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La querella del arte contemporáneo
De Marc Jimenez en esta Editorial Theodor Adorno. Arte, ideología y teoría del arte
Cet ouvrage, publié dans le cadre du Programme d’Aide á la Publication Victoria Ocampo, bénéficie du soutien de Culturesfrance, opérateur du Ministére Frangais des Affaires Étrangéres et Européennes, du Ministére Frangais de la Cul ture et de la Communication et du Service de Coopération et d’Action Culturelle del’Ambassade de France enArgentine. Esta obra, publicada en el marco del Programa de Ayuda a la Publicación Victoria Ocampo, cuenta con el apoyo de Culturesfrance, operador del Ministerio Francés de Asuntos Extranjeros y Europeos, del Ministerio Francés de la Cul tura y de la Comunicación y del Servicio de Cooperación y de Acción Cultural de la Embajada de Francia en Argentina.
La querella del arte contemporáneo Marc Jimenez Amorrortu editores Buenos Aires - Madrid
Colección Nómadas La querelle de l’art contemporain, Marc Jimenez © Éditions Gallimard, 2005 Traducción: Heber Cardoso © Todos los derechos de la edición en castellano reservados por Amorrortu editores S.A., Paraguay 1225, T piso - C1057AAS Buenos Aires Amorrortu editores España S.L. - C/López de Hoyos 15,3o izquierda 28006 Madrid www.amorrortueditores.com
Industria argentina. Made in Argentina ISBN 978-950-518-384-5 (Argentina) ISBN 978-84-610-9030-3 (España) ISBN 2-07-042641-6, París, edición original
Jimenez, Marc La querella del arte contemporáneo. - Ia ed. - Buenos Aires : Amorrortu, 2010. 336 p. ; 20x12 cm. - (Colección Nómadas) Traducción de: Heber Cardoso ISBN 978-950-518-384-5 (Argentina) ISBN 978-84-610-9030-3 (España) 1. Arte contemporáneo. I. Cardoso, Heber, trad. II. Título. CDD 759
Impreso en los Talleres Gráficos Color Efe, Paso 192, Avellaneda, provincia de Buenos Aires, en septiembre de 2010. Tirada de esta edición: 2.000 ejemplares.
A la memoria de Rainer Rochlitz.
índice general
13 Prefacio En el origen de la crisis, 13. Una querella paradóji ca, 17. El fin de la unidad de las bellas artes: las artes plásticas, 21. La crítica de arte en el callejón sin salida, 26. Cambio de paradigmas, 30. Las apuestas reales de la querella, 34. Notas, 36
39 Primera parte. Del arte moderno
al arte contemporáneo 41
I. Un arte estercolar Las aversiones de Tilomas Bernhard, 41. Cloa cas. . 42. Los exquisitos cadáveres de Günther von Hagens, 46. El «apóstol de lo feo»: Gustave Courbet, 48. Los «anartistas» de Serge Rezvani, 52. Notas, 54
57 II. Arte contemporáneo: una «expresión incendiaria» f
La monocromía blanca del pintor Antrios, 57
62 III. Una cuestión de cronología Ü^:
El fin del academicismo, 62. ¿El arte de hoy es contemporáneo?, 66. ¿Modernos o contemporáneos?, '70. Notas, 72
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IV. L a
d é c a d a d e l se se n ta : la e x p lo s ió n a r tís tic a
Contra el expresionismo abstracto: un nuevo rea lismo, 73. Marcel Duchamp «asesinado», 76. «No somos pintores»: BMPT, 78. Pintura, pintura: So portes/Superficies, 79. Un arte militante, 80. Mini malismo posduchampiano, 82. El arte reducido a su concepto, 84. Un arte «pobre», 85. Esculpir la naturaleza, 87. El «cuerpo» político, 88. Un arte anclado en lo real, 90. Notas, 91 93
V. La década del setenta: «Cuando las actitudes se convierten en formas» Desmaterialización del arte, 94. ¿Desacralización o liberación del arte?, 95. Notas, 98
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Segunda parte. La declinación de la modernidad Nota, 102
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VI. Clement Greenberg y la declinación de la crítica modernista Notas, 108
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VIL Theodor W. Adorno y el fin de la modernidad Notas, 117
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VIII. El relato posmoderno Regreso a la figuración, 118. El acta de defunción de la modernidad, 123. Posmodernismo, 124. La crisis generalizada de los sistemas: lo posmodemo, 126. Expertos y profanos, 128. Notas, 131
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Tercera parte. La crisis del arte contemporáneo
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IX. Las apuestas del debate Notas, 142
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X. El proceso del arte contemporáneo El frente «antiarte contemporáneo», 143. El efecto Baudrillard, 145. Quiebra de la estética tradicio nal, 147. Notas, 149
166 XI. ¿Cómo interpretar la crisis? Democracia y pluralismo, 166. Por nuevas relacio nes estéticas, 168. La «paradoja permisiva» según Nathalie Heinich, 173. Notas, 177
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Cuarta parte. El debate filosófico y estético
181 XII. Cambio de paradigmas Abrir el concepto de arte: Morris Weitz, 184. De sintegración de la noción de obra de arte, 188. Una estética norteamericana, 191. Notas, 195 197 XIII. El mundo del arte Lo banal transfigurado: Arthur Danto, 197. El pa pel de la institución: George Dickie, 207. Los calle jones sin salida de la filosofía analítica del arte, 214. Una reactualización legítima y sorprendente, 218. La «teoría especulativa del arte», 221. Subje tivismo y pluralismo, 223. Notas, 226
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XIV. Los criterios estéticos en cuestión La universalidad del juicio basado en el gusto y el sentido común, 229. ¿Describir o evaluar?, 231. Necesidad de una argumentación estética: Rainer Rochlitz, 237. El caso King Kong, 242. El papel de la experiencia estética, 245. Notas, 247
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Quinta parte. Arte, sociedad, política
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XV. Arte, sociedad, política El arte del vacío, 253. De lo inmaterial a lo gaseo so, 260. Para una estética del arte contemporáneo, 265. El arte contemporáneo piensa el mundo, 266. Desórdenes del arte/desorden del mundo, 274. El distanciamiento del arte, 277. Crítica y argumen tos estéticos, 282. Arte versus cultura, 285. Notas, 289
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Epílogo Notas, 301
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Apéndices
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Bibliografía selectiva Obras colectivas y actas de coloquios, 309
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índice de nombres índice de nociones, movimientos y corrientes
Prefacio
(. ..) Al barrer el taller del artista, la pregunta que plantea la mujer que se ocupa de la limpieza es el co mienzo mismo de toda estética. La mujer que limpia el taller del escultor en el paleolítico superior observa que la esposa del artista es una hermosa mujer, alta, de senos generosos, con abdomen musculoso y propor cionado de cazadora, y que de la estatua que el hom bre modela surge una enorme progenitora de senos enormemente henchidos de leche, con el vientre enor memente fecundo de vida, con un sexo desproporcio nado y nalgas gigantescas. «¿De dónde saca todo eso?», se pregunta la mujer. C l a u d e R oy
Uart á la source, tomo II
En el origen de la crisis «¿Existen aún criterios de apreciación estética?». En el umbral de la última década del siglo XX, esta pregunta desencadenó de modo espectacular e ines perado, especialmente en Francia, lo que ahora se ha dado en denominar «la crisis del arte contemporá neo».1 Durante unos diez años, controversias, polé 13
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micas y debates virulentos opusieron a defensores y detractores de la creación artística actual. Sin embargo, interrogarse acerca de las normas de evaluación y apreciación estéticas que permiten formular un juicio sobre las obras de arte no tiene en sí nada de escandaloso. La cuestión es incluso perti nente, pues se acerca a las reacciones del gran públi co, a menudo perplejo y desorientado ante obras que no comprende. Citemos algunos ejemplos. Pese a la notoriedad nacional e internacional de Daniel Burén, artista reconocido por las institucio nes públicas, etiquetado como «artista oficial», la controversia que lo opone a sus muy numerosos es pectadores dista de haberse resuelto.2 Por otra par te, ¿quién sabe si no hay más «burenófobos» vengati vos que «burenólatras» entusiastas? Para quien ig nore su trabajo in situ y las propiedades específicas que le atribuye a su «herramienta visual» —las fa mosas franjas verticales de 8,7 cm—, las columnas del patio del Palais-Royal de París no serán objeto, por cierto, de un juicio unánime. Es posible encon tra r entendidos que no aprecian demasiado ese tipo de instalaciones. Algunos detractores quizá lleguen a echar de menos la época, no muy lejana, en la que ese espacio estaba visualmente contaminado por de cenas de vehículos estacionados. Las esculturas corporales de Orlan,3 y en especial las intervenciones quirúrgicas «estéticas» que remodelaron su rostro a los efectos de denunciar los este reotipos ampliamente mediatizados de la belleza fe menina, despiertan aún hoy cierto grado de incom prensión, incluso de repulsión. El ready-made, ese objeto completamente «inven tado» por Marcel Duchamp en 1913,4 inasimilable, 14
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según la propia confesión del artista, a una obra de arte y, sin embargo, en gran medida presente hasta hoy en el arte contemporáneo, continúa sorpren diendo a más de un espectador por su incongruencia. El semirremolque que Jean-Marc Bustam ante5 pensaba instalar, en 1995, en una capilla en desuso de la ciudad de Carpentras se vio obligado a dar me dia vuelta —si se nos permite la expresión— por or den del alcalde, instigado por las intensas reacciones de sus administrados. Al respecto, se habló de un ac to de censura. Y lo fue, sin duda alguna. No obstante, es probable que esa instalación espectacular no fue ra del agrado de todos los conciudadanos. Terminemos con una lista que podría ser intermi nable, aunque recurriremos a otros ejemplos. Al margen del entusiasmo que suscita entre sus promotores, este tipo de arte provoca con mucha fre cuencia impresiones y sensaciones encontradas: cu riosidad, asombro, incomprensión, irritación, repro bación, escándalo, execración o, peor aún, indiferen cia. En suma, muy a menudo alcanza su objetivo. Y entonces resulta perfectamente legítimo interrogar se acerca de la existencia de criterios estéticos que ri gen la selección de los artistas y de sus obras por las instituciones públicas y privadas —museos, insti tutos de arte, galerías—. >; Esta pregunta es evidentemente retórica, pues en forma indirecta contiene la respuesta en su propia formulación. Plantearla significa que los criterios se han vuelto inaplicables o que lisa y llanamente han desaparecido .(No tiene nada de sorprendente que los |riterios artísticos de los siglos XVIII y XIX ya no íiSean válidos: la modernidad artística del siglo XX se Itia. encargado de descalificar las categorías estéticas ¡¡liidicionales^Por el contrario, la hipótesis de la de 15
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saparición lisa y llana es motivo de sorpresa, y deter mina, por otra parte, que se tome particularmente incomprensible la atención de que es objeto el arte contemporáneo por los profesionales del arte y la cul tura. En efecto, pese a la frecuente perplejidad del público ante manifestaciones cuyo sentido se le es capa, el arte contemporáneo se beneficia sobremane ra, desde hace más de dos décadas, con subvenciones otorgadas por el Estado, al menos en Francia. Y bien se puede pensar que los poderes públicos que finan cian los proyectos, o que se los encargan a los artis tas, disponen de normas que garantizan una selec ción rigurosa, y no aleatoria, en cuanto a la calidad y el valor de las obras subvencionadas. Sea como fuere, se trate de su obsolescencia o su desaparición, por el momento la polémica se centra inicialmente en el tem a de la decadencia del arte contemporáneo. ¿De quién es la culpa? Una plétora de potenciales culpables es rápidamente sindicada: el Estado, que por intermedio de las DRAC y de los FRAC (Direcciones Regionales de Asuntos Cultura les y Fondos Regionales de Arte Contemporáneo)6 subvenciona un arte «oficial» que en principio resul ta, no obstante, rebelde ante las normas y los valores sociales comunes; los artistas, acusados de oportu nismo, quienes pretenden una cotización ventajosa en el mercado del arte; los críticos de arte, compla cientes y timoratos; la renuncia al oficio, a la técnica y al saber hacer; los medios de comunicación de ma sas, al acecho de lo sensacional, e, inevitablemente, Marcel Duchamp, el iconoclasta, el gran iniciador del «cualquier cosa» y de la decadencia en el campo de las artes desde comienzos del siglo pasado.
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a querella d el a r te contem poráneo
Una querella paradójica De hecho, por varias razones, esta crisis del arte contemporáneo resulta paradójica. Su desencadena miento fue inesperado y cuando menos tardío. Des pués del cubismo, la abstracción, las vanguardias, el pop art, el minimalismo, el arte bruto, los happenings, las instalaciones, etc., bien se podía creer que el mundo artístico estaba harto de la desenfrenada su cesión de provocaciones. ¿Acaso no se consideraba que los famosos ready-made, tales como la rueda de bicicleta, el portabotellas, la pala para nieve, el ori nal, promovidos por Marcel Duchamp «a la dignidad de objetos artísticos», habían inmunizado la esfera artística contra cualquier clase de fiebre intempesti va? Tal disputa sobre los criterios estéticos declara dos obsoletos desde hacía tantas décadas, ¿no mos traba un aspecto anacrónico frente a las conmocio nes ocurridas en el arte occidental a partir del impre sionismo? Otra paradoja radica en la propia naturaleza de un debate acerca de una cuestión que a priori puede interesar —ya lo hemos dicho— al público no espe cializado. Más adelante volveremos sobre las peripe cias y las apuestas de la crisis, pero señalemos desde ahora algunos aspectos extraños. Las controversias sobre el arte contemporáneo tuvieron lugar en au sencia de los artistas, que a veces estaban directa mente involucrados. Sus obras propiamente dichas rara vez eran citadas y menos aún analizadas. Los protagonistas se limitaban a algunos críticos de arte, comisarios de exposiciones e historiadores del arte francés que se batían a espada —verbalmente— a '^propósito de la situación del arte contemporáneo en J|*rancia —que no era, en verdad, nada brillante—. 17
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Por esa época, se observaba con am argura que el Museo Guggenheim de Bilbao abría sus puertas a numerosos artistas de reputación internacional, en tanto que a los creadores franceses apenas les reser vaba algún espacio. ¿Cómo entender esas paradojas? ¿La historia del arte occidental no está jalonada por disputas y que rellas recurrentes, cuyas heridas mal cicatrizadas aún influyen en nuestra percepción y nuestra com prensión de las actuales formas de creación? ¿En qué es diferente la actual querella de las anteriores? Etimológicamente, una querella significa «queja ante la justicia». Cabe muy bien imaginar los proce sos en los cuales debían entender antaño los jueces garantes de lo bello, de la armonía y de la semejanza, en contra de las obras consideradas escandalosas o heréticas. Pero, en la actualidad, ¿qué tribunal reci biría a los querellantes, si no el de la historia, o sea, «el de los tiempos», que elige ineluctable y casi infali blemente entre las obras inolvidables y aquellas que no vale la pena recordar? Y si hoy fuera preciso hacer un balance, provisorio por cierto, probablemente se comprobaría que siempre resultan ganadoras las obras, cuando menos aquellas que escapan al olvido de la historia. Se vería también que el arte siempre ha sabido afianzar la libertad de creación contra todo tipo de coerción, de dogmas, de convenciones, de tra diciones, de tutelas diversas —religiosas, políticas, ideológicas, económicas—, que permanentemente se han opuesto a la voluntad de transformar el mundo o, por lo menos, la visión que se tiene de él. ¿Se puede seguir manteniendo hoy en día este ra zonamiento? Seguro que no. Conocemos bien algunas querellas célebres: la de la mimesis, recurrente desde la Antigüedad —en fa 18
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vor o en contra de la imitación y el trompe-Voeil—; la querella que enfrentó a la Contrarreforma con la iconoclastia luterana y calvinista, reedición ya «moder na» de las querellas bizantinas. También recorda mos la querella de los Antiguos y los Modernos, sobre un fondo de estrategia política; la querella del color contra el dibujo, que tenía en un segundo plano la conmoción del racionalismo cartesiano; la querella de los Bufones —¿es preciso, en verdad, elegir entre Francia e Italia?, preguntaba Voltairé—, etcétera. Sin embargo, la modernidad modificó profunda mente el sentido de los enfrentamientos. El menos precio de la tradición se volvió cada vez más radical, y el rechazo de lo «antiguo» se manifestó de manera mucho más sistemática. La experiencia de lo nuevo se infiltró en todos los aspectos de la vida cotidiana. Transformó la representación de la «vida moderna» aun antes de que esta diera lugar a realizaciones concretas. En el primer tercio del siglo XIX, el filóso fo Hegel presintió el surgimiento del arte moderno sin tener ante sus ojos ni en los oídos ningún ejemplo de «modernidad» artística. Crítico acerbo y sagaz, y sin ilusiones sobre el futuro, Baudelaire se convirtió, sin embargo, en los comienzos de la Revolución In dustrial, en el poeta de la modernidad. Transgresio nes, escándalos y provocaciones se sucedieron sin ce sar y fueron socavando poco a poco la autoridad, por cierto declinante pero aún bien afianzada hasta fi lies de siglo, del academicismo y el conservadurismo. Énlos umbrales del siglo XX, el grito de Gauguin ex presaba con toda razón el entusiasmo de una genelición que algunas décadas después se aprestaba a fptéar del neoclasicismo a la abstracción: «He aquí |íh a lucha de quince años que nos lleva a liberamos Ipg la Escuela, de todo ese fárrago de recetas fuera de 19
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las cuales ya no hay salvación, ni honor, ni dinero. Dibujo, color, composición, sinceridad ante la natu raleza, qué sé yo: aún ayer algunos matemáticos nos imponían (descubrimientos de Charles Henri) luces, colores inmutables. Ha pasado el peligro. ¡Sí, somos libres!».7 No obstante, fuera de algunos célebres «acciden tes» de repercusión tardía y prolongada —como el ready-made duchampiano y el Cuadrado blanco so bre fondo blanco, de Malevitch (1918), o bien el Pája ro en el espacio (1923), del escultor Brancusi, que para los aduaneros neoyorquinos no era una obra de arte sino un objeto utilitario—,8 esta libertad sólo sobrepasó temporariamente las fronteras del arte. Obligó en particular a las instituciones, incluso a las que se hallaban en el apogeo de los movimientos de vanguardia entre ambas guerras mundiales, a hacer retroceder los límites. Esas instituciones, así como el mundo del arte, muy a menudo terminaron, de buen o mal grado, por aceptar e incorporar esos desbordes. Y lo mismo sucedió con el público, que al cabo de un tiempo fue asimilando e incluso celebrando obras ig noradas o rechazadas en el momento de su creación. Sabiendo que la ampliación del marco institucio nal y la continua expansión de la esfera artística son rasgos específicos del arte occidental, ¿se puede con siderar que el arte contemporáneo responde a ese proceso? No parece que eso ocurra, si se tiene en cuenta que la querella del arte llamado «contempo ráneo» demuestra ser de una naturaleza completa mente diferente de las disputas y controversias del pasado. La crisis de las bellas artes tradicionales —que comienza con el impresionismo—, el nacimiento de la abstracción, las vanguardias, la irrupción de obje 20
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tos industrializados en el campo artístico —en suma, la modernidad—, dan cuenta en forma imperfecta del malestar actual .[Contrariamente a una idea es tablecida, el arte moderno no explica al arte contemporánechjDicho de otra manera, no se puede suscri bir la tesis, tantas veces retomada en las controver sias recientes, que establece una relación de causa a efecto entre las conmociones provocadas por la mo dernidad y la pretendida delicuescencia de la crea ción artística desde hace unos treinta años.
El fin de la unidad de las bellas artes: las artes plásticas Es cierto que el denominado «arte contemporáneo» nace, efectivamente, en un terreno preparado desde mucho tiempo atrás por la descomposición de los sis temas de referencia, tales como la imitación, la fide lidad a la naturaleza, la idea de belleza, la armonía, etc., y por el relajamiento de los criterios clásicos. Sólo subsisten vestigios del glorioso edificio de las bellas artes, fundado a partir del siglo XVII sobre las bases de la Academia Real de Pintura y Escultura, e institucionalizado a comienzos del siglo XIX con el nombre, precisamente, de Academia de Bellas Artes. Las vanguardias y el arte moderno, hasta su apogeo en la década del sesenta, contribuyeron en gran me dida a esa conmoción, debida en parte al deshilachamiento de las artes, a las mezclas y a las hibridacio|>nes de prácticas y materiales. Se quebró la unidad de |-;lás bellas artes —dibujo, pintura, escultura, arquil||c tu r a —, que había legitimado durante dos siglos la Igplaboración de eruditas clasificaciones por los histo 21
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riadores y filósofos del arte, y se abrió así un vasto dominio de innovaciones, experimentaciones, co rrespondencias inéditas y polivalencias en busca de una nueva coherencia. Sin embargo, a diferencia del arte moderno —víc tima del «frenesí» de lo nuevo, preocupado por rom per con los cánones académicos y los valores artísti cos tradicionales—, el arte contemporáneo cambió profundamente el significado de la transgresión. Ya no se trataba, como en los tiempos de la modernidad, de franquear los límites del academicismo o, por ejemplo, los de las convenciones burguesas con la es peranza de acercar el arte a la vida.(El ready-made, convertido en práctica corriente, y sus numerosos remakes a partir de Duchamp, desdibujaban la fronte ra entre el arte y el no-arte, es decir, entre el arte y la realidad cotidiana^ En momentos en que el artista gozaba de una pretendida libertad total, la tra n s gresión y la provocación, cínicas o desengañadas, se convertían en una especie de juego obligatorio, en modalidades destinadas a seducir m om entánea mente al mercado, o bien en posturas deliberadas di rigidas a una minoría de iniciados. De hecho, la cues tión que desde hace unas tres décadas plantea el ar te ya no es tanto la de las fronteras o los límites asig nables a la creación, sino la de la inadecuación de los conceptos tradicionales —arte, obra, artista, etc.— a realidades que al parecer ya no se corresponden con esos conceptos. (Lainstitucionalización de las «artes plásticas» to maba nota de esa evolución: en Francia, la creación de un departamento específico en el Ministerio de Cultura y de una UFR [Unité de Formation et de Recherche (Unidad de Formación e Investigación)] de Artes Plásticas en la universidad data de la década 22
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,¿ei setenta. La formación del futuro «artista plásti co» ya no se desarrollaba tan sólo en las escuelas de Bellas Artes nacionales y regionales, tradicionaljnente consideradas, en muchos casos de m anera .equivocada, las guardianas conservadoras del tem plo de lo Bello, del Arte y de la Creación. La noción de «artes plásticas» se amplió en forma notable. Permi tía captar con un mismo vocablo un conjunto hetero géneo de prácticas artísticas, desde la xilografía has ta la infografía, pasando por los ready-made, las per formances, los happenings, las instalaciones, el body art, etc. Esas prácticas, difíciles de circunscribir en razón de la diversidad de sus soportes, de sus m a teriales, de sus procedimientos técnicos y de la mul tiplicidad de sus modos de expresión, eran las que delimitaban, por lo menos a través de las obras reco nocidas, el campo bastante impreciso del «arte con temporáneo» n La expre'Síon genérica «artes plásticas» desacralizaba, además, el concepto clásico de Arte. Le quita ba, sobre todo, sus connotaciones idealistas y román ticas, heredadas de los siglos XVIII y X3X. Enseñar en la escuela o en la universidad las «artes plásti cas», y ya no el tradicional «dibujo», se inscribía en Un proyecto más vasto, oficialmente reconocido por los poderes públicos, de favorecer en forma democrá tica el acceso a la cultura de la mayor cantidad posi ble de ciudadanos. Esta democratización, concretada mediante la apertura de clases de enseñanza con un Proyecto Artístico y Cultural (PAC), se orientaba a sensibilizar ante el arte actual9 a las jóvenes genera ciones y, por lo tanto, a un público tan amplio como fuera posible. Pero aún es largo el camino que lleva a un reconocimiento efectivo del dominio contemporá neo, dado que han desaparecido los códigos tradicio 23
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nales de representación o de percepción. Las prácti cas llam adas «contemporáneas» todavía provocan sobre todo reticencias y rechazos, ya se trate de artes plásticas propiamente dichas, ya de música, danza, cine o arquitectura.(Se podría decir, de modo tajante, que el arte contemporáneo se vuelve —aunque re sulte paradójico— cada vez más ajeno al público que le es, precisamente, contemporáneofj La reciente querella ha revelado en qué medida las clásicas —de aquí en más— teorías del arte y de la crítica de arte, aún válidas para dar cuenta del ar te moderno, constituyen muy a menudo pobres re cursos para analizar, explicar o legitimar las formas casi siempre desconcertantes de la creación actual. Lo que valía para la esfera de las bellas artes en el sistema kantiano —a saber: que todo objeto conside rado arte era colocado ipso fado bajo el régimen de la belleza— ya no convenía, dado que la unidad de las bellas artes ahora estaba en quiebra y las normas y los criterios tradicionales de evaluación habían sido trastocados. E sta situación particular, inédita en la historia del arte occidental, corresponde a lo que el teórico y crítico de arte norteamericano Harold Rosenberg (1907-1978) denominaba, con toda razón, «des-de finición del arte»,10 es decir, una pérdida de sentido que afecta tanto la noción de arte propiamente dicha como la de obra de arte, concepto amenazado por el riesgo de caer en desuso. La profusión de textos so bre el arte, en el transcurso de la última década, de muestra una voluntad de volver a encontrar algunas referencias confiables en una coyuntura en que se ha perdido la brújula. De hecho, se han multiplicado los ensayos acerca del arte, sobre todo desde hace una década, junto a críticas especializadas, catálogos de 24
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^exposiciones, escritos teóricos, filosóficos, sociológi cas y estéticos. No se trata tanto de analizar obras en particular, que en sí mismas se han vuelto problemá ticas y a las que algunos les niegan la categoría de obras de arte, sino de legitimar la apertura hacia nuevas experiencias estéticas, e incluso, en el mejor de los casos, de crear una nueva mirada acerca del inundo. Sin embargo, no hay que sobrestimar la in fluencia que los escritos de los especialistas ejercen en el público. No hace falta ser un sociólogo demasia d o sagaz para comprobar que el arte y esa clase de reflexiones sobre el arte no avanzan al mismo paso. El público que asiste a los museos de arte moderno, en definitiva, mira con mala cara al conjunto de cen tros e institutos de arte contemporáneo. Poco intere sado en los debates de los expertos, víctima de la de cepción [décept] j11 deserta tanto de los lugares de ex posición como del restringido teatro de las controver sias y las polémicas. Si bien sospecha que el arte con temporáneo obedece, a pesar de todo, a convenciones más precisas que lo que parece, ignora las reglas de juego, que son propiedad exclusiva de una red de ex pertos y de quienes deciden en las instituciones o en los centros privados, los cuales se hallan sometidos a los imperativos del mercado de arte, de la promoción mediática y del consumo cultural. Esta ausencia de referencias y de claves para la interpretación refuer za, sin duda, la sensación de que el arte contemporá neo bien podría ser esa «cualquier cosa» que estig matizan sus detractores. En tal caso, resulta difícil convencer a los visitantes de institutos y centros de arte de que la pretendida «cualquier cosa» no se hace en cualquier parte, ni en cualquier momento, ni de cualquier manera.
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La crítica de arte en el callejón sin salida (■¿Es posible redefinir las condiciones de ejercicio de! juicio estético frente a las obras contem porá neas? Suponiendo incluso que estas últimas fuesen «cualquier cosa», ¿se puede sostener un discurso ar gumentado y crítico sobre ellas? Aunque la cuestión de los criterios de juicio haya estado en el origen del desencadenam iento de la querella del arte contemporáneo, esta no ofreció nin guna respuesta a esos dos interrogantes, que son, sin embargo, esenciales. El problema resulta espinoso. ¿Cómo juzgar la calidad artística de objetos y prácti cas si ya no existen criterios ni normas a los cuales remitirse? Si es cierto, como hemos dicho, que el pro blema de la apreciación de las prácticas artísticas ac tuales interesa al público, hay que reconocer que las condiciones de ejercicio del juicio estético han sido profundamente modificadas en el curso de las últi mas décadas. Incluso se puede hablar de un cambio radical de la situación de la crítica de arte, en la medi da en que la propia noción de arte está cuestionada. La aparición de la crítica de arte en su forma mO' dem a se remonta al siglo XVIII. Su génesis y su de sarrollo participan del mismo movimiento de eman cipación —el Huminismo— que vio nacer la historia del arte, la estética filosófica, el espacio público, la prensa y el mercado de arte. Al mismo tiempo género literario —al que Diderot dio sus títulos de noble za— y oficio, participó en la autonomía del juicio ba sado en el gusto crítico, evaluador y con pretensiones universalistas. Se ejerció dentro del sistem a reco nocido de las bellas artes y con ayuda de categorías perfectamente definidas, como la de belleza. En esa época no se planteaba la cuestión de saber si conve 26
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nía percibir una escultura de Coysevox, un cuadro de Chardin o una sinfonía de Mozart como obras de ar te. Eran sin duda obras de arte, se las apreciara o no, fueran juzgadas bellas o mediocres, es decir, más állá del juicio basado en el gusto. Algo diferente ocu rría cuando ya no se trataba de evaluar las cuali dades estéticas de una escultura, de un cuadro o de una sinfonía, sino de saber si un objeto, una acción o un gesto pertenecían al campo del arte. Tampoco allí había motivo, al parecer, para la intervención del jui cio basado en el gusto. Sin embargo, para saber si una práctica cualquiera o una cosa surgían del arte era preciso saber qué era el arte, o disponer de una definición, aunque fuera vaga, de él. Ahora bien:(la paradoja de la situación creada por el arte contempo ráneo radica no sólo en la indefinición del arte, sino también en el hecho de que la palabra «arte» implica, pese a todo, no obstante su indeterminación, un jui cio de valor. Por cierto, lo que interesa no es ya la be lleza de tal o cual objeto, sino que reconocerlo como objeto artístico significa singularizarlo y colocarlo en una categoría que no es la de los objetos banales'jAsí se llega a valorizar —es decir, concretamente,"a ex poner en los museos o en las galerías— objetos o prácticas desprovistos de cualidades artísticas espe cíficas, sin que en principio nada justifique su pre sencia en dichos lugares. A la inversa, la dimensión de evaluación de la palabra «arte» se revela asimis mo, y de m anera indirecta, en las apreciaciones negativas que hacemos sobre objetos a los cuales les negamos cualquier pretensión artística. Al no ser ya pertinente la referencia a lo bello o lo feo, nos basta con declarar, con mayor facilidad que en el pasado, acerca de algo que hiere nuestro gusto: «Será lo que quieran, menos arte». 27
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Puede concebirse, pues, fácilmente el desconcier to de una crítica de arte cuyo papel ya no es analizar o interpretar las obras, sino que se limita a estable cer una línea divisoria entre el arte y el no-arte. Es evidente que la cuestión de los criterios no queda así resuelta. Esa demarcación supondría, en efecto, la aplicación de una regla, un canon o una norma, pero esta clase de criterios ya no existe. Por lo demás, el juicio estético con pretensiones objetivas, aceptable para la mayoría, sería imposible, ya que cada cual podría decidir libremente qué es lo que debería en tra r o no en la categoría de «arte», en función de sus gustos, su educación e incluso sus humores. En su ma, la estética, dos siglos y medio después de nacer como teoría del arte, volvería a estar en una posición idéntica a aquella que el filósofo Emmanuel K ant pretendía superar, es decir, dependería de la libre op ción de cualquiera, según el muy conocido adagio «Sobre gustos y colores no hay nada escrito». La situación actual puede verse desde este ángu lo. Diderot o Baudelaire, como críticos de arte, se in teresaban más particularmente en la pintura y en la escultura. En nuestros días, el artista contemporá neo ya no se limita a un solo medio. Además de ser pintor o escultor, también puede desem peñar las funciones de creador de performances o de instala ciones, ser cineasta, músico, etc. El final de la unidad de las bellas artes se caracteriza, de hecho, por la dis persión de los modos de creación a partir de formas, materiales, objetos o acciones heterogéneos, que la expresión «arte contemporáneo» define de m anera imperfecta. Esta dispersión es producto de la extre ma diversidad de las experiencias sensibles, propia mente estéticas y en extremo individualizadas, que ofrece ahora la multiplicidad de prácticas culturales. 28
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Frente a esta sobreabundancia de experiencias es téticas diversificadas, el público o, más bien, los pú blicos tienden a reaccionar de manera particular: ca da cual se considera con derecho a juzgar lo que para él resulta bueno. Empero, más aún que a una subjetivación del gusto, se asiste hoy a una fuerte indivi dualización de las actitudes ante el arte y la cultura, al menos en quienes tienen fácil acceso a ellos. Sin embargo, ese comportamiento —que algunos no han vacilado en calificar como «zapping cultural»,12 por analogía con la postura versátil del telespectador— resulta paradójico. En efecto, se manifiesta en un contexto específico, marcado por la fuerte presión de las industrias culturales, que se ejerce masivamente sobre los individuos. ¿Se puede, en verdad, calificar de espontánea, libre y autónoma tal actitud, cuando se sabe que está fuertemente condicionada por el sis tema de gestión, programación, masificación y mediatización encargado de promover lo cultural? Sin duda, ese sistema asume, en parte, un papel democratizador de la cultura, pero frente a la abundancia de sus prestaciones, y a veces ante su laxitud, la crí tica de arte ve su tarea simplificada sobremanera. Del análisis y la interpretación —elogiosos o no— de las obras particulares, tiende a orientarse hacia la promoción indiferenciada de los bienes culturales. Esa desidia de una crítica de arte que, de hecho, re nuncia a toda crítica fue mencionada varias veces en el debate sobre la crisis del arte contemporáneo. Al gunos estigmatizaron el carácter consensual de una crítica que defeccionaba, que se limitaba a promover los beneficios de la industria cultural en su conjunto y, sin embargo, se mostraba incapaz de contribuir a la formación del juicio referido a la calidad de las obras. Otros denunciaron ese paradójico individua 29
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lismo de masas que respondía, en definitiva, de ma nera adecuada, a un sistema que funciona según el modelo del hipermercado. El «cliente» llena su «caddy» artístico, aunque su elección pretendidamente personal está limitada a una gama de productos ma sivamente preseleccionados por los «centros de com pras» —instituciones públicas, museos, galerías, co leccionistas, etc.— en el mercado del arte contempo ráneo.
