La política transfigurada. Estado, ciudadanía y violencia en una época de exclusión 9789703109296, 9786072806900


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Table of contents :
Prólogo
Transfiguraciones del Estado
Gerardo Ávalos Tenorio
El reverso obsceno de la comunidad estatal y su eclosión
Elsa González Paredes
El orden social, el Estado y la violencia.Manifestaciones y cambios en América Latina
Agustín Martínez Pacheco
Obedézcase pero no se cumpla:En las entrañas de la democracia deliberativa
Arturo Sotelo Gutiérrez
La reconfiguración de la forma política: el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación y el Estado mexicano
Gabriela Rivera Lomas
Extravíos en la construcción de ciudadanía
Rosalba Moreno Coahuila
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La política transfigurada. Estado, ciudadanía y violencia en una época de exclusión
 9789703109296, 9786072806900

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LA POLÍTICA TRANSFIGURADA ESTADO, CIUDADANÍA Y VIOLENCIA EN UNA ÉPOCA DE EXCLUSIÓN

Primera edición, 6 de junio de 2016 D.R. © Universidad Autónoma Metropolitana Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco Calzada del Hueso 1100, Colonia Villa Quietud, Coyoacán, Ciudad de México. C.P. 04960 Sección de Publicaciones de la División de Ciencias Sociales y Humanidades. Edificio A, 3er piso. Teléfono 54 83 70 60 [email protected] http://dcshpublicaciones.xoc.uam.mx ISBN de la Colección Teoría y Análisis: 978-970-31-0929-6 ISBN de la obra: 978-607-28-0690-0 Impreso en México / Printed in Mexico

La política transfigurada Estado, ciudadanía y violencia en una época de exclusión

Gerardo Ávalos Tenorio Coordinador

UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA UNIDAD XOCHIMILCO División de Ciencias Sociales y Humanidades

Casa abierta al tiempo

UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Rector general, Salvador Vega y León Secretario general, Norberto Manjarrez Álvarez UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA-XOCHIMILCO Rectora de Unidad, Patricia E. Alfaro Moctezuma Secretario de Unidad, Joaquín Jiménez Mercado DIVISIÓN DE CIENCIAS SOCIALES Y HUMANIDADES Director, Carlos Alfonso Hernández Gómez Secretario académico, Alfonso León Pérez Jefe de la sección de publicaciones, Miguel Ángel Hinojosa Carranza CONSEJO EDITORIAL Aleida Azamar Alonso / Gabriela Dutrénit Bielous Diego Lizarazo Arias / Graciela Y. Pérez-Gavilán Rojas José Alberto Sánchez Martínez Asesores del Consejo Editorial: Luciano Concheiro Bórquez Verónica Gil Montes / Miguel Ángel Hinojosa Carranza COMITÉ EDITORIAL Alejandro Cerda García (presidente) Aleida Azamar Alonso / René David Benítez Rivera / Cristián Calónico Lucio Arnulfo de Santiago Gómez / Roberto Diego Quintana / Roberto Escorcia Romo José Fernández García / Roberto García Jurado Enrique Guerra Manzo / Araceli Mondragón González Adriana Soto Gutiérrez / Ricardo Alberto Yocelevzky Retamal Asistente editorial: Varinia Cortés Rodríguez

Índice

Prólogo Gerardo Ávalos Tenorio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9 Transfiguraciones del Estado Gerardo Ávalos Tenorio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19 El reverso obsceno de la comunidad estatal y su eclosión Elsa González Paredes. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 45 El orden social, el Estado y la violencia. Manifestaciones y cambios en América Latina Agustín Martínez Pacheco. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61 Obedézcase pero no se cumpla: en las entrañas de la democracia deliberativa Arturo Sotelo Gutiérrez . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83 La reconfiguración de la forma política: el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación y el Estado mexicano Gabriela Rivera Lomas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 105 Extravíos en la construcción de ciudadanía. La abstención de la participación política como un déficit en la época neoliberal Rosalba Moreno Coahuila. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 131

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Prólogo

El gran proyecto de recomposición de la sociedad sobre bases neoliberales ha avanzado vigorosamente durante los últimos años por todo el planeta. No se trata tan sólo de un proyecto de política económica de inspiración neoclásica que se haya “aplicado” exitosamente por los insensibles y malévolos tecnócratas que se han hecho con el poder y el dinero. Sus motores más profundos y fundamentales se encuentran, en cambio, en la actuación de los poderes reales que, al margen de las formas políticas instituidas, de las democracias, las elecciones, los partidos, los órganos representativos y aun de las fronteras de los Estados naciones, determinan y controlan la producción material y la reproducción simbólica de la vida social y, en consecuencia, individual. El mundo, entendido como un universo de sentido de la organización de la sociedad, ha cambiado profundamente pero conserva sus bases civilizatorias de funcionamiento. El capital sigue estructurando a la sociedad moderna, pero ahora lo hace con mayor amplitud y profundidad, y ha desatado consecuencias que nada tienen que ver con lo que sostienen las narrativas de aquellos optimistas que moldearon la idea de “globalización”. En efecto, la globalización apareció como la nueva tendencia del mundo que modificaba todas las formas con las que venía funcionando el sistema mundial. Era como si, de pronto, el capitalismo hubiera revelado su vocación planetaria, cuando en realidad la poseía, en sentido estricto, desde el descubrimiento, la conquista y la colonización de América, organizada por y desde los distintos centros imperiales asentados en Europa pero distribuidos estratégicamente en distintas zonas, regiones y continentes, con vistas a controlar el mundo desde los siglos xv y xvi. Un claro ejemplo de esta globalización temprana es la interconexión entre África y América Latina a través del mundo europeo occidental: de África se exportaron, muy modernamente, por medio de los barcos europeos, esclavos que trabajarían –junto con los indios y los mestizos americanos– en las minas, los campos y, más tarde, las fábricas de la América española. Como aquella globalización temprana, ésta, que comenzó en el último tercio del siglo xx, ha sido presentada como necesaria, inevitable y forzosa. Abrir la economía, vender empresas del Estado, garantizar la inversión extranjera, proteger y aun financiar con recursos públicos al capital financiero, se convirtieron de pronto ya no en 9

LA POLÍTICA TRANSFIGURADA

una posibilidad sino en un imperativo categórico. No había alternativa. Ese discurso revelaba el carácter coactivo, taxativo y autocrático de los poderes reales que estructuran la sociedad y que han iniciado una devastación que, por su sentido y significados, encuentra un paralelo notable en la colonización de América iniciada en el siglo xvi. Sin embargo, hay una diferencia patente entre aquella primera globalización y la de nuestros días: por la ausencia de máquinas para producir, la primera globalización tenía que incorporar a millones de trabajadores en los sistemas sociales recién creados; a la destrucción de culturas enteras, de pueblos completos y de millones de vidas, siguió la integración y sumisión de los sobrevivientes y de sus descendientes en los circuitos de la producción y de la vida social. Por contraste, la nueva civilización del capital, con sus nuevas tecnologías y sus altos niveles de producción robotizada, puede prescindir de muchos millones de personas en el mundo. Ése es el significado real, trágico y cotidiano del desmantelamiento del Estado social, total o parcialmente, sobre todo en el Sur. Lo que ha sido universal ha sido el imperativo de transformación social a base de la intensificación del trabajo. Más allá de los discursos, la reconfiguración social se ha traducido, obviamente, en un proceso de confiscación privada de la riqueza social y en un ingente crecimiento de la acumulación de capital. La fisonomía de la sociedad no ha quedado incólume. El mítico empresario que se aventura al riesgo de invertir y que debe su fortuna y su poder a su talento, esfuerzo y habilidades prácticas, permanece en el imaginario social a disposición de los más ingenuos o de los mercadólogos y publicistas, pero poco tiene que ver con el nuevo poder empresarial que se despliega en todo el planeta para organi­ zarlo como una sola unidad total de materias primas, fábricas y mercados. Ese poder es operacionalizado por los gerentes y administradores, quienes, en sentido estricto, son asalariados de altos ingresos, son subordinados del capital y son los que determinan los destinos de la inversión productiva y especulativa a fin de obtener los mayores beneficios. Por supuesto que los dueños del capital siguen siendo ricos y poderosos, pero como el propio capital se ha pluralizado, diversificado y complejizado, su reproducción requiere de aquel trabajo especializado puesto al día por los gerentes. Esta pragmatización del capital en el plano de lo concreto también echa mano de los incluidos socialmente: diseñadores, publicistas, publirrelacionistas, especialistas en mercados, ingenieros informáticos y algunos otros que están vinculados con las altas tecnologías. En efecto, el capital ha enfrentado hasta ahora exitosamente la paradoja que lo constituye: el uso de la ciencia y la tecnología en su favor disminuye el valor individual de las mercancías producidas, pero incrementa el volumen global del producto, lo que provoca, por un lado, una disminución inmediata de los puestos de trabajo propios del esquema anterior y, por el otro, una ampliación de la magnitud del mercado potencial que debe ser llenado 10

PRÓLOGO

con un público consumidor capaz de comprar la nueva producción incrementada. La clase media históricamente ha desempeñado ese papel de gran consumidora pero porque empeña su futuro en la adquisición de créditos, los cuales, en la práctica, engrosan el capital especulativo. Nuevas desigualdades sociales se generan y la exclusión campea a sus anchas por todo el planeta. El ritmo frenético de la acumulación del capital no se ensambla adecuadamente con la estructuración social porque la introducción de nuevas tecnologías en el ámbito de la producción, del comercio, de la publicidad, desvaloriza inmediatamente a la fuerza de trabajo, la contrae y la jerarquiza. A esto se agrega el cambio generacional, también acelerado de manera dramática porque, como se sabe, tiene una medida absoluta (el ser humano es finito) que se relativiza en función de las reglas del juego social. Ya hay viejos de cuarenta años porque han sido desechados sus saberes, habilidades, aptitudes y capacidades, por los nuevos parámetros de medición de la competencia, en el sentido de “competición” y también en el de “capacidad”: ser competente es lo de hoy. La capacitación de la fuerza de trabajo cambia rápidamente y con ello se debilita su lugar como factor de poder. La fuerza de trabajo sin derechos laborales ni sociales es lo que se impone como necesidad para la inclusión. El esquema de clases antagónicas capital / trabajo ha arrojado un resultado contundente: el capital va ganando la partida. En el complejo engranaje de los cambios sociales, la política y el Estado no desempeñan un papel menor. Si bien son los gobiernos de los Estados los que echan a andar las medidas administrativas, económicas y políticas que ajustan los espacios nacionales a la homogeneización forzosa del sistema mundial, no son ni los pueblos ni los partidos políticos ni aun los órganos representativos de cada uno de los países los que determinan el contenido de las medidas. Son, en cambio, los grandes capitales articulados en auténticos complejos financieros, industriales y comerciales y aun militares, los que verdaderamente organizan el mundo. Las grandes firmas tienen intereses financieros en los bancos comerciales al tiempo que producen industrialmente en distintos lugares del mundo, según las condiciones ofrecidas por las administraciones gubernativas nacionales; simultáneamente, controlan el comercio mundial porque una gran parte de éste se realiza entre sus filiales instaladas en distintas zonas. La ideología del libre comercio tiene el mismo carácter mítico de la falacia mercantilista: ni el gran mercado es libre ni el comercio se realiza entre países soberanos e independientes. La globalización es el gran proyecto de los grandes capitales. Sin embargo, no en todos los países tiene las mismas manifestaciones ni los mismos efectos. Los grandes capitales fueron los mayores beneficiados del Estado de bienestar. Sin embargo, esa forma socioestatal, costosa y contradictoria como era, llegó a una crisis catastrófica cuando las políticas de pleno empleo, de aumento de los ingresos y por ende de 11

LA POLÍTICA TRANSFIGURADA

incremento de consumo, de educación y cultura, se expresaron en una joven generación crítica y rebelde que cuestionó la guerra de Vietnam, se entusiasmó con la Revolución Cubana y desafió de muchas maneras a la civilización productora del “hombre unidimensional”. Los intelectuales del capital se alarmaron y llegaron a la conclusión de que ese tipo de democracia –confundida erróneamente con el Estado de bienestar– se estaba haciendo ingobernable. Diseñaron entonces un gran proyecto de separación de la democracia respecto del Estado de bienestar para que fuera posible desmontar el segundo y, simultáneamente, conservar el prestigio legitimador de la primera. A fin de cuentas, concluían, la democracia es menos vulnerable a las revoluciones sociales y es, ciertamente, menos costosa. No es casual que el gobierno estadounidense de Ronald Reagan lanzara el “Proyecto Democracia” y el “Programa de Democracia”, “con el fin de promover instituciones democráticas en otras sociedades...” (Samuel Huntington, dixit). De esta manera se configuró, desde los centros de poder, una “ola democratizadora” mundial que acompaña actualmente, como frente legitimador, el proyecto de desmantelamiento del Estado social y de confiscación de los recursos públicos. Se dirá que la ola democratizadora fue también forzada por los movimientos de la sociedad civil que presionaron en su favor. Esa opinión es cierta pero insuficiente. Baste constatar que no en todos los lugares donde hubo presión social por la democracia se encontró una transición exitosa. Una de las dimensiones de la idea de la soberanía, aquella asociada con el cuidado, preservación y autodeterminación sobre el territorio propio y sus recursos, como condición de posibilidad de reproducción y ampliación de la vida de los seres humanos que ahí habitan, está siendo seriamente socavada por la reestructuración capitalista autocrática y excluyente. Es necesario insistir, pues éste es uno de los aspectos más frágiles de ese proceso, en que la democracia y la soberanía tienen un significado esencial, primigenio y elemental, que es el de la posibilidad material y la libertad de decidir sobre la propia vida. Pero es ésta tan sólo una de las contradicciones de nuestra época. Tratar de comprender algunos aspectos de estos fenómenos referidos es la intención de este libro. Se trata del resultado de un trabajo en conjunto elaborado por los estudiantes de la xi Generación del Doctorado en Ciencias Sociales del área de concentración Relaciones de poder y cultura política, bajo mi coordinación. El texto se construyó durante el trimestre de invierno de 2013 en el seminario de tesis del séptimo módulo. Lancé la propuesta de articular la investigación doctoral de cada uno de los participantes con el tema eje de “Las transformaciones del Estado”, el cual funcionó como columna vertebral en la que se ensamblarían los hallazgos de las distintas investigaciones. Esta propuesta implicó, por supuesto, reconstruir la noción de Estado para convertirla en una categoría útil para la ampliación de cada una de las tesis de grado. Así pues, volvimos al tema del Estado, pero ahora desde una perspectiva teórica e inclusive filosófica 12

PRÓLOGO

que nos permitió superar la idea de sentido común según la cual el Estado es un mero aparato de gobierno o, cuanto más, un instrumento para el control social. De hecho, dejamos claro que la propia idea dominante, comprobable en el discurso periodístico y en la experiencia cotidiana, de que el Estado es el gobierno o, en todo caso, una esfera institucional coercitiva situada por fuera y por encima de la “sociedad”, del “mercado” o de la “ciudadanía”, no es una percepción errónea, producto de una “falsa conciencia”, sino que forma parte de la existencia misma del Estado. Si, según nuestra revisión de los autores clásicos de la teoría del Estado, éste es una asociación o una comunidad expresada en un orden jurídico y en una autoridad suprema centralizada que ejerce el gobierno, algo extraño aconteció históricamente como para generar ese fenómeno tan recurrente de que el Estado y aun la política misma se divorcian de la sociedad que les da sustento. Esta escisión se corresponde con la separación del sujeto moderno en homo economicus y homo politicus; el primero, habitante cotidiano del mundo de los intereses terrenales; y el segundo, morador del cielo político de la ciudadanía. Pero esta separación se encuentra anclada en la forma material de reproducción de la vida moderna, expresada en la disrupción entre el valor de uso y el valor de cambio de los productos del trabajo; el valor de cambio se convierte en el elemento más importante del producto y deviene precio y, con él, universo simbólico central de la sociedad. Se trata, entonces, del universo de las abstracciones reales que forman la base de la estructuración de la realidad humana: este universo simbólico es más real que la realidad material. En un seminario anterior habíamos revisado los autores y los textos básicos para construir esta concepción: Kant, Hegel, Marx, Gramsci, Sohn-Rethel, Pashukanis, Rubin, Reichelt, Marramao, Holloway, Altvater, Hirsch, Žižek, entre otros, fueron los referentes utilizados en ese entonces. Tomando como base esta problematización del Estado y adicionando una visión amplia de la política, los estudiantes redactaron cada uno un ensayo sobre su tema de investigación, pero que tuviera como telón de fondo el quiebre de la condición estatal generado a partir del agotamiento del patrón de acumulación fordista y de su modo de regulación keynesiano. La reestructuración global del capital iniciada en la década de 1970 implicó una serie de cambios fundamentales en las sociedades y en sus formas políticas. He ahí que los diferentes proyectos de investigación encontraron un horizonte de comprensión más apropiado, más amplio, más sólido, más denso, más complejo, para que ello se tradujera en tesis doctorales con mayores apoyos teóricos. El resultado ha sido gratificante porque hemos compuesto un libro unitario y armonizado, no obstante que cada ensayo posee su consistencia propia y puede leerse con provecho de forma separada. El denominador común del texto en su conjunto es la certidumbre de que la sociedad de hoy y su dimensión política son muy distintas en comparación con las que 13

LA POLÍTICA TRANSFIGURADA

vivieron las generaciones nacidas en torno a la Segunda Guerra Mundial. Y no es que la sociedad antes se mantuviera estática y de repente haya cambiado; el cambio social, como se sabe, es consustancial a la existencia misma de la sociedad. Cambios sociales se experimentan cotidianamente y son de distinto grado y de variables consecuencias. Basta señalar como ejemplos la invención y popularización de la píldora anticonceptiva y de la televisión. Es indudable que estos inventos trastornaron profundamente la vida cotidiana de las sociedades, pero resultaba claro que se inscribían en el registro de lo asimilable por la estructura social de la sociedad de masas jurídicamente igualitaria: no la derruían ni la modificaban sustancialmente. Lo que sí aconteció fue que los componentes tradicionales de la sociedad moderna y las propias comunidades premodernas se fueron adaptando de modo complejo a las nuevas condiciones de existencia y, a fin de cuentas, se armonizaron de una u otra manera a la moda, dicho este último término en su sentido estrictamente sociológico. Éstos y otros cambios en distintas áreas de la sociedad se experimentaron durante la edad de oro del capitalismo, pero fueron de naturaleza epidérmica o del tipo de lo que se conoce más bien como transfiguraciones, es decir, cambio en las figuras que adopta un mismo fenómeno. En contraste con esto, las transformaciones sociales que advinieron con el agotamiento del patrón fordista de acumulación impactaron sensiblemente la columna vertebral de la totalidad social. Los cambios atentaron directamente contra las condiciones de compra-venta de fuerza de trabajo. Comenzó el despojo de los derechos adquiridos por varios ciclos de luchas de las clases subalternas desde fines del siglo xviii y, en algunos casos, aun antes. La sociedad no dejó de ser capitalista sino todo lo contrario: reforzó y agudizó la extracción y apropiación del trabajo ajeno impago colonizando cada vez más las regiones que antes pertenecían al patrimonio de las clases subalternas. En la esfera del conocimiento –la cual es, por definición, socialmente constituida– se concentró esta adjudicación sin reciprocidad del producto social. Y hoy en día este proceso parece imparable. Aquí es donde ubicamos las mutaciones sociales de nuestra época. Los primeros dos ensayos abordan en un sentido teórico las transformaciones de la vida política implicadas en la reestructuración global del capital propia de fines del siglo xx. El primero de ellos, de mi autoría, se centra en el tema del Estado explicando la contradicción fundamental que lo constituye: se propone que “Estado” es el nombre de un proceso que alude, de manera simultánea, tanto a la cohesión social que forma a una comunidad política como a la agencia de poder autorizada y, por ello, legitimada para ejercer, monopólicamente, funciones de gobierno, legislación, impartición de justicia, recolección de impuestos y violencia física, todo ello de modo unitario y soberano. En el segundo ensayo, escrito por Elsa González Paredes, se plantea explorar algunas de las más relevantes teorías políticas contemporáneas para dar cuenta de las razones por 14

PRÓLOGO

las cuales, en la época actual, se agudiza la degradación de la vida política. Desde una cuidadosa revisión de la teoría del contrato, la autora expone las contradicciones constitutivas del Estado y la manera en que la globalización posmoderna las hace emerger con tal envergadura que el Estado mismo tiende a vaciar su sentido de síntesis de la cohesión necesaria para la reproducción del orden. A la manera de una erupción volcánica largamente contenida, el reverso obsceno de la comunidad estatal emerge cuando el capital tensa al máximo su relación con el mundo político. El ensayo de Agustín Martínez Pacheco aborda el candente tema de la violencia. Establece una relación entre el proceso de recomposición del capital y la generación de exclusiones sociales que hace vulnerable a una parte de la población a que sea incorporada en actividades delincuenciales. Por supuesto no se trata de una relación lineal y mecánica, sino de un proceso complejo en el que el grado de violencia desatada depende del tipo de orden social en el que se produce el fenómeno. El autor distingue metodológicamente entre violencia económica y violencia política, y las relaciona con la modernización y la globalización, en tanto dos modelos diferentes del orden social que, a su vez, marcan dos momentos históricos sucesivos del desarrollo de América Latina. Los ejemplos que ilustran este sugerente método de análisis provienen de Colombia, México y El Salvador. Las conclusiones son muy reveladoras de las causas estructurales de la violencia incontrolada que caracteriza al orden social global del presente. El artículo de Arturo Sotelo Gutiérrez se introduce en las entrañas de la democracia deliberativa, la cual es uno de los resultados, en apariencia positivos, de la reestructuración global del capital. Como se sabe, la democratización fue planteada como una gran necesidad política, incluso en el nivel de las condiciones marco que requería la inversión de capital. Uno de los aspectos más refinados de la democratización fue el establecimiento de una auténtica división de poderes, pues se trataba, ante todo, de que la impartición de justicia fuera autónoma de las fuerzas políticas en confrontación. En esto, el modelo estadounidense de impartición de justicia fue un referente decisivo. Pues bien, sobre la base de la dialéctica entre communitas e immunitas debida al filósofo italiano contemporáneo Roberto Esposito, Sotelo logra plantear la tensión estructural que caracteriza la labor de las Cortes Constitucionales, en especial en el momento en que se anula una ley o una sentencia por la intervención de representantes de la ciudadanía, los cuales no siempre están verdaderamente desvinculados de intereses particulares. Se trata de un artículo muy depurado que apunta a uno de los debates más acuciantes abiertos de cara a las transformaciones políticas de la sociedad. Los dos últimos ensayos exploran ámbitos específicos e históricamente muy determinados de las mutaciones políticas que ha traído consigo el relanzamiento de la acumulación del capital al que nos hemos referido. En su contribución, Gabriela Rivera 15

LA POLÍTICA TRANSFIGURADA

Lomas hace una exposición de la estructura del poder corporativo que se constituyó en uno de los pilares del viejo Estado autoritario en México; sobre esta base, la autora da cuenta del modo peculiar en que operó este control sobre una de las poblaciones trabajadoras que, por su materia de trabajo, está llamada a desempeñar una función fundamental en el desarrollo nacional. Se trata del magisterio, que en México ha estado controlado corporativamente por el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (snte). Pues bien, la reestructuración estatal como parte de la recomposición global del capital implicó también una reformulación del control corporativo, que no fue desmantelado sino más bien remozado y utilizado por la alta burocracia gubernativa para reducir, tecnificar y desvirtuar la educación pública. Este artículo es muy importante en el conjunto porque muestra, de manera clara, el modo en que se remodela la sociedad en su dimensión política como una necesaria consecuencia de los imperativos de acumulación del capital. Finalmente, el artículo de Rosalba Moreno Coahuila explora el concepto de ciudadanía moderna y a partir de él hace una interesante reflexión acerca del modo en que los procesos desprendidos de la reestructuración del capital no han abonado la configuración de una ciudadanía politizada, democrática y republicana, correspondiente con las expectativas que generó en México el desmantelamiento del régimen político autoritario representado en la hegemonía del Partido Revolucionario Institucional (pri). Lejos de una correlación mecánica entre modernización económica y ciudadanización democrática, lo que hemos tenido hasta ahora es un remozamiento del autoritarismo correspondiente con una ciudadanía dividida y, en su mayoría, anclada en formas tradicionales de poder. Esto se muestra en que el índice de abstención, con todo y cambio de régimen, se mantiene considerablemente alto: muchos millones de mexicanos no participan en los procesos electorales. Es ésta una muestra tangible de que la ciudadanización contemporánea cae más en el registro del mito, pues los factores reales del poder, ya perfectamente ubicados como denominador común de todos los ensayos, siguen articulando la estructura de las sociedades contemporáneas. Consideramos que, en conjunto, este libro contribuye de distintos modos a las ciencias sociales, siendo, como es, el resultado del arduo trabajo de investigación que se desarrolla en el doctorado en ciencias sociales de la uam-Xochimilco. En primer lugar, hay una contribución epistemológica innegable, ya que queda superado el punto de vista meramente empírico para afrontar el estudio de las problemáticas acuciantes de nuestra época. Hemos hecho una apuesta por la teoría, en el sentido de que no hay observación sino desde un horizonte de comprensión logrado con plena conciencia de que el dato es necesariamente subsumido y colocado en ese horizonte. Todos los ensayos son deudores de una revisión de los modelos epistemológicos del empirismo, el racionalismo y el po16

PRÓLOGO

sitivismo, pero se ha hecho propia la lógica de la crítica de la economía política, ahora extendida para pensar otros temas como la violencia, la ciudadanía y la educación. Otra contribución insoslayable consiste en la ampliación de la concepción cerrada, primaria y unilateral sobre el Estado, para ahora entenderlo como un proceso relacional de reproducción cotidiana, y no únicamente mediante las acciones de los políticos profesionales. Todos los ensayos tienen ese soporte que, como un imán, atrae distintas problemáticas, aparentemente inconexas, a un sentido estatal insospechado. Por último, pero quizá como corolario de lo anterior, se ha procurado dejar atrás la típica comprensión compartimentada de lo “económico” y lo “político”, la “sociedad civil” y el “Estado”, como si fueran verdaderamente ámbitos ontológicamente separados. Al respecto, hemos asumido el gran legado de Hegel para argumentar que lo que aparece como económico es una forma social que se presenta como despolitizada a fin de que lo político no pueda alterarlo en función de cursos de acción posibles, pensados desde una racionalidad distinta a la instrumental. Esperamos que la lectura de este libro contribuya a la comprensión de la difícil circunstancia que nos ha tocado vivir. Gerardo Ávalos Tenorio Universidad Autónoma Metropolitana

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Transfiguraciones del Estado

Gerardo Ávalos Tenorio Preludio El mundo se ha transformado ostensiblemente. Todavía es brumosa, empero, la magnitud, profundidad y desenlace de los cambios; ya hay claridad, en cambio, acerca de su naturaleza: asistimos a una crisis civilizatoria de magnitudes colosales. No se trata, entonces, sólo de una serie de crisis económicas que se encadenan cada vez con mayor celeridad y virulencia, sino de un desacoplamiento entre el sistema de vida propio de la modernidad y el modo de producción material que le sirve de base. El capital se está desprendiendo de su condición de modo de organización de la vida humana y se está hipertrofiando su aspecto enajenante, cosificador y fetichista, lo que da como resultado, ya patente, una peligrosa deshumanización expresada en un incremento de la violencia de todo tipo. El espacio público estatal, que desde su origen fue concebido como un ámbito de conciliación y mediación para canalizar el conflicto excedente respecto de los mecanismos de armonización social propios del mercado, está siendo arrasado o colonizado por la lógica del interés privado y de la acumulación del capital a toda costa. Esta capitulación del espacio estatal también se expresa, aunque parezca paradójico, en la extensión de las “violencias de Estado” (Calveiro, 2012), es decir, en el uso hipertrófico de uno de los monopolios que caracteriza al Estado, el de la violencia física legítima, puesta al servicio de los grandes capitales globales. Indagar los cambios epocales del Estado se convierte en un hilo conductor para la comprensión de nuestra época. Esto es tanto más necesario cuanto que existe una confusión generalizada acerca del Estado. Es cierto: el Estado es un fenómeno muy complejo y a menudo los análisis sociales se ven empobrecidos porque se toma como punto de partida un aspecto unilateral del Estado, por ejemplo, aquel que lo asimila a la idea de un aparato de coerción, control y represión, o una instancia administrativa de organización colectiva. Sin duda, éstos son elementos constitutivos del Estado, pero lo que es necesario comprender es la lógica desde la cual ha sido instaurada una autoridad 19

LA POLÍTICA TRANSFIGURADA

suprema, operante en un territorio determinado y que, manejada por hombres y mujeres de carne y hueso, se arroga para sí tareas que debieran ser competencia del conjunto de individuos asociados, los cuales son necesariamente afectados por las decisiones gubernativas. Es éste el misterio del Estado. ¿Cómo podemos explicar que un puñado de hombres de carne y hueso tenga el poder de determinar las directrices y el destino de la vida de millones de habitantes de un territorio delimitado por fronteras nacionales? ¿Cómo es que una sociedad se somete a la voluntad de un pequeño grupo de personas comunes y corrientes, tan mortales y finitos como los demás, pero investidas con todo el poder del Estado? Explicar esto requiere introducirse en el nebuloso ámbito de las abstracciones, pues de otra manera no existe forma de entender empíricamente en qué radica el halo de superioridad de las “autoridades” y los “funcionarios” y, en consecuencia, tampoco se alcanza a captar cuál es la racionalidad de ese espacio históricamente habilitado para la conciliación de intereses contrapuestos. Los métodos empíricos no ayudan mucho para dar cuenta de estos fenómenos en los que están involucradas estas abstracciones reales como el dinero, el precio de las mercancías, el derecho y el Estado. En esto hace falta la densidad de la teoría, pues es la capacidad de abstracción del pensamiento la que permite el acceso a estas entidades universales que están ubicadas como referentes obligados para determinar el comportamiento de los seres humanos (Alford y Friedland, 1991). En este ensayo adelantaré algunas tesis básicas que contribuyan modestamente al esclarecimiento de la cuestión del Estado, en vistas a alertar acerca de la pérdida progresiva de esta instancia diseñada para atemperar los desequilibrios sociales generados por el paso intempestivo del capital en su dinámica de acumulación. Y es que la reestructuración capitalista de fin del siglo xx se ha agudizado en la década y media de la nueva centuria y, cada vez más, amenaza con convertir al Estado en un mero negocio al servicio de los grandes capitales sin importar el costo social. Considero importante aportar algunos elementos teóricos que pudieran arrojar luz a la comprensión de la naturaleza del Estado y la manera en que la reestructuración del capital ya aludida quiebra ese espacio de racionalidad para mantener el orden social. El Estado es moderno La sociedad fundada en el intercambio de mercancías y en la acumulación de capital ha experimentado diversas etapas y cada una de éstas ha significado un modo específico de organizar la vida en común. En la llamada “acumulación originaria”, Europa descubrió y conquistó con la fuerza de las armas a las civilizaciones y los pueblos que habitaban 20

TRANSFIGURACIONES DEL ESTADO

América; extrajo riquezas naturales que luego usó como materias primas y como base monetaria para extender y dinamizar el comercio europeo; destruyó los modos de vida autóctonos e implantó una forma de pensamiento y un conjunto de prácticas basadas en la religión cristiana. Fue ésa la primigenia “doctrina del shock” (Klein, 2007).1 En efecto, la espada y las enfermedades se erigieron en la primera avanzada –a la manera de los choques eléctricos– de un proceso de conquista y colonización que se coronaría con la implantación de una sociedad jerárquica y eclesiástica. Cuando la destrucción era un hecho consumado, pues habían perecido nueve décimos de la población autóctona (Todorov, 1991),2 los teólogos españoles debatían sobre cuál método se debía usar para incorporar a los indios y a sus descendientes mestizos al nuevo esquema de vida (Pérez, 1992; Zavala, 1993; Beuchot, 1992): por medio de la palabra y el cálido cultivo pedagó­gico de las virtudes cristianas3 o por la guerra justa si hubiera resistencia.4 El imperio español y el saqueo colonial precedieron a la expansión de la Reforma protestante y las guerras de religión del siglo xvii europeo. La paz de Westfalia de 1648 marcó el inicio de la forma de organización estatal strictu sensu (Münkler, 2005), regida por el principio “cada región su religión” (Altvater, 1997: 45), a partir de lo cual se inició el proceso de secularización de los asuntos públicos.5 El poder estatal es centralizado y 1  La muy conocida tesis de Naomi Klein se estructura sobre la idea de que el nuevo capitalismo del desastre, vigente en la actualidad, es el resultado lógico de la aplicación de una doctrina que prescribe chocar al organismo con algún tipo de golpe, tortura o producción de dolor para que, una vez debilitado y sumiso, el sujeto acepte cualquier opción vital que se le ofrezca, por más adversa que le resulte. Klein dice que la doctrina neoliberal de nuestros días posee estas características y tiene razón; sin embargo, se debe agregar que estos métodos no son exclusivos de la actualidad sino que fue así como se inició el capitalismo: como orden mundial de conquista y colonización que despliega en un primer momento una violencia atroz para luego ofrecer formas de vida no tan crueles, humanitarias e incluyentes. 2  El valor principal de esta obra radica en la interpretación del hecho de la Conquista como el resultado de una mayor capacidad de comprensión hermenéutica por parte de los españoles respecto de otro mundo. Todorov afirma que las atrocidades cometidas por los conquistadores también tuvieron lugar en la Edad Media europea, pero “lo que descubren los españoles es el contraste entre metrópoli y colonia; leyes morales completamente diferentes rigen la conducta aquí y allí: la matanza necesita un marco apropiado”, (1991: 157). 3  Se trata, por supuesto, de la opción de Bartolomé de las Casas (1975). Recientemente ha sido recuperado el pensamiento de De las Casas como si fuera una filosofía política antiimperial, eludiendo el hecho básico de que se trataba de una teología que fundaba una práctica de adoctrinamiento, es decir, un ejercicio autocrático de imposición de una verdad a quienes, de todos modos, se consideraba inferiores, aunque dóciles e inocentes. Véase Ruiz Sotelo (2010). 4  Es la posición de Juan Ginés de Sepúlveda (1987). Aunque con ciertos matices, es la misma perspectiva de Francisco de Vitoria (2000). También consúltese Castilla (1992). 5  Las implicaciones políticas de la secularización son esenciales para comprender la peculiaridad del Estado. Véase, Koselleck (2003) y Marramao (1989).

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Europa se cubre de Estados absolutistas, algunos de los cuales adoptan la nueva doc­trina de la razón ilustrada para regir sus relaciones internas entre el monarca y sus súbditos. Mientras tanto, en el Nuevo Mundo prevalecían los virreinatos como forma política de organización y control para garantizar el flujo constante de materias primas de las colonias a las metrópolis. Inglaterra desplazó a España como centro imperial. En la isla británica se produjo la Revolución Industrial pero también las dos grandes revoluciones políticas del siglo xvii: la de Cromwell de 1649 y la “Gloriosa Revolución” de 1688. La economía colonial era conceptualizada por los preceptos del mercantilismo pero paulatinamente se abriría paso el nuevo pensamiento liberal (Rodríguez, 1989). Si Thomas Hobbes construyó el gran edificio del Leviatán (1984) para fundamentar que el Estado era una comunidad política que necesariamente poseía una autoridad suprema que hacía la ley pero que no quedaba obligada a obedecerla, Locke (1983) ya plan­teaba con claridad la arquitectura de un Estado liberal que se erigía como una comunidad de propietarios privados: la división y el equilibrio de poderes era concebida como la forma política más adecuada para esta condición de individuos que habían acumulado los frutos de su trabajo y demandaban protección y seguridad. Había nacido el Estado liberal, pero en modo alguno se trataba de una organización difundida por todo el orbe. Las colonias americanas y el continente africano seguían constituyendo las zonas especializadas en la producción de materias primas y fuerza de trabajo barata necesarias para que Europa y Estados Unidos se desarrollaran económicamente. Cuando el capitalismo mercantil devino industrial fue necesario que las colonias se convirtieran en mercados independientes aunque siguieran fungiendo como fuentes de materias primas. Las colonias americanas se independizaron en el siglo xix pero tuvieron muchas dificultades para construir Estados naciones soberanos y, más difícil aún, que sus regímenes políticos fueran republicanos y democráticos. Las antiguas colonias se organizaron sobre preceptos liberales pero las prácticas políticas heredaron las formas autoritarias ancestrales. Esta disparidad ha sido arrastrada hasta el presente. Tal fenómeno, visto desde el paradigma de la sociología eurocéntrica, es asimilado por la dicotomía tradición / modernidad, en la cual la modernidad está situada como el futuro de la tradición, pero sobre todo como un universo de sentido de superioridad civilizatoria; en cambio, cuando no se pierde de vista que las caras “tradicional” y “moderna” son formas de aparición de un mismo proceso, es posible comprender con mayor grado de plausibilidad el sentido de totalidad de una misma forma de civilización (Echeverría, 1995 y 2000). El Estado liberal con formas políticas democráticas, aunque excluyentes y censitarias, fue una realidad tan sólo en un puñado de Estados naciones a finales del siglo xix. Correspondió con la sociedad de los propietarios privados que intercambiaban mercancías y servicios. Cuando la producción se hizo masiva y el crecimiento econó­ 22

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mico superó los estrechos marcos de los espacios locales, las sociedades europea y estadounidense devinieron sociedades de masas y su peso específico recayó en las urbes. Las potencias disputaron violentamente las fuentes de materias primas y los mercados: advino la Primera Guerra Mundial, que fue interrumpida porque, entretanto, la contradicción sistémica del orden planetario se había hecho patente. En la atrasada Rusia, con sus socialidades agrarias dominantes, su gran territorio y su población campesina y analfabeta, hizo eclosión una revolución dirigida por intelectuales marxistas. El espíritu socialista cundió por Europa: en Alemania y el imperio Austrohúngaro también se desencadenaron movimientos insurreccionales posbélicos. Las revoluciones socialistas se detuvieron pero no fue sino con la reorganización keynesiana del Estado intervencionista, benefactor y social, que los trabajadores fueron integrados en el Estado liberal y democrático que ahora tendría otra connotación (Luebbert, 1997).6 La democracia elitista (Bachrach, 1973), que codificaría Joseph Schumpeter (1983) de modo elocuente como un procedimiento de lucha por el cudillaje, sería la forma política adecuada de esta constelación política compleja que dio vida institucional al centro del sistema mundial. Estado, regímenes políticos y configuración histórica socioestatal Destaca, desde el punto de vista teórico, que con la vida moderna han surgido tres dimensiones diferenciadas de la organización política del ser social. La primera es el propio Estado, que no significa simplemente la traducción moderna de las formas políticas antiguas, medievales o autóctonas –en el caso de los territorios conquistados y colonizados– que organizaban la vida común de los pueblos. El Estado tiene una característica que lo hace único: es una representación asociativa o comunitaria, articulada por el discurso iusnaturalista de la universalidad de los derechos del hombre y del ciudadano, existente por tanto en la imaginación y de consistencia básicamente ilusoria. El Estado es la unión política secularizada que existe como dimensión diferenciada de la sociedad, la cual ya, de suyo, es un orden simbólico e imaginario cuya existencia material es la población. Se trata, entonces, de un doble desdoblamiento lo que genera al Estado como cuerpo, máquina, organismo o unión, que envuelve en su seno a una población asentada en un territorio demarcado, con una lengua en común, orígenes históricos iguales y costumbres, creencias y rituales compartidos. El primer desdoblamiento es la escisión entre el ser de “carne y hueso” y su representación simbólica social de homo 6  La sugerente tesis del autor es que las alianzas interclasistas, su éxito o fracaso, fueron el factor fundamental para la instauración de regímenes políticos liberales, socialdemócratas o fascistas.

