La práctica política y sus agentes: una mirada a los clásicos para el análisis de los problemas contemporáneos 9789585177109, 9789585177000

"En este libro propone una relectura de la obras de autores clásicos desde las áreas de investigación del colectivo

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La Práctica Política y sus Agentes: Una Mirada a los Clásicos para el Análisis de los Problemas Contemporáneos
La Práctica Política y sus Agentes: Una Mirada a los Clásicos para el Análisis de los Problemas Contemporáneos
La Práctica Política y sus Agentes:Una Mirada a los Clásicos para el Análisis de los Problemas Contemporáneos
Introducción
La agencia y su configuración en el plano de la política
Referencias
Atomizados, fluidos y fraccionados.Usos de Sartori en el estudio de sistemas de partidos hiperfragmentados
Referencias
Duverger como modelo metodológico para el estudio de los partidos políticos en el siglo XIX en Colombia
Referencias
El lugar de la crítica en la definición de problemas públicos: aportes desde la sociología pragmática de Luc Boltanski
Referencias
Bobbio, un demócrata tras las fronteras de la política y el derecho
Referencias
La reflexión política de Hannah Arendt: su impugnadora e inquietante actualidad crítica
Referencias
Recommend Papers

La práctica política y sus agentes: una mirada a los clásicos para el análisis de los problemas contemporáneos
 9789585177109, 9789585177000

  • Commentary
  • PHILOSOPHY, RELIGION, RELECTURA AUTORES, Universidad Javeriana Cali (2019-2020)
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La práctica política y sus agentes: una mirada a los clásicos para el análisis de los problemas contemporáneos

La práctica política y sus agentes: una mirada a los clásicos para el análisis de los problemas contemporáneos

Grupo de Investigación: Democracia, Estado e Integración Social (DEIS) Departamento de Ciencia Jurídica y Política, Pontificia Universidad Javeriana Cali Editora: Stephany Mercedes Vargas Rojas

Pontificia Universidad Javeriana Cali Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales Departamento de Ciencia Jurídica y Política La práctica política y sus agentes: una mirada a los clásicos para el análisis de los problemas contemporáneos

© Néstor Raúl Arturo © Lina Fernanda González Higuera © Hernando Llano Ángel © Alejandro Sánchez López de Mesa © Joaquín Gregorio Tovar © Nohra Palacios Trujillo © Stephany Mercedes Vargas Rojas ISBN: 978-958-5177-10-9 ISBN (e): 978-958-5177-00-0 Formato: 17 x 24 cms Coordinación editorial: Claudia Lorena González González Asistente editorial:Daniela Moreno Rojas Diagramación y portada: Andrés Julián Tabares Rojas Corrección de estilo: Jhony Cárdenas Impresión: Carvajal Soluciones de Comunicación S.A.S.

Pontificia Universidad Javeriana Calle 18 No. 118 - 250 Teléfonos (57-2) 3218200 Santiago de Cali, Colombia, 2020 El contenido de esta publicación es responsabilidad absoluta de su autor y no compromete el pensamiento de la institución. Este libro no podrá ser reproducido por ningún medio impreso o de reproducción sin permiso escrito de los titulares del copyright.

Índice

Introducción

Atomizados, fluidos y fraccionados. Usos de Sartori en el estudio de sistemas de partidos hiperfragmentados

Duverger como modelo metodológico para el estudio de los partidos políticos en el siglo XIX en Colombia

El lugar de la crítica en la definición de problemas públicos: Aportes desde la sociología pragmática de Luc Boltanski

Bobbio, un demócrata tras las fronteras de la política y el derecho

La reflexión política de Hannah Arendt: Su impugnadora e inquietante actualidad crítica

Autores

Introducción

La agencia y su configuración en el plano de la política

Alejandro Sánchez López de Mesa y Stephany Mercedes Vargas Rojas

Pese a que las preguntas sobre la agencia y su configuración en el plano de la política han sido usuales en el pensamiento filosófico y en la teoría política, sus presupuestos son ampliamente controvertidos y los marcos que intentan explicar por qué las personas actúan y razonan como lo hacen en referencia a restricciones, imperativos, instituciones o climas más amplios de pensamiento, opinión o ideas, resultan aún insuficientes. Según Ema (2004), la explicación sobre la acción dentro de la ciencia social se ha limitado, por un lado, a la discusión entre enfoques estructuralistas y funcionalistas que ubican al sujeto y su agencia como efecto de las estructuras y, por el otro, posiciones individualistas subjetivistas, que mantienen una concepción de los individuos como agentes autónomos, racionales y capaces de abstraerse de las estructuras. Aunque a partir de los años 80, la reflexión en torno al concepto de agencia en las ciencias sociales se ha relacionado fuertemente con el desarrollo teórico de la noción de sujeto, la reflexión sobre la estructura y la agencia en la ciencia política a menudo se dejó indefinida o no especificada (Castillo, 2012; Coole, 2010). En tal sentido, lo que subyace a este reduccionismo, en particular en la ciencia política, es en últimas un descuido, una falta de atención y evasión, si se quiere, al debate metateórico sobre la relación ontológica y epistemológica entre estructura y agencia. Ahora bien, no se trata únicamente de un déficit teórico, sino también de un déficit sobre el estudio de las transformaciones profundas de la agencia en la práctica contemporánea y en la misma cotidianidad, que no terminan de ser del todo identificadas (Marchetti, 2013; Hakli y Kallio, 2014); si bien se ha asumido que las actividades políticas son llevadas a cabo por agentes, las cuestiones de quién cuenta como agente, qué tipos de habilidades se consideran necesarias para la agencia y qué tan efectivos son los agentes para determinar los resultados

políticos, todavía siguen siendo fuente de desacuerdo. Adicionalmente, al menos en la ciencia política, el tratamiento de la agencia sigue enraizada en imágenes de actores políticos convencionales como los partidos políticos tradicionales, la burocracia y el Estado, descuidando el estudio de nuevas formas de agencia que pueden emerger en las arenas públicas y en la misma praxis de la política. Las insuficiencias mencionadas quizás se relacionen con las particularidades históricas de la institucionalización de la disciplina en la región. Valga indicar que la consolidación institucional de la ciencia política en América Latina no ha respondido a un proceso lineal; por el contrario, ha atravesado diversos debates respecto a su estatus e identidad, esto es, un desarrollo tardío y desigual comparado con Estados Unidos y Europa (Duque, 2014)¹. Actualmente, la disciplina se encuentra aún en la búsqueda de enfoques innovadores y propios para el análisis de los problemas contemporáneos. De un lado, según Serrano y Huertas-Hernández (2018), más que la agencia y los debates epistemológicos y ontológicos que permitirían explicarla, las temáticas predilectas de politólogos y politólogas en la región siguen siendo, primero, los partidos políticos, los procesos electorales y la democracia, lo cual da cuenta de la preferencia de los investigadores por los temas clásicos de la disciplina, como el análisis endógeno de las estructuras partidistas, las interacciones entre partidos, el comportamiento de los electores y la influencia de las reglas electorales sobre los resultados políticos. En segundo lugar, está el estudio de la estructura, funcionamiento e interacciones entre las ramas de poder público: las legislaturas, las cortes de justicia y el poder ejecutivo; y por último, están los trabajos sobre teoría política, donde se privilegian los autores clásicos del pensamiento político y su interpretación a la luz de los eventos contemporáneos, así como trabajos de políticas públicas. Según lo anterior, la influencia de la vertiente europea en la formación académica de las primeras generaciones de politólogos de América Latina, explica el uso, aún predominante, de los enfoques sistémicos, derivados de la extensa obra de Sartori (2005), Easton (1965; 1999; 1997) o Rapoport (1997) (Bassabe –Serrano, 2018). En orden de preferencia, los enfoques sistémicos son sucedidos por enfoques neo institucionales, de elección racional y, por último, de una porción más reducida de teorías propias de los estudios de cultura política y otras perspectivas teóricas. Quizás en el intento por enfrentar la pregunta por la agencia y su significado, la disciplina ha optado por una salida común al recurrir a las teorías de la elección racional (TER), sin que con ello pueda reclamar la

propiedad exclusiva de tal abordaje (Kiser, 1999). Autores como Motta (2017), han problematizado el aparente predominio de la TER, que alienta la complicidad de la ciencia política en la región con la reproducción de la lógica de la colonialidad, que deshumaniza la raza y el género del “otro” al que se le niega racionalidad, agencia y subjetividad política. Cualquier esfuerzo por polemizar entre ambas miradas exige problematizar cómo concebimos (o conciben) la relación entre estructura y agencia. Así, esta obra trató de un esfuerzo por releer a algunos autores clásicos desde las áreas de investigación del colectivo de profesores del grupo de investigación Democracia, Estado e integración social (DEIS), del Departamento de Ciencia Jurídica y Política en el marco del proyecto de investigación “La acción pública: una mirada desde la experiencia de los problemas públicos” (020100645), financiado por la Pontificia Universidad Javeriana Cali (2019-2020). Cada uno, desde sus propias apuestas teóricas, intenta usar a Maurice Duverger, Giovanni Sartori, Norberto Bobbio, Hanna Arendt y Luc Boltanski para estudiar el comportamiento de agentes-actores-sujetos en distintos ámbitos; por lo tanto, este trabajo ofrece lecturas diversificadas. Algunos capítulos se concentran en presentar la obra de autores clásicos que han marcado la evolución de la ciencia política y las ciencias sociales, mientras otros establecen un diálogo entre los planteamientos de los pensadores con evoluciones posteriores e incluso contemporáneas de su obra, presentando reflexiones para el contexto colombiano. Por su parte, la introducción, como texto que inaugura esta publicación colectiva, tiene por objeto exponer las características generales del debate meta teórico sobre la relación entre agencia y estructura, identificando su relevancia para los argumentos que desarrollan los autores de este volumen. Para ello, se comienza reconociendo los argumentos centrales de teorías codeterministas y las críticas formuladas por autores como Archer y Emirbayer, para después analizar tres estrategias a partir de las cuales los politólogos evitamos el debate metateórico y, en últimas, la necesidad de enmarcar nuestros análisis en una teoría que refleje la realidad del universo social: la estrategia del embudo y de la trayectoria dependiente, identificadas por Mahoney y Snyder (1999) en los estudios sobre cambio de régimen y la teoría de la agencia adoptada de la economía.

Las razones del agente. Aproximaciones al debate sobre la relación entre estructura y agencia

La existencia de mecanismos capaces de reproducir el orden político, con independencia de cualquier intervención deliberada, hace posible que se reconozca como políticas […] solo aquellas prácticas que tácitamente excluyen el control de los mecanismos de reproducción del área de la competencia legítima. Así, la ciencia social, al tomar como objeto la esfera de la política legítima (como lo hace la ciencia política en estos días) adopta un objeto pre construido que la realidad [el orden político] le impuso (Bourdieu, 1995, p. 189). Según lo anterior, Bourdieu simultáneamente descubre el enmascaramiento de la política y cuestiona a la ciencia política por su incapacidad para reconocerlo. El verdadero ámbito de la política, donde se produce y reproduce el orden político, permanece fuera del alcance de los “politólogos de sus días”, limitados por su instrumental analítico a estudiar apenas aquel tipo de conducta dirigida a obtener o conservar poder, esto es, esa agencia que no afecta las estructuras que gobiernan las prácticas y sus representaciones. Por lo tanto, la crítica sugiere la centralidad del interés por el agente en la ciencia política y subraya la falta de atención al debate metateórico sobre la relación ontológica y epistemológica entre estructura y agencia, el problema agenteestructura del que habla Imbroscio (1999, p. 45), y que se hace más complejo al hallarse vinculado a una red de dualidades de igual o más enigmático carácter, tales como mente/cuerpo, razón/ causas o sujeto/objeto (Fuchs, 2001, pp. 24-25). Intentar elaborar una respuesta al problema o siquiera reconstruir sistemáticamente algunas de las teorías que lo afrontan, como la teoría de la práctica de Bourdieu, supondría un esfuerzo que desborda el propósito de este capítulo introductorio. Por otro lado, para evitar el riesgo del esencialismo al considerar la dualidad estructura/agente, Fuchs (2001) sugiere ubicarse en un segundo nivel de exploración y “observar cuando los observadores de primer orden utilizan bien la agencia o la estructura para dar cuenta de causas y resultados” (p. 31), dando sentido a fenómenos sociales. Sin embargo, un esfuerzo por leer cada capítulo de este libro desde la propuesta de Fuchs fracasaría, no solo porque sus autores renuncian a exponer los supuestos ontológicos que subyacen a sus explicaciones,

sino además porque se trata de un análisis en el que intentan valorar la utilidad de autores clásicos de la disciplina para pensar problemas contemporáneos. Por ello, tal como se mencionó anteriormente, a continuación se expondrán las características generales del debate metateórico sobre la relación entre agencia y estructura, al tiempo que identificamos su relevancia para los argumentos que desarrolla cada uno de los autores de este volumen. Esto permitirá exponer, en un segundo momento, las estrategias a partir de las cuales muchos politólogos evitamos este debate.

Agencia y estructura. Un vistazo al debate metateórico ²

Hays (1994) reconoce que el valor dado a la libertad individual en occidente puede estimular el compromiso teórico, explícito o implícito, con la agencia (p. 59). Esta posición en el debate agente/estructura asocia los resultados en el mundo social con la conciencia, la voluntad y la reflexividad de un sujeto o sujetos, cuya acción es la realización de un propósito o un objetivo, a partir de un conocimiento empírico sobre el mundo (Fuchs, 2001, p. 26). Así, las miradas más voluntaristas sobreestiman el potencial creativo del actor y el carácter contingente de los resultados de su interacción, pese a que en las ciencias sociales existen complejos debates en torno a conceptos como el de “intención” (p. 27), central para estas explicaciones. Por su parte, las aproximaciones estructuralistas ven la agencia como variable dependiente. La acción o el comportamiento se explican por sus vínculos con la estructura, entendida bien como la sociedad o la cultura como un todo, un conjunto de relaciones de varios niveles o una única institución (Pomper, 1996, p. 300). Un constructivismo de segundo orden permite reconstruir conceptualmente la voluntad como discrecionalidad en el desempeño de un rol o una posición; de esta manera, la intención deja de ser algo que el actor tiene y se vuelve una variable a estimar o medir, a medida que cambian las condiciones en las que se encuentra (Fuchs, 2001, p. 30).

Sin embargo, Hays (1994), nos advierte que el esfuerzo por vincular estructura y agente supone reconocer que las estructuras son creaciones humanas, esenciales para el empoderamiento y la comprensión del mundo al limitar y posibilitar la acción humana, y que existen en diferentes niveles o capas más y menos accesibles a la conciencia, durables y resistentes al cambio (pp. 61-62); por lo tanto, la agencia se distingue del comportamiento en cuanto pasa a concebirse como el ejercicio de creación o transformación de las estructuras. Así, teorías codeterministas como la de Giddens, Goffman, Berger y Luckmann, entre otros, señalan que las estructuras sociales existen y se mantienen a través de la interacción entre los individuos (Hays, 1994, p. 62), ontología que reconoce que las personas crean y recrean las estructuras en la cotidianidad, lo que enfatiza su carácter procesual y la condición dual de la agencia como estructuralmente reproductiva y estructuralmente transformadora (pp. 64-65). Este carácter dual de la estructura (límite y condición de posibilidad de la acción humana) y la agencia (lugar de producción y reproducción de las estructuras) distingue a estas teorías (Dépelteau, 2008, p. 54). Tanto el concepto de estructuración de Giddens como la determinación recíproca entre estructuras estructuradas y estructurantes de Bourdieu, por ejemplo, constituyen esfuerzos por dar sentido a la determinación de agencia y estructura. Por su parte, para Dépelteau (2008), esta forma de explicar el universo social es consecuente con el esfuerzo moderno por conciliar la reflexividad individual con la explicación científica de los fenómenos sociales a partir de sus causas (p. 54). Sin embargo, planteada de esta forma, la codeterminación solo introduce el problema epistemológico; a juicio de Hays (1994), reconocer la imbricación mutua entre estructura y agencia exige un proceder al investigador: Las preguntas relevantes que encaramos como investigadores incluyen la especificación de las características de las estructuras culturales y relacionales: su lógica, sistematicidad, los contextos en los que operan y la resiliencia de sus distintas capas o niveles. [Luego] podemos volver la atención a la pregunta por las condiciones culturales y relacionales bajo las cuales, así como los procesos culturales y relacionales a través de los cuales, la agencia ocurre (p. 71). El sesgo en favor de la estructura resulta claro en la formula y, para algunos críticos, en los presupuestos de las teorías codeterministas, pues los agentes interactúan con estructuras que no crearon. Ante esto, Margaret Archer (como se citó en Dépelteau, 2008), cuestiona que en teorías como la de Giddens agencia y estructura sean mutuamente constitutivos, por lo que no pueden distinguirse y

sus influencias recíprocas no logran precisarse en la investigación empírica. Además, a su juicio esta condición negaría la reflexividad autónoma que está en la base de la agencia: el actor solo puede pensar sobre algo y cambiarlo si lo puede concebir como externo, si es capaz de construir la diferencia entre sujeto y objeto. Their [A. Giddens and P. Bourdieu] respective approaches to human practices generically preclude from disengaging the properties and powers of the practitioner from the Properties and Powers of the environment in which practices are conducted – and yet again this prevents analysis of their interplay. Instead we are confronted with amalgams of “practices which oscillate wildly between voluntarism and determinism, without our being able to specify the conditions under which agents have greater degrees of freedom or, conversely, work under a considerable stringency of constraints (Archer, como se citó en Dépelteau, 2008, p. 57). En términos analíticos, las estructuras deben ser externas a las acciones porque las preceden; es decir, las estructuras no son reductibles a las personas y ellas no son títeres de las estructuras, en tanto tienen propiedades emergentes, lo que significa que las reproducen o las transforman (Bell, 2011, p. 899). Así, la relación entre estructura y agencia se asegura por la capacidad de los seres humanos para sostener conversaciones internas, reflexiones privadas sobre su situación y deseos que les permiten modificarse y modificar su entorno en forma reflexiva, imaginaria y genuinamente subjetiva. Estas conversaciones son el principio de los planes de acción en el mundo, con un significativo potencial transformador en tanto las estructuras solo ejercen un efecto a través de las actividades de las personas, por lo que no existen como entidades reificadas, más allá de la interacción social (p. 890). El debate metateórico no se agota en la contraposición entre la defensa que hace Archer (2000) de la reflexividad individual y el principio de constitución recíproca de la agencia y la estructura propuesta por Giddens y otros. Un tercer enfoque, que Dépelteau llama Relacionismo, propone radicalizar (hasta dejar sin sentido), el principio de dualidad propuesto por las teorías codeterministas, aspirando a renunciar a cualquier distinción ontológica y epistemológica entre estructura y agencia (Dépelteau, 2008, p. 61), pues estas no existen en el universo social más que como artificios moldeados por el observador. De esta manera, Dépelteau insiste en que esta “teoría en desarrollo” nos propone entender el universo social como compuesto por transacciones entre actores

sociales. Es decir, las estructuras no serían nada distinto a regularidades “que existen en tanto transacciones”, sino que son transacciones estables y continuas en un espacio específico, las cuales no preexisten a los actores. El hecho de que las transacciones se memoricen y reproduzcan no convierte a las estructuras en nada distinto; se buscaría así explicar los fenómenos sociales sin reconocer relaciones causales totales o parciales de la estructura a la acción (Dépelteau, 2008, p. 59). Mientras en otros enfoques estructura y agencia tienen propiedades y poderes intrínsecos que limitan la agencia o afectan la estructura (ideologías, intereses, etc.), la mirada relacionista concibe que solo existen en las transacciones, de manera que los individuos hacen juicios prácticos y normativos sobre trayectorias de acción en respuesta a demandas, dilemas y ambigüedades de situaciones en permanente evolución; por lo tanto, “las propiedades del ego” (p. 63) existen únicamente como transacciones empíricas. Así, Dépelteau (2008) insiste en que no se ha se continuar debatiendo sobre las relaciones ontológicas y epistemológicas entre estructura y agencia, pues a su juicio se requieren herramientas sofisticadas para analizar cadenas de transacciones altamente complejas y hacer de ellas el objeto de una nueva sociología (p. 70).

El institucionalismo histórico y otras formas de evitar el debate metateórico

Mahoney y Snyder (1999), reconocen la pertinencia de la discusión sobre el uso de la estructura y la agencia como variables causales en los estudios sobre los cambios de régimen en la ciencia política. En su texto, analizan dos estrategias comunes a partir de las cuales los politólogos han intentado sintetizar e integrar variables de ambos ámbitos en la construcción de sus análisis; a la postre, ambas resultan formas limitadas de evadir la discusión metateórica. La primera es la estrategia del embudo (The Funnel Strategy), donde el investigador construye un modelo de explicación causal en el que “variables de diferentes niveles de análisis son tratadas como vectores independientes con distintas fuerzas y direcciones” (p. 12); de esta manera, los factores estructurales y las diferentes agencias se conciben como efectos independientes sobre el

desarrollo del proceso y se les incorpora con criterios disímiles. Las estructuras se conciben como externas al agente, por lo que no explican sus intereses ni su identidad y solo justifican parcialmente su comportamiento (p. 13). Para los autores, esto supone un sesgo voluntarista de la estrategia teórica. Por otro lado, la segunda estrategia de síntesis es propia del institucionalismo histórico. El concepto de trayectoria dependiente (Path Dependance) es usado para intentar fusionar estructura y agencia, a partir de la construcción de un uso secuencial de las instituciones como variables dependientes e independientes. A juicio de los autores, el análisis descansa en un modelo evolucionista de causación que trata a las instituciones, creadas durante coyunturas críticas, como poseedoras de un “stock genético” que limita el rango de posibles trayectorias del cambio político (Mahoney y Snyder, 1999, p. 17). Sumado a lo anterior, el institucionalismo histórico concibe a las instituciones como variable independiente que explica los resultados políticos en períodos de estabilidad y se convierten de pronto en variables dependientes al aparecer la crisis (Bell, 2011); las instituciones explican todo hasta que de repente ya no explican nada. Así, el componente faltante en el análisis es el que permite examinar la interacción cotidiana entre estructura y agencia, que el institucionalismo histórico reemplaza por la alternación de voluntarismo y determinismo, de forma que el analista de los procesos de cambio en los regímenes políticos se especializará en analizar las coyunturas e identificar sus legados institucionales³. Mahoney y Snyder (1999) identifican que ambas estrategias tienden a privilegiar la agencia, en tanto no se soportan en bases conceptuales o teóricas, que permitan una adecuada integración entre la agencia y la estructura; ambos enfoques carecen de los microfundamentos requeridos para explicar el cambio histórico. Por un lado, Bell (2011) señala que se carece de una teoría para explicar el cambio, por lo que propone un nuevo tipo de institucionalismo histórico centrado en el agente (p. 896), mientras Mahoney y Snyder (1999) concluyen que en el problema metateórico agente-estructura se hayan las claves para superar las limitaciones de las estrategias planteadas; por lo tanto, destacan la importancia de reconocer los principios que Hays (1994) identifica como fundamentos del argumento codeterminista: las estructuras son creaciones humanas, objeto del quehacer reflexivo, que limitan y también hacen posible la acción humana; además, existen en diferentes niveles más o menos accesibles a la conciencia y la acción humana, durables y resistentes al cambio (pp. 61-62).

La teoría económica de la agencia como estrategia de evasión definitiva

La teoría económica de la agencia surgió a partir de los esfuerzos por estudiar la cooperación entre un actor (el principal) que delega en otro (agente) la realización de un trabajo o labor; por lo tanto, esta teoría intenta resolver […] el problema que surge cuando (a) los deseos o propósitos de principal y agente entran en conflicto y (b) es difícil o costoso para el principal verificar lo que efectivamente hace el agente (Eisenhardt, 1989, p. 58). De esta forma, la cooperación se torna costosa y aumenta el riesgo de incumplimiento. La ubicuidad de este tipo de relaciones en la interacción humana, y particularmente en la política, ha sido un insumo fundamental en la construcción de hipótesis y modelos del comportamiento y la cooperación. En sus distintas versiones, la teoría económica de la agencia hace objeto de análisis a los acuerdos (contratos) de cooperación y presume el interés individual, la aversión al riesgo y la racionalidad situada de los actores, que no es más que su capacidad para establecer conexiones, medios y fines en contextos en los que la información es costosa. Por lo tanto, la teoría de la agencia ha sido muy útil para exponer dilemas en la cooperación como el riesgo moral (asociado a la falta de esfuerzo por parte del agente) y el riesgo de selección adversa (la representación errónea de las competencias del agente), así como las estrategias a partir de las que se les afronta. Por su parte, Eisenhardt (1989) distingue entre la investigación principal-agente (desarrollada a partir de modelos formales), la cuidadosa construcción de los supuestos, la deducción lógica y prueba matemática de las proposiciones, y la teoría positivista de la agencia, interesada principalmente en la descripción empírica de las formas en que se resuelven los dilemas de la relación principalagente en distintos entornos (p. 59-60). Ambas renuncian al debate ontológico y epistemológico estructura-agente y apelan al individualismo metodológico y la figura del contrato para caracterizar los intercambios entre principal y agente; de esta manera, el condicionamiento estructural no es considerado como determinante o parte integrante del componente creativo del comportamiento.

Pese a este desdén por el debate metateórico, la teoría ha sido utilizada más allá de la economía para construir hipótesis y analizar las formas en que intenta garantizar la cooperación en distintos contextos. Como lo documentan autores como Eisendhardt (1989), Shapiro (2005) o Kiser (1999), su uso implica relajar supuestos como el individualismo metodológico o la naturaleza diádica de los contratos. Así, la inclusión de organizaciones o redes como entramados en los que se sitúan principales y agentes y en los que, de hecho, ambos roles pueden desempeñarse simultáneamente, o donde existen historias compartidas que afectan los intercambios, solo enriqueció la mirada sobre un dilema omnipresente bajo la máscara de diferentes alias (Shapiro, 2005, p. 282). Los dilemas que estudia la teoría de la agencia son usualmente interpelados por la ciencia política, en tanto esta se interesa especialmente por la delegación y el control del poder en distintos ámbitos. La distribución del riesgo entre principales y agentes es un asunto esencialmente político y se le ha pensado de cara a problemas tan disímiles como la relación entre políticos y electores, entre funcionarios elegidos y burócratas en las agencias estatales, entre ciudadanos y funcionarios, entre líderes y seguidores en organizaciones sociales y movimientos políticos o entre políticos y capitanes en las organizaciones que compiten por votos. Pese al desdén con el que a veces se percibe la estilización de la interacción en los modelos matemáticos, lo cierto es que en ciencia política muchos análisis comparten sus supuestos. Por ejemplo, Kiser (1999) señala cómo incluso la construcción de los tipos weberianos de dominación podría leerse como un esfuerzo por modelar problemas de agencia en distintos contextos institucionales, en tanto cada uno supone conjuntos de estrategias específicas de reclutamiento, monitoreo y sanción, a partir de las cuales se piensan las relaciones entre el gobernante, sus gobernados y los funcionarios (p. 158). De esta forma, los supuestos de racionalidad⁴, individualismo metodológico y el uso de modelos abstractos⁵, así como los dilemas de riesgo moral y selección adversa son tematizados por este clásico de la sociología en la construcción de su teoría.

Sobre este libro

Aunque es evidente que este no es un libro sobre el debate agencia- estructura en ciencia política, es claro que la discusión sobre esta relación define los capítulos aquí presentes; sin embargo, lo hace sin tematizarla, ni convertirla en objeto de indagación. Ante esto, es posible, por ejemplo, sugerir que la discusión sobre el principio de legitimidad que proponen Arturo y Llano en su texto sobre Bobbio o aquella que desarrollan Llano y González en su exploración del ethos democrático a partir de Arendt, están necesariamente referidas a formas particulares de conceptualizar la relación entre estructura y agencia. A ambos subyace la pregunta por el tipo de cultura (la estructura) que exige el ejercicio democrático y por cómo la agencia puede transformar la violencia y convertirla en fundamento subyacente del ejercicio legítimo de la autoridad. Por su parte, Sánchez y Palacios, al interesarse por las instituciones electorales y los sistemas de partidos interpelan, aunque tácitamente, el debate agenteestructura, así sea solo al pensar el impacto de estas instituciones (esas meso estructuras) en el comportamiento de políticos y electores. El texto de Palacios reta simultáneamente la mirada historiográfica que sospecha de la agencia y la mirada politológica, proclive a identificar los efectos causales de los sistemas electorales para explorar las oportunidades que ofrecen las nuevas reglas para innovar en las formas de organización del ejercicio político. Finalmente, el texto de Vargas y Tovar, al investigar la cooperación entre expertos y actores del común en la construcción de los problemas públicos, interpela a un debate propuesto por Imbroscio (1999) acerca de la conexión entre la democracia y la forma en que se conceptualiza la relación entre estructura y agencia. Según este autor, el juicio determinista tiende a promover una menor sensibilidad democrática (responsiveness), en tanto asume que existen límites insalvables en el grado en el que los expertos pueden rendir cuentas y responder a las demandas de los ciudadanos. Como sugiere su texto, la cooperación demanda un sustrato teórico en el que se privilegie la agencia sobre los constreñimientos estructurales. El modelo principal-agente desarrollado por la teoría económica de la agencia, evita el debate agente-estructura. Aun así, la teoría y los dilemas que propone al analizar la cooperación pueden ser utilizados para interpelar argumentos científicos, de forma similar a como es usado por Kiser (1999) para caracterizar la teoría weberiana. El modelo, al igual que el tipo ideal weberiano, permite revisar la terminología, valorar la construcción de distintas hipótesis o suscitar preguntas que alienten la indagación. En tal sentido, conviene demostrar su uso

interpelando a los argumentos de los textos incluidos en este volumen, sin pretender exponerlos para ser sometidos a un juicio riguroso, sino para exponer los usos de una teoría. De esta forma, el diálogo atento compete al lector de cada pieza. El texto de Vargas y Tovar permite utilizar el modelo principal-agente para interpelar, ya no el modelo weberiano (Kiser, 1999), sino las relaciones entre comunidades y agencias estatales. Kiser (1999) analiza la relación entre el gobernante y la burocracia, mientras que otro cuerpo de literatura ha analizado la relación entre votantes y funcionarios elegidos, utilizando la teoría económica de la agencia. Por su parte, Vargas y Tovar reconocen los fallos en ambos tipos de relaciones y optan por elaborar una propuesta que promueve el rol de los actores ordinarios, no expertos como un “principal subsidiario”, capaces de participar en la definición de los problemas públicos de los que se ocupan las políticas públicas, por medio de la actividad crítica. Ante esto, la propuesta desde la sociología pragmatista de Luc Boltanksi permite especular sobre las posibilidades que esto ofrece para la reducción del riesgo moral y la selección adversa. Una cuidadosa consideración de los distintos tipos de relaciones principal-agente y los distintos roles como principales y agente que burócratas y actores del común asumen en su interacción, podría ayudar a apreciar las distintas dificultades que subyacen a los intentos de unos y otros por cooperar. Por otro lado, Palacios se pregunta por los entramados de relaciones y sociabilidades que soportan los ejercicios político electorales en la Colombia del siglo XIX, cuestionando a Duverger. Su texto toma clara distancia de la mirada propuesta por la teoría económica de la agencia al preguntarse por las organizaciones en las que tales roles se desempeñan; sin embargo, la teoría permite al menos dos preguntas sugerentes: ¿actuaban los candidatos en calidad de principales o agentes, tanto al aprobar la legislación como al actuar con miras a conseguir votos? Aunque es fácil el interés de la autora por indicar el potencial de la norma, quizás conviene señalar que olvida que este importa allí donde sea aplicada. Al pensar su argumento desde el dilema principal-agente, podemos preguntarnos cuál era el rol de los funcionarios encargados de implementar esas normas electorales y si al hacerlo actuaban en calidad de agentes: ¿quién era el principal? Por su parte, Sánchez tampoco interpela explícitamente el dilema principalagente. Su trabajo sobre la hiperfragmentación partidista y los usos de Sartori

para su estudio, permite reconocer el complejo entramado estructural en el que las relaciones principal- agente se configuran. ¿Los distintos tipos de organizaciones se corresponderían con distintas maneras de resolver la relación entre unos y otros? ¿Aumenta en unos y otros el riesgo moral? Ambas son preguntas que podrían sugerir futuros cauces de pesquisa. Siguiendo con el texto de Arturo y Llano, se problematiza la naturaleza del dominio y la relación entre derecho y política a la luz de Bobbio. Si suponemos al gobernante como principal y a la burocracia como su agente, como lo propone Kiser (1999), la teoría principal-agente nos permite reconocer el uso de la norma para prevenir el abuso egoísta (por exceso o defecto) del funcionario; así, si se asume que el gobernante es agente de los ciudadanos, como sucede en ocasiones en las democracias representativas, se entendería que la norma sirve igualmente para reducir el riesgo moral, obteniendo un criterio para valorarla. Finalmente, Llano y González logran reconstruir un imperativo en la norma para la convivencia democrática, un ethos no violento requerido para el encuentro democrático entre principal y agente propuesto por Arendt. En este sentido, la cultura podría ser vista a la luz de su texto como el principal recurso en la reducción del riesgo moral, vis a vis con incentivos organizativos de distinto tipo, reflexión especialmente pertinente en un país en guerra. De esta manera, los autores de esta obra hacen un llamado vehemente a reconocer la vitalidad de los autores escogidos para el análisis politológico. Se espera que estos textos contribuyan a enriquecer el debate acerca de la necesidad de desarrollar perspectivas de análisis sobre la agencia adaptadas a nuestros contextos.