Cambio de paradigmas Es cierto que la teoría estética tradicional, preo cupada por la calidad de las obras, difícilmente pue da dar cuenta de las nuevas relaciones entre el arte, la institución, la obra y el público. Interesada en ha cer valer la necesidad del juicio, y persuadida de que el arte y las obras ejercen una función crítica —so cial, política o ideológica—, esta teoría, heredera del siglo XVIII, parece obsoleta. Es evidente que se halla desfasada con relación a un contexto cultural en el cual todo —incluido el famoso «cualquier cosa»— pa rece permitido, a punto tal que el propio Estado sub venciona prácticas y obras cuyos méritos son a veces discutibles. ¿Cómo interpretar entonces lo que hemos deno minado «indefinición» del arte? ¿Se puede explicar ese desplazamiento de las instancias críticas y de evaluación? ¿Cuáles son sus consecuencias? ¿Es po sible medir los respectivos papeles que desempeñan ahora las instituciones y el público en la promoción artística, a veces inesperada y apabullante, de cosas a priori sin interés? 30
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Se trata de preguntas a las cuales han tratado de dar respuesta las especulaciones filosóficas y estéti cas surgidas en el contexto de la crisis del arte con temporáneo. Ante una situación inédita, esas teorías pretenden renovar los modos de interpretación tra dicionales y proponen nuevos paradigmas. Así, en lugar de interrogarse en vano sobre qué es el arte y adaptar, bien o mal, su definición a cada irrupción de algo aparentemente incongruente, la filosofía analí tica y pragmática, en particular la anglosajona, to ma nota de las profundas modificaciones que afectan el estatuto de la obra de arte y del artista. Ya no se trata de hacer referencia a una esencia universal e intemporal del arte. En la década del setenta, la pre gunta «¿Qué es el arte?» —que en la actualidad ya no resulta pertinente— fue reemplazada por el filósofo norteamericano Nelson Goodman13 por esta otra: «¿Cuándo hay arte?». De ese modo procuraba hallar los factores que permiten que un objeto cualquiera sea percibido, o «funcione», como obra de arte. Para Goodman, el pretendido valor intrínseco de la obra, sus cualidades artísticas, su capacidad de suscitar sentimientos —por ejemplo, emocionar—, no resul taban adecuadas para una eventual definición de la obra de arte. Más bien, había que tomar en conside ración el contexto filosófico y artístico en el cual apa recía el objeto que aspiraba al estatuto artístico. Asi mismo, era importante considerar la intención y el proyecto del artista, tal como se los puede percibir en determinado medio artístico. Las obras de A rthur Danto, traducidas y publicadas en Francia en la déca da del noventa, insisten también en el papel decisivo del «mundo artístico».14 Ese «mundo del arte» (Artworld) designa a una comunidad constituida por es pecialistas—historiadores del arte, críticos, artistas, 31
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curadores de exposiciones, galeristas, aficionados entendidos, buenos conocedores del clima estético predominante, etc.— habilitados para apreciar la autenticidad de la intención artística y elevar even tualm ente al objeto banal a la categoría de objeto artístico. Es innegable que esas concepciones dan cuenta con bastante precisión del modo de funcionamiento del arte contemporáneo. Son muy pocos los artistas que pueden imponerse ante el público sin haber sido beneficiados antes con un reconocimiento institucio nal y aceptados, autentificados como «artistas», pre cisamente por sus pares. También es cierto que las instituciones, privadas o públicas, desempeñan un papel predominante en la promoción del arte con temporáneo. Pero, ¿qué ocurre entonces con el deli cado problema, ya mencionado, de las reacciones de un público desprovisto de criterios de apreciación que son ahora propiedad exclusiva de los expertos? Ante esta pregunta, la filosofía analítica, en ra zón de sus propios presupuestos, no ofrece ninguna respuesta. Considera que el arte asume en esencia una función de conocimiento, que es la expresión de un mundo que contribuye a construir —a «hacerlo», según el término empleado por Nelson Goodman—, con prescindencia de los juicios de valor, las emocio nes o las evaluaciones críticas que pueda generar. Esta posición, que tiende pura y simplemente a pri var a la reflexión sobre el arte de su dimensión críti ca y de apreciación —dicho de otra manera, a neu tralizarla—, es compartida asimismo, bajo formas diversas, por numerosos teóricos franceses. Algunos de ellos insisten en el carácter obsoleto de la estética heredada de Kant, preocupada por juzgar las obras en función de su calidad y de comunicar la experien 32
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cia estética a la mayoría.l^La estética, cuyo cercano final se ha pronosticado, no sería más que una rama de la antropología, con vocación en esencia descripti va y analíticáTJOtros adoptan una posición resuelta mente subjetivista, lo cual es una manera de volver al famoso adagio sobre los gustos y los colores. Ese relativismo se adecúa a la perfección al plu ralismo cultural que caracteriza en nuestro tiempo a la sociedad occidental, a la que se define como demo crática y liberal.(La cultura burguesa, considerada elitista y vilipendiada, en las décadas del sesenta y el setenta, por la contracultura contestataria, cedió su lugar a un sistema que a todos ofrece, en principio, significativas posibilidades de acceso al arte, la di versión y la cultura. Deja en libertad a todos para que obtengan el placer donde mejor les parezca, o bien para que se entreguen a los goces del turismo y el consumismo culturales. El zapping cultural ori gina un nuevo hedonismo. El placer está al alcance de la mano, puesto que las nuevas tecnologías supri men el stress de la opción, las imposiciones de la edu cación, y permiten encontrar por todas partes, en to do momento, materia para la satisfacción. En suma, la prodigalidad cultural parece inmunizar a ese pla cer contra cualquier cuestionamiento de su legitimi dad. Y entonces se comprende mejor, en ese contexto, el desplazamiento de una estética basada en el jui cio, el valor y la calidad de las obras, así como la dis creción de una crítica de arte a menudo refugiada en un papel puramente promocional] Cabe señalar, sin embargo, la flagrante discrepancia entre los propósi tos de numerosos artistas contemporáneos, conven cidos del carácter polémico, rebelde, escandaloso, in cluso subversivo, de sus obras, y el discurso cultural dominante, que se apresura a extraer beneficios de 33
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la pretendida provocación artística, si es necesario a fuerza de subvenciones.
Las apuestas reales de la querella En Francia, el debate sobre el arte contemporá neo concluyó rápidamente, a puertas cerradas y en tre iniciados. Ello no es sino indicio de una verdade ra distorsión entre la legitimación institucional, de la que se beneficia ese arte, y su reconocimiento pú blico, más bien modesto. Tal distorsión revela tam bién (y sobre todo) la creciente brecha entre el mundo del arte, los expertos en arte contemporáneo y los es pectadores, librados a su suerte, frente a las verdade ras apuestas que deben afrontar las formas actuales de la creación artística. Más allá de la situación francesa, la querella del arte contemporáneo muestra las insuficiencias y li mitaciones de un sistem a cultural basado, sobre todo, en la gestión institucional y económica de la creación artística. La renuncia a la argumentación estética y al juicio crítico va acompañada de la sensa ción de que el arte occidental ha terminado, de algu na m anera, con su historia, y reproduce una y otra vez las formas y los estilos del pasado, condenado a la repetición por haber agotado en algunos siglos la gama de las posibilidades expresivas. ¿Qué hacer, después del ready-made de Marcel Duchamp y de las cajas Brillo15 de Andy Warhol, si las fronteras del ar te que los separan de la banalidad cotidiana han sido abolidas? E sta visión desengañada del arte contemporáneo y de su futuro —si es comúnmente compartida— só 34
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lo resulta válida, de todos modos, para el arte occi dental. Surge de una concepción a todas luces etnocéntrica, en la medida en que la contemporaneidad artística sigue siendo, al parecer, un privilegio de la «vieja cultura occidental» en detrimento de otras for mas de expresión artística consideradas tradiciona les, exóticas o folclóricas y, no obstante, tam bién ellas plenamente contemporáneas. jLa «lógica cultu ral», a la que obedece hoy el arte contemporáneo,16 surge de la combinación de nuevas técnicas, de los medios de comunicación y del mercado masivo. Ella logra conciliar el individualismo de masas y la parti cipación colectiva en el sistema de gestión de los bie nes culturales. Ante ello, el arte contemporáneo, in cluso el más provocativo o extravagante, no parece estar en condiciones de adoptar una posición crítica, en verdad distanciada, frente a ese sistema] Sin em bargo, esta idea de un arte y de una cultura que se han vuelto consensúales, no críticos, liberados de cualquier implicación en los asuntos del mundo, es errónea, pues esa misma lógica perm ite entrever nuevas perspectivas. Las fronteras del arte no termi nan de ampliarse ante el doble efecto de la evolución tecnológica —virtual, imágenes digitales, CD-Rom, 3 D, programas hipermedia, etc.— y el cosmopolitis mo artístico y cultural —mestizajes e hibridaciones de estilos, formas, prácticas y materiales—. Es probable que el arte «que se está haciendo» provoque en el futuro otras querellas. La cuestión de la definición del arte y de sus límites se volverá sin duda recurrente, como lo ha sido por cierto en el pa sado. Pero el verdadero interés de los debates futu ros dependerá, con seguridad, de la voluntad que muestren los diferentes actores del mundo del arte occidental para oponerse a que la creación artística 35
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quede reducida a ser sólo el eco fiel de lo que la socie dad espera de ella.
Notas 1 La pregunta fue planteada por la revista Esprit, n“ 173, julio-agosto de 1991, «L’art aujourd’liui». El debate que comen zó entonces fue reactivado en el n° 179, de febrero de 1992, con el título «La crise de l’art contemporain», y en octubre del mis mo año, en el n° 185, en un informe titulado «L’art contempo rain contre l’art moderne». Véase asimismo la obra de Yves Mi chaud, publicada en 1997, que lleva por título, precisamente, La crise de l’art contemporain, París: PUF, 1997. 2 Las primeras franjas de Daniel Burén (nacido en 1938) da tan de fines de la década del sesenta. El descubrimiento, en el Marché Saint-Pierre, de una tela impermeable rayada se re monta a 1965. En el 18° Salón de la Joven Pintura, Burén expu so una tela rayada de 2,50 x 2,50 m, de 29 franjas verticales, ro jas y blancas, de 8,7 cm de ancho. Ese tipo de obra, que se pre senta como «el grado cero de la pintura», debe ser interpretado in situ, ya sea en función del entorno, ya del lugar preciso donde se halla. 3 Operada de urgencia por primera vez en 1978, la artista Or lan decidió hacer filmar la intervención quirúrgica con una cá m ara. Concluyó con ese tipo de performances en 1993. Cada tanto renovaba (lo hizo hasta nueve veces) deliberadamente esa clase de acción «artística», durante operaciones de cirugía esté tica —implantes de siliconas, «protuberancias temporales»—, inspirándose en representaciones tomadas de culturas no oc cidentales, precolombinas o mexicanas en especial. Las self-hy~ bridations, más recientes, remodelan el rostro mediante com putadora. 4 El primer ready-made fue La rueda de bicicleta, una simple rueda cuya horquilla estaba fijada sobre un taburete. E n su ta ller, Duchamp se complacía en verla girar. Aún no sabía que h a bía hecho un ready-made, expresión que utilizaría por primera vez en 1916, en una carta a su herm ana. 5 Nacido en 1952, Jean-Marc Bustamante, pintor, escultor y fotógrafo, es conocido sobre todo por sus «cuadros fotográficos», imágenes de gran formato tomadas durante sus viajes.
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6 La fundación de las Direcciones Regionales de Asuntos Cul turales se remonta a 1977; la de los Fondos Regionales de Arte Contemporáneo, a 1983; su misión consiste en adquirir, difun dir y valorizar obras de arte contemporáneas. 7 De Gauguin a Fontainas (Tahití, 1899) a propósito de su cuadro ¿De dónde venimos? ¿Qué somos? ¿Adonde vamos? (Lettres de Paul Gauguin á André Fontainas, París: L’Échoppe, págs. 11-9). 8 Pueden leerse los detalles del «Añaire Brancusi» en Denys Riout, Qu’est-ce que l’art moderne?, París: Gallimard, col. «Folio essais», n° 371, Prefacio. 9 Convendría distinguir entre «arte contemporáneo» —arte institucionalizado— y «arte actual», que designa al arte de hoy, el que se está haciendo. Sin embargo, emplearemos la expresión «arte actual» cada vez que corramos el riesgo de incurrir en una enojosa repetición. 10 Harold Rosenberg, La dé-définition de l’art, Nimes: Jac queline Chambón, trad. de C. Bounay, 1992, edición original de 1972. 11 Expresión empleada por Anne Cauquelin, Petit traite d ’art contemporain, París: Ed. du Seuil, 1996, pág. 163. 12 Cf. Yves Michaud, La crise de l’art contemporain, op. cit. 13 Nelson Goodman (1906-1998), profesor de Filosofía en la Universidad de Harvard, fue uno de los principales represen tantes de la filosofía analítica. Fue autor, en especial, de Langages de l’art, Nimes: Jacqueline Chambón, 1990 [Los lenguajes del arte: aproximación a la teoría de los símbolos, Barcelona: Seix Barral, 1976], y de Manieres de faire des mondes, Nimes: Jac queline Chambón, 1992 [Maneras de hacer mundos, Madrid: Vi sor, 1990], 14Arthur Danto (1924), profesor emérito de la Universidad de Columbia. Cf. La transfiguration du banal. Une philosophie de l’art, París: Ed. du Seuil, 1989 [La transfiguración del lugar co mún: una filosofía del arte, Barcelona, Paidós, 2002], 15 Se trata de facsímiles de embalaje de estropajos de limpie za de la marca Brillo, realizados en 1964. Véase más adelante, págs. 198 y sigs. 16 Cf., M. Jimenez, Qu’est-ce que Vesthétique?, París: Gallimard, col. «Folio essais», n° 303,1997, pág. 421 [¿Qué es la esté tica?, Barcelona: Idea Books, D. L., 1999],
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Primera parte. Del arte moderno al arte contemporáneo
¡Ah! ¿Y entonces1? Mucho nos hemos burlado de Chateaubriand y de Wagner. Pero no están muertos. Y, para que no sienta demasiado orgullo, le diré que esos hombres son modelos y que usted, Manet, no es más que el primero en la decrepitud de su arte.
a Édouard Manet (carta del 11 de mayo de 1865)
C h a r l e s B a u d e l a ih e
I. Un arte estercolar1
Las aversiones de Thomas Bernhard En 1985, los lectores del volumen publicado por Thomas Bernhard,2Alte MeisterKomodie, traducido con el título Maestros antiguos, se enteraban de que el arte, salvo raras excepciones —el autor dixit—, no era más que «mierda». Y si bien pudo parecerles, por un momento, que la rabiosa y cínica misantropía de Bernhard sólo se limitaba geográficamente a Austria y temporalmente a una época pasada, muy pronto confirmaron que en verdad se refería a toda nuestra época, más allá de frontera alguna. También com probaron que aludía a la creación artística en su con junto: compositores, pintores, escultores, escritores y poetas, condenados desde ese fin del siglo XX a pro ducir tan sólo cosas nauseabundas. Para Bernhard, ni siquiera el recuerdo de los grandes maestros del pasado —Leonardo da Vinci, Miguel Angel, Tiziano y Goya— llegaba a compensar esa impresión de de crepitud ni a salvar de la decadencia a aquello que en nuestros días no era más que un «arte de supervi vencia». Los artistas de la actualidad son tan menti rosos en su vida misma como lo son en sus pretendi das obras, le hace decir a Reger —héroe hosco y de sengañado— un Thomas Bernhard que de pronto, para alcanzar credibilidad, tenía que apartarse mo 41
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mentáneamente del oprobio que les infligía a sus co legas escritores. Austria, tan a menudo víctima del mal humor de Thomas Bemhard, no era, pues, la única cuestiona da. Lo que el autor denominaba la «comedia» expre saba una profunda amargura; registraba las desi lusiones de la época, la de la década del ochenta, pe ríodo de transición entre la era moderna y la que se anunciaba con el nombre de «posmodema». Los anti guos maestros, por grandes que hubieran sido, no habían cambiado demasiado la historia —parecía decir Bem hard—, y sus obras, por ricas y fascinan tes que resultaran, no despertaban ahora más que nostalgia y amargura. Los artistas actuales queda ban de ese modo condenados a la misma impotencia, pero sin la calidad ni el valor de sus antepasados. En otros términos, estaban obligados a la mediocridad, por no decir la nulidad: «En cuanto al sedicente arte antiguo, está rancio y hecho polvo y liquidado, y des de hace mucho tiempo no merece en absoluto que le dediquemos n uestra atención —usted lo sabe tan bien como yo—; y en cuanto al sedicente arte contem poráneo, no vale, como se dice, un comino».3
Cloacas... Las connotaciones excrementicias y escatológicas asociadas con el arte contemporáneo se han vuelto moneda corriente desde hace algunas décadas. Cali ficar globalmente a la creación artística actual, o bien a una obra en particular, de pura y simple de yección resuelve —es cierto, con una gran economía de medios y en tiempo récord: el de la elocución de la 42
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palabra de Cambronne*— el difícil problema de la evaluación y la interpretación estéticas. No se puede negar que numerosas prácticas y acciones de orien tación artística constituyen verdaderas provocacio nes, ante las cuales el público reacciona con fuertes reprobaciones y rechazos a veces violentos. Desde comienzos del siglo XX, el gesto de Marcel Duchamp abrió, sí así puede decirse, una caja de Pandora que aún continúa derramándose. Este maná inagotable terminó, pese a todo —una vez superado el momento de sorpresa, indignación o disgusto—, por integrarse apaciblemente a las colecciones museísticas, cotiza das como es debido en el mercado del arte contempo ráneo. Entre las acciones espectaculares del mismo orden, recordemos la suerte, bastante envidiable, re servada cQ^s Mierdas de artista realizadas por Piero Manzoni en 1961. Esas «mierdas de artista», cuida dosamente acondicionadas «al natural» en latas de conserva con un contenido de 30 g cada una, made in Italy, se vendieron a precio de oro. .. literalm ente. con referencia a la cotización del metal amarillo (!)" En un género a la vez escatológico y ombliguista, una videasta suiza, Pipilotti Rist (nacida en 1962), colocó una cámara de rayos infrarrojos bajo un ino doro transparente. El ocupante del lugar tenía toda la comodidad para contemplar (!) en una pantalla de plasma colocada ante sí el desarrollo de operaciones generalmente reservadas a la más estricta intimi dad (Circuito cerrado, 2000).A Obsesionado por los orígénes de la pintura y sus rituales, Gérard Gasiorowski (1930-1986) adoptó un procedimiento singular. El artista inventó el perso naje Kiga, nombre formado uniendo la últim a y la prim era sílabas de su patronímico. Kiga mezclaba su mierda con plantas aromáticas para obtener así 43
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un producto que le permitiera realizar composicio nes a la manera de Cézanne (Tortadas, 1977). Gasiorowski impregnaba sus dedos con el jugo de las «tor tadas» y así pintaba su universo cotidiano (serié de los Jugos). El artista Wim Delvoye (1965)4 invitaba a desem bolsar 1.500 euros para ser propietario de un trozo de excremento elaborado minuciosamente por Cloa ca. Esta máquina autómata, concebida de manera ingeniosa con la colaboración de médicos y cientí ficos, reproducía en forma artificial el sistema diges tivo humano. La instalación, bastante voluminosa, de apariencia muy higiénica, compuesta por tubos y fras cos transparentes, era glotona; comía tres veces al día un alimento especialmente preparado para ella, dige ría durante seis horas y luego... defecaba. El «produc to» final, en todo punto idéntico a su homólogo huma no, se depositaba delicadamente bajo una campana de vidrio. Cloaca fue expuesta en el Museo de Arte Contemporáneo de Lyon en 2003. Varios grandes chefs de la gastronomía francesa aceptaron preparar comidas especiales para satisfacer a su cliente ciber nético.5 Resulta imposible hacer una lista exhaustiva de las acciones diversas, performances y exhibiciones, a veces muy poco agradables, que se llevan a cabo en nombre del arte y que, todavía hoy, pretenden un re conocimiento artístico que muy a menudo obtienen. Decir que se trata de casos límite, que hieren profun damente el gusto y el decoro, no tiene sentido. La propia palabra «límite» resulta inadecuada, en la medida en que toda frontera constituye un llamado a la transgresión. Los pocos ejemplos, happenings o performances que citamos aquí, y que atañen a los extremos hasta hoy conocidos, están ahora oficial 44
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mente incluidos en la historia del arte de las épocas moderna y contemporánea. Cuando Michel Journiac6 celebró, en 1969, una Misa para un cuerpo, lo hizo con una hostia recor tada de una morcilla fabricada con su propia sangre. En aquel momento, los «comulgantes» quizás igno raran la composición exacta del alimento crístico: 90 cm3 de sangre hum ana líquida, 90 g de grasa ani mal, 90 g de cebollas crudas, una tripa salada y re blandecida en agua fría y luego secada, 8 g de «las cuatro especias», 2 g de plantas aromáticas, azúcar impalpable, etcétera. En 1993, en Nimes, Pierre Pinoncelli, pintor de la escuela de Niza, «utilizó» de manera muy prosaica la denominada Fuente de Duchamp: destrozó a m arti llazos la famosa jofaina a los efectos de devolver manu militari el objeto a su condición de orinal. Insensi ble a sus argumentos y al hecho de que el ready-ma de no era más que una réplica de fabricación reciente en razón de la desaparición del original, un tribunal lo condenó, en 1998, a pagar en junio de 2002 cerca de 300.000 francos de indemnización. Era el mismo artista que en público se había seccionado con un ha cha la falange del meñique izquierdo, para protestar contra el secuestro de Ingrid Betancourt por las Fuer zas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), o que se exhibía en traje de Adán por la rué de la République, de Lyon, como si fuera un Diógenes de los tiempos modernos.7 En 1999, el pintor Nato exponía, bajo la forma de happening, una obra en demolición, reuniendo en una galería lo que parecía, según lo enunciado, un verdadero inventario a la Prévert: sierra circular, as piradora, escalera, micrófono, piano, cám ara foto gráfica, equipo tronzador, panel de taller, banco de 45
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carpintería, cables eléctricos, filmadora, amplifica dor, martillo, destornillador, televisor, canicas de madera, puntales, pero también hombres y mujeres totalmente desnudos. El artista, quien vive y trabaja desnudo, rodeado por mujeres en traje de Eva, dedi ca la totalidad de su obra—happenings y performan ces— al sexo, y declara: «Ya nada escapa al arte. He ahí la osmosis convertida en carne, hasta lo más obs ceno del alma». Adepto a performances que lo llevan a «entregar se por entero», Philippe Meste (1966) se complace en diseminar sus fluidos corporales íntimos sobre fotos de top models tomadas de catálogos de modas.8 En 2003, la galería parisina Jousse Entreprise vio desfi lar, durante sus vernissages consagrados a la crea ción contemporánea, a un público joven y «a la mo da». Los visitantes contemplaban las obras de Meste: espejos que les devolvían la imagen de sus rostros salpicados con manchas de esperma. Esas imágenes degradantes y envilecedoras, que tomaban despre venido al público, pretendían trastrocar los códigos de la sociedad del espectáculo, regida por la publici dad y el consumo.
Los exquisitos cadáveres de Günther von Hagens Desde hace algunos años, Günther von Hagens, anatomista alemán, expone en varias grandes capi tales su colección de «plastinados». Estos son presen tados como disecciones de cadáveres humanos que muestran con fineza y precisión el esqueleto, las vis ceras, los músculos, y hasta un feto en el cuerpo de 46
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su difunta madre, embarazada de ocho meses. Los cuerpos así exhibidos han sido trabajados con el es calpelo. La obra maestra —el centro del espectáculo en la exposición de Bruselas— fue un Caballo enca britado con su caballero. Al parecer, la cantidad de futuros candidatos a la «plastinación», generosos donantes de sus cuerpos a la ciencia, aumenta a diario. La «plastinación» es una técnica de conservación del cuerpo que consiste en inyectar en el cadáver un material plástico que reemplaza al agua contenida en las células. La exposición «Los mundos del cuer po» fue vista por varios millones de visitantes entre Japón y Mannheim en 1998, Viena en 1999 y Berlín en 2001; los «plastinados» fueron luego expuestos en Suiza, Bélgica, Singapur, Hamburgo, Londres, Seúl y Pekín, por nombrar sólo algunos lugares. Günther von Hagens, cuyo look recuerda al de Joseph Beuys, declara abiertamente que no es artista y que no pro cura crear belleza ni estética. Sin embargo, califica a sus exposiciones de «arte anatómico» y reconoce que la finalidad estética de su trabajo tiene la misma im portancia que el objetivo puram ente pedagógico y científico. Se trata de una orientación estética confir mada también por las referencias a la historia del arte que pueden sugerir los cuerpos disecados ante la vista de los aficionados al arte. Empero, no estamos en el taller de Rembrandt. La lección de anatom ía del doctor Nicolae Tulp (1632) está muy lejos. Tampoco tiene nada que ver con las Cabezas de ajusticiados de Géricault, ni con las fotografías de Joel Peter Witkin9 o los Autorretra tos de David Nebreda.10 Guarda pocos puntos en co m ún con los misteriosos y asombrosos esqueletos, obras del príncipe y doctor alquimista Raimondo de 47
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Sangro, que se ven en la Capilla de Sansevero de Nápoles.11 Empresario y avezado hombre de negocios, G ünther von Hagens maneja ostensiblemente las redes administrativa, financiera y mediática que ga rantizan el colosal éxito de sus exhibiciones, y a ve ces llega incluso a fingir asombro ante el entusiasmo de los medios artísticos por una obra cuyo carácter puramente científico se esfuerza en defender.
El «apóstol de lo feo»: Gustave Courbet Sin entrar en delicados problemas de preceden cia, recordemos que a fines del siglo XIX, en momen tos en que aún seguía triunfando un academicismo biempensante y moralizador, a los pintores les gus taba pintar —como decía Gustave Courbet (18191877)— cosas bien reales y existentes, antes que án geles u otros serafines. Courbet, precisamente. Según se dice, en 1866, su obra El origen del mundo provocaba un escánda lo. «Degradante», «obsceno», «pornográfico»: así fue juzgado el cuadro por los escasos contemporáneos que pudieron verlo. Expuesto en el Museo d’Orsay desde 1995, todavía hoy es considerado por algunos realmente provocador. Y, sin duda, Gustave Courbet, el «apóstol de lo feo», el demoledor de la columna Ven dóme en 1871, pintó con total conocimiento de causa, sin encubrir nada, con un realismo crudo, ese primer plano de la intimidad de una mujer que se ofrece, im púdica. Si bien el tema era «atrevido», el pretendido escándalo procedía sobre todo del propio cuadro en cuanto cuadro, es decir, en cuanto pintura, arte ma yor en la concepción tradicional de las bellas artes. 48
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El crimen contra las bellas artes resultaba evidente: el atentado estaba dirigido contra esa esfera particu lar, la de la idealización, incluso la de lo ideal, allí donde el erotismo, el deseo y las pulsiones más in tensas tienen, por supuesto, el derecho a expresarse, allí donde también pueden ser representadas, siem pre y cuando estén sublimadas y reclamen de los es pectadores la misma aptitud para la sublimación, Pero la ofensa perpetrada por Courbet sólo duró al gún tiempo. El cuadro llegó —tardíamente, es cier to— a una prestigiosa institución museística, así co mo los ready-made de Duchamp participaron —tam bién con retraso— en la inauguración del Centro Georges-Pompidou, en 1977. ¿Cuál es, entonces, la relación entre Courbet y Duchamp? ¿Por qué ese acercamiento entre estos dos artistas y el pintor Nato, Piero Manzoni, Michel Joumiac, Pierre Pinoncelli y Günther von Hagens? Al margen del exhibicionismo al que todos ellos nos invitan y de los lugares sorprendentes y a veces poco recomendables adonde nos llevan —a los cuales, por otra parte, volveremos—, esa proximidad no se debe a la casualidad. Antes de Courbet, una pintura era apreciada y juzgada según su adecuación a las nor mas y a las convenciones en vigencia. Los criterios estéticos eran indisociables de las reglas sociales, morales, incluso religiosas, y constituían una especie de pacto intangible entre el artista y el público, el «mundo del arte» de la época. El origen del mundo quebraba ese pacto, puesto que se atrevía a enfrentarse no con la representación —en tal caso, figurativa y realista—, sino con las re glas que hasta entonces determinaban los criterios de evaluación. A ello ya se había arriesgado Manet, con Olimpia y Almuerzo sobre la hierba. Courbet trans 49
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gredía de m anera irreversible el último tabú. Más allá de la fascinación que ejercen las caderas y los se nos de la mujer truncada, sin cabeza, brazos ni pier nas, eran las normas las que resultaban cuestiona das, esas mismas que autorizaban la exhibición de un cuadro y cuya estricta observación normalmente habría debido prohibirla. Desafiado pero, pese a todo, salvaguardado por Courbet, el modo tradicional de la representación era deliberadamente ignorado por Marcel Duchamp. En su caso, ya no sólo se trataba de transgredir las reglas o de violar algún tabú, sino de situarse ex professo más allá de la propia idea de representación. Y en Duchamp, de «hacer» o, más bien, de seleccionar treinta o treinta y cinco objetos al azar, que sólo te nían en común el hecho de que todos ellos eran fabri cados. La acción del artista resultaba tanto más ra dical en la medida en que no tenía ninguna intención en particular, salvo la de liberarse —según su expre sión— de sus propios pensamientos y de la aparien cia de obra de arte. El ready-made, pura y simple fantasía, tal como un capricho del artista que quiere «terminar con las ganas de crear obras de arte», es hecho en la indiferencia. Duchamp especificaba: «in diferencia hacia el gusto: ni gusto en el sentido de la representación fotográfica, ni gusto en el sentido del material bien hecho». La paradoja de Fuente,12 de ese «orinal» también elegido en la indiferencia —por lo menos, si se le da crédito al autor—, consiste sin duda en haber entra do al campo del arte cuando pretendía, precisamen te, salir de él. Sin embargo, tam bién se puede pensar que su asombroso destino y la suerte final, más bien envi 50
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diable, que le ha deparado la historia reciente del ar te son fruto de una justa aprehensión del alcance del gesto de Duchamp, insignificante y banal para él, pe ro temiblemente iconoclasta para el mundo del arte. Y esa iconoclastia —en el sentido preciso del tér mino en ese mundo de imágenes que son las artes plásticas— es lo que sigue resonando hasta hoy, en la época del arte contemporáneo. Las acciones contemporáneas que hemos recor dado —las de Piero Manzoni, las del pintor Nato, las de Philippe Meste, Michel Journiac, Pierre Pinoncelli y Günther von Hagens— no interrogan a las re glas ni a las normas artísticas que determinan los criterios de evaluación; tampoco vuelven a cuestio nar el modo tradicional de la representación pictó rica. Dicho de otra forma, ahora tienen lugar en la indiferencia frente a las imposiciones, ya se trate de los criterios o de las convenciones que rigen ese tipo de representación, precisamente porque los límites impuestos han sido franqueados. Pero también se puede pensar que esas obras o acciones determinan cada vez, después del cuadro de Courbet, un grado más en la transgresión, hasta el punto en que la pro pia transgresión ya no tiene significado. Más que indecentes o inconvenientes, se presen tan como etimológicamente obscenas, es decir, «de mal augurio», para aquellos que persisten en eva luar y juzgar ciertas formas del arte actual, y sobre todo las más extremas, incluso las más extremistas, basándose en principios que ya no tienen vigencia en nuestros días.
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Los «anartistas» de Serge Rezvani En una novela titulada justam ente Vorigine du monde ,13 el pintor y escritor Serge Rezvani percibe una filiación funesta entre el autor del famoso cua dro, el creador de los ready-made y el anatom ista alemán. En un museo imaginario del siglo XXI, Bergamme, el héroe del libro, sueña con apoderarse del cuadro de Courbet. Bergamme no es ni un coleccio nista descarriado ni un estafador, sino un individuo exaltado y caprichoso, obsesionado y perturbado por el espectáculo de la mujer con las piernas abiertas: «A través de esa fragmentación provocadora, me diante la voluntad de aislar ese sexo del conjunto del cuerpo humano, Courbet logró permutar de m anera radical Origen por Fin del mundo, abriendo inocen temente el camino a toda la pintura quirúrgica que caracteriza a nuestra época —sí, ese siglo espantoso en cuyo transcurso el cuerpo humano, previamente desacralizado por sus artistas, ha sido objeto de to das las mutilaciones, de todas las experiencias—». Los museos rebosan de obras maestras, embalsa madas, por cierto, pero que experimentan una lenta decrepitud. Ocultan, sobre todo, las pruebas tangi bles de un siglo que se dedicó a desacralizar, en la historia real y en el arte, el cuerpo humano —en es pecial, el de la mujer—, fragmentado, desfigurado, recortado, mutilado, desollado, expresión caricatu resca de una época incapaz de superar el traum a causado por los genocidios del siglo anterior. Al pin ta r uno de los cuadros «más destructivos de toda la historia de la pintura», Courbet habría engendrado, pues, la línea de los Egon Schiele, Edvard Munch, Pablo Picasso, Francis Bacon, abriendo así el camino a los «anartistas» de ayer —los modernos— y los de 52
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hoy —los contemporáneos—, que se complacen en una penosa puesta en escena de la humanidad. Un siglo de dislocación del cuerpo humano era, pues, según Rezvani, un «mal presagio», y hundía al arte en esa obscenidad que recordábamos antes, como si la humanidad se hubiera vuelto fea, «hasta el extre mo de no poder soportar más su sueño de belleza». Al castigar con el mismo oprobio a Courbet, Du champ y Von Hagens, la posición radical de Rezvani parecía condenar, de modo global, la aventura del ar te del siglo XX, en nombre de una concepción huma nista de la creación artística que vería en esta un re medio contra el desencantamiento del mundo: «Que “el orinar’ de Marcel Duchamp sirva de paradigma a las manifestaciones «anartísticas» de hoy demues tra, sencillamente, que los jóvenes “artistas” se han convertido en los peones de pequeñas estrategias de los pigmaliones en que se han convertido los curado res “museísticos”. Es preciso que sepan que Courbet, al pintar El origen del mundo, quebró por sí solo to dos los tabúes. Gracias a él, los “anartistas” de hoy pueden, como se hace en Alemania o China, exponer obras compuestas con cadáveres humanos». Rezvani tomó el elocuente neologismo «anartista» de Héléne Parmelin, autora de un vehemente pan fleto, L’art et les anartistes (1969), en el que vilipen diaba las seudocreaciones vanguardistas, así como la complacencia culpable de la crítica de arte respec to de ellas. Si bien es comprensible la nostalgia frente al arte del pasado, tal cuestionamiento del arte actual corre el riesgo de una extrema simplificación. Se apoya en amalgamas injustificadas que refuerzan el descrédi to que afecta, a menudo sin matices, a la totalidad de la creación contemporánea. Ahora bien: a través de 53
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esos excesos y provocaciones, el arte, hasta en sus subproductos trash, underground o raw, no es un «reflejo» de la realidad, aunque entregue una ima gen a la vez condescendiente y caricaturesca de una realidad de la que parece hacerse cómplice. Sin embargo, el cuestionamiento de Rezvani se refiere esencialmente a la consagración institucional —alusión a los «curadores museísticos»— de obras consideradas «escandalosas». La indignación expre sada de m anera vehemente concierne al funciona miento del medio artístico —museos, galerías, mer cado—, dotado de una notable capacidad de absor ción según procedimientos que escapan al profano pero que, en los casos citados, no dejan insensible al público. Más de un visitante del Museo de Orsay, al contemplar El origen del mundo,14 se siente predis puesto a descubrir en sí mismo un alma similar a la de Bergamme. Nadie discute que Fuente es una de las obras más emblemáticas del arte del siglo XX. En cuanto a los famosos «plastinados», aunque no estén oficialmente catalogados entre las obras m aestras del arte contemporáneo, atraen a millones de visi tantes fascinados, trastornados o, más sencillamen te, curiosos.