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economicus, persona jurídica y, eventualmente, homo politicus, ciudadano. El segundo desdoblamiento es precisamente aquel que separa de la sociedad una dimensión específicamente política, por medio de la cual el hombre diseña los parámetros que han de regir la vida en común. Sólo de modo metafórico o haciendo una analogía estructural puede hablarse del Estado como una institución antigua que surgió como resultado de la apropiación del excedente económico por parte de un grupo que, por ello, devino clase dominante.7 El Estado, por el contrario, es la forma política moderna y su peculiaridad, como he afirmado, radica en que en su interior están incluidos todos los seres humanos, independientemente de sus diferencias económicas y sociales. Sin embargo, fue un largo proceso de construcción del concepto de Estado para que llegara a este sentido específico. En realidad, surgió en el Renacimiento italiano, cuando se comenzó a mezclar la palabra stato o status con el concepto de cosa pública: el referente era “la situación de la república”, y comenzó a extenderse en las expresiones vernáculas cotidianas. En este mismo proceso pero más tarde, fue adquiriendo fuerza la división de la expresión “Estado” para indicar dos cosas diferentes: por un lado, la horizontalidad de la con­ vivencia de los muchos unidos haciéndose cargo de las directrices gubernativas que ha de adquirir la vida en común; por otro, el poder máximo o soberano de regir la comunidad política. Dualidad irrebasable e irreductible, los dos componentes del Estado tuvieron desarrollos autónomos que incluso se confrontaron acremente (Skinner, 2012). Para unos, el poder supremo lo tenía la comunidad ciudadana, la cual, en caso de ser necesario, podría eliminar a un mal gobernante; fue el caso de los llamados “monarcómacos” o “tiranicidas”, muy a menudo interesados en cuestionar al príncipe del otro bando religioso (Abellán, 2014; Fernández-Santamaría, 1997); para otros, el Estado era el referente abstracto de autoridad suprema y de una vida institucional organi­ zada del poder unitario y supremo al que se debía obediencia incondicional, puesto que esa instancia era una representación del conjunto ciudadano. Esta última posición desemboca en la teoría contractualista clásica, ya propiamente moderna, de Hobbes, Pufendorf, Locke, Rousseau y Kant. Para Hobbes y Kant no hay derecho de resistencia, de deso­bediencia ni de rebelión; para Locke, en cambio, sí existe el riesgo de que llegue al poder un mal gobernante que en lugar de hacer honor a los términos de las tareas del Estado, lo socave y comience a tiranizar a los ciudadanos (propietarios): en esas condiciones se justificaría plenamente la resistencia. Como sea, el control ciu7  Existe toda una literatura que le da a la noción de Estado este significado transhistórico, empezando por Marx (1988), Krader (1972), López Cortés (1989), Rodríguez Shadow (1990), Medina, López Austin y Serra (1986), Lambrecht, Tjaden y Tjaden-Steinhauer (1998).

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dadano sobre las instituciones estatales ya se plantea como el espacio de intersección conciliadora entre los dos aspectos necesarios del Estado: la verticalidad del poder y la horizontalidad de la cohesión social. La segunda dimensión política de la vida moderna está constituida por los regímenes políticos, ordenación de las magistraturas que median la relación entre gobernantes y gobernados (Berstein, 1996). Hay distintos regímenes políticos como diferentes formas de ejercer aquel “arte de gobernar” a los pueblos, como diversos modos en los que la ciudadanía irrumpe y participa, o no, en la cosa pública. Si adoptamos en principio un criterio básico para distinguir los regímenes políticos, podríamos decir que los hay democráticos si prevalece el principio de autonomía, y autocráticos si prevalece, en cambio, el principio de heteronomía.8 Las instituciones políticas, especialmente las gubernativas, las representativas y las judiciales, históricamente se han configurado como las expresiones apropiadas a la sociedad moderna. Las dictaduras, las tiranías y los despotismos son regímenes políticos que se refieren, sobre todo, al funcionamiento de las instituciones representativas y al modo de ejercer el poder asimétricamente: en las autocracias el público ciudadano no participa en la determinación de las directrices que rigen su vida en común; en cambio, en las repúblicas con democracias directas o participativas, los asuntos públicos se deciden entre todos. Si llevamos el razonamiento más allá de estas formalidades, se destaca que existe en todo caso una dialéctica entre autocracia y democracia que advierte la subsunción de la segunda en la primera, toda vez que la participación política del ciudadano está individualizada y resulta, así, impotente: son grupos incomunicados entre sí los que constituyen las mayorías que forman los gobiernos o “toman” las decisiones políticas, lo cual significa que son los refe­rentes ideológicos abstractos, generales y universales, los que verdaderamente articulan la congregación de los ciudadanos que forman mayorías.9 Por esta razón estructural, la política moderna no es ajena a los mitos, las ilusiones, los liderazgos carismáticos y los mesianismos. La tercera dimensión de la organización política surgió con el mundo moderno, por las peculiares condiciones de su forma social. Se trata de la configuración socioestatal, sistema de mediaciones entre la sociedad y sus instituciones políticas, independientemente del régimen político que se trate. La diferencia entre el Estado absolutista, el Estado liberal, el Estado social y el pseudo-Estado neoliberal, en realidad significa 8  Por supuesto, el referente de esta clasificación es Hans Kelsen (1988 y 1992) sobre el camino trazado por Kant (1989: 142). 9  A esta dialéctica es a la que se refería Hegel (1988: 386) cuando trata el sentido ordinario de la expresión “soberanía popular” y, desde ahí, argumenta la necesidad –no opcional, entonces– de un momento monárquico de todo Estado, concepción obtenida especulativamente de la lógica de la política moderna.

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una diferencia entre configuraciones socioestatales, que divergen precisamente en los modos de mediación entre la forma social y la manera genérica de operación de los derechos históricamente conquistados. Así, por ejemplo, mientras que en el Estado liberal prevalecen los derechos privados de los propietarios individuales, en el Estado social se extienden y se fortalecen los derechos sociales de los trabajadores (salud, educación, vivienda, infraestructura, transporte) como extensión de los derechos laborales (jornada de trabajo máxima, salario mínimo suficiente, huelga, sindicalización, etcétera). Las mismas instituciones políticas funcionan de modo diferente. Tener presente la distinción entre regímenes políticos y configuraciones históricas socioestatales permite comprender la existencia de Estados sociales autoritarios o de Estados neoliberales democráticos. La forma social Vamos a detenernos a examinar el eje articulador del universo político del mundo moderno que se encuentra en la forma social,10 es decir, en la forma que adoptan las relaciones entre seres humanos en sus distintos niveles y dimensiones. Debo recuperar, entonces, la noción de forma-valor de origen marxista, y extraer de ésta su sentido filosófico para ubicarla como fundamento de la existencia política de la sociedad moderna. La hipótesis es que la forma-valor se instala como el universo de sentido de la constitución psíquica y política de los sujetos, y ello permite dar cuenta de diversos fenómenos altamente significativos: la escisión entre la población y la sociedad; la instauración de la sociedad como un orden simbólico e imaginario con poder propio; la autoposición del Estado como una comunidad política peculiar y, por último, la política como una praxis escindida no sólo en lo que atañe a la separación entre las instituciones representativas y la ciudadanía, sino también en lo que respecta a la relación gobernantes / gobernados junto con los dispositivos de control social, por una parte, y la apertura o ruptura del orden institucional establecido por el advenimiento de la anomalía o del acontecimiento, por otra.11

10  La forma es lo que hace ser a las cosas. Repárese en que en este ser está incluida la conciencia de un ser humano que se percata de esto que hace ser a las cosas. La forma, entonces, está en el pensamiento del ser humano; la forma es lenguaje y síntesis del ser genérico del ser humano. 11  Me refiero al sentido filosófico político del evento que irrumpe desde la nada del sistema y socava su normalidad. Véase Morales (2007).

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Afirmo, entonces, que la forma-valor no es, fundamentalmente, una categoría económica, sino la base de la crítica de las narrativas de las obras que conformaban la economía política. Por tanto, la crítica de la economía política es un recurso del pensamiento orientado a superar la mera certeza sensible según la cual la sociedad se identifica con la población y el orden social depende de la voluntad de los individuos. Cuando Marx planteó la forma-valor se refirió a la relación entre seres humanos mediada por una abstracción que representa sintéticamente el tiempo de trabajo desempeñado, concretado en un producto y condensado en una expresión unitaria, el signo, con validez suprema. Más tarde la forma-valor adquiere un carácter fluido y, entonces, habrá de ser conceptuada como un proceso que, a un tiempo, unifica y separa a los sujetos en función de su trabajo social: “no lo saben pero lo hacen”. Estamos frente a categorías típicamente filosóficas, como “representación abstracta”, “tiempo”, “signo”, “ser comunitario” y “poder”, pero la peculiaridad de estas abstracciones es que no sólo están en el pensamiento, sino que están en la realidad sensible y cotidiana de las personas, las cuales son sujetos en la medida en que están encadenadas a la coerción de estas determinaciones abstractas. Su ser social queda formado y representado por estas abstracciones que se convierten en los medios y motores de la realidad efectiva (Wirklichkeit, en el lenguaje hegeliano). Así, la forma-valor permite comprender que los individuos deben mediar sus relaciones no sólo por el lenguaje sino por una específica forma del lenguaje, que es la del dinero y las mercancías, es decir, por el precio. La representación codificada por el precio permite la socialidad. Esto significa que la identidad de las personas únicamente es alcanzada por medio de ese universo de abstracciones, ficciones y mitos, y del cual retornan investidas y revestidas de su carácter social para poder llegar a ser individuos con nombre propio. Entonces, la realidad material del cuerpo de carne y hueso sólo alcanza significado si pasa por este periplo simbólico e imaginario que le otorgará auténtica realidad efectiva.12 Se desprende de aquí que el poder simbólico de las abstracciones impone a cada cual su lugar en el mundo y sus determinaciones psíquicas y sociales. La relación entre seres humanos, entonces, nunca es directa sino mediatizada, pues ha de ser medida por el universo de abstracciones realmente efectivas. Marx concluye: “los individuos son ahora dominados por abstracciones, mientras que antes dependían unos de otros” (Marx, 1985: 92). 12  La determinación del valor de la fuerza de trabajo en función de las necesidades vitales de un ser humano de carne y hueso parece abonar la idea de una “forma natural” de la vida humana; en cambio, cuando Marx agrega que para la determinación de ese valor ha de tenerse en cuenta el grado que ha alcanzado la civilización, la primera determinación queda superada en el sentido hegeliano, es decir, eliminada en el lugar que ocupaba en-sí, y levantada a otro horizonte de sentido en función de las relaciones que establece con otras determinaciones (para-sí). Para la discusión sobre la “forma natural” véase Echeverría (1984).

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La forma-valor, entonces, implica un proceso relacional que tiene en su seno una serie de imperativos para la acción recíproca y, por lo tanto, un modo de poder. Otra vez Marx: Los sujetos existen mutuamente en el intercambio sólo merced a los equivalentes; existen como seres de valor igual y se confirman en cuanto tales mediante el cambio de la objetividad, en donde uno existe para el otro. Existen unos para los otros sólo como sujetos de igual valor, como poseedores de equivalentes y como garantes de esta equivalencia en el intercambio y al mismo tiempo que equivalentes, son indiferentes entre sí; sus restantes diferencias individuales no les atañen; todas sus demás cualidades individuales les son indiferentes […] En la conciencia de ambos individuos están presentes los siguientes puntos: 1) que cada cual alcanza su objetivo sólo en la medida en que se sirva del otro como medio; 2) que cada uno se vuelve un medio para el otro (ser para otro) sólo en cuanto fin para sí mismo (ser para sí); 3) que es un fact necesario la reciprocidad según la cual cada uno es simultáneamente medio y fin y sólo alcanza su fin al volverse medio, y sólo se vuelve medio en tanto se ubica como fin para sí mismo; cada uno, pues, se pone como ser para otro cuando es ser para sí, y el otro se pone como ser para aquél cuando es ser para sí. Cada uno sirve al otro para servirse a sí mismo; cada cual se sirve del otro, y recíprocamente, como de un medio (Marx, 1985: 181-182).

El valor es el ser relacional que habita en los sujetos, los hace actuar, sentir y pensar, y se manifiesta en mercancías y dinero; cada uno de estos dos factores posee materialidad y un signo representativo: el precio dará la realidad efectiva. La mercancía es la expresión abstracta de la intersubjetividad mercantil, pero también es la concreción condensada de la intersubjetividad productiva. Todo este proceso desemboca en el precio y, para ser más precisos, en el poder del precio que es una construcción simbólica que alcanza el estatuto de realidad efectiva. En consecuencia, la ficción y el mito son más reales que la realidad material. La sociedad en su conjunto, constituida como un ser simbólico e imaginario con poder propio, queda puesta como una constelación de imperativos que mandarán sobre el conjunto de seres humanos de carne y hueso. La población queda escindida de la sociedad. Las relaciones humanas no son, entonces, directas, sino que han de ser mediadas por las abstracciones codificadas según la lógica del valor / precio. La recuperación de cualesquier noción, idea, categoría o concepto de Marx, para dar cuenta del presente, debe sortear la difícil cuestión acerca del totalitarismo del socialismo real. Sobre esto se ha hecho mucho y hay todavía mucho por hacer. Recientemente se ha hurgado de nueva cuenta la relación de Hegel con Marx para tratar de localizar el punto de inflexión a partir del cual hay una separación del discípulo respecto del 28

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maestro. Uno de los resultados quizá más difundidos sea el de la superación de la teoría de la ideología como falsa conciencia y su colocación como algo en sí mismo sustancial a la forma social del capital (Žižek, 1992 y 2003). El desarrollo de la idea forma-valor queda vinculado en Marx con el tema de la alienación y éste con la teoría de la explotación: de esta constelación emerge la teoría de la revolución tomando como modelo la Revolución Francesa. Los expropiadores son expropiados y la propiedad privada queda eliminada. Esta forma de concebir la política presupone un horizonte trascendental desde el cual se describe y se juzga, se evalúa y se prescribe el modo de actuar. Se trata de un procedimiento típicamente kantiano que en Marx adquiere, en última instancia, el proyecto de que la sociedad civil subsuma, se apropie, incorpore, controle y disuelva al Estado. Se trataría de una des-enajenación política también. Pues bien, en conjunto para Marx la alienación es deshumanización y de ahí se desprende toda una gama de consecuencias. Si comparamos la manera en que trata Hegel la alienación con el modo en que lo hace Marx, no es difícil percatarse de que para el primero no hay deshumanización, sino al contrario. La alienación y aun el extrañamiento son dos procesos necesarios para la constitución del ser humano en tanto espíritu autoconsciente. El hecho de que el hombre individual carezca de fuerza y poder para gobernar su vida se debe a que se ha instaurado la sociedad como un ser en sí mismo dotado de poder por encima de los sujetos. En Hegel esto es simplemente resultado del ser comunitario del hombre mientras que para Marx es la presentación de una relación de dominación entre los sujetos. De ahí el reduccionismo de un cierto marxismo al plantear los temas de la política y del Estado: esas esferas o son superestructuras con un carácter instrumental y de clase o son epifenómenos de la “esfera económica”. Y de ahí también la dificultad de organizar un nuevo orden sobre la base de la expropiación de los expropiadores, la anulación de la propiedad privada, la persecución de los enemigos de clase, etcétera. De ahí también el totalitarismo como paradójica expresión histórica, real y concreta, de procesos revolucionarios que se plantearon la superación del capitalismo y enarbolaron el proyecto de emancipación de los desheredados. Como sea, las ideologías asociadas con la crítica del orden capitalista siguen presentando el déficit de comprensión del universo de lo político. En consecuencia, lo que se requeriría a estas alturas es una nueva problematización de la relación de Hegel con Marx para ampliar el horizonte de comprensión donde se fincaría una teoría del Estado y la política. Se dirá que eso ya lo hizo Foucault y que basta con seguirlo como complemento de la crítica de la economía política. Pero el filósofo francés, al separar el esquema de la soberanía del Estado (vertical) respecto de los dispositivos de control (horizontales), abre algunas sugerentes brechas analíticas 29

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sin duda, pero el Estado soberano continúa desvinculado de los restantes dispositivos discursivos de poder y, en consecuencia, se extravía el modo en el que la construcción dis­cursiva del sujeto se enlaza con las formas concretas de institucionalidad política, por ejemplo con las diversas formas de mando y obediencia social que se traducen en regíme­nes políticos diversos. Ahora bien, cabe preguntarse sobre las posibilidades e implicaciones que tiene la comprensión de la política y el Estado desde la forma-valor. Alfred Sohn-Rethel (1979) desarrolló una muy sugerente vinculación entre la teoría del conocimiento de Kant y la hegemonía histórica de la forma-valor. En esta tesitura podríamos afirmar que la sociedad, entendida como orden simbólico e imaginario, es el resultado de que la forma-valor se ha instalado como eje articulador histórico de la época moderna. En consecuencia, la vida política propia de la forma-valor es aquella que se instituye sobre la base de la abstracta libertad y la igualdad jurídica, la fraternidad sublimada y la propiedad generalizada. La vida política, a un tiempo, afirma y niega la vida comunitaria. Por un lado, la política sólo se ejerce mediante el código del valor, es decir, mediante la representación; por otro, la intercambiabilidad, la promesa de satisfacción, la protección, la superación del miedo y el odio, la inseguridad y la fragilidad, están en la base de la política moderna. Además, la política se desenvuelve dentro de las coordenadas del ser burgués. Esto también significa que hay una política alienada en la vida cotidiana del capital en sus distintas dimensiones. Es una política que hipertrofia el desarrollo de la decisión y los mecanismos de poder. Así, la otra dimensión de la política, la de la deliberación colectiva y la instauración y gestión consciente y fundada en el logos (es decir, deliberado) del ser comunitario, ha de ser eclipsada, pero por ello puede ser mantenida como promesa y esperanza. En conclusión, la forma-valor es un recurso válido y vigente para comprender filosóficamente el mundo moderno desde su fundamento. Es parte del despliegue de la forma-valor en tanto proceso relacional de poder, el hecho de que se constituya de un universo político fragmentado en dos grandes espacios con sus respectivas lógicas: la política institucional y la política horizontal, comunitaria. Esta última es permanentemente negada por la operación de la política mercantilizada y dineraria. Por eso, el Estado, de ser discursiva e idealmente una unidad comunitaria, un ser jurídico vinculado con la libertad, pasa a constituirse como un ente cosificado y puesto como poder opresor por encima de la “sociedad civil”. En realidad, la sociedad civil es el nombre de los múltiples intentos de hacer política yendo más allá de la política institucional representativa. Podría decirse que son intentos por realizar una política directa y no oblicua, una “política de la verdad” (Žižek, 2004a y 2004b) y no de la representación abstracta. 30

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La forma imperio El capital es una forma de civilización. Esto significa que es una forma de organizar la producción y distribución de bienes y recursos creados por el trabajo, pero sobre todo es una forma de experimentar la existencia humana basada en la universalización de un horizonte común de expectativas y de estrategias para alcanzarlas. Se trata de una forma de civilización que desde sus orígenes vive del enfrentamiento con otros pueblos, culturas y civilizaciones que termina por subsumir de diversos modos. En algunos casos aniquila lo que se encuentra a su paso simplemente negando al otro. En otras ocasiones recupera e integra en su seno creaciones humanas representativas de otras épocas y de otros lugares: subsume formas de vida, valores, creencias, religiones, rituales y símbolos, que caracterizan al ethos de distintos pueblos, pero les cambia de signo y los hace entrar en la lógica del valor de cambio que se autovaloriza. Debemos decir que, a diferencia de otras formas civilizatorias, la del capital no está basada en el dominio directo y empíricamente registrable de unos seres humanos sobre otros. La peculiaridad histórica de esta civilización es que el poder y el dominio son sutiles y casi impersonales, a veces imperceptibles, frecuentemente invisibles. El poder y el dominio se presentan como difuminados, como carentes de centro o de referencia concreta. Lo que opera, por lo menos en la apariencia y en la aparición empírica, es el mercado. Cada quien, en consecuencia, es responsable de su propia riqueza o de su propia miseria. Cada uno llega a donde quiere llegar: he ahí la divisa vulgar de un pensamiento que posee orígenes complejos renacentistas y protestantes, y también enmarañadas ramificaciones de entre las que destaca el darwinismo social. Lo más complejo en la comprensión del capital como forma civilizatoria no es ciertamente entender que se trata de una relación de dominio entre personas: ello se capta fácilmente. Lo que ya no es tan fácil de comprender es la manera en que una relación social de dominio va mistificándose, se va fetichizando mientras más concreta se va haciendo. La esencia del capital es la dominación, pero su existencia y su apariencia –que es también aparición o manifestación– invierten los términos de esa relación y, entonces, aparece un sistema social muy racional formado por individuos responsables, libres y, sobre todo, iguales entre sí. Aparentemente no hay dominio, y si lo hay depende de otras fuentes, pero no de la propia forma social. Conviene subrayar que el capital no encuentra su forma más concreta de existencia en el mercado o en la esfera de la circulación; tampoco en lo que Marx llamó el “sistema global”, resultado de múltiples interconexiones entre capitales individuales de diversas ramas productivas, facciones, grupos y clases. La forma más concreta en que aparece el capital es como separación entre el mundo político y el mundo económico. El siste31

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ma mundo del capital se presenta como sistema político de Estados interrelacionados. Pero, como ya dijimos, entre más concreto más fetichizado: cuando el capital deviene sistema de Estados aparece como un sistema de Estados nacionales soberanos, regidos por el derecho internacional y por el ideal de la paz perpetua kantiana como horizonte a alcanzar. También aparece como si la jerarquía entre Estados fuera el resultado de grados de desarrollo o del ingenio y creatividad de los pueblos del Norte o, como diría Kant, de que, por alguna razón, se ha salido de una pueril incapacidad autoculpable. Una aparición del capital, no menos fetichizada que las anteriores, consiste en que la jerarquía de Estados se presenta como si realmente uno o algunos Estados dominaran a otros: no es éste el imperio propio de la civilización capitalista; no hay virreyes –o algo así– en los Estados subordinados. Lo propio de la forma imperio del capital no es que unos Estados dominen a otros, sino que el capital domina a todos aunque en el plano material, militar, y en el horizonte cultural simbólico, un Estado hegemonice el sistema en su conjunto. La forma social del capital tiene una característica central: entre más se concreta, esto es, entre más se llena de historia, de vida de seres humanos concretos, más se fetichiza. Con todo, en el nivel más concreto de la existencia histórica, no deja de manifestar su núcleo de dominación. Esta manifestación, sin embargo, está distorsionada. Aparece como si fuera el dominio de las cosas sobre los seres humanos, y de unos Estados naciones sobre otros, cuando en realidad es el dominio de unos seres humanos sobre otros dispuestos fragmentariamente en grupos, clases, regiones y países. En otras palabras, no es que el Estado y el Imperio sean instrumentos para controlar y expoliar; el dominio, el control y la expoliación existen pero de una manera tan sutil y cotidiana que aparecen como inocentes relaciones de mercado. Por esta razón, el imperio propio de la forma capitalista de civilización no es del mismo tipo que los imperios antiguos o medievales. Su forma de operación es tan sutil –como sutil es la propia forma de dominio que se oculta tras el capital– que permite la existencia de Estados nacionales soberanos mientras éstos se constriñan a la lógica del capital. Si alguno de los Estados subalternos pretende romper o revertir esta lógica, operan manifiestamente los mecanismos imperiales de sujeción y control. En este sentido, la diplomacia complementa la gestión del control panóptico pero mundial, lo cual incluye una visión estratégica (Brzezinski, 2012) que abarca el control planetario y la intervención militar. “Forma-imperio” no es imperialismo: es una expresión que designa una relación entre seres humanos que se caracteriza por estar mediada por una jerarquía entre grupos constituidos en tanto unidades políticas territorialmente delimitadas. La jerarquía entre estos grupos está fundada no sólo en la transferencia de recursos, por medios diferentes, de las unidades subordinadas hacia las hegemónicas, sino sobre todo en la 32

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posibilidad diferenciada de tomar decisiones. Mientras que los Estados dominantes pueden decidir, los Estados subordinados deciden, pero en los marcos de las determinaciones superiores. Esto implica que la vida política en la “forma-imperio” también está diferenciada: mientras que los Estados superiores pueden organizar su vida política en forma más o menos completa y autónoma, los otros Estados, los subalternos, encuentran cada vez menos temas fundamentales susceptibles de deliberación, decisión y ejecución comunitaria vinculante. En este punto, vale la pena recordar las crudas y frías palabras de Carl Schmitt cuando diferenció entre unidades estatales auténticamente políticas y otras que no lo eran: Mientras un pueblo existe en sentido político es él mismo quien debe decidir, al menos en el caso extremo –sobre cuya existencia es también él, sin embargo, quien decide– , acerca de la distinción entre amigo y enemigo. En eso consiste la esencia de su existencia política. Si no tiene ya capacidad o voluntad para llegar a tal distinción, entonces cesa de existir políticamente. Si se deja indicar por un extraño quién es su enemigo y contra quién debe o no combatir, no es ya un pueblo políticamente libre y está, en cambio, integrado o subordinado a otro sistema político. Una guerra tiene su sentido en el hecho de ser librada no por ideales o normas jurídicas sino contra un enemigo real. Todas las contaminaciones de esta categoría de amigo y enemigo se explican teniendo en cuenta su mezcla con alguna abstracción o norma (Schmitt, 1985: 46).

La dinámica social propia del capital es de tal naturaleza que conduce por sí misma a una reducción del ámbito de lo político. Es al menos posible resolver la subsistencia o incluso acumular ganancias sin inmiscuirse para nada en la vida política del Estado. Si para Aristóteles esto significaba que el hombre se desvanecía hasta su condición de idión, para el burgués, en el sentido sociológico que le da Werner Sombart a esta categoría, era algo perfectamente racional y hasta positivo. A fin de cuentas, el Estado, con su inmanente estructura burocrática podía resolver, como si se tratara de un gran autómata, los problemas que emergían en la vida pública. En estas condiciones, la política ¿para qué? Obviamente la política fue recuperada, casi vindicada, por los subordinados. Si la frenética dinámica del capital obligaba a todos a reducir su acción humana al trabajo, la producción y el consumo, entonces el ámbito de lo político, como esfera de libertad deliberativa, decisoria y ejecutiva de acuerdos vinculantes, podía ser ocupado por quienes querían protestar, reacomodar las cosas, señalar que se podía vivir de otro modo. La necesidad empujó a la libertad de articular discursos, pensamientos, ideas. La esfera de la acción, aquella caracterizada por la libertad y la posibilidad de moldear las conductas según los pensamientos dialógicamente expresados, adquiere un sentido eminentemen33

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te político cuando se plantea el tema de la autoridad central del Estado. La recuperación por parte de los subordinados de este ámbito de lo político no fue siempre pacífica; incluso implicó violencia, levantamientos, insurrecciones y revoluciones. Esto, que hoy escandaliza tanto, ha sido, al menos históricamente, una constante de la vida política. He ahí uno de los significados posibles del Estado de bienestar: un reconocimiento, por parte de la estructura institucional del Estado liberal de derecho, de la irrupción de los subordinados en la esfera de lo político. Después todo esto se burocratizó, y la política en el Estado de bienestar se convirtió en un sistema de gestiones de recursos y bienes públicos institucionalizado por los sindicatos, los partidos políticos y los órganos representativos. La política, sin embargo, ha seguido viviendo, sí en estas esferas oficiales, pero también en la posibilidad de que las clases subalternas la recuperen, la ejerzan y, a partir de ahí, replanteen el orden del mundo. Una vez hechas estas consideraciones, es posible arribar a una tesis básica: la recompo­ sición global del capital ha representado hasta ahora la agudización, exacerbación o reforzamiento de la estructura imperial propia del capital, y ello tiene su expresión específica en la esfera de lo político, donde se hace menos relevante la política dentro del Estado en los países subalternos aunque los regímenes políticos sean democráticos. Simultáneamente, la política tiende a banalizarse en el Estado hegemónico del sistema mundial, y también en los Estados de segundo orden, soberanos pero no hegemónicos. La globalización y el Leviatán La reestructuración del capital se presentó como un resultado inevitable del agotamiento del patrón de acumulación fordista y su necesaria superación. Desde el punto de vista ideológico fue tejida una constelación de discursos legitimadores de lo que estaba por venir, uno de éstos fue el de la “globalización”,13 la cual se reveló, sobre todo, como una estrategia discursiva tejida con la intención de preparar las condiciones espirituales para la operatividad de la ampliación y profundidad de la escala de acumulación del capital. A excepción de algunos países emergentes, que cambiaron sensiblemente su lugar en la división internacional del trabajo y sus niveles de bienestar y desarrollo, en el grueso 13  Otra estrella de la constelación referida fue el discurso de la posmodernidad, el cual, con su pesimismo y sentido trágico, parecía anunciar que llegaba a su fin la época de la razón en cuanto tal. Por lo demás, la teoría de la justicia de John Rawls metió a la filosofía política mundial en la discusión sobre los criterios de una teoría liberal de la justicia que descartaba los cimientos sobre los que se construyó la idea de que la organización capitalista de la sociedad era en sí misma injusta, toda vez que se basaba en la apropiación sin reciprocidad del trabajo ajeno impago. En lo que sigue me ocuparé sólo de la globalización.

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del planeta, la globalización devino uno de los grandes mitos de la vuelta de siglo. El optimismo desbordado de que el mundo global superaría las desigualdades sociales, las exclusiones, la pobreza y las injusticias más diversas, más temprano que tarde reveló su talante engañoso (Martin y Schumann, 1999). Con un abierto lenguaje empresarial se expresó con menos optimismo y más precisión el significado primario de la globalización. El asesor de grandes transnacionales y profesor de la Universidad de California, George S. Yip (1994), asume la globalización como una gran estrategia de las empresas. Este autor distingue entre “lo internacional”, que tan sólo se refiere a cualquier tipo de negocios fuera del país de origen, y “lo global”, que se refiere específicamente a la estrategia de producir, comercializar y consumir en distintos lados –países, regiones, continentes– como si se tratara de una sola unidad enlazada orgánicamente. De esta manera, los negocios globalizados estarían organizados de modo tal que podrían extraer el máximo beneficio de bajar costos de producción y ampliar la escala de los mercados. El propósito fundamental es hacer más grandes las ganancias. Requieren, entonces, trasladar la producción fuera del país de origen buscando salarios bajos y alta calificación de los trabajadores; requieren también abrir mercados para sus productos estandarizados; con ello, los países se convierten en “campos de batalla competitivos claves”. Yip resume las condiciones que serían óptimas para impulsar una estrategia de globalización. Entre estas condiciones o “impulsores” están la nivelación de estilos de vida y gustos, el establecimiento de marcas mundiales, la unificación de la publicidad, la innovación tecnológica acelerada, el avance en los transportes, la reducción de barreras arancelarias y no arancelarias, creación de bloques comerciales, decadencia del papel de los gobiernos como productores y clientes, la privatización de economías antes dominadas por el Estado y aumento del volumen creciente del comercio mundial, cadenas hoteleras internacionales, etcétera. Como es fácil de advertir, aquí ya está francamente expuesto el sentido y los propósitos básicos de la globalización. De lo que se trata es de incrementar las ganancias sobre la base del aprovechamiento de todas las ventajas competitivas que el planeta, la naturaleza, las sociedades, la ciencia y la tecnología ofrecen. Las consecuencias sociales inmediatas son también fáciles de deducir y de observar. Están a la vista de todos. El desempleo masivo, la pérdida de derechos sociales, el desmontaje de la seguridad social y de los contratos colectivos de trabajo, las notorias migraciones, etcétera, son tan sólo una parte de los resultados de esa estrategia. Otra parte no menos cardinal es lo que el sociólogo estadounidense George Ritzer (1996) ha llamado la “McDonalización de la sociedad”, que significa la generalización, en todos los rincones de lo social, de los criterios de eficacia, cálculo, predicción y control que rigen los restaurantes de comida rápida de ese nombre. Todo esto sugiere que la globalización contiene una agudización de la unidimensionalidad de los seres humanos 35

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que hace muchos años tratara Herbert Marcuse. La libertad individual, la posibilidad de decidir, de ser diferente, de determinar el propio futuro, de convertirse en el artífice de sí mismo; el derecho al bienestar y a la felicidad, en fin, todas aquellas virtudes que el liberalismo clásico tanto admiró y demandó, entran en una terrible contradicción con el desenvolvimiento de la globalización. La devastación que este desenvolvimiento lleva consigo son ya evidentes por todas partes. Lo que quisiera tratar ahora son las implicaciones de la globalización en cuanto a la posibilidad de construir un orden estatal legítimo y estable que haga las veces de marco de convivencia racional y pacífica de los seres humanos. ¿No existen acaso suficientes evidencias de que la globalización, pese a presentarse como cristalización de la universalidad moderna, encierra antes bien irracionalidad, violencia, totalitarismo, negación de la igualdad y ausencia de libertad? ¿No significaría esto la contradicción entre la globalización del capital y el espíritu de la modernidad? El primer rasgo que evidencia la contradicción entre la globalización y los fundamentos ideales que le sirven de base es que se presenta como una necesidad ineluctable. Se trata de la vuelta a la condición trágica de los seres humanos cuando, por su voluntad e iniciativa y con la única arma de su libertad, tratan de desafiar el destino que les han impuesto los dioses. Tal desafío los afirma como libres, pero al hacerlo perecen. Libertad y destino se juegan en esta trama que los grandes maestros griegos de la antigüedad captaron y expusieron con dolor y belleza. Como un nuevo demiurgo, como un nuevo dios que vive para castigar, la globalización se presenta como inevitable. No importa lo que quieran, aspiren o sueñen los seres humanos; el ajuste estructural, la apertura del mercado, la desregulación, son inevitables. La letanía se difunde por todos los medios: apertura en vez de proteccionismo, desregulación en vez de limitación, competencia en vez de fraternidad y cooperación. Nos guste o no debemos adaptarnos a las nuevas condiciones. El mundo ya cambió: se impone el imperativo de ser eficientes y productivos, de ser evaluados permanentemente; es preciso adoptar criterios empresariales para las más distintas actividades (por ejemplo, en la ciencia, en las universidades, en el arte, etcétera). Adviértase que la necesidad de competir –ley a la que efectivamente está sometida la empresa capitalista– se transfiere (en sentido psicoanalítico, en el que la culpa se descarga en los otros) a todos los demás ámbitos de la sociedad y tiende a ser asumida por todos los demás sujetos, incluso por aquellos que no son empresarios. Al universalizarse esa ley de la competencia, no sólo se ven los individuos unos a otros como enemigos, sino que se revierte lo ganado por el Renacimiento, la Reforma y la Ilustración, para mencionar los eventos comúnmente aceptados como portadores de la modernidad. En otras palabras, la globalización es antirrenacentista porque pretende anular la posibili36

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dad de que los seres humanos desafíen al destino y construyan lo que quieran ser; es, además, antirreformadora, porque pretende homogeneizar las creencias, los pensamientos, los gustos y los deseos; es también antiiluminista, porque la razón pierde la batalla frente al dogma del libre mercado. La duda metódica, las ideas claras y distintas, y la posibilidad de distinguir son atributos de la razón, según Descartes, y no son puestos en crisis por el decreto posmoderno sino, más sencillamente, por la puesta en marcha del capital globalizado. Se dirá que eso no es nada nuevo porque la globalización no es más que la versión actualizada de nuestro viejo conocido, el capital, que entró en crisis como sistema global y que inició un proceso de reestructuración también global; igualmente se dirá que el capital encierra en su propia entraña aquellas tendencias antimodernas. Eso es cierto, pero debemos poner atención en que esta nueva fisonomía del capital globalizado rompe peligrosamente espacios de acuerdo y de arreglo racional que le sirvieron históricamente de soportes y acaso de resortes para su impulso; ése es el caso del Estado y del mercado que no son consustancialmente capitalistas sino, ante todo, espacios de socialización y de canalización y gestión del conflicto. Por lo demás, los mecanismos de legitimación que los representantes intelectuales del capital diseñan son muy frágiles. Veamos esto más de cerca. Hemos señalado que el capital es una relación de dominación entre seres humanos. La dominación tiene dos componentes o, si se quiere, dos momentos constitutivos. El primero y definitorio es la negación de la voluntad y la corporeidad del otro; es el momento de la subsunción –o sumisión– del otro en el yo; es el momento de transferencia forzada de las cualidades vitales. Se trata de una relación que consiste, en palabras de Emmanuel Levinas, “en neutralizar el ente para comprenderlo o para apresarlo. No es pues una relación con lo Otro como tal, sino la reducción de lo Otro al Mismo” (Levinas, 1987). Karl Marx trató profundamente en distintas obras esta parte constitutiva de la dominación como la imposición de un poder ajeno, extraño y hostil, que se sitúa por encima del “trabajo vivo” y lo somete.14 Pero la dominación tiene otro componente. Al ser una relación entre seres humanos, la dominación también implica la aceptación por parte de los subordinados del orden que los subordina. Quizá no haya una formulación más elocuente de esto que la de Max 14  “La producción capitalista no es sólo reproducción de la relación; en su reproducción en una escala siempre creciente, y en la misma medida en que, con el modo de producción capitalista, se desarrolla la fuerza productiva social del trabajo, crece también frente al obrero la riqueza acumulada, como riqueza que lo domina, como capital, se extiende frente a él el mundo de la riqueza como un mundo ajeno y que lo domina, y en la misma proporción se desenvuelve por oposición su pobreza, indigencia y sujeción subjetivas. Su vaciamiento [Entleerung] y esa plétora se corresponden, van a la par” (Marx, 1984: 103).

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Weber cuando desarrolla el concepto de legitimidad y apunta que ésta no es sino la posibilidad de que los dominados acaten la autoridad que pretenden tener quienes en ese momento dominan. Como se sabe, ese acatamiento puede ser de diversos tipos y puede apelar a la tradición, a las creencias comunes, a los dioses compartidos, al carisma, a la razón, a la voluntad mayoritaria, a la ley, etcétera. De cualquier manera, lo que interesa aquí es poner de relieve el otro componente de la dominación. Los subordinados resisten, protestan, contienen a los poderosos y, a veces, se rebelan, hacen motines, roban alimentos de los transportes o mercancías de las tiendas, protagonizan levantamientos armados, dialogan y negocian, matan y mueren. El historiador Edward Thompson ha hecho una recuperación sistemática de varias formas históricas de esta resistencia.15 Podríamos aun tratar la dominación en su doble conformación acudiendo a la dialéctica del señor y el siervo de Hegel y a la historia de la Conquista de América. Pero quizá con lo dicho sea suficiente para entender la dominación como imposición coercitiva de una voluntad ajena sobre la propia (primer momento) y, al mismo tiempo, como la aceptación del mando (segundo momento). Al ser el capital una relación de dominación (Herrschaft) entre seres humanos, su reproducción implica desde el punto de vista lógico, y ha implicado desde el punto de vista histórico, la incorporación de los subordinados en la totalidad sistémica. Esto significa que el capital no es pura muerte: “el capitalismo es una alteración de la vida, una forma de torturarla pero no de matarla”, dice con razón Bolívar Echeverría (1996: 11). Así, si el capital, siendo poder sobre los seres humanos, ha sobrevivido, se ha ampliado y ha envuelto al mundo, ha sido porque ofrece razones e ilusiones a los subordinados para que se mantengan dentro de su lógica. Los dos grandes mecanismos para lograr esta incorporación son el mercado y el Estado. Al respecto hay que apuntar que es muy diferente el “libre mercado” que defiende el neoliberalismo, del mercado en cuanto tal. Ese libre mercado no crea ni produce nada, como frecuentemente expresan sus defensores y apologistas. El libre mercado de nuestros días no tiene como punto de partida capitales individuales en igualdad de condiciones. Horst Kurnitzky (1992) ha encontrado en el mercado un medio de socialización con fuertes caracteres libidinales, que diversas sociedades históricas han construido para regular sus contactos, ciertamente materiales, pero también afectivos y emocionales. La búsqueda de la satisfacción de una necesidad material, pero también el contacto con los 15  Por ejemplo, cuando trata la forma en que los pobres de la Inglaterra del siglo xvii luchaban en contra del aumento en el precio del trigo: “el motín era una calamidad social, que debía evitarse a cualquier costo. Podía consistir éste en lograr un término medio entre un precio ‘económico’ muy alto en el mercado y un precio ‘moral’ tradicional determinado por la multitud. Este término podía alcanzarse por la intervención de los paternalistas, por la automoderación de los agricultores y comerciantes, o conquistando una parte de la multitud por medio de la caridad y los subsidios” (Thompson, 1984: 121).