Referencias

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47.06 11 Siguiendo a Duque (2014), el desarrollo de la disciplina en la región ha sido heterogéneo, alcanzando un mayor progreso a partir de los años 70 en Brasil, Argentina y México, seguido por Chile, Colombia, Uruguay, Venezuela y Costa Rica, países en los que existen avances, pero el proceso de institucionalización es aún incipiente; en los países restantes el desarrollo de la disciplina ha sido insatisfactorio. 2 En esta discusión solo aspiramos a enunciar las principales apuestas de las teorías codeterministas y dos de sus críticos. Estamos, claramente, dejando de lado teorías que relegan a un segundo plano o hacen desaparecer al actor y la agencia en la explicación del universo social; piénsese, por ejemplo, en la teoría de sistemas de Luhmann o en aproximaciones postmodernas que postulan el predominio absoluto de la estructura lingüística y disuelven al sujeto en el lenguaje. 3 Cabe anotar que Bell (2011) reconoce que otras vertientes del institucionalismo, como el institucionalismo constructivista, no están exentos de críticas similares. A juicio del autor, este último tiene tal énfasis ideacional (las instituciones delimitan el contexto de sentido de la acción) que se acerca al posmodernismo y termina desplazando el foco lejos de los agentes situados, que operan dentro de un marco institucional que limita y promueve determinadas agencias. 4 Kiser (1999) recuerda que Weber, como individualista metodológico, considera que una explicación de la acción debe exponer los motivos de los agentes. Aunque distingue la acción en cuatro tipos, Weber (como se citó en Kiser, 1999) argumenta que será analíticamente útil comenzar asumiendo microfundamentos instrumentales: “con miras a un análisis tipológico científico, es conveniente tratar todos los elementos irracionales, afectivamente determinados del comportamiento como desviaciones de un concepto típico ideal de acción racional” (p. 157). 5 El tipo ideal weberiano es un modelo. Weber (como se citó en Kiser, 1999), insiste en que “entre más afilado y preciso haya sido construido el tipo ideal y, en consecuencia, entre más abstracto e irreal en tan sentido sea, mejor podrá desempeñar su función en la formulación de terminología, clasificaciones e

hipótesis” (p. 158).

Atomizados, fluidos y fraccionados. Usos de Sartori en el estudio de sistemas de partidos hiperfragmentados

Alejandro Sánchez López de Mesa

“Cuando Llegamos inexorablemente a nuestra frontera inevitable de ignorancia, todo depende de cómo hemos sido socializados ante lo posible”

(Sartori, 2015, p. 186)

La fragmentación partidista en Colombia es un fenómeno incómodo, pues dificulta la previsión, eleva sustancialmente los costos de información en el sistema político, limita la politización de las diferencias (su conversión en ejes de contestación partidista) y, en consecuencia, el desarrollo de clivajes a partir de los cuales se organicen las identidades políticas . En las últimas décadas, esto se explicó como resultado de la Constitución de 1991 y la Cuota Hare (Pizarro, 2008), el Frente Nacional (Bejarano, 2011), la descentralización (Mainwaring et al., 2018) o la imitación de estrategias exitosas por operadores políticos, en un ambiente que ofreció distintas oportunidades para hacerlo (Gutiérrez, 2007). Esta fragmentación ocurre a partir del aumento en la autonomía de los operadores locales, que los políticos regionales experimentan como una pérdida de control sobre sus maquinarias electorales. De esta forma, el sistema se torna altamente personalizado a medida que los partidos y líderes regionales pierden el control sobre la designación de candidatos, los membretes pierden relevancia, se

dificulta la agregación de votos en el partido o esta es artificial y los competidores pasan a ser alianzas de morfología variable y de corta vida. Recientemente, países como Argentina y Perú experimentaron procesos de descomposición similares, mientras que Brasil logró revertirla a partir de un proceso de recomposición partidista liderado por el Partido de los Trabajadores (Levitsky et al., 2016). Al respecto, la fragmentación supone un reto adicional para el quehacer del politólogo, que intenta caracterizar el sistema de partidos en el nivel subnacional y orientar intervenciones que generen valor: ¿cómo pasar de la generalidad de las explicaciones del fenómeno a la elaboración de descripciones que expongan las características de las estructuras existentes y expliquen sus interacciones? El primer problema surge al intentar nombrar a los actores. Distintos esfuerzos monográficos del nivel subnacional utilizan indistintamente los términos facción, fracción, red, movimiento, organización o partido para referirse a las polifacéticas entidades que compiten por votos; ante esto, urge un esfuerzo de estilización conceptual de cara a la realización de comparaciones sobre la forma en que se estructura la competencia en distintos departamentos. En segundo lugar, la fragmentación dificulta la construcción de una representación del tablero de juego, del conjunto de interacciones que tiene lugar entre esa gran variedad de entidades pobremente definidas. De esta manera, reconocer que los partidos son “federaciones descentralizadas de políticos”, fórmula común en la literatura relevante, aporta muy poco a la comprensión de la forma en que tiene lugar la interacción; con ella, se renuncia a intentar exponer la mecánica de la competencia, la lógica de los intercambios, de las tomas de posición y los esfuerzos por cooperar. Teniendo en cuenta lo anterior, en mi ejercicio recurro a un recurso heurístico para resolver el problema: asumir que la competencia electoral se desarrolla en dos arenas distintas, si bien interconectadas. La pregunta por el lugar o los lugares desde donde se coordina la acción en las redes políticas (Friedberg y Levitsky, 2007), permite distinguir las organizaciones que compiten por votos en el Valle del Cauca y con ello también las arenas en que lo hacen. Así, distinguimos aquellas organizaciones que han obtenido una proyección nacional (logrando sostener una curul en la Cámara o el Senado de la República por más de dos períodos), de aquellas que sobreviven en lo local y construyen alianzas pasajeras con operadores políticos con figuración pública nacional. El movimiento Nueva Generación de Dilian Francisca Toro (Partido de la U) o la

Fuerza Social de Ubeimar Delgado (Partido Conservador), son ejemplos del primer tipo. Un segundo tipo de organizaciones (la mayoría) sobrevive en lo local. Por ejemplo, en la ciudad de Santiago de Cali, las 21 curules al concejo están repartidas entre 10 partidos, en los que se apiñan 19 organizaciones políticas distintas; solo en ocho de estas es posible identificar relaciones de subordinación a un congresista, de forma tal que resulte factible afirmar que la curul pertenece a un movimiento liderado por él o ella. Las otras 11 son organizaciones que sobreviven en lo local, mantienen cuotas de poder y electorados significativos para ser reelectos y pueden aspirar o no a proyectar su acción política a los niveles departamental o nacional. La creciente autonomía de los operadores locales también puede constatarse a nivel subregional. Al caracterizar la competencia política en 16 municipios del norte del Valle durante las pasadas elecciones locales y las últimas tres elecciones legislativas, resultó evidente que quienes compiten son organizaciones de alcance municipal, que establecen alianzas contingentes con los actores regionales (Sánchez, 2015). Quien intente buscar patrones de predominio electoral de las organizaciones con proyección nacional en los distintos municipios durante las elecciones legislativas, dará de bruces con un caleidoscopio; el mapa de las organizaciones regionales que obtienen votaciones significativas en los distintos municipios, de una elección a otra, se recompone siguiendo patrones que resultan muy difíciles de describir. Así, las alianzas pueden cambiar mucho más rápido que los membretes y la votación de un grupo en las elecciones legislativas puede crecer rápidamente en una elección y desvanecerse con igual premura en la siguiente. Ante este panorama, la idea de las arenas y el concepto “organizaciones que compiten por votos” permiten avanzar la caracterización evadiendo la conceptualización rigurosa. La revisión de la obra de Giovanni Sartori ofrece un buen pretexto para hacer frente a esta tarea pendiente, pues sus textos sobre la naturaleza de la ciencia política, así como su influyente trabajo sobre los partidos políticos, resultan instrumentos pertinentes para enfrentar este desafío. Buena parte de la obra del politólogo italiano tiene como propósito establecer el estatus científico de la ciencia política, para lo cual se propone distinguir su objeto y desarrollar una metodología para la construcción de conceptos que garanticen su normalización, acumulabilidad, operatividad y repetibilidad. Sobre su objeto, insiste en que “el comportamiento político no es un tipo, sino un hacer en un

ámbito, un contexto” (Sartori, 2015, p. 217), por lo que la disciplina ha de estudiar cómo este ámbito de actividades se diferencia y organiza. Por su parte, las estrategias de composición conceptual son especialmente relevantes para avanzar en la revisión crítica de los instrumentos con los que intento caracterizar el sistema de partidos en el nivel subnacional. En efecto, Sartori insta a la disciplina a reconocerse como una ciencia empírica en la que la descripción sea requisito de la teoría y la validez de los enunciados se soporte en una relación de cada término y su referente. En la primera de las tres partes de este capítulo se exponen los principios y procedimientos que el autor propone para la construcción de conceptos en ciencia política, utilizándolos en la producción de un término útil para la caracterización de las entidades que compiten por votos en un sistema de partidos hiperfragmentado. Sartori es igualmente relevante para los propósitos de este capítulo en razón de la importancia de su texto “Partidos y Sistemas de Partidos” (Sartori, 1987). Su obra, continuamente reeditada, propone una forma singular de estudiar los sistemas de partidos que toma distancia de explicaciones estructuralistas e institucionalistas previas, explicando la interacción y la mecánica de la competencia a partir de un número sorprendentemente reducido de variables: el número y la distancia ideológica; además, propone el concepto de partido político, cuya elaboración es especialmente pertinente para los propósitos de este capítulo. A saber, la distinción entre partido y facción es central en el desarrollo conceptual del autor; por lo tanto, pretendo exponer y criticar su esfuerzo por hacer de esta diferencia el principio organizador de los conceptos a utilizar en la investigación empírica. La crítica permitirá exponer algunos de los rasgos de las entidades que compiten por votos en sistemas hiperfragmentados y su interacción. Es claro que a Sartori le cuesta concebir la interacción faccional como unidad de análisis; tanto su esfuerzo como sus tropiezos, servirán, al contrastarlos con los datos de esta investigación, para reconocer aquello que anticipa y aquello que su teoría no logra explicar. A esto dedicaré la segunda parte del capítulo. Finalmente, un tercer aparte de este escrito intenta encontrar en la tipología de los sistemas de partidos, conceptos que permitan entender las dinámicas de la interacción en el caso colombiano. Su taxonomía, construida en el estructural funcionalismo, pretende explicar los sistemas de partidos desde un modelo

evolutivo, que ubica a los sistemas pluralistas como el tipo más desarrollado o estructuralmente consolidado. Por su parte, Sartori insiste, en repetidas ocasiones, en que el tercer mundo carece de sistemas partidistas; no aspiro a la crítica decolonial de sus afirmaciones, sino más bien a otro tipo de deconstrucción de sus argumentos que sirva al interés por aumentar la precisión de los conceptos de los que dispongo para pensar la hiperfragmentación. Así, me interesa exponer y comentar aquellas herramientas que Sartori desarrolla en su esfuerzo por descifrar las lógicas de la interacción en ese tercer mundo que lo desconcierta o en esos sistemas anacrónicos que no siguen la mecánica de los sistemas pluralistas⁷. Pese a que intento una lectura de Sartori desde la pregunta por la aplicabilidad de sus conceptos, carezco de los recursos y el espacio para someterlos a un juicio crítico basado en evidencias empíricas suficientes y significativas, como lo hace el autor a partir de una extensa revisión de fuentes secundarias. De esta forma, en este texto apuesto por utilizar mis propios esfuerzos por caracterizar el sistema político en el nivel subnacional⁸, así como algunos estudios específicos del caso colombiano, para revisar la utilidad de sus conceptos como contenedores de datos. No pretendo probar o improbar ninguna de sus tesis, sino utilizar sus herramientas para ganar en claridad conceptual de cara a mi propia pesquisa. Teniendo en cuenta lo anterior, para la reconstrucción de las tesis y argumentos de Sartori se utilizaron tres fuentes principales : el texto Cómo Hacer Ciencia Política. Lógica, Método y lenguaje en las Ciencias Sociales (Sartori, 2011), que recoge y compila artículos publicados por el autor entre 1970 y 1991 en revistas como American political Science Review y Journal of Theoretical Politics, así como cuatro capítulos de textos publicados en el mismo período por distintas editoriales especializadas. Se utilizó igualmente su ambicioso manual metodológico La Política. Lógica y Método en las Ciencias Sociales (Sartori, 2015), así como su obra clásica Partidos y Sistemas de Partidos. Marco para un Análisis (Sartori, 1987). Cabe finalizar con unas breves consideraciones sobre la forma en que Sartori procede en la construcción de argumentos. En su retórica se combina una exhaustiva aprensión etimológica (un esfuerzo constante por definir sus términos) con un notable pragmatismo, que se evidencia en la selección de definiciones en función de su inteligibilidad intuitiva antes que de la legitimidad de algún sistema teórico. Así, el autor hace un uso generoso de las metáforas para exponer ideas abstractas: la luna, las manzanas sanas y las podridas, la balanza (por mencionar algunas), y utiliza, en no pocas ocasiones,

situaciones cotidianas para evidenciar las propiedades de una categoría, como cuando evoca una disputa de pareja para distinguir la acción racional de la acción razonable. A mi criterio, estos rasgos de su prosa son consecuentes con su aspiración por una ciencia concebida como un saber práctico para actuar en el mundo (Sartori, 2015, p. 45). Palabras y su uso empírico ¿Cómo nombrar a las entidades que compiten por votos? Utilizando como punto de partida la estrategia que Sartori propone para la construcción de conceptos en ciencia política, pretendo crear un concepto que permita aprehender el tipo de entidades que compiten por votos en el nivel subnacional de un sistema de partidos fragmentado. Para ello, primero, se expone la relación existente entre lenguaje y tipo de conocimiento, con el fin de precisar cuál es el tipo de conceptos a los que debe aspirar la ciencia política, según Sartori. En segundo lugar, se revisan los tipos de definiciones con que ha de lidiar el investigador para valorar la utilidad de algunas de las definiciones utilizadas en la literatura reciente. Finalmente, se expone la técnica sugerida por el autor para el tratamiento lógico de los conceptos y se intenta proponer una clasificación. Ante esto, Sartori es oportuno al reconocer que el conocimiento científico y el filosófico constituyen dos modalidades del lenguaje que se distinguen del discurso común, en tanto están construidos a partir de la reflexión crítica sobre el instrumental lingüístico. La finitud del lenguaje (de las palabras) obliga a la construcción de acuerdos sobre los significados en diferentes contextos; al respecto, la solución consiste en “ordenar el lenguaje según tipos de significado correspondientes a destinaciones típicas” (Sartori, 2015, p. 17), lo cual permite usos diversos de un mismo lenguaje¹ . Existe así un tipo de significación distinta de las palabras en su uso empírico, propio de la ciencia, y en su uso especulativo, propio de la filosofía. En tanto a la ciencia, cuyo fin es “comprender en términos de observación”, se requieren palabras que tengan un significado perceptivo¹¹, “que ocupen el lugar de las cosas que representan” (Sartori, 2015, p. 37). Por su parte, la filosofía requiere palabras leves en su contenido denotativo en tanto no intentan asir un referente concreto; así, el saber especulativo hace un “uso ultrarepresentativo y

omnirepresentativo” de las palabras en la medida en que están más allá de cualquier representación y aspiran encarnar todas las representaciones posibles ¹² Con miras al ejercicio que intento, conviene afirmar que conceptos como partido político tienen una denotación que define un límite y busca distinguir el referente de otro tipo de entidades en un sistema político; sin embargo, en la práctica este límite dificulta conciliar lo que vemos (las entidades que compiten por votos en el sistema político colombiano) con el signo. Sartori advierte que una cosa es señalar la inadecuación de un signo (insistir en que no existan partidos) y otra distinta producir conocimiento científico; necesitamos palabras de observación que signifiquen lo que representan y con las que podamos asir lo que existe más allá del sistema lingüístico. Por otra parte, para el autor las ciencias sociales tienen un fin nomotético al tratarse de un saber que busca encontrar leyes de causalidad no determinista¹³, las cuales se construyen como en este ejemplo: “dada la fragmentación partidista, es probable que la competencia se desarrolle a través de alianzas estructuradas de x forma”. Se procede a través de formulaciones de “tipo programático o predictivo”, de suerte que la validez del conocimiento depende de su aplicación; al respecto, la regla para validar una proposición científica es su aplicabilidad, esto es, que se cumpla según las previsiones, que funcione. En efecto, el conocimiento científico es un conocimiento práctico, la ciencia política es una ciencia para la acción (Sartori, 2015, p. 45), y la inadecuación conceptual amenaza la esencia misma de los estudios sobre el sistema de partidos en Colombia. Como señala Sartori (2015), la materia prima del politólogo es el lenguaje de la política práctica, aquel que informa los comportamientos del ciudadano o del político¹⁴, y el científico procede reconociendo los términos con los que se exponen y explican sus dilemas prácticos. Los políticos vallecaucanos, por ejemplo, identifican dos dilemas centrales en la construcción de entidades que les permitan conseguir votos y proseguir una carrera política: la construcción de una estructura y de una escalera¹⁵. Estos conceptos adquiridos por el investigador, son sometidos a un juicio crítico que busca precisar y desarrollar el significado a través de unos pasos; al “relevamiento descriptivo” o la construcción de conceptos empíricos le sucede la construcción de clasificaciones y taxonomías (fase clasificatoria) que, a su vez, antecede a la teoría y a la

formulación de generalizaciones y explicaciones causales. Según lo anterior, la construcción de conceptos exige distinguir entre las palabras, significados y referentes, estos últimos entendidos como “todo lo que está afuera, más allá del conocimiento lingüístico o verbal”. Por su parte, la palabra es el signo y al asociarse a un significado se considera un término, pues “el requisito que define un concepto es que se declare su significado” (Sartori, 2011, capítulo 1, sección 3, párrafo 25). Por último, las definiciones pueden ser de distintos tipos según sus fines: declarativas, denotativas, especificativas (o caracterizadoras) y operacionales (Sartori, 2015, pp. 66-68). La declarativa apenas hace referencia al acto de expresar un significado, al uso de una palabra; la denotativa busca aferrar el referente, fijar los límites, precisar qué está incluido y qué no, estableciendo así la condición general que ha de cumplir la clase, dada su función de incluir-excluir (Sartori, 2011, capítulo 5, sección 3, párrafo 4). De esta manera, un concepto será de utilidad para la ciencia política si está estandarizado, lo cual garantiza la acumulación, y a su vez tiene un alto poder de discriminación, asegurando que sea un buen contenedor de datos (capítulo 4, sección 3,7, párrafo 3). Por otro lado, las definiciones especificativas o caracterizadoras se ocupan de las diferencias al interior de la clase, precisando los atributos de cada subclase, y las definiciones operativas indican las operaciones que permiten medir un concepto. Dado que en las definiciones operacionales el concepto es reducido a sus propiedades observables, se suele implicar una reducción drástica y a veces distorsionada de su connotación. Además, un concepto es vago en su definición denotativa cuando no aísla al referente ni marca sus límites, y es ambiguo (no lo suficientemente especificativo o caracterizador) cuando no discrimina entre los distintos miembros, es decir, no toma en cuenta diferencias relevantes entre el conjunto de cosas que identifica. Ambos aspectos ocurren cuando intentamos utilizar el concepto de partido político de Sartori en nuestro contexto. El autor precisa este concepto como “cualquier grupo político identificado con una etiqueta oficial que presenta a las elecciones y puede sacar en elecciones (libres o no) candidatos a cargos públicos” (Sartori, 1987, p. 91). Así definido, el concepto es vago en tanto no distingue entre el grupo y la titularidad de la etiqueta, y es ambiguo al no discriminar entre las distintas agrupaciones que utilizan membretes oficiales y compiten en el ámbito local, regional y nacional. Técnicamente, convierte a los grupos locales en partidos y no permite asir a los jugadores locales y regionales, distinguirlos ni apreciar su interacción.

Problemas similares se enfrentan al lidiar con términos como facción, red u organización que compite por votos, que aparecen en la literatura sobre partidos en Colombia; solo uno identifica la finalidad del hacer de la entidad en sentido estricto, pero es sumamente ambigua al incluir (en la práctica) a todo aquel que se presenta a elecciones. Por su parte, la facción, término referido en detalle en la siguiente sección de este escrito, remite a un grupo que existe al interior de un partido o previo a él; su aplicabilidad resulta problemático en un contexto en el que los grupos en las arenas locales y regionales cambian de membrete con facilidad. Por otro lado, la red califica la naturaleza de los vínculos al sugerir una relativa horizontalidad, la existencia de múltiples puntos de encuentro posibles entre los miembros y la probable renovación continua de sus formas de articulación, que parece generosa para describir a los sucesores del gamonalismo regional. Al respecto, Sartori (2011) propone una serie de 10 reglas para la construcción de conceptos¹ , las cuales además de advertir sobre el peligro que supone la sinonimia y la creación de palabras¹⁷, indican que la clasificación es la técnica del tratamiento lógico de los conceptos. De esta forma, la clasificación vertical “por género y diferencia”, es considerada por el autor como la más potente en tanto sus reglas lógicas garantizan un alto poder discriminante y un elevado valor denotativo, pues asegura que al clasificar, cada clase que está abajo incluirá todas las propiedades de las que están arriba y una más. Es decir, siguiendo el modelo taxonómico usado en biología, Sartori propone una clasificación jerarquizada y sistemática para organizar los conceptos; la clase que está abajo no solo incluye a los objetos que hacen parte de la clase superior, sino que esencialmente es una subclase de esta, definida por un atributo distintivo. Así, el conjunto de conceptos se organiza en lo que el autor denomina escala de abstracción. Según lo anterior, en el nivel más alto se encontrarían lo que Sartori llama universales empíricos, categorías a las que solo pedimos una identificación a contrario, como en el caso del concepto de organización, que remite casi a cualquier cosa distinta a un agregado de personas. En un nivel inferior se encontrarían las organizaciones políticas (que buscan incidir en el establecimiento de normas en un sistema político) y más abajo aquellas que compiten por votos en elecciones, claramente distinguidas de otras organizaciones políticas como los grupos de presión o los movimientos sociales.

Entre las organizaciones que compiten por votos podrían distinguirse los partidos por la titularidad de un membrete de las organizaciones que han de proveerse uno, y de aquellas, al menos para el caso colombiano, que compiten sin necesitarlo. Ante este panorama, propongo usar el término facción (sin las cortapisas que le imputa Sartori, a las que me refiero en breve) para nombrar a las segundas y acoger la denominación legal para las terceras: Grupos Significativos de Ciudadanos. Siguiendo a Duverger (1990), los partidos podrían distinguirse por su configuración estructural, y las facciones en función de si su locus de poder (el lugar desde donde se coordina la acción) se encuentra en el nivel municipal, regional o nacional. Cabe mencionar que Sartori advierte sobre el riesgo de ser demasiado exhaustivos en la selección de atributos al establecer las clases. Dada su utilidad, nuestros conceptos no pueden pretender agotar las propiedades del referente, por lo cual es recomendable distinguir las propiedades definitorias (usadas para establecer clases) de las propiedades variables (cuya varianza se examina en un conjunto de miembros de una clase y deben tratarse como hipótesis) (Sartori, 2011, capítulo 4, sección 5.11, párrafo 1). Aunque nuestra propuesta no es muy innovadora, es adecuada en tanto incluye suficientes categorías para identificar los referentes y sus límites; y parsimoniosa, en tanto excluye propiedades accesorias entre las necesarias. Siguiendo con lo anterior, las reglas para la construcción de conceptos incluyen un aspecto adicional: un procedimiento para subir y bajar por la escala de abstracción, cuya explicación exige que revisemos los conceptos de denotación y connotación. Por un lado, la denotación (o extensión) es la clase de objetos a las que se aplica un concepto, mientras que la connotación (la intensión) es el conjunto de propiedades que lo constituyen (Sartori, 2015, p. 79). Una definición habitual dirá así: la extensión de una palabra es la clase de cosas a las cuales se aplica dicha palabra; la intensión de una palabra es el conjunto de propiedades que determinan las cosas a las cuales es aplicable esa palabra (Sartori, 2011, capítulo 1, sección 2, párrafo 6).

Tabla 1

Ejercicio de aproximación a la conceptualización de las entidades que Compiten por Votos.

Organizaciones Organizaciones políticas Organizaciones que compiten por votos … Partidos

Facciones GSC

De masas

Cartel



Locales Con proyección nacional

Fuente: elaboración propia. El autor usa el ejemplo del término mesa para distinguir su extensión (la clase de objetos que identifica) de su intensión (lo que el objeto ha de tener para poder ser considerado una mesa). Si reduzco el número de propiedades, es decir la intensión del concepto (sugiero, por ejemplo, que mesa es cualquier superficie plana soportada por patas), aumenta la amplitud de la clase; por el contrario, si aumento las propiedades (al sugerir que solo las superficies soportadas por cuatro patas constituirán una mesa), la extensión se reduce. Es decir, la extensión (denotación) y la intensión (connotación) de un concepto están en relación inversa (Sartori, 2015, p. 79). En efecto, al estar construida a partir de un principio de clasificación por género y diferencia, nuestra escala permite este tipo de desplazamientos: al aumentar las propiedades se desciende hasta los conceptos más directamente referidos al mundo empírico, mientras que al reducirlas se asciende en pos de un universal empírico. Para finalizar, conviene señalar que el autor reconoce en las taxonomías no solo un fin explicativo, sino también cartográfico; “aun si al usarla para desenmarañar lo real logramos identificar un caso mixto, una excepción, estaremos ante un logro nada despreciable” (Sartori, 1987, p. 341). El autor es, después de todo, pragmático.

Interés e ideología ¿Cómo lidiar con el nivel subnacional?

Volviendo sobre el concepto de partido político propuesto por Sartori y reflexionando sobre las posibilidades y límites de su uso en el estudio del sistema de partidos en el nivel subnacional, en primer lugar, interesa exponer cómo la diferencia entre facción y partido, presente como principio del concepto, no distingue entidades en función de la naturaleza de su agencia (como lo pretende), sino que lo hace a partir de la distinción entre la parte y el todo. Desde ahí, intento reseñar las dificultades presentes para convertir la distinción entre principio e interés en el fundamento de una clasificación de las facciones, explorando algunas ideas sobre cómo podría hacerse en la investigación del caso colombiano. Finalmente, se presentan las consideraciones sobre los tres casos anómalos en los que las facciones son más importantes que los partidos; a partir

del análisis de estos casos, Sartori propone el concepto de sistemas de partidos de dos niveles como recurso para sortear (no resolver) la anomalía, recurso que nos interesa por su aparente utilidad para analizar la interacción entre organizaciones que compiten por votos en Colombia, bien pudiendo ser un sustituto del recurso heurístico de las arenas que utilizamos para distinguirlas al caracterizar la competencia electoral en el Valle.

La clasificación de las facciones

Sartori elabora su concepto de partido siguiendo las reglas para la construcción de definiciones que se reseñaron en la sección anterior. Así, comienza por reconstruir la raíz etimológica y la historia intelectual del concepto, para después pasar al análisis textual de fuentes relevantes. Su pesquisa le conduce a la oposición entre partidos y facciones de Burke, quien es el primero en proponer una definición basada en el principio de género y diferencia, distinguiendo al partido de su opuesto: la facción. Al respecto, la distinción propuesta por Hume entre interés y principios soporta esta definición que identifica al partido como “un cuerpo de hombres unidos para promover, mediante su labor conjunta, el interés nacional sobre la base de algún principio particular acerca del cual todos están de acuerdo” (Sartori, 1987, p. 28). Aun cuando el concepto identifica un agente (un cuerpo de hombres), tiene una limitada capacidad denotativa y, por ende, es un mal contenedor de datos. De esta forma, la existencia de un partido dependería tanto de su adscripción a la defensa del interés nacional en virtud de un principio, como de la existencia de un consenso en torno al mismo. La ideología, como reconoce Sartori (1987), es un referente muy mal definido (p. 144), por lo cual utilizar la distinción de Hume entre interés y principios dota al concepto de una carga prescriptiva y dificulta su operacionalización. Para Sartori, definir supone distinguir los no partidos (grupos de presión, movimientos y otros actores políticos) así como las facciones¹⁸, de forma que al definir al partido como “cualquier grupo político identificado con una etiqueta oficial que presenta a las elecciones y puede sacar en elecciones (libres o no) candidatos a cargos públicos” (Sartori, 1987, p. 91), el autor pretende cumplir

con dicha distinción y excluir a “los partidos que no son más que etiquetas”. Según esto, para Sartori los partidos políticos cumplen una función expresiva, pues ante la afirmación (discutible) de representar a sus votantes antes que a sus miembros, se descarta la función representativa como su rasgo distintivo. Se trata entonces de instrumentos para expresar exigencias respaldadas por una presión (los votos), que busca garantizar que las preferencias se traduzcan en política pública. A esta función la denomina canalización; sin embargo, no se incluye en la definición, por lo que se ha de tratar como propiedad contingente o accesoria, como hipótesis. Por otro lado, el autor utiliza el término “grupo” sin definirlo e insiste en su interés por “sustituir el requisito de organización […] por el requisito de que el grupo sea lo suficientemente eficaz o coherente (aunque solo sea de modo espontáneo), elección tras elección, para lograr que algunos de sus candidatos sean elegidos” (Sartori, 1987, p. 93). Vista desde nuestra búsqueda de un concepto útil para distinguir las entidades que compiten por votos en un escenario hiperfragmentado, eficacia (capacidad de elegir) y coherencia (uso de un membrete) resultan poco útiles; así, la multiplicación de cargos de elección en el nivel subnacional diluye el valor denotativo del requisito de “lograr elegir”, mientras que el uso que las organizaciones hacen de los membretes, su disponibilidad y la posibilidad de utilizarlos y desecharlos a conveniencia dificulta su uso como indicador de coherencia o, en últimas, algún grado de “consenso”. “Las definiciones mínimas solo intentan precisar qué se incluye o excluye en una clase. No expresan la función y no tienen capacidad predictiva o explicativa” (Sartori, 1987, pp. 87-88). Según lo anterior, el autor construye un concepto que, a su juicio, logra distinguir el partido de la facción, sin proponer un límite explícito entre interés e ideología; ante esto, la diferencia estribaría en que “la facción puede proponer candidatos, pero es el partido el que los elige” (p. 92). Así, en la práctica, el autor define la facción como entidad que habita al interior de un partido; pese a que la distinción entre interés y principios continúe aupando su esfuerzo clasificador, es la distinción entre la unidad y sus partes la que distingue al partido de la facción. Aunque Sartori (1987) señala que “si no nos enfrentamos con la anatomía de los partidos, nuestra comprensión de la política tropezará con un obstáculo que representa el dejar de lado una variable importante” (p. 102), la distinción planteada permite evitar el hecho de considerar la organización como rasgo

distintivo de los partidos, evadiendo mirar al interior de los grupos. De esta forma, el partido es imaginado como un sistema de partidos en miniatura, con su estructura de autoridad y procesos para elegir representantes y resolver conflictos, e integrado por facciones. Sin embargo, Sartori no abandona la distinción entre interés y principio, pero la remite al nivel de las subunidades de los partidos y la intenta convertir (sin éxito) en principio de una clasificación, primer paso de conceptualización. El autor considera riesgoso conservar el término facción para denominar a estos subgrupos en razón a la carga normativa que porta, pero reconoce su uso más o menos generalizado en Estados Unidos¹ ; por tal razón, propone el término fracción, que reconoce como una pobre etiqueta para distinguir aquellas subunidades partidistas alentadas por un principio de aquellas que solo encarnan ambiciones individuales. Este intento por operacionalizar la distinción entre interés y principio para exponer la composición de los partidos es complicado, pues reconoce que estos deben concebirse como amalgamas de facciones y fracciones. Entre subgrupo, subunidad, facción y fracción su prosa llega por momentos a transgredir el requisito de precisión conceptual de su ciencia empírica. Sartori propone entonces cuatro dimensiones para explorar “la anatomía de los subpartidos” (Sartori, 1987, p. 103), y distinguir entre facciones y fracciones; de todas, la dimensión de organización parece la más consistente y aplicable en nuestro contexto, pues se demanda a la investigación precisar el nivel de autonomía de la parte respecto al partido. ¿Tienen o no las subunidades una red propia de lealtades, sus propias fuentes de recursos y medios de expresión? El grado de autonomía del subgrupo definirá cuál es la unidad de análisis pertinente para el investigador² ; aunque un ejercicio riguroso podría distinguir entre la autonomía relativa de facciones y fracciones en los distintos partidos, los altísimos niveles de autonomía que atribuimos a organizaciones locales en nuestros trabajos sobre el Valle del Cauca, sugieren que su aplicación podría ser más limitada de lo deseable. Si la gran mayoría de los grupos locales se desplazan con facilidad entre membretes, la dimensión se torna irrelevante. Las dimensiones ideológicas y de izquierda-derecha hacen dudar incluso a Sartori (1987), que recomienda utilizarlas solo en forma residual, pues tratar de distinguirlas por su posición en el eje izquierda-derecha resultaría un ejercicio poco provechoso y proclive a la manipulación, mientras hacerlo en función de su nivel de pragmatismo-fanatismo puede conducir a imputar a la agencia, lo que

