de residencia de los individuos, así como su sexo y actividad física12. Hasta el siglo xviii, los médicos higienistas se preocuparon exclusivamente por el control de las epidemias, pero en el siglo xix les interesó, además, el conocimiento y el control de las enfermedades endémicas y los “excesos corporales” asociados a los placeres (cfr. Foucault 1993b). Los primeros movimientos higienistas en Francia, comenzados en 1820 y que bien pudieran considerarse auténticos movimientos sociales, impactaron en el adelanto de la higiene en el resto del mundo occidental (cfr. La Berge 1992). La escuela francesa se desarrolló en un contexto ideológico particular —liberalismo, conservadurismo, socialismo y estatismo— y fue representada por médicos, químicos-farmacéuticos, ingenieros, veterinarios y administradores. Los dos higienistas más influyentes de la época fueron Louis-René Villermé y Alexandre Parent-Duchâtelet (cfr. Estrada 1998), identificados con las posturas principales frente a la higiene: la individualista, proveniente de la ideología liberal, y la pública o estatista, que ubicaba al Estado como el principal responsable de la protección y el bienestar de la población. La posición liberalista, cuyo mayor representante fue Villermé, propuso que las reformas en salud deberían centrarse en lo individual y limitar las funciones del Estado para preservar la salud pública únicamente cuando fuera justificable; mientras, los médicos higienistas con una visión estatista plantearon que el Estado, mediante la legislación y la administración, debería asumir un rol importante en las reformas y la dirección de la salud pública. En consecuencia, los expertos podrían funcionar como consejeros del Estado. En México, las dos posturas estuvieron presentes. Por un lado, la estatista se reflejó con la creación, en 1841, del Consejo Superior de Salubridad, que estuvo 10  Postula las emanaciones o efluvios nocivos del suelo, el aire o el agua, considerados causa de las enfermedades contagiosas y epidémicas antes del descubrimiento de los microbios. 11  Postula la propagación de una enfermedad contagiosa por el aire, el agua y el suelo, como intermediarios. 12  Los tratados hipocráticos constituyen un material de análisis invaluable para entender el devenir de la ciencia médica, pero también para discutir el tema del relativismo, pues, como sostiene Comelles (2010), Hipócrates fue el primer relativista porque sus postulados higiénicos consideraron la diversidad de la geografía y con ello su tipo de suelo, vegetación y fauna, así como la relación con el tipo de alimentación para cada organismo según su actividad, peso y talla. Este dato resulta interesante frente a las generalizaciones de los indicadores de salud como el índice de masa corporal, talla, niveles de glucosa y triglicéridos.

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adscrito a distintas instancias como el Consejo Superior de Justicia (1877) y la Secretaría de Gobernación (1879). El reglamento de esa institución, al decir de los galenos de la época, conjuntó los conocimientos científicos más vanguardistas en la materia; incluso, se sostiene que México elaboró las mejores disposiciones sanitarias durante la segunda mitad del siglo xix, superando a Francia, a pesar de antecederle con un siglo en ese tipo de disposiciones; no obstante, muchas de ellas no se aplicaron debido a su compleja operatividad (cfr. Flores 1888). Por otra parte, la postura liberalista se percibió con mayor fuerza hacia finales del siglo xix y principios del xx con la popularización de la higiene en todos los sectores de la sociedad mexicana para concretar las medidas salubristas que tardaron tiempo en aplicarse. Las ideas empiristas y racionalistas calificaron a la ciencia como la llave del progreso, y con ello se reforzó la idea de que diversas áreas de la investigación se podían hacer científicas. Ese conocimiento, desde una visión positivista, fue visualizado como una forma de combatir el poder del autoritarismo. En este marco, la higiene pública se ubicó en la lógica de las disciplinas científicas, a través de las cuales fundamentó sus métodos para higienizar a la población. En el caso de México, la influencia de la medicina francesa se vio en las primeras generaciones de médicos —quienes habían estudiado en ese país— al dirigir el Establecimiento de Ciencias Médicas, creado en 1833 y transformado más tarde en la Escuela Nacional de Medicina de México. La higiene se incorporó como una de las diez cátedras del primer programa de Medicina, impartida hasta 1867, en conjunto con la de fisiología13. Los libros de texto utilizados eran de autoría francesa (cfr. López 2004). La ciencia fue encontrando un lugar importante en los planes de gobierno. Las disposiciones para la higiene de la población se fueron especializando y sus prescripciones se materializaron en acciones concretas. Tal fue el caso del Primer Congreso Higiénico-Pedagógico llevado a cabo en la Ciudad de México en 1882[14], convocado por el Consejo Superior de Salubridad, con el objetivo de encontrar el método de enseñanza que ofreciera la mejor instrucción a los niños sin comprometer su salud.

13  En el entendido de que el objetivo de la higiene era preservar la salud del cuerpo, menester era conocer su funcionamiento para luego dictar las medidas higiénicas para cada una de las funciones de los sistemas del organismo humano (cfr. Ruiz 1898). 14  Los trabajos de Noguera (2002) muestran que la articulación de la medicina higienista con la educación y la pedagogía fue generalizada. En Colombia, por ejemplo, los manuales de higiene se tomaron como guía pedagógica de los profesores en beneficio del cuidado y perfeccionamiento de los escolares y del desarrollo civilizador de la nación.

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El problema que se nos propuso constituye la síntesis del deseo más grandioso de la humanidad, y cuya solución[,] puesta en práctica, proporcionará el medio más seguro y eficaz de favorecer su progreso; y fin tan benéfico como halagador y deseado solo lo pueden alcanzar la Pedagogía y la Higiene[,] si se unen para resolverlo (Ramírez de Arellano et al. 1882, 1)15.

Hacia el último tercio del siglo xix se formalizó la enseñanza de la higiene en el ámbito de la educación básica, cuando se escribieron y difundieron entre la población cartillas de higiene con el objeto de promover hábitos de aseo. Por otro lado, con la vacunación variolosa se buscó controlar las enfermedades epidémicas; con la vigilancia y regularización de establecimientos de comida y bebida, mejorar la calidad de los alimentos; y con el control del ejercicio de la prostitución, vigilar el contagio de la sífilis (cfr. Álvarez et al. 1960). Es decir, las medidas sanitarias estuvieron relacionadas particularmente con la promoción de un estilo de vida moderno, sano, “mesurado” y productivo. El discurso de la higiene se constituyó así en un imperativo de la burguesía capitalista que requería de un tipo de ciudadano cuyo comportamiento lo condujera a una vida productiva. El desarrollo de la industria y la urbanización requirieron una nueva política social en la cual la salud pública fue uno de los ámbitos principales de atención, ya que la industrialización de la Ciudad de México agravó los problemas de salud pública con la contaminación del aire, las aguas y del ambiente en general (cfr. Trujillo 2000). La relación entre progreso, desarrollo e higiene fue marcando pautas culturales asociadas con el cuidado del cuerpo y su vínculo con el espacio y los otros. La salud se convirtió en un valor del desarrollo con la idea de que solo los preceptos de la higiene podían garantizarla. Esa noción de limpieza asociada con la higiene, así como sus técnicas y prácticas culturales son un reflejo “del proceso de civilización que va moldeando gradualmente las sensaciones corporales, agudizando su afianzamiento, aligerando su sutilidad” (Vigarello 1991, 14). En otras palabras, se dio una relación concomitante entre la salud pública y la civilización. Hacia el siglo xix, la higiene regularizó ciertos actos asociados con el moldeamiento del cuerpo según ciertas demandas de la civilización y la industrialización. Sus valores variaron según la educación y el nivel socioeconómico, la 15  La inspección médica escolar se corresponde con otras medidas de reglamentación higiénica en todos los espacios públicos y privados, con la preocupación internacional por la prevención de las enfermedades de la niñez y la planeación educativa que abarcara el perfeccionamiento de las facultades físicas, intelectuales y morales. A pesar de haberse tardado, los resolutivos higienistas se materializaron en el ámbito educativo (cfr. Carrillo 1999).

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geografía, la disponibilidad de agua, el clima y otros factores físicos, y con diversas técnicas buscaba reglamentar todos los actos de la vida, incluidos los más íntimos de los individuos. Por eso, la limpieza y la higiene, junto con la represión y la moralidad, se convirtieron en valores que distinguían a las clases sociales. Disposiciones higienistas en torno de la fisiología del cuerpo de las mujeres En la cruzada por reglamentar los cuerpos bajo los principios higienistas de la moderación, la temperancia16 y la mesura, la mujer tuvo un doble papel: como reproductora de la especie y de la cultura. En su función de madre, se convirtió en la aliada perfecta de los médicos para corregir los “malos hábitos” higiénicos que no podían ser erradicados con la sola reglamentación. Basados en la noción de responsabilidad individual, los médicos encontraron en las madres el vehículo ideal para transmitir las medidas salubristas, pero se requería instruirlas para que influyeran en el nivel moral de su prole: Niño, así en el cuerpo extraviado, aun antes de dar los primeros pasos; con tendencias que generalmente le conducen al mal; inexperto para conocer peligros; débiles para la fatiga, ¿cómo podrá recorrer con paso firme el escabroso camino que el destino le tiene deparado? […] Vosotras madres de familia, tenéis que ser, para vuestros hijos, ese sabio conductor, ese benéfico consejero. Vosotras sois las llamadas, sois las elegidas para dar buena dirección a estos arbolitos […] ¡Nadie tiene más ni mejor derecho; nadie tiene, tampoco, más estricto deber de procurar a toda costa su bienestar físico y moral! (Silva 1918, 12).

Si bien es cierto que los médicos reconocieron las proezas emancipadoras de las mujeres, mediante la educación intelectual (cfr. Ruiz 1884; Silva 1918), los manuales de higiene popular, como el de Silva, cuestionaron ese tipo de enseñanza, caracterizada por la promoción de conocimientos científicos y literarios para algunas jóvenes de la aristocracia y la naciente clase media, y advirtieron del peligro de dejar en segundo plano el papel de una buena madre:

16  Los movimientos de temperancia del siglo xix en Inglaterra y Estados Unidos, algunos laicos y seculares, provinieron principalmente del protestantismo y estuvieron dirigidos en su mayoría por mujeres. Cuando llegaron a México se encaminaron a la erradicación del alcoholismo. Los médicos mexicanos, como fue el caso de Máximo Silva, se vincularon con sociedades temperantes para promover medidas higiénicas en pro de la salubridad pública (cfr. Toledo 2010).

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Si el hermoso fin que la mujer tiene que realizar en el mundo fuera el mismo que el hombre se propone alcanzar, nada más lógico y completamente necesario sería exigir que la mujer fuera enseñada del mismo modo que lo es el hombre […]; porque tratando de alcanzar un mismo fin, racional sería emplear los mismos medios. […] Debe mejorarse, por todos los medios posibles, la educación de la mujer, pero sin olvidar el fin, para poner en consonancia con él los medios que se emplean. Que se dote á la mujer de todas las aptitudes para saber “educar” á los niños, no solo cuando se consagre solo á la educación de la familia. […] no quiere decir que se niegue á la mujer la participación en aquellas actividades que están en consonancia con su naturaleza, pues esto se puede considerar como [sic] un fin secundario, siempre que no pueda realizarse el primero. En ese sentido, también, debe ser enteramente lícito que la que voluntariamente renuncia á desempeñar el papel á que debía consagrarse por su organización pueda abrazar las actividades que guste (en esto debe estribar la verdadera libertad y las ideas de progreso); más bien, entendido que esto constituye una excepción; pero que semejante conducta no se generalizará, ni es conveniente aconsejarla (Ruiz 1884, 630-631) [énfasis nuestro].

Los médicos también pusieron en entredicho el imaginario social del instinto materno al reconocer que la inexperiencia de las madres novicias resultaba un peligro para asegurar la vida de sus vástagos. La educación aparece así como nuevo elemento en este periplo: Las mujeres ilustradas son más capaces de todas las grandes virtudes; ellas son las que dan heroínas a la religión y a la patria; ellas son las que fortalecen el espíritu del hombre que flaquee en las grandes luchas por los ideales y por los principios […] Mas si esa educación emancipa a la mujer, del papel obscuro y secundario a que estaba condenada por las preocupaciones de una sociedad menos avanzada que la nuestra, muy poco sin embargo, le enseña, aún en el día, acerca del modo de cumplir satisfactoriamente con los delicadísimos deberes de una buena madre, desde el punto de vista de las leyes de la naturaleza (Silva 1918, 13-14).

La alta mortalidad de los niños de entre uno y diez años representó una gran preocupación para los políticos e intelectuales mexicanos; los galenos consideraron que la principal causa eran los estilos de crianza practicados por las mujeres de todas las clases sociales. Las pobres, por la falta de higiene y recursos para alimentar adecuadamente a sus vástagos; las ricas, por contratar a

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nodrizas pertenecientes a las clases bajas, quienes, además de enfermarlos, les enseñaban malos comportamientos (cfr. Flores 1888). Los médicos, de igual forma, responsabilizaron a las nodrizas —como antes lo hicieran con las parteras— como las principales causantes de la mala salud infantil (cfr. López 2010), por lo que argumentaron la necesidad de educar a las mujeres antes de que formaran sus propias familias, en ámbitos relativos al matrimonio, la atención y el cuidados de los niños, como lo sugirió Silva en su Higiene popular: Combato, con lealtad y energía, errores perniciosos; lucho, a cara descubierta, contra preocupaciones y prácticas tan perjudiciales cuanto arraigadas. Estos preceptos de higiene deben formar parte de toda biblioteca doméstica, y ser consultados con frecuencia por los jefes y por las madres de familia (Silva 1918, 16).

La cruzada higienista requería de la instrumentalización de medidas que fueran el resultado de la imbricación de dos áreas: la médica y la pedagógica. Así, pues, la popularización de la higiene se convirtió en la estrategia médica para reeducar a la población en todos y cada uno de los usos sociales del cuerpo. Las prescripciones higienistas de la maternidad: el embarazo y el alumbramiento La maternidad, considerada por filósofos, biólogos y médicos el fin principal de las mujeres, fue asociada con una gama de sentimientos, entre los cuales predominó el amor maternal, insuficiente para cumplir con el papel de cuidadora de los hijos. Los médicos higienistas argumentaron la peligrosidad de la impericia de las madres, lo cual con frecuencia nulificaba las buenas intenciones guiadas por ese gran amor: “En este caso, la Higiene reviste una importancia capital. La salud de las madres es la vida del hijo; y desde este punto de vista, el olvido de los sensatos preceptos higiénicos es no sólo una falta, sino un crimen” (Silva 1918, 30). Los médicos aseguraban que las mujeres ponían en riesgo sus embarazos cuando no seguían los preceptos de la higiene y solo se guiaban por los deseos de sus “vanos placeres” y su “imperdonable coquetería” por el “uso indebido” de corsés, los paseos a caballo y la asistencia a bailes17. Por ello se recomendaron los vestidos holgados para no comprimir el pecho y el vientre, comida sencilla, 17  Aun cuando intentaba generalizarse el discurso entre toda la población, las prescripciones estaban pensadas solo para un sector medio de la población. De las faenas realizadas por las mujeres de las clases pobres, poco o nada se decía.

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baños tibios, aire puro con olores agradables y ejercicios moderados (cfr. Monlau1865; Silva 1918). Las advertencias médico-higienistas no solo incluyeron los cuidados físicos: también se dirigieron a lo moral, al recomendar a las mujeres evitar las emociones violentas (temor, sorpresas, alegrías delirantes, impaciencia y excesos de cólera). Las mujeres embarazadas no podían leer historias ni novelas sentimentales, dramáticas, violentas o sensuales, y tenían que confinarse en un espacio tranquilo para que su organismo llevase a buen puerto el embarazo. Las relaciones sexuales estuvieron proscritas al considerárseles causantes de los abortos (cfr. Monlau 1865). En definitiva, los médicos higienistas prescribieron, por lo menos en el nivel teórico, cada uno de los actos físicos y morales de las mujeres durante el embarazo, al catalogarlas doblemente débiles: “El sistema nervioso, que es tan desarrollado y tan excitable en ella, parece ejercer una influencia todavía mayor, en todo el organismo, durante el tiempo que aquella permanece encinta” (Silva 1918, 34). Por ello, el marido, la familia y la sociedad debían mostrar una actitud de respeto y otorgarles los cuidados necesarios durante el embarazo. Según la opinión de los médicos, los cuidados de ventilación de la recámara de la “enferma” fueron el principio promovido para erradicar la costumbre de fumigar con plantas aromáticas quemadas las habitaciones de las mujeres de las clases bajas —procedimiento por el cual se buscaba eliminar los malos olores provenientes del cuerpo de la “enferma”— porque se consideró una fuente de trastorno para la mujer y el recién nacido18. Después del parto, se pedía el silencio, el reposo, la buena alimentación y evitar recibir “impresiones morales” que enfermaran a las mujeres: “La exagerada susceptibilidad nerviosa en la que queda[n] las señoras exige que se tenga con ellas toda clase de atenciones y cuidados posibles” (Silva 1918, 44). La presencia de un facultativo en el momento del parto se fue convirtiendo en una exigencia promovida entre todos los estratos sociales. Los médicos combatieron la partería empírica como una estrategia de control y apropiación de un campo de la salud que por siglos había estado en manos de las mujeres. Con la profesionalización de la partería, las acciones de las parteras tituladas se redujeron a la asistencia del trabajo del médico (cfr. López 2010): Las familias no deben consentir, jamás, que las parteras [tituladas] ejecuten maniobras que no son de su competencia; y tampoco debe descuidarse la precaución de contar con la asistencia inmediata y oportuna de 18  La práctica de fumigar o sahumar se llevó a cabo en Europa, durante la Edad Media, como una forma de limpiar el cuerpo para evitar el contacto de éste con el agua, ya que se pensaba que el líquido debilitaba la energía del cuerpo (cfr. Vigarello 1991).

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un facultativo suficientemente instruido en la materia. […] La partera debe ser una asistente científica, que solo [se] ha de limitar a aquello que es de su incumbencia, sin tratar de usurpar, nunca, los derechos, ni de abrogarse [sic] las atribuciones y las responsabilidades que corresponden única y exclusivamente al médico (Silva 1918, 48).

El proceso de tecnificación de la medicina fue estipulando las recomendaciones sobre la limpieza de la cama, de la puérpera y su propia vestimenta, del reposo que debía guardar y de la descalificación de prácticas consideradas inmorales, como la de apretarse los pechos con vendajes para evitar la producción de leche, el abultamiento y la consecuente flacidez de los senos. Estas prescripciones médico-higienistas fueron conformando el proceso de medicalización del cuerpo de la “enferma de parto”, convirtiéndolo en un vehículo para controlar experiencias definidas como problemáticas que pretendieron estipular la norma de lo saludable (cfr. Foucault 1993a; Conrad y Schneider 1980). Higiene de la sexualidad y el matrimonio El control de la sexualidad de los recién casados entre las clases medias y adineradas se hacía a través de los manuales higiénicos del matrimonio, también llamados “manuales de la noche de bodas”. Estos tratados, que por costumbre se regalaban a las parejas, dictaron las normas de limpieza, los cuidados alimenticios y las posiciones en las cuales debía tener lugar el denominado débito conyugal, con el fin de preservar la salud de la pareja y la de su prole. Felipe Monlau presentaba su obra afirmando que La higiene del Matrimonio deberia [sic] formar parte de toda biblioteca, y ser consultada con frecuencia por los jefes y las madres de familia, pues unos y otras hallarán en la práctica de las reglas é instrucciones de este libro el medio segurísimo de ganar grandemente en salud, longevidad y dicha doméstica, aprendiendo muchas cosas que deberían saber y que ignoran: indocti discant. Los médicos, los cirujanos y las matronas también pueden consultar con fruto esta Higiene, en la cual se resumen metódicamente todas las nociones de alguna importancia referentes á la fisiología, la higiene y la patología de las funciones de la reproducción, porque encontrarán, si no algo que aprender, mucho que recordar: ament meminisse periti. Finalmente, la lectura de esta obra tampoco será ociosa para los eclesiásticos, quienes por razon [sic] de su augusto ministerio reciben tantas confidencias íntimas, y se encuentran á cada momento en el caso de dar saludables consejos: la voz siempre respetable y conso-

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ladora de estos médicos del alma recibirá, si es posible, nueva autoridad cuando á su carácter de ministros de la religión divina quieran añadir el de conocedores é intérpretes de la ciencia humana (Monlau 1865, vi).

En el fondo, las prescripciones higienistas en torno de la sexualidad buscaban promover las relaciones heterosexuales y la monogamia exclusivamente para la procreación. Este imaginario pretendió imponer la creencia de que cualquier práctica sexual fuera de las coordenadas higiénicas antes señaladas constituía un comportamiento sexual “anormal”, promotor y propagador de las enfermedades que ponían en riesgo a todos los individuos; por tanto, se hacían acreedores a la intervención médica (cfr. López 2007). Las disposiciones higienistas relativas a la sexualidad impulsaron valores como la virginidad y el control de los “deseos venéreos”, y fortalecieron el imaginario social de lo femenino y lo masculino, contribuyendo a establecer condiciones sociales desiguales entre los sexos (cfr. López 2005). Las mujeres, consideradas presas de la biología y fisiología de su útero, estuvieron condenadas a la histerización de su cuerpo (cfr. Foucault 1993; Varela 1997; López 1998). La medicina concibió a la mujer como un ser frágil y propenso a enfermar por la supuesta debilidad nerviosa y su carácter “profundamente emocional” que se “perturbaba” con mayor evidencia cada mes y en cada embarazo, puerperio y menopausia; ante lo cual los galenos prescribieron toda clase de cuidados que iban desde una alimentación sencilla, sin irritantes ni bebidas calientes, hasta la proscripción de actividades y “experiencias morales”. Esas reglas reforzaron la imagen de la mujer-madre, cuyo ejercicio sexual debía estar fuera de las coordenadas del placer; para ello, la medicina se valió de la imagen mujer-ángel del hogar. El placer femenino perdió importancia como parte de su fisiología sexual al descubrirse que la procreación estaba regulada por los ciclos de ovulación y no por la temperatura en el momento de la cópula (cfr. Laqueur 1994; López 2007). Los manuales de higiene del matrimonio asignaron a las mujeres el rol de reguladoras de la sexualidad conyugal porque, al estar conscientes de las consecuencias nocivas del onanismo solitario y conyugal, estaban obligadas a evitarlo. De igual forma, tenían que desarrollar una conducta de recato y contención para moderar los “ardientes” deseos de sus maridos en beneficio de la salud conyugal, como medida profiláctica para no engendrar hijos débiles y “anormales”, como se consideró en el caso de los “histéricos”. La sexualidad masculina también intentó regularse bajo la amenaza de la pérdida de la fuerza vital del líquido seminal y la idea de que el sexo del embrión estaba relacionado con la debilidad o el vigor del varón en el momento de la cópula. Un varón que fecundara a su esposa después de haber bebido y comido

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copiosamente engendraría una hija, mientras que un marido en condiciones físicas favorables engendraría un varón (cfr. Peratoner 1903). Lo que a este análisis compete es señalar el imaginario médico y social de la pasividad femenina en la vida sexual y una encomienda moral como imperativo médico-social para conservar y asegurar la salud del matrimonio y la de sus vástagos. Reforzar la idea de la maternidad como elemento constitutivo de la identidad femenina, con toda seguridad, fue una estrategia médica para controlar el contagio de la sífilis porque, en el fondo, el cuerpo femenino siguió siendo visto como el cuerpo de la enfermedad y del peligro, otrora del pecado; mientras que la doxa médica reforzó el imaginario social de lo masculino, caracterizado por la fuerza, la actividad y la responsabilidad de los varones, cuyas faenas requerían del “resguardo moral” de sus cuerpos y sus almas que, supuestamente, lo encontrarían en brazos de sus comprensivas y “contenidas” esposas (cfr. López 2007). Silva (1918) homologaba la unión de un hombre y una mujer con la función de un árbol en desarrollo: “Si la semilla era buena, crecería un árbol fuerte y frondoso”. En el caso de los contrayentes, el amor no garantizaba una buena vida: tenía que estar emparejado con la salud. A los imaginarios sociales del matrimonio asociados con el amor se sumaron otros aspectos como la edad, la salud y las condiciones físicas y morales de los contrayentes, aspectos tomados en cuenta por los padres para permitir o prohibir el matrimonio de sus hijos19. Desde el punto de vista médico, la edad fue un rasgo fundamental para la unión conyugal. Una pareja joven aseguraba la procreación de hijos saludables, pero las uniones tardías llevaban a la esterilidad, fenómeno que preocupaba a los médicos y a los gobernantes europeos y latinoamericanos porque pensaban que, junto con los movimientos feministas de Francia e Inglaterra, ponían en peligro la procreación de la especie. La medicina creía que el estilo de vida disipado de los varones de las clases altas era otro obstáculo importante para la procreación. El desorden y los excesos de placeres ocasionaban la soltería de los varones, pero cuando se casaban, sus condiciones orgánicas estaban “devaluadas”. Ello contribuía al denominado “suicidio de la raza”: “El hombre que se casa en estas condiciones [con una mala salud] no es otra cosa que un árbol corrompido que no puede dar sino frutos caducos, en el remoto caso de que los dé” (Silva 1918, 23).

19  En México los exámenes clínicos prenupciales se impusieron en 1928, como una manera de control para asegurar la salud de los futuros hijos. Esta medida médica debe ser entendida en el contexto en el cual la medicina eugenésica se preocupaba por el mejoramiento de la salud de la población mediante la prevención de enfermedades hereditarias en Europa y América Latina (cfr. Noguera 2002).

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Resulta interesante la tensión que la medicina higienista estableció entre placer y peligro (cfr. Vance 1989), al comparar la sexualidad con un acto peligroso que tenía que ser, si no reprimido, por lo menos controlado; ya no como pecado, sino como causa de enfermedad. En esta lógica secular no cabía la amenaza del infierno, pero sí el peligro de contraer una enfermedad y el incumplimiento del bien común: poblar el territorio. Las funciones del organismo humano han sido objeto de una puesta a prueba según el contexto social, sostiene Clavreul (1978). En una sociedad en la que el discurso de la medicina científica intentó imponerse como el orientador del orden social, los preceptos de la higiene se convirtieron, aunque fuera teóricamente, en la guía de cada acto humano. El celibato, por ejemplo, fue igualado con la criminalidad al ser considerado por los higienistas un acto inconveniente y antinatural que ponía en riesgo la salud y la larga vida, además de “enajenar” la mente. En consecuencia, el estado civil tuvo la función moralizante de la sexualidad. La doxa médica le otorgó un lugar central en la vida mental y moral de las personas, constituyendo un rasgo estructurador de la personalidad. La vida sexual de una persona casada estaba regulada a través del denominado débito conyugal para cumplir con el fin último: la procreación; en tanto, una soltera podría entregarse a los placeres onanistas, lésbicos y homosexuales, y con ello al desenfreno y al peligro de la salud del cuerpo individual y social. Reflexiones finales En el periodo estudiado, la higiene dejó de ser un calificativo para convertirse en un sistema de conocimientos. La cruzada higienista y la popularización de sus principios es sin lugar a dudas el maridaje entre la medicina y la política, cuyo fin fue el reordenamiento del cuerpo social e individual. La medicina higienista, con sus medidas sanitarias, fortaleció la homologación entre el cuerpo físico y el cuerpo social. Con ello, la sociedad era vista como metáfora del organismo, y la política, como transposición de la medicina. El discurso de la higiene intentó por todos los medios incidir en el ámbito privado para asegurar el cumplimiento de las disposiciones salubristas públicas. De esta manera, el proceso de vigilancia y medicalización del cuerpo se dirigió con mayor énfasis al cuerpo femenino por esa doble función reproductiva: la de la especie y la de la cultura. En el mundo laico, la medicina se ha constituido en la mediadora de la naturaleza y la cultura y debe reconocérsele como la heredera de la función reguladora moral que la religión tuvo y sigue teniendo. El médico sustituyó al confesor, pero ambos enfrentaban al mismo enemigo: la enfermedad, otrora pecado y vicio, que solo podía ser vencida con el régimen higienista, según el dicho médico. En

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el imaginario de la disciplina higienista y de una sociedad guiada por la ética del trabajo, la enfermedad fue considerada la perdición del cuerpo y la evidencia de una moral endeble. Por consiguiente, el cuidado de la salud también se consideró el resguardo de la virtud del cuerpo. En ese entramado de representaciones médicas, la instrucción de las madres, en el nivel de la práctica, se tornó pieza clave del cambio social. Las representaciones y las prácticas médicas en torno de la domesticación del cuerpo en las funciones básicas, el régimen higiénico en los primeros años de vida y, sobre todo, la regulación del placer sexual deben entenderse como la estrategia con la cual se intentó generalizar la moralidad burguesa vía la restricción de los “excesos”, como sostiene Jagoe: “La moralidad, limpieza y la represión de los instintos ‘bajos’ del cuerpo en nombre de la productividad, son la piedra angular de la agenda progresista de la burguesía” (Jagoe 1998, 323-324). La regulación y el control del deseo constituyeron una medida contra la amenaza a la productividad, en la medida en que el capitalismo incipiente del siglo xix y principios del xx requirió de cuerpos dóciles dispuestos al trabajo. La población productiva debía internalizar el valor de postergar la satisfacción del deseo para reencauzarlo en la lógica del mercado (Jagoe 1998). Bibliografía Álvarez Amézquita, José; Miguel Bustamante y Francisco Fernández del Castillo. 1960. Historia de la salubridad y de la asistencia en México, tomo i. México: Secretaría de Salubridad y Asistencia. Balandier, George. 1988. Modernidad y poder. El desvío antropológico. Madrid: Serie Antropología, Jucar Universidad. Barbieri, M. Teresita de. 1992. Las mujeres y la crisis en América Latina. Lima: Saywa. Boltanski, Luc. 1974. Puericultura y moral de clase. Barcelona: Laia. Boltanski, Luc. 1975. Los usos sociales del cuerpo. Buenos Aires: Periferia. Cabrera, Gustavo. 1966. Indicadores demográficos de México a principios del siglo. México: El Colegio de México. Carrillo, Ana María. 1999. “El inicio de la higiene escolar en México: Congreso Higiénico Pedagógico de 1882”. Revista Mexicana de Pediatría, vol. 66, nº 2. Clavreul, Jean. 1978. El orden médico. México: Argot. Comelles, Josep. 2010. La bestia en mí. La noción de exceso y la evolución de la locura en el cuerpo en Europa (el diablo en el cuerpo). Conferencia impartida en México, en el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, sede D. F., el 20 de septiembre del 2010, en el marco del Seminario Permanente de Antropología Médica, coordinado por el Dr. Eduardo Menéndez. Conrad, Peter y Joseph Schneider. 1980. Deviance and Medicalization: From Badness to Sickness. St. Louis: C. V. Mosby.

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8 Locura moral y degeneración: los caminos de la biopolítica. México a finales del siglo xix Frida Gorbach Hacia el último tercio del siglo xix en México se empezó a hablar de degeneración. Eran los primeros años de lo que se conocería después como el “porfiriato”, un gobierno que desde el inicio prometió poner fin a casi un siglo de insurrecciones y que después se prolongaría por más de treinta años. Si lo que se conoce como la República restaurada (1867-1876) impuso un primer freno al proceso de desintegración política del país que la guerra de independencia había desatado, el gobierno de Porfirio Díaz (1876-1910) terminó con ese largo ciclo de anarquía y despotismo (Palti 2008, 43)1. Al menos así lo reconoce la historiografía mexicana: a partir de ese momento comenzó una era de estabilidad política y progreso económico; desde entonces los problemas del país serían aquellos del mundo moderno (Tenorio-Trillo 1999; González Navarro 1957)2. En México los primeros que empezaron a hablar de degeneración fueron los médicos, para entonces el segundo grupo profesional del país después de los

1  Sin posibilidades de contar aquí la historia del siglo xix mexicano, la dibujo solo con un párrafo del excelente estudio de Elías José Palti: “Casi inmediatamente después de la Independencia, el sistema político mexicano entró en un proceso acelerado de descomposición que hacia mediados del siglo alcanzó casi el punto de su total desintegración (punto a partir del cual comenzaría su penosa reconstrucción)” (Palti 2008, 43). 2  Sobre la visión del siglo xix en la historiografía mexicana, véase especialmente Mauricio Tenorio-Trillo (1999).

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abogados (Rojas 1909, 9)3. Fueron formados en la Escuela Nacional de Medicina y pertenecían, muchos de ellos, a la Academia Nacional de Medicina, una asociación ligada al aparato de Estado y que funcionaría como la plataforma desde donde disputarían el poder a los abogados. Como parte de un gremio en proceso de profesionalización, los médicos compartían la ideología de las clases dominantes y emergentes del porfiriato. Como alumnos de Gabino Barreda (1818-1881), reconocido entonces y ahora como el introductor del positivismo en México, adoptaron los preceptos de la medicina moderna, los mismos con los que justificarían la cruzada por la ciencia y la educación de las masas que estaban a punto de emprender (Mejía 1892, 417)4. Al menos así veo a los médicos al leer sus estudios: seguros de sí mismos, optimistas ante el futuro, convencidos de estar presenciando el comienzo de una nueva época, asumiéndose como los portavoces de Europa, los encargados de traer a México todas esas doctrinas que desde hacía tiempo circulaban por Europa pero que aquí todavía eran desconocidas: la fisiología moderna, la embriología, las doctrinas de la transformación y evolución de las especies, los planteamientos de Pinel, Esquirol y Charcot sobre la locura y, por supuesto, las ideas de Lombroso y la antropología italiana, estas últimas, doctrinas que según Secundino Sosa avanzaban “aun más de lo que piden nuestros tiempos” (1893, 98). El caso es que en medio de todo ese optimismo fueron ellos, los médicos, los grandes profetas del progreso nacional, los primeros en incorporar la noción de degeneración a su vocabulario. Algo que resulta extraño considerando que la degeneración, el término mismo, echaba por tierra la confianza en una ciencia fundada en procesos naturales que siguen un patrón ordenado y progresivo al abrir la posibilidad de que la evolución humana caminara no hacia adelante, progresivamente, sino hacia atrás, en un proceso de reversión y decadencia. Pero esa incorporación es extraña solo a primera vista, pues, desde su aparición en Europa en el siglo xix, la degeneración constituyó una estructura antitética al progreso en el sentido de que minaba desde el interior la obligatoriedad de un tiempo histórico ordenado y progresivo (Chamberlin y Gilman 1985, xiiixiv). De hecho, así llegó a México y se instaló en el campo de la clínica, unida 3  Cuando digo “los médicos” me refiero a aquellos que en las últimas décadas del siglo xix y las primeras del xx hicieron de la enfermedad mental uno de sus intereses y publicaron estudios sobre el tema en las revistas médicas más importantes de la época así como tesis de grado. Hay que señalar que se trata no de alienistas o psiquiatras sino de médicos clínicos, pues además de que ninguno de los que escribieron artículos pareció trabajar en el asilo o manicomio, para entonces la psiquiatría en México, según diagnóstico de un médico en 1909, era una “rama de la medicina” olvidada, “relegada a un lugar muy inferior a las demás”, que no evolucionaba “con la vertiginosa rapidez que las demás” (Rojas 1909, 9). 4  Gaceta Médica de México.

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al progreso y vinculada a la idea de que ciertos trastornos mentales se debían a la degeneración psíquica causada por la herencia enfermiza de los antecesores, tal como lo planteaba la psiquiatría francesa posterior a 1848. Sin embargo, no se trataba de una noción delimitada y bien comprendida. De la misma manera que en Europa, aquí la idea de degeneración se movía sin mucha precisión entre la medicina, la biología y el derecho, y servía para todo: para explicar tanto la etiología de la locura y las enfermedades nerviosas como la transformación de las especies, el surgimiento de las razas y cuestiones relativas a la responsabilidad legal de las personas. Como en Europa, los médicos mexicanos de finales del siglo xix también utilizaban el término en su acepción moderna, es decir, asociada ya no a la idea dieciochesca de que el clima y el entorno natural eran los que producían efectos degenerativos sobre la constitución de los hombres y las razas, como sostenía Buffon, sino vinculada ahora a la herencia, un mecanismo cuyo funcionamiento nadie entendía bien pero que remitía a la transmisión de enfermedades y anomalías, de cualidades morales e incluso de bienes materiales; de ahí que afectara por igual el desarrollo de los individuos y la vitalidad de las razas y de las naciones (cfr. López-Beltrán 1992)5. Podría decir que la noción de degeneración era tan imprecisa como invisible, pues en los documentos no aparece así nomás; más bien, su presencia es muchas veces imperceptible, como si los médicos no hubiesen tenido necesidad de hacer explícito su significado, como si la idea misma, de tan naturalizada, formara un sustrato que desde el fondo, silenciosamente, cuestionara el optimismo de un discurso que se dirigía hacia el progreso. La degeneración, entonces, aparecía como un sustrato oculto del discurso o, mejor dicho, como una serie de significados que se esparcen por su superficie integrados íntimamente al sentido común y al lenguaje cotidiano. Diría incluso que la idea de degeneración pasaría inadvertida si no fuera por las investigaciones que en años recientes han mostrado cómo esa noción formó parte del pensamiento europeo del siglo xix y cómo, desde un lugar marginal, se convirtió en la condición de posibilidad del discurso del progreso y la modernidad6. Permanecería invisible si no fuera por esta actualidad que, después de la obra de Michel Foucault, sobre todo, nos ha puesto delante una pregunta por la biopolítica, ese concepto cuya génesis es decimonónica y que confunde la vida con la norma y la política con la patología (cfr. Esposito 2006). 5  Sobre los distintos significados del término herencia, véase Carlos López-Beltrán (1992). 6  La investigación de Chamberlin y Sander (1985) es el primer trabajo que desde la historia, la medicina, la biología, el derecho, las artes y el psicoanálisis intenta mostrar cómo la idea de degeneración operó durante el siglo xix y la primera mitad del xx y cómo constituyó un componente fundamental de la modernidad. Al respecto véase también Nye (1984), Huertas García (1987) y Campos Marín (1998).

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Todo esto para decir que hacia allí apunta este texto: hacia el discurso médico mexicano, hacia la degeneración y la biopolítica moderna. Lo que relato aquí es la historia de cómo en México ciertos médicos incorporaron dicho término a su lenguaje y cómo se preocuparon al mismo tiempo ante la posibilidad de que la nación —más que la humanidad— estuviera de pronto caminando hacia atrás, en sentido inverso a la evolución humana. Pero cuento esa historia interesada principalmente en dos cuestiones: una de ellas tiene que ver con la especificidad de ese discurso, esto es, con la manera como cierto discurso se relaciona con cierto lugar o, para usar las palabras de Santiago Castro-Gómez, el modo como los discursos europeos de la nueva ciencia fueron traducidos y relocalizados en México (2010, 15)7. Y la otra cuestión, estrechamente asociada a la anterior, tiene que ver con la nación mexicana debido a que la idea de degeneración fue central en la definición de sus rasgos más característicos. Así, con esas dos interrogantes en la mano intento seguir una posible línea genealógica. Aunque la degeneración aparezca a veces como evidencia y otras solo como subtexto, puede decirse que en su origen estuvo asociada a la locura moral, un diagnóstico médico impuesto a personas de supuestas conductas extremas, extravagantes, peligrosas, “degeneradas”. Y precisamente eso es lo que me interesa aquí, seguirle la pista a la locura moral, esto es, entender las coordenadas en las que el discurso médico-psiquiátrico produjo ese diagnóstico, saber cómo éste operó y cuáles fueron las formas que tomó a medida que impregnaba otros saberes —la biología y el derecho— y otros registros —lo físico, lo psíquico y lo social—. Sigo así un trayecto que comienza en el campo de la medicina clínica y desde allí se va extendiendo en círculos hasta tocar procesos de significación cada vez más amplios que tienen que ver con definiciones de especie y de raza, con diferencias de clase y género, y con el estatus civil y político de los individuos. Pero no puedo empezar sin señalar antes de dónde viene la curiosidad inicial por el tema, cosa que significa formular una pregunta por el presente que está marcando la indagación sobre el pasado. Pues si es cierto que cualquier interpretación, diría Gadamer, no es otra cosa que la respuesta que cada autor da a preguntas análogas en el presente, entonces tengo que decir algo acerca de este presente (Gadamer 2002, 133-152). Un presente que estaría hecho de todo aquello 7  El objetivo ha sido buscar una salida a las disyuntivas de siempre de la historiografía de la ciencia. La primera que enfrenta a “internalistas” y “externalistas”, es decir, a los que estudian la práctica científica y aquellos que hacen historia social de la ciencia sin considerar contenidos científicos; como si —diría Bruno Latour— no pudiéramos tener sociología y contenidos científicos en una misma mirada (1999, 277). La segunda disyuntiva, propia de la historiografía mexicana, enfrenta el difusionismo, o lo que algunos llaman “historia colonial”, una historia que analiza cómo los textos europeos “originales” fueron copiados tardía y fragmentariamente en México, con una “historia nacional” en la que el contexto político local adquiere un valor explicativo y causal (Saldaña 1992, 13).

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que aconteció después de que esos médicos escribieran acerca de la locura moral, y que tomaría forma en las políticas públicas que el Estado mexicano implementó a lo largo de la primera mitad del siglo xx con el objetivo de transformar a la sociedad mediante un proceso de depuración racial. La curiosidad inicial tiene que ver precisamente con una pregunta por la biopolítica, un modo de concebir la vida y la política que sin duda hunde sus raíces en el siglo xix, concretamente en la noción de degeneración y que marca esta modernidad tardía (cfr. Urías 2007; Saade 2009). Aunque aquí llegue apenas a formularlo, la interrogante que está en el fondo de esta historia es si la noción decimonónica de degeneración condiciona aún nuestras formas de concebir el mundo, de conocerlo y de relacionarnos con los otros8. Locura moral, locura femenina En las nosografías alienistas que los médicos mexicanos utilizaron resalta particularmente un diagnóstico: la locura moral, un tipo de locura como la manía, la melancolía o la demencia, pero también una suerte de “carácter” o de “fondo” que acompañaba enfermedades como la histeria, la epilepsia, el alcoholismo o la sífilis. Resalta porque esa categoría constituía al mismo tiempo un diagnóstico y un síntoma, un sustantivo que remitía a un tipo de locura y un adjetivo que impedía definir ese tipo por sí mismo. Pues por un lado la categoría era tan abierta como para absorber todos esos casos “locos”, singulares, sin sitio exacto en la clasificación, y, por otro, tan cerrada que parece aislada de las demás, como si no pudiera ser comparada con ninguna otra9. Pero, me parece, si por algo se destaca la locura moral entre los otros diagnósticos es por la atención que en años recientes ha puesto en ella la historiografía mexicana, especialmente aquella interesada en la historia de la locura. Digamos que ese diagnóstico se ha convertido en la prueba de que el discurso de los médicos mexicanos —y de cualquier discurso médico— está siempre determinado por factores sociales, ideológicos y políticos, supuestamente ajenos a ese discurso (cfr. Rivera-Garza 2001, 671). Digamos que la locura moral es la evidencia más palpable de que La Castañeda, el manicomio que Díaz inauguró en el último de los treinta años de su gobierno y que los historiadores de la locura en México han convertido en su objeto casi exclusivo de estudio, fue un espacio

8  Sobre biopolítica y América Latina, véase Mignolo (2003), Dube (1999), Lander (2000), entre otros. 9  Me baso para ello en las clasificaciones que aparecen en los expedientes clínicos del Manicomio General de La Castañeda en las primeras décadas del siglo xx.