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otros individuos, la obtención del reconocimiento, la lucha contra la invisibilidad de las personas, se entretejen en la institución y en el espacio del mercado. El mercado rebasa en su existencia histórica al capitalismo. Debería ser claro, entonces, que no todo mercado es capitalista. Cuando ese mercado fue subsumido en la lógica del capital, se convirtió en una gran arena donde lucharían grandes capitales individuales cuya tendencia era la destrucción, la violencia, la guerra. Y los que no tenían capitales con qué competir serían barridos fácilmente, como ocurrió con las civilizaciones americanas con el avance de los conquistadores y la tiranía de los encomenderos. En otras palabras, el mercado no es suficiente como espacio único de socialización y de anulación del conflicto. Ya Hegel (1988), tras las huellas de Ferguson (2010), advertía acerca de la conflictividad inherente a la sociedad civil. Por esencia, al capital le es insuficiente el mercado para lograr la socialización o la reunificación de la sociedad divida por relaciones de poder. El Estado tiene encomendada esta tarea primordial. En efecto, el Estado es la mediación que requiere el capital para completarse como dominación legítima, esto es, para que los subordinados acepten el poder de los dominadores. Así entendido, el Estado es un espacio social y comunitario de formalización de acuerdos. Entonces, ha de entenderse al Estado como un proceso de reunificación de dominantes y dominados, racional y mutuamente beneficiosa. De esta manera ese enigmático ente que es el Estado expresa la dominación aceptada y al mismo tiempo pretende superar la dominación / coerción, sin que ello signifique que deje de existir la negación de la voluntad y el deterioro de la corporeidad del otro. La nueva fase de globalización del capital desborda al Estado como espacio de resocialización, como mediación racional que convierte el poder craso y puro en dominación legítima. La nueva forma histórica del capital ya no quiere compromisos que limiten, regulen y modifiquen su lógico desenvolvimiento. Le vienen mal las reglas. Pero al pretender rebasar al Estado, el capital actúa en contra de sí mismo. Esto aumenta los espacios de resistencia y de rebeldía, pero también los de agresión y violencia. La forma en que la nueva estrategia globalizada atenta contra su propia mediación estatal ha adquirido varias formas y se expresa de distintos modos. Por un lado, provoca la crisis del Estado en cuanto figura histórica concreta de Estado nacional. Las migraciones lo modifican como una corriente subterránea; el traslado de capitales individuales a otro lado donde subsistan en mejores condiciones de competitividad, lo rebasan por arriba. De esta manera, el ente estatal va perdiendo su forma histórica de Estado nacional soberano, pero esto no significa que se desmonte el aparato estatal de administración nacional ni que desaparezcan los mecanismos coercitivos ni tampoco el proceso de construcción de decisiones vinculantes. Otras instancias, y no los parlamentos ni los consejos de ministros, toman las decisiones. Los grandes acuerdos de clases del Estado 39

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de bienestar son desmantelados y en su lugar se implantan programas de ayuda a la pobreza, de inclusión de las minorías, de incorporación del otro en función de las “luchas por el reconocimiento” y de las “políticas de la identidad”. Los sujetos del acuerdo ya no son las clases sociales subordinadas (campesinos y obreros), sino ciudadanos miserables que votan y reciben la benevolente ayuda para pobres. Tan precario resulta el nuevo esquema, que los ejércitos, principalmente el pentágono, no han dejado de tener actividad. América Latina y sus militares detrás de los gobernantes civiles constituye un ejemplo de la nueva fisonomía que pretende sustituir a la antigua legitimidad de bienestar. He ahí algunas de las consecuencias humanas (Bauman, 1999) y las implicaciones perversas de la globalización, es decir, del capital en su paso voraz por el mundo. Consideraciones finales Las transformaciones políticas que caracterizan a nuestra época pueden ser interpretadas de muchos modos. El más plausible, sin embargo, no puede centrar el motor de los cambios en la voluntad de individuos perversos que, por una disposición genética o por alguna alteración cerebral, se hacen del poder y alcanzan posiciones tan altas que pueden manipular la vida de millones de personas. Esto no significa que no pueda ser importante el carácter y la estructura de personalidad de individuos concretos, pero la interpretación que aquí se ha adelantado prefiere entender la lógica constitutiva, la racionalidad y la dinámica de los sistemas y las estructuras, resultado de las relaciones que establecen los individuos de carne y hueso. Así, he diferenciado entre población y sociedad y, además, entre ésta y su dimensión política, dentro de la cual se encuentra el Estado. La habitual concepción del Estado como una asociación nacional con poder soberano, y la agencia de poder autorizado para desempeñar tareas administrativas y de gobierno, pero también de coerción y violencia, no es incorrecta pero, al ser desmontada críticamente, revela que hay capas más profundas que atender: el hecho de que, desde su nacimiento, el Estado sea considerado una comunidad autónoma que decide sobre sus destinos y, al mismo tiempo, la autoridad suprema sobre el conjunto de los ciudadanos es una contradicción patente. El Estado ¿es la comunidad en su conjunto? ¿Es el Príncipe y su séquito? ¿O es las dos cosas? En este último caso debe existir un proceso de superación de la contradicción que permita vivirla como si no existiera. Y entonces surge la institucionalización de la vida política desplegada históricamente en diversas configuraciones socioestatales concretas, independientemente de cuál sea el régimen político vigente en cada caso. Es esto lo que hemos mostrado en este ensayo. A mi juicio, constituye un deslizamiento significativo en el horizonte de comprensión 40

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respecto de los paradigmas vigentes. Esta comprensión del Estado y de los procesos políticos, por lo demás, permite entender que la gran transformación de nuestra época apunta hacia una remodelación del Estado tal que, en algunos casos, es claro su derrumbe o su capitulación frente al gran poder político del capital monopolizado y coordinado ya en términos imperiales. Referencias Abellán, Joaquín (2014), Estado y soberanía. Conceptos políticos fundamentales, Alianza, Madrid. Alford, Robert R. y Roger Friedland (1991), Los poderes de la teoría. Capitalismo, Estado y democracia, Manantial, Buenos Aires. Altvater, Elmar (1997), “El mercado mundial como campo de operaciones, o del Estado nacional soberano al Estado nacional de competencia”, Viento del Sur, núm. 9, México. Bachrach, Peter (1973), Crítica de la teoría elitista de la democracia, Amorrortu, Argentina. Bauman, Zygmunt (1999), La globalización. Consecuencias humanas, fce, Buenos Aires. Berstein, Serge (1996), Los regímenes políticos del siglo xx. Para una historia política comparada del mundo contemporáneo, Ariel, Barcelona. Beuchot, Mauricio (1992), La querella de la conquista. Una polémica del siglo xvi, Siglo xxi, México. Brzezinski, Zbigniew (2012), Strategic Vision. America and the Crisis of Global Power, Basic Books, Nueva York. Calveiro, Pilar (2012), Violencias de Estado. La guerra antiterrorista y la guerra contra el crimen como medios de control global, Siglo xxi, México. Casas, Bartolomé de las (1975), Del único modo de atraer a todos los pueblos a la verdadera religión, fce, México. Castilla Urbano, Francisco (1992), El pensamiento de Francisco de Vitoria. Filosofía política e indio americano, Anthropos / uam, Barcelona. Echeverría, Bolívar (1984), “La ‘forma natural’ de la reproducción social”, Cuadernos Políticos, núm. 41, julio-diciembre, México. _____ (1995), Las ilusiones de la modernidad, unam / Ediciones del equilibrista, México. _____ (1996), “Por una modernidad alternativa”. Entrevista de Alberto Cue, La Jornada Semanal, 2 de junio de 1996, México. _____ (2000), La modernidad de lo barroco, Era, México. 41

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El reverso obsceno de la comunidad estatal y su eclosión

Elsa González Paredes Introducción Desde un horizonte ético de comprensión, es posible poner en evidencia la degradación de la vida política que ha traído consigo el sometimiento de la condición humana a los imperativos de acumulación ilimitada de las ganancias, que es lo que ha caracterizado la marcha del mundo en los últimos 40 años. Nos centraremos, pues, en el Estado, en su construcción discursiva que lo cimentó no como una cosa sino como una comunidad racional creada para superar los conflictos inherentes a las relaciones sociales modernas. Es necesario pensar al Estado como una red de relaciones entre personas, que se concreta en formas institucionales, las más de las veces fetichizadas. Estas relaciones institucionalizadas tienen su propia historicidad, son autónomas respecto de la voluntad de los individuos y poseen una dinámica propia. Dentro del Estado tienen lugar instituciones sociales básicas como la familia, la escuela, las relaciones de intercambio mercantil, la empresa, los bancos, el dinero, etcétera, pero son organizadas y subsumidas bajo una lógica capitalista. Así pues, se hace necesario reflexionar críticamente sobre la estructura y dinámica de las relaciones sociales que devienen instituciones, que pueden ser los conductos de la libertad pero también mecanismos o dispositivos de control que terminan por beneficiar a un grupo o una clase de la sociedad. La intención de este capítulo es dar cuenta de la degradación de la vida política y el vaciamiento del Estado en tanto comunidad, que ha traído consigo el proceso de reorganización global del capital. Argumento que los aspectos más deshumanizantes que ha implicado este proceso ya se encontraban en los fundamentos mismos del capital y del Estado, y que lo que ha sucedido en los últimos años, como la violencia extrema, el racismo, los genocidios, las migraciones, son manifestaciones del núcleo contradictorio que ya se encontraba en la base constitutiva del mundo moderno. 45

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La ruptura del vínculo comunitario y el nacimiento de la relación Estado / individuo Plantear la diferencia entre la comprensión del Estado como un conjunto de instituciones y, en contraste, como una forma que adquieren las relaciones sociales implica indagar su especificidad histórica. Este proceso lo encontramos propiamente en la descolocación del poder soberano respecto de la naciente sociedad de los siglos xvi y xvii, en la cual se fincaron las bases para la edificación jurídica del Estado moderno. Jean Bodin hizo descansar la idea del orden social en la estructuración de un organismo superior capaz de dictar leyes que tuvieran fuerza institucional, a las que todos obedecieran y que fueran garantes de la paz; a esta entidad la llamó República (Estado), que es el recto gobierno de varias familias y de lo que les es común, con poder soberano (Bodin, 2010: 47). De este modo, la forma social basada en una relación de dependencia personal entre vasallos y señores feudales es integrada bajo un poder aún más amplio e infinito, un poder absoluto y perpetuo que se materializará en la figura del príncipe y que representará, de modo casi místico, la fuerza de todo el pueblo, el poder soberano. Se trataba de una soberanía que haciendo gala de su raíz grecolatina se colocaba sobre el todo, no se limitaba en poder, en responsabilidad ni en tiempo. Era de todos y de ninguno pero podía ser ejercida sólo por el príncipe, quien era el único legitimado para dar leyes a todos en general y a cada uno en lo particular, sin estar sometido a ellas y estando obligado sólo ante Dios por la razón de que “el uno es príncipe, el otro súbdito; el uno señor, el otro servidor; el uno propietario y poseedor de la soberanía, el otro no es ni propietario, ni poseedor de ella, sino su depositario” (Bodin, 2010: 49). Bodin deja en herencia a la filosofía política la noción de soberanía y con ello otorga la posibilidad de mediar entre lo fáctico y la norma, precisando la sumisión del súbdito al príncipe y otorgando a la monarquía el regalo del poder soberano. El pueblo, privado absolutamente de su poder, inviste con éste a quien ahora será su encarnación y representante. Pero esa investidura no es directa: aún queda un remanente del derecho divino que asiste a los monarcas. Quien posee el poder soberano, en efecto, lo ejerce en nombre del pueblo y por ello es absoluto: “después de Dios, nada hay de mayor sobre la tierra que los príncipes soberanos, instituidos por Él como sus lugartenientes para mandar a los demás hombres…” (Bodin, 2010: 72). El Estado asume la forma y cuerpo del poder. La fuerza de la propuesta de la soberanía cruza el pensamiento de Thomas Hobbes; empero mientras Bodin respalda la idea del soberano a través de Dios, el filósofo de Malmesbury seculariza el poder político en el Dios mortal, el gran Leviatán. No da por 46

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sentada la existencia del Estado. Éste tiene que construirse mediante el depósito de las libertades individuales en una totalidad concebida como una “persona artificial”, cuyos actos han sido asumidos por una gran multitud por pactos mutuos, con el fin de que pueda usar la fuerza y los medios de todos ellos, según considere oportuno, para su paz y defensa común (Hobbes, 2007: 167). Ante el miedo latente de los peligros inmanentes de la vida en una comunidad libre, sin mayor límite que la capacidad del uso de su fuerza física y de entendimiento, los hombres se ven obligados a renunciar al instinto del deseo, pero no lo hacen motivados por una actitud de concordia, sino porque es la única posibilidad de mantener la paz externa y la tranquilidad interna, es decir, la única opción para conservar la vida y la propiedad. De ahí la necesaria suscripción de un pacto explícito de cada hombre con todos los demás para la conformación de esa unidad. En el fondo este pacto significa también el rompimiento de las relaciones interpersonales de la comunidad, la instauración de nuevas formas sociales. El vínculo básico, a partir de este momento, será entre el individuo y el poder soberano del Estado, siempre bajo la observancia de la coerción disciplinaria de las precariedades instintivas del hombre, ya que sin la espada los pactos no son sino palabras, y carecen de fuerza para asegurar en absoluto a un hombre (Hobbes, 2007: 163). La multitud así congregada dará nacimiento a esa persona artificial llamada República o Civitas, instaurada como una capa exterior del nuevo orden social. El contrato social como pacto de una nueva forma de relación Esta nueva forma social que nace del contrato no es una simple asociación de individuos que implica una relación asimétrica soberano-súbdito;1 es el resultado del pacto que dará soporte a un poder coercitivo superior garante del cumplimiento de lo pactado en el cual la libertad de a implica el no-poder de b (Bobbio, 2010: 101-104). Es la única manera de eliminar el difundido recurso de la fuerza por parte de los centros individuales de poder. Según Bovero no hay otra vía que concentrar la fuerza, todas las fuerzas, en un solo punto: instituir el poder soberano como poder político coactivo, que se vuelve el único poder “de derecho” en virtud de la autorización obtenida mediante el pacto social (Bobbio y Bovero, 1984: 49). El derecho político como ordenamiento estatal es el resultado de la imposición de las leyes y preceptos mediante los cuales se organiza la vida política. Ya aquí lo económico 1  Hobbes (2005, segunda parte, capítulo iii) desarrolla esta doble relación amo-siervo y los títulos de dominio, y prepara el terreno para justificar la monarquía como mejor forma de relación súbdito-monarca.

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aparece fuera de lo político. Esta desarticulación y separación da como resultado la fetichización de las formas sociales, en la cual lo político y lo económico, que ordenan tales formas, no se cruzan, no se interfieren ni se comunican directamente; se manejan como entidades independientes que fisuran la vida social y luego la reorganizan otorgándoles otro sentido. Por ello, la peculiaridad de las formas sociales emergidas de la modernidad es estar signadas por las dimensiones económica y política como momentos distintos y ajenos de las propias relaciones sociales. ¿Qué significa y qué implicaciones tiene esto? La separación entre lo económico y lo político se traduce en una epistemología y una lógica novedosa; las operaciones del pensamiento se generarán bajo el dominio de la racionalidad naturalista y objetivista. Así, los convencionalismos que determinan lo bueno, lo bello y lo justo son sancionados desde el lugar privilegiado de la soberanía. Mientras que lo político tiene como sede privilegiada el lugar de la soberanía, lo económico ordena la vida material de los individuos mediante el trabajo, la forma de producción, distribución y consumo de las mercancías. En la mercancía hallamos el punto de quiebre epistemológico, la fisura ontológica que nos remite indefectiblemente a la distinción entre el valor de uso y el valor de cambio. El primero se refiere a la materialidad de las cosas y su relación con las necesidades; el segundo, existente sólo en el pensamiento, se refiere a una cualidad puesta en un sistema de regulación de los intercambios y a la distribución de las cargas y los productos que cada cual ha de atribuirse. Según Sohn-Rethel (1979), la forma de la mercancía es abstracta y la abstracción domina en todo su ámbito. El propio valor de cambio es, antes que nada, un valor abstracto en contraste con el valor de uso de las mercancías. El valor de cambio sólo puede diferenciarse cuantitativamente, pero aun esta cuantificación sigue siendo de carácter abstracto pues incluso el trabajo, en cuanto causa determinante de la magnitud y de la sustancia del valor, deviene “trabajo humano abstracto” (Sohn-Rethel, 1979: 27-29). Desde la lógica racional del capital, la abstracción mercancía, cuyo desarrollo más acabado se presenta en el dinero, debe concebirse no como un producto del pensamiento de los hombres, sino de sus actos, pues es en la efectividad del mercado donde las sociedades capitalistas se reproducen; es ahí donde, de manera práctica, la diferencia cualitativa de los valores de uso cede paso a esa objetividad espectral pero universal de las mercancías que quedan sometidas a una abstracción real: el valor devenido dinero. Del mismo modo como los conceptos de las ciencias son abstracciones, el concepto económico de valor también es una abstracción pero real, es decir, operante en la vida cotidiana y accesible a los sentidos. Sólo existe en el pensamiento pero no brota de él. Su naturaleza es más bien social y su origen debe buscarse en la esfera espacio-temporal de las relaciones humanas. No son los hombres quienes producen estas abstracciones, sino sus acciones. “No lo saben, pero lo hacen” (Sohn-Rethel, 1979: 28). 48

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Así, las mercancías asumen una objetividad espectral al entrar en el mercado. A sus propiedades físicas se le agrega la existencia suprasensible del valor. Estas determinaciones fantasmagóricas de la forma mercantil subliman en la mente de los productores una representación fetichista; reflejan ante ellos el carácter social de su propio trabajo como caracteres objetivos inherentes a los productos, y ello refleja la relación social que establecen los productores entre ellos y con el trabajo social global, como si se tratara de una relación social entre los objetos que existe al margen de la voluntad de los productores. Las relaciones sociales entre trabajos privados se ponen de manifiesto “como relaciones propias de cosas entre las personas y relaciones sociales entre las cosas” (Marx, 2004: 89). Entonces el problema de la epistemología no es un problema de adecuación conceptual (el problema de la verdad), no es una falsa conciencia, una representación ilusoria de la realidad, sino la realidad que se presenta como ilusión del mundo. El Estado, campo de unificación de las abstracciones reales El Estado moderno, entendido como forma histórica de las relaciones sociales, ha de ser puesto en conexión con el proceso de reproducción social por medio de categorías abstractas que actúan realmente en la vida cotidiana. Los sujetos involucrados en el intercambio mercantil objetivan sus trabajos por la intermediación del valor y el dinero y, con ello, reproducen de manera inconsciente, pero necesaria, la norma social que articula y da coherencia a la totalidad sistémica del capital. Las relaciones de explotación entre seres humanos, sin ser negadas, son elevadas a un plano en el que dejan de ser percibidas como lo que son y ahora son cubiertas con las ideologías de la mala o buena fortuna, de la alta o baja capacidad, de la diferencia en los talentos, las habilidades, la eficiencia o inteligencia de los individuos. El nombre de este escenario de libertad y promoción de la creatividad de todos y cada uno es el mercado. Como apunta David Harvey: [...] la acumulación del capital mediante las operaciones de mercado y el mecanismo de precios se desarrolla mejor en el marco de ciertas estructuras institucionales (leyes, propiedad privada, contratos y seguridad monetaria, esto es, de la forma dinero). Un Estado fuerte armado con fuerzas policiales y el monopolio sobre los instrumentos de violencia puede garantizar ese marco institucional y proporcionarle dispositivos constitucionales bien definidos. La organización del Estado y el surgimiento de la constitución burguesa han sido, pues, características cruciales de la larga geografía histórica del capitalismo (Harvey, 2003: 81).

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La expansión geográfica y la reorganización espacial ofrecen al capital la posibilidad de reconfigurar las formas tradicionales de producción incluidas su espacialidad y temporalidad. Se generan, entonces, nuevas formas de creación y acumulación del capital que, sin recato, pueden utilizar como vehículo las formas culturales tradicionales: la lengua, las relaciones de parentesco, la religión, la raza, las formas peculiares con las que cada pueblo se ha construido históricamente. Las formas tradicionales de justicia son remodeladas en función de la idea del derecho, usado para socavar formas de convivencia que se atraviesan en el camino de la marcha frenética de la acumulación. El Estado de derecho descansa, entonces, en una ley soterrada que prescribe la inversión exacta de los ideales modernos de igualdad, libertad y justicia; esta ley invertida le da la razón a Walter Benjamin cuando afirma que “la tradición de los oprimidos nos enseña que el estado de excepción en que vivimos es la regla” (Benjamin, 1977: 122). Es la voz de la exclusión, emitida desde un no-lugar, la que interpela al poder soberano del modelo contractual capitalista. La figura del homo sacer –rescatada recientemente por Giorgio Agamben, da cuenta de la condición de la vida humana en las condiciones de excepción. El homo sacer es sacrificable sin que su muerte sirva siquiera como ofrenda o reconocimiento; al homo sacer, que vive en los márgenes de un orden, se le puede matar y su asesinato queda impune. El derecho soberano, que según Foucault permite “hacer morir y dejar vivir” (Foucault, 2006: 218), no es sustituido por otro derecho sino que la lógica del nuevo derecho penetra, atraviesa y modifica al anterior. El nuevo derecho tiene la característica de “hacer vivir y dejar morir”, y con ello la vida queda uniformizada, regulada, normativizada y sometida a criterios unidimensionales en el único mundo posible, el del capital. Agamben recurre a las parejas racionales griegas de zõě (simple vida natural) y bíos (vida políticamente cualificada), phýsis (natura) y nómos (ley de la cultura), para contraponerse a la tesis foucaultiana la cual plantea que lo que caracteriza a la política moderna no es la inclusión de la zõě en la polis, en sí misma antiquísima, ni el simple hecho de que la vida como tal se convierta en objeto eminente de los cálculos y de las previsiones del poder estatal: lo decisivo sería, más bien, el hecho de que, en paralelo al proceso en virtud del cual la excepción se convierte en regla, el espacio de la nuda vida está situado originalmente al margen del orden jurídico y va coincidiendo de manera progresiva con el espacio político (despolitizado), de forma que exclusión e inclusión, externo e interno, bíos y zõě, derecho y hecho, entran en una zona de irreductible indiferenciación (Agamben, 2010a: 18-19). He ahí la arquitectura de la vida política moderna y la razón por la cual en la medida en que más avanza y se desarrolla el capital, se amplían las negaciones de los valores más importantes de la civilización moderna. En estas condiciones, lo que se presenta ante nuestros ojos es una violencia sin precedentes 50

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en la que la sacralidad, esa condición de vulnerabilidad, se desplaza hacia regiones cada vez menos precisas, hacia el terreno de la biopolítica, donde se confunden política y vida biológica de los ciudadanos. Se advierte de inmediato el peligro latente del fenómeno del totalitarismo en las formas más simples de la vida cotidiana, pero sobre todo en la forma extremadamente violenta que adquiere el conflicto social. La biopolítica deviene, en nuestros tiempos, tanatopolítica. La excepción no constituye sólo un momento del ejercicio de la soberanía. Se trata, más bien, del trasfondo de la política de la discriminación que busca normar, normalizar, regimentar, la vida ordinaria del hombre común. Cuando el estado de excepción deja de hacer referencia a la situación exterior y de peligro temporal, tiende a confundirse con la propia norma y queda vigente, aunque el supuesto peligro haya pasado. Es entonces cuando la tanatopolítica se abre en toda su expresión apuntalando la concreción del Estado nacionalsocialista y, con ello, la aparición de los campos de concentración; lo que era temporal adquiere forma espacial permanente y queda fuera de la norma jurídica “normal”. El filósofo italiano, siguiendo de cerca el análisis de Carl Schmitt acerca de la dictadura, refuerza la conclusión del jurista alemán sobre la relación totalitarismo-democracia: el totalitarismo moderno puede ser definido, en este sentido, como la instauración, por medio del estado de excepción, de una guerra civil legal, que permite la eliminación física no sólo de los adversarios políticos, sino la de categorías enteras de ciudadanos que por cualquier razón no sean integrables en el sistema político. Desde entonces, la creación deliberada de un estado de excepción permanente (aunque eventualmente no declarado en sentido técnico) ha pasado a ser una de las prácticas esenciales de los Estados contemporáneos, incluidos los denominados democráticos (Agamben, 2010b: 11).

Así, se entiende el deterioro que sufre la vida política de nuestra época, la recaída en situaciones y acontecimientos deshumanizantes que han aflorado en los últimos tiempos y que contradicen la visión progresista de la historia, tan de cara a los filósofos de la Ilustración. El derecho y su desvinculación de la vida Agamben no sólo aclara la naturaleza jurídica del estado de excepción siguiendo a Schmitt; se separa de él para buscar la relación estructural entre la excepción y el derecho. Para ello se pregunta ¿cómo el “fuera de la ley” es situado en relación con 51

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el derecho? Ensayar una respuesta es buscar la relación excepción-ley en la relación violencia-derecho. Es Walter Benjamin quien proporciona la pauta para determinar la anomia de la violencia en el mismo cuerpo jurídico: la violencia funda el derecho y lo conserva,2 se encuentra en el mismo origen del poder constituido y el poder constituyente. A diferencia de Schmitt, no sólo la suspensión del derecho provoca el acto violento, sino que el propio acto violento forma parte del derecho. Agamben señala entonces una lógica de identificación norma / anomia, ley / estado de excepción, y esto nos conduce a plantear la relación entre el derecho y la vida. Suspender la norma tiene que ver con la posibilidad de “dar la muerte” por motivos diversos, aunque lo indudable es que queda en suspenso la seguridad de la vida. “La articulación entre vida y derecho, anomia y nomos producida por el estado de excepción es eficaz pero ficticia” (Agamben, 2010b: 127). El estado de excepción lo vivimos cotidianamente, nos mantiene en un campo de tensión entre dos fuerzas opuestas: una que instituye y establece, y otra que desactiva y suprime. El aspecto normativo puede ser, sin más, cancelado por un poder gubernamental que ignora el derecho exterior, como lo hace el gobierno de Estados Unidos al lanzarse a la cacería de los terroristas y produciendo, al interior de ese país, un estado de excepción permanente, lo que genera, mediante la maquinaria biopolítica, la nuda vida, la vida del inmigrante. El derecho queda desenmascarado, pues se muestra “en su no-relación con la vida y la vida en su no-relación con el derecho” (Agamben, 2010b: 11). Si se separa política y derecho, se abre un espacio para la actividad política con la que se puede desactivar el dispositivo que en el estado de excepción lo vincula con la vida. Lo decisivo aquí –sugiere Agamben– es que el derecho no es la justicia, sino sólo la puerta que a ella conduce. Lo que abre un paso hacia la justicia no es la supresión, sino la desactivación y la inactivación del derecho, es decir, un uso diferente de él (Agamben, 2010b: 94-95). Respecto a la justicia en el sentido del derecho, Jacques Derrida observa que ésta no se encontraría simplemente al servicio de una fuerza o de un poder social, económico, político o ideológico, que existiera fuera o anterior a ella y a la cual tuviera que someterse, sino que la operación que consiste en fundar, inaugurar, justificar el Derecho, hacer la ley, consistiría en un golpe de fuerza, en una violencia performativa y, por tanto, interpretativa. Ésta, por lógica, no es ella misma justa o injusta y, por tanto, no existe ninguna justicia ni ningún derecho previo y anteriormente fundante, al cual remitirse para hacer reposar ahí el derecho. Ello porque para ejercer la justicia, un hombre debe 2  “Toda violencia es, como medio, poder que funda o conserva el derecho. Si no aspira a ninguno de estos dos atributos, renuncia por sí misma a toda validez”. (Benjamin, 1977: 32)..

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experimentarla y para experimentarla debe ser libre y responsable de sus acciones, comportamientos, pensamientos y decisiones. Sin embargo, la paradoja es que esta decisión de lo justo, para ser tal, debe seguir una ley, prescripción o regla, “en su libertad de darse una ley, debe poder ser del orden de lo calculable”. Pero, alerta Derrida, sólo hay justicia en la medida que es posible un acontecimiento que como tal excede el cálculo, las reglas, los programas, las anticipaciones, etcétera. La justicia, como experiencia de la alteridad absoluta, es irrepresentable, pero es la oportunidad del acontecimiento y la condición de la historia, está por venir, es à-venir (Derrida, 1992: 129-191). La ficción de la soberanía popular La subsunción de lo político por el esencialismo neoliberal ha mitificado la democracia como forma neutral prominente del Estado, la ha elevado y colocado como el valor fundamental de la civilización occidental. Es preciso advertir que el liberalismo avanzó históricamente con el estandarte de la soberanía popular. Se trató, por supuesto, de un mito porque el individualismo posesivo, racionalista y liberal, promueve que cada uno busque satisfacer su interés económico singular, por lo cual el sistema de representación política requiere no de individuos sino de masas o grupos lo suficientemente grandes para formar gobiernos o mayorías parlamentarias. De esta manera, el ciudadano individual, sus deliberaciones y decisiones, se pierden en la marejada de la masa. La vida moderna disuelve estructuras tradicionales civilizadas que se experimentan como el retorno de una violencia bárbara o como resistencias irracionales a la modernidad. Se requiere, entonces, reforzar el mito del progreso con la ideología de la legitimidad democrática. El otro es todo aquel que no encaje en este esquema civilizatorio y pasa a ser estigmatizado como el premoderno, el atrasado, el irracional, el inferior, el fundamentalista, el terrorista. El yo moderno, democrático y liberal, presupone al otro como la agencia que confiere significado a la contingencia de lo real (Žižek, 2006: 150). Es por medio del mismo acto en que el yo moderno se constituye como soberano, que debe afirmar la anomalía o anomia que representa el otro. Lo que está en juego en el edificio de la realidad política es el estatuto mismo del universo simbólico que la fundamenta, en la que estructuralmente se ha de afirmar la inferioridad del otro. La lógica del significante indica la necesidad de que uno de los elementos de la realidad sea descolocado y desplazado a ocupar un lugar allende el conjunto, y se eleva así como objeto sublimado y, desde esa posición, otorgará significado a todos los demás elementos; por ello la lógica del significante se vuelve un instrumento 53

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de gran utilidad para captar aquella necesidad estructural de ubicar ahí al excluido del sistema (Ávalos, 2006): el extraño, el enemigo, el extranjero, el inferior, el premoderno… Las figuras concretas del otro varían dependiendo de la consistencia del orden simbólico del que se trate. Se establece así una dialéctica entre el deseo y ese obscuro objeto del deseo puesto negativamente como el otro. Este objeto es el “objeto sublime de la ideología”, el objeto “elevado a la dignidad de la Cosa” y, simultáneamente, el sujeto anamórfico, el sujeto que es encuadrado por el mismo cuadro al que observa. Este objeto sublime debe ser mirado “al sesgo”, oblicuamente, ya que si lo contemplamos directamente, no aparece más que como un objeto ordinario.3 En esta lógica de aplicación política del significante lacaniano, Žižek logra una plausible interpretación del orden moderno en el que su sistema normativo requiere descansar en un suplemento obsceno (Žižek, 2006: 96-99). Hay realidad política sólo a condición de que haya una ruptura ontológica, una grieta en el ser que la define por su incompletud, lo cual significa que todo orden político se sustenta en su negación. Justo en esa fisura el orden moderno pone, para generar sentido de completud, un significante como un vacío ordenador del conjunto. Para dar cuenta de cómo se estructura el sentido, Žižek encuentra en la máxima lacaniana “Marx inventó el síntoma” una veta muy sugerente para recuperar al filósofo de Tréveris. La forma dinero se revela entonces como algo mucho más potente que una mera categoría económica y alcanza el estatuto de significante amo. Esta abstracción encuentra su expresión no sólo en el ámbito económico, sino sobre todo en el ideológico y cultural. La abstracción forma parte de la realidad estatal de los ciudadanos, el poder del soberano proyecta la fuerza de todos; él mismo es una proyección de los ciudadanos. Con ello, realidad y fantasía se integran y generan la imagen de completud del todo social. En las democracias liberales contemporáneas que asisten a un nuevo orden total, global, el Estado de derecho, juzgado desde la lógica sintomática de la excepción constitutiva, requiere vitalmente al estado de excepción. No es la figura del soberano de la monarquía de Hobbes sino la negación de su fundamento: la ley requiere del crimen. De acuerdo con Žižek, la ley necesita del crimen para su propio reino por medio de la superación del crimen. Lo que llamamos “ley” no es más que el crimen universalizado, es decir, la ley resulta de la relación negativa del crimen consigo mismo (Žižek, 2006: 50). El lugar de la excepción lo ocupa el poder soberano del Estado, que se arroga el derecho de dictar las leyes y es, a decir de Schmitt, el que decide el estado de excepción. 3  Žižek (1992) despliega un análisis puntual sobre el objeto sublime de la ideología. Si se conoce el recurso sistemático del autor esloveno de referir a una multiplicidad de filmes para ilustrar sus tesis, está por demás indicar el juego literario con el título de la película de Luis Buñuel.

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Luego entonces, el acto fundacional del Estado no es la ley, sino la violencia originaria que asienta y conserva el derecho, pues, como advierte Žižek recuperando en esto a Heidegger, la esencia de la violencia reside en el carácter violento de la imposición / fundación real del nuevo modo de la esencia (Žižek, 2010: 89). En Bienvenidos al desierto de lo real, el filósofo esloveno ofrece un buen ejemplo del fantasmático imperio de la Ley: [...] los “legalistas” entre los que figura el juez que redactó las leyes raciales de Nuremberg, al tiempo que enfatizaba apasionadamente lo mucho que odiaba a los judíos, insistía, no obstante, en que no existían fundamentos propiamente legales para apoyar las medidas radicales que se estaban debatiendo. El problema para los “legalistas” no era entonces la naturaleza de las medidas, sino su preocupación porque dichas medidas no estuvieran suficientemente fundamentadas en la ley; tenían miedo a enfrentar al abismo de una decisión que no estuviera amparada por el gran Otro de la Ley, por la ficción legal de la legitimidad (Žižek, 2010: 85).

Hoy día, con las medidas administrativas paralegales de la biopolítica pospolítica,4 se va reemplazando el dominio de la ley y se van matizando las relaciones de violencia que subyacen a todo orden legal con lo cual se destituye lo político originario como forma de estructuración de toda relación política. La necesidad conceptual de un “Estado ético” El Estado moderno de estirpe clásica liberal establece una relación política escindida como acto fundante, es decir, como contrato constituido voluntariamente entre los individuos que lo conforman. Con ello se marca abiertamente la separación entre la sociedad civil y el Estado. La dicotomía del contractualismo es llevada al extremo de su propia negación. El Estado aparece como un aparato de gobierno situado por fuera y por encima de los ciudadanos, con la misión de cuidado y protección. La libertad negativa se concreta cuando el Estado no interviene en la vida de los sujetos, y la libertad positiva se ejerce cuando los ciudadanos determinan el orden normativo que los rige. Todo parece ensamblarse de manera armónica. El sistema de libertades corresponde con la República (Estado de leyes) y con la democracia. Empero, cuando se rompe este 4  “‘Pospolítica’ es una política que afirma dejar detrás las viejas luchas ideológicas y además se centra en la administración y gestión de expertos, mientras que ‘biopolítica’ designa como su objetivo principal la regulación de la seguridad y el bienestar de las vidas humanas” (Žižek, 2010: 55).