en realidad es consecuencia de un estado de ánimo pasajero o factores culturales profundos que el investigador no controla. Finalmente, el autor se ocupa de la motivación, dimensión en la que reedita su distinción entre facciones por interés y fracciones por principios. La indefinición del referente (“el desinterés de los miembros de las fracciones”) le motiva a advertir que “la principal dificultad de esta dimensión es el camuflaje” (Sartori, 1987, p. 105), y a sugerir que la única forma de construir una definición operativa de esta distinción es distorsionando drásticamente su connotación. De esta forma, el autor hace una breve revisión de fuentes relevantes sobre los estudios tempranos del clientelismo²¹ y concluye que “ser un grupo de clientela” o “tener una base de clientela” (p. 107), sirve como indicador del desinterés; sin embargo, reconoce que, aunque el cuerpo de estudios es prometedor, le resulta difícil desentrañarlo para sus fines. En la práctica, el corpus literario relevante sobre el clientelismo ha seguido creciendo y a la fecha se han puesto en cuestión supuestos clave en el argumento de Sartori como la naturaleza de la asimetría entre patrones y clientes, las oportunidades expresivas del clientelismo o la naturaleza de los intercambios. Así, por ejemplo, distintos autores reconocen una disminución en la asimetría (Piattoni, 2001; Cornelius, 1977; Stokes et al., 2013; Muñoz, 2014), lo que sería el resultado de transformaciones que se evidencian en los más diversos sistemas políticos. Además, para autores como Kitschelt y Wilkinson (2007), el cambio convierte el clientelismo en un tipo de relación principal-agente en el que existe rendición de cuentas; el empoderamiento del cliente no solo convierte el vínculo en un intercambio entre maximizadores racionales, sino que le confiere legitimidad al clientelismo como mecanismo para el trámite de demandas en los más diversos contextos. Investigaciones recientes, que comparan además la morfología de las organizaciones (Szwarcberg, 2013; Stokes et al.; 2013; Álvarez, 2012; Chandra, como se citó en Kitschelt y Wilkinson, 2007), reconocen que la asimetría de información en favor del cliente sobre las intenciones reales de voto es lo que explica el surgimiento de “las estructuras”, que serían mecanismos para el monitoreo de los votantes. Sin embargo, autores como Muñoz (2014), insisten en que en escenarios donde no existen estructuras partidistas resulta imposible construir organizaciones que monitoreen el sentido del voto de los electores, siendo contextos donde emerge un clientelismo sin estructura y en el que los patrones están condenados a convivir con altos niveles de incertidumbre y

escaza información, monitoreando apenas la asistencia a reuniones o a las urnas. Por su parte, Auyero (1999; 2000; 2001; 2004) y Auyero, Lapenga, y Page; 2009), han insistido en que el puro intercambio no pasa de ser una ficción y propone entender el clientelismo como un mecanismo sociocultural, cuyo estudio implica explicar las disposiciones y representaciones que lo sustentan, y a través de las que, siguiendo a Bourdieu, el sustrato estructural del orden social es actualizado. Así, la distinción entre el análisis del entramado estructural de relaciones (sentido objetivo de las prácticas) y el análisis de las experiencias (propósitos subjetivos) supone un reto para las investigaciones que traten de apurar sus categorías, pues en la literatura especializada parecieran diluirse los límites entre organizaciones clientelistas y aquellas que no lo son. Ya Sartori reconocía que, pese a su intento cartográfico, el estudio de las organizaciones es incipiente y que sus criterios de clasificación distaban de ser exhaustivos; incluso, propone dos distinciones alternativas (entre fracciones personalistas y de coalición confederativa; y entre grupos de apoyo, veto y de política) que apenas esboza. Parece renunciar a su aspiración taxonómica en tanto los límites entre las clases no son excluyentes y no se intentan definir por el principio de género y diferencia. De vuelta a su propósito de distinguir fracciones de principio y facciones de interés, Sartori propone un instrumento para verificar la existencia de acuerdos sobre los principios, a través de indicadores derivados que pudieran o no acreditarla indirectamente. Entre estos, señala la longevidad de la organización (a mayor duración, mayores posibilidades de que exista un consenso ideológico), su alcance territorial (a mayor alcance, menor posibilidad de que se trate de un grupo de interés) o la prevalencia de los principios sobre la táctica en la toma de decisiones estratégicas (la prevalencia de malas decisiones en virtud de un principio o el número de veces que los dirigentes han cambiado de posición) (Sartori, 1987, p. 144). No obstante, las soluciones vuelven una y otra vez a resultar poco satisfactorias. Pese a las dificultades, el propósito que anima el esfuerzo del autor por construir una clasificación de facciones y fracciones es claramente pertinente para el estudio del nivel subnacional en sistemas de partidos hiperfragmentados. Si se reconoce que facciones y fracciones son un tipo de organización que convive con los partidos antes que una subunidad de los mismos, podría ser relevante caracterizarlas en función de sus estrategias de cooperación, de sus alianzas; es claro que estas últimas tienen funciones prácticas y son importantes en la

reproducción de las organizaciones, pues contribuyen a la conservación y expansión de su capital material y simbólico. Desde el punto de vista de los agentes, la cooperación (la construcción y destrucción de alianzas) supone la toma de decisiones, la elección de aquellas alianzas posibles y viables del universo de alianzas concebibles en un momento y situación determinada, escogencia que procede a partir de un operador de selección producido en la práctica gracias a la aplicación de taxonomías al universo de elecciones disponibles. La cooperación y las elecciones tendientes a la construcción de una alianza electoral, no se resuelven por referencia a una regla. Algunas de ellas como el parentesco o la localía, a las que autores como Ocampo (2014) asignan un papel fundamental en la organización de la cooperación, son representaciones que cumplen justamente este propósito²². Tampoco debe reducirse la interacción a un cálculo estratégico en el que el agente tiene libertad para proponer alianzas en virtud del costo-beneficio, pues no cualquier alianza puede proponerse, sino solo aquellas útiles para las necesidades prácticas. Así pues, la cooperación es improvisación regulada que no puede reducirse a condiciones de la situación, al estado de la competencia en las arenas o a la aplicación de una regla explícita en el testimonio del agente, sino que se explican al relacionarlas; por ejemplo, los actores del nivel local experimentan como dilema el establecimiento de alianzas que les permitan acceder a recursos y escenarios de decisión reservados a actores con credencial de congresista, lo que en los testimonios se define como el dilema de armar una escalera. Los políticos con proyección nacional son un activo no insustituible para sus aspiraciones y en las entrevistas se los describe como proveedores de bienes y servicios de distinto tipo. Una base de datos que permitiera evaluar la permanencia de las alianzas de las organizaciones dominantes en los 42 municipios del departamento (las que se disputan la alcaldía), podría ser usada junto a un inventario actualizado de las organizaciones que compiten por una curul en el congreso (los jugadores de la arena regional), como indicador de motivación (estabilidad de las alianzas durante un período a determinar), autonomía (cuenta o no el aliado con una base local de apoyo) o pragmatismo (se trabaja con un aliado a cámara o senado o con aliados distintos). El ejercicio es sin duda preliminar, pero ofrece alternativas para continuar el esfuerzo cartográfico que Sartori intentó.

La interacción entre facciones

Si bien al autor no le interesa caracterizar la interacción faccional, sí le motiva contener su multiplicación, por lo que formula algunas hipótesis sobre las causas subyacentes de su proliferación. Así, sugiere que la cohesión de un partido está en función directa del grado de competencia (Sartori, 1987, p. 119), tesis retomada por Ana María Bejarano (2011) y sugerida por Francisco Gutiérrez (2007) para explicar la descomposición de los partidos tradicionales en Colombia durante el Frente Nacional, pues el bloqueo pactado habría trasladado la competencia al interior de los partidos. Pese a tan acucioso precedente, Sartori es poco optimista sobre la posibilidad de convertir su conjetura en generalización. Su análisis comparado de los casos de Estados Unidos, Italia y Japón, países con una intensa vitalidad de facciones y fracciones, le lleva a concluir que “en esta fase de nuestra ignorancia tiene poco sentido tratar de reafirmar la relación entre la competitividad del sistema y la fraccionalización de los partidos” (Sartori, 1987, 120), lo cual podría explicarse por una multitud de otros rasgos no expuestos. Los casos de Japón e Italia le contrarían. En el primero, la primacía de la facción sobre el partido es constitutiva y son asociaciones de facciones las que compiten en las elecciones locales, pero el partido es altamente disciplinado; mientras que en Italia la competencia es feroz entre facciones, que se disputan el control de las secciones de los principales partidos y son muy poco proclives a cooperar. Por su parte, en Estados Unidos la enorme autonomía de las facciones en algunos estados, motiva a plantear como posibilidad la existencia de un sistema de partidos dual. De esta forma, en su intento por explicar la proliferación de facciones, Sartori señala que “por el momento no podemos menos de reconocer la derrota, [por lo que] parece que nos queda el tipo habitual de explicación histórica excepcional” (Sartori, 1987, p. 129). Ahora bien, las facciones son criaturas de partido, por lo que el autor vuelca su atención a las instituciones internas de las organizaciones que los contienen. Su intención de explicar su lógica queda, a mi juicio, atrapado en la imprecisión denotativa que se deriva de la distinción que propone entre facción y partido, y entre interés y principio; su argumentación, incluso su prosa, se tornan difíciles.

Si bien Sartori (1987), señala que al nivel de los subpartidos “la política es invisible” (p. 135), reconoce que la distinción entre política visible e invisible puede ser artificial, demasiado a la medida para sus fines (p. 145). No gira en torno a las preocupaciones del electorado (lo que claramente es de poca utilidad para pensar el caso colombiano) y no está reglada, en tanto los estatutos de los partidos nunca se cumplen; “es política pura, más sencilla y más auténtica” (p. 134) y se explica por menos variables: en últimas, el sistema electoral interno, lo que justifica su invitación al establecimiento de umbrales para prevenir la proliferación faccional. Así, al final de su expedición al mundo de las facciones cita a Duverger (1990) para exponer las dificultades de su argumento: “una teoría general de los partidos requiere una información preliminar que, a su vez, no aparece en tanto que no exista una teoría general” (p. 9); “el nivel de análisis sub partido debe enfrentarse con ese círculo vicioso y salir de él, como sea” (Sartori, 1987, p. 148).

Un sistema de partidos sin partidos

La frase con la que Levitsky (2016) intenta describir el sistema de partidos peruano transgrede la armazón teórica de Sartori, pues sin partidos, como ocurre en América Latina en la década de los 70 (Sartori, 1987, p. 99), no podría haber sistemas de partidos. El autor construye una teoría del funcionamiento (la mecánica de la competencia) en los sistemas pluralistas, que le interesa distinguir de aquella que tiene lugar en esos otros sistemas de partidos donde las limitaciones a la competencia hacen inaplicable su modelo²³; pero, sobre todo, le interesa distinguir esos sistemas políticos de aquellos donde no existen sistemas de partidos. Estos últimos se clasifican en tres clases: de partido único, comunidades fluidas y pluralismos atomizados. Al exponer las consideraciones del autor sobre las características de estos sistemas y la interacción entre sus entidades constitutivas, no solo quiero evidenciar las dificultades que supone trabajar con su instrumental, sino sobre todo identificar hipótesis que se puedan utilizar para exponer, así sea por contraste, la mecánica de la competencia en sistemas hiperfragmentados. Procedemos con cautela, una vez que el mismo autor reconoce que en su libro sobre los sistemas de partido, “el esquema estructural funcionalista no está puesto [enteramente] en evidencia”, pues “el tema funcionalista se desarrollaría en el segundo tomo”, cuyo manuscrito fue robado y nunca reescribió (Sartori,

2011, Apéndice, pie de página número 10). Así, pretendemos reconstruir su caracterización de las anomalías²⁴ para distinguir los factores que a su juicio mantienen en equilibrio a estos sistemas²⁵. Sartori distingue entonces el “Estado de Partido Único” como aquel donde no existe competencia de los dirigentes por ganarse a los electores, lo cual tiene consecuencias funcionales en tanto los partidos dejan de cumplir su función expresiva fundamental, es decir, deja de existir canalización (transmisión de exigencias respaldadas por una presión). Por el contrario, la canalización existe en sistemas de partido hegemónico y de partido dominante, donde la competencia subsiste pese a hallarse seriamente limitada. En el primer caso, los partidos secundarios son solo fachadas vacías, pues no existe alternación y no les permite competir en condiciones equitativas; mientras en el sistema de partido predominante, caracterizado por la existencia de una pauta pluralista subcompetitiva, existe un mercado. Aunque pareciera que ambos tipos son de escaso interés para explicar la interacción entre la multitud de agentes que conviven en sistemas hiperfragmentados, lo cierto es que sus rasgos son interesantes para la caracterización de la arena local. Como se mencionó antes, al caracterizar la competencia política en 16 municipios del norte del Valle del Cauca durante las pasadas elecciones locales y las últimas tres elecciones legislativas, resultó evidente que quienes compiten son organizaciones de alcance municipal; además, al construir caracterizaciones de las organizaciones en competencia por los cargos de elección popular, resultó evidente que bajo los membretes partidistas existía un número importante de organizaciones en competencia. Así, descubrimos que en 12 de 16 municipios existían hegemonías de grupos locales que compitieron con membretes distintos en las últimas tres elecciones, situaciones en las que los competidores surgían de la descomposición de una facción dominante. En solo cuatro municipios existían sistemas competitivos, en los que facciones más establecidas se enfrentaban en más de una elección, pudiendo, sin embargo, cambiar de membrete de una justa a otra. La diferencia entre competencia y competitividad, principio que distingue los dos tipos de sistemas subcompetitivos que analiza Sartori, resulta útil para la caracterización de las dinámicas de la competencia local, pues tiene que ver con la estructura de las reglas de juego, formales e informales, y la posibilidad real de que existan competidores. La competitividad es un estado concreto del juego. En un sistema hegemónico no hay competencia, mientras en un sistema de

partido predominante la competitividad es subóptima. Ahora bien, en este esfuerzo por desarmar el argumento de Sartori para dar con herramientas útiles para el estudio de los sistemas hiperfragmentados, nos interesan especialmente sus esfuerzos por exponer el funcionamiento de los sistemas en los que sus preceptos son inocuos; aquellos cuya configuración impedía la emergencia de un sistema pluralista competitivo: el pluralismo atomizado y las comunidades políticas fluidas. Debemos entender que, en la visión estructural funcionalista del problema, el sistema de partidos existe como requisito estructural del sistema político y, por tanto, como uno de sus subsistemas (Sartori, 1987, p. 50). Así, el sistema de partidos es un conjunto ordenado de interacciones, resultado de la competencia entre partidos y cuyo orden remite simultáneamente a la interdependencia de sus partes y la autonomía del sistema; a la forma como se emparentan, como cada uno es función de los demás y reacciona a estos. La consolidación estructural de un sistema de partidos es el término que permite a Sartori distinguir los lugares donde es válido aplicar su teoría de aquellos que han de ser tratados como anacronismos o estadios previos al advenimiento del pluralismo. De esta forma, la consolidación estructural de un sistema de partidos supone no solo la autonomía y diferenciación del sistema de partidos frente a otros subsistemas, sino además la centralidad del sistema en los procesos de formulación y adjudicación de normas en una sociedad y el efectivo cumplimiento de su función canalizadora, tres requisitos distintos para un sistema de partidos estructuralmente consolidado. Por su parte, Sartori cree que en el pluralismo polarizado y las comunidades fluidas el proceso político está muy indiferenciado y difuso, pues se trata de estadios de desarrollo que preceden a la consolidación estructural. El indicador utilizado es la existencia o no de partidos de masas, prerrequisito para la congelación de clivajes (Sartori, 1987, p. 291) y, en últimas, el arraigo de la ideología (p. 295); por ejemplo, Suramérica tendría estados formados (diferenciados y con estabilidad de interacciones) pero sus sistemas de partidos raramente habrían logrado la consolidación estructural. Así, el pluralismo polarizado es un tipo cuya caracterización pareciera sugerir su valía para el estudio del caso colombiano. Sartori (1987) insiste en que equivale a una situación en la que “los partidos son etiquetas, coaliciones flexibles de notables que tienden a disolverse entre elecciones” (p. 334). Se trataría de un anacronismo y el autor omite exponer con algo de detalle su dinámica, la lógica

del equilibrio y su mecánica. Su marco conceptual se nos revela además difícil de utilizar en tanto impide concebir que convivan atomización y faccionalismo. Los sistemas atomizados no tendrían facciones ni fracciones que, de existir, supondrían partidos y por lo tanto sistemas no atomizados donde las entidades que compiten por votos perduran entre elecciones. Ante esto, Sartori renuncia a intentar caracterizar las unidades que compiten por votos en los sistemas atomizados, a las que se limita a nombrar como “coaliciones flexibles de notables”. Por otro lado, las comunidades políticas fluidas son más interesantes, pues Sartori enfrenta el reto de pensar cómo construir categorías útiles para analizarlas, ¿cómo aprender lo informe? Si bien utiliza principalmente datos de sistemas políticos africanos, hace recurrentes alusiones a este continente. Al igual que en los sistemas atomizados, no se organizan partidos, sino grupos de notables, por lo cual las sociedades aún no requieren la canalización partidista y el número de organizaciones o la ideología no son relevantes para entender la mecánica en las fases previas a la consolidación estructural. Cabe señalar que Sartori es consciente del riesgo de estirar conceptos para intentar nombrar a entidades que distan de parecer partidos políticos, e insiste en el error que supone reconocer como tales a todos los que así se consideren; sin embargo, su alternativa riñe con los principios epistemológicos de su teoría. Sugiere entonces al investigador buscar sincronismos históricos o categorías adaptables en las fases iniciales de la evolución de los partidos en occidente (Sartori, 1987), proponiendo la construcción de conceptos que funcionen como categorías residuales (entendidas como una denominación transitoria), para ubicarlos al lado en las tablas que exponen las clases y subclases de las taxonomías científicas. Adicionalmente, sugiere utilizar prefijos como “cuasi” para nombrar a las entidades identificadas (p. 307); por lo tanto, hablaríamos de cuasi partidos antes que partidos (y cuasi facciones antes que facciones), así como de situaciones polipartidistas antes que sistemas de partidos o sistemas multipartidistas. En la práctica, los conceptos serían malos contendores de datos para estudiar la interacción entre las unidades constitutivas de estas comunidades políticas, fueran o no entidades de corta vida; bien podría decirse que sus categorías residuales funcionan como salvaguarda que evita poner a prueba sus hipótesis; sin embargo, resultaría interesante abrir el concepto de consolidación estructural

para pensar la función de los partidos a partir de las prácticas concretas de las organizaciones que compiten por votos en escenarios hiperfragmentados. Esto supone preguntarnos por la posibilidad de pensar la función de gobierno en los sistemas políticos del nivel subnacional y la probabilidad de desarrollar sistemas subnacionales de partidos; la diferencia entre uno y otro no se había hecho evidente y es el texto de Sartori el que la evoca. Además, supone pensar la posibilidad de canalización en el nivel local, posibilidad a la que el autor abre la puerta al caso de Estados Unidos: la oportunidad de operacionalizar el concepto de sistema de partidos de varios niveles es una sugerencia explícita, que insiste en que “la política no partidista es algo real y que va en aumento a nivel municipal y no cabe duda de que merece especial atención” (Sartori, 1987, p. 118, pie de página 34). Igual sucede con el concepto de polipartidismo, que exige al investigador caracterizar no solo la competencia sino, sobre todo, las entidades en competencia. Sin duda los prefijos son problemáticos, pero advierten sobre el peligro de estirar un concepto hasta vaciarlo de su contenido denotativo.

Conclusiones preliminares

Giovanni Sartori escribió que el momento en que surgió la ciencia política explica buena parte de las dificultades que encuentra la disciplina para dotarse de definiciones estables y buenos contenedores de datos. A su llegada al mundo, 150 años después de la economía, “se topó con los paradigmas y las revoluciones científicas de Kuhn, entrando alegremente en el excitante, pero a fin de cuentas vacuo, torbellino de las revoluciones continuas, en busca de nuevos modelos, paradigmas o enfoques” (Sartori, 2011, capítulo VII, sección 3, párrafo 3). Su insistencia en la necesidad de definiciones denotativas con fuerte poder discriminador y algún nivel de estandarización, resulta relevante para afrontar el reto de caracterizar sistemas partidistas como el colombiano, que experimentan procesos de intensa descomposición o fragmentación. A medida que se acumulan las disertaciones monográficas que caracterizan la interacción entre las unidades que compiten en el nivel subnacional, resulta importante comenzar a enfrentarlas y producir análisis comparados.

Así, las clasificaciones basadas en el principio de la identidad y la diferencia permiten elaborar un inventario tentativo de los tipos de organizaciones que compiten por votos; aunque no haya en este texto una propuesta definitiva, se buscó precisar los derroteros generales del proyecto por desarrollar y avanzar una taxonomía preliminar. La lectura de Sartori previene entonces sobre los riesgos de la invención de palabras y términos, así como de las definiciones negativas y el estiramiento de los conceptos, pero además demanda que nombremos las entidades que estudiamos. Este capítulo, además, enfatiza en la necesidad de considerar las consecuencias de la unidad de análisis escogida para investigar los sistemas de partidos. La autonomía de los operadores locales exige sopesar la conveniencia de reconocer al sistema de partidos una estructura de varios niveles; no basta con anunciar la dilución de los partidos si no diseñamos las herramientas conceptuales para analizar la mecánica y la interacción entre las organizaciones que compiten por votos. No es un asunto de medir sin pausa la fragmentación, sino de definir a los actores y caracterizar su interacción. Por su parte, Sartori diseñó una teoría para explicar la mecánica en sistemas de partidos pluralistas con partidos de masas, hoy en extinción. Los a veces tortuosos andares de su teoría por los contextos menos favorables (el mundo de las facciones y las fracciones, las comunidades políticas fluidas y los sistemas atomizados) le permitieron anticipar problemas de conceptualización y sugerir soluciones a las que no se ha prestado mucha atención. Finalmente, debo decir que este texto deja de lado tres discusiones del autor que ocupan cada una un lugar en su libro sobre partidos y sistema de partidos: su debate con Gabriel Almond sobre el objeto de análisis en el estudio de los sistemas políticos; su diálogo con Douglas Rae sobre la forma de contar las organizaciones relevantes en los sistemas de partido; y su participación en el debate sobre la forma de operacionalizar la teoría del comportamiento electoral de Anthony Downs (debate pertinente para pensar la hiperfragmentación en Colombia). Por otro lado, Gutiérrez Sanín (2007) demostró que, en realidad, en el mismo fenómeno era posible identificar al menos tres situaciones distintas de fragmentación, una de estas asociada a la transición que experimentó el país tras la promulgación de la Constitución del 91, relacionada con la politización de las diferencias y expresada en el aumento exponencial de los movimientos alternativos durante las últimas tres décadas. Parte de la fragmentación se explicaría por la multiplicación de las diferencias que se politizan, por el aumento en los ejes de contestación que los partidos y los buscadores de votos

tratan de “canalizar”. Sartori polemiza con la crítica que se ha hecho a Downs por, supuestamente, reducir el conflicto político en su modelo al eje izquierda-derecha; por lo tanto, discute en qué medida conviene o no suponer la multidimensional de los ejes de contestación política y, más importante aún, se pregunta en qué momentos la simplificación downsiana puede ser un recurso valioso para el investigador. A su juicio, la multidimensionalidad depende de la existencia de al menos dos partidos que compitan y, al hacerlo, establezcan un eje de contestación diferente e incluso, en estos casos, puede ser más realista suponer el predominio de una dimensión cuando las sociedades experimentan “recalientamientos ideológicos” (Sartori, 1987, p. 400); el partido como prerrequisito de la ideología.

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Szwarcberg, M. (2013). The microfundations of Political Clientelism. Lessons from the Argentine Case. Latin American Research review, 48(2), pp.-pp. 32 – 54. 6 Cabe destacar tres textos en la literatura reciente sobre los sistemas de partidos en América Latina que suscriben esta tesis; todos ellos cuestionan, a su manera, lo que Levitsky denomina como una tradición académica europea que presume que los clivajes se hallan anclados en distinciones sociales que preexisten a los partidos. En el texto de Levitsky et al. (2016), se insiste en que la descomposición partidista está ligada a los efectos de las dos transiciones (a la democracia y al modelo neoliberal) que experimentó la región durante los años 80 y 90 del siglo XX. Por su parte, Mainwaring (2018), si bien no intenta explicar a partir de una causa común las distintas trayectorias de la institucionalización partidista en la región, sí señala que los sistemas de partidos surgidos de la tercera ola son frágiles, porque surgieron muy tarde para desarrollar el tipo de organizaciones partidistas de masas cuyas prácticas permitían un cierto tipo de politización de las diferencias. Por otra parte, el trabajo Hawkings et al. (2010), señala que las diferencias en el grado de Estructuración Programática Partidista (que mide la fortaleza de los vínculos programáticos en los siste- mas de partido) están determinadas por la existencia o no de procesos de industrialización y creación de Estados de bienestar a comienzos del siglo XX. 7 En la breve nota que inaugura la edición de su libro que hace el Consorcio Europeo para la Investigación Política (ECPR), Sartori (2016) emite un juicio, quizás desproporcionado, pero no menos urgente y pertinente para nuestro propósito. Insiste en que los partidos de masas con una maquinaria fuerte han desaparecido y que su capítulo dedicado a las comunidades políticas fluidas bien puede aplicarse a buena parte de los que pasa en Europa. Véase: SARTORI, Giovanni. Parties and Party Systems. ECPR Press. 2016. 8 Los distintos ejercicios de caracterización producidos por el autor en los últimos años se reseñan en la bibliografía. 9 Conviene indicar que la literatura reseñada es la que el autor cita para caracterizar su obra en el artículo autobiográfico que escribió para el texto

Daalder, H. (1997) Comparative European Politics: The Story of a Profession. Pinter. 10 Sartori considera que el saber está estructurado. La filosofía, la ciencia y la teoría constituyen tipos de mayor valor cognoscitivo que la doctrina, las opiniones y la ideología; esta última en particular, constituye un “subproducto simplificado y emotivamente desgastable de determinadas filosofías y doctrinas” (Sartori, 2015, p. 235). 11 Pero no debemos tomar literalmente este concepto de percepción, y por lo tanto de imagen perceptiva, visual, ocular. La de esta manera llamada percepción es un producto altamente elaborado del pensamiento. […] no debemos creer que esta percepción sea una especie de unión inmediata del intellectus con la res. Por el contrario, el perceptum surge en general de un control y de una inspección que se opera sobre el conceptum (Sartori, 2015, p. 37). 12 Esta distinción entre ciencia y filosofía es la piedra angular de su crítica al marxismo, que “trata de deducir la política de la filosofía” (Sartori, 2015, p. 49) y por tanto es incapaz de situar los problemas políticos en el nivel empírico. La filosofía ofrece lo que la ciencia no puede ofrecer: el fin; además, brinda una visión totalizadora del mundo basada en fundamentos últimos y legitimaciones definitivas (pp. 190- 191). Lo que no puede hacer es cumplir funciones prescriptivas, o se convierte en mera ideología y “la práctica se venga de un saber que no la gobierna” (p. 196). 13 En esto se distinguen de las ciencias naturales. La causa en ciencias sociales se presume condición necesaria, pero no suficiente, en tanto el resultado solo es probable. 14 Sartori desarrolla una interesante discusión acerca de la forma en que se satisface el requisito de neutralidad axiológica que no podemos reseñar. Véase Sartori, G. (2015). La Política. Lógica y Método en las Ciencias Sociales. Fondo de Cultura Económica. pp. 245-253. 15 El dilema de la estructura remite al problema de la construcción de confianza entre el candidato y los líderes, o intermediarios entre el político y los votantes. En realidad, se trata de la producción de un capital simbólico específico, que

califica a quien lo detente como un buen mediador y descalifica a quien no pueda apropiárselo. El dilema de la Escalera remite al establecimiento de alianzas que permitan a los operadores locales acceder a recursos y escenarios de decisión reservados a actores con credencial de congresista; en efecto, los políticos con proyección nacional son un activo no insustituible en tanto proveen bienes y servicios de distinto tipo. Ver: Sánchez, A. (2018). La Gente cree que ser jefe es fácil. Estrategia, Intercambios Clientelistas y la posibilidad de caracterizar las Organizaciones Políticas del Nivel Local. El caso de Cali. En Congreso de la Asociación Colombiana de Ciencia Política. Ponencia presentada al IV Congreso de ACCPOL, Bogotá. Véase también los ejercicios de caracterización de redes políticas desarrollados por Sánchez (2018ª; 2018b; 2018c). 16 Si bien Sartori propone las reglas en su libro “Social Science Concepts: A Systematic Analysis” de 1984, el capítulo en que las expone se transcribió en el libro Cómo Hacer Ciencia Política. Lógica, Método y lenguaje en las Ciencias Sociales (Sartori, 2011, capítulo V). 17 Sartori insiste en que se debe evitar la creación de nuevas palabras para evitar la originalidad barata y la regresión a la torre de babel y establece la “cláusula de nombrar lo innombrado” como requisito. (Sartori, fecha, Capítulo V, sección 5.12, párrafo 3). 18 El autor insiste en que las definiciones que evitan hacer de la distinción entre interés y principios el fundamento distintivo del partido, como la de Schumpeter (partido es un grupo cuyos miembros se proponen actuar concertadamente en la lucha competitiva por el poder público), Schattschneider (partido es cualquier tentativa de conseguir el poder cuya cohesión depende de la posibilidad del saqueo público) o Epstein (partido es cualquier cosa que así se denomine en las democracias occidentales), no bastan para distinguirlo de las facciones (Sartori, 1987, pp. 84-85). 19 Sartori descarta el uso de alas o corrientes, utilizados en Italia y Alemania, pero conserva el término tendencias, que reserva para los conjuntos estables de actitudes al interior de los partidos (Sartori, 1987). 20 Uruguay es destacado como un país en el que las subunidades parecerían

estar más organizadas que los partidos y donde estos serían, en últimas, confederaciones integradas por los verdaderos actores relevantes. 21 Los textos pioneros de Tarrow, Wolf, Scott, lande y Lemarchand constituyen el núcleo de la literatura que se reseña. 21 Los textos pioneros de Tarrow, Wolf, Scott, lande y Lemarchand constituyen el núcleo de la literatura que se reseña. 22 Parentesco y localía no definen los intereses o posibilidades de los agentes en mayor medida que estos definen los grupos en términos de sus intereses; pertenecen al orden de las representaciones y, siguiendo a Bourdieu (1995), los agentes siempre tienen relaciones prácticas con sus representaciones. 23 En este caso, el modelo devela la forma en que se organiza la interacción entre las unidades destacadas (la mecánica). 24 Los sistemas políticos sin sistemas de partidos no son una anomalía en estricto sentido; los sistemas pluralistas, como las sociedades pluralistas, lo son (Sartori, 1987). Me tomo la licencia de darles este carácter, en tanto interesa destacar que es allí donde su explicación de la competencia no funciona. 25 “Un sistema político cualquiera existe o subsiste en tanto encuentra una solución tal que sus partes se adhieran […] y la forma de cohesión es precisamente su solución de equilibrio” (Sartori, 2015, p. 162). El equilibrio es un modelo, un esquema que vale no solo para la mejor solución de continuidad del sistema, sino para cualquier solución.

Duverger como modelo metodológico para el estudio de los partidos políticos en el siglo XIX en Colombia

Nohra Palacios

Introducción

Los años 1848-49 aparecen en la historiografía nacional y en el imaginario de los historiadores colombianos y colombianistas como años de ruptura entre las estructuras coloniales heredadas del antiguo régimen y la construcción de la modernidad política y económica; en esa misma fecha, se identifica el nacimiento de los partidos políticos tradicionales del país: el partido Liberal y el partido Conservador. El siguiente paso hacia la modernidad política se dio cuatro años después, con la implementación del sufragio universal masculino. Esta apertura del sistema electoral y la creación oficial de los partidos políticos a partir de 1848 dan cuenta del proceso de modernidad política que se venía gestando desde inicios del siglo. La lectura de la modernidad política gestada de manera temprana es el resultado de los nuevos estudios de historia política, en los que se destacan las investigaciones de Gilberto Loaiza (2011) sobre sociabilidad, religión y política en Colombia entre 1820-1886, el trabajo de Isidro Vanegas (2015) sobre la revolución de independencia de la Nueva Granada como un proceso de innovación política, y el trabajo de Magali Carrillo (2016) sobre las dificultades y las contradicciones en la implementación del principio de la soberanía popular, afrontadas por los publicistas durante el movimiento juntista de 1810 y en los años que antecedieron la reconquista española en 1815. En oposición a estos argumentos sobre la modernidad política en América Latina en el siglo XIX y XX, se encuentran autores como Duverger (2012) y Sartori (1980), quienes, al momento de escribir sus libros sobre partidos políticos,

consideraron que las prácticas políticas de América Latina eran arcaicas o premodernas. Por una parte, para Duverger (2012), en América Latina no hay partidos políticos, sino “simples clientelas agrupadas alrededor de un personaje influyente, clanes constituidos alrededor de una familia feudal, camarillas reunidas por un jefe militar” (p. 33); así, plantea que se puede hablar de partidos políticos cuando hay una organización con estructura estable que dure en el tiempo, y cuando la naturaleza de adhesión al partido no sea de tipo clientelista. Siguiendo los planteamientos de Duverger, estos dos elementos no estarían presentes en los partidos políticos colombianos ni de la segunda mitad del siglo XIX ni en la primera mitad del siglo XX; sin embargo, trabajos desde la sociología histórica, como los de Maurice Agulhon, han demostrado que las prácticas políticas de los sectores populares franceses mutaron hacia un universo político moderno, a través de las prácticas asociativas. En este sentido, la sociabilidad política pasa a ocupar un lugar preponderante en el tránsito hacia la modernidad política, es decir, hacia la creación de partidos políticos modernos. Duverger (2012) define los partidos políticos como “una comunidad con una estructura particular” (p. 11), la cual consta de tres unidades: (a) la armazón, (b) los miembros y (c) la dirección. Estos elementos se subdividen a su vez en otros pequeños componentes que intentan desenredar la compleja estructura de los partidos políticos modernos, entendidos como aquellas organizaciones que comienzan a transformar su estructura entre 1890 y 1900, sustituyendo la vieja armazón de comités limitados a las elecciones por otra estructura en la que “los miembros se integran en un marco institucional, en un armazón más o menos complejo”, de tal manera que “la comunidad global es un conjunto de pequeñas comunidades de base, ligadas unas a otras por mecanismos coordinadores” (Duverger, 2012, p. 34), y encargadas de acoger y aglutinar a los miembros del partido; en función de la característica de la comunidad de base, así será la naturaleza del vínculo sociológico que une a los miembros del partido entre sí. Es la génesis de esas primeras comunidades de base la que nos interesa conocer, indagando cómo, por qué y cuándo comenzaron a surgir en Colombia. Sin seguir la temporalidad de la formación y consolidación de los partidos modernos de Europa occidental, este capítulo se centra en la fase que antecede la formación de la compleja armazón de los partidos Liberal y Conservador, en la formación de los comités electorales y parlamentarios que les dieron origen y en los cuales predominaron un cierto grupo de políticos que posteriormente se erigieron como los dirigentes del partido. Así, este artículo busca plantear una nueva mirada al estudio de los partidos

políticos en Colombia durante el siglo XIX en tres líneas: (a) mostrar la ausencia de estudios en la historiografía colombiana sobre los partidos políticos Liberal y Conservador en la segunda mitad del siglo XIX, hechos desde la perspectiva de la estructura de los partidos planteada por Duverger; (b) plantear la hipótesis de que los partidos colombianos Liberal y Conservador, dado el tipo de sociabilidad política que se fue elaborando en la primera mitad del siglo XIX, al momento de formarse como partidos políticos fueron de origen electoral y parlamentario; y (c) mostrar la existencia de un contexto histórico en el que el sistema electoral fue un escenario fructífero para la formación de partidos políticos, porque la competencia electoral permitió la creación de un personal político y, con ellos, un tipo de sociabilidad que les permitía acceder a los cargos públicos de elección. Para lograr este objetivo el capítulo se divide en cuatro acápites: en el primero se realiza el esbozo de los enfoques analíticos en los que se podrían clasificar las definiciones de partidos políticos a nivel internacional, para luego aterrizarlo en una breve caracterización de los enfoques a partir de los cuales se han estudiado los partidos políticos en el siglo XIX en Colombia; en el segundo, se realiza una breve contextualización del escenario del sistema electoral vigente entre 18101848; el tercero se centra en la implementación de un escenario electoral competitivo que posibilitó la formación de asociaciones políticas de orden electoral, lo cual nos permite evidenciar un espacio electoral competitivo que da lugar al posible surgimiento de los partidos políticos. Finalmente, en el cuarto acápite se muestra la relación entre los comités electorales y el origen interno de los partidos políticos Liberal y Conservador.