Notas 1 Del latín stercorarius". que tiene relación con los excremen tos, con el contenido del tubo digestivo. En el pequeño valle de Antifer, no lejos de É tretat, pájaros de pico corvo, los labbes, acosan a las gaviotas para obligarlas a vomitar el contenido de su buche. Antiguamente se creía que se alimentaban con sus excrementos: de ahí el nombre «estercolar», palabra que tam bién se aplica al escarabajo que empuja la bola de excrementos de la que parece haber surgido.
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2 Escritor y dramaturgo austríaco, Thomas Bernhard (19311989) no dejó de denunciar con vehemencia la hipocresía del Estado y la pasividad de la sociedad austríaca frente al re surgimiento del nazismo. Su última pieza, Heldenplatz (Plaza de los héroes), alusión a la gran plaza del centro de Viena donde Hitler pronunciaba sus discursos, provocó un escándalo. 3 Thomas Bernhard, Maitres anciens, París: Gallimard, col. «Folio», n° 2276, 1988, trad. de Gilberte Lambrichs, pág. 177 [.Maestros antiguos, Madrid: Alianza, 1990]. * En el original, «moí de Cambronne», eufemismo utilizado en lugar de «merde». (N. del T.) 4 Wim Delvoye llevaba muy lejos la curiosidad. Preocupado por saber más sobre la estructura interna de su cuerpo, se unta ba el pene con sulfato de bario y lo exponía a los rayos X. 5 Alain Alexanian, Philippe Chavent, Frédéric Cote, Philippe Gauvreau, Jean-Paul Lacombe, Nicolás Le Bec, Christian Tétedoie, Michel Troisgros. Paul Bocuse declinó la invitación. 6 Michel Journiac (1935-1995) se había consagrado de mane ra relativamente tardía a las artes plásticas y a la estética, tras realizar estudios de teología y filosofía. 7 E sta automutilación tuvo lugar en el Museo de Arte Mo derno de Cali. Acostumbrado a las acciones públicas, Pinoncelli se había hecho notar, en 1969, por rociar con tinta roja a André Malraux, entonces ministro de Cultura de Francia. 8 Obra titulada Acuarela (1998). 9 Las fotografías de Joel Peter W itkin (nacido en 1939, en Nueva York) llevan h asta el exceso la representación de la de gradación o la monstruosidad del cuerpo. Sus obras fueron ex puestas en 2000 en París, en el Palacio de Sully. En La mujer que se convirtió en pájaro (1990), un homenaje a Man Ray y a su cuadro El violín de Ingres, las dos claves de fa se transforman en dos profundas heridas, estigmas de las alas arrancadas. 10 Nacido en 1952, David Nebreda, artista afectado por esqui zofrenia, fotografió su cuerpo desnudo, descarnado, lacerado, cubierto de sangre y excrementos. Su editor, Leo Scheer, evoca al respecto las obras de Antonin Artaud, Sade, Georges Bataille y Francis Bacon. Cf. David Nebreda, París: Leo Scheer, «Beaux Livres», 2001. 11 Luego de la m uerte del príncipe, en el sótano de la capilla de Sansevero de Nápoles se descubrieron dos esqueletos —un hombre y una mujer— cuyos sistemas circulatorios (venas, ar
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terias, ramificaciones capilares, incluidos los corazones) habían sido asombrosamente preservados. Según se cuenta, Raimondo de Sangro habría inyectado a dos personas recientemente falle cidas una sustancia desconocida, que habría petrificado todos sus órganos. También se piensa en una reconstrucción alucinan te por su precisión, hecha a partir de diferentes sustancias, en tre ellas la cera de abeja. El misterio continúa, aún hoy, sin so lución. 12 Terminemos con las elucubraciones a propósito de la famo sa firm a «R. Mutt», que se lee en el orinal, y sigamos a Du champ: «Mutt viene de Mott Works, el nombre de una gran em presa de elementos de higiene. Pero Mott resultaba demasiado cercano; entonces, escribí Mutt, pues en los periódicos había historietas que se parecían entonces a M utt y Jeff, que todo el mundo conocía. Había, pues, desde el comienzo una resonancia. Mutt, un pequeño y rechoncho chusco; Jef, un flaco alto. .. Que ría un nom bre que re su lta ra indiferente. Y le agregué Ri chard. . . Richard está bien para un orinal [...]. Pero ni siquiera eso, R. solamente: R, Mutt». ¡Eso no se inventa! (Entrevista con Otto Hahn, publicada en V H 101, n° 3, 1970, pág. 59.) 13 Serge Rezvani, Vorigine. du monde, Arles: Actes Sud, 2000. 14 D urante mucho tiempo propiedad del psicoanalista Jacques Lacan, El origen del mundo, de Gustave Courbet, recién fue presentado al público en 1996, en la exposición «Femeninomasculino. El sexo del arte», que tuvo lugar en el Centro Georges-Pompidou. El video realizado por Zoran Naskovski, inspira do en el cuadro de Courbet y exhibido en el Centro GeorgesPompidou en 2001, m uestra una versión más hard\ ¡una sesión de onanismo con el fondo de un concierto de Mozart!
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II. Arte contemporáneo: una «expresión incendiaria»
La monocromía blanca del pintor Antrios Los argumentos utilizados por los adversarios del arte contemporáneo coinciden en muchos puntos con los severos juicios expresados por Thomas Bemhard y Serge Rezvani. Las acusaciones de nulidad, medio cridad, charlatanería e impostura, reiteradas a vo luntad, como leitmotiv, contribuyeron a hacer de la propia locución arte contemporáneo una «expresión incendiaria», como lo señala el filósofo A rthur Danto. En 1998, Danto, observador atento y experto de la vida artística norteamericana y europea, escribió un comentario sobre la pieza teatral Art, de Yasmina Reza, una comedia a la que consideraba, con toda ra zón, una alegoría del arte contemporáneo. En ella, tres amigos, Serge, Marc e Yvan, discuten acerca de un monocromo blanco que uno de ellos, Serge, acaba de comprarle a un renombrado pintor, Antrios. No es tanto la importancia de la suma desembolsada lo que exaspera a los amigos, sino la relación calidad/ precio. Para Marc, ese cuadro pintado por un artista muy cotizado no es más que una cáscara que no re presenta nada: «Mi amigo Serge h a comprado un cuadro. Es una tela de aproximadamente un metro sesenta por un metro veinte, pintada de blanco. El fondo es blanco, y si se entrecierran los ojos se pue 57
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den percibir finos ribetes blancos transversales». El veredicto, en forma de pregunta, no se hace esperar: «¿Has pagado doscientos mil francos por esa mier da?». La justificación estética de Serge es pertinente, puesto que opone, con todo derecho, el juicio basado en el gusto, subjetivo, a la evaluación según criterios objetivos: «¿“Mierda” en relación con qué? Cuando se dice que cierta cosa es una mierda, es porque se tiene un criterio de valor para estimar esa cosa. Se puede decir “No me parece”, “No entiendo”, pero no se pue de decir “Es una mierda”». El argumento no es con vincente. La discusión crece hasta que Marc, en un arrebato de figuración, pintarrajea con un rotulador azul, sobre la propia tela, un pequeño esquiador des lizándose por una pendiente «nevada». Desde enton ces, la obra ha sido objeto de vandalismo. Sin embar go, pese al atentado contra la integridad del cuadro —desfiguración de una obra no figurativa—, la re conciliación está cercana. Dejemos que los futuros espectadores descubran el fmal por sí mismos. Esta pieza teatral, de éxito mundial, fue el pre texto para algunas reflexiones pertinentes de Danto. El filósofo señalaba en qué medida, desde la óptica de Estados Unidos, donde el apoyo estatal a los ar tistas es casi nulo, el debate francés sobre la creación artística actual parecía una verdadera aberración. Danto reseñaba la situación particular de ese mece nazgo de fondos públicos en el que los expertos en cargados de enriquecer el patrimonio nacional selec cionando obras de calidad eran, al mismo tiempo, incapaces de justificar públicamente las razones de su elección. Esta paradoja resulta mucho más paten te si se repara en que estos expertos se dividen en dos campos. El campo de los partidarios, ardientes defensores de un arte hermético y poco atractivo pa 58
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ra el gran público, está desde luego preocupado por continuar beneficiándose con las subvenciones gu bernamentales. El de los adversarios, también espe cialistas, no deja de denunciar una política cultural inútilmente dispendiosa en favor de obras a las que se considera carentes de interés, mediocres o total mente nulas. Semejante confrontación era inconce bible en Estados Unidos, donde, según Danto, ya desde 1913 —fecha de la gran exposición de arte mo derno y de la presentación del Desnudo bajando una escalera, de Duchamp— se comprendía muy bien, sobre todo en Nueva York, que el artista no es, en su ma, más que un «chiflado que hace arte alocado pero inofensivo». En Francia las cosas eran diferentes, pues allí «la cuestión de saber qué es el arte, en lugar de estar re servada a las páginas desapasionadas de las revistas filosóficas, ha bajado a la calle, donde el reproche que se le hace al arte contemporáneo es el de no ser arte, sino mierda». También aquí, al recurrir a la expre sión de Cambronne sólo nos referimos a las palabras proferidas por Marc en Art. Traducida a unos cuarenta idiomas, la pieza de Yasmina Reza trabaja con acierto una situación có mica que supera seguramente las fronteras de Fran cia. Y porque un «blanco supremo infinito» a la ma nera de Malevitch, casi un siglo después del Cuadra do blanco sobre fondo blanco, no es en verdad una obra típica del arte del siglo XXI, la querella estética que opone a los tres protagonistas parece algo anti cuada, «clásica» y, por ello, intemporal. Sin embargo, Danto concluía su artículo pregun tándose cuál podría ser la reacción de los franceses frente a un ataque tal dirigido contra una obra de ar te. Difícil saberlo, pero no era improbable que el jui59
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agriamente expresado por Marc recibiera la si lenciosa aprobación de algunos espectadores. Inclu so no era imposible que su gesto sacrilego, sin des pertar una franca adhesión, se beneficiara con cierta indulgencia. En suma, fuera de los aspectos necesariamente caricaturescos que permiten que un espectáculo sea entretenido, A rt expone en parte los elementos po tencialmente conflictivos que remitían, en la época en que fue escrita la pieza, a la realidad del debate sobre el arte contemporáneo: ¿Quién decide si una obra es lograda o malograda? ¿Quién tiene los cri terios que permiten afirmar que un cuadro es una cáscara o una obra maestra? Si los criterios ya no existen, ¿cómo justificar tales apreciaciones? ¿En qué condiciones puede haber compatibilidad entre la objetividad de criterios indudables y el gusto indivi dual? Dado que el público, en su mayoría —los dos tercios en la pieza—, expresa un juicio negativo so bre la obra, es posible preguntarse a quién le debe el artista —aquí, el famoso Antrios— su celebridad y su cotización en el mercado del arte. ¿Al galerista, al museo, al esnobismo del pequeño medio afortunado del arte —el que, por ejemplo, frecuenta Serge—, a la institución en general? La literatura aquí citada —las novelas de Thomas Bemhard y Serge Rezvani, y la pieza teatral de Yasmina Reza— refleja así, a veces de m anera en tretenida y a menudo de modo pertinente, el clima artístico y cultural de la década del noventa. No obs tante, se hace eco de los lugares comunes y de los prejuicios más difundidos en tomo al arte contempo ráneo; no tiene por finalidad entrar en el detalle de las apuestas estéticas, culturales, económicas,.inclu so sociales o políticas, que afectan a la creación artís c ío
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tica en la época posmodema. En resumen, es eviden te que la producción artística contemporánea no se limita a las obras que han sido el objetivo de Yasmina Reza o de Serge Rezvani. El origen del mundo no es la única obra de Courbet, ni Marcel Duchamp se conformó con exponer portabotellas u orinales. Los ejemplos mencionados aquí, de connotación escatológica, pornográfica o necrósica, no son representati vos del conjunto del arte contemporáneo. Las obras literarias tienen por lo menos la ventaja de mostrar, para un público más amplio que el del mundo del arte, hasta qué punto el arte actual provoca reaccio nes apasionadas y muy contradictorias. Si bien al gunos lo admiran, lo celebran, lo ensalzan y encuen tran legítimo que sea objeto de una activa especula ción en el mercado internacional, otros lo repudian, lo odian, lo execran o, peor aún, ignoran o aparentan ignorar sencillamente su existencia. En conclusión, si se esquematizan en una tipolo gía imperfecta las diferentes actitudes frente a la creación artística actual, se podrá hablar de adeptos, de partidarios a menudo incondicionales, de detrac tores, de adversarios a menudo sistemáticos y de in diferentes, con frecuencia por desconocimiento. No hay en ello nada demasiado original que no pudiera decirse en cualquier época, sino que se tra ta de la forma particular de un arte bautizado como «con temporáneo» sin que nadie esté, al parecer, en con diciones de justificar ese nombre de bautismo. Tratemos de aportar algo más de claridad a esa situación.
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III. Una cuestión de cronología
El fin del academicismo El público, y a veces los propios especialistas, se interrogan respecto de las fechas de nacimiento y muerte de los grandes períodos artísticos: ¿cuándo termina el arte clásico, o bien el arte moderno?, ¿en qué momento comienza exactamente el arte contem poráneo? Sin embargo, a pesar, o a causa, de su for mulación simplista, esas preguntas resultan, en rea lidad, casi imposibles de responder. En efecto, son numerosas las razones que impiden concebir la evo lución del arte occidental como una sucesión de pe ríodos perfectamente delimitados, a menos que se adopte el clásico recorte por siglos, totalmente artifi cial, que se utiliza sólo por comodidad. Supongamos que se quiera determinar de mane ra precisa el comienzo de la modernidad artística oc cidental. Para algunos historiadores, los tiempos lla mados «modernos» designan el período posrevolucio nario, el del Iluminismo, ya vacilante en el umbral del prerromanticismo. Y es sin duda legítimo pensar que la abolición del Anclen Régime, el auge del poder de la burguesía, los prim eros pasos de la indus trialización o incluso la instauración del espacio pú blico y el reconocimiento del espíritu crítico inaugu ran una nueva era, una época sin igual en el pasado. 62
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Pero la historia del arte se sustenta, por lo gene ral, en referencias más tardías, como la Revolución Industrial de mediados del siglo XIX, que marca el fi nal de la época romántica. La figura de Charles Baudelaire aparece a menudo como emblemática de la modernidad artística y cultural. ¿Acaso su obra no traduce las tensiones y paradojas de una época divi dida entre la tradición y lo moderno, el arcaísmo y la novedad, la eternidad y lo efímero? Sin embargo, Baudelaire, considerado hasta hoy el precursor de la sensibilidad moderna, contemporáneo de cuadros preimpresionistas de Edouard Manet, como Olimpia y Almuerzo sobre la hierba, ignora, por razones ob vias, el impacto que provoca en el Salón de Rechaza dos, siete años después de su muerte, el famoso cua dro de Monet Impresión, sol naciente. El deseo que había manifestado, el de ver «praderas pintadas de rojo y árboles pintados de azul», no lo cumplió Delacroix: lo concretó Monet. Tres fechas, 1789, 1863 y 1874, parecen así pau ta r la génesis del concepto «moderno» de la moderni dad. Se tra ta de una gestación muy prolongada, ya que más de un siglo separa a la Revolución Francesa del impresionismo, antes de que este se impusiera e inaugurara la desenfrenada sucesión de «ismos» y vanguardias. Por otra parte, bien cabría impugnar ese esque ma histórico y reducir el papel del impresionismo al de simple precursor de las grandes rupturas, que por cierto presagia, aunque en verdad no llega a esbozar. Se podría tom ar como referencia, entonces —por ejemplo—, el año 1905, en que se realizó el Salón de Otoño, doblemente marcado por el triunfo de Ma tisse y el escándalo de los fauvistas, así como por la muerte de William-Adolphe Bouguereau. Con la de 63
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saparición del maestro del estilo académico y del ar te pompier, las «bouguereaudas» —ninfas, sátiros, Cupido, Venus, Psiqué, Madona de las Rosas y de más «santidades melosas» (la expresión es de Zola)— abandonan por mucho tiempo la pintura de caballe te y expulsan lo «reluciente y la elegancia lustrada» —Zola, de nuevo— que le sienta igualmente bien a Jean-Léon Géróme (1824-1904) y a Alexandre Cabanel (1823-1889). Si damos crédito a Kandinsky —uno de los inicia dores de la abstracción—, el año 1912 marca el final del impresionismo. La agonía del movimiento había comenzado, sin duda, unos años antes, sobre todo en momentos en que el fauvismo, y luego el cubismo y el expresionismo, imponían la idea de que una tela de Monet, Renoir o Degas estaba, en definitiva, más cerca de un cuadro de Rafael que de las Señoritas de Auiñón, de Picasso. Se pueden apreciar así las dificultades inheren tes a cualquier periodización de la vida artística ba sada en acontecimientos calificados como notables y en la aparición de obras emblemáticas. A decir verdad, no es nuestro propósito insistir aquí en la génesis y la evolución del arte moderno ni de la modernidad en general. Nos importa analizar el modo en que se efectúa la transición entre el arte moderno y lo que hoy en día llamamos «arte contem poráneo», sabiendo que el pasaje de una forma de arte a otra se efectúa según un proceso en extremo complejo. Trazar una frontera clara entre el arte mo derno y el contemporáneo es, como veremos, ilusorio. La cuestión tampoco consiste en saber en qué mo mento preciso la expresión «arte contemporáneo» reemplaza a la vigente «arte moderno». Por el con trario, aplicarle al arte moderno el diagnóstico que 64
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Hegel formuló, a comienzos del siglo XIX, a propósito del arte romántico, cuando predijo la disolución del arte en la filosofía y en la teoría del arte, no es com pletamente absurdo. Eso significa que el arte conti núa viviendo en formas hasta entonces inéditas. Y la idea de un final del arte en la época contemporánea, un final que no sería su muerte real ni su desapari ción, sino más bien su dispersión en la forma más etérea de experiencias estéticas múltiples, está, en efecto, en el centro de numerosas problemáticas ac tuales. Esta evolución no se produjo, como se dice, «por sí sola», sino que la aventura del arte tuvo, a fines del siglo XX, un cariz más bien tumultuoso. Arthur Dan to hablaba, al respecto, de la historia artística com pleja y diversificada de las décadas del sesenta al ochenta, y agregaba; «[. . .] quizá no habíamos visto aún en la historia del arte tantos artistas trabajando en programas artísticos tan diferentes entre sí».1 En el transcurso de ese período, aquello que des de comienzos del siglo XX se llamaba «arte moderno» dejaba poco a poco de ser representativo de la época, y las teorías de la modernidad perdían su pertinen cia. Ese agotamiento del discurso modernista, su progresiva obsolescencia, quizá no totalmente irre versible, es lo que nos interesa aquí. No se trata, en modo alguno, de una historia abre viada o condensada del arte contemporáneo.2 Los parágrafos siguientes rememoran simplemente al gunos movimientos, corrientes y tendencias de este período. Dado que aún hoy constituyen referencias en el discurso sobre el arte contemporáneo, es impor tante designarlos con el nombre que ellos mismos se han dado o que los historiadores, críticos y comenta ristas les han atribuido. De todos modos, no están so 65
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metidos a ninguna clasificación ni a ordenamiento estricto alguno. En efecto, esas nuevas vanguardias no se han sucedido del mismo modo que lo hicieron las primeras vanguardias históricas de la década del treinta, cuando cada una de ellas pretendía superar a la precedente y progresar hacia el horizonte un tanto ilusorio y utópico de una modernidad acabada. Esta concepción lineal de la evolución del arte occi dental es, precisamente, la que poco a poco se va de rrumbando, incapaz de resistir el final de la unidad de las bellas artes, la rica diversidad de los materia les y las prácticas artísticas y, sobre todo, su extrema heterogeneidad. Sin embargo, resultaba difícil suprimir toda cro nología, en la medida en que la actual querella sobre el arte contemporáneo sólo podía tener lugar, en la forma que adoptó, en cierto momento de la creación artística reciente. La propia querella es una de las consecuencias de las interferencias, los entrecruzamientos y las hibridaciones que han experimentado los movimientos de este fin de siglo. El arte actual es el producto de todas esas tendencias, la mayoría de las cuales perduran —a veces con otros nombres—, coexisten y también se mezclan en combinaciones improbables, pues la m ateria liberada y la forma franqueada ya no se encuentran necesariamente en lo que antes se llamaba «obra de arte».
¿El arte de hoy es contemporáneo? Cuando Catherine Millet planteaba a lbs conser vadores de los museos la pregunta: «¿Considera que todo el arte producido hoy es “contemporáneo”?», la 66
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respuesta más frecuente era «Sí y no». «Sí», si se to ma «contemporáneo» en un sentido exclusivamente cronológico y, sobre todo, si no se le teme al pleonas mo ni a la tautología: el arte de hoy es, por definición, contemporáneo... de hoy. «No», si se especifican las condiciones de pertenencia a la contemporaneidad: trabajo muy especializado, empleo de nuevas tecno logías, mezcla de géneros y materiales, exploración de nuevas formas, experimentación de nuevos cam pos artísticos, etcétera. Calificar a todas esas «novedades» obliga, en con secuencia, a fijar algunas reglas de discriminación, en primer lugar negativas. Se llama «contemporáneo» a un tipo de arte que no se puede asim ilar totalm ente a ninguno de los movimientos y corrientes anteriores a la moderni dad o a las vanguardias de fines de la década del se senta; por ejemplo, al arte conceptual, ai pop art, al land art o al body art, etc.3 El arte que se impone en la década del ochenta con la denominación de «con temporáneo» trata de definirse sin referencias explí citas al pasado, pero lo consigue sólo a medias. Sus «obras» recibían, en efecto, la herencia de épocas an teriores. Perpetuaban sus enfoques, empleaban m a teriales según procedimientos aparentemente cono cidos desde hacía mucho tiempo, o bien integraban temas, formas y estilos ya explotados por el arte mo derno. De m anera más positiva, esta forma de arte, en razón de su propia diversidad y de su heterogenei dad, obligaba a las instituciones a revisar las clasifi caciones tradicionales y a redefinir la frontera entre el arte moderno y lo que a partir de entonces debían adm itir bajo el rótulo de «contemporáneo». Ya en 1992, la socióloga Raymonde Moulin señalaba que 67
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no había una definición genérica del término «con temporáneo» aplicado al campo artístico,4 y hacía notar, asimismo, que si bien el rótulo de «contempo ráneo» había constituido, desde la década del sesen ta, una apuesta importante en la competencia artís tica internacional, el final de la modernidad y de las vanguardias volvía ambigua esa apuesta, pues «un gran número de células de creación, de microfocos que alardean de su especialidad, hacen coexistir es tilos o ejercicios artísticos de diversos orígenes histó ricos y geográficos». Dado que era preciso elegir, entre la producción de artistas vivos, obras suficientemente merecedo ras del rótulo de «contemporáneo», la atribución de esa calificación se convertía en asunto de expertos y del mundo del arte. La tarea no era de las más fá ciles. Demos algunos ejemplos. Para numerosos actores especializados del mun do del arte actual, tales como los responsables de los departamentos de arte en instituciones públicas y privadas, los curadores al servicio de las grandes ga lerías, los conservadores y los historiadores del arte, la producción artística contemporánea constituye un elemento esencial en la elaboración de una política cultural en todas sus dimensiones económicas y pa trimoniales, no sólo en el plano nacional sino, cada vez más, a escala internacional. De este modo, en Francia, el Fondo Nacional del Arte Contemporáneo (FNAC) dispone actualmente de unas 80.000 obras, adquiridas gracias a los pedi dos y las compras del Estado a artistas en actividad, de todas las nacionalidades, en los diferentes cam pos de la expresión artística: artes visuales, design, artes decorativas. De la totalidad de obras adquiri das cada año, un tercio corresponde a artistas fran 68
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ceses.5 Luego de 2001 se incorporaron trabajos del videoasta Pierre Huyghe,6 de la artista plástica Simone Decker7 y de los designers Ronan y Erw an Bouroullec,8 obras que se codeaban con las realiza ciones más antiguas, tales como las de Marina Abramovic9 o Daniel Burén. La referencia a estos artistas, muy notorios en la escena internacional, no es útil, empero, a los efectos de ofrecer una definición precisa, cualitativa, del ar te contemporáneo. La notoriedad de la que gozan ta les artistas, todavía activos hoy, la han adquirido en un mundo del arte constituido por expertos, conser vadores, críticos e historiadores del arte contempo ráneo, galeristas experimentados, coleccionistas in teresados y periodistas especializados. En ese uni verso, relativamente cerrado, el conocimiento y la ido neidad son de rigor. Aun cuando los criterios de se lección escapan al profano, nada permite, a priori, sospechar de su confiabilidad o de su capacidad para seleccionar obras de calidad. El reconocimiento in ternacional y la inserción en los circuitos del merca do del arte parecen dar testimonio suficiente de la calidad artística de las obras, sin que sean necesa rias, a posteriori, laboriosas discusiones estéticas acerca de la legitimidad de ese reconocimiento. Pero en esto —como lo veremos— radica el problema. Antes que responder a una definición precisa, el arte contemporáneo se caracteriza, aquí, por cierto número de parámetros, a fin de cuentas variables, y a veces de manera negativa, por exclusión. Así, como se ha dicho, no abarca la totalidad de las obras pro ducidas hoy, en el momento en que escribo estas lí neas. No todo el arte contemporáneo es, pues, con temporáneo. Los «cromos», los cuadros realizados por «pintores domingueros» —figurativos o abstrac 69
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tos—, no entran, por ejemplo, en esta categoría, más allá de las emociones estéticas que su calidad plásti ca pueda suscitar en los espectadores.
¿Modernos o contemporáneos? También cabe decir que no todos los artistas hoy en actividad son considerados necesariamente con temporáneos, dado que sus obras mantienen una re lación formal, estilística o técnica con el pasado, in cluido el reciente. Pierre Soulages (nacido en 1919), el pintor de los cuadros monopigmentarios, en los que predomina el negro colocado sobre la tela a pincelazos, a golpes de rascador o de espátula, puede ser ubicado, sin duda, en una retrospectiva de arte moderno, por ejemplo, junto a Malevitch o a Mondrian, pero no en una ex posición de arte contemporáneo. Se comprobará que esas obras pictóricas se vinculan, con mucha o dema siada evidencia, a ciertas grandes corrientes del arte del siglo XX: tachismo, expresionismo abstracto, arte informal, arte minimalista, monocromo, aun que en verdad no se reduzcan a ninguna de ellas. Por el contrario, sus vitrales realizados en 1994 en la iglesia abacial de Sainte-Foy de Conques han de con siderarse correspondientes al arte contemporáneo. En el caso de otros artistas, la situación puede ser más delicada aún. Román Opalka (1931) desarrolla desde 1965 una obra rigurosa y bastante exigente: sobre telas blan cas de formato idéntico, 196 x 135 cm, alinea con el pincel la serie aritmética de números, agregando ca da vez un 1% de blanco suplementario al negro ini 70
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cial. Terminará necesariamente —¿pero cuándo?— pintando blanco sobre blanco. El propio artista sitúa ese trabajo original, sin precursor inmediato identificable,10 en las huellas del arte minimalista y, por ende, del arte moderno. Pero también son posibles otras connotaciones modernistas. ¿Cómo no pensar, en efecto, ante ese rechazo de toda figuración, en el famoso Cuadrado blanco sobre fondo blanco, de Malevitch (1918), horizonte monocromo hacia el que tiende, asintóticamente, la serie de los Detalles?11 Sin embargo, ciertas particularidades subrayan el carácter contemporáneo de esta práctica plástica que no se limita a la pintura. La participación de lo corporal, las fotos del rostro del artista, el empleo de la voz que desde 1968 dicta los números a medida que van siendo inscriptos en la tela, el registro mag nético, son otros tantos elementos que también per miten calificar a esta obra inacabada e inacabable de «performance», e inscribirla en la contemporaneidad artística. El criterio cronológico al que es frecuente referir se para definir el arte contemporáneo resulta, pues, poco confiable si se lo aplica individualmente a los creadores. Y a nadie se le ocurriría suponer que, por una especie de prodigio fáustico, artistas como Soulages y Opalka puedan «rejuvenecer» al cabo del tiempo, pasando de la época moderna a la época con temporánea. Ese criterio puede parecer también falible en el plano histórico, debido a la interferencia de las co rrientes y los movimientos artísticos, que desafían cualquier periodización estricta. Pero esta, a pesar de su carácter peligroso, rápidamente se muestra in dispensable para comprender la génesis del arte con temporáneo. 71
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N otas 1Arthur Danto, «Greenberg, le grand récit du modernismo et la critique d’a rt essentialiste», Les Cahiers du Musée d ’A rt Moderne, n° 45/46, 1993, pág. 19. 2 Al respecto, cf. sobre todo Catherine Millet, L’art contempo rain en France, París: Flammarion, 1987; Denys Riout, Qu’estce que Vart moderne?, París: Gallimard, col. «Folio essais», n° 371,2000; Lionel Richard, Uaventure de Vart contemporain, Pa rís: Éd. du Chéne, 2002. 3 Véase, infra, págs. 139-40. 4 L’artiste, l’institution et le marché, París: Flammarion, 1992; reed. col. «Champs», 1997. 5 En 2001, por ejemplo, ingresaron a la colección 726 obras de 274 artistas. De estos 274 artistas, 102 eran franceses, 25 nor team ericanos, 24 alem anes y 18 británicos (fuente: base de datos de las adquisiciones del FNAC 2000-2001, que se puede consultar por Internet). 6 Véase, infra, págs. 169-70. 7 Nacida en 1968, Simone Decker siembra los lugares donde expone, a veces la propia calle, con fotografías en trompe-Voeil, 8 Nacidos, respectivamente, en 1971 y 1976, Ronan y Erwan Bouroullec crean formas despojadas, sobrias, minimalistas, ins piradas en la estética nipona. 9 Véase, infra, pág. 283. 10 Debe evitarse cualquier acercamiento abusivo con las se ries de cifras y letras cuidadosamente caligrafiadas por Heinrich Josef Grebing, afectado de esquizofrenia y asesinado por los médicos nazis en 1940 (Heidelberg, colección Prinzhorn). 11 Nombre que el artista les da a sus cuadros.
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IV. La década del sesenta: la explosión artística
Para numerosos especialistas, el arte contempo ráneo dio comienzo después de la Segunda Guerra Mundial, en 1946. No sin legitimidad, se puede ha cer valer el desarrollo económico y tecnológico que desembocó, tres décadas más tarde, en la sociedad de consumo y ejerció una innegable influencia en el arte y la cultura. ¿Acaso el economista Jean Fourastié no calificó de «gloriosos» a los treinta años de cre cimiento que le permitieron a Francia, y también a la Europa de las naciones industrializadas, pasar de la «vida vegetativa tradicional» a los «tipos de vida contemporáneos»?1 Sin embargo, es necesario un punto de referencia más preciso en la historia de las artes, y el año 1960, seguido de una década pautada por la incesante y rá pida aparición de nuevas corrientes, fue el que m ar có, sin duda alguna, el comienzo de una etapa decisi va en la génesis del arte contemporáneo.
Contra el expresionismo abstracto: un nuevo realismo Fue 1960, precisamente, el año de las Antropome trías de Yves Klein (1928-1962). El 9 de marzo, en la 73
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Galería Internacional de Arte Contemporáneo de la rué Saint-Honoré, en París, el artista celebraba una especie de ritual en cuyo transcurso tres jóvenes des nudas —mujeres-pinceles— adherían o arrastraban sus cuerpos untados en pintura azul sobre grandes hojas blancas. El 17 de marzo, el Museo de Arte Mo derno (MoMA) le proponía a Jean Tinguely (19251991) realizar su máquina autodestructiva, Home naje a Nueva York, En el jardín del museo, quinien tas personas asistían a la destrucción de una escul tura compuesta por objetos heteróclitos, aparatos de radio, carritos, ruedas de bicicleta, trozos de chata rra y un piano, todos los cuales debían ser cortados por la mitad por dos «métamatics», El 16 de abril, en Milán, el escritor y crítico de arte Pierre Restany pu blicaba el Primer manifiesto del Nuevo Realismo. Escribía: «Asistimos hoy al agotamiento y a la escle rosis de todos los vocabularios establecidos, de todos los lenguajes, de todos los estilos. A esta carencia [.. .1 de medios tradicionales se enfrentan aventuras individuales aún dispersas por Europa y América, pero que tienden, todas ellas [.,.] a definir las bases normativas de una nueva expresividad». Y Restany aclaraba: «La pintura de caballete (así como cualquier otro medio de expresión clásico en el campo de la pintura o de la escultura) ya tuvo su épo ca. Sin embargo, en este momento vive los últimos instantes, todavía sublimes a veces, de un prolonga do monopolio».2 La misma argumentación es retomada en mayo de 1961, de modo más radical y virulento, en el Se gundo manifiesto'. «Asistimos en la actualidad a un generalizado fenómeno de agotamiento y esclerosis en todos los vocabularios establecidos: con algunas excepciones, cada vez más escasas, únicamente se 74
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ven inútiles repeticiones estilísticas y academicis mos viciados». A la creencia en la «eterna inmanencia de los gé neros supuestamente nobles y de la pintura», Restany oponía la apropiación de la realidad cotidiana por los artistas, y hacía explícita referencia a las obras de los colegas que lo seguían en esa empresa, Yves Klein, Jean Tinguely, Raymond Hains (1926), Arman (1928),3 Fran^ois Dufréne (1930) y Jacques Villeglé (1926): «La sociología acude en ayuda de la concien cia y del azar, ya sea en el nivel de la chatarra com pactada, de la selección o de la laceración del afiche, del aspecto de un objeto, de los desperdicios domés ticos o de salón, del desencadenamiento de la acti vidad mecánica, de la difusión de la sensibilidad.. .».4 La acción colectiva del grupo de los nuevos realis tas resultó breve —tres años, según lo reconoció su fundador—, pero su influencia en el clima artístico de la década del setenta, especialmente en Francia, fue considerable. En efecto, si bien el Nuevo Realis mo expresaba una reacción de rechazo frente a la abstracción y al expresionismo norteamericano se mejante al del pop art y la escuela de Nueva York, se despegaba decididamente del movimiento que se desarrollaba al otro lado del Atlántico. A partir de 1962, Restany ya insistía en las diferencias —las «discrepancias»— entre Nueva York y París. Mien tras que los neodadaístas norteamericanos predica ban una especie de «fetichismo moderno del objeto» y totemizaban «el Buick, la Coca-Cola o la lata de con serva», los nuevos realistas asumían más directa mente la apropiación en bruto de la realidad cotidia na. Los primeros se hundían en el exhibicionismo y en la estetización de lo real —Restany apuntaba en particular contra Andy Warhol y Robert Rauschen75
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berg—, y los segundos no cedían a la magia del obje to, no celebraban un nuevo culto. Reivindicaban la necesidad de aire, expresaban la «frescura de la re novación» con la ironía, el humor o la burla, tal como Daniel Spoerri con sus «cuadros-trampas» —petrifi cación de restos de comida, platos, cubiertos, inclui do el pan—, o Arman y sus Canastos de basura, o Villeglé y sus afiches desgarrados, los Dessous.