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equilibrio irrumpe la fuerza, la violencia física legítima en manos de quienes representan al poder estatal. En estas condiciones se abre el abismo que deja ver crudamente el reverso obsceno de la comunidad estatal. El Estado se convierte en un recurso retórico que justifica en su nombre el hecho básico de que un pequeño grupo de seres humanos de carne y hueso se arroga el derecho de decidir el estado de excepción porque considera que el orden social está en peligro. Estas situaciones de crisis aguda enseñan el rostro monstruoso de la comunidad estatal y muestran que el uso de la violencia tiene una clara orientación: la preservación del sistema de propiedad y la ley del valor. La tensión existente entre estos dos momentos del poder estatal se pone de manifiesto de cara a la concepción hegeliana del Estado. Para Hegel (1988) el fundamento del Estado se encuentra en el sujeto, pero no en el sujeto cosificado de Hobbes, Rousseau, Locke o Kant, sino en el sujeto como una voluntad que se autoconfigura, es decir, que tiene como principio la libertad. En su despliegue analítico, Hegel dialoga con Kant y recoge de él la idea de libertad como autodeterminación, como autocreación del sujeto que no se rige por preceptos divinos ni dictados de la naturaleza; pero, a diferencia del filósofo de Königsberg, descolocará esta construcción del plano formal, del sujeto epistémico y jurídico, y complejizará la subjetividad lanzando al primer plano su cualidad sustancial, es decir, su determinación en el mundo como espacio mismo de su creación. Con Hobbes nace el sujeto individualizado, el uno desarticulado. Con Kant el sujeto se transindividualiza por las repercusiones de su acción, pero permanece solipsista en la determinación de las máximas de su acción. En Hegel, en cambio, el individuo es intersubjetividad, a un tiempo determinante y determinada (Hegel, 1989). Para Hegel (1997) la racionalidad del sujeto tiene un valor lógico pero también ontológico. Esa racionalidad se origina en la necesidad de relación entre seres libres, tiene un carácter moral, es una conciencia en movimiento con otros, una conciencia intersubjetiva. La necesidad es la libertad. Ésta, plantea Jean-Luc Nancy, es el nombre de la necesidad de estar en sí y para sí desprendido de toda fijeza, de toda determinación, de todo dado y de toda propiedad; pero más todavía: es la necesidad de estar desprendido, no como una independencia fijada en sí misma, sino como el movimiento del desprendimiento ahí mismo en toda determinidad (Nancy, 2005: 74). Al exponer esta relación de opuestos, libertad y necesidad, o libertad como necesidad, se explicita un ámbito común de acción, una lógica por la cual el sujeto reflexiona sobre sí mismo. Hegel pone la liberación en la lógica de la negatividad: ser libre es liberación de sí, de la propia primera naturaleza, animal y egoísta que fija y anula el movimiento. Este reconocimiento es devenir hombre, es negación, libertad; empero, penetrar en la 56

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negación mediante el proceso de reflexión del estar ahí como dado, este movimiento de liberación del ser inmediato, es la negación de la negación del ser: es ya liberación, autoafirmación. Es movimiento dialéctico en el que se retorna a sí siendo otro, es retorno a sí en el mundo, apropiación de lo otro, pero no simple regreso a lo mismo sino superación. En Hegel, la relación del individuo con sus pasiones –que es el gran tema de Hobbes– no es sino la relación con su propia negatividad, con lo que hay en él mismo de negativo. A lo largo de su formación, el individuo logrará complejizar esa relación, llenándola de mediaciones, sin eliminarla nunca (Pérez, 2008: 52). A diferencia del padre del Leviatán, el filósofo de Stuttgart establece, mediante la lógica de la negación, la superación de las pasiones no reprimiéndolas con una ley exterior y ajena ni eliminando con la moralización sus acciones al calificarlas de buenas o malas, sino comprendiéndolas como la parte negativa de la constitución humana, como parte inherente de la razón misma y del proceso de hacerse ser el ser. Y es que el hombre habrá de lidiar con las pasiones mientras sea hombre, por lo que desaparecerlas significaría la desaparición de sí. Sobre la base de estas premisas se entiende por qué para Hegel la libertad y el Estado no son contrapuestos sino complementarios. La libertad no es una propiedad dada, ni siquiera es un derecho, es la negación de lo dado. Ello significa que la libertad y la independencia son un imperativo con respecto a sí mismo, al “yo calculador y egoísta”. La verdadera libertad, sugiere nuestro filósofo, consiste en que la voluntad no tenga fines subjetivos y egoístas sino fines de contenido universal (Miranda, 1989: 188). En este sentido la libertad es ley, que al poner al ser fuera de sí mismo, lo coloca en relación con el devenir concreto de las libertades individuales. Se trata de la libertad moral de uno con el otro, es un imperativo que se nos impone nos guste o no –como plantea Porfirio Miranda– porque es un imperativo que nos hace libres al obligarnos a asumir una responsabilidad generadora de autoconsciencia. Sólo en el momento de ser interpelado por la obligación y responder a ella el hombre se vuelve libre, pues antes, en su naturalidad, era no más que un animal (Miranda, 1989: 188). Tomar conciencia de sí es despliegue de autoconsciencia, experiencia intersubjetiva. La autoconsciencia no se encuentra aquí en el plano de lo trascendental: está plantada en el terreno de la realidad en su sentido fuerte (Wirklichkeit) y, como sugiere Rubén Dri, indica siempre la realidad subjetual o, mejor, intersubjetual. La verdadera realidad está siempre constituida por los sujetos, por los seres históricos (Dri, 2000: 216) que se mueven por la razón y el entendimiento. La realidad es intersubjetiva, es el proceso de constitución del ser que inicia en la familia, continúa en la sociedad civil y culmina en el espíritu objetivo, el Estado. En este trance, el individuo se convierte en sujeto. Se trata de la construcción de la segunda naturaleza del hombre, su naturaleza ética. La familia 57

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es, pues, el universal abstracto, inmediato. Las mediaciones todavía no están puestas, pertenece ya al ámbito ético, pero éste se encuentra todavía lastrado de naturaleza, de la primera naturaleza. Es lo ético en-sí. Cuando aparece el particular, el individuo que ya no es hijo sino ciudadano, se rompe la unidad sustancial, inmediata de la familia y se forma la sociedad civil que se supera en el Estado (Dri, 2000: 226). La eticidad (Sittlichkeit) –el mundo histórico de un pueblo en el que mediante un proceso dialéctico se constituye, particulariza e individualiza el sujeto, en el que comparte, afecta y es afectado por los otros– es el ámbito de las costumbres, la lengua, los valores compartidos, las creencias, la religión. Este ámbito implica universalidad y particularidad al mismo tiempo. La eticidad es el marco de la constitución del Estado donde se realiza plenamente la libertad y se reafirma el carácter político de los sujetos, donde no se escinden sujetos y procesos políticos, sino que se superan las contradicciones que se producen en el momento de quiebre de esa relación. Conclusión Mirar desde la perspectiva de la eticidad la degradación de la vida política actual es percatarse de las repercusiones que tiene sobre la humanidad la sumisión al imperativo de la ganancia. Hoy en día, el ser humano no es más libre y no es mejor ciudadano. La lógica negativa supone la verdad como libertad, la razón como fundamento de la verdad, la institucionalización de la intersubjetividad como Estado ético que permite cuestionar el rumbo del hombre sometido a la moralidad burguesa. Si el Estado es percibido cotidianamente como algo externo al hombre y al ciudadano, esto no significa otra cosa sino el abandono de la política del reconocimiento, del perdón y la reconciliación, como soporte de la comunidad estatal. Si el Estado es un mero aparato de poder, la vida política se degrada hasta su negación, y esto evidencia las tensiones entre una sociedad atomizada y los intereses privados que cimientan la moral individual. Esta situación pone al descubierto cómo la modernidad y su modelo económico neoliberal ya han dejado de producir la seguridad en Europa y están perpetuando el ciclo de liberalización y represión que se mantienen en una zona de permanente estado de fragilidad. Vastas zonas del planeta son sacudidas por conflictos interminables. De ser un espacio confeccionado para el entendimiento y el acuerdo, un lugar en el que los conflictos pueden ser superados, el Estado languidece en todas sus dimensiones. Se diría que sólo los Estados naciones soberanos han conservado sus fundamentos constitucionales y sus complejos institucionales intactos; empero, las migraciones de millones de personas desde el sur hacia el norte hacen sucumbir al Estado nación tam58

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bién en los centros imperiales. Por lo demás, la fuente de las migraciones está, una vez más, en el desacoplamiento entre la tendencia del capital hacia el monopolio, el despojo y la exclusión, por un lado, y su ser histórico de forma de civilización de la humanidad. Aquel que migra primero ha sido víctima de la exclusión. El espacio estatal nacional deja su estructura rígida y sólida, en todos los sentidos implicados, y comienza a desvanecerse. He ahí algunos resultados concretos de lo que desde siempre estaba contenido en la unión contradictoria entre el capital y lo político. Referencias Agamben, Giorgio (2010a), Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, Pre-Textos, Valencia. _____ (2010b), Estado de excepción. Homo sacer, II, 1, Pre-Textos, Valencia. Ávalos Tenorio, Gerardo (2006), El monarca, el ciudadano y el excluido. Hacia una crítica de lo político, uam-Xochimilco, México. Benjamin, Walter (1977), Para una crítica de la violencia, Premia, México. Bobbio, Norberto y Michelangelo Bovero (1984), Origen y fundamento del poder político, Grijalbo, México. Bobbio, Norberto (2010), Estado, gobierno y sociedad. Por una teoría general de la política, fce, México. Bodin, Jean (2010), Los seis libros de la República, Tecnos, Madrid. Derrida, Jacques (1992), Fuerza de Ley: El “fundamento místico de la autoridad”, Doxa, Cuadernos de Filosofía del Derecho, núm. 11, Universidad de Alicante. Dri, Rubén (2000), “La filosofía del Estado ético. La concepción hegeliana del Estado”, en Atilio Boron (ed.), La filosofía política moderna: de Hobbes a Marx, claso, Buenos Aires. Foucault, Michel (2006), Defender la sociedad, fce, Argentina. Harvey, David (2003), El nuevo imperialismo, Akal, Madrid. Hegel, Georg Wilhelm Friedrich (1988), Principios de la filosofía del derecho o derecho natural y ciencia política, Edhasa, Barcelona. _____ (1989), Diferencia entre el sistema de filosofía de Fichte y Schelling, Alianza, Madrid. _____ (1997), Enciclopedia de las ciencias filosóficas, Alianza Universidad, Madrid. Hobbes, Thomas (2007), Leviatán, Losada, Buenos Aires. _____ (2005), Elementos de derecho natural y político, Alianza, Madrid. Nancy, Jean-Luc (2005), Hegel. La inquietud de lo negativo, Arena, Madrid. 59

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El orden social, el Estado y la violencia. Manifestaciones y cambios en América Latina

Agustín Martínez Pacheco Los modelos de orden social y el problema de la violencia Desde mediados de la década de 1960 y durante la siguiente en diferentes países de América Latina se vivió la aparición de diversas fuerzas guerrilleras o revolucionarias, así como de dictaduras militares y algunas formas de represión política por parte de di­fe­ ren­tes gobiernos, aun cuando no fueran dictaduras. Es decir, se vivió una escalada de lo que se puede considerar violencia política, tanto institucional –o que se desarrolla desde arriba, desde el orden gubernamental–, como antiinstitucional –o que se desarrolla desde abajo–, según la distinción de Vincenzo Ruggiero (2009). Posteriormente, desde mediados de la década de 1980 y en el marco de transiciones democráticas y neoliberales de liberación económica, se presentaron otros problemas también relacionados con la violencia, pero esta vez marcados por actividades delictivas. Como comenta Roberto Briseño-León (2002: 14) “los crímenes violentos aumentaron tanto en aquellos países con muy bajas tasas de homicidios –como Costa Rica o Argentina– como en aquellos donde ya las tasas eran muy altas –como Colombia o El Salvador”. En los intentos por comprender estas manifestaciones de violencia, que de forma muy general se han señalado, se encuentran acercamientos que van desde los que prestan atención a las manifestaciones concretas de cada país y cada caso, hasta algunos que intentan ver los problemas de forma regional, aunque esto último es más claro para la cuestión de la violencia política y no de la violencia delictiva. Existen algunos trabajos que abordan cuestiones como el crimen transnacional organizado, pero toman un carácter de análisis organizacionales, de las características de las actividades y de las conexiones internacionales de organizaciones, en los cuales las características de los países donde se desarrollan, es decir, las características de las condiciones estatales y sociales en las que se presentan, no suelen tener mucha importancia, sino que se describen 61

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como escenario de fondo para el actuar de dicha criminalidad organizada –por ejemplo en Finckenauer (2010), De la Corte y Giménez-Salinas (2010) o Berdal y Serrano (2005)–. Y, por otra parte, las dos problemáticas de investigación suelen abordarse de forma independiente, como dos realidades sin nexos claros. En este trabajo se explora una línea de interpretación que busca sintetizar tres ideas generales para explicar el desarrollo y fortalecimiento de las formas de violencia que se están considerando. Por una parte, está la idea de las fallas de los Estados latinoamericanos, sus debilidades de regulación, de desvíos de ésta y su producción de anomia, entendida en el sentido que Waldmann le da al considerar la falta de normas claras, generales, vinculantes y aceptadas por toda la sociedad para dirigir y presentar una orientación a los comportamientos sociales (Waldmann, 2006: 13). Las fallas y debilidades estatales, desde esta idea, explicarían en buena medida las diversas formas de violencia. Por otra parte, está la idea de que lo que explicaría el desborde y desarrollo de estas violencias es una suerte de “estructura de oportunidades”, es decir, que algunos sectores, grupos o individuos se encuentren ante incentivos y oportunidades creados o facilitados por el mismo orden social (aunque también, como contrapartida, se encuentren ante restricciones y costos), que pueden aprovechar para desarrollar comportamientos que los ligan con la violencia política y delictiva.1 Aquí las debilidades de los Estados serían también importantes, pero más como oportunidad que, sentida e interpretada como tal, los individuos aprovechan, utilizando esa situación. Una cuestión que se tendría que explicar es cómo se asumen e interpretan las distintas oportunidades, no sólo, desde luego, la debilidad estatal en regulación y control, sino también la existencia de otros elementos, de otras oportunidades, como la ofrecida por las tecnologías de comunicación y transporte en la creación de redes internacionales delictivas. Por último está la idea que aquí se propone: ciertos modelos de orden social y los procesos que conllevan son los que alimentan el desarrollo y marcan el carácter de las formas de violencia que se viven en esta región. Ahora bien, la idea de que los modelos de orden social están en relación estrecha con las formas de violencia que se desatan 1  La relación incentivos-oportunidades y restricciones-costos es dinámica y compleja, no se contraponen punto por punto ni se cancelan. Por ejemplo, la represión gubernamental puede considerarse una restricción a la movilidad social, pero su utilización tiene que ser cuidadosa, porque en ciertas circunstancias ésta puede favorecer, dar razón e incentivar a la movilización y hasta a su radicalización. De igual manera, ante la situación del crimen, el incremento de la punición puede considerarse como un costo, pero cuando la eficacia gubernamental en la materia es muy baja y la impunidad alcanza índices elevados (como es el caso de México, Colombia y El Salvador), esto más parece reforzar la actividad delictiva. El caso extremo podría ser el tráfico de drogas, en el que la elevación de los costos punitivos pueden hacer más rentable el negocio.

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pretende funcionar en un nivel superior a la consideración de las fallas y debilidades estatales, que marcaría su nivel en los Estados, y también a la idea de esa “estructura de oportunidades”, que marcaría su nivel en los sectores sociales, grupos e individuos que interpretan y aprovechan tales oportunidades (sin importar si son ajenos o pertenecen a los agentes estatales). Por tal motivo, se puede considerar que la idea propuesta no se opone a las otras dos; antes bien, es posible entrelazarlas y considerarlas como ideas complementarias. Así, tanto las debilidades estatales como la estructura de oportunidades se pueden considerar factores y mecanismos que explican en buena parte, pero sin agotarla, la relación de la modernización y la globalización (que caracterizan los dos modelos de orden social aquí esbozados) con la violencia política y la económica (representada esta última por la actividad delictiva), pero sin agotarla. Y no se agota porque falta aclarar, en este nivel de los modelos de orden social, que éstos se ven como series de procesos o principios dinámicos cuyo funcionamiento provoca que tales debilidades estatales y estructuras de oportunidades se conviertan en elementos importantes para dotar de ciertas características a las violencias enunciadas. Así, en este ensayo se aborda el tema de la violencia y su relación con dos modelos de orden social. Más específicamente, la relación de ciertas formas de violencia, la política y la económica, con la modernización y la globalización, concebidas éstas como dos modelos de orden social que marcan, a su vez, dos momentos sucesivos tal como se han presentado en América Latina. Se retoman principalmente ejemplos de Colombia, México y El Salvador; sin embargo, no se busca hacer un recorrido histórico puntual de la forma en que se han presentado estas relaciones en cada uno de los países, sino mostrar de manera general y esquemática las ideas básicas de cómo funcionan estas relaciones. Por ello se considera que la cuestión se podría generalizar, si bien no para toda América Latina, sí para parte de ella. Se abordan dos puntos generales. En primer lugar, cada uno de los modelos de orden social, representados por la modernización y la globalización, genera sus propias formas de violencia, la política y la económica, respectivamente. El verbo “generar” quizá no sea el más adecuado porque, aparte de invitar a pensar en una causalidad lineal y más o menos inmediata, también convoca la idea de génesis, de origen, como si estas formas de violencia surgieran sólo a partir de que se establecen estos modelos de orden social, lo cual, como se verá más adelante, no es así. No obstante, con este término se quiere resaltar un vínculo fuerte, y de cierta causalidad compleja, mediante el cual determinados procesos de modernización van a alimentar y permitir que se desarrollen y crezcan los propios procesos de violencia política que se pondrán en primer plano de preocupación social y estatal, mientras que lo mismo harán los procesos de globalización con la violencia económica. Sin embargo, también el desarrollo de estas violencias 63

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incidirá en los procesos de modernización y globalización y, sobre todo, en la manera como el Estado asume y desarrolla dichos procesos, entre los cuales los más importantes a considerar son las guerras o luchas que representan el estado más elevado de las relaciones sociales de violencia: las guerras revolucionarias y las guerras contra el crimen. En segundo lugar, se asume que el Estado presenta características particulares, según cada uno de esos modelos de orden social; esto es, durante el tránsito de la modernización a la globalización en América Latina el Estado presentará ciertas transformaciones, la más importante es que pasará de ser el diseñador y controlador de la lógica de articulación de lo político, lo social y lo económico, a ser ahora el regulador de procesos centra­ dos en la economía de mercado, pues ésta es central en dicha lógica de articulación. Pero, más adelante, se verán aspectos más específicos de estas transformaciones que atañen al problema aquí planteado cuando se aborden los cambios hacia la globalización. No obstante, antes de entrar al asunto, conviene aclarar una serie de ideas que presupone el trabajo. En primer lugar, se habla de modernización y globalización como dos modelos de orden social, pero hay que aclarar en qué sentido y en qué niveles se les considera. La cuestión es que dichos modelos de orden social son el marco general de los temas abordados, pero se considera que éstos representan dos momentos distintos del desarrollo del capitalismo. Se entiende aquí por sistema capitalista moderno una estructura que va más allá del aspecto económico, de la cuestión de los mercados (servicios, bienes, trabajo y dinero) y la producción (agraria, industrial, agrario-industrial y artesanal), puesto que implica también relaciones políticas y sociales, incluidos sus aspectos culturales. El sistema capitalista moderno es por lo tanto una estructura que articula estos distintos campos de actuación, pero no por ello los controla del todo ni los domina con alguna finalidad prescrita estratégicamente por determinados agentes o grupos sociales. Antes bien, cada una de estas instancias establece una relación a veces tensa, a veces complementaria, con el capitalismo y, sobre todo, con la fuerza dinámica de éste: la acumulación del capital. No interesa aquí, sin embargo, establecer el funcionamiento del capitalismo como sistema, sus características, orígenes o sus momentos de desarrollo generales; basta decir que se parte de la idea de que tanto la modernización como la globalización son dos momentos importantes de este desarrollo. Éstos son los elementos de particular interés para el trabajo, pero contemplados específicamente en la forma en que se presentan para América Latina. Y aunque se plasmen de manera diferente en los distintos países, presentarán ciertos procesos más o menos generales que son, de esta manera, los elementos explicativos para la interacción social que se da en cada caso y, en particular, para la liberación, fortalecimiento y puesta en primer plano social de las violencias políticas y económicas. 64

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Es importante aclarar que, de manera esquemática, dichos modelos de orden social se presentan separados y con una sucesión temporal definida; el primero abarca aproximadamente desde finales de la década de 1940 hasta la de 1980, y el segundo desde esta última a la actualidad. Sin embargo, en términos históricos se ha de considerar que los modelos representan momentos con transformaciones radicales, pero también con importantes continuidades, además de que unas y otras varían con las trayectorias históricas de cada país, con las condiciones sociales de éstos y con las relaciones que mantienen con otros países, regional o mundialmente –de entre las cuales desde luego sobresale la relación con Estados Unidos. Otro punto es la cuestión del Estado. En un cierto nivel el Estado se puede ver como una forma general, en abstracto, que marca las posibilidades de acción de los Estados concretos, así como las características de su acción. El Estado, en este nivel, mantiene una relación de interdependencia con el sistema capitalista moderno. Tiene cierta independencia de él, no está bajo su dominio o control, pero lo ayuda y le es fundamental en su desarrollo; asimismo encuentra delimitación y posibilidades desde aquel sistema para el desarrollo propio. Es decir, el Estado y el sistema capitalista se necesitan y condicionan mutuamente. Aquí también el Estado mantiene una relación básica con una característica social más abstracta, considerada como modernidad. Desde esta perspectiva –y siguiendo a Weber (2002)– se puede considerar la racionalización, la burocratización, la sujeción a la ley abstracta y general y la diferenciación funcional (aunque este último término no sea precisamente el utilizado por Weber) como características que la modernidad asentará en el Estado. El sistema capitalista y el Estado son modernos, pero de forma independiente aunque estrechamente relacionados. Si los elementos mencionados caracterizan al Estado moderno, es preciso señalar que estos rasgos más bien corresponden a las formas estatales de los países desarrollados o centrales y no tanto a las que se establecen, por ejemplo, en el área latinoamericana, pues aquí los Estados han mantenido una relación con el capitalismo que los hace dependientes y, en esta línea, subdesarrollados. Siguiendo a Waldmann, se puede decir que los Estados en América Latina tienen dos características fundamentales que los separan de los desarrollados. La primera es que aquí “patrones particularistas y clientelistas”, así como la importancia de “los lazos personales”, se oponen o combinan con las “normas abstractas” y “las consideraciones objetivas” (Waldmann, 2003: 29). La segunda es que aquí el Estado presenta una “debilidad estructural” importante que se manifiesta en que, “por un lado, el Estado nunca ha podido imponerse en los aspectos centrales de la soberanía (monopolio de la recaudación impositiva y de la fuerza) frente a los grupos de la sociedad y de los individuos que le disputan ese derecho. Por otro, nunca ha conseguido refrenar ni disciplinar a sus 65

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propios miembros y órganos” (Waldmann, 2003: 18). Y, de forma más específica, esta debilidad se manifiesta en la poca capacidad y eficiencia a la hora de imponer y garantizar las reglamentaciones que prescribe.2 Estas dos características desde luego variarán de forma considerable según los países y los diferentes momentos que se consideren. Importa mencionarlos tan sólo para tener en cuenta la diferencia entre los Estados centrales, o desarrollados, y los periféricos, dependientes o subdesarrollados de América Latina. También se debe considerar la relación del Estado con la violencia; ésta en cierta forma es permanente y paradójica, pues el Estado hace que su legitimidad y aceptación dependa del logro de la paz en su lucha contra agentes externos, contra competidores que buscan el control del poder político de forma violenta y contra las exacciones delictivas sobre la población, pero al mismo tiempo logra esta pacificación con el medio que le es característico, y que no es otro que la propia violencia. Así, lo que desarrolla el Estado sería una especie de contraviolencia, aunque sea preventiva, pues en parte en ello radicaría su papel como monopolizador de la violencia, es decir, concentrar la posibilidad, el uso efectivo y la autorización legítima de la violencia para evitar que ésta sea usada indiscriminadamente por personas o grupos particulares. Así, el Estado institucionaliza la violencia y la legitima a partir de sus dimensiones de legalidad y de soberanía; el poder Judicial, con sus policías, sus cárceles, sus juzgados, y el ejército, encargado de la defensa del territorio y la población, representan las formas materiales de esta institucionalización y de estas dimensiones de legalidad y soberanía. Su legitimidad es vista por cuanto son los garantes de la pacificación al interior de los Estados. Desde esta perspectiva, la inexistencia del Estado, su desaparición o una debilidad extrema implicarían la proliferación de violencias de varios tipos, pero sobre todo su difusión y cotidianidad en muchas de las interacciones individuales o grupales. Sin embargo, como bien advierte Norbert Elias (1999), el monopolio de la violencia puede ser un “logro de doble filo”, pues bajo ciertas circunstancias se puede convertir en un poder represor, autoritario.3 Sobre todo es concebible esto cuando los aparatos 2  Por ejemplo, en el caso de México –que sin embargo se ha considerado uno de los Estados más logrados de América Latina por lo menos hasta la década de 1990–, Fernando Escalante comenta que existe algo que parece obvio, pero aún sin una explicación convincente: “la falta de una conciencia de la obligación jurídica en la sociedad mexicana. La ley parece cosa ajena, molesta y a veces prescindible, que puede ser sustituida ventajosamente por cualquier recurso de presión o influencia” (Escalante, 1999: 300). 3  Ruggiero, por ejemplo, explorará las disputas establecidas entre una concepción que sigue a Hobbes, según la cual a mayor poder estatal y mayor miedo provocado por el Estado será mayor la paz social, y otra que sigue a Rousseau y a Beccaria, que considera que el poder del soberano se debe controlar para no llegar a ser tiránico, pues de lo contrario la violencia antiinstitucional aumentará (Ruggiero, 2009, capítulo 1).

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del Estado son capturados y utilizados en la promoción de fines particulares, como el mantenimiento del poder político por ciertas clases o grupos políticos, o cuando se cooptan espacios estatales mediante la corrupción por parte de actores delictivos que buscan proteger sus actividades. En este trabajo desde luego se presta interés en la implicación de los agentes estatales (policías, ejércitos y agentes jurídicos) en su lucha contra los competidores políticos radicales y contra los actores delictivos. Para concretar qué se entiende aquí por violencia, se parte de una idea de Keane (2000: 62) para conceptualizarla: “[La violencia] es siempre un acto relacional en el que [la] víctima, aun cuando sea involuntario, no recibe el trato de un sujeto cuya alteridad se reconoce y se respeta, sino el de un simple objeto potencialmente merecedor de castigo físico e incluso destrucción”. En este caso, la propuesta es que se defina la violencia, en primer lugar, como una forma de relación social que se caracteriza; en segundo, por dejar como remanente alguna forma de negación del otro, sea desconociéndolo en sus derechos, sea tratándolo como objeto o mercancía (trata, secuestro), etcétera. En este trabajo se conciben dos formas de violencia que se han enunciado como política y económica, y el criterio que fundamenta esta distinción está en ver los motivos generales y las finalidades estructurales de la relación social que se encuentran detrás de ellas.4 Es decir, habrá que tener en cuenta el fin general último a partir del cual se estructuran y actúan grupos u organizaciones, sin importar que, por ejemplo, grupos delictivos se liguen e intenten influir en el poder político, o que grupos guerrilleros realicen actividades delictivas, como el secuestro o asaltos bancarios, pues estos actos son sólo medios subordinados al fin último, que serán el lucro y el poder político, respectivamente. Así, se concibe a la violencia política como aquella que instaura una relación social en la cual la base motivacional de los actores y la estructura de la relación social se establecen en términos del poder político del Estado: el reclamo hacia él, la pretensión de influirlo, de controlarlo, modificarlo, afianzarlo, etcétera, y sus expresiones más claras se ven en la represión gubernamental y en la lucha guerrillera. La violencia económica 4  Respecto a la multiplicidad de formas de violencia, la idea principal es que para ofrecer algunas tipologías es importante enfocar claramente algunos criterios que sirvan de base para la clasificación; así, por ejemplo, si el criterio es el de los actores que ejecutan el comportamiento violento, puede hablarse de violencia juvenil, policial, masculina, etcétera; si el criterio es el contexto inmediato de relación, se puede hablar de violencia doméstica, callejera, laboral, escolar, etcétera; o bien si son los daños recibidos por las víctimas, se hablaría de violencia física, emocional o psicológica, sexual, patrimonial, etcétera. Pueden existir diversos criterios, que además actúen a diferentes niveles de abstracción, lo que dará pautas para distintos problemas a estudiar. Además el uso de alguna tipología no excluye las otras: es posible combinarlas, como cuando se dice que la violencia doméstica puede ser también violencia física, sexual o psicológica. Lo importante, en todo caso, es especificar los criterios de selección.

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establece la finalidad de la relación social de violencia en la obtención de bienes materiales y en la búsqueda de ganancias, y sus expresiones más claras pueden encontrarse en la exacción de bienes a ciertos sectores sociales y en diversos actos delictivos. No toda violencia económica es delictiva, existe la que es perfectamente legal, aunque pueda ser considerada injusta por algunos, pero aquí se pone atención sobre todo en la delictiva. De estas dos formas de violencia, tomando en cuenta sus aspectos más visibles y directos, pero sin pretender que se reduzcan a ellos, se considerarán con especial atención, para el primer caso, cuestiones de represión gubernamental, actos guerrilleros y guerras revolucionarias. Para el segundo caso, se atenderán especialmente las actividades delictivas de aquello que se considera crimen organizado (abstrayendo por el momento los problemas que esta denominación encierra), la respuesta judicial de los gobiernos y la guerra o lucha llevada a cabo contra el ahora llamado “crimen organizado”.5 Así, se considera que la modernización crea dos áreas de violencia política: la desa­ rrollada por el propio aparato del Estado, que bajo ciertas circunstancias se puede convertir en un poder represor, autoritario; y la desarrollada por grupos y categorías sociales que proyectan una alternativa de cambio social radical, de resistencia y revolución contra la dominación de un Estado capitalista. La globalización, por su parte, también desarrollará una doble vía de violencia económica: la de las fuerzas del mercado y la de las grandes empresas trasnacionales con, en cierta forma, la participación activa del propio Estado (o algunos de sus agentes gubernamentales) en la persecución de la concentración del capital en pocas manos, la apropiación de los recursos naturales, etcétera (con toda la violencia estructural que esto conlleva); la otra vía de violencia económica es la de actores que establecen una adaptación a dicho orden, pero desde el lado de las actividades criminales. Ambas situaciones se ven enmarcadas y remarcadas por la luchas, las guerras que se generan en torno a la relación entre estos dos polos de violencia política o económica. Una vez desatada la violencia en sus manifestaciones más fuertes, además, se presenta lo que suele llamarse “espiral de violencia”, mediante la cual se acrecienta y expande.

5  Se

puede concebir la aplicación del derecho y la lucha contra la criminalidad como ejemplos más bien de violencia política (legítima) que económica, por cuanto implica manifestaciones del poder estatal. Pero de acuerdo con la definición de violencia política y económica esbozada aquí, que no toma a los actores participantes como criterio de clasificación, sino ciertos fines últimos y el carácter de la relación social que conllevan, se considera que esta lucha contra la criminalidad es violencia económica por cuanto la finalidad última es hacer funcionar mejor en la sociedad un orden mercadocéntrico. Para ver cómo desde la idea del neoliberalismo la economía de mercado tiene que ser un orden que estructure lo social y político, puede consultarse a Foucault (2012, especialmente las lecciones que van del 31 de enero al 21 de febrero de 1979). 68

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Modernización y violencia política Al finalizar la Segunda Guerra Mundial el sistema capitalista global se reconfigura: Estados Unidos asume la hegemonía del sistema; se establece un sistema internacional económico a partir de los acuerdos de Breton Woods, que marca las reglas para las relaciones comerciales y financieras, la aceptación del dólar como moneda internacional y la creación del Banco Mundial (bm) y el Fondo Monetario Internacional (fmi) como las instituciones encargadas de garantizar los acuerdos; se intenta recomponer la debilitada economía, afectada además por la gran depresión de la década de 1930, desarrollando un intervencionismo estatal que asume la forma de estado de bienestar en Europa y el New Deal en Estados Unidos, pero se expande también a América Latina y otras zonas en desarrollo bajo la forma de modernización, desarrollismo y asistencialismo; se establece una confrontación con el polo socialista que gira alrededor de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (urss) y que tendrá su manifestación más acabada con la Guerra Fría, esta oposición además coloca en primer plano la cuestión ideológico política, que se polariza en la disputa entre comunismo y anticomunismo. Es con este trasfondo que se desarrolla la modernización en América Latina. Al respecto, Huntington señalará que este concepto tiene dos acepciones: por un lado, significa la transición de un Estado tradicional a otro moderno, y, por el otro, denota “los aspectos y efectos políticos de la modernización social, cultural y económica”. Y aclara: El primer enfoque propone la dirección en que debe moverse teóricamente el cambio político. El segundo describe los cambios políticos que ocurren en realidad en los países en modernización […]. En la práctica, la modernización siempre lleva implícito un cambio en un sistema político tradicional, y por lo general su desintegración, pero no necesariamente un avance significativo hacia un sistema político moderno (Huntington, 1997: 42).

Él propone –y convenimos en ello– que es más conveniente asumir entonces el segundo significado para analizar los cambios que la modernización trajo en atención a las desestabilidades sociopolíticas y su consecuente producción de violencia. Huntington desarrolla la idea de que no es la pobreza o la falta de desarrollo lo que ha desencadenado violencia en la región, sino los cambios introducidos para superar estas situaciones. El autor sigue en parte la idea de que un cambio que rompe con estructuras tradicionales pero que no logra implementar al mismo tiempo y ritmo instituciones políticas que las sustituyan, controlen los cambios y establezcan las orientaciones del hacer social, genera inestabilidades que fácilmente desembocarán en 69

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violencia;6 Hutington se opone, en consecuencia, a la consideración de que mejoras económicas o promoción de bienestar social dan por resultado automáticamente estabilidad política, como parecía asumir la Alianza para el Progreso impulsada por Estados Unidos al inicio de la década de 1960 como respuesta al triunfo de la Revolución Cubana de 1959. Si los cambios económicos y sociales no se acompañan con cambios en las instituciones políticas, se crea inestabilidad. Aquí radica precisamente una de las contradicciones importantes de la modernización en América Latina, pues en buena medida implicó el fortalecimiento del poder político de los Estados, que disputaron el control social y económico a las oligarquías terratenientes y caciques locales, otrora competidores políticos que en la construcción del Estado rivalizan por el control de los presupuestos, de los territorios y las poblaciones. Esto se consiguió, por ejemplo, en El Salvador mediante el control del gobierno por parte del ejército.7 Sin embargo, en Colombia y México se hizo mediante agentes civiles en el gobierno, aunque organizados bajo un fuerte control partidista: en México, después de la Revolución, con la formación del partido oficial, el ahora Partido Revolucionario Institucional (pri), y en Colombia, mediante la formación del Frente Nacional (caracterizado por el relevo en la titularidad del gobierno acordado por el partido liberal y el conservador, que duró entre 1958 y 1974) después del periodo conocido como el de “la violencia”. Sin embargo, el hecho es que para modernizarse, el Estado tenía que asumir un papel un tanto autoritario, de fuerza, que le permitiera centralizar y monopolizar el poder (Colombia, de estos tres países, fue el que menos lo logró, pues hasta la fecha ha mantenido un fuerte desmembramiento territorial y social). Pero este control político autoritario no pudo establecerse en armonía con los cambios económicos y sociales que, por otra parte, se impulsaban y concretaban como otros procesos de modernización. En resumen, uno de estos procesos de modernización, en buena medida impulsados desde el Estado, fue la urbanización, con programas de obras públicas (electrificación, vivienda, drenaje y agua potable) y de infraestructura, que provoca un abandono del 6  Expresamente Huntington (1997: 16) dice: “La igualdad en la participación política evoluciona con mucho mayor rapidez que ‘el arte de asociarse’. El cambio económico y social –urbanización, crecimiento del alfabetismo y la educación, industrialización, expansión de los medios de comunicación masiva– amplían la conciencia política multiplicando sus demandas, ensanchando su participación. Estos cambios socaban los fundamentos tradicionales de la autoridad y las instituciones políticas tradicionales, y complican tremendamente los problemas de la creación de nuevas bases de asociación e instituciones políticas que unan la legitimidad a la eficacia”. 7  Desde luego no desapareció la importancia de las oligarquías, pues las negociaciones entre éstas y el ejército fueron constantes antes de la década de 1940, y tampoco disminuyó su poder económico, pero la situación es que éstas establecían en buena medida el rumbo de las políticas del país, y ahora lo hace el ejército a nivel nacional (Bataillon, 2008: 51-58).

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campo (no sólo fue abandonado, sino que fue relegado en la preocupación de la política social y económica). La excepción quizá fue México, país que sí desarrolló una reforma agraria con mayor o menor éxito; otros países, aunque fuera una preocupación, no hicieron nada en realidad: en El Salvador y Colombia sigue siendo un tema pendiente y origen de disputas. Otro proceso de modernización fue el crecimiento industrial que se desarrolló bajo el patrón de la sustitución de importaciones y trajo aparejado el incremento de la clase obrera, el sindicalismo, la asunción de la lucha de clases y el diseño estatal de un orden corporativo (en el que participaban Estado, sindicatos y patronales), que en parte regulaba la disputa económico social y en parte establecía las bases para la promoción de bienes sociales. Otras características de la modernización son la migración interna, el crecimiento de sectores empobrecidos en las ciudades, la alfabetización y el incremento de la escolaridad, en particular de la educación universitaria, que proporcionaría uno de los sectores más combativos y radicales políticamente, es decir, jóvenes con un cierto nivel educativo que se adhieren a las corrientes de pensamiento comunistas y que serán la base de varias de las organizaciones guerrilleras desarrolladas en México, El Salvador y Colombia. También debemos mencionar la promoción del asistencialismo o bienestar social en aspectos tales como la vivienda, el seguro médico o el retiro laboral, que provoca, de esta forma, no sólo el aumento de las aspiraciones y expectativas sociales, sino también la oportunidad del desarrollo de sentimientos de “privación relativa”, así como anomia producida a partir de la diferenciación entre fines socialmente valorados y la carencia de medios socialmente prescritos para su obtención (Merton, 2002: 209-239). Estos procesos de modernización, señalados aquí en términos muy generales, tendrán desarrollos y alcances diferentes según los países. México comienza a impulsar algunos de estos procesos desde la década de 1930, mientras que El Salvador lo hace sólo al final de la de 1940 y Colombia todavía una década después. Pero más importante es que los alcances y el éxito de los Estados en su promoción, así como sus limitaciones y fallas, tendrán consecuencias en la forma en que se manifieste la violencia política. Nuevamente, es México el país que mejor logró impulsar estos procesos; si bien su sistema basado en el pri y un presidencialismo fuerte mantuvo un rígido control político, también lo llevó a tener una buena dosis de legitimidad, con lo que los conflictos políticos fueron más o menos localizados y pequeños por algún tiempo. Aun así, a finales de la década de 1960 y durante la siguiente surgirán organizaciones armadas, como el Partido de los Pobres (de extracción campesina) de Lucio Cabañas, en Guerrero, o la Liga Comunista 23 de Septiembre (urbana) en Guadalajara, Monterrey y la Ciudad de México, que cuestionaron las limitaciones estatales en la promoción de bienestar social, su cierre de las oportunidades políticas y su autoritarismo. El Salvador, por su 71

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parte, fue muy limitado en la promoción de estos procesos por lo que, como menciona Rouquié (1994: 62), “el nuevo régimen [establecido con el golpe de Estado de 1948 y que funda el Partido Revolucionario de Unificación Democrática a semejanza del pri mexicano], rígido y autoritario, oscila entre el reformismo populista y la represión permanente”. Y esta permanente represión de los gobiernos militares será la principal razón para unir a las luchas políticas que confluirán en 1980 en la formación del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional, para dar paso a la guerra revolucionaria de esa década. Colombia, más fragmentada que los otros dos países y que por lo mismo conservaba importantes cotos de poder regionales, tiene más dificultades y fallas a la hora de promover dichos procesos modernizadores y, sobre todo, no lo puede hacer con carácter nacional, sino sólo regionalmente. Así, casi desde el inicio la modernización en este país se vio acompañada por la aparición de grupos de autodefensa, paramilitares y guerrilleros (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia [farc], Ejército de Liberación Nacional [eln], Ejército Popular de Liberación [epl], Movimiento 19 de Abril [M-19]), que surgen durante el periodo del Frente Nacional. Otro punto importante aquí es la ya mencionada polarización ideológica surgida de la Guerra Fría, que encuentra campo fértil en los conflictos sociales y las luchas políticas de los distintos países; se manifiesta precisamente, desde el orden gubernamental, en la “doctrina de Seguridad Nacional” con una ideología profundamente anticomunista; por el lado de los grupos guerrilleros, se expresa en el discurso de la revolución. En El Salvador principalmente, pero también en cierta medida en Colombia y México, el discurso de la teología de la liberación se sumará a sus críticas del orden gubernamental y a la promoción de una visión alternativa de organización sociopolítica.8 Destaca además la cuestión de la “seguridad social”, como dice Hirsch, en términos de vigilancia y control de la población, que provoca respuestas de resistencia y radica­ lidad de lucha cuando este control se vuelve autoritario y represor. Este punto se relaciona con la idea, comentada arriba, de que para el fortalecimiento del Estado en contra de los caciques y oligarcas, éste tuvo que presentarse un tanto autoritario, pero en su desarrollo llegó a cerrar las oportunidades políticas (que por otra parte abrían ciertos procesos de modernización ya enunciados) a algunos agentes y sectores como, por ejemplo, de la clase media urbana, profesionales con estudios universitarios u organizaciones obreras, 8  No obstante, es pertinente advertir que en términos fácticos muchas veces estos discursos funcionan más para justificar caminos ya tomados, proporcionando sentido y motivación, no tanto para desencadenar la radicalización de algunos sectores o individuos, pues ésta se encuentra más asentada en cuestiones como la falta de apertura política y represión de grupos y movilizaciones que no tienen principalmente un carácter violento. Sobre esto basta recordar el papel de radicalización que en México tuvo la represión del fallido movimiento estudiantil de 1968.