Enfoques de los estudios de partidos políticos en occidente y en Colombia

Los enfoques de la literatura especializada en partidos políticos en Europa occidental y en Estados Unidos se pueden dividir en cuatro escuelas o tradiciones de estudio: la organizativa, ideológica, funcionalista y la de elección racional. En la primera escuela se encuentran los trabajos de Duverger (2012), para quien crear una categoría de análisis de partidos políticos generalizable es imposible pero indispensable; en esta contradicción, plantea que el primer paso

es establecer mecanismos comparativos que permitan construir una posible teoría general de los partidos y, en este sentido, el autor define los partidos políticos como “una comunidad con una estructura particular” (p. 11). En la misma línea argumentativa se encuentra Panebianco (1990), quien define el partido político como “una estructura que responde y se adapta a una multiplicidad de demandas por parte de sus distintos jugadores y que trata de mantener el equilibrio conciliando aquellas demandas” (p. 36). En la segunda escuela, las ideologías son el centro de la definición de los partidos políticos, considerándolos “sobre todo organizaciones ideológicas que se han estabilizado a lo largo de conflictos diversos sobre el dogma” (Beyme, 1986, p. 35). Por otro lado, en la escuela funcionalista se encuentra la definición clásica de Sartori (1980): “los partidos son cualquier grupo político que se presenta a elecciones y que puede colocar mediante elecciones a sus candidatos a cargos públicos” (p. 92). Finalmente, en la escuela de la elección racional se encuentra Krehbiel (1993), quien afirma que los partidos son fracciones de políticos sin ninguna estructura organizativa y pone el acento en las ambiciones individuales de quienes lo conforman (Martínez, 2009) a partir de la elección estratégica de los individuos participantes. Como se puede observar, no existe una única definición de partidos políticos; aunque dicha polifonía ha enriquecido las explicaciones y las interpretaciones de un fenómeno tan complejo como son los partidos, esta diversidad en las perspectivas de análisis no se ha trasladado a los estudios colombianos sobre los partidos políticos nacionales en el siglo XIX. De los cuatro enfoques antes descritos, en Colombia se ha priorizado el estudio del partido Liberal y Conservador en el siglo XIX desde el enfoque ideológico. Por su parte, los historiadores Nieto Arteta (1941) y Germán Colmenares (1968), consideran que la existencia de los partidos políticos Liberal y Conservador está ligado a la existencia de las clases sociales; en este sentido, el liberalismo encarnaba el pensamiento de la naciente burguesía (comerciantes de exportación y profesionales liberales), mientras que los conservadores representaban a los grupos tradicionales de la sociedad (terratenientes y hacendados esclavistas). En su libro clásico sobre los partidos políticos en el siglo XIX, Colmenares (1968) plantea que el surgimiento de los partidos Liberal y Conservador del siglo XIX colombiano están intrínsecamente ligados con las estructuras sociales de la época. En la misma línea explicativa del sistema bipartidista, a partir del complejo sistema de relaciones entre la hacienda decimonónica y los partidos políticos, se encuentra el trabajo de Fernando Guillen Martínez (2013) sobre el

poder político en Colombia. Entre otros trabajos, menos conocidos, pero igualmente importantes, se encuentra Historia del Partido Liberal colombiano (Puentes, 1961), en el que se encuentra una descripción biográfica de guerreros, caudillos y dirigentes civiles del Partido Liberal y su participación en las distintas guerras civiles decimonónicas. En la misma línea argumentativa se encuentra el trabajo de Martín Alonso Pinzón (1983), quien realiza una historia del conservatismo alimentada por datos, biografías y anécdotas sobre la formación del partido conservador y su trayectoria en el siglo XIX. Otro destacado trabajo es el de Helen Delpar (1994), cuyo objeto de investigación es la caracterización del radicalismo liberal desde sus origines (situándolos en la Convención de Rionegro en 1863) hasta su ocaso en 1886 con el triunfo de la Regeneración; aunque el tema central de Delpar es el radicalismo liberal, también dedica espacio a un recorrido desde 1820 para encontrar los “orígenes” de las ideologías liberales y conservadoras en Colombia. Como puede notarse, el predominio del enfoque ideológico en los estudios históricos de los partidos Liberal y Conservador ha sido amplio; estos trabajos han intentado explicar de manera clara y precisa las variadas y complejas facciones ideológicas que se crearon al interior de los partidos Liberal y Conservador a lo largo del siglo XIX. Sin embargo, el estudio de los partidos políticos desde una sola arista, como es el caso de la historiografía nacional, desdibuja otros rasgos claves en la comprensión de los partidos políticos colombianos. Estos estudios no han logrado responder a preguntas tales como: ¿cuál era la estructura de los partidos Liberal y Conservador en la segunda mitad del siglo XIX?, ¿cómo funcionaba esa estructura?, ¿quiénes eran los miembros de los partidos Liberal y Conservador?, ¿cuál era el lazo sociológico que unía a los miembros de ambos partidos? Para responder estos interrogantes es necesario hacer uso de los planteamientos de Duverger y estudiar los partidos políticos como una organización con una estructura particular, la cual lo define y lo caracteriza. Aunque este es un trabajo que no se ha realizado aún, no entra en los objetivos de este capítulo; en cambio, lo que aquí se busca es mostrar la fase de gestación de los partidos políticos Liberal y Conservador, es decir, demostrar que son de

origen electoral y parlamentario (Duverger, 2012, p. 16). Esto gracias a que el sistema electoral competitivo posibilitó la creación de sociabilidades políticas que comenzaron como comités electores y, posteriormente, permitieron la creación de organizaciones con estructuras más o menos sólidas, las cuales se prolongaron en el tiempo y se volvieron indispensables para el ejercicio electoral.

El escenario del sistema electoral y la representación política entre 1810-1848

La elaboración del sistema de representación política moderno, en los territorios del Nuevo Reino de Granada y en la posterior Colombia, debe ser situada en dos momentos: el primero es la transición entre las antiguas formas de representación de la monarquía y la construcción de la representación política de las diferentes provincias-Estados en función de la proporción del número de habitantes, para formar una corporación que agrupara la soberanía del pueblo. El segundo momento es la afirmación del principio de igualdad política bajo la unidad de la nación colombiana en el que todos tenían igual derecho a ser representados en el cuerpo legislativo, tomando como base para la elección de los representantes el número de habitantes del territorio nacional. En ambos momentos, los publicistas buscaban construir un cuerpo depositario de la autoridad en el que el pueblo se sintiera representado; sin embargo, entre 1810 y 1815 las respuestas al interrogante de saber si el Congreso del Reino debía ser el retrato en miniatura exacto del pueblo no fueron las mismas que las de los constituyentes de 1821. Así, los primeros publicistas se encontraron inmersos en los desacuerdos entre la creación o no de un gobierno federalista en un territorio en el que se estaba viviendo un proceso de fragmentación de las jerarquías territoriales, donde pueblos y villas se habían separado de sus ciudades cabeceras para establecer gobiernos autónomos. Los publicistas de la revolución se vieron abocados a la formación de sistemas de representación política ceñidos a los límites de cada provincia-Estado, sin lograr converger en la formación de un congreso de carácter nacional que fuera admitido por todas las provincias del Nuevo Reino, como la asamblea representativa del pueblo; mientras que los publicistas de 1821, teniendo a su

favor la unificación del territorio, lograron construir una asamblea de carácter nacional en la que los problemas de la aritmética política ya no estaban tanto en el ámbito de la igualdad política como en las capacidades económicas del joven Estado para asumir las cargas de un congreso grande. En efecto, los constituyentes de 1821 buscaron implementar una división territorial simple, sujeta a exactitudes aritméticas en las que todos los ciudadanos estuviesen igualmente representados, cambio que significaba el paso de una concepción orgánica de la representación a una concepción individualista. Ya no eran las ciudades las que regían el sistema de representación, sino los individuos. De esta manera, la distribución de la representación para los electores se realizaba en función del número de habitantes por cantón, mientras que, a partir de 1832, la distribución fue realizada en función del número de habitantes por parroquia; así, entre 1821 y 1831 el núcleo del sistema electoral fue el cantón, modificado en 1832 cuando la parroquia pasó a ser el primer nivel del sistema electoral. La división territorial impuesta por la Constitución de 1821 dividía el territorio en departamentos, los departamentos en provincias, las provincias en cantones, y los cantones en parroquias, de forma que el mismo territorio que en 1809 contaba con 14 provincias, 22 gobiernos y ocho corregimientos refería en 1824, 12 departamentos, 37 provincias y 217 cantones. A partir de esta nueva división territorial, los constituyentes de Cúcuta diseñaron un sistema de circunscripción electoral relativamente simple.

Figura 1

Sistema electoral de dos niveles 1832-1853

Fuente: elaboración propia, tomando como referencia las Constituciones colombianas entre 1811 y 1821. Entre 1821 y 1831, en las parroquias se realizaban las asambleas primarias y las de segundo nivel se realizaban por provincias en la capital. A partir de 1832 y hasta la anulación de las elecciones indirectas en 1853, las parroquias continuaron siendo el primer nivel de la circunscripción electoral, pero el cantón pasó a ser el lugar donde se realizaban las asambleas secundarias; todas estas circunscripciones eran al mismo tiempo de orden electoral, administrativa y judicial. Así, la propuesta de modificación de las asambleas de provincia por las asambleas de cantón fue presentada por Vicente Azuero en la convención constituyente de Ocaña en 1828; pero ante el fracaso de la convención, este modelo fue adoptado en 1832 cuando los liberales llegaron al poder. El principal argumento de Azuero para tal reforma era debilitar el “ominoso centralismo origen tal vez de la mayor parte de los males de la República” (Diputados que se separaron de la Convención de Ocaña, 1828, p. 42); si bien la transformación no redujo el centralismo, sí contribuyó en el aumento de la participación electoral en el segundo nivel y la inclusión de nuevos actores en las elecciones.

Las elecciones competitivas de 1832 como catalizadoras de sociabilidades políticas

Partimos de la afirmación dada por Duverger (2012), en la que los partidos políticos son organizaciones con una estructura estable en el tiempo y en la que se desarrolla un tipo de lazo sociológico entre sus miembros; a esta definición le agregamos la de Sartori (1980), según la cual la función de los partidos políticos es presentarse a las elecciones, mediante las cuales puedan colocar a sus candidatos en cargos públicos (p. 92). Si bien estas dos definiciones no pueden ser implementadas de manera tajante en el caso colombiano del siglo XIX, dado que los partidos políticos deben ser estudiados según sus particularidades geográficas e históricas, sí nos permiten delinear un marco conceptual para comprenderlo.

De esta forma, lo que nos interesa entender en el caso colombiano es cuál o cuáles fueron los elementos catalizadores que permitieron la existencia de organizaciones políticas duraderas en el tiempo, donde se establecieron vínculos políticos no tradicionales. Estas particularidades del funcionamiento de algunas sociedades tradicionales, como es el caso de Colombia entre 1810-1848, responden a características propias de sociabilidades políticas en proceso de modernización, como lo muestran los trabajos de Agulhon (2018), Furet (1988) y Rosanvallon (1990) en el caso francés y de Loaiza (2011) para el caso colombiano. Así, a partir de 1810 y hasta la implementación del sufragio universal masculino directo en 1853, las elecciones fueron la fórmula utilizada para que el pueblo nombrara a sus representantes; pero antes, los criollos debían innovar las prácticas del sufragio del antiguo régimen y poner en marcha los principios republicanos que promulgaban. El resultado fue la construcción de un sufragio polisémico, dotado de funciones políticas y sociales que algunas veces se complementaban y otras se oponían a los principios promulgados; cumplía entonces la función política de legitimar el consentimiento del pueblo, formar las leyes fundamentales, crear un sistema de nombramientos, así como la función social de controlar la participación del pueblo en el gobierno. Para tener una mejor comprensión de esta dualidad, es necesario retomar las dos teorías del voto-derecho y voto-función utilizadas por Rosanvallon (1990). Por un lado, el derecho del voto que tienen todos los ciudadanos activos y la función de elegir a los representantes fue puesto en práctica con la adopción del sufragio en dos y tres grados de elección: los sufragantes parroquiales en las asambleas primarias hacían uso del voto como derecho, y en las asambleas de segundo nivel los electores cumplían la verdadera elección: la función de elegir a los representantes. Esta división tenía como referencia la marcada jerarquización de la sociedad neogranadina, las acentuadas diferencias regionales en las provincias, el temor por el pueblo como nuevo actor político y la fragmentación de la soberanía del Nuevo Reino. En las elecciones de 1818, la simplificación del proceso electoral, con la anulación del segundo nivel electoral, condujo a que los encargados de elegir a los diputados de la asamblea constituyente de Angostura fueran los militares de un alto rango y los sujetos con una capacidad económica estable. El escenario en que dichos sujetos fueron a las urnas fue bastante atípico: tres de los cinco lugares encargados de elegir a los diputados fueron divisiones militares, es decir,

que las votaciones se hicieron literalmente en medio de guerra. No hubo una construcción de una opinión política que condujera a los sufragantes a votar por un sujeto en función de una construcción racional o de una oferta electoral, la cual, además de imposible a realizar en aquellas circunstancias, no hacía parte de los procesos electorales. La elección de los diputados fue el producto de los vínculos militares, o lo que François-Xavier Guerra (1991) ha denominado los vínculos adquiridos: lazos que surgen de la comunidad de armas en los ejércitos fuertemente personalizados, en los que los soldados están unidos alrededor del prestigio y del carisma de jefe. Al ser los soldados los designados como los ciudadanos activos que debían restablecer las instituciones republicanas, el jefe que los había guiado durante las campañas de independencia pasaba a ser revestido de la legitimidad del pueblo que él expresaba, convirtiéndose en el representante de los valores republicanos. No obstante, su poder carismático no era el único requisito necesario para ser elegido como el representante de la nación, pues el ser letrado y tener un conocimiento jurídico y político también hacían parte de los requisitos implícitos. El general Pedro León Torres, elegido diputado por la provincia de Guyana, pertenecía a la élite de la costa venezolana y, al momento de las elecciones, era el jefe militar de la brigada que reagrupaba dos batallones: el 1° de Barcelona y el Valeroso Cazadores (Thibaud, 2006). Por su parte, el intendente militar Fernando Peñalver, hacía parte de una de las familias más ricas de Venezuela, había participado activamente en la primera república venezolana y contaba con la experiencia constitucionalista de 1811 al haber sido uno de los firmantes; además, al momento de las elecciones, era uno de los integrantes del Consejo de Estado venezolano. En el mismo nivel militar y político se encontraban los generales Rafael Urdaneta, Santiago Mariño, Tomás Montilla y los coroneles Diego Vallenilla, Francisco Parejo, Miguel Guerrero y Pedro Eduardo Hurtado, quienes representaban el 35 % de la asamblea constituyente, mientras que el 65 % de los diputados restantes fue compuesto por sujetos que hacían parte de la élite venezolana. De esta manera, los electores de 1818 no eligieron a sus representantes en función de un bien superior de carácter político o económico, sino a aquellos sujetos que ocupaban los altos niveles de la jerarquía social y militar; en este sentido, el voto tuvo como función la legitimación democrática de la autoridad de un determinado grupo de sujetos, tanto civiles como militares, que ya ejercían un mando en el gobierno patriota.

Entre 1820 y 1832, la sociabilidad política estuvo anclada en las relaciones de tradicionales mediadas por la comunidad, por lo cual el vínculo social que unía al sufragante con el elector en el primer nivel era de tipo tradicional comunitario. Las asambleas electorales fueron la reproducción de los cabildos del Antiguo Régimen y estuvieron formadas por los hombres que pertenecían a las familias ricas de la provincia, que antaño habían accedido a un cargo administrativo mediante una transacción económica con la Corona española. El reducido número de electores que debía elegir cada provincia (entre 7 y 30 electores), sumado a la división administrativa del territorio, facilitaba la permanencia de la élite tradicional en las asambleas electorales. Así, en medio de una sociedad con altos niveles de analfabetismo, sin la presencia de clubes políticos y con una prensa embrionaria que no llegaba a todos los rincones del territorio, el debate político en torno a la elección de los electores era inexistente y, ante estas circunstancias, la activación de las sociabilidades de tradicionales era innecesaria en el primer nivel electoral. En el segundo nivel, los vínculos de hecho y los vínculos adquiridos fueron recursos importantes, casi imprescindibles para la elección de los integrantes al Congreso. Sin embargo, a diferencia de los referentes actuales en donde recurrir a estas prácticas es catalogado como un acto negativo o peyorativo, en el período estudiado dichos actos representaban el único medio conocido y legitimado a través del uso dado por la sociedad, sin llegar en ningún momento a ser considerado como un acto fraudulento o deshonesto; el problema era el manejo de esa herramienta para sacar provecho del cargo obtenido en las urnas. Siguiendo esta línea, por un lado se encuentran los vínculos familiares y de clientelas, que permitieron que los grupos superiores de la sociedad accedieran a los cargos elegibles; ejemplo de ello es el caso de Domingo Belisario Gómez (cura de la parroquia del trapiche en el cantón de Almaguer, provincia de Popayán), cuyo epistolario pone en evidencia tanto una relación económica como una profunda amistad con Santiago Arroyo (Quintero, 2009). En este sentido, nos interesa la correspondencia en la que Gómez le preguntaba a Arroyo por quién debía votar en las elecciones, o cuando le informaba cómo se habían desarrollado las elecciones, en qué punto se encontraban los opositores y cuáles eran las posibilidades de que el candidato de Arroyo fuese elegido (en un primer momento por la asamblea de la provincia y, posteriormente, en la del cantón). Esta relación, que puede parecer sin importancia, adquiere sentido cuando se toma en cuenta el peso de ambos sujetos en sus respectivos lugares de influencia política. El primer período como elector de Domingo Belisario comenzó con la

revolución de 1810; de ahí en adelante y hasta mediados de 1847 fue elegido elector de su parroquia de manera consecutiva. Su permanencia en las asambleas electorales llegó a ser tan importante que desde 1832 fue elegido presidente de la asamblea del cantón de Almaguer. Por su parte, Santiago Arroyo fue el segundo hijo de la familia Arroyo, una de las más importantes de Popayán, quienes a su vez estaban unidos por parentesco y amistad con la familia Mosquera y Arboleda; estos lazos conformaban una gran red social y política, integrada por las tres familias más importantes y poderosas del suroccidente colombiano. Gracias a este tipo de vínculos, Arroyo fue elegido varias veces senador, diputado en la Cámara de la provincia de Popayán y presidente de la misma; además, fue ministro de la Suprema Corte entre 1831-1832 y recibió votos en las elecciones de presidente de 1833 y vicepresidente en 1835. Por otro lado, se encuentran los representantes que fueron elegidos en función de los vínculos militares, como en las elecciones de 1818 y las clientelas que establecían alianzas de orden intelectual. El primero continuó operando bajo los principios del carisma, como se ha demostrado en las elecciones para la convención de Angostura, mientras que en el segundo se da inicio a la construcción de un círculo de publicistas que buscaban modelar las leyes (sobre todo las constituciones) bajo sus principios filosóficos. Una de las características del primer grupo es su inicio en los cargos de elección con la constituyente de Angostura; posteriormente, una gran parte de esos militares letrados fueron nombrados en las jefaturas de los departamentos y provincias, con lo cual Santander y Bolívar buscaban asegurar el control del territorio; de esta forma, de los 19 militares elegidos para Angostura, únicamente cinco continuaron en los cargos de elección y tan solo Fernando Peñalver hizo parte de las dos convenciones constituyentes que precedieron a la de 1819. El segundo grupo estuvo conformado por abogados, quienes aparecieron en la escena política con la constituyente de 1821 y durante toda la década de 1820 continuaron ocupando un cargo electivo; entre estos publicistas sobresale el nombre de Francisco Soto, quien participó en la convención constituyente de 1821 y 1828 y fue elegido senador para el Congreso de 1823 y el de 1827, así como Diego Fernando Gómez, quien siguió el mismo recorrido. Por su parte, Fernando Peñalver fue constituyente en la convención de Angostura, de Cúcuta y de Ocaña, además de haber sido elegido senador en 1821. También encontramos los casos de Alejandro Osorio, diputado a la convención constituyente de Cúcuta y de Ocaña, así como senador electo en 1827; y Salvador Camacho, elegido diputado a las convenciones de Cúcuta y

Ocaña, y representante a la cámara en 1823. Por otro lado, se encuentran José Antonio Borrero, José Ignacio Márquez y Vicente Azuero, quienes participaron en las constituyentes de Cúcuta y de Ocaña. Todos estos hombres fueron abogados que defendieron desde distintas orillas sus convicciones políticas, las cuales expresaban tanto en las asambleas constituyentes como a través de la imprenta. Así, durante toda la década de 1820 las sociabilidades tradicionales gozaron de una alta estabilidad, siendo casi del 60 % el número de los representantes reelegidos en el Congreso y en las constituyentes. Las innovaciones en el sistema electoral neogranadino de 1832, tales como la elección por parroquias de los electores y la formación de las juntas secundarias a nivel cantonal en reemplazo de las asambleas secundarias por provincia, tuvieron repercusiones importantes en la práctica y la competencia electoral de los neogranadinos. El vínculo entre los votantes y sus elegidos se modificó, creando lazos de cercanía y contribuyendo al aumento de la participación electoral; de esta manera, las elecciones dejaban de ser una práctica alejada de los sufragantes parroquiales para convertirse en un evento más próximo a sus realidades cotidianas. Así mismo, la ampliación del número de las asambleas secundarias condujo al aumento en el número de electores, conllevando a la apertura del escenario político en el segundo nivel electoral con repercusiones en la ampliación del espectro de candidatos que podían ocupar los altos cargos del Poder ejecutivo y legislativo; en ese sentido, el cargo de elector ya no fue reservado a los curas y a los notables del cantón, permitiendo la incursión y el ascenso social de nuevos actores en la esfera pública. La sumatoria de todos estos elementos daría como resultado la incursión de nuevas prácticas políticas y modelos de asociación, enriqueciendo la competencia electoral en las asambleas de primer nivel. Por otro lado, las elecciones para presidente y vicepresidente muestran el interés de la élite republicana por preservar el gobierno representativo y su rechazo hacia todo gobierno militar. Es por eso que con las elecciones de 1832 se buscó redimir las antiguas enemistades entre santanderistas y bolivarianos, poniendo al poder al hombre de las leyes; sin embargo, este acuerdo tácito se desvaneció en las elecciones de 1836 y se abrió paso a la oposición, donde tanto partidarios como contradictores debían aceptar el resultado electoral sin poner en riesgo o en tela de juicio el gobierno republicano. Así, se dio inicio a la apertura de la competencia política y a una restringida aceptación de las facciones políticas. A partir de la nueva división electoral de 1832, los electores fueron elegidos en

función del número de habitantes de cada parroquia y no por el número de habitantes del cantón como en 1821. Esta modificación obligaba a que el jefe político diese a conocer al gobernador el número de habitantes de cada parroquia para determinar el total de electores y publicar las listas de convocatoria a elecciones; no obstante, en 1832, pocos meses antes de las elecciones, se puso en evidencia la inexistencia de los censos parroquiales en todo el territorio neogranadino, dado que los que se habían realizado hasta la época comprendían la población por cantones (contando con algunas excepciones como la provincia de Antioquia). Para tener una percepción del grado de inclusión que condujo la modificación, basta tomar como ejemplo a los sufragantes de la parroquia del Peñol, en el cantón de Marinilla en la provincia de Antioquia: en 1828 la provincia de Antioquia contaba con 119.839 habitantes, seis cantones y 58 parroquias. La población del cantón de Marinilla representaba el 6.34 % de la población total de la provincia, la parroquia del Peñol representaba el 9.53 % de la población del cantón y el 60 % de la población de la provincia de Antioquia. Durante las primeras repúblicas, el Peñol se caracterizó por tener un elevado nivel de participación electoral; entre 1815 y 1821, el promedio de los sufragantes parroquiales fue de 131 votantes en una población de 900 almas (Figura 2), es decir que el 14.5 % de la población participaba en los procesos electorales, un número elevado comparado con las parroquias de Cali y Popayán. Así, a partir de 1821 los sufragantes de la parroquia del Peñol debían reunirse para votar por dos sujetos para electores, los cuales entraban en competición con seis parroquias más, dado que al cantón de Marinilla le correspondía elegir dos electores por sus ocho parroquias.

Figura 2

Número de sufragantes que participaron en las elecciones en la parroquia del Peñol, 1812-1825

Fuente: AHA. Sección Colonia-Independencia, tomo 822, documento 12986, Expe- dientesobrevotacionesen Marinilla, 1812-1825,folios: 202v, 204r-207; folios: 213v-216r. Teniendo en cuenta, por un lado, las distancias existentes entre las parroquias y las dificultades en la construcción de una opinión política que tuviese como fin último la adhesión a un proyecto o una idea establecida y, por el otro, la inexistencia de campañas electorales y el reducido número de periódicos de orden nacional o provincial que pudiesen llegar a los sufragantes parroquiales del Peñol, el conocimiento y la adhesión hacia aquellas personas que fuesen elegidas en las otras parroquias era mínima (excepto cuando el elegido era un hacendado, minero o jefe político reconocido en todo el cantón, es decir, alguien con una gran red de vínculos tradicionales). Posteriormente, los dos electores del cantón de Marinilla debían reunirse en Medellín, la capital de la provincia de Antioquia, junto a 21 electores más, para votar por senadores, representantes, presidente y vicepresidente. Con el escrutinio uninominal, la dispersión de votos y la posterior calificación de las elecciones en el Congreso, el voto de los dos electores de Marinilla no tenía gran incidencia en la elección de los sujetos designados por toda la provincia como los representantes del pueblo, y menor incidencia tenían los votos de los 88 sufragantes parroquiales del Peñol. Lo anterior demuestra que, bajo el sistema electoral de 1821, los ciudadanos activos estaban lejos de conocer el axioma: un hombre, un voto. Con la reforma de 1832, los sufragantes parroquiales del Peñol pasaron de elegir a dos electores por el cantón a elegir mínimo uno por la parroquia. Al situarla como el primer escalafón del sistema electoral, se subrayó el elevado número de parroquias que no realizaban elecciones primarias, ya fuese por su lejanía o por la inexperiencia del jefe político. Por ejemplo, en la provincia de Popayán, el jefe político de las parroquias de Caloto no convocó a elecciones, pues no sabía si debían realizarse en 1832 o 1833; este error condujo a que en 1832 no se pudiese reunir la asamblea electoral del cantón de Caloto. Además, en el cantón del nordeste (provincia de Antioquia), la asamblea electoral tampoco logró reunirse, pues de las siete parroquias que integraban el cantón solo cuatro enviaron las listas de los elegidos como electores; las parroquias de Azaragoza, Nechí y San José de la Paz no realizaron elecciones primarias (Fondo Archivo Histórico Colombia, Legajo 85, folios 7-33). Por otra parte, en la provincia de Cartagena las parroquias de San Andrés eran imaginarias en la práctica,

considerando al cantón de Vieja provincia como independiente, pues “solo por un ocaso debe llegar a este puerto un buque procedente de San Andrés. Los que habitan aquella isla solo hablan el idioma inglés a excepción de uno que otro que se expresa en español” (Fondo Archivo Histórico Colombia, Legajo 85, folios 733). En cuanto a la precaria autoridad administrativa la situación no era distinta, pues el cantón había quedado sin jefe político tras su expulsión del país. A pesar de estas dificultades y las ausencias en el primer año electoral, la participación de los sufragantes parroquiales en el segundo período aumentó. En el informe presentado por el secretario del interior, Lino de Pombo, ante el Congreso, se afirmaba que en las elecciones primarias de 1834 no se tenía noticia de que en algún lugar no se hubieran realizado elecciones: “se ha visto sí, con placer, que el interés de los ciudadanos en las elecciones ha sido mayor que en otras épocas; lo cual prueba que hace progresos el espíritu público” (Administraciones de Santander, tomo IV, p. 198). ¿Pero a qué se debía el aumento en la participación de los sufragantes parroquiales? El porcentaje de los ciudadanos activos no aumentó: en comparación de 1825 con el 17 % de ciudadanos activos, en 1832 bajo a 14 %; sin embargo, a diferencia de los años anteriores, a partir de 1832 se creó una cercanía entre los sufragantes y los electores, pues los primeros sabían quiénes eran sus elegidos, con lo cual la elección se materializaba en un objetivo claro y más cercano. Así mismo, entraron nuevos componentes en la competencia electoral, como resultado de la eliminación de los requisitos para ser elector y de la ampliación del número de estos cargos, lo que era percibido por algunos neogranadinos como la apertura de la soberanía de la nación.