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construido para castigar y corregir a aquellos cuyos comportamientos rompían con los parámetros de la normalidad (Ríos Molina 2004). Y, aún más, la categoría de locura moral ha servido para que las historiadoras interesadas en una perspectiva de género muestren cómo a finales del siglo xix ese fue un diagnóstico frecuente entre las mujeres, sobre todo entre aquellas cuyas conductas se desviaban de los modelos sociales de la feminidad doméstica, presentando como evidencia decenas de casos tomados de los expedientes de La Castañeda que el Archivo Histórico de la Secretaría de Salubridad en la Ciudad de México hoy resguarda con feroz celo: “Ramona”, de la que no se sabe si fue internada por la locura que le provocaba el alcohol o por irrespetuosa, por su “marcada ironía”, su “sobrada indiscreción” y por no tolerar “que la mandaran a pesar de ser subordinada”10; “Josefa”, de quien no se sabe tampoco si el acto de desobedecer impulsivamente a su madre constituía el síntoma o la causa11; “Teresa”, quien al parecer no presentaba otro síntoma más allá de su mal carácter, su afección por irse a pasear y su “falta absoluta de sentido moral”12; “Herlinda”, cuya locura supuestamente estalló porque de niña no tuvo a nadie que “educara su carácter”13; o la joven de 14 años cuyos síntomas, según el médico que la examinó, eran su “salvaje y agresiva independencia” y el hecho de repetir constantemente la frase “Yo no me dejaré de nadie” (Sosa 1893, 101). Con esas evidencias las historiadoras han mostrado que la locura moral constituía un castigo para aquellas mujeres que rompían con las nociones normativas de género y clase social (no importa si para demostrarlo tengan que convertir la locura en una especie de capa que puede ser levantada para mirar cómo debajo existen solo determinaciones sociales y políticas) (cfr. Derrida 1996). Esas mujeres, argumentan, fueron castigadas porque desobedecían, protestaban, hablaban demasiado o manifestaban conductas sexuales excesivas, ya sea “perversiones del instinto sexual”, “obscenidad en palabras y canciones”, exhibicionismo y “falta absoluta de pudor”14, “deseo constante a hablar de sexo15, o una “cínica inclinación a los hombres” (Sosa 1893, 101). En el horizonte discursivo de la segunda mitad del siglo xix en México resulta difícil desechar la idea de que la locura moral constituía un castigo a conductas

10  Archivo Histórico de la Secretaría de Salud (ahss), Fondo Manicomio General (fmg), Sección Expedientes Clínicos (sec), Serie Manicomio General (smg), caja 2, exp. 1, foja 7. 11  ahss, fmg, sec, smg, caja 2, exp. 74. 12  ahss, fmg, sec, smg, caja 2, exp. 13, foja 4. 13  ahss, fmg, sec, smg, caja 2, exp. 13, foja 9. Esta interna fue dada de alta luego de que el médico, al revisarla de nuevo, aceptara que “la asilada no ha adolecido de psicosis alguna; que no se supo o no se tuvo quien educara su carácter y que indebidamente se la retiene en este manicomio”. 14  ahss, fmg, sec, smg, caja 3 exp. 7, foja 2. 15  ahss, fmg, sec, smg, caja 105, exp. 16.

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consideradas extremas y extravagantes sobre todo entre mujeres. Sin embargo, me parece que, mucho más allá de esa constatación, la locura moral, en tanto diagnóstico y síntoma, habla de una forma particular de anudar la norma médica y la regulación jurídica, el diagnóstico y el castigo. Más que su evidente “toque femenino”, lo que me interesa destacar son los factores sociales, económicos, ideológicos y políticos que determinan el discurso médico, y ello para mostrar que esas determinaciones —de raza, de clase y de género— no forman un contexto que desde fuera se impone sobre la ciencia médica, esto es, no son exteriores al discurso médico sino que lo constituyen íntimamente y subyacen por tanto a cualquier definición de locura (cfr. Rivera-Garza 2001, 671). Foucault lo pondría de esta manera: “[…] no se trata de saber cuál es el poder que pesa desde el exterior sobre la ciencia, sino qué efectos de poder circulan entre los enunciados científicos” (cfr. Agamben 2010, 17). Necesito, entonces, ver de qué estaba hecha la locura moral, describir sus principales rasgos, analizar tanto las operaciones que los médicos realizaron para que adquiriera el carácter de diagnóstico médico como los mecanismos que utilizaron para convertir ese diagnóstico en sinónimo de castigo. Y aquí, inevitablemente, aparece de nuevo la feminidad, porque la locura moral, podría decirse, tomaba de la histeria sus principales rasgos. Así, al igual que la histeria, la locura moral era de naturaleza “polimorfa” debido a “las formas demasiado numerosas, demasiado extravagantes con que se viste […]” (Román 1898, 36); era “caprichosa”, porque los síntomas podían afectar la sensibilidad, la motilidad, las funciones psíquicas o los órganos; “extravagante”, porque el individuo pasaba atropelladamente de la tristeza a la melancolía más profunda, a la alegría loca, al amor y la aversión sin causa (Vázquez 1882, ii). La locura moral se parecía tanto a la histeria que ésta le ofrecía a aquélla, como en bandeja, sus rasgos más característicos. Lo decía el doctor Román, para quien la locura moral presentaba “numerosos puntos de contacto con las histéricas por la similitud de sus síntomas y la homogeneidad del mecanismo que los produce” (1898, 35). También la histeria era caprichosa, por sus distintas formas; extravagante, por su movilidad; engañosa, por carecer de síntomas propios e imitar los de otras enfermedades; y, finalmente, enigmática, debido a que nadie atinaba a definir su verdadera etiología, ya que, en palabras de Buenaventura Jiménez, “sin datos anatomo-patológicos precisos, cada autor define la histeria a su manera” (1882, 5-6). Pero la locura moral tomaba muchos de sus rasgos también de la epilepsia, una enfermedad que no siempre podía distinguirse de la histeria16. Por ejemplo, en la locura moral podía darse “un acceso de furor” capaz de arrastrar a un 16  Algunos médicos preferían hablar de histero-epilepsia a la manera de Charcot, mientras otros, como Enrique Abogado o José Terrés, se esforzaban por diferenciarlas insistiendo en afirmar que

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sujeto, en palabras de Hidalgo y Carpio sobre la epilepsia, “a injuriar o a herir automáticamente a las personas, a herirse a sí mismos, a incendiar o romper cualquier objeto que tienen delante” (Hidalgo y Carpio 1870, 147). Pero si por algo la locura moral se parecía a la histeria y a la epilepsia era, sobre todo, por su condición intermitente. Pues su carácter polimorfo, extravagante y engañoso se debía no tanto a la naturaleza de sus síntomas como a su condición intermitente, esto es, al hecho de que los síntomas se manifestaran a intervalos, a través de “crisis impulsivas”, de “síndromes esporádicos” (Román 1898, 44). Sin que fuera estrictamente histeria o epilepsia, la locura moral compartía con estas enfermedades lo repentino de los síntomas, el hecho de que alguien que hasta entonces hubiera tenido un comportamiento normal de pronto fuera víctima de un impulso desatado e incontrolable. A eso es a lo que Francisco Rodiles llamaba “locura histérica”, una forma especial de locura que no es continua sino intermitente, y Secundino Sosa “epilepsia anómala”, un trastorno que no presenta “ningún delirio, ninguna alucinación, ningún trastorno intelectual”, o “histeria anómala”, ya que carece de “ataques convulsivos clásicos”, pero conserva los accesos de risas, estornudos, asmas y parálisis de unas cuantas horas (1885, 101 y 103). Lo importante en la definición era ese carácter intermitente que hacía que un individuo normal tuviera de pronto un comportamiento patológico, o al revés, que un individuo enfermo se comportara a veces normalmente. Lo verdaderamente importante, entonces, era esa condición limítrofe, el hecho de que un individuo pudiera ubicarse “en las fronteras de la razón y la locura” (Román 1898, 44), en un espacio, decía Luis Vergara Flores, entre “el estado lúcido de la razón y el principio de trastorno cerebral” (1896, 953). Alberto Román explicaba que en ese tipo de enfermos, solo “bajo una faz de sus manifestaciones psíquicas presentan un desequilibrio que está en pugna con el normal funcionamiento, pero que en todos los demás actos de la vida en nada se alejan de lo regular y fisiológico” (1898, 37)17. De ahí que la locura moral fuese engañosa, no tanto por simular síntomas de otras enfermedades al modo de la histeria, sino por ocupar un lugar limítrofe entre lo normal y lo patológico y por referir, en consecuencia, a modos de decir y actuar que solo en ocasiones salen de lo común. Se trataba así de una nueva forma de concebir la locura pues lo que la distinguía era ese carácter múltiple al manifestarse de distintas formas; intermedio, pues su referencia no era la normalidad ni la pérdida completa de razón; engañoso, porque ni siquiera parecía una enfermedad: la locura moral, decía Román, se trataba de “dos enfermedades tan disímbolas”, “que entre ellas no existen lazos de afinidad” (Abogado 1906, 40; Terrés 1904-1905, 172). 17  La locura moral se parecía mucho a la monomanía de J. E. D. Esquirol (1772-1840), pues aquella también se reducía a una idea mientras se seguía siendo razonable con respecto a todo lo demás.

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“es menos una enfermedad en el sentido ordinario de la palabra que un modo particular de sentir y reaccionar” (1898, 14). Se trataba así de un nuevo tipo de locura propio de personajes “excéntricos” y “extravagantes”; los primeros, mujeres histéricas, y los segundos, hombres raros, a veces tremendamente lúcidos, casi geniales, pero que cambiaban sin cesar de estado de ánimo; aunque a ese lugar llegaban a caer no solo histéricas y epilépticos anómalos sino también alcohólicos, sifilíticos, homosexuales y prostitutas, todos ellos, decía Román, parte de un grupo “poco definido y mal limitado”, de nombres “igualmente vagos: degenerados superiores, excéntricos superiores, neurasténicos delirantes, psiquiasténicos” (1898, 35). Y si por algo se distinguían todos ellos, decía ese mismo médico, era por dos cosas muy ligadas: por no poder reprimir un “deseo irresistible a singularizarse” y por su tendencia a “alterar la tranquilidad de un hogar”. Esto es, egoístas y por tanto transgresores del orden componían una nueva familia: la de los degenerados. La implosión, el instinto, el deseo Según el médico Porfirio Parra, aquello que distinguía la locura moral “de las formas bien constituidas de enajenación mental” era un impulso intempestivo, esporádico e irresistible (1895, 19). Sucedía de pronto que un impulso salía a la luz apoderándose de la voluntad del sujeto, volviéndolo presa de un ataque, un acceso, un espasmo. Bruscamente, ese impulso despertaba su sensibilidad (Abogado 1906, 40), encendía el deseo y encaminaba a todo el organismo hacia su cumplimiento (Parra 1895, 12). De ahí que muchos médicos prefirieran hablar de “impulsión”, una palabra cuyo sonido indica ya el golpe que hace algo al momento de romperse o salir a flote. De esta manera, una impulsión irrumpía intempestivamente, explotaba pero sin dejar de seguir una dirección específica. Porque, precisamente, una de las características de la impulsión era que el sujeto no perdía la conciencia. Aun si experimentaba un acceso, el sujeto era consciente; sabía que cometía un acto indebido pero no por ello podía detener su ejecución. Y es que durante los espasmos, decía Rojas, nunca había “amnesia completa”: no hay inconsciencia, solo el dominio de “una voluntad extraña a las ideas” (1909, 15). El sujeto tomaba conciencia “de lo necio y vano” de la idea y hacía esfuerzos por deshacerse de ella, pero no lo conseguía, explicaba Parra mientras contaba la historia de una mujer a quien nadie podía convencer de lo absurdo de su proceder: ella se “daba cuenta de lo que pasa en su derredor”, “tenía conciencia de lo extravagante, de lo odioso, de lo criminal o monstruoso del impulso” y “luchaba enérgicamente para refrenarlo”, pero no conseguía controlar la fuerza de la impulsión. Luchaba contra sí misma pero era vencida, y en su derrota, decía ese médico, se sentía

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“avergonzada y arrepentida de haber hecho lo que hizo”, aunque experimentara al mismo tiempo “una satisfacción íntima y el alivio indecible del que se liberta de un peso que le agobiaba” (1895, 19-20). De ahí que a la locura moral Parra la llamara “locura parcial” o “delirio de actos”. En la locura moral, la impulsión no hacía más que poner en escena la lucha entre el impulso y la voluntad, las dos fuerzas en disputa del siglo xix: el impulso como instinto o pasión desbordada o “deseo irresistible convertido en acción”, y la voluntad que de repente pierde su fuerza y queda como “aletargada”. El doctor Vergara lo explicaba así: “Tenemos entonces las impulsiones” cuando no se tiene “un freno seguro” que contenga la ejecución del acto, “pues la voluntad parece embotada” (1896, 956). Aunque, más bien, la impulsión terminaba conjugando toda una serie de posibilidades. Por ejemplo, el mismo Vergara hablaba de “voces interiores” que arrastran y dominan a los enfermos, quienes inesperadamente “son presa de un acto extravagante, sienten aversión y horror por la cosa ejecutada; son arrastrados y llevados por algo, por una voz interior que los domina” (1896, 956). Rojas, en cambio, creía que la impulsión era otra voluntad que no era la de las ideas, y Fernando Malanco defendía la idea de que la impulsión era instinto principalmente, fuerza interior orgánicamente determinada porque respondía únicamente a la necesidad: “Cuando las necesidades son violentamente provocadas, el deseo que las sigue es de la propia energía, convirtiéndose en pasión, que no es más que la necesidad violentada” (1897, 407). Jesús González Ureña, por su parte, decía que la impulsión era resultado de una impresión provocada por el mundo exterior pero que el interior del organismo transformaba en emoción, “una emoción desproporcionada a una impresión pequeña”, decía (1903); mientras Secundino Sosa consideraba que era una fuerza más que orgánica, psíquica pero que la mayoría de los médicos no percibía: “se ha errado; porque no se ha tomado en cuenta la impulsión; porque se ha hecho punto omiso del elemento psíquico” (1893, 105). La impulsión remitía así a muchas cosas; es más, el término mismo encerraba cierta multiplicidad, pues era resultado de la fusión de dos palabras: el impulso entendido como instinto orgánico y la impresión vista como imagen del mundo exterior que la memoria retiene. Es como si esa palabra hubiese sido explícitamente creada para mediar entre el exterior y el interior, para ocupar un lugar intermedio y de esa manera conectar los objetos del mundo exterior y los impulsos generados por las fuerzas del propio organismo. La impulsión, digamos, era el punto donde esos objetos se investían de una carga afectiva que surgía de dentro del cuerpo e impactaba en la subjetividad del individuo. De ahí que su ámbito no fuera exactamente el cuerpo o la mente, sino la psique o la voluntad, entidades que no eran ni orgánicas ni pertenecían tampoco a la razón, la conciencia o la inteligencia, sino que se movían entre el interior y el exterior, entre lo orgánico y lo psicológico, en los pantanosos terrenos de la sensibilidad,

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la emoción y el afecto. Por eso, la impulsión podía referir a las impresiones del mundo sobre la subjetividad o, indistintamente, a esos impulsos irrefrenables que, decía Malanco, “se ensañan con los deseos” (1897, 407). Pero en el fondo el problema que encerraba la impulsión era la patología. La pregunta que se hacían los médicos era si la impulsión era de naturaleza patológica o si su origen era normal pero en el camino algo la volvía patológica. El problema estaba allí porque, ¿cómo definir lo propiamente patológico?, ¿cómo medir el grado de patología de una impulsión?, y, sobre todo, ¿dónde localizarlo? Esta era la pregunta fundamental para una medicina que creía en la medición y en la localización: ¿dónde estaba lo patológico?, ¿en el instinto mismo, en la voluntad “aletargada”, en los actos de “ejecución enfermiza” o en las impresiones causadas por los objetos del entorno exterior? De un modo u otro, los médicos estaban obligados a especificar si lo patológico pertenecía al cuerpo o si era el mundo el que ejercía un influjo enfermizo sobre ese cuerpo. Pero por encima de todo debían explicar cómo es que un sujeto, cualquier sujeto, perdía de pronto la cuenta hasta dejar de dirigir racionalmente sus acciones, y sin motivo, debido a un deseo que en un momento adquiría “un grado de intensidad notable, sin relación con la causa que las produjo”, empezaba a cometer actos locos (Parra 1895, 17). Al respecto, varias podían ser las respuestas: o un instinto de naturaleza patológica, innato e inmodificable afloraba intempestivamente, o un instinto de origen normal era desvirtuado por el medio ambiente o la sociedad, o el problema radicaba en una voluntad incapaz de frenar las necesidades automáticas e instintivas del sujeto. En suma, la impulsión le planteaba a los médicos el siguiente interrogante: ¿dónde estaba el núcleo patológico?, ¿en el cuerpo orgánico, en los objetos del mundo exterior o en la psique, ese nuevo lugar, ni físico ni mental completamente, que no se localiza espacialmente pero que es impactado por los objetos del mundo y produce efectos sobre el cuerpo?, ¿dónde estaba, pues, la falla?, ¿en el cuerpo físico, en la psique o en el mundo? Anomalía degenerativa Los médicos buscaban causas y encontraron impulsiones que ahora tenían que localizar en el interior del cuerpo. Como médicos clínicos, creían en la anatomía patológica y en la posibilidad de traspasar con la mirada los síntomas de la superficie del cuerpo, penetrarlo y en el interior determinar la lesión orgánica. Más allá del dualismo cuerpo/alma y más allá de la partición fisiología/psicología, para ellos todos los fenómenos de la naturaleza, incluidos también la sensibilidad, las pasiones, el instinto o la voluntad —rasgos todos de lo que en Europa se conocía desde fines del siglo xviii como el “cuerpo nervioso”— respondían

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a las mismas leyes fisiológicas (cfr. Melville 1997; Harris 1991). Esto quiere decir que todo, tanto los fenómenos fisiológicos como los psicológicos y morales, se explicaba mediante las mismas leyes. En fisiología, afirmaban los médicos, “toda alteración funcional tiene siempre un correlato orgánico” (Parra 1878, 8)18. No importaba si el caso de las enfermedades mentales no se contara aún con evidencias de lesiones cerebrales, pues de todos modos los médicos las buscarían. Estaban seguros de que la locura moral se explicaba también en función de una lesión material, solo que, apuntaban, en este caso, al igual que en muchos otros trastornos nerviosos, la lesión era de otro tipo. Y así, en ese intento por entender la singularidad de la lesión, recurrieron a Auguste Morel (1809-1873), quien explicó esos casos en función de un “fondo degenerativo”, un estado subyacente y continuo, suerte de condición estructural que, paradójicamente, producía ataques intermitentes. La lesión entonces no estaba en un órgano o en una función orgánica sino que constituía un “fondo”, una estructura que no era estática sino dinámica ya que seguía un proceso disolutivo, y aunque se manifestara a intervalos y muchas veces ni siquiera dejara rastro, producía daños en toda la economía del organismo. En suma, en la locura moral la lesión no era orgánica sino funcional, no anatómica sino hereditaria, invisible pero objetivable, física o psicológica pero capaz de unificar el cuerpo y la mente (cfr. Dowbiggin 1985, 208). En este sentido, Porfirio Parra hablaba de “lesiones dinámicas”, siempre cambiantes, pero que referían a una precondición fisiológica, a una “organización defectuosa”, un “sello morboso” que predisponía a ciertos individuos. Otros médicos podían referirse a la lesión de otra manera pero al final remitían por igual a la constitución que ciertos individuos portaban desde su nacimiento y transmitían a sus descendientes. Por ejemplo, Vergara insistía en la existencia de una “tara hereditaria irregular” en ciertos individuos, “producida por el alcohol, la sífilis, la neurastenia, la histeria” (1896, 954). De la forma que sea, la herencia morbosa estaba en el centro de la explicación. Aunque nadie pudiera especificar los detalles del proceso de transmisión hereditaria y la evidencia se redujera a observar cómo en sucesivas generaciones ciertas características patológicas se repetían, de todas formas ese mecanismo podía explicar la existencia de un fondo degenerativo, estructural y latente porque, como admitía Rojas, aparecía solo cuando otras causas, nunca determinantes, lo desataban: “la herencia tiene el papel de causa predisponente pero que queda sin efecto, cuando otras causas no vienen en su ayuda para producir la enfermedad” (1909, 41).

18  En un hecho fisiológico coexisten siempre un factor “material, tangible, o estático por ejemplo el cuerpo caliente, otro inmaterial, intangible, dinámico, su correlativo, el calor” (Parra 1878).

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De todas maneras la herencia aparecía como la causa de causas, y ocupaba así el lugar que en el siglo xviii habían tenido el clima y el medio ambiente. Ahora el funcionamiento normal de un organismo se alteraba debido a una causa que estaba no en el exterior sino en su interior. Aunque se tratara todavía de un término muy vago, la herencia se comprendía en dos sentidos: uno estricto, a la manera de Francis Galton (1860), en el que la patología se transmitía directamente de padres a hijos, y uno amplio, que, a la manera de Morel, transmitía no solo estigmas físicos y psíquicos sino también aquellos producto del medio ambiente y el entorno social (Plumed y Rey 2002, 32). Podía suceder que esos dos sentidos se mezclaran y la herencia se convirtiera en un término que refería a todo, a lo normal y lo patológico, a las causas internas y externas, a los instintos normales que en el camino el exterior desvirtúa, o a un impulso que desde siempre determina a un individuo, incluso antes de su nacimiento. Román lo explicaba así: puede ser que algunas veces la herencia se verifique “directamente engendrando un tipo morboso semejante al ascendiente”, o que otras la herencia determine “la decadencia del organismo y una facilidad notable para el desarrollo de la psicosis”; lo fundamental, concluía, es que ese tipo de enfermos, histéricas, epilépticos, alcohólicos, presenta siempre una “faz degenerativa” (1898, 35). Más allá de la imprecisión, lo importante era el hecho de que la transformación sucedía en el interior del organismo; lo importante era esa faz degenerativa, la cual, según José Ingenieros, el médico bonaerense tan leído y citado por los médicos mexicanos, involucraría “espíritus que sobrellevan la fatalidad de herencias enfermizas o sufren la carcoma inexorable de las miserias ambientales, por lo que la herencia bien podía referirse al organismo o al medio ambiente” (1909, 6). Convertida en el mejor ejemplo del nuevo tipo de locura que estaba surgiendo en los finales del siglo xix, esa locura intermitente, que salía de la esfera de lo normal pero también de lo patológico, y cuyo referente era una lesión estructural pero indetectable, se alejaba de la idea de enfermedad entendida como desequilibrio del organismo y se acercaba a la de anomalía, un tercer registro ubicado más allá de la línea fisiológica que supuestamente debía unir los estados normal y patológico. Por paradójico que parezca, ese trastorno intermitente remitía a la anomalía, no un estado sino una condición permanente, inmodificable e incurable. Pues si la anomalía era, según la definición de un médico en 1924, “una constitución, un modo de ser” (Oneto 1924, 185), la locura moral aparecía como una “precondición” del individuo y como tal era innata, constitutiva, estructural e inmodificable, tal como la anomalía (cfr. Gorbach 2008). Todo parece indicar que el debate que entonces tenía lugar en México alrededor del papel que las anomalías y monstruosidades jugaban en el origen de las especies y razas había alcanzado el ámbito de lo psíquico. En este caso, la alteración biológica heredada no se manifestaba en el cuerpo físico, como en la

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anomalía, sino en la psique, lugar donde había quedado grabado el futuro de un sujeto que, como el monstruo, rompía con la norma. En este caso, parecería, los “vicios de conformación” propios de los monstruos se transformaron en “vicios morales”, o en lo que Ingenieros llamó “las deformes configuraciones morales”. Ahora, la locura moral, transformada ya en locura degenerativa gracias a la herencia, aparecería como una anomalía funcional no localizable (cfr. Dowbiggin 1985, 204). La locura moral se convertía así en el prototipo de una nueva familia, la familia de las “neuropatías”, compuesta por histéricas, epilépticos, alcohólicos y todos aquellos que, decía Román, “dan gran contingente a los manicomios y prisiones y que, ensanchándose cada día, producen alarma en las sociedades modernas” (1898, 35). Por su parte, José Ingenieros, en un artículo publicado en la revista Crónica Médica Mexicana, lo decía de esta manera: esos sujetos “fronterizos de la infamia”, poseedores de “sentimientos anormales”, “de formas corrosivas y antisociales”, personajes de un “infierno dantesco”, “partidarios de la escoria social”, son “víctimas de un complejo determinismo, superior a todo freno ético” (1909, 6). Por algo, decía Vergara, una “impulsión degenerativa” es “la que afecta más al orden social establecido a las leyes que afianzan este orden” (1896, 957). ¿Responsable o irresponsable? Tarde o temprano un loco moral, degenerado y anómalo, llegaría a cometer un crimen. No importaba si la predisposición era orgánica o psíquica, efecto de las condiciones sociales o de factores estrictamente hereditarios. De todas maneras ese individuo era propenso a romper radicalmente con el orden social. Para el médico Abogado, en el momento en que un individuo común era presa de un ataque de “cólera repentina”, podía llegar a cometer actos que “son a veces criminales” (1906, 40). Y es que en estos casos, argumentaba Sosa, todo sucedía rápidamente: “la impresión, la sensación, la impulsión, la decisión y el acto”, unidos en un movimiento siempre “rápido y galopante” que convertía a esos seres en “irascibles, atrabiliarios, indómitos, rebeldes, enérgicos”, proclives “al robo, el incendio, la calumnia, la venganza” (1893, 99). De esta manera, la asociación entre locura y crimen sería a su vez efecto de la fusión de dos discursos: por un lado, el discurso psiquiátrico de Pinel y Esquirol y la idea de que existe un tipo de locura parcial, intermitente y difícil de percibir, y, por otro lado, la criminología de Cesare Lombroso y la escuela italiana de antropología con la idea, puesta en palabras de Parra, de que ciertos estigmas, “además de revelar al criminal, indican la clase de crimen que propende a cometer” (1895, 21). Entremezclados, esos dos discursos convertían al loco y al

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criminal en una misma persona pues mientras el criminal presentaba inclinaciones naturales hacia la alienación mental, el loco era un criminal en potencia. Y era precisamente esa asociación lo que justificaba la urgencia de los médicos por intervenir en el derecho. Porque existía algo como la locura moral, un trastorno intempestivo y de difícil detección, ellos tenían que participar en el diseño de la ley, tal como se venía haciendo desde tiempo atrás en Francia donde la evaluación psiquiátrica era una práctica corriente en los juzgados, sobre todo en los numerosos crímenes pasionales de finales del siglo xix. Los médicos justificaban esa necesidad argumentando que el derecho penal mexicano ofrecía solo dos posibilidades: la responsabilidad o la no responsabilidad absoluta; la normalidad o la demencia; la responsabilidad de todo hombre considerado “normal” o la no responsabilidad de un hombre que cometía un crimen en estado de “demencia” (cfr. Urías 2005). Precisamente, esa era la crítica que Parra le hacía al derecho “tal como está constituido actualmente”: si “un hombre, cualquiera que sea el estado de sus facultades mentales, ha de ser plenamente responsable o completamente irresponsable”, dónde ubicar aquellos casos en los que un sujeto enloquece a veces además de que sus facultades intelectuales en lugar de desaparecer se exacerban. Fuera de la ley quedaban, aseguraba Parra, todos esos individuos en quienes el “carácter patológico no está bien comprobado”, que no son “ni locos ni rematados ni tampoco sanos de espíritu”, que son enfermos no del cerebro, la razón y la inteligencia sino de la voluntad (1895 10-11). Se trata de la misma crítica de Sosa, quien, convencido de que en cuestiones legales no existían absolutos, se preguntaba: “¿por qué se decreta siempre la irresponsabilidad; siempre, para los trastornados patológicos de la inteligencia, y se les niega con una plumada, sistemáticamente, a los trastornados patológicos de la voluntad?” (1893, 98). Pero sucedía que la condición intermitente de la locura moral no solo ponía en duda el carácter absoluto de la responsabilidad, sino que cuestionaba también la idea misma de justicia. Pues en este caso no se cumplía con la supuesta correspondencia que según el código vigente debía existir entre el crimen cometido y el castigo, y esa correspondencia constituía el fundamento de un derecho cuya finalidad era aplicar penas iguales a acciones iguales, esto es, emitir sentencias similares a todos los individuos que hubieran cometido una ofensa equivalente (cfr. Harris 1991). Es más: en un caso de locura moral ni siquiera se podía medir la gravedad del acto ya que, según Parra, los actos, tan múltiples y “disímbolos” como la conducta humana misma, dependían de “una ‘raíz subjetiva’ cuya naturaleza era la multiplicidad”; de ahí que resultara “inútil caracterizarlos por la acción a que arrastran” (Parra 1895, 20). En un cambio de perspectiva, la locura moral obligaba al derecho a juzgar un crimen en función no del acto mismo sino de la persona que lo cometió; o para decirlo en palabras de Parra, en función del “sello defectuoso propio al or-

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ganismo de la persona que lo consumó” (1892, 102). Con esto no solo cambiaba la idea misma de crimen sino que se cuestionaba la posibilidad del derecho de asentar una regla general para todos los casos. Pues si el castigo se determinaba en función no de la gravedad del acto sino de la persona que lo había cometido, entonces había que relativizar la formulación de la ley y aplicarla en función ya no de las circunstancias particulares del caso sino de las características del sujeto criminal. Y en esto los médicos estaban muy cerca de Pinel, para quien cada paciente constituía una persona especial, con una historia trágica única que escondía la causa de la enfermedad (cfr. Weiner 1990). Para Sosa, por ejemplo, la única manera de garantizar una justicia verdadera era estableciendo “la responsabilidad según los casos, la que teniendo en cuenta no solo las condiciones patológicas, sino las psíquicas, discierna en cada caso el estado morboso y las condiciones pasionales” (Sosa 1893, 99). Tanto él como Parra conminaban a los jueces a admitir la figura de la responsabilidad razonada, relativa o atenuada, “un término medio para ciertos individuos cuyas perturbaciones mentales ni son tan completas que les quiten todo discernimiento o encadenen en absoluto su voluntad, ni tan insignificantes que no turben de algún modo la lucidez del espíritu o menoscaben la libertad de acción” (Parra 1895, 10-11). Así, los médicos eran los únicos capaces de detectar un trastorno como la locura moral. En tanto expertos, poseedores de “un ojo avizor” que describe, clasifica, define y califica “los trastornos de nuestros espíritu, considerados en su aspecto social y práctico” (Parra 1895, 9-10), ellos eran los que podían “llevar el análisis más lejos” (Román 1898, 10) y los únicos con la habilidad para “hacer la investigación directa de la mecánica psíquica” (Román 1898, 10). Ya no bastaba ahora saber “que un hecho indiferente o delictuoso fue verificado por una histérica en virtud de un desbordamiento pasional en que una voluntad debilitada ha sido impotente para detener”; se requería además “estudiar a la enferma misma, desligando en lo posible cada una de sus funciones psíquicas” (Román1898, 10). Así, el médico experto podía llegar allí donde el juez no alcanzaba. Allí donde éste erraba, aquél ofrecía la prueba de algo que no era evidente a simple vista. Si se trataba de medir la responsabilidad o no de un individuo, el juez tenía que esperar a que el médico hiciese “un análisis psicológico minucioso, en el que intervienen la observación y la experimentación como medio de prueba” (Román 1898, 10), a que investigara “los antecedentes de su carácter y los antecedentes neuropáticos de familia”, sus costumbres, vicios, pasiones y modos de ser. Y al final el médico era el único capaz de determinar si el acto criminal se había efectuado “bajo la determinación de las funciones discordantes” (Román 1898, 10); el único que podía medir “el grado de libertad moral de que el hombre goza al ejecutar un acto” (Vergara 1896, 957); el único, pues, que podía detectar un acto de simulación, de sugestión o de engaño para saber con certeza si el pacientecriminal simulaba o decía y actuaba la verdad.

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De lo que el médico experto llegara a decir dependía el futuro de un hombre o de una mujer. En sus manos estaba juzgar si alguien era irresponsable dándole el estatus jurídico de no-ciudadano, o si declararlo responsable para que entonces el Estado lo privara de sus derechos (cfr. Harris 1991, 3). De hecho, ese era el proyecto de los médicos: intervenir en la esfera jurídica y conseguir entonces que “la Patología ocupara siempre el lugar de la Justicia” (Sosa 1893, 105), aun si esto anulaba las garantías individuales, minaba los principios de igualdad jurídica y abría un espacio de indefinición y aplicación arbitraria de la ley. La patología debía ocupar el lugar de la justicia sobre todo en aquellos casos en que no había ni cura ni remedio. Pues alguien con histeria, epilepsia o locura moral, predeterminado desde el nacimiento e incapaz de romper con la cadena que lo ataba a su pasado, debía ser colocado en una zona de indistinción en que no se es ni normal ni demente, ni humano ni animal, en una región intermedia reservada para los degenerados, negación misma de lo humano. Ni animal ni humano, sino un ser cuyo lugar era un no-lugar; ni vivo ni muerto sino “desaparecido”, excluido del orden jurídico y, por tanto, de la posibilidad de configurar alguna forma de subjetividad (cfr. Esposito 2006; Gerez 2006)19. La raza Así fue como la locura moral se convirtió en locura degenerativa y entonces la preocupación de los médicos pasó del cuerpo individual a la especie. La fisiología moderna facilitaba ese desplazamiento al fundarse sobre la idea de que ambos, el individuo y la especie, eran regidos por las mismas leyes generales, “invariables”, decía Faustino Guajardo (1887, 9). Pero sobre todo ese desplazamiento fue posible gracias a la herencia, un mecanismo que explicaba al mismo tiempo la transmisión de patologías, temperamentos y constituciones, caracteres de la especie y propiedad de bienes. La noción de herencia cubría un espectro tan amplio de fenómenos —fisiológicos, psicológicos, biológicos y jurídicos— que podía construir una relación directa entre locura, criminalidad y degeneración de la especie. A primera vista parece que todo sucede simultáneamente, que en el momento en que la herencia se patologiza, la medicina interviene en el derecho y borra la 19  Aunque la ley no marcaba diferencias de género, en materia de justicia criminal las mujeres rara vez eran percibidas como responsables de sus crímenes. Y es que mientras los epilépticos debían ser castigados por impulsivos, agresivos y coléricos, las histéricas, sometidas a sus impulsiones y estados de ánimo, víctimas pasivas de un “desequilibrio nervioso natural”, seguramente serían declaradas irresponsables de sus actos y conminadas a buscar un varón que custodiara sus vidas. De esta manera, si al hombre se le castigaba dejándolo fuera del orden social, a la mujer se le imponía una loza de silencio por un tiempo indeterminado (cfr. Harris 1991).

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diferencia de éste con la biología. Pero una lectura más cuidadosa muestra las distintas fases de un proceso que tiende a cerrarle el camino al medio ambiente, paradigma del siglo XVIII, para dirigirse hacia las profundidades del cuerpo. Ese proceso va del exterior al interior, de las causas adquiridas al dominio de lo innato, de Buffon a Morel, de la variación ambiental y los accidentes traumáticos sobre un organismo a la psicopatología. Dos momentos o pasajes pueden distinguirse en ese proceso: el primero lleva del individuo a la especie, y el segundo, de la especie a la raza. En un primer momento la preocupación de los médicos pasa de la cura a la prevención y empiezan entonces a participar directamente en la reglamentación de cuestiones como el matrimonio, la prostitución o la sexualidad (cfr. González 2008), y después, en un segundo momento, dejan la higiene por la eugenesia y se dedican a aplicar medidas orientadas no solo a prevenir el desarrollo de enfermedades sino particularmente a “vigorizar nuestra constitución e impedir el decaimiento de nuestra raza”, en palabras de Nicolás Ramírez de Arellano en 1895 (citado por Urías 2005, 354). Y ambos desplazamientos son posibles porque la herencia constituía el principio causal de varios tipos de locura, el mecanismo de la transformación de las especies, el límite en la aplicación de la ley, y también el factor que definía las características de la raza mexicana. Allí, me parece, estaba puesto el verdadero interés de los médicos: no tanto en la especie como en la raza, no en la humanidad sino en la nación y su porvenir. Tan es así que por momentos, a partir de cierta lectura de los estudios sobre locura moral, se vuelve explícita la pregunta que ningún médico se atrevía a formular abiertamente: ¿constituía la raza mexicana una raza degenerada? Morel ya había dicho que la degeneración tenía un origen racial en tanto que remitía a una desviación del tipo humano primordial creado por Dios, y como el tipo primitivo sufría sucesivas modificaciones por la influencia combinada de la herencia y el medio ambiente, ciertas razas podían derivarse de esas constituciones anormales (Urías 2005, 350). Es más: me atrevería a decir que esa no era la pregunta exacta, pues ningún médico parecía dudar de los efectos que la influencia de la herencia morbosa podía tener sobre la raza mexicana. Más bien querían saber cómo tenía lugar esa determinación patológica, es decir, si ésta era el producto de una acumulación a través de las generaciones o de un salto atávico; o, de otra manera, si un individuo transmitía el elemento degenerado a sus hijos como predisposición, o si su trastorno constituía una reversión a un antecesor remoto (cfr. Harsin 1992, 1057). Aunque el abogado Rafael de Zayas y Enríquez, por ejemplo, sostenía que se podía combinar ambas posibilidades, afirmando, por un lado, que los criminales nacían con caracteres propios de las razas prehistóricas, y que si bien esos caracteres habían desparecido en las razas actuales, podían siempre volver, y asegurando, por otro, que la naturaleza no marchaba a saltos sino que

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se movía “por medio de matices tan suaves” que resultaba imposible fijar la línea de transición (De Zayas 1885, 35 y 93). Como lo hacía este abogado, los médicos podían también sostener la idea de una evolución gradual que por momentos se movía bruscamente a través de atavismos. De esta manera, la disyuntiva parecía estar entre dos posturas: la degeneración progresiva o el atavismo. Algo muy distinto de lo que sucedía en los Estados Unidos, donde, según los historiadores, en el siglo xix el énfasis estuvo puesto en la adaptación, un concepto que servía para explicar la degeneración de la raza negra que por ser de origen africano era incapaz de adaptarse a las condiciones de los países templados. En cambio, en México todo era mucho más ambiguo, pues, por ejemplo, en cuestiones de adaptación se aceptaba frente a Europa la idea de la perfección de la naturaleza americana y de la perfecta adaptación de las razas a ella, en el sentido del pensamiento criollo del siglo xviii, pero en el interior la degeneración refería a un proceso histórico cuyo origen estaba en la desviación de tipos raciales primitivos. Por eso, ante la pregunta por la raza, los médicos mexicanos hubieran podido responder con las mismas palabras del francés Théodule Ribot (1839-1906): los pueblos salvajes son incapaces de inhibir sus necesidades automáticas y atemperar el instinto por medio de la voluntad, la educación, el hábito y la reflexión, virtudes propias de los adultos civilizados normales (citado por Harris 1991, 40). Así, en un primer momento los médicos anudaron la locura y la criminalidad y construyeron una teoría ideada para la exclusión selectiva de ciertos individuos; después, al asociar la especie y la raza, esa teoría alcanzó una dimensión masiva y justificó entonces el uso racialmente selectivo del estado para criminalizar a las mayorías (cfr. Nye 1985, 49). Esto es, los médicos tuvieron que criminalizar primero la locura para después racializar el crimen. O si no ¿cómo explicar las políticas higienistas y eugénicas que el Estado-nación aplicaría en las primeras décadas del siglo xix? Siguiendo a Beatriz Urías, esas políticas estuvieron “dirigidas no sólo a controlar los segmentos de marginalidad social más peligrosa sino también a ‘normalizar’ a una masa silenciosa por medio de muy diversos procedimientos, que iban desde las campañas de alfabetización religiosa hasta las campañas higiénicas de educación sexual y de combate a las enfermedades venéreas” (2005, 375). Y me parece que precisamente allí radica la singularidad del caso: en la manera como los médicos imaginaron la nación mexicana. Una nación convertida en entidad orgánica degenerada cuya historia tendía a decaer a medida que la línea de la evolución humana se revertía hasta ponerse nuevamente en contacto con la del animal (Esposito 2006). Una nación imaginada que requería, necesariamente, de un estado fuerte capaz de controlar los impulsos de locos, anómalos y degenerados y capaz también de controlar los impulsos agresivos de las masas y así neutralizar su potencialidad desestabilizadora. Porque una nación así debía

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privilegiar el orden y la “defensa social”20 por encima de la igualdad jurídica y los derechos civiles del individuo que la Constitución de 1857 consagraba. No es extraño, entonces, que por distintas vías los médicos justificaran la dictadura. Para Parra, por ejemplo, el régimen de Porfirio Díaz no solo era la solución a la anarquía del pasado sino que representaba también la única manera de frenar para el futuro la transmisión de la degeneración de la raza. Aunque se podría ver de otra manera y pensar que la degeneración constituía el mecanismo que la élite intelectual del porfiriato esgrimió para establecer la frontera con los otros y justificar la exclusión de las mayorías del orden jurídico, pero sobre todo para pertrecharse y esconder su propio miedo ante la potencia de la raza y la cólera de larga duración que podía, al igual que la locura moral, estallar de pronto y transmitirse incontrolablemente de un cuerpo a otro. Bibliografía Abogado, Enrique L. 1906. “Histeria y epilepsia”. Crónica Médica Mexicana, tomo ix, nº 2. Agamben, Giorgio. 2010. Signatura rerum. Sobre el método. Barcelona: Anagrama. Campos Marín, Ricardo. 1998. “La teoría de la degeneración y la medicina social en España en el cambio de siglo”. Llull. Revista de la Sociedad Española de Historia de las Ciencias y las Técnicas, vol. 21, nº 41. Castro-Gómez, Santiago. 2010. La hybris del punto cero. Ciencia, raza e ilustración en la Nueva Granada (1750-1816). Bogotá: Pontificia Universidad Javeriana. Chamberlin, Edward y Sander L. Gilman (eds.). 1985. Degeneration. The Dark Side of Progress. Nueva York: Columbia University Press. Derrida, Jacques. 1996. “Ser justo con Freud. La historia de la locura en la edad del psicoanálisis”. En Pensar la locura. Ensayos sobre Michel Foucault. Buenos Aires: Paidós. Dowbiggin, Ian. 1985. “Degeneration and hereditarianism in French mental medicine 1840-90: psychiatric theory as ideological adaptation”. En W. F. Bynum, Roy Porter y Michael Shepherd (eds.). The Anatomy of Madness. Essays in the History of Psychiatry, vol. i. People and Ideas. Londres-Nueva York: Tavistock. Dube, Saurabh. 1999. Pasados poscoloniales. México: El Colegio de México. Esposito, Roberto. 2006. Bíos. Biopolítica y filosofía. Buenos Aires: Amorrortu. Foucault, Michel. 2005. El poder psiquiátrico. Curso en el Collège de France (19731974). Buenos Aires: fce. Foucault, Michel. 1990. La vida de los hombres infames. Madrid: La Piqueta. Gadamer, Hans-Georg. 2002. Verdad y método ii. Barcelona: Sígueme.

20  Este término sería especialmente utilizado por médicos y abogados en la primera mitad del siglo xx.

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9 Lo más profundo es la piel. Cuerpo, lenguaje y enfermedad en la práctica clínica colombiana Hilderman Cardona Rodas Introducción Un análisis de la relación entre lenguaje y enfermedad en la Colombia de la segunda mitad del siglo xix y comienzos del xx pone en juego, entre los presupuestos de análisis de este texto, un espacio abierto de interferencias reflexivas: pensar supone un ejercicio de plegado; lo complejo; lo epidérmico, nuestra mano es un conjunto de pliegues en superposiciones que rebozan pensamiento. La piel constituye una superficie de inscripciones múltiples, de devenires-intensos entre lo que se ve y lo que se dice. La piel se agita como una bailarina esculpida por unas experiencias del afuera proyectadas en un cuerpo que busca su espacialidad en un efecto de remisión mixto: plegamientos correlativos entre el afuera y el adentro, repliegue del lenguaje-cuerpo-acontecimiento, pura exterioridad desplegada. He aquí un territorio de escenificación en un plano de expresión (lenguaje) donde prima lo que se dice por insistencia y donde lo que se ve no se dice sin acontecer, y en un plano de contenido (huella) donde lo que acontece está en relación con la exterioridad y donde lo que se dice es el único acontecimiento en que se comunican todos los acontecimientos1. Este texto plasma el devenir de fuerzas que subyace en la relación entre piel, enfermedad y lenguaje en la dermatología en Colombia, presente en forma de mapa o superposición de mapas desplegados, descubiertos y espacializados por 1  Para ampliar este problema, véase Cardona Rodas (2009, 89-103).