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que no se presentaran mediante las vías reconocidas por las élites políticas: el Partido Revolucionario de Unificación Democrática de El Salvador, el pri de México y los partidos liberal y conservador de Colombia. Esta serie de procesos, pues, están en la base de las guerras revolucionarias o luchas contrainsurgentes que se presentan en los tres países desde finales de la década de 1960. Pero estas mismas guerras tendrán un desarrollo, desenlace e importancia diferente según condiciones particulares de cada país, la fortaleza y capacidad de sus Estados y la relación que éstos mantengan con otros Estados (lo que también está implicado en su soberanía hacia el exterior). En México, por ejemplo, aunque hubo una proliferación importante de grupos radicales, no se generalizó el conflicto guerrillero a una situación verdaderamente revolucionaria, sino a conflictos localizados que nunca lograron poner en jaque al Estado. El Salvador, por su parte, tuvo un proceso revolucionario y El Frente Farabundo Martí logró aglutinar una importante fuerza militar y social a finales de la década de 1970 y durante la siguiente; sin embargo, siempre mantuvo una dependencia fuerte del exterior, con el apoyo estadounidense para el gobierno, y de Nicaragua, Cuba y aun la urss para la guerrilla. En buena medida la Guerra Fría tuvo un escenario caliente importante en El Salvador durante la década de 1980. Colombia también ha mantenido una dependencia importante en su política hacia Estados Unidos, además de presentar una debilidad estatal por su disgregación territorial y social, lo que en buena medida ha permitido que la violencia en este país se haya mantenido durante tanto tiempo, pues hasta la actualidad conviven de forma fuerte grupos guerrilleros, narcotraficantes, paramilitares y aun los agentes gubernamentales, como agentes causantes de violencia. Globalización y violencia económica La globalización se presenta como una serie de procesos a escala planetaria que han modificado las estructuras sociales, económicas, políticas, jurídicas y culturales, tanto del espacio de los Estados nacionales como del espacio interestatal. Tiene su origen en, y se desarrolla como, una reconfiguración del sistema capitalista, mediante la cual se abandona el modelo del capitalismo regulado, que se había asentado en las formas antes vistas del Estado de bienestar y el New Deal de los países desarrollados y en la modernización o desarrollismo de América Latina. El nuevo modelo se caracterizará por la flexibilidad, la desregulación y la informalidad de su organización social, política y económica (Altvater y Mahnkopf, 2008). Surge ante la crisis de la sobreacumulación del capital (trabajo, bienes y dinero) que había conducido a una “tendencia a la baja de 73

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la tasa de ganancia” (Carcanholo, 2011: 78), especialmente en Estados Unidos y Europa. En este modelo de orden social se le da una mayor importancia a la “economía de mercado” –en la que destacan los mercados financieros–, y lleva al desdibujamiento y permeabilidad de varias formas de fronteras estatales, que no sólo abren y amplían nuevos y viejos nichos de mercado, sino que reorganizan algunas actividades sociales y culturales. Y si el modelo modernizador en la región había funcionado articulando lo social, lo político y lo económico desde el centro del poder del Estado, ahora esta articu­ lación se centrará en los mercados (bienes, trabajo, dinero, servicios). En América Latina la globalización se introduce de la mano de la ideología neoliberal impuesta mediante el problema de la deuda que estalla a inicios de la década de 1980. Por una parte, el fmi exigirá una serie de reformas económicas que liberalicen los mercados y que reduzcan el gasto gubernamental para que los países deudores puedan cumplir con el pago de la deuda. Por otra, los propios problemas de la crisis económica de estos países convencen a los gobiernos para asumir esos cambios como un intento de solución de sus problemas financieros. Los cambios producidos por la asunción de la globalización han llevado a una reconfiguración del Estado en esta región que se pueden resumir en tres rubros. Primero, el Estado deja de ser el diseñador y, en gran medida, ejecutor de la economía nacional, para convertirse casi únicamente en el promotor de una economía de mercado que ofrece condiciones adecuadas a su desarrollo y, en cierta medida, según sus capacidades y deseos, en regulador de mercados y actividades que no maneja o controla del todo, precisamente por la existencia de un funcionamiento global de la economía que lo rebasa. Como lo expresa SØrensen (2012: 54), “la actividad de los Estados ha pasado de subrayar las funciones de la gestión económica a subrayar las regulativas y de procedimiento”. Además, se ha tendido a compartir tareas de regulación con otras instancias supra e infra nacionales, como la regulación de la Organización Mundial del Comercio (omc) o los acuerdos entre particulares a partir de la nueva situación de lex mercatoria (Íñigo, 2008: 83-86). Segundo, en el aspecto social, el Estado acota su papel como proveedor de bienes públicos y garante de cierto bienestar social, y así pierde capacidad y centralidad en el manejo del conflicto social. Cuando se transita desde un papel burocrático de producción directa de servicios sociales a otro de regulación de los servicios producidos por otras instancias, se abre la posibilidad, sobre todo en contextos de Estados subdesarrollados, de que o bien se abandonen los servicios a su suerte, o bien exista una regulación amañada, corrompida, insuficiente o mala. El Estado reconfigura su papel para ser regulador de relaciones sociales y deja de ser el diseñador de éstas. Los proyectos nacionales de largo plazo y la promesa de inclusión social y de redistribución económica 74

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se abandonan para centrarse en un papel, por así decirlo, de gerencia de las relaciones sociales más o menos inmediatas. La crisis de legitimidad del Estado que se da sobre todo en los países subdesarrollados tiene que ver con estos cambios. La aparición de categorías sociales de excluidos y “supernumerarios”, enfrentados a las labores informales y vulnerables a ser cooptados por la delincuencia, también está vinculada con la operación del modelo. Por último, se encuentra la reconfiguración del Estado implicada de manera más directa en el tema de la seguridad, es decir, la relación entre el Estado y la actividad delictiva. Éste, en muchos lugares y sobre todo en América Latina, ha modificado su papel en la promoción de seguridad social (crear y mantener las condiciones de certidumbre y seguridad para el desarrollo de amplios grupos sociales) y de prevención del delito, y ha comenzado a promover la seguridad personal (intentar evitar que los individuos sean víctimas de la delincuencia) y el castigo del delincuente; es decir, el Estado deja de asegurar las condiciones que eviten la delincuencia (prevención) y tiene ahora un papel más reactivo en el castigo de las personas y los actos delictivos. Esta función represiva y de mantenimiento del orden es una de las consignas que el neoliberalismo proclama, pues como diría Von Mises a finales de la década de 1970: “Conviene que la fuerza estatal proteja al particular, en el interior, contra todo posible agravio por parte de fulleros o forajidos, así como con respecto al exterior, contra toda extraña agresión. Tal es –y no es poca– la única y genuina misión del Estado bajo un orden de libertad, bajo un sistema de economía de mercado” (Von Mises, 1985: 43, las cursivas son mías). Para ello se ha modifica­do el sistema judicial, penal y el carcelario: se construyeron más cárceles, aumentaron las penas, se multiplicó el número de actos delictivos con penas de cárcel, aumentaron las policías y se intenta que sus elementos sean más profesionales. En última instancia, como en el caso de México, El Salvador y Colombia, se ha implicado a fuerzas militares en una franca guerra contra las actividades delictivas. En resumen, nuevamente, hay cuatro principios dinámicos que de alguna u otra forma están detrás del desencadenamiento y del carácter que asume la violencia económica y, en específico, la delictiva. El primero es la lógica mercadocéntrica, que implica que la articulación de lo económico, lo político y lo social se desarrolla teniendo como centro la “economía de mercado”, con esto se posibilita que el predominio del interés por la ganancia ofrezca una finalidad o un motivo general. En la persecución de estos fines, si no se proporciona a la vez la valorización social de los medios legítimos, la disposición de éstos y, por último, los esquemas regulativos y las delimitaciones claras de las actividades, se puede fácilmente llegar a la utilización de medios delictivos y violentos en la búsqueda de ganancias. Además, los reiterados ofrecimientos de asistencialismo o de seguridad social crean incertidumbres y minan la cohesión 75

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social, y con ello debilitan los controles informales, sociales, para la actividad delictiva. Por último, la delimitación del funcionamiento del Estado a la seguridad judicial debilita la idea de prevención social y se fortalecen con ello las condiciones sociales que posibilitan la aparición de incentivos, oportunidades, motivos y actores para el crecimiento de la actividad delictiva. En segundo lugar está una lógica de la exclusión que se relaciona con la lógica del funcionamiento de las propias actividades económicas. Así, por ejemplo, los bienes públicos son por definición no exclusivos y no rivales, es decir, incluyen idealmente a todos los agentes de la comunidad en su disfrute; los bienes mercantiles, por el contrario, deben mantener el principio de exclusión: que sólo participen de ellos quienes pagan, y de rivalidad: el disfrute de un bien mercantil por parte de una persona impide que se pueda compartir con otras sin un coste extra; o bien si lo disfruta una persona, esto excluye a otros de su consumo. Por lo tanto, el funcionamiento de la lógica económica, para obtener rentabilidad, debe contemplar también esta lógica de la exclusión. Esto implica que para privatizar y hacer rentables algunos bienes públicos es necesario inscribirlos en el funcionamiento económico de la exclusividad y la rivalidad. En países como México, Colombia y El Salvador, donde la desigualdad es grande y la polarización social parece continuar en aumento, esta misma lógica incrementa las desventajas en la participación y lleva de manera progresiva a más personas hacia el terreno de los excluidos que no podrán, sin ayuda externa, regresar al espacio común de participación económica. La relación de esta lógica de la exclusión con las actividades delictivas es más que obvia: proviene del acrecentamiento de la desigualdad social al verse implicada la sociedad en los juegos de suma cero de la economía de mercado y, con ello, del aumento de los “desechos humanos” (Bauman, 2005). La exclusión implica que la reproducción de la vida de las clases subalternas recurra a actividades informales y hasta delictivas, con lo cual ciertos sectores sociales se convierten en presa fácil del crimen organizado. Éste ve incrementadas sus oportunidades para reintroducir a estos “desechos humanos” en los circuitos económicos sólo como objetos de negocios (trata de personas para negocios sexuales o trabajo campesino y doméstico, extracción y tráfico de órganos, secuestros por rescate, etcétera). En tercer lugar está el desdibujamiento y la permeabilidad de la frontera –quizá el rasgo más destacado de la globalización–, ello implica que el trazo y cuidado de fronteras territoriales, de lo lícito y lo ilícito, del trabajo formal y el informal, las identitarias, entre otras, se desdibujen, se desplacen o aparezcan mezcladas. Este proceso de desdibujamiento de fronteras facilita la creación de redes de crimen organizado a nivel global por la existencia de mercados globales de drogas, armas, personas, etcétera; posibilita el ocultamiento de las mercancías ilegales entre la enorme masa de bienes que se transportan e 76

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intercambian entre distintos territorios o países, además de que se aprovechan las nuevas tecnologías de comunicación y transporte para estos fines; también facilita encontrar paraísos fiscales y otros servicios financieros para mover y lavar dinero, aprovechando las desigualdades regulativas y legales entre diferentes países. En cuarto lugar está el principio de la individualización, que implica que los espacios sociales, de clase y hasta corporativos pierdan importancia y, en su lugar, se destaque la libertad y responsabilidad de los individuos más o menos aislados. Pero también, en última instancia, se presiona para que éstos encuentren soluciones a problemas creados social y hasta globalmente, cuando en realidad no están capacitados para ello. Las presiones surgidas de este principio y dinámica de individualización pueden llevar a determinados actores, grupalmente o a título personal, a buscar y aprovechar oportunidades para la subsistencia y desarrollo apartándose de las normas sociales o, cuando menos, de los medios socialmente prescritos, es decir, en actividades delictivas. Además se da el caso de que las bases para la socialización, que la familia suele proveer, también se ven erosionadas porque ambos padres necesitan trabajar asalariadamente, hay una transformación de la familia nuclear y otros aspectos, lo cual provoca igualmente la vulnerabilidad de ciertos sectores de ser reclutados por los grupos del crimen organizado o hasta de la delincuencia común. En todo caso, la globalización estableció una serie de procesos o principios dinámicos que, más allá de sus consecuencias positivas, también han tenido otras repercusiones negativas, como es, precisamente, el desencadenamiento de la violencia económica, de la cual aquí se ha destacado la parte delictiva. No se puede decir de ninguna manera que las actividades delictivas no existían antes de este periodo, pues, por ejemplo, el cultivo y la venta de droga en México y Colombia han estado presentes desde hace mucho tiempo. Lo que se afirma es que, con la globalización, éstas y otras actividades encuentran factores que son propicios para crecer y expandirse de forma que se convierten en preocupación de primer orden social y gubernamentalmente, además de que en su desarrollo la violencia que desatan cada vez es más importante o central. En El Salvador, sin embargo, se desarrollará un tipo de violencia que tiene que ver, en un primer momento, con la aparición de pandillas o maras, que desarrollan una violencia social más de carácter identitario; pero que luego, hacia los inicios de este siglo, se vincularán estrechamente con actividades de narcotráfico, aunque muchas veces sus integrantes son cooptados de forma coercitiva.9 9  El crecimiento de las maras, sin embargo, es resultado de la conjunción de factores más localizados, como la existencia de una cantidad importante de huérfanos de la violencia que crecieron bajo el proceso revolucionario de la década de 1980, pero sobre todo de la deportación de salvadoreños que el gobierno de

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La producción, venta y tráfico de drogas no es nueva en México ni en Colombia, pero ha sufrido cambios importantes en este periodo de globalización. En el caso de México, como apunta Luis Astorga, hasta este momento la actividad del narcotráfico había estado supeditada al campo político. El sistema del partido de Estado, el predominio del poder Ejecutivo y la mediación de corporaciones policiacas y militares entre el campo político y el del tráfico de drogas contribuyeron en gran medida a esta relación de dependencia y a la contención de cualquier intento por sacudirse la tutela. Después, el desmoronamiento progresivo de tal sistema y de sus mecanismos de control creó las condiciones para una mayor autonomía relativa del campo del tráfico de drogas respecto al poder político (Astorga, 2007: 275).

Mientras que en el caso colombiano, si bien no había existido un control político como el del caso mexicano, sí existía cierta ambigüedad en su tratamiento, pues aunque se consideraba ilegal, se buscó aprovechar las ganancias generadas por tal actividad: a finales de la década de 1970 el Banco de la República abrió lo que se conoció como la “ventanilla siniestra”, en la que se depositaba parte de la ganancia de este negocio (Henderson, 2012: 70). Pero con los cambios en la política estadounidense, en 1981 el recién electo presidente Ronald Reagan renueva la guerra contra las drogas iniciada una década antes por Nixon, y por la subordinación de Colombia a Estados Unidos en este terreno –como en otros–, el país sudamericano desarrolla una política represiva contra el negocio de la droga que, combinada con el ya de por sí cargado clima de violencia entre guerrillas, paramilitares y gobierno, contribuyó a sumar la violencia económica en dicha nación. El narcotráfico, entonces, se encuentra con un mercado internacional en ascenso y donde la competencia por controlar los mercados, los lugares de producción y las rutas estratégicas de tráfico se hace cada vez más violenta. Además las organizaciones dedicadas a ese negocio se expanden cada vez más a otros, como la venta de seguridad, la explotación de la transmigración en lugares como México, el tráfico de personas para servicios sexuales y laborales y el tráfico de armas. Las políticas prohibicionistas y represivas –aunque tampoco nuevas– implican una participación cada vez más amplia de los ejércitos, desarrollando una guerra contra el crimen que tiende a intensificar la importancia de la violencia. Esta guerra en México, durante el sexenio de Felipe Calderón Estados Unidos hará una vez terminada la guerra, muchos de ellos precisamente llegados a ese país como refugiados de la guerra, entre los cuales se encuentran varios excarcelados que eran pandilleros, pues, como se sabe, tanto la Mara Salvatrucha como la M-18 nacieron en Los Ángeles. 78

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(2006-2012), parece haber incrementado la competencia entre grupos delictivos rivales, pero también ha provocado que se desplacen las rutas de tráfico hacia Centroamérica. En el Salvador, si en un momento la violencia de las maras se consideraba una de las preocupaciones principales, en los últimos años ésta se ha encontrado con el tráfico de drogas y otros delitos adyacentes, con lo cual el carácter de la violencia de estos grupos se torna cada vez más una violencia económica. A manera de conclusión Los modelos de orden social, con los procesos que éstos impulsan; la actuación de los Estados, sobre todo desde su carácter gubernamental e institucional, con sus capacidades, logros y fallas diferentes; los incentivos, las oportunidades, las restricciones y los costos, que distintos agentes sociales encuentran en su interacción social, pueden considerarse como niveles diferentes en el análisis social que piden sus propias lógicas y problemas de estudio, y muchas veces no es fácil integrarlas respetando, a la vez, sus especificidades. Ésta es precisamente la propuesta del presente trabajo: considerar las características de cada uno de estos niveles como complementarias en la comprensión de situaciones sociales determinadas. Con las limitaciones de espacio que este ensayo tiene –y desde luego porque se trata también de una investigación en curso– se ha pretendido mostrar los rasgos más generales y sintéticos de cómo pueden conjugarse estos niveles aplicados al problema de la violencia o, mejor dicho, de dos formas de violencia socialmente relevantes, la política y la económica. Existe también la intensión metodológica de considerar el abordaje de estos temas desde una sociología histórica, aunque esta pretensión no haya encontrado espacio en este trabajo para su desarrollo y apenas quede como elemento de fondo. La modernización estadocéntrica incluye el carácter de la violencia surgida durante ese periodo, pues no sólo convirtió al poder político del Estado en la apuesta de competencia y lucha social, sino que los procesos que ésta impulsa, como la urbanización, industrialización, el incremento de la escolaridad y la promoción de asistencia social, fomentaron la aparición de factores y condiciones que serán importantes en los conflictos sociales de ese periodo, como el sindicalismo y sus reclamos económicos y sociales, la importancia de las ideologías políticas que guiaban la conflictividad, la petición de apertura de los espacios políticos por parte de clases medias y aun de sectores populares, etcétera. No toda la conflictividad, desde luego, adquiere características violentas, pero la que sí lo hace se encuentra con varios de estos factores y condiciones. El funcionamiento de los gobiernos, con sus capacidades, limitaciones y fallas, tiene también un papel 79

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relevante en cómo se desarrolla la dinámica de estos conflictos, en la radicalización de algunos sectores sociales y en la respuesta violenta o negociadora que se establezca. Por último, la estructura de oportunidades y restricciones que se presentan a partir de los dos niveles anteriores es interpretada y aprovechada por grupos sociales en su interacción con otros grupos y con el gobierno, en la promoción de sus intereses y proyectos. Sólo algunos llevan el conflicto a un nivel de violencia y se promueven alternativas de orden político diferentes mediante proyectos revolucionarios que disputan el poder político del Estado. La globalización mercadocéntrica, de igual manera, pone los intereses económicos como apuesta de luchas y competencias sociales, a la vez que fomenta procesos que marcan el carácter del conflicto social. Parte de estos conflictos adquiere una forma violenta con ese mismo carácter, sobre todo mediante la acción delictiva (aunque, se insiste, no es la única forma de la violencia económica). También aquí los comportamientos estatales, desde el gobierno y las instituciones, influyen en las dinámicas de los conflictos, aun de los violentos. Y la estructura de oportunidades y restricciones incentiva y permite a distintos actores sociales que persigan sus intereses mediante relaciones violentas o pacíficas. Sería muy cómodo decir que los modelos de orden social proporcionan los parámetros que replican los conflictos, aun los violentos, mientras que las actuaciones de los Estados en su dimensión gubernamental e institucional crean condiciones desde las que se alimenta o no la violencia, y que los incentivos y las oportunidades son los elementos disparadores de las relaciones de violencia entre individuos y grupos. Sin embargo, esta esquematización fácil se encuentra rápidamente con problemas de delimitaciones y cruzamientos entre los tres niveles, el problema de las especificidades de cada uno en cuanto ámbito explicativo y hasta con problemas de aclaración de nexos causales, retroalimentaciones, solapamientos y cancelaciones mutuas. En cualquier caso, la propuesta de análisis aquí expuesta pretende ser una contribución a pensar la utilización de estos tres niveles conjuntamente para la comprensión de procesos sociales, reconociendo que hace falta más labor en esta propuesta. Bibliografía Altvater, Elmar y Birgit Mahnkopf (2008), La globalización de la inseguridad: trabajo negro, dinero sucio y política informal, Paidós, Buenos Aires. Astorga, Luis (2007), Seguridad, traficantes y militares. El poder y la sombra, Tusquets, México. 80

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Obedézcase pero no se cumpla: En las entrañas de la democracia deliberativa

Arturo Sotelo Gutiérrez Introducción Al término de la Segunda Guerra Mundial en 1945, en relación con vencedores y vencidos, Estados Unidos comenzó a ser la referencia obligada en materia de instituciones políticas. Los países derrotados fueron los primeros que se vieron impelidos a la modificación de sus marcos normativos y constitucionales e inmediatamente después toda Europa. Una de esas nuevas funciones institucionales fue la impartición de justicia constitucional. Este término es aplicado a las facultades ejercidas por cuerpos colegiados de jueces de cúpula denominados, según el país, Corte Constitucional, Suprema Corte, Sala Constitucional o Tribunal Constitucional; aunque con diferencias, todas comparten el control jurisdiccional de la constitucionalidad de la ley.1 Los derrotados Alemania e Italia comenzaron a poner en práctica esta nueva función en 1948 –Japón fue forzado por los aliados a implementar la Corte Constitucional–; después siguieron Portugal (1966), España (1978), Bélgica (1980). Posterior a la caída de la Unión Soviética, tanto Rusia (1991) como otros países bajo influencia soviética incorporaron la figura de Corte Constitucional. De tal forma que al término de los regímenes fascistas o comunistas y al emprender un acoplamiento más parecido al sistema estadounidense, comienza el periodo de transición, en el que la puesta en práctica de justicia constitucional resultó algo insustituible. A finales de la década de 1980 y principios de la siguiente, los países de América Latina fueron objeto de transformaciones sociales, económicas y políticas en el marco de la llamada transición a la democracia.2 Específicamente, en relación con la impartición de 1  Este

término será abordado en el apartado: “Inmunización de segundo orden: control sobre la ley”. de los más reconocidos autores sobre la transición latinoamericana, Guillermo O’Donnell la define en las siguientes palabras: “Entendemos por transición el intervalo que se extiende entre un régimen 2  Uno

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justicia, el fenómeno se llamó independencia judicial y fue coronada con la implementación de la justicia constitucional en todos los países de la región, sin excepción alguna: Panamá (1992), Colombia (1992), Argentina (1994), El Salvador (1994), Costa Rica (1994), Bolivia (1995), Ecuador (1996), Guatemala (1996), República Dominicana (1997), Honduras (2001), México (1995), Perú (2001) y (Inclán e Inclán, 2005). Una de las explicaciones que acompaña a este proceso histórico desde la Segunda Guerra Mundial, y que se replicó en América Latina en los últimos años, es la que habla de una independencia judicial impulsada desde fuera. Otra postura afirma que los cambios en la organización y funcionamiento de la justicia se deben a un pacto entre élites. Y por último, la vertiente que se desarrolla con mayor amplitud alude las características teórico-funcionales que permiten entender de mejor manera cómo es que se justifica y operan estas Cortes Constitucionales en América Latina, en un espacio entre la ley y la ciudadanía. La primera explicación acerca de la influencia del exterior sostiene que, para la última década del siglo xx, la expansión del capital internacional sumada a nuevas formas de acumulación e inversión a nivel global puso sus ojos en la región latinoamericana. Se presenta la paradoja de la independencia judicial en la región, impulsada desde fuera, sobre todo por organizaciones provenientes de Estados Unidos y algunos países europeos. El proceso de independencia judicial se inició con herramientas de intervención extranjera y con intenciones de inversión económica. La estrategia fue realizada por instituciones de financiamiento y capacitación de carácter internacional, cuyo objetivo fue hacer factible y atractiva la inversión extranjera en los países, tratando de revertir diversas situaciones conocidas a nivel mundial: corrupción, falta de Estado de derecho, atraso en la labor judicial, falta de reglas estables que brindaran certeza a los capitales que se pensaban invertir en esta parte del continente. Algunas de estas organizaciones que intervinieron de manera activa, con financiamiento, capacitación o consultorías, fueron el Banco Mundial (bm), el Banco Interamericano de Desarrollo (bid), el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (pnud), la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (usaid), el Centro Nacional para Tribunales Estatales (ncsc) y los Consultores dpk y Washington Office on Latin America (wola) (Nagle, 2003). La estrategia de estas instituciones, llamadas por Acuña y Alonso como “Bancos Multilaterales de Desarrollo”, alineó esfuerzos para fomentar el desarrollo y cambio inspolítico y otro […] lo característico de la transición es que en su transcurso las reglas del juego político no están definidas. No sólo se hallan en flujo permanente sino que, además, por lo general son objeto de una ardua contienda” (O’Donnell et al., 1994: 19). 84

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titucional en la región, por ejemplo el programa sobre el good governance encaminado “a modificar cuestiones como los servicios de salud, la flexibilización del mercado laboral, el mejoramiento del transporte y de la gestión pública, así como a fortalecer y mejorar la capacidad institucional de gobierno” (Acuña y Alonso, 2001: 1). Otro tipo de organizaciones generaron la conformación del Programa de las Américas del Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales (csis), con sede en Washington, y el Centro de Estudios de Justicia de las Américas (ceja), con sede en Santiago de Chile. Sobre la visión de cooperación en miras de desarrollo económico se ubica el trabajo de Edgardo Buscaglia y María Dakolias realizado para el Banco Mundial (1996). Sobre los resultados del grado de avance en América Latina de la independencia judicial, basta con consultar el clásico índice de Feld y Voigt (2003), que introdujeron la medición de facto y de iure, es decir, el desempeño judicial y sus marcos normativos en relación con el impacto positivo del crecimiento económico de los países. De una década a la fecha, los intereses internacionales que velaban por el comercio y buscaban un Estado de derecho mínimo en la región de América Latina fueron ampliados a la lucha contra el terrorismo y el narcotráfico. Ante la idea de la independencia judicial emergen estas dos amenazas y, en consecuencia, la preocupación de tomar medidas al respecto. Desde la segunda línea de explicación, el pacto entre élites, se plantea que el desenvolvimiento de las Cortes Constitucionales en la región latinoamericana tiene su asidero a partir del análisis del comportamiento de los jueces en sus relaciones de equilibrio y conflicto con los otros poderes: el comportamiento estratégico de los poderes, representado mediante su cúpula, es decir, los propios jueces constitucionales, los presidentes y los parlamentarios. La tesis principal es que el ejercicio de sus funciones se verá directamente afectado por la oportunidad política, que dependerá de la situación interna de cada poder y de la relación de alianza o conflicto entre ellos. Las principales tesis agrupadas bajo este esquema son el aseguramiento, la fragmentación y la del statu quo. Al tipo de reglas y reformas de carácter democrático que se comienzan a gestar en los regímenes que no lo son, dependiendo de su intencionalidad, se les puede denominar políticas de aseguramiento (insurance policy). Jodi S. Finkel (2009: 179) las define de la siguiente manera: “designadas para proteger la operación de un partido gobernante debilitado, en una arena política de creciente incertidumbre”. Esta tesis sostiene que ante escenarios de expectativa, de inestabilidad o de cambio en los regímenes políticos autoritarios, las élites pueden pactar la actuación de un tercero, un juez imparcial, que no haga el juego a la siguiente élite en persecución de la anterior. El enunciado principal de la fragmentación es que “el gobierno dividido tiende a apoyar la independencia judicial, mientras que el gobierno unificado la debilita” (Ríos y Helmke, 2010: 30). Desde esta tesis se explica que las actuaciones de los poderes ju85

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diciales, y en especial las Cortes Constitucionales, son calculadoras y en cierto sentido oportunistas, ya que utilizan los momentos en los que la capacidad de reproche de los otros dos poderes está disminuida de forma parcial o temporal. Y, por último, la élites políticas realizan cambios en sus mecanismos de toma de decisión bajo la expectativa de cambiar cosas para que todo continúe siendo igual, explicación del statu quo. Desde esta postura se sostiene la juristocracia, definida como: [...] la tendencia global hacia el empoderamiento judicial a través de la constitucionalización debe entenderse como parte de un proceso a larga escala donde la autoridad de tomar deci­ siones es cada vez más transferida por las élites hegemónicas desde las arenas de la toma de decisiones por mayoría hacia los organismos semiautónomos y profesionales tomadores de decisiones para aislar sus preferencias políticas de las vicisitudes de la política democrática (Hirschl, 2004: 7; traducción propia).

A partir de la intervención internacional y los pactos entre las élites políticas nacionales, de manera no excluyente, se explican sobre las transformaciones y mutaciones de la justicia, en particular de la justicia constitucional, así como la idea de derivaciones sobre el principio de la democracia deliberativa y sus alcances en estos contextos de influencia y pactos; todo ello en el ámbito de la justicia en los diversos países de América Latina. Sin lugar a dudas, la generalización de la justicia constitucional cambió en buena medida la forma de relación entre la política, la justicia y la sociedad. Estos cambios son parte de una transformación profunda de la relación estatal en esta región de América Latina. Pero ¿cómo se puede explicar el vínculo de las normas jurídicas, la justicia y la ciudadanía en estos denominados “tiempos de transición”?, ¿cuál es la función de la justicia constitucional? Este texto expone, desde una lógica de inmunización (desde la perspectiva de Roberto Esposito), el funcionamiento de esta justicia generada por las Cortes Constitucionales en su contexto legal y su relación con la ciudadanía, con énfasis en América Latina. Para ello resulta necesario exponer de manera breve: a) la visión de inmunización desde la que se construye este texto, y b) los tres órdenes de inmunización: la obediencia a la ley, el control jurisdiccional de la constitucionalidad de la ley y la intervención ciudadana. Así estarán expuestas las condiciones mínimas para plantear a la justicia constitucional bajo la visión de la inmunización y sus alcances.

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Visión inmunitaria desde la perspectiva de Esposito3 De manera evidente la obra de Roberto Esposito dista mucho de ser un método de análisis. Lo que se busca en este texto es plantear una lógica de posiciones y superposiciones de distintas fuentes legales, institucionales y de poder que, sin embargo, funcionan bajo los esquemas planteados por el autor de un veneno como “anticipación de la enfermedad”. A partir de la visión de comunidad, como un ente imaginario e inalcanzable, Esposito plantea una tesis interesante: lo que hace ser a la communitas es una deuda y por tanto un deber, dicho compromiso es generalizado. El autor señala: [...] communitas es el conjunto de personas a las que une, no una propiedad, sino jus­ tamente un deber o una deuda. Conjunto de personas unidas no por un más, sino por un menos, una falta, un límite que se configura como un gravamen, o incluso una modalidad carencial, para quien está afectado, a diferencia de aquel que está exento o eximido (Esposito, 2007: 30).

En el pensamiento de Esposito, la realización, incluso idealizada, de la communitas implica de manera necesaria, paradójicamente, a su contrario. Por un lado, está la deuda en general de los miembros de la comunidad y, por el otro, aquellos que no le deben nada: “la communitas está ligada al sacrificio de la compensatio, mientras que la inmunitas implica el beneficio de la dispensatio” (Esposito, 2007: 30). De cualquier forma, no sólo se trata en este sentido de su contrario; la immunitas se enfrenta a la comunidad, “más que de una fuerza propia, se trata de un contragolpe, de una contrafuerza, que impide que otra fuerza se manifieste” (Esposito, 2005: 17). La idea bajo la que opera la immunitas “es aquella, clásica, del phármakon, entendido desde el origen de la tradición filosófica en el doble sentido de medicina y veneno” (Esposito, 2005: 27). Aquello que puede matar a la comunidad la mantiene viva, ya que el mecanismo de su funcionamiento “reconstruye los límites amenazados por el poder colectivo del munus […] dado que la relación y la alteración no son una posibilidad patológica, sino la forma originaria de la comunidad, esto significa que el derecho, al inmunizarla, la invierte, volviéndola su opuesto” (Esposito, 2005: 36). 3  La

frase obedézcase pero no se cumpla es la condensación de la figura milenaria del control: una orden que necesita de su desobediencia en algún momento para subsistir y seguir funcionando en otras circunstancias; la immunitas es un esfuerzo lógico pero sobre todo útil para la explicación de una relación similar entre la ley, la justicia constitucional y la ciudadanía. 87

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En el desarrollo y utilización de esta idea, bajo una mirada más empírica, Esposito sostiene la relación innegable entre el concepto de immunitas y el derecho. Afirma que si bien las sociedades pueden organizarse bajo un esquema de don/deuda, aquello que permite a ese esquema seguir adelante son las contrafuerzas y los venenos que brindan las normas jurídicas. Por lo menos hay dos enunciados imprescindibles para entender esta postura: 1) “¿es posible imaginar una comunidad desprovista de protección jurídica respecto del potencial destructivo que la recorre y la lacera? 2) la tesis que pretendemos sostener aquí es que el sistema jurídico funge de sistema inmunitario de la sociedad” (Esposito, 2005: 67). Con la primera frase se hace explícito que la comunidad necesita ser “protegida” de sí misma, de su autodestrucción. La segunda sostiene que su phármakon es el sistema jurídico. En este sentido, aquí se busca, por lo menos, dejar planteadas las bases para poder sostener que: 1) El control jurisdiccional de la constitucionalidad de la ley es el sistema inmunitario de los sistemas jurídicos constitucionales actuales. 2) Y, más aún, al formarse esta figura de protección de control sobre la ley, aparece necesariamente una nueva forma de protección de tercer orden, que consiste en una forma especial de intervención ciudadana. Como ya se planteó, una de las figuras centrales de este planteamiento es la Corte Constitucional, que ejerce el papel de tercera persona, en los propios términos de Esposito. La figura del juez en general no pertenece a las disputas cotidianas entre miembros de la comunidad; es una entidad que, al no estar entre ellos, queda autorizada a intervenir y cuenta con la posibilidad de bosquejar una solución a un conflicto, que de otra forma llevaría al enfrentamiento directo y a una posible autodestrucción entre pares, entre miembros de la comunidad. Este mismo principio fue expuesto en el Ensayo sobre el gobierno civil, en donde John Locke se pregunta “¿quién será el juez para sentenciar si el monarca o el poder Legislativo obran en contra de la misión que se les ha confiado?” (Locke, 2008: 228). El juez, como una tercera persona, sobrepasa el hecho de agregar un miembro más a una relación de pares, sale de su discurso, de su posición. En la relación que se construye en la justicia constitucional, los parlamentos obedecen a sus propias lógicas, en el mejor de los casos a una representación política, de elección directa, de trato y respuesta direc88

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ta con sus electores. En cambio, los jueces constitucionales mantienen sólo una relación directa con la constitución.4 Los tres órdenes de inmunización Inmunización de primer orden: obediencia a la ley La primera deuda con la comunidad nos lleva a ejercer un primer (y en ocasiones único) pago: la obediencia a la ley. Desde muy distintas perspectivas se ha explicado este fenómeno. Según Hobbes la obediencia a la ley se da por conveniencia racional, ante la amenaza latente de que todos nos matemos entre todos, sintetizada bajo el aforismo latino homo homini lupus (el hombre es lobo del hombre). En su denominada segunda ley de la naturaleza, Hobbes da su fundamento de comunidad y de la obediencia a la ley.5 En Rousseau la obediencia a la ley es un ejercicio racional, pues cuando uno mismo da las leyes, al obedecerlas se obedece a uno mismo. Así es su clásico planteamiento: “cómo encontrar una forma de asociación que defienda y proteja, con la fuerza común, la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual cada uno, uniéndose a todos los demás, no obedezca más que a sí mismo y permanezca, por tanto tan libre como antes” (Rousseau, 1983: 41). Esa forma de asociación es el contrato social, que lanza rápidamente a la ley como forma de conservación, como forma de inmunización. Rousseau concibe la necesidad de la ley ante la insuficiencia del “acto primitivo [comunidad] por el cual este cuerpo se forma y une [que] no determina nada de lo que debe hacer para conservarse”. Esa conservación corresponde a la inmunización de primer orden, a la ley. La forma moderna de gobierno se sostiene también desde el pensamiento de Rousseau: es el gobierno por medio de representantes, en el mejor de los casos elegidos bajo el esquema de votación, dadas 4  Esposito sostiene que la “tercera persona escapa a esta dialéctica [intercambio de lenguaje entre sujetos], por cuanto no se diferencia de las dos primeras, sino que abre un horizonte de sentido ajeno por completo a ellas. Con la tercera persona ya no está en juego la relación de intercambio entre una persona subjetiva, él, y una persona no subjetiva, representada por el tú, sino la posibilidad de una persona no personal o, más radicalmente, una no-persona” (Esposito, 2009: 154). 5  En su obra Leviatán, Hobbes refiere la segunda ley de la naturaleza: “que uno acceda, si los demás consienten también, y mientras considere necesario para la paz y defensa de sí mismo, a renunciar este derecho a todas las cosas y a satisfacerse con la misma libertad, frente a los demás hombres, que les sea concedida a los demás con respecto a él mismo” (Hobbes, 2004: 107).

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algunas complicaciones, como el número inmanejable de personas y las condiciones de espacio, tiempo e incluso climáticas para participar en asambleas, deliberar y darse la ley. Es por ello que Rousseau advierte peligros ante este mecanismo de darse la ley mediante representantes. Para Kant hay un elemento esencial compartido entre la cuestión ética y la cuestión jurídica. Se trata del carácter universal de las reglas de conducta. En La paz perpetua, sostuvo que “las acciones referentes al derecho de otros hombres son injustas si su máxima no admite reconocimiento general” (Kant, 2000: 243). La noción kantiana de lo injusto tiene relación con lo que cada quien quiere para sí, sin tener consideración de las demás personas. Ese comportamiento es controlado por la ley, aun si se tratara de un pueblo de demonios.6 La aspiración al reconocimiento universal arrastra incluso a aquellos que no están de acuerdo con la ley, simplemente hay que obedecerla, dejando siempre el lugar aparte al tribunal de la conciencia. Inmunización de segundo orden: control sobre la ley ¿Cuál es la necesidad contemporánea (y antigua) del control sobre la ley? Aunque aprobada directamente (en asambleas de ciudadanos en la antigüedad) o mediante representantes (parlamentarismo moderno), incluso por unanimidad, la ley puede rebasar los propios límites bajo los cuales se supone que debe de funcionar (mantener a salvo a la comunidad de sí misma). La asamblea, o si se prefiere la voluntad general, puede equivocarse (Rousseau, 1983: 58) y llegar al extremo de convertirse en la tiranía de la mayoría en términos de Alexis de Tocqueville.7 ¿Qué pasa cuando este fin instrumental, este fin de conservación (e inmunización) de la ley no es suficiente? En términos kantianos, una vez que la ley ha sido aprobada, por efecto del don/deuda comunitario, hay obligación de obedecerla sin más. Esta cuestión ha sido ampliamente discutida desde hace muchos años. En Grecia se contemplaba un procedimiento que estaba encaminado a poner bajo revisión las decisiones de la 6  Félix

Ovejero (2008) escribió un libro con vertiente kantiana sobre democracia, liberalismo y republicanismo utilizando esta frase. 7  Sobre el poder absoluto y sin frenos que podría tener el sistema de decisión política mediante mayorías, Alexis de Tocqueville señala: “No hay, pues, sobre la tierra, autoridad tan respetable en sí misma, o revestida de un derecho tan sagrado, que yo quisiese dejar actuar sin control y dominar sin obstáculos. Así, pues, cuando veo conceder el derecho y la facultad de hacer todo a un poder cualquiera, llámese pueblo o rey, democracia o aristocracia, ejérzase en una monarquía o en una república, digo: ahí está el germen de la tiranía, y me marcho a vivir bajo otras leyes” (Tocqueville, 2008: 163). 90

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asamblea; Pierre Rosanvallon explica que era una forma de enmendar los errores y de proteger al pueblo de sus propias decisiones.8 Una figura semejante es la del tribunado, destacada por Rousseau en El contrato social. Las funciones de este tribunado eran complementar la promulgación y la ejecución de la ley por medio de su defensa, en una función correctora. Esta posición estratégica lleva al pensador francés a resaltar esta figura como un peligro en potencia, el cual debía ser utilizado sólo en casos extraordinarios. Ser el vigilante de las leyes puede implicar a la vez ser “el más firme sostén de una constitución; pero por poca fuerza que tenga de más puede trastornarlo todo” (Rousseau, 1983: 184). Desde la tradición estadounidense de El Federalista (1787), inspirada en la idea de separación funcional de poderes con la que se busca equilibrio entre éstos, se dotó de facultades al poder Judicial para ejercer un control sobre la ley. Este poder consiste en la revisión de las leyes expedidas por el Congreso bajo un criterio marcado por la propia lectura judicial de la Constitución, con el fin de que no cometieran dos violaciones esenciales: el no respeto de los otros poderes públicos y de los derechos de los ciudadanos. A partir de El Federalista se inició una tradición política articulada por la idea de que los jueces obedecen directamente la Constitución, incluso ignorando las leyes ordinarias. Las llamadas Cortes Constitucionales, aunque pueden llegar a ejercer otro tipo de facultades, tienen este papel prominente (este texto sólo se refiere al control jurisdiccional de la constitucionalidad de la ley).9 Las cortes contrastan si las leyes aprobadas por los parlamentos son o no acordes con la Constitución. De encontrarse que discrepan, estos jueces determinan su inconstitucionalidad, dicha ley deja de surtir sus efectos ante toda la población, de manera generalizada. La vigencia de la Constitución está encargada a esta institución judicial pero cuyo encargo es específicamente velar que las leyes estén acordes al texto de la carta magna. En un fragmento Kelsen sostiene: 8  “El procedimiento de graphe paronomon podía ser iniciado por cualquier ciudadano que afirmara bajo juramento que consideraba como inconstitucional un decreto de la Asamblea. La noción de inconstitucional era amplia porque, más allá de la acepción jurídica del término podía extenderse de manera más sustancial a decisiones consideradas inoportunas o perjudiciales para los intereses de la colectividad […] el procedimiento era así una manera de proteger al pueblo de sí mismo: los decretos cuestionados, en efecto necesariamente habían sido votados por la asamblea de ciudadanos, incluso a veces por unanimidad. Pero el pueblo podía haber sido engañado en la ocasión por los oradores que habían introducido la propuesta” (Rosanvallon, 2011: 198). 9  Otras facultades que se atribuyen a la justicia constitucional son control sobre actos del poder Ejecutivo (controversias constitucionales en México), los juicios de protección de derechos ciudadanos (amparo en México) y revisión sobre la legalidad del proceso legislativo de creación de leyes (sin referencia en México).