Sociabilidades políticas y el origen interno de los partidos

Para Duverger (2012), el mecanismo general de la génesis de los partidos de origen electoral es la “creación de grupos parlamentarios, en primer lugar; en segundo lugar, aparición de comités electorales; y finalmente, establecimiento de una relación permanente entre estos dos elementos” (p. 16). En Colombia, el nacimiento de los partidos políticos se da en el seno de la competencia electoral y no necesariamente unida a grupos ideológicos, lo que nos llevaría a ir en oposición de la división dicotómica entre santanderista y bolivarianos. Creemos

que, a medida que se intensificaba la competencia electoral y se iba permeando el territorio nacional en su conjunto, se condujo a la creación de comités electorales que en un primer momento buscaron aglutinar los votos dispersos de los ciudadanos, en torno a la identidad colectiva más inmediata a los sufragantes y electorales. La tensión más fuerte entre bolivarianos y santanderistas se dio entre 1826 y 1828; estos dos años no fueron suficientes para definir las características de los elementos de base que configurarían los partidos Liberal y Conservador. En contraposición, la modernización de las sociabilidades políticas aunado a la instauración de un sistema electoral competitivo, dieron inicio a la formación de comités electorales que buscaban construir una identidad colectiva en torno a las elecciones. Para Panebianco (1990) en la “fase de creación el problema de los líderes, es el de elegir los valores claves y crear una estructura social que los integre” (p. 115), pues es allí donde se constituye la identidad colectiva que en la organización es todavía un instrumento para la realización de ciertos fines. En el caso de los comités electorales colombianos, los fines eran ganar las elecciones en el primer nivel electoral; así, entre 1832 y 1848 los comités electorales fueron utilizados para las elecciones en primer nivel, pues en el segundo la configuración del voto se hizo a través de sociabilidades más directas. A partir del nuevo escenario electoral de 1832, se dio inicio a un proceso de transformación de las sociabilidades, permitiendo la implementación de asociaciones políticas con repercusiones importantes, como el aumento en la participación de los sufragantes parroquiales. En 1823, Santander (Cortázar, volumen IV, p. 158) le escribía al presidente del Congreso Luis Baralt: “tengo el honor de llamar la atención del Congreso a un punto que, siendo de grande utilidad al fomento de la prosperidad de la república, podría llegar a ser también de perniciosas consecuencias. Hablo de las sociedades patriotas” (Cortázar, volumen IV, p. 158); esta advertencia estaba referida al establecimiento de sociedades patrióticas en algunas ciudades, que tenían por objetivo fomentar la ilustración y mejorar la condición de los pueblos, pero que al mismo tiempo desempeñaban funciones políticas, como su injerencia en la construcción de la opinión política de sus integrantes. Para Santander (Cortázar, volumen IV, p. 158), las sociedades patrióticas eran útiles siempre y cuando estuviesen reglamentadas por el Congreso con atribuciones conocidas; de lo contrario, se correría el riesgo de que estas nuevas

asociaciones pudieran llegar a ser perniciosas a la salud de la república, como fueron los clubes jacobinos en Francia, y no han dejado de serlo las sociedades de la España regenerada… [ pues]en los gobiernos populares es muy fácil conducir a los pueblos a la anarquía, y pocos medios hay tan adecuados como el de estas sociedades, cuyo establecimiento depende de la libre voluntad de los socios. Un demagogo a la cabeza de tales reuniones tendría facilidad para conducir al pueblo a la desobediencia de las leyes y del gobierno (Cortázar, volumen IV, p. 158). Parece curioso que fuese justamente Santander quien solicitara una reglamentación de este tipo de corporaciones asociativas, si se tiene en cuenta que en 1820 él había formado la logia masónica Libertad de Colombia. Pero la paradoja radicaba en la diferencia entre las gentes que integraban las sociedades patrióticas y las logias; las primeras, encabezadas por los notables con la participación del pueblo y sin diferencias socio-raciales, eran percibidas como un peligro para la estabilidad del Estado, mientras que las segundas eran asociaciones elitistas. Como lo ha demostrado Gilberto Loaiza (2011), en el caso colombiano las logias eran un vehículo para acentuar la distinción de las élites, siendo “el ámbito privado de disfrute de una exclusividad social y política” (p. 141). El mismo temor, por el cual los publicistas habían construido un sistema electoral por niveles, se demostraba en la formación y posterior control de aquellos grupos asociativos que estuviesen construidos por el pueblo; a pesar de ello, a partir de 1832 se dio inicio a una eclosión de grupos asociativos con injerencia en la competencia electoral. De esta manera, el objetivo principal de las sociedades católicas, patrióticas o técnicas, era la construcción de una opinión electoral a través de los vínculos de asociación, generalmente de orden social o religioso. En el caso del Reglamento de la Sociedad Filotécnica de Bogotá fundada en 1835, el segundo de los objetivos era “acordar sus opiniones en cuanto sea posible, cuando intervengan en los negocios públicos ejerciendo los derechos de ciudadanía” (BNC, 1835, Fondo Pineda 669, pza. 8). Esta intervención se podría considerar como laica en comparación de las sociedades católicas, las cuales se presentaban como protectoras de la unidad católica, de la moral pública y la religión en general, teniendo como principal deber “cooperar eficazmente a que no sean elegidos senadores ni representantes, sino hombres de cuya integridad y catolicismo no

puede dudarse” (BNC, 1840, Fondo Pineda 803). Para lograr tal cometido, el primer nivel de intervención era en las asambleas primarias, donde se buscaba convencer a los sufragantes parroquiales sobre la elección de un determinado grupo de sujetos como electores. La configuración de las asambleas parroquiales y electorales como asambleas exclusivamente electivas, impedía que las corporaciones asociativas tuvieran alguna injerencia directa en el desarrollo de las elecciones; así, el límite físico de estas corporaciones asociativas era la entrada del espacio en que se realizaba la asamblea, dado que la mesa principal contaba con la autoridad suficiente para trasladar la mesa de votación a otro lugar o anular las elecciones si se presentaba algún disturbio. Cualquier tipo de manifestación que organizasen las sociedades solo podía ser realizado al exterior del lugar de votación. De esta manera, el alto número de sociedades católicas establecidas a partir de la Constitución de 1832 es el resultado del proceso de laicización al interior de los procedimientos electorales. El lugar secundario que comenzaron a ocupar los curas en las elecciones primarias y la inclusión de candidatos a electores laicos obligaron a la Iglesia a recurrir a elementos externos para tener alguna injerencia en las elecciones; sin embargo, la participación del cura en la elaboración de las listas de los candidatos para electores no era visto por sus opositores con mucho agrado y, en algunos momentos, las disputas entre las facciones podían ser tan fuertes hasta el punto de presentarse querellas en las elecciones secundarias o mostrar a sus opositores como manipuladores de la voluntad de los sufragantes: Hemos dado idea del resultado de las elecciones, pero no estará de más darla de la resistencia que el pueblo entero ha tenido que hacer a los esfuerzos de una pequeña fracción suya, y de la compulsión que esta fracción ha tratado de hacer sobre el pueblo entero para sofocar su voluntad, hacer prevalecer la de unos pocos y apellidarla después de nacional como se tiene de costumbre. Efectivamente cinco o seis individuos vecinos de esta Villa, entre ellos el señor Cura, se propusieron obtener un resultado favorable para ellos en las elecciones primarias, sin duda con el principal objeto de organizar el cantón a su acomodo (BNC. Fondo Pineda 731, pza. 12). Dado el alto nivel de analfabetismo de los sufragantes parroquiales, el uso de las listas de electores fue una herramienta utilizada en ciudades como Bogotá, Medellín, Cartagena y Popayán, pero en las pequeñas parroquias los medios de divulgación de los sujetos que debían ser elegidos se hizo a través de la oralidad;

las reuniones de las sociedades se volvieron la médula de la competencia electoral en el primer nivel y eran percibidas por la oposición como un elemento de fraude que atentaba contra el orden, por lo cual los denominados “verdaderos patriotas” debían estar atentos contra ese tipo de reuniones. Así lo denunciaban en una hoja suelta de 1836: ¡Granadinos! Sabemos que existen juntas y conciliábulos, en que se dispone de nuestra suerte, y se hacen aprestos y preparativos de otro género para en el caso de que los malvados no triunfen en las elecciones, como esperan conseguirlo valiéndose del fraude, del sofisma, de la mentira y de las intrigas más viles y rastreras (BNC, 1836, Fondo Pineda 803). A medida que las sociedades católicas contribuían a que un partido ganara las elecciones, pasaban a ser el centro del huracán: poco a poco, pertenecer a una determinada sociedad fue adquiriendo una significación partidista, aun cuando continuara existiendo una visión negativa de las facciones y de los partidos. No obstante, a medida que ganar las elecciones primarias ya no dependía únicamente de la preeminencia social, económica o patriótica de los notables, las sociedades adquirían mayor fuerza en la competencia electoral, pasando a ser una pieza fundamental de la maquinaria y contribuyendo a la politización del voto en el primer nivel electoral. Después que hace más de cinco meses que se ha establecido en esta capital una sociedad religiosa con el título de católica los individuos, que pertenecen al partido de la oposición han comenzado a difamarla difundiendo especies alarmantes. Arrebatados por el encono que han concebido en la perdida de las elecciones primarias de esta capital, excogitaron como disculpa zaherir a una corporación de quien no han recibido ningún agravio, sin duda con el objeto de minorar el desaliento que debe inspirarles este revés; pero como la injusticia conmueve a los corazones generosos, y les obliga a desmentir sus tiros siniestros nosotros, aunque no tenemos el honor de pertenecer a esta corporación, haremos al público algunas advertencias para que con conocimiento de causa rechacen las voces quejosas del resentimiento (BNC, Fondo Pineda 803). La irrupción de sociabilidades modernas no desplazó los vínculos tradicionales de la competencia electoral, pero sí contribuyó a que la obtención de votos a través de la utilización de los vínculos clientelistas fuera percibida como un elemento característico de las sociedades feudales y que su uso fuese considerado como inadecuado en una sociedad republicana:

En una de las reuniones que han tenido últimamente los santanderistas para formar los planes de campaña eleccionaria, dijo uno de ellos: yo tengo a mi disposición el cantón de Rionegro: otro, cuento enteramente con el de Antioquia: otro, respondo del cantón de Ibagué a pesar de los esfuerzos de la sociedad católica para ganarse al Padre Nicolás Ramírez rector del colegio: otro, la provincia de Mompós es toda nuestra. De esta manera cada cual habló de los cantones y aún de las provincias, como quizá no hablarían de sus vasallos los antiguos Sres. de Feudo (BNC, Fondo Pineda 852) [Las cursivas son del texto]. Este cambio en el lenguaje de lo aceptado o no en la construcción de la decisión electoral comenzó a establecer nuevos límites en la campaña electoral, otorgándole mayor importancia al uso de los lazos surgidos de la libre voluntad de los ciudadanos. Empero, es necesario tener en cuenta que el proceso asociativo no se expandió de igual manera por todo el territorio, ante lo cual en algunas villas y parroquias continuaron predominando los vínculos tradicionales como la única posibilidad en la obtención de votos.

Conclusiones

Estudiar el surgimiento de los partidos políticos en Colombia desde la teoría de los partidos como organizaciones estructuradas, aunada al sistema electoral y las sociabilidades políticas, permite plantearse posibles respuestas para una mayor comprensión de su surgimiento. Una de ellas es que los partidos políticos Liberal y Conservador son de origen interno y nacen de los comités electorales y las sociedades democráticas, las cuales se transforman en asociaciones más estables y organizadas como resultado de la existencia de un sistema electoral competitivo que se fue formalizando y modernizando a medida que su práctica aumentaba. Así, las elecciones pasaron a ser un sistema de ideas y prácticas que buscaban la creación de una sociedad democrática; sin embargo, para llegar a ese punto los integrantes del cuerpo social debían aprender a hacer uso de los nuevos valores políticos, a través de los rituales electorales y de la interiorización de un espacio político sagrado. En esa fase de aprendizaje de la nueva representación política, los ciudadanos articularon las elecciones a sus tradiciones, necesidades e intereses; nadie fue

actor pasivo en este proceso, pues todos participaron o asimilaron las elecciones en función de sus objetivos, ya fueran de orden colectivo o individual. Así, las elecciones se presentaban como un sistema que tiende hacia un ideal de participación política, una sociedad más igualitaria, más participativa, y es este el escenario donde comenzaron a germinar los partidos políticos y liberal decimonónicos.

Referencias

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El lugar de la crítica en la definición de problemas públicos: aportes desde la sociología pragmática de Luc Boltanski

Stephany Mercedes Vargas Rojas y Joaquín Gregorio Tovar

El Siglo XX se caracterizó, entre muchos otros aspectos, por los esfuerzos de la academia norteamericana para consolidar el estudio de la política como una ciencia (Barrero y Baquero, 2013); mientras que la ciencia política centró su interés en legitimar metodologías para explicar la política, las políticas públicas (como campo de estudio) se encargaron de darle una aplicación para la resolución de los problemas públicos. Impulsadas por Harold Lasswell, las características de las policy sciences incluyeron orientaciones contextuales y multidisciplinarias, las cuales, aunque poco referenciadas en los manuales de políticas públicas del siglo XXI, adoptaron principios pragmáticos de la unidad de conocimiento y acción, y privilegiaron un método de esclarecimiento de conceptos mediante el examen de sus consecuencias prácticas en la búsqueda de la verdad. Empero, la relación entre el pragmatismo y las políticas públicas se interpretó como una simple aplicación a problemas prácticos de la teoría y de los métodos de las ciencias sociales, cuando realmente Lasswell y Kaplan significaron con el término “pragmático” una fusión de la contemplación teórica y la práctica contextual (Dunn, 2019). Esta errada interpretación del pragmatismo significó el ascenso de las políticas públicas como una ingeniería social acrítica y estéril, propia del saber experto y especializado; asunto que se conjugó con la victoria de la perspectiva sinóptica en los debates internos de las policy sciences y que privilegió la racionalidad instrumental. En consecuencia, la tendencia positivista que se tornó dominante en el análisis de las políticas públicas, empañó la historia del pragmatismo, el cual en su momento se esforzó por incorporar métodos de

investigación sustentados en la experiencia de los actores, como agentes de performación social. En razón de una crítica sostenida hacia el espíritu positivista en las ciencias sociales, desde hace más de 30 años el análisis de las políticas públicas se encuentra en una profunda transformación (Roth, 2017; Zittoun, 2016); de abordajes clásicos para el análisis de políticas públicas que privilegian la racionalidad instrumental, se avanza hacia perspectivas pragmatistas que retoman el trabajo de pioneros filósofos pragmáticos como John Dewey, William James y Charles Pierce, así como de sociólogos pragmáticos franceses contemporáneos como Bruno Latour y Luc Boltanski. Teniendo en cuenta que la literatura en el campo de las políticas públicas que hace uso de las herramientas de la sociología es escasa, y a propósito de un interés renovado por retomar el pragmatismo en las ciencias sociales (Bacon y Chin, 2016), este capítulo se nutre de la propuesta de la sociología pragmatista de Luc Boltanski y tiene por objeto reflexionar en torno al papel de la crítica como elemento constitutivo en la configuración o reconfiguración de los problemas públicos. De esta manera, se busca defender la tesis de que la configuración de problemas públicos, más allá de la decisión unilateral de especialistas, encubre un proceso político de luchas por el sentido de las cosas donde, a través de la actividad crítica, se ponen en juego diferentes principios sobre la justicia y se develan las capacidades reflexivas de los actores ordinarios. Las situaciones problemáticas aparecen así sobre un fondo de capacidades críticas de los actores que, por medio de operaciones de investigación y experimentación, prueban la resistencia de las cosas, vehiculan denuncias sobre las injusticias y organizan la experiencia pública de lo que configura el problema. Para ello, el capítulo se organiza de la siguiente manera: primero, se problematiza la orientación hacia la técnica propia del campo de estudio de las políticas públicas en América Latina, evidenciando la necesidad de plantear una nueva propuesta de análisis que dé cuenta de la relación intrínseca entre las capacidades críticas de los actores ordinarios y la configuración de problemas públicos. Segundo, siguiendo los planteamientos del sociólogo francés Luc Boltanski, se reflexiona en torno a la cuestión de la justicia y los problemas públicos; por último, se identifican los límites para la publicitación de un problema público, de acuerdo con las categorías propuestas por el mismo autor.

Las capacidades críticas de los actores ordinarios y la configuración de problemas públicos: una relación poco estudiada en América Latina

Con la emergencia del Estado de bienestar en occidente, se consolidó un interés académico por estudiar los problemas públicos en las ciencias sociales. Su auge en los años 70 tuvo como pioneros a Herbert Blumer, Erwing Goffman, y Gusfield, quienes, retomando la filosofía pragmatista de Dewey, buscaron contribuir a la interpretación de la naturaleza de los fenómenos sociales, al entendimiento de lo público y sus problemas, la democracia y su relación con la ciencia. En Estados Unidos, la sociología de los problemas públicos fue tomada como una innovación académica por cuestionar el paradigma funcionalista bajo el cual los problemas eran tratados: en el mejor de los casos como patologías sociales, y en otros como un tema de valores en conflicto y violaciones a las normas, acaecido a raíz de ciertos comportamientos desviados de algunos actores (Kitsuse y Spector como se citó en Suárez y Vargas, 2017). En contraste con dichas teorías convencionales, comenzó a tomar fuerza la idea bajo la cual se afirmaba que lo central no era definir lo que era en sí problemático, sino más bien indagar en la manera como los actores mismos definían un problema, hacían uso de ciertas categorías, argumentaban sus causas y entraban en disputas para imponerlo en la agenda gubernamental (Zittoun, 2016). Desde esta mirada, la propiedad de un problema no es permanente y puede perderse en el transcurso de la historia (Gusfield, 1981). Cabe mencionar que los problemas son resultado de procesos mediante los cuales “miembros de grupos y sociedades, a través de afirmaciones, críticas, reclamaciones y quejas, pueden definir una condición putativa como un problema público” (Kitsuse y Spector, 1973, p. 145); desde esta perspectiva, lejos de ser un asunto objetivo definido por la voluntad de los especialistas, un problema público puede emerger cuando un grupo considera que algunas condiciones son intolerables y desarrolla una serie de actividades, quejas y reclamos, que apuntan a definir una situación como problemática, explicitando la necesidad de erradicarla, mantenerla o cambiarla. Las críticas y denuncias, más que una cuestión técnica, remiten a pensar en una dimensión política constitutiva de los problemas públicos y en la agencia de los actores, entendida como la capacidad de actuar en diferentes contextos y situaciones.

En contraste con esta visión, que toma herramientas de la sociología y privilegia la descripción concreta y micro de las actividades que realizan los actores para mantener o transformar un asunto en un problema, en América Latina los problemas públicos son aún tratados como procesos objetivos definidos por especialistas; esto se debe en parte a la influencia directa de disciplinas como la economía, asunto que marcó la orientación del campo profesional y académico de las políticas públicas a mediados del siglo XXI. A efectos de contextualizar, cabe mencionar que el avance del neoliberalismo en América Latina durante los años 80 significó un punto de inflexión hacia un nuevo modelo de desarrollo que apostó por la reducción del Estado, la apertura comercial y la liberalización de la economía (Antía, 2018; Stallings, 1992; Evans y Sewell, 2013). Así, con objeto de consolidar el conjunto de reformas modernizadoras contenidas en el consenso de Washington, las políticas públicas fueron acogidas en la región como las herramientas idóneas diseñadas por especialistas para hacer eficiente la gestión pública. El sustento conceptual de tales reformas tuvo una fuerte influencia de la teoría de la elección racional y de los supuestos de la escuela neoclásica, así como de enfoques y teorías cargadas de determinismo y economicismo, desarrolladas inicialmente para la ciencia económica y bajo la lógica de la racionalidad económica (Fuenmayor, 2014; Stein y Tomassi, 2006). Ejemplo de ello es el uso de las Matrices de Contabilidad Social como metodología esencial, previa a la construcción de modelos económicos, para la identificación de problemas públicos y el diseño de políticas públicas. Sustentadas en postulados positivistas, las políticas públicas fueron definidas como procesos racionales adelantados por especialistas, que al incorporar datos y evidencia objetiva podían predecir cursos de acción a través de análisis de toma de decisiones, de costo beneficio y de costo- efectividad (Salas, Ríos, Gómez y Álvarez, 2012). De esta forma, las políticas sociales de los años 80 y 90 reorientaron radicalmente el curso de acción del Estado, el mercado y la sociedad en sectores como la seguridad social, la educación, la salud y el trabajo, tendiendo a fortalecer el mercado como proveedor de servicios y a los especialistas como agentes dotados de legitimidad para definir cursos de acción pública. Desde entonces, las reformas fallidas y expectativas frustradas en el campo de la política social en América Latina se atribuyen, entre otras razones, al modelo decisionista que imperó (e impera) en el campo, bajo el cual los problemas públicos de los que se ocupan las políticas públicas son estudiados de arriba hacia abajo, con base en una metodología de sobre especialización

caracterizada por la linealidad vertical de los procesos. La influencia de tal modelo permite explicar incluso la atención predominante de la academia sobre los actores políticos de élite como únicos agentes, tales como especialistas, técnicos, políticos, organizaciones internacionales, think tanks, donantes filantrópicos y consultores; a expensas de lo ordinario, o lo que podría llamarse actores de no élite (non elite actors) (Baker, McCann, y Temenos 2020), como activistas, vecinos o residentes, organizaciones sociales y agencias de servicios sociales² . Esta confianza dada a la técnica para la definición de problemas públicos, constante en la orientación del campo de estudio en América Latina, resulta problemática al menos en tres sentidos. Primero, en tanto simplifica la dimensión política en la constitución de los problemas públicos, pues desconoce el lugar de las disputas y luchas acontecidas en la problematización de un asunto público; en otras palabras, retomando a Habermas (1986), las decisiones mismas en manos de especialistas quedan, en principio, sustraídas a la discusión pública. Segundo, porque la orientación tecnocrática que privilegia el papel del experto en la gestión da un lugar pasivo a los actores corrientes, ignorando que sus críticas y denuncias son constitutivas en la formación de problemas públicos y develan debates profundos sobre la justicia; y tercero, dado que el análisis de las políticas públicas no suele preocuparse por el complejo conjunto de variables e interacciones que confluyen en la formación de problemas públicos (Stein y Tomassi, 2006), ignorando que la definición de un problema, más que un asunto objetivo, es un proceso a través del cual un hecho se convierte en un asunto de reflexión y de protesta pública; un recurso, así como un objetivo para la acción pública (Gusfield, 1981). En contraste con la tendencia un tanto estéril del análisis de las políticas públicas en la región, y en aras de reflexionar en torno al papel de la crítica y las denuncias sobre la injusticia como elemento constitutivo en la configuración o reconfiguración de los problemas públicos, este capítulo se nutre de la propuesta de la sociología pragmática de la crítica de Luc Boltanski (2009), quien, retomando en distintos grados recursos de pragmatismo, centra su atención en el estudio de los actores corrientes como principales agentes de performación social (p. 47) . Así, la propuesta del autor pone especial atención en la actividad crítica de los actores, reconociendo que en las disputas, donde suelen emerger críticas, quejas y reclamaciones, se ponen en juego diferentes principios sobre la justicia y se develan las capacidades reflexivas de los actores no expertos.

Es conveniente precisar el origen de la propuesta del autor, quien en los años 90 identifica algunos problemas con el uso de la noción de dominación de la sociología crítica de Pierre Bourdieu, por ponderar prácticamente todas las relaciones que mantienen los actores a una dimensión vertical y la concepción de un orden social apoyado en el mantenimiento de una ilusión de la que los actores no son conscientes. Para Boltanski (2009) la mirada de Bourdieu, resulta problemática, primero, por asumir que los sujetos son engañados o se encuentran en un estado de dopaje que no les permite ser conscientes de la dominación de la que son objeto; segundo, por explicar la totalidad de las conductas de los actores mediante un proceso que da cuenta de la reproducción de las estructuras; tercero, por dar un peso preponderante a las propiedades disposicionales de los actores, en detrimento de las inscritas en las situaciones particulares en las que se ven inmersos; y por último, por concebir al sociólogo/científico/especialista como el único capaz de develarles la realidad de su condición social a un compendio de actores engañados, al contar con unos conocimientos muy superiores a los que ellos mismos podrían tener de su propia situación. Entonces, según Boltanski (2009) el problema con la sociología crítica es que no permite dar cuenta plenamente de la acción de los actores, pues al parecer todo ya está decidido de antemano, imposibilitando la explicación de las disputas y controversias en las que se insertan los actores y subestimando sus facultades críticas. En cambio, la sociología pragmática de la crítica entiende a los seres humanos como individuos dotados de reflexividad, entendida como la capacidad para replantearse las acciones propias o las de sus semejantes a fin de realizar juicios morales, asociados con cuestiones como la del bien o del mal, lo justo o lo injusto; por consiguiente, el hecho de ejercer un poder o de someterse a él no escapa a la conciencia de los actores. Estos juicios morales formulados desde la capacidad reflexiva en el transcurso de la cotidianidad, adoptan muy a menudo la forma de crítica o tomas de posición crítica en el desarrollo de la acción política, de las disputas y la acción de ciertos dispositivos (que para el objeto de este capítulo interpretaremos como políticas públicas) o ante un conjunto de acontecimientos tenidos por injustos en relación con determinadas situaciones o contextos; en otras palabras, cuando hay denuncias es siempre la justicia lo que está en cuestión, pues quienes protestan lo hacen porque su sentido de justicia ha sido ofendido. Entonces, la crítica consiste en dejar en evidencia aquellos elementos del orden social existente que no permiten que los miembros de la sociedad, o que algunos

de sus integrantes, alcancen a realizar de forma plena las potencialidades constitutivas de su humanidad. Para el objeto que nos atañe en este capítulo, la configuración de problemas públicos, en tanto resultado de diversas disputas o controversias en donde confluyen diferentes juicios morales sobre lo bueno o lo malo, significa también la contraposición de varias lecturas sobre la justicia. Por lo tanto, la configuración de un problema público debe incorporar el análisis tanto de las críticas y las denuncias, como de los consensos y de los principios de justicia que predominan en cada momento; esto tanto en el proceso de problematización, donde se lleva a cabo la operación de definición de una situación que genera malestar e insatisfacción, como en el de publificación, en el cual una situación problemática (privada) agrupa personas o instituciones concernidas por la percepción compartida de las consecuencias indeseables de dicha situación, implicándose para dilucidarla y resolverla. A continuación, se expondrá la relación entre la justicia y la configuración de problemas públicos.

La cuestión de la justicia y la configuración de problemas públicos

El pragmatismo asume que la actividad crítica de los actores les permite desenvolverse y poner en cuestión diferentes aspectos del orden social (Boltanski y Thévenot, 2000). Bajo esta perspectiva, los actores tienen un papel activo y se definen en el marco del “qué hacer” del proceso; esto significa que la acción no se mide ni por los motivos o intenciones ni por los resultados de la acción, sino que es un proceso de construcción permanente (Nardacchionne y Acevedo, 2013, p. 90). Los actores “saben lo que hacen”, tienen saberes prácticos que aplican ante cada situación, y su actuar puede tanto ajustarse a las reglas de la situación como criticarlas. Contrario a los enfoques clásicos, donde se afirma que los expertos son los encargados de definir los problemas públicos y los que se ocupan de su formulación, así como de la implementación y evaluación de las políticas, desde una perspectiva pragmatista importaría conocer cómo estos actores se adhieren en su cotidianidad a unos principios de justicia y disponen de unos repertorios de acción para armar asuntos públicos; bajo qué situaciones se ponen en escena

causas públicas y qué dispositivos se tornan efectivos para movilizar actores colectivos y poderes públicos; así como traducir nuevas reglamentaciones, e incluso inducir a la redefinición de problemas. Nos referimos a las competencias de las que disponen los actores, para problematizar situaciones insatisfactorias y molestas, publificarlas y poner en cuestión cierto orden social mediante críticas individuales o colectivas. Siguiendo el objeto de este capítulo, queremos exponer que dichas competencias suelen salir a la luz, aunque no exclusivamente, en diversas y variadas disputas donde se definen, se apropian y se publicitan asuntos definidos como problemáticos y donde se aboga por la defensa de ciertos principios de justicia mediante la crítica a un orden social establecido. Según Boltanski (2009), la crítica a un orden social es posible en la medida que “este excluye, oprime, desprecia a un número más o menos elevado de miembros de esa comunidad, o en tanto les impide realizar, simplemente, aquello de lo que son capaces como seres humanos” (p. 28). Entonces, durante la exhibición de una injusticia, se explicita el principio de justicia al cual está ligada la crítica y el esclarecimiento de la definición, que sirve de fundamento previo a la denuncia. Para el autor, en las sociedades modernas y dentro de un mismo espacio social coexisten diversos regímenes de justificación, siendo más o menos pertinentes en virtud de la situación en la cual se encuentran invocados; más concretamente, según la naturaleza de los objetos, materiales o simbólicos, que son incluidos en cada situación (Boltanski, 2017); de aquí se deriva su principal concepto: la cité o ciudad. Así, según su tipo y los diferentes principios de justicia invocados y compartidos por la gente en las disputas públicas, existen unos órdenes de legitimidad, unos regímenes de justificación, unos bienes comunes y supremos específicos. Al respecto, la tipología ideal de las ciudades sirve para identificar rasgos o expresiones que emergen en las críticas y justificaciones de los actores cuando entran en disputas públicas durante la definición o redefinición de los problemas. Debe mencionarse que la tipología de las ciudades propuesta por Boltanski (2009) corresponde a un modelo ideal de tipo metafórico, resultado de un análisis histórico de las sociedades y el papel de la crítica, demostrando cuáles son los principios de justicia (creencias, representaciones) que legitiman a las sociedades²⁷. La tipología ideal de las ciudades sirve entonces para identificar rasgos o expresiones que emergen en las críticas y justificaciones de los actores cuando entran en disputas públicas constitutivas durante la definición o

redefinición de problemas. Teniendo en cuenta lo anterior, las ciudades son un lugar desde el cual se asumen distintas maneras para definir el interés general, y donde convergen diversos principios de equivalencia, esto es, “diversas maneras de construir el lazo político entre las personas, de establecer un orden entre ellas y de atribuirles una magnitud que pueda ser considerada legítima” ( Guerrero y Ramírez, 2011, p. 63). En otras palabras, “esta equivalencia tiene que ver con la institución de un orden considerado legítimo, una escala de valores entre las personas e instaura un orden de “magnitud” entre ellas que no es considerado como arbitrario (injusto)” (p. 63). Así mismo, de acuerdo con los principios superiores generales de cada ciudad, en una disputa se distribuirán repertorios de identidades, roles de culpables y de responsables de actos censurables, de víctimas a rescatar, de procuradores y abogados, y de justicieros que articulan un “denunciador”, es decir: el denunciante, una “víctima”, aquel por el que la denuncia se lleva a cabo, un “perseguidor”, aquel hacia quien se lleva a cabo la denuncia, un “juez” y aquel a quien es enviada la denuncia (Boltanski y Thévenot, 2000). Cada uno de estos principios de equivalencia define lo que se considera justo o no, así como la valoración de la “normalidad” de una denuncia, que responde a la cuestión pragmática. Lo anterior significa, tal como lo señala Guerrero y Ramírez (2011), que durante una disputa una crítica debe efectuarse sobre la base de un principio de equivalencia distinto al que funda el orden objeto de la crítica, donde la justificación no es otra cosa que una respuesta fundada en el principio de equivalencia que sostiene el orden criticado. En otras palabras, un orden social será calificado como justo cuando la distribución entre las personas de lo que tiene valor se realiza por referencia a un mismo principio de orden, esto es, cuando la magnitud de las personas es evaluada de igual forma para todo el mundo, con base en el mismo principio de orden (Guerrero y Ramírez, 2011, p. 32). Entonces, en palabras de Boltanski (2009), criticar es alejarse de la acción para acceder a una posición externa desde la que se pueda considerar otro punto de vista, siendo posible sustraernos al modelo de justicia del que depende la situación en que nos encontramos si se busca apoyo en un principio correspondiente a otra ciudad. Ahora bien, no todas las críticas o denuncias sobre una injusticia serán

reconocidas como válidas o legítimas en la sociedad, ni conllevarán necesariamente a la constitución de un problema público. La validez de las críticas expuestas por los actores en escenarios de disputa, dependerá a su vez del modo en que se ha instituido un orden político en la sociedad (una ciudad), con base en unos principios de orden mejor conocidos como principios de equivalencia-supremos, a través de los cuales se establecen órdenes legítimas entre las personas. De no adoptar ciertos marcos de acción, la validez y legitimidad de los argumentos de quienes rinden cuentas o piden rendir cuentas, de quienes critican, denuncian, se quejan o protestan, o de quienes pretenden formular o reformular un problema, se ve menguada. Al respecto, a continuación se describirán los límites en la publicitación de una denuncia a través de las actividades de generalización, así como de las operaciones de experimentación y prueba (testing) (Boltanski, 2009) que adelantan los actores para poner en cuestión ciertos aspectos del orden social.

Límites para la publicitación de una denuncia en la configuración de problemas públicos

Siguiendo a Guerrero y Ramírez (2011), la sociología pragmatista de la crítica busca comprender las acciones de los individuos, identificando las coacciones que deben tener en cuenta en las situaciones para lograr que sus críticas y justificaciones resulten aceptables para los demás. Aplicado al análisis de los problemas públicos, no todas las situaciones que generan malestar o insatisfacción se convierten en denuncias o críticas, ni mucho menos en problemas públicos, es decir, en objeto de conflicto o controversia en el seno del espacio público, ni logran obligar a una autoridad pública a asumir una responsabilidad. Tampoco todas las situaciones molestas o insatisfactorias que se tornan en quejas o denuncias logran ser reconocidas como legítimas, e incluso reconocidas no logran instar a la configuración o reconfiguración de problemas públicos. Entonces, ¿qué condición debe satisfacer la denuncia pública de una injusticia para ser considerada admisible y lograr problematizar un asunto en la esfera pública?

Para Boltanski (2009), el hecho que unos argumentos sean tomados como más válidos que otros, tiene que ver con su cercanía o lejanía frente a lo que una sociedad califica como público, como aceptable, como correspondiente o no frente al ideal de bien supremo. Esta situación se denomina “los límites para la publicitación de un problema público”. De esta manera, de no adoptar ciertos marcos de acción, la validez y legitimidad de los argumentos de quienes rinden cuentas o piden rendir cuentas, de quienes critican, denuncian, se quejan o protestan, o de quienes pretenden formular o reformular un problema, se ve menguada, e incluso puede ser clasificada como una locura que excede los límites de la normalidad. Así, sus reclamaciones o justificaciones pasan a ser fácilmente desinfladas una a una, disminuidas o descartadas, bien sea porque resultan contrarias al interés general o porque no están en conformidad con las reglas de uso de la controversia pública. Entonces, tal como se mencionó en el apartado anterior, la capacidad de crítica que refiere a la competencia de los actores para desenvolverse y poner en cuestión ciertos aspectos del orden social (Boltanski y Thévenot, 1999), debe acompañarse del manejo de unas gramáticas propias de la denuncia sobre una injusticia, de las cuales los actores deben valerse para legitimar sus denuncias. Por ello, los individuos saben disponer de diferentes principios cuando están en cierta situación para cumplir con los requisitos de la normalidad de una denuncia, principios en los que se han enraizado sus justificaciones en otras situaciones en las que han estado involucrados: It follows that a person must, in order to act in a normal way- be able- to shift, during the space of one day or even one hour, between situations which are relevant in relation to different forms of equivalence. The different principles of equivalence are formally incompatible with another, since each of them is recognized in 10 situations in which validity is stablished as universal (Boltanski, 2009, p. 365). A su vez, al momento de direccionar sus críticas los actores deben resistir un conjunto de pruebas, propio de cada régimen de justificación. Al respecto, para el autor la sociología pragmática describe el mundo social como la escena de un proceso en el cual actores en situación de incertidumbre realizan indagaciones, consignan su interpretación de lo que ocurre en sus relaciones, establecen cualificaciones y se someten a pruebas (Boltanski y Chiapello, 2002); así, dependiendo de las situaciones a las que los actores se vean confrontados, es

posible que se transite entre diversos modos de acción y argumentación. En este contexto, la incertidumbre acerca de lo social obliga a pensar la acción como una secuencia de pruebas (tests) sometidas a un ajuste permanente (ensayo-error): consideramos que las pretensiones de las personas deben ser confrontadas a la realidad a partir de procedimientos más o menos estandarizados a los cuales los denominamos pruebas. Esta es la razón por la cual a cada régimen de justificación le es asociado un repertorio de objetos pertinentes dentro del orden considerado, el cual diseña en forma conjunta los límites de un mundo. La presencia de estos objetos en las situaciones consideradas y su activación por parte de las personas implicadas permite el ordenamiento de las pruebas, cuyo resultado es, finalmente, “lo que confiere la solidez al juicio y lo que hace difícil que sea puesto una vez más en tela de juicio (…)” (Boltanski y Chiapello, 2002, p. 180). Según Boltanski (2009), la noción de “prueba” o “test”, que puede ser radical o reformadora, rompe tanto con una concepción excesivamente determinista de lo social, como con la lógica de estructura y dominación; así, insiste en que la incertidumbre, desde la perspectiva de la acción, habita en distintos grados en las situaciones de la vida social. A su vez, la crítica y la prueba están estrechamente ligadas una con otra, en tanto que la crítica conduce a la prueba en la medida en que esta pone en cuestión el orden existente y coloca bajo sospecha el estado de grandeza o bien supremo. De la misma forma, la prueba, sobre todo cuando pretende ser legitimada, se expone a la crítica, que descubre las injusticias suscitadas por la acción de fuerzas ocultas. Siguiendo a Zittoun (2016), nos referimos también a las pruebas (épreuves) que deben enfrentar las propuestas que defienden los actores y que generan resistencias a la hora de proponer la definición sobre un problema; en estas situaciones, los actores, por ejemplo, deben someter sus denuncias, críticas y reivindicaciones atendiendo al principio de la generalización a través del cual se busca des-singularizarlas por medio del ejercicio de categorización: “el denunciante o los denunciantes se incluyen dentro de una categoría, de manera que el individuo defendido pueda ser sustituido por cualquier miembro de dicha categoría (inmigrante, víctima, refugiado, mujer, obrero, etc.)” (Martín, 2012, p. 226). En otras palabras, el incremento de la generalidad es una condición necesaria para el éxito de las protestas públicas, a condición de que se opere de

acuerdo con un conjunto de modalidades creíbles. De otro lado, el ejercicio de categorización permite la agrupación de individuos en torno a causas legítimas ya reconocidas, toda vez que para agrandar la víctima sea necesario relacionarla con un colectivo y conectar su denuncia con una causa ya constituida. Adicionalmente, durante las disputas los actores pueden llevar a cabo actividades de dramatización, especialmente cuando se llevan a cabo en público, y si tienen éxito (pese a que no siempre es el caso), ello puede asegurar la coordinación de los actores y los espectadores en el mismo curso de acción (Boltanski, 2009). En síntesis, más allá de la imposición vertical de problemáticas sociales, y “partiendo de modos de intercambio y de agregación entre actores individuales y colectivos” (Lascoumes y Le Galès, 2017), los actores formularán y expresarán soluciones con base en sus capacidades, para incidir en la construcción de problemas públicos y sus respectivas soluciones. Entonces para superar los límites de la publicitación de una denuncia, mediante diferentes operaciones de experimentación, cada uno de los actores expresa, discute, localiza problemas, envía alarmas, entra en disputas, polémicas y controversias, configura temas de conflicto, resuelven crisis y logra compromisos (Cefaï, 2012). Aquí las capacidades críticas de las personas toman relevancia, perspectiva centrada en la comprensión “incierta” de los problemas públicos que destaca su dimensión política.