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relaciones de poder y de saber en mutua correspondencia: “Si los enunciados solo existen dispersados en una forma de exterioridad, es precisamente porque las relaciones de poder son difusas, multipuntuales, en un medio que ya ni siquiera tiene forma” (Deleuze 1987, 112). Así como pensar supone un ejercicio de plegado, el cuerpo, su espacialidad, dobla el afuera en un adentro coextensivo a él, funcionando como una banda de Möebius. En esta relación de mutua correspondencia entre el adentro y el afuera, lo patológico marcha, tiene un recorrido sintomatológico en tanto un efecto de superficie, un acontecer epidérmico que traza, tatúa e imprime materialidades visibles en el cuerpo en una tensión constante entre lo que se dice y lo que se ve en medicina, donde se da una relación constituyente entre enunciados y visibilidades. En este medida, los enunciados remiten a un lenguaje, a un “ser lenguaje”, donde las posiciones de los objetos son variantes inmanentes. En el caso de las visibilidades, ellas remiten a una luz, a un “ser luz”, donde se ponen en juego formas, proporciones, perspectivas inmanentes libres de toda intencionalidad. El “existe luz” y el “existe lenguaje” han de ser entendidos no en las direcciones que los relacionan entre sí, sino a partir de la irreductible dimensión que los produce, es decir, puros efectos de superficie de la exterioridad desplegada. En este producir en el pensamiento, por operaciones de plegado, se separan dos campos específicos de intensidad: por un lado el registro de lo estético (forma general de contenido), campo de visibilidad o superficie de visibilidad; y por otro lado el registro de “racionalidad” (forma general de expresión), campo de enunciabilidad o de legibilidad. Entre estos dos registros, los cuerpos chocan, se mezclan, sufren, se hieren, sangran, se acoplan, percolan, se bifurcan, se doblan y producen en su superficie acontecimientos sin espesor, sin pasión, con emanaciones de sentidos posibles, ligados no a causas o a intencionalidades, sino a un complejo de fuerzas que se pone en acción para lo que se dice y lo que se ve2.

2  Un ejemplo estético-enunciativo de la disyunción entre lo que se dice y lo que se ve, relacionado con la espacialidad entre visibilidad y lenguaje, lo constituye el cuadro de René Magritte Ceci n’est pas une pipe. A partir de él se puede pensar en un campo de fuerzas difusas, donde “ser lenguaje” y “ser luz” se dirán de muchas maneras: “[...] ver y hablar —dice Deleuze— es saber, pero no se sabe aquello de lo que se habla, y no se habla de aquello de lo que se ve; cuando se ve una pipa, constantemente se dirá (de muchas maneras) ‘esto no es una pipa’ , como si la intencionalidad se negase, ella misma se derrumbase. Todo es saber, y ésta es la razón fundamental por la que no existe experiencia salvaje: nada hay previo al saber ni bajo él. Pero el saber es irreductiblemente doble, hablar y ver, lenguaje y luz, y esta es la razón por la que no existe intencionalidad” (Deleuze 1987, 143).

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Dermatología clínica y representación del cuerpo deforme Por medio de una relación diferencial y diferenciante, es posible emprender un Elogio de la patología de la piel, que, con François Dagognet, hace parte de una propuesta filosófica de historia de las ciencias y de los sistemas biomédicos moderados por lo que se podría llamar una dermociencia, pues, según Dagognet, sentir y conocer se llevan a cabo en el campo de la membrana, en la piel, en el punto de interfaz entre el adentro y el afuera, dos mundos inseparables que se recubren y se implican (1993, 16). Por ello, Dagognet invita “a estar en contacto, ser impresionado (por la presión sobre sí) pero no en ser alterado ni tampoco padecido, en suma, ser sensible, frágil pero igualmente resistente. La epidermis tendrá que resolver esta contradicción objetiva” (Dagognet 1993, 17). La piel puede ser entendida como un cerebro periférico, topográficamente parlante, que forma un “ser de superficie” por medio del cual delatamos tanto el peligro como el placer3. Así, se puede afirmar que las experiencias de corporalidad se realizan en el espacio del acontecer de magnitud extensiva entre el afuera y el adentro (cfr. Pardo 1992): ocupar la extensión re-produce una experiencia de lo sensible y de lo posible que se teje en el recorrido de lo que puede ser visto y de lo que puede ser dicho. La epidermis confiere precisamente el estatuto de la pura exterioridad desplegada entre el cuerpo, el lenguaje y el acontecimiento (cfr. Cardona-Rodas 2010, 95-113). Las formas de ver y de conferir un territorio de enunciabilidad a la enfermedad tienen un especial apoyo, al menos del siglo xviii al xix, en la lectura clínica de las proyecciones cutáneas, es decir, en el examen de los síntomas dermatológicos. Como sugiere Dagognet, las enfermedades denominadas “sexualmente transmisibles” se caracterizan por la aparición rápida de perturbaciones cutáneas después de la contaminación. Es así como en la sífilis, el “mal francés” para los italianos y el “mal napolitano” para los franceses, tres semanas después de la relación sexual emerge el chancro, acompañado de una llaga indolora que cicatriza pronto; a estas manifestaciones sigue una erupción de manchas, con apariencia de granizado, que se expanden por el cuerpo (roséola); por último, las “gomas” prosiguen con la hinchazón de los huesos, caracterizada por una arteritis y por lesiones del sistema nervioso central. A través del ejercicio de la

3  Dagognet llama a la piel un “cerebro periférico” (relación piel-cerebro), pues ella secreta las mismas sustancias que las neuronas, realiza los mismos juegos sinápticos de los mediadores químicos y lleva a cabo las mismas llamadas “facultades centrales neurobiológicas”. La piel es una especie de espejo neuropsíquico en el que se inscriben las principales funciones el organismo, poniendo en duda con ello la disyunción aparente entre el continente y el contenido. Es necesario entonces aprender a descifrarla por medio de una semiología eficaz.

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mirada, la sola vista del cuerpo retumba e inquieta por su “imagen” trastornada, en donde la visibilidad supurante suscita la angustia. De esta forma, aquello que perturba, ligado a la piel o a los orificios mucosos del cuerpo (boca, ano, órganos sexuales), se encuentra escenificado en cualquier tratado de dermatología escrito en el siglo xviii o xix4. Allí, el dermatólogo se sujeta a la interpretación de las superficies y revela sus riquezas: la exuberancia de la pendiente exteriorizada. Los siglos xvii y xviii ampliarán el estudio por las anomalías cutáneas, que eran descritas por la medicina hipocrática a partir de manifestaciones como el ardor, el calor, la aspereza o la rugosidad que alteraban la economía y se hacían visibles en la piel. En estos siglos se constituye un ejercicio semiológico múltiple en el que proliferan descripciones que se acompañan de nomenclaturas regidas por la percepción dermatológica. Este es el caso del médico Daniel Turner (1677-1740), quien clasificará las enfermedades cutáneas en dos grandes clases: (a) enfermedades del cráneo y del cuero cabelludo, que él denomina tiñas; y (b) las enfermedades de la superficie del cuerpo, las herpes. Todo este espacio de saber conserva una filiación hipocrática-galénica, en la que se ve las diversas perturbaciones cutáneas como la expresión de un desorden humoral, que se expande o hace presión en el afuera. Así, un examen del desbordamiento, en este ámbito de saber, permite dar cuenta del principio armónico en la organización de lo que está vivo. La temperatura sanguínea predispone, sin ninguna duda, a las afecciones eritematosas y tuberculosas (en el sentido morfológico del término); la temperatura biliosa a las producciones pustulosas, la temperatura linfática a las enfermedades con ampollas, en fin, los individuos que presentan los atributos de temperatura nerviosa están más expuestos que los otros a las erupciones secas del liquen y del prurigo (Perrin en Dagognet 1993, 40-41).

En este horizonte enunciativo se empieza a constituir una clasificación y una distribución metódica de las innombrables enfermedades de la piel. En esta dirección se ubican los trabajos de Jean-Louis Alibert (1768-1837), Thomas Bateman (1821-1861), Jonathan Hutchinson (1828-1913)5, Ernst Bazin (1807-1878), entre 4  Esta inquietud ante la perturbación de los orificios mucosos se encuentra en las descripciones de enfermedades tanto en Europa como en América. 5  En el siglo xix circuló en Europa la teoría del diente de Hutchinson (labio leporino), a partir de la cual el labio leporino era visto como un carácter que permitía dictaminar la presencia heredosifilítica en los diagnósticos médicos. Esta proposición tendrá un efecto de verdad en la medicina colombiana en las primeras décadas del siglo xx, en cuanto a la formación de monstruosidades y deformidades asociadas al alcohol y a la sífilis.

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otros6. Detengámonos en Alibert, para quien la enfermedad se revela a través de criterios externos y objetivos. Para construir su “árbol de las dermatosis”, parte de la “lesión más elemental”, con el objeto de darle complejidad en un escala regularmente creciente. Lo primitivo se reconocerá por la simple inspección y la palpación, ya que no presentará ningún relieve y no estará infiltrado; por el análisis, se aislará su aspecto, reduciéndolo a un casi punto, que [...] ocupa luego la menor superficie (el puntiforme) y no tendrá ni raíz (debajo) ni ampolla (por lo alto). Esta es la mancha que le corresponde, que no varía por el color (rojo, y ella cumple el eritema o luego se vierte en la discromía). Esta estructura de base conoce también las modulaciones que no dudan en agrupar y situar. El pasará luego a la pápula (sucedida por una ligera prominencia), después a la vesícula, porque la precedente se tiende y se hincha de serosidad, luego a la pústula (se pone a supurar), en la ampolla (toma más importancia), en fin, comienza la propia ulceración-excoriación, para terminar aun por los tubérculos, lo nódulos y encanijamientos, arraigados, algunas veces en pedículos (Dagognet 1993, 43).

El “árbol de las dermatosis” que plantó Alibert tendrá una funcionalidad nosológica en un régimen de representación de lo patológico en lo que se podría denominar una estrategia de visualización de la enfermedad. En este árbol, el tronco indica la piel; los brazos, los géneros, las ramas, las especies; y las pequeñas ramas, las variedades, escalonando y haciendo derivar las ramas secundarias, a partir de los troncos principales. Esta distribución la tomó prestada el médico francés del médico italiano Francisco Torti (1658-1741), quien hizo uso de este tipo de disposición genérica en su Tratado de las fiebres, publicado en 1712. Al enfatizar en los criterios objetivos y puntuales, a fin de integrar los síntomas clínicos con su evolución, Alibert se libró de las distribuciones más incomprensibles y abracadabrantes, circunstancia que podría ser tomada como un punto débil en su clasificación, pero que será precisamente una fisura que permitirá la formulación de un catálogo múltiple de interpretaciones en el dominio de la mirada médica, que aprehende el hecho patológico como un conjunto de manifestaciones dermatológicas. Es así como Alfred Louis Philippe Hardy (1811-1893), en 1860, cuestionaba esta clasificación, pues el solo criterio de la lesión elemental podía confundir la percepción médica:

6  Estos médicos figuran en el repertorio de personalidades que los médicos colombianos decimonónicos implementan en sus caracterizaciones clínicas de las “enfermedades cutáneas”, generando así un discurso sabio en torno de la configuración de un campo de saber médico.

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La lesión elemental es a menudo de poca duración; ella existe un día y al día siguiente no se puede constatar, sea que haya desaparecido o bien que ella se haya modificado; a veces ella no existe. Cada vez, en esta clasificación, todas las enfermedades de hecho semejantes por su naturaleza son colocadas en clases diferentes y frecuentemente alejadas (Hardy en Dagognet 1993, 46).

Figura 1. El “árbol de la fiebres” de Francisco Torti, que tomó prestado Jean-Louis Alibert para su “árbol de las dermatosis”. Francisco Torti. Therapeutice specialis ad febres periodicas perniciosas, Venecia, 1755. Archivo Histórico del Cauca, libro 2906.

Las procedencias y filiaciones conceptuales para la constitución del discurso dermatológico se encuentran en las ciencias naturales (química, mineralogía y botánica), la administración, la pedagogía y la antropología propias del siglo

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xviii. De este modo, dice Dagognet, una medicina especializada está determinada por las corrientes culturales poderosas de su tiempo. El campo de saber dermatológico deseará poder ordenar una realidad abundante y embrollada, privilegiando para ello un modelo tabular en el que se pone en función una taxonomía de las enfermedades según divisiones por medio de una progresión regular. Al intentar resolver el problema del nombrar, el clínico de la piel se transformará en un entomologista y en un gerente, que ve en el tegumento una “fenomenología de la superficie” que procura describir e individualizar, la cual “deberá saber remplazar en un conjunto eventualmente evolutivo” (Dagognet 1993, 47). Dos préstamos fundamentales tienen lugar en la formación de la disciplina dermatológica: (a) al examinar el “hecho primitivo” o “lesión elemental”, lo más simple de la serie, el clínico se internará en lo basal (la mácula) sobre lo cual reposa todo el conjunto patológico, procedimiento similar al de Antoine Lavoisier (1743-1797) en química cuando descubre las sustancias primeras, el alfabeto de la naturaleza, con sus letras y su vocabulario específico; (b) seguidamente, el clínico construye por grados de complicación una escala gradual de las enfermedades, por medio de las representaciones que se trazan con el “árbol de las dermatosis”, que constituye una arquitectura organizada en la que todos los desórdenes toman su lugar. Dos órdenes de singularidades médicas se ponen de manifiesto en el ejercicio de la mirada dermatológica: el campo de saber de la anatomía patológica y el de la anatomoclínica. La anatomía patológica servía para explicar las enfermedades, no para diagnosticarlas. Para la medicina anatomoclínica, por el contrario, el diagnóstico consiste en una inferencia a partir del cuadro clínico, constatado en el viviente mediante una semiología de la vista, del tacto y del oído: hay que “adivinar” el estado de las partes internas del cuerpo, estado que sólo puede ser directamente observado después de la muerte. El diagnóstico médico se volvió hipotético: enuncia la probabilidad de una lesión específica, pocas veces accesible a la observación (Grmek 1999, 4).

Pero será precisamente en las nosologías dermatológicas donde el aspecto externo de la enfermedad trazará un mismo registro de inteligibilidad médica, asociando síntoma y lesión. Así, se impondrá un método analítico al estudio de las enfermedades a finales del siglo xviii y durante el xix, método propiamente condillaciano, en el que el análisis se hace en el registro de la sensación, fundamento de la experiencia y la conciencia de múltiples cadenas derivadas (cfr. Condillac 1963). El ejercicio perceptivo médico verá en el afuera un acontecer que deberá ser interpretado, es decir, sentido y transformado en memoria de lo

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corpóreo de las diversas manifestaciones de lo patológico. Esta sensación transformada construye un sentido de la realidad en el que el cuerpo es una extensión subjetiva, un operador externo ligado a la sensación de lo que se ve, se toca, se pone frente a frente por el movimiento del lenguaje: una sensación de solidez en la autoconciencia de la mano que toca, analiza e informa. El sensualismo presupone una necesidad de aprender a sentir la corporalidad del mundo, todas sus manifestaciones (visibles en las superficies) que rodean al viviente, un mundo que es el repliegue de una realidad exterior en el sustrato de una materialidad sensible, la epidermis. He aquí las fuerzas que darán que pensar a la anatomoclínica, en lo relacionado con las experiencias de la corporalidad de lo patológico, las cuales inscriben un conocimiento de lo sensible que pasa por el ojo y el oído en la dermatología clínica decimonónica. Se intentará alcanzar un conocimiento sensorial de la enfermedad recurriendo para ello al método analítico de Étienne Bonnot de Condillac (1715-1780), consistente en “descomponer las ideas compuestas en otras simples y analizar su generación, recurriendo posteriormente al proceso de recomposición” (Arquiola 1990, 215). De esta forma, una experiencia clasificatoria médica pone en juego una visibilidad de lo patológico según caracteres o hábitos exteriorizados en la perturbaciones sobre la estructura anatómica; por ello, el médico Philippe Pinel (1745-1826) afirmaba que “dada una enfermedad [se podría] determinar su verdadero carácter, y la clase que debe ocupar en una tabla nosológica” (Arquiola 1990, 217). La aplicación del método analítico a la medicina que dio prioridad a la exploración sensorial para establecer un diagnóstico llevó a registrar toda singularidad patológica conforme a series de observaciones clínicas, las cuales sirvieron para educar los sentidos y establecer un lenguaje médico. Con ello emerge un estudio de la enfermedad según el análisis de conceptos claves para la clínica: fenómeno, síntoma y signo7. Se entenderá por fenómeno todo cambio que se produce en el cuerpo sano o enfermo, perceptible por los sentidos; por síntoma, un cambio o alteración de las partes del cuerpo o de alguna de sus funciones provocada por una causa morbosa perceptible también por los sentidos; y signo será todo fenómeno, todo síntoma, el cual garantiza llegar al conocimiento de los efectos más escondidos de la enfermedad. En suma, el síntoma sería el resultado de la percepción de los sentidos, mientras que el signo implica la elaboración de un juicio, de un razonamiento médico: “El proceso por el que el síntoma se convierte en signo requiere relacionar el síntoma significante con el 7  Se verá más adelante cómo operan estas categorías analíticas en las descripciones de diversas “enfermedades cutáneas” en la clínica colombiana de finales del siglo xix y comienzos del xx, guardando una directa relación con los presupuestos científicos que fundamentan la dermatología clínica europea decimonónica.

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fenómeno significado, merced a la observación fisiológica, la observación clínica y la anatomía patológica” (Arquiola 1990, 226). En este orden, se crea una semiología directamente relacionada por la lesión orgánica en la que se soporta todo diagnóstico. Con el uso del estetoscopio se afinará el sentido del oído, escuchando los sonidos corporales en los pacientes. Con ello, el método clínico de la auscultación pondrá en función la percepción de los ruidos que producen los órganos in vivo, de forma inmediata al “poner la oreja cerca del pecho” o mediata al emplear el estetoscopio. La intención de ver el estado anatómico pretendió hacer externa la patología interna, haciendo visible lo invisible. Dos dispositivos, el instrumento y la visión del carácter externo, darán paso a la construcción de un conocimiento positivo de la enfermedad. Uno de los puntos que permitieron la construcción de este conocimiento positivo de la enfermedad en la escuela anatomoclínica francesa fue el concepto de especificidad lesional, característico del proyecto nosológico de G. L. Bayle (1774-1816). A partir de la semiología médica guiada por los signos físicos, Bayle emprendió un estudio de las lesiones orgánicas que visualizan las lesiones en vida del enfermo, correlacionando las especies morbosas y las especies anatómicas para instaurar lo que él denominó enfermedad orgánica. Como René Laënnec (1781-1826), Bayle verá en la enfermedad una lesión de las funciones, es decir, una lesión orgánica en tanto un desorden de orden local o general que se manifiesta por síntomas en la alteración de las funciones orgánicas. En el proceso patogenético, la lesión vital sería la causa de la lesión orgánica, la cual produce la enfermedad y, quizá, la muerte a través de nuevas lesiones vitales. Bayle aclara estos conceptos: Hemos llamado lesiones vitales a todas las alteraciones de las propiedades vitales y de las funciones, y lesiones orgánicas a todos los cambios de textura o de forma cuyas huellas se pueden reconocer después de la muerte. Las lesiones vitales pueden ser primitivas y espontáneas; no siempre determinan una degeneración orgánica, incluso cuando ocasionan la muerte. Las lesiones orgánicas, en cambio, son siempre consecutivas y no pueden producir la muerte hasta que determinan lesiones vitales. No hay, propiamente hablando, enfermedades orgánicas primitivas y espontáneas. Todas las lesiones orgánicas que se observan, sea durante la vida, sea después de la muerte, dependen de una lesión anterior de las propiedades vitales, de algún desorden en el ejercicio de las funciones, o bien son el efecto de una causa externa (citado por García Guerra 1990, 246) [cursivas nuestras].

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Para definir las enfermedades orgánicas recurrirá a una doble relación genética con las lesiones vitales, estableciendo una diferencia entre lesión orgánica y enfermedad orgánica: Se ha dado el nombre de enfermedades orgánicas a las afecciones crónicas que dependen esencialmente de una alteración física grave y persistente de alguna parte sólida de la economía animal. Las enfermedades orgánicas son el efecto de las lesiones orgánicas. Estas últimas, como hemos dicho, están producidas por una lesión vital preexistente o por una causa externa. Pero estas enfermedades y estas lesiones no determinan padecimientos y no constituyen causas de muerte hasta que alteran a su vez las propiedades vitales, modificando o haciendo cesar el ejercicio de las funciones (citado por García Guerra 1990, 246).

Partiendo de que en la enfermedad existen lesiones orgánicas y lesiones vitales, Bayle sostiene que estas se expresan por medio de síntomas físicos o mecánicos y síntomas vitales, efectos de las enfermedades y no las enfermedades mismas, lo cual tendrá sus efectos en las caracterizaciones clínicas ligadas a un cierto sensualismo semiológico de la mirada médica. El dominio de la clínica, al emprender una caracterización y diferenciación de la enfermedad, obedecerá a un ejercicio ocular de análisis, a una soberanía de la mirada en la que el ojo sabe, decide y rige: “La clínica es probablemente el primer intento, desde el Renacimiento, de formar una ciencia únicamente sobre el campo perceptivo y una práctica sobre el ejercicio de la mirada” (Foucault 2001a, 130). La clínica supone una visibilidad de la enfermedad, a través de una estructura común de la mirada y la cosa vista, en la que su contraste positiviza un solo campo de saber que devela, despliega el secreto de la enfermedad, visibilidad que hace de la enfermedad penetrable por códigos perceptivos. Así, el signo anuncia, pronostica lo que va a ocurrir, diagnostica lo que se viene desarrollando, no da a conocer pero sí permite esbozar un reconocimiento adelantando las dimensiones de lo oculto. En la percepción médica […] la formación del método clínico está vinculada a la emergencia de la mirada del médico en el campo de los signos y de los síntomas. El reconocimiento de sus derechos constituyentes acarrea la desaparición de su distinción absoluta y el postulado de que, en lo sucesivo, el significante (signo y síntoma) será enteramente transparente para el significado que aparece, sin ocultación ni residuo, en su realidad más maquinal, y que el ser del significado —el corazón de la enfermedad— se agotará entero en la sintaxis inteligible del significante (Foucault 2001a, 132).

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Más allá de los síntomas no hay esencia de lo patológico, ya que, como dice Foucault, la enfermedad es un fenómeno de sí mismo: “Una enfermedad es un todo ya que se le pueden asignar los elementos; tiene un fin ya que se puede calcular sus resultados; por consiguiente es un todo colocado en los límites de la invasión y de la terminación” (Brousonnet en Foucault 2001a, 133). Un síntoma tiene solo el papel de indicador soberano, es un fenómeno de una ley de aparición de la naturaleza de la enfermedad, susceptible de ser transformado en signo. De esta forma, la estructura del síntoma subyace en toda una filosofía del signo natural, en el que el pensamiento clínico no hace más que transponer una configuración conceptual fundamentada en los planteamientos de Condillac. El síntoma desempeña en la clínica el papel de lenguaje en acción según la estructura lingüística del signo. De allí que el decir enfermedad se vuelva un objeto problemático bajo los factores estructurales de la metáfora y la metonimia entre relaciones, desplazamientos y distribuciones en el campo perceptivo de la clínica, en un cuadro virtualmente ocupado por lo que puede ser visto y dicho. Lo que el signo dice es precisamente el síntoma, su soporte morfológico. He aquí una operación en la que el síntoma se convierte en signo a través de una mirada sensible a la diferencia, a la simultaneidad, a la sucesión y a la frecuencia: “Operación espontáneamente diferencial, consagrada a la totalidad y a la memoria, calculadora también; acto que por consiguiente reúne, en un solo movimiento, el elemento y el vínculo de los elementos entre sí” (Foucault 2001a, 137). El análisis y la mirada clínica tienen como rasgo común sacar a la luz un orden que es el natural mismo, revelado por una “lengua bien hecha”, como decía Condillac. Para fijar una geometría de la visibilidad fue necesaria la puesta en obra de un lenguaje descriptivo, en el que operaba un isomorfismo entre la estructura de la enfermedad y la forma verbal que la recrea. El acto descriptivo es en este sistema de pensamiento una percepción del ser, el cual se deja ver (a través de las manifestaciones sintomáticas) ofreciendo al dominio del lenguaje la palabra misma de la cosa que se nombra. “En la clínica ser visto y ser hablado comunican sin tropiezo en la verdad manifiesta de la enfermedad de la cual está allí precisamente todo el ser. No hay enfermedad sino en el elemento de lo visible, y por consiguiente de lo enunciable” (Foucault 2001a, 138). Dos registros se ponen entonces en juego en la mirada clínica: el acto perceptivo y el elemento del lenguaje. De la misma manera, cada elemento percibido demuestra ser un acontecimiento registrado, colocado en una serie aleatoria evolutiva. Por ello, la importancia del pensamiento probabilístico, que posibilita la renovación de los valores perceptivos en una delimitación del espacio por acontecimientos aislables y medibles por una serie bajo la individualidad sensible del hecho patológico. En este horizonte, la percepción de los casos desarrollará una técnica de saber articulada por varios principios:

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La complejidad de la combinación. Cada caso, como dice Pierre Jean Georges Cabanis (1757-1808), constituye una combinatoria posible de los distintos matices del estado patológico. Una complejidad en un orden de variedades de enfermedades, en el que conocer será devolver el movimiento por el cual la naturaleza se asocia. Así, Cabanis afirmaba que “la naturaleza ha querido que la fuente de nuestros conocimientos fuera la misma que la de la vida; es menester recibir impresiones para vivir; es menester recibir impresiones para conocer” (Cabanis en Foucault 2001a, 145). El principio de analogía. La presencia de estas combinatorias saca a la luz formas análogas de coexistencia o de sucesión que permiten identificar síntomas y enfermedades. Las analogías sobre las que se apoya la mirada clínica para reconocer en los enfermos signos y síntomas consisten en las relaciones entre las partes constituyentes de una enfermedad única, y entre una enfermedad conocida y una enfermedad por conocer (según J.-M. d’Audibert-Caille). Así, la analogía es un isomorfismo de relaciones entre elementos que permite identificar una enfermedad en una serie de enfermos. La percepción de las frecuencias. Solo el número de casos que se analice y examine dará certeza al conocimiento médico, una probabilidad suficiente. “La certeza médica no se constituye a partir de la individualidad completamente observada, sino de una multiplicidad enteramente recorrida de hechos individuales” (Foucault 2001a, 147). Se borran con ello las variaciones individuales en beneficio de la integración, pero estas variaciones se reparten y se integran en el dominio de la probabilidad; lo anormal es una forma de regularidad, un recurso de la naturaleza para manifestarse o un desvío de las posibles formas a las que ella se entrega. El cálculo de los grados de certeza. El cálculo de probabilidades proporciona a la clínica un grado de certeza de las posibles variaciones de las manifestaciones de la vida. Una aritmética de los casos abrió un panorama en la estructura lógica de la percepción médica entre el fenómeno patológico y toda su red significante, y entre el acontecimiento patológico y la serie a la cual pertenecería. A partir de estos cuatro elementos discursivos, la clínica genera un campo que se ha hecho filosóficamente visible por la introducción en el dominio patológico de estructuras gramaticales y probabilitarias. Se opera entonces una transferencia de las formas de inteligibilidad del modelo gramatical al análisis de los signos y una aportación de temas de formalización en la apropiación que la clínica hace del modelo matemático. Se abre con ello para la mirada clínica “un dominio de clara visibilidad” (Foucault 2001a, 153). La soberanía de la mirada también instaurará un imperio del lenguaje en el círculo de la teatralidad del fenómeno patológico. Se ve, se devela, en las dimensiones de lo que inquieta. Los sentidos convergen en la piel, la mirada clínica regresa sobre ella y sitúa su espacialidad en las marcas que analiza. En

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lo cutáneo resuenan estas huellas, allí se escenifican en una mezcla que propone un rompecabezas al diagnóstico médico, el cual intentará ensamblar los elementos (síntomas transformados en signos) en una figura inteligible en una lógica clasificatoria y analítica. El pensamiento clínico organiza un espacio de visibilidad que pretende explorar lo que tiene delante, e informa a los sentidos en una geometría que da volumen a la percepción de lo que es medido como patológico. La bruma de lo que está oculto es aclarada por una lectura rigurosa de la mirada que toca, oye y ve, proyectando un lenguaje abrasador. Los elementos anteriores nos permiten emprender un análisis de las posibilidades morfológicas de lo patológico leídas por una cierta dermatología descriptiva en Colombia. Decir enfermedad se lleva a cabo en una positividad significante y constitutiva médica, donde las experiencias patológicas del cuerpo tienen una espacialidad dermatológica que constituye una exterioridad de tensión problemática entre lo que se ve y lo que se dice en los análisis diferenciales anatomopatológicos y anatomoclínicos. De esta forma, se analizarán algunas enfermedades que comportan manifestaciones patológicas vistas como monstruosas o deformes por la mirada clínica colombiana de finales del siglo xix y comienzos del xx. Se verá cómo clínica, dermatología y enfermedad deformante se reúnen para darle inteligibilidad al acontecimiento patológico. La práctica clínica en Colombia ante las manifestaciones epidérmicas de la enfermedad deformante Siguiendo los planteamientos trabajados, se intentará trazar en esta parte la relación problemática en la clínica dermatológica colombiana entre cuerpo, lenguaje y enfermedad que se configura en espacios de inteligibilidad médica de una semiótica del hecho corpóreo alterado, donde la mirada médica transforma el sufrimiento humano en conocimiento médico. “Una mirada que escucha y una mirada que habla: la experiencia clínica representa un momento de equilibrio entre la palabra y el espectáculo. Todo lo visible es enunciable y que [sic] es íntegramente visible porque es íntegramente enunciable” (Foucault 2001a, 167). En este privilegio de la mirada en la clínica, la dermatología será precisamente su refinamiento. El estudio de las enfermedades de la piel instala un registro de saber clínico en un espacio tangible del cuerpo enfermo, al compilar y caracterizar sus manifestaciones; participa con ello en una experiencia clínica de sensibilidad concreta en un espacio de manifestación sensible. Por el hecho de basar su conocimiento en la mirada, el dermatólogo reproducirá la imagen de la enfermedad que ve en su paciente con el objeto de registrar singularidades patológicas, comunicarlas a sus colegas, transmitir un conocimiento y dar un soporte de verdad verificable a lo que sabe. Una de las primeras

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técnicas que reproducían las lesiones patológicas, poniendo en escena un espacio de sensibilidad de lo patológico, fueron los modelados en cera, característicos de la dermatología clínica del Hospital de San Luis, inaugurada por Jean-Louis Alibert a comienzos del siglo xix. Los modelados tienen cualidades únicas: tridimensionales, coloreados de manera idéntica, con un realismo perfecto. Son realmente impresionantes, restituyendo así, además de la objetiva dermatosis, el sufrimiento del enfermo y la emoción de quien lo mira. Ciertamente, el arte del modelador no tiene como objeto hacerlo bello, sino hacerlo cierto. Los modelados también tienen defectos: poco desplazables, voluminosos, difícilmente reproducibles, se prestan mal a la comunicación[,] que es uno de los objetivos de la iconografía dermatológica (Wallach 1995, 95).

La colección de representaciones iconográficas del médico francés Ernest Henri Besnier (1831-1909)8 muestra una serie de moldeados en cera que intentan capturar el sufrimiento del paciente y conmover la mirada de quien sitúa su atención en la representación. Será la fotografía la que tome el lugar de los modelados en cera como una ayuda de visualización clínica y pedagógica para el estudio de las enfermedades de la piel9. En el espectáculo escénico que revelan las fotografías, tres personajes encuentran su lugar: el paciente, que expone sus padecimientos y que por lo regular no podía ser sanado; el médico, que emprende su descripción dermatológica de la enfermedad; y el fotógrafo, observador científico que pone su arte al servicio “de una reproducción en la cual no se perderían ni la precisión de la descripción médica ni la emoción del sufrimiento visible” (Wallach 1995, 96), en sí mismo dolorosa. La relación entre esos tres personajes y entre la descripción y la emoción ante la enfermedad deformante se pone en juego en la serie de foto-

8  La colección de representaciones iconográficas de moldeados en cera de casos de enfermedades cutáneas y sífilis de l’Hôpital Saint-Louis de París circuló entre la comunidad médica de Colombia a finales del siglo xix, pues figuró entre el material de consulta para la pedagogía clínica en las facultades de medicina del país (cfr. Besnier 1895). 9  El uso de la fotografía médica dio paso a la configuración iconográfica de una semiótica de lo monstruoso y de lo deforme teniendo en cuenta la distinción positivista entre lo patológico y lo normal desde la segunda mitad del siglo xix, a la vez que permitió la captura de los inclasificable que combina lo imposible con lo prohibido. “La fotografía registró a aquellos individuos anormales para codificarlos y volverlos comprensibles, una política de la exhibición que intenta construir un estereotipo del otro que resulta ser la imagen inversa de sí mismo” (Cardona Rodas 2011, 176). Un interesante estudio sobre la iconografía dermatológica en el siglo xix (los trabajos de J.-L. Alibert y Hardy y Montméja) lo constituye el texto de Frédérique Calcagno-Tristant Dermatologie du sensible au xixe siècle (2004).

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grafías retocadas de enfermos de l’Hôpital Saint-Louis de Paris de los médicos Alfred Hardy y Aime de Montméja10.

Figura 2. Ernest Besnier 1895. Le musée de l’Hôpital Saint-Louis, iconographie des maladies cutanées et syphilitiques (Atlas), París: Rueff. Archivo de la Historia de la Medicina de la Universidad de Antioquia (Colombia).

De esta forma, las caracterizaciones clínicas pondrán en función una tensión problemática entre lo que se ve y lo que se dice, al describir toda manifestación perceptiva del hecho patológico y toda materialidad sensible en una topo-grafía del sufrimiento, transformado en conocimiento médico. La función de la imagen y de la descripción médica oscila entre la instrucción, el espectáculo y el conocimiento por insistencia, tanto visual como narrativa, en este espacio de experiencia clínica de sensibilidad concreta. En este sentido, la descripción clínica de enfermedades deformantes que tienen una directa relación con la dermatología en Colombia a finales del siglo xix y comienzos del xx permite vislumbrar cómo la medicina emprende una analítica que configura maneras de ver y decir el cuerpo que revelan otras experiencias morfológicas del viviente11. 10  El texto de Hardy y Montméja Clinique photographique de l’Hôpital Saint-Louis también figuraba como material de consulta entre la comunidad médica colombiana de finales del siglo xix y comienzos del xx. 11  En este sentido, el texto propone una reflexión sobre las formas de aprehensión de lo patológico, en una cierta dramaturgia epidérmica, que se escenifica en las manifestaciones visibles de

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Figura 3. Sífilis vegetante, fotografía de la colección del l’Hôpital Saint-Louis de París, retocada con técnica colorista, Hardy y Montméja, 1868. Archivo de la Historia de la Medicina de la Universidad de Antioquia (Colombia).

La diagnosis de enfermedades, desde una perspectiva anatomoclínica, a finales del siglo xix, fue puesta en relación con un análisis diferencial de las distintas manifestaciones patológicas que tenían como escenario a la piel. El estudio dermatológico de los síntomas de enfermedades como sífilis, lepra, viruela, escrófulas, elefantiasis, tuberculosis, epiteliomas, entre otras, puso en juego en la práctica médica una pregunta por las experiencias del afuera en el momento de comprender las “revelaciones cutáneas” que le daban materialidad a la enfermedad, en tanto un territorio de visibilidad patológica. Así, la enfermedad era entendida como una entidad que se hacía visible en la superficie del cuerpo, y el análisis de estos “signos visibles” de la enfermedad sería aprehendido a través de la experiencia sensible del médico. Toda enfermedad será, entonces, un campo de materialidades dermatológicas. Este territorio de experimentación visual encuentra toda su eficacia enunciativa en la caracterización dermatológica de enfermedades que los médicos colombianos de finales del siglo xix intentarán establecer. En la traducción que la enfermedad, convertidas en lenguaje inteligible por la mirada médica colombiana de finales del siglo xix y comienzos del xx. Así, producir en el pensamiento clínico decimonónico remite a un dejar huella en la piel, tatuarla e inscribirla en superficies de topografías expresivas: piel historiada, lugar de memoria y de rugosidades existenciales, como sugiere Michel Serres (2002, 26).

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hiciese Eugenio de la Hoz, para la Revista de la Sociedad Médica de Bogotá, de un artículo de Mr. E. Guibout, publicado en L’Union médicale de París en septiembre de 1881 sobre la comparación de manifestaciones cutáneas de algunas enfermedades, esta preocupación designativa médica12 es puesta en función a partir del ejercicio del diagnóstico diferencial atento con el objeto de “instituir un tratamiento racional” para la sífilis, la escrófula y el dartro. Las afecciones cutáneas —dice Guibout— que se revelan en una las tres diátesis, sifilítica, escrofulosa y dartrosa, presentan a veces dificultades en el diagnóstico. En efecto, todas tres tienen por terreno común la piel y se hacen notar por iguales producciones morbosas: la pápula, el tubérculo, la pústula, &a. Hay, además, en sus manifestaciones ciertas semejanzas que permiten fácilmente la confusión hasta el punto de dejar indecisos aun a los grandes maestros. Es necesario establecer de una manera exacta y precisa el diagnóstico para poder instituir un tratamiento racional (Guibout 1881, 374).

El sitio privilegiado de la sífilis sería la frente, desde donde se disemina una serie de pústulas denominadas “corona veneris”. Su presencia en la palma de las manos y de los pies (manifestada como “pénfigo palmar o plantar” en los recién nacidos) autorizaría, dice Guibout, a diagnosticar la enfermedad. Lo contrario del dartro, que recorre todas las partes del cuerpo, bajo la “forma seca”, donde la piel es “dura” y “áspera”, o bajo la “forma húmeda”, con la piel “fina”. Las formaciones de esta última enfermedad serían simétricas, es decir, “la configuración y disposición idénticas de las mismas lesiones sobre las partes correspondientes

12  Una ciencia general del orden le dará su zócalo de enunciabilidad a este registro clasificatorio de las enfermedades cutáneas, el cual articula una teoría de los signos que analiza la representación y dispone cuadros ordenados de identidades y de diferencias. Un conocimiento del orden pone en juego una mathesis que ordena las naturalezas simples por medio de una combinación algebraica, y una taxonomía que ordena las naturalezas complejas y las dispone en representaciones que soportan un sistema de signos. De esta forma, “los signos que el pensamiento mismo establece constituyen algo así como un álgebra de las representaciones complejas; y a la inversa, el álgebra es un método para proporcionar signos a las naturalezas simples y para operar sobre estos signos” (Foucault 2001, 78). Con ello, las relaciones de orden instituyen un régimen de representaciones articuladas por percepciones, deseos y pensamientos, que, en la práctica específica de la historia natural, permitirá el entrecruzamiento de un sistema de los signos en el cuadro de las identidades y diferencias. Se leerá el orden de la naturaleza a partir de un conjunto de caracteres instaurados por un cálculo de las igualdades y una génesis de las representaciones. He aquí aquella estrategia de visualización de la enfermedad que se muestra en el “árbol de las dermatosis” propuesto por el médico Jean-Louis Alibert a principios del siglo xix en Europa, que se mencionó al inicio de este texto.

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del cuerpo” (Guibout 1881, 374). Y para el caso de la escrófula, esta escoge como lugar de implantación, según el médico francés, la cara, la nariz y los pómulos. [...] Otro elemento no menos importante para el diagnóstico es el color. Las lesiones escrofulosas se hacen notables por un tinte rojo vino o de frambuesa, mientras que el de la sífilis es de cobre, o, si se quiere, rojo oscuro, que Mr. Hardy13 compara con la carne de jamón crudo. El dartro no posee color especial, es decir que tiene todas las coloraciones. Es así que en la psoriasis es blanco y reviste tonos diferentes: rosado, plateado, mate o color de yeso. Hay otras erupciones dartrosas rojas, amarillas o de rojo vivo (Guibout 1881, 375).

Otros de los puntos que tiene en cuenta Guibout son los estudios de las formas que toman estas tres diátesis14. Compara la sífilis con un Proteo, por su cambiante variabilidad morfológica. Un enfermo, por ejemplo, que sufre de un chancro sifilítico como accidente primitivo, permanece sin tratamiento alguno, devorado por la sífilis, al fin de algunas semanas se verá aparecer en él la roséola; después de un mes, las pápulas; más tarde[,] los tubérculos; y en el período terciario, las costras y profundas ulceraciones (Guibout 1881, 375).

Esta misma variabilidad morfológica se hallaría en la escrófula. Al manifestarse, su color es “rojo vinoso” y con algunas escamas, presentándose más tarde sobre este fondo tubérculos propensos al ulcerarse. Todo lo contrario ocurría con el dartro, que “viste” siempre la misma forma durante su existencia. La primera eczema tiende a curarse, “pero el principio vicioso queda latente” y da origen a posteriores eczemas. “El dartroso que sufre de una psoriasis será dartroso toda su vida con la misma afección” (Guibout 1881, 375). La sífilis resulta del chancro, que es un huevo, y cuando invade la piel es, en primer lugar, bajo la forma de manchas que destruye la roséola sifilítica. Estas manchas pueden ser infinitas, diseminadas por toda la 13  Cfr. M. A. Hardy y M. A. de Montméja. 1868. Clinique photographique de l’Hôpital Saint-Louis. París: Librairie Chamerot et Lauwereyns, libro que figuraba en la biblioteca personal de Andrés Posada Arango e hizo parte del material para la enseñanza de la medicina en la Universidad de Antioquia, contaba con análisis dermatológicos de diversas enfermedades escritos por Hardy, textos acompañados por fotografías retocadas con técnica colorista realizadas por Montméja. 14  Entiéndase aquí diátesis como temperamento, constitución, hábito o predisposición individual, congénita o hereditaria a enfermar de ciertas dolencias. Cfr. Cardenal (1916), entrada “Diátesis”.

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superficie del cuerpo, pero quedan siempre aisladas las unas de las otras, nunca se observan confluentes. El dartro principia por pequeños puntos que se unen y terminan por fusionarse: hay, pues, confluencia. Mientras más antigua es la diátesis, más grande es la superficie que ocupan sus manifestaciones; en la herpétides maligna exfoliatriz no hay un solo punto sano de la piel. En la sífilis, por el contrario, la antigüedad de la diátesis hace que sus manifestaciones cutáneas se limiten y estrechen hasta agruparse en una o dos regiones del cuerpo; o ellas dejan sana la mayor parte de la piel, y constituyen entonces las lesiones parciales descritas por Mr. Hardy con el nombre de sífilis tardías en grupos. La sífilis abandona la piel en cierta época de su evolución para atacar las vísceras imitando al dartro, que, en su curso, deja reposar la piel enferma, mientras que otros órganos internos son invadidos por el tubérculo o el cáncer (Guibout 1881, 376).