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[...] únicamente puede hallarse efectivamente garantizada si un órgano distinto del Legislativo tiene a su cargo la tarea de comprobar si una ley es constitucional y de anularla cuando –de acuerdo con la opinión de este órgano– sea inconstitucional. Puede existir un órgano especial establecido para este fin, por ejemplo, un tribunal especial, el llamado tribunal constitucional (Kelsen, 1995: 186).

Una actividad tan valiosa como ser el defensor de las leyes, cuando tal poder invade a los otros, puede hacer que un gobierno degenere en “tiranía cuando usurpa el poder Ejecutivo, del cual es sólo moderador y quiere disponer de las leyes que debe proteger” (Rousseau, 1983: 184). La amenaza de un poder así debe estar restringida. Esta función es tomada con cautela y se dice que debe ser un poder separado, controlado y no permanente. Dicha institución latina es ubicada por Rousseau en su tiempo en la figura de un censor, que ejerce acciones semejantes al elevarlo a la posición de un órgano de la propia opinión del pueblo, que “tan pronto como se descarría o se separa de este camino, sus decisiones son nulas e ineficaces [ya que el] juicio puede inducir a error, hay que tratar de regularlo” (Rousseau, 1983: 191). Ha de concederse que tanto la referencia griega como la romana tienen en común una relación con la justicia constitucional estadounidense, pasada por Europa e instaurada en América Latina. El punto convergente es que una disposición legal, con un procedimiento de aprobación que implica la voluntad de un pueblo, una asamblea o un parlamento, que directa o indirectamente manifiesta dicha voluntad, es sobrepasada por una figura contramayoritaria que tiene la capacidad (también proveniente del propio esquema normativo) de anular la ley. En el caso griego, cualquier ciudadano puede activar el procedimiento y el juicio a la ley es llevado a cabo por ciudadanos elegidos por sorteo. Para los romanos, la figura central es un notable de destacado prestigio y que puede vacilar ante la contención de las leyes injustas. Para el caso contemporáneo, es un órgano legal denominado Corte Constitucional el que ejerce dicho encargo. Otro elemento en común que se presenta en estos tres esquemas de control de la ley es que debe existir un parámetro a partir del cual debe ser anulada la ley: la injusticia, la inoportunidad en los griegos, el temor a la concentración total del poder o hasta la primacía de los principios establecidos en la Constitución de los Estados modernos. La reconsideración de las normas jurídicas, ya aprobadas, a partir de un dispositivo activado por un solo ciudadano o un pequeño grupo de personas, aparece, en un primer momento, como todo lo contrario a la voluntad de la asamblea, que representa a la comunidad. ¿Cómo es posible que el juicio de uno pueda llegar a ser superior al de todos aquellos que teniendo la ley de su lado votaron para aprobar una nueva ley? 92

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El principio ordenador (inmunizador) de la sociedad es el sistema jurídico. En cuanto a su vigencia plena y, sin embargo, bajo esta noción griega del graphe paronomon, el tribunado romano o la justicia constitucional contemporánea se conciben como una inmunización de segundo orden, en la que se protege a la comunidad de sus propias leyes. En ese sentido constituye una pequeña invasión de lo contrario a lo que se busca proteger y dar vida. La ley es el principio al que todos nos debemos, nos damos y obedecemos. No obstante, para mantener su vigencia, es necesario aplicar un veneno, que no obedece a las leyes de la aplicación general ni a la voluntad del pueblo o sus representantes, sino al juicio de uno o unos pocos. Así, la ley con su aplicación y vigencia, en este caso, ocupa el lugar de la comunidad, al ser la cuestión compartida y a veces inalcanzable; y para poderse mantener entre nosotros ha de ser controlada de los propios abusos en que ella misma puede incurrir. Esta inmunización dada por el control de la ley es precisamente su contrario y, por tanto, su objeto necesario para su continuidad. Como todo buen veneno, ha sido entendido también aisladamente y no como parte necesaria de un sistema inmunitario. El control sobre la ley ha tenido sus fuertes opositores. Ya para la última etapa, la de justicia constitucional, los más destacados críticos son Edouard Lambert (2010) y Carl Schmitt (Schmitt y Kelsen, 2009). Para uno y otro, dicho control sobre la ley es un exceso, un peligro que puede rebasar, como advierte Rousseau, al poder creador de las leyes. Este peligro es el que dará paso al siguiente orden de inmunización. Por cierto, Schmitt advierte un peligro relacionado con la función suprema de la ley y la incapacidad del poder judicial (o la Corte Constitucional) de manejar dicha facultad. El autor alemán afirma que “ante todo la justica queda sujeta a la ley, pero por el hecho de situar la sujeción de la ley constitucional por encima de la sujeción a la ley ordinaria, el poder Judicial no se convierte en defensor de la Constitución, en un Estado que no es un mero Estado Judicial, no es posible que la Justica ejerza semejantes funciones” (Schmitt y Kelsen, 2009: 39). Asimismo, Schmitt acusa de reduccionistas a aquellas posturas que apoyan a la función inmunitaria del control constitucional de la ley.10 Desde la visión de Lambert se determinan fielmente todos aquellos elementos que se resistían en el viejo régimen europeo anterior a la Segunda Guerra Mundial. 11 10  Carl Schmitt señala: “[...] lo más cómodo es concebir la resolución judicial de todas las cuestiones políticas como el ideal dentro del Estado de Derecho, olvidando que con la expansión de la Justicia a una materia que acaso no es ya justiciable, sólo perjuicios pueden derivarse para el poder Judicial” (Schmitt y Kelsen, 2009: 41). 11  Edouard Lambert afirma que “en los Estados Unidos, la alteración del equilibrio se ha producido a favor del poder Judicial, que ha sometido a los otros dos a su control y ha establecido de esta forma,

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Queda al descubierto el peligro político de este tipo de labor judicial que Rousseau y Schmitt sostuvieron. En el siglo xx sobran razones de precaución sobre entregar poderes a los jueces, pues a partir de ello la política tradicional de gobernante y parlamento puede descontrolarse después. Lambert (2010: 10) pregunta “¿para qué afrontar riesgos?”. Desde el propio Rousseau, hasta Lambert y Schmitt, se encuentra una preocupación común y compartida con la dinámica de la inmunización de segundo orden. La dinámica de inmunización no se detiene ahí. Que la comunidad no destruya la comunidad, para ello creamos la ley; que la ley no destruya a la Constitución con abusos de las decisiones mayoritarias, para ello está el control constitucional de la legalidad. Pero ¿qué hacer ante el inminente abuso de dicho control de la justicia constitucional, de la que se advierte desde los inicios de su instauración como un severo peligro? Inmunización de tercer orden: ¿intervención ciudadana? En el último escenario se planteó la amenaza del abuso de poder Legislativo y de la autodestrucción de ese poder que ahora detentan las nuevas Cortes Constitucionales que evitan una tiranía de la mayoría, al ajustar las leyes no sólo al voluntarismo de la población o los parlamentos, sino también a la Constitución. Como precisamos al inicio, después de la primera mitad del siglo xx, el vigilante institucional por excelencia en materia política, dada su generalización a nivel global, son los jueces que conforman las Cortes Constitucionales. No obstante, a partir de la década de 1970 y con más fuerza en los últimos 20 años, alguien está “usurpando” las funciones de vigilante. Se trata de la ciudadanía que, en un proceso de desmasificación, aparece en un primer momento como en un estado de pasividad. Dicha tesis es refutada por el mismo proceso anunciado desde Kant y el proyecto ilustrado. En su famoso artículo “¿Qué es la ilustración?”, Kant argumenta de manera más vívida que “el uso público de su razón le debe estar permitido a todo el mundo” (Kant, 1981: 28-29) y califica de “entendidos” a aquellos que gozarán de ser escuchados. Su apuesta por los ilustrados llega a tal punto que en un “artículo secreto de la paz perpetua” pone en alto la legitimidad del discurso ilustrado. El fragmento es el siguiente:

un régimen de gobierno de los jueces” (Lambert, 2010: 21). Sobre la justicia constitucional en épocas de transición señala que “[...] el procedimiento de revisión constitucional es difícil de poner en movimiento y lento para llegar a buen puerto” (Lambert, 2010: 10). 94

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No quiero decir que el Estado deba dar preferencia a los principios del filósofo sobre las sentencias del jurista –representante de la potestad pública–, sino sólo que debe oírlos. El jurisconsulto, que ha elegido como símbolo la balanza del derecho y la espada de la justicia, suele usar la espada, no sólo para apartar de la balanza todo influjo extraño que pueda perturbar su equilibrio, sino a veces también para echarla en uno de los platillos –voe victis–. El jurista que no es filósofo al mismo tiempo –ni en cuanto a la moralidad–, siente una irresistible inclinación, muy propia de su empleo, a aplicar las leyes vigentes sin investigar si estas leyes no serían acaso susceptibles de un perfeccionamiento (Kant, 2000: 235).

Lo que resalta de este párrafo es esta fisura de la obediencia a la ley sin más. El juez la aplica y se acabó, pero tratándose de los enterados, la justicia por lo menos debe escuchar. Se percibe en este fragmento el eco de un mal que se debe corregir, es la ley que pide su veneno, una postura que la contenga en su despliegue universalizante. Si bien son las normas jurídicas las que pueden hacer que una “comunidad de demonios” pueda ser domesticada, la ley a su vez necesita de una corrección, de un perfeccionamiento, de un control de controles, más allá del juez, el ilustrado. El juez debe ser una persona elegida para ocupar dicho cargo público, pero el enterado puede ser cualquiera. De este punto se sostendrán discursos como el de Rawls,12 con su razón pública educada y de Habermas con su idea de sociedad civil.13 En la actualidad 12  Rawls propone el uso de la razón pública como “[...] característica de un pueblo democrático: es la razón de sus ciudadanos, de aquellos que comparten la calidad de ciudadanía en pie de igualdad. El sujeto de su razón es el bien público: lo que requiere de la concepción de la justicia de la estructura básica de la sociedad, de las instituciones, y de los propósitos y finalidades a los que debe servir. Por tanto la razón pública es pública de tres maneras: como la razón de los ciudadanos como tales, es la razón de lo público; su sujeto es el bien del público y sus asuntos son los de la justicia fundamental, y su naturaleza y contenido son públicos, dados por los principios ideales que expresa la concepción de la sociedad acerca de la justicia política, y conducidos a la vista de todos sobre esta base” (Rawls, 1999: 204). 13  Habermas (1999: 233) sostiene que “de acuerdo con la concepción republicana, el status de los ciudadanos [está determinado por] los derechos cívicos, principalmente los derechos de participación y comunicación”. Por este motivo la forma y el procedimiento de aprobación de las decisiones incluso llega a superar el contenido de éstos, siempre y cuando se dé por supuesta la inclusión del otro. En este planteamiento hay un supuesto fuerte sobre la disposición a deliberar de parte los sujetos. Su teoría parte de una buena fe de los actores políticos: si hablan, es para tratar de convencer y no de imponer, y si escuchan es para que, llegado el caso, puedan ser convencidos por razones distintas a las propias. Así, Habermas suscribe la versión de Michelman sobre que “la deliberación […] hace referencia a una cierta actitud propicia a la cooperación social, a saber, a esa disposición abierta a ser persuadido mediante razones relativas a las demandas de los otros tanto como a las propias. El medio deliberativo es un medio bienintencionado para el intercambio de puntos de vista –incluyendo los dictámenes de los participantes acerca de su manera de comprender sus respectivos intereses vitales– […] en el que un nuevo voto, sea cual sea, representa un conjunto de juicios” (Habermas, 1999: 237).

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las organizaciones de esta sociedad civil, las llamadas organizaciones no gubernamentales, tienen un papel relevante en esta forma de intervención ante la propia justicia. En una de sus más tecnificadas expresiones se habla de la forma en la que el perfil del think-tank (Parsons, 2007: 184) ha ido tomando posición, desde hace tres décadas hasta la fecha, a nivel gubernamental, parlamentario y también judicial. Sin embargo, estos “contenedores de pensamiento” no forman parte directa del aparato estatal, aunque suelen intervenir, desde la llamada sociedad civil, en decisiones fundamentales de los gobiernos, los congresos y los poderes judiciales. Ante la complejidad de las formas jurídicas, el exceso de formalismos y el amplio conocimiento que implica llevar un juicio ante las autoridades judiciales, ciertos sectores de la sociedad, colegios de abogados, universidades, grandes firmas o despachos y organizaciones no gubernamentales, que previamente han hecho acopio del conocimiento jurídico, concentran su atención y la canalizan en defensa de derechos en particular. Desde ese estado de especialización, los llamados “activistas” al colocar su atención y usar su influencia en los medios de comunicación y difusión masiva, hacen visibles para toda la sociedad los juicios más relevantes en diversas materias. El simple hecho de tener la suficiente pericia para observar y discriminar qué tipo de controversias y qué alcances puedan tener los distintos juicios que conocen las Cortes Constitucionales, hace posible que se ponga atención generalizada sobre dichos temas. Madison, hace casi 200 años, meditó sobre la participación de la población en los juicios constitucionales y advertía sobre “los efectos de esos malos humores que las artes de los hombres intrigantes o la influencia de coyunturas especiales esparcen a veces entre el pueblo” (Madison, Hamilton y Jay, 2001: v333). Este autor dejó plenamente caracterizado cuál era su más grande rival de la justicia constitucional, aquellos malos humores del pueblo, que no debían intervenir en la labor judicial y menos al tratarse de la revisión constitucional de las leyes. Se trata de una apuesta social, en la salida que había encontrado la justicia, y más aún la justicia constitucional, de cerrarse a los ciudadanos. Era el argumento de la especialización el que se esgrimió para justificar la restricción del acceso, físico e intelectual, a la justicia. La mayor parte del tiempo se ejercen litigios estratégicos, como una forma de que un sector reducido de los advocacy goups intervenga, y bajo el principio de reiteración de juicios logra precedentes que guían todos los criterios judiciales en la materia. Desde los estudios enfocados a la intervención del think-tank a nivel judicial, se ha consolidado toda una línea de trabajos denominados de “movilización legal”. Los principales expositores de esta línea de pensamiento son McCann, Holzmeyer, Zemans, Epp, Brigham y Nader. De forma general, el enfoque sobre movilización legal 96

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proveniente de Estados Unidos es casuístico, es decir, sus análisis se fundan en casos específicos que analizan bajo los supuestos de participación efectiva de activistas (ciudadanos especializados) y la movilización como sólo una de las estrategias de intervención en la justicia.14 Una figura jurídica que refleja este planteamiento es el amicus curiae. En su definición clásica, el “amigo de la corte”, es una persona que, sin ser parte formal en un juicio, tiene un fuerte interés en aportar elementos en el juicio para una correcta decisión del juez. Según Frank M. Covey, el amigo de la corte “debe atender a ayudar a la corte, en vez de ayudar a las partes […] trayendo sólo la verdad y no falsa información […] implica la participación amistosa del abogado para recordar a la corte algún asunto de la ley que haya escapado de la atención del tribunal o por considerar que está equivocado” (Covey, 1959: 30). Es un auxiliar del juez, que no tiene, ni debe tener, interés en que una de las dos partes de un juicio obtenga beneficio alguno, sino que su objeto de ayuda es la recta administración de justicia. Bajo estas figuras, los jueces constitucionales reconocen el derecho a participar en los juicios, pero también una necesidad apremiante de que la justicia debe ser complementada con elementos provenientes de la ciudadanía. Sin embargo, no se refiere a cualquier tipo de ciudadano sino que hay una calificación de experiencia que deben reunir aquellos ciudadanos que pretendan acudir a las Cortes. Se les denomina “intervenciones ciudadanas” no porque la generalidad de los ciudadanos acudan a las Cortes a revisar, enfrentar y corregir el trabajo de los jueces, sino porque se distinguen de los ámbitos de creación de la ley (diputados o miembros de los parlamentos) y de aquellos que aplican la ley (los jueces). No obstante, queda absolutamente claro que se trata de ciudadanos con características específicas que hacen compatible su entrada a las cortes. Para Michel Foucault la sociedad civil es en algún sentido motor de la historia, al oponerse o acompañar al gobierno en determinados casos. No obstante, uno de los 14  La movilización legal tiene entre otros los siguientes atributos: “a) Los ciudadanos (activistas) pueden movilizar la ley. Sobre todo los grupos organizados tienen capacidad de incidir en la agenda judicial (selección y atención de asuntos e incidir en procedimientos y resoluciones). b) Una vía de la movilización legal es hacer llegar sus peticiones a los jueces de manera directa aunque no sean partes formales en los juicios. c) La interposición de juicios es sólo una vía de acción que se inscribe dentro de una estrategia discursiva más amplia. Los argumentos de los activistas cobran importancia cuando son o no reconocidos por los jueces, ya sea provenientes de los recursos legales o de fuera de ellos. d) El reconocimiento o distanciamiento de los jueces de las posturas de los activistas influye de manera importante en qué tipo de estrategias y sobre qué asuntos intentarán movilizar legalmente en el futuro. e) Los jueces, por su parte, dan un resultado (sentencia) sobre el cual son profesionales en su técnica y principiantes en la recepción de peticiones ciudadanas (ante la movilización legal)” (Sotelo, 2010: 43).

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atributos necesarios para que esta relevancia tenga lugar es la división del trabajo dentro de esta sociedad civil. Son pequeños grupos de personas encargadas de examinar, consultar y deliberar en “fracciones más selectas” (Foucault, 2010: 346). Estas personas, encargadas de reflexionar, ordenan al resto de la sociedad que se pliega a ellos. El mismo autor sostiene que estas fracciones selectas de la sociedad son producto de una técnica gubernamental dispuesta para administrar la inconformidad social. En todo caso, en la alegoría de la banda de Moebius, nos encontramos con el final de la escalera, cuyo primer elemento del cual nos debemos proteger es de la comunidad y el último eslabón es la propia comunidad controlándose a sí misma, en un punto más delgado y en forma de sociedad ilustrada. Son estos ciudadanos ilustrados y selectos quienes, desde muy distintos ámbitos del conocimiento y la acción, controlan en alguna medida la función primordial de las Cortes Constitucionales, el regreso de intereses no totalmente públicos, en el sentido de la representación política, sino de unos intereses en principio de ciencia, de reflexión y de corrección, según la versión deliberativa de Habermas, visión de fuerte inspiración kantiana. Esta figura de amigo de la corte es reconocida jurídicamente en casi todos los países de América Latina. La Corte Suprema de Argentina contempla la figura de amicus curiae como la institucionalización de la intervención de los ciudadanos en cierto tipo de juicios estimados de trascendencia colectiva o interés general, con el fin de permitir que terceros, es decir, personas que no son partes formales en el juicio, puedan participar en él. A pesar de que la apertura y la motivación del instrumento menciona la participación ciudadana, en el cuerpo del texto se habla de que “el Amigo del Tribunal deberá ser una persona física o jurídica con reconocida competencia sobre la cuestión debatida en el pleito”, en términos de la Acordada 28/2004 de la propia Corte Argentina. Por otra parte, respecto a la pregunta de en qué medida importan las opiniones ciudadanas, el propio texto de la Acordada argentina dice que “no vinculan a ésta pero pueden ser tenidas en cuenta en el pronunciamiento del Tribunal”. Es importante apuntar que las aristas “elitistas” y de no compromiso (no vinculación) son deudas importantes que quizá con el paso del tiempo irán tomando su curso. En el caso de Colombia se incorporan a agentes externos a la revisión de los juicios mediante una invitación realizada por la Corte “a las organizaciones privadas y a expertos en las materias relacionadas”, en términos de su Decreto 2067 de 1991. La Suprema Corte en México puede “convocar a especialistas en distintas disciplinas para que comparezcan ante ella a emitir su opinión experta sobre temas vinculados con las controversias constitucionales […] para el esclarecimiento de conceptos técnicos ante el Tribunal en Pleno”, según su Acuerdo General 10/2007. 98

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Uno de los casos más claros en la región latinoamericana es el que tiene que ver con derechos reproductivos, ya sea por penalización o despenalización del aborto, prohibición de la píldora del día siguiente o manipulación de células madre. En las Cortes Constitucionales, los activistas han desempeñado un papel de suma importancia para hacer la diferencia país a país, sobre el estado actual de libertades o restricciones de derechos como resultado de los respectivos juicios constitucionales. Los principios de esta intervención “ciudadana” especializada en los juicios constitucionales vuelven a sobreponer una forma de control que es contraria a la especificidad de la institución que controlan. Se trata en este caso, sí de vigilar, denunciar y calificar la actuación de las Cortes Constitucionales, pero también de incidir sobre sus decisiones jurisdiccionales. La independencia judicial asegura de alguna forma el alejamiento de las presiones populares, parlamentarias y de gobierno al momento de anular o no una ley; sin embargo, tales presiones regresan, pero de forma distinta, en contra de las cortes. Es un retorno no como un reclamo directo, sino en clave técnica y científica, en el cual no son, ni por mucho, la totalidad de ciudadanos los que participan de esta nueva “mutación” de la participación ciudadana (en términos de Rosanvallon). En contra de los abusos que puedan llegar a ejercer las Cortes Constitucionales en su quehacer de revisión y, en su caso, anulación de leyes, bajo un supuesto criterio de juicio, corrección y racionalidad, se presenta esta inmunización de tercer orden en forma ciudadana, pero más bien de activista que se convierte en maestro de los jueces. Al final de cuentas, de lo que se trata es del orden social, de la comunidad, de la obediencia a la ley, de frenar los abusos de la ley. Pero ¿cómo se justifica que ciertos círculos de ilustrados o enterados (en términos de Kant) puedan manipular las leyes que nos son comunes a todos?, ¿qué pasa con el concepto de tercera persona, si aquel que, directa o indirectamente, es juzgado participa también como juez de su propia causa? Éste es el veneno de la justicia constitucional, no en términos de descalificación sino en términos de explicación, bajo una lógica de inmunización desde el pensamiento de Roberto Esposito. Se trata de una pequeña dosis de intervención ciudadana ante una institución que reviste su poder de anular las leyes gracias a su supuesta independencia.15 15  Una

crítica directa a este planteamiento de dinámica ciudadana la ha desarrollado Slavoj Žižek, quien hace una distinción especial entre la interactividad y la interpasividad. Desde la cuestión interactiva, los sujetos pueden actuar a través de otros siendo pasivos, como en los sistemas de representatividad parlamentaria, es decir, los ciudadanos delegan a otros la actividad, y aun permaneciendo en estado pasivo, en realidad se encuentran actuando. O sucede más bien al contrario: que desde la interpasividad, a pesar de realizar actividades, dicha actividad es precisamente para que los sujetos queden inmóviles, es decir, en estado pasivo. En palabras de Žižek: “si, en la interactividad, soy pasivo siendo, no obstante ‘activo’ a través de otro, en la interpasividad actúo, no obstante, pasivo a través de otro” (Žižek, 2008: 116). 99

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Ideas finales De algún modo, la utilización del pensamiento de Esposito para el planteamiento de cuestiones de política judicial puede resultar una especie de falsificación o abuso. Este texto es sólo un ejercicio interpretativo guiado por una lógica de poderes y contrapoderes, caracterizada no por el equilibrio de fuerzas, como sería en el caso del pensamiento de Foucault, sino por una fuerza que es precisamente aquello que la puede matar desde el seno de la cosa misma. Muchas explicaciones y teorías se han vertido sobre las dos primeras formas de inmunización aquí planteadas (obediencia a la ley y control sobre la ley); sin embargo, dichas aportaciones llevadas al extremo actual de la aparición de nuevas formas de participación ciudadana, especializada y casi científica, no alcanzan a dar explicación de ello. El objetivo de este texto fue plantear una escalada de inmunización, que no se agota en el peldaño de la ley, sino que continúan apareciendo otros, aunque de forma menos generalizada sin demeritar su fundamental papel en la continuidad de su escalón superior inmediato. La comunidad puede ser tomada como este universo de objetos a pensar, de los cuales la ley y su orden no alcanzan a ser omnipresentes, no obstante protegen a la comunidad de sí misma. La justicia constitucional de manera evidente no se aplica ni por mucho a todas las leyes, pero que tal justicia funcione en algunas de éstas marca un parámetro para otras leyes. Y de igual forma no en todos los juicios constitucionales la ciudadanía obtiene presencia, pero su intervención selectiva comienza a ejercer un cierto control sobre las Cortes Constitucionales. De forma gráfica se expone en el Esquema 1: Esquema 1. Dinámica de inmunización Comunidad Ley Control judicial de la ley Intervención del ciudadano/activista

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Dentro de una comunidad, aparece la violencia de la ley y la necesidad imperante de obedecerla sino se quiere perecer por los peligros inmanentes a la comunidad. Dentro de los marcos legales aparecen controles (control judicial de la constitucionalidad de la ley) que evitan que la ley perezca por los propios excesos que ella misma puede generar. ¿Será entonces el caso que ante el control judicial de la ley surge una intervención que la controla e inmuniza con una dosis de intervención de activistas que la vigilan, denuncian y califican? La figura del amigo de la corte en la actualidad denota un nuevo rasgo. Ahora se ubica como una persona o grupo que, teniendo interés directo con una de las partes del juicio, interviene para exponer argumentos nuevos a su favor. Está caracterizado por estar siempre “fuera” del pleito y, sin embargo, existe una mutación, como sostiene Víctor Bazán, en la que el amigo se convierte en un “interviniente, interesado y comprometido, es decir que más que amigo del tribunal es amigo de la causa” (Bazán, 2004: 257). Queda abierta la pregunta sobre si es verdad que este nuevo tipo de control político, de contrademocracia en materia judicial, se ejerce libremente, sin representantes. O, por el contrario, si ahora la sociedad queda sujeta a esta suma de intereses atomizados de los expertos. Lo cierto es que todos los ciudadanos están obligados a obedecer la ley y no todos pueden crearla directamente, sino sólo a través de representantes elegidos mediante sufragio. Evidentemente no todos pueden ser parte de las Cortes Constitucionales (en el equivalente griego elegidos por sorteo), pues ahora son nombrados por carrera judicial en el mejor de los casos. Y tampoco es cierto que todos los ciudadanos, en mutación de su pasividad como masa, puedan acceder a los sinuosos caminos de la justicia constitucional, y si lo hacen están expuestos a ser manipulados o manipuladores a su vez. Bibliografía Acuña, Carlos H. y Gabriela Alonso (2001), “La reforma judicial en América Latina: un estudio sobre las reformas judiciales en Argentina, Brasil, Chile y México” en VI Congreso Internacional del clad sobre La Reforma del Estado y de la Administración Pública, Buenos Aires, consultado en [live.v1.udesa.edu.ar/files/UAHumanidades/ DT/DT28-C.pdf ]. Bazán, Víctor (2004), “Amicus curiae, trasparencia del debate judicial y el debido proceso”, consultado en [http://www.juridicas.unam.mx/publica/librev/rev/dconstla/ cont/2004.1/pr/pr11.pdf ]. 101

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La reconfiguración de la forma política: el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación y el Estado mexicano

Gabriela Rivera Lomas Introducción Este ensayo tiene como objetivo central discutir el proceso de reconfiguración de la forma política que ha caracterizado en México al vínculo Estado-sindicatos, es decir, la forma corporativo-clientelar que ha funcionado sobre la base de un complejo entramado de intercambios y mecanismos de poder como modo de control de las clases subalternas sindicalizadas. Esta reconfiguración debe comprenderse en el marco de un proceso histórico de recomposición global del capital (neoliberalismo) que en América Latina se instauraría a partir de la década de 1980 y que tendría profundas implicaciones económicas, sociales y políticas, entre éstas, un cambio gradual aunque estructural del poder político de los sindicatos en la región, centralmente su relación con el Estado. En el caso mexicano, esta mutación del capital, que se consolidó principalmente en la década de 1990 mediante esquemas de liberalización y modernización económica, se desplegaría en el marco de una lógica estatal corporativa en crisis aunque simultáneamente en recomposición, pues los mecanismos de dominación estatal de base autoritaria y clientelar más que desarticulados fueron renovados. Esto constituyó la base para impulsar y legitimar una serie de políticas de ajuste financiero, privatización del sector público, desregulación y flexibilización laboral, entre otras. Esta reconfiguración estatal implicaría, entre otros procesos, la trasformación gradual de la relación con los sindicatos, particularmente de las formas de mediación, control y legitimación política, lo cual delineó un neocorporativismo sindical caracterizado por rupturas y continuidades. Esta transformación a partir de reformas estructurales no implicó necesariamente un proceso de democratización de las estructuras y las relaciones de poder. Particularmente no hubo una democratización en el funcionamiento interno de los sindicatos o en su relación con el Estado, más bien se presentó la desarti105

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culación estructural de esquemas de protección social y la pulverización de condiciones mínimas de organización de la clase trabajadora. Para desarrollar estas reflexiones nos situaremos en la experiencia del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (snte) que durante décadas logró mantener el control corporativo de una serie de recursos estratégicos de poder que otros sindicatos perdían gradualmente, incluso consiguió acrecentar su poder político en el marco de la reconfiguración neoliberal del Estado mexicano. El snte, que registra el mayor número de agremiados en América Latina, constituyó una estructura de poder y privilegios cupulares en el marco de su particular imbricación en la burocracia estatal. La apropiación del sistema educativo así como la monopolización de la representación sindical constituyeron recursos fundamentales que no serían trastocados por un largo tiempo. Además, la legitimidad interna del snte provenía no sólo del control vertical sobre la bases, sino de una compleja red de intercambios, centralmente de una estructura de protección (corporativa) de derechos laborales de los agremiados que en otros sindicatos había sido desarticulada o al menos menguada. Sin embargo, la actual reforma educativa trastoca sustantivamente el poder político del snte y, en particular, los mecanismos de control corporativo en torno al gremio magisterial. La singularidad y complejidad de este “nuevo” proceso de reconfiguración estatal no implica una democratización de la relación con los sindicatos, sino más bien una recomposición autoritaria y centralizada del poder estatal, caracterizada por la reapropiación de recursos antes controlados por el snte. Paradójicamente, la lógica de esta reforma educativa –y en general de las actuales reformas estructurales– coloca en crisis los fundamentos de la forma Estado ante el profundo socavamiento de enclaves corporativos como los sindicatos y centralmente frente a la disolución del vínculo estatal, lo cual tiene efectos sociales y políticos determinantes. En los siguientes apartados se analizan algunos elementos claves en el devenir de esta experiencia sindical sui generis para comprenderla en el marco de la reconfiguración del proceso estatal. Son tres los apartados centrales que se desarrollan en este capítulo. En el primero se reflexiona y problematiza el corporativismo mexicano a partir de la comprensión de sus rasgos y particularidades, principalmente sus múltiples formas de funcionamiento y legitimidad; en el segundo se desentraña la compleja naturaleza política del snte mediante el análisis de sus elementos centrales de dominación para entender su lógica como estructura de poder; en el tercer apartado se reflexiona en torno a las disputas de poder y control implicadas en la actual reforma educativa.

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LA RECONFIGURACIÓN DE LA FORMA POLÍTICA

Corporativismo mexicano: una particular experiencia En términos teórico-conceptuales –y políticos– la experiencia sindical en México se distancia del sindicalismo latinoamericano sustantivamente por el papel central del Estado en el control y regulación sindical, así como por la inserción directa de las cúpulas sindicales en la estructura estatal. De esta manera, la naturaleza de las relaciones laborales tuvo una base fundamentalmente política, estatista. De este proceso de institucionalización estatal derivó la capacidad del Estado para regular el conflicto sindical a partir de una legislación que regularía las condiciones de organización del sector obrero, lo cual derivaría en la dificultad estructural para una acción sindical autónoma (Massé, 1990). La incorporación directa de los sindicatos al sistema político configuró lo que algunos autores llaman sindicalismo de Estado (De la Garza, 1988), utilizando la protección social como un instrumento de colaboración con el Estado y como mecanismo de control –y legitimación– de la clase obrera. El pacto social corporativo de naturaleza cupular instaurado después de la Revolución Mexicana posibilitó un contexto de estabilidad y legitimidad de dicho vínculo. El acceso de los líderes sindicales a la burocracia estatal constituyó un mecanismo central de incorporación y configuración de un esquema de intercambios y lealtades en torno al régimen. La experiencia mexicana adquirió un sentido particular en la medida en que el Estado corporativizó la relación con las organizaciones sindicales y patronales, en el marco de una concertación y alianza política de naturaleza cupular como fundamento constitutivo de legitimación del poder estatal.1 Así “el Estado posibilitó la constitución del empresariado y de los sindicatos obreros y campesinos, y al mismo tiempo los corporativizó” (Zapata, 1995: 34). El corporativismo estatal en México: sus múltiples configuraciones El pacto corporativo significó la principal forma de institucionalización del Estado mexicano pues éste regularía la trama de las relaciones políticas con los principales sectores sociales. El corporativismo representaría fundamentalmente la forma de articulación social y de conciliación de intereses mediante un pacto que posibilitaba el funcionamiento y renovación de la relación de mando-obediencia, en la cual la alianza con las clases subalternas sería central (Roux, 2005). 1  Para acercarse a la estructura y funcionamiento de las primeras organizaciones sindicales en México, véase Esteve (1990).

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El corporativismo mexicano no sólo implicó una lógica de control estatal de tipo vertical o una imposición “perversa”, sino fundamentalmente una lógica de intercambio político,2 sustentado en una trama de arreglos formales e informales que posibilitaban la configuración de un complejo andamiaje de poder: El corporativismo […] no refiere exclusivamente a un sistema de representación política. Tampoco alude sólo a un modelo de regulación de las relaciones laborales. El corporativismo es una forma de Estado: un modo de integración en comunidad política, una forma de vinculación entre gobernantes y gobernados, una forma de legitimidad y una forma de politicidad. La legitimidad de esa forma de Estado estaría […] en el cumplimiento de un pacto de mando-obediencia (Roux, 2005: 168, 170).

La relativa estabilidad política del Estado mexicano constituyó una particularidad central en el contexto de los sistemas políticos en América Latina. La forma de ejercicio y organización de poder estatal, centralmente sus mecanismos y formas de control, daban cuenta de la capacidad del Estado para neutralizar el conflicto. Además, la represión estatal de sectores movilizados constituyó un instrumento definitorio en la “estabilidad” de un Estado corporativo y autoritario. El corporativismo mexicano operó en distintos espacios y sentidos que le permitían desplegarse como una estructura funcional caracterizada por una trama compleja de redes y legitimidades. El corporativismo como forma de representación e intermediación política El corporativismo mexicano significó una forma de organización y ejercicio del poder político así como de incorporación al sistema. Meyer (1989) señala que uno de los objetivos del corporativismo es que busca la creación de mecanismos de representación política y ajuste de intereses entre grupos y actores, con el fin de neutralizar el conflicto. En el corporativismo mexicano, los sindicatos constituyen una forma de representación de intereses integrados a una lógica de clientelismo categorial (Marques, 2012), organizado verticalmente en relación con el Estado. Dichos actores colectivos son reco­ nocidos por el Estado como intermediadores y se les concede el monopolio de la repre2  Este planteamiento, sin embargo, no niega la existencia de procesos y movimientos sociales de base mayormente antagónica, como las guerrillas, cuya naturaleza política no puede ser explicada desde la lógica de intercambio político.

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sentación a cambio de una serie de condiciones de control estatal (Schmitter, 1992). El corporativismo estatal, desde este planteamiento, es un sistema jerárquico y vertical en el que el Estado organiza los sectores sociales en el marco de una funcionalidad de dominación-control a cuyos liderazgos les otorga un determinado reconocimiento (monopolio de la representación-intermediación) a cambio del control de las bases.3 Cabe señalar que esta lógica de representación política se complejiza cuando determinados sindicatos han articulado formas de representación no sólo sindical-gremial, sino burocrático-estatal y político-electoral. Esto otorga un acceso directo a la estructura política del Estado y configura lo que algunos llaman sindicalismo político. De esta manera, los sindicatos en México han pasado de ser intermediarios del conflicto gremial a actores estatalizados o “burocratizados”, pues cumplen una función incluso patronal al incrustarse en la estructura política estatal, lo cual deriva en una función político-estatal. La figura del charro sindical consolidó un aspecto personalista en la relación clientelar.4 El peso político de liderazgos, de naturaleza carismática o tradicional, reflejaría una manera muy particular de organización del orden simbólico y material no sólo del espacio sindical sino del poder político en México. El charro sindical sería la personificación del poder sindical al reproducir una estructura de poder de carácter vertical y caciquil en una lógica de subordinación al régimen;5 asimismo cumpliría la función institucional de intermediación ocupando simultáneamente espacios en la burocracia estatal. El corporativismo como forma de control y regulación Los mecanismos de control político otorgaron al Estado mexicano una base central para su reproducción y legitimidad. La burocratización, cooptación, negociación, entre otros elementos, constituyeron el complejo entramado de dispositivos de control estatal. La represión significó la forma más violenta del aparato estatal para “contener” procesos de insurgencia. 3  La

propuesta de Schmitter concibe al corporativismo como un sistema estático al excluir la noción de relación social, de correlación de fuerzas y de intercambio como elementos dinamizadores de la lógica corporativa del Estado. 4  El calificativo de charro sindical apela a un dirigente antidemocrático, subordinado al poder político (gobierno) y que se perpetúa en la dirigencia sindical. 5  El término de cacique y sus derivaciones poder caciquil, cacicazgo, etcétera, serán tomados aquí como un tipo de poder, formal o informal, de carácter personalista, patrimonialista y vertical que forma parte de una estructura de control político, social o económico, que en este caso supone un tipo de control sindical. 109

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Los sindicatos integrados corporativamente constituyeron la base de un Estado de naturaleza autoritaria, en el cual la representación de intereses estaría estructurada, controlada y subsidiada por el Estado (Massé, 1990). Las reivindicaciones del sector obrero pasarían necesariamente por una representación político-sindical de naturaleza corporativa. La incorporación de la clase trabajadora mediante una política de seguridad social se consolidaba como un mecanismo de control y regulación de las relaciones entre los trabajadores y el Estado. En este sentido, la relativa estabilidad del Estado mexicano estaba fincada sobre el control de determinadas relaciones y procesos político-sociales, lo cual tuvo implicaciones en la configuración de un corporativismo sindical en el que la relación de conflicto trabajo-capital fue “neutralizada” mediante un proceso de institucionalización estatal. De la Garza (1988) señala que el Estado social autoritario en México, que terminó de madurar a mediados de la década de 1950, se conformó en el proceso de aceleración de la acumulación capitalista. La necesidad de generar condiciones para el desarrollo del capital implicó el control de tipo autoritario y centralizado del Estado. No bastaba en las concesiones, prebendas ni la institucionalización de la lucha de clases; se requería de un Estado con capacidad de control y de despliegue de fuerza. Sin embargo, el grado de control estatal dependería de la naturaleza política de los sectores y grupos sociales. El tratamiento político del Estado hacia determinados grupos fue diferenciado, de ahí la necesidad de redefinir los mecanismos de control identificando la posición política de los distintos actores dentro de la estructura estatal, es decir, la naturaleza política de su vínculo con el Estado. En este sentido, Reyna (1979) distingue cuatro tipos de grupos sociales en su vínculo con el Estado: a) grupos incorporados que aceptan las reglas de juego, b) grupos incorporados pero disidentes, c) grupos no incorporados políticamente activos, d) grupos pasivos no incorporados.6 Bajo este planteamiento, el sindicalismo mexicano fue incorporado a la estructura política estatal en tanto sector organizado e integrado a determinadas reglas de juego del poder político. Resulta central la anotación de Reyna de que los grupos incorporados al sistema –incluso los disidentes– aunque con distinta capacidad de negociación, están sujetos a una determinada forma de control político. En este sentido, la negociación y la represión constituyen distintos mecanismos de control estatal hacia sectores sociales. 6  Reyna (1979) señala que aquélla es una tipología de instituciones, y que constituir una tipología a partir de la estructura de clases sería problemático por la concreción. Incluso los grupos no incorporados constituyen determinado vínculo de poder con el Estado (relación política de exclusión sistemática).