Conclusiones

Este capítulo se propuso reflexionar en torno al papel de la crítica en la constitución de problemas públicos a la luz de la propuesta de la sociología pragmatista de Luc Boltanski. Ante esto, la tesis defendida es que la configuración de problemas públicos, más allá de la decisión unilateral de especialistas, encubre un proceso político de luchas por el sentido de las cosas, donde se ponen en juego diferentes principios sobre la justicia y se develan las capacidades reflexivas de los actores ordinarios a través de la actividad crítica. Así las cosas, primero se identificó que la confianza en la técnica, constante en la

orientación positivista del campo de estudio en América Latina, resulta incierto para el estudio de los problemas públicos al menos en dos sentidos: por simplificar la dimensión política en el análisis de los problemas públicos, donde se privilegia el papel del experto; y por dar un lugar pasivo a los actores corrientes e ignorar que las disputas y las críticas son constitutivas en la definición de problemas públicos, entendidos como procesos a través de los cuales un hecho se convierte en un asunto de reflexión, de protesta pública y en un recurso, así como un objetivo para la acción pública (Gusfield, 1981). Segundo, al reflexionar en torno a la cuestión de la justicia y la configuración de problemas públicos, se encontró que la tipología ideal de las ciudades sirve para identificar rasgos o expresiones que emergen en las críticas y justificaciones de los actores cuando entran en disputas públicas durante la definición o redefinición de los problemas. Se reconoce entonces que los actores saben lo que hacen ante cada situación y su actuar se ajusta tanto a las reglas de la situación como a criticarlas. Por último, sobre las limitaciones para la publicidad de una denuncia y la constitución de un problema público, se afirma que la capacidad de crítica de los actores, entendida como las capacidades para desenvolverse y poner en cuestión ciertos aspectos del orden social (Boltanski y Thévenot, 1999), debe acompañarse del manejo de unas gramáticas propias de la denuncia sobre una injusticia, de las cuales los actores deben valerse para legitimarlas; a su vez, al momento de direccionar sus críticas los actores deben resistir un conjunto de pruebas propio de cada régimen de justificación, singularizando sus denuncias y dramatizándolas. De esa manera, este capítulo se plantea como una contribución para el desarrollo de una perspectiva pragmática que se ocupe de estudiar la dimensión política de las políticas públicas. Quedan por responder algunos interrogantes sobre los límites y las oportunidades que tienen los individuos o colectivos para: (a) Ser capaces de percibir una situación como problemática, y (b) convertirse en un público concernido en torno a un problema pese a limitantes como la exclusión, inequidad, desigualdad de acceso al poder, entre otros.

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sobre lo individual. b) La ciudad doméstica, en la que la grandeza de la gente depende de su posición jerárquica dentro de una cadena de dependencias personales. c) La ciudad comercial, en la que lo justo se constituye a partir del interés individual y el renombre; por tanto, la grandeza se encuentra en la opinión de otro. d) La ciudad industrial, donde el principio superior está dado por la eficacia y las capacidades profesionales. e) La ciudad por proyectos, en la que el bien supremo es el vínculo y la conexión. f) La ciudad de renombre, en la que el bien supremo es el prestigio y el reconocimiento. Otro tipo de regímenes distintos son el régimen de la justicia, así como el régimen del ágape y el régimen de la violencia. Mientras, el régimen de ágape puede definirse como “una atención gratuita prestada a otra persona”, el régimen de la violencia se marca por la ruptura de ciertos convenios preestablecidos y por el enfrentamiento entre las distintas fuerzas.

Bobbio, un demócrata tras las fronteras de la política y el derecho

Néstor Raúl Arturo Dorado y Hernando Llano Ángel

Introducción

Este capítulo se ocupa de las teorías de Bobbio sobre política, derecho, derechos y democracia, con el fin de encontrar los elementos conceptuales específicos en cada uno de estos campos, así como el elemento o los elementos comunes entre ellos. De otra parte, siguiendo la huella del pensamiento de Bobbio, es posible determinar que también se ocupa de develar los posibles desarrollos teóricos de los conceptos mencionados, en la búsqueda de una potencial reconfiguración de los mismos. Así las cosas, los diferentes conceptos tratados en este capítulo, se reconstruyen de la siguiente manera: el concepto de poder para la comprensión del pensamiento de Bobbio; el concepto tradicional de política, a través de la figura vertical del príncipe, en una línea de arriba hacia abajo; el derecho (particularmente del moderno), a través de la figura piramidal de la Ley Fundamental, en una línea de abajo hacia arriba; y en el caso del concepto de los derechos, a través de la figura horizontal del poder ciudadano. En consecuencia, la ruta a seguir comprende: primero, el análisis en Bobbio sobre las principales perspectivas teóricas con mayor tradición sobre política y derecho; segundo, su posición sobre la cuestión de qué es primero, la política o el derecho; tercero, su aporte teórico y político acerca de la reconfiguración del dilema planteado, para continuar con la conceptualización de los derechos en relación con lo que el autor denomina “el tiempo de los derechos”, de cara a una potencial reconfiguración de los conceptos de política y derecho, para desembocar en un apartado sobre la democracia.

La huella del pensamiento de Bobbio

La vida y el pensamiento de Bobbio se movieron entre el liberalismo y el socialismo: en 1937 se vinculó al movimiento liberal socialista y en 1942 fue cofundador del Partito d’ Azione, ala política de la Resistencia, en la cual confluían Giustizia e Liberta y el movimiento liberal-socialista. En esta línea de intelectual y militante, en 1943 escribió una breve obra titulada La filosofía del decadentismo. Un estudio del existencialismo, texto que denuncia el aristocratismo e individualismo de Heidegger y Jaspers en nombre de un humanismo democrático y social (Anderson, 1989). Con la autodisolución del Partito d’ Azione y la obtención de la cátedra de filosofía del derecho en la Universidad de Turín, comienza una nueva etapa en la vida de Bobbio: la académica²⁸; sin embargo, siguió manteniendo polémicas políticas como, por ejemplo, con el filósofo Della Volpe y el mismo Togliatti, ambos de militancia comunista. Después de la Liberación, Bobbio (como se citó en Anderson, 1989) hace una reflexión que describe de la mejor manera su actitud como intelectual. O bien habríamos acabado buscando refugio en la vida interior o bien nos habríamos puesto al servicio de los patronos. Pero de aquellos que pudieron salvarse de estos dos sinos fatales, solo fuimos un puñado los que conservamos una pequeña valija en la que, antes de lanzarnos al océano, depositamos, para su salvaguarda, los más saludables frutos de la tradición intelectual europea: el valor de la indagación, el fermento de la duda, la disposición al diálogo, el espíritu crítico, la moderación en el juicio, el escrúpulo filológico, la conciencia de la complejidad de las cosas (Anderson, 1989, p. 27). Para conocer mejor el desarrollo del pensamiento de Bobbio, es útil el análisis de Anderson sobre sus confrontaciones intelectuales, a saber: (a) con la fenomenología de Husserl y Scheler, antes de la guerra; (b) con el existencialismo de Heidegger y Jaspers, durante el mismo período; y (c) con el positivismo de Carnap y Ayer, después de la guerra. Este recorrido ubica a Bobbio dentro de las preferencias epistemológicas empíricas y científicas de Anderson, contrarias a la llamada “ideología italiana”. En cuanto a coordenadas políticas se refiere, Anderson establece que Bobbio, por su formación de origen y convicción, “es un liberal” en el sentido en que su liberalismo era “esencialmente una doctrina de las garantías constitucionales de la libertad

individual y los derechos civiles en la tradición empirista de Mill, que él asocia de manera especial con Inglaterra” (Anderson, 1989, p. 90). Por otro lado, respecto a la reflexión permanente de Bobbio, Anderson (1989) destaca la “constante insistencia en que todos los Estados se basan en última instancia en la fuerza” (p. 94), cuestión que se movía entre la tradición realista central que planteaba la incorregibilidad de las pasiones de los individuos, requiriendo la compulsión permanente del poder organizado para refrenarlas y la visión pesimista del realismo conservador, compartida por Marx y Lenin, pero con la diferencia de que ellos combinaban la visión pesimista del Estado con la visión optimista de la naturaleza humana y albergaban la perspectiva de una eventual desaparición del primero mediante una emancipación de la segunda. Así, la presentación de algunas de las afinidades de Bobbio, dan luces para una comprensión histórica de su pensamiento en relación con la política, el derecho, los derechos y la democracia.

La política

Para la definición de “política”, Bobbio (2009) recoge inicialmente su empleo generalizado de designación de la “esfera de acciones que refieren directa o indirectamente a la conquista y ejercicio del poder último (supremo o soberano) sobre una comunidad de individuos en un territorio” (p. 237), determinación en la cual establece la referencia a “la individualización de las relaciones de poder entre individuos y grupos con la capacidad de un sujeto de influir, condicionar y determinar el comportamiento de otro individuo”. Así, la relación política principal entre gobernantes y gobernados se resuelve desde una “típica relación de poder”. Según Bobbio, la relación política es una de las tantas formas de relaciones de poder entre los seres humanos, de ahí que cuando se pretenda caracterizar la referida a la esfera de la política sea necesario recurrir a tres criterios por separado: la función de la política, sus medios y los fines que pretende. Sobre el tamiz de cada uno de estos criterios, el autor define lo que es la política o el poder político. Sin embargo, desde el criterio funcional del poder se concluye que es

insuficiente para definir el término política o poder político, para lo cual Bobbio (2009) recurre a metáforas de la Antigüedad que pretendían definir la naturaleza del gobierno: desde un modelo biomorfo, se le asignaba la función de la mente o del alma para “guiar, dirigir, mandar, y en cuanto tal es diferente de la meramente ejecutiva de las otras partes del cuerpo social” (p. 238). Por otro lado, desde un modelo tecnomorfo, los oficios y artes más tenidos en cuenta eran el del pastor, encargado de cuidar el rebaño del ataque de los lobos; el del navegante, quien guía del barco; el del auriga, cuya función es llevar y frenar los caballos; y el del médico, que cura los males del cuerpo. Todas estas funciones requerían poder de mando para su ejercicio y como contrapartida, obediencia, con la posibilidad de castigar. Con respecto al criterio finalista del poder, Bobbio (2009) colige que es inadecuado para definir el término política o poder político. Para esta conclusión, recurre nuevamente a la Antigüedad, tomando como punto de partida la afirmación de que el fin de la política es el bien común de la comunidad, diferente al bien personal; de esta forma, el buen gobierno se preocupa por el bien común, mientras el malo se inclina por el personal. Se trata de una perspectiva axiológica, que explica el gobierno como debe ser, no como es. Es más, si bien dicha distinción es útil para diferenciar las formas buenas de gobierno de las malas, “no sirve de igual modo para caracterizar la política en cuanto tal, y, por consiguiente, cae en la misma crítica que la anterior: una cosa es el juicio de valor, otra cosa es el juicio de hecho” (p. 240). Al respecto, entre la descripción de las propiedades del león y del zorro (la fuerza y la astucia) que debe tener quien dirige los destinos de un Estado, casi ninguna tiene que ver con el fin del bien común; por el contrario, “se refieren exclusivamente al objetivo inmediato de conservar el poder, con independencia del uso público o privado que el gobernante quiera hacer de ese poder” (Bobbio, 2009, p. 240). En esta perspectiva de refrendar el objeto del poder como su preservación, Bobbio se apoya en el carácter coactivo de las normas de acuerdo con la teoría kelseniana del derecho, las cuales tienen como fuente el Estado (desde el positivismo). Por otro lado, para la tradición kelseniana, el Estado es un orden coactivo, un conjunto de normas que se hacen valer contra los transgresores, incluso recurriendo a la fuerza; es decir, la perspectiva de Bobbio deja abierta la posibilidad de correspondencia entre política y derecho, pues, para la misma tradición kelseniana, la fuente del derecho positivo es el Estado. Pero si no son los criterios funcionales y finalistas los adecuados para definir el

poder político ¿entonces cuáles lo son? Bobbio (2009) establece que es el que “atiende a los medios de los que las diferentes formas de poder se sirven para obtener los efectos deseados: el medio del que se sirve el poder político, si bien en última instancia…es la fuerza” (p. 242). Este criterio de los medios sirve, en consecuencia, para diferenciar el poder político de otros poderes como el económico y el ideológico: el primero “se vale de la posesión de bienes necesarios” y quienes lo ejercen se llaman propietarios, frente a quienes no los tienen (masa laboral); por otro lado, el segundo, “se basa en la posesión de ciertas formas de saber inaccesibles para la mayoría, de doctrinas, conocimientos, incluso solo de información o de códigos de conducta” (p. 242). En suma, sobre el quehacer de la política y de su estudio, “en la medida en que el poder político se distingue por el uso de la fuerza, se erige como el poder supremo o soberano, cuya posesión distingue en toda sociedad organizada a la clase dominante” (Bobbio, 2009, p. 243). Además de esta concepción de inspiración weberiana, Bobbio también bebe de las fuentes de la inextinguible conflictividad del mundo social, reconociendo que la pluralidad de cosmovisiones, sustentada en la diversidad de valores e intereses siempre en pugna, impide pensar y vivir la política en un horizonte irrealizable y utópico de consensos armoniosos, como lúcidamente lo expresará en el siguiente aforismo sobre la relación entre los conflictos, la política y el derecho: “La vida política se desarrolla a través de conflictos jamás definitivamente resueltos, cuya resolución se consigue mediante acuerdos momentáneos, treguas y esos tratados de paz más duraderos que son las Constituciones”(Bobbio, 1985, p. 171). Por ello, en su pensamiento y obra encontramos una integración dinámica, compleja y productiva entre disciplinas como la ciencia política, la sociología y el derecho, que lo sitúan como un pensador transfronterizo y transdisciplinario, permitiendo pensar la democracia liberal en forma crítica e incisiva y revelándonos en forma temprana y oportuna la actual crisis en que se encuentra sumida.

El derecho

La definición del derecho en Bobbio no parte desde el punto de vista de la norma jurídica, visión generalizada tanto en el común de la gente, como en el grueso de

los juristas; sino desde la perspectiva del ordenamiento jurídico. Al respecto, destaca que “para la teoría tradicional, un ordenamiento jurídico se compone de normas jurídicas, para la nueva perspectiva, normas jurídicas son aquellas que forman parte de un ordenamiento jurídico” (Bobbio, 2007, p. 15); en consecuencia, el término derecho debe entenderse como un tipo de sistema normativo y no como tipo de norma. Hecha esta aclaración, Bobbio pasa a ocuparse del poder originario que fundamenta la unidad y la justificación del ordenamiento jurídico, recogiendo las dos grandes tradiciones teóricas del derecho: la iusnaturalista y la positivista. La primera, cuya narrativa determina que el poder civil originario surge de un estado de naturaleza a través del recurso procedimental del contrato social, es a su vez concebido por medio de dos hipótesis: la hobbesiana, para la cual sus miembros renuncian a sus derechos naturales, con lo cual el poder civil nace sin límites y “el derecho natural (vida, propiedad, libertad), desaparece completamente al dar paso al derecho positivo” (Bobbio, 2007, p. 159); y la lockiana, para la cual el poder civil se fundamenta con el fin de asegurar el disfrute de los derechos naturales, dando lugar a un poder limitado por el derecho preexistente. La segunda tradición, guarda un correlato con la teoría iusnaturalista en sus dos hipótesis; así, los positivistas que aceptan la hipótesis hobbesiana, hablan de la autolimitación del Estado como ordenamiento centralizado donde, en el Estado moderno, existen poderes descentralizados o zonas de libertad en los que no puede intervenir el poder normativo. Entretanto, para los positivistas que se acogen a la hipótesis lockiana, “el derecho positivo no es sino un instrumento para la completa actuación del derecho natural preexistente” (Bobbio, 2007, p. 159). De esta manera, la soberanía nace limitada, toda vez que el derecho natural originario no se suplanta con el nuevo derecho positivo. Puesto en evidencia el poder originario que fundamenta la unidad y la justificación del ordenamiento jurídico, Bobbio destaca el papel de la fuerza en la definición del derecho. Por eso aclara que cuando se habla de poder originario se hace referencia “a las fuerzas políticas que han instaurado un determinado ordenamiento jurídico, sin importar que tal instauración se haya obtenido mediante el ejercicio de la fuerza física, pues ello no está en absoluto implícito en el concepto de poder” (Bobbio, 2007, p. 176); así, reconoce que “todo poder originario reposa un poco en la fuerza y otro poco en el consentimiento” y agrega que cuando la norma fundamental dispone la obediencia al poder

originario, no se debe interpretar en el sentido de sometimiento a la violencia, “sino en el sentido de sometimiento a quien tiene el poder coercitivo”. Este poder coercitivo se puede adquirir por consenso general. De manera que: los titulares del poder son aquellos que tienen la fuerza necesaria para hacer respetar la norma que han prescrito. En este sentido la fuerza es un instrumento necesario del poder, más no su fundamento. La fuerza es necesaria para ejercer el poder mas no para justificarlo (p. 176). Así, para el positivismo en la modernidad, del concepto de poder originario del derecho se desprende la concepción coercitiva en referencia implícita al Estado (Bobbio, 1999, p. 15); de manera que entender el derecho desde la coacción es una definición estatista del derecho. A propósito, Weber (1997) señala que “lo decisivo en el concepto del “derecho” es la existencia de un cuadro coactivo” (p. 28), pues si es así, el tema de las fuentes se vuelve trascendental para el positivismo jurídico. La ley es la primera fuente del derecho en cuanto es producida por el Estado, en un entramado que el propio sistema jurídico se atribuye a través de un sistema jerarquizado de normas; de esta forma, la importancia del problema de las fuentes para el positivismo jurídico radica en que con él se determina la pertinencia de las normas correspondientes a un ordenamiento jurídico. Es innegable el aporte de Bobbio a la construcción de una teoría de derecho tendiente a desentrañar sus orígenes y racionalidad, así como a la comprensión crítica del positivismo jurídico que se ha hecho pasar como todo el derecho. De ahí que sea necesario conocer su postura sobre este último aspecto: De los tres aspectos que pueden diferenciarse en el positivismo jurídico, estoy dispuesto a aceptar totalmente el método; por lo que respecta a la teoría, aceptaría el positivismo en sentido amplio y rechazaría el positivismo en sentido estricto; por lo que respecta a la ideología, aun siendo contrario a la versión fuerte del positivismo ético, soy favorable, en tiempos normales, a su versión débil, es decir, al positivismo moderado (Weber, 1997, p. 241).

La política y el derecho

Aunque el concepto de poder es común entre los estudios jurídicos y políticos, juristas y politólogos se niegan entre sí por completo. Ante esto, Bobbio señala que raramente ha encontrado en la literatura politológica sobre el concepto, referencias sobre la teoría del derecho; así mismo, casi nunca ha llegado a encontrar en la teoría general del derecho, referencias sobre el poder tratadas por politólogos y sociólogos. Pese a estas mutuas negaciones, el nexo es estrechísimo. En sentido objetivo, el concepto de poder interviene en el derecho al momento de creación y aplicación de la norma, y en sentido subjetivo, en la capacidad atribuida por el ordenamiento a ciertos sujetos para producir efectos jurídicos. En cuanto a lo primero, norma jurídica y poder pueden ser considerados como “cara y cruz de la misma moneda” (Bobbio, 2009, p. 261); todo depende de que la relación entre derecho y poder sea abordada desde el punto de vista de la norma o desde el punto de vista del poder. Por ejemplo, para la concepción normativista (positivista) formalista, que reduce al máximo el Estado al ordenamiento jurídico, en tanto este no es otra cosa que un conjunto de normas que se observan en un determinado territorio, desde luego, primero está el derecho y luego el poder. Por otro lado, el concepto de derecho interviene en el poder en el problema fundamental de los teóricos de la soberanía, pues en lugar de presentarlo solamente como un poder de hecho lo muestran como uno de derecho; es decir, autorizado y regulado por una norma superior, bien sea divina, natural o consuetudinaria. Al respecto, Bobbio (2009) enfatiza que “el poder sin derecho es ciego, pero el derecho sin poder es vacuo” (p. 262); así, el derecho público tradicional que partía del poder, ha perseguido siempre al derecho para distinguirlo del poder de hecho. A su vez, la teoría normativa ha tenido que perseguir al poder para logar la distinción entre un ordenamiento jurídico imaginado y uno efectivo; en otras palabras “para la primera el nudo por desatar es el de la legitimidad del poder, para la segunda, el de la efectividad del sistema normativo” (p. 262). Para ilustrar la contraposición entre los dos puntos de partida, Bobbio recurre a dos autoridades en la teoría del Estado y del derecho, como lo son Weber y Kelsen. El primero parte de la discusión fundamental entre poder de hecho y dominación legítima, esta última fundamentada bien sea en el carácter racional, como el que descansa en la creencia en la legalidad de ordenaciones estatuidas y derechos de mando para ejercer la autoridad (autoridad legal); en el carácter

tradicional, como la creencia cotidiana de la santidad de las tradiciones (autoridad tradicional); y en el carácter carismático, como el que descansa en la ejemplaridad y el heroísmo de una persona (autoridad carismática) (Weber, 1997). El segundo, tiene como punto de partida la presuposición del ordenamiento jurídico como conjunto de normas válidas con independencia de su eficacia; sin embargo, para perfeccionar su teoría, reconoce la necesidad del problema del poder jurídico. Como anota Bobbio a lo largo de su extensa obra jurídica en su crítica a Kelsen, para éste solo el ejercicio del poder en distintos niveles de un ordenamiento de normas válidas hace posible su efectividad, con lo cual se llega a la conclusión de que un ordenamiento que sea efectivo, además de válido y considerado legítimo, puede ser denominado ordenamiento jurídico. En el fondo de esta contraposición, Bobbio (2009) señala: uno y otro llegan a la misma conclusión, es decir, a la conclusión de que existe un poder legítimo distinto del poder de hecho, en la medida en que se plantean el problema tradicional de toda teoría positivista privatista del Estado, que tiene que encontrar de algún modo un criterio de distinción entre el ordenamiento coactivo de una banda de ladrones (p. 263). En este sentido, es revelador que “mientras la doctrina del positivismo considera al derecho desde el punto de vista del poder, la doctrina del Estado de derecho considera al poder desde el punto de vista del derecho” (p. 273), contraste develado a través de las distintas perspectivas de los escritores políticos que, interesados en el tema del poder, se sitúan frente al derecho, y de las distintas visiones de los juristas que, interesados sobre el tema del derecho, se sitúan frente al problema del poder. Esta situación sería anecdótica si dichas posturas encontradas no condujeran hacia problemas claves para unos y otros, como de eficacia, legitimidad o legalidad. Para los juristas, el derecho entendido como derecho positivo no puede prescindir del poder; entretanto, para los escritores políticos, el poder entendido como dominación no puede prescindir del derecho. La contraposición se explica para Bobbio en cuanto cada uno trata de responder a preguntas diferentes: los juristas a la pregunta sobre la efectividad de un sistema normativo, con lo cual distinguen el derecho positivo del derecho natural; y los escritores políticos, a la pregunta sobre la legitimidad o legalidad del poder político, con lo cual distinguen el poder legítimo del poder

de hecho. En consecuencia, con estas diferenciaciones “la norma fundamental tiene la función de cerrar un sistema basado en la primacía del derecho sobre el poder; la soberanía tiene la función de cerrar un sistema basado en la primacía del poder sobre el derecho” (Bobbio, 2009, p. 274); así, mientras que el poder soberano es el poder de los poderes, la norma fundamental es la norma de las normas. Según lo anterior, mientras para la teoría normativa el escalón superior está siempre representado por una norma, para la política tradicional el eslabón está siempre manifestado por un poder. De esta forma, para la teoría normativa la norma fundamental es aquella que establece el poder de producir normas jurídicas válidas en un determinado territorio con destino a una determinada población; en términos piramidales, se da una “subida de normas”: de las inferiores a la superior. Entretanto, para la teoría política, es el poder constituyente el creador de un conjunto de normas vinculantes del comportamiento de los órganos del Estado y de los ciudadanos; esto en términos piramidales, igualmente, se da en una “bajada de poderes”: del superior a los inferiores. Sobre esta contraposición, Bobbio (2009) concluye, a manera de contrasentido: “al plantear el problema en estos términos, nos damos cuenta de inmediato de que el tema kelseniano de la norma fundamental es perfectamente simétrico con el tradicional del poder soberano” (p. 275).

Los derechos

Utilizando de nuevo una metáfora, Bobbio sostiene que derecho y deber son como la cara y el sello de una misma moneda, la cual, en la historia del pensamiento moral y jurídico, ha sido observada más por el lado de los deberes que por el de los derechos. La explicación de esta situación está en que el hecho de qué se debe hacer y qué no, ha sido visto como un problema más de la sociedad en su conjunto que del individuo particular; ejemplo de ello son los códigos morales y jurídicos, pues inicialmente se establecieron para salvaguardar el grupo social, no la de sus miembros particulares.

Según lo anterior, y parodiando el título de una obra del mismo Bobbio, se estaría hablando del tiempo de los deberes, tiempo en el cual la doctrina política ha privilegiado a lo largo de los siglos el punto de vista de quien detenta el poder de ordenar sobre quienes se dirige la orden con el deber de obedecer; es decir, más desde el punto de vista del príncipe que desde el punto de vista de los ciudadanos. Con esto, el objeto principal de la política ha sido siempre el gobierno (bueno o malo), su conquista y ejercicio; en fin, todo lo que se entiende tradicionalmente como el arte de la política. En estas circunstancias, se describe al individuo como un objeto del poder o un sujeto pasivo, situación que ha llevado a los escritores políticos a remarcar los deberes de los individuos sobre sus derechos. En consecuencia, el poder de mandar genera en el otro extremo de la relación, la obligación de cumplir las leyes. Si hay un sujeto activo en esta relación, no es el individuo particular que hace valer sus derechos originales, incluso contra el poder estatal, sino el pueblo en su totalidad, en el que el individuo singular desaparece como sujeto de derechos (Bobbio, 2009, p. 514). Ahora, para pasar del enunciado del código de los deberes al código de los derechos, Bobbio (2009) sostiene que es necesario darle vuelta a la moneda: “que se comenzase a ver el problema no ya desde el punto de la sociedad sino también desde el del individuo” (p. 514). Para ello, se hace referencia a la doctrina de los derechos naturales que presupone una “concepción individualista de la sociedad y por consiguiente del Estado, en continua contraposición con la consolidada y antigua concepción orgánica, según la cual la sociedad es un todo y el todo está por encima de las partes” (p. 515). Esta concepción individualista significa la prevalencia del individuo particular con valor por sí mismo y la reconfiguración de la relación Estado-individuo por la de individuo-Estado; es decir, “el Estado es creado por el individuo y no el individuo por el Estado” (p. 516). A los cambios enunciados para abordar la concepción individualista, Bobbio agrega el de la inversión de la relación tradicional entre derecho y deber, donde los primeros pasan a primar sobre los segundos. De igual manera, agrega la inversión respecto del fin del Estado que, mientras para el organicismo es la defensa del cuerpo político, para el individualismo es el crecimiento del individuo en términos de libertad frente a posibles condicionamientos externos. Finalmente, está la inversión respecto del tema de la justicia, que mientras para la concepción orgánica la mejor definición de lo justo es la platónica, en cuanto

que cada una de las partes del cuerpo social debe desarrollar la función que le es propia, para la concepción individualista lo justo es que cada cual sea tratado de manera que satisfaga sus propias necesidades y alcance los propios fines: en primer lugar, la felicidad, fin individual por excelencia desde una cosmovisión liberal. Esta perspectiva individualista expresada histórica, filosófica, política y jurídicamente en los derechos del hombre, ha recorrido un largo camino que entre oposiciones, refutaciones y limitaciones “no se podrá regresar fácilmente” (Bobbio, 2009, p. 517), lo cual sustenta su progresiva afirmación a través de cuatro etapas: la primera es la transformación de una aspiración secular ideal en un verdadero derecho en cuanto derecho público subjetivo y que, en referencia a la restricción de una nación, se trata de una constitucionalización en las primeras constituciones liberales y, paulatinamente, también en las democráticas. La segunda se refiere a su progresiva extensión, inicialmente al interior de los propios derechos liberales como el derecho de asociación, cardinal de un sistema político y social de democracia pluralista, el cual se encontraba en manos del derecho de policía y, por ello, como libertad de hecho; luego, a través del paso del reconocimiento exclusivo de los derechos civiles al de los derechos políticos, como la concesión del sufragio universal masculino y femenino y con ello el paso de la transformación del Estado liberal en Estado democrático. La tercera etapa es la universalización, que ha tenido como punto de partida la Declaración de los derechos del hombre. Así, el paso de la protección por parte del sistema interno al internacional, convierte al individuo en sujeto de derecho internacional, con lo cual puede reclamar justicia en una instancia superior a la de su propio Estado. Finalmente, la cuarta etapa merece una mención especial, por cuanto es la que se viene desarrollando en los últimos años y que Bobbio (2009) denomina como la especificación de los derechos. Ello dado que “han emergido nuevas pretensiones, justificadas sobre la base de las consideraciones de exigencias específicas de protección, tanto respecto del género, como respecto a las diversas fases de la vida, o las condiciones, normales o excepcionales de la existencia humana” (p. 519). El carácter progresivo (pero no lineal) de los derechos es una anotación crítica de Bobbio a su historia, pues afirma que en la medida en que las pretensiones aumentan, su protección se hace más difícil, advirtiendo además que los derechos sociales son más difíciles de proteger que los de libertad y que la protección internacional es más complicada que al interior del propio Estado. En

tal sentido, la extensión de los derechos como progreso moral no se mide por las palabras, sino por los hechos, sobre todo porque la historia mantiene su ambigüedad: hacia la paz o hacia la guerra, hacia la libertad o hacia la opresión. A pesar de las vicisitudes, se puede afirmar con Bobbio que se está en el tiempo de los derechos. Para una mejor comprensión del pensamiento de Bobbio y del paso del mundo de los deberes al de los derechos, es necesario hacer referencia a la redefinición de los conceptos de libertad e igualdad, pues están en la base de las relaciones del Estado con los individuos y viceversa. Respecto del concepto de libertad, se sostiene que en su concepción tradicional se trata de una libertad entendida como no-impedimento o libertad negativa; a partir de esta definición, Bobbio establece dos extensiones del concepto: la primera llegó con el paso de la teoría de la libertad como no-impedimento a la teoría de la libertad como autonomía, es decir, de la libertad como no-impedimento por parte de normas exteriores (entendido por Hobbes como ausencia de leyes) a la libertad dotada de leyes propias para ser obedecidas, con lo cual se avanza al concepto de autonomía. La segunda extensión surgió con el paso de una concepción negativa a una positiva de la libertad; en otras palabras, cuando la libertad auténtica y digna a ser garantizada no solo se percibió como libertad negativa sino en términos de poder positivo, entendido como la capacidad jurídica y material de concretar las posibilidades abstractas garantizadas por las constituciones liberales. A partir de estas extensiones de la teoría política de la libertad, Bobbio sostiene que debe ser entendida sobre tres aspectos: (a) todo ser humano debe tener una esfera personal protegida contra injerencias externas; (b) debe participar directa o indirectamente en la formación de las normas que deberán regular su conducta, no reservadas a su dominio exclusivo; y (c) debe disfrutar del poder efectivo de poseer en propiedad, o como parte de la propiedad colectiva, los bienes suficientes para gozar de su dignidad. Respecto al concepto de igualdad, a lo largo de sus escritos de filosofía política, Bobbio reconoce que también se ha desarrollado con posteriores enriquecimientos a partir de las preguntas: ¿igualdad en qué? e ¿igualdad para qué? En cuanto a la primera pregunta, es reiterativo en que se debe tener en cuenta la Declaración de los derechos humanos que responde: igualdad en dignidad y derecho; respecto a la segunda inquietud, reitera, igualmente a través de su obra, que la misma Declaración responde: igualdad entre todos en relación con los derechos humanos, y como resultado de un proceso de eliminación gradual de las discriminaciones. Así, la igualdad no se constituye en un punto de

partida, sino en el punto de llegada de la acción del Estado y de la sociedad. Finalmente, Bobbio hace un ejercicio de correlación extensiva entre la libertad y la igualdad, de manera que establece que a diferentes conceptos y planos de libertad se distinguen y se correlacionan diversos conceptos y planos de igualdad; de esta forma, al momento de la libertad personal o negativa corresponde el de la igualdad jurídica, pues todos los ciudadanos tienen capacidad jurídica y son sujetos reconocidos por el ordenamiento, con lo cual podrán actuar dentro de los límites de la ley para su interés propio. Por otro lado, al momento de la libertad política corresponde el de la igualdad política, propia del Estado democrático fundado en el principio de soberanía popular por medio del ejercicio del sufragio universal. Finalmente, al momento de la libertad positiva o libertad como poder, corresponde la igualdad social o de oportunidades; en tal sentido, requiere que se atribuya a todos los ciudadanos no solo la libertad negativa o política, sino también la positiva, que se materializa en el reconocimiento de los derechos sociales. Así, el paso histórico del momento de los deberes al tiempo de los derechos reclamaría a los teóricos de la política, del derecho y de la democracia, una reconfiguración de dichos conceptos, ya sea desde sus fines o sus medios y desde sus funciones en la búsqueda de nuevas legitimidades.