Las destrucciones progresivas que ocasionan la sífilis y la escrófula ponen en función una operación de plegamiento entre el adentro y el afuera, en los planteamientos de Guibout, en un juego de efectos de superficie según los grados de alteración que la enfermedad ocasione en el cuerpo del enfermo. Así, la escrófula destruye los tejidos “de la superficie o las partes profundas”, mientras que la sífilis seguiría una marcha inversa, “de la profundidad a la superficie”. “En ambos casos el esqueleto óseo y cartilaginoso de la nariz puede destruirse y aplanar este órgano. Si la piel ha quedado sana, diagnostíquese la sífilis; si por el contrario la ulceración de la piel procede a los huesos y cartílagos, diagnostíquese escrófula” (Guibout 1881, 376). En estas tres diátesis las ulceraciones tendrían un conjunto de singularidades epidérmicas con un valor de diagnóstico para el juicio médico. Estos “caracteres particulares y patognomónicos” por sí solos serían suficientes para establecer, sostiene, el diagnóstico “de la diátesis a la cual pertenecen”. De esta manera, las ulceraciones de la escrófula [...] tienen los bordes cortados, delgados, irregulares, como festoneados y libres, de manera que pueden desprenderse con facilidad y permiten la exploración de un estilete. El fondo de la úlcera está cubierta de botones carnosos y es anfractuoso; las cicatrices que suceden son profundas, indelebles, notables por sus adherencias a los tejidos adyacentes y su aspecto reticulado; su superficie es irregular, en forma de costura por las bridas salientes que las surcan (Guibout 1881, 377).

En la sífilis, las ulceraciones “están hechas como por un saca-bocados: su fondo es liso y de color cobre, recubierto más o menos de un pus gris” (Guibout

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1881, 377). Sus cicatrices son “endebles” como en la escrófula, “superficiales”, “lisas”, y sin adherencias a los tejidos subyacentes, “sobre los cuales [se] deslizan con facilidad”; “la piel se adelgaza y pierde su color[,] que se hace menos luciente, y en su lugar existe una mancha blanquizca, punteada, análoga a la superficie de la vacuna” (Guibout 1881, 378).

Figura 4. Impétigo, fotografía de la colección del l’Hôpital Saint-Louis de París, retocada con técnica colorista. Hardy y Montméja, 1868.

Por último, las ulceraciones del dartro no afectan en “profundidad”: interesan tan solo a la “capa más superficial de la dermis, sus bordes son irregulares, festoneados, tallados en forma de bisel, siempre adherentes y jamás libres; ellas se curan sin dejar nunca huella; no hay, pues, cicatrices” (Guibout 1881, 378). Si en la traducción que hizo Eugenio de la Hoz para la Revista Médica de Bogotá se encuentra una preocupación por caracterizar y aclarar las singularidades patológicas de enfermedades como la sífilis, el dartro o la escrófula, afecciones cutáneas que comportan perturbaciones en la estructura vista como normal del cuerpo, en la tesis de medicina de Gregorio Durán sobre la úlcera simple en las extremidades inferiores, escrita en 1892, se ofrece un panorama visual y olfativo elaborado por el discurso médico que se vale del sensualismo clínico

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para hacer inteligible el estado patológico. El médico Gregorio Durán veía en las “mortificaciones” de la materia desorganizada, ocasionadas por las úlceras en las piernas (con su carga de repugnancia visible y odorífica), un cuadro patológico de alteraciones tróficas en los miembros varicosos, y lo ligaba a una “predisposición general” en un “medio ambiente viciado”, donde se desarrollarían los “gérmenes infecciosos”, y se daba paso a una tríada patogénica: varices, ateroma15 y alteraciones nerviosas. En su tesis, se sorprendía ante la frecuente presencia de esta entidad patológica por las calles de Bogotá, que podía llegar a una verdadera “seudo-elefantiasis” en los individuos infestados. Hace poco tiempo que era muy frecuente observar por las calles de esta ciudad individuos que sin rumbo ni destino mostraban al transeúnte esas grandes devastaciones producidas en los miembros inferiores por la entidad mórbida denominada úlceras simples o varicosas de las piernas. El aspecto a la verdad repugnante de estos infelices seres, el olor sui géneris exhalado por semejantes mortificaciones de la materia organizada, no dejan de tener notable influencia en el desarrollo de ciertas entidades patológicas, en cuya etiología se registra como causa predisponerte general la viciación del medio ambiente (Durán 1889, 7).

En el pasaje anterior son visibles los usos sociales de la enfermedad, toda vez que aquel que padece de úlceras de las extremidades inferiores hace de su enfermedad una estrategia mendicante ligada a la misericordia cristiana. Este asunto se ve reflejado en la explicación que Durán brinda de la enfermedad en el desarrollo su tesis, pues ve en la úlcera de la pierna no más que una de las numerosas manifestaciones de una serie de fenómenos patológicos, y sostiene que […] no podríamos, pues, hoy, a menos de proceder arbitrariamente, considerar la ulceración en sí misma, haciendo abstracción de los fenómenos concomitantes, que tienen por sitio los miembros varicosos. En un primer periodo, en cierto modo preparatorio de la úlcera, la pierna varicosa se desorganiza lentamente; todas sus partes constitutivas —tegumentos, nervios, vasos— sufren alteraciones tróficas más o menos considerables. Cuando el terreno ha sido suficientemente preparado, cuando la vitalidad de los tejidos se halla notablemente comprometida para darle una resistencia eficaz, entonces todo se hace pretexto a la ulceración; la causa más insignificante basta para determinar

15  Lesión, fibrosa y degenerativa, de la pared arterial.

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la formación de una úlcera casi incurable; de esta manera se establece el segundo periodo, o periodo ulceroso (Durán 1889, 13-14).

Los tejidos modificados por la especie de tríada patogénica atrás mencionada permiten la fácil invasión de los “gérmenes infecciosos”, pues se presenta en el enfermo un debilitamiento en la vitalidad de los tejidos a través de las superficies destruidas por las úlceras. De esta forma, numerosas manifestaciones linfáticas que invaden el miembro alterado alcanzan el tercer periodo y, según Durán, pueden llegar a “proporciones elefantiásicas”. El texto de Gregorio Durán revela lo que aquí se ha planteado como la operación de una experiencia médica que pone afuera el cuerpo humano enfermo, exponiendo su grafismo visual a partir de sus manifestaciones dermatológicas16, y encuentra su substrato enunciativo por medio de una serie de casos que ilustran y exteriorizan la enfermedad, y tienen por objeto dar verosimilitud a la interpretación clínica. Toda ciencia experimental, incluida la medicina, pretende dibujar, exteriorizar, sacar el fenómeno de sí mismo, “sustituir un revoltijo por un grafo relacional” y, luego, “construir el grupo de todas las asociaciones plásticas de esos elementos o unidades primitivas que participan en los conjuntos ya analizados” (Dagognet 1973, 67). La tesis de Gregorio Durán articula una lógica de operación expectante, donde las superficies patológicas interesan tanto al ojo como a la nariz. En 1907 el médico Emilio Robledo publicó un artículo sobre la enfermedad de Quincke, conocida en Colombia como “edema reumatismal de repetición”, “angloneurosis cutánea o mucosa”, “edema anglio-neurótico de la piel”, “edema agudo, paroxístico hereditario”, “hidropesía articular intermitente” o “edema agudo circunscrito de la piel”. Esta enfermedad pone en acción lo que Dagognet denomina un juego de asociaciones plásticas al inquietar la razón clasificatoria de la mirada médica a comienzos del siglo xx. A través de esta patología, la delimitación de la enfermedad dermatológica y deformante es aquí construida por el ejercicio de la mirada médica en términos 16  En este ejercicio de “revelación” clínica en Colombia, se está ante un afuera que se encuentra más lejano que todo exterior, el cual se pliega, se tuerce, se dobla en un adentro más profundo que todo interior, que hace posible la relación derivada del interior con el exterior. Este es el plegamiento que define la carne, por la intensidad de las fuerzas que proceden del afuera, el que explica la exterioridad de las formas y su mutua relación. “Si el lenguaje no tiene otro lugar más que la soberanía solitaria del ‘habla’, por derecho nada puede limitarlo —ni aquel a quien se dirige, ni la verdad de lo que dice, ni los valores o sistemas representativos que utiliza—; en una palabra, ya no hay discurso ni comunicación de un sentido, sino despliegue del lenguaje, en su ser bruto, pura exterioridad desplegada; y el sujeto que habla ya no es tanto responsable del discurso (aquel de lo que detenta, que afirma y juzga en él, representándose a veces en una forma gramatical dispuesta para este efecto), cuando la existencia de cuyo vacío se prosigue sin tregua la expansión infinita del lenguaje” (Foucault 1999, 298).

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de un acontecimiento patológico que involucra hipertrofias y traumatismos, cambios y trastornos de la estructura de la piel, problemas hereditarios e intermitencias y atavismos mórbidos que singularizan la enfermedad. Este es el sustrato enunciativo en el que Emilio Robledo piensa el “edema agudo circunscrito de la piel”. Después de observar durante varios años la recurrencia de esta enfermedad en una familia por él tratada, Robledo publicó sus conclusiones en el Boletín de la Sociedad Médica de Manizales el 15 de mayo de 1907, texto que tiene como referencias a Moritz Kaposi (1837-1902), Ernest Besnier, Adrien Doyon (1827-1907), entre otros, y a las publicaciones Gazette des hôpitaux, Journal des practiciens y British Medical Journal. Robledo comienza su texto con lo que él denomina la “parte histórica de la enfermedad”, que comienza en 1882 cuando Heinrich Quincke (1842-1922) “dio carta de naturalización en la nosología al edema que lleva su nombre” (Robledo 1907, 6), pensando el edema como una manifestación patológica en la piel o en las mucosas que no causaba “rascazón” ni prurito, de rápido desarrollo, hereditario o consecutivo a enfriamientos o esfuerzos de “naturaleza diversa”; una enfermedad que era confundida frecuentemente con otras afecciones de la piel en el momento del diagnóstico, anota Robledo. Entre la fechas que resalta figuran la de 1886, en la que Rapin asocia el edema de Quincke a una “urticaria gigante”, y 1887, cuando Munich la asimila a una “enfermedad infecciosa” “porque a veces presenta el cortejo sintomático de estas enfermedades” (Robledo 1907, 7). Tras esta “historia de la enfermedad”, Robledo pasa a hacer cinco observaciones clínicas en una misma familia que él había tratado. La primera se refiere al primer hijo de un “hombre de buena salud”, de “hábitos morigerados”, consanguíneo con su esposa y padre de 19 hijos: El primogénito de estos, al año de nacido, fue atacado por una hinchazón o edema que comenzó en el pie. Tratólo al principio un médico con vermífugos, sin resultados satisfactorios, pues la enfermedad aparecía frecuentemente sin que esto entrabara su desarrollo[,] que fue normal y hasta exuberante, a juzgar por la energía que desplegaba en todos los trabajos que a su edad desempeñaba. Cuando fue púber la enfermedad le aparecía con motivo de algún traumatismo recibido. Su padre, que nos ha suministrado todos los datos, es muy afirmativo cuando dice que sólo por el motivo expresado aparecía el edema (Robledo 1907, 8).

El miembro que fue atacado, dice Robledo, adquiría a veces el triple o el cuádruple de “su volumen normal”, en un tiempo “pasmosamente rápido”. El edema aparecía sin comezón ni molestia alguna, pero en ciertas ocasiones “solía ser atacado por una erupción que le producía un prurito desesperante” (Robledo

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1907, 6)17. La enfermedad comenzó por el cuero cabelludo e invadió la cara y el pecho, sin causar ninguna “alteración general”. “Hasta que llegó el día en que, habiéndose manifestado de igual manera, el edema invadió la garganta y la glotis[,] y el paciente, entonces de 20 años, no volvió a respirar nunca más” (Robledo 1907, 9). Por otro lado, desde la perspectiva de la micología18, Alfonso Castro, el 22 de enero de 1908, sometió sus apreciaciones sobre la esporotricosis a la Sociedad de Medicina. Este texto, enviado para adquirir la calidad de miembro de la Sociedad y ser publicado en su Boletín de Medicina, de esa ciudad, tenía como soporte científico un artículo divulgado en Le Journal des Practiciens que llevaba por título justamente “Esporotricosis o enfermedad de Beurman y Gouyerot”. Gracias a este artículo, Alfonso Castro pudo determinar la presencia de esta micosis en dos pacientes por él tratados, según su criterio médico, pues no realizó un “estudio microscópico del parásito”, ya que, según él, carecía de un laboratorio apropiado para este tipo de pesquisa microbiológica. Sin embargo, esta fue la piedra de toque que los médicos J. T. Henao y Luis Zea Uribe blandieron para atacar los planteamientos de Alfonso Castro. A pesar de las controversias, la Sociedad de Medicina de Manizales le otorgó la mención de miembro correspondiente de la Sociedad y se publicó su trabajo en el órgano de la Sociedad. Para darles sustrato a sus planteamientos, en cuanto a caracterizar la enfermedad como una micosis, Alfonso Castro recurrió a una serie de casos. Uno de los casos por él tratados se refería a un sujeto de veinticinco años de edad, natural de Pácora y que se había establecido en Santarrosa, ambos ubicados en el municipio de Caldas, donde era agricultor dedicado a beneficiar café. Este agricultor acudió a la consulta de Castro en 1906. Según el paciente, heredó de su padre el reumatismo y la sífilis, y padecía asimismo de fríos y fiebres desde hacía algún tiempo. En el momento del tratamiento, quienes lo conocían le dictaminaron la “fatal lepra”. A través del examen clínico del enfermo, Castro vio lo siguiente: Es un mozo pálido, pero muy bien conformado y al parecer muy fuerte. Presenta en el rostro[,] y especialmente en las mejillas, nudosidades hipodérmicas, fácilmente limitables con los dedos. Son del tamaño de un guisante, poco más o menos, duras y coloreadas por un tinte negruzco, muy parecido al de la inelanina en los palúdicos. Como se comprende, el aspecto de la cara es poco agraciado, pues la piel, aparte de la variación de coloración, se presenta como rugosa a la simple vista. Por los miem17  La cursiva es de Emilio Robledo. 18  Al relacionar hongo y enfermedad, la micología se vinculó al campo de saber bacteriológico y microbiológico que permitió dar soporte de verdad científica a las caracterizaciones etiológicas y clínicas de las enfermedades.

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bros inferiores, sobre todo en la proximidad de los pies, también existen nudosidades, aun cuando en número menor que en el rostro. Son muy dolorosas al tacto, unas y otras, y en especial las últimas, hasta el punto [de] que, me dice el enfermo, basta el simple contacto de una hoja de caña para arrancarle gritos; por lo demás, mientras no se les toque son indolentes. Jamás se ha supurado ninguna de ellas. El paciente no recuerda cuándo ni de qué modo empezaron a aparecer (Castro 1908, 307).

Todo este espectáculo patológico de nudosidades y sensaciones de dolor, que son puestas de manifiesto por el médico a través del recorrido de la mirada, la exploración por el tacto y la escucha atenta de los ruidos del padecimiento19, daba a entender a Castro un pronóstico negativo para su paciente. Al hacer desnudar al enfermo, su sorpresa fue grande al “verlo completamente limpio”. Sus órganos internos funcionaban normalmente, al igual que sus sentidos. No percibió ningún infarto ganglionar, y la sensibilidad del paciente era “completa, lo mismo que sus reflejos”. Castro le prescribió yoduro a pequeñas dosis, “como resolutivo”, y cacodilato de soda, “como reconstituyente”, tratamiento que al mes se hizo sentir con una mejoría considerable del enfermo, lo cual ratificó esta medicación. Tiempo después, lo halló “completamente curado sin que en su cuerpo quede el menor rastro de enfermedad” (Castro 1908, 308). A partir del artículo de Beurman y Gouyerot sobre la descripción micológica de la esporotricosis y su caracterización clínica, Castro sostuvo que su paciente sufría de esta afección. Este diagnóstico fue sustentado asimismo en el hermano del enfermo anterior, un hombre de veintiocho años de edad que ejercía el mismo oficio, y con los mismos antecedentes hereditarios y personales. Además de las nudosidades localizadas, el paciente tenía en la garganta, el tórax y el abdomen “pequeñas manchas blanquecinas, sin descamación, reconocibles cuando se examinan con algún cuidado” (Castro 1908, 308). A nivel general, “estaba completamente sano”. Le practicó la misma terapéutica y su curación 19  Es visible en la práctica clínica colombiana, lo cual se comprueba en las observaciones patológicas que se han analizado en este texto, cómo se teje lenguaje, cuerpo y acontecimiento en un complejo conjunto de segmentaciones de flujos entre lo visible y lo enunciable. Ráfagas de piel se vierten en la voz y en las impresiones del saber, puesto que el volumen de lo que está afuera remite a variaciones figuradas de lo que está adentro. Una operación de plegado hace ruido aquí mediante un proceso de implicación. Así, se hace perceptible la (re)existencia de la dermatología clínica en el ejercicio de la mirada médica en las revelaciones de lo que es percibido como patológico al ver en el afuera el plegamiento de un adentro de implicación recíproca. “El conocimiento está replegado sobre sí como un cordaje, como una proteína, o como un tejido, se invagina también y así se vuelve denso, se llena de complexiones, se llena de información, sí, va hacia el saber. Va hacia la deflación. La obra es recubrimiento de escamas o de hojas, cebolla o alcachofa, feto, como una sucesión de automorfismos. El análisis escama la cebolla, la destruye, deshace el corazón de su complexión, diluye lo denso, desaprieta” (Serres 1983, 65).

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fue satisfactoria, a excepción de un “ligero tinte melánico en las nódulas”, que fue desapareciendo poco a poco. Al leer a Beauman y Gouyerot, Castro pudo ver la presencia del hongo filamentoso llamado esperotrichum beurmanni en sus pacientes, quienes habían sido atacados en la cara y en las piernas, lugares expuestos a la acción de los agentes mórbidos y a la picadura de mosquitos, debido a que en sus faenas como agricultores se remangaban el pantalón, por lo cual quedaban al descubierto los lugares del cuerpo mencionados; la acción del hongo se acompañaría por los antecedentes hereditarios palúdicos de los hermanos, que junto con el tipo de trabajo que estos ejercían dieron paso a la configuración de un medio propicio para facilitar la infestación. Según Castro, “son estas cuestiones, aparentemente quizá sin importancia, pero que después de un estudio atento, por desgracia imposible de practicar por prácticos de provincia, pueden contribuir a ilustrar el asunto. En clínica, lo más insignificante debe tenerse en cuenta” (Castro 1908, 310). Así, se da una singularidad patológica siguiendo las manifestaciones visibles en dos cuerpos alterados por los efectos de la invasión de un hongo. Conclusiones - Es posible mostrar cómo opera una configuración social del cuerpo en Colombia a finales del siglo xix y comienzos del xx, teniendo en cuenta la relación problemática entre lenguaje y enfermedad que se configura en la clínica dermatológica. Cuerpo sano-cuerpo enfermo pone de manifiesto una dicotomía inscrita en la sociedad industrial, la cual instituye una concepción del cuerpo en función de la producción y del consumo. En este registro se muestra cómo en el pensamiento médico se hace visible un privilegio del grafismo en el que una escritura y una iconografía le dan validez a un sistema de figuración ideográfica de los cuerpos en el contexto de la sociedad disciplinar. Re-presentar narrativa e iconológicamente enfermedades deformantes constituye un instrumento de conocimiento médico en un puro grafismo de lo patológico que le da eficacia teórica al ejercicio de la mirada clínica. El ojo capta una equivalencia entre la voz de la enfermedad —que perturba al cuestionar una estructura morfológica normal— y la mano que graba una escritura de la enfermedad, en la que las manifestaciones patológicas inscritas en el cuerpo son consideradas desviaciones o desproporciones en tanto deformidad, anormalidad o monstruosidad. - La relación entre lenguaje y enfermedad en Colombia muestra un espacio de interferencias reflexivas: las manifestaciones patológicas tienen como escenario la piel, un teatro epidérmico de la enfermedad donde se deposita la mirada clínica para hacer inteligible las estéticas sensibles de lo patológico. La piel constituye una superficie de inscripciones múltiples, de devenires-intensos entre lo que se

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ve y lo que se dice en el registro de la clínica en Colombia a finales del siglo xix y comienzos del xx. - El uso de la fotografía médica permitió la configuración iconográfica de una semiótica de lo deforme teniendo en cuenta la distinción positivista entre lo patológico y lo normal desde la segunda mitad del siglo xix, a la vez que permitió la captura de lo inclasificable que combina lo imposible con lo prohibido. - La filosofía sensualista de Condillac es una de las condiciones de posibilidad, junto con la constitución de la institución hospitalaria y de la pedagogía médica asociado a esa máquina de curar, de la mirada clínica. Esta mirada permitirá la emergencia del hecho patológico, a partir de una exploración sensorial del cuerpo del enfermo para establecer diagnósticos clínicos en las series de observaciones clínicas registradas. Así, categorías clínicas como fenómeno, síntoma y signo tendrán su espacio de enunciabilidad. Por fenómeno, los médicos entenderán todo cambio que se produce en el cuerpo sano o enfermo, perceptible por los sentidos; por síntoma, un cambio o alteración de las partes del cuerpo o de alguna de sus funciones, provocada por una causa morbosa, perceptible también por los sentidos; y por signo, todo fenómeno, todo síntoma que garantiza llegar al conocimiento de los efectos más escondidos de la enfermedad. Con ello, síntoma será el resultado de la percepción de los sentidos, mientras que el signo implicará la elaboración de un juicio, de un razonamiento en el registro de la clínica. La serie de casos sobre patologías de la piel que se reportaron en el presente texto muestran este entramado discursivo entre fenómeno, síntoma y signo en la clínica colombiana de finales del siglo xix y comienzos del xx. - En la dermatología clínica colombiana se aprecia la operación del plegado en el análisis de enfermedades que entrañan transformaciones del cuerpo (lepra, sífilis, edemas, úlceras, escrófula, entre otras), al ver en el afuera de las superficies patológicas la manifestación de un adentro de implicación recíproca. Aquí, el pliegue singular avanza por variación, ya que este se bifurca, se metamorfosea en una cadena significante en la que solo difieren las semejanzas y solo las diferencias se parecen. Una plasticidad recubre una red de hilos y de fuerzas en lo que yace como memoria, pasta invaginada en la que todos los puntos se tocan al mezclarse y entrelazarse en la membrana de lo que puede ser visto y dicho. Todo un conjunto multilineal implicado por dobleces, cruces, inflexiones, produce y comunica los conocimientos y las cosas, en esta región plegada en el movimiento del espacio y del tiempo en las caracterizaciones de la clínica decimonónica. Bibliografía Arquiola, Elvira. 1990. “La aplicación del método analítico al estudio de la enfermedad en Francia en el tránsito del siglo xviii al xix”. En Asclepio, Revista de Historia de la Medicina y de la Ciencia, vol. xlii, fascículo 1.

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10 Higiene industrial y medicina del trabajo en Colombia, 1912-1948 Óscar Gallo Introducción En la primera mitad del siglo xx se consolidó en la medicina un campo de saber directamente preocupado por la salud de los trabajadores. En contraste con la higiene social o la salud pública, la medicina del trabajo1 se comenzó a preocupar específicamente por las enfermedades, los accidentes y los riesgos laborales. Las razones y los acontecimientos decisivos para el surgimiento de la medicina del trabajo varían de un país a otro, pero investigaciones recientes sugieren que, efectivamente, se dio un avance en este campo hacia los años 1930[2]. Antes del siglo xx, sin embargo, hubo algunas tentativas de medicalización de los trabajadores. Al respeto, Michel Foucault (1977/1994) refiere la existencia de tres trayectorias de “medicina social” en el siglo xix: la “medicina de Estado”, visible principalmente en Alemania; la “medicina urbana”, dominante en Francia; y la “medicina de la fuerza laboral”, de mayor influjo en Inglaterra3. Es esta 1  Se habla de medicina del trabajo, pero puede englobar la higiene industrial, la fisiología del trabajo, la psicotécnica y la ergonomía. La medicina del trabajo es una especialidad médica de carácter interdisciplinar cuyo objetivo es evitar los accidentes derivados de la actividad laboral y diagnosticar las enfermedades que afectan a los trabajadores. 2  Se sabe de los casos de Francia (Rosental 2008), Inglaterra (Bufton y Melling 2005; Melling 2010), Bélgica (Geerkens 2009), Estados Unidos (Rosner y Markowitz 1987; 2007), España (Menéndez-Navarro 2008), Chile (Vergara 2005), Brasil (Almeida 2006; 2008), Japón (Thomann 2009), Australia y Commonwealth (James 1993) y Colombia (Gallo y Márquez 2011a, b). 3  Foucault ejemplifica el modelo británico con la Ley de pobres de 1834. Radicales británicos como William Cobbet abominaban este sistema por considerarlo una forma de caridad y

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última trayectoria la que, en parte, se aproxima más a la idea de medicina del trabajo, y es también este modelo el último en surgir en el horizonte de la medicalización del siglo xix, pues según Foucault “la medicina no estaba interesada por el cuerpo del proletario, por el cuerpo humano como instrumento de trabajo. Hasta la segunda mitad del siglo xix no se planteó el problema del cuerpo, de la salud y de la fuerza productiva de los individuos” (Foucault 1977/1994, 210). Por su parte, George Rosen (1958/1994, 212) afirma que la medicina de la fuerza laboral y las investigaciones sobre estadística vital con sus preocupaciones de carácter medico-social tienen poca relación con el estudio de las enfermedades ocupacionales, y fue únicamente en el siglo xx cuando ese tipo de investigaciones médicas se articuló bajo el lema de la salud industrial en función directa del mejoramiento de la salud de los trabajadores4. En efecto, la medicina del trabajo se diferencia de la medicina de la fuerza laboral en su objeto de estudio: del pobre potencialmente trabajador se pasó al factor humano. Así mismo, la medicina del trabajo se distancia de la medicina de la fuerza laboral porque su desenvolvimiento parece acompañar los cambios en los modelos productivos: de la producción extensiva típica del siglo xix y comienzos del xx a la producción intensiva del marco de los procesos de organización científica de la producción. Georges Friedmann (1946/1956, 55-59) destaca que la fisiología del trabajo y la psicotécnica, ramas de la medicina y la psicología contemporáneas del taylorismo5 y que sirven de base a la medicina del trabajo, reivindicaba “Que la comunidad socorriese a los desamparados y necesitados no por caridad, y sí como un derecho” (Thompson y Almeida 1963/2002c, 359). Así mismo, dice Thompson que en la ley de pobres había un celo misionario basado en el trabajo, la disciplina, la restricción y el menor atractivo material. Por decirlo de otra forma, el modelo buscaba empeorar tanto la situación que los pobres se sintieran como en prisiones y motivados a trabajar (Thompson y Almeida 1963/2002b, 114-115). 4  Tal desinterés por el cuerpo de los trabajadores puede ser matizado con algunos ejemplos: en 1822, Patissier realizó la traducción de Ramazzini; en 1840, Villermé adelantó sus investigaciones sobre los trabajadores del algodón; Parent-Duchatelet analizó los problemas de salud de los trabajadores de la red de alcantarillado de París; en 1838, Tanquerel des Planches publicó un tratado sobre el envenenamiento por plomo; Benoiston de Chateauneuf y Lombard estudiaron la influencia de diferentes trabajos sobre la tuberculosis pulmonar; en Inglaterra, Thackrah publicó en 1832 The effects of arts, trades, and professions and civic states and habits of living, on health and longevity; en Estados Unidos, influido por Ramazzini, se publicó en 1837 el ensayo Sobre la influencia de oficios, profesiones y ocupaciones en los Estados Unidos, en la producción de enfermedades (Rosen 1994, 212-213; Rosen 1943, 189-243). No obstante, para el historiador Julien Vincent (2012) la pregunta por el entorno de trabajo en Ramazzini y varios de sus seguidores está más próxima de las geografías médicas que de la medicina del trabajo. 5  A menudo cuando se habla de taylorismo se piensa en un modelo productivo homogéneo. Pero en la práctica se trata de formas originales e híbridas, pues su adopción depende de la formación histórico-social y la correlación de fuerzas de cada país (Neffa 1999). Como afirma Leonardo Mello e Silva (2010) parafraseando al regulacionista Alain Lipietz, “son las relaciones de clase en cada

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introdujeron un factor psicológico y un factor biológico frente al mecanicismo taylorista. Es decir, mostraron “científicamente” que la tarea “normal” definida por el cronometraje distaba mucho de ser normal, puesto que el mejor movimiento dependía de variaciones individuales, de adaptaciones a las exigencias físicas y mentales del trabajador. Esos estudios, mediante los cuales se mostró que enganchado a la línea de montaje había un factor humano, tuvieron también repercusiones en Colombia. La discusión hacía parte del panorama de la economía industrial, tal como insinúa el ingeniero Alejandro López: La economía industrial se ocupa del hombre, no de la materia, que al fin y al cabo no es sino un medio de los servicios que de ella requiere; y se diferencia de las otras ciencias antropológicas en que estudia al hombre exclusivamente como trabajador, en su capacidad de trabajo, esto es, de ser útil y prestar servicio. Investiga la psicología económica del hombre y la fisiología de la acción, estudia las aptitudes y las deficiencias para el trabajo, o para un trabajo dado, y por ese camino se hermana con otro aspecto de las ciencias aplicadas, que es la medicina industrial (López 1928/2011, 16).

Colofón de sus años de experiencia como profesor de economía industrial en la Escuela Nacional de Minas, las palabras acerca de esta rama de la economía ilustran el horizonte en que se inscribe la “medicina industrial” y ayudan a comprender el surgimiento de nuevas preocupaciones en relación con los trabajadores. De hecho, algunos años antes, en 1919, el mismo López enumeraba los beneficios que la Empresa Minera El Zancudo ofrecía a los mineros: educación para los hijos, terrenos para edificar la casa, médico gratis, medicamentos baratos y auxilio en las enfermedades, anticipos de dinero en circunstancias difíciles y derecho a ocupar cargos superiores, “[…] que es el estímulo más poderoso para el hombre” (López 1919, 18). O sea que en la ruta trazada por López desde su cátedra de economía industrial y en su práctica como administrador de la Empresa Minera El Zancudo, el cuidado de la salud del trabajador era parte esencial en la sofisticada estrategia por la optimización de la producción. Del mismo tenor son las palabras del ingeniero Mariano Ospina Pérez, durante su campaña presidencial en 1946:

contexto nacional particular las que explican la estabilización de determinada configuración, y no al contrario, de la manera funcionalista, es decir, de la arquitectura del sistema-mundo, o de la división internacional del trabajo, se derivaría la ‘lógica’ de la periferia” (186). Sobre el taylorismo, véase Vatin (2004, 99-116).

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¿Dónde está el instituto científico de Colombia encargado de estudiar todos los asuntos en relación con nuestros trabajadores, y con la clase de labores que les corresponde desarrollar? ¿Dónde están los estudios hechos en Colombia sobre las causas y [los] efectos de la fatiga psicológica o fisiológica en determinada clase de trabajo: dónde los estudios sobre las perturbaciones que al organismo humano produce el trabajo en los socavones de las minas de una u otra clase, sobre las condiciones del enrarecimiento del aire y la presencia de gases nocivos? ¿Quién ha investigado los efectos inmediatos y remotos de los cambios de temperatura en el organismo humano, cuando se trabaja en los hornos, o salones, o sótanos, como sucede en las distintas actividades agrícolas, industriales o de transporte? ¿Dónde los estudios sobre el resultado que en determinados órganos del cuerpo humano produce el trabajo por un tiempo más o menos largo o continuo en determinada posición, que comprime especialmente uno u otro órgano? ¿Cuál es el instituto que investiga la clase de herramientas más adecuadas para adelantar determinado trabajo en las mejores condiciones personales para el obrero y para el rendimiento de sus tareas? (citado por Mayor Mora 1997, 470).

Lo dicho por quien sería presidente de Colombia (1946-1950) se enmarca en el proceso de estatización del saber técnico-científico de la economía industrial6 y apunta a la consolidación de una burocracia técnica dentro del Estado colombiano7. Las inquietudes del futuro presidente de Colombia y antiguo profesor de la Escuela Nacional de Minas sugieren también que los ingenieros del país sabían de la importancia de avanzar en el conocimiento de los aspectos fisiológicos relacionados con el proceso productivo. ¿Cuáles fueron las condiciones de surgimiento de la higiene industrial y la medicina del trabajo en Colombia?, ¿Cómo se configuraron esos dos campos de saber técnico-científico?, ¿Cómo estos saberes objetivaron las condiciones de 6  La economía industrial impartida en la Escuela Nacional de Minas fue una adaptación de la Organización Científica del Trabajo. Los ingenieros de la Escuela Nacional de Minas, principalmente Alejandro López, construyeron un discurso que mezcló la sociología de Gabriel Tarde y las ideas de Taylor, Fayol y Ford. Véase Mayor Mora (1997). Hay que anotar que la “ciencia del trabajo” u organización científica del trabajo emergió a finales del siglo xix, muy especialmente por la difusión de Frederick Winslow Taylor. No obstante, el sociólogo François Vatin dice que la novedad se debe a que durante todo el siglo xix tanto los economistas liberales como los primeros pensadores socialistas abordaron la cuestión social en términos políticos y macroscópicos. Por el contrario, continúa Vatin, en la nueva concepción que aparece en la última década del siglo xix las cuestiones sociales y las cuestiones del trabajo podrían ser objeto de una investigación científica microscópica de la empresa e inclusive del trabajador individual (Vatin 2004, 63). 7  Según Luis Fernando González (2007, 153), el movimiento tecnocrático surgió a finales del siglo xix en Estados Unidos en un contexto de idealización del progreso. En este marco, cabía al ingeniero reemplazar a los políticos en la administración pública, para así resolver los problemas sociales de forma eficiente y neutral.

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trabajo y la salud de los trabajadores colombianos?, ¿Cuáles eran las condiciones laborales y cómo recibieron los trabajadores este nuevo conocimiento?, ¿Cuál fue su impacto en las luchas sociales y políticas de ese periodo?, ¿Qué función cumplió la medicina del trabajo en el reconocimiento y el mejoramiento de las condiciones laborales en Colombia? El esquema siguiente ubica el horizonte de estos interrogantes:

Aprendizaje y difusión

Medicina del trabajo

Legitimación y consolidación

Institucionalización

Reformas sociales y legislación laboral

La salud de los trabajadores en Colombia 1892-1948 Derecho laboral

La oit y las convenciones internacionales del Trabajo Derecho laboral y medicina

Riesgos, accidentes y enfermedades profesionales

Mundos del trabajo

Tensiones, apropiaciones y resistencias

Luchas obreras

Así mismo, el esquema insinúa diferentes enfoques teóricos e historiográficos. Para el primer bloque sobre medicina del trabajo es oportuna la historiogra-

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fía que privilegia la historia de la medicina o la historia de las ciencias8. Pero la medicina del trabajo es un campo de conocimiento que no se puede encuadrar exclusivamente en la medicina: a menudo sus intervenciones y análisis están atravesados por el derecho y la ingeniería. Por eso al abanico de investigaciones sobre historia de la medicina se puede sumar textos de historia del derecho laboral y la seguridad social9 o sociología del trabajo con sus importantes aportes acerca del maquinismo, el trabajo, la energía, el valor económico, la fatiga, el taylorismo, la vigilancia, la fluidez, la flexibilidad10. La historiografía puede ser excesivamente amplia si se considera el tema de los movimientos sindicales y las luchas obreras desde finales del siglo xix y comienzos del xx. Pero se reduce con respecto al mundo del trabajo, sus riesgos, enfermedades y accidentes, así como a las formas de resistencia y lucha11. El horizonte historiográfico planteado a partir de los ejes temáticos del esquema apunta a un encuadramiento de la salud de los trabajadores colombianos. Dicho de otro modo, desde el punto en que se vislumbran los interrogantes, el análisis histórico de la emergencia de la medicina del trabajo debe servir de lente para revelar aspectos de la salud en el mundo del trabajo. Con base en el argumento de varios de los autores enumerados y en diálogo con el esquema de análisis propuesto, se puede inferir que, en el caso colombiano, la salud de los trabajadores no puede ser entendida en su dimensión y complejidad si no se considera: primero, el proceso de configuración, divulgación, legitimación e institucionalización de la medicina del trabajo; segundo, las actividades de los médicos en el terreno (industrias, minas y explotaciones de petróleo); tercero, las transformaciones políticas y legislativas de los años 1920-1950; cuarto, el influjo 8  Aquí es innegable el influjo ejercido por George Canguilhem (1978; 1947/2001), George Rosen (1943; 1956/1994) y Michel Foucault (1994; 2005; 2006; 2007); pero también de otros autores como Georges Vigarello (2006), Charles Rosenberg (1992), Mirko Grmek (2000) y Françoise Delaporte (2002). Además de estos investigadores, otros quizás con menor resonancia pueden ser bastante útiles. Con respecto a la configuración de las especialidades médicas, se pueden resaltar los trabajos de sociología de las profesiones de Eliot Freidson (1978). En historia de la medicina del trabajo sobresalen las investigaciones en Alemania e Inglaterra de Paul Weindling (1985); en Francia, Jean-Claude Devinck (2001; 2009) y Caroline Moriceau (2005; 2009); en España, Esteban Rodríguez y Alfredo Menéndez (2006); en Brasil, Anna Beatriz Sá de Almeida (2004; 2008). 9  En el ámbito internacional se puede mencionar el libro Du silence a la parole. Droit du travail, société, état 1830-1989 (Goff 1989) y los trabajos de Enrique Rajchenberg (1987; 1990; 1992; 2006). En Colombia: La reforma constitucional de 1936 y el camino hacia la construcción de la seguridad social (Muñoz Segura 2010), La reforma constitucional de 1936, el Estado y las políticas sociales en Colombia (Botero 2006) y, especialmente, La salud fragmentada (Hernández 2002). 10  Por ejemplo: François Vatin (2004), Georges Friedmann (1956, 1977), Friedmann y Pierre Naville (1963). 11  E. P. Thompson (1963/2002a, b, c) y Robert Castel (1997). Sobre la salud de los trabajadores: Michelle Perrot (1988), Alain Cottereau (1983; 1996; 2002; 2006), David Rosner y Gerald Markovitz (2007), Paul-André Rosental (2009a, b), Ángela Vergara (2005), entre otros.

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de las convenciones de la Organización Internacional del Trabajo relacionadas con enfermedades profesionales; y, quinto, las condiciones reales de salud en mundo laboral y el papel desempeñado por los trabajadores (sindicalizados o no) en el campo de los derechos en salud. Ahora bien: ese conjunto de hipótesis desde las cuales se parte para entender la dimensión de la salud de los trabajadores no puede ser explorado en su totalidad en un capítulo. Aquí se analiza específicamente el proceso histórico de configuración de la medicina del trabajo12. En la primera parte se explora un espacio de aprendizaje y difusión de la higiene industrial. La segunda parte examina el proceso de afianzamiento y legitimación de la medicina del trabajo. Por último, en la tercera parte se describe la institucionalización mediante la creación de comisiones, organismos y entidades estatales preocupados por la salud de los trabajadores colombianos. Se puede decir que en Colombia, en relación con el proceso histórico de configuración de la medicina del trabajo, es posible identificar tres momentos más o menos diferenciados. Un primer momento, que aquí se llama de creación de círculos académicos de aprendizaje y difusión, va desde 1912 hasta 1930, se destaca por la emergencia de la higiene industrial como curso académico dentro del plan de estudios de los ingenieros en la Escuela Nacional de Minas y la realización de tesis y trabajos en este campo por parte de los estudiantes de la misma universidad. También sobresale en este primer momento el empeño de los ingenieros en la difusión de la higiene industrial en las revista Minería, Anales de la Escuela Nacional de Minas y Anales de Ingeniería, de Bogotá. Un segundo momento, de legitimación y afianzamiento, entre las décadas de 1920 y 1950, cuya característica principal fue la publicación de artículos y la realización de tesis por parte de los médicos de las facultades de Medicina de la Universidad Nacional de Colombia y la Universidad de Antioquia, además de la creación, en 1946, de la Sociedad Colombiana de Medicina del Trabajo. Finalmente, en un 12  Se pueden citar dos ejemplos para asimilar lo que se entiende por proceso histórico de configuración de un saber en el campo médico. Para Anna Beatriz Sá de Almeida el proceso de configuración de la medicina del trabajo en Brasil implicó la legitimación de un campo científico y la consolidación de un habitus entre los médicos. Almeida destaca los momentos diferentes de su afianzamiento. En un primer momento se da el establecimiento de una comunidad científica, movimiento visible en la presencia del tema en congresos y la creación de sociedades, centros de investigación, instituciones, consecución de fuentes de financiamiento, revistas y cátedras en las universidades. A la par de este movimiento académico se expande el mercado de servicios y un proceso político favorable para la protección de la salud de los trabajadores conduce a la institucionalización (Almeida 2004). En España ocurrió un proceso similar con la configuración histórica de la especialidad médica dedicada al cuidado de los niños. Para Rodríguez Ocaña y Enrique Perdiguero (2006, 306), la pediatría se sustentó por la consolidación de círculos institucionalizados de aprendizaje y práctica profesional; la creación de circuitos de publicación y la configuración de medidas de defensa e intercambio profesional, como las sociedades de especialistas.

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tercer momento, entre 1937 y 1948, de institucionalización, que se caracterizó por la creación de entidades encargadas de velar por la salud de los trabajadores e investigarla. Resta solo hacer una aclaración acerca de la temporalidad. Se escogieron dos fechas que pueden ayudar a comprender el proceso histórico de la medicina del trabajo en Colombia: el año 1912, cuando se creó la cátedra de higiene industrial en la Escuela Nacional de Minas, y el año 1948, en que se creó la Oficina Nacional de Medicina e Higiene Industrial (Sarmiento López 1962). Con la creación de esa oficina dentro del Ministerio del Trabajo se institucionalizó la labor que ingenieros y médicos habían desempeñado en diferentes regiones del país. Espacios de aprendizaje y medios de difusión, 1912-1940 La cátedra de “higiene industrial” se creó con la fundación de la Escuela Nacional de Minas en 1886 (Robledo 1934). Según Emilio Robledo, los doctores Manuel Uribe Ángel y Juan Bautista Londoño fueron los encargados de dicha cátedra hasta 1912. Sin embargo, el foco de esta cátedra no era la fábrica o el medioambiente de trabajo. Uribe y Londoño enfatizaron en la higiene urbana y la medicina de inspiración neohipocrática con acento en las condiciones geográficas, los temperamentos, razas y clases sociales (González 2006, 90). Y los ingenieros de la Escuela Nacional de Minas, influidos por este enfoque de fisiología urbana, se concentraron en planear e imaginar las mejores formas de circulación del agua y el aire (González 2007, 151-152). El 23 de abril de 1912, el Consejo Directivo de la Escuela Nacional de Minas anunció el nombramiento del médico Gabriel Toro13 para profesor de “higiene industrial” (1912). El curso tuvo desde el comienzo un mensaje claro: “una vida salvada es un capital ganado en el activo de una raza o de un pueblo” (Toro 1913a, 291). Para Toro, la exteriorización del altruismo inherente a las ciencias médicas llevaba a trabajar en función de la prevención de las enfermedades y no de su curación puesto que “ya no [era] permitido el suicidio personal o colectivo” (Toro 1913a). Todos estaban llamados a servir a la humanidad desde la higiene, pero en médicos e ingenieros la misión era superior. Los primeros, por ser los conocedores del funcionamiento y desgaste corporal. Los segundos, encargados

13  El doctor Gabriel Toro ocupó esta cátedra hasta 1926, y en su reemplazo fue nombrado el doctor Emilio Robledo hasta 1929 (Archivo de la Facultad de Minas, Libro copiador de comunicaciones 1924-1927, 6 junio 1927, f. 399). El 4 de julio de 1929 se aprobó un nuevo plan de estudios entre cuyas reformas estuvo la eliminación de la cátedra de Higiene industrial para crear la de Ingeniería sanitaria (Escuela Nacional de Minas 1929).