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En esta lógica de control, el Estado se configuró por “encima” de las clases (Reyna, 1979) y de los antagonismos, estableciendo mediaciones (concreciones) que reflejaban el momento de la relación de conflicto trabajo-capital, que no es más que un momento de la acumulación del capital, teniendo éste múltiples despliegues y efectos en el entramado social. El corporativismo como forma del Estado mexicano se constituyó como un proceso histórico que regularía determinadas fuerzas y relaciones y, por ello, determinados antagonismos y conflictos. Así, el Estado configuraría su propia densidad y resistencia (Hirsch, 2001) para reproducir las condiciones sociales de producción material y simbólica capitalista. Esta lógica corporativa consistiría en la conformación de una base social articulada desde el Estado, donde la relación capital-trabajo requería para su despliegue del control estatal. Sin embargo, resulta central matizar el propio corporativismo mexicano y su vínculo con el sindicalismo integrando la dimensión central del intercambio político. De esta manera, el control férreo del Estado no era el único y principal instrumento sobre la clase trabajadora (Córdova, 1973). El corporativismo como forma de intercambio político clientelar La forma corporativa del Estado mexicano se configuró como un sustituto funcional de la democracia política como fuente de legitimidad. En lugar de una democracia política en tanto forma de organización y ejercicio del poder estatal, el régimen ofreció lo que llamaba “democracia social” a partir de flujos de recursos de poder a las cúpulas de los sectores organizados, aunque también mediante la edificación de un sistema de seguridad social donde los trabajadores afiliados serían la base social (político-electoral) de legitimidad del Estado (Meyer, 1989). La categoría de intercambio político posibilita pensar la lógica corporativa como relación y proceso tendientes a un reequilibrio tenso de distintas fuerzas políticas, entre éstas, los sindicatos. El intercambio entre sindicatos y Estado significaría una relación de poder en el marco de una reciprocidad asimétrica (Marques, 2012). Es decir, el intercambio político en la lógica corporativa es un intercambio desigual por naturaleza, ya que está dentro de un marco de recursos de poder y posicionamientos políticos diferenciados. El intercambio clientelar constituyó la forma en que operaba y se legitimaba la trama corporativa a nivel de la estructura social. El partido hegemónico, el Partido Revolucionario Institucional (pri), sería el espacio articulador de los sectores y grupos sociales organizados; ahí no solamente las clases populares, sino las cúpulas o élites políticas, económicas y culturales estuvieron implicadas. 111

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El acceso directo de organizaciones campesinas, obreras y populares a la estructura burocrática del Estado (Confedereación de Trabajadores de México [ctm], Confederación Nacional de Organizaciones Populares [cnop], Confederación Nacional Campe­ sina [cnc]) y su adhesión orgánica al partido hegemónico constituyó el elemento central de conformación y organización de una significativa base social. Fue mediante el pri, en tanto principal enclave corporativo, que se posibilitó la articulación estatal de las relaciones sociales y el control, mediante intercambios clientelares, de los sectores organizados.7 El vínculo entre sindicalismo y Estado mexicano puede verse como una relación dinámica. Aun dentro de un contexto estructural de “asimetría” de poder frente al Estado, los sindicatos se perfilaron como interlocutores legítimos con determinada fuerza y capacidad de acción para articularse en el sistema; de ahí la necesidad de que las demandas sindicales y políticas fueran procesadas, y que los privilegios cupulares fueran protegidos. Sin embargo, en una relación clientelar el objeto de intercambio pudiera rebasar una simple transacción material (Combes, 2011) y estar significado por una trama más compleja de sentidos. La legitimidad del régimen político mexicano estuvo sustentada por un esquema de complicidades y arreglos, así como por formas de reciprocidad e intercambios de valores sociales de diversa índole (Reygadas, 1989); una legitimidad en la que estaba implicada una elaboración simbólico-moral que regularía las relaciones sociales, entre éstas, los propios intercambios mediados por el Estado.8 En el proceso de intercambio político se juegan, por lo tanto, una serie de elementos simbólicos con un peso significativo: estatus, reconocimiento, valoraciones recíprocas y legitimidades. La cuestión central para desentrañar los elementos de dominación del 7  En esta permanente dinámica de equilibrio de poder, el sindicato de oposición o independiente se configuraba como el espacio de resistencia a la lógica corporativo-clientelar. Algunos sindicatos (mineros, metalúrgicos, ferroviarios, petroleros, electricistas) conservaron hasta 1948 márgenes de maniobra más amplios en comparación con los que pertenecían a la ctm. De manera que, al menos desde 1918 hasta 1948, convivieron dos expresiones políticas en el sindicalismo mexicano: por un lado, un sector adscrito a la interlocución con el Estado (Confederación Regional Obrera Mexicana [crom], ctm), y por otro, un sector más independiente integrado esencialmente por los sindicatos del sector minero, petrolero, eléctrico y ferroviario (Zapata, 1995). Estas experiencias de oposición delineaban las contradicciones del sindicalismo corporativo. Resulta pertinente cuestionarse hasta qué punto dichos sindicatos resistieron, como oposición, al juego del poder político de naturaleza corporativa. 8  Con ello no pretendo invisibilizar relaciones trazadas por el control político en un marco estructuralmente desigual, tampoco señalar que el clientelismo no signifique una relación desigual. Sin embargo, me parece importante pensar esta categoría en sus múltiples acepciones y en la necesidad de ampliar o generar nuevas perspectivas de análisis, particularmente a nivel de las relaciones sociales, su nexo social. Incluso reflexionar si la forma clientelar es la única forma de pensar el vínculo político estatal, si es la forma de cultura política que construye al sistema político mexicano. Considero que la aproximación a este cuestionamiento radica en cómo se define y problematiza dicha categoría.

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régimen político mexicano radica en la naturaleza de los intercambios y los vínculos que se forjaron a distintos niveles e intensidades y que dieron cuenta de una particular configuración estatal. El entramado jurídico: pieza clave del corporativismo sindical Un elemento central del control corporativo que ha caracterizado al sindicalismo mexicano es el entramado jurídico, configurado estatalmente para regular la relación capital-trabajo. Con el artículo 123 constitucional se edificó un proceso de institucionalización de las relaciones laborales, que intergraran al sector obrero a una lógica de subordinación. El entramado jurídico se constituiría de esta manera en un mecanismo fundamental de control e intercambio político de naturaleza corporativa. La relación trabajo-capital en el caso mexicano implicó un proceso de sindicalización corporativa regulada estatalmente; con la Ley Federal de los Trabajadores al Servicio del Estado, emanada del artículo 123, la relación laboral se configuraría en una relación estatal (Roux, 2005). Con los artículos que contiene dicha ley se tejería formalmente la relación Estado-sindicatos en México, lo cual dificultó la posibilidad de una organización sindical autónoma (véase Anexo al final del capítulo). Un primer elemento corporativo implícito en la regulación jurídica de la relación capital-trabajo es que los sindicatos tienen el monopolio de los derechos laborales de los trabajadores del Estado. Es decir, la vía casi exclusiva de defensa de los derechos está mediatizada por los sindicatos. Además, el reconocimiento estatal de un sindicato en cada dependencia garantiza cierta unidad orgánica estatal que posibilita controlar corporativamente. Por otra parte, al otorgar el Estado el monopolio de la representación sindical a una determinada organización se abona sustantivamente en el control de la acción sindical. La ley establece como un derecho la afiliación sindical, sin embargo, el proceso de afiliación es prácticamente automático, con escasa posibilidad de integrarse a otro sindicato (si es que existiera la opción), incluso sin la oportunidad de conocer el contenido del contrato colectivo (integración corporativa). Así se constituye lo que llamaría una cláusula de exclusividad sindical en la cual el trabajador adscrito a determinado sindicato no podrá dejar de formar parte de él.9 La posibilidad de constituir un sindicato también 9  Sin embargo, sí ha habido casos de incorporación a nuevos sindicatos. El Tribunal Federal de Conciliación y Arbitraje que cuenta con una importante presencia de representantes de la nueva Federación De-

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representa una cuestión problemática, pues en el marco de la lógica corporativa que pretende el control y una unidad orgánica, la multiplicidad de sindicatos fragmentaría la capacidad política del Estado, de ahí que se constituyan sindicatos de representación monopólica no competitiva (Bensusán y Tapia, 2011). Otro elemento inscrito en dicha ley y que garantiza el control político del Estado es el reconocimiento legal y exclusivo de la relación sindical de parte del Estado. La toma de nota se ha consolidado como una de las figuras centrales que definen la relación entre los sindicatos y el gobierno.10 El registro sindical se instituye así como una forma central de control político hacia los sindicatos. El reconocimiento o no de determinada organización sindical por parte del gobierno deriva de una acción selectiva de acuerdo con la naturaleza político-ideológica del sindicato y con los intereses del gobierno. Un elemento central en esta lógica corporativa es el control político sobre la huelga. El Estado, por medio de sus instancias burocráticas, determina y reconoce jurídicamente determinada huelga como legal y define además su contenido al limitar el carácter político que supone la acción sindical. De esta manera, en un conflicto laboral el Estado funge a la vez como árbitro (resuelve el conflicto) y como patrón. La acción sindical para ser legítima y legal pasa por el reconocimiento estatal; esto representa un proceso central de institucionalización del conflicto desde el Estado en tanto supuesto actor neutral. Esta ley de los trabajadores del Estado, sin embargo, en su lógica corporativa integra un elemento “democratizador” que es la prohibición de la reelección al interior de los sindicatos. Este elemento resulta problemático. Por una parte, el Estado no tiene injerencia en las formas de organización política al interior de los sindicatos, como es la elección de dirigentes en el marco de la autonomía sindical; por otra, los sindicatos pueden reformar sus estatutos para la perpetuación en el poder de las cúpulas sindicales. La relación corporativismo y democracia se sitúa así como una cuestión problemática mocrática de Sindicatos de Servidores Públicos (Fedessp) creada bajo el impulso de Elba Esther Gordillo, otorgó en 2011 el registro al Sindicato Independiente de Trabajadores de la Educación en México (sitem). Con la toma de nota que otorgó el Tribunal se crea la primera organización de carácter nacional opositora e independiente al snte. Cabe señalar que el sitem no presenta ningún pliego de negociación debido a que la titularidad del contrato la tiene el snte (Bensusán y Tapia, 2011). Por otra parte, es importante destacar la existencia hasta hace poco de la cláusula de exclusión, derogada en 2001, como una de las figuras jurídicas de control corporativo sindical con la cual se otorgaba al sindicato la facultad de pedir al patrón la separación del empleo del trabajador expulsado de dicho sindicato. 10  La toma de nota es el documento expedido por la autoridad laboral oficial (Junta Federal de Conciliación y Arbitraje) donde se hace constar el registro de la directiva del sindicato. La toma de nota supone el reconocimiento jurídico de la dirigencia del sindicato, principalmente validándola como interlocutora legal en las negociaciones laborales. 114

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y fundamental. Desde este planteamiento, resulta central preguntarse ¿es posible un proceso de democratización sindical en el marco de un corporativismo estatal? Una respuesta unívoca es difícil. En este marco, el snte se configura como una experiencia política significativa que da cuenta de este complejo andamiaje de poder. Por sus características es identificado como un sindicato corporativo “clásico”, sin embargo, su particular imbricación en el sistema político permite ubicarlo como una experiencia sindical sui generis. La lógica de intercambios que implicó el pacto corporativo no estuvo exenta de tensiones y disputas, particularmente en un sindicato con amplios recursos políticos y económicos. Naturaleza política del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación El significativo margen de acción política de este sindicato, fundamentalmente el poder político de sus liderazgos, fue producto de un singular vínculo con el sistema político mexicano pues el sindicato sería la vía de acceso al poder dentro de la burocracia política (Cortina, 1989). El poder político de los liderazgos al interior del snte estaría sustentado fundamentalmente sobre una compleja estructura de poder que mantuvo significativas prerrogativas políticas en el proceso de reconfiguración del Estado mexicano iniciado en la década de 1980. Durante el inicio y consolidación del proyecto neoliberal, el snte logró no sólo mantener, sino acrecentar su poder político, y consolidó una estructura y un funcionamiento de tipo corporativa (Muñoz, 2008; Bensusán y Tapia, 2011). El poder político del snte es sumamente significativo. El sindicato controla la mayoría de las secciones en el país. Actualmente son 59 secciones estatales reconocidas por el Comité Ejecutivo Nacional (cen) del snte.11 La oposición organizada al interior del snte es la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (cnte) surgida en 1979. La fuerza política de la Coordinadora ha radicado en buena parte en su capacidad de movilización de amplios contingentes de maestros de base. Esto le ha otorgado en algunos momentos una importante capacidad política para establecer procesos de negociación con el snte, la Secretaría de Educación Pública (sep) y gobiernos estatales, lo cual la ha convertido en un interlocutor de facto.12 11  Con excepción de la sección xviii de Michoacán que carece de reconocimiento estatutario (la sección 22 de Oaxaca, 7 y 40 de Chiapas, así como la 14 de Guerrero, clasificadas como disidentes, mantienen el reconocimiento oficial del cen del snte). 12  Algunos autores registran que la cnte controla tres secciones sindicales: la sección 22 de Oaxaca, en la que tiene poder hegemónico; la sección xviii de Michoacán, y la 14 de Guerrero en la que es corriente

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Respecto al número de maestras y maestros adscritos al sindicato no se tiene un dato oficial preciso. Sin embargo, según datos de la sep, para el ciclo escolar 2012-2013 se tiene un registro de 1 186 764 docentes de nivel básico adscritos al Sistema Educativo Nacional.13 El snte se instituyó históricamente como un sindicato con un peso político diferenciado, su dominio de la política educativa estatal lo posicionó como un actor político fundamental. La relación Estado-snte se configuró paradójica, ya que si bien el sindicato colonizó o expropió una función estratégica del Estado, éste necesitaba del snte en tanto enclave histórico del sistema corporativo autoritario para legitimar la política educativa. Dicha relación además estaría caracterizada por momentos de antagonismo y disputa en torno al control de recursos de poder. La creciente autonomía política del snte y su estatus relevante en la política educativa delinearon una marcada competencia con el poder Ejecutivo en los ámbitos federal y estatal (Bensusán y Tapia, 2011). Las relaciones que constituyó este sindicato le otorgaron una capacidad de recomposición interna en el marco de las reformas educativas y laborales impulsadas por el Estado, capacidad que le permitió redefinir sus elementos centrales de control corporativo, incluso reconfigurar sus propias bases de legitimidad mediante la obtención de ciertos beneficios para el magisterio. Siendo el sindicato más grande de América Latina, el snte es considerado como una experiencia político-sindical paradigmática en la región. En el marco de un proceso global de debilitamiento de los sindicatos, el snte había conservado, incluso consolidado e incrementado, espacios de control, y se había legitimado como un actor político central con amplio margen de acción en el juego del poder. Algunas características específicas le otorgarían un posicionamiento político privilegiado en el espacio estatal: un liderazgo político-sindical con gran capacidad para establecer alianzas con distintos grupos de poder económico, social y político; un sindicato con amplios recursos de poder económico, mediante cuotas sindicales) que no pasan por la rendición de cuentas; una significativa capacidad de convocatoria en el marco de una amplia base de agremiados. Además representa un actor estratégico para la propia política estatal: “Por las funciones de control y al mismo tiempo de negociación-intermediación que cumple el sindicato –en el marco de un sistema educativo organizado bajo un esquema piramidal-corporativo, pero a la mayoritaria; tiene presencia importante en otras secciones, como la 9, 10 y 11 del Distrito Federal, así como la 7 y 40 de Chiapas, por lo que articula un poder territorial limitado (Muñoz, 2008). 13  De acuerdo con Muñoz (2008), el número de agremiados del snte es de 1 300 000 maestros aproximadamente. Los datos de la sep fueron obtenidos en la siguiente página: [http://www.sep.gob.mx/es/sep1/ estadistica_educativa#.vv4rn08n_gc]. 116

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par de corte federalista– sus dirigentes están obligados a ubicarse a un mismo tiempo en los terrenos de los sistemas político y educativo” (Muñoz, 2008: 380). El snte puede ser definido a partir de distintas acepciones. Representa una estructura de privilegios en el marco de la monopolización de recursos de poder; constituye además una burocracia sindical con jerarquías marcadas y procesos institucionalizados (reglas formales e informales) con presencia significativa en el sistema educativo; es una estructura de dominación que monopoliza la relación laboral de los trabajadores inscritos en la sep; es además, como ya se mencionó, un enclave del Estado corporativo que colabora con el régimen en el marco de un intercambio de recursos de poder; finalmente, se ha constituido en partido político con significativa capacidad de movilización político-electoral. El snte se había delineado como un grupo “incorporado” al sistema (Reyna, 1979), pero con significativa capacidad de acción política que le otorgaba cierta autonomía frente al Estado al ocupar espacios estratégicos de la burocracia estatal, lo cual derivó en una colonización, caracterizada por relaciones clientelares y patrimonialistas (Ornelas, 2012), de una serie de recursos estatales estratégicos. Es decir, es una organización que se caracterizaría por una contradicción constitutiva en su funcionamiento político-sindical, en tanto que funge como sindicato pero a la vez como “patrón” que controla espacios del poder estatal. Algunos elementos en torno al poder y la legitimidad El andamio de poder que edificó el snte estuvo soportado por una compleja trama de relaciones y vínculos. Uno de los elementos de esta trama ha sido la monopolización de la representación de los trabajadores de la educación. Jurídicamente la ley señala que sólo debe existir un sindicato por dependencia, por lo tanto el snte no compite con otras organizaciones sindicales a nivel nacional.14 Esto supone que todo trabajador que ingrese a la burocracia de la sep es afiliado automáticamente al snte, a excepción de los de confianza (Muñoz, 2008). De ahí que la ausencia sistemática de la libre sindicalización en el gremio educativo se configura como una de las prácticas antidemocráticas que definen al Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación. 14  Muñoz

(2008) señala que hay secciones como los trabajadores de los institutos de Antropología e Historia, de Bellas Artes e Institutos Tecnológicos que funcionan como sindicatos independientes del snte. Sin embargo, esto no ha significado que la dirección nacional del snte no pueda intervenir en los procesos internos de selección de liderazgos y en los procesos de negociación de salarios y prestaciones. 117

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Otro de los elementos fundamentales del poder político del snte, que sería objeto de disputa con el Estado, es lo referente al control corporativo del magisterio. Las amplias concesiones y prebendas a dirigentes sindicales de distintos niveles (seccional, sectorial, delegacional) dan cuenta de este artificio de poder corporativo en torno a la movilidad docente. Este andamio no implicaba solamente un artilugio o estrategia política de cooptación, sino que significó una forma cultural y política de ser y estar que derivaba en un reconocimiento recíproco en torno a una estructura de poder, implicaba una particular forma de legitimidad: “Los mecanismos tradicionales de reclutamiento y promoción de los docentes de la educación básica es un legado del viejo corporativismo que creó e institucionalizó una red compleja de control y reglas específicas de los que se beneficiaron la baja burocracia y las camarillas que se hicieron del control de las secciones del snte” (Ornelas, 2012: 127). El manejo discrecional en torno a las plazas constituiría una de las prácticas más arraigadas en el funcionamiento del snte. El control en el ascenso y la promoción de los trabajadores de la educación permeó en las propias prácticas de dirigentes y de las bases, lo cual derivó en rutinas perversas al interior del sindicato (Ornelas, 2012). Las interacciones “más inmediatas” en el espacio sindical se organizarían en torno a esta estructura de poder burocratizada, pero también sustentada sobre una lógica informal. Las complicidades, lealtades, intercambios y compromisos en distintos niveles de esta estructura posibilitaban el “flujo del poder” organizado sobre una base centralizada y vertical en torno a figuras que fungían como pequeños caciques (jefe de sector, supervisor, director, etcétera) en el entramado sindical. De igual manera, la legitimidad del sindicato se originaba no sólo del control vertical, sino incluso de cierto grado de representación y protección corporativa de los derechos laborales de sus agremiados. Aun en su verticalismo y antidemocracia interna, el poder de la dirigencia también provenía de cierta garantía y defensa de un statu quo (Bensusán y Tapia, 2011). La lógica del estatuto: estructura y funcionamiento Un elemento central que ha garantizado la centralización y verticalidad del sindicato es su estatuto, documento jurídico que establece formalmente las reglas de juego de la organización. El estatuto constituye el espacio de regulación institucional, fundamentalmente la base ideológico-discursiva de la cúpula sindical para legitimar su acción política. 118

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La lógica organizativa del snte (estatuto) está diseñada de manera verticalista y centralista, lo que posibilita el control político a partir de un liderazgo que trasciende el propio proceso institucional. Formalmente, el sindicato se configura como una democracia de tipo representativa: “La soberanía del Sindicato reside esencial y originalmente en sus integrantes. Ésta se ejerce a través de sus órganos de gobierno, según la jerarquía y ámbito que les corresponda” (título tercero, capítulo ii). El órgano supremo de gobierno del sindicato es el Congreso Nacional donde se elige el cen, que constituye el espacio político donde se determinan las decisiones. Algunos elementos centrales que garantizan el poder centralizado y monopólico del snte son los siguientes (snte, 2013): • El snte tiene un registro definitivo por parte del Tribunal Federal de Conciliación y Arbitraje, mediante el cual se otorga oficialmente a este sindicato la titularidad de la relación colectiva del trabajo (título primero, cap. i, art. 3). • El snte prácticamente es el único sindicato del gremio educativo y el proceso de afiliación es automático.15 • Se reconoce al snte como el órgano al que se le otorga la facultad del manejo monopólico de las cuotas sindicales que serán redistribuidas de “arriba hacia abajo” (título primero, cap. ii, art. 22).16 • El snte se constituye en órgano unitario de carácter nacional (título segundo, cap. i, art. 27). Este marco normativo se refuerza cuando jurídicamente se permite la existencia de un sindicato por dependencia en la Ley Federal de Trabajadores al Servicio del Estado. • La forma de elección de dirigentes sindicales será mediante voto directo y secreto. Los dirigentes no podrán ser electos para ocupar el mismo cargo ni ningún otro en el periodo siguiente al término de su gestión (título segundo, cap. ii, arts. 43 y 44). La figura de delegado es central en el proceso de elección de dirigentes sindicales a nivel nacional y seccional (estados). La votación, por lo tanto, no es directa sino que se instituye un tipo de democracia delegativa en la que el delegado funge como intermediario en el proceso de elección de la dirigencia sindical.

15  Integran el snte trabajadores de base, permanentes, interinos y transitorios al servicio de la educación, dependientes de la sep, de los gobiernos de los Estados, de los municipios, de empresas del sector privado, de los organismos descentralizados y desconcentrados, así como los jubilados y pensionados del servicio educativo de las entidades citadas (snte, 2013, cap. 1, art. 2). 16  De acuerdo con el estatuto, los miembros del sindicato aportarán por concepto de cuota sindical el 1% de su salario.

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• El secretario nacional ejecutivo y los secretarios generales a nivel seccional sólo podrán ser electos para cargos de jerarquía superior (título segundo, cap. ii, art. 44). Esto deriva en la producción y reproducción de “élites sindicales profesionales” o “vanguardias sindicales” que controlan el poder político y se mantienen en la cúpula sindical. • Para ser dirigentes del ámbito seccional y nacional se tienen que cumplir determinados requisitos como haber desempeñado algún cargo de representación sindical, no ser candidato ni desempeñar cargos de elección popular, o no ser dirigente de partido político alguno (título segundo, cap. ii, art.41). • Sólo el cen del snte será la instancia oficial que emite la convocatoria de recambio seccional, avalando la legalidad de los comités seccionales en las entidades al investirlas con la representación sindical (título noveno, capítulo iii, arts. 262 y 263). Estos planteamientos normativos resultan fundamentales para problematizar la lógica política del snte en el entramado corporativo del Estado. La fuerza política del snte y su legitimación ha derivado en buena parte de un complejo intercambio de poder con el Estado. El despliegue de la lógica neocorporativa en el snte La lógica de organización y funcionamiento del snte favoreció la configuración de un poder caciquil. Asimismo, el intercambio político entre el Estado y el snte posibilitó la “renovación” caciquil al interior de la organización. Tres dirigentes sindicales serían las principales figuras que mantendrían el control del snte: Jesús Robles Martínez (19491972), Carlos Jonguitud Barrios (1972-1989) y Elba Esther Gordillo (1989-2013).17 17  Jesús

Robles Martínez, originario del estado de Colima, fue dirigente de la sección 10 del snte, llegó a la secretaría general de éste en 1949, ocupó escaños como diputado federal y senador del pri; además dirigió la Federación de Sindicatos de Trabajadores al Servicio del Estado y Banobras. En 1972, en el marco de un golpe político al interior del snte, llegó a la secretaría general Carlos Jonguitud Barrios el “líder moral” del snte, que a través de Vanguardia Revolucionaria lograría hegemonizar su poder en el sindicato. Maestro normalista originario de San Luis Potosí, egresado de la Normal Rural de Ozuluama y abogado por la unam, fue gobernador de su estado entre 1979 y 1985, secretario de organización nacional del pri, senador, director general del Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (issste) y presidente del Congreso del Trabajo. En 1989 el presidente Carlos Salinas impone a la profesora Elba Esther Gordillo, originaria de Chiapas, sin formación normalista y egresada de Instituto Federal de Capacitación del Magisterio; fue dirigente de la cnop en 1996, tres veces diputada federal y senadora, coordinadora de bancada del pri, secretaria general del cen de este partido en 2002, pero fue 120

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La destitución de líder sindical Jonguitud Barrios y la imposición de Elba Esther Gordillo como secretaria general del snte en 1989 representaron despliegues fundamentales del proceso de reconfiguración neocorporativa estatal. La ruptura y, en algunos casos, encarcelamiento de dirigentes sindicales tradicionales daba cuenta de dicho proceso. Así, el propio sistema eliminaría políticamente a líderes sindicales que le habían otorgado en cierto momento legitimidad y estabilidad, pero se habían convertido en “obstáculos” para la reestructuración económica y política del Estado. El “Quinazo”18 mostraría a un gobierno federal dispuesto a la redefinición de la relación entre el régimen y las organizaciones obreras priistas (Arnaut, 1992), aunque no en términos de una ruptura sustantiva del pacto corporativo, sino más bien su reconfiguración. Elba Esther Gordillo representó una forma particular de sindicalismo que se reflejaría en su relación con la disidencia, el normalismo y la propia educación pública. El nombramiento de facto con el que se impuso un nuevo liderazgo sindical, al margen de las vías estatutarias, dio cuenta de la ruptura de Elba Esther Gordillo con Jonguitud Barrios, lo que disolvió la Vanguardia Revolucionaria (vr) y conformó un nuevo cacicazgo sindical, un nuevo grupo político: los institucionales. Dos elementos centrales articularon este proceso de reestructuración estatal: desregulación y privatización. En el ámbito sindical, la reconfiguración del capital representó para el Estado mexicano el despliegue de un proceso de reformas orientadas hacia la reorganización de las condiciones del trabajo, particularmente nuevas formas de regulación estatal de las relaciones laborales. En la década de 1990 el discurso “modernizador” del Estado tuvo un efecto significativo en las relaciones con el snte. En el marco del Acuerdo Nacional para la Modernización de la Educación Básica y Normal (anmeb), en 1992, se apuntalaba la descentralización educativa que tenía como objetivo principal redefinir las atribuciones en torno a la educación. La centralización de la educación en la sep representaba para el Estado un aparato burocrático que requería dispersarse territorialmente. Con dicho acuerdo el gobierno federal intentó limitar el poder del sindicato por medio de una reorganización del sistema educativo, particularmente la creación del

expulsada del pri en 2005; fue líder de la Federación Democrática de Sindicatos de Servidores Públicos como parte de la ruptura con la Federación de Sindicatos de Trabajadores al Servicio del Estado (fstse) (Hernández [2011]). 18  En 1989, el líder sindical de Petróleos Mexicanos (pemex), Joaquín Hernández Galicia, conocido como la Quina, fue encarcelado en el sexenio del presidente Carlos Salinas de Gortari, acusado de homicidio y acopio de armas. El desencuentro y conflicto de poder del dirigente sindical con el gobierno se perfiló como un motivo importante para su detención. 121

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programa de Carrera Magisterial, que ponía en riesgo “políticas básicas”19 al vincularse el ingreso y los ascensos con el desempeño docente, lo que implicaba un cambio radical (Stein et al., 2006) pues se trastocaban recursos que estaban en control monopólico del sindicato: La estructura semicorporativa del sistema político mexicano desempeñó un papel directo para impedir que la iniciativa de política terminase debatiéndose en la calle […] a escala nacional, el poder del sindicato se mantuvo intacto. La estrategia del snte no fue oponerse al componente de evaluación del desempeño de la Carrera Magisterial, sino lograr que, una vez adoptado, permaneciera bajo su control y adquiriera características que no afectaran sustancialmente a las políticas básicas. Ninguno de los actores con poder de veto tenía interés en que surgiera un conflicto abierto, ya que el sindicato estaba afiliado al pri (Stein et al., 2006: 250-251).

En esta redefinición de la política educativa, los gobiernos estatales sustituirían al titular de la sep, fungiendo como patrones en la relación con el sindicato (Muñoz, 2004). Sin embargo, en esta lógica de “modernización” el pacto corporativo del Estado con el snte no se desmontaría. La descentralización administrativa no implicó una descentralización política pues no se conformaron sindicatos estatales que disputaran la titularidad de las relaciones laborales. La estructura centralizada del snte se preservó y su poder político quedó prácticamente intacto al mantener el monopolio de la representación sindical y el control sobre el escalafón (Arnaut, 1992; Bensusán y Tapia, 2011). De esta manera, el snte por medio de este liderazgo caciquil pudo garantizar cierto grado de disciplina frente a la reforma descentralizadora, a cambio de conservar presencia en la sep y mantenerse como único interlocutor y representante de los trabajadores (Muñoz, 2004). La descentralización educativa no modificaría los elementos de la estructura corporativa sindical que seguía siendo fuente de legitimidad del propio régimen. La recompo19  Stein et al. (2006) plantean que existen dos clases de políticas educativas que se aplican en América Latina: las políticas básicas y las periféricas. Las primeras engloban políticas educativas dirigidas a mejorar la calidad y eficiencia, son rígidas y resisten todo cambio fundamental. Las segundas suponen políticas relacionadas con la expansión y crecimiento de la matrícula, las cuales son adaptables, y son objeto de modificación. En las primeras se pueden generar mayores conflictos entre actores (gobiernos-sindicatos) pues es posible que no se genere una “alineación” de los intereses dado que este tipo de reformas suponen cambios sustanciales en la labor de los docentes; centralmente pueden trastocar intereses de poder de los sindicatos. En las segundas existe más posibilidad de alineación de intereses pues se enfocan a la expansión y aumento de la tasa de matrícula que no trastocan el poder de los sindicatos.

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sición de los privilegios sindicales y de los propios liderazgos reflejaba la naturaleza del Estado mexicano y su capacidad para mantener su estructura de dominación. Al interior del snte se configuraron también procesos de recomposición en sus relaciones de poder, fueron procesos incluso anteriores a la descentralización educativa pues se buscaba la legitimidad en torno a la nueva dirigencia. La idea de “democratización” se imbricaba paradójicamente con la necesidad de centralizar cada vez más el poder político en la dirigencia nacional, sustantivamente en Elba Esther Gordillo. La reforma estatutaria del snte en 1992 representó una reingeniería sindical neocorporativa que rearticuló las fuerzas y grupos políticos en su interior, centralmente consolidó la estructura de poder. La inclusión de la figura de representación proporcional en los comités nacional, seccional y delegacional, la autorización a “agrupaciones internas”, la desafiliación formal del snte del pri, la prohibición a dirigentes sindicales de ocupar cargos de elección popular en funciones sindicales, la creación a la vez de un comité de acción política para financiar e impulsar candidaturas de sus miembros en cualquier partido político (Muñoz, 2004), así como el posterior reconocimiento de secciones disidentes y la propuesta de institución de voto directo y secreto (Hernández, 2011) formaban parte de esta recomposición interna. El proceso de reformas al interior de este sindicato estaba dirigido a recomponer su propia fuerza al interior.20 En el marco de la alternancia política en 2000, este sindicato preservaría prerrogativas y un funcionamiento corporativo: De las organizaciones sindicales importantes a nivel nacional, sólo el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (snte) logró ampliar sustancialmente su presencia política y su influencia en el diseño de políticas públicas tras la derrota histórica del pri en la elección presidencial del 2000 […] De hecho, uno de los aspectos más contradictorios de la democratización en México fue que precisamente la competencia electoral multipartidista aumentó la influencia política de algunos grupos estrechamente vinculados con el ancien régime (Bensusán y Middlebrook, 2013: 26, 87).

De esta manera, los arreglos y pactos corporativos parecían intactos, pues seguían reproduciéndose en el marco de una alternancia partidista. La preservación de los elementos centrales de esta sui generis relación entre el Estado y este sindicato daba cuenta de que el proceso de alternancia no apelaba a una democratización política y social, sino a una reconfiguración y reacomodo de las relaciones de poder. 20  En 2004 se crea además la “Presidencia Nacional” del snte con posibilidad de reelección. Elba Esther Gordillo sería la líder vitalicia con mandato “indefinido”.

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Las reformas: la injerencia de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos Desde la década de 1980 y particularmente en la de 1990 se impulsaron una serie de reformas a nivel estatal. Estandarización, competencia, flexibilización, desregulación, etcétera, serían algunas categorías implicadas en el discurso “modernizador” del Estado mexicano. En el ámbito de la educación, la calidad y el desempeño se consolidarían como dimensiones centrales en la política educativa, y la evaluación se perfiló como el instrumento central para medirlos. Este proceso de medición formaba parte de un proyecto internacional de estipulación de indicadores para la conformación de exámenes estandarizados, en el que participarían los países miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (ocde). Sin embargo, la ocde no sólo se aboca a evaluar el desempeño escolar para la “mejora de las escuelas” (ocde, 2010), sino que interviene directamente en la organización del sistema educativo, fundamentalmente en la contratación y profesionalización docente. En el caso del snte, la Alianza por la Calidad Educativa (ace) decretada en 2008 formaría parte de un proceso de reorganización del sistema educativo. Algunos de sus elementos centrales serían el ingreso y la promoción de nuevas plazas y vacantes mediante concurso de oposición dictaminado de manera independiente, certificación de competencias profesionales, evaluación de desempeño educativo por medio de exámenes estandarizados (prueba Enlace, ahora ya extinta), consejos escolares de participación escolar, entre otras (snte/sep, 2008). Este entramado implicaría la participación de asociaciones civiles, iniciativa privada y otros sectores organizados. La reforma al sistema de seguridad social sería un elemento central de la reestructuración estatal. La crisis financiera del Estado implicaría la reconversión de este sistema mediante la modificación del esquema de pensiones. El problema radicaría en que esta crisis se resolvería reduciendo el gasto del Estado en las prestaciones sociales y no con la reducción del gasto burocrático en su niveles altos. Así, esta reforma consistiría entre otros elementos en la constitución de cuentas individuales para personal de nuevo ingreso al sistema de seguridad (issste) administradas por privados (Afores) al margen de la relación contractual así como el incremento de la edad de jubilación. Para la estructura cupular del snte esta serie de reformas en el ámbito educativo y del trabajo no representaron el trastrocamiento de sus principales recursos de poder. La cúpula sindical mantuvo el control sobre el sector magisterial. Políticamente no se desarticuló su estructura de poder, sino que se desplegaría en términos de un asociacionismo que agruparía intereses cupulares y privados (Bensusán y Tapia, 2011). 124

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Sin embargo, la actual reforma educativa instaurada en 2013 tiene efectos profundos en la relación snte-Estado, pues trastoca sustantivamente ese pacto corporativo que se sostuvo durante décadas. Esta reforma del Estado supone un proceso de recentralización de la política educativa, fundamentalmente una reapropiación estatal del control político sobre el magisterio mexicano, disputado por el snte, estableciendo un particular régimen de relaciones de poder en detrimento de las condiciones generales de trabajo. De esta manera, la actual reforma trastoca políticas básicas (Stein et al., 2006) dirigidas a debilitar el poder político del snte. Las implicaciones políticas y sociales son sustantivas, particularmente para la clase trabajadora, pues esta reconfiguración estatal representa la disolución de mecanismos sociales obligatorios que han brindado seguridad (Altvater y Mahnkopf, 2008). La reforma educativa y en general la oleada de reformas estructurales suponen una particular modalidad de regulación y mediación estatal, en la cual está implicada la propia lógica de acumulación del capital, sin que ello suponga necesariamente la ruptura de los elementos de dominación propios del Estado, particularmente su despliegue como aparato de poder por medio de la violencia y represión cada vez más honda. La cuestión central está en las implicaciones de este nuevo proceso de reconfiguración estatal en el pacto corporativo, fundamentalmente a nivel social donde se vislumbra un profundo proceso de disolución y degradación de los vínculos sociales articulados estatalmente. La reforma educativa: una disputa por el control El snte había mostrado una capacidad política para adaptarse a las reformas en la medida en que lograba preservar una serie de prebendas y privilegios. La actual reforma educativa (2013) impulsada por el Ejecutivo federal, sin embargo, tiene una serie de implicaciones políticas trascendentales, la principal de ellas es el control sobre el ingreso y egreso de los maestros en el sistema educativo. La reforma educativa está dirigida a que el Estado “recupere” el control del sistema educativo. Esto implicaría una reconfiguración de sus propios fundamentos corporativos pues parte del intercambio político con el snte fue su implicación sustantiva en el sistema educativo. Entre algunos otros elementos de esta reforma se encuentra la creación de un Servicio Profesional Docente, así como de un Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (inee) que medirá el desempeño del sistema educativo en sus niveles de preescolar, primaria, secundaria y normales.21 Estos elementos ya estaban en 21  Datos obtenidos del documento oficial de la Reforma educativa: [http://pactopormexico.org/Reforma-Educativa.pdf ]. 125

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algún sentido delineados en la ace, sin embargo, no se habían trastocado mecanismos de control corporativo que coartaran sustantivamente el poder político del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación. La cuestión problemática de esta nueva reforma radica en el trastrocamiento por parte del Estado de uno de los elementos centrales del poder sindical, que es el control sobre el sector magisterial. La palabra permanencia, integrada en la fracción iii del ar­ tículo 3 constitucional, es un elemento clave de la disputa por el manejo monopólico del sector magisterial: El ingreso docente y la promoción a cargos con funciones de dirección o de supervisión en la educación básica y media superior que imparta el Estado, se llevarán a cabo mediante concursos de oposición que garanticen la idoneidad de los conocimientos y capacidades que correspondan. La ley reglamentaria fijará los criterios, los términos y condiciones de la evaluación obligatoria para el ingreso, la promoción, el reconocimiento y la permanencia en el servicio profesional con pleno respeto a los derechos constitucionales de los trabajadores de la educación (Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, artículo 3, fracción iii).

La cuestión de la permanencia permite al Estado reapropiarse del control político del sector magisterial sustrayendo una prerrogativa del snte que le había permitido el control exclusivo sobre el gremio. Esta ruptura supone una crisis significativa de un importante mecanismo de control corporativo que había sido fuente de legitimidad y de poder sindical. Anteriormente, el snte tenía la capacidad de recomponer su entramado de relaciones, la cuestión radica en el grado en que esta reforma permea su estructura de poder clientelar (Bensusán y Tapia, 2011). Esta reforma educativa representa fundamentalmente un proceso de recentralización del poder estatal mediante un despliegue autoritario. Implica la redefinición de los elementos de dominación que han articulado al Estado mexicano y con ello la redefinición de su relación con el snte, aunque éste mantiene el control de algunos elementos importantes, principalmente la representación monopólica de los trabajadores. La redefinición del régimen de relaciones entre el Estado y el sindicalismo (Bensusán y Middlebrook, 2013) no apunta necesariamente a su democratización, sino más bien a un despliegue intenso de un aparato de poder estatal deslegitimado pero con cierta capacidad material y simbólica para trastocar el poder político de sectores organizados ahora incómodos, como el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación.