Marcel Duchamp «asesinado» El asesinato simbólico de Marcel Duchamp, per petrado en septiembre de 1965 por Gilíes Aillaud (1928), Eduardo Arroyo (1937) y Antonio Recalcati (1938), tres pintores pertenecientes a la Nueva Figu ración, se muestra como un paréntesis en el cuestionamiento del medio pictórico tradicional. Ocho telas expuestas en París, tituladas Vivir y dejar morir, o el fin trágico de Marcel Duchamp, provocaban un es cándalo. Tal como en el argumento de una historieta, la primera tela representaba el famoso Desnudo ba jando la escalera; luego, Duchamp subía los escalo nes de una «verdadera escalera»; después se lo veía maltrecho; el cuarto cuadro mostraba el orinal; en el sexto, Duchamp era arrojado escaleras abajo; último cuadro: exequias oficiales. Era, sin duda, una fuerte embestida contra quien —todavía vivo— era considerado por los pintores uno de los hipócritas defensores de la cultura bur guesa y capitalista. Bautizado como «figuración na rrativa» por el crítico de arte Gérald Gassiot-Talabot en 1964, el grupo reunía, asimismo, a artistas como Valerio Adami (1935), Erró (1932), Gérard Froman76
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ger (1939), P eter Klasen (1935), Jacques Monory (1934), B em ard Rancillac (1931) y Hervé Télémaque (1937). Esos artistas no vacilaban en utilizar el cuadro «clásico» —tela y bastidor— y dibujaban se gún la más pura tradición iconográfica. Se trataba de denunciar lo que era percibido como una desas trosa huida hacia adelante —sí así puede decirse— de las vanguardias, y de condenar las proclamas y los eslóganes en favor de un antiarte o de un no-arte, uno y otro demasiado bien acogidos en los sitios ins titucionales. En 1962, Duchamp había procurado, por cierto, rehabilitarse, al declarar ante Hans Richter: «Ese neo-Dadá que ahora se llama Nuevo Realis mo, pop art, m ontaje.. es una distracción barata que vive de lo que hizo Dada, Cuando descubrí los ready-made, esperaba desalentar ese carnaval de es teticismo. Pero los neodadaístas encuentran un va lor estético en los ready-made. Les arrojé el portabo tellas y el orinal por la cabeza como una provocación, y de pronto ocurre que ahora admiran la belleza en esos objetos». De todos modos, podía tratarse de una última pi cardía propia de un hábil estratega, convertido en maestro, como lo fue en el ajedrez, en el arte de per turbar el juego del adversario. Dijera lo que dijese Duchamp, ¿su equivocación no había consistido en poner su firma en objetos ya fabricados, mas no para burlarse ni para condenar al capitalismo burgués, sino para celebrar la sociedad de consumo agregan do al sistema de los objetos cosas banales bautizadas como «obras de arte»? Reivindicar un cambio de estatuto del arte en la sociedad mercantil, salir de las galerías, fortalecer el contacto con el público, denunciar el mercado del ar te: tales eran, en esa época, las intenciones del Gru 77
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po de Investigación en Arte Visual (GRAV), que reu nía a Horacio García Rossi (1929), Julio Le Pare (1928), Frangois Morellet (1926), Francisco Sobrino (1932), Joél Stein (1926) y Jean-Pierre Yvaral (19342002). En abril de 1966, el GRAV salía a la calle, in terrogaba a los transeúntes, les pedía que manipu laran, desarmaran y volvieran a armar diversos ob jetos, con la finalidad de «interesar al espectador», sacarlo de sus inhibiciones, invitarlo a participar y desmitificar la institución museística.
«No somos pintores»: BMPT Tres años después del simulacro del fin trágico de Marcel Duchamp, cuatro artistas presentaban sus obras en el XVII Salón de la Joven Pintura: Daniel Burén (1938), Olivier Mosset (1944), Michel Parmentier (1938-2000) y Niele Toroni (1937). El grupo BMPT (sigla formada con la inicial de cada uno de los apellidos) organizó cuatro Manifestaciones en 1967 y desde el comienzo declaró: «No somos pinto res», si por «pintores» se entendía a los que pintaban flores, mujeres, temas sobre el erotismo, sobre el psi coanálisis y —contexto obliga— sobre la guerra de Vietnam. Los artistas reivindicaban el anonimato de la obra, el rechazo al tema y a la figura, y la renuncia a cualquier función de distracción o emocional de la pintura. Predicaban la repetición de los motivos; por ejemplo, franjas verticales, rojas y blancas, en el caso de Burén, u horizontales, alternadamente grises y blancas, en Parmentier; un círculo sobre fondo blan co en Mosset, y huellas de pinceladas azules sobre fondo blanco en Toroni. También declaraban que la 78
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pintura se reducía a su propia materialidad. No se trataba de seducir al público, ni de practicar el ilusionismo o jugar con la sensibilidad, sino de incitar al espectador a que reflexionara sobre las relaciones anteriores y actuales del arte con la realidad.
Pintura> pintura: Soportes ¡Superficies Lo que en el grupo BMPT pertenecía al orden de la negación —a saber: «pintar sin ser pintores»—, en él grupo Soporte(s)/Superficie(s) adoptaba la forma afirmativa con un matiz. No, la pintura no estaba muerta, pero el objeto de la pintura era la propia pin tura. La primera exposición se remonta a 1970, y en ella se presentaron obras de Vincent Bioulés (1938) —quien creó el nombre «soporte/superficie»—, Marc Devade (1943-1983), Daniel Dezeuze (1942), Patrick Saytour (1935), André Valensi (1947) y Claude Viallat (1936). Mientras que Jackson Pollock (1912-1956) deste rraba el pincel y el caballete y prefería pintar directa mente sobre el piso, y Simón Hantai (1922) adoptaba el plegado y el desplegado de la tela como método, Soportes/Superficies conservaba el cuadro, pero po nía el acento en la materialidad de los componentes que lo constituían, antes que en la figura o en el te ma representado. La tela podía ser separada del cua dro y convertirse en un material maleable, por ejem plo en Claude Viallat. Daniel Dezeuze, por su parte, privilegiaba los bastidores que modulaba como casi llas o cuadrículas que se desplegaban en el espacio. El contexto intelectual y político de la época influ yó en la trayectoria de estos artistas. Muchos se mos 79
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traban sensibles a la crítica del capitalismo formu lada por Louis Althusser, así como a sus posiciones sobre la práctica teórica y el materialismo dialéctico. El filósofo Jacques Derrida, que comenzaba a «deconstruir» el logocentrismo occidental y a denunciar la primacía de la palabra sobre lo escrito, participó, junto con Julia Kristeva, Roland Barthes, Philippe Sollers y Michel Foucault, en la revista Tel Quel. Es ta publicación, codirigida por Marcelin Pleynet, se mostraba decididamente comprometida en el cami no de la subversión poética y artística. Se trataba na da menos que de rehabilitar la función revoluciona ria de la escritura. Innumerables obras plásticas producidas en esa época nacían de una reflexión teórica intensa, con el marxismo, el psicoanálisis y la filosofía como telón de fondo, y tenían como objetivo term inar con una tradición artística y literaria considerada conserva dora, si no reaccionaria.
Un arte militante Preocupaciones y temas varios, similares si no co munes, permiten vincular entre sí a estas últimas vanguardias de la modernidad: Nuevo Realismo, Fi guración Narrativa, GRAV, BMPT y Soportes/Super ficies. El retorno a la figuración, antes que la apropia ción de lo real, a la que eran tan afectos los nuevos realistas, pretendía desenmascarar las diversas for mas de manipulación y de represión ideológica gene radas por la sociedad de consumo. Se trataba de re presentar la realidad social para sentar las bases de 80
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ana interpretación crítica de su funcionamiento. En ese plano, y fuera de las diferencias en los procedi mientos utilizados, el espíritu rebelde y contestata rio de la Figuración Narrativa, también él ávido de libertad, no se hallaba totalmente en las antípodas del que animaba al Nuevo Realismo. El GRAV quería eliminar la distancia entre el ar te y el público, produciendo obras a menudo seducto ras, a veces lúdicas, capaces de hacer reaccionar al espectador tanto física como psicológica e intelec tualmente. El BMPT procuraba romper con las trivialidades de la estética idealista y romántica acerca del mito del artista creador e inspirado, y prefería practicar una pintura austera, hasta un cierto «grado cero de la pintura», un grado cero de la forma y del color, lo cual era una manera de hacer tabula rasa con todas las convenciones pictóricas. Soportes/Superficies exigía una ascesis por cierto más rigurosa aún, pues se trataba de desnudar la pintura, de modo de disecar su forma de funciona miento en el propio seno de la cultura occidental. En distintos grados, todas estas tendencias ha cían alarde de una militancia política y social en sin tonía con el clima ideológico europeo, y como reac ción, a veces intensa, ante la preponderancia nor teamericana, el pop art, el arte conceptual, y —como se ha visto— contra Marcel Duchamp. De todos modos, es preciso rendirse ante la evi dencia: el programado «asesinato» del autor de los ready-made fracasó por completo. Dadá y Duchamp resistieron los intentos de eliminación y reaparecie ron cuando menos se los esperaba.
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Minimalismo posduchampiano En la década del sesenta, Frank Stella (1936) co menzaba a exponer en Estados Unidos una serie de Pinturas negras con formas geométricas- Se trataba, por cierto, de cuadros, si bien tenían formas no con vencionales: en T, en trapecio o en zigzag. E ra tam bién una reacción contra el expresionismo abstracto, pero ya entonces Stella abría el camino al arte mini m alista, junto a Robert Morris (1931), Cari Andre (1935), Sol LeWitt (1928) y Richard Serra (1939). Para indignación del medio artístico francés en particular y del europeo en general, irritados por la reciente supremacía de Estados Unidos, en 1964 el premio de la Bienal de Venecia fue otorgado a Robert Rauschenberg (1925). A través de ese artista, colabo rador de Merce Cunningham y John Cage, disidente del expresionismo abstracto en favor del pop art, la Bienal consagraba al más reciente movimiento de vanguardia norteamericano. Al utilizar objetos in dustriales de formas geométricas simples y depura das, expuestos sin artificios —en la indiferencia—, el minimalismo expresaba asimismo su rechazo de la pintura «retiniana». Piezas como las esculturas de Ibny Smith (1912-1980) —por ejemplo, un volumi noso cubo de metal herrumbrado—, o bien las gran des figuras metálicas de Richard Serra tituladas Obras, no expresaban emoción alguna, ningún ras tro de la subjetividad de su autor. Esos objetos, sin interés de por sí, valían en esencia por su entorno, por el lugar de exposición. Las realizaciones de Cari Andre eran también representativas de este enfo que. En 1967 yuxtapuso sobre el piso diez placas de acero (10 Steel row: 300 x 60 x 1 mm), que según él re producían en forma horizontal la Columna sin fin , 82
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de Brancusi.5 El material estaba preparado de ma nera industrial; no había sido trabajado en modo al guno por el artista, ni tampoco el espacio en el cual había instalado la obra. Jean-Jacques Lebel, autor en 1965 de la primera antología poética de la Beat Generation, importa el happening a Europa a principios de los años sesenta. En el espíritu de Duchamp, y pronto en el de Fluxus, organizó «laboratorios del arte futuro», montajes de distintos modos de expresión: artes plásticas, teatro, poesía, action painting, música, danza y cine. El hap pening se definía como un acontecimiento efímero y una manifestación reactiva, política e ideológica mente comprometida contra la guerra o el racismo. A pesar de sus enfoques diferentes por completo, incluso opuestos, el minimalismo y el happening confirmaban cierto número de tendencias artísticas dominantes hacia fines de la década del sesenta. El artista se despersonalizaba y de alguna manera se retiraba tras el material en bruto, negándose así a la autocelebración del creador. Elementos tradicional mente considerados ajenos a la obra se convertían en componentes indispensables del acto artístico, ya se tratase del medio que lo rodeaba o del propio público, que era invitado a participar física o intelectualmen te en el espectáculo y en la acción que se le proponía. El minimalismo descalificaba, si se permite la ex presión, al objeto artístico en cuanto tal. Lo despoja ba de la mayoría de sus cualidades tradicionales, que lo definían clásicamente como obra de arte. A lo sumo conservaba, en una forma rudim entaria, la función expresiva y representativa del arte. Aveces se limitaba a instalar, exponer o simplemente colo car en un lugar cualquiera una placa o un cubo me tálico. Bastaba con dar un paso más en esa des-este83
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tización, que afectaba tanto al concepto de obra como a la noción de arte, para desembocar en la supresión lisa y llana de la propia obra de arte. De ese arte y de esa obra sólo subsistía entonces la idea del arte o, más precisamente, según la muy conocida fórmula de Joseph Kosuth (1945), «el arte como idea como idea» {«art as idea as idea»).
El arte reducido a su concepto En su ensayo Uart aprés la philosophie,6 que él mismo presentaba como una reflexión sobre la he rencia de Marcel Duchamp, Kosuth explicitaba esa formulación tautológica. Según él, la evolución del arte occidental obligaba a este a interrogarse acerca de su propia naturaleza. El arte no podía seguir exis tiendo si no se diferenciaba radicalmente de las de más actividades humanas. No se reducía a la diver sión, ni a la decoración, ni a ninguna otra actividad humana útil. No era asimilable a la religión ni a la fi losofía. No existía más que por sí mismo: «El arte no reivindica sino al arte. El arte es una definición del arte». Esto no significaba que el arte se redujera úni camente a un concepto, sino tan sólo que era un pre texto para una reflexión, para una conceptualización, para una actividad especulativa que prevalecía sobre los objetos materiales presentados al público. En 1965, en una instalación a menudo citada como ejemplo, Una y tres sillas, Kosuth exponía una silla, la fotografía del objeto y la definición de la palabra «silla» tomada de un diccionario. Poco importaban el aspecto y el material de la silla, la calidad estética de la toma fotográfica o el lugar. Tampoco se trataba de 84
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transm itir un mensaje ni de generar una emoción. Lo que prevalecía allí, fuera de toda referencia a un código artístico preestablecido o a la historia del ar te, era la interrogación que el dispositivo, en parte lingüístico, sugería a propósito de la propia defini ción del arte. En ese mismo año, Joseph Kosuth ad quirió Ubicación, una de las primeras obras concep tuales del pintor de origen japonés On Kawara. Desde hacía cerca de cuarenta años, el artista On Kawara (1932) pintaba en blanco sobre fondo mono cromo, según un procedimiento siempre idéntico, la fecha de cada día que transcurría. El enfoque recor daba al de Román Opalka, pero el concepto era dife rente. El formato y el color del soporte podían cam biar de un cuadro a otro. Un cuadro no terminado antes de la medianoche era destruido (.Pinturas de fechas, «Serie de hoy»). On Kawara transcribía tam bién tablas de coordenadas geográficas; por ejemplo, 31° de latitud norte y 8o de longitud este. Cada cua dro era conservado en una caja de cartón. En la parte interior de la tapa, un recorte de diario mostraba la fecha y el lugar de la realización.7
Un arte «pobre» En ese contexto de desmaterialización del arte aparece el Arfe povera, nombre dado por el crítico de arte Germano Celant a un movimiento que suele emparentarse, a menudo en forma algo apresurada, con el arte conceptual. La primera manifestación de ese movimiento tuvo lugar en 1967, en Génova.8 De liberadamente provocador, el Arte povera rechazaba la noción tradicional de cultura. En la línea de Du85
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champ y de los nuevos realistas, se proponía elevar la banalidad y el lugar común a la categoría de obra de arte. Celant calcó la expresión «arte pobre» de la de «teatro pobre», empleada por el director polaco Jerzy Grotowsky (1933-1999).9 Para Grotowski, la idea consistía en promover un teatro alternativo, políticamente comprometido, que involucraba a los espectadores mediante una trans formación radical de la puesta en escena. «Pobre» no significaba indigencia de medios, sino reducción de la experiencia estética entre el actor y el público a lo esencial; por ejemplo, suprimiendo el vestuario, el maquillaje, la iluminación, y utilizando de m anera intensiva la expresión corporal de los actores. AI partir de la idea de que era la época de la «des cultura», el Arte povera insistía asimismo en la pre sencia física del sujeto —del artista— y del objeto, pero «degradando las cosas al máximo, empobrecien do los signos para reducirlos a su propia dimensión arquetípica», según las palabras de Celant. La «desculturación» del arte, en reacción contra las corrien tes más sofisticadas, vinculadas a las tecnologías, como el op art, suponía un contacto más inmediato con la naturaleza bruta, ya se tratara de animales, de vegetales o de la piedra, el carbón y la tierra. Así, en 1968, durante la guerra de Vietnam, Mario Merz (1925-2003) realizaba el Iglú de Giap. Construido en vidrio, tierra y plomo, el pequeño edificio presentaba una inscripción de neón que reproducía la frase de un célebre general norvietnamita: «Si el enemigo se concentra, pierde terreno. Si se dispersa, pierde la fuerza». El iglú sería utilizado de nuevo en 1969, en Roma, en una instalación compuesta por un Simca 1000, atravesado por un tubo de neón, ramaje y pa quetes de vidrios apilados. 86
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La instalación (¡la escultura!) realizada por Giovanni Anselmo (1934) en 1968 consistía en un ines perado montaje. La Estructura que come estaba com puesta, en efecto, por dos bloques de granito y una le chuga, lo que era pretexto para una reflexión acerca de las relaciones entré la naturaleza y la cultura, en tre un material sólido y permanente y un producto eminentemente perecedero. Giuseppe Penone (1947), escultor, dibujante y fo tógrafo, exploraba en grandes instalaciones las rela ciones entre el hombre y la naturaleza. En la prose cución de un proyecto elaborado en la década del se senta —«Repetir el bosque»—, despojaba a los árbo les de su corteza hasta llegar al corazón, como una manera de regresar a las formas embrionarias de la naturaleza.10
Esculpir la naturaleza Desde aquella época, la preeminencia del concep to, de la idea o del proyecto dio lugar, asimismo, a ac ciones espectaculares que revelaban, de modo más directo que el minimalismo o el arte pobre en su mo mento, un creciente interés por la naturaleza. A par tir de 1968, las realizaciones del LandA rt ponían de manifiesto claramente una toma de conciencia eco lógica. Ya no se trataba de producir objetos destina dos a ser expuestos en las galerías o en los museos, sino de intervenir, de manera directa y muy a menu do efímera, en el paisaje natural. Sin embargo, tam poco era cuestión de desfigurar la naturaleza, ni de modelarla definitivamente, ni menos aún de explo tarla. 87
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Walter De Maria (1935), artista norteamericano a quien se debe la expresión «land art» —también llamado «earth art» («arte de la tierra» o «arte de la naturaleza»)—, llegó a proponer obras desprovistas de todo significado y a veces invisibles.11 Esto no le impidió excavar dos trincheras de más de 1.600 m de longitud y cerca de 2,50 m de ancho en el desierto de Nevada. Otras «esculturas» monumentales, denomi nadas «Earth Works», se inscribían de manera espec tacular en el paisaje. Lawrence Weiner (1942) exca vó cráteres por medio de explosiones con TNT en Ca lifornia. Robert Smithson (1938-1966) «dibujó» su gi gantesca y famosa Espiral Jetty (1970), en el Gran Lago Salado, utilizando bloques de rocas negras y cristales de sal.12
El «cuerpo» político Otra naturaleza, la del cuerpo humano, fue la que exploraron y trabajaron como si fuera un material los artistas del body art y del arte corporal, a partir de la década del sesenta. En esa época, Yves Klein utilizaba «mujeres-pinceles» y Joseph Beuys inten taba anclar el arte en la vida cotidiana. Tanto uno como el otro terminaron instalando sus obras en los museos. Los «accionistas» vieneses, por su parte, rechaza ban esa forma de recuperación. Intervenían directa mente, de manera espectacular, en la vida de todos los días, y participaban en rituales sangrientos, escatológicos o sexuales en público. Uno de los artistas «accionistas» más virulentos y controvertidos, junto con Günther Brus (1938), Hermann Nitsch (1938) y 88
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Rudolf Schwartzkogler (1940-1969), fue sin ninguna duda Otto Muehl (1925).13 Pintor influido en sus orígenes por el cubismo, el expresionismo abstracto y el action painting, Otto Muehl elaboró durante la década del sesenta una «estética destructiva» que puso en práctica por cuen ta propia. Destruía los cuadros, desgarrándolos has ta reducirlos a pedazos. Ese proceso de aniquila miento simbólico apuntaba más allá del arte. Tenía por objetivo la destrucción o, al menos, la transgre sión de los tabúes sociales, éticos y espirituales que levantaba hipócritamente una sociedad pretendidamente civilizada, capaz y culpable de todas las atro cidades. Entre 1965 y 1966, las «acciones m ateria les» brutales y a veces sangrientas se multiplicaron. Escandalizaban a Austria. Inglaterra las descubría con entusiasmo. Las puestas en escena eran particu larmente provocativas. Bien podían consistir en un cuerpo femenino desnudo, cubierto de inmundicias, o en una joven que tocaba serenamente el violoncelo mientras los actores degollaban una gallina. Sensi bilidad, coreografía presentada en 1994 en París du rante una retrospectiva que mostraba fotografías, filmes y dibujos sobre el «accionismo» vienés, ponía en escena un juego erótico entre una mujer, dos acto res y una gansa, palmípedo que era víctima de un ri tual sangriento. Lectores y a veces adeptos de Marx, Freud y Wilhelm Reich, los «accionistas» vieneses llevaban has ta el paroxismo las formas diversas de impugnación de su época en favor de la liberación de las mujeres, la sexualidad y las minorías. En Austria, patria del Führer, esas reivindicaciones violentas apuntaban tam bién contra los resabios fascistas que, según ellos, pudrían a la sociedad. ¿Terminar con el traum a 89
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posnazi? Thomas Bemhard, decepcionado y amargo, ya no creía en el poder de la literatura ni del teatro para borrarlo. Por su parte, los «accionistas» aún es peraban provocar, mediante acciones ultrajantes y blasfemas —orinar y defecar sobre la bandera aus tríaca—, el shock salvador del «desaburguesamien to» y la desnazificación.
Un arte anclado en lo real ¿Qué imagen se tiene hoy de esta década de los sesenta, agitada y efervescente, y —es preciso confe sarlo con la perspectiva del tiempo— un poco desor denada? Duchamp murió en 1968. Desde hace dos años, sus ready-made se reconstruyen y las copias circu lan, algunas de ellas firmadas. Son escasos los movi mientos, las corrientes, incluso las simples tenden cias, que pudieron escapar a la influencia de aquel a quien André Bretón llamaba, no sin admiración, «el gran perturbador». La herencia parece inagotable, y la «resonancia del ready-made», según la expresión pertinente de Thierry de Duve,14 se deja oír de manera perdura ble, hasta el extremo de que el arte llamado «contem poráneo» no siempre ha terminado de explorar la ga laxia duchampiana.; Duchamp pensaba que uno de los mayores peligros del artista residía en agradar al público. Desconfiaba de la consagración, del éxito vinculado a la propia persona del artista; se negaba, en su caso personal, a cualquier compromiso, y nun ca extraía ningún beneficio financiero de sus em presas. Esta modestia hace aún más apabullante el 90
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lugar que ocupa en el mundo del arte y en un merca do del arte en el cual, según su propia convicción, no tenía un lugar. Duchamp afirmaba que la pintura no podía ser sólo visual, y rechazaba el «estremecimien to retiniano». Es conocida su célebre afirmación de que el observador hace —al menos en parte— el cua dro. Se suele olvidar que también estigmatizaba la influencia del museo y la manera en que la institu ción terminaba por arrogarse, cada vez más, el poder de elegir y el derecho de juzgar, hasta el extremo de someter a un público cada vez menos reactivo. Tras su fallecimiento, fueron muchos los que com partieron la sensación de que todos los caminos del arte habían sido explorados y experimentados. Los artistas se habían apropiado de todos los materiales posibles e imaginables; habían empleado procedi mientos y medios de expresión que no estaban, con trariam ente a la expresión corriente, «a su disposi ción», en el sentido de que iban a buscarlos allí donde el arte no los esperaba. Antes que captar lo real, ele gían investir la realidad de manera provocativa, in congruente y, para algunos, chocante. Y esos enfo ques que apuntaban, con mayor o menor éxito, a ocu par un espacio en lo real, a irrumpir en el espacio pú blico y en la sociedad, constituyen uno de los virajes decisivos de la creación artística durante su pasaje del arte moderno al arte contemporáneo.
Notas 1 Jean Fourastié, Les Trente Glorieuses ou la révolution invi sible de 1946 á 1975, París: Hachette, col. «Pluriel», 1998 (Ia ed. en 1979). 2 Pierre Restany, «Premier manifeste des Nouveaux Réalistes», incluido en Le Nouveau Réalisme, París: UGE, col. «10/18», 1978, pág. 282.
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3 Seudónimo de Armand Fernandez. 4 P. Restany, op. cit., pág. 283. 5 Columna de 30 m de altura, en metal fundido, erigida en Rumania entre 1937 y 1938. 6A rt after Philosophy, I y II (1969), trad. enArt-press, n° 1, di ciembre de 1972-enero de 1973. 7 Más recientemente, en 1995, On Kawara publicó un portfo lio que contenía treinta dibujos realizados en la década del cin cuenta, con el título Thanatophanies, Se trataba, en efecto, de imágenes de muertos, parecidas a máscaras mortuorias, que mostraban cabezas de individuos deformes, víctimas de malfor maciones producidas por radiaciones atómicas. Ese realismo casi fotográfico no guarda ninguna relación, por cierto, con el arte conceptual. 8 La exposición inaugural «Arte povera - in spazio» tuvo lugar en la galería La Bertesca. 9 Jean-Louis Pradel proponía otro origen de la denominación «arte pobre»: la expresión provendría del Living Theatre, de Ju lián Beck y Ju dith Malina. (Cf. Jean-Louis Pradel, L’art con temporain, París: Larousse, 2004.) 10 Véase la retrospectiva consagrada a Giuseppe Penone, en el Centro Georges-Pompidou, entre el 21 de abril y el 23 de agosto de 2004. La exposición mostraba las obras más recientes del artista; en especial, esculturas de vidrio, de mármol y de bronce, o cuadros realizados con espinas de acacia. 11 Una escultura invisible e invertida sería concebida en 1977 para la Documenta de Kassel: un pozo excavado h asta unos 1,000 m de profundidad, que atravesaba (¡sólo en parte!) la corteza terrestre. 12 En 1976, Christo levantó una espectacular muralla de 40 km de largo, en tela de nailon, en el norte de California (RunningFence). 13 Las primeras puestas en escena de Otto Muehl se remon tan a 1962. 14 Thierry de Duve, Résonances du ready-made, Nimes: Jacqueline Chambón, 1989.
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V. La década del setenta: «Cuando las actitudes se convierten en formas»
Con toda razón, Catherine Millet insiste en la im portancia que revistió, en 1969, la exposición «Cuan do las actitudes se convierten en formas: obras, pro cesos, situaciones, informaciones», organizada en Berna por H arald Szeemann.1 En el contexto par ticular de los movimientos contestatarios que con movían a la esfera artística y cultural tradicional, Harald Szeemann se esforzaba por desarrollar un nuevo concepto de exposición, que tuviera en cuenta al pasado reciente, por cierto, pero que sobre todo se abriera hacia el futuro. Fue así como en un mismo espacio convivieron artistas europeos y norteameri canos, en especial Joseph Beuys (1921-1986), Mario Merz (1925-2003), Bruce Nauman (1941), Richard Serra, Lawrence Weiner. Animado por la voluntad de romper con el sistema oficial de las artes, Szee mann no vaciló en exponer, desde esa época, prácti cas artísticas que aún perduran: land art, happenings, instalaciones, performances. La exposición se presentaba como un balance de las vanguardias que habían actuado entre los años 1960 y 1969, las cuales compartían con los «ismos» de las décadas del veinte y del treinta el mismo deseo de liberarse del sistema de las bellas artes y de las convenciones. Pero el espíritu que la animaba era di ferente. El título de la manifestación era elocuente. 93
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Las «actitudes» definen tanto la postura del artista como la del curador de la exposición frente a las obras. Ahora bien: esas actitudes son múltiples, heterogé neas, fuertemente individualizadas y difíciles de ca talogar en movimientos de contornos definidos.
Desmaterialización del arte Esa época, la década del sesenta y comienzos de la siguiente, es percibida a veces como la de una des materialización del objeto artístico.2 Y, de hecho, lo que a partir de entonces se llama «obra de arte» no guarda demasiada semejanza material formal con lo que antes era denominado de esa misma manera. Es cierto también que la herencia de Duchamp y la in fluencia de los diversos neodadaísmos o del arte con ceptual dieron lugar a una plétora de discursos, aná lisis, interpretaciones, ideas, proyectos, definiciones —en suma, palabras—, en detrimento del objeto, co mo si la simple presentación de la obra no bastara. Las prácticas y los procedimientos se multiplicaron e hicieron uso de los materiales más diversos e inespe rados: objetos banales, desechos de la sociedad in dustrial, elementos naturales, cuerpos humanos y herramientas tecnológicas. Cuando las imágenes televisadas comenzaban a invadir masivamente las pantallas, los artistas se apropiaron del registro videográfico. En un principio herram ienta de comunicación, utilizada para con servar y transm itir las acciones efímeras, perfor mances o happenings, hacia fines de la década del se senta el video se convirtió en una herram ienta de creación de pleno derecho, destinado a provocar un 94
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viraje en el medio televisual, e incluso a subvertirlo. Numerosos artistas, directa o indirectamente vincu lados al movimiento Fluxus y el arte conceptual, se lanzaban a la aventura del videoarte. Wolf Vostell (1932-1998) se felicitaba por haber sido el primer artista en integrar, en 1958, un televi sor en una obra de arte. En 1963, Nam June Paik (1932) realizaba una pintura electrónica abstracta jugando con las distorsiones de la imagen de video. Ponía a punto un aparato —el Abe-Paik— capaz de sintetizar el color a partir del negro y el blanco, y de modificar instantáneamente la forma y el color de la imagen. Dan Graham (1942) creaba una obra proteiforme, que respondía a preocupaciones teóricas y fi losóficas, entrecruzando múltiples prácticas inspira das en performances, cine, fotografía y arquitectura. Michael Snow (1929), pianista de jazz, pintor, escul tor y cineasta, exploraba a partir de 1961 las relacio n es espacio/tiempo, sonido/imagen, mediante filmes que modificaban los hábitos de percepción ante la imagen animada.
¿Desacralización o liberación del arte? Hacia fines de la década del setenta, y pese a que el compromiso político e ideológico se expresaba a ve ces con intensidad, el clima general tendía progresi vamente a una atenuación del vanguardismo y a un sofocamiento de las reivindicaciones frente a las transformaciones de la sociedad. Era sabido que las fronteras entre las artes habían desaparecido. Se en tendía que todo, al margen de su carácter grandioso o insignificante, podía convertirse en arte si un mu 95
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seo, una galería, el mercado, los medios de comuni cación, la publicidad, la moda, un crítico influyente, a veces incluso la casualidad, decidían que así fuera. Paradójicamente, se comprendía también que el público, bastante más numeroso en relación con épo cas anteriores, tenía poco peso en estas decisiones. Las consignas de la modernidad militante basadas en la utopía, el compromiso político, la revolución, la subversión —«cambiar el arte, cambiar la vida»—, resonaban en el vacío de la era posmodema que ya se anunciaba. En 1972, Jean Clair, al final de su obra dedicada a la nueva generación de artistas franceses, en la que rendía especial homenaje a Soportes/Superficies, efectuaba el balance de la década anterior. Tras to mar nota de la irreversible desacralización del arte y del objeto artístico, destinado de allí en más a disol verse en la vida cotidiana, señalaba: «[...] de hecho, la obra de arte [.. J escapa hoy a cualquier posición definida. No es más ese objeto consagrado, dedicado y denominado por y en el lugar donde se lo muestra: “objeto artístico”, el cual, aunque se liberara de su marco o de su pedestal, sólo obtendría un estatuto privilegiado de parte del entorno particular en el que se encuentra: colección privada, galería comercial, museo público; pero es ese objeto que [...] también tiende a reabsorberse, a disolverse, a incorporarse en la pura cotidianidad».3 Sin embargo, en 1979, en el prefacio a la segunda edición, el tono cambió. El arte tendía a disolverse en lo cotidiano, pero no en el sentido en que lo suponía Jean Clair. El objeto artístico ya no debía su estatuto privilegiado sólo a la galería o al museo. Se lo debía, sobre todo, a instancias, conservadores, expertos o marchands dispuestos a conceptuar como «arte» tan 96
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to obras de valor como las cosas más insignificantes, todas ellas víctimas del «desconcierto de los crite rios» y de la «nivelación de la producción artística contemporánea».4 Ese mismo año, Pierre Restany publicaba Uautre face de Vart,5 obra en la cual el iniciador del Nuevo Realismo desarrollaba la sorprendente noción de «función desviante». De esa manera designaba a las «desviaciones funcionales, las ficciones semánticas, la revolución de la mirada» que habían pautado la evolución del arte a lo largo del siglo XX, en especial a través de las obras de Duchamp y de Beuys, un Joseph Beuys al que le rendía un homenaje no exento de ambigüedad: «dibujante y montajista talentoso, gran señor del arte pobre y maestro yoga del happening, campeón del mundo en arte de todas las catego rías». Según Restany, esa desviación prosigue; de bería llevar al arte, «liberado y liberador», a anclarse cada vez más en la realidad, y el autor se complace en soñar con un «panteísmo de la sensibilidad» y en anticipar el surgimiento de un «naturalismo inte gral, un gigantesco catalizador y acelerador de nues tras facultades de sentir, de pensar y de actuar». Escepticismo y amargura en Jean Clair ante la nivelación de la creación artística contemporánea, anunciadora de una degradación de los valores tra dicionales y de una ya previsible decadencia del arte. Visión optimista, y sin duda algo utópica, en Pierre Restany, referida a la expansión de la esfera artística a todas las dimensiones de la experiencia vivida. Esas dos posturas, diametralmente opuestas, ali mentan en parte, y con modalidades diferentes, el debate de la década del noventa sobre el arte con temporáneo.