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del “engrandecimiento material” y la lucha con “la naturaleza hostil” debían ser capaces de guiar con un consejo al subordinado: [El ingeniero] puede […] poniendo en práctica medidas higiénicas al parecer triviales cuando tenga que colonizar para el desarrollo de empresas nuevas, o cuando sea llevado por la misma naturaleza de sus ocupaciones a regiones malsanas y desprovistas de un servicio médico competente, evitar muchas enfermedades, tanto suyas como de los que lo rodean (Toro 1913a, 291).

A pesar del tono racial con que comienza el comentario, el profesor Gabriel Toro introdujo en su cátedra elementos técnicos sobre las fuentes de calor artificial (hornos, estufas y calderas) y los mecanismos de ventilación o la manera de prevenir accidentes: En el Mar Rojo, el más ardiente de todos, se observa con frecuencia en los fogoneros de los buques de vapor y la manera como los evitan es cambiando en esa parte del viaje los fogoneros blancos que vienen de Europa por negros; se ha observado que esa raza está menos expuesta a sufrirlos. Dado [el] caso [de] que no se pudiera hacer algo parecido[,] se deben construir las cámaras para calderas, hornos de vidriera, de fundición, etc., de manera que el aire sea fácil y constantemente renovado por medio de ventiladores; que este llegue muy seco; así se ejerce con mayor intensidad la sudación y con ella en actividad lucha el cuerpo contra el calor por evaporación del sudor, y está demostrado que ésta se produce más intensamente cuando hay poco vapor de agua en la atmosfera (Toro 1913a, 293).

Otro aspecto destacado por Toro en su clase de higiene industrial fueron las quemaduras como resultado del contacto de la piel con un material que supere los 50 °C14. Aquí la recomendación de Toro es la curación según el agente causante, pues considera que las quemaduras son inevitables. En otra de sus conferencias, Toro destacó los efectos de la luz solar y la eléctrica, las dolencias visuales causadas por la intensidad del arco voltaico tales como dolor de cabeza, calambres faciales, parálisis motora del ojo, midriasis, 14  El médico Miguel María Calle había publicado en 1907 un estudio pionero sobre quemaduras con gas grisú. En ese momento decía Calle: “Un día llegará en que la explotación de nuestras carboneras se haga a mayor escala […] y para ese entonces nuestras observaciones podrán ser útiles a los médicos y a los desgraciados obreros, víctimas de un agente que, al menor descuido, los hiere como el rayo” (Calle 1907, 191).

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miosis, ceguera transitoria e incluso afecciones nerviosas crónicas, fobias o manías o en general “histero-traumatismos” (Toro 1913b, 361). Para “la profilaxis de estos accidentes cuando no son fortuitos”, consideró oportuno el uso de lentes ahumados, en caso de luz intensa el uso de lentes con composiciones físicas o químicas como los rojos coloreados con sales de uranio. Por otro lado, de la electricidad afirma: Accidentes frecuentes e igualmente graves son producidos por la electricidad industrial. Bien sea por impericia, temeridad, impulsión o accidente fortuito, los obreros encargados de máquinas o de plantas eléctricas están expuestos a sufrir los efectos de la corriente, variables hasta el infinito; se observan quemaduras en todos los grados, lesiones de los diversos órganos, ceguera por opacidad del cristalino y manifestaciones neuróticas de los tipos histérico o epilépticos, solos o combinados (Toro 1913b).

Otras propuestas de profilaxis vinculadas al creciente proceso de electrificación de la industria fueron: aislar con barnices el cableado, disponer guantes de caucho y vestuario con piezas metálicas para buscar que la corriente siga a la tierra, y zapatos de caucho con placas también de metal. Gabriel Toro dedicó un espacio de sus conferencias de “higiene industrial” al tema del aire. Son bastante interesantes sus apuntes sobre la composición y modificación del aire confinado y su relación con la salud de los trabajadores porque si de un lado parecen corroborar el peso que tuvo la tuberculosis en el horizonte médico de comienzos del siglo, por otro lado sugieren diferencias con la percepción que de esta enfermedad tiene la higiene social15. Toro sostiene que el aire en estado de “viciación” produce la disminución progresiva de las funciones vitales, una hematosis defectuosa y, por ende, “un estado de menos resistencia […] al bacilo de Koch y otros patógenos”. El organismo desgastado, de ese modo, puede ser más fácilmente colonizado o invadido. En contraste con esa mirada coloreada por la metáfora militar característica del discurso pasteuriano y común en otros médicos de la época, Toro dedicó un espacio a los efectos del gas grisú: Hidrógeno carbonado. Se desprende en abundancia de los pantanos y de los lugares donde hay descomposición [de] sustancias orgánicas, pero su 15  A menudo las apreciaciones médicas acerca de las enfermedades de los trabajadores insisten más en el carácter moral de los individuos que en las relaciones con el medio de trabajo. Eso es especialmente visible con respecto a la tuberculosis, que generalmente se vincula al alcoholismo (Gallo y Márquez 2011b).

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mayor producción está en las minas de carbón[,] donde se le conoce con el nombre de grisú. También se desprende de los tubos conductores de gas de alumbrado. Este gas puede matar por su calidad de aire respirable, por su acción tóxica especial y también por su inflamación y explosión en presencia de una llama, como pasa en las minas (Toro 1913b, 368).

El profesor de la Escuela Nacional de Minas destacó asimismo el riesgo de la exposición al hidrógeno fosforado propio de los cementerios; el hidrógeno sulfurado resultado de la descomposición de sustancias animales y vegetales comunes en las alcantarillas; el amoníaco en su combinación con otros elementos, por la irritación e inflamación que produce. Insistió también en los riesgos por contacto con cloro, gases nitrosos, ácido sulfuroso y gases fosforados, los cuales habían motivado en Europa muchos estudios y una legislación rigurosa que incluía reducción de las horas de trabajo en contacto con el gas (Toro 1913b, 368). Finalmente, refiere el óxido de carbono como causante de la “anemia de las cocineras”, caracterizada por el “empobrecimiento de la sangre[,] [la] pérdida de la coloración rosada de la piel y [el] languidecimiento de casi todas las funciones”. Esta misma dolencia, según el mismo médico, se podía observar en todas las personas que manipulaban el carbón por largos periodos de tiempo: “[…] desde los mineros que lo extraen de la tierra hasta el ensayador que lo quema en sus hornillos, todos están expuestos a sufrirla”. La recomendación frente a la “anemia de las cocineras” es la ventilación y la construcción de chimeneas “de buen tiraje[,] de manera que ellas mismas sirvan de activos ventiladores y se evite así la difusión de los gases de combustión dentro de las habitaciones” (Toro 1913b, 369). Para Toro, ese óxido de carbono era la causa posible de la tuberculosis en los mineros, tan frecuente en ellos y “cuyos efectos bien pueden manifestarse largo tiempo después de haber estado sometido a él” (Toro 1913b). De ahí la importancia de construir ventiladores para los socavones y “reglamentar el trabajo de los mineros, procurando que pasen un buen número de horas al aire libre lejos de la atmosfera de la mina” (Toro 1913b, 370). En relación con los riesgos para el trabajador minero, Toro consideró también las partículas sólidas en suspensión, como “el polvo de carbón de piedra metálico”, que, “[…] al entrar al pulmón [arrastradas] por la respiración, van formando depósitos en la superficie externa de éste que impiden su nutrición regular y dan cabida a la formación de focos esclerósicos y de neumonía crónica, antracosis, siderosis, silicosis” (Toro 1913b, 370). Para prevenir estas enfermedades, sugirió a sus alumnos una buena ventilación y el uso de mascarillas con filtro de algodón y humedecer continuamente los materiales productores del polvo.

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Con el tiempo, las conferencias de Gabriel Toro adquieren un nivel de sofisticación mayor; en 1917 la sección dedicada a la ventilación contiene los siguientes temas: Cantidad de aire puro respirado. Standard de pureza. Cálculo. Espacio cúbico. Cantidad de ventilación por hora para cada individuo en las fábricas, prisiones, hospitales, teatros, escuelas, etc. Formación de ácido carbónico por el alumbrado, bujía, petróleo. Reglas generales de ventilación. […] Ventilación natural. Difusión. Acción del viento. Diferencia de temperatura. Dispositivos para utilizar la ventilación natural. Ventanas, su colocación, número y dimensiones. Distintas clases de ventiladores. Vidrios de castaing. Claraboyas. Puntos donde deben hacerse. Chimeneas de ventilación. Ventilación artificial. Calor. Medios mecánicos. Sustracción del polvo flotante. Comparación entre los medios de propulsión y de extracción (Toro 1917).

El enfoque dado a su clase es completamente novedoso para la época. Sobresalen sus observaciones acerca de los efectos mecánicos de algunos gases en los trabajadores o la profilaxis circunscrita al ámbito de trabajo. En las palabras de Toro se perciben los elementos característicos de la higiene social, pero además es posible observar una incisiva referencia al entorno de trabajo. Esta perspectiva coincide con los ideales de la medicina del trabajo que amplió el panorama de intervención al plantear entre sus objetivos el control y la búsqueda del equilibrio en el medio donde se desarrolla la actividad del obrero con el fin de evitar enfermedades relacionadas con el trabajo. En efecto, hacia esto apuntó la perspectiva general de sus conferencias; por encima de asuntos como disposición de excretas, encaró la higiene industrial con la convicción de que “[…] en nuestros establecimientos industriales y de explotación debe ocupar lugar preferente en el espíritu de sus directores técnicos la preocupación de la defensa contra las enfermedades” (Toro 1915). Y complementa esta idea al afirmar que peca contra la ciencia y la humanidad toda explotación minera carente del factor salubridad. El orden de las siguientes conferencias, según el programa publicado años después en los Anales de la Escuela Nacional de Minas de 1917, fue una exposición sobre la alimentación, los factores fisiológicos y sus valores nutritivos, además del alcoholismo y la lucha antialcohólica. Después incluyó una conferencia sobre el clima con las definiciones y variaciones, a más de las enfermedades tropicales como la anquilostomiasis y el paludismo, en cada una de las cuales incluyó, además de la etiología de la enfermedad, profilaxis y ejemplos de campañas. Las tres últimas sesiones del curso estaban dedicadas a las habitaciones obreras y la lucha antituberculosa; condiciones generales del trabajo y lucha antivenérea (sífilis y blenorragia). Entre estas, el segundo bloque sobre condiciones del trabajo

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comprendía: fatiga, descanso, organización higiénica de una empresa, accidentes de trabajo, primeros cuidados, asfixia por inmersión, respiración artificial, hemoptisis, hemorragias, fracturas, contusiones, síncopes, envenenamientos, el botiquín de una empresa, jeringuilla hipodérmica. Hay varias razones para considerar relevante este curso del doctor Gabriel Toro para el desarrollo de la higiene industrial en Colombia. La publicación del curso en los Anales de la Escuela Nacional de Minas es un importante indicador de su posibilidad de divulgación. Eso significa que el curso, más allá de los alumnos, pudo llegar a ser conocido en otras ciudades del país y muy especialmente debió ser conocido por los futuros ingenieros de Bogotá. Al respecto, por la época en que Gabriel Toro comenzaba su curso en la Escuela Nacional de Minas, la revista Anales de Ingeniería de Bogotá publicó una nota en la cual se destacaban las campañas contra la anquilostomiasis y la lucha antituberculosa de la Empresa Minera El Zancudo16. En este corto artículo el ingeniero Alejandro López afirmaba: El ingeniero en la práctica de su profesión, sea como jefe de una fábrica, como gerente de una empresa o como simple particular, necesita adquirir ciertos conocimientos relacionados con la higiene y la salubridad, que desgraciadamente no se adquieren todavía en la Facultad de Ingeniería Nacional y a los cuales sí se les presta seria atención en el progresista Departamento de Antioquia (López 1913).

Alejandro López no exageraba cuando destacaba los cambios en salubridad e higiene en la industria. Investigaciones recientes han permitido constatar que varias empresas del departamento de Antioquia avanzaron rápidamente en la creación de sistemas de atención en salud para los trabajadores (Mayor Mora 1997; Restrepo 2004; Gallo 2010)17. Del mismo modo, se puede afirmar que esa labor en el terreno práctico estuvo vinculada a un proceso de divulgación y problematización de las condiciones de trabajo y de salud de los trabajadores de diversos sectores productivos, muy especialmente el minero. Para citar un ejemplo, en 1917 el ingeniero Alfonso Mejía afirmaba: “toca al gobierno remediar [las condiciones de salud de los trabajadores], con una buena legislación obrera pues no es corriente que el industrial dañe un hombre para que le repare la caridad pública o la privada” (Mejía 1918, 455). 16  Sobre las campañas sanitarias y los sistemas de atención en salud de la Empresa Minera El Zancudo, véase Gallo (2010, 2012). 17  Excepto por el artículo “La salud de los trabajadores y la Tropical Oil Company. Barrancabermeja, 1916-1940” (Luna-García 2010), no fue posible encontrar más referencias sobre otras regiones del país.

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Otra forma de considerar el influjo del curso de Gabriel Toro para el desarrollo de los preceptos de la higiene en el campo de la industria se revela mediante las evaluaciones, las tesis y los trabajos elaborados por los alumnos del curso de Higiene industrial. En junio de 1914, algunos de los trabajos de estudiantes de Higiene industrial versaban sobre “pozos negros”, “primeros cuidados en accidentes”, “habitaciones para obreros”, “anemia tropical”, “aguas”, “casas de habitación en climas cálidos” y “alcantarillas” (Escuela Nacional de Minas 1914). En 1915, los cuestionarios del examen anual muestran los siguientes temas: “primeros cuidados en accidentes”, “ventilación”, “tratamiento de basuras”, “anemia tropical”, “higiene general de los edificios”, “fosas sépticas”, “pozos de absorción”, “climatología”, “análisis de aguas”, “higiene de la alimentación”. Ese año se destacó el trabajo de Luis Uribe sobre la “profilaxis del paludismo”, que fue publicado más tarde en la revista Anales de la Escuela Nacional de Minas (Escuela Nacional de Minas 1915). En 1917, los temas tratados por los alumnos de la Escuela Nacional de Minas fueron: “anemia tropical”, “accidentes producidos por animales venenosos”, “insolación”, “quemaduras”, “purificación de las aguas”, “fosos sépticos” y “paludismo”. El reconocimiento de la higiene industrial tuvo continuidad por parte de los profesores y alumnos de la Escuela Nacional de Minas en la revista Minería, el órgano de difusión de la Asociación Colombiana de Mineros. Desde su creación en 1932, esta revista se encargó de difundir entre sus asociados artículos relacionados con higiene y seguridad industrial. En este sentido, por ejemplo, se pueden mencionar: “Seguridad en el uso de las mechas”, “Reglas de seguridad en las minas”, “Cómo encender las mechas para voladura”, “Pozos de minas (sobre explosivos y precauciones)” y “La ventilación en las minas”. En 1934, la Asociación Colombiana de Mineros hizo un llamado para que las compañías mineras, los ingenieros y los administradores combatieran con fuerza la rudimentaria higiene de los lugares de trabajo. La justificación iba más allá del “espíritu humanitario” y se esgrimieron “razones económicas” puesto que “la salubridad” era “el factor más importante de una buena producción” (Asociación Colombiana de Mineros 1934, 1348). En 1940, el ingeniero y profesor de la Escuela Nacional de Minas Juan de la Cruz Posada expresó de manera similar la preocupación por la salud de los trabajadores: En los países en que se protege la raza[,] en que el Estado interviene en el orden social en forma inequívocamente provechosa, la legislación impone a los propietarios el doble deber de velar por la salud del personal expuesto a la silicosis, con la intervención del médico higienista y del ingeniero industrial […] La minería y la industria química se van extendiendo por el país, y es tiempo ya de que los médicos y los ingenieros, por su sola iniciativa de amor y deber para con la humanidad,

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o compelidos por el Estado, atiendan a la salud del personal ignorante que se pone a su disposición (Posada 1940, 8385).

No se puede afirmar que la publicación de esos artículos se reflejó directamente en el mejoramiento de las condiciones de trabajo, pero sí es posible sostener la hipótesis de una importante difusión de estas ideas entre los ingenieros y empresarios del país. De hecho, en 1932 la revista Minería cuenta con 15 socios clase A, 15 socios clase B, 20 municipios suscritos, además de 160 socios de diferentes regiones de Colombia18. El proceso de configuración de dos especialidades como la economía industrial y la higiene industrial ayudó con el tiempo la configuración de la ingeniería industrial y la medicina del trabajo. En cuanto a la ingeniería industrial, surge según los ingenieros de la época como una “ciencia” encargada de hacer que “el obrero gane más y la obra cueste menos”. La medicina del trabajo representada en estos primeros años por la higiene industrial y la fisiología del trabajo tuvo por objetivo vigilar la producción, de manera que fuera posible reducir la presión del medio de trabajo sobre el cuerpo. De esa forma, se hizo cada vez más visible un creciente vínculo entre los médicos y los ingenieros en tanto observadores inmediatos del trabajo. El médico era el encargado de regular el posible avance de la enfermedad y conocer las características individuales de la afección. Por 18  Los socios clase A eran: Santander del Sur, Intendencia del Chocó, Escuela Nacional de Minas, Compañía Minera Nare, Compañía Mineras La Camelias, Frontino Gold Mines, Fundición y Ensayo Gutiérrez, Minas de oro Porcecito, Minería Colombiana de Aluviones, Nudillales Mining Company, Casa de la Moneda de Medellín, Pato Mines Ltda., Anglo South American Bank, Bartolomé de la Roche, Compañía Minera Chocó Pacífico. Clasificados en B estaban: Escovar A. Jesús, Esteban Álvarez e Hijos, Ospina Hermanos, Parrish Probst. Minas de Porce, Restrepo Pedro Nel, La Clara, Sociedad Minera El Aporreado, Sociedad Minera El Brasil, Sociedad Minera El Tapón, Sociedad Minera La Isleta, Sociedad Minera La Leona, Taller Industrial Apolo, Villa S. Tomás, Mina Santiago, Scadta, Mina El Hormiguero. Finalmente, para tener una idea de los alcances nacionales de la revista Minería se puede observar las ciudades de los socios individuales: Medellín, Pensilvania, Segovia, Manizales, Bucaramanga, Titiribí, Santa Isabel, Carmen de Viboral, Frontino, Gómez Plata, Santo Domingo, Zaragoza, Nariño, Caicedo, Yarumal, Bogotá, San Roque, Cali, San Sebastián, Ibagué, Buenaventura, Condoto, Andes, Santa Teresa (Tolima), Don Matías, Marmato, Urrao, Santo Domingo, Anorí, Buriticá, Belmira, Bolívar, Túquerres, Peñol, Pereira, Támesis, Barbacoas, Itsmina, Cañasgordas, Neiva, Amalfi, Barranquilla, Quibdó, Virginia, Santa Rosa de Osos, San Pedro. Además de estas suscripciones individuales algunos municipios socios eran: Titiribí, Sonsón, Nariño, Segovia, Chigorodó, Turbo, Urrao, Pueblo Rico, San Roque, Amalfi, Anorí, Remedios, Barbosa, Concepción, Puerto Berrío, Andes, Zaragoza, Cáceres, Rionegro y Gómez Plata. Dos años después, se contaba con 21 socios clase A, 15 socios clase B y 244 socios individuales. A las ciudades y los municipios anteriores se sumaron: Apulo, Tarso, Bruselas, Yali, Gallinazo F. C. A., Hatillo F. C. A., Fresno, Guachaves (Nariño), Heliconia, Santa Clara (Tolima), Puerto Wilches, Pasto y Margento. Es de anotar que además de la revista Minería los Anales de Ingeniería de Bogotá dedicaron una parte importante de sus páginas a la salubridad de minas e industrias.

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su parte, el ingeniero, en el campo de la salud, debía vigilar “las condiciones de trabajo” con el claro interés de “amortiguar el mal” (Posada 1940, 8385). De esta forma, se consolidaba un campo de saber en la ingeniería que a mediados del siglo xx era definido como “un conjunto de principios” destinados a la promoción de la salud entre los trabajadores. “Abarca —según P. Houser [1950, 16]— las enfermedades […] inherentes a los diferentes oficios” y el “medio industrial” que ejerce presión sobre la salud del trabajador. Legitimación y afianzamiento de la medicina del trabajo, 1930-1957 Como se afirmó al comienzo, el proceso de configuración de la medicina del trabajo implicó la legitimación de un campo científico y la consolidación de un habitus entre los médicos. Mediante las investigaciones médicas del periodo es posible rastrear ese paulatino proceso de legitimación y afianzamiento, de ahí que en esta sección se analicen 134 artículos y tesis médicas de 1888 a 1957 cuya temática está directa o indirectamente relacionada con la salud de los trabajadores19: Si se consideran los mismos 134 textos (artículos y tesis) según las décadas en que fueron publicados, la temporalidad 1888 a 1957 pierde significado, pues el 80% de las tesis y los artículos se publicó entre 1930 y 1957. De esa forma se muestra que al menos en cantidad de investigaciones esos veintisiete años fueron decisivos para la consolidación académica de la medicina del trabajo en Colombia (figura 2). De la figura se puede inferir también que hasta los años 1930 no hubo entre los médicos colombianos un significativo interés académico por la higiene industrial o la medicina del trabajo20. Otras enfermedades, muy especialmente las 19  La muestra de 134 investigaciones es bastante amplia porque en el análisis se tuvieron en consideración temáticas tan diversas como, por ejemplo, estudios médico-sociales sobre regiones mineras o petroleras, editoriales en revista médicas o artículos sobre la seguridad social en Colombia y las relaciones de los médicos colombianos y las compañías extranjeras. Del mismo modo, el periodo es bastante extenso porque se incluyó artículos como “Higiene local: el polvo” (1888), que hace una sucinta referencia a la neumoconiosis. 20  En efecto, el interés por los obreros no dominaba el horizonte del cuerpo médico colombiano al final del siglo xix. Durante el Congreso Médico Nacional realizado en julio de 1893, el balance de investigaciones apunta a la lepra, medicina legal (peritaje ante asesinatos o muertes violentas) y la legislación para el ejercicio médico y farmaceuta, entre otros relacionados con la cirugía moderna. Para los siguientes encuentros la propuesta fue: fiebres (palúdicas, amarilla, tíficas, viruela y sarampión); sífilis y venéreas; bacteriología y enfermedades microbianas; cuarentenas y saneamiento de puertos; porvenir de la raza (alimentación, habitación y condiciones higiénicas), cirugía ventral y hospitales y asilos (Congreso Médico Nacional. Anales de la Academia de Medicina de Medellín, año v, nos 3 y 4, octubre 1893, p. 125). En 1894 el secretario de la Academia de Medicina de Medellín enumera los temas recurrentes durante los cinco años de publicación de la revista:

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parasitarias o la tuberculosis, estaban en el centro de las preocupaciones médicas. Inclusive, un lugar preponderante en el horizonte médico lo ocupaban la infancia y la maternidad. Eso no significa que en el terreno algunos médicos colombianos no demostraran interés por las enfermedades que afectaban a los trabajadores. Además del excepcional trabajo de Gabriel Toro Villa en la Escuela Nacional de Minas, se destacan la práctica médica de Emiliano Henao en el Ferrocarril de Antioquia o la de Miguel María Calle en la Empresa Minera El Zancudo. 23

21 16

3

3

3

2

2

Petróleos

Barrios obreros

Haciendas cafeteras

6

Alimentación obrera

Ferrocarriles

Silicosis

Enfermedades profesionales

Medicina del trabajo

Accidentes de trabajo

Seguridad social

7

Higiene industrial

11

Bananeras

12

Minería

Número de investigaciones (tesis y artículos)

25

Temas de investigación abordados

Figura 1. Número de investigaciones (artículos y tesis) relacionadas con la salud de los trabajadores según los temas abordados. Universidad de Antioquia y Universidad Nacional de Colombia, 1888-1958.

Entre el grupo de investigaciones encontradas para el periodo 1888 a 1929 se pueden destacar: “Trastornos medulares de origen complexo” (Uribe 1892); “Los accidentes de trabajo y su relación con la medicina legal” (Bernal 1911) y cementerios, hospitales, manicomio, lazareto, plaza de mercado y epidemias y cirugía moderna. A comienzos del siglo pasado, igualmente, fueron las enfermedades parasitarias, el paludismo, la tuberculosis y la sífilis los temas más reiterados en las páginas de los Anales de la Academia de Medicina de Medellín. Entretanto, en las primeras décadas del siglo anterior se perciben también en la literatura médica aspectos relacionados con las geografías médicas y la medicina tropical (Cardona y Vásquez 2011), facetas de la medicina que se suman al higienismo y el pasterianismo. Sobre el horizonte médico a comienzos del siglo xx, se puede consultar, por ejemplo, el libro Ciudad, miasmas y microbios. La irrupción de la ciencia pasteriana en Antioquia (Márquez 2005).

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Número de investigaciones

55 42 26 11

Entre 1888 y 1829 Entre 1930 y 1940

Entre 1941 y 1950 Entre 1951 y 1957

Periodos de publicación

Figura 2. Periodos de publicación y número de investigaciones (artículos y tesis) relacionadas con la salud de los trabajadores, 1888-1958.

“Estudio médico-legal de la incapacidad en los accidentes de trabajo” (Calderón 1929). La investigación de Agapito Uribe Calad (1892) se puede considerar uno de los primeros esfuerzos de diagnóstico y prevención en el campo de la higiene industrial; la forma en que aborda el tema de las enfermedades de los mineros se destaca puesto que es posible observar en el discurso y en las acciones preventivas recomendadas el estilo propio de la higiene industrial. El caso de Benjamín Bernal es interesante porque su tesis se adelantó a la Ley 57 de 1915 sobre accidentes de trabajo, con una guía para la actividad pericial de los accidentes de trabajo. Dicho de otro modo, Bernal planteó la deontología del ejercicio pericial en caso de accidentes de trabajo. Finalmente, Joaquín Calderón Reyes, médico de la Oficina Central de Medicina Legal, se inclinó en su tesis por el análisis de los accidentes de trabajo. Esta es la investigación del periodo más directamente relacionada con el tema de la salud de los trabajadores colombianos y la medicina del trabajo. Varias afirmaciones de Calderón Reyes ayudan a entender el estado de las cosas en 1929: “Todavía no se han establecido leyes o principios perfectamente definidos para la evaluación de las incapacidades”, “no existe […] ninguna enseñanza oficial de esta rama de la Medicina Legal”, “El médico llevado a evaluar incapacidades obreras está totalmente desorientado” (Calderón 1929). Otro aspecto por el cual mostraron interés los médicos colombianos de las tres primeras décadas del siglo fue la alimentación de los obreros y la construcción de viviendas obreras o la higiene de los barrios obreros. Este interés es coherente con el higienismo que caracterizó la medicina colombiana de esa época. En la búsqueda del homo higienicus (Labisch 1985), la práctica y el discurso médico no separaron pobres de trabajadores. En el discurso médico, los trabajadores debían recibir los favores de la beneficencia privada o de la asistencia pública. Higiene social o medicina social concentraron sus esfuerzos en el combate de enfermedades como el alcoholismo, la tuberculosis y la sífilis. En este sentido,

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en 1914, el doctor Pablo García Medina aconsejaba a las autoridades organizar la lucha contra el alcoholismo, cuyas consecuencias “eran la vejez prematura, el desequilibrio del sistema nervioso y la decadencia intelectual y física de la raza” (García 1914, 175). Así mismo, según García Medina, “El hábito de las bebidas alcohólicas debilita los afectos de la familia, aniquila el hogar, hace olvidar los deberes sociales, hace aborrecer el trabajo, produce miseria, conduce al robo y a otros crímenes” (García 1914, 161). Por último, en esas investigaciones de comienzos del siglo xx se destaca el estudio de enfermedades emergentes en las regiones mineras. Ese aparente interés se mantiene a lo largo de la primera mitad del siglo xx, pues, si se observan los resultados (figura 1), se constata que por encima de otros temas los artículos sobre regiones mineras y silicosis ocupan un lugar preponderante: cerca del 45% de la muestra analizada. Pero hay que diferenciar el contexto en que surgen algunas de esas publicaciones de comienzos del siglo pasado. En algunos casos, por ejemplo el de Miguel María Calle (médico de la Empresa Minera El Zancudo), hay una clara relación entre la industria donde se desempeña y sus publicaciones. En otros casos parece haber una relación causal, es decir, la publicación se debe a la emergencia de una epidemia en alguna región minera, como fue el caso de los brotes de beriberi en las minas de Junín y la Hermosa (Tamayo 1889) o las de carate en Marmato (Ossa 1903). A diferencia de esas publicaciones de comienzos del siglo, en los años treinta mudaron las razones por las cuales los médicos se interesaban por la salud de los trabajadores. Se puede destacar, en primer lugar, la introducción en los años treinta de nuevas tecnologías de explotación minera y producción industrial (Gallo y Márquez 2011a, 38; Vergara 2005; Menéndez-Navarro 2008). Esas transformaciones técnicas, en Colombia y el mundo, acrecentaron en muchos casos los factores de riesgo y obligaron a un paulatino proceso de adaptación del trabajador a las nuevas formas de producción, lo cual a su vez significó la emergencia de ciertos tipos de enfermedades profesionales. Entre las enfermedades que emergieron o se acentuaron en la década de 1930 sobresale la silicosis, enfermedad que consiguió después del Congreso Internacional de Enfermedades Profesionales (Lyon 1929) y la Conferencia Internacional de la Silicosis (Johannesburgo 1930) tanta atención como la que tenían otras enfermedades epidémicas o infecciosas, y se convirtió en la enfermedad internacional por excelencia (Rosental 2008, 264; Gallo y Márquez 2011a)21. 21  Esta enfermedad pasó a ser mencionada reiteradamente en las siguientes convenciones de la Organización Internacional del Trabajo y finalmente fue incluida en la lista de las enfermedades profesionales en 1934 (C042-Convenio sobre las enfermedades profesionales). La lista incluyó en ese momento: intoxicación producida por plomo, intoxicación producida por mercurio, infección carbuncosa (incluidas desde el C018-Convenio sobre las enfermedades profesionales,

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En segundo lugar, se puede destacar las conferencias que la Organización Internacional del Trabajo (oit) celebró desde 1919. A través de estas se difundieron leyes sociales que favorecían la igualdad de las condiciones de competencia del mercado con el fin de reducir las fricciones entre capital y trabajo; por ejemplo, la creación en 1931 de la Comisión Internacional Permanente por la Medicina del Trabajo, que reemplazó a la Comisión internacional Permanente para el Estudio de las Enfermedades Profesionales. En tercer lugar, aunque es muy difícil ponderar el papel de los movimientos obreros en el campo de la salud en el estado actual de las investigaciones sobre medicina del trabajo en Colombia, no se puede desconocer que el sindicalismo coadyuvó en las reformas en el campo laboral y las leyes sociales de los años 1930. Las investigaciones realizadas por los médicos colombianos de ese periodo se ajustan claramente en ese horizonte de cambios internacionales, sociales y legislativos. De las 108 investigaciones rastreadas para el periodo, 23 están relacionadas con la seguridad social, 18 hablan de medicina del trabajo e higiene industrial y 37 analizan enfermedades profesionales o accidentes de trabajo. Estas últimas sin contar las investigaciones dedicadas exclusivamente a un sector de la industria, en las cuales a menudo se describen los riesgos característicos del sector. En efecto, tal parece que las transformaciones industriales y las convenciones de la oit incidieron para que en Colombia22, desde los años 1930, pasaran a ocupar un lugar significativo las investigaciones sobre las enfermedades profesionales y los accidentes de trabajo. En esas investigaciones los médicos colombianos analizaron enfermedades como la silicosis, describieron las endemias de 1925), silicosis, intoxicación por fósforo, intoxicación por arsénico, intoxicación por halógenos de los hidrocarburos grasos, trastornos patológicos debido al radio y los rayos X, epiteliomas primitivos de la piel. En 1934, los países miembros de la oit eran: África del Sur, Albania, Alemania, Argentina, Austria, Australia, Afganistán, Bélgica, Bolivia, Brasil, Imperio Británico, Bulgaria, Canadá, Checoslovaquia, Chile, China, Colombia, Cuba, Dinamarca, República de Santo Domingo, Ecuador, España, Estonia, Etiopía, Finlandia, Francia, Grecia, Guatemala, Haití, Honduras, Hungría, India, Estado Libre de Irlanda, Italia, Irán, Iraq, Japón, Letonia, Liberia, Lituania, Luxemburgo, México, Nicaragua, Noruega, Nueva Zelanda, Panamá, Paraguay, Países Bajos, Perú, Persia, Polonia, Portugal, República Dominicana, Rumania, Rusia, Salvador, Estado Servio, Croata y Esloveno, Siam, Suecia, Suiza, Tailandia, Turquía, Uruguay y Venezuela (oit 2011, 192). Pertenecer a este organismo internacional significaba, en gran medida, la ratificación de los convenios. En 1931, Colombia había ratificado 26 convenios. 22  Hay que destacar la forma diferenciada en que los países acogieron las ideas sobre las enfermedades profesionales. No se puede pensar en un conocimiento que se irradia directamente desde el centro a la periferia. Un ejemplo significativo de ese carácter diferencial se puede ver con respecto a la silicosis en los casos de Francia (Rosental 2008), Inglaterra (Bufton y Melling 2005; Melling 2010), Bélgica (Geerkens 2009), Estados Unidos, España (Menendez-Navarro 2008), Chile (Vergara 2005), Brasil (Almeida 2006), Japón (Thomann 2009), Australia y Commonwealth (James 1993) y Colombia (Gallo y Márquez 2011a; 2011b).

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los trabajadores de las haciendas cafeteras, las enfermedades de los trabajadores de las plantaciones de banano o los riesgos de accidentes y enfermedad en las industrias mineras, petroleras o en los trabajos de construcción de diferentes ferrocarriles. En estas investigaciones que comenzaron a aparecer con cierta regularidad en las publicaciones médicas se despliega una preocupación central, que es la de encuadrar y definir con fines legales las enfermedades profesionales y los accidentes de trabajo. Para José Miguel Restrepo (1942), las enfermedades profesionales pueden ser resultado de causas exógenas, causas endógenas o accidentes de trabajo. Las de origen exógeno son aquellas producidas por agentes inanimados, animados y condiciones atmosféricas. Los agentes inanimados por lo regular conllevan desequilibrio fisiológico, la acción sobre un grupo de células o la acción prolongada sobre los órganos “de la vida vegetativa” producen intoxicaciones, deformaciones, dermatosis y “pneumoconiosis”. Las enfermedades exógenas producidas por agentes animados son resultado de la acción de los organismos vivos “esparcidos en el ambiente de trabajo” como los microorganismos y los parásitos: “infecciones profesionales como carbón, el muermo, algunas forunculosis e higromas inflamados por infección secundaria”; también “la anquilostomiasis en Bélgica a los trabajadores de las minas, el paludismo para los mineros que visitan puertos en donde abunda la malaria […] la espiroquetosis ictero-hemorrágica que se presenta en los trabajadores de las alcantarillas” (Restrepo 1942, 180). Las enfermedades profesionales por causas endógenas son “todas las enfermedades del trabajo en general” (Restrepo 1942, 168) resultado del deterioro gradual y habitual del cuerpo del trabajador. La fatiga luego de la actividad celular y el reposo como periodo de reposición del protoplasma y la acumulación de energía son fenómenos inherentes a la sucesión vital de la célula (Restrepo 1942, 181). El esfuerzo, la “fatiga”, el “agobio celular” y la muerte son sucesiones biológicas “más y más graves del equilibrio vital”. El esfuerzo es la “acción voluntaria de la energía físico-química” para “vencer resistencias” o efectuar un trabajo. La fatiga, según el doctor José Miguel Restrepo, “[…] es un término muy vago con el que se indica el estado que recorre la célula entre el esfuerzo y el agobio o ajetreo; es como el guión que conecta la puesta en obra de la energía y el cansancio de la célula; tiene un origen muscular, nervioso o sensorial e intelectual” (Restrepo 1942, 181). Restrepo la divide en tres categorías asociadas al grado de “impregnación celular”. El primer grado son trastornos patológicos repentinos de carácter muscular, por lo general sin repercusiones generales. El segundo nivel lo constituyen las afecciones derivadas de la fatiga, localizadas inicialmente, que concluyen con la afección prolongada de un determinado sector celular. Es el caso del nistagmus y blefarospasmo de los mineros:

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[…] signos que traducen un estado de fatiga y de agobio localizado primeramente en las células de la retina, propagado luego a todo el aparato visual y en seguida a todo el sistema nervioso de los obreros que viven en los socavones [expuestos] a choques violentos y repetidos, a cambios bruscos de iluminación y de presión atmosférica que al fin tienen por consecuencia poner a los centros mesocefálicos coordinadores de los movimientos de los globos oculares en un estado de equilibrio inestable (Restrepo 1942, 185).

El tercer nivel de fatiga se denomina agobio o “surmenage”, y se refiere a la fatiga continuada sin pausas orgánicas o espacio para reparación física y, por ende, a una acumulación de “fatigas accesorias que contribuyen a completar el agotamiento orgánico, es decir, el ajetreo o agobio celular” (Restrepo 1942, 185); las secuelas comprenden un complejo y generalizado trastorno celular. Para el médico José Miguel Restrepo, la reducción del esfuerzo físico o la fatiga muscular debido al reemplazo por parte de máquinas contrasta con una excesiva fatiga nerviosa. Al respecto agrega: “La racionalización del trabajo en las fábricas de acuerdo con el sistema Taylor, si efectivamente contribuye al mayor rendimiento industrial, también es responsable de muchas perturbaciones [físicas y nerviosas]” (Restrepo 1942, 185). En la clasificación de José Miguel Restrepo, la tercera causa de enfermedad profesional es el accidente de trabajo. Según Restrepo, la Ley 57 de 1915 definió accidente de trabajo como “[…] un suceso imprevisto y repentino sobrevenido por causa y con ocasión del trabajo que produce en el organismo de quien ejecuta una labor por cuenta ajena, una lesión o perturbación funcional, permanente o pasajera, todo sin culpa del obrero” (Restrepo 1942, 196). Como recordaba Restrepo, desde 1915 se había legislado en materia de accidentes de trabajo pero, como se vio, eran pocas las investigaciones sobre el tema. Por el contrario, en la década de 1930 aparecieron columnas dentro de las revistas médicas dedicadas exclusivamente a conceptos médico-legales sobre los accidentes de trabajo. Al respecto, el médico Guillermo Soto afirmaba en 1941 que “la apreciación de la incapacidad es asunto a veces muy relativo […] muchas veces hay que dejarlo al simple juicio clínico, el cual[,] como juicio que es, tiene un carácter bastante personal y en todo caso no muy satisfactorio por cuanto a cuestiones legales se refiere” (Soto 1941, 71). El médico del trabajo y su antecesor el médico legal tenían el derecho de juzgar, según su arbitrio, la relación causal entre una enfermedad y el medio de trabajo. Para ejecutar esa labor debía conjugar la definición médico-legal de la enfermedad con las particularidades del individuo, de manera que la incertidumbre hacía parte del conocimiento de las enfermedades profesionales. Al juzgar el tipo de indemnización, el médico debía

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ir más allá del conocimiento científico y poner la ética del ejercicio profesional por encima de las presiones económicas y políticas. Las investigaciones sobre enfermedades profesionales y accidentes de trabajo constituyen los cimientos sobre los cuales se debía soportar la medicina del trabajo. No obstante, en 1937 el médico Emilio Morales reprochaba la ausencia en Colombia de toda estadística sobre las enfermedades y los accidentes de trabajo. Y tenía razón: lo poco que se había publicado sobre enfermedades profesionales o accidentes de trabajo era insignificante en el terreno práctico, aunque interesante desde el punto de vista histórico pues permite observar la emergencia de un nuevo campo del saber. Más que determinar con precisión las enfermedades de los trabajadores colombianos, esos primigenios aportes al conocimiento de las enfermedades sirvieron para delimitar las fronteras académicas de la medicina del trabajo, sus objetos de estudio. En 1942 el médico colombiano José Miguel Restrepo resumió las funciones del médico del trabajo: determinar la capacidad de trabajo de cada individuo según su constitución psico-fisiológica, conocer la naturaleza más o menos fatigante de las diferentes profesiones y determinar, “[…] si fuere posible[,] las causas de la fatiga, en cada individuo” (Restrepo 1942, 187). Si la medicina parece destacarse por su mirada de los fenómenos patológicos desde un punto de vista principalmente biológico, la medicina del trabajo apunta a la interdisciplinariedad al considerar el trabajador también desde la perspectiva de su actividad nerviosa. Esta orientación propició una alianza entre ingeniería y medicina para analizar la relación cuerpo/salud/trabajo. Dicho nexo entre ingeniería y medicina exigió de los médicos el conocimiento de la fisiología del trabajo, el estudio de la preparación y la simplificación del trabajo, las reglas prácticas de economías de movimientos, el estudio de los tiempos, los problemas de cronometraje, la apreciación de velocidad de trabajo, la fatiga individual e industrial. Este último tema ocupó un lugar central en las investigaciones sobre medicina del trabajo. En términos generales, significaba el conocimiento preciso del funcionamiento muscular, de las relaciones entre la capilaridad y la magnitud del esfuerzo, de la capacidad máxima muscular prolongada o del vaivén favorable y los movimientos pendulares mecánicamente más económicos en razón de la búsqueda de un rendimiento normal, la simplificación del trabajo y el ahorro de tiempo. Institucionalización de la medicina del trabajo en Colombia Si en el campo médico las décadas de 1930 y 1940 parecen haber sido decisivas en la configuración de la medicina del trabajo en Colombia, en el terreno legislativo dichas décadas no fueron menos importantes. En la historia de Colombia, la década de 1920 se caracterizó por el debate político sobre las reformas laborales

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concernientes al tiempo de trabajo, al alza en los salarios y al derecho de asociación de los trabajadores; mientras que durante la década de 1930 se discuten sobre todo los diversos problemas y causas de la vulnerabilidad social (hambre, enfermedades profesionales, hábitat, condiciones de trabajo, deterioro del cuerpo por el trabajo, salud del entorno familiar) y se plantea claramente el derecho de los proletarios a la salud (Hernández 2002, 107). En ese sentido, las reformas laborales cercanas a los años 1940 abrieron un espacio político para la salud de los trabajadores y permitieron que estos, a su vez, exigieran el cumplimiento de los derechos adquiridos. La aplicación de las leyes, de hecho, dependía en gran parte de la capacidad legitimadora de los sindicatos en los ámbitos regional, local y sectorial (ferrocarriles, navegación, bananeras, etc.). Este aspecto fue destacado por Ernesto Herrnstadt (1943) en su artículo “The Problem of Social Security in Colombia”, publicado en la revista de la oit. Según Herrnstadt, los sindicatos “han tenido y todavía tienen una sustancial influencia en el establecimiento de la seguridad social por medio de los contratos colectivos de trabajo” (1943, 429). Es decir, los avances y, especialmente, el cumplimiento de las normas dependían de este tipo de pactos realizados entre sindicatos y empleadores. Ahora bien: en este contexto de reformas sociales, ¿cuáles eran las instituciones estatales encargadas de vigilar y estudiar los asuntos relacionados con la salud de los trabajadores? Hasta 1946 no existía más que un conjunto desarticulado de organismos estatales adjuntos al Ministerio del Trabajo cuya función era vigilar el cumplimiento de algunas resoluciones sobre higiene y salud más que investigar los riesgos para la salud de la industria. Entre las instituciones de ese tipo se destacaba la Oficina General del Trabajo23. Creada en 1924 para mediar los conflictos de trabajo, era la entidad encargada de los asuntos de legislación laboral y los problemas de salud de los trabajadores. Dicha oficina perteneció en sus inicios al Ministerio de Industrias, luego al Ministerio de Industrias y Trabajo, y finalmente pasó al Ministerio de Trabajo, Higiene y Previsión Social creado mediante la Ley 96 del 6 de agosto de 1938 para reemplazar el Departamento Nacional de Higiene (Quevedo et al. 2004, 267-268; Gutiérrez 2010, 85). 23  Según la Ley 83 de 1923, la Oficina General del Trabajo tenía como función “El estudio de todas las cuestiones que se relacionan con los conflictos que puedan presentarse entre los trabajadores y los capitalistas, por razón del salario, de los seguros individuales y colectivos; de las habitaciones para obreros; de la aplicación de las leyes sobre higiene y salubridad en las fábricas y empresas industriales y mercantiles; de los accidentes del trabajo; del trabajo de las mujeres y de los niños; de la educación cívica de las clases proletarias; de los jornales mínimos; de la instrucción técnica; de la lucha contra la vagancia, el alcoholismo, la sífilis, la tuberculosis y demás enfermedades que amenazan principalmente al proletariado”: José Ramón Lanao Tovar. 1937. “Origen, desarrollo y funciones del Departamento del Trabajo”. Conferencia radiodifundida el 12 de noviembre de 1935, Boletín del Departamento Nacional del Trabajo, nos 72-77, pp. 4-8.