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La disidencia frente a la reforma La resistencia frente a la reforma educativa ha sido significativa, incluso ha sido muy amplia en sectores del magisterio no adscritos a la disidencia. Sin embargo, la cnte ha sido la principal organización sindical disidente que ha desplegado innumerables acciones de protesta contra la reforma. Programas como Enlace y Carrera Magisterial tuvieron una mínima cobertura en los estados donde la Coordinadora tiene el control del sector magisterial y de la propia burocracia educativa local. Además de que algunas secciones disidentes como la xviii de Michoacán y la 22 de Oaxaca, cuentan con sistemas escalafonarios alternos al oficial.22 La evaluación universal, pieza clave de la actual reforma, no se ha aplicado en dichos estados. Sin embargo, en Oaxaca, principal bastión de la Coordinadora, la reestructuración del Instituto Estatal de Educación Pública de Oaxaca (ieepo) sugiere la redefinición de las reglas y los mecanismos de poder que operan en las relaciones entre el gobierno estatal y el movimiento magisterial oaxaqueño. Las implicaciones políticas de este viraje sugieren un proceso de conflicto que pudiera intensificarse en la entidad por los intereses y disputas que están en juego. Las implicaciones políticas y sociales de dicha reforma son sustantivas para la clase trabajadora. La reforma educativa representa una modificación fundamental en el ámbito laboral pues plantea la reestructuración de la forma de organización del trabajo. El control sobre el puesto de trabajo condicionado a una lógica de evaluaciones por parte del Estado representa un mecanismo fundamental de reconfiguración de sus formas de mediación y legitimación, sugiere el despliegue de su capacidad de imponer a un sindicato una nueva forma de relación política. Anotaciones finales La reestructuración del Estado mexicano iniciada en la década de 1980 implicó la reconfiguración gradual de su forma política, es decir, su forma corporativa, pero no su desarticulación. En la lógica del capital, el Estado llevó a cabo un proceso de reconversión de sus relaciones, entre otras, con los sindicatos. Esta reconversión, sin embargo, 22  La

cnte en el marco de la aprobación de la reforma educativa emitió un documento titulado Hacia la educación que necesitamos los mexicanos, donde se opone a la evaluación universal proponiendo un tipo de evaluación integral; además, demanda la basificación masiva, refundación de las escuelas normales y asignación de plaza automática a egresados de normales públicas. 127

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fue de naturaleza autoritaria, es decir, no se modificaron los elementos centrales de dominación del Estado sino que se redefinían o reactualizaban. El Estado requirió de enclaves corporativos para el despliegue de la acumulación del capital. El pacto corporativo como fundamento del Estado mexicano posibilitó su reproducción en el proceso de liberalización y modernización económica. La naturaleza autoritaria y vertical de esta reconfiguración estatal permitió mantener los mecanismos de intercambio clientelar con los sindicatos. Sin embargo, el poder político de éstos se vería gradualmente debilitado, principalmente en su capacidad para negociar condiciones laborales y salariales para la clase trabajadora. El caso del snte resulta una experiencia significativa en ese proceso de reconfiguración estatal, centralmente por su capacidad de adaptación política. Sin embargo, la relación Estado-snte se ha caracterizado por el conflicto; el control del sistema educativo sería el espacio de disputa en los procesos de reestructuración estatal. La reconfiguración de la forma política estatal implicaba también la disputa por el control de recursos de poder. En este contexto, el snte, a diferencia de otras experiencias sindicales, había sido capaz de mantener una serie de facultades y prerrogativas, esta capacidad que radicaría en la estructura de poder que construyó en el marco del propio corporativismo. Ahora, en este “nuevo” momento de reconfiguración estatal vía reformas estructurales, la necesidad del Estado es rearticular su poder como aparato a partir de la configuración de condiciones y mecanismos de intercambio, regulación y mediación, en la cual está implicada la consolidación del capital trasnacional. La reforma educativa constituye una pieza clave para situar el momento de inflexión del Estado mexicano, centralmente de ruptura y tensión respecto a sus fundamentos y posibilidades. Se vislumbra así una crisis y paradójicamente una consolidación autoritaria del poder estatal, principalmente en su despliegue en forma de violencia, con implicaciones más profundas (incluso radicales) en las relaciones y vínculos sociales, económicos y políticos en tanto comunidad estatal. En este complejo proceso, la clase trabajadora es, sin duda, uno de los eslabones más débiles. Bibliografía Altvater, Elmar y Birgit Mahnkopf (2008), La globalización de la inseguridad, trabajo en negro, dinero sucio y política informal, Paidós, Buenos Aires. Arnaut, Alberto (1992), La Evolución de los grupos hegemónicos en el snte, cide, México. Bensusán, Graciela y Luis Tapia (2011), “El snte: una experiencia singular en el sindicalismo mexicano”, en El Cotidiano, julio-agosto, uam-Azapotzalco, México. 128

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Control sindical

Discurso democrático

Los sindicatos tienen el mono- Prohibición de la reelección polio de los derechos laborales de de dirigentes al interior de los sindicatos. los trabajadores del Estado.

Procesos de afiliación corporativa Sin embargo, no establece los marcos institucionales de iny prácticamente automática. Toma de nota (registro sindical) Cláusula de exclusividad sindical: jerencia del Estado en la forde autoridad laboral oficial. el trabajador adscrito a determi- ma de organización interna de Control sobre la huelga, recono- nado sindicato no podrá dejar de sindicatos. cida como legal y legítima por formar parte de él a menos que Defensa de la autonomía sindical. sea expulsado. instancias estatales. Define de antemano las condi- Monopolio de la representación; ciones y alcances de la huelga: dificultad jurídica para instituir sindicatos. suspensión de labores. El Estado mediante sus instancias resolverá el conflicto sindical. Fuente: Elaboración propia con base en Ley Federal de Trabajadores al Servicio del Estado. 130

Extravíos en la construcción de ciudadanía. La abstención de la participación política como un déficit en la época neoliberal

Rosalba Moreno Coahuila Introducción La reestructuración global del capital en curso ha implicado la recomposición política de los sistemas de legitimidad, con una clara orientación hacia la democracia y el protagonismo de la sociedad civil. La participación ciudadana, empero, ha sido centrada en los procesos electorales cuyos protagonistas, como se sabe, no son los ciudadanos comunes y corrientes sino las estructuras burocráticas de los partidos políticos y los órganos estatales que las organizan y las sancionan. La participación ciudadana, siendo un componente indispensable de la democracia, no tiene porqué agotarse en el ejercicio del sufragio, pero construirla, en un contexto de “dominación tradicional”, requiere algo mucho más complejo que el mero ejercicio de “enseñar a depositar el voto” en las urnas transparentes. Se trata, en realidad, de un arduo proceso verdaderamente educativo. Ahora bien, la abstención en la participación política de una parte importante, a veces mayoritaria, de la población con derecho a voto indica un problema de relevancia social que no sólo es atribuible a la apatía política sino a múltiples factores entrelazados. En este capítulo me propongo una aproximación a la interpretación del fenómeno de la abstención de la participación política como un déficit en la construcción fallida de la ciudadanía en la época neoliberal. El trabajo está dividido en cuatro partes: la primera aborda los elementos fundamentales a tomar en cuenta para avanzar una interpretación de la participación política, esto es, los conceptos de ciudadanía, Estado, nación y representación; referiré el contexto externo e interno de la economía así como el problema de la despolitización, sus formas de existencia y sus causas. Trataré también la naturaleza del neoliberalismo y sus valores; de igual forma tomaré en cuenta los problemas de la le131

LA POLÍTICA TRANSFIGURADA

gitimación a partir de la construcción democrática y la participación de los ciudadanos en este contexto, así como la interpretación resultante. En lo externo, efectuaré un escrutinio rápido de los multicitados programas de ajuste y sus resultados en términos de la economía y la política. Con respecto al contexto interno, comentaré los cambios paralelos a los programas de ajuste económico a partir de la institucionalización de una apertura política de cierta amplitud y la preeminencia de los aspectos procedimentales. En el mismo tenor, tocaré el problema de las permanencias tanto en el ámbito de la economía como en el de la política. En lo referente al proceso de legitimación, abordaré el asunto de la despolitización de la economía y la despolitización de la política; las visiones que de pronto aparecen como despojadas de intereses y éstos aflorando siempre asépticos. Al final, la interpretación. Para esta parte es necesario el uso de algunos datos respecto de la participación ciudadana en las elecciones, así como el paradójico asunto de la “representatividad”. Ciudadanía, Estado y nación La independencia de los países latinoaméricanos introdujo un concepto amplio de ciudadano, que incluía a todos los varones adultos, libres, no dependientes, más cercano al citoyen francés, que al ciudadano propietario de John Locke. Para México: [...] la intensidad de la ciudadanía liberal se construyó en sentido vertical a lo largo del proceso electoral desde la parroquia hasta la cumbre de la provincia […] Sin embargo, a esta verticalidad jerárquica […] se contrapuso […] la ciudadanía horizontal del vecino-comunero, cuya pertenencia a la Nación es débil frente a su pertenencia al pueblo, que sigue existiendo como entidad autónoma y corporativa (Annino, 1999, citado en Sabato, 1999).

De acuerdo con Carmagnani y Hernández (citados en Sabato, 1999), “la condición de vecino, en el contexto mexicano, es el elemento fundador de la ciudadanía”, en la medida en que fue la adquisición de ese estatus por parte de nuevos actores sociales el primer paso en el camino hacia la obtención de derechos políticos. De 1812 a 1855 todas las leyes electorales mexicanas establecían como “requisito primordial para ser considerado ciudadano […] ser vecino de su localidad y tener un modo honesto de vivir”, relación que se mantuvo luego de las reformas liberales y que comenzaron a debilitarse a comienzos del siglo xx. Dicho vínculo “confirió a la ciudadanía su connotación 132

EXTRAVÍOS EN LA CONSTRUCCIÓN DE CIUDADANÍA

orgánica al territorio de pertenencia” debido a la pluralidad social y cultural propia de México, donde “al introducirse el liberalismo se encontró esencialmente con una sociedad de sociedades que dificultó la afirmación de un criterio exclusivamente político y general para todos los eventuales titulares de derechos políticos”. El movimiento entre la nación moderna como proyecto y las naciones como resultado ocupa un lugar central ante la cuestión de la representación política. El pueblo o la nación no pueden hablar ni actuar sino por medio de sus representantes. En este orden, las prácti­cas electorales cumplen un papel central en la construcción de una esfera política relacionada con la esfera social, pero no se reducen a tal construcción. En principio, los partidos fueron apareciendo como forma de asociación política al reunir grupos o personas que aspiraban llegar al poder, a partir de lazos de diferente naturaleza. Entre estas asociaciones predominaban propuestas que veían a la nación como un todo indivisible y opinaban que las elecciones eran el mecanismo para la selección de los mejores. Se conformaron las facciones, entendidas como factores de aglutinación de intereses políticos, centros de actuación de quienes habían llegado o aspiraban al poder, lugares de constitución de redes materiales y tramas simbólicas que contribuyeron a definir tradiciones políticas. Aquí subyacen dos cuestiones relacionadas con la soberanía, la representación y la nación, y que tienen que ver más con la colectividad que con el individuo. De la misma manera, el debate sobre la naturaleza de la nación está relacionado en primera instancia con los orígenes, razón por la cual subyacen las diferencias entre españoles y americanos. Los primeros entienden a la nación como unitaria; los segundos, como plural, como un conjunto de pueblos. Ya lo decía Pierre Rosanvallon (1999): el ciudadano moderno se caracteriza por los atributos de universalidad, igualdad e individualidad. El Estado nación, entendido como construcción social e histórica, desde hace tiempo es el referente que dio sentido a los procesos de producción y reproducción social. La nación cumple dos funciones principales: primero, es el principio fundamental de referencia para la legitimidad de los Estados, pues politiza las diferencias naturales y naturaliza las diferencias políticas. Segundo, proporciona sentimientos de protección, seguridad, reconocimiento, respeto, sentido de trascendencia. A este respecto el concepto de nación se convierte en el referente obligatorio para efectuar el análisis relativo a la construcción de la ciudadanía. En su experiencia, el sujeto social ha ido acumulando una serie de elementos simbólicos que le permiten armar una visión distinta y contrastarla con lo individual, nacional, internacional y pasando por lo local. Sobra señalar que hoy día la identidad colectiva, en sus diversas formas de recreación, se transmite de manera compleja. Los medios de comunicación, especialmente los medios audiovisuales como la televisión, 133

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son las herramientas ideales para la transmisión de cargas simbólicas e identitarias particulares. En un mundo globalizado, las identidades culturales comunitarias y nacionales se diluyen en la gran identidad global. En el discurso de la cultura nacional, la figura del Estado es importante no sólo para integrar identidades pluriétnicas, sino para articular un conjunto de símbolos que, a partir de diferentes aparatos de reproducción simbólica, incluyendo a los medios de comunicación, permiten legitimar un proyecto específico de nación. Como dice Gellner (2008), la noción de nacionalismo no surge del Estado sino de la nación misma. Para este autor la comunidad cultural es una de las dimensiones de la legitimidad moderna. De ese modo, la nación precede al Estado, en la medida que sus miembros comparten valores, costumbres, lengua y tradiciones. Su identidad cultural es plena, aunque lo que la transforma en auténtica identidad nacional es el carácter fundacional que le brinda el Estado. La diferencia básica entre identidad cultural e identidad nacional emerge conforme los Estados nación son capaces de cumplir las voces de los ciudadanos, con la finalidad de satisfacer aspiraciones y valores básicos, tanto individuales como colectivos. La ciudadanía está relacionada con el concepto de Estado nación, ya que éste es el que encarna al grupo, el que aglutina diferencias de etnias, religión y sexo. No obstante, como dice Touraine “la ciudadanía no es la nacionalidad […] la segunda designa la pertenencia a un Estado nacional, mientras que la primera funda el derecho de participar, directa o indirectamente, en la gestión de la sociedad. La nacionalidad crea una solidaridad de los deberes, la ciudadanía da derechos” (1995: 104). Ciudadanía y representación La noción de la ciudadanía moderna, constituida sobre la idea de humanidad, ha enfrentado al menos dos implicaciones. Por un lado, habrá que considerar la dimensión de las repúblicas modernas, situación que imposibilita el ejercicio directo del poder por parte de los ciudadanos. El Estado se planta por encima de la sociedad civil y, en consecuencia, el poder ya no puede ser ejercido por todos. Para diferenciarse del despotismo, el principio republicano atribuye la idea del control popular al sufragio universal, perspectiva inspirada en la visión de soberanía popular de Rousseau. De acuerdo con la doctrina de la representación, fundada en la soberanía popular, el origen y el fin de toda soberanía se encuentra en el pueblo. El ciudadano no puede ya ejercer en persona el poder, pero escoge con su voto a sus representantes. Otra cuestión en la aplicación de la ciudadanía moderna tiene que ver con el concepto de hombre y 134

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su naturaleza. La república moderna tardó mucho tiempo en admitir que la persona humana es doble, que comprende al hombre y a la mujer. En correspondencia con la ciudadanía antigua, la ciudadanía moderna sufrió una doble transformación. Por abajo, se amplió y se extendió al conjunto de los miembros de una misma nación; por arriba, sin embargo, se estrechó, pues la decisión política fue transferida a los electos y representantes. La relación entre ciudadanía y nacionalidad configura un campo de confrontación entre el pensamiento conservador y el pensamiento progresista. Para los conservadores, la ciudadanía se restringe al concepto de nación, es decir, solamente son ciudadanos los nacionales de un determinado país. La ciudadanía es vista como una relación de filiación, de sangre, entre los miembros de una nación. Esta visión nacionalista excluyó a los inmigrantes y extranjeros residentes en el país de los beneficios de la ciudadanía. En el otro extremo, encontramos una visión enraizada en la doctrina tradicional de la república, según la cual la ciudadanía no se basa en la filiación sino en un contrato. Si la ciudadanía no excluye la idea de nación, sería inaceptable restringirla a determinantes de orden biológico. En el plano jurídico hay dos polos opuestos de definición de nacionalidad, que determinan las condiciones de acceso a la ciudadanía. El primero es el jus soli, un derecho más abierto, que facilitó la inmigración y la adquisición de la ciudadanía; por el jus soli, es nacional de un país quien en él nace. El segundo es el jus sanguinis, según el cual la ciudadanía es privativa de los nacionales y sus descendientes, aun nacidos en el exterior; es un derecho más cerrado, pues dificulta la adquisición de la ciudadanía. Concepciones recientes procuran disociar la nacionalidad de la ciudadanía. Esta última tendría, así, una dimensión puramente jurídica y política, con lo cual se apartaría de la dimensión cultural que existe en cada nacionalidad. La ciudadanía tendría una protección transnacional, como los derechos humanos. De acuerdo con esta concepción, sería posible pertenecer a una comunidad política y tener participación, independientemente de la cuestión de la nacionalidad. Las grandes cuestiones económicas, sociales, ecológicas y políticas, dejaron de ser sólo nacionales para tornarse trasnacionales. En este contexto nace en la actualidad el concepto de ciudadano del mundo, de ciudadanía planetaria, que es paulatinamente construido por la sociedad civil de todos los países, en contraposición al poder político del Estado y al poder económico del mercado. La práctica de la ciudadanía depende, en los hechos, de la reactivación de la esfera pública, donde los individuos pueden actuar colectivamente e involucrarse en deliberaciones comunes sobre todos los asuntos que afectan a la comunidad política. Además, la práctica de la ciudadanía es esencial para la construcción de la identidad política basada 135

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en valores de solidaridad, autonomía y del reconocimiento de la diferencia. La ciudadanía participativa es también esencial para la obtención de la acción política efectiva, desde el momento en que ella habilite a cada individuo para tener algún impacto en las decisiones que afectan el bienestar de la comunidad. El nuevo entorno para la ciudadanía Al hablar de ciudadanía, habrá que decir que el neoliberalismo toma lugar en México, de manera nítida a partir de la década de 1980. Con la manifestación de un discurso que buscó interpretar la crisis del momento, continuó en la instrumentación de políticas del llamado proceso de modernización, para constituirse casi de inmediato en una “ideología de la transición”. Esto con el objetivo de crear las condiciones “favorables” para legitimar la construcción del futuro. De esta forma la llamada “nueva derecha latinoamericana” y sus diferentes encarnaciones mexicanas acondicionaron las bases para la edificación de un proyecto, no solamente económico sino también político, justificado por la necesidad de reinserción de la región en el marco de la globalización de la economía (Jiménez, 1992: 55). La ideología de la transición tiene una serie de implicaciones importantes, no solamente desde el ámbito de la economía; de hecho, su impacto ha sido más evidente en el terreno de la política. Las propuestas desprendidas de los procesos de modernización implican desmovilización y despolitización ya que las principales acciones se encaminaron a alterar las bases constitutivas del Estado nacional, de manera tal que se pudiese favorecer la extensión y generalización de medidas basadas en la liberalización del mercado, la apertura económica, el proceso de recomposición y de modernización del sistema en su conjunto. El neoliberalismo descalificó al Estado benefactor, denunciándolo como costoso, centralista, ineficiente y responsable del estancamiento. Se le atribuyó también el carácter desestabilizador de las tendencias igualitarias que esta forma de Estado diseñaba. Por la intervención estatal en la economía y por las formas de negociación de la política económica, la racionalidad política se había perdido. Desde la perspectiva neoliberal, la relación Estado-sociedad no estaba fincada en cimientos de libertad y justicia, sino que se hallaba distorsionada por la intromisión del Estado; el resultado era el creciente proceso de ingobernabilidad y burocratización. En este marco, la ideologización y la politización de la sociedad alteraron el protagonismo estatal y los límites de la conducción de la política nacional. Lo anterior tenía su marca en la orientación de los planes nacionales “alejados de la realidad”, al mantener el auge por razones políticas antes que por su viabilidad económica (Jiménez, 1992: 58). 136

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Para el neoliberalismo, la presencia del Estado llevó a politizar al mercado, con lo que afectó la producción, la circulación y la distribución de bienes y servicios. La politización afectó las decisiones, el funcionamiento de la economía, así como las relaciones de oferta y demanda. La incorporación de criterios políticos en la organización de la producción y la distribución de recursos había reemplazado los criterios del mercado. La politización del mercado indujo al Estado a dar prioridad al consumo antes que a la oferta. Con ello se modifica la “relación natural” del trabajo y el capital por una relación trabajo-Estado, con capacidad para definir salarios, precios y mínimos de bienestar. Desde la perspectiva del neoliberalismo esto llevó al agotamiento del sector productivo, por lo que se hacía necesario recuperar la confianza en el mercado. Debían, entonces, adoptarse medidas diferentes como la modificación radical de los subsidios, la eliminación de reglamentos que protegieran la ineficiencia de sectores productivos y comerciales. El centralismo estatal extendió su ineficiencia a toda la sociedad y la obligó a sufrir los efectos de las imperfecciones de la regulación estatal. De esta manera, el Estado, ineficiente, perdía su razón de ser (Jiménez, 1992: 59). Es precisamente en la centralidad del Estado, como lo indica la experiencia mexicana, que se inicia la pérdida de la autonomía de las fuerzas sociales y políticas, porque todo dependía del Estado: todo se redujo durante décadas al control del espacio de la sociedad civil por parte del Estado. Ello redundó en la confusión o, tal vez, en un abandono de los intereses nacionales, con una débil permanencia reflejada en un inconsistente acto de apelación. Por ello, el Estado no logró garantizar el pluralismo, lo que provocó que la clase política se extraviara entre el principio de la mayoría y el principio de representatividad de la mayoría. De la economía a la política: la despolitización Los principios fundamentales de la teoría neoclásica plantearon, en voz de sus exponentes más conocidos, que la aplicación de las políticas keynesianas fueron motivo de los fracasos económicos y políticos de las décadas de 1960 y 1970. Sus recomendaciones asistenciales probaron estar equivocadas por ignorar los efectos a largo plazo de sus políticas. En el nivel de la política, los proyectos neoclásicos programan “que la democracia ya no es un método político, que se podía deducir de la democracia liberal, y que debe ser reemplazada por su significado objetivo” (Jiménez, 1992: 60). Dicho en otras palabras: surge la necesidad de modificar el concepto de acción política en nombre de la democracia, ya que la movilización masiva daña al sistema político. Así, la participación política concebida en términos tradicionales es incompatible con la construcción y 137

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funcionamiento del nuevo orden neocorporativo que se impone a nivel global y en los ámbitos de las naciones. Para las diversas encarnaciones mexicanas de la teoría económica neoclásica, la participación política no fue debidamente institucionalizada y tampoco fue reguladora. Las formas adoptadas no llevaron a un orden participativo sino a uno corporativo, y éste, a las diferentes formas de la represión política institucionalizada. El Estado regulador no pudo realizarse porque fracasaron sus acciones que debieron estar encaminadas a mantener “la normalidad y la estabilidad” de la vida nacional. La normalidad fue impuesta, no pactada. El Estado se quedó entre el Estado oligárquico y el nuevo Estado nacional. Lo anterior provocó que se produjera la identidad de clase y se quedara a medio camino la “identidad nacional”. El Estado buscó reconocerse en la nación, aunque no siempre la nación se reconociera en el Estado, lo cual alteraba las bases de la legitimidad estatal y provocaba que, por medio de la apelación nacional, se encubriera de manera ideológica la debilidad del Estado. En estas circunstancias, la participación social y política adquirió modalidades deformadas, cuyos rasgos permiten tipificar (Jiménez, 1992: 60) la participación de la siguiente manera: • Participación excluida: caracterizada por el desinterés y la supresión de derechos. • Participación por cooptación: implica la búsqueda de la colaboración como una forma de anular resistencias. • Participación por situaciones de fractura: estrategia que se emplea para descartar al oponente. • Participación impuesta: a través de estrategias veladas o desveladas que buscan imponer una voluntad. La mayoría de estas formas de participación se mantienen en el caso de México, sólo que hoy aparecen con una claridad mayor y en la diversidad de los casos pueden oponerse a las consideraciones formales de lo que hoy se conoce como “participación ciudadana”, ya que los diferentes organismos políticos las refuncionalizan de acuerdo con las circunstancias del momento político. Desde su inicio, el neoliberalismo buscó el desplazamiento de las figuras y los símbolos de autoridad que pudiesen representar algún tipo de “grandeza” o de bienestar. El objetivo fue despolitizar la autoridad, a partir de un marco de desmovilización de los sectores populares.1 Se logró redefinir el contenido de la democracia y de sus instituciones, así como 1  Las formas de la desmovilización y el despojo de los símbolos del antiguo “sistema político mexicano” pueden constatarse en los desfiles del 1 de Mayo, en la desmovilización de los sindicatos y el sentido de los

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la forma de hacer política y de los mecanismos de participación. La reforma del Estado y la modernización económica basada en la reinserción competitiva de México en el mercado internacional necesitaban de estabilidad, y para ello era necesario promover la despolitización del resto de la sociedad, lo cual consistió en el despojo a las otras clases de las alternativas posibles,2 dentro de un marco de una “nueva democracia controlada”, como el proyecto político de la corriente hegemónica de la economía neoclásica. La reforma del Estado ha incluido, al menos hasta el presente, la necesidad de un saneamiento económico, en un entorno inicial de desencanto e incertidumbre, terreno fértil para la reorganización de la sociedad. Las exigencias económicas no podían ser asumidas sin sacrificar el carácter del Estado como garante de los derechos y de la seguridad de la población. Fue necesario “sacrificarlo”; ésta era una condición fundamental para avanzar en las reformas hacia un “bienestar del mercado” en reemplazo del Estado de bienestar. Fue resultado de un compromiso entre clases sociales, sobre la base del crecimiento económico (Capella, 1993: 94). En estas circunstancias, hemos asistido, en al menos los últimos 25 años, a la con­ formación de un proceso de reorganización de la sociedad a partir de la despolitización de la economía, la política y la sociedad, muy bien reforzado por un cuerpo normativo de nuevos valores de aparente validez universal, como la rentabilidad, la productividad y la competitividad. Son valores empresariales asépticos, aparentemente neutrales, despojados de contenido conflictual. Los principios en boga, que afianzan las “nuevas” relaciones sociales constituidas a partir de la preeminencia del mercado, son el pragmatismo y “el realismo” económicos. Estos valores y principios han sustituido (o están en proceso de hacerlo) a los valores, principios y símbolos históricos que antes tenían validez nacional. Los nuevos valores y principios definen hoy las demandas y las posibilidades individuales en el mercado laboral; fijan también las relaciones de los sindicatos y en general los movimientos sociales y su relación con el propio mercado y en otros ámbitos de lo social. Y por supuesto, con el Estado. En este contexto, el neoliberalismo pone en tela de juicio las políticas de bienestar social. Las nuevas tendencias de la despolitización plantean la necesidad de reducir las expectativas con respecto a reivindicaciones socia-

movimientos que continuamente y desde hace ya mucho tiempo han tomado las calles. Puede intuirse que una parte de la sociedad está segura de que la toma de las calles no tiene que ver con la política, sino con intereses personales de “los políticos”. 2  El neoliberalismo mantiene una forma dogmática en la cual solamente lo planteado desde su propia plataforma es viable; lo demás es automáticamente descalificado, sobre todo aquellas ideas vinculadas a cualquier tipo de socialización fuera del mercado. 139

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les.3 De esta forma, se promueve de manera activa, la “autodeterminación” y la “disciplina” en todo aquello relacionado con las posibilidades de movilidad social. Al final, la liberalización de los mercados; la aplicación de los programas de choque consistentes en una abrupta reducción de la demanda agregada; la liberalización de las tasas de interés y de los precios de bienes y servicios; el control de los salarios que ha conducido a una drástica caída del poder adquisitivo de los trabajadores, y el aumento en el desempleo formal, en el subempleo y el empleo informal, han generado una precarización del trabajo y de la vida de la población. El imperativo al respecto consiste en que “La masa laboral debe someterse primero a una cierta disciplina, antes de que se le permita participar en el juego del libre mercado” (Jiménez, 1992: 64). Crisis, proceso de legitimación y “nueva democracia” El tema de la crisis es susceptible de distintos tratamientos. Aquí se utiliza la noción de Jürgen Habermas (1995) para iniciar el análisis. Al respecto, el autor dice que “las crisis surgen cuando la estructura de un sistema de sociedad admite menos posibilidades de resolver problemas que las requeridas para su conservación. En este sentido, las crisis son perturbaciones que atacan la integración sistémica” (Habermas, 1995: 16). La actual crisis tiene una connotación especial, sobre todo en lo referente al papel del Estado. La aplicación de medidas anticrisis (como las disposiciones económicas anticíclicas) han redefinido nuevamente, al menos de manera tentativa, el papel del Estado. Y aunque en los diferentes ámbitos globalizadores poco se habla de ello, lo que se mira en particular es que nuevamente “el Estado ha asumido una función sustitutiva del mercado como regulador del proceso económico” (Habermas, 1995: 7). Sin embargo, en términos políticos, los diferentes gobiernos mexicanos, desde la década de 1980 y hasta el gobierno de Felipe Calderón (2006-2012), conjuntamente con las élites empresariales, aceptaron un modelo de ajuste pasivo a la “nueva realidad” mundial. El concepto de ajuste pasivo alude a la aplicación ortodoxa de políticas de ajuste, diseñadas desde el Fondo Monetario Internacional (fmi) y el Banco Mundial (bm), sin incorporar políticas compensatorias que protejan la soberanía nacional y los niveles 3  Ello tiene que ver con el asunto de la reforma constitucional pendiente, referida a la cancelación de los derechos de los trabajadores, planteada en el artículo 123 constitucional y su sustitución por una amplia flexibilización del uso de la fuerza de trabajo. Sin embargo, la amplitud en las condiciones de informalidad del mercado interno y las condiciones materiales impuestas expresan que las diversas formas de precarización en el uso de la fuerza de trabajo, aparentemente, llegaron para quedarse.

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de bienestar de la población de los efectos negativos de las políticas de choque o de ajuste monetario macroeconómico (Durand y Smith, 1997: 43). Bajo esta circunstancia, los costos han sido muchos. En primera instancia, México tiene hoy una gran dependencia de los capitales internacionales, en especial los especulativos. A causa de ello, el país está obligado a mantener tasas de interés increíblemente altas, cuyos dividendos se pagan con deuda cada vez mayor, producto de los paquetes de ayuda o salvamento, o con la riqueza nacional que se transfiere a manos de los inversionistas. De esta manera, se ha creado un círculo vicioso mucho más grave que aquel que definió la propia crisis del viejo modelo de sustitución de importaciones. Otro de los costos del ajuste pasivo consiste en el incremento inusitado de la dependencia del Estado y los diferentes gobiernos con respecto de sus márgenes de maniobra, en razón de las ataduras de la política económica, la cual está casi por completo decidida desde afuera, y de la extraordinaria dependencia de los capitales extranjeros para poder crecer, mantener el equilibrio de las finanzas y pagar el servicio de la deuda. Los costos sociales han sido verdaderamente aplastantes. Los salarios se han derrumbado, los contratos colectivos fueron mutilados, se han cancelado de facto la mayoría de las conquistas de los trabajadores, que significaron la posibilidad de una mejor calidad de vida. A lo anterior se tiene que sumar el desempleo cada vez mayor como un factor “normal” dentro de la economía. El empobrecimiento de la mayoría no tiene paralelo en la historia moderna de México. La cantidad de pobres y pobres extremos no ha dejado de aumentar y la posibilidad de absorberlos es cada día más remota. De igual manera, las llamadas “clases medias” muestran un empobrecimiento creciente (Durand y Smith, 1997: 45). La parte paradójica corresponde a las reformas que han pretendido separar la economía de la política. El objetivo que se percibe consiste en la búsqueda de la estabilización de las expectativas de los agentes económicos así como un proceso de reingeniería social y política, tendiente a aumentar el “índice de gobernabilidad” mediante la normalización de los procesos democráticos para asegurar la continuidad en el poder de esa mayoría, construida por la coalición favorecedora de las reformas neoliberales (Durand y Smith, 1997: 44). Los nuevos gobiernos tienen como objetivo y como patrón de medida internacional de su eficiencia el mantenimiento de los equilibrios macroeconómicos, que permiten el buen funcionamiento de la economía internacional. Estas condiciones tienen como prioritario el interés internacional sobre el nacional. Por ello no es difícil comprender porqué los dos últimos gobiernos de México operan como lo hacen. Sin embargo, los mecanismos creados para el proceso de legitimación hoy actúan en represalia por las condiciones vividas por la población.

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Ciudadanía y participación Las condiciones generadas por los ajustes requirieron de un proceso de legitimación que para el caso mexicano ha resultado igualmente difícil. La inversión económica ha sido para muchos excesiva. Sin embargo, lo que se pretende esbozar es que existen algunas situaciones paradójicas en la despolitización de los procesos. La primera de ellas consiste en la existencia de desigualdades económicas en un entorno de igualdad ante la ley, la cual puede manifestarse, también, en los procedimientos de ejercicio del voto. Sin embargo, estas igualdades desaparecen cuando los individuos adquieren el papel más importante bajo las actuales condiciones: el papel económico. Ciudadanos desiguales en la “realidad económica” son considerados iguales ante la ley y en los procedimientos democráticos. Habría que considerar que los valores actuales benefician el estatus económico sobre el legal. A lo anterior es necesario agregar que, por ejemplo, en términos de la administración de la justicia, el estatus económico es más importante. Si a esto le adicionamos los problemas permanentes de falta de respeto por la ley y las diferentes manifestaciones de la corrupción, el panorama se complejiza. En el caso de México, entonces ¿en qué consiste eso que llamamos “ciudadanía”? En la actualidad, de manera formal, lo que se entiende hoy por ciudadanía se utiliza para expresar dos conceptos y abarcar dos realidades diferentes: los derechos y obligaciones que se tienen como ciudadano o nacional de un Estado. Se equipara, a veces, la palabra ciudadano con la de súbdito y también con la de nacional. Consecuentemente cabría decir que la palabra ciudadanía significa la condición jurídica de los individuos que determina, por un lado, su sumisión a la autoridad del Estado al cual pertenecen y, por otro, al libre ejercicio de los derechos y privilegios que la ley del Estado otorga, así como el cumplimiento de las obligaciones impuestas por las leyes de dicho Estado (Hernández Rubio-Cisneros, 1987: 398). Sin embargo, en su acepción más restringida, la palabra ciudadanía tendría que entenderse en términos de lo anterior: como la serie o conjunto de derechos y obligaciones que los individuos “súbditos” o “nacionales” de un Estado tienen como sujetos o personas con capacidad jurídica reconocida por las leyes. La ciudadanía involucra también una connotación política, tal vez más que jurídica o de derecho público. Significa, al menos formalmente, el derecho a participar de manera activa en la vida política de una sociedad. Ello implica la participación como ciudadano en las funciones políticas del Estado. Esto sería el espíritu de la ciudadanía.

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La no participación La participación ciudadana es hoy un asunto de interés no sólo para el Estado y el gobierno, porque se refiere al proceso de legitimación del actual estado de cosas. Puede afirmarse que la participación ciudadana es mucho más que la emisión de un voto. No obstante, para este análisis el asunto del voto se constituye en el pretexto para identificar algunas de las fragilidades, no solamente de la participación, sino tal vez de la constitución misma de la ciudadanía. Debemos cuestionar si efectivamente la participación ciudadana consiste en la puesta en operación de aquellos dispositivos que pretenden impulsar el desarrollo local y la democracia participativa, mediante la integración de una comunidad en el quehacer político. Si participación ciudadana consiste en tener acceso a las decisiones del gobierno de manera independiente y sin necesidad de formar parte de la administración pública o de un partido político, entonces en México esa participación es escasa. Por un lado, aquella parte de la población que tiene el estatus de ciudadano, en el sentido de poder votar, se ha enfrentado de manera continua a situaciones en las cuales las elecciones no son lo suficientemente confiables. El desencanto ha permeado más de una vez, el ámbito de lo electoral.4 No obstante, una parte importante de la población con derecho a voto logra mantener de manera frágil la legitimidad de los procedimientos democráticos. La participación ciudadana: el recuento Desde el inicio de la reconstrucción de los procedimientos democráticos, que aparecen casi a finales de la década de 1980 en México, se mantiene un tono casi festivo con respecto a su puesta en práctica. Paralelamente la “inversión para la democracia” ha sido particularmente onerosa para la sociedad en su conjunto. Sin embargo, existen varias razones que ponen en tela de juicio el sentido de los avances, de las cuales la que aquí interesa es la participación de los electores en algunos de los más recientes procesos electorales: el de 1997, 2000, 2003, 2006 y 2009. De acuerdo con los datos oficiales, en 1997 el porcentaje de participación fue de 57.69% de la población con derecho a voto. Ello deja un remanente de 42.31% de per4  Vale

la pena señalar el ejemplo de las elecciones presidenciales de 2006. Las movilizaciones a favor del candidato de la izquierda fueron multitudinarias. En términos reales, a pesar de que el candidato de la derecha asumió el poder como “ganador”, el procedimiento y lo referente a las cuestiones de legalidad y legitimidad quedaron en duda. 143

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sonas que no ejercieron su derecho a votar, es decir, en términos absolutos, más de 22 millones de personas no votaron. En 2000, la lista nominal consistía en un poco más de 58 millones de posibles votantes. El porcentaje de participación fue de 63.97%, más alto con respecto a las elecciones inmediatas anteriores, y el porcentaje de abstencionismo se colocó en 36.03%. Sin embargo, la cantidad de personas que no votó, superó los 21 millones. En las elecciones de 2003, la lista nominal fue de 64 710 596 electores. Participó 41.68%, por lo que la cantidad de votantes sin participación sumaron 37 742 225 personas. En 2006, la cantidad de electores posibles sumaron 71 374 373 personas. La participación fue de 58.55% y, en esta ocasión, la cantidad de personas que no votaron fue de 29 583 051. En 2009, los electores sumaron 78 millones de personas. La participación fue de 44.06%, y el total de personas que no participaron fue de 30.4 millones.5 Lo anterior muestra que la no participación es siempre demasiado alta. En términos absolutos, se trata de un número muy elevado de personas. Esto significa que una parte importante de aquellos que formalmente pueden ser considerados como ciudadanos no ejercen su derecho al voto con demasiada frecuencia. Sobre esto seguramente pueden encontrarse múltiples respuestas. Sin embargo, desde la perspectiva aquí sostenida, se muestra la fragilidad tanto de los propios procedimientos como de una incipiente construcción de una ciudadanía ejercida en un medio ambiente de desafección política (Vivero, 2007: 62) o en razón de una falta de representación adecuada. En las elecciones intermedias la tasa de no participación suele estar por encima de 50 por ciento. Con respecto a las cuestiones de la representatividad, es muy probable que una parte de la población con derecho a voto no se considere efectivamente representada, dado que las condiciones económicas construidas desde hace ya casi tres décadas han puesto a una parte importante de la población en una suerte de orfandad económica, política y social. Reflexiones finales Es importante considerar que las perspectivas de la participación ciudadana son las posibilidades de acción frente al Estado, sus encarnaciones y asociados. Sin embargo, el entorno construido parece poco favorable para el crecimiento de un sistema democrático al “estilo americano”. Las expectativas del futuro son escasas, y se incrementa el 5  El perfil de los electores en 2009 fue éste: por edad: personas entre 40 y 79 años son quienes más participaron; por sexo: se identificó a más mujeres; por sección: población rural localizada en el rango de edad entre 50 a 69 años (ife, 2011: 137). Véase también ife (2010).

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cierre tanto del discurso hegemónico como de las posibilidades de construcción de una realidad diferente. Lo que se observa a simple vista son ciudadanos que votan por partidos que no necesariamente representan sus intereses, que no representan los intereses que dicen representar, campañas políticas con estribillos y frases sin sentido. Y una inversión social de las más altas del mundo. Todo ello en un entorno de desigualdad económica y social, en donde hasta la palabra justicia ha desaparecido o cuando se le menciona solamente hace alusión a superhéroes de Hollywood. Los ciudadanos que normalmente no votan tal vez no están interesados en participar de las parodias del poder globalizado. Los que votan seguramente lo hacen porque no han perdido la esperanza de que su acción sirva de algo, tanto para ellos como individuos como para sus familias. En un entorno de una enorme desigualdad como la existente en México, bien vale la pena pensar que al menos, por un día, todos podemos ser iguales, y que el voto es valioso para algunos (esa parte de la sociedad que conocemos como “políticos”) porque les puede dar un cambio radical de vida, al menos por unos pocos años de este “nuevo” futuro incierto. Bibliografía

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LA POLÍTICA TRANSFIGURADA

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La política transfigurada. Estado, ciudadanía y violencia en una época de exclusión, número 58 de la colección Teoría y Análisis de la División de Ciencias Sociales y Humanidades, se terminó de imprimir el 8 de junio de 2016, la edición y producción estuvo al cuidado de Logos Editores. José Vasconcelos, 249-302, col. San Miguel Chapultepec, 11850, Ciudad de México, tel 55.16.35.75, [email protected]. La edición consta de 500 ejemplares más sobrantes para reposición