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N otas 1 Catherine Millet, V art contemporain, París: Flammarion, 1997. 2 Cf. la obra de Lucy R. Lippard, The Dematerialization ofthe Art Object frorn 1966 to 1972, Berkeley, Los Ángeles y Londres: University of California Press, 1973. 3 Jean Clair, A rt en France. Une nouuelle génération, París: Éd. du Chene, 1972, págs. 132-63. 4 Ibid., págs. 5-6. 5 Pierre Restany, L’autre face de l’art, París: Galilée, 1979.
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Segunda parte. La declinación de la modernidad
La heterogeneidad de la creación artística, la uti lización de m ateriales, formas, objetos y soportes inéditos, las acciones que ponen enjuego la natura leza, el cuerpo y la tecnología, llevan necesariamente a un radical cuestionamiento de las teorías de la mo dernidad y del modernismo,1tanto en el campo de la crítica de arte como en el de la estética. En el mismo momento en que se elaboraban de manera coherente y sistemática dos concepciones ca pitales de la modernidad —la de Clement Greenberg (1909-1994), para la crítica de arte, y la de Theodor W. Adorno (1903-1969), para la teoría estética—, ambas eran refutadas por la propia evolución del arte que intentaban formalizar y sistematizar. Sorprendente mente —sobre todo, si se tiene en cuenta la influen cia posterior de esas teorías—, ni una ni la otra pare cen estar ya en condiciones de dar cuenta de la diver sidad de tendencias artísticas de las décadas del se senta y del setenta. Ese paradójico desfasaje merece una explicación.
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Nota 1 La expresión «modernismo», empleada aquí a propósito de la concepción del arte moderno en Clement Greenberg, denota una radicalización, incluso una exacerbación, de la moderni dad, relativa en especial a la pureza del material y a la abstrac ción formal.
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VI. Clement Greenberg y la declinación de la crítica modernista
En 1936, el Museo de Arte Moderno de Nueva York dedicaba una exposición al cubismo y al arte abstracto. Al año siguiente se fundaba la asociación American Abstract Artists. En 1939, en su artículo «Vanguardia y kitsch», Greenberg exponía los prime ros elementos de su futura visión modernista de la historia del arte. Contraponía en particular el kitsch —cultura de la diversión, popular y comercial, pro ducida por la industria del capitalismo— y la van guardia, cultura elitista por cierto, pero cultura revo lucionaria que aseguraba el salvataje del arte contra la corrupción del kitsch. Para el artista de vanguar dia, las artes —por ejemplo, la pintura y la música— no tenían otra apuesta que ellas mismas, dentro de su propio medio y con sus elementos formales especí ficos. Los pintores europeos constituían, al respecto, modelos de vanguardia artística: «Picasso, Braque, Mondrian, Kandinsky, Brancusi, incluso Klee, Ma tisse y Cézanne, extraen su inspiración principal mente del medio que utilizan. Lo que anima sus res pectivas artes parece radicar, en primera instancia, en esta pura concentración en la invención y en la planificación de espacios, superficies, formas, colo res, etc., excluyendo todo lo que no esté necesaria mente vinculado a esos factores».1 Seguramente, en aquella época había similitudes entre la posición de Greenberg y la actitud de pensa 103
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dores marxistas como Walter Benjamin y Theodor Adorno. En 1939, Benjamin ya no compartía el opti mismo que había expresado tres años antes en su fa moso ensayo sobre la obra de arte, cuando pensaba que las técnicas de reproducción audiovisual favore cerían la democratización y volverían progresistas a las masas desde el punto de vista político. Ahora se ñalaba el riesgo de una «atrofia de la experiencia», y ya se preocupaba por el destino de un arte en lo suce sivo escindido de la tradición.2 Desde hacía ya varios años, Adorno defendía con obstinación el arte de vanguardia, sobre todo en mú sica y en literatura. Sus referencias eran las mismas que las de Greenberg: James Joyce yArnold Schónberg. Sin concesiones para los compositores que, co mo Stravinsky, renunciaban a seguir la vía schónberguiana —la de una racionalización progresiva del material musical—, Adorno se entregaba a una viru lenta crítica de los bienes culturales producidos por la sociedad mercantil, tales como el jazz,3 la música popular o el cine de Hollywood. La noción central de pureza derivaba precisa mente, según Greenberg, del ejemplo de la música nueva. En «Vanguardia y kitsch», se limitaba a men cionar, sin definirla en verdad, la pureza del arte de vanguardia, un arte en el cual «el contenido se debe disolver tan completamente en la forma, que la obra plástica o literaria no puede reducirse, ni en su tota lidad ni en parte, a nada que no sea ella misma».4 Al gunos meses después, su ensayo Toward a Newer Laocoon definía de manera precisa las primeras ba ses para una teoría de la pureza dentro de los géne ros artísticos: «[. ..] en el curso de los últimos cin cuenta años, las artes de vanguardia han llegado a una pureza y una delimitación radical de su campo 104
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de acción sin parangón en la historia de la cultura. En arte, la pureza consiste en la aceptación —acep tación consentida— de los límites del medio propio de cada una de las artes». Greenberg reformulaba por su propia cuenta la tesis expuesta en 1766 por G. E. Lessing en su obra Laocoon. Sur les frontiéres de la peinture et de la poésie? A la doctrina del utpicturapoesis, que sostenía la homología pintura/poesía, poesía/pintura, Less ing le oponía el carácter específico de cada modo de expresión para cada arte en particular, garantizando así la autonomía de la pintura y de la literatura. Para Greenberg, la apuesta era algo diferente. La pureza pictórica se manifestaba por un riguroso pla no sobre el espacio de dos dimensiones, circunscripto por la tela, que impedía cualquier efecto de profundi dad o de volumen, propio de la escultura. Señalaba, incidentalmente y de manera divertida, que una es cultura, aun aplastada, nunca podría aparecer como una pintura. El plano, el rechazo del trompe-Voeil y de la ilusión escultórica —que se expresaban, asi mismo, mediante la abstracción y lo no figurativo— eran, entonces, las características de una pintura de vanguardia que obedecía a un proceso histórico que se había puesto en marcha, según Greenberg, a par tir de Édouard Manet. En 1940, el programa que llevaría a la teoría del color field painting quedaba establecido. Faltaba co nocer a los actores. El encuentro decisivo con Jackson Pollock tuvo lugar en 1944. Greenberg confesa ría que había quedado entusiasmado por «la calidad y la frescura» reveladas por la técnica del dripping, por esa pintura gestual que desprendía una fuerza capaz de desbordar la tela. Pollock fue calificado el «primer pintor norteamericano moderno», seguido 105
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por Robert Motherwell (1915-1991), Mark Rothko (1903-1970) y Bam ett Newman (1905-1970), En 1960, en la época en que numerosos artistas norteamericanos tomaban distancia con respecto a un expresionismo abstracto y declinante, y rechaza ban la estricta delimitación que separaba los modos de expresión, Greenberg endurecía su teoría de la autopurificación de la pintura. En «Modemist Paint ing» —artículo considerado a partir de entonces un texto clásico—, intentaba aislar la propia esencia del modernismo y fortalecía sus posiciones anteriores: el plano, la bidimensionalidad, los únicos parámetros que la pintura no compartía con ningún otro arte, le habían permitido al arte pictórico occidental conver tirse en lo que era. Greenberg elevó así sus concep ciones a la categoría de teoría general del modernis mo. El proceso de purificación podía finalmente lle gar a su término si se extirpaba de la abstracción to do rastro de emoción, de expresión, de subjetividad y de corporeidad. Así, en 1964 organizó una exposición denominada «Post-Painterly Abstraction», dedicada a pintores que rechazaban el dripping, negaban la expresividad gestual a la manera de Pollock y se in teresaban sobre todo en los colores, en las formas geométricas y en los efectos visuales. Se presentaron obras de Sam Francis (1923-1994), Morris Louis (1912-1962), Frank Stella (1936) y Helen Frankenthaler (1928). Greenberg encontraba su registro en esa estética sobria, casi austera, impersonal, intelec tual, que se abstenía de cualquier representación del mundo exterior y se mantenía al margen de la reali dad social. Y allí residía, precisamente, el problema de quien consideraba a Emmanuel Kant el «primer verdadero modernista», el que erigía al formalismo en dogma 106
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inflexible, confesaba aburrirse con las instalaciones y negaba cualquier talento a la generación emergen te, representada por Richard Serra, Walter De Ma ñ a y Robert Smithson. Frente a la versión final del Guernica de Picasso, Greenberg brindaba un ejemplo de crítica formalis ta. En la tela de 8 x 3,5 m sólo veía un «revoltijo de negros, grises y blancos planos», que recordaba una «escena de batalla en un frontón que hubiera recibi do la acción de un rodillo compresor defectuoso».6 La imagen podría haber resultado grata si el rodillo compresor no hubiera sido el de la Luftwaffe nazi convocada por Franco, y si el revoltijo de negros, gri ses y blancos no fuera el de 1.600 cadáveres. Ni una palabra, pues, sobre las circunstancias trágicas en que fue ejecutado el cuadro, nada sobre las motiva ciones particulares del pintor español, ninguna alu sión al contexto histórico y social. A fines de la década del sesenta, la teoría moder nista de Greenberg, su formalismo casi dogmático, la tesis de la autopurificación de la pintura replegada sobre su único medio de expresión específico, ya no correspondía a la realidad artística ni a la social. La nueva generación, en especial la de John Cage, los happeningSy los m inim alistas, el pop art y el arte conceptual, ya no aceptaba el diktat de Greenberg sobre los límites de la pintura y exigía la abolición de las fronteras entre el arte y la vida. Sin embargo, volver a colocar las tesis de Clement Greenberg en su contexto histórico y reconocer que han perdido pertinencia con respecto a la posterior evolución del arte no basta para descalificarlas. En una época llamada «posmodema», dominada por la estandarización y la mercantilización de la esfera cultural, donde reina un pretendido consenso en tor 107
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no a los modelos del capitalismo liberal, bien podría ser que las concepciones de Greenberg aparecieran como saludables lecciones de espíritu crítico y de li bertad de pensar por sí mismo. Volveremos más ade lante sobre ellas. Cuando se hizo autónoma —en parte, gracias a Greenberg—, liberada de los modelos europeos, reco nocida en el plano internacional, la pintura nortea mericana de la década del setenta pudo finalmente abrirse al mundo, a la ciudad, a la naturaleza, a la sociedad y a la política. Es verdad que el estado de la sociedad occidental, conmocionada por la guerra de Vietnam, los diversos movimientos de liberación —negros, mujeres, minorías—, el movimiento estu diantil, el endurecimiento de las relaciones entre el Este y el Oeste, y la crítica cada vez más virulenta al modelo de desarrollo posindustrial, sólo podía gene rar por entonces esa clase de toma de conciencia.
N otas 1 Clement Greenberg, «Avant-garde et kitsch», publicado en A rt et culture. Essais critiques, París: Macula, 1988, trad. de Ann Hindry, pág. 13 [Artey cultura: ensayos críticos, Barcelona: Paidós, 2002]. Traducción ligeramente modificada para subra yar el término «puro», concepto esencial en la formulación de Greenberg. 2 Ese cambio de perspectiva en Benjamin se produjo, de he cho, unos meses después de la primera versión del ensayo sobre la obra de arte. En 1936, en un texto titulado «Le Narrateur», Benjamin señalaba el riesgo de empobrecimiento de la expe riencia que implicaban las nuevas técnicas de comunicación. (Cf. Walter Benjamin, «Le Narrateur», enÉcritsfrangais, París: Gallimard, col. «Folio essais», n° 418, 2003, págs. 249-98.) 3 Sobre la actitud de Adorno con respecto al jazz, más comple ja y ambigua de lo que dan a entender sus juicios a veces categó
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ricos, remitimos a la obra de Christian Bethune, Adorno et le jazz. Analyse d ’un déni esthétique, París: Klincksieck, 2003. 4 Clement Greenberg, op. cit., pág. 12. 6 Gotthold Ephra'im Lessing, Laocoon, París: Hermann, 1990, trad. de J.-F. Groulier [Laocoonte o sobre los límites de la pintu ra y de la poesía, Madrid: Librería Bergua, 1934]. 6 Clement Greenberg, «Picasso a soixante-quince ans» (1957), en Art et culture, op. cit., pág. 76.
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VIL Theodor W. Adorno y el fin de la modernidad
«Sentía una gran estima por él [...]. Teníamos las mismas concepciones en muchos aspectos. Él traba jaba para el Comité Judío Estadounidense y yo esta ba en Commentary}■que compartían las mismas ofi cinas y las mismas causas». Tales eran algunas de las palabras con las que Greenberg resumía su en cuentro con Adorno a mediados de la década del cua renta.2 Desde fines de los años treinta, el crítico de arte norteamericano y el filósofo alemán emigrado a Es tados Unidos, ambos influidos por el marxismo, ha bían tomado partido en favor del arte vanguardista. Denunciaban con virulencia la industrialización ca pitalista de la cultura y la difusión de subproductos culturales estandarizados, destinados a las clases medias y adquiridos con las ventajas del capital. Sin embargo, sus respectivas posiciones no tardaron en divergir, para llegar finalmente, a fines de la década del sesenta, a un resultado idéntico, a saber: la ina decuación de su teoría de la modernidad frente a las nuevas orientaciones de la creación artística. Con viene que nos detengamos en ello. Si bien Adorno, al igual que Greenberg, pretendía prevenir a la cultura contra la «liquidación» de que era objeto, denunciaba los ersatz inauténticos de poca calidad y luchaba contra el kitsch, del cual se 110
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consideraba que satisfacía a las masas, su motiva ción era algo diferente. Hemos recordado que la teoría modernista y pu rista tendía a excluir cualquier referencia, explícita o implícita, a lo político y lo social. Según Greenberg, tomar partido por la vanguardia no significaba pre tender instaurar una resistencia ideológica a las dic taduras de la época. Tampoco pretendía denunciar la represión de que eran víctimas, por ejemplo, los ar tistas modernos bajo el nazismo. Según él, la fuerza de la vanguardia era fruto de su autonomía, de su apoliticismo, y no de su sumisión a una obediencia doctrinaria o partidaria. También Adorno consideraba que el arte no podía transm itir directamente ninguna clase de mensaje político. Sin embargo, su defensa del arte moderno y su toma de posición en favor de obras a veces hermé ticas se inscribían en el marco de una batalla más general contra los intentos de liquidación cultural efectuados por los regímenes totalitarios, el nazi y el estalinista. Y si en la década del veinte y en la del treinta las revoluciones formales llevadas a cabo por las vanguardias irritaban hasta ese extremo al or den establecido, burgués y tradicionalista, ello se de bía a que, justamente, no eran sólo formales. Según Adorno, la forma equivalía al contenido; mejor aún, ella misma era ese contenido, de significado eminen temente histórico y social. Lo que él veía en el Guernica no era el «revoltijo» de negros y grises que perci bía Greenberg, sino los cuerpos dislocados y despe dazados por la barbarie. Este sencillo ejemplo revela lo que separaba al crítico de arte del filósofo: a una concepción kantia na, formal y formalista, basada en una especie de in falibilidad del juicio subjetivo basado en el gusto, se 111
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oponía ima concepción hegeliana, que privilegiaba la Idea, es decir, el significado, el contenido de un arte siempre en rebelión contra la sociedad. Greenberg celebraba el expresionismo abstracto a los efectos de promover una forma de arte inédito, innovador, exi gente, porque estaba persuadido de que la pintura modernista terminaría algún día por responder a las aspiraciones más altas de la sociedad norteamerica na. La idea de una reconciliación entre el arte y la so ciedad no tenía, por el contrario, ningún lugar en la teoría del filósofo. Adorno subrayaba a menudo la necesidad de que cada arte se mantuviera dentro de los límites de sus propios medios de expresión. Hubo que esperar a la década del sesenta para que concibiera posibles in terferencias o «deshilachamientos» entre las artes. Pensaba sobre todo en las relaciones entre la música contemporánea, postschonberguiana, y la pintura. Excepto un discreto homenaje a John Cage,3 conde naba sin reservas y de manera global todos los movi mientos de la época —arte bruto, antiarte, action painting, happenings, etc.— que cuestionaban en particular el concepto de arte y la noción de obra. Su mayor preocupación giraba en tomo al estatu to del arte en las sociedades posindustriales. Sabía que las transformaciones profundas del sistema cul tural eran irreversibles y amenazaban la supervi vencia de la creación artística, como si la raciona lidad estética no pudiera sino abdicar ante la ra cionalidad instrumental. Según Adorno, el arte futu ro tenía, a partir de allí, pocas oportunidades de con servar y expresar lo que él llamaba «el recuerdo del sufrimiento acumulado» a lo largo de la historia. Las escépticas consideraciones del filósofo hacia el final de su vida y las muy discretas intervenciones 112
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de Greenberg después de 1970 revelan, de modo di ferente, un idéntico malestar frente a las nuevas for mas de expresión artística, que ya no respondían a las normas y a los criterios aún en vigencia para el arte moderno. Y es cierto, por ejemplo, que las obras presentadas durante la exposición organizada por Harald Szeemann en 1969, «Cuando las actitudes se convierten en formas», escapaban a cualquier inter pretación de índole greenberguiana o adomiana. Es ta manifestación denotaba el carácter a partir de en tonces perimido de una construcción lineal, continua y progresista de la modernidad, en la cual la historia del arte era concebida sobre el modelo de una «serie de piezas en hilera»4, que se puede recorrer sin sal tos, desde Manet a Pollock, pasando por Cézanne y Picasso. En Estados Unidos, el desfasaje ya latente entre el modernismo de Greenberg, considerado elitista y doctrinario, y la realidad de la escena artística y cul tural se volvía patente en la década del setenta. Al arte minimalista, el pop art, el land art, el arte con ceptual y el hiperrealismo sólo les quedaba por hacer un nuevo Laocoonte. Las fronteras tradicionales en tre las artes eran alegremente transgredidas, mucho más allá de los preceptos del ut pictura poesis, y los medios tecnológicos —fotografía, cine, video— apa recían cada vez más a menudo asociados con los me dios de expresión clásicos. En Europa, ya no era el momento de la rivalidad sistemática con Estados Unidos. Las vanguardias se internacionalizaban. París dejaba de deplorar la pér dida de su hegemonía artística, y el «robo» del arte moderno era ya una ratería sin gran importancia.5 Las tesis de Theodor W. Adorno, expuestas en la obra Teoría estética (aparecida en 1970 en Alemania 113
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y en 1974 en Francia), sorprendieron ante todo por su coherencia y su pertinencia. La crítica del capita lismo tardío llevaba a una interpretación pesimista, incluso alarmista, en cuanto a la supervivencia del arte en el universo mercantil de una sociedad cada vez más administrada y sometida a los imperativos económicos. Pero la carga lanzada contra la indus tria cultural parecía intempestiva en momentos en que la mayor parte de las sociedades occidentales se embarcaban en la realización de un vasto proyecto de democratización cultural. Contrariamente a las esperanzas, ya antiguas, formuladas por dos gran des teóricos de la modernidad, el arte moderno y la vanguardia no llegaron a triunfar ante el kitsch, exe crado por Greenberg, ni ante las «baratijas» cultura les, detestadas por Adorno. En suma, la modernidad de la que el filósofo había sido encarnizado defensor durante décadas ya no estaba a la orden del día. Su reflexión sobre el arte parecía, además, mina da por contradicciones insolubles. En efecto, si bien Adorno concebía el arte como uno de los últimos re fugios del individuo, como un polo de resistencia de lo «particular», no por ello hacía de él un privilegiado lugar de expresión de la subjetividad que se hundía en la irracionalidad, ni tampoco consideraba la crea ción artística desde el punto de vista de alguna me tafísica o una mística. El arte ponía en juego «otra» razón, pero no era lo «otro» de la razón ni de la racio nalidad. Mejor aún: se le pedía a ese arte —por ser de su tiempo, es decir, moderno, «radicalmente mo derno», según la expresión de A rthur Rimbaud— que tuviera lazos con la racionalidad científica, téc nica e industrial. Tenía que adaptarse, decía Adorno, al estándar técnico de su época, so pena de regresión. Pero, si el arte se basaba en una rigurosa racionali 114
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dad, ¿cómo podía ser un obstáculo para la racionali dad dominante? Volvamos brevemente sobre ese verdadero escollo de la teoría de Adorno. La referencia fundamental de Adorno era el arte moderno tal como se había desa rrollado desde comienzos de la Revolución Industrial hasta la década del sesenta. Era un arte sometido a la racionalización progresiva de sus materiales, sus procedimientos y su forma, poco a poco liberado de las convenciones y los cánones tradicionales. En Oc cidente, esta racionalización habría comenzado du rante el Renacimiento y habría involucrado a todas las artes. La Revolución Industrial aceleró ese proce so de emancipación frente a las convenciones pasa das: mimesis, reproducción fiel de la naturaleza, có digos «naturalizados», tales como la perspectiva o la tonalidad musical. En la época moderna, la creación artística también tenía que ser moderna y, en opi nión de Adorno —retomando por su cuenta un voca bulario marxista—, las fuerzas productivas artísti cas iban de la mano de las fuerzas productivas extraartísticas. Pero entonces nos hallamos frente al problema señalado antes: si el arte integra las formas domi nantes de la racionalidad, especialmente científica y técnica, ¿cómo puede conservar su carácter opositor, polémico y crítico respecto de la sociedad existente? ¿Qué es lo que lo distingue de las producciones de la industria cultural, siempre más sofisticadas, suma mente elaboradas desde el punto de vista tecnológi co, compenetradas con los progresos técnicos de pun ta? Ese arte, ¿no es víctima, incluso cómplice, de la reificación que pretende denunciar, en la medida en que es recuperado, instrumentalizado, comercializa do y consumido como cualquier otro bien cultural? 115
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La respuesta radicaba, según Adorno, en el carác ter ambiguo del arte, al mismo tiempo autonomía y hecho social. Al ser autónomas, la creación artística y las obras de arte no obedecían a las mismas deter minaciones científicas, técnicas y comerciales de una sociedad por entero orientada hacia la racionaliza ción, el control y la rentabilidad de las actividades humanas. De este modo, aún era posible hablar de arte, aunque su existencia y su evidencia parecieran amenazadas. Sin embargo, la creación artística y las obras de arte son hechos sociales: la forma y el material artís tico están impregnados por la historia y la sociedad. El arte está permanentemente expuesto a la inte gración en las formas de expresión cultural que pre dominan en ciertos momentos en determinada so ciedad. ¿Qué se puede concluir de todo esto? Las contradicciones y las paradojas del pensa miento adorniano encuentran fácil resolución si se tienen en cuenta las condiciones históricas en las cuales fue formulado. Empero, esta teoría del arte moderno, teoría de una fase de la modernidad, era en realidad una teoría del fin del arte moderno que anunciaba un nuevo estadio de la modernidad, a la cual se le daría el nombre de «posmodemidad». De hecho, marcaba la conclusión de los grandes relatos estéticos y se abría sobre esa posmodernidad que, según el filósofo Jean-Frangois Lyotard, signaba la caducidad de los grandes discursos de legitimación sociopolíticos, humanistas e ideológicos. Al igual que la tesis de la autopurificación de la pintura, que Greenberg elevó a la categoría de teoría general del modernismo, la teoría estética de Adorno revelaba su carácter «histórico» en la medida en que 116
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le resultaba evidentemente imposible, en virtud de sus presupuestos, admitir que la modernidad pudie ra volver contra ella misma las fuerzas que impul saban su propia dinámica.
Notas 1 Se tra ta de Commentaiy Magazine, revista de opinión fun dada en 1945 por el Comité Judío Estadounidense. 2 Cf. A rt press, fuera de serie, n° 16, 1995, «Clement Green berg, l’indéfinissable qualité», entrevista de Saúl Ostrow, pág. 30. 3 T. W. Adorno, Théorie esthétique, París: Klincksieck, 1995, pág. 217 [Teoría estética, Madrid: Taurus, 1980]: «Es posible que ciertas obras musicales, como el Concerto pour piano de John Cage, que se imponen como ley una contingencia impiadosa y, por lo tanto, algo que se asemeja a un sentido, el de la expresión del horror, se cuenten entre los fenómenos claves de la época». 4 Rosalind Krauss, crítica e historiadora del arte, durante mucho tiempo cercana a Greenberg, se valió de esa imagen en The Originality ofthe Avant-Garde and Other Modernist Myths (1985); trad. francesa, L ’originalité de l’avant-garde et autres mythes modernistes, París: Macula, 1993 [La originalidad de la vanguardia y otros mitos modernos, Madrid: Alianza, 1996]. 5 Alusión al título de la obra de Serge Guilbaut, Comment New York vola Vidée d ’art moderne, Nimes: Jacqueline Cham bón, 1989 [De cómo Nueva York robó la idea de arte moderno, Milán-Madrid: Mondadori, 1990].
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VIII. El relato posmodemo
Un nuevo relato, el de la posmodemidad, ya esbo zado con ese nombre en el inicio mismo de la década del sesenta, comenzaba a escribirse. En un principió, su definición sólo tenía que ver con la arquitectura. Hubo que aguardar hasta fines de la década del se tenta para que ese cuestionamiento del paradigma moderno abarcara a todas las artes y fuera objeto de una teorización coherente. Establezcamos algunas referencias.
Regreso a la figuración En 1964, el grupo de artistas reunidos bajo la de nominación «Figuración Narrativa» se proponía ter minar —y ya hemos visto de qué manera— con Du champ, acusado de duplicidad y finalmente de com plicidad con lo institucional. Utilizar de nuevo la tela y el bastidor significaba tomar posición contra las di versas formas de no-arte o de arte bruto. Pero tam bién se trataba de proponer un tipo de pintura que se ocupaba directamente de la realidad social, más cer cana al público, en una perspectiva asumida de com promiso político, militancia y crítica subversiva diri gida contra la sociedad de consumo. 118
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A comienzos de la década del setenta, aún resul taba manifiesta, en Francia, la voluntad de inscribir se en la historia social y política. La Cooperativa de los Malassis,1 cofundada por el pintor Henri Cueco (1929) y vinculada a la Figuración Narrativa, utili zaba la imaginería surgida durante la rebelión estu diantil de 1968 —en especial, la de grandes forma tos— para involucrarse tanto en los graves conflictos del momento (Sala roja para Vietnam) como en los hechos sociales (Caso Gabrielle Russier2). Los Ma lassis privilegiaban la práctica colectiva y cada inte grante del grupo tenía libertad para intervenir en el trabajo en curso. En 1972, durante la exposición del Grand Palais que celebraba los setenta y dos años del arte contem poráneo en Francia, los Malassis descolgaron, ante la severa mirada de los CRS,* un gigantesco fresco de 65 m de longitud, El gran Méchoui, crítica viru lenta al poder de la época. Una postura política aná loga definía la práctica del grupo DDP (fundado ofi cialmente en 1973 por Frangois Dérivery, Michel Dupré y Raymond Perrot), propulsor de un «realismo crítico» que se expresaba con una abundante produc ción pictórica y literaria. Sin embargo, a mediados de la década, el regreso al oficio, a la técnica y al conocimiento pictórico po nía de manifiesto una tendencia más global. En 1970, durante la exposición «22 Realists», el público norteamericano descubría con entusiasmo un tipo de arte efectivamente realista —photo realism o radical realism—, más conocido con el nombre de «hiperrealismo», por medio de las esculturas de Duane Hanson3 o del fotógrafo John Kacere.4 Pintor, pero también grabador y dibujante, David Hockney (1937), de origen británico, instalado en Los Ánge 119
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les, exponía en 1974, en el Museo de Artes Decorati vas de París, telas trabajadas con gran detalle, que representaban un mundo extraño, falsamente naíff tales como sus Piscinas de Beverly Hills. En 1976, año en el cual Christo (1935) desplegaba a lo largo de 40 km su muralla de nailon (Running Fence)5, Jean Clair, autor de Art en France. Une nouvelle génération (1972), organizaba en el Museo dé Arte Moderno de París una exposición dedicada a la «Nueva Subjetividad», como alusión y respuesta a la corriente de la Neue Sachlichkeit (la «Nueva Objeti vidad»), surgida en Alemania entre 1919 y 1933. En esa época, los pintores alemanes, sobre todo Max Beckmann, Christian Schad, Georg Grosz y Otto Dix, echaban una m irada distanciada, aparentem ente objetiva y neutra aunque en verdad muy crítica y a menudo amarga, a la República de Weimar en los años previos a la llegada de los nazis al poder. La exposición de la Nueva Subjetividad se desa rrolló en un contexto por cierto diferente, aunque se trataba de demostrar que la pintura, practicada al modo tradicional —en especial, a través de las obras de David Hockney, precisamente, o de Samuel Buri (1935)—, distaba de haber desaparecido. En reali dad, Hockney no se limitaba al medio pictórico clási co. En sus retratos o en sus paisajes no vacilaba en recurrir a la fotografía Polaroid, al collage o a la foto copia. Considerado, exageradamente, una de las fi guras emblemáticas del pop art,6 Hockney practica ba de hecho una pintura que escapaba a cualquier clasificación, rica en referencias tanto a los maestros antiguos como a sus contemporáneos, a Canaletto como a Picasso. Samuel Buri, pintor de la naturaleza y del hom bre en su medio, también se inspiraba en fotografías 120
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y no vacilaba en jugar con distintos códigos o estilos propios del modo de representación occidental, como la factura impresionista que dio a su cuadro Monet hiedra, y crepuscular (1975-1977). En esa exposición se registraba una de las princi pales tendencias de los años venideros: mezcla de es tilos, hibridación de las formas, referencia al pasado, uso de la cita, eclecticismo y reafirmación de la sub jetividad del artista, que se manifestaba en una indi vidualización de su práctica, sin preocupación por la pertenencia a alguna comente en particular. A comienzos del año siguiente, el vocabulario ar tístico, filosófico y estético se enriquecía con dos ex presiones que pretendían definir esta nueva orienta ción del arte occidental: «transvanguardia» y «posmodernidad». La expresión «transvanguardia» apareció por pri mera vez en 1979, en un texto del crítico e historia dor del arte Achille Bonito Oliva, en la revista Flash Art. El autor pretendía caracterizar así la pluralidad de corrientes neoexpresionistas surgidas desde h a cía algunos años en Italia, cuyos representantes se llamaban Francesco Clemente (1952), Enzo Cucchi (1950) y Sandro Chia (1946).7 Esa comente era, de hecho, internacional. En Alemania, durante la década del setenta, los «Nuevos Fauvistas», en particular Georg Baselitz (1938) y Markus Lüpertz (1941), practicaban una pin tura figurativa que asumía y prolongaba la herencia del expresionismo alemán de la década del veinte, en ruptura con el minimalismo y el arte conceptual de las décadas del sesenta y del setenta. En Estados Unidos, pintores como David Salle (1952) o Julián Schnabel (1951) se inscribían violen tamente a contracorriente de la herencia modemis121
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ta. No vacilaban en incluir temas de inspiración clá sica en una pintura de mal gusto, del tipo bad paintingycon colores vivos, relaciones cromáticas disonan tes y una total heterogeneidad de formas, materiales y estilos. Amigo de Andy Warhol y de Julián Schnabel, Jean-Michel Basquiat (1960-1988) expresaba su rebelión contra la suerte de las minorías sociales y raciales. Cubría los muros de Nueva York con graffiti y tags, insertaba su firma —marca registrada— «Sa mo» (same oíd shit; literalm ente, «la misma vieja mierda») y extraía su inspiración tanto del jazz y el reggae como de la imaginería urbana popular. En 1981, Francia descubría esta forma de «figu ración libre». Con esa denominación, Ben (Benjamin Vautir, 1935) reunió en una exposición, «Terminar en belleza», a Robert Combas (1957) y Hervé Di Rosa (1959). Los artistas de la figuración libre —Richard Di Rosa (1963), Framjois Boisrond (1959) y Rémi Blanchard (1958-1993) se asociaron asimismo a esta corriente— practicaban una pintura inspirada en el punk, el rock, la publicidad, la televisión y las histo rietas, que Hervé Di Rosa integraba a veces explíci tamente en su propia pintura. En esa misma época se imponía otra forma de fi guración. Denominada «figuración docta», se situaba en las antípodas de la anterior por sus medios de ex presión, su estilo y los temas tratados. Jean-Michel Alberola (1953) se inspiraba en la iconografía mitoló gica o religiosa. Pintó Susana y los viejos y El baño de Diana, cuadro que firmó con el nombre de Acteón, el famoso cazador transformado en ciervo y luego de vorado por los perros, tras sorprender la desnudez de Diana. Este artista extraía sus referencias de la his toria del arte y citaba a Veronese o a Velásquez. Gé rard Garouste (1946) reinterpretaba la pintura his 122
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tórica y trabajaba basándose én la gran literatura clásica (Dante), la iconografía cristiana (Santa Tere sa de Ávila) o la mitología grecolatina.
El acta de defunción de la modernidad Al consagrar la transvanguardia en 1980, la Bie nal de Venecia reconocía las tendencias que se afian zaban desde ese momento: referencias al pasado, ci tas, préstamos, mezcla de estilos, eclecticismo, indi vidualismo y subjetividad. La expresión «transvan guardia» se caracterizaba por haber sido bien elegida y por elocuente. No se trataba de ignorar el pasado o apartarse de él, sino, al contrario, de recorrerlo de liberadamente utilizando, como dice Bonito Oliva, «todas las tradiciones, toda la historia de la cultura». En 1982, a propósito de un artículo de Jean-Frangois Lyotard sobre su obra La condition postmoderm , el teórico de la transvanguardia italiana aclara ba: «La transvanguardia es hoy la única vanguardia posible, porque le permite al artista conservar en mano su patrimonio histórico dentro del abanico de sus opciones a priori, junto con otras tradiciones cul turales que pueden reanimar su tejido».8 La caducidad de una concepción lineal de la histo ria y de su progresivo desarrollo hacia un futuro me jor signaba, de alguna manera, el acta de defunción de las vanguardias históricas. Marcaba el fin de la creencia en una transformación social y política a la cual la modernidad artística creía poder contribuir. Persuadidos de una posible reconciliación entre la «gran cultura» y la «cultura común», los artistas de la transvanguardia negaban las antiguas correla 123
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ciones: la abstracción equivalía a la modernidad pro gresista y lo figurativo era asimilado al conservadu rismo. A partir de entonces podían, pues, sin nostal gia, recuperar libremente, como si fueran objetos en contrados, los diferentes estilos del pasado. Pese a que Achille Bonito Oliva conseguía, mer ced a un concepto pertinente, caracterizar la tenden cia dominante de la época, representada por las nu merosas corrientes neoexpresionistas y neofigurativas, la transvanguardia seguía siendo un asunto ita liano. La expresión que ya se imponía en los campos artístico, cultural y político era «posmodernidad». No es necesario entrar aquí en detalles acerca del deba te, ya superado, que ese movimiento generó en su momento. Nos limitaremos a mencionar breves re cuerdos referidos a la génesis de esa noción, aunque más no sea para disipar ciertos malentendidos.