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El Decreto 2392 de 1938 incluyó dentro del Ministerio de Trabajo, Higiene y Previsión Social el Departamento Nacional del Trabajo. Este organismo estaba conformado por la Sección de Supervigilancia Sindical, la Sección de Inspección e Investigación General y la Sección de Asesoría Jurídico-Técnica (República de Colombia 1938, 33). A su vez, la Sección de Inspección e Investigación General estaba conformada por varios inspectores nacionales del Trabajo, inspectores seccionales, auxiliares y subinspectores en los distritos, generalmente aquellos de cierta relevancia económica. Entre sus funciones se destacaba: vigilar el cumplimiento de las leyes de trabajo, intervenir en los conflictos de trabajo, intervenir en la clasificación y valuación de las incapacidades, estudiar y conceptuar sobre los reglamentos de trabajo. En un sentido amplio, dicha sección debía Promover, fomentar y realizar investigaciones y estudios sobre las actividades del trabajo en todas sus clases, sobre las condiciones de habitación, alimentación, vestuario, educación, etc., de las familias de empleados, obreros y campesinos; sobre los salarios en relación con el costo de vida, sobre situación económica de las industrias y la influencia de los salarios en los costos de producción; sobre los métodos de arrendamiento de tierras y los de trabajo a contrato, destajo, tarea o métodos similares, y en general sobre todos los aspectos del trabajo necesarios para apreciar la situación económica de los trabajadores en las distintas industrias y regiones del país, y las demás investigaciones que puedan servir de fundamento para la elaboración de leyes, decretos o reglamentos de carácter social (República de Colombia 1938, 35).

Entre las funciones del Departamento Nacional del Trabajo no se aprecia con claridad el papel que podían desempeñar los médicos. De hecho, en 1943, Francisco Posada Zárate, jefe del Departamento Nacional del Trabajo, resumió el sentido de la oficina a su cargo en velar porque las leyes sociales tengan la adecuada función protectora de los grupos económicamente débiles e intervenir para la armonización de las relaciones entre el capital y el trabajo (República de Colombia 1943-1944, 5). Una vez se crearon el Ministerio de Higiene y el Ministerio del Trabajo, con la Ley 27 de 1946, se separaron la higiene y la asistencia pública de lo laboral y la seguridad social. De ese modo, el Departamento Nacional del Trabajo se transformó en un ministerio independiente que en la administración del presidente Mariano Ospina Pérez adquirió un carácter tecnocrático y planificador en cuyo horizonte estaba la promoción del desarrollo científico del trabajo. De ese modo, como mostró el sociólogo Alberto Mayor Mora, las ideas racionalizadoras difundidas desde 1912 por la Escuela Nacional de Minas se insertaron en la dinámica del Estado colombiano (Mayor Mora 1997, 470).

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En ese contexto tecnoburocrático se creó en 1948 la División de Medicina del Trabajo dentro de la Oficina Nacional de Medicina e Higiene Industrial adscrita al Ministerio del Trabajo (Sarmiento 1962, 19). Como afirma Guillermo Sarmiento López, hasta 1946 la única autoridad en medicina del trabajo era el inspector médico del trabajo con residencia en Bogotá. Luego, dentro de la Sección de Medicina e Higiene Industriales adscrita al Ministerio del Trabajo se crearon seccionales en Cali, Medellín, Cartagena, Barranquilla y Barrancabermeja. La función principal de la División de Medicina del Trabajo creada en 1948 era “el estudio de los aspectos médico-legales del trabajo”. Con ayuda del Servicio Cooperativo Interamericano de Salud Pública se creó también por esta época la Sección de Higiene Industrial, “encargada de investigar las condiciones ambientales en que se desarrollan muchas actividades y de tomar las medidas tendientes a corregirlas, en colaboración con la División de Medicina del Trabajo” (Sarmiento 1962, 19). En 1948 el proceso paulatino de configuración académica de la medicina del trabajo encontró espacio institucional, aspecto que en el largo plazo incidió para que aumentara el interés de los médicos por el tema. De ese modo perdió cierta vigencia la queja que se puede resumir con las palabras del médico Carlos E. Putnam Tanco: “En Colombia, salvo muy escasas y honrosísimas excepciones, la Medicina del Trabajo se desconoce no solamente [por los] profanos sino también por la mayoría de los profesionales” (1937, 30). Conclusiones A mediados del siglo xx John J. Bloomfield, consultor del Instituto de Asuntos Interamericanos, observaba los programas de salud pública del mundo y los obstáculos que la debilidad de esta ocasionaba a la industria: Miles de trabajadores industriales viven donde las condiciones sanitarias son inadecuadas o no existen y donde el agua que se bebe está contaminada. Viven expuestos a la tuberculosis y [a] otras enfermedades contagiosas. Tienen muy poca o ninguna instrucción, ninguna noción de higiene, jamás han sido inmunizados, y se alimentan de comidas pobres en proteínas y vitaminas. Un obrero enfermo representa una gran pérdida a la industria, sea que su enfermedad fuera una tifoidea o un envenenamiento por benzol contraído en el trabajo (Bloomfield 1960, 150).

El consultor norteamericano notaba en el rezago de la salud pública frente a la medicina curativa una carga para las empresas. El problema estaba reflejado en la mayor mortalidad de menores de veinte años, cuya proporción estimada

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era la mitad de la totalidad de la población en América Latina. El desequilibrio ocasionado por una expectativa de vida más corta conducía “a una tasa más elevada de dependencia y por tanto [a] un potencial bajo de producción” (Bloomfield 1960, 151). El peso de esta improductividad sobre las economías latinoamericanas era equivalente al 15% del producto interno en doce países de la región (Bloomfield 1960, 152). Ante el problema planteado, la solución propuesta fue mejorar las condiciones médicas generales y en especial la salud industrial. Bloomfield evoca el caso de una industria minera norteamericana que en 1919, “antes de que hubiera muchas leyes que ampararan la higiene industrial y [la] seguridad en los Estados Unidos”, optó por mejorar las condiciones de vida y trabajo “de modo que un hombre pudiera cuidar debidamente de su familia”. Las medidas adoptadas incluyeron mejoras a las viviendas de los obreros, leche a bajo costo o gratuita para reducir la desnutrición infantil del 80% y tiendas o economatos. Para la seguridad y el control de los trabajadores se propusieron exámenes médicos antes de iniciar los trabajos y periódicos para los trabajadores de la fundición en contacto continuo con el plomo. Las acciones se reflejaron en la reducción de la deserción durante la siguiente década: del 250% pasó al 3% y el 3,4% en 1938; la disminución de los accidentes de trabajo pasó del 0,90 al 0,25 por cada 1000 turnos trabajados; y el paulatino descenso de los afectados por silicosis por la ostensible reducción de 40 millones de partículas a 10 millones con la implementación de la perforación húmeda. Las recomendaciones de Bloomfield son interesantes porque insinúan dos tipos de intervenciones: por un lado, acciones estatales para cuidar la salud de los potenciales trabajadores; por otro lado, sugiere acciones de responsabilidad empresarial con el cuidado de la salud de los trabajadores; en ese caso se pueden percibir elementos de la economía industrial. En la historia de Colombia, entre 1912 y 1948 hubo avances importantes en ese campo de la economía industrial. Del mismo modo, durante este periodo el cuidado de la salud de los trabajadores fue objeto de análisis por parte de los médicos colombianos. Y en el terreno legislativo, varias reformas sociales introdujeron derechos antes impensables para los trabajadores, quienes, a su vez, se movilizaron para pactar con los empresarios el cumplimiento de ellos. Difícilmente se puede decir cuál de esos aspectos fue más decisivo. Sin embargo, los elementos analizados en este capítulo sugieren que en los cambios producidos en este periodo influyó el reconocimiento técnico, económico y social de la salud del trabajador por parte de los industriales. En sentido estricto, no fue un acto de paternalismo industrial, pues, como anotaba Alejandro López (1928/2011, 19), “esta nueva orientación del trabajo no obedece a fines filantrópicos ni a presiones políticas del socialismo”. Si la situación de los trabajadores se transformó paulatinamente para reducir los accidentes, enfermedades y velocidad de

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deterioro, fue porque la racionalización del trabajo se impuso con la reducción de la incertidumbre productiva y la estimación precisa de los costos y beneficios probables del mejoramiento preventivo de la salud. En otras palabras, el “factor humano” comenzó a formar parte del cálculo racional de la producción.

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11 Cultura higiénica, corsés, discursos médicos y seducción femenina en la historia de la tuberculosis. Buenos Aires, 1870-1950 Diego Armus La tuberculosis puede ser abordada como una suerte de espejo de algunos aspectos constitutivos de la Buenos Aires moderna entre 1870 y 1950. En ella aparecen, entonces, las tensiones entre la ciudad imaginada y la ciudad que estaba constituyéndose, las rutinas laborales vinculadas a una limitada industrialización, el veloz crecimiento demográfico y sus consecuencias en el problema de la vivienda, los equipamientos urbanos y las condiciones materiales de vida de la gente, el proceso de progresiva ampliación de contenidos y beneficios de la ciudadanía social, las preocupaciones por las condiciones de reproducción de la fuerza de trabajo, los esfuerzos por construir la “raza nacional”. Y también, y en el marco de una vida en la ciudad cada vez más medicalizada, los temores al contagio, la entrada del Estado en la esfera personal, los empeños de atención, regulación y moralización de las masas urbanas, la sociabilidad, el sexo, los hábitos cotidianos, la vida familiar. Esta omnipresencia de la tuberculosis, difusa y a la vez imposible de ignorar, sirvió para intentar entender cómo la gente convivía con la enfermedad, nutrir a una subcultura saturada de variadas asociaciones y metáforas, y articular las preocupaciones e iniciativas políticas alentadas por la higiene social primero y la salud pública más tarde1.

1  Sobre la historia sociocultural de la tuberculosis en Buenos Aires, véase Diego Armus (2007). También la versión en inglés, algo distinta: Armus (2011).

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Esta subcultura puso en evidencia el hecho de que la tuberculosis era una enfermedad cargada de significados que excedía lo meramente patológico. Durante todo el siglo xix y seguramente mucho antes también la tisis había sido parte de la historia de Buenos Aires. Pero fue en el último tercio del siglo xix, en particular con el despegue de la bacteriología moderna y la identificación del bacilo de Koch, cuando la tisis devino no solo en tuberculosis sino también en una subcultura, vigente hasta la llegada de una cura eficaz con los antibióticos, a finales de los años cuarenta y comienzos de los cincuenta. Así, entre 1870 y 1950, además de enfermar y matar, la tuberculosis fue noticia recurrente en diarios y revistas, un recurso metafórico usado en la literatura y la política al momento de hacer referencia a muchos temas que holgadamente excedían lo biomédico, un tópico en las letras de tango y en el ensayo sociológico, una preocupación de médicos y especialistas en salud pública, una estigmatizante experiencia para los que se habían contagiado la enfermedad y un motivo de temor —a veces cercano al pánico— para quienes creían que podían contagiarse. Durante el último tercio del siglo xix y hasta la década de 1950, las tendencias de la mortalidad tuberculosa pulmonar en Buenos Aires —de todas las tuberculosis posibles la más relevante en valores absolutos y la más cargada de significaciones sociales y culturales— son claras. En general, y más allá de los reparos que pueda generar la información estadística, se trata de una curva parecida a la de muchas ciudades europeas o americanas de tamaño similar. Entre 1878 y 1889 el índice de mortalidad oscila entre 300 y 230 por 100.000 habitantes; le siguen unos años de descenso y desde comienzos de la última década del siglo xix y hasta 1907 una suerte de meseta con índices inferiores a 200 pero siempre por arriba de 180. Entre 1908 y 1912 se registra un moderado descenso y a partir de 1912 la curva inicia un ciclo ascendente que culmina en 1918 con un índice de casi 250 por 100.000 habitantes. De 1919 a 1932 el índice de la mortalidad se mantiene estacionario, con una muy tímida tendencia decreciente que nunca logra ponerse por debajo de 170; a partir de 1933 inicia un sostenido descenso, paulatino hasta mediados de la década de los cuarenta y bien acelerado a partir de 1947. En 1953 el índice de mortalidad tuberculosa era del 29 por 100.000 habitantes. Comparada con la evolución de la mortalidad general, la de la tuberculosis describe un ritmo de descenso menos pronunciado hasta 1930 y más acelerado durante las décadas del treinta y el cuarenta. En el último tercio del siglo xix estaba de algún modo opacada por el dominante peso de la mortalidad causada por las enfermedades infectocontagiosas. Hacia comienzos del siglo xx el relativo control de la mortalidad infectocontagiosa ya se ha concretado y en 1928 la tuberculosis figuraba como segunda causa de muerte. Dos décadas más tarde, la tuberculosis estaba en el quinto puesto como causa de muerte, por detrás de las enfermedades cardiovasculares, el cáncer, las enfermedades cerebrovasculares y otras afecciones del aparato respiratorio. A todo lo largo del

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período los hombres se murieron de tuberculosis en mayor proporción que las mujeres. Desde fines de los años veinte la mortalidad de ambos sexos registró una tendencia descendente, más marcada entre las mujeres: en 1928 por cada 100 hombres que morían de tuberculosis lo hacían 72,9 mujeres, mientras que en 1947, sólo 63,3. Los más afectados han sido siempre los individuos entre los 20 y 29 años de edad, aunque su peso relativo tendió a disminuir al tiempo con el descenso de la mortalidad tuberculosa general y su consecuente desplazamiento a edades más avanzadas. Explicar los avatares estadísticos de la mortalidad tuberculosa no es sencillo. Numerosas narrativas —apenas esbozadas en el último tercio del siglo xix y comienzos del xx y en franco desarrollo a partir de los años veinte y treinta— se propusieron establecer el rol y la relevancia de lo que se dio en llamar “los factores biológicos” y “los factores socioambientales” en la morbilidad y la mortalidad tuberculosas. Miradas con la ventaja que da el tiempo, algunas de estas narrativas lucen arbitrarias y hasta delirantes; otras, razonables; otras, por fin, apenas tentativas y exploratorias. Todas, de un modo u otro, son parte de un largo período marcado por una inocultable incertidumbre biomédica. Esta falta de certezas terminó colocando a la tuberculosis en una trama de problemas que excede lo específicamente biomédico. No debe sorprender entonces que cuando se hablaba de la tuberculosis, entre 1870 y 1950, fuera frecuente que también se estuviera hablando de cuestiones no necesaria o estrictamente médicas. Las metáforas, asociaciones y variadas percepciones de la enfermedad, su reconocimiento como problema público, la medicalización del mundo urbano, la aceptación por parte de la mayoría de la sociedad de un nuevo código higiénico para la vida diaria, la estigmatización del enfermo y también su limitado pero indudable protagonismo son evidencias de la densa trama que a lo largo de ocho décadas han estado tejiendo la tuberculosis, la sociedad y la cultura. Durante gran parte del siglo xix, la tuberculosis fue una enfermedad signada por el misterio y poco, o nada, se sabía sobre su origen y sus víctimas. En los círculos médicos y científicos aparecía como un mal asociado a una infinidad de causas. Con la paulatina y al final exitosa irrupción de la bacteriología moderna en la década de 1880, parte de ese halo de misterio empezó a develarse. Sin embargo, la impotencia frente a los nuevos desafíos —no solo explicar el contagio y la predisposición al contagio sino también buscar una cura efectiva— hizo redoblar, como nunca antes, una incesante serie de esfuerzos explicativos que iban de las interpretaciones basadas en las tesis hereditarias a otras especialmente atentas a las dimensiones psicosomáticas o sociales. Con ellas proliferaron asociaciones y metáforas, algunas de presencia efímera y otras de notable perdurabilidad en el tiempo, que dieron sustancia a una suerte de “subcultura de la tuberculosis” que no siempre fue la misma en todos lados.

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Por distintas vías, de las letras de tango al cine y el ensayo sociológico, en Buenos Aires hubo una recurrente feminización de la tuberculosis. Esta imagen de la tuberculosis, en femenino, compagina mal con la realidad de una enfermedad que tanto hombres como mujeres podían —o temían— contraer. Más aún, y como ya se indicó, entre 1880 y 1950 los hombres se murieron de tuberculosis en mayor proporción que las mujeres y si desde fines de los años veinte la mortalidad de ambos sexos registró una tendencia descendente, la de las mujeres fue más marcada. Sin embargo, en muchas de las narrativas que circularon en Buenos Aires la tuberculosis tuvo cara de mujer. En las letras de tango, la poesía, el teatro y el cine de las primeras décadas del siglo xx la feminización de la tuberculosis reconoció tres tipos de mujeres enfermas. Allí están, en primer lugar, la tísica o tuberculosa enferma por la pasión, un registro que con el despuntar del siglo xx y en particular a partir de la década del veinte quedó asociado a la neurastenia y, por ese camino, se psicologizó. Luego, la mujer trabajadora que se enferma como consecuencia de las largas jornadas laborales, del sobretrabajo y la explotación. Por último, las muchachas de barrio —las así llamadas “costureritas que dieron el mal paso” y las “milonguitas”— que atraídas por la noche del centro fatigan la prostitución e, inevitablemente, terminan tuberculosas2. En Buenos Aires la feminización de las narrativas sobre la tuberculosis reconoce en el corsé un objeto y tópico relevante en el discurso de médicos empeñados en modelar hábitos y comportamientos cotidianos que evitarían el contagio de la enfermedad. Es cierto, con los corsés no hubo la obstinada, casi obsesiva, prédica médica que fácilmente se encuentra con el tema del esputo o el aire viciado como cuestiones vinculadas al contagio de la tuberculosis. Sin embargo, el tema está presente en tesis doctorales, manuales de economía doméstica y artículos publicados en revistas médico-profesionales. Más interesante aún, el tema también aparece en un registro diferente del médico no solo en las revistas femeninas y en las revistas de deportes sino también en la publicidad inserta en los medios impresos de divulgación. En ese cruce de narrativas respecto del uso del corsé —enfocadas en la moda, la feminidad, la moralidad, la sexualidad, la disciplina y normalización de costumbres—, la de los médicos parece haber tenido una influencia muy limitada. Se trata de un ejemplo que revela algo bastante obvio pero que vale pena remarcar con énfasis en tiempos en que el giro lingüístico ha impregnado a las humanidades y las ciencias sociales y, como no podía ser de otro modo, a las historias del cuerpo: la disciplina y la normalización de las costumbres son temas complejos que deben estudiarse no solo tomando en cuenta los discursos en toda su diversidad, ambigüedad y 2  Discuto en detalle estos tres tipos de mujeres enfermas en Armus (2003) y también en el capítulo tercero de Armus (2007) y el capítulo octavo de Armus (2011).

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especificidad geográfica y temporal —de los hegemónicos a los marginales—, sino también en su real impacto en la vida cotidiana de la gente. La obsesión del contagio y la cultura de la higiene El tema del contagio de la tuberculosis articuló no solo un discurso preventivo y prescriptivo de normas cotidianas en la ciudad sino también una apuesta al futuro que postulaba que si se actuaba como correspondía la enfermedad era evitable. A mediados de la década de los treinta La Doble Cruz, una revista de divulgación publicada por la Liga Argentina contra la Tuberculosis, se refería al programa de lucha antituberculosa como “un meticuloso esfuerzo” por forjar “una conciencia popular que lleve a todas las clases de la sociedad, empezando por las más ilustradas pero siguiendo por las menos instruidas y aún por las populares, a tener una idea exacta de la manera como la tuberculosis se origina y cómo es posible evitarla parcial o totalmente” (La Doble Cruz 1938, ii, 17, 2). A todos debía llegar el mensaje porque todos, en mayor o menor medida, eran posibles blancos de la enfermedad. Así, la prédica antituberculosa se sumaba a esos imprecisos pero perdurables discursos que enfatizaban en la responsabilidad individual y tendían a facilitar la progresiva generalización y aceptación por toda la sociedad de los modernos ideales de la higiene. Esto ocurrió por muy diversas vías, de la apelación racional al aprendizaje social, y de la coerción a la imitación y la propaganda. Al final los hábitos de la gente común fueron moldeándose al calor de discursos defensivos en materia de higiene —prohibiciones y castigos—, informativos —enfáticos en instruir— y educativos, destinados a desarrollar conductas higiénicas donde los valores de la salud terminaban mezclándose con los de un cierto ideal de belleza y de modernidad. Muchas de esas prácticas higiénicas —no todas— terminaron siendo interiorizadas por la gente común y no necesariamente, o no exclusivamente, como resultado de una suerte de resignada aceptación de las iniciativas disciplinarias del Estado moderno, sino como una evidencia de las ventajas y mejoras que podían lograr en sus condiciones materiales de existencia. Así, entre 1870 y 1940 la higiene se fue perfilando a la manera de una obligación para todo el que se pretendía parte integrante de la sociedad y el mundo moderno y, también, de un nuevo derecho al que aspiraban más y más sectores. Aparecía como un conjunto de postulados que permitía articular en clave técnica preocupaciones políticas de diverso cuño doctrinario. En el mediano plazo devino en un valor celebrado tanto por las élites como por los sectores populares, independientemente de sus definiciones político-ideológicas. Más allá del significado que cada individuo o grupo social pudo haberle dado, la higiene personal y la colectiva se constituyeron en prácticas civilizatorias y de socialización.

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En 1868, y mientras inauguraba las obras de agua potable en Buenos Aires, Domingo Faustino Sarmiento, probablemente uno de los intelectuales y políticos argentinos más influyentes en la segunda mitad del siglo xix, advertía que “las gentes educadas se prodigan a sí mismas las abluciones indispensables a la conservación de la salud; el pueblo, ignorante y provisto de agua abundante[,] perseverará en sus hábitos de desaseo e intemperancia si su estado moral e intelectual no se mejora. [El agua potable es] necesaria y excelente; pero si no damos educación al pueblo, abundante y sana, a manos llenas, la guerra civil devorará al estado[,] y el cólera[,] a la población” (Revista Médico Quirúrgica 5 1868, 199). En verdad, Sarmiento fue uno de los tantos tempranos entusiastas de las virtudes de la educación cuando se trataba de difundir entre la gente común las novedades de los modos higiénicos modernos. A todo lo largo del último tercio del siglo xix y las primeras décadas del xx otras voces, con más o menos sofisticación, y desde muy variadas impostaciones ideológicas y políticas, enriquecieron ese discurso especialmente atento al mejoramiento y fortalecimiento de los cuerpos y la renovación de las costumbres cotidianas. En 1899, por ejemplo, un folleto titulado La Medicina y el Proletariado, escrito por un médico anarquista, criticaba de manera despiadada al sistema capitalista pero no dudaba en pregonar las ventajas y necesidad de la higiene personal (Arana 1899). En 1911, el gobierno municipal distribuía en forma gratuita y en lugares estratégicamente elegidos miles de folletos con instrucciones en siete idiomas sobre cómo criar a los niños conforme al moderno código higiénico (Municipalidad de Buenos Aires 1913, 150). Hacia fines de la década de 1920 La Semana Médica postulaba que los factores claves de la lucha contra la tuberculosis eran no solo el mejoramiento del nivel de vida —en particular la nutrición, la vivienda y el aumento de los salarios— sino también “la cultura, la educación popular y la enseñanza popular de la higiene” (La Semana Médica 10-111928, 374). En 1935 tanto católicos sociales como socialistas aleccionaban a los pobres sobre el uso higiénico de la vivienda y la necesidad de inculcar esos hábitos a todos, madres, padres e hijos (La Habitación Popular, marzo 1935, 4). Y en 1943 una revista financiada por los dueños de una de las más importantes fábricas textiles de Buenos Aires ofrecía a sus lectores mujeres una sección permanente dedicada a la higiene personal cuyos contenidos eran similares a los de la columna dedicada a la mujer en el periódico cgt, publicado por la Confederación General del Trabajo (Revista Grafa 1943-1944; cgt 1942-1944). Estos ejemplos hablan de un discurso —el del hombre y la cultura higiénicas— que buscaba responder a las nuevas urgencias traídas por la urbanización y la incipiente industrialización. En ese contexto el valor de la higiene era presentado, al igual que la ciencia o la educación, como un valor universal colocado por encima de las diferencias sociales y definitivamente asociado a la propagación de la instrucción como instrumento de cambio en las costumbres. Así, y más

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allá de sus contenidos disciplinantes, la higiene apuntaba a proveer una cierta respetabilidad que, se asumía, facilitaba la integración y el reconocimiento social. Debe alineársele junto a una ristra de esfuerzos normativo-edificantes que descubren zonas donde el consenso parece haber jugado en el mediano plazo un papel más efectivo que las pugnas ideológicas y políticas. Esta cultura del hombre higiénico —hubo sin duda otras, menos modernas y anteriores en el tiempo pero distintas de la que se discute en estas notas— comenzó a emerger en el último tercio del siglo xix, al calor de las preocupaciones por la mortalidad y morbilidad producidas por las enfermedades infecciosas primero y, más tarde, por los así llamados “males sociales”: la tuberculosis, la sífilis y el alcoholismo. En el entresiglo ya era parte y resultado de un esfuerzo empeñado en cruzar la medicina con las ciencias sociales y la política, produciendo lo que se llamó “higiene social”, un corpus sobre el cual, más tarde, entre los años veinte y cuarenta, se desarrollaría la salud pública. Ese esfuerzo, motorizado en gran medida por sectores profesionales y políticos fuertemente marcados por el positivismo —entre los que se debe incluir a muchos de los que se proponían hablar en nombre de los trabajadores—, conjugaba una variedad de estrategias y razones. Dos fueron particularmente relevantes. Por una parte, ofrecer a la élite un entorno urbano seguro y controlable desde el punto de vista epidémico. Por otra, alejar a vastos sectores de la sociedad del peligro del contagio en su sentido más amplio y, como resultado de esa operación, incluirlos en el mundo social moderno como trabajadores respetables y eficientes. El discurso de la cultura y el hombre higiénicos fue alentado por educadores, médicos, políticos y burócratas. Aún más que la educación, fue un asunto que invitaba al consenso y definía un terreno donde lo que decían liberales, socialistas, radicales, católicos, conservadores activos en la reforma social, incluso algunos anarquistas, encontraba notables coincidencias y superposiciones. Esta suerte de catecismo higiénico, se suponía, debía ofrecer una herramienta para incorporarse a la vida de la ciudad moderna. Demás está decirlo, no fue una peculiaridad argentina y con más o menos similitudes también estuvo presente en la llegada de la modernidad y en la lucha contra la tuberculosis desplegada en muchos otros lugares, de Europa al Japón y de las Américas a Egipto. Entre fines del siglo xix y la primera mitad del xx la idea de la necesidad de preservar la higiene colectiva y la individual no hizo más que ganar en sofisticación. El despegue de la bacteriología moderna fue decisivo en su definitiva aceptación pero acarreó nuevos desafíos que, a su vez, demandaron del hombre común nuevos esfuerzos de comprensión. En el entresiglo, el catálogo de conductas higiénicas reclamaba no solo estar libres de microbios, gérmenes y bacterias sino también creer, aun cuando no se les pudiera ver, que esos agentes eran la materialización misma de la enfermedad. A un enemigo conocido, por lo general asociado a la suciedad superficial, se había sumado otro invisible. En

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relativamente poco tiempo el código higiénico penetró infinidad de esferas de la vida social e individual: en el mundo del hospital, donde la higiene suponía asepsia; en el mundo hogareño, donde la higiene se asociaba a la limpieza y ventilación de la vivienda; en el mundo laboral, donde daba cuenta fundamentalmente del ambiente de la fábrica y el taller y en menor medida del sobretrabajo; en la calle, donde destacaba los riesgos del contacto de modo indiscriminado con otra gente o residuos. Y también en la esfera individual, donde no solo los rituales del aseo sino los de las vacunaciones estaban destinados a aumentar los niveles de inmunidad. La higiene fue tejiendo progresivamente una trama de valores que, al exceder lo referido específicamente al combate de la enfermedad, terminó impregnándose no solo de una cierta moral y respetabilidad sino también de fenómenos psicosociales marcados por la autoaprobación, la responsabilidad individual, la autodisciplina, el narcisismo, las ideas de saber gozar de la vida, el consumo de novedades simbólicas o materiales supuestamente portadoras de salud. Para quienes estaban envueltos en las urgencias de la lucha antituberculosa la persistencia de hábitos y creencias fueron todo un desafío. Después de décadas de empeños en ese sentido, los Archivos Argentinos de Tisiología señalaban la necesidad de “imponer, por ley, reglas y prácticas preventivas, supresión o alteración de hábitos, costumbres y tradiciones que —nadie ha de negarlo— no pueden hacerse sin rozamientos con conceptos o modos que el pueblo tiene sólidamente arraigados” (Archivos Argentinos de Tisiología 1947, xxiii, abril-junio, 169). Fue en el marco de estos esfuerzos como en 1936 un higienista definió los dos objetivos de la lucha contra la tuberculosis: “Evitar a toda costa el contagio de los enfermos a los sanos y poner a todos los organismos en condiciones tales de vigor y resistencia que, aunque el microbio infectante los ataque, no pueda producir la enfermedad” (La Doble Cruz 1936, i, 1, 9). Este discurso de lucha contra el contagio ya se anunciaba en la década de 1880, una vez que la bacteriología moderna confirmó el carácter contagioso y no hereditario de la enfermedad y centró su atención en la destrucción del bacilo. A partir de ese momento las preguntas recurrentes fueron qué hacer con el tuberculoso, cómo regular su presencia en el núcleo familiar y en la sociedad, cómo estimar los riesgos potenciales que acompañaban su libre circulación por la ciudad. Hacia finales del siglo xix el aislamiento del enfermo, compulsivo o voluntario, fue una indicación médica habitual; se trataba de separar al tuberculoso, no mezclarlo con los sanos ni con otros enfermos infectocontagiosos. Más tarde, y mientras se renovaban los discursos y las soluciones ofrecidas para lidiar con la enfermedad, la tisiología fue reconociendo la existencia de un contagio benigno y casi inevitable: “Pasible de contraérselo en todas partes, en calles, plazas, tranvías, locales de reunión, este contagio es escaso, atenuado, poco o nada peligroso para los que tienen un organismo sano y resistente; es un contagio

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lento, gradual, débil, que funciona como una suerte de vacunación inconsciente y preserva de la enfermedad propiamente dicha” (La Doble Cruz 1936, i, 1, 11). La casi inevitabilidad de este contagio benigno apenas logró contrarrestar el perdurable discurso del temor que rodeaba a la tuberculosis. Esta historia de continuidades registra, sin embargo, cambios de énfasis. En el último tercio del siglo xix la tuberculosis era vista como un peligro epidémico más, como una de las tantas enfermedades infectocontagiosas que debían ser controladas con los recursos del saneamiento de la ciudad. Con el tiempo el discurso de la higiene fue tornándose más complejo. Si bien siguieron presentes las preocupaciones por el desorden, la degeneración, la inestabilidad en el cuerpo social y un cierto tono alarmista alimentado por una historia reciente de cíclicos azotes epidémicos, fue emergiendo una visión mucho más optimista del futuro. Gestado al calor de los benéficos resultados traídos por la expansión de la red de agua potable y el sistema de cloacas, este discurso insistió en la necesidad de fortalecer los cuerpos y forjar la “raza nacional”. Se siguió hablando de las enfermedades —en especial de la tuberculosis y la sífilis, puesto que las demás infectocontagiosas comenzaron a ser un dato del pasado— pero la novedad vino con un persistente esfuerzo por enfocarse en la salud, no solo en su preservación sino también en su mejoramiento. La idea de la salud se recortó, así, como una abarcadora metáfora que terminó dejando marcas en situaciones bien diversas, de la educación física y el tiempo libre a la moral matrimonial, de la crianza de los niños a la sexualidad, de la alimentación a la vestimenta, de la vivienda al mundo del trabajo. En tiempos del Centenario los tópicos de la plenitud física, la perfección moral, la armonía familiar y social ya ocupaban un lugar relevante en la agenda de todos los sectores reformadores, sin importar su ideología. En el Primer Congreso Nacional de Medicina, realizado en 1916, se levantaba “el ideal de llegar a dar a todos los organismos, con ayuda de la vida higiénica perfecta, una resistencia suficiente para triunfar sobre el contagio” (La Doble Cruz 1936, i, 1, 13). En las décadas siguientes esta idea de la salud integral, individualista —y diferente, en consecuencia, del énfasis en lo colectivo que caracterizaba la lucha contra las enfermedades infectocontagiosas—, no hizo más que ganar en sofisticación. En 1940 se asociaba la “robustez física” con las “actitudes morales correctas”, la “serenidad de espíritu” y la “inmunización del organismo contra el ataque de gérmenes extraños” (Viva Cien Años 1940, ix, 6, 363). Más allá de su real impacto en la vida de la gente, se trataba de una prédica que apuntaba no solo a prevenir la tuberculosis y difundir hábitos higiénicos sino también a integrar a los sectores populares y trabajadores en las novedades del mundo moderno. Entre fines del siglo xix y los primeros años del xx, la prédica antituberculosa estuvo signada por esfuerzos preventivos. En las Instrucciones contra la propagación de la tuberculosis de 1894 la urgencia, los temores al contagio y las desinfecciones daban el tono (Intendencia Municipal de la Capital, Dirección

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General de la Administración y Asistencia Pública. 1894. Instrucciones contra la Propagación de la Tuberculosis). En los consejos antituberculosos que circularon con profusión en el segundo cuarto del siglo xx dominaba un lenguaje educativo, mucho más persuasivo. Así, en 1936, La Doble Cruz se refería a las medidas prácticas para evitar el contagio pero enfatizaba en “vigorizar los cuerpos y aumentar las resistencias al microbio”. Este catálogo de la salud que sus difusores calificaban como “profilaxis indirecta de la tuberculosis” se proponía desarrollar un programa basado no solo en una red de instituciones de protección y asistencia sino también en un ambicioso esfuerzo modelador de los hábitos cotidianos de la sociedad en su conjunto (La Doble Cruz 1936, i, 1, 12-13, 16). A todo lo largo del período 1870-1950 —incluso a mediados del siglo xix— la escuela fue vista como una institución estratégica, donde la transmisión del catálogo higiénico antituberculoso era una inversión en un futuro encarnado en la niñez. Cuando se buscó difundir ese catálogo entre un público más amplio y menos definido fue necesario recurrir a una batería de recursos muy variados, de los manuales de higiene hogareña, los folletos de divulgación, las películas y los programas de radio a los artículos periodísticos, las conferencias, las historietas, las afiches callejeros y las leyes. La guerra al esputo y al polvo, el corsé y la sexualidad de los tuberculosos fueron tres de sus temas más destacados. Corsés, cinturas de avispa, erotismo y respiración enfermiza Las mujeres constituyeron desde muy temprano uno de los blancos privilegiados por el discurso contra el contagio de la tuberculosis. Desde finales de la década de 1870 tanto los ensayos especializados como las ordenanzas municipales y la prensa indicaban la conveniencia de acortar unos centímetros las faldas y los vestidos de las mujeres para evitar que fueran arrastrados por los pisos de las casas, las calles de tierra o los empedrados y se impregnaran de polvos recurrentemente percibidos como peligrosos. Entrado el siglo xx comenzaron a verse tobillos y pantorrillas; así, faldas y vestidos fueron perdiendo su condición de supuestos portadores de bacilos para finalmente desaparecer de la agenda educativa contra el contagio de la tuberculosis. Con el corsé femenino las cosas fueron diferentes. Y las preocupaciones médicas por sus nocivos efectos fueron mucho más perdurables en el tiempo. El corsé inducía a un tipo de respiración que, se decía, tendía a disminuir las defensas y predisponer o producir tisis o tuberculosis. Desde 1854 hay tesis doctorales en la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires que indican esta asociación entre corsé y tuberculosis. Una de esas tesis la resumía bien: señalaba el poco saludable deseo femenino de “reducir exageradamente los talles a su menor expresión”, y aceptaba el uso del corsé siempre y cuando

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cumpla una “función contenedora”, “ajustando moderadamente [pero] no en su forma de prisión” (Montes de Oca 1854; Riera 1878, 106). Otros articularon su oposición al corsé subrayando sus negativos efectos en la salud en general y muy en particular en la tuberculosis y en “la histeria y el nerviosismo” de las mujeres. Elvira Rawson de Dellepiane, una de las primeras médicas y también activa militante sufragista y feminista del entresiglo, fue una de esas voces críticas. Pero sus argumentos no insistían en lo que el feminismo del último tercio del siglo xx interpretó como una de las muchas evidencias que advertían sobre la manipulación sexista del cuerpo de la mujer. La médica feminista de comienzos de siglo, en cambio, señalaba que esas inclinaciones femeninas al uso del corsé eran una consecuencia de la frivolidad y liviandad moral que habrían modelado el modo en que muchas mujeres se habían lanzado a transitar la vida moderna. En sus Apuntes sobre la Higiene de la Mujer (1892) la joven médica enhebraba temas de fisiología femenina con una variedad de cuestiones que iban de la educación a la falta de derechos cívicos y sociales, pasando por la sexualidad, los rituales y prácticas vinculadas con la higiene femenina y la maternidad, la moral personal y su decisiva relevancia en el matrimonio y la vida hogareña. En esta densa presentación del mundo femenino, Rawson de Dellepiane desplegaba una sistemática crítica a las veleidades de la mujer de Buenos Aires, “que se dedica a intereses eróticos de galanteo mucho antes de lo que debiera”, que se entrega “a las modas que van en contra de su salud [e invitan] a usar el corsé con el único deseo de agrandar las formas y lucir el cuerpo”. Por eso, la médica feminista alentaba el matrimonio, que “vuelve menos frívola y coqueta a la mujer”, que “la modera y satisface, previniendo los excesos que relajan su moral y gastan su salud, preservando sus fuerzas para el cumplimiento de su misión reproductora” (Rawson de Dellepiane 1892, 18, 24, 42, 46). Sin duda se trata de una curiosa crítica al corsé femenino articulada por una de las primeras feministas argentinas. Por una parte, una defensa de la domesticidad para la vida de la mujer —incluso la de la mujer que ella imaginaba con nuevos derechos cívicos y sociales—, donde la frivolidad erotizante del corsé no era bienvenida por razones fisiológicas y morales. Por otra, sugería la imagen de la tuberculosis como una suerte de castigo o penalización para aquellas mujeres que no habían sabido vivir su incorporación a la vida moderna prescindiendo de ciertas modas —como el uso del corsé— muy poco saludables y, por esa razón, irracionales. Como tópico médico asociado a la tuberculosis y como dato de la vestimenta femenina, el corsé siguió vigente hasta bien entrado el siglo xx. En la década de los treinta algunos médicos tomaban nota de la persistente presencia del corsé y también de su poco exitosa oposición a lo que terminaban calificando como un blanco esquivo y difícil. Constataban que cambiaba la moda pero seguía vigente el “uso ancestral del corsé, que dificulta el funcionamiento del diafragma,

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impide la buena respiración y despeja el camino a la tuberculosis”. En efecto, los médicos de esos años afirmaban, casi resignados, que la prédica contra el corsé en particular debía “adaptarse [puesto que] si se enfrenta a la moda es seguro que sea totalmente desatendida” (García Romero 1934, 53-54). Además de los reparos de los médicos hubo otras voces preocupadas por el corsé femenino e igualmente cargadas de ambigüedades. Entre ellos, algunos autores de manuales de economía doméstica publicados en las primeras décadas del siglo xx. Ángel Bassi acompañaba el texto de Gobierno, Administración e Higiene del Hogar, de 1914, con ilustraciones de cajas torácicas femeninas que describía como “monstruosamente deformadas” y señalaba la necesidad de una “reforma total del vestido” en la que “el corpiño o un simple sostén de los senos” debía reemplazar al corsé.

Imagen 1. Ángel Bassi. 1914. Gobierno, Administración e Higiene del Hogar. Curso de Ciencia Doméstica. Buenos Aires: Cabautt, cap. liii.

Pero aun cuando veía en esa prenda un “instrumento de tortura o un agente de destrucción de la salud”, Bassi cedía ante la fuerza de la moda y abogaba por “un uso racional del corsé”, que permitiera “contornear el torso femenino” evi-

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tando “apretarlo en exceso y con herrajes”, que fuera a medida y que no formase parte de “la vestimenta de las jóvenes de menos de catorce años” (Bassi 1914, 53). Algo más tarde, en las décadas de los treinta y los cuarenta, muchos artículos que aparecían en la revista de la salud Viva Cien Años apuntaban a la necesidad de “una urgente revisión racional de los modos de vestir de la mujer” y sugerían acomodar el clásico corsé a las exigencias de la vida moderna a los fines que “la forma respete la higiene sin violentar la estética” (Viva Cien Años 1941, 616, 621).

Imagen 2. Ángel Bassi. 1914. Gobierno, Administración e Higiene del Hogar. Curso de Ciencia Doméstica. Buenos Aires: Cabautt, cap. liii.

La moda y el consumo de corsés acompañaron las seis o siete décadas en que la tuberculosis alimentó renovadas campañas higiénicas destinadas a evitar el contagio o los modos de vida que predisponían a la enfermedad. Su persistente presencia en los avisos de publicidad de diarios y revistas así lo revela. Durante el último tercio del siglo xix los avisos eran muy austeros, apenas un par de lí-

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neas acompañadas, a veces, de algún dibujo de tamaño reducido. Con figuras bastante estáticas, planas, casi inertes, los corsés aparecían pero con un cuerpo poco identificable que lo portara, sugerido en los contornos de un torso superior fácilmente imaginable por el lector.

Imagen 3. La Nación, 2 de diciembre de 1880.

En el último tercio del siglo xix semejante sugerencia era realmente una audacia, en especial cuando esos avisos de corsés se comparan con otros que anunciaban otras prendas íntimas. Con el corsé se nota un deliberado empeño por erotizar el producto que se estaba anunciando, que invitaba al lector a imaginar algo más que la mera identificación de un bien pasible de ser adquirido. En la última década del siglo xix los avisos de corsés ganaron en sofisticación y sus ilustraciones comenzaron a ofrecer el cuerpo entero de una mujer o de su

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torso superior. Algunas veces las posturas de esos cuerpos eran definitivamente provocativas e insinuantes —manos entrecruzadas detrás de la nuca, mirada directa al lector—. Otras veces situaban a la mujer vistiendo un corsé frente a un espejo, sugiriendo historias sobre su mundo más íntimo donde podían cruzarse el narcisismo y ciertas ideas sobre la elegancia y la feminidad.

Imagen 4. La Nación, 20 de marzo de 1895.

Sin duda, esas ilustraciones —seguramente realizadas por hombres— parecen haber servido bastante bien a los deseos y fantasías varoniles, permitido un cierto voyeurismo que se disimulaba con facilidad por el lugar en que los

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avisos se colocaban en el diario —esto es, junto a otros productos de consumo masculino— e incitado a los lectores hombres —probablemente la mayoría del potencial público lector del diario— a que indujeran a sus esposas o amantes a comprar el corsé que se estaba anunciando. Al despuntar el siglo xx los cambios tecnológicos en la industria gráfica y, fundamentalmente, el impacto del art nouveau primero y del art déco algo más tarde facilitaron un proceso de renovación tanto en los estilos periodísticos como en el diseño publicitario. A partir de entonces, y hasta los años cincuenta, e independientemente de la prédica médica, los avisos sobre corsés no faltaron en los diarios y revistas.

Imagen 5. La Patria Argentina, 8 de junio de 1885.

Las acentuadas curvas del cuerpo femenino de los avisos de fin del siglo xix se aligeran en los avisos de las primeras tres décadas del siglo xx, en que el corsé aparecía vistiendo las formas naturales del cuerpo que lo portaba. Ya no se trataba, decía uno de esos avisos, de comprimir el cuerpo sino de “devolver a la

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mujer de hoy la línea normal que los antiguos corsés habían destruido” (Revista Fray Mocho 1914, 103). Los corsés que resaltaban el busto y las nalgas, dibujando una S, estaban ciertamente en retirada frente a los más modernos corsés derechos que se suponía no yugulaban la cintura. Todo esto era posible, en parte, porque se estaban incorporando nuevos materiales como el látex —que permitía disponer de telas elastizadas—, el algodón y el poplín —que contribuía en ofrecer un producto más liviano y poroso— y el rayón —que lucía como la seda o el satín pero era mucho más económico y en algún sentido democratizador puesto que ampliaba aún más el público femenino consumidor de corsés.

Imagen 6. Para Ti, 10 de marzo de 1925.

Así se anunciaban corsés para jóvenes que no dificultaban el baile o el deporte, corsés de muy diversas calidades y precios que, por su variedad, revelaban la existencia de un potencial público consumidor muy amplio en materia de recursos y también una expansión de la capacidad de selección de la mujer en tanto consumidora. De un modo muy imaginativo, estos anuncios trabajaban una y otra vez los argumentos de la elegancia y la esbeltez, la higiene, la novedad de la moda, y la capacidad de movimiento: “corsés fuertes, flexibles, higiénicos y elegantes que dan exactamente el confort necesario teniendo el cuerpo en la conveniente posición y hermoseando la esbeltez del busto”; “corsés perfeccio-

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nados y únicos que reúnen las condiciones que exigen la higiene y la estética y dan la verdadera silueta de la moda actual”; “corsés necesarios para los juegos campestres”; corsés que sin estar “excesivamente apretados” permitían “cultivar la higiene de la elegancia” (Caras y Caretas mayo 1910; Vida Porteña 1914, 37; El Gráfico 1920, abril; pbt. Semanario Infantil Ilustrado 1905, 47, 48). Y no faltaron los avisos que presentaban las virtudes higiénicas del corsé destacando su aprobación por parte de calificadas voces médico-profesionales o instituciones científicas, argentinas o extranjeras. Uno de ellos decía: “Las corporaciones médicas compuestas por hombres de ciencia que siempre anatematizaron al antiguo corsé, han examinado estos nuevos corsés higiénicos y han modificado sus opiniones” (Revista Fray Mocho 1914, 103).

Imagen 7. La Razón, abril de 1935.

En los avisos de corsés, corseletes, trusas y fajas de los años cuarenta reapareció la figura de la mujer con grandes caderas, cintura estrechísima y senos generosos. La sensación que transmiten estos avisos es que se trata de corsés que no “encorsetan”. Sus imágenes —por lo general dibujadas— no cargaban con la rigidez de sus similares de los años del entresiglo. Siguiendo los postulados y

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estilos de la ilustración gráfica norteamericana, estos avisos de corsés colocaban la imagen en el centro y el texto ocupaba un lugar definitivamente subordinado.

Imagen 8. La Razón, agosto de 1945.

Algunos avisos estaban ciertamente influidos por la línea caricatural que el dibujante Divito desarrolló con gran éxito en revistas de amplia circulación, como Rico Tipo y Chicas. Las “chicas de Divito”, con largas cabelleras, cuerpos esculturales, cinturas de avispa, caras aniñadas pero bien maquilladas y siempre calzando zapatos de tacos altísimos, eran exponentes hiperbólicos de lo femenino, modelos de referencia para las jóvenes emancipadas o deseosas de

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emancipación y, sin duda, sueños de muchos hombres. Combinaban comicidad y un indirecto erotismo. Un aviso en la revista Chicas anunciaba un corsé “tan elástico como el cuerpo lo requiera [...]; hace el milagro de la cintura más fina y la cadera más graciosa que puede soñarse. Es fresco y permite absoluta libertad de movimientos” (Chicas 1949, 3).

Imagen 9. La Razón, marzo de 1950.

La persistente presencia del corsé —de diversas calidades, costos, diseños, materiales— en los avisos publicitarios empezaba a desvanecerse en los años cincuenta, cuando las fajas elastizadas tomaron su lugar. Pero hasta que eso

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ocurra no hay dudas de que se trató de una prenda íntima que supo adaptarse a los cambios de la moda y mantener en las mujeres un leal grupo de consumidoras. Sin duda, la prédica opositora de los médicos al corsé fue poco efectiva y en consecuencia irrelevante en los esfuerzos por disminuir la morbilidad y mortalidad tuberculosa por la vía de la reeducación de las costumbres cotidianas. Los contemporáneos, tanto a fines del siglo xix como en las primeras décadas del xx, estaban muy bien anoticiados de la muy limitada receptividad de su prédica entre las mujeres. Ya a mediados del siglo xix hubo algún médico que indicaba que la “tenacidad de las bellas en adoptar el corsé a pesar de la oposición de los médicos debe tener más fundamento que el capricho” (Montes de Oca 1854, 39). Setenta años más tarde, y con inocultada indignación, el autor de un manual de economía doméstica atribuía a “la irreflexión e instinto de coquetería de la mujer el que siga sometiéndose a las torturas del corsé con tal de disminuir su talle, donde y cuando se lo exige” (Barrantes Molina 1923, xii). Solo Para Ti, una muy exitosa revista de mujeres de vasta circulación a partir de los años veinte, ofrecía una lectura diferente. Criticaba la moda del corsé rígido, que por “cerca de dos mil años [...] moldeó a la mujer a su capricho”. Pero celebraba la llegada de los nuevos corsés, “delicados y flexibles”, que “ofrecen sostén sin quitar libertad”. Este tipo de corsé —“confeccionado por los buenos fabricantes que cuentan entre su personal no solo expertos en cuestiones de moda sino también médicos”— permitía hacer realidad “el ideal griego de mujer esbelta” contra el que militaba el sedentarismo de “la vida moderna en las grandes ciudades”. Así, Para Ti postulaba que la mujer “ha descubierto que si desea conservar su belleza de línea y encanto tiene que recurrir al arte para ayudar a la naturaleza”. De ese modo sabrá hacer uso inteligente de su libertad y evitará lo que les ocurre a las mujeres de los trópicos, que “sin corsé ni soporte ninguno son hermosas con dieciséis años y ancianas y deformes a los veinticinco” (Para Ti 20-1-1925). La popularidad del corsé se apoyaba en lo que esta prenda íntima podía hacer con el cuerpo: lo delineaba, mantenía las carnes firmes, ocultaba cualquier movimiento visible del estómago, hacía que los pechos subieran y bajaran de modo insinuante al mismo tiempo los contenía, y anclaba el torso de un modo que lo hacía aparecer elegante. El corsé permitía simular tener una cintura de avispa o pechos generosos, dos atributos muy celebrados en esas décadas que seguramente habrán tentado a aquellas mujeres que carecían de ellos. Para las mujeres de los sectores populares fue un modo de acercarse a los estilos de las mujeres de la sociedad más acomodada, transformándose de ese modo en otro de los tantos recursos al momento de probar suerte en la aventura del ascenso social, donde la apariencia contaba y mucho. Por eso, no debe sorprender que las muchachas de barrio y las obreras hayan sido consumidoras de este producto. Cuantificar este consumo no es tarea fácil. Con todo, tanto las fotos de

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época como la variada oferta en materia de precios y calidades que aparecen en los anuncios publicitarios indican que ya en el último tercio del siglo xix y sin duda en las primeras décadas del xx el corsé distaba de ser una prenda de lujo. Para muchas mujeres de la élite así como para muchas de los sectores populares el corsé fue un recurso de seducción y también un modo de rechazo al lugar doméstico y la pasividad que la sociedad patriarcal les había asignado. Tanto el corsé rígido como el elastizado erotizaban el lugar de la mujer en la sociedad. Esa erotización —la “irresistible coquetería” que condenan los médicos y que la revista Para Ti celebraba como un ejercicio de libertad de la mujer moderna— estaba cargada de ambigüedades. Por un lado, un intento de manipulación sexista del cuerpo femenino, de encorsetamiento. Por otro, una suerte de conciencia que se trataba de uno de los recursos disponibles para construir una sexualidad a un mismo tiempo atrayente y restringida, recatada y transgresora, refinada y audaz. Esa ambigüedad estaba presente en algunos avisos publicitarios, donde las mujeres en corsés posaban, jugaban y se miraban, muy relajadas o con mucha atención e intensidad, en un espejo. En el ambiente cerrado del baño o del dormitorio parecen estar hablando de ellas, revelando algo de su mundo íntimo, poniendo en escena algo de su feminidad o de sus deseos. Pero puesto que estos avisos circulaban en el marco de una sociedad patriarcal, lo que estaban contando aparecía fetichizado y en ese sentido podían terminar satisfaciendo expectativas sexuales o cuasi pornográficas de los hombres, sin duda los primeros lectores de los diarios. La erotización del uso del corsé y sus ambiguos registros también contribuyeron a modelar no solo discursos médicos y morales sino también sensibilidades femeninas más directamente asociadas con enfermedades, mejor o peor definidas en su sintomatología, como la tuberculosis, la clorosis, la neurastenia, la histeria, la depresión, las ansiedades múltiples, los dolores de cabeza, de pecho o de espalda, los desórdenes uterinos, los vómitos reincidentes, los desmayos. En el caso de la tuberculosis, y además de advertir sobre el rol del corsé y sus nefastas consecuencias físicas y fisiológicas, médicos, feministas sufragistas y reformadores del vestido destacaron con énfasis dispar sus dimensiones sensuales. En esa perspectiva el corsé expresaba o exacerbaba la intensa y poco común sexualidad que se suponía caracterizaba a las mujeres tuberculosas, su erotismo desenfrenado, sus deseos incontrolados. Así, en tanto constrictor de las costillas y del diafragma, el corsé era visto como una prenda que contribuía a producir “materia tuberculosa” o disparar ciclos de tos “acompañados de esputos con sangre” y, también, como evidencia de una personalidad marcada por una sexualidad exasperada por la tuberculosis (Ramírez 1880, 40; Archivos de Psiquiatría, Criminología y Ciencias Afines 1909, 8, 264; Navarro Blasco 1934, 70). Las mujeres, al menos algunas de ellas, parecen haber encontrado en el corsé un recurso que les ayudaba a dar forma a una ambigua sensibilidad, donde podía

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resaltar tanto un espíritu sensible y refinado asociado a la delicadeza, la tristeza y la debilidad como una intensa fogosidad sexual y un inocultado erotismo. Se trataba de rasgos presentes en la imagen de la tuberculosis como una enfermedad romántica, del alma, de las pasiones. Así, el corsé permitía tanto a la mujer tuberculosa como a la que gozaba de salud seducir y entonces desplegar gestos, posturas y rasgos que en ciertas ocasiones podían destacar una debilidad física saturada de un elegante y aristocratizante refinamiento moral y en otras una excepcional erotización. Al final, las caras pálidas y lánguidas, las dificultades respiratorias que fácilmente transmutaban en suspiros, los desmayos inexplicables, la sexualidad sin frenos —todas conductas asociadas a la mujer que usaba corsé— alimentaron no solo un discurso médico-moral que pensaba a la tuberculosis como una enfermedad de las pasiones sino también un modo femenino de ejercer la seducción. *** El caso del corsé y sus supuestos efectos tuberculizantes revela al menos tres cuestiones decisivas en la historia sociocultural de las enfermedades. En primer lugar, descubre que los discursos médicos no siempre funcionaban en bloque sino que estaban cruzados por fisuras y contradicciones originadas en el propio grupo profesional. En segundo lugar, señala algunas de las limitaciones del así llamado “poder médico” al momento de disciplinar el cuerpo y las conductas de los individuos. Finalmente, subraya que los discursos médicos son un muy importante ingrediente de la vida moderna pero no siempre suficiente para entender los hábitos de la gente y sus prácticas. Bibliografía Arana, Emilio. 1899. La medicina y el proletariado. Rosario: Tipografía El Comercio. Armus, Diego. 2003. “Tango, Gender and Tuberculosis. Buenos Aires 1910-1940”. En Diego Armus (ed.). Disease in the History of Modern Latin America. From Malaria to aids. Durham-Londres: Duke University Press. Armus, Diego. 2007. La ciudad impura. Salud, tuberculosis y cultura en Buenos Aires, 1870-1950. Buenos Aires: Edhasa. Armus, Diego. 2011. The Ailing City. Health, Tuberculosis and Culture in Buenos Aires, 1879-1950. Durham-Londres: Duke University Press. Archivos Argentinos de Tisiología. Archivos de Psiquiatría, Criminología y Ciencias Afines.

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12 La cirugía cosmética: entre la práctica científica y el mito Elsa Muñiz … no se necesita sortilegio ni magia, no se necesita un alma ni una muerte para que sea a la vez opaco y transparente, visible e invisible, vida y cosa; para que sea utopía basta que sea un cuerpo. Michel Foucault. El cuerpo utópico Presentación A partir de los años ochenta del siglo xx, hemos sido testigos de una renovada preocupación por el cuerpo. La tiranía de la imagen y la penetración de los medios masivos de comunicación, cuyo marco es el conjunto de relaciones características del imperio del mercado, han sido la trama idónea para la producción y el consumo de cuerpos perfectos en donde la cirugía cosmética ha impuesto su reinado. Podemos afirmar que el auge de la cirugía cosmética en nuestros días obedece a la preocupación de hombres y mujeres por alcanzar los estándares de belleza, salud y la normalidad impuestos desde los discursos hegemónicos a una concepción del cuerpo humano como el espacio de construcción de la subjetividad y de la agencia de los individuos y como parte de la hechura identitaria de cada persona.

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Con el objetivo de dar cuenta de la manera como se expresa este frenesí por la cirugía cosmética en México, he desarrollado una investigación1 en la que se abordan sus distintas aristas a partir de cuestionamientos tales como ¿Qué conduce a los individuos a someterse a intervenciones quirúrgicas para transformar sus cuerpos? ¿Qué implicaciones tiene esta práctica para los individuos y para la sociedad? ¿Cómo opera en el ámbito de la cultura la práctica reiterada de la cirugía cosmética? y en todo caso ¿Cómo explicamos el entusiasmo social por su ejercicio? Me ha parecido relevante, para este texto, recuperar parte de la historia reciente de la cirugía cosmética en México, desde la perspectiva de la historia cultural, así como reflexionar en torno de un conjunto de prácticas médicas en las que encontramos no solo desarrollo científico y tecnológico sino también la mediación de creencias y ficciones cuyo ejercicio muestra su carácter eminentemente cultural. Parto de considerar la medicina un conjunto de prácticas y discursos cuya autoridad se deriva de su atributo científico, y sobre todo por el hecho inobjetable de los avances tecnológicos que la caracterizan. No obstante, se legitima desde la cultura a través de un conjunto de mitos que la rodean. Acercarse a la investigación sobre la corporalidad de los sujetos implica partir de una heurística que considere tanto los aspectos teóricos como las técnicas que permitan la recolección de la información necesaria para argumentar los planteamientos expuestos. En el caso del presente ensayo, me he limitado a utilizar como estrategia argumentativa el desarrollo histórico de la cirugía cosmética en México, a través de la información obtenida de las revistas médicas editadas por la Asociación Mexicana de Cirugía Plástica, Estética y Reconstructiva, A. C. (en adelante, amcper), de algunas obras publicadas por médicos reconocidos, así como de la información que proporciona la red y, en menor medida, de algunas entrevistas a médicos practicantes de la cirugía cosmética y algunos usuarios; puesto que es una investigación en proceso, los resultados de la investigación son parciales. Por otro lado, he considerado la existencia de mitos que giran en torno de las prácticas y los discursos de la cirugía cosmética, también como parte de esta estrategia, lo cual no implica un análisis semiótico propiamente dicho: lo que pretendo es encontrar su significado para las sociedades contemporáneas en países como México. El texto se estructura en torno de cinco apartados cuya lógica obedece a la discusión de los mitos y ficciones que rodean las prácticas de la cirugía cosmética. Así, en el primero se esbozan las ideas hipotéticas que guían la argumentación y las directrices teóricas en las que se apoyan las interpretaciones vertidas. En la segunda parte se combinan elementos sobre la historia de la cirugía cosmética 1  Este trabajo forma parte de una investigación más amplia, que se titula “Disciplinas y prácticas corporales en la modernidad mexicana. Una mirada transdisciplinaria a la construcción cultural del cuerpo y las identidades (género, raza, etnia, edad, sexualidad)”.

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en nuestro país, con la descripción de algunos procedimientos estéticos que son utilizados por los cirujanos; asimismo, con reflexiones que discuten en torno de la eficacia e infalibilidad de la cirugía cosmética como disciplina médica. En el tercer apartado se profundiza sobre la idea de la inmediatez de los procedimientos quirúrgicos retomando también algunos de los procesos quirúrgicos encaminados a delinear la silueta. El cuarto apartado está dedicado a la discusión sobre la belleza y la perfección como parte de las fantasías que se persiguen con las distintas intervenciones quirúrgicas. El último apartado está dedicado a profundizar sobre la entelequia que se constituye a partir de la promesa de rejuvenecimiento de las prácticas de la cirugía cosmética. La cirugía cosmética y sus mitos En su portal de internet, la amcper (2011) define la cirugía plástica en sus dos subespecialidades. La primera es la cirugía plástica reconstructiva, que procura restaurar o mejorar la función y el aspecto físico por las lesiones causadas en accidentes, quemaduras, enfermedades y tumores de la piel y en tejidos con “anomalías congénitas, principalmente de cara, manos y genitales”. En segundo término, la cirugía plástica cosmética, la cual trata con pacientes en general aparentemente sanos, cuyo objeto es la corrección anatómica de la corporalidad por alteraciones de la norma estética con la finalidad de obtener una mayor armonía facial y corporal, así como reducir los efectos del envejecimiento. Según sus afirmaciones, con las intervenciones cosméticas se obtiene “la normalidad” funcional y anatómica mediante transformaciones corporales. Este proceso de “normalización” también se propone mejorar el cuerpo para hacerlo hermoso. Es innegable que estamos ante una rama de la medicina que gracias al genio de los practicantes e investigadores ha mostrado avances sin precedentes en los últimos años. Al mismo tiempo, este conjunto de prácticas médicas que componen la cirugía cosmética ha propiciado el surgimiento de una serie de dogmas y ficciones que sostienen su auge como la panacea para lograr los tres objetivos del culto a la apariencia: la belleza, la perfección y la eterna juventud. Es así como la cirugía cosmética se convierte, también, en un mito, entendido como un habla que constituye un sistema de comunicación, un mensaje. Esto indica que el mito no podría ser un objeto, un concepto o una idea: se trata de un modo de significación, de una forma (Barthes 1999, 108). En la presente argumentación se piensa en la cirugía cosmética en su carácter de dispositivo de poder, es decir, como ese conjunto de relaciones que se establecen entre elementos heterogéneos: prácticas, discursos, instituciones, arquitectura, reglamentos, leyes, medidas administrativas, enunciados científicos, proposiciones morales, filosóficas, lo dicho y lo no-dicho. Entre estos elementos

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disímiles se encuentra el mito, ese habla que es un mensaje o un conjunto de mensajes no necesariamente orales; se constituye del discurso escrito, así como de la fotografía, del cine, del reportaje, de los espectáculos, de la publicidad, todo puede servir de soporte para el habla mítica. El mito no puede definirse ni por su objeto ni por su materia, puesto que cualquier materia puede ser dotada arbitrariamente de significación (Barthes 1999, 108). El mito, señala Roland Barthes, no niega las cosas. Su función, por el contrario, es hablar de ellas; simplemente las purifica, las vuelve inocentes, las funda como naturaleza y eternidad, les confiere una claridad que no es la de la explicación sino la de la comprobación. En este caso, se cree comprobar la efectividad de la cirugía cosmética en la producción de cuerpos bellos, perfectos y jóvenes sin explicarla. Estamos a un paso de encontrarla “natural”, es lo más lógico y “normal”, la aceptamos tranquilamente, sin cuestionar. Al pasar de la historia a la naturaleza, el mito efectúa una economía: consigue abolir la complejidad de los actos humanos, les otorga la simplicidad de las esencias, suprime la dialéctica. Cualquier superación que vaya más allá de lo visible inmediato organiza un mundo sin contradicciones puesto que no tiene profundidad, un mundo desplegado en la evidencia, funda una claridad feliz: las cosas parecen significar por sí mismas (Barthes 1999, 129). Me interesa recuperar la naturaleza compleja del nexo que se establece entre la cirugía cosmética y los dogmas, ficciones y creencias que la rodean, como elementos heterogéneos que constituyen un tipo de racionalidad justificadora y se convierten en una función estratégica que controla a los sujetos mediante la transformación de sus cuerpos defectuosos en cuerpos perfectos. Su análisis permite reconocer “el proceso de sobredeterminación funcional” (Castro 2004, 99), es decir, cada efecto, positivo o negativo, querido o no querido, entra en resonancia y en contradicción con los otros. Así, la cirugía cosmética convierte el objetivo estratégico de producir sujetos bellos y perfectos, mediante las prácticas corporales de la medicina, en sujetos ficticios cuyas cualidades “irreales” son inalcanzables para la mayoría de hombres y mujeres. De este modo, sirve de filtro, concentración y profesionalización al ámbito del culto a la apariencia, con los resultados involuntarios y negativos que se constituyen en procesos discriminatorios y excluyentes para un amplio sector de la sociedad que no se asimilan al modelo estético impuesto. Por lo tanto, para explicar la naturaleza del nexo entre la ciencia y el mito en la cirugía cosmética me parece imprescindible acercarme a lo más inmediato, concreto y palpable: a las prácticas corporales2 y a los significados atribuidos 2  Las prácticas corporales como sistemas dinámicos y complejos de agentes, de acciones, de representaciones del mundo y de creencias que tienen esos agentes, quienes actúan coordinadamente e interactúan con los objetos y con otros agentes que constituyen el mundo; si consideramos

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a partir de lo que se espera obtener de ellas. Las prácticas corporales quirúrgicas, a las que nos referimos aquí, constituyen sistemas dinámicos de acciones específicas encaminadas a la transformación de la corporalidad de los sujetos para alcanzar las representaciones de la belleza y la perfección exigidas por las sociedades contemporáneas, de ahí que haya una diversidad de prácticas quirúrgicas cosméticas a las que mujeres y hombres recurren en diferente medida dependiendo de estas exigencias. Actúan como disciplinantes del cuerpo individual y en gran medida como mecanismos reguladores del cuerpo colectivo en tanto se han convertido en prácticas masivas. En cuanto a la significación que constituye a la cirugía cosmética en habla mítica, encontramos en primer término un conjunto de sentidos que le atribuyen un halo de infalibilidad, que nos dice que si es científico es irrefutable. La medicina es la expresión más reconocida socialmente en su carácter de ciencia, por tanto quien la ejerce, es decir el médico, goza en nuestra sociedad de prestigio y legitimidad. La relación entre la infalibilidad de la ciencia y el médico como quien posee la verdad científica constituye un vínculo fundamental, de ahí que su autoridad sea incuestionable. A las prácticas quirúrgicas cosméticas se les ha rodeado también de un conjunto de ideas que llevan a pensar en la efectividad y la inmediatez de las transformaciones corporales, pues es más rápido y efectivo someterse a una liposucción que pasar meses ejercitando el cuerpo y sometiéndose a dietas. La cirugía cosmética y sus prácticas como milagrosas es otro de los sentidos asignados a la cirugía cosmética. Uno de los propósitos, como hemos señalado, es obtener la perfección corporal. Podemos ver en toda clase de programas televisivos y comerciales, así como en las revistas de modas, belleza y salud, a hombres y mujeres ostentando las formas corporales ideales de las que precisan la feminidad y la masculinidad en nuestros días. Como ha señalado Susan Bordo (2003), tales imágenes muestran mujeres y hombres cuyo aspecto obedece a la normalidad impuesta desde los quirófanos y el Photoshop, y a una perfección establecida desde los patrones estéticos vigentes convertida en una entelequia imposible de alcanzar si no es a través de las múltiples manipulaciones corporales que constituyen la cirugía cosmética. Consideremos a este el tercer conjunto de significados conferidos a estas prácticas. que forman parte del medio en que se producen, es decir, que son históricas, estaremos de acuerdo en que los procesos cambiantes que las caracterizan y diferencian no son independientes de las transformación del medio o del contexto en el que se desarrollan (Muñiz 2010, 41-42). Hemos propuesto como eje de la investigación las prácticas corporales consideradas, en primer término, desde las dos series que constituyen el biopoder y la biopolítica: la serie cuerpo-organismo-disciplina-instituciones; y la serie población-procesos biológicos-mecanismos reguladores-Estado (Foucault 1999, 202).

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Aún más: las imágenes idealizadas demuestran la perfección en un rostro joven, en una piel firme, un cuerpo delgado, una cabellera sedosa y sin canas. Sin duda el argumento que sostiene la contundencia de la cirugía plástica en nuestros días es la promesa permanente de juventud. El temor de la humanidad a envejecer, que es la antesala del terror a la muerte, ha sido capitalizado por los impulsores y practicantes de la cirugía cosmética; son los miedos más ancestrales que nos constituyen como sujetos y que se conjugan con otros propios de nuestros días, como el miedo al abandono, al rechazo, a la discriminación. Así, la cirugía cosmética en su calidad de dispositivo corporal explota las inseguridades de mujeres y hombres y se ofrece como la solución para elevar la autoestima, el último y más peligroso de los aspectos que aquí apuntamos. Los promotores de la cirugía cosmética aseguran que somos capaces de transformar todo aquello que no nos agrade de nosotros mismos, con lo cual el afán de elevar la autoestima tiene efectos contrarios, pues sus argumentos enfatizan en esos defectos corporales que, a la luz de los modelos de belleza, son diferentes. El resultado es que se promueve una insatisfacción permanente y se produce una adicción a las cirugías desde la cual se emprende un camino sin retorno que conduce, muchas veces, al surgimiento de nuevas monstruosidades, todo lo contario a la perfección anhelada. La infalibilidad de la ciencia y el “barro de cirujano” Cuando comprobé que tenía un poder tan sorprendente, vacilé mucho tiempo acerca de cómo debía utilizarlo. Aunque tenía poder para dar vida, preparar un cuerpo que la recibiera, con su compleja maraña de fibras, músculos y venas, constituía un trabajo ciclópeo […] Nadie podía imaginar la variedad de sensaciones que me llevaban, como un huracán, en ese entusiasmo inicial de éxito. La vida y la muerte me parecían límites ideales que sería el primero en transponer, para echar luz en un mundo en tinieblas. Una nueva especie me iría a bendecir como a su creador y muchas criaturas felices y excelentes me deberían su ser […] pensé que si podía dar la vida a la materia inanimada, a través del tiempo podría (hora sé que esto es imposible) devolver vida allí donde la muerte ha llevado el cuerpo a la descomposición (Shelley 2003, 74-75).

En este pasaje de la célebre obra de Mary Shelley, Frankenstein, se advierte la concepción sobre la ciencia y en particular sobre la medicina, que ha primado en Occidente desde el siglo xix. Los avances científicos han sido tan ostentosos a partir de esa época, que dan a la humanidad la impresión de un dominio total de la cultura sobre la naturaleza. En particular la medicina, en su carácter pa-

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radigmático de ciencia dedicada al estudio de la vida, la salud, la enfermedad y la muerte, muestra enormes adelantos tanto en el conocimiento de la fisiología humana como en el desarrollo de procedimientos y tecnología destinados a tratar padecimientos de toda índole, con lo cual ha propiciado que la sociedad la perciba como la propietaria de la vida y de la corporalidad de los sujetos. El médico, entonces, es el poseedor de esos saberes y técnicas y, por tanto, de la verdad científica. Así, la medicina como ciencia, el desarrollo tecnológico y el médico como practicante legítimo constituyen los componentes de la apología que se hace de la cirugía cosmética en nuestros días. Uno de los cirujanos plásticos más célebres de México, autor de varios libros científicos y revolucionario de la cirugía cosmética, Mario González Ulloa, publicó en 1954 un pequeño libro titulado Barro de cirujano, en el cual cuenta sus experiencias en la relación con los pacientes. En la narración sobre uno de sus casos se remite al recuerdo de aquel profesor que inculcaba a sus alumnos la idea de que […] la naturaleza es capaz de la máxima perfección, de la perfección llevada a un límite que nunca podemos concebir. Porque aun la humanización de la belleza, las formas artísticas creadas por el hombre son, en esencia, hijas de esa sabiduría cósmica, pues surgen dentro de un cerebro creado por ella (González Ulloa 1954, 37).

Su evocación, dice en el texto, llegaba a él de manera recurrente, ya que su experiencia médica lo habría hecho dudar, “dudar dolorosamente” de que “la naturaleza sea, efectivamente, esa madre generosa y buena que prodiga belleza, equilibrio, ritmo” (González Ulloa 1954, 38). Y más que nunca cuando tuvo enfrente a un pequeño acometido por el mal del Crouzon3, nieto de aquel profesor. Ideas contradictorias ahondaban su escepticismo y apuntaba: “[…] porque ahora mi fe no puede ni tan solo aferrarse al recuerdo desesperado de aquel viejo maestro fascinado por la sabiduría de la naturaleza” (González Ulloa 1954, 39). Para eso están los médicos, para corregir las imperfecciones de la naturaleza con su bagaje teórico, técnico e instrumental. La sentencia es clara: la naturaleza se equivoca; la medicina y los médicos, no. La cirugía cosmética como especialidad ha requerido, además de los avances científicos y tecnológicos, del desarrollo de una especialidad y de la formación de especialistas. El doctor Mario González Ulloa estudió medicina y logró la 3  “El mal de Crouzon es una imperfección biológica. Los huesos craneanos se osifican tempranamente. Es un padecimiento necesariamente mortal. Ataca a los niños […] La masa encefálica sigue creciendo siempre hasta que choca con la pared interna del cráneo reducido y sobre viene la muerte” (González Ulloa 1954, 39).

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especialización en cirugía plástica. En 1938 fundó en la Ciudad de México la que fuera su primera clínica de cirugía plástica, que llevaba su nombre. En 1947 construyó un moderno hospital, con base en dos máximas: “Ser el templo del cirujano eficiente que supera su técnica” y “Ser el amparo de cualquier persona que sufre un dolor”. Durante los años sesenta el Hospital Dalinde se convirtió en un centro especializado en cirugía plástica y fue sede de congresos y cursos en donde los mejores cirujanos se reunían bajo el liderazgo de González Ulloa. La cirugía plástica en México comenzó a generalizarse hacia los años cincuenta del siglo pasado y, a principios del siglo xxi, es uno de los países en los que más cirugías cosméticas se practican. Se cuenta ahora con la primera estadística mundial elaborada por la Sociedad Internacional de Cirugía Plástica Estética (isaps) con del instrumento llamado “Encuesta Global Bianual de la isaps” en el que concurre el 75% de procedimientos realizados en el 2011 en los 25 países que encabezan la lista por número de procedimientos quirúrgicos anuales4. En tal encuesta México aparece en el quinto lugar de los países con más intervenciones por razones cosméticas. Durante los últimos diez años se había sostenido que el procedimiento más común era el aumento de senos; no obstante, la Encuesta Global citada revela una nueva tendencia, que marca como la práctica más recurrente a la liposucción, con el 18,8%; la siguen el aumento senos, con el 17%; la blefaroplastia (operación de los párpados), con el 3,5%; la rinoplastia (operación de la nariz), con el 9,4%; y abdominoplastia, con el 7,3%. La encuesta demuestra, además, que ha habido un desplazamiento de los procedimientos quirúrgicos hacia los no quirúrgicos, en gran medida gracias a las innovaciones tecnológicas y médicas, tanto como la búsqueda de tratamientos menos costosos. Hacia 1946, fecha en que el doctor Fernando Ortiz Monasterio obtuvo el título de cirujano, el aprendizaje de posgrado se llevaba a cabo con el sistema tutelar. Existía un programa de residencia médica general organizado por Aquilino Villanueva con duración de dos años que ofrecía una formación general en medicina y cirugía, pero el médico joven que deseaba dedicarse a una especialidad debía acercarse a uno de los profesores jefes de los servicios, que lo aceptaba como médico aspirante ad honorem, e iniciaba tentativamente la carrera hospitalaria, que se formalizaba al obtener años más tarde el puesto de adscrito, al cual se accedía por un examen de oposición. No existían programas estructurados ni había manera de predecir la duración de la enseñanza o el nivel de esta. Aun

4  Los 25 países encuestados son: Estados Unidos; China; Brasil; India; México; Japón; Corea del Sur; Alemania; Turquía; España; Argentina; Rusia; Italia; Francia; Canadá; Taiwán; Reino Unido; Grecia; Tailandia; Australia; Venezuela; Arabia Saudita; Países Bajos; Colombia y Rumania (International Society 2011).

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cuando ese método produjo muchos médicos notables, la calidad del producto final era irregular (Ortiz Monasterio 2004, 63-64). Cinco años más tarde regresó a México el doctor Alfonso Serrano, quien había iniciado su formación quirúrgica en el mismo servicio y completado su educación como cirujano plástico en los Estados Unidos de América. Era un cirujano excepcional, quien formó a muchos estudiantes como el doctor Fernando Ortiz Monasterio: “No había en México servicios de cirugía plástica en los hospitales de enseñanza, viajé a eua [Estados Unidos] en 1952 para hacer una residencia en la especialidad” (Picazo et al. 1999, 91). Desde 1954 el doctor Ortiz Monasterio se dedicó exclusivamente a la cirugía plástica. El Hospital General era y sigue siendo un hospital de concentración; tenía 1200 camas con una afluencia de pacientes provenientes de todo el país, con diversas patologías, incluyendo toda clase de malformaciones congénitas, secuelas de trauma y de quemaduras, tumores de todos los tipos, lesiones de manos, etc. En el artículo, que aquí se retoma, escrito para la revista Cirugía plástica, de la amcper (2004, 63-66), el doctor Ortiz Monasterio hace un recuento de sus experiencias. Aun cuando no existía un pabellón destinado a la cirugía plástica, Alfonso Serrano y Ortiz Monasterio tuvieron la posibilidad de adquirir una experiencia considerable, gracias a la generosidad de muchos de los profesores que les permitieron ingresar pacientes en sus respectivos servicios. La cirugía plástica representaba en este contexto una novedad que los jóvenes deseaban aprender, y el creciente volumen de trabajo en el Hospital General requería un mayor número de colaboradores. Los que formaban el grupo pionero estaban también interesados en la enseñanza de la especialidad siguiendo el esquema de residencia cada vez más aceptado internacionalmente. Se entablaron pláticas con la División de Estudios Superiores y se propuso una residencia de tiempo completo de tres años después de dos años de cirugía general. Este esquema no estaba previsto pero se permitió que siguiera adelante aunque oficialmente sería reconocido solo como “Curso de Adiestramiento”. Se acordó que la residencia general ya existente sería el requisito previo para acceder a la residencia de cirugía plástica. El aval universitario sería otorgado con un mínimo de cinco alumnos. Se inició la Residencia en Cirugía Plástica con Gustavo Barrera, que había ya completado la residencia general, y después de tres años se contó con cinco residentes y se obtuvo el reconocimiento universitario para el Curso de Adiestramiento en Cirugía Plástica y Reconstructiva. La residencia de cirugía plástica del Hospital General fue la primera residencia de especialidad dentro del programa de posgrado de la Universidad Nacional Autónoma de México y sirvió de modelo para muchas otras. Pasó tiempo para que se obtuviera un pabellón exclusivo para el Servicio de Cirugía Plástica y Reconstructiva.

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La demanda de tratamientos para malformaciones congénitas tuvo un crecimiento importante. En los años sesenta se inició un programa que se denominó la “Unidad Móvil”, en el que se transportaba a un grupo de cirujanos, anestesiólogos, ortodoncistas y foniatras a pequeñas ciudades en el interior del país para operar a niños con fisuras labipalatinas. Las primeras comunicaciones de Paul Tessier en 1968[5] conmocionaron al mundo de la cirugía. El grupo del Hospital General tenía entonces la experiencia y la madurez suficientes como para emprender el tratamiento de las grandes malformaciones craneofaciales. En 1979 se inauguró el hospital de especialidades del Centro Médico La Raza, incluido el Servicio de Cirugía Plástica y Reconstructiva, y se trasladó el curso de la universidad a esta sede. Siendo jefe de este servicio el doctor José García Velasco, se creó un laboratorio microquirúrgico, rama de la especialidad que fue impulsada tanto en el ámbito nacional como en el internacional por este médico mexicano (Corzo 2000, 37). Simultáneamente se desarrollaron otros campos, entre ellos la cirugía maxilofacial, ortognática y la microcirugía, como la que realizaba Nicolás Sastré, quien efectuaba anastomosis microvascular en un pequeño microscopio brasileño que habían obtenido por alguna donación. En noviembre de 1975, directivos del Instituto Mexicano del Seguro Social y algunos médicos, como Heriberto Gaspar Rangel y Carlos de Jesús Álvarez Díaz, promovieron la idea de publicar la Revista Científica de Asociación Mexicana de Cirugía Plástica Estética y Reconstructiva. A partir de 1977 se realizaron jornadas científicas que motivaron a los médicos a plasmar por escrito sus reflexiones, y no fue sino hasta 1991 cuando por votación de la Asamblea de la amcper se aprobó la iniciativa que vio la luz en el primer cuatrimestre de 1993, y la revista dejó de ser del Instituto Mexicano del Seguro Social y pasó a ser la revista oficial de la Asociación (Duarte y Sánchez 2007, 148). Como se puede apreciar en este brevísimo recorrido, la especialización de la cirugía cosmética como rama de la medicina no data de mucho tiempo. Sin embargo, ha mostrado un avance vertiginoso y eficaz. El milagro de la transformación El doctor Mario González Ulloa, en el libro antes referido, hace un señalamiento puntual: “El cirujano vive diariamente las emociones de mil vidas; es modelador, 5  Entre 1960 y finales de la década de 1970, el doctor Paul Tessier desarrolló todos los procedimientos que se utilizan actualmente en la realización de la cirugía craneofacial: corrección transcraneal y subcraneal de distopía orbital como el hipertelorismo orbital, la corrección de la deformidad facial de Teacher-Collins, el síndrome de Franceschetti, y la corrección de las hendiduras oro-ocular (Unidad de Cirugía 2011).

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en cierta forma, de destinos humanos” (González Ulloa 1954, 9). La cercanía del médico con el dolor de los pacientes y con la muerte hace de él algo más que el poseedor del saber médico: su papel como proveedor de la vida le otorga también un halo de divinidad. El poder curativo de la medicina, y de su mediador que es el médico, genera la posibilidad de obtener el milagro de la curación. En el caso de la cirugía cosmética, estas cualidades se asocian a la inmediatez y a la efectividad que se promueve desde la publicidad de los consultorios y las clínicas de belleza, tanto como la espectacularidad de sus resultados, que la hacen ver milagrosa. En un artículo aparecido en internet se puede leer como encabezado: “Si quedaste fleflé luego de perder peso: ¡gimnasia o el quirófano!” (Diario Popular 2011). El doctor Espínola, quien respondió a una serie de preguntas en una entrevista presentada en el mismo espacio, comenta la manera como la cirugía del contorno corporal puede corregir el exceso de piel y grasa, la pérdida de elasticidad cutánea y en algunos casos la pérdida del tono muscular, o si se prefiere “¡Te queda el recurso de hacer ejercicio por horas todos los días!”. Las clásicas fotografías del antes y el después crean la ilusión de una transformación inmediata. Tales representaciones de las bondades de la cirugía cosmética obvian el periodo posoperatorio y todas las molestias y el dolor que causan los métodos invasivos. No obstante, el milagro de la transformación con el mínimo esfuerzo vale la pena. De un día para otro se recobra la figura y se transforma un rostro ordinario en el émulo de cualquier joven modelo o actriz de moda. “Angie”, de 48 años, empleada de un salón en el que colocan uñas de gel, ubicada en una plaza del sur de la ciudad de México, me comentaba un día con cierta emoción infantil sobre una chica que la miraba desde fuera y entró solo para decirle lo bien que se veía y lo mucho que se parecía a la actriz principal de la telenovela que en esa temporada se transmitía por televisión. “Angie” tenía una rinoplastia, una operación que le hizo la barba partida, tenía delineado permanente en los ojos y estaba ahorrando para colocarse implantes en los senos. Su salario no era muy sustancioso, pero como sus hijos ya habían crecido, podía dedicar lo que ganaba e invertir en su persona. Como hemos visto en las estadísticas, México es un país en el que las mujeres acuden reiteradamente a practicarse operaciones estéticas. Las más recurrentes en las mujeres mexicanas son la liposucción, la abdominoplastia y la cirugía ventral del tronco. Los doctores Álvaro Olmedo y Laura Emilia Guerra6 afirman en un artículo especializado, que La superficie ventral del tronco en la mujer sufre en sus tegumentos y el deterioro causado por el paso del tiempo, la bipedestación, la ley de la 6  Cirujano del Hospital Ángeles “Clínica Londres” y cirujana del Hospital de Traumatología “Lomas Verdes” imss, respectivamente.

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gravedad, los procesos de envejecimiento y por la influencia de fenómenos fisiológicos intrínsecos, como el desarrollo sexual secundario de las mamas y el embarazo. Conviene considerar también el que fenómenos mórbidos como la obesidad y la falta de ejercicio adecuado […] tienen como resultado la flacidez y la ptosis de la placa tegumentaria entre las clavículas y el pubis (Olmedo y Guerra 2007, 94).

Los avances en las operaciones de liposucción, abdominoplastia y corrección del contorno corporal han sido significativos en los últimos tiempos. Los médicos mexicanos José Pérez-Ávalos y Gustavo González Z.7 argumentan que el concepto actual de belleza occidental y el impacto de la moda hacen necesaria una búsqueda constante de técnicas que satisfagan el deseo de ofrecer una imagen atractiva. El uso del bikini alto o “francés” obliga a tener cicatrices o resultantes altas, por lo que se requiere de la planeación y el manejo quirúrgico de la abdominoplastia estética (Pérez-Ávalos y González Z. 1999, 112). En la mayoría de los casos, se repara y refuerza la pared abdominal, se disminuye la circunferencia abdominal, lo cual mejora el contorno corporal. En un 75%8 se realiza además una liposucción complementaria “de flancos con técnica tumecente”9. También se han desarrollado técnicas para la corrección de ptosis mamaria10. Los primeros procedimientos incluían la remoción de piel y el tejido graso; después se utilizó la fijación de una porción de la mama a la pared torácica, y recientemente se colocan prótesis en el momento de realizar la mastopexia11 con el fin de dar volumen y forma adecuados. Al mismo tiempo se lleva a cabo la aplicación de mallas aloplásticas y biológicas que funcionan como hamaca para sostener tanto las mamas como los implantes (Cuenca-Guerra y Ortega 2003, 64). El impulso que cobró la investigación en cirugía plástica durante la segunda mitad del siglo xx se tradujo en propuestas que trascienden fronteras, como la de Mario González Ulloa, quien en 1960 introdujo un implante subglandular durante una operación de mastoplexia; y en 1971 el doctor Dicran Goulian, Jr. presentó en un breve artículo su concepto de mastoplexia dérmica, que consiste en que el exceso de piel en el polo inferior se retira, el complejo areola-pezón 7  Cirujano plástico de la Clínica Londres (México D. F.), y médico adscrito al Servicio de Cirugía Plástica del Hospital Juárez, S. S. 8  Esta información se obtuvo de un seguimiento realizado por ambos médicos de 50 casos consecutivos por 16 meses en promedio. 9  Esta técnica consiste en un método de eliminación de grasa por medio de escultura quirúrgica. Con este método se controla el sangrado al inyectarse un fluido anestésico en los tejidos del área donde se llevará a cabo el procedimiento (Técnica Tumescente 2011). 10  Ptosis, término que se usa en la jerga médica para designar la caída de un órgano o parte de él. La ptosis mamaria es la caída o descenso progresivo de los pechos (Cirugía Plástica Corporal 2011). 11  Cirugía para la corrección de ptosis mamaria.