La democracia como el tiempo de los derechos

En tanto el tiempo de los derechos cobra pleno sentido en la democracia, Bobbio lo aborda como una constante en su obra, integrando así plenamente la política con el derecho, en primera instancia, poniendo el énfasis argumentativo en la comprensión de la democracia como un método y un conjunto de reglas en las cuales el derecho juega un papel esencial y vital. Así, es necesario comenzar por la afirmación básica del derecho al sufragio universal, pues ella es la piedra de toque que consagra la igualdad de poder entre todos los ciudadanos con su fórmula universal: “una persona, un voto”; a partir de allí, inicia un recorrido históricamente incierto e inconcluso, pleno de riesgos y vicisitudes, que debe conducir a promover y garantizar una igualdad mucho más exigente y sustancial (ya no tanto procedimental), como es la igualdad de oportunidades para el

ejercicio de una libertad positiva en el terreno de los derechos sociales, económicos y culturales. Para avanzar en dicha dimensión, esa democracia procedimental debe garantizar plenamente los derechos cívicos de la libre expresión, derecho de asociación y acción pacífica a todos sus ciudadanos bajo las más diversas y plurales formas de organización, sin discriminación o exclusión alguna fundada en privilegios o tradiciones de orden social, político, cultural o étnico. Es decir, una democracia abierta a la conflictividad propia de la pluralidad que reconoce el disenso como su expresión regular, para lo cual adopta la regla de la mayoría en la toma de decisiones, pero siempre en el respeto absoluto de los derechos de la minoría para evitar así el abuso de las mayorías y su conversión en hegemonías dominantes y arbitrarias. De tal suerte que esta concepción mínima de la democracia, inscrita en el universo de la representación liberal, consagra el derecho a la política como correlato del Estado de derecho y un asunto ciudadano que compete a todos y todas, en un horizonte progresivo de ampliación y goce de derechos. De esta manera, Bobbio (1985) establece una especie de ruta de la democracia, comenzando con su afirmación y defensa categórica como un método y conjunto de reglas “que establecen quién está autorizado a tomar decisiones colectivas y con qué procedimientos” (p. 21), pero esbozando un horizonte indefinido, tanto en el tiempo como en el espacio, para la ampliación y realización de los derechos de todos los ciudadanos en la búsqueda de mayor libertad e igualdad; esta búsqueda, inscrita en el Estado liberal como “presupuesto no solo histórico, sino también jurídico del Estado democrático” (p. 23), al igual que “las normas constitucionales que atribuyen estos derechos no son propiamente reglas del juego: son reglas preliminares que permiten el desarrollo del juego”. Dicho lo anterior, parece claro que no se puede tildar a Bobbio como un pensador que reduce la democracia a un simple método para la toma de decisiones colectivas a través de un juego de reglas, sino más bien como un riguroso analista dotado de una rica erudición histórica y una poderosa y crítica perspectiva conceptual, la cual despliega en su obra para motivarnos a la construcción de una democracia sustantiva, al tiempo que nos alerta sobre sus promesas incumplidas. Entre sus críticas conceptuales y distinciones esenciales, se encuentra la clara diferenciación entre la democracia representativa y directa, reflejada en su polémica con Della Volpe y Togliatti. Al respecto, Perry Anderson (1989) nos dice que su ataque se dirigió “contra lo que llamaba el fetiche de la democracia

directa” (p. 95), pues consideraba que entre dichas democracias no había una separación a manera de especies distintas, sino un continuum de formas: “ninguna forma es buena o mala en un sentido absoluto; cada una es buena o mala según la época, el lugar, los problemas planteados, los agentes”. De esta forma, alertaba sobre el peligro de recurrir a mecanismos como referéndums para sustituir las labores propias de los parlamentos y congresos, pues muchas veces esto “excede la capacidad del ciudadano ordinario para mantener su interés de los asuntos públicos” (p. 95). Esta observación más que pertinente, fue dolorosamente corroborada entre nosotros por la utilización del plebiscito del 26 de octubre de 2016 para ratificar o negar el Acuerdo de Paz suscrito entre el Estado colombiano y las FARC-EP, con el resultado deplorable del triunfo del No sobre el Sí, en un mar de abstención ciudadana cercana al 63 % del censo electoral entonces vigente. Más aún, cuando dicho plebiscito desconoció el fundamento constitucional de la paz como “un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”, consignado en nuestra Carta (Constitución Política, art.22), pues la paz constituye en sí misma el derecho a la democracia. Sin paz, la violencia política impide el ejercicio de todos los demás derechos, empezando por los civiles, continuando con los políticos y arrasando con la exigencia y el ejercicio de los derechos sociales, económicos y culturales, como lo pone de manifiesto la victimización sistemática y cotidiana de nuestros líderes sociales y defensores de derechos humanos. En cuanto a las promesas incumplidas de la democracia, descritas con perspicacia en “El futuro de la democracia” (Bobbio, 1985), aparecen plenamente pertinentes para el análisis de nuestra realidad política la quinta y la sexta, referidas respectivamente al “poder invisible” y “el ciudadano no educado”. Por un lado, el poder invisible hace referencia a lo que Alan Wolfe (como se citó en Bobbio, 1985), “llama el doble Estado, doble en el sentido de que, junto a un Estado visible existiría otro invisible” (p. 35); en nuestro caso cobra diversas formas, tanto en el orden nacional como en el regional o local, según sea la identidad de los poderes de facto dominantes, ocultos bajo la parafernalia de las elecciones periódicas o de las alianzas con diversas organizaciones y facciones políticas. Así, por ejemplo, hemos tenido expresiones de poderes de facto como el narcotráfico (para nada invisible), que incluso lograron plena visibilidad en el artículo 35 de la Constitución, que prohibía la “extradición de colombianos por

nacimiento”, derogado posteriormente sin que por ello haya disminuido en lo sustancial su influencia en la dinámica política real (Llano y Restrepo, 2005). Más bien, se ha metamorfoseado en la “narcoparapolítica” de organizaciones contrainsurgentes, como las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), una vez desprovistas de la protección legal que les confería el decreto-ley 356 de 1994 del entonces presidente César Gaviria, denominándolas Asociaciones Comunitarias de Vigilancia Rural, más conocidas como CONVIVIR. En la actualidad, ese doble Estado toma formas miméticas y fantasmagóricas en muchas regiones, que van desde ejércitos al servicio del narcotráfico, pasando por organizaciones provistas de un discurso político mimetizado con diversas economías ilegales, en una especie de sincretismo rebelde y delincuencial en acelerada degradación criminal que diezma la vida de líderes sociales y defensores de derechos humanos, sin los cuales no puede existir democracia alguna. Pero también ese doble Estado cobra hoy vida en la denominada corrupción política, como lo ha develado la financiación de Odebrecht a numerosas campañas presidenciales, instaurando auténticos gobiernos cleptocráticos, siendo Perú, Colombia y Brasil los más representativos. Por otro lado, la sexta promesa incumplida hace referencia al “ciudadano no educado”, que se expresa en la apatía política e “implica a menudo casi a la mitad de los que tienen derecho a voto”; además, lo que es más grave y como lo denunciaba Tocqueville “en un discurso pronunciado en la Cámara de los diputados (27 de enero de 1848)” refiriéndose a la degeneración de las costumbres públicas, “las opiniones, los sentimientos y las ideas comunes son sustituidos cada vez más por intereses particulares”, lo cual desemboca en que “quien goza de los derechos políticos, supone que puede hacer uso personal de los mismos en su propio interés” (Bobbio, 1985, p. 40). Estos fenómenos predominan en nuestra vida política bajo la abstención crónica y el clientelismo renovado, que lleva a millones de electores a reelegir a los mismos con las mismas en el “do ut des (apoyo político a cambio de favores personales)”. Por todo lo anterior, en su libro “Italia Civile. Ritratti e Testimonianze”, Bobbio (como se citó en Anderson, 1989) concluye sobre la democracia: Hemos aprendido a mirar la sociedad democrática sin ilusiones. No hemos obtenido mayores satisfacciones. Nos hemos vuelto menos exigentes. La diferencia entre nuestros empeños de entonces y nuestras preocupaciones de hoy se resumen en esto. El perfil global de nuestra vida corriente no ha mejorado;

incluso en ciertos aspectos ha ido a peor. Somos nosotros los que hemos cambiado, haciéndonos más realistas y menos ingenuos (p. 101).

Referencias

Anderson, P. (1989). Las afinidades de Norberto Bobbio. Debats, (27), 84-105. Bobbio, N. (1985). El futuro de la democracia. Plaza y Janes. Bobbio, N. (1998). Autobiografía. Taurus. Bobbio, N. (1999). El positivismo jurídico. Editorial Debate. Bobbio, N. (2007). Teoría General del Derecho. Editorial Temis. Bobbio, N. (2009). Teoría General de la Política. Editorial Trotta. Llano, H. y Restrepo, M. (2005). Política y Narcotráfico en el Valle: Del testaferrato al paramilitarismo político. Revista Foro, (55), 16-28. Weber, M. (1997). Economía y Sociedad I. Fondo de Cultura Económica. 28 Si vuelvo la vista al pasado, como es costumbre en los viejos, no cabe duda sobre cuál fue mi principal actividad: la enseñanza universitaria. Apagadas las pasiones políticas, después del 18 de abril de 1948 también yo volví a llevar una vida tranquila, como tantas personas que se habían dedicado a la política impulsadas por razones morales (Bobbio, 1998, p. 151).

La reflexión política de Hannah Arendt: su impugnadora e inquietante actualidad crítica

Lina Fernanda González Higuera y Hernando Llano Ángel

Punto de partida

El mayor mérito del pensamiento de Arendt es su capacidad de incordiar, inspirar y sugerir enfoques para comprender la penumbrosa y tenebrosa realidad política de nuestros días. Por la misma razón, su obra se ha convertido en un referente obligado en el campo de la ciencia política, siendo objeto de múltiples, contradictorias y excluyentes interpretaciones: desde las apologéticas, que la elevan a un pedestal de lucidez profético, hasta las críticas que la menosprecian y consideran una pensadora anacrónica e idealista. Más allá de las anteriores extrapolaciones, en este capítulo se intentará mostrar la pertinencia de su pensamiento, retomando algunos de sus aportes más polémicos como prisma interpretativo de realidades políticas nacionales e internacionales, los cuales sobresalen a lo largo de su extensa obra; pero seleccionando algunos de sus ensayos y entrevistas, donde expone con claridad y vehemencia sus reflexiones sobre la política, la filosofía y aquellas coyunturas y conflictos que afectaron vitalmente su derrotero como pensadora y activista. Se trata entonces de una primera aproximación a los aspectos nodales y más polémicos de su pensamiento político, relacionándolo con el análisis de algunos fenómenos políticos actuales. Esto se realizará en tres acápites: (a) Arendt, tras las fronteras de la filosofía y la política; (b) Un pensamiento político fundacional y relacional; y (c) Una ontología política aparencial y agonal.

Arendt, tras las fronteras de la filosofía y la política

La ubicación de Hannah Arendt en el campo de la política y/o la filosofía, ha sido objeto de múltiples interpretaciones, ensayos y polémicas, indefinición a la cual contribuyó la propia autora (como es sabido), con su renuencia a ser considerada filósofa. Al respecto, su respuesta a Günter Gaus en la entrevista emitida por la televisión alemana el 28 de octubre de 1964, en la que niega enfáticamente que se le llame filósofa, contiene valiosas claves para intentar ubicar su original posición en dichas fronteras disciplinares, de por sí bastante fluidas y tenues; ante la pregunta “¿Experimenta usted su lugar en el gremio de los filósofos, pese al reconocimiento y respeto que se le tributan, como una anomalía? ¿O estamos tocando una cuestión emancipatoria que para usted nunca ha existido?” su respuesta fue un rechazo cortés y categórico: H. Arendt: Sí, me temo que debo empezar protestando. No pertenezco al gremio de los filósofos. Mi profesión, si cabe hablar de tal cosa, es la teoría política. No me siento para nada filósofa. Tampoco creo que me hayan aceptado en el gremio de los filósofos, como dice usted amablemente. Pero yendo a la otra cuestión que aborda usted en su observación preliminar…Dice usted que, según las ideas al uso, se trata de una ocupación masculina… ¡No tiene por qué seguir siéndolo! Podría ocurrir perfectamente que hubiera una mujer filósofa… (Arendt, 2010, p. 43). Ante la insistencia del entrevistador sobre las razones para no aceptar la denominación como filósofa, se explaya señalando los siguientes argumentos: Mire usted, se trata de una diferencia objetiva. La expresión filosofía política, que evito, está extraordinariamente lastrada por la tradición. Al hablar de estas cosas, desde un punto de vista académico o extraacadémico, tengo siempre en cuenta la existencia de una tensión entre filosofía y política. En concreto, entre el ser humano como ser que filosofa y el ser humano como ser que actúa. Esta tensión no se da en la filosofía natural. El filósofo se sitúa frente a la naturaleza como cualquier otro ser humano. Al reflexionar sobre ella, habla en nombre de toda la humanidad. Por el contrario, su posición frente a la política no es neutral. ¡No lo es desde Platón! (p. 43). Así, continúa reafirmando su posición como teórica de la política, más no como

filósofa, diciendo que “en la mayor parte de los filósofos se da una especie de animadversión contra la política”, exceptuando a Kant, y concluye señalando: “No quiero involucrarme en esta animadversión” porque “quiero contemplar la política con ojos, en cierta medida, no enturbiados por la filosofía” (p. 43). Pero es en su texto inédito “¿Qué es la política?” , donde encontraremos argumentos más precisos sobre el alcance de esta última expresión, en tanto señala que al fundar Platón la Academia, “garantizaba a los pocos un espacio institucional de libertad, y que esta libertad se entendió ya desde el principio como contrapuesta a la libertad de la plaza de mercado”; además, que “al mundo de las opiniones engañosas y al hablar mentiroso debía contraponerse el mundo de la verdad y del hablar adecuado a ella; al arte de la retórica, la ciencia de la dialéctica” (Arendt, 1997, p. 82). Es este aspecto el que más la separa de la filosofía política, pues para Arendt el espacio de lo político solo surge en medio de los muchos, no de los pocos filósofos congregados en la Academia, quienes “prefieren el trato con pocos al trato con muchos”, al tener “la convicción de que el libre conversar sobre algo no engendra realidad sino engaño, no verdad sino mentira” (Arendt, 1997, p. 82). En un tono mucho más radical lo plantea en el Fragmento I del texto mencionado, cuando señala: En todos los grandes pensadores –incluido Platón- es llamativa la diferencia de rango entre sus filosofías políticas y el resto de su obra. La política nunca alcanza la misma profundidad. La ausencia de profundidad de sentido no es otra cosa que la falta de sentido para la profundidad en la que la política está anclada (Arendt, 1997. p. 45). Dicha falta de sentido la atribuye al desconocimiento por parte de la filosofía de que “la política trata del estar juntos y los unos con los otros de los diversos”, pues “se basa en el hecho de la pluralidad de los hombres” (p. 45).Más adelante, señala que “la filosofía tiene dos motivos para no encontrar nunca el lugar donde surge la política” (p. 45): en el primero de ellos, refuta el tópico de origen aristotélico del hombre como ser político, el “Zoon Politikon”, “como si hubiera en el hombre algo político que perteneciera a su esencia”, afirmando que “el hombre es a-político”, pues esta “nace en el Entre-los-hombres, por lo tanto, completamente fuera del hombre. De ahí que no haya ninguna sustancia propiamente política. La política surge en el entre y se establece como relación. Así lo entendió Hobbes” (p. 46)² .

De esta forma, Arendt se va distanciado radicalmente de la reflexión filosófica clásica sobre la política, revestida de episteme, y adopta la postura comunicativa del mundo común, la doxa u opinión, que se configura a partir de prejuicios y del llamado sentido común, pues “la política siempre ha tenido que ver con la aclaración y disipación de prejuicios, lo que no quiero decir que consista en educarnos para eliminarlos, ni que los que se esfuerzan en dilucidarlos estén libres de ellos” (p. 52). El segundo motivo aparece bajo una compleja argumentación teológica y filosófica, derivada de “una representación monoteísta de Dios, a cuya imagen y semejanza debe haber sido creado el hombre” (Arendt, 1997, p. 47). Dicha imagen, entonces, habría entronizado en occidente la idea de la existencia de ese hombre paradigmático, del cual “los hombres son una repetición más o menos afortunada del mismo”, concluyendo que: El hombre creado a la semejanza de la soledad de Dios es la base del hobbesiano state of nature as a war of all against all. Es la guerra de uno contra todos los otros, que son odiados porque existen sin sentido-sin sentido para el hombre creado a la imagen de la soledad de Dios (p. 47)³ . A continuación, plantea que la forma en que occidente resolvió esa imposibilidad de la política, convertida en una guerra de todos contra todos, fue la transformación de la política en historia o su sustitución por esta, ya que en la historia universal la pluralidad de los hombres se diluye en un individuo humano que también se denomina humanidad. De ahí lo monstruoso e inhumano de la historia, que al fin se impone plena y brutalmente a la política (Arendt 1997, p. 47). Por ello, concluye en el punto 6 del citado Fragmento I, lo difícil que resulta comprender que debemos ser realmente libres en un territorio delimitado, es decir, ni empujados por nosotros mismos ni dependientes de material alguno. Solo hay libertad en el particular ámbito del entre de la política. Ante esta libertad nos refugiamos en la necesidad de la historia. Una absurdidad espantosa (p. 47).

Un pensamiento político fundacional y relacional

En los pasajes anteriormente citados (que aparecen como numerales a manera de puntos por desarrollar en su ensayo inédito) se encuentra una síntesis reveladora de la complejidad, erudición y paradójica sencillez del pensamiento de Arendt; un pensamiento anclado en la realidad que logra articular filosofía, teología e historia con el sentido común, expresado en el reconocimiento de la creación o la natalidad, junto a la pluralidad y la libertad como las materias primas de la política, que dan forma a un mundo entre los hombres, tanto uniéndolos como separándolos. Se trata de un mundo aparencial, en tanto se configura entre todos y ante los ojos de todos, ya que “la apariencia, aquello que ven y oyen otros al igual que nosotros, constituye la realidad” (Arendt, 1993, p. 59). En este punto, cabe resaltar su impugnadora crítica contra el determinismo histórico (poco importa que su inspiración sea racial, económica o ideológica) que anula la capacidad de acción de los seres humanos (generando catástrofes como el totalitarismo), así como su condena a todo proyecto de Nación-Estado que restringa o elimine la libertad en “un territorio determinado”, dinámica propia de un grupo que empuja a otro hacia la exclusión, segregación o subordinación, dependiendo de su pasado, creencias religiosas u origen étnico, como es el caso del conflicto crónico entre el Estado Israelí y el pueblo palestino. Al respecto, Fina Birulés (Birules, 2007, p 320), señala que la hostilidad de la filosofía hacia la política (de allí el rechazo de Arendt a ser considerada como una filósofa), deriva de “los denodados esfuerzos que esta (la filosofía) ha hecho para escapar a lo temporal, a lo contingente, a lo relativo…” (Arendt, 1997, p. 29). Por esta misma línea, en “La condición humana”, Arendt (1993) expresa categóricamente su distancia y ruptura con la filosofía política, así: Escapar de la fragilidad de los asuntos humanos para adentrarse en la solidez de la quietud y el orden se ha recomendado tanto, que la mayor parte de la filosofía desde Platón, podría interpretarse fácilmente como los diversos intentos para encontrar bases teóricas y formas prácticas que permitan escapar de la política por completo (p. 244). Lo anterior expresa la tensión permanente en el pensamiento y la obra de Arendt entre la llamada Vita Contemplativa y la Vita Activa, conformada por la tríada de la labor, el trabajo y la acción, siendo esta última la constitutiva del mundo político, mientras las dos primeras lo son del mundo de la subsistencia biológica y de la sostenibilidad de la vida económica y perdurabilidad de la social,

respectivamente. De allí que resulte imprescindible comprender la fenomenología de la acción, matriz de la vida y del mundo político, destacando sus principales rasgos; al respecto, Arendt (1995) señala que el primer aspecto a destacar es que gracias a la palabra y la acción, nos “insertamos en el mundo humano y tal inserción es como un segundo nacimiento en el que confirmamos y asumimos el hecho desnudo de nuestra apariencia física original” (p. 103). Por esta misma línea, el segundo es que, si bien es cierto que a través del nacimiento hemos entrado en el mundo del Ser, (sic) compartimos con las otras entidades la cualidad de la alteridad (Otherness), [pero] un aspecto importante de la pluralidad es que solo el hombre puede expresar la alteridad y la individualidad, solo él puede distinguirse y comunicarse a sí mismo, y no meramente algo –sed o hambre, afecto, hostilidad o miedo (p. 103). Por su parte, el tercer rasgo es que, en virtud de la palabra, cada hombre expresa su “unicidad” y empieza a actuar, lo que “en su sentido más general, significa tomar una iniciativa, comenzar, como indica la palabra griega arkhein, o poner algo en movimiento, que es el significado original del agere latino” (p. 103). Ahora bien, como todo lo anterior se da en un contexto formado por las infinitas tramas tejidas en la vida social, surge el carácter imprevisible de cada acción: Debido a esta trama ya existente de relaciones humanas, con sus conflictos de intenciones y voluntades, la acción casi nunca logra su propósito…Dado que siempre actuamos en una red de relaciones, las consecuencias de cada acto son ilimitadas, toda acción provoca no solo una reacción, sino una reacción en cadena, todo proceso es la causa de nuevos procesos impredecibles. Este carácter ilimitado es inevitable; no lo podemos evitar restringiendo nuestras acciones a un marco de circunstancias controlable o introduciendo todo el material pertinente en un ordenador gigante. El acto más pequeño en las circunstancias más limitadas lleva la semilla de la misma ilimitación e imprevisibilidad; un acto, un gesto, una palabra bastan para cambiar cualquier constelación (Arendt, 1995, pp. 105-106). Desde esta perspectiva existencial y fenomenológica de la acción, no exenta de poesía y dramatismo, podríamos afirmar que Arendt se sitúa tras las fronteras de la política y de la filosofía en una especie de lugar privilegiado como espectadora y analista, tanto de lo que acontece en el foro de las ideas como en el de la arena política. Esto lo expresará de diversas maneras en obras claves

como “Los orígenes del totalitarismo” (Arendt, 2006a), “Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política” (Arendt, 1996), “La Condición Humana” (Arendt, 1993), “Eichmann en Jerusalén”, “Hombres en tiempo de oscuridad” e importantes y polémicos ensayos, como: “¿Qué es la autoridad?”, “Sobre la violencia”, así como numerosas entrevistas, a las cuales se recurrirá en adelante para ir precisando ese lugar transfronterizo que ocupa su pensamiento entre la filosofía y la política. Especialmente, se citarán sus respuestas condensadas bajo el título “Arendt sobre Arendt” (Arendt, 1995) que contiene las intervenciones de la autora en un coloquio organizado en 1972 por la Sociedad para el estudio del pensamiento social y político, bajo el patrocinio de York University y del Canada Council. Como ya ha quedado esbozado, Arendt nunca se reconocerá y menos se sentirá cómoda en el campo de la filosofía política, pero tampoco prescindirá y dejará de visitar con frecuencia el locus de la reflexión filosófica a través de su interés obsesivo por comprender, como lo expresa en sus respuestas en dicho coloquio. Así lo reconoce autocríticamente, cuando señala que el principal defecto de su obra “La condición humana”: es que examinarla desde el punto de vista de la vita contemplativa constituye ya la primera falacia, porque la experiencia fundamental del yo pensante se encuentra en aquellas líneas del viejo Catón que cito al final del libro: Nunca estoy más activo que cuando no hago nada y nunca estoy menos solo que cuando estoy conmigo mismo (Arendt, 1995, p. 142). De esta forma, se establece un vaso comunicante entre el pensamiento como autorreflexión permanente y activo del propio sujeto antes de actuar, y el reconocimiento de su ineluctable pertenencia a una comunidad. A este ejercicio, Arendt (1995) lo denomina comprensión, cuando analiza la relación entre “el pensar y la acción”, en los siguientes términos: Podemos empezar preguntándonos qué significa pensar para la actividad de actuar. Admitiré algo: básicamente estoy interesada en comprender… Esta necesidad de comprender es mucho más fuerte en mí de lo que, por supuesto, es habitual entre los teóricos de la política, con su necesidad de unir acción y pensamiento. Porque ellos quieren actuar. Pero precisamente creo que comprendí algo de la acción porque la contemplé, más o menos, desde fuera. He actuado pocas veces en mi vida, y cuando no pude evitarlo. Pero no constituye mi impulso principal. Y todas las lagunas que se puedan derivar de este hecho las

aceptaré casi sin discutir, porque pienso que es muy probable que existan (p. 140). No deja de ser muy paradójico (más allá de las lagunas a las que alude la autora) que su obsesión por comprender no lo haya sido para intervenir activamente en la política. Seguramente, ello se deriva de su propia fenomenología de la acción, que nos advierte de la complejidad e imprevisibilidad de toda acción como consecuencia del ejercicio de la voluntad y la libertad consubstancial a todo ser humano. Dicha espontaneidad se torna aún más impredecible en la infinita cadena de la interacción social, con su pluralidad irreductible de identidades, cosmovisiones, valores e intereses en pugna, que condenan al fracaso a cualquier ciencia positiva, por más sustentada que se encuentre en refinadas metodologías cuantitativas y cualitativas, para regular, controlar y predecir un resultado cierto. Aquí, se puede visualizar un punto equivalente de distancia de Arendt frente a la llamada ciencia política positivista de corte conductual, similar al que ella tiene frente a la filosofía política clásica, como ya ha sido expuesto. Por eso, cabe decir que su pensamiento y obra se encuentran tras las fronteras de la filosofía y la política; de allí la dificultad de encasillarla en una tradición precisa y por ello se preciaba de “pensar sin barandillas” (en alemán “Denken ohne Geländer”), como lo reconoce en una entrevista con su mejor amiga Mary McCarthy: Esto es, mientras usted sube y baja las escaleras siempre se apoya en la barandilla para no caer. Pero hemos perdido esta barandilla. Esta es la forma en la que me lo digo a mí misma. E incluso es lo que trato de hacer (Arendt, 1995, p. 170). Y si la anterior es su indefinición en el campo de la teoría política o de la ciencia política, es todavía más difícil ubicarla en el campo de las doctrinas y las corrientes partidistas. Ante esto, a la pregunta de Hans Morgenthau “¿Qué es usted? ¿Es conservadora? ¿Es liberal? ¿Dónde se sitúa usted entre las perspectivas contemporáneas?”, respondió, entre otras cosas: No lo sé. Realmente no lo sé y no lo he sabido nunca. Supongo que nuca he tenido una posición de este tipo. Como saben, la izquierda piensa que soy conservadora y los conservadores algunas veces me consideran de izquierdas, disidente o Dios sabe qué. Y debo añadir que no me preocupa lo más mínimo. No creo que este tipo de cosas arrojen luz alguna sobre las cuestiones realmente importantes de nuestro siglo… Nunca fui socialista, ni tampoco comunista, pero

provengo de un contexto socialista, pero yo nunca lo fui; nunca quise nada de este estilo. Por tanto, no puedo contestar la pregunta (Arendt, 1995, p. 167). Sin embargo, es en el diálogo sostenido con C.B MacPherson donde mejor se percibe la fuerte distinción y tensión que establece Arendt entre pensar y actuar, cuando este le pregunta por su compromiso político como teórica política. Al respecto, responde que no cree en el dictum de los pensadores clásicos que sostienen que “pensar es también actuar”, pues “para pensar debo mantenerme apartada de la participación y el compromiso” (Arendt, 1995, p. 141); además, refuerza su convicción con el argumento angular de la pluralidad y de la acción como un resultado de la concertación: Si verdaderamente creemos -y pienso que compartimos esta creencia- que la pluralidad rige la tierra, entonces hay que modificar el concepto de unidad entre la teoría y la práctica hasta tal punto que sea irreconocible para quienes lo pensaron antes. De hecho, considero que solo se puede actuar concertadamente y que solo se puede pensar por sí mismo. Se trata de dos posiciones existenciales por así decirlo- enteramente distintas. Y suponer alguna influencia directa de la teoría sobre la acción, en la medida en que la teoría es solamente un objeto del pensar, es decir desarrollada en el pensamiento, es suponer algo que, de hecho, no es ni nunca será así (p. 141). Dicha concepción dicotómica y excluyente entre el pensar, considerado como un asunto esencialmente personal, y la acción como un ejercicio plural de concertación, tiene un desarrollo posterior en su diálogo con Christian Bay, donde precisa más la relación entre la teoría y la práctica respondiendo a la pregunta “¿Cuál es el objeto de nuestro pensar? ¡La experiencia! ¡Nada más! Y si perdemos el suelo de la experiencia entonces nos encontramos con todo tipo de teorías” (Arendt, 1995, p. 145).