Posmodernismo El término «posmodemismo» se originó en el con texto de las discusiones y las polémicas que tuvieron lugar, durante la década del sesenta, en el ámbito de la arquitectura. Emigrado a Estados Unidos en 1937, Walter Gropius (1883-1969), fundador y director de la Bauhaus entre 1919 y 1927, se convirtió en profe sor de Arquitectura en la Universidad de Harvard en 1937. Su intención era continuar la experiencia lle vada a cabo en Alemania durante unos quince años, mientras trataba de imponer en arquitectura, así co mo también en los campos del design y el urbanismo, los principios de la Bauhaus. Gropius predicaba la alianza del arte y la industria, el funcionalismo, es 124
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decir, la adaptación de la forma y el material al uso, y rechazaba lo ornamental y lo decorativo. A semejan za de Le Corbusier, que buscaba «sacar a luz formas puras», Walter Gropius, Mies van der Rohe, Oscar Niemeyer y el director de la Nueva B auhaus de Chicago, László Moholy-Nagy, militaban en favor de un modernismo de purismo radical. En Estados Uni dos y en Europa, numerosos arquitectos se manifes taban, durante la década del sesenta, en contra de ese dogma racionalista y modernista. Negaban, en particular, el nuevo estilo internacional, de preten sión universalista, más o menos nostálgico de las utopías vanguardistas, sociales y políticas, del perío do de entreguerras, al que entonces consideraban in adecuado a las nuevas exigencias urbanísticas de la sociedad posindustrial. Esta nueva generación em prendía la revisión de la modernidad. Opuesta a la abstracción de las formas puras, rehabilitaba el or namento, la decoración y la fachada; tomaba los esti los del pasado (columnatas, capiteles, etc.), y reanu daba la relación con la función simbólica y comunica tiva de los edificios. Así pues, arquitectos norteame ricanos, como Charles Moore y Robert Venturi, o eu ropeos, como Aldo Rossi y Oswald Mathias Ungers, restablecían con vigor lo que el modernismo había barrido, y con el vocablo «posmodemismo» renova ban el vocabulario y la gramática de la arquitectura. Si se le da crédito a Charles Jencks, crítico de ar quitectura y autor, en 1978, de L’architecture postmoderne, el término «posmodemo» habría aparecido en 1954, en un texto del historiador y economista Arnold Toynbee (1889-1975), para calificar la época pluralista en la que ingresaba, según él, la sociedad industrial, de la que este autor fue uno de los teóricos más eminentes. La palabra recién adquirió su verda 125
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dera definición a partir de 1975, cuando Jencks y al gunos arquitectos, en especial Paolo Portoghesi,9 en cararon la organización de una exposición consagra da al posmodernismo, «Presencia del pasado», en el marco de la Bienal de Venecia de 1980, en forma pa ralela a las manifestaciones artísticas dedicadas a la transvanguardia. A partir de entonces, varias temá ticas se asociaron con el posmodemismo y le confirie ron una apariencia coherente: pluralidad de estilos; multiplicidad de lenguajes y códigos; retorno al pa sado, en especial a la ornamentación; apelación al eclecticismo, a la cita y a la posibilidad de elegir cual quier otro camino diferente al del modernismo. Ese posmodemismo reconocía la importancia de la tecno logía posindustrial y tomaba en cuenta la influencia de los nuevos medios de comunicación en la sensibi lidad de los individuos. El vínculo entre el posmoder nismo y la sociedad posindustrial se vio fortalecido a p artir de allí, y la crítica de la modernidad fue ha ciéndose más precisa. La frecuente recurrencia del prefijo «neo», asociado con las diversas corrientes y movimientos de la época, ponía de manifiesto esta tendencia: lo «nuevo» era moderno —dicho de otro mo do, estaba perimido—, mientras que lo «neo», reac tivación del pasado, de lo antiguo, era posmodemo.
La crisis generalizada de los sistemas: lo posmoderno En 1979, Jean-Fran^ois Lyotard proponía una definición del concepto de posmodemo: «Se conside ra “posmodemo” la incredulidad frente a los metarrelatos».10 En términos claros, eso significaba que 126
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los grandes discursos religiosos, metafísicos, polí ticos, morales o científicos, basados en la lógica mo dernista del progreso de la humanidad, habían per dido toda legitimidad. Ya nadie creía en la paz uni versal, el bienestar planetario, la abundancia para todos. De tal forma, lo que durante mucho tiempo había sido el credo de una filosofía y una ideología inspiradas en el Iluminismo se había vuelto obsole to. Uno de los fenómenos más característicos de la época posmoderna radicaba, según Lyotard, en la mercantil ización del saber referido a todos los secto res de actividad: «El saber es y será producido para ser vendido, y es y será consumido para ser valoriza do en una nueva producción: en ambos casos, para ser intercambiado».11 La posmodemidad se presen taba, pues, como un fenómeno global, al que ni el ar te ni la cultura escapaban, del mismo modo en que tampoco podían escabullirse del mundo de las mer caderías. «Estado espiritual», para Lyotard,12 o sín toma de una crisis que afectaba a un tipo de sociedad poderosamente industrializado, en plena mutación, la posmodemidad no era asimilable a un movimien to preciso ni a una corriente definida. En 1988, Lyo tard aún creía que podría resistirse a la ideología de la posmodemidad. Según él, bastaría con «reescribir la modernidad», denunciando su proyecto utópico de emancipación de la humanidad gracias a la ciencia y la técnica. Paradójicamente, sostenía que una obra sólo podía ser moderna después de haber sido posmoderna, es decir, creadora de sus propios criterios, sin referencia a normas ni modelos preestablecidos. Pero el abandono de toda referencia a la moderni dad era irreversible. Afectaba también al mundo del arte, y sobre este punto Lyotard no se equivocaba: «El artista, el galerista, el crítico y el público se com 127
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placen juntos en “cualquier cosa” y es la hora del re lajamiento. Pero ese realismo del “cualquier cosa” es el realismo del dinero».13 En la actualidad, el término «posmodemismo» se ha banalizado. Se da por descontado que vivimos en una época posmodema aunque el calificativo «moder no» surja siempre del lenguaje corriente para desig nar, simplemente, «lo que pertenece a nuestro tiem po», sin referencia particular a una modernidad con cebida como proceso dinámico hacia un futuro mejor. Esto no impide que el enfrentamiento teórico en tre la modernidad y la posmodemidad deje huellas; El tema recurrente de una crisis generalizada de to dos los sistemas se hallaba latente en el momento del desencadenamiento de la querella sobre el arte contemporáneo, en la década del noventa.
Expertos y profanos Esa querella fue, por cierto, la consecuencia más o menos directa de causas inmediatas: caída del mer cado de arte internacional, desconfianza del público francés ante un arte contemporáneo subvencionado y oficializado por los poderes públicos. Sin embargo, como se ha visto, las causas profundas se remonta ban lejos en la historia de la modernidad. No se refe rían sólo a lo que a veces recibía, en forma pomposa, la denominación de «la aventura del arte en el siglo XX», sino también a la evolución del arte en el con texto particular de las transformaciones económicas, políticas y tecnológicas que modificaron en forma ra dical la representación que nos hacíamos de la crea ción artística y, más en general, de la cultura. 128
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De allí en más integradas al sistema económico y sometidas a los imperativos de rentabilidad y benefi cio, las prácticas artísticas y culturales están hoy es trechamente ligadas al desarrollo tecnológico, al de los medios de comunicación y al de la información. Algunos ven en esta evolución un progreso hacia la democratización cultural. La propia cultura, final mente bajada de su pedestal elitista y burgués, se convertiría en lúdica y en motivo de distracción. Per mitiría, en principio, una multiplicidad de experien cias estéticas, divertidas y hedonistas, liberadas de toda referencia a normas o a una jerarquía de valo res preestablecidos, cuya única regla es la de respon der a la satisfacción de los deseos de cada vino. Empero, esta visión de las cosas oculta, en reali dad, dos paradojas. La primera reside en la apari ción de un individualismo de masas, fenómeno típi camente posmodemo, ya descripto por Gilíes Lipovetsky.14 La idea de que cada uno goza de una plena y total libertad para elaborar sus propios criterios, para juzgar como mejor le parezca según su propio gusto, se halla en contradicción con los poderosos re querimientos consumistas de un sistema cultural que asegura masivamente la promoción de sus pro ductos. Dicho de otra manera, igual que esas modas que a veces atraviesan el cuerpo social, la libertad del individuo consistiría, en el mejor de los casos, en actuar como todo el mundo, ya se trate de arte, de cultura, de ocio o de turismo. La segunda paradoja resulta de ese abismo que se abre, en los regímenes democráticos, entre la cul tura de los expertos y la cultura profana; por ejem plo, entre el famoso mundo del arte —el «pequeño medio»— y los públicos reunidos bajo la cómoda eti queta de «gran público». Esta situación bien podría 129
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significar el abandono de un proyecto auténticamen te democrático y la renuncia a una cultura para to dos, accesible a la mayor cantidad posible de perso nas. En lugar de elevar el nivel de las exigencias cul turales, se prefiere colocar la barra un poco más aba jo, con el pretexto bastante demagógico de respetar una libertad individual que contradice el condiciona miento masivo del sistema cultural. Esa discrepancia en el seno de la esfera pública había sido percibida, ya en la década del sesenta, por el filósofo alemán Jürgen Habermas, mucho antes de que la estigmatizara, en los años ochenta, el neoconservadurismo latente en el pensamiento posmodemo. Habermas comprobó, sobre todo, la «distancia cre ciente entre, por una parte, las minorías productivas y críticas, constituidas por los especialistas y los afi cionados competentes, familiarizados con enfoques de un alto nivel de abstracción aplicados al arte, la li teratura y la filosofía [...] y, por otra parte, el gran público de los medios masivos [.. .1». Ni la política cultural ni las modernas técnicas de comunicación e información pudieron o supieron resolver la cuestión de la desigualdad ante la cultura y su modo de apro piación: «La superficie de resonancia que debía cons tituir esta capa social cultivada y educada para ha cer de su razón un uso público estalló en pedazos; el público se escindió, por una parte, en minorías de es pecialistas que hacen un uso no público de su razón y, por otra parte, en esa gran masa de consumidores de una cultura que reciben a través de los medios pú blicos. Y por eso mismo el público debió renunciar a la forma de comunicación que le era específica».15 A pesar del desarrollo sin precedentes de las nue vas tecnologías —multimedia, informática, interac tiva, Internet, etc.—, la situación que se verificaba 130
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treinta años después era casi idéntica. Si se coincide con Anne Cauquelin en que la actividad de la crea ción artística se prestaría perfectamente, en lo suce sivo, «para la circulación de informaciones sin conte nidos específicos», y justificaría que un «Estado cul tural» se vinculara con la puesta en marcha de una política de democratización del arte, ello no era óbice para que esta misma política presentara el inconve niente de ser mal comprendida por el público: «El contrapunto de esta política [.. .1 implica, en lo que concierne al público, una impresión confusa, una in comprensión —¿dónde está el artista, dónde está el arte?—, y al mismo tiempo [...] significa su aleja1 fi miento».10 En la época en que Anne Cauquelin escribía estas líneas, la crisis del arte ya se había desatado. Las pa radojas que acabamos de recordar subyacían en las controversias y las polémicas que provocó.
Notas 1 Grupo fundado en 1970 (asociación, según la ley de 1901) en Bagnolet, en la meseta de Malassis, que reunía a Gérard Tisserand, Lucien Fleury, Jean-Claude Latil y Michel Parré. 2 Nombre de una joven profesora de Letras que se suicidó des pués de ser acusada de corrupción de menores a causa de su re lación amorosa con uno de sus alumnos. * Compagnie Républicaine de Securité, cuerpo de policía del Ministerio del Interior especializado en garantizar el orden du rante manifestaciones y disturbios. (N. del T.) 3 Las esculturas de Duane Hanson (1925-1996), realizadas en poliéster a partir de vaciados y luego pintadas con minuciosi dad, resultan sumamente realistas por cuanto representan a personajes y acciones de la vida cotidiana vistos desde un ángu lo crítico: vagabundos, accidentados, boxeadores, amas de casa con sus enseres, policías, etcétera.
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4 John Kacere (1920-1999) debió el éxito público, sobre todo, a sus fieles reproducciones de ropa interior femenina en cuerpos de los cuales sólo se veía la parte cubierta por aquella. 6 Véase supra, pág. 88. 6 Los primeros cuadros de David Hockney —por ejemplo, las «pinturas de té» (1960-1961)— fueron realizados, según confe sión del propio artista, bajo la influencia del pop art, de la cual se fue liberando poco a poco a fines de la década del sesenta. 7 Achille Bonito Oliva establecía una curiosa relación de cau sa lejana a efecto tardío entre la guerra del Kippur, de 1973, el embargo del petróleo, la momentánea crisis económica del capi talismo occidental y el progresivo derrumbe del marxismo y del comunismo. De esos acontecimientos resultaba, según él, una «situación de catástrofe generalizada» —desaparición de la ideo logía modernista, fin del desarrollo lineal de la historia—, un contexto favorable para volver a fundar el estatuto y el rol social del arte. 8 Achille Bonito Oliva, «A proposito di Transvanguardia», re vista m ensual Alfabeta, n° 35, 1982; trad. francesa, «Transavant-garde», Babylone, UEG, col. «10/18», 1983, pág. 55. 9 Paolo Portoghesi publicó en 1980 su obra titulada Au-dela de l’architecture moderne, París: L’Equerre, trad. de Geneviéve Cattan. 10 Jean-Franfois Lyotard, La condition postmoderne, París: Éd. de Minuit, 1979, pág. 7 [La condición postmoderna: infor me sobre el saber, Madrid: Altaya, 1999; Cátedra, 2004]. 11 Ibid., pág. 14. 12 «“Post-moderne” denota simplemente un estado anímico o, mejor, un estado espiritual», declaraba el filósofo en «Regles et paradoxes», Babylone, op. cit,, pág. 69. 13 Jean-Frangois Lyotard, Le postmoderne expliqué aux enfants. Correspondance 1982-1985, París: Galilée, col. «Débats», 1988, pág. 23 [La posmodernidad explicada a los niños, Barce lona: Gedisa, 1987]. Apbsar de sus divergencias, Jean-Fran^ois Lyotard y Jürgen Habei;mas denunciaron el neoconservadurismo de la posmodernidad. Ciertamente, la posición radical de Lyotard, «guerra a todo, demos testimonio de lo impresentable, activemos los diferendos», resultaba difícilmente compatible con el horizonte consensual de una racionalidad intersubjetiva. En realidad, la validez de las tesis de Habermas, referidas a la instauración de una comunicación ideal, era de orden teórico,
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cercana incluso a la utopía. La crítica de la ideología permane cía muy subyacente en su concepción, aunque la intersubjetividad del lenguaje presupusiera, efectivamente, un entendimien to posible más allá de los conflictos políticos, sociales, lingüísti cos y psíquicos. De la tipología «posmodernista» elaborada por Habermas, y sobre todo de la diferenciación en tres formas de conservaduris mo, sólo la última categoría, la de los posmodernos neoconserv a d o r e s, parece bien anclada en el paisaje ideológico contempo ráneo. En su conferencia de 1980, consagrada al «proyecto inacaba do de la modernidad», Habermas denunciaba con vehemencia las posiciones del sociólogo Daniel Bell, en particular la idea se gún la cual las vanguardias y la modernidad, ya agotadas, ha brían provocado la desagregación del sistema administrativo y económico de la sociedad burguesa capitalista. Esta crítica de la modernidad, que la consideraba responsable de la «pérdida de coherencia de la cultura» y propagadora de una «actitud antinó mica frente a las normas morales», sonaba en Bell como un re cordatorio o, más bien, como un regreso al orden. Ese tradicio nalismo abogaba vigorosamente en favor de la restauración de los valores burgueses; vilipendiaba el mercantilismo del capital y al mismo tiempo se acomodaba a él, denunciaba el hedonismo de las clases medias pero lo toleraba en las élites. Esta postura, en apariencia contradictoria, se reactualiza hoy en las concep ciones artísticas de los nostálgicos del pasado o de los conserva dores «modernistas», como Jean Clair o Marc Fumaroli. 14 Gilíes Lipovetsky, L’ére du vide. Essai sur l’individualisme contemporain, París: Gallimard, 1983; reed. col. «Folio essais», n° 121 [La era del vacío: ensayos sobre el individualismo con temporáneo, Barcelona: Anagrama, 1995]. 15 Jürgen Habermas, L’espace public, Payot, 1978, trad. de M. B. de Launay. Esta obra fue escrita por Habermas en 1962. 16 Anne Cauquelin, L’art contemporain, París, PUF, col. «Que sais-je?», 1992, pág. 125.
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Tfercera parte. La crisis del arte contemporáneo
Los artistas dependen durante toda la vida de que quiera verlos o no lo que se llama la gente cultivada, y cuando un artista se niega al arte clásico, lo que se lla ma la gente cultivada lo abandona. .. Es un hombre muerto, hijo mío. T homas B
ernhard
Heldenplatz, 1988.
En el Prefacio hicimos referencia ya al cariz sor prendente que presentaba la crisis del arte contem poráneo a comienzos de la década del noventa. Vol vamos por un momento a algunas aparentes parado jas. Esta crisis, con características de crispación «fin de siglo» —y fin de milenio—, apareció tardíamente, después de una prolongada serie de conmociones a lo largo del período que va de fines del siglo XIX a fines del siglo XX: ochenta años después del Cuadrado blanco sobre fondo blanco, de Malevitch; setenta y tres años después de Fuente, de Marcel Duchamp, y veintisiete años después de las cajas Brillo, de Andy Warhol. La crisis se desencadenó y desarrolló principal mente en Francia; desconcertó a los observadores ex tranjeros, pero en verdad no perturbó al mundo del arte internacional, europeo o norteamericano. Los defensores y los detractores del arte contem poráneo se enfrentaban duramente respecto de las formas entonces actuales de creación, pero los prota gonistas sólo se apoyaban en algunos casos —sobre todo en artistas, muy rara vez en obras— cuyo carác ter ejemplar resultaba dudoso. Los interrogantes se relacionaban con temas con siderados de interés para el gran público —¿Se podía evaluar y juzgar el arte contemporáneo? Si así fuera, 137
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¿con qué criterios? ¿El Estado tenía como vocación subvencionar la creación artística actual?, etc.—, pe ro, una vez extinguida la pequeña llama mediática, el debate prosiguió en un ambiente de puertas cerra das, limitado a los especialistas, los críticos, los his toriadores del arte o algunos filósofos. Pocos artistas, aun cuando directamente involucrados, a veces ele gidos como blanco, se implicaron en la controversia.
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IX. Las apuestas del debate
En su origen, esta controversia estaba destinada a precisar y clarificar apuestas estéticas y artísticas, tarea tanto más necesaria en la medida en que el agotamiento de las doctrinas «clásicas» de la moder nidad creaba un vacío teórico que el discurso posmodemo, también él perimido, ya no llenaba. Pese a que el Estado se había esforzado, entre 1981 y 1995, en promover la creación artística, mul tiplicando las subvenciones y las compras públicas, y favoreciendo la apertura de centros y escuelas de ar te, el público se mostró desconfiado, incluso hostil, frente a audacias «vanguardistas» que le resultaban aventuradas. ¿Cómo podía ser de otro modo, si la ex presión «arte contemporáneo» parece ya en sí misma escapar a cualquier especificación? De un debate entre especialistas puede esperarse que aporte algunos esclarecimientos para el profano, o que posibilite incluso, a falta de una definición exhaustiva, simple y clara del arte contemporáneo, encontrarla en los numerosos parámetros a los que este responde. Esos parámetros no son tan numero sos ni tan complejos como para que escapen al enten dimiento del público. Como ya lo hemos señalado,1 se puede calificar de contemporánea una tendencia o una obra que no co rresponde a ningún movimiento o corriente debida 139
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mente catalogados en la historia del arte moderno, ! Las obras anteriores a la década del sesenta rara vez •' hallan lugar en los espacios consagrados al arte con- i temporáneo. La renovación, la apropiación, la hibri- ; dación, el mestizaje de materiales, formas, estilos y procedimientos —libremente utilizados, sin preocu- ■; pación alguna por la jerarquización—, desempeñan un papel esencial en esta «contemporaneidad». Se podría mencionar, asimismo, la búsqueda de la no vedad, de lo imprevisto, de lo inédito, de lo incon gruente. La intención de provocar, chocar, transgre dir, heredada de los movimientos vanguardistas, perdura, y a veces se exacerba, seguramente a riesgo de cansar al público con acciones sistemáticas y re petitivas. El reconocimiento a nivel internacional re sulta primordial. Un artista local o provincial, por más talentoso que sea, raramente será calificado de «artista contemporáneo». Ese reconocimiento es con dición para una notoriedad mínima en el mundo del arte y de los circuitos oficiales, institucionalizados, y como corolario le garantiza al artista una posición privilegiada en el mercado del arte, beneficiándolo con una cotización —preferentemente en alza— que aviva el interés de instituciones, museos y galerías en adquirir sus obras. El arte contemporáneo se in troduce en la vida cotidiana, se inserta en su medio, contribuye a la transformación del espacio público. Supone la adopción de actitudes y de «posturas» ar tísticas en que los conceptos, las palabras y los dis cursos ocupan un lugar importante, sobre todo cuan do hay poco o nada para ver, sentir o tocar. El artista es polivalente, capaz de poner en ejecución, simultá nea o sucesivamente, diferentes procedimientos me diante soportes y materiales diversos. Se advierte una fuerte individualización de las prácticas, el re 140
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chazo a adscribirse a movimientos, tendencias, co rrientes o grupos, y una flexibilidad en cuanto a los inodos de presentación en lugares diferenciados, ya sea institucionales o no: museos, galerías, exposicio nes temporarias, la vía pública, squats; en suma, en cualquier lugar..., incluso en lugares invisibles (Jo chen Gerz y Christian Boltanski, por ejemplo).2 En fin, íel arte contemporáneo no suele conformarse con representar. Apela a la capacidad que tiene el públi co para juzgar, apreciar, contemplar, m ed itar... o aburrirse. Sus enunciados y proposiciones son en sí mismos actos, y estos operan de manera performativa.3 Este «art-action» hace algo más que mostrar. Actúa y solicita la participación activa de los espec tadores-actores, quienes contribuyen a la elaboración de la obra. Esta lista no pretende ser exhaustiva. Tbmado en forma aislada, ninguno de tales parám etros es de por sí necesario ni suficiente. Sólo su combinación origina una constelación correspondiente a ciertos aspectos del arte contemporáneo, capaz de esclare cer a un público que suele estar librado a su suerte. Acerca de esto, por desgracia, no se habló durante la querella. Desde fines de la década del ochenta y comienzos de la siguiente, tal como lo testimonian las diversas formas de creación que surgieron en esa época, los te mas que podían interesar al mismo tiempo a los es pecialistas y al público fueron numerosos. Había en ello materia como para renovar una problemática del arte que no guardaba ya ninguna relación con la de las décadas anteriores. En verdad, sorprende que nin guna de esas cuestiones, salvo raras excepciones, fue ra tomada en consideración durante el enfrentamien to entre partidarios y adversarios del arte actual. 141
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¿Falta de perspectiva, apresuramiento por evitar cuestiones espinosas? Ya veremos cómo el debate de fondo fue pura y simplemente escamoteado. La con troversia viró hacia la polémica y luego degeneró en diatribas e insultos de carácter político e ideológico, en detrimento de una mínima caracterización del ar te contemporáneo e incluso de un esbozo elemental de reflexión teórica. Como si el postulado que enun ciaba que ese arte era cualquier cosa hubiera dado pie, a veces, para que los adversarios del arte actual pudieran decir, también ellos, cualquier cosa, hasta el extremo de provocar un cortocircuito en toda dis cusión sobre las apuestas reales de ese arte.
Notas 1 Véase supra, pág. 67. 2 Véase infra, págs. 261-2. 3 El filósofo inglés John Langshaw Austin (1911-1960) esta bleció una distinción entre los enunciados performativos, qué constituyen simultáneamente el acto al que se refieren («Yo té caso» o «Yo te bautizo» son proposiciones que se confunden con la acción enunciada), y los enunciados constatables, afirmacio nes que se refieren a lo verdadero o a lo falso. (Cf. Austin, Quand dire c’est faire, París: Ed. du Seuil, 1962; reed., 1979.)
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X. El proceso del arte contemporáneo
El frente «antiarte contemporáneo» En su libro dedicado a la crisis del arte contempo ráneo,1Yves Michaud enumera una serie de califica tivos empleados por los adversarios del arte contem poráneo, al que consideran nulo, incomprensible, sin talento, trucado, sometido al mercado, indebidamen te subvencionado por el Estado, sostenido por las instituciones, producto de un mundo del arte divor ciado del público, etcétera. Con toda razón, Michaud señala el carácter dis par de esos argumentos, a veces incoherentes, no siempre pertinentes y de valor desigual, sobre todo cuando se trata de analizar la situación con un míni mo de objetividad, f Sin embargo, acaso lo más sorprendente sea el postulado según el cual el arte contemporáneo es en general nulo. Tal juicio de valor supone, en efecto, un criterio de calidad. Ahora bien: la existencia de esos criterios es puesta en duda justamente por la mayo ría de los protagonistas, adversarios o defensores del arte actual. Se parte, entonces, de un hecho que se considera a priori establecido: el del grado cero de calidad que afecta a la producción artística de la época^VUn postulado que es, por definición, indemostra ble permite ahorrar pruebas —omisión o callejón sin 143
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salida—, tanto más aún cuando la comprobación de la presunta mediocridad está en manos de especia listas, supuestos expertos en arte contemporáneo y, en principio, mediadores entre los artistas y el pú blico. Y puesto que se ignora casi todo acerca del ta lante de ese público, compuesto por simples aficiona dos o consumidores no expertos —excepto su escasa frecuentación de los lugares consagrados a la crea ción actual—, la conclusión parece imponerse por sí misma: el arte es nulo —palabra de experto—, pero no soy yo, el experto, quien lo afirma, sino el público. Ese clima general de oprobio que pesa sobre el ar te contemporáneo desestabiliza sobremanera a sus defensores y esteriliza casi enseguida el debate ar tístico y estético. Así, por ejemplo, expuesta la prue ba de nulidad con respecto a un artista o una obra en particular, ello requiere a su vez una contraprueba; del mismo modo que la ausencia de dictamen peri cial anula ipso fado cualquier dictamen contrario.2 El debate m uestra hasta qué punto los partidarios del arte contemporáneo tropezaban con dificultades para argum entar «pruebas en mano», hasta dar a entender, a veces, en defensa propia, que su causa podía estar perdida por anticipado.3 Es cierto, como hemos precisado, que el discurso antiarte de la épo ca, procedente del propio medio artístico, expresaba vivamente sensaciones o impresiones más o menos compartidas por el gran público. El «cualquier cosa» que tan a menudo se les reprochaba a las prácticas contemporáneas excluía, por definición, toda refe rencia a un ideal de belleza. Desaparecido lo bello de la esfera artística, algunos extraían una palm aria conclusión: el arte ya no era arte y la obra de arte tampoco era ya una obra de arte. Las pruebas de esa supuesta desaparición no faltaban. Desorientado 144
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por la ausencia de significado que caracterizaría a numerosas obras actuales, ¿el visitante de una expo sición no conjura a veces su decepción declarando de manera terminante que «eso no tiene sentido?». Afín de cuentas, ¿cómo juzgar, puesto que los propios es pecialistas acreditados se niegan a hacerlo? La radicalidad de las quejas —vacuidad, fealdad, fárrago, tontería, vulgaridad, futilidad, etc.— formu ladas por un frente antiarte erigido en portavoz autoproclamado de una especie de doxa popular pa rece, así, inhibir cualquier contraataque argumenta do y racional. Una causa adicional de desorientación en los de fensores del arte contemporáneo es la falta de uni dad y homogeneidad del frente antiarte. Ese frente es, en efecto, plural y reúne, en una improbable alian za objetiva, a los conservadores y a los tradicionalistas, nostálgicos del Gran Arte; a los progresistas que rechazan la celebración de un nuevo arte oficial, institucionalizado, bajo la égida del Estado, y a la derecha reaccionaria, antimodernista, hostil al arte contemporáneo, que milita activamente en favor de la restauración de los valores del pasado. Las diatribas partidarias, de carácter político e ideológico, no tardaron, pues, en reemplazar a las consideraciones estéticas, en detrimento de un aná lisis detallado de la creación contemporánea.
El efecto Baudrillard Un artículo de Baudrillard titulado «El complot del arte», que se publicó en 1996 en un periódico fran cés de circulación nacional, fue recibido como una 145
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verdadera ofensa, cuyo efecto más espectacular con sistió en avivar una polémica que comenzaba a sofo carse. Provocación inepta para los partidarios del arte contemporáneo, las declaraciones del sociólogo parecían conceder un inesperado apoyo a las tesis más retrógradas, incluso las más reaccionarias, en materia de arte. En realidad, Baudrillard incluía su visión del ar te en una concepción más general de la evolución de las sociedades occidentales. En esencia, denunciaba los efectos perversos y la violencia de una mund ialiga ción que pervertía y neutralizaba los valores, erradi caba las diferencias y aniquilaba las singularidades. Esta evolución signaba el final del deseo de trascen dencia, de ideal, de ilusión, pérdida verificable en to dos los dominios, incluso el del arte. Esta esfera, que el filósofo Herbert Marcuse había asimilado a la su blimación, era reemplazada por un universo homogeneizado, transparente, reino de la indiferenciación, la indiferencia y la banalidad. Nada escapaba a esta banalización ni a ese intercambio de signos equiva lentes: ni la política, ni la economía, ni el sexo, ni el cuerpo, ni la creación artística. Ese proceso de trans parencia generalizada, propia de la época posmoderna, incluso hipermodema,4 no hacía más que revelar una y otra vez su obscenidad y su pornografía. «¿Qué puede significar todavía el arte en un mun do hiperrealista por anticipado, cool, transparente, publicitario?»,5 se preguntaba Baudrillard, dado que incluso la ironía, reivindicada por numerosas prác ticas artísticas actuales, fracasaba en una siniestra confesión de falta de originalidad, de banalidad, nu lidad y mediocridad. El complot del arte se fomentaba sin instigadores señalados. E ra en vano, entonces, buscar responsa 146
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bles, culpables de una sombría maquinación que, en realidad, involucraba a todo el mundo, tanto a los cómplices como a las víctimas. Según Baudrillard, la paranoia que se expresaba de m anera espectacular en la crisis del arte contemporáneo era una paranoia cómplice, que «hace que ya no haya juicio crítico posi ble, sólo un reparto amistoso —necesariamente de comensales— de la nulidad. Tales son el complot del arte y su escena primitiva, relevada por todos los vernissages, encuentros, exposiciones, restauraciones, colecciones, donaciones y especulaciones».6 Evidentemente, el texto de Baudrillard sólo ad quirió su pleno significado una vez que fue reubicado en el contexto de una problemática más amplia. Sin embargo, lo que recogieron en aquella época los de fensores del arte contemporáneo, irritados y escan dalizados, fue esa aparente adhesión a la causa del frente antiarte. Es cierto que la contribución aporta da por el sociólogo, algunas semanas después, al in forme de una revista de la Nueva Derecha francesa, intensa y a veces furiosamente hostil al arte contem poráneo, no permitió aplacar los espíritus. Ese clima es el que pretendemos evocar aquí. Los argumentos de los protagonistas más activos de esta controversia acerca de la crisis del arte contemporá neo son ampliamente expuestos en la extensa nota del final del capítulo, infra, págs. 150 y sigs.7
Quiebra de la estética tradicional En una época de «pluralismo profundo y de tole rancia completa» —dixit Arthur Danto—, la desapa rición —o la invisibilidad— de los criterios estéticos 147
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y la dificultad para juzgar y evaluar con referencia a normas preestablecidas acreditan la idea de un fin de la estética. Ese fin, proclamado a veces vivamen te,8 se apoya en un contrasentido con respecto al pro pio proyecto de los sucesivos fundadores de la estéti ca y, sobre todo, frente a Emmanuel Kant. Muy a me nudo se olvida que la estética kantiana se funda por completo en la autonomía del juicio basado en el gus to y en una libertad para juzgar accesible a todos —por lo menos, en principio—, que supera con creces el campo exclusivo de las bellas artes. La estética co mo reflexión filosófica abrió históricamente, a partir del siglo XVIII, un espacio particular, el de la crítica, que más allá de la cuestión del arte fue socavando en forma progresiva todos los principios de autoridad, metafísicos, filosóficos, políticos y religiosos. Al res pecto, Diderot no se equivocaba; tampoco Kant, ni Schiller, ni Hegel. Hacer estética era ya, y es siem pre, ejercer la libertad de pensamiento; es también crear conceptos para explorar el campo de lo sensi ble, el del gusto, la imaginación, las pasiones, las in tuiciones y las emociones. Y crear conceptos es tam bién lo mejor que el hombre ha encontrado para com partir esos momentos particulares de la vivencia que denominamos «experiencia estética». Hay que reconocer que el debate sobre el arte con temporáneo apenas tuvo en cuenta esa clase de con sideración. Ampliamente focalizado en la singular situación del arte actual en Francia, extraviado en consideraciones políticas y partidarias y en conflic tos personales, dejó en suspenso una cantidad de cuestiones que, no obstante, habían estado en el ori gen de su desencadenamiento. A partir de allí siguie ron en pie los interrogantes referidos, por ejemplo, a la existencia o ausencia de criterios de juicio, al es 148
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tatuto de las prácticas artísticas y culturales en el ré gimen democrático del consumo masivo, a las nue vas, por entonces, relaciones entre el público y las formas de arte diversificadas, que ya nada tenían que ver con el sistema de las bellas artes. Quedaban también, demasiado rápidamente citadas, las cues tiones referidas al consenso en el seno del mundo ar tístico, escindido del gran público, o bien a la impli cación política e ideológica de los artistas. Empero, lo que prevalecía era, sobre todo, la idea de que la teo ría estética tradicional estaba en quiebra, que era impotente para disipar la impresión, ampliamente compartida no sólo por los profanos sino también por numerosos especialistas, de que el arte de hoy, a pe sar de la opinión de escasos profesionales, es decidi damente «cualquier cosa». Renovar la teoría del arte y adaptar el discurso estético a esta situación inédita se imponía, pues, pa ra algunos, como una necesidad.
Notas 1 Cf. Yves Michaud, op. cit., pág. 2. 2 En 1995 decíamos: «El odio frecuentemente adopta un as pecto globalizador que no es propio de la predilección, más se.lectiva. Esa forma totalizadora es la que sorprende actualmente en los virulentos ataques contra el arte contemporáneo» (La cri tique. Crise de Vart ou consensus culturel?, París: Klincksieck, pág. 74). 3 Rainer Rochlitz, para quien las obras de arte actuales pue den y deben ser objeto de una argumentación estética y filosófi ca, reconocía en 1994 que «a diferencia del arte moderno clásico, el arte contemporáneo, sean cuales fueren los medios desplega dos, resulta casi siempre decepcionante», y que «nada verdade ram ente luciferino es ya posible en ese marco balizado» (Sub versión et subvention. Art contemporain et argumentation esthé-
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tique, París: Gallimard, col, «NRF essais», 1994, pág. 222). «Luciferino»; así era como Frangois Mauriac calificaba a Picasso, al que no estimaba. ¿Quién se atrevería hoy a apostar al mutismo definitivo de Satanás? 4 Gilíes Lipovetsky habla de los tiempos hipermodernos que suceden a la época posmoderna. La época hipermoderna sería la del liberalismo, la fluidez mediática, el hiperconsumo, pero también la de la hiperansiedad que afecta a los individuos en apariencia más libres, aunque tomen cada vez menos decisio nes que manejen colectivamente su existencia. Cf. Les temps hypermodernes, París: Grasset, 2004 [Los tiempos hipermoder nos, Barcelona: Anagrama, 2006]. 5 Cf. «Le complot de l’art», «Rebonds», en Liberation, 20 démayo de 1966, e infra, nota 7 [El complot del arte, Buenos Aires, Amorrortu, 2006, pág. 57]. 6 Ibid. [El complot.. .,op. cit., pág. 65]. 7A comienzos de la década del noventa se constituía el «frente antiarte contemporáneo», según la expresión empleada por el historiador del arte PaulArdenne, autor de Váge contemporain. Une histoire des arts plastiques á la fin du XXe siécle, París: Éd. du Regard, 1997. «Cualquier cosa» era, por lejos, el reproche que se repetía con mayor frecuencia en la pluma o en boca de los detractores del arte actual. La pertinencia de la expresión radicaba en la sim plicidad de su empleo. Pertenecía al lenguaje corriente y se la utilizaba, a menudo, para designar de manera peyorativa aque llo que se juzgaba carente de sentido, o bien lo que superaba nuestra capacidad de comprensión. En 1991, el artículo que abría el informe del arte contempo ráneo establecía el tono: «El arte de hoy es cualquier cosa; todo el mundo puede pintar y nadie sabe juzgar. Aquí se apilan si llas, allí se instala un edredón con manchas de pintura, más allá se disponen desordenadamente franjas de color trazadas con regularidad [. ..]» (Jean Molino, «L’art aujourd’hui», Esprit, n° 173, julio-agosto de 1991, págs. 72 y sigs.). El autor se hacía eco, de manera irónica, de los desagradables leitmotiv que cuestionaban al arte entonces actual. Al parecer, no los hacía suyos. Le importaba, sobre todo, establecer el esta do de la situación presente y comprender por qué y cómo nues tra época había llegado a vivir bajo la amenaza de un peligro in minente: «[. ..] vamos a quedar sumergidos, devorados, aplas
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tados por las obras de un arte que ni siquiera es bello y cuyas fronteras nadie podría trazar hoy» (ibid., pág. 73). E m p e r o , d e c ir q u e e l a r te c o n te m p o r á n e o e r a « c u a lq u ie r cosa»
sobreentiende: cualquiera podía hacerlo— suponía dar respuesta al interrogante sobre saber en relación con qué se de claraba que tal o cual cosa era «cualquier cosa». Y, en el presen te caso, convenía evaluar el estado de la situación en relación con los siglos pasados, con el Renacimiento, con el siglo XIX, con la modernidad, épocas en las que el arte aún era arte y la obra de arte era una obra de arte. ¿Era necesario por ello compla cerse en la nostalgia? Por cierto que no, explicaba el autor, pues «nos encontramos hoy más cerca que nunca de un arte para todos» {ibid., pág. 106). Los desfasajes culturales tendían a de saparecer, las fronteras entre el arte mayor y el arte menor se borraban, la fractura entre la cultura elitista y la «cultura del pobre» se resolvía lenta pero seguramente. En definitiva, según el autor, el reino del «cualquier cosa», si bien era una prueba de la muerte del arte, representaba una oportunidad para la de mocratización cultural: «Es cierto, en todas partes hay de todo y es el reino del “cualquier cosa”, pero tengo el derecho de elegir lo que me place, tengo el derecho y el deber de formular juicios de valor y de decir que eso es malo y que eso otro, por el contrario, está bien [. ..]» (ibid., pág. 107). Se trataba de un texto inaugural, medido, pensado, erudito y convincente en su conjunto. Allí se decía, en suma, que ante el mal tiempo convenía poner buena cara. Nadie estaba en condi ciones de asumir la responsabilidad de una evolución que lleva ba de la Edad Media a una sociedad posmoderna librada al mer cado, a la tecnociencia, a la publicidad, a los medios de comuni cación. Pero, curiosamente, del «arte de hoy» -—título del artículo— en verdad no se hablaba. Se observaba una sorprendente falla de referencia a los artistas entonces en actividad; apenas si se podía sospechar una alusión a Burén. Esta reticencia a mencio nar de manera precisa, aunque fuese a título de ejemplo, ciertas obras contemporáneas daba lugar por sí sola, a la desconfianza. El arte contemporáneo vivo, el de las décadas del ochenta y el noventa, era tratado como una categoría genérica, abstracta, como un desván de trastos, o más bien —según la expresión del autor-—•como un «fárrago» de donde podría surgir —¡eso era lo que tranquilizaba!— a la larga una «gran obra».
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Sin embargo, también el historiador de arte Marc Le Bot, po co sospechable de ignorancia respecto de la creación contempo ránea, la emprendía severamente con la producción entonces actual. En el número de la revista Esprit publicado en 1992, de nunciaba la herencia desastrosa de Marcel Duchamp, que era calificado de «maestro de pensamiento de cualquier cosa». El autor de los ready-made, objetos reproducidos en varios ejem plares, exasperaba la lógica de la institución museística. Esta última no demostraba que estuviera dispuesta a celebrar el cul to de una reliquia-desecho, como un orinal, aun cuando el artista —«gurú ejemplar del arte contemporáneo»— pusiera su firma en ella. De tal manera, Joseph Beuys, Yves Klein y Daniel Bu rén eran, ajuicio de Marc Le Bot, como los celadores de un siste ma en deterioro, seudoartistas, vedettes mediáticas, nuevos dandis del siglo XX que podían «tocar todo, un orinal o una caja de mierda, sin ensuciarse las manos» (Marc Le Bot, «Marcel Duchamp et Kses célibataires, meme”», Esprit, n° 179, febrero de 1992, pág. 6). El «cualquier cosa» era, asimismo, tema del trabajo de Fran?oise Gaillard publicado en el mismo número de la revista. Si el arte contemporáneo se sometía con docilidad al imperativo del «Haz cualquier cosa» —título del artículo—•, era simplemente porque las condiciones en las cuales se lo producía habían expe rimentado una profunda transformación durante la década del ochenta. En un espacio social sometido a la comunicación y a la comercialización, el arte estaba obligado a renunciar a las in tenciones contestatarias y subversivas que aún animaban a las antiguas vanguardias. Que el arte se hubiera vuelto compla ciente con una sociedad liberal y consensual, e incluso cómplice de ella, se inscribía, pues, en una lógica del fin de la moderni dad, superando las utopías y los callejones sin salida en los cua les se había extraviado: «Al artista (¿posmoderno?) sólo le que da jugar el juego y aceptar el cinismo o el oportunismo, que son las únicas actitudes que nuestra sociedad le deja y le reconoce. A la crítica sólo le queda lamentarse por el fin del arte». En contra de la tesis enunciada por Marc Le Bot, Frangoise Gaillard terminaba por exonerar a Marcel Duchamp de la pe sada responsabilidad de haber provocado la irremediable de cadencia del arte. A fin de cuentas, ya no se trataba de vitupe ra r al arte contemporáneo ni tampoco de hacer su apología. Bastaba con comprobar que este era un producto de la época,
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pero sin que se supiera con exactitud qué obras ni cuáles artis tas estaban colocados bajo esa etiqueta. El decorado ideológico y cultural estaba montado, pero faltaban los actores, excepto Jeff Koons, extrañamente calificado de «artista epónimo» de la dé cada del ochenta (Fran§oise Gaillard, «Fais n’importe quoi», E sprit, n° 179, febrero de 1992, pág. 57). El nombre de Andy Warhol era, junto con el de Marcel Du champ, el que se repetía con más frecuencia en los escritos de quienes fustigaban al arte contemporáneo. En 1991, el crítico de arte Jean-Philippe Domecq enfrentaba con una virulencia muy particular el «fenómeno Warhol», al que calificaba de «farsa intelectual». En su artículo titulado «Un échantillon de bétise moderne: la fortune critique d’Andy War hol» (E sprit, julio-agosto de 1991), enumeraba, en efecto, una especie de «disparatarlo» o colección de disparates del arte con temporáneo, y denunciaba la celebración que los expertos h a cían de la novedad por la novedad misma, que llevaba a ensal zar «una pobreza más pobre que pobre», una nulidad elevada al rango de «arte de nuestro tiempo». La condena se refería sucesi vamente a las carencias de la propia obra —las célebres serigrafías de Marilyn Monroe y de Mao, las latas de sopas Campbell, las cajas de esponjas de limpieza Brillo—, al «adoctrinamiento cultural» de la época, al papel de las instituciones artísticas, al «mañoso del arte» Leo Castelli, al star system, al marketing pu blicitario y promocional que lanzaba al mercado un «nuevo kitsch de vanguardia», y, finalmente, al consenso piadosamente respetado por los periodistas y los críticos de arte. La denuncia apuntaba seguramente a un objetivo más am plio, puesto que de hecho concernía al modo de producción artís tica en las sociedades occidentales posindustriales. El proceso intentado por Jean-Philippe Domecq se refería en esencia a las redes, los museos, las galerías, la mercantilización desmedida, el consenso cultural, la impotencia o la defección de la crítica de arte; en suma, a las esferas opacas del mundo del arte, herméti camente cerradas a la vista del gran público. El debate estético sobre los criterios de evaluación resultaba también allí escamoteado, como asfixiado ante los ataques cada vez más virulentos contra el arte actual. En el citado número de la revista Esprit de febrero de 1992, Jean-Philippe Domecq la emprendía de nuevo, especialmente, contra algunos artistas de renombre, que encarnaban, según se
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consideraba, la nulidad que afectaba al «95% del arte de actua lidad». En primer lugar, Daniel Burén y sus «rayados», autor de «supercherías» tan grotescas como las de Andy Warhol, Julián Schnabel, Frañk Stella, James Rosenquist y Soportes/Superfi cies (Jean-Philippe Domecq, «Burén: de l’autopublicité puré, Dubuffet: du b ru t snob et la suite», Esprit, febrero de 1992, págs. 16 y sigs.). En el número de Esprit de octubre del mismo año —tercer informe consagrado a los criterios estéticos—, el plástico Jean-Pierre Raynaud, que había alcanzado notoriedad por su casa de cerámica blanca, sus floreros y sus señales de di rección prohibida, fue quien se encargó de la venganza, irónica más que agresiva, contra Domecq. Los informes de la revista Esprit marcan el comienzo de la polémica sobre el arte contemporáneo. Los artículos de JeanPhilippe Domecq sorprendían por su virulencia, pero la ofensi va contra la creación actual se generalizaba de manera también brutal, en especial en la prensa escrita. Así, Télérama consagra ba un número especial al «gran bazar» del arte actual («Art con temporain: le grand bazar», octubre de 1992). Olivier Céna de nunciaba con vehemencia «la blanca preocupación de la nada». Para este crítico, por lo general tan atento a las obras mismas, ninguna producción actual parecía resultar satisfactoria. Otro tanto ocurría en el caso de Marc Le Bot («L’art n’a aucune valeur»), Jean Clair («Espéce de tas de charbon») y Jean-Philippe Domecq («La course-porsuite des avant-gardes»). Este último se expresaba casi simultáneamente, en Le monde des débats, con tra la «manía de lo nuevo», tema que desarrollaría poco después en un libro de título elocuente: Artistes sans art (París: Éd. Es prit, 1994). Estos ataques contra el arte contemporáneo, vistos desde la perspectiva de algunos de sus actores más conocidos, tuvieron el incuestionable mérito de «causar revuelo». Sin duda, las críti cas de Jean-Philippe Domecq, fiscal vehemente y agresivo, no carecían por completo de fundamento. En 1992, intentaba reto m ar la importante cuestión de la crítica, de la libertad de apre ciación de cada uno, independientemente de las modas, de las imposiciones institucionales y mediáticas: «El consenso sobre el arte contemporáneo; la prohibición de pronunciarse, de apre ciar, de juzgar; la obligación de consentir lo Reciente; el embal samamiento a precio de oro de un arte contemporáneo que sólo nos habla de arte contemporáneo, son tales que el desdichado
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que se atreve a reírse de este es considerado un violento, “un te rrorista, un negador”». Sabiendo que no se podía brindar una definición a priori del arte, Domecq sugería que se rehabilitara una crítica de arte centrada en las obras, y ya no en la cuestión de la cuestión del arte: «Sería de desear, pues, que más críticos sostengan los dos extremos de la cadena: por un lado, la reflexión especializada, históricamente precisa pero también que les planteen a las obras, o encuentren en ellas, las cuestiones existenciales (desde la alegría hasta la angustia, desde la refle xión hasta la visión, el placer, el pensamiento) [.. .] que cada uno procura cuando va en búsqueda del arte» («L’art contemporain contre l'art moderne? Ce que nous cherchions et ce que nous voulons faire», Esprit, n° 185, octubre de 1992, págs. 5 y sigs.). Jean-Philippe Domecq evocaba allí un programa atractivo que concernía a la experiencia estética de cada uno, tanto del experto como del profano; pero no daba la impresión de que que dara conforme. Se podía denunciar la «oficialización» acadé mica de Daniel Burén, detestar sus rayados invasores y repeti tivos, maldecir las columnas del Palais-Royal, pero nada impe día elaborar la hipótesis de que a algunos también les gustaran. Se podían deplorar, asimismo, los pedidos públicos efectuados a Jean-Pierre Raynaud, declarar que sus floreros irritaban, que sus cuadrados de loza blanca aburrían. Sin embargo, habría quienes se sintieran satisfechos con ellos. En suma, siempre hubo y habrá m ateria de debate, pero el exceso de los planteos y el carácter de por sí provocador de Domecq no se percibían como una serena invitación a la discusión. En conjunto, excepto algunas fuertes reacciones esporádicas, los partidarios del arte contemporáneo acusaron el golpe, pero, curiosamente, su réplica se mostró bastante timorata. Un ciclo de conferencias sobre el tema «El arte contemporá neo cuestionado», organizado en la Galería Nacional del Jeu de Paume entre septiembre de 1992 y marzo de 1993, pretendió responder a los informes de la revista Esprit. Las dificultades con que tropezaban los defensores del arte actual eran visibles y comprensibles. Las ásperas condenas, los «juicios de desagrado» contra artistas cuestionados, con obras discutibles, ¿no eran también la expresión de las sensaciones del público o, por lo me nos, de sus supuestas reacciones? ¿Era pertinente, en verdad, hacer la apología de un arte que era víctima, al parecer, de la desafección masiva?
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Georges Didi-Huberman —historiador del arte, intérprete minucioso de obras minimalistas— eligió la réplica ofensiva y denunció el «resentimiento moral e ideológico», así como el «de seo de venganza», de los detractores, preocupados, según él, por encubrir su propia incapacidad para comprender las creaciones contemporáneas con una «retórica de la execración». Rainer Rochlitz, autor en 1994 de un libro notable, Subver sión et subvention. Art contemporain et argumentation esthéti que (op. cit., nota 3, supra), intentó elevar el debate al plano re flexivo. Después de tomar nota de la desaparición de las normas tradicionales de evaluación y de la desorientación de la crítica, proponía una lista de nuevos criterios estéticos que podían dar lugar a un debate público sobre la calidad de las obras contem poráneas. Si bien hacía hincapié en el papel ambiguo de la ins titución y de los poderes públicos —subvenciones concedidas a obras consideradas subversivas—, así como en la defección de una crítica de arte demasiado a menudo cómplice de tal siste ma, sostenía que el arte «seguía siendo accesible a una argu mentación racional sobre su pertinencia, su significado y su lo gro estético» (Rainer Rochlitz, L’art sans compás. Redéfinitions de l’esthétique, París: Éd. du Cerf, 1992, pág. 238). Catherine Millet, jefa de redacción de Art press, revista deci didamente comprometida en la defensa del arte actual, afirma ba estar convencida de que la historia (del arte moderno y con temporáneo) continuaba esperando obras ambiciosas, capaces de rechazar al mismo tiempo el eclecticismo y la «cultura zapping» («Ce n’est qu’un début, l’art continué», Art press, n° 13, es pecial 1992, págs. 8 y sigs.). No obstante, el debate, abierto brutalmente por unos y apa rentemente deseado por los otros, seguía sin aparecer. En 1994, Philippe Dagen, crítico de arte del diario Le Monde, hacía el balance de la confrontación. Tras comprobar la au sencia de avances significativos, señalaba que, frente a los ata ques de que era objeto, el arte contemporáneo «debe reconocer su diversidad y su fragilidad» («Arts. Derniéres nouvelles du front. Face á ses détracteurs, l’art contemporain doit reconnaitre sa diversité et sa fragilité», Le Monde, 29 de abril de 1994). Ante las críticas desatadas por quienes, con títulos diversos, vilipendiaban al arte contemporáneo, era evidente que el frente de los defensores no había logrado desarrollar una argumenta ción basada en ejemplos probatorios, en especial en «obras am
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biciosas», capaces al mismo tiempo de escapar a las imposicio nes institucionales, mediáticas o comerciales del sistema que m anejaba a aquel y de complacer al público. Pues bien: eran pre cisamente esas imposiciones las que denunciaban quienes despreciaban la modernidad y la contemporaneidad artísticas. En 1996, el debate abandonaba el terreno artístico y viraba ha cia el enfrentamiento político e ideológico. Una inesperada de claración de Jean Baudrillard, algunos artículos o entrevistas publicados en la prensa —Krisis, Le Fígaro, L'Événement du JeudiyL e Débat—, así como un coloquio en la Escuela Nacional Superior de Bellas Artes, en abril de 1997, volvieron a echar leña al fuego. El colmo de la abstracción y del discurso generalizador se al canzaba en un artículo del sociólogo Jean Baudrillard, titulado «Le complot de l’art» («Rebonds», Libération, 20 de mayo de 1996). El texto se inscribía en la serie de diagnósticos a menudo pertinentes que el autor realizaba, desde hacía muchos años, acerca del estado de la sociedad occidental y sobre el mundo contemporáneo. El complot del arte remitía a esa «complicidad oculta y vergonzosa» que el artista, irónico y cínico, anudaba con las «masas estupefactas e incrédulas». Baudrillard denun ciaba con virulencia la duplicidad de un arte que se apropiaba no sólo de la realidad más trivial, la banalidad, el desecho, la mediocridad, sino también de las formas y los estilos del pasa do, que utilizaba para reciclarlas h asta el infinito en una pro ducción mediocre: «Toda la duplicidad del arte contemporáneo consiste en esto: en reivindicar la nulidad, la insignificancia, el sinsentido. Se es nulo, y se busca la nulidad; se es insignifican te, y se busca el sinsentido». Le queda al lector la tarea de adivi nar quién estaba detrás de las alusiones. Por cierto, la cuestión apuntaba a «innumerables instalacio nes y performances». ¿Pero cuáles? Podían adivinarse algunos objetivos: la transvanguardia, la posmodernidad. E ra posible entrever, de m anera desordenada, el Nuevo Realismo, el pop art, el arte corporal y sus excesos a veces exhibicionistas o por nográficos. ¿De quién podía tratarse? Se estaba al acecho de un indicio, se esperaba en rigor el nombre de los culpables aún en actividad o bien recientemente desaparecidos: una Gina Pane, una M arina Abramovic, los Gilbert & George, una Orlan o bien una Cindy Sherman. .. pero en vano. Por el contrario, no había ninguna incertidumbre en lo concerniente al pop art. A este úl
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timo le correspondía un nombre: Andy Warhol, «verdaderamen te nulo, en el sentido de que reintroduce la nada en el corazón de la imagen. Warhol hace de la nulidad y de la insignificancia un acontecimiento que él transforma en una estrategia fatal dé la imagen». La observación de Baudrillard también se podía interpretar como un elogio, aunque ese homenaje no significara demasiado frente a la situación actual: el pop art fue, por cierto, uno de los primeros movimientos artísticos contemporáneos, pero no era en absoluto representativo, por sí solo, del conjunto de la pro ducción artística desde hacía más de cuarenta años. Excepto este ejemplo que se remontaba a los últimos sobre saltos de la modernidad, el artículo de Jean Baudrillard no tra taba en verdad de arte, de artistas ni de obras. Ese discurso «anónimo» perturbó el debate, antes que aclararlo. Era lamen table. Cuestionar el sistema cultural sometido al mercado y a la especulación, criticar el consenso que reinaba en los uernissages, encuentros y exposiciones, denunciar el «bluff de la nuli dad» que engañaba permanentemente al público, eran temas que no estaban en verdad fuera de conversación. Desafortuna damente, les faltaba la fuerza demostrativa de las pruebas. Se ñalemos que, algunas semanas después, Baudrillard disipaba los malentendidos provocados por su acusación de nulidad con tra el arte contemporáneo. Preocupado de que lo tacharan de conservador o de tener actitudes reaccionarias, declaraba en Le Monde del 9 de junio de 1996: «No soy un nostálgico de los valo res estéticos antiguos». Sin embargo, el asunto distaba de haberse cerrado. En noviembre de 1996, la revista Krisis, órgano de la Nueva Derecha francesa, publicaba un número titulado ArtInon-art? Participaban en el informe Marc Fumaroli, historiador de arte, profesor en el Collége de France y académico; Jean Clair, direc tor del Museo Picasso; el sociólogo Jean Baudrillard, y JeanPhilippe Domecq. Los usos y costumbres vigentes en Francia, así como la discrepancia tradicional entre la «derecha» y la «iz quierda», impedían en principio cualquier forma de transferen cia, que corría el riesgo de aparecer como una traición, un com promiso o un aval que se concedía a tesis diametralmente opues tas a las que uno defendía. Esta escisión generaba un efecto de coherencia: la «izquierda», en ocasiones calificada de progresis ta, era favorable a la modernidad, a las vanguardias y al arte con
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temporáneo, m ientras que la «derecha», conservadora o tradicionalista, les era hostil. Se trataba de una visión simplista y reductora, pero no dejaba de tener consecuencias. Que Jean Baudrillard tildara de «nulo» al arte contemporáneo en el pe riódico Liberation podía sorprender e irritar, pero no tenía nada de escandaloso. Criticar a los funcionarios del ámbito de la cul tura y el papel del Estado en Le Fígaro, a la manera de Marc Fumaroli, se ajustaba a la posición política del diario. Denun ciar la mediocridad de la creación actual, como lo hacía JeanPhilippe Domecq en el marco de un informe publicado por la re vista Esprit, provocaba reacciones indignadas, pero no tema na da de ilegítimo. Por el contrario, el hecho de que intelectuales de derecha y de izquierda, reunidos para la ocasión, se expresa ran de manera idéntica y concertada, en una revista ideológica mente cercana a las posiciones de la extrema derecha, no hacía más que confundir y exponía a las peores amalgamas. Era, pues, la forma o, si se prefiere, la manera lo que desper taba más reacciones, porque sobre el fondo no se decía nada que no se supiera. Marc Fumaroli retomaba lo esencial de las tesis desarrolla das en su obra L’État culturel, Essai sur une religión moderne (París: De Fallois, 1991), en el cual deploraba la falta de rumbo de la política cultural de Francia después de André Malraux: «El Estado cultural es, por definición e intención, protector, pro teccionista y dirigista en nombre de la salvación nacional. Esto significa también que, por esencia, y a pesar del equívoco con el que juega entre el sentido noble y clásico de la palabra “cultura” {cultura animi) y el sentido actual, que viene a ser una mani pulación de las mentalidades, es “política cultural”, una varian te de la propaganda ideológica». Al condenar sin reservas las dos ideologías terroristas -—el comunismo y el fascismo—, que sometieron a las artes en el transcurso del siglo XX, Marc Fu maroli reiteraba sus quejas contra un arte contemporáneo que se había convertido, según él, en la ideología oficial del Minis terio de Cultura, en especial bajo la dirección del socialista Jack Lang: «El mayor orgullo de la actual administración es la Fiesta de la Música, que recuerda al mismo tiempo a un Mayo del 68 orquestado desde arriba y a la Fiesta de UHumanité. La inten ción anunciada es “desarrollar las prácticas musicales” de los franceses. Resulta difícil imaginar una pedagogía más extraña a la armonía y a la melodía que esa algazara desatada en el mis
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mo momento en ciudades enteras. En realidad, es una yuxtapo sición en público de los baffles de las cadenas hi-fi y de micrófo nos de Walkman». Así, Fumaroli denunciaba a un Estado doctri nario, autoritario y proteccionista, tal como el centralismo de mocrático de las artes, responsable de la desafección del público francés y extranjero frente al arte de entonces. Si bien tenía como objetivo, asimismo, la política «dirigista» de los FRAC y la «pequeña nomenklatura de “comisarios” dog máticos y comprometidos con el mercado» (véase la respuesta de Jean Clair, «Esthétique et politique», Le Monde, 8 de marzo de 1997, al artículo de Philippe Dagen, «L’art contemporain sous le regard de ses maitres censeurs», Le Monde, 15 de febre ro de 1997), la «cólera» de Jean Clair apuntaba también, al mis mo tiempo, al arte contemporáneo, de allí en más inmerso en un «callejón sin salida», carente de «sentido y de existencia», ine luctablemente condenado a la agonía, la pérdida del oficio, del savoir-faire, del color, del dibujo, y con artistas que padecían de daltonismo. La adopción de esas posturas se situaba en el marco de una crítica más general de la modernidad, emprendida a partir de 1983 en Considérations sur Vétat des beaux-arts. Ya entonces, Jean Clair deploraba el funesto papel de los artistas modernos y de sus sucesores, mientras que el arte contemporáneo era consi derado el último avatar de las vanguardias del siglo XX. En su ensayo La responsabilité de Vartiste: les avant-gardes entre te rrear et raison, publicado justam ente en 1997, su crítica se radi calizaba. Sostenía una tesis paradójica: el arte moderno, y las vanguardias en general, vilipendiadas por el nazismo y el estalinismo, en realidad habían sido cómplices de los totalitarismos; La vanguardia no sólo no habría dado testimonio de ninguna «libertad suprema del espíritu», sino que habría sido, por el con trario, el «banco de pruebas de la intolerancia espiritual y de la violencia física». Habría permitido la abstracción, contribuyen do así al surgimiento de un arte internacional. A partir de en tonces, el arte actual, «instrumento de una racionalización bár bara y planetaria», mezcla de «expresionismo bastardeado» y de «argot universal», sólo podría encontrar su salvación rehabi litando la tradición y regenerándose en contacto con la nación y la patria. No había ningún conservadurismo nostálgico del gran arte, del gran estilo y del gusto en Jean-Philippe Domecq, quien rei
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teraba en Krisis sus ataques contra el ámbito del arte contem poráneo. El mérito de Domecq consistía en afirmar con vehe mencia que se podía estar «situado políticamente más bien a la izquierda» ■ —como lo recordaba Krisis-— y, a pesar de todo, po ner en la picota una parte de la creación actual. Si bien no cues tionaba explícitamente la política cultural del Estado, tampoco decía nada de las obras que podían escapar al oprobio genera lizado. La misma imprecisión caracterizaba también a las declara ciones de Jean Baudrillard. Sus escasas referencias a los más puros productos comerciales de la industria cultural y del star system —como los filmes Bajos instintos y Barton Fink— resul taban difícilmente clasificables en la categoría de «arte contem poráneo». El caso de la pintura era despachado, sin ambages, en pocas líneas: «Hay una gran dificultad para hablar de la pin tura de hoy porque hay una gran dificultad para verla. Porque la mayoría de las veces ya no quiere ser exactamente mirada, sino visualmente absorbida, y circular sin dejar rastros». Ante esos ataques contra el arte contemporáneo, las reaccio nes no se hicieron esperar. En su libro La haine de l’art (París: Grasset, 1997), Philippe Dagen se dedicó a responder a las dife rentes críticas formuladas por Marc Fumaroli, Je a n Clair y Jean Baudrillard. Recordaba, con toda razón, que el rechazo del arte contemporáneo no era reciente, que debía atribuírselo a un antimodemismo que Francia experimentaba crónicamente des de comienzos del siglo XX. Al contrario de las tesis de Marc Fu maroli que condenaban al Estado cultural y al apoyo, que él consideraba exorbitante, otorgado por los poderes públicos a la creación actual, Dagen ponía de manifiesto la desproporción entre el presupuesto asignado a la conservación del patrimonio y las sumas «ínfimas» destinadas a la creación contemporánea. Sin embargo, por mejor fundamentadas que estuvieran las argumentaciones del autor, el libro, convincente en la descrip ción de la situación, no era de naturaleza tal como para aplacar los ánimos. La virulencia de la polémica promovía las expresio nes desmesuradas, como las de quienes asimilaban las críticas dirigidas contra el arte contemporáneo a resabios de ideología fascista. El informe especial publicado por la revista Art press (n° 223, abril de 1997), «L’extréme-droite attaque l’a rt contemporain», fustigaba severamente a aquellos —en especial, a Jean Baudri-
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llard, Jean Clair, Jean-Philippe Domecq y el artista Ben— que habían cometido la torpeza de comprometerse con la revista Krisis. El tono de los artículos no incitaba en absoluto a la dis tensión. En ese ambiente, al mismo tiempo de exasperación y depre sión, amenizado —si se permite la expresión— por algunos in tercambios de insultos e injurias a través de la prensa escrita, en abril de 1997 se realizó, en la Escuela Nacional Superior de Bellas Artes de París, un coloquio sobre el tema «El arte con temporáneo: órdenes y desórdenes», auspiciado por el Ministe rio de Cultura. La intención del delegado de Artes Plásticas, Jean-Frangois de Canchy, era reaccionar ante los ataques que había sufrido la: creación artística actual, responder a las críticas formuladas es pecialmente por Jean Clair y Jean Baudrillard y, en lo posible, aplacar la cuestión. No tuvo mucho éxito. El filósofo norteamericano Arthur Danto, quien asistió, atóni to, al ajuste de cuentas, señaló: «[. . .] el debate, que hasta en tonces se había limitado a una serie de intercambios de puntos de vista apasionados a través de diarios y revistas, degeneró en una disputa pública en la Escuela de Bellas Artes de París. Los partidarios de las distintas posiciones en juego trataban de de fender su visión de las cosas ante una muchedumbre cercana al millar de personas, muy indisciplinadas, que ahogaban los dis cursos con gritos de “¡Nazis!”, "¡Fascistas!” y otros insultos de la misma clase» (La Madone du futur, «Art de Yasmina Reza», op. cit., pág. 415). El espanto del observador ocasional resulta comprensible. Procedente de Estados Unidos, donde la expresión «arte con temporáneo» no planteaba ningún problema de naturaleza ar tística, ética, política o ideológica, Arthur Danto se vio enfrenta do a una situación por lo menos extraña. ¿Cómo no desconcer tarse frente a las conmociones provocadas por un arte —el de hoy— cuyo final venía proclamando desde hacía cuatro déca das? Un arte vilipendiado desde todas partes, sin que fuera, de alguna manera, tratado en el plano estético ni desde la perspec tiva de una crítica centrada sobre su objeto, a saber, sobre las obras. De hecho, las diatribas político-ideológicas intercambiadas por los protagonistas no permitían entrar en el tema del colo quio. El enfrentamiento entre Thierry de Duve y Jean Clair so
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bre la cuestión Krisis se eternizaba. La verdadera réplica de De Duve a su adversario tendría lugar en Bruselas, en 2000, du rante su exposición «Aquí. 100 años de arte contemporáneo». Algunos artistas presentes •—Jean-Marc Bustamante, Alain Séchas, Jochen Gerz, Catherine Beaugrand, Sylvie Blocher— in tentaban volver a centrar el debate sobre cuestiones propia mente artísticas y estéticas. Era en vano. Se mencionaba a ar tistas actuales pero ausentes en el debate: Christian Boltanski, Sarkis, Anne y Patrick Poirier, Georg Baselitz, Fabrice Hybert, Bertrand Lavier.. . De sus obras, ni u na palabra. Sin embargo, una exploración de las obras de esos artistas habría podido encarrilar el debate. Fue de lamentar, por ejemplo, que no se dijera nada de la ten dencia denominada «Mitologías personales», a la cual suelen ser asociados, a partir de la década del setenta, los nombres de Christian Boltanski, Annette Messager, Anne y Patrick Poirier, Sophie Calle, Gina Pane y Orlan, al margen de que esos artistas podían inscribirse también en otras corrientes. Pero el mundo del arte se habla a sí mismo. Es cierto que el delegado de Artes Plásticas, Jean-Frangois de Canchy, había tomado la precau ción de anunciar en la apertura del coloquio: «El debate que van a iniciar ahora es legítimo. Ese debate es necesario. ¡Atención! Debe permanecer dentro de nuestras paredes, de los recintos de nuestras escuelas, de los centros de arte, de nuestros museos. Ese debate debe quedar entre nosotros, profesionales de la vida cultural, artistas, críticos, marchands, conservadores». Y el debate público se clausuró a puertas cerradas... El coloquio constituyó efectivamente el apogeo de la querella en torno al arte contemporáneo y anunció, al mismo tiempo, el fin de la discordia. La revista Esprit, en su número de agostoseptiembre de 1999, planteaba de nuevo el problema, oculto du rante demasiado tiempo, de la evaluación de las obras contem poráneas, un problema que —según se lee en uno de los artícu los— «no consiste en preferir una obra m aestra a otra, sino en distinguir una obra maestra de una obra mediocre, a los efectos de determinar qué obra merece ser conservada en la memoria de la humanidad» (Alain Séguy-Duclot, «Redéfinir l’art pour ne pas manquer la création», Esprit, n° 8-9,1999, pág. 108). Sin embargo, la solución se hacía esperar. En efecto, curiosa mente, el autor creía poder confirmar la muerte de la estética «después de doscientos cincuenta años de una larga y dolorosa
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agonía». Al mismo tiempo, juzgaba esencial que se llegara a «redefinir el arte», a fin de no «fracasar en la creación artística del siglo XXI», aunque no especificaba en qué consistía se mejante tarea. E ra algo imposible, seguramente, a menos que se considerara que algún esteta o filósofo del arte que hubiera escapado al desastre consiguiera milagrosamente redefinirlo todo. Si la reciente disputa tuvo algún mérito, este fue el de ha ber demostrado la imposibilidad de aislar el arte de sus impli cancias sociales, culturales, institucionales, políticas e ideoló gicas. Redefinir el arte también significaría redefinir el papel dé la institución, privada o pública, y la misión del museo, de las galerías, de los centros artísticos, del Estado, sin olvidar la fun ción primordial de los mediadores que operan en el mundo del arte: historiadores, críticos, periodistas, conservadores, mar¿ chands, etc. ¡Sería, seguramente, una misión desesperada! En el mismo número de la revista Esprit, uno de los protago nistas más activos y virulentos de la crisis del arte contempo ráneo, Jean-Philippe Domecq, hacía el balance de las querellas pasadas («De quelques préjugés contemporains», Esprit, n° 8-9, 1999, págs. 109-15). Reiteraba sus quejas contra un arte obse sionado por la ruptura a cualquier precio, apegado a la trans gresión sistemática, obnubilado por una tabula rasa rabiosa y autodevoradora. Antes que limitarse a redefinir una práctica convertida hoy en indefinible, Domecq pedía que se terminará con las conminaciones, las consignas, las prescripciones de toda clase, y, en particular, que se pusiera fin a la carrera frenética tras la novedad: «AI liberarse del imperativo categórico de lo Reciente, la creación ganará en libertad». Pero, ¿estaba en ver dad exclusivamente en manos de los artistas modificar el esta tuto del arte bajo el régimen actual del sistema comercial y de la democratización cultural? El autor señalaba que ese régimen era el de la nivelación de los valores y la indiferenciación artísti ca y estética, que reducía el juicio basado en el gusto a una sim ple excitación egocéntrica. Recordaba, con toda razón, que la «igualdad de los derechos culturales jam ás propició ninguna “igualdad” de las producciones artísticas». Tenía, por cierto, ra zón al denunciar la ilusión de la opción individual, libre de cual quier condicionamiento y de cualquier manipulación en una so ciedad de masas y de mercado. No había ya artistas de renom bre y cotizados internacionalmente que no se beneficiaran con la promoción y el servicio posventa asegurado por las institucio
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nes, las galerías, los museos, las bienales y los medios de comu nicación. Domecq apuntaba en especial a Andy Warhol, Jasper Johns, Frank Stella, Sol LeWitt, Joseph Kosuth, Tony Smith, Joseph Beuys, Yves Klein, Daniel Burén, Jean-Pierre Raynaud. Así, se invitaba al público a seguir la tendencia dominante, guiado por los expertos y los profesionales de la cultura, sin que hubiera necesidad de ninguna teoría general sobre la función del arte o sobre criterios estéticos que, a fin de cuentas, ya no eran de su competencia. 8 Véase, en especial, el informe del Magazine littéraire titula do «Philosophie & art: la fin de l’esthétique?», n° 414, noviembre de 2002.
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XI. ¿Cómo interpretar la crisis?
Democracia y pluralismo El ensayo que el filósofo Yves Michaud consagró a la crisis del arte contemporáneo (1997) describía de m anera precisa, «metódica y simple», esos cambios de orientación y se inscribía él mismo dentro de lo que podría denominarse —incluso a riesgo de volver más pesada una expresión ya sobrecargada— la «posmo dernidad tardía». Ex director de la Escuela Nacional Superior de Bellas Artes de París, al autor no podía atribuírsele indiferencia u hostilidad frente al arte contemporáneo. Ni «adversario nostálgico» ni «ado rador asalariado», Michaud adoptaba la perspectiva necesaria —«relativismo metodológico» y «escepti cismo teórico»— como para deplorar el simplismo de los argumentos esgrimidos a lo largo de la polémica sobre el arte contemporáneo, y no daba la razón ni a partidarios ni a detractores. Según Michaud, la que rella resultaba literalmente intempestiva en la me dida en que se apoyaba en paradigmas que ya no te nían vigencia, tales como el Gran Arte, la Gran Esté tica, la función utópica del Arte, la subversión o la transfiguración artísticas de la realidad, la comu nión en el seno de una universalidad finalmente re conciliada, la misión salvadora del arte como «arga masa social», etcétera. 166
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En las democracias liberales y pluralistas, seña laba Michaud, la cultura dominante era ya entonces la del zapping, donde cada cual expresaba sus prefe rencias y era libre de afirmar lo que quería haciendo caso omiso de cualquier «deferencia» y «reverencia» para con los gustos de la élite. La crisis no residía en las prácticas artísticas, cada vez más numerosas y diversificadas, sino más bien «en nuestras repre sentaciones del arte y de su lugar en la cultura».1 Si se quería comprender esta evolución no se po día recurrir a las antiguas teorías estéticas de la mo dernidad, poskantianas, idealistas y románticas. Según Yves Michaud, convenía entonces volverse hacia los teóricos que pertenecían a la filosofía an glosajona del arte, como Nelson Goodman o Arthur Danto, o a los que se inspiraban en ella, especial mente en Francia, como Gérard Genette o Jean-Marie Schaeffer. Las «estéticas del pluralismo», de las que surgían, según Michaud, los autores en cues tión, remitían a las diversas contribuciones que de sarticulaban el «paradigma modernista» y preten dían «devolverle a la experiencia estética su diversi dad, su variabilidad y su relatividad». Unicamente esas estéticas respondían a la organización y a la gestión del sistema cultural en una democracia libe ral y «plural». Elaborar un nuevo paradigma estético, capaz de reemplazar a dos siglos y medio de teorías sobre el arte, era la apuesta definida por Michaud: «Es nece sario, entonces, rever nuestras maneras de pensar, tratar de formar un nuevo paradigma de una activi dad que, por otra parte, sigue siendo indispensable, sea cual fuere nuestra decepción al no poder ya enca rarla como lo veníamos haciendo desde el nacimiento histórico de la estética, a fines del siglo XVIII». 167
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Pero esta descalificación de una filosofía del arte surgida de la tradición europea —que los norteame ricanos denominan «continental»—, en beneficio, al menos en parte, de una filosofía de inspiración analí tica y pragmática, elaborada principalmente en Es tados Unidos, suponía una reinterpretación de la historia de la estética y, sobre todo, una redefinición de esta última, lo cual no dejaba de presentar dificul tades. Cualquier reemplazo requiere una equivalen cia de las cosas por cambiar. Reemplazar una tradi ción estética antigua por una tradición estética más reciente sólo puede ser legítimo si el producto de reemplazo corresponde realmente a la estética. Y no parecía ser este el caso, como veremos en el capítulo siguiente.
Por nuevas relaciones estéticas «¿De dónde proceden los malentendidos que ro dean al arte de la década del noventa, si no de un dé ficit del discurso teórico?». Esta pregunta, planteada por Nicolás Bourríaud en su obra, Uesthétique relationnelle,2 era sin duda muy pertinente. Una de las soluciones preconizadas consistía en «tomar las prácticas contemporáneas»5 y establecer lazos más estrechos y cordiales entre el público y el trabajo de los artistas. Resistir la reificación dominante en la sociedad actual suponía, según el autor, la instauración de una verdadera «socialidad», que estaba pervertida por el sistema co mercial. Es cierto que las producciones artísticas a menudo parecían inaccesibles, reducidas a simples gestos o a procesos más o menos desencamados e in 168
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materiales; sin embargo, no dejaban de apelar a múl tiples formas de experimentación, esbozando otras tantas «utopías de proximidad». Convenía, por ende, establecer ese nuevo lazo social, creando una red de relaciones intersubjetivas y participativas entre ar tista y público, lo opuesto al turismo cultural superfi cial y consumista. Bourriaud pensaba que ciertas producciones reclamaban más que otras esas expe riencias, al crear ellas mismas las condiciones para ese acercamiento. Así, citaba a muchos artistas cu yas obras tendían a restaurar un tejido social disten dido, como Félix González-Tbrres,4 Gabriel Orozco, Rirkrit Tiravanija, Pierre Huyghe, Angela Bulloch, Vanesa Beecroft, Maurizio Cattelan.5 Gabriel Orozco, artista de origen mexicano naci do en 1962, es conocido por su D S (1993), un Citroen DS al que le cortó un tercio de su ancho y lo «suturó» para devolverle un look casi normal. En 1995 se pro puso recorrer en una scooter amarilla, Die Schwalbe («La golondrina», fabricada en la ex República De mocrática Alemana), toda la ciudad de Berlín en bus ca de cuarenta vehículos de modelo y color idénticos. Cuando encontraba uno, se ponía a su lado y fotogra fiaba la motocicleta gemela. Rirkrit Tiravanija (1961) recreaba lugares fami liares: cocinas, salones, cafés, espacios domésticos en los cuales el espectador-actor podía experimentar, paradójicamente, una suerte de «inquietante ajenidad». En el transcurso de una de sus «performances» —citada por Bourriaud—, Tiravanija, invitado a ce nar en casa de un coleccionista, le suministró a su anfitrión el material necesario para la preparación de una sopa thai.Q Pierre Huyghe (1962) basaba sus obras en el cine, el video, la fotografía y los nuevos medios de comuni169
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cación. En su trabajo solía tomar como tema las disi! torsiones espacio-temporales que perturban nuestra: percepción de lo real. En 1997 proyectó, por ejemplo, : tres versiones simultáneas de un filme de 1929, Até lantiCy en francés, inglés y alemán. En esa época, en ausencia de postsincronización, no cambiaban las voces sino los actores. ;^ En 2000, Pierre Huyghe y Philippe Pareno pre sentaron dos ñlm es con el título No Ghost Just a Shell (No un fantasma, solamente un caracol), que ponían en escena las aventuras de Annlee, pequeño personaje del manga [cómic] cuyos derechos habían comprado a la sociedad japonesa Kworks. Annlee te nía la particularidad de que era compartido por va rios artistas (en especial, Dominique Gonzalez-Forster, Liam Gillick, Frangois Curlet y Pierre Joseph), cada uno de los cuales llenaba ese «caracol» vacío escribiendo la historia y prolongando las aventuras de la heroína a gusto. Siempre diferente mientras se-( guía siendo la misma, Annlee, figura virtual, se opof nía al principio de identidad. Las instalaciones de Angela Bulloch (1966) des cribían los automatismos a los que estaban someti dos los individuos en situaciones particulares del en torno. Sus dispositivos luminosos o sonoros incita ban al espectador a reaccionar en situaciones qué contrastaban con los requerimientos estresantes de la vida cotidiana. Las performances de Vanesa Beecroft (1969) á menudo estaban regidas por un mismo protocolo: jó venes desnudas o escasamente vestidas componían cuadros vivos: silenciosas, moviéndose apenas, con rostros inexpresivos, se m antenían de pie o senta das, frente al público, maquilladas, vestidas o . .. desvestidas, tal como los maniquíes en las vidrieras 170
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¿de los comercios. Esas puestas en escena eran foto grafiadas o grabadas en video. Restablecer el contacto entre el público y la pro ducción artística contemporánea era, entonces, el objetivo de la estética relacional. Al crear situaciones transaccionales e interactivas, se hacía salir al arte de su gueto institucional y se terminaba con la sen sación de exclusión de los espectadores, mantenidos ; al margen de una esfera muy especializada. V ¿Qué pensar, empero, de esas supuestas subver;giones insertas en la banalidad de la vida cotidiana o en el espacio público? ¿Abrían en verdad la caja de relaciones sociales bloqueadas? Al remedar la reali dad, ¿no se corría el riesgo de calcar sobre el modo vir tual, es decir, finalmente sin riesgos, los mecanismos de coerción y alienación que se pretendía denunciar? Hacerse contratar —tal el caso de Christine Hill— co mo cajera en una gran tienda, reconstruir un hipermercado (Hybertmercado, de Fabrice Hybert), elegir al azar a desconocidos y ofrecerse para lavarles los platos (Ben Kinmont), permitir que los artistas se re bajaran jugando al «metegol» en el propio lugar de la exposición (Tiravanija).. . eran por cierto acciones simpáticas y cordiales, de hecho muy alejadas de los happenings ritualizados del 68 (¡y posteriores!). Esos í acontecimientos miméticos de la realidad exigían, sin duda, que se los tomara en «segundo grado». Por su reivindicada banalidad, no permitían en absoluto que se midiera la ironía salvadora y en verdad sub versiva que se suponía que expresaban.7 Quizá fuera ese el aspecto eminentemente equí voco que caracterizaba a la estética relacional cuan do se convertía en obras. En 1999, el Ministerio de Cultura elaboraba el proyecto de apertura de un lugar para todos, una es 171
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pecie de antimuseo consagrado exclusivamente a las: obras que se estaban realizando. Todas las prácticas debían tener cabida allí: artes plásticas, video, foto grafía, moda, design, performances, instalaciones, música, etc. Nicolás Bourriaud fue elegido codirector8 de ese laboratorio experimental destinado a aco ger tan sólo las obras que se hallaban en ejecución. H asta hoy,9 cerca de 500.000 personas han visita do el Palais de Tbkyo desde su inauguración en enero de 2002. Espacio de libertad, prestigioso lugar de moda de la creación actual para algunos, squat de lu jo por su yermo aspecto industrial para otros, el Pa lais de Tbkyo padeció durante mucho tiempo el ries go de una notable ambigüedad. Asociación creada según la ley de 1901, el Estado cubría el 50% de su presupuesto, que además era financiado en parte por mecenas privados, en tanto que el resto provenía de ingresos propios. Cabe preguntar: ¿Ese museo an timuseo presentaba in Uve la producción artística ac tual, o bien la imagen que tenían del arte contempo ráneo los numerosos conservadores que selecciona ban las obras? La instauración de un lugar reserva do casi con exclusividad para producciones que pre tendían, justamente, actuar fuera de los muros, ¿no llevaba, en definitiva, a la restauración de ese White Cube denunciado a fines de la década del sesenta por el crítico de arte y artista Brian O’Doherty?10 ¿No había contradicción entre el deseo de multiplicar las relaciones entre artistas y público y el confinamiento de la creación contemporánea a un espacio delimita do e institucionalizado?
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La «paradoja permisiva» según Nathalie Heinich La idea de un público —francés— engañado por un juego institucional, sutil y perverso es el motivo de la obra que la socióloga Nathalie Heinich publicó én 1998, Le triple jeu de Vart contemporain.11 El libro proporcionaba algunas pistas para comprender me jor el modo de funcionamiento del arte de hoy en sus relaciones con la institución y el público. Nathalie Heinich recordaba que buena parte de la historia del arte occidental se podía escribir sobre la base de las sucesivas transgresiones que la creación artística había cometido siempre respecto de las normas esta blecidas, desde las audacias de Caravaggio hasta el realismo de Courbet. Ese proceso de liberalización frente a las normas, las convenciones y los códigos tradicionales se aceleró con la modernidad y los mo vimientos de vanguardia, para desembocar final mente en la situación particular del arte actual: ¿qué significaban aún las rupturas, dado que ya no había nada que transgredir y todas las fronteras artísticas, estéticas y éticas, e incluso jurídicas, parecían haber sido franqueadas? Pero, sobre todo, ¿qué hacer cuan do la propia institución estimulaba y garantizaba una transgresión de la que ella misma era, en princi pio, el objetivo privilegiado? De esa m anera nacía lo que Natalie Heinich de nominaba la «paradoja permisiva», que «consiste en volver imposible la transgresión, al integrarla desde el momento en que aparece, incluso antes de que ha ya sido sancionada por las reacciones del público».12 En verdad, ese mecanismo no era nuevo. Se presen taba, en suma, como una versión mejorada de la «re cuperación» denunciada por los movimientos contes 173
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tatarios de las décadas del sesenta y el setenta. Asi mismo, podía verse en él una figura simétrica del fa moso «prohibido prohibir» del 68. De ello resultaba, según Heinich, una espiral infernal que obligaba a los artistas a someterse a un mandato contradicto rio: «¡Sé transgresor!». La víctima de esa demagogia, además de los ar tistas —algunos de los cuales terminaban por sacar su tajada del juego, tanto en notoriedad como en fi nanzas—, era ciertamente el gran público, cada vez menos interesado en el arte contemporáneo —preci saba Nathalie Heinich— «en cuanto este es más ra dical y los lugares donde se lo expone son más espe cializados».1,3 La situación que describía —la de un arte embro llado en el juego institucional— no era, por cierto; trasladable al arte contemporáneo internacional; Caracterizaba un momento paradójico de la historia del arte en la Francia de las décadas del ochenta y el noventa, época en la cual la voluntad de los poderes públicos de democratizar las prácticas por entonces actuales terminó, de m anera contradictoria, sepa rando poco a poco al arte contemporáneo de su públi co potencial. Y como ese «triple juego» institucional se m ostraba cerrado, al parecer ninguna solución permitía resolver esa paradoja. El libro de Nathalie Heinich concluía con preguntas aparentemente sin respuesta: «¿Hasta dónde llegaría la fuga hacia ade lante en la experimentación sobre los límites del ar te? ¿Y cómo liberarse de ese paradójico mandato que se les imponía a los artistas para que reinventaran indefinidamente las condiciones de su propia liber tad?».14 No se ofrecían respuestas a esas preguntas, lo cual constituía, sin duda, el punto débil de la argu174
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inentación de la autora. En el prefacio, Natalie Heinich se tomaba el trabajo de precisar la exigencia de neutralidad a la que se sometía la socióloga: descri bir sin ningún a priori, no expresar juicios de valor, no evaluar las obras ni a los artistas,15 no alinearse con ninguna de las partes en la confrontación entre partidarios y adversarios del arte contemporáneo. Y, de hecho, ella se abstenía de cualquier complicidad o compromiso con una u otra. Esto no evitaba que esa manera de encerrar las apuestas de la creación artística actual en el marco de una partida «fuerte» de tres participantes resul tara algo simplista. Y el retrato «objetivo» y realista del arte contemporáneo —tal como era presentado— equivalía a un proceso inapelable. Ese retrato era fi nalmente el de una actividad vana y gratuita, ino fensiva y consensual, y reservada a un cenáculo de algunos iniciados aburridos. El arte contemporáneo ya no tenía como único objetivo revelar las contradic ciones de la institución, y como única preocupación, demostrar su carácter perverso. Ante obras que —re conocía Nathalie Heinich— no eran «cualquier cosa» y tenían una lógica propia, un público ya de vuelta de todo reaccionaba, sin embargo, esporádicamente, listo para ofuscarse de manera fugaz cuando le pare cía que ciertos límites —morales, jurídicos, rara vez estéticos— habían sido indebidamente franqueados. Aunque no sean una panacea, algunas proposi ciones sencillas tal vez perm itirían escapar a ese círculo infernal. Pensamos, por ejemplo, en el forta lecimiento de la educación artística en todos los nive les de la enseñanza pública, sin que el Estado pre tenda definir con precisión metódica y maníaca el contenido de los programas. Esto supone la limita ción de su intervención a las tareas que le incumben, 175
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tales como la constitución y la conservación del pa-a trimonio. También es posible imaginar que en los medios de comunicación —prensa, radio y televisión— se ins tauren las condiciones que favorezcan un verdadero debate público con respecto a las formas eclécticas de la creación actual y a las relaciones que esta mantie ne con la sociedad. Puede pensarse, finalmente, en renunciar a celebrar un «arte oficial», considerado equivocadamente vanguardista e innovador en de trimento de otras formas de expresión, dado que esa política lleva, sobre todo en el plano internacional, al espectacular fracaso descripto en el famoso informe Quémin.16 Sean cuales fueren las observaciones que aquí formulemos a propósito de la estética relacional o del «triple juego del arte contemporáneo», las obras de Nicolás Bourriaud y Nathalie Heinich tienen el mé rito de encarar de manera frontal los problemas de la época: papel de la institución; demagogia de la trans gresión; relación entre el arte, la institución, la cien cia, la política, la ética; apertura de espacios dedica dos al intercambio entre creadores y espectadores, etcétera. Luego de una década de política cultural bajo la égida del Estado y de algunos meses de sumisión del mercado del arte, la querella del arte contemporá neo, a falta de previsibilidad, resultaba sin duda ine vitable. Sin embargo, su interés no radica, por cierto, en los conflictos internos a que dio lugar, sino más bien en los análisis sociológicos y las reflexiones fi losóficas que ha generado al margen del debate pro piamente dicho.
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, Notas i Yves Michaud, op. cit., pág. 3. 2 Nicolás Bourriaud, L’esthétique relationnelle, París: Les P r e ss e s du Réel, 1998. 3 Ibid., pág. 7. 4 Véase, infra, pág. 182. 5 Véase infra, pág. 268. 6 N. Bourriaud, op. cit., pág, 8. 7 Valerie Arraut señala con pertinencia: «Aquello que, en las : ambiciones de la estética relaciona!, se quiebra en definitiva ante el examen crítico, es el alcance subversivo de esas prácticas tan ultrabanales que no están inactivas, sino, por el contrario, ideo. lógicamente activas y siembran, por ende, una duda acerca de • los logros de la desalienación deseada y, por lo tanto, sobre la , realidad de la fusión reparadora finalmente concretada entre el ' arte y la vida» («De la difficulté d’une esthétique émancipatrií ce», en L’Université des arts, París: KHncksieck, 2003, pág. 39). 8 Con Jérome Sans. La presidencia del Palais de Tokyo fue ; confiada a Pierre Restany. 9 Enero de 2004. 10 Brian O’Doherty, White Cube: The Ideology ofthe Gallery \Space, University of California Press, 1986. Pintor y crítico de . arte de origen irlandés, instalado en Nueva York, es autor de varias obras sobre la pintura norteamericana de posguerra. Sus , artículos, reunidos con el título Inside the White Cube, suelen denunciar la ideología de los lugares de exposición —galerías y . museos—, a la que deben someterse los artistas. 11 Natalie Heinich, Le triple jeu de l’art contemporain, París: . Éd. de Minuit, 1998. 12 Ibid., pág. 338. 13 Ib id., pág. 345. 14Ibid., pág. 350. 15 Ibid., págs. 13-5. 16 Alain Quémin, L’art contemporain international: entre les institutions et le marché (le rapport disparu), Nimes: Jacqueline Chambón, 2002. Ordenado por el Ministerio de Relaciones Ex teriores, ese informe mostraba, basado en encuestas y cifras, el poco peso que tenía Francia en el sistema internacional del ar te. El informe nunca se había dado a conocer antes de su publi cación por Yves Michaud en Éditions Jacqueline Chambón. -
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Cuarta parte. El debate filosófico y estético
XII. Cambio de paradigmas
«Quienes admiten que una taza de plástico o un montón de ladrillos pueden ser obras de arte simple mente por la manera en que esos objetos son presen tados en un contexto y recibidos por el público, de muestran que no saben de qué están hablando [...]. Estimo que no tiene ningún sentido sostener que un montón de ladrillos podría ser una obra de arte [...]. Nadie podría pensar seriamente que se puede justi ficar, para una taza de plástico, la misma clase de in terés que [. ..] los conocedores y los aficionados al ar te experimentaban, en el siglo XVIII, por la pintura. Sencillamente, no es concebible que esa clase de uni verso pueda desarrollarse en tomo a tazas de plásti co, montones de ladrillos, orinales y así sucesiva mente».1 Estas reflexiones del crítico e historiador de arte inglés Flint Schier datan de 1987. Fueron publica das en 1991, época en la cual se desencadenaba en Francia la crisis del arte contemporáneo/ Lo menos que se puede decir es que llevaban agua al molino de todos los adversarios de aquel. La indignación que manifestaban daba una idea del desconcierto en que se hallaba inmersa la reflexión tradicional sobre el arte frente a las prácticas entonces actuales. Sin em bargo, ese desconcierto, incluso esa exasperación, se apoyaban con frecuencia en una serie de malenten 181
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didos que a veces resultaba muy difícil disipar ante los detractores del arte contemporáneo. La aprecia ción o, más bien, la depreciación del crítico partía aquí de una referencia explícita a nociones «clási cas», históricamente determinadas, sobre el arte y la obra de arte. La frontera entre arte y no-arte no esta ba, a su entender, trazada de manera suficientemen te clara como para que se pudiera intentar una dis criminación entre lo que era arte —por ejemplo, la pintura del siglo XVIII y, acaso, también la del siglo XIX— y lo que no era arte, en particular todo lo que se inscribía en la tradición de Marcel Duchamp. La alusión a Fuente, el famoso orinal de 1917, no dejaba lugar a dudas. Caía también bajo una condena ina pelable la práctica de los «montones» —acumulación de objetos en sí mismos sin intérés, reivindicada por numerosos artistas surgidos del arte conceptual o el Arte povera de la década del sesenta—, de los cuales se puede decir que jalonan hasta hoy la historia re ciente del arte. Baste con citar los montones de mol des de Marcel Broodthaers, los montones de carbón de B em ar Venet, los montones de piedras de Richard Long, los montones de grasa y fieltro de Joseph Beuys, y, más adelante, el gran montón de caramelos Lover Boys, expuesto en 1991 por Félix González-Torres y adquirido —casualmente— a la galería Sotheby’s por la módica suma de 456.750 dólares. En Flint Schier, la referencia a categorías y a un modo de experiencia estética tradicionales seguía es tando, por su parte, implícita, pero también revelaba una clara postura conservadora: el universo de cono cedores y aficionados del arte del pasado era el de la contemplación o la reflexión que generaba la belleza declarada, certificada por los cánones estrictos y au tentificada por la Academia y los Salones. 182
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Si bien esa nostalgia de una época pasada resul taba perfectamente legítima, el contrasentido sobre la evolución y las transformaciones del arte en el cur so del siglo XX podía sorprender en la pluma de un teórico contemporáneo. En el caso de Marcel Du champ, así como de sus herederos cercanos o lejanos, no se trataba sólo de pretender que objetos banales, como una rueda de bicicleta, un montón de ladrillos o de carbón, trozos de fieltro, etc., fueran obras de ar te. Semejante pretensión, por absurda, entraba en contradicción con la propia intención de los artistas, preocupados por presentar objetos despojados, desde el origen, de cualquier orientación o exigencia artís tica o estética. Se trataba, por el contrario, de invitar al espectador a desviar la mirada de las obras de arte tradicionales e interrogarse acerca de la naturaleza de un gesto que podía parecerle, con toda razón, in congruente. Lo esencial era no tanto la obra, el ob jeto o la cosa presentados, sino la naturaleza de la experiencia —estética o no estética— que podría resultar de tal espectáculo. . La observación de Flint Schier manifestaba, de manera algo ingenua, la decepción de quien no en cuentra en el arte contemporáneo el «universo» ar tístico de épocas anteriores. El autor ignoraba, o si mulaba ignorar, que ese universo era totalmente di ferente, sin parangón alguno con la situación gene rada por las rupturas artísticas que se habían ido sucediendo en el arte moderno de la primera mitad del siglo XX. Flint Schier aludía a la m anera en que esos objetos banales, presentados al público en cier tos lugares, se beneficiaban sin merecerlo, según él, con el estatuto de «obras de arte», pero no se interro gaba acerca de las razones históricas y artísticas que llevaban a una institución a jugar el juego de seme 183
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jante reconocimiento. ¡Si se siguiera su punto de vis ta, se eliminarían sin más trámite varias décadas dé arte contemporáneo! Era razonable que, a fin de responder a la incom prensión y la hostilidad de que era víctima el arte de la segunda mitad del siglo XX, la filosofía anglosajo na, en especial la norteamericana, concibiera, a par tir de la década del cincuenta, nuevos modos de aná lisis y de interpretación tanto en lo que atañe a la de finición del arte como al papel de las instituciones artísticas. Por esa época, los escándalos artísticos ya no en contraban el mismo eco que las provocaciones y las transgresiones del arte contemporáneo en la década del ochenta. Sin embargo, muchos artistas y movi mientos desempeñaban un papel decisivo, y a menu do precursor, en la renovación de las cuestiones es téticas, sobre todo en Estados Unidos.
Abrir el concepto de arte: Morris Weitz Al filósofo Morris Weitz (1916) se debe uno de los primeros cuestionamientos sistemáticos de la teoría tradicional del arte. En un texto publicado en 1956, «El papel de la teoría en estética»,2 el autor denun ciaba la ilusión según la cual habríamos llegado a co nocer la naturaleza del arte, incluso a contar con una definición adecuada de la palabra «arte». Paradójica mente, según Weitz, no habíamos progresado casi nada desde Platón. Las teorías estéticas tradiciona les eran erróneas, y la tesis que sostenía que el arte era «susceptible de una definición real o de alguna clase de definición verdadera es falsa».3 El autor con184
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¡¿luía que una teoría del arte era lógicamente imposi b le en tanto se ignorara en qué consistía exactamen te el concepto de «arte» y en qué condiciones se lo po día aplicar. Muy a menudo, la teoría tradicional creía tener una definición del arte en función de propieda des necesarias y suficientes, mientras que el concep to de arte estaba lejos de ser cerrado y, justamente, no tenía propiedades necesarias ni suficientes. A los efectos de sugerir un uso adecuado de la pa labra «arte», Weitz se inspiraba en el libro del filósofo y lógico Ludwig Wittgenstein,4 Investigaciones filo sóficas, publicado en 1949. En su última gran obra, Wittgenstein analizaba las respuestas posibles a la pregunta «¿Qué es un juego?», a partir de las propie dades comunes de diferentes actividades considera das en general lúdicas: ajedrez, cartas, pelota, juegos olímpicos, etc. Pues bien: es evidente que no hay una lista exhaustiva que determine las características comunes de esos diferentes juegos. No todos son di vertidos, ni implican necesariamente que haya un ganador y un perdedor, ni promueven la competen cia. Alo sumo, es posible poner de manifiesto «simili tudes» entre ellos, «semejanzas familiares» que no presuponen en modo alguno una definición basada en propiedades necesarias y suficientes de la pala bra «juego». Weitz intentaba demostrar que ese razonamiento era válido también para el arte. Denominamos «ar te» a un conjunto de entidades que identificamos con claridad, sobre todo cuando responden a normas clá sicas, ya catalogadas, pero es imposible establecer una lista exhaustiva de las propiedades comunes a cada uno de los casos que podrían encuadrar en esa categoría: «Puedo enumerar algunos casos y algunas condiciones bajo las cuales es posible aplicar correc 185
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tamente el concepto de arte, pero no puedo enume rarlo» a todos, y la razón principal de esta imposibili dad es que siempre aparecen o siempre se pueden encarar condiciones imprevisibles o nuevas».5 Tal era el caso de un texto como el Ulises, de Joyce, o de una construcción inédita, como un móvil de Calder. Estas obras, tomadas por Weitz como ejem plos, no entraban en una categoría ni en una subca-; tegoría según los estándares catalogados de antema no: novela o escultura. Un móvil no tiene, en efecto, propiedades suficientes y necesarias que lo relacio nen con la escultura en el sentido clásico, pero entre él y ciertas esculturas hay algunas similitudes. Si se admite que tales obras pueden inscribirse en el re gistro del arte, se presenta la posibilidad de optar en tre una ampliación de las nociones de novela o de es cultura, o bien la creación de una subcategoría ar tística. A menos que se llegue a la sorprendente conclu sión de que no tienen nada que ver con el arte, se pue de decir que las realizaciones de Calder no son es culturas, sino «móviles». El subconcepto de «móvil», que acaba de agregarse aquí, de manera inédita, a las demás categorías ya existentes, implica ipsofucto una mayor apertura del propio concepto de arte. El arte era, pues, según Weitz, un concepto poten cialmente «abierto», apertura que permitía anticipar en lo sucesivo el «carácter muy expansivo, aventura do, del arte» y absorber eventualmente «sus incesan tes cambios y sus nuevas creaciones». De esta manera, la estética no tenía como tarea elaborar una teoría del arte en general, sea cual fue re, sino dilucidar el concepto de «arte» y describir las condiciones en que lo empleamos. Weitz señalaba, con toda razón, que el uso del término era fuente de 186
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| equívocos. A la vez descriptivo y evaluativo, no siem' pre permitía distinguir, por ejemplo, si la proposición / «Esto es una obra de arte» era una simple comprobación o bien un elogio. El papel de la teoría consis tía, entonces, en dilucidar esta ambigüedad entre la -descripción y la evaluación, en analizar, por ejemplo, las razones por las cuales una simple comprobación del tipo «Esto es una obra de arte» implicaba o no un juicio de valor, y en función de qué criterios. No insistiremos aquí en las insuficiencias y con tradicciones inherentes a la concepción de Morris Weitz.6 Cabe señalar tan sólo que ella no da ninguna respuesta a un conjunto de problemas que otros teó ricos de la filosofía analítica procuran también solu cionar. Uno de ellos se refiere en particular al con cepto de «arte». Aunque Weitz lo niegue, esta noción conserva prerrogativas heredadas de su uso clásico; sigue siendo la referencia que permite decidir, acerca de una obra o de un objeto no convencional, atípico, si debe abrirse o cerrarse. Nadie cuestiona que los «móviles» de Calder, el Finnegans Wake de Joyce, USA de Dos Passos o la Escuela de mujeres de André Gide son creaciones plásticas o literarias pertenecientes al registro del arte. Que el texto de Gide sea una novela o un diario no es una cuestión estéticamente pertinente. El úni co verdadero interrogante estético —que no se plan tea, por cierto, en el caso del escritor francés— con siste en saber si un buen diario no es, en el plano es tético, de una calidad superior a una m ala novela. Weitz no tomaba en consideración esta jerarquía cualitativa. Su argumentación era falible en otro punto deci sivo de la discusión estética: que en ciertos casos par ticulares se debiera ampliar el concepto de arte, vaya 187
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y pase; que la distinción entre los criterios de recono cimiento y los criterios de evaluación resultara a vo ces necesaria, de acuerdo; pero, ¿cuál era la instan cia habilitada para decidir o decretar semejantes medidas? ¿El teórico, el crítico de arte, el filósofo analítico, el historiador del arte contemporáneo, el público? ¿Un mundo del arte compuesto por uno o varios de los especialistas antes nombrados? El au tor no lo aclaraba. Empero, no tardarían en aparecer respuestas a esas preguntas. Si insistimos en la concepción de Morris Weitz, y sobre todo en su crítica de la teoría estética tradicio nal, no es tanto por la originalidad de sus tesis, sino en razón del contexto en el cual fueron enunciadas. Afirmar, en el umbral de la década del sesenta, que el arte era un concepto abierto no constituía, de por sí, una gran originalidad. Las revoluciones formales de fines del siglo XIX, los cuadrados de Malevitch, los ready-made de Marcel Duchamp, y muchos otros acontecimientos artísticos, no dejaban dudas al res pecto. Sin embargo, las obras y las acciones artísti cas en ruptura con las convenciones, sobre todo con la expresión plástica tradicional, se multiplicaban y cuestionaban la propia noción de obra como nunca se lo había hecho antes.
Desintegración de la noción de obra de arte En este sentido, la «obra» del compositor John Cage, 4’33”, constituye acaso uno de los ejemplos más radicales de ese cuestionamiento, en la medida en que conduce no a la apertura del concepto de «obra», sino a su vaciamiento total. En efecto, vacía de soni 188
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dos, despojada de forma y de material, esta composi ción musical en tres movimientos, cuya duración de pendía, según su autor, de la pura casualidad, era si lenciosa. El dispositivo creado por Cage consistía, de hecho, en un simple intervalo de tiempo en el cual los oyentes eran invitados a escuchar los ruidos pa rásitos producidos de manera aleatoria por el entor no. El título, 4’33”, aludía a la duración total de esta pieza, ya que la instrumentación no se especificaba. Durante la