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se coloca en la parte superior y la piel se pliega sobre sí misma, de modo que el pliegue queda bajo la dermis (Goulian 1971, 105-110). En 1965 salieron al mercado las prótesis de Dow Cornin, prótesis lisas de silicón con parches de fijación que luego se eliminaron. En 1970, Ashley presentó las prótesis de poliuretano y luego surgieron las prótesis lisas sin parches de generación I y II que se colocaban en posición submuscular. En 1989, el desarrollo tecnológico llevó a la presentación de los implantes generación iii de silicón, redondos, por cuyas características texturizadas de la propia cubierta de la prótesis se adhieren al tejido próximo y mantienen la posición en que se colocan sin desplazarse al cabo del tiempo en que se forma la cápsula fibrosa periprotésica12 y que por su efecto de acordeón multidireccional no permiten que se manifieste la contractura capsular en un porcentaje más elevado (Trigos 2003, 71-73). Otras propuestas se han desarrollado a partir de la aplicación de tensores de diferentes diseños y materiales con el objetivo de retrasar los efectos de la gravedad, que es el principal problema, sin solución a corto plazo, independientemente de la técnica utilizada. Los doctores mexicanos Cuenca-Guerra y Ortega han desarrollado una nueva técnica, recomendable para la ptosis mamaria se tengan o no implantes. Esta técnica consiste en la aplicación de un colgajo13 dermograso que funciona como sostén de la prótesis y del tejido mamario retardando por más tiempo la gravitación natural de estos tejidos (Cuenca-Guerra y Ortega 2003, 66). En otros procedimientos, como la remodelación de los glúteos, se aplican las mismas técnicas reparadoras que para las mamas. De igual modo, también han experimentado los efectos del desarrollo tecnológico. González Ulloa se refería en 1977 a la corrección del “síndrome de las nalgas tristes”, y Baroudi, en 1981, dio cuenta del “levantamiento del tercio interno de los muslos”. La aportación al conocimiento de las facias internas del tercio medio del cuerpo humano de Lockwood, en 1988, sirvió de punto de partida para estos trabajos. Perfección y belleza o el “sobrecogimiento de los sentidos” ¿Cómo puedo describir mis emociones ante esta catástrofe? ¿Cómo puedo delinear al monstruo que había formado, con tantos pesares y desvelos? Sus miembros eran proporcionados y yo había elegido sus

12  La cápsula fibrosa periprotésica es una formación provocada por una reacción en los tejidos, producida por las prótesis mamarias de silicona. 13  Entendemos como colgajo una masa de tejido vivo separado de su lecho y que mantiene una conexión principal a través de la cual recibe la nutrición después del trasplante. Un colgajo cutáneo consistirá en piel y tejido celular subcutáneo trasplantado de una parte del cuerpo a otra, manteniendo un pedículo vascular, o un punto de unión al organismo (Clínica Dr. Arquero 2011).

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facciones para que fueran hermosas; ¡hermosas! ¡Gran Dios! Su piel amarilla apenas si cubría sus músculos y arterias; sus cabellos eran de un negro lustroso; sus dientes eran blancos como perlas; pero esto formaba un contraste mucho más horrible con su mirada acuosa que parecía casi del mismo color que las órbitas en las que estaban insertados sus ojos, con su tez marchita y sus labios negros y rígidos (Shelley 2003, 79).

Estas son las reflexiones de un atormentado doctor Frankenstein al darse cuenta de que su objetivo de dar vida a un ser perfecto había culminado en la más espantosa realidad de un ser monstruoso. Cabría preguntarnos ¿Cómo sería para el doctor Frankenstein un ser perfecto? ¿Qué rasgos debería tener ese ser para considerar que se habría alcanzado la perfección? ¿Cuáles eran sus parámetros? ¿Cuáles sus modelos? Como se ha afirmado, la perfección es una entelequia, una fantasía que se encuentra en la mente de cada persona y que se alimenta de representaciones y de imágenes idealizadas que son históricas, que cambian con los tiempos y los espacios. En la actualidad esta perfección irreal aumenta constantemente sus exigencias: cualquier variación o diferencia del modelo se considera un defecto que se debe corregir. Veamos la publicidad de las clínicas de belleza en la Ciudad de México que anuncian los más efectivos y seguros métodos de cirugía cosmética. La promesa es la “corrección” de aquellos rasgos faciales o de alguna parte del cuerpo con los que no nos sentimos a gusto. La pregunta que surge es inevitable: ¿Por qué estamos descontentos con la nariz, con los labios, con los senos, la cadera…? ¿Con quién nos estamos comparando para saber que queremos de esta o de aquella forma el mentón o los pómulos? Las imágenes de actrices y actores famosos, de modelos paradigmáticas o de las reinas de belleza aparecen en los anuncios espectaculares, circulan por la red, se muestran en las portadas de revistas; revelan los más recientes cambios en sus cuerpos y en sus rostros, exhiben una perfección quimérica en una piel tersa y en un cabello brillante, producto no solo de las cirugías cosméticas a las que se han sometido, sino de las modificaciones virtuales realizadas a través del Photoshop, lo cual, como señala la teórica feminista Susan Bordo en su notable texto Unbearable Weight, se convierte en una manera de interpretar el propio cuerpo, en una pedagogía perceptual. Esas imágenes están enseñándonos cómo ver, son creaciones visuales, cyborgs visuales, que nos educan en lo que debemos esperar de la sangre y de la carne. Y Bordo se pregunta si somos lo suficientemente sofisticados para darnos cuenta de que esas imágenes no son reales. Pero, ¿acaso importa? No hay advertencias de que las imágenes son producidas por computadoras; de que no esperes lucir como lo hacen las modelos; pero ¿quién se preocupa por la realidad cuando la belleza, el amor, la aceptación, llaman? (Bordo 2003, xviii).

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La belleza se encuentra en primera instancia en el rostro de las personas. Como ha propuesto el antropólogo francés David Le Breton, El rostro traduce en forma viva y enigmática lo absoluto de una diferencia individual, aunque ínfima. Es una cifra, en el sentido hermético del término, un llamado a resolver el enigma. Es el lugar originario donde la existencia del hombre adquiere sentido. En él, cada hombre se identifica, se encuentra nombrado e inscripto en un sexo. La mínima diferencia que lo distingue de otro es un suplemento de significación que da a cada actor la sensación de soberanía de su propia identidad. El rostro único del hombre responde a la unicidad de su aventura personal (Le Breton 2010, 16).

En el argumento de Le Breton sobresalen dos afirmaciones que me gustaría retomar para interpretar el caso mexicano. La sensación de soberanía de la propia identidad de los sujetos y la unicidad de la aventura personal que le da la unicidad y lo absoluto de la diferencia. Ahora no se busca ser normal sino perfecto de una manera homogénea, de tal manera que esa perfección virtual se ha vuelto la normalidad, entendida ésta como lo cotidiano, lo uniforme y, por supuesto, lo normativo. Por ejemplo, las prótesis de mama vienen por medidas estandarizadas; las medidas de glúteos también. En el mercado encontramos prótesis de nariz, de mentón y de pómulos con formas homogéneas. Los contornos faciales atienden a un patrón de cara ovalada del que se retiran las mejillas regordetas. Los labios voluminosos por los implantes, los injertos y las inyecciones de colágeno o ácido hialurónico, y agrandados por efecto del estiramiento (lifting), persiguen una apariencia voluptuosa y sexy. Los ojos de color con lentillas de contacto, agrandados y sin ojeras ni arrugas mediante una operación llamada blefaroplastia, que también se realiza a mujeres y hombres de rasgos asiáticos. En esta búsqueda de la perfección estandarizada, la diferencia se está perdiendo. La noción de autonomía de la identidad está en riesgo. David Le Breton ha subrayado que la cultura y lo social modelan la forma y los movimientos del rostro, y la forma en la que se ofrece al mundo es un compromiso entre las orientaciones colectivas y la manera personal en que cada actor se acomoda en ellas (Le Breton 2010, 16). No obstante, en la era de la cirugía cosmética el sujeto o actor, como él lo llama, pierde su unicidad. Las transformaciones que se llevan a cabo en los rostros en un furor por alcanzar la belleza aceptada hacen las funciones de una máscara. En esta búsqueda, la máscara o las transformaciones Suele[n] tomar las riendas, apoderarse del hombre, quien creía dominar, orientar su acción. Querer escurrirse a hurtadillas de los propios

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rasgos no es una intención libre de riesgos. Cambiar de rostro implica cambiar de existencia, librarse o tomar una distancia provisoria, no sin peligros, del sentimiento de identidad que hasta ese momento regía la propia relación con el mundo (Le Breton 2010, 17).

Resulta significativa la recuperación del discurso y las prácticas de belleza, entendida ésta como un conjunto de conceptos, representaciones, discursos y prácticas cuya importancia radica en su capacidad performativa en la materialización de los cuerpos sexuados y en la definición de los géneros. Sabemos que hasta nuestros días la belleza se ha considerado una característica de la feminidad; es una obligación para las mujeres ser bellas. La belleza se constituye entonces en parte de la normalidad femenina que se impone a los cuerpos de las mujeres a través de prácticas identificatorias gobernadas por esquemas reguladores. Siguiendo a Georges Vigarello, podemos decir que la belleza es histórica y plantea diferencias en sus códigos tanto como en las maneras de enunciarla y mirarla. La belleza es social y sus criterios estéticos directamente experimentados en la atracción y el gusto, y se enuncia en los gestos y en las palabras cotidianas (Vigarello 2005, 10). Implica también la belleza que expresan los actores sociales, observada por ellos; sus normas, sus perfiles y también los medios de embellecimiento o conservación de la belleza, los que dan sentido al cuidado, a los ungüentos, a los afeites, a los secretos. Tiene que ver con lo que gusta o disgusta del cuerpo en cada cultura y en determinado tiempo, a las apariencias que se valorizan, a los contornos que se enfatizan o se desprecian. A su alrededor se constituyen imaginarios que emergen a la superficie de los cuerpos; comprende el aspecto y los modales, involucra el “sobrecogimiento de los sentidos”, la inopinada sensación de no poder describir la “perfección” (Vigarello 2005, 11). Para el especialista en cirugía cosmética, el doctor mexicano Feliciano Blanco Dávila14, la belleza ideal y la normalidad se basan en la observación del equilibrio, de la armonía del cuerpo y del rostro; de esta forma es posible distinguir lo estético de lo que no lo es (Blanco 2005). Reconoce, sin embargo, que sigue siendo una impresión de la mente motivada por su propia percepción, la de la población, la de la cultura, la de la época que se vive, y al mismo tiempo se pregunta “¿Pero existen medidas que determinen el grado de belleza de nuestros rostros y nuestros cuerpos?” (Blanco 2005, 118). Blanco encuentra la respuesta en las cavilaciones de Platón, quien ubicaba la belleza en el equilibrio y la armonía; su conclusión: “[…] de todos los vínculos, el más bello es el que se da a sí mismo, y a los términos que une la unidad más

14  Profesor de Cirugía, División de Cirugía Plástica y Reconstructiva, Facultad de Medicina.

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completa. Y es naturalmente la proporción la que realiza esto del modo más bello” (Blanco 2005, 117). El doctor Blanco Dávila enfatiza la importancia de la aplicación de estos conceptos de proporcionalidad en las operaciones quirúrgicas que tienen como propósito el conseguir una armonía estética. El doctor Blanco, siguiendo a Leslie G. Farkas (1985a, 328; 1985b, 509), especialista de la división de cirugía plástica en The Hospital of Sick Children, en Toronto, plantea la validez de los nueve cánones griegos del arte neoclásico en relación con las proporciones faciales. Estos cánones son: primero, la combinación de la altura cabeza-cara se puede dividir en dos partes iguales; segundo, la combinación de la altura frente-cara se puede dividir en tres partes iguales; tercero, la combinación de la altura cabeza-cara se puede dividir en cuatro partes iguales; cuarto, la longitud de la nariz es igual a la longitud de la oreja; quinto, la distancia interocular es igual a la anchura de la nariz; sexto, la distancia interocular es igual a la longitud de la fisura de los párpados; séptimo, la anchura de la boca es igual 1,5veces a la anchura de la nariz; octavo, la anchura de la nariz es igual a una cuarta parte de la anchura de la cara; y, noveno, la inclinación del puente nasal es paralela a la línea axial de la oreja (Blanco 2005, 123). Después de atender cuidadosamente los planteamientos del doctor Blanco Dávila, confirmamos lo que él señala a lo largo de su artículo, aquí recuperado: el sentido estético y artístico de la cirugía cosmética. Su reflexión lleva a plantearnos algunas preguntas: ¿Hasta dónde los cirujanos plásticos piensan en términos de armonía y proporción cuando intervienen a los pacientes? ¿Pesa más el beneficio económico que esta ética de la búsqueda del equilibrio en la práctica de la cirugía cosmética? Aunque los médicos intenten actuar bajo estos parámetros, ¿hasta dónde el tipo de requerimientos de los pacientes y los bombardeos mediáticos lo permiten? Cuando vemos esos rostros desfigurados por una rinoplastia con secuelas o unos labios deformados nos preguntamos ¿fue culpa del médico, fue la reacción del cuerpo, fue una necedad del paciente? La fuente de la eterna juventud Me hice una operación en el contorno de los ojos para quitarme las arrugas. También me estiré la cara y el cuello para no verme tan vieja […] estoy contenta, no sabes el sufrimiento que era levantarme y mirarme al espejo, no me reconocía […] ahora estoy rejuvenecida.

Este es el testimonio de una mujer de 55 años que se ha practicado cuatro operaciones en el rostro y una liposucción. Su más grande pesadilla es envejecer. La propaganda que despliegan los consultorios y las clínicas donde se practican

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cirugías cosméticas prometen el rejuvenecimiento o les ofrecen a las mujeres que se mantendrán jóvenes por siempre. En los años recientes, la cirugía cosmética se plantea como una solución a los problemas de las “imperfecciones” con las que nacemos. De este modo, cada vez son más las mujeres jóvenes las que deciden practicarse una cirugía cosmética. No obstante, es bien sabido que quienes inundan los consultorios y clínicas son las mujeres de mediana edad y las que se ubican en la llamada “tercera edad”. Recordemos que junto con la raza y el género, la edad es una de las marcas más significativas de la subjetividad de las mujeres, así como de la diferencia entre ellas. La información sobre el número y las edades en las cuales las mujeres se practican las cirugías estéticas es escasa y la que se puede encontrar en medios como la internet es muy estandarizada. Sin embargo, la que existe puede darnos una idea acerca de la recurrencia de este tipo de intervenciones quirúrgicas. Haciendo un promedio de los porcentajes que pueden encontrarse en diversos sitios de internet, vemos que el mayor número de cirugías cosméticas, entre el 43 y el 47,5%, se llevan a cabo entre las mujeres de 30 a 50 años de edad; seguidas por las de 50 a 65 años, que se operan entre el 25 y el 35%; las mujeres de 19 a 30 años, en un 22%; y las mujeres mayores de 65 años, en un 6% aproximadamente. Entre los tipos de operaciones que se realizan, el primer lugar lo ocupan, con 54%, las faciales, entre mujeres de 30 a 65 años de edad, y, como dato significativo, México es el país en el que más se aplican las inyecciones de botox. Estos datos nos permiten inferir que las mujeres mexicanas de entre 30 y 65 años tienen una preocupación principalísima por combatir el envejecimiento facial. De hecho, los médicos han reflexionado en torno del “envejecimiento facial en la mujer mexicana” (Luna Vallejo et al. 2000, 8-15). Con el envejecimiento facial, la mujer mexicana presenta cambios óseos graduales, principalmente en el grosor del borde supraorbitario, así como cambios en los tejidos blandos, caracterizados por ptosis de los párpados, adelgazamiento de la piel que los cubre y descenso de los cantos y de las cejas. Estos cambios permiten al cirujano plástico planear en forma estratégica los procedimientos quirúrgicos que debe realizar para la corrección del envejecimiento facial, según edad de las pacientes (Luna Vallejo et al. 2000, 14). Lo primero que llama la atención en esta definición médica es el tratamiento de la vejez como un “defecto” que se debe “corregir”. Esta mirada de aquellos que tienen el poder de la verdad científica vuelve defectuosas a todas aquellas personas que han rebasado cierta edad, de tal manera que cada vez es más temprana la necesidad de detener los efectos del paso del tiempo sobre la piel y las mujeres aun antes de los 30 comienzan no solo a utilizar cremas y afeites antiarrugas, sino a practicarse peeling o estiramientos faciales.

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La corrección de los efectos del envejecimiento ha llevado a los médicos a establecer discusiones en torno de ellos e incluso a catalogarlos. Es el caso, por ejemplo, de la llamada “nariz senil”. Los doctores Cuenca-Guerra y Cota15 señalan en un interesante artículo especializado que con el avance de la edad, debido al “descenso y rotación posterior del ápex nasal y en supuesto acortamiento de la columela, la nariz ópticamente se alarga y aparenta un crecimiento de la punta […]” (Cuenca-Guerra y Cota 2006, 84-85), por lo que el paciente puede mostrar una pseudogiba provocada por la falta de proyección del ápex16. Según estos especialistas, en los últimos quince años 360 pacientes se sometieron quirúrgicamente a una ritidoplastia, de los cuales 85 eran hombres y 275, mujeres, con edades de 48 a 68 años de edad, los primeros, y de 43 a 72 años, las segundas. De estos, al 88,05% se le practicó rinoplastia restauradora. La ritidoplastia o rejuvenecimiento facial es un proceso mediante el cual se remueve el exceso de piel en la cara y se corrigen los ángulos faciales que se pueden encontrar alterados por efectos de la gravedad. Este procedimiento se realiza muchas veces al mismo tiempo que otros procedimientos como la blefaroplastia (operación de párpados) y elevación de la cola de la ceja. Las técnicas17 que se aplican a los pacientes para la corrección de la nariz senil dependerán de las características particulares de la punta de la nariz, como cartílagos alares prominentes, fuertes, con paredes intermedias del interior de la nariz resistentes, la calidad de la piel, etc. Los médicos señalan que la cirugía de la nariz senil se puede llevar a cabo como una técnica aislada. Sin embargo, sugieren que es importante pensar en realizarla rutinariamente a todos los pacientes que se sometan a una ritidoplastia, como una técnica agregada a la restauración del aspecto juvenil de la cara, como un factor importante para la apariencia lozana. Se conseguirá así un aspecto más agradable y cuando menos cinco años más juvenil (Cuenca-Guerra y Cota 2006, 92). Es importante mencionar que las intervenciones para el rejuvenecimiento se han extendido a otras partes del cuerpo. Esto incluye, obviamente, las liposucciones y mastoplexias, pero significativo es el hecho de las operaciones que 15  Jefe de servicios y profesor titular y cirujano residente iii (respectivamente), de Cirugía Plástica y Reconstructiva cmn, 20 de noviembre, Instituto de Seguridad y Servicios Sociales del Estado. 16  El ápex es la punta de la nariz, y la columela se refiere al cartílago que une la punta de la nariz con el labio superior. 17  Las técnicas pueden ser: hemicrurotomía medial, “Cuando el paciente exhibe una punta nasal con cartílagos alares prominentes, domos y puntos luminosos muy aparentes, piel delgada o semigruesos, que por el peso y la edad el ápex está descendido y el septum membranoso laxo” (Cuenca-Guerra y Cota 2006, 85); colgajo del borde caudal del septum, cuando los pacientes tienen una punta nasal pesada con cartílagos resistentes y palpables, pero tan fuertes como los anteriores, con piel gruesa, y la gravitación del ápex es de moderada a extensa (Cuenca-Guerra y Cota 2006, 88).

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se conocen con el nombre genérico de “cirugía estética vaginal”, tal como se anuncia en un portal de internet: Nuestra clínica de cirugía estética vaginal lleva a cabo intervenciones como la vaginoplastia, la himenoplastia o la labioplastia, respetando en todo momento la intimidad de las pacientes, de la mano del Dr. Miguel Barroeta Gil y su equipo de colaboradores.

Hasta hace poco, las mujeres debían aceptar los efectos de la naturaleza y el paso del tiempo en su cuerpo, efectos que se notan mucho más en su zona íntima. La mujer de hoy es proactiva, libre, dueña de su cuerpo y toma decisiones atrevidas para sentirse atractiva en su totalidad. Si se cuidan todos los detalles del cuerpo, ¿por qué no los de las zonas más íntimas? La cirugía estética vaginal ofrece la posibilidad de modificar de forma segura aquello que no gusta o incomoda a la mujer de hoy, con la garantía de una recuperación rápida e indolora (mediante la vaginoplastia, la himenoplastia o la labioplastia) (Belleza Natural 2011). Según los promotores de este tipo de operaciones, el rejuvenecimiento vaginal láser se refiere específicamente a la vagina. Se diseñó para mejorar la satisfacción sexual en aquellas mujeres que presentan “defectos” en sus paredes por laxitud producida “exclusivamente por los partos”, que daña sus estructuras y músculos y, por lo tanto, las paredes vaginales se ensanchan, con lo cual disminuyen la fricción y el placer durante las relaciones sexuales. Además del envejecimiento se atiende a pacientes con vagina amplia por defectos en el colágeno. Las cirugías estéticas de las estructuras de la vulva se presentan en las siguientes variables: labioplastia reductora de los labios menores, con láser; reconstrucción estética de las estructuras vulgares dañadas por los partos, edad y deformidades; cirugía con láser para corregir el exceso de prepucio; perineoplastia con láser, para aumentar el tono de la apertura vaginal; himenoplastia con láser, para restaurar el himen; estiramiento (lifting) de los labios mayores envejecidos asociado a perineoplastia; labioplastia de labios mayores de aumento con grasa de la misma paciente. Se afirma que estos procedimientos han sido patentados por el doctor David Matlocky, del Instituto de Rejuvenecimiento Vaginal Láser de Los Ángeles, quien es el creador de estos procedimientos. El rejuvenecimiento vaginal es la cirugía que reconstruye la vagina y el periné (parte posterior de la vagina) estrechándola un poco más y creando un piso pélvico más fuerte, que favorece la fricción durante las relaciones sexuales y aumenta el placer de la pareja. La operación se encarga de fortalecer los músculos del periné o piso pélvico, para devolverle a la vagina su estrechez y tono naturales. La duración es de 30 minutos a una hora con anestesia epidural o general, se realiza ambulatoriamente y no hay que retirar los puntos porque se reabsorben totalmente. Los resultados de esta cirugía son permanentes y no dejan cicatrices.

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No podemos concluir este apartado sin mencionar que muchas mujeres que acuden a los servicios de cirugía cosmética aluden a razones complejas que rebasan el mero hecho de envejecer físicamente. En una sociedad como la nuestra, la vejez no es simplemente el arrugarse la piel o la disminución de ciertas capacidades motoras o visuales, entre otras. El hecho es que ser viejo tiene un significado cultural que coloca a estos sujetos al margen de la sociedad. Muchas mujeres que han sufrido un divorcio, que han perdido el empleo o que no logran conseguir alguno, que se sienten solas y sin posibilidad de encontrar pareja, etc., tienen en estas circunstancias algunas de las justificaciones que las llevan a adoptar esta medida extrema, siempre y cuando tengan la forma económica de hacerlo. Tales reflexiones quedan pendientes. Es paradójico pensar en que el recurso para elevar la autoestima sea profundizar en los “errores” que la naturaleza tuvo con nosotros, para corregirlos. La primera cirugía cosmética es solo el inicio de una carrera que no tiene fin, pues en cada intervención surge la necesidad de realizar otra y otra más. Las prácticas consecutivas de cirugía cosmética profundizan la insatisfacción con el propio cuerpo. Al mismo tiempo que las mujeres están siempre pendientes de la próxima operación, se va profundizando en la fragmentación del sujeto. El rechazo del propio cuerpo se traduce en reiteradas intervenciones o en la práctica de varias operaciones a la vez. La inconformidad con nosotros mismos se deposita en la corporalidad. Los cirujanos han sostenido que los individuos se pueden someter a todas las cirugías que deseen, pero recomiendan que entre una y otra se dejen al menos tres meses, aunque también comentan que después de la tercera o cuarta es necesario pensar en una consulta psicológica. Existe la adicción patológica a las cirugías cosméticas y también los desórdenes dismórficos, entendidos estos como un desorden mental caracterizado por la obsesión de una persona por un defecto leve o imaginado en su aspecto, hasta el grado de sentir un malestar o disfunción, clínicamente significativo (Pitts-Taylor 2007, 2). Se han identificado tales expresiones entre los pacientes que recurren a las cirugías de manera casi ordinaria. A manera de colofón: la cirugía cosmética, un proceso “performativo” Me gustaría concluir con una reflexión sobre la importancia que la cirugía cosmética tiene en nuestros días en términos de la definición de la identidad de género al tomar parte en los procesos de materialización de los sujetos. Desde diversos análisis se ha discutido acerca de la preeminencia de lo individual sobre lo colectivo en las sociedades contemporáneas, en particular en lo referente a la importancia del cuerpo como parte del proyecto personal. No obstante, la tensión entre la persecución de un ideal identitario muy personal y las tenden-

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cias de los patrones de belleza imperantes en estas sociedades se convierte en una de las paradojas más reveladoras de la modernidad tardía. En este sentido, retomando a Judith Butler, considero necesario poner de manifiesto la relevancia de la “performatividad” de las prácticas y los discursos que hacen realidad lo que nombran mediante “la apelación a la cita”18, en este caso, de los patrones estéticos dominantes. Supongo, con la autora, que los procesos de identificación no se dan como una actividad imitativa, mediante la cual un ser consciente se moldea a imagen y semejanza de otro. Por el contario, “la identificación es la pasión por la semejanza, mediante la cual emerge primariamente el yo” (Butler 2002, 35). El yo, enfatiza Butler citando a Freud, “es un yo corporal”. Ese yo es, además, “una proyección de una superficie” que ella caracteriza como una “morfología imaginaria”, y señala: [...] esta morfología imaginaria no es una operación presocial o presimbólica, sino que se trata de una operación orquestada mediante esquemas reguladores que producen posibilidades inteligibles y morfológicas. Estos esquemas reguladores no son estructuras eternas, sino que constituyen criterios históricamente revisables de inteligibilidad que producen y conquistan los cuerpos que importan (Butler 2002, 36).

La belleza considerada como un atributo de la feminidad participa en los esquemas reguladores que hacen inteligibles los cuerpos femeninos únicamente si se ajustan a los requerimientos de ciertos modelos de belleza aceptados y promovidos. Entonces, los discursos y prácticas de la belleza forman parte del proceso de materialización de los cuerpos femeninos, el cual será “una especie de apelación a las citas, la adquisición del ser mediante la cita del poder, una cita que establece una complicidad originaria con el poder en la adquisición del ‘yo’ ” (Butler 2002, 38). En este sentido, la cirugía cosmética se constituye en una práctica, por demás performativa, que participa de la materialización de los cuerpos, gobernada por

18  Retomo esta idea de “apelación a la cita” planteada por Judith Butler, quien la explica de la siguiente manera: “Lo que Lacan llama la ‘asunción’ o el ‘acceso’ a la ley simbólica puede interpretarse como una especie de ‘cita’ de la ley y así ofrece la oportunidad de vincular la cuestión de la materialización del ‘sexo’ con la concepción de la performatividad como una apelación a la cita […] Si el ‘sexo’ se asume del mismo modo en que se asume una ley […] luego, ‘la ley del sexo’ se fortalece e idealiza repetidamente como la ley solo en la medida en que se la reitere como una ley, que se produzca como tal, como el ideal anterior e inaproximable, mediante las citas mismas que esa ley ordena. Si se reinterpreta la significación que da Lacan a la ‘asunción’ como cita, ya no se le da a la ley una forma fija, previa a su cita, sino que se la produce mediante la cita, como aquello que procede y excede las aproximaciones mortales que realiza el sujeto” (Butler 2002, 36-37).

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normas reguladoras que determinan que un cuerpo sea viable. Contribuye también a la creación y a la recreación de ideales corporales que se procura imitar. El cuerpo se convierte así en un tropo que hace viable la acción de los sujetos: limitada en los procesos sociales y ampliada en cuanto a las perspectivas de construirse de la manera en la que les gustaría ser. La suposición de que se es dueño del propio cuerpo encuentra asiento en un excepcional desarrollo científico de la cirugía cosmética y permite que la aspiración de obtener la belleza y alcanzar la perfección corporal se convierta en una posibilidad real, al mismo tiempo que refuerza la concepción del cuerpo como una máquina que puede ser refaccionada, modificada y mejorada. Se considera a las sociedades actuales el tiempo y el espacio idóneos en los que la cirugía cosmética no solo se posiciona como el medio más efectivo para lograrla perfección, la belleza, la juventud y por ende mantener en alto nuestra autoestima, sino que también se convierte en la expresión más acabada del sueño dorado de la humanidad: el dominio de la cultura sobre la naturaleza y el triunfo de lo humano sobre lo divino. Los milagros que produce la cirugía cosmética son cada vez más sorprendentes y las prácticas quirúrgicas destinadas a partes específicas del cuerpo han alcanzado un alto grado de especialización y sofisticación, solo pensable desde la ficción decimonónica de Shelley. La noción del cuerpo como la matriz biológica de la persona y como la parte de naturaleza que los individuos tenemos, así como la idea religiosa de que somos producto de la voluntad divina hacen pensar en que los cambios físicos a través de la intermediación de prácticas como la cirugía cosmética obran milagrosamente. De este modo, la naturaleza del vínculo que se establece entre la infalibilidad de la ciencia y sus efectos milagrosos es de carácter esencialmente místico, de profunda fe depositada en la persona del médico cuya sabiduría le permite funcionar como mediación entre los individuos y la divinidad de la forma en la que ésta se presente. Bibliografía Barthes, Roland. 1999. Mitologías. México: Siglo xxi. Blanco Dávila, Feliciano. 2005. “Las proporciones divinas”. Cirugía Plástica, vol.15, nº 2. Bordo Susan. 1987. The Flight to Objectivity: Essay on Cartesianism and Culture. Albany: suny Press. Bordo Susan. 2003 Unbearable Weight. Feminism, Western Culture and the Body. Berkeley: University of California Press. Butler, Judith. 1989. Gender Trouble. Feminism and the Subversion of Identity. Nueva York: Routledge.

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Sobre los autores Diádiney Helena de Almeida Licenciada en Historia de la Universidade Federal do Rio de Janeiro y magíster en Historia de las Ciencias y de la Salud de la Casa de Oswaldo Cruz. Profesora sustituta del Centro Federal de Educação Tecnológica-campus iv-mg. Entre sus publicaciones se encuentra Hegemonia e contra-hegemonia nas artes de curar oitocentistas brasileiras (tesis de maestría); en anales de congresos: “Um estudo das interações culturais entre curandeiros e médicos acadêmicos no Rio de Janeiro Oitocentista” (xiii Encontro Regional de História Anpuh-Rio, Rio de Janeiro. Identidades, 2008); “Médicos acadêmicos e curandeiros no Rio de Janeiro do século xix” (ix Encontro Estadual de História, Anpuh-RS, Rio Grande do Sul, Vestígios do Passado, a História e suas fontes); “Conhecimentos que circulam: práticas terapêuticas de curandeiros e médicos acadêmicos no Rio de Janeiro do século xix” (xiii Congresso Brasileiro de História da Medicina, 2008, FortalezaCeará. Jornal Brasileiro de História da Medicina xiii Congresso Brasileiro de História da Medicina, 2008). Miembro del Grupo de Trabalho História e Saúde de la Associação Nacional de Professores de História do Rio Grande do Sul. Correo electrónico: [email protected]. Adriana María Alzate Echeverri Historiadora de la Universidad de Antioquia (1995), magíster en Historia y Civilizaciones de la École des Hautes Études en Sciences Sociales (París, 1997) y doctora en Historia de la Université de Paris 1, Panthéon-Sorbonne (2004). En la actualidad es profesora asociada en el Programa de Historia de la Escuela de Ciencias Humanas de la Universidad del Rosario (Bogotá). Entre sus obras figuran Suciedad y orden. Reformas sanitarias borbónicas en la Nueva Granada (1760-1810) (Bogotá: Universidad del Rosario-Facultad de Ciencias Sociales y Humanas Universidad de Antioquia-Instituto Colombiano de Antropología e Historia, 2007); y Geografía de la lamentación. Institución hospitalaria y socie-

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dad en el Nuevo Reino de Granada, 1760-1810 (Bogotá: Universidad del RosarioCentro Editorial Javeriano, 2012). Correo electrónico: [email protected]. Alejandra Araya Espinoza Directora del Archivo Central Andrés Bello de la Universidad de Chile, académica del Departamento de Ciencias Históricas de la misma universidad. Doctora en Historia del Colegio de México. Autora del libro Ociosos, vagabundos y malentretenidos en Chile colonial (Santiago de Chile: Centro de Investigaciones Barros Arana/lom, 1999); editora junto con Jaime Valenzuela de Denominaciones, clasificaciones e identidades en América colonial (Santiago de Chile: Fondo de Publicaciones Americanistas Universidad de Chile-Pontificia Universidad Católica de Chile, 2010) y Cuerpo, sociedad colonial e individuo moderno: Sor Josefa de los Dolores Peña y Lillo, 1739-1822 (en prensa). Actualmente dirige el proyecto Fondecyt “Para un imaginario sociopolítico colonial: castas y plebe en Chile, 1650-1800”, del cual forma parte el artículo incluido en este libro. Correo electrónico: [email protected]. Diego Armus Doctor en Historia de la Universidad de California, en Berkeley. Enseña historia latinoamericana en Swarthmore College. Ha sido profesor invitado en universidades argentinas, latinoamericanas, norteamericanas y europeas. Se desempeñó como investigador visitante, entre otros, en Harvard University, Columbia University, New York University y el Instituto Ibero-Americano de Berlín. Su último libro, La ciudad impura. Salud, tuberculosis y cultura en Buenos Aires, 1870-1950 (Edhasa, 2007), fue publicado en inglés por The Duke University Press en el 2011. En temas relacionados con la historia de la salud y la enfermedad ha editado Entre médicos y curanderos. Cultura, historia y enfermedad en América latina moderna (Norma, 2002); From Malaria to aids. Disease in the History of Modern Latin America (Duke, 2003); Cuidar, curar, controlar. Ensaios históricos sobre saúde e doença na Améria Latina e Caribe (Fiocruz, 2004, 2012) y Avatares de la medicalización de América Latina (Lugar, 2005). Correo electrónico: [email protected]. Hilderman Cardona Rodas Es historiador y magíster en Historia de la Universidad Nacional de Colombia (Medellín). En la actualidad es profesor del Departamento de Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad de Medellín. Autor, entre otros, de Experiencias desnudas del orden. Cuerpos deformes y monstruosos (Medellín: Universidad de Medellín, 2012); “La antropología criminal en Colombia: el rostro y el cuerpo del criminal revelan su conducta anormal” (en Higienizar, medicar, gobernar. Historia, medicina y sociedad en Colombia, 2004); y “Monstruosidad orgánica-

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monstruosidad del comportamiento. Cuando las anatomías ambiguas inquietan la práctica clínica en Colombia” (en Poder y saber en la historia de la salud en Colombia, 2006). Correo electrónico: [email protected]. Santiago Castro-Gómez Filósofo de la Universidad Santo Tomás, magíster en Filosofía de la universidad de Tübingen (Alemania) y doctorado en la Johann Wolfgang Goethe-Universität de Frankfurt. Profesor asociado de la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá. Sus trabajos de investigación se centran en la genealogía de las tecnologías históricas de gobierno en Colombia, con especial atención en las herencias coloniales. Entre sus libros se destacan: Crítica de la razón latinoamericana (1996), La hybris del punto cero (2005), Tejidos oníricos (2009) e Historia de la gubernamentalidad (2010). Correo electrónico: [email protected]. Óscar Gallo Historiador, magíster en Historia y estudiante del doctorado en Historia de la Universidad Federal de Santa Catarina (Florianópolis, Brasil). Becario de la Coordenação de Aperfeiçoamento de Pessoal de Nível Superior. Integrante del Grupo de Investigación Producción, Circulación y Apropiación de Saberes (Colombia) y del Laboratório de História, Saúde e Sociedade (Brasil). Es coautor con el historiador Jorge Márquez Valderrama de: “La silicosis o tisis de los mineros en Colombia, 1910-1960” (revista Salud Colectiva Argentina, 2011), “La enfermedad oculta: una historia de las enfermedades profesionales en Colombia, el caso de la silicosis, 1910-1950” (revista Historia Crítica, en prensa), “La mortalidad infantil y la medicalización de la infancia. El caso de Titiribí, Antioquia, 1910-1950” (revista Historia y Sociedad, 2011). Correo electrónico: [email protected]. Frida Gorbach Doctora en Historia del Arte de la Universidad Nacional Autónoma de México y profesora investigadora de la Universidad Autónoma Metropolitana, plantel Xochimilco. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Ha publicado varios artículos sobre monstruos y anomalías en México en los finales del siglo xix, sobre mujeres, locura e histeria en la misma época, así como sobre cultura e historia nacional. Algunos de sus artículos más recientes son: “¿Dónde están las mujeres de La Castañeda? Una aproximación a los expedientes clínicos del manicomio, 1910” (en Nuevo Mundo Mundos Nuevos, http://nuevomundo.revues. org//index13952.html, 2011) y “La historia nacional mexicana: pasado, presente y futuro” (en Mario Rufer [coord.]. 2011. Nación y diferencia. Procesos de identificación y producciones de otredad en contextos poscoloniales. México: uam/ Ítaca). Así mismo, publicó los libros El monstruo, objeto imposible. Un estudio sobre teratología mexicana (1860-1900) (México: uam-Ítaca, 2008) y, junto con

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Carlos López Beltrán, Saberes locales: ensayos sobre historia de la ciencia (México: El Colegio de Michoacán, 2008). En la actualidad forma parte del grupo académico Nación cuestionada y acción política de la uam-X y Promep. Correo electrónico: [email protected]. Oliva López Sánchez Licenciada en Psicología de la fes Iztacala-Unam, maestra en Psicoterapia corporal de la Universidad Intercontinental, especialista en estudios de la mujer en el Programa Interdisciplinario de Estudios de la Mujer de El Colegio de México, doctora en Antropología del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social-DF, con especialidad en Antropología Médica. Actualmente es profesora titular “C” TC en la fes Iztacala-unam, adscrita a la carrera de Psicología desde 1989. Autora de Enfermas, mentirosas y temperamentales. La concepción médica del cuerpo femenino durante la segunda mitad del siglo xix en México (Plaza y Valdés) y Alternativas terapéuticas en los trastornos psico-corporales (Ceapac), entre otros. Realizadora del documental Imágenes y representaciones del himen en la medicina del siglo xix mexicano. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Nivel 1 de la mesa directiva de la Sociedad Mexicana de Historia de la Ciencia y la Tecnología. Obtuvo el Premio Nacional de Investigación en el área de humanidades de la Academia Mexicana de Ciencias, 2009. Correo electrónico: [email protected]. Elsa Muñiz Profesora e investigadora de la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Azcapotzalco; coordinadora de la línea de investigación Antropología e Historia de Género en la Escuela Nacional de Antropología e Historia; doctora en Antropología, maestra en Historia, especialista en Estudios de la Mujer y profesora normalista; investigadora nacional; autora de artículos especializados publicados en revistas universitarias como Acta Sociológica, Cuicuilco, Sociológica y Fuentes Humanísticas. Ha escrito también en Revista Memoria y en Omnia. Autora de los libros El enigma del ser. La búsqueda de las mujeres (uam) y Cuerpo, representación y poder. México en los albores de la reconstrucción nacional (uam y Miguel Ángel Porrúa). Correo electrónico: [email protected]. Fernanda Núñez Becerra Doctora en Historia de la Universidad Denis Diderot, Paris vii. Investigadora titular en el inah-Veracruz, oficina Xalapa (México). Ha publicado, entre otros, los siguientes libros: Malinche, de la historia al mito (Instituto Nacional de Antropología e Historia, 1996); La prostitución y su represión en la ciudad de México, siglo xix. Prácticas y representaciones (Barcelona: Gedisa, 2002). Entre sus artículos figuran “Doña Bárbara de Echagaray, beata y pecadora xalapeña

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de fines del siglo xviii” (revista Relaciones 88, vol. xxii, 2001) y “Las mujeres en la historia, las trampas del discurso” (Graphen de Historiografía, año 1, nº 1, 2002). Correo electrónico: [email protected]. Zandra Pedraza Gómez Antropóloga y Dr. Phil. (Freie Universität Berlin). Profesora asociada del Departamento de Lenguajes y Estudios Socioculturales de la Universidad de los Andes. Entre sus publicaciones se cuentan: “Claves para una perspectiva histórica del cuerpo” (en Nina Alejandra Cabra y Manuel Roberto Escobar [eds.]. 2014. El cuerpo en Colombia. Estado del arte cuerpo y subjetividad. Bogotá: Iesco, Idep); “Atributos de ciudadanía y gobierno del hogar: el uso político de las imágenes médicas del cuerpo de la mujer” (en Estela Restrepo, Ona Vileikis y Andrés Escobar [eds.]. 2014. Anatomía y arte. A propósito del atlas anatómico de Francesco Antommarchi. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia); “Por el archipiélago del cuerpo: experiencia, práctica y representación” (Revista Nómadas nº 39, 2013) y En cuerpo y alma: visiones del progreso y de la felicidad. Educación, cuerpo y orden social en Colombia (1833 -1987), 2ª ed., Bogotá: Universidad de los Andesceso, 2011. Correo electrónico: [email protected]. Alexandre C. Varella Doctor en Historia Social de la Universidade de São Paulo. Actualmente es profesor e investigador de Historia (cargo adjunto i), miembro del Instituto de Letras, Artes, Cultura e História de la Universidade Federal da Integração Latino-Americana, con sede en Foz do Iguaçu (Paraná). Investigador en el Núcleo de Estudos Interdisciplinares sobre Psicoativos; colaboraciones en el Laboratório de Pesquisa Centro de Estudos Mesoamericanos e Andinos da Universidade de São Paulo. Autor del libro A embriaguez na conquista da América; medicina, idolatria e vício no México e Peru, séculos xvi e xii (São Paulo: Alameda, 2012-2013). Otros textos de su autoría son “Dulces regalos del Nuevo Mundo. Alimentos de indios en las recetas medicinales del P. Bernabé Cobo (s. xvii)” (Allpanchis, revista del Instituto de Pastoral Andina, nos 73/74, Cuzco, 2012-2013) y “Os vícios de comer coca e da borracheira no mundo andino do cronista indígena Guaman Poma” (en Drogas e cultura: novas perspectivas. Salvador: Edufba, 2008). Correo electrónico: [email protected].

Al otro lado del cuerpo. Estudios biopolíticos en América Latina se terminó de imprimir y encuadernar en octubre del 2014 en Bogotá, D. C. Se compuso en fuente tipográfica Minion Pro de 10,7 puntos.