Una ontología política aparencial y agonal

Es justamente este polo a tierra el que la conecta directamente con la experiencia cotidiana y el sentido común, donde aparece otra de las vetas más sugerentes de su pensamiento político y una de sus críticas más incisivas contra la

especulación filosófica, que lleva a la pérdida del principio de realidad. Así lo expresa en su entrevista con Günter Gaus, cuando hace referencia a la actitud que asumieron muchos intelectuales frente al Gleischaltung o pensamiento único promovido por Hitler: Y pude comprobar que entre los intelectuales la adaptación al pensamiento único fue, por así decir, la regla… Mire usted, que alguien se someta al pensamiento único porque tiene mujer e hijos que mantener…bueno, no creo que nadie se lo tome a mal (Arendt, 2010, p. 53). Además, se refiere a la actitud asumida por los intelectuales: ¡Pero lo peor de todo es que realmente creían en ello! Por poco tiempo; en algunos casos, por muy poco. Pero, con todo, ¡Hitler le dio pie a todo tipo de ocurrencias! En algunos casos, incluso, cosas terriblemente interesantes. ¡Asombrosamente interesantes y complicadas! ¡Cosas muy por encima de lo común! Todo eso me parecía grotesco. A día de hoy, diría que cayeron en la trampa de sus propias ocurrencias. Eso fue lo que sucedió. Y yo, entonces, no dejaba de advertirlo (p. 53). Al respecto, en su Diario Filosófico (Arendt, 2006b), escribe en 1953 una fábula irónica sobre Heidegger, que titula “Heidegger, el Zorro”, cuyo eje narrativo es la capacidad del filósofo, como un astuto zorro de la razón, de crear su madriguera u obra y metafóricamente convertirla en una trampa, gracias a la cual atrapa a todas sus presas. Pero concluye con una moraleja demoledora contra la especulación filosófica: Desde luego, todos, excepto nuestro zorro, podían salir de ella. Estaba hecha, literalmente, a su medida. Pero el zorro que vivía en la trampa decía con orgullo: “Me visitan tanto en mi trampa que me he convertido en el mejor de todos los zorros”. Y algo de verdad hay en ello: nadie conoce mejor la naturaleza de las trampas que aquel que se encuentra toda su vida dentro de una de ellas (Arendt, 2013, p. 126). Sin embargo, así como advierte de los riesgos solipsistas de la especulación filosófica, desconectada de la realidad, también fustiga el activismo político expresado en el adoctrinamiento y el compromiso militante. Lo hace en una de las respuestas a Christian Bay, cuando precisa el alcance de la influencia del pensador político: “No creo que tengamos, o que podamos tener mucha

influencia en el sentido que usted decía. El compromiso fácilmente puede conducir a un punto donde ya no pensemos” (Arendt, 1995, p. 145); en este ámbito, se puede afirmar que siempre permanecerá solitaria y solidaria, a la manera en que Camus reafirmaba su independencia crítica ante el Frente de Liberación Nacional en el conflicto entre Francia y Argel, sin dejar de ser solidario con los franceses de Argelia. Al respecto, la actitud de Arendt frente a los estudiantes en asuntos relacionados con la controversia política durante el mítico mayo del 68 y las protestas contra la guerra de Vietnam, fue modesta y prudente: No puedo decirles clara y explícitamente -y odiaría hacerlo- cuáles son las consecuencias para la política actual del modo de pensar que intento, no adoctrinar, sino suscitar o despertar entre mis estudiantes…No, no les daría instrucciones; considero que sería una gran presunción de mi parte… Cualquier otra vía, como, por ejemplo, la del teórico que indica a los estudiantes qué pensar y cómo actuar es… ¡Dios mío! ¡Son adultos! ¡No estamos en la guardería! La auténtica acción política aparece como un acto de grupo. Y uno se une o no al grupo (p. 146). Pero es en su controvertido ensayo “Sobre la Violencia”, publicado inicialmente en enero de 1969 en el Journal of International Affairs, en donde encontramos con mayor claridad e intensidad algunas de sus críticas a la utilización de la ciencia política con fines de control y dominación, asistida de la técnica y la parafernalia de la industria militar, empleada a tope en la guerra de Vietnam. En ese entonces, formuló la siguiente certera observación: Pocas cosas más aterradoras que el prestigio siempre creciente de los especialistas científicos en los organismos consultivos de los gobiernos durante las últimas décadas. Lo malo no es que tengan la suficiente sangre fría para pensar lo impensable, sino que no piensan. En vez de incurrir en semejante actividad, anticuada e inaprensible para los computadores, se dedican a estimar las consecuencias de ciertas configuraciones hipotéticamente supuestas sin, empero, ser capaces de probar sus hipótesis con los hechos actuales. La quiebra lógica de estas hipotéticas constituciones de los acontecimientos del futuro es siempre la misma: lo que en principio aparece como una hipótesis, con o sin alternativas implicadas, según sea el nivel de complejidad, se convierte en el acto, normalmente tras unos pocos párrafos, en un hecho y entonces da nacimiento a toda una sarta de no-hechos semejantes con el resultado de que

queda olvidado el carácter puramente especulativo de toda la empresa. Es necesario decir, que esto no es ciencia sino seudociencia, el desesperado intento de las ciencias sociales y del comportamiento, en palabras de Noam Chomsky, por imitar las características superficiales de las ciencias que realmente tienen un significativo contenido intelectual (Arendt, 1998a, pp. 114-115). Esta crítica cobra hoy día más vigencia, especialmente en el desarrollo de la llamada “guerra contra el terrorismo”, con sus coartadas totalmente infundadas y falsas, como las armas de destrucción masiva que tenía Sadam Hussein en Irak. Contra esta concepción y aplicación de la política en el mundo moderno, Arendt emprende la búsqueda de otra tradición política, partiendo de su reflexión sobre el papel jugado por la violencia en el terreno político durante el siglo XX, “que ha resultado ser, como Lenin predijo, un siglo de guerra y de revoluciones y, por consiguiente, un siglo de esa violencia a la que corrientemente se considera su denominador común” (Arendt, 1998a, p. 111). La tradición a la que recurre Arendt es la misma hacia la cual volvieron sus ojos los revolucionarios del siglo XVIII: la de la ciudad-Estado ateniense y la Civitas romana; con fundamento en ella, comienza por reconocer, con cierta ironía y sorpresa, la “triste reflexión sobre el actual estado de la ciencia política” que, en su terminología, “no distingue entre palabras claves como poder, potencia, fuerza, autoridad y, finalmente, violencia” (Arendt, 1998a, p. 145). De esta forma, lo primero que hace notar es que tal falta de distinción no es tanto un asunto de carácter nominal o semántico, sino de perspectiva histórica, y que el utilizar los términos como “sinónimos no solo indica una cierta sordera a los significados lingüísticos, lo que ya sería suficientemente serio, sino que también ha tenido como consecuencia un cierto tipo de ceguera ante las realidades a las que corresponden” (p. 146). Con dicha observación, nos introduce de nuevo en su original y profundo enfoque fenomenológico sobre las realidades y conceptos políticos, que tiene como piedra angular la observación rigurosa de las experiencias humanas en el ámbito común de sus relaciones (que denomina “mundo entre”) para referirse al surgimiento de una esfera de aparición pública. En su Diario Filosófico, en mayo de 1953, anota: La “infalibilidad” de las percepciones de los sentidos, que han de garantizarnos la realidad del mundo, es verdadera en la medida que alcanza el “common sense”, es decir, en la esfera de lo “común”. Toda duda acerca de la realidad del

mundo exterior, una de las dudas fundamentales de toda razón, no brota de una retirada del mundo sensible, sino de una retirada del mundo que tengo “en común” con los otros. No hay datos sensibles que por sí mismos puedan persuadirme de la realidad. La realidad misma surge por primera vez en lo “común” (Arendt, 2006b, pp. 349-350). A partir de esta afirmación aparencial de lo político, empieza a realizar la distinción y el alcance de los anteriores conceptos axiales de la realidad política, “todos los cuales se refieren a fenómenos distintos y diferentes, que difícilmente existirían si estos no existieran” (Arendt, 1998b, p. 145). Por su importancia para la comprensión de los fenómenos políticos, pero sobre todo por su relevancia en la configuración de la política como disciplina científica, se centrará la atención en los conceptos de poder y violencia. Así, lo primero que resalta Arendt en su reflexión sobre el poder es “que corresponde a la capacidad humana, no simplemente para actuar, sino para actuar concertadamente. El poder nunca es propiedad de un individuo; pertenece a un grupo y sigue existiendo mientras que el grupo se mantenga unido” (Arendt, 1998a, p. 146), reafirmando así su ontología del surgimiento de la política en el ámbito de lo común a todos, de lo público, pues es allí donde las pluralidades de los muchos deberán concertarse para actuar; además, lo ratifica expresando: “en el momento en que el grupo, del que el poder se ha originado (Potestas in Populo, sin un pueblo o un grupo no hay poder) desaparece, su “poder” también desaparece” (p. 146). Ahora bien, lo que permite al grupo permanecer unido, conservar y aumentar su poder, es la estrecha relación entre las palabras, que posibilitan su encuentro, entendimiento y concertación, con las acciones que planean y ejecutan en común para alcanzar unas metas que, se deduce, deben redundar en beneficio del colectivo y no de unos poco, pues ello iría paulatinamente erosionando y debilitando la cohesión y existencia del mismo grupo. Es en este ámbito de interacciones donde aparece la ética de la comunicación que hace posible la generación de la confianza entre los miembros del grupo, sin la cual ninguna concertación sería realizable y mucho menos ninguna actuación colectiva alcanzaría sus objetivos; al respecto, es en “La condición humana” donde encontramos la expresión ética de este poder en todas sus dimensiones: El poder solo es realidad donde palabra y acto no se han separado, donde las palabras no están vacías y los hechos no son brutales, donde las palabras no se emplean para velar intenciones sino para descubrir realidades, y los actos no se

usan para violar y destruir sino para establecer relaciones y crear nuevas realidades (Arendt, 1993, p. 223). De estas dos dimensiones constitutivas del poder, la pluralidad y la concertación, queda claro que se trata de un poder civil, sustentando en las palabras y los acuerdos realizados de buena fe, donde todas las partes se comprometen a cumplir cabalmente sus promesas, desarrollando sus acciones sin ninguna doble intención, engaño o pretensión de carácter estratégico para sacar provecho de la contraparte. Dicho planteamiento nos sitúa en un mundo ideal, totalmente lejano y ajeno del mundo de la política real, donde no predomina una comunicación ética “para descubrir realidades”, sino más bien todo lo contrario, una comunicación instrumental plena de estratagemas para ocultar y sacar provecho del contrario; este tipo de comunicación estratégica, que toma cuerpo en la ciencia política actual bajo la forma del marketing electoral, ha terminado por secar y drenar casi totalmente la confianza ciudadana, savia vital del poder civil, instaurando en la mente y las actitudes de los ciudadanos un desprecio y un desencanto creciente por la política. Aquellas sensaciones se agudizan en la denominada sociedad red que, como la describe Manuel Castells (1996) en su trilogía “La era de la información”, descansa en el uso masivo de las redes sociales y la instauración de un mundo aparente y virtual, capaz de evadir y sustituir el mundo real de los hechos sociales y las verdades fácticas a través de las llamadas “fake news”. La consecuencia más grave de todo lo anterior es la desaparición paulatina de la legitimidad democrática, minada por partida doble por la abstención electoral creciente, en gran parte estimulada por la falta de confianza ciudadana en la palabra de los políticos y por la desaparición de acuerdos o consensos sustentados en la realidad, los cuales son sustituidos por la estimulación de miedos, prejuicios y odios, elevados a la categoría de verdades incuestionables, cuando no en principios de identidades políticas inmodificables e inclaudicables. Tal fenómeno se verificó en nuestro acontecimiento político de mayor trascendencia, como fue la celebración del plebiscito del 2 de octubre de 2016 para ratificar o rechazar el Acuerdo de Paz suscrito entre el Estado colombiano y la guerrilla de las FARC-EP, pues la abstención fue cercana al 63 % del censo electoral y el pírrico triunfo del No en gran parte fue alentado por una campaña falaz, que hábilmente manipuló prejuicios y miedos en el electorado. Así fue revelado por el propio gerente de la campaña que promovió su rechazo, el político del Centro Democrático, Juan Carlos Vélez Uribe en términos exultantes:

Estábamos buscando que la gente saliera a votar berraca… Descubrimos el poder viral de las redes sociales. Por ejemplo, en una visita a Apartadó, Antioquia, un concejal me pasó una imagen de Santos y ‘Timochenko’ con un mensaje de por qué se les iba a dar dinero a los guerrilleros si el país estaba en la olla. Yo la publiqué en mi Facebook y al sábado siguiente tenía 130.000 compartidos con un alcance de seis millones de personas. Unos estrategas de Panamá y Brasil nos dijeron que la estrategia era dejar de explicar los acuerdos para centrar el mensaje en la indignación… En emisoras de estratos medios y altos nos basamos en la no impunidad, la elegibilidad y la reforma tributaria, mientras en las emisoras de estratos bajos nos enfocamos en subsidios. En cuanto al segmento en cada región utilizamos sus respectivos acentos. En la costa individualizamos el mensaje de que nos íbamos a convertir en Venezuela (Semana, junio 2016). Dicha revelación le valió a Vélez una fuerte admonición del jefe del Centro Democrático, senador Álvaro Uribe Vélez, en uno de sus trinos: “Hacen daño los compañeros que no cuidan las comunicaciones” (Uribe Vélez, tweet octubre de 2016). Poco importó a estos estrategas de la mentira las consecuencias de minar una oportunidad histórica para que la sociedad colombiana saliera del laberinto de la violencia política y avanzara hacia un horizonte de paz democrática, superando así las causas estructurales de un conflicto armado que no cesa de degradarse por no modificar políticamente dichos fundamentos, claramente identificados y fijados en el Acuerdo de Paz: (1) reforma rural integral; (2) participación política: apertura democrática para construir la paz; (3) fin del conflicto armado; (4) solución al problema de las drogas ilícitas; y (5) acuerdo sobre las víctimas del conflicto: Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición (Portal para la Paz, 2018). Incluyendo la Jurisdicción Especial para la Paz. Desde entonces, la comunicación política ha perdido su dimensión ética “para descubrir realidades” y cada día se convierte más en todo lo contrario, pues se emplea para encubrir realidades. Ha dejado de ser discurso revelador y se ha transformado en un medio más cercano a la violencia que al poder, como bien lo resalta nuestra autora en su ensayo “Comprensión y Política” (Arendt, 1995): Las palabras usadas para combatir pierden su calidad de discurso; se convierten en clichés. El alcance que los clichés han adquirido en nuestro lenguaje y en nuestros debates cotidianos puede muy bien indicar hasta qué punto no solo hemos perdido nuestra facultad de discurso, sino también hasta qué punto

estamos dispuestos a usar medios violentos, mucho más eficaces por otra parte que los malos libros (y solo los libros malos pueden ser buenas armas), para resolver nuestras diferencias (p. 30). Pero además de esta pérdida del carácter de discurso en la comunicación y el debate político, cuando este se utiliza con fines fundamentalmente estratégicos para ganar una contienda, está la dimensión más compleja de su relación con la acción política, en donde surge el debate candente en torno a la verdad y la mentira. Al respecto, Arendt lo aborda en dos ensayos. El primero: “Verdad y Política” (publicado en The New Yorker), para responder a numerosas críticas infundadas a su libro “Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal” (Arendt, 1963); y el segundo: “La mentira en política. Reflexiones sobre los Documentos del Pentágono”, escrito en 1969 y publicado en el libro “Crisis de la República” (Arendt, 1998b). Aquí, anota en forma perspicaz: “En otras palabras, la deliberada negación de la verdad fáctica -la capacidad de mentir- y la capacidad de cambiar los hechos -la capacidad de actuar- se hallan interconectadas” (p. 13), observación que supera el debate centrado en el ámbito maniqueo sobre la buena o mala fe de los políticos y lo sitúa en el más complejo de la actuación política, donde anota que: Las mentiras resultan a veces mucho más plausibles, mucho más atractivas a la razón, que la realidad, dado que el que miente tiene la gran ventaja de conocer de antemano lo que su audiencia desea o espera oír. Ha preparado su relato para el consumo público con el cuidado de hacerlo verosímil mientras que la realidad tiene la desconcertante costumbre de enfrentarnos con lo inesperado, con aquello para lo que no estamos preparados (p. 14). Sin duda, los promotores de la campaña por el No en el plebiscito sobre el Acuerdo de Paz sabían bien lo que la audiencia deseaba oír según su estrato social: para las clases medias, difundieron la mentira de la impunidad, tergiversando así el complejo Sistema de Verdad, Justicia, Reparación y no Repetición, y deslegitimando de entrada la Jurisdicción Especial de Paz; para los sectores populares inventaron una supuesta pérdida de subsidios que serían transferidos a los guerrilleros; para la audiencia presa de las prédicas de iglesias evangélicas y piadosas, una inexistente “ideología de género”, que pervertiría a niños y adolescentes mediante prácticas homosexuales; y, por último: “en la costa individualizamos el mensaje de que nos íbamos a convertir en Venezuela” (Semana, junio 2016).

El alcance de los tratados de paz

Otro aspecto en el que el pensamiento de Arendt resulta esclarecedor de nuestra realidad política, está relacionado con la comprensión sobre el alcance de los tratados o acuerdos de paz, que aborda en la parte final de su ensayo “¿Qué es la política?”. Allí, después de realizar una comparación y distinción entre lo que dichos tratados significaron para griegos y romanos, señala: Todo tratado de paz, incluso cuando no es propiamente tratado sino dictado, sirve para regular nuevamente no solo el estado de cosas previo al inicio de hostilidades sino también algo nuevo que surge en el transcurso de las mismas y se convierte en común tanto para los que hacen como para los que padecen (Arendt, 1997, p. 119). Tal es el mayor desafío que hoy enfrenta la implementación del Acuerdo de Paz, pues el surgimiento de ese “algo nuevo” que se convierta “en común para los que hacen como para los que padecen”, depende principalmente del gobierno presidido por Iván Duque (pero bajo la égida belicista e irreconciliable del senador Uribe y del Centro Democrático). En otras palabras, que se reconozca el Pacta Sunt Servanda, pues “lo específicamente legal de la normativa en el sentido romano era que, en adelante, un tratado, un vínculo eterno, ligaba a patricios y plebeyos” (Arendt, 1997, p. 121); guardando las distancias históricas y políticas, entre nosotros esto equivaldría a la brecha existente entre el Centro Democrático, como expresión tradicional del patriciado, y la FARC, como encarnación de lo plebeyo. La posibilidad del surgimiento entre nosotros de esa nueva res pública depende fundamentalmente de ese tratado “que se localizaba en el espacio intermedio entre los rivales de antaño”: De algo que instaura relaciones entre los hombres, unas relaciones que no son ni las del derecho natural, en que todos los humanos reconocen por naturaleza como quien dice por una voz de la conciencia lo que es bueno y malo, ni de los mandamientos, que se imponen desde fuera a todos los hombres por igual, sino del acuerdo entre contrayentes. Y así como un acuerdo tal solo puede tener lugar si el interés de ambas partes está asegurado, así se trataba en el caso de la originaria ley romana de “erigir una ley común que tuviera en cuenta a ambos

partidos” (Altheim) (Arendt, 1997, p. 121). Dicha ley común tiene su expresión más controvertida en la Jurisdicción Especial para la Paz, en tanto el Centro Democrático ha sido impugnador y renuente a su aplicación, puesto que su esencia estriba en el intento denodado por resolver la tensión entre las demandas de la justicia y de la paz mediante el complejo entramado del Sistema de Verdad, Justicia, Reparación y no Repetición, esclareciendo violaciones masivas de los derechos humanos e infracciones generalizadas al Derecho Internacional Humanitario por parte de todos los contendientes, en más de medio siglo de conflicto armado interno. Al respecto, Arendt (1993) en “La Condición Humana”, considerando los crímenes cometidos durante la segunda guerra mundial, escribió: “Es muy significativo, elemento estructural en la esfera de los asuntos públicos, que los hombres sean incapaces de perdonar lo que no pueden castigar e incapaces de castigar lo que ha resultado ser imperdonable” (p. 260). Ante esto, lo que propone para superar dicha paradoja es recurrir al poder del perdón instaurado por Jesús de Nazaret y al cumplimiento de las promesas en la esfera de los asuntos públicos: Sin ser perdonados, liberados de las consecuencias de lo que hemos hecho, nuestra capacidad para actuar quedaría, por decirlo así, confinada a un solo acto del que nunca podríamos recobrarnos. Al igual que sin estar obligados a cumplir las promesas, no podríamos mantener nuestras identidades, estaríamos condenados a vagar desesperados, sin dirección fija, en la oscuridad de nuestro solitario corazón, atrapados en sus contradicciones y equívocos, oscuridad que solo desaparece con la luz de la esfera pública mediante la presencia de los demás, quienes confirman la identidad entre el que promete y el que cumple (p. 260). Así, la importancia del perdón en el mundo de la política estriba en que es: la única reacción que no re-actúa simplemente, sino que actúa de nuevo y de forma inesperada, no condicionada por el acto que la provocó y por lo tanto libre de sus consecuencias, lo mismo quien perdona que aquel que es perdonado. La libertad contenida en la doctrina de Jesús sobre el perdón es liberarse de la venganza, que incluye tanto al agente como al paciente en el inexorable automatismo del proceso de la acción, que por sí misma nunca necesita finalizar (p. 257). De allí que se trate de una justicia transicional y restaurativa que exige como

presupuesto existencial la verdad, sin la cual no tiene lugar el perdón, como paso previo para la reconciliación política que exige “hombres que actúan y que, posiblemente, cometen injusticias, pero no hombres envenenados… Nos decidimos a ser conjuntamente responsables, pero, de ninguna manera conjuntamente culpables” (Arendt, 2006b, p. 6). Tal sería el desafío mayor para los actores protagonistas de la violencia política, bien por acción o por omisión, tanto desde el ámbito estatal e institucional como del rebelde y el contrainsurgente.

La contienda política: más allá del poder y la violencia

Retomando la concepción arendtiana sobre el poder, con su planteamiento de carácter colectivo y no individual sustentado en la capacidad humana para actuar concertadamente, hay que reconocer que, teóricamente, contiene una coherencia irrebatible. Sin embargo, las dificultades surgen cuando se desciende a la realidad plural del mundo social, donde la diversidad de intereses, valores y cosmovisiones expresadas en múltiples grupos, rivalizan por predominar unos sobre otros. Entonces, la idea del poder concertado se transforma en múltiples poderes confrontados, que pugnan por la defensa y el predominio de sus respectivos valores e intereses; ante la imposibilidad de concertar sus conflictos y diferencias, sin duda, aparecerá la fuerza y la violencia como recurso imprescindible en la lucha estratégica de cada grupo por alcanzar sus metas. No obstante, Arendt (1998a) no desconoce lo anterior, pues nada resulta tan corriente como la combinación de violencia y poder, y nada es menos frecuente como hallarlos en su forma pura y por eso extrema, de aquí no se deduce que la autoridad, el poder y la violencia sean todo lo mismo (p. 149). De allí, que asuma el desafío de pensar (en estos casos de contienda y confrontación extrema) cómo se resolvería dicha tensión entre poder y violencia, que es lo propio de los momentos fundacionales, revolucionarios o de transición política. En este contexto, su análisis concluye que la suerte de dicha confrontación se resolvería a favor del poder y no de la violencia, reafirmando

así que el poder es el concepto fundacional y central de la política, especialmente en dichos momentos de crisis o irrupción de nuevos órdenes políticos. Veamos su argumentación: Las instrucciones de los textos relativos a “cómo hacer una revolución”, en una progresión paso a paso desde el desistimiento a la conspiración, desde la resistencia a la rebelión armada, se hallan únicamente basados en la errónea noción de que las revoluciones son “realizadas”. En un contexto de violencia contra violencia la superioridad del gobierno ha sido siempre absoluta pero esta superioridad existe solo mientras permanezca intacta la estructura de poder del gobierno -es decir, mientras que las órdenes sean obedecidas y el Ejército o las fuerzas de policía estén dispuestas a emplear sus armas. Cuando ya no sucede así, la situación cambia de forma abrupta. No solo la rebelión no es sofocada, sino que las mismas armas cambian de manos -a veces como acaeció durante la revolución húngara, en el espacio de unas pocas horas(Deberíamos saber algo al respecto después de todos estos años de lucha inútil en Vietnam, donde durante mucho tiempo, antes de obtener una masiva ayuda rusa, el Frente Nacional de Liberación luchó contra nosotros con armas fabricadas en los Estados Unidos)… Donde las órdenes ya no son obedecidas, los medios de violencia ya no tienen ninguna utilidad; y la cuestión de esta obediencia no es decidida por la relación mando-obediencia sino por la opinión y, desde luego, por el número de quienes la comparten. Todo depende del poder que haya tras la violencia… Donde el poder se ha desintegrado, las revoluciones se tornan posibles, si bien no necesariamente³¹ (Arendt, 1998a, pp. 150-151).

Conclusiones generales sobre Poder y Violencia

Desde esta perspectiva, el énfasis está puesto en la potencialidad de los proyectos políticos en disputa, con sus correspondientes discursos y líderes, para ser capaces de generar opinión favorable y aumentar el número de seguidores y de apoyo popular, lo que decidirá la suerte de las transiciones o las revoluciones. Es por ello que, en el coloquio sobre su obra celebrado en 1972, Arendt realiza una síntesis de sus principales ideas sobre el poder y la violencia, expresando en forma muy condensada sus principales hallazgos, a manera de recapitulación,

sobre las cuales haremos algunas observaciones coyunturales y críticas: 1) “Cuando hablo de poder, el símil que utilizo es todos contra uno. Es decir, el extremo de poder es todos en contra de uno. Entonces ninguna violencia es necesaria para dominar a este uno” (Arendt, 1995, p. 165). in embargo, al analizar desde el punto de vista institucional y gubernamental lo que esto podría significar y el riesgo que entrañaría para la instauración de una tiranía mayoritaria (sobre la cual ya había advertido Tocqueville), señala que “a menos que esté limitado por leyes, este constituiría el gobierno ilimitado de la mayoría”, y precisa: “los Padres Fundadores temían al gobierno de la mayoría en absoluto estaban por la democracia pura. Descubrieron que el poder solamente puede ser controlado a través de una cosa: el contrapoder” (Arendt, 1995, p. 166); en esto siguieron la intuición de Montesquieu. De esta forma, su pensamiento no incurre en una especie de apología ingenua al poder, en tanto forma extrema de acción concertada (como si de por sí ya fuera democrático), sino que lo limita en aras de garantizar, mediante un Estado de derecho protector y garantista, a las minorías opositoras, o en un caso límite e hipotético, a un solo ciudadano que en solitario actúa como disidente y se opone al poder de “todos contra uno”, en tanto mayoría aplastante. 2)El extremo de la violencia es lo contrario: uno contra todos. Un único individuo con la pistola que mantiene a los demás en un estado de perfecta obediencia, de modo que ya no es necesaria ninguna opinión, y ninguna persuasión (Arendt, 1995, p. 166). Por esta circunstancia la violencia se distingue del poder dado su carácter instrumental, siendo posible que una minoría armada y bien organizada domine a una mayoría dispersa y sin capacidad alguna de concertación para resistir organizadamente. No obstante, también puede presentarse mediante la acción terrorista de organizaciones criminales, como en nuestro caso los autodenominados extraditables que, en coyunturas de incapacidad del Estado para su desarticulación y juzgamiento, terminaron imponiendo sus objetivos al conjunto de la sociedad, incluso incorporando en la Constitución Política de Colombia (Secretaria del Senado, 2020) en el ya derogado artículo 35, su máxima aspiración: “Se prohíbe la extradición de colombianos por nacimiento”. 3)No hay ninguna duda de que la violencia puede siempre destruir el poder: si disponemos del mínimo de personas que están deseando ejecutar nuestras

órdenes, entonces la violencia puede reducir el poder a pura impotencia. Lo hemos visto muchas veces (Arendt, 1995, p. 166). Con ello nos advierte, a manera de principio de realidad, sobre la limitada capacidad de la resistencia no-violenta, a la cual hace alusión cuando se refiere a que, si la enormemente poderosa y eficaz estrategia de resistencia no violenta de Gandhi se hubiera enfrentado a un enemigo diferente -la Rusia de Stalin, la Alemania de Hitler, incluso el Japón de la preguerra, en vez de enfrentarse con Inglaterra- el desenlace no hubiera sido la descolonización sino la matanza y la sumisión” (Arendt, 1998a, p. 155). En nuestra realidad, esta violencia se expresa cada día más en la dolorosa aniquilación de líderes sociales, populares y defensores de derechos humanos y en la precariedad con que resisten las llamadas comunidades de paz, como la de San José de Apartadó, siempre al límite de la supervivencia ante la amenaza constante de grupos criminales organizados y la sospechosa incapacidad de la Fuerza Pública para su desarticulación y oportuna judicialización. 4)La violencia jamás puede generar poder. Una vez que la violencia ha destruido la estructura de poder, no nace ninguna estructura nueva de poder. Esto es lo que Montesquieu quería decir cuando afirmó que la tiranía es la única forma de gobierno que lleva en sí misma la semilla de la destrucción. Después de haber convertido en impotente a todo el mundo por medio de la tiranía, ya no existe ninguna posibilidad para una nueva estructura de poder que sea útil como base para que la propia tiranía continúe; por supuesto, a menos que la forma de gobierno sea totalmente transformada (Arendt, 1998a, p. 166). Esta observación parece cobrar toda su vigencia dramática en la profunda y grave crisis política y social que vive en la actualidad Venezuela, pues ninguna de las dos partes parece estar en capacidad de llegar a unos acuerdos mínimos para “que la forma de gobierno sea totalmente trasformada” (Arendt, 1998b, p. 154); es por ello que la violencia ha destruido cada día más la estructura del poder institucional, sumiendo al conjunto de la sociedad en una especie de caos e impotencia que periódicamente irrumpe en oleadas de violencia callejera, brutalmente acalladas por la represión oficial. Quizá es en este punto donde la teoría de Arendt refleja su mayor limitación, al no poder dar cuenta de una forma institucional capaz de generar un poder estable y con vocación de permanencia

que sustituya la tiranía o que, en los procesos de transición revolucionaria, inaugure un nuevo orden político sustentado en el poder de concertación y su libertad de acción; su respuesta en estos casos se limita a retomar la tradición emergente y revolucionaria de los consejos, como los resume en esta respuesta: Esta nueva forma de gobierno es el sistema de consejos que, como sabemos, ha perecido cada vez y en cada lugar, destruido, bien directamente por las burocracias de las Naciones-Estados, bien por las maquinarias de partido. No puedo decir si este sistema es una pura utopía: en cualquier caso, sería una utopía del pueblo, no la utopía de los teóricos y las ideologías. Me parece, sin embargo, la única alternativa que ha aparecido en la Historia y que ha reaparecido una y otra vez. La organización espontánea de los sistemas de consejos se verificó en todas las revoluciones, en la Revolución francesa, con Jefferson en la revolución americana, en la Comuna de París, en las revoluciones rusas, tras las revoluciones en Alemania y Austria después del final de la primera guerra mundial y, finalmente, en la Revolución húngara. Aún más: jamás llegaron a existir como consecuencia de una tradición o teoría conscientemente revolucionarias, sino que surgieron de forma enteramente espontánea en cada ocasión, como si jamás hubiera existido algo semejante. Por eso el sistema de consejos parece corresponder a la verdadera experiencia de la acción política y surgir de esta… Los consejos dicen: queremos participar, queremos discutir, queremos hacer oír en público nuestras voces y queremos tener una posibilidad de determinar la trayectoria política de nuestro país. Como el país es demasiado grande para que todos nosotros nos reunamos y determinemos nuestro destino, necesitamos disponer de cierto número de espacios públicos. La cabina en que depositamos nuestros sufragios es indiscutiblemente demasiado pequeña porque solo hay sitio para uno. Los partidos son completamente inservibles; la mayoría de nosotros solo somos electorado manipulado. Pero si solo diez de nosotros nos sentamos en torno de una mesa, expresando cada uno nuestra opinión, escuchando cada uno las opiniones de los demás, entonces puede lograrse una formación racional de la opinión a través del intercambio de opiniones. Allí también se torna claro que uno de nosotros está mejor preparado para presentar nuestro punto de vista ante el siguiente consejo superior, donde a su vez ese punto de vista será aclarado, revisado o se revelará erróneo a través de la influencia de otros puntos de vista (Arendt, 1998a, pp. 232-233). De su insinuación final se puede deducir la estructuración de una especie de poder federal, de abajo hacia arriba, que permitiría la libre acción política ciudadana sin su delegación enajenada en formas de representación partidista

que, a la postre, terminan cooptándola, manipulándola y defraudándola. Esta acción política es a su vez depurada por un proceso permanente de deliberación ciudadana que permitiría su autocorrección oportuna, pues aquellos puntos de vista confusos o errados podrían aclararse “a través de la influencia de otros puntos de vista” (p. 232). Con ello, Arendt aparece como una precursora de la denominada “democracia deliberativa”, bajo la semántica habermasiana de la acción comunicativa como una alternativa para superar la crisis creciente de legitimidad que aqueja en los tiempos que corren a la democracia liberal representativa, hoy en manos de líderes internacionales que gobiernan bajo la lógica y la dinámica que impone la mercadocracia. Una alternativa todavía en ciernes, que nos revela uno de los mayores aportes del pensamiento político de Arendt, como lo fue su esfuerzo por fundar nuevos órdenes políticos retomando la tradición contractualista: El contrato mutuo mediante el cual los individuos se vinculan a fin de formar una comunidad que se basa en la reciprocidad y presupone la igualdad: su contenido real es una promesa y su resultado es ciertamente una sociedad o coasociación en el antiguo sentido romano de societas, que quiere decir alianza. Tal alianza acumula la fuerza separada de los participantes y los vincula en una nueva estructura de poder en virtud de promesas libres y sinceras (Arendt, 2004, p. 174). Sin embargo, su pensamiento tiene limitaciones, al menos frente a la realidad de nuestros dos mayores y más recientes esfuerzos por fundar ese nuevo orden político, como lo fueron la Constitución de 1991 y el actual Acuerdo de Paz entre el Estado y las FARC-EP, pues en ambos casos las promesas no han podido ser libres ni sinceras: en el primer caso por la violencia implacable del narcoterrorismo y, en el segundo, por la resistencia de actores políticos dominantes renuentes a cumplir sinceramente lo pactado.

Referencias

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Néstor Raúl Arturo

Magíster en Estudios Políticos y en Filosofía del Derecho Contemporáneo y profesor del Departamento de Ciencia Jurídica y Política de la Pontificia Universidad Javeriana de Cali. Sus investigaciones se centran en el análisis jurisprudencial y la argumentación jurídica; entre ellas se encuentra el libro Dosis Personal Estado Social De Derecho (Sello Editorial Javeriano, 2013).

Lina Fernanda González Higuera

Magíster en Ciencia Política de la Universidad de los Andes y profesora del Departamento de Ciencia Jurídica y Política de la Pontificia Universidad Javeriana de Cali. Sus intereses investigativos giran en torno a las intersecciones entre identidad de género, movimientos sociales y las relaciones internacionales.

Hernando Llano Ángel

Doctor en Procesos de Cambio y Transición Política en el Estado de la Universidad Complutense y profesor del Departamento de Ciencia Jurídica y Política de la Pontificia Universidad Javeriana de Cali. Su investigación se centra en la caracterización del régimen político colombiano como electofáctico, interés presente en su libro Análisis Impertinentes. Reflexiones sobre política y ética en la Colombia contemporánea (Sello Editorial Javeriano, 2008).

Alejandro Sánchez López de Mesa

Magíster en Estudios Políticos del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales (IEPRI), profesor del Departamento de Ciencia jurídica y Política de la Pontificia Universidad Javeriana de Cali y Coordinador de la Misión de Observación Electoral (MOE)en el Valle del Cauca. Sus investigaciones están centradas en el clientelismo y la hiperfragmentación partidista a nivel subnacional.

Joaquín Gregorio Tovar

Doctor en Sociología de la Universidad de Zaragoza y profesor del Departamento de Ciencia Jurídica y Política de la Pontificia Universidad Javeriana de Cali. Sus investigaciones giran en torno a la participación ciudadana y la metodología de la investigación en ciencias sociales.

Nohra Palacios Trujillo

Doctora en Estudios Políticos de L’École des hautes études en sciences sociales (EHESS), profesora del

Departamento de Ciencia Jurídica y Política. Sus investigaciones se centran el sistema electoral colombiano en el siglo XIX y es autora del libro La utopía de un paraíso. Los franceses en Colombia (Planeta, 2009).

Stephany Mercedes Vargas Rojas

Magíster en Políticas Públicas de la Universidad del Valle, politóloga del Colegio Mayor Universidad del Rosario, profesora del Departamento de Ciencia Jurídica y Política de la Pontificia Universidad Javeriana de Cali, y coordinadora del grupo de investigación Democracia, Estado e Integración Social (DEIS). Sus intereses investigativos giran en torno a la sociología de los problemas públicos y las políticas públicas urbanas en contextos de construcción de